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Emma Darwin - Una Secreta Alquimia

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Emma Darwin

UNA SECRETA ALQUIMIA


En memoria de mi padre.
El tipo se vacía en un molde que puede ser
abierto y cerrado rápidamente. El metal, que
se vierte en él, es una aleación de plomo,
arsénico y antimonio. Al mismo tiempo que
el metal fundido entra en el tipo [...] éste debe
removerse con fuerza e imprimirle velocidad
con la mano que lo sostiene, lo que aumenta
la presión en el fondo, que es donde
verdaderamente se forma la letra.

R. R. ANGERSTEIN, en relación
con el fundido del tipo
Baskerville.
Resumen

Dos príncipes asesinados, una reina traicionada, un caballero que cabalga


hacia una muerte segura...

La historiadora Una Pryor, mientras hace frente a las dificultades del


negocio familiar, una distinguida imprenta de joyas bibliográficas, intenta
reconstruir la desafortunada vida de Elizabeth de Woodville y de su
hermano Anthony, 2º conde de Rivers, protagonistas pasivos de uno de los
mayores crímenes de la historia británica.

Al final de las guerras de las rosas, Elizabeth Woodville, viuda de un


caballero de Lancaster, se casa con el rey Eduardo IV. A la muerte de éste,
es desplazada de la corona; sus dos hijos, Ned y Dickon, niños de corta
edad y príncipes herederos, son encerrados en la torre de Londres sin que se
vuelva a saber nada de ellos; y Anthony es ejecutado. El instigador, el
cuñado de Elizabeth que toma el poder y se corona rey con el nombre de
Ricardo III, el monarca que será inmortalizado por Shakespeare.

Novela coral, a través de la voz conmovedora de Elizabeth Woodville, de


Anthony y de Una Pryor, Emma Darwin traza un hilo conductor narrativo
entre dos tiempos históricos, distantes y distintos y, sin embargo, próximos
entre sí. Las pasiones ocultas, las miserias humanas, los viejos fantasmas
familiares y las luchas por el poder que amenazan el presente de Una Pryor,
así como la secreta alquimia del amor y de la pureza, le ayudarán a revelar
los secretos del pasado que llevaron a la muerte a los príncipes de la Torre
de Londres, confirmándose aquella máxima de nada nuevo bajo el sol.
PRÓLOGO

Lo que he sabido no lo voy a escribir. Mi costumbre es el silencio, y es


un hábito que me ha sido de gran utilidad. Las palabras grabadas sobre el
papel son peligrosas. Los hombres sabios no escribirán más de lo necesario
y lo depositarán en las manos del mensajero de su mayor confianza. Sólo lo
que pueda colegir el recadero, una vez preparado su corcel y conducido con
sigilo hasta su señor. Todo lo demás será competencia del emisario: armas y
lealtades, guerra abierta y planes secretos, amor y odio, y la seguridad del
reino. Yo procederé de la misma forma. Después de llevar una vida así, no
existe lugar seguro alguno donde tales historias puedan ser contadas, ni
castillo lo suficientemente inexpugnable como para que sus muros no
puedan ser traspasados en la siguiente vuelta de la rueda de la fortuna.
Llegada la hora de mi muerte, tanto mis memorias como mis relatos
morirán conmigo. Los hombres preclaros y sus amos, a quienes serví con
tanta abnegación y discreción, no esperan otra cosa de mí.

Hay hombres y también mujeres que han sido testigos de estos hechos y
de otros que yo no conozco. Como peregrinos, hemos recorrido el mismo
camino, tropezado con las mismas piedras, nos hemos arrodillado ante los
mismos altares, y, sin embargo, cada uno de nosotros ha hecho un viaje
distinto y ha alcanzado una meta diferente. Lo acaecido en el viaje, la
historia que contará cada uno de ellos, no podrá ser comprendida hasta que
el viaje no haya finalizado.

Ni siquiera aquel a quien amé más que a nadie sabe todo lo que yo he
llegado a saber. Se ahorró muchas penas. Canté la Chanson de Roland y él
habló de Gawain. Lo abrazaba mientras lloraba el asesinato de su padre, y
juntos derramamos la sangre de los traidores y de los infieles. Disfrutamos
con nuestro amor unidos en cuerpo y alma. Aunque los mares, las montañas
y los enemigos de los príncipes nos separasen, no había distancia entre
nuestros corazones. No haber podido hacer nada por él cuando capturaron a
su niño es el trago más amargo de mi larga vida; que haya muerto es mi
mayor dolor.

Pero mi más profundo secreto nunca lo descubrirá, y es una bendición


que agradezco a Dios. Porque sé lo que ocurrió con ese niño y también con
su hermano menor. Lo sé, como lo saben unos pocos, los únicos que
podrían haberlo descubierto. Y como no pude expresarle mi amor, se lo
conté a la mujer que él más amaba en el mundo, como él habría deseado.
Ella es juiciosa y discreta, y vive retirada. No lo contará.

No existe criatura humana que lo sepa todo. Es una potestad exclusiva de


Dios, y sólo a Él le será contada mi historia.

LOUIS DE BRETAYLLES
PRIMERA PARTE

Empezando

Materia prima es la que ha sido


privada de toda forma por la
putrefacción, de manera que se la
puede volver a configurar.

Sir ISAAC
NEWTON, Index
Chemicus
Capítulo 1

Elysabeth, año 31 del reinado de Enrique VI

El camino de regreso a casa desde Grafton era siempre alegre. Que fuese
costumbre de las familias de nuestro rango enviar a sus hijos fuera para
aprender mejor las habilidades y las lecciones propias de su posición social
no hizo más fácil el exilio de mi niñez en Groby. Sir Edward Grey de Groby
era bastante amable, pero no así su mujer, lady Ferrars. Además, ¿qué niña
de siete u ocho años no añoraría su hogar y a sus hermanas? Ni siquiera esa
chiquilla se sentiría confortada por la promesa de un buen matrimonio.
Todo mejoró cuando mi hermana Margaret se reunió conmigo en Groby, y
conforme fui creciendo aprendí a ser más discreta, de tal forma que lady
Ferrars no podía encontrar desaciertos ni en mis palabras ni en mis deberes
y, menos aún, en mi simulada sumisión total a ella.

Ese año pernoctamos en Harborough, ya que el criado de sir Edward


Grey que nos acompañaba desde Groby dijo que la amenaza de nieve era
tan seria que sería una imprudencia continuar el viaje y quizá perdernos al
anochecer. Como siempre que viajaba, dormí fatal debido tanto a mi alegría
por sentirme de regreso a casa —donde permanecería todas las vacaciones
de Navidad— como a la fatiga y al doloroso catarro que parecía haberse
colado hasta los huesos durante el viaje y no se iba. Nuestra cama estaba
caliente, pero más de una vez Margaret protestó refunfuñando por haberla
despertado con mi agitación. Finalmente, Mal, que dormía a su lado, se
despertó con sus suspiros y se incorporó apoyándose en el codo.

—¿Estáis enferma, señorita Ysa? —preguntó.


—Sí, hermana, ¿estáis enferma? —remedó Margaret dándome un codazo.
Era una de esas personas que están o totalmente despiertas o profundamente
dormidas—. O quizá intentas que ninguna de nosotras descanse.

—Si pudiese dormir, lo haría, hermana —le aseguré—. No, no estoy


enferma. Pero no a todas se nos da la habilidad de poder roncar como un
cerdo en la mierda en cuanto nuestras cabezas tocan la almohada.

—Señorita Ysa, si vuestra señora madre os oyese, os daría una colleja —


dijo Mal.

—Sí, pero no puede.

—¿Has rezado el padrenuestro y el avemaría?

—Sí, Mal, muchas veces.

Me preguntaba si no había rezado con suficiente devoción o Dios no


estaba escuchando esa noche. Mal habría dicho que las palabras eran
suficientes, lo que pondría mi insomnio en las manos de Dios. Pero tal
blasfemia, por suerte, quedó atascada en mi garganta antes de que pudiese
expresarla, por lo que mi castigo sería mucho menor cuando me confesase.

La cama osciló cuando Mal se incorporó y puso los pies en el suelo.

—Prepararé una poción. Todavía hay algo de cerveza en la jarra y arde


una buena lumbre.

Se encasquetó el gorro de dormir hasta las orejas, se puso la bata y se


calzó los zapatos, ya que incluso con el fuego todavía encendido hacía
mucho frío. Mientras iba y venía, permanecí bien tapada con las mantas
hasta los hombros, asomando sólo la punta de la nariz. La vi encender una
vela con una astilla que acercó al fuego, después de remover las brasas y
atizarlo; limpió las tazas con agua, que luego vertió en el orinal. Habíamos
considerado este albergue como un sitio algo descuidado, sin un sirviente
que se llevase los platos sucios después de cenar, pero ahora agradecíamos
su dejadez. Miel, manzanilla y canela. Mal las encontró en algún rincón de
su equipaje y agregó unas cucharadas a la jarra de cerveza.
Margaret se dio la vuelta, se levantó de la cama para orinar y se sentó
sobre la bacinilla mientras se quejaba de la corriente de aire. Volvió a la
cama y se puso a sacudir las mantas de una manera desagradable,
arrinconándome hasta que el lino de su bata me rozó como una mano
helada; luego apoyó su hombro en mi trenza y protestó cuando la eché.

Mal se incorporó con el atizador en la mano. Lo contemplé un instante, al


rojo vivo, contrastando con el opaco frío de la habitación; lo introdujo en la
jarra como si empuñase un cuchillo para matar un animal. La crepitación
que se oyó al tocar la cerveza me produjo, como siempre, un leve escalofrío
que recorrió mi espina dorsal. Al cabo de un momento, el aroma de la
cerveza caliente se abrió paso entre el aire frío para calentar mi nariz. Me
senté y me coloqué un cojín detrás.

Mal nos dio una taza a cada una, sopló la vela y se volvió a la cama con
la suya. Las tazas eran de madera y transmitían un agradable calor a las
manos, pero la cerveza estaba demasiado caliente para poder beber, y en
lugar de soplar para que se enfriase, aspiraba los vapores de miel, hierbas y
especias.

—¿Estará el señor Antony en Grafton, señorita Ysa? —preguntó Mal—.


¡Vaya!, señorita Margaret, vuestros pies están congelados.

—Sí, creo que sí, y eso espero. Hace tiempo que no lo veo.

—Aseguró que estaría —concretó Margaret—. Me lo dijo él mismo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —repliqué—. En su última carta no parecía muy


seguro de que le permitiesen venir a casa.

—¿Y qué sabemos de sir Edward y del señor Grey? —continuó Mal,
imponiendo ligeramente su voz para cortar la discusión—. Se dice que
vendrán a Grafton para el día de Reyes, y ya sabemos lo que eso significa.

—¿Entonces te casarás con John Grey? —insistió Margaret, antes de que


pudiese pensar qué contestar a Mal, porque yo no entendía mis sentimientos
al respecto y menos aún lo que estaba dispuesta a decir—. ¡Ay, ay, Ysa!
¿Cómo será estar en la cama a su lado, te gustaría?
—No te diré nada, ¡repugnante mocosa inquisidora! Es mi noviazgo, no
el tuyo.

La cerveza ya se había enfriado un poco, y sabía a verano, dulce y


embriagadora.

—Pero es que a mí me pueden concertar una boda igual en cualquier


momento —respondió Margaret—. ¡Tengo derecho a saber!

Si no hubiese tenido las manos ocupadas sosteniendo la taza, la habría


aplastado como a una avispa, más por su irritante zumbido que con la
esperanza de hacerla callar.

—Bueno, bueno —protestó Mal—. No hay ninguna necesidad de


preocuparse de eso por ahora, señorita Margaret. Tal como lo hizo su
madre, Ysa, siendo la niña más bella de Inglaterra, debería haberse casado
hace dos o tres años. Si vuestro padre lo hubiese querido, podrían haber
sellado el compromiso hace tiempo. En este momento ella también sería
madre. Pero no, esperaron hasta ahora. Los dieciséis es una buena edad para
casarse, y sin duda harán lo mismo con vos. Bien, tomaos la bebida, que yo
guardaré las tazas y nos iremos todas a dormir. Nos espera un largo camino
por la mañana, con la nieve espesa, nos guste o no.

Obedecimos y nos arrebujamos en la cama. Mal se inclinó para dejar las


tazas en el suelo y luego estiró las mantas sobre las tres. La cerveza y la
manzanilla me dieron sueño y supuse que a Margaret también.

¿Cómo sería?, me preguntaba. Conocía a John, por supuesto; cuando


llegué a Groby, él era tan amable con una mocosa de siete años que
extrañaba su hogar tanto como yo, como un hombrecito de doce años se
preocuparía por serlo. Mucho más amable que lady Ferrars, quien sólo dejó
de llamarme «niña respondona e intratable» cuando llegó Margaret y me
reemplazó como protagonista, representando mi papel mucho mejor que yo.
Una vez, John arregló un juguete que Margaret había roto, y algunas veces
me dejaba observarlo mientras ensayaba el paso de un nuevo caballo en el
picadero, y cuando me equivocaba o perdía el ritmo en una canción, dejaba
de tocar la flauta y volvía al principio sin suspirar siquiera. Últimamente
casi no lo veía, dado que estaba viviendo en Astley Manor, la casa que le
había dado su padre, ubicada a unas diez o doce leguas de distancia. Ambos
sabíamos, aunque no hablábamos de ello, que nos casaríamos. Pero
realmente no terminaba de creer que eso sucedería.

—Mal, ¿cómo es? —preguntó Margaret.

—¿Cómo es qué?

—Estar en la cama con un hombre. Con tu marido. ¿Cómo es para ti?

—Es algo que no necesitáis saber por ahora, señorita Margaret, y no os lo


voy a contar. Es algo íntimo entre un hombre y su mujer. ¿Nunca lo habéis
visto en la granja?

—Pero es distinto entre la gente, tú lo sabes —Margaret hablaba sin


reparos—. Ysa necesita saberlo, pero nunca lo preguntará.

Había momentos en que agradecía la falta de pudor de Margaret. Estaba


en lo cierto, sí, quería saber, y ése era el mejor momento para hacerlo, en la
tibia oscuridad, cuando no podían verme la cara y contado por Mal, que se
había casado y había dado a luz a un niño que más tarde murió de fiebres.
Su marido falleció al caer en el molino de agua no mucho tiempo después.

—Bueno... —dijo Mal lentamente, como si estuviese pensando qué decir.


Bajó la voz, como solía hacer cuando éramos pequeñas y en la cama nos
contaba los cuentos de Robin Hood, san Francisco o la reina Mab—. Por
supuesto, vuestro padre encargará una misa, e iréis a la iglesia después de la
boda, no como yo y mi hombre. O puede que sea en privado, en la capilla, y
posteriormente la fiesta. Una espléndida fiesta que vuestro padre ofrecerá
por el casamiento de su hija mayor. Tened en cuenta mis palabras. A
continuación las mujeres os llevarán a la cámara nupcial, os ayudarán a
desvestiros y acostaros en la cama. Después sus amigos lo llevarán junto a
vos, cantando y tocando la flauta y el tamboril, y os dejarán solos.

Paró de hablar justo en el momento en que mi mente ya no podía


imaginarlo. A mi lado Margaret exhaló un largo suspiro que acabó en un
ronquido y supe que se había quedado dormida.
Mal también lo oyó, y entonces habló todavía con voz más baja:

—Luego él también se desviste y se mete en la cama, os besáis, os


abrazáis y él os toca por todas partes, por donde le apetezca. Veréis que a
vos también os gusta. Y, cuando ya está preparado, se tiende encima de vos,
abrís las piernas y él os introduce su cosa.

Supe lo que significaba dentro de mí porque una ligera y temerosa


excitación temblaba allí cuando pensaba en esos temas y me llevaba las
manos secretamente a mis senos, cintura y muslos.

—Hace... ¿Cómo lo hace? —pregunté.

—¡Oh, señorita Ysa! Está dura, ¿entendéis?, con todos los besos y
caricias. Y... duele un poco. Es la rotura de vuestra virginidad. Sangra como
cuando tiene sus meses, sólo un poco si él es suave, y estoy segura de que
un caballero agradable como el señor John será muy delicado... Después, ya
son verdaderamente esposo y esposa, hasta que la muerte se lleve a uno de
los dos, pero otra vez lo serán de nuevo en el cielo, según dicen. Estoy
segura de que mi hombre me está esperando... Pero ahora nos pondremos
las dos a dormir.

Ella se durmió enseguida, pero yo me quedé despierta durante un rato,


hasta que no aguanté más y traté de sentir a través de mi bata lo que sentiría
el señor John. El temor y la excitación aumentaron, aunque durante un
momento no me atreví a hacer nada por si acaso despertaba a las demás.
Pero deseaba más y al final me froté hasta hacer temblar todo mi cuerpo
como en el borde de un abismo; luego sentí calor y picor, y al final me
quedé dormida.

***

Descubrimos que había nevado durante la noche, pero al amanecer había


cesado incluso el viento. Aunque no hacía sol, el viaje desde Harborough
fue más agradable de lo que habíamos esperado. A pesar de ello,
avanzábamos lentamente, tanto, que el sirviente al servicio de sir Edward,
de acuerdo con Mal, decidió que no interrumpiésemos el viaje en
Northampton para asistir a misa, aunque era la fiesta de Santo Tomás
Apóstol. Las herraduras de los caballos martillaron las tablas al pasar sobre
el puente de Far Cotton. Estábamos cerca de casa, reconocíamos los
pueblos que atravesábamos: Blacky More, Collingtree, Roade, los desvíos a
Ashton y Stoke Bruerne, el puente, la bifurcación a Alderton y luego el
camino que ascendía alejándose del río bajo la luz desfalleciente hasta que
sólo percibimos la iglesia y los techos de la alcaldía.

Por fin nos apartamos del camino principal, doblamos hacia la entrada, y
allí estaba Jacquetta corriendo por el patio. Había crecido, pensé, pero su
cara estaba roja y llena de lágrimas. Al oír los caballos, se volvió y nos vio.

—¡Ysa, Margaret! ¡John y Lionel cogieron mi muñeca, van a quemarla!

Yo cabalgué hacia la pila de montar para apearme, pero Margaret liberó


sus estribos de un golpe y desmontó resbalándose en medio del patio.
Jacquetta cogió mi mano y nos arrastró hacia el terreno lleno con los
acopios del estiércol, detrás de los establos. Los chicos habían hecho una
hoguera con palos demasiado verdes para que ardiesen con llama fuerte y,
sin ninguna duda, allí estaba, colgando en lo alto, Igraine, la muñeca de
Jacquetta que antes había sido mía.

—¡Sácala de ahí ahora mismo, niño malo! —Le di una buena colleja a
John mientras le gritaba—. ¡Y no lo vuelvas a hacer!

Había crecido, pero era todavía demasiado bajo para alcanzar a Igraine a
pesar de las escasas llamas. Miré alrededor y vi una rama que todavía no
habían arrojado al fuego.

—Margaret, sostén mi vestido.

Levantó mis sayas y las mantuvo alejadas del fuego, mientras me


inclinaba con la rama y lograba dar un bastonazo a Igraine. Rodó hasta el
suelo entre los palos, la cogí y se la di a Jacquetta, que la meció en sus
brazos y la besó. Margaret agarró a Lionel por los hombros y le dio unas
sonoras bofetadas mientras él intentaba escapar.

—¡Sólo estamos jugando a la bruja Juana de Arco y el duque Juan de


Bedford! —dijo—. Jacquetta es muy mayor para las muñecas. ¡Se lo oí
decir a mi señora madre! Se irá pronto.

—¡No es asunto tuyo! —le contesté. Lionel siempre oía más de lo que
debía—. ¿Cómo te atreves a usar el nombre del gran duque Juan para ser
cruel con Jacquetta? —Miré a los demás: Jacquetta aferraba la mano de
Margaret y olisqueaba el gorro de Igraine—. Ahora desapareced de mi
vista, antes de que decida contárselo a mi señora madre —añadí, mientras
los dos chicos ponían pies en polvorosa y se esfumaban a través de un
hueco del seto, porque ya era casi de noche.

—¡Señorita Ysa! —Era Mal, llamándome desde el patio—. ¿Dónde


estáis?

Sacudí mis sayas y enderecé mi espalda algo entumecida por la larga


jornada cabalgando.

—¡Ya voy, Mal! Margaret, tienes ceniza en la nariz.

—Bueno, pero tus manos están tiznadas y el vuelo de tu vestido también


—contestó mirando por encima de sus hombros mientras corría hacia el
patio.

Yo la seguí.

—¿Lavarse primero o antes saludar?

—Pregúntale a Mal —contestó Margaret doblando la esquina.

Mal estaba de pie en lo alto de la escalera. A la luz de la antorcha de la


puerta pude ver que estaba cansada y enfadada.

—Venga, rápido, Su Gracia está en el Gran Salón.


—¿Cómo se encuentra? —dije cuando hube recuperado el aliento.

—Su vientre está ahora muy grande, y parece que no duerme bien.

—Lavarse primero —dijimos Margaret y yo al unísono y mirándonos.

Mi señora madre estaba sentada en la mesa del Gran Salón, con los libros
de cuentas desplegados delante de ella, y el señor Wooton, su empleado,
rondaba a sus espaldas.

—No podemos esperar que nuestros ingresos de Francia se recuperen...


—estaba diciendo ella cuando entramos.

Nos arrodillamos en el umbral y la corriente de aire hizo titilar la llama


de las velas de la mesa. Se incorporó, y, mirando de soslayo con mi cabeza
todavía inclinada en reverente obediencia, noté que el ceño desaparecía.

—Bienvenidas al hogar, hijas.

—Señora, os saludo —dije.

—Y yo —agregó Margaret.

Mi madre caminó tan lenta y pesadamente, que Margaret ya se estaba


balanceando sobre sus rodillas por el cansancio, antes de que se hubiese
acercado y ambas le hubiéramos besado la mano.

—Levez-vous, mes filles —dijo, y, cuando lo hice, me di cuenta de que


mis ojos estaban a la altura de los suyos. Me besó las mejillas y añadió—:
Has crecido, Ysa. ¿Está todo bien en Groby?

— Sí, señora. Lady Ferrars os manda un saludo y dice que, para vuestro
agrado, sir Edward y el señor Grey estarán con nosotros el día de San Juan,
Dios mediante, o al día siguiente.

Asintió con la cabeza, y cuando fue a levantar a Margaret, ésta tropezó y


casi se cae encima de ella.
—Estás agotada, hija. ¡Corre a la cama! —dijo mi madre después de
besarla—. Ysa, tú quédate y conversaremos. Mal, que nos traigan vino, por
favor. Y usted, señor Wooton, creo que debemos seguir hablando mañana.

El aludido apiló los papeles y los libros y colocó el tintero encima. Mal se
llevó a Margaret fuera de la sala, no sin antes hacer una mueca que imitaba
al señor Grey besándome.

—Serías tan amable de acercar mi silla al fuego —sugirió mi madre— y


un banco para ti.

Lo hice encantada porque, con las prisas, me había lavado con agua fría y
aún estaba temblando.

Se sentó y me hizo una señal para que yo también lo hiciese, pero sus
ojos permanecieron fijos en el fuego. Por fin dijo:

—¿Sabes qué razón trae a sir Edward y al señor Grey a Grafton?

—Sí, señora —respondí. Aún extenuada, sentí otra vez ese leve
estremecimiento de calor y temor.

—¿Y estás satisfecha?

—Sí, señora.

—Estamos solas, Ysa, puedes hablar libremente. ¿Deseas


verdaderamente casarte con él? No es... Tú conoces muy bien al señor Grey,
por supuesto. En su momento recibirá el título de nobleza de su madre.
Tampoco es feo, aunque podría ser un poco más alto. ¿Pero estás segura de
que será un buen marido?

—Creo que sí, pero ¿cómo puedo estar segura si yo nunca he tenido un
marido ni él una esposa?

—Es un buen partido y un buen trato para ambas familias. No obstante,


tanto tu padre como yo queremos que tú también seas feliz. Cuando me
casé por primera vez... Bueno, Su Gracia de Bedford era un hombre muy
amable a la vez que muy importante. Pero convertirse en esposa nunca es
un asunto fácil.

Quise preguntar —«tampoco te fue fácil, después, cuando te convertiste


en la esposa de mi padre»—, pero no me atreví. Seguramente no podía ser
igual al matrimonio que habían organizado para mí. Se habían amado
intensamente. Lo había contado Mal una tarde, cuando sir Edward y lady
Ferrars salieron y estábamos sentadas frente al fuego en Groby. Se amaron
con tal pasión que soportaron la pobreza y el escándalo por haberse casado
en secreto sin pedir permiso al rey. «Porque, aunque era Su Gracia de
Bedford, senescal en Normandía y un caballero, no era nada más —había
dicho Mal, retirando otra castaña del fuego y lanzándomela—. Mientras que
su señora madre era la segunda señora de Inglaterra y acababa de enviudar.»
Casi me quemé los dedos tratando de pelar la cáscara tiznada de la castaña.
En su interior, el fruto estaba caliente y dulce y olía levemente a quemado.

—Sí, señora, lo sé —me dirigí ahora a mi madre—, pero me gustaría que


me aconsejaseis, ya que, aunque a lady Ferrars le encantaría, es incapaz de
encontrar fallo alguno en la manera en que me desenvuelvo en mis
lecciones o tareas.

Se inclinó y acarició mi cabeza.

—C’est bon, ma chère fille! Me alegra oírlo.

No estaba segura de cuáles de mis palabras le habían agradado: que


hiciese bien mi trabajo o que eso molestase a lady Ferrars.

—Debemos encargar una cortina a las hermanas de Lincoln —continuó


— con el bordado de la imagen de Melusina quizás, teniendo en cuenta tu
linaje, así como un conjuro de buena suerte en el parto... Pero, hija, si tienes
dudas o quieres aclarar cualquier cuestión antes de redactar los contratos,
nos lo debes decir a tu padre o a mí, y nosotros lo arreglaremos lo mejor
que podamos.

Nunca había pensado que ella tuviera en cuenta mis deseos de esta
manera. Es cierto que, siempre que se hablase con el debido respeto, mi
madre escuchaba cualquier petición o queja que incluso la persona del más
bajo rango tuviera que hacer. Pero en una cuestión tan importante para los
asuntos de la familia como era la boda de su hija mayor... Esto no lo había
previsto, y no tenía ninguna respuesta preparada. Además, ¿tenía realmente
dudas acerca de mi futuro? Fijé mi mirada en las llamas hasta que sentí las
mejillas abrasadas y me di cuenta de que sí las tenía, pero mis dudas no
eran de las que yo podría haber hablado con mi señora madre, o haberlas
dictado a un amanuense para que quedasen reflejadas en el contrato de
matrimonio.

Una, lunes

Apenas hay los metros del ancho de una casa entre Narrow Street y el río:
el fondo de la mía da al agua. Entré y tiré mis maletas en el vestíbulo. Todo
parece bastante limpio, aunque todavía huele a los inquilinos: humo de
tabaco, comida rápida y los muebles baratos que tío Gareth nos dejó del
Chantry para que pudiésemos llevar nuestras cosas a Sydney. Pero incluso
bajo esos olores reconozco el del Támesis: húmedo, fresco y ligeramente
podrido. La marea está alta, en la sala la luz del verano en pleno apogeo es
fluida y en el techo bailan las figuras plateadas, dibujadas por el sol, que
tanto le gustaban a Adam.

Dos años no es tiempo suficiente para haber conseguido el sosiego. De


repente, la niebla se cierne sobre mí, gris y sofocante. Cuando puedo volver
a respirar, miro ensimismada hacia el río, explorando el paisaje, tratando de
encontrar algo impersonal a que aferrarme, algo que no me evoque a Adam,
que no me recuerde nuevamente que está muerto.

Aquí apenas hay señales del paso del tiempo, excepto por el efecto de la
luna subiendo o bajando el río. Con la marea baja, hay unos pocos metros
de cantos rodados con basuras esparcidas; con la marea alta, el agua llega
hasta unos dos metros por debajo de la ventana de mi estudio. Rotherhithe,
en la otra orilla, está demasiado lejana para ser real. Observábamos con
atención la zona que más tarde se pasó a denominar los Docklands como
podríamos examinar una extraña colonia de insectos. Fuimos testigos de su
evolución: primero las grúas macizas empezaron a llenarse de herrumbre,
después se vaciaron las naves oscurecidas por la niebla, que al poco tiempo
se convirtieron en refugios de vagabundos. Más tarde brotaron las altas y
estilizadas grúas de construcción, que desaparecieron tan rápido como
vinieron, dejando tras de sí elegantes apartamentos y restaurantes decorados
con un chic industrial, como las brillantes poleas de los antiguos almacenes,
ahora detenidas y sin uso. El Millennium sólo ha cumplido cinco años.
Nunca pensé que lo vería sin Adam.

Cuando me siento tranquila, subo mi equipaje y empiezo a deshacer las


maletas. Era invierno en casa, y he traído demasiados jerseys incluso para
un verano inglés. Abro con la llave el armario privado, encuentro nuestras
sábanas limpias y hago la cama. Mi cuerpo sufre los efectos del jet-lag y me
pide acostarme, pero no debo: estaré en Inglaterra sólo una semana y tengo
mucho que hacer.

Éste no es un viaje profesional: no tengo tiempo para archivos,


seminarios y comidas de trabajo. A pesar de ello, he traído un montón de
tareas. En el avión inicié mi viaje leyendo el libro de Charles Ross sobre la
vida de Eduardo IV y lo comparé con el texto de Michael Hicks sobre
Ricardo III, aunque pronto deberé consultar las fuentes originales. Justo
después de Dubai se me cayeron las fotocopias de una publicación que
tontamente olvidé grapar, y estaba aún pidiendo disculpas y recuperando las
páginas de la bibliografía por entre los pies de la gente cuando
sobrevolábamos Chipre. No, éste no es un viaje de trabajo: tiene como
objeto vender la casa y ver a la familia; entregar lo último que queda de mi
vida inglesa y volver a mi hogar.

—Será magnífico volver a verte —dijo mi prima Izzy por teléfono hace
dos semanas cuando, una noche, y después de beberme dos Whiskys, tomé
la decisión de hacerlo.

Era muy tarde, pero ya no podía encontrar más razones para seguir
retrasándolo. Cuando compramos la casa en Narrow Street, no era
exactamente la residencia de la reina Ana en la ciudad, sino más bien un
modesto apartamento de suburbio. Casi se podían oler las guaridas de los
fumadores de opio que describe Sherlock Holmes, ver a los vagabundos y
escuchar a los marineros borrachos. Pero ya no. Hay muchas razones para
vender la casa que compramos —con el fin de compartir toda la vida que
creíamos que duraría nuestro matrimonio— y ponerla en manos de un
agente inmobiliario entregado y perspicaz.

—Es un buen momento desde el punto de vista práctico —dijo Izzy—.


Además, hay que hacer algo de papeleo con lo del Chantry. ¿Sabes que la
casa se va a vender?

No lo sabía. Aunque Australia sólo estaba separada por la distancia que


había hasta mi teléfono, y aunque Izzy es la única hermana y Lionel el
único hermano que tengo, a veces las noticias tardan siglos en llegarme.

—¿Vender? ¿Cuándo se ha decidido?

—Justo la semana pasada. Estaba a punto de escribirte. Pero no afecta al


taller, al menos por ahora. Sólo a la casa. La imprenta continuará —dijo
Izzy, y el eco de su dinámica mañana de trabajo rebotaba desde los satélites
hasta mí.

—Sería duro pensar que la imprenta Solmani desapareciese, ¿verdad?


Aunque me temo que no será por mucho tiempo. El tío Gareth no está
precisamente haciéndose más joven. Si llamas en cuanto llegues, podríamos
comer juntas y, mientras, te informaré de todo exhaustivamente y podremos
charlar sobre los viejos tiempos. Lionel anda por aquí y sé que le encantará
verte. ¿Quieres que le diga algo? Así te ahorraré la llamada. Y por supuesto
tío Gareth, que también estará encantado. De todos modos, que tengas un
vuelo agradable.

Ahora estoy aquí y he quedado con Izzy a las siete. Quiero verla, pero
¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué no viene a nuestra casa? Tontamente,
no puedo creer que ya nunca más será «nuestra» casa. Los colegas médicos
de Adam, divertidos y grandes bebedores; mis compañeros historiadores,
menos bebedores y más tranquilos; Joe y David, la pareja de la puerta de al
lado; alguien llegado de América para una conferencia; quizás Izzy o
incluso el tío Gareth. A lo mejor me habría dado tiempo a preparar un buen
estofado, o acaso pasta, posiblemente Adam hubiese organizado una
expedición depredadora para traer comida del restaurante indio: allí no se
hablaba demasiado el inglés, pero daba igual, ya que éramos los únicos
clientes ingleses y no hacían demasiadas concesiones con las especias.
Había noches en que los buscas se apagaban con la precisión de un reloj y
otras en que nos juntábamos en silencio, frente a las ventanas de la sala,
para mirar la luna y sus reflejos moviéndose sobre las aguas o festejar
ruidosamente los fuegos artificiales de la fiesta de Guy Fawkes. Una vez
celebramos la fiesta de las vísperas de la mitad del verano y contemplamos
la salida del sol derramando un baño de plata sobre una mañana de
madreperla.

Cualquier día de éstos será la víspera de la mitad del verano. Quiero


llorar como un niño ante la hecatombe de mi mundo y también ante mi
petulante impotencia. Y cuando me controlo, me doy cuenta de cuánto
sufro, un sufrimiento desolado, casi de muerte. Siento constantemente la
nebulosa ausencia de Adam llenando mi mente, suspendido entre mi ser y
todo lo demás, pero ahora todos los trenes y metros, los aeropuertos y los
aviones parecen haber formado un mugriento y estéril caparazón sobre mi
piel. Me quito los zapatos, los vaqueros y la camiseta y me meto en la
ducha. El agua sale con fuerza y ardiente, rompiendo el caparazón,
rebotando en los huesos de mis hombros y deslizándose a través de las
raíces de mi pelo como dedos calientes. Inclino la cabeza hacia atrás para
que corra sobre mi rostro e inunde mis oídos de modo que sólo pueda oír el
agua. Quiero quedarme así para siempre.

No puedo. Abro los ojos y cojo el gel, apto también para el pelo. Alguien
le dio un poco a Adam en Navidades, hace tiempo, y a mí me gustaron tanto
su perfume y su olor sencillo que también me acostumbré a usarlo. El
cuello, el pecho, los brazos, calientes y resbaladizos con eucalipto y menta.
Cuando me siento limpia, cojo un poco más de gel e intento localizar todas
las punzadas y dolores del viaje. Bajo mis dedos siento tensos los músculos
de mis hombros; los costados y la parte inferior de la espalda tan
endurecidos que, cuando hundo en ellos mis pulgares, siento un dolor tan
agudo como si me pellizcara a mí misma. Hasta las plantas de los pies
parecen tener nudos. Pero al final he de salir, secarme y vestirme, encontrar
mi agenda England Admin, llamar al agente inmobiliario y organizar luego
las citas con los bancos, los abogados, los contables y los agentes de bolsa.
Me pongo los pantalones del chándal y un top y bajo hasta la tienda de la
esquina con el aire frío enredándose en mi pelo todavía empapado. La
última vez que estuvimos aquí la tienda no parecía tener mucho más que
leche UHT y pan de molde, pero ha cambiado de dueño. Regreso con una
bolsa de ensalada orgánica cara, pan integral y huevos de gallinas criadas en
el campo; el vino es mucho mejor. Pero de repente me siento tan
increíblemente agotada que no quiero comer nada, ni siquiera tomar un
trago. «La pena es demoledora»: recuerdo que Adam se lo decía a alguien,
al marido o a la mujer de un paciente. «Es como tener una fuga continua en
tu sistema vital.» No puedo evitar irme a la cama, desafiando la lógica
médica y la experiencia de los viajeros experimentados, y sueño, como
siempre, con Adam.

***

No recuerdo que el bloque de apartamentos de Izzy fuera tan alto, rojo


oscuro y uniformemente eduardiano como me parece ahora bajo la
amarillenta luz del atardecer. También ella me resulta más estrecha, y
aparece arreglada con un elegante jersey y unos pantalones negros que
hacen que mis vaqueros y mi camiseta ofrezcan una imagen demasiado
vulgar; su melena rala y de corte bien definido es más plateada que negra
(pero, claro, me lleva cinco años). Nos abrazamos.

—Una, qué alegría verte. Te encuentro muy bien. ¿Cómo estás? ¿Cómo
va todo?

—Muy bien, gracias. Ocupada, como siempre. Ordenando las cosas de la


casa, ya sabes. —Interpretó lo que dije en sentido literal.

—Por supuesto; aun así, no creo que sea difícil venderla.

Y luego, como acusando el retardo de una charla vía satélite, capta lo que
no he dicho y me contesta con un nuevo abrazo.
—Lo siento muchísimo. Pero estoy segura de que es lo que debes hacer.
Dime si necesitas ayuda.

Izzy cogió el primer vuelo para verme cuando murió Adam. No necesita
decirme nada más.

—Por supuesto, te lo diré.

Su estudio está en la parte trasera del piso. Contemplo los jardines


comunitarios de abajo, donde se ve un pájaro negro, bajo la luz ahora
violeta, con la cabeza de ébano alerta y el pico amarillo preparado para
clavarse en el suelo. A la izquierda del gran ventanal que da al norte cuelga
de la pared su chal de los Ballets Rusos, enmarcado en madera oscura. El
ribete de flecos está peinado, estirado y planchado; la luz de la ventana, que
se refleja en el cristal, hace difícil distinguir los sedosos rizos naranja,
escarlata y azul faisán. Es evidente que ya no se lo pone. Recuerdo cuando
lo arrastraba, envuelta en él, por las fiestas del taller del Chantry. Hasta el
olor de su estudio es el mismo de entonces: ese punzante y cremoso olor
familiar de tinta y papel se superpone al suave aroma de las especias de la
caja de condimentos y al de la madera de peral de los bloques para tallar.
Por un momento me siento totalmente mareada, transportada a mi infancia,
observando la forma en que se movía, reía y hablaba y preguntándome si yo
alguna vez tendría esa soltura con toda aquella gente, esa especie de
pertenencia al mundo adulto.

Hay un par de fotografías de Fay, la hija de Izzy, y un encantador grabado


sobre madera —hecho por Izzy— de la pequeña jugando con la arena en la
playa. Pero en el banco de trabajo veo que la bolsa de arena de Izzy no tiene
ningún bloque de madera a medias esperándola, y ha apartado la gran lupa
de aumento con su soporte.

—¿Sabes que ahora, en cuanto termine de catalogar las cartas del abuelo,
el archivo del Chantry se irá a San Diego? Sólo tengo que ponerlo todo en
orden y quedará listo para enviarlo. Pondrán todo en microfilm para que
cualquiera pueda verlo, incluso en ordenador. Voy a conseguir tanta
publicidad como pueda cuando el archivo se transfiera. Los de San Diego
son buenos en eso. Incluso podría despertarse suficiente interés como para
persuadir a alguien de volver a publicar En el signo del sol y de la luna.
Quizá también para Colección de cartas. La impresión artística despierta
ahora mucho interés. Cada poco tiempo los investigadores me solicitan
información. ¿Tinto o blanco?

Estoy lo bastante familiarizada con las editoriales para saber que lo que
ella piensa es indudablemente ilusorio. Todas esas peticiones de
información no parecen suficientes para llenar sus días. ¿Cómo se mantiene
ocupada? Antes, con frecuencia, solía estar inmersa en tres proyectos a la
vez: uno bajo la límpida luz de la temprana mañana, investigación y lectura
bajo la brillante y sorda luz del mediodía, y otro cuando el sol se sesgaba
resaltando el grano y las curvas de cada piedra y de cada hoja de hierba.
Ahora no veo ninguna señal de todo eso. ¿Ser la historiadora de la familia,
como ella se considera, es todo lo que le queda en la vida?

Hay grabados en las paredes. Puedo ver cuatro que encabezaron una
antología de poemas sobre las estaciones cuidadosamente editada. Hace
unos años encontré un ejemplar de segunda mano en una librería de Sydney
y se lo regalé a Adam por algún aniversario sin importancia. Pienso ahora
que Otoño es el mejor; el fondo es una hoja seca, exquisitamente
abarquillada, con cada vena y nervio tan exacta y gloriosamente necesarios
como los arcos de una ventana gótica. Pero aunque el estudio no está
demasiado ordenado, no hay señales de tinta fresca en la manchada mesa
central, ni ninguna herramienta de corte o cuchillas o fragmentos de madera
o de linóleo que sugieran un trabajo en curso. Me pregunto cuántos trabajos
está consiguiendo últimamente. La mayor parte de mis dibujos y los
cuentos que escribía en mi infancia quedaban plasmados en el reverso de lo
que ella consideraba sus fracasos. En el Chantry, cuando yo era pequeña y
todo el mundo estaba ocupado, solía arrastrarme bajo la mesa de trabajo del
estudio y descubrir que las pequeñas virutas eran tan secretas como un
tesoro. Las de madera eran increíblemente pálidas y frágiles, no más que
granos de oro y plata mágicamente atados, mientras que las de linóleo eran
más espesas y marrones, reticuladas como pequeñas orugas, todavía oliendo
suavemente a cálidas semillas de lino. Solía mirar hacia arriba y ver las
piernas de Izzy, con sus medias zurcidas y sus zapatos de lazos
enganchados a las patas del banco, y escuchar su pesada respiración. Nunca
le importó que estuviese allí, a menos que las cosas fuesen mal. Entonces
repentinamente me decía que me fuese, no desagradablemente, pero sin dar
opción a réplica, y yo salía arrastrándome y me incorporaba, sacando los
fragmentos que se habían incrustado en mis rodillas desnudas y
resignándome ante la idea de que habría una nueva tarta a la hora del té o
que tío Gareth me ayudaría con mis deberes de historia.

