Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Narraciones Terrorificas Vol 4 - AA VV

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 291

Antología

de cuentos de misterio de diferentes autores, publicados por la


editorial ACERVO durante los años 1960 y 1970, que se editó en una
colección de diez tomos.

www.lectulandia.com - Página 2
AA. VV.

Narraciones terrorificas - Vol. 4


Narraciones terrorificas - 4

ePub r1.0
Titivillus 09.09.16

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Narraciones terroríficas ACERVO. Vol. 2
AA. VV., 1964
Traducción: Alfredo Herrera & José María Aroca
Selección: José A. Llorens
Escaneo: Walter Lombardi
Retoque de cubierta: Piolin

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
NARRACIONES
TERRORÍFICAS

Antología de cuentos de misterio

(CUARTA SELECCIÓN).

Selección de
JOSÉ A. LLORENS

www.lectulandia.com - Página 5
EL PRESIDENTE DEL JURADO
CHARLES DICKENS

www.lectulandia.com - Página 6
H AN pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato
que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar
con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo
hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido
sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto,
desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad
de aquel hombre.
Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó —o, mejor dicho, nadie
insinuó públicamente sospecha alguna— del hombre que después fue procesado. Por
la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar
en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.
Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del
descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví,
incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un
dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de
que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea,
fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la
víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de
las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St.
James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de
un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien
procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A
continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso,
tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.
Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente
y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar
numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna
en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos
hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro.
El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo le
seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada
amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan
frecuentada atrajo mi atención; pero en seguida se desvió hacia otra y más notable
particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás
peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie,
según pude observar, les rozaba, les miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana

www.lectulandia.com - Página 7
los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad
y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte: no se crea por esto que
yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle
de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz
de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la
filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía
sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo
digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme
muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo,
pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me
sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y
«ligeramente dispépsico».
Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento
mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía
ninguna enfermedad, ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.
A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al
público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto
del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de
asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había
sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia
definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las
próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto
de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es
posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o
aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.
Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de
dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una
puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi
baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera
claveteada.
Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones
al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que
daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la
puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre
que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos
que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin
refinar.
Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente,
me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela
encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.

www.lectulandia.com - Página 8
Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
—¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis
facultades he imaginado ver…?
Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él
exclamó:
—¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte
años, hubiese captado la situación antes de que yo le tocase. Su reacción, cuando
apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la
provocó aquel contacto.
Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije
ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no
haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de
explicar, de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño,
del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con un papel en la mano.
Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente.
Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia.
Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba —
aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no— que era costumbre nombrar jurados a
personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación.
El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que
mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se
limitaba a entregar la citación.
Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la
menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de
esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este
modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En
Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una
negrura opresiva.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que
conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada
de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y
vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el
mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin
considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo
criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe
considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente
aclarado en mi mente.
Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a

www.lectulandia.com - Página 9
través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su
atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de
las ventanas y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín
que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el murmullo de la concurrencia,
sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz
alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, que eran dos, y
ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer
comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó, le reconocí como el
primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese
tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me
encontré con fuerzas para contestar: «¡Presente!».
Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso,
que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular,
experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era
el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso
de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido,
moviendo la cabeza. Supe luego —por el propio abogado— que las primeras y
presurosas palabras del acusado habían sido éstas: «Haga sustituir a ese hombre como
sea». Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me
conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue
atendido su deseo.
Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también
porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo
proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a
mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre
todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es en este aspecto, y no
acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.

Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de


invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción —yo podía saber el
transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia—, habiéndoseme
ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable
dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad.
En resumen, contaba uno de más.
Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:
—Hágame el favor de contarnos.
Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a
todos.
—¡Pero si somos trece! —exclamó—. No, no es posible. Uno, dos… Somos

www.lectulandia.com - Página 10
doce.
A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si
se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos
considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con
persistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron en la London Tavern. Dormíamos todos en un amplio aposento, en
lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un
funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel
funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía
una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz
agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.
Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado
transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir
y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado
y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le
agitó un estremecimiento y exclamó:
—¿Qué es eso?
Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los
hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a
Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad,
riendo:
—Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin
cama. Pero es un efecto de la luz de la luna.
Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos
un paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar
los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la
cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la
almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para
dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a
mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho,
que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta.
Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar,
resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en
Piccadilly —si podía aplicársele la expresión «hombre»— era el asesinado,
persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera
para la cual yo no estaba preparado.
El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada
una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen,
encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado
practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y

www.lectulandia.com - Página 11
examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la
iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en
Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del
funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un
dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
—Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro
como ahora.
Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo
había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así
sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la
aparición.
Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos
juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos
mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de
cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante
nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.
Figuraba entre nosotros cierto sacristán —el hombre más obtuso que he visto en
mi vida— que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones,
apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma
parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por
las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas
como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos
se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos
disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volví a ver al hombre asesinado. Se
detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e
intervenir en su conversación, le perdí de vista. Éste fue el principio de una serie
interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado
se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre
ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios le desfavorecían, hacíame
imperiosos e irresistibles signos para que le defendiera.
Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no
había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en
esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la
defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía
continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona
que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el
degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se
tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose
ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en
que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha,
ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante

www.lectulandia.com - Página 12
herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que,
habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó
que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola
al rostro y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino.
Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con
más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la
consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se
dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún
estremecimiento o desasosiego súbito. Parecíame que a aquel ser le estuviera vedado,
por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus
mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte
voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de
degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de
su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente
con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de
descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el
fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán,
para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de
las sesiones, tras una pausa, que hacía diariamente a primera hora de la tarde para
descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco
antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la
aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por
encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados
estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y
hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez
instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él
comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por
la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los
papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio,
su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía
tan bien, y al fin hubo de murmurar:
—Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido
cierta opresión…
No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.
A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los
mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos
letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la
sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las
mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente
claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma
lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los

www.lectulandia.com - Página 13
celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las
mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me
llevaba a sentirme presidente de jurado desde una, época remotísima, y me recordaba
el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a
los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante
mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la
expresión «el hombre asesinado» no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me
preguntaba repetidamente: «¿Por qué no le mira?». Pero no le miró.
Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los
últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla
a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos
originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para
pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de
nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero
el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo
por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a
las doce y diez.
Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala.
Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció
dejarle satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su
cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por
primera vez.
Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo
desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.
El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo
que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas
palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de «breves frases titubeantes,
incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de
no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba
predispuesto contra él». Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en
realidad fue ésta:
—Señoría: me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su
puesto al presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese
libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi
habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del
cuello.

www.lectulandia.com - Página 14
EL PRADO DE BEZHIN
IVAN TURGUENIEV

www.lectulandia.com - Página 15
E RA un glorioso día de julio, uno de esos días que sólo llegan después de
muchas jornadas de buen tiempo. Desde el amanecer, el cielo está claro; la
aurora no se inflama en fuegos, sino que se tiñe de suaves arreboles. El sol, ni
abrasador como en la época de la canícula, ni turbiamente rojo como en vísperas de
tormenta, sino radiante y benigno, discurre plácido detrás de una larga y estrecha
nube, brilla suavemente y se sumerge en su bruma de color lila. El alto borde sutil de
la nubecilla reluce, serpeando, y su lustre parece el de la plata labrada. Pero he aquí
que de nuevo se filtran los juguetones rayos del sol y, jovialmente, como si levantara
el vuelo, vuelve a remontarse, más intenso que nunca, su fulgor. Alrededor del
mediodía suelen presentarse muchedumbres de altas y redondas nubes color de oro
oscuro, con tenues bordes blancos. Semejantes a islas diseminadas a lo largo de un
interminable río, envueltas en sus diáfanas y transparentes mangas de uniforme azul,
apenas parecen moverse de lugar; más allá, hacia el confín del horizonte, se agitan, se
apelmazan hasta el punto de tapar casi por entero el azul, pero tan azules ellas
mismas como el cielo, traspasadas de luz y tibieza. El color del horizonte, leve, de un
lila pálido, permanece inmutable todo el día, sin que en lugar alguno se oscurezca ni
asomen barruntos de tormenta. Acá y allá se extienden de arriba abajo faldas cerúleas
y caen algunas gotas de lluvia apenas perceptibles. Al atardecer desaparecen esas
nubes, y las últimas, negruzcas y vagas cual neblina, córrense en rosados círculos
frente al sol que se pone; en el lugar por donde se oculta con la misma placidez con
que despuntara en el cielo, un débil fulgor perdura breve rato sobre la tierra, cada vez
más oscura y centelleando débilmente como una lucecita, asoma en él la estrella de la
tarde. En tales días se suavizan todos los colores, luminosos pero no brillantes; todo
lleva el sello de cierta inquietante dulzura. Esos días aprieta a veces el calor, y hasta
vahea en los declives de los campos; pero el aire ahuyenta, disipa el bochorno
iniciado, y remolinos circulares de polvo —indicio seguro de tiempo estable— corren
por los caminos y a través de los campos de labor en altas y blancas columnas. El
aire, seco y puro, huele a trémula y a milhojas; y una hora antes de la anochecida no
hay la menor humedad en el aire. Días así son los que el labrador desea para la siega
del trigo.
Un día de ésos salí yo a cazar gallos monteses en el distrito de Tchern, de la
provincia de Tula. Encontré y cobré bastantes piezas; el atestado zurrón me agobiaba
los hombros. Pero ya se habían extinguido las últimas claridades del crepúsculo
vespertino, y en el aire, todavía claro, aunque no arrebolado ya por los rayos del sol
poniente, empezaban a adensarse unas sombras frías, de modo que decidí emprender
el camino de regreso. Con rápido andar crucé el largo campo de arbustos que
asciende por una colina, y en vez del esperado, conocido llano, con su encinar a la
derecha y su baja y blanca iglesuca a lo lejos, me encontré con otro paisaje que

www.lectulandia.com - Página 16
desconocía en absoluto. A mis pies se extendía un angosto valle, y delante de mí,
escarpado y prieto, se erguía un pinar particular. Me detuve, perplejo, y miré en torno
mío. «¡Vaya! —pensé—. Equivoqué el camino. Torcí demasiado a la derecha». Y
admirado de mi error me apresuré a abandonar la colina. Me envolvió una
desagradable y pegajosa humedad, como si hubiera entrado en una cueva; una hierba
alta, espesa, del fondo del valle, completamente mojada, albeaba en uniforme tapiz,
sobre el cual se hacía penoso caminar. Pasé rápidamente a la otra parte y, tomando
hacia la izquierda, pasé por delante del pinar. Los murciélagos revoloteaban ya por
encima de sus soñolientas quimas, trazando misteriosos zigzagueos en el vago y
confuso cielo; brusco y recto, volaba en las alturas un gavilán rezagado que volvía
presuroso a su nido. «En cuanto salga de este rincón —pensaba— daré con el
camino». Pero lo que hice fue dar un rodeo de una versta.
Finalmente, llegué al ángulo del bosque. Pero allí no había camino alguno. Ante
mí, cual nube amenazante, se extendían los arbustos rastreros, y a mis espaldas, allá
lejos, muy lejos, se vislumbraban unos campos pelados. Volví a detenerme. «¿Qué es
esto? ¿Dónde estoy?». Y traté de recordar dónde y cómo había estado aquel día.
«¡Ah, ya! ¡Éstos son los breñales de Parahin! —exclamé finalmente—. ¡Claro! Éste
tiene que ser el bosque de Sindyev… Pero ¿cómo he venido a parar aquí, tan lejos?
¡Qué raro! Ahora tengo que torcer de nuevo a la derecha».
Torcí a la derecha por entre los jarales. A todo esto, la noche se echaba encima y
se extendía cual nube de tormenta; parecía como si, juntamente con los vapores
nocturnos, se elevase por todas partes la oscuridad, escalando las alturas. Acerté con
un caminito no trillado, cubierto de maleza, y eché a andar por él, mirando con
atención hacia delante. Todo en torno mío oscurecía y callaba rápidamente; sólo de
cuando en cuando se oían los chillidos de las codornices. Un pajarraco nocturno,
sigiloso y rastrero, agitando sus blandas alas, casi me pasó rozando, y desvió su
vuelo, asustado. Salí del bosque y me encontré en un campo acotado. Aunque con
dificultades, percibía los bultos lejanos; albeaba aquel campo vagamente en derredor;
más allá, levantándose más a cada instante en enormes torbellinos, alzábase una
adusta bruma. Mis pasos resonaban sordamente en el aire cuajado. El empalidecido
cielo volvía a azulear… pero este de ahora era el azul de la noche, y en él
centelleaban débilmente las estrellas.
Lo que yo había tomado por un bosque resultó ser un tenebroso y circular
montecillo. «Pero ¿dónde estoy?», repetí en voz alta, y por tercera vez me detuve y
dirigí una interrogadora mirada a mi perro inglés, de color canela, llamado «Dianka»,
el más inteligente de todos los animales de cuatro patas. Pero el más inteligente de
todos los animales de cuatro patas se limitó a mover la cola y a guiñar humildemente
los cansados ojos, sin darme ningún consejo útil. Yo sentía vergüenza ante él y pugné
por seguir adelante, como si de pronto hubiera adivinado la dirección a seguir; costeé
el altozano y vine a encontrarme en una cueva no muy grande ni demasiado profunda,
y en el acto se apoderó de mí un extraño sentimiento.

www.lectulandia.com - Página 17
Aquella cueva tenía toda la traza de un caldero, con los lados en suave declive; en
el fondo veíanse unas cuantas piedras grandes y blancas, alineadas, que parecían
puestas allí para algún misterioso conciliábulo… Y hasta tal punto era intenso el
silencio, y tan liso y bajo pendía sobre aquel lugar el cielo, que a mí, la verdad, se me
encogió el corazón. Entre aquellas piedras, alguna alimaña lanzaba gritos débiles y
lastimeros. Me apresuré a volver atrás, hacia el montecillo. No había perdido aún las
esperanzas de encontrar el camino de regreso; pero allí hube de convencerme
definitivamente de que me había extraviado del todo; y sin hacer demasiado por
reconocer aquellos alrededores, casi enteramente sumergidos en la niebla, eché a
andar en línea recta, a la luz de las estrellas… a la ventura. Cuando llevaba media
hora andando estaba tan fatigado que me costaba trabajo mover los pies. Parecía
como si nunca hubiese andado por parajes tan desiertos; por parte alguna brillaba el
menor fueguecillo ni se oía el menor ruido. Sucedíanse unas a otras las peladas
colinas, y extendíanse hasta el infinito Campos y más campos, y los matorrales
parecían brotar como por ensalmo de la tierra ante mis narices. Seguía caminando, y
tenía intención de echarme en cualquier lugar y aguardar a que amaneciera, cuando
de repente me encontré ante un tremendo abismo.
Me apresuré a apartar el pie que me disponía a avanzar, y a través de la incierta
claridad de la niebla descubrí debajo de mí un descomunal barranco. Un ancho río lo
colmaba en un semicírculo que arrancaba de mí mismo; los acerados destellos del
agua, rebrillando vagamente a trechos, indicaban su curso. La colina en la cual me
encontraba, quebrábase de pronto en un tajo casi perpendicular; sus enormes
contornos resaltaban, negreando sobre el fondo de aquella azul, áurea oquedad, y
directamente a mis pies, en un ángulo formado por el barranco y la llanura, junto al
río que en aquel lugar manteníanse inmóvil, cual oscuro espejo, bajo el mismo corte,
con roja llamarada, ardían y humeaban, una junta a otra, dos pequeñas fogatas. En
torno a ella bullía la gente, fluctuaban sombras, y de cuando en cuando su reflejo
iluminaba la mitad anterior de una pequeña cabeza de pelo rizado.
Finalmente, reconocí el lugar donde me encontraba. Aquel prado era conocido en
la región con el nombre de prado de Bezhin. Pero no cabía ni siquiera pensar en
regresar a casa, sobre todo de noche; las piernas me flaqueaban de cansancio. Decidí,
pues, acercarme a aquellas fogatas, y en unión de aquella gente, que suponía eran
pastores, aguardar la llegada del alba. Bajé de la loma sin ningún tropiezo, y no había
tenido tiempo de soltar la última rama a la cual me había asido, cuando dos perrazos
blancos, ladrando furiosamente, se lanzaron contra mí. Alrededor de la fogata se
oyeron unas voces de timbre infantil, y dos o tres muchachos se levantaron de un
salto. Inmediatamente corrieron hacia el lugar donde me encontraba, espantaron a los
perros, a los cuales yo había alarmado, debido especialmente a la presencia de
«Dianka», y se me acercaron.
Me había equivocado al tomar por pastores a los bultos sentados junto a las
fogatas. Eran simplemente unos chicos campesinos de las vecinas aldeas, que

www.lectulandia.com - Página 18
guardaban caballos. En el caluroso tiempo estival, nuestros campesinos tienen la
costumbre de echar los caballos a pacer libremente en los campos por la noche, pues
durante el día moscas y tábanos no les dejan en paz. Los sueltan al atardecer y los
recogen al alba, cosa que constituye una fiesta para los chicos. Destocados, con viejas
blusas cortas, montan en los más bravíos potros y allá van, lanzando alegres gritos y
exclamaciones, aspeando brazos y piernas, dando grandes brincos y riendo a
carcajadas. Una leve polvareda se alza, en amarillentas columnas, del camino; a lo
lejos se oye un acompasado trote, corren los caballos, enarcando las orejas, y al frente
de todos, sacudiendo la cola y trenzando los pies, marcha algún alazán con granos de
bardana en las revueltas crines.
Les dije a los chicos que me había perdido y me senté con ellos. Y ellos, después
de preguntarme de dónde venía, guardaron silencio y se apartaron a un lado.
Charlamos un poco. Luego me tendí al pie de un carcomido arbusto y miré a mi
alrededor. El cuadro era maravilloso; en torno al fuego temblaba, como agonizando,
en pugna con la oscuridad, un rojo anillo de luz; la llama, reanimándose, proyectaba
de cuando en cuando rápidos destellos sobre los rasgos de aquel anillo; una fina
lengua de luz dejaba ver las peladas ramas, y luego desaparecía; largas sombras,
prevaleciendo a su vez por un momento, alargábanse hasta las mismas fogatas; luz y
sombras se confundían. A veces, cuando la llama desfallecía, y el anillo de luz se
debilitaba, destacábase inesperadamente de la bruma una cabeza equina, baya con
pintas o enteramente blanca, que nos miraba con roma atención, paciendo tercamente
la crecida hierba, y luego volvía a borrarse y a desaparecer, sin que supiéramos de su
presencia más que por el ruido que hacía al pacer y por los relinchos que lanzaba.
Desde el lugar iluminado resultaba difícil saber lo que pasaba en la sombra, y por eso
de cerca parecía como si todo estuviera envuelto en un negro velo; pero en
lontananza, hacia el confín del horizonte, como largos manchones, vislumbrábanse
vagamente las colinas y el bosque. El cielo oscuro, limpio, solemne y de una altura
inasequible, cerníase sobre nosotros con toda su misteriosa magnificencia. Los
pechos oprimíanse gratamente al aspirar aquella especial fragancia sofocante y fresca,
la fragancia de las noches estivales en Rusia. En torno nuestro no se oía casi ningún
rumor. Apenas si de cuando en cuando, en el cercano río, dejábase oír el súbito
chapoteo de un pez grande y el leve ruido de los estremecidos juncos, ligeramente
sacudidos por las fluyentes aguas… Sólo las pequeñas fogatas chisporroteaban
quedamente.
En torno a las fogatas estaban sentados los muchachos, y también aquellos dos
perros, junto a los cuales tuve que sentarme. Aún tardaron largo rato en
acostumbrarse a mi presencia, y guiñando, soñolientos, los ojos, y tendiéndose junto
al fuego, enseñaba a ratos los colmillos, con un sentimiento de personal dignidad;
enseñaban primero los colmillos y luego lanzaban leves gemidos, como si lamentasen
la imposibilidad de satisfacer su deseo. Los muchachos eran cinco: Fedya, Pavlusha,
Ilyusha, Kostya y Vanya. Por lo que hablaban, vine a saber sus nombres, y ahora

www.lectulandia.com - Página 19
trataré de presentárselos al lector.
Al primero, el mayor de todos, Fedya, le habrías echado unos catorce años. Era
un chico fuerte, de facciones rubicundas y finas, un poco menudas; pelo rubio claro,
rizado; ojos llenos de brillo, y una constante sonrisa, entre jovial y distraída, en los
labios. Era, a juzgar por todos los indicios, de familia acomodada, y si salía a los
campos no lo hacía por necesidad, sino por diversión. Vestía una blusa de indiana, de
colorines, con ribete amarillo; sobre sus estrechos hombros sosteníase apenas una
casaquilla corta, flamante, y de su cinturón azul colgaba un peine. Sus botas, con
polainas, eran eso, sus botas…, no las de su padre.
El segundo de los chicos, Pavlusha, tenía el pelo crespo, negro; garzos los ojos,
anchos mofletes, la cara pálida, picada de viruelas; la boca grande, pero de trazo
regular; una cabezota enorme, como una caldera, según suele decirse; el cuerpo
rechoncho y desgalichado. Era un chico feo, ni que decir tiene, pero a mí me fue
simpático; tenía un mirar inteligente y franco, y hasta en su voz vibraba energía. De
indumentaria no podía presumir, pues toda ella consistía en una sencilla blusa raída y
muy mal cortada.
El tercero, Ilyusha, tenía una cara harto insignificante: nariz corvina, ojos de
cegato y una expresión de estúpido, morboso ensimismamiento; no movía sus
fruncidos labios ni enarcaba las cejas, y parecía guiñar los ojos, deslumbrado por el
fuego. Su pelo amarillento, casi albino, asomaba en agudas greñas por debajo de su
gorrita de fieltro, que se encasquetaba hasta las orejas con ambas manos. Llevaba
zuecos nuevos; una gruesa cuerda, liada con tres vueltas a la cintura, ceñía
primorosamente su primorosa casaquilla negra. Tanto él como Pavlusha no
aparentaban más de doce años.
El cuarto, Kostya, que tendría unos diez, despertó mi curiosidad con su modo de
mirar pensativo y triste. Tenía una cara pequeñina, mustia, con pecas, y afilada como
la de las ardillas. Apenas si podía despegar los labios; pero lo que producía una
impresión más extraña eran sus ojos grandes, negros, brillantes, y que parecían querer
decir algo para lo que la lengua humana —la suya por lo menos— no encontraba
palabras. Era bajito, de complexión delicada, y vestía con mucha pobreza.
En el último, Vanya, no me fijé en el primer momento; estaba tumbado en el
suelo, acurrucado plácidamente bajo una raída esterilla, y sólo de cuándo en cuando
asomaba por ella su cabecita rubia, rizada. Aquel chico tendría a lo sumo ocho años.
Yo me había tendido al pie de un arbusto, a un lado, y contemplaba a los chicos.
Encima de una de las fogatas había un pequeño caldero, en el cual se asaban unas
patatas. Pavlusha, en cuclillas, las observaba y removía con un palito el agua
hirviendo. Fedya reposaba apoyado en un codo y recogidos los vuelos de su casaca.
Ilyusha estaba sentado junto a Kostya y también guiñaba los ojos sin cesar. Kostya,
con la cabeza baja, miraba algo en la lejanía. Vanya no se movía de debajo de su
esterilla. Yo me hice el dormido. Y al cabo de unos instantes, los chicos reanudaron
su conversación.

www.lectulandia.com - Página 20
Al principio, hablaron de las faenas del día siguiente, de los caballos; pero, de
pronto, Fedya se volvió hacia Ilyusha y, como si continuara una conversación
interrumpida, le preguntó:
—Bueno, y ¿qué? ¿Viste al domovoy?
—No, no le vi, nadie puede verle —respondió Ilyusha con una vocecita ronca y
débil, cuyo timbre encajaba perfectamente con la expresión de su rostro—. He oído
hablar de él… Sí, y no soy el único.
—¿Y dónde vive… entre vosotros? —preguntó Pavlusha.
—En el viejo molino de papel.
—¿Es que vas a la fábrica?
—Desde luego que vamos. Mi hermano Avdusha y yo somos satinadores de
papel.
—De modo que sois operarios…
—Bueno, ¿quién te lo ha dicho? —preguntó Fedya.
—Ocurrió así. Íbamos mi hermano Avdusha y yo, con Fyodor de Mihyevska,
Ivashka, el de las Colinas Rojas, Ivashka de Sohurukov, y otros…, en total seríamos
unos diez, es decir, toda la pandilla. Y se nos ocurrió pasar la noche en la fábrica; es
decir, no se nos ocurrió, sino que Nasarov, el encargado, nos lo mandó. Nos dijo:
«Vosotros, los chicos, no os marchéis a casa; mañana hay mucho trabajo, de modo
que no podéis iros». Por lo tanto, nos quedamos allí, y nos acostamos todos juntos, y
Avdusha salió diciendo qué íbamos a hacer si se nos aparecía el domovoy. Y no había
acabado de decirlo, cuando oímos andar a alguien por encima de nuestras cabezas;
nosotros estábamos tendidos abajo, y él andaba por arriba, junto a la rueda. Y le
oímos andar, y cómo crujían y temblaban las tablas bajo sus pies, y pasó por entre
nuestras cabezas, y de pronto empezó a sonar el agua de la rueda, y ésta se puso a
girar y rechinar, y girando siguió; pero el depósito quedó cerrado. A nosotros nos
chocó… «¿Quién lo habrá abierto para que salga el agua?». Pero la rueda seguía
volteando a más y mejor. Volvió entonces él otra vez a la puerta por encima de
nosotros y bajó por la escalerilla. La descendió sin precipitarse, y bajo sus pasos
parecían gemir los escalones… Luego llegóse a nuestra puerta, aguardó… aguardó…
y de repente la puerta se abrió, dando un portazo. Nos incorporamos, miramos…
nada. De pronto, miramos junto a la tina y vimos moverse un bulto, un bulto que se
levantaba, y se agachaba, y se elevaba en los aires como si lo empujasen, y luego
volvía a su sitio. Después, junto a la otra tina, un gancho se soltó de un clavo y luego
volvió a engancharse a él; luego oímos como si alguien se acercara a la puerta, y de
pronto rompió a toser, con un sonido muy agudo, parecido al balido de una oveja.
Todos nos levantamos y subimos uno detrás de otro… ¡Oh! ¡Qué canguelo teníamos!
—¡Hay que ver! ¿Y por qué tosería?
—No sé; quizá por la humedad.
Todos guardaron silencio.
—¿Qué? —preguntó Fedya—. ¿Están ya las patatas?

www.lectulandia.com - Página 21
Pavlusha las removió.
—No; todavía están duras. Mira, algo chapotea —añadió, volviéndose del lado
del río—. Algún sollo… seguramente… y allí ha caído una estrella.
—No, yo os lo diré, hermanos —dijo Kostya con tenue voz—. Oíd y fijaos en lo
que me contaba mi padre.
—Bueno, te escuchamos —dijo Fedya con aire de protección.
—Conocéis a Gavrila, el carpintero del arrabal, ¿verdad?
—Sí, le conocemos.
—¿Y sabéis por qué está siempre tan tristón y callado? ¿Lo sabéis? Pues os voy a
decir por qué está siempre tan tristón. Una vez, según dice mi padre, fue al bosque a
coger nueces. Bueno, fue al bosque por nueces y se perdió, y fue a parar… Dios sabe
adonde fue a parar. Anda que te anda, hermanos míos, y ¡nada!, que no podía atinar
con el camino, y ya se le echaba la noche encima. Y fue, y se sentó al pie de un árbol:
«¡Ea! ¡Qué diantre! Aguardaré aquí a que amanezca». Y se sentó y se durmió. Se
durmió, y de pronto oye que alguien le llama. Mira… ¡nadie! Vuelve a quedarse
dormido, y otra vez oye que le llaman. Vuelve a mirar y remirar, y se ve encima de él,
sentada en una rama del árbol, a una rusalka, que se columpia, y le llama, y se
troncha de risa… A todo esto la luna brillaba mucho, muchísimo… con toda claridad
brillaba la luna… como que, hermanitos míos, se podía ver todo muy bien. Bueno,
pues la rusalka sigue llamándole y llamándole… toda ella blanquita, reluciente, como
un pilón de azúcar en la rama del árbol… o también como las escamas de la carpa,
tan blancas que parecen de plata. A Gavrila el carpintero le daba vuelcos el corazón,
hermanitos míos… Pero ella no hacía más que reír y reír y llamarle con su manecilla.
Gavrila se levantó, y ya estaba a punto de hacerle caso a la rusalka, cuando Dios,
hermanitos míos, le inspiró e hizo la señal de la cruz… Pero ¡cuánto trabajo le costó,
hermanitos míos, hacer la señal de la cruz! Su mano parecía de piedra… Pero apenas
hubo hecho la señal de la cruz, hermanitos míos, la rusalka dejó de reír y de repente
se echó a llorar… Lloraba, hermanitos míos, y se secaba los ojos con el pelo… el
pelo que las rusalkas tienen verde como el cáñamo. Y Gavrila se quedó mirándola,
mirándola, y le preguntó: «¿Por qué lloras, pez del bosque?». Y la rusalka le
contestó: «Porque si no hubieras hecho la señal de la cruz habrías vivido alegremente
conmigo hasta el fin de los días, hombrecillo, y lloro y me consumo de pesar porque
has hecho la señal de Ja cruz; pero no seré yo sola en llorar y consumirse de pena,
que también tú andarás triste hasta el final de tus días». Y luego, hermanitos míos, la
rusalka bajó del árbol y en el acto vio Gavrila claro el modo de salir del bosque. Pero
desde entonces siempre está tristón.
—¡Bah! —exclamó Fedya tras un breve silencio—. ¿Cómo podría esa impura
criatura del bosque dañar a un alma cristiana? Ya ves que él no le hizo caso…
—Sí —asintió Kostya—. Y eso que Gavrila dice que tenía una vocecita tan fina y
lastimera como la de un sapo.
—¿Y eso te lo contó tu padre? —inquirió Fedya.

www.lectulandia.com - Página 22
—Sí, él mismo. Yo estaba tendido en el camaranchón, y lo oí todo.
—¡Qué cosa más rara! ¿Por qué habría de estar triste? Cuando le llamó, señal de
que le había gustado.
—¡Claro que le había gustado! —asintió Ilyusha—. Lo que quería era coquetear
con él, eso era lo que quería… ¡Esas rusalkas son la mar de raras!
—Pues aquí también tiene que haber rusalkas —dijo Fedya.
—No —replicó Kostya—. Éste es un lugar limpio, libre. Sólo que… está cerca
del río.
Callaron todos. De pronto, en algún lugar a lo lejos se oyó un ruido fuerte,
vibrante, uno de esos inexplicables ruidos nocturnos que suenan a veces en medio del
hondo silencio, se elevan, ciérnense en el aire y poco a poco se van apagando, como
si muriesen. Y aguzas el oído… y no ves nada; pero el ruido continúa. Dijérase que
alguien grita y grita largo rato bajo el mismo horizonte, y que otro le contesta en el
bosque con una tenue y aguda risa, y un débil y ronco silbido se alarga sobre el río…
Los chicos se miraron unos a otros, dieron un respingo…
—¡Que el poder de la Cruz sea con nosotros! —susurró Ilyusha.
—¡Bah! ¡Son los chorlitos! —dijo Pavel—. No hay por qué asustarse. Vamos, las
patatas ya están cocidas.
Se acercaron todos al caldero y empezaron a comer las patatas. El único que no se
movió fue Vanya.
—¿Vienes o no? —le preguntó Pavel.
Pero Vanya no se movió de debajo de su esterilla. El caldero no tardó en quedar
vacío.
—¿No habéis oído contar, muchachos —preguntó Ilyusha—, lo que sucedió no
hace mucho aquí en Varnavitsi?
—¿En la presa? —inquirió Fedya.
—Sí, en la presa, en la que se hundió. Es un lugar impuro y solitario. Todo está
lleno de hoyos y barrancos, y en los barrancos pululan toda clase de culebras.
—Bueno, ¿qué fue lo que pasó? Cuenta…
—Pues veréis lo que pasó. Tú, Fedya, puede que no sepas que una vez enterraron
aquí a uno que se había ahogado. Fue hace mucho tiempo, cuando la laguna era
todavía honda… Sólo que su sepulcro se veía como un montecillo… Bueno, pues
hace días, el administrador llamó a Yermil, el montero, y va y le dice: «Ve, Yermil, al
puesto». Yermil siempre va al puesto. Se le había muerto uno de sus perros. No sé por
qué será, pero se le mueren todos los perros, no le viven, y eso que él es bueno… Fue
Yermil por el puesto, y anduvo de acá para allá, y al volver estaba un poco
borracho… Era de noche, una noche clara, de luna… Yermil iba por la presa, que era
su camino. Pues, como iba diciendo, iba Yermil el montero por la presa, y mira, y de
pronto ve que en el sepulcro de marras hay un borreguillo blanco, de lanas rizadas,
muy bonito, que anda por allí. Y Yermil va y dice: «Lo cogeré». Y va y trepa y lo
coge de una pata… Pero ¡sí, sí! Allí no había ningún cordero. Vuelve Yermil a

www.lectulandia.com - Página 23
montar en su caballo; pero el caballo empieza a piafar y a bracear, y a mover la
cabeza. Yermil consigue amansarlo y monta en él, y empieza a marchar. Y ve que el
borrego se le planta delante. Y va y lo mira, y el borrego se le queda mirando
fijamente a los ojos… Y a Yermil el montero le dio lástima. «¡Diantre! ¡No recuerdo
que los corderos miren a nadie a los ojos!». Y él le acaricia las lanas y le dice: «¡Rico,
rico!». Y de pronto va el cordero y rechina los dientes y le dice también: «¡Rico,
rico!».
No había acabado el narrador de pronunciar las últimas palabras, cuando los dos
perros se levantaron de un salto y con espasmódicos ladridos se apartaron del fuego y
desaparecieron en la sombra. Todos los chicos se asustaron. Vania salió de un brinco
de debajo de su esterilla. Pavlusha, dando un grito, echó a correr detrás de los perros,
cuyos ladridos no tardaron en alejarse. Oyóse un inquieto correr de los alarmados
caballos. Pavlusha gritó: «¡Gris! ¡Escarabajo!». Un momento después cesaron los
ladridos; la voz de Pavlusha sonaba lejana… Pasó un rato; los chicos se miraban unos
a otros, perplejos, como esperando ver en qué pararía aquello… De pronto sonó el
trotar de un caballo, el cual se quedó parado bruscamente junto a la misma fogata, y
Pavlusha, cogiéndose de las crines del animal, se apeó de un salto. También los dos
perros volvieron a introducirse en el círculo de luz y se sentaron, con sus rojas
lenguas fuera.
—¿Qué ha sido? —preguntaron los chicos.
—Nada —respondió Pavlusha, dándole palmaditas al caballo—. Los perros
debieron ventear algo… Pensé si sería el lobo —añadió en tono indiferente,
respirando a pleno pulmón.
Involuntariamente, me quedé mirando a Pavlusha con delectación. En aquel
momento estaba muy guapo. Su rostro, nada hermoso, animado por la rápida carrera,
inflamábase en el ardor de la osada gesta y firme resolución. Sin una vara en su
mano, de noche, no titubeó lo más mínimo, y montó en el caballo, y salió solo en
busca del lobo. «¡Qué gran muchacho!», me dije al mirarlo.
—Pero ¿viste al lobo, o no? —preguntó el cobardica de Kostya.
—Siempre andan por aquí a manadas —respondió Pavel—. Pero sólo se
alborotan en invierno.
Volvió a sentarse junto al fuego. Y al sentarse en el suelo, dejó caer su mano
sobre el peludo pescuezo de uno de los perros, que se estuvo quieto largo rato,
mirando de reojo, con marcado orgullo, a su amigo.
Vanya volvió a meterse debajo de la esterilla.
—¡Hay que ver las cosas de miedo que nos has contado, Ilyusha! —dijo Fedya,
que, a fuer de hijo de labrador acomodado, era allí el mandamás, y hablaba poco,
como si temiera comprometer su dignidad—. Y, encima, los perros salieron ladrando
de aquel modo… ¡Por algo dicen que éste es un lugar impuro!
—¿Varnavitsi? ¡Claro que sí! ¡Y tan impuro! Más de una vez dicen que se aparece
como un caftán de largos faldones, y que no hace más que gemir como si buscase

www.lectulandia.com - Página 24
algo en la tierra. Una vez se lo encontró el viejo Trofimitch. «Ivan Ivanitch, ¿puede
saberse qué busca usted en la tierra?».
—¿Eso le preguntó? —atajóle el asombrado Fedya.
—Sí, eso.
—Bueno… entonces, el tal Trofimitch era joven y bravo. ¿Y qué le respondió?
—«Busco un manojo de la hierba que corta». ¡Y con qué voz tan opaca, tan
opaca, dijo lo del manojo de hierba! «¿Y para que quieres el manojo de hierba que
corta?». «Pues para abrir el sepulcro, Trofimitch; quiero salir de él…».
—¡Hay que ver! —exclamó Fedya—. Por lo visto, le parecía haber vivido poco.
—¡Qué raro! —dijo Kostya—. Yo creía que a los difuntos sólo podía vérseles la
noche de Ánimas.
—A los muertos se les puede ver en todo tiempo —dijo Ilyusha con convicción.
Pude darme cuenta de que estaba más al corriente que los otros chicos de las
supersticiones aldeanas—. Pero la noche de Ánimas puedes ver también al vivo al
cual le toca morir aquel año. Para ello, basta con sentarse en el porche de la iglesia y
mirar al camino. Y verás pasar por delante de ti a quien ha de morir aquel año. El año
pasado fue a sentarse en el porche la vieja Ulyana.
—Bueno, ¿y vio a alguien? —preguntó Kostya con curiosidad.
—Claro que vio a alguien. Al principio estuvo mucho rato sentada sin ver nada ni
oír nada… Sólo un perro que ladraba y ladraba, no se sabía dónde. Y, de pronto, va y
mira, y ve pasar por el camino a un muchacho con una blusilla. Era Ivashka
Fedosyev.
—¿El que murió esta primavera? —preguntó Kostya.
—El mismo. Caminaba sin levantar la cabeza. Pero Ulyana le conoció… Luego
siguió mirando, mirando… y, ¡oh, Señor nuestro! Se vio a sí misma pasar por el
camino; a la propia Ulyana.
—¿Ella misma? —inquirió Fedya.
—Sí… ella misma.
—Pues ella aún no ha muerto.
—Todavía no se ha cumplido el año. Pero, fíjate bien en ella, y verás cómo
apenas le quedan alientos.
Volvieron a quedarse callados. Pavel echó a la lumbre un puñado de ramas secas.
Empezaron a arder en seguida en la llama súbitamente avivada; se retorcieron,
humearon, y se encogieron, levantando sus calcinados extremos. Los reflejos de la
lumbre proyectáronse trémulos por todos lados, especialmente hacia arriba. De
pronto, sin saberse de dónde, apareció una paloma blanca, revoloteó en dirección a
los reflejos, volvióse, azorada, hacia un lugar completamente invadido por aquel
brillo ardiente, y desapareció con un batir de alas.
—Por lo visto, se ha extraviado —dijo Pavel—. Ahora andará volando en busca
de un cobijo, y donde lo encuentre se quedará a pasar la noche hasta que amanezca.
—Pero dime, Pavlusha —inquirió Kostya—, ¿no es verdad eso de que el alma

www.lectulandia.com - Página 25
vuela al cielo?
Pavel echó al fuego otro puñado de ramas.
—Es posible —dijo finalmente.
—Y di, Pavlusha —inquirió a su vez Fedya—, ¿es cierto que en vuestro
Shalamovy visteis un portento celestial[1]?
—¿Te refieres a cuando el sol deja de verse? Pues sí.
—¿Y pasasteis mucho miedo?
—Sí, y no sólo nosotros. Nuestro señor nos había anunciado que iba a haber un
aviso, pero cuando empezó a oscurecer dicen que a él también le entró un susto
tremendo. Y en una isba de siervos, una viejuca, en cuanto empezó a oscurecer, fue y
cogió todas sus ollas y las estrelló contra la estufa. «¿Quién va a comer ya —dijo— si
esto es el fin del mundo?». Y la sopa de coles se derramó por el suelo. Y por allí, por
la aldea, corrieron rumores de que vendrían los lobos blancos y se comerían a la
gente, y también las aves de rapiña, y finalmente el propio Trishka[2].
—¿Quién es Trishka? —preguntó Kostya.
—¿No sabes quién es Trishka? ¡Hay que ver, hermano, lo ignorante que eres!
¡Qué ignorantes sois los de tu pueblo! Pues Trishka es un hombre asombroso que ha
de venir un día, y es un hombre tan extraordinario que no se le puede coger, ni nadie
puede hacerle nada; porque es, como digo, un ser maravilloso. Si por ejemplo,
quieren cogerlo los cristianos y le acometen con un palo, y tratan de aprisionarlo, él
con la mirada los fascina… de tal modo los fascina, que empiezan a pegarse unos a
otros. Si lo meten, por ejemplo, en la cárcel, va y pide un poco de agua en un
cantarillo, y le llevan el cantarillo, y él va y se zambulle allí y desaparece. Si lo
cargan de cadenas, no hace sino estirar las palmas de las manos, y las cadenas caen…
Bueno, pues ese tal Trishka andará por las aldeas y ciudades y seducirá a la gente del
campo, y no podrán nada contra él. Se trata de un hombre muy astuto y muy ladino…
—Bueno —siguió diciendo Pavel con su flemática voz—, también entre nosotros
le esperaban. Los viejos decían que en cuanto se produjera un aviso del cielo vendría
Trishka. Y el aviso se produjo. La gente salió a las calles, a los campos, a ver lo que
pasaba. Ya sabéis que tenemos un lugar raso, un miradero. Se ponen a mirar… y, de
pronto, del caserío de la montaña, ven venir a un hombre con una cabeza deforme,
muy raro, y salen todos gritando: «¡Trishka! ¡Que viene Trishka! ¡Que viene
Trishka!». Y, ¿quién diréis que era? Pues nuestro starosta echóse a una zanja; su
mujer se puso a gritar como una loca, y hasta el perro se asustó tanto que se soltó de
la cadena y saltó la valla y huyó al bosque. Y el padre de Kuska, Dorofyitch, empezó
a gritar como un poseso: «¡Allí viene el Enemigo, el Asesino de Almas!». No hay que
decir el susto que todos se llevaron… Y luego resultó que el tal monstruo era nuestro
tonelero Vavila; el hombre había comprado un barrilete nuevo y se lo había cargado
en la cabeza.
Todos los chicos se echaron a reír, y luego guardaron silencio un buen rato como
suelen hacer los que conversan al aire libre. Yo gire la vista en derredor: la noche

www.lectulandia.com - Página 26
estaba solemne y majestuosa; el húmedo frescor de las últimas horas vespertinas se
había trocado en el seco y templado relente nocturno, y todavía se había de prolongar
largo rato en blandas rachas sobre los dormidos campos; aún faltaba mucho para el
primer barrunto, para los primeros rumores y estremecimientos de la mañana, para
los primeros albores. No había luna en el cielo, que en aquella época del año tarda
mucho en salir. Incontables estrellas áureas parecían correr suavemente en todas
direcciones, con intermitentes centelleos, en la dirección de la Vía Láctea, y en
verdad, al mirarlas, creíase sentir el incesante girar de la Tierra… De pronto, se oyó
un grito raro, agudo, morboso; por dos veces seguidas, vibró encima del río, y un
momento después se repitió, más lejos…
Kostya dio un respingo.
—¿Qué ha sido eso?
—El chillido de un hurón —dijo tranquilamente Pavel.
—De un hurón —repitió Kostya—. Eso. Pero Pavlusha, ¿y lo que oí ayer tarde?
—añadió, tras un breve silencio—. Puede que tú sepas…
—¿Qué fue lo que oíste?
—Pues, verás lo que oí. Iba yo de Stony Ridge a Shashkino; crucé primero toda
nuestra nogaleda, y luego me metí por un pequeño pantano, ¿sabes? Allí donde hace
un recodo y crecen los cañaverales… Bueno, pues por delante de aquella charca pasé
yo, hermanos míos, y de pronto me pareció oír gemidos entre las cañas, como si
alguien se quejara… alguien…, y con tanta pena, con tanta pena… «¡Ay, ay, ay!».
Fue tal el susto que me entró, hermanos míos, a aquella hora tardía… y aquella voz
tan lastimera, tanto, que también a mí me entraron ganas de llorar. ¿Qué sería
aquello?
—En esa charca, el verano pasado, unos ladrones ahogaron a Akim, el leñador —
dijo Pavlusha—. Puede que fuera su alma la que gemía.
—Yo, hermanos míos —dijo Kostya, dilatando aún más sus enormes ojazos—, no
sabía que los ladrones hubiesen ahogado a Akim en aquella charca; de haberlo
sabido, no me habría asustado tanto.
—Pero dicen que hay unas ranas —observó Pavel— que croan así…
—¿Unas ranas? No, aquello no eran ranas; eran…
Volvió a oírse el chillido del hurón.
—¡Oh! —exclamó Kostya—. Parece el duende de los bosques.
—El duende de los bosques no grita: es mudo —afirmó Ilyusha—. No hace más
que batir palmas…
—¿Has visto alguna vez al duende de los bosques? —inquirió Fedya, burlón.
—Verlo, no lo he visto. ¡Dios me libre! Pero hay quien lo ha visto. Días atrás se le
apareció a uno de nuestros mujiks. Lo fue siguiendo por el bosque y alrededor de un
campo… casi hasta su misma casa.
—¿Y el campesino le vio?
—¡Claro que le vio! Dicen que es grande, muy grande, y se queda quieto como si

www.lectulandia.com - Página 27
fuera un árbol; pero no lo ves bien, porque se esconde de la luna, y se te queda
mirando, mira que te mira, y guiña los ojillos…
—¡Bah! ¡Qué cosas dices! —exclamó Fedya, dando un leve respingo y
encogiéndose de hombros—. ¡Bah!
—¿Y cómo es que ese pagano anda por el mundo? —dijo Pavel—.
Verdaderamente…
—¡Calla y escucha! —dijo Ilya.
Hízose de nuevo el silencio.
—Mirad, mirad allá, muchachos —dijo de pronto la infantil voz de Vanya—.
Mirad las estrellitas de Dios. Mirad las estrellitas de Dios… ¡Parecen enjambres de
abejas!
Sacó su carita de debajo de la estera, apoyóse en los codos y alzó despacio hacia
lo alto sus grandes ojos. Todos los chicos alzaron la mirada al cielo, y tardaron en
bajarla.
—Y qué, Vanya —dijo Fedya, zalamero—, ¿está bien de salud tu hermana
Anyutka?
—Sí, está muy bien —contestó Vanya.
—Pues dile… que por qué no viene a vernos.
—No sé.
—Pues dile que venga.
—Se lo diré.
—Dile también que la obsequiaré.
—¿Y a mí también?
—También a ti.
Vanya suspiró.
—Bueno, a mí no, no hace falta. Mejor a ella. ¡Es tan buena conmigo!
Y Vanya volvió a recostar su cabeza en el suelo.
Pavel se puso en pie y cogió el caldero donde habían hervido las patatas.
—¿Adónde vas? —le preguntó Fedya.
—Al río, a por agua. Tengo sed.
Los perros se levantaron y se dispusieron a seguirle.
—¡Ten cuidado! —le advirtió Ilyusha—. ¡No vayas a caerte al río!
—¿Por qué habría de caerse? —dijo Fedya—. Ya irá con cuidado.
—Sí, irá con cuidado. Eso se dice muy fácilmente. Pero luego se agacha, se pone
a sacar agua, y la ondina lo coge de la mano y tira de él y se lo lleva… Y luego dice
la gente: «Se cayó al agua». ¡Qué había de caerse! ¡Eh! Alguien anda entre los juncos
—añadió, aguzando el oído.
En realidad, los juncos parecían agitarse.
—¿Es verdad —preguntó Kostya— que Akulina la loca se puso mal de la cabeza
desde que cayó al agua?
—Sí, eso dicen. Y también dicen que antes era la mar de guapa. Una ondina fue la

www.lectulandia.com - Página 28
que la estropeó. Seguramente, no esperaba que la sacaran del agua tan pronto. Se la
llevó con ella al fondo, y la estropeó.
Más de una vez me había encontrado con la tal Akulina. Cubierta de andrajos,
horriblemente flaca, con una cara negra como el carbón, un mirar vago y un eterno
castañetear de dientes, se pasaba horas enteras dando pataditas en el mismo sitio, en
cualquier parte, en el camino, muy apretadas las huesudas manos, cruzadas sobre el
pecho, y sosteniéndose ora en un pie, ora en otro, como bicho enjaulado. No
comprende nada de lo que se le dice, y sólo de cuando en cuando prorrumpe en una
risa espasmódica.
—Y dicen —continuó Kostya— que Akulina se echó al río porque su novio la
engañaba.
—Por eso mismo.
—¿Conocías a Vasya?
—¿Qué Vasya? —preguntó Fedya.
—Pues ese que se ahogó en este mismo río —respondió Kostya—. ¡Qué buen
chico era! ¡Qué buen chico era! Y, ¡cómo lo quería su madre, Feklista! Y se hubiera
dicho que a su madre le daba en el corazón que su hijo iba a ahogarse en el río.
Siempre que Vasya, en verano, venía con nosotros a bañarse, ella se echaba a temblar.
Otras mujeres no se preocupan, pasan de largo con sus cubos; pero Feklista dejaba el
suyo en el suelo, y se ponía a gritarle: «¡Vuelve, vuelve, lucecita mía! ¡Oh, vuelve,
halconcito mío!». Y Dios sabrá cómo fue que se ahogó. Estaba jugando en la orilla, y
allí mismo estaba también su madre, rastrillando heno; y de pronto oye como si se
levantaran burbujas en el agua, mira, y sólo ve la gorra de Vasya flotando sobre el
agua. Tampoco Feklista está en sus cabales desde entonces; va y se pone a dar vueltas
en aquel mismo lugar en que su hijo se ahogó, y patea la tierra, tarareando una
cancioncilla… Recordaréis que Vasya cantaba siempre esa canción, y ella la
canturrea ahora, y al mismo tiempo llora, llora y se queja amargamente a Dios…
—Ya viene Pavlusha —dijo Fedya.
Pavel se acercó al fuego con el caldero lleno de agua en la mano.
—Oíd, muchachos —dijo, tras un breve silencio—. Una cosa nada buena.
—¿Qué dices? —inquirió precipitadamente Kostya.
—Pues que he oído la voz de Vasya.
¡Qué respingo dieron todos!
—Pero ¿qué dices? ¿Qué dices? —balbució Kostya.
—Lo que habéis oído. No había hecho más que agacharme sobre el agua, cuando
oigo que me llaman con la misma voz de Vasya, como si saliera de debajo del agua:
«¡Pavlusha, Pavlusha, ven aquí!». Yo me alejé. Pero me he venido con el agua.
Los chicos se santiguaron.
—La que te llamó fue una ondina, Pavel —dijo Fedya—. Y acabábamos de
hablar de Vasya.
—¡Bah! Ésa es una observación necia —dijo Ilyusha en tono indiferente.

www.lectulandia.com - Página 29
—Bueno, sea lo que sea —replicó Pavel con firmeza—. El sino no hay quien lo
evite.
Los chicos se tranquilizaron. Era evidente que las palabras de Pavel les habían
impresionado. Se acomodaron junto al fuego, como si se dispusieran a dormir.
—¿Qué es eso? —preguntó de nuevo Kostya, alzando la cabeza.
Pavel aguzó el oído.
—Son chochas que pasan silbando.
—Y, ¿adónde van?
—Pues al lugar donde, según dicen, no hay nunca invierno.
—Pero ¿es que hay tierras así?
—Las hay.
—¿Lejos?
—Lejos, muy lejos; más allá, mucho más allá de los mares templados.
Kostya suspiró y cerró los ojos.
Habían pasado más de tres horas desde que yo me había unido a los muchachos.
Salió por fin la luna, y era tan pequeñita, que al pronto no lo noté. Aquella noche sin
luna, no obstante, parecía tan magnífica como las anteriores. Pero ya declinaban hacia
lo oscuro de la linde de la tierra muchas estrellas que poco antes aún brillaban altas
en el cielo; todo en torno nuestro sumióse en una paz perfecta, como, por lo general,
ocurre hacia la madrugada; todo reposaba en un sueño hondo, inmóvil, absoluto. No
era tan fuerte la fragancia del aire, que parecía nuevamente impregnado de humedad.
¡Breves noches de verano! El diálogo de los chicos extinguíase juntamente con las
fogatas. También los perros se habían adormilado. Los caballos, por lo que pude
distinguir a la vaga y débil luz de las estrellas, se habían echado también, con las
cabezas bajas… Me entró un ligero sopor, y a poco me quedé igualmente dormido.

Una fresca brisa acarició mi rostro. Abrí los ojos… Estaba amaneciendo. En algunos
lugares no habían prendido aún los arreboles de la aurora; pero ya blanqueaba por el
lado de Oriente. Todo se había hecho visible, vagamente visible, a nuestro alrededor.
El cielo, de un gris pálido, se aclaraba, se enfriaba, azuleaba; las estrellas
parpadeaban débilmente o desaparecían; la tierra se humedecía, destilaban las hojas
de los árboles, y acá y acullá empezaban a oírse ruidos de vida, voces, y el vivo
airecillo matutino oreaba la tierra con su errabundo alentar. Mi cuerpo le respondía
con un leve y alegre estremecimiento. Me levanté rápidamente y me acerqué a los
muchachos. Todos ellos dormían como unos benditos alrededor del apagado fuego.
Pavel fue el único que medio se incorporó y se me quedó mirando.
Le saludé con un gesto y me marché, siguiendo mi camino a lo largo del río,
envuelto en neblina. Y no había andado dos verstas, cuando por el ancho, húmedo
campo, y por las albeantes lomas que se extendían de bosque a bosque y a mis
espaldas; por el largo, polvoriento camino, los relucientes rubicundos jarales y el río,

www.lectulandia.com - Página 30
que azuleaba tímidamente por debajo de la niebla que lo cubría, difundióse una
claridad primero rojiza, luego roja del todo, después dorada y ardiente, juvenil…
Todo rebullía, bordoneaba, se despabilaba, rumoreaba, hablaba. Por doquiera
cuajábanse en fulgentes diamantes los goterones de rocío; hasta mí llegaron limpios,
claros, como lavados también por el frescor de la mañana, tañidos de campanas…
Y de pronto, junto a mí, hostigados por los muchachos, mis amigos, pasó el
descansado tropel de caballos.
Con gran tristeza, debo añadir que aquel mismo año Pavel dejó de existir. No
murió ahogado; murió a consecuencia de una caída de caballo. ¡Lástima de chico!
¡Era un esplendido muchacho!

www.lectulandia.com - Página 31
¿FUE UN SUEÑO?
GUY DE MAUPASSANT

www.lectulandia.com - Página 32
¡L¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo,
había amado locamente!
A

tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo


nombre en los labios… un nombre que asciende continuamente, como el agua de un
manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite
una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la
misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos,
tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que
no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este
nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una
noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día
siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo
ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se
compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban
muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le
hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo,
todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera
dijo: «¡Ah!». Y yo comprendí. ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque
sí recuerdo él ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a
ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas
personas… mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a
través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación —nuestra habitación,


nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano
después de su muerte—, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí
deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre
aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado,
que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus
imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la
puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí

www.lectulandia.com - Página 33
para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de
salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos
hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas
veces… tantas veces, tantas veces, que el espejo tenía que haber conservado su
imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal —en aquel
liso, enorme, vacío cristal—, que la había contenido por entero y la había poseído
tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel
cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo,
horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre
cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él,
todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su
amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio.
Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve
inscripción:
Amó, fue amada, y murió.
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada
en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba
oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me
invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían
verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución al problema,
me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y
anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual
vivimos. Y, sin embargo, son mucho más numerosos los muertos que los vivos.
Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro
generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino
de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas las generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han
precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido
los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte
más antigua, donde los que murieron hace más tiempo están mezclados con la tierra,
donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que
lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses: un
triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un
árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al
tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné mi refugio y eché a andar

www.lectulandia.com - Página 34
suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos.
Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi
amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis
manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir
encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas,
las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas.
Leí los nombres con mis dedos, pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche!
¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos
angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo
tumbas! A mi derecha, a mi izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes
había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas
empezaban a doblarse. ¡Puede oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un
ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o
debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi
alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de
terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba
sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien
tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi
claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual había estado sentado. Luego
apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su
encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la
cruz pude leer:

Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.


Amó a su familia, fue bueno y honrado, y murió en gracia de Dios.

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra
del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras
cuidadosamente. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el
lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que
había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los
chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.


Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su
esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y
murió en pecado mortal

www.lectulandia.com - Página 35
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su
obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los
muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes
habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían
sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros,
ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido
los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos
devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y
mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al
mismo tiempo, la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo
ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella habría escrito algo en su tumba. Y ahorra, corriendo sin
miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia
ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver
su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde
poco antes había leído:
Amó, fue amada, y murió
Ahora leí:

Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una


pulmonía y murió.

Parece ser que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin
conocimiento.

www.lectulandia.com - Página 36
LA LITERA SUPERIOR
LA SONRISA MUERTA
FRANCIS MARION CRAWFORD

www.lectulandia.com - Página 37
LA LITERA SUPERIOR

A LGUIEN pidió que trajeran cigarros. Habíamos hablado mucho, y la


conversación empezaba a languidecer; el humo del tabaco se había posado en
los pesados cortinajes, el vino se había posado en aquellos cerebros capaces de
ponerse pesados, y era evidente que, a menos que alguien hiciera algo para levantar
nuestros deprimidos espíritus, la reunión no tardaría en llegar a su término natural, y
nosotros, los huéspedes, nos iríamos rápidamente a la cama. Nadie había dicho nada
especialmente notable; es posible que nadie tuviera nada notable que decir. Jones nos
había hablado detalladamente de su última aventura cinegética en Yorkshire, y Mr.
Tompkins, de Boston, había explicado minuciosamente los principios laborales, cuya
adecuada y cuidadosa aplicación había permitido que el ferrocarril de Atchison,
Topeka y Santa Fe no sólo extendiera su recorrido, aumentara su influencia
departamental y, transportara ganado sin matarlo de hambre en el camino, sino que
también había conseguido, durante años enteros, engañar a los pasajeros que
adquirían su billete con la ilusoria creencia de que la corporación anteriormente
citada era capaz de transportar vidas humanas sin destruirlas. El Signor Tombola se
había empeñado en convencernos, con argumentos que ninguno de nosotros se tomó
la molestia de rebatir, que la unidad de su país no se parecía en nada al moderno
torpedo, cuidadosamente planeado, construido con toda la precisión de los mejores
arsenales europeos, pero que, una vez construido, era puesto en unas manos débiles y
estaba destinado inevitablemente a estallar, en el ilimitado despilfarro del caos
político.
No es necesario dar más detalles. La conversación había adquirido un cariz que
hubiera aburrido a Prometeo en su roca, que hubiera distraído a Tántalo y que hubiera
impulsado a Ixión a buscar alivio en los sencillos aunque instructivos diálogos de
Herr Ollendorf, harto de soportar nuestra charla. Habíamos estado sentados ante una
mesa durante horas enteras; estábamos aburridos, estábamos cansados, y nadie
parecía dispuesto a emprender la retirada.
Alguien pidió cigarros. Instintivamente, todos miramos al que había hablado.
Brisbane era un hombre de treinta y cinco años, notable por aquellos dones que atraen
principalmente la atención de los hombres. Era un hombre fuerte. Las proporciones
externas de su cuerpo no presentaban nada extraordinario a simple vista, aunque su
estatura era superior a la normal. Superaba ligeramente los seis pies, y sus hombros
eran moderadamente anchos; no era corpulento, aunque tampoco podía decirse que
fuera delgado; su pequeña cabeza estaba sostenida por un cuello recio y nervudo; sus
anchas y musculosas manos poseían la habilidad de partir nueces sin la ayuda del

www.lectulandia.com - Página 38
habitual cascanueces; y, al mirarlo de perfil, nadie podía dejar de notar la
extraordinaria longitud de sus brazos ni la insólita robustez de su pecho. Era uno de
aquellos hombres de los cuales suele decirse que engañan; es decir, que aunque
parecía un hombre fuerte, en realidad era mucho más fuerte de lo que aparentaba. De
sus facciones tengo muy poco que decir. Su cabeza es pequeña, su pelo fino, sus ojos
azules, su nariz grande, lleva un pequeño bigote y tiene una mandíbula cuadrada.
Todo el mundo conoce a Brisbane, y cuando pidió cigarros, todo el mundo le miró.
—Es una cosa muy rara —dijo Brisbane.
Todo el mundo dejó de hablar. La voz de Brisbane no era una voz «potente», pero
poseía la singular cualidad de penetrar en la conversación general y cortarla como
con un cuchillo. Todo el mundo escuchó. Brisbane, dándose cuenta de que había
atraído la atención general, encendió su cigarro con una gran parsimonia.
—Es muy raro —continuó— lo que ocurre con los fantasmas. La gente siempre
está preguntando si alguien ha visto un fantasma. Yo he visto uno.
—¡Cáspita!
—¿Usted?
—¿Habla usted en serio, Brisbane?
—Vamos, un hombre de su inteligencia…
Y así por el estilo. Un coro de exclamaciones acogió la inesperada afirmación de
Brisbane. Todo el mundo pidió cigarros, y Stubbs, el mayordomo, apareció
repentinamente de las profundidades de quién sabe dónde con una helada botella de
champán seco. La situación estaba salvada; Brisbane iba a contar una historia.

I
Llevo muchos años navegando —dijo Brisbane—, y he tenido que cruzar el
Atlántico muy a menudo. Tengo mis preferencias. La mayoría de hombres tienen sus
preferencias. He visto a un hombre esperar tres cuartos de hora en una parada de
autobús para subir a un vehículo determinado. Yo tengo la costumbre de esperar
determinados barcos cuando me veo obligado a cruzar el charco. Tal vez sea un
prejuicio, pero nunca di por mal empleado el precio de mi pasaje… excepto una sola
vez. La recuerdo perfectamente; era una cálida mañana de junio, y los funcionarios de
Aduanas, que esperaban la llegada de un vapor procedente de la Cuarentena, tenían
un aspecto preocupado y pensativo. Yo no llevaba mucho equipaje… nunca lo he

www.lectulandia.com - Página 39
llevado. Me mezclé con la multitud de pasajeros, mozos de cuerda y oficiosos
individuos con chaquetas azules y botones de latón, que parecían brotar como setas
de la cubierta de un buque atracado para ofrecer sus innecesarios servicios a los
pasajeros adinerados. Había observado a menudo con cierto interés la espontánea
evolución de aquellos individuos. No están allí cuando uno llega; cinco minutos
después de que el piloto ha gritado «¡En marcha!», ellos, o al menos sus chaquetas
azules y sus botones de latón, han desaparecido de la cubierta y de la pasarela de un
modo tan absoluto como si hubieran sido consignados a aquella alacena que la
tradición asigna unánimemente a Davy Jones. Pero, en el momento de partir, allí
están, recién afeitados, con su chaqueta azul, ávidos de obtener alguna propina. Me
apresuré a subir a bordo. El Kamtschatka era uno de mis buques preferidos. Y digo
era, porque ya ha dejado de serlo. No puedo imaginar nada que me indujera a hacer
otro viaje en él. Sí, sé lo que van a decirme. Es un barco insólitamente limpio, la
comida es excelente, y la mayoría de camarotes son dobles. Tiene muchas ventajas,
pero yo no volvería a navegar en él por nada del mundo. Y perdonen la digresión.
Subí a bordo. Me dirigí a un marinero, cuya enrojecida nariz y cuyas rojizas patillas
no me eran desconocidas.
—Ciento cinco, cubierta inferior —le dije, con aire despreocupado, de hombre
para el cual cruzar el Atlántico tiene la misma importancia que tomarse un whisky en
el bar de la esquina.
El marinero cogió mi maleta, mi abrigo y mi manta de viaje. Nunca olvidaré la
expresión de su rostro. No es que hubiera palidecido. Los más eminentes teólogos
afirman que ni siquiera los milagros pueden cambiar el curso de la Naturaleza. No
vacilo al decir que no había palidecido; pero, a juzgar por su expresión, creí que iba a
echarse a llorar, a estornudar, o a dejar caer mi equipaje. Y como la maleta contenía
dos botellas de un coñac excelente que mi viejo amigo Snigginson van Pickins me
había regalado para el viaje, me asusté de veras. Pero el marinero no hizo ninguna de
aquellas cosas.
—Bueno, estoy mareado… —murmuró en voz baja, y echó apandar.
Supongo que mi Hermes, mientras me conducía a las regiones inferiores, no las
tenía todas consigo, pero no dije nada y le seguí. El camarote 105 se encontraba del
lado del puerto, muy a popa. No tenía nada de notable. La litera inferior, como la
mayoría de las del Kamtschatka, era doble. Había mucho espacio; había los
habituales elementos de limpieza, calculados para imbuir una idea de lujo en la mente
de un indio norteamericano; había los habituales estantes de madera parduzca, en los
cuales resulta más fácil colgar un paraguas de gran tamaño que un modesto cepillo de
dientes. Sobre el colchón, de aspecto poco atractivo, estaban dobladas aquellas
mantas que un gran humorista moderno ha comparado acertadamente con unas tortas
frías de trigo negro. El problema de las toallas era un simple problema de
imaginación. Los recipientes de cristal estaban llenos de un líquido transparente
levemente teñido de gris, el cual despedía un olor menos leve, aunque no más

www.lectulandia.com - Página 40
agradable, un olor que combinaba las propiedades aromáticas del agua salobre
estancada con las del aceite pesado requemado. Unas cortinas de colores fúnebres
tapaban a medias la litera superior. A través del ojo de buey, el sol de junio iluminaba
débilmente el desolado escenario. ¡Uf! ¡Cómo odié aquel camarote!
El marinero dejó mis cosas en el suelo y se me quedó mirando, como si deseara
marcharse… probablemente en busca de más pasajeros y de más propinas. Siempre
resulta conveniente ganarse la buena voluntad de esos funcionarios, y en
consecuencia le di unas cuantas monedas.
—En lo que de mí dependa, procuraré que tenga usted un viaje cómodo —me
dijo, mientras se guardaba las monedas en el bolsillo.
Sin embargo, en su voz había una extraña reticencia que me sorprendió.
Posiblemente, consideraba mezquina la propina que le había dado; aunque me sentía
más inclinado a creer que, como él mismo lo hubiera expresado, «había empinado el
codo». Desde luego, estaba equivocado y cometí una injusticia al pensar eso de aquel
hombre.

II
Nada especialmente digno de mención sucedió aquel día. Salimos del muelle
puntualmente, y resultó muy agradable empezar el viaje, ya que el tiempo era cálido
y sofocante y el movimiento del barco producía una refrescante brisa. Todo el mundo
sabe cómo es el primer día de navegación. La gente pasea por cubierta y se examina
mutuamente, y ocasionalmente encuentra a conocidos que ignoraba que se
encontraran a bordo. Existe la habitual incertidumbre acerca de si la comida será
buena, mala o regular, hasta que las dos primeras colaciones nos sacan
definitivamente de dudas; existe la habitual incertidumbre acerca del tiempo, hasta
que el barco ha pasado la Isla del Fuego. Las mesas están llenas al principio, y luego
se vacían repentinamente. Los pasajeros, muy pálidos, brincan de sus asientos y se
precipitan hacia la puerta, y los que están acostumbrados a navegar respiran más
libremente mientras sus mareados vecinos pasan corriendo por su Jado, dejándoles
más espacio en la mesa y una mayor participación en el tarro de la mostaza.
Una travesía del Atlántico es muy parecida a otra, y los que lo cruzamos con
cierta frecuencia no hacemos el viaje por el placer de la novedad. Las ballenas y los
icebergs resultan siempre objetos interesantes, pero, a fin de cuentas, una ballena es

www.lectulandia.com - Página 41
muy parecida a otra ballena, y rara vez puede verse un iceberg de cerca. Para la
mayoría de nosotros, el momento más agradable del día a bordo de un buque es
cuando hemos dado el último paseo por cubierta, hemos fumado nuestro último
cigarro y, conseguido el objetivo de fatigarnos un poco, nos disponemos a
encerrarnos en nuestro camarote. Aquella primera noche me sentí especialmente
cansado, y entré en el camarote 105, dispuesto a acostarme, más temprano que lo que
acostumbro hacerlo. Al entrar, quedé sorprendido al ver que iba a tener compañía. En
un rincón había una maleta muy parecida a la mía, y en la litera superior habían
dejado una manta de viaje, plegada, con un bastón y un paraguas. Creí que iba a estar
solo, y me sentí ligeramente disgustado; pero me pregunté quién sería mi compañero
de viaje, y decidí echarle una mirada.
Poco después de haberme metido en la cama, entró. Era, por lo que pude ver, un
hombre muy alto, muy delgado, muy pálido, con el pelo canoso, lo mismo que las
patillas, y unos descoloridos ojos grises. Había en él, pensé, algo que resultaba un
poco equívoco; era la clase de hombre que puede verse en Wall Street, sin que pueda
decirse exactamente lo que está haciendo allí. La clase de hombre que frecuenta el
Cafe Anglais, que siempre parece estar solo y que bebe champán; puede vérsele en
las carreras de caballos, pero también allí produce la impresión de que no está
haciendo nada. Un poco entarascado… un poco extravagante. En todos los barcos
hay tres o cuatro hombres de ese tipo. Me dije a mí mismo que no me interesaba
trabar conocimiento con él, y me dispuse a dormir con la idea de estudiar sus
costumbres a fin de evitarle en lo posible. Si él se levantaba temprano, yo me
levantaría tarde; si se acostaba tarde, yo me acostaría temprano. No me interesaba
relacionarme con él. Si han conocido ustedes a algún individuo de esa clase, ya saben
lo molesta que resulta su compañía. ¡Pobre hombre! Perdí lastimosamente el tiempo
haciéndome toda aquella serie de reflexiones, ya que no volví a verle después de
aquella primera noche en el camarote 105.
Estaba durmiendo profundamente cuando fui despertado súbitamente por un
fuerte ruido. A juzgar por el sonido, mi compañero de camarote debió de haber
brincado al suelo desde la litera superior, de un salto. Le oí manosear el tirador de la
puerta, la cual se abrió casi inmediatamente, y luego oí sus pasos mientras se alejaba
corriendo por el pasillo, dejando la puerta abierta tras de él. El barco se balanceaba un
poco, y esperé oírle tropezar o caer, pero siguió corriendo como si de aquella carrera
dependiera su vida. La puerta oscilaba sobre sus goznes con el movimiento del barco,
y el ruido me molestaba. Me levanté y la cerré, y regresé a mi litera en la oscuridad.
Me quedé dormido de nuevo; pero no tenía la menor idea del tiempo que estuve
durmiendo.
Cuando me desperté era aun de noche, pero experimenté una desagradable
sensación de frío, y me pareció que el aire estaba húmedo. Ya conocen ustedes el
peculiar olor de un camarote que ha sido mojado con agua del mar. Me tapé lo mejor
que pude y volví a quedarme adormilado, imaginando las quejas que iba a presentar

www.lectulandia.com - Página 42
al día siguiente, y escogiendo los epítetos más gráficos del vocabulario. Pude oír a mi
compañero de camarote dando vueltas en la litera superior. Probablemente había
regresado mientras yo estaba dormido. En un momento determinado me pareció oírle
gruñir, y pensé que estaba mareado. La cosa resulta especialmente desagradable
cuando uno está situado debajo. Sin embargo, seguí dormitando hasta primeras horas
de la mañana.
El barco se balanceaba fuertemente, mucho más que la noche anterior, y la
grisácea claridad que penetraba a través del ojo de buey cambiaba de matiz con cada
movimiento, reflejando ora la superficie del mar, ora la superficie del cielo. Hacía
mucho frío… un frío inconcebible en pleno mes de junio. Volví la cabeza en
dirección al ojo de buey, y vi con sorpresa que estaba abierto de par en par. Creo que
proferí una maldición en voz alta. Luego me levanté a cerrarlo. Cuando volvía a mi
litera eché una mirada a la de arriba. Las cortinillas estaban echadas del todo;
probablemente, mi compañero de camarote había sentido frío, lo mismo que yo. Me
sorprendió haber dormido tanto. El camarote era incómodo, pero, por raro que
parezca, no noté el olor a humedad que me había molestado durante la noche. Mi
compañero estaba aún durmiendo: una excelente ocasión para evitarle, de modo que
me vestí rápidamente y salí a cubierta. El día era cálido y nuboso, y el agua olía a
petróleo. Eran las siete… mucho más tarde de lo que había imaginado. Pasé junto al
médico, que estaba dando su paseo matinal. Era un joven de la Irlanda occidental, un
individuo corpulento, de pelo negro y ojos azules, con tendencia ya a la gordura; pero
su aspecto general era saludable y resultaba más bien atractivo.
—Bonita mañana —dije, para entrar en conversación.
—Bueno —me respondió, contemplándome con un aire de curiosidad profesional
—, es una bonita mañana, y no es una bonita mañana. No creo que tenga mucho de
mañana.
—Bueno, no… no es tan bonita como todo eso —dije.
—Hace lo que yo llamo un tiempo de bochorno —replicó el médico.
—Anoche pasé mucho frío —expliqué—. Sin embargo, luego me di cuenta de
que el ojo de buey estaba abierto de par en par. Al acostarme no me fijé en aquel
detalle. Y el camarote estaba también muy húmedo.
—¿Húmedo? —inquirió el médico—. ¿Qué camarote tiene usted?
—El ciento cinco…
Ante mi sorpresa, el médico se sobresaltó visiblemente y se me quedó mirando.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.
—¡Oh! Nada —respondió—. Únicamente que todo el mundo se ha quejado de ese
camarote en los tres últimos viajes.
—Yo también me quejaré —dije—. Desde luego, no ha sido ventilado
convenientemente. ¡Es una vergüenza!
—No creo que puedan solucionarlo —dijo el médico—. Creo que hay algo…
bueno, no tengo por qué asustar a un pasajero.

www.lectulandia.com - Página 43
—No necesita usted asustarme —repliqué—. Puedo soportar perfectamente la
humedad. Y si cojo una pulmonía, iré a verle a usted.
Le ofrecí un cigarro, y lo hizo girar un buen rato entre sus dedos, nerviosamente,
o al menos ésa fue la impresión que me produjo.
—No es por la humedad, precisamente —terminó por decir—. ¿Tiene usted un
compañero de camarote?
—Sí; un hombre muy raro, que sale corriendo a medianoche y se deja la puerta
abierta.
El médico volvió a mirarme con una expresión de curiosidad. Luego encendió el
cigarro y pareció reflexionar.
—¿Regresó después? —me preguntó súbitamente.
—Sí. Yo estaba durmiendo, pero me desperté y le oí moverse en la litera superior.
Entonces sentí frío y volví a quedarme dormido. Y esta mañana he encontrado el ojo
de buey abierto.
—Mire —dijo el doctor en voz baja—, me importa un bledo este barco y su
reputación. Le diré a usted lo que voy a hacer. Tengo un camarote bastante espacioso,
y no me importará compartirlo con usted, a pesar de que no le conozco.
Quedé muy sorprendido ante aquella proposición. No acertaba a comprender por
qué se tomaba un interés tan repentino por mi bienestar. Sin embargo, no dejó de
llamarme la atención el tono casi despectivo con que había hablado del barco.
—Es usted muy amable, doctor —le dije—. Pero, en realidad, sigo creyendo que
el camarote puede ser ventilado, o limpiado, o lo que sea. ¿Por qué no le importa a
usted el barco?
—En nuestra profesión no somos supersticiosos —me respondió—, pero el mar
cambia a las personas. No deseo preocuparle ni asustarle, pero si quiere aceptar usted
mi consejo se trasladará a mi camarote. No me gustaría enterarme de que ha saltado
usted por la borda.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque en los tres últimos viajes, las personas que durmieron en el camarote
105 saltaron por la borda —respondió gravemente.
La noticia era alarmante y sumamente desagradable, lo confieso. Miré fijamente
al médico, para ver si se estaba burlando de mí, pero al parecer me estaba hablando
completamente en serio. Le agradecí calurosamente su ofrecimiento, pero le dije que
intentaría ser la excepción a la regla según la cual todos los que habían dormido en
aquel camarote habían saltado por la borda. Se limitó a decir que estaba convencido
de que yo iba a reconsiderar su proposición. Poco después, la campana llamó para el
desayuno y nos dirigimos al comedor, que a aquella hora aparecía bastante
despoblado. Me di cuenta de que un par de oficiales que desayunaban con nosotros
tenían un aspecto muy serio. Después de desayunar, me dirigí a mi camarote para
coger un libro. Las cortinillas de la litera superior seguían echadas. No se oía el
menor ruido. Mi compañero de camarote continuaba durmiendo, probablemente.

www.lectulandia.com - Página 44
Cuando iba a salir, se presentó el marinero que tenía a su cargo aquel pasillo. Me
dijo que el capitán deseaba verme, y echó a andar rápidamente delante de mí como si
deseara evitar cualquier posible pregunta. Me acompañó al camarote del capitán, el
cual me estaba esperando.
—Caballero —me dijo—, quisiera pedirle a usted un favor.
Respondí que estaba dispuesto a complacerle en lo que estuviera a mi alcance.
—Su compañero de camarote ha desaparecido —dijo—. Sabemos que anoche se
retiró temprano. ¿Notó usted algo anormal en su modo de conducirse?
La pregunta, formulada de aquel modo, confirmando los temores que el médico
había expresado media hora antes, me desconcertó.
—¿No querrá usted decir que ha saltado por la borda? —inquirí.
—Temo que sí —respondió el capitán.
—Esto es lo más extraordinario… —empecé.
—¿Por qué? —me preguntó.
—Es el cuarto de la lista —dije.
En respuesta a otra pregunta del capitán, expliqué, sin mencionar al médico, que
había oído la historia relativa al camarote 105. El capitán pareció muy disgustado al
oír que yo conocía la historia en cuestión. Le dije lo que había sucedido durante la
noche.
—Lo que usted dice —replicó—, coincide casi exactamente con lo que me
dijeron los compañeros de dos de los otros tres desaparecidos. Saltaron de la cama y
corrieron por el pasillo. Dos de ellos fueron vistos por el vigía cuando saltaban por la
borda; detuvimos el barco y echamos al agua los botes salvavidas, pero no pudimos
encontrarles. Sin embargo, nadie vio ni oyó al hombre que se perdió anoche… Si es
que realmente se perdió. El marinero de servicio, que es un individuo supersticioso,
quizás, y esperaba que ocurriera algo anormal, entró esta mañana en el camarote y
encontró la litera superior vacía, aunque las ropas estaban allí, tai como las había
dejado. El marinero en cuestión era el único hombre a bordo que le conocía de vista,
y ha estado buscándole por todas partes. ¡Ha desaparecido! Ahora, quiero rogarle que
no mencione lo sucedido a ninguno de los pasajeros; no quiero que el barco adquiera
una mala reputación, y no hay nada que perjudique tanto a un buque como las
historias de suicidios. Puede usted escoger el camarote que más le agrade, incluido el
mío, para el resto del viaje. ¿Le parece un trato justo?
—Mucho —le dije—. Y le estoy muy agradecido. Pero, dado que estoy solo, y
que dispongo del camarote para mí, prefiero no moverme y que el marinero se lleve
las cosas de aquel infortunado pasajero. Me quedaré en el 105. No le hablaré a nadie
del asunto, y creo que puedo prometerle a usted que no seguiré el ejemplo de mi
compañero de camarote.
El capitán trató de disuadirme de mi propósito, pero preferí tener un camarote
para mí solo, a alojarme en calidad de huésped en el de un oficial. No sé si obré
descabelladamente, pero si hubiese seguido su consejo no tendría nada más que

www.lectulandia.com - Página 45
contar. Hubiera seguido existiendo la desagradable coincidencia de varios suicidios
producidos entre hombres que habían dormido en el mismo camarote, pero aquello
hubiera sido todo.
Sin embargo, aquello no fue el final del asunto, ni mucho menos. Me aferré
obstinadamente a la idea de que lo ocurrido no me impresionaba en absoluto, y me
permití incluso discutir la cuestión con el capitán. Le dije que el camarote no tenía
nada anormal. Quizás era un poco húmedo. El ojo de buey había quedado abierto la
pasada noche. Mi compañero de camarote podía haber estado enfermo cuando subió a
bordo, y pudo haberle acometido una especie de delirio después de acostarse. Incluso
podía estar oculto en algún rincón del barco, y podía ser encontrado más tarde. El
camarote necesitaba una buena ventilación, y tal vez un repaso al cierre del ojo de
buey. Si el capitán me lo permitía, yo mismo me encargaría de comprobar lo que era
necesario hacer inmediatamente.
—Desde luego, tiene usted derecho a quedarse donde está, si ése es su deseo —
replicó el capitán, con cierta petulancia—, pero me gustaría que recapacitara usted y
me dejara cerrar ese camarote.
No nos pusimos de acuerdo, y me separé del capitán después de prometerle que
guardaría silencio en lo que respecta a la desaparición de mi compañero. Éste no tenía
conocidos a bordo, y no fue echado de menos en el curso del día. Al atardecer
encontré de nuevo al médico, el cual me preguntó si había cambiado de opinión. Le
dije que no.
—Entonces, no tardará usted en cambiar —aseguró, muy seriamente.

III
Por la noche estuvimos jugando al whist y me retiré un poco tarde. Ahora puedo
confesar que al entrar en mi camarote experimenté una desagradable sensación. No
pude evitar el pensar en el hombre alto que había visto la noche anterior, y que ahora
estaba muerto, ahogado, en el solitario océano. Su rostro se dibujó claramente ante
mis ojos mientras me desvestía, e incluso llegué a descorrer las cortinillas de la litera
superior, como para convencerme a mí mismo de que realmente se había marchado.
Luego eché el cerrojo a la puerta del camarote. De pronto me di cuenta de que el ojo
de buey estaba abierto. Esto era más de lo que podía aguantar. Me puse
apresuradamente el batín y fui en busca de Robert, el marinero encargado de mi

www.lectulandia.com - Página 46
pasillo. Recuerdo que estaba muy furioso, y cuando le encontré le cogí por el brazo y
lo llevé casi a rastras hasta la puerta del 105, empujándole hacia el abierto ojo de
buey.
—¿Qué es lo que pretendes, granuja, dejándolo abierto toda la noche? ¿No sabes
que es contrario al reglamento? ¿No sabes que si el barco escora y empieza a entrar el
agua, diez hombres no podrían cerrarlo? ¡Daré parte al capitán, para que se entere de
cómo te preocupas por el barco!
Reconozco que estaba sumamente excitado. El hombre se echó a temblar y
palideció, y luego empezó a cerrar la redonda plancha de vidrio con los pesados
encastres de latón.
—¿Por qué no me contestas? —inquirí bruscamente.
—Discúlpeme, señor —murmuró Robert—, pero no hay nadie a bordo que pueda
mantener cerrado este ojo de buey durante toda la noche. Puede usted intentarlo,
señor. Por mi parte, no pienso seguir navegando en este barco. Pero, en su lugar, yo
me marcharía de aquí ahora mismo y me iría a dormir con el médico o en cualquier
otra parte. Yo lo haría. Mire, ¿le parece que ahora está bien cerrado, o no? Pruebe a
abrirlo…
Forcejeé un poco, y comprobé que estaba perfectamente cerrado.
—Bueno —continuó Robert en tono de triunfo—, me apuesto la paga de un mes a
que dentro de media hora vuelve a estar abierto…
Examiné cuidadosamente el cerrojo.
—Si lo encuentro abierto durante la noche, te daré un soberano. No es posible que
se abra. Puedes retirarte.
—¿Ha dicho usted un soberano? Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches,
señor. Que descanse, señor, y que tenga toda clase de sueños agradables.
Robert se marchó, al parecer muy complacido de poder abandonar el camarote.
Desde luego, pensé que había tratado de justificar su negligencia con una estúpida
historia, tratando de asustarme. Resumiendo: Robert se ganó el soberano y yo pasé
una noche particularmente desagradable.
Me acosté, y cinco minutos después de haberme envuelto en mis manos, el
inexorable Robert apagó la luz que ardía constantemente detrás del redondo panel de
cristal, cerca de la puerta. Permanecí completamente inmóvil en la oscuridad,
tratando de dormir, pero no tardé en descubrir que me era imposible conciliar el
sueño. La regañina al marinero me había distraído, haciendo que se desvaneciera la
desagradable sensación que había experimentado al pensar en el hombre ahogado que
había sido mi compañero de camarote; pero al propio tiempo me había desvelado, y
estuve despierto un buen rato, mirando de cuando en cuando al ojo de buey, el cual
podía ver desde mi litera. En la oscuridad, parecía una débil mancha de luz
suspendida entre las sombras. Creo que llevaba allí tendido cerca de una hora, y en el
momento en que empezaba a quedarme dormido me azotó el rostro una corriente de
aire frío, que llevó hasta mi olfato la salobre fragancia del mar. Me puse

www.lectulandia.com - Página 47
inmediatamente en pie, pero en aquel momento de aturdimiento no tuve en cuenta el
balanceo del barco y salí despedido contra la pared opuesta del camarote. Sin
embargo, me repuse rápidamente. Al levantarme, vi que el ojo de buey estaba abierto
de par en par.
Aquello era un hecho innegable. Estaba completamente despierto, y de no haberlo
estado al levantarme, la caída me hubiera despabilado. Además, al caer me lastimé
codos y rodillas, y a la mañana siguiente los tenía magullados para atestiguar el
hecho, en caso de que hubiera dudado de mis sentidos. El ojo de buey estaba abierto
de par en par: una cosa tan increíble, que recuerdo perfectamente que mi primera
sensación al verlo fue de asombro, más que de temor. Volví a cerrarlo y a correr el
cerrojo con todas mis fuerzas. El camarote estaba muy oscuro. Pensé que el ojo de
buey había sido abierto una hora después de que Robert lo hubiera cerrado en mi
presencia, y decidí mantenerme vigilante, para comprobar si se abría de nuevo. El
cerrojo no resultaba fácil de correr. No podía creer que se hubiera deslizado hacia
atrás con el movimiento del barco. Me quedé en pie mirando fijamente a través del
grueso vidrio del ojo de buey. Permanecí en aquella posición más de un cuarto de
hora. De pronto, oí claramente algo que se movía detrás de mí en una de las literas, y
un momento después, cuando me volví instintivamente a mirar —aunque en aquella
oscuridad no podía ver nada, desde luego—, oí un débil gemido. Crucé el camarote y
aparté a un lado las cortinillas de la litera superior, dejando a mis manos la tarea de
descubrir si había alguien allí.
Allí había alguien.
Recuerdo que la sensación que experimenté al extender las manos hacia delante
fue la de que acababa de hundirlas en la atmósfera de un húmedo sótano, y desde
detrás de las cortinas surgió una ráfaga de viento que olía horriblemente a agua de
mar estancada. Agarré algo que tenía la forma de un brazo de hombre, aunque estaba
húmedo y helado como el mármol. Repentinamente, aquello saltó violentamente
hacia delante, contra mí. Era una masa viscosa, fangosa, húmeda, pero dotada de una
especie de fuerza sobrenatural. Salí disparado hacia atrás, y en aquel mismo instante
la puerta se abrió y la cosa salió corriendo. No había tenido tiempo de asustarme, y
me recobré rápidamente, emprendiendo la persecución de la cosa a toda la velocidad
de mis piernas, pero era demasiado tarde. Diez metros delante de mí pude ver —y
estoy seguro de que la vi—, una oscura sombra moviéndose en el pasillo pobremente
iluminado. Cruzó ante mi retina con la misma rapidez que un caballo desbocado
cruza una zona iluminada por un faro. Pero desapareció inmediatamente, y me
encontré a mí mismo agarrado a la barandilla que corre a lo largo del pasillo. Tenía el
pelo erizado, y un sudor frío empapaba mi rostro. No me avergüenza confesar que
estaba mortalmente asustado.
Todavía dudaba de mis sentidos, y traté de razonar fríamente. Era absurdo, pensé.
La tostada de queso derretido en cerveza que había comido a la hora de la cena me
había sentado mal, evidentemente. Había tenido una pesadilla. Regresé a mi

www.lectulandia.com - Página 48
camarote: olía horriblemente a agua de mar estancada, tal como olía cuando me había
despertado la noche anterior. Reuniendo todas mis fuerzas, fui capaz de buscar una
caja de cerillas y de encender un pequeño farol que siempre llevaba conmigo por si se
me ocurría leer después de que se apagaran las lámparas. En aquel momento me di
cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de nuevo, y una especie de insidioso
horror se apoderó de mí, un horror que nunca había sentido y que no deseo volver a
sentir. Pero encendí el farol y examiné la litera superior, esperando encontrarla
empapada en agua de mar.
Quedé decepcionado. Habían dormido en la cama, y el olor a mar era muy
intenso; pero ropas y colchón estaban tan secos como un hueso. Imaginé que Robert
no había tenido valor, para hacer la cama después del accidente de la noche
anterior… que todo había sido un espantoso sueño. Descorrí las cortinillas todo lo
que pude para examinar la litera minuciosamente. Estaba completamente seca. Pero
el ojo de buey estaba abierto de nuevo. Con un estremecimiento de horror volví a
cerrarlo. Luego colgué el farol directamente encima, y me senté para recobrar el
dominio de mí mismo, si es que me era posible. Permanecí sentado toda la noche,
incapaz de pensar en descansar… casi incapaz de pensar en nada. Pero el ojo de buey
permaneció cerrado.
Finalmente clareó el nuevo día, y me vestí lentamente, pensando en todo lo que
había sucedido durante la noche. Hacía un día maravilloso y subí a cubierta, lleno de
alegría al recibir en mi rostro la caricia del sol y de oler la brisa marina, tan distinta
del espantoso olor de mi camarote. Instintivamente, me dirigí hacia popa, hacia el
camarote del médico. Le encontré con la pipa en la boca, dispuesto a dar su paseo
matinal.
—Buenos días —me saludó cordialmente, contemplándome con evidente
curiosidad.
—Doctor, tenía usted razón —le dije—. En aquel camarote ocurren cosas muy
raras.
—Ya le dije que cambiaría usted de opinión —me dijo. Y en su tono había una
leve nota de reproche—. Ha pasado usted una mala noche, ¿eh? ¿Quiere que le
prepare algo? Tengo una receta excelente para estos casos.
—No, gracias —murmuré—. Pero me gustaría contarle lo que ha sucedido.
Entonces traté de explicarle, lo más claramente posible, todo lo que había
ocurrido, sin omitir el hecho de que me había asustado como ninguna otra vez en toda
mi vida. Insistí de un modo especial en el fenómeno del ojo de buey, que era un
hecho que podía atestiguar, aun en el supuesto de que todo lo demás hubiera sido un
sueño. Lo había cerrado dos veces durante la noche. Insistí demasiado en este hecho.
—Parece usted creer que me siento inclinado a dudar de su relato —dijo el
médico, sonriendo ante la insistencia con que le hablaba del ojo de buey—. No tengo
ninguna duda. Y le reitero mi invitación. Traslade su equipaje aquí y tome posesión
de la mitad del camarote.

www.lectulandia.com - Página 49
—Venga usted a tomar posesión de la mitad del mío por una noche —le dije—.
Ayúdeme a llegar hasta el fondo de este asunto.
—Si insiste usted en su actitud, llegará al fondo de otra cosa.
—¿De qué? —pregunté.
—Al fondo del mar. Yo voy a dejar este barco. No es un lugar agradable.
—Entonces, ¿no va usted a ayudarme a descubrir…?
—No —me interrumpió el médico—. Mi tarea consiste en atender a los vivos.
Los fantasmas no son de mi incumbencia.
—¿Cree usted que se trata de un fantasma? —inquirí, en tono más bien
desdeñoso.
Pero, mientras hablaba, recordé perfectamente la horrible sensación de lo
sobrenatural que se Había apoderado de mí durante la noche. El médico se encaró
conmigo.
—¿Tiene usted alguna explicación razonable de esas cosas que ofrecer? —
preguntó—. No, no la tiene. Bueno, dice usted que encontrará otra explicación. Y yo
digo que no la encontrará, por la sencilla razón de que no existe ninguna.
—Pero, mi querido señor —repliqué—. Usted, un hombre de ciencia, ¿va a
decirme que esas cosas no pueden ser explicadas?
—Desde luego —insistió obstinadamente—. Y, si pudieran serlo, no quisiera estar
complicado en la explicación.
No me importaba pasar otra noche solo en el camarote, decidido como estaba a
llegar a la misma raíz del asunto. No creo que hubieran muchos hombres capaces de
dormir allí solos, después de pasar dos noches como las que yo había pasado. Pero se
me había metido en la cabeza el intentarlo, y lo intentaría solo, si no encontraba a
nadie dispuesto a compartir la vigilancia conmigo. El médico no se sentía inclinado,
evidentemente, a tal experimento. Alegó que era el médico del barco, y que tenía que
estar dispuesto para atender a cualquier pasajero o tripulante que necesitara sus
servicios. Tal vez era ése el verdadero motivo, pero a mí me pareció una excusa. A
mis preguntas, me informó de que no creía que hubiera nadie a bordo que quisiera
acompañarme en mis investigaciones. Cuando me separé de él, acudí directamente al
encuentro del capitán y le conté la historia. Le dije que, si no encontraba a nadie que
quisiera acompañarme, pediría que dejaran la luz encendida toda la noche, y lo
intentaría solo.
—Mire —me dijo el capitán—, le diré lo que voy a hacer. Yo mismo le
acompañaré a usted, y veremos lo que pasa. Creo que entre los dos conseguiremos
aclarar este asunto. Es posible que haya a bordo algún guasón que se divierta
asustando a los pasajeros. O que haya algo raro en el maderamen de aquella litera.
Sugerí que viniera a examinarlo el carpintero del buque; pero mi sensación
predominante era de alegría, por el ofrecimiento que acababa de hacerme el capitán.
De acuerdo con sus órdenes, poco después se presentaba en mi camarote el
carpintero, dispuesto a seguir mis instrucciones. Yo había sacado ya toda la ropa de la

www.lectulandia.com - Página 50
litera superior, y nos dedicamos a examinarla pulgada a pulgada, en busca de alguna
tabla suelta o de algún entrepaño qué pudiera ser abierto o empujado. No
encontramos absolutamente nada. Cuando estábamos terminando nuestro trabajo,
Robert se detuvo delante de la puerta y miró hacia dentro.
—Bueno, señor… ¿encontró algo, señor? —preguntó, con una mueca que quería
ser una sonrisa.
—Tenías razón en lo del ojo de buey, Robert —le dije. Y le entregué el soberano
prometido.
El carpintero trabajaba silenciosa y hábilmente, de acuerdo con mis instrucciones.
Cuando hubo terminado, tomó la palabra.
—Soy un vulgar carpintero, señor —me dijo—, pero creo que lo mejor que puede
usted hacer es sacar sus cosas de aquí y dejarme que coloque una docena de tornillos
de cuatro pulgadas para clavar la puerta de este camarote. Quedándose aquí, lo único
que puede ganar es algún disgusto. Que yo sepa se han perdido ya cuatro vidas, y esto
en cuatro viajes. Es mejor que se marche, señor… es mejor que se marche.
—Voy a quedarme una noche más —dije.
—Es mejor que se marche, es mejor que se marche. Mal asunto este, mal asunto
—repitió el carpintero, colocando las herramientas en su caja y saliendo del
camarote.
Pero mi estado de ánimo había mejorado considerablemente ante la perspectiva
de tener la compañía del capitán, y me afirmé en mi deseo de llegar hasta el fin de
aquel extraño asunto. Aquella noche me abstuve de comer queso derretido en cerveza
y de ingerir bebidas alcohólicas, y ni siquiera me uní a la acostumbrada partida de
whist. Necesitaba estar completamente seguro de mis nervios, y mi vanidad me
obligaba a hacer un buen papel a los ojos del capitán.

