Narraciones Terrorificas Vol 4 - AA VV
Narraciones Terrorificas Vol 4 - AA VV
Narraciones Terrorificas Vol 4 - AA VV
www.lectulandia.com - Página 2
AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 09.09.16
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Narraciones terroríficas ACERVO. Vol. 2
AA. VV., 1964
Traducción: Alfredo Herrera & José María Aroca
Selección: José A. Llorens
Escaneo: Walter Lombardi
Retoque de cubierta: Piolin
www.lectulandia.com - Página 4
NARRACIONES
TERRORÍFICAS
(CUARTA SELECCIÓN).
Selección de
JOSÉ A. LLORENS
www.lectulandia.com - Página 5
EL PRESIDENTE DEL JURADO
CHARLES DICKENS
www.lectulandia.com - Página 6
H AN pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato
que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar
con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo
hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido
sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto,
desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad
de aquel hombre.
Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó —o, mejor dicho, nadie
insinuó públicamente sospecha alguna— del hombre que después fue procesado. Por
la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar
en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.
Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del
descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví,
incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un
dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de
que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea,
fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la
víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de
las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St.
James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de
un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien
procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A
continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso,
tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.
Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente
y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar
numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna
en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos
hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro.
El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo le
seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada
amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan
frecuentada atrajo mi atención; pero en seguida se desvió hacia otra y más notable
particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás
peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie,
según pude observar, les rozaba, les miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana
www.lectulandia.com - Página 7
los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad
y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte: no se crea por esto que
yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle
de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz
de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la
filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía
sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo
digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme
muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo,
pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me
sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y
«ligeramente dispépsico».
Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento
mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía
ninguna enfermedad, ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.
A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al
público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto
del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de
asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había
sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia
definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las
próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto
de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es
posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o
aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.
Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de
dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una
puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi
baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera
claveteada.
Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones
al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que
daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la
puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre
que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos
que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin
refinar.
Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente,
me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela
encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.
www.lectulandia.com - Página 8
Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
—¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis
facultades he imaginado ver…?
Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él
exclamó:
—¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte
años, hubiese captado la situación antes de que yo le tocase. Su reacción, cuando
apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la
provocó aquel contacto.
Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije
ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no
haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de
explicar, de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño,
del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con un papel en la mano.
Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente.
Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia.
Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba —
aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no— que era costumbre nombrar jurados a
personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación.
El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que
mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se
limitaba a entregar la citación.
Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la
menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de
esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este
modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En
Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una
negrura opresiva.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que
conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada
de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y
vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el
mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin
considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo
criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe
considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente
aclarado en mi mente.
Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a
www.lectulandia.com - Página 9
través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su
atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de
las ventanas y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín
que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el murmullo de la concurrencia,
sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz
alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, que eran dos, y
ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer
comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó, le reconocí como el
primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese
tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me
encontré con fuerzas para contestar: «¡Presente!».
Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso,
que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular,
experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era
el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso
de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido,
moviendo la cabeza. Supe luego —por el propio abogado— que las primeras y
presurosas palabras del acusado habían sido éstas: «Haga sustituir a ese hombre como
sea». Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me
conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue
atendido su deseo.
Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también
porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo
proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a
mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre
todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es en este aspecto, y no
acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.
www.lectulandia.com - Página 10
doce.
A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si
se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos
considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con
persistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron en la London Tavern. Dormíamos todos en un amplio aposento, en
lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un
funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel
funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía
una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz
agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.
Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado
transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir
y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado
y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le
agitó un estremecimiento y exclamó:
—¿Qué es eso?
Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los
hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a
Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad,
riendo:
—Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin
cama. Pero es un efecto de la luz de la luna.
Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos
un paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar
los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la
cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la
almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para
dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a
mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho,
que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta.
Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar,
resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en
Piccadilly —si podía aplicársele la expresión «hombre»— era el asesinado,
persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera
para la cual yo no estaba preparado.
El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada
una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen,
encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado
practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y
www.lectulandia.com - Página 11
examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la
iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en
Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del
funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un
dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
—Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro
como ahora.
Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo
había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así
sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la
aparición.
Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos
juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos
mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de
cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante
nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.
Figuraba entre nosotros cierto sacristán —el hombre más obtuso que he visto en
mi vida— que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones,
apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma
parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por
las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas
como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos
se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos
disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volví a ver al hombre asesinado. Se
detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e
intervenir en su conversación, le perdí de vista. Éste fue el principio de una serie
interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado
se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre
ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios le desfavorecían, hacíame
imperiosos e irresistibles signos para que le defendiera.
Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no
había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en
esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la
defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía
continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona
que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el
degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se
tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose
ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en
que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha,
ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante
www.lectulandia.com - Página 12
herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que,
habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó
que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola
al rostro y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino.
Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con
más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la
consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se
dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún
estremecimiento o desasosiego súbito. Parecíame que a aquel ser le estuviera vedado,
por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus
mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte
voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de
degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de
su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente
con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de
descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el
fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán,
para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de
las sesiones, tras una pausa, que hacía diariamente a primera hora de la tarde para
descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco
antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la
aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por
encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados
estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y
hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez
instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él
comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por
la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los
papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio,
su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía
tan bien, y al fin hubo de murmurar:
—Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido
cierta opresión…
No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.
A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los
mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos
letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la
sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las
mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente
claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma
lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los
www.lectulandia.com - Página 13
celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las
mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me
llevaba a sentirme presidente de jurado desde una, época remotísima, y me recordaba
el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a
los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante
mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la
expresión «el hombre asesinado» no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me
preguntaba repetidamente: «¿Por qué no le mira?». Pero no le miró.
Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los
últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla
a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos
originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para
pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de
nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero
el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo
por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a
las doce y diez.
Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala.
Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció
dejarle satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su
cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por
primera vez.
Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo
desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.
El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo
que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas
palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de «breves frases titubeantes,
incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de
no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba
predispuesto contra él». Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en
realidad fue ésta:
—Señoría: me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su
puesto al presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese
libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi
habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del
cuello.
www.lectulandia.com - Página 14
EL PRADO DE BEZHIN
IVAN TURGUENIEV
www.lectulandia.com - Página 15
E RA un glorioso día de julio, uno de esos días que sólo llegan después de
muchas jornadas de buen tiempo. Desde el amanecer, el cielo está claro; la
aurora no se inflama en fuegos, sino que se tiñe de suaves arreboles. El sol, ni
abrasador como en la época de la canícula, ni turbiamente rojo como en vísperas de
tormenta, sino radiante y benigno, discurre plácido detrás de una larga y estrecha
nube, brilla suavemente y se sumerge en su bruma de color lila. El alto borde sutil de
la nubecilla reluce, serpeando, y su lustre parece el de la plata labrada. Pero he aquí
que de nuevo se filtran los juguetones rayos del sol y, jovialmente, como si levantara
el vuelo, vuelve a remontarse, más intenso que nunca, su fulgor. Alrededor del
mediodía suelen presentarse muchedumbres de altas y redondas nubes color de oro
oscuro, con tenues bordes blancos. Semejantes a islas diseminadas a lo largo de un
interminable río, envueltas en sus diáfanas y transparentes mangas de uniforme azul,
apenas parecen moverse de lugar; más allá, hacia el confín del horizonte, se agitan, se
apelmazan hasta el punto de tapar casi por entero el azul, pero tan azules ellas
mismas como el cielo, traspasadas de luz y tibieza. El color del horizonte, leve, de un
lila pálido, permanece inmutable todo el día, sin que en lugar alguno se oscurezca ni
asomen barruntos de tormenta. Acá y allá se extienden de arriba abajo faldas cerúleas
y caen algunas gotas de lluvia apenas perceptibles. Al atardecer desaparecen esas
nubes, y las últimas, negruzcas y vagas cual neblina, córrense en rosados círculos
frente al sol que se pone; en el lugar por donde se oculta con la misma placidez con
que despuntara en el cielo, un débil fulgor perdura breve rato sobre la tierra, cada vez
más oscura y centelleando débilmente como una lucecita, asoma en él la estrella de la
tarde. En tales días se suavizan todos los colores, luminosos pero no brillantes; todo
lleva el sello de cierta inquietante dulzura. Esos días aprieta a veces el calor, y hasta
vahea en los declives de los campos; pero el aire ahuyenta, disipa el bochorno
iniciado, y remolinos circulares de polvo —indicio seguro de tiempo estable— corren
por los caminos y a través de los campos de labor en altas y blancas columnas. El
aire, seco y puro, huele a trémula y a milhojas; y una hora antes de la anochecida no
hay la menor humedad en el aire. Días así son los que el labrador desea para la siega
del trigo.
Un día de ésos salí yo a cazar gallos monteses en el distrito de Tchern, de la
provincia de Tula. Encontré y cobré bastantes piezas; el atestado zurrón me agobiaba
los hombros. Pero ya se habían extinguido las últimas claridades del crepúsculo
vespertino, y en el aire, todavía claro, aunque no arrebolado ya por los rayos del sol
poniente, empezaban a adensarse unas sombras frías, de modo que decidí emprender
el camino de regreso. Con rápido andar crucé el largo campo de arbustos que
asciende por una colina, y en vez del esperado, conocido llano, con su encinar a la
derecha y su baja y blanca iglesuca a lo lejos, me encontré con otro paisaje que
www.lectulandia.com - Página 16
desconocía en absoluto. A mis pies se extendía un angosto valle, y delante de mí,
escarpado y prieto, se erguía un pinar particular. Me detuve, perplejo, y miré en torno
mío. «¡Vaya! —pensé—. Equivoqué el camino. Torcí demasiado a la derecha». Y
admirado de mi error me apresuré a abandonar la colina. Me envolvió una
desagradable y pegajosa humedad, como si hubiera entrado en una cueva; una hierba
alta, espesa, del fondo del valle, completamente mojada, albeaba en uniforme tapiz,
sobre el cual se hacía penoso caminar. Pasé rápidamente a la otra parte y, tomando
hacia la izquierda, pasé por delante del pinar. Los murciélagos revoloteaban ya por
encima de sus soñolientas quimas, trazando misteriosos zigzagueos en el vago y
confuso cielo; brusco y recto, volaba en las alturas un gavilán rezagado que volvía
presuroso a su nido. «En cuanto salga de este rincón —pensaba— daré con el
camino». Pero lo que hice fue dar un rodeo de una versta.
Finalmente, llegué al ángulo del bosque. Pero allí no había camino alguno. Ante
mí, cual nube amenazante, se extendían los arbustos rastreros, y a mis espaldas, allá
lejos, muy lejos, se vislumbraban unos campos pelados. Volví a detenerme. «¿Qué es
esto? ¿Dónde estoy?». Y traté de recordar dónde y cómo había estado aquel día.
«¡Ah, ya! ¡Éstos son los breñales de Parahin! —exclamé finalmente—. ¡Claro! Éste
tiene que ser el bosque de Sindyev… Pero ¿cómo he venido a parar aquí, tan lejos?
¡Qué raro! Ahora tengo que torcer de nuevo a la derecha».
Torcí a la derecha por entre los jarales. A todo esto, la noche se echaba encima y
se extendía cual nube de tormenta; parecía como si, juntamente con los vapores
nocturnos, se elevase por todas partes la oscuridad, escalando las alturas. Acerté con
un caminito no trillado, cubierto de maleza, y eché a andar por él, mirando con
atención hacia delante. Todo en torno mío oscurecía y callaba rápidamente; sólo de
cuando en cuando se oían los chillidos de las codornices. Un pajarraco nocturno,
sigiloso y rastrero, agitando sus blandas alas, casi me pasó rozando, y desvió su
vuelo, asustado. Salí del bosque y me encontré en un campo acotado. Aunque con
dificultades, percibía los bultos lejanos; albeaba aquel campo vagamente en derredor;
más allá, levantándose más a cada instante en enormes torbellinos, alzábase una
adusta bruma. Mis pasos resonaban sordamente en el aire cuajado. El empalidecido
cielo volvía a azulear… pero este de ahora era el azul de la noche, y en él
centelleaban débilmente las estrellas.
Lo que yo había tomado por un bosque resultó ser un tenebroso y circular
montecillo. «Pero ¿dónde estoy?», repetí en voz alta, y por tercera vez me detuve y
dirigí una interrogadora mirada a mi perro inglés, de color canela, llamado «Dianka»,
el más inteligente de todos los animales de cuatro patas. Pero el más inteligente de
todos los animales de cuatro patas se limitó a mover la cola y a guiñar humildemente
los cansados ojos, sin darme ningún consejo útil. Yo sentía vergüenza ante él y pugné
por seguir adelante, como si de pronto hubiera adivinado la dirección a seguir; costeé
el altozano y vine a encontrarme en una cueva no muy grande ni demasiado profunda,
y en el acto se apoderó de mí un extraño sentimiento.
www.lectulandia.com - Página 17
Aquella cueva tenía toda la traza de un caldero, con los lados en suave declive; en
el fondo veíanse unas cuantas piedras grandes y blancas, alineadas, que parecían
puestas allí para algún misterioso conciliábulo… Y hasta tal punto era intenso el
silencio, y tan liso y bajo pendía sobre aquel lugar el cielo, que a mí, la verdad, se me
encogió el corazón. Entre aquellas piedras, alguna alimaña lanzaba gritos débiles y
lastimeros. Me apresuré a volver atrás, hacia el montecillo. No había perdido aún las
esperanzas de encontrar el camino de regreso; pero allí hube de convencerme
definitivamente de que me había extraviado del todo; y sin hacer demasiado por
reconocer aquellos alrededores, casi enteramente sumergidos en la niebla, eché a
andar en línea recta, a la luz de las estrellas… a la ventura. Cuando llevaba media
hora andando estaba tan fatigado que me costaba trabajo mover los pies. Parecía
como si nunca hubiese andado por parajes tan desiertos; por parte alguna brillaba el
menor fueguecillo ni se oía el menor ruido. Sucedíanse unas a otras las peladas
colinas, y extendíanse hasta el infinito Campos y más campos, y los matorrales
parecían brotar como por ensalmo de la tierra ante mis narices. Seguía caminando, y
tenía intención de echarme en cualquier lugar y aguardar a que amaneciera, cuando
de repente me encontré ante un tremendo abismo.
Me apresuré a apartar el pie que me disponía a avanzar, y a través de la incierta
claridad de la niebla descubrí debajo de mí un descomunal barranco. Un ancho río lo
colmaba en un semicírculo que arrancaba de mí mismo; los acerados destellos del
agua, rebrillando vagamente a trechos, indicaban su curso. La colina en la cual me
encontraba, quebrábase de pronto en un tajo casi perpendicular; sus enormes
contornos resaltaban, negreando sobre el fondo de aquella azul, áurea oquedad, y
directamente a mis pies, en un ángulo formado por el barranco y la llanura, junto al
río que en aquel lugar manteníanse inmóvil, cual oscuro espejo, bajo el mismo corte,
con roja llamarada, ardían y humeaban, una junta a otra, dos pequeñas fogatas. En
torno a ella bullía la gente, fluctuaban sombras, y de cuando en cuando su reflejo
iluminaba la mitad anterior de una pequeña cabeza de pelo rizado.
Finalmente, reconocí el lugar donde me encontraba. Aquel prado era conocido en
la región con el nombre de prado de Bezhin. Pero no cabía ni siquiera pensar en
regresar a casa, sobre todo de noche; las piernas me flaqueaban de cansancio. Decidí,
pues, acercarme a aquellas fogatas, y en unión de aquella gente, que suponía eran
pastores, aguardar la llegada del alba. Bajé de la loma sin ningún tropiezo, y no había
tenido tiempo de soltar la última rama a la cual me había asido, cuando dos perrazos
blancos, ladrando furiosamente, se lanzaron contra mí. Alrededor de la fogata se
oyeron unas voces de timbre infantil, y dos o tres muchachos se levantaron de un
salto. Inmediatamente corrieron hacia el lugar donde me encontraba, espantaron a los
perros, a los cuales yo había alarmado, debido especialmente a la presencia de
«Dianka», y se me acercaron.
Me había equivocado al tomar por pastores a los bultos sentados junto a las
fogatas. Eran simplemente unos chicos campesinos de las vecinas aldeas, que
www.lectulandia.com - Página 18
guardaban caballos. En el caluroso tiempo estival, nuestros campesinos tienen la
costumbre de echar los caballos a pacer libremente en los campos por la noche, pues
durante el día moscas y tábanos no les dejan en paz. Los sueltan al atardecer y los
recogen al alba, cosa que constituye una fiesta para los chicos. Destocados, con viejas
blusas cortas, montan en los más bravíos potros y allá van, lanzando alegres gritos y
exclamaciones, aspeando brazos y piernas, dando grandes brincos y riendo a
carcajadas. Una leve polvareda se alza, en amarillentas columnas, del camino; a lo
lejos se oye un acompasado trote, corren los caballos, enarcando las orejas, y al frente
de todos, sacudiendo la cola y trenzando los pies, marcha algún alazán con granos de
bardana en las revueltas crines.
Les dije a los chicos que me había perdido y me senté con ellos. Y ellos, después
de preguntarme de dónde venía, guardaron silencio y se apartaron a un lado.
Charlamos un poco. Luego me tendí al pie de un carcomido arbusto y miré a mi
alrededor. El cuadro era maravilloso; en torno al fuego temblaba, como agonizando,
en pugna con la oscuridad, un rojo anillo de luz; la llama, reanimándose, proyectaba
de cuando en cuando rápidos destellos sobre los rasgos de aquel anillo; una fina
lengua de luz dejaba ver las peladas ramas, y luego desaparecía; largas sombras,
prevaleciendo a su vez por un momento, alargábanse hasta las mismas fogatas; luz y
sombras se confundían. A veces, cuando la llama desfallecía, y el anillo de luz se
debilitaba, destacábase inesperadamente de la bruma una cabeza equina, baya con
pintas o enteramente blanca, que nos miraba con roma atención, paciendo tercamente
la crecida hierba, y luego volvía a borrarse y a desaparecer, sin que supiéramos de su
presencia más que por el ruido que hacía al pacer y por los relinchos que lanzaba.
Desde el lugar iluminado resultaba difícil saber lo que pasaba en la sombra, y por eso
de cerca parecía como si todo estuviera envuelto en un negro velo; pero en
lontananza, hacia el confín del horizonte, como largos manchones, vislumbrábanse
vagamente las colinas y el bosque. El cielo oscuro, limpio, solemne y de una altura
inasequible, cerníase sobre nosotros con toda su misteriosa magnificencia. Los
pechos oprimíanse gratamente al aspirar aquella especial fragancia sofocante y fresca,
la fragancia de las noches estivales en Rusia. En torno nuestro no se oía casi ningún
rumor. Apenas si de cuando en cuando, en el cercano río, dejábase oír el súbito
chapoteo de un pez grande y el leve ruido de los estremecidos juncos, ligeramente
sacudidos por las fluyentes aguas… Sólo las pequeñas fogatas chisporroteaban
quedamente.
En torno a las fogatas estaban sentados los muchachos, y también aquellos dos
perros, junto a los cuales tuve que sentarme. Aún tardaron largo rato en
acostumbrarse a mi presencia, y guiñando, soñolientos, los ojos, y tendiéndose junto
al fuego, enseñaba a ratos los colmillos, con un sentimiento de personal dignidad;
enseñaban primero los colmillos y luego lanzaban leves gemidos, como si lamentasen
la imposibilidad de satisfacer su deseo. Los muchachos eran cinco: Fedya, Pavlusha,
Ilyusha, Kostya y Vanya. Por lo que hablaban, vine a saber sus nombres, y ahora
www.lectulandia.com - Página 19
trataré de presentárselos al lector.
Al primero, el mayor de todos, Fedya, le habrías echado unos catorce años. Era
un chico fuerte, de facciones rubicundas y finas, un poco menudas; pelo rubio claro,
rizado; ojos llenos de brillo, y una constante sonrisa, entre jovial y distraída, en los
labios. Era, a juzgar por todos los indicios, de familia acomodada, y si salía a los
campos no lo hacía por necesidad, sino por diversión. Vestía una blusa de indiana, de
colorines, con ribete amarillo; sobre sus estrechos hombros sosteníase apenas una
casaquilla corta, flamante, y de su cinturón azul colgaba un peine. Sus botas, con
polainas, eran eso, sus botas…, no las de su padre.
El segundo de los chicos, Pavlusha, tenía el pelo crespo, negro; garzos los ojos,
anchos mofletes, la cara pálida, picada de viruelas; la boca grande, pero de trazo
regular; una cabezota enorme, como una caldera, según suele decirse; el cuerpo
rechoncho y desgalichado. Era un chico feo, ni que decir tiene, pero a mí me fue
simpático; tenía un mirar inteligente y franco, y hasta en su voz vibraba energía. De
indumentaria no podía presumir, pues toda ella consistía en una sencilla blusa raída y
muy mal cortada.
El tercero, Ilyusha, tenía una cara harto insignificante: nariz corvina, ojos de
cegato y una expresión de estúpido, morboso ensimismamiento; no movía sus
fruncidos labios ni enarcaba las cejas, y parecía guiñar los ojos, deslumbrado por el
fuego. Su pelo amarillento, casi albino, asomaba en agudas greñas por debajo de su
gorrita de fieltro, que se encasquetaba hasta las orejas con ambas manos. Llevaba
zuecos nuevos; una gruesa cuerda, liada con tres vueltas a la cintura, ceñía
primorosamente su primorosa casaquilla negra. Tanto él como Pavlusha no
aparentaban más de doce años.
El cuarto, Kostya, que tendría unos diez, despertó mi curiosidad con su modo de
mirar pensativo y triste. Tenía una cara pequeñina, mustia, con pecas, y afilada como
la de las ardillas. Apenas si podía despegar los labios; pero lo que producía una
impresión más extraña eran sus ojos grandes, negros, brillantes, y que parecían querer
decir algo para lo que la lengua humana —la suya por lo menos— no encontraba
palabras. Era bajito, de complexión delicada, y vestía con mucha pobreza.
En el último, Vanya, no me fijé en el primer momento; estaba tumbado en el
suelo, acurrucado plácidamente bajo una raída esterilla, y sólo de cuándo en cuando
asomaba por ella su cabecita rubia, rizada. Aquel chico tendría a lo sumo ocho años.
Yo me había tendido al pie de un arbusto, a un lado, y contemplaba a los chicos.
Encima de una de las fogatas había un pequeño caldero, en el cual se asaban unas
patatas. Pavlusha, en cuclillas, las observaba y removía con un palito el agua
hirviendo. Fedya reposaba apoyado en un codo y recogidos los vuelos de su casaca.
Ilyusha estaba sentado junto a Kostya y también guiñaba los ojos sin cesar. Kostya,
con la cabeza baja, miraba algo en la lejanía. Vanya no se movía de debajo de su
esterilla. Yo me hice el dormido. Y al cabo de unos instantes, los chicos reanudaron
su conversación.
www.lectulandia.com - Página 20
Al principio, hablaron de las faenas del día siguiente, de los caballos; pero, de
pronto, Fedya se volvió hacia Ilyusha y, como si continuara una conversación
interrumpida, le preguntó:
—Bueno, y ¿qué? ¿Viste al domovoy?
—No, no le vi, nadie puede verle —respondió Ilyusha con una vocecita ronca y
débil, cuyo timbre encajaba perfectamente con la expresión de su rostro—. He oído
hablar de él… Sí, y no soy el único.
—¿Y dónde vive… entre vosotros? —preguntó Pavlusha.
—En el viejo molino de papel.
—¿Es que vas a la fábrica?
—Desde luego que vamos. Mi hermano Avdusha y yo somos satinadores de
papel.
—De modo que sois operarios…
—Bueno, ¿quién te lo ha dicho? —preguntó Fedya.
—Ocurrió así. Íbamos mi hermano Avdusha y yo, con Fyodor de Mihyevska,
Ivashka, el de las Colinas Rojas, Ivashka de Sohurukov, y otros…, en total seríamos
unos diez, es decir, toda la pandilla. Y se nos ocurrió pasar la noche en la fábrica; es
decir, no se nos ocurrió, sino que Nasarov, el encargado, nos lo mandó. Nos dijo:
«Vosotros, los chicos, no os marchéis a casa; mañana hay mucho trabajo, de modo
que no podéis iros». Por lo tanto, nos quedamos allí, y nos acostamos todos juntos, y
Avdusha salió diciendo qué íbamos a hacer si se nos aparecía el domovoy. Y no había
acabado de decirlo, cuando oímos andar a alguien por encima de nuestras cabezas;
nosotros estábamos tendidos abajo, y él andaba por arriba, junto a la rueda. Y le
oímos andar, y cómo crujían y temblaban las tablas bajo sus pies, y pasó por entre
nuestras cabezas, y de pronto empezó a sonar el agua de la rueda, y ésta se puso a
girar y rechinar, y girando siguió; pero el depósito quedó cerrado. A nosotros nos
chocó… «¿Quién lo habrá abierto para que salga el agua?». Pero la rueda seguía
volteando a más y mejor. Volvió entonces él otra vez a la puerta por encima de
nosotros y bajó por la escalerilla. La descendió sin precipitarse, y bajo sus pasos
parecían gemir los escalones… Luego llegóse a nuestra puerta, aguardó… aguardó…
y de repente la puerta se abrió, dando un portazo. Nos incorporamos, miramos…
nada. De pronto, miramos junto a la tina y vimos moverse un bulto, un bulto que se
levantaba, y se agachaba, y se elevaba en los aires como si lo empujasen, y luego
volvía a su sitio. Después, junto a la otra tina, un gancho se soltó de un clavo y luego
volvió a engancharse a él; luego oímos como si alguien se acercara a la puerta, y de
pronto rompió a toser, con un sonido muy agudo, parecido al balido de una oveja.
Todos nos levantamos y subimos uno detrás de otro… ¡Oh! ¡Qué canguelo teníamos!
—¡Hay que ver! ¿Y por qué tosería?
—No sé; quizá por la humedad.
Todos guardaron silencio.
—¿Qué? —preguntó Fedya—. ¿Están ya las patatas?
www.lectulandia.com - Página 21
Pavlusha las removió.
—No; todavía están duras. Mira, algo chapotea —añadió, volviéndose del lado
del río—. Algún sollo… seguramente… y allí ha caído una estrella.
—No, yo os lo diré, hermanos —dijo Kostya con tenue voz—. Oíd y fijaos en lo
que me contaba mi padre.
—Bueno, te escuchamos —dijo Fedya con aire de protección.
—Conocéis a Gavrila, el carpintero del arrabal, ¿verdad?
—Sí, le conocemos.
—¿Y sabéis por qué está siempre tan tristón y callado? ¿Lo sabéis? Pues os voy a
decir por qué está siempre tan tristón. Una vez, según dice mi padre, fue al bosque a
coger nueces. Bueno, fue al bosque por nueces y se perdió, y fue a parar… Dios sabe
adonde fue a parar. Anda que te anda, hermanos míos, y ¡nada!, que no podía atinar
con el camino, y ya se le echaba la noche encima. Y fue, y se sentó al pie de un árbol:
«¡Ea! ¡Qué diantre! Aguardaré aquí a que amanezca». Y se sentó y se durmió. Se
durmió, y de pronto oye que alguien le llama. Mira… ¡nadie! Vuelve a quedarse
dormido, y otra vez oye que le llaman. Vuelve a mirar y remirar, y se ve encima de él,
sentada en una rama del árbol, a una rusalka, que se columpia, y le llama, y se
troncha de risa… A todo esto la luna brillaba mucho, muchísimo… con toda claridad
brillaba la luna… como que, hermanitos míos, se podía ver todo muy bien. Bueno,
pues la rusalka sigue llamándole y llamándole… toda ella blanquita, reluciente, como
un pilón de azúcar en la rama del árbol… o también como las escamas de la carpa,
tan blancas que parecen de plata. A Gavrila el carpintero le daba vuelcos el corazón,
hermanitos míos… Pero ella no hacía más que reír y reír y llamarle con su manecilla.
Gavrila se levantó, y ya estaba a punto de hacerle caso a la rusalka, cuando Dios,
hermanitos míos, le inspiró e hizo la señal de la cruz… Pero ¡cuánto trabajo le costó,
hermanitos míos, hacer la señal de la cruz! Su mano parecía de piedra… Pero apenas
hubo hecho la señal de la cruz, hermanitos míos, la rusalka dejó de reír y de repente
se echó a llorar… Lloraba, hermanitos míos, y se secaba los ojos con el pelo… el
pelo que las rusalkas tienen verde como el cáñamo. Y Gavrila se quedó mirándola,
mirándola, y le preguntó: «¿Por qué lloras, pez del bosque?». Y la rusalka le
contestó: «Porque si no hubieras hecho la señal de la cruz habrías vivido alegremente
conmigo hasta el fin de los días, hombrecillo, y lloro y me consumo de pesar porque
has hecho la señal de Ja cruz; pero no seré yo sola en llorar y consumirse de pena,
que también tú andarás triste hasta el final de tus días». Y luego, hermanitos míos, la
rusalka bajó del árbol y en el acto vio Gavrila claro el modo de salir del bosque. Pero
desde entonces siempre está tristón.
—¡Bah! —exclamó Fedya tras un breve silencio—. ¿Cómo podría esa impura
criatura del bosque dañar a un alma cristiana? Ya ves que él no le hizo caso…
—Sí —asintió Kostya—. Y eso que Gavrila dice que tenía una vocecita tan fina y
lastimera como la de un sapo.
—¿Y eso te lo contó tu padre? —inquirió Fedya.
www.lectulandia.com - Página 22
—Sí, él mismo. Yo estaba tendido en el camaranchón, y lo oí todo.
—¡Qué cosa más rara! ¿Por qué habría de estar triste? Cuando le llamó, señal de
que le había gustado.
—¡Claro que le había gustado! —asintió Ilyusha—. Lo que quería era coquetear
con él, eso era lo que quería… ¡Esas rusalkas son la mar de raras!
—Pues aquí también tiene que haber rusalkas —dijo Fedya.
—No —replicó Kostya—. Éste es un lugar limpio, libre. Sólo que… está cerca
del río.
Callaron todos. De pronto, en algún lugar a lo lejos se oyó un ruido fuerte,
vibrante, uno de esos inexplicables ruidos nocturnos que suenan a veces en medio del
hondo silencio, se elevan, ciérnense en el aire y poco a poco se van apagando, como
si muriesen. Y aguzas el oído… y no ves nada; pero el ruido continúa. Dijérase que
alguien grita y grita largo rato bajo el mismo horizonte, y que otro le contesta en el
bosque con una tenue y aguda risa, y un débil y ronco silbido se alarga sobre el río…
Los chicos se miraron unos a otros, dieron un respingo…
—¡Que el poder de la Cruz sea con nosotros! —susurró Ilyusha.
—¡Bah! ¡Son los chorlitos! —dijo Pavel—. No hay por qué asustarse. Vamos, las
patatas ya están cocidas.
Se acercaron todos al caldero y empezaron a comer las patatas. El único que no se
movió fue Vanya.
—¿Vienes o no? —le preguntó Pavel.
Pero Vanya no se movió de debajo de su esterilla. El caldero no tardó en quedar
vacío.
—¿No habéis oído contar, muchachos —preguntó Ilyusha—, lo que sucedió no
hace mucho aquí en Varnavitsi?
—¿En la presa? —inquirió Fedya.
—Sí, en la presa, en la que se hundió. Es un lugar impuro y solitario. Todo está
lleno de hoyos y barrancos, y en los barrancos pululan toda clase de culebras.
—Bueno, ¿qué fue lo que pasó? Cuenta…
—Pues veréis lo que pasó. Tú, Fedya, puede que no sepas que una vez enterraron
aquí a uno que se había ahogado. Fue hace mucho tiempo, cuando la laguna era
todavía honda… Sólo que su sepulcro se veía como un montecillo… Bueno, pues
hace días, el administrador llamó a Yermil, el montero, y va y le dice: «Ve, Yermil, al
puesto». Yermil siempre va al puesto. Se le había muerto uno de sus perros. No sé por
qué será, pero se le mueren todos los perros, no le viven, y eso que él es bueno… Fue
Yermil por el puesto, y anduvo de acá para allá, y al volver estaba un poco
borracho… Era de noche, una noche clara, de luna… Yermil iba por la presa, que era
su camino. Pues, como iba diciendo, iba Yermil el montero por la presa, y mira, y de
pronto ve que en el sepulcro de marras hay un borreguillo blanco, de lanas rizadas,
muy bonito, que anda por allí. Y Yermil va y dice: «Lo cogeré». Y va y trepa y lo
coge de una pata… Pero ¡sí, sí! Allí no había ningún cordero. Vuelve Yermil a
www.lectulandia.com - Página 23
montar en su caballo; pero el caballo empieza a piafar y a bracear, y a mover la
cabeza. Yermil consigue amansarlo y monta en él, y empieza a marchar. Y ve que el
borrego se le planta delante. Y va y lo mira, y el borrego se le queda mirando
fijamente a los ojos… Y a Yermil el montero le dio lástima. «¡Diantre! ¡No recuerdo
que los corderos miren a nadie a los ojos!». Y él le acaricia las lanas y le dice: «¡Rico,
rico!». Y de pronto va el cordero y rechina los dientes y le dice también: «¡Rico,
rico!».