—¿Tinto o blanco? —preguntó nuevamente Izzy.

—¡Ah!, tinto, por favor.

—Un momento —dice dirigiéndose a la cocina.

Veo un ejemplar de En el signo del sol y de la luna en el estante.

La escarapela otra vez en la página del título y una cita que conozco de
memoria porque siempre aparece en tipo pequeño en cada libro salido de la
imprenta Solmani: «Como dice el Edda, en el país de los gigantes vivía un
hombre llamado Mundilfoeri que tenía dos hijos: su hija Sol era el sol, y su
hijo Mani, la luna».

Hojeo rápidamente el texto.

En 1936 Kay Pryor se graduó en Slade y decidió que su pintura


se beneficiaría con su traslado a París. Nunca se había
comprometido seriamente con las exigencias diarias de su trabajo
en la imprenta Solmani, como su hermano menor Gareth, y su
partida apenas afectó a la empresa. Pero como William escribió
en una carta dirigida a Beatrice Webb:

Con Kay ausente, la casa está más tranquila; sin embargo, nos
damos cuenta de en qué medida su vocación pictórica nos ha
mantenido en alerta respecto al aspecto estético de nuestro
trabajo artesanal; como solía decir, con el dramático énfasis de la
juventud: «Sólo le debo lealtad al arte». Gareth es quien más le
echa en falta; siempre cuidó de él desde que eran pequeños, y
siempre es él quien, a la primera pregunta que surge sobre un
problema de diseño, dice: «¿Qué pensaría Kay? Él sabría la
respuesta». Pero la ausencia de Kay me liberó de un profundo
temor personal. Desde aquel día, hace ya tantos años, en que
Maud y yo vimos por primera vez la capilla del Chantry, rodeada
entonces de campos y huertas, y supimos que allí asentaríamos el
alma de nuestra casa y nuestro taller, el alma incluso de nuestra
propia familia. Temía que un día Kay y Gareth —de temperamento
tan distinto— no se pusiesen de acuerdo en cómo llevar el
negocio. Elaine se casó con Robert Butler —¿lo sabías?—, y si
tiene un hijo, el problema podría arreglarse o verdaderamente
resolverse. ¡Quién sabe! Pero por ahora, al menos, me complace
enterarme de los éxitos de Kay en el extranjero y de la pasión de
Gareth por la imprenta en casa y saber que no hay problemas de
rivalidades en nuestra familia.

Como dijo en una carta a su madre, «habiendo logrado todo lo


que debía conseguir en París», Kay se trasladó a Nueva York en
1938. Allí se relacionó con los círculos frecuentados por pintores
que triunfaban, como Ben Shahn y Charles Demuth. En sus obras,
como por ejemplo Battery Park, Ocaso (1938, Museo de Arte
Moderno, Nueva York) y El Muelle en el East Egg (1939,
colección privada), fue rápidamente reconocido como el artista
que aportó una especial sensibilidad inglesa a un círculo
demasiado preocupado por el industrialismo y su estética. Al
estallar la guerra, William se responsabilizó de llevar otra vez la
imprenta, de manera que Gareth pudiese enrolarse como
voluntario con los Ingenieros Reales; fue hecho prisionero en
Tobruk y repatriado en 1945. En una visita a Londres en 1941,
Kay recibió una orden de reclutamiento y se incorporó al 8º de
Fusileros Reales; pero resultó herido en Coriano durante la
campaña de Italia. La guerra terminó antes de que se recuperase.
Volvió a Nueva York en 1946, donde su amante, Lucie Lefevre, una
modelo de estudio que había conocido antes de la guerra, tuvo
una hija: Una Maud Pryor. Al año siguiente, Kay y Lucie
murieron en California cuando su coche se salió de la carretera
de la costa y se precipitó en la garganta Bixby, y la pequeña Una
vino al Chantry para criarse junto con Isode y Lionel, hijos de
Elaine y Robert.
Es una hermosa tipografía, Plantin, impresa con esmero en papel de
calidad por el heredero mejor dotado de William, y que cabe cómodamente
en la mano. La sobrecubierta de papel mate lleva la escarapela del símbolo
de la imprenta Solmani, grabada por Izzy, la misma que cuelga en lo alto de
su estudio, festoneada con hiedra. La escarapela está esbozada en oro al
igual que los tableros. Es la historia de Izzy, la versión oficial, los anales.
Incluso percibo que suele referirse a sí misma usando la tercera persona. Es
mi historia y no es mi historia.

Finalizó la narración con la muerte de nuestro abuelo, y cuando fue


publicada, la leí rápidamente, por encima, mientras tomaba el desayuno, en
el autobús o en cualquier sitio de fácil distracción. Luego la guardé y desde
entonces sólo he vuelto a abrir mi ejemplar —primera edición, con
dedicatoria: «A mi querida Una con todo el amor de Izzy»— cuando no
encontraba otro sitio donde comprobar un dato con precisión.

Devolví el libro a su sitio y vagué por la habitación. Allí estaba el gran


retrato: La Imprenta Solmani, Vigésimo quinto aniversario, 1936, inscrito
en la brillante placa de bronce, pulida y con su reborde ligeramente
verdoso. El abuelo, William Pryor, de pie junto a la abuela en la silla de
mimbre, y sus tres hijos: Kay, mi padre, a su derecha, paleta en mano, era
una versión más ágil, más oscura y más enjuta de tío Gareth, tal como
deduzco del retrato (nunca lo sabría); tío Gareth a la entrada del taller, con
los que entonces eran aprendices a su lado —apenas más jóvenes que él
pero que, claramente se podía deducir, no eran hijos de la casa—, y tía
Elaine, algo apartada, con un mandil y un cesto repleto de zanahorias.

Izzy vuelve.

—¿No resultan demasiado formales, en esos tiempos, todos vestidos con


trajes y corbatas? —digo.

—Usualmente en el taller se llevaban mandiles y camisas remangadas.


Éste era un retrato convencional, y no sé por qué insistió en que mami
llevase un delantal. Hace que parezca que no formase parte del equipo de la
imprenta. Lo he donado a la colección de San Diego en mi testamento.
Pienso que es un retrato entrañable de tío Gareth.

Es cierto, aunque allí es más joven que cuando yo lo conocí, de pie con
una mano de largos dedos sobre el marco de la puerta de entrada y ese aire
en su rostro sobre el que nunca me había detenido y que ahora interpreto
como amable, divertido y siempre acogedor.

—Dime, ¿cómo está tío Gareth? Mañana me acercaré hasta Eltham.

—Ven a la cocina mientras preparo la comida —dijo Izzy. La cocina es


angosta y oscura, como siempre lo son en esas mansiones construidas para
un mundo con sirvientes, con vistas a las tuberías y ventanas opacas como
las de los baños—. Bueno, ya ha cumplido los setenta y ocho, supongo que
está como se suele estar a esa edad. Pero tú notarás una gran diferencia.

Cogí la vajilla que Izzy puso sobre la mesa y la distribuí ordenadamente.

—Estaba bastante ágil en el entierro de tía Elaine.

—Lo sé, y desde entonces sospecho que no come correctamente, dado


que mami ya no cocina. Vivo aterrorizada y pendiente de que alguien me
diga que se ha hecho daño con una de las grandes prensas. Imagínate si el
motor de la Vandercook hubiese estado funcionando.

Después de toda una carrera estudiando prensas de impresión, me lo


puedo imaginar a la perfección.

—¿Sabías que vive en el taller? Anda muy justo de dinero. Tuvo que
alquilar toda la casa del Chantry. Desgraciadamente, ése es el motivo por el
que tienen que dejarla. Es imposible que pueda hacerle frente. Está llena de
estudiantes y tipos poco fiables que sabe Dios en qué andan metidos. Creo
que no se atreve a averiguar lo que ocurre en el piso de arriba. Lionel le
rogó hasta la saciedad que contratase una gestoría para que se encargase de
todos los temas, como en tu caso con Narrow Street, referencias, inquilinos
adecuados y todo lo demás. Pero invariablemente contesta que el Chantry
fue siempre un refugio para gente inadaptada y no va a cambiarlo ahora.
—Bueno, eso es bastante cierto. ¿Ha existido alguna vez algún ático que
no haya estado ocupado por algún pintor húngaro refugiado? ¿Te acuerdas
de Theo Besnyö? O de una de las amigas de tía Elaine que huía de un mal
matrimonio. O de mí misma, incluso.

—Pero tú eras de la familia —dijo Izzy agachándose para sacar la comida


del horno—. Perdona, espero que no te importe, es sólo empanada del
pastor. Recuerdo a mami en la cama con gripe contándome cuando tío
Gareth fue a América para traerte a casa. Me dijo que sería como tener mi
propia hermanita. Me acuerdo de que le preocupaba que tío Gareth no fuese
capaz de conseguirlo y de que se sentía terriblemente culpable por estar
demasiado enferma para ir. «Los bebés son difíciles —decía—, incluso
cuando ya caminan. Necesitaré tu ayuda.» Y entonces llegaste tú. Eras una
cosita divertida. ¿Qué edad tendrías, catorce meses o algo así? Me parece
que pensé que serías como Lionel, siempre gritando y correteando, pero
eras tan seria y tranquila... cogida de una mano al tío Gareth y de la otra a tu
osito de peluche. Acababas de aprender a caminar. Mami te consideró como
su tercer hijo hasta que murió.

Es verdad. Con tía Elaine no importaba que yo no tuviese mis propios


padres, que nadie fuera capaz de averiguar demasiado sobre mi madre, que
mis padres no se hubiesen casado. Estaba tío Robert, el marido de tía
Elaine, pero en la práctica ella y tío Gareth eran mis padres, tanto como
Izzy era mi hermana y Lionel mi hermano.

—Lo sé —respondí, y no necesito añadir nada más porque Izzy lo


comprende y me aprieta la mano antes de desmoldar la empanada del
pastor y servirla en los platos. Pero quizá la antigua herida despierta algo
también antiguo en mi memoria, porque repentinamente agrego—: y
además estaba Mark.

—Sí, también estaba él. Debe de haber sido uno de los que permaneció
más tiempo. Me pregunto qué habrá sido de él.

—Supongo que nunca lo sabremos.

—Es curioso que nunca se haya puesto en contacto con nosotros, al


menos para pedir referencias o alguna cosa.
—A lo mejor no le interesaba trabajar como especialista —aduje sin
pensar—. Era muy práctico para todo, y quizá sólo necesitara las
referencias de su último trabajo.

—¿Un experto impresor completamente formado bajo la tutela de


William y Gareth Pryor convertido en un empleado cualquiera? ¿Por qué
iba a hacer algo así?

—No lo sé. Nunca... —Quizá el hecho de que además de mi pena por lo


de Adam nunca duerma explique que tan antiguo desconcierto sea aún
capaz de provocarme una punzada de dolor en la garganta—. Es triste
pensar que el Chantry se desvincula de nuestra familia definitivamente,
sobre todo teniendo en cuenta las veces que tío Gareth consiguió salvarlo.

—Lo sé, pero debería estar retirado y no aguantando a los inquilinos.


Además, será incapaz de continuar con la imprenta mucho más tiempo, y
las cosas importantes estarán a salvo en San Diego: los archivos, las
impresiones de prueba y todo lo demás. Y la historia está en mi libro. Hay
muchísimo interés por las antiguas imprentas de calidad.

—La imprenta Solmani no está obsoleta.

—Bueno, técnicamente no. —Sirve unas cucharadas de guisantes en un


plato—. Tú te habrías puesto en contacto si hubieses necesitado saber algo
para tu trabajo, ¿no?

—Por supuesto. Aunque las imprentas de calidad del siglo veinte no son
realmente mi especialidad. Lo mío es más bien la época de las primeras
imprentas europeas, las herederas directas de Gutenberg, el despertar de la
devoción individual en la Alta Edad Media. Prensas y tipografía, por
supuesto, la historia del recibimiento.

—¿Qué historia?

—Una expresión horrible: «historia del recibimiento[1]», pero un tema


interesante. Se refiere a lo que la gente compraba en aquella época, a cómo
trabajaba la industria, a lo que entonces pensaban los lectores, los escritores
y los impresores, en suma, a la vida real y cotidiana.
—¿Entonces, estás trabajando sobre ese tema ahora? —Izzy se sienta—.
Sírvete tú misma unos guisantes. Lo siento, son congelados.

—Bueno, por ahora sólo estoy empezando a pergeñarlo. Pero quiero


alejarme de la bibliografía pura. Quiero escribir sobre la gente... Al escribir
bibliografías es muy fácil olvidar que los libros son una cosa real que la
gente compra y lee, que presta y pierde, y que no siempre los libros
hermosos son los importantes o los innovadores. Quiero dar forma a algo
distinto a los libros, la forma en que vivía la gente. Todos esos colofones y
prensas, todo ese papel, tinta y hierro. Ya estoy harta. Quiero conocer a
alguien, conocerlo realmente, a través de sus libros. Yo... Bueno, he
decidido escribir acerca de Anthony y Elizabeth Woodville, pero
centrándome en sus libros.

—¿Quién? Ah, sí, espera... ¿La Guerra de las Rosas? ¿No se casó con
alguien?

—Sí. Eran hermanos. Elizabeth se casó con el rey Eduardo IV. Aunque
anteriormente estuvo casada con John Grey, con quien tuvo dos hijos. Él
murió en una batalla y entonces se casó con el rey Eduardo. Y Anthony fue
el primer escritor que Caxton imprimió en Inglaterra. La empanada del
pastor está muy picante; debo beber agua antes de seguir. Me centraré en
los libros que poseían, en lo que Anthony escribió, en lo que habrían podido
leer y en lo que todo esto nos dice acerca de ellos. Lo que nos dice con
respecto a su mundo, a su bagaje cultural, a cómo funcionaba el comercio
de los libros.

—Mañana pisarás tu tierra en Eltham, en el Chantry, con el palacio tan


cerca. ¿Recuerdas que pasábamos por delante con nuestras bicis y a veces
veíamos a los oficiales del ejército y nos preguntábamos si eran espías?
Aunque sabíamos muy bien que era un centro de formación.

—Me había olvidado de eso... —Todavía puedo oler el asfalto caliente—.


Se han hecho bastantes estudios sobre los libros de ella, pero ninguno sobre
los de él. Nadie lo ha integrado todo en una narración. Elizabeth tuvo dos
hijos más con Eduardo, y Anthony crió al mayor, el príncipe Eduardo, de la
forma en que todos lo hacían, confiando su educación a otra persona. —
Izzy llena mi vaso de vino—. Cuando murió Eduardo IV, su hermano más
joven, Ricardo, duque de Gloucester, se apoderó del trono y encerró a los
dos niños en la prisión de la Torre de Londres. También hizo prisionero a
Anthony en Yorkshire. Anthony no tenía hijos y sus bienes se dispersaron.
Resulta difícil encontrar suficiente material para poder construir algo real...
¿Dijiste que están restaurando el palacio de Eltham?

—Sí, me dijo Lionel que fue adquirido por la organización English


Heritage. Va a quedar muy bien cuando hayan terminado, con todos esos
elementos modernistas y el Gran Hall de Eduardo IV. Es una pena que no se
interesen por el Chantry, con lo poco que se conserva de la capilla. —Se ríe
—. Quizá deberíamos culpar a Hitler por arrasarla y dejar sólo la casa, que
ahora también está en mal estado. Creo que va a horrorizarte. Sírvete algo
más de vino.

Mientras comíamos, pregunté por Fay, la hija de Izzy. Su marido trabaja


para la Shell. Izzy agita la cabeza, con un gesto entre la perplejidad y la
desaprobación.

—Odia Bogotá, pero al margen de eso parece estar bastante feliz


navegando tras su estela. Creo que a veces aprovecha su título de
antropóloga, pero sólo como hobby. —Se estira para alcanzar una postal
que está a sus espaldas, pegada a la nevera. Es una especie de tapiz con
letras muy cuadriculadas de brillantes colores y que reza en el dorso: La
boda entre el Sol y la Luna—. Su padre estuvo allí con ella y fueron juntos
al Altiplano para conocer las tradiciones folclóricas. Eso proviene de un
pequeño museo local. Me llamó por teléfono diciéndome que estaba bien.

Izzy y Paul se divorciaron hace años, y aunque había otra mujer, tuve la
impresión de que ésta era más un síntoma que una causa, y de hecho ha
desaparecido. Izzy volvió a llamarse Isode Butler, tal como siempre firmó
sus trabajos.

Terminamos el vino bastante rápido y volvió a invadirme el atontamiento


del jet-lag.

—¿Dijiste que tenía que firmar algunas cosas en relación con la venta del
Chantry?
—Lionel tiene todos los documentos, aunque hay algunas complicaciones
con su participación en la titularidad del terreno y a lo mejor todavía no está
del todo listo. Aparentemente, le cedió su parte a Fergus, por algo
relacionado con los impuestos. Es probable que los documentos estén ahora
en manos de Fergus.

—¿Cómo está Fergus? —pregunté levantándome—. Lo siento, tengo un


jet-lag horrible. Mejor me vuelvo a casa antes de quedarme dormida.

—Por supuesto, pobrecita mía. Se fue al norte cuando terminó su máster


en escultura. Dios sabrá por qué... si has estado en el Royal College, lo
normal es querer quedarse en Londres. Está en algún sitio cercano a York,
me parece. Su amiga era de allí, pero ya se han separado. ¿Cuándo dijiste
que ibas a ver a Lionel?

—Pasado mañana. Me invitó a pasar la noche allí.

—Muy bien. Entonces creo que podremos tener todo listo. Hice todo lo
que pude con el archivo, pero quedan las cosas que tengo yo, las que aún
están en el Chantry, un montón de libros de contabilidad de la editorial y
otros documentos guardados en la Biblioteca de Imprentas de St. Bride; está
todo un poco desordenado. Me dedicaré a solucionarlo durante esta semana
antes de que todo se envíe a California. Hacer un inventario y todo eso.
¿Cuándo regresas?

—Dentro de una semana, no pude arreglarlo para quedarme más tiempo.


Sera suficiente si Lionel tiene preparadas las cosas que necesito firmar. Y...
aparte de ponerme al día contigo, Lionel y tío Gareth, no quiero tardar
demasiado en resolver los asuntos.

—Lo sé. —Me da un beso—. Querida Una, es maravilloso volver a verte,


estás tan bien... teniendo en cuenta lo que has pasado.

—Sí. —Es todo lo que digo, pero otra vez ella oye lo que no he dicho.

—Pobre Una. Lo siento. Llevará su tiempo. Especialmente Adam y todo


eso... Bueno, era tan especial contigo... Yo te envidiaba, pero al final todo
terminó bien para mí.
Sé lo que quiere decir. Resulta curioso observar cómo quince años de
relaciones insatisfechas pueden terminar tan bien, tan rápido. Pienso que la
vida de pareja de Izzy se desarrolló marcha atrás. Una boda tan bonita que,
después de todo, resultó que no lo era tanto. Y, a pesar de mi pena, no la
envidio; pero no sé cómo expresarlo. Ella siempre fue la que hacía las cosas
bien y yo era la hermanita que no sabía cómo estar a su altura.

—Sé lo ocupada que estás —dice Izzy—, ¿pero podremos vernos otra
vez esta semana? ¿Salir a tomar una copa o algo? ¿Cómo irás a casa?

—Vine en metro, pero me parece que volveré en taxi. ¿Habrá bastantes


taxis en la zona para llamar a uno?

—No lo sé.

Quizá los taxis son un lujo que no suele permitirse. Pero encuentra el
número de una empresa de taxis, y después de ese tiempo que resulta tan
absurdo mientras se espera a que llegue, me subo y me conduce a mi
destino.

El jet-lag suelta los cotidianos puntos de amarre de tu mente. Estoy


pensando en las ruinas, que son lo único que yo he conocido de la capilla
del Chantry, los potentes pilares como si fueran muñones de piedra de
pedernal y los achaparrados contrafuertes que alguna vez fueron paredes,
las vigas alquitranadas y los puntales que soportaban las paredes de la casa
que antiguamente se unían a ella; las baldosas del suelo, con los ciervos
blancos y las flores de lis todavía visibles a través de la hierba que las
invadía. Una vez escarbé en la tierra hasta arrancar algunas baldosas
buscando un tesoro, pero sólo encontré tierra y gusanos.

En mis recuerdos, las cerámicas son bastante grandes, por lo que deduzco
que yo era pequeña. Me imaginé un rubí, un diamante o un ducado de oro
escondidos debajo de cada una de ellas, esperándome allí para que los
encontrase, aunque no sabía qué aspecto tenía un ducado. Levanté una
baldosa tras otra usando una espátula que había sacado del estudio sin decir
nada, desparramando los ciervos blancos y las flores de lis a mi alrededor y
removiendo la tierra por debajo pensando en cómo repartiría el tesoro
cuando lo encontrase. Un montón de ducados para tía Elaine, para que
tuviese una lavadora dentro de la cocina en lugar de la tina en el exterior;
algunos de los rubíes y diamantes para Izzy, para que los luciese con sus
mejores vestidos; unos pocos ducados para Lionel, porque deseaba
ardientemente una cámara de fotos propia, y el resto para mí, para
comprarme un billete con el que viajar en un gran barco y un tren rápido
que cruzase América hasta encontrar los cuadros de mi padre y traerlos a
casa.

Tío Gareth me encontró cuando estaba tratando de no desesperarme.

—¡Oh, Una, Una! ¿Por qué has hecho eso? —exclamó.

Debo haber dicho que estaba buscando un tesoro, porque sacó su


pañuelo, que siempre olía al taller, me limpió la cara de tierra y lágrimas y
dijo que lo comprendía, que cuando él tenía mi edad siempre se preguntaba
si los monjes habían dejado algún tesoro. Pero los monjes no tenían tesoro,
habían hecho voto de pobreza. Y, si lo hubiesen tenido, lo habrían gastado
todo en ayudar a la gente o en embellecer la capilla, igual que había hecho
el abuelo, por lo que no debía estropearla con mis excavaciones.

—¡Pero necesito el tesoro! —insistí, y le conté para qué lo necesitaba.

Tío Gareth me sentó en su regazo y permaneció callado durante largo


rato.

—Lo sé —dijo finalmente—. ¡Pobre chiquilla! Lo comprendo. Yo


también lo extraño, ¿sabes?, muchísimo.

—¿Veré sus cuadros alguna vez?

—Seguro que sí, mi niña. Pero son muy grandes, unos cuadros muy
especiales, y están a buen recaudo en una gran galería de arte en San
Francisco. Un día iremos y los encontraremos, ¿vale? —Hasta su olor me
convenció de que hablaba en serio y que iríamos—. Un día, cuando seas
mayor. Y cuando desembarquemos en Nueva York, subiremos y bajaremos
en los ascensores del Empire State Building.
Me dio otro abrazo y me ayudó a colocar las baldosas de nuevo en su
sitio, de tal forma que nadie se enterase de lo que había hecho. Luego me
preguntó si podría ayudarlo en un trabajo muy importante que estaba
realizando en el taller. Así que cuando tía Elaine vino a buscarme para
cenar, estaba embadurnada de aceite de tinta y llena de orgullo por haber
montado de nuevo, yo solita, la prensa Chandler & Price. Bueno, con una
pequeña ayuda de tío Gareth, como él dijo: «Sólo para las partes más
difíciles».

Aún dentro de la casa del Chantry no podías dejar de pensar que había
algo más en el mundo que estaba bajo tus pies. Parecía respirarse el pesado
olor a humedad, a piedra y a tierra cuando bajabas por primera vez al sótano
de la casa, como si la oscuridad fuese más antigua y estuviese más llena de
historia aún que las piedras de los muros que te rodeaban, tan antiguas
como la propia tierra.

En realidad, las paredes del sótano eran sólo tan antiguas como el abuelo.
Lo sabía porque me había dicho que el sótano se excavó cuando él
construyó la casa. Al realizar la excavación encontró una botella de la Gran
Exposición de 1851, una moneda de la Guerra de la Independencia
americana, montones de aquellas pipas de barro con sus largas y delgadas
boquillas y trozos de porcelanas azules y blancas de los días de la reina Ana
—como en el Sastre de Gloucester—. Tuvieron que colocar muros de
contención de piedra para evitar que la tierra se desmoronase y poder
construir la casa encima. Pero quizá, dijo, si hubiese profundizado más,
habría encontrado una cruz de oro y candelabros. Quizá una estatua de la
Virgen María y el Niño Jesús que los monjes habrían enterrado deprisa para
ponerlos a salvo de los soldados del rey Enrique. Acaso joyas, monedas de
plata, mapas secretos de islas con tesoros y ríos mágicos, dientes de
duendes o los huesos de otros monjes muy anteriores, cuando la capilla era
nueva y todos eran creyentes. Si Mark hubiese estado allí, no me habrían
importado ni los huesos ni los duendes. Lo pensé, pero no lo dije. Él y yo
habríamos podido excavar suficientes túneles, continuamente, un año y un
día, durante trece lunas crecientes y trece lunas menguantes. Aparecería un
río subterráneo, usaría siete de las monedas de oro de los monjes para pagar
al barquero, y cuando desembarcásemos, iríamos hasta una nave lateral
como la de una iglesia y allí habría otra cripta, como ésta, pero mucho más
grande, más amplia, con pilares altos como árboles, una sala tan grande que
apenas se vería el techo. Ardería un gran fuego en el medio, la luz saltando
y lamiendo cada rincón de tal forma que nada quedaría a oscuras. Tendidos
sobre sus pieles de oso, con montones de paja a su alrededor, estarían los
caballeros, ciñendo sus espadas y sus escudos brillando al resplandor del
fuego. Y con ellos, en una cama hecha de oro y marfil y sobre pilas de
pieles y sedas, yacerían el rey Arturo y la reina Ginebra, cogidos de la
mano, esperando a ser despertados.

***

De camino a casa, en el achacoso taxi dotado con un ruidoso motor


diésel, pensé en Adam, porque eso es lo que hago cuando estoy demasiado
cansada para evitarlo, aunque lo que pienso no es nada que pueda esbozar o
pormenorizar, ni siquiera escribir. No puedo oír su voz ni sentir su tacto,
pero lo que me invade es demasiado real, demasiado intenso como para
llamarlo memoria o incluso recuerdos.

El coche me deja frente a mi puerta en Narrow Street, donde todo está


tranquilo. Pero cuando es bastante tarde, la niebla se está asentando y estás
bastante triste, el jet-lag te produce alucinaciones. Al dirigirme hacia la
sala, veo una figura de pie junto a la ventana, mirando hacia el agua oscura.
Me pellizco en el brazo para despertarme y continúo caminando. Él no está
allí.

No es Adam el que está allí. Es Mark.

Antony, maitines
Estos días no duermo demasiado bien, y me despierto temprano. Esta
mañana me quedé mirando el amanecer sobre el río Fosse y la villa de
Sheriff Hutton, escuchando los ruidos que llegaban desde abajo, más fuertes
de lo habitual, y que ya me había acostumbrado a escuchar tan temprano en
esos largos días.

Cuando el sol ya se había levantado con su cegadora gloria, me giré.

Se dice que una cámara como ésta es todo lo que un alma necesita.
Cuatro pasos de ancho y seis de fondo. Las mismas medidas en ambos
lados, lo sé porque ya lo he medido. Cuatro paredes bien armadas en piedra
gris pálido, una alta ventana para que entre la luz y el aire divinos, la
madera bajo mis pies y sobre mi cabeza, tan bien escuadrada y curtida
como la de la puerta.

Mi viejo amigo Mallorie y el duque de Orleans: era suficiente para ellos.


Incluso escribieron grandes obras durante su cautiverio. ¿Es suficiente para
mí? Tengo aquí todo lo que el cuerpo de un hombre necesita: comida,
refugio, ropas. El sol y la luna me proveen de luz, y tengo mi libro de horas.
Podría tener a Cicerón o Boccaccio, o mejor aún, a Boecio en mis manos,
pero quizá tenerlos en mi cabeza y corazón, como lo hago, es suficiente.

Tengo mi rosario, y tengo eso que nunca habría esperado: el anillo de


Jasón. Rezo porque Louis esté a salvo, y tengo alguna esperanza de que así
sea porque, de todos los hombres, él sabrá cómo colarse a través de la red
de Ricardo de Gloucester. No sentiría un auténtico amor quien desease que
él estuviese prisionero, pero es tal mi amor, que, aunque agradezco a Dios
que no lo esté, mi corazón sufre deseando tenerlo a mi lado.

«Si los deseos fueran caballos, los pordioseros cabalgarían», solía decir
Mal cuando de niños la fastidiábamos para que nos trajese chucherías del
mercado: pan de jengibre dorado, peonzas, baladas, cintas para las niñas. Se
lo dije en su momento a Ned, porque incluso los deseos de los príncipes no
pueden ser complacidos si por el bien del reino o por su propia alma hay
que decir no. Ned no ha sido arrestado, ¿verdad? Un niño de doce
primaveras no es aún hombre para ser considerado una amenaza. ¿Podría
ser que el designio divino golpease a un príncipe tan bueno, tan inocente?
Nunca lo creeré. Ned no es un enemigo para Ricardo de Gloucester. Lo
tiene muy cerca y por tanto no hay razón para causarle un daño mayor. Sé
que es verdad. Lo sé.

Sin embargo, mi espíritu me pide un consuelo que no puedo tener.

Para enfrentarse a cuanto nos depara la Fortuna, la templanza y la fe son


las mayores virtudes que puede alcanzar un hombre, ya sea el peor o el más
piadoso del mundo. Es lo que dicen los filósofos y lo que yo he escrito
muchas veces. Cuando me arrestaron por primera vez, pensé que me
eliminarían secretamente. Temía no saber la hora de mi muerte, por lo que
trataba de mantener mi alma preparada para el final.

Cada vez que oía abrir los cerrojos me ponía a rezar: Deo, in mano tuo.
Pasaron semanas hasta que me di cuenta de que no sería así. Durante una o
dos horas tuve esperanzas. Luego comprendí que moriría y que ya no
importaba, si se llegaba a saber, por qué no había ningún hombre con el
poder o la voluntad para protestar o para vengarse y causar daño al príncipe
Ricardo, duque de Gloucester.

Ahora sé la hora de mi muerte. Cabalgaremos hoy desde Sheriff Hutton


hacia el sur y hacia el oeste, al gran castillo de Pontefract, y allí, al
amanecer, voy a morir.

He hecho mi testamento. No veré más a Louis en este mundo. Nada me


queda, ni deber ni amor, excepto a Dios.

Cuando no queda nada, siempre quedan las plegarias.

Detrás de la puerta escucho el nítido golpeteo y el alboroto de los


hombres reclamados por las voces de mando. Se corren los cerrojos y la
cerradura bien lubricada gira como la rueda de la Fortuna.
Capítulo 2

Antony, prima

Amanece tan temprano que parece que el mundo apenas haya dormido.
Me pongo los guantes porque mis manos aún están frías; el cuero comprime
el anillo de Jasón sobre mi piel como si el mismo Louis me tocase. Incluso
los caballos adormilados en la fría niebla mantienen sus cabezas gachas,
como si estuviesen exhaustos, sin ese piafar ni esos mordisqueos nerviosos
que hacen los corceles y los hombres para decidir quién será el líder esa
mañana. Hay 60 millas hasta Pontefract. Los recorreremos a caballo en uno
de estos días que parecen no tener final y que me llevan tan rápido a ser yo
mismo.

El alguacil me ha dado su palabra de que en Pontefract encontraré a


Richard Grey, el hijo de Elysabeth, a mi primo Haute y al viejo amigo
Vaughan. Fueron encarcelados por cumplir su deber bajo mis órdenes. Dios
ha decidido que me sea permitido verlos. Que Dios les envíe ánimos.

Cuando casi todos los hombres están montados y dispuestos a mi


alrededor, yo también monto. Nunca se han mostrado insolentes, alguna vez
algo hoscos, y, sin embargo, su presencia pesa sobre mí como una cadena
de acero. El alguacil tiene un sobre con instrucciones para Anderson, que
comanda la tropa. Intercambian algunas palabras.

Como siempre, son los caballos los que saben antes que nosotros que la
hora ha llegado. De repente se muestran alerta, levantando y sacudiendo las
cabezas; luego se dan las órdenes, la masa oscura de la puerta principal se
abre ruidosamente y cabalgamos sobre el puente levadizo y a través de la
guardia, ya en el camino a campo abierto.

Miré a mi alrededor, porque nos rodeaba la oscuridad cuando me trajeron


a Sheriff Hutton y no he estado en esta comarca desde hace varios años,
aunque en su tiempo la conocí muy bien, como era de esperar de un
comandante. Es una tierra llana y tranquila, atravesada por innumerables
arroyos que sus habitantes llaman riachuelos. ¿Podría ser —doy rienda
suelta a una de mis excéntricas esperanzas— que en lo más profundo de la
arboleda pueda vislumbrar una sombra que sea Louis? No debería
esperarlo, porque ni la seguridad ni la suerte pueden favorecerle aquí, en
tierras de Ricardo de Gloucester. Delante se abre el bosque, y el calor del
sol trae hasta nosotros el olor de los pinos, por encima de la niebla con
aroma a turba que se extiende sobre la ciénaga y se rompe en volutas entre
las patas de los caballos. El camino asciende hasta el propio Fosse, donde
confluye con el arroyo Whitecarr; mientras lo vadeamos ruidosamente, una
garza gira su cabeza para calibrar esta nueva amenaza; después despliega
sus alas y con unos cuantos y rápidos pasos se eleva en el aire.

El cuerpo tiene su propia memoria. Mi mano izquierda aferra las riendas


antes de que mi mente lo sepa, y mi brazo derecho duele al recordar el peso
y las garras de mi halcón. Era grande para ser un halcón, y se llamaba Juno.
Cuando batía sus alas en su sector de la jaula, éstas alcanzaban cuatro pies
de punta a punta, y en aquel verano le dediqué tantos cuidados que en todo
momento podía decir su peso exacto hasta el último gramo. «Los halcones
son delicados —acostumbraba a decirme Wat, el maestro cetrero—, no
suelen perder peso, pero si se les alimenta de más, aunque sólo sea con un
ratoncito extra, señor Anthony, se elevará para siempre y nunca volverá.»
Mis entrañas se estremecían ante la idea de perderlo. Aún recuerdo el
acerado lustre gris-azulado de su lomo como si pudiera tocarlo, las suaves
plumas de su pecho con manchas blancas que me dejaba frotar cuando
estaba de buen humor, sus largas y fuertes patas tomando posesión de mi
puño como un conquistador.

—Él ve cada pluma de esa garza —decía el maestro Wat—. Incluso


vuestros jóvenes ojos, señor, no son nada comparados con los suyos. Ahora,
retirad suavemente su capucha. Que la vea primero. Sentiréis el momento
en que desee echar a volar.

Retiré su caperuza y solté su lazo, y abrió sus garras y aflojó sus alas
hacia atrás como si aflojase su espada en la vaina. Giró su cabeza de negra
cofia, su mirada escudriñando cada sector de su nuevo entorno, por partes,
como un arquero de guardia.

Mi padre se mantenía firme sobre su caballo bajo la luz de la mañana en


las praderas inundadas. Wat asintió con su cabeza mirándome cuando el
vuelo de la garza se estabilizó, en lo alto, delante de nosotros. Hice lo que
pude para lanzar a Juno al aire. Mi brazo era débil frente al peso y la fuerza
de su empuje y mi mano se cerró más fuerte hasta que me percaté de ello y
la abrí para que las pihuelas se soltasen.

Levantó el vuelo, no en persecución, sino midiendo el terreno; el sol


estaba a nuestra espalda mientras observábamos. Enseguida, en menos de lo
que dura un suspiro, fijó su atención en la garza y se fue tras ella.

Entonces yo era un niño de doce años y me encontraba en casa para la


cosecha. O quizá para siempre. La noche anterior mi padre había declarado
que era más adecuado que fuese instruido en mis propias posesiones que en
las de otro.

Pero sobre él no me atrevo a pensar.

En mi mente tengo grabado todavía cómo volaron los dos pájaros, raptor
y presa, Juno fluyendo detrás de la garza, los continuos batidos de las alas
de la garza acelerados por una señal o un sonido de peligro, que nosotros
los humanos no podemos percibir, impulsándose en el aire. Pero Juno era
más veloz y pronto se acercó lo suficiente para alzarse por encima de su
presa, manteniéndose suspendida durante un tiempo antes de abatirse como
una lustrosa bola de cañón con garras. Caía en vertical mientras la garza
intentaba girar hacia atrás su cabeza zigzagueante y sus grandes alas torpes
en una situación poco habitual. Entonces Juno la alcanzó por delante y,
mediante una demostración de potencia, cogió el cuello de la garza y la
arrastró en plena lucha hasta el suelo, entre los juncos. Todo lo que
alcanzamos a ver fue una nube de plumas flotando en el aire donde habían
caído.

Después de un corto galope, llegamos al lugar donde Juno había matado


a la garza cuando estaba empezando a desplumarla. El maestro Wat se
adelantó y la apartó, por lo que batió las alas con furia hasta que saltó a mi
puño y fue encapuchada. Wat entregó la garza a uno de los hombres, quien,
con un ágil movimiento de dedos, ató sus patas y la suspendió de su cinto.

—Debe de pensar que se la merece —dije.

—Sí que lo piensa, hijo —replicó mi padre—. Pero si la come, ¿qué


cenaremos? Además, no tendrá más hambre y no cazará para nosotros. O se
comerá también su alimento y enfermará.

—¿Señor, piensa que la alimentaría, cuando la guardase en su jaula,


sabiendo que había comido tanto en el campo? El maestro Wat me ha
enseñado muy bien.

—No, ya sé que no lo harías, pero recuerda que es salvaje. No es ni un


perro ni un hombre. No le puedes enseñar lealtad. No la tiene ni le importa
la tuya. No eres su señor ni ella un sirviente al que ordenas. No trabajará
para ti con la esperanza o la certeza de recibir favores o protección más
tarde. Todo lo que sabe es que hoy estaba hambrienta y la ayudamos a
conseguir comida. Mañana ¿quién sabe?

Permanecía en silencio, mirando sus tierras —tan cuidadosamente


estercoladas y labradas, los bosques talados en vástagos y drenados, tal
como estaban bajo sus órdenes y su supervisión— como si también él
pudiese perderlas por la mañana.

—Vamos, hijo. Quizá levantemos una liebre y demos algo de caza a los
perros —dijo, tirando de las riendas.

***
En el bosque los insectos se aglutinan donde los rayos de sol calientan el
aire, de modo que al atravesarlos nos pican y molestan. Los caballos
sacuden sus cabezas y resoplan para quitárselos de encima, pero trotamos
tan rápido que sólo los grandes moscones son capaces de seguirnos. Qué
sucedería si los caballos estuviesen agotados, no lo sé. Las ciénagas al norte
de York son muy bajas y están encharcadas aun en invierno; en un cálido
día de verano están plagadas de tábanos y mosquitos.

—¿Capitán Anderson?

—¿Mi señor?

—¿Dónde cambiamos los caballos? ¿O no lo haremos?

—No lo he decidido aún.

Sé lo que habría ordenado en tal caso, pero este viaje no está bajo mi
mando. Después de un rato, Anderson añade:

—No temáis, mi señor, ya está previsto, como todas las cuestiones


relativas a la seguridad y el buen orden de los asuntos de Su Gracia.

—No tengo ninguna duda —contesto, y es cierto que no la tenía. Ricardo


de Gloucester ha sido siempre así, y de esa forma mantiene bajo control la
lealtad de los hombres al igual que su linaje real y la confianza de su
hermano, a quien he aprendido a llamar el difunto rey Eduardo. ¿Acaso no
he convertido a Ricardo de Gloucester en el ejecutor máximo de mi
testamento, aunque sea él quien me haya capturado y mi enemigo hasta la
muerte?

Los hombres no somos halcones: tenemos lealtades. Es parte de nuestra


naturaleza y afecto a nuestra seguridad, porque no hay ningún hombre tan
fuerte que no necesite de otros hombres, sea señor o vasallo, confesor, padre
o acólito. Luego están esos hombres que se hacen compañeros por avatares
de fortuna o designio, aquellos cuya amistad tiene poco que ver con órdenes
u obediencia, al menos hasta que sus propias lealtades les llevan a
separarse. Tampoco alguien que tenga hermanas como Elysabeth y
Margaret, o madres como la nuestra, puede desdeñar la compañía de las
mujeres, aunque nunca la encontré con mi primera mujer. Poseía todo lo
que habitualmente se espera de una esposa, pero no hacíamos buena pareja.
En mi segundo matrimonio había deseado enmendar los errores del
primero. Que me hubiese enamorado también de Mary, y que ahora
fracasase en algo tan elemental como proteger su integridad, es uno más de
los errores por los que debía pedir perdón.

No albergo esperanzas para mí, tampoco para este mundo, aunque tengo
esperanzas de perdón en el otro. Una esperanza tan breve como un
parpadeo, tan fugaz como el baile de un insecto, pero que a pesar de todo no
me abandonará. Es posible que Louis esté aún en libertad, y nadie es más
astuto que él en situaciones peligrosas. Esta pequeña ilusión debería
tranquilizarme, y así ocurre. Sin embargo, temo por él. Cuando hay tan
mala disposición entre los regidores del reino, tantos secretos que amenazan
a tantos hombres poderosos y valerosos, hasta alguien como Louis puede
dar un paso en falso en el tenebroso mundo que él conoce tan bien para
intentar salvarme a mí y a Ned. Quizá ahora haya huido a Borgoña o a sus
propias tierras gasconas. Quizá incluso ya haya sido apresado.