IV
El capitán era uno de aquellos espléndidos ejemplares humanos cuyas cualidades
físicas y morales les conducen lógicamente a posiciones de responsabilidad. No era la
clase de hombre que presta oídos a habladurías sin fundamento, y el simple hecho de
que hubiera querido unirse a mí en la investigación demostraba que estaba
convencido de que el asunto era grave, y de que no podía ser tomado a broma ni
explicado por medio de razonamientos lógicos. Hasta cierto punto, también su

www.lectulandia.com - Página 51
reputación estaba en juego, así como la reputación del barco. No resulta agradable
perder un pasajero en cada viaje…
A eso de las diez de la noche, mientras yo estaba fumando mi último cigarro, el
capitán se acercó a mí y me llevó a un rincón, lejos del alcance del oído de los otros
pasajeros que paseaban por cubierta en la cálida oscuridad.
—Éste es un asunto serio, mister Brisbane —me dijo—. Debemos prepararnos
para todas las posibilidades… para tener una decepción, o para pasar un mal rato.
Como usted comprenderá, no puedo permitir que el asunto sea tomado a risa, y voy a
pedirle que firme una declaración de todo lo que suceda. Si no ocurre nada esta
noche, lo intentaremos otra vez mañana y pasado mañana. ¿Está usted dispuesto?
Descendimos a la cubierta inferior y entramos en el camarote. Mientras
avanzábamos por el pasillo, vi que Robert nos estaba mirando con una expresión
fúnebre, como si estuviera convencido de que iba a ocurrir algo espantoso. El capitán
cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Podemos colocar su maleta delante de la puerta —sugirió—, y uno de nosotros
se sentará en ella. De este modo nadie podrá salir. ¿Está bien cerrado el ojo de buey?
Lo encontré tal como lo había dejado por la mañana. Descorrí las cortinillas de la
litera superior de modo que pudiera verla sin dificultad. Por consejo del capitán
encendí mi pequeño farol, y lo coloqué de modo que alumbrara las sábanas de la
litera superior. El capitán insistió en sentarse en la maleta, diciendo que deseaba
poder jurar que había estado sentado delante de la puerta.
Luego me pidió que efectuara un minucioso registro del camarote, una operación
que no me llevó mucho tiempo, ya que consistió sencillamente en mirar debajo de la
litera inferior: no había absolutamente nada.
—Es imposible que un ser humano pueda entrar —dije—, o que un ser humano
abra el ojo de buey.
—Muy bien —dijo el capitán tranquilamente—. Si vemos algo ahora, será
producto de nuestra imaginación… o algo sobrenatural.
Me senté en el borde de la litera inferior.
—La primera vez que ocurrió —dijo el capitán, cruzando las piernas y
recostándose en la puerta— fue en marzo. El pasajero que dormía aquí, en la litera
superior, era un hombre cuyo cerebro no funcionaba bien. Adquirió el pasaje sin que
su familia se enterara. Una noche salió corriendo del camarote y se arrojó por la
borda, antes de que el oficial de guardia pudiera impedirlo. Detuvimos el barco,
lanzamos un bote al agua y le estuvimos buscando; hacía una noche muy tranquila;
pero no pudimos encontrarle. Desde luego, su suicidio fue atribuido más tarde a su
locura.
—¿Sucede a menudo? —pregunté con aire ausente.
—No, a menudo, no —dijo el capitán—. A mí no me había sucedido nunca,
aunque había oído contar algunos casos ocurridos a bordo de otros barcos. Bueno,
como le estaba diciendo, aquello ocurrió en marzo. En el viaje siguiente… ¿Qué está

www.lectulandia.com - Página 52
usted mirando? —preguntó, interrumpiendo súbitamente su relato.
Creo que no contesté. Mis ojos estaban clavados en el ojo de buey. Me había
parecido que el cerrojo empezaba a girar muy lentamente… tan lentamente, que no
estaba seguro de que se hubiera movido. Lo contemplé atentamente, fijando su
posición en mi cerebro para comprobar si cambiaba. El capitán siguió la dirección de
mis ojos, y miró a su vez.
—¡Se mueve! —exclamó, en tono convencido—. No, no se mueve —añadió, un
instante después.
Me puse en pie y me acerqué al ojo de buey. Me pareció que el cerrojo no estaba
en la misma posición, aunque no podía asegurarlo a ciencia cierta.
En aquel momento, el capitán olfateó el aire suspicazmente.
—Huele mal. ¿No lo nota usted? —inquirió.
—Sí —dije, y me estremecí mientras aquel espantoso olor a agua de mar
estancada se hacía más intenso en el camarote—. Ahora bien, para oler así, tiene que
haber humedad —añadí—, y, sin embargo, cuando esta mañana lo examiné todo con
el carpintero, estaba completamente seco. Esto es lo más raro… ¡Vaya!
Mi pequeño farol, que iluminaba la litera superior, se había apagado
repentinamente. Había aún bastante claridad, procedente de la lámpara del pasillo,
que se filtraba a través del ventanuco situado cerca de la puerta. El barco se balanceó
fuertemente, y la cortinilla de la litera superior se alzó levemente y volvió a caer. Me
levanté rápidamente de mi asiento en el borde de la cama, y en aquel mismo instante
el capitán se puso en pie lanzando un grito de sorpresa. Yo me había levantado con la
intención de coger el farol para examinarlo, cuando oí su exclamación, e
inmediatamente después su petición de ayuda. Corrí hacia él. Estaba sosteniendo con
todas sus fuerzas el cerrojo del ojo de buey, el cual se iba corriendo a pesar de todos
sus esfuerzos. Cogí mi bastón, un pesado bastón de madera de roble que siempre
solía llevar, y lo apoyé con todas mis fuerzas en el borde de latón del ojo de buey.
Pero súbitamente me encontré lanzado hacia atrás. Cuando conseguí ponerme en pie,
el ojo de buey estaba abierto de par en par, y el capitán estaba de pie, con la espalda
apoyada contra la puerta, pálido como un muerto.
—¡Hay algo en aquella litera! —gritó con una voz extraña, los ojos casi saliendo
de sus órbitas—. Sostenga la puerta, mientras yo miro… ¡No se nos escapará, sea lo
que sea!
Pero, en vez de ocupar su lugar, salté sobre el lecho inferior, y agarré algo que
yacía en la litera superior.
Era algo espantoso, horripilante, y se movió entre mis manos. Era como el
cadáver de un hombre ahogado hacía mucho tiempo, y sin embargo se movía, y tenía
la fuerza de diez hombres vivos; pero yo agarré con todas mis fuerzas… el viscoso,
fangoso, horrible cuerpo del muerto, cuyos blancos ojos parecían contemplarme
fijamente desde lo más hondo de sus cuencas; el putrefacto hedor de agua de mar
estancada surgía de él y su pelo colgaba en rizos húmedos sobre su cadavérico rostro.

www.lectulandia.com - Página 53
Forcejeé con el muerto; me empujó, obligándome a retroceder y casi me rompió los
brazos; los brazos del cadáver rodearon mi cuello y apretaron fuertemente hasta que
al fin lancé un grito y caí, soltando mi presa.
Mientras caía, la muerte viviente saltó por encima de mí y pareció lanzarse sobre
el capitán. Cuando finalmente le vi de nuevo en pie, su rostro estaba desencajado y
sus labios lívidos. Me pareció que lanzaba un violento golpe al muerto, y luego
también él cayó hacia delante, de cara, con un inarticulado grito de terror.
La cosa se detuvo un instante, y pareció extender unas invisibles alas sobre el
postrado cuerpo del capitán. Traté de gritar de nuevo, aterrorizado, pero me había
quedado sin voz. La cosa se desvaneció repentinamente, y me pareció que se
marchaba a través del abierto ojo de buey, aunque, teniendo en cuenta lo angosto de
la abertura, no pude explicarme cómo era posible. Permanecí tendido en el suelo
largo rato, mientras el capitán yacía a mi lado. Por fin recobré parcialmente la
capacidad de movimiento, e inmediatamente supe que tenía un brazo roto: el pequeño
hueso del antebrazo izquierdo, cerca de la muñeca.
Me puse trabajosamente en pie, y con mi mano ilesa traté de levantar al capitán.
Gruñó y se movió, y finalmente recobró el conocimiento. No estaba herido pero
parecía mortalmente aturdido.
Bueno, ¿qué más desean oír? No hay nada más que contar. Éste es el final de mi
historia. El carpintero llevó adelante su proyecto de clavar una docena de tornillos en
la puerta del 105; y si alguno de ustedes toma un pasaje en el Kamtschatka, puede
pedir una litera en aquel camarote. Le dirán que está reservado… sí… está reservado
por aquel cadáver.
Terminé el viaje en el camarote del médico. Me curó el brazo roto, y me aconsejó
que no me dedicara más a descubrir fantasmas. El capitán estaba muy silencioso, y no
volvió a navegar en aquel barco, aunque sigue prestando servicio. Y tampoco yo
navegaría en él por nada del mundo. Fue una experiencia muy desagradable, y yo
estaba mortalmente asustado, lo cual es una cosa que no me gusta. Esto es todo. Así
es como vi un fantasma… si es que era un fantasma. De todos modos, estaba muerto.

www.lectulandia.com - Página 54
LA SONRISA MUERTA

S IR Hugh Ockram sonrió mientras estaba sentado junto a la abierta ventana de su


estudio, una tarde de finales de agosto; y en aquel preciso instante una nube de
un extraño color amarillento oscureció el sol, y la clara luz del verano se volvió
cárdena, como si hubiera sido repentinamente emponzoñada y contaminada por los
pestilentes vapores de una plaga. El rostro de sir Hugh parecía, en el mejor de los
casos, estar hecho de fino pergamino colocado sobre una máscara de madera, en la
cual dos ojos estaban hundidos fuera de la vista, y acechaban desde su remoto
escondite a través de unas grietas situadas debajo de los inclinados y arrugados
párpados, vivos y vigilantes como dos sapos en sus agujeros, uno al lado del otro y
exactamente iguales. Pero, a medida que la luz cambió, una llamita amarilla se
encendió en cada uno de ellos. La nodriza Macdonald dijo en cierta ocasión que
cuando sir Hugh sonreía veía los rostros de dos mujeres en el infierno: dos mujeres
muertas a las cuales había traicionado. (La nodriza Macdonald tenía cien años). Y la
sonrisa se ensanchó, distendiendo los pálidos labios encima de los descoloridos
dientes en una expresión de profunda satisfacción, mezclada con el más inexorable
odio hacia la muñeca humana. La terrible enfermedad de la cual estaba muriendo
había alcanzado a su cerebro. Su hijo estaba de pie a su lado, alto, blanco y delicado
como un ángel en un cuadro primitivo; y aunque había una profunda tristeza en sus
ojos de color violeta mientras miraba el rostro de su padre, sintió la sombra de
aquella espantosa sonrisa penetrar furtivamente a través de sus propios labios y
abrirlos en contra de su voluntad. Y era como un mal sueño, ya que trataba de no
sonreír y sonreía más. A su lado, extrañamente parecida a él en su etérea y angelical
belleza, con el mismo pelo dorado, los mismos ojos melancólicos de color violeta, el
mismo rostro luminosamente pálido, Evelyn Warburton apoyaba una mano en su
brazo. Y mientras miraba los ojos de su tío, sin poder apartar los suyos, la muchacha
sabía que la horrible sonrisa temblaba ahora en sus rojos labios, distendiéndolos
encima de sus pequeños dientes, mientras dos brillantes lágrimas se deslizaban por
sus mejillas hacia su boca, y caían del labio superior al inferior mientras ella
sonreía… y la sonrisa era como la sombra de la muerte y el sello de la condenación
sobre su rostro puro y juvenil.
—Desde luego —dijo sir Hugh muy lentamente, y sin dejar de mirar a los árboles
del exterior—, si se te ha metido en la cabeza la idea de casarte, no puedo impedirlo,
y no creo que concedas la menor importancia a mi consentimiento…
—¡Padre! —exclamó Gabriel en tono de reproche.
—No; no me engaño a mí mismo —continuó el anciano, sonriendo horriblemente

www.lectulandia.com - Página 55
—. Te casarás cuando yo esté muerto, aunque existe un motivo muy grave para que
no lo hagas… para que no lo hagas —repitió con énfasis, y volvió lentamente sus
ojos de sapo hacia los enamorados.
—¿Qué motivo? —preguntó Evelyn con voz asustada.
—El motivo no importa, querida. Te casarás como si no existiera. —Hubo una
larga pausa—. Dos se marcharon —dijo, y su voz bajó extrañamente de tono—, y dos
más serán cuatro… todas juntas… para toda la eternidad, ardiendo, ardiendo,
ardiendo vivamente.
Tras pronunciar estas palabras, su cabeza cayó lentamente hacia atrás y la
amarillenta llamita de los ojos de sapo desapareció debajo de los túmidos párpados; y
la nube cárdena dejó de tapar el sol, de modo que la tierra fue de nuevo verde y la luz
fue de nuevo pura. Sir Hugh se había quedado dormido, como hacía a menudo en su
última enfermedad, incluso mientras estaba hablando.
Gabriel Ockram se llevó a Evelyn del estudio, y cuando mi padre, y a mí. Dicen
que un Ockram no puede reposar en un ataúd.
—Pero no pueden ser ciertas… todas esas historias de fantasmas…
Evelyn se acercó más a su compañero y agarró su mano con más fuerza, mientras
el sol empezaba su descenso.
—Desde luego. Pero existe la historia del viejo sir Vernon, que fue decapitado por
traición durante el reinado de Jacobo II. La familia se hizo cargo del cadáver en el
patíbulo, lo encerró en un ataúd de hierro, y lo colocó en la bóveda norte. Pero, al
cabo de un tiempo, cuando abrieron la bóveda para enterrar a otro miembro de la
familia, encontraron el ataúd abierto de par en par, con el cadáver de sir Vernon de
pie contra una pared, y su cabeza en un rincón, sonriendo.
—¿Como sonríe tío Hugh? —se estremeció Evelyn.
—Sí, supongo que sí —respondió Gabriel, pensativamente—. Desde luego, yo no
lo he visto, ya que la bóveda no ha sido abierta desde hace treinta años: ninguno de
nosotros ha muerto desde entonces.
—Y si… si el tío Hugh muere… tendrás…
Evelyn se interrumpió, y su hermoso rostro estaba mortalmente pálido.
—Sí. Tendré que presenciar cómo lo dejan allí… con su secreto, sea el que sea.
Gabriel suspiró y apretó la pequeña mano de Evelyn.
—No me gusta pensar en ello —dijo la muchacha en tono intranquilo—. ¡Oh,
Gabriel! ¿Cuál puede ser el secreto? Él dice que no deberíamos casarnos… aunque él
no nos lo prohíbe… Pero lo dice de un modo tan extraño, y sonríe… ¡Uf! —Sus
diminutos y blancos dientes castañetearon de miedo, y miró por encima de su hombro
mientras se acercaba todavía más a Gabriel—. Y, en cierto modo, lo siento en mi
propio rostro…
—Lo mismo me ocurre a mí —respondió Gabriel en voz baja y nerviosa—. La
nodriza Macdonald…
Se interrumpió bruscamente.

www.lectulandia.com - Página 56
—¿Qué? ¿Qué es lo que dice?
—¡Oh! Nada… Me ha contado cosas… cosas que te asustarían, querida. Vamos,
está refrescando.
Se puso en pie, pero Evelyn le cogió las manos, sin levantarse, y le miró a los
ojos.
—Pero, de todos modos, nos casaremos, ¿no es cierto? ¡Di que nos casaremos,
Gabriel!
—Desde luego, querida…, desde luego. Pero, mientras mi padre esté tan enfermo,
es imposible…
—¡Oh, Gabriel, Gabriel, querido! ¡Quiero que nos casemos ahora! —exclamó
Evelyn apasionadamente—. Sé que ocurrirá algo que nos separará.
—¡Nada podrá separarnos!
—¿Nada?
—Nada humano —dijo Gabriel Ockram, mientras Evelyn le atraía hacia ella.
Y sus rostros, que tenían un parecido tan extraño, se encontraron y se tocaron… y
Gabriel supo que el beso tenía un maravilloso y diabólico sabor, y en los labios de
Evelyn había el frío aliento de un dulce y mortal temor. Y ninguno de ellos
comprendió, porque eran inocentes y jóvenes.
—Es como si nos amáramos en un extraño sueño —dijo ella.
—Temo el despertar —murmuró él.
—No despertaremos, querido… cuando el sueño haya pasado, se habrá
convertido ya en muerte, tan suavemente que no lo sabremos. Pero, hasta entonces…
—Hasta entonces… —repitió Evelyn, en voz muy baja, y su boca estaba muy
cerca de la de Gabriel.
—Soñemos… hasta entonces —murmuró el aliento de Gabriel.

* * *

La nodriza Macdonald tenía cien años. Solía dormir sentada en un amplio y


antiguo sillón de cuero, con los pies apoyados en un escabel forrado de piel de
cordero, envuelta en muchas mantas, incluso en verano. A su lado había una lámpara
siempre encendida junto a una antigua copa de plata, en la cual había algo para beber.
Su rostro estaba muy arrugado, pero las arrugas eran tan pequeñas, finas y juntas,
que formaban sombras en vez de líneas. Dos delgados mechones de pelo, cuyo color
blanco se estaba convirtiendo de nuevo en amarillento, caían sobre sus sienes, por
debajo del almidonado gorro blanco. De cuando en cuando se despertaba, y sus
párpados se alzaban en minúsculos pliegues, como pequeñas cortinas de seda rosa, y
sus extraños ojos azules miraban fijamente hacia delante a través de puertas y paredes
hacia un lejano más allá. Luego volvía a quedarse dormida, y sus manos reposaban
una encima de la otra sobre el borde de la manta; los pulgares habían crecido más que

www.lectulandia.com - Página 57
los índices con la edad, y los nudillos brillaban a la débil luz de la lámpara como
manzanas silvestres.
Era casi la una de la madrugada, y la brisa veraniega hacía chocar los tallos de la
hiedra contra los cristales de la ventana, acariciándolos suavemente. En la pequeña
habitación contigua, con la puerta entornada, la doncella que estaba al cuidado de la
nodriza Macdonald dormía profundamente. Todo estaba muy silencioso. La anciana
respiraba con regularidad, sus labios temblaban cada vez que expulsaba el aliento, y
sus ojos estaban cerrados.
Pero en la parte de afuera de la cerrada ventana había un rostro, y unos ojos de
color violeta miraban fijamente a la anciana durmiente, y el rostro era como el de
Evelyn Warburton, aunque había dieciocho pies desde el antepecho de la ventana
hasta el pie de la torre. Sin embargo, las mejillas eran más delgadas que las de
Evelyn, y mucho más pálidas, y los ojos miraban con fijeza, y los labios no estaban
rojos de vida; estaban muertos, y teñidos con sangre nueva.
Lentamente, los arrugados párpados de la nodriza Macdonald se abrieron, y la
anciana miró el rostro pegado a la ventana, el tiempo que tarda en contarse hasta diez.
—¿Ha llegado el momento? —preguntó con su cascada voz.
Mientras lo estaba mirando, el rostro de la ventana cambió, ya que los ojos se
abrieron más y más hasta que el blanco del globo rodeó por completo el brillante
violeta de las pupilas, y los sangrientos labios se abrieron sobre unos dientes
resplandecientes, y se achicaron y ensancharon y achicaron de nuevo, y los dorados
cabellos rozaron la ventana, empujados por la brisa nocturna. Y en respuesta a la
pregunta de la nodriza Macdonald llegó el sonido que hiela la carne viviente.
La voz se alzó repentinamente como un lamento, como el rumor de la tormenta, y
de un lamento se convirtió en un sollozo, y de un sollozo en un alarido, y de un
alarido en un espantoso aullido de la torturada mente. El que lo ha oído una vez sabe
que el grito del espíritu que presagia la muerte es un grito diabólico que resulta
espantoso al resonar en plena noche. Cuando se restableció el silencio y el rostro
hubo desaparecido, la nodriza Macdonald se estremeció en su amplio sillón, aunque
siguió contemplando el negro recuadro de la ventana. Pero allí ya no había nada, nada
más que la noche y los susurrantes tallos de la hiedra. La anciana volvió la cabeza
hacia la entornada puerta, y allí estaba en pie la muchacha, embutida en su blanco
camisón, con los dientes casteñeteando de temor.
—Ha llegado el momento, muchacha —dijo la nodriza Macdonald—. Debo ir a
su lado, ya que esto es el fin.
Se puso en pie lentamente, apoyando sus sarmentosas manos en los brazos del
sillón; la doncella la ayudó a ponerse una bata de lana y un gran mantón, y le entregó
su bastón. Pero la doncella miraba constantemente a la cerrada ventana y temblaba de
miedo, y la nodriza Macdonald movía la cabeza y murmuraba palabras que la
doncella no podía comprender.
—Era como el rostro de miss Evelyn —dijo finalmente la doncella,

www.lectulandia.com - Página 58
estremeciéndose.
Pero la anciana la miró furiosamente, y sus ojos azules despidieron chispas. Se
apoyó en el brazo del gran sillón con la mano izquierda, y levantó la derecha armada
con el bastón para golpear a la doncella con todas sus fuerzas. Pero no lo hizo.
—Eres una buena muchacha —dijo—, pero eres también una imbécil. Procura
espabilarte, muchacha, procura espabilarte… o ya puedes ir buscándote otra casa para
servir. Trae la lámpara, y deja que apoye en ti mi brazo izquierdo.
El bastón resonó sobre el suelo de madera, mientras la nodriza Macdonald se
dirigía hacia la puerta. Y al bajar la escalera, cada peldaño era un inaudito esfuerzo, y
por el sonido del bastón los criados que estaban despiertos sabían que la nodriza
Macdonald se estaba acercando, mucho antes de verla.
Nadie dormía ahora, y había luces, y susurros, y rostros pálidos en los pasillos
contiguos al dormitorio de sir Hugh, y de cuando en cuando alguien salía, y de
cuando en cuando alguien entraba, pero todo el mundo dejó paso a la nodriza
Macdonald, ya que había amamantado al padre de sir Hugh hacía más de ochenta
años.
La luz era suave y clara en la habitación del enfermo. Allí estaba Gabriel Ockram
junto al lecho de su padre, y allí estaba Evelyn Warburton, arrodillada, con los
cabellos caídos sobre sus hombros como una sombra dorada, y sus manos
estrechamente unidas. Al lado opuesto a aquel en que se encontraba Gabriel, una
enfermera intentaba hacer beber algo a sir Hugh. Pero él se negaba a beber y aunque
sus labios estaban abiertos, mantenía los dientes fuertemente apretados. El anciano
estaba ahora muy delgado y muy amarillo, y sus ojos captaban las luces de las
mesillas de noche y eran como carbones amarillentos.
—No le atormente más —le dijo la nodriza Macdonald a la mujer que sostenía la
copa—. Deje que hable con él, ya que ha llegado su hora.
—Deje que hable con él —dijo Gabriel con voz opaca.
De modo que la anciana se inclinó sobre la almohada y dejó caer su sarmentosa
mano, ligera como una pluma, sobre los amarillentos dedos de sir Hugh, y le habló
ávidamente en presencia de Evelyn y de Gabriel, los únicos que se habían quedado en
la habitación.
—Hugh Ockram —dijo la anciana—, éste es el fin de tu vida; y como te vi nacer,
y vi nacer a tu padre antes que a ti, he venido a verte morir. Hugh Ockram, ¿quieres
decirme la verdad?
El moribundo reconoció la lejana voz que había oído durante toda su vida, y
volvió lentamente su amarillento rostro hacia la nodriza Macdonald; pero no dijo
nada. Luego, la anciana habló de nuevo.
—Hugh Ockram, no volverás a ver la luz del día. ¿Quieres decirme la verdad?
Los ojos de sapo no se habían apagado del todo. Se clavaron en el rostro de la
anciana.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó sir Hugh, y las palabras surgieron

www.lectulandia.com - Página 59
trabajosamente de sus labios—. No tengo ningún secreto. He llevado una vida
irreprochable.
La nodriza Macdonald se echó a reír, con una risa leve, cascada, que hizo temblar
un poco su vieja cabeza, como si su cuello estuviera sobre un muelle de acero. Pero
los ojos de sir Hugh enrojecieron, y sus pálidos labios empezaron a temblar.
—Dejadme morir en paz —dijo lentamente.
Pero la nodriza Macdonald sacudió la cabeza, y su mano abandonó la de sir Hugh
y se deslizó hasta su frente.
—¡Por la madre que te dio la vida y murió de pena por los pecados que cometiste,
dime la verdad!
Los labios de sir Hugh se apretaron sobre sus descoloridos dientes.
—¡Por nada del mundo! —respondió lentamente.
—¡Por la esposa que dio la vida a tu hijo y murió con el corazón destrozado, dime
la verdad!
—Ni a ti en vida, ni a ella en muerte eterna.
Sus labios se retorcieron, como si las palabras fueran carbones encendidos entre
ellos, y una gran gota de sudor se deslizó a través del pergamino de su frente. Gabriel
Ockram se mordió la mano mientras contemplaba morir a su padre. Pero la nodriza
Macdonald habló por tercera vez:
—¡Por la mujer a la cual engañaste, y que esta noche te espera, Hugh Ockram,
dime la verdad!
—Es demasiado tarde. Dejadme morir en paz.
Los retorcidos labios empezaron a sonreír a través de los amarillentos dientes, y
los ojos de sapo brillaron como diabólicos rubíes en su cabeza.
—Hay tiempo —dijo la anciana—. Dime el nombre del padre de Evelyn
Warburton. Luego te dejaré morir en paz.
Evelyn retrocedió, arrodillada como estaba, y miró fijamente a la nodriza
Macdonald, y luego a su tío.
—¿El nombre del padre de Evelyn? —repitió sir Hugh lentamente, mientras la
horrible sonrisa se extendía por su moribundo rostro.
La luz se estaba debilitando de un modo extraño en la enorme habitación.
Mientras Evelyn la miraba, la encorvada sombra de la nodriza Macdonald en la pared
se hizo gigantesca. La respiración de sir Hugh se había hecho sumamente penosa.
Evelyn empezó a rezar en voz alta.
Luego, algo repiqueteó en la ventana, y la muchacha sintió erizársele el pelo al
mirar hacia allí, en contra de su voluntad. Y cuando vio su propio rostro mirando a
través de la ventana, y sus propios ojos contemplándola a través del cristal, abiertos y
terribles, y su propio pelo agitado por la brisa nocturna que lo empujaba contra la
ventana, y sus propios labios teñidos de sangre, se puso en pie lentamente y
permaneció rígida unos instantes, hasta que de repente estalló en un grito y se
desplomó en brazos de Gabriel. Pero el grito que respondió al suyo fue el alarido del

www.lectulandia.com - Página 60
atormentado cadáver, del cual no podía salir el alma a causa de lo vergonzoso de sus
pecados, aunque los demonios luchaban por obtener su parte.
Sir Hugh Ockram se incorporó en el lecho de muerte, vio y gritó en voz alta:
—¡Evelyn!
Su voz se quebró en su pecho mientras se desplomaba hacia atrás. Pero la nodriza
Macdonald siguió atormentándole, ya que en él quedaba aún un poco de vida.
—Has visto a la madre que te está esperando, Hugh Ockram. ¿Quién fue el padre
de Evelyn? ¿Cuál fue su nombre?
Por última vez, la espantosa sonrisa surgió de los retorcidos labios, muy
lentamente, muy segura ahora, y lo ojos de sapo enrojecieron, y el rostro
apergaminado brilló un poco a la vacilante luz. Por última vez, sir Hugh habló:
—En el infierno lo saben.
Luego, los relucientes ojos se apagaron rápidamente, el amarillento rostro
adquirió la palidez de la cera, y un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de sir
Hugh mientras moría.
Pero incluso después de muerto seguía sonriendo, porque él conocía su secreto y
había sabido guardarlo, y se lo llevaba para que reposara con él para siempre en la
bóveda norte de la capilla, donde los Ockram yacían envueltos en sus sudarios y sin
ataúd… todos menos uno. Aunque estaba muerto, sonreía, ya que había conservado
hasta el fin su tesoro de diabólica verdad, y no quedaba nadie que pudiera revelar el
nombre que él había ocultado celosamente.
Mientras le miraban —la nodriza Macdonald y Gabriel, que sostenía a Evelyn
todavía inconsciente en sus brazos mientras él miraba a su padre—, notaron que la
sonrisa muerta se deslizaba a lo largo de sus propios labios: de la anciana nodriza y
del joven de rostro angelical. Luego, los dos se estremecieron un poco, y los dos
miraron a Evelyn, que tenía la cabeza apoyada en el hombro de Gabriel, y, aunque la
muchacha estaba muy hermosa, la misma espantosa sonrisa asomaba a su boca
juvenil, una sonrisa que era como un símbolo diabólico que no podían comprender.
Poco después sacaron a Evelyn de la habitación, y la muchacha abrió los ojos y la
sonrisa había desaparecido de sus labios. En la enorme mansión se oían ya los
sollozos de las mujeres, que habían empezado a llorar al dueño muerto, de acuerdo
con la costumbre irlandesa, y el vestíbulo repitió los ecos de los sollozos toda la
noche, del mismo modo que los árboles del bosque habían repetido los lamentos del
espíritu que presagia la muerte.
A su debido tiempo, envolvieron a sir Hugh en su mortaja y lo llevaron a la
bóveda norte de la capilla, para colocarlo al lado de su padre. Y dos hombres fueron
allí antes para preparar el lugar, y regresaron tambaleándose como si estuvieran
borrachos, y pálidos, dejando las luces detrás de ellos.
Pero Gabriel Ockram no tenía miedo, ya que sabía lo que iba a encontrar. Y entró
solo en la bóveda y vio que el cadáver de sir Vernon Ockram estaba de pie, apoyado
contra la pared de piedra, y que su cabeza estaba en el suelo con el rostro vuelto hacia

www.lectulandia.com - Página 61
arriba, y los labios resecos como el cuero sonreían horriblemente al reseco cadáver,
mientras el ataúd de hierro, tapizado de terciopelo negro, permanecía abierto en el
suelo.
Entonces Gabriel cogió el cadáver con sus manos, ya que era muy ligero,
completamente reseco por el aire de la bóveda, y los que atisbaban desde la puerta le
vieron dejarlo de nuevo en el ataúd, y el cadáver crujió un poco, como un manojo de
cañas, y sonó a hueco al tocar los costados y el fondo. A continuación, Gabriel colocó
la cabeza sobre los hombros y cerró el féretro, corriendo trabajosamente los
enmohecidos cerrojos.
Después de esto colocaron a sir Hugh al lado de su padre, envuelto en su mortaja,
y salieron de la capilla.
Pero cuando se vieron mutuamente los rostros, dueño y criados, todos sonreían
con la sonrisa muerta del cadáver que habían dejado en la bóveda, de modo que no
pudieron soportar el mirarse unos a otros y se fueron alejando de allí.

* * *

Gabriel Ockram se convirtió en sir Gabriel, heredando la baronía con la medio


disipada fortuna dejada por su padre, y Evelyn Warburton siguió viviendo en Ockram
Hall, en la habitación del ala meridional en la que había vivido hasta donde
alcanzaban sus recuerdos. No podía marcharse, ya que no tenía parientes que
pudieran acogerla, y, además, no parecía existir ningún motivo que impidiera que se
quedara. Al mundo no le importaba lo que los Ockram hicieran en sus dominios
irlandeses, y hacía mucho tiempo que los Ockram habían dejado de preocuparse de lo
que el mundo pudiera opinar.
De modo que sir Gabriel pasó a ocupar el lugar de su padre en la antigua mesa del
comedor, y Evelyn se sentó en frente de él, hasta que transcurriera el tiempo de luto y
pudieran casarse. Y entretanto sus vidas continuaron como antes, ya que sir Hugh
había sido un inválido durante los últimos años de su vida, y los jóvenes no le habían
visto más que una vez al día y muy brevemente, pasando la mayor parte del tiempo
juntos, en una camaradería insólitamente perfecta.
Pero, a pesar de que el verano dejó paso al melancólico otoño, y el otoño al triste
invierno, y de que una tormenta siguió a otra tormenta, y de que la lluvia siguió a otra
lluvia a través de los cortos días y de las largas noches, Ockram Hall parecía menos
fúnebre desde que sir Hugh había sido colocado en la bóveda norte, al lado de su
padre. Y, cuando llegó Navidad, Evelyn adornó el gran vestíbulo con acebo y ramas
verdes, y un alegre fuego calentó todos los corazones. Luego, todos los colonos
fueron invitados a una cena de Nochevieja, y comieron y bebieron alegremente,
mientras sir Gabriel ocupaba la cabecera de la mesa. Evelyn entró en el comedor
cuando se servía el oporto, y el más respetado de los colonos pronunció un discurso

www.lectulandia.com - Página 62
brindando por ella.
Hacía mucho tiempo, dijo, que Ockram Hall no albergaba a una lady Ockram. Sir
Gabriel ocultó los ojos detrás de su mano, mirando fijamente a la mesa, pero un débil
rubor coloreó las transparentes mejillas de Evelyn. Pero, añadió el colono de pelo
gris, hacía aún más tiempo que Ockram Hall no albergaba a una lady Ockram tan
bella como la que iba a serlo próximamente, y él brindaba a la salud de Evelyn
Warburton.
A continuación, todos los colonos se pusieron en pie y brindaron por ella, y sir
Gabriel se puso también en pie, al lado de Evelyn. Y cuando los colonos
pronunciaban el último y más alegre de los brindis, se oyó una voz que no era la de
ellos, más fuerte que la de todos ellos, más penetrante… un grito que no era terrenal,
gritando por la novia de Ockram Hall. Y el acebo y las ramas verdes que adornaban
la enorme chimenea se agitaron lentamente, como impelidas por una helada brisa.
Pero los colonos palidecieron intensamente, y muchos de ellos dejaron sus vasos
sobre la mesa, en tanto que otros los dejaban caer al suelo, aterrorizados. Y al mirarse
unos a otros, todos sonreían extrañamente, con una sonrisa muerta, como la del
difunto sir Hugh. Uno de ellos empezó a hablar en irlandés, y el miedo a la muerte se
apoderó súbitamente de todos ellos, de modo que emprendieron la huida, llenos de
pánico, atropellándose unos a otros como animales salvajes en un bosque en llamas; y
las mesas fueron volcadas, y se rompieron vasos y botellas, y el vino rojo corrió
como sangre por el reluciente suelo.
Sir Gabriel y Evelyn se quedaron solos en la cabecera de la mesa, de pie ante los
restos del festín, sin atreverse a mirarse el uno al otro, ya que cada uno de ellos sabía
que el otro estaba sonriendo. Pero el brazo derecho de sir Gabriel rodeó la cintura de
Evelyn, y su mano izquierda oprimió la mano derecha de la muchacha mientras
miraban fijamente delante de ellos; y de no ser por las sombras del cabello de Evelyn,
nadie hubiera podido individualizar sus rostros. Permanecieron escuchando durante
un largo rato, pero el grito no volvió a oírse, y la sonrisa muerta se desvaneció de sus
labios, mientras cada uno de ellos recordaba que sir Hugh Ockram yacía en la bóveda
norte, sonriendo en su mortaja, en la oscuridad, porque había muerto con su secreto.
Así terminó la cena de Nochevieja. Pero, a partir de aquel día, sir Gabriel se
encerró en unos silencios cada vez más prolongados, y su rostro palideció y adelgazó
más y más. A menudo, sin previo aviso y sin pronunciar palabra, se levantaba de su
asiento, como si algo le empujara a moverse contra su voluntad, y salía bajo la lluvia
o a pleno sol para dirigirse al lado norte de la capilla. Llegado allí, se sentaba en el
banco de piedra, mirando fijamente al suelo como si pudiera ver a través de él, y a
través de la bóveda que había debajo, y a través del blanco sudario en la oscuridad, la
sonrisa muerta que nunca moría.
Siempre que salía de aquel modo, Evelyn llegaba al cabo de un rato y se sentaba a
su lado. En una ocasión, también, como en el verano anterior, sus hermosos rostros se
acercaron súbitamente el uno al otro, y sus párpados se entrecerraron, y sus rojos

www.lectulandia.com - Página 63
labios casi se unieron. Pero, al encontrarse sus ojos, se abrieron como espantados, de
modo que las pupilas de color violeta quedaron rodeadas por el blanco del globo y
sus dientes castañetearon, y sus manos fueron como manos de cadáveres, las de cada
uno de ellos en las del otro, por el terror de lo que estaba debajo de sus pies, y de lo
que sabían pero no podían ver.
En una ocasión, también, Evelyn encontró a sir Gabriel en la capilla, solo, de pie
ante la puerta de hierro que conducía al lugar de la muerte, y en su mano había la
llave de la puerta; pero no la había introducido en la cerradura. Evelyn se marchó de
allí, temblando, ya que también ella se había sentido empujada en sueños a ver de
nuevo aquella terrible cosa, para comprobar si había cambiado desde que la habían
dejado allí.
—Me estoy volviendo loco —dijo sir Gabriel, cubriéndose los ojos con la mano,
mientras se reunía con Evelyn—. Lo veo en sueños, lo veo cuando estoy despierto…
me atrae continuamente, día y noche… y si no lo veo moriré.
—Lo sé —respondió Evelyn—. Lo sé. Es como si desplegara unos enormes
tentáculos, como unas monstruosas patas de araña, que nos arrastraran hacia allí. —
Permaneció silenciosa unos instantes, y luego se sobresaltó violentamente, y agarró el
brazo de sir Gabriel con la fuerza de un hombre y casi gritó las palabras al hablar de
nuevo—: ¡Pero no debemos ir allí! —exclamó—. ¡No debemos ir!
Los ojos de sir Gabriel estaban medio cerrados, y no se sintió conmovido por la
agonía del rostro de Evelyn.
—Moriré, a menos que lo vea otra vez —dijo, con una voz tranquila que no
parecía la suya.
Y durante todo aquel día, y por la noche, apenas habló, pensando en ello, siempre
pensando, mientras Evelyn Warburton se estremecía de pies a cabeza con un terror
que nunca había conocido.
Una gris mañana de invierno, Evelyn subió sola a la habitación de la torre
ocupada por la nodriza Macdonald, y se sentó al lado del gran sillón de cuero,
apoyando su delgada y blanca mano sobre los sarmentosos dedos.
—Nodriza —dijo—, ¿qué era lo que tío Hugh tenía que decirle a usted, la noche
en que murió? Tuvo que ser un horrible secreto… y, sin embargo, a pesar de que
usted se lo preguntó a él, tuve la impresión de que usted lo sabía, y que usted sabía
por qué tío Hugh sonreía de aquel modo tan espantoso.
La cabeza de la anciana se movió lentamente de un lado a otro.
—Sólo tengo una sospecha…, nunca lo sabré a ciencia cierta —respondió
lentamente, con su cascada voz.
—Pero ¿qué es lo que usted sospecha? ¿Quién soy yo? ¿Por qué le preguntó usted
quién era mi padre? Usted sabe que soy hija del coronel Warburton, y que mi madre
fue la hermana de lady Ockram, de modo que Gabriel y yo somos primos. A mi padre
lo mataron en Afganistán. ¿Qué secreto puede haber en todo esto?
—No lo sé. Sólo puedo sospecharlo.

www.lectulandia.com - Página 64
—¿Sospechar qué? —preguntó Evelyn en tono suplicante, oprimiendo las
sarmentosas manos, mientras se inclinaba hacia delante.
Pero los arrugados párpados de la nodriza Macdonald cayeron repentinamente
sobre sus extraños ojos azules, y sus labios temblaron levemente con su respiración,
como si estuviera dormida.
Evelyn esperó. La doncella irlandesa estaba haciendo calceta junto al fuego, y las
agujas sonaban acompasadamente al chocar unas con otras, como el segundero de un
reloj. Y el verdadero reloj colgado en la pared contaba también los segundos,
sorbiéndolos implacablemente de la vida de la mujer que tema cien años, y cuyos días
tocaban a su fin. En el exterior, los tallos de hiedra golpeaban la ventana con el viento
invernal, como la habían golpeado cien años antes.
Luego, mientras Evelyn permanecía sentada allí, sintió despertar de nuevo en ella
un horrible deseo: el espantoso deseo de bajar a la bóveda norte, y de abrir la mortaja,
y de comprobar si la cosa había cambiado; y cogió fuertemente las manos de la
nodriza Macdonald, como para contenerse a sí misma y luchar contra la diabólica
atracción del muerto.
Pero el viejo gato que mantenía calientes los pies de la nodriza Macdonald,
tendido siempre sobre el escabel forrado de piel de cordero, se levantó y se
desperezó, y miró a Evelyn a los ojos, mientras arqueaba el lomo y su cola se erguía y
se erizaba, y sus feos y rosados labios se abrían en una diabólica mueca, mostrando
sus agudos dientes. Evelyn lo miró fijamente, medio fascinada por su fealdad. Luego,
el animal alzó repentinamente una pata con todas sus garras extendidas, y dio un
bufido, y de pronto el gato fue como el sonriente cadáver que estaba en la bóveda,
hasta el punto de que Evelyn se estremeció, y se cubrió el rostro con su mano libre,
por miedo a que la nodriza se despertara y viera en su rostro la sonrisa muerta, ya que
ella podía sentirla en él.
La anciana había abierto ya los ojos de nuevo, y golpeó a su gato con la contera
de su bastón; el animal alisó la espalda, encogió la cola y volvió a ocupar su lugar en
el escabel, aunque sus ojos amarillos siguieron mirando a Evelyn de soslayo, a través
de sus entornados párpados.
—¿Qué es lo que sospecha usted, nodriza? —preguntó de nuevo la joven.
—Una cosa mala… una cosa horrible. Pero no me atrevo a decírtela, por miedo a
que no sea cierta, y sólo de pensar en ello puedas ver destrozada tu vida. Ya que, si lo
que sospecho es verdad, él quería que tú no lo supieras, y que te casaras con Gabriel,
y que pagarais por su antiguo pecado con vuestras almas.
—Él solía decirnos que no debíamos casarnos…
—Sí… os decía eso, quizá, pero era como si un hombre colocara un alimento
envenenado delante de un animal muerto de hambre, y le dijera «no te lo comas»,
pero nunca levantara la mano para apartar aquel alimento. Y si os decía que no
debíais casaros, era porque esperaba que lo hicierais; ya que, de todos los hombres
vivos o muertos, Hugh Ockram era el más falso de los embusteros, y el más cruel de

www.lectulandia.com - Página 65
los ofensores de una débil mujer, y el peor de los pecadores.
—Pero Gabriel y yo nos amamos —murmuró tristemente Evelyn.
Los ojos de la nodriza Macdonald miraron muy lejos, hacia unas cosas
contempladas hacía mucho tiempo, y que se alzaban en el gris aire invernal, entre las
nieblas de una antigua juventud.
—Si os amáis, podéis morir juntos —dijo, muy lentamente—. ¿Para qué querríais
vivir, si fuese cierto? Yo tengo cien años. ¿Qué me ha dado la vida? El comienzo es
fuego; el final es un montón de cenizas; y entre el comienzo y el final, hay todos los
pesares del mundo. Déjame dormir, ya que no puedo morir.
La anciana volvió a cerrar los ojos, y su cabeza se hundió un poco más sobre su
pecho.
De modo que Evelyn se marchó dejándola dormida, con el gato dormido sobre el
escabel; y la joven trató de olvidar las palabras de la nodriza Macdonald, pero no lo
consiguió, ya que volvía a oírlas una y otra vez en el viento, y detrás de ella en la
escalera. Y mientras enfermaba más y más de miedo al terrible secreto en el cual
estaba comprometida su alma, sentía que algo la apremiaba, y la empujaba, y la
obligaba, y por otra parte sentía las amenazas que la angustiaban: y cuando cerraba
los ojos, veía en la capilla, detrás del altar, la puerta de hierro a través de la cual tenía
que pasar para ir a la cosa.
Y cuando por la noche estaba tendida en su cama, despierta, se cubría el rostro
con la sábana, por miedo a ver sombras en la pared haciéndole señas; y el sonido de
su propia respiración cálida formaba susurros en sus oídos, mientras se agarraba al
colchón para no ceder al deseo de levantarse y de ir a la capilla. Todo hubiera sido
más fácil de no haber existido un camino hasta allí a través de la biblioteca, por una
puerta que nunca estaba cerrada. Sería terriblemente fácil coger una vela y caminar
silenciosamente a través de la dormida casa. Y la llave de la bóveda estaba debajo del
altar, detrás de una piedra que giraba. Ella conocía el pequeño secreto. Podía ir sola
hasta allí y ver.
Pero, al pensar en ello, Evelyn sintió erizársele el pelo, y empezó estremeciéndose
hasta el punto de que la cama crujió, y luego el horror la invadió con un helado
escalofrío que provocó en ella una espantosa agonía, como si miríadas de aristas de
hielo se clavaran en sus nervios.

* * *

El viejo reloj de la torre de la nodriza Macdonald dio la medianoche. Desde su


habitación, la anciana podía oír las chirriantes cadenas y pesas de la caja situada en
un rincón del hueco de la escalera, y el chirrido de la enmohecida palanca que
levantaba el martillo. Lo había oído toda su vida. Daba once golpes claramente y
luego llegaba el duodécimo, más apagado, como si el martillo estuviera agotado por

www.lectulandia.com - Página 66
los golpes anteriores y hubiera caído dormido contra la campana.
El viejo gato se levantó del escabel y se desperezó, y la nodriza Macdonald abrió
sus ojos y miró lentamente a su alrededor, a la débil claridad que la lámpara nocturna
esparcía por la habitación. Tocó al gato con su bastón, y el animal se tendió sobre los
pies de la anciana, la cual bebió unos sorbos de la copa de plata que tenía junto a ella
y volvió a quedarse dormida.
En el piso bajo, sir Gabriel se incorporó bruscamente en el lecho mientras el reloj
daba la hora, ya que había tenido un horrible sueño, y su corazón se había quedado
inmóvil, hasta que se despertó: entonces volvió a latir furiosamente. Ningún Ockram
había conocido el miedo estando despierto, pero a veces el miedo llegaba hasta sir
Gabriel a través de su sueño.
Se apretó las sienes con las manos, unas manos que estaban frías como el hielo,
en tanto que su cabeza ardía. El sueño se desvaneció del todo, y su lugar quedó
ocupado por la idea que atormentaba su vida; y con la idea llegó también el horrible
fruncimiento de sus labios en la oscuridad, un fruncimiento que debía ser una sonrisa.
En la otra parte de la casa, Evelyn Warburton soñaba que tenía en la boca la
sonrisa muerta, y despertó sobresaltada, con el rostro entre sus manos, temblando.
Pero sir Gabriel encendió una luz y se levantó y empezó a pasear arriba y abajo
por su enorme habitación. Era medianoche, y apenas había dormido una hora, y en el
norte de Irlanda las noches de invierno son largas.
«Me volveré loco», se dijo a sí mismo, apretándose la frente. Sabía que era
verdad. Durante semanas y meses la posesión de la cosa había crecido en su interior
como una enfermedad, hasta que no pudo pensar nada sin pensar antes en aquello. Y
ahora, repentinamente, sus fuerzas se habían debilitado, y supo que tenía que hacer lo
que tanto odiaba y temía, si no quería enloquecer. Cogió el candelabro en su mano, el
antiguo y pesado candelabro que siempre había sido utilizado por el cabeza de
familia. No pensó en vestirse, sino que salió tal como estaba, en camisón y zapatillas,
y abrió la puerta. En la enorme casa todo estaba silencioso. Cerró la puerta detrás de
él y echó a andar silenciosamente sobre la alfombra a través del largo pasillo. Una
ráfaga de aire frío sopló por encima de su hombro e hizo vacilar la llama de la vela.
Instintivamente, se detuvo y miró a su alrededor, pero todo estaba inmóvil, y la llama
volvía a arder normalmente. Echó a andar de nuevo, e inmediatamente sopló otra
fuerte ráfaga detrás de él, y esta vez casi apagó la luz. Parecía soplar cuando andaba,
cesando cuando se detenía, soplando nuevamente cuando avanzaba… invisible,
helada.
Sir Gabriel avanzó a través del amplio vestíbulo, sin ver nada más que la llama de
la vela empujada hacia delante y goteando cera, mientras el viento frío soplaba por
encima de su hombro y a través de sus cabellos. Pasó a través de la abierta puerta de
la biblioteca, y buscó la otra puerta, situada entre las estanterías y simulando una
estantería más… Penetró en el pasadizo de techo bajo y arqueado, y aunque la puerta
había quedado cerrada detrás de él, el helado viento seguía empujando la llama hacia

www.lectulandia.com - Página 67
delante mientras andaba. Y sir Gabriel no tenía miedo; pero su rostro estaba muy
pálido, y sus ojos estaban muy abiertos, mirando delante de él, viendo ya en el aire
oscuro la cosa que había debajo. Pero en la capilla se quedó inmóvil, con la mano
sobre la pequeña losa de piedra situada detrás del altar. En la losa había grabadas
unas palabras: Clavis sepulchri Clarissimorum Dominorum Da Ockram (La llave del
sepulcro de los más ilustres señores de Ockram). Sir Gabriel se detuvo y escuchó.
Creyó oír un ruido en la casa, donde todo había estado tan silencioso, pero el ruido no
se repitió. Sin embargo, esperó un poco más, contemplando la puerta de hierro.
Detrás de ella, al final de la larga pendiente, yacía su padre sin ataúd, muerto hacía
seis meses, descompuesto, terrible en su mortaja. El aire insólitamente preservador de
la bóveda no podía haber actuado aún completamente. Pero, en los horribles rasgos
de la cosa, con sus ojos medio disecados, abiertos, había aún la espantosa sonrisa con
la cual el hombre había muerto… la sonrisa que acosaba…
Cuando la idea cruzó por la mente de sir Gabriel, notó que sus labios se fruncían,
y se golpeó la boca con el dorso de la mano tan fuertemente, que una gota de sangre
se deslizó por su barbilla, y otra, y otras más que cayeron sobre el pavimento de la
capilla. Pero sus labios continuaron frunciéndose. Hizo girar la losa por medio del
sencillo resorte. No era necesaria ninguna cerradura de seguridad, ya que, si los
Ockram hubieran estado enterrados en féretros de oro puro, y la puerta hubiera estado
abierta de par en par, no había en todo Tyrone un hombre lo bastante valeroso como
para descender a aquel lugar, excepto el propio Gabriel Ockram, con su rostro
angelical, y sus delgadas y blancas manos, y sus melancólicos ojos. Cogió la antigua
llave y la introdujo en la cerradura de la puerta de hierro; y el ruido de la llave contra
el hierro resonó detrás de la puerta como un rumor de pasos, como si alguien que
hubiera estado detrás de aquella puerta se hubiese alejado corriendo, con el pesado
andar de unos pies muertos. Y aunque sir Gabriel estaba ahora parado, el viento frío
seguía soplando detrás de él, empujando la llama de la vela contra el entrepaño de
hierro. Hizo girar la llave.
Sir Gabriel vio que su vela era corta. En el altar había velas nuevas, con largos
candelabros, y encendió una, y dejó la que llevaba en el suelo, ardiendo. Mientras se
inclinaba sobre el pavimento su labio empezó a sangrar de nuevo, y otra roja gota
cayó sobre las piedras.
Empujó la puerta de hierro y la abrió hasta que quedó pegada a la pared de la
capilla, de modo que no pudiera cerrarse por sí sola mientras él estaba dentro; y el
horrible aliento del sepulcro ascendió de las profundidades y golpeó su rostro, acre y
hediondo. Avanzó, pero a pesar de que el fétido aire salía a su encuentro, la llama de
la vela se proyectaba hacia delante.
Colocó una mano delante de la vela, y sus dedos parecieron hechos de cera y de
sangre cuando la luz brilló a través de ellos. Y, a pesar de aquella precaución, la llama
siguió proyectándose hacia delante. Pero sir Gabriel continuó avanzando, con los ojos
brillantes.

www.lectulandia.com - Página 68
El pasillo que conducía a la bóveda era muy ancho, y sir Gabriel no podía ver
siempre las paredes a causa de lo vacilante de la llama de su vela, pero supo que
había llegado al lugar de muerte por el eco de sus propios pasos, que se hizo más
hueco cuando resonó en un espacio más amplio… Se quedó inmóvil, casi encerrando
la llama de la vela en el hueco de su mano. Ahora podía ver un poco, ya que sus ojos
se estaban acostumbrando a la oscuridad. En la penumbra se divisaban unas oscuras
formas, correspondientes a los cadáveres de los Ockram, tendidos uno al lado del
otro, envueltos en sus mortajas, insólitamente conservados por el aire seco, como
unas cáscaras vacías resecadas por el verano. Y a unos cuantos pasos delante de él,
sir Gabriel vio claramente la oscura forma del ataúd de hierro del decapitado sir
Vernon, y supo que muy cerca de él estaba la cosa que había venido a ver.
Sir Gabriel era tan valeroso como cualquiera de aquellos hombres muertos
pudiera haber sido, y aquellos hombres muertos eran sus antepasados, y sabía que
tarde o temprano también él reposaría allí, al lado de sir Hugh, secándose lentamente
hasta convertirse en una apergaminada cáscara. Pero sir Gabriel estaba aún vivo, y
cerró los ojos un instante, y tres grandes gotas de sudor se deslizaron por su frente.
Luego miró otra vez, y por la blancura de la mortaja conoció el cadáver de su
padre, ya que todas las demás habíanse oscurecido con el paso de los años; y además,
la llama de la vela se proyectaba rectamente hacia aquel lugar. Dio cuatro pasos hasta
llegar a su lado, y repentinamente la luz ardió recta y alta, iluminando con una
claridad amarillenta la fina tela de la mortaja, que era completamente blanca, excepto
encima del rostro, y donde las unidas manos descansaban, encima del pecho. Y en
aquellos lugares se habían extendido unas feas manchas, oscurecidas con el perfil de
las facciones y de los dedos fuertemente apretados. El aire olía espantosamente a
materia muerta y disecada.
Mientras contenía la respiración, notó que la sonrisa muerta fruncía sus labios.
Reaccionando súbitamente, echó la mortaja hacia atrás… y miró. Apretó fuertemente
los dientes para no gritar en voz alta.
Allí estaba, la cosa que le acosaba, que acosaba a Evelyn Warburton, que
marchitaba todo lo que se acercaba demasiado a él.
El rostro muerto estaba salpicado de manchas oscuras, y el escaso pelo gris estaba
pegado a la descolorida frente. Los hundidos párpados estaban medio abiertos, y la
luz de la vela iluminó unas cuencas vacías, las cuencas donde habían vivido los ojos
de sapo.
Pero, a pesar de todo, la cosa muerta sonreía, como había sonreído en vida; los
horribles labios estaban entreabiertos sobre los dientes lobunos, maldiciendo todavía,
y desafiando todavía al propio infierno… desafiando, maldiciendo, y siempre y para
siempre sonriendo a solas en la oscuridad.
Sir Gabriel abrió la mortaja por el lugar donde estaban las manos, y los
ennegrecidos y sarmentosos dedos estaban cerrados sobre algo arrugado y manchado.
Temblando de pies a cabeza, pero luchando como un hombre que defiende

www.lectulandia.com - Página 69
desesperadamente su vida, sir Gabriel trató de coger el paquete de la mano del
muerto. Pero cuanto más tiraba del paquete, más fuertemente parecían asirlo los
dedos como garras del cadáver, y cuando tiró más fuerte, las encogidas manos y
brazos del cadáver se alzaron con un horrible aspecto de vida siguiendo su
movimiento… y luego, mientras sir Gabriel se apoderaba por fin del sellado paquete,
las manos volvieron a caer, todavía unidas, sobre el pecho del muerto.
Sir Gabriel dejó la vela en el suelo mientras rompía los sellos del recio papel que
envolvía el paquete. Y, apoyando una rodilla en tierra para aprovechar mejor la luz,
leyó lo que había dentro, escrito hacía mucho tiempo por el propio sir Hugh.
Sir Gabriel dejó de estar asustado.
Leyó que sir Hugh había escrito aquello como testimonio de su odio; que había
amado a Evelyn Warburton, la hermana de su esposa; y que su esposa había muerto
de un ataque al corazón, maldecida por él, y que Warburton y él habían luchado
juntos en Afganistán, y Warburton había caído; pero Ockram había llevado a su casa
a la esposa de su camarada un año después, y la pequeña Evelyn, su hija, había
nacido en Ockram Hall. Y a continuación, se había cansado de la madre, la cual había
muerto como su hermana, maldecida por él. Y luego, Evelyn había crecido como
sobrina suya, y él había esperado que Gabriel y su hija, inocentes e ignorantes,
pudieran amarse y contraer matrimonio, y las almas de las mujeres que él había
engañado pudieran sufrir otra angustia antes de que transcurriera la eternidad. Y,
finalmente, esperaba que algún día, cuando las cosas fuesen ya irremediables, Gabriel
y Evelyn pudieran encontrar lo que él había escrito y vivir con una losa de plomo en
el corazón, sin atreverse a decir la verdad por respeto a sus hijos y a la opinión del
mundo, marido y mujer.
Esto fue lo que leyó Gabriel, arrodillado junto al cadáver en la bóveda norte, a la
luz de la vela del altar; y cuando lo hubo leído todo, dio gracias a Dios en voz alta por
haber descubierto el secreto a tiempo.
Pero cuando se puso en pie y miró de nuevo el rostro muerto, se dio cuenta de que
había cambiado, de que la sonrisa había desaparecido de él para siempre, de que la
mandíbula había caído un poco, en tanto que los fatigados y muertos labios aparecían
relajados. Y luego percibió una respiración detrás de él y muy cerca de él, pero ahora
no era fría como la que había soplado en la llama mientras se dirigía hacia la bóveda,
sino cálida y humana.
Sir Gabriel se volvió repentinamente.
Allí estaba ella, en pie, muy pálida, con su sedoso pelo dorado… ya que se había
levantado de la cama y le había seguido silenciosamente, y le había encontrado
leyendo, y ella también había leído por encima de su hombro. Sir Gabriel se
sobresaltó violentamente cuando vio a Evelyn, ya que sus nervios estaban
enervados… y luego gritó su nombre en el silencioso lugar de muerte.
—¡Evelyn!
—¡Hermano mío! —respondió ella tiernamente, tendiendo las dos manos para

www.lectulandia.com - Página 70
encontrar las suyas.

www.lectulandia.com - Página 71
EL TEMPLO
E. F. BENSON

www.lectulandia.com - Página 72
F RANK Ingleton y yo abandonamos Londres en los primeros días de julio, con la
intención de pasar por lo menos un par de meses en Cornwall. No se trataba, ni
mucho menos, de unas simples vacaciones. Él era un investigador dedicado al estudio
de los restos de las civilizaciones prehistóricas, los cuales existen en gran abundancia
en aquel viejo país, y yo trabajaba en un libro que debería estar casi terminado, pero
que se hallaba lamentablemente lejos del final. Naturalmente, pensábamos dedicar un
poco de tiempo al golf y a bañarnos en el mar, pero los dos éramos entusiastas en
nuestros trabajos y queríamos cosechar un gran fruto antes de volver.
El pueblecito de St. Caradoc, en todos sus aspectos, parecía el más indicado para
nuestros proyectos; allí existían abundantes restos antiguos, que no habían sido
estudiados seriamente por ningún arqueólogo. Por otra parte su situación en el mapa,
lejos de cualquier centro famoso de veraneo, prometía una tranquilidad razonable. Y
también nos suministraba cuanto podíamos desear para relajarnos; el club de golf,
con un recorrido agradablemente pintoresco, se hallaba al otro lado del jardín del
hotel y un paseo de cinco minutos entre las dunas, donde se hallaban los agujeros del
golf, conducía a la playa. El hotel era confortable y por el momento se alojaba en él
poca gente. La fortuna parecía sonreír a nuestros planes. Por lo tanto nos instalamos
allí.
Frank tenía intención de visitar otros pueblos de la región, pero, a un kilómetro y
medio del hotel, había un curioso círculo de monolitos, como un Stonehenge en
miniatura, conocido con el nombre de «El Consejo de Penruth». Siempre se creyó,
según me dijo Frank, que era un lugar de culto druida, pero él no estaba convencido y
deseaba estudiar minuciosamente el lugar.
Le acompañé hasta allí en uno de nuestros vagabundeos, el segundo día de
nuestra estancia. El camino más corto conducía a través de las dunas de arena; luego
subía una empinada ladera, cubierta de césped, para llegar a unos campos labrados.
En aquel clima, cálido y suave, las espigas de trigo estaban ya henchidas y
empezaban a madurar. Un sendero muy estrecho que atravesaba los trigales llevaba a
nuestra meta.
Desde larga distancia podía verse la circunferencia de piedras de una altura
aproximada a metro y medio, erguidas, oscuras y austeras, entre amarillos trigales.
Aunque todo el campo que lo circundaba estaba cultivado, ningún arado había
penetrado en el interior del círculo; allí sólo crecía el césped, como en las dunas,
corto y aterciopelado, salpicado de tomillo y flores silvestres. Era extraño; si
hubiesen arado entre los monolitos medio acre de tierra más daría fruto.
—Pero ¿por qué no cultivan ese terreno? —pregunté.
—¡Ah! Estás en un país de viejas supersticiones y brujerías —me contestó—.
Estos círculos jamás se tocan. Como ves, el sendero que hemos seguido bordea el

www.lectulandia.com - Página 73
círculo, en lugar de atravesarlo y después continúa siguiendo su línea anterior.
Me eché a reír.
—Encontré al dueño de estas tierras aquí, esta mañana, cuando vine a tomar unas
medidas —continuó—. Al marcharse, rodeó el círculo. Y cuando su perro trató de
penetrar en él, persiguiendo algún olor interesante, le llamó y le golpeó, diciéndole:
«Sal de ahí y no vuelvas a meterte nunca más».
—Pero ¿por qué?
—Deben creer que existe una maldición, que caerá sobre quien penetre. No cabe
duda de que los campesinos piensan como los arqueólogos, que el lugar fue un
templo druida, donde se celebraron terroríficos ritos y se llevaron a cabo sacrificios
humanos. Pero tanto los unos como los otros están equivocados; nunca fue un
templo, era una «Cámara de Consejo» y hasta su mismo nombre de «Consejo de
Penruth» confirma la idea. No me cabe la menor duda de que hubo un templo cerca
de aquí y desearía encontrarlo.
Nos habíamos cansado al trepar por la empinada y resbaladiza pendiente. Nos
sentamos dentro del círculo, apoyándonos cada uno en una piedra adyacente y,
mientras descansábamos allí sentados, Frank me fue explicando las razones de su
teoría.
—Si te molestas en contarlos, comprobarás que hay veintiún monolitos —dijo—,
en dos de los cuales nos apoyamos tú y yo; y si quieres medir la distancia que los
separa, verás que es idéntica en todos ellos. De hecho, cada piedra representa el sitio
de un consejo de veintiún hombres. Si esto hubiera sido un templo, tendría que existir
una separación mayor entre dos de las piedras que miran al este, donde había estado
situada la puerta del templo, frente al oriente. Y en algún sitio, en el interior del
círculo, probablemente en el centro exacto, habría una gran piedra plana, la piedra de
los sacrificios, donde se ofrecían vidas humanas. Y si la piedra hubiese desaparecido,
habría una depresión en su lugar. Ésas son las señales inequívocas de un templo
druida y aquí no existe ninguna. Siempre se ha supuesto que esto era un templo e
incluso se le ha descrito como tal. Pero creo que yo estoy en lo cierto.
—¿Y qué te hace pensar que existió un templo cerca de aquí?
—Es una deducción lógica. Si alguno de aquellos poblados prehistóricos era lo
bastante grande como para tener una cámara de consejo, también tendría un templo,
aunque los restos de él no se hayan encontrado. Cuando el país abrazó el
cristianismo, la vieja religión —si podemos llamarla así— fue considerada como un
horrible pecado y sus lugares de culto se destruyeron, igual que los israelitas
destruyeron los árboles de Baal. Tengo intención de explorar estos parajes
detenidamente: en cualquier sitio de estos bosques existen unas ruinas.
—¿Y cuáles eran las creencias y cultos de aquella antigua religión?
—Se sabe muy poco de eso. Pero no era una religión de amor, sino de terror. Se
consideraban dioses a las ciegas fuerzas de la naturaleza, que se manifestaban por
medio de tormentas, de destrucción y de plagas. Trataban de mantenerlos propicios

www.lectulandia.com - Página 74
por medio de sacrificios humanos. Los sacerdotes, por supuesto, traficaban con la
magia y la brujería, constituían la clase gobernante y mantenían firme su fuerza
aterrorizando. Si alguien los ofendía, era probable que recibiera un aviso
anunciándole que los dioses pedían el sacrificio sangriento de su hijo mayor en el
próximo equinoccio de verano, a la salida del sol, cuando los primeros rayos
penetraran en el templo a través de la puerta del este. En aquellos tiempos era muy
sensato ser un buen feligrés.
—Hoy día, parecen ser gente pacífica y amable —dije.
—Sí; pero es extraordinario cómo perduran en ellos las antiguas supersticiones.
Hace escasamente un año, hubo un juicio por brujería en Penzance. La cabra de un
granjero de los alrededores empezó a adelgazar y languidecer y parecía que iba a
morirse. El granjero visitó a una vieja, que le dijo que había sido objeto de una
maldición y que, si le pagaba, ella la conjuraría. El hombre pagó y pagó, hasta que un
día, cansado de pagar, presentó una denuncia.
Frank miró a su reloj.
—Vamos a dar un paseo antes de comer —dijo—. En lugar de volver por el
mismo camino daremos un rodeo hasta el pie de aquella colina, atravesando el
bosque. Parece un lugar muy atractivo.
—Y puede que oculte un templo pagano —dije yo, mientras me levantaba.
Rodeamos los trigales y hallamos un sendero que nos condujo hasta un tupido
bosque de abetos. Los árboles no eran demasiado altos y los vientos predominantes
del sudoeste, a los cuales estaban expuestos, habían combado sus ramas,
inclinándolas hacia el suelo. En sus copas el follaje era muy denso y nos dio una
curiosa sensación de crepúsculo, al penetrar en el bosque. No crecía maleza alguna
entre los árboles y la tierra estaba cubierta por una espesa capa de pinaza. Los troncos
de los pinos se erguían rectos como columnas sosteniendo la tupida maraña de ramas.
Parecía una inmensa bóveda natural. Sin la más ligera brisa, oscuro y tranquilo estaba
el bosque. En el aire, el olor de los abetos era intenso y los pies se deslizaban sin
ruido sobre la gruesa alfombra. Ningún pájaro volaba entre los troncos, ni piaba; el
único ruido era el monótono zumbido de las moscas, que sonaba como las notas
alargadas de un órgano.
El día era caluroso, pero la brisa del mar amortiguaba su calor. Allí en cambio la
brisa no penetraba, el aire se hacía más denso a medida que nos sumergíamos en la
oscuridad. Yo sentía una creciente opresión en mi espíritu. Aquel lugar inhóspito
parecía poblado por seres invisibles. Frank debía tener la misma sensación.
—Tengo una impresión como si alguien nos estuviese vigilando —dijo—. Como
si unos ojos nos mirasen desde detrás de los troncos. ¿Por qué se me habrá metido esa
estúpida idea en la cabeza?
—¿Crees que estamos en un bosque de Baal —sugerí—, que ha escapado a la
destrucción y está habitado por los espíritus de sacerdotes asesinos?
—Me gustaría que fuera así. Podría preguntarles el camino del templo.

www.lectulandia.com - Página 75
De pronto señaló hacia delante.
—Mira ¿qué es eso? —dijo.
Seguí la dirección de su dedo, y, durante medio segundo, creí ver el reflejo de
algo blanco moviéndose entre los árboles, pero antes de que pudiera fijar bien la vista
había desaparecido. De todas formas, el calor y la opresión habían hecho mella en
mis nervios.
—Bueno, pero este bosque no es nuestro —dije—. Supongo que todo el mundo
tiene derecho a pasear por aquí. Ya estoy harto de troncos; me gustaría salir de este
bosque de una vez.
Mientras hablaba, observé que el bosque era menos tupido ante nosotros; la luz
del día se filtraba entre las ramas. Poco después, atravesamos las últimas filas de
árboles. Salimos a pleno sol, al aire agitado por la brisa. Fue como abandonar una
habitación llena de gente.
El lugar que surgió ante nosotros era maravilloso; un amplio terreno en declive,
cubierto de césped, de un césped suave y viejo, semejante al del círculo, salpicado de
tomillo y flores silvestres. El sendero que habíamos seguido hasta entonces cruzaba
aquel campo. Continuamos por él, y, de pronto, nos encontramos ante una preciosa
casita baja, pues contaba sólo con la planta y un piso, situada en medio de un jardín
de prados y arrietes de flores. La colina que se erguía detrás de ella evidentemente
había sido una cantera, pero hacía mucho tiempo que no se trabajaba en ella, ya que
sus escarpadas laderas aparecían cubiertas por una maraña de hiedra y otras plantas
trepadoras. Al pie de la colina había una alberca. Más allá y bordeando los prados
había unos matorrales de boj y abedules que rodeaban a medias el claro en que se
levantaba la casita con su jardín. La casa estaba cubierta de madreselva y buganvilias.
Debía estar deshabitada pues sus chimeneas no echaban humo y todas sus ventanas
tenían las persianas cerradas. Cuando llegamos frente a la fachada principal esta
suposición quedó confirmada por un letrero pendiente de la puerta de la verja, en el
cual se leía que la casa se alquilaba amueblada y daba las señas del agente de fincas
de St. Caradoc.
—¡Pero esto es como el Paraíso! —exclamé—. ¿Por qué no…? —Frank me
interrumpió.
—Desde luego, no hay razón para que no la alquilemos —dijo—. Al contrario,
hay muchas razones por las que debemos alquilarla. El director del hotel me ha dicho
que lo tendrán completamente lleno la semana próxima y que le convendría saber
cuánto tiempo íbamos a permanecer aquí. Veremos al agente mañana por la mañana y
le pediremos las llaves.
A la mañana siguiente tuvimos las llaves. La casa por dentro resultó aún más
bonita de lo que prometía desde fuera.
El agente nos dijo que podía proporcionarnos también personal para el servicio.
Éste consistía en una activa y eficaz mujer que, con su hija, llegarían por la mañana
temprano y se quedarían hasta que nos hubiesen servido la cena y luego se volverían

www.lectulandia.com - Página 76
a su casa en St. Caradoc. Si estábamos de acuerdo comenzarían su trabajo en cuanto
nos instalásemos en la casita. No obstante, debía quedar bien entendido que no
dormirían allí. No nos molestamos en buscar más y nos conformamos con la
afirmación de que era limpia, competente en todo y buena cocinera.
Dos días después entramos en posesión de la casa. El alquiler que nos pidieron
era extraordinariamente bajo y mi mente suspicaz me indujo a registrar toda la casa,
tratando de descubrir que carecía de abastecimiento de agua, que la cocina
funcionaba mal, o cualquier otra anomalía importante. Pero no encontré nada
desalentador; Mrs. Fennell abrió espitas, comprobó los reguladores del tiro de las
chimeneas y recorrió toda la casa con aire seguro y eficiente, garantizándonos que
estaríamos muy cómodos. «Pero yo me iré a casa por las noches, caballeros», insistió,
«y les prometo que el agua estará caliente y su desayuno dispuesto a las ocho de la
mañana».
Nos instalamos aquella misma tarde. Enviamos nuestros equipajes una hora antes
y cuando llegamos las maletas estaban vacías, nuestras ropas colocadas en los
armarios y el té preparado en la salita. Ésta, el adyacente comedor y un pequeño
vestíbulo de suelo de madera constituían el piso bajo. Más allá del comedor estaba la
cocina, a la cual Mrs. Fennell le había dado ya su visto bueno. En el piso de arriba
había dos dormitorios y dos habitaciones más pequeñas, para el servicio, que
quedaban sobre la cocina y que, según habíamos convenido, se mantendrían
desocupadas. Había un cuarto de baño entre los dos dormitorios, con una puerta a
cada uno de ellos; para dos amigos que vivieran juntos nada podía ser más apropiado.
Mrs. Fennell nos sirvió una cena sencilla, pero bien condimentada y hacia las
nueve cerró la puerta de la cocina y se fue.
Antes de acostarnos, paseamos un rato por el jardín, maravillándonos de nuestra
suerte. El hotel, como ya nos lo advirtiera el director, estaba ya casi lleno. El
comedor, aquella noche, debió ser un hervidero de voces y ruidos y el salón estaría
repleto de gente. Sin duda alguna, era mejor disfrutar de paz y tranquilidad en nuestra
propia casa, teniendo además aquel servicio tan cómodo, que venía al alba y se
marchaba al anochecer.
—Pero me extraña que no quieran quedarse aquí ella y su hija —dijo Frank—.
Viven solas en el pueblo. Lógicamente les resultaría más práctico cerrar su casa y
ahorrarse esas caminatas por la mañana y por la noche.
—Espíritu gregario —contesté—. Les gusta saberse rodeadas de gente, ver gente
cerca, a derecha e izquierda. A mí me gusta saber que no hay gente; me gusta…
Mientras hablaba, llegamos a la puerta de la verja del jardín, donde había estado
el letrero indicador de que la casa se alquilaba y mis ojos, perezosamente, recorrieron
el espacioso declive, hasta llegar a la franja oscura del bosque. Durante un momento,
vi una luz allí; fue como el chispazo de una cerilla que no llega a arder. Sólo fue
perceptible durante un segundo, pero pude ver las sombras de los troncos al
producirse la luz.

www.lectulandia.com - Página 77
—¿Has visto eso? —le pregunté a Frank.
—¿Una luz en el bosque? —contestó—. Sí; ha aparecido varias veces. Brilla un
momento y luego desaparece. Algún campesino, tal vez, iluminando el camino de su
casa.
Era una conclusión muy sensata y por alguna razón, que no me paré a considerar,
mi mente se apresuró a aceptarla. Después de todo ¿no era natural que los campesinos
que vivían en lo alto de las colinas volvieran a sus casas por el bosque, después de la
hora de cierre del León Rojo, en St. Caradoc?
A la mañana siguiente, cuando Mrs. Fennell entró en mi habitación para llevarme
el agua caliente, me desperté de un profundo sueño. Tuve que hacer un esfuerzo para
adaptarme a la vida real. Tenía la impresión de haber soñado con cosas oscuras y
confusas, con lugares rodeados de peligros, y, aunque había dormido ocho horas, al
levantarme sentí un gran cansancio.
Mientras desayunábamos, Frank habló poco, pero en seguida nos pusimos a hacer
planes para el día. Él se propuso explorar el bosque de nuevo, mientras yo me
quedaba trabajando; por la tarde, una partida de golf nos ocuparía hasta la hora del té.
Una vez hechos estos planes y antes de ponerlos en práctica, paseamos por el
jardín, bajo el cálido sol de la mañana y de nuevo nos congratulamos por el ventajoso
cambio que constituía aquella adquisición. Llegamos hasta la alberca y allí nos
separamos; yo regresé a la casa y Frank siguió un sendero que atravesaba el
bosquecillo de abedules de que ya he hablado, para dirigirse al bosque. Pero antes de
llegar a mi destino oí que me llamaba.
—Ven un minuto —gritó—. He encontrado algo interesante.
Volví atrás, corrí entre los árboles y le encontré al lado de una gran piedra de
granito, oscura, cubierta de musgo y medio escondida entre la maleza.
—Es un monolito —me dijo, muy excitado—. Es igual que las piedras del
círculo. Puede que hubiera aquí otro, o puede que sea una de las piedras del templo.
Está profundamente hundida en la tierra y parece que originariamente fue colocada
aquí. Voy a ver si encuentro otra entre estos matorrales.
Se metió entre los árboles de la derecha del sendero, y yo, contagiado por su
entusiasmo, inicié la exploración por la izquierda. Poco después, encontré otra piedra
del mismo aspecto que la primera y mi grito ante el descubrimiento coincidió con el
suyo. Luego su búsqueda fue premiada por otro monolito y cuando yo salí de los
matorrales, al lado de la alberca, me encontré con el quinto, caído entre los juncos
que bordeaban el agua.
Con la excitación de los descubrimientos, mis planes de trabajo quedaron
abandonados, y lo mismo ocurrió con la proyectada partida de golf. Antes del
anochecer teníamos ya hecho un bosquejo completo del emplazamiento. La mayoría
de las piedras estaban en el cinturón de abedules y arbustos que rodeaba a la casa y,
con la ayuda de un metro vimos que todas estaban colocadas a la misma distancia,
menos dos de ellas, las que daban exactamente al este, cuya separación era mayor. En

www.lectulandia.com - Página 78
la parte sur faltaban varias piedras, pero en cada caso, cavando en el lugar apropiado,
hallábamos fragmentos de granito, cubiertos de hierba, lo cual indicaba que alguien
había partido las piedras y se las había llevado probablemente para usarlas como
material de construcción. Esta conjetura de Frank fue confirmada por el hallazgo de
piedras de granito en los muros de la casa que ocupábamos.
Frank trazó un plano con la posición aproximada de las piedras y me lo dio para
que lo examinara.
—Sin duda alguna era un templo —dijo—. Aquí está la doble separación en el
este, de la cual ya te hablé, y que era la puerta de entrada al templo.
Miré lo que él había dibujado.
—Entonces nuestra casa está en el centro justo —comenté.
—Sí. Son unos vándalos por haberla hecho aquí —replicó—. Probablemente la
piedra de los sacrificios ha quedado bajo la casa. Santo Dios ¿ya está la cena, Mrs.
Fennell? No tenía idea de la hora que es.
Durante la tarde el cielo se había ido cubriendo de nubes y cuando nos sentamos a
cenar empezó a llover pesadamente y los truenos retumbaron sobre el mar. Mrs.
Fennell entró para preguntarnos qué deseábamos para el día siguiente; le pregunté si
ella y su hija no preferirían pasar la noche en casa y ahorrarse un buen remojón.
—No, señor, gracias; nos iremos ahora —me contestó—. A las gentes de
Cornwall no nos preocupa mojarnos.
—Pero no es nada bueno para el reumatismo —añadí. Ella había mencionado que
padecía mucho a este respecto.
A través de las ventanas, cuyas cortinas estaban descorridas, nos llegó,
intensamente, el destello de un rayo y la lluvia empezó a caer a torrentes.
—No; nos iremos ahora mismo —insistió—, porque ya se está haciendo tarde.
Buenas noches, señores.
La oímos dar vuelta a la llave de la puerta de la cocina y luego su silueta y la de
su hija pasaron ante la ventana.
—Y ni siquiera llevan paraguas —dijo Frank—. Cuando lleguen a su casa estarán
empapadas como sopas.
—No comprendo por qué no han querido quedarse.
Frank se puso en seguida a preparar un plano a escala, que pensaba hacer al día
siguiente y empezó por dibujar la casa, la cual, según había averiguado, se hallaba
justo en el centro del templo. Necesitaba sacar un plano del piso inferior a la escala
en que pensaba desarrollar todo el plan y, después de medir el cuarto de estar, el
comedor y el vestíbulo se fue a la cocina. Mientras tanto yo empecé el trabajo que
había tenido intención de hacer por la mañana y me propuse pasar un par de horas en
ello, antes de irme a la cama. Era bastante difícil coger el hilo otra vez y durante un
buen rato, estuve forcejeando, rompiendo y borrando frases estúpidas; pero luego
entré en materia y me sentía casi feliz, absorto en mi trabajo, cuando Frank me llamó
desde la cocina.

www.lectulandia.com - Página 79
—No puedo ir —le dije—. Estoy muy ocupado.
—Sólo un momento, por favor —gritó.
Dejé el lápiz y fui donde él estaba. Había retirado a un lado la mesa de la cocina y
levantado el linóleo que cubría el suelo.
—¡Mira! —me dijo.
El pavimento era de la piedra corriente en aquel distrito y probablemente procedía
de la cantera cercana. Pero en el centro había una losa alargada, de granito; sus
dimensiones debían ser un metro veinte por un metro ochenta.
—Ésa es una piedra muy pesada —dije—. Es extraño que se molestaran en traerla
hasta aquí.
—No la trajeron —me contestó—. Estaba ya aquí cuando hicieron los cimientos.
Entonces comprendí.
—¿La piedra de los sacrificios?
—Eso es. Es de granito y está en el centro del templo, no puede ser otra cosa.
Sentí un súbito estremecimiento de horror. Jóvenes muchachos y doncellas,
arrancados de los brazos de sus madres, murieron sobre aquella piedra a manos de los
sacerdotes, que hundían en sus gargantas un puñal de piedra. Bajo la vacilante luz de
la vela que Frank sostenía, la piedra parecía húmeda, sombría y brillante; y aquel
ruido ¿era solamente la lluvia que caía sobre el tejado, o el redoble de tambores para
apagar los gritos de las víctimas?…
—Esto es terrible —dije—. Me gustaría que no la hubieras encontrado.
Frank estaba de rodillas, examinando la superficie de la piedra.
—No puedo decir que esté de acuerdo contigo —me contestó—. Éste es el toque
final que demuestra la verdad de mis descubrimientos. Además, seguiría estando aquí
aunque yo no la hubiese descubierto.
—Bueno, voy a seguir trabajando. Es mucho más alegre que las piedras de
sacrificio.
Frank se echó a reír.
—Espero que resulte tan interesante —dijo.
Cuando volví a ello resultó que no lo era y por más que lo intenté no conseguí
poner el interés imprescindible para cualquier clase de trabajo. Incluso mis ojos
erraban por lo que iba escribiendo y mi imaginación sólo se dignaba echar un
precipitado vistazo cuando intentaba fijarla en mi tarca. Se hallaba ocupada en otra
cosa. Y de pronto me encontré con que, bajo su mandato, estaba escudriñando los
sombríos rincones de la habitación sin resultado. De pronto, una extraña oscuridad,
más negra que la que se cernía sobre la casa, empezó a crecer en mi espíritu. Había
una cierta cantidad de miedo en ella, aunque no podía saber qué era lo que temía,
pero sobre todo era una especie de depresión y desesperación, al principio distante e
indefinida, pero que se iba aproximando cada vez más… Cuando me senté, con el
lápiz todavía en la mano, tratando de analizar aquella perturbadora sensación, oí que
Frank gritaba en la cocina, cuya puerta había dejado abierta al marcharme.