No había acabado el narrador de pronunciar las últimas palabras, cuando los dos
perros se levantaron de un salto y con espasmódicos ladridos se apartaron del fuego y
desaparecieron en la sombra. Todos los chicos se asustaron. Vania salió de un brinco
de debajo de su esterilla. Pavlusha, dando un grito, echó a correr detrás de los perros,
cuyos ladridos no tardaron en alejarse. Oyóse un inquieto correr de los alarmados
caballos. Pavlusha gritó: «¡Gris! ¡Escarabajo!». Un momento después cesaron los
ladridos; la voz de Pavlusha sonaba lejana… Pasó un rato; los chicos se miraban unos
a otros, perplejos, como esperando ver en qué pararía aquello… De pronto sonó el
trotar de un caballo, el cual se quedó parado bruscamente junto a la misma fogata, y
Pavlusha, cogiéndose de las crines del animal, se apeó de un salto. También los dos
perros volvieron a introducirse en el círculo de luz y se sentaron, con sus rojas
lenguas fuera.
—¿Qué ha sido? —preguntaron los chicos.
—Nada —respondió Pavlusha, dándole palmaditas al caballo—. Los perros
debieron ventear algo… Pensé si sería el lobo —añadió en tono indiferente,
respirando a pleno pulmón.
Involuntariamente, me quedé mirando a Pavlusha con delectación. En aquel
momento estaba muy guapo. Su rostro, nada hermoso, animado por la rápida carrera,
inflamábase en el ardor de la osada gesta y firme resolución. Sin una vara en su
mano, de noche, no titubeó lo más mínimo, y montó en el caballo, y salió solo en
busca del lobo. «¡Qué gran muchacho!», me dije al mirarlo.
—Pero ¿viste al lobo, o no? —preguntó el cobardica de Kostya.
—Siempre andan por aquí a manadas —respondió Pavel—. Pero sólo se
alborotan en invierno.
Volvió a sentarse junto al fuego. Y al sentarse en el suelo, dejó caer su mano
sobre el peludo pescuezo de uno de los perros, que se estuvo quieto largo rato,
mirando de reojo, con marcado orgullo, a su amigo.
Vanya volvió a meterse debajo de la esterilla.
—¡Hay que ver las cosas de miedo que nos has contado, Ilyusha! —dijo Fedya,
que, a fuer de hijo de labrador acomodado, era allí el mandamás, y hablaba poco,
como si temiera comprometer su dignidad—. Y, encima, los perros salieron ladrando
de aquel modo… ¡Por algo dicen que éste es un lugar impuro!
—¿Varnavitsi? ¡Claro que sí! ¡Y tan impuro! Más de una vez dicen que se aparece
como un caftán de largos faldones, y que no hace más que gemir como si buscase
www.lectulandia.com - Página 24
algo en la tierra. Una vez se lo encontró el viejo Trofimitch. «Ivan Ivanitch, ¿puede
saberse qué busca usted en la tierra?».
—¿Eso le preguntó? —atajóle el asombrado Fedya.
—Sí, eso.
—Bueno… entonces, el tal Trofimitch era joven y bravo. ¿Y qué le respondió?
—«Busco un manojo de la hierba que corta». ¡Y con qué voz tan opaca, tan
opaca, dijo lo del manojo de hierba! «¿Y para que quieres el manojo de hierba que
corta?». «Pues para abrir el sepulcro, Trofimitch; quiero salir de él…».
—¡Hay que ver! —exclamó Fedya—. Por lo visto, le parecía haber vivido poco.
—¡Qué raro! —dijo Kostya—. Yo creía que a los difuntos sólo podía vérseles la
noche de Ánimas.
—A los muertos se les puede ver en todo tiempo —dijo Ilyusha con convicción.
Pude darme cuenta de que estaba más al corriente que los otros chicos de las
supersticiones aldeanas—. Pero la noche de Ánimas puedes ver también al vivo al
cual le toca morir aquel año. Para ello, basta con sentarse en el porche de la iglesia y
mirar al camino. Y verás pasar por delante de ti a quien ha de morir aquel año. El año
pasado fue a sentarse en el porche la vieja Ulyana.
—Bueno, ¿y vio a alguien? —preguntó Kostya con curiosidad.
—Claro que vio a alguien. Al principio estuvo mucho rato sentada sin ver nada ni
oír nada… Sólo un perro que ladraba y ladraba, no se sabía dónde. Y, de pronto, va y
mira, y ve pasar por el camino a un muchacho con una blusilla. Era Ivashka
Fedosyev.
—¿El que murió esta primavera? —preguntó Kostya.
—El mismo. Caminaba sin levantar la cabeza. Pero Ulyana le conoció… Luego
siguió mirando, mirando… y, ¡oh, Señor nuestro! Se vio a sí misma pasar por el
camino; a la propia Ulyana.
—¿Ella misma? —inquirió Fedya.
—Sí… ella misma.
—Pues ella aún no ha muerto.
—Todavía no se ha cumplido el año. Pero, fíjate bien en ella, y verás cómo
apenas le quedan alientos.
Volvieron a quedarse callados. Pavel echó a la lumbre un puñado de ramas secas.
Empezaron a arder en seguida en la llama súbitamente avivada; se retorcieron,
humearon, y se encogieron, levantando sus calcinados extremos. Los reflejos de la
lumbre proyectáronse trémulos por todos lados, especialmente hacia arriba. De
pronto, sin saberse de dónde, apareció una paloma blanca, revoloteó en dirección a
los reflejos, volvióse, azorada, hacia un lugar completamente invadido por aquel
brillo ardiente, y desapareció con un batir de alas.
—Por lo visto, se ha extraviado —dijo Pavel—. Ahora andará volando en busca
de un cobijo, y donde lo encuentre se quedará a pasar la noche hasta que amanezca.
—Pero dime, Pavlusha —inquirió Kostya—, ¿no es verdad eso de que el alma
www.lectulandia.com - Página 25
vuela al cielo?
Pavel echó al fuego otro puñado de ramas.
—Es posible —dijo finalmente.
—Y di, Pavlusha —inquirió a su vez Fedya—, ¿es cierto que en vuestro
Shalamovy visteis un portento celestial[1]?
—¿Te refieres a cuando el sol deja de verse? Pues sí.
—¿Y pasasteis mucho miedo?
—Sí, y no sólo nosotros. Nuestro señor nos había anunciado que iba a haber un
aviso, pero cuando empezó a oscurecer dicen que a él también le entró un susto
tremendo. Y en una isba de siervos, una viejuca, en cuanto empezó a oscurecer, fue y
cogió todas sus ollas y las estrelló contra la estufa. «¿Quién va a comer ya —dijo— si
esto es el fin del mundo?». Y la sopa de coles se derramó por el suelo. Y por allí, por
la aldea, corrieron rumores de que vendrían los lobos blancos y se comerían a la
gente, y también las aves de rapiña, y finalmente el propio Trishka[2].
—¿Quién es Trishka? —preguntó Kostya.
—¿No sabes quién es Trishka? ¡Hay que ver, hermano, lo ignorante que eres!
¡Qué ignorantes sois los de tu pueblo! Pues Trishka es un hombre asombroso que ha
de venir un día, y es un hombre tan extraordinario que no se le puede coger, ni nadie
puede hacerle nada; porque es, como digo, un ser maravilloso. Si por ejemplo,
quieren cogerlo los cristianos y le acometen con un palo, y tratan de aprisionarlo, él
con la mirada los fascina… de tal modo los fascina, que empiezan a pegarse unos a
otros. Si lo meten, por ejemplo, en la cárcel, va y pide un poco de agua en un
cantarillo, y le llevan el cantarillo, y él va y se zambulle allí y desaparece. Si lo
cargan de cadenas, no hace sino estirar las palmas de las manos, y las cadenas caen…
Bueno, pues ese tal Trishka andará por las aldeas y ciudades y seducirá a la gente del
campo, y no podrán nada contra él. Se trata de un hombre muy astuto y muy ladino…
—Bueno —siguió diciendo Pavel con su flemática voz—, también entre nosotros
le esperaban. Los viejos decían que en cuanto se produjera un aviso del cielo vendría
Trishka. Y el aviso se produjo. La gente salió a las calles, a los campos, a ver lo que
pasaba. Ya sabéis que tenemos un lugar raso, un miradero. Se ponen a mirar… y, de
pronto, del caserío de la montaña, ven venir a un hombre con una cabeza deforme,
muy raro, y salen todos gritando: «¡Trishka! ¡Que viene Trishka! ¡Que viene
Trishka!». Y, ¿quién diréis que era? Pues nuestro starosta echóse a una zanja; su
mujer se puso a gritar como una loca, y hasta el perro se asustó tanto que se soltó de
la cadena y saltó la valla y huyó al bosque. Y el padre de Kuska, Dorofyitch, empezó
a gritar como un poseso: «¡Allí viene el Enemigo, el Asesino de Almas!». No hay que
decir el susto que todos se llevaron… Y luego resultó que el tal monstruo era nuestro
tonelero Vavila; el hombre había comprado un barrilete nuevo y se lo había cargado
en la cabeza.
Todos los chicos se echaron a reír, y luego guardaron silencio un buen rato como
suelen hacer los que conversan al aire libre. Yo gire la vista en derredor: la noche
www.lectulandia.com - Página 26
estaba solemne y majestuosa; el húmedo frescor de las últimas horas vespertinas se
había trocado en el seco y templado relente nocturno, y todavía se había de prolongar
largo rato en blandas rachas sobre los dormidos campos; aún faltaba mucho para el
primer barrunto, para los primeros rumores y estremecimientos de la mañana, para
los primeros albores. No había luna en el cielo, que en aquella época del año tarda
mucho en salir. Incontables estrellas áureas parecían correr suavemente en todas
direcciones, con intermitentes centelleos, en la dirección de la Vía Láctea, y en
verdad, al mirarlas, creíase sentir el incesante girar de la Tierra… De pronto, se oyó
un grito raro, agudo, morboso; por dos veces seguidas, vibró encima del río, y un
momento después se repitió, más lejos…
Kostya dio un respingo.
—¿Qué ha sido eso?
—El chillido de un hurón —dijo tranquilamente Pavel.
—De un hurón —repitió Kostya—. Eso. Pero Pavlusha, ¿y lo que oí ayer tarde?
—añadió, tras un breve silencio—. Puede que tú sepas…
—¿Qué fue lo que oíste?
—Pues, verás lo que oí. Iba yo de Stony Ridge a Shashkino; crucé primero toda
nuestra nogaleda, y luego me metí por un pequeño pantano, ¿sabes? Allí donde hace
un recodo y crecen los cañaverales… Bueno, pues por delante de aquella charca pasé
yo, hermanos míos, y de pronto me pareció oír gemidos entre las cañas, como si
alguien se quejara… alguien…, y con tanta pena, con tanta pena… «¡Ay, ay, ay!».
Fue tal el susto que me entró, hermanos míos, a aquella hora tardía… y aquella voz
tan lastimera, tanto, que también a mí me entraron ganas de llorar. ¿Qué sería
aquello?
—En esa charca, el verano pasado, unos ladrones ahogaron a Akim, el leñador —
dijo Pavlusha—. Puede que fuera su alma la que gemía.
—Yo, hermanos míos —dijo Kostya, dilatando aún más sus enormes ojazos—, no
sabía que los ladrones hubiesen ahogado a Akim en aquella charca; de haberlo
sabido, no me habría asustado tanto.
—Pero dicen que hay unas ranas —observó Pavel— que croan así…
—¿Unas ranas? No, aquello no eran ranas; eran…
Volvió a oírse el chillido del hurón.
—¡Oh! —exclamó Kostya—. Parece el duende de los bosques.
—El duende de los bosques no grita: es mudo —afirmó Ilyusha—. No hace más
que batir palmas…
—¿Has visto alguna vez al duende de los bosques? —inquirió Fedya, burlón.
—Verlo, no lo he visto. ¡Dios me libre! Pero hay quien lo ha visto. Días atrás se le
apareció a uno de nuestros mujiks. Lo fue siguiendo por el bosque y alrededor de un
campo… casi hasta su misma casa.
—¿Y el campesino le vio?
—¡Claro que le vio! Dicen que es grande, muy grande, y se queda quieto como si
www.lectulandia.com - Página 27
fuera un árbol; pero no lo ves bien, porque se esconde de la luna, y se te queda
mirando, mira que te mira, y guiña los ojillos…
—¡Bah! ¡Qué cosas dices! —exclamó Fedya, dando un leve respingo y
encogiéndose de hombros—. ¡Bah!
—¿Y cómo es que ese pagano anda por el mundo? —dijo Pavel—.
Verdaderamente…
—¡Calla y escucha! —dijo Ilya.
Hízose de nuevo el silencio.
—Mirad, mirad allá, muchachos —dijo de pronto la infantil voz de Vanya—.
Mirad las estrellitas de Dios. Mirad las estrellitas de Dios… ¡Parecen enjambres de
abejas!
Sacó su carita de debajo de la estera, apoyóse en los codos y alzó despacio hacia
lo alto sus grandes ojos. Todos los chicos alzaron la mirada al cielo, y tardaron en
bajarla.
—Y qué, Vanya —dijo Fedya, zalamero—, ¿está bien de salud tu hermana
Anyutka?
—Sí, está muy bien —contestó Vanya.
—Pues dile… que por qué no viene a vernos.
—No sé.
—Pues dile que venga.
—Se lo diré.
—Dile también que la obsequiaré.
—¿Y a mí también?
—También a ti.
Vanya suspiró.
—Bueno, a mí no, no hace falta. Mejor a ella. ¡Es tan buena conmigo!
Y Vanya volvió a recostar su cabeza en el suelo.
Pavel se puso en pie y cogió el caldero donde habían hervido las patatas.
—¿Adónde vas? —le preguntó Fedya.
—Al río, a por agua. Tengo sed.
Los perros se levantaron y se dispusieron a seguirle.
—¡Ten cuidado! —le advirtió Ilyusha—. ¡No vayas a caerte al río!
—¿Por qué habría de caerse? —dijo Fedya—. Ya irá con cuidado.
—Sí, irá con cuidado. Eso se dice muy fácilmente. Pero luego se agacha, se pone
a sacar agua, y la ondina lo coge de la mano y tira de él y se lo lleva… Y luego dice
la gente: «Se cayó al agua». ¡Qué había de caerse! ¡Eh! Alguien anda entre los juncos
—añadió, aguzando el oído.
En realidad, los juncos parecían agitarse.
—¿Es verdad —preguntó Kostya— que Akulina la loca se puso mal de la cabeza
desde que cayó al agua?
—Sí, eso dicen. Y también dicen que antes era la mar de guapa. Una ondina fue la
www.lectulandia.com - Página 28
que la estropeó. Seguramente, no esperaba que la sacaran del agua tan pronto. Se la
llevó con ella al fondo, y la estropeó.
Más de una vez me había encontrado con la tal Akulina. Cubierta de andrajos,
horriblemente flaca, con una cara negra como el carbón, un mirar vago y un eterno
castañetear de dientes, se pasaba horas enteras dando pataditas en el mismo sitio, en
cualquier parte, en el camino, muy apretadas las huesudas manos, cruzadas sobre el
pecho, y sosteniéndose ora en un pie, ora en otro, como bicho enjaulado. No
comprende nada de lo que se le dice, y sólo de cuando en cuando prorrumpe en una
risa espasmódica.
—Y dicen —continuó Kostya— que Akulina se echó al río porque su novio la
engañaba.
—Por eso mismo.
—¿Conocías a Vasya?
—¿Qué Vasya? —preguntó Fedya.
—Pues ese que se ahogó en este mismo río —respondió Kostya—. ¡Qué buen
chico era! ¡Qué buen chico era! Y, ¡cómo lo quería su madre, Feklista! Y se hubiera
dicho que a su madre le daba en el corazón que su hijo iba a ahogarse en el río.
Siempre que Vasya, en verano, venía con nosotros a bañarse, ella se echaba a temblar.
Otras mujeres no se preocupan, pasan de largo con sus cubos; pero Feklista dejaba el
suyo en el suelo, y se ponía a gritarle: «¡Vuelve, vuelve, lucecita mía! ¡Oh, vuelve,
halconcito mío!». Y Dios sabrá cómo fue que se ahogó. Estaba jugando en la orilla, y
allí mismo estaba también su madre, rastrillando heno; y de pronto oye como si se
levantaran burbujas en el agua, mira, y sólo ve la gorra de Vasya flotando sobre el
agua. Tampoco Feklista está en sus cabales desde entonces; va y se pone a dar vueltas
en aquel mismo lugar en que su hijo se ahogó, y patea la tierra, tarareando una
cancioncilla… Recordaréis que Vasya cantaba siempre esa canción, y ella la
canturrea ahora, y al mismo tiempo llora, llora y se queja amargamente a Dios…
—Ya viene Pavlusha —dijo Fedya.
Pavel se acercó al fuego con el caldero lleno de agua en la mano.
—Oíd, muchachos —dijo, tras un breve silencio—. Una cosa nada buena.
—¿Qué dices? —inquirió precipitadamente Kostya.
—Pues que he oído la voz de Vasya.
¡Qué respingo dieron todos!
—Pero ¿qué dices? ¿Qué dices? —balbució Kostya.
—Lo que habéis oído. No había hecho más que agacharme sobre el agua, cuando
oigo que me llaman con la misma voz de Vasya, como si saliera de debajo del agua:
«¡Pavlusha, Pavlusha, ven aquí!». Yo me alejé. Pero me he venido con el agua.
Los chicos se santiguaron.
—La que te llamó fue una ondina, Pavel —dijo Fedya—. Y acabábamos de
hablar de Vasya.
—¡Bah! Ésa es una observación necia —dijo Ilyusha en tono indiferente.
www.lectulandia.com - Página 29
—Bueno, sea lo que sea —replicó Pavel con firmeza—. El sino no hay quien lo
evite.
Los chicos se tranquilizaron. Era evidente que las palabras de Pavel les habían
impresionado. Se acomodaron junto al fuego, como si se dispusieran a dormir.
—¿Qué es eso? —preguntó de nuevo Kostya, alzando la cabeza.
Pavel aguzó el oído.
—Son chochas que pasan silbando.
—Y, ¿adónde van?
—Pues al lugar donde, según dicen, no hay nunca invierno.
—Pero ¿es que hay tierras así?
—Las hay.
—¿Lejos?
—Lejos, muy lejos; más allá, mucho más allá de los mares templados.
Kostya suspiró y cerró los ojos.
Habían pasado más de tres horas desde que yo me había unido a los muchachos.
Salió por fin la luna, y era tan pequeñita, que al pronto no lo noté. Aquella noche sin
luna, no obstante, parecía tan magnífica como las anteriores. Pero ya declinaban hacia
lo oscuro de la linde de la tierra muchas estrellas que poco antes aún brillaban altas
en el cielo; todo en torno nuestro sumióse en una paz perfecta, como, por lo general,
ocurre hacia la madrugada; todo reposaba en un sueño hondo, inmóvil, absoluto. No
era tan fuerte la fragancia del aire, que parecía nuevamente impregnado de humedad.
¡Breves noches de verano! El diálogo de los chicos extinguíase juntamente con las
fogatas. También los perros se habían adormilado. Los caballos, por lo que pude
distinguir a la vaga y débil luz de las estrellas, se habían echado también, con las
cabezas bajas… Me entró un ligero sopor, y a poco me quedé igualmente dormido.
Una fresca brisa acarició mi rostro. Abrí los ojos… Estaba amaneciendo. En algunos
lugares no habían prendido aún los arreboles de la aurora; pero ya blanqueaba por el
lado de Oriente. Todo se había hecho visible, vagamente visible, a nuestro alrededor.
El cielo, de un gris pálido, se aclaraba, se enfriaba, azuleaba; las estrellas
parpadeaban débilmente o desaparecían; la tierra se humedecía, destilaban las hojas
de los árboles, y acá y acullá empezaban a oírse ruidos de vida, voces, y el vivo
airecillo matutino oreaba la tierra con su errabundo alentar. Mi cuerpo le respondía
con un leve y alegre estremecimiento. Me levanté rápidamente y me acerqué a los
muchachos. Todos ellos dormían como unos benditos alrededor del apagado fuego.
Pavel fue el único que medio se incorporó y se me quedó mirando.
Le saludé con un gesto y me marché, siguiendo mi camino a lo largo del río,
envuelto en neblina. Y no había andado dos verstas, cuando por el ancho, húmedo
campo, y por las albeantes lomas que se extendían de bosque a bosque y a mis
espaldas; por el largo, polvoriento camino, los relucientes rubicundos jarales y el río,
www.lectulandia.com - Página 30
que azuleaba tímidamente por debajo de la niebla que lo cubría, difundióse una
claridad primero rojiza, luego roja del todo, después dorada y ardiente, juvenil…
Todo rebullía, bordoneaba, se despabilaba, rumoreaba, hablaba. Por doquiera
cuajábanse en fulgentes diamantes los goterones de rocío; hasta mí llegaron limpios,
claros, como lavados también por el frescor de la mañana, tañidos de campanas…
Y de pronto, junto a mí, hostigados por los muchachos, mis amigos, pasó el
descansado tropel de caballos.
Con gran tristeza, debo añadir que aquel mismo año Pavel dejó de existir. No
murió ahogado; murió a consecuencia de una caída de caballo. ¡Lástima de chico!
¡Era un esplendido muchacho!
www.lectulandia.com - Página 31
¿FUE UN SUEÑO?
GUY DE MAUPASSANT
www.lectulandia.com - Página 32
¡L¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo,
había amado locamente!
A
Me consultaron acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque
sí recuerdo él ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a
ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas
personas… mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a
través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
www.lectulandia.com - Página 33
para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de
salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos
hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas
veces… tantas veces, tantas veces, que el espejo tenía que haber conservado su
imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal —en aquel
liso, enorme, vacío cristal—, que la había contenido por entero y la había poseído
tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel
cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo,
horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre
cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él,
todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su
amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio.
Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve
inscripción:
Amó, fue amada, y murió.
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada
en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba
oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me
invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían
verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución al problema,
me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y
anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual
vivimos. Y, sin embargo, son mucho más numerosos los muertos que los vivos.
Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro
generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino
de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas las generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han
precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido
los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte
más antigua, donde los que murieron hace más tiempo están mezclados con la tierra,
donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que
lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses: un
triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un
árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al
tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné mi refugio y eché a andar
www.lectulandia.com - Página 34
suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos.
Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi
amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis
manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir
encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas,
las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas.
Leí los nombres con mis dedos, pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche!
¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos
angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo
tumbas! A mi derecha, a mi izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes
había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas
empezaban a doblarse. ¡Puede oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un
ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o
debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi
alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de
terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba
sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien
tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi
claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual había estado sentado. Luego
apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su
encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la
cruz pude leer:
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra
del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras
cuidadosamente. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el
lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que
había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los
chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
www.lectulandia.com - Página 35
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su
obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los
muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes
habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían
sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros,
ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido
los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos
devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y
mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al
mismo tiempo, la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo
ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella habría escrito algo en su tumba. Y ahorra, corriendo sin
miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia
ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver
su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde
poco antes había leído:
Amó, fue amada, y murió
Ahora leí:
Parece ser que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin
conocimiento.
www.lectulandia.com - Página 36
LA LITERA SUPERIOR
LA SONRISA MUERTA
FRANCIS MARION CRAWFORD
www.lectulandia.com - Página 37
LA LITERA SUPERIOR
www.lectulandia.com - Página 38
habitual cascanueces; y, al mirarlo de perfil, nadie podía dejar de notar la
extraordinaria longitud de sus brazos ni la insólita robustez de su pecho. Era uno de
aquellos hombres de los cuales suele decirse que engañan; es decir, que aunque
parecía un hombre fuerte, en realidad era mucho más fuerte de lo que aparentaba. De
sus facciones tengo muy poco que decir. Su cabeza es pequeña, su pelo fino, sus ojos
azules, su nariz grande, lleva un pequeño bigote y tiene una mandíbula cuadrada.
Todo el mundo conoce a Brisbane, y cuando pidió cigarros, todo el mundo le miró.
—Es una cosa muy rara —dijo Brisbane.
Todo el mundo dejó de hablar. La voz de Brisbane no era una voz «potente», pero
poseía la singular cualidad de penetrar en la conversación general y cortarla como
con un cuchillo. Todo el mundo escuchó. Brisbane, dándose cuenta de que había
atraído la atención general, encendió su cigarro con una gran parsimonia.
—Es muy raro —continuó— lo que ocurre con los fantasmas. La gente siempre
está preguntando si alguien ha visto un fantasma. Yo he visto uno.
—¡Cáspita!
—¿Usted?
—¿Habla usted en serio, Brisbane?
—Vamos, un hombre de su inteligencia…
Y así por el estilo. Un coro de exclamaciones acogió la inesperada afirmación de
Brisbane. Todo el mundo pidió cigarros, y Stubbs, el mayordomo, apareció
repentinamente de las profundidades de quién sabe dónde con una helada botella de
champán seco. La situación estaba salvada; Brisbane iba a contar una historia.
I
Llevo muchos años navegando —dijo Brisbane—, y he tenido que cruzar el
Atlántico muy a menudo. Tengo mis preferencias. La mayoría de hombres tienen sus
preferencias. He visto a un hombre esperar tres cuartos de hora en una parada de
autobús para subir a un vehículo determinado. Yo tengo la costumbre de esperar
determinados barcos cuando me veo obligado a cruzar el charco. Tal vez sea un
prejuicio, pero nunca di por mal empleado el precio de mi pasaje… excepto una sola
vez. La recuerdo perfectamente; era una cálida mañana de junio, y los funcionarios de
Aduanas, que esperaban la llegada de un vapor procedente de la Cuarentena, tenían
un aspecto preocupado y pensativo. Yo no llevaba mucho equipaje… nunca lo he
www.lectulandia.com - Página 39
llevado. Me mezclé con la multitud de pasajeros, mozos de cuerda y oficiosos
individuos con chaquetas azules y botones de latón, que parecían brotar como setas
de la cubierta de un buque atracado para ofrecer sus innecesarios servicios a los
pasajeros adinerados. Había observado a menudo con cierto interés la espontánea
evolución de aquellos individuos. No están allí cuando uno llega; cinco minutos
después de que el piloto ha gritado «¡En marcha!», ellos, o al menos sus chaquetas
azules y sus botones de latón, han desaparecido de la cubierta y de la pasarela de un
modo tan absoluto como si hubieran sido consignados a aquella alacena que la
tradición asigna unánimemente a Davy Jones. Pero, en el momento de partir, allí
están, recién afeitados, con su chaqueta azul, ávidos de obtener alguna propina. Me
apresuré a subir a bordo. El Kamtschatka era uno de mis buques preferidos. Y digo
era, porque ya ha dejado de serlo. No puedo imaginar nada que me indujera a hacer
otro viaje en él. Sí, sé lo que van a decirme. Es un barco insólitamente limpio, la
comida es excelente, y la mayoría de camarotes son dobles. Tiene muchas ventajas,
pero yo no volvería a navegar en él por nada del mundo. Y perdonen la digresión.
Subí a bordo. Me dirigí a un marinero, cuya enrojecida nariz y cuyas rojizas patillas
no me eran desconocidas.
—Ciento cinco, cubierta inferior —le dije, con aire despreocupado, de hombre
para el cual cruzar el Atlántico tiene la misma importancia que tomarse un whisky en
el bar de la esquina.
El marinero cogió mi maleta, mi abrigo y mi manta de viaje. Nunca olvidaré la
expresión de su rostro. No es que hubiera palidecido. Los más eminentes teólogos
afirman que ni siquiera los milagros pueden cambiar el curso de la Naturaleza. No
vacilo al decir que no había palidecido; pero, a juzgar por su expresión, creí que iba a
echarse a llorar, a estornudar, o a dejar caer mi equipaje. Y como la maleta contenía
dos botellas de un coñac excelente que mi viejo amigo Snigginson van Pickins me
había regalado para el viaje, me asusté de veras. Pero el marinero no hizo ninguna de
aquellas cosas.
—Bueno, estoy mareado… —murmuró en voz baja, y echó apandar.
Supongo que mi Hermes, mientras me conducía a las regiones inferiores, no las
tenía todas consigo, pero no dije nada y le seguí. El camarote 105 se encontraba del
lado del puerto, muy a popa. No tenía nada de notable. La litera inferior, como la
mayoría de las del Kamtschatka, era doble. Había mucho espacio; había los
habituales elementos de limpieza, calculados para imbuir una idea de lujo en la mente
de un indio norteamericano; había los habituales estantes de madera parduzca, en los
cuales resulta más fácil colgar un paraguas de gran tamaño que un modesto cepillo de
dientes. Sobre el colchón, de aspecto poco atractivo, estaban dobladas aquellas
mantas que un gran humorista moderno ha comparado acertadamente con unas tortas
frías de trigo negro. El problema de las toallas era un simple problema de
imaginación. Los recipientes de cristal estaban llenos de un líquido transparente
levemente teñido de gris, el cual despedía un olor menos leve, aunque no más
www.lectulandia.com - Página 40
agradable, un olor que combinaba las propiedades aromáticas del agua salobre
estancada con las del aceite pesado requemado. Unas cortinas de colores fúnebres
tapaban a medias la litera superior. A través del ojo de buey, el sol de junio iluminaba
débilmente el desolado escenario. ¡Uf! ¡Cómo odié aquel camarote!
El marinero dejó mis cosas en el suelo y se me quedó mirando, como si deseara
marcharse… probablemente en busca de más pasajeros y de más propinas. Siempre
resulta conveniente ganarse la buena voluntad de esos funcionarios, y en
consecuencia le di unas cuantas monedas.
—En lo que de mí dependa, procuraré que tenga usted un viaje cómodo —me
dijo, mientras se guardaba las monedas en el bolsillo.
Sin embargo, en su voz había una extraña reticencia que me sorprendió.
Posiblemente, consideraba mezquina la propina que le había dado; aunque me sentía
más inclinado a creer que, como él mismo lo hubiera expresado, «había empinado el
codo». Desde luego, estaba equivocado y cometí una injusticia al pensar eso de aquel
hombre.
II
Nada especialmente digno de mención sucedió aquel día. Salimos del muelle
puntualmente, y resultó muy agradable empezar el viaje, ya que el tiempo era cálido
y sofocante y el movimiento del barco producía una refrescante brisa. Todo el mundo
sabe cómo es el primer día de navegación. La gente pasea por cubierta y se examina
mutuamente, y ocasionalmente encuentra a conocidos que ignoraba que se
encontraran a bordo. Existe la habitual incertidumbre acerca de si la comida será
buena, mala o regular, hasta que las dos primeras colaciones nos sacan
definitivamente de dudas; existe la habitual incertidumbre acerca del tiempo, hasta
que el barco ha pasado la Isla del Fuego. Las mesas están llenas al principio, y luego
se vacían repentinamente. Los pasajeros, muy pálidos, brincan de sus asientos y se
precipitan hacia la puerta, y los que están acostumbrados a navegar respiran más
libremente mientras sus mareados vecinos pasan corriendo por su Jado, dejándoles
más espacio en la mesa y una mayor participación en el tarro de la mostaza.
Una travesía del Atlántico es muy parecida a otra, y los que lo cruzamos con
cierta frecuencia no hacemos el viaje por el placer de la novedad. Las ballenas y los
icebergs resultan siempre objetos interesantes, pero, a fin de cuentas, una ballena es
www.lectulandia.com - Página 41
muy parecida a otra ballena, y rara vez puede verse un iceberg de cerca. Para la
mayoría de nosotros, el momento más agradable del día a bordo de un buque es
cuando hemos dado el último paseo por cubierta, hemos fumado nuestro último
cigarro y, conseguido el objetivo de fatigarnos un poco, nos disponemos a
encerrarnos en nuestro camarote. Aquella primera noche me sentí especialmente
cansado, y entré en el camarote 105, dispuesto a acostarme, más temprano que lo que
acostumbro hacerlo. Al entrar, quedé sorprendido al ver que iba a tener compañía. En
un rincón había una maleta muy parecida a la mía, y en la litera superior habían
dejado una manta de viaje, plegada, con un bastón y un paraguas. Creí que iba a estar
solo, y me sentí ligeramente disgustado; pero me pregunté quién sería mi compañero
de viaje, y decidí echarle una mirada.