Aunque no creo que haya resultado fácil, porque es demasiado listo para
eso. Y si ha escapado... será por estrategia, no por temor. Me conforta la
idea de que nuestro amor ha superado tiempos más difíciles y ha resistido.
Voy a creer que todavía resiste y que así será para siempre.

Ahora la campiña que nos rodea es más abierta y, al este, a través de la


niebla, el sol calienta. Cabalgamos hacia el oeste, y no debo ceder a mi
deseo de dar la vuelta en busca de la luz. Me atrae, igual que las almas de
los amantes son atraídas por la luna en medio de las nubes que la
ensombrecen, e igual que las almas de los peregrinos avanzan a través del
humo del incienso hasta los grandes cirios del altar, donde al fin esperan
tocar a Dios. Mi alma está agotada como la de un peregrino. Este día, debo
hacerme a la idea, es mi último peregrinaje en la tierra, aunque nadie puede
saber lo que se requerirá a su alma al otro lado de la muerte.
Una, martes

Cuando giro hacia la entrada desde la calle Sparrow’s Lane, veo que los
marcos de las ventanas del Chantry están perdiendo otra capa de pintura y
que algunas de las pizarras del techo del porche frontal, el porche de los
peregrinos, están sueltas. Más arriba, en una de las ventanas, una bandera
del Che Guevara cuelga a modo de cortina; de otra penden prendas
interiores y hay un par de deportivas sobre el alféizar. Pero en general la
casa es la de siempre: amplia y sólida, con sus ladrillos rosados, su tejado a
dos aguas y sus ventanales, todo diseñado con estudiada sencillez. Estaba
adosada a la capilla medieval chantry[2], y mi abuelo postvictoriano no
haría nada que estropease aquello de lo que se había enamorado: las formas
góticas puras de los arcos en punta, las vigas artesanales y la tracería que
imita un encaje de piedra. Sólo recuerdo la capilla en ruinas, y así seguía,
inmutable. Allí están lo que parecen muñones de piedra de sílex de las
paredes, ahora invadidas por hierbas altas que hacen invisibles las baldosas,
las maderas alquitranadas del puntal de sostén, con sus bulones oxidados,
que sujeta la pared más extrema de la casa, que no fue diseñada para
mantenerse por sí misma.

Por todas partes veo basura: una bolsa con desechos medio podridos,
botellines de cerveza, colillas. Detrás del edificio de la casa, al otro lado del
jardín, está el taller, largo y de poca altura y también rosado, construido
para albergar las prensas, las máquinas de encuadernación, los almacenes y
toda la parafernalia de este antiguo oficio artesanal. Anoche llovió y flota
un aroma a tierra y manzanos, incluso levemente a las frágiles rosas que de
alguna manera aún se muestran lozanas en su parterre en medio de la hierba
que las ahoga.

Mis recuerdos también son bastante asfixiantes. Recuerdo que justo había
dejado de llover el día en que Mark llegó al Chantry, y los olores del jardín
eran tan intensos que casi podría verlos. Estaba sentada en la parte delantera
de la casa, en el porche de los peregrinos, contemplando el desastroso final
del banquete de mis muñecas. Bertie, el sabueso del vecino, al final se había
negado a hacer de noble corcel, sobre todo cuando intenté poner el pie de
Golly en su collar para que lo montase y convertirlo en el paladín de la
coronación del rey. Hasta el oso Smoky había saltado por los aires cuando
Bertie se escapó.

Oí un ruido de pisadas en la grava: un chico algo más corpulento que


Lionel empujaba su bicicleta por el camino de la entrada. No era ni la del
panadero ni la del carnicero, y no llevaba el uniforme de los chicos de
telégrafos.

—Perdone, señorita, ¿podría decirme cómo llegar a la imprenta Solmani?


—preguntó, después de carraspear ruidosamente.

Salté desde el banco, recogí al oso Smoky de la charca donde estaba


tendido y lo senté para que se secase al sol. Esto se ponía muy interesante.

—Te indicaré el camino. —Los visitantes llegaban al porche de los


peregrinos y tañían la campana de la gran puerta de entrada, y los
vendedores seguían el sendero por el lateral de la casa hasta acceder a la
entrada trasera. Los miembros de la familia entraban o salían por cualquier
puerta que no estuviese cerrada con llave, y nosotros los niños solíamos
trepar por las ventanas. No sabía muy bien qué hacer con este chico, pero sí
sabía que resultaría grosero preguntarle quién era. Así que opté por
preguntarle—: ¿Estás buscando al tío Gareth?

—¿Se refiere a don G. Pryor? —Tenía acento local y sus prendas eran
andrajosas como las de Lionel, pero no estaban remendadas y eran algo
grandes, igual que las mías, que habían sido antes de Izzy, y a veces incluso
de Lionel.

—Sí. —De repente me di cuenta—. ¿Es por lo del anuncio?

Se necesita chico voluntarioso para tareas varias, rezaba el anuncio que


tío Gareth había colocado en la ventana de la tienda de los periódicos. Debe
ser un trabajador nato y concienzudo. 5 chelines por semana con comida y
aumento a 10 chelines después de tres meses de prueba. Sábados medio
día. Dirigirse a don G. Pryor, imprenta Solmani, Chantry, Sparrow’s Lane,
New Eltham.
—Sí. —Se agachó, mientras sostenía aún la bici, cogió mi muñeco y alisó
su pelo en el lugar donde Bertie lo había mordido—. ¿Es tuyo?

Asentí. Golly aún tenía algunas babas, pero no las suficientes como para
que tía Elaine se diera cuenta y quisiese lavarlo. No me gustaba que Golly
oliese a jabón.

—¿Me muestras el camino? —insistió el chico—. No quiero llegar tarde.

—Por supuesto —le contesté. Pero todavía no sabía qué hacer con él. Al
final lo conduje por el camino que atravesaba el jardín.

Contempló los muros deshechos que yo solía creer que eran como los
restos de un naufragio.

—¿Eso era una iglesia? —susurró con la voz que uno pone en las
iglesias. Ningún miembro de nuestra familia iba a la iglesia, pero tía Elaine
de vez en cuando solía dejar que Anne, la que ayudaba en las labores
domésticas, nos llevase a los oficios para niños cuando ella iba con sus
hermanos pequeños. Me gustaban bastante, especialmente cantar. Nadie
cantaba en casa. Tío Robert decía que era porque no sabíamos más que
croar.

—Era una capilla. Medieval de verdad, casi de la época del rey Arturo —
dije.

—Como Lanzarote —asintió.

Lo llevé a través del prado y bajo los manzanos. Las ruedas de su bici
iban dejando a nuestro paso un surco serpenteante en la hierba húmeda. Le
señalé el pozo, el corral de las gallinas, el tocón del olmo donde se había
roto la rama por donde Izzy trepaba cuando cayó y se rompió el brazo.

Ninguna máquina estaba en funcionamiento en el taller, y tío Gareth se


acercó a la puerta al oírnos hablar.

—¿Mark Fisher? —dijo mientras le tendía la mano—. Soy el señor Pryor.


Gareth Pryor. ¿Cómo está?
Mark Fisher se quitó la gorra y le estrechó la mano.

—¿Cómo está, señor?

—Deja tu bici en ese cobertizo, allí, y daremos una vuelta. Te veré


después, Una. Gracias por mostrarle el camino a Mark.

Entraron en el taller. Allí no estaba admitida, a menos que me lo pidiesen,


aunque con frecuencia merodeaba por la entrada esperando con ilusión que
tío Gareth ordenase un descanso para tomar el té y me diera permiso para
entrar; entonces uno de los aprendices me daría un sorbo de té azucarado,
como me gustaba, y media pasta. Pero hoy estaban todos ocupados,
apilando, envolviendo, limpiando y lubricando. Me fui, pero tía Elaine me
pilló antes de que pudiese volver con mis muñecas y tuve que ayudarla con
la colada.

Estaba de pie sobre una caja tendiendo bayetas cuando Mark Fisher salió
otra vez del taller poniéndose su gorra.

—Hola —saludé, por encima de las bayetas.

—Hola —contestó, mientras empezaba a empujar su bici por el sendero


en dirección al frente—. Quién lo iba a decir, de repente tan alta. ¿Habrá
sido un hechizo de Merlín?

—No. Ojalá pudiera.

—¿Qué le pedirías si pudieses? —preguntó al detenerse.

Pensé: una alfombra mágica como la de Aladino para poder volar


alrededor del mundo y encontrar los cuadros de mi padre, pero en vez de
eso repetí mi respuesta habitual.

—Pollo asado y montones de tarta de chocolate. Y un cachorro.

—¿Un perrito sólo para ti?

—Sí, aunque tía Elaine dice que va a estar molestando todo el día. —
Pude notar que se apenaba de mí. Era una mentira. Realmente no quería un
cachorro; simplemente era una especie de engaño para que él sintiese pena
por mí. Agregué rápidamente—: ¿Y tú qué, si hubiese un Merlín?

—Antes pensaba pedirle trabajo. Pero ya lo tengo.

—¿Vas a trabajar para tío Gareth?

—Sí —dijo, y sonrió de oreja a oreja.

—¡Qué bien! ¿Empiezas ya?

—El lunes a las ocho en punto. —Se tocó la gorra despidiéndose—.


Hasta entonces, señorita Una.

—Adiós, Mark. Te veré el lunes.

Hasta sabía mi nombre, pensé, y me llamó «señorita» como si ya fuera


mayor, o casi mayor como Izzy. Cogí al oso Smoky y a Golly del sitio
donde habían estado jugando a los palillos de Winnie-the-Pooh, en el tonel
del agua de lluvia, y entré para ver si a tía Elaine le habían sobrado algunos
trozos de manzana de hacer el pudin.

Ahora, a medida que me acerco por el sendero, puedo oír el suave ritmo
de la prensa manual, que enseguida enmudece. Tío Gareth aparece por la
puerta del taller.

—¡Querida Una! Te he visto por la ventana. ¿Cómo estás? ¿Has tenido


un vuelo agradable?

Tenía menos necesidad de abrazarlo ahora que cuando lo hice hace cinco
años, y bajo el oleoso aroma de la resina de la tinta y de la pulcritud de la
espuma de afeitar, huele a anciano. Nunca fue alto, pero ahora no es más
alto que yo.

—Sentí muchísimo lo de Adam, querida Una. Era un buen hombre —


añade, y quiero arrojarme a sus brazos y comprobar que todo está bien, que
tío Gareth está aquí, que siempre está aquí, que nunca me dejará, y que por
la mañana todo parecerá mejor.
Nunca me dejó. Ni tampoco tía Elaine, hasta que ya no la necesité.

Pero todavía necesito a Adam, y él no quería abandonarme. Luchó cada


milímetro del camino, cada miligramo y cada recuento sanguíneo, cada
inyección, cada sesión de rayos X, cada píldora, incisión y sutura. Solía
preocuparse porque yo sabía demasiado del tema, pero cuando le dije: «No,
al contrario, me ayuda saber lo que están haciendo», era porque lo sentía
así, y él confiaba lo suficiente en mí para creerme. Volver al Chantry me ha
traído nuevos recuerdos. De repente veo las salas del hospital, los libros, los
diagramas. Quizá porque Adam era doctor, sus propios médicos se
mostraban inusualmente francos con sus acentos australianos. Eran muy
amables, sabían lo que eso significaba para Adam y para mí, y eran también
dinámicos y eficientes, tan duros como el acero, los plásticos y los
productos químicos que pinchaban lo mejor que podían sobre la reptante
malformación, luchando a brazo partido contra los meros flecos del antiguo
y brutal salvajismo de las propias células de la vida. Y perdieron, y las
células de la metástasis, las lesiones secundarias, los tumores y gangrenas
ganaron y destruyeron su cuerpo, aunque nunca su mente; el cuerpo que yo
amaba como él amaba el mío, que está todavía obstinadamente entero.

Tío Gareth no me suelta hasta que me he secado las lágrimas y sonado la


nariz. Luego, miré a mi alrededor.

—Izzy me dijo que ahora estás viviendo aquí.

—Sí, el viejo almacén hace las veces de un agradable dormitorio. Pude


aprovechar las tuberías de la sala de revelados para hacer una pequeña
cocina y un baño. Estoy estupendamente.

El taller también. Tiene el aspecto de siempre, aunque han desplazado las


prensas y las han colocado juntas sobre el suelo de ladrillos en uno de los
extremos para crear espacio en el otro, donde están ubicados un par de
sillones que aún reconozco y que ahora quedan frente a una estufa eléctrica
de dos fuegos. Por lo que puedo ver, uno de ellos parece más cómodo que el
otro. Y veo, en una librería junto a éste, un montón de fotografías
enmarcadas. También hay un pequeño escritorio cubierto con una pila de
documentos y papeles a punto de deslizarse hacia el suelo. ¿Es ese
mobiliario estándar el que produce la sensación de que el amplio espacio es
más pequeño? No, es una reducción física. Al final hay un tabique, y detrás
de éste el nuevo almacén: estantes de papeles y pilas de libros.

—¿En qué estás trabajando en este momento?

—Ven a verlo. —Me lleva hasta la prensa manual.

—¿Me perdonas si me pongo a limpiarla? —dice—. Es una mala


costumbre dejar las cosas sucias durante la noche.

—Te ayudo —exclamé, cogiendo el trapo y la botella de disolvente de


sus manos—. No he olvidado cómo se hace. Tú enséñame lo que estás
haciendo.

—Sólo si te pones un delantal encima de ese bonito vestido —dice tío


Gareth, descolgando uno de un gancho. Siempre prestaba atención a la
ropa, y eso lo tuve vagamente presente mientras me vestía esta mañana,
aunque tío Gareth tiene la costumbre de llamarlo vestido y no lo que es
verdaderamente: un algodón indio estampado. Busqué un momento para
plancharlo, algo que normalmente no me habría molestado en hacer. El olor
del disolvente es intenso, potente como el aroma de un árbol de Navidad.

—Es un libro para niños —dice tío Gareth—. Bueno, en realidad vale
tanto para los niños como para cualquiera. Jasón y el vellocino de oro.
Mira, éste es el que yo mismo he doblado para ver cómo queda.

Dejo las cosas de limpieza a un lado. No es realmente un libro, más bien


parece un acordeón plegado, hecho en papel pesado, grueso, que me
recuerda una reproducción del tapiz de Bayeux que me permitían sostener
cuando estaba en cama con un catarro. La historia se despliega en el
espacio, y también en mi mente y ante mis ojos. Las imágenes están hechas
mediante grabados en madera con las palabras impresas en tipografía por
debajo:

Pero el rey Aietes no quería devolverle a Jasón el vellocino de


oro, porque cualquier reino que tuviese el vellocino era feliz: los
hermanos se mostraban amistosos con los hermanos, y todo el
reino crecía rico y en paz.

No son los griegos pétreos, fríos y de largos brazos que veíamos en la


escuela, cuando nos decían que éramos sus herederos. Estas imágenes rudas
y fornidas son como los viejos y nudosos olivos que cuelgan de un
desfiladero yermo y rocoso, en algún sitio del Asia Menor. Están ejecutando
su historia, pero se ve que el artista ha estudiado realmente el tapiz de
Bayeux. Aquí también, como un contrapunto a la imagen principal, se
extiende una cenefa con dibujos: a lo largo del pie de página se despliega la
vida cotidiana al estilo del mar Negro: ordeño de cabras, bueyes arando
bajo el yugo, un águila apresando un cordero, barcos recién construidos y
aparejados y vellocinos usados para batear el oro. Ésas son las cosas que
permiten entender los grandes amores y envidias y las batallas que con tanta
furia se desarrollan sobre sus cabezas.

—Es fantástico.

—¿Verdad que sí? Aunque me temo que sea una pesadilla para los
encuadernadores. Ya están enfadados con nosotros porque vamos
retrasados. Tengo que trabajar a media prensa por ahora, al no disponer de
un ayudante. Pero hemos tenido excelentes anticipos de pedidos, los
suficientes para cubrir las pérdidas que acarreó Noticias desde ninguna
parte.

—Dios mío, ¿todavía hay gente que lee a William Morris?

—Aparentemente no...

Asiente con un gesto aprobando mi limpieza del bloque de la prensa. A


veces pienso que debe de ser como la doma de un caballo: el bloque está
sólido y tranquilo, la prensa, detenida silenciosamente bajo mi mano, pero
siempre existe el peligro de que se ponga en movimiento. Y añade:

—Ahora, cuéntame tus noticias.


Le cuento un poco por encima todo lo que tengo que hacer en esta rápida
visita a Londres, vender la casa de Narrow Street y poner todo en orden. Y
hablo más de nuestra —mi— casa en Sydney, de cómo el jardín discurre
por los acantilados, y de las escaleras que conducen hasta la playa.

—Debe de ser hermosa. Ojalá pudiese verla —dice.

—Ven a visitarme. Ven en noviembre y te mostraré un espléndido sol.


Siempre me sugieren que debería celebrar una fiesta de cumpleaños. A lo
mejor la hago.

—No podría dejar la imprenta —contesta negando con la cabeza—. No


por tanto tiempo. Tampoco a los inquilinos de la casa; se portan muy bien, a
pesar de lo que diga Izzy, pero aun así... —Se asoma a mirar por la ventana
—. El sol ya está dando sobre el jardín ¿verdad? ¿Qué tal un Whisky? Me
temo que no tengo nada de vino. No consigo acostumbrarme a beberlo a
secas como vosotros, los jóvenes.

—Fuiste tú quien me enseñó a beber Whisky —le dije mientras lo seguía


a la cocina que estaba en el cuarto oscuro. Está extremadamente pulcra,
como lo estaba siempre tío Gareth. Sus manos están y estaban siempre
limpias, aunque todos los demás estuviesen entintados. Pero la cocina huele
a bayeta vieja y no tiene aspecto de que guise en ella. Los vasos que saca
del armario están sucios, se nota que han sido lavados por un miope.
Discretamente los aclaro bajo el grifo y los seco con un trozo de papel de
cocina, mejor que con los paños de cocina delicadamente doblados pero que
emanan rancios efluvios.

—¿Estás seguro de que no podrías venir? —pregunto cuando ya estamos


instalados en los sillones. Tomé un trago de Whisky—. ¿No hay nadie que
pueda encargarse de tus asuntos? Un amigo se ofreció para organizar una
gran fiesta por mi cincuenta cumpleaños. Podrías venir para entonces.

—Realmente, nadie —responde negando con la cabeza otra vez y, luego,


apartando la vista.

Su cabeza se mueve de tal manera que puede mirar hacia el estante de


libros que está a la altura de su codo, y, como si fuese llevada por una
fuerza irresistible, mi mirada es arrastrada por la suya. Y tan claro como si
la tuviese en sus manos, observo que está mirando una fotografía de Mark.
Está algo tapada por otra de mi boda con Adam, pero me parece que es una
ampliación de un fragmento de un original perdido. Mark aparece en
granulado e insustancial, como son los recuerdos, que, cuanto más
detenidamente quieres examinarlos, más se desintegran y, sin embargo, no
puedes evitar escudriñar en tu memoria con la esperanza de que se vuelvan
más claros.

—Mark me... nos abandonó... la imprenta, y nunca supe por qué.


Realmente no lo supe.

De repente, quizá debido a que nos encontrábamos en el taller, en algún


lugar de mi interior la vieja cicatriz me empezó a doler.

—¿Verdad que Adam está muy elegante en ésta? —sugirió Gareth, como
si ninguno de los dos estuviésemos mirando a Mark—. ¿Y cómo andas de
trabajo? Contabas en tu carta que estabas escribiendo sobre Anthony
Woodville. —Le expliqué y continuó—: ¿Es un personaje atractivo,
verdad? Te recuerdo contándome lo que se ha escrito sobre el manuscrito de
su Dictados y dichos. No la versión impresa por Caxton, sino el imponente
manuscrito ilustrado, el mismo que fue presentado al rey y la reina.

—Es marginalia, no contemporáneo —dije, y las palabras brotaban de mi


memoria: «Este conde era el más educado, valeroso y honorable caballero
del mundo en su época; sin embargo, toda su vida fue víctima de un sinfín
de adversos accidentes. Al final llegó a conseguir el honor de una muerte
inmerecida»—. Incluso su nombre ha sido raspado, cada vez que aparece en
la copia.

—¿En serio? Debe de haber sido considerado una indudable amenaza,


incluso después de haberlo matado... —Tío Gareth mueve la cabeza con
preocupación—. Tan jóvenes y luchando por un reino. Recuerdo que me
quedé pasmado al descubrir que Ricardo el Jorobado, con quien solía tener
pesadillas, sólo tenía treinta y tres años cuando lo mataron en la batalla de
Bosworth.
—Y que no era jorobado. Al menos el auténtico Ricardo, duque de
Gloucester, no lo era... Pero tienes razón, Eduardo IV tenía dieciocho años
cuando ganó la batalla de Towton que acabó para siempre con el reinado del
pobre Enrique VI. Y tenía hermanos e hijos, todos esos gloriosos hombres
de York. Aunque nadie habría apostado su dinero a favor de un Ricardo de
Gloucester accediendo al trono. Es gente cuya única ocupación es la de ser
herederos y gobernantes de sus tierras y que acceden al poder siendo aún
muy jóvenes. Por eso las damas de la alta burguesía se casaban
jovencísimas, a veces con sólo doce o trece años, y lo mismo los varones.
Ahí está su valor.

—Sin embargo, esos chicos también tenían que probárselo a sí mismos.


Su valor residía en lo que eran capaces de hacer.

—Por supuesto. Con todo, ten en cuenta que ése no era el caso del pobre
y viejo Enrique VI. Aunque tampoco podemos culparlo de volverse loco, ni
de que no demostrase ninguna valía antes de eso. ¿Sabías que en su época
se la llamaba «la Guerra de los Primos»?

—No, no lo sabía. Tiene sentido, claro. Supongo que nadie le preguntó a


Enrique si quería ser rey. Eran asuntos de la familia Lancaster... ¿Tienes ya
una tesis? ¿Una línea definida?

—No, todavía no. Me centraré en sus libros, pero no sé lo que me dirán.


Los temas políticos eran tan vastos y complicados que tenían tendencia a
dominar sobre cualquier otra cuestión. Pero estoy segura de que no era así
como se veían las cosas en su tiempo. ¿Qué pasaba con todo lo relacionado
con la vida, con tener hijos, con el día a día de la administración de un
hogar? Nadie ha abordado ese tema, y eso es lo que tengo en mente. Hay
campo de sobra para explorar eso.

—¿Y qué sabemos de los libros?

—Pues se han hecho buenos trabajos acerca de Elizabeth, de la que


sabemos muy poco. Podemos extraer bastante más información de Anthony,
ya que él tradujo muchas obras y otras cosas. Y la biblioteca de Eduardo IV
es bien conocida; era un gran coleccionista, había encargado unos cofres
especiales para sus libros favoritos, de modo que pudiese llevarlos consigo
de palacio en palacio, incluso en las campañas militares. Pero nadie ha
englobado todo ese material.

—Y luego está lo de los príncipes en la Torre de Londres. ¿Cuál es tu


punto de vista?

—¿Quién los mató? ¿Cuándo? Supongo que nunca lo sabremos, aunque


intuyo dónde han de recaer las mayores sospechas. En el fondo, no es algo
necesario para el tipo de estudio bibliográfico que estoy haciendo. Es más
importante lo que sentirían Elizabeth y Anthony por no saber nunca lo que
había ocurrido en realidad, dónde se encontraban los niños, si estaban vivos
o muertos... —Y, aunque me maten, no puedo evitar la pregunta—: ¿Nunca
supiste nada de Mark, no?

—No.

—Es que... es que Izzy se preguntaba qué le había sucedido.

—Mi querida Izzy. No deja de decirme que necesito ayuda. Supongo que
eso le habrá hecho... pensar en Mark.

—Sí —asiento a su evasiva. Éste es el momento oportuno, pensé, para


preguntarle por qué no le están saliendo bien las cosas, pero las palabras se
me atragantan.

—Está convencida de que la imprenta se va al garete sólo porque uno de


sus críticos favoritos no opinó demasiado bien de Noticias desde ninguna
parte al argumentar que «traicionaba el espíritu de la propia imprenta
Kelmscott de Morris».

Escupe cada una de las palabras, como si las tuviera clavadas.

—¿Te afectó? No es que te gusten demasiado las obras de Kelmscott.

—No me gustan los diseños de Morris, pero no admito que se dude de la


importancia de nuestra imprenta. —Suspira—. Siendo honestos, supongo
que el crítico tenía en cierta manera algo de razón. Parte del registro estaba
algo desplazado, y el papel era bastante transparente, de modo que se veía
que los dos lados no coincidían. Muy lamentable. Era noviembre,
¿recuerdas lo desapacible que era el tiempo? —Sonrió—. No, para ti era
verano.

—Sí, era desapacible —asentí, y me da una palmada en el hombro


disponiéndose a llenar las copas.

—No debería haber ocurrido. Una de las bombillas se quemó y no me


quedaba ninguna de repuesto. El tiempo era tan horroroso que no me
apeteció bajar hasta la tienda, así que seguí trabajando con una luz
inadecuada. Un error, por supuesto. De haber podido, habría contratado a un
ayudante. Pero los verdaderos profesionales no salen de la nada, y su precio
ha de ser proporcional a su valía. Además, es un aprendizaje muy lento para
los jóvenes. Pero, al margen de eso, Noticias desde ninguna parte estaba
hecho con la máxima calidad. Es difícil encontrar papel para impresión por
prensa. Incluso los papeles de calidad superior están más indicados para
fotolitos, ordenadores y esas cosas. Y luego los empresarios del papel dicen
que no hay suficiente demanda.

Estaba a punto de decir que había visto algunos trabajos muy buenos
hechos con fotolitografía, cuando la música de rock irrumpió en medio de
nuestra tranquilidad, tan fuerte que me sobresalté.

—Son los inquilinos, no te preocupes.

—¡Madre mía! ¿No se quejan los vecinos? —No es la auténtica música


roquera que oía a los quince años, sino más bien heavy metal de los setenta,
pero a todo volumen.

—Sí, y vienen a quejárseme a mí, en lugar de acudir a ellos. Están


convencidos de que si se dirigen al propietario serán amonestados, aunque
en realidad sólo sucedió un par de veces. ¿Cuándo se transformó Eltham en
un barrio tan burgués?

—Siempre lo fue. —El abuelo solía quejarse continuamente de que las


casas adosadas habían crecido como hongos después de la Gran Guerra,
donde hasta entonces sólo había huertos y prados.
—Pero entonces no eran burgueses, eran casas hechas para los héroes. Y
los inquilinos son realmente buena gente. Tuvimos muchos días de paz
después de llamarles la atención. Ahora mismo hay solamente dos, aunque
no pondría mi mano en el fuego por las amiguitas que traen. Siempre me
avisan cuando van a organizar una fiesta.

Estira su brazo para servir más Whisky y al subirse la manga de su


chaqueta veo una desagradable mancha oscura en su antebrazo.

—¿Te has hecho daño?

Termina de servir y el corcho silba al cerrar la botella.

—Ah, eso. Fue con la plancha.

—¿Con la plancha?

—Los lunes lavar, los martes planchar —explica—. Mi querida Elaine


me entrenó muy bien.

—Sí, bendita sea.

—Izzy y Lionel quieren que venda la casa del Chantry —dice de repente.

—Me lo contó Izzy. ¿Tú qué quieres?

Suspira.

—Supongo que es lo mejor. Aparentemente vale mucho.

«Es como si él no viviese allí», había dicho Izzy.

—Será un doloroso destierro —insinúo, y me doy cuenta de que también


lo será para mí saber que se ha ido, aun cuando yo regrese al otro lado del
mundo. Claro que, comparado con la muerte de Adam... tragué saliva—.
Pero tendrás el taller, y un montón de dinero. Puedes reformarlo, conseguir
ayuda.

—Ya te lo dije, ya no puedes encontrar profesionales.


—No me refería a ese tipo de ayuda si realmente no puedes encontrarla.
Pero una persona para la limpieza, un jardinero. Plantar algunas verduras.

—Venga, Una, tú sabes que yo no cultivo cosas. Eso siempre fue


competencia de Elaine. De todas formas, sería agradable. —Mira a su
alrededor—. Aunque no lo sé... dudo que pudiese encontrar a alguien.
Todos los vecinos comentan que es imposible encontrar un jardinero hoy en
día ni por todo el oro del mundo. Y no tendría a alguien limpiando que no
fuera de confianza, y menos alrededor de la imprenta.

Sus argumentos para no cambiar nada emergían con el ímpetu de alguien


que no desea ser persuadido por razones demasiado profundas como para
ser refutadas por el sentido común. Lo miro y en la agonizante luz
vislumbro la fotografía de Mark detrás de su hombro.

—No quieres vender la casa, ¿verdad?

—Querida Una, ya tengo setenta y ocho años y no me estoy haciendo


más joven. Me he enfrentado a esto, ¿sabes?, igual que he afrontado todo lo
demás. Pensé que también podría con esto.

—¿Pensé? ¿Ahora ya no?

—Lionel telefoneó justo antes de tu llegada.

—Lo veré mañana.

—Me lo ha dicho. Está deseando verte. Pero no era por eso, sino por lo
de la venta de la casa. Dice que le han advertido de que la casa no es
vendible sin el taller. Debemos vender la totalidad del Chantry, no sólo la
casa: el taller, el jardín, todo.

—¿Qué?

—Es por el acceso a la carretera y los permisos de construcción, porque


ellos querrán edificar.

—Pero...
—Ya lo sé. Tendría que mudarme a un piso o algo así.

—¿Podrías? —tragué saliva con dificultad—. ¿No podrías comprar en


algún sitio con bastante espacio? ¿O tener un taller independiente en alguna
parte?

—Estoy muy viejo para empezar otra vez... —sacudiendo la cabeza—.


No, si se vende todo, no hay escapatoria: sería el final de la imprenta
Solmani.

Elysabeth, año 33 del reinado del rey Enrique VI

Al final, después de transcurridos varios meses, en cada uno de los cuales


mis períodos habían traído una decepción, decidí hacer un peregrinaje. Mi
esposo John estaba demasiado ocupado con el feudo, la interminable lucha
por mantener al rey en su trono y por evitar que la reina echase en los
brazos de los rebeldes de York a todos los que mostraban indecisión
respecto a su lealtad a Lancaster. Para mi alegría, Antony vino conmigo.
Viajó en busca de la gracia que siempre parecía anhelar, aunque conozco a
pocos hombres o jóvenes que carezcan menos de ella. Yo, en cambio,
recorrí todos esos kilómetros para rezar por un hijo.

Dos años casada y todavía estaba yerma. No podía entender por qué me
sucedía algo así. John me poseía cada vez que estaba en casa, y con algunos
consejos de Mal yo había aprendido a agradarle y a la vez a ser complacida
por él, porque hacerlo de tal forma, dijo ella, ayudaría a concebir un bebé.
Además, insistió, era bastante difícil ser mujer, y no tenía por qué privarme
de tales placeres cuando se me presentaban. Estos asuntos eran privados
entre nosotros, al menos tanto como las vidas del señor y la señora del
feudo pueden serlo. Pero con mi vientre plano y mis senos secos era todavía
una pobre mujer a los ojos del mundo. Con cada una de las muchas visitas
que nos hacía a Astley, lady Ferrars se iba mostrando más agria y
secretamente más satisfecha, porque si yo no tenía un hijo, las tierras de
Astley reverterían a su propiedad.
Grafton se encontraba en mi camino de Astley a Walsingham, así que
pasé algunos días felices jugando con los niños y aligerando algo la carga
que soportaba mi madre ayudándola con las tareas domésticas, porque,
recientemente con Eleanor, se había visto obligada a guardar cama, y, según
parecía, con cada bebé necesitaba más semanas para recuperarse por
completo. No comenté nada, pero se inclinó hacia delante y me dio una
palmadita en las manos diciendo:

—Todo irá bien, ma fille. Ten fe.

Después, Antony y yo partimos para Norfolk. Pasamos por Northampton,


Peterborough y Wisbech. Nos detuvimos a ver a nuestros primos Haute en
Lynn, para escuchar y dar noticias y para que tanto nosotros como los
caballos pudiésemos descansar. Antony jugó a la lucha y a los tejos con
nuestros primos mientras yo pedía consejo a mi tía Haute para lograr
quedarme embarazada. Luego reanudamos el camino, ahora repleto de
peregrinos: Castle Rising, Flitcham, New Houghton. En Fakenham dejamos
los caballos y seguimos a pie el Camino de los Peregrinos, azotado por el
viento cargado con la sal amarga que procede del Wash y parece que va a
arrancarte toda la ropa desde la espalda. Tenía escalofríos, y estiré mi capa
subiéndola y cerrándola en el cuello. Pero Antony parecía indiferente al
frío. No tenía más de trece o catorce primaveras, un niño, un hermano
pequeño, cuyos pecados y esperanzas eran nimiedades, mientras que yo ya
era una mujer crecida que suspiraba por un hijo. Y sin embargo, tan
claramente como si estuviera dentro de él, sabía que todas las partes de su
cuerpo, cada uno de los pasos que dio en este camino de los peregrinos,
todas las miradas que dirigieron sus ojos, absolutamente todo, formaba
parte de su peregrinaje, de su ofrecimiento de este viaje a Dios.

La capilla era un refugio de tranquilidad cuando nos arrodillamos;


mientras, fuera el viento ululaba sin parar. Yo fijé mis pensamientos en
nuestra Santa Madre y mis ojos en su imagen, y recé para que se hiciese su
voluntad, y que su voluntad fuese la de concederme un hijo, o al menos una
hija, porque así podría tener la esperanza de ser madre. Los cánticos subían
y bajaban, el incienso era tan espeso que podía imaginármelo empapando
mi carne, entrando en mi todavía estrecho vientre listo para crecer con la
semilla de John. Luego miré a mi lado.
Los ojos de Antony estaban abiertos, contemplando a Nuestra Señora, sus
manos alargadas intentando alcanzar las suyas y su delgado cuerpo estirado
hacia arriba, casi listo para volar.

***

Cuando John le comunicó a su madre que yo estaba embarazada, ella se


había esforzado por mostrar alegría, pero la amargura persistía en su voz.
Recibí poca ayuda de ella en las primeras y enfermizas semanas, pero Mal
auguró que la enfermedad anunciaba un niño, y esa esperanza me dio
fuerzas para ignorarla. Al cuarto mes ya estaba recuperada y todo parecía ir
bien.

Era el lunes antes de Pentecostés, y sólo dos semanas antes de término,


cuando desde mi cama escuché el trotar de un caballo que entraba en el
patio a toda velocidad. Me incorporé de golpe y la cabeza me dio vueltas.
Tuve que esperar antes de ponerme la bata encima del camisón y bajar
pesadamente las escaleras. Cuando llegué al vestíbulo, el mensajero, uno de
los hombres al servicio del padre de John, ya lo había contado todo, y había
sido despachado para lavarse en la fuente, cenar en la cocina y encontrar
una cama en el pajar.

John sacudía un trozo de papel sobre la mesa; las pocas palabras


garabateadas en él sólo rogaban que el mensajero fuese escuchado y luego
exigían prisa en cumplir lo que pedía sir Edward.

—¿Qué pasa, esposo? ¿Está tu madre enferma?

—Mi padre dice que el rey Enrique se dirige a Leicester para acudir a un
consejo que se ha constituido allí, pero que Richard de York se dirige desde
Ludlow para atraparlos. Debemos apresurarnos a reunirnos con el rey con la
mayor compañía que podamos reunir. ¡Ojalá tu padre no estuviese al mando
en Calais! Necesitamos a cada hombre que todavía sea leal al rey y a la casa
de Lancaster.
—Lo sé. Pero debemos mantener Calais, y él es el más competente para
hacerlo, y todavía tenemos bastantes hombres en Grafton. ¿Ha enviado ya
tu padre mensajeros hacia allí?

—Sí. Debemos encontrarnos en Grafton y de camino a Londres


recibiremos información sobre el lugar donde nos reuniremos con el rey.

—Pero John, ¿no sería más rápido cabalgar directamente a Leicester?

—Es posible que el rey Enrique no llegue a Leicester. Y si Richard de


York lo alcanza... El rey tiene a Su Gracia de Somerset con él, por supuesto,
pero pocos hombres de valía, y sólo un puñado de soldados, una escolta, no
un ejército. Los de York saben perfectamente cómo moverse rápido, y sus
hombres aprendieron su oficio en las guerras de Francia. Se cree que el
conde de Warwick se le unirá, y podrían presentar batalla. Debemos
alcanzar al rey lo antes posible y rezar para que los demás lo consigan
también; de lo contrario, podríamos colgarnos nosotros mismos ahora en
lugar de esperar a que lo ordenen los de York. —Dio unos golpecitos en mi
hombro—. Vete a la cama, esposa. Debes reposar, y yo he de prepararme.

Pero esa noche no me acosté, ni John, ni la mayor parte de la casa.


Teníamos que preparar las vituallas para el viaje y comida para todos antes
de partir. La sirvienta de la cocina avivó un pequeño y modesto fuego con el
que quedaba de la víspera. Luego la envié a la despensa para traer pan,
queso y carne, mientras yo ponía a hervir las gachas de avena y sacaba más
de una jarra de cerveza suave. Dos veces me ordenaron ayudar a remendar
chaquetas, buscar guantes y tratar de persuadir a un arrendatario poco
colaborador para que se uniese a nosotros por la causa de Su Gracia el rey.
Dos veces volví a la cocina para descubrir que las gachas habían hervido y
se habían derramado sobre el fuego, apagándolo.

Salieron antes de que el amanecer apenas hubiese tornado el cielo negro


en gris, y aunque Mal insistió en que volviese a la cama, me quedé
despierta hasta el mediodía. Esa mañana mi bebé parecía todo codos y
rodillas: primero golpeaba mi vientre tenso y estirado al límite, luego se
alargaba hacia arriba hasta impedirme respirar, y después hacia abajo tan
fuerte y durante tanto tiempo que tuve que pedir ayuda a Mal porque me
orinaba encima. Y cuando al final se quedó tranquilo, tampoco entonces
pude dormir. Mi mente zumbaba, sentía un miedo nuevo por John, que se
sumaba al viejo temor de que mi bebé fuese una niña y al desconcierto de
que pudiese estar contenta y triste al mismo tiempo por el hecho de que
Antony no fuese mayor y tuviese que unirse a los que cabalgaban para
proteger al rey.

Recuerdo que más tarde, ese mismo día, llegó una cajita de mi madre.
Pregunté al hombre que la trajo desde Calais qué novedades tenía, pero
había desembarcado en Ipswich y había parado sólo en Grafton, de modo
que no sabía nada de lo ocurrido en Londres. Le habría dado dinero y
comida y lo habría mantenido con nosotros para unirse al resto, de haber
sido un hombre de mi padre, pero pertenecía a la guarnición de Calais, y
había obtenido licencia para ir a su casa en Nuneaton y ocuparse de los
asuntos de su anciana madre.

Mi madre había escrito en inglés y adjuntaba una copia de Lancelot, ou


Le Chevalier de la Charette. Me conmovió que pensara menos en mi
educación y más en mi goce.

Hija, te saludo y te envío la bendición de Dios y la mía. Rezo


para que todos vosotros estéis bien en Astley. Zarparé mañana, y
si Dios quiere, estaré contigo el sábado siguiente antes del
Domingo de Pentecostés. Se dice a menudo que la primeriza
espera hasta la luna llena, y yo lo he comprobado. De modo que
si las mareas y los viento son propicios, estaré contigo. Sin
embargo, querida hija, si tus dolores empiezan antes de ese día,
reza a Nuestra Señora, pero no temas. Mal es sabia y hábil. ¿No
salvó acaso a mi pequeña Martha cuando no podía respirar? Dios
te enviará un hijo, y todo saldrá bien, lo sé. Por el mismo hombre
que envié a Grafton he dado órdenes para que Margaret vaya a
verte a Astley en cuanto pueda. Podrá ausentarse de Grafton si
hay un hombre que pueda escoltarla, o mejor dos, en estos
tiempos agitados, para que puedas disfrutar de su compañía en mi
lugar. Tu padre está muy ocupado con sus tareas y nos llegan
noticias de Su Gracia de Somerset y de mi hermano, tu tío de
Luxemburgo también, de grandes cosas que no voy a escribir
ahora pero que ya te contaré cuando esté contigo. Katharine,
Eleanor y Martha gozan de buena salud, aunque sería bueno para
ellas estar lejos de Calais antes de que el calor comience.
Pensamos enviarlas de vuelta a Grafton antes de la fiesta de la
Salutación de Nuestra Señora, por lo que arreglaré los asuntos
cuando llegue. El Lancelot es un romance con el que he gozado;
confío en que tú también lo hagas y te ayude a ahuyentar los
pensamientos de temor o pena que de otra forma engendraría el
tedio recogimiento. Lo he hecho copiar en pequeño tamaño al
amanuense, para que puedas sostener fácilmente el libro cuando
estés acostada. Hija, que Dios te guarde, y te ruego que
mantengas la alegría hasta que pueda estar contigo. Escrito con
prisas en Calais, sábado siguiente a San Juan ad portam latinam.

Jacquetta de Luxemburgo de St. Pol

No pude contener las pocas lágrimas que brotaron de mis ojos, que
parecían dispuestas a salir por cualquier cosa, por insignificante o banal que
fuese, dado que me encontraba ya próxima a dar a luz. Creo que el motivo
no fueron sus palabras, ni el hecho de que estuvieran en inglés, ya que era
usual que a todos nosotros, los niños, nos escribiese en francés para mejorar
nuestra educación, sino ver su rúbrica grande y negra, de su propia mano,
suscribiendo la escritura meticulosa de su amanuense.