www.lectulandia.com - Página 80
—¡Eh! —gritaba—. ¿Qué es eso? ¿Anda alguien ahí?
Salté de la silla y fui donde él estaba.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Se volvió y me miró, asustado por el sonido de mi voz.
—Es extraño —me dijo—. Pero estaba midiendo la piedra cuando me pareció ver,
con el rabillo del ojo, que la puerta estaba abierta. Pero está cerrada con llave, ¿no es
verdad?
Intentó hacer girar la manija, pero no había duda de que estaba cerrada.
—Ilusiones ópticas —dijo—. Bueno, ya he terminado aquí, por ahora. ¡Vaya una
nochecita! Hay una sensación como de opresión, ¿verdad?
Volvimos al cuarto de estar. Yo retiré mi manuscrito y sacamos una baraja para
jugar una partida de piquet. Cuando acabamos la partida se levantó bostezando.
—No creo que pueda jugar otra sin dormirme. Estoy muerto de sueño. Vamos a
tomar un poco el aire ya que la lluvia ha parado y luego nos iremos a dormir. ¿O
piensas quedarte a trabajar?
No pensaba hacerlo, pero su sugerencia me decidió a intentarlo otra vez. Tenía
una misteriosa sensación de languidez y lo más inteligente era luchar contra ella.
—Lo intentaré media hora más y veremos qué pasa.
Le seguí hasta la puerta de entrada a la casa. La lluvia había cesado, pero la
oscuridad era impenetrable y, arrastrando los pies, dimos unos cuantos pasos por el
sendero de grava y llegamos hasta la esquina. Allí la luz que salía por las ventanas del
cuarto de estar formaba un círculo de claridad y se podían ver los arriates de flores,
brillantes por el agua que les había caído. Aunque era de noche, soplaba un aire tan
cálido que el sendero humeaba. Más allá nada era visible; ni los prados ni la ladera
que subía hasta el bosque de abetos. Pero mientras estábamos allí pude ver, como la
noche anterior, una luz que se movía. Ahora, no obstante, parecía estar fuera del
bosque, porque su resplandor no quedaba interrumpido por los troncos de los árboles.
Frank la vio también y me la señaló.
—Hoy está todo demasiado mojado —me dijo—, pero mañana por la noche
iremos a ver quiénes son esos deambuladores nocturnos. Las luces brillan más cerca
que ayer y además hoy hay otra.
Mientras estábamos mirando se encendió otra más y en el momento siguiente se
desvanecieron todas de nuevo.
Me empeñé en seguir trabajando, como me había propuesto, pero no pude
avanzar nada y me encontré cabeceando ante una página que no tenía más que
borrones. Con la cabeza sobre el pecho, me sumí en una especie de sopor y del sopor
pasé al sueño profundo y, cuando me desperté, encontré la lámpara ardiendo
débilmente y la mecha humeando. Me pareció que volvía desde un lugar muy lejano.
Medio dormido, encendí una vela, apagué el quinqué y fui hacia la ventana para
echar el cerrojo. Allí se me cortó la respiración y el corazón se me paró en seco,
porque me pareció ver que había alguien al otro lado, mirando hacia dentro a través

www.lectulandia.com - Página 81
de los cristales. Pero debió ser un producto de mi mente adormecida; en realidad lo
que debí ver no era más que mi imagen reflejada en la ventana por la luz de la vela.
Me repetí una y otra vez que eso era lo que había visto, pero, mientras subía la
escalera, me iba preguntando a mí mismo si de verdad lo creía…
Mientras me vestía a la mañana siguiente, después de otra larga noche sin
descanso, empecé a dar vueltas en la cabeza a un enigma que me rondaba desde el día
anterior. En el cuarto de estar había una librería con unas dos o tres docenas de libros
y al abrir algunos observé el nombre de Samuel Townwick escrito en ellos. Yo tenía
la sensación de haber leído aquel nombre en el periódico recientemente, pero no
podía acordarme de lo que había leído sobre él. Teniendo en cuenta el nombre escrito
en los libros, parecía razonable conjeturar que él era el dueño de la casa que
ocupábamos. Al alquilarla, no se habló de él en absoluto, el agente tenía plenos
poderes y el pago adelantado de quince días de alquiler fue el único trámite requerido
para firmar el contrato. Pero aquella mañana me perseguía el recuerdo de ese nombre
y, como tenía que hacer otras pequeñas cosas en St. Caradoc, me fui al pueblo,
dispuesto a hacerle unas cuantas preguntas al agente. Frank estaba demasiado
ocupado con su plano para acompañarme y le dejé sólo.
La sensación de depresión y de vagos presagios era más pesada que nunca aquella
mañana y una especie de sexto sentido me decía que yo era la presa de aquella
pesadumbre sin causa. Pero cuando me alejé de la casa la sensación de agobio me
abandonó y volví a sentir la vigorizante alegría de la mañana. La lluvia de la noche
anterior había purificado el aire, la brisa del mar soplaba ligeramente sobre la tierra y,
como si acabara de salir de un negro túnel, me sentí renacer bajo el esplendor de la
mañana. El pueblo bullía de gente que disfrutaba de sus vacaciones.
Mr. Cranston me recibió con amables preguntas sobre si estábamos cómodamente
instalados y sobre la eficiencia de Mrs. Fennell. Después de asegurarle que estábamos
muy bien, llevé la conversación al asunto que me interesaba.
—El dueño de la casa es Mr. Townwick, ¿no es verdad? —le pregunté.
La sonrisa del agente se desvaneció un poco.
—Lo era, señor —me dijo—. Yo actúo en nombre de sus ejecutores
testamentarios.
De pronto, como un chispazo, comprendí lo que me había estado preocupando.
—Creo que empiezo a recordar —le dije—. Murió repentinamente; hubo una
encuesta. Quiero saber el resto, ¿no hubiera sido mejor que nos lo dijera desde el
principio?
Desvió la mirada, pero volvió a mirarme en seguida.
—Fue un asunto penoso —me explicó—. Y los ejecutores testamentarios,
naturalmente, no quieren que se hable de ello.
Otro retazo de lo que había olvidado volvió a mi memoria.
—Se suicidio —dije—. Se dictó el veredicto corriente de perturbación mental.
Y… ¿y es por eso por lo que Mrs. Fennell no quiere dormir en la casa? Ayer se

www.lectulandia.com - Página 82
fueron ella y su hija a pesar de que estaba diluviando.
Le prometí al agente que guardaría el secreto porque no tenía intención de
decírselo a Frank. Tras mi promesa se decidió a contarme lo que sabía del asunto Mr.
Townwich pasó varios días en un estado de profunda depresión mental y una mañana,
cuando las criadas bajaron, le encontraron en el suelo, bajo la mesa de la cocina, con
la garganta seccionada; a su lado había un pedazo de piedra, puntiagudo, de forma
extraña, cubierto de sangre. La naturaleza de la herida, llena de melladuras, confirmó
la idea de que se había aserrado la garganta con aquella piedra hasta seccionarse la
vena yugular. Se descartó la teoría de asesinato, porque era un hombre muy fuerte y
no había señal alguna de lucha ni en su cuerpo ni en la habitación. La puerta de la
cocina estaba cerrada con llave, por dentro. Todos los objetos de valor permanecían
en sus correspondientes lugares y la posición del cuerpo sugería la única solución
razonable: él mismo se había metido debajo de la mesa, y allí, deliberadamente, había
dado fin a su vida.
Le repetí que guardaría silencio y me marché.
Ahora ya sabía cuál había sido la fuente de mi horror sin nombre y de mi
depresión. No era el espectro de Townwick lo que yo temía; era el poder, cualquiera
que fuese, que le había empujado a matarse sobre la piedra del sacrificio.
Volví a la casa por el camino de la colina. Allí estaba el jardín, abrasado bajo el
mediodía de julio. La suave tranquilidad del lugar parecía extenderse por todas
partes. Pero apenas atravesé el cerco de arbustos y matorrales, empezó a gravitar
sobre mí el peso muerto de algo invisible. Había algo allí, horrible, amenazador y
poderoso.
Encontré a Frank en el cuarto de estar. Tenía la cabeza inclinada sobre sus planos.
Se levantó, cuando entré.
—¡Hola! —me dijo—. Ya he acabado todas las mediciones y ahora quisiera
ponerme a trabajar a fondo y acabar mi plano hoy. No sé por qué, pero tengo la
sensación de que es necesario que me dé prisa y lo deje terminado. Además tengo un
espantoso acceso de melancolía. No puedo comprender la causa, pero, de todos
modos, el trabajo es la mejor medicina contra eso. Come tú solo, si quieres, yo no
comeré.
Le miré atentamente y vi que se había operado un cambio en su expresión. En sus
ojos había un terror que le venía de dentro; no puedo expresarlo de otra forma.
—¿Te pasa algo malo? —le pregunté.
—No; sólo la melancolía. Quiero ponerme a trabajar en seguida. Ya sabes que
esta noche tenemos que ir a investigar sobre aquellas luces.
Estuvo toda la tarde ocupado en su trabajo y no se levantó hasta que la luz del día
empezaba a alejarse.
—Ya está —dijo—. ¡Santo Dios, hemos encontrado un templo y medio! Estoy
horriblemente cansado. Voy a dormir una siestecita hasta la hora de cenar.
La invasión del miedo empezó a bloquearme, llegaba desde fuera, a través de las

www.lectulandia.com - Página 83
ventanas abiertas, desde la creciente oscuridad, donde se reunían sus refuerzos,
dispuestos para el ataque. Y, sin embargo, era pueril entregarse al miedo. Nos
hallábamos solos en la casa, porque le habíamos dicho a Mrs. Fennell que, como
hacía mucho calor, nos contentaríamos con una cena fría. Mientras Frank estaba
durmiendo yo oí que Mrs. Fennell cerraba la puerta de la cocina y ella y la hija
pasaron por delante de la ventana.
Frank se despertó y se estiró. Yo había encendido el quinqué y vi que sus manos
buscaban en el bolsillo del chaleco. Tras la búsqueda, sacó de él un pequeño objeto y
me lo enseñó.
—Un cuchillo de piedra —me dijo—. Lo encontré en el jardín esta mañana. Tiene
un borde muy afilado.
Al oírle, sentí que se me erizaban los pelos de la nuca y me levanté de un salto.
—Vámonos —le dije—. Hoy no has salido a dar un paseo y eso siempre produce
melancolía. Vámonos a cenar al hotel.
Su cabeza estaba fuera del área de iluminación del quinqué, y, desde la penumbra,
llegó hasta mí el cloqueo de una carcajada extraña.
—¡No puedo! —exclamó—. ¡Qué extraño es que no te des cuenta de que no
puedo! Han rodeado todo el lugar y no hay salida posible. ¡Escucha! ¿No oyes los
tambores, ni el sonido de las trompetas? Y todas las manos se dirigen hacia mí. ¡Por
Dios; es terrible morir!
Se levantó y empezó a andar, despacio, arrastrando los pies extrañamente, hacia
la cocina. Yo había dejado el cuchillo de piedra en la mesa y él lo recogió. El horror
de presencias invisibles y multitudinarias me cercó estrechamente, pero comprendí
que no se preocupaban de mí, sino de él. Caían sobre nosotros no sólo desde la
ventana sino a través de las sólidas paredes de la casa. Fuera, en el prado, había luces
que se movían, lenta y ordenadamente.
Todavía controlaba mi mente, el horror y la inminencia de lo que tan
estrechamente nos acosaba me dio el valor y la clarividencia de la desesperación.
Salté de mi silla y apoyé la espalda contra la puerta de la cocina.
—¡No entres aquí! —exclamé—. ¡Tienes que salir de esta casa conmigo!
¡Cálmate, Frank! Los dos juntos saldremos de esto. Una vez fuera del jardín
estaremos a salvo.
Frank no prestaba atención a lo que le decía; era como si ni siquiera me oyese.
Puso su mano en mi hombre y sentí la presión de sus dedos en mis músculos,
apretando contra la clavícula, como si fueran garfios de acero. Le poseía la fuerza de
un maníaco y me empujó a un lado como si yo fuese una pluma.
Sólo se podía hacer una cosa: con mi brazo libre le descargué, con toda mi fuerza,
un puñetazo en la barbilla y se derrumbó en el suelo, como un leño. Sin pararme a
pensar ni un segundo le cogí por los tobillos y empecé a arrastrarle, inerte y sin
sentido, hacia la puerta.
Es difícil explicar en palabras las sensaciones de los minutos siguientes. No vi

www.lectulandia.com - Página 84
nada. No oí nada. No noté roce alguno de manos sobre mí, pero no puedo imaginar
una angustia ni un sufrimiento que destroce y atormente por igual al cuerpo y al alma
como aquella guerra que las fuerzas invisibles del mal descargaban encarnizadamente
contra mí. Luché contra adversarios invisibles y eso era lo peor, porque no creo que
ninguna visión pueda provocar un terror semejante.
Antes de que aquellos intangibles seres nos hubieran cercado por completo a mí y
al inconsciente Frank, había llegado al prado y allí fue donde su bloqueo me asaltó
con una fuerza casi irresistible. Extrañas luces fugitivas erraban en torno a mí y el
aire se llenó de voces murmuradoras, y el cuerpo de Frank, que llevaba arrastrando,
pesaba cada vez más y más, como si no fuera el cuerpo de un hombre, sino algo
fuertemente enraizado en el suelo, inamovible; por eso tenía que tirar con todas mis
fuerzas, pararme a respirar, jadeando, y volver a tirar.
—Dios nos ayude a los dos —me oí murmurar para mí mismo—. Dios nos libre
de nuestros enemigos invisibles, fantasmales… y de nuevo me paré, anhelante, para
volver a tirar en seguida. Ya estaba muy cerca del cinturón de matorrales que rodeaba
la casa, donde se hallaban las piedras del círculo; hice un esfuerzo final para
concentrarme, porque comprendía que mi espíritu empezaba a flaquear y que muy
pronto no podría luchar contra lo que me rodeaba.
—En el nombre de lo más sagrado, por el poder del más Alto —gritaba, y me
paraba un momento reuniendo las pocas briznas de fuerzas que me quedaban. Me
incliné hacia delante y la tensión de los músculos de mis tendones se aflojó un poco,
cuando hice avanzar el cuerpo de Frank; di otro paso y luego otro y por fin nos
encontramos más allá del círculo de arbustos, fuera del recinto maldito.
Después no supe más; me caí desmayado boca abajo, medio atravesado sobre el
cuerpo de Frank, y cunado recobré el sentido él se estaba moviendo y mi cara estaba
mojada por el rocío del césped. Al otro lado del seto se alzaba la casa, con el quinqué
aún brillando en la ventana del cuarto de estar; la noche cálida nos rodeaba y el cielo
estaba límpido y estrellado.

www.lectulandia.com - Página 85
EL TRATADO MIDDOTH
EL FRESNO
EL HUERTO DE MARTIN
EL DIARIO DE MISTER POYNTER
M. R. JAMES

www.lectulandia.com - Página 86
EL TRATADO MIDDOTH

A última hora de una tarde de otoño, un hombre de edad madura, de rostro


delgado y patillas grises a lo Piccadilly, empujó la puerta giratoria que se abría
al vestíbulo de cierta famosa biblioteca, y dirigiéndose a un empleado manifestó que
creía estar autorizado para utilizar la biblioteca, y preguntó si podía llevarse un libro.
Sí, si estaba en la lista de los que gozaban de aquel privilegio. El hombre mostró su
tarjeta —mister John Eldred—, y, consultado el registro, la respuesta fue favorable.
—Ahora, otra cosa —dijo el hombre—. Ha pasado mucho tiempo desde la última
vez que estuve aquí, y no recuerdo bien la disposición del edificio; además, pronto
será la hora de cerrar, y no me encuentro en condiciones de subir y bajar escaleras a
toda prisa. Aquí tengo el título del libro que deseo; ¿hay alguien que pueda ayudarme
a buscarlo?
Después de pensar un momento, el portero llamó a un joven que pasaba.
—Mister Garret —dijo—, ¿dispone usted de un momento para atender a este
caballero?
—Con mucho gusto —respondió mister Garret. El papel con el título del libro
pasó a sus manos—. Creo que podré encontrarlo; casualmente está en la sección que
inspeccioné durante la última quincena, pero voy a mirar el catálogo para estar más
seguro. Supongo que lo que usted desea es la edición especial, ¿no es cierto?
—Sí, por favor, la edición especial —dijo mister Eldred—. Se lo agradezco
mucho.
—No vale la pena mencionarlo, señor —dijo mister Garret, y se marchó a buscar
el libro.
«Aquí está —se dijo a sí mismo, cuando su dedo índice, recorriendo las páginas
del catálogo, se detuvo en un punto determinado—. Talmud: Tratado Middoth,
comentado por Nachmanides, Amsterdam, 1707: 11-3-34. En hebreo, desde luego.
Bastante fácil de localizar».
Mister Eldred, sentado en una silla del vestíbulo, esperaba ansiosamente el
regreso de su mensajero… y su decepción al ver acercarse a mister Garret con las
manos vacías fue evidente.
—Lamento decepcionarle, señor —dijo el joven—, pero el libro no está.
—¡Oh, querido! —dijo mister Eldred—. No es posible… ¿Está usted seguro de
no equivocarse?
—No creo que existan muchas posibilidades de ello, señor. Pero, si espera usted
un momento, tal vez pueda encontrar al caballero que tiene el libro. No tardará en
salir de la biblioteca, y creo que le vi sacar ese libro de la estantería.

www.lectulandia.com - Página 87
—¿De veras? Supongo que no le reconocería usted… ¿Es uno de los profesores, o
un estudiante?
—Me parece que ni lo uno ni lo otro. Desde luego, no es un profesor. Tengo que
conocerle; pero en aquella parte de la biblioteca, la luz no es demasiado buena a esta
hora y no pude verle la cara. Es un caballero anciano, con aspecto de clérigo. Si
puede usted esperar, no me será difícil averiguar si desea ese libro de un modo
especial.
—No, no —dijo mister Eldred—. No quiero…, no puedo esperar ahora, gracias…
no. Tengo que marcharme. Pero volveré mañana, si puedo, y tal vez pueda usted
decirme qué ha sido del libro.
—Desde luego, señor, y lo tendré preparado, en caso de que…
Pero mister Eldred se había marchado ya, con más prisa de la que podía
suponérsele capaz, a juzgar por su aspecto.
Garret tuvo unos momentos de desconcierto; luego se dijo a sí mismo: «Voy a ir a
aquella sección y trataré de localizar al anciano. Lo más probable es que tenga que
utilizar el libro unos cuantos días. Le diré que el otro caballero no lo retendrá mucho
tiempo».
De modo que el joven Garret se dirigió a la sección de literatura hebrea. Pero
cuando llegó allí, la sala estaba vacía y el volumen marcado 11-3-34 ocupaba su sitio
en la estantería. El amor propio de Garret se sintió vejado al ver que había
desatendido a un socio de la biblioteca con tan poco motivo: y le hubiera gustado, de
no haber ido en contra de las normas de la biblioteca, llevarse el libro en aquel mismo
momento a fin de tenerlo preparado cuando mister Eldred se presentara a buscarlo.
Sin embargo, a la mañana siguiente no le costaría nada enviar al portero en busca del
libro. En realidad, mister Garret estaba en el vestíbulo cuando llegó mister Eldred, a
hora muy temprana, de modo que en el edificio apenas había nadie, aparte de los
empleados.
—Lo siento mucho —dijo mister Garret—. No suelo equivocarme a menudo de
un modo tan estúpido, pero estaba convencido de que vi a aquel anciano con el libro
en la mano, sin abrir, tal como hace la gente cuando desea llevarse un libro, y no
hojearlo, simplemente. Voy a buscarlo ahora mismo, y dentro de un momento lo
tendrá usted.
El joven se marchó. Mister Eldred empezó a pasear por el vestíbulo, consultó su
reloj, leyó todos los avisos, se sentó, volvió a levantarse, en resumen, hizo todo lo
que un hombre impaciente hace para matar el tiempo de espera, hasta que hubieron
transcurrido veinte minutos. Finalmente, mister Eldred se acercó al portero y le
preguntó si la parte de la biblioteca a la cual había ido mister Garret estaba muy lejos.
—Ahora mismo estaba pensando en eso. Por regla general, mister Garret es un
joven muy activo, y me extraña que tarde tanto sabiendo que usted le espera. Voy a
hablar con él por el tubo, para ver lo que pasa.
La respuesta que dieron a su pregunta no debió ser muy agradable, ya que su

www.lectulandia.com - Página 88
rostro cambió de color mientras la escuchaba. Luego regresó a su mostrador y habló
en tono más bajo.
—Lo siento, señor, pero, al parecer, ha ocurrido una desgracia. Mister Garret ha
sufrido un ataque, o algo por el estilo, y le han trasladado a su casa en un coche. Han
salido por la otra puerta.
—¿Qué ha pasado? ¿Acaso ha sido víctima de una agresión?
—No, señor, no le han agredido de un modo físico. Al parecer, se trata de una
impresión demasiado fuerte. Mister Garret es un joven de constitución bastante
débil… Bueno, tal vez pueda usted encontrar su libro por sí mismo, pues sería muy
lamentable que hubiera hecho dos viajes inútilmente…
—Ejem… Bueno, siento mucho que mister Garrett haya sufrido ese contratiempo
mientras trataba de prestarme un servicio. Dejaré el libro, e iré a visitar a mister
Garret, para interesarme por su estado. Supongo que podrá darme sus señas.
Desde luego. Mister Garret vivía en un cuarto, no lejos de la estación.
—Y, otra pregunta. ¿Vio usted salir de aquí, ayer, después de haberme marchado
yo, a un anciano con aspecto de clérigo? Creo que se trata de un caballero conocido
mío…
—¿Un anciano con aspecto de clérigo? No, desde luego que no. Después de
marcharse usted sólo salieron dos personas, y las dos eran jóvenes. Una de ellas era
mister Carter, que había venido a buscar un libro sobre música, y la otra era uno de
los profesores, que se llevó un par de novelas. Fueron los últimos en salir, que yo
sepa, ya que después me fui a tomar una taza de té…

* * *

Mister Eldred, presa todavía de la ansiedad, se dirigió inmediatamente en un


coche a la casa donde vivía mister Garret, pero el joven no estaba aún en condiciones
de recibir visitas. Se encontraba mejor, pero su patrona opinaba que había recibido
una fuerte impresión. El médico había recomendado que guardara reposo absoluto, de
modo que era preferible no molestarle hasta el día siguiente. Mister Eldred regresó a
su hotel al atardecer y pasó, me temo, una mala noche.
Al día siguiente pudo ver a mister Garret. En condiciones normales, mister Garret
era un joven alegre y de aspecto agradable. Ahora estaba muy pálido, hundido en un
butacón junto al fuego, y de cuando en cuando miraba en dirección a la puerta con
ojos llenos de aprensión. No obstante, si existían posibles visitantes que le inspirasen
temor o desagrado, míster Eldred no estaba incluido en ellos.
—Me alegro mucho de su visita —dijo míster Garret—, porque le debo una
disculpa y desesperaba de podérsela ofrecer, ya que desconozco sus señas. Lamento
muchísimo lo ocurrido, pero no podía prever este… este ataque de que he sido
víctima.

www.lectulandia.com - Página 89
—Desde luego que no. Entiendo algo de medicina… Perdone mi pregunta,
supongo que le habrán atendido a usted convenientemente, pero ¿sufrió usted una
caída?
—No. Mejor dicho, caí al suelo, pero no desde lo alto de una escalera, si se
refiere usted a eso. Fue, en realidad, una impresión.
—Supongo que quiere usted decir que vio algo que le sorprendió…
—Sí, efectivamente, fue algo que vi. ¿Recuerda la primera vez que vino usted a la
biblioteca?
—Sí, desde luego. Bueno, será mejor que no trate de describir lo que vio… Estoy
seguro que el recordarlo no le hará ningún bien.
—Al contrario, creo que sería un alivio contárselo a alguien como usted; tal vez
pueda usted encontrarle una explicación. Fue precisamente cuando entré en la sección
donde se encuentra su libro…
—No insista, mister Garret, por favor. Además, se me está haciendo tarde: tengo
que preparar mi equipaje antes de tomar el tren. No me cuente nada…, tal vez sería
más molesto de lo que usted cree. Ahora hay una cosa que deseaba decirle. Puesto
que me considero indirectamente responsable de este contratiempo, me gustaría
correr con los gastos que origine su curación…
Pero el ofrecimiento fue rechazado cortésmente. Mister Eldred no insistió, y se
marchó en seguida: antes, sin embargo, mister Garret le obligó a tomar nota del
número que figuraba en el Tratado Middoth, a fin de que mister Eldred pudiera
localizarlo con facilidad. Pero míster Eldred no volvió a poner los pies en la
biblioteca.

* * *

Aquel día, William Garret tuvo otra visita: la de un joven colega suyo de la
biblioteca, un tal George Earle. Earle había sido uno de los que encontraron a Garret
tendido en el suelo, sin conocimiento, en la sección (que se abría sobre la avenida
central de una espaciosa galería) de libros hebreos, y, naturalmente, estaba ansioso
por saber cómo seguía su amigo. De modo que en cuanto se cerró la biblioteca se
dirigió a casa de Garret.
—Bueno —dijo, después de interesarse por su estado—, no tengo ni idea de lo
que provocó lo ocurrido, pero hay algo en la atmósfera de la biblioteca que no me
gusta nada. Unos momentos antes de encontrarte en aquel estado, pasaba por la
galería con Davis y le dije: «¿Has notado alguna vez un olor tan desagradable como
el que se siente ahora aquí? Es horrible». Creo que si tuviera que vivir mucho tiempo
en medio de aquel olor no lo resistiría.
Garret sacudió la cabeza.
—Estoy de acuerdo en lo del olor… pero no es una cosa permanente. Yo también

www.lectulandia.com - Página 90
lo noté en los últimos dos días, una especie de olor a polvo, muy intenso y muy
desagradable, desde luego. Pero lo que me ocurrió no tuvo nada que ver con ese olor.
Fue algo que vi. Y necesito hablar de ello contigo. Había ido a aquella sección en
busca de un libro para un hombre que estaba esperando en el vestíbulo. El día
anterior había cometido una equivocación con aquel mismo libro. Había ido a
buscarlo, para el mismo hombre, y me pareció haber visto a un anciano que lo cogía.
Le dije al hombre que el libro no estaba disponible; se marchó, diciendo que volvería
al día siguiente. Me dirigí de nuevo a aquella sección, para ver si encontraba al
anciano y podía cederle el libro al otro caballero: no encontré a nadie, y el libro
estaba en la estantería. Bueno, ayer, como te he dicho, volví otra vez a la sección.
Eran las diez de la mañana, como debes recordar, y la sala es bastante clara, como ya
sabes. Allí estaba de nuevo el anciano de la víspera, dándome la espalda, hojeando
los libros de la estantería a la cual tenía que dirigirme. Era un hombre completamente
calvo, y había dejado su sombrero sobre la mesa. Esperé unos instantes, y me dediqué
a observarle con atención. Como ya te he dicho, era completamente calvo. Bien, hice
un poco de ruido a propósito, tosí y me dirigí hacia la estantería en cuestión. El
anciano se volvió en redondo y pude verle la cara…, una cara que no había visto
nunca. Te repito que no hay posibilidad de que me equivoque. Aunque, por uno u
otro motivo, no pude verle la parte inferior del rostro, vi la parte superior; estaba
completamente seca, y tenía los ojos muy hundidos en las órbitas; y encima de ellos,
desde las cejas a los pómulos, había telarañas… muy tupidas. Entonces perdí el
conocimiento, y ya no recuerdo nada más.
Las explicaciones que Earle dio de este fenómeno no tienen el menor interés para
nosotros; de todos modos, no consiguieron convencer a Garret de que no había visto
lo que había visto.

* * *

Antes de que William Garret volviera a su trabajo en la biblioteca, el bibliotecario


insistió en que se tomara una semana de vacaciones y cambiara de aires. Al cabo de
unos días, en consecuencia, Garret estaba en la estación con su maleta, buscando un
compartimento para fumadores en el cual viajar hasta Burnstow-on-Sea, un
pueblecito costero que no había visitado nunca. Sólo había un compartimento que
respondiera a sus deseos. Pero, cuando se acercaba a él, vio, de pie ante la puerta, a
una figura tan parecida a la que había provocado recientes y desagradables
acontecimientos, que sin pensar lo que hacía abrió la puerta del compartimento
contiguo y se metió dentro rápidamente, como si la muerte le pisara los talones. El
tren se puso en marcha, y Garret debió perder el conocimiento, ya que lo primero de
que tuvo conciencia fue del olor de un frasco de sales aplicado a su nariz. Su médico
era una anciana de aspecto encantador, la cual viajaba en el mismo compartimento en

www.lectulandia.com - Página 91
compañía de su hija.
Debido a aquel incidente, no es de extrañar que Garret estableciera unas cordiales
relaciones con sus compañeras de viaje. Antes del final del trayecto, Garret había
descubierto que la anciana, además de ser su médico, iba a convertirse en su casera,
ya que mistress Simpson tenía pisos por alquilar en Burnstow, en condiciones muy
convenientes para el joven. En aquella época del año, el lugar estaba vacío, de modo
que Garret se dedicó a cultivar la amistad de la madre y de la hija. Descubrió que
eran una compañía muy agradable. Al tercer día de su estancia en Burnstow, sus
relaciones se habían hecho tan cordiales que las dos mujeres le invitaron a pasar la
velada en su casa.
En el curso de la conversación, salió a relucir que Garret trabajaba en una
biblioteca.
—¡Ah! Las bibliotecas son unos lugares encantadores —dijo mistress Simpson,
suspirando—. Aunque debo confesar que los libros me han jugado una mala pasada,
o, mejor dicho, un libro.
—Bueno, los libros son mi medio de vida, mistress Simpson, y no puedo hablar
mal de ellos: no me gusta oír que han sido malos para usted.
—Tal vez mister Garret podría ayudarnos a resolver nuestro problema, mamá —
dijo miss Simpson.
—No deseo importunar a mister Garret con nuestros problemas personales,
querida, ni incitarle a buscar algo que podría hacerle perder todo su tiempo libre.
—Tendría un gran placer si pudiera ayudarlas en algo, mistress Simpson. Le
ruego que me honre con su confianza explicándome de qué se trata, y si el problema
consiste en encontrar algo relacionado con un libro, me atrevo a decir que estoy en
una situación inmejorable para ayudarlas.
—Desde luego, se trata de un libro. Pero lo malo es que no conozco su nombre.
—¿Ni siquiera de qué materia se ocupa?
—No, ni siquiera eso.
—Lo único que sabemos es que no está escrito en inglés, mamá… y esto no
representa una pista, ni mucho menos.
—Bueno, mister Garret —dijo mistress Simpson, que se había quedado
contemplando el fuego con expresión pensativa—, creo que será mejor que le cuente
toda la historia. No necesito advertirle que se trata de algo estrictamente confidencial.
Gracias. La historia es la siguiente: yo tenía un anciano tío, un tal doctor Rant. Quizá
haya oído usted hablar de él. No porque fuera un hombre notable en algún sentido,
sino porque escogió un modo muy raro de ser enterrado.
—Me parece haber visto el nombre en alguna parte…
—No me extrañaría —dijo mistress Simpson—. Era un anciano horrible, y dejó
instrucciones para que le enterraran sentado ante una mesa, vestido como de
ordinario, en una habitación de ladrillo subterránea que había hecho construir en un
campo próximo a su casa. Desde luego, la gente de la comarca dice que ha sido visto

www.lectulandia.com - Página 92
por allí vistiendo su vieja levita negra.
»Bueno, yo no sé mucho acerca de tales cosas. Lo único que sé es que murió hace
unos veinte años. Era un clérigo, aunque no puedo imaginármelo oficiando en un
servicio religioso, y creo que durante los últimos años de su vida no se dedicó para
nada a las cosas del culto. Vivía en una finca de su propiedad: una finca muy bonita,
que no está lejos de aquí. No tenía esposa ni familia; únicamente una sobrina, que era
yo, y un sobrino, aunque no sentía el menor afecto hacia nosotros… ni hacia nadie,
ésta es la verdad. Sin embargo, apreciaba un poco más a su sobrino que a mí, tal vez
porque John tenía un carácter muy parecido al suyo, ya que era una persona bastante
desagradable. Quizá las cosas hubiesen sido distintas si yo no me hubiera casado,
pero me casé, y mi tío no me lo perdonó nunca. En resumen: mi tío vivía solo en su
finca, cargado de dinero, del cual era dueño absoluto, y se daba por sentado que
cuando muriera pasaría a partes iguales a manos de los dos sobrinos: mi primo y yo.
Cierto invierno, hace más de veinte años, como ya he dicho, mi tío cayó enfermo, y
me envió a buscar para que le cuidara. En aquella época, mi marido estaba vivo, pero
el anciano no quiso ni siquiera oír hablar de él. Cuando llegué a la casa vi que mi
primo John acababa de salir de ella, y por su aspecto colegí que estaba muy contento.
Hice todo lo que pude por mi tío, aunque desde el primer momento me había dado
cuenta de que aquélla iba a ser su última enfermedad; y él también estaba convencido
de ello. El día antes de su muerte, me obligó a permanecer sentada a su lado todo el
tiempo, y me di cuenta de que había algo, y probablemente algo desagradable, que mi
tío deseaba decirme, aunque prolongaba lo que él suponía mi ansiedad hasta el límite.
Pero al final lo soltó. “Mary —me dijo—, Mary, he hecho testamento en favor de
John; se lo he dejado todo a él, Mary”. Desde luego, la noticia fue un rudo golpe para
mí, ya que mi marido y yo no éramos ricos, y si hubiera dispuesto de algún dinero, mi
marido podría haber tenido los cuidados qué necesitaba y hubiera vivido más tiempo.
Pero no le dije nada de todo eso a mi tío: me limité a murmurar que tenía derecho a
hacer lo que quisiera, en parte porque no se me ocurrió otra cosa que decir, y en parte
porque estaba convencida de que mi tío no había terminado aún. En efecto, así fue.
“Sin embargo —añadió mi tío—, no siento el menor cariño hacia John, y he hecho
otro testamento en favor tuyo. Tú puedes tenerlo todo. Lo único que tienes que hacer
es encontrar el testamento. Y, como comprenderás, no voy a decirte dónde está…”. A
continuación murmuró unas palabras ininteligibles, mientras yo esperaba, ya que
estaba segura de que aún no había terminado. “Eres una buena chica —me di jo, al
cabo de un rato—. Espera, y te diré lo mismo que le he dicho a John. Pero antes
permíteme recordarte que no podrás acudir a los tribunales con lo que voy a decirte,
ya que no podrás presentar ninguna prueba concreta, aparte de tu propia palabra, y
John es un hombre capaz de jurar en falso si es necesario. Bien, creo que este punto
ha quedado claro. Ahora, escucha: tuve el capricho de no redactar el testamento de un
modo normal, de manera que se me ocurrió escribirlo en un libro, Mary, en un libro
impreso. Y en esta casa hay millares de libros. Pero, mira, no tienes por qué

www.lectulandia.com - Página 93
preocuparte por ellos, ya que no es uno de ellos. Está guardado en un lugar seguro, en
otra parte; en un lugar al cual John puede ir y encontrarlo cualquier día, si lo
descubre, lo mismo que tú. Es un testamento en toda regla; debidamente firmado
delante de testigos, aunque no creo que encuentres a los testigos por mucho que los
busques”.
»No dije nada: me entraron unos irresistibles deseos de coger al viejo truhán por
el cuello y sacudirle sin compasión. Pero me contuve. Mi tío se estaba riendo, muy
satisfecho, al parecer, y finalmente dijo: “Bien, bien, veo que te lo has tomado con
mucha calma, y quiero portarme generosamente contigo, diciéndote un par de cosas
que no le he dicho a John y que te situarán en mejores condiciones que él para
encontrar el libro. El testamento está redactado en inglés, pero tú no lo sabrás si algún
día llegas a verlo. Ésta es una de las cosas. La otra es que en mi despacho encontrarás
un sobre dirigido a ti, que contiene algo que te ayudará a encontrar el libro, si eres lo
bastante lista para utilizarlo”. Al cabo de unas horas, mi tío murió, y aunque dirigí un
llamamiento a John Eldred acerca del asunto…
—¿John Eldred? Le ruego que me disculpe, mistress Simpson, pero no hace
mucho vi a un tal John Eldred. ¿Qué aspecto tiene su primo?
—Hace unos diez años que no le he visto. Debe de ser un hombre ya maduro,
delgado, y a menos que se las haya afeitado, lleva unas patillas que la gente solía
llamar a lo Dundreary o a lo Piccadilly.
—… Patillas. Sí, ése es el hombre.
—¿Y dónde le vio usted, mister Garret?
—No sé si puedo decírselo a usted —dijo Garret engañosamente—. En algún sitio
público. Pero, no ha terminado usted.
—En realidad no queda mucho que añadir, excepto que John Eldred, desde luego,
no hizo el menor caso de mis cartas, y ha disfrutado de la finca desde la muerte de
nuestro tío, en tanto que mi hija y yo nos hemos visto obligadas a poner esta casa de
huéspedes, que por cierto no ha resultado un negocio tan desagradable como temía.
—¿Y el sobre?
—¡Ah, sí, el sobre! Eso es lo más complicado de todo. Dale a mister Garret el
papel que está en mi escritorio…
Era un trozo de papel muy pequeño, que sólo tenía escritos cinco números, uno
detrás de otro: 11334.
Mister Garret disimuló perfectamente su sorpresa.
—¿Cree usted que mister Eldred puede tener alguna pista que usted no tenga
acerca del título del libro?
—A veces he pensado que debía tenerla —dijo mistress Simpson—, y le diré por
qué: mi tío debió redactar el testamento poco antes de su muerte (creo que eso es lo
que él mismo dijo), y debió desprenderse del libro inmediatamente. Pero todos sus
libros estaban cuidadosamente catalogados: y John tenía el catálogo; y John no ha
querido que ninguno de los libros fuera vendido. Y me han dicho que siempre está

www.lectulandia.com - Página 94
visitando librerías y bibliotecas. De modo que imagino que debió hacer una lista de
los libros que constaban en el catálogo y que no estaban en la casa, y se ha dedicado a
recuperarlos.
—Claro, claro —dijo mister Garret, con un suspiro de alivio.

* * *

Al día siguiente, mister Garret recibió una carta en la cual, como le notificó a
mistress Simpson con gran pesar, reclamaban su inmediata presencia en la biblioteca.
Por lo tanto le era absolutamente necesario dar por terminada su estancia en
Burnstow.
Lamentaba tener que dejarlas (y ellas lo lamentaban al menos tanto como él), ya
que había empezado a sentir que una crisis, muy importante para mistress (¿y
tenemos que añadir para miss?). Simpson, estaba a punto de producirse.
En el tren, Garret estaba intranquilo y excitado. Se devanaba los sesos pensando
si la marca del libro que mister Eldred había pedido en la biblioteca correspondía con
los números que aparecían en el pedazo de papel que le mostró mistress Simpson.
Pero, con gran desaliento, descubrió que la impresión sufrida la semana anterior le
había afectado hasta tal punto que le resultaba imposible recordar el título o la clase
de libro de que se trataba, y ni siquiera la sección a la cual había ido a buscarlo. Y, sin
embargo, todas las otras partes de la topografía de la biblioteca estaban claras en su
cerebro.
Y, otra cosa —el pensarlo le hizo patalear el suelo con impaciencia—, primero no
se atrevió a hacerlo, y luego se le olvidó preguntar a mistress Simpson dónde vivía
mister Eldrcd. Esto, no obstante, podía resolverlo por carta.

* * *

Al menos tenía una pista en las cifras del papel. Si se referían a la anotación del
catálogo de su biblioteca, sólo eran susceptibles de un limitado número de
interpretaciones. Podían corresponder a 1-13-34, 11-33-4 o 11-3-34. Garret podía
examinar aquellos tres libros en unos minutos, y si faltaba alguno de ellos tenía
medios para localizarlo. Se dirigió a su trabajo muy temprano, aunque tuvo que
invertir unos minutos en explicar a su patrona y a sus colegas lo inesperado de su
regreso. El 1-13-34 estaba en su sitio y no contenía ninguna escritura sospechosa.
Mientras se dirigía a la sección 11, situada en la misma galería, el recuerdo acudió a
él repentinamente, haciéndole sentir un escalofrío. Pero tenía que ir. Después de una
mirada superficial al 11-33-4 (era un libro completamente nuevo), recorrió con la
vista los ejemplares en cuarto de la fila 11-3. Lo que temía había sucedido: el 34 no

www.lectulandia.com - Página 95
estaba allí. Pasó unos momentos asegurándose de que no lo habían cambiado de sitio
por equivocación, y luego se dirigió al vestíbulo.
—¿Se ha llevado alguien el 11-3-34? ¿Recuerda usted ese número?
—¿Recordar ese número? ¿Por quién me ha tomado usted, mister Garret? Tome,
aquí tiene las papeletas: mírelas usted mismo, si dispone de un día para hacerlo.
—Bueno, no se lo tome así… ¿Ha venido otra vez un tal mister Eldred? Me
refiero al anciano que estuvo aquí el día que caí enfermo… ¡Vamos! Tiene usted que
acordarse de él…
—¿Qué le hace suponerlo? Desde luego, me acuerdo de él; no, no ha vuelto por
aquí desde que usted se marchó de vacaciones. Pero, aguarde un momento. Robert
podrá informarle de algo. Robert, ¿recuerda usted el nombre de Eldred?
—Desde luego —dijo Robert—. Se refiere usted al caballero que envió un chelín
de más de lo que valía el remitirle el paquete. Ojalá todos hicieran lo mismo.
—¿Quiere usted decir que le ha enviado libros a mister Eldred? ¡Vamos, hable!
¿Lo ha hecho usted?
—Verá, mister Garret, si un caballero envía su tarjeta debidamente rellena, y el
secretario dice que el libro puede salir, y el que lo ha pedido manda el dinero
suficiente para que le sea remitido por ferrocarril, ¿qué es lo que haría usted, mister
Garret, si puedo tomarme la libertad de preguntárselo? ¿Habría cumplido usted el
encargo, o bien habría tirado la tarjeta al cesto de los papeles, y…?
—Tiene usted razón, Hodgson, desde luego, tiene usted razón… ¿Podría
enseñarme la tarjeta que mandó mister Eldred, y dejarme ver su dirección?
—No hay inconveniente. Aquí está la tarjeta: J. Eldred, 11-3-34. Título de la
obra: T-a-l-m… Creo que no se trata de ninguna novela, aunque no estoy seguro. Y
aquí está la nota de mister Eldred solicitando el libro.
—Muy bien, muy bien; pero ¿y la dirección? En la nota no hay ninguna.
—¡Oh, sí! Bueno…, la nota venía acompañada de una etiqueta, la cual debía ser
pegada al paquete que contenía el libro. Y si he cometido algún error en este asunto,
ha sido omitir el anotar la dirección en el registro. Ha sido un descuido, lo reconozco,
pero ya sabe usted que no siempre se dispone de tiempo para hacerlo todo bien.
—De acuerdo, de acuerdo… ¿Cuánto fue enviado ese libro?
—Esta misma mañana, a las diez y media.
—Y ahora es ya la una…
Garret subió al piso de la biblioteca sumido en profundos pensamientos. ¿Cómo
iba a arreglárselas para obtener la dirección? Un telegrama a mistress Simpson: podía
perder un tren esperando la respuesta. Sí, había otra solución. Mistress Simpson había
dicho que Eldred vivía en la finca de su tío. Si era así, podría localizar el lugar
examinando el libro de donativos. No sería difícil encontrarlo, conociendo el título
del libro. No tardó en hallarse delante del libro-registro, y sabiendo que el anciano
había muerto hacía unos veinte años, retrocedió hasta 1870. Allí estaba. 1875, agosto,
14. Talmud: Tractatus Middoth cum comm. R. Nachmanidae. Amstelod, 1707.

www.lectulandia.com - Página 96
Donativo de J. Rant, D. D., de Bretfield Manor».
Una guía le informó que Bretfield Manor estaba a tres millas de una pequeña
estación en la línea principal. Garret volvió a bajar para preguntarle al portero si
recordaba haber visto un nombre parecido a Bretfield en el paquete.
—Sí, creo que era un nombre por el estilo, Bretfiel o Britfield, aunque no estoy
seguro.
Correcto. A continuación, un ligero refrigerio. Salía un tren dentro de veinte
minutos… que invertía un par de horas en el viaje. La única posibilidad, que no podía
ser desperdiciada. Y Garret tomó el tren.
Si el viaje de regreso de Burnstow había visto a un Garret preocupado, el viaje a
Bretfiel vio aumentar las preocupaciones del joven. Si localizaba a Eldred, ¿qué
podría decirle? ¿Que se había descubierto que el libro era una rareza y que llevaba el
encargo de recogerlo para devolverlo a la biblioteca? Una mentira demasiado burda.
¿O que se creía que contenía importantes notas manuscritas? Eldred no tendría
inconveniente en enseñarle el libro, del cual faltaría ya la hoja que le interesaba. Tal
vez pudiera encontrar las señales de la hoja arrancada, pero Eldred podría salirse del
paso diciendo que también él se había dado cuenta de que faltaba una hoja. La única
posibilidad era ésta: el libro había salido de la biblioteca a las 10.30; no había podido
ser enviado en el primer tren después de esa hora, que era el de las 11,20. Si Garret
estaba de suerte, podía llegar al mismo tiempo que el libro y contarle a Eldred alguna
historia que no le infundiera sospechas para que le permitiera ver el volumen.
La estación de destino, como la mayoría de estaciones rurales, estaba en completa
calma cuando el tren llegó a ella. Garret esperó hasta que dos viajeros que habían
descendido del tren se hubieron marchado, y entonces se dirigió al jefe de estación y
le preguntó si mister Eldred vivía en aquella vecindad.
—Sí, y en estos momentos se encuentra muy cerca de aquí, supongo. Tiene que
venir a recoger un paquete que está esperando. Hoy ha venido ya una vez en busca de
él. ¿No es cierto, Bob?
—Desde luego. Se presentó poco después de la llegada del tren de las dos. Por
cierto, aquí está el paquete en cuestión.
El llamado Bob llevaba en la mano un paquete cuadrado. De una sola ojeada,
Garret se convenció de que era lo que en aquel momento le importaba más que
ninguna otra cosa en el mundo.
—¿Bretfield? Sí…, a unas tres millas de aquí. Si corta por esos campos, se
ahorrará media milla. Mire: ahí está el coche de mister Eldred.
En el interior del carruaje iban dos hombres, y Garret, mirando hacia atrás en el
momento de cruzar el patio de la estación, reconoció fácilmente a uno de ellos. El
hecho de que Eldred condujera el carruaje favorecía a Garret, ya que no se atrevería a
abrir el paquete en presencia de su criado. En cambio, tendría más prisa por llegar a
casa, y a menos de que Garret estuviera allí muy poco después de haber llegado
Eldred, perdería toda posibilidad de conseguir lo que se proponía. Tenía que

www.lectulandia.com - Página 97
apresurarse. Y así lo hizo. Tomó el atajo que le había indicado el jefe de estación, en
tanto que el coche se vería obligado a dar un rodeo, además del tiempo que perdiera
en la estación.
Garret acababa de cruzar los campos cuando oyó bastante cerca de él el ruido del
carruaje. Había andado con toda la rapidez que le fue posible, pero la marcha que
llevaba el vehículo le llenó de desesperación. A aquel paso, mister Eldred llegaría a
su casa diez minutos antes que Garret, y diez minutos le bastarían para la realización
de sus propósitos.
En aquel preciso instante, la suerte se puso de parte del joven. La tarde era
tranquila, y los ruidos se oían claramente. Y Garret oyó uno de los ruidos más
agradables que había oído en su vida: el del carruaje al detenerse. Miró hacia atrás, y
vio que mister Eldred bajaba del vehículo y continuaba su camino a pie, con el
paquete en la mano. El carruaje, conducido ahora por el criado, adelantó rápidamente
a los dos hombres.
Garret se escondió detrás del tronco de un árbol para dejar pasar a mister Eldred.
Éste no parecía prestar atención a nada de lo que le rodeaba. Se llevó la mano al
bolsillo para sacar algo y al hacerlo cayó al suelo un pequeño objeto, sin que su
dueño se diera cuenta. Un momento más tarde, Garret recogía aquel objeto: una caja
de cerillas. Eldred, por su parte, siguió avanzando, moviendo las manos de un modo
extraño, con unos movimientos difíciles de interpretar a la sombra de los árboles que
bordeaban el camino. Pero Garret no tardó en encontrar la clave de aquellos
movimientos: un trozo de cordel, y luego el papel en que venía envuelto el libro.
Eldred andaba ahora lentamente, y no cabía duda de que había abierto el libro y
estaba pasando las hojas. Se detuvo, cosa que a Garret no le extrañó, puesto que la
claridad empezaba a ser débil. Finalmente, tras mirar atentamente a su alrededor,
Eldred se sentó en un tronco caído al borde del camino y acercó mucho el libro a sus
ojos. Súbitamente lo dejó, todavía abierto, sobre sus rodillas, y buscó en todos sus
bolsillos; evidentemente en vano, y evidentemente con disgusto.
«Debe de estar buscando las cerillas», pensó Garret.
Luego, Eldred volvió a coger el libro y empezó a arrancar cuidadosamente una
hoja. Y en aquel momento ocurrieron dos cosas. En primer lugar, algo negro pareció
caer sobre aquella hoja, y a continuación, mientras Eldred se volvía para mirar detrás
de él, una pequeña forma oscura pareció surgir de la sombra detrás del tronco de
árbol, y dos brazos salidos de una masa de negrura se cerraron en torno del cuello de
Eldred. Sus brazos y piernas se agitaron salvajemente, pero de sus labios no brotó
ningún sonido. Luego quedó completamente inmóvil. Eldred estaba solo. Había caído
de espaldas en la hierba detrás del tronco en el cual se había sentado. El libro quedó
tirado en el camino. Garret, horrorizado por el espectáculo que acababa de presenciar,
olvidó sus precauciones y echó a correr gritando: «¡Socorro!». En aquel mismo
momento, con gran alivio por su parte, vio acercarse un campesino que había estado
trabajando en un campo próximo.

www.lectulandia.com - Página 98
Los dos hombres se inclinaron sobre Eldred, tratando de prestarle ayuda, pero era
demasiado tarde: Eldred estaba muerto.
—¡Pobre señor! —dijo Garret, dirigiéndose al campesino—. ¿Qué cree usted que
le ha sucedido?
—Estaba a unos doscientos metros de aquí, cuando vi a mister Eldred que se
acercaba, leyendo un libro. Luego se sentó en este tronco… y no sé nada más. Debe
de haberle dado un ataque. Fíjese en su cara: la tiene completamente amoratada.
—Sí —asintió Garret—. ¿Y no vio usted a nadie cerca de él? ¿No podría haber
sido un asalto?
—Imposible… Nadie hubiera podido acercarse a él sin que usted o yo le
hubiésemos visto.
—Eso creo. Bien, debemos ir en busca de ayuda y avisar a un médico y a la
policía; tal vez sea mejor que les entregue ese libro.
Era evidente que el caso merecía una encuesta, y Garret tuvo que quedarse en
Bretfield para prestar declaración. El examen médico reveló que la causa de la muerte
había sido una impresión demasiado intensa para un corazón algo débil, y no la
asfixia, a pesar de que se encontró cierta cantidad de polvillo negro en el rostro y en
la boca del difunto.
El libro fatídico, un respetable tomo en cuarto impreso totalmente en hebreo, fue
presentado en el momento de la encuesta. Pero en su aspecto no había nada que
pudiera in fundir sospechas, ni siquiera a los más suspicaces.
—Dice usted, mister Garret, que el difunto mister Eldred parecía estar arrancando
una hoja de este libro en el momento de ser víctima del ataque…
—Sí, eso he dicho.
—Aquí hay una hoja de la contraportada parcialmente arrancada. Lleva escrito
algo en hebreo. ¿Sería usted tan amable de examinarlo?
—Hay también tres nombres escritos en inglés y una fecha. Pero lamento tener
que decir que desconozco por completo la escritura hebrea.
—Gracias. Los nombres tienen el aspecto de ser unas firmas. Son los de John
Rant, Walter Gibson y James Frost, y la fecha es la del 20 de julio de 1875. ¿Conoce
alguno de los presentes esos nombres?
El párroco, que asistía a la encuesta, se puso en pie y dijo que el tío del difunto,
cuya fortuna había heredado, se llamaba Rant.
Le entregaron el libro para que lo examinara, y en cuanto lo hubo hecho sacudió
la cabeza, con aire de asombro.
—Nunca había visto esta clase de escritura —afirmó.
—Pero ¿está usted seguro de que es hebreo?
—Sí… supongo que sí, aunque no es el hebreo que yo aprendí. No, tiene usted
razón, no es hebreo, desde luego. Es inglés, y se trata de un testamento.
En efecto, se trataba del testamento librado por el doctor John Rant, legando
todos los bienes que usufructuaba mister John Eldred a mistress Mary Simpson. El

www.lectulandia.com - Página 99
descubrimiento de tal documento justificaba con creces la excitación de mister
Eldred. En lo que respecta al arrancamiento parcial de la hoja, el coroner señaló que
sería inútil tratar de encontrarle una explicación cuya veracidad no podría
demostrarse nunca.

* * *

El Tratado Middoth, como es lógico, quedó en poder del coroner para posteriores
investigaciones, y mister Garret le explicó en privado a aquel caballero la historia del
libro, y todos los detalles del caso, tal como él los conocía o había llegado a
sospecharlos.
Al día siguiente se marchó de Bretfield, y en su camino hacia la estación pasó por
delante del lugar en que había fallecido mister Eldred. No podía decidirse a
marcharse de allí sin echar otra mirada al escenario del drama, aunque el recuerdo de
lo que había visto le hacía temblar, incluso en aquella esplendorosa mañana. Dio la
vuelta al árbol caído, examinando el suelo. De repente vio una masa oscura que
parecía agitarse. Se acercó más, y vio que se trataba de una espesa capa de telarañas.
La sacudió con su bastón, y al hacerlo salieron huyendo por la hierba varias arañas de
gran tamaño.
No resulta difícil imaginar cómo fue que William Garret, de empleado de una
gran biblioteca, pasó a convertirse en propietario de Bretfield Manor, habitado
actualmente por su suegra, mistress Mary Simpson.

www.lectulandia.com - Página 100


EL FRESNO

Q UIEN haya viajado por la parte oriental de Inglaterra ha visto las pequeñas
casas de campo de que está plagada: unas construcciones de estilo italiano,
rodeadas de jardines de ochenta a cien acres de extensión. Para mí, esas casas han
representado siempre una fuerte atracción: sus vallas grises de madera de roble, los
majestuosos árboles, los lagos cubiertos de plantas acuáticas y la perspectiva del
lejano bosque. Además, me gustan los porches sostenidos por columnas; me gustan
los vestíbulos interiores, de techo muy alto, que incluyen siempre una galería y un
pequeño órgano. Me gustan también sus bibliotecas, donde uno puede encontrar
cualquier cosa, desde un salterio del siglo XIII hasta un Shakespeare. Me gustan los
cuadros, desde luego, pero quizá lo que más me gusta es imaginar cómo se
desarrollaba la vida en una de esas casas cuando fue construida, cuando los
propietarios rurales estaban en plena prosperidad. Y luego, cuando disminuyó la
abundancia de dinero, pero los gustos se hicieron más variados y la vida continuó
siendo interesante. Me gustaría tener una de esas casas, y el dinero suficiente para
mantenerla y para invitar a ella a mis amigos.
Pero esto es una digresión. Quiero contarles la curiosa serie de acontecimientos
que se produjeron en una de esas casas que he intentado describir a ustedes. La casa
en cuestión se denomina Castringham Hall, y está situada en Suffolk. Supongo que ha
sufrido muchas transformaciones desde el tiempo en que sucedió lo que voy a contar,
pero las características esenciales que he esbozado siguen presentes allí: porche
italiano, fachada blanca en forma de bloque cuadrado, jardín rodeado de árboles y
lago. La única característica que la distinguía de las demás en su parte externa ha
desaparecido. Mirándola desde el jardín, veíase a mano derecha un gran fresno que
crecía a media docena de yardas de la casa, y que casi la tocaba con sus ramas.
Supongo que estaba allí desde que Castringham dejó de ser un lugar fortificado, y
desde que el foso fue cegado y construida la casa de estilo isabelino. En cualquier
caso, había alcanzado su plenitud de crecimiento en el año 1690.
En aquel año, el distrito en el cual se encuentra la casa fue escenario de diversos
juicios por brujería. Creo que sería muy prolijo enumerar los sólidos motivos —si es
que existe alguno— en que descansaba el temor universal a las brujas en los tiempos
antiguos. ¿Imaginaban realmente las personas acusadas de ese delito que poseían
poderes extraordinarios? ¿Tenían la voluntad, al menos, si no el poder, de causar
algún perjuicio a sus vecinos? Las numerosas confesiones que existen, ¿fueron
arrancadas por medio de torturas? Todas estas preguntas siguen sin tener una
respuesta satisfactoria. Y la presente narración me ha hecho dudar más de una vez.

www.lectulandia.com - Página 101


No puedo considerarla como una simple invención. El lector debe juzgar por sí
mismo.
Castringham contribuyó a esta represión con una víctima. Su nombre era el de
mistress Mothersole, y se distinguía de las brujas pueblerinas por el hecho de que su
posición social era más elevada. Varios influyentes granjeros realizaron grandes
esfuerzos para salvarla. Prestaron testimonio en favor suyo, y mostraron una gran
ansiedad mientras el jurado discutía el veredicto.
Pero, parece ser que la declaración del entonces propietario de Castringham Hall
—sir Mathew Fell— resultó fatal para aquella mujer. Sir Mathew declaró que la
había visto en tres ocasiones distintas, desde su ventana, a la luz de la luna,
arrancando renuevos «del fresno que hay junto a mi casa». La mujer había trepado al
árbol, vestida con un camisón de dormir, y había cortado ramitas con un cuchillo de
hoja curvada, y mientras duró esta tarea parecía estar hablando consigo misma. En
cada una de las ocasiones, sir Mathew había intentado capturar a la mujer, pero ella
había percibido algo; por tanto, todo lo que pudo ver el propietario de la casa al llegar
al jardín, fue una sombra corriendo velozmente en dirección al pueblo.
La tercera noche, sir Mathew trató de seguirla a la mayor velocidad que pudo.
Fue directamente a casa de mistress Mothersole; pero, tras llamar a la puerta durante
un cuarto de hora, mistress Mothersole salió a abrirle, con aspecto soñoliento, como
si acabara de levantarse de la cama; y él no había encontrado una explicación
satisfactoria para su visita.
Tomando como base esta declaración, y a pesar de los esfuerzos de otros
feligreses, mistress Mothersole fue declarada culpable y condenada a muerte. Fue
colgada una semana después de la celebración del juicio, con otras cinco o seis
desdichadas criaturas, en el cementerio de St. Edmunds.
Sir Mathew Fell, que en aquella época era alguacil mayor, estuvo presente en la
ejecución. Era una húmeda y desapacible mañana de marzo, cuando la carreta que
conducía a las condenadas recorrió el fatídico camino de Northgate. Las otras
víctimas se mostraban apáticas; pero mistress Mothersole era una mujer de
temperamento apasionado y violento. Su «venenosa rabia», como informa un
reportero de la época, «descargó con tal furia sobre los mirones —sí, e incluso sobre
el verdugo—, que todos los que la vieron afirmaron que era la encarnación viviente
de la locura. Sin embargo, no ofreció ninguna resistencia a los oficiales de la Ley; se
limitó a mirar al que puso las manos sobre ella con un odio tan intenso, que —como
el hombre me aseguró— el recordarlo le hacía estremecerse seis meses después de
ocurrido el hecho».
Sin embargo, las únicas palabras que pronunció carecían aparentemente de
sentido. Dijo: «Habrá huéspedes en el Hall». Y lo repitió varias veces en voz baja.
Sir Mathew Fell quedó impresionado por la conducta de la mujer. Habló del
asunto con uno de sus amigos, con el cual regresó al pueblo una vez terminado aquel
desagradable espectáculo. La declaración que había prestado en el juicio no había

www.lectulandia.com - Página 102


sido un acto de su agrado; no estaba atacado de la fobia contra las brujas, pero
manifestó, entonces y después, que no podía relatar el caso de otro modo, y que no
creía posible haberse equivocado en lo que vio con sus propios ojos. Todo aquello
había resultado bastante desagradable para él, ya que le gustaba estar en buenas
relaciones con todo el mundo; pero consideró que tenía un deber que cumplir, y lo
había cumplido. De este modo se expresó al hablar con su amigo, y éste aprobó sus
palabras, como habría hecho cualquier hombre razonable.
Unas semanas después, cuando la luna de mayo estaba en su plenitud, el caballero
y su amigo se encontraron otra vez en el jardín, y se dirigieron juntos hacia la casa.
Lady Fell estaba con su madre, la cual se encontraba enferma de gravedad, y sir
Mathew se hallaba solo en casa; de modo que su amigo se dejó convencer fácilmente
para quedarse a cenar.
Aquella noche, sir Mathew no resultaba una compañía muy agradable. La
conversación recavó principalmente sobre temas familiares y locales, y sir Mathew
manifestó su intención de escribir acerca de ciertos provectos que tenía en relación
con sus posesiones, cosa que más tarde resultó ser extraordinariamente útil.
Cuando el amigo, mister Crome, consideró llegada la hora de marcharse, a eso de
las nueve y media de la noche, sir Mathew y él dieron una vuelta por el enarenado
sendero que discurría por detrás de la casa. El único incidente que llamó la atención
de mister Crome fue éste: estaban a la vista del fresno que describí anteriormente,
cuando sir Mathew se detuvo y dijo:
—¿Qué es aquello que corre arriba y abajo por el tronco del fresno? No será una
ardilla… En esta época están todas en sus nidos.
Mister Crome miró y vio moverse al animalito, pero no pudo apreciar su color a
la luz de la luna. Su aspecto, sin embargo, visto por un instante, quedó impreso en su
cerebro y, según él, podía jurar, aunque le tomaran por loco, que el animal tenía más
de cuatro patas.
No hablaron más de aquella momentánea visión, y los dos hombres se separaron.
Al día siguiente, sir Mathew Fell no bajó a las seis de la mañana, como tenía por
costumbre, ni a las siete, ni siquiera a las ocho. Intrigados, los criados subieron y
llamaron a la puerta de su habitación. No es necesario describir su ansiosa espera y
sus impacientes llamadas. Finalmente, forzaron la puerta y encontraron a su amo
tendido en la cama, muerto. No había señales aparentes de violencia; pero la ventana
estaba abierta.
Uno de los criados corrió a avisar al coroner. Mister Crome se presentó en la casa
tan pronto como le llegó la noticia, y fue conducido a la habitación donde se hallaba
el muerto. Entre sus papeles dejó unas notas que demuestran el respeto que le
inspiraba sir Mathew y el pesar que le produjo su muerte, y en ellos se incluye
también el párrafo que transcribo a continuación, que puede proyectar un rayo de luz
sobre el curso de los acontecimientos, y también sobre las creencias corrientes en
aquella época:

www.lectulandia.com - Página 103


«No había la menor señal de que se hubiera forzado la entrada para penetrar en la
habitación: pero la ventana estaba abierta, tal como mi pobre amigo solía dejarla en
aquella época del año. Todas las noches, antes de acostarse, solía beber un poco de
cerveza; la cerveza estaba en una jarra de plata sobre su mesilla de noche: no la había
probado. La cerveza fue analizada por el médico, un tal mister Hodgkins, el cual no
encontró en ella, según declaró bajo juramento ante el coroner encargado de la
encuesta, ninguna clase de veneno. Debido al hecho de que el cadáver estaba
hinchado y amoratado, los vecinos hablaron de veneno. La cama donde fue
descubierto el cadáver estaba en completo desorden; todo hacía suponer que mi
infortunado amigo había muerto entre horribles sufrimientos. Y, lo que resulta aún
más inexplicable, y me demuestra la existencia de algún horrendo y artero designio
en los autores de aquel bárbaro asesinato, fue que las mujeres encargadas de lavar y
vestir el cadáver, personas dignas de crédito y muy respetadas en su fúnebre
profesión, me dijeron, asustadas, que al tocar el pecho del cadáver notaron un extraño
dolor en las palmas de las manos, que se les hincharon, lo mismo que los antebrazos.
Aquel dolor se prolongó por espacio de varias semanas, impidiéndoles el ejercicio de
su profesión. Sin embargo, su piel no mostró señal alguna.
»Después de oír esto, avisé al médico, y reconocimos minuciosamente el cadáver
con la ayuda de una lupa, sin conseguir descubrir nada importante, aparte de un par
de puntitos, que supusimos eran los pinchazos producidos al inocular el veneno,
recordando aquel anillo de los Borgias, y otros conocidos ejemplos del horrendo arte
de los envenenadores italianos del pasado siglo.
»Esto es todo cuanto puedo decir de los síntomas apreciados en el cadáver. Como
de ellos no pude sacar ninguna declaración definitiva de lo ocurrido, comencé a
registrar la habitación. Sobre la mesilla de noche había una Biblia y de entre sus
páginas sobresalía un papel; tiré de él. Era un papel blanco en el que aparecían
escritas las enigmáticas frases que transcribo: Cortado de raíz, Nunca será habitada y
La joven también sorbía sangre.
»He pensado mucho en este descubrimiento, pero no he podido comprender el
significado de dichas frases ni llegar a una conclusión respecto al origen del papel.
»Quizá todo esto no tenga importancia; tal vez no esté relacionado con la muerte
de sir Mathew, pero yo lo encontré en la trágica mañana, sobre su mesa de noche».
Esto es todo lo que conviene destacar de los papeles de mister Crome.
Sir Mathew Fell fue enterrado y descansa en la tierra, y su oración fúnebre fue
pronunciada el domingo siguiente.
Su hijo, sir Mathew segundo, heredó el título y las posesiones. Y así termina el
primer acto de la tragedia de Castringham. Debe ser mencionado, aunque el hecho no
resulta sorprendente, que el nuevo baronet no ocupó la habitación en la cual había
muerto su padre. Ni durmió nadie en ella, a no ser algún visitante ocasional. Murió en
1735, y no encuentro nada particular que destaque en su vida, a excepción de una
constante mortalidad entre su ganado, que mostró una tendencia a aumentar

www.lectulandia.com - Página 104


ligeramente a medida que pasaba el tiempo.
Los que estén interesados en los detalles encontrarán un relato estadístico en una
carta del Gentleman’s Magazine de 1772, la cual extrae los hechos de los propios
papeles del baronet. El baronet consiguió poner fin a aquella calamidad mediante un
recurso muy sencillo, el de encerrar a todos sus animales por la noche, sin dejar a
ninguno suelto en el parque. Se había dado cuenta de que no eran atacados nunca
cuando pasaban la noche bajo techado. Después de aquello, el desorden quedó
limitado a los pájaros silvestres y a los animales de caza. Pero, como no tenemos
ningún relato de los síntomas, y como la vigilancia nocturna fue completamente
incapaz de proporcionar ninguna pista, no insistiré en lo que los granjeros de Suffolk
llamaron la «enfermedad de Castringham».
El segundo sir Mathew murió en 1735, como ya he dicho, y le sucedió su hijo, sir
Richard. En aquella época fue construido el gran panteón familiar en el lado norte de
la iglesia parroquial. La idea del Caballero era tan ambiciosa, que varias de las
tumbas de aquella parte del edificio tuvieron que ser removidas para satisfacer sus
exigencias. Entre ellas se encontraba la de mistress Mothersole, cuya situación era
conocida exactamente, gracias a una nota en un plano de la iglesia y terrenos
adyacentes, ambos debidos a mister Crome.
En el pueblo se produjo cierto movimiento de curiosidad al circular la noticia de
que la famosa bruja, que todavía era recordada por algunas personas, iba a ser
exhumada. Y la sensación de sorpresa, e incluso de inquietud, fue muy fuerte cuando
se descubrió que, a pesar de que el ataúd estaba completamente cerrado, en su interior
no había ningún rastro del cadáver, ni huesos, ni polvo. En aquella época, el
fenómeno resultaba mucho más curioso, ya que era difícil concebir algún motivo
racional para robar un cadáver, como no fuera para ser diseccionado.
El incidente revivió por algún tiempo todas las historias de brujería y de las
hazañas de las brujas, que habían dormido por espacio de cuarenta años, y sir Richard
ordenó que el ataúd fuera quemado.
Sir Richard era un gran innovador, desde luego. Hasta entonces, el Hall había sido
una hermosa casa de ladrillo rojo; pero sir Richard había hecho un viaje a Italia y
regresó contagiado del gusto italiano, y, teniendo más dinero que sus antecesores,
decidió dejar un palacete italiano en el lugar donde había encontrado una casa
inglesa. De modo que el estuco y el yeso taparon el ladrillo; los mármoles romanos
decoraron el vestíbulo y los jardines. En el lado opuesto del lago fue edificada una
reproducción del templo de la Sibyla de Tivoli; y Castringham tomó un aspecto
completamente nuevo y, según mis gustos, menos atractivo. Pero fue muy admirado,
y sirvió como modelo a muchas de las casas que se edificaron en aquella región en
los años siguientes.

* * *

www.lectulandia.com - Página 105


Una mañana (esto fue en 1754), sir Richard se despertó después de una noche
intranquila. Soplaba fuerte viento y su chimenea había humeado con persistencia, y,
sin embargo, hacía tanto frío que tuvo que mantener el fuego encendido. Algo había
estado repiqueteando en la ventana, impidiéndole descansar. Además, existía la
perspectiva de la llegada de varios huéspedes de alcurnia, los cuales desearían
organizar alguna clase de juego, y sir Richard temía que aquella noche de insomnio le
hubiera afectado hasta el punto de que su reputación de deportista corriera serio
peligro. Pero había otro aspecto del asunto que le preocupaba más: no podía volver a
dormir en aquella habitación.
Éste fue el principal objeto de sus reflexiones a la hora del desayuno, y luego
inició una sistemática revisión de las habitaciones para ver cuál de ellas se adaptaría
mejor a sus necesidades. Tardó bastante en encontrar una, puesto que en todas hallaba
inconvenientes. Necesitaba una habitación encarada al oeste, de modo que el sol no le
despertara demasiado temprano; y debía estar aislada del bullicio de la casa. Consultó
al ama de llaves, y ésta le dijo:
—Ya sabe usted, sir Richard, que en la casa sólo hay una habitación de esas
características.
—¿Cuál es? —preguntó sir Richard.
—La de sir Mathew… La Cámara del Oeste.
—Bien, arregle esa habitación, pues esta noche dormiré allí —dijo el dueño de la
casa—. Muéstremela para ver si me gusta.
—¡Oh! Nadie ha dormido en ella desde hace cuarenta años, sir Richard. No se ha
abierto desde que sir Mathew murió en ella.
—Eso tiene fácil remedio, mistress Chiddock. Abra la puerta y deje que se
ventile. De todos modos, iré a echarle un vistazo.
De modo que la habitación fue abierta. Efectivamente, el aire estaba muy
enrarecido en su interior. Sir Richard se acercó a la ventana, y, con la impaciencia
habitual en él, descorrió las cortinillas y abrió los postigos de par en par. Aquella
parte de la casa apenas había sido afectada por las «innovaciones», y el gran fresno
seguía tendiendo sus ramas hacia la ventana de la habitación del difunto sir Mathew.
—Deje que se ventile durante todo el día, mistress Chiddock, y por la tarde
arregle la cama. El anciano obispo de Kilmore dormirá en mi habitación.
—Por favor, sir Richard —dijo una voz en aquel momento, interrumpiendo la
conversación—. ¿Puede concederme unos minutos?
Sir Richard se volvió en redondo y vio a un hombre en el umbral de la puerta,
vestido de negro y profundamente inclinado.
—Debo pedirle perdón por esta intrusión, sir Richard. Lo más probable es que no
me recuerde usted. Me llamo William Crome, y mi abuelo fue muy amigo del suyo.
—Bienvenido —dijo sir Richard—. El nombre de Crome es siempre un pasaporte
para Castringham. Me alegro de renovar una amistad que se remonta a dos
generaciones. ¿En qué puedo servirle? Dada la hora de su visita… no creo engañarme

www.lectulandia.com - Página 106


al suponer que tiene usted cierta prisa.
—Efectivamente, sir Richard. Me dirigía a St. Edmunds, para resolver un asunto
urgente, y me he detenido en mi camino para entregarle a usted algunos documentos
que mi abuelo dejó a su muerte y que no hemos revisado hasta ahora. Creo que
encontrará usted en ellos algunos detalles de interés familiar.
—Se lo agradezco mucho, mister Crome, y si es usted tan amable de
acompañarme al salón y aceptar un vaso de vino, echaremos un vistazo juntos a esos
documentos. Y usted, mistress Chiddock, ocúpese de ventilar esta habitación como le
he dicho… Sí, aquí es donde murió mi abuelo… El árbol, quizás hace el lugar algo
húmedo… No, no quiero oír nada más. No ponga inconvenientes. Le he dado a usted
una orden: limítese a cumplirla. ¿Quiere usted acompañarme, míster Crome?
Se dirigieron al salón. El paquete que el joven mister Crome había traído
contenía, entre otras cosas, las notas que su abuelo había redactado a raíz de la muerte
de sir Mathew Fell.
—Bueno —dijo sir Richard, divertido—. El papel encontrado sobre la mesa de
noche de mi abuelo dio un prudente consejo: Córtalo de raíz. Si se refería al fresno,
puede tener la seguridad de que no dejaré de ponerlo en práctica. Ese árbol es un foco
de catarros y de paludismo.
En el salón se guardaban los libros familiares, los cuales, en tanto no llegara la
colección que sir Richard había adquirido en Italia, no eran muy numerosos.
Sir Richard levantó los ojos del documento que había estado leyendo y miró hacia
el estante donde estaban alineados los libros.
—Me pregunto —dijo—, si la antigua Biblia estará todavía ahí… Me gustaría
echarle un vistazo.
Cruzando la habitación, cogió una Biblia bastante estropeada por el uso, y que
llevaba la siguiente dedicatoria: «A Mathew Fell, de su amante abuela, Anne Aldous,
2 de septiembre de 1659».
—No sería mala idea hojearla un poco a ver si contiene otro papelito semejante al
que encontró su abuelo, mister Crome. Vamos a ver… ¿Qué tenemos aquí? «Me
buscarás por la mañana, y yo no estaré». ¡Bien, bien! Su abuelo hubiese sacado una
excelente conclusión de esto, ¿eh? A mí, que no me vengan con historias. No las
soporto. Y ahora, mister Crome, le quedo infinitamente reconocido por su
amabilidad. Supongo que estará usted impaciente por marcharse… Pero, antes,
permítame ofrecerle otro vaso de vino.
Después de un sincero ofrecimiento de hospitalidad (ya que sir Richard había
quedado impresionado favorablemente por los modales del joven), los dos hombres
se despidieron.
Por la tarde llegaron los invitados: el obispo de Kilmore, lady Mary Hervey, sir
William Kentfield, etc. Té a las cinco, vino, cartas, cena y dispersión en busca del
lecho.
A la mañana siguiente, sir Richard no sintió deseos de salir a cazar con sus

www.lectulandia.com - Página 107


huéspedes.
Aquella mañana, mientras paseaba con el obispo de Kilmore a lo largo de la
terraza y le informaba de las modificaciones introducidas en la casa, el obispo señaló
a la ventana de la Cámara del Oeste y dijo:
—Por nada del mundo convencería usted a mi sangre irlandesa para que ocupara
esa habitación, sir Richard.
—¿Por qué, Eminencia? La verdad es que desde ayer la ocupo yo.
—Verá, nuestros campesinos irlandeses siempre han considerado de mal augurio
dormir cerca de un fresno, y usted tiene un hermoso fresno a dos pasos de la ventana
de su dormitorio. Quizá —continuó diciendo el obispo, con una sonrisa—, el árbol ya
ha influido en usted, porque no parece, si me permite decirlo, que haya descansado
apaciblemente, a juzgar por su aspecto.
—Desde luego confieso que no he podido dormir desde las doce hasta las cuatro.
Pero mañana van a cortar el árbol, de modo que todo quedará solucionado.
—Aplaudo su decisión. No creo que pueda usted respirar bien, a través de todo
ese follaje.
—Creo que su Eminencia está en lo cierto. Pero la pasada noche no tuve la
ventana abierta. Lo que me desveló fue un repiqueteo en los cristales, como si las
ramas chocaran con ellos, al ser movidas por el viento.
—Lo veo muy difícil, sir Richard. Mire… desde aquí, por favor. Ninguna de las
ramas del árbol está lo bastante cerca de la ventana como para chocar contra el
cristal, a menos que soplara un viento huracanado, cosa que no ocurrió la pasada
noche, que yo sepa.
—Es cierto, ahora me doy cuenta… Entonces, ¿qué podría ser lo que estuvo
repiqueteando en la ventana… y que ha dejado una gran cantidad de rayas y señales
en el polvo?
Al final llegaron a la conclusión de que las ratas habían trepado por la pared. Esto
fue sugerido por el obispo, y sir Richard aceptó inmediatamente la sugerencia.
El día pasó rápidamente, y llegó la noche, y los huéspedes se dirigieron a sus
respectivas habitaciones, después de dar las buenas noches a sir Richard, deseándole
que descansara mejor que la anterior.
Y ahora estamos en su dormitorio, con la luz apagada y el Caballero en la cama.
La habitación está situada sobre la cocina, y la noche es cálida y tranquila, de modo
que la ventana está abierta.
Aunque el lecho queda muy poco iluminado, se puede percibir un extraño
movimiento; parece como si sir Richard estuviera moviendo la cabeza rápidamente
de un lado a otro, tratando de hacer el menor ruido posible. Y ahora podría
sospecharse, tan engañosa es la semiclaridad, que tiene varias cabezas, redondas y
parduzcas, las cuales se mueven hacia delante y hacia atrás, llegando incluso hasta su
pecho. Se trata de un horrible espejismo. ¿No es nada más? ¡Allí! Algo salta de la
cama con un blando chasquido, y cruza la ventana con la rapidez del rayo; luego todo

www.lectulandia.com - Página 108


queda silencioso.
«Me buscarás por la mañana, y yo no estaré».
Al igual que sir Mathew, sir Richard está muerto e hinchado en su cama…
Una pálida y silenciosa cohorte de huéspedes y criados rebuscaron debajo de la
ventana cuando la noticia fue conocida Envenenadores italianos, aire infectado…
todas estas y otras suposiciones salieron a relucir, y el obispo de Kilmore miró hacia
el árbol en cuyas ramas inferiores se paseaba un gato blanco, vigilando la concavidad
que los años habían labrado en el tronco. Estaba mirando con gran interés algo que
había en el interior del árbol. De repente, introdujo una pata en la concavidad y cayó
dentro. Es cosa sabida para la mayoría de nosotros que un gato puede gritar; pero
pocos hemos oído, creo, un aullido semejante a aquél. Se oyeron dos o tres chillidos
—los testigos no están seguros acerca del número—, y luego un leve ruido como si se
estuviera produciendo una lucha. Pero Lady Mary Hervey se desmayó, y el ama de
llaves se tapó los oídos y salió corriendo.
El obispo de Kilmore y sir William Kentfield se dirigieron hacia el árbol. Sin
embargo, incluso ellos estaban impresionados, aunque se trataba solamente del
aullido de un gato; y sir William tragó saliva un par de veces antes de poder decir:
—Hay algo más de lo que nosotros vemos en ese árbol, Eminencia. Creo que
deberíamos investigar.
Y esto fue lo que hicieron. Pidieron un azadón, y uno de los jardineros trepó al
árbol, y, mirando al interior del hueco, sólo pudo ver un leve indicio de algo que se
movía. Fueron en busca de una linterna y de una cuerda.
—Debemos llegar al fondo de esto. Apostaría mi vida, Eminencia, a que el
secreto de esas terribles muertes está aquí.
El jardinero regresó con la linterna y la introdujo en el hueco, con precaución.
Vieron la amarillenta luz reflejada en su rostro mientras se inclinaba sobre el hueco, y
vieron su rostro demudarse con un incrédulo terror antes de que rompiera a gritar con
una voz espantosa y cayera de espaldas —aunque, felizmente, fue recogido en el aire
por dos de los hombres—, dejando que la linterna se deslizara en el interior del árbol.
Quedó como muerto, y pasó bastante tiempo antes de que fuera capaz de
pronunciar una sola palabra.
Por entonces, los reunidos junto al árbol tenían algo más que mirar. La linterna
debió romperse al chocar contra el fondo del hueco, y la llama prendió en las hojas
secas acumuladas allí, ya que a los pocos instantes empezó a salir una densa
humareda, y luego llamas; y, para ser breve, el árbol se incendió.
Los espectadores formaron ruedo a algunos metros de distancia, y sir William y el
obispo enviaron hombres a buscar las armas y herramientas que pudieran reunir; ya
que, evidentemente, quienquiera que estuviese utilizando el árbol como refugio se
vería obligado a salir de él.
Y así ocurrió. Primero, vieron un cuerpo redondo cubierto de fuego —del tamaño
aproximado de la cabeza de un hombre— aparecer repentinamente, y luego

www.lectulandia.com - Página 109


desaparecer. Esto cinco o seis veces; luego, una bola similar saltó en el aire y cayó
sobre la hierba, donde al cabo de un momento quedó inmóvil. El obispo se acercó
tanto como se atrevió y contempló… ¡los restos de una enorme araña, completamente
chamuscada! y, a medida que el fuego descendía por el tronco otros horribles cuerpos
como aquél hicieron su aparición, y todos pudieron ver que estaban cubiertos de pelo
grisáceo.
El fresno ardió durante todo el día, y hasta que cayó a trozos los hombres no se
movieron de allí, y de cuando en cuando mataban a los animales a medida que iban
saliendo. Al final hubo un largo intervalo sin que apareciera ninguno de aquellos
bichos, y entonces se acercaron prudentemente y examinaron las raíces del árbol.
«Encontraron —dice el obispo de Kilmore— un hoyo redondo que se hundía en
la tierra, y en el cual había los cadáveres de dos o tres de aquellos animales que
habían muerto ahogados por el humo; y, lo que me llamó más la atención, al lado de
sus restos, apoyado en la pared, estaba el esqueleto de un ser humano con la piel
reseca encima de los huesos, y algunos restos de pelo negro. Los que examinaron el
esqueleto dijeron que se trataba indudablemente del cadáver de una mujer, y que
había muerto durante los últimos cincuenta años».

www.lectulandia.com - Página 110


EL HUERTO DE MARTIN

H ACE algunos años, me encontraba hospedado en casa de un párroco del Oeste,


donde la compañía a la cual pertenezco posee algunas propiedades. Había ido
a inspeccionar algunas de aquellas propiedades; y el primer día de mi estancia allí,
poco después de la hora del desayuno, nos anunciaron que el carpintero de la finca,
John Hill, estaba dispuesto a acompañarnos. El párroco me preguntó qué parte de la
parroquia íbamos a visitar aquella mañana. Saqué el mapa de las propiedades, y
cuando le hube señalado cuál iba a ser nuestro recorrido, colocó el dedo sobre un
punto del mapa.
—Cuando llegue aquí —dijo—, no se olvide de pedirle a John Hill que le enseñe
el huerto de Martín. Me gustará saber lo que le dice.
—¿Qué espera usted que me diga? —inquirí.
—No tengo ni la más ligera idea —dijo el párroco—. Espero que me lo contará
usted a la hora de comer.
Y en aquel momento le llamaron y tuvo que marcharse.
Salí en compañía de John Hill, que no es hombre que se reserve egoístamente la
información que posea sobre cualquier asunto, y por su mediación resulta fácil
obtener datos muy interesantes acerca de la gente del lugar. Cuando se encuentra ante
una palabra poco corriente, o que él supone que es poco corriente para su interlocutor,
suele deletrearla, como por ejemplo, t-u-s-a: tusa. Sin embargo, nuestra conversación,
hasta que llegamos al huerto de Martín, no tuvo nada que merezca la pena de ser
consignado. El trozo de tierra conocido con el nombre de Huerto de Martín consiste
en unos cuantos metros cuadrados —muy pocos— de terreno, completamente
rodeados por una cerca, y sin ninguna puerta ni abertura que dé acceso al interior.
Puede ser tomado por un pequeño huerto abandonado desde hace mucho tiempo, pero
queda muy apartado del pueblo y no hay en él ni rastro de que se haya cultivado algo.
Está a poca distancia de la carretera y forma parte de los que allí llaman una
paramera, en otras palabras, un terreno estéril y desértico.
—¿Por qué está vallado ese trozo de terreno? —pregunté.
Y John Hill (cuya respuesta no puedo reproducir tal como realmente sonó) se
apresuró a satisfacer mi curiosidad.
—Esto es lo que nosotros llamamos el Huerto de Martín. Hay algo muy curioso
relacionado con este trozo de tierra, conocido por el nombre de Huerto de Martín. M-
a-r-t-í-n: Martín. Perdone, pero ¿le dijo el señor párroco que me preguntara acerca de
esto?
—Sí.

www.lectulandia.com - Página 111


—Me lo imaginaba. Estuve hablando con él acerca de este asunto la semana
pasada, y se mostró muy interesado. Parece ser que ahí dentro hay un hombre
enterrado, un asesino que se llamaba Martín. El viejo Samuel Sanders, que vivió
antiguamente en lo que nosotros llamamos ciudad-meridional, tenía una larga historia
que contar acerca de este asunto: un terrible asesinato perpetrado contra una joven. El
tal Martín la degolló y la arrojó al agua.
—¿Le colgaron por ello?
—Sí, fue ahorcado por su crimen, el día de los Santos Inocentes, según he oído
decir, hace cientos de años. Y su juez era un hombre terrible… terrible y sanguinario,
según parece.
—¿Se llamaba Jeffreys, por casualidad?
—Es posible que se llamara Jeffreys… J-e-f Jeffreys. Le oí contar muchas veces a
mister Sanders que el joven Martín —George Martín— se vio acosado por el espíritu
de su víctima, antes de que se descubriera el crimen.
—¿Sabe usted cómo ocurrió eso?
—No, señor, no sé exactamente cómo ocurrió; pero, por lo que he oído decir, el
asesino se vio cruelmente atormentado. El viejo mister Sanders contaba una historia
acerca de un armario que había en la Posada Nueva. Según lo que contaba mister
Sanders, el espíritu de la joven salía de aquel armario. Pero no conozco los detalles
del asunto.
Ésta es, resumida, la información que obtuve de John Hill. Terminamos nuestro
recorrido, y a su debido tiempo informé al párroco de lo que había oído. Entonces me
enseñó un libro de cuentas de la parroquia, en el cual constaba que en 1684 había sido
pagada una horca, y al año siguiente una tumba, ambas destinadas a un tal George
Martín; pero no conocía a nadie en la parroquia, desaparecido Sanders, que pudiera
aportar algún dato acerca de aquella historia.
Naturalmente, en cuanto regresé a la ciudad me dediqué a visitar todas las
bibliotecas, en busca de algún libro que hablara de aquel caso. Conseguí encontrar lo
que buscaba. Los periódicos de la época hablaban del juicio contra George Martín (el
cual era descrito como un joven caballero de buena posición), y explicaban que,
basándose en los prejuicios locales contra el acusado, la vista de la causa había tenido
lugar en Londres, y no en Exeter; que el juez había sido Jeffreys, y la sentencia, de
muerte, y que en las pruebas habían figurado «unos detalles muy raros». No supe
nada más hasta el mes de setiembre de aquel mismo año. Un amigo mío que me sabía
interesado por Jeffreys, me envió una hoja arrancada del catálogo de un librero de
ocasión, en la cual figuraba la siguiente anotación: JEFFREYS, JUEZ: Interesantes
juicios por asesinato. De este modo pude conseguir, por unos cuantos chelines, lo que
parecía ser un informe literal, resumido, del juicio contra Martín. El libro, escrito a
mano, tenía un título redactado con la caligrafía del siglo XVIII por alguien que había
añadido la siguiente nota:
«Mi padre, que tomó estas notas en el Tribunal, me dijo que los amigos del

www.lectulandia.com - Página 112


acusado habían presionado al juez Jeffreys para que no saliera a la luz pública ningún
informe del juicio. Pasado algún tiempo, mi padre trató de publicarlo e informó de su
intención al Rvdo. Mr. Glanvil, el cual aprobó calurosamente el proyecto; pero la
muerte les sorprendió a los dos antes de que pudieran verlo realizado».
Siguen las iniciales W. G. Supongo que el que tomó el informe fue T. Gurney,
autor de otros informes de juicios célebres de aquella época.
Esto fue todo lo que pude leer por mí mismo. Al cabo de mucho tiempo, oí hablar
de alguien que era capaz de descifrar la enrevesada escritura resumida (una especie
de taquigrafía) del siglo XVII, y hace muy poco que poseo la copia mecanografiada
del manuscrito. Los fragmentos que voy a transcribir ayudan a llenar las lagunas que
existen en los recuerdos de John Hill y, supongo, de un par o tres de otras personas
que viven en el escenario de los acontecimientos.
El informe empieza con una especie de prólogo, en el cual el autor explica que
aquella copia no es la que realmente tomó en el tribunal, aunque se trata de una copia
verdadera en lo que respecta a la anotación de lo que había sido dicho; pero que el
escritor había añadido algunos «notables pasajes» que tuvieron lugar durante el
juicio, y había hecho esta copia fidedigna del conjunto, esperando que llegara una
época favorable para publicarla; pero la había hecho en escritura abreviada, para
evitar que cayera en manos de personas no autorizadas y él o su familia se vieran
privados de los beneficios que pudiera reportar la publicación.
Luego empezaba el informe:

Este caso fue juzgado en viernes, el 19 de noviembre, entre nuestro soberano


señor el Rey y George Martín Esquire, de (omito voluntariamente algunos de los
nombres de los lugares), en sesión del tribunal criminal, en Old Bailey. El preso, que
se encontraba en la cárcel de Newgate, fue conducido a la barra.