Poco después de haberme metido en la cama, entró. Era, por lo que pude ver, un
hombre muy alto, muy delgado, muy pálido, con el pelo canoso, lo mismo que las
patillas, y unos descoloridos ojos grises. Había en él, pensé, algo que resultaba un
poco equívoco; era la clase de hombre que puede verse en Wall Street, sin que pueda
decirse exactamente lo que está haciendo allí. La clase de hombre que frecuenta el
Cafe Anglais, que siempre parece estar solo y que bebe champán; puede vérsele en
las carreras de caballos, pero también allí produce la impresión de que no está
haciendo nada. Un poco entarascado… un poco extravagante. En todos los barcos
hay tres o cuatro hombres de ese tipo. Me dije a mí mismo que no me interesaba
trabar conocimiento con él, y me dispuse a dormir con la idea de estudiar sus
costumbres a fin de evitarle en lo posible. Si él se levantaba temprano, yo me
levantaría tarde; si se acostaba tarde, yo me acostaría temprano. No me interesaba
relacionarme con él. Si han conocido ustedes a algún individuo de esa clase, ya saben
lo molesta que resulta su compañía. ¡Pobre hombre! Perdí lastimosamente el tiempo
haciéndome toda aquella serie de reflexiones, ya que no volví a verle después de
aquella primera noche en el camarote 105.
Estaba durmiendo profundamente cuando fui despertado súbitamente por un
fuerte ruido. A juzgar por el sonido, mi compañero de camarote debió de haber
brincado al suelo desde la litera superior, de un salto. Le oí manosear el tirador de la
puerta, la cual se abrió casi inmediatamente, y luego oí sus pasos mientras se alejaba
corriendo por el pasillo, dejando la puerta abierta tras de él. El barco se balanceaba un
poco, y esperé oírle tropezar o caer, pero siguió corriendo como si de aquella carrera
dependiera su vida. La puerta oscilaba sobre sus goznes con el movimiento del barco,
y el ruido me molestaba. Me levanté y la cerré, y regresé a mi litera en la oscuridad.
Me quedé dormido de nuevo; pero no tenía la menor idea del tiempo que estuve
durmiendo.
Cuando me desperté era aun de noche, pero experimenté una desagradable
sensación de frío, y me pareció que el aire estaba húmedo. Ya conocen ustedes el
peculiar olor de un camarote que ha sido mojado con agua del mar. Me tapé lo mejor
que pude y volví a quedarme adormilado, imaginando las quejas que iba a presentar
www.lectulandia.com - Página 42
al día siguiente, y escogiendo los epítetos más gráficos del vocabulario. Pude oír a mi
compañero de camarote dando vueltas en la litera superior. Probablemente había
regresado mientras yo estaba dormido. En un momento determinado me pareció oírle
gruñir, y pensé que estaba mareado. La cosa resulta especialmente desagradable
cuando uno está situado debajo. Sin embargo, seguí dormitando hasta primeras horas
de la mañana.
El barco se balanceaba fuertemente, mucho más que la noche anterior, y la
grisácea claridad que penetraba a través del ojo de buey cambiaba de matiz con cada
movimiento, reflejando ora la superficie del mar, ora la superficie del cielo. Hacía
mucho frío… un frío inconcebible en pleno mes de junio. Volví la cabeza en
dirección al ojo de buey, y vi con sorpresa que estaba abierto de par en par. Creo que
proferí una maldición en voz alta. Luego me levanté a cerrarlo. Cuando volvía a mi
litera eché una mirada a la de arriba. Las cortinillas estaban echadas del todo;
probablemente, mi compañero de camarote había sentido frío, lo mismo que yo. Me
sorprendió haber dormido tanto. El camarote era incómodo, pero, por raro que
parezca, no noté el olor a humedad que me había molestado durante la noche. Mi
compañero estaba aún durmiendo: una excelente ocasión para evitarle, de modo que
me vestí rápidamente y salí a cubierta. El día era cálido y nuboso, y el agua olía a
petróleo. Eran las siete… mucho más tarde de lo que había imaginado. Pasé junto al
médico, que estaba dando su paseo matinal. Era un joven de la Irlanda occidental, un
individuo corpulento, de pelo negro y ojos azules, con tendencia ya a la gordura; pero
su aspecto general era saludable y resultaba más bien atractivo.
—Bonita mañana —dije, para entrar en conversación.
—Bueno —me respondió, contemplándome con un aire de curiosidad profesional
—, es una bonita mañana, y no es una bonita mañana. No creo que tenga mucho de
mañana.
—Bueno, no… no es tan bonita como todo eso —dije.
—Hace lo que yo llamo un tiempo de bochorno —replicó el médico.
—Anoche pasé mucho frío —expliqué—. Sin embargo, luego me di cuenta de
que el ojo de buey estaba abierto de par en par. Al acostarme no me fijé en aquel
detalle. Y el camarote estaba también muy húmedo.
—¿Húmedo? —inquirió el médico—. ¿Qué camarote tiene usted?
—El ciento cinco…
Ante mi sorpresa, el médico se sobresaltó visiblemente y se me quedó mirando.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.
—¡Oh! Nada —respondió—. Únicamente que todo el mundo se ha quejado de ese
camarote en los tres últimos viajes.
—Yo también me quejaré —dije—. Desde luego, no ha sido ventilado
convenientemente. ¡Es una vergüenza!
—No creo que puedan solucionarlo —dijo el médico—. Creo que hay algo…
bueno, no tengo por qué asustar a un pasajero.
www.lectulandia.com - Página 43
—No necesita usted asustarme —repliqué—. Puedo soportar perfectamente la
humedad. Y si cojo una pulmonía, iré a verle a usted.
Le ofrecí un cigarro, y lo hizo girar un buen rato entre sus dedos, nerviosamente,
o al menos ésa fue la impresión que me produjo.
—No es por la humedad, precisamente —terminó por decir—. ¿Tiene usted un
compañero de camarote?
—Sí; un hombre muy raro, que sale corriendo a medianoche y se deja la puerta
abierta.
El médico volvió a mirarme con una expresión de curiosidad. Luego encendió el
cigarro y pareció reflexionar.
—¿Regresó después? —me preguntó súbitamente.
—Sí. Yo estaba durmiendo, pero me desperté y le oí moverse en la litera superior.
Entonces sentí frío y volví a quedarme dormido. Y esta mañana he encontrado el ojo
de buey abierto.
—Mire —dijo el doctor en voz baja—, me importa un bledo este barco y su
reputación. Le diré a usted lo que voy a hacer. Tengo un camarote bastante espacioso,
y no me importará compartirlo con usted, a pesar de que no le conozco.
Quedé muy sorprendido ante aquella proposición. No acertaba a comprender por
qué se tomaba un interés tan repentino por mi bienestar. Sin embargo, no dejó de
llamarme la atención el tono casi despectivo con que había hablado del barco.
—Es usted muy amable, doctor —le dije—. Pero, en realidad, sigo creyendo que
el camarote puede ser ventilado, o limpiado, o lo que sea. ¿Por qué no le importa a
usted el barco?
—En nuestra profesión no somos supersticiosos —me respondió—, pero el mar
cambia a las personas. No deseo preocuparle ni asustarle, pero si quiere aceptar usted
mi consejo se trasladará a mi camarote. No me gustaría enterarme de que ha saltado
usted por la borda.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque en los tres últimos viajes, las personas que durmieron en el camarote
105 saltaron por la borda —respondió gravemente.
La noticia era alarmante y sumamente desagradable, lo confieso. Miré fijamente
al médico, para ver si se estaba burlando de mí, pero al parecer me estaba hablando
completamente en serio. Le agradecí calurosamente su ofrecimiento, pero le dije que
intentaría ser la excepción a la regla según la cual todos los que habían dormido en
aquel camarote habían saltado por la borda. Se limitó a decir que estaba convencido
de que yo iba a reconsiderar su proposición. Poco después, la campana llamó para el
desayuno y nos dirigimos al comedor, que a aquella hora aparecía bastante
despoblado. Me di cuenta de que un par de oficiales que desayunaban con nosotros
tenían un aspecto muy serio. Después de desayunar, me dirigí a mi camarote para
coger un libro. Las cortinillas de la litera superior seguían echadas. No se oía el
menor ruido. Mi compañero de camarote continuaba durmiendo, probablemente.
www.lectulandia.com - Página 44
Cuando iba a salir, se presentó el marinero que tenía a su cargo aquel pasillo. Me
dijo que el capitán deseaba verme, y echó a andar rápidamente delante de mí como si
deseara evitar cualquier posible pregunta. Me acompañó al camarote del capitán, el
cual me estaba esperando.
—Caballero —me dijo—, quisiera pedirle a usted un favor.
Respondí que estaba dispuesto a complacerle en lo que estuviera a mi alcance.
—Su compañero de camarote ha desaparecido —dijo—. Sabemos que anoche se
retiró temprano. ¿Notó usted algo anormal en su modo de conducirse?
La pregunta, formulada de aquel modo, confirmando los temores que el médico
había expresado media hora antes, me desconcertó.
—¿No querrá usted decir que ha saltado por la borda? —inquirí.
—Temo que sí —respondió el capitán.
—Esto es lo más extraordinario… —empecé.
—¿Por qué? —me preguntó.
—Es el cuarto de la lista —dije.
En respuesta a otra pregunta del capitán, expliqué, sin mencionar al médico, que
había oído la historia relativa al camarote 105. El capitán pareció muy disgustado al
oír que yo conocía la historia en cuestión. Le dije lo que había sucedido durante la
noche.
—Lo que usted dice —replicó—, coincide casi exactamente con lo que me
dijeron los compañeros de dos de los otros tres desaparecidos. Saltaron de la cama y
corrieron por el pasillo. Dos de ellos fueron vistos por el vigía cuando saltaban por la
borda; detuvimos el barco y echamos al agua los botes salvavidas, pero no pudimos
encontrarles. Sin embargo, nadie vio ni oyó al hombre que se perdió anoche… Si es
que realmente se perdió. El marinero de servicio, que es un individuo supersticioso,
quizás, y esperaba que ocurriera algo anormal, entró esta mañana en el camarote y
encontró la litera superior vacía, aunque las ropas estaban allí, tai como las había
dejado. El marinero en cuestión era el único hombre a bordo que le conocía de vista,
y ha estado buscándole por todas partes. ¡Ha desaparecido! Ahora, quiero rogarle que
no mencione lo sucedido a ninguno de los pasajeros; no quiero que el barco adquiera
una mala reputación, y no hay nada que perjudique tanto a un buque como las
historias de suicidios. Puede usted escoger el camarote que más le agrade, incluido el
mío, para el resto del viaje. ¿Le parece un trato justo?
—Mucho —le dije—. Y le estoy muy agradecido. Pero, dado que estoy solo, y
que dispongo del camarote para mí, prefiero no moverme y que el marinero se lleve
las cosas de aquel infortunado pasajero. Me quedaré en el 105. No le hablaré a nadie
del asunto, y creo que puedo prometerle a usted que no seguiré el ejemplo de mi
compañero de camarote.
El capitán trató de disuadirme de mi propósito, pero preferí tener un camarote
para mí solo, a alojarme en calidad de huésped en el de un oficial. No sé si obré
descabelladamente, pero si hubiese seguido su consejo no tendría nada más que
www.lectulandia.com - Página 45
contar. Hubiera seguido existiendo la desagradable coincidencia de varios suicidios
producidos entre hombres que habían dormido en el mismo camarote, pero aquello
hubiera sido todo.
Sin embargo, aquello no fue el final del asunto, ni mucho menos. Me aferré
obstinadamente a la idea de que lo ocurrido no me impresionaba en absoluto, y me
permití incluso discutir la cuestión con el capitán. Le dije que el camarote no tenía
nada anormal. Quizás era un poco húmedo. El ojo de buey había quedado abierto la
pasada noche. Mi compañero de camarote podía haber estado enfermo cuando subió a
bordo, y pudo haberle acometido una especie de delirio después de acostarse. Incluso
podía estar oculto en algún rincón del barco, y podía ser encontrado más tarde. El
camarote necesitaba una buena ventilación, y tal vez un repaso al cierre del ojo de
buey. Si el capitán me lo permitía, yo mismo me encargaría de comprobar lo que era
necesario hacer inmediatamente.
—Desde luego, tiene usted derecho a quedarse donde está, si ése es su deseo —
replicó el capitán, con cierta petulancia—, pero me gustaría que recapacitara usted y
me dejara cerrar ese camarote.
No nos pusimos de acuerdo, y me separé del capitán después de prometerle que
guardaría silencio en lo que respecta a la desaparición de mi compañero. Éste no tenía
conocidos a bordo, y no fue echado de menos en el curso del día. Al atardecer
encontré de nuevo al médico, el cual me preguntó si había cambiado de opinión. Le
dije que no.
—Entonces, no tardará usted en cambiar —aseguró, muy seriamente.
III
Por la noche estuvimos jugando al whist y me retiré un poco tarde. Ahora puedo
confesar que al entrar en mi camarote experimenté una desagradable sensación. No
pude evitar el pensar en el hombre alto que había visto la noche anterior, y que ahora
estaba muerto, ahogado, en el solitario océano. Su rostro se dibujó claramente ante
mis ojos mientras me desvestía, e incluso llegué a descorrer las cortinillas de la litera
superior, como para convencerme a mí mismo de que realmente se había marchado.
Luego eché el cerrojo a la puerta del camarote. De pronto me di cuenta de que el ojo
de buey estaba abierto. Esto era más de lo que podía aguantar. Me puse
apresuradamente el batín y fui en busca de Robert, el marinero encargado de mi
www.lectulandia.com - Página 46
pasillo. Recuerdo que estaba muy furioso, y cuando le encontré le cogí por el brazo y
lo llevé casi a rastras hasta la puerta del 105, empujándole hacia el abierto ojo de
buey.
—¿Qué es lo que pretendes, granuja, dejándolo abierto toda la noche? ¿No sabes
que es contrario al reglamento? ¿No sabes que si el barco escora y empieza a entrar el
agua, diez hombres no podrían cerrarlo? ¡Daré parte al capitán, para que se entere de
cómo te preocupas por el barco!
Reconozco que estaba sumamente excitado. El hombre se echó a temblar y
palideció, y luego empezó a cerrar la redonda plancha de vidrio con los pesados
encastres de latón.
—¿Por qué no me contestas? —inquirí bruscamente.
—Discúlpeme, señor —murmuró Robert—, pero no hay nadie a bordo que pueda
mantener cerrado este ojo de buey durante toda la noche. Puede usted intentarlo,
señor. Por mi parte, no pienso seguir navegando en este barco. Pero, en su lugar, yo
me marcharía de aquí ahora mismo y me iría a dormir con el médico o en cualquier
otra parte. Yo lo haría. Mire, ¿le parece que ahora está bien cerrado, o no? Pruebe a
abrirlo…
Forcejeé un poco, y comprobé que estaba perfectamente cerrado.
—Bueno —continuó Robert en tono de triunfo—, me apuesto la paga de un mes a
que dentro de media hora vuelve a estar abierto…
Examiné cuidadosamente el cerrojo.
—Si lo encuentro abierto durante la noche, te daré un soberano. No es posible que
se abra. Puedes retirarte.
—¿Ha dicho usted un soberano? Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches,
señor. Que descanse, señor, y que tenga toda clase de sueños agradables.
Robert se marchó, al parecer muy complacido de poder abandonar el camarote.
Desde luego, pensé que había tratado de justificar su negligencia con una estúpida
historia, tratando de asustarme. Resumiendo: Robert se ganó el soberano y yo pasé
una noche particularmente desagradable.
Me acosté, y cinco minutos después de haberme envuelto en mis manos, el
inexorable Robert apagó la luz que ardía constantemente detrás del redondo panel de
cristal, cerca de la puerta. Permanecí completamente inmóvil en la oscuridad,
tratando de dormir, pero no tardé en descubrir que me era imposible conciliar el
sueño. La regañina al marinero me había distraído, haciendo que se desvaneciera la
desagradable sensación que había experimentado al pensar en el hombre ahogado que
había sido mi compañero de camarote; pero al propio tiempo me había desvelado, y
estuve despierto un buen rato, mirando de cuando en cuando al ojo de buey, el cual
podía ver desde mi litera. En la oscuridad, parecía una débil mancha de luz
suspendida entre las sombras. Creo que llevaba allí tendido cerca de una hora, y en el
momento en que empezaba a quedarme dormido me azotó el rostro una corriente de
aire frío, que llevó hasta mi olfato la salobre fragancia del mar. Me puse
www.lectulandia.com - Página 47
inmediatamente en pie, pero en aquel momento de aturdimiento no tuve en cuenta el
balanceo del barco y salí despedido contra la pared opuesta del camarote. Sin
embargo, me repuse rápidamente. Al levantarme, vi que el ojo de buey estaba abierto
de par en par.
Aquello era un hecho innegable. Estaba completamente despierto, y de no haberlo
estado al levantarme, la caída me hubiera despabilado. Además, al caer me lastimé
codos y rodillas, y a la mañana siguiente los tenía magullados para atestiguar el
hecho, en caso de que hubiera dudado de mis sentidos. El ojo de buey estaba abierto
de par en par: una cosa tan increíble, que recuerdo perfectamente que mi primera
sensación al verlo fue de asombro, más que de temor. Volví a cerrarlo y a correr el
cerrojo con todas mis fuerzas. El camarote estaba muy oscuro. Pensé que el ojo de
buey había sido abierto una hora después de que Robert lo hubiera cerrado en mi
presencia, y decidí mantenerme vigilante, para comprobar si se abría de nuevo. El
cerrojo no resultaba fácil de correr. No podía creer que se hubiera deslizado hacia
atrás con el movimiento del barco. Me quedé en pie mirando fijamente a través del
grueso vidrio del ojo de buey. Permanecí en aquella posición más de un cuarto de
hora. De pronto, oí claramente algo que se movía detrás de mí en una de las literas, y
un momento después, cuando me volví instintivamente a mirar —aunque en aquella
oscuridad no podía ver nada, desde luego—, oí un débil gemido. Crucé el camarote y
aparté a un lado las cortinillas de la litera superior, dejando a mis manos la tarea de
descubrir si había alguien allí.
Allí había alguien.
Recuerdo que la sensación que experimenté al extender las manos hacia delante
fue la de que acababa de hundirlas en la atmósfera de un húmedo sótano, y desde
detrás de las cortinas surgió una ráfaga de viento que olía horriblemente a agua de
mar estancada. Agarré algo que tenía la forma de un brazo de hombre, aunque estaba
húmedo y helado como el mármol. Repentinamente, aquello saltó violentamente
hacia delante, contra mí. Era una masa viscosa, fangosa, húmeda, pero dotada de una
especie de fuerza sobrenatural. Salí disparado hacia atrás, y en aquel mismo instante
la puerta se abrió y la cosa salió corriendo. No había tenido tiempo de asustarme, y
me recobré rápidamente, emprendiendo la persecución de la cosa a toda la velocidad
de mis piernas, pero era demasiado tarde. Diez metros delante de mí pude ver —y
estoy seguro de que la vi—, una oscura sombra moviéndose en el pasillo pobremente
iluminado. Cruzó ante mi retina con la misma rapidez que un caballo desbocado
cruza una zona iluminada por un faro. Pero desapareció inmediatamente, y me
encontré a mí mismo agarrado a la barandilla que corre a lo largo del pasillo. Tenía el
pelo erizado, y un sudor frío empapaba mi rostro. No me avergüenza confesar que
estaba mortalmente asustado.
Todavía dudaba de mis sentidos, y traté de razonar fríamente. Era absurdo, pensé.
La tostada de queso derretido en cerveza que había comido a la hora de la cena me
había sentado mal, evidentemente. Había tenido una pesadilla. Regresé a mi
www.lectulandia.com - Página 48
camarote: olía horriblemente a agua de mar estancada, tal como olía cuando me había
despertado la noche anterior. Reuniendo todas mis fuerzas, fui capaz de buscar una
caja de cerillas y de encender un pequeño farol que siempre llevaba conmigo por si se
me ocurría leer después de que se apagaran las lámparas. En aquel momento me di
cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de nuevo, y una especie de insidioso
horror se apoderó de mí, un horror que nunca había sentido y que no deseo volver a
sentir. Pero encendí el farol y examiné la litera superior, esperando encontrarla
empapada en agua de mar.
Quedé decepcionado. Habían dormido en la cama, y el olor a mar era muy
intenso; pero ropas y colchón estaban tan secos como un hueso. Imaginé que Robert
no había tenido valor, para hacer la cama después del accidente de la noche
anterior… que todo había sido un espantoso sueño. Descorrí las cortinillas todo lo
que pude para examinar la litera minuciosamente. Estaba completamente seca. Pero
el ojo de buey estaba abierto de nuevo. Con un estremecimiento de horror volví a
cerrarlo. Luego colgué el farol directamente encima, y me senté para recobrar el
dominio de mí mismo, si es que me era posible. Permanecí sentado toda la noche,
incapaz de pensar en descansar… casi incapaz de pensar en nada. Pero el ojo de buey
permaneció cerrado.
Finalmente clareó el nuevo día, y me vestí lentamente, pensando en todo lo que
había sucedido durante la noche. Hacía un día maravilloso y subí a cubierta, lleno de
alegría al recibir en mi rostro la caricia del sol y de oler la brisa marina, tan distinta
del espantoso olor de mi camarote. Instintivamente, me dirigí hacia popa, hacia el
camarote del médico. Le encontré con la pipa en la boca, dispuesto a dar su paseo
matinal.
—Buenos días —me saludó cordialmente, contemplándome con evidente
curiosidad.
—Doctor, tenía usted razón —le dije—. En aquel camarote ocurren cosas muy
raras.
—Ya le dije que cambiaría usted de opinión —me dijo. Y en su tono había una
leve nota de reproche—. Ha pasado usted una mala noche, ¿eh? ¿Quiere que le
prepare algo? Tengo una receta excelente para estos casos.
—No, gracias —murmuré—. Pero me gustaría contarle lo que ha sucedido.
Entonces traté de explicarle, lo más claramente posible, todo lo que había
ocurrido, sin omitir el hecho de que me había asustado como ninguna otra vez en toda
mi vida. Insistí de un modo especial en el fenómeno del ojo de buey, que era un
hecho que podía atestiguar, aun en el supuesto de que todo lo demás hubiera sido un
sueño. Lo había cerrado dos veces durante la noche. Insistí demasiado en este hecho.
—Parece usted creer que me siento inclinado a dudar de su relato —dijo el
médico, sonriendo ante la insistencia con que le hablaba del ojo de buey—. No tengo
ninguna duda. Y le reitero mi invitación. Traslade su equipaje aquí y tome posesión
de la mitad del camarote.
www.lectulandia.com - Página 49
—Venga usted a tomar posesión de la mitad del mío por una noche —le dije—.
Ayúdeme a llegar hasta el fondo de este asunto.
—Si insiste usted en su actitud, llegará al fondo de otra cosa.
—¿De qué? —pregunté.
—Al fondo del mar. Yo voy a dejar este barco. No es un lugar agradable.
—Entonces, ¿no va usted a ayudarme a descubrir…?
—No —me interrumpió el médico—. Mi tarea consiste en atender a los vivos.
Los fantasmas no son de mi incumbencia.
—¿Cree usted que se trata de un fantasma? —inquirí, en tono más bien
desdeñoso.
Pero, mientras hablaba, recordé perfectamente la horrible sensación de lo
sobrenatural que se Había apoderado de mí durante la noche. El médico se encaró
conmigo.
—¿Tiene usted alguna explicación razonable de esas cosas que ofrecer? —
preguntó—. No, no la tiene. Bueno, dice usted que encontrará otra explicación. Y yo
digo que no la encontrará, por la sencilla razón de que no existe ninguna.
—Pero, mi querido señor —repliqué—. Usted, un hombre de ciencia, ¿va a
decirme que esas cosas no pueden ser explicadas?
—Desde luego —insistió obstinadamente—. Y, si pudieran serlo, no quisiera estar
complicado en la explicación.
No me importaba pasar otra noche solo en el camarote, decidido como estaba a
llegar a la misma raíz del asunto. No creo que hubieran muchos hombres capaces de
dormir allí solos, después de pasar dos noches como las que yo había pasado. Pero se
me había metido en la cabeza el intentarlo, y lo intentaría solo, si no encontraba a
nadie dispuesto a compartir la vigilancia conmigo. El médico no se sentía inclinado,
evidentemente, a tal experimento. Alegó que era el médico del barco, y que tenía que
estar dispuesto para atender a cualquier pasajero o tripulante que necesitara sus
servicios. Tal vez era ése el verdadero motivo, pero a mí me pareció una excusa. A
mis preguntas, me informó de que no creía que hubiera nadie a bordo que quisiera
acompañarme en mis investigaciones. Cuando me separé de él, acudí directamente al
encuentro del capitán y le conté la historia. Le dije que, si no encontraba a nadie que
quisiera acompañarme, pediría que dejaran la luz encendida toda la noche, y lo
intentaría solo.
—Mire —me dijo el capitán—, le diré lo que voy a hacer. Yo mismo le
acompañaré a usted, y veremos lo que pasa. Creo que entre los dos conseguiremos
aclarar este asunto. Es posible que haya a bordo algún guasón que se divierta
asustando a los pasajeros. O que haya algo raro en el maderamen de aquella litera.
Sugerí que viniera a examinarlo el carpintero del buque; pero mi sensación
predominante era de alegría, por el ofrecimiento que acababa de hacerme el capitán.
De acuerdo con sus órdenes, poco después se presentaba en mi camarote el
carpintero, dispuesto a seguir mis instrucciones. Yo había sacado ya toda la ropa de la
www.lectulandia.com - Página 50
litera superior, y nos dedicamos a examinarla pulgada a pulgada, en busca de alguna
tabla suelta o de algún entrepaño qué pudiera ser abierto o empujado. No
encontramos absolutamente nada. Cuando estábamos terminando nuestro trabajo,
Robert se detuvo delante de la puerta y miró hacia dentro.
—Bueno, señor… ¿encontró algo, señor? —preguntó, con una mueca que quería
ser una sonrisa.
—Tenías razón en lo del ojo de buey, Robert —le dije. Y le entregué el soberano
prometido.
El carpintero trabajaba silenciosa y hábilmente, de acuerdo con mis instrucciones.
Cuando hubo terminado, tomó la palabra.
—Soy un vulgar carpintero, señor —me dijo—, pero creo que lo mejor que puede
usted hacer es sacar sus cosas de aquí y dejarme que coloque una docena de tornillos
de cuatro pulgadas para clavar la puerta de este camarote. Quedándose aquí, lo único
que puede ganar es algún disgusto. Que yo sepa se han perdido ya cuatro vidas, y esto
en cuatro viajes. Es mejor que se marche, señor… es mejor que se marche.
—Voy a quedarme una noche más —dije.
—Es mejor que se marche, es mejor que se marche. Mal asunto este, mal asunto
—repitió el carpintero, colocando las herramientas en su caja y saliendo del
camarote.
Pero mi estado de ánimo había mejorado considerablemente ante la perspectiva
de tener la compañía del capitán, y me afirmé en mi deseo de llegar hasta el fin de
aquel extraño asunto. Aquella noche me abstuve de comer queso derretido en cerveza
y de ingerir bebidas alcohólicas, y ni siquiera me uní a la acostumbrada partida de
whist. Necesitaba estar completamente seguro de mis nervios, y mi vanidad me
obligaba a hacer un buen papel a los ojos del capitán.
IV
El capitán era uno de aquellos espléndidos ejemplares humanos cuyas cualidades
físicas y morales les conducen lógicamente a posiciones de responsabilidad. No era la
clase de hombre que presta oídos a habladurías sin fundamento, y el simple hecho de
que hubiera querido unirse a mí en la investigación demostraba que estaba
convencido de que el asunto era grave, y de que no podía ser tomado a broma ni
explicado por medio de razonamientos lógicos. Hasta cierto punto, también su
www.lectulandia.com - Página 51
reputación estaba en juego, así como la reputación del barco. No resulta agradable
perder un pasajero en cada viaje…
A eso de las diez de la noche, mientras yo estaba fumando mi último cigarro, el
capitán se acercó a mí y me llevó a un rincón, lejos del alcance del oído de los otros
pasajeros que paseaban por cubierta en la cálida oscuridad.
—Éste es un asunto serio, mister Brisbane —me dijo—. Debemos prepararnos
para todas las posibilidades… para tener una decepción, o para pasar un mal rato.
Como usted comprenderá, no puedo permitir que el asunto sea tomado a risa, y voy a
pedirle que firme una declaración de todo lo que suceda. Si no ocurre nada esta
noche, lo intentaremos otra vez mañana y pasado mañana. ¿Está usted dispuesto?
Descendimos a la cubierta inferior y entramos en el camarote. Mientras
avanzábamos por el pasillo, vi que Robert nos estaba mirando con una expresión
fúnebre, como si estuviera convencido de que iba a ocurrir algo espantoso. El capitán
cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Podemos colocar su maleta delante de la puerta —sugirió—, y uno de nosotros
se sentará en ella. De este modo nadie podrá salir. ¿Está bien cerrado el ojo de buey?
Lo encontré tal como lo había dejado por la mañana. Descorrí las cortinillas de la
litera superior de modo que pudiera verla sin dificultad. Por consejo del capitán
encendí mi pequeño farol, y lo coloqué de modo que alumbrara las sábanas de la
litera superior. El capitán insistió en sentarse en la maleta, diciendo que deseaba
poder jurar que había estado sentado delante de la puerta.
Luego me pidió que efectuara un minucioso registro del camarote, una operación
que no me llevó mucho tiempo, ya que consistió sencillamente en mirar debajo de la
litera inferior: no había absolutamente nada.
—Es imposible que un ser humano pueda entrar —dije—, o que un ser humano
abra el ojo de buey.
—Muy bien —dijo el capitán tranquilamente—. Si vemos algo ahora, será
producto de nuestra imaginación… o algo sobrenatural.
Me senté en el borde de la litera inferior.
—La primera vez que ocurrió —dijo el capitán, cruzando las piernas y
recostándose en la puerta— fue en marzo. El pasajero que dormía aquí, en la litera
superior, era un hombre cuyo cerebro no funcionaba bien. Adquirió el pasaje sin que
su familia se enterara. Una noche salió corriendo del camarote y se arrojó por la
borda, antes de que el oficial de guardia pudiera impedirlo. Detuvimos el barco,
lanzamos un bote al agua y le estuvimos buscando; hacía una noche muy tranquila;
pero no pudimos encontrarle. Desde luego, su suicidio fue atribuido más tarde a su
locura.
—¿Sucede a menudo? —pregunté con aire ausente.
—No, a menudo, no —dijo el capitán—. A mí no me había sucedido nunca,
aunque había oído contar algunos casos ocurridos a bordo de otros barcos. Bueno,
como le estaba diciendo, aquello ocurrió en marzo. En el viaje siguiente… ¿Qué está
www.lectulandia.com - Página 52
usted mirando? —preguntó, interrumpiendo súbitamente su relato.
Creo que no contesté. Mis ojos estaban clavados en el ojo de buey. Me había
parecido que el cerrojo empezaba a girar muy lentamente… tan lentamente, que no
estaba seguro de que se hubiera movido. Lo contemplé atentamente, fijando su
posición en mi cerebro para comprobar si cambiaba. El capitán siguió la dirección de
mis ojos, y miró a su vez.
—¡Se mueve! —exclamó, en tono convencido—. No, no se mueve —añadió, un
instante después.
Me puse en pie y me acerqué al ojo de buey. Me pareció que el cerrojo no estaba
en la misma posición, aunque no podía asegurarlo a ciencia cierta.
En aquel momento, el capitán olfateó el aire suspicazmente.
—Huele mal. ¿No lo nota usted? —inquirió.
—Sí —dije, y me estremecí mientras aquel espantoso olor a agua de mar
estancada se hacía más intenso en el camarote—. Ahora bien, para oler así, tiene que
haber humedad —añadí—, y, sin embargo, cuando esta mañana lo examiné todo con
el carpintero, estaba completamente seco. Esto es lo más raro… ¡Vaya!
Mi pequeño farol, que iluminaba la litera superior, se había apagado
repentinamente. Había aún bastante claridad, procedente de la lámpara del pasillo,
que se filtraba a través del ventanuco situado cerca de la puerta. El barco se balanceó
fuertemente, y la cortinilla de la litera superior se alzó levemente y volvió a caer. Me
levanté rápidamente de mi asiento en el borde de la cama, y en aquel mismo instante
el capitán se puso en pie lanzando un grito de sorpresa. Yo me había levantado con la
intención de coger el farol para examinarlo, cuando oí su exclamación, e
inmediatamente después su petición de ayuda. Corrí hacia él. Estaba sosteniendo con
todas sus fuerzas el cerrojo del ojo de buey, el cual se iba corriendo a pesar de todos
sus esfuerzos. Cogí mi bastón, un pesado bastón de madera de roble que siempre
solía llevar, y lo apoyé con todas mis fuerzas en el borde de latón del ojo de buey.
Pero súbitamente me encontré lanzado hacia atrás. Cuando conseguí ponerme en pie,
el ojo de buey estaba abierto de par en par, y el capitán estaba de pie, con la espalda
apoyada contra la puerta, pálido como un muerto.
—¡Hay algo en aquella litera! —gritó con una voz extraña, los ojos casi saliendo
de sus órbitas—. Sostenga la puerta, mientras yo miro… ¡No se nos escapará, sea lo
que sea!
Pero, en vez de ocupar su lugar, salté sobre el lecho inferior, y agarré algo que
yacía en la litera superior.