***

No sabíamos nada aún de John cuando Margaret llegó dos días más tarde.

—Dormirás con Mal —dije subiendo por las escaleras—. Ordené que su
niña durmiese en el ático. Cuando llegamos a su habitación, Mal empezó a
deshacer los bolsos de Margaret. Traía con ella almendras confitadas, miel
de las colmenas de Grafton, un cesto con rosas tempranas, una nota de
Antony, una oveja de madera del tamaño de un gatito grande que mi
hermano John había tallado para el bebé y un envoltorio con camisas,
gorros y baberos que mis hermanas habían cosido.

—Esperemos que tu bebé no sea tan retorcido como este gorro que hizo
Jacquetta —dijo Margaret sujetándolo—. Anne está segura de que será una
niña, por lo que ha hecho dos faldones en lugar de camisas.

—Ah, no, rezo para que no lo sea —protesté, apartando la vista de la nota
de Antony: «El tiempo no ha sido suficientemente seco para muchos
deportes —decía—, pero he estado laceando conejos, pescando y leyendo
Épîtres du débat sur le Roman de la Rose»—. Me recomienda La cité des
dames, también de Christina de Pisa.

Mal sacudió la cabeza y chasqueó la lengua:

—Menuda tontería la de la señorita Anne. No hay diferencias en la


forma. Un bebé es un bebé; camisa o faldón: ¿qué importa cómo se llame
mientras lo mantenga abrigado? O a ella. Ya está bien de decir tonterías
acerca del buen lino —continuó, mientras Margaret trataba de colocar el
gorro de Jacquetta en la oveja de madera y se reía—. Dejad todo eso y
bajemos, la señora Ysa necesita descansar, y además quiero averiguar qué
hacen los demás. ¿Tenéis noticias de las pequeñas de Calais?

Realmente estaba agotadísima, y deseaba irme a mi habitación.

—Ah, casi me olvido —dijo Margaret en el momento en que ponía mi


mano en la aldaba—, nuestra madre escribió que ha enviado un mensaje a
la catedral de Lichfield rogando que te presten el fajín de santa Margarita de
Antioquía que se conserva allí. Las ovejas han tenido tantas crías en
nuestras heredades que ha podido ofrecerles a cambio más oro del que
había pensado. Acordaron enviarlo tan pronto como pudiesen. Por supuesto,
hay un dragón bordado. Espero que no muerda al bebé. ¡Duerme bien! —
gritó mientras corría escaleras abajo detrás de Mal. Apenas podía oír a Mal
regañándola por hablar con tanta ligereza de una cosa sagrada y que además
tenía su propio nombre.
Hacía semanas que no podía descansar confortablemente, pero la
felicidad de saber que Margaret estaba abajo me reconfortó. Me estaba
quedando dormida cuando sentí un calambre en mis entrañas. Me quedé
bien despierta, aunque el calambrazo se había disipado. Tomé mi rosario y
empecé a rezar el avemaría y el padrenuestro esperando quedarme dormida,
a pesar de que mis temores por John no me dejaron en paz. Pero apenas
había rezado una decena, cuando tuve un nuevo calambre.

¿Había llegado la hora?, me pregunté cuando el calambre pasó. No


habíamos hecho los preparativos para el parto. Quizá se pase si me quedo
tendida tranquilamente y continúo con mis plegarias. Cuando las terminé,
volví la cabeza mirando hacia el tapiz de Melusina que mi madre,
cumpliendo con su palabra, había hecho que tejiesen y colgasen sobre mi
cama. Melusina bajo su aspecto de dragón, tal como atestiguaban sus
antepasados y los míos en las historias de Francia, fuerte en el parto y
guardiana de sus hijos. Sentí otro calambre, más fuerte, y supe que estaba
empezando.

Era pronto según los plazos, según dijo Mal más tarde, pero un parto
adelantado no significa que sea más fácil. Llamé a Mal y a Margaret y
enviaron a un hombre al pueblo en busca de Madre Goodier, la partera.
¿Qué puedo contar sobre las siguientes horas? Verdaderamente no puedo
recordarlas y, sin embargo, tampoco puedo olvidarlas, aunque lo que evoco
se confunde con las memorias de años posteriores y otros alumbramientos.
De hecho, no conozco a ninguna mujer que haya parido que pueda olvidarlo
todo o recordarlo enteramente. Y aquellas que mueren confesadas, si me
encuentro con ellas, Dios lo quiera, en el Paraíso, sé que tampoco lo habrán
borrado de la memoria. A veces me pregunto lo que pensarían los santos, y
que me perdonen, al oírnos hablar sobre la maldición que Dios en Su
sabiduría descargó sobre Eva y sus hijas.

Cuando llegó Madre Goodier, cada punzada de dolor parecía que me


apretaba y aplastaba contra una roca. En los intervalos encontraba algo de
respiro, y Margaret limpiaba mi frente con agua de lavanda mientras Madre
Goodier hervía un brebaje de hierbas en el fuego para que lo bebiese más
tarde. Después, en cuanto empezaba a relajarme y adormilarme, el dolor me
apretaba otra vez, agarrándome más fuerte y durante más tiempo, hasta que
pensaba que estaba muerta y era arrastrada por los demonios a las candentes
rocas del infierno. Estos episodios de dolor y respiro se sucedían
alternativamente, hasta que en uno de los vahídos de dolor alcancé a
escuchar la llegada de alguien en el salón de abajo y la ruidosa salida de
Margaret de mi habitación, antes que el dolor volviese. Esta vez fue tan
fuerte y tan largo que me pareció eterno; fue entonces cuando vi que
Margaret había vuelto y sostenía algo ante mis ojos: una cinta de seda y
cuero, oscura y manchada por el tiempo, bordada con curiosos signos que
no podía leer y un dragón sonriente.

—¡Es el fajín, Ysa! El fajín de santa Margarita. Ahora todo irá bien.

Mal se persignó.

—Ahora, señora, debemos atarlo alrededor de su vientre —dijo Madre


Goodier, doblándose con un gruñido hasta el banco donde yo estaba sentada
en cuclillas, con la cabeza descansando sobre mis brazos, que se aferraban
al cabecero de la cama.

—Levantaos de modo que podamos hacerlo con sagrado respeto.

Me levanté un poco y me sobrevino otro dolor. Luego, moverme otra vez


me pareció imposible, pero tenía que hacerlo. En el siguiente respiro me
apoyé sobre un pie e incorporé la mitad de mi cuerpo. Mal levantó mi bata.
Madre Goodier ató el fajín alrededor, levantando mis pechos hinchados que
caían sobre mi vientre. Recuerdo que sus manos estaban frías. Mal dejó
caer mi bata. Luego vino otro dolor, que no tuvo consecuencias, y de pronto
me sentí tan cansada que tuve que aferrarme más fuerte aún a la cama para
no caerme.

—¿Veis lo que puede hacer la bendita Margarita? No durará mucho,


señora, dijo Madre Goodier.

Otra vez a la cama. Tropecé contra el borde de la cama en el intento y


traté de ponerme de cuclillas, pero me hice un lío y sólo logré apoyar las
manos sobre las rodillas. Me invadieron un dolor y una presión tan intensos
que mis entrañas iban a reventar. En algún sitio estaban llamando, rezando,
gritando para que empujase, para que presionase hacia abajo, y lo hice una
y otra vez, y muchas más veces, hasta que mis gritos parecían arrancar algo
de mí por el propio dolor que me estaba desgarrando y rompiendo las tripas.
Yo ya sólo era dolor y alaridos, y después de sentir un caliente y resbaladizo
deslizamiento, caí sobre mi vientre en un charco de sangre y mierda y
escuché llantos que eran nuevos y débiles, pero que no eran los míos.

***

Estaba acostada con Thomas sobre mis pechos cuando oí un grito en la


entrada, y el tumulto y las fuertes pisadas de un puñado de hombres y
caballos cansados que entraban en el patio. Madre Goodier me había
prohibido levantarme de la cama hasta el décimo día, pero intenté
incorporarme para sentarme sin molestar a Tom. Empezó a lloriquear, y
dentro de su faja podía sentir sus puñitos sacudiéndose mientras lo acunaba
para tranquilizarlo.

—¡Ysa! ¡Ysa! —Margaret subía las escaleras precipitadamente desde el


vestíbulo—. ¡Es John, está en casa!

Por su modo de andar, podía adivinar lo agotado que estaba. Se detuvo


ante la puerta, su brigantina atada flojamente y por debajo el cuero de su
cota, negro por el sudor.

—York ha ganado. Somerset está muerto. Su Majestad el rey está herido,


aunque no mortalmente. Lo llevan a Londres.

—¿Qué? ¡Oh, Señor Jesús querido! Que Dios preserve al rey Enrique.
Que Dios dé descanso a su alma.

Me senté y retiré bruscamente la mano que sostenía la cabeza de Tom


para persignarme, con tal sacudida, que sus duras y glotonas encías dañaron
mi pezón y estuve a punto de gritar.

Margaret se aproximó.
—Yo lo cojo, Ysa.

—No, aún no ha terminado.

Levanté mi seno hasta su boca otra vez y, como siempre, tuve que doblar
los dedos de mis pies y apretar mis puños mientras mordía.

El rostro oscuro de John estaba endurecido por el agotamiento y la


derrota, pero su sonrisa lo transformó.

—Me han dicho que es un hijo.

—Sí —contesté—. Margaret, por favor, ve abajo y ocúpate de que los


hombres tengan de comer y de beber, y todo lo que necesiten.

Salió, aunque habría preferido quedarse.

Thomas chupaba con fuerza, hasta que se durmió con su boca aún abierta
y su cabeza apoyada en mi brazo. Me cubrí con la bata.

Por fin, John se acercó, se sentó en el borde de la cama y enseguida se


inclinó para besarme.

—¿Está bien mi hijo?

—A Dios gracias, sí. Y es un buen chico y bien dotado, dice Mal.


Nosotros, yo, pensé en llamarle como santo Thomas Becket. Pero aún no ha
sido bautizado. Está previsto para mañana. Pensamos... pensamos que no
deberíamos esperar a tu regreso. Pero si no te gusta...

—No. Thomas es un buen nombre. Thomas Grey. Sir Thomas Grey


cuando llegue el momento, si Dios quiere. Y finalmente lord Ferrars de
Astley y Groby. Suena bien. ¿Y tú estás bien?

—Sí, y ruego seguir así. Me siento bastante bien.

Asintió con la cabeza, mas permaneció callado durante tanto tiempo que
empecé a sentir miedo.
—Esposo, ¿qué hay del rey? ¿Todavía está en sus cabales?

Movió la cabeza, como si le molestase una mosca.

—No lo sé. Aunque teniendo en cuenta lo ocurrido... ¡Quién sabe cómo


terminará! Los de York lo escoltan de regreso a Londres, es todo lo que
sabemos. —Se acercó hacia delante para tocar la mejilla de Thomas—. Mi
hijo, eso está bien. —Aún dormido, la cabeza de Thomas giró de tal manera
que sus labios tocaron el pulgar de John como en un beso y emitió un
pequeño sonido como un sorbo—. Los de York y el conde de Warwick
tienen a Su Majestad el rey —siguió John, como si explicándomelo,
diciéndolo otra vez, se reafirmara en que era verdad—. Su Gracia de
Somerset ha muerto, entre otros muchos.

—Dios dé reposo a sus almas —rogué—. Y que el Cielo preserve a los


vivos. ¿Pero cómo ocurrió?

—Cabalgamos hacia el sur desde Grafton y encontramos al rey en St.


Albans, cuando se dirigía hacia Londres. Sólo estaban sus consejeros con
él, y los de York a menos de media legua aproximadamente hacia el este.
Los de York enviaron un mensaje de sumisión al rey a cambio de la entrega
de Somerset, ya que sostenían que éste era el culpable. Pero cuando
Somerset se negó, atacaron. Su Majestad el rey dio la orden de perdonar a
los vasallos, pero no a los nobles.

Sus palabras eran graves, como el ruido de las tropas, y aceleradas como
si estuviese oyendo otra vez las trompetas y los tambores de una avanzada.

—Hombres como los nuestros, que habían pasado varias campañas en


Francia y en la frontera de Escocia. Las embestidas de los York no
conseguían romper nuestra formación, no por el flanco. Los nuestros
aguantaron como rocas, pero éramos muy pocos. Entonces los arqueros de
Warwick aparecieron en cuanto pasamos el Chequers Inn. Nos dividieron
por el frente, avanzando, y nosotros retrocedimos y luchamos sin cuartel
hasta que nos encontramos en plena calle mayor. Al final sólo reteníamos el
Castle Inn, ¿lo recuerdas? —Negué con la cabeza—. Comíamos con
frecuencia en esa taberna cuando viajábamos desde Grafton, es la que está
situada en una calle siempre repleta de carros, recuas de mulas, viajeros y
de las multitudes que se dirigían hacia Londres o volvían de allí.

Sus ojos se entrecerraban mientras hablaba, como si todavía estuviese al


acecho de un próximo ataque y contase los hombres disponibles para
prepararlos para la lucha.

—No era una mala posición, pero para entonces no teníamos ni siquiera
un hombre que portase el estandarte real, que encontré tirado en el desagüe
y yo mismo coloqué desplegado contra la pared de la taberna. Una flecha
alcanzó al rey en el cuello, apenas una herida superficial, pero aun así una
buena herida, y corrió a refugiarse. Al final, Su Gracia de Somerset salió al
frente, porque ya no quedaba nadie ileso, pero lo mataron, aunque él acabó
con cuatro antes de ser liquidado. Era un gran hombre. Muchos otros fueron
capturados y hechos prisioneros. Se ha declarado que el rey no es un
prisionero y que su fiel y leal primo de York sólo lo ha rescatado de las
garras de Somerset y de otros perversos consejeros.

—¡Y a eso le llaman lealtad! ¿Pero tú no fuiste herido? ¿Tampoco tu


padre? ¿Y los hombres?

—Ninguno de los nuestros, salvo Joseph Carter de Grafton Mill, que


recibió un flechazo en el muslo que no resultó ser más que un roce.

—Menos mal, porque se casó muy tarde y tiene un niño todavía pequeño;
no me gustaría nada ver a su esposa convertida en viuda.

—Eso no iba a ocurrir. Los arqueros de Warwick disparaban a los nobles


cercanos al rey, no a los vasallos. Saben su cometido. Estábamos
relativamente a salvo.

—Debemos avisar a mi padre.

—Sí, aunque las noticias ya estarán llegando a Calais. Con Somerset


eliminado y York influyendo sobre el rey en Londres, es probable que tu
padre pronto pierda el mando allí. York querrá Calais y su guarnición en
manos de sus seguidores. Se la entregará a Warwick, sin duda. —Se puso de
pie y estiró los brazos, luego hizo una mueca—. Debo comer, lavarme y
dormir. ¡Quién sabe lo que ocurrirá más tarde! Su Majestad el rey no es un
hombre capaz de defenderse ante alguien como York.

—La reina hará valer su opinión ahora que tiene un hijo por quien luchar.

—Sí. Pero también odia a York, y ahora aún más, afligida por la muerte
de Somerset. Como dice tu padre, tiene todo el valor del que carece Su
Majestad el rey, pero no la sabiduría para suavizarlo.

—Lo sé, esposo, ¿deberíamos preparar nuestra propia defensa aquí, en


Astley?

—Creo que sería sensato. —Se detuvo con su mano en el picaporte—.


Decían que Richard de York llevaba a su hijo Eduardo, conde de la Marca,
consigo. No debe de tener mucho más de diez primaveras, pero ya posee
carácter.

Salió y cerró la puerta tras de sí.

Thomas lanzó un suspiro. Un brazo se contrajo dentro de su faja y sus


ojos pestañearon como si soñase que volaba sobre un halcón.

Había rezado por un hijo varón y mis plegarias habían sido escuchadas.
Pero después de oír el episodio de Eduardo, conde de la Marca, con sólo
diez años, sentí como un cuchillo en mi pecho y el deseo de que no se
hubiese cumplido aquello por lo que había rezado en cada misa desde que
supe que estaba embarazada. Ni aquello de lo que había pensado agradecer
por la mañana cuando escuchase tañer la campana por su bautizo. Ni
aquello por lo que me habría arrodillado en señal de gratitud a los pies de la
misma imagen de Nuestra Señora ante la que yo misma fui bautizada.
Pequeñas lágrimas calientes brotaron de mis ojos, resbalaron por mis
mejillas y cayeron sobre su frente. ¿Qué será de mi hijo? ¿Cómo podría
estar seguro en este mundo donde hasta los niños son llevados a la batalla,
atacados, aniquilados y contemplan a un rey vencido y encarcelado por sus
propios allegados?
Capítulo 3

Antony, prima

Al menos no estoy encadenado. Sólo una vez tuve las manos atadas, ¡y
estaba tan furioso! Rabioso con toda la cólera y el temor de mis diecisiete
años. Mi padre frunció el ceño, y aunque yo estaba callado, pensé, como
hacen los jóvenes, que él era incapaz de sentir la humillación que yo sufría
por el hecho de que se había aceptado su caballerosa palabra como palabra
de honor, pero no la mía.

Escuchando el relato, pensarías que se trata de un juego de niños, pero


tanto como lo eran las heridas, el temor era real. Cuando se lo dije a Louis,
se rió conmigo, ante la bizarra locura de mi juventud, pero luego estiró su
mano a través de la mesa de la taberna y apretó con fuerza mi antebrazo,
como si él mismo sufriese el daño de mi cuerpo y de mi orgullo.

Todavía hoy, después de todo lo que he sabido sobre Richard, conde de


Warwick, me pregunto el porqué de todo lo que ocurrió esa noche. La idea
de York de proteger el reino durante el segundo ataque de locura del rey
Enrique consistía en poner a Calais bajo las órdenes de Warwick; pero
cuando el rey Enrique recobró la lucidez y York dejó de ser el protector, se
volvió precipitadamente a su baluarte de Dublín y envió a su propio hijo,
Eduardo, conde de la Marca, con su primo Warwick a Calais. Allí
permanecieron los dos, como dragones en su guarida, saliendo con furia
para atacar a los barcos que pasaban por el Canal cargados de sal, pieles y
vino.
Mi padre fue enviado a Sandwich para hacerse con el resto de las naves
de Warwick en nombre del rey. Lo conseguimos con bastante facilidad, sin
derramamientos de sangre dignos de mención, ya que los marinos
experimentados saben cuándo es una locura iniciar una pelea.

—¡En nombre del rey! —grité a la cara de uno que parecía estar todavía
embravecido, a pesar de estar desarmado.

—¿Un rey que está medio loco, sostenido en su trono por una bruja y su
llamado hijo, aunque no es de su propia sangre?

Incluso un prisionero puede ser tratado duramente cuando dice tales


cosas. Golpeé al hombre en la cara.

—¡Desafiar a un rey consagrado es desafiar a Dios! ¡Escoria blasfema!


—le grité. Entonces lo creía y aún lo creo.

—Warwick es un gran hombre —dijo mi padre, sentados ante una última


taza de hipocrás, una semana después, en la mejor taberna de Sandwich,
sólidamente asentada entre los muelles. Aquellos que habían sido heridos al
abordar los barcos estaban siendo curados. Los hombres de Kent allí
asentados no se habían levantado contra nosotros en defensa de Warwick,
como habíamos temido que pudieran hacer, y todo permanecía tranquilo.
Mi padre se había sorprendido al descubrir que los cinco barcos de Warwick
estaban en tan mal estado que el Grace Dieu ni siquiera podía navegar, por
lo que puso a los carpinteros manos a la obra. Estábamos bastante bien
acomodados y comimos bien, lo cual era un placer para mi padre y un alivio
para mi madre. Incluso tuvimos tiempo para hacer un pequeño peregrinaje
hasta Canterbury.

—Pero Warwick debería haberse quedado quieto en Calais en vez de


volver y tratar de enmendar el reino —decía—. Tendría que arreglar los
problemas de sus propios dominios y no inmiscuirse en otros asuntos.

Mi madre se levantó.

—Mi señor, hijo, me voy a la cama.


Me puse de pie e hice una reverencia. Ella me besó en la frente y luego se
inclinó hacia mi padre antes de que él la abrazase.

Todo estaba tranquilo en Sandwich, como siempre, cuando cabalgaba de


regreso a mi propio alojamiento en medio del intenso frío de enero. Las
noticias sobre el viento y la marea se comunicaban con trompetas incluso
durante la noche, y las tabernas hacían buen negocio con las cervezas, los
vinos y las putas, como todas las tabernas de los grandes puertos. Pero mis
hombres y yo estábamos de acuerdo en que no alcanzábamos a oír nada
sospechoso, sólo las llamadas de las horas de los vigilantes que habíamos
dispuesto en cada barco.

Yo estaba agotado y dolorido, aunque confortado por el placer del deber


cumplido. Dediqué un momento a garabatear una nota para Elysabeth y la
envolví junto a unos regalos para los niños, una copia que había hecho de la
obra de Llull Libro del Orden de Caballería para Tom y una peonza
escarlata del mercado de la plaza para el pequeño Dickon. Lo mandaría con
el próximo hombre que partiese a Grafton para que desde allí lo hiciesen
llegar a Astley. Los hombres, envueltos en sus ropajes alrededor del fuego
de nuestra estancia, protestaron por la luz, que les impedía dormir, así que
soplé mi vela y me arrodillé para rezar en la oscuridad.

Estaba profundamente dormido cuando un grito estalló en mis sueños, y


luego otro, y después golpes en la puerta.

—¡Nos atacan! ¡Están tomando los barcos! ¡Sir Antony! ¡Dios bendito!
¡Dese prisa!

Me levanté y calcé las botas con los ojos casi cerrados, mis compañeros y
yo tropezando con los brazos, maldiciendo el dolor de rozarnos las heridas
recibidas en el combate de la semana anterior y buscando a tientas lazos y
brigantinas. No teníamos tiempo de ensillar los caballos y lo más urgente
era disponer nuestras armas. Salimos corriendo, pasando Whitefriars y el
Rope Walk hasta la puerta de Dover, donde recogimos a dos hombres más,
que eran los únicos con que podíamos contar, para no dejar desprotegida la
puerta. Luego corrimos por la Chain calle abajo hacia el muelle con
nuestras espadas desenvainadas.
A la luz de las antorchas de la taberna vi a mi padre desarmado, de pie y
con su camisón de dormir, rodeado de hombres con el distintivo de
Warwick. Mi madre estaba de pie a su lado, vestida como había podido, un
hato a su vera sobre el pavimento de piedras y, detrás de ellos,
insinuándose, el bulto de uno de los barcos.

Nos sobrepasaban en número, pero hicimos lo que pudimos, aunque mi


padre se vio impotente. El enemigo se enfrentó a nosotros armado con los
remos del barco à Warwick y nuestros gritos a favor del rey fueron
rápidamente ahogados por el ruido del acero. Dejamos heridos a varios;
entre ellos vi a uno que escapaba con un tendón de su rodilla cortado
mientras pedía en francés amparo a la Virgen. Otro recibió un corte en la
cara y sangraba tan profusamente que no podía ver. Uno de los nuestros fue
abatido, Joseph Carter, de Grafton Mill, descanse en paz, y yo recibí un
corte en el hombro tan profundo que me impedía empuñar la espada. Supe
que habíamos perdido cuando descubrí una daga pinchándome la garganta.

—¡Poneos a salvo! —grité a mis hombres, ronco y temeroso por ellos,


mientras la daga pinchaba la piel de mi cuello. Mis hombres escaparon por
las calles oscuras.

Los hombres de Warwick no se molestaron en correr tras ellos, ni


tampoco, a juzgar por lo que alcanzaba a distinguir en la oscuridad, trataron
de hacerse con la ciudad. Parecía que nosotros, los Wydvils, y los barcos
que su señor reclamaba como suyos era todo lo que deseaban. Una mano se
apoyó en la herida de mi hombro y pensé que el dolor iba a marcar mi piel
para siempre; a continuación fui empujado hacia abajo hasta que mis
rodillas golpearon fuertemente el empedrado.

Mi padre y mi madre, y los hombres que estaban junto a ellos, fueron


conducidos deprisa hacia el borde del muelle. Yo tenía las manos atadas a la
espalda.

—¡Escoria! ¡Sinvergüenza! —Aunque de rodillas, traté de darme la


vuelta para encarar a mi captor, pero la daga volvió a pinchar mi garganta
—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves? ¡Soy caballero armado!

—Tenemos órdenes —replicó mi captor levantándome—. Camina.


—¡Debes aceptar mi palabra de honor!

—Eso ya lo veremos —dijo.

—¡Serás colgado por esto, escoria! —tropecé en el tablado porque,


maniatado como estaba, no conseguía mantener el equilibrio—. ¡No tienes
ningún derecho a tratar así a un caballero armado!

Intenté caminar con orgullo sobre cubierta, pero perdí el equilibrio y me


caí cuan largo era, golpeándome el hombro ya herido contra un barril.
Alguien se rió, y luego lo hizo otro. Luché para incorporarme sobre mis
rodillas y entonces me encontré frente a mi padre. No veía a mi madre por
ningún sitio. ¿Qué habían hecho con ella?

—Hijo, cálmate. Ahorra tu aliento para cuando pueda serte útil. —Se
volvió hacia el hombre que me levantaba con rudeza—. Buen señor, no
todos los hombres conocen las reglas de la caballería, pero vos, estoy
seguro, las conocéis muy bien. Mi hijo es de verdad un caballero armado y
debéis aceptar su palabra de honor de buen grado. En verdad, señor, debéis
hacerlo así. Mi señoría de Warwick no espera otra cosa, porque me consta
que él mismo es un caballero sin par, como cualquier otro del reino, lo sé
muy bien.

—Sí, así es, aunque dicen que mi señoría de la Marca apunta a rivalizar
con él —repuso el hombre—. Bien, señor, aceptaré vuestra palabra de que
el muchacho no necesita ser maniatado.

No podía soportarlo más:

—Debéis aceptar mi propia palabra, señor, no la de mi...

—Mi hijo es joven —intervino mi padre, adoptando un tono gentil—.


Entonces éramos unos cabezas locas, ¿verdad? ¿Podríais ser tan amable de
soltarlo?

Mi orgullo no me permitía frotarme las muñecas amoratadas por las


cuerdas.
—Señor —dije dirigiéndome a mi padre y haciendo caso omiso del
hombre que todavía estaba a mi espalda—, ¿qué hay de mi madre?

—Está bastante bien. No han abusado de ella —se obligó a sonreír—. Me


parece que haremos un corto viaje a Calais. Siempre le gustó, y le encantará
tener la oportunidad de utilizar su lengua nativa.

Tal como había pronosticado, la oportunidad de hacerlo se prolongó


durante mucho tiempo.

***

La niebla ya se ha levantado. Los hombres que me escoltan cabalgan con


rostros serios; sus voces norteñas, secas y parcas, hablan sólo de lo que se
traen entre manos, y aun así, lo mínimo. Parece que conocen su cometido
tan bien como yo. Están alerta, como no podía ser de otra manera tratándose
de hombres armados y arqueros. Pero van cómodos, porque la gente de esta
tierra está acostumbrada desde hace tiempo al dominio de Ricardo de
Gloucester. No hay miradas nerviosas de reojo en estos hombres, ni las
manos se aferran a las empuñaduras, ni se cambia rápidamente de planes.
Una tropa sólida, trotando hacia York en las primeras horas de un largo y
caluroso día de camino. Esta silenciosa jornada de trabajo es un viaje como
cualquier otro: sus recorridos, sus puntos de parada, su final, todo está
previsto.

Y sin embargo, el final para mí es como ningún otro, mi final, el final de


mi vida en esta tierra.

Algunas veces me pregunto si será como una vez me pareció verlo. El día
de nuestro peregrinaje a Canterbury había piedras a mi alrededor y una luz
dorada suspendida ante mí en lo alto del horizonte. De algún sitio me
llegaban cánticos, cuyas notas se elevaban y descendían entre los arcos.
Proseguí mi camino andando sobre las rodillas. Cada piedra las raspaba más
duramente que la anterior, cada paso era una prueba para mis fuerzas, una
prueba para mi humildad, mi paciencia, para mi afán de ofrecérselo todo a
Dios. Dolor y humillación, cuerpo y alma humillados conjuntamente,
ofrecidos ante el altar de un mártir que una vez ofreció más de lo que yo
nunca pude hacer y que gustosamente se entregó por entero a una muerte
brutal para servir a Dios.

¡Cuán pequeña y débil era mi ofrenda en comparación!: un insignificante


y temprano peregrinaje. Las grandes piedras olían a hielo y a tierra. El
incienso era denso y áspero, la sal de hierro del agua bendita seca desde
hace tiempo sobre la frente, los labios y el pecho desnudo, el tufo del sudor.
Dolor y calor empezaban a mezclarse con la música dentro de mi mente.
Alcancé lo alto de las escaleras y la luz dorada se expandió como una nube
ante mí. Podía moverme más rápido, apresurarme a pesar de mi dolor ante
la Presencia, hacia aquel precioso altar que casi parecía estar colgado en el
aire ante mí, atrayendo, destellando, rubí, marfil, zafiro y oro; guardando
esos escasos restos mortales que quedaron para nosotros, llenando mis ojos,
mi nariz con una esencia que hacía sonar campanas en mis oídos, que me
arrastraban y mantenían en un rapto, sin otro deseo que el de alcanzar su
corazón y el lugar del descanso eterno del sagrado Thomas, donde el dolor
y la tristeza no serían más que una sombra, un recuerdo de un regalo que
una vez entregué a Dios.

Una, miércoles

Lionel está en la plataforma cuando mi tren se detiene en St. Albans. Izzy


ya no tiene el aspecto de una artista, pero Lionel aún conserva el aire de lo
que es: un hombre de negocios de Londres, semirretirado porque ha hecho
más dinero del que pudiese desear. Está acicalado hasta en los mínimos
detalles: la chaqueta de tweed, la camisa bien planchada con la corbata
perfectamente anudada, exquisitos guantes de piel, gruesos zapatos con un
brillo más reluciente que el de un oficial de caballería fuera de servicio, el
pelo negro con elegantes matices de plata sobre las sienes. Recuerdo haber
intuido ese brillo que avanzaba lentamente por él cuando empezó a trabajar
en Londres, y más cuando conoció a Sally. Estoy muy contenta de verlo,
pero me hace sentir desaliñada y sucia por el viaje, aunque me ha dado
tiempo a hacer alguna colada e incluso a planchar mi camisa, y media hora
de viaje en un tren casi vacío no puede dejar muchas huellas.

—¿Qué tal el viaje? —pregunta, besándome en la mejilla.

Pero no puedo contenerme:

—Tío Gareth dice que el taller también tiene que venderse.

—Suelta, déjame llevarte la maleta. Ya lo sé, es una pena. Espero que no


te importe que vayamos a pie, no es lejos.

Me aferro a mi maleta.

—Puedo llevarla yo, gracias. Además, sólo llevo un cepillo de dientes y


bragas limpias, no pesa... ¿Es realmente necesario vender el taller? —
continúo mientras nos abrimos paso entre la multitud del London Road—.
Deberías haberlo visto. No es que quiera ponerme melodramática, pero
sinceramente pienso que eso significará su muerte.

—Bueno, creo que él es más fuerte de lo que parece. Aunque, por


supuesto, está afectado. Pero al parecer no hay otra opción. ¿Y tú qué tal?
¿Has estado muy ocupada desde tu llegada?

—Sí, bastante. Ya te puedes imaginar.

—Dime si hay algo en lo que pueda ayudarte. Evidentemente, no soy un


experto en asuntos australianos. Pero puedo aconsejarte...

No me ha dado un abrazo, como hizo Izzy, pero tengo la sensación de


que está mentalizándose para echarme una mano si se lo pido, y me invade
un sentimiento de afecto.

—Todo va bien por ahora, gracias. Y respecto al Chantry, ¿ya lo sabe


Izzy? Hoy no he hablado con ella.

—Sí, lo sabe.
—Debe de estar absolutamente destrozada. Ella vivió en el Chantry más
tiempo que cualquiera de nosotros. Siempre pensé que fue un error que ella
y Paul se mudasen.

—No puedes culpar a un hombre por no querer vivir con sus suegros.

—Supongo que no. ¿Pero no cabría otra solución? Me refiero a lo de


vender el Chantry. No me preocupa Izzy, sino tío Gareth.

Cruzábamos la calle St. Peter en medio del vibrante y zigzagueante


ajetreo de los viandantes.

Suspira y mueve su cabeza.

—Mi asesor inmobiliario estuvo dándole mil vueltas al asunto y no hay


otra salida. ¿Sabías que Sparrow’s Lane es un camino privado?

—Lo supongo. Lo pone en un cartel, o al menos lo ponía.

—Sí. Los vecinos han persuadido al propietario para que impida el


acceso a los vehículos pesados. Así que si vendemos toda la propiedad, la
maquinaria de construcción puede utilizar la entrada posterior. Ésa da a un
camino público, aunque no está pavimentado. Me temo que es todo o nada.

El argumento parece indiscutible, pero quiero seguir debatiéndolo.


Aunque pensé que no lo haría; en el fondo sería bueno despojarse de los
últimos retazos de mi vida inglesa. Pero no es así, porque eso significa...
despojarse de los últimos retales de mis recuerdos de Mark.

¿Mark?

Después de ver... ¿qué?, ¿su fantasma?, no puedo engañarme más a mí


misma pensando que no tiene importancia, que ocurrió hace mucho tiempo.
Sí, ocurrió hace mucho tiempo, pero fue demasiado importante. Las cosas
que tuvieron tanta importancia, que entonces dolieron tanto, no dejan de
existir porque hayan pasado los años, porque yo me trasladase al otro lado
del mundo o porque Adam y yo fuéramos felices.
Algo se remueve en mi interior. No es nostalgia. Ni tristeza. Es algo
pequeño pero feroz, algo reciente, no antiguo.

—¿Así que estás escribiendo algo sobre la Guerra de las Rosas —dice
Lionel mientras cruzamos Chequer Street, abriéndonos paso entre
repartidores, agentes de tráfico y turistas en dirección a la abadía—. York y
Lancaster y todas esas historias. ¿Haces referencia a la batalla de St.
Albans?

Intento concentrarme.

—Por supuesto —contesto—. A las batallas. Hubo dos, en 1455 y en


1461. La primera fue... ¿Dónde está la plaza del mercado? —Lionel señala
hacia delante—. No fue mucho más que una escaramuza, pero Enrique VI
fue herido en el cuello y capturado por los de York. La segunda fue mucho
más sangrienta.

Maniobra de tal forma y con tal cuidado que nuevamente se sitúa entre la
carretera y yo, escoltándome. Su lenguaje es exquisito, aunque no logro
decidir si lo es aún más su brazo, que me dirige cada vez que topamos con
una farola y se retrasa para dejarme pasar primero. Adam era muy educado,
pero no más de lo que un ser humano pensante puede ser con otro, y nada
que ver con esta delicada y codificada danza de macho a hembra que es tan
seductoramente limitante, como los vestidos new look encorsetados y
almidonados que tía Elaine cortaba y cosía con tanto esmero para Izzy. Por
encima de nuestras cabezas, las fachadas de plástico, acero y vidrio están
soldadas a una confusión de edificios de ladrillo cuya edad sólo es posible
adivinar contemplando las ventanas laterales y las vigas salientes de los
techos. Se ven hileras de coches y parquímetros, anuncios luminosos y
papeleras municipales, y una exquisita placa eduardiana de cerámica
coloreada que recuerda, sobre la fachada de un edificio de una constructora,
que fue la taberna de Castle Inn, la muerte del duque de Somerset.

Un pesado camión se aproxima traqueteando al subir por la cuesta del


monte Holywell, jadeando y roncando a cada cambio de marcha. En aquella
época, el monte había sido cercado por una barricada formada por los
hombres de Somerset en defensa del rey contra su propio primo de York, el
hombre más poderoso del reino. Por debajo de las líneas de tráfico pintadas
de amarillo, de la capa de asfalto y de las capas subyacentes de grava y de
áridos, se encuentra la misma tierra que ellos intentaban conservar. La
diferencia la marcaría el número de los que pudiesen sostener un arco, una
espada y una pica; que confiaran en la ayuda de Dios o temieran la
condenación; que estuvieran hambrientos, borrachos o debilitados por el
terror. Tendría importancia lo resistentes que fueran sus cascos y sus
corazas, cuán fuertes fueran sus brazos y sus espaldas, dónde se
concentraban y cuán firmemente se mantenían.

¿Qué significado tenía hacer todo eso en defensa de alguien a quien sólo
conocían por ser leales a su bando? ¿Dios, o el rey o Su Gracia de York?
¿Utilizar en apoyo de su causa todo lo que constituía tu ser, tu cuerpo y tu
alma, tus fuerzas y tus debilidades, y saber que podría no ser suficiente?

¿Qué habría significado para mi padre, que contaba con la única


experiencia de una breve estancia en un cuartel de entrenamiento de
soldados, que era un artista que declaró en una carta que no tenía más
lealtades que para el arte, encontrarse bajo el fuego en los desiertos de Irak
y en la matanza de Coriano? ¿Que mi abuelo fuese sólo por unos meses
demasiado mayor para el reclutamiento pero que su hermano muriese en el
frente del Somme, sus amigos sucumbiesen en la colina de Vimy, el río
Piave, y lo hiciesen muchos otros que podía contar como en una letanía?
¿Que el hermano de la abuela fuese pisoteado hasta la muerte por ser
objetor? ¿Que tío Gareth nunca mencionase para nada Tobruk?

No es exactamente mi propio mundo, porque sólo lo veo a través del


polvo gris de las fotografías del periódico y los documentales, pero es el
telón de fondo de sus vidas y ha formado los escombros que hay bajo mis
pies. Una vez fui a casa de Mark, cuando aún existían hileras de casas como
dientes rotos y cráteres llenos de escombros y matas de lanzas de adelfas.
¿Qué se había olvidado al terminar de trabajar y después de comer ese
sábado al mediodía? Sí, era su paga. Pero descubrí que el lugar donde vivía
no era un hogar, sólo un patio lleno de chatarra. Más tarde comprendí que
era el material que su padre borracho pensaba recomponer y luego vender
cuando estuviese sobrio. Sabía que su hermano estaba en la cárcel, algo que
apenas podía imaginarme: una persona real, más o menos, ya que era el
hermano de Mark, era un criminal.
Un patio y un par de habitaciones de tablero de madera semipodrida
detrás de la calle Rope Street era todo, casi bajo las sombras amenazantes
de los cascos de los barcos que flotaban en las aguas grises, amarrados al
dique de Greenland Dock. Recuerdo mi fascinante horror ante la fría
cocina, con sus costras de restos de comida, la nauseabunda letrina
excavada en la tierra y los perros plagados de pulgas que pensé que estaban
abandonados hasta que vi a Mark alimentándolos y barriendo sus
excrementos fuera del patio, con la indiferencia de una vieja costumbre.

—Bueno, muchísimas gracias —dijo, levantando mi bici desde la grava


donde la había dejado—. Muy amable por tu parte. A propósito, ¿pudo
terminar la señorita Butler su dibujo antes de que empezara a llover? ¿El de
las gallinas?

—¿Izzy? No, pero dejó de llover, y a lo mejor lo está haciendo ahora.

—Estaría bien. Estaba muy enfadada cuando la señora Butler le dijo que
entrase. Ese grabado va a ser bueno.

—Izzy siempre se enfada cuando tiene que dejar de trabajar.

Me sonrió, pensé, como si fuese a mí pero al tiempo no lo fuese.

—Mejor vete antes de que vuelva a llover. Te veré el lunes.

—De acuerdo —dije.

La puertecilla de entrada crujió y luego se abrió de golpe. Apareció un


hombre que me clavó la mirada.

—¿Qué pasa? —Tenía acento local, sólo que algo pastoso, diferente del
de Mark, y hedía.

—Algo que olvidé en el trabajo, papá —dijo Mark rápidamente.

—¿Tu sueldo? Me lo debes.

—No, sólo un libro.


Era una mentira. Nunca habría imaginado que Mark pudiese mentir.

El padre de Mark me miró.

—¿Tú eres una de ellos, entonces?

Asentí con un gesto. Me dije a mí misma que no estaba asustada porque


Mark estaba allí y luego vi que él sí estaba asustado por la manera en que la
mano aferraba el sobre con la paga dentro del bolsillo.

El padre de Mark me tendió la mano, y sabía que sería muy grosero de mi


parte no estrechársela, aunque no quería hacerlo. Hizo como una especie de
sacudida, pero el apretón me dolió.

—John Fisher. ¿Cómo está? ¿Quiere esa bici? Le haré un buen precio por
ella.

Tardé un minuto en darme cuenta de lo que quería decir. Y cuando lo


hice, no sabía qué decir, porque a lo mejor resultaba grosero negarse a eso
también.

—Por supuesto que la quiere, papá —dijo Mark, y me sentí tan aliviada
que casi se me saltan las lágrimas—. Déjala en paz. ¿Cómo iba a hacer para
llegar a su casa?

—Sólo preguntaba. No vas a ningún sitio en este mundo si no preguntas,


¿verdad, señorita?

Uno de los perros hacía sus porquerías en el rincón, otra vez.

Mark cogió el manillar de mi bici como si quisiera llevármela hasta la


puerta y de repente se situó entre su padre y yo, y aunque sabía que él
estaba asustado, me sentí a salvo.

—Será mejor que nos marchemos o la señora Butler se preguntará a


dónde has ido.

Nunca más volví allí, y el mundo del que formaba parte fue lentamente
rellenado, nivelado y transformado en hormigón, luego en vidrio y ahora en
ladrillos artísticos. Pero después de que desapareciese, soñé más de una vez
con Mark yéndose silenciosamente sobre el decorado de fondo de aquel
mundo, tal como hace la gente en los sueños. Una pequeña imagen sobre un
panorama interminable de gente de rostro gris que se desplaza, con trenes,
señales y postes de luz que van pasando, y detrás de él los fragmentos de
edificios monocromáticos en un mundo de cicatrices y cráteres.