Oficial de la Corona. — George Martín, levante usted la mano derecha.


(Lo cual hizo).
A continuación fue leída la acusación, la cual afirmaba que el preso «no teniendo
el temor de Dios ante sus ojos, sino instigado y seducido por las insinuaciones del
diablo, el día 15 de mayo, del trigésimo sexto año del reinado de nuestro soberano
señor el rey Carlos II, empleando fuerza y brazos en la parroquia anteriormente
mencionada y sobre Ann Clark, soltera, del mismo lugar, en la paz de Dios y de
nuestro soberano señor el Rey, voluntariamente y con toda malicia, asaltó, y con un
cuchillo valorado en un penique hizo un corte en la garganta de la susodicha Ann
Clark, de cuya herida la susodicha Ann Clark murió y el cadáver de la susodicha Ann
Clark fue arrojado a una balsa de agua de la misma parroquia (con otros detalles que
no interesan a nuestros propósitos), contra la paz de nuestro soberano señor el Rey, su
corona y su dignidad».
A continuación, el preso solicitó un informe de la acusación.

www.lectulandia.com - Página 113


L. C. J. (Sir George Jeffreys). — ¿Qué significa eso? Desde luego, usted sabe que
nunca se ha entregado copia de la acusación. Además, se trata de la acusación más
clara que he oído en mi vida; no puede hacer usted otra cosa más que defenderse en
juicio.
P. — Señoría, entiendo que de la acusación puede surgir algún interesante aspecto
legal, y suplico humildemente al tribunal que me permita estudiarla. Además, señor,
creo que existe un precedente: se entregó copia de la acusación.
L. C. J. — ¿Cuál es ese precedente?
P. — En realidad, Señoría, he permanecido encerrado desde que salí de Exeter
Castle, y nadie me había enterado de la acusación y nadie me había aconsejado acerca
de ella.
L. C. J. — Bueno, le he preguntado cuál era el precedente que usted alegaba.
P. — Señoría, no puedo decirle exactamente el nombre del caso, pero me ronda
por la cabeza que hay uno, y suplico humildemente…
L. C. J. — Estamos perdiendo el tiempo. Diga cuál es el precedente, y nosotros le
diremos si tiene aplicación en su caso. Si pide usted algo que sea una exigencia legal,
le atenderemos: pero esto va contra la ley, y nosotros debemos atenernos
estrictamente a ella.
Fiscal. (Sir Robert Sawyer). — Señoría, pedimos en nombre del Rey que el
acusado se confiese culpable o no culpable.
Oficial de la Corona. — ¿Es usted culpable del asesinato de que acaba de ser
acusado, o no culpable?
P. — Señoría, deseo humildemente plantear esto al tribunal: si me confieso ahora
culpable o no culpable, ¿tendré después una oportunidad para recusar la acusación?
L. C. J. — Sí, sí, la tendrá después del veredicto: es un derecho que le concede la
Ley, y podrá ejercerlo. Lo que tiene que hacer ahora es confesarse culpable o no
culpable.

Entonces, después de una breve plática con el tribunal (lo cual pareció extrañar
después de una acusación tan clara) el preso se declaró No Culpable.

Oficial de la Corona. — Reo. ¿Cómo desea ser juzgado?


P. — Por Dios y mi condado.
Oficial de la Corona. — Dios le juzgará rectamente.
L. C. J. — ¿Que significa eso? Se ha venido alegando que usted no podía ser
juzgado en Exeter por su condado, sino que debía traérsele a usted aquí, a Londres, y
ahora pide usted ser juzgado por su condado. ¿Tenemos que enviarle a usted a Exeter
otra vez?
P. — Señoría, creí que ése era el formulismo…
L. C. J. — Y lo es, y lo es: estaba hablando en broma. Bueno, vamos a tomarle
juramento al jurado.

www.lectulandia.com - Página 114


Los miembros del jurado prestaron juramento. Omito sus nombres. No hubo
recusación por parte del preso, ya que, como él mismo dijo, no conocía a ninguna de
las personas que fueron nombradas. Después, el preso pidió que le dejaran utilizar
pluma, tinta y papel, a lo cual el L. C. J. replicó: «¡Sí, sí, en nombre de Dios! Que se
lo den». Luego quedó constituido el jurado y el Oficial de la Corona, Mr. Dolben,
declaró abierto el juicio en nombre del Rey:
El Fiscal tomó la palabra:
Como saben sus señorías, y los caballeros del jurado, soy representante del Rey
contra el prisionero del banquillo. Han oído ustedes que ha sido acusado de un
asesinato cometido en la persona de una joven. Tales crímenes, como ustedes quizá
reconocerán, no son infrecuentes, y en los actuales tiempos, siento tener que decirlo,
casi diariamente tenemos noticia de algún hecho de naturaleza tan bárbara y tan
monstruosa. Pero debo confesar que en el asesinato que se imputa al acusado existen
algunas características especiales que lo convierten en un delito que no creo se haya
cometido nunca en suelo inglés. Ya que, como demostraremos después, la persona
asesinada era una pobre muchacha campesina (en tanto que el acusado es un
caballero de adecuada posición), y, además, era alguien a quien la Providencia no
había concedido el pleno uso de sus facultades mentales, sino que era lo que entre
nosotros llamamos corrientemente un ser inocentón y sencillo. Alguien, en
consecuencia, que debió inspirar sentimientos de compasión en un caballero de la
condición del acusado, el cual, por el contrario, alzó su mano contra ella del modo
horrible y bárbaro que después manifestaremos.
Ahora, para empezar por el principio y exponerles el caso de un modo ordenado:
alrededor de las Navidades del pasado año, que era el año de 1683, este caballero,
mister Martín, habiendo regresado recientemente a su condado desde la Universidad
de Cambridge, algunos de sus vecinos, para demostrarle lo sociables y corteses que
podían ser (ya que la familia del acusado es una de las de mejor reputación de todo el
condado), le invitaban constantemente a participar en sus diversiones navideñas, de
modo que no paraba de ir de acá para allá, de una casa a otra, y a veces, cuando el
lugar de su destino estaba lejos, o por cualquier otro motivo, tales como la
inseguridad de los caminos, se veía obligado a pasar la noche en una posada. Así
sucedió que el acusado, un par de días después de Navidad, llegó al lugar donde la
joven víctima vivía con sus padres, y se instaló en la posada, llamada la Posada
Nueva, la cual, según mis informes, es una casa de buena reputación. La gente joven
celebraba un baile en la posada, y Ann Clark había ido acompañada por su hermana
mayor; pero siendo, como ya he dicho, una joven mentalmente retrasada, y, además,
de aspecto poco atractivo, no era fácil que tomara parte activa en la diversión; de
modo que permanecía de pie en un rincón de la sala. El acusado, al verla, debemos
suponer que por simple chanza, se acercó a ella y le preguntó si quería bailar con él.
Y a pesar de lo que su hermana y otros pudieran decir para impedirlo y para

www.lectulandia.com - Página 115


convencerla…
L. C. J. — Vamos, señor Fiscal, no estamos aquí sentados para oír historias de
reuniones de Navidad en tabernas. No quisiera interrumpirle, pero supongo que tiene
usted algo más sustancioso que contarnos. ¿O va a decimos ahora la tonada que
bailaron?
Fiscal — Señoría, no deseo hacer perder tiempo al tribunal con detalles
superfluos, pero considero necesario explicar cómo empezó aquella extraña amistad.
Y, en lo que respecta a la tonada que bailaron, creo asimismo que tiene mucha
importancia en el caso que nos ocupa.
L. C. J. — Siga, siga, en nombre de Dios: pero no diga nada que no sea
pertinente.
Fiscal. — Me atendré al caso, Señoría. Pero, caballeros, después de haberles
hablado lo suficiente, según creo, de aquel primer encuentro entre la persona
asesinada y el acusado, abreviaré mi relato diciendo que a partir de entonces se
produjeron frecuentes encuentros entre los dos: ya que la joven estaba muy
entusiasmada con la idea de tener (tal como lo concebía ella) un novio tan apuesto, y
él se acostumbró a pasar por lo menos una vez a la semana por delante de la casa
donde ella vivía, que siempre estaba esperándole; y parece ser que tenían una señal
convenida: él debía silbar la tonada que habían bailado en la taberna: se trata de una
tonada, según mis informes, muy conocida en aquel condado, y tiene un estribillo:
«Madam, ¿quiere usted, pasear, quiere usted hablar conmigo?»
J. C. J. — Sí, recuerdo haberla oído en mi propio condado, en Shropshire. Creo
que hace así, más o menos… (Y Su Señoría se puso a silbar una melodía, con gran
asombro de todos los presentes. Y, al parecer, Su Señoría se dio cuenta del efecto que
estaba causando, ya que dijo: Bueno, creo que es la primera vez que tenemos música
de baile en esta Sala. La mayor parte de los bailes a que damos ocasión, se celebran
en Tyburn[3]. (Esto lo dijo mirando al acusado, que pareció muy afectado). Dice
usted, señor Fiscal, que la tonada tiene mucha importancia en este caso, y por mi vida
que creo que mister Martín está de acuerdo con usted. ¿Qué le pasa, hombre? ¡Parece
que esté usted viendo a un fantasma!
P. — Señoría, estaba asombrado al oír las tonterías y trivialidades que esgrimen
contra mí.
L. C. J. — Bueno, bueno, el señor Fiscal se encargará de demostrar si son
trivialidades o no. Aunque debo decir que, si no tiene nada peor que lo que ha dicho,
no tiene usted grandes motivos para estar preocupado. Claro que habrá algo más
serio… Pero, siga, señor Fiscal.
Fiscal — Su señoría, caballeros… Reconozco que todo lo que he dicho puede
parecer trivial. Se trataría, en resumidas cuentas, de la broma que un joven caballero
de posición le gastaba a una pobre muchacha tonta. Pero hay algo más.
Demostraremos que al cabo de tres o cuatro semanas el acusado se comprometió con
una señorita de su clase de aquel condado, adecuada para él en todos los sentidos, y

www.lectulandia.com - Página 116


que aquel compromiso parecía asegurarle una existencia feliz y respetable. Pero al
cabo de muy poco tiempo parece ser que aquella señorita, habiéndose enterado de la
broma que el acusado le estaba gastando a la desdichada Ann Clark, broma que era
del dominio público en todo el condado, decidió que la conducta de su prometido era
impropia de una persona de su clase, y que ella misma se veía humillada, ya que su
nombre andaba de boca en boca en las tabernas y otros lugares de comadreo. De
modo que, con el consentimiento de sus padres, le dijo al acusado que podían dar por
roto su compromiso. Demostraremos también que al recibir esta noticia el acusado se
sintió enfurecido contra Ann Clark, por considerarla la causa de su desgracia (aunque
en realidad no podía imputarse a nadie más que a él mismo), y que profirió palabras
de insulto y de amenaza contra ella, y que en un encuentro posterior la insultó y la
golpeó con su látigo: pero ella, no siendo más que una pobre inocente, no se dejó
convencer de que debía renunciar a su noviazgo con él, y a menudo corría detrás del
acusado testimoniando con sus gestos y con sus palabras entrecortadas el cariño que
le inspiraba, hasta convertirse, como dijo el propio acusado, en la verdadera plaga de
su vida. Sin embargo, como los asuntos en los cuales el acusado estaba
comprometido le obligaban a pasar necesariamente por delante de la casa donde ella
vivía, no pudo evitar (como estoy dispuesto a creer que de otro modo hubiera hecho)
el encontrarse con ella de cuando en cuando. Más adelante demostraremos que éste
era el estado de cosas el día 15 de mayo del presente año. Aquel día, el acusado llegó
a caballo al pueblo, como de costumbre, y se encontró con la joven: pero en vez de
pasar de largo por su lado, como había estado haciendo últimamente, se detuvo, y le
dijo a la joven algunas palabras que parecieron complacerla mucho, después de lo
cual la dejó; y a partir de aquel día la joven no pudo ser encontrada, a pesar de la
minuciosa búsqueda que se llevó a cabo. La próxima vez que el acusado pasó por el
pueblo sus conocidos le preguntaron si sabía algo de la joven desaparecida; y el
acusado contestó negativamente. Entonces le expresaron sus temores de que la joven,
alterada en su ya deficiente estado mental por las atenciones que él le había dedicado,
podía haber atentado contra su propia vida. Al mismo tiempo, aprovecharon la
ocasión para recordarle las veces que le habían aconsejado que dejara a la joven en
paz, ya que nada bueno podía esperarse de una broma como aquélla. Pero el acusado
se rió de aquellos temores. Sin embargo, a pesar de lo despreocupado de su actitud, la
gente pudo observar que se había producido un ligero cambio en él, y se dijo que
tenía aspecto de hombre desazonado. Y llego ahora a un punto acerca del cual no
debería solicitar su atención, aunque a mí me parece que está basado en la verdad, y
está confirmado por testigos que merecen entero crédito. Y, caballeros, en mi opinión,
el punto a que voy a referirme es un claro ejemplo de la venganza de Dios contra el
asesino, y una prueba fehaciente de que la sangre inocente clama al cielo.

(En aquel momento, el señor Fiscal hizo una pausa y revolvió entre sus papeles: y
el hecho resultó tanto más sorprendente para mí y para los demás, por cuanto se

www.lectulandia.com - Página 117


trataba de un hombre que no era aficionado a las actitudes melodramáticas).

L. C. J. — Bien, señor Fiscal, ¿cuál es ese ejemplo?


Fiscal — Señoría, se trata de algo muy extraño, y la verdad es que en todo el
tiempo que llevo ejerciendo mi profesión no me había encontrado con nada parecido.
Pero, resumiendo, caballeros, aportaremos testimonio a este tribunal de que Ann
Clarck fue vista después de aquel 15 de mayo, y de que, en la época en que fue vista,
era imposible que se tratara de una persona viva.

(En aquel momento se elevó un gran murmullo de los bancos ocupados por el
público, y una gran cantidad de risas, y el Tribunal requirió silencio, y cuando se
hubo hecho…).

L. C. J. — Bueno, señor Fiscal, podía usted haber aplazado esa historia por una
semana; entonces hubiese sido Navidad, y podía haber asustado a sus cocineras con
ella. (Al oír estas palabras el público estalló en nuevas risas, e incluso el acusado se
rió, a lo que parece). ¡Por Dios, caballero! Nos está usted obsequiando con historias
de fantasmas, y chismorreos de taberna… cuando está en juego la vida de un hombre.
(Al acusado): Y usted, señor, no creo que deba tomarse a broma todo esto. No le han
traído aquí para que se divierta, y si conozco bien al señor Fiscal, creo que tendrá que
añadir algo que no le hará a usted tanta gracia. Siga, señor Fiscal. Quizás no debí
hablar de un modo tan brusco, pero debe usted reconocer que su alegato se aparta un
poco de lo normal.
Fiscal. — Nadie lo sabe mejor que yo, Señoría, pero todo lo que he dicho tenía su
finalidad. Les demostraré a ustedes, caballeros, que el cadáver de Ann Clark fue
encontrado en el mes de junio, en una balsa de agua, con la garganta cortada: que en
la misma balsa fue encontrado un cuchillo que pertenecía al acusado: que el acusado
había hecho esfuerzos para recuperar el citado cuchillo, sacándolo de la balsa: que la
encuesta del coroner terminó en un veredicto contra el acusado, y que, por lo tanto, el
acusado debió de haber sido juzgado en Exeter: pero que, alegando que no podría
encontrarse un jurado imparcial que le juzgara en su propio condado, el propio
acusado solicitó como gracia especial el ser juzgado aquí, en Londres. A continuación
procederemos a la presentación de pruebas.

A renglón seguido fueron presentadas pruebas de la amistad entablada entre el


acusado y Ann Clark, así como de la encuesta realizada por el coroner. Paso por alto
esta parte del juicio, ya que no ofrece ninguna particularidad especialmente
interesante.

A continuación fue llamada la testigo Sarah Arscott, la cual prestó juramento.

Fiscal. — ¿En qué se ocupa usted?

www.lectulandia.com - Página 118


S. — Trabajo en la Posada Nueva como…
Fiscal. — ¿Conoce usted al acusado que se sienta en el banquillo?
S. — Sí; estuvo a menudo en nuestra casa desde que vino por primera vez en las
Navidades del pasado año.
Fiscal. — ¿Conocía usted a Ann Clark?
S. — Sí, perfectamente.
Fiscal. — Por favor, ¿qué clase de persona era por su aspecto?
S. — Era una muchacha delgada y muy bajita. Es todo lo que puedo decir.
Fiscal. — ¿Era atractiva?
S. — ¡Oh, no! ¡Ni mucho menos! ¡Era muy fea, pobrecita! Tenía la cara muy
grande, y las mandíbulas colgantes, y un cutis de un color muy raro, como el de una
guáchara.
L. C. J. — ¿Cómo dice, señora? ¿Qué es lo que parecía?
S. — Perdone, Señoría; oí que el caballero Martín decía que la muchacha tenía
cara de guáchara; y en realidad era así.
L. C. J. — ¿Qué es lo que parecía? ¿Puede usted explicármelo, señor Fiscal?
Fiscal — Creo, Señoría, que guáchara es la palabra utilizada en aquel condado
para designar a un sapo.
L. C. J. — ¡Oh, un sapo! De acuerdo, siga.
Fiscal — ¿Podría usted explicar al jurado lo que sucedió entre usted y el acusado
en mayo último?
S. — Desde luego. Eran cerca de las nueve de la noche del día que Ann no volvió
a su casa, y yo estaba haciendo mi trabajo en la posada; la única persona que había
allí era Thomas Snell, y hacía un tiempo de perros. Entonces se presentó el caballero
Martín, y pidió algo de beber, y yo, en tono de broma, le dije: «Caballero, ¿ha estado
usted buscando a su novia? Y él se me quedó mirando con una expresión terrible y
me dijo que me ocupara de mis propios asuntos. El hecho me sorprendió, porque
estábamos acostumbrados a bromear con él a propósito de ella».
L. C. J. — ¿A qué «ella» se refiere?
S. — A Ann Clark, Señoría. Y nosotros no estábamos enterados de que se había
comprometido con una señorita en otra parte, pues de ser así no hubiera bromeado
con el caballero. De modo que me callé, pero, nerviosa como estaba, empecé a
canturrear en voz baja la tonada que bailaron la primera vez que se vieron, pues sabía
que el oírla le fastidiaría. Era la misma tonada que él solía cantar cuando llegaba de la
calle. Se la había oído muy a menudo: Madam, ¿quiere usted pasear, quiere usted
hablar conmigo? Y sucedió que en aquel preciso instante necesitaba algo que estaba
en la cocina. De modo que me fui a buscarlo, sin dejar de cantar, y alzando un poco
más la voz, a propósito. Y mientras estaba en la cocina me pareció oír a alguien que
me contestaba desde fuera de la casa, pero no podía estar segura porque el viento
soplaba muy fuerte. De modo que dejé de cantar, y presté atención, y oí una voz que
decía: Sí, señor, quiero pasear, quiero hablar con usted, y supe que la voz era la de

www.lectulandia.com - Página 119


Ann Clark.
Fiscal. — ¿Cómo supo que era su voz?
S. — Era imposible que pudiera equivocarme. Tenía una voz horrible, muy
chillona, especialmente cuando trataba de cantar. Y no había nadie en el pueblo que
pudiera imitarla, ya que a menudo habían tratado de hacerlo, sin éxito. De modo que,
al oírla, me puse contenta, porque la verdad es que todos estábamos preocupados
pensando en lo que podía haberle sucedido: era una muchacha muy inocente, y muy
buena, y muy tratable. De modo que me dije a mí misma: «¡Vaya, muchacha! Ya
estás de vuelta, ¿eh?». Y corrí hacia la puerta principal, y le dije al caballero Martín
mientras pasaba junto a él: «Caballero, aquí está otra vez su novia: ¿quiere que la
haga pasar?». Y mientras acababa de pronunciar aquellas palabras fui a abrir la
puerta; pero el caballero Martín me agarró por un brazo, y en aquel momento me
pareció que se había vuelto loco, o poco menos. «¡En nombre de Dios! ¿Qué va usted
a hacer?», me dijo. Y no supe que contestarle: el caballero estaba temblando como la
hoja de un árbol. Luego me puse furiosa, y dije: «¡Vaya! ¿No se alegra usted de que
haya aparecido esa pobre chica?». Y llamé a Thomas Snell y le dije: «Ya que el
caballero no quiere soltarme, abra usted la puerta y haga entrar a esa muchacha». De
modo que Thomas Snell fue a abrir la puerta, y al hacerlo entró una ráfaga de viento
y apagó las dos velas que teníamos encendidas; y el caballero Martín me soltó
inmediatamente. Creo que cayó al suelo, pero estábamos completamente a oscuras y
pasaron unos minutos antes de que yo volviera a encender la luz. Y mientras estaba
ocupada en esta tarea, no estoy completamente segura, pero me pareció oír los pasos
de alguien que cruzaba la habitación, y estoy segura que oí abrirse y cerrarse la puerta
de la gran alacena que hay en la misma habitación. Luego, cuando hube encendido de
nuevo la luz, vi al caballero Martín en el mismo sitio, pálido y sudoroso con los
brazos caídos a lo largo del cuerpo; y me disponía a acudir en su ayuda, cuando vi
que por la puerta de la alacena, que estaba cerrada, asomaba un trozo de ropa, y
entonces recordé que había oído abrirse y cerrarse aquella puerta. De modo que pensé
que alguna persona se había metido dentro de la posada mientras estuvo la luz
apagada, y se había escondido en la alacena. Me adelanté para mirar más de cerca, y,
efectivamente, allí había un trozo de tela negra, como si a la persona que se había
escondido en la alacena se le hubiese quedado enganchada la punta del vestido al
cerrar la puerta.
Fiscal. — De modo que pensó usted que se trataba de la punta de un vestido…
S. — Desde luego: un vestido de mujer.
Fiscal. — ¿Y sospechó usted a quién podía pertenecer? ¿Conocía usted a alguien
que llevara un vestido como aquél?
S. — Era una tela muy corriente, por lo que pude apreciar. En nuestra parroquia
he visto a muchas mujeres que llevan vestidos confeccionados con aquella clase de
tela.
Fiscal. — ¿Era como el vestido de Ann Clark?

www.lectulandia.com - Página 120


S. — Ella llevaba a veces un vestido como, aquél; pero no podría asegurar bajo
juramento que fuera el mismo.
Fiscal. — ¿Observó usted alguna otra cosa?
S. — Me pareció que estaba muy mojado. Pero ya he dicho que hacía muy mal
tiempo.
L. C. J. — ¿Lo tocó usted, señora?
S. — No, Señoría, no me atreví a tocarlo.
L. C. J. — ¿No se atrevió? ¿Por qué? ¿Acaso le dan miedo los vestidos mojados?
S. — En realidad, Señoría, no podría explicar los motivos. Lo único que puedo
decir es que aquel trozo de tela me inspiró una gran repulsión.
L. C. J. — Bien, siga.
S. — Entonces llamé otra vez a Thomas Snell y le dije que me ayudara a coger a
la persona que saliera de la alacena cuando yo abriera la puerta, «ya que —dije— ahí
dentro hay alguien escondido y quiero saber qué desea». Y al oír estas palabras, el
caballero Martín dio un grito y salió corriendo de la casa, y en aquel mismo instante
noté que la puerta de la alacena me presionaba la mano que tenía apoyada en ella,
como si alguien tratara de abrirla desde el interior. Intenté mantenerla cerrada,
apretando con todas mis fuerzas, y Thomas Snell acudió en mi ayuda. Pero, a pesar
de nuestros esfuerzos, la puerta se abrió de golpe, haciéndonos caer a los dos de
espaldas.
L. C. J. — ¿Y qué fue lo que salió de la alacena? ¿Un ratón?
S. — No, Señoría, era mayor que un ratón, aunque no pude ver lo que era: se
deslizó rápidamente por el suelo y desapareció en la oscuridad de la calle.
L. C. J. — Pero ¿qué aspecto tenía? ¿Era una persona?
S. — Señoría, no puedo decir lo que era, pero corría mucho y era de color oscuro.
Thomas Snell y yo quedamos muy impresionados, pero a pesar de ello corrimos hacia
la puerta que había quedado abierta. Miramos arriba y abajo, pero estaba muy oscuro
y no pudimos ver nada.
L. C. J. — ¿No quedaron rastros en el suelo? ¿Qué clase de suelo tienen ustedes
allí?
S. — Es un suelo embaldosado, Señoría, y había en él una especie de rastro
húmedo, pero ni Thomas Snell ni yo pudimos hacer nada, y, además, como ya he
dicho, hacía muy mala noche.
L. C. J. — Bien, por mi parte, no veo adonde quiere usted ir a parar con esta
prueba, aunque reconozco que lo que acaba de contarnos la testigo es una historia
muy extraña.
Fiscal — Señoría, trato de demostrar la sospechosa conducta del acusado
inmediatamente después de la desaparición de la persona asesinada: y pido al jurado
que lo tenga en cuenta; y también el asunto de la voz oída dentro de la casa.

A continuación fue llamado Thomas Snell, el cual prestó declaración en los

www.lectulandia.com - Página 121


mismos términos que Mrs. Arscott, y añadió lo siguiente:

Fiscal. — ¿Ocurrió algo entre usted y el acusado durante el tiempo en que Mrs.
Arscott estuvo fuera de la habitación?
Th. — Yo tenía un trozo de taco en el bolsillo.
Fiscal — ¿Un trozo de qué?
Th. — De taco de tabaco, señor, y sentí deseos de fumarme una pipa. De modo
que saqué la pipa y me dispuse a cortar el tabaco, pero me di cuenta de que me había
dejado el cuchillo en casa. Y como no tengo dientes para morderlo, como su señoría
puede comprobar por sus propios ojos…
L. C. J. — ¿Qué está diciendo este hombre? ¡Al grano, amigo! ¿Cree que estamos
aquí para mirarle a usted los dientes?
Th. — ¡No, Señoría, Dios me perdone! Ni yo lo permitiría. Sé que sus excelencias
tienen mejor ocupación, y mejores dientes…
L. C. J. — ¡Dios mío, qué hombre este! Sí, tengo mejores dientes, como podrá
comprobar usted si no se atiene a los hechos concretos.
Th. — Le pido perdón humildemente, Señoría, pero eso fue lo que ocurrió. De
modo que pensé que no había ningún mal en pedirle al caballero Martín que me
prestara su cuchillo para cortar el tabaco. Y así lo hice. Y el caballero buscó en un
bolsillo, y luego en otro, y el cuchillo no estaba allí. Y yo dije: «¡Vaya! ¿Ha perdido
usted su cuchillo, caballero?». Y él se puso en pie, y volvió a rebuscar en sus
bolsillos, y se sentó de nuevo, murmurando: «¡Dios mío! Debo de haberlo dejado
allí». Parecía estar muy preocupado, y se cogió la cabeza entre las manos. Y en aquel
preciso instante regresó Mrs. Arscott de la cocina.

Preguntado si había oído la voz cantando en el exterior de la casa, dijo que no,
pero que la puerta que daba a la cocina estaba cerrada, y hacia mucho viento.
También dijo que la voz de Ann Clark era inconfundible.
A continuación fue llamado un muchacho, William Reddaway, de unos trece años
de edad, y tras las preguntas de ritual, que le formuló el Oficial de la Corona, pudo
comprobarse que sabía lo que era un juramento. De modo que prestó juramento. Su
declaración se refirió a hechos acaecidos una semana más tarde.

Fiscal. — Ahora, muchacho, no te asustes: aquí no hay nadie que pueda hacerte
daño si dices la verdad.
L. C. J. — Eso es, si dice la verdad. Pero recuerda, muchacho, que estás en
presencia del Dios de cielos y tierra, que tiene las llaves del infierno, y en presencia
nuestra, que somos oficiales del Rey y tenemos las llaves de la cárcel; y recuerda,
también, que está en juego la vida de un hombre; y si dices una mentira, y a
consecuencia de ella ese hombre tiene un mal fin, te habrás convertido en su asesino.
De modo que tienes que decir la verdad.
Fiscal. — Cuéntale al jurado lo que sepas, y habla en voz alta. ¿Dónde estabas la

www.lectulandia.com - Página 122


noche del 23 de mayo último?
L. C. J. — ¿Cree usted que un muchacho como éste puede recordar las fechas?
Vamos a ver, pequeño, ¿recuerdas ese día?
W. — Sí, Señoría, era el día antes de nuestra fiesta, y yo tenía seis peniques para
gastar, y era un mes antes de la verbena de San Juan.
Uno del Jurado. — Señoría, no puedo oír lo que dice el testigo.
L. C. J. — Ha dicho que recuerda la fecha porque era el día antes de la fiesta que
celebran allí, y él tenía seis peniques para gastar. Súbanle a aquella mesa… Bien,
muchacho, ¿dónde estabas tú, entonces?
W. — Guardando vacas en el marjal, Señoría.

Pero, como el muchacho hablaba el dialecto de su condado, Su Señoría no


conseguía entenderle bien, de modo que preguntó si había alguien en la sala que
pudiera servir de intérprete. Dio la casualidad de que se encontrara allí el párroco del
pueblo, el cual prestó juramento. El interrogatorio continuó.
El muchacho dijo:

«Estaba en el marjal, a eso de las seis de la tarde, sentado detrás de una mata de
arbustos, cerca de una balsa de agua; y el acusado llegó muy cautelosamente y
mirando a uno y otro lado, y en la mano llevaba una especie de pértiga, muy larga; y
se quedó quieto un buen rato, como si estuviera escuchando, y luego empezó a hundir
la pértiga en el agua, como si buscara algo; y yo estaba muy cerca del agua —a unos
cinco metros—, y oí que la pértiga chocaba contra algo que hizo un ruido muy raro,
como si alguien chapoteara debajo del agua, y el acusado soltó la pértiga y se dejó
caer sobre la hierba, tapándose las orejas con las manos, y al cabo de un rato se
levantó y se marchó tan cautelosamente como había venido».

Preguntado si había tenido algún contacto con el acusado, dijo:

«Sí, un par de días antes, el acusado, habiéndose enterado de que yo solía estar en
el marjal, me preguntó si había visto un cuchillo tirado por allí, y dijo que me daría
seis peniques si lo encontraba. Y yo le dije que no lo había visto, pero que podía
preguntar si alguien lo había encontrado. Y entonces él dijo que me daría seis
peniques para que no dijera nada a nadie, y me los dio».
L. C. J. — Y ésos eran los seis peniques que tenías para gastarte en la fiesta,
¿verdad?
W. — Sí, Señoría.

Preguntado si había observado algo especial en la balsa de agua, dijo:

«No, excepto que empezó a oler muy mal, y las vacas no quedan beber agua
desde hacía unos días».

www.lectulandia.com - Página 123


Preguntado si había visto juntos al acusado y a Ann Clark, se echó a llorar, y
transcurrió un buen rato antes de que pudiera hablar de un modo inteligible. Al final,
el párroco del pueblo, Mr. Matthews, consiguió tranquilizarle, y habiéndole repetido
la pregunta, dijo que había visto a Ann Clark en el marjal, esperando al acusado,
varias veces desde las últimas Navidades.

Fiscal — ¿La viste de cerca, para estar seguro de que era ella?
W. — Sí, completamente seguro.
L. C. J. — ¿Cómo completamente seguro, muchacho?
W. — Porque se paseaba arriba y abajo, dando saltitos como una oca (animal que
citó con el nombro que le daban en su condado; pero el párroco explicó que se trataba
de una oca). Y, además, tenía una forma que no podía confundírsela con otra persona.
Fiscal — ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

Entonces el testigo se echó a llorar de nuevo, agarrándose a Mr. Matthews, el cual


le dijo que no se asustara. Y al final contó lo siguiente: que el día antes de su fiesta (la
misma noche de que había hablado antes), después de que el acusado se hubo
marchado del marjal, empezó a oscurecer y sintió muchos deseos de regresar a su
casa, pero temiendo que el acusado pudiera verle, permaneció unos minutos detrás de
la mata de arbustos, mirando hacia la balsa, y vio una cosa oscura que salía del agua
al borde de la balsa, en el extremo opuesto al que él se encontraba, y saltaba a la
orilla. Y cuando la cosa se puso en pie pudo verla claramente recortada contra el
cielo, y vio que agitaba los brazos y salía corriendo en la misma dirección que había
tomado el acusado; y habiéndosele preguntado muy seriamente quién era, respondió
que no podía ser más que Ann Clark.
A continuación fue llamado su patrono, y declaró que aquella noche el muchacho
había llegado muy tarde a casa y había sido reprendido por ello, y que parecía estar
muy aturdido, pero que no explicó el motivo.

Fiscal — Señoría, hemos presentado nuestras pruebas en nombre del Rey.

A continuación, el Juez le indicó al acusado que podía hacer su defensa; cosa que
el acusado hizo, aunque no con mucha extensión, y de un modo muy entrecortado,
diciendo que esperaba que el jurado no le condenaría basándose en las chismorrerías
de unos campesinos y en los cuentos que había contado un chiquillo; y que había sido
muy perjudicado en su juicio; en este momento le interrumpió el Juez, diciendo que
no podía expresarse en aquellos términos, por cuanto le había sido concedido el
privilegio de ser juzgado en Londres, en vez de serlo en Exeter, a lo cual asintió el
acusado, aunque dijo que hubiera preferido que no le trasladaran a Londres, ya que
desde que se encontraba aquí no había tenido una vigilancia que impidiera que se
viera molestado. Entonces, el Juez ordenó que compareciera el Alguacil, y le
interrogó acerca de las medidas de vigilancia que habían sido adoptadas con el

www.lectulandia.com - Página 124


acusado, sin que de las respuestas del Alguacil se desprendiera nada anormal: excepto
que el Alguacil dijo que había sido informado por uno de los guardianes de que había
visto a una persona que subía las escaleras que conducían a la puerta de su cuarto;
pero no había posibilidad de que la persona hubiera entrado. Y al ser interrogado el
Alguacil acerca de quién pudiera ser aquella persona, no pudo contestar, ya que su
respuesta tenía que estar basada en suposiciones y rumores, cosa que no estaba
permitida por la ley. Y el acusado, al ser interrogado si se refería a dicha persona al
decir que había sido molestado, dijo que no, que no sabía nada de aquello, pero que
era muy penoso que un hombre no pudiera gozar de tranquilidad cuando su vida
estaba en juego. Pero pudo observarse que su negativa no había sido muy
convincente. Y ya no dijo nada más, y no fueron llamados más testigos. A
continuación, el Fiscal informó al jurado.
(Sigue un completo informe de lo que dijo, y, si el tiempo lo permitiera, me
gustaría transcribir sus palabras acerca de la pretendida aparición de la persona
asesinada: cita a algunas autoridades muy antiguas, tales como San Agustín (cuyo De
cura pro mortuis gerencia es el libro de referencia favorito de los antiguos escritores
aficionados a los temas sobrenaturales), y cita también algunos casos referidos por
Glanvil y por Mr. Lang. Sin embargo, al hablar de los casos en cuestión no dice nada
que no haya sido escrito).

A continuación, el Juez resumió las pruebas para el jurado. Su discurso tampoco


contiene nada que valga la pena de ser transcrito. Desde luego, se manifestaba
impresionado por el carácter singular de las pruebas, diciendo que era la primera vez
en toda su carrera que se enfrentaba con un caso de tal naturaleza; pero el proceso se
había desarrollado completamente de acuerdo con la ley, y el jurado tenía que decidir
si prestaba crédito o no a los testigos.
El jurado, después de una breve deliberación, declaró al acusado Culpable.
A continuación se preguntó al acusado si tenía algo más que alegar, y dijo que la
acusación no era válida, porque en ella figuraba su nombre, Martín, con i latina,
cuando en realidad se llamaba Martyn, con y griega. Pero el argumento no se dio por
válido, ya que el Fiscal podía demostrar que el acusado había firmado con su nombre
tal como aparecía en la acusación. Y, no teniendo nada más que alegar, le fue
comunicada al acusado la sentencia de muerte, especificando que debía ser colgado
en una horca cerca del lugar donde fue cometido el asesinato, y que la ejecución se
llevaría a cabo el próximo 28 de diciembre, festividad de los Santos Inocentes.
Inmediatamente, el acusado, con aspecto de gran desesperación, le preguntó al
Juez si podría recibir visitas de sus parientes durante el corto tiempo de vida que le
quedaba.

L. C. J. — Desde luego, aunque tendrá que ser en presencia del guardián; y


también Ann Clark podrá visitarle…

www.lectulandia.com - Página 125


Al oír estas últimas palabras, el acusado se puso a gritar violentamente,
diciéndole al Juez que no le dijera aquello, y el Juez le replicó furiosamente que no
merecía ninguna consideración, ya que además de asesino era cobarde, y no tenía
redaños para aceptar las consecuencias de su monstruoso acto. «Y pido a Dios —dijo
— que ella esté con usted de día y de noche, hasta que llegue su última hora». A
continuación, el acusado fue sacado de la sala, a punto de desmayarse, y el Tribunal
dio por terminada la sesión.
No puedo dejar de señalar que el acusado, durante todo el juicio, pareció
encontrarse más intranquilo de lo normal, aún teniendo en cuenta que lo que se
ventilaba era su propia vida: que, por ejemplo, no cesaba de mirar ansiosamente entre
el público, y a menudo se volvía repentinamente, como si alguien acabara de
llamarle. Otro hecho notable fue el silencio que guardó el público, y más adelante
(aunque esto no resulte demasiado ilógico en aquella época del año), la oscuridad que
invadió la sala donde se celebraba el juicio, hasta el punto de que tuvieron que
encender unas velas poco después de las dos de la tarde, a pesar de que en la ciudad
no había niebla.

Posteriormente, hablé con unos jóvenes que habían ido a dar un concierto al condado
a que me he referido antes, y confieso que mi interés se despertó al oír que decían que
una de las tonadas que habían interpretado recibió una acogida muy fría por parte de
los oyentes. Se trataba de la tonada que ha sido mencionada en este relato: Madam,
¿quiere usted pasear? Al día siguiente, hablando de ello con algunas personas del
pueblo, les dijeron que aquella tonada les inspiraba una invencible repugnancia.
Decían que traía mala suerte. Sin embargo, ninguna de aquellas personas tenía la más
ligera idea de los motivos de aquella aversión.

www.lectulandia.com - Página 126


EL DIARIO DE MR. POYNTER

E L salón de una antigua y famosa firma de subastadores de libros de Londres es,


desde luego, un excelente lugar de reunión para coleccionistas, libreros y
bibliotecarios, no solamente cuando se celebra una subasta, sino también —y casi
podría afirmarse que más— cuando se celebra una exposición de los libros que han
de ser subastados poco después. En uno de esos salones empezó la serie de
acontecimientos que no hace muchos meses me fueron relatados por la persona más
afectada por ellos, es decir, por mister James Denton, M. A., F. S. A.[4], que en otra
época vivía en Trinity Hall, y ahora, o últimamente, vive en Rendcomb Manor, en el
condado de Warwick.
Mister James Denton, cierto día de primavera de un año reciente, estaba pasando
una temporada en Londres por asuntos relacionados principalmente con el decorado y
los muebles de la casa que acababa de edificar en Rendcomb. Tal vez mis lectores se
decepcionen al enterarse de que Rendcomb Manor era una casa nueva; pero ésta es la
verdad. Allí había existido, desde luego, una casa antigua; pero no tenía el menor
interés en ningún aspecto. Y, caso de haberlo tenido, no hubiera resistido las
consecuencias del incendio que la asoló, un par de años antes de la época en que da
comienzo esta historia. Me alegra poder decir que todo lo que había de valor en la
casa pudo ser salvado, y que la casa estaba bien asegurada. De modo que mister
Denton se enfrentó con ánimo optimista con la tarea de construir una morada nueva y
más conveniente para él y para su tía, la cual constituía toda su familia.
Encontrándose en Londres, y disponiendo de tiempo libre, mister Denton pensó
que podía pasar una hora en el salón de los subastadores de libros a que he aludido al
principio, para tratar de encontrar, entre aquella parte de la famosa colección Thomas
que en aquellos días se estaba exponiendo, algún volumen que hablara de la historia o
de la topografía de su Warwickshire.
En consecuencia, se dirigió hacia allí, compró un catálogo y subió al salón,
donde, como de costumbre, los libros estaban expuestos en vitrinas, o encima de
largas mesas. Delante de las vitrinas, o sentados ante las mesas, había cierto número
de hombres que examinaban los libros. La mayoría de ellos eran conocidos de mister
Denton, el cual les saludó, antes de dedicarse a repasar su catálogo y a buscar los
libros que pudieran interesarle. Había progresado bastante a través de unos doscientos
lotes de los quinientos de que se componía la exposición —tomando un volumen de
una estantería de cuando en cuando y hojeándolo por encima—, cuando una mano se
posó en su hombro, obligándole a levantar la mirada. El hombre que le había
interrumpido era uno de aquellos intelectuales de barba puntiaguda y camisa de

www.lectulandia.com - Página 127


franela que tanto abundaron durante los últimos lustros del siglo XIX.
No tengo la intención de repetir toda la conversación que sostuvieron los dos
hombres. Debo limitarme a señalar que en su mayor parte versó acerca de amigos
mutuos, por ejemplo, acerca del sobrino del amigo de mister Denton, que
recientemente se había casado y establecido en Chelsea, de la cuñada del amigo de
mister Denton, que había estado gravemente enferma, pero que ahora ya estaba
mejor, y de un jarrón de porcelana china que el amigo de mister Denton había
comprado hacía unos meses a un precio muy inferior a su verdadero valor. Por todo
lo cual no les será difícil llegar a la conclusión de que la conversación fue lo más
parecido a un monólogo que imaginarse pueda. A su debido tiempo, sin embargo, el
amigo de mister Denton cayó en la cuenta de que mister Denton debía encontrarse
allí con un propósito determinado, y dijo:
—¿Estás buscando algo de un modo especial? No creo que en esos lotes haya
nada interesante…
—Pensé que tal vez hubiera algún volumen que hablara de Warwickshire, pero en
el catálogo no he encontrado nada.
—No, parece que no —dijo el amigo—. Sin embargo, creo que he visto algo así
como un Diario de Warwickshire… ¿Cómo era el nombre? ¿Drayton? ¿Payton?
Painter… Empezaba con P o con D, estoy seguro. —Volvió rápidamente las hojas de
su catálogo—. ¡Poynter! ¡Eso es! Lote 486. Esto puede interesarte. Allí están los
libros, encima de aquella mesa. Alguien los ha estado hojeando… Bueno, tengo que
marcharme. Adiós… ¿Por qué no vienes a visitarnos? ¿Podrías venir esta tarde?
Tendremos música. Bien, entonces, en tu próximo viaje.
El amigo de mister Denton se marchó. Mister Denton miró su reloj y descubrió
con cierta sorpresa que sólo disponía de unos minutos si no quería perder el tren,
puesto que aún tenía que ir a recoger su equipaje. Sólo tuvo tiempo de ver que había
cuatro grandes volúmenes del diario, el cual se remontaba a los años situados
alrededor de 1710 y contenía muchos añadidos de diversas clases. Lo mejor era dejar
una garantía de cinco a veinte libras, y mister Denton pudo hacerlo, porque en el
momento en que iba a marcharse de la sala entró en ella el agente que utilizaba
siempre en sus transacciones.
Aquella noche se reunió con su tía en su alojamiento provisional, el cual era una
pequeña casa que se encontraba a unos centenares de metros de su nueva vivienda. A
la mañana siguiente, tía y sobrino reanudaron una conversación que habían iniciado
unas semanas antes a propósito del arreglo de la casa nueva. Mister Denton le hizo a
su tía un resumen de los resultados de su visita a la ciudad: le habló de las alfombras,
de los sillones, de los armarios…
—Sí, querido —dijo su tía—. Pero no he visto la tela de quimón por ninguna
parte. ¿Fuiste a…?
Mister Denton golpeó el suelo con el pie (¿qué otra cosa podía haber golpeado?).
—¡Oh! —exclamó—. Es lo único que he olvidado. Lo siento muchísimo. La

www.lectulandia.com - Página 128


verdad es que me dirigía hacia allí, pero pasé por delante de la sala de Robin, y…
Su tía alzó las manos al cielo.
—¡La sala de Robin! Entonces, lo que llegará será un horrible paquete de libros
viejos, comprados a un precio vergonzoso. Teniendo en cuenta las molestias que me
tomo por ti, James, creo que podías haber recordado el par de cosas que te encargué
de un modo especial. Otra cosa sería si te pidiera algo para mí. No se si crees que
para mí es un placer, pero puedo asegurarte que es todo lo contrario. No tienes idea
de las preocupaciones y quebraderos de cabeza que me causa todo esto, en tanto que
tú sólo tienes que ir a las tiendas y encargar las cosas.
Mister Denton puso cara de circunstancias.
—¡Oh, tía…! —murmuró.
—Sí, comprendo que te disguste, y no deseo herirte con mis palabras, pero tú
también tienes que hacerte cargo de lo enojoso que resulta, especialmente por el
retraso general que significa. Hoy estamos a miércoles… los Simpson llegan mañana,
y no puedes dejarles. El sábado, como ya sabes, vendrán unos amigos a jugar al tenis.
Les he invitado, y no podemos hacer el ridículo. De cuando en cuando, debemos
mostrarnos amables con nuestros vecinos: tú serías el primero en lamentar que
dijeran que somos unos osos. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Entre unas cosas y otras,
no podrás volver a la ciudad hasta el próximo martes, y sin tener aquí la tela de
quimón será imposible pensar en arreglar nada.
Mister Denton se atrevió a sugerir que la pintura y el empapelado de las paredes
no tenían nada que ver con la tela en cuestión, pero su tía no estaba dispuesta a
admitirlo en aquel momento. Desde luego, no hubiera encontrado aceptable ninguna
de las sugerencias que su sobrino pudiera hacer. Sin embargo, a medida que avanzó el
día, fue cediendo algo en su actitud intransigente, y llegó a examinar las muestras y
las listas de precios que había traído mister Denton, e incluso dio su aprobación a
algunas de las cosas que su sobrino había escogido.
En lo que respecta a mister Denton, se sentía avergonzado, como es lógico, por
haber dejado sin cumplir una obligación, aunque lo que más le preocupaba era la
perspectiva de tener que jugar al tenis, cosa que si en agosto era una desgracia
inevitable, no había creído que fuera de temer en mayo. No obstante, el viernes tuvo
una pequeña satisfacción al llegarle la noticia de que le habían sido atribuidos los
cuatro volúmenes del diario de Poynter por la suma de 12 libras esterlinas,
satisfacción que aumentó al día siguiente, con la llegada del diario.
La obligación de acompañar a mister y mistress Simpson el sábado por la
mañana, y de atender a sus vecinos y huéspedes aquella misma tarde, no le permitió
abrir el paquete hasta el sábado por la noche, cuando todo el mundo se hubo retirado
a descansar. Entonces pudo asegurarse de que realmente había adquirido —cosa que
hasta entonces sólo había sospechado— el diario de mister William Poynter, Esq. de
Acrington (situado a unas cuatro millas de su propia parroquia), aquel mismo Poynter
que durante cierto tiempo fue miembro del círculo de anticuarios de Oxford, el alma

www.lectulandia.com - Página 129


del cual fue Thomas Hearne, con quien Poynter parecía haberse peleado últimamente:
un episodio bastante frecuente en la carrera de aquel hombre excelente. Como en el
caso de las obras de Hearne, el diario de Poynter contenía numerosas notas extraídas
de libros impresos, descripciones de monedas y otras antigüedades que habían sido
adquiridas según sus noticias, y borradores de cartas sobre esos temas, además de la
crónica de los acontecimientos cotidianos. La descripción en el catálogo de venta no
le había dado a mister Denton ninguna idea del interés que tenía el diario, y se quedó
leyendo el primero de los volúmenes hasta una hora muy avanzada de la noche.
El domingo por la mañana, después de asistir a los oficios religiosos, su tía entró
en la biblioteca y miró con aire suspicaz los volúmenes en cuarto que estaban sobre la
mesa.
—¿Qué es eso? —inquirió—. ¿No irás a decirme que por esos libracos te
olvidaste de mi tela de quimón? Sí, ya veo que sí. Es horrible… Me gustaría saber
qué es lo que has dado por ellos. ¿Más de diez libras? James, es realmente
pecaminoso. Bueno, si tienes dinero para tirarlo en esas cosas tan horribles, no puede
haber motivo para que no te suscribas —y gustosamente, además— a mi Liga
Antivivisectora. No hay motivo, James, y me enfadaré de veras si… ¿Quién dices que
ha escrito eso? ¿El viejo mister Poynter, de Acrington? Bueno, desde luego, resulta
interesante recoger documentos antiguos acerca de esta vecindad. Pero ¡diez libras!
Cogió uno de los volúmenes —que no era el que su sobrino había estado leyendo
— y lo abrió al azar, para soltarlo inmediatamente con una exclamación de disgusto,
mientras de entre las páginas caía una tijereta. Mister Denton recogió el libro y
murmuró:
—Mi querida tía, creo que no eres demasiado amable con el pobre mister Poynter.
—Lo siento mucho, pero ya sabes que no puedo soportar a esos horribles bichos.
Supongo que no habré estropeado el libro… Déjame ver…
—No le ha pasado nada. Pero, mira lo que hay aquí…
—¡Oh, qué interesante! Sácalo del libro y déjame que lo vea.
Lo que la tía de mister Denton acaba de calificar de interesante era un trozo de
tela, del tamaño de una página del libro y unido a él por un alfiler muy antiguo. James
separó la tela y se la entregó a su tía, volviendo a colocar cuidadosamente el alfiler.
Ignoro en qué consistía exactamente aquella tela, pero lo cierto es que fascinó por
completo a miss Denton. La contempló con expresión de arrobo, la apoyó en la pared,
y luego obligó a James a que la sostuviera, a fin de poder mirarla desde cierta
distancia. Al final, expresó en los términos más calurosos su aprobación por el buen
gusto demostrado por mister Poynter, que había tenido la feliz idea de conservar
aquella muestra en su diario.
—Es una tela encantadora —dijo—, y muy original. Mira, James, lo
deliciosamente que están rizadas esas líneas. Recuerdan una cabellera, ¿no es cierto?
Y luego, esas lazadas a intervalos. Le dan un relieve maravilloso. Me pregunto…
—Iba a decir —la interrumpió James— si costaría mucho copiar ese dibujo para

www.lectulandia.com - Página 130


nuestros cortinajes.
—¿Copiarlo? ¿Cómo crees que podría copiarse?
—Bueno, no sé cómo podría hacerse, pero supongo que no sería demasiado
difícil.
—Has tenido una idea excelente, James. Casi me alegro de que fueras tan… que
te olvidaras de la tela de quimón que te encargué. De todos modos, prometí
perdonarte, y te perdonaré si consigues solucionar lo de la copia de esta tela tan
maravillosa. Nadie tendrá nada como esto. Ahora debo marcharme, y he olvidado
completamente lo que había venido a decirte. Pero, no importa, puede esperar.
Cuando su tía se hubo marchado, James Denton dedicó unos minutos a examinar
más atentamente la tela. Estaba intrigado por la impresión que había causado a miss
Denton. A él no le parecía especialmente atractiva. No cabía duda de que era muy
apropiada para un cortinaje: eran unas franjas verticales, que parecían querer unirse
en la parte superior. Su tía había estado en lo cierto al decir que aquellas franjas
parecían trenzas de pelo. Bueno, lo esencial era encontrar a alguien que pudiera
encargarse de la reproducción de un tejido de aquella clase. Resumiendo: mister
Denton hizo una lista de las personas a las cuales podía dirigirse para encargarles
aquel trabajo, y fijó una fecha para visitarlas, con su muestra.
Las dos primeras visitas que hizo fueron infructuosas: pero la firma de
Bermondsey que ocupaba el tercer lugar de la lista estaba acostumbrada a aquella
clase de trabajos. Mister Cattell se tomó la cosa muy en serio.
—Resulta sorprendente —dijo—, comprobar la cantidad de tejidos de esta clase,
de la época medieval, que permanecen ignorados en nuestras mansiones rurales.
Muchos de ellos en peligro de ser tirados a la basura. Es lo que dice Shakespeare:
bagatelas sin importancia. Y perdone que cite a Shakespeare, pero creo que tiene una
frase precisa para cada ocasión. Bueno, volviendo a esta tela, lo que un hombre ha
hecho, otro hombre puede hacerlo, y ya que ha sido tan amable de confiar en
nosotros, pondremos todo nuestro entusiasmo y toda nuestra habilidad a su servicio.
Espero que dentro de tres o cuatro semanas podremos entregárselo. Anote las señas,
mister Higgins, por favor.
Así se expresó mister Cattell a raíz de su primera entrevista con mister Denton.
Un mes más tarde, habiendo recibido el aviso de que algunas muestras estaban ya
terminadas, mister Denton volvió a entrevistarse con mister Cattell, y al parecer tuvo
motivos para sentirse satisfecho de la fidelidad con que había sido reproducido el
dibujo. Las franjas verticales se unían en la parte superior, de acuerdo con la
indicación que ya he mencionado. Quedaba por resolver el problema de conseguir un
colorido igual que el del original. Mister Cattell sugirió unos procedimientos técnicos
con cuya descripción no quiero aburrir a mis lectores. Al mismo tiempo, expresó su
opinión personal acerca del dibujo, una opinión que no era favorable, ni mucho
menos.
—Dice usted que no desea que cedamos el dibujo a otras personas, a no ser que se

www.lectulandia.com - Página 131


trate de amigos de usted, provistos de la debida autorización. Así se hará. Comprendo
perfectamente que desee usted tenerlo en exclusiva. Alguien ha dicho que lo que es
de todos los hombres no es de un hombre.
—¿Cree usted que sería apreciado si fuese fácilmente obtenible?
—Desde luego que no —dijo mister Cattell, mesándose la barba pensativamente
—. Desde luego que no. No sería apreciado: el hombre que se encargó de copiarlo no
lo encontró apreciable. ¿No es cierto, mister Higgins?
—¿Resultó un trabajo difícil?
—No se trata de dificultad, precisamente. Pero el hecho es que el temperamento
artístico —y todos nuestros artesanos son verdaderos artistas— tiene preferencias y
aversiones difícilmente explicables, y aquí tenemos un ejemplo de ello. Las tres o
cuatro veces que fui a ver si el hombre avanzaba en su trabajo, comprobé que no lo
hacía muy a gusto. Al parecer —dijo mister Cattell mirando fijamente a mister
Denton—, el tejido le había producido la impresión de que se trataba de algo
diabólico.
—¿De veras? ¿Le dijo a usted eso? Bueno, por mi parte, no puedo decir que haya
visto nada siniestro en él.
—Tampoco yo, mister Denton. En realidad, lo que dije fue: «Vamos, Gatwitck,
¿qué es lo que le pasa? ¿Cuál es el motivo de su prejuicio…, ya que no se me ocurre
otro calificativo que se ajuste a la realidad?». Pero el hombre no me dio ninguna
explicación. Tuve que conformarme con un encogimiento de hombros y con un cui
bono. Mire, aquí está…
La llegada del especialista planteó de nuevo el aspecto técnico de la cuestión.
El colorido constituía la principal de las dificultades con que tenían que
enfrentarse y exigió muchas idas y venidas del tejido original y de nuevas muestras.
Además, durante la mayor parte de agosto y septiembre, los Denton estuvieron
ausentes de Rendcomb. De modo que hasta el mes de octubre no hubo tela en
cantidad suficiente para los cortinajes de los tres o cuatro dormitorios a los cuales
iban destinados.
El día de la festividad de san Simón y san Judás, tía y sobrino regresaron de una
corta visita y lo encontraron todo terminado. Quedaron muy satisfechos ante el efecto
general. Cuando mister Denton se estaba vistiendo para la cena, se felicitó a sí mismo
por la suerte que había tenido, primero al olvidarse del encargo que le había hecho su
tía, y luego al haber dispuesto de un medio tan eficaz para remediar su olvido. El
dibujo resultaba tranquilizador, sin que su aspecto fuese fúnebre, ni mucho menos.
Así lo manifestó mister Denton a la hora de la cena. Y miss Denton —que por cierto
no tenía ningún cortinaje de aquella tela en su habitación— se mostró completamente
de acuerdo con su sobrino.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, mister Denton se mostró menos
entusiasmado que la víspera y formuló un reparo… aunque muy leve.
—Hay algo que no me parece acertado —dijo—, y es que les permitiéramos unir

www.lectulandia.com - Página 132


las franjas en la parte superior. Creo que habrían quedado mejor sueltas.
—¿Sí? —preguntó la tía.
—Desde luego. Anoche estaba en la cama, leyendo, y noté que me distraía con
frecuencia mirando hacia los cortinajes. Tenía la impresión de que alguien me estaba
observando desde detrás de las cortinas, y creo que era debido al efecto de las franjas,
un efecto puramente óptico. Además, el viento me importunó bastante.
—¿El viento? Que yo recuerde, anoche no corría ni un soplo de aire.
—Tal vez soplaba únicamente en aquella parte de la casa, pero lo cierto es que los
cortinajes no cesaron de agitarse.
Aquella noche, un amigo de James Denton se quedó en la casa y fue alojado en
una habitación situada en el mismo piso que la de su anfitrión, pero al final de un
largo pasillo, en medio del cual había una puerta tapizada de rojo, colocada allí para
aislar de los ruidos aquella parte de la casa.
Miss Denton fue la primera en ir a acostarse. Los dos hombres lo hicieron un
poco más tarde, alrededor de las once. James Denton decidió leer un rato antes de
meterse en la cama y se instaló en un sillón. Al cabo de un rato se adormiló, y al
despertar notó que su perro spaniel, que acostumbraba dormir en su habitación, no
había subido con él. Luego pensó que se había equivocado, ya que al mover la mano
que tenía colgando por encima del brazo del sillón, notó en el dorso el contacto de
una superficie peluda. Creyendo que se trataba de su perro, le dio una cariñosa
palmada. Pero se quedó sorprendido al comprobar que el cuerpo que acababa de tocar
permanecía completamente inmóvil, en vez de responder a su caricia. Entonces miró
hacia el suelo, y lo que había estado tocando se puso en pie. Estaba en la actitud de
alguien que ha permanecido echado en el suelo sobre el vientre, y era una figura
humana. Pero el rostro que ahora se hallaba a unas pulgadas de los ojos de mister
Denton no permitía discernir ningún rasgo, ya que estaba cubierto de pelo. A pesar de
no tener forma, se desprendía de él un aire de amenaza tal, que mister Denton se
levantó de un salto y salió corriendo de la habitación, profiriendo gritos de terror; y,
evidentemente, tenía motivos para salir huyendo. Mientras empujaba la puerta que
dividía el pasillo en dos —olvidando que se abría en sentido contrario—, notó que
algo le oprimía la espalda, cada vez con más fuerza, como si la mano, o algo peor que
la mano, de su perseguidor se hiciera más «material» a medida que la rabia de su
dueño iba en aumento. Luego recordó que la puerta se abría hacia él… la abrió…
volvió a cerrarla… llegó a la habitación de su amigo… y esto es todo lo que
necesitamos saber.
Parece raro que, durante todo el tiempo que había transcurrido desde que compró
el diario de Poynter, James Denton no hubiese encontrado una explicación a la
presencia de la tela que apareció entre sus páginas. Había leído el diario sin encontrar
ninguna alusión a la tela, y había llegado a la conclusión de que el hecho no guardaba
ninguna relación con las anotaciones de William Poynter. Pero, después de la terrible
experiencia que acabo de relatar, volvió a leer cuidadosamente el diario, en especial

www.lectulandia.com - Página 133


aquella parte donde había figurado la tela. Y pudo comprobar lo que ya había
sospechado. Dos o tres hojas del volumen habían sido pegadas después de haber sido
escritas, como podía apreciarse mirándolas al trasluz. Despegarlas no resultó difícil,
ya que la pasta utilizada se había secado y había perdido casi todo su poder adhesivo.
La anotación contenida en aquellas hojas se refería a la tela, y había sido hecha en
1707.
Decía así:

«El anciano mister Casbury, de Acrington, me ha hablado mucho del


joven sir Everard Charlett, al cual recordaba de su época de estudiante, y creía
que pertenecía a la misma familia que el doctor Arthur Charlett, en la
actualidad profesor de la misma Universidad. El tal Charlett era un caballero
distinguido, pero tenía la desgracia de ser ateo, además de un gran bebedor,
por disimular con este eufemismo sus continuas borracheras. En varias
ocasiones fue censurado severamente por sus excesos: y no cabe duda de que,
de haberse conocido toda la historia de sus extravagancias, le hubieran
expulsado de la Universidad. Era un joven muy guapo, y estaba orgulloso de
su pelo, él cual era muy abundante, y había dado origen al apodo de Absalón
con que era conocido.
»Míster Casbury no recuerda exactamente el año en que murió el joven sir
Everard Charlett, aunque fue en 1692 o 1693. Murió repentinamente en el
mes de octubre. La noche antes, mister Casbury le había visto pletórico de
salud, y la noticia de su muerte le sorprendió muchísimo. La mayoría de las
campanas de la ciudad tañeron por él, ya que era un noble, y fue enterrado al
día siguiente en San Pedro del Este. Pero dos años después, su sucesor quiso
trasladarlo al panteón familiar, y se dice que el ataúd, abierto a consecuencia
de un golpe involuntario, estaba lleno de pelo: cosa que suena a fantasía,
aunque existen algunos precedentes, como por ejemplo en la Historia de
Staffordshire, del doctor Plot.
»Sc dice que los cortinajes de la habitación del tal Charlett habían sido
diseñados por él mismo para dejar un recuerdo de su pelo, por el cual sentía
una verdadera adoración. Algún tiempo después, mister Casbury obtuvo parte
de aquellos cortinajes, y me ha dado un trozo que voy a unir a este diario.
Mister Casbury cree que los cortinajes tenían alguna clase de hechizo, aunque
nunca ha conseguido descubrir en qué puede consistir el tal hechizo».

* * *

El dinero gastado en los cortinajes podía haber sido arrojado al fuego, como lo
fueron ellos. El comentario de mister Cattell, cuando oyó contar la historia, tomó la

www.lectulandia.com - Página 134


forma de una cita de Shakespeare. No resulta difícil imaginar de qué cita se trata.
Empieza con las palabras: «Existen más cosas…».

www.lectulandia.com - Página 135


EL EXTRAÑO
AIRE FRIO
EL SUSURRADOR EN LA OSCURIDAD
H. P. LOVECRAFT

www.lectulandia.com - Página 136


EL EXTRAÑO

A QUELLA noche, el barón soñó mucho; y todos sus antepasados, con figura y
forma de bruja, y diablo, y cadáver, acompañaron sus pesadillas.
Keats

DESDICHADO aquel a quien los recuerdos de la infancia sólo traen temor y tristeza.
Infeliz del que mira atrás y no ve más que horas de soledad en amplias y lúgubres
estancias con negras colgaduras y enloquecedoras hileras de libros antiguos, o
espantosas vigilias entre sombrías perspectivas de árboles grotescos, gigantes, que
agitan silenciosamente sus torcidas ramas. Esto es lo que los dioses me dieron a mí: a
mí, el aturdido, el desilusionado; el estéril, el desarraigado. Y, sin embargo, me siento
extrañamente alegre y me aferró desesperadamente a aquellos marchitos recuerdos,
cuando mi mente trata de llegar más allá.
Ignoro donde nací, y lo único que sé es que el castillo era infinitamente antiguo e
infinitamente horrible, lleno de oscuros pasadizos y con unos techos muy altos, unos
techos en los que la mirada sólo podía distinguir telarañas y sombras. Las piedras de
los ruinosos castillos estaban siempre espantosamente húmedas, y en todas partes
había un horrible olor, como de montones de cadáveres que se hubieran acumulado
durante generaciones. No había nunca luz, de modo que yo solía encender velas para
disponer de claridad, ni penetraba nunca la luz del sol, ya que los terribles árboles
crecían a mayor altura que el punto más elevado de la torre a que yo tenía acceso.
Había otra torre negra que se elevaba por encima de los árboles, en el desconocido
cielo exterior, pero estaba parcialmente en ruinas y no podía subirse a ella a no ser
que se trepara por la pared, piedra a piedra.
Debí vivir años enteros en aquel lugar, pero no puedo medir el tiempo. Alguien
debió preocuparse de atender a mis necesidades, aunque no recuerdo a ninguna
persona excepto a mí mismo, ni a ningún ser viviente aparte de las silenciosas arañas,
ratas y murciélagos. Creo que quien me alimentó debió ser alguien
sorprendentemente viejo, ya que mi primera idea de una persona viva fue la de una
burlona réplica de mí mismo, aunque retorcida, encogida y vieja como el castillo.
Para mí no había nada de grotesco en los huesos y esqueletos que llenaban algunas de
las tumbas de piedra excavadas en la parte más honda del castillo, entre sus
cimientos. En mi imaginación asociaba aquellas cosas con acontecimientos diarios, y
pensaba que eran cosas más naturales que los grabados de vivos coloridos
reproduciendo seres vivientes que encontraba en muchos de los enmohecidos libros.

www.lectulandia.com - Página 137


De aquellos libros aprendí todo lo que sé. Ningún profesor me apremió ni me guió, y
no recuerdo haber oído ninguna voz humana en todos aquellos años… ni siquiera la
mía; aunque he leído que existe la facultad de hablar, nunca traté de hablar en voz
alta. Mi aspecto me era también desconocido, ya que en el castillo no hay espejos, y
yo me limitaba a considerarme a mí mismo como semejante a las juveniles figuras
que veía dibujadas y pintadas en los libros. Tenía la impresión de ser joven, debido a
lo poco que recordaba de mi vida anterior.
En el exterior, al otro lado del pútrido foso y debajo de los sombríos árboles, me
tumbaba a menudo para soñar en las cosas que había leído en los libros; y me
imaginaba a mí mismo en medio de una alegre muchedumbre en el soleado mundo
que había más allá de los interminables bosques. En cierta ocasión traté de escapar
del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hicieron más
densas y el aire se llenó más y más de funestos presagios; de modo que retrocedí
frenéticamente para no perderme en un laberinto de nocturnal silencio.
Y así, a través de interminables crepúsculos, soñaba y esperaba, aunque ignoraba
el objeto de mi espera. A veces, en la oscura soledad, mi deseo de luz era tan intenso
que alzaba desesperadamente las manos hacia la única torre en ruinas que se elevaba
por encima de los árboles hacia el desconocido cielo exterior. Y al final decidí escalar
aquella torre, a pesar del peligro de caer que ello significaría; puesto que era
preferible echarle un vistazo al cielo y perecer, que vivir en aquella perpetua
oscuridad.
En el húmedo crepúsculo, trepé por la gastada y vieja escalera de piedra hasta que
alcancé el rellano donde terminaba, y a partir de allí seguí ascendiendo
peligrosamente apoyando los pies en unos pequeños asideros. Aquel cilindro de roca
sin escalera resultaba fantasmal y terrible; oscuro, ruinoso y desierto, y siniestro con
los sorprendidos murciélagos cuyas alas no producían el menor ruido. Pero más
fantasmal y terrible era aún la lentitud de mi ascensión; por mucho que ascendía, la
oscuridad encima de mi cabeza no era menos intensa, y un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo. Me pregunté por qué no alcanzaba la luz, y de haberme atrevido hubiera
mirado hacia abajo. Imaginé que la noche había caído repentinamente sobre mí, y me
aferré inútilmente con una mano libre al alféizar de una ventana, para mirar hacia
afuera y tratar de calcular la altura que había alcanzado.
De pronto, tras una interminable, pavorosa y ciega ascensión por aquel cóncavo
precipicio, noté que mi cabeza tocaba una cosa sólida, y supe que había llegado al
techo, o al menos a alguna clase de suelo. En la oscuridad alcé mi mano libre y palpé
el obstáculo, comprobando que era de piedra e inamovible. Entonces di un mortal
rodeo a la pared, aferrándome a los más leves puntos de apoyo que encontré; hasta
que finalmente mi mano alzada encontró la abertura del obstáculo, y empecé a
ascender de nuevo, empujando la losa o la puerta con mi cabeza, ya que tenía ambas
manos ocupadas en el peligroso ascenso. Encima no se veía ninguna claridad, y a
medida que mis manos progresaron en la subida supe que mi ascensión había

www.lectulandia.com - Página 138


terminado, puesto que la losa era una trampilla que conducía a una superficie de
piedra de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el suelo de alguna
elevada y amplia torreta de observación. Me introduje cuidadosamente a través de la
abertura, y traté de impedir que la losa cayera de nuevo, aunque fracasé en este
último intento. Mientras me dejaba caer, exhausto, sobre el suelo de piedra, oí los
fantasmales ecos de su caída, aunque confié en que podría volver a alzarla cuando
fuese necesario.
Creyendo encontrarme a una prodigiosa altura, muy por encima de las más
elevadas ramas de los árboles del bosque, me arrastré hasta una de las ventanas,
creyendo que por primera vez iba a poder contemplar el cielo, la luna y las estrellas
cuya existencia conocía a través de los libros. Sin embargo, mi decepción fue
mayúscula, ya que todo lo que vi fueron unas amplias estanterías de mármol, que
sostenían unas odiosas cajas oblongas de tamaño inquietante. Me pregunté qué
espantosos secretos encerraba aquella estancia, edificada a tal altura. Luego,
inesperadamente, mis manos se posaron en el umbral de una puerta, toda de piedra,
labrada con unos extraños dibujos. La empujé, y descubrí que estaba cerrada; pero
haciendo un supremo esfuerzo conseguí abrirla. En cuanto quedó abierta, caí en el
más puro de los éxtasis que había conocido; ya que, brillando apaciblemente a través
de una adornada verja de hierro, y encima de un corto pasadizo de escalones de
piedra que ascendía desde la recién descubierta puerta, vi la radiante luna llena, la
cual no había visto hasta entonces más que en sueños y en vagas visiones que no me
atrevo a llamar recuerdos.
Imaginando ahora que había alcanzado la verdadera cima del castillo, empecé a
trepar por los escalones que había detrás de la puerta; pero la luna quedó
repentinamente velada por una nube, tropecé y me vi obligado a continuar mi ascenso
más lentamente en la oscuridad. Era todavía muy oscuro cuando llegué a la verja… la
cual empujé cuidadosamente para descubrir que estaba abierta, aunque no la abrí por
miedo a caer desde la impresionante altura a que había trepado. En aquel momento
volvió a salir la luna.
La más diabólica de todas las impresiones es la que procede de lo abismalmente
inesperado y grotescamente increíble. Nada de lo que había dejado atrás podía
compararse en terror con lo que ahora vi; con las extrañas maravillas que el
espectáculo implicaba. El espectáculo en sí era tan sencillo como asombroso, ya que
era simplemente esto: en vez de una perspectiva de copas de árboles contemplados
desde una elevada eminencia, detrás de la verja había ni más ni menos que el sólido
suelo, sembrado de losas y de columnas de mármol oscurecido por la sombra de una
antigua iglesia de piedra, cuyo ruinoso campanario brillaba espectralmente a la luz de
la luna.
Medio inconsciente abrí la verja y avancé unos pasos por el sendero de blanca
grava que corría en dos direcciones. Mi cerebro, sumido en un verdadero caos, seguía
aferrado a su frenético deseo de luz; y ni siquiera la fantástica maravilla que acababa

www.lectulandia.com - Página 139


de presenciar pudo detener mis pasos. No sabía, ni me importaba, si lo que me estaba
sucediendo era locura, sueño o magia; estaba decidido a contemplar la claridad y la
alegría a toda costa. Ignoraba quién era o qué era yo, y qué podía ser lo que me
rodeaba: aunque, mientras seguía avanzando empecé a tener conciencia de una
especie de espantoso recuerdo latente que hacía que mi avance no fuera totalmente
casual. Pasé debajo de un arco que daba fin a la zona de losas y columnas, y
vagabundeé a través del campo abierto; a veces siguiendo el camino visible, a veces
abandonándolo de un modo muy curioso para cruzar unos prados en los que sólo unas
ocasionales ruinas hablaban de la antigua presencia de un camino olvidado. En un
momento determinado crucé un riachuelo por un lugar en el cual se veían los restos
de lo que había sido un puente.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que parecía ser el
término de mi excursión, un venerable castillo de muros cubiertos de hiedra, en
medio de una frondosa arboleda, sorprendentemente familiar, aunque lleno de
extrañas perplejidades, a mis ojos. Vi que el foso estaba lleno, y que algunas de las
torres se habían caído; en cambio, veíanse unas alas nuevas que confundían mis
recuerdos, si es que se trataba de recuerdos. Pero lo que observé con más interés y
deleite fueron las abiertas ventanas… esplendorosamente iluminadas y dejando pasar
al exterior unos alegres sonidos. Acercándome a una de ellas, miré al interior y vi un
grupo de seres extrañamente vestidos; estaban muy alegres, y se hablaban vivamente
unos a otros. Hasta entonces, aparentemente, yo no había oído hablar a ningún ser
humano, y sólo vagamente pude intuir lo que estaban diciendo. Algunos de los
rostros parecían traerme recuerdos increíblemente remotos, otros me resultaban
completamente desconocidos.
La ventana era muy baja, y decidí pasar al interior de la estancia, emocionado y
feliz al creer que habían terminado mis horas de negra desesperación. Pero entonces
empezó la verdadera pesadilla, ya que en el momento en que entré en la estancia, se
produjeron las más espantosas manifestaciones de terror que imaginarse puedan. Mi
presencia provocó en los reunidos un repentino e irrefrenable miedo, desencajando
todos los rostros y haciendo surgir los más horribles gritos de casi todas las gargantas.
La huida fue general, una huida precipitada, en tropel. Muchos se habían cubierto los
ojos con las manos, y en su afán por escapar tropezaron ciegamente contra muebles y
paredes antes de conseguir llegar a alguna de las numerosas puertas.
Los gritos resultaban impresionantes; y mientras estaba de pie en el centro de la
iluminada estancia, solo e intrigado, escuchando los pasos precipitados de los que tan
misteriosamente acababan de huir, temblé al pensar en lo que les había aterrorizado y
que yo no había sido capaz de ver. A simple vista, la estancia parecía desierta, pero
cuando avancé hacia una de las alcobas creí detectar una presencia allí: tuve la
impresión de que algo se movía detrás del arco dorado que conducía a otra estancia
similar. A medida que me acercaba al arco, aquella presencia se hizo más clara; y
luego, con el primero y último de los sonidos pronunciados por mí —un aullido que

www.lectulandia.com - Página 140


me impresionó casi tan profundamente como la visión que lo causaba—, me encontré
delante de la inconcebible, indescriptible y espantosa monstruosidad, cuya aparición
había convertido a un grupo de alegres contertulios en un rebaño de delirantes
fugitivos.
No puedo describir su aspecto, ya que estaba compuesto de todo lo que es sucio,
desagradable, detestable y anormal. Era una fantasmagórica mezcla de putrefacción,
vejez y descomposición; la pútrida imagen de una malsana revelación, la espantosa
representación de lo que la piadosa tierra debe ocultar para siempre. Dios sabe que no
era de este mundo —que hacía muchísimo tiempo que no era de este mundo—, pero
noté, horrorizado, que su aspecto general recordaba la forma de un cuerpo humano.
Quedé casi paralizado, y ni siquiera tuve fuerzas para huir, como habían hecho los
demás. La visión de aquel monstruo me había sumido en una especie de hechizo. Mis
ojos no se apartaban de aquellas cuencas vacías, que se negaban a cerrarse. Traté de
alzar la mano para interponerla entre mis ojos y la monstruosa visión, pero estaba tan
pasmado que mis nervios no consiguieron hacer obedecer del todo a mi brazo. La
tentativa, sin embargo, bastó para hacerme perder el equilibrio, hasta el punto de que
tuve que avanzar unos pasos, tambaleándome, para no caer. Y mientras avanzaba me
di cuenta, con creciente horror, de que la cosa se acercaba más a mí, respirando de un
modo espantoso: me pareció oír el sibilante sonido de su respiración. Enloquecido,
encontré las fuerzas necesarias para alzar una mano, protegiéndome contra la fétida
aparición; y en un cataclismológico segundo de pesadilla cósmica, mis dedos tocaron
la putrefacta garra del monstruo detrás del arco dorado.
Y en aquel mismo instante algo pareció desgarrarse en mi cerebro y me sentí
inundado por una avalancha de recuerdos. En aquel terrible segundo supe todo lo que
había sido; recordé más allá del terrible castillo y de los árboles, y reconocí el
modificado edificio en el cual me encontraba; y, lo más terrible de todo, reconocí la
impía abominación que me estaba mirando fijamente mientras yo apartaba
precipitadamente mis manchados dedos de los suyos.
Pero en el cosmos, del mismo modo que existe la amargura, existe también el
bálsamo, y este bálsamo es la nepenta. En el supremo horror de aquel espantoso
segundo olvidé lo que me había horrorizado, y la avalancha de negros recuerdos se
desvaneció en un caos de reverberantes imágenes. Como en un sueño, huí de aquel
lugar maldito y corrí silenciosa y rápidamente a la luz de la luna. Cuando estuve de
regreso en el lugar donde se alzaban las losas y las columnas de mármol, me di
cuenta de que no me era posible abrir la trampilla de piedra; pero no lo lamenté, ya
que había llegado a odiar el viejo castillo y los árboles que lo rodeaban. Ahora
cabalgo con los burlones y amigables vampiros en el viento nocturno, y de día juego
entre las catacumbas de Nephren-Ka, en los ocultos y desconocidos valles de Hadoth,
en el Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las tumbas de roca
de Neb, y sé que no puedo aspirar a ninguna diversión, aparte de los festejos que
Nitokris celebra detrás de la Gran Pirámide; pero, en mi nueva selvatiquez y libertad,

www.lectulandia.com - Página 141


casi doy la bienvenida a la amargura de ser un extraño.
Ya que, a pesar de que la nepenta me ha tranquilizado, siempre sé que soy un
extraño. Un extraño en este siglo y entre aquellos que todavía son hombres.
Lo he sabido desde que alargué mis dedos hacia la abominación que se
encontraba detrás de aquel arco dorado; desde que alargué mis dedos y toqué una fría
y firme superficie de pulido cristal.