Era algo espantoso, horripilante, y se movió entre mis manos. Era como el
cadáver de un hombre ahogado hacía mucho tiempo, y sin embargo se movía, y tenía
la fuerza de diez hombres vivos; pero yo agarré con todas mis fuerzas… el viscoso,
fangoso, horrible cuerpo del muerto, cuyos blancos ojos parecían contemplarme
fijamente desde lo más hondo de sus cuencas; el putrefacto hedor de agua de mar
estancada surgía de él y su pelo colgaba en rizos húmedos sobre su cadavérico rostro.
www.lectulandia.com - Página 53
Forcejeé con el muerto; me empujó, obligándome a retroceder y casi me rompió los
brazos; los brazos del cadáver rodearon mi cuello y apretaron fuertemente hasta que
al fin lancé un grito y caí, soltando mi presa.
Mientras caía, la muerte viviente saltó por encima de mí y pareció lanzarse sobre
el capitán. Cuando finalmente le vi de nuevo en pie, su rostro estaba desencajado y
sus labios lívidos. Me pareció que lanzaba un violento golpe al muerto, y luego
también él cayó hacia delante, de cara, con un inarticulado grito de terror.
La cosa se detuvo un instante, y pareció extender unas invisibles alas sobre el
postrado cuerpo del capitán. Traté de gritar de nuevo, aterrorizado, pero me había
quedado sin voz. La cosa se desvaneció repentinamente, y me pareció que se
marchaba a través del abierto ojo de buey, aunque, teniendo en cuenta lo angosto de
la abertura, no pude explicarme cómo era posible. Permanecí tendido en el suelo
largo rato, mientras el capitán yacía a mi lado. Por fin recobré parcialmente la
capacidad de movimiento, e inmediatamente supe que tenía un brazo roto: el pequeño
hueso del antebrazo izquierdo, cerca de la muñeca.
Me puse trabajosamente en pie, y con mi mano ilesa traté de levantar al capitán.
Gruñó y se movió, y finalmente recobró el conocimiento. No estaba herido pero
parecía mortalmente aturdido.
Bueno, ¿qué más desean oír? No hay nada más que contar. Éste es el final de mi
historia. El carpintero llevó adelante su proyecto de clavar una docena de tornillos en
la puerta del 105; y si alguno de ustedes toma un pasaje en el Kamtschatka, puede
pedir una litera en aquel camarote. Le dirán que está reservado… sí… está reservado
por aquel cadáver.
Terminé el viaje en el camarote del médico. Me curó el brazo roto, y me aconsejó
que no me dedicara más a descubrir fantasmas. El capitán estaba muy silencioso, y no
volvió a navegar en aquel barco, aunque sigue prestando servicio. Y tampoco yo
navegaría en él por nada del mundo. Fue una experiencia muy desagradable, y yo
estaba mortalmente asustado, lo cual es una cosa que no me gusta. Esto es todo. Así
es como vi un fantasma… si es que era un fantasma. De todos modos, estaba muerto.
www.lectulandia.com - Página 54
LA SONRISA MUERTA
www.lectulandia.com - Página 55
—. Te casarás cuando yo esté muerto, aunque existe un motivo muy grave para que
no lo hagas… para que no lo hagas —repitió con énfasis, y volvió lentamente sus
ojos de sapo hacia los enamorados.
—¿Qué motivo? —preguntó Evelyn con voz asustada.
—El motivo no importa, querida. Te casarás como si no existiera. —Hubo una
larga pausa—. Dos se marcharon —dijo, y su voz bajó extrañamente de tono—, y dos
más serán cuatro… todas juntas… para toda la eternidad, ardiendo, ardiendo,
ardiendo vivamente.
Tras pronunciar estas palabras, su cabeza cayó lentamente hacia atrás y la
amarillenta llamita de los ojos de sapo desapareció debajo de los túmidos párpados; y
la nube cárdena dejó de tapar el sol, de modo que la tierra fue de nuevo verde y la luz
fue de nuevo pura. Sir Hugh se había quedado dormido, como hacía a menudo en su
última enfermedad, incluso mientras estaba hablando.
Gabriel Ockram se llevó a Evelyn del estudio, y cuando mi padre, y a mí. Dicen
que un Ockram no puede reposar en un ataúd.
—Pero no pueden ser ciertas… todas esas historias de fantasmas…
Evelyn se acercó más a su compañero y agarró su mano con más fuerza, mientras
el sol empezaba su descenso.
—Desde luego. Pero existe la historia del viejo sir Vernon, que fue decapitado por
traición durante el reinado de Jacobo II. La familia se hizo cargo del cadáver en el
patíbulo, lo encerró en un ataúd de hierro, y lo colocó en la bóveda norte. Pero, al
cabo de un tiempo, cuando abrieron la bóveda para enterrar a otro miembro de la
familia, encontraron el ataúd abierto de par en par, con el cadáver de sir Vernon de
pie contra una pared, y su cabeza en un rincón, sonriendo.
—¿Como sonríe tío Hugh? —se estremeció Evelyn.
—Sí, supongo que sí —respondió Gabriel, pensativamente—. Desde luego, yo no
lo he visto, ya que la bóveda no ha sido abierta desde hace treinta años: ninguno de
nosotros ha muerto desde entonces.
—Y si… si el tío Hugh muere… tendrás…
Evelyn se interrumpió, y su hermoso rostro estaba mortalmente pálido.
—Sí. Tendré que presenciar cómo lo dejan allí… con su secreto, sea el que sea.
Gabriel suspiró y apretó la pequeña mano de Evelyn.
—No me gusta pensar en ello —dijo la muchacha en tono intranquilo—. ¡Oh,
Gabriel! ¿Cuál puede ser el secreto? Él dice que no deberíamos casarnos… aunque él
no nos lo prohíbe… Pero lo dice de un modo tan extraño, y sonríe… ¡Uf! —Sus
diminutos y blancos dientes castañetearon de miedo, y miró por encima de su hombro
mientras se acercaba todavía más a Gabriel—. Y, en cierto modo, lo siento en mi
propio rostro…
—Lo mismo me ocurre a mí —respondió Gabriel en voz baja y nerviosa—. La
nodriza Macdonald…
Se interrumpió bruscamente.
www.lectulandia.com - Página 56
—¿Qué? ¿Qué es lo que dice?
—¡Oh! Nada… Me ha contado cosas… cosas que te asustarían, querida. Vamos,
está refrescando.
Se puso en pie, pero Evelyn le cogió las manos, sin levantarse, y le miró a los
ojos.
—Pero, de todos modos, nos casaremos, ¿no es cierto? ¡Di que nos casaremos,
Gabriel!
—Desde luego, querida…, desde luego. Pero, mientras mi padre esté tan enfermo,
es imposible…
—¡Oh, Gabriel, Gabriel, querido! ¡Quiero que nos casemos ahora! —exclamó
Evelyn apasionadamente—. Sé que ocurrirá algo que nos separará.
—¡Nada podrá separarnos!
—¿Nada?
—Nada humano —dijo Gabriel Ockram, mientras Evelyn le atraía hacia ella.
Y sus rostros, que tenían un parecido tan extraño, se encontraron y se tocaron… y
Gabriel supo que el beso tenía un maravilloso y diabólico sabor, y en los labios de
Evelyn había el frío aliento de un dulce y mortal temor. Y ninguno de ellos
comprendió, porque eran inocentes y jóvenes.
—Es como si nos amáramos en un extraño sueño —dijo ella.
—Temo el despertar —murmuró él.
—No despertaremos, querido… cuando el sueño haya pasado, se habrá
convertido ya en muerte, tan suavemente que no lo sabremos. Pero, hasta entonces…
—Hasta entonces… —repitió Evelyn, en voz muy baja, y su boca estaba muy
cerca de la de Gabriel.
—Soñemos… hasta entonces —murmuró el aliento de Gabriel.
* * *
www.lectulandia.com - Página 57
los índices con la edad, y los nudillos brillaban a la débil luz de la lámpara como
manzanas silvestres.
Era casi la una de la madrugada, y la brisa veraniega hacía chocar los tallos de la
hiedra contra los cristales de la ventana, acariciándolos suavemente. En la pequeña
habitación contigua, con la puerta entornada, la doncella que estaba al cuidado de la
nodriza Macdonald dormía profundamente. Todo estaba muy silencioso. La anciana
respiraba con regularidad, sus labios temblaban cada vez que expulsaba el aliento, y
sus ojos estaban cerrados.
Pero en la parte de afuera de la cerrada ventana había un rostro, y unos ojos de
color violeta miraban fijamente a la anciana durmiente, y el rostro era como el de
Evelyn Warburton, aunque había dieciocho pies desde el antepecho de la ventana
hasta el pie de la torre. Sin embargo, las mejillas eran más delgadas que las de
Evelyn, y mucho más pálidas, y los ojos miraban con fijeza, y los labios no estaban
rojos de vida; estaban muertos, y teñidos con sangre nueva.
Lentamente, los arrugados párpados de la nodriza Macdonald se abrieron, y la
anciana miró el rostro pegado a la ventana, el tiempo que tarda en contarse hasta diez.
—¿Ha llegado el momento? —preguntó con su cascada voz.
Mientras lo estaba mirando, el rostro de la ventana cambió, ya que los ojos se
abrieron más y más hasta que el blanco del globo rodeó por completo el brillante
violeta de las pupilas, y los sangrientos labios se abrieron sobre unos dientes
resplandecientes, y se achicaron y ensancharon y achicaron de nuevo, y los dorados
cabellos rozaron la ventana, empujados por la brisa nocturna. Y en respuesta a la
pregunta de la nodriza Macdonald llegó el sonido que hiela la carne viviente.
La voz se alzó repentinamente como un lamento, como el rumor de la tormenta, y
de un lamento se convirtió en un sollozo, y de un sollozo en un alarido, y de un
alarido en un espantoso aullido de la torturada mente. El que lo ha oído una vez sabe
que el grito del espíritu que presagia la muerte es un grito diabólico que resulta
espantoso al resonar en plena noche. Cuando se restableció el silencio y el rostro
hubo desaparecido, la nodriza Macdonald se estremeció en su amplio sillón, aunque
siguió contemplando el negro recuadro de la ventana. Pero allí ya no había nada, nada
más que la noche y los susurrantes tallos de la hiedra. La anciana volvió la cabeza
hacia la entornada puerta, y allí estaba en pie la muchacha, embutida en su blanco
camisón, con los dientes casteñeteando de temor.
—Ha llegado el momento, muchacha —dijo la nodriza Macdonald—. Debo ir a
su lado, ya que esto es el fin.
Se puso en pie lentamente, apoyando sus sarmentosas manos en los brazos del
sillón; la doncella la ayudó a ponerse una bata de lana y un gran mantón, y le entregó
su bastón. Pero la doncella miraba constantemente a la cerrada ventana y temblaba de
miedo, y la nodriza Macdonald movía la cabeza y murmuraba palabras que la
doncella no podía comprender.
—Era como el rostro de miss Evelyn —dijo finalmente la doncella,
www.lectulandia.com - Página 58
estremeciéndose.
Pero la anciana la miró furiosamente, y sus ojos azules despidieron chispas. Se
apoyó en el brazo del gran sillón con la mano izquierda, y levantó la derecha armada
con el bastón para golpear a la doncella con todas sus fuerzas. Pero no lo hizo.
—Eres una buena muchacha —dijo—, pero eres también una imbécil. Procura
espabilarte, muchacha, procura espabilarte… o ya puedes ir buscándote otra casa para
servir. Trae la lámpara, y deja que apoye en ti mi brazo izquierdo.
El bastón resonó sobre el suelo de madera, mientras la nodriza Macdonald se
dirigía hacia la puerta. Y al bajar la escalera, cada peldaño era un inaudito esfuerzo, y
por el sonido del bastón los criados que estaban despiertos sabían que la nodriza
Macdonald se estaba acercando, mucho antes de verla.
Nadie dormía ahora, y había luces, y susurros, y rostros pálidos en los pasillos
contiguos al dormitorio de sir Hugh, y de cuando en cuando alguien salía, y de
cuando en cuando alguien entraba, pero todo el mundo dejó paso a la nodriza
Macdonald, ya que había amamantado al padre de sir Hugh hacía más de ochenta
años.
La luz era suave y clara en la habitación del enfermo. Allí estaba Gabriel Ockram
junto al lecho de su padre, y allí estaba Evelyn Warburton, arrodillada, con los
cabellos caídos sobre sus hombros como una sombra dorada, y sus manos
estrechamente unidas. Al lado opuesto a aquel en que se encontraba Gabriel, una
enfermera intentaba hacer beber algo a sir Hugh. Pero él se negaba a beber y aunque
sus labios estaban abiertos, mantenía los dientes fuertemente apretados. El anciano
estaba ahora muy delgado y muy amarillo, y sus ojos captaban las luces de las
mesillas de noche y eran como carbones amarillentos.
—No le atormente más —le dijo la nodriza Macdonald a la mujer que sostenía la
copa—. Deje que hable con él, ya que ha llegado su hora.
—Deje que hable con él —dijo Gabriel con voz opaca.
De modo que la anciana se inclinó sobre la almohada y dejó caer su sarmentosa
mano, ligera como una pluma, sobre los amarillentos dedos de sir Hugh, y le habló
ávidamente en presencia de Evelyn y de Gabriel, los únicos que se habían quedado en
la habitación.
—Hugh Ockram —dijo la anciana—, éste es el fin de tu vida; y como te vi nacer,
y vi nacer a tu padre antes que a ti, he venido a verte morir. Hugh Ockram, ¿quieres
decirme la verdad?
El moribundo reconoció la lejana voz que había oído durante toda su vida, y
volvió lentamente su amarillento rostro hacia la nodriza Macdonald; pero no dijo
nada. Luego, la anciana habló de nuevo.
—Hugh Ockram, no volverás a ver la luz del día. ¿Quieres decirme la verdad?
Los ojos de sapo no se habían apagado del todo. Se clavaron en el rostro de la
anciana.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó sir Hugh, y las palabras surgieron
www.lectulandia.com - Página 59
trabajosamente de sus labios—. No tengo ningún secreto. He llevado una vida
irreprochable.
La nodriza Macdonald se echó a reír, con una risa leve, cascada, que hizo temblar
un poco su vieja cabeza, como si su cuello estuviera sobre un muelle de acero. Pero
los ojos de sir Hugh enrojecieron, y sus pálidos labios empezaron a temblar.
—Dejadme morir en paz —dijo lentamente.
Pero la nodriza Macdonald sacudió la cabeza, y su mano abandonó la de sir Hugh
y se deslizó hasta su frente.
—¡Por la madre que te dio la vida y murió de pena por los pecados que cometiste,
dime la verdad!
Los labios de sir Hugh se apretaron sobre sus descoloridos dientes.
—¡Por nada del mundo! —respondió lentamente.
—¡Por la esposa que dio la vida a tu hijo y murió con el corazón destrozado, dime
la verdad!
—Ni a ti en vida, ni a ella en muerte eterna.
Sus labios se retorcieron, como si las palabras fueran carbones encendidos entre
ellos, y una gran gota de sudor se deslizó a través del pergamino de su frente. Gabriel
Ockram se mordió la mano mientras contemplaba morir a su padre. Pero la nodriza
Macdonald habló por tercera vez:
—¡Por la mujer a la cual engañaste, y que esta noche te espera, Hugh Ockram,
dime la verdad!
—Es demasiado tarde. Dejadme morir en paz.
Los retorcidos labios empezaron a sonreír a través de los amarillentos dientes, y
los ojos de sapo brillaron como diabólicos rubíes en su cabeza.
—Hay tiempo —dijo la anciana—. Dime el nombre del padre de Evelyn
Warburton. Luego te dejaré morir en paz.
Evelyn retrocedió, arrodillada como estaba, y miró fijamente a la nodriza
Macdonald, y luego a su tío.
—¿El nombre del padre de Evelyn? —repitió sir Hugh lentamente, mientras la
horrible sonrisa se extendía por su moribundo rostro.
La luz se estaba debilitando de un modo extraño en la enorme habitación.
Mientras Evelyn la miraba, la encorvada sombra de la nodriza Macdonald en la pared
se hizo gigantesca. La respiración de sir Hugh se había hecho sumamente penosa.
Evelyn empezó a rezar en voz alta.
Luego, algo repiqueteó en la ventana, y la muchacha sintió erizársele el pelo al
mirar hacia allí, en contra de su voluntad. Y cuando vio su propio rostro mirando a
través de la ventana, y sus propios ojos contemplándola a través del cristal, abiertos y
terribles, y su propio pelo agitado por la brisa nocturna que lo empujaba contra la
ventana, y sus propios labios teñidos de sangre, se puso en pie lentamente y
permaneció rígida unos instantes, hasta que de repente estalló en un grito y se
desplomó en brazos de Gabriel. Pero el grito que respondió al suyo fue el alarido del
www.lectulandia.com - Página 60
atormentado cadáver, del cual no podía salir el alma a causa de lo vergonzoso de sus
pecados, aunque los demonios luchaban por obtener su parte.
Sir Hugh Ockram se incorporó en el lecho de muerte, vio y gritó en voz alta:
—¡Evelyn!
Su voz se quebró en su pecho mientras se desplomaba hacia atrás. Pero la nodriza
Macdonald siguió atormentándole, ya que en él quedaba aún un poco de vida.
—Has visto a la madre que te está esperando, Hugh Ockram. ¿Quién fue el padre
de Evelyn? ¿Cuál fue su nombre?
Por última vez, la espantosa sonrisa surgió de los retorcidos labios, muy
lentamente, muy segura ahora, y lo ojos de sapo enrojecieron, y el rostro
apergaminado brilló un poco a la vacilante luz. Por última vez, sir Hugh habló:
—En el infierno lo saben.
Luego, los relucientes ojos se apagaron rápidamente, el amarillento rostro
adquirió la palidez de la cera, y un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de sir
Hugh mientras moría.
Pero incluso después de muerto seguía sonriendo, porque él conocía su secreto y
había sabido guardarlo, y se lo llevaba para que reposara con él para siempre en la
bóveda norte de la capilla, donde los Ockram yacían envueltos en sus sudarios y sin
ataúd… todos menos uno. Aunque estaba muerto, sonreía, ya que había conservado
hasta el fin su tesoro de diabólica verdad, y no quedaba nadie que pudiera revelar el
nombre que él había ocultado celosamente.
Mientras le miraban —la nodriza Macdonald y Gabriel, que sostenía a Evelyn
todavía inconsciente en sus brazos mientras él miraba a su padre—, notaron que la
sonrisa muerta se deslizaba a lo largo de sus propios labios: de la anciana nodriza y
del joven de rostro angelical. Luego, los dos se estremecieron un poco, y los dos
miraron a Evelyn, que tenía la cabeza apoyada en el hombro de Gabriel, y, aunque la
muchacha estaba muy hermosa, la misma espantosa sonrisa asomaba a su boca
juvenil, una sonrisa que era como un símbolo diabólico que no podían comprender.
Poco después sacaron a Evelyn de la habitación, y la muchacha abrió los ojos y la
sonrisa había desaparecido de sus labios. En la enorme mansión se oían ya los
sollozos de las mujeres, que habían empezado a llorar al dueño muerto, de acuerdo
con la costumbre irlandesa, y el vestíbulo repitió los ecos de los sollozos toda la
noche, del mismo modo que los árboles del bosque habían repetido los lamentos del
espíritu que presagia la muerte.
A su debido tiempo, envolvieron a sir Hugh en su mortaja y lo llevaron a la
bóveda norte de la capilla, para colocarlo al lado de su padre. Y dos hombres fueron
allí antes para preparar el lugar, y regresaron tambaleándose como si estuvieran
borrachos, y pálidos, dejando las luces detrás de ellos.
Pero Gabriel Ockram no tenía miedo, ya que sabía lo que iba a encontrar. Y entró
solo en la bóveda y vio que el cadáver de sir Vernon Ockram estaba de pie, apoyado
contra la pared de piedra, y que su cabeza estaba en el suelo con el rostro vuelto hacia
www.lectulandia.com - Página 61
arriba, y los labios resecos como el cuero sonreían horriblemente al reseco cadáver,
mientras el ataúd de hierro, tapizado de terciopelo negro, permanecía abierto en el
suelo.
Entonces Gabriel cogió el cadáver con sus manos, ya que era muy ligero,
completamente reseco por el aire de la bóveda, y los que atisbaban desde la puerta le
vieron dejarlo de nuevo en el ataúd, y el cadáver crujió un poco, como un manojo de
cañas, y sonó a hueco al tocar los costados y el fondo. A continuación, Gabriel colocó
la cabeza sobre los hombros y cerró el féretro, corriendo trabajosamente los
enmohecidos cerrojos.
Después de esto colocaron a sir Hugh al lado de su padre, envuelto en su mortaja,
y salieron de la capilla.
Pero cuando se vieron mutuamente los rostros, dueño y criados, todos sonreían
con la sonrisa muerta del cadáver que habían dejado en la bóveda, de modo que no
pudieron soportar el mirarse unos a otros y se fueron alejando de allí.
* * *
www.lectulandia.com - Página 62
brindando por ella.
Hacía mucho tiempo, dijo, que Ockram Hall no albergaba a una lady Ockram. Sir
Gabriel ocultó los ojos detrás de su mano, mirando fijamente a la mesa, pero un débil
rubor coloreó las transparentes mejillas de Evelyn. Pero, añadió el colono de pelo
gris, hacía aún más tiempo que Ockram Hall no albergaba a una lady Ockram tan
bella como la que iba a serlo próximamente, y él brindaba a la salud de Evelyn
Warburton.
A continuación, todos los colonos se pusieron en pie y brindaron por ella, y sir
Gabriel se puso también en pie, al lado de Evelyn. Y cuando los colonos
pronunciaban el último y más alegre de los brindis, se oyó una voz que no era la de
ellos, más fuerte que la de todos ellos, más penetrante… un grito que no era terrenal,
gritando por la novia de Ockram Hall. Y el acebo y las ramas verdes que adornaban
la enorme chimenea se agitaron lentamente, como impelidas por una helada brisa.
Pero los colonos palidecieron intensamente, y muchos de ellos dejaron sus vasos
sobre la mesa, en tanto que otros los dejaban caer al suelo, aterrorizados. Y al mirarse
unos a otros, todos sonreían extrañamente, con una sonrisa muerta, como la del
difunto sir Hugh. Uno de ellos empezó a hablar en irlandés, y el miedo a la muerte se
apoderó súbitamente de todos ellos, de modo que emprendieron la huida, llenos de
pánico, atropellándose unos a otros como animales salvajes en un bosque en llamas; y
las mesas fueron volcadas, y se rompieron vasos y botellas, y el vino rojo corrió
como sangre por el reluciente suelo.
Sir Gabriel y Evelyn se quedaron solos en la cabecera de la mesa, de pie ante los
restos del festín, sin atreverse a mirarse el uno al otro, ya que cada uno de ellos sabía
que el otro estaba sonriendo. Pero el brazo derecho de sir Gabriel rodeó la cintura de
Evelyn, y su mano izquierda oprimió la mano derecha de la muchacha mientras
miraban fijamente delante de ellos; y de no ser por las sombras del cabello de Evelyn,
nadie hubiera podido individualizar sus rostros. Permanecieron escuchando durante
un largo rato, pero el grito no volvió a oírse, y la sonrisa muerta se desvaneció de sus
labios, mientras cada uno de ellos recordaba que sir Hugh Ockram yacía en la bóveda
norte, sonriendo en su mortaja, en la oscuridad, porque había muerto con su secreto.
Así terminó la cena de Nochevieja. Pero, a partir de aquel día, sir Gabriel se
encerró en unos silencios cada vez más prolongados, y su rostro palideció y adelgazó
más y más. A menudo, sin previo aviso y sin pronunciar palabra, se levantaba de su
asiento, como si algo le empujara a moverse contra su voluntad, y salía bajo la lluvia
o a pleno sol para dirigirse al lado norte de la capilla. Llegado allí, se sentaba en el
banco de piedra, mirando fijamente al suelo como si pudiera ver a través de él, y a
través de la bóveda que había debajo, y a través del blanco sudario en la oscuridad, la
sonrisa muerta que nunca moría.
Siempre que salía de aquel modo, Evelyn llegaba al cabo de un rato y se sentaba a
su lado. En una ocasión, también, como en el verano anterior, sus hermosos rostros se
acercaron súbitamente el uno al otro, y sus párpados se entrecerraron, y sus rojos
www.lectulandia.com - Página 63
labios casi se unieron. Pero, al encontrarse sus ojos, se abrieron como espantados, de
modo que las pupilas de color violeta quedaron rodeadas por el blanco del globo y
sus dientes castañetearon, y sus manos fueron como manos de cadáveres, las de cada
uno de ellos en las del otro, por el terror de lo que estaba debajo de sus pies, y de lo
que sabían pero no podían ver.
En una ocasión, también, Evelyn encontró a sir Gabriel en la capilla, solo, de pie
ante la puerta de hierro que conducía al lugar de la muerte, y en su mano había la
llave de la puerta; pero no la había introducido en la cerradura. Evelyn se marchó de
allí, temblando, ya que también ella se había sentido empujada en sueños a ver de
nuevo aquella terrible cosa, para comprobar si había cambiado desde que la habían
dejado allí.
—Me estoy volviendo loco —dijo sir Gabriel, cubriéndose los ojos con la mano,
mientras se reunía con Evelyn—. Lo veo en sueños, lo veo cuando estoy despierto…
me atrae continuamente, día y noche… y si no lo veo moriré.
—Lo sé —respondió Evelyn—. Lo sé. Es como si desplegara unos enormes
tentáculos, como unas monstruosas patas de araña, que nos arrastraran hacia allí. —
Permaneció silenciosa unos instantes, y luego se sobresaltó violentamente, y agarró el
brazo de sir Gabriel con la fuerza de un hombre y casi gritó las palabras al hablar de
nuevo—: ¡Pero no debemos ir allí! —exclamó—. ¡No debemos ir!
Los ojos de sir Gabriel estaban medio cerrados, y no se sintió conmovido por la
agonía del rostro de Evelyn.
—Moriré, a menos que lo vea otra vez —dijo, con una voz tranquila que no
parecía la suya.
Y durante todo aquel día, y por la noche, apenas habló, pensando en ello, siempre
pensando, mientras Evelyn Warburton se estremecía de pies a cabeza con un terror
que nunca había conocido.
Una gris mañana de invierno, Evelyn subió sola a la habitación de la torre
ocupada por la nodriza Macdonald, y se sentó al lado del gran sillón de cuero,
apoyando su delgada y blanca mano sobre los sarmentosos dedos.
—Nodriza —dijo—, ¿qué era lo que tío Hugh tenía que decirle a usted, la noche
en que murió? Tuvo que ser un horrible secreto… y, sin embargo, a pesar de que
usted se lo preguntó a él, tuve la impresión de que usted lo sabía, y que usted sabía
por qué tío Hugh sonreía de aquel modo tan espantoso.
La cabeza de la anciana se movió lentamente de un lado a otro.
—Sólo tengo una sospecha…, nunca lo sabré a ciencia cierta —respondió
lentamente, con su cascada voz.
—Pero ¿qué es lo que usted sospecha? ¿Quién soy yo? ¿Por qué le preguntó usted
quién era mi padre? Usted sabe que soy hija del coronel Warburton, y que mi madre
fue la hermana de lady Ockram, de modo que Gabriel y yo somos primos. A mi padre
lo mataron en Afganistán. ¿Qué secreto puede haber en todo esto?
—No lo sé. Sólo puedo sospecharlo.
www.lectulandia.com - Página 64
—¿Sospechar qué? —preguntó Evelyn en tono suplicante, oprimiendo las
sarmentosas manos, mientras se inclinaba hacia delante.
Pero los arrugados párpados de la nodriza Macdonald cayeron repentinamente
sobre sus extraños ojos azules, y sus labios temblaron levemente con su respiración,
como si estuviera dormida.
Evelyn esperó. La doncella irlandesa estaba haciendo calceta junto al fuego, y las
agujas sonaban acompasadamente al chocar unas con otras, como el segundero de un
reloj. Y el verdadero reloj colgado en la pared contaba también los segundos,
sorbiéndolos implacablemente de la vida de la mujer que tema cien años, y cuyos días
tocaban a su fin. En el exterior, los tallos de hiedra golpeaban la ventana con el viento
invernal, como la habían golpeado cien años antes.
Luego, mientras Evelyn permanecía sentada allí, sintió despertar de nuevo en ella
un horrible deseo: el espantoso deseo de bajar a la bóveda norte, y de abrir la mortaja,
y de comprobar si la cosa había cambiado; y cogió fuertemente las manos de la
nodriza Macdonald, como para contenerse a sí misma y luchar contra la diabólica
atracción del muerto.
Pero el viejo gato que mantenía calientes los pies de la nodriza Macdonald,
tendido siempre sobre el escabel forrado de piel de cordero, se levantó y se
desperezó, y miró a Evelyn a los ojos, mientras arqueaba el lomo y su cola se erguía y
se erizaba, y sus feos y rosados labios se abrían en una diabólica mueca, mostrando
sus agudos dientes. Evelyn lo miró fijamente, medio fascinada por su fealdad. Luego,
el animal alzó repentinamente una pata con todas sus garras extendidas, y dio un
bufido, y de pronto el gato fue como el sonriente cadáver que estaba en la bóveda,
hasta el punto de que Evelyn se estremeció, y se cubrió el rostro con su mano libre,
por miedo a que la nodriza se despertara y viera en su rostro la sonrisa muerta, ya que
ella podía sentirla en él.
La anciana había abierto ya los ojos de nuevo, y golpeó a su gato con la contera
de su bastón; el animal alisó la espalda, encogió la cola y volvió a ocupar su lugar en
el escabel, aunque sus ojos amarillos siguieron mirando a Evelyn de soslayo, a través
de sus entornados párpados.
—¿Qué es lo que sospecha usted, nodriza? —preguntó de nuevo la joven.
—Una cosa mala… una cosa horrible. Pero no me atrevo a decírtela, por miedo a
que no sea cierta, y sólo de pensar en ello puedas ver destrozada tu vida. Ya que, si lo
que sospecho es verdad, él quería que tú no lo supieras, y que te casaras con Gabriel,
y que pagarais por su antiguo pecado con vuestras almas.
—Él solía decirnos que no debíamos casarnos…
—Sí… os decía eso, quizá, pero era como si un hombre colocara un alimento
envenenado delante de un animal muerto de hambre, y le dijera «no te lo comas»,
pero nunca levantara la mano para apartar aquel alimento. Y si os decía que no
debíais casaros, era porque esperaba que lo hicierais; ya que, de todos los hombres
vivos o muertos, Hugh Ockram era el más falso de los embusteros, y el más cruel de
www.lectulandia.com - Página 65
los ofensores de una débil mujer, y el peor de los pecadores.
—Pero Gabriel y yo nos amamos —murmuró tristemente Evelyn.
Los ojos de la nodriza Macdonald miraron muy lejos, hacia unas cosas
contempladas hacía mucho tiempo, y que se alzaban en el gris aire invernal, entre las
nieblas de una antigua juventud.
—Si os amáis, podéis morir juntos —dijo, muy lentamente—. ¿Para qué querríais
vivir, si fuese cierto? Yo tengo cien años. ¿Qué me ha dado la vida? El comienzo es
fuego; el final es un montón de cenizas; y entre el comienzo y el final, hay todos los
pesares del mundo. Déjame dormir, ya que no puedo morir.
La anciana volvió a cerrar los ojos, y su cabeza se hundió un poco más sobre su
pecho.
De modo que Evelyn se marchó dejándola dormida, con el gato dormido sobre el
escabel; y la joven trató de olvidar las palabras de la nodriza Macdonald, pero no lo
consiguió, ya que volvía a oírlas una y otra vez en el viento, y detrás de ella en la
escalera. Y mientras enfermaba más y más de miedo al terrible secreto en el cual
estaba comprometida su alma, sentía que algo la apremiaba, y la empujaba, y la
obligaba, y por otra parte sentía las amenazas que la angustiaban: y cuando cerraba
los ojos, veía en la capilla, detrás del altar, la puerta de hierro a través de la cual tenía
que pasar para ir a la cosa.
Y cuando por la noche estaba tendida en su cama, despierta, se cubría el rostro
con la sábana, por miedo a ver sombras en la pared haciéndole señas; y el sonido de
su propia respiración cálida formaba susurros en sus oídos, mientras se agarraba al
colchón para no ceder al deseo de levantarse y de ir a la capilla. Todo hubiera sido
más fácil de no haber existido un camino hasta allí a través de la biblioteca, por una
puerta que nunca estaba cerrada. Sería terriblemente fácil coger una vela y caminar
silenciosamente a través de la dormida casa. Y la llave de la bóveda estaba debajo del
altar, detrás de una piedra que giraba. Ella conocía el pequeño secreto. Podía ir sola
hasta allí y ver.
Pero, al pensar en ello, Evelyn sintió erizársele el pelo, y empezó estremeciéndose
hasta el punto de que la cama crujió, y luego el horror la invadió con un helado
escalofrío que provocó en ella una espantosa agonía, como si miríadas de aristas de
hielo se clavaran en sus nervios.
* * *
www.lectulandia.com - Página 66
los golpes anteriores y hubiera caído dormido contra la campana.