Cuando llegué a casa, Izzy estaba otra vez echada boca abajo al lado del
gallinero y dibujando. Evidentemente tía Elaine aún no había descubierto
que no estaba sobre una alfombra, sino tirada sobre la hierba húmeda. Sus
piernas estaban sobre el sendero y no dejaban pasar mi bici.

—Izzy, ¿puedes moverte?

Ni respuesta, ni movimiento, excepto el de su lápiz saltando al dibujar las


plumas y luego clavándose en un ojo pequeño y brillante en el papel de su
cuaderno de dibujos.

—¡Izzy!

Sin respuesta todavía. Enfadada, piso su pierna suavemente con la rueda


delantera. Le deja una sucia marca. Gira su cabeza.

—¿Qué?

—¿Puedes moverte?

Sin decir una palabra, dobló sus piernas hacia arriba y pasé muy justo;
puse mi bici en el cobertizo y me fui a lavar las manos al fregadero de la
cocina. Tía Elaine estaba cocinando. Me froté y froté la mano derecha hasta
que el olor al padre de Mark desapareció y todo lo que quedaba era el
aroma del jabón.

—¿Está sorda Izzy? —le pregunté a tía Elaine mientras me frotaba.

Me estaba cortando un trozo de pan.

—No, ¿por qué?


—Nunca oye nada cuando está dibujando.

—Tampoco tú cuando estás leyendo. ¿Quieres mermelada, mantequilla o


unto en tu pan?

—Mantequilla y mermelada —contesté, aunque sabía muy bien que no


me las daría.

—No, o lo uno o lo otro, ya lo sabes. Y el «por favor». Es porque estáis


concentradas, tú en tu libro e Izzy en su dibujo.

—Tío Gareth dice que antes siempre poníais las dos. Unto entonces.

—Eso era cuando la imprenta daba dinero —dijo tía Elaine, poniendo la
fuente con el pan en la mesa y la jarra con el unto y volviendo a enfrascarse
en trocear las zanahorias.

—Pero eso es porque son historias —dije robando un trocito de zanahoria


del montón—. Me refiero a Izzy. Las historias están dentro de mi cabeza y
yo estoy dentro de mi cabeza. No puedes estar dentro de tu cabeza cuando
dibujas, debes estar mirando hacia fuera —y cogí otro trocito de zanahoria.

—Deja de robar o no habrá suficiente para el daube.

—¿El qué?

—El guiso. Una especie de guiso francés.

—¿Me gustará?

—Sí —contestó tía Elaine con aplomo, sacando un frasco del armario e
intentando abrirlo—. ¡Mecá...!

Lionel entró por azar.

—Mami, ¿dónde está papi?

—Todavía en el despacho. ¿Deberes para casa?


—Álgebra. Estoy atascado. El viejo nos puso un ejercicio de nivel muy
alto.

—Tío Gareth está en el taller —dije en medio de mi pan con unto.

—Niña, no hables con la boca llena —me reprendió tía Elaine—. Lionel,
¿puedes abrirme este frasco antes de irte?

Lo cogió y luchó denodadamente con él. Cuando consiguió abrir la tapa,


se le resbaló de la mano y cayó al suelo un jugo que contenía unas cosas
oscuras como cerezas alargadas.

—¿Qué son esas cosas? —pregunté.

—Aceitunas, para el daube. Le pedí a tío Robert que las comprase en la


tienda polaca para probar la última vez que subió hasta la biblioteca de St.
Bride. Recógelas y lávalas bajo el grifo, ¿quieres? Son deliciosas, te
gustarán mucho. Y pásale un trapo al suelo.

No puedo recordar si realmente me gustaron. Ahora sospecho que eran


pequeñas, negras y amargas y que sólo les gustaron a los mayores, pero más
por la nostalgia de añejas vacaciones como estudiantes de arte en rincones
remotos de la Italia de preguerra que por cualquier otra cosa. Lo que sí
recuerdo es haber estado mucho tiempo reflexionando acerca de lo de estar
leyendo en mi cabeza e Izzy mirando hacia fuera desde la suya, y si eso era
lo mismo o no.

Por supuesto, tengo que escribir sobre Anthony y Elizabeth mirando


hacia fuera desde mi mente, deduciendo los hechos desde los colofones y
las anotaciones marginales. Hay que examinar anales y libros de
contabilidad, interpretar imágenes y emblemas. Es como los dibujos de
Izzy: no puedo escribir sobre lo que tienen en sus cabezas, realmente no. De
la misma forma que ella no puede dibujar lo que hay en las mentes de las
gallinas, excepto si ello se manifiesta en lo que hacen sus cuerpos. Pero
para construir una historia debo estar dentro de mi propia cabeza, pienso
distraídamente, y luego me dispongo a atender porque Lionel está hablando
otra vez.
—Así que, dado que se trata de una propiedad tan inusual, y siendo
además un edificio catalogado —a los promotores esto siempre les
preocupa—, en lugar de esperar que goteen las propuestas, la mejor opción
parece ser subastar el Chantry.

—¿Subastarlo?

—Sí. Los muebles y todo. Todo lo que ninguno de nosotros quiera


conservar. Por supuesto, la mayoría de las cosas valiosas ya han sido
distribuidas o vendidas. El equipo de impresión también, a menos que
Gareth quiera llevárselo a algún otro sitio.

Parece como si hablase de desmantelar un edificio de oficinas.

—Pero...

Se gira hacia mí.

—Una, ya sé que es triste, pero realmente no hay otra opción. He


revisado los datos una y otra vez. Es muy triste, pero así estamos... Bien,
aquí es donde pensé que podríamos comer. Espero que no pienses que soy
un excéntrico si me dejo los guantes puestos. Un leve eccema, ¿sabes?

No lo sabía, debe de ser algo reciente. Sólo alcanzo a comprenderlo de


verdad cuando nos sentamos en el restaurante y Lionel saca un pañuelo
limpio. Luego, discreta pero inconfundiblemente, disimulando bajo la mesa,
limpia cada pieza de la vajilla e incluso los vasos. Mis sospechas de que
algo extraño está sucediendo quedan confirmadas cuando, después de
comer, finalmente nos dirigimos bajando la ladera a su oronda y brillante
casa blanca y abre la cerradura de un cofre lleno de cerrojos antes de
desconectar la alarma y preguntarme si no me importaría demasiado dejar
mis zapatos en el vestíbulo. Algunos de mis amigos más hippies hacen lo
mismo, especialmente los escandinavos, ¿pero Lionel?

Sin embargo, no digo nada mientras entramos en calcetines en el


despacho abrumadoramente limpio. Huele a cera y todo reluce. La repisa de
la chimenea está llena de adornos, que destacan sobre una pintura tan
brillante e impoluta que parecen flotar en una piscina que los refleja: un par
de candelabros sin velas, con excepcionales gotas de cera que tía Elaine
nunca tuvo tiempo de arrancar, una o dos invitaciones grabadas en relieve,
una pareja de pastorcillos de porcelana de Dresde que se cortejan
exhibiendo posturas convencionales desde cada extremo. En el centro hay
una pequeña escultura. Es abstracta, de un tamaño que cabe dentro de la
palma de una mano, una límpida curva de metal que reluce con cierta
opacidad, como una luna en cuarto creciente hecha realidad. Me encantaría
tenerla en mis manos.

—¿Es una de las de Fergus? —le pregunto a Lionel—. ¡Es tan bonita!
¿De qué está hecha?

—Peltre, aparentemente de peltre centrifugado —dice, pero no da más


detalles. Me imagino a Fergus escondido en una torre secreta, como un
Rumpelstiltskin, encorvado sobre una rueda, centrifugando el metal fundido
como un torbellino de luz de luna plateada.

—El otro día encontré algo en la ciudad que podría interesarte y que me
recordó al Chantry.

Abre con llave una estantería con puertas de cristal. Le Morte Darthur en
una encuadernación artística de finales del siglo XIX y envuelto como todos
los demás en el plástico transparente del anticuario de libros. El remolino
plateado ha provocado también un torbellino en mi mente. No lo abro; miro
la página del título, las fechas y el colofón. Un libro se crea para contener
palabras; sin embargo, no estoy pensando en las palabras. Es el peso en mi
mano cuando me lo entrega, las esquinas presionando sobre mi otra palma.
Le doy vuelta, saco el envoltorio de plástico, deslizo mi dedo por el lomo
sintiendo las bandas en relieve como vértebras y las trabajadas depresiones
del título y del autor. Luego vuelvo a darle la vuelta, lo abro y paso las
páginas lentamente mientras me acarician el pulgar, deteniéndome en cada
ilustración. Lo hojeo y me envía su leve aliento de papel y de edad. Bajo
mis palmas el encuadernado es suave y tibio y huele a cera de abejas. La
piel de becerro marrón está marroquinada con cuero amatista y verde, y
grabada en oro, envolviendo el libro y sugiriendo un lago, una espada, un
grial; los colores están cortados tan ajustadamente que apenas se percibe la
unión, sólo el tacto al resbalar de uno a otro bajo mis dedos, como el relieve
de los músculos bajo la piel de un hombre.
Miro hacia arriba y de pronto siento calor en mis mejillas, como si
Lionel, mi hermano en todos los sentidos excepto por el apellido, supiera en
qué estoy pensando. No había pensado jamás de este modo, y sobre todo
desde que Adam enfermó. Me coge de sorpresa y vuelvo a mirar otra vez el
libro, y me doy cuenta de que las páginas han dejado de pasar, y se han
detenido en un grabado de sir Kay, senescal y hermano de leche del rey
Arturo, en actitud de desprecio hacia el extranjero recién incorporado a la
Mesa Redonda y cuyo nombre de pila es Beaumains, por sus bellas manos.
Todavía se puede distinguir el anillo que se desvanece en su dedo.

—Es precioso —digo cerrándolo y dejándolo sobre la mesa.

Instantáneamente Lionel lo coge, abre un cajón y extrae un trapo de


limpieza. Repasa el libro con él y, asiéndolo con el trapo como haría un
médico con sus guantes de cirugía, lo vuelve a empaquetar en su envoltorio
y lo coloca en su sitio. Sólo después dice:

—¿Entonces, qué te parece?

—Es realmente bonito —respondo—. Desde luego, no es del período que


me interesa, pero te podría señalar a quién tienes que dirigirte si quieres
saber algo más.

—No estoy pensando en venderlo, pero a pesar de todo podría ser


interesante. Un amigo mío coleccionista tiene otro ejemplar, pero ni de lejos
tan bien conservado como éste. —Y agrega con una sonrisa burlona—: Vale
mucho menos.

—Me he dejado la agenda en Narrow Street. Buscaré algunos nombres


cuando vuelva a casa y te llamaré. Hablando de negocios, ¿qué debemos
hacer si el tema de la subasta sigue adelante?

—Bueno, no es tan simple como podrías imaginar. El Chantry no es


simplemente un bien del que Gareth pueda disponer a su antojo.

—Sé que aparezco en las voluntades.


—Sí, e Izzy también. Según el testamento del abuelo... Tuvo que hacerse
todo de nuevo cuando Kay... Pero se hizo todo correctamente. —Sonríe—.
Recuerdo que los mayores celebraron una gran reunión familiar sobre el
tema y que Gareth insistió en que tú obtuvieses la totalidad de la parte de
Kay. Yo había estado escuchando detrás de la puerta y cuando miré por la
ventana te vi sentada en el columpio, y pensé que no tenías ni idea.

—¿Te importó? —dije, sorprendiéndome a mí misma—. Supongo que tú


habrías obtenido más si Gareth no hubiese insistido.

—No, para nada. Era puramente intelectual. —Sonrió—. Además, yo


sabía que el abuelo era inmortal. Acababa de empezar la secundaria, por lo
que supongo que tú tendrías unos ocho años. En fin, para resumir, tenemos
que firmar que todos aceptamos la venta. Y lo que supongo que ignoras es
que cedo mi parte a Fergus. Una forma de evitar impuestos. Así que, al
igual que Gareth, Izzy y tú, él tiene que dar su conformidad. Pero en
principio no creo que haya ningún problema, porque ya me ha comunicado
que está de acuerdo. Vive en York y le he enviado los papeles. Resulta
sencillo cuando todo el mundo pertenece a la familia.

—Sí, por supuesto —repuse, aunque no le cuento que una o dos veces en
los últimos años me había preguntado qué habría pasado si mi padre no
hubiese muerto; si hubiera regresado a casa, al Chantry, no para cuidarme,
como ocurría en mis fantasías infantiles, sino para ocupar su lugar como el
hijo mayor, el primogénito, el delicado artista y adorado hermano mayor.
¡Quién sabe! ¡Dios sabrá!, exclamaría Anthony, pero nosotros no podemos.

Pero hay algo más. Hermanos, sí, pero también tíos. Hay algo que me
ronda en la cabeza mientras Lionel me habla de un conflicto entre la abadía
y la ciudad sobre un aparcamiento y el derecho de paso.

Mucho tiempo vivió Inglaterra en la locura, hiriéndose a sí


misma;

el hermano derramando la sangre de su propio hermano,


el padre matando en arrebato a su propio hijo,

el hijo obligado a convertirse en el asesino de su propio


padre...

Sí, es el final de Ricardo III, cuando todos en el reino, desde el punto de


vista de un escritor de la época de los Tudor, se peleaban por sus derechos.
Una de las cosas contra las que siempre voy a luchar es contra la visión de
esa época según Shakespeare, aunque él estuviese más próximo a ellos de lo
que yo lo estoy. Para él la Guerra de los Primos no estaba tan alejada de lo
que él estaba recreando; los hombres más ancianos podrían relatar lo
sucedido, igual que el abuelo nos contó lo de su padre en Crimea. Si
consideras que las obras de teatro son historia, entonces están equivocadas.
Mienten, podríamos decir, en aras de una narración que todavía nos
sobrecoge. ¿Cómo se planteaban entonces esos abuelos no un cuento
emocionante o una mentira propagandística sino la vida misma, tal como se
vivía en esa época, cada día, cada mes y cada año? Eso es lo que quiero
saber, la historia que quiero escribir. Mi recreación es otro tipo de relato, así
lo espero y creo, aunque mi conciencia de historiadora siempre se impondrá
a mis deseos de escritora.

¡Suena tan estéril, tan puritano, tan obsoleto! ¿Cómo puedo revivirlos y al
mismo tiempo tener mi conciencia profesional limpia? ¿Cómo puedo hacer
respirar a Elizabeth y Anthony? ¿Arañaban los rastrojos sus tobillos
después de la cosecha en Grafton? ¿Cómo vivió durante meses como
prisionero de guerra en Calais? ¿Qué sintieron cuando Eduardo arrebató el
trono a Enrique? Su madre Jacquetta era la tía de Enrique VI por
matrimonio, una Lancaster hasta la médula, y la reina Margarita, su mejor
amiga; ambas, de la nobleza francesa, jóvenes y desconcertadas novias en
esta tierra húmeda y fría. ¿Qué sintió Jacquetta, qué hizo o qué opinó
cuando su marido le anunció que había sido derrotado en la batalla, que
Enrique y Margarita eran fugitivos y que la familia se pasaba al otro bando?
Era un asunto de familia, los negocios del reino. Familia, simpatías,
lealtades... Esas cosas determinaban la vida de todos.
Miro a Lionel, que está hablando sobre la distribución de los valores, la
asignación de los ingresos y las implicaciones para los hijos de Fergus y de
Fay, si alguna vez los tienen.

«Si Elaine tiene alguna vez un hijo, el problema podría arreglarse, o


incluso resolverse, ¿quién sabe?», había escrito mi abuelo años antes de que
Lionel o Izzy naciesen. ¿Qué habría sido de la «lealtad sólo para el arte» de
mi padre? ¿Cómo habría afectado eso a la imprenta Solmani? De repente
pienso que la artesanía es arte hecho viable, arte posible y funcional. Arte
que alimenta y permite ropas y casas. ¿Habrían peleado Kay y Gareth sobre
lo que se debería hacer, sobre lo que se podría hacer? Por lo menos, ahora
no estamos peleándonos, pero esas cosas aún decidían nuestras vidas. Volví
a Inglaterra para cerrar con mi firma mi vida inglesa, ya muerta hace
tiempo, pero me va invadiendo la idea de que todavía ellos determinan mi
vida.

***

Cuando al día siguiente Lionel me acompaña a la estación, nos informan


de que hay un problema en la línea de St. Albans. No, le aseguro, no pasa
nada, tomaré el autobús alternativo que han puesto (qué menos podrían
hacer), así que no debes preocuparte por nada. Nos despedimos por el
momento, ya que pronto volveremos a hablar de un montón de cosas que
aún quedan por hacer en relación a la subasta. Me mantendrá informada.

Después, me monto en el autobús del Servicio de Reemplazo del


ferrocarril junto con otros viajeros gruñones y avanzamos lentamente por la
carretera Great North Road hacia Londres. Una vez debió de haber largas
filas de caballos de carga rebosantes de telas, bacalao salado o altas gavillas
de lino; mensajeros y mercaderes, oficiales y aprendices; un buhonero con
cintas, cofres y baladas para vender; un fraile murmurando una parábola
preparada para la próxima cruz del mercado; un peregrino camino de
Walsingham, y otro con su sombrero de veneras de Compostela; un hombre
de armas y una mujer con un bebé en sus espaldas; ganado vacuno en
dirección a East Cheap y ocas de camino a Poultry; el burro de un calderero
engalanado con sartenes y calderos; un mendigo herido —lo dice él—,
según dice, en las últimas guerras con Francia y que, por una moneda de
plata, relatará la quema en la hoguera de la bruja Juana, nacida en Arco.
Este camino era la arteria que unía Londres con el reino; allí donde
permanecemos sentados entre el jadeante y pesado tráfico hay una sinapsis,
una puerta de acceso que debe ser custodiada o tomada al asalto y que
desemboca en la ciudad que ha de recibir ayuda o ser conquistada. Una y
otra vez, muchas veces, todas estas cosas comunes, sencillas y necesarias
están dispersas y ocultas bajo el sonido de las trompetas y los tambores, con
las banderas ondeando al viento. «Nuestro rey fue hasta Normandía. Con la
gracia y el poder de su caballería», cantaban marchando al ritmo de sus
cascos y de sus pies. Sólo que se dirigían a Normandía únicamente a
enfrentarse a sus propios parientes.

Algo me duele en las entrañas y no es por Adam. Estas cosas están


mucho más allá de donde él se encuentra: conviven conmigo y sin embargo
no albergo ninguna esperanza de tocarlas.

Pero hay maneras de aliviar las viejas heridas y también las nuevas: la
compañía de los humanos es una de ellas, aunque creo que el sueño, el
trabajo y el alcohol son otras. No es demasiado tarde para hacer unas
llamadas a mis amigos ingleses y ocupar algunas de mis noches antes de
irme. Recuerdo cómo eso aliviaba mis heridas en mi primer año en la
universidad. Tuve que hacerlo, pues si no, me habría vuelto loca, porque la
vieja herida a la que ya estaba acostumbrada y que creía que ya había
cicatrizado, al dejar mi casa, de repente, se había vuelto a abrir, tan fresca
como siempre, casi como una nueva herida. Ocupé mi tiempo en
bibliotecas, archivos y bares; en sociedades históricas y clubes de debate,
enterrándome cada vez más profundamente en mi trabajo, acosando a los
bibliotecarios, buscando nuevas referencias, luchando con las frases,
planteándome nuevas ideas, siguiendo rastros y siempre sabiendo que era
mejor no pensar en el Chantry, ignorar por dónde andaría Mark, no
preguntarme lo que estaría haciendo, pensando, tocando, si sonreía o
fruncía el ceño, o si se concentraba profundamente en algo, con ese
pequeño silbido entre sus dientes.
Elysabeth, primer año del reinado del rey Eduardo
IV

Fue durante el frío de las semanas posteriores a la Candelaria cuando me


enteré de la muerte de John en la segunda batalla de St. Albans. Fue como
escuchar que se consumaba una aciaga profecía, sospechada desde hacía
tiempo, aunque en verdad increíble. El rey Enrique había sido rescatado de
los rebeldes de York, pero el conde de Warwick se había escapado con gran
parte de su ejército; sin duda alguna, habría más batallas.

Y John estaba muerto. La conmoción se aferró a mis entrañas durante


horas, y luego el antiguo pavor en mi corazón se convirtió en terror ante lo
que se nos venía encima a mí y a mis niños. Durante todo el día y toda la
noche no pude sino permanecer en la cama. La desazón parecía una
enfermedad que se había apoderado de mi cuerpo. Nunca había pensado
amar a John como lo haría una dama en un apasionado romance o en una
balada cantada por un trovador, y no lo había hecho. Pero ambos habíamos
trabajado muy bien juntos en Astley, habíamos vivido confortablemente
juntos y me había encariñado con él como si fuera un amigo o un hermano.
Pensar que no sentiría más su solidez, su fascinación por los niños, los
placeres de su cuerpo...

Luego, tres días después de la noticia, me levanté y puse todas las cosas
de Astley en orden. Había decidido ir a mi casa en Grafton.

No tuvimos dificultades en el camino. Incluso cuando llegamos a Grafton


pude permitirme el pequeño placer, si así puede decirse, de afligirme por mi
marido, pues el miedo por lo que ocurría en el país del oeste, en la Marca
galesa, en el norte, y por lo que podría suceder aquí, dominaba aquellos
tiempos. Richard, duque de York, había muerto, pero su hijo Eduardo, el
niño que había impactado a John, ahora todo un hombre y con Warwick
como guía y líder, era reclamado como rey en su lugar. Era muy difícil
obtener más información que ésa. Grafton estaba de camino a Londres, pero
las noticias que nos llegaban nos dejaban igual de ignorantes. Un día, un
maestro cuchillero de camino a Oxford se detendría al pasar para contarnos
que había oído que la reina Margarita había reconquistado Londres. En
consecuencia, el precio que debía pagar por el acero subía, y el que podría
obtener por sus mercancías había bajado. Al día siguiente, una abadesa en
peregrinación a Walsingham, mientras calentaba sus blancas manos en
nuestro fuego, diría que no era cierto, que las puertas de Londres estaban
cerradas a cal y canto al ejército del rey Enrique y que tras ellas había sido
proclamado rey Eduardo. En Coventry se lo había oído decir a soldados de
Cornwall y Cumbria en su extraña lengua de Gales. Ahora en las tiendas de
cervezas de Northampton se podían ver hombres de Kent y veteranos de
cara oscura de la guarnición de Calais. Y lo que más daño hacía a la causa
de la reina Margarita eran las historias acerca de sus hambrientos y salvajes
soldados escoceses, a los que no podía pagar y que asolaban graneros,
establos y mujeres por donde pasaban.

Hubo más batallas. Y luego llegaron las noticias de la lucha en Towton.

Pero lo que sí quedaba claro en aquellas primeras informaciones era que


la matanza no tenía parangón con ninguna batalla anterior. Se pensaba que
mi padre había huido al norte con el rey y la reina y que Antony
seguramente habría muerto.

La pena de mi madre por la pérdida de su hijo primogénito se debía no


tanto a su silencio como a lo imprecisas que eran las noticias. Mi propio
dolor, que se volvió tan intenso con la pérdida de mi esposo, parecía más
fuerte de lo que mi cuerpo podría soportar. Y, sin embargo, no podíamos
estar seguras. Me dije a mí misma que podría tratarse de una información
falsa, pero, en ese caso, ¿no debería haber llegado ya la verdadera?

Había pasado una semana cuando un mensajero de mi padre trajo


noticias: él y Antony se encontraban a salvo en York, en tanto que el rey y
la reina habían huido a refugiarse junto al rey de Escocia.

Nuestra alegría por saber que Antony vivía era más intensa porque lo
habíamos dado por muerto. Pero si no hubiese sido uno de nuestros
hombres quien dijese que mi padre, y Antony con él, se habían presentado
ante Eduardo de York y arrodillado en señal sumisión y de fidelidad, no lo
habría creído.

Mi madre era la más afectada por las noticias.

—Mon Dieu! No puedo creer que esté bien. Todos los servicios de tu
padre al rey, todo para nada. ¿Debemos someternos a ese... ese pirata de
Eduardo, que piensa que porque ha derrotado al ejército real puede hacer lo
que quiera con el reino? Todo aquello por lo que hemos trabajado se ha ido,
¡puf! Si nosotros no permanecemos leales a Lancaster, ¿quién lo hará? ¿Qué
diría el gran duque John? Enrique era como su hijo para él, a falta del suyo
propio... Y ma pauvre Marguerite. Me pregunto cómo estarán,
escondiéndose en el norte.

—Pero, señora, si mi padre cree que no hay esperanza de paz por ningún
otro medio, ¿qué otra cosa podría hacer? Y no es mera piratería. Eduardo de
York tiene derechos de sangre. Mi noble padre no ha procedido con
ligereza, podéis estar segura.

—Eso puede ser verdad —admitió—, pero todavía mantengo que no


debería haberlo hecho de ninguna manera.

Fuera, en el patio, los niños estaban chillando. El intenso frío que nos
había invadido durante la Semana Santa y la Pascua se había retirado y el
sol lucía.

—Pero... —estaba diciendo cuando se produjo una batahola de pies en


los escalones y Dickon vino corriendo al vestíbulo.

—¡Mamá, Mamá! Tom cogió mi... —Su pie tropezó contra una losa y se
cayó de rodillas.

Sólo se raspó las rodillas. Cuando dejó de aullar, le hice inclinarse hacia
su abuela y desearle un buen día.

—Ahora, ¿pasa algo?

—Tom cogió mi caballito y...


—¿Qué Tom?

—Tom Wydvil, mamá —dijo, pasando su pequeña manita gordezuela por


la nariz y luego por la falda, dejando manchas verdes de mocos en un
costado—. No mi hermano.

—Bueno, ¿y no puedes recuperarlo?

—¡Es mayor que yo! Él dice que mi tío y yo no podemos tenerlo porque
nosotros somos pobres, y gente pobre no puede tener caballos, sólo caminar
a todas partes. ¿Somos pobres, señora?

—Ven aquí.

—Me senté en la silla de mi padre al lado del fuego y lo coloqué en mi


regazo. Su bata era más zurcido que tela, y ni siquiera el cuidadoso cosido
de Mal podía dar lustre al lino desgastado y fino desde el cuello hasta el
dobladillo.

—Hijo, es cierto que no somos ricos, pero eso no le incumbe a Tom


Wydvil, aunque sea tres veces tu tío.

—¿Por qué nosotros no somos ricos?

—Porque no puedo conseguir las tierras de Tom —nuestro Tom, Tom


Grey—. No logro que la abuela Ferrars me devuelva las tierras. Le escribo
y envío mensajes, pero ella no contesta; simplemente se apodera de las
rentas antes que Adam Marchant pueda hacerlo. Ese oro no es de ella; ella
tiene sus propias tierras. Los señoríos de Astley son por ley de Tom,
entregados a tu honorable padre, que en paz descanse. Si...

Las lágrimas tapaban mi garganta hasta impedirme hablar, así que me


limité a apretar mi mejilla contra la cabeza de Dickon. Tenía la robustez de
su padre aunque todavía no había alcanzado su cuarta primavera, era
cuadrado y fornido con la cabeza redonda y el pelo áspero y marrón. Olía a
sol, a mocos y a confites.
Mi madre estaba leyendo otra vez la carta de mi padre, su boca sellada.
De repente me invadió el agotamiento y con éste vinieron las lágrimas que
parecían haber estado todo el día detrás de mis ojos y que tan fácilmente
brotaban cuando estaba triste.

—¡Ay!, me aplastáis, señora —dijo Dickon. Lo solté y me sequé los ojos


con la mano—. ¿Nos devolverán las tierras de Tom?

—Debo conseguirlas o no tendremos de qué vivir. Los arrendatarios


saben que Tom es su propietario, como lo fue su padre antes que él, y que
lady Ferrars cobra sus rentas ilegalmente. Debo escribirle una vez más.

Mal vino a contarnos que un arrendatario de Grafton estaba en la entrada


y portaba una nota de impago y la amenaza de ser reclamado por la justicia.
Aparté a Dickon de mi regazo.

—Si Tom Wydvil tiene aún tu caballito, busca a Tom Grey. Él es tu


hermano y debe ayudarte.

***

Unas semanas más tarde, bien pasado el primero de mayo, aunque el


tiempo era tan frío y gris que presagiaba mal agüero para la cosecha, mi
padre y Antony regresaron a casa en el momento en que en la campana de
la iglesia sonaba la hora nona. Entraron cabalgando al patio con un grito y
un estruendo de cascos y botas que señalaban que eran seguidos por
numerosos hombres. Ante el ruido, los niños salieron corriendo de altillos y
establos, mi madre se apresuró desde las despensas con su velo mal puesto
y Margaret salió corriendo desde el salón con los hilos de bordar colgando
del vestido. Yo llamé a Mal y también nos preparamos, arreglando las
chaquetas y las faldas de los niños, limpiando lo peor de la mugre con un
escupitajo en la tela y recordando a los pequeños los modales corteses.
Después salimos todos al patio.
Había pensado que los hombres estarían agotados, quizá heridos, pero no.
Ni siquiera cabalgaban con las espaldas encorvadas y los rostros adustos de
los hombres derrotados en combate. No intentaban dar lástima, ni trataban
de esconder el miedo ni el fracaso. Cierto era que Wat Carter llevaba un
brazo en cabestrillo, que parecía que impediría su trabajo en el molino por
un tiempo, y la mejilla de uno de los hombres mostraba un tajo tan
profundo que apenas le reconocí; John, el de la fragua, tenía una pierna
vendada e iba sentado a la grupa de uno de los escuderos. Pero mi padre y
Antony cabalgaban tranquilamente, contentos de estar en casa, con los
arneses polvorientos del camino pero limpios y bien cuidados.

Mi padre levantó a mi madre y la abrazó, besándola larga e intensamente.


Antony le hizo una reverencia y vi lágrimas en los ojos de ambos antes de
que ella le tendiese los brazos para besarlo. Luego mi padre se dirigió a los
hombres para darles las gracias por sus servicios y anunciarles las
recompensas que todos recibirían. Los que no eran sirvientes nuestros
partieron.

Más tarde, sentados en la gran cámara con los troncos apilados en lo alto
del fuego porque ya casi era Pentecostés, nos contó la recompensa que nos
tocaría. Ni él ni Antony hablaron de la batalla sino de otros temas serios,
aunque no mandó salir a los niños.

Habló de las nuevas disposiciones de tierras y oro del rey para confirmar
las nuevas lealtades y asegurarse de que Enrique de Lancaster no pudiese
recibir ayuda alguna del rey de Francia. Analizó con mi madre la forma de
obtener el dinero necesario para comprar los indultos para él y Antony. Pero
cuando su mirada recaía sobre Dickon, Eleanor o cualquiera de los niños
mayores, a los que Mal mantenía tranquilos mediante dulces y recortes de
madera y tela doblados de distintas formas, parecía sonreír, como si
estuviese feliz por su presencia en la cámara. Luego nos dijo que el rey
Eduardo IV estaba en Stony Stratford. Mi padre le había prometido buena
caza y una apetitosa cena en Grafton después, si el rey se dignaba cazar en
el Salcey Forest.

Por un momento quedamos demasiado asombrados para hablar. Luego,


mi madre dijo:
—C’est bien, mon seigneur —inclinando la cabeza sin sonreír, como si
aceptase el cumplido de un hombre al que no admiraba—. Estaremos
preparados.

Más tarde, sentados delante de los restos del fuego con Antony, le
pregunté:

—¿Realmente invitó mi padre al rey Eduardo, realmente lo invitó con


esas palabras?

—Sí, sin duda. Su Majestad es... ah, tiene una valía totalmente distinta de
la de Enrique de Lancaster.

—Es joven, por supuesto.

—Sí, pero no se trata sólo de su edad —sus ojos se entrecerraron como si


tratase de verlo mejor—. Él es... se toma las cosas tranquilamente, o habla
como si así lo hiciera; hasta habló de esos meses en Calais y se rió. Nos
reímos con él, por supuesto, y como en broma me pidió que le perdonase
por habernos tenido prisioneros tanto tiempo, y también me regañó y me
dedicó... bueno, un montón de insultos soeces. —De pronto, sonrió—.
Supongo que todo era absurdo. Al menos así lo parece ahora, para nosotros
que estuvimos en Towton... Le gusta la música, beber, las joyas y las
mujeres... montones de mujeres... según dicen.

—Bueno, en eso es ciertamente distinto.

—Ningún hombre podría trabajar más a lo largo del día. Y verlo en la


batalla... —Se quedó callado. Me mantuve en silencio, porque a veces los
hombres hablan de estas cosas y otras veces enmudecen, y había aprendido
con John que no debería juzgar lo que ningún hombre hiciera—. Es alto,
¿sabes? Más alto que cualquiera de los que le rodean. No podíamos ver —
teníamos los rostros cubiertos de nieve—, apenas podíamos ver, hasta que
el combate hizo que cambiásemos de dirección. Pero él siempre estaba allí.
Donde la lucha era más intensa. En el sitio por el que creíamos que era el
más factible penetrar, allí estaba, manteniendo juntos a sus hombres y
segando la vida de los nuestros como si no fueran más que trigo en el
campo. Dicen que gritó que Dios le había mostrado que su causa era justa.
Ha elegido el sol como su distintivo, un sol con arroyos... Y cuando... Pero
en su campamento corre el vino más que en toda Gascuña, y los
escribientes apenas son capaces de llevar las cuentas del oro, caballos y
halcones que ha traído. Fiestas todas las noches, aunque haya estado
ocupado en sus cosas desde el amanecer.

—Desde luego, diferente de Enrique de Lancaster —repetí—. ¿Es verdad


que Enrique conoce tan poco a las mujeres que el hijo de la reina no es de
su estirpe?

—¡Quién sabe! —sonrió tímidamente Antony, pero pensé que contestaba


así debido al insulto a Enrique de Lancaster—. Se dice que Eduardo ya
tiene sus propios hijos. Por lo que he visto en York, no me sorprendería. —
Se encogió de hombros, como si buscase desprenderse del olor del
campamento de Eduardo, del asco que aún se aferraba a sus fosas nasales.

Creo que desde aquel día todos nos veíamos unos a otros como a través
de un cristal distinto. El cambio de lealtades de nuestra familia parecía
haber cambiado también nuestras miradas. Vi a mi hermano como alguien
distinto a la luz del fuego: había adelgazado y se había fortalecido en esa
campaña, aunque aún parecía caprichoso, y cuando se inclinó hacia delante
para arrojar otro leño al fuego, observé que llevaba un cilicio pegado a su
piel, y al instante supe que siempre le habían disgustado excesivamente los
temas materiales, tanto referidos a la carne como al vino o al amor. Si
nuestra nueva fidelidad nos aportase beneficios, entonces podría buscar con
decisión una esposa y su dote. ¿Qué haría con ella? Mis hermanos eran
como todos los hombres jóvenes: John tenía una amiga en la villa, lo sabía,
y mi hermano Edward había sido azotado por mi madre, ya que mi padre
estaba de viaje, hasta prorrumpir en alaridos, cuando una de sus criadas se
quejó de que había intentado forzarla. ¿Pero Antony? De él no sabía nada.
Por más que leyese sobre el gran amor de Lanzarote por Ginebra y el de ella
por él, sospecho que su propio romance seguramente sería el del Cáliz
Sagrado. Por cierto, aunque no me sonrojo fácilmente, en este caso sólo el
pensarlo me hizo ruborizar y mirar hacia otro lado, de manera que él y yo
nos sentamos un rato, contemplando el fuego, sumidos en nuestros
pensamientos.
SEGUNDA PARTE

Medio

Hay algunos que, por este viaje


de Jasón, interpretan el misterio
de la piedra filosofal, llamada
vellocino de oro, a la cual
también otros sutilísimos
químicos relacionan con el
motivo de los doce trabajos de
Hércules. Suidas piensa que el
nombre de vellocino de oro se
refiere a un libro de pergamino,
que es de piel de oveja, y por ello
llamado de oro, porque allí se
enseñaba cómo podrían
transmutarse otros metales.

Sir WALTER RALEIGH,

La Historia del Mundo


Capítulo 4

Antony, tercia

Pensé que podríamos evitar York. En tiempos agitados, y en un territorio


de dudosas lealtades, franquearía el río Ouse aguas arriba y me dirigiría a
las cercanías despejadas de Marston Moor antes de girar hacia el sur. Pero
Anderson no necesita tal prudencia. La catedral está ante nosotros y no
giramos ni a derecha ni a izquierda. Reluce bajo la luz de la mañana como
una enorme barca labrada en perla, más grande y poderosa que su puerta
con murallas y torreones.

Trotamos a través de Heworth para vadear el río Fosse y nos acercamos a


Monkgate Bar. Los guardias de la puerta ven desde lejos las insignias del
jabalí blanco y levantan la reja tan rápido que entramos cabalgando
directamente bajo el arco de entrada. El eco del ruido de las herraduras
retumba en el repentino frescor. Ésta es la ciudad de Ricardo de Gloucester,
su feudo, y aquí no hay nadie que ponga en duda los derechos que tienen
sobre mí los hombres que me rodean.

La catedral se alza a mi derecha. Es un recinto sagrado, y está ahí, a sólo


un par de yardas de distancia. Si tuviese espuelas, y no me importase a
quién o qué pisase, podría estar dentro en unos pocos latidos. Pero los
hombres están muy cerca de mí y no tengo esperanzas de alcanzarla; y, de
actuar así, ¿quién sabe qué podrían hacer los que me rodean para impedirlo?

En las calles, señoras y tenderos reculan; Anderson inclina su cabeza


hacia uno o dos que saludan con sus sombreros intercambiando cortesías.
Los niños pequeños nos contemplan boquiabiertos, las niñas bonitas bajan
la mirada. Ricardo de Gloucester se ha hecho con toda esta gente como
Eduardo, el nuevo rey, una vez cortejó y se ganó a los londinenses de
afiladas lenguas, mientras Margarita trataba de mantener al resto del reino
leal a la sagrada y real causa de Enrique.

Ahora Ricardo de Gloucester ha usado su inteligencia para movilizar a


los suyos. Sé —y rezo por ello— que Louis está libre todavía, pero tal
esperanza es muy débil y pequeña y en ella subyace siempre el temor por lo
que le pueda suceder. Pero el mayor de mis terrores, tanto dormido como
despierto, se centra en mi pequeño Ned, que es como si fuera mi hijo.
Cuando pienso en su cabeza encorvada bajo quién sabe qué dolor, se me
paraliza el corazón, y la pena me impide respirar, como si me hubiesen
asestado un golpe en la garganta.

Huelo el desorden antes de verlo, el hedor dulzón y malsano de las


cloacas que no llega a ser eliminado a pesar de las grandes cantidades de
agua que ha ordenado verter el consejo de la ciudad; también percibo el olor
más limpio de las reses recién sacrificadas mientras nuestros caballos se
abren paso a través de la multitud apiñada. El ruido del trote de los caballos
es amortiguado por el serrín enrojecido de sangre; hay una chica abriendo
con su cuchillo el vientre despellejado de una oveja, el vellocino tirado cual
nieve sucia a su lado; un viejo arrugado arrojando a un barril un hígado y
unos pulmones de buey; una señora inflando una vejiga de cerdo y
dándosela como balón a su hijo todavía sin pantalones.

Desde el fondo de la calle avanza con sigilo una procesión de monjes


saliendo de la iglesia de Todos los Santos y, al aproximarnos cabalgando, el
incienso transportado por la brisa limpia el aire. Sostienen un relicario con
forma de cruz trabajado en marfil y plata. Su corazón es una esfera de
cristal tan límpida que hace reflejar la luz del sol que incide en él, y durante
unos segundos no alcanzo a distinguir cuál es el objeto sagrado que
contiene.

Nos persignamos, y uno de los hombres pregunta al joven tonsurado que


hace tañer la campana lo que contiene el relicario.

—Es la reliquia de la Vera Cruz —contesta el joven con orgullo.


Ahora puedo verlo: dentro del cristal hay ciertamente una astilla de
madera, la madera del cedro sagrado que soportó el cuerpo de Cristo y se
manchó con Su sangre. Es el instrumento de la muerte de Cristo que tan
misericordiosa y divinamente Él aceptó a pesar del temor mortal que le
infundía; y es el instrumento de nuestra salvación.

Voy a dedicar mis pensamientos a mi propia salvación y a la de Ned y a


rezar por ella; lo prometo en el momento en que cruzamos el puente sobre
el río Ouse.

Micklegate Bar es la puerta fortificada más robusta de todas. Ahora estoy


saliendo por ella en compañía de mis captores. Habíamos entrado por ella
hace ya muchos años, cuando cabalgábamos como los más leales de
Lancaster para sumarnos a la reina Margarita y despedir por última vez a
los rebeldes de York. El duque Richard de York ya estaba muerto, ejecutado
casi bajo las murallas de su propio castillo en Sandal, su segundo hijo
Edmund con él y el rey Enrique rescatado en la segunda batalla de St.
Albans. Mi padre señaló hacia arriba, hacia las cabezas de los hombres
clavadas en picas mirando para abajo como muñecos desde las almenas de
la puerta fortificada. Eran negras, no por el tiempo que llevaban allí sino
porque estaban embreadas para así preservar su rictus de terror, la amenaza
de muerte para los traidores. Tenía diecinueve años y no sabía que la rueda
de la Fortuna giraría tan pronto otra vez.