www.lectulandia.com - Página 142


AIRE FRIO

M E piden que explique por qué temo a las corrientes de aire frío; por qué
tiemblo más que otros al entrar en una habitación fría, y por qué me
estremezco cuando la fresca brisa nocturna se desliza a través del calor de un suave
día de otoño. Algunos dicen que reacciono al frío como otros reaccionan a un olor
desagradable, y yo soy el último en negar la impresión. Lo que quiero es relatar las
más horribles circunstancias en que me encontré, para que ustedes puedan juzgar si
constituyen o no una explicación de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que el horror está asociado inevitablemente con la oscuridad,
el silencio y la soledad. Yo lo encontré en plena tarde, en medio de los ruidos de una
gran ciudad, y en el bullicioso ambiente de una casa de huéspedes, con una prosaica
patrona y dos fornidos hombres a mi lado. En la primavera de 1923 había obtenido un
trabajo bastante mal pagado en una revista que se editaba en Nueva York; y viéndome
imposibilitado de pagar un alquiler, por módico que fuera, empecé a arrastrarme de
una casa de huéspedes barata a otra en busca de una habitación que pudiera combinar
las cualidades de una relativa limpieza, unos muebles decentes y un precio razonable.
No tardé en comprobar que en mi vagabundeo salía del fuego para meterme en las
brasas, pero finalmente caí en una casa de la West Fourteenth Street que me
desagradó mucho menos que las otras en que me había alojado hasta entonces.
El lugar era una casa de cuatro pisos que había sido construida a mediados del
siglo pasado, adornada con losas de mármol y piezas de marquetería, muestras del
pésimo gusto que imperaba en aquella época. En las habitaciones, amplias y altas de
techo, empapeladas de un modo horrible y ridículamente adornadas con cornisas de
escayola, olía deprimentemente a moho y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban
limpios, la ropa podía pasar y el agua caliente no se enfriaba con demasiada
frecuencia, de modo que llegué a considerarlo como un lugar soportable para
hibernar. La patrona, una desaliñada española llamada Herrero, casi barbuda, no me
importunaba con habladurías ni se quejaba porque gastaba demasiada luz; y mis
compañeros de hospedaje eran españoles en su mayor parte, y tan tranquilos y poco
expansivos como pudiera desearse. Únicamente el ruido de los automóviles que
pasaban por la calle constituía una seria molestia.
Llevaba allí unas tres semanas cuando ocurrió el primer incidente raro. Una
noche, a eso de las ocho, oí una especie de goteo y repentinamente me di cuenta de
que llevaba un rato oliendo a amoníaco. Mirando a mi alrededor vi que el techo
estaba húmedo en el rincón más cercano a la calle, y que el goteo procedía de allí. Me
dirigí inmediatamente a la planta baja —mi habitación estaba situada en el tercer piso

www.lectulandia.com - Página 143


— para ponerlo en conocimiento de la patrona; y ésta me aseguró que la cosa
quedaría solucionada rápidamente.
—El doctor Muñoz —dijo, mientras subía la escalera delante de mí— está
siempre con sus asuntos de química. Está demasiado enfermo para cuidarse a sí
mismo —cada vez más y más enfermo—, pero no quiere que venga otro medico a
visitarle. Es un hombre muy raro en su enfermedad, y todo el día está tomando baños
que huelen de un modo muy extraño, y no puede excitarse ni calentarse. Él mismo
limpia y arregla su habitación, que está llena de botellas y de máquinas, y no trabaja
como médico. Pero en otros tiempos fue un medico famoso —mi padre había oído
hablar de él en Barcelona—, y hace poco le arregló al plomero un brazo que se había
dislocado. No sale nunca de casa, y mi hijo Esteban le trae la comida y la ropa limpia,
y las medicinas, y los productos químicos. ¡Dios mío! ¡Hay que ver la sal de
amoníaco que gasta ese hombre para conservarse frío!
Mistress Herrero desapareció por el hueco de la escalera en dirección al cuarto
piso, y yo regresé a mi habitación. El amoníaco cesó de gotear, y mientras limpiaba el
que había caído al suelo y abría la ventana para ventilar la habitación, oí los pesados
pasos de la patrona encima de mi cabeza. Al doctor Muñoz no le había oído nunca, a
excepción de ciertos sonidos que parecían proceder de un motor de gasolina; pero sus
pasos eran blandos y suaves. Me pregunté por un momento qué extraña dolencia
podía tener aquel hombre, y si su obstinada negativa a que le visitara otro médico no
sería el resultado de algún desequilibrio mental. Desequilibrio muy frecuente en
personas que han ocupado una elevada posición en el mundo y que por cualquier
circunstancia la han perdido.
Tal vez no hubiera conocido nunca al doctor Muñoz, a no ser por el ataque
cardíaco que sufrí una mañana, mientras estaba escribiendo en mi habitación. Los
médicos me habían advertido del peligro de aquellas sacudidas, y yo sabía que no
podía perder tiempo; de modo que, recordando lo que la patrona me había dicho
acerca de los cuidados que el doctor Muñoz le prestó al plomero, me arrastré como
pude hasta el piso superior y llamé débilmente a la puerta situada encima de la de mi
habitación. Mi llamada fue contestada en buen inglés por una voz que se encontraba a
cierta distancia de la puerta y que preguntó mi nombre y el objeto de mi visita; y una
vez puestas en claro las dos cosas, se abrió la puerta contigua a aquella a la que yo
había llamado.
Me acogió un soplo de aire frío; y a pesar de que el día era uno de los más
calurosos de finales de junio, me estremecí mientras cruzaba el umbral de una amplia
habitación, cuya decoración elegante y suntuosa me sorprendió en aquel nido de
desaliño y de mugre. Una cama plegable desempeñaba ahora su papel diurno de sofá,
y los muebles de caoba, las lujosas cortinas, los cuadros antiguos y las estanterías
llenas de libros, sugerían el estudio de un caballero más bien que el dormitorio de una
casa de huéspedes: Vi ahora que el pequeño vestíbulo —la habitación que mistress
Herrero había mencionado como llena de botellas y de máquinas— era simplemente

www.lectulandia.com - Página 144


el laboratorio del doctor; y que su vida debía transcurrir principalmente en la mayor
de las habitaciones, que disponía también de un espacioso cuarto de baño. El doctor
Muñoz, evidentemente, era un hombre culto y refinado.
El hombre que tenía delante de mí era de baja estatura, aunque de proporciones
perfectas, y llevaba un traje muy bien cortado. El rostro expresaba una seguridad sin
arrogancia, y estaba adornado con una corta barba que empezaba a grisear. Unos
lentes de modelo antiguo velaban ligeramente los negros ojos, los cuales, unidos a
una nariz aquilina, conferían un toque moruno a una fisonomía por otra parte
predominantemente celtíbera. El cabello, abundante y bien cortado, hablaba de las
puntuales visitas del barbero; y el aspecto general de aquel hombre sugería una
elevada inteligencia y una superior cultura.
Sin embargo, al ver al doctor Muñoz en medio de aquella corriente de aire frío,
sentí una repugnancia que nada en su aspecto podía justificar. Únicamente lo pálido
de su tez y la frialdad de su tacto podrían haber proporcionado una base física para
aquella sensación, e incluso ambos detalles quedaban justificados teniendo en cuenta
que el doctor Muñoz era un enfermo. Lo que me impresionó desagradablemente pudo
ser también aquel extraño frío, ya que aquella frialdad resultaba anormal en un día tan
caluroso, y lo anormal siempre provoca aversión, desconfianza y temor.
Pero la repugnancia se trocó prontamente en admiración, ya que la habilidad del
médico se puso inmediatamente de manifiesto a pesar de lo frío del ambiente y de lo
helado de sus manos. Diagnosticó mi dolencia con una sola mirada, y me recetó lo
que necesitaba —y que él mismo me proporcionó— con la seguridad de un maestro,
al tiempo que me tranquilizaba con una voz que carecía de expresión, diciéndome
que era el más implacable de los enemigos de la muerte, y que había invertido su
fortuna y perdido a todos sus amigos en unos experimentos destinados a combatir y a
extirpar definitivamente aquella plaga. Al hablar de aquel modo su voz adquirió un
tono de fanatismo, y fue animándose a medida que auscultaba mi pecho y mezclaba
unas drogas en el pequeño laboratorio. Evidentemente, la compañía de un hombre
educado resultaba una agradable novedad para él en aquel miserable ambiente, y le
impulsó a hablar más de lo acostumbrado de los recuerdos que conservaba de mejores
días.
Su voz, aunque algo rara, resultaba al menos tranquilizadora; y ni siquiera pude
percibir que respiraba, mientras las fluidas frases surgían cortésmente. Trataba de
distraerme de mis preocupaciones hablándome de sus teorías y experimentos; y
recuerdo que me tranquilizó hábilmente insistiendo en que la voluntad es más fuerte
que la vida orgánica en sí, de modo que si una armazón corporal era conservada
cuidadosamente, podía, a través de un tratamiento científico, manifestar una especie
de vida nerviosa, a pesar de los más graves defectos, desperfectos o incluso ausencias
de órganos específicos. Algún día, me dijo medio en broma, podría enseñarme a vivir
—o por lo menos a poseer cierta existencia consciente— sin que necesitara para ello
el corazón. Por su parte, sufría los efectos de varias enfermedades, las cuales le

www.lectulandia.com - Página 145


obligaban a seguir un régimen muy estricto, incluyendo un frío constante. Cualquier
notable aumento de la temperatura, caso de prolongarse, podía afectarle fatalmente; y
la frigidez de su habitación —de cincuenta y cinco a cincuenta y seis grados
Fahrenheit— era mantenida por medio de un sistema absorbente de enfriamiento por
amoníaco, cuyas bombas eran accionadas por el motor de gasolina que había oído
con frecuencia desde mi habitación.
Aliviado de mi opresión cardíaca en un tiempo extraordinariamente corto, regresé
a mi cuarto convertido en un ferviente discípulo del recluso del cuarto piso. A partir
de entonces, le hice frecuentes visitas; le escuchaba mientras me hablaba de
investigaciones secretas y de resultados casi espantosos, y temblaba un poco mientras
examinaba los volúmenes, sorprendentemente antiguos, alineados en los estantes de
su biblioteca. Puedo añadir que por entonces estaba casi completamente curado de mi
dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al parecer, mi vecino no menospreciaba
los conjuros de los medievalistas, ya que creía que aquellas laberinticas formulas
contenían raros estímulos psicológicos que probablemente podían producir singulares
efectos sobre la sustancia de un sistema nervioso del cual hubieran desaparecido las
pulsaciones orgánicas. Quedé impresionado por lo que me contó acerca del anciano
doctor Torres, de Valencia, el cual había participado en sus primeros experimentos y
le había atendido en el curso de la grave enfermedad que padeció hacía dieciocho
años, y de la cual procedían sus actuales trastornos. Después de haber salvado a su
colega, el eminente médico había sido víctima del implacable enemigo contra el cual
había luchado. Tal vez el esfuerzo desplegado había sido demasiado intenso; ya que
el doctor Muñoz me dio a entender —aunque sin entrar en detalles— que los métodos
de curación que le habían aplicado habían sido excepcionales, y habían incluido
terapéuticas que hubieran hecho fruncir el ceño a los otros médicos, aferrados a
procedimientos más tradicionales y conservadores.
A medida que transcurrían las semanas, observé con pesar que mi nuevo amigo
iba desmejorando físicamente, de un modo lento pero constante. El pálido aspecto de
su semblante se intensificó, su voz se hacía más hueca y menos audible, sus
movimientos musculares eran cada día menos coordinados, y su mente y su voluntad
desplegaban menos elasticidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse cuenta
también del lastimoso cambio, y poco a poco su expresión y su conversación fueron
adquiriendo una horrible ironía que me hizo experimentar de nuevo la sutil
repugnancia que había sentido el primer día.
El doctor Muñoz adquirió también unos extravagantes caprichos, aficionándose a
las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el extremo de que su habitación olía
como la tumba de un faraón en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo, su necesidad
de aire frío fue en aumento, y con mi ayuda amplió las bombas de enfriamiento hasta
conseguir que la temperatura descendiera a treinta y cuatro o treinta y cinco grados
Fahrenheit, y finalmente a veintiocho grados; el cuarto de baño y el laboratorio, desde
luego, mantenían una temperatura algo más elevada, a fin de que el agua no se helara

www.lectulandia.com - Página 146


y de que los procesos químicos no quedaran interrumpidos. El inquilino de la
habitación contigua se quejó del gélido aire que pasaba a través de la puerta de
comunicación; de modo que tuve que ayudar al doctor a colocar unos tupidos
cortinajes, para solucionar aquel problema. Una especie de creciente terror,
desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. Hablaba continuamente de la
muerte, pero estallaba en una carcajada cuando surgían en la conversación palabras
tales como entierro o disposiciones póstumas.
Paulatinamente, fue convirtiéndose en una desconcertante e incluso espantosa
compañía; pero, agradecido a los cuidados que había prestado a mi dolencia, no pude
abandonarle en aquellos momentos difíciles y me encargué de limpiar su habitación
todos los días y de atender a sus compras, aunque confieso que algunos de los
productos químicos que incluía en sus listas de encargos me chocaban sobremanera.
Una indefinible atmósfera de pánico parecía invadir progresivamente sus
habitaciones. Toda la casa, como ya creo haber dicho, olía a moho; pero el olor de las
habitaciones del doctor Muñoz era peor, y a pesar de las especias y del incienso, y del
acre perfume de los productos químicos que introducía en el agua de los ahora
incesantes baños —que insistía en tomar sin ayuda de nadie—, yo me daba cuenta de
que aquel extraño olor estaba relacionado con su dolencia, y me estremecía al pensar
en lo que podía ser aquella dolencia. Mistress Herrero hacía la señal de la cruz
cuando veía al doctor, y lo dejó enteramente a mi cuidado; ni siquiera permitió que su
hijo Esteban siguiera encargándose de hacer sus compras. Cuando sugerí que
avisáramos a otro médico para que viniera a visitarle, el paciente se enfureció, en la
medida en que sus débiles fuerzas le permitían enfurecerse. Evidentemente, temía el
efecto físico de una violenta emoción, pero su voluntad aumentaba en vez de
amenguar, y se negó a que le obligaran a meterse en cama. La lasitud de sus primeros
días de enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente propósito, de modo que
parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte, a pesar de que era un hecho cierto
que aquel antiguo enemigo iba apoderándose de él. Paulatinamente, fue dejando de
comer; y la energía mental sólo parecía brotar para mantenerle a salvo del colapso
total.
Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, los cuales introducía en
unos sobres que yo debería de remitir a sus destinatarios, después de su muerte. Los
destinatarios eran en su mayor parte sabios y científicos de las Indias Orientales, pero
uno de ellos era un famoso físico francés, al que todo el mundo consideraba muerto, y
acerca del cual se habían murmurado las cosas más inconcebibles. Cuando llegó el
momento, quemé todos aquellos documentos sin examinarlos siquiera. El aspecto y la
voz del doctor Muñoz se hicieron espantosos, y su presencia casi insoportable. Un día
del mes de septiembre, al verle inesperadamente provocó un ataque epiléptico en un
hombre que había venido a reparar la instalación eléctrica del cuarto; un ataque para
el cual el propio doctor prescribió como medida más eficaz el mantenerse fuera de la
vista del paciente. Éste, a lo que parece, había vivido los horrores de la Gran Guerra

www.lectulandia.com - Página 147


sin sufrir nunca un ataque de aquella clase.
Luego, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó de un modo
pasmosamente repentino. Una noche, a eso de las once, la bomba de la máquina
refrigeradora se estropeó, de modo que al cabo de tres horas, el proceso de
enfriamiento por amoníaco se hizo imposible. El doctor Muñoz me avisó golpeando
el suelo de su habitación, y trabajé desesperadamente para arreglar la avería, mientras
mi huésped maldecía en un tono tan falto de vida que me resultaría imposible
describirlo. Mis esfuerzos de aficionado demostraron ser inútiles; entonces fui en
busca de un mecánico de un garaje nocturno, el cual nos informó que la cosa no tenía
solución hasta la mañana siguiente, porque hacía falta un pistón nuevo, imposible de
obtener a aquellas horas. La rabia y el miedo del moribundo anacoreta adquirieron
grotescas proporciones, y amenazaron con destrozar lo que quedaba de su debilitado
físico; y en un momento determinado, un espasmo le obligó a llevarse las manos a los
ojos y a echar a correr hacia el cuarto de baño. Cuando regresó llevaba el rostro
fuertemente vendado, y ya no volví a ver sus ojos.
La frialdad de la habitación estaba disminuyendo ahora sensiblemente, y a eso de
las cinco de la mañana el doctor se retiró al cuarto de baño, encargándome que le
procurase todo el hielo que pudiera obtener en las tiendas y cafeterías abiertas toda la
noche. Cada vez que regresaba de una de mis expediciones, algunas desalentadoras,
en busca de hielo, y dejaba el que había conseguido delante de la cerrada puerta del
cuarto de baño, podía oír un incesante chapoteo en el interior del cuarto y una voz
ronca que me ordenaba: «¡Más! ¡Más!». Finalmente, clareó un caluroso día, y las
tiendas abrieron sus puertas. Le pedí a Esteban que fuera en busca de hielo mientras
yo me ocupaba de buscar el pistón de la bomba, o que se encargara de buscar el
pistón mientras yo me ocupaba del hielo; pero, obedeciendo órdenes de su madre, se
negó en redondo.
Al final, me decidí a buscar algún desocupado, y lo encontré en una esquina de la
Octava Avenida: un hombre que tenía aspecto de mendigo y que accedió a subirle
hielo al doctor Muñoz, mientras yo me entregaba con ardor a la tarea de encontrar un
pistón para la bomba y unos especialistas que lo instalaran. La tarea resultó más
difícil de lo que había imaginado, y me enfurecí tanto como mi vecino al ver que iban
transcurriendo las horas en un ir de acá para allá, telefoneando inútilmente, de Metro
en Metro y de taxi en taxi. Alrededor de mediodía encontré una tienda donde
pudieron facilitarme el pistón, y a eso de la una y media llegué a la casa de huéspedes
con el material necesario y dos eficientes mecánicos. Había hecho todo lo que estaba
en mi mano, y esperaba no llegar demasiado tarde.
Sin embargo, un negro terror me había precedido. La casa estaba revuelta de
arriba abajo, y por encima de las espantadas voces de los inquilinos oí a un hombre
que rezaba con una profunda voz de bajo. De la cerrada puerta de la habitación del
doctor surgía un espantoso hedor. Al parecer, el individuo al cual había encargado el
suministro del hielo había salido corriendo, con aspecto enloquecido, después de su

www.lectulandia.com - Página 148


segundo viaje: tal vez como resultado de una excesiva curiosidad. No pudo, desde
luego, haber cerrado la puerta detrás de él. Y no obstante estaba cerrada,
probablemente desde el interior. Dentro de la habitación no se oía ningún ruido, a
excepción de una especie de lento goteo.
Después de consultar con mistress Herrero y con los dos mecánicos, y a pesar del
temor que se había apoderado de mí, aconsejé que forzaran la puerta; pero la patrona
encontró el modo de hacer girar la llave en la cerradura desde el exterior, con una
especie de tenacillas. Habíamos abierto previamente las puertas de todas las otras
habitaciones de aquel rellano, lo mismo que las ventanas que daban a la calle. A
continuación, protegiéndonos la nariz con un pañuelo, penetramos temblando en la
habitación del doctor, calentada por el cálido sol matinal.
Un rastro oscuro y viscoso se extendía desde la abierta puerta del cuarto de baño
hasta la puerta del rellano, y desde allí hasta la mesa escritorio, donde se había
acumulado un horrible charco. Encima de la mesa había un papel con unas líneas
garabateadas a lápiz. Luego, el rastro llegaba hasta el canapé, donde finalizaba
inexplicablemente.
Lo que había, o había estado, sobre el canapé es algo que no puedo ni me atrevo a
decir aquí. Pero esto es lo que conseguí descifrar del mensaje que encontré encima
del escritorio, antes de encender una cerilla y prenderle fuego; lo que conseguí
descifrar, aterrorizado, mientras la patrona y los dos mecánicos salían corriendo de
aquella horrible habitación para ir a tartamudear sus incoherentes relatos a la
comisaría de policía más próxima. Las espantosas palabras parecían completamente
increíbles a la cálida claridad del sol, con el ruido de coches y camiones que
circulaban por la calle, pero debo confesar que en aquel momento las creí. Si las creo
ahora es cosa que ignoro, sinceramente. Hay cosas acerca de las cuales es mejor no
especular, y lo único que puedo decir es que aborrezco el olor del amoníaco, y que
una simple corriente de aire fresco me pone enfermo.
«Ha llegado el final —eran las palabras escritas en el papel—. No hay más
hielo… el hombre miró y salió corriendo. Más calor cada momento, y los tejidos no
pueden resistir. Creo que recordará… lo que dije acerca de la voluntad y de los
nervios y del cuerpo conservado después de que los órganos cesan de funcionar. Era
una buena teoría, pero no puede ser mantenida indefinidamente. Existe un gradual
deterioro que no había previsto. El doctor Torres lo sabía, pero la impresión lo mató.
No pudo soportar lo que había tenido que hacer; y no pudo acabar de cumplir las
instrucciones de mi carta. He hecho todo lo que estaba en mi mano —conservación
artificial—, y ha sido bastante, ya que fallecí hace dieciocho años».

www.lectulandia.com - Página 149


EL SUSURRADOR EN LA OSCURIDAD

E STAR íntimamente convencido de que en último término no contemplé ningún


horror visual. Decir que un shock mental fue la causa de lo que deduje —
aquella postrera impresión que me hizo salir a escape de la solitaria granja de Akeley
y cruzar las salvajes colinas de Vermont en un vehículo requisado, en plena noche—,
equivale a ignorar los hechos más evidentes de mi experiencia final. A pesar de las
profundas cosas que vi y oí, y de lo intenso de la impresión que me produjeron
aquellas cosas, no puedo probar ni siquiera ahora si estaba en lo cierto o estaba
equivocado en mi espantosa deducción. Ya que, después de todo, la desaparición de
Akeley no demuestra nada. La gente no encontró nada anormal en su casa, a pesar de
las señales de proyectiles en el exterior y en el interior. Podía haber salido a dar un
paseo por las colinas, sencillamente, y no haber regresado. Ni siquiera había señales
de que un huésped hubiera estado allí, ni de que aquellos horribles cilindros y
máquinas hubieran estado almacenados en el estudio. El hecho de que Akeley temiera
mortalmente a las verdes colinas y a los innumerables arroyos entre los cuales había
nacido y se había criado, no significaba absolutamente nada, tampoco; ya que
millares de personas están sujetas a esos morbosos temores. La extravagancia,
además, podía justificar fácilmente sus extraños actos y sus aprensiones.
El asunto empezó, por lo que a mí respecta, con las históricas y sin precedentes
inundaciones de Vermont del 3 de noviembre de 1927. En aquella época, lo mismo
que ahora, ocupaba un puesto de profesor de literatura en la Universidad Miskatonic
de Arkham, en Massachusetts, y era un entusiasta aficionado al estudio del folklore
de Nueva Inglaterra. Poco después de la inundación, entre los numerosos reportajes
de las calamidades y de los socorros organizados que llenaban los periódicos,
aparecieron ciertas extrañas historias acerca de cosas que habían sido encontradas
flotando en algunos de los ríos desbordados; de modo que muchos de mis amigos se
enfrascaron en curiosas discusiones y apelaron a mí para que expusiera mi opinión.

www.lectulandia.com - Página 150


Me sentí halagado al comprobar que mis estudios folklorísticos eran tomados tan en
serio, e hice todo lo que pude para desvirtuar unas leyendas que tenían su origen en
las antiguas supersticiones aldeanas. Me divirtió encontrar a varias personas cultas
que insistieron en que en el fondo de aquellos rumores tenía que haber algo oscura y
misteriosamente real.
Todos aquellos rumores llegaron a mí principalmente a través de recortes de
periódicos; aunque uno de ellos tenía una fuente oral y le fue repetido a un amigo mío
en una carta que su madre le escribió desde Hardwick, en Vermont. El tipo de cosa
descrita era fundamentalmente el mismo en todos los casos, aunque parecían tres
versiones: una relacionada con el río Winooski cerca de Montpelier, otra unida al río
West en el condado de Windham, más allá de Newfane, y una tercera centrada en el
Passumpsic, en el condado de Caledonia, al norte de Lyndonville. Desde luego, se
citaban otros casos, pero en último término todos ellos parecían quedar reducidos a
esos tres. En cada uno de los casos, los campesinos afirmaban haber visto uno o más
objetos muy extraños y desconcertantes en las agitadas aguas que descendían de las
poco frecuentadas colinas, y existía una acusada tendencia a relacionar aquellos
objetos con un primitivo y medio olvidado ciclo de leyendas que los ancianos
resucitaban para el caso.
Lo que la gente creía ver eran formas orgánicas que no tenían ninguna semejanza
con las que habían visto hasta entonces. Naturalmente, en aquel trágico período los
ríos arrastraban los cadáveres de personas que habían perecido durante las
inundaciones; pero los que describían aquellas extrañas formas estaban
completamente seguros de que no eran humanas, a pesar de algunas semejanzas
superficiales de tamaño y de aspecto general. Y los testigos añadían que no se trataba
tampoco de ningún animal conocido en Vermont. Eran cosas de color rosado y de
unos cinco pies de longitud; con cuerpos recubiertos de concha provistos de largas
aletas dorsales o de alas membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una
especie de enroscadura elipsoide, cubierta de numerosas antenas, muy cortas,
ocupando el lugar que normalmente debería ocupar la cabeza. Resultaba realmente
curioso comprobar hasta qué punto tendían a coincidir las versiones llegadas de
fuentes distintas; aunque también esto quedaba justificado por el hecho de que las
antiguas leyendas, vigentes en toda aquella región, podían haber influido de un modo
coincidente en la imaginación de todos los testigos afectados. Llegue a la conclusión
de que tales testigos —en todos los casos ingenuos y crédulos campesinos— habían
visto los abotagados cadáveres de seres humanos o de animales domésticos en las
agitadas corrientes; y el recuerdo de las antiguas leyendas les había movido a asignar
fantásticos atributos a aquellos cadáveres.
El antiguo folklore, aunque nebuloso, ambiguo y ampliamente olvidado por la
actual generación, tenía unas características muy singulares y reflejaba evidentemente
la influencia de las primitivas leyendas indias. Lo conozco perfectamente, a pesar de
no haber estado nunca en Vermont, a través de la curiosa monofía de Eli Davenport,

www.lectulandia.com - Página 151


la cual incluye material obtenido verbalmente antes de 1839 de boca de las personas
más ancianas del estado. Este material, además, coincidía plenamente con las
leyendas que yo mismo había oído contar a algunos aldeanos de las montañas de New
Hampshire. Brevemente resumidas, se referían a una oculta raza de seres
monstruosos que vivían entre las más remotas colinas… en la profundidad de los
bosques de los picos más altos, y en los oscuros valles bañados por cursos de agua de
fuente desconocida. Aquellos seres no habían sido apenas entrevistos, pero su
presencia había sido señalada por los que se habían aventurado más lejos que de
costumbre por las laderas de ciertas montañas o por las profundidades de ciertos
barrancos, rehuidos incluso por los lobos.
En el barro de la orilla de los arroyos y en los lugares desprovistos de vegetación
había unas extrañas huellas de pies… o de zarpas; y unos curiosos círculos de
piedras, con la hierba arrancada a su alrededor, que no parecían obra de la Naturaleza.
Había también ciertas cuevas de problemática profundidad en las laderas de las
colinas; con bocas cerradas con piedras de un modo difícilmente casual, y con
numerosas huellas de aquellos extraños pasos que entraban y salían de las cuevas…
suponiendo que la dirección de aquellas huellas pudiera ser exactamente calculada. Y
lo peor de todo eran las cosas que algunas personas habían visto ocasionalmente en la
semipenumbra de los más remotos valles y de los espesos bosques de las colinas más
altas.
La cosa hubiese sido menos inquietante si los relatos dispersos no hubieran
coincidido tanto; en efecto, casi todos los rumores tenían varios puntos en común,
afirmando que aquellos seres eran una especie de enorme cangrejo de color rojizo,
con muchos pares de patas y dos grandes alas semejantes a las de los murciélagos en
medio de la espalda. A veces andaban sobre todas sus patas, y a veces únicamente
sobre las dos más posteriores, utilizando las otras para acarrear grandes objetos de
naturaleza desconocida. En una ocasión fueron vistos en número considerable, un
grupo de ellos andando a lo largo de un riachuelo bordeado de árboles, en formación
casi militar. En otra ocasión, uno de los ejemplares fue visto volando: despegando de
la cima de una colina yerma y solitaria durante la noche, y desvaneciéndose en el
cielo después de siluetear un instante sus grandes alas contra la luna llena.
Aquellos seres parecían inclinados, en general, a dejar en paz a los humanos;
aunque a veces se les había hecho responsables de la desaparición de individuos
atrevidos: especialmente personas que edificaban casas demasiado cerca de ciertos
valles, o en lugares demasiado altos de ciertas colinas. Muchos lugares llegaron a ser
conocidos como poco aconsejables para establecerse en ellos, incluso mucho después
de que la causa había sido olvidada. La gente solía mirar alguna de las vecinas
montañas con un estremecimiento de temor, aún sin recordar los colonos que habían
desaparecido, y las granjas que habían ardido hasta convertirse en cenizas, en las
laderas más bajas de aquellos impresionantes y verdes centinelas.
Pero, siempre de acuerdo con las leyendas más antiguas, aquellos seres sólo

www.lectulandia.com - Página 152


habían atacado a los que osaron invadir sus dominios; existían relatos de su curioso
respeto a los hombres, y de sus tentativas de establecer avanzadas secretas en el
mundo humano. Existían relatos de las extrañas huellas de pasos vistas alrededor de
las ventanas de alguna granja por la mañana, y de ocasionales desapariciones en
zonas alejadas de los núcleos evidentemente hechizados. Relatos, además, de voces
susurrantes imitando el lenguaje humano que hacían sorprendentes ofrecimientos a
los viajeros solitarios en los caminos y senderos de los profundos bosques, y de
chiquillos mortalmente asustados por cosas vistas u oídas en los linderos de los
mismos bosques. En la etapa final de las leyendas —la etapa inmediatamente anterior
al declinar de la superstición y al abandono de estrecho contacto con los lugares
temidos—, existen sorprendentes referencias a granjeros solitarios que en algún
período de su vida parecieron experimentar un repulsivo cambio mental, y de los
cuales se murmuró que eran mortales que se habían vendido a los extraños seres. En
uno de los condados septentrionales parece ser que alrededor del 1.800 estuvo de
moda acusar a las personas que llevaban una vida retraída o extravagante de ser
aliados o representantes de las horrendas criaturas.
En lo que respecta a la naturaleza de aquellas criaturas… las explicaciones
variaban, naturalmente. Corrientemente, se aludía a ellas como «aquellos» o «los
antiguos», aunque se utilizaron también otras denominaciones, de un modo local y
transitorio. Quizá la masa de colonos Puritanos vio en ellos a unos parientes del
diablo, y los convirtió en base de aterradora especulación teológica. Los que tenían
sangre celta en sus venas —especialmente el elemento escocés-irlandés de New
Hampshire, y sus descendientes establecidos en Vermont aprovechando las
facilidades concedidas por el Gobernador Wentworth—, los relacionaban vagamente
con los genios malignos y los «duendecillos» de las marismas y pantanos, y se
protegían con fórmulas mágicas transmitidas de generación en generación. Pero las
teorías más fantásticas eran las de los indios. Aunque las leyendas variaban con las
distintas tribus, existía una acusada tendencia a creer en determinados aspectos,
iguales en todos los casos; se aceptaba unánimemente, por ejemplo, que aquellos
seres no eran nativos de nuestro mundo.
Los mitos de los Pennacook, que eran los más coherentes y pintorescos,
afirmaban que los Alados procedían de la Osa Mayor y tenían minas en nuestras
colinas terrestres en las cuales obtenían una clase de piedra que no podían conseguir
en ningún otro mundo. No vivían aquí, según los mitos, sino que se limitaban a
mantener avanzadillas y volaban con grandes cargamentos de piedra hacia sus
propias estrellas, en el norte. Sólo causaban daño a los terrestres que se acercaban
demasiado a ellos o trataban de espiarles. Los animales huían de ellos por un temor
instintivo, y no porque se vieran hostigados. Aquellos seres no podían comer las
cosas ni los animales de la tierra, sino que se traían su propio alimento de las
estrellas. Era peligroso acercarse a ellos, y algunos jóvenes cazadores que se
adentraron en sus colinas no regresaron nunca. No era bueno, tampoco, escuchar lo

www.lectulandia.com - Página 153


que susurraban por la noche en el bosque, con voces parecidas a una abeja que tratara
de imitar las voces de los hombres. Conocían el lenguaje de todas las clases de
hombres —Pennacooks, Hurones, hombres de las Cinco Naciones—, pero no
parecían tener ni necesitar un lenguaje propio. Hablaban con sus cabezas, las cuales
cambiaban de color de distintos modos para expresar distintas cosas.
Desde luego, todas las leyendas, lo mismo blancas que indias, fueron
desvaneciéndose durante el siglo XIX, a excepción de algunos ocasionales rescoldos
atávicos. La comarca de Vermont se fue poblando; y una vez sus habituales caminos
y moradas quedaron establecidos de acuerdo con un plan fijado de antemano, los
moradores de la comarca fueron olvidando paulatinamente los temores que habían
determinado aquel plan, e incluso que hubieran existido tales temores. La mayoría de
la gente sabía, simplemente, que ciertas regiones montuosas estaban consideradas
como muy poco saludables, estériles y hasta cierto punto siniestras, y que cuanto más
lejos se mantenía uno de ellas mejor le iban las cosas. Con el paso del tiempo, la
costumbre y los intereses económicos ligados a los lugares habitados hicieron que no
hubiera ya ningún motivo para trasladarse en busca de mejores horizontes, y las
colinas encantadas quedaron desiertas, por azar más que por premeditado designio.
Salvo en las épocas que se distinguían por alguna calamidad local, únicamente las
abuelas y nonagenarios hablaban ocasionalmente de los seres misteriosos que
habitaban en las colinas; e incluso tales ancianos admitían que no había que temer
demasiado a aquellos seres, ahora que estaban acostumbrados a la presencia de casas
y poblados, y ahora que los seres humanos les habían dejado para su uso exclusivo
los terrenos que habían escogido.
Yo sabía todo esto hacía tiempo, por mis lecturas y por algunas leyendas
folklóricas recogidas en New Hampshire; en consecuencia, cuando empezaron a
aparecer los rumores de la época de la inundación, pude deducir fácilmente el fondo
imaginativo que había dado origen a ellos. Me esforcé en explicárselo a mis amigos,
y me divirtió muchísimo comprobar que unos cuantos espíritus de contradicción
insistían en la posibilidad de que hubiera un elemento de verdad en los informes. Esas
personas trataron de poner de relieve que las primitivas leyendas habían tenido una
significativa persistencia y uniformidad, y que la virtualmente inexplorada naturaleza
de las colinas de Vermont no permitía mostrarse dogmático acerca de lo que pudiera
morar o no entre ellas; no quedaron convencidos ni siquiera cuando les aseguré que
todos los mitos tenían unas características perfectamente conocidas y comunes a la
mayor parte del género humano, ya que estaban determinados por primitivas fases de
experiencia imaginativa, las cuales producían siempre el mismo tipo de ilusión.
Fue inútil demostrarles que los mitos de Vermont diferían muy poco, en esencia,
de las leyendas universales de personificación natural que llenaron el mundo antiguo
de faunos, druidas y sátiros, sugirieron los kallikanzarai de la Grecia moderna, y
dieron al País de Gales y a Irlanda las extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de
trogloditas y seres subterráneos. Fue inútil, también, destacar la semejanza todavía

www.lectulandia.com - Página 154


más sorprendente de los mitos de Vermont con la creencia de las tribus de las colinas
del Nepal en el temido Mi-Go o «abominable Hombre de las Nieves», que mora entre
el hielo y las rocas de las cumbres del Himalaya. Cuando saqué a relucir esta prueba,
mis contradictores la volvieron contra mí, diciéndome que tal semejanza demuestra
una real historicidad de las antiguas leyendas; y que supone un argumento a favor de
la existencia de alguna extraña y primitiva raza terrestre, constreñida a ocultarse
después de la aparición y del predominio del género humano, y que podía haber
sobrevivido en reducido número hasta una época relativamente reciente… o incluso
hasta nuestros días.
Cuanto más me reía de tales teorías, más se aferraban a ellas mis obstinados
amigos; añadiendo que incluso sin la herencia del bajage de leyenda los recientes
informes eran demasiado claros, coherentes, detallados y vulgares en su exposición
para ser completamente ignorados. Dos o tres fanáticos extremistas llegaron al
extremo de sugerir un posible significado a las antiguas leyendas indias, que atribuían
un origen no terrestre a los misteriosos seres; citando los extravagantes libros de
Charles Forth, con su pretensión de que viajeros de otros mundos y del espacio
exterior habían visitado a menudo la tierra. La mayoría de mis contradictores, sin
embargo, eran simples románticos que insisten en tratar de transferir a la vida real las
fantásticas doctrinas de «duendes y trasgos» hechas populares por el estupendo autor
de historias de terror, Arthur Machen.

II
Como era natural en aquellas circunstancias, la apasionada discusión llegó
finalmente a los periódicos, en forma de cartas al Arkham Advertiser; algunas de las
cuales fueron reproducidas por los periódicos de las comarcas de Vermont donde se
habían iniciado los rumores. El Rutland Herald publicó media página de extractos de
las cartas de ambos lados, y el Brattleboro Reformer reprodujo uno de mis largos
resúmenes históricos y mitológicos, acompañado de unos comentarios apoyando y
aplaudiendo mis escépticas conclusiones. En la primavera de 1928 yo era una figura
conocida en Vermont, a pesar de que nunca había puesto los pies en aquel Estado.
Luego llegaron las retadoras cartas de Henry Akeley, las cuales me impresionaron
profundamente y me llevaron por primera y última vez a aquel fascinante reino de
verdes colinas y de susurrantes riachuelos.

www.lectulandia.com - Página 155


La mayor parte de lo que sé acerca de Henry Wentworth Akeley llegó a mi
conocimiento a través de la correspondencia que sostuve con sus vecinos, y con su
único hijo, que vivía en California, después de mi experiencia en su solitaria granja.
Era, según descubrí, el último representante en su suelo natal de una distinguida
familia de juristas, administradores y caballeros-agricultores. En él, sin embargo, la
línea familiar había derivado mentalmente desde los asuntos prácticos a la pura
erudición; había sido un notable estudiante de matemáticas, astronomía, biología,
antropología y folklore en la Universidad de Vermont. Yo no había oído hablar nunca
de él, y en sus comunicaciones no daba muchos detalles autobiográficos; pero desde
el primer momento me di cuenta de que era un hombre inteligente, culto y de una
gran rectitud de carácter.
A pesar de la increíble naturaleza de lo que afirmaba, no pude evitar el tomar a
Akeley mucho más en serio de lo que había tomado a cualquiera de los otros
impugnadores de mis puntos de vista. Por una parte, estaba verdaderamente cerca del
fenómeno real —visible y tangible— acerca del cual especulaba tan absurdamente; y
por otra parte, estaba sorprendentemente dispuesto a dar sus conclusiones un carácter
provisional, como un verdadero hombre de ciencia. No se dejaba influir por sus
sentimientos personales, y se guiaba siempre por lo que consideraba que era una
sólida prueba. Desde luego, empecé por considerar que estaba equivocado, aunque
concediéndole cierto crédito por estar inteligentemente equivocado; y en ningún
momento imité a algunos de sus amigos, que atribuían sus ideas, y su miedo a las
solitarias y verdes colinas, a locura. Pude darme cuenta de que lo que Akeley
afirmaba procedía seguramente de unas circunstancias extrañas que merecían ser
investigadas, aunque no tuvieran nada que ver con las fantásticas causas que él les
atribuía. Posteriormente, recibí de él ciertas pruebas materiales que situaron la
cuestión en una posición completamente distinta.
Lo mejor será que reproduzca íntegra la larga carta que Akeley me escribió
presentándose a sí mismo, y que constituye un importante hito en mi propia historia
intelectual. Hace ya mucho tiempo que no está en mi poder, pero mi memoria
conserva casi todas las palabras de su asombroso mensaje; y de nuevo afirmo mi
confianza en la cordura del hombre que la escribió. Aquí está el texto… un texto que
vino a alterar por completo mi sedentaria vida de profesor de literatura.

R. F. D. 2,
Townshend, Windham C.,
Vermont 5 de mayo de 1928

ALBERT N. WILMARTH, ESQ.


118 SALTONSTALL ST.,
ARKHAM, MASS.

www.lectulandia.com - Página 156


Mi querido señor:
He leído con gran interés, en el Brattleboro Reformer del 23 de abril del
presente año, la reproducción de su carta acerca de los recientes relatos sobre
los extraños cuerpos que fueron vistos flotando en nuestros desbordados ríos
durante la pasada primavera, y acerca del curioso folklore con el cual
coinciden perfectamente. Es fácil comprender que un forastero adopte la
misma posición que usted, e incluso que el Reformer esté de acuerdo con sus
conclusiones. Ésa es la actitud generalmente adoptada por las personas cultas
dentro y fuera de Vermont, y fue mi propia actitud cuando era joven (ahora
tengo 57 años), antes de que mis estudios, los de tipo general y los del libro de
Davenport, me indujeran a llevar a cabo algunas exploraciones en zonas de las
colinas poco frecuentadas en estos tiempos.
Fui impulsado a tales estudios por las extrañas leyendas que solía oír de
boca de ancianos granjeros carentes de la más rudimentaria cultura, pero los
llevé a cabo completamente solo. Puedo decir, modestia aparte, que los temas
antropológicos y folklorísticos no me son desconocidos. Los estudié a fondo
en la Universidad, y estoy familiarizado con las máximas autoridades en la
materia, tales como Tylor, Lubbock, Frazer, Quatrefages, Murray, Osborn,
Keith, Boule, G. Elliot Smith y otros. Para mí no es ninguna novedad que las
leyendas acerca de razas ocultas son tan antiguas como el género humano. He
visto las reproducciones de las cartas de usted, y de los que están de acuerdo
con usted, en el Rutland Herald, y creo saber el estado en que se encuentra
actualmente su controversia.
Lo que deseo decirle es que mucho me temo que sus adversarios están
más cerca de la verdad que usted, a pesar de que todas las razones parezcan
estar de su parte. Sus adversarios están más cerca de la verdad de lo que ellos
mismos suponen, ya que sólo se basan en teorías, y no pueden saber lo que yo
sé. Si yo supiera lo poco que saben ellos de la materia, no me atrevería a hacer
las afirmaciones que hacen. Estaría completamente de acuerdo con usted.
Como podrá ver, estoy dando un gran rodeo antes de llegar al objetivo
específico de mi carta, probablemente porque temo llegar a ese objetivo; el
nudo de la cuestión es que tengo pruebas evidentes de que unos seres
monstruosos viven realmente en los bosques situados en las colinas más altas
y que no son visitadas por nadie. No he visto a ninguno de esos monstruos
flotando en los ríos, como se ha dicho, pero he visto seres como ellos en
circunstancias que casi no me atrevo a repetir. He visto huellas de pasos, y
posteriormente los he visto cerca de mi propio hogar (vivo en la antigua
mansión de los Akeley, al sur de Townsend Village, en la parte de la Dark
Mountain). Y he oído voces en los bosques, en determinados lugares.
En unos de aquellos lugares oí las voces tan claramente, que llevé allí un

www.lectulandia.com - Página 157


fonógrafo, con un dispositivo para grabar un cilindro de cera, y trataré de
arreglármelas para que pueda oír usted la grabación que obtuve. La puse en el
fonógrafo para que la oyeran algunos de los ancianos de estos alrededores, y
una de las voces les impresionó extraordinariamente, debido a su semejanza
con cierta voz (aquella susurrante voz de los bosques mencionada por
Davenport) de la cual les habían hablado sus abuelas, imitándola. Se lo que la
mayoría de la gente opina de un hombre que dice que «oye voces»… pero
antes de llegar a ninguna conclusión escuche esa grabación y pregunte a los
ancianos de por aquí lo que opinan de ella. Si usted le encuentra una
explicación racional, de acuerdo; pero tiene que existir algo detrás de ella.
Como usted ya sabe, ex nihilo nihil fit.
Mi objetivo al escribirle no es el de iniciar una discusión, sino el de
proporcionarle una información que creo que un hombre de sus aficiones
encontrará sumamente interesante. Esto es privado. Públicamente estoy a su
lado, ya que ciertas cosas me han demostrado que no es conveniente que la
gente sepa demasiado acerca de este asunto. Mis propios estudios son ahora
completamente privados, y no pienso decir nada que pueda llamar la atención
a la gente e inducirla a visitar los lugares que yo he explorado. Es cierto —
terriblemente cierto— que existen seres no humanos vigilándonos
continuamente; con espías entre nosotros, reuniendo información. De un
pobre hombre que, si estaba en su sano juicio (y yo creo que sí), era uno de
esos espías, obtuve una gran parte de la información que poseo.
Posteriormente, aquel hombre se suicidó, pero tengo motivos para creer que
ahora hay otros espías.
Los seres proceden de otro planeta, y pueden vivir en el espacio
interestelar y volar a través de él por medio de unas poderosas alas muy
eficaces en el éter, aunque al parecer de poca utilidad cuando se trata de volar
sobre la tierra. Le hablaré de esto más tarde, suponiendo que no considere
usted que esta carta es obra de un loco. Vienen aquí para obtener metales de
unas minas abiertas en las entrañas de las colinas, y creo que sé de dónde
proceden. No nos causarán ningún daño si les dejamos en paz, pero nadie
puede predecir lo que ocurrirá si nos mostramos demasiado curiosos acerca de
ellos. Desde luego, un buen ejército de hombres acabaría rápidamente con la
colonia de mineros. Esto es lo que ellos temen. Pero, si sucediera esto,
llegarían en número incalculable del exterior. Podrían conquistar fácilmente
la tierra, pero no lo han intentado porque no tienen ninguna necesidad de
hacerlo. Prefieren dejar las cosas tal como están y ahorrarse complicaciones.
Creo que están dispuestos a apoderarse de mí, a causa de lo que he
descubierto. Existe una gran piedra negra con jeroglíficos desconocidos y
medio borrados, piedra que encontré en los bosques de Round Hill, al este de
aquí; y después de llevármela a casa, todas las cosas cambiaron. Si creen que

www.lectulandia.com - Página 158


sé demasiado acerca de ellos me matarán o me raptarán para llevarme al
lugar del cual proceden. De cuando en cuando les gusta llevarse a hombres
cultos, para mantenerse al corriente de la situación en el mundo humano.
Esto me lleva al segundo de los objetivos de mi carta, es decir, a rogarle
que procure terminar con la actual discusión, en vez de darle más publicidad.
La gente debe mantenerse alejada de aquellas colinas, y, para conseguirlo,
hay que empezar por no excitar más su curiosidad. El cielo sabe que existe ya
bastante peligro con la invasión de veraneantes que se extienden por todas
partes con sus tiendas de campaña.
Me complacería muchísimo mantenerme en contacto con usted, y trataré
de enviarle la grabación de que le he hablado y la piedra negra (la cual está
tan gastada que las fotografías resultan inexpresivas). Y digo «trataré», porque
creo que esos seres están enterados de todos mis movimientos. Hay un tipo
muy raro llamado Brown, en una granja de las inmediaciones del pueblo, que
según creo es su espía. Poco a poco, están tratando de incomunicarme con
nuestro mundo, debido a que sé demasiado acerca del suyo.
Poseen los más sorprendentes medios de descubrir lo que hago. Es posible
que ni siquiera reciba usted esta carta. Creo que abandonaré esta parte del país
y me iré a vivir con mi hijo en San Diego, California, si las cosas empeoran,
aunque no resulta fácil abandonar el lugar donde uno ha nacido y donde su
familia ha vivido durante seis generaciones. Y difícilmente me atrevería a
venderle esta casa a alguien ahora que los seres se han dado cuenta de ello. Al
parecer, tratan de recuperar la piedra negra y de destruir la grabación, pero no
lo permitiré, si puedo evitarlo. De momento, mi perro policía los mantiene a
raya, ya que como le he dicho no están aquí en gran número ni pueden
efectuar largos desplazamientos. Sus alas tienen muy poca eficacia cuando se
trata de volar sobre la tierra, como también le he dicho. Estoy entregado a la
tarea de descifrar el jeroglífico de aquella piedra, y creo que usted podría
prestarme una valiosa ayuda con sus conocimientos del floklore local y
general. Supongo que conoce usted los espantosos mitos anteriores a la
aparición del hombre sobre la tierra —los ciclos Yog-Sothoth y Cthulhu—, de
los cuales se habla en el Necronomicon. Yo tuve acceso a un ejemplar en
cierta ocasión, y he oído decir que posee usted uno en la biblioteca de su
Universidad y que lo guarda encerrado bajo siete llaves.
Para terminar, mister Wilmarth, creo que con nuestros respectivos estudios
podemos sernos muy útiles el uno al otro. No deseo ponerle a usted en ningún
peligro, y supongo que debo advertirle que la posesión de la piedra y de la
grabación entraña ciertos riesgos; pero creo que usted estimará que vale la
pena correr algún riesgo por amor al conocimiento. Si me autoriza usted a
enviárselas, me llegaré a Newfane o a Brattleboro para dejarlas con mis
propias manos en el expreso, que me parece el medio más seguro. En la

www.lectulandia.com - Página 159


actualidad vivo completamente solo, ya que nadie quiere permanecer a mi
servicio. No quieren quedarse debido a las cosas que han tratado de acercarse
a la casa durante la noche y que mantienen a los perros ladrando
continuamente. Me alegro de no haber profundizado tanto en este asunto
mientras mi esposa estaba viva, ya que todo esto la habría vuelto loca.
Esperando no haberle importunado con esta carta, cuyo destino confío que
no será el cesto de los papeles, quedo de Vd.
affmo. y s. s.
HENRY W. AKELEY

P. D. Estoy sacando más copias de algunas fotografías tomadas por mí, las
cuales creo que ayudarán a probar varios de los extremos que he mencionado.
Los ancianos de estos alrededores creen que son monstruosamente ciertos. Le
enviaré a usted las fotografías muy pronto, si está interesado en ellas.
H. W. A.

* * *

Sería difícil describir mis sentimientos después de haber leído este extraño
documento por primera vez. Normalmente, todas aquellas extravagancias tenían que
haberme inspirado una hilaridad superior a la que me inspiraron las teorías de mis
adversarios en la discusión. Pero en el tono de la carta había algo que me hizo
considerarla con paradójica seriedad. No es que creyera ni por un momento en la
oculta raza de seres de otro mundo de que me hablaba mi corresponsal; sino que,
después de algunas serias dudas preliminares, me sentí extrañamente convencido de
su cordura y sinceridad, y de que se había enfrentado con algún fenómeno anormal
que no podía explicar más que de un modo imaginativo. Por otra parte, el hombre
parecía indebidamente excitado y alarmado por algo, pero resultaba difícil creer que
su actitud era del todo injustificada. Se mostraba tan específico y lógico en ciertos
aspectos… Y, después de todo, su relato encajaba perfectamente con algunos de los
antiguos mitos… incluso con las más antiguas leyendas indias.
Oue había oído realmente inquietantes voces en las colinas, y que había
encontrado realmente la piedra negra de que hablaba, eran hechos muy posibles a
pesar de las descabelladas deducciones que había extraído de ellos… deducciones
sugeridas probablemente por el hombre que había pretendido ser un espía de los seres
misteriosos y que más tarde se había suicidado. Era fácil deducir que aquel hombre
estaba completamente loco, aunque posiblemente mostraba cierta lógica en medio de
su locura —un hecho muy frecuente—, induciendo con ello al ingenuo Akeley
(preparado ya para tales cosas por sus estudios folklóricos) a creer en su historia. En
cuanto a los últimos acontecimientos, el hecho de que nadie quisiera permanecer a su

www.lectulandia.com - Página 160


servicio demostraba que los vecinos de Akeley estaban tan convencidos como él
mismo de que su casa estaba asediada por cosas misteriosas durante la noche. Y los
perros ladraban, desde luego.
Quedaba lo de la grabación, la cual creí que había obtenido efectivamente del
modo que decía. Tenía que significar algo; tal vez se trataba de los sonidos
producidos por algún animal y que recordaban el lenguaje humano… De la
grabación, mi pensamiento se trasladó a la piedra negra con su jeroglífico,
especulando acerca de su posible significado. ¿Y las fotografías que Akeley hablaba
de enviarme y que los ancianos habían encontrado tan convincentemente terribles?
Mientras releía la carta, pensé que mis crédulos adversarios podían tener más
elementos a su favor de lo que yo había admitido. Después de todo, aquellas colinas
podían ser la morada de algún grupo de seres deformes, pero seres humanos al fin y
al cabo, confinados allí por quién sabe qué misteriosas circunstancias, tal vez a causa
de su propia deformidad. Y, en tal caso, la presencia de cuerpos extraños en los
desbordados ríos no resultaría tan descabellada. ¿Era demasiado fantástico suponer
que las antiguas leyendas y los recientes relatos tuvieran algo de realidad? Pero,
incluso mientras me planteaba esas dudas me sentí avergonzado de que un relato tan
extravagante como la carta de Henry Akeley hubiera podido originarlas.
Al final, contesté la carta de Akeley, adoptando un tono de amistoso interés y
solicitando más detalles. Su respuesta llegó casi a vuelta de correo; y contenía, tal
como me había prometido, cierto número de fotografías de escenas y objetos
ilustrativos de lo que tenía que contarme. Al contemplar aquellas fotografías al
tiempo que las sacaba del sobre, experimenté una extraña sensación de temor, como
la que se experimenta al contemplar una cosa prohibida; ya que a pesar de tratarse de
unas fotografías de aficionado, poseían un considerable poder de sugestión,
aumentado por el hecho de que eran fotografías auténticas: verdaderos eslabones
ópticos con lo que reproducían, y el producto de un proceso de transmisión
impersonal, sin prejuicios ni falsedades.
Cuanto más las miraba, más convencido estaba de que no me había equivocado al
tomar en serio a Akeley y a su historia. Desde luego, aquellas fotografías aportaban
una prueba concluyente de que en las colinas de Vermont había algo que, como
mínimo, estaba fuera del alcance de nuestro conocimiento. Lo peor de todo era la
pisada: una instantánea tomada en un lugar donde el sol brillaba sobre un sendero
embarrado en una desierta meseta. Inmediatamente pude darme cuenta de que allí no
había truco de ninguna clase, ya que los guijarros y briznas de hierba que aparecían
dentro del campo de visión permitían asegurar que la perspectiva total era correcta y
que no se trataba de una doble exposición. He llamado a la cosa una «pisada», pero
creo que sería más exacto decir «la huella de una garra». Incluso ahora apenas puedo
describirla. Su tamaño era aproximadamente el del pie de un hombre normal. De un
tallo central se proyectaban en opuestas direcciones varios pares de pinzas dentadas:
una cosa bastante rara, si en realidad aquello era exclusivamente un órgano de

www.lectulandia.com - Página 161


locomoción.
Otra fotografía —evidentemente una exposición tomada con muy poca luz— era
de la boca de una cueva en un terreno boscoso, con una especie de puerta de piedras
tapando la abertura. Enfrente de ella podía distinguirse una red de curiosas huellas, y
al estudiarlas con una lupa pude darme cuenta de que eran iguales que la que aparecía
en la fotografía. Una tercera foto mostraba un círculo de piedras de gran tamaño en la
cumbre de una colina. Alrededor del círculo, la hierba aparecía aplastada, aunque no
pude localizar ninguna pisada, ni siquiera con la lupa. La extrema lejanía del lugar
era aparente por el verdadero mar de solitarias montañas que formaban el fondo y que
se extendían hacia un neblinoso horizonte.
Pero, si las más inquietantes de todas las fotografías era la de la pisada, la más
rara era la de la gran piedra negra encontrada en los bosques de Round Hill. Akeley la
había fotografiado evidentemente sobre la mesa de su estudio, ya que pude ver hileras
de libros y un busto de Milton en último término. La cámara, al parecer, había
enfocado verticalmente la superficie irregularmente curvada de uno por dos pies; pero
decir algo definido acerca de aquella superficie, o acerca de la forma general de toda
la masa, casi desafía al poder del lenguaje. Los extraños principios geométricos
aplicados por los que la cortaron —ya que estaba cortada artificialmente, sin duda
alguna— escapan a mi posibilidad de comprensión; hasta entonces no había visto
nada que me impresionara tanto y que fuera tan evidentemente ajeno a este mundo.
De las otras cinco fotografías, tres eran de escenarios montañosos y pantanosos,
los cuales parecían mostrar huellas de una oculta y malsana presencia. Otra era la de
una extraña huella en el suelo, muy cerca de la casa de Akeley, que estaba tomada
una mañana posterior a una noche durante la cual los perros habían ladrado más
violentamente que de costumbre. Estaba muy borrosa, y resultaba difícil extraer
ninguna conclusión de ella, pero tenía cierto parecido con aquella otra huella
fotografiada en la desierta meseta. La última de las fotografías era la de la casa de
Akeley; una casa de dos pisos y ático, construida cosa de siglo y medio antes, con un
césped bien cuidado y un sendero bordeado de piedras que conducía a una puerta
principal labrada con exquisito gusto. En el césped había varios perros de gran
tamaño, tendidos cerca de un hombre de facciones correctas que debía ser el propio
Akeley, ya que sostenía en la mano derecha una perilla unida a un tubo de goma: el
disparador automático de la cámara, que le había permitido tomar su propia
fotografía.
De las fotografías pasé a la extensa carta que las acompañaba; y durante las tres
horas siguientes estuve sumergido en un mundo de inexpresable horror. Lo que
Akeley sólo había sugerido en su carta anterior, lo explicaba ahora con minucioso
detalle; ofreciendo largas transcripciones de palabras oídas en los bosques durante la
noche, largos relatos de monstruosas formas rosadas entrevistas en las colinas a la
hora del crepúsculo, y una terrible narración cósmica derivada de la aplicación de
profundas y diversas disciplinas intelectuales a los interminables discursos del espía

www.lectulandia.com - Página 162


medio loco que se había suicidado. Me encontré ante nombres y expresiones que
había oído relacionados con las cosas más espantosas —Yuggoth, Gran Cthulhu,
Tsathoggua, Yog-Sothoth, R’lyeh, Nyarlathotep, Azathoth, Hastur, Yian, Leng, el
Lago de Hali, Bethmoora, la Señal Amarilla, L’mur-Kathulos, Bran y el Magnum
Innominandum—, y fui transportado a través de desconocidos eones y de
inconcebibles dimensiones a unos mundos que el demente autor del Necronomicon
sólo había intuido vagamente. Descendí a los abismos de la vida primitiva, y navegué
por los ríos anteriores a la existencia del sistema solar, hasta adentrarme por uno de
aquellos ríos que desembocaba en los destinos de nuestra propia tierra.
Mi cerebro era un caos; y si antes había intentado encontrar una explicación a las
cosas, ahora empezaba a creer en las más anormales e increíbles maravillas. Las
pruebas eran numerosas y aplastantes; y la actitud de Akeley, fría, científica —una
actitud muy alejada de lo demencial, de lo fanático, de lo histérico e incluso de lo
extravagantemente especulativo—, ejerció una poderosa influencia sobre mis
facultades críticas. Cuando terminé de leer la espantosa carta, pude comprender los
temores que Akeley había llegado a experimentar, y estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa que estuviera a mi alcance para mantener a la gente alejada de aquellas
salvajes y hechizadas colinas. Incluso ahora, cuando el tiempo ha embotado la
impresión y me ha hecho interrogarme a mí mismo acerca de mi propia experiencia y
de mis horribles dudas, hay cosas de aquella carta de Akeley que no me atrevo a citar,
ni siquiera formándolas en palabras sobre el papel. Casi me alegro de que la carta, y
la grabación, y las fotografías hayan desaparecido… y deseo, por motivos que no
tardaré en explicar, que el nuevo planeta situado más allá de Neptuno no haya sido
descubierto.
Con la lectura de aquella carta, mi discusión pública acerca de los horrores de
Vermont finalizó definitivamente. Los argumentos de mis adversarios quedaron sin
respuesta o fueron contestados de un modo evasivo, y eventualmente la discusión
languideció hasta morir de consunción. Durante los últimos días del mes de mayo y
todo el mes de junio estuve en continuo contacto con Akeley; lo que tratábamos de
hacer, en conjunto, era comparar notas en materia de ciencia mitológica y llegar a una
clara correlación de los horrores de Vermont con el cuerpo general de leyendas
primitivas de todo el mundo.
Por un motivo que luego explicaré, llegamos virtualmente a la conclusión de que
aquellas morbosidades y el infernal Mi-Go del Himalaya pertenecían a un mismo
orden de pesadillas encarnadas. Hicimos también interesantes conjeturas zoológicas
que hubiera consultado al profesor Dexter, de mi Universidad, de no haber mediado
la imperativa orden de Akeley para que no hablara del asunto con nadie. Si ahora
desobedezco aquella orden, se debe a que creo que en el actual estado de cosas una
advertencia acerca de aquellas colinas de Vermont —y acerca de aquellos picos del
Himalaya que los exploradores están empeñados en escalar— puede favorecer más la
seguridad pública de lo que la favorecería el silencio. Una de las cosas específicas

www.lectulandia.com - Página 163


que estábamos dispuestos a llevar a cabo era descifrar los jeroglíficos de aquella
espantosa piedra negra: un hecho que podía hacernos entrar en posesión de secretos
más profundos y más asombrosos que cualquiera de los anteriormente conocidos por
el hombre.

III
Hacia finales de junio llegó la grabación, remitida desde Brattleboro, ya que
Akeley no confiaba en la seguridad que pudiera ofrecer el ramal norte de la línea.
Había empezado a experimentar una creciente sensación de espionaje, agravada por
la pérdida de algunas de nuestras cartas; y hablaba mucho acerca de los insidiosos
actos de ciertos hombres, a los cuales consideraba instrumentos y agentes de los seres
ocultos. Del que más sospechaba era del arisco granjero Walter Brown, que vivía solo
en una apartada casa y que a menudo era visto vagabundeando por las esquinas de
Brattleboro, Bellows Falls, Newfane y South Londonderry, de un modo inexplicable
y aparentemente inmotivado. Akeley estaba convencido de que la voz de Brown era
una de las que había oído en cierta ocasión en una terrible conversación; y en otra
ocasión había visto la huella de una pisada cerca de la casa de Brown, una pisada
exactamente igual a la de la fotografía que me había enviado, y que podía tener un
ominoso significado. Cerca de ella había la huella de algunas pisadas del propio
Brown: pisadas que se dirigían hacia la extraña huella.
De modo que la grabación me fue remetida desde Brattleboro, hasta donde la
llevó Akeley en su Ford, a lo largo de los solitarios caminos vecinales de Vermont.
En la nota que acompañaba a la grabación, Akeley confesaba que estaba empezando
a temer aquellos caminos, y que no se atrevía ni siquiera a ir a Townsend a efectuar
sus compras, como no fuera a plena luz del día. Era peligroso, repetía una y otra vez,
saber demasiado, a menos que uno se encontrara muy lejos de aquellas silenciosas y
problemáticas colinas. Pensaba trasladarse muy pronto a California a vivir con su
hijo, por duro que resultara abandonar un lugar que conservaba los recuerdos de seis
generaciones de antepasados.
Antes de poner la grabación en el aparato comercial que pedí prestado a la
Administración de la Universidad, repasé cuidadosamente todas las cartas de Akeley
que hablaban de ella. La grabación, decía, había sido obtenida alrededor de la una de
la madrugada del 1 de mayo de 1915, cerca de la cerrada boca de una cueva, en la

www.lectulandia.com - Página 164


ladera occidental de la Dark Mountain, encima del pantano de Lee. El lugar había
estado siempre plagado anormalmente de extrañas voces, siendo éste el motivo de
que se hubiera decidido a efectuar la grabación. Anteriores experiencias le habían
sugerido que las Vísperas de Mayo —la espantosa Noche del Sábado de la leyenda
subterránea europea— serían probablemente más fructíferas que cualquier otra fecha,
y no quedó decepcionado. Era de notar el hecho de que, a partir de entonces, no
volvió a oír voces en aquel lugar.
Al contrario de la mayoría de voces oídas en los bosques, la sustancia de la
grabación era casi ritualística, e incluía una voz evidentemente humana, una voz que
Akeley no había conseguido reconocer. No era la de Brown, y parecía corresponder a
un hombre de elevada cultura. La segunda voz, sin embargo, era el verdadero quid de
la cosa, ya que se trataba de un susurro que no tenía el menor contenido humano, a
pesar de expresarse en un excelente inglés.
El aparato de grabación no había funcionado uniformemente bien, debido a la
lejanía y a la naturaleza encubierta del ritual; de modo que el registro de las voces era
en realidad muy fragmentario. Akeley me había enviado una transcripción de lo que
él creía que se había dicho aquella noche, y repasé de nuevo aquella transcripción
mientras preparaba el aparato. El texto era más misterioso que terrible, aunque el
conocimiento de su origen le infundía un horror que ninguna palabra podía tener. Voy
a reproducirlo en la medida que pueda recordarlo, aunque estoy completamente
convencido de que me lo se de memoria, no sólo a través de la lectura de la
transcripción, sino por haber puesto la grabación una y otra vez. ¡No es una cosa que
pueda olvidarse fácilmente!

(Sonidos irreconocibles).

(Una voz humana, masculina, culta).

…es el Señor de los Bosques, incluso para… y el regalo de los hombres


de Leng… desde las profundidades de la noche a las vorágines del espacio, y
desde las vorágines del espacio a las profundidades de la noche, siempre las
alabanzas al Gran Cthulhu, a Tsathoggua, y a Aquel que no puede ser
Nombrado. Siempre Sus alabanzas, y la abundancia de la Cabra Negra de los
Bosques. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!

(Una susurrante imitación del lenguaje humano).

¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra Negra de los Bosques con un Millar de


Crías!

(Voz humana).

www.lectulandia.com - Página 165


Y he aquí que el Señor de los Bosques, siendo… siete y nueve, descendió
Jos peldaños de ónice… (tri)buta a él en la Vorágine, Azathoth, Aquel de
Quien Tú nos has enseñado las marav(illas)… sobre las alas de la noche más
allá del espacio, más allá del d… a Aquel de quien Yuggoth es el más joven
de los hijos, girando sólo en el negro éter de la orilla…
(Voz susurrante).

…ir entre los hombres y encontrar sus caminos, que Aquel que está en la
Vorágine debe conocer. A Nyarlathotep, Mensajero Principal, deben serle
dichas todas las cosas. Y Él adquirirá la semejanza de los hombres, con la
máscara de cera y la ropa que oculta, y bajará desde el mundo de los Siete
Soles para burlar…
(Voz humana).

…(Nyarl)athotep, Gran Mensajero, portador de alegría a Yuggoth a través


del vacío, Padre del Millón de Favorecidos, Majestuoso entre…
(Final de la grabación).

Ésas fueron las palabras que oí al poner en marcha el aparato. Confieso que al
apretar la palanca y oír el rasgueo preliminar de la punta de zafiro estaba bastante
asustado, y que me alegré de que las primeras débiles y fragmentarias palabras fueran
pronunciadas por una voz humana: una voz pastosa, culta, con un leve acento
bostoniano, y que desde luego no correspondía a ningún nativo de las colinas de
Vermont. Mientras escuchaba aquellas palabras me parecieron idénticas a la
transcripción que de ellas había elaborado Akeley. Y la voz salmodió, en aquel
pastoso acento bostoniano… «¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de
Crías!».
Y entonces oí la otra voz. Incluso ahora me estremezco retrospectivamente
cuando pienso en la impresión que me produjo, a pesar de estar preparado por los
relatos de Akeley. Aquellos a quienes he descrito desde entonces la grabación
afirman que no encuentran en ella más que una burda impostura o una prueba de
locura; pero si hubieran oído la grabación, o leído la voluminosa correspondencia de
Akeley (especialmente aquella terrible y enciclopédica segunda carta), sé que
opinarían de un modo distinto. Después de todo, es una verdadera lástima que no me
decidiera a desobedecer a Akeley, dejando escuchar la grabación a otras personas. Y
es una verdadera lástima, también, que todas sus cartas se hayan perdido. Para mí,
con mi impresión de primera mano de los sonidos reales, y con mi conocimiento de
las circunstancias ambientales, la voz fue una cosa monstruosa. Siguió rápidamente a
la voz humana en respuesta ritualista, pero en mi imaginación fue un eco morboso
volando a través de inimaginables abismos desde inimaginables infiernos exteriores.

www.lectulandia.com - Página 166


Hace más de dos años que oí por última vez aquella horrible grabación; pero en este
momento, y en todos los otros momentos, puedo oír todavía aquel débil y monstruoso
susurro, tai como me llegó al escucharlo por primera vez.
¡Iä! ¡Sub-Niggurath! ¡La Cabra Negra de los Bosques con un Millar de Crías!
Pero, aunque aquella voz está siempre en mis oídos, no he sido aún capaz de
analizarla adecuadamente para poder dar una descripción gráfica de ella. Era como el
zumbido de algún repugnante y gigantesco insecto formando palabras, y estoy
absolutamente convencido de que los órganos que las producían no tenían ninguna
semejanza con los órganos vocales del hombre, ni con los de ninguno de los
mamíferos. Tenía unas características de timbre, extensión y tonalidad que la situaban
completamente aparte de la esfera de la humanidad y de la vida terrenal. Al llegar
repentinamente a mis oídos por primera vez me dejó aturdido, y oí el resto de la
grabación sumido en una especie de abstraído ofuscamiento. Cuando llegó el párrafo
más largo de la voz susurrante, se intensificó la sensación de impía infinitud que me
había invadido durante el breve párrafo anterior. Al final, la grabación terminó
bruscamente, mientras la voz humana y bostoniana hablaba de un modo insólitamente
claro; pero yo permanecí sentado, contemplando estúpidamente el aparato hasta
mucho después de haberse detenido automáticamente.
No necesito decir que puse otras muchas veces en el aparato aquella sorprendente
grabación, y que llevé a cabo exhaustivos intentos para analizarla y comentarla,
comparando mis notas con las de Akeley. Sería inútil y engorroso repetir aquí todas
las conclusiones a que llegamos; pero puedo decir que estuvimos de acuerdo en creer
que nos habíamos asegurado una clave de la fuente de algunas de las más
repugnantes y primitivas costumbres en relación con las laberínticas y más antiguas
religiones del género humano. Para nosotros era evidente, también, que existían
antiguas y elaboradas alianzas entre los seres misteriosos y algunos miembros de la
raza humana. Hasta qué punto eran extensas aquellas alianzas, y hasta qué punto
podía compararse su condición actual con su condición en épocas anteriores, eran
extremos que no disponíamos de medios para dilucidar; sin embargo, dejaban campo
abierto para una ilimitada cantidad de horrorizadas especulaciones. Parecía existir
una pavorosa e inmemorial conexión en varios períodos definidos entre el hombre y
el desconocido infinito. Los seres aparecidos sobre la tierra procedían del enigmático
planeta Yuggoth, situado en el borde del sistema solar; pero aquel planeta no era más
que una especie de avanzadilla de una espantosa raza interestelar cuya fuente de
origen debía encontrarse mucho más allá del espacio-tiempo continuo einsteiniano o
mayor de los cosmos conocidos.
Entretanto, seguíamos hablando de la piedra negra y del mejor modo de enviarla a
Arkham, ya que Akeley no era partidario de que yo le visitara en el escenario de sus
investigaciones. Por algún motivo, Akeley temía confiar la cosa a cualquier medio
normal de transporte. Su idea final fue la de llevar la piedra campo a través hasta
Bellows Falls, y embarcarla en el sistema Boston y Maine a través de Keene y

www.lectulandia.com - Página 167


Wichendon y Fitchburg, aunque esto significaba viajar por caminos más solitarios
que el que conducía a Brattleboro. Dijo que había visto a un hombre merodeando
alrededor de la oficina de correos de Brattleboro, cuando había enviado la grabación,
y que su aspecto y sus movimientos le habían alarmado. Aquel hombre parecía tener
un gran interés en hablar con los empleados de correos, y había tomado el tren en el
cual viajaba la grabación. Akeley confesaba que no se había sentido completamente
tranquilo hasta que le comuniqué que la grabación había llegado a mis manos sin
novedad.
Por aquella época —segunda semana de julio— se perdió otra carta mía, y
Akeley me dijo que no le escribiera más a Townshend y que enviara todas mis cartas
a la lista de Correos de Brattleboro; él se encargaría de recogerlas allí. Me di perfecta
cuenta de que su ansiedad iba en aumento, ya que me escribía con mucho detalle
acerca de la actitud de sus perros, que en las noches sin luna ladraban más que de
costumbre, y acerca de las huellas recientes de pisadas que a veces descubría en el
camino que pasaba por la parte trasera de su granja. En una de sus cartas me hablaba
de un verdadero ejército de pisadas que había descubierto un par de mañanas antes, y
me enviaba una inquietante instantánea como prueba. La noche que había precedido
al descubrimiento, los perros se habían excedido a sí mismos en sus aullidos y
ladridos.
La mañana del miércoles, 18 de julio, recibí un telegrama expedido en Bellows
Falls en el cual Akeley me comunicaba el envío de la piedra negra en el tren n.° 5508
de la línea B. & M., que salía de la estación de Bellows Falls a las 12.15 de la mañana
para llegar a la estación del Norte de Boston a las 4.12 de la tarde. Calculé, por tanto,
que llegaría a Arkham al mediodía del jueves. A media tarde, viendo que no me
enviaban el paquete, llamé por teléfono a las oficinas de ferrocarriles, y me
informaron que no había llegado ningún paquete a mi nombre. A continuación,
sumamente alarmado, puse una conferencia con Boston y hablé con el agente de la
estación del Norte; no me sorprendió demasiado enterarme de que el paquete dirigido
a mi nombre no había aparecido. El tren n.° 5508 había llegado con sólo 35 minutos
de retraso el día anterior, pero en él no había ninguna caja para mí. Sin embargo, el
agente me prometió efectuar una investigación; y terminé aquel día enviando una
carta a Akeley explicándole la situación.
Al día siguiente, por la tarde, llegó un informe de la oficina de Boston; el agente
me llamó por teléfono en cuanto se hubo enterado de los hechos. Al parecer, el
empleado de servicio en el tren n.° 5508 había recordado un incidente que tal vez
estuviera relacionado con mi perdida: una discusión con un hombre que tenía una voz
muy rara, de aspecto campesino, flaco, cuando el tren estaba esperando en Keene, N.
H., poco después de la una de la tarde.
El hombre en cuestión, dijo el empleado, estaba muy excitado a propósito de una
pesada caja que debía llegar a su nombre, pero la caja no estaba en el tren ni figuraba
en el libro-registro. Había dado el nombre de Stanley Adams, y tenía una voz tan

www.lectulandia.com - Página 168


susurrante, que el empleado temía haberse quedado adormilado mientras la
escuchaba. El empleado no podía recordar cómo había terminado la conversación,
aunque sí sabía que se despabiló completamente en cuanto el tren empezó a moverse.
El agente de Boston añadió que aquel empleado era un joven de absoluta confianza,
que llevaba mucho tiempo al servicio de la compañía.
Aquella noche me trasladé a Boston para interrogar personalmente al empleado,
cuyas señas me facilitaron en las oficinas de la compañía. Era un individuo simpático
y cordial, pero vi que no podía añadir nada a su relato anterior. Ni siquiera estaba
seguro de poder reconocer al hombre que había discutido con él, si por casualidad
volvía a verlo. En consecuencia, regresé a Arkham y me pasé la noche escribiendo a
Arkham, a la compañía de ferrocarriles, al departamento de policía y al agente de la
estación de Keene. Intuía que el hombre de la voz rara que había afectado de un
modo tan extraño al empleado tenía que haber desempeñado un papel fundamental en
aquel desagradable asunto, y esperaba que los empleados de la estación de Keene y
los encargados de la oficina de telégrafos le recordaran y pudieran darme algún
detalle interesante acerca de él.
Sin embargo, tengo que confesar que todas mis investigaciones resultaron
infructuosas. El hombre de la voz rara había sido visto efectivamente en los
alrededores de la estación de Keene a primeras horas de la tarde del 18 de julio, y uno
de los empleados le asociaba vagamente con una pesada caja; pero no se había fijado
demasiado en él, ya que se trataba de un desconocido y sus movimientos no le habían
llamado la atención de un modo especial. El desconocido no había estado en la
oficina de telégrafos ni recibido ningún mensaje; y a la oficina no había llegado
ningún telegrama que pudiera relacionarse con la presencia de la piedra negra en el
tren 5508. Naturalmente, Akeley se unió a mí en aquellas pesquisas, e incluso efectuó
un viaje a Keene para interrogar al personal de la estación; pero su actitud era más
fatalista que la mía. Para él, la pérdida de la caja había sido algo casi inevitable, y no
tenía verdaderas esperanzas de recuperarla. Hablaba de los indudables poderes
telepáticos e hipnóticos de los seres de las colinas y de sus agentes, y en una carta
expresaba su convencimiento de que la piedra no estaba ya en la tierra. Por mi parte,
estaba enfurecido, ya que me había hecho a la idea de aprender cosas profundas y
asombrosas al descifrar los antiguos y borrosos jeroglíficos grabados en la misteriosa
piedra negra.
Pero mi enfurecimiento y mi decepción no se prolongaron demasiado, ya que las
cartas que Akeley me escribió a continuación de aquel incidente me informaron de
que el terrible problema de la colina había entrado en una nueva fase que acaparó
inmediatamente toda mi atención.

www.lectulandia.com - Página 169


IV
Las cosas desconocidas, me escribía Akeley con una caligrafía cada vez más
lamentablemente trémula, habían empezado a acercarse a él con una decisión
completamente nueva. Los ladridos nocturnos de los perros cuando no había luna se
habían hecho espantosos, y se habían producido intentos de ataque contra él en pleno
día, mientras cruzaba algún solitario camino. El 2 de agosto, cuando regresaba del
pueblo en su automóvil, había encontrado un tronco de árbol caído en medio del
camino, en un lugar que discurría entre una espesa arboleda; los furiosos ladridos de
los dos enormes perros que llevaba en el coche le convencieron de que había alguien
escondido cerca de allí. No sabía lo que hubiera ocurrido de no haber llevado los
perros… pero en lo sucesivo no salió sin ir acompañado de un par, por lo menos, de
aquellos fieles y acometedores animales. Otras dos experiencias se habían producido
los días cinco y seis de agosto; un proyectil rozó su automóvil en una ocasión, y los
ladridos de los perros le advirtieron de desagradables presencias en la otra.
El quince de agosto recibí una desesperada carta que me impresionó mucho y me
hizo desear que Akeley se decidiera de una vez a solicitar la ayuda de la Ley. En la
noche del 12 al 13 se habían producido unos inquietantes acontecimientos: en el
exterior de la granja se oyeron numerosos disparos, y por la mañana Akeley encontró
muertos a tres de sus doce perros. En el camino había muchas huellas de pisadas
misteriosas, y entre ellas las humanas de Walter Brown. Akeley había empezado a
telefonear a Brattleboro para pedir más perros, pero la comunicación se había
interrumpido bruscamente. Más tarde se dirigió a Brattleboro en su automóvil, y allí
se enteró de que los obreros de la compañía telefónica habían encontrado el cable
principal cortado en un lugar situado cerca de las desiertas colinas al norte de
Newfane. Akeley se disponía a regresar a su granja con otros cuatro perros y varias
cajas de munición para su rifle de repetición de gran calibre. La carta había sido
escrita en la oficina de correos de Brattleboro y expedida allí mismo para que llegara
más pronto a mis manos.
Mi actitud en relación con el asunto se había ido modificando sensiblemente, y de
puramente científica había pasado a ser personal. Temía por Akeley en su apartada y
solitaria granja, y temía por mí mismo a causa de la definida conexión que ahora
tenía con el extraño problema de la colina. La cosa había empezado a actuar de un
modo más agresivo. ¿Podría absorberme y engullirme también a mí? Al contestar a la
carta de Akeley, le apremié para que solicitara ayuda, insinuando que si él no lo hacía
tomaría las medidas que me parecieran más oportunas. Le hablé de visitar Vermont a
pesar de sus deseos, y de ayudarle a explicar la situación a las autoridades. A vuelta
de correo, recibí un telegrama expedido en Bellows Falls y concebido en los
siguientes términos:

Agradezco su interés pero no puedo hacer nada. Absténgase intervenir.

www.lectulandia.com - Página 170


Podría perjudicamos a los dos. Espere explicación.
Henry Akeley

Pero el asunto se estaba complicando. Escribí inmediatamente a Akeley, y a


vuelta de correo recibí una nota suya con la sorprendente noticia de que no sólo no
había enviado el telegrama, sino que ni siquiera había recibido la carta a la que el
telegrama en cuestión contestaba. Las investigaciones que había llevado a cabo en
Bellows Falls le permitieron averiguar que el telegrama había sido depositado por un
hombre flaco, con una rara voz susurrante, aunque esto fue lo único que pudo sacar
en claro. El empleado de la oficina de telégrafos le había enseñado la copia escrita a
lápiz por el remitente, pero la caligrafía le era completamente desconocida. Un dato
curioso era que la firma estaba equivocada; habían escrito A-K-E-L-Y, sin la segunda
E. Ciertas conjeturas resultaban inevitables, pero Akeley estaba pasando por una
evidente crisis y no se había detenido a analizarlas.
Hablaba de la muerte de más perros y de la compra de otros, y del intercambio de
disparos que se había convertido en una característica de las noches sin luna. Las
huellas de Brown y de otros dos seres humanos, por lo menos, se encontraban ahora
regularmente entre las de los seres misteriosos, en la parte trasera de la granja. Era,
admitía Akeley, una situación muy desagradable; y tendría que marcharse a vivir a
California con su hijo muy pronto, vendiera o no la antigua casa. Aunque resultaba
muy duro abandonar el único lugar en el que uno podía pensar realmente como en un
hogar. Intentaría retrasar su marcha un poco más, tal vez consiguiera asustar a los
intrusos y ahuyentarlos… especialmente si conseguía convencerles de que no estaba
dispuesto a continuar sus investigaciones para tratar de descubrir sus secretos.
Le contesté a vuelta de correo, renovándole mis ofrecimientos de ayuda, y le
hablé de nuevo de visitarle y de ayudarle a convencer a las autoridades del peligro
que corría. En su respuesta parecía menos predispuesto contra ese plan de lo que su
anterior actitud permitía suponer, aunque decía que le gustaría mantener la actual
situación un poco más: el tiempo suficiente para poner sus asuntos en orden y hacerse
a la idea de abandonar el lugar donde había nacido y que le era tan querido. La gente
miraba con recelo sus estudios e investigaciones, y era preferible marcharse de un
modo normal, que no pareciera una huida. Quería marcharse de un modo digno… si
es que le era posible.
Esta carta me llegó el 28 de agosto, y la contesté en unos términos que procuré
que resultaran animosos. Al parecer, mis frases de ánimo surtieron efecto, ya que su
siguiente carta fue menos pesimista que las anteriores. Sin embargo, su optimismo
era muy relativo, ya que atribuía el momentáneo mejoramiento de la situación al
hecho de que había plenilunio, y esto mantenía alejados a los misteriosos seres de las
colinas. Manifestaba la esperanza de que las noches continuaran siendo claras, sin
nubes, y hablaba vagamente de marcharse a vivir a Brattleboro cuando la luna entrara
en su cuarto menguante. Le escribí de nuevo en tono alentador, pero el 5 de

www.lectulandia.com - Página 171


septiembre me llegó otra carta, la cual se había cruzado evidentemente con la mía en
el camino; y a ésta no pude darle ninguna respuesta alentadora. Dada su importancia,
creo que será mejor que la reproduzca íntegramente… todo lo íntegramente que me
permita hacerlo mi memoria. Decía así, poco más o menos:

Lunes

Querido Wilmarth:
Una postdata más bien desalentadora a mi última carta. La pasada noche
fue muy nubosa —aunque no llovió—, y la luna permaneció completamente
oculta. Las cosas están empeorando, y creo que se acerca el final, a pesar de
todas nuestras esperanzas. Después de medianoche algo aterrizó en el tejado
de la casa, y los perros se precipitaron a ver lo que ocurría. Les oí ladrar y
aullar desaforadamente, y uno de ellos consiguió encaramarse al tejado
saltando desde un cobertizo. A continuación se produjo una terrible lucha, y oí
un espantoso susurrar que nunca olvidaré. Y luego se esparció un horrible
olor. Casi al mismo tiempo, unos proyectiles penetraron a través de la ventana
y casi me alcanzaron. Creo que el grupo principal de asaltantes se había
acercado a la casa mientras los perros estaban entretenidos con lo que sucedía
en el tejado. No sé exactamente lo que había allí, pero temo que los seres de
las colinas están aprendiendo a utilizar mejor sus alas espaciales. Apagué las
luces y utilicé las ventanas como aspilleras, enviando rociadas de balas al
exterior, apuntando a una altura superior a la de los perros, para no herirlos a
ellos. Los intrusos desaparecieron, pero al hacerse de día descubrí grandes
charcos de sangre en el patio, además de unos charcos de una sustancia
viscosa de color verde que despedía el más nauseabundo de los olores. Me
encaramé al tejado y encontré más restos de la sustancia viscosa. Cinco de los
perros habían muerto… Temo que herí a uno por disparar demasiado bajo, ya
que tenía el tiro en el lomo. Ahora estoy cambiando los cristales de las
ventanas que rompieron en el tiroteo, y voy a ir a Brattleboro en busca de más
perros. Supongo que los hombres de las perreras creen que estoy chiflado.
Más tarde escribiré otra nota. Calculo que estaré listo para el traslado dentro
de un par de semanas, aunque casi me mata pensar en ello.
Le saluda,
Akeley

Pero ésa no fue la única carta de Akeley que se cruzó con la mía. A la mañana
siguiente —6 de septiembre— llegó otra; esta vez unos frenéticos garabatos que me
desconcertaron completamente y me dejaron sin saber qué decir ni qué hacer a
continuación. Pero será mejor que reproduzca el texto tan fielmente como la memoria
me permita hacerlo.

www.lectulandia.com - Página 172


Martes
Creo que me estoy volviendo loco. Es posible que todo lo que le he escrito
a usted sea un sueño o una locura. La cosa era ya bastante desagradable, pero
ahora ha empeorado. Anoche, los seres de la colina hablaron conmigo… me
hablaron con aquella horrible voz susurrante y me dijeron cosas que no me
atrevo a repetir. Les oí claramente por encima de los ladridos de los perros, y
en un momento determinado, cuando empezaban a quedar ahogados, una voz
humana les ayudó. Manténgase apartado de esto, Wilmarth… es mucho peor
de lo que sospechábamos. Ahora no quieren dejarme marchar a California:
quieren sacarme de aquí vivo, teórica y mentalmente vivo… para llevarme no
sólo a Yuggoth, sino más allá… más allá de la galaxia y posiblemente más
allá de la última orilla curva del espacio. Les dije que no quiero ir donde
ellos desean llevarme, ni del modo terrible que me han propuesto, pero mucho
me temo que mi negativa no sirva para nada. Mi casa está tan apartada, que
dentro de poco podrán presentarse durante el día lo mismo que se han
presentado de noche. Otros seis perros han muerto, y hoy, mientras me dirigía
a Brattleboro, he sentido presencias a lo largo de todo el camino.
Fue un error por mi parte enviarle a usted la grabación y la piedra negra.
Será mejor que destruya la grabación antes de que sea demasiado tarde.
Mañana le escribiré unas líneas, si es que estoy aquí todavía. Me gustaría
poder llevar mis libros y mis cosas a Brattleboro y quedarme a vivir allí. Si
pudiera me marcharía sin llevarme nada, pero en el interior de mi mente hay
algo que me mantiene sujeto aquí. Podría marcharme a Brattleboro, donde
estaría a salvo, pero tengo la impresión de que me sentiría tan preso allí como
en esta casa. Es algo horrible…, no se mezcle usted en esto.
Suyo,
Akeley

Después de leer esta terrible carta permanecí despierto toda la noche,


dirigiéndome angustiosas preguntas acerca del estado mental de Akeley. El contenido
de la carta era completamente absurdo. Y, sin embargo, la forma de expresión —
teniendo en cuenta todo lo que había sucedido antes— resultaba convincente. Decidí
no contestarla, pensando que sería mejor esperar a que Akeley tuviera tiempo de
enviarme su respuesta a mi última comunicación. La respuesta llegó al día siguiente,
aunque no hacía referencia a los puntos expuestos en mi carta. Aquí está lo que
recuerdo del texto, escrito de un modo apresurado, casi frenético.

Miércoles
W…
Recibí su carta, pero es inútil seguir discutiendo la situación. Estoy
completamente resignado. No me queda fuerza de voluntad para seguir

www.lectulandia.com - Página 173


luchando. No podría escapar, aunque estuviera dispuesto a abandonarlo todo y
huir. Se han apoderado de mí.
Ayer recibí una carta de ellos… me la entregaron en Brattleboro. Llevaba
el matasellos de Bellows Falls. Dice lo que quieren hacer conmigo… no
puedo repetirlo. ¡Tenga cuidado, Wilmarth! Destruya aquella grabación. Las
noches siguen siendo nubosas y sin luna. Quisiera atreverme a pedir ayuda —
tal vez esto estimularía mi fuerza de voluntad—, pero sé que cualquier
persona a la que me dirigiera diría que estoy loco, a menos que pudiera
aportar alguna prueba. No puedo pedirle a nadie que me ayude sin más ni
más… Tengo que exponer algún motivo, especialmente después de la vida
retraída que he llevado durante tantos años.
Pero no le he contado a usted lo peor, Wilmarth. Agárrese bien, porque va
a necesitarlo. Estoy diciendo la pura verdad. Se trata de lo siguiente: he visto y
he tocado uno de los seres, o parte de uno de los seres. ¡Fue algo terrible,
desde luego! Estaba muerto. Uno de los perros lo había liquidado, y lo
encontré esta mañana cerca de la perrera. Traté de guardarlo en el cobertizo de
la leña para convencer a la gente de todo el asunto, pero se evaporó en unas
cuantas horas. No quedó nada. Como usted sabe, todas aquellas cosas fueron
vistas en los ríos únicamente a primeras horas de la mañana, después de la
inundación. Y aquí está lo peor. Traté de fotografiarlo para usted, pero cuando
revelé la película no había nada visible en ella, aparte del cobertizo. ¿Cómo
puede haber desaparecido? Yo lo vi, y lo toqué, y todos dejan huellas de
pisadas. Seguramente estaba hecho de materia… pero ¿qué clase de materia?
La forma no puede ser descrita. Era un enorme cangrejo con un montón de
piramidales anillos carnosos en el lugar que en un hombre hubiera ocupado la
cabeza. Aquella sustancia viscosa de color verde es su sangre o jugo. Y a cada
momento que pasa hay un mayor número de ellos en la tierra.
Walter Brown ha desaparecido. No ha sido visto vagabundeando por las
esquinas de los pueblos, como tenía por costumbre. Tal vez le alcancé con uno
de mis disparos, aunque los seres de las colinas se llevan siempre sus muertos
y heridos.
Esta tarde estuve en la ciudad sin ningún contratiempo, pero temo que esto
demuestre que están completamente seguros de tenerme en sus manos. Estoy
escribiendo esta carta en la oficina de correos de Brattleboro. Tal vez sea una
despedida… Si es así, escriba a mi hijo George Goodenough Akeley, 176,
Pleasant St., San Diego, California, pero no venga aquí. Escríbale si no tiene
noticias mías en el plazo de una semana, y lea los periódicos.
Ahora voy a jugar mis dos últimas cartas… si me queda la suficiente
fuerza de voluntad. Primero trataré de eliminar a los seres por medio de un
gas venenoso (he adquirido ya los productos químicos necesarios, así como
máscaras para mí y para los perros), y si esto no da resultado hablaré con el

www.lectulandia.com - Página 174


«sheriff». Tal vez me encierren en un manicomio… pero esto será preferible a
lo que los otros seres quieren hacer. Quizá pueda inducirles a que se fijen en
las huellas que hay alrededor de la casa: son muy débiles, pero yo las veo
claramente cada mañana. Supongo, también, que la policía dirá que estoy
ocultando algo, ya que todo el mundo opina que soy un personaje un poco
raro.
Debí tratar de que un policía pasara una noche aquí y viera por sus propios
ojos lo que sucede… aunque lo más probable hubiera sido que los seres de la
colina se enteraran de ello y no se dejaran ver aquella noche. Han cortado los
cables del teléfono siempre que he intentado llamar por la noche, y los
empleados de la compañía opinan que es una cosa muy rara, y no me
extrañaría que creyeran que los corto yo mismo. Ahora hace una semana que
están sin reparar.
Podría inducir a algún granjero indocto a que atestiguara la realidad de los
horrores, pero todo el mundo se ríe de lo que dicen, y, además, hace tanto
tiempo que no se dejan ver por aquí que no saben nada de los nuevos
acontecimientos. Ninguno de esos granjeros se atrevería a acercarse a mi casa
por nada del mundo. El cartero les oye hablar y me cuenta lo que dicen,
tomándoselo a broma… ¡Dios mío! ¡Si me atreviera a decirle cuánta verdad
hay en sus palabras! Creo que trataré de que se fije en las huellas de pisadas,
aunque siempre viene por la tarde y a aquella hora suelen haber desaparecido.
Si conservara una poniendo encima una caja o un cubo, creería seguramente
que se trataba de una patraña o de una broma.
Ojalá no hubiera llevado una vida tan retraída, perdiendo todo contacto
con mis vecinos. Nunca me hubiese atrevido a mostrarles la piedra negra ni a
dejarles oír la grabación. Hubieran dicho que era una especie de truco y se
hubieran reído de ello. Pero aún puedo enseñarles las fotografías… En ellas
aparecen claramente las extrañas pisadas, aunque los seres que las han
producido no hayan podido ser fotografiados. ¡Qué lástima que nadie viera
aquella cosa esta mañana, antes de que se evaporase!
Pero, no sé por qué me preocupo. Después de todo lo que he pasado, un
manicomio es un lugar tan bueno como cualquier otro. Los médicos pueden
ayudarme a olvidar lo que he vivido en esta casa, y esto es lo único que puede
salvarme.
Escriba a mi hijo George si no tiene noticias mías. Adiós, destruya aquella
grabación y no se mezcle en esto.
Suyo,
Akeley

Esta carta me sumió en una vorágine de terror. No sabía cómo contestarla, y me


limité a garabatear unas palabras de advertencia y de aliento y las envié por carta

www.lectulandia.com - Página 175


certificada. Recuerdo que apremiaba a Akeley para que se trasladara inmediatamente
a Brattleboro y se colocara bajo la protección de las autoridades; añadiendo que yo
mismo me trasladaría a aquella ciudad con la grabación para ayudarle a convencer a
los jueces de que estaba completamente cuerdo. Creo que le decía también que había
llegado el momento de advertir a la gente de lo que sucedía, previniéndola contra los
seres de las colinas. Esto quiere decir que en aquellos momentos mi creencia en todo
lo que Akeley me había contado era absoluta, aunque creía que su fracaso en obtener
una fotografía del monstruo muerto no era debido a ningún fenómeno de la
Naturaleza sino a algún fallo originado por la excitación del propio Akeley.

V
Luego, al parecer cruzándose con mis incoherentes líneas y llegando a mi poder
la tarde del sábado, 8 de septiembre, recibí aquella extraña carta de tono
completamente distinto, mecanografiada pulcramente en una máquina de escribir
nueva. Aquella extraña carta tranquilizadora y portadora de una invitación, que ponía
de manifiesto una prodigiosa transición en el pavoroso drama de las colinas solitarias.
De nuevo acudo a mi memoria para transcribirla, y en esta ocasión, y por motivos
especiales, procurando conservar fielmente el estilo de la redacción. Llevaba el
matasellos de Bellows Falls, y la firma aparecía también mecanografiada… como
sucede frecuentemente tratándose de personas que se inician en la mecanografía. El
texto, sin embargo, parecía mecanografiado por un profesional, y llegué a la
conclusión de que Akeley había utilizado una máquina de escribir en algún período
anterior… quizás en la Universidad. Decir que la carta me tranquilizó no sería
totalmente exacto, ya que debajo de mi tranquilidad persistía una sensación de
inquietud. Si Akeley había estado cuerdo en su terror, ¿estaba ahora cuerdo en su
liberación? Y el «informe mejorado» que mencionaba… ¿qué podía ser? En conjunto,
la carta significaba un cambio radical de la anterior actitud de Akeley… Pero, será
mejor que reproduzca el texto, minuciosamente transcrito gracias a una memoria de
la cual siempre me he enorgullecido.