El viejo gato se levantó del escabel y se desperezó, y la nodriza Macdonald abrió
sus ojos y miró lentamente a su alrededor, a la débil claridad que la lámpara nocturna
esparcía por la habitación. Tocó al gato con su bastón, y el animal se tendió sobre los
pies de la anciana, la cual bebió unos sorbos de la copa de plata que tenía junto a ella
y volvió a quedarse dormida.
En el piso bajo, sir Gabriel se incorporó bruscamente en el lecho mientras el reloj
daba la hora, ya que había tenido un horrible sueño, y su corazón se había quedado
inmóvil, hasta que se despertó: entonces volvió a latir furiosamente. Ningún Ockram
había conocido el miedo estando despierto, pero a veces el miedo llegaba hasta sir
Gabriel a través de su sueño.
Se apretó las sienes con las manos, unas manos que estaban frías como el hielo,
en tanto que su cabeza ardía. El sueño se desvaneció del todo, y su lugar quedó
ocupado por la idea que atormentaba su vida; y con la idea llegó también el horrible
fruncimiento de sus labios en la oscuridad, un fruncimiento que debía ser una sonrisa.
En la otra parte de la casa, Evelyn Warburton soñaba que tenía en la boca la
sonrisa muerta, y despertó sobresaltada, con el rostro entre sus manos, temblando.
Pero sir Gabriel encendió una luz y se levantó y empezó a pasear arriba y abajo
por su enorme habitación. Era medianoche, y apenas había dormido una hora, y en el
norte de Irlanda las noches de invierno son largas.
«Me volveré loco», se dijo a sí mismo, apretándose la frente. Sabía que era
verdad. Durante semanas y meses la posesión de la cosa había crecido en su interior
como una enfermedad, hasta que no pudo pensar nada sin pensar antes en aquello. Y
ahora, repentinamente, sus fuerzas se habían debilitado, y supo que tenía que hacer lo
que tanto odiaba y temía, si no quería enloquecer. Cogió el candelabro en su mano, el
antiguo y pesado candelabro que siempre había sido utilizado por el cabeza de
familia. No pensó en vestirse, sino que salió tal como estaba, en camisón y zapatillas,
y abrió la puerta. En la enorme casa todo estaba silencioso. Cerró la puerta detrás de
él y echó a andar silenciosamente sobre la alfombra a través del largo pasillo. Una
ráfaga de aire frío sopló por encima de su hombro e hizo vacilar la llama de la vela.
Instintivamente, se detuvo y miró a su alrededor, pero todo estaba inmóvil, y la llama
volvía a arder normalmente. Echó a andar de nuevo, e inmediatamente sopló otra
fuerte ráfaga detrás de él, y esta vez casi apagó la luz. Parecía soplar cuando andaba,
cesando cuando se detenía, soplando nuevamente cuando avanzaba… invisible,
helada.
Sir Gabriel avanzó a través del amplio vestíbulo, sin ver nada más que la llama de
la vela empujada hacia delante y goteando cera, mientras el viento frío soplaba por
encima de su hombro y a través de sus cabellos. Pasó a través de la abierta puerta de
la biblioteca, y buscó la otra puerta, situada entre las estanterías y simulando una
estantería más… Penetró en el pasadizo de techo bajo y arqueado, y aunque la puerta
había quedado cerrada detrás de él, el helado viento seguía empujando la llama hacia
www.lectulandia.com - Página 67
delante mientras andaba. Y sir Gabriel no tenía miedo; pero su rostro estaba muy
pálido, y sus ojos estaban muy abiertos, mirando delante de él, viendo ya en el aire
oscuro la cosa que había debajo. Pero en la capilla se quedó inmóvil, con la mano
sobre la pequeña losa de piedra situada detrás del altar. En la losa había grabadas
unas palabras: Clavis sepulchri Clarissimorum Dominorum Da Ockram (La llave del
sepulcro de los más ilustres señores de Ockram). Sir Gabriel se detuvo y escuchó.
Creyó oír un ruido en la casa, donde todo había estado tan silencioso, pero el ruido no
se repitió. Sin embargo, esperó un poco más, contemplando la puerta de hierro.
Detrás de ella, al final de la larga pendiente, yacía su padre sin ataúd, muerto hacía
seis meses, descompuesto, terrible en su mortaja. El aire insólitamente preservador de
la bóveda no podía haber actuado aún completamente. Pero, en los horribles rasgos
de la cosa, con sus ojos medio disecados, abiertos, había aún la espantosa sonrisa con
la cual el hombre había muerto… la sonrisa que acosaba…
Cuando la idea cruzó por la mente de sir Gabriel, notó que sus labios se fruncían,
y se golpeó la boca con el dorso de la mano tan fuertemente, que una gota de sangre
se deslizó por su barbilla, y otra, y otras más que cayeron sobre el pavimento de la
capilla. Pero sus labios continuaron frunciéndose. Hizo girar la losa por medio del
sencillo resorte. No era necesaria ninguna cerradura de seguridad, ya que, si los
Ockram hubieran estado enterrados en féretros de oro puro, y la puerta hubiera estado
abierta de par en par, no había en todo Tyrone un hombre lo bastante valeroso como
para descender a aquel lugar, excepto el propio Gabriel Ockram, con su rostro
angelical, y sus delgadas y blancas manos, y sus melancólicos ojos. Cogió la antigua
llave y la introdujo en la cerradura de la puerta de hierro; y el ruido de la llave contra
el hierro resonó detrás de la puerta como un rumor de pasos, como si alguien que
hubiera estado detrás de aquella puerta se hubiese alejado corriendo, con el pesado
andar de unos pies muertos. Y aunque sir Gabriel estaba ahora parado, el viento frío
seguía soplando detrás de él, empujando la llama de la vela contra el entrepaño de
hierro. Hizo girar la llave.
Sir Gabriel vio que su vela era corta. En el altar había velas nuevas, con largos
candelabros, y encendió una, y dejó la que llevaba en el suelo, ardiendo. Mientras se
inclinaba sobre el pavimento su labio empezó a sangrar de nuevo, y otra roja gota
cayó sobre las piedras.
Empujó la puerta de hierro y la abrió hasta que quedó pegada a la pared de la
capilla, de modo que no pudiera cerrarse por sí sola mientras él estaba dentro; y el
horrible aliento del sepulcro ascendió de las profundidades y golpeó su rostro, acre y
hediondo. Avanzó, pero a pesar de que el fétido aire salía a su encuentro, la llama de
la vela se proyectaba hacia delante.
Colocó una mano delante de la vela, y sus dedos parecieron hechos de cera y de
sangre cuando la luz brilló a través de ellos. Y, a pesar de aquella precaución, la llama
siguió proyectándose hacia delante. Pero sir Gabriel continuó avanzando, con los ojos
brillantes.
www.lectulandia.com - Página 68
El pasillo que conducía a la bóveda era muy ancho, y sir Gabriel no podía ver
siempre las paredes a causa de lo vacilante de la llama de su vela, pero supo que
había llegado al lugar de muerte por el eco de sus propios pasos, que se hizo más
hueco cuando resonó en un espacio más amplio… Se quedó inmóvil, casi encerrando
la llama de la vela en el hueco de su mano. Ahora podía ver un poco, ya que sus ojos
se estaban acostumbrando a la oscuridad. En la penumbra se divisaban unas oscuras
formas, correspondientes a los cadáveres de los Ockram, tendidos uno al lado del
otro, envueltos en sus mortajas, insólitamente conservados por el aire seco, como
unas cáscaras vacías resecadas por el verano. Y a unos cuantos pasos delante de él,
sir Gabriel vio claramente la oscura forma del ataúd de hierro del decapitado sir
Vernon, y supo que muy cerca de él estaba la cosa que había venido a ver.
Sir Gabriel era tan valeroso como cualquiera de aquellos hombres muertos
pudiera haber sido, y aquellos hombres muertos eran sus antepasados, y sabía que
tarde o temprano también él reposaría allí, al lado de sir Hugh, secándose lentamente
hasta convertirse en una apergaminada cáscara. Pero sir Gabriel estaba aún vivo, y
cerró los ojos un instante, y tres grandes gotas de sudor se deslizaron por su frente.
Luego miró otra vez, y por la blancura de la mortaja conoció el cadáver de su
padre, ya que todas las demás habíanse oscurecido con el paso de los años; y además,
la llama de la vela se proyectaba rectamente hacia aquel lugar. Dio cuatro pasos hasta
llegar a su lado, y repentinamente la luz ardió recta y alta, iluminando con una
claridad amarillenta la fina tela de la mortaja, que era completamente blanca, excepto
encima del rostro, y donde las unidas manos descansaban, encima del pecho. Y en
aquellos lugares se habían extendido unas feas manchas, oscurecidas con el perfil de
las facciones y de los dedos fuertemente apretados. El aire olía espantosamente a
materia muerta y disecada.
Mientras contenía la respiración, notó que la sonrisa muerta fruncía sus labios.
Reaccionando súbitamente, echó la mortaja hacia atrás… y miró. Apretó fuertemente
los dientes para no gritar en voz alta.
Allí estaba, la cosa que le acosaba, que acosaba a Evelyn Warburton, que
marchitaba todo lo que se acercaba demasiado a él.
El rostro muerto estaba salpicado de manchas oscuras, y el escaso pelo gris estaba
pegado a la descolorida frente. Los hundidos párpados estaban medio abiertos, y la
luz de la vela iluminó unas cuencas vacías, las cuencas donde habían vivido los ojos
de sapo.
Pero, a pesar de todo, la cosa muerta sonreía, como había sonreído en vida; los
horribles labios estaban entreabiertos sobre los dientes lobunos, maldiciendo todavía,
y desafiando todavía al propio infierno… desafiando, maldiciendo, y siempre y para
siempre sonriendo a solas en la oscuridad.
Sir Gabriel abrió la mortaja por el lugar donde estaban las manos, y los
ennegrecidos y sarmentosos dedos estaban cerrados sobre algo arrugado y manchado.
Temblando de pies a cabeza, pero luchando como un hombre que defiende
www.lectulandia.com - Página 69
desesperadamente su vida, sir Gabriel trató de coger el paquete de la mano del
muerto. Pero cuanto más tiraba del paquete, más fuertemente parecían asirlo los
dedos como garras del cadáver, y cuando tiró más fuerte, las encogidas manos y
brazos del cadáver se alzaron con un horrible aspecto de vida siguiendo su
movimiento… y luego, mientras sir Gabriel se apoderaba por fin del sellado paquete,
las manos volvieron a caer, todavía unidas, sobre el pecho del muerto.
Sir Gabriel dejó la vela en el suelo mientras rompía los sellos del recio papel que
envolvía el paquete. Y, apoyando una rodilla en tierra para aprovechar mejor la luz,
leyó lo que había dentro, escrito hacía mucho tiempo por el propio sir Hugh.
Sir Gabriel dejó de estar asustado.
Leyó que sir Hugh había escrito aquello como testimonio de su odio; que había
amado a Evelyn Warburton, la hermana de su esposa; y que su esposa había muerto
de un ataque al corazón, maldecida por él, y que Warburton y él habían luchado
juntos en Afganistán, y Warburton había caído; pero Ockram había llevado a su casa
a la esposa de su camarada un año después, y la pequeña Evelyn, su hija, había
nacido en Ockram Hall. Y a continuación, se había cansado de la madre, la cual había
muerto como su hermana, maldecida por él. Y luego, Evelyn había crecido como
sobrina suya, y él había esperado que Gabriel y su hija, inocentes e ignorantes,
pudieran amarse y contraer matrimonio, y las almas de las mujeres que él había
engañado pudieran sufrir otra angustia antes de que transcurriera la eternidad. Y,
finalmente, esperaba que algún día, cuando las cosas fuesen ya irremediables, Gabriel
y Evelyn pudieran encontrar lo que él había escrito y vivir con una losa de plomo en
el corazón, sin atreverse a decir la verdad por respeto a sus hijos y a la opinión del
mundo, marido y mujer.
Esto fue lo que leyó Gabriel, arrodillado junto al cadáver en la bóveda norte, a la
luz de la vela del altar; y cuando lo hubo leído todo, dio gracias a Dios en voz alta por
haber descubierto el secreto a tiempo.
Pero cuando se puso en pie y miró de nuevo el rostro muerto, se dio cuenta de que
había cambiado, de que la sonrisa había desaparecido de él para siempre, de que la
mandíbula había caído un poco, en tanto que los fatigados y muertos labios aparecían
relajados. Y luego percibió una respiración detrás de él y muy cerca de él, pero ahora
no era fría como la que había soplado en la llama mientras se dirigía hacia la bóveda,
sino cálida y humana.
Sir Gabriel se volvió repentinamente.
Allí estaba ella, en pie, muy pálida, con su sedoso pelo dorado… ya que se había
levantado de la cama y le había seguido silenciosamente, y le había encontrado
leyendo, y ella también había leído por encima de su hombro. Sir Gabriel se
sobresaltó violentamente cuando vio a Evelyn, ya que sus nervios estaban
enervados… y luego gritó su nombre en el silencioso lugar de muerte.
—¡Evelyn!
—¡Hermano mío! —respondió ella tiernamente, tendiendo las dos manos para
www.lectulandia.com - Página 70
encontrar las suyas.
www.lectulandia.com - Página 71
EL TEMPLO
E. F. BENSON
www.lectulandia.com - Página 72
F RANK Ingleton y yo abandonamos Londres en los primeros días de julio, con la
intención de pasar por lo menos un par de meses en Cornwall. No se trataba, ni
mucho menos, de unas simples vacaciones. Él era un investigador dedicado al estudio
de los restos de las civilizaciones prehistóricas, los cuales existen en gran abundancia
en aquel viejo país, y yo trabajaba en un libro que debería estar casi terminado, pero
que se hallaba lamentablemente lejos del final. Naturalmente, pensábamos dedicar un
poco de tiempo al golf y a bañarnos en el mar, pero los dos éramos entusiastas en
nuestros trabajos y queríamos cosechar un gran fruto antes de volver.
El pueblecito de St. Caradoc, en todos sus aspectos, parecía el más indicado para
nuestros proyectos; allí existían abundantes restos antiguos, que no habían sido
estudiados seriamente por ningún arqueólogo. Por otra parte su situación en el mapa,
lejos de cualquier centro famoso de veraneo, prometía una tranquilidad razonable. Y
también nos suministraba cuanto podíamos desear para relajarnos; el club de golf,
con un recorrido agradablemente pintoresco, se hallaba al otro lado del jardín del
hotel y un paseo de cinco minutos entre las dunas, donde se hallaban los agujeros del
golf, conducía a la playa. El hotel era confortable y por el momento se alojaba en él
poca gente. La fortuna parecía sonreír a nuestros planes. Por lo tanto nos instalamos
allí.
Frank tenía intención de visitar otros pueblos de la región, pero, a un kilómetro y
medio del hotel, había un curioso círculo de monolitos, como un Stonehenge en
miniatura, conocido con el nombre de «El Consejo de Penruth». Siempre se creyó,
según me dijo Frank, que era un lugar de culto druida, pero él no estaba convencido y
deseaba estudiar minuciosamente el lugar.
Le acompañé hasta allí en uno de nuestros vagabundeos, el segundo día de
nuestra estancia. El camino más corto conducía a través de las dunas de arena; luego
subía una empinada ladera, cubierta de césped, para llegar a unos campos labrados.
En aquel clima, cálido y suave, las espigas de trigo estaban ya henchidas y
empezaban a madurar. Un sendero muy estrecho que atravesaba los trigales llevaba a
nuestra meta.
Desde larga distancia podía verse la circunferencia de piedras de una altura
aproximada a metro y medio, erguidas, oscuras y austeras, entre amarillos trigales.
Aunque todo el campo que lo circundaba estaba cultivado, ningún arado había
penetrado en el interior del círculo; allí sólo crecía el césped, como en las dunas,
corto y aterciopelado, salpicado de tomillo y flores silvestres. Era extraño; si
hubiesen arado entre los monolitos medio acre de tierra más daría fruto.
—Pero ¿por qué no cultivan ese terreno? —pregunté.
—¡Ah! Estás en un país de viejas supersticiones y brujerías —me contestó—.
Estos círculos jamás se tocan. Como ves, el sendero que hemos seguido bordea el
www.lectulandia.com - Página 73
círculo, en lugar de atravesarlo y después continúa siguiendo su línea anterior.
Me eché a reír.
—Encontré al dueño de estas tierras aquí, esta mañana, cuando vine a tomar unas
medidas —continuó—. Al marcharse, rodeó el círculo. Y cuando su perro trató de
penetrar en él, persiguiendo algún olor interesante, le llamó y le golpeó, diciéndole:
«Sal de ahí y no vuelvas a meterte nunca más».
—Pero ¿por qué?
—Deben creer que existe una maldición, que caerá sobre quien penetre. No cabe
duda de que los campesinos piensan como los arqueólogos, que el lugar fue un
templo druida, donde se celebraron terroríficos ritos y se llevaron a cabo sacrificios
humanos. Pero tanto los unos como los otros están equivocados; nunca fue un
templo, era una «Cámara de Consejo» y hasta su mismo nombre de «Consejo de
Penruth» confirma la idea. No me cabe la menor duda de que hubo un templo cerca
de aquí y desearía encontrarlo.
Nos habíamos cansado al trepar por la empinada y resbaladiza pendiente. Nos
sentamos dentro del círculo, apoyándonos cada uno en una piedra adyacente y,
mientras descansábamos allí sentados, Frank me fue explicando las razones de su
teoría.
—Si te molestas en contarlos, comprobarás que hay veintiún monolitos —dijo—,
en dos de los cuales nos apoyamos tú y yo; y si quieres medir la distancia que los
separa, verás que es idéntica en todos ellos. De hecho, cada piedra representa el sitio
de un consejo de veintiún hombres. Si esto hubiera sido un templo, tendría que existir
una separación mayor entre dos de las piedras que miran al este, donde había estado
situada la puerta del templo, frente al oriente. Y en algún sitio, en el interior del
círculo, probablemente en el centro exacto, habría una gran piedra plana, la piedra de
los sacrificios, donde se ofrecían vidas humanas. Y si la piedra hubiese desaparecido,
habría una depresión en su lugar. Ésas son las señales inequívocas de un templo
druida y aquí no existe ninguna. Siempre se ha supuesto que esto era un templo e
incluso se le ha descrito como tal. Pero creo que yo estoy en lo cierto.
—¿Y qué te hace pensar que existió un templo cerca de aquí?
—Es una deducción lógica. Si alguno de aquellos poblados prehistóricos era lo
bastante grande como para tener una cámara de consejo, también tendría un templo,
aunque los restos de él no se hayan encontrado. Cuando el país abrazó el
cristianismo, la vieja religión —si podemos llamarla así— fue considerada como un
horrible pecado y sus lugares de culto se destruyeron, igual que los israelitas
destruyeron los árboles de Baal. Tengo intención de explorar estos parajes
detenidamente: en cualquier sitio de estos bosques existen unas ruinas.
—¿Y cuáles eran las creencias y cultos de aquella antigua religión?
—Se sabe muy poco de eso. Pero no era una religión de amor, sino de terror. Se
consideraban dioses a las ciegas fuerzas de la naturaleza, que se manifestaban por
medio de tormentas, de destrucción y de plagas. Trataban de mantenerlos propicios
www.lectulandia.com - Página 74
por medio de sacrificios humanos. Los sacerdotes, por supuesto, traficaban con la
magia y la brujería, constituían la clase gobernante y mantenían firme su fuerza
aterrorizando. Si alguien los ofendía, era probable que recibiera un aviso
anunciándole que los dioses pedían el sacrificio sangriento de su hijo mayor en el
próximo equinoccio de verano, a la salida del sol, cuando los primeros rayos
penetraran en el templo a través de la puerta del este. En aquellos tiempos era muy
sensato ser un buen feligrés.
—Hoy día, parecen ser gente pacífica y amable —dije.
—Sí; pero es extraordinario cómo perduran en ellos las antiguas supersticiones.
Hace escasamente un año, hubo un juicio por brujería en Penzance. La cabra de un
granjero de los alrededores empezó a adelgazar y languidecer y parecía que iba a
morirse. El granjero visitó a una vieja, que le dijo que había sido objeto de una
maldición y que, si le pagaba, ella la conjuraría. El hombre pagó y pagó, hasta que un
día, cansado de pagar, presentó una denuncia.
Frank miró a su reloj.
—Vamos a dar un paseo antes de comer —dijo—. En lugar de volver por el
mismo camino daremos un rodeo hasta el pie de aquella colina, atravesando el
bosque. Parece un lugar muy atractivo.
—Y puede que oculte un templo pagano —dije yo, mientras me levantaba.
Rodeamos los trigales y hallamos un sendero que nos condujo hasta un tupido
bosque de abetos. Los árboles no eran demasiado altos y los vientos predominantes
del sudoeste, a los cuales estaban expuestos, habían combado sus ramas,
inclinándolas hacia el suelo. En sus copas el follaje era muy denso y nos dio una
curiosa sensación de crepúsculo, al penetrar en el bosque. No crecía maleza alguna
entre los árboles y la tierra estaba cubierta por una espesa capa de pinaza. Los troncos
de los pinos se erguían rectos como columnas sosteniendo la tupida maraña de ramas.
Parecía una inmensa bóveda natural. Sin la más ligera brisa, oscuro y tranquilo estaba
el bosque. En el aire, el olor de los abetos era intenso y los pies se deslizaban sin
ruido sobre la gruesa alfombra. Ningún pájaro volaba entre los troncos, ni piaba; el
único ruido era el monótono zumbido de las moscas, que sonaba como las notas
alargadas de un órgano.
El día era caluroso, pero la brisa del mar amortiguaba su calor. Allí en cambio la
brisa no penetraba, el aire se hacía más denso a medida que nos sumergíamos en la
oscuridad. Yo sentía una creciente opresión en mi espíritu. Aquel lugar inhóspito
parecía poblado por seres invisibles. Frank debía tener la misma sensación.
—Tengo una impresión como si alguien nos estuviese vigilando —dijo—. Como
si unos ojos nos mirasen desde detrás de los troncos. ¿Por qué se me habrá metido esa
estúpida idea en la cabeza?
—¿Crees que estamos en un bosque de Baal —sugerí—, que ha escapado a la
destrucción y está habitado por los espíritus de sacerdotes asesinos?
—Me gustaría que fuera así. Podría preguntarles el camino del templo.
www.lectulandia.com - Página 75
De pronto señaló hacia delante.
—Mira ¿qué es eso? —dijo.
Seguí la dirección de su dedo, y, durante medio segundo, creí ver el reflejo de
algo blanco moviéndose entre los árboles, pero antes de que pudiera fijar bien la vista
había desaparecido. De todas formas, el calor y la opresión habían hecho mella en
mis nervios.
—Bueno, pero este bosque no es nuestro —dije—. Supongo que todo el mundo
tiene derecho a pasear por aquí. Ya estoy harto de troncos; me gustaría salir de este
bosque de una vez.
Mientras hablaba, observé que el bosque era menos tupido ante nosotros; la luz
del día se filtraba entre las ramas. Poco después, atravesamos las últimas filas de
árboles. Salimos a pleno sol, al aire agitado por la brisa. Fue como abandonar una
habitación llena de gente.
El lugar que surgió ante nosotros era maravilloso; un amplio terreno en declive,
cubierto de césped, de un césped suave y viejo, semejante al del círculo, salpicado de
tomillo y flores silvestres. El sendero que habíamos seguido hasta entonces cruzaba
aquel campo. Continuamos por él, y, de pronto, nos encontramos ante una preciosa
casita baja, pues contaba sólo con la planta y un piso, situada en medio de un jardín
de prados y arrietes de flores. La colina que se erguía detrás de ella evidentemente
había sido una cantera, pero hacía mucho tiempo que no se trabajaba en ella, ya que
sus escarpadas laderas aparecían cubiertas por una maraña de hiedra y otras plantas
trepadoras. Al pie de la colina había una alberca. Más allá y bordeando los prados
había unos matorrales de boj y abedules que rodeaban a medias el claro en que se
levantaba la casita con su jardín. La casa estaba cubierta de madreselva y buganvilias.
Debía estar deshabitada pues sus chimeneas no echaban humo y todas sus ventanas
tenían las persianas cerradas. Cuando llegamos frente a la fachada principal esta
suposición quedó confirmada por un letrero pendiente de la puerta de la verja, en el
cual se leía que la casa se alquilaba amueblada y daba las señas del agente de fincas
de St. Caradoc.
—¡Pero esto es como el Paraíso! —exclamé—. ¿Por qué no…? —Frank me
interrumpió.
—Desde luego, no hay razón para que no la alquilemos —dijo—. Al contrario,
hay muchas razones por las que debemos alquilarla. El director del hotel me ha dicho
que lo tendrán completamente lleno la semana próxima y que le convendría saber
cuánto tiempo íbamos a permanecer aquí. Veremos al agente mañana por la mañana y
le pediremos las llaves.
A la mañana siguiente tuvimos las llaves. La casa por dentro resultó aún más
bonita de lo que prometía desde fuera.
El agente nos dijo que podía proporcionarnos también personal para el servicio.
Éste consistía en una activa y eficaz mujer que, con su hija, llegarían por la mañana
temprano y se quedarían hasta que nos hubiesen servido la cena y luego se volverían
www.lectulandia.com - Página 76
a su casa en St. Caradoc. Si estábamos de acuerdo comenzarían su trabajo en cuanto
nos instalásemos en la casita. No obstante, debía quedar bien entendido que no
dormirían allí. No nos molestamos en buscar más y nos conformamos con la
afirmación de que era limpia, competente en todo y buena cocinera.
Dos días después entramos en posesión de la casa. El alquiler que nos pidieron
era extraordinariamente bajo y mi mente suspicaz me indujo a registrar toda la casa,
tratando de descubrir que carecía de abastecimiento de agua, que la cocina
funcionaba mal, o cualquier otra anomalía importante. Pero no encontré nada
desalentador; Mrs. Fennell abrió espitas, comprobó los reguladores del tiro de las
chimeneas y recorrió toda la casa con aire seguro y eficiente, garantizándonos que
estaríamos muy cómodos. «Pero yo me iré a casa por las noches, caballeros», insistió,
«y les prometo que el agua estará caliente y su desayuno dispuesto a las ocho de la
mañana».
Nos instalamos aquella misma tarde. Enviamos nuestros equipajes una hora antes
y cuando llegamos las maletas estaban vacías, nuestras ropas colocadas en los
armarios y el té preparado en la salita. Ésta, el adyacente comedor y un pequeño
vestíbulo de suelo de madera constituían el piso bajo. Más allá del comedor estaba la
cocina, a la cual Mrs. Fennell le había dado ya su visto bueno. En el piso de arriba
había dos dormitorios y dos habitaciones más pequeñas, para el servicio, que
quedaban sobre la cocina y que, según habíamos convenido, se mantendrían
desocupadas. Había un cuarto de baño entre los dos dormitorios, con una puerta a
cada uno de ellos; para dos amigos que vivieran juntos nada podía ser más apropiado.
Mrs. Fennell nos sirvió una cena sencilla, pero bien condimentada y hacia las
nueve cerró la puerta de la cocina y se fue.
Antes de acostarnos, paseamos un rato por el jardín, maravillándonos de nuestra
suerte. El hotel, como ya nos lo advirtiera el director, estaba ya casi lleno. El
comedor, aquella noche, debió ser un hervidero de voces y ruidos y el salón estaría
repleto de gente. Sin duda alguna, era mejor disfrutar de paz y tranquilidad en nuestra
propia casa, teniendo además aquel servicio tan cómodo, que venía al alba y se
marchaba al anochecer.
—Pero me extraña que no quieran quedarse aquí ella y su hija —dijo Frank—.
Viven solas en el pueblo. Lógicamente les resultaría más práctico cerrar su casa y
ahorrarse esas caminatas por la mañana y por la noche.
—Espíritu gregario —contesté—. Les gusta saberse rodeadas de gente, ver gente
cerca, a derecha e izquierda. A mí me gusta saber que no hay gente; me gusta…
Mientras hablaba, llegamos a la puerta de la verja del jardín, donde había estado
el letrero indicador de que la casa se alquilaba y mis ojos, perezosamente, recorrieron
el espacioso declive, hasta llegar a la franja oscura del bosque. Durante un momento,
vi una luz allí; fue como el chispazo de una cerilla que no llega a arder. Sólo fue
perceptible durante un segundo, pero pude ver las sombras de los troncos al
producirse la luz.
www.lectulandia.com - Página 77
—¿Has visto eso? —le pregunté a Frank.
—¿Una luz en el bosque? —contestó—. Sí; ha aparecido varias veces. Brilla un
momento y luego desaparece. Algún campesino, tal vez, iluminando el camino de su
casa.
Era una conclusión muy sensata y por alguna razón, que no me paré a considerar,
mi mente se apresuró a aceptarla. Después de todo ¿no era natural que los campesinos
que vivían en lo alto de las colinas volvieran a sus casas por el bosque, después de la
hora de cierre del León Rojo, en St. Caradoc?
A la mañana siguiente, cuando Mrs. Fennell entró en mi habitación para llevarme
el agua caliente, me desperté de un profundo sueño. Tuve que hacer un esfuerzo para
adaptarme a la vida real. Tenía la impresión de haber soñado con cosas oscuras y
confusas, con lugares rodeados de peligros, y, aunque había dormido ocho horas, al
levantarme sentí un gran cansancio.
Mientras desayunábamos, Frank habló poco, pero en seguida nos pusimos a hacer
planes para el día. Él se propuso explorar el bosque de nuevo, mientras yo me
quedaba trabajando; por la tarde, una partida de golf nos ocuparía hasta la hora del té.
Una vez hechos estos planes y antes de ponerlos en práctica, paseamos por el
jardín, bajo el cálido sol de la mañana y de nuevo nos congratulamos por el ventajoso
cambio que constituía aquella adquisición. Llegamos hasta la alberca y allí nos
separamos; yo regresé a la casa y Frank siguió un sendero que atravesaba el
bosquecillo de abedules de que ya he hablado, para dirigirse al bosque. Pero antes de
llegar a mi destino oí que me llamaba.
—Ven un minuto —gritó—. He encontrado algo interesante.
Volví atrás, corrí entre los árboles y le encontré al lado de una gran piedra de
granito, oscura, cubierta de musgo y medio escondida entre la maleza.
—Es un monolito —me dijo, muy excitado—. Es igual que las piedras del
círculo. Puede que hubiera aquí otro, o puede que sea una de las piedras del templo.
Está profundamente hundida en la tierra y parece que originariamente fue colocada
aquí. Voy a ver si encuentro otra entre estos matorrales.
Se metió entre los árboles de la derecha del sendero, y yo, contagiado por su
entusiasmo, inicié la exploración por la izquierda. Poco después, encontré otra piedra
del mismo aspecto que la primera y mi grito ante el descubrimiento coincidió con el
suyo. Luego su búsqueda fue premiada por otro monolito y cuando yo salí de los
matorrales, al lado de la alberca, me encontré con el quinto, caído entre los juncos
que bordeaban el agua.
Con la excitación de los descubrimientos, mis planes de trabajo quedaron
abandonados, y lo mismo ocurrió con la proyectada partida de golf. Antes del
anochecer teníamos ya hecho un bosquejo completo del emplazamiento. La mayoría
de las piedras estaban en el cinturón de abedules y arbustos que rodeaba a la casa y,
con la ayuda de un metro vimos que todas estaban colocadas a la misma distancia,
menos dos de ellas, las que daban exactamente al este, cuya separación era mayor. En
www.lectulandia.com - Página 78
la parte sur faltaban varias piedras, pero en cada caso, cavando en el lugar apropiado,
hallábamos fragmentos de granito, cubiertos de hierba, lo cual indicaba que alguien
había partido las piedras y se las había llevado probablemente para usarlas como
material de construcción. Esta conjetura de Frank fue confirmada por el hallazgo de
piedras de granito en los muros de la casa que ocupábamos.
Frank trazó un plano con la posición aproximada de las piedras y me lo dio para
que lo examinara.
—Sin duda alguna era un templo —dijo—. Aquí está la doble separación en el
este, de la cual ya te hablé, y que era la puerta de entrada al templo.
Miré lo que él había dibujado.
—Entonces nuestra casa está en el centro justo —comenté.
—Sí. Son unos vándalos por haberla hecho aquí —replicó—. Probablemente la
piedra de los sacrificios ha quedado bajo la casa. Santo Dios ¿ya está la cena, Mrs.
Fennell? No tenía idea de la hora que es.
Durante la tarde el cielo se había ido cubriendo de nubes y cuando nos sentamos a
cenar empezó a llover pesadamente y los truenos retumbaron sobre el mar. Mrs.
Fennell entró para preguntarnos qué deseábamos para el día siguiente; le pregunté si
ella y su hija no preferirían pasar la noche en casa y ahorrarse un buen remojón.
—No, señor, gracias; nos iremos ahora —me contestó—. A las gentes de
Cornwall no nos preocupa mojarnos.
—Pero no es nada bueno para el reumatismo —añadí. Ella había mencionado que
padecía mucho a este respecto.
A través de las ventanas, cuyas cortinas estaban descorridas, nos llegó,
intensamente, el destello de un rayo y la lluvia empezó a caer a torrentes.