—¿Ves ésa, hijo? Es el padre de Eduardo de York: un gran hombre,


hiciere lo que hiciere. El cuerpo del hermano de Eduardo fue al menos
enterrado intacto. La situación hace hervir la sangre de Eduardo. Él y
Edmund crecieron juntos, y se llevaban tan poco tiempo que se los podría
considerar mellizos, tendrían la edad que tú tienes ahora. Tiene mucho que
vengar. Cuando se acerque al norte en nuestra búsqueda, no será una lucha
fácil.

Si Eduardo tenía mucho que vengar, entonces la batalla en Towton fue


una venganza. Nunca habría podido imaginar que un mortal pudiese llegar a
tal extremo. Dijeron que fue la única vez que Eduardo no dio la orden de
perdonar a los plebeyos y prohibió a sus hombres la captura de prisioneros
para cambiarlos por un honorable y provechoso rescate. Todos los enemigos
de la casa de York debían ser eliminados.
En Tadcaster dejamos la vía romana que conduce a Doncaster y giramos
hacia el sur. Ahora el sol está alto y calienta, y tengo que bajar mi visera
para evitar deslumbrarme. Un par de kilómetros más y ya cabalgamos por la
villa de Towton. Las gallinas se dispersan bajo los cascos de nuestras
cabalgaduras y las fugaces visiones de faldas revelan que las mujeres se
esconden dentro de sus casas. Más allá del montón de casas y tabernas el
camino sigue llano; a nuestra izquierda, el calor empieza a hacer vibrar el
aire por encima de las tierras más altas. Hasta las alondras permanecen en
silencio y sólo una somnolienta paloma, zureando en los árboles de Carr
Wood, permanece despierta.

¡Qué ancho y desierto parecía el camino ese día! El cielo pesaba como
plomo sobre el suelo endurecido por la escarcha y no podíamos ver los
riachuelos hasta que tropezábamos con ellos, tan profundos eran sus cauces
que cortaban la tierra. Los soldados más bisoños sintieron el viento crudo
que azotaba nuestros rostros y miraron hacia el este moviendo con
preocupación sus cabezas. Los más jóvenes dejaron de frotarse las ampollas
y preguntaron qué veían. Alguien dijo: «Nieve por la mañana».

Formábamos parte de la vanguardia al sur de la villa de Towton. Se


distribuyeron los sitios, se levantaron las tiendas de campaña, se les
quitaron las guarniciones a los caballos y se les dio de beber. Los barriles de
cerveza fueron espitados y se apilaron las balas de cañón. Los escuderos
pulían las armaduras y revisaban las correas y las hebillas, los amanuenses
escribían sus listados y las mujeres del campamento preparaban lazos para
atrapar conejos. Los hombres apilaban la leña en los fuegos todo lo alto que
la madera disponible les permitía, y el humo empezó a ascender. Para
cuando hube hecho el recuento de mis hombres y los vi ya instalados, pude
oler la carne asándose y la grasa goteando sobre las brasas. En realidad, no
todo era vacuno, sino también aves de corral, sin duda obtenidas
infringiendo las reglas de la guerra. Pero sabía que era mejor no preguntar
ni tampoco informar a mi padre. Él estaba al mando del segundo batallón,
apoyando al joven y nuevo conde de Somerset, y podría decidir averiguar
quiénes habían sido los delincuentes, pero había muchas cosas más
importantes en juego.
Un grito proveniente del camino de Londres nos hizo saltar de nuestros
asientos. Un desordenado puñado de hombres, unos cuantos montados a
caballo cuyas cabezas gachas parecían llegar hasta las rodillas. En ningún
momento representaron una amenaza para nosotros, incluso antes de que
pudiésemos distinguir sus insignias bajo la débil luz. Un joven dispuesto a
gastar más energía que el resto corrió hacia ellos y volvió con su historia:
era lo que quedaba de nuestra vanguardia. Los hombres de York habían
forzado su paso en Ferrybridge y ahora se encontrarían a sólo una o dos
horas de distancia.

Ya casi había oscurecido. No llegarían a tiempo para atacar antes de la


noche, dijo mi padre, saliendo de su tienda con la lista de reclutados que se
nos habían unido ayer. Pero deberíamos asegurarnos de que todo estuviese
preparado.

—Eduardo de York es famoso por su trabajo rápido —dijo uno de los


caballeros; me parece recordar que fue sir Nicholas Latimer, que en paz
descanse. Arrojó otro tronco al fuego—. ¿No habéis oído, mi señor, que
recorrió casi un total de seis leguas en una sola noche y ganó la batalla de
Mortimer Cross por la mañana?

—Y amanecieron tres soles —añadió otro, a quien bajo el resplandor de


una llamarada pude reconocer como William Grimsby, uno de los escuderos
—. Una muestra del favor divino, como él mismo lo consideró, por ser un
símbolo de la Santísima Trinidad. Sus hombres dicen que su victoria lo
prueba.

Todos conocíamos la historia, pero pude ver que mi padre deseaba que no
se la recordasen en esta noche tan especial.

—Somos sin duda mucho más numerosos y estamos en mejor posición


—fue todo lo que dio como respuesta, agregando—: La justicia está
también de nuestro lado. Luchamos no sólo por la casa de Lancaster, sino
también por nuestro rey consagrado. Eso es algo que Eduardo de York no
puede reivindicar.

Luego nos envió a nuestras ocupaciones, y era ya muy entrada la noche


cuando conseguimos que arneses, caballos y armas estuviesen preparados lo
mejor posible.

Una vez presentado el último informe y dada la última orden, mi padre se


arrodilló para rezar, luego se envolvió en su capa, se acostó en su catre y
pareció quedarse dormido antes de que yo me hubiese quitado las botas. Me
arrodillé también durante un buen rato, rogando valor, esperanza, gracia,
absolución... Al final tuve que confiar en que Dios, en su misericordia, me
había dotado de tales virtudes aunque no las sintiese. Luego arrastré mi
jergón hasta el rincón con menos corrientes de aire de la tienda y me acosté
también bastante abrigado, pero tan poco dispuesto al sueño como si
estuviese en el prado del pueblo en un día de pleno verano.

Intenté pensar con valentía: detrás de mí quedaban años de prácticas con


la espada y la lanza, un gran dominio del caballo, torneos en los que había
sido declarado victorioso, una o dos pequeñas peleas como la de Sandwich.
Era un caballero: había jurado mis votos y conocía mi oficio. Y también
sabía que lo que se esperaba de nosotros después de la noche no era nada
que pudiese imaginar, nada para lo que pudiese prepararme, excepto
disponer mi mente para la resistencia y mi alma para una muerte que podría
presentarse en cualquier momento y desde cualquier ángulo.

Fuera persistían los pequeños ruidos: los caballos piafando y resoplando,


una rata rebuscando, los murmullos de los hombres, el tintineo de una tetera
de campamento que se vacía, el repentino rebuzno de una mula asustada
hendiendo la oscuridad.

Hay una manera infalible de conciliar el sueño, pero ni desaté mis nudos
ni deslicé mi mano hacia abajo. No por vergüenza, ya que la suave
respiración de mi padre me indicaba que dormía. Pero esta noche, buscar un
placer tan burdo como medio para distraerme de los pensamientos de la
víspera me pareció tan desacertado como hacerlo cuando... No, pensar en
eso era caer en blasfemia.

Por segunda vez en tantas horas necesitaba orinar. Me levanté lo más


suavemente posible. Estaba oscuro y el frío era intenso, pero había sombras
por todas partes, soldados acostados, en cuclillas, sentados. Incluso vi a uno
o dos arrastrándose detrás de los carros y de las tiendas para montar a una
mujer. Según me enteré entonces, a algunos les apetece de esa manera, y
sentí una excitación en mi interior, pero ningún deseo de consumarla. Uno o
dos amigos se giraron desde el fuego y levantaron la mano para saludar.
Pero mi espíritu se retrae ante los mortales de la misma manera que mi
carne se encoge ante el viento. Me alejé de las hogueras y de los ronquidos
con la escarcha crujiendo bajo mis pisadas. El páramo estaba yermo, pero al
fin encontré un bosquecillo y oriné las pocas gotas que mi desvelo había
hecho insoportables.

Un palo se rompió bajo mis pies. De pronto, a mi diestra, apareció un


hombre, arrancando un cuchillo de su cinto mientras se levantaba de un
salto.

—¿Quién va? —dijo con su voz aguda pero baja, como si temiese
provocar una alarma general.

—Paz, amigo —respondí, aunque saqué mi daga—. Os ruego vuestro


perdón, señor, si os he sorprendido. Mi nombre es Wydvil.

Todo el peso de mi cuerpo descansaba sobre las puntas de mis pies,


manteniéndome en alerta.

—El mío es Mallorie —dijo—. ¿Wydvil... de Grafton? Creo que su


hermana está casada... estaba casada, con mi vecino en Warwickshire, el
buen sir John Grey, descanse en paz. Venid a calentaros, si lo deseáis.

Enumeré a los Mallories que conocía.

—¿Thomas Mallorie? ¿De Fenny Newbold? ¿Sir Thomas?

—El mismo. No debéis temer nada de mí, os doy mi palabra de caballero.


—Se volvió deliberadamente, como para demostrar que sabía que él
tampoco debía temer nada de mí, se encaminó hacia su hoguera y me dijo
suavemente por encima de los hombros—: Tengo un excelente jerez.

Lo seguí como un niño buscando consuelo. Mallorie dio una patada a los
leños para avivar la llama y, cuando se sentó, su capa quedó abierta durante
un instante; antes de que se volviese a envolver con ella, descubrí la
insignia del oso de Warwick y la vara irregular, burdamente cosida a su
chaqueta. Era el enemigo, y sin embargo había dicho que no tenía nada que
temer, dando palabra de caballero.

De hecho, el vino era excelente y bastante fuerte.

—Sí. Tengo amigos de mis días en Gascuña —dijo sonriendo a la luz del
fuego. Las arrugas y los surcos de su rostro semejaban una antigua talla de
madera. «Ha pasado toda una vida desde que recibió su bautismo de fuego
—recuerdo a John Grey contándomelo, en Harfleur—, bajo el gran rey
Haroldo»; había servido mucho tiempo en Francia desde entonces y
también en Levante—. Bebe un poco más.

—Debo tener la cabeza despejada para mañana —dije, preguntándome


cómo podía hablar del día siguiente como si fuera una jornada de caza más.

—¡Ah!, yo peleo mejor cuando estoy bebido. Igual que escribo mejor y
cabalgo mejor y hago mejor el amor. ¿No podíais dormir? —Moví mi
cabeza asintiendo—. Ya os acostumbraréis al ir creciendo. A todos nos
pasa. —Su mirada se perdió en el vacío—. ¿Os cuesta creerlo?

—Quizá. Sé que será muy distinto de todo lo que he conocido —lo dije y
deseé no haberlo dicho, porque al hablar se reavivaron mis temores.

—Lo sabréis después de mañana. Así aprende un hombre. ¿Tenéis buenos


soldados bajo vuestro mando?

—Creo que sí. Pero algunos son de las tierras de mi hermana en Astley y
no los conozco muy bien.

—John Grey era un hombre diestro en la pelea, pero de actitud sensata,


no como su padre... Bueno, de cualquier forma, una buena persona, y sus
hombres debían de conocer su oficio. Me apenó mucho la noticia de su
muerte en St. Albans. Hemos perdido demasiados de su talla. —Movió la
cabeza y tomó un trago de la botella de jerez antes de volvérmela a pasar—.
No había ninguna necesidad de que esto sucediese. ¿Os habéis dado cuenta,
a pesar de vuestra juventud? ¿O tenéis ganas de pelea, como yo cuando era
un muchacho?
—Yo... no lo sé. No, ganas de pelear, no. Por lo menos yo, aunque no
podría dar fe de algunos de mis compañeros. Pero debemos defender al rey.

—Si así lo afirmáis, lo creo sin dudar. Pero mirad quién manda en
realidad en vuestro ejército. Peleáis por la reina, y su hijo, que es...
¿podríamos decir casi un milagro? Su rostro se rompió en algo parecido a
una sonrisa y luego volvió a endurecerse—. Y yo debo pelear contra el rey,
aunque sea el rey quien me armó caballero, porque un gran señor me ha
reclamado, librándome para ello de la prisión... Hubo un tiempo en que
peleábamos contra los franceses, un genuino enemigo. ¡Que hayamos
llegado a esto los caballeros del reino, los grandes nobles de Inglaterra...!
¡Que nos estemos dando caza unos a otros en tierras inglesas!

—No lo sé.

El fuego se había transformado en cenizas blancas como la nieve y en


brasas rojas que parecían albergar al mundo en sus candentes
profundidades.

—Os lo diré —dijo Mallorie, cuando ya no había suficientes llamas para


que alcanzase a distinguir su expresión—. Los hombres importantes buscan
en exceso su propia grandeza en lugar de cumplir con su verdadera
profesión de servir a Dios primero y al rey después, un rey demasiado
sagrado para llegar a comprender sus intrigas y rivalidades. Les preocupa
más el oro que la devoción hacia la que deberían dedicar sus esfuerzos.
Necesitan tener muchos hombres a su alrededor y deben dispersar
extensamente su emblema y pagar a sus numerosos criados generosamente,
porque aquellos a quienes ellos llaman sus enemigos también lo hacen. Y
así uno, el otro y el otro, hasta que nadie puede ir suficientemente lejos para
mear sin encontrarse con un supuesto enemigo y empezar una pelea. —
Sonrió—. Como nosotros, sólo que sin pelea. Ahora estamos aquí, y el
Domingo de Ramos cercano no cambia nada, y, gane el que gane, nadie
ganará nada.

—Excepto aquellos que hayan alcanzado el paraíso.

Nos pasamos la botella de jerez.


—Cierto. Pero prefiero encontrar un paraíso en la tierra unas cuantas
veces más antes de ese día.

—¿Y lo encontráis aquí?

En mis pensamientos destellaba el dorado altar de Canterbury. Durante


todos aquellos largos meses de cautiverio en Calais diariamente había
conjurado ese recuerdo, manteniéndolo presente ante mí con enorme
nostalgia, mientras rezaba de rodillas.

—Sí... no, sí lo he encontrado. Pero no vuestra clase de paraíso —afirmó,


y me pregunté cómo sabía lo que era para mí el paraíso—. Ni siquiera en
Rodas, con los caballeros hospitalarios, que es lo más cercano a una
cruzada que he llegado a ver; ni tampoco el tipo de paraíso que buscan los
hombres con la puta más cercana. —Movió su cabeza, como impaciente
consigo mismo—. He hablado neciamente, porque no espero encontrar el
edén en la tierra otra vez... Tengo una esposa, y está bastante bien. Pero...
quizá vos hayáis oído que una vez amé a una mujer.

—Algo he escuchado.

Por supuesto que lo había oído, aunque no de la manera en que él lo


contó. Sir John había dicho que su amigo Hugh Smith había puesto una
querella contra Mallorie por haberle quitado a su esposa.

—¿Sobre la señora Smith? No, mis amigos y yo sólo la ayudamos a huir


de su marido. Y él no habría hecho nada, porque deseaba tanto liberarse de
ella como ella de él. Como suele ocurrir. Pero tiene amigos poderosos, a
quienes les convenía que yo fuese acusado de haberla raptado... No, no era
ella. —Permaneció un momento en silencio, contemplando el fuego—.
Tanto el amor como la guerra nos convierte en lo que somos, y ambos
podrían llevarnos al paraíso.

—¿Queréis decir que nos mejora?

—Nos hace mejores y peores... ¿Habéis estado enamorado alguna vez?

—No.
Le oculté que nunca había yacido con una mujer.

Me sonrió otra vez y dio una patada a un tronco para avivar las llamas.

—¿Estáis sorprendido de que pueda comparar tal cosa con el paraíso?

Si lo estaba, no iba a admitirlo.

—Supongo que un clérigo diría que tal comparación es una blasfemia.

—Vuestro clérigo no sabría nada sobre el tema.

—Hablamos del amor de Dios, es cierto. Lo buscamos —dije lentamente


—. Lo buscamos apasionadamente, un monje más que nadie. Usamos las
mismas palabras. Y, sin embargo, los amores de la carne son a menudo muy
inferiores, y pecaminosos.

—¿Lo son? ¿Puedo haceros la misma pregunta otra vez, dentro de un


tiempo, cuando hayáis aprendido algo de lo que habláis?

Por un instante la sorpresa porque me hubiese insultado de tal manera


retuvo mi mano antes de que fuese a mi daga.

—No, Wydvil, guardad vuestro valor para mañana. Sólo quiero decir que
aprenderéis en su momento, como todos. Hay otros paraísos también, ya
sabéis, soñamos despiertos con aquellos tiempos en que todo iba bien en el
país. Algunas veces, cuando escribo sobre ello, el tiempo pasa más
rápidamente de lo que me parece. En la prisión hay una gran necesidad de
que el tiempo pase. —Se agachó a un lado para recoger otro tronco y lo
arrojó al fuego haciendo saltar una lluvia de chispas y reavivando las
llamas. En la llamarada de luz vi que estaba cayendo nieve; los copos eran
tan finos y afilados en el frío glacial que parecían astillas de hielo—. Podéis
ser capaz de recitar cada página de la Summa Theologica y además
comprenderla, pero la mayoría de los hombres sólo conocen a Jasón, a
Jacob y al Buen Samaritano.

—La mayoría de los hombres no necesitan nada más —respondí,


pensando en los cuerpos que roncaban y tiritaban echados alrededor de los
fuegos de campamento mientras yo mismo tiritaba.

—Quizá no. Pero necesitamos a esos hombres, a los vulgares y a los


extraordinarios, y debemos hablarles de estas cosas para que las
comprendan. Narradas en forma de cuento. Escritas para que todos los lean,
para que sueñen despiertos.

En ese momento un bostezo fue abriéndose paso en mi pecho tan


vigorosamente que no pude ahogarlo.

—Ahora dormiréis —me dijo—. Volved a vuestra cama y pensad en el


rey Arturo y sir Lanzarote y soñad con el Cáliz Sagrado.

Me levanté dando un tropezón.

***

Al día siguiente tuvimos que hacer acopio de toda nuestra fuerza para
aferrarnos a un sueño que tuviese algo de bueno, aunque resulte difícil de
creer ahora, con el sol cayendo a plomo sobre mi cabeza y montados sobre
los caballos semidormidos, mientras el camino desciende suavemente hacia
Saxton. Resulta difícil creer que algunos hombres que se tendieron a dormir
aquella noche nunca despertasen para luchar, sino que tuviesen la nieve
como mortaja. Difícil creer que el viento y el aguanieve golpeasen tan
fuerte sobre nuestros rostros que no pudiésemos ver al enemigo y que las
flechas de nuestros arqueros cayesen antes de llegar al objetivo una y otra
vez. El ruido era tan brutal como la opresión de los hombres a mi alrededor:
carne y acero, y gritos por el rey resonando en nuestros oídos. Peleábamos
tan cerca que parecía que cada ejército apenas se movía o hacía recular al
otro. Aunque nunca llegó a ser luminoso, el día transcurrió lentamente. Nos
dimos cuenta demasiado tarde de que allí donde antes el arroyo Cock sirvió
para proteger nuestro flanco ahora nos obligaba a dar la vuelta pulgada a
pulgada y nos empujaba hacia atrás, hasta donde el terreno terminaba en un
barranco. Los hombres se caían por él, rodando cuesta abajo, resbalando
impotentes sobre las rocas cubiertas de hielo y agua sanguinolenta. Se dijo
que las aguas corrieron rojas durante días. Los hombres que podían caminar
se escabulleron; aquellos que sólo podían arrastrarse quedaron a merced de
los campesinos. Nosotros, que fuimos capturados con la esperanza de un
rescate, nos arrodillamos y rogamos para que nuestra condición de
caballeros nos otorgase alguna consideración y nuestros dominios se
mantuviesen a salvo. Estaba claro que la causa de Lancaster se había
perdido.

Pero enseguida advertimos que, una vez ganada la batalla, Eduardo de


York tenía en mente la reconciliación y no la venganza.

—¿No ha mostrado Dios con esta victoria que no puede haber ninguna
esperanza de paz mientras Enrique, con su sangre de usurpador, mantenga
sobre sí la corona? —preguntó Eduardo IV a mi padre con rostro solemne.
Después sonrió—. Señor, yo he perdido a mi padre, un gran Plantagenêt, y
debo rodearme de hombres fieles, valientes y sabios. La paz y la
prosperidad nos espera a todos para dar por fin a Inglaterra un gobierno
divino y fuerte. Vos sois uno de los pocos que pueden contribuir a esa paz y
prosperidad. ¿Qué decís a esto, mi señor Rivers?

Mi padre acudió a misa y rogó para que pudiese tomar la decisión más
sensata, y yo también recé para que el juramento de lealtad que mantendría
a salvo a nuestra familia fuese también aceptable para Dios.

Las sonrisas y las bromas de Eduardo eran tan cautivadoras como


hechizos; recordó el nombre de Maese Tal o del Concejal Cual, y entonces
cogía el brazo del hombre y le susurraba pequeños secretos que parecían
grandiosos, y habló de la fuerza y la lealtad del ejército que protegería los
asuntos del reino. Ricardo de Gloucester tenía diez años menos que
Eduardo, pero cuando estuvo con Warwick aprendió a desplegar su encanto
con un estilo propio, y modales reprochables, manteniendo sólida la causa
de su hermano aquí en el norte. ¿De cuál de esos rudos mercaderes, que
ahora sólo se preocupan de sus asuntos detrás de nosotros en York,
consiguió Ricardo de Gloucester un préstamo de dinero para asegurarse el
norte frente a la reina Margarita y su chusma escocesa, como sin duda les
llamaba? ¿A cuál de sus reverentes esposas se llevó a la cama? ¿A cuáles
no?
—Pero así se asegura un reino. Entendéis eso, seguramente —diría
Eduardo cuando le rogaba que fuese más discreto consigo mismo, por su
propia dignidad, aun cuando no le importase por su alma—. Para vencer a
nuestros enemigos, ¿no se nos anima a poner la otra mejilla? —Y entonces
le soltaba una palmada en el trasero al paje más cercano, tan fuerte que el
vino que llevaba el chico salpicaba las esteras, y yo mantenía la calma en
lugar de divertirlo refutando a la injuria.

Quizá debería suplicar que el mayor de los perdones se me concediese


por todas aquellas veces en que, por el bien del reino, doblegué mi
conciencia ante hechos cuestionables. Si es así, entonces mi mayor pecado
fue el que me impusieron. Mi torneo con el hijo natural del duque de
Borgoña, los dos mejores luchadores de la época en justo combate, como
fue proclamado, fue organizado con todos los jaeces de la caballería. Había
un desafío en el que figuraban bellas damas, una lady reina, Elysabeth, en
mi defensa y mi compañía de caballeros y escuderos, hombres de valor y
lealtad. Más tarde recordé que Louis era uno de ellos, aunque en tan magna
ocasión prestaba muy poca atención a cuanto no fueran mis propias
preocupaciones. El bastardo de Borgoña y yo estábamos realmente
igualados, y se esperaba que peleásemos a muerte hasta que uno de los dos
fuese declarado vencedor. ¿Fue Louis quién sugirió a Eduardo que podría
ser mejor intervenir para arreglar los asuntos de una forma más apropiada?
¿En qué se beneficiarían ambas haciendas si uno de nosotros moría o era
deshonrado por suplicar clemencia mientras estaba vivo? Sería más
prudente ganar la causa inglesa con medios menos cruentos. ¿Entonces, un
feliz accidente, uno que asegurase mi victoria pero sin deshonrar al de
Borgoña?

Sólo fueron unos pocos minutos antes de que sonaran las trompetas. En
nuestro recinto revisé a mi caballo, Belle Bête, y todos sus arneses como lo
he hecho miles de veces antes y después. «En el cuidado de las cosas
triviales puede sustentarse la vida de un hombre», solía decir mi padre en
los establos, cuando, como todos los niños, me impacientaba con las
hebillas y correas y con el cuidado adecuado del cuero y el hierro. «No
confíes estos cuidados a nadie sino a ti mismo.» Cuando llegó el momento
de montar, advertí que los arreos sobre el pecho de Belle Bête colgaban
torcidos y que las correas delante de su cruz estaban abrochadas de distinta
manera.

—¿Quién ha hecho esto? —pregunté. Louis se aproximó, puso su mano


sobre las correas y se giró de manera que nadie pudiese oír nuestras
palabras.

—Señor, no es nada. Un pequeño ajuste. —Hablaba en su lengua gascona


—. No debéis temer nada. Son los deseos de Su Majestad el rey.

Habría preferido no haber mirado, pero habría sido deshonesto


desentenderme de mis propias responsabilidades, y también insensato,
porque, de no haber sabido lo que se había hecho, podría habernos puesto
en peligro tanto a mí como a mi caballo. Louis se quedó mirándome y supe
que leía mis pensamientos mientras discurrían por mi mente.

Remachado al peto de Belle Bête, colocado sobre su lado externo y


desviado para clavarse a un caballo en su parte opuesta del pecho si se
encontraban frente a frente, había un sólido clavo de acero.

Mientras observaba lo que se había hecho, Louis habló:

—¿Estáis listo, mi señor? —dijo en voz alta y en inglés, y yo asentí con


un movimiento de la cabeza.

—Ya es la hora —dije, y colocó sus manos para recibir mi pie


ayudándome a montar.

El caballo del borgoñés murió en la primera carga. No es un hecho


inusual, es un golpe de mala suerte habitual, y así fue comentado por casi
todos los hombres. Hubo rumores, pero nadie creyó en ellos. Al día
siguiente peleamos con las hachas, mas Eduardo detuvo la lucha después de
media docena de golpes para que pudiésemos terminar vivos e igualados en
el honor.

Estas cosas deben hacerse. Sé que es así. Ocurren muchas cosas durante
la regencia de un reino por las que luego debemos pedir perdón: una
trasgresión por el bien de una persona es siempre una trasgresión. Cuando
se me confió el cuidado de Ned y lo llevé a Ludlow, me aseguré de que
comprendiese las ideas de su padre acerca de la protección del reino, no
sobre su conducta con las esposas de otros, ya que era afortunadamente
lento en distinguir a una puta. En cambio, día tras día, le enseñé cómo
conservar a sus hombres a su lado, por la fuerza o con favores, utilizando
una secreta inteligencia tanto como grandes discursos, y con actos
prudentes que fueran además honrosos. Podía comunicar a Ysa que su niño
ya entendía estas cosas de verdad, tan bien como comprendía el catecismo o
cuándo empujar con la espada en tercio y cuándo en cuarta, o cómo leer un
libro de contabilidad y saber en un instante si el empleado era honesto. Mi
Ned era tan inteligente como lo fue su padre y lo es su madre.

Ahora puedo oír una paloma y el apagado balido de una oveja, y ver
cómo los alisos, alzándose sobre las dulces aguas del arroyo, tiemblan bajo
el sereno calor.

Una, jueves

Hoy el camino desde la estación de New Eltham hasta el Chantry luce


bajo el sol, los jardines suburbanos brillantes con sus rosales bien podados y
los canteros dispuestos en una geometría perfecta. Por alguna razón el
ronroneo de una cortadora de césped resulta tan pacífico como el zumbido
de las abejas en un prado. Cuando llego al Chantry, los árboles, que en mi
memoria son setos que no sobrepasan mi cabeza, proyectan sobre la casa y
el taller una sombra espesa. Y cuando tío Gareth me acompaña hacia la
casa, las sombras parecen más densas todavía.

—Me temo que gran parte de las cosas valiosas ya no están —dice—,
pero de lo que queda puedes llevarte lo que te guste.

Vi la casa del Chantry por última vez en el funeral de tía Elaine. El tío
Robert había muerto años antes, y ella y tío Gareth habían estado viviendo
durante un tiempo en la planta baja. Cuando volvimos de la iglesia había un
puñado de huéspedes que a todas luces pertenecían a los círculos más
externos de la familia: niñas bonitas y formales que decían que estudiaban
en la Escuela de Economía de Londres y chicos bien educados, algunos con
restos de pintura bajo las uñas bien cuidadas y uno con un paquete de lo que
imaginé serían cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta, hasta que descubrí
que eran lengüetas de clarinete. Recuerdo haber visto a Adam hablando
muy interesado con tío Gareth, dos artesanos de distintos campos que
encuentran un terreno común, un terreno seguro, en cuestiones de la vida
real que se imponen sobre el luto. ¿Pensé mucho en Mark ese día? No creo.
Estaba afligida por tía Elaine, pero Adam estaba allí, así que todo iba bien.
Era triste, y todavía más si pensaba en tío Gareth. De todas formas, ella ya
era bastante mayor, como no paraban todos de repetir. El final había sido
precipitado, algo en lo que también insistían: se fue rápidamente, en un par
de semanas, pero no lo bastante como para no tener tiempo de despedirse de
ella. Cuando Adam y yo llegamos al hospital directamente del aeropuerto,
todavía estaba consciente. Me sonrió y pronunció el nombre de Adam, y su
mano en la mía, su mejilla bajo mi beso, eran como una pluma, casi
imperceptibles; sólo quedaba su esencia.

Murió doce horas más tarde, y era difícil creer que no hubiera estado
esperando para verme antes de claudicar.

Recuerdo que después del funeral estaba cansada y tenía frío, y cuando
todos se fueron ayudamos a tío Gareth a ordenar todo y nos aseguramos de
que él estaba bien antes de que Adam y yo regresásemos a Narrow Street.
Él preparó una enorme cantidad de té y yo encendí el fuego. La sal que
impregnaba un extraño trozo de madera de deriva que recogíamos del río y
almacenábamos en el estante bajo la ventana hacía chasquear y chispear al
fuego, formando llamas azuladas. Retiramos los cojines del sofá y los
amontonamos sobre la alfombra frente a la chimenea, preparamos tostadas
y nos las comimos cuando estaban tan crujientes y calientes que la
mantequilla derretida se derramó por mi muñeca. Estaba lamiéndola cuando
se acercó, me mordió la última esquina de mi tostada y se la comió. Empecé
a reírme, con ese tipo de risa descontrolada que duele pero que no puedes
parar, tan triste como feliz, pero risa al fin y al cabo, como la de un
borracho, de la que él acabó contagiándose. Cuando dejamos de reír porque
nos estábamos besando apasionadamente, me dolían las costillas y me
recliné sobre los cojines. Su mano la emprendió con los botones de mi blusa
negra y, de pronto, parecía que sólo había una cosa que hacer: hacer el amor
frente al fuego, con el calor invadiendo nuestros cuerpos después de tantos
días de frío, reconociéndonos mutuamente a través del tacto, como amigos
y al tiempo como amantes. El placer de volver a casa.

Sí, lloré por tía Elaine sosegadamente y con una especie de alegría por lo
que había sido y por lo que había significado para mí; era un dolor sencillo.
En cambio, por Adam... a pesar de que llevaba dos años viendo que la
muerte se arrastraba cada vez más cercana, no había previsto ese dolor tan
insoportable y ultrajante que me dejó destrozada durante las semanas
siguientes a su desaparición. Después de dos años, todavía me desgarra y
me deja desnuda y tiritando ante cualquier ráfaga de frío viento que arrastre
la memoria.

Ahora mismo estoy temblando. La casa del Chantry siempre fue


deslucida, pero hoy la cocina huele a cubos de basura llenos y a grasa
rancia. En el vestíbulo y a lo largo de las escaleras hay marcas sucias en la
pared allí donde estaban colgados los cuadros. La mesa, que siempre
recuerdo con un gran búcaro lleno de flores estivales, o flores escarlatas de
serbal o sauce reventando de brotes, ha desaparecido y en su lugar, ahora,
hay un caldero a medio llenar de aguas marronáceas cuyo origen queda
velado por la mancha burbujeante y descascarillada del cielo raso azul
sembrado de estrellas desplegadas encima de nuestras cabezas.

—He conservado el comedor como oficina —está diciendo tío Gareth,


mientras abre la puerta con llave—, pero tuve que vender la mesa Rennie
Mackintosh y las sillas. Los conejos paciendo que mi padre pintó sobre la
escayola debajo de la ventana saliente siguen allí, y los colores de la hierba,
del pelaje y de los ojos como cuentas todavía están brillantes porque no les
da el sol; en cambio, las rezumantes uvas púrpuras y las ramas enroscadas
de las viñas alrededor de la chimenea están casi totalmente desteñidas. El
aire está cargado, como si las ventanas no hubiesen sido abiertas en años, y
el olor seco de oficina con archivadores y faxes polvorientos tiene un
húmedo residuo a moho.

—¿Quieres que abra una ventana?

—Sí.
—Así que aún conservas el armario Perrault.

—No tuve valor para deshacerme de él. Lionel dijo que no vale tanto
como la escandalosa suma que dieron por el mobiliario Mackintosh, lo cual
fue un alivio.

Contemplo feliz el armario y me siento contenta. Sus puertas de roble


representan en sí mismas el paisaje de mi niñez: sobre las cuatro puertas de
arriba, una tía abuela hace tiempo olvidada talló el cuento de La bella y la
bestia, y sobre las de abajo aparece el Gato dando una zancada con sus
botas.

—Lo que me recuerda —continúa tío Gareth— que estuve revisando los
áticos y encontré los moldes de yeso de la obra de Izzy Las Estaciones de la
Cruz, sólo que no fui capaz de bajar las cajas; ¿podrías echarme una mano?

—Por supuesto.

Subimos la escalera: mis pies saben dónde pisar, mi mano se mueve por
el pasamano de la barandilla curvándose y ascendiendo alrededor del hueco
de la sala. Las puertas cerradas en el rellano delantero parecen vacías y
ajenas, y los carteles clavados sobre éstas, tan burdos y llamativos como la
música de rock que escuché la última vez.

Subimos por las estrechas escaleras del ático.

—Es la última, la habitación de Mark —dice Gareth, y de pronto me


siento otra vez como desnuda. ¿Es la forma en que Gareth lo dice o soy yo?
Es como si él estuviese ahí, leyendo o arreglando algo, como estaba cada
vez que por alguna razón llamaba a su puerta y le daba un recado. Y sin
embargo hubo años, después de su marcha, en que ya no era su habitación
sino la de cualquier otro.

Unos tres años después de que él empezase a trabajar en la imprenta


metieron a su padre en la cárcel y se vino a vivir con nosotros. Por supuesto
que podía quedarse, dijo la abuela, cuando tío Gareth le preguntó, y es muy
bienvenido, pobre muchacho, sea lo que sea que ha hecho su padre. Le
pediría algo por el alojamiento y las comidas, pero sólo uno o dos chelines.
Yo tenía once años. Recuerdo a Mark cuando llegó esa tarde empujando
su bici llena de bolsas y paquetes colgando. Qué cantidad de cosas, pensé.
Pero cuando llamé a la puerta con las toallas limpias que tía Elaine había
conseguido secar poco antes, porque era aquél un otoño húmedo y lluvioso,
él había desempaquetado todo cuidadosamente sobre la cama y parecía muy
poco para toda una vida: un traje demasiado grande y unas pocas camisas
desgastadas y remendadas, algunos cuellos todavía en peor estado, botas
remendadas al menos dos veces, lo necesario para lavarse en la palangana,
copias de la revista Picture Post, algunos libros de Penguin y otros
cuidadosamente forrados con papel marrón cuyos títulos estaban escritos
con esmerada letra mayúscula. Si no me falla la memoria, casi puedo
leerlos: Principios básicos de tipografía de Stanley Morison y el
Compendio para impresores y compradores de imprentas de Fisher.
Ninguna fotografía, y los únicos cuadros no eran suyos, sino que habían
estado en las paredes desde tiempo inmemorial: una impresión en color de
Bar en el Folies Bergères de Manet y las tres fotografías de Man Ray que
mi padre había enviado desde París y que sabía, aunque nunca lo mencioné,
que al abuelo no le gustaban.

—Tía Elaine pregunta si necesitas algo y dice que es la hora de la cena.

Me cogió las toallas, que también estaban raídas, y echó un vistazo a la


habitación.

—Tengo todo, gracias.

—La cena se sirve en la cocina —añadí emprendiendo camino escaleras


abajo, aunque no era porque no conociese la casa, ya que por hache o por be
él había arreglado ya muchas cosas en ella. Cuando llegamos y vio la mesa
dispuesta, dijo:

—Pensé que la familia estaría en el comedor.

—Ah, en estos días hay demasiados problemas para usar el comedor —


contestó tía Elaine, sacando el pastel de pescado del horno—. Quita esa
lámina de la mesa, ¿quieres? Ahora todos arrimamos el hombro.
Apareció Lionel, algo distante y ausente, como solía estar las noches en
que tenía clase de griego, y se dirigió al fregadero a restregarse una mancha
de tinta de los dedos. Mark se quedó allí, sosteniendo la lámina.

—¿Todavía vas a la escuela? —le preguntó a Lionel.

—Desgraciadamente, sí.

—¿A un internado?

—No, a papi y mami no les gustan los internados. A un instituto. Pero


jugamos al rugby, no está mal. ¿Y tú?

—No, sólo fútbol. No he jugado mucho desde que lo dejé.

—¿Qué hace Izzy? —preguntó tía Elaine cuando tío Gareth regresó del
taller y se dirigió a su vez al fregadero—. Una, hija, vete y pégale un grito,
¿quieres? Y de paso coge esa lámina y déjala en el estudio fuera de mi
vista.

La cogí de las manos de Mark y salí mientras tío Gareth le preguntaba si


estaba bien instalado arriba. La imagen de la lámina era redonda y me
recordaba un parterre de flores grande y desordenado en medio del verano.
Le di la vuelta, como hacía todo el mundo en casa, incluso con los platos
antes de servirlos, siempre que pensasen que se podría encontrar algo
interesante: Robert Delaunay, Formas Circulares, Sol y Luna, 1912-1913,
Museo de Zúrich. Cuando la dejé en un sitio cualquiera, fui hasta el fondo
de las escaleras y llamé a Izzy tres veces. Pero no contestó, y cuando se
dirigía a la cocina tío Robert me ordenó que subiese a buscarla a su
habitación en lugar de andar pegando gritos como una energúmena.

Estaba de pie frente al caballete al lado de la ventana, y el olor a aceite de


linaza y trementina era tan denso que casi se podía tocar.

—Cena —dije, pero mi voz parecía no alcanzarla y no se dio la vuelta—.


Tía Elaine dice cena.

—Muy bien, ya voy.


Ni siquiera me miró, sólo limpió su pincel, mezcló algo de ultramarino y
trazó una raya con él en el cielo de su tela y luego otra. No pregunté, pero
parecía Avery Hill; y estaba pintando la noche como oscuros reflectores
alcanzando a gente muy pequeña en el suelo. Esperé otro minuto sin
atreverme a decir nada. Creo que ni se dio cuenta de que bajé y le dije a tía
Elaine que ya venía.

El pastel de pescado no estaba mal, aunque tía Elaine no le había puesto


huevos duros, que era la parte que realmente me gustaba. De todas formas,
solía comerme uno los domingos si las gallinas ponían. Mark comió su
ración rápidamente con montones de pan, como si llevase mucho tiempo
hambriento.

Izzy no bajó hasta que estábamos a la mitad. Se lavó las manos y se


sentó, pero podría decirse que no se enteraba de nada, ni siquiera de la
presencia de Mark. Tenía la mirada perdida, como si pudiese ver su pintura
impresa sobre la persiana de la cocina. Tío Gareth estaba hablando con tía
Elaine, el abuelo sobre un ilustrador que había conocido y la abuela
procedía a rascar la fuente para aprovechar lo que quedaba por si alguien
quería repetir. Mark no hablaba: miraba a Izzy como si no la hubiese visto
en su vida.

Las Estaciones de la Cruz estaban apiladas en un par de cajas: grandes


moldes de yeso de los originales de piedra de unos treinta centímetros de
lado cada uno que Izzy había esculpido. El ático está completamente seco y
parece que no están húmedos, aunque veo que en la estación en que Jesús
cae por segunda vez se ha roto una esquina y que en la sábana de Verónica
la imagen del rostro de Jesús se ha agrietado. Las dos cajas son pesadas,
pero encajan muy bien una en la otra, así que dejo a tío Gareth revisando si
hay alguna otra cosa en la que yo pueda echarle una mano mientras esté
aquí. Bajo las cajas por las escaleras y empujo suavemente la puerta de la
oficina. Para no hacerme daño en la espalda las coloco sobre el armario
Perrault en lugar de ponerlas en el suelo y, con un ruido sordo, una
fotografía cae y aterriza boca abajo. Recojo el marco, pero el cristal roto
yace en el suelo con la cara de la fotografía hacia abajo. Es otra copia de la
misma imagen de Mark, y, todavía enganchada al marco, hay una carta.
Consigo leer unas pocas líneas.
Querido Gareth:

Quiero que sepas, antes de comunicárselo al resto de la familia,


que he aceptado un puesto en el Departamento de Mantenimiento
de la Leyland Motor Company Ltd...

—Gracias, querida Una —dice tío Gareth cuando entra en la habitación


llevando una pequeña pintura. Has sido de gran ayuda.

—Lo siento, esa foto se cayó cuando estaba colocando las cajas —
respondí gesticulando desde una distancia prudente para alertarle de los
cristales rotos.

Colocó la pintura bajo su brazo y se aproximó, por encima de los trozos


de vidrio, para dar vuelta al marco de la foto con la cara boca abajo.

—¡Ah!, no te preocupes. Ya lo recogeré más tarde. —Me ofrece la


pintura—. Toma, no pude encontrar nada más de interés, pero debes
quedarte con esto. Nunca podría venderla. Creo que tú tienes su pareja.

Es una de las pinturas al óleo de mi padre, pintada, según Izzy, y ella


debería saberlo, justo antes de partir a Nueva York en 1939. Amanecer en
East Egg. Tío Gareth tiene razón, yo tengo Atardecer en West Egg en la
pared de la sala de estar, en Sydney. Las lágrimas asomaban a mis ojos.