Townshend, Vermont
Jueves, 6 de sept. de 1928.

www.lectulandia.com - Página 176


Mi querido Wilmarth:
Mucho me complace poder tranquilizarle a usted respecto a todas las
necedades que le he estado escribiendo. Digo «necedades» refiriéndome a mi
asustada actitud más bien que a mis descripciones de ciertos fenómenos.
Aquellos fenómenos son reales y bastante importantes; mi error ha consistido
en mantener una actitud anómala hacia ellos.
Creo haberle dicho que mis visitantes habían empezado a comunicarse
conmigo, y a intentar tal comunicación. Anoche, el intercambio de
impresiones se convirtió en real. En respuesta a ciertas señales, admití en mi
casa a uno de aquellos seres, mejor dicho, a uno de sus representantes
humanos. Me contó muchas cosas que ni usted ni yo podíamos suponer, y me
demostró claramente lo erróneo de nuestros juicios acerca de los propósitos de
los Exteriores al mantener su colonia secreta en este planeta.
Al parecer, las perniciosas leyendas acerca de lo que habían ofrecido a los
hombres, y de lo que deseaban en relación con la tierra, son el resultado de
una interpretación completamente falsa de ciertas frases alegóricas. Frases
moldeadas, desde luego, por premisas culturales y hábitos mentales muy
distintos a los nuestros. Mis propias conjeturas, tengo que admitirlo, no eran
más lógicas que las de cualquier indio salvaje o indocto granjero. Lo que
había creído morboso y vergonzoso, e ignominioso es en realidad aterrador, e
incluso glorioso; mis anteriores puntos de vista eran simplemente una fase de
la eterna tendencia del hombre a odiar y temer lo que es completamente
distinto.
Ahora lamento el daño que he infligido a aquellos desconocidos e
increíbles seres en el curso de nuestras escaramuzas nocturnas. ¡Si hubiera
consentido en hablar pacífica y razonablemente con ellos desde el primer
momento! Pero no me guardan ningún rencor, ya que sus impulsos están
organizados de un modo muy distinto a los nuestros. La desgracia es que sus
agentes en Vermont han sido algunos ejemplares muy inferiores, como el
difunto Walter Brown, por ejemplo. Brown me llenó de prejuicios contra
ellos. En realidad, nunca han causado un daño consciente a los hombres,
aunque a menudo han sido cruelmente calumniados y espiados por nuestra
especie. Existe un culto completamente secreto de hombres diabólicos (un
hombre de su erudición mítica me comprenderá cuando los relaciono con
Hastur y con el Signo Amarillo) dedicado a luchar implacablemente contra
ellos por cuenta de monstruosos poderes de otras dimensiones. Y las drásticas
medidas de precaución de los Exteriores van dirigidas contra aquellos
agresores, y no contra la humanidad normal. Incidentalmente, me he enterado
de que la mayoría de nuestras cartas perdidas fueron robadas por emisarios de
aquel maligno culto, y no por los Exteriores.
Lo único que los Exteriores desean del hombre es paz y un creciente

www.lectulandia.com - Página 177


contacto intelectual. Este último es absolutamente necesario ahora que
nuestras propias invenciones están ampliando la zona de nuestros
conocimientos y haciendo cada día más imposible la existencia de
avanzadillas secretas de los Exteriores en este planeta. Los Exteriores desean
conocer más profundamente al género humano, y para ello necesitan
establecer contactos con filósofos y científicos de la tierra. Con este
intercambio de conocimientos todos los peligros desaparecerán y podrá
establecerse un satisfactorio modus vivendi. La sola idea de una tentativa de
esclavizar o degradar al género humano es completamente ridícula.
Como un comienzo de estos contactos, los Exteriores me han escogido
naturalmente a mí —que he acumulado ya unos considerables conocimientos
acerca de ellos— como al primero de sus intérpretes en la tierra. Anoche me
fueron reveladas muchas cosas —hechos de la más sorprendente naturaleza,
que abren perspectivas insospechadas—, y me serán reveladas muchas más,
de palabra y por escrito. Por ahora no seré llamado a efectuar ningún viaje al
exterior, aunque probablemente desearé hacerlo más tarde, empleando
medios especiales y que trascienden de todo lo que hasta ahora nos hemos
acostumbrado a considerar como experiencia humana. Mi casa no será más
asediada. Todo ha vuelto a la normalidad, y los perros no tendrán en qué
ocuparse. En vez de terror he recibido un rico presente de conocimientos y de
placer intelectual que pocos mortales han podido gozar.
Los Exteriores son quizá los seres orgánicos más maravillosos que existen
dentro o más allá de todo espacio y tiempo: miembros de una raza cósmica de
la cual todas las otras formas de vida son simples variantes degeneradas. Son
más vegetales que animales, si esos términos pueden ser aplicados a la clase
de materia de que están compuestos, y tienen una estructura algo fungosa;
aunque la presencia de una sustancia clorofiloide y un sistema de nutrición
muy singular les distinguen de los verdaderos hongos cormofíticos. En
realidad, el tipo está compuesto de una forma de materia totalmente ajena a
nuestra parte de espacio, con electrones que poseen un módulo de vibraciones
completamente distinto. Por esto no pueden ser fotografiados con las cámaras
normales de nuestro universo conocido, a pesar de que nuestros ojos puedan
verlos. Sin embargo, con los adecuados conocimientos, cualquier químico
conocedor de su oficio podría preparar una emulsión fotográfica capaz de fijar
sus imágenes.
Los Exteriores son únicos en su capacidad para cruzar el vacío
interestelar, desprovisto de calor y de aire, en plena forma corpórea, y algunas
de sus variantes no pueden hacerlo sin ayuda mecánica o curiosas
transposiciones quirúrgicas. Sólo unas cuantas especies poseen las alas
resistentes al éter características de la variedad Vermont. Las que habitan en
ciertos picos remotos del Viejo Mundo llegaron allí utilizando otros sistemas.

www.lectulandia.com - Página 178


Su semejanza externa a la vida animal y a la especie de estructura que
nosotros consideramos como material, es una cuestión de evolución paralela
más que de parentesco íntimo. Su capacidad cerebral sobrepasa a la de
cualquier otra forma de vida, aunque los tipos alados de nuestras colinas no
son, ni con mucho, los más altamente desarrollados. La telepatía es su medio
habitual de comunicación, aunque poseen rudimentarios órganos vocales que,
por medio de una sencilla operación (ya que la cirugía está increíblemente
desarrollada entre ellos), puede facultarles para hablar tal como nosotros
solemos hacerlo.
Su principal morada inmediata es un planeta sin descubrir y casi oscuro
situado en el mismo borde de nuestro sistema solar: más allá de Neptuno, y el
noveno en distancia desde el sol. Es, tal como habíamos supuesto, el objeto
míticamente conocido con el nombre de «Yuggoth» en ciertos antiguos y
olvidados escritos; y pronto será el escenario de una intensa proyección
mental sobre nuestro mundo, en un esfuerzo para facilitar las relaciones
intelectuales. No me sorprendería que los astrónomos se hicieran
suficientemente sensibles a aquellas proyecciones mentales como para
descubrir Yuggoth cuando los Exteriores lo estimen oportuno. Pero Yuggoth,
desde luego, es sólo el estriberón. La masa principal de los seres habita en
abismos extrañamente organizados situados más allá del alcance de cualquier
imaginación humana. El núcleo espacio-tiempo que nosotros reconocemos
como la totalidad de toda entidad cósmica, es sólo un átomo en la verdadera
infinitud habitada por ellos. Y la parte de esa infinitud que un cerebro humano
puede contener me será eventualmente abierta a mí, como ha sido abierta a
otros cincuenta hombres, y solo a cincuenta, desde que existe la raza humana.
Al principio, tal vez encuentre usted sorprendente todo esto, Wilmarth,
pero con el tiempo se dará cuenta de la maravillosa oportunidad que se me
ofrece. Deseo que usted la comparta en la medida de lo posible, y a este fin
tengo que contarle miles de cosas que no puedo escribir. Hasta ahora le había
aconsejado a usted que no viniera a verme. Normalizada la situación, me
sentiría muy honrado si aceptara usted la invitación de visitar mi casa.
¿No podría usted hacer un viaje hasta aquí antes de que empiecen las
clases en la Universidad? Sería algo maravilloso. En caso de que pueda venir,
traiga la grabación y todas mis cartas como elementos de consulta: los
necesitaremos para reconstruir toda esta asombrosa historia. Puede usted traer
también las fotografías, puesto que en la excitación de estos últimos días he
perdido los negativos y mis propias copias. Pero, ¡qué riqueza de hechos voy
a añadir a todo ese sugestivo material!
No vacile. Ahora estoy libre de todo espionaje, y no encontrará usted nada
anormal ni molesto. Mi automóvil le esperará en la estación de Brattleboro.
Venga preparado para pasar todo el tiempo que le sea posible, y dispóngase a

www.lectulandia.com - Página 179


saborear unas veladas que le abrirán perspectivas más allá de toda humana
conjetura. No le hable a nadie de este asunto, naturalmente… no conviene que
el público se entere de ciertas cosas.
El servicio de trenes hasta Brattleboro no es malo. Puede usted tomar el
B. & M. hasta Greenfield, y allí cambiar a la línea de Brattleboro. Le aconsejo
que tome el que sale a las 4,10 de la tarde de Boston; llegará a Greenfield a
las 7,35, y a las 9,19 podrá tomar un tren que llega a Brattleboro a las 10,01.
Comuníqueme la fecha de su llegada para que pueda ir a esperarle en mi
automóvil a la estación.
Perdone que le escriba a máquina, pero últimamente mi escritura se había
hecho muy temblorosa, como usted ya sabe, de modo que decidí comprar esta
Corona, que funciona estupendamente. La compré ayer en Brattleboro.
Esperando sus noticias, y deseando verle muy pronto con la grabación y
todas mis cartas —y las fotografías— queda sinceramente suyo,
Henry W. Akeley
A ALBERT N. WILMARTH, ESQ.,
UNIVERSIDAD DE MISKATONIC,
ARKHAM, MASS.

La complejidad de mis emociones después de leer y releer esta extraña carta no


puedo describirla. He dicho que quedé tranquilizado e inquieto al mismo tiempo, pero
esto sólo expresa vagamente la multitud de diversas y en su mayor parte
subconscientes sensaciones comprendidas en la tranquilidad y en la inquietud. En
primer lugar, la cosa era tan completamente distinta de la cadena de horrores que la
había precedido… En efecto, el cambio de actitud, desde un desenfrenado terror a
una fría complacencia —e incluso a cierta exaltación—, era absoluto. Me resultaba
difícil creer que un solo día pudiera haber modificado hasta tal punto la perspectiva
psicológica de alguien que había escrito aquella frenética nota del miércoles, a pesar
de todos los descubrimientos que pudiera haberle aportado el nuevo día. En algunos
momentos, una sensación de encontradas irrealidades me hacía preguntarme a mí
mismo si todo aquel drama no era una especie de sueño ilusorio creado en gran parte
en el interior de mi propia mente. Luego pensé en la grabación y mi aturdimiento fue
aún mayor.
La carta era completamente distinta a lo que yo podía haber esperado. A medida
que analizaba mis impresiones, me di cuenta de que tenían dos aspectos diferentes.
En primer lugar, suponiendo que Akeley hubiera estado cuerdo antes y estuviera aún
cuerdo, el cambio de la situación resultaba inesperado e increíble. Y, en segundo
lugar, el cambio de actitud y de lenguaje del propio Akeley resultaba completamente
anormal. La entera personalidad del hombre parecía haber experimentado una
sospechosa transformación, una transformación tan profunda que resultaba difícil
reconciliar sus dos aspectos con la suposición de que ambos representaban la misma

www.lectulandia.com - Página 180


cordura. Las palabras, la puntuación… todo era sutilmente distinto. Y con mi
académica sensibilidad a los estilos literarios, pude descubrir profundas divergencias
entre las cartas anteriores y la que acababa de recibir. Desde luego, el cataclismo
emotivo o revelación capaz de producir una transformación tan radical tenía que
haber sido muy profundo. Pero, en otro sentido, la carta parecía completamente
característica de Akeley. La misma antigua pasión por lo infinito… la misma antigua
curiosidad intelectual. Ni por un momento se me ocurrió la idea de que podía tratarse
de una falsificación. La invitación —el deseo de corroborarme personalmente la
veracidad de la carta—, ¿no demostraba acaso su autenticidad?
El sábado por la noche no me acosté. Permanecí sentado, pensando en las
sombras y en las maravillas ocultas detrás de la carta que había recibido. Mi mente,
agotada por la rápida sucesión de monstruosas ideas que se había visto obligada a
manejar durante los últimos cuatro meses, trabajaba con aquel asombroso y nuevo
material en un ciclo de duda y de aceptación; hasta que mucho antes del amanecer
una ardiente curiosidad empezó a reemplazar la original tormenta de perplejidad e
inquietud. Loco o cuerdo, metamorfoseado o simplemente tranquilizado, lo cierto era
que Akeley había realmente descubierto un asombroso cambio de perspectiva en su
peligrosa investigación; algún cambio que había Hecho desaparecer repentinamente
el peligro —real o imaginario—, y que abría insospechadas puertas al conocimiento
cósmico y sobrehumano. Mi propia afición a lo desconocido se encendió hasta
reunirse con la suya, y me sentí contagiado del entusiasmo que Akeley manifestaba
en su carta. Liberarse de las enloquecedoras y fastidiosas limitaciones de tiempo y
espacio y ley natural… enlazarse con el vasto exterior… acercarse a los abismales
secretos del infinito… por todo esto valía la pena arriesgar la vida, el alma y la salud
mental. Y Akeley había dicho que no existía ya ningún peligro… me había invitado a
visitarle, en vez de aconsejarme que me mantuviera apartado del asunto, como antes.
Un hormigueo recorría todo mi cuerpo al pensar en las cosas que Akeley podía
contarme… La idea de encontrarme sentado en aquella solitaria granja con un
hombre que había hablado con verdaderos emisarios del espacio exterior resultaba
fascinante; estar sentado allí con la terrible grabación y el montón de cartas en las
cuales Akeley había resumido sus anteriores conclusiones.
De modo que el domingo por la mañana telegrafié a Akeley diciéndole que me
reuniría con él en Brattleboro el miércoles siguiente —12 de septiembre—, si la fecha
le parecía oportuna. Sólo en una cosa me aparté de sus sugerencias: en la elección del
tren. Sinceramente, no me gustó la idea de llegar a Vermont a aquellas horas de la
noche; y en vez de tomar el tren que él me había sugerido, telefoneé a la estación y
planeé otra combinación. Levantándome temprano y tomando el tren que salía de
Arkham a las 8,10 de la mañana, podía llegar a Boston a tiempo para tomar el de las
9,25, que llegaba a Greenfield a las 12,22; y en Greenfield podría tomar otro tren que
llegaba a Brattleboro a la 1,08 de la tarde: una hora mucho más tranquilizadora que
las 10 de la noche para reunirme con Akeley y viajar con él por unos caminos

www.lectulandia.com - Página 181


solitarios.
En mi telegrama mencionaba la combinación que había escogido, y aquella
misma noche recibí la respuesta de mi huésped, mostrándose de acuerdo con mi
elección. Su telegrama decía lo siguiente:

ARREGLO SATISFACTORIO LE ESPERARÉ TREN UNA OCHO


MIÉRCOLES NO OLVIDE GRABACIÓN Y CARTAS Y FOTOGRAFÍAS
ESPERE GRANDES REVELACIONES
AKELEY.

Recibir este mensaje en respuesta directa al que yo había enviado a Akeley —y


que necesariamente le habían entregado en su casa desde la oficina de telégrafos de
Townshend—, borró cualquier duda subconsciente que hubiese podido albergar
acerca de la autenticidad de la sorprendente carta que había recibido el día anterior.
Mi sensación de alivio fue mayor de lo que yo mismo podía imaginar, ya que todas
mis dudas habían permanecido profundamente enterradas. Pero aquella noche dormí
como un leño, y los dos días siguientes los pasé ocupado con los preparativos para el
viaje.

VI
El miércoles me puse en camino, de acuerdo con lo convenido, llevándome una
maleta llena de objetos personales y datos científicos, además de la grabación, las
fotografías y todas las cartas de Akeley. No le dije a nadie adónde iba; me daba
perfecta cuenta de que el asunto exigía discreción, por favorablemente que
evolucionara. La idea de establecer un verdadero contacto mental con entidades
exteriores resultaba asombrosa para un cerebro preparado como el mío; y, si para mí
era asombrosa, ¿qué efecto produciría en hombres que carecían de la información que
yo poseía? Mientras el tren me conducía hacia el oeste a través de regiones con las
cuales no estaba familiarizado, no sé qué sentimiento predominaba en mí: si el temor
o la expectación.
Waltham… Concord… Ayer… Fitchburg… Gardner… Athol…
El tren llegó a Greenfield con siete minutos de retraso, pero no perdí el enlace con

www.lectulandia.com - Página 182


Brattleboro A partir de entonces, el ferrocarril discurrió por territorios acerca de los
cuales había leído mucho, aunque nunca los había visitado. Me encontraba ahora en
una Nueva Inglaterra muy distinta a la de las zonas mecanizadas y urbanizadas del
litoral y del sur donde había transcurrido toda mi vida; ésta era una Nueva Inglaterra
cuya atmósfera no estaba viciada por el humo de las fábricas y cuyo suelo no estaba
surcado por carreteras de hormigón.
De cuando en cuando veía las azules aguas del río Connecticut brillando al sol, y
después de pasar por Northfield lo cruzamos. Delante nuestro se erguían unas verdes
colinas, y cuando pasó el revisor me enteré de que habíamos entrado en el Estado de
Vermont. El revisor me dijo que retrasara mi reloj una hora, ya que en aquella región
seguían rigiéndose por la hora solar. Mientras lo hacía, me pareció que al mismo
tiempo estaba retrasando un siglo el calendario.
El tren se mantenía cerca del río, y al otro lado, en New Haspshire, pude ver la
cercana ladera del Wantastiquet, acerca del cual corrían singulares leyendas. Luego
aparecieron unas calles a mi izquierda, y una isla verde en el río, a mi derecha. La
gente se levantó y echó a andar hacia la puerta, y yo les seguí. El tren se detuvo, y me
encontré en el largo andén de la estación de Brattleboro.
Mirando la hilera de automóviles que aguardaban, vacilé un momento tratando de
identificar el Ford de Akeley, pero mi identidad fue adivinada antes de que pudiera
tomar la iniciativa. Y, sin embargo, no era el propio Akeley quien avanzaba hacia mí
con la mano tendida preguntando si yo era realmente mister Albert N. Wilmarth, de
Arkham. Aquel hombre no se parecía en nada al barbudo Akeley de la fotografía; era
una persona más joven y más elegante, y sólo llevaba un negro bigotito. Su voz me
produjo una rara y casi molesta sensación de familiaridad, aunque no pude situarla de
un modo definido en mi memoria.
Mientras le examinaba, le oí explicar que era un amigo de mi anfitrión que había
venido a Brattleboro en su nombre. Akeley, declaró, había sufrido un repentino
ataque de una dolencia asmática, y no le había sido posible acudir a recibirme. Sin
embargo, no se trataba de nada grave ni alteraría los planes en relación con mi visita.
Yo no podía conjeturar lo que este mister Noyes —como se presentó a sí mismo—
sabía acerca de las investigaciones y descubrimientos de Akeley, aunque por su
aspecto me pareció que era tan forastero como yo en aquella región. Recordando la
vida retraída de Akeley, me sorprendió un poco que hubiera tenido a aquel amigo tan
a mano; pero mi sorpresa no llegó hasta el punto de impedirme entrar en el automóvil
que mister Noyes me señaló con un gesto. No era el pequeño y anticuado vehículo
que había esperado encontrar de acuerdo con las descripciones de Akeley, sino un
amplio e inmaculado ejemplar de modelo reciente, al parecer propiedad de Noyes, y
con matrícula de Massachusetts. Esto me afirmó en la convicción de que mi guía se
encontraba ocasionalmente en la región de Townshend.
Noyes subió a mi lado y puso el vehículo en marcha inmediatamente. Me alegré
de que no se mostrara locuaz, ya que una extraña tensión atmosférica me hacía

www.lectulandia.com - Página 183


sentirme reacio a toda conversación. La ciudad parecía muy atractiva a la luz de la
tarde mientras ascendíamos una leve pendiente y girábamos a la izquierda por la calle
principal. Tenía cierto parecido con las antiguas ciudades de Nueva Inglaterra que yo
recordaba de mi infancia, y algo en la colocación de los tejados y chimeneas y
paredes de ladrillos despertaba en mí ancestrales emociones. Me pareció que me
encontraba en el umbral de una región medio encantada donde podían suceder las
cosas más extrañas.
Esta sensación fue en aumento a medida que fuimos dejando atrás Brattleboro,
debido quizás a la abundancia de colinas, erguidas como centinelas verdes o
graníticos, sugiriendo oscuros secretos e inmemoriales supervivencias que podían o
no ser hostiles al género humano. Durante cierto tiempo, el camino que seguíamos
discurrió paralelo a un río que descendía de las desconocidas colinas del norte, y me
estremecí cuando mi compañero me dijo que era el río West. Recordé haber leído que
por estas aguas había sido visto flotando uno de los extraños seres después de las
inundaciones.
Paulatinamente, el paisaje fue haciéndose más salvaje y más desierto a nuestro
alrededor. Todo tenía un visible aspecto de desolación. Al contemplarlo, pensé en los
acosos de que había sido víctima Akeley mientras viajaba por este mismo camino, y
no me pregunté qué clase de seres podían haberle acosado.
El pueblo de Newfane, al cual llegamos en menos de una hora, fue nuestra última
conexión con el mundo que el hombre puede llamar propiamente suyo por derecho de
conquista y completa ocupación. A partir de entonces penetramos en un mundo
fantástico de tranquila irrealidad en el cual el angosto y serpenteante camino subía y
bajaba y se retorcía caprichosamente entre los deshabitados picachos verdes y los
medio desiertos valles. A excepción del ruido del motor, y de los débiles rumores de
las escasas y solitarias casas de labor junto a las cuales pasábamos a intervalos poco
frecuentes, el único sonido que llegaba a mis oídos era el gorgoteante e insidioso
escurrirse de las aguas de innumerables fuentes ocultas en los sombríos bosques.
La proximidad de las majestuosas colinas resultaba ahora obsesionante. Su
aspecto era mucho más impresionante de lo que había imaginado, y no sugerían nada
relacionado con el prosaico mundo objetivo que conocemos. Se desprendía de ellas
una atmósfera de tensión y de amenaza que me hizo recordar todas las leyendas del
pasado y todas las asombrosas revelaciones contenidas en las cartas de Akeley. El
objetivo de mi visita, y las terribles posibilidades que llevaba implícito casi me
hicieron desear no haber emprendido aquel viaje y apagaron momentáneamente mis
entusiasmos científicos.
Mi guía debía de haber notado mi actitud anormal, ya que a medida que el camino
se hacía más selvático y más irregular, y nuestro avance más lento y más
traqueteante, sus ocasionales comentarios se convirtieron en una especie de discurso.
Habló de la belleza y de la selvatiquez de la región, y puso de manifiesto cierta
familiaridad con los estudios folklorísticos de mi anfitrión. Por la naturaleza de sus

www.lectulandia.com - Página 184


corteses preguntas era evidente que estaba enterado de que yo realizaba aquel viaje
con un objetivo científico, y que traía datos de cierta importancia; pero no dio
muestras de estar al corriente de la pavorosa extensión que habían alcanzado los
descubrimientos de Akeley.
Sus modales eran tan alegres, normales y corteses, que sus observaciones tenían
que haberme tranquilizado; pero, por el contrario, mi inquietud fue en aumento a
medida que nos adentrábamos en la desconocida selvatiquez de colinas y bosques. A
veces parecía que me estaba sonsacando para comprobar lo que sabía acerca de los
monstruosos secretos del lugar, y cuanto más hablaba más intensa era la sensación de
familiaridad que me producía su voz. No se trataba de una familiaridad normal ni
agradable, a pesar de que se expresaba como un hombre culto y educado. La
relacionaba con olvidadas pesadillas, y tenía la sensación de que si conseguía
reconocerla iba a volverme loco. De haber tenido un buen pretexto, creo que hubiera
renunciado a mi viaje. Tai como estaban las cosas, no podía retroceder… y pensé que
una conversación fría y científica con el propio Akeley después de mi llegada me
ayudaría mucho a tranquilizarme.
Además, había un elemento de belleza cósmico insólitamente tranquilizador en el
hipnótico paisaje a través del cual subíamos y bajábamos fantásticamente. El tiempo
se había perdido a sí mismo en los laberintos de atrás, y a nuestro alrededor extendía
únicamente las florecientes olas del país de las hadas, y el renacido encanto de los
desvanecidos siglos: las blanquecinas arboledas, los inmaculados pastos bordeados de
alegres capullos veraniegos, y a amplios intervalos los pequeños cortijos pardos
ocultos entre altos árboles debajo de precipicios verticales llenos de verde césped y
de brillantes eglantinas rojas. Nunca había visto nada como aquello, excepto en los
mágicos paisajes que a veces aparecen en último término en los cuadros de los
primitivos italianos. Sodoma y Leonardo concibieron tales espacios, pero sólo a
distancia, y a través de las bóvedas de las arcadas Renacentistas. Nosotros estábamos
enterrados ahora corporalmente a través de la niebla del cuadro, y en su nigromancia
me parecía encontrar una cosa que había conocido ingénitamente o heredado, y que
siempre había buscado inútilmente.
De pronto, después de dar la vuelta a una pronunciada curva en lo alto de una
empinada pendiente, el automóvil llegó a un llano. A mi izquierda, a través de un
bien cuidado césped que se extendía hasta el camino, se alzaba una blanca casa de
dos pisos y un ático, de desacostumbrada amplitud y elegancia en aquella región, con
varios cobertizos contiguos y un molino de viento detrás y a la derecha. La reconocí
inmediatamente gracias a la fotografía que había recibido, y no me sorprendió ver el
nombre de Henry Akeley en el buzón de hierro galvanizado cerca del camino. En la
parte trasera de la casa, y a alguna distancia, se extendía un terreno cenagoso y poco
poblado de árboles, detrás del cual se erguía una colina muy boscosa rematada por
una cresta en forma de hoja dentada. Más tarde me enteré de que se trataba de la cima
de la Dark Mountain, a medio camino de la cual habíamos trepado ya.

www.lectulandia.com - Página 185


Descendiendo del automóvil y cogiendo mi maleta, Noyes me rogó que aguardara
mientra él iba a comunicar a Akeley mi llegada. Él mismo, añadió, tenía un
importante asunto que resolver en otra parte y no podía detenerse más que un
momento. Mientras Noyes andaba rápidamente por el sendero que conducía a la casa,
bajé del automóvil, ya que deseaba estirar un poco las piernas antes de instalarme
para mantener una sedentaria conversación. Mi nerviosismo y mi tensión habían
alcanzado su grado máximo, ahora que me encontraba en el escenario de los
morbosos acontecimientos descritos en las cartas de Akeley, y confieso que en aquel
momento temblé a la idea de las próximas conversaciones que iban a relacionarme
con unos mundos ajenos y desconocidos.
El íntimo contacto con lo extraordinario resulta a menudo más terrorífico que
estimulante, y no me produjo la menor alegría pensar que aquel mismo trecho de
polvoriento camino era el lugar donde habían aparecido aquellas monstruosas huellas
y aquel fétido jugo verde después de unas noches oscuras de temor y de muerte. Me
di cuenta de que ninguno de los perros de Akeley había salido a nuestro encuentro.
¿Los habría vendido en cuanto los Exteriores pactaron con él? Por mucho que lo
intentaba, no conseguía tener la misma confianza en la sinceridad de los
ofrecimientos de paz de los Exteriores que demostraba Akeley en su última y
extrañamente distinta carta. Después de todo, Akeley era un hombre muy sencillo y
con poca experiencia mundana. ¿No habría quizás, alguna siniestra segunda intención
bajo la superficie de la nueva alianza?
Llevado por mis pensamientos, mis ojos se inclinaron hacia la polvorienta
superficie del camino que había contenido tan espantosos testimonios. Los últimos
días habían sido secos, y huellas de todas clases llenaban el irregular camino a pesar
de la naturaleza poco frecuentada del distrito. Con una vaga curiosidad empecé a
reconstruir el perfil de alguna de las heterogéneas huellas, tratando al mismo tiempo
de reprimir las macabras fantasías que el lugar y sus recuerdos sugerían. Había algo
amenazador e inquietante en la fúnebre quietud, en el apagado rumor de distantes
arroyos, y en las verdes cimas y arbolados precipicios que ahogaban el estrecho
horizonte.
Y entonces una imagen penetró en mi conciencia haciendo que aquellas vagas
amenazas y fantasías parecieran leves e insignificantes. He dicho que estaba
observando las heterogéneas huellas del camino con una vaga curiosidad… pero de
repente aquella curiosidad recibió un duro golpe. Aunque las huellas en el polvo eran
confusas y se entremezclaban, y no hubieran retenido una mirada casual, mis ojos
habían captado ciertos detalles en el lugar donde el sendero que conducía a la casa se
unía al camino; y había reconocido sin posibilidades de duda el espantoso significado
de aquellos detalles. Por algo me había pasado horas enteras examinando las
fotografías de las huellas de pisadas de los Exteriores que Akeley me había enviado.
Conocía demasiado bien las señales de aquellas horribles pinzas y aquella sugerencia
de ambigüedad en la dirección… No me había sido dejada ninguna posibilidad de una

www.lectulandia.com - Página 186


piadosa equivocación. Aquí, realmente, en forma objetiva delante de mis propios
ojos, y seguramente hechas pocas horas antes, había al menos tres huellas que
destacaban ominosamente entre la sorprendente plétora de borrosas pisadas que iban
o venían de la granja de Akeley. Eran las infernales huellas de los hongos vivientes
de Yuggoth.
Me contuve a tiempo para no dejar escapar un grito. Después de todo, ¿qué otra
cosa podía haber esperado, suponiendo que hubiera creído realmente lo que Akeley
me decía en sus cartas? Akeley había hablado de un pacto con aquellos seres. ¿Por
qué había de extrañarme que alguno de ellos hubiera visitado la casa? Pero el terror
era más fuerte que todos los argumentos tranquilizadores. ¿Acaso un hombre puede
permanecer impasible al contemplar por primera vez las huellas de pisadas de unos
seres vivientes que proceden de las profundidades exteriores del espacio? En aquel
preciso instante vi a Noyes que salía de la casa y se acercaba con paso rápido. Me
dije a mí mismo que tenía que mantenerme tranquilo, ya que lo más probable era que
Noyes no estuviera enterado de los aspectos más profundos y más asombrosos del
asunto.
Noyes se apresuró a informarme de que Akeley se alegraba de mi llegada y estaba
dispuesto a recibirme; aunque su repentino ataque de asma le impediría ser un
anfitrión ejemplar durante un par de días. Aquellos ataques le afectaban mucho cada
vez que se producían, y siempre iban acompañados de una fiebre debilitadora y de
una lasitud general. Apenas podía moverse, y tenía que hablar en voz muy baja. Los
pies y las caderas se le hinchaban, de modo que tenía que vendárselos como un
gotoso y viejo alabardero. En aquellos momentos se encontraba bastante mal, de
modo que yo tendría que atender a mis propias necesidades. Le encontraría en su
estudio, a la izquierda del vestíbulo principal: la habitación cuyas cortinillas estaban
echadas. Cuando estaba enfermo, Akeley no podía soportar la luz del sol, ya que sus
ojos eran muy sensibles.
Mientras Noyes se despedía de mí y se alejaba en dirección norte en su
automóvil, empecé a andar lentamente hacia la casa. La puerta estaba abierta; pero
antes de entrar dirigí una mirada investigadora a mi alrededor, tratando de descubrir
el motivo de la extraña sensación que experimentaba. Los cobertizos tenían un
aspecto completamente normal, y en uno de ellos vi el baqueteado Ford de Akeley.
Luego comprendí el motivo de aquella sensación. Era el absoluto silencio.
Normalmente, una granja es un lugar lleno de rumores, especialmente los producidos
por el ganado y por los animales domésticos, pero aquí no había la menor señal de
vida. ¿Dónde estaban las gallinas y los cerdos? Las vacas, de las cuales Akeley me
había dicho que poseía varias, podían encontrarse en los pastos, y los perros podían
haber sido vendidos; pero la ausencia de cloqueos y de gruñidos resultaba muy rara.
No me detuve mucho tiempo en el sendero. Entré en la casa y cerré la puerta
detrás de mí. Confieso que me costó un gran esfuerzo hacerlo, y que una vez dentro
estuve a punto de emprender una precipitada fuga. Y no es que el lugar resultara

www.lectulandia.com - Página 187


siniestro a simple vista; por el contrario, pensé que el vestíbulo de estilo colonial era
muy atractivo, y admiré el buen gusto del hombre que lo había amueblado. Lo que
me hizo desear marcharme fue algo muy leve e indefible. Quizá cierto extraño olor
que me pareció olfatear… aunque sé perfectamente que los olores mohosos son una
característica de las granjas antiguas, incluso de las mejores.

VII
Negándome a permitir que aquellas sensaciones me dominaran, recordé las
instrucciones de Noyes y empujé la blanca puerta que había a mi izquierda. La
habitación que había más allá de la puerta estaba sumida en la penumbra, tal como
me habían advertido; y al entrar en ella me di cuenta de que el extraño olor era allí
más intenso. Y, además, parecía haber un débil ritmo o vibración en el aire. Durante
unos momentos, las echadas cortinillas me permitieron ver muy poco, pero luego una
especie de sonido susurrante atrajo mi atención hacia una gran butaca situada en el
rincón más oscuro de la habitación. En sus sombrías profundidas vi el blanco reflejo
del rostro y de las manos de un hombre; y un instante después me había acercado
para saludar a la figura que había tratado de hablar. A pesar de la escasa claridad, me
di cuenta de que se trataba de mi anfitrión. Había estudiado a fondo la fotografía, y el
barbudo rostro de Akeley era inconfundible.
Pero, al mirarle de nuevo, mi reconocimiento se mezcló con cierta tristeza y
ansiedad. Ya que, desde luego, su rostro era el de una persona muy enferma. Tuve la
sensación de que detrás de aquel rígido semblante que me miraba con expresión vacía
había algo más que asma; y me di cuenta de lo terriblemente que debían de haberle
afectado sus espantosas experiencias. Suficientes para aniquilar a cualquier ser
humano, incluso a un hombre más joven que aquel intrépido y anciano investigador.
El extraño y repentino alivio, pensé, había llegado demasiado tarde para borrar las
consecuencias anteriores. Tenía las manos caídas sobre el regazo, de un modo
completamente desprovisto de vida. Se envolvía en un batín y llevaba la cabeza y la
parte alta del cuello vendadas con una especie de faja de color amarillo.
Y entonces vi que estaba intentando hablar en el mismo tono susurrante con el
cual me había saludado a mi llegada. Era un susurro difícil de captar al principio, ya
que el bigote gris ocultaba todos los movimientos de los labios, y en su timbre había
algo que me intranquilizaba grandemente; pero concentrando mi atención no tardé en

www.lectulandia.com - Página 188


entenderlo sorprendentemente bien. El acento no era el de un granjero, ni mucho
menos, y el lenguaje era incluso más refinado de lo que la correspondencia me había
inducido a esperar.
«¿Míster Wilmarth, supongo? Perdone que no me levante. Me encuentro muy
mal, como míster Noyes le habrá dicho; pero estoy encantado de que haya venido
usted. Ya sabe lo que le escribí en mi última carta: tengo muchas cosas que contarle,
mañana, cuando me encuentre un poco mejor. No puede imaginarse cuánto me alegro
de verle en persona, después de todas nuestras cartas. Habrá traído usted las mías,
desde luego… ¿Y las fotografías y la grabación? Noyes dejó su maleta en el
vestíbulo… supongo que la habrá visto. Esta noche temo que tendrá usted que cuidar
de sí mismo. Su habitación está en el primer piso… es la que está encima de ésta. Y
al final del pasillo encontrará el cuarto de baño. En el comedor —saliendo de este
cuarto a la derecha— tiene usted preparada la comida. Sírvase usted mismo, cuando
le apetezca. Mañana seré un huésped más atento, pero ahora estoy muy débil y no
puedo moverme.
»Póngase cómodo, como si estuviera en su casa… Puede usted sacar las cartas,
las fotografías y la grabación, y dejarlas encima de esta mesa antes de acostarse. Aquí
es donde hablaremos de ellas… en aquel estante del rincón puede ver mi fonógrafo.
»No, gracias, no hay nada que pueda usted hacer por mí. Estoy acostumbrado a
estos ataques. Puede entrar a darme las buenas noches, desde luego. Yo me quedaré
aquí… quizá duerma aquí toda la noche, como hago a menudo. Por la mañana me
sentiré mucho mejor. Supongo que se da usted cuenta de lo maravilloso de todo este
asunto. Ante nosotros, como ante muy pocos hombres en la tierra, se abrirán
vorágines de tiempo, de espacio y de conocimiento mucho más allá de cualquier
concepto de la ciencia o de la filosofía humana.
»¿Sabe usted que Einstein está equivocado, y que ciertos objetos y fuerzas pueden
moverse a una velocidad superior a la de la luz? Con la adecuada ayuda, espero
retroceder y avanzar en el tiempo, y ver y sentir realmente la tierra de un pasado
remoto de épocas futuras. No puede usted imaginar hasta qué punto han llevado la
ciencia esos seres. No hay nada que no puedan hacer con la mente y con el cuerpo de
los organismos vivientes. Espero visitar otros planetas, e incluso otras estrellas y
galaxias. El primer viaje será a Yuggoth, el más cercano de los mundos habitados por
los seres. Se encuentra en el mismo borde de nuestro sistema solar, y los astrónomos
terrestres ignoran aún su existencia. Creo que ya le he escrito algo acerca de esto. En
el momento oportuno, los seres dirigirán corrientes mentales hacia nosotros, y así
será descubierto Yuggoth… aunque también es posible que uno de sus aliados
humanos haga una sugerencia a los científicos.
»En Yuggoth hay grandes ciudades… enormes edificios construidos con piedra
negra, como la muestra que intenté enviarle. Procedía de Yuggoth. El sol no brilla allí
más que una estrella, pero los seres no necesitan luz. Poseen otros sentidos más
sutiles, y sus casas y templos no tienen ventanas. La luz incluso les molesta y les

www.lectulandia.com - Página 189


confunde, ya que no existe en absoluto en el negro cosmos situado más allá del
tiempo y del espacio del cual proceden los seres. Visitar Yuggoth provocaría la locura
en un hombre débil… pero yo voy a ir allí. Los negros ríos de pez que fluyen bajo
aquellos misteriosos y ciclópeos puentes… cosas construidas por una raza extinguida
y olvidada antes de que los seres llegaran a Yuggoth procedentes de los últimos
vacíos… Lo suficiente para convertir a cualquier hombre en un Dante o en un Poe, si
puede mantenerse cuerdo el tiempo necesario para contar lo que haya visto.
»Pero, no lo olvide: aquel oscuro mundo de fungosos jardines y de ciudades sin
ventanas no es realmente terrible, aunque a nosotros pueda darnos esa impresión.
Probablemente, nuestro planeta les pareció igualmente terrible a los seres cuando lo
exploraron por primera vez en épocas primitivas. Estaban aquí mucho antes de que se
iniciara el fabuloso período de Cthulhu y de que el sumergido R’lyeh apareciera
sobre las aguas. Han estado también en el interior de la tierra —existen aberturas
desconocidas de los seres humanos… algunas de ellas en estas mismas colinas de
Vermont—, y visitado los grandes mundos de vida desconocida que hay allí; el
azulado K’n-yan, el rojizo Yoth, y el negro y oscuro N’kai. De N’kai llegó el
espantoso Tsathoggua… ya sabe, la amorfa deidad mencionada en los Pnakotic
Manuscripts y en el Necronomicon, y en los mitos conservados por Klarkas-Ton, el
sumo sacerdote de los Atlantas.
»Pero, ya hablaremos de todo esto. Deben de ser ya las cuatro o las cinco de la
tarde. Será mejor que saque las cosas de su equipaje, coma un poco y luego vuelva
para que charlemos con más calma».
Muy lentamente di media vuelta y empecé a obedecer a mi anfitrión; saqué de la
maleta los objetos deseados, los dejé en el lugar indicado, y finalmente subí a la
habitación que me había sido destinada. Con el recuerdo de aquella huella reciente
que había visto en el camino, los susurrados párrafos de Akeley me habían afectado
extrañamente; y la sugerencia de una familiaridad con aquel desconocido mundo de
vida fungosa —el prohibido Yuggoth— me había hecho estremecer. Me sentía
profundamente preocupado por la enfermedad de Akeley, pero debo confesar que su
ronco susurro me había inspirado tanta repugnancia como compasión. ¡Si no hubiera
hablado tanto acerca de Yuggoth y de sus oscuros secretos!
Mi habitación era una estancia muy agradable y bien amueblada, exenta además
del olor a moho y de la molesta sensación de vibración. Y, después de dejar mi maleta
allí, bajé de nuevo a saludar a Akeley y a comer lo que había preparado para mí. El
comedor estaba situado detrás del estudio, y vi que la cocina se extendía todavía más
allá en la misma dirección. Sobre la mesa del comedor había una bandeja que
contenía bocadillos, bizcochos y queso, y un termo colocado junto a una taza y un
azucarero demostraban que el café caliente no había sido olvidado. Tras un
reconfortante refrigerio, me serví una buena taza de café, pero descubrí que el
cocinero no se había mostrado muy competente al preparar aquella infusión. En
efecto, el primer sorbo tenía un sabor desagradablemente acre, de modo que no repetí

www.lectulandia.com - Página 190


la experiencia. Mientras comía, pensé en Akeley sentado silenciosamente en el gran
butacón en la oscura habitación contigua. Antes de entrar en el comedor me asomé al
estudio para pedirle que compartiera mi refrigerio, pero me susurró que no podía
comer nada todavía. Más tarde, antes de quedarse dormido, tomaría un poco de leche
malteada: lo único que podía tomar aquel día.
Después de comer retiré los platos de la mesa y los limpié en el fregadero de la
cocina… vaciando al mismo tiempo el termo, cuyo contenido no había sido capaz de
apreciar. Luego regresé al oscuro estudio y me instalé en una butaca cerca de la que
ocupaba mi anfitrión, dispuesto a conversar en la medida en que él se sintiera capaz
de hacerlo. Las cartas, las fotografías y la grabación estaban aún sobre la gran mesa
central, pero no hicimos ninguna alusión a ellas. Al cabo de un rato olvidé incluso el
extraño olor y las curiosas sensaciones vibratorias.
Ya he dicho que había cosas en las cartas de Akeley —especialmente en la
segunda y más voluminosa de ellas— que no me atrevía a repetir, ni siquiera
traduciéndolas en palabras sobre el papel. Aquella reluctancia es aún más válida para
las cosas que le oí susurrar aquella noche en la oscura estancia, entre las solitarias
colinas hechizadas. Ni siquiera puedo sugerir la extensión de los horrores cósmicos
desplegados por aquella ronca voz. Akeley había descubierto cosas espantosas con
anterioridad, pero lo que había aprendido desde que hizo el pacto con los Seres
Exteriores sobrepasaba todo lo que una mente sana puede soportar. Incluso ahora me
resisto obstinadamente a creer en lo que me contó acerca de la constitución del
infinito esencial, de la yuxtaposición de las dimensiones, y de la espantosa situación
de nuestro cosmos conocido de espacio-tiempo en la interminable cadena de cosmos-
átomos que forman el inmediato supercosmos de curvas, ángulos, y materiales y
semimateriales organizaciones electrónicas.
Nunca estuvo un hombre cuerdo más peligrosamente cerca de los arcanos de la
entidad básica… nunca estuvo un cerebro orgánico más cerca de la completa
aniquilación en el caos que trasciende de toda forma, fuerza y simetría. Me enteré del
lugar de procedencia original de Cthulhu, y del motivo de que la mitad de las grandes
estrellas temporales de la historia hubieran resplandecido hasta el final. Intuí, a través
de las veladas alusiones de mi informador, el secreto existente detrás de las Nubes
Magallánicas y de la nebulosa globular, y la oscura verdad velada por la inmemorial
alegoría de Tao. La naturaleza de los Doels me fue revelada claramente, y conocí la
esencia (aunque no la fuente) de los Sabuesos de Tindalos. La leyenda de Yig, Padre
de las Serpientes, dejó de ser imaginativa para mí, y me estremecí cuando me
hablaron del monstruoso caos nuclear existente más allá del anguloso espacio que el
Necronomicon había disfrazado compasivamente bajo el nombre de Azathoth.
Resultaba sorprendente comprobar la coincidencia de todos aquellos datos con las
instituciones de los místicos antiguos y medievales. Llegué a la inevitable conclusión
de que los que habían hablado con tanta exactitud de aquellos temas tenían que haber
estado en contacto con los Exteriores de Akeley, y quizás habían visitado algunos

www.lectulandia.com - Página 191


reinos cósmicos, tal como Akeley se proponía hacer.
Me hablaron de la Piedra Negra y de su significado, y me alegré de que no
hubiera llegado a mis manos. ¡Mis suposiciones acerca de aquellos jeroglíficos
habían sido demasiado correctas! Y, sin embargo, Akeley parecía ahora reconciliado
con todo el espantoso sistema que tanto había combatido. Reconciliado, y ávidamente
dispuesto a adentrarse en los monstruosos abismos. Me pregunté con qué seres habría
hablado desde que me escribió su última carta, y si habrían sido tan humanos como
aquel primer emisario que había mencionado. La tensión en mi cerebro creció hasta
hacerse insoportable, y elaboré toda clase de absurdas teorías acerca de aquel raro y
persistente olor y de aquella insidiosa sensación de vibración en la oscura estancia.
Las primeras sombras nocturnas empezaban a invadir la tierra, y al recordar lo
que Akeley me había escrito acerca de aquellas primeras noches, me estremecí al
pensar que no habría luna. Y el saber que me encontraba en una solitaria granja, en
medio de aquellas misteriosas colinas, no contribuía a tranquilizarme, precisamente.
Con permiso de Akeley encendí una pequeña lámpara de petróleo y la coloqué sobre
una estantería, al lado del fantasmal busto de Milton; pero inmediatamente después
lamenté haberlo hecho, ya que el resplandor infundía un aspecto desagradablemente
anormal y cadavérico al inmóvil rostro y a las lacias manos de mi anfitrión. Parecía
incapaz de efectuar el menor movimiento, aunque le vi asentir rígidamente con la
cabeza de cuando en cuando.
Después de lo que me había contado, me resultaba imposible imaginar los
secretos más profundos que guardaba para el día siguiente; pero al final me enteré de
que el tema del día siguiente sería su viaje a Yuggoth y al más allá… y mi posible
participación en él. Debió divertirle el respingo de horror que di al oír hablar de la
posibilidad de efectuar un viaje cósmico, ya que su cabeza se agitó violentamente
mientras yo ponía de manifiesto mi terror. A continuación me habló de las
posibilidades —varias veces convertidas en realidad— existentes para que los seres
humanos pudieran efectuar el aparentemente imposible vuelo a través del vacío
interestelar. Por lo visto, el viaje no era realizado por el cuerpo humano completo, ya
que la prodigiosa habilidad quirúrgica, biológica, química y mecánica de los
Exteriores había encontrado un medio para hacer viajar al cerebro de un hombre sin
que tuviera que ir acompañado de su concomitante estructura física.
Existía un medio inofensivo para extraer un cerebro, y un medio para mantener
vivo el residuo orgánico durante su ausencia. La masa encefálica era introducida en
un cilindro de un metal obtenido en las minas de Yuggoth, lleno de un líquido
especial, y conectado a través de unos electrodos con unos instrumentos capaces de
duplicar las tres facultades básicas de vista, oído y habla. Para los seres alados,
transportar los envasados cerebros a través del espacio no representaba ningún
problema. Luego, en cada planeta cubierto por su civilización, encontrarían
instrumentos adaptables para ser conectados a los envasados cerebros; de modo que,
paulatinamente, aquellas inteligencias viajeras adquirirían una plena vida sensorial y

www.lectulandia.com - Página 192


articulada —aunque incorpórea y mecánica—, en su desplazamiento más allá del
espacio-tiempo. Era tan sencillo como impresionar una grabación. Y su éxito era
incuestionable. Akeley no estaba asustado. ¿Acaso no había sido realizado
brillantemente una y otra vez?
Por primera vez, una de las inertes manos se alzó y señaló hacia un estante en una
de las paredes de la estancia. Allí, correctamente alineados, había más de una docena
de cilindros de un metal que nunca había visto: cilindros de un pie de altura y de un
diámetro algo inferior, con tres curiosas conexiones en triángulo sobre la convexa
superficie frontal de cada uno de ellos. Uno de los cilindros estaba unido por dos de
las conexiones a un par de máquinas de extraño aspecto colocadas al fondo del
estante. No necesité que me explicaran su significado, y me estremecí como si tuviera
fiebres intermitentes. Luego vi que la mano señalaba a otro ángulo de la habitación,
en el cual había unos complicados instrumentos provistos de cordones eléctricos y
enchufes, algunos de ellos muy parecidos a las dos máquinas del estante.
«Aquí hay cuatro clases de instrumentos, Wilmarth —susurró la voz—. Cuatro
clases —tres facultades cada una—, con un total de doce piezas. En esos cilindros
hay representadas cuatro clases de seres. Tres humanos, seis seres fungosos que no
pueden navegar corporalmente por el espacio, dos seres de Neptuno (¡Dios mío! Si
pudiera ver usted el cuerpo que este tipo tiene en su propio planeta…), y el resto
entidades de las cavernas centrales de una estrella apagada particularmente
interesante situada más allá de la galaxia. En la avanzadilla principal en el interior de
Roud Hill encontraría usted ahora más cilindros y máquinas: cilindros de cerebros
extra-cósmicos con sentidos distintos a todos los que conocemos… aliados y
exploradores del Exterior más remoto… y máquinas especiales para facilitar sus
impresiones y expresiones del modo más adecuado a cada uno de ellos, y para que
puedan ser comprendidas por los distintos tipos de oyentes. Round Hill, como la
mayoría de avanzadillas de los seres en los distintos universos, es un lugar muy
cosmopolita. Desde luego, a mí sólo me han prestado los tipos más corrientes para
mis experimentos.
»Mire… coja las tres máquinas que estoy señalando y póngalas sobre la mesa.
Aquella grande con los dos lentes de cristal enfrente… luego la caja con los tubos
aspiradores y el tablero de resonancia… y la que tiene el disco de metal en la parte
superior. Ahora coja el cilindro que lleva la etiqueta “B-67”. Súbase a aquella silla
Windsor para alcanzarlo del estante. ¿Pesa? ¡No importa! Asegúrese del número…
B-67. No toque el cilindro conectado a los dos instrumentos de comprobación… el
que lleva mi nombre. Ponga el B-67 sobre la mesa, junto a las máquinas… y
compruebe si los mandos de las tres máquinas están vueltos hacia la izquierda.
»Ahora, conecte el cordón de la máquina que lleva los lentes a la conexión de la
parte de arriba del cilindro… ¡Ahí! Conecte la máquina con los tubos a la conexión
de la parte de abajo, y el aparato con el disco a la conexión central. Ahora haga girar
hacia la derecha todos los mandos de las máquinas… primero la de los lentes, luego

www.lectulandia.com - Página 193


la del disco y finalmente la del tubo. Eso es. Puedo adelantarle que se trata de un ser
humano, exactamente igual que cualquiera de nosotros. Mañana le dejaré oír alguno
de los otros…».
Incluso ahora no sé por qué obedecí tan servilmente a aquellos susurros, ni si
pensé que Akeley estaba loco o cuerdo. Después de lo que había ocurrido, yo estaba
preparado para cualquier cosa; pero aquella mojiganga mecánica era tan parecida a
los típicos preparativos de los inventores o científicos dementes, que hizo vibrar una
cuerda de duda que ni siquiera el anterior discurso había excitado. Lo que el
susurrador daba a entender estaba más allá de toda credulidad humana… aunque era
muy posible que las otras cosas resultaran menos descabelladas por encontrarse tan
lejos de una prueba concreta y tangible.
Mientras mi cerebro se tambaleaba en medio de aquel caos, me di cuenta de que
las tres máquinas que había conectado al cilindro dejaban oír una especie de chirrido.
¿Qué iba a ocurrir? ¿Iba a oír una voz? Y, en caso afirmativo, ¿qué prueba tendría de
que no se trataba de un mecanismo unido a un micrófono, a través del cual hablara un
locutor oculto en algún lugar que le permitiera vernos? Incluso ahora no me atrevería
a jurar lo que oí, ni que el fenómeno tuvo lugar realmente delante de mí. Pero, desde
luego, algo sucedió.
Resumiendo, la máquina que llevaba unidos los tubos y el tablero de resonancia
empezó a hablar, de un modo que no dejaba lugar a dudas acerca del hecho de que el
locutor estaba realmente presente y observándonos. La voz era recia, metálica,
inexpresiva, y completamente mecánica. Carecía de inflexiones, pero surgía con una
impresionante precisión.
«Míster Wilmarth —dijo—, espero no asustarle. Soy un ser humano como usted,
aunque mi cuerpo está descansando bajo un adecuado tratamiento vitalizador en el
interior de la Round Hill, a una milla al oeste de aquí. Yo estoy aquí con usted: mi
cerebro está en este cilindro, y veo, oigo y hablo a través de esos vibradores
electrónicos. Dentro de una semana voy a cruzar el vacío tal como he hecho otras
veces, y espero que gozaré del placer de la compañía de míster Akeley. Me gustaría
gozar también de la de usted; le conozco de vista y de oídas, y estoy al corriente de la
correspondencia que ha sostenido usted con nuestro amigo. Desde luego, soy uno de
los hombres que se han convertido en aliados de los seres Exteriores que visitan
nuestro planeta. Los encontré por primera vez en el Himalaya, y les he ayudado de
diversos modos. A cambio, ellos me han hecho vivir experiencias que muy pocos
hombres han vivido.
»Se dará usted cuenta de lo que ello significa cuando le diga que he estado en
treinta y siete cuerpos celestes distintos: planetas, estrellas apagadas, y objetos menos
definíbles… incluyendo ocho situados en el exterior de nuestra galaxia, y dos en el
exterior del cosmos de espacio y tiempo. Y todo esto no me ha perjudicado lo más
mínimo. Mi cerebro ha sido extraído de mi cuerpo por medio de unas fisuras tan
hábiles, que resultaría inadecuado darles el nombre de operación quirúrgica. Los

www.lectulandia.com - Página 194


seres visitantes tienen métodos que hacen esas extracciones fáciles y casi normales…
y el cuerpo no envejece mientras el cerebro se encuentra fuera de él. Puedo añadir
que el cerebro es prácticamnte inmortal con sus facultades mecánicas y una limitada
alimentación que se lleva a cabo cambiando de cuando en cuando el líquido en el cual
está sumergido.
»Por lo tanto, deseo de todo corazón que decida usted venir con mister Akeley y
conmigo. Los visitantes están muy interesados en conocer a hombres inteligentes y
cultos como usted, y en mostrarles los grandes abismos que la mayoría de nosotros
desconocemos, en nuestra supina ignorancia. Al principio, los visitantes producen
una impresión de estrañeza, pero estoy convencido de que usted superará
rápidamente esa impresión. Creo que mister Noyen también vendrá… el hombre que
le ha traído hasta aquí en su automóvil. Hace muchos años que es uno de los nuestros:
supongo que habrá reconocido su voz como una de las que figuraban en la grabación
que mister Akeley le envió».
Ante mi violento sobresalto, el orador hizo una breve pausa antes de concluir:
«De modo, mister Wilmarth, que usted es quien ha de decidir. Permítame añadir
únicamente que un hombre tan aficionado como usted a los temas míticos y
folklóricos, no debe desaprovechar una oportunidad como la que ahora se le presenta.
No hay nada que temer. Todas las transiciones son indoloras, y hay mucho que gozar
en un estado de sensación completamente mecanizado. Cuando los electrodos están
desconectados, uno se sumerge simplemente en un sueño lleno de vividas y
fantásticas fantasías.
»Y ahora, si no le importa, aplazaremos nuestra sesión hasta mañana. Buenas
noches… Limítese a girar todos los mandos hacia la izquierda; no importa el orden
en que lo haga, aunque puede dejar para lo último la máquina que lleva los lentes.
Buenas noches, mister Akeley. ¡Trate bien a nuestro huésped! ¿Preparado para cerrar
los mandos?».
Eso fue todo. Obedecí maquinalmente y cerré los tres mandos, aunque estaba
completamente aturdido por todo lo que acababa de suceder. Mi cerebro era un
verdadero torbellino cuando oí la susurrante voz de Akeley que me decía que podía
dejar todos los aparatos en la mesa, tal como estaban. No hizo ningún comentario
acerca de lo que había ocurrido, y, en realidad, ningún comentario hubiese podido
penetrar a través de mis embotadas facultades mentales. Le oí decir que podía
llevarme la lámpara de petróleo para utilizarla en mi habitación, y deduje que deseaba
quedarse solo y a oscuras. Seguramente le había llegado la hora del descanso, ya que
lo mucho que había hablado por la tarde y por la noche hubiera agotado incluso a un
hombre vigoroso. Completamente aturdido, le di las buenas noches a mi anfitrión y
subí a mi cuarto con la lámpara, aunque llevaba una excelente linterna.
Me alegré de salir de aquel estudio con su extraño olor y las vagas sensaciones
vibratorias, aunque desde luego no pude sustraerme a una espantosa sensación de
temor y de anormalidad cósmica al pensar en el lugar en que me encontraba y en las

www.lectulandia.com - Página 195


fuerzas que me rodeaban. La selvática y solitaria región, la oscura y misteriosa colina
que se erguía tan cerca de la casa, la huella del camino, el enfermo e inmóvil
susurrador en la oscuridad, los infernales cilindros y máquinas, y por encima de todo,
las invitaciones a la extraña cirugía y a los más extraños viajes… todo esto, tan nuevo
y en tan rápida sucesión, se había ido acumulando en mi interior hasta el punto de
minar mi voluntad y disminuir mis resistencias físicas.
El descubrimiento de que mi guía Noyes era el celebrante humano de aquel
monstruoso aquelarre de la grabación me impresionó de un modo especial, aunque
anteriormente había percibido una repulsiva familiaridad en su voz. Otra impresión
especial fue la derivada de mi propia actitud hacia mi anfitrión cuando me detuve a
analizarla; a través de nuestra correspondencia, Akeley había llegado a inspirarme
una fuerte simpatía, en tanto que ahora descubría que experimentaba una evidente
repulsión hacia él. Su enfermedad tema que haber excitado mi compasión; pero, por
el contrario, me producía una especie de escalofrío. ¡Estaba tan rígido, tan inerte y tan
cadáverico! ¡Y aquel incesante susurro resultaba tan odioso y tan inhumano!
Se me ocurrió que aquel susurro era distinto de cualquier otro de los que había
oído; que, a pesar de la extraña inmovilidad de los labios del orador, cubiertos por el
bigote, el susurro había tenido una indudable fuerza, más notable aún teniendo en
cuenta que procedía de un asmático. Había entendido perfectamente lo que Akeley
me decía desde el otro extremo de la habitación, y un par de veces me había parecido
que los débiles, pero penetrantes sonidos no significaban tanto debilidad como una
deliberada contención… aunque no pude imaginar el motivo. Desde el primer
momento había encontrado algo inquietante en el timbre de aquella voz. Ahora, al
tratar de analizar mis sensaciones, me pareció que aquella impresión era muy
parecida a la que me había producido la voz de Noyes.
De una cosa estaba seguro: no pasaría otra noche en aquella casa. Mi celo
científico se había desvanecido por completo, y lo único que deseaba era marcharme
cuanto antes de un lugar impregnado de una atmósfera morbosa y antinatural. Ahora
sabía ya lo suficiente. Daba por cierta la existencia de aquellas sorprendentes
conexiones cósmicas… pero al mismo tiempo estaba convencido de que aquellas
cosas no estaban hechas para seres humanos normales.
Me parecía estar rodeado de monstruosas influencias que actuaban sobre mis
sentidos. Llegué a la conclusión de que no había ni que pensar en la posibilidad de
dormir; de modo que me limité a apagar la lámpara y me tendí en la cama,
completamente vestido. Sin duda era absurdo, pero me encontraba preparado para
hacer frente a cualquier contingencia inesperada; en mi mano derecha tenía el
revólver que había traído, y en la izquierda la linterna. De la planta baja no llegaba
ningún sonido, y pude imaginarme a mi anfitrión sentado en su estudio,
cadavéricamente rígido, en la oscuridad.
En alguna parte oí el tic-tac de un reloj, y la normalidad del ruido me produjo una
sensación de alivio. Pero al mismo tiempo me recordó otra cosa que me había

www.lectulandia.com - Página 196


sorprendido al llegar allí: la ausencia total de vida animal. Era evidente que en la
granja no había ningún animal doméstico, y ahora me daba cuenta de que no se oían
tampoco los habituales ruidos de los silvestres seres nocturnos. A excepción del
siniestro rumor de los lejanos arroyos el silencio resultaba anormal…
interplanetario… y me pregunté qué intangible influencia astral podía planear sobre
la región. Recordé que en las antiguas leyendas se afirmaba que los perros y otros
animales habían odiado siempre a los Exteriores, y pensé en el significado que podían
tener aquellas huellas que había visto en el camino.

VIII
No me pregunten cuánto duró mi inesperado adormecimiento, ni lo que hubo de
sueño en lo que siguió. Si dijera que desperté en un determinado momento y que oí y
vi ciertas cosas, podrían replicarme que no me había despertado; y que todo fue un
sueño hasta el momento en que salí corriendo de la casa, me dirigí al cobertizo donde
había visto el viejo Ford y emprendí una loca carrera a través de aquellas encantadas
colinas que me condujo —tras horas enteras de dar vueltas a través de boscosos y
amenazadores laberintos— a un pueblo que resultó ser Townshend.
No me extrañaría, desde luego, que pusieran también en duda el resto de mi
relato, y que opinaran que las fotografías, y la grabación, los cilindros y las máquinas,
formaban parte de una enorme mixtificación de la cual me había hecho víctima
Akeley. Pueden sugerir incluso que Akeley se había puesto de acuerdo con otras
personas para hacer más verosímil su comedia: que se había encargado de interceptar
el paquete en Keene, y que había hecho grabar a Noyes aquella espantosa escena. Sin
embargo, resulta muy raro que Noyes no haya podido ser identificado; que fuera
desconocido en todos los pueblos situados en los alrededores de la granja de Akeley,
a pesar de que había estado con frecuencia en aquella región. Me gustaría haber
grabado en mi memoria el número de la matrícula de su automóvil… aunque,
después de todo, tal vez sea mejor que no lo hiciera. Ya que, a pesar de todo lo que
ustedes puedan decir, y a pesar de lo que a veces trato de decirme a mí mismo, sé que
aquellas espantosas influencias se encuentran ocultas en las misteriosas colinas de
Vermont… y que tienen espías y emisarios en el mundo de los hombres. Mantenerme
lo más lejos posible de tales influencias y de tales hombres es todo lo que le pido a la
vida para el futuro.

www.lectulandia.com - Página 197


Cuando mi frenético relato hizo desplazarse a la granja a un grupo de hombres
comisionados por el sheriff, Akeley había desaparecido sin dejar rastro. Su batín y los
vendajes amarillos de la cabeza y del cuello estaban en el estudio, caídos en el suelo
junto a la enorme butaca que había ocupado el dueño de la casa, y no pudo
averiguarse si faltaban algunas de sus ropas. Los perros y el ganado habían
desaparecido también, y se encontraron agujeros producidos por proyectiles de arma
de fuego en las paredes exteriores de la casa y en algunas de las interiores; pero,
aparte de esto, no pudo descubrirse nada anormal. Ni cilindros, ni máquinas, ni las
pruebas que yo había traído en mi maleta, ni el extraño olor, ni la sensación de
vibración, ni huellas de pisadas en el camino, ni ninguna de las problemáticas cosas
que yo había entrevisto en el último momento.
Después de mi fuga, permanecí una semana en Brattleboro interrogando a
personas de todas clases que habían conocido a Akeley; y los resultados me
convencieron de que el asunto no había sido un sueño ni una mixtificación. Las
extrañas compras de perros, munición y productos químicos efectuadas por Akeley
eran hechos evidentes; y todos los que le habían conocido —incluido su hijo de
California— admitían que sus ocasionales observaciones acerca de sus curiosos
estudios tenían cierta consistencia. Los ciudadanos «prestigiosos» opinaban que
Akeley estaba loco, y atribuían unánimemente a su locura la macabra broma de que
me había hecho víctima, con la complicidad de otras personas tan dementes como él;
pero las personas de condición social más modesta, campesinos en su mayor parte,
apoyaban por completo sus afirmaciones. Akeley había enseñado a algunos de
aquellos aldeanos sus fotografías y la piedra negra, y habían oído aquella espantosa
grabación; y decían que las pisadas y las voces susurrantes eran exactamente iguales
a las descritas en las leyendas ancestrales.
Decían también, que en los alrededores de la granja de Akeley habían sido
observadas cosas muy raras desde que el granjero encontró la piedra negra, y que el
lugar era evitado cuidadosamente por todo el mundo, a excepción del cartero y de
algún visitante ocasional. La Dark Mountain y la Round Hill eran lugares
considerados tradicionalmente como hechizados, y no pude encontrar a nadie que las
hubiera explorado. En el distrito se habían producido algunas desapariciones
misteriosas, entre ellas la del vagabundo Walter Brown, citado por Akeley en sus
cartas. Hablé incluso con un granjero que creía haber visto a uno de aquellos extraños
cuerpos descendiendo por el desbordado West River, pero su relato fue demasiado
confuso para extraer conclusiones de él.
Cuando me marché de Brattleboro decidí no regresar a Vermont nunca más, y
estaba completamente seguro de que mantendría mi decisión. Aquellas selváticas
colinas eran probablemente la avanzadilla de una espantosa raza cósmica, y mis
dudas se hicieron menos consistentes después de leer que había sido localizado un
noveno planeta más allá de Neptuno, en el lugar exacto señalado por aquellas
influencias. Los astrónomos, con una propiedad que estaban muy lejos de sospechar,

www.lectulandia.com - Página 198


lo habían bautizado con el nombre de «Plutón». Quedé convencido de que aquel
noveno planeta era Yuggoth… y me estremecí al tratar de imaginarme el verdadero
motivo de que sus monstruosos habitantes desearan que fuera conocido en aquel
preciso momento. Traté inútilmente de convencerme a mí mismo de que aquellos
seres diabólicos no estaban planeando una espantosa ofensiva sobre la Tierra y sus
habitantes normales.
Pero me queda todavía por contar el final de aquella terrible noche que pasé en la
granja. Como ya he dicho, terminé por sumirme en una especie de modorra llena de
pesadillas monstruosas. No puedo decir lo que me despertó aunque estoy
completamente seguro de haberme despertado en un momento determinado. Lo
primero que oí fue un confuso murmullo en el rellano que había delante de la puerta
de mi habitación, un murmullo que cesó casi inmediatamente. A continuación, y con
más claridad, oí unas voces en el estudio situado debajo de mi cuarto. Los que
hablaban eran varios, y me pareció que estaban discutiendo.
Transcurridos unos segundos me había despertado del todo, ya que la naturaleza
de aquellas voces era como para no pensar más en dormir. Los tonos eran
curiosamente distintos, y nadie que hubiera escuchado la grabación que me había
enviado Akeley podía albergar ninguna duda acerca de la naturaleza de dos de
aquellas voces. Por espantosa que resultara la idea, supe que me encontraba bajo el
mismo techo que unos seres desconocidos procedentes de los espacios abismales, ya
que aquellas dos voces eran sin lugar a dudas los indefinibles susurros que los Seres
Exteriores utilizaban para comunicarse con los hombres. Las dos eran
individualmente distintas —distintas en el timbre, en el acento y en el tempo—, pero
las dos tenían la misma espantosa calidad.
Una tercera voz era indudablemente la de una de aquellas máquinas conectadas a
uno de los cerebros envasados en los cilindros. Acerca de esto, mi convicción era tan
firme como en lo relativo a los susurros, ya que la voz metálica e inexpresiva que
había oído en el estudio de Akeley era inconfundible e inolvidable. En los primeros
momentos no me detuve a preguntarme si la inteligencia que había detrás de aquella
voz era la misma que me había hablado a mí; pero no tardé en reflexionar que
cualquier cerebro emitiría sonidos vocales de la misma calidad si era conectado al
mismo aparato productor de palabras. Las únicas diferencias posibles eran las del
idioma, ritmo, velocidad y pronunciación. Para completar el fantasmal coloquio había
otras dos voces realmente humanas: el habla vulgar de un desconocido —un aldeano,
evidentemente—, y el suave acento bostoniano de mi guía, mister Noyes.
Mientras trataba de captar las palabras que el alfombrado suelo interceptaba, oí
unos sonidos que me llevaron a la conclusión de que el estudio estaba lleno de seres
humanos, en número muy superior, por lo menos, a los que estaban hablando. La
naturaleza exacta de aquellos sonidos resulta muy difícil de describir, ya que existen
muy pocos términos apropiados de comparación. Los objetos parecían moverse de
cuando en cuando a través de la habitación como entidades conscientes; y parecían

www.lectulandia.com - Página 199


deslizarse a través de superficies irregulares de cuero o de caucho endurecido. Era,
para utilizar una comparación más concreta aunque menos exacta, como si una
multidad de personas calzadas con zuecos arrastrasen los pies sobre el suelo de
madera. No me atreví a especular acerca de la naturaleza y del posible aspecto de los
responsables de aquellos sonidos.
No tardé en darme cuenta de que iba a serme imposible captar una conversación
coherente. De cuando en cuando llegaban a mi oído vocablos aislados —incluidos el
nombre de Akeley y el mío—, especialmente cuando hablaba la máquina productora
de palabras; pero su verdadero significado se me escapaba, debido a su
discontinuidad. Hoy me niego a extraer conclusiones de ellas, e incluso el espantoso
efecto que me produjeron fue de sugerencia más que de revelación. De lo que estaba
seguro era de que debajo mío estaba reunido un terrible y anormal cónclave; pero
ignoraba por completo el tema de sus deliberaciones.
Armándome de paciencia, continué escuchando hasta que empecé a distinguir
claramente las voces, aunque no podía captar mucho de lo que decían. Detrás de
algunos de los que hablaban, sin embargo, me pareció sorprender ciertas emociones
típicas. Una de las voces susurrantes, por ejemplo, tenía un indudable tono de
autoridad; en tanto que la voz mecánica, a pesar de su artificial firmeza y regularidad,
parecía encontrarse en una posición subordinada e implorante. La voz de Noyes tenía
un acento conciliador. Las otras no pude interpretarlas. No oí el familiar susurro de
Akeley, aunque sabía perfectamente que aquel sonido tan débil no podría traspasar el
alfombrado suelo de mi habitación.
Trataré de reproducir algunas de las dispersas palabras y otros sonidos que capté,
señalando en la medida de lo posible a los que pronunciaban las palabras. Las
primeras frases algo inteligibles que escuché procedían de la máquina conectada a
uno de los cilindros.

(La máquina).

«…a mí mismo… traído las cartas y la grabación… el final de todo…


viendo y oyendo… una fuerza impersonal, después de todo… un nuevo
cilindro…».

(Primera voz susurrante).

«…hemos detenido el tiempo… pequeño y humano… Akeley…


cerebro… diciendo…».
(Segunda voz susurrante).

«…Nyarlathotep… Wilmarth… grabación y cartas… burda impostura…».


(Noyes).

www.lectulandia.com - Página 200


«…(una palabra o nombre impronunciable, posiblemente N’gah-Kthun)…
inofensivo… paz… par de semanas… teatral… dicho a ustedes antes…».
(Primera voz susurrante).

«…ningún motivo… plan original… efectos… Noyes puede vigilar…


Round Hill… nuevo cilindro… automóvil de Noyes…».

(Noyes).

«…bien… todos ustedes… bajar aquí… descansar… lugar…».


(Varias voces a la vez, indistinguibles).

(Muchas pisadas, incluido el arrastrar de zuecos sobre el piso de madera).


(Una especie de sonido aleteante).

(El ruido de un automóvil poniéndose en marcha y alejándose).


(Silencio).

Esto es, en sustancia, lo que llegó a mis oídos mientras permanecía rígidamente
tendido en aquella cama de la granja situada entre las demoníacas colinas,
completamente vestido, con el revólver en mi mano derecha y la linterna en mi mano
izquierda. Como ya he dicho, me desperté del todo; pero una especie de parálisis me
impidió moverme hasta que el último de los sonidos se hubo extinguido. A
continuación volví a oír el tic-tac del reloj, y poco después el irregular ronquido de
alguien que dormía. Akeley debió quedarse dormido después de la extraña reunión, y
comprendí perfectamente que el agotado granjero necesitara hacerlo.
No sabía qué pensar ni qué hacer. Después de todo, lo que había oído era algo que
la información que poseía podía haberme inducido a esperar. ¿Acaso no me había
dicho que los Exteriores tenían ahora libre acceso a la granja? Pero, indudablemente,
Akeley había sido sorprendido por una inesperada visita de ellos. Mi mente era un
verdadero caos, y deseaba ardientemente despertarme y comprobar que todo había
sido un sueño. Creo que mi subconsciente debió de captar algo que mi consciencia no
había reconocido aún. Pero ¿y Akeley? ¿Acaso no era mi amigo? ¿Acaso no hubiera
protestado si alguien hubiese querido causarme algún daño? Los pacíficos ronquidos
procedentes de la planta baja parecían subrayar cómicamente mis temores,
repentinamente intensificados.
¿Era posible que Akeley hubiese sido utilizado como un cebo para arrastrarme a
las colinas con las cartas, las fotografías y la grabación? ¿Trataban aquellos seres de
destruirnos a los dos, debido a que habíamos llegado a saber demasiado? De nuevo
pensé en lo insólito del brusco cambio reflejado en la última carta de Akeley. Mi
instinto me advertía de que algo marchaba mal. Las cosas no eran lo que parecían.

www.lectulandia.com - Página 201


Aquel acre café que no había tomado… ¿No habría sido una tentativa efectuada por
alguna desconocida y oculta entidad para drogarme? Tenía que hablar
inmediatamente con Akeley, y hacerle recuperar el sentido del orden. Le habían
hipnotizado con sus promesas de revelaciones cósmicas, pero ahora tendría que
escuchar mis argumentos. Teníamos que salimos del asunto antes de que fuera
demasiado tarde. Si a él le faltaba la necesaria fuerza de voluntad para recobrar su
libertad, yo me encargaría de actuar por él. Seguramente me permitiría llevarme su
Ford y dejarlo en algún garaje de Brattleboro. Lo había visto en el cobertizo, y pensé
que era una suerte disponer de él. La momentánea aversión que me había inspirado
Akeley durante y después de la conversación que había sostenido con él había
desaparecido por completo. Akeley se encontraba en una situación muy parecida a la
mía, y debíamos superarla juntos. Sabiendo lo mal que se encontraba, me dolía
despertarle en aquellos momentos, pero tenía que hacerlo. No podía quedarme allí
hasta la mañana siguiente.
Finalmente me sentí capaz de actuar, y me desperecé vigorosamente para recobrar
el dominio de mis músculos. Levantándome con una precaución más impulsiva que
premeditada, encontré y me puse mi sombrero, cogí mi maleta, y bajé la escalera con
la ayuda de mi linterna. En mi nerviosismo, conservé el revólver en mi mano derecha,
llevando la maleta y la linterna en la izquierda. Ignoro el motivo que me indujo a
adoptar aquellas precauciones, dado que lo que me proponía era despertar al único
habitante de la casa, aparte de mí mismo.
Mientras bajaba los crujientes escalones de madera hacia el vestíbulo de la planta
baja, pude oír al durmiente con más claridad, y me di cuenta de que estaba en la
habitación de la izquierda: el salón en el cual no había estado. A mi derecha se abría
la negra oscuridad del estudio donde habían sonado las voces. Empujando la abierta
puerta del salón, dirigí el rayo de mi linterna hacia el lugar donde sonaban los
ronquidos, y finalmente hacia el rostro del durmiente. Pero inmediatamente lo aparté
de allí y emprendí una silenciosa retirada hacia el vestíbulo, ya que el hombre que
estaba durmiendo allí no era Akeley, sino mi guía Noyes.
Ignoraba cual era la verdadera situación, pero el sentido común me dijo que lo
más prudente sería descubrir todo lo que pudiera antes de despertar a nadie. Al llegar
al vestíbulo, cerré silenciosamente la puerta del salón; de este modo, disminuía las
posibilidades de despertar a Noyes. A continuación entré cautelosamente en el oscuro
estudio, donde esperaba encontrar a Akeley, dormido o despierto, en el gran butacón
que era evidentemente su lugar preferido para descansar. Mientras avanzaba, el rayo
de mi linterna se posó en la gran mesa central, iluminando uno de los infernales
cilindros conectado a las máquinas de la vista y del oído, y con la máquina
productora de palabras junto a él, lista para ser conectada en cualquier momento.
Aquél, pensé, debía de ser el cerebro envasado que había oído hablar durante la
espantosa conferencia; y por espacio de un segundo experimenté el perverso deseo de
conectarlo a la máquina productora de palabras para ver lo que decía.

www.lectulandia.com - Página 202


De todos modos, imaginaba que se daba cuenta de mi presencia, ya que las
máquinas de oír y de ver no podían dejar de observar los rayos de mi linterna ni el
débil crujido de las tablas del piso bajo mis pies. Pero al final no me atreví a tocarlo.
Al pasar junto a la mesa vi que se trataba del cilindro que llevaba el nombre de
Akeley y que él mismo me había dicho que no tocara cuando saqué el otro del
estante. Cuando pienso en aquel momento, me arrepiento muy de veras de mi falta de
decisión al no conectar el cilindro a la máquina productora de palabras. ¡Sabe Dios
qué misterios y qué dudas podía haber aclarado! Aunque quizás hice bien en no
conectarlo…
Desde la mesa enfoqué mi linterna al rincón donde pensaba encontrar a Akeley,
pero mi asombro fue mayúsculo al comprobar que la gran butaca estaba vacía. En el
suelo, junto a la butaca, vi el viejo batín y los vendajes amarillos. Mientras me
preguntaba dónde podría estar Akeley, observé que en la habitación no se notaba ya
aquel extraño olor ni la sensación vibratoria. ¿Qué podía haberlos causado? En aquel
momento caí en la cuenta de que sólo los había notado cuando estuve cerca de
Akeley. Habían sido más intensos en el rincón donde él estaba sentado, e inexistentes
fuera del estudio. Me detuve, dejando vagar el rayo de mi linterna por la oscura
estancia, y exprimiendo mi cerebro en busca de una explicación para el cariz que
había tomado el asunto.
Ojalá me hubiera marchado de allí antes de dejar que la claridad de mi linterna se
posara de nuevo en la butaca vacía… Al hacerlo, proferí una ahogada exclamación
que debió sobresaltar, aunque no despertar del todo, al centinela que dormía al otro
lado del vestíbulo. Aquella exclamación y un ronquido de Noyes fueron los últimos
sonidos que oí en aquella horrible granja de Vermont…
Lo raro fue que no dejara caer linterna, maleta y revólver, pero afortunadamente
conservé las tres cosas, y conseguí salir del estudio y de la casa sin hacer el menor
ruido y subir sano y salvo al viejo Ford. Conseguí también ponerlo en marcha y
emprendí una loca huida hacia algún lugar seguro a través de una noche sin luna y sin
estrellas que iluminaran el camino. Lo que siguió fue algo digno de la pluma de Poe o
de Rimbaud, o del lápiz de Doré, pero finalmente llegué a Towshend. Esto es todo. Si
conservo aún mi sano juicio, puedo considerarme afortunado. A veces pienso en lo
que los años traerán, especialmente ahora que ha sido descubierto el nuevo planeta,
Plutón.
Tal como he dicho, enfoqué de nuevo el butacón con mi linterna, después de su
vagabundeo alrededor de la habitación; y entonces observe por primera vez la
presencia de ciertos objetos en el asiento: tres objetos, exactamente, que los
investigadores no encontraron en su posterior visita a la granja. Tal como dije al
empezar este relato, no había en ellos nada que pudiera ser descrito como un «horror
visual». Lo inquietante era lo que sugerían, lo que permitían deducir. Incluso ahora
hay momentos en que experimento ciertas dudas… momentos en que me siento
inclinado a aceptar el escepticismo de los que atribuyen toda mi aventura, por así

www.lectulandia.com - Página 203


llamarla, a una pesadilla, a los nervios, o a una mixtificación.
Las tres cosas eran ejemplares endiabladamente perfectos en su clase, y estaban
provistas de unas ingeniosas pinzas metálicas para unirlas a desarrollos orgánicos
acerca de los cuales no me atrevo a hacer ninguna conjetura.
Espero —lo espero con toda mi alma—, que aquellas tres cosas no eran más que
la obra maestra de un escultor en cera. Lo espero a pesar de que en lo más profundo
de mi ser estoy absolutamente seguro de lo infundado de mi esperanza.
¡Dios mío! ¡Aquel susurrador en la oscuridad, con su extraño olor y sus
vibraciones!
Hechicero, emisario, transformado, Exterior… aquel espantoso susurro
reprimido… y todo el tiempo en aquel cilindro nuevo y brillante del estante… pobre
diablo…
«Prodigiosa habilidad quirúrgica, biológica, química y mecánica…».
Ya que las tres cosas que había en el butacón, perfectas de semejanza y de detalle,
eran el rostro y las manos de Henri Wentworth Akeley.

www.lectulandia.com - Página 204


LA MUJER INDIA
BRAM STOKER

www.lectulandia.com - Página 205


E N aquella época, Nuremberg no estaba tan explotada como lo ha sido desde
entonces. Irving no había estado representando el Fausto, y el nombre de la
antigua ciudad era apenas conocido por la gran masa de la gente que viaja. Mi esposa
y yo nos encontrábamos en la segunda semana de nuestra luna de miel, y,
naturalmente, estábamos deseando que alguien se uniera a nuestro grupo; de modo
que cuando el jovial extranjero, Elias P. Hutcheson, procedente de Isthmain City,
Bleeding Gulch, Maple Tree County, Nebraska, coincidió con nosotros en la estación
de Francfort y comentó casualmente que iba a visitar la más matusalénica de las
ciudades de Yurrup, y que opinaba que viajar tanto tiempo solo era algo capaz de
enviar a un inteligente y activo ciudadano a la melancólica tutela de una casa de
orates, nos apresuramos a recoger la sugerencia y sugerimos, a nuestra vez, que
podíamos unir nuestras fuerzas. Cuando más tarde comparamos nuestras notas,
descubrimos que cada uno de nosotros había tratado de hablar con cierta indiferencia,
a fin de no aparecer demasiado ansiosos, ya que ello no hubiera resultado un
cumplido precisamente, para nuestra vida de recién casados; pero el efecto quedó
completamente estropeado por el hecho de que ambos empezamos a hablar al mismo
tiempo… nos detuvimos simultáneamente y así vuelta a empezar. De todos modos,
no importa cómo, la cosa se llevó a cabo; y Elias P. Hutcheson se convirtió en
miembro de nuestro grupo. Desde luego, Amelia y yo encontramos beneficioso el
cambio; en vez de pelearnos continuamente, como habíamos estado haciendo,
descubrimos que la influencia coercitiva de un tercer elemento era tal, que no
hacíamos más que buscar una ocasión de encontrarnos a solas en nosotros, y el sol
caía de lleno en él calentándolo como un gigantesco embudo. El calor ascendía hasta
nosotros, aumentando nuestra modorra, y resultaba muy agradable permanecer allí,
holgazaneando, apoyados en la muralla. Además, inmediatamente debajo de nosotros,
había un agradable espectáculo: una enorme gata negra tendida al sol, mientras a su
alrededor retozaba alegremente un gatito negro. La madre agitaba su cola para que el
gatito jugara con ella, o alzaba sus patas y empujaba al pequeño como estimulándole
en sus juegos. Estaban al pie mismo de la muralla, y Elias P. Hutcheson, deseando
compartir el juego, se inclinó a recoger del suelo una piedra de regular tamaño.
—¡Miren! —dijo—. Voy a dejar caer esta piedra cerca del gatito, y madre e hijo
se preguntarán de dónde les ha llovido.
—¡Oh, tenga cuidado! —dijo mi esposa—. ¡Puede usted tocar al pequeñín!
—Ni pensarlo, señora —dijo Elias P.—. Aquí donde me ve, soy tan tierno como
un cerezo del Maine. Dios sabe que no le causaría ningún daño a ese gatito, del
mismo modo que no escalparía a un niño… Mire, voy a tirarla lejos de la muralla,
para que no caiga demasiado cerca de los animalitos.
Se inclinó sobre la muralla, alargó el brazo todo lo que pudo y dejó caer la piedra.