—No; nos iremos ahora mismo —insistió—, porque ya se está haciendo tarde.
Buenas noches, señores.
La oímos dar vuelta a la llave de la puerta de la cocina y luego su silueta y la de
su hija pasaron ante la ventana.
—Y ni siquiera llevan paraguas —dijo Frank—. Cuando lleguen a su casa estarán
empapadas como sopas.
—No comprendo por qué no han querido quedarse.
Frank se puso en seguida a preparar un plano a escala, que pensaba hacer al día
siguiente y empezó por dibujar la casa, la cual, según había averiguado, se hallaba
justo en el centro del templo. Necesitaba sacar un plano del piso inferior a la escala
en que pensaba desarrollar todo el plan y, después de medir el cuarto de estar, el
comedor y el vestíbulo se fue a la cocina. Mientras tanto yo empecé el trabajo que
había tenido intención de hacer por la mañana y me propuse pasar un par de horas en
ello, antes de irme a la cama. Era bastante difícil coger el hilo otra vez y durante un
buen rato, estuve forcejeando, rompiendo y borrando frases estúpidas; pero luego
entré en materia y me sentía casi feliz, absorto en mi trabajo, cuando Frank me llamó
desde la cocina.
www.lectulandia.com - Página 79
—No puedo ir —le dije—. Estoy muy ocupado.
—Sólo un momento, por favor —gritó.
Dejé el lápiz y fui donde él estaba. Había retirado a un lado la mesa de la cocina y
levantado el linóleo que cubría el suelo.
—¡Mira! —me dijo.
El pavimento era de la piedra corriente en aquel distrito y probablemente procedía
de la cantera cercana. Pero en el centro había una losa alargada, de granito; sus
dimensiones debían ser un metro veinte por un metro ochenta.
—Ésa es una piedra muy pesada —dije—. Es extraño que se molestaran en traerla
hasta aquí.
—No la trajeron —me contestó—. Estaba ya aquí cuando hicieron los cimientos.
Entonces comprendí.
—¿La piedra de los sacrificios?
—Eso es. Es de granito y está en el centro del templo, no puede ser otra cosa.
Sentí un súbito estremecimiento de horror. Jóvenes muchachos y doncellas,
arrancados de los brazos de sus madres, murieron sobre aquella piedra a manos de los
sacerdotes, que hundían en sus gargantas un puñal de piedra. Bajo la vacilante luz de
la vela que Frank sostenía, la piedra parecía húmeda, sombría y brillante; y aquel
ruido ¿era solamente la lluvia que caía sobre el tejado, o el redoble de tambores para
apagar los gritos de las víctimas?…
—Esto es terrible —dije—. Me gustaría que no la hubieras encontrado.
Frank estaba de rodillas, examinando la superficie de la piedra.
—No puedo decir que esté de acuerdo contigo —me contestó—. Éste es el toque
final que demuestra la verdad de mis descubrimientos. Además, seguiría estando aquí
aunque yo no la hubiese descubierto.
—Bueno, voy a seguir trabajando. Es mucho más alegre que las piedras de
sacrificio.
Frank se echó a reír.
—Espero que resulte tan interesante —dijo.
Cuando volví a ello resultó que no lo era y por más que lo intenté no conseguí
poner el interés imprescindible para cualquier clase de trabajo. Incluso mis ojos
erraban por lo que iba escribiendo y mi imaginación sólo se dignaba echar un
precipitado vistazo cuando intentaba fijarla en mi tarca. Se hallaba ocupada en otra
cosa. Y de pronto me encontré con que, bajo su mandato, estaba escudriñando los
sombríos rincones de la habitación sin resultado. De pronto, una extraña oscuridad,
más negra que la que se cernía sobre la casa, empezó a crecer en mi espíritu. Había
una cierta cantidad de miedo en ella, aunque no podía saber qué era lo que temía,
pero sobre todo era una especie de depresión y desesperación, al principio distante e
indefinida, pero que se iba aproximando cada vez más… Cuando me senté, con el
lápiz todavía en la mano, tratando de analizar aquella perturbadora sensación, oí que
Frank gritaba en la cocina, cuya puerta había dejado abierta al marcharme.
www.lectulandia.com - Página 80
—¡Eh! —gritaba—. ¿Qué es eso? ¿Anda alguien ahí?
Salté de la silla y fui donde él estaba.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Se volvió y me miró, asustado por el sonido de mi voz.
—Es extraño —me dijo—. Pero estaba midiendo la piedra cuando me pareció ver,
con el rabillo del ojo, que la puerta estaba abierta. Pero está cerrada con llave, ¿no es
verdad?
Intentó hacer girar la manija, pero no había duda de que estaba cerrada.
—Ilusiones ópticas —dijo—. Bueno, ya he terminado aquí, por ahora. ¡Vaya una
nochecita! Hay una sensación como de opresión, ¿verdad?
Volvimos al cuarto de estar. Yo retiré mi manuscrito y sacamos una baraja para
jugar una partida de piquet. Cuando acabamos la partida se levantó bostezando.
—No creo que pueda jugar otra sin dormirme. Estoy muerto de sueño. Vamos a
tomar un poco el aire ya que la lluvia ha parado y luego nos iremos a dormir. ¿O
piensas quedarte a trabajar?
No pensaba hacerlo, pero su sugerencia me decidió a intentarlo otra vez. Tenía
una misteriosa sensación de languidez y lo más inteligente era luchar contra ella.
—Lo intentaré media hora más y veremos qué pasa.
Le seguí hasta la puerta de entrada a la casa. La lluvia había cesado, pero la
oscuridad era impenetrable y, arrastrando los pies, dimos unos cuantos pasos por el
sendero de grava y llegamos hasta la esquina. Allí la luz que salía por las ventanas del
cuarto de estar formaba un círculo de claridad y se podían ver los arriates de flores,
brillantes por el agua que les había caído. Aunque era de noche, soplaba un aire tan
cálido que el sendero humeaba. Más allá nada era visible; ni los prados ni la ladera
que subía hasta el bosque de abetos. Pero mientras estábamos allí pude ver, como la
noche anterior, una luz que se movía. Ahora, no obstante, parecía estar fuera del
bosque, porque su resplandor no quedaba interrumpido por los troncos de los árboles.
Frank la vio también y me la señaló.
—Hoy está todo demasiado mojado —me dijo—, pero mañana por la noche
iremos a ver quiénes son esos deambuladores nocturnos. Las luces brillan más cerca
que ayer y además hoy hay otra.
Mientras estábamos mirando se encendió otra más y en el momento siguiente se
desvanecieron todas de nuevo.
Me empeñé en seguir trabajando, como me había propuesto, pero no pude
avanzar nada y me encontré cabeceando ante una página que no tenía más que
borrones. Con la cabeza sobre el pecho, me sumí en una especie de sopor y del sopor
pasé al sueño profundo y, cuando me desperté, encontré la lámpara ardiendo
débilmente y la mecha humeando. Me pareció que volvía desde un lugar muy lejano.
Medio dormido, encendí una vela, apagué el quinqué y fui hacia la ventana para
echar el cerrojo. Allí se me cortó la respiración y el corazón se me paró en seco,
porque me pareció ver que había alguien al otro lado, mirando hacia dentro a través
www.lectulandia.com - Página 81
de los cristales. Pero debió ser un producto de mi mente adormecida; en realidad lo
que debí ver no era más que mi imagen reflejada en la ventana por la luz de la vela.
Me repetí una y otra vez que eso era lo que había visto, pero, mientras subía la
escalera, me iba preguntando a mí mismo si de verdad lo creía…
Mientras me vestía a la mañana siguiente, después de otra larga noche sin
descanso, empecé a dar vueltas en la cabeza a un enigma que me rondaba desde el día
anterior. En el cuarto de estar había una librería con unas dos o tres docenas de libros
y al abrir algunos observé el nombre de Samuel Townwick escrito en ellos. Yo tenía
la sensación de haber leído aquel nombre en el periódico recientemente, pero no
podía acordarme de lo que había leído sobre él. Teniendo en cuenta el nombre escrito
en los libros, parecía razonable conjeturar que él era el dueño de la casa que
ocupábamos. Al alquilarla, no se habló de él en absoluto, el agente tenía plenos
poderes y el pago adelantado de quince días de alquiler fue el único trámite requerido
para firmar el contrato. Pero aquella mañana me perseguía el recuerdo de ese nombre
y, como tenía que hacer otras pequeñas cosas en St. Caradoc, me fui al pueblo,
dispuesto a hacerle unas cuantas preguntas al agente. Frank estaba demasiado
ocupado con su plano para acompañarme y le dejé sólo.
La sensación de depresión y de vagos presagios era más pesada que nunca aquella
mañana y una especie de sexto sentido me decía que yo era la presa de aquella
pesadumbre sin causa. Pero cuando me alejé de la casa la sensación de agobio me
abandonó y volví a sentir la vigorizante alegría de la mañana. La lluvia de la noche
anterior había purificado el aire, la brisa del mar soplaba ligeramente sobre la tierra y,
como si acabara de salir de un negro túnel, me sentí renacer bajo el esplendor de la
mañana. El pueblo bullía de gente que disfrutaba de sus vacaciones.
Mr. Cranston me recibió con amables preguntas sobre si estábamos cómodamente
instalados y sobre la eficiencia de Mrs. Fennell. Después de asegurarle que estábamos
muy bien, llevé la conversación al asunto que me interesaba.
—El dueño de la casa es Mr. Townwick, ¿no es verdad? —le pregunté.
La sonrisa del agente se desvaneció un poco.
—Lo era, señor —me dijo—. Yo actúo en nombre de sus ejecutores
testamentarios.
De pronto, como un chispazo, comprendí lo que me había estado preocupando.
—Creo que empiezo a recordar —le dije—. Murió repentinamente; hubo una
encuesta. Quiero saber el resto, ¿no hubiera sido mejor que nos lo dijera desde el
principio?
Desvió la mirada, pero volvió a mirarme en seguida.
—Fue un asunto penoso —me explicó—. Y los ejecutores testamentarios,
naturalmente, no quieren que se hable de ello.
Otro retazo de lo que había olvidado volvió a mi memoria.
—Se suicidio —dije—. Se dictó el veredicto corriente de perturbación mental.
Y… ¿y es por eso por lo que Mrs. Fennell no quiere dormir en la casa? Ayer se
www.lectulandia.com - Página 82
fueron ella y su hija a pesar de que estaba diluviando.
Le prometí al agente que guardaría el secreto porque no tenía intención de
decírselo a Frank. Tras mi promesa se decidió a contarme lo que sabía del asunto Mr.
Townwich pasó varios días en un estado de profunda depresión mental y una mañana,
cuando las criadas bajaron, le encontraron en el suelo, bajo la mesa de la cocina, con
la garganta seccionada; a su lado había un pedazo de piedra, puntiagudo, de forma
extraña, cubierto de sangre. La naturaleza de la herida, llena de melladuras, confirmó
la idea de que se había aserrado la garganta con aquella piedra hasta seccionarse la
vena yugular. Se descartó la teoría de asesinato, porque era un hombre muy fuerte y
no había señal alguna de lucha ni en su cuerpo ni en la habitación. La puerta de la
cocina estaba cerrada con llave, por dentro. Todos los objetos de valor permanecían
en sus correspondientes lugares y la posición del cuerpo sugería la única solución
razonable: él mismo se había metido debajo de la mesa, y allí, deliberadamente, había
dado fin a su vida.
Le repetí que guardaría silencio y me marché.
Ahora ya sabía cuál había sido la fuente de mi horror sin nombre y de mi
depresión. No era el espectro de Townwick lo que yo temía; era el poder, cualquiera
que fuese, que le había empujado a matarse sobre la piedra del sacrificio.
Volví a la casa por el camino de la colina. Allí estaba el jardín, abrasado bajo el
mediodía de julio. La suave tranquilidad del lugar parecía extenderse por todas
partes. Pero apenas atravesé el cerco de arbustos y matorrales, empezó a gravitar
sobre mí el peso muerto de algo invisible. Había algo allí, horrible, amenazador y
poderoso.
Encontré a Frank en el cuarto de estar. Tenía la cabeza inclinada sobre sus planos.
Se levantó, cuando entré.
—¡Hola! —me dijo—. Ya he acabado todas las mediciones y ahora quisiera
ponerme a trabajar a fondo y acabar mi plano hoy. No sé por qué, pero tengo la
sensación de que es necesario que me dé prisa y lo deje terminado. Además tengo un
espantoso acceso de melancolía. No puedo comprender la causa, pero, de todos
modos, el trabajo es la mejor medicina contra eso. Come tú solo, si quieres, yo no
comeré.
Le miré atentamente y vi que se había operado un cambio en su expresión. En sus
ojos había un terror que le venía de dentro; no puedo expresarlo de otra forma.
—¿Te pasa algo malo? —le pregunté.
—No; sólo la melancolía. Quiero ponerme a trabajar en seguida. Ya sabes que
esta noche tenemos que ir a investigar sobre aquellas luces.
Estuvo toda la tarde ocupado en su trabajo y no se levantó hasta que la luz del día
empezaba a alejarse.
—Ya está —dijo—. ¡Santo Dios, hemos encontrado un templo y medio! Estoy
horriblemente cansado. Voy a dormir una siestecita hasta la hora de cenar.
La invasión del miedo empezó a bloquearme, llegaba desde fuera, a través de las
www.lectulandia.com - Página 83
ventanas abiertas, desde la creciente oscuridad, donde se reunían sus refuerzos,
dispuestos para el ataque. Y, sin embargo, era pueril entregarse al miedo. Nos
hallábamos solos en la casa, porque le habíamos dicho a Mrs. Fennell que, como
hacía mucho calor, nos contentaríamos con una cena fría. Mientras Frank estaba
durmiendo yo oí que Mrs. Fennell cerraba la puerta de la cocina y ella y la hija
pasaron por delante de la ventana.
Frank se despertó y se estiró. Yo había encendido el quinqué y vi que sus manos
buscaban en el bolsillo del chaleco. Tras la búsqueda, sacó de él un pequeño objeto y
me lo enseñó.
—Un cuchillo de piedra —me dijo—. Lo encontré en el jardín esta mañana. Tiene
un borde muy afilado.
Al oírle, sentí que se me erizaban los pelos de la nuca y me levanté de un salto.
—Vámonos —le dije—. Hoy no has salido a dar un paseo y eso siempre produce
melancolía. Vámonos a cenar al hotel.
Su cabeza estaba fuera del área de iluminación del quinqué, y, desde la penumbra,
llegó hasta mí el cloqueo de una carcajada extraña.
—¡No puedo! —exclamó—. ¡Qué extraño es que no te des cuenta de que no
puedo! Han rodeado todo el lugar y no hay salida posible. ¡Escucha! ¿No oyes los
tambores, ni el sonido de las trompetas? Y todas las manos se dirigen hacia mí. ¡Por
Dios; es terrible morir!
Se levantó y empezó a andar, despacio, arrastrando los pies extrañamente, hacia
la cocina. Yo había dejado el cuchillo de piedra en la mesa y él lo recogió. El horror
de presencias invisibles y multitudinarias me cercó estrechamente, pero comprendí
que no se preocupaban de mí, sino de él. Caían sobre nosotros no sólo desde la
ventana sino a través de las sólidas paredes de la casa. Fuera, en el prado, había luces
que se movían, lenta y ordenadamente.
Todavía controlaba mi mente, el horror y la inminencia de lo que tan
estrechamente nos acosaba me dio el valor y la clarividencia de la desesperación.
Salté de mi silla y apoyé la espalda contra la puerta de la cocina.
—¡No entres aquí! —exclamé—. ¡Tienes que salir de esta casa conmigo!
¡Cálmate, Frank! Los dos juntos saldremos de esto. Una vez fuera del jardín
estaremos a salvo.
Frank no prestaba atención a lo que le decía; era como si ni siquiera me oyese.
Puso su mano en mi hombre y sentí la presión de sus dedos en mis músculos,
apretando contra la clavícula, como si fueran garfios de acero. Le poseía la fuerza de
un maníaco y me empujó a un lado como si yo fuese una pluma.
Sólo se podía hacer una cosa: con mi brazo libre le descargué, con toda mi fuerza,
un puñetazo en la barbilla y se derrumbó en el suelo, como un leño. Sin pararme a
pensar ni un segundo le cogí por los tobillos y empecé a arrastrarle, inerte y sin
sentido, hacia la puerta.
Es difícil explicar en palabras las sensaciones de los minutos siguientes. No vi
www.lectulandia.com - Página 84
nada. No oí nada. No noté roce alguno de manos sobre mí, pero no puedo imaginar
una angustia ni un sufrimiento que destroce y atormente por igual al cuerpo y al alma
como aquella guerra que las fuerzas invisibles del mal descargaban encarnizadamente
contra mí. Luché contra adversarios invisibles y eso era lo peor, porque no creo que
ninguna visión pueda provocar un terror semejante.
Antes de que aquellos intangibles seres nos hubieran cercado por completo a mí y
al inconsciente Frank, había llegado al prado y allí fue donde su bloqueo me asaltó
con una fuerza casi irresistible. Extrañas luces fugitivas erraban en torno a mí y el
aire se llenó de voces murmuradoras, y el cuerpo de Frank, que llevaba arrastrando,
pesaba cada vez más y más, como si no fuera el cuerpo de un hombre, sino algo
fuertemente enraizado en el suelo, inamovible; por eso tenía que tirar con todas mis
fuerzas, pararme a respirar, jadeando, y volver a tirar.
—Dios nos ayude a los dos —me oí murmurar para mí mismo—. Dios nos libre
de nuestros enemigos invisibles, fantasmales… y de nuevo me paré, anhelante, para
volver a tirar en seguida. Ya estaba muy cerca del cinturón de matorrales que rodeaba
la casa, donde se hallaban las piedras del círculo; hice un esfuerzo final para
concentrarme, porque comprendía que mi espíritu empezaba a flaquear y que muy
pronto no podría luchar contra lo que me rodeaba.
—En el nombre de lo más sagrado, por el poder del más Alto —gritaba, y me
paraba un momento reuniendo las pocas briznas de fuerzas que me quedaban. Me
incliné hacia delante y la tensión de los músculos de mis tendones se aflojó un poco,
cuando hice avanzar el cuerpo de Frank; di otro paso y luego otro y por fin nos
encontramos más allá del círculo de arbustos, fuera del recinto maldito.
Después no supe más; me caí desmayado boca abajo, medio atravesado sobre el
cuerpo de Frank, y cunado recobré el sentido él se estaba moviendo y mi cara estaba
mojada por el rocío del césped. Al otro lado del seto se alzaba la casa, con el quinqué
aún brillando en la ventana del cuarto de estar; la noche cálida nos rodeaba y el cielo
estaba límpido y estrellado.
www.lectulandia.com - Página 85
EL TRATADO MIDDOTH
EL FRESNO
EL HUERTO DE MARTIN
EL DIARIO DE MISTER POYNTER
M. R. JAMES
www.lectulandia.com - Página 86
EL TRATADO MIDDOTH
www.lectulandia.com - Página 87
—¿De veras? Supongo que no le reconocería usted… ¿Es uno de los profesores, o
un estudiante?
—Me parece que ni lo uno ni lo otro. Desde luego, no es un profesor. Tengo que
conocerle; pero en aquella parte de la biblioteca, la luz no es demasiado buena a esta
hora y no pude verle la cara. Es un caballero anciano, con aspecto de clérigo. Si
puede usted esperar, no me será difícil averiguar si desea ese libro de un modo
especial.
—No, no —dijo mister Eldred—. No quiero…, no puedo esperar ahora, gracias…
no. Tengo que marcharme. Pero volveré mañana, si puedo, y tal vez pueda usted
decirme qué ha sido del libro.
—Desde luego, señor, y lo tendré preparado, en caso de que…
Pero mister Eldred se había marchado ya, con más prisa de la que podía
suponérsele capaz, a juzgar por su aspecto.
Garret tuvo unos momentos de desconcierto; luego se dijo a sí mismo: «Voy a ir a
aquella sección y trataré de localizar al anciano. Lo más probable es que tenga que
utilizar el libro unos cuantos días. Le diré que el otro caballero no lo retendrá mucho
tiempo».
De modo que el joven Garret se dirigió a la sección de literatura hebrea. Pero
cuando llegó allí, la sala estaba vacía y el volumen marcado 11-3-34 ocupaba su sitio
en la estantería. El amor propio de Garret se sintió vejado al ver que había
desatendido a un socio de la biblioteca con tan poco motivo: y le hubiera gustado, de
no haber ido en contra de las normas de la biblioteca, llevarse el libro en aquel mismo
momento a fin de tenerlo preparado cuando mister Eldred se presentara a buscarlo.
Sin embargo, a la mañana siguiente no le costaría nada enviar al portero en busca del
libro. En realidad, mister Garret estaba en el vestíbulo cuando llegó mister Eldred, a
hora muy temprana, de modo que en el edificio apenas había nadie, aparte de los
empleados.
—Lo siento mucho —dijo mister Garret—. No suelo equivocarme a menudo de
un modo tan estúpido, pero estaba convencido de que vi a aquel anciano con el libro
en la mano, sin abrir, tal como hace la gente cuando desea llevarse un libro, y no
hojearlo, simplemente. Voy a buscarlo ahora mismo, y dentro de un momento lo
tendrá usted.
El joven se marchó. Mister Eldred empezó a pasear por el vestíbulo, consultó su
reloj, leyó todos los avisos, se sentó, volvió a levantarse, en resumen, hizo todo lo
que un hombre impaciente hace para matar el tiempo de espera, hasta que hubieron
transcurrido veinte minutos. Finalmente, mister Eldred se acercó al portero y le
preguntó si la parte de la biblioteca a la cual había ido mister Garret estaba muy lejos.
—Ahora mismo estaba pensando en eso. Por regla general, mister Garret es un
joven muy activo, y me extraña que tarde tanto sabiendo que usted le espera. Voy a
hablar con él por el tubo, para ver lo que pasa.
La respuesta que dieron a su pregunta no debió ser muy agradable, ya que su
www.lectulandia.com - Página 88
rostro cambió de color mientras la escuchaba. Luego regresó a su mostrador y habló
en tono más bajo.
—Lo siento, señor, pero, al parecer, ha ocurrido una desgracia. Mister Garret ha
sufrido un ataque, o algo por el estilo, y le han trasladado a su casa en un coche. Han
salido por la otra puerta.
—¿Qué ha pasado? ¿Acaso ha sido víctima de una agresión?
—No, señor, no le han agredido de un modo físico. Al parecer, se trata de una
impresión demasiado fuerte. Mister Garret es un joven de constitución bastante
débil… Bueno, tal vez pueda usted encontrar su libro por sí mismo, pues sería muy
lamentable que hubiera hecho dos viajes inútilmente…
—Ejem… Bueno, siento mucho que mister Garrett haya sufrido ese contratiempo
mientras trataba de prestarme un servicio. Dejaré el libro, e iré a visitar a mister
Garret, para interesarme por su estado. Supongo que podrá darme sus señas.
Desde luego. Mister Garret vivía en un cuarto, no lejos de la estación.
—Y, otra pregunta. ¿Vio usted salir de aquí, ayer, después de haberme marchado
yo, a un anciano con aspecto de clérigo? Creo que se trata de un caballero conocido
mío…
—¿Un anciano con aspecto de clérigo? No, desde luego que no. Después de
marcharse usted sólo salieron dos personas, y las dos eran jóvenes. Una de ellas era
mister Carter, que había venido a buscar un libro sobre música, y la otra era uno de
los profesores, que se llevó un par de novelas. Fueron los últimos en salir, que yo
sepa, ya que después me fui a tomar una taza de té…
* * *
www.lectulandia.com - Página 89
—Desde luego que no. Entiendo algo de medicina… Perdone mi pregunta,
supongo que le habrán atendido a usted convenientemente, pero ¿sufrió usted una
caída?
—No. Mejor dicho, caí al suelo, pero no desde lo alto de una escalera, si se
refiere usted a eso. Fue, en realidad, una impresión.
—Supongo que quiere usted decir que vio algo que le sorprendió…
—Sí, efectivamente, fue algo que vi. ¿Recuerda la primera vez que vino usted a la
biblioteca?
—Sí, desde luego. Bueno, será mejor que no trate de describir lo que vio… Estoy
seguro que el recordarlo no le hará ningún bien.
—Al contrario, creo que sería un alivio contárselo a alguien como usted; tal vez
pueda usted encontrarle una explicación. Fue precisamente cuando entré en la sección
donde se encuentra su libro…
—No insista, mister Garret, por favor. Además, se me está haciendo tarde: tengo
que preparar mi equipaje antes de tomar el tren. No me cuente nada…, tal vez sería
más molesto de lo que usted cree. Ahora hay una cosa que deseaba decirle. Puesto
que me considero indirectamente responsable de este contratiempo, me gustaría
correr con los gastos que origine su curación…
Pero el ofrecimiento fue rechazado cortésmente. Mister Eldred no insistió, y se
marchó en seguida: antes, sin embargo, mister Garret le obligó a tomar nota del
número que figuraba en el Tratado Middoth, a fin de que mister Eldred pudiera
localizarlo con facilidad. Pero míster Eldred no volvió a poner los pies en la
biblioteca.
* * *
Aquel día, William Garret tuvo otra visita: la de un joven colega suyo de la
biblioteca, un tal George Earle. Earle había sido uno de los que encontraron a Garret
tendido en el suelo, sin conocimiento, en la sección (que se abría sobre la avenida
central de una espaciosa galería) de libros hebreos, y, naturalmente, estaba ansioso
por saber cómo seguía su amigo. De modo que en cuanto se cerró la biblioteca se
dirigió a casa de Garret.
—Bueno —dijo, después de interesarse por su estado—, no tengo ni idea de lo
que provocó lo ocurrido, pero hay algo en la atmósfera de la biblioteca que no me
gusta nada. Unos momentos antes de encontrarte en aquel estado, pasaba por la
galería con Davis y le dije: «¿Has notado alguna vez un olor tan desagradable como
el que se siente ahora aquí? Es horrible». Creo que si tuviera que vivir mucho tiempo
en medio de aquel olor no lo resistiría.
Garret sacudió la cabeza.
—Estoy de acuerdo en lo del olor… pero no es una cosa permanente. Yo también
www.lectulandia.com - Página 90
lo noté en los últimos dos días, una especie de olor a polvo, muy intenso y muy
desagradable, desde luego. Pero lo que me ocurrió no tuvo nada que ver con ese olor.
Fue algo que vi. Y necesito hablar de ello contigo. Había ido a aquella sección en
busca de un libro para un hombre que estaba esperando en el vestíbulo. El día
anterior había cometido una equivocación con aquel mismo libro. Había ido a
buscarlo, para el mismo hombre, y me pareció haber visto a un anciano que lo cogía.
Le dije al hombre que el libro no estaba disponible; se marchó, diciendo que volvería
al día siguiente. Me dirigí de nuevo a aquella sección, para ver si encontraba al
anciano y podía cederle el libro al otro caballero: no encontré a nadie, y el libro
estaba en la estantería. Bueno, ayer, como te he dicho, volví otra vez a la sección.
Eran las diez de la mañana, como debes recordar, y la sala es bastante clara, como ya
sabes. Allí estaba de nuevo el anciano de la víspera, dándome la espalda, hojeando
los libros de la estantería a la cual tenía que dirigirme. Era un hombre completamente
calvo, y había dejado su sombrero sobre la mesa. Esperé unos instantes, y me dediqué
a observarle con atención. Como ya te he dicho, era completamente calvo. Bien, hice
un poco de ruido a propósito, tosí y me dirigí hacia la estantería en cuestión. El
anciano se volvió en redondo y pude verle la cara…, una cara que no había visto
nunca. Te repito que no hay posibilidad de que me equivoque. Aunque, por uno u
otro motivo, no pude verle la parte inferior del rostro, vi la parte superior; estaba
completamente seca, y tenía los ojos muy hundidos en las órbitas; y encima de ellos,
desde las cejas a los pómulos, había telarañas… muy tupidas. Entonces perdí el
conocimiento, y ya no recuerdo nada más.
Las explicaciones que Earle dio de este fenómeno no tienen el menor interés para
nosotros; de todos modos, no consiguieron convencer a Garret de que no había visto
lo que había visto.
* * *
www.lectulandia.com - Página 91
compañía de su hija.
Debido a aquel incidente, no es de extrañar que Garret estableciera unas cordiales
relaciones con sus compañeras de viaje. Antes del final del trayecto, Garret había
descubierto que la anciana, además de ser su médico, iba a convertirse en su casera,
ya que mistress Simpson tenía pisos por alquilar en Burnstow, en condiciones muy
convenientes para el joven. En aquella época del año, el lugar estaba vacío, de modo
que Garret se dedicó a cultivar la amistad de la madre y de la hija. Descubrió que
eran una compañía muy agradable. Al tercer día de su estancia en Burnstow, sus
relaciones se habían hecho tan cordiales que las dos mujeres le invitaron a pasar la
velada en su casa.
En el curso de la conversación, salió a relucir que Garret trabajaba en una
biblioteca.
—¡Ah! Las bibliotecas son unos lugares encantadores —dijo mistress Simpson,
suspirando—. Aunque debo confesar que los libros me han jugado una mala pasada,
o, mejor dicho, un libro.
—Bueno, los libros son mi medio de vida, mistress Simpson, y no puedo hablar
mal de ellos: no me gusta oír que han sido malos para usted.
—Tal vez mister Garret podría ayudarnos a resolver nuestro problema, mamá —
dijo miss Simpson.
—No deseo importunar a mister Garret con nuestros problemas personales,
querida, ni incitarle a buscar algo que podría hacerle perder todo su tiempo libre.
—Tendría un gran placer si pudiera ayudarlas en algo, mistress Simpson. Le
ruego que me honre con su confianza explicándome de qué se trata, y si el problema
consiste en encontrar algo relacionado con un libro, me atrevo a decir que estoy en
una situación inmejorable para ayudarlas.
—Desde luego, se trata de un libro. Pero lo malo es que no conozco su nombre.
—¿Ni siquiera de qué materia se ocupa?
—No, ni siquiera eso.
—Lo único que sabemos es que no está escrito en inglés, mamá… y esto no
representa una pista, ni mucho menos.
—Bueno, mister Garret —dijo mistress Simpson, que se había quedado
contemplando el fuego con expresión pensativa—, creo que será mejor que le cuente
toda la historia. No necesito advertirle que se trata de algo estrictamente confidencial.
Gracias. La historia es la siguiente: yo tenía un anciano tío, un tal doctor Rant. Quizá
haya oído usted hablar de él. No porque fuera un hombre notable en algún sentido,
sino porque escogió un modo muy raro de ser enterrado.
—Me parece haber visto el nombre en alguna parte…
—No me extrañaría —dijo mistress Simpson—. Era un anciano horrible, y dejó
instrucciones para que le enterraran sentado ante una mesa, vestido como de
ordinario, en una habitación de ladrillo subterránea que había hecho construir en un
campo próximo a su casa. Desde luego, la gente de la comarca dice que ha sido visto
www.lectulandia.com - Página 92
por allí vistiendo su vieja levita negra.
»Bueno, yo no sé mucho acerca de tales cosas. Lo único que sé es que murió hace
unos veinte años. Era un clérigo, aunque no puedo imaginármelo oficiando en un
servicio religioso, y creo que durante los últimos años de su vida no se dedicó para
nada a las cosas del culto. Vivía en una finca de su propiedad: una finca muy bonita,
que no está lejos de aquí. No tenía esposa ni familia; únicamente una sobrina, que era
yo, y un sobrino, aunque no sentía el menor afecto hacia nosotros… ni hacia nadie,
ésta es la verdad. Sin embargo, apreciaba un poco más a su sobrino que a mí, tal vez
porque John tenía un carácter muy parecido al suyo, ya que era una persona bastante
desagradable. Quizá las cosas hubiesen sido distintas si yo no me hubiera casado,
pero me casé, y mi tío no me lo perdonó nunca. En resumen: mi tío vivía solo en su
finca, cargado de dinero, del cual era dueño absoluto, y se daba por sentado que
cuando muriera pasaría a partes iguales a manos de los dos sobrinos: mi primo y yo.
Cierto invierno, hace más de veinte años, como ya he dicho, mi tío cayó enfermo, y
me envió a buscar para que le cuidara. En aquella época, mi marido estaba vivo, pero
el anciano no quiso ni siquiera oír hablar de él. Cuando llegué a la casa vi que mi
primo John acababa de salir de ella, y por su aspecto colegí que estaba muy contento.
Hice todo lo que pude por mi tío, aunque desde el primer momento me había dado
cuenta de que aquélla iba a ser su última enfermedad; y él también estaba convencido
de ello. El día antes de su muerte, me obligó a permanecer sentada a su lado todo el
tiempo, y me di cuenta de que había algo, y probablemente algo desagradable, que mi
tío deseaba decirme, aunque prolongaba lo que él suponía mi ansiedad hasta el límite.
Pero al final lo soltó. “Mary —me dijo—, Mary, he hecho testamento en favor de
John; se lo he dejado todo a él, Mary”. Desde luego, la noticia fue un rudo golpe para
mí, ya que mi marido y yo no éramos ricos, y si hubiera dispuesto de algún dinero, mi
marido podría haber tenido los cuidados qué necesitaba y hubiera vivido más tiempo.