—Pero es tuya. Tú las trajiste de América. Recuerdo que me contaste


cómo las habías sacado de contrabando.

Sonríe.

—Sí, aunque no tenía demasiado tiempo para ocuparme de ellas mientras


cuidaba de ti. No tenía la menor idea de cómo tratar a un niño pequeño.
Pero tú eras tan buena que, incluso cuando te mareabas en el barco,
mientras tuvieses a tu oso Smoky te portabas muy bien. Y ahora te doy ésta.
Deberían estar juntas.
—Bueno... si estás seguro... Sé exactamente dónde voy a colocarla. —La
aparté un poco para verla mejor—. Tengo un par de ventanas, y hay justo la
correcta distancia entre... ¿Sabes?, siempre me pregunté por qué no les
llamaba por sus nombres reales, por qué usaba los nombres de Gatsby.

—El Gran Gatsby era su libro favorito...

—No lo sabía.

—¿No lo sabías?, pues sí lo era. Muy americana esa obsesión por la


inocencia corrompida. Pero creo que en realidad lo hacía para poder crear lo
que quería. Si no les ponía a las pinturas un título o un nombre importante o
conocido, no tenía que limitarse a una verdad literal. Podía hacer los
dibujos que quisiera, usar los colores a su antojo y expresar lo que deseaba
transmitir.

—Nunca se me ocurrió verlo así, pero tiene sentido. ¿Estás seguro de que
no la quieres?

—Bueno, me imagino que no tendré demasiado espacio donde vaya a


vivir. Llévatelas todas, si quieres, y el armario también. Me encantaría que
pudieses llevarte también los conejos pintados en la pared.

Llevo Amanecer en East Egg hasta la ventana: las luces del muelle son
captadas y multiplicadas por el agua quieta y oscura transformándose en un
collar de joyas roto por la estela de una lancha madrugadora, gris como un
fantasma, que abandona la bahía hacia el mar abierto.

Desde el exterior de la ventana la luz parpadea y miro hacia arriba.

Mark está de pie en el jardín.

No... sí... es él... es Mark, no un sueño. Esta vez no.

—¿Mark?

—¿Una?

Es él... no sé cómo es posible, pero está ahí.


—¿Eres tú?

—Sí.

Puedo verlo y oírlo, pero no puedo acercarme a estrecharle la mano.

—La puerta de atrás está abierta.

—Por supuesto —dice, y desaparece. Durante un momento de locura me


pregunto si es mi alucinación, que me obsesiona, que lo he soñado. Luego
me doy la vuelta y miro a tío Gareth.

Parece que estuviese muerto, no se mueve, no respira y sólo dos nuevas


manchas púrpura en los pómulos me indican que está vivo.

Cojo su mano y puedo sentir su pulso acelerado a través de la piel de su


muñeca, delgada como un papel. Y sé por qué. Aún no lo entiendo, todavía
no, pero sé por qué. Es por Mark.

Pero pregunto:

—¿Estás bien? Deberías sentarte.

Mueve la cabeza, me acompaña hacia la puerta unos cuantos pasos, luego


se gira y se sienta de costado sobre una de las sillas baratas «no
Mackintosh» mientras yo me encamino al vestíbulo, hacia la puerta de
atrás, para encontrarme con Mark.

Elysabeth, cuarto año del reinado de Eduardo IV

Estaba limpiando la sangre del mentón de Dickon cuando llegó mi padre


desde Stony Stratford. Fue poco tiempo después del día de san Jorge, que
recuerde, porque para entonces se había celebrado una fiesta solemne
organizada por el rey a la que mis padres habían sido invitados.
—El rey viene mañana a cazar en Whittlebury Forest. ¿Qué le ha
sucedido al niño?

—Se le cayó un diente debido a un golpe, señor. Sólo un diente de leche,


que de todas formas ya se movía, y no antes de tiempo, puesto que ahora ya
viste pantalones. Ven, cielo, guárdalo bajo tu almohada a ver qué te traen
las hadas. Ahora vete a buscar a Coock y dile que puedes tomarte un dulce
por ser tan valiente. —Dickon salió corriendo tras las cortinas y le oí llamar
a Mal—. ¿Señor, vendrá el rey hasta aquí?

—Sí. Nos encontraremos en el bosque al amanecer y comerá aquí. Parece


que no tiene prisa por ir al norte, aunque las noticias son cada día peores. —
Dio una vuelta alrededor del salón y luego se encaminó hacia las cortinas
—. ¿Dónde está tu madre? —Se detuvo—. No, he de hablar contigo
primero, Ysa. Ven a la Gran Cámara para que podamos tener intimidad.

Uno de los sirvientes estaba barriendo, ya que las recientes lluvias habían
dejado mucha basura. Mi padre esperó hasta que hubo inclinado la cabeza y
se hubo escabullido, pero luego pareció que no sabía cómo empezar.

—¿Señor, hay algo que os preocupa?

Me miró muy pensativo. No puedo olvidar la historia de cómo murió,


pero sobre todo nunca olvidaré esa mirada: como si seleccionase las
palabras y luego las sopesase antes de hablar.

—Hija, el rey ha expresado en más de una ocasión lo mucho que estima


tu compañía.

—Eso me honra, por supuesto, aunque no lo ha hecho con demasiada


frecuencia, y siempre en compañía de mucha gente. Tranquiliza a todos a
quienes habla.

—El rey no es un hombre remiso a hacer amigos, y lo he visto reír


contigo más de una vez. Cuando estás ausente, siempre me pregunta cómo
te encuentras y si estás bien. Ysa, me parece que le gustaría estar contigo
más a menudo.
No podía equivocarme acerca de sus intenciones, pero estaba tan
sorprendida como si me hubiese puesto a trabajar en un burdel. ¡No podía
yacer con un hombre que no fuese mi marido! Mi padre, un caballero
armado, no podía deshonrarse así, y tampoco a su familia. Es cierto que ya
llevaba tres años viuda, que Tom tenía ya nueve años y que más de una vez
mi padre trató de concertarme un matrimonio, pero los tiempos estaban tan
revueltos, que una familia que una semana era una buena aliada podía
convertirse en enemiga a la siguiente. Tampoco mis posesiones eran
demasiadas como para tentar a un hombre a adorarme, ya que estaban muy
diezmadas por mi conflicto con lady Ferrars, y mi padre no tenía reservas
que pudiesen compensarlas. Ninguno de nuestros planes de casamiento se
había concretado. ¿Pero cómo podría pensar mi padre que yo haría algo así?
Metí la tela ensangrentada dentro de mi manga con sumo cuidado y luego
dije:

—Si viene aquí mañana, tendrá mi compañía.

—Hija, sabes lo que yo diría.

—Sí, señor, pero creo... creo que no deseo que lo digáis. Os lo ruego, mi
señor.

Permaneció en silencio durante un momento, como si sopesase cuál sería


la mejor manera de persuadirme.

—¿No deseas convertirte en la amante del rey?

—No, señor. Es un honor al que no aspiro.

—Ysa, ¿por qué no? Es un honor, aunque los frailes se vean obligados a
negarlo. Que un hombre —un rey— tal como Eduardo Plantagenêt te
desee... Y realmente te desea, lo sé muy bien. Cada vez que lo veo habla de
tus ojos y de tu semblante, me pregunta cómo estás y cuándo volverás otra
vez a la corte. Piénsalo, Ysa. Es un joven apuesto, con la serenidad que le
faltaba a su padre. Tú estás sola; la viudez es un pobre consuelo para una
mujer joven. Y para nuestra familia supondría una forma de medrar más
allá de lo que podamos imaginar. ¡Reflexiona! El rey no es un hombre
vengativo, pero seguramente no olvida que no somos partidarios de la casa
de York desde hace tanto tiempo como para que no podamos volvernos en
su contra por cualquier motivo.

—Pero vos estáis en el Consejo Real, señor, y Antony es comandante en


Alnwick, donde se le presentarán buenas oportunidades para ganar nuevos
favores del rey. Además, está bien casado, y cuando los tiempos se calmen
podremos conseguir fácilmente buenos maridos para mis hermanas. Por
favor, no me pidáis eso. No tenemos ninguna necesidad de hacerlo.

—Ysa, no sólo pienso en los Wydvils. ¿Qué pasa con tus hijos? ¿No
lucharías hasta el final de tus días para mantenerlos alejados de la pobreza y
para que conserven la posición que por nacimiento merecen? Les debes esta
oportunidad, te lo digo bien claro.

—Pero lord Hastings está defendiendo mi caso contra lady Ferrars ante el
rey, y por contrato Tom se casará con su hija, cuando tenga una. Todo saldrá
bien, estoy segura. Lord Hastings ha sido muy amable, y vos mismo habéis
dicho que debe confiarse en su palabra más que en cualquier otra del reino.

—William Hastings es el mejor amigo del rey y también ha puesto sus


ojos en ti. Pero tú podrías ser más que una amiga para el rey.

—¿Durante cuánto tiempo? —¿Cómo podría hacérselo comprender?—.


Señor, soy cinco años mayor que el rey, y viuda. Él tiene un hijo y yo dos.
Se dice que está con una mujer diferente cada día, casada o doncella.
¿Durante cuánto tiempo me desearía? No tengo pensado convertirme en
otra de esas mujeres, o que mis hijos me conozcan como una de ellas. Os
ruego que no me pidáis esto.

Mas todo fue en vano.

—Si fueses como tu hermana Margaret, no lo habría pensado, pero tú


eres inteligente y discreta, y para cuando Warwick le encuentre una esposa,
no habrá ninguna razón por la que no puedas seguir manteniendo tu
posición y su afecto. ¿No lo deseas? No puede haber ninguna mujer en el
reino que no lo haga.

Hice un gesto con la cabeza.


—No más de lo que deseo el sol. Si me acerco demasiado podría
quemarme.

—No debes temer tal cosa. Él será generoso, y no tengo dudas de que
tendrías tu porvenir asegurado. Tom y Dickon también, y toda nuestra
familia. Tú no necesitarías los favores de alguien como Hastings y el rey se
aseguraría nuestra fidelidad. Otra vez serías la dueña de tus propios
dominios. Y luego, más tarde, sería fácil encontrarte un buen marido.

—¿Con alguien de mala reputación? El hombre que quisiera casarse con


una despechada real no gozaría precisamente de mi estima. Puede que
disponga de pocas riquezas mundanas, pero conservo mi reputación y mi
honor de mujer. Cuento también con la reputación de sir John. Él era un
caballero de valía. ¿Cómo podría infligirle semejante deshonra? Os lo
repito, padre, prefiero casarme honestamente con un labrador que ser la
amante del rey.

Su boca y sus manos se tensaron de enojo, pero no me pegó. Era un


caballero, después de todo, y no un hombre al que se le fuese la mano. Tras
un momento de silencio, dijo:

—Ysa, pensé que eras más sabia. Hablaré con tu madre. Quizá ella
consiga hacerte entrar en razón.

—Amado padre —respondí, e incliné la cabeza mientras buscaba las


palabras exactas—, os ruego que entendáis que sólo soy una mujer, de
manera que mi honor es el único valor que poseo. Pero soy una mujer
adulta, viuda y madre. Mi flaqueza como mujer precisa un marido, no un
amante, aunque sea el más poderoso de la tierra, y un marido tan sabio que
pueda contrarrestar mi necesidad femenina y tan fuerte que pueda
compensar la debilidad de mi cuerpo.

Me mantuve en silencio, espiándole por el rabillo de los ojos, y sólo


cuando lo vi sonreír me atreví a levantar la vista.

—¿Dónde has aprendido esa astucia, Ysa? —Levantó su brazo y me


acarició la mejilla—. Hablaré con tu madre; pero debes seguir pensándolo.
Sé que comprendes lo que supondría para nosotros, lo sé muy bien. Es una
pena que me tenga que ir otra vez al condado de Cambridge antes de que él
parta hacia el norte. Quizá si lo conocieses mejor... Hablaremos más tarde.

***

Hubo una pequeña ceremonia a la llegada del rey después de la caza.


Cada uno de los nobles que entraron en grupo cabalgando hasta el patio
estaba más cubierto de barro que el anterior, y el rey, más que ninguno. Su
Majestad el rey no quiso aceptar la oferta de mi madre de una habitación y
agua caliente para lavarse; miró a su alrededor, se asomó al brocal del pozo,
ordenó a lord Hastings que extrajese un cubo de agua y se quitó la cota y la
camisa. Siempre lo había considerado un hombre grande, de espaldas tan
anchas como alto, pero hasta ese día no supe cuán bien formado y
musculoso estaba. Era bello, y pensé que debía de cabalgar a menudo sin
sombrero y sólo con la camisa, porque su cara estaba sonrosada, al igual
que su cuello y su pecho, de manera que su cuerpo parecía hecho de oro
rojo. Bajo el chorro de agua se sacudió con energía, como un perro,
riéndose a causa del frío, frotando su cara y sus brazos, y cuando se atusó
los cabellos, éstos eran una espesa maraña de oro tan oscura como el cobre.
Luego cogió el cubo y empapó a lord Hastings con el agua que quedaba,
vestido como estaba, y éste fingió que le abofeteaba en señal de venganza.
El resto de la partida se lavó a su vez por turnos, aunque me pregunté
cuántos de ellos disfrutaron con el agua fría como lo hizo el rey. Mientras
tanto, se volvió a poner su camisa húmeda y se encogió dentro de su cota.
Luego se precipitó escaleras arriba hasta donde yo estaba esperando para
recibirlo junto a mi madre y Margaret.

Tomó mi mano entre las suyas para que me alzase y las sostuvo.

—Mi señora Grey, me alegro muchísimo de veros.

Yo me obligaba a mantener los ojos entrecerrados y a centrarme en los


modales correctos para dar la bienvenida a Su Majestad, mi señor, el rey de
Inglaterra. Pero las palabras de mi padre resonaban en mis oídos. Para que
un hombre —un rey— como Eduardo Plantagenêt te desee... y bien que te
desea, eso lo sé. Era cierto. Aunque lo intentase, no podía mantenerme
sorda a sus cumplidos, dichos a media voz, o ciega al calor de su mirada.

Íbamos a comer en el Gran Salón, y me encontré sentada a su lado,


contraviniendo las reglas de protocolo: mi madre había ordenado disponer
su asiento en el lado opuesto de la mesa, junto a lord Hastings. Poca ayuda
podía esperar de ella. Ahora todos sabrían que algo se estaba tramando:
para un rey, ninguna comida está desprovista de significado.

—Ésta es una feliz recompensa a una mañana de intensa caza, dama


Elysabeth —dijo el rey, una vez hechas las bendiciones de agradecimiento y
servida la comida—. Espero que me concedáis el derecho a llamaros por
vuestro nombre. —Emití un sonido que podía interpretar como quisiese—.
Vuestro padre me dijo que aún estabais en Grafton, pero no me atreví a
soñar que nos sentásemos juntos.

Mantuve mis ojos clavados en el plato. Era un día de abstinencia y no me


imaginaba cómo iba a poder tragar el trozo de tenca que yacía allí en medio
de la salsa.

—¿Habéis tenido una caza afortunada, Alteza?

—La encontramos enseguida: un gran ciervo que nos brindó una


magnífica carrera. Y luego otro, pero la jauría se quedó sin aliento para
seguirlo. Tengo en mente repetir mañana. Nos habéis brindado una buena
jornada de caza aquí en Northamptonshire. ¿Creéis que la encontraremos
también en Salcey Forest?

—Mi padre o uno de mis hermanos lo sabrán mejor que yo, Alteza.

—¿Vos no cazáis?

—En mi niñez solía hacerlo, Alteza, pero en los últimos años no he


dispuesto ni de los medios ni del tiempo.

—Una lástima. Es una actividad tan apropiada para la salud de las damas
como para la de los caballeros. Podría dar color a vuestras mejillas: un buen
rubor embellece a una mujer.

Como me temía —y pensé que él lo había dicho con la misma intención


—, inmediatamente sentí una oleada de calor escarlata que subía desde mi
pecho hacia mi rostro. Dije:

—Me sorprende que Su Alteza pueda disponer de tiempo con tantos


rebeldes lancasterianos fuera del país, en el norte.

El rey se giró para servirse más salsa en la mitad de la tenca que le


quedaba. Por un momento temí haberlo ofendido. Lord Hastings llamó mi
atención, y parecía complacido con mis palabras. Pero el rey fue muy
rápido y vio su sonrisa y sus cejas enarcadas.

—¿Así que estás de acuerdo con ella, verdad, Hastings? ¿Que debería
olvidar tan hidalgo ejercicio para dedicarme a la caza de una partida de
alborotadores que se consideran leales al linaje de un usurpador?

—Señor —dijo lord Hastings pacientemente—, sabéis que sí, que la


rebelión en el condado de York es un asunto más grave que un mero
alboroto, pero hace falta el valor de alguien como lady Elysabeth para
decirlo con las palabras adecuadas para que lo escuchéis.

Me sonrió y de repente me di cuenta de que él también tenía un propósito


en esta conversación y que me estaba diciendo que no había olvidado su
parte en nuestro contrato.

—¡Oh! Escucho muy atentamente a la dama Elysabeth. —El rey se giró


alejándose de mí de manera que no podía escapar a su mirada a menos que
me mostrase francamente descortés—. Y también la veo. Me han dicho que
Enrique de Lancaster solía comentar que mi buen amigo Rivers y la
duquesa eran la pareja más espléndida de su reino. No debería
sorprenderme que hayan sido los padres de los más bellos hijos de mi reino,
pero a pesar de todo estoy sorprendido. Vuestro hermano Scales es un
hombre bello también, y además erudito.

—¿Mi hermano Antony? ¡Ah, señor! ¿Habéis sabido algo de él


recientemente?
—Nada que vuestro padre no hubiese escuchado también —vaciló un
instante y luego sonrió—. Debéis echarlo en falta.

—¿Cómo podría afectarme que se ocupe de sus asuntos? Me escribe


cuando puede y frecuentemente adjunta un poema, que siempre conservo, o
algunos pensamientos filosóficos. Pero, sí, me gustaría tenerlo con nosotros.

—Sois afortunada por tener un hermano así —bajó la voz—. A veces


pienso que no puede haber una amistad tan estrecha como la de dos
hermanos cuando son de edad similar y han sido criados juntos.

No dijo nada más, pero supe que hablaba de su propio hermano Edmund.
Como si hubiese murmurado un conjuro, me vino a la mente la imagen del
joven guapo, muy parecido a él en la boca y en los ojos pero carente del
porte y de la fuerza de un hombre, con piel lisa y la frente despejada. Un
hermano muy querido de diecisiete años que acabó con el cuerpo
destrozado en una batalla lejana, con su cuello de niño cortado.

Mis temores por Antony nunca me abandonaron del todo, no más que los
que sentí por John. La silenciosa pena del rey me afectó e hizo temblar
ligeramente mi voz:

—Tal aflicción es difícil de soportar. Y máxime, quizá, cuando a aquellos


que la padecen no se les concede tiempo para llorar.

No dijo nada durante un largo rato. Luego vi que relajaba los hombros y
hacía una señal a un sirviente para que trajese más vino.

—Mi señora duquesa... —mi madre miró alrededor desde donde se


encontraba sumida en una conversación con el conde de Oxford, ya que
parecía desdeñar a mi hermana Margaret, sentada a su otro lado—. Señora,
tenéis aquí una heredad muy agradable, ¿sería posible dar un paseo por los
alrededores cuando no seamos ya capaces de seguir disfrutando de tan
excelente ágape? ¿Quizá hasta llegar a la capilla? ¿Con la dama Elysabeth,
si no tiene nada mejor que hacer?

Ni con toda la voluntad del mundo pude evitar que, tras esta interrupción,
los platos de carne fueran bendecidos y retirados. Ya era bien pasado el
mediodía, y con el sol que hacía el aire estaba pesado y caliente. Pocos
parecían tener deseos de tartas de miel e hipocrás, aunque el rey disfrutaba
del vino tanto como cualquier hombre. Lord Hastings se excusó, porque
tenía asuntos que resolver en sus propios dominios de Kirby antes de que
todos partiesen hacia el norte. Al levantarse, tras hacerle la reverencia al
rey, me guiñó un ojo, como si confiase en que nuestro vínculo contractual
seguiría vigente. Luego mi padre rogó permiso para retirarse y tratar
asuntos con otros miembros de la partida del rey sobre la comisión del
condado de Cambridge. Y en menos que canta un gallo todos los que
quedábamos para dar un paseo al aire libre éramos el rey, unos pocos
caballeros, mi madre, Margaret y yo.

El aire pesado hacía que las fragancias del jardín cerrado pareciesen
incrustarse a mi piel: salvia y romero, hisopo y lilas tempranas. Los
senderos pavimentados con ladrillos eran muy estrechos, de modo que si el
rey elegía pasear conmigo, nadie más podía estar cerca. Mientras
caminábamos, hablábamos de cosas triviales, de agricultura, de la cría de
animales, del mantenimiento de una casa y de las relaciones con los
vecinos. El molino de Astley necesitaba ser restaurado, y yo había pensado
poner en funcionamiento directamente una de las granjas en cuanto
terminase su arrendamiento. El rey me habló del molino de Ludlow, donde
el río Teme corre rápido y profundo, y me contó que estaba negociando con
lanas con el fin de evitar de esa manera tener que pedirle dinero al
Parlamento y vivir de sus propios ingresos. ¿Tenía yo ovejas en Astley o mi
padre aquí en Grafton? Por lo que habló al respecto y acerca de otras cosas,
lo juzgué muy perspicaz en tales cuestiones, y escuchaba lo que yo decía
con una atención que me pareció que iba más allá de la mera cortesía.
Después escuché chillidos y correteos provenientes del otro lado de la pared
y desde la puerta más alejada se precipitaron Tom y Dickon blandiendo
palos. Mi corazón dio un vuelco, y, cuando estaba a punto de salir disparada
a cogerlos, nos vieron justo a tiempo y se detuvieron bruscamente ante el
rey. Tom, bendito sea, atendió a mi mirada, descubrió su cabeza y cayó de
rodillas. Después de una mirada inquisidora hacia él, Dickon también se
arrodilló, pero se olvidó de descubrirse. Respiré algo aliviada y me adelanté
para quitarle la gorra y ponérsela en la mano.

—¿Son éstos vuestros hijos, dama Elysabeth?


—Sí, Alteza.

—¿Thomas, verdad? ¿Y el pequeño es Richard? ¡Levantaos, niños! —Se


pusieron de pie, muy correctamente, y me sorprendió que el rey recordase
detalles tan nimios como los nombres de mis hijos—. ¡Vaya, no son tan
pequeños ya! Señora, recuerdo que William Hastings me habló acerca de la
herencia de Tom. Veamos lo que podemos hacer respecto a lady Ferrars.

Por el rabillo del ojo vi a Mal arrodillándose, con la cara enrojecida, y


supe que ella también cruzaba los dedos para que los niños no olvidasen su
cuna. El rey debe de haber notado que giré la cabeza, porque hizo una señal
a Mal para que pudiese levantarse.

—Bien, señor Thomas Grey —continuó—, ¿estáis decidido a aprender a


ser tan fiel y auténtico caballero como lo fue vuestro padre?

—Sí, señor.

—Alteza —murmuré.

—Sí, Alteza.

El rey se rió.

—Muy bien educados, sí, señor. Creo que estabais jugando a un juego y
yo lo he interrumpido, como siempre solemos hacer los mayores. ¿A qué
jugabais, Dickon?

Dickon se quedó un momento boquiabierto y luego habló con soltura.

—Para servirle, señor, Alteza, jugábamos a sir Ban y sir Bors. Para
servirle, Alteza, señor.

El rey se rió.

—Utiliza todas la expresiones de cortesía que conoce, y me ofrecería el


diente que le falta, sin duda, si no lo hubiesen cogido ya las hadas. Yo
también tengo un hijo, pero Arthur es un bebé comparado con los vuestros,
señora. Debíais de ser poco más que una niña cuando los tuvisteis.
—Poco más, señor.

Me miró fijamente a los ojos y sonrió como un hombre que intuye el


futuro placer. Luego se volvió hacia mi madre, que se encontraba varios
pasos detrás de nosotros.

—Señora, quisiera hablar con vuestra hija en privado, si me lo permitís.

Hizo una reverencia.

—Mi hija es su propia dueña, Alteza —su acento francés era muy
marcado y yo sabía que estaba nerviosa. Margaret nos observaba con una
sonrisa—. Margaret, llévate a los niños.

El rey los detuvo con su mano extendida.

—Tomad, uno para cada uno —y de repente, entre sus dedos, había dos
peniques—. Comprad un juguete o algo y dejad a cambio que vuestra mamá
se quede conmigo. Yo la cuidaré.

Con los ojos como platos, mis pequeños cogieron las monedas con
descuidadas reverencias y brincaron hacia Margaret. Antes de coger las
manos de los niños, ella hizo un gesto de agarrar con la suya y mirándome
me sonrió. ¡Oh, Margaret! ¿Tú también?

El rey caminaba junto a mí a lo largo del sendero y no podía escaparme,


así que me sentía como un cautivo con su carcelero. En la puerta se detuvo
y yo le precedí entrando en el huerto.

—Las flores están muy adelantadas este año —fue todo lo que se me
ocurrió decir mientras caminábamos cruzando el huerto y nos adentrábamos
en el bosque; él permanecía en silencio—. Mi madre teme que las heladas
puedan afectarlas.

Se detuvo y cogió mi mano de tal forma que me giró para ponerme frente
a él.

—Gracias a Dios, estamos solos. —Cogió mi otra mano y tuve que tensar
mis brazos para mantenerle a distancia—. Señora, creo que sabéis por qué
he pedido que nos quedemos solos. Creo que vuestro padre os ha hablado
de mi amor.

—¿Amor, Alteza? Yo... Yo... Él no ha utilizado esa palabra.

—¿No podéis verlo en cada parte de mí? ¿En mis ojos, mis manos, mi
voz? Señora, os amo y os ruego que seáis mía.

Había temido este momento, pero eso no hacía más fácil controlar mi
pavor.

—S-señor, me... me hacéis un gran honor, pero es algo que no merezco.


—Me atreví a decir, y sentí que aflojó algo, aunque todavía asía mis manos
—. Yo... yo debo decir no. No puedo ser vuestra.

—¿Por qué no? Me parece que no podéis evitar que seamos amigos, ¿no?

—Una humilde servidora no puede llamar a un gran rey su amigo, señor,


aunque le deba total obediencia.

Se rió y el impacto del sonido hizo que mis manos aferradas rígidamente
temblasen.

—Entonces obedeced a vuestro padre y a vuestro rey, dulce Ysa... ¿veis?


Sé vuestro verdadero nombre. Sed una hija y súbdita servicial. Venid a mí,
y tendremos tanto placer como ningún hombre y ninguna mujer han tenido
jamás, en el día de hoy y muchos más días y noches futuras.

Mi respiración estaba ahogada, como si me hubiese aplastado al


estrecharme.

—Señor, os ruego que no me pidáis eso. Soy una mujer honesta. Fui una
esposa honrada y debo contestar que no.

Luego me apretó contra él, fuertemente contra su pecho, sus manos como
una morsa de carpintero aferrándose hasta mis huesos. Aun haciendo acopio
de todas mis fuerzas no podía apartarlo. Era más alto, más ancho y bastante
más grande que John, y su fuerza me abrumaba. Olía a sudor, a vino y a lino
aromatizado con la sangre de un ciervo.
—Soy el sol, ¿no os lo habían dicho? Y vos sois la luna, con vuestro pelo
plateado en el que podría ahogarme si yacemos juntos. ¿No podéis ver que
hemos nacido para disfrutar juntos, tan seguro como las estrellas que nos
envuelven a ambos en el cielo?

Sentí su brazo tensarse al hincharse los músculos, y llevó su otra mano


hasta mi mentón para levantarlo. Torcí la cabeza con tal decisión para
apartarla que sentí que mi mentón se magullaba bajo la fuerza de sus dedos.
Apretó más fuerte y luego se desplazó hasta que su pierna atrapó la mía.
Empecé a tener miedo por esa mirada en sus ojos, esa mirada ciega y
borrosa que significa que un hombre ha perdido el respeto por sí mismo o
por una mujer y sólo piensa en poseerla hasta al final y al instante, lo quiera
ella o no. Es lo que todas las mujeres, desde la peor hasta la más
extraordinaria, tememos.

De repente se relajó y casi me caigo.

—No, Ysa, nunca fuerzo a una mujer, aunque la desee como os deseo a
vos ahora, al límite de la locura. ¿Qué puedo ofreceros para que cambiéis de
parecer? Ya tenéis mi amor.

Moví la cabeza, todavía sin aliento. Pero no salí corriendo, porque toda la
corte se habría enterado, y no les daría tal ocasión.

Me miró frunciendo el entrecejo durante algunos segundos.

—Ysa, podría deciros: «Os puedo hacer rica. Puedo hacer nobles a
vuestros hijos», pero pienso que no sois la clase de mujer que se obtiene de
esa forma. Tampoco diciéndoos lo que es verdad: que podría arruinaros, y a
ellos y a toda vuestra familia, si lo decidiese. Si fueseis ese tipo de mujer,
que pudiese ser comprada o chantajeada, tal vez os amase menos.

Casi me reí.

—Mis hijos están vestidos con harapos y remiendos, y no puedo pagar a


mis sirvientes. Pero no, señor, a pesar de eso no puedo hacerlo.
—Otras mujeres pueden. Y —perdonadme, puede que penséis que ellas
eran distintas—, otras mujeres lo han hecho. Mujeres gentiles como vos,
también mujeres nobles.

—Lo sé, pero no puedo seguir su ejemplo, aunque sean las más notables
del reino. —Tomé aliento—. Sé que no me forzaréis. Podríais ofrecerme
todo el oro del mundo —un dineral— y aún no sería suficiente para
deshonrarme así. Tengo pocas cosas que pueda considerar propias, pero mi
alma y mi cuerpo son míos. No puedo y no debo ultrajarlos con tal pecado.

—Entonces casaos conmigo.

—¿Qué?

—Sed mi mujer.

—Su Alteza se mofa de mí. Os ruego que me disculpéis, pero debo acudir
al lado de mi madre.

Cogió mi mano cuando traté de alejarme.

—Ysa, hablo con todo mi corazón, y con toda mi alma. Os amo con toda
mi alma y mi cuerpo, y me gustaría ser vuestro esposo.

Mi cabeza daba vueltas, y la tierra parecía abrirse bajo mis pies como si
fuese transportada por Merlín a una tierra extraña. Lo miré fijamente y al
final encontré algunas palabras:

—Pero, señor... habéis enviado embajadas al extranjero para encontrar


una esposa, una princesa, aliados para vuestro reino, tratados para vuestra
mayor seguridad y gloria y la de vuestros súbditos. Mi señor de Warwick
está en Saboya ahora mismo... No podéis casaros con una súbdita.

—¿Qué mejor mujer para un rey inglés que desciende del rey Arturo que
una mujer inglesa de la estirpe de Melusina? ¿El Sol y la Luna unidos? —
Se rió, cogió mi mano y la giró para besar su palma—. Además, cómo
podría interesarme en presupuestos, ejércitos y alianzas cuando sólo puedo
pensar en vos?
Retiré mi mano.

—¿Y qué hay de mi viudez, mi edad, mis hijos? —Me mordí la lengua
para no decir: ¿la tardía lealtad de mi familia? ¿Cómo podría alguien así
desposarse con un rey?

—¿Debo decíroslo yo, Ysa? Muy bien, ya que os consideráis con tan
pocos méritos. —Retrocedió medio paso como para verme mejor; pero
ahora que tenía la oportunidad de echar a correr me sentí más incapaz que si
realmente estuviese bajo el hechizo de Merlín—. Sois virtuosa como pocas
otras mujeres, o no me habríais rechazado. Sois bella sin par. Tenéis el porte
y andáis y bailáis como si ya llevaseis corona. Sois inteligente y sabia, y
tenéis hijos fuertes. ¿Qué más podría pedir? ¿Cómo me las arreglaría sin
vos?

Lo miré. Luego se arrodilló y descubrió su cabeza. Su cabello se había


secado y ahora era de un dorado más oscuro, y allí donde su cuello se
doblaba al hacer la reverencia podía ver la turgencia de sus músculos bajo
su hermosa y fina piel, la línea oscura y fruncida de una cicatriz de espada y
el destello del sudor fresco a lo largo de los tendones de su cuello. El deseo,
que había contenido durante tanto tiempo, se abría paso en mis tripas, tan
rápido y caliente que pensé que él debía de percibirlo a través del pesado
aire que nos separaba.

—¿Señora, me haríais el honor de ser mi esposa y mi reina?

¿Qué debería haber contestado? No lo amaba. No había amado a John,


pero habíamos sido amigos. A este hombre, a este rey, apenas lo conocía.
Como le había dicho a mi padre, desear a tan ilustre persona no es quererlo,
no más de lo que se quiere al sol, puesto que todos volvemos el rostro hacia
sus rayos. Si saber esto es sabiduría, él tenía razón al decir que yo era sabia.
Pero también era lo suficientemente sensata para comprender que ahí, a mis
pies, había un regalo que estaba más allá de todos los sueños y que no
podría, no debería, rehusar.

—¿Ysa? ¿Qué decís? No podéis decirme que no.


Su voz rugía agitada por la esperanza y el deseo. Sin embargo, los
jóvenes son alocados, y yo no debería ser víctima de su imprudencia.
Extendí mi mano y lo levanté.

—Señor, no os podéis arrodillar ante un súbdito. Me habéis hecho más


honor del que corresponde a vos y a mí y me he quedado sin habla. No sé
qué decir.

—Solo tenéis que decir sí.

—¿Estáis... perdonadme, señor, estáis seguro? Si queréis cambiar de


parecer... No tenemos testigos.

—Tendría a todo el mundo como testigo de nuestros desposorios, si


pudiese. Aunque lo que mi primo Warwick dirá... Si vuestros padres lo
aprueban, pienso que sería mejor si nadie lo supiese hasta que seamos
marido y mujer. Pero cuando os vean como reina, mi hermosa Melusina,
casada el primero de mayo, lo comprenderán. William Hastings mejor que
nadie. Oh, ver su cara al enterarse de la noticia, ¡porque si hubiese tenido la
oportunidad, él os habría llevado a la cama!

Sólo podía sonreír, y el deseo se hizo otra vez presa de mí. El rey lo
percibió y sonrió tomándome la mano. Un extraño sonido empezó a
retumbar en mis oídos y a través de él le oí decir:

—Ysa, esto no es un rapto de locura. Os he amado durante el tiempo


suficiente para saber lo que pienso. ¿Consentiréis en casaros conmigo?

Exhalé un suspiro tan profundo como permitieron las palpitaciones de mi


corazón.

—Alteza, me hacéis tal honor que no puedo rechazar. No puedo decir no.

***
No había ni estrellas ni luna para guiarnos a la iglesia de Grafton para la
Misa de la Invención de la Santa Cruz, sólo la luz de la lámpara de Mal
reflejándose como trémulos espejuelos en los espinos de los setos, a través
del aire calmo, oscuro y húmedo que olía a madera podrida y a vaca.

—¿Señora, es esto prudente? —Me susurraba Mal al oído—. Vais a estar


muy agotada. Ya os habéis confesado, y por la mañana obtendréis la mayor
de las bendiciones. Deberíais estar en la cama.

—¡Chist! —contesté sacudiendo hacia atrás la cabeza en dirección a


Margaret y al hombre de mi padre que nos escoltaba.

—La señorita Margaret habla demasiado como para escuchar bien. Y


Gregory es sordo como una tapia. No sería capaz de oír el Juicio Final
aunque estuviese en la mismísima Torre del Fuego.

Una corriente de aire me rozó la mejilla y una silenciosa sombra


emprendió vuelo, tan cerca que podía tocarse. Margaret emitió un grito
ahogado y nos persignamos. En las callejuelas uno de los halcones lanzó un
chillido de rabia.

—Es sólo un búho, señorita Margaret —aseguró Gregory—. El cárabo


que vive en el bosque de Home, es inconfundible.

—Las brujas pueden adoptar la forma del búho —replicó Margaret, con
una risita que denotaba temor—. A lo mejor era esa mujer que vive en las
ruinas del monasterio. Tenía un gato negro con ojos azules al que tus hijos
tiraban piedras, ¿te acuerdas? A lo mejor quiere vengarse.

—Tonterías —dije—. Debemos apresurarnos o llegaremos tarde. El gato


sobrevivió y les di a ambos tal paliza que sus alaridos llegaron hasta Stony
Stratford.

Contuve la respiración. Sólo el nombre de la ciudad donde durmió


Eduardo me produce escalofríos en la piel. O quizá no durmió.
Seguramente seré tan incapaz de dormir esta noche como de sobrevolar el
bosque de Home, aunque sea la noche de la Santa Cruz, cuando las brujas y
los hechiceros se han ido. Dije que debía ir a la iglesia para la celebración
de la Santa Cruz aunque nadie, excepto mi madre y Mal, sabían por qué
estaba tan alerta o por qué no quería decir que sólo era para pedir a Nuestra
Señora una bendición personal.

Desde algún lugar del bosque se oyó un grito que se cortó de golpe. Nos
adentramos en la oscuridad bajo el techado de la entrada al cementerio.
Ante nosotras las ventanas de la iglesia mostraban un tenue dorado en la
oscuridad y los cánticos parecían ser arrastrados por el aire en calma. Pensé
que sonaba como el salmo de un sortilegio.

Pedí un perdón apresurado y con voz muy baja ante tal blasfemia.

¿Pero qué pasaba con los cuerpos enterrados en la tierra bajo mis pies:
hombres y mujeres, soldados y sirvientas, viejas damas y niños, y recién
nacidos, bautizados justo antes de su último llanto? Sus cuerpos yacían allí,
se decía, esperando el Juicio Final. Aunque quizá algunas almas inquietas,
inocentes, muertas antes de tiempo, calumniadas... puede que tales almas
hayan abandonado el lugar esta noche, la más oscura de las negras noches
que precede al amanecer de mayo.

***

Ni tiempo para los preparativos, ni regalos, ni invitados, ni una gran


fiesta para nosotros, sólo la boda a las puertas de nuestra propia capilla,
escondida en los bosques, y una apresurada misa en el interior. Ninguna
procesión a nuestro alrededor ni música en torno a nuestro lecho de boda,
porque nadie debía saber que Eduardo y yo nos convertíamos en marido y
mujer hasta que se lo hubiese dicho a mi señor de Warwick. Tampoco
habíamos pasado muchas horas juntos desde que nos habíamos
comprometido, porque nadie debía pensar que el rey tenía una nueva
amante escondida en algún sitio. Además, él tenía asuntos de los que yo le
habría apartado si hubiese podido: enrolar hombres y armarlos, engañar
enemigos y poner a trabajar a los amigos, recibir enviados y despachar
embajadas.
Así que cuando nos casamos, lo único que hicimos fue beber vino y
comer tartas dulces, allí, en la antecámara de la capilla; mi madre, Margaret
—informada esa misma mañana para evitar que hablase demasiado—, un
sacerdote que juró su silencio, un niño monaguillo que ayudó con el
incienso y los cantos y, en un rincón, Mal con lágrimas en los ojos.

Luego el clérigo y el monaguillo se marcharon y todos regresamos


caminando de vuelta a casa a través de los bosques, con todos los zorzales,
pardillos y alondras del mundo lanzando su canción al amanecer.

El salón estaba silencioso, pero no nos atrevimos a demorarnos con las


ceremonias al uso. En mi cámara, mi madre me ayudó a desvestirme y
ponerme la bata con rapidez y en silencio, soltó mi pelo y lo volvió a
recoger con una o dos horquillas; me besó formalmente y se fue haciendo
una reverencia al rey, que esperaba ante el umbral como si fuera su propio
paje.

Entró empujando la puerta tras de sí y me tomó en sus brazos, mi bata


frunciéndose bajo sus manos impacientes, su aliento cálido sobre mi cara.
Una mano grande detrás de mi cintura, la otra hurgando en sus cordones y
su boca golosa sobre la mía.

De repente me di cuenta de que no era un rey, sino un hombre, y ni


siquiera eso: era todavía un niño, desagradable en su deseo, empujado por
las exigentes necesidades de su cuerpo, sin pensar en el aburrimiento
posterior una vez satisfecha la necesidad. Yo le llevaba cinco años; había
conocido un solo hombre, y él, muchas mujeres. Ellas quizá cedieron
deslumbradas ante su estatura, su sonrisa, su dorada piel, su corona. Pero yo
no había claudicado en el huerto y no iba a ceder ahora, porque había
aprendido durante mis años de matrimonio lo que él parecía no haber
comprendido siendo soltero ni siquiera con todas esas mujeres
complacientes: cómo el deseo, mantenido bajo control, se alimenta a sí
mismo y crece. Si pudiese detenerlo...

Me empujaba hacia la cama, yo apoyé mis manos contra su pecho.

—No, mi señor, todavía no.


Se detuvo como si le hubiese pegado y luego parpadeó.

—¿Todavía no?

—No.

—Pero no estaremos casados hasta que os tenga... ¿Ysa, estáis asustada?


No sois doncella, así que no debería daros miedo.

—No, no soy doncella —asentí, y empecé a desatar su jubón—. Y no


estoy asustada, sólo que... estoy en la cama con un rey.

—No penséis en eso —dijo—, sino en que sois mi reina y en que nos
amamos el uno al otro.

No podía contestar con sinceridad, así que lo besé y luego me alejé un


poquito para deslizar un dedo sobre sus labios, bajando por su mentón, su
cuello y el tibio pecho jadeante entre los bordes abiertos de su jubón. Su
vello era como la obra más refinada de un joyero. Movió la cabeza como
para aclararse y se desprendió del jubón.