www.lectulandia.com - Página 206


Es posible que exista una fuerza de atracción que arrastre la materia mayor hacia la
menor; o más probablemente que la muralla no fuera completamente vertical, sino
algo saliente en la base: desde arriba no podíamos apreciar la inclinación. Lo cierto es
que la piedra cayó directamente sobre la cabeza del gatito, con un horrible chasquido
que llegó hasta nosotros a través del cálido aire, esparciendo sus pequeños sesos por
el suelo. La gata negra dirigió una rápida mirada hacia arriba, y vimos sus ojos como
fuego verde clavarse un instante en Elias P. Hutcheson; luego, su atención se volvió
hacia el gatito, el cual yacía inmóvil, agitando únicamente y a intervalos sus
diminutos miembros, mientras un delgado arroyuelo rojo fluía de su herida.
Profiriendo lastimeros maullidos, que recordaban los lamentos de un ser humano, la
gata se inclinó sobre su hijo, lamiendo su herida, sin dejar de maullar. De repente
pareció darse cuenta de que estaba muerto, y de nuevo alzó sus ojos hacia nosotros.
Nunca olvidaré aquel espectáculo, ya que la gata parecía la perfecta encarnación del
odio. Sus ojos verdes ardieron con un fuego cárdeno, y los blancos y agudos dientes
casi brillaron a través de la sangre que manchaba su boca y sus bigotes. Rechinó los
dientes y extendió las patas delanteras mostrando sus garras en toda su longitud.
Luego dio un salto salvaje, encaramándose por la muralla, como si quisiera llegar
hasta nosotros, pero cuando terminó el impulso cayó hacia atrás, y su aspecto se hizo
todavía más horripilante, ya que cayó sobre el cadáver del gatito, y se levantó con la
piel de la espalda manchada de sesos y de sangre. Amelia estuvo a punto de
desmayarse, y tuve que arrastrarla fuera de la muralla. Había un banco cerca de allí, a
la sombra de un plátano silvestre, y la senté en él mientras se recobraba. Luego me
acerqué de nuevo a Hutcheson, que seguía en el mismo sitio, contemplando al rabioso
animal.
Cuando me reuní con él, dijo:
—Bueno, creo que es la bestia más salvaje que he visto en mi vida… a excepción
de una mujer india, una apache, que le tomó un odio mortal a un mestizo apodado
Splinters, el cual le había robado a su hijo en una incursión, sólo para demostrarle al
niño que apreciaba lo que los indios habían hecho con su madre, sometiéndola a la
tortura del fuego. La mujer siguió a Splinters durante más de tres años, hasta que
consiguió tenderle una emboscada. Dicen que ningún hombre, blanco o injún, ha
tardado tanto en morir bajo las torturas de los apaches. Llegué al campamento en el
momento en que Splinters entregaba su alma a Dios, y no lamentaba hacerlo. Era un
hombre duro, y aunque yo no volví a estrechar su mano después de aquel asunto del
niño —ya que fue algo horrible, y Splinters debió portarse como un hombre blanco,
ya que su aspecto era de blanco—, creo que lo pagó con creces.
Mientras estaba hablando, la gata continuaba en sus frenéticos esfuerzos por
encaramarse por la pared. Tomaba impulso y saltaba hacia delante, alcanzando a
veces una increíble altura. No parecía importarle la pesada caída que seguía a cada
una de sus tentativas, y cada vez volvía a empezar con renovado vigor. Y a cada caída
su aspecto se hacía más horrible. Hutcheson era un hombre bondadoso —mi esposa y

www.lectulandia.com - Página 207


yo le habíamos visto mostrarse cariñoso con los animales, lo mismo que con las
personas—, y parecía muy afectado por la rabiosa actitud de la gata.
—¡Vaya! —exclamó—. El pobre animalito está desesperado. Vamos, vamos,
minino, no te lo tomes así… Fue un accidente, y todo esto no servirá para devolverte
a tu pequeño. ¡Que haya tenido que sucederme esto a mí! Para que vea a lo que puede
conducir un juego, al parecer inofensivo… Parece que estoy condenado a no poder
jugar, ni siquiera con un gato. Oiga, coronel —tenía la divertida costumbre de
endosarle títulos a todo el mundo—, espero que su esposa no me guardará rencor por
lo que ha sucedido… Yo soy el primero en lamentarlo, y muy de veras.
Se acercó al lugar donde estaba Amelia y se disculpó calurosamente, y ella, con
su habitual bondad, se apresuró a tranquilizarle, diciéndole que comprendía que había
sido un accidente. A continuación nos acercamos de nuevo a la muralla y miramos
hacia abajo.
La gata, al perder de vista el rostro de Hutcheson, había retrocedido unos pasos y
estaba sentada sobre sus patas traseras, como disponiéndose a saltar. En efecto, en
cuanto volvió a verle saltó, con un furor irrazonado y ciego, que hubiera resultado
cómico, quizás, en otras circunstancias, pero que en aquellos momentos resultaba
espantoso. Esta vez no trató de trepar por la muralla, sino que botó sobre sí misma
como si el odio y la rabia pudieran prestarle alas para volar hasta nosotros. Amelia,
mujer al fin, estaba muy preocupada, y le dijo a Elias P. en tono de advertencia:
—¡Oh! Tenga usted mucho cuidado. Ese animal trataría de matarle, si estuviera
aquí. En sus ojos hay un brillo asesino.
Nuestro compañero se echó a reír jovialmente.
—Discúlpeme, señora —dijo—, pero no he podido contener la risa. ¡Imaginar a
un hombre que ha luchado contra los indios y contra los osos, asesinado por un gato!
Cuando la gata le oyó reír, su conducta pareció cambiar. Ya no trató de
encaramarse por la muralla, ni botó sobre sí misma, sino que se tranquilizó
súbitamente, y sentándose de nuevo junto al gatito muerto empezó a lamerlo y a
acariciarlo como si estuviera vivo.
—¡Miren! —dije—. El efecto de un hombre realmente fuerte. Incluso ese animal,
en medio de su furia, reconoce la voz de un dueño y se inclina ante él…
—Igual que una mujer india —fue el único comentario de Elias P. Hutcheson,
mientras proseguíamos nuestro camino alrededor del foso.
De cuando en cuando, nos asomábamos a la muralla y cada vez veíamos a la gata
que nos estaba siguiendo. Al principio dejó atrás al gatito muerto, pero cuando la
distancia se hizo mayor fue en busca de él, lo cogió entre sus dientes y continuó
siguiéndonos. Al cabo de un rato sin embargo, lo abandonó, ya que vimos que nos
seguía sola; seguramente había ocultado el cadáver en alguna parte. Los temores de
Amelia aumentaron ante la insistencia de la gata, y repitió su advertencia más de una
vez; pero el norteamericano seguía tomándoselo a risa, hasta que al final, viendo que
mi esposa estaba realmente preocupada, le dijo:

www.lectulandia.com - Página 208


—Le aseguro, señora, que no tiene por qué preocuparse por ese animal. De
haberlo imaginado… —Palmeó la pistolera que llevaba en la cadera—. De haber
sabido que iba a tomárselo de este modo, allí mismo hubiera matado a esa gata,
arriesgándome a la intervención de la policía por haber quebrantado la ley que
prohíbe llevar armas de fuego. —Mientras hablaba, miró por encima de la muralla,
pero la gata, al verle, retrocedió, con un maullido, hasta un lecho de altas flores y
quedó oculta. El norteamericano continuó—: Que me empalen si ese bicho no sabe
más lo que le conviene que la mayoría de cristianos… Estoy seguro de que no
volveremos a verle. Puede usted apostar lo que quiera a que ahora se marchará en
busca de su hijo muerto para enterrarlo en privado.
Amelia se calló, para evitar que nuestro compañero, con la intención de
tranquilizarla, cumpliera su amenaza de disparar contra la gata. De modo que
continuamos nuestro paseo y cruzamos el pequeño puente de madera que conducía al
camino pavimentado que se extendía entre el Burg y la pentagonal Torre de la
Tortura. Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de nosotros.
Cuando el animal nos vio pareció despertar de nuevo su furor, y realizó frenéticos
esfuerzos para trepar por la muralla sobre la cual discurría el puente. Hutcheson se
echó a reír al mirar hacia abajo y ver a la gata, y dijo:
—¡Adiós, vieja! ¡Lamento haber lastimado a tu hijito, pero no tardarás en tener
otro! ¡Adiós!
Y entonces atravesamos el largo y mal alumbrado pasaje abovedado y llegamos al
portillo del Burg.
Cuando salimos de allí, después de haber visitado el más hermoso de los lugares
antiguos —un lugar que ni siquiera los bienintencionados esfuerzos de los
restauradores góticos durante cuarenta años han sido capaces de estropear—,
parecíamos haber olvidado por completo el desagradable episodio de la mañana. El
viejo limonero con su tronco enorme retorcido por el paso de casi nueve siglos, el
profundo pozo excavado en el corazón de la roca por los cautivos de aquellas épocas
pretéritas, y el encantador panorama que se divisaba desde la muralla de la ciudad y
desde la cual oímos, durante más de un cuarto de hora, los multitudinarios rumores de
la urbe, todo esto contribuyó a distraer de nuestras mentes el incidente del gatito
muerto.
Éramos los únicos visitantes que habían entrado en la Torre de la Tortura aquella
mañana —al menos eso dijo el viejo guardián—, y el hecho de disponer del lugar de
un modo tan exclusivo nos permitió efectuar un recorrido más detallado y más
satisfactorio de lo que en otras circunstancias nos hubiéramos podido permitir. El
guardián, considerándonos como la única fuente de ganancias de aquel día, se mostró
sumamente solícito y dispuesto a satisfacer cumplidamente nuestra curiosidad. La
Torre de la Tortura es realmente un lugar siniestro, incluso ahora que millares de
visitantes han infundido un hálito de vida, y de la alegría que se deriva de la vida, al
lugar; pero en la época a que me refiero su aspecto era de lo más fúnebre que

www.lectulandia.com - Página 209


imaginarse pueda. El polvo de los siglos parecía haber tomado posesión de él, y la
oscuridad y el horror de sus recuerdos lo habían impregnado de un modo que hubiera
satisfecho a las almas panteístas de Philo o de Spinoza. Empezamos la visita por el
sótano, una cámara tenebrosa, más tenebrosa aún en contraste con la cálida luz del sol
que penetraba a través de la abierta puerta para ir a perderse en el vasto espesor de las
paredes; unas paredes que, si hubiesen podido hablar, hubieran contado, seguramente,
unas historias espantosas. Experimentamos una sensación de alivio al trepar por la
polvorienta escalera de madera, precedidos por el guardián, que mantenía abierta la
puerta exterior a fin de iluminar en la medida de lo posible nuestro camino, ya que el
velón que ardía en un candelabro colgado de la pared proporcionaba una claridad
insuficiente para nuestros ojos. Cuando llegamos a la cámara situada directamente
encima de la que acabábamos de abandonar, Amelia se apretó tan fuertemente contra
mí que pude oír los latidos de su corazón. Debo confesar que no me sorprendió lo
más mínimo su temor, ya que aquella estancia era más siniestra aún que la de debajo.
Había más luz, desde luego, aunque sólo la suficiente para percibir lo horroroso del
lugar. Los constructores de la torre sólo habían abierto ventanas en la parte más alta,
diciéndose, seguramente, que los que no tuvieran que llegar hasta allí no necesitaban
para nada la alegría de la luz y de las perspectivas del paisaje. En la parte alta, como
habíamos visto desde abajo, había hileras de ventanas de corte medieval, pero en los
otros lugares de la torre sólo habían unas estrechas aspilleras como es habitual en las
fortificaciones medievales. Unas cuantas de aquellas aspilleras iluminaban
débilmente la cámara, aunque estaban situadas a tanta altura que desde ninguna parte
podía ser visto el cielo a través del espesor de las paredes. Apoyadas en desorden
contra los muros, veíanse unas cuantas espadas «cortacabezas», unas armas enormes,
provistas de doble empuñadura y de una hoja muy ancha y muy afilada. También
podían verse varios tajos en los cuales habían reposado los cuellos de las víctimas,
llenos de profundas muescas en los lugares donde el acero había mordido la madera
después de haber hendido la carne. Alrededor de la estancia, caprichosamente
situados, veíanse numerosos instrumentos de tortura, un espectáculo que helaba el
corazón: sillas llenas de pinchos que producían un dolor inmediato e insoportable;
sillas y reclinatorios llenos de nudos que producían un dolor aparentemente menos
intenso, pero que, aunque más lentos, eran igualmente eficaces; potros, cinturones,
botas, guantes, colleras, para comprimir a voluntad; cestos de acero en los cuales la
cabeza podía ser estrujada hasta convertirla en pulpa, en caso necesario; y otros
numerosos artilugios inventados por el hombre para torturar a otros hombres. Amelia
palideció intensamente a la vista de aquellos horribles, instrumentos, aunque por
fortuna no se desmayó, ya que cuando estaba a punto de hacerlo se sentó a descansar
en una de las sillas de tortura: al darse cuenta del lugar en el cual se había sentado se
levantó de un salto, perdidas todas las ganas de desmayarse. Amelia y yo aseguramos
que la impresión se había producido a causa de las manchas que el polvo de la silla
había dejado en su vestido, y a los pinchazos de sus agudas aristas, y mister

www.lectulandia.com - Página 210


Hutcheson aceptó la explicación con una bondadosa sonrisa.
Pero el objeto central en el conjunto de aquella cámara de horrores era el artilugio
conocido por el nombre de Mujer de Hierro, el cual se erguía en el centro de la
estancia. Era una figura de mujer toscamente labrada, de tipo acampanado, o, para
mejor comparación, parecida a la señora Noé dentro del Arca, aunque sin la delgadez
de talle y la perfecta rondeur de cadera que caracterizan el tipo estético de la familia
Noé. Difícilmente se hubiera podido identificar a aquel artilugio con una figura
humana, de no haber sido por el capricho del fundidor, que moldeó la parte superior
dándole una vaga semejanza con un rostro de mujer. Estaba llena de herrumbre y
cubierta de polvo; en la parte delantera, en el lugar que hubiera correspondido a la
cintura, había una anilla de la cual podía tirarse por medio de una cuerda que llevaba
atada y que pasaba por una polea sujeta a la columna de madera que sostenía el techo.
El guardián tiró de la cuerda para mostrarnos que una parte frontal de la figura estaba
articulada como una puerta que se abría a un lado; entonces vimos que el artilugio
tenía un considerable espesor, y que en su interior quedaba el espacio justo para un
hombre, puesto en pie. La puerta era del mismo espesor y de un peso enorme, ya que
el guardián tuvo que utilizar toda su fuerza, a pesar de la ayuda de la polea, para
abrirla. Este peso era debido, en parte, al hecho de que estaba destinada a cerrarse por
sí misma cuando se soltaba la cuerda. Al fijarnos en la parte interior de la puerta,
pudimos darnos cuenta del siniestro objetivo de aquella diabólica invención. Allí
había varios pinchos, largos y macizos, anchos en la base y afilados en las puntas,
colocados en tal posición que, al cerrarse la puerta, los situados en la parte superior
atravesaran los ojos de la víctima, y los de la parte inferior su corazón y sus entrañas.
El espectáculo fue demasiado para la pobre Amelia, que esta vez se desmayó de
veras, y tuve que sacarla de la cámara y sentarla en un banco hasta que recobró el
sentido. Lo profundo de la impresión que sufrió quedó demostrado más tarde por el
hecho de que mi hijo mayor nació con un enorme lunar en el pecho, el cual es
conocido en mi familia con el nombre de «La Mujer de Nuremberg».
Cuando regresamos a la cámara, encontramos a Hutcheson enfrente de la Mujer
de Hierro; no se había movido de allí, y era evidente que había estado filosofando, ya
que al vemos se apresuró a ofrecemos el resultado de sus meditaciones, en forma de
una especie de exordio.
—Bueno, creo que he aprendido algo aquí, mientras la señora ha estado fuera,
recobrándose de su desmayo. En ciertos aspectos, los antiguos nos dejaban en
mantillas. Allá en mi tierra creemos que los indios se las saben todas en materia de
hacer que un hombre se sienta incómodo; pero ahora estoy convencido de que
nuestros antiguos gobernantes medievales podrían darles sopas con honda. Splinters,
por ejemplo, era un maestro imaginando torturas; pero esta jovencita que tenemos
aquí le hubiera hecho avergonzarse de su ignorancia. Sería muy provechoso que
nuestro Departamento de Asuntos Indios instalara unos cuantos aparatos de esos en
los alrededores de las Reservas, para que aquellos salvajes, y sus mujeres también, se

www.lectulandia.com - Página 211


diesen cuenta de cómo los habría tratado la antigua civilización, en el mejor de los
casos. Creo que voy a meterme en esa caja unos instantes, sólo para ver qué efecto
produce…
—¡Oh, no! ¡No! —exclamó Amelia—. ¡Es demasiado terrible!
—Mire, señora, no hay nada demasiado terrible para la mente investigadora. En
mis buenos tiempos estuve en algunos lugares que usted llamaría terribles. Pasé una
noche en el interior de un cementerio de Montana, mientras la pradera ardía a mi
alrededor… y en otra ocasión dormí dentro de un ataúd para escapar de los
comanches, que estaban en el sendero de la guerra y ansiaban hacerse con mi
cabellera. He pasado dos días en un túnel excavado en la mina de oro de Billy
Broncho, en Nuevo Méjico, y fui uno de los cuatro hombres que permanecieron
enterrados vivos por espacio de dieciocho horas, cuando se desplomó el puente que
estábamos construyendo en Buffalo. Nunca he rehuido una experiencia nueva, y no
voy a empezar a hacerlo ahora…
Vimos que estaba dispuesto a seguir adelante con su idea, de modo que le dije:
—Bueno, dese prisa, viejo, y salga cuanto antes.
—De acuerdo, general —me respondió—. Pero no creo que debamos obrar con
tanta precipitación. Los caballeros, predecesores míos, que entraron en esa lata, no lo
hicieron voluntariamente, ni mucho menos. Y supongo que armarían un poco de
gresca antes de dejarse meter en ella. Yo deseo entrar como Dios manda, e instalarme
cómodamente. Tal vez el viejo galeote pueda traer una cuerda y atarme, para que la
sensación sea más real…
Al viejo galeote no debió parecerle demasiado sensata la petición de Hutcheson,
puesto que, por toda respuesta a su petición de que lo atara, se limitó a sacudir
negativamente la cabeza. Sospecho, sin embargo, que su protesta fue puramente
formal y estaba encaminada a obtener un ingreso suplementario, ya que cuando el
norteamericano le hubo puesto en la mano una moneda de oro, desapareció unos
instantes para regresar con una delgada cuerda. Inmediatamente procedió a atar a
nuestro compañero, con la suficiente tirantez para el objetivo perseguido. Cuando la
parte superior de su cuerpo estuvo atada, Hutcheson dijo:
—Espere un momento, juez. Creo que soy demasiado pesado para que pueda
meterme usted en la lata. Entraré por mi propio pie, y luego puede atarme usted las
piernas.
Mientras hablaba, se había metido de espaldas en la abertura, la cual era tan
angosta que no le permitía ningún movimiento. Amelia contemplaba todo aquello con
los ojos llenos de temor, pero no se atrevió a decir nada. Luego, el guardián completó
su tarea atando los pies del norteamericano, de modo que nuestro compañero quedó
absolutamente indefenso e inmóvil en su voluntaria cárcel. Al parecer, lo estaba
pasando en grande, a juzgar por sus palabras:
—¡Creo que a esta Eva la hicieron de la costilla de un enano! Aquí no hay
espacio suficiente para un ciudadano adulto de los Estados Unidos. En Idaho solemos

www.lectulandia.com - Página 212


hacer más espaciosos nuestros ataúdes. Ahora, juez, va usted a cerrar lentamente la
puerta. Con todo cuidado, ¿eh? Quiero sentir el placer que experimentaron los
caballeros que fueron huéspedes de este aparatito, al ver que los pinchos empezaban a
avanzar hacia sus ojos…
—¡Oh, no! ¡No! ¡No! —gritó Amelia, histéricamente—. ¡Es demasiado terrible!
¡No puedo soportarlo! ¡No puedo! ¡No puedo!
Pero el norteamericano era un hombre obstinado.
—Oiga, coronel —dijo—, ¿por qué no se lleva a la señora a dar un paseo? No
quisiera herir sus sentimientos por nada del mundo; pero ahora que estoy aquí,
después de haber recorrido ocho mil millas, me desagradaría mucho tener que
renunciar a esta aleccionadora experiencia. Un hombre no puede sentirse como un
artículo enlatado siempre que quiere… El juez y yo nos ocuparemos de esto, y luego
pueden regresar ustedes y nos reiremos juntos.
Una vez más, la curiosidad le pudo al temor, y Amelia se quedó, fuertemente
agarrada a mi brazo y estremeciéndose, mientras el guardián empezaba a soltar
lentamente, pulgada a pulgada, la cuerda que sostenía la puerta de hierro. El rostro de
Hutcheson estaba positivamente radiante mientras sus ojos seguían el lento avance de
los pinchos.
—Bueno —dijo—, no la he gozado tanto desde que salí de Nueva York. Aparte
de una pelea con un marinero francés en Wapping —y una pelea de tres al cuarto, por
cierto—, no había tenido aún ocasión de divertirme de veras en este aburrido
continente, donde no hay osos, ni indios, ni siquiera caballos. ¡Despacio, juez! ¡No se
apresure! Quiero disfrutar el dinero que he pagado por el juego…
El guardián debía tener en sus venas algo de la sangre de sus predecesores en
aquella siniestra torre, ya que iba soltando la cuerda con una deliberada y
estremecedora lentitud, la cual, al cabo de cinco minutos, en cuyo espacio de tiempo
la puerta había avanzado solamente unas pulgadas, empezó a agotar la resistencia de
Amelia. Vi que sus labios palidecían, y noté que la presión de su mano en mi brazo se
hacía más débil. Dirigí una mirada a mi alrededor en busca de un lugar donde hacerla
reposar, y cuando la miré de nuevo a ella vi que sus ojos estaban clavados con una
fijeza obsesionante en algo que estaba al lado de la Mujer. Siguiendo su dirección, vi
a la gata negra agazapada y fuera de la vista de Hutcheson y del guardián. Sus ojos
verdes brillaban como carbunclos en la penumbra del lugar, y su color quedaba
intensificado por la sangre que todavía manchaba su pecho y enrojecía su boca. Grité:
—¡La gata! ¡Ahí está la gata!
Pero mi advertencia no impidió que al animal diera un salto, situándose delante
del artilugio de hierro. En aquel momento su aspecto era el de un demonio victorioso.
Sus ojos brillaban con ferocidad, su pelo estaba erizado hasta el punto de hacerle
aparecer de un tamaño doble del que en realidad tenía, y su cola azotaba el aire como
la de un tigre cuando se dispone a luchar.
Elias P. Hutcheson acogió la llegada de la gata como un nuevo motivo de

www.lectulandia.com - Página 213


diversión, y sus ojos centellearon, divertidos, mientras decía:
—¡Vaya con la gata! Eres tozuda, ¿eh? No la dejen acercarse a mí, pues indefenso
como estoy podría sacarme los ojos… ¡Cuidado, juez! No suelte usted la cuerda, o va
a ensartarme…
En aquel momento, Amelia acabó de desmayarse, y tuve que sostenerla,
cogiéndola por la cintura, para evitar que cayese al suelo. Mientras la atendía, vi que
la gata se agazapaba para saltar, y me precipité hacia ella para tratar de impedirlo.
Pero el animal fue más rápido que yo. Profiriendo un diabólico maullido, saltó, no
hacia Hutcheson, como todos esperábamos, sino a la cara del guardián. Sus garras,
extendidas como las del dragón de los dibujos chinos, se clavaron en el rostro del
pobre viejo, y en su descenso señalaron la mejilla con una franja roja por la que
parecía fluir toda la sangre de su cuerpo.
Con un aullido de terror, el guardián saltó hacia atrás, soltando la cuerda que
sostenía la puerta de hierro. Di un salto hacia ella, pero era demasiado tarde, ya que el
enorme peso de la puerta la arrastró antes de que mi intervención pudiera resultar
eficaz.
Antes de que la puerta terminara de cerrarse, vi como en un relámpago el rostro
de nuestro pobre compañero. Parecía helado de terror. Sus ojos tenían una expresión
de indescriptible angustia, y ningún sonido salió de sus labios.
Afortunadamente, el final debió de ser rápido, ya que cuando conseguimos abrir
la puerta vimos que los pinchos habían penetrado tan profundamente que además de
los ojos le habían traspasado el cerebro. La muerte tuvo que ser instantánea. Recibí
tal impresión, que no fui capaz de hacer el menor movimiento cuando el cadáver de
nuestro infortunado compañero salió proyectado hacia delante, atado como estaba, y
cayó pesadamente al suelo, donde quedó boca arriba.
Entonces me acordé de mi esposa y corrí hacia ella, para sacarla de aquel lugar,
ya que no deseaba que al recobrarse de su desmayo se encontrara ante un cuadro tan
dantesco.
Cuando la hube sacado al exterior, acomodándola en un banco, regresé a la
siniestra cámara. El guardián, apoyado en la columna de madera, sollozaba de dolor
con un enrojecido pañuelo aplicado a los ojos. Y, sentada sobre la cabeza del pobre
norteamericano, la gata maulaba sordamente mientras la sangre fluía a través de las
vacías cuencas de los ojos del muerto.
Creo que nadie me tachará de cruel por lo que hice a continuación: cogí una de
las antiguas espadas «cortacabezas» y partí a la gata en dos sobre la misma cabeza de
Elias P. Hutcheson.

www.lectulandia.com - Página 214


SONATA AL CLARO DE LUNA
ALEXANDER WOOLCOTT

www.lectulandia.com - Página 215


S I este informe tuviera que ser publicado en su propia Inglaterra, tendría que
arriesgarme a explicar, en una pequeña introducción, que todos los personajes
eran ficticios. Y digo arriesgarme, porque la ley inglesa contra los libelos podría
plantearme alguna dificultad, ya que ninguno de los personajes es ficticio, y la
historia —que Clemence Dane le contó a Katharine Cornell y Katharine Cornell me
contó a mí— es absolutamente cierta, en mi leal opinión, y le ocurrió a un joven
médico inglés al cual llamaré Alvan Barach, porque da la casualidad de que su
nombre no era ése. Éste es el relato de una aventura que hasta hoy nadie ha contado y
que le sucedió hace dos años, en ocasión de un viaje que hizo a Kent para visitar a un
viejo amigo —al cual llamaré Ellery Cazalet—, que pasaba la mayoría de sus días en
los campos de golf, y la mayoría de sus noches preguntándose cómo evitaría la ruina
definitiva de su casa solariega, a la cual había contribuido de un modo deplorable.
La casa en cuestión era un edificio Tudor de tejados rojizos que brillaban al sol.
En su alta torre, una bronca campana había estado esparciendo el sonido de las horas,
como monedas, desde que Enrique VIII era un rubicundo mozalbete. En su interior,
Cazalet sólo podía permitirse mantener a una pareja de decrépitos sirvientes, y el
jardín, en otros tiempos espléndido, crecía ahora a su antojo bajo los cuidados de un
solo jardinero. Creo que puedo arriesgarme a dar el verdadero nombre del jardinero,
ya que ninguno de los que pudiera inventar tendría un sabor tan apropiado. Se
llamaba John Scripture, y era ayudado, de cuando en cuando, por su viejo y lunático
padre que, en sus intervalos de lucidez, era sacado de su encierro en el desván de la
casa para que desplegara su extravagante habilidad en el recorte de los arbustos del
jardín.
El doctor Barach visitaba a su amigo cuando podía, con la promesa de unas
buenas partidas de golf, largas noches de exquisito silencio y un par de excelentes
fantasmas si a su imaginación le daba por ahí. Era característico de su natural más
bien grave que, al escribir para fijar una fecha, se dirigiera a Cazalet en «The Creeps,
Sevenoaks, Kent». Cuando llegaba, su anfitrión estaba ausente y no había dejado
dicho a qué hora regresaría. Barach tenía que cenar solo, con la única compañía de un
ceñudo setter, y no esperaba al dueño de la casa. Su dormitorio, situado en la planta
baja, estaba bellamente entrepañado desde el suelo hasta el techo, pero alguna
ignorante ama de llaves de la época de Jorge IV había estropeado aquel hermoso
trabajo de artesanía cubriéndolo con una capa de barniz negro. La dote aportada por
una de las esposas Cazalet de la época malva había sido invertida en unos cuantos
cuartos de baño de color vino, y uno de ellos había reemplazado a un pequeño
gabinete que en otros tiempos se abría en el dormitorio ocupado por el doctor. Había
un solo candelabro para leer, pero la luz de la luna llena penetraba a través de las
ventanas.

www.lectulandia.com - Página 216


En esta especie de museo, Barach solía dormir tranquila y profundamente. Pero,
la noche a que se refiere este relato, se despertó repentinamente, con la sensación de
que algo se movía en el dormitorio. Le costó un poco localizar el movimiento, pero al
final, gracias a la débil claridad de la luna, consiguió divisar un bulto que parecía
estar sentado en una silla junto a la puerta de la habitación. Lo que se movía era una
mano, o, mejor dicho, todo un brazo, que subía y bajaba a intervalos casi regulares.
Al principio, Barach no pudo reconocer el gesto, pero luego lo identificó como el
movimiento del brazo de una mujer que estuviera bordando. En un momento
determinado, el movimiento se interrumpía, como si la aguja tropezara con un
material resistente, para seguir después su ascenso y descenso normales.
Para el intrigado huésped, aquella resultaba la actividad menos amenazadora
atribuible a un fantasma, pero a pesar de todo lo único que se le ocurrió fue salir de
aquella habitación lo antes posible. Su cerebro efectuó un rápido reconocimiento. La
puerta que daba al vestíbulo quedaba al margen de la cuestión, ya que el brazo se
movía junto a ella. Saltar por la ventana le pareció algo arriesgado, porque se exponía
a romperse una pierna. Desde luego, había el cuarto de baño, pero éste era un
menguado consuelo si no podía salir de él por otra puerta. Concentrándose
intensamente, recordó que había visto otra puerta. Y, en aquel preciso instante, oyó el
tranquilizador ruido de un automóvil que se acercaba a la casa, y supuso que se
trataba de su anfitrión que estaba de regreso. De un prodigioso salto, se introdujo en
el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de él. El suelo de la habitación contigua
estaba bañado por la luz de la luna. A través de ella Barach llegó, jadeante pero
incólume, al pasillo. Poco después divisó la claridad de la lámpara que su anfitrión
había encendido en el vestíbulo principal, y le oyó cerrar la puerta de la casa.
Cuando Barach surgió corriendo de la oscuridad para hacerle objeto de una
calurosa acogida, Cazalet se mostró sorprendido y halagado por tanta amabilidad, y,
hambriento por su largo y frío viaje, propuso una inmediata descubierta en dirección
a la despensa. El doctor, casi recobrado de su reciente pánico, no opuso ninguna
objeción, y la expedición se puso en marcha. Sosteniendo en alto unos candelabros, el
anfitrión alababa las excelencias de la carne asada, del queso de Cheddar y de la
leche de Kent, cuando tropezó con un bulto caído en el suelo. Echando pestes de la
vieja cocinera que siempre dejaba, algo al paso, se inclinó para ver de qué se trataba
en esta ocasión y dejó escapar un silbido de asombro. El doctor se inclinó a su vez, y
los dos hombres vieron algo que no olvidarían mientras vivieran. Era el cuerpo de la
cocinera. Sólo el cuerpo. La cabeza había desaparecido. En el suelo, a su lado, había
un hacha ensangrentada.
—¡El viejo Scripture, Dios mío! —exclamó Cazalet.
Barach, como en un relámpago, tuvo una horrible sospecha. Sosteniendo el
candelabro en una mano, arrastró con la otra a su compañero a través de los
interminables pasillos de la casa hasta la habitación de la cual había salido huyendo;
cuando se acercaban al dormitorio, Barach le recomendó a su compañero que no

www.lectulandia.com - Página 217


hiciera ruido. Pero aquella precaución era completamente inútil, ya que los pasos de
todo un regimiento no hubieran distraído al que había dentro del embeleso en que le
tenía sumido su absorbente ocupación.
El viejo lunático no había abandonado su asiento junto a la puerta. Entre sus
rodillas descansaba aún la cabeza de la mujer a la que había asesinado.
Metódicamente, beatíficamente, estaba arrancando tos grises cabellos uno a uno.

www.lectulandia.com - Página 218


EL MECHÓN DE PELO
J. A. ALAN

www.lectulandia.com - Página 219


V OY a relatarles ciertos acontecimientos. No trataré de explicarlos, porque están
más allá de mis posibilidades de comprensión. Cuando hayan oído todos los
hechos, alguno de ustedes puede ofrecer alguna sugerencia. Tendrán que perdonarme
si les parece que me recreo demasiado en los detalles. Cuando uno no comprende
aquello acerca de lo cual está hablando, resulta difícil saber lo que puede suprimirse.
El asunto empieza hace mucho tiempo, antes de que existiera la radiodifusión. En
1921, en realidad.
Había pasado el fin de semana con un amigo mío que vive a unas cincuenta millas
de Bristol.
Había otro hombre alojado allí, también, que vivía en Dawlish. Bien, el lunes por
la mañana, nuestro anfitrión nos acompañó a Bristol a tiempo para que el hombre de
Dawlish tomara su tren, el cual salía mucho más temprano que el de Londres. Desde
luego, si el viejo Einstein hubiera hecho bien las cosas, los dos podíamos haber ido en
el mismo tren. Ahora, en cambio, tenía que esperar media hora. Hablando de
Einstein, ¿no creen que hubiera valido la pena morir joven a fin de oír lo que Euclides
le dijo cuando se encontraron… fuera lo que fuese?
En una de las calles por las cuales pasé había una pequeña tienda de antigüedades,
y me detuve a mirar el escaparate. A la derecha, en la parte de atrás, en un estante,
había una cajita redonda de metal, de forma parecida a una polvera, que me llamó la
atención. Ignoro por qué motivo: tal voz porque nunca había visto nada como
aquello. Éste debe ser el motivo por el cual algunas mujeres compran algunos
sombreros.
De todos modos, el cristal del escaparate estaba tan sucio que resultaba bastante
difícil ver a través de él, cosa que me impulsó a entrar en la tienda para ver el objeto
más de cerca. Un hombre increíblemente viejo salió de las profundidades del
establecimiento y me contó todo lo que sabía acerca de la caja, que no era mucho. Era
muy pesada, de metal, redonda, y tenía cuatro pulgadas de altura por unas tres
pulgadas de diámetro. Había algo dentro, como pudimos oír al sacudir la caja, pero
nadie había sido capaz de abrirla desde que estaba en poder del viejo. La había
comprado a un marinero hacía unos años, pero no podía decir de qué parte del mundo
procedía.
Me pidió quince chelines por ella.
Le ofrecí diez y los aceptó rápidamente. Tuve que correr para llegar a tiempo de
tomar mi tren. Cuando llegué a casa llevé la caja a mi taller y la examiné
minuciosamente. Era evidente que había sido hecha hacía muchos años, y a mano, y
no en un torno. Vi también que había habido algo grabado en el cierre, pero lo habían
borrado con una lima. A continuación traté de desprender el cierre sin dañar la caja.
El cierre resistió a todos mis esfuerzos manuales y a todos los sistemas normales. En

www.lectulandia.com - Página 220


vista de ello, dejé la caja sumergida en un recipiente de glicerina por espacio de una
semana, e hice dos argollas de metal, una para la caja y otra para el cierre.
Transcurrida la semana coloqué las argollas, fijé la caja en el tornillo de banco y
probé a hacer girar el cierre en un sentido, cogiéndolo con unas tenazas… pero no
giró. Luego probé en el otro sentido y giró inmediatamente. Esto explicaba que nadie
hubiese sido capaz de desenroscarlo: estaba fileteado al revés. Y, además, había que
tener en cuenta la suciedad acumulada durante todos aquellos años.
Bien, había descubierto el truco. Empecé a desenroscar el cierre muy lentamente,
sintiéndome como Howard Carter, preguntándome qué iba a encontrar. Podía ser algo
que saliera disparado del interior de la caja, golpeándome el rostro. Sin embargo,
cuando hube sacado el cierre no ocurrió nada anormal. En realidad, la caja sólo
parecía contener una buena cantidad de polvo, aunque en el fondo había enroscado un
mechón de pelo. Cuando lo saqué, vi que tenía unas nueve pulgadas de longitud y el
grosor de un lápiz. Al cogerlo, vi que estaba formado por unos centenares de cabellos
muy finos, pero tan sucios, que allí no había mucho que ver, a pesar de que los puse
bajo el microscopio. De modo que se me ocurrió lavarlos. Tal vez conozcan ustedes
el procedimiento: en primer lugar, un baño de ácido clorhídrico rebajado para
desengrasarlos, luego una solución de sosa para eliminar el ácido. A continuación, un
lavado con agua destilada, después una inmersión en alcohol para eliminar el agua, y
finalmente un aclarado con éter.
En el preciso instante en que los sacaba del éter me llamaron al teléfono, de modo
que los dejé en la primera cosa limpia que me vino a mano, y que resultó ser un trozo
de cartulina blanca, y acudí al teléfono. Cuando examiné el mechón más tarde, la
única cosa interesante que descubrí fue el hecho de que los cabellos habían
pertenecido a varias mujeres distintas. El colorido iba desde el negro azabache hasta
el blanco, pasando por el castaño, el rojizo y el rubio. Ninguno de los cabellos estaba
teñido, lo cual demostraba lo viejos que eran. Se los enseñé a un par de personas,
pero no parecieron entusiasmarse demasiado, de modo que volví a meterlos en la
caja, puse la caja en una pequeña alacena que formaba una rinconera y me olvidé por
completo de ella.
Luego ocurrió la primera y rara coincidencia.
Unos diez días más tarde, un compañero mío llamado Mattews llegó al club con
un vendaje alrededor de la frente. Como es natural, todo el mundo le preguntó qué le
sucedía, y él dijo que no lo sabía, y, lo que es más, tampoco su médico lo sabía.
Estaba tomando el té, en el saloncito que su casa, cuando repentinamente cayó al
suelo. Su esposa se llevó un susto terrible y telefoneó al médico. Sin embargo,
Mattews volvió en sí al cabo de cinco minutos, se sentó y preguntó qué era lo que le
había golpeado. Cuando llegó el médico, unos minutos después, Mattews se
encontraba casi repuesto y sólo sentía un intenso dolor en la frente. El médico no
pudo encontrar nada anormal, salvo una señal rojiza que empezaba a aparecer en la
piel, en el lugar donde le dolía a mi amigo.

www.lectulandia.com - Página 221


Bien, la señal fue haciéndose más clara, hasta adquirir el aspecto de un golpe
propinado con un palo. Al día siguiente seguía lo mismo, con la añadidura de un gran
moretón alrededor de la señal. Después, mejoró paulatinamente. Mattews se quitó el
vendaje y me mostró la frente en el club, y no vi más que una magulladura con una
línea roja curvada en el centro, parecida al rastro de un alambre calentado al rojo.
Llegaron a la conclusión de que había sufrido un desvanecimiento y se había
golpeado la cabeza contra algo al caer.

se había producido aquella magulladura.

Al cabo de un mes, aproximadamente, mi esposa me dijo: «¡Tenemos que limpiar


tu taller!». Y yo dije: «¿De veras?».

ella replicó: «Sí, está hecho un asco».

De modo que pusimos manos a la obra.


La limpieza de mi taller consiste en ordenar las herramientas, y en el continuo
deseo de mi esposa de tirar todo lo que encuentra en el suelo, mientras yo le voy
diciendo: «¡Oh, no! Puedo utilizarlo para esto y para esto otro».
Lo primero que nos vino a mano fue el trozo de cartulina blanca que yo había
utilizado para dejar el mechón de pelo recién lavado mientras corría al teléfono.
Cuando la miramos por el otro lado, vimos que era una instantánea de una cena a
la que había asistido. Ya saben ustedes lo que ocurre. Un poco antes de los discursos
se presentan unos cuantos fotógrafos armados con sus cámaras, y alguien dice:
«Señor presidente, por favor, ¿quiere ponerse en pie?». Y el presidente se pone en
pie. Entonces se produce un cegador relámpago, y la habitación se llena de humo, y
los fotógrafos se marchan, se presenta un hombre con las pruebas, y si uno es muy
débil —o estaba cerca del presidente— encarga una copia.
Bien, aquella cena había sido una amistosa reunión de fabricantes de patines o
algo por el estilo, y yo había asistido a ella en calidad de huésped del mismo Mattews
del que acabo de hablarles. Habíamos estado sentados uno al lado del otro. Mi esposa
estaba mirando la fotografía, y dijo: «¿Qué es esta señal que tiene mister Mattews en
la frente?».
Yo miré… y allí, desde luego, veíase la misma señal con que Mattews se había
presentado en el club un mes antes. Lo raro del caso era, evidentemente, que la
fotografía había sido tomada seis meses antes de que sufriera el desvanecimiento que
le produjo la señal. Le di la vuelta a la fotografía y vi que tenía una línea de un color
más oscuro. Una línea que correspondía, sin duda alguna, al mechón de pelo que
había dejado allí cuando todavía estaba húmedo y que, al empapar la cartulina, había
dejado aquella señal en el rostro de Mattews. Lo comprobé clavando una aguja en la
cartulina. La aguja asomó por el otro lado exactamente en el lugar del rostro de
Mattews que ostentaba la señal. Desde luego, era una coincidencia muy rara. No sé lo

www.lectulandia.com - Página 222


que opinan ustedes de las coincidencias, pero yo creo que habitualmente no son tales.
De todos modos, me tomé la molestia de comprobar las horas, y finalmente verifiqué,
sin lugar a dudas, que yo había dejado el mechón de pelo sobre la cartulina entre las
cuatro y las cuatro y cuarto de un día determinado, y que Mattews había sufrido su
insólito desvanecimiento aquel mismo día, a eso de las cuatro y cuarto. Una curiosa
coincidencia. Inmediatamente se me ocurrió la idea de probarlo otra vez. No en el
pobre Mattews, naturalmente. Ya había pasado lo suyo, y además era amigo mío. Sé
perfectamente que se nos dice que debemos ser amables con nuestros enemigos —y
en realidad no soy de los que se olvidan de ese precepto—, pero cuando se trata de
llevar a cabo un experimento de ese tipo —incluso si las posibilidades son un millón
contra una de que sea un fracaso, quiero decir, de no obtener ningún resultado—, se
escoge naturalmente a un enemigo más bien que a un amigo. De modo que empecé a
buscar una víctima apropiada, alguien que no fuera echado de menos en caso de que
se produjera otra coincidencia. La persona en la cual recayó mi elección fue la niñera
de la casa contigua.
Desde la ventana de nuestro cuarto de baño podíamos ver el jardín de aquella
casa, y a menudo observábamos el trato despiadado que daba al chiquillo que tenía a
su cargo cuando no creía ser observada por nadie. Nadie podía presentar una queja
concreta acerca de aquel hecho —ya saben ustedes lo poco rentable que resulta
meterse en los asuntos de los vecinos—, pero la niñera se mostraba sistemáticamente
maligna, y tanto mi esposa como yo la odiábamos por su conducta. Otra cosa: cuando
entró a prestar sus servicios en la casa, solía asomarse a la pared del jardín y
hurtamos nuestras rosas. Peor aún, las arrancaba y las tiraba al suelo. No tardé en
poner remedio a aquello. Coloqué varios anzuelos en los tallos de las rosas más
accesibles. A la mañana siguiente se armó la marimorena, y la niñera llevó la mano
vendada durante toda una semana.
Por lo tanto, ella era la persona más indicada para mi experimento. Lo primero
que tenía que hacer era conseguir una fotografía suya, de modo que a la mañana
siguiente, cuando ella estaba en el jardín, hice un ruido imitando a un avión desde la
ventana del cuarto de baño, para que levantara la cabeza, y apreté el obturador de mi
cámara. En cuanto la primera copia estuvo seca, alrededor de las once de aquella
misma noche, clavé el mechón de pelo en su frente con dos agujas —sintiéndome
sumamente estúpido, desde luego, al hacer una idiotez como aquella—, y la metí en
un cajón en mi taller. Al día siguiente, por la noche, cuando llegué a mi casa, mi
esposa me dijo: «¿No sabes? Esta mañana han encontrado muerta en su cama a la
niñera de nuestros vecinos». Y añadió que la gente estaba muy preocupada acerca de
aquella muerte, y que se llevaría a cabo una investigación, etcétera. Les aseguro que
si en aquel momento me pinchan no me sacan sangre. Inquirí: «¿Se sabe de qué ha
muerto?». Como comprenderán, mi esposa no sabía nada del experimento. No me
hubiera dejado hacerlo. Es una persona más bien supersticiosa… a pesar de vivir
conmigo. En cuanto pude, saqué la fotografía del cajón, y —sé que no van a creerme,

www.lectulandia.com - Página 223


pero no me importa— al sacar el mechón de pelo vi que había una oscura señal en la
frente de la niñera. Tuve que sentarme. Primero Mattews, y ahora… ahora…
Sé que va a parecerles estúpido, pero no pude evitar el sentirme vagamente
avergonzado.
Bien, a continuación vino la encuesta. Yo la esperaba, naturalmente, para saber de
qué había muerto la desdichada mujer. Y desde luego, el veredicto fue el de «muerte
por causas naturales», es decir, a consecuencia de la rotura de varios vasos
sanguíneos cerebrales; pero lo que intrigaba a los médicos era lo que podía haber
producido las «causas naturales», y el hecho de que la difunta tuviera en la frente la
misma señal que Mattews había tenido. Llegaron a formular la teoría de que podía
haber estado expuesta a los rayos X, pero como estaba más o menos demostrada la
imposibilidad de una tal exposición, tuvieron que desechar la teoría. Desde luego, el
caso resultaba la mar de interesante, sobre todo para mí, aunque a fin de cuentas no
dejaran resuelta la cuestión que más importancia tenía para mí. ¿Se había caído, o
había fallecido a causa del mechón de pelo? Como es lógico, no podía quedarme con
aquella duda. De modo que empecé a buscar a alguien que me sirviera para otra
prueba, y llegué a la conclusión de que un hombre que vivía en la casa de enfrente
serviría para el caso. No era tan malo como la niñera, ya que no era cruel —al menos
intencionadamente—. Pero tocaba el violín. De todos modos, decidí no matarle, si es
que podía evitarlo.
La fotografía representaba un inconveniente, ya que se trataba de un hombre que
no salía mucho. No pueden ustedes imaginarse lo difícil que resulta obtener una
fotografía de un hombre que le conoce a uno de vista, sin que se dé cuenta. Sin
embargo, conseguí obtener una al cabo de unos quince días. Era más bien pequeña y
tuve que ampliarla, pero no estaba mal del todo. El hombre solía pasar la mayor parte
de las veladas practicando en su instrumento, de modo que después de cenar me situé
en la ventana de mi taller, que miraba a la habitación donde él solía practicar, y esperé
que empezara. Luego, cuando le vi absorto en su tarea, toqué la fotografía con el
mechón, muy suavemente. Lo único que ocurrió fue que mi hombre dio una nota
equivocada. Aquello no demostraba nada, desde luego, de modo que probé de nuevo,
esta vez algo más fuerte. Todas mis dudas se desvanecieron: el hombre dejó caer el
violín y se agarró al antepecho de la ventana, respirando aguadamente. La cosa duró
unos cinco minutos. Y les aseguro que quedé tan sorprendido, que faltó poco para que
le imitara.
Sin embargo, reaccioné a tiempo. Inmediatamente me pregunté si debía quemar o
no el mechón. Pero, ofrecía tantas posibilidades, que la idea de quemarlo me pareció
absurda. Pensé que sería preferible aprender a utilizarlo de un modo provechoso. No
quiero aburrirles con la enumeración de todos mis experimentos. Duraron varios
meses, al término de los cuales llegué a dominar el mechón hasta el punto de que
podía hacer cualquier cosa con él, desde darle dolor de cabeza a un mosquito a matar
a un hombre. Esto, desde luego, a costa de un hombre, una mujer, montones de

www.lectulandia.com - Página 224


bichitos y un incrédulo objetante. Tienen que admitir que se trata de una relación muy
modesta, teniendo en cuenta las posibilidades de diversión que ofrecía un
descubrimiento de aquella clase.
Bien, una vez conseguido el control de mi descubrimiento hasta un grado
increíble de exactitud, me pareció que era una lástima no utilizarlo de algún modo
práctico. En otras palabras, en amasar rápidamente una fortuna, sin indebidas
pérdidas de vidas humanas.
Suponiendo, por ejemplo, que me dedicara a matar a las personas que no eran de
mi agrado, los resultados serían completamente nulos durante algún tiempo.
Quiero decir, que incluso en el caso de que hubiera podido inducir a aquellas
personas a hacer un seguro a mi nombre, hubiera tenido que esperar un año antes de
matarlas, ya que de no ser así, la compañía no hubiera pagado el seguro, y de
repetirse las muertes de beneficiarios míos, la cosa hubiera despertado sospechas e
investigaciones desagradables. De repente se me ocurrió la gran idea: ¿Por qué no
aplicar el procedimiento a las carreras de caballos? Lo único que tenía que hacer era
escoger un caballo sin posibilidades, por el cual pudiera apostar en la proporción de
100 a 1, y procurar que no pudieran vencerle.
La cosa sería bastante sencilla. Se trataba de tener a mano las fotografías de todos
los caballos participantes en la carrera —excepto del que tenía que ganar, desde luego
—, y de situarme en un lugar desde el cual dominara toda la pieza.
No me proponía causar ningún daño a los caballos, en absoluto. Me limitaría a
hacerle objeto de un ligero roce, el suficiente para frenar su marcha, poco después de
la salida. Luego, si mi caballo no estaba suficientemente destacado en la última
vuelta, otro ligero roce frenaría al caballo que se mostrara peligroso.
Naturalmente, tenía que obrar con mucho cuidado, para no despertar suspicacias.
Por ejemplo, si todos los caballos menos uno se caían, o se detenían a tomar aliento,
lo más probable sería que se anulara la carrera por irregularidad manifiesta.
De modo que efectué un par de ensayos, con resultados convincentes. El último
apenas puede ser llamado un ensayo, ya que había apostado por un caballo en la
proporción de 33 a 1, sólo para probar suerte… y, desde luego, gané.
Sin embargo, no fui tan afortunado como puede parecer. A la salida del
hipódromo había muchas apreturas, y mientras avanzaba me vi rodeado por cuatro o
cinco hombres que parecían divertirse empujándome. No me di cuenta de lo que se
proponían hasta que noté que uno de ellos introducía su mano en el bolsillo interior
de mi chaqueta.
Como es natural, me dispuse a impedir que el carterista se saliera con la suya. Le
agarré del codo con las dos manos, y apreté de modo que hundiera más
profundamente la suya en mi bolsillo. Aquello hizo que el bolsillo, con la mano
dentro, quedara debajo de mi brazo derecho, y entonces lo apreté contra mis costillas
con todas mis fuerzas.
En aquel bolsillo no llevaba más que un tubo de ensayo con el mechón de pelo

www.lectulandia.com - Página 225


dentro, y en el momento en que empecé a apretar el tubo se rompió. Pasé un mal rato,
porque el ladrón luchó frenéticamente por liberarse, y dos de sus compañeros le
ayudaban golpeándome en la cabeza. Su mismo entusiasmo les perdió, ya que
aficionados como estaban a su tarea no se dieron cuenta de la llegada de la policía
hasta que fue demasiado tarde.
Tenían que haber visto aquella mano cuando salió de mi bolsillo. Sangrando
espantosamente, y con trozos de cristal pegados a ella. Estaba tan malherido, que
antes de llegar a la comisaría de policía nos detuvimos en casa de un médico para que
le atendiera. Al mismo tiempo, el médico se ocupó de un corte que yo tenía en el
occipucio. Un tipo simpático, aquel médico, aunque fue la causa de mi ruina. Era, sin
duda alguna, el médico más calvo que había visto en mi vida, aunque en cierta
ocasión vi a un concejal más calvo.
Cuando me hubo pintado con tintura de yodo, saqué el resto de los cristales y el
mechón de pelo del bolsillo de mi chaqueta, y le dije al médico si podía facilitarme
una botella para guardar el mechón. Respondió afirmativamente, y me proporcionó
una botellita, en la cual introduje el mechón. Cuando llegué a casa, más tarde, lo
primero que hice fue mirar la botella. Pero, aparte de una turbia sustancia en el fondo,
estaba vacía: el mechón de pelo se había desintegrado. Entonces miré la etiqueta de la
botella y encontré el nombre de un famoso restaurador del cabello.

www.lectulandia.com - Página 226


LA MÁSCARA DETRÁS DE LA CORTINA
PIERRE LARROQUE

www.lectulandia.com - Página 227


M >E pareció que mi pierna pesaba cien kilos. La enorme vaina de yeso que la
aprisionaba me hacía pensar en una momia blanca envuelta en sus vendajes.
Tenía calor… Y debía resistir otros veinte días, antes de que el médico pudiera
asegurar que los dos fragmentos de mi tibia rota habían consentido en volver a unirse,
como se unen dos cónyuges, con el anillo en el dedo.
¿Tenía fiebre? Unas extrañas asociaciones de ideas nacían en mi mente soñolienta
y me era imposible hacer un esfuerzo para dominarlas. El rumor lejano del tránsito
me llegaba a través de los postigos entreabiertos, quebrado de vez en cuando por una
tímida llamada de claxon.
El reloj dio las seis. La tarde agonizaba al ritmo balanceante del péndulo. El
aburrimiento me aplastaba. La enfermera no tardaría en aparecer, para hacerme
objeto de los cuidados humillantes que me prodigaba, con su aire maternal y de
superioridad inconsciente.
—Los hombres son blandos —afirmaba, en tono perentorio—. No están
acostumbrados a sufrir como nosotras, las mujeres…
En cuanto estuviera restablecido, tendría que intentar la conquista de la
enfermera, que, desde luego, no estaba nada mal. Maquinalmente, ante este
pensamiento culpable, mis ojos fueron hacia el retrato de Simone que me dirigía su
intencionada sonrisa desde la mesa… Simone… Nuestro proceso de divorcio
derivaba por los meandros de las tentativas de reconciliación, llevadas a cabo por las
dos familias. Después de todo, ¿por qué no? Mi accidente de esquí había provocado
una llamada telefónica. Me había parecido notar cierta inquietud, y, ante la noticia de
que la fractura era «simple», cierto alivio en la voz de mi esposa… No hay mal que
por bien no venga… Por otra parte, el juez encargado de tomar las «medidas
provisionales», me había encargado la custodia de nuestro hijo y Simone lo había
sentido mucho. Tengo que confesar que aquel medio de chantaje, bastante bajo, me
había producido una gran alegría. Pero, en la guerra como en el amor…
Reconquistaría a Simone, estaba seguro de ello. Mis pecadillos, que yo no podía
decidirme a llamar adulterios (¡vaya una palabra!) se olvidarían…
De todos modos, estaba un poco sorprendido y algo vejado al no haber tenido
noticias de mi esposa después de la llamada telefónica que me había dirigido. A fin
de cuentas… ¿fue realmente inquietud primero, y alivio después, lo que expresó su
voz? Ya se sabe que el teléfono deforma el timbre… Pensándolo bien, recordaba que
en el primer momento no reconocí aquella voz. Me había parecido más ronca, más
precipitada, mientras declaraba su sorpresa por el hecho de que yo no estuviera en
una clínica. Desde luego, hay que tener en cuenta que en circunstancias normales
hablaba muy poco por teléfono con Simone.
Después, recordé otros detalles más extraños: me había parecido oír unos

www.lectulandia.com - Página 228


cuchicheos cerca de ella, una voz de hombre… como si en la habitación desde la cual
hablaba Simone hubieran varias personas, las cuales habían bajado la voz para no
molestarla… o para no ser oídas por mí. Pero entre mis soñolientas reflexiones, dejé
de pensar en aquella llamada telefónica.
Sin duda iba a quedarme dormido, cuando la puerta del piso se abrió
bruscamente: mi hijo se precipitó en mi habitación. Tiene seis años. Estoy orgulloso
de él, de acuerdo con las normas. Por casualidad, y en contra de la costumbre que
quiere que los niños se parezcan a sus madres, los rasgos de mi hijo recuerdan los
míos. Es rubio como yo y, si las apariencias no engañan, será también un hombre de
acción.
—¡Papá, soy yo!
La criada, Marcelle, le siguió riendo: es una vigorosa campesina, de buena planta,
con la cual, a no ser por su condición de sirvienta, me habría llegado a entender de
buena gana… Pero, los amores llamados ancilarios (¡vaya otra palabreja!), desposeen
de toda autoridad al que sucumbe a ellos.
—¿Se ha portado bien? —pregunté, de acuerdo con la norma que exige esa clase
de pregunta al regreso de un parque público.
—Es un diablillo —respondió Marcelle—. Figúrese, señor, que…
Pero yo interrumpí el relato que iba a iniciar la locuaz sirvienta. Me importaban
muy poco las manifestaciones de la vitalidad del pequeño Jacques. Éste, tomaba mi
cama por asalto, aunque procurando no dar ningún golpe en mi pierna, a la cual
llamaba Sofía, Dios sabe por qué…
—Vamos, señorito Jacques, tiene que cambiarse de ropa.
Me dejaron solo, pero un instante después reapareció la sirvienta.
—¿Qué hay, Marcelle?
—Quisiera decirle al señor…
—Di lo que sea.
—¡Oh! No es nada importante… Pero, cuando estábamos en el parque… he
tenido un poco de miedo… Sí… Una máscara ha tratado de llevarse al pequeño
Jacques…
—¿Cómo? ¿Una máscara?
—Sí, señor. Hoy es martes de Carnaval…
—¿Pero es que aún hay cretinos que se disfrazan?
Marcelle pareció ofendida.
—Sí, señor. Se celebran bailes de disfraces en todas partes. Y si el señor no
encuentra inconveniente, me gustaría ir esta noche al del Moulin Rouge.
—Bueno, bueno, Marcelle, no se enfade… Al fin y al cabo, son cosas propias de
su edad… Pero siga contándome lo de la máscara.
—¡Oh! No hay nada más que contar, señor. Me acerqué al niño y la máscara se
marchó. Era un Pierrot negro. El niño se reía. No tiene miedo de nada.
Me sentí íntimamente halagado. Marcelle vacilaba, jugueteando con uno de sus

www.lectulandia.com - Página 229


pendientes… ¿Qué le quedaba por decir?
—Bueno, Marcelle, la cosa no me parece grave. Que se divierta mucho. Tiene su
llave, ¿verdad?
—¡Oh! Sí, señor…
Me preguntó qué deseaba para cenar y se marchó a la cocina.
Cené ligeramente en compañía del pequeño Jacques. Marcelle nos servía con más
prisa que de costumbre: la perspectiva del baile de disfraces donde, sin duda, la
esperaba algún pretendiente más o menos atrevido, la mantenía en un estado de
inquietud.
—No quisiera que el señor se burlara de mí —dijo súbitamente—. Pero, aquella
máscara… me dio miedo…
—¿Miedo? ¿A usted, Marcelle?
—Sí… Ya le dije que se marchó… Pero, se detuvo a unos metros de distancia. Y
se volvió. Lo que me asustó fueron sus ojos. Unos ojos inmensos… y fijos… Aún me
parece verlos…
¿Qué diablos le había pasado a la muchacha? Marcelle era una joven que no tenía
miedo a unos ojos… ni a nada. Pero ahora parecía estar realmente asustada.
—No sabía que era tan asustadiza… Sin duda ha hecho una conquista, y no me
extrañaría nada que encontrase a su Pierrot en el Moulin…
Marcelle sonrió débilmente.
—No me gustaría. Los locos no me gustan…
Miré a Jacques. Sus ojos azules, tan parecidos a los míos, me contemplaban
seriamente.
—Y a ti, hijo mío, ¿te ha asustado el Pierrot?
—¡Oh! No, papá. Era muy amable… ¡No me ha dicho nada!
El incidente me pareció definitivamente liquidado. El reloj dio la hora. Despedí a
Marcelle. Tenía que mostrarme amable.
—Antes de marcharse venga a enseñarme el vestido. Me gustará verlo.
Cogí un libro. Dio la casualidad de que mi mano retiró maquinalmente del estante
colocado cerca de mi cama una antigua obra de Jean Lorrain, que tenía olvidada:
Historia de máscaras.
A decir verdad, sigo estando convencido de que mi gesto fue guiado por mi
subconsciente. Sabía que el libro estaba en el lugar del cual lo tomó mi mano y, sin
duda, las palabras de Marcellc me inspiraron la idea de volverlo a leer. No sé si lo
conocen ustedes: apenas se lee ya a ese autor; fue escandaloso en su época por la
evocación de costumbres que se han convertido en vulgares. Sus obras resultan
siniestras y melodramáticas, y en otras circunstancias hubiese soltado el libro al cabo
de cinco minutos. Pero aquella noche me pareció adecuado a la situación y leí
algunos de los relatos contenidos en aquel libro, a la luz de la lamparilla de la mesilla
de noche, que dejaba en penumbra tres cuartas partes de la habitación. Marcelle había
acostado al pequeño Jacques en su dormitorio, separado del mío por una puerta

www.lectulandia.com - Página 230


vidriera. Todo estaba silencioso. Tengo la suerte de vivir en un barrio próximo al
Bois, casi en las afueras.
Me sumergí en la lectura… Los siniestros relatos de Jean Lorrain me hacían
efecto, hasta el punto de que súbitamente adquirí conciencia de la situación en que
me encontraba, con la pierna rota inmovilizada en aquella enorme vaina de yeso.
Podían asesinarme… Sería incapaz de mover un dedo.
¡Y menos aún la pierna!
Y, pueden ustedes dudarlo, pero de pronto lamenté haberle dado permiso a
Marcelle para salir.

* * *

El reloj dio las nueve. Y cuando la novena campanada se disolvió en el silencio,


recibí la primera impresión de aquella noche, que me reservaba otras…
La puerta de comunicación con la cocina, donde desde hacía una hora no se oían
ya los familiares ruidos del grifo del agua ni de la vajilla, se había abierto, y, en la
oscuridad, había aparecido una silueta blanca, la cual se inmovilizó. Por un instante,
creí que aquella silueta no tenía rostro… Era una máscara que salía del libro idiota
que estaba leyendo, una alucinación. Luego, supe de qué se trataba: Marcelle,
disfrazada de Pierrot blanco, cumplía su promesa de hacía unos instantes.
Mi rostro debió reflejar mi estado de ánimo, porque Marcelle se apresuró a
quitarse la máscara que ocultaba sus facciones.
—¡Oh! He asustado al señor…
Aquella afirmación no arreglaba nada. A nadie le gusta ser sorprendido en una
postura de inferioridad.
—Estaba dormitando —murmuré—. Me ha sorprendido usted…
Marcelle permaneció allí, grotesca en su disfraz, alquilado en casa de algún
trapero. Unos enormes botones negros destacaban en medio del blanco sucio del
tejido. Grotesca e inquietante: se había cubierto su coloreado rostro con una pasta
blanquecina que la hacía casi irreconocible. En medio de aquella cara de yeso se
agrandaba una boca sangrienta, y el conjunto resultaba casi bestial.
—Bueno, Marcelle, creo que va a tener usted un éxito —le dije, deseoso de
hacerle olvidar mi reacción anterior—. No es por halagarla, pero… las chicas guapas
quedan bien con cualquier cosa que se pongan…
Nunca me había aventurado a tales cumplidos, preocupado por conservar mi
tranquilidad. Marcelle lo agradeció con una sonrisa, y giró sobre sus tacones para que
pudiera verla mejor.
—¡Marcelle! ¡Marcelle! ¡Ven!
Era Jacques que, al despertarse a causa del ruido, reclamaba a su vez la visita de
la bella. Marcelle se dirigió hacia la habitación del pequeño, moviendo las caderas, lo

www.lectulandia.com - Página 231


cual me hizo lamentar mi anterior galantería.
Oí las exclamaciones de éxtasis de mi hijo. Marcelle y él jugaron unos instantes.
La muchacha se escondía detrás de la gran cortina blanca que colgaba delante de la
ventana y que se confundía con su vestido… reaparecía… El chiquillo lanzaba gritos
de entusiasmo. Yo era espectador de aquellos juegos gracias a un sistema de espejos
que me permite, desde mi habitación, ver casi todo lo que sucede en el dormitorio de
Jacques. Pensé que aquella excitación enervaría al niño y que no podría volver a
dormirse…
—¡Vamos, Jacques! —grité—. ¡Basta de juegos! ¡Son las nueve y media! ¡A
dormir!
Marcelle reapareció, colocándose de nuevo el antifaz blanco.
—Que se divierta usted mucho —le deseé—. Cierre bien la puerta, y… sea
prudente.
Marcelle se echó a reír y salió. Oí el ruido de la llave al girar en la cerradura y,
poco después, el rumor de sus pasos en la acera. Se había marchado. Me pareció que
de repente resonaban unos pasos más fuertes y se mezclaban con los de Marcelle; por
un instante, pensé que alguien la había estado esperando, en la calle… Buena
suerte…
Volví a coger el libro. El pequeño Jacques hablaba, muy excitado después de
haber visto a Marcelle disfrazada de Pierrot.
—¿Te has fijado, papá, en lo fea que estaba?
—Sí… Vamos, sé bueno y duerme…
Al cabo de un rato todo quedó silencioso. Los relatos de Jean Lorrain, hablando
de seres depravados que se aprovechaban del Carnaval para satisfacer sus pasiones,
no tardaron en producirme sueño…
Apagué la luz. La oscuridad me envolvió por completo y me quedé dormido con
más rapidez que de costumbre, en medio de un torbellino de máscaras grotescas y
bicornes que reían… reían… reían…

* * *

Dieron tan fuertemente que me desperté. En el preciso instante en que recobraba


la consciencia, el reloj dio las dos. ¿Estaba soñando aún? Alguien reía cerca de mí.
Reconocí la risa infantil de Jacques.
—Te veo, Marcelle, te veo… detrás de la cortina… Te estoy viendo…
Una claridad lechosa bañaba la habitación de mi hijo: la luna, sin duda, mezclada
con el farol de la calle. Jacques seguía riéndose, pero su voz farfullaba ligeramente.
No tardaría en quedarse dormido de nuevo… y no juzgué necesario intervenir.
—Marcelle… detrás de la cortina… te veo…
Iba a cerrar de nuevo los ojos. Pero mis párpados, súbitamente, se inmovilizaron.

www.lectulandia.com - Página 232


¿Qué había detrás de aquella cortina de que hablaba Jacques y que yo veía reflejada
en el espejo de mi armario? Las hojas negras de las contraventanas enmarcaban
largos rayos de la vaga claridad procedente del exterior. Y yo entreveía vagamente
una masa oscura; inmóvil, entre la cortina y la ventana…
De repente, me sentí completamente desvelado, con el corazón palpitante. Traté,
por un momento, de convencerme de que había una explicación natural para aquel
hecho… Quizás un mueble… Pero, no… Distinguí una extraña silueta, una cabeza
redonda, completamente redonda, como si estuviera calva, que parecía colocada
sobre una gran bandeja. Y comprendí: Un Pierrot y su gorguera… Marcelle… Pero,
no… Era absurdo… ¿Qué podía estar haciendo allí la criada? Su habitación se
encontraba en el segundo piso… Y Marcelle no tenía ningún motivo, a las dos de la
mañana, para deslizarse en la habitación de Jacques. Y, además… Marcelle iba
vestida de blanco, y me pareció… Me pareció… al mirar aquella sombra inmóvil…
que el Pierrot oculto detrás de la cortina iba completamente vestido de negro…
Un Pierrot negro… Las palabras de Marcelle a su regreso del parque, y a las
cuales no había prestado más que una distraída atención, resonaron nuevamente en
mis oídos: «Un Pierrot negro ha tratado de llevarse a Jacques…».
¿Acaso me estaba volviendo loco? Realicé un esfuerzo casi doloroso para
distinguir mejor los pormenores de la sombra que se movía imperceptiblemente, para
inmovilizarse de nuevo… la contemplaba con los ojos dilatados por la atención:
distinguí un pequeño botón, coronando la caperuza que llevaba en la cabeza… los
rígidos pliegues de la gorguera… tal mismo, el Pierrot negro del parque. Estaba
seguro… Y había entrado en el dormitorio de Jacques… ¿Cómo? ¿Por dónde? ¿Con
qué llave? La cerradura Yale es exclusiva… Marcelle tenía una llave… Yo tengo
otra…
Marcelle… Después de todo, no sabía gran cosa de ella, excepto que le gusta,
como a sus semejantes, como a mí mismo, la vida alegre… ¿Habría tenido algún
encuentro dudoso? ¿Se habría prestado, quizás inconscientemente, a un rapto? Pero,
no… Había hablado de aquella historia del Pierrot negro, llamándome la atención.
Todas estas reflexiones se entrecruzaban, cabalgaban en mi mente… Estaba solo
en el piso como único protector de un chiquillo de seis años, y me resultaba
imposible moverme. Podía encender la luz, y, haciendo un esfuerzo, incorporarme,
incluso levantarme, para indicarle al visitante nocturno que le había visto detrás de la
cortina… y desplomarme pesadamente sobre la alfombra, con mi vaina de yeso,
dentro de la cual, mi pierna quedaría de nuevo fracturada… No… no… yo había visto
una película de Hitchkock, con argumento de Cornell Woolrich, La ventana
indiscreta, y en ella el héroe, en la misma situación que yo, con la pierna enyesada, es
atacado por un asesino… Él, por lo menos, tenía los flashes de una cámara
fotográfica, con los cuales pudo cegar durante unos momentos a su agresor. Y,
además, la ayuda estaba próxima… Y, sobre todo… sobre todo no tenía con él a su
hijito dormitando…

www.lectulandia.com - Página 233


Me sentía empapado por el sudor. La piel de mi cráneo estaba mojada, bajo los
cabellos rizados de los que me siento tan orgulloso.
Y no podía razonar… ni apartar de mi cerebro la idea siniestra que se me había
ocurrido… La idea de que aquel Pierrot no era un ser normal… ¿Era acaso la
influencia de la estúpida lectura de hacía unos momentos? Seres depravados…
Vampiros. Sentí miedo.
El sudor se deslizaba a lo largo de mi nariz. Detalle grotesco: un hormigueo
precursor de un estornudo recorrió mi fosa nasal derecha. No me atrevía a levantar la
mano, aunque… si bien yo lograba ver, a través de mi sistema de espejos, a la sombra
que estaba detrás de la cortina, aquella sombra no me veía, con mi pierna enorme,
tendido sobre la cama…
Pero, no pude resistir y me enjugué, con mano temblorosa, la gota de sudor.
En aquel preciso momento, la cortina se movió… El Pierrot se deslizó
lentamente, abandonando su escondrijo… El visillo de tul ondeó… Ya no había
nada… El alféizar de la ventana estaba vacío, las rayas de las persianas iluminadas
por la luna eran claras y precisas; estúpidamente, las conté: doce. Seis y seis.
¿Qué hacia el Pierrot negro? No pude seguirle en su paseo, pero mi espejo me
permitió ver la cama donde duerme el pequeño Jacques. Mientras no se acercase a la
cama, no me movería… Pero, si se acercaba, ¿qué podía yo hacer?
Allí estaba… ante la puerta vidriera, destacándose claramente en la vaga luz. Si
hubiera tenido un revólver… lo hubiese acribillado con una furiosa descarga,
rompiendo el abrumador silencio de aquella noche de luna… Pero, no lo tenía y
siguió moviéndose. Parecía que se arrastraba. Desde el sitio, en que yo me
encontraba, no podía verle las piernas. Y su avance resultaba más alucinante ya que
se producía a sacudidas… Debía —al menos así me lo imagino— iniciar un paso
muy largo… quedarse inmóvil un momento… y, con un segundo movimiento, reunir
sus pies, y volver a empezar…
En seis o siete de esos grandes pasos llegaría junto a mí… me fijé en un detalle
antes de cerrar los ojos, ya que mi única posibilidad de salvación era fingirme
dormido: El Pierrot negro llevaba guantes también negros; y en una de sus manos
negras, que mantenía un poco levantada, vi un saco, un largo saco vacío.
Me quedé con los ojos cerrados… ¿Oiría el Pierrot los fuertes latidos de mi
corazón? Sentí que el Pierrot se inclinaba sobre mí… Pero, no percibía su
respiración… ¿Iba a ahogarme con el saco? Se inclinó aún más. Su gorguera casi
rozaba mi rostro, porque noté el leve susurro de los encajes… Unos segundos… Al
fin se incorporó, al erguirse, sentí que mi corazón se libraba de un gran peso.
Sin abrir del todo los ojos, seguí de nuevo su avance alucinante, a grandes pasos,
hacia la habitación de Jacques. Pero, se detuvo… ¿Qué estaba haciendo? Su espalda
me ocultaba sus manos… Cuando se apartó, vi que el marco que contenía la
fotografía de Simone, estaba vacío.
Después, volvió a la habitación de Jacques. No pude aguantar más… Me apoyé

www.lectulandia.com - Página 234


en mis muñecas y logré sentarme, atrayendo hacia mí la pierna inerte aprisionada en
su yeso y sus vendas… Pero, al hacerlo, me pregunté desesperadamente qué conducta
debía seguir, que tenía que hacer…
Al otro lado de la puerta encristalada, se movían unas sombras. El Pierrot negro
estaba entregado a no sé que actividad silenciosa. Parecía llenar su saco con gestos
sumamente rápidos… Y, de repente, la puerta vidriera se cerró.
Esta vez, me sentí sumergido en el horror de la situación. Imaginé que, al otro
lado de la vidriera, aquel ser, del cual no pude adivinar, ni el sexo, ni la edad, ni el
rostro, tal vez espantoso, haciendo objeto a mi hijo de no sé que horrible agresión…
Lancé un grito y me tiré de la cama.
Lo que había previsto: un dolor agudo… mi pierna volvía a fracturarse. Estuve a
punto de desvanecerme… caído en el suelo, vociferando y gimiendo… en la última
fase de la desesperación.
Entonces, la puerta vidriera se abrió lentamente. La luz del techo iluminó mi
habitación. Y vi al Pierrot negro que me miraba, con sus ojos rodeados de una pasta
brillante, los ojos que asustaron a Marcelle, «inmensos y fijos», silencioso e inmóvil,
con su saco en la mano.
Pero, el pequeño Jacques llamó. Todo aquel ruido le había despertado. Oí su voz
temblorosa.
—¡Papá! ¡Papá! ¿Qué pasa? ¡Tengo miedo!
Me quedé solo en medio de la claridad blanca. Me arrastré por el suelo, gritando,
llegué hasta la puerta… Estaba cerrada. Y, mientras trataba de alcanzar el pomo, unos
susurros… unos ruidos incomprensibles… La voz del pequeño Jacques dejó de oírse.
Luego, nada…
De pronto, resonó la risa alegre de mi pequeño… Aquella risa me aterrorizó más
que los chillidos y las quejas.
Grité como un loco. Al otro lado de la puerta se produjo una agitación demencial
de muebles derribados, de armarios que se abrían.
Luego llego hasta mí, un penetrante grito de mujer. Otro grito… Pasos
precipitados, pesados… de hombre, sin duda… Una especie de lucha. Y de nuevo los
gritos de terror de Jacques… ¡Ah! ¡Santo cielo!
La puerta vidriera se abrió tan bruscamente, que su batiente estuvo a punto de
hacerme perder el conocimiento. Mi grito se mezcló con los otros: delante de mí
estaba un alto mocetón vestido de caqui, tocado con un gorro de color rojo, un
paracaidista colonial, que me contemplaba desde lo alto de su estatura y parecía
aturdido. Tenía, a lo largo de la mejilla, un sangriento arañazo que se enjugaba
distraídamente, manchándose de sangre.
—Mi pierna… —murmuré, dirigiéndome a aquel inesperado militar.
Y entonces apareció Marcelle, con la máscara alzada sobre su cabeza, dejando al
descubierto su rostro, en el cual se habían mezclado el blanco grasiento y el rojo de
labios. Tenía al pequeño Jacques en brazos…

www.lectulandia.com - Página 235


* * *

Comprobé con el alivio que puede imaginarse que el niño estaba bien, y que
parecía más sorprendido que aterrorizado. Mientras el paracaidista me alzaba del
suelo, Jacques gimió:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde está mamá?
—Volverá pronto, querido…
Era Marcelle… La miré, intrigado, y ella agitó afirmativamente la cabeza.
—Sí, señor. Era la señora…
—¿La señora? ¿Pierrot?
—Sí, señor… ¡Oh! La reconocí cuando Georges la detuvo… Se le cayó la
máscara… Aquí está. —Recogió un antifaz negro, cuyo elástico colgaba roto, y
añadió—: Creo que está…
La palabra la asustó… Reemplazándola por un gesto, se llevó el dedo índice a la
sien.
—Intentó sacarle los ojos a Georges… Por fortuna, llevaba guantes. Pero, de
todos modos, le ha arañado…
El saco estaba también en el suelo lleno de ropa de Jacques, amontonada en
desorden. También estaba allí la fotografía.
De repente, sentí el dolor de la nueva fractura.
—Hay que llamar al médico.
Pero en aquel momento sonó el estridente timbre del teléfono. Marcelle me
entregó el auricular, que yo le había pedido. A través de él, una voz angustiada dijo.
—¿Es usted, señor? Aquí, Thérese…
La criada de mi esposa, sobreexcitada.
—Se trata de la señora… Sí… quisimos ocultarle su verdadero estado. Tal vez
hemos hecho mal… Estos últimos tiempos estaba muy fatigada… Sí… la decisión
confiándole a usted la custodia del niño la enloqueció, esa es la palabra exacta… La
enloqueció hasta el extremo de que tuvimos que internarla en una casa de salud…
Pero el médico acaba de informarnos de que esta mañana ha desaparecido de allí…
Por lo tanto, quiero ponerle a usted en guardia… Tiene la idea fija de recuperar a su
hijo…
Pues bien, ya era hora de que me pusieran «en guardia». Colgué, después de
haber informado rápidamente a Thérese.
Luego, mientras esperaba la llegada del medico, oprimido por el sufrimiento,
recordé la llamada telefónica de Simone, sin duda desde la clínica, y las voces que se
oían a su alrededor. Lo comprendí todo mientras tanto Marcelle se esforzaba en
darme explicaciones.
—Este joven quiso acompañarme, dado lo tardío de la hora… Cuando llegamos a
la escalera vimos las luces encendidas y oímos sus gritos. Georges, que es un

www.lectulandia.com - Página 236


excombatiente de Indochina y que no tiene miedo de nada, entró conmigo… La
señora había hecho que el niño se levantara… Cuando nos vio… parecía una leona…
Saltó sobre el pobre Georges… Y luego se marchó…

* * *

Encontraron a Simone, con su lamentable disfraz, en el amanecer del día


siguiente de Carnaval, vagando por las calles, bajo los galantes piropos de los
transeúntes…
La cuidaron… No resultó demasiado difícil, ya que yo facilité la parte esencial
del tratamiento: el pequeño Jacques, que pasó a través de aquella noche de locura
protegido por la incomprensión de su edad feliz…
Tengo la esperanza de recuperarlos a los dos.
En cuanto a mi pierna… marcha estupendamente. De aquella aventura, a fin de
cuentas vulgar, no he conservado más que un leve tic que, al parecer, no será
permanente: de cuando en cuando, cierro los párpados con tanta fuerza que hago una
horrible mueca… Para un conquistador, es una desventaja…

www.lectulandia.com - Página 237


MI HIJO, ESE DESCONOCIDO
C. B. GILFORD

www.lectulandia.com - Página 238


H ABÍA oscurecido ya cuando llegaron. Ante la puerta, el hombre vaciló con las
llaves. Debido a sus temblorosas manos, no podía encontrar, o el agujero de
la cerradura, o la llave apropiada. Por fin, el chico le cogió las llaves. Entraron. El
chiquillo encendió la luz.
—Esto parece un horno —comentó el hombre.
Pero el muchacho rehusó a abandonar su sonrisa.
—Ya estamos en casa, papá —contestó. Empezó a recorrer las ventanas,
abriéndolas, tras haber apartado los postigos.
El hombre no se le unió en los trabajos caseros. Miró a su alrededor, como
haciendo inventario de los muebles familiares. La cerrada y cálida atmósfera de la
habitación no tardó en poner gotitas de sudor en su rostro.
Pero no se preocupó por ello, ni siquiera para enjugárselas con el revés de la
manga.
—¡Papá, ponte cómodo! —el chiquillo había regresado, siempre con su
persistente sonrisa. Cruzó la estancia hacia el hombre y le abrazó brevemente, sin
embarazo.
El hombre no hizo ademán de devolver la muestra de afecto.
—¿Están abiertas todas las ventanas? —preguntó.
—Sí, papá.
El hombre miró atentamente a su hijo. El muchacho era casi tan alto como él y
aunque le faltaba la robustez madura del hombre, prometía corpulencia y poder.
—Eres un chico muy fuerte para tus trece años, Paul —dijo el hombre.
—Sí —asintió el chico, orgullosamente—. Soy como tú, papá.
—Y Davey no era como yo, ¿verdad?
—No hablemos de Davey, papá…
—¡Era mi hijo!
—¡Pero ha muerto!
Una sombra gris de preocupación se extendió por el semblante del muchacho.
Como su padre, había empezado a sudar. La humedad estaba impregnando su fina y
tostada tez.
—Ahora estamos solos, Paul. Por primera vez desde que sucedió —el hombre se
encaminó a la puerta y la cerró, impidiendo que penetrase por ella la ligera brisa—.
Siéntate. Quiero hablar contigo.
—Estás muy cansado, papaíto. ¿No podríamos dejarlo para mañana?
—Ahora, Paul. Siéntate.
El joven se acomodó en una silla. La expresión de su rostro era de total sumisión.
—¿Qué le ocurrió a Davey, Paul? —empezó el hombre.
—Papá, te lo he contado un centenar de veces. Se lo he dicho a todo el mundo.

www.lectulandia.com - Página 239


—No me refiero a eso. Quiero que me cuentes lo que ocurrió realmente.
—Te dije todo lo que recuerdo —respondió el chico, con cautela.
—¿Dijiste que la idea de ir a bañaros había partido del propio Davey?
—Sí, dijo que este verano quería convertirse en un buen nadador.
—¿Tú le animaste?
—No, le contesté que era demasiado pequeño. Y que no estaba muy fuerte.
—Porque tú sabías que así aún tendría más ganas de ir a nadar, ¿verdad? Siempre
había envidiado a su hermano mayor, ¿no es cierto, Paul? Y tal como debe hacerlo un
hermano mayor, fuiste con él, ¿no?
—Sí, fuimos a nadar juntos. No muy lejos. Entonces, le dije a Davey: «Mejor será
que regresemos ya». Creí que me había oído. Así que empecé a nadar de regreso,
pensando que iba detrás de mí. Cuando ya estuve a medio camino, miré hacia atrás y
él no estaba. Estaba aún más lejos que donde lo dejé. Había seguido nadando,
alejándose de la playa. Y pedía socorro.
—Y entonces, ¿qué sucedió, Paul?
—Papá, ya te lo dije… —el muchacho se levantó. Se pasó una mano por los ojos,
para engujarse el sudor, pero el dorso de su mano también estaba húmedo.
—Siéntate, Paul. Repítelo.
El muchacho estaba acostumbrado a obedecer. Se sentó de nuevo.
—Sabía que no podía nadar hasta donde estaba Davey y luego regresar con él. Lo
único posible era llegar a la playa y correr en busca del bote. Y esto fue lo que hice.
—¿Se puso el motor en marcha en seguida?
—No muy rápidamente. Pero sí al cabo de un minuto. Entonces, dirigí la vista
hacia el lugar donde había visto antes a Davey, figurándome que se habría hundido,
pero volvió a reaparecer. Fui hasta aquel lugar, paré el motor, y me eché al agua, pero
no pude encontrarle…
El muchacho se daba cuenta de que su padre no se había movido, sólo sus
grandes manos se cerraban y abrían continuamente. Durante el silencio que siguió
contempló sus propias manos.
—¿Esto es todo? —preguntó el hombre, al fin.
—Sí.
—¡Esto no es todo! —casi de una sola zancada, el hombre cruzó la estancia,
situándose al lado del chico.
Este esperó. No osando mirar a los ojos de su padre, se limitó a mirar sus
nudillos.
—Hay una cosa que nunca te he preguntado, Paul —las palabras del padre salían
atropelladamente—. Si realmente querías a tu hermano, ¿por qué perdiste tiempo en
ir a buscar el bote? Si le amabas, ¿por qué no nadaste hacia él, para hacer lo que
hubieras podido… aun cuando te hubieras ahogado con él?
El hijo levantó la cabeza para encontrarse con la salvaje mirada de su padre. Por
fin habló, con voz clara y reposada.

www.lectulandia.com - Página 240


—Me alegro de no haberlo hecho, papá —dijo—. Si me hubiera ahogado con
Davey, te habrías quedado totalmente solo.
El furor abandonó al hombre, súbitamente, dejándole lívido y temblando. Avanzó
casi a tientas hacia la puerta, salió al exterior, y aspiró el aire frío y vivificante.
Sin acercarse, el joven se levantó y dijo, casi para sí mismo:
—Te quiero, papá.
El hombre no volvió a entrar.
—Vete a la cama, Paul —ordenó, finalmente.
—Está bien, papá. Hasta mañana.
—Sí, hasta mañana.

El sol se levantó temprano, y el día se hizo caluroso antes de transcurrida media hora.
El muchacho, acostumbrado a levantarse con el alba, se quedó dormido unos minutos
más aquella mañana. Estaba cansado del viaje en coche, pero el calor y la luz le
obligaron a levantarse. Se vistió descuidadamente.
Al salir de su habitación, encontró a su padre de pie frente al hogar, mirando una
fotografía colgada allí.
Pero el hijo no se acercó. Por el contraria, se dirigió hacia la puerta abierta para
aspirar el aire matutino.
—El lago está estupendo esta mañana —empezó a decir.
—Nunca me di cuenta hasta ahora —contestó el hombre— de lo extraña que es
esta fotografía. Acércate y mírala, Paul. Tú y yo estamos a la izquierda, cogidos del
brazo. Y tu madre y Davey a la derecha. Sus brazos también tienen la misma
posición. No es, en realidad, una fotografía de grupo. Parece dividida por la mitad.
El joven se acercó, obedeciendo.
—Es como debe ser, papá —dijo—. Yo te pertenezco. Davey pertenecía a mamá.
—¡Davey también era hijo mío! —protestó el padre.
—Desde luego, papá. Quiero decir que yo soy como tú, y Davey no lo era.
Nosotros tenemos cosas en común, y nos gustan las mismas cosas. A Davey le
gustaban las mismas que a mamá, los libros, los cuadros… Y ahora, nosotros estamos
juntos, y ellos dos también. Tal vez sea mejor así, papá… quiero decir, para mamá.
El hombre le escuchaba como fascinado. Cuando su hijo acabó de hablar, dio
media vuelta y se alejó, con los hombros caídos, sin mirar a ninguna parte. Al cabo de
unos momentos se dirigió a una silla y se sentó, con el rostro entre las manos; el niño
le siguió y se arrodilló a su lado.
—Yo sé que tú les amabas, papá —díjole, suavemente, a modo de consuelo—. Tú
estabas en la ciudad, trabajando para nosotros, cuando en realidad, hubieras preferido
permanecer aquí. Le compraste a mamá todos los medicamentos que necesitó, y
pagaste las operaciones. Y yo me cuidé de la casa. Pero ahora se han marchado. Y el
pensar en ellos no hará que regresen, ni solucionará nada.

www.lectulandia.com - Página 241


Fue un discurso desapasionado, muy largo para un chiquillo. Era la manifestación
de una mente madurada antes de tiempo por una responsabilidad prematura.
—Paul, dijiste —contestó el hombre, finalmente— que yo amaba a Davey. ¿Y tú,
Paul?
—¿Yo? También, papá.
—Le odiabas, ¿verdad, Paul?
La pregunta sorprendió al muchacho. Abandonó su posición de rodillas, y
retrocedió un poco. Durante un rato estuvo de pie, meditando.
—No —replicó, al fin—. No le odiaba, papá. Pero te quiero más a ti.
La sencilla confesión quedó sin respuesta. El hombre siguió mirando al suelo,
perdido en su problema. Al cabo de un rato, el chiquillo se alejó. La conversación, o
la prueba, o lo que fuese, ya había terminado, y él lo sabía.
La mente del niño era muy práctica. Y no tenía más que trece años. Se fue a la
cocina. Se dedicó a la tarea de preparar el desayuno con la seguridad y pericia que
solamente un niño sin madre puede llegar a adquirir.
Cuando terminaron de desayunar padre e hijo se dirigieron al embarcadero; el
niño se mantuvo muy cerca del hombre. Se quedaron juntos, de pie, durante un rato,
contemplando el lago. El sol brillaba, caluroso, sobre sus cabezas. El agua parecía
invitar al muchacho, pero se guardó de mencionarlo.
El bote estaba balanceándose junto al muelle, su fondo lleno de agua de lluvia.
Con aire ausente, el hombre lo observaba.
—Alguien ha robado el motor —concluyó, sin desaliento ni alarma.
—No, papá —le tranquilizó el muchacho—. Lo llevé a casa.
—¿Cuándo?
—Hace tres días. Antes de irnos.
—¿Después de traer a Davey aquí?
—Sí, el motor está seco y a salvo.
El hombre pareció estremecerse, como si le hubiera asaltado una súbita corriente
de aire frío.
—¿Querías salir en el bote, papá? —quiso saber el joven, ávidamente.
—No. Paul. Ahora, no.
El niño contempló lánguidamente el agua una vez más; pero no se atrevió a decir
nada. Juntos regresaron a la casa.
Al muchacho le gustaba el agua. Cada día, cuando había concluido sus tareas
domésticas, se ponía un bañador y bajaba al muelle. Allí, permitía que el calor se
apoderase de su cuerpo y, a medida que transcurría el tiempo, el tostado de su piel se
intensificaba. Con frecuencia cuando hacía mucho calor, se sentaba en el borde del
embarcadero con las piernas hacia el agua. Entonces, estirándose un poco conseguía
tocar el agua con los dedos de los pies. Pero de ahí no pasaba. Nunca se tiró para
nadar.
El chico era, en efecto, tan feliz que ninguna dificultad podía perturbarle. Su

www.lectulandia.com - Página 242


felicidad fue mantenida durante mucho tiempo, hasta que su padre descubrió que
faltaba la fotografía enmarcada.
—Estaba muv vieja —explicó el muchacho con volubilidad—. Se cavó y se
rompió el cristal. La puse en un cajón, hasta que pudiéramos ponerle otro. Creí que tú
querías que me cuidase de estas cosas.
El hombre no replicó. El fuego que había empezado a encender sus pupilas, se
extinguió lentamente. La respuesta de su hijo había sido tan abierta, tan franca, que
no demostraba mala intención ni culpa.
Y el muchacho pasó también la prueba siguiente, al día siguiente, a la hora de
cenar.
—He estado buscando… —le dijo el padre—. No hay nada. Nada de Davey. Ni
sus libros, su colección de sellos, sus brochas y sus pinceles. Ni incluso sus ropas.
Parece como si Davey nunca hubiera vivido aquí.
El joven se mostró sosegado, aunque cauteloso.
—Me cuidé de ello, papá —contestó, simplemente.
—¿Quién te lo ordenó?
—Nadie. Pero pensé que sería mucho más fácil para mí hacerlo así; a ti te hubiera
resultado más penoso. Además, ese es mi trabajo.
El hombre se levantó. Su cuerpo arrojó una sombra alargada sobre la mesa, y el
hijo permaneció sentado en aquella sombra.
—No había cosa alguna que realmente tuviera algún valor. Davey era pequeño y
delgado. Yo no podía, por lo tanto, ponerme sus trajes. Tampoco quería sus sellos, ni
sus libros, ni sus pinturas. Dejando todo esto por aquí, te hubiera recordado a Davey
continuamente, papá, y te hubieras entristecido. Por eso, lo quemé todo.
El hombre se alejó, encaminándose a la puerta abierta y miró hacia fuera.
Desde la mesa, el chico dijo:
—Cuando mamá falleció, tú te llevaste todo lo de ella. Dijiste que no estaba bien
tener la casa dispuesta como si en ella viviera una persona que ya no la habitaba.
El hombre estaba sumido en sus pensamientos. Cuando se volvió hacia su hijo,
había una expresión de profunda concentración en su rostro, en la curvatura de su
boca.
Habló al fin, lentamente, con gran dificultad.
—He tenido terribles pensamientos, Paul. Quizás estaba equivocado.
—¿Qué pensamientos, papá?
—Ahora ya no importan.
El muchacho se le acercó, y se abrazaron, sin temor al ridículo. Había lágrimas en
los ojos del hombre, pero el niño se sentía demasiado feliz para llorar.
—Eres todo lo que tengo, Paul. No puedo perderte. Si te perdiese, no me quedaría
nada.
Esto era bastante para el muchacho.

www.lectulandia.com - Página 243


A la mañana siguiente, el chico se levantó antes que su padre. El día era cálido, como
los precedentes. Fue a mirar al lago. Su vista le fascinaba. Una suave y amable brisa
penetró por la puerta, acariciando su piel desnuda. Se sentía sumamente dichoso.
Primero fue a averiguar si su padre aún dormía. Después, se puso el bañador y se
dirigió al muelle. Todavía dudó, víctima de graves temores. Pero la atracción era
demasiado fuerte. Primero, se sentó junto al borde, con las piernas colgando,
mojándose solamente los pies. No obstante, un momento después, ya había
sumergido todo el cuerpo en la deliciosa, fría y acogedora agua.
Luego comenzó a nadar, al principio pegado al embarcadero, sin efectuar un gran
esfuerzo, gozando al contacto del agua. Ocasionalmente, sumergía la cabeza durante
unos segundos, y luego, al enderezarla, se quitaba el agua del rostro y sus ojos,
soplando por entre sus labios, y se reía fuertemente, contento de la experiencia.
Por fin, empezó a nadar con energía, alejándose del muelle en línea recta. Sus
brazadas eran largas y hendían el agua furiosamente. Era la clase de nadador cuyos
progresos pueden ser observados y computados desde larga distancia. Ignoraba el
espacio que había recorrido, pero cuando sintió que empezaban a abandonarle las
fuerzas, dio media vuelta y se dirigió hacia la playa. En el trayecto de regreso
procedió con más lentitud, parándose de vez en cuando, flotando sobre la espalda, o
aguantándose en el agua pues, aunque no estaba muy cansado, le gustaba mantenerse
en forma, de manera que al llegar al embarcadero le fuera posible respirar con
facilidad. Y fue mucho más feliz de lo que lo había sido en mucho tiempo.
Hasta que subió al muelle y se encontró con su padre mirándole, de pie… y
contempló su rostro. Estaba pálido y contraído, con los ojos muertos, helados.
—Te vi desde allí —díjole el hombre—. Te vi por la ventana. ¿Suponías que no
sé el sitio exacto donde encontraron a Davey? Conozco exactamente donde fue,
donde tu hermano pequeño se ahogó. ¡Y ahora tú has nadado hasta aquel lugar, y has
vuelto nadando desde allí!
El niño no podía hablar. Estaba de pie, cabizbajo, con su tostado y musculoso
cuerpo limpio y brillante.
El rostro del hombre se había puesto aún más pálido a medida que hablaba. Era
una palidez húmeda, compuesta por partes iguales de horror y sudor. Las pupilas
irradiaban un odio que el muchacho consiguió leer claramente.
—¡Papá! —gritó el joven, al fin, como un animal herido. Se precipitó hacia el
hombre, y le abrazó, asiéndole fuertemente con los brazos.
—Papá, yo te quiero. ¡Pienses lo que pienses de mí, te quiero! —las palabras
salían a borbotones, mientras abrazaba y acariciaba a su padre, queriendo demostrarle
lo que decía con la fuerza de su abrazo.
Pero el hombre era más vigoroso. Cogió los brazos de su hijo con sus poderosas
manos, y lo apartó de sí. Los pies del muchacho resbalaron sobre el suelo húmedo y
cayó.
—¿Qué vas a hacer conmigo, papá? —le preguntó, sin moverse.

www.lectulandia.com - Página 244


La voz del hombre carecía de tono, como la de un muerto, cuando contestó:
—Es lo que estoy tratando de decidir —dijo, y se apartó para contemplar el lago.
Ni siquiera entonces, ni en los minutos que siguieron, se atrevió el niño a
levantarse. Su padre no le prestaba la menor atención. Por lo que se arrastró
silenciosamente hacia la casa.
No desayunó. En cambio, se instaló en la ventana. Vio a su padre que seguía
frente al lago, inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos, fija la mirada, sin
desviarla del lago. Vio las nubes que se estaban reuniendo sobre el horizonte, y la
desaparición del sol y, por fin, la lluvia, que empezó suavemente, monótonamente.
Fue la lluvia la que, por último, impulsó al muchacho a la acción. Vio a su padre,
inmóvil, de pie, mojándose y enfriándose ya que con la llegada de la lluvia, el tiempo
había refrescado.
Dejó la casa, y se encaminó hacia el embarcadero. Desde una distancia de veinte
pies, o más, llamó:
—¡Papá, ven adentro!
El hombre se volvió a mirarle, pero no hizo el menor ademán de seguirle.
—Vamos a pasear en el bote —anunció.
—¡Pero, papá, está lloviendo y vas a enfriarte…!
—¿No querías un paseo en barca? —las palabras salían tajantes, fieras, sin
admitir réplica—. Pues bien, esto es lo que vamos a hacer. Trae el motor.
El muchacho estaba intrigado, pero obedeció. El hombre dejó que lo hiciera todo.
Achicó el agua con una lata. Luego acarreó el pesado motor. Trajo la lata de
combustible, llenó y aparejó el motor, poniéndolo en marcha.
—¡Todo listo, papá!
—Adelante, Paul.
El hombre iba escudriñando el lago. El curso que seguían era perpendicular a la
playa, hasta adquirir velocidad. La lluvia se abatía sobre ellos. El niño temblaba un
poco, pero no tenía consciencia de ello. Llegaron hasta el centro del lago, y allí el
hombre paró el motor. El ambiente, que había estado lleno del ronco ruido, se tornó
en completo silencio. El muchacho miró a su alrededor. El agua estaba clara, sobre la
superficie del lago nada flotaba, excepto el bote. Después, miró a su padre. Se
contemplaron mutuamente a través de seis pies de silencio.
—¿A qué distancia dirías que estamos del muelle?
La pregunta llegó de repente, sin ser esperada.
El muchacho quedó sorprendido, pero volvió a mirar a su alrededor
tranquilamente antes de contestar:
—Casi a un cuarto de milla.
—Davey estaba a un centenar de yardas de la playa cuando se ahogó. Si hubieras
podido nadar con él aquel día, igualmente podrías nadar hoy desde aquí hasta el
muelle, ¿verdad?
El niño estaba meditando, y habló con gran solemnidad.

www.lectulandia.com - Página 245


—Un nadador que pueda nadar desde aquí hasta el muelle, debe ser capaz de
arrastrar a una persona que se ahoga durante un centenar de yardas.
El hombre asintió.
—Existe una duda acerca de la distancia que tú puedes nadar, Paul. Ahora la
resolveremos. Tírate al agua.
Su padre estaba actuando de una manera extraña, y el bote era muy pequeño, por
lo que el niño casi estuvo contento de poder escapar. Se deslizó fácilmente por la
borda, desapareciendo brevemente bajo la superficie, y luego reapareció. Apartando
la humedad de sus ojos, miró a su padre, aguardando instrucciones.
—Continúa, Paul. Veamos si eres capaz de llegar hasta el muelle.
El muchacho se alejó rápidamente, con su rostro en el agua, nadando. Empezó
vigorosamente, como si le persiguieran, enviando grandes salpicaduras con el ímpetu
de sus brazos.
El hombre le siguió con la vista durante un rato. Por fin, puso en marcha el motor.
El bote no tardó en adelantarse al muchacho. Manteniendo el motor a poca marcha, el
hombre logró conducir la barca a la misma velocidad del nadador, delante de él.
Tal vez habían ya cubierto un tercio de la distancia hacia la playa, moviéndose al
unísono, cuando el muchacho se paró. Su cabeza empezó a balancearse arriba y
abajo, ahora abajo, luego arriba y empezó a mantenerse en el agua. El bote,
lentamente, empezó a alejarse.
—Estás fingiendo que te sientes cansado, Paul —le gritó el hombre.
Espoleado por esta frase, el muchacho empezó a nadar nuevamente, con mucho
más esfuerzo y dificultad que antes. Durante unos segundos consiguió ponerse a la
altura del bote. Pero no pudo mantenerse a su paso. De nuevo empezó a sumergirse.
Producía grandes salpicaduras, y aquello que tan bien señalaba su progreso,
disminuía rápidamente su brazada y su vigor.
El hombre le miraba intensamente. Una vez hundió una mano en el agua. Su
frialdad le sorprendió. Pero la superficie, salvo por el impacto de la lluvia y la estela
dejada por el nadador, estaba lisa, sin oleaje. El bote continuó su marcha hacia el
huelle, y la distancia entre él y el muchacho se fue agrandando.
El hombre con el bote estaba a más de dos tercios del trayecto hacia su destino,
cuando oyó el primer grito. Fue claro y seguro, una estridente y conmovedora palabra
que cruzó sobre el agua.
—¡Socorro!
Allí estaba la espuma, pero avanzaba muy lentamente. El hombre no viró el bote
ni paró el motor.
—¡Socorro, papá!
El hombre giró el cuello para mirar. Parpadeó contra la lluvia, que estaba cayendo
con más fuerza. No podía distinguir muy bien, pero estaba seguro de haber visto la
estela.
—¡Vuelve, papá!

www.lectulandia.com - Página 246


Pero la estela seguía allí…
Cuando el bote llegó al muelle, el hombre lo encalló y saltó al suelo. Se quedó
allí, de pie, de cara al lago, mirando en silencio. Las salpicaduras del agua todavía
estaban allí, solamente a unas cincuenta yardas de distancia, y se estaban acercando.
Pero de repente cesaron. Una mano salió del agua, tanteando el aire… asiendo la
nada. Cuando desapareció, el lago se cerró por encima, y la lluvia siguió cayendo.
Entonces supo la verdad, porque volvió al bote y se dirigió velozmente al sitio del
lago ya vacío. Empezó a trazar círculos y círculos, hasta que el motor se paró falto de
gasolina, y el bote comenzó a ir a la deriva, desmayadamente.
Pero el hombre continuó gritando a la callada profundidad del lago:
—¡Paul…! ¡Paul…! ¡Hijo… hijo mío…!

www.lectulandia.com - Página 247


PHOTOMATON
ANDRÉ-PAUL DUCHÂTEAU

www.lectulandia.com - Página 248


M ICHEL Leclerc paseaba sin apresurarse, orgulloso de su silueta juvenil que
veía reflejada en los escaparates de las tiendas.
La vida era agradable, llena de atractivos. Igual que las muchachas que pasaban
por su lado. Después del trabajo, resultaba maravilloso vagar por las calles, ojeada a
la izquierda, ojeada a la derecha, con el cigarrillo en los labios, y los pulmones llenos
a reventar del aire primaveral de la tarde.
Tenía tiempo, mucho tiempo. Apenas eran las siete y media. Había citado a su
nueva conquista a las ocho, en un pequeño bar. Una rubia muy guapa, vendedora de
unos grandes almacenes. Leclerc sentía una atracción especial hacia las vendedoras.
Amables, francas y desenvueltas. No como las niñas remilgadas que se encuentra en
las reuniones sociales. Por otra parte, Michel Leclerc no era lo bastante snob para
estas últimas. Ni lo bastante rico. Lo bueno que tenían las pequeñas vendedoras y las
pequeñas mecanógrafas era que se las deslumbraba fácilmente llevándolas a un
restaurante italiano o a un music-hall No costaba mucho dinero, y resultaba
agradable.
Leclerc se había detenido delante de un quiosco de periódicos, dando vuelta a su
alrededor como en los días de su infancia, para contemplar las imágenes de los
periódicos ilustrados. Cerca de él había un tipo que miraba también las fotografías.
Un tipo sin edad, embutido en una gabardina.
El hombre se acercaba, se pegaba realmente a él. Leclerc retrocedió un paso. El
otro siguió el movimiento.
Leclerc frunció el ceño. Creyó tener que habérselas con uno de esos viciosos que
rondan por los urinarios públicos. El otro haría bien en comprender con rapidez que
no le convenía insistir. Leclerc sentía verdadero horror por aquel vicio, y un día había
partido la cara a un quídam que se insinuó con demasiada desfachatez.
El hombre no comprendió evidentemente, ya que se acercó de nuevo.
En el momento en que Leclerc abría la boca, el otro se le adelantó y murmuró
rápidamente:
—Cuidado. Tengo un revólver cargado en el bolsillo. Si trata de llamar la
atención, dispararé. ¿Entendido?
Más asombrado que asustado, Leclerc esbozó el gesto de rechazarle, pero el
hombre susurró:
—No, no diga nada, si no quiere que le mate antes de que alguien pueda
intervenir…
—¡Esta usted loco! —replicó instintivamente Leclerc.
—Precisamente. Ya sabe usted que no hay que contrariar a los locos.
El joven se encogió de hombros, incapaz aún de tomarse en serio lo que le estaba
sucediendo. Pero su interlocutor apoyó en su costado un objeto duro que ocultaba en

www.lectulandia.com - Página 249


su bolsillo.
—No hagas el tonto, si no quieres lamentarlo cuando tengas un par de balas en
los riñones. Soy perfectamente capaz de disparar si es necesario… Mírame…
Instintivamente, Leclerc obedeció. El tipo tenía un aire resuelto que le
impresionó. Y no solamente resuelto. Extraño. «Debe de haber perdido la chaveta»,
se dijo vagamente el joven.
—Ya hemos permanecido bastante tiempo aquí —continuó el hombre—. Esto
acabaría por llamar la atención. Vámonos.
—¿A dónde? —preguntó Leclerc, cada vez más intranquilo.
—Pasearemos por las aceras… como dos camaradas. En marcha —añadió el
desconocido, alzando la voz—. Ya hemos contemplado bastante las fotografías…
Con un movimiento de hombros que podía parecer amistoso, empujó al joven
hacía la multitud que llenaba las aceras. Se encontraron andando uno al lado del otro,
entre la marea de los transeúntes.
Leclerc:
—¿Qué desea usted de mí?
—Nada. Matarte.
Ninguna violencia. Tan natural como: «Está lloviendo». Pero aquello hizo
reflexionar a Leclerc. No, pensó el joven. No era… no podía ser nada serio. Le
estaban gastando una broma, imaginada por alguno de sus compañeros.
El otro, que andaba impasible, casi pegado a él, pareció adivinar:
—Es muy serio —dijo—. Harías mal en dudarlo.
Y luego, señalando un portal mal iluminado:
—Ven aquí…
Entonces, volviendo la espalda a los transeúntes, sacó rápidamente de su bolsillo
un revólver que parecía nuevo y se lo enseñó a Leclerc. Exactamente como esos tipos
que os proponen la compra de fotografías pornográficas.
—Si no fuera serio, no me hubiera gastado el dinero comprando un revólver
como este… Es muy sencillo: si gritas, si tratas de huir, te tumbo. Me lo he
prometido…
Volvió a introducir lentamente el revólver en su bolsillo.
—Nada más serio que esto. Lo he decidido, y siempre hago lo que he decidido.
Siguieron su paseo. Leclerc cada vez más inquieto. ¿Una broma? No, las cosas
iban demasiado lejos. Única explicación: había tropezado con un loco, el cual —
casualidad— las había tomado con él. Era preferible no contrariarle, esperar el
momento propicio para desarmarle…
Hizo un movimiento instintivo para consultar su reloj. De todos modos, su cita se
había estropeado…
«Es estúpido, a fin de cuentas. Me he dejado impresionar tontamente: Si le vuelvo
la espalda y me marcho, no se atreverá a disparar…».
Pero ¿y si el tipo estaba loco? Leclerc sintió que un escalofrío recorría su espina

www.lectulandia.com - Página 250


dorsal. Imaginó las detonaciones, los terribles impactos en la espalda. Al parecer, la
sensación que se experimenta al recibir un tiro es la de que le han golpeado a uno con
un martillo…
—Vamos por aquí —dijo el otro, señalando una calle transversal.
Leclerc se detuvo en seco.
—Pero, vamos a ver, ¿qué desea usted de mí? ¿Qué es lo que le he hecho?
—A mi, nada.
—¿A quién, entonces?
El hombre, que era una decena de centímetros más bajo que él, levantó la cabeza
y se limitó a sonreír. Una sonrisa sin alegría y sin maldad. Pero, paradójicamente, a
causa de aquella sonrisa, Leclerc empezó a tener realmente miedo.
«Está loco, o se trata de un error… De todos modos, tengo que hacerle hablar…
Debo deshacer el malentendido, si es que existe… antes de encontrarme con una bala
en el vientre…».
Aquella imagen le impresionó tan fuertemente, que se metió dócilmente por la
calle que el otro le había señalado. El hombre avanzó, con las manos hundidas en los
bolsillos de su gabardina. Su sonrisa se había borrado. Intuyendo las intenciones de
Leclerc, empezó a hablar en voz baja, por la comisura de la boca, sin volver la
cabeza.
—Me explico perfectamente que usted no comprenda nada. Al menos, de
momento… Son cosas que se dice que podrían suceder, pero que en realidad no
suceden nunca…
Alzó un rostro impasible hacia el joven:
—… Sin embargo, podrá usted darse cuenta de que suceden…
—¿Está usted seguro de no equivocarse de persona? —inquirió Leclerc con una
leve esperanza.
—¡Oh, no! —Se encogió ligeramente de hombros, como descartando aquella
posibilidad—. Tenía la fotografía, ¿comprende? Y su nombre… La casualidad me ha
permitido encontrarle…
La indiferencia casi profesional del hombre inspiró nuevas sospechas a Leclerc.
Tal vez no se trataba de un desquiciado. El hombre era un asesino, encargado de una
misión muy concreta… ¡Absurdo! ¿Quién podía tener motivos para desembarazarse
de él?
Volvió a la carga:
—¿Conoce usted mi nombre?
El otro opinó:
—Desde luego.
—¿Está usted seguro? —insistió Leclerc, sudando a causa de la ansiedad.
—Sí, completamente —fue la respuesta, dada por la comisura de la boca, y como
si se tratara de la cosa más natural del mundo—. Se llama usted Leclerc. Michel
Leclerc.

www.lectulandia.com - Página 251


Aquella simple respuesta aniquiló las últimas esperanzas que Leclerc alimentaba
acerca de un posible error. No cabía ninguna duda: el objetivo era él…
—¿A dónde vamos?
Un gesto vago.
—No importa donde. Andamos… No tengo ninguna prisa. No actuaré de un
modo súbito. Cuando nos cansemos de andar, iremos a comer un bocado, si usted
quiere…
El carácter irreal de la aventura se acentuaba. Leclerc recobró el ánimo. ¡Era
imposible que el otro se decidiera fríamente a matarle al levantarse de la mesa! O
nada era comprensible. Se nadaba en plena incoherencia…
Siguieron vagando a través de las calles, medio oscuras, medio iluminadas, a
aquella hora.
—¿No tiene usted un cigarrillo? —preguntó el hombre.
—Lo siento… No fumo…
—Bueno.
Se detuvo delante de un estanco.
—Un paquete de Gitane azul… Gracias.
La mano derecha, apretada sobre la culata del arma, no abandonaba el bolsillo de
la gabardina. El hombre pagó con la mano izquierda, se embolsó el cambio con la
mano izquierda, cogió el paquete de cigarrillos del mismo modo.
«Siento curiosidad por saber cómo va a arreglárselas para abrir el paquete y sacar
un cigarrillo. Si saca la mano derecha del bolsillo, echo a correr y me pierdo entre la
multitud».
Pero no ocurrió nada de eso. El hombre, sencillamente:
—¿Quiere usted abrir el paquete y darme un cigarrillo? Gracias… Ahora,
fuego…
Y Leclerc obedeció, interiormente furioso. ¿Es que el otro lo hacía a propósito,
para humillarle? Una mirada a su compañero no le aclaró nada: estaba serio,
impasible.
«¡Vaya una broma! Hay que acabar con ella, desde luego… En mi lugar, nadie
habría aceptado… Pero, creo que no me atrevería… ¿Cobarde? No, prudente…».
—Oiga, ¿es que vamos a estar andando toda la noche?
Encogimiento de hombros.
—¿Le molesta? Yo había creído que…
Sin terminar la frase, el hombre añadió:
—Evidentemente, podemos terminar en seguida… A mí me importa un bledo.
—¡Explíquese! Tengo derecho a saber… No puede obrar de este modo sin…
Leclerc empezaba a tartamudear. El otro le interrumpió:
—Lo sabrá usted todo a su debido tiempo. Se lo prometo.
Y la marcha a través de las calles continuó. Con el rabillo del ojo, Leclerc
observaba a su compañero. Era mucho más bajo que él. Lanzarse contra él e

www.lectulandia.com - Página 252


impedirle sacar el revólver… Llamar a los transeúntes. Era evidentemente realizable.
Entonces… ¿qué le impedía hacerlo?
—Me he ejercitado durante quince días —declaró el desconocido con su
monótona voz.
—¿Ejercitado?
—En disparar a través de mi bolsillo…
Media sonrisa.
—Todas las mañanas me marchaba al campo. En el bosque, me divertía
disparando contra los árboles… ¡Estuve a punto de ser detenido por un
guardabosques! Pero, tuve suerte: conseguí escapar… Sí, aunque creo que el que tuvo
suerte fue él en realidad, porque creo que también a él le hubiera soltado un tiro…
«Un loco, evidentemente —pensó Leclerc—. Si no consigo dominarle, vaciará su
cargador en mi vientre. Pero ¿por qué me ha escogido precisamente a mí?».
—Entonces, ¿no trabaja usted? —preguntó, sin poderlo evitar.
—Dejé de trabajar hace un mes —respondió el hombre—. Desde que sé…
¡Ah! Finalmente, una indicación. El hombre sabía algo que afectaba de cerca a
Leclerc… Tenía que averiguarlo.
—Desde que sabe, ¿qué?
—Se lo diré más tarde. Disponemos de tiempo. He decidido… lo que usted sabe,
pero tenemos toda la noche por delante…
Uno al lado del otro, por las calles…
Ahora, Leclerc sentía deseos de llorar de nerviosismo y de indecisión. Ya que
sentía que nunca tendría el valor suficiente para saltar sobre aquel tipo. Se viven años
y años antes de descubrir la cobardía, profunda, incrustada como un parásito,
íntima…
La verdad era que tenía miedo. Miedo de provocar él mismo lo irremediable.
Prefería andar toda la noche, continuar hasta la madrugada aquel siniestro paseo,
antes que actuar.
«Me desprecio a mí mismo, pero tengo demasiado apego a mi piel».
Era la primera vez que reflexionaba tan profundamente acerca de sí mismo.
Resulta increíble hasta qué punto puede uno cometer un fraude al juzgarse durante
una parte de la vida; luego surge un solo hecho que lo pone todo al descubierto. Para
unos, es la guerra. Para otros, un acontecimiento casual… Según el caso, uno se
descubre valiente o cobarde. Uno se ríe de la muerte, o experimenta un miedo
horrible a morir.
A morir, o a recorrer quilómetros y quilómetros casi del brazo de un chiflado que
se dispone a acabar con uno.
«Tengo miedo».
Innoble. Toda su piel estaba ahora empapada de sudor. Se miró en un espejo, al
pasar por delante de un escaparate iluminado. Un rostro lívido, con un bigote
demasiado bien recortado, que parecía pegado a la piel gris.

www.lectulandia.com - Página 253


Era cobarde. Lo sabía desde que era un chiquillo y huía ante los golpes o las
amenazas de sus compañeros. Pero lo había olvidado. Paradójicamente uno no se
plantea ya esa clase de preguntas cuando es un hombre. Los adultos no se pelean. Las
leyes lo prohíben. Nadie puede adivinar que es usted cobarde. Y luego, un día, el azar
le señala a uno con el dedo: ¡Ese! ¡A ver qué es lo que tiene en el vientre…! Y todo
se hunde.
—Tengo hambre. ¿Usted no? Entremos en ese bar… Pagará usted. Yo no tengo ni
un céntimo. Hace un mes que dejé de trabajar.
Poseía el don de mostrarse natural en las situaciones más inverosímiles.
Pegados los dos sobre los altos taburetes. Tan cerca uno de otro, que había que
mirarles de través. Unos hot-dogs y un vaso de cerveza. Comían en silencio. Leclerc
estuvo a punto de estallar en una risa nerviosa porque su compañero agarraba
torpemente su bocadillo con la mano izquierda.
Altivamente, con lágrimas en los ojos, explicó al barman que les miraba,
sorprendido y un poco desconfiado:
—¡La mostaza! Es tan fuerte…
El otro se encogió ligeramente de hombros sin sonreír.
«Me toma por una persona equívoca. Debe de estar convencido de que somos…».
Súbitamente, la idea germinó en él. Los lavabos.
Bajó del taburete.
—Permítame un momento…
Se había alejado ya con la cabeza hundida entre los hombros. Era tan natural, que
el otro no pensaría en disparar. A menos que en aquel mismo instante su dedo
estuviera oprimiendo el gatillo…
No ocurrió nada durante unos segundos. Luego, una llamada que le hizo
enrojecer:
—¡Espere! Le acompaño…
Rígido, como anquilosado, Leclerc no se volvió. Se dirigió hacia la escalera sin
mirar a derecha ni a izquierda. Creyó oír unas risas, unos murmullos…
Una idea barroca —insignificante, en suma, en comparación con el peligro que
corría— le obsesionaba.
«El tipo es capaz de matarme y de suicidarse a continuación. Nos encontrarán
tendidos sobre la acera. Creerán que se trata de un crimen pasional».
El otro esperaba en la puerta cuando él salió. Regresaron juntos al bar.
—¿Cuánto le debo?
Leclerc empujó un billete hacia el barman. Debajo, había un trozo de papel en el
cual había escrito apresuradamente: «¡Socorro! El hombre que me acompaña está
loco. Tiene un revólver en el bolsillo y quiere matarme».
El papel estaba doblado.
El barman ni siquiera lo tocó. Devolvió el cambio a Leclerc, dejando el papel
bien visible sobre el mostrador…

www.lectulandia.com - Página 254


—¿Es de usted?
Desdeñosamente, el barman empujó el papel en dirección a Leclerc.
—Sí… sin duda —balbució el joven—. Debía de llevarlo en el bolsillo…
Quiso coger el papel, y experimentó la humillación más escocedora de su vida.
Sobre su mano se posó la de su compañero, una mano gordezuela, cuidada, suave…
Era para creer que el otro adivinaba sus pensamientos. No retiró su mano…
—¿Me permites que le eche una ojeada?
Apoyado en la pared, los brazos cruzados, el barman les observaba ahora con un
aire francamente irónico. Eso, al menos, le pareció a Leclerc, él cual retiró
furiosamente su mano crispada sobre el trozo de papel y volvió a metérselo en el
bolsillo. La rabia que experimentaba le devolvió una parte de su valor.
—¡Ya estoy harto de esta comedia! —exclamó en voz alta—. ¿Comprende?
El otro se apartó, sin contestar. Se limitó a sonreír, casi humildemente, como
avergonzado. Pero un brillo burlón, insoportable, bailaba ahora en su mirada baja,
falsa. Ostensiblemente, se apoyó con un codo en el mostrador. Su mano derecha,
hundida en el bolsillo, llevó la gabardina sobre su rodilla, como para apoyarse. El
bolsillo de la prenda, cuyo significado sólo conocía Leclerc, le apuntaba
directamente…
—Vamos, querido amigo…
Leclerc cedía ya. Su momentáneo arranque parecía disolverse en aquel sudor tibio
que de nuevo fluía por todo su cuerpo.
—Vamos, Michel…
Se mofaba de él, era evidente. El empleo de su nombre de pila, en primer lugar…
insultante, premeditado. Leclerc comprendió repentinamente: el hombre estaba loco,
quizás, pero el odio, un odio implacable, le hacía actuar. Odio contra él. El
desconocido le detestaba con todas sus fuerzas. Su objetivo no era solamente matarle,
sino también humillarle, insultarle…
«Si pudiera, me escupiría a la cara».
Un pánico desesperado se apoderó de él, una lástima atroz acerca de su propia
suerte.
«Pero ¡Dios mío! ¿Qué es lo que le he hecho? No le he visto nunca, no le
conozco… ¿Por qué me odia hasta ese punto?».
—Camarero, dos coñacs…
E, inclinado hacia Leclerc:
—… Una copa le sentará bien: le reanimará.
Desde muy cerca, le examinaba con una indecorosa curiosidad. Hacía unos
instantes que su actitud se había transformado. No quedaba en él nada del
hombrecillo triste e impasible. Una extraordinaria expresión de gozo apenas
contenido modificaba sus rasgos. Leclerc le observó con desagrado, fascinado a pesar
suyo. Una vaga sonrisa mantenía ligeramente entreabiertos sus gordezuelos labios.
Un color sonrosado teñía su carne abotargada a la altura de los pómulos. Entre sus

www.lectulandia.com - Página 255


pesados párpados fatigados brillaban sus ojos casi concupiscentes.
«¡El muy cerdo! Está excitado, porque tiemblo de miedo y él lo sabe…».
Se bebió el coñac de un trago.
—¡Otros dos coñacs!
Esta vez, los encargó él. El calorcillo del alcohol le reconfortaba artificialmente.
Y se le había ocurrido otra idea: nada podría arrancarle de este taburete del bar.
Bebería, pediría más coñac, hasta que la borrachera le hiciera olvidar su miedo y tal
vez le infundiera la voluntad de sublevarse…
—¡Camarero, vuelva a llenar las copas!
—No, la mía no —murmuró el hombre.
—¡Y un paquete de tabaco rubio!
—Creí que no fumaba usted —susurró el otro.
—Tanto peor —gimió Leclerc, el cual experimentaba ya los efectos de los dos
coñacs que se había bebido casi de un trago—. ¡La copa de alcohol y el último
cigarrillo!
Se contempló en el espejo: el color volvía a su rostro. Sus ojos brillaban de un
modo anormal.
… Beber hasta el momento en que se sintiera lo bastante hinchado como para…
Pero ¿no había llegado ya el momento? Quizás había bebido incluso demasiado…
¿Tendría aún bastantes reflejos para saltar bruscamente sobre su compañero e
impedirle disparar? Cogerle por sorpresa… Después, otras personas intervendrían, no
estaría solo…
«Eso es… Ahora… Está tratando de sacar un cigarrillo de su paquete… vuelve
los ojos…».
Tensos los músculos y la voluntad, Leclerc, con la mano derecha, apretó
fuertemente la copa vacía.
«Voy a tirársela a la cara… al tiempo que me lanzo contra él para hacerle caer de
su asiento…».
Su mirada se fijó maquinalmente en el bolsillo de la gabardina. Dos agujeritos en
la ropa, chamuscados en los bordes. Recordó las palabras del hombre: «Durante
quince días… me he ejercitado en disparar… a través del bolsillo…».
«Ejercitado en disparar… Morir… Dos balas en el pellejo…».
Enloquecido y furioso, Leclerc sentía escaparse, como por aquellos dos
agujeritos, todo el coraje trabajosamente reunido. Convulsivamente, acentuó su
presión sobre la copa, tensando los músculos…
Se oyó un pequeño clic estúpido. El cristal se rompió entre sus dedos. Un poco de
sangre apareció a lo largo del corte. Instintivamente, dejó la copa rota sobre el
mostrador y se llevó el dedo herido a la boca.
Una voz irreal ordenó en el silencio:
—Otra copa…
Había fracasado. El espectáculo de la sangre, el alcohol tragado a toda prisa, todo

www.lectulandia.com - Página 256


esto le aturdía, aniquilaba sus reacciones.
Casi con desesperación, bebió un sorbo de coñac y se hundió en su asiento,
consciente de la mirada de desaprobación que le dirigía el barman.
«De todos modos, hubiera fracasado… Soy un cobarde, un gallina… Ni siquiera
tengo el valor de correr un riesgo para salvar mi pellejo… Tengo que encontrar otro
medio… un medio de débil… para tratar de salirme de esto…».
Ganar tiempo y buscar. Apenas se daba cuenta de las palabras cambiadas a media
voz entre el barman y su compañero:
—Oiga… Parece que su amigo no se encuentra bien…
—¿Ese? No sabe beber…
Una risa discreta.
—Y, a pesar de ello, bebe demasiado…
Encogimiento de hombros indiferente del barman, que podía significar:
«Veremos cómo acaba esto».
Leclerc se aferraba ahora a otra idea: Tenía dinero, en tanto que su compañero no
lo tenía… o tenía muy poco, él mismo lo había dicho. Si conseguía desprenderse de
su billetero, no podría pagar el gasto… Llamarían a un agente, les conducirían a la
Comisaría… La salvación.
Sin que lo hubiera pedido, el camarero le acercó un vaso de agua en la cual se
desleía una pastilla blanca.
—Bébase esto y se sentirá mejor —murmuró el camarero, con una sonrisa casi
benevolente.
Leclerc le devolvió la sonrisa. Sintió deseos de coger aquella mano, de murmurar:
«¡Protéjame! ¡Este hombre está loco! Ha decidido matarme…».
Pero ¿no tendría tiempo el otro de disparar a través de su bolsillo?
Eso era lo más atroz. Encontrarse rodeado de personas que ignoraban. Una sola
frase hubiera bastado para ponerlos de su parte. Pero había que contar con el otro…
vigilante, atento a sus menores movimientos. Una simple presión sobre el gatillo… y
sería demasiado tarde.
¡Qué importaba que el hombre fuera detenido! Era inevitable. Pero también lo era
la muerte…
En la situación en que se encontraba, no podía hacer nada. Dos, tres balas en el
vientre. Leclerc se imaginaba a sí mismo retorciéndose en el suelo, tratando de
contener la vida que huía de él. Las heridas en el vientre no perdonan. Larga y
dolorosa agonía. El hombre sería detenido, molido a golpes, quizás. Pero demasiado
tarde… demasiado tarde… Él, Leclerc, perdería su sangre sobre el piso. Transfusión
de sangre… Demasiado tarde… Moriría lentamente, rodeado de un círculo de
vivientes. Y sin saber siquiera por qué…
Demasiado estúpido… sí, era demasiado estúpido. Hasta aquella noche, todo
había ido bien. Tenía una buena situación. Bien visto de sus jefes. Su vida privada no
le importaba a nadie… Le gustaba flirtear, desde luego. Flirtear, e incluso un poco

www.lectulandia.com - Página 257


más… Pero ¿qué mal hacía? Sin duda había engañado a más de un marido —incluso
con seguridad—, pero así es la vida; los maridos recibían el pago que merecían por
no saber conservar a su esposa… Tanto peor para ellos. ¿Qué podían reprocharle? No
puede matarse a un hombre por tan poca cosa. ¿Es que el otro era un marido
engañado? Imposible adivinarlo. Ni siquiera conocía su nombre. Pero, de todos
modos, no tenía derecho a… No tenía derecho. Existen leyes que castigan el
adulterio. Y nadie está autorizado a tomarse la justicia por su mano… Si no, ¿a dónde
iríamos a parar?
Una sola solución: incrustarse en el bar. Precisamente, el otro decía, inclinándose
hacia él:
—Estoy harto de este lugar. ¿Usted no? Vamos a marcharnos…
Simular que estaba borracho. Dejarse caer al suelo, provocar un escándalo que
obligara al dueño a llamar a los gendarmes…
—Si quiere marcharse, puede hacerlo. Yo me quedo aquí —dijo, con voz pastosa.
—Vamos, Michel, nada de historias…
A su alrededor, la gente empezaba a sonreír. Un individuo borracho es siempre un
espectáculo divertido… O casi siempre.
—¿Quién va a pagar? Yo no llevo dinero…
—¿Y tu billetero? ¿Qué has hecho de tu billetero?
—No lo sé… Lo he perdido.
El otro no iba a disparar a sangre fría contra un individuo casi borracho y
desarmado.
Las defensas de su infancia acudían a su mente. Dejarse caer, cuando le
perseguían, y hacerse el muerto, a propósito, para desarmar al adversario y
amortiguar los golpes…
Procedimiento de débil. ¿Y luego, después? ¿Es que continuar viviendo no valía
la pena?
Su billetero no se había perdido. Pero Leclerc había conseguido sacar de él los
billetes, los cuales había convertido en una bola, dejándola caer al suelo y pisándola
con el pie…
—Aquí está mi billetero —anunció—, pero vacío… ¡Me he gastado todo el
dinero!
El rostro del barman se endureció:
—Me deben ustedes dos mil francos… los dos. No les conozco a ustedes… y no
tengo la menor intención de fiarles.
—¡Tanto peor! —declaró Leclerc—. Llamé a los gendarmes.
No le costaba ningún trabajo simular la borrachera, ya que estaba casi borracho.
—Déjalo, Jo —pronunció entonces una voz firme—. Echales a la calle. Les
perdono la deuda…
El que había hablado era el dueño del bar, sin duda. Un italiano tripudo, que
sonreía con aire despreciativo.

www.lectulandia.com - Página 258


—¿Lo han oído ustedes? —dijo el barman—. ¡Lárguense de aquí, y a toda
marcha!
Un verdadero furor se apoderó de Leclerc, el cual blandió el puño debajo de la
nariz del italiano.
—¿Quién le ha dado vela en este entierro, estúpido del demonio?
Un error que no debió cometer. El hombre permaneció inmóvil en apariencia,
limitándose a disparar su puño. Leclerc hubiera caído fulminado de no haberle
sostenido su compañero.

* * *

Le despertaron las trepidaciones del automóvil.


—¿Se siente mejor? —inquirió el desconocido, inclinado sobre él con un rostro
inexpresivo.
—¿Qué diablos le importa? —replicó Leclerc en tono colérico.
—Chófer, pare aquí…
—No, no quiero —exclamó Leclerc, aterrorizado—. No quiero…
—¡Cállate! —susurró el otro, hundiéndole su arma en el costado, a través del
bolsillo.
El automóvil se detuvo en un lugar desierto. A Leclerc le pareció que un silencio
anormal había sucedido de repente al ronquido del motor. Sin embargo, este último
seguía marchando al ralentí…
—Son trescientos francos —anunció el chófer, sin volverse, después de echar una
ojeada al contador.
Leclerc creyó —aterrorizado— que su compañero iba a disparar. Pero se limitó a
entregar algunos billetes arrugados al conductor.
—¡Esto marcha bien! Es todo lo que me quedaba —dijo, abriendo la portezuela.
El auto había desaparecido ya y Leclerc titubeando en la acera, no se había
repuesto aún de su sorpresa. Su compañero le sostenía con mano firme.
—Vamos —dijo, cogiéndole del brazo—. El aire fresco nos sentará bien…
—¿A dónde vamos?
—A mi casa. Vamos a darle una sorpresa a mi mujer.
—¿Está usted casado?
—Sí. Y soy cornudo. Por culpa tuya…
—Se equivoca usted —protestó Leclerc, que había recobrado su presencia de
ánimo—. Ni siquiera sé quién es su mujer…
—¡Vaya!
—Le juro que…
En la calle desierta, el desconocido se detuvo con Leclerc debajo de un farol,
cuya luz vacilaba, azotada por el viento que se había levantado.

www.lectulandia.com - Página 259


—Presta atención —murmuró lentamente—. ¿Te atreverías a jurar que no has
tenido relaciones ilícitas con ninguna mujer casada?
—Le juro… ¡Con su mujer, no!
El otro esbozó una rápida sonrisa que entreabrió por unos instantes sus labios
gordezuelos.
—Lo negarías todo con tal de salvar el pellejo, ¿no es cierto?
—¿Quién es usted? —imploró Leclerc—. ¡Dígamelo! ¿Cómo quiere usted que
sepa…?
—Esa es la pregunta que debiste formularme en primer lugar.
—No le recuerdo a usted de nada —balbució Leclerc.
—¡Cerdo! Como si uno se preocupara del marido, cuando se acuesta con la
mujer…
Ahora, Leclerc tenía una pista. El hombre estaba casado… y su mujer le
engañaba. Sospechaba que Leclerc era el amante de su mujer. Pero, ¿quién era? Una
pregunta que en otro momento hubiera resultado cósmica. Pero que ahora resultaba
dramática. ¿Quién era él…? o, mejor dicho, ¿quién era ella? Evidentemente, Leclerc
había seducido ya a varias mujeres casadas. Por lo tanto… Pero, ¿quién? Buscaba,
estúpidamente. Como si el hecho de descubrir su nombre pudiera salvarle…
Notó de nuevo el duro contacto del revólver a través del bolsillo de la gabardina.
El hombre impaciente, le empujaba fuera de la débil claridad proyectada por el farol.
Más lejos, había la oscuridad, las sombras vagas de un terreno abandonada, invadido
por la vegetación…
«Va a matarme», pensó Leclerc, estremecido.
El desenlace parecía inevitable. Por cobardía había perdido una detrás de otra las
ocasiones de salvar el pellejo. Ahora, era demasiado tarde. El otro iba a cargárselo a
unos metros de allí, sin molestarse siquiera en sacar el arma de su bolsillo…
—Adelante. No vamos a quedarnos aquí toda la noche…
Leclerc sintió que sus piernas se negaban a seguir sosteniéndole. Estaba a la vez
helado de frío y cubierto de sudor. Pensó que iba a dejarse caer al suelo cuán largo
era. El otro tendría que inclinarse para matarle. Leclerc era de aquellos —lo
comprendía claramente— que tienen que ser arrastrados hasta el patíbulo, empujados
por la fuerza hasta la máquina infernal.
—¡Adelante!
—No puedo más —gimió.
—Otro pequeño esfuerzo… No tardaremos en llegar…
—Llegar, ¿adónde?
—A mi casa. Está a dos pasos de aquí.
Contestó a la muda pregunta de Leclerc:
—Para comprobar, ¿entiendes? ¡Oh! La posibilidad de que me haya equivocado
es mínima… pero de todos modos quiero asegurarme… Si eres tú, estás listo… Si no,
ya veremos…

www.lectulandia.com - Página 260


—Déjeme marchar —gimió Leclerc—. Le aseguro a usted que se equivoca de
persona.
Su compañero sonrió de nuevo. Parecía divertirse. Lo que en él resultaba más
espantoso era aquella extraña mezcla de buen talante y de inquebrantable resolución.
—Es para reírse —murmuró.
Y se rió de veras, unos instantes, con una risa que cortó en seco, para añadir:
—Cualquiera te entiende… ¿Cómo sabes que me equivoco de persona, si no me
conoces… ni sabes quién es mi mujer? ¿Acaso es una de tus buenas amigas sin que tú
lo sepas?
—Dígame usted cómo se llama —sugirió Leclerc—. Así podré saberlo.
Durante unos segundos, el hombre meditó en silencio la propuesta, y luego
declaró en tono resuelto:
—Ahora, no. Te enterarás de todo a la vez cuando yo lo decida, ni un minuto
antes. Vamos…
En vista de que Leclerc permanecía inmóvil, vacilando en obedecer, sacó a
medias el revólver del bolsillo con una leve sonrisa:
—Para complacerme… o, mejor dicho, para complacer a éste…
En un tono soñador que dejó helado a Leclerc, añadió:
—Estos juguetes son más sensibles que una mujer. Apenas se les toca, reaccionan
inmediatamente…
El lúgubre paseo continuó. Convencido de que su compañero era un
desequilibrado mental, Leclerc no quería correr ningún riesgo. Los efectos del
alcohol se habían ahora desvanecido por completo, y se esforzaba en razonar
fríamente. La incógnita era la identidad del personaje. Mientras la ignorara, Leclerc
podía esperar lo peor. Ya que no era imposible que hubiera conocido a la esposa de su
compañero. Leclerc cambiaba a menudo de amante, era partidario de las aventuras
breves. Tenía que inducir al hombre a hablar de sí mismo, de su matrimonio…
—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió prudentemente.
El otro le miró con ojos realmente divertidos:
—¿Por qué no? He decidido matarte, pero no impide que podamos conversar…
¿Era irónico… o murmuraba aquella frase de un modo inconsciente?
—Desde luego, sigue usted sin querer decirme su nombre, ¿verdad?
—Adivínalo…
Leclerc se encogió de hombros:
—Imposible, lo sabe usted perfectamente.
—Déjame pensar —dijo el hombre—. En realidad, tal vez tienes razón… Podría
decírtelo ahora… Por tu reacción, sabré si te recuerda algo. Y yo no te diré nada de lo
que pienso. Detengámonos.
Otra vez bajo un farol. El hombre no le quitaba el ojo de encima. Con una
malsana curiosidad espiaba sus facciones.
—Perrin, ¿te recuerda algo este nombre? Jacques Perrin…

www.lectulandia.com - Página 261


—¿Perrin? —repitió Leclerc—. No, no me recuerda nada…
—Busca bien… —insistió el hombre con una equívoca sonrisa.
—Nada en absoluto, se lo aseguro…
Leclerc era sincero. Una expresión de alivio pasó por su rostro, ya que había
superado aquella prueba. ¿Habría podido ocultar sus sentimientos caso de haber
reconocido el nombre?
—Tanto peor —concluyó Perrin, con aire decepcionado.
Era evidente que luchaba consigo mismo, ya que al cabo de unos instantes dejó
caer:
—… En el fondo, esto no demuestra nada. ¡A lo mejor sólo la conoces por su
nombre de pila!
De nuevo, con un brillo de atención en la mirada, escrutaba a su compañero,
esperando que su conclusión sería ahora efectiva.
No se equivocaba, y al ver que Leclerc encajaba el golpe, sonrió satisfecho.
—Es posible, ¿no es cierto? —se apresuró a preguntar—. ¿No te ha sucedido
nunca?
Leclerc tuvo que sacudir la cabeza afirmativamente. ¿De qué iba a servirle negar?
Perrin leía claramente en él, con una especie de maligna lucidez, nacida de su
obsesión.
—Entonces, no hemos progresado nada… Me refiero a ti, claro está, porque en lo
que a mí respecta sé que has estado con mi mujer…
Empleó otra palabra, cruda, grosera.
—Pero ¿cómo podrías saberlo, si no te he dicho su nombre de pila?
«Siente un verdadero deleite torturándome —pensó Leclerc—. Prolonga el placer
el mayor tiempo posible, ya que lo que experimenta es verdadero placer».
Su miedo había retrocedido provisionalmente a un segundo plano. Deseaba, sobre
todo, saber. A pesar suyo, entraba en el juego de Perrin, olvidando su ansiedad. El
mismo peligro se convertía en algo secundario. Estaba devorado por la curiosidad y
la duda.
Perrin adivinaba sus sensaciones con una agudeza extraordinaria. Sádicamente,
continuó:
—En el fondo, podría haberte mentido, inventado ese nombre… a fin de darte una
falsa esperanza…
La expresión del rostro de Leclerc debió conmoverle, ya que se apresuró a añadir:
—No, era una broma. Me llamo realmente Perrin… y ahora voy a decirte otra
cosa más…
Atrajo a Leclerc hacia él, le susurró odiosamente al oído:
—… ella se llama Martha…
Su aire confidencial resultaba descorazonador. Leclerc sintió el irresistible deseo
de golpearle en pleno rostro. Pero se contuvo. ¿Se llamaba realmente así? En tal caso,
el otro se equivocaba, con toda seguridad. No había tenido nunca una amiga de ese

www.lectulandia.com - Página 262


nombre. Se lo dijo, pero Perrin frunció las cejas con aire escéptico.
—No lo confesarías —murmuró.
Una idea impresionó a Leclerc: la tal Martha, ¿existía acaso en otra parte que en
la imaginación de Perrin? ¿No era una historia inventada de cabo a rabo por este
último? En su actitud había una especie de sadismo, un gusto malsano por las
situaciones difíciles. Al humillar a Leclerc, se humillaba a sí mismo, y tal vez esto le
satisfacía hasta la náusea…
—Empiezo a creer que ha inventado usted toda esta historia —declaró Leclerc.
El otro pareció sorprendido:
—Hay historias que no se inventan —dijo, con la mayor dignidad—. Lo sabe
usted perfectamente. Por otra parte, se olvida usted de la fotografía…
—¡Ah, sí, la fotografía! Enséñemela, si quiere que le crea…
—De acuerdo…
Unos pasos que resonaron en la acera sobresaltaron a Perrin. Se acercaba una
pareja, saliendo sin duda del cine…
—¡Cuidado! —murmuró—. Recuerda que…
—Lo sé…
La pareja pasó por delante de ellos. El hombre les dirigió una rápida mirada, y
luego las dos siluetas se hundieron de nuevo en la oscuridad. Los pasos se alejaron.
—La fotografía —insistió Leclerc.
Pero Perrin pareció haber cambiado de opinión:
—No perdamos más tiempo… Vamos a mi casa… Mi mujer está ahora allí… En
esta época del año trabaja hasta muy tarde en la tienda, a causa de los inventarios…
Si me he equivocado, me daré cuenta allí…
—Pero, yo podría decirle inmediatamente si es mi fotografía —insistió Leclerc.
El otro había vuelto a asumir su expresión dura, impasible:
—No. Digas lo que digas, no voy a creerte. Vamos, andando…
A través del bolsillo, alzó de nuevo su arma hacia Leclerc, el cual obedeció
dócilmente.
—¿En qué época habría estado yo… en fin, usted ya me entiende… con su
mujer? —pensó en voz alta Leclerc al cabo de un instante.
Perrin le miró, con la boca crispada. Una repentina expresión de odio transformó
su rostro. Su mano se agitó en su bolsillo, y Leclerc, creyendo que iba a disparar,
añadió precipitadamente:
—No me conteste usted, si no siente deseos de hacerlo…
Perrin, furioso, seguía moviendo peligrosamente su arma.
—Ten cuidado con lo que dices… Soy capaz de matarte aquí mismo, en plena
calle…
—No trataba de insultarle —gimió Leclerc, con la garganta contraída por el
miedo—. Lo único que deseo es llegar a demostrarle que no conozco a su mujer…
que no ha hecho nada…

www.lectulandia.com - Página 263


—La carta estaba firmada «Michel» —declaró Perrin, cambiando de tono.
—¿Qué carta?
—La carta que encontré, hace tres meses, en su bolso…
Leclerc habló con demasiada rapidez:
—No puede ser mía —dijo—. Tengo por principio no escribir nunca…
Perrin se detuvo sonriendo con una expresión despreciativa.
—Por prudencia, ¿eh? Encaja contigo, desde luego… cobarde y egoísta como
eres… Sería divertido que salieras con bien de ésta gracias a tu mediocridad, pero
necesito otras pruebas…
Leclerc estaba ahora convencido de que le habían confundido con otra persona.
—No he escrito esa carta —repitió.
—Ya lo veremos…
La cosa tenía demasiada importancia para que Leclerc se callara. Obligaría a
Perrin a contar la historia de cabo a rabo.
—¿Qué hizo usted después de haber encontrado aquella carta?
—Y tú… ¿qué hubieras hecho?
Había ironía en su mirada.
—No lo sé —murmuró Leclerc—. Supongo que hubiera obligado a mi esposa a
confesar…
—Yo soy distinto —declaró tranquilamente Perrin—. Le hablé del asunto desde
luego, pero ella no quiso decirme nada… No insistí. Me limité a anunciarle que
acabaría por encontrar a su amante, y que le mataría…
—Pero ¿tenía usted algún indicio?
—Ninguno. Era pura balandronada, con la esperanza de que ella cometería un
error… Un error que ha terminado por cometer… todas las mujeres lo hacen. El otro
día encontré tu fotografía, al dorso de la cual ella había escrito tu nombre… Muy
ingenuo, como puedes ver; dejarse pillar un indicio tan comprometedor… Pero uno
no puede fiarse nunca de las mujeres, deberías saberlo mejor que yo… con tu gran
experiencia.
Ironizaba suavemente.
—¿Y me ha descubierto usted por casualidad? —inquirió Leclerc, atenazado a la
vez por la angustia y por el deseo de saber.
—Por casualidad, sí. Te vi un día en la calle, e inmediatamente te reconocí. A
continuación te seguí hasta tu casa para enterarme de tu nombre…
—¡Increíble! —dejó escapar Leclerc.
—Hay que creer en la existencia de un dios que vela por los cornudos —murmuró
amargamente Perrin.
—No es eso lo que quería decir… Me refería a lo increíble de semejante
parecido…
Perrin le contemplaba con aire compasivo.
—No te canses. Al igual que yo, sabes perfectamente que no se trata de un

www.lectulandia.com - Página 264


parecido… Comprendo que trates de salvar tu pellejo, pero, en mi opinión, no tienes
ninguna posibilidad… Cuando lleguemos a mi casa, sabré inmediatamente la verdad
con sólo mirar a mi mujer.
—¿Y si no nos conocemos?
—Lo sabré también, y obraré en consecuencia.
En aquel momento, equivocado o no, Leclerc tuvo la revelación. La revelación de
que, en uno u otro caso, Perrin no le dejaría marchar vivo. Era tal vez un
razonamiento erróneo, pero le inundó súbitamente como un chorro de luz.
Sus nervios se tensaron en el momento en que Perrin acortaba el paso y hundía la
mano izquierda en su bolsillo, sin duda en busca de una llave…
—Hemos llegado —anunció.
A partir de aquel instante, una sola idea se apoderó de Leclerc: no dejarse coger
en la trampa, hasta tal punto estaba convencido de que, si seguía a Perrin a su
domicilio, no saldría de él con vida.
Él que había sido incapaz de actuar durante toda la velada, encontró súbitamente
energías para echar a correr…
Y todo se precipitó. Sus piernas estaban tan flojas, que lamentó inmediatamente
su impulso. En la oscuridad, Perrin debía apuntarle tranquilamente. ¿No tenía ya la
prueba que deseaba? Aquella carrera zigzagueante y grotesca iba a acabar,
interrumpida brutalmente por una detonación…
No hubo detonación —al menos Leclerc no oyó nada—, pero perdió
repentinamente el equilibrio, y se encontró en el suelo…
—Vamos…
Perrin le había alcanzado en unas zancadas. Con el pretexto de ayudarle a
levantarse le hundió brutalmente el puño en la boca…
No estaba herido. La única explicación era que había resbalado en el húmedo
pavimento. ¿Qué iba a hacer Perrin? Notó una brusca distensión de su brazo, al
tiempo que experimentaba un dolor lacerante en la sien…
—Levántate… Vamos, apóyate en mí…
Las palabras llegaban a él como una especie de zumbido. Le dolía toda la cabeza,
el menor movimiento provocaba agudos pinchazos.
Perrin tuvo que sostenerle para evitar que cayera.
«Grotesco —pensó Leclerc—. Es la segunda vez esta noche que pierdo el
conocimiento y que Perrin me sostiene… ¿Cuándo terminará esto? No importa cómo,
pero que acabe».
Habían recorrido trabajosamente unos metros en la oscuridad. Perrin —
sosteniéndole con una mano— abrió una puerta.
—Me duele —murmuró Leclerc, como un chiquillo—. Me ha golpeado usted,
¿verdad?
—No. Te has caído, sencillamente, y has dado con la cabeza en el suelo.
Una mentira, naturalmente, pero Leclerc no tenía fuerzas ya para protestar. Estaba

www.lectulandia.com - Página 265


resignado. Eso es: resignado.
Se sintió empujado al interior de un pasillo. Perrin le dejó allí unos instantes,
caído contra la pared, como un paquete. El tiempo de cerrar la puerta, y luego le
arrastró de nuevo. Otra puerta, por debajo de la cual se filtraba la luz…
La brusca claridad cegó a Leclerc. Le empujaron hasta el centro de la habitación.
Un grito de mujer.
—¡Jacques! ¿Qué sucede?
Leclerc achicó los ojos para concentrarlos sobre el núcleo alrededor del cual
giraban locamente las imágenes. Vio a una mujer morena, joven, vestida con una
bata. Acababa de levantarse del sillón en el cual había estado sentada, cerca del
aparato de radio.
Asustada, se llevó la mano a la boca:
—Estás loco… ¿Qué le has hecho?
Leclerc la miró fijamente para estudiar sus rasgos: no la conocía.
¿Dónde estaba Perrin? Tenía que decirle… decirle que aquella mujer le era
completamente desconocida.
—¡Jacques! Te lo suplico…
El rostro de Perrin se encontró súbitamente contra el suyo, crispado y triunfal:
—¿Y bien?
Leclerc abrió la boca. Su voz resonó ronca, lejana:
—No conozco a esa persona… Se lo juro…
—¡Cobarde! La fotografía… ¿quieres verla ahora?
Todo volvía a embarullarse. Sin embargo, consiguió concentrar su mirada —sus
miradas, mejor dicho— en la fotografía que le mostraba Perrin. Una pequeña
fotografía de pasaporte, como las que pueden obtenerse en los photomatons. Sucia,
arrugada, pero representándole indiscutiblemente a él, Michel Leclerc.
A través de la masa confusa de sus pensamientos, una idea se abrió paso. Se
acordaba de aquella fotografía. Se había hecho fotografiar unos tres meses antes en
unos grandes almacenes. Seis fotografías por doscientos francos. ¿Cómo había
llegado aquí la fotografía?
—Un momento, Perrin —murmuró—. Escúcheme… ¿Dónde está usted?
Dio una vuelta sobre sí mismo, pero Perrin debió de efectuar el mismo
movimiento, ya que Leclerc no le vio. La cabeza le dolía cada vez más.
La mujer no se había movido, pálida de terror, con los ojos clavados en él.
¿Cómo había podido llegar hasta aquí aquella fotografía? Leclerc revivía los
menores detalles… que se remontaban a más de tres meses y que él creía haber
olvidado. La vendedora, después de haber anotado su nombre, le había rogado que
pasara a recoger las fotografías diez minutos más tarde, el tiempo de revelar los
clichés…
—¡Jacques! Reflexiona… No puedes hacer eso…
¿Dónde estaba Perrin? Un momento, Dios mío, un momento… Iba a recordarlo

www.lectulandia.com - Página 266


todo, se daba cuenta…
Había pasado a recoger las fotografías al cabo de los diez minutos, y la vendedora
le había dicho que las fotografías habían salido veladas. Se había disculpado: no
trabajaba en aquel departamento habitualmente, estaba sustituyendo a una compañera
suya… Seis nuevas poses. Estas últimas salieron bien, y se marchó llevándose las
fotografías. El incidente era tan nimio, que lo había olvidado por completo… No
podía perder un segundo. Hablar… ¿Dónde estaba Perrin? Detrás de él…
—Espere… Reconozco esa fotografía… Y a su mujer también, ahora… pero deje
que le explique…
Suplicaba.
—¡Jacques! ¡No dispares!
Demasiado tarde… Ella lo había estropeado todo, quitándole su última
oportunidad. Sin ella, Perrin no hubiera disparado tal vez… todavía no…
Ahora, todo había terminado… Las detonaciones… Los martillazos en la
espalda… Bruscamente, el suelo se balanceó y subió a su encuentro.

* * *

—¿Alló? ¿Eres tú, Michel, querido? Aquí, Martha… Sí, todo ha terminado…
Atroz… Creí que iba a disparar también contra mí… Se lo han llevado… Sí, es
espantoso… Le ha matado… tal como en su locura te habría matado a ti… Tenías
razón… Era necesario desviar sus sospechas, que no pensara nunca en ti… No
importa, me parece haber cometido un asesinato el día que guardé aquella fotografía
velada para enseñártela, y se te ocurrió la idea… «Una posibilidad entre un millón»,
dijiste… Pero, mira, le ha encontrado, Michel…

www.lectulandia.com - Página 267


LA NOCHE DE PIETREMONT
CLAUDE AVELINE

www.lectulandia.com - Página 268


M ONSIEUR Bordes, que no acababa de decidirse a tomarse unas vacaciones,
cedió, el 15 de septiembre, a los ruegos de su esposa. Monsieur Bordes no
tenía nunca en cuenta su fatiga, y su esposa tuvo que pretextar un ataque de
reumatismo, justificado por el lluvioso verano. Inmediatamente, monsieur Bordes
reservó, por telegrama, dos habitaciones en Juan-les-Pins. Marido y mujer
propusieron a su hija Colette que les acompañara. La joven se negó. La más joven de
las hermanas de madame Bordes, Louise Mourier, vivía entonces con ellos, en
aquella casa de V… que habitaban siempre de mayo a octubre. Como estaba resfriada
y no podía seguir a la familia, Colette no quiso dejarla sola. En consecuencia, los
padres se marcharon «como una pareja de recién casados», según la expresión de
Colette.
—¡Conserva tu buen aspecto hasta mi regreso! —le dijo su madre.
Colette se lo prometió. No había ningún presentimiento en los ojos de ninguna de
las dos.
En cuanto se hubieron marchado, Louise Mourier dejó de ser la tía de Colette
para convertirse en su hermana mayor. Por otra parte, apenas tenía diez años más que
su sobrina. Y aunque parecían muy distintas, se entendían perfectamente. Colette, a la
cual sus padres dejaban vivir a su antojo, se aprovechaba de ello para acumular
kilómetros en el contador de su pequeño automóvil y vestirse de chico durante el
verano. Mademoiselle Mourier lo encontraba encantador y un poco incomprensible.
Colette no trataba de explicarse. Era así sin ningún motivo, o por el mejor de todos:
aquella existencia le gustaba. Por su parte, se esforzó en averiguar por qué Louise,
inteligente, alegre y casi hermosa, no se había casado nunca. Obtuvo por respuesta un
encogimiento de hombros y un estallido de risa. Insistió:
—No me dirás que una mujer puede satisfacer su vida dando, como tú, lecciones
de piano en Angulema…
—Sí —declaró Louise—. Te lo diré, porque es la verdad. Esto no le impedía
hablar del amor con un fuego, y al mismo tiempo una dulzura, que emocionaban a
Colette y casi la trastornaban. La joven apenas había pensado en aquellas cosas hasta
entonces. Sus pretendientes le habían parecido siempre demasiado locos, o
insuficientemente locos, según aludiera a su encanto o a su fortuna. Había flirteado
algunas veces, pocas, sin pensar nunca en una «unión perpetua». Durante los días que
pasaron juntas en la habitación de Louise, mientras llovía en el exterior,
mademoiselle Mourier turbó el alma de Colette asegurándole que, si hasta entonces
no había amado, amaría mañana, tenía que amar. Aquella turbación no procedía tanto
de las propias palabras como del placer que experimentaba oyéndolas.
«Puesto que las escucho con tanto agrado —pensaba—, es evidente que
encuentran en mí un cómplice que yo no había sospechado».

www.lectulandia.com - Página 269


* * *

La tarde del 25, mientras hablaban cerca de la ventana, les sorprendió el bocinazo
de un cláxon. Al asomarse, vieron descender de un enorme automóvil a monsieur y
madame Simonneau, íntimos amigos de la familia Bordes. Monsieur Simonneau y
monsieur Bordes habían hecho la guerra juntos, y el uno se había convertido en
consejero del otro. Sus esposas habían simpatizado hasta el punto de verse en París
varias veces por semana. Madame Simonneau adoraba a Colette. No se consolaba de
no haber tenido hijos, y desde que conocía a los Bordes se había inventado un hijo
que hubiera amado a la hija de sus amigos. Solían llamarla Colas, o la Novia.
Madame Simonneau era una mujer jovial, y como Colette era también una muchacha
alegre, experimentaba una intensa simpatía hacia Colas. Al recordar aquella simpatía,
Colette descubría en ella un oculto significado, inquietante, por la prueba que ofrecía
de las teorías de Louise.
Los Simonneau quedaron muy sorprendidos al encontrarlas solas. Acababan de
regresar de un largo viaje y se dirigían hacia una finca que poseían a unos 70
kilómetros de V… para descansar unos días, y habían pasado a recoger a toda la
familia para que les acompañaran. Quisieron, por lo menos, llevarse a Colette y a
Louise. Pero esta última tenía que reanudar, dentro de una semana, sus clases en
Angulema, y debía aprovechar aquellos días para reponerse del todo. Monsieur y
madame Simonneau alabaron inútilmente los atractivos de su jardín y las excelencias
de su cocina: sólo obtuvieron la promesa de Colette de que iría a Pietremont después
de que su tía se hubiera marchado, y de que se quedaría allí hasta el 8 de octubre,
fecha en la cual sus anfitriones tenían que regresar a París.
Sin embargo, Louise Mourier no estuvo en condiciones de marcharse hasta el 5.
No lo lamentó, ni tampoco Colette. Las dos veían con pesar acercarse la fecha de su
separación. Aquellos veinte días las habían unido más que los veinte años
precedentes. Para evitarle el tener que pasar por París, Colette acompañó a Louise
hasta S… Seguía lloviendo, e hicieron la mayor parte del camino en silencio. En una
solitaria sala de espera, se abrazaron y lloraron un poco ante la idea de no volver a
verse hasta dentro de diez meses. Luego, Colette y su pequeño seis caballos corrieron
unos instantes paralelos al rápido que se alejaba de S… Un pañuelo blanco se agitaba
en una de las ventanillas del tren. Cuando la carretera se apartó de la vía, Colette echó
el freno y siguió con los ojos la columna de humo que se alejaba a través de los
campos.

* * *

«¿Voy a Pietremont?».

www.lectulandia.com - Página 270


Podía llegar allí a la hora de la cena. Puesto que los Simonneau no regresarían a
París hasta el 8, los dos días que pasaría con ellos le resultarían agradables después de
aquella despedida demasiado melancólica. ¿Quién sabe? Tal vez se atrevería, incluso,
a confiar a madame Simonneau algunas de las nuevas ideas que llenaban su mente.
Imaginó, riendo, la sorpresa de su amiga, y decidió ponerse en camino. De todos
modos, era preferible aquello que la soledad.
Tenía que recorrer ciento treinta kilómetros de campiña llana, casi desierta en
aquella época del año. De cuando en cuando, distinguía unas granjas cerradas y como
vacías, unas aldeas extendidas a lo largo de la carretera, junto a aguazales tan grandes
como lagos. Se cruzó con una calesa de conductor invisible, y luego con dos jóvenes
ciclistas cuyas chaquetas de cuero brillaban como pieles de foca. Uno de ellos le
gritó: «¡Lástima que no sigamos la misma dirección!». Colette les respondió:
«¡Salud!» y sonrió. Pero iba demasiado de prisa para que pudieran beneficiarse de
aquella sonrisa. Un enorme automóvil la sobrepasó a toda velocidad y se perdió
rápidamente en el horizonte. «¡Vaya un bicho! ¿Verdad?», murmuró Colette, dando
una palmada amistosa sobre su volante.
A eso de las seis, a pesar de que el día dejaba adivinar aún las formas de la tierra,
Colette encendió los faros. La soledad se estaba convirtiendo en algo demasiado
grave, acentuando aquella especie de letargo que se apodera del viajero cuando lleva
mucho tiempo rodando a una velocidad regular.
«¿Estaré transformada hasta el punto de interpretar la noche, la soledad? —pensó
Colette—. Diríase que espero algo que debe trastornar mi vida. ¡Querida y tonta
Louise!».
Súbitamente, un caserío y un campanario familiares acercaron de golpe la meta.
Colette encontró la carretera que hubiera seguido si hubiera venido directamente
desde V… Quedaban aún ocho kilómetros hasta la verja de Pietremont. Llegó a ella a
las siete y media, «una hora potable —pensó— para llegar de improviso,
especialmente a casa de Colas». La verja estaba abierta, como de costumbre. Colette
franqueó con prudencia el canalizo que la lluvia había transformado en torrente, y
luego tomó por la avenida de la derecha, la que conducía directamente al castillo, en
tanto que la otra pasaba por la granja de los Bouchard. Aquí, el temporal debió ser
particularmente intenso. El viento soplaba amenazador, sacudiendo los árboles
desnudos que los faros extraían manojo a manojo, de la noche negra. Colette recordó
el saloncito donde pasaban las veladas los Simonneau delante de un gran fuego de
leña; qué bien se estaría allí esta noche… Pero antes se daría un baño muy caliente
para reponerse y tendría una cena como únicamente Fernande sabía prepararla, y,
sobre todo, la exquisita acogida de madame Simonneau, de la querida madame
Simonneau.

* * *

www.lectulandia.com - Página 271


De repente, Colette sintió que su corazón se encogía. Los faros acababan de
golpear una enorme casa muerta, dos pisos de ventanas cerradas, detrás de las cuales
parecía evidente que no había nadie. ¿Sería posible? La joven apagó los faros de su
automóvil, a fin de que las luces del interior pudieran aparecer a través de las
persianas. En la planta baja, a la izquierda, una sola ventana dibujó en la oscuridad
sus dos hileras de hojas paralelas y su pálido reflejo sobre el suelo. «Es la cocina o el
cuarto del servicio —se dijo Colette—. Los Simonneau habrán salido de visita».
Volvió a encender los faros e hizo resonar su cláxon, tres veces tres toques, como
cuando llegaba a su casa. En la esquina donde había visto la ventana iluminada, una
puerta, que era la de la cocina, se abrió. Una vieja campesina apareció en el umbral y
se llevó las manos a los ojos, deslumbrados. Colette reconoció a mamá Bouchard.
—¡Eh! —gritó la anciana con voz nasal—. ¿No puede apagar esos condenados
faroles? ¿Quién es usted?
Colette sustituyó los faros por unas luces menos intensas.
—Soy yo, mamá Bouchard.
—¿Y quién diablos es yo?
—¡Yo, Colette Bordes!
A pesar de la lluvia, la anciana avanzó hacia el automóvil.
—¿Mamzelle Colette? ¡Vaya, vaya, qué sorpresa! ¿Y qué hace usted aquí, en una
noche como ésta, pequeña? ¿Ha venido usted a ver al señor y a la señora? No ha
tenido usted suerte, se han marchado esta mañana.
—¿Adónde?
—¿Adónde quiere usted que hayan ido? ¡A París, pequeña! Ha sido mala suerte,
desde luego. De todos modos va usted a entrar, mamzelle Colette, y le voy a preparar
algo bien caliente para que se reponga. ¿Ha visto usted qué asco de tiempo? ¡Todo el
verano ha sido peor que un mes de noviembre!
Decepcionada, Colette siguió a mamá Bouchard. En la amplia cocina, una
lámpara de petróleo no iluminaba más que la mesa, sobre la cual había una cesta de
ropa para repasar y unas gafas de armadura de hierro. Todo lo demás estaba en la
sombra, el hogar, los fogones, las sillas, los baúles.
—¿No funciona la electricidad? —preguntó Colette.
—¡No funciona, no! Hace cosa de una hora, ha debido caer un rayo por la parte
del pueblo, y después por más vueltas que le he dado a los botones, no ha venido
nada. ¡Esos sistemas modernos son un asco! Afortunadamente, siempre tenemos una
verdadera lámpara en un rincón. Siéntese, mamzelle Colette.
Sin interrumpirse, empezó a encender fuego en el hogar y en los fogones. Al cabo
de un rato el resplandor y el sonido de las llamas crearon en la habitación una
atmósfera tranquilizadora, en la cual Colette se relajó. Sin embargo, se enteró de que
los Simonneau no habían podido soportar la tristeza de aquellos últimos días;
convencidos de que la joven ya no vendría, se habían decidido a marchar aquella
misma mañana. Los criados les habían seguido por la tarde. No quedaba más que

www.lectulandia.com - Página 272


mamá Bouchard, que había cerrado la casa y esperaba a su hijo para regresar a la
granja.
—Ha sido una casualidad que no haya venido más temprano —dijo la anciana,
mientras ponía la mesa—. Cuando hace este tiempo, viene siempre a recogerme con
la tartana. A causa del reuma, ¿sabe? Porque, lo que es andar ando aún lo mío, a pesar
de mis años.
Colette, con las piernas extendidas y los ojos cerrados, saboreaba
voluptuosamente el calor del fuego. La voz nasal de la anciana contribuía a
aletargarla.
—Ha quedado un poco de caldo, voy a calentarlo. Los huevos son frescos… ¡Son
de nuestra granja! Le haré una buena tortilla. Y esta uva no tiene muy buen aspecto,
porque la ha tocado la lluvia, pero está muy buena…

* * *

La cena no tardó en estar preparada; Colette le hizo los honores. La anciana,


sentada enfrente de ella, la miraba comer, satisfecha al verla con tan buen apetito. A
veces, tendía el oído, y Colette percibía entonces los silbidos del viento.
—¡Ese Félix no acababa de llegar! —decía la anciana—. Desde luego, va a hacer
el viaje en balde, porque usted dormirá aquí esta noche, mamzelle, y yo voy a
quedarme también por si necesita usted algo. ¡No puede usted marcharse por esos
mundos en una noche como ésta! La señora me lo reprocharía toda la vida, y haría
muy bien.
Colette se apresuró a rechazar el ofrecimiento, para que mamá Bouchard pudiera
regresar a la granja; propuso incluso acompañarla a la granja, pero allí no había sitio
apenas, ni comodidades. En tanto que aquí, cinco habitaciones para los huéspedes, y
especialmente la bonita habitación rosa, se disputaban el honor de alojar a la joven.
Félix, que llegó en aquel momento, apoyó la propuesta de su madre. Ganada ya por el
sueño, Colette terminó por aceptar.
—Voy a subir a hacerle la cama, mamzelle —anunció la anciana—, y un buen
fuego. La señora siempre ha llamado a esa habitación «la habitación de mamzelle
Colette». Dale conversación, hijo, para que no se aburra.
El hijo ayudó a Colette a entrar el automóvil en el garaje. No llovía ya, pero la
noche era cada vez más fría, y Colette se estremeció. Se apresuró a regresar a la
cocina, en el momento en que reaparecía mamá Bouchard.
—Bueno, tendré que marcharme —dijo Félix—. Buenas noches, mamzelle
Colette.
—Buenas noches, Félix.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, hijo. Dile a Celestine y a las pequeñas que mamzelle Colette irá

www.lectulandia.com - Página 273


a darles los buenos días mañana por la mañana. ¿Verdad, mamzelle Colette?
—Desde luego, mamá Bouchard.

* * *

La tartana, con un chasquido de látigo, partió al trote. La anciana cerró la puerta


con dos vueltas de llave, cogió la lámpara y, seguida de Colette, cruzó la casa. La
mezquina y vacilante claridad de la lámpara hizo el pasillo interminable, la escalera
gigantesca. Colette abrió los ojos de par en par: el sueño la había abandonado por
completo. No reconocía nada en aquella penumbra. Los pasos trotones y afelpados de
mamá Bouchard, los suyos pesados y repiqueteantes a causa de sus fuertes zapatos, la
llenaban de una vaga inquietud, como si unos y otros se hubieran introducido en una
morada en la que no tenían nada que hacer y de la cual serían expulsados en cuanto
les descubrieran. Era aquella lámpara, aquella claridad de ladrón la que creaba
aquéllas estúpidas fantasías. Pero sospechar su origen no las suprimía, ni mucho
menos.
Tan largo como el de la planta baja, el pasillo del primer piso estaba provisto de
doce puertas, simétricamente repartidas entre las dos paredes, y de una
décimotercera, la de la habitación rosa, situada al final. Al pasar ante la segunda
puerta de la izquierda, la anciana la señaló con la mano.
—Voy a acostarme aquí —dijo—. Es la habitación de Fernanda. Si necesita algo,
llame con los nudillos. Tengo el sueño muy ligero…
«¡Qué lejos vamos a estar una de otra!», pensó Colette. Pero por nada del mundo
hubiera expresado su pensamiento: bastante le pesaba ya el tenerlo. Finalmente,
llegaron a «su» habitación, una habitación deliciosa, amueblada a la antigua y con
colgaduras de brocado. Aquí, Colette había intuído a veces en ella un alma romántica
y tierna. Desde el umbral, comprendió, aquella noche, que era verdad. Un hermoso
fuego bastaba para iluminar aquella encantadora habitación, para hacerla tan cálida a
la vista como a la piel.
—¡Ya hemos llegado! —dijo la anciana. Colocó la lámpara sobre la mesilla de
noche. Bueno, buenas noches, mamzelle Colette. ¡Vaya! Soy una vieja estúpida. En la
habitación de Fernande hay una vela y me he olvidado de cogerla al pasar… Tendrá
que dejar un momento la puerta abierta, sólo para llegar hasta allí.
Colette vio alejarse la menuda silueta y mezclarse con la oscuridad. Oyó la voz
nasal:
—¡Voy a encender una cerilla!
Una diminuta llama surgió a lo lejos, resucitando el busto de la anciana.
—¡Ya puede usted cerrar, mamzelle Colette! Buenas noches.
—Buenas noches, mamá Bouchard.

www.lectulandia.com - Página 274


* * *

Colette apartó el visillo de una de las dos ventanas y, haciéndose pantalla con las
manos, se esforzó por ver a través de la noche, por reconstruir, al menos por algunas
líneas, el hermoso jardín de Pietremont, por justificar con una imagen el susurro del
viento y las agudas quejas que arrancaba a los árboles. Era imposible. Fuera no había
más que un agujero negro, lleno de lamentos y de ahogadas llamadas. Colette suspiró
y fue a tenderse sobre la alfombra, delante de las llamas. ¡Qué soledad! En cualquier
otra ocasión probablemente se hubiera alegrado de ella. Pero hoy deseaba una
presencia, la llamaba. ¿El príncipe encantador?… «Es indigno de una muchacha que
posee un seis caballos y se viste de chico». Pero no se dejó engañar por aquella
ironía, la consideró inoportuna. Vio toda clase de maravillas en las llamas… Luego se
desvistió lentamente, con la mirada fija. El rumor del viento no llegaba ya hasta ella.
Acostada de lado, tapada hasta la barbilla, Colette, la lámpara apagada, contempló
en el techo los reflejos del fuego.
—Buenas noches, Colas —dijo.
El sueño se apoderó de ella.

* * *

De repente, se incorporó en la cama. Por los tumultuosos latidos de su corazón,


adivinó que sucedía algo. No ocurría nada. Había, simplemente, un hombre en la
habitación.
De pie ante las brasas del hogar, se dibujaba la forma negra de un joven. Colette
la veía de espaldas, en una actitud descuidada y graciosa, apoyándose sobre una
pierna, ligeramente doblada. ¡Y hacía malabarismos! Los hacía lentamente, con una
bola grande y tan negra como ella. La mano derecha la lanzaba al aire, y la cabeza de
la sombra se echaba hacia atrás para seguirla con los ojos. La bola volvía a caer en la
mano izquierda, pasaba de una mano a otra, era lanzada de nuevo. Colette creyó que
estaba soñando. Recordó el nombre que había pronunciado en el instante de quedarse
dormida, y casi sonrió. ¡La aparición era tan pura, con sus gestos medidos! Pero de
pronto, la muchacha adquirió constancia de un ruido real, en el momento en que la
bola volvía a caer en la mano izquierda, con un chasquido semejante al de un bofetón.
Se sintió inundada de un miedo espantoso, de un temblor que sacudió todo su cuerpo,
mientras permanecía fascinada por el malabarista y su juego. Ahora no llegaba
ningún murmullo del exterior, la naturaleza se había inmovilizado. El oído de Colette
no percibía más que el ruido de la bola, el zumbido del silencio y los latidos de su
propio corazón. El fuego crepitó dos veces, brotó una llama.
La joven vio entonces la sombra de la sombra. Se arrastraba casi invisible por el

www.lectulandia.com - Página 275


suelo, apenas más negra. Los ojos de Colette huyeron hacia la pared donde se
apoyaba su lecho, opuesta al hogar y al malabarista. ¡Y descubrió en ella la
continuación de la sombra, difusa y monstruosa, que llegaba hasta el techo! Algo
inmenso palpitaba suavemente a los dos lados, como unas alas, y, cada vez, un astro
negro recorría el techo de un extremo a otro. Eran los brazos y la bola. Colette, con
los ojos alzados, fue presa de un vértigo; tuvo la absurda impresión de que se
inclinaba sobre el precipicio de la nada, en los límites de la tierra, donde giran los
otros mundos. El ruido de la bola sobre la mano le devolvió su aterrorizada
consciencia. Pensó bruscamente que la sombra, para alcanzar la pared, para trepar
hasta el techo, tenía que deslizarse a lo largo de la cama, pasar sobre ella… Una
sensación de indescriptible horror puso rígidos todos sus miembros, desde los talones
hasta la nuca. Intentó con todas sus fuerzas retroceder, hundirse en el colchón.
Imaginó que había una puerta abierta detrás de ella y el vértigo la acometió de nuevo;
cayó, en una caída desatinada y bienhechora. Pero la caída se interrumpió
repentinamente, y Colette volvió a encontrarse con la espalda pegada a aquel
espantoso colchón como a una pared. La muchacha volvió la cabeza varias veces,
gimiendo. Delante del hogar, la sombra continuaba sus malabarismos, impasible,
sobrehumanamente tranquila. Colette apartó la sábana, que al fruncirse, hizo un ruido
terrible. La sombra seguía entregada a sus malabarismos. Con un esfuerzo que debía
salvarla o perderla, ya que era el último, Colette lo sabía perfectamente, saltó de la
cama, abrió la puerta y echó a correr como una loca a lo largo del oscuro pasillo.

* * *

Mientras corría, pensó en mamá Bouchard. Pero ¿dónde llamar? ¿Cómo gritar?
Tenía que huir. Se precipitó por la escalera sin verla, rodó de peldaño en peldaño,
provocó en la silenciosa casa un tumulto que, estaba segura de ello, iba a atraer al
hombre. Se lo imaginó detrás de ella, luminoso en la oscuridad del mismo modo que
había sido oscuro delante del fuego, tirándole la bola negra que la aplastaba. Aunque
le dolía todo el cuerpo, se puso en pie, reemprendió la huida. Adivinó una puerta
abierta: la gran puerta de la antecámara. Por lo tanto, el hombre era de carne y hueso,
puesto que había entrado por aquí… Colette se encontró fuera y siguió corriendo, con
la camisa pegada al cuerpo por el sudor de su angustia y el frío de la noche, los pies
desgarrados por todos los guijarros de la avenida. Y, mientras corría, no cesaba de
gemir: «Voy a morir, voy a morir», ya que, a cada instante, tenía la sensación de que
iba a caer de nuevo y de que, aquella vez, no volvería a levantarse. Alcanzó, no
obstante, la verja de la finca, distinguió vagamente la carretera y siguió corriendo
unos minutos más. Luego cayó al pie de un álamo blanco y se desvaneció.

www.lectulandia.com - Página 276


* * *

Recobró el conocimiento entre dos gendarmes, cuyos rostros preocupados vio


inclinados sobre ella. Más allá, a través de las ramas, el cielo se iluminaba con las
primeras claridades del alba. Colette apartó la cantimplora que habían aplicado a sus
labios y cuyo líquido le quemaba la boca.
—Me duele todo —murmuró—. Me duele todo… Tengo frío.
Uno de los gendarmes se quitó el capote, en tanto que el otro seguía sosteniendo a
la joven. La envolvieron con cuidado.
—Mírale los pies —dijo uno.
Colette oyó un relincho y se sobresaltó.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó en voz baja.
—Nada, nada… Son nuestros caballos. Bueno, ¿qué es lo que ha ocurrido? ¿Por
qué está usted aquí, de este modo?
Colette respondió con algunas frases entreveradas de lamentos. Le dolía la
cabeza, le dolía todo el cuerpo, y los latidos de su corazón le atravesaban el pecho. En
cuanto hubo dicho que el hombre hacía malabarismos, uno de los gendarmes, que era
sargento, exclamó:
—¿Hacía malabarismos? ¿Está usted segura de que hacía malabarismos,
mamzelle? ¿Y quién había en la casa? ¿Mamá Bouchard? ¡Dios mío, tenemos que
darnos prisa!
Montó inmediatamente en su caballo, y su compañero le tendió a Colette.
Partieron al galope. El sargento apretaba a la muchacha contra él, diciendo:
—Duelen tantas sacudidas, ¿verdad, pequeña? Pero tenemos que llegar allí en
seguida, ¿comprende? Tenemos que detenerle. Lo estamos buscando desde anoche.
Es un loco.
Traspasada de dolor, con la cabeza apoyada en el hombro del jinete, Colette no
comprendía nada. Llegaron a la verja y cruzaron el parque al galope. A la pálida
claridad del amanecer, la casa de las ventanas cerradas parecía aún más muerta que la
víspera. La puerta seguía abierta, tal como Colette la había encontrado. Los
gendarmes echaron pie a tierra, y el sargento llevó a la joven a la antecámara, la
instaló en un sofá.
—Está en el primer piso —dijo Colette maquinalmente—, al fondo del pasillo…
en la habitación rosa.
El sargento se dirigió al lugar donde se encontraba su caballo y regresó con una
especie de gualdrapa gris. Luego, los dos gendarmes subieron las escaleras de cuatro
en cuatro. Colette les oyó correr por encima de su cabeza. Se oyeron unos gritos.
Colette trató de levantarse, pero le dolían demasiado los pies. Unos gritos espantosos.
Los gendarmes reaparecieron en lo alto de la escalera, mortalmente pálidos.
Descendieron lentamente los peldaños. Las manos del sargento estaban cubiertas de

www.lectulandia.com - Página 277


sangre.
—Vete al manicomio sin perder tiempo y habla con el director —le dijo a su
compañero—. Dile que lo hemos encontrado aquí, que le hemos puesto la camisa de
fuerza y que está encerrado. Ellos se ocuparán de venir a buscarlo.
El sargento bajó la voz para que Colette no pudiera oírle:
—Diles también que ha vuelto a las andadas… Yo iré a avisar a Félix Bouchard.
No hay más remedio, tengo que ir. ¡Pobre muchacho! No sé si tendré el valor
suficiente para contárselo todo…
Añadió:
—De camino, me llevaré a la pequeña.
Cada uno tiró por su lado.

* * *

El intruso en su habitación y la cabeza cortada tuvieron funestas consecuencias


para Colette. Cuando se hubo repuesto de la larga enfermedad provocada por su caída
y su loca carrera nocturna, fue a completar su convalecencia a Angulema, junto a
Louise Mourier. Fue allí con la intención de pasar unas semanas; se quedó para
siempre. Ahora tiene la edad que tenía su tía aquella famosa noche. Cuando le
preguntan por qué no se ha casado, se encoge de hombros, como Louise. Pero no da
ninguna explicación. ¿Para qué? ¿Acaso comprendería alguien que el terror puede
agostar un alma, como el sol agosta a las flores?

www.lectulandia.com - Página 278


EL EMISARIO
RAY BRADBURY

www.lectulandia.com - Página 279


S UPO que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la
casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos
rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar
de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual
que el otoño.
Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña.
Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por
el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. «A causa
de la sal», declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
—Baja —le advirtió Martin—. A mamá no le gusta que te subas a la cama.
—Torry aplastó sus orejas—. Bueno… —condescendió Martin—. Pero sólo un
momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró
intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas
secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién
nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
—¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el
otoño; como antes, cuando la enfermedad no le había postrado en la cama. Ahora, su
único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas,
color de oro pajizo.
—¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de
una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino
deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas
lluvias. Allí había estado Torry.
Y los lugares visitados por Torry, podían ser visitados después por Martin; por
que Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o
el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre
Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry
a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de
tumbas del cementerio, por el bosque… A través de su emisario, Martin podía ahora
establecer contacto con el otoño.
La voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin empujó al perro.
—¡Baja, Torry!
Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la
puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules.

www.lectulandia.com - Página 280


Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
—¿Está Torry aquí? —preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
—Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes
y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de miss Tarkins, y ha
excavado un enorme agujero. Miss Tarkins está furiosa.
—¡Oh! —Martin contuvo la respiración.
Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía
que mantenerse quieto.
—Y no es la primera vez —dijo mamá—. ¡El de hoy es el tercer agujero que cava
esta semana!
—Tal vez está buscando algo.
—Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chafardero incorregible. Siempre
está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una
sonrisa.
—Bueno —concluyó—, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que
atarle y no dejarle salir más.
Martin abrió su boca de par en par.
—¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría… nada. Él me lo
cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.
—¿De veras, hijo mío?
—Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
—Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año
que acababa de transcurrir, sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría
abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
—¡Sal, Torry!
Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un
cartoncito cuadrado, con mías letras dibujadas en negro:
Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo?
¡Sígame!
La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior,
todos los días.
—¿Le dejarás salir, mamá?
—Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.
—No lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro ladró.

www.lectulandia.com - Página 281


* * *

El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a


mistress Holloway, de la Elm Avenue, con un libro de cuentos como regalo; el día
antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante de mister Jacob, el
joyero, mirándole fijamente. Mister Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el
mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando,
corriendo, ladrando de nuevo…
Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta,
suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry corrió escaleras arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó
hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarle esta
vez. Quizás miss Palmborg, o mister Ellis, o miss Jendriss, o…
El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una vez femenina, juvenil,
alegre.
Se abrió la puerta.
Martin tenía compañía.

* * *

Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la
temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los
niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A miss Haight, otra vez, el sábado. Miss Haight era la joven sonriente y guapa con
el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de Park
Street. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes miss Clark y mister Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin le explicó su perro. Cómo en primavera olía a
flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por
el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que
Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes,
tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habló a Martin de Miss Haight la joven guapa y
sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a Miss Haight, pensando en su modo
de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su

www.lectulandia.com - Página 282


delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las
estaciones y de la gente.
Ahora esta muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba
muerta.
—¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
—Nada.
—¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?
—A descansar allí —rectificó mamá.
—¿A descansar allí…?
—Sí —dijo mamá—. Eso es lo que hacen.
—No parece que tenga que ser muy divertido.
—No creo que lo sea.
—¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están
cansados de estar allí?
—Bueno, ya has hablado bastante por hoy —dijo mamá.
—Sólo quería saberlo.
—Pues ahora ya lo sabes.
—A veces creo que Dios es tonto.
—¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
—¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí
tendida, sin moverse? ¿No crees que podría encontrar un sistema mejor? Cuando yo
le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa
mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama… Apuesto lo
que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo
mismo, ¿verdad Torry?
Torry ladró.
—¡Basta! —dijo mamá, en tono firme—. ¡No me gusta que hables de esas cosas!

* * *

El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del
río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin
olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer,
no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin. Nadie parecía prestar
atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin
estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
—Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso… La gente tiene

www.lectulandia.com - Página 283


otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados
al cuello.
—Sí —dijo Martin—, debe de ser eso.

* * *

Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos.
Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o… algo. Algo que Martin
no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los
visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego… nerviosamente. Luego…
ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue
inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa.
Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry
no iba a regresar a casa… nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la
almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que
lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de
nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido
entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o
envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo
estaba muerto.

* * *

Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los
tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama,
mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días
se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban
desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura. Pero sólo era un
espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora
no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. Miss Tarkins, la
vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y

www.lectulandia.com - Página 284


luego se marcharía a su casa.
Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del
otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
Miss Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó
todas las luces y se marchó a su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando
las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara,
iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la
ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando
fantasmales sueños infantiles.
Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban
sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola
contra la casa de cuando en cuando.
Eran más de las nueve.
Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior… Un
cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara…
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en
sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El sonido se repitió.
Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y
millas de distancia.
Era el fantástico eco de un perro… ladrando.
Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de
un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro
dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y
retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro
estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la
vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su
cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has
estado? ¡Oh, Torry, Torry!
Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del
perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarle solo
tantos días… Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo
todo… Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas
secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora… junto a la misma casa,

www.lectulandia.com - Página 285


ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando junto a la puerta.
Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar que papá y mamá
regresaran a casa? Esperar. Si, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras
esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a
sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que
se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. Mr. Buchanan, o Mr. Jacobs, o
quizás Miss Tarkins.
La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación
y se encaramó al lecho de un salto.
—¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír
y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor que había traído Torry era… distinto.
Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De
las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y… algo más. Un
pequeño trozo blanquecino de… ¿piel?
¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra
era… la espantosa tierra del cementerio.
Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry
era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera: Lentamente. Arrastrando
un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.
—¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? —gritó Martin.
Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La puerta de la habitación se abrió.
Martin tenía compañía.

www.lectulandia.com - Página 286


Notas

www.lectulandia.com - Página 287


[1] Así es como los campesinos llaman a un eclipse. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 288


[2] La creencia popular en Trishka deriva, probablemente, de alguna tradición del

Anticristo (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 289


[3] Tyburn era el lugar donde se ajusticiaba, ahorcándolos, a los condenados a muerte.

(N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 290


[4] M. A.: Magister Artium: Maestro de Artes. F. A. S.: Fellow of the Society of Arts:

Miembro de la Sociedad de Artes. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 291

También podría gustarte