Pero no le dije nada de todo eso a mi tío: me limité a murmurar que tenía derecho a
hacer lo que quisiera, en parte porque no se me ocurrió otra cosa que decir, y en parte
porque estaba convencida de que mi tío no había terminado aún. En efecto, así fue.
“Sin embargo —añadió mi tío—, no siento el menor cariño hacia John, y he hecho
otro testamento en favor tuyo. Tú puedes tenerlo todo. Lo único que tienes que hacer
es encontrar el testamento. Y, como comprenderás, no voy a decirte dónde está…”. A
continuación murmuró unas palabras ininteligibles, mientras yo esperaba, ya que
estaba segura de que aún no había terminado. “Eres una buena chica —me di jo, al
cabo de un rato—. Espera, y te diré lo mismo que le he dicho a John. Pero antes
permíteme recordarte que no podrás acudir a los tribunales con lo que voy a decirte,
ya que no podrás presentar ninguna prueba concreta, aparte de tu propia palabra, y
John es un hombre capaz de jurar en falso si es necesario. Bien, creo que este punto
ha quedado claro. Ahora, escucha: tuve el capricho de no redactar el testamento de un
modo normal, de manera que se me ocurrió escribirlo en un libro, Mary, en un libro
impreso. Y en esta casa hay millares de libros. Pero, mira, no tienes por qué
www.lectulandia.com - Página 93
preocuparte por ellos, ya que no es uno de ellos. Está guardado en un lugar seguro, en
otra parte; en un lugar al cual John puede ir y encontrarlo cualquier día, si lo
descubre, lo mismo que tú. Es un testamento en toda regla; debidamente firmado
delante de testigos, aunque no creo que encuentres a los testigos por mucho que los
busques”.
»No dije nada: me entraron unos irresistibles deseos de coger al viejo truhán por
el cuello y sacudirle sin compasión. Pero me contuve. Mi tío se estaba riendo, muy
satisfecho, al parecer, y finalmente dijo: “Bien, bien, veo que te lo has tomado con
mucha calma, y quiero portarme generosamente contigo, diciéndote un par de cosas
que no le he dicho a John y que te situarán en mejores condiciones que él para
encontrar el libro. El testamento está redactado en inglés, pero tú no lo sabrás si algún
día llegas a verlo. Ésta es una de las cosas. La otra es que en mi despacho encontrarás
un sobre dirigido a ti, que contiene algo que te ayudará a encontrar el libro, si eres lo
bastante lista para utilizarlo”. Al cabo de unas horas, mi tío murió, y aunque dirigí un
llamamiento a John Eldred acerca del asunto…
—¿John Eldred? Le ruego que me disculpe, mistress Simpson, pero no hace
mucho vi a un tal John Eldred. ¿Qué aspecto tiene su primo?
—Hace unos diez años que no le he visto. Debe de ser un hombre ya maduro,
delgado, y a menos que se las haya afeitado, lleva unas patillas que la gente solía
llamar a lo Dundreary o a lo Piccadilly.
—… Patillas. Sí, ése es el hombre.
—¿Y dónde le vio usted, mister Garret?
—No sé si puedo decírselo a usted —dijo Garret engañosamente—. En algún sitio
público. Pero, no ha terminado usted.
—En realidad no queda mucho que añadir, excepto que John Eldred, desde luego,
no hizo el menor caso de mis cartas, y ha disfrutado de la finca desde la muerte de
nuestro tío, en tanto que mi hija y yo nos hemos visto obligadas a poner esta casa de
huéspedes, que por cierto no ha resultado un negocio tan desagradable como temía.
—¿Y el sobre?
—¡Ah, sí, el sobre! Eso es lo más complicado de todo. Dale a mister Garret el
papel que está en mi escritorio…
Era un trozo de papel muy pequeño, que sólo tenía escritos cinco números, uno
detrás de otro: 11334.
Mister Garret disimuló perfectamente su sorpresa.
—¿Cree usted que mister Eldred puede tener alguna pista que usted no tenga
acerca del título del libro?
—A veces he pensado que debía tenerla —dijo mistress Simpson—, y le diré por
qué: mi tío debió redactar el testamento poco antes de su muerte (creo que eso es lo
que él mismo dijo), y debió desprenderse del libro inmediatamente. Pero todos sus
libros estaban cuidadosamente catalogados: y John tenía el catálogo; y John no ha
querido que ninguno de los libros fuera vendido. Y me han dicho que siempre está
www.lectulandia.com - Página 94
visitando librerías y bibliotecas. De modo que imagino que debió hacer una lista de
los libros que constaban en el catálogo y que no estaban en la casa, y se ha dedicado a
recuperarlos.
—Claro, claro —dijo mister Garret, con un suspiro de alivio.
* * *
Al día siguiente, mister Garret recibió una carta en la cual, como le notificó a
mistress Simpson con gran pesar, reclamaban su inmediata presencia en la biblioteca.
Por lo tanto le era absolutamente necesario dar por terminada su estancia en
Burnstow.
Lamentaba tener que dejarlas (y ellas lo lamentaban al menos tanto como él), ya
que había empezado a sentir que una crisis, muy importante para mistress (¿y
tenemos que añadir para miss?). Simpson, estaba a punto de producirse.
En el tren, Garret estaba intranquilo y excitado. Se devanaba los sesos pensando
si la marca del libro que mister Eldred había pedido en la biblioteca correspondía con
los números que aparecían en el pedazo de papel que le mostró mistress Simpson.
Pero, con gran desaliento, descubrió que la impresión sufrida la semana anterior le
había afectado hasta tal punto que le resultaba imposible recordar el título o la clase
de libro de que se trataba, y ni siquiera la sección a la cual había ido a buscarlo. Y, sin
embargo, todas las otras partes de la topografía de la biblioteca estaban claras en su
cerebro.
Y, otra cosa —el pensarlo le hizo patalear el suelo con impaciencia—, primero no
se atrevió a hacerlo, y luego se le olvidó preguntar a mistress Simpson dónde vivía
mister Eldrcd. Esto, no obstante, podía resolverlo por carta.
* * *
Al menos tenía una pista en las cifras del papel. Si se referían a la anotación del
catálogo de su biblioteca, sólo eran susceptibles de un limitado número de
interpretaciones. Podían corresponder a 1-13-34, 11-33-4 o 11-3-34. Garret podía
examinar aquellos tres libros en unos minutos, y si faltaba alguno de ellos tenía
medios para localizarlo. Se dirigió a su trabajo muy temprano, aunque tuvo que
invertir unos minutos en explicar a su patrona y a sus colegas lo inesperado de su
regreso. El 1-13-34 estaba en su sitio y no contenía ninguna escritura sospechosa.
Mientras se dirigía a la sección 11, situada en la misma galería, el recuerdo acudió a
él repentinamente, haciéndole sentir un escalofrío. Pero tenía que ir. Después de una
mirada superficial al 11-33-4 (era un libro completamente nuevo), recorrió con la
vista los ejemplares en cuarto de la fila 11-3. Lo que temía había sucedido: el 34 no
www.lectulandia.com - Página 95
estaba allí. Pasó unos momentos asegurándose de que no lo habían cambiado de sitio
por equivocación, y luego se dirigió al vestíbulo.
—¿Se ha llevado alguien el 11-3-34? ¿Recuerda usted ese número?
—¿Recordar ese número? ¿Por quién me ha tomado usted, mister Garret? Tome,
aquí tiene las papeletas: mírelas usted mismo, si dispone de un día para hacerlo.
—Bueno, no se lo tome así… ¿Ha venido otra vez un tal mister Eldred? Me
refiero al anciano que estuvo aquí el día que caí enfermo… ¡Vamos! Tiene usted que
acordarse de él…
—¿Qué le hace suponerlo? Desde luego, me acuerdo de él; no, no ha vuelto por
aquí desde que usted se marchó de vacaciones. Pero, aguarde un momento. Robert
podrá informarle de algo. Robert, ¿recuerda usted el nombre de Eldred?
—Desde luego —dijo Robert—. Se refiere usted al caballero que envió un chelín
de más de lo que valía el remitirle el paquete. Ojalá todos hicieran lo mismo.
—¿Quiere usted decir que le ha enviado libros a mister Eldred? ¡Vamos, hable!
¿Lo ha hecho usted?
—Verá, mister Garret, si un caballero envía su tarjeta debidamente rellena, y el
secretario dice que el libro puede salir, y el que lo ha pedido manda el dinero
suficiente para que le sea remitido por ferrocarril, ¿qué es lo que haría usted, mister
Garret, si puedo tomarme la libertad de preguntárselo? ¿Habría cumplido usted el
encargo, o bien habría tirado la tarjeta al cesto de los papeles, y…?
—Tiene usted razón, Hodgson, desde luego, tiene usted razón… ¿Podría
enseñarme la tarjeta que mandó mister Eldred, y dejarme ver su dirección?
—No hay inconveniente. Aquí está la tarjeta: J. Eldred, 11-3-34. Título de la
obra: T-a-l-m… Creo que no se trata de ninguna novela, aunque no estoy seguro. Y
aquí está la nota de mister Eldred solicitando el libro.
—Muy bien, muy bien; pero ¿y la dirección? En la nota no hay ninguna.
—¡Oh, sí! Bueno…, la nota venía acompañada de una etiqueta, la cual debía ser
pegada al paquete que contenía el libro. Y si he cometido algún error en este asunto,
ha sido omitir el anotar la dirección en el registro. Ha sido un descuido, lo reconozco,
pero ya sabe usted que no siempre se dispone de tiempo para hacerlo todo bien.
—De acuerdo, de acuerdo… ¿Cuánto fue enviado ese libro?
—Esta misma mañana, a las diez y media.
—Y ahora es ya la una…
Garret subió al piso de la biblioteca sumido en profundos pensamientos. ¿Cómo
iba a arreglárselas para obtener la dirección? Un telegrama a mistress Simpson: podía
perder un tren esperando la respuesta. Sí, había otra solución. Mistress Simpson había
dicho que Eldred vivía en la finca de su tío. Si era así, podría localizar el lugar
examinando el libro de donativos. No sería difícil encontrarlo, conociendo el título
del libro. No tardó en hallarse delante del libro-registro, y sabiendo que el anciano
había muerto hacía unos veinte años, retrocedió hasta 1870. Allí estaba. 1875, agosto,
14. Talmud: Tractatus Middoth cum comm. R. Nachmanidae. Amstelod, 1707.
www.lectulandia.com - Página 96
Donativo de J. Rant, D. D., de Bretfield Manor».
Una guía le informó que Bretfield Manor estaba a tres millas de una pequeña
estación en la línea principal. Garret volvió a bajar para preguntarle al portero si
recordaba haber visto un nombre parecido a Bretfield en el paquete.
—Sí, creo que era un nombre por el estilo, Bretfiel o Britfield, aunque no estoy
seguro.
Correcto. A continuación, un ligero refrigerio. Salía un tren dentro de veinte
minutos… que invertía un par de horas en el viaje. La única posibilidad, que no podía
ser desperdiciada. Y Garret tomó el tren.
Si el viaje de regreso de Burnstow había visto a un Garret preocupado, el viaje a
Bretfiel vio aumentar las preocupaciones del joven. Si localizaba a Eldred, ¿qué
podría decirle? ¿Que se había descubierto que el libro era una rareza y que llevaba el
encargo de recogerlo para devolverlo a la biblioteca? Una mentira demasiado burda.
¿O que se creía que contenía importantes notas manuscritas? Eldred no tendría
inconveniente en enseñarle el libro, del cual faltaría ya la hoja que le interesaba. Tal
vez pudiera encontrar las señales de la hoja arrancada, pero Eldred podría salirse del
paso diciendo que también él se había dado cuenta de que faltaba una hoja. La única
posibilidad era ésta: el libro había salido de la biblioteca a las 10.30; no había podido
ser enviado en el primer tren después de esa hora, que era el de las 11,20. Si Garret
estaba de suerte, podía llegar al mismo tiempo que el libro y contarle a Eldred alguna
historia que no le infundiera sospechas para que le permitiera ver el volumen.
La estación de destino, como la mayoría de estaciones rurales, estaba en completa
calma cuando el tren llegó a ella. Garret esperó hasta que dos viajeros que habían
descendido del tren se hubieron marchado, y entonces se dirigió al jefe de estación y
le preguntó si mister Eldred vivía en aquella vecindad.
—Sí, y en estos momentos se encuentra muy cerca de aquí, supongo. Tiene que
venir a recoger un paquete que está esperando. Hoy ha venido ya una vez en busca de
él. ¿No es cierto, Bob?
—Desde luego. Se presentó poco después de la llegada del tren de las dos. Por
cierto, aquí está el paquete en cuestión.
El llamado Bob llevaba en la mano un paquete cuadrado. De una sola ojeada,
Garret se convenció de que era lo que en aquel momento le importaba más que
ninguna otra cosa en el mundo.
—¿Bretfield? Sí…, a unas tres millas de aquí. Si corta por esos campos, se
ahorrará media milla. Mire: ahí está el coche de mister Eldred.
En el interior del carruaje iban dos hombres, y Garret, mirando hacia atrás en el
momento de cruzar el patio de la estación, reconoció fácilmente a uno de ellos. El
hecho de que Eldred condujera el carruaje favorecía a Garret, ya que no se atrevería a
abrir el paquete en presencia de su criado. En cambio, tendría más prisa por llegar a
casa, y a menos de que Garret estuviera allí muy poco después de haber llegado
Eldred, perdería toda posibilidad de conseguir lo que se proponía. Tenía que
www.lectulandia.com - Página 97
apresurarse. Y así lo hizo. Tomó el atajo que le había indicado el jefe de estación, en
tanto que el coche se vería obligado a dar un rodeo, además del tiempo que perdiera
en la estación.
Garret acababa de cruzar los campos cuando oyó bastante cerca de él el ruido del
carruaje. Había andado con toda la rapidez que le fue posible, pero la marcha que
llevaba el vehículo le llenó de desesperación. A aquel paso, mister Eldred llegaría a
su casa diez minutos antes que Garret, y diez minutos le bastarían para la realización
de sus propósitos.
En aquel preciso instante, la suerte se puso de parte del joven. La tarde era
tranquila, y los ruidos se oían claramente. Y Garret oyó uno de los ruidos más
agradables que había oído en su vida: el del carruaje al detenerse. Miró hacia atrás, y
vio que mister Eldred bajaba del vehículo y continuaba su camino a pie, con el
paquete en la mano. El carruaje, conducido ahora por el criado, adelantó rápidamente
a los dos hombres.
Garret se escondió detrás del tronco de un árbol para dejar pasar a mister Eldred.
Éste no parecía prestar atención a nada de lo que le rodeaba. Se llevó la mano al
bolsillo para sacar algo y al hacerlo cayó al suelo un pequeño objeto, sin que su
dueño se diera cuenta. Un momento más tarde, Garret recogía aquel objeto: una caja
de cerillas. Eldred, por su parte, siguió avanzando, moviendo las manos de un modo
extraño, con unos movimientos difíciles de interpretar a la sombra de los árboles que
bordeaban el camino. Pero Garret no tardó en encontrar la clave de aquellos
movimientos: un trozo de cordel, y luego el papel en que venía envuelto el libro.
Eldred andaba ahora lentamente, y no cabía duda de que había abierto el libro y
estaba pasando las hojas. Se detuvo, cosa que a Garret no le extrañó, puesto que la
claridad empezaba a ser débil. Finalmente, tras mirar atentamente a su alrededor,
Eldred se sentó en un tronco caído al borde del camino y acercó mucho el libro a sus
ojos. Súbitamente lo dejó, todavía abierto, sobre sus rodillas, y buscó en todos sus
bolsillos; evidentemente en vano, y evidentemente con disgusto.
«Debe de estar buscando las cerillas», pensó Garret.
Luego, Eldred volvió a coger el libro y empezó a arrancar cuidadosamente una
hoja. Y en aquel momento ocurrieron dos cosas. En primer lugar, algo negro pareció
caer sobre aquella hoja, y a continuación, mientras Eldred se volvía para mirar detrás
de él, una pequeña forma oscura pareció surgir de la sombra detrás del tronco de
árbol, y dos brazos salidos de una masa de negrura se cerraron en torno del cuello de
Eldred. Sus brazos y piernas se agitaron salvajemente, pero de sus labios no brotó
ningún sonido. Luego quedó completamente inmóvil. Eldred estaba solo. Había caído
de espaldas en la hierba detrás del tronco en el cual se había sentado. El libro quedó
tirado en el camino. Garret, horrorizado por el espectáculo que acababa de presenciar,
olvidó sus precauciones y echó a correr gritando: «¡Socorro!». En aquel mismo
momento, con gran alivio por su parte, vio acercarse un campesino que había estado
trabajando en un campo próximo.
www.lectulandia.com - Página 98
Los dos hombres se inclinaron sobre Eldred, tratando de prestarle ayuda, pero era
demasiado tarde: Eldred estaba muerto.
—¡Pobre señor! —dijo Garret, dirigiéndose al campesino—. ¿Qué cree usted que
le ha sucedido?
—Estaba a unos doscientos metros de aquí, cuando vi a mister Eldred que se
acercaba, leyendo un libro. Luego se sentó en este tronco… y no sé nada más. Debe
de haberle dado un ataque. Fíjese en su cara: la tiene completamente amoratada.
—Sí —asintió Garret—. ¿Y no vio usted a nadie cerca de él? ¿No podría haber
sido un asalto?
—Imposible… Nadie hubiera podido acercarse a él sin que usted o yo le
hubiésemos visto.
—Eso creo. Bien, debemos ir en busca de ayuda y avisar a un médico y a la
policía; tal vez sea mejor que les entregue ese libro.
Era evidente que el caso merecía una encuesta, y Garret tuvo que quedarse en
Bretfield para prestar declaración. El examen médico reveló que la causa de la muerte
había sido una impresión demasiado intensa para un corazón algo débil, y no la
asfixia, a pesar de que se encontró cierta cantidad de polvillo negro en el rostro y en
la boca del difunto.
El libro fatídico, un respetable tomo en cuarto impreso totalmente en hebreo, fue
presentado en el momento de la encuesta. Pero en su aspecto no había nada que
pudiera in fundir sospechas, ni siquiera a los más suspicaces.
—Dice usted, mister Garret, que el difunto mister Eldred parecía estar arrancando
una hoja de este libro en el momento de ser víctima del ataque…
—Sí, eso he dicho.
—Aquí hay una hoja de la contraportada parcialmente arrancada. Lleva escrito
algo en hebreo. ¿Sería usted tan amable de examinarlo?
—Hay también tres nombres escritos en inglés y una fecha. Pero lamento tener
que decir que desconozco por completo la escritura hebrea.
—Gracias. Los nombres tienen el aspecto de ser unas firmas. Son los de John
Rant, Walter Gibson y James Frost, y la fecha es la del 20 de julio de 1875. ¿Conoce
alguno de los presentes esos nombres?
El párroco, que asistía a la encuesta, se puso en pie y dijo que el tío del difunto,
cuya fortuna había heredado, se llamaba Rant.
Le entregaron el libro para que lo examinara, y en cuanto lo hubo hecho sacudió
la cabeza, con aire de asombro.
—Nunca había visto esta clase de escritura —afirmó.
—Pero ¿está usted seguro de que es hebreo?
—Sí… supongo que sí, aunque no es el hebreo que yo aprendí. No, tiene usted
razón, no es hebreo, desde luego. Es inglés, y se trata de un testamento.
En efecto, se trataba del testamento librado por el doctor John Rant, legando
todos los bienes que usufructuaba mister John Eldred a mistress Mary Simpson. El
www.lectulandia.com - Página 99
descubrimiento de tal documento justificaba con creces la excitación de mister
Eldred. En lo que respecta al arrancamiento parcial de la hoja, el coroner señaló que
sería inútil tratar de encontrarle una explicación cuya veracidad no podría
demostrarse nunca.
* * *
El Tratado Middoth, como es lógico, quedó en poder del coroner para posteriores
investigaciones, y mister Garret le explicó en privado a aquel caballero la historia del
libro, y todos los detalles del caso, tal como él los conocía o había llegado a
sospecharlos.
Al día siguiente se marchó de Bretfield, y en su camino hacia la estación pasó por
delante del lugar en que había fallecido mister Eldred. No podía decidirse a
marcharse de allí sin echar otra mirada al escenario del drama, aunque el recuerdo de
lo que había visto le hacía temblar, incluso en aquella esplendorosa mañana. Dio la
vuelta al árbol caído, examinando el suelo. De repente vio una masa oscura que
parecía agitarse. Se acercó más, y vio que se trataba de una espesa capa de telarañas.
La sacudió con su bastón, y al hacerlo salieron huyendo por la hierba varias arañas de
gran tamaño.
No resulta difícil imaginar cómo fue que William Garret, de empleado de una
gran biblioteca, pasó a convertirse en propietario de Bretfield Manor, habitado
actualmente por su suegra, mistress Mary Simpson.
Q UIEN haya viajado por la parte oriental de Inglaterra ha visto las pequeñas
casas de campo de que está plagada: unas construcciones de estilo italiano,
rodeadas de jardines de ochenta a cien acres de extensión. Para mí, esas casas han
representado siempre una fuerte atracción: sus vallas grises de madera de roble, los
majestuosos árboles, los lagos cubiertos de plantas acuáticas y la perspectiva del
lejano bosque. Además, me gustan los porches sostenidos por columnas; me gustan
los vestíbulos interiores, de techo muy alto, que incluyen siempre una galería y un
pequeño órgano. Me gustan también sus bibliotecas, donde uno puede encontrar
cualquier cosa, desde un salterio del siglo XIII hasta un Shakespeare. Me gustan los
cuadros, desde luego, pero quizá lo que más me gusta es imaginar cómo se
desarrollaba la vida en una de esas casas cuando fue construida, cuando los
propietarios rurales estaban en plena prosperidad. Y luego, cuando disminuyó la
abundancia de dinero, pero los gustos se hicieron más variados y la vida continuó
siendo interesante. Me gustaría tener una de esas casas, y el dinero suficiente para
mantenerla y para invitar a ella a mis amigos.
Pero esto es una digresión. Quiero contarles la curiosa serie de acontecimientos
que se produjeron en una de esas casas que he intentado describir a ustedes. La casa
en cuestión se denomina Castringham Hall, y está situada en Suffolk. Supongo que ha
sufrido muchas transformaciones desde el tiempo en que sucedió lo que voy a contar,
pero las características esenciales que he esbozado siguen presentes allí: porche
italiano, fachada blanca en forma de bloque cuadrado, jardín rodeado de árboles y
lago. La única característica que la distinguía de las demás en su parte externa ha
desaparecido. Mirándola desde el jardín, veíase a mano derecha un gran fresno que
crecía a media docena de yardas de la casa, y que casi la tocaba con sus ramas.
Supongo que estaba allí desde que Castringham dejó de ser un lugar fortificado, y
desde que el foso fue cegado y construida la casa de estilo isabelino. En cualquier
caso, había alcanzado su plenitud de crecimiento en el año 1690.
En aquel año, el distrito en el cual se encuentra la casa fue escenario de diversos
juicios por brujería. Creo que sería muy prolijo enumerar los sólidos motivos —si es
que existe alguno— en que descansaba el temor universal a las brujas en los tiempos
antiguos. ¿Imaginaban realmente las personas acusadas de ese delito que poseían
poderes extraordinarios? ¿Tenían la voluntad, al menos, si no el poder, de causar
algún perjuicio a sus vecinos? Las numerosas confesiones que existen, ¿fueron
arrancadas por medio de torturas? Todas estas preguntas siguen sin tener una
respuesta satisfactoria. Y la presente narración me ha hecho dudar más de una vez.
* * *
Entonces, después de una breve plática con el tribunal (lo cual pareció extrañar
después de una acusación tan clara) el preso se declaró No Culpable.
(En aquel momento, el señor Fiscal hizo una pausa y revolvió entre sus papeles: y
el hecho resultó tanto más sorprendente para mí y para los demás, por cuanto se
(En aquel momento se elevó un gran murmullo de los bancos ocupados por el
público, y una gran cantidad de risas, y el Tribunal requirió silencio, y cuando se
hubo hecho…).
L. C. J. — Bueno, señor Fiscal, podía usted haber aplazado esa historia por una
semana; entonces hubiese sido Navidad, y podía haber asustado a sus cocineras con
ella. (Al oír estas palabras el público estalló en nuevas risas, e incluso el acusado se
rió, a lo que parece). ¡Por Dios, caballero! Nos está usted obsequiando con historias
de fantasmas, y chismorreos de taberna… cuando está en juego la vida de un hombre.
(Al acusado): Y usted, señor, no creo que deba tomarse a broma todo esto. No le han
traído aquí para que se divierta, y si conozco bien al señor Fiscal, creo que tendrá que
añadir algo que no le hará a usted tanta gracia. Siga, señor Fiscal. Quizás no debí
hablar de un modo tan brusco, pero debe usted reconocer que su alegato se aparta un
poco de lo normal.
Fiscal. — Nadie lo sabe mejor que yo, Señoría, pero todo lo que he dicho tenía su
finalidad. Les demostraré a ustedes, caballeros, que el cadáver de Ann Clark fue
encontrado en el mes de junio, en una balsa de agua, con la garganta cortada: que en
la misma balsa fue encontrado un cuchillo que pertenecía al acusado: que el acusado
había hecho esfuerzos para recuperar el citado cuchillo, sacándolo de la balsa: que la
encuesta del coroner terminó en un veredicto contra el acusado, y que, por lo tanto, el
acusado debió de haber sido juzgado en Exeter: pero que, alegando que no podría
encontrarse un jurado imparcial que le juzgara en su propio condado, el propio
acusado solicitó como gracia especial el ser juzgado aquí, en Londres. A continuación
procederemos a la presentación de pruebas.
Fiscal. — ¿Ocurrió algo entre usted y el acusado durante el tiempo en que Mrs.
Arscott estuvo fuera de la habitación?
Th. — Yo tenía un trozo de taco en el bolsillo.
Fiscal — ¿Un trozo de qué?
Th. — De taco de tabaco, señor, y sentí deseos de fumarme una pipa. De modo
que saqué la pipa y me dispuse a cortar el tabaco, pero me di cuenta de que me había
dejado el cuchillo en casa. Y como no tengo dientes para morderlo, como su señoría
puede comprobar por sus propios ojos…
L. C. J. — ¿Qué está diciendo este hombre? ¡Al grano, amigo! ¿Cree que estamos
aquí para mirarle a usted los dientes?
Th. — ¡No, Señoría, Dios me perdone! Ni yo lo permitiría. Sé que sus excelencias
tienen mejor ocupación, y mejores dientes…
L. C. J. — ¡Dios mío, qué hombre este! Sí, tengo mejores dientes, como podrá
comprobar usted si no se atiene a los hechos concretos.
Th. — Le pido perdón humildemente, Señoría, pero eso fue lo que ocurrió. De
modo que pensé que no había ningún mal en pedirle al caballero Martín que me
prestara su cuchillo para cortar el tabaco. Y así lo hice. Y el caballero buscó en un
bolsillo, y luego en otro, y el cuchillo no estaba allí. Y yo dije: «¡Vaya! ¿Ha perdido
usted su cuchillo, caballero?». Y él se puso en pie, y volvió a rebuscar en sus
bolsillos, y se sentó de nuevo, murmurando: «¡Dios mío! Debo de haberlo dejado
allí». Parecía estar muy preocupado, y se cogió la cabeza entre las manos. Y en aquel
preciso instante regresó Mrs. Arscott de la cocina.
Preguntado si había oído la voz cantando en el exterior de la casa, dijo que no,
pero que la puerta que daba a la cocina estaba cerrada, y hacia mucho viento.
También dijo que la voz de Ann Clark era inconfundible.
A continuación fue llamado un muchacho, William Reddaway, de unos trece años
de edad, y tras las preguntas de ritual, que le formuló el Oficial de la Corona, pudo
comprobarse que sabía lo que era un juramento. De modo que prestó juramento. Su
declaración se refirió a hechos acaecidos una semana más tarde.
Fiscal. — Ahora, muchacho, no te asustes: aquí no hay nadie que pueda hacerte
daño si dices la verdad.
L. C. J. — Eso es, si dice la verdad. Pero recuerda, muchacho, que estás en
presencia del Dios de cielos y tierra, que tiene las llaves del infierno, y en presencia
nuestra, que somos oficiales del Rey y tenemos las llaves de la cárcel; y recuerda,
también, que está en juego la vida de un hombre; y si dices una mentira, y a
consecuencia de ella ese hombre tiene un mal fin, te habrás convertido en su asesino.
De modo que tienes que decir la verdad.
Fiscal. — Cuéntale al jurado lo que sepas, y habla en voz alta. ¿Dónde estabas la
«Estaba en el marjal, a eso de las seis de la tarde, sentado detrás de una mata de
arbustos, cerca de una balsa de agua; y el acusado llegó muy cautelosamente y
mirando a uno y otro lado, y en la mano llevaba una especie de pértiga, muy larga; y
se quedó quieto un buen rato, como si estuviera escuchando, y luego empezó a hundir
la pértiga en el agua, como si buscara algo; y yo estaba muy cerca del agua —a unos
cinco metros—, y oí que la pértiga chocaba contra algo que hizo un ruido muy raro,
como si alguien chapoteara debajo del agua, y el acusado soltó la pértiga y se dejó
caer sobre la hierba, tapándose las orejas con las manos, y al cabo de un rato se
levantó y se marchó tan cautelosamente como había venido».
«Sí, un par de días antes, el acusado, habiéndose enterado de que yo solía estar en
el marjal, me preguntó si había visto un cuchillo tirado por allí, y dijo que me daría
seis peniques si lo encontraba. Y yo le dije que no lo había visto, pero que podía
preguntar si alguien lo había encontrado. Y entonces él dijo que me daría seis
peniques para que no dijera nada a nadie, y me los dio».
L. C. J. — Y ésos eran los seis peniques que tenías para gastarte en la fiesta,
¿verdad?
W. — Sí, Señoría.
«No, excepto que empezó a oler muy mal, y las vacas no quedan beber agua
desde hacía unos días».
Fiscal — ¿La viste de cerca, para estar seguro de que era ella?
W. — Sí, completamente seguro.
L. C. J. — ¿Cómo completamente seguro, muchacho?
W. — Porque se paseaba arriba y abajo, dando saltitos como una oca (animal que
citó con el nombro que le daban en su condado; pero el párroco explicó que se trataba
de una oca). Y, además, tenía una forma que no podía confundírsela con otra persona.
Fiscal — ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
A continuación, el Juez le indicó al acusado que podía hacer su defensa; cosa que
el acusado hizo, aunque no con mucha extensión, y de un modo muy entrecortado,
diciendo que esperaba que el jurado no le condenaría basándose en las chismorrerías
de unos campesinos y en los cuentos que había contado un chiquillo; y que había sido
muy perjudicado en su juicio; en este momento le interrumpió el Juez, diciendo que
no podía expresarse en aquellos términos, por cuanto le había sido concedido el
privilegio de ser juzgado en Londres, en vez de serlo en Exeter, a lo cual asintió el
acusado, aunque dijo que hubiera preferido que no le trasladaran a Londres, ya que
desde que se encontraba aquí no había tenido una vigilancia que impidiera que se
viera molestado. Entonces, el Juez ordenó que compareciera el Alguacil, y le
interrogó acerca de las medidas de vigilancia que habían sido adoptadas con el
Posteriormente, hablé con unos jóvenes que habían ido a dar un concierto al condado
a que me he referido antes, y confieso que mi interés se despertó al oír que decían que
una de las tonadas que habían interpretado recibió una acogida muy fría por parte de
los oyentes. Se trataba de la tonada que ha sido mencionada en este relato: Madam,
¿quiere usted pasear? Al día siguiente, hablando de ello con algunas personas del
pueblo, les dijeron que aquella tonada les inspiraba una invencible repugnancia.
Decían que traía mala suerte. Sin embargo, ninguna de aquellas personas tenía la más
ligera idea de los motivos de aquella aversión.
* * *
El dinero gastado en los cortinajes podía haber sido arrojado al fuego, como lo
fueron ellos. El comentario de mister Cattell, cuando oyó contar la historia, tomó la
A QUELLA noche, el barón soñó mucho; y todos sus antepasados, con figura y
forma de bruja, y diablo, y cadáver, acompañaron sus pesadillas.
Keats
DESDICHADO aquel a quien los recuerdos de la infancia sólo traen temor y tristeza.
Infeliz del que mira atrás y no ve más que horas de soledad en amplias y lúgubres
estancias con negras colgaduras y enloquecedoras hileras de libros antiguos, o
espantosas vigilias entre sombrías perspectivas de árboles grotescos, gigantes, que
agitan silenciosamente sus torcidas ramas. Esto es lo que los dioses me dieron a mí: a
mí, el aturdido, el desilusionado; el estéril, el desarraigado. Y, sin embargo, me siento
extrañamente alegre y me aferró desesperadamente a aquellos marchitos recuerdos,
cuando mi mente trata de llegar más allá.