Él con su camisa no estaba más vestido que yo con mi camisón, y eso nos
dejaba en igualdad de condiciones: hombre y mujer, Adán y Eva.

Cuando su mirada tornó a mí, la mantuve, y luego extendí mis brazos y


me quité las horquillas del pelo. Éste cayó pesadamente, rodeándome con
una fragancia de camomila y matricaria; cogió los rizos con ambas manos y
enterró su rostro en ellos, entrelazándolos con sus dedos. Luego los dejó
caer, apartó con su mano los mechones que cubrían mi rostro y me besó,
ahora sin avidez, sino como si estuviera hechizado.

Levantó la cabeza y miró hacia la cama.

—Tenéis a Melusina para protegeros —dijo mirando las colgaduras—.


Melusina el dragón, no la serpiente, con sus alas y su cola bífida.

—Sí, mi madre la encargó a las Hermanas de Lincoln para mi... primer


matrimonio, para que me ayudase a tener un hijo.
Mientras pronunciaba esas palabras, deseaba no haberlas dicho. Pero él
sonrió.

—Sois una belleza tal como estáis. Pero debéis de haber sido más bella
aún con una gran barriga —presionó con su mano en ella—. Si Dios quiere,
os la llenaré con un hermoso príncipe. Me gustaría que vuestros ancestros
supieran que su misión culmina en nosotros, que el sol dorado y la luna
plateada se han unido en secretum secretorum y en adelante traerán paz y
prosperidad. Porque vos sois mi dama luna.

—Y vos sois mi señor el sol —dije, por supuesto. Y lo dije bien, pues las
palabras sonaron como una invocación en la brillante quietud, como un
conjuro que no sabía que fuese capaz de pronunciar. Deslicé mi camisón
por un hombro y lentamente él deslizó el otro lado, hasta que éste cayó a
mis pies.

—Qué hermoso —murmuró, mientras yo abría su camisa para dejar sus


hombros al descubierto. El corte de la espada en su cuello era como una
grieta en el oro. Retrocedió para sacarse la camisa por la cabeza y luego la
arrojó al suelo. Antes de que pudiese alcanzarme, me fui hacia la cama, me
giré y le extendí la mano. Las sábanas estaban frescas, y el olor a lavanda y
a coloquíntida las envolvía con un dulzor especial.

Me acostó en la cama con la delicadeza de un cortesano y luego se tendió


a mi lado muy cerca, tan alto y ancho que parecía que se encorvaba sobre
mí; su piel olía a ámbar gris y almizcle. La cabeza empezó a darme vueltas.
Se me acercó, pero lentamente, hasta que pude sentir cómo mantenía su
fuerza, su deseo controlado. Su impaciencia no era, después de todo, la
simple ignorancia de un jovenzuelo. Empecé a moverme en las aguas tibias
de mi propio deseo y lo escuché riéndose otra vez.

—¿Veis, mi Melusina? Habéis lanzado vuestro conjuro y me comporto


como deseáis. Me volvéis tan paciente como un alquimista preparando su
fuego, observando y esperando.

Ahora mi cuerpo se aproximó al suyo con tanto deseo de él como él tenía


del mío.
Luego estuvimos nadando juntos y separados, ahogándonos en oro, y
cuando centré mis ojos más allá de sus brillantes cabellos pude ver a
Melusina con sus amplias alas y su doble cola partida. Luego ya no vi nada
más. Con un fuerte grito se abandonó, manteniéndose profundamente
dentro de mí, y en un segundo supe que había ganado —que el rey era mío
— antes de que yo misma alcanzase el secreto de los secretos.
Capítulo 5

Elysabeth, octavo año del reinado del rey Eduardo


IV

A medida que el camino se estrechaba hacia el puente de Bow Bridge, tal


era la prisa de los caballos y de los hombres armados, que mi escolta se
mezcló con la del rey y me lo encontré cabalgando a una cabeza por delante
de mí.

—¡Mi señora! —gritó, y tiró de las riendas para cabalgar a mi lado—.


Espero que estéis bien. ¡Siento que este asunto me haya tenido tantos días
lejos de vos!

Por el rabillo del ojo vi a dos escoltas que se enredaban y luego, a un


gesto del capitán, ocupaban el sitio correcto cerca de nosotros. Me giré
hacia el rey.

—¡Sí, Alteza!, estoy bien y feliz de veros en tan buen estado. En cuanto a
los asuntos, espero que puedan arreglarse en tan buena ocasión. —Dudé un
instante, pero mis damas estaban todavía muy cerca de nosotros, por lo que
agregué con alegría—: Sí, es ésta una gran ocasión, el casamiento de
vuestra hermana. Aunque sé que estáis triste por tener que despediros de
lady Margaret.

—Sí —es todo lo que dijo.


Pensé en su hermano Edmund, asesinado con diecisiete años. Pero esa
pena ya la había superado hacía tiempo, o al menos eso me dijo, y yo le
creí. Seguramente no podía estar muy apenado porque su hermana se
entregase a un gran duque, y no a mayor distancia que Brujas. Carlos el
Calvo, de Borgoña, era un hombre bueno e inteligente según todos los
informes; bien entrado en la edad de la cordura. Incluso le había hecho a
Eduardo el regalo de nombrarle caballero del vellocino de oro, la orden de
caballería más importante.

—Además, haber concertado tal unión en beneficio de Inglaterra y


también de vuestra, nuestra, hermana no es motivo para entristecerse —dije.

—Es cierto. —Y agregó en voz baja—: Pero Margaret no es dócil. Creo


que teme abandonar Inglaterra cuando... —Miró a su alrededor, mas ya
habíamos alcanzado el puente. Sólo yo, mi propia hermana y Mal
cabalgábamos próximos, y nuestras voces eran apagadas por el bullicio y el
eco de los cascos golpeando las piedras y el rugido del río Lea, que por
debajo forzaba su paso a través de los pilares del puente—. ...Cuando
tenemos hasta a sir Thomas Cooke en la Torre. Margaret y él son viejos
amigos.

—Puede que lo sean, pero Cooke es un traidor. Aquellos hombres


arrestados lo acusaron a él, tan claramente como al resto, de apoyar la causa
de Enrique de Lancaster. El hecho de que haya garantizado la dote de
vuestra hermana no es comparable con eso.

—Pero no siempre es fácil conseguir una condena cuando la evidencia se


obtiene de la forma en que se hizo en su caso —dijo Eduardo.

Sólo habían pasado dos días desde el Corpus Christi y la jornada era
calurosa y radiante; sin embargo, como si una nube hubiese empañado el
sol del verano, vi una oscura cámara en la profundidad de la Torre Blanca,
fría entre las piedras excepto por el punzante calor de un brasero. Allí
habría gruñidos y crujidos de la maquinaria, hedor a carne quemada,
excrementos en el suelo, una voz a gritos escupiendo nombres, lugares,
planes, traición. El rasgado seco de la pluma sobre papeles y más papeles,
voces quedas pidiendo más, más nombres, más sitios, más traición, y un
informe más enviado al Consejo. A altas horas de la noche se reunía el
Consejo, y los domingos, y a otras horas secretas, porque nadie debía saber
cuán cerca estábamos de la rebelión abierta.

Eduardo negó con la cabeza:

—No quiero que su gente transmita en Borgoña rumores sobre medidas


desesperadas en Inglaterra. Ni estropear su alegría con el temor de que su
dote no será pagada si Cooke es procesado. Ella sabe que yo no podría
pagarla.

—Pero...

—Sólo hasta que Margaret haya embarcado. Entonces será arrestado. Ya


he hecho los arreglos para que una comisión los indague a todos. Tu padre
hará un registro en casa de Cooke. —Señaló con la cabeza hacia delante,
hacia los colores escarlata y oro en medio de los cuales Warwick cabalgaba
como jefe de la escolta de Margaret, junto con mis hermanos Antony y
Edward—. Mi primo Warwick también formará parte de la comisión.

—¿Lo hará?

—Bueno, parece apropiado obligarle a participar en el juicio de tales


individuos. —Eduardo levantó una ceja para indicarme que debía
considerar sus palabras en su más amplio sentido—. No intentará más
tejemanejes con los rebeldes, no más de los que podría intentar mi hermano
George. Hastings se sentará con ellos, incluso el alcalde, para que Londres
sepa en qué puede terminar la traición.

—¿No llamaría demasiado la atención una asamblea constituida por


tantos hombres importantes?

—No puede ser de otro modo. Sólo debo contar con hombres en quienes
pueda confiar para que hagan comprender al jurado cómo se ha extendido
este cáncer. Se presentará como un simple caso de oyer et terminer, como
escriben los amanuenses.

Oyer et terminer. Escuchar y resolver era la orden, aunque nadie que


supiese lo que yo sabía podría tener muchas esperanzas de que todo se
resolviese de verdad y de forma definitiva, y a pesar de todo lo que se oía.
Da pacem, Domine, recé. Trae la paz a nuestros días. ¡Oh, Señor! No hay
nadie más que luche por nosotros, sólo Tú, Señor.

El camino se ensanchaba una vez superada la gran extensión de molinos


de la abadía. Los muros de la propia abadía de Stratford estaban delante y,
una vez más, fuimos rodeados por hombres y mujeres. Pronto debíamos
distanciarnos para entrar en su magnífico edificio por separado, en gloria y
silencio, como rey y reina de la tierra.

—¿Y cómo están mis niñas? —preguntó Eduardo.

—Bess tiene catarro, señor, y con el tiempo caluroso que se avecina


temíamos que desembocase en fiebres o algo peor. Pero no parece más que
un catarro, aunque la hemos separado de Mary, que llora por ella. —Hasta
los brazos me duelen de deseo de estar con mis pequeñas, y aunque hacía
meses que había dejado de dar el pecho a Mary, los senos me escocían
como si su boquita estuviese aún abierta para succionar la leche. Pero sólo
dije—: Mal ha acortado los abrigos de Bess, porque anda corriendo por
todas partes y en Westminster sólo hay empedrado sobre el que aterrizar
cada vez que se pise las faldas.

—Es cierto. Desearía estar allí con más frecuencia porque un beso y un
dulce solucionarían muchas aflicciones. —Me sonrió—. Debes insistir a las
niñeras para que vigilen que no se le salte un diente. No podemos tener a la
heredera de Inglaterra sin un diente. ¿Y qué haríamos con ella cuando
consigamos tener un varón si ningún príncipe de Europa la quisiera? —Se
rió y luego dijo—: Ysa, finalmente he decidido ir con Margaret y tus
hermanos a Margate. Haré todo lo que esté en mi mano para despedirla
alegremente y mostrar al mundo que no tengo escrúpulos en dejar Londres
en estos momentos. Mientras tanto, debes apresurarte en alejar a las niñas
de Westminster. —Luego pasó las riendas a su mano izquierda y extendió
su derecha para tomar la mía—. Si vas a Eltham, ¿podremos encontrarnos
allí a mi regreso? Necesitaré mucho consuelo por la pérdida de mi hermana,
y yo te consolaría por la ausencia de tus hermanos.

Cuando alzó mi mano para besarla lentamente, le sonreí.


***

Cuando nos enteramos de que Antony había visto a Margaret de York por
fin casada en Damme y entrando en Brujas con procesiones y espectáculos
como, según se decía, no se habían visto nunca antes, ni siquiera en
Borgoña, Eduardo ya había enviado investigadores para trabajar en el oeste.
Yo sabía que a cada uno de esos actos públicos se enviaba una docena de
espías anónimos en secreto. Y sin embargo, por toda esa oleada de traición
en que andaba sumido el reino, por todos esos hombres que secretamente
enviaron promesas e incluso oro a Margarita y a la causa de Lancaster, y
por otros que observaron de qué lado soplaba el viento, listos para cambiar
de chaqueta, el humor de Eduardo era insoportable. Limitaremos nuestra
autoridad si nos mostramos ansiosos, decía. No debemos permitir que la
traición de Lancaster sea como la cabeza de la hidra, que por cada hombre
arrestado aparezcan cien más a quienes buscar. Debemos comportarnos
como una corte alegre, decía, y muy ocupada: una corte sin ningún temor,
ninguna preocupación o ninguna deuda en el mundo. Era una buena
política, y además pensé que era más que política lo que le hacía hablar así.
Cuando se sentaba ante la comida con los juglares dando volteretas ante él o
un coro de cantores llenando el aire con una nueva y dulce canción,
contemplaba cegado los polvorientos rayos de luz del sol, tragándose una
hogaza de pan hasta las migas, antes de pedir todavía más vino. Pensé que
una especie de sopor se había apoderado de él, de modo que no haría
ningún esfuerzo por trabajar más de lo debido, aunque siempre lo hacía.
Estudiaba durante horas los bellos libros y perdía más tiempo del necesario
con los amanuenses y los ilustradores. Pero mientras lo observaba leer, vi
por el aspecto de sus hombros que incluso este placer se estropeaba porque
sabía que acabaría demasiado pronto.

Así que jugamos al críquet sobre la hierba y arrojamos los aros sobre el
foso seco. Cabalgamos para cenar en los pabellones de seda instalados a
mucha altura sobre la colina de Avery Hill, desde donde, mirando hacia los
Downs, nos imaginábamos que alcanzábamos a ver Normandía. Él pediría
que le trajesen a sus hijas y les haría cosquillas hasta que se quejasen, y
luego quedaban excitadas e inquietas el resto del día. Yo no podía enderezar
la espalda de tanto revisar las cuentas de la familia y ver que había
emparejado a mis hijos Tom y Richard Grey con las hijas de Warwick:
Isobel y Ann, mientras les había enviado al campo de tiro a dispararse unos
a otros. Con frecuencia mencionaba la caza del corzo, que era la única que
permitía la temporada, e incluso ensillaba los caballos, pero una y otra vez
decidiría que hacía demasiado calor y en su lugar organizaría una carrera de
perros, apostando por su favorito. Raramente estaba sobrio después del
mediodía, y si cenaba en el palacio ordenaría que la banda tocase a coro
canciones pegadizas que él y su escudero pudiesen cantar y las damas
bailar. Tampoco se armaba y peleaba con demasiada frecuencia con
Hastings o con mi hermano John, o quizá con uno de los Pastons. Incluso
cuando oía el sonido metálico del acero y los gruñidos de hombres en el
gran patio y miraba por la ventana de mi habitación, descubría que sólo
jugaban, más como chicos aburridos en las calles de la aldea que como
grandes caballeros y guerreros de cuya fuerza en la lucha dependía la
seguridad y la paz del reino. Cuando pregunté al buen arzobispo Tomás de
Canterbury si el alma de Eduardo estaba en peligro, movió su cabeza
diciéndome:

—El rey no podría vivir —salvo en vuestra presencia, señora— tan


tranquila y tan santamente como la Iglesia desearía. Pero es ingenioso y
sabio, y cuando llegue la hora cumplirá con su deber y Dios le enviará la
fuerza que necesite para que todo salga bien.

Eduardo venía con frecuencia a mi habitación por la noche. Mi hermana


Margaret y cualquiera de las damas que estuviesen en servicio hacían una
reverencia y desaparecían. A veces le gustaba hablar, jugar al ajedrez o
beber vino, pero con mayor asiduidad me llevaba directamente a la cama, y
yo nunca se lo negué. Hubo veces en que estaba tan bebido que no podría
asegurar si sabía que era a mí a quien poseía. Otras veces, cuando yo estaba
demasiado agotada por los quehaceres del día, sólo me tumbaba y le dejaba
hacer lo que quisiese. Pero ambos conocíamos el cuerpo y la mente del otro
casi tanto como los propios, y sin embargo había noches en que nos
complacíamos uno al otro perfectamente, rodando juntos como jóvenes
amantes en su primera vez, hasta que él se vaciaba con un grito de placer
que encendía mi propia alegría.
En las noches en que no venía a mi habitación trataba de no pensar dónde
yacía o con quién. Había pocas mujeres en Eltham, ya que el palacio era
pequeño, pero no hay que cabalgar mucho para llegar a Deptford. Ni
siquiera los burdeles de Southwark están muy distantes, y el campo que hay
que atravesar para llegar hasta allí está bien surtido de hijas de herreros y
mujeres de taberneros.

Una noche, cálida y pesada, que llevaba horas acostada sintiendo la


tranquila respiración de mi hermana Margaret a mi lado, decidí levantarme
porque no podía soportar estar encerrada tanto tiempo, a pesar de las
advertencias de Mal sobre los constipados y las miasmas que portaba el aire
nocturno. Descerrajé los postigos, abrí las ventanas de par en par y me senté
en el poyo del alféizar de la ventana para respirar el aire fresco y verde y
escuchar los pequeños sonidos de la noche: los murmullos de la guardia, los
desplazamientos y las pisadas de los perros y los caballos somnolientos, un
ronquido desde algún sitio abajo, el ulular de un búho. Del otro lado de las
murallas me llegó el leve ruido de un caballo al paso y la respuesta a la
llamada de «¡Alto! ¿Quién vive?». Escuché el estruendo de la puerta, los
cascos ahora sobre el puente de madera que Eduardo planeaba rehacer en
piedra, y en el patio entró un puñado hombres, sentados negligentemente
sobre caballos cansados. Las luces amarillas de las antorchas se esparcieron
sobre sus ropas desordenadas y sus rostros con síntomas elocuentes de
bebida y putas. Entre el rey y lord Hastings estaba mi hijo Thomas.

***

No me sorprendió que no me viniese el período y, llegado el día de Santa


María Magdalena, me desperté sintiendo los pechos hinchados y doloridos.
Los días pasaban y me sentía otra vez con crecientes mareos y vértigos.
Muchos días iba con mis damas de compañía a sentarme en el jardín
privado, pues el calor del sol que incidía sobre la pérgola parecía calmar mi
estómago y aliviar el dolor nervioso de mis huesos. Y si no surtía efecto, al
menos estaban los setos para esconderme cuando no podía evitar el vómito.
Estaba doblada sobre la palangana que sostenía mi hermana Margaret y
justo cuando me dieron las arcadas empezó con su risa tonta.

Después de vomitar me sentí mejor.

—¿Qué pasa?

—Por mucho que este cuenco de plata sea un regalo del embajador de
Milán, tú puedas estar gestando al príncipe de Gales y yo sea lady
Maltravers —echó un vistazo dentro del cuenco que tenía forma de concha
y llevaba mis insignias—, un vómito es un vómito y un bebé en tu barriga
es igual que cualquier mocoso de pueblo, como ocurría en Grafton. —Me
dejó un trozo de tela para que me pudiese limpiar la barbilla y luego una
taza de agua de romero para enjuagarme la boca. Escupí dentro del cuenco,
me enderecé y la miré a los ojos. Incluso Margaret había aprendido bastante
en los últimos cinco años para tener la elegancia de sonrojarse—. Os pido
perdón, Alteza, si he hablado con demasiada libertad.

Pero no podía estar enfadada con Margaret demasiado tiempo, porque


había dicho lo que yo no podría, y lo había hecho con un regocijo que yo
raramente sentía.

—No, está bien, hermana. Sólo ten cuidado de que nadie fuera de mi
habitación te oiga hablar de esa manera.

Estaba más enferma con este bebé de lo que jamás había estado. Por más
que descansase, siempre me sentía agotada, y estar sentada o acostada me
ponía aún peor, al menos hasta que me quedaba dormida. Incluso coser me
producía mareos. Nunca dirigir, ordenar, viajar, llevar la casa, alimentar y
pagar a unos cien hombres y mujeres me había parecido comparable a los
trabajos de Hércules. En estos tiempos agitados era más urgente que nunca
administrar bien mis rentas: las tierras en dote, los derechos de aduanas, los
tributos del oro de la reina, las tutelas y los arrendamientos, todo debía ser
controlado y cobrado; cada moneda de plata extra que pudiese ser estrujada,
recaudarla. Pero nunca había sentido tal desgana para hacerlo. Escuchar una
petición o recibir una embajada con el ceremonial obligado agotaba todas
mis fuerzas. Algún noble de lengua fluida de Madrid o Salzburgo haría una
reverencia profunda ante mí recitando cumplidos de un tirón y solicitando
amistad, y yo lo contemplaría sin emitir palabra. Cuando sir Thomas Cooke
apeló contra el impuesto del oro de la reina añadido a su sanción, escuché
su súplica y lo perdoné, aunque era un hombre avaro, codicioso y culpable
—cosa que él sabía tan bien como yo—, con muchos más cargos que
aquellos por los que se le había condenado. El rey se quejó argumentando
que todo ese oro en mis cofres podría haber hecho un gran bien. Le escribí
contestándole de forma muy razonable, diciéndole que puesto que mi padre
había saqueado por la fuerza la casa de Cooke buscando evidencias, yo
había determinado que ganarme una buena reputación de indulgente valía
mucho más que el oro o los codiciados tapices. Pero la verdad era que había
decidido zanjar el asunto para siempre.

—Si es un príncipe, deberá ir a Ludlow —dijo Eduardo una noche,


posando su mano sobre mi vientre. Todavía me poseía mientras estaba
encinta, y con muchas ansias. Hay hombres que rechazan los cuerpos de las
mujeres como si nuestra suave carne envenenase su fuerza, o que nos
poseen porque nos odian, y para ellos una mujer embarazada es lo más
detestable de todo. Eduardo no era de ésos. Le encantaba mi vientre
hinchado y mis pechos pesados, mis mejillas redondeadas y el pelo más
grueso y más dorado. Y aunque el malestar me llegaba hasta la garganta,
nunca lo rechacé, porque si lo hubiese hecho se habría ido a buscar placer a
otro sitio aún con mayor frecuencia. Pero al oír aquellas palabras no sentí
malestar, sino que me invadieron las lágrimas y no tuve fuerzas para
controlarlas.

—Lo sé, cariño —dijo—. Pero debemos tener más autoridad allí, y no
hay fueros que yo pueda conceder a un Consejo que tengan más fuerza
sobre los hombres que los que un príncipe de Gales pueda otorgar. Y ya se
ha acordado que sea criado en su propio hogar y en nuestras tierras
familiares. Allí será feliz como yo lo fui, y Edmund también.

—Sé que debe ser así. Pero es duro pensar que un bebé pueda ser llevado
tan lejos de mí.

Estaba tendido detrás de mí y ante mis palabras detuvo su mano.

—¿Podríamos tener a Antony como su preceptor?


Era lo que yo había pensado, y además era un auténtico honor: un honor
que debería codiciar para mi hermano. Pero ahora tenía dudas.

—Él es muy erudito y un santo, es verdad. Un gran caballero, diría que el


mejor del reino, exceptuándote a ti.

—Oh, ahora ya no soy caballero, Ysa —dijo dándose palmadas en su


propia barriga descuidada, y emitiendo una risa—. Mantener ese título
necesita más horas al día de las que puedo disponer.

—¿Pero comprendería a un niño, a un bebé? ¿Sabría lo que es apropiado


y lo que no? Lo quiero tanto como cualquier mujer podría querer a un
hermano, pero a veces pienso que es como un caballero templario de los de
antes, tan asceta como hombre de carne y sangre.

—¡Cierto! Me mofo de vuestro padre diciéndole que, de sus hijos, es a


Antony a quien debería haber hecho clérigo y no a Lionel. ¿Pero quién está
mejor capacitado para cuidar de la educación de un príncipe que un tío
bendito y erudito a quien también pueda confiar que gobierne la Marca en
mi lugar? Él sabe en su fuero interno lo que hace feliz a un niño, como
todos vosotros los Wydvils sabéis. ¡Y habla con tanto orgullo de esa hija
suya...!

—Es verdad. No es que no lo desee para él. Sólo que... —mi voz se
quebró—. Perdonadme, señor.

—Por supuesto, Ysa mía. No lloréis. Todavía tenemos bastante tiempo


para decidir.

No volvió a hablar de ello esa noche, pero al consolarme por mis escasas
lágrimas su deseo se encendió, sin respetar mi agotamiento. No me
preguntó nada, pero si me hubiese quejado, me habría dejado en paz. Sin
embargo, no protesté y me tomó donde estaba, de lado, haciendo de su
placer un derecho, hasta que se satisfizo. Luego me besó el cuello, me
deseó un buen sueño y se quedó profundamente dormido.
***

Fue una niña, nacida unos pocos días antes del Domingo de Ramos, y
Eduardo le puso el nombre de su madre: Cecily. Era bastante natural, pero
me preguntaba si habría pensado en conjurar algún hechizo sobre mi
vientre, porque su madre había dado a luz a cuatro hijos. Bess daba
golpecitos a su nueva hermana y le encantaba ayudar a sus niñeras con la
ropa y los baños, pero Mary aún no tenía dos años. Un día le acercó un oso
de juguete y como la pequeña Cecily no podía cogerlo, gritó y le tiró el oso
a la cara. Entonces ya eran dos llorando, y cuando Mary recibió su
merecido por lo que había hecho, Bess se unió a sus alaridos, de modo que
la habitación retumbaba al tiempo que la campana me anunciaba que me
aguardaba el Consejo. No creo que las niñas hayan oído mi bendición antes
de salir con prisas; sólo espero que Dios se la haya dado.

Ahora Warwick se declaraba en abierta rebelión y había engañado a


George de Clarence para que se uniese a él con el fin de restaurar a Enrique
de Lancaster en el trono. ¿Le habría prometido el trono a George una vez
que Enrique hubiese muerto? No era seguro, aunque había casado a su hija
Isobel con George, desafiando la expresa prohibición de Eduardo. Se decía
incluso que Warwick, el leal defensor de la corona de York, el Creador,
como le llamaban sus enemigos, buscaba una alianza con Margarita y su
hijo, el heredero y única esperanza de Lancaster. ¿Sería verdad?
Seguramente Margarita sólo entraría en tratos con su enemigo jurado
siempre que se le devolviese la corona a su marido. ¿Pero cuál era la
ambición de George?

Luego Warwick capturó a mi padre y a mi hermano John y los asesinó


ante las murallas de Coventry. Cuando escuché la noticia fue como si me
hubieran pegado en la cara con un puño ensangrentado. Mi padre, mi
hermano. Doble dolor.

Y también una doble amenaza, tan cerca de la corona y en el corazón de


nuestra familia. Me mareé, desmayándome tanto por el temor como por el
dolor, de manera que sólo mis manos, aferradas a los brazos de la silla,
parecían estar a salvo. La noticia era cierta, y la amenaza, como un trueno
en el horizonte, oscuro, triste y constante durante los días siguientes. Me
afligí al igual que mis hermanas. Pena y dolor pesaban sobre nosotras. Y mi
madre estaba aún más acongojada por la muerte de su gran amor y su hijo.
Pero los asuntos de estado y de mi familia no tolerarían ninguna desidia.
Nadie debe creer que tan enorme pérdida nos debilitaría. No había tiempo
para lamentarse en privado, excepto en el silencio de la noche, cuando la
pena rasgaba mi corazón y desterraba al sueño. Antony pasó mucho tiempo
en Grafton, ya que había heredado los títulos y posesiones de mi padre,
mientras que los negocios de mi madre estaban enmarañados y con pocas
posibilidades de un arreglo con el devenir de los bienes de su primer marido
y los de la casa de Lancaster.

Yo no podía exhibir mi pesar, pero ninguna mujer que no haya amado a


un hombre tan alto y corpulento como Eduardo puede entender el consuelo
que encontraba en sus brazos como en ningún otro sitio. Si algunas veces la
liberación de la pasión también liberaba las lágrimas por mi familia, él lo
comprendía, porque a él también le habían asesinado a un padre y a un
hermano. Poco tiempo después de la Candelaria estaba otra vez encinta.

El calor llegó temprano, poco después de la mitad del verano, y en


Eltham podría tener noticias de Westminster y librarme de lo peor. También
era un lugar defendible, y todo allí estaba en orden.

No era una novedad encontrarme mal, pero estaba más cansada que
nunca. Cuando tenía un respiro en los asuntos de la casa, paseaba
interminablemente por los patios y jardines, aunque tampoco podía evitar
ver sólo cosas que necesitaban arreglos, cambios, orden. Después de unos
días así, mis desagradables mareos me llevaron a caminar aún más lejos.
Mis damas se arrastraban detrás de mí forzosamente, pálidas y sudando de
calor.

Escuché a una quejarse, e incluso en la distancia podía reconocer que era


Margaret Beaufort. Edmund Tudor tuvo a su hijo Enrique con ella cuando
ésta sólo tenía doce años y ya era viuda antes del parto. Así que no era de
extrañar que no hubiera tenido más hijos, aunque hacía tiempo que se había
vuelto a casar. No podía, pues, reprocharle nada, de modo que cuando agoté
mi paciencia me dirigí a todas ellas.
—¡Venga, volved! No os quiero a mi lado si no hacéis más que lloriquear.
—Parecían vacilar—: ¡Moveos! ¡Idos! Teniendo a Mal, no os necesito para
nada.

Recogieron sus faldas y se dieron la vuelta con indecisión. Yo me giré


dándoles la espalda y me encaminé hacia los potreros y a la arboleda detrás
de los establos.

—Señora —dijo Mal, jadeando detrás de mí. Se había robustecido con la


edad y el suelo era escabroso—. Vuestra Gracia...

Por fin ya estaba entre los árboles. En la profundidad de la sombra más


densa había un pequeño montículo formado por el techo de un nevero, con
una cubierta del pasto fibroso de finales del verano. Me senté.

—¡Señorita Ysa! —Se dio una palmada sobre la boca—. Ruego vuestro
perdón, Vuestra Gracia.

—Mal —dije—, no nos oye nadie. Desearía que fuese así más a menudo.
Te lo ruego, siéntate; verte de pie me hace sentir más calor todavía.

Se agachó para sentarse a un brazo de distancia. A nuestros pies el suelo


caía en una suave pendiente hacia el sur y hacia el oeste, y soplaba esa brisa
plácida que parecía venir a nuestro encuentro. A los pocos minutos me
sentía más fresca y el rostro de Mal se había calmado tornándose de castaño
rojizo a rosado.

—¿Mal, no es esto demasiado para ti? —pregunté al cabo de un rato—.


Sabes que Hartwell te está esperando. No es que el alguacil de mi padre no
se complazca en administrarlo como parte de las tierras de Grafton, pero
creo que te gustaría hacerlo a ti. Además, la vida en la corte es... es algo que
acaba por cansar a una mujer.

—Un día —contestó—. Pero quiero ver salir a ese bebé, señora, si vos lo
deseáis. Y luego... no niego que estaría bien volver a mi propia tierra. Y
estaré al tanto de las noticias, porque vuelan, tanto a Grafton como a
cualquier otro sitio.
—Es cierto —dije. Sentadas bajo los árboles tan confortablemente como
estábamos, con el verde oscuro y oro del verano ante mí, mi mente era libre
de irse camino abajo hasta el mismo molino de Grafton y pasar por encima
del puente, por el terreno con una ligera pendiente hasta alcanzar la cuidada
casa de piedra que le había comprado a mi padre y entregado a Mal, de
manera que en caso de que algo le pasara a nuestra familia ella estuviese a
salvo.

—Muy bien. No voy a negar que lamentaría muchísimo perderte justo


ahora. Pero cuando sepamos que todo va bien con este niño... te has ganado
tu descanso, y deberás tenerlo.

Durante un rato nos quedamos calladas. Parecía que la brisa que soplaba
en mis mejillas traía algo de paz consigo.

Una, jueves

En la penumbra del pasillo de la cocina, Mark se perfila a contraluz con


la claridad del día detrás. El aire que nos separa es denso, y encaminarme
hacia él es como empujar a través del agua.

Sin embargo, es real. Sus manos están calientes, sus huesos y músculos
aprietan las mías, y, de repente, toda esta locura —el Chantry, el pasado—
es real y sólida también por primera vez desde que llegué a casa.

Mientras siento las lágrimas en mis ojos y en mi garganta, me da un


fuerte abrazo y luego se separa y dice por encima de mi cabeza:

—Hola, Gareth.

—¡Mark, hijo querido! —La voz de Gareth es suave y temblorosa. Mark


se aparta de mí para entrar en el vestíbulo y se estrechan las manos—. Es...
no me lo puedo creer, yo...
—Pensábamos que podías estar muerto —digo yo; ¿de dónde me surge
este enfado? Mark gira su cabeza—. ¿Por qué no nos dijiste dónde estabas?

—Yo...

—Vamos a celebrarlo con un trago —sugirió rápidamente tío Gareth. Me


giré hacia un lado para secarme las lágrimas discretamente—. Todo está en
el taller, Mark —dijo tío Gareth llevando la delantera, aunque el cerrojo de
la puerta trasera traquetea durante un momento, antes de que él lo suba.

Delante de mí, Mark mira a su alrededor mientras cruzamos el jardín, tan


curioso y sereno como un asesor de seguros. Su pelo está bien, porque los
mechones grises no son mucho más pálidos que el resto, aún rubio, corto y
bien recortado sobre sus anchos hombros. Se mueve con soltura, con la
seguridad de su físico de grandes huesos y sus movimientos ágiles dentro
del jersey oscuro y los vaqueros muy claros. Siempre fue alto: alto, guapo y
tranquilo, a diferencia de nosotros, los pequeños y morenos Pryors.

Mi enfado es interrumpido por un calor extraño y diferente zigzagueando


dentro de mí hasta producirme escalofríos. Me alegro cuando Gareth coloca
media copa de Whisky en mi mano.

—Sé que aún eres Una Pryor —dice Mark.

¿Cómo?, quiero gritar. ¿Nos estabas controlando? Pero digo:

—Sí, pero estuve casada. Su nombre era Adam Marchant. Era médico.
Vivíamos en Australia y murió hace dos años.

—Lo siento mucho —es todo lo que dice, pero una de las mejores cosas
de Mark desde siempre era que invariablemente sentía lo que decía, y decía
con la obligada amabilidad y tacto lo que sentía. Era como una manzana
sabrosa —me encontré a mí misma pensando, como si la impresión hubiese
desenganchado levemente mi rutina mental—; una como las del huerto de
tía Elaine, una Blenheim Orange, áspera y crujiente, directa del árbol; o una
D’Arcy Spice con olor a canela, guardada en la alacena, atesorada hasta
Navidades.
Me mira y dice con calma:

—¿Estás bien? —Y yo hago un gesto con la cabeza, ¿qué más puedo


decir? Mark siempre se preocupaba por mí.

Siempre. Es un sentimiento que consuela, y detrás de ese consuelo


viene... ¿qué?

No lo sé. Pienso algo confusa que debería tener un nombre. Pero ahora,
mirándole, tratando de separar los sentimientos que sólo percibo como un
goteo de agua resbalando por mi columna y un extraño temblor en mis
tripas, descubro que lo que más amaba de Adam lo había aprendido a amar
antes en Mark.

Mark, que había sido mi pasado durante tantos años, hasta que Adam
curó esas heridas. Quizá por eso la ausencia de Adam duela tanto y tan
fácilmente. Cuando él murió, los senderos de la tristeza ya estaban trazados
en mi interior.

Y ahora Adam está muerto. El tiempo se ha invertido de repente. Adam,


cuya voz puedo oír todavía en las habitaciones que el río colorea en mi
presente, cuyas manos puedo aún sentir atrayéndome hacia él, es el pasado
que evoca Mark. Y Mark, que era el pasado, es ahora el presente.

—¿Y tú? ¿Te has casado? —está diciendo Gareth, y de pronto echo tanto
de menos a Adam que me siento como si me hubiesen dado una patada en
el estómago. En la época en que murió Adam habíamos superado el deseo,
pero aún lo amaba con todo mi cuerpo, porque si mi cuerpo hubiese podido
albergar en su seno lo que él tenía en el suyo, lo habría hecho de buena
gana. Sí, es a Adam al que añoro, a Adam a quien quiero abrazar, colgarme
de él, no dejarlo marchar. Adam, el que puede hacer vibrar mi cuerpo.

—No. Aunque tuve una compañera la mayor parte de estos diez años,
Jean. Ahora se ha mudado a Canadá. Todavía veo a su hija. —La cara de
Mark se encendió—. Se llama Mary, aunque ahora se hace llamar Morgan.
—Mira a su alrededor—. ¿Cómo va la imprenta? A veces veo algún artículo
en las revistas de imprenta artística.
Eso significa que no ha dejado del todo atrás el tema de la impresión
artística.

—Ah, muy bien —dice Gareth, señalando las prensas silenciosas detrás
de sí, y obviamente preparado para empezar a hablar de su último proyecto
—. Estoy haciendo un libro ilustrado, Jasón y el vellocino de oro, que está
quedando muy bien. Ven a echarle un vistazo.

Se levantan y van hacia la mesa de trabajo, y me pregunto si Mark puede


ver en Gareth lo que yo puedo apreciar tan claramente: que todavía toca el
papel como si lo amase, maneja las máquinas como un paciente mozo de
cuadra o un pastor, considera espacios, proporciones y formas de una forma
tan natural como respirar. Su mirada sigue atenta aun cuando está
mostrando a Mark las cosas que ya ha visto durante horas todos los días.
¿Cómo iba a poder dejar la imprenta?

Si está enfadado con Mark, no puedo verlo ni oírlo. Si él... ¿Qué? ¿Qué
era Mark para él?

La mirada de Mark también está absorta.

—¿Por qué Plantin en lugar de un tipo Old Style?

—Originalmente pensé en usar Centaur —dice Gareth, dirigiéndose hacia


el anaquel donde siempre guardaba las pruebas y los errores interesantes de
cada proyecto, algo que evidentemente todavía hace—. Pero es muy liviano
para los bloques, parece larguirucho, y luego las ilustraciones resultan
desgarbadas. En cambio, Pantin parece darle justo ese cuerpo de más.
Aunque estuve tentado de quedarme con Centaur, ya que siendo Quirón
uno...

—¿Quirón? —pregunté, porque no puedo recordar, y Mark parece


también tener la mente en blanco.

—El centauro que crió a Jasón —aclara Gareth, sacando más trastos del
estante—. Su padrastro, se podría decir. Una tontería, realmente. Nada que
ver con la tipografía. Pero bueno... Mark, ¿qué te parece esto?
Apareció el sol tímidamente, pero lo suficiente para calentar el aire
dentro del taller. El olor a la tinta de imprenta, oleoso y algo picante, se
levanta. Recuerdo aquella vez que fui al taller buscando a tío Gareth un
sábado por la mañana porque necesitaba las fechas de las batallas de
Marlborough y él siempre sabía ese tipo de cosas. Antes de abrir la puerta
podía oír que la gran prensa Vandercook estaba funcionando, con el
aprendiz de turno inclinado sobre ella. Tío Gareth lo vigilaba de la misma
manera que tía Elaine vigilaría a un jilguero balanceándose sobre un cardo:
absorto pero tranquilo, moviendo la cabeza rítmicamente junto con el ir y
venir de la prensa mientras va vomitando las láminas de una reimpresión
conmemorativa del Alfabeto de Eric Ravilious. A de Aeroplano bailaba con
la E de Erizo y todas las demás, pieles, nubes y líneas de telégrafo tan claras
y delicadas como siempre, un par tras otro par en su orden de impresión y
volteo. Todo el proceso hasta la V de Volcán y la Z de Zueco.

Tenía dieciséis años.

Tío Gareth miró a su alrededor y me vio. Yo hice la pregunta.

—Blenheim, 1704; Ramillies, 1706; Oudenarde, 1708, y Malplaquet,


1709 —dijo.

Las apunté.

—Gracias.

—¿Deberes de historia? —preguntó, dirigiéndose hacia la prensa árabe y


poniéndola a funcionar. Se oyó un crujido y se paró, y él suspiró.

—Sí, la señorita Beaufort es muy escrupulosa en las fechas. ¿No


funciona?

—No, está bloqueada, pero no consigo ver por qué. Me temo que voy a
tener que desarmarla.

—¿Quieres que le eche un vistazo? Me refiero... para no tener que


desarmarla.
—Bueno, si puedes conseguir pescar lo que pueda haber ahí con tus
bonitas manos pequeñas, te estaré muy agradecido —dijo dirigiéndose al
fregadero de la esquina para lavarse la grasa y la tinta de la máquina—. Es
muy molesto tener que volver a alinear todo correctamente otra vez, y
realmente no podemos desperdiciar el tiempo de trabajo. Le pediría a Mark
que lo hiciera, pero ha salido.

Y como si el trabajo conociera su sitio en el esquema de las cosas, la


Vandercook terminó y, en la quietud, pude oír a las gallinas cloqueando, el
raspado y ronzado de la pala del tío George en la parcela del huerto y a lo
lejos el silbato del tren: probablemente el de las doce y treinta y siete
procedente de Londres con Lionel y Sally en él.

—Podría mirarlo después de comer —dije—, o ahora. Sólo es ensalada


con jamón frío, así que a tía Elaine no le importará si le dices que es
urgente. No haré nada drástico, sólo ver si puedo hurgar para descubrir lo
que pasa.

Así que cuando el chico acabó con su tarea en la Vandercook, se puso su


chaqueta y se fue, cumplido su medio día de trabajo del sábado,
encendiendo un cigarrillo cuando salía, tío Gareth se quitó el mandil y me
lo pasó.

—Pero ten mucho cuidado. Asegúrate de que está inmovilizada, no


queremos perder dedos.

Luego ordenó algunos trastos que el trabajo de la mañana había dejado


pendientes y se fue a casa a almorzar.

Debió de ser en mayo o en junio. Sé que hacía calor porque no soplaba


brisa alguna que levantase el polvo que estropeaba la tinta fresca o movía
los papeles. Trabé la puerta del taller para que quedase abierta y volví a la
prensa árabe. Si la ponía a trabajar lentamente y encontraba el punto de
fricción...

Estaba chupándome una ampolla de sangre y maldiciendo en silencio


cuando una sombra apareció en el umbral.
—¿Estás bien? — dijo Mark.

—Me he