Ignoro donde nací, y lo único que sé es que el castillo era infinitamente antiguo e
infinitamente horrible, lleno de oscuros pasadizos y con unos techos muy altos, unos
techos en los que la mirada sólo podía distinguir telarañas y sombras. Las piedras de
los ruinosos castillos estaban siempre espantosamente húmedas, y en todas partes
había un horrible olor, como de montones de cadáveres que se hubieran acumulado
durante generaciones. No había nunca luz, de modo que yo solía encender velas para
disponer de claridad, ni penetraba nunca la luz del sol, ya que los terribles árboles
crecían a mayor altura que el punto más elevado de la torre a que yo tenía acceso.
Había otra torre negra que se elevaba por encima de los árboles, en el desconocido
cielo exterior, pero estaba parcialmente en ruinas y no podía subirse a ella a no ser
que se trepara por la pared, piedra a piedra.
Debí vivir años enteros en aquel lugar, pero no puedo medir el tiempo. Alguien
debió preocuparse de atender a mis necesidades, aunque no recuerdo a ninguna
persona excepto a mí mismo, ni a ningún ser viviente aparte de las silenciosas arañas,
ratas y murciélagos. Creo que quien me alimentó debió ser alguien
sorprendentemente viejo, ya que mi primera idea de una persona viva fue la de una
burlona réplica de mí mismo, aunque retorcida, encogida y vieja como el castillo.
Para mí no había nada de grotesco en los huesos y esqueletos que llenaban algunas de
las tumbas de piedra excavadas en la parte más honda del castillo, entre sus
cimientos. En mi imaginación asociaba aquellas cosas con acontecimientos diarios, y
pensaba que eran cosas más naturales que los grabados de vivos coloridos
reproduciendo seres vivientes que encontraba en muchos de los enmohecidos libros.
M E piden que explique por qué temo a las corrientes de aire frío; por qué
tiemblo más que otros al entrar en una habitación fría, y por qué me
estremezco cuando la fresca brisa nocturna se desliza a través del calor de un suave
día de otoño. Algunos dicen que reacciono al frío como otros reaccionan a un olor
desagradable, y yo soy el último en negar la impresión. Lo que quiero es relatar las
más horribles circunstancias en que me encontré, para que ustedes puedan juzgar si
constituyen o no una explicación de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que el horror está asociado inevitablemente con la oscuridad,
el silencio y la soledad. Yo lo encontré en plena tarde, en medio de los ruidos de una
gran ciudad, y en el bullicioso ambiente de una casa de huéspedes, con una prosaica
patrona y dos fornidos hombres a mi lado. En la primavera de 1923 había obtenido un
trabajo bastante mal pagado en una revista que se editaba en Nueva York; y viéndome
imposibilitado de pagar un alquiler, por módico que fuera, empecé a arrastrarme de
una casa de huéspedes barata a otra en busca de una habitación que pudiera combinar
las cualidades de una relativa limpieza, unos muebles decentes y un precio razonable.
No tardé en comprobar que en mi vagabundeo salía del fuego para meterme en las
brasas, pero finalmente caí en una casa de la West Fourteenth Street que me
desagradó mucho menos que las otras en que me había alojado hasta entonces.
El lugar era una casa de cuatro pisos que había sido construida a mediados del
siglo pasado, adornada con losas de mármol y piezas de marquetería, muestras del
pésimo gusto que imperaba en aquella época. En las habitaciones, amplias y altas de
techo, empapeladas de un modo horrible y ridículamente adornadas con cornisas de
escayola, olía deprimentemente a moho y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban
limpios, la ropa podía pasar y el agua caliente no se enfriaba con demasiada
frecuencia, de modo que llegué a considerarlo como un lugar soportable para
hibernar. La patrona, una desaliñada española llamada Herrero, casi barbuda, no me
importunaba con habladurías ni se quejaba porque gastaba demasiada luz; y mis
compañeros de hospedaje eran españoles en su mayor parte, y tan tranquilos y poco
expansivos como pudiera desearse. Únicamente el ruido de los automóviles que
pasaban por la calle constituía una seria molestia.
Llevaba allí unas tres semanas cuando ocurrió el primer incidente raro. Una
noche, a eso de las ocho, oí una especie de goteo y repentinamente me di cuenta de
que llevaba un rato oliendo a amoníaco. Mirando a mi alrededor vi que el techo
estaba húmedo en el rincón más cercano a la calle, y que el goteo procedía de allí. Me
dirigí inmediatamente a la planta baja —mi habitación estaba situada en el tercer piso
II
Como era natural en aquellas circunstancias, la apasionada discusión llegó
finalmente a los periódicos, en forma de cartas al Arkham Advertiser; algunas de las
cuales fueron reproducidas por los periódicos de las comarcas de Vermont donde se
habían iniciado los rumores. El Rutland Herald publicó media página de extractos de
las cartas de ambos lados, y el Brattleboro Reformer reprodujo uno de mis largos
resúmenes históricos y mitológicos, acompañado de unos comentarios apoyando y
aplaudiendo mis escépticas conclusiones. En la primavera de 1928 yo era una figura
conocida en Vermont, a pesar de que nunca había puesto los pies en aquel Estado.
Luego llegaron las retadoras cartas de Henry Akeley, las cuales me impresionaron
profundamente y me llevaron por primera y última vez a aquel fascinante reino de
verdes colinas y de susurrantes riachuelos.
R. F. D. 2,
Townshend, Windham C.,
Vermont 5 de mayo de 1928
P. D. Estoy sacando más copias de algunas fotografías tomadas por mí, las
cuales creo que ayudarán a probar varios de los extremos que he mencionado.
Los ancianos de estos alrededores creen que son monstruosamente ciertos. Le
enviaré a usted las fotografías muy pronto, si está interesado en ellas.
H. W. A.
* * *
Sería difícil describir mis sentimientos después de haber leído este extraño
documento por primera vez. Normalmente, todas aquellas extravagancias tenían que
haberme inspirado una hilaridad superior a la que me inspiraron las teorías de mis
adversarios en la discusión. Pero en el tono de la carta había algo que me hizo
considerarla con paradójica seriedad. No es que creyera ni por un momento en la
oculta raza de seres de otro mundo de que me hablaba mi corresponsal; sino que,
después de algunas serias dudas preliminares, me sentí extrañamente convencido de
su cordura y sinceridad, y de que se había enfrentado con algún fenómeno anormal
que no podía explicar más que de un modo imaginativo. Por otra parte, el hombre
parecía indebidamente excitado y alarmado por algo, pero resultaba difícil creer que
su actitud era del todo injustificada. Se mostraba tan específico y lógico en ciertos
aspectos… Y, después de todo, su relato encajaba perfectamente con algunos de los
antiguos mitos… incluso con las más antiguas leyendas indias.
Oue había oído realmente inquietantes voces en las colinas, y que había
encontrado realmente la piedra negra de que hablaba, eran hechos muy posibles a
pesar de las descabelladas deducciones que había extraído de ellos… deducciones
sugeridas probablemente por el hombre que había pretendido ser un espía de los seres
misteriosos y que más tarde se había suicidado. Era fácil deducir que aquel hombre
estaba completamente loco, aunque posiblemente mostraba cierta lógica en medio de
su locura —un hecho muy frecuente—, induciendo con ello al ingenuo Akeley
(preparado ya para tales cosas por sus estudios folklóricos) a creer en su historia. En
cuanto a los últimos acontecimientos, el hecho de que nadie quisiera permanecer a su
III
Hacia finales de junio llegó la grabación, remitida desde Brattleboro, ya que
Akeley no confiaba en la seguridad que pudiera ofrecer el ramal norte de la línea.
Había empezado a experimentar una creciente sensación de espionaje, agravada por
la pérdida de algunas de nuestras cartas; y hablaba mucho acerca de los insidiosos
actos de ciertos hombres, a los cuales consideraba instrumentos y agentes de los seres
ocultos. Del que más sospechaba era del arisco granjero Walter Brown, que vivía solo
en una apartada casa y que a menudo era visto vagabundeando por las esquinas de
Brattleboro, Bellows Falls, Newfane y South Londonderry, de un modo inexplicable
y aparentemente inmotivado. Akeley estaba convencido de que la voz de Brown era
una de las que había oído en cierta ocasión en una terrible conversación; y en otra
ocasión había visto la huella de una pisada cerca de la casa de Brown, una pisada
exactamente igual a la de la fotografía que me había enviado, y que podía tener un
ominoso significado. Cerca de ella había la huella de algunas pisadas del propio
Brown: pisadas que se dirigían hacia la extraña huella.
De modo que la grabación me fue remetida desde Brattleboro, hasta donde la
llevó Akeley en su Ford, a lo largo de los solitarios caminos vecinales de Vermont.
En la nota que acompañaba a la grabación, Akeley confesaba que estaba empezando
a temer aquellos caminos, y que no se atrevía ni siquiera a ir a Townsend a efectuar
sus compras, como no fuera a plena luz del día. Era peligroso, repetía una y otra vez,
saber demasiado, a menos que uno se encontrara muy lejos de aquellas silenciosas y
problemáticas colinas. Pensaba trasladarse muy pronto a California a vivir con su
hijo, por duro que resultara abandonar un lugar que conservaba los recuerdos de seis
generaciones de antepasados.
Antes de poner la grabación en el aparato comercial que pedí prestado a la
Administración de la Universidad, repasé cuidadosamente todas las cartas de Akeley
que hablaban de ella. La grabación, decía, había sido obtenida alrededor de la una de
la madrugada del 1 de mayo de 1915, cerca de la cerrada boca de una cueva, en la
(Sonidos irreconocibles).
(Voz humana).
…ir entre los hombres y encontrar sus caminos, que Aquel que está en la
Vorágine debe conocer. A Nyarlathotep, Mensajero Principal, deben serle
dichas todas las cosas. Y Él adquirirá la semejanza de los hombres, con la
máscara de cera y la ropa que oculta, y bajará desde el mundo de los Siete
Soles para burlar…
(Voz humana).
Ésas fueron las palabras que oí al poner en marcha el aparato. Confieso que al
apretar la palanca y oír el rasgueo preliminar de la punta de zafiro estaba bastante
asustado, y que me alegré de que las primeras débiles y fragmentarias palabras fueran
pronunciadas por una voz humana: una voz pastosa, culta, con un leve acento
bostoniano, y que desde luego no correspondía a ningún nativo de las colinas de
Vermont. Mientras escuchaba aquellas palabras me parecieron idénticas a la
transcripción que de ellas había elaborado Akeley. Y la voz salmodió, en aquel
pastoso acento bostoniano… «¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de
Crías!».
Y entonces oí la otra voz. Incluso ahora me estremezco retrospectivamente
cuando pienso en la impresión que me produjo, a pesar de estar preparado por los
relatos de Akeley. Aquellos a quienes he descrito desde entonces la grabación
afirman que no encuentran en ella más que una burda impostura o una prueba de
locura; pero si hubieran oído la grabación, o leído la voluminosa correspondencia de
Akeley (especialmente aquella terrible y enciclopédica segunda carta), sé que
opinarían de un modo distinto. Después de todo, es una verdadera lástima que no me
decidiera a desobedecer a Akeley, dejando escuchar la grabación a otras personas. Y
es una verdadera lástima, también, que todas sus cartas se hayan perdido. Para mí,
con mi impresión de primera mano de los sonidos reales, y con mi conocimiento de
las circunstancias ambientales, la voz fue una cosa monstruosa. Siguió rápidamente a
la voz humana en respuesta ritualista, pero en mi imaginación fue un eco morboso
volando a través de inimaginables abismos desde inimaginables infiernos exteriores.
Lunes
Querido Wilmarth:
Una postdata más bien desalentadora a mi última carta. La pasada noche
fue muy nubosa —aunque no llovió—, y la luna permaneció completamente
oculta. Las cosas están empeorando, y creo que se acerca el final, a pesar de
todas nuestras esperanzas. Después de medianoche algo aterrizó en el tejado
de la casa, y los perros se precipitaron a ver lo que ocurría. Les oí ladrar y
aullar desaforadamente, y uno de ellos consiguió encaramarse al tejado
saltando desde un cobertizo. A continuación se produjo una terrible lucha, y oí
un espantoso susurrar que nunca olvidaré. Y luego se esparció un horrible
olor. Casi al mismo tiempo, unos proyectiles penetraron a través de la ventana
y casi me alcanzaron. Creo que el grupo principal de asaltantes se había
acercado a la casa mientras los perros estaban entretenidos con lo que sucedía
en el tejado. No sé exactamente lo que había allí, pero temo que los seres de
las colinas están aprendiendo a utilizar mejor sus alas espaciales. Apagué las
luces y utilicé las ventanas como aspilleras, enviando rociadas de balas al
exterior, apuntando a una altura superior a la de los perros, para no herirlos a
ellos. Los intrusos desaparecieron, pero al hacerse de día descubrí grandes
charcos de sangre en el patio, además de unos charcos de una sustancia
viscosa de color verde que despedía el más nauseabundo de los olores. Me
encaramé al tejado y encontré más restos de la sustancia viscosa. Cinco de los
perros habían muerto… Temo que herí a uno por disparar demasiado bajo, ya
que tenía el tiro en el lomo. Ahora estoy cambiando los cristales de las
ventanas que rompieron en el tiroteo, y voy a ir a Brattleboro en busca de más
perros. Supongo que los hombres de las perreras creen que estoy chiflado.
Más tarde escribiré otra nota. Calculo que estaré listo para el traslado dentro
de un par de semanas, aunque casi me mata pensar en ello.
Le saluda,
Akeley
Pero ésa no fue la única carta de Akeley que se cruzó con la mía. A la mañana
siguiente —6 de septiembre— llegó otra; esta vez unos frenéticos garabatos que me
desconcertaron completamente y me dejaron sin saber qué decir ni qué hacer a
continuación. Pero será mejor que reproduzca el texto tan fielmente como la memoria
me permita hacerlo.
Miércoles
W…
Recibí su carta, pero es inútil seguir discutiendo la situación. Estoy
completamente resignado. No me queda fuerza de voluntad para seguir
V
Luego, al parecer cruzándose con mis incoherentes líneas y llegando a mi poder
la tarde del sábado, 8 de septiembre, recibí aquella extraña carta de tono
completamente distinto, mecanografiada pulcramente en una máquina de escribir
nueva. Aquella extraña carta tranquilizadora y portadora de una invitación, que ponía
de manifiesto una prodigiosa transición en el pavoroso drama de las colinas solitarias.
De nuevo acudo a mi memoria para transcribirla, y en esta ocasión, y por motivos
especiales, procurando conservar fielmente el estilo de la redacción. Llevaba el
matasellos de Bellows Falls, y la firma aparecía también mecanografiada… como
sucede frecuentemente tratándose de personas que se inician en la mecanografía. El
texto, sin embargo, parecía mecanografiado por un profesional, y llegué a la
conclusión de que Akeley había utilizado una máquina de escribir en algún período
anterior… quizás en la Universidad. Decir que la carta me tranquilizó no sería
totalmente exacto, ya que debajo de mi tranquilidad persistía una sensación de
inquietud. Si Akeley había estado cuerdo en su terror, ¿estaba ahora cuerdo en su
liberación? Y el «informe mejorado» que mencionaba… ¿qué podía ser? En conjunto,
la carta significaba un cambio radical de la anterior actitud de Akeley… Pero, será
mejor que reproduzca el texto, minuciosamente transcrito gracias a una memoria de
la cual siempre me he enorgullecido.
Townshend, Vermont
Jueves, 6 de sept. de 1928.
VI
El miércoles me puse en camino, de acuerdo con lo convenido, llevándome una
maleta llena de objetos personales y datos científicos, además de la grabación, las
fotografías y todas las cartas de Akeley. No le dije a nadie adónde iba; me daba
perfecta cuenta de que el asunto exigía discreción, por favorablemente que
evolucionara. La idea de establecer un verdadero contacto mental con entidades
exteriores resultaba asombrosa para un cerebro preparado como el mío; y, si para mí
era asombrosa, ¿qué efecto produciría en hombres que carecían de la información que
yo poseía? Mientras el tren me conducía hacia el oeste a través de regiones con las
cuales no estaba familiarizado, no sé qué sentimiento predominaba en mí: si el temor
o la expectación.
Waltham… Concord… Ayer… Fitchburg… Gardner… Athol…
El tren llegó a Greenfield con siete minutos de retraso, pero no perdí el enlace con
VII
Negándome a permitir que aquellas sensaciones me dominaran, recordé las
instrucciones de Noyes y empujé la blanca puerta que había a mi izquierda. La
habitación que había más allá de la puerta estaba sumida en la penumbra, tal como
me habían advertido; y al entrar en ella me di cuenta de que el extraño olor era allí
más intenso. Y, además, parecía haber un débil ritmo o vibración en el aire. Durante
unos momentos, las echadas cortinillas me permitieron ver muy poco, pero luego una
especie de sonido susurrante atrajo mi atención hacia una gran butaca situada en el
rincón más oscuro de la habitación. En sus sombrías profundidas vi el blanco reflejo
del rostro y de las manos de un hombre; y un instante después me había acercado
para saludar a la figura que había tratado de hablar. A pesar de la escasa claridad, me
di cuenta de que se trataba de mi anfitrión. Había estudiado a fondo la fotografía, y el
barbudo rostro de Akeley era inconfundible.
Pero, al mirarle de nuevo, mi reconocimiento se mezcló con cierta tristeza y
ansiedad. Ya que, desde luego, su rostro era el de una persona muy enferma. Tuve la
sensación de que detrás de aquel rígido semblante que me miraba con expresión vacía
había algo más que asma; y me di cuenta de lo terriblemente que debían de haberle
afectado sus espantosas experiencias. Suficientes para aniquilar a cualquier ser
humano, incluso a un hombre más joven que aquel intrépido y anciano investigador.
El extraño y repentino alivio, pensé, había llegado demasiado tarde para borrar las
consecuencias anteriores. Tenía las manos caídas sobre el regazo, de un modo
completamente desprovisto de vida. Se envolvía en un batín y llevaba la cabeza y la
parte alta del cuello vendadas con una especie de faja de color amarillo.
Y entonces vi que estaba intentando hablar en el mismo tono susurrante con el
cual me había saludado a mi llegada. Era un susurro difícil de captar al principio, ya
que el bigote gris ocultaba todos los movimientos de los labios, y en su timbre había
algo que me intranquilizaba grandemente; pero concentrando mi atención no tardé en
VIII
No me pregunten cuánto duró mi inesperado adormecimiento, ni lo que hubo de
sueño en lo que siguió. Si dijera que desperté en un determinado momento y que oí y
vi ciertas cosas, podrían replicarme que no me había despertado; y que todo fue un
sueño hasta el momento en que salí corriendo de la casa, me dirigí al cobertizo donde
había visto el viejo Ford y emprendí una loca carrera a través de aquellas encantadas
colinas que me condujo —tras horas enteras de dar vueltas a través de boscosos y
amenazadores laberintos— a un pueblo que resultó ser Townshend.
No me extrañaría, desde luego, que pusieran también en duda el resto de mi
relato, y que opinaran que las fotografías, y la grabación, los cilindros y las máquinas,
formaban parte de una enorme mixtificación de la cual me había hecho víctima
Akeley. Pueden sugerir incluso que Akeley se había puesto de acuerdo con otras
personas para hacer más verosímil su comedia: que se había encargado de interceptar
el paquete en Keene, y que había hecho grabar a Noyes aquella espantosa escena. Sin
embargo, resulta muy raro que Noyes no haya podido ser identificado; que fuera
desconocido en todos los pueblos situados en los alrededores de la granja de Akeley,
a pesar de que había estado con frecuencia en aquella región. Me gustaría haber
grabado en mi memoria el número de la matrícula de su automóvil… aunque,
después de todo, tal vez sea mejor que no lo hiciera. Ya que, a pesar de todo lo que
ustedes puedan decir, y a pesar de lo que a veces trato de decirme a mí mismo, sé que
aquellas espantosas influencias se encuentran ocultas en las misteriosas colinas de
Vermont… y que tienen espías y emisarios en el mundo de los hombres. Mantenerme
lo más lejos posible de tales influencias y de tales hombres es todo lo que le pido a la
vida para el futuro.
(La máquina).
(Noyes).
Esto es, en sustancia, lo que llegó a mis oídos mientras permanecía rígidamente
tendido en aquella cama de la granja situada entre las demoníacas colinas,
completamente vestido, con el revólver en mi mano derecha y la linterna en mi mano
izquierda. Como ya he dicho, me desperté del todo; pero una especie de parálisis me
impidió moverme hasta que el último de los sonidos se hubo extinguido. A
continuación volví a oír el tic-tac del reloj, y poco después el irregular ronquido de
alguien que dormía. Akeley debió quedarse dormido después de la extraña reunión, y
comprendí perfectamente que el agotado granjero necesitara hacerlo.
No sabía qué pensar ni qué hacer. Después de todo, lo que había oído era algo que
la información que poseía podía haberme inducido a esperar. ¿Acaso no me había
dicho que los Exteriores tenían ahora libre acceso a la granja? Pero, indudablemente,
Akeley había sido sorprendido por una inesperada visita de ellos. Mi mente era un
verdadero caos, y deseaba ardientemente despertarme y comprobar que todo había
sido un sueño. Creo que mi subconsciente debió de captar algo que mi consciencia no
había reconocido aún. Pero ¿y Akeley? ¿Acaso no era mi amigo? ¿Acaso no hubiera
protestado si alguien hubiese querido causarme algún daño? Los pacíficos ronquidos
procedentes de la planta baja parecían subrayar cómicamente mis temores,
repentinamente intensificados.
¿Era posible que Akeley hubiese sido utilizado como un cebo para arrastrarme a
las colinas con las cartas, las fotografías y la grabación? ¿Trataban aquellos seres de
destruirnos a los dos, debido a que habíamos llegado a saber demasiado? De nuevo
pensé en lo insólito del brusco cambio reflejado en la última carta de Akeley. Mi
instinto me advertía de que algo marchaba mal. Las cosas no eran lo que parecían.
* * *
* * *
Comprobé con el alivio que puede imaginarse que el niño estaba bien, y que
parecía más sorprendido que aterrorizado. Mientras el paracaidista me alzaba del
suelo, Jacques gimió:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde está mamá?
—Volverá pronto, querido…
Era Marcelle… La miré, intrigado, y ella agitó afirmativamente la cabeza.
—Sí, señor. Era la señora…
—¿La señora? ¿Pierrot?
—Sí, señor… ¡Oh! La reconocí cuando Georges la detuvo… Se le cayó la
máscara… Aquí está. —Recogió un antifaz negro, cuyo elástico colgaba roto, y
añadió—: Creo que está…
La palabra la asustó… Reemplazándola por un gesto, se llevó el dedo índice a la
sien.
—Intentó sacarle los ojos a Georges… Por fortuna, llevaba guantes. Pero, de
todos modos, le ha arañado…
El saco estaba también en el suelo lleno de ropa de Jacques, amontonada en
desorden. También estaba allí la fotografía.
De repente, sentí el dolor de la nueva fractura.
—Hay que llamar al médico.
Pero en aquel momento sonó el estridente timbre del teléfono. Marcelle me
entregó el auricular, que yo le había pedido. A través de él, una voz angustiada dijo.
—¿Es usted, señor? Aquí, Thérese…
La criada de mi esposa, sobreexcitada.
—Se trata de la señora… Sí… quisimos ocultarle su verdadero estado. Tal vez
hemos hecho mal… Estos últimos tiempos estaba muy fatigada… Sí… la decisión
confiándole a usted la custodia del niño la enloqueció, esa es la palabra exacta… La
enloqueció hasta el extremo de que tuvimos que internarla en una casa de salud…
Pero el médico acaba de informarnos de que esta mañana ha desaparecido de allí…
Por lo tanto, quiero ponerle a usted en guardia… Tiene la idea fija de recuperar a su
hijo…
Pues bien, ya era hora de que me pusieran «en guardia». Colgué, después de
haber informado rápidamente a Thérese.
Luego, mientras esperaba la llegada del medico, oprimido por el sufrimiento,
recordé la llamada telefónica de Simone, sin duda desde la clínica, y las voces que se
oían a su alrededor. Lo comprendí todo mientras tanto Marcelle se esforzaba en
darme explicaciones.
—Este joven quiso acompañarme, dado lo tardío de la hora… Cuando llegamos a
la escalera vimos las luces encendidas y oímos sus gritos. Georges, que es un
* * *
El sol se levantó temprano, y el día se hizo caluroso antes de transcurrida media hora.
El muchacho, acostumbrado a levantarse con el alba, se quedó dormido unos minutos
más aquella mañana. Estaba cansado del viaje en coche, pero el calor y la luz le
obligaron a levantarse. Se vistió descuidadamente.
Al salir de su habitación, encontró a su padre de pie frente al hogar, mirando una
fotografía colgada allí.
Pero el hijo no se acercó. Por el contraria, se dirigió hacia la puerta abierta para
aspirar el aire matutino.
—El lago está estupendo esta mañana —empezó a decir.
—Nunca me di cuenta hasta ahora —contestó el hombre— de lo extraña que es
esta fotografía. Acércate y mírala, Paul. Tú y yo estamos a la izquierda, cogidos del
brazo. Y tu madre y Davey a la derecha. Sus brazos también tienen la misma
posición. No es, en realidad, una fotografía de grupo. Parece dividida por la mitad.
El joven se acercó, obedeciendo.
—Es como debe ser, papá —dijo—. Yo te pertenezco. Davey pertenecía a mamá.
—¡Davey también era hijo mío! —protestó el padre.
—Desde luego, papá. Quiero decir que yo soy como tú, y Davey no lo era.
Nosotros tenemos cosas en común, y nos gustan las mismas cosas. A Davey le
gustaban las mismas que a mamá, los libros, los cuadros… Y ahora, nosotros estamos
juntos, y ellos dos también. Tal vez sea mejor así, papá… quiero decir, para mamá.
El hombre le escuchaba como fascinado. Cuando su hijo acabó de hablar, dio
media vuelta y se alejó, con los hombros caídos, sin mirar a ninguna parte. Al cabo de
unos momentos se dirigió a una silla y se sentó, con el rostro entre las manos; el niño
le siguió y se arrodilló a su lado.
—Yo sé que tú les amabas, papá —díjole, suavemente, a modo de consuelo—. Tú
estabas en la ciudad, trabajando para nosotros, cuando en realidad, hubieras preferido
permanecer aquí. Le compraste a mamá todos los medicamentos que necesitó, y
pagaste las operaciones. Y yo me cuidé de la casa. Pero ahora se han marchado. Y el
pensar en ellos no hará que regresen, ni solucionará nada.
* * *
* * *
—¿Alló? ¿Eres tú, Michel, querido? Aquí, Martha… Sí, todo ha terminado…
Atroz… Creí que iba a disparar también contra mí… Se lo han llevado… Sí, es
espantoso… Le ha matado… tal como en su locura te habría matado a ti… Tenías
razón… Era necesario desviar sus sospechas, que no pensara nunca en ti… No
importa, me parece haber cometido un asesinato el día que guardé aquella fotografía
velada para enseñártela, y se te ocurrió la idea… «Una posibilidad entre un millón»,
dijiste… Pero, mira, le ha encontrado, Michel…
La tarde del 25, mientras hablaban cerca de la ventana, les sorprendió el bocinazo
de un cláxon. Al asomarse, vieron descender de un enorme automóvil a monsieur y
madame Simonneau, íntimos amigos de la familia Bordes. Monsieur Simonneau y
monsieur Bordes habían hecho la guerra juntos, y el uno se había convertido en
consejero del otro. Sus esposas habían simpatizado hasta el punto de verse en París
varias veces por semana. Madame Simonneau adoraba a Colette. No se consolaba de
no haber tenido hijos, y desde que conocía a los Bordes se había inventado un hijo
que hubiera amado a la hija de sus amigos. Solían llamarla Colas, o la Novia.
Madame Simonneau era una mujer jovial, y como Colette era también una muchacha
alegre, experimentaba una intensa simpatía hacia Colas. Al recordar aquella simpatía,
Colette descubría en ella un oculto significado, inquietante, por la prueba que ofrecía
de las teorías de Louise.
Los Simonneau quedaron muy sorprendidos al encontrarlas solas. Acababan de
regresar de un largo viaje y se dirigían hacia una finca que poseían a unos 70
kilómetros de V… para descansar unos días, y habían pasado a recoger a toda la
familia para que les acompañaran. Quisieron, por lo menos, llevarse a Colette y a
Louise. Pero esta última tenía que reanudar, dentro de una semana, sus clases en
Angulema, y debía aprovechar aquellos días para reponerse del todo. Monsieur y
madame Simonneau alabaron inútilmente los atractivos de su jardín y las excelencias
de su cocina: sólo obtuvieron la promesa de Colette de que iría a Pietremont después
de que su tía se hubiera marchado, y de que se quedaría allí hasta el 8 de octubre,
fecha en la cual sus anfitriones tenían que regresar a París.
Sin embargo, Louise Mourier no estuvo en condiciones de marcharse hasta el 5.
No lo lamentó, ni tampoco Colette. Las dos veían con pesar acercarse la fecha de su
separación. Aquellos veinte días las habían unido más que los veinte años
precedentes. Para evitarle el tener que pasar por París, Colette acompañó a Louise
hasta S… Seguía lloviendo, e hicieron la mayor parte del camino en silencio. En una
solitaria sala de espera, se abrazaron y lloraron un poco ante la idea de no volver a
verse hasta dentro de diez meses. Luego, Colette y su pequeño seis caballos corrieron
unos instantes paralelos al rápido que se alejaba de S… Un pañuelo blanco se agitaba
en una de las ventanillas del tren. Cuando la carretera se apartó de la vía, Colette echó
el freno y siguió con los ojos la columna de humo que se alejaba a través de los
campos.
* * *
«¿Voy a Pietremont?».
* * *
* * *
* * *
Colette apartó el visillo de una de las dos ventanas y, haciéndose pantalla con las
manos, se esforzó por ver a través de la noche, por reconstruir, al menos por algunas
líneas, el hermoso jardín de Pietremont, por justificar con una imagen el susurro del
viento y las agudas quejas que arrancaba a los árboles. Era imposible. Fuera no había
más que un agujero negro, lleno de lamentos y de ahogadas llamadas. Colette suspiró
y fue a tenderse sobre la alfombra, delante de las llamas. ¡Qué soledad! En cualquier
otra ocasión probablemente se hubiera alegrado de ella. Pero hoy deseaba una
presencia, la llamaba. ¿El príncipe encantador?… «Es indigno de una muchacha que
posee un seis caballos y se viste de chico». Pero no se dejó engañar por aquella
ironía, la consideró inoportuna. Vio toda clase de maravillas en las llamas… Luego se
desvistió lentamente, con la mirada fija. El rumor del viento no llegaba ya hasta ella.
Acostada de lado, tapada hasta la barbilla, Colette, la lámpara apagada, contempló
en el techo los reflejos del fuego.
—Buenas noches, Colas —dijo.
El sueño se apoderó de ella.
* * *
* * *
Mientras corría, pensó en mamá Bouchard. Pero ¿dónde llamar? ¿Cómo gritar?
Tenía que huir. Se precipitó por la escalera sin verla, rodó de peldaño en peldaño,
provocó en la silenciosa casa un tumulto que, estaba segura de ello, iba a atraer al
hombre. Se lo imaginó detrás de ella, luminoso en la oscuridad del mismo modo que
había sido oscuro delante del fuego, tirándole la bola negra que la aplastaba. Aunque
le dolía todo el cuerpo, se puso en pie, reemprendió la huida. Adivinó una puerta
abierta: la gran puerta de la antecámara. Por lo tanto, el hombre era de carne y hueso,
puesto que había entrado por aquí… Colette se encontró fuera y siguió corriendo, con
la camisa pegada al cuerpo por el sudor de su angustia y el frío de la noche, los pies
desgarrados por todos los guijarros de la avenida. Y, mientras corría, no cesaba de
gemir: «Voy a morir, voy a morir», ya que, a cada instante, tenía la sensación de que
iba a caer de nuevo y de que, aquella vez, no volvería a levantarse. Alcanzó, no
obstante, la verja de la finca, distinguió vagamente la carretera y siguió corriendo
unos minutos más. Luego cayó al pie de un álamo blanco y se desvaneció.
* * *
* * *
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la
temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los
niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A miss Haight, otra vez, el sábado. Miss Haight era la joven sonriente y guapa con
el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de Park
Street. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes miss Clark y mister Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin le explicó su perro. Cómo en primavera olía a
flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por
el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que
Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes,
tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habló a Martin de Miss Haight la joven guapa y
sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a Miss Haight, pensando en su modo
de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su
* * *
El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del
río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin
olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer,
no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin. Nadie parecía prestar
atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin
estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
—Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso… La gente tiene
* * *
Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos.
Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o… algo. Algo que Martin
no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los
visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego… nerviosamente. Luego…
ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue
inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa.
Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry
no iba a regresar a casa… nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la
almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que
lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de
nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido
entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o
envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo
estaba muerto.
* * *
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los
tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama,
mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días
se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban
desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura. Pero sólo era un
espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora
no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. Miss Tarkins, la
vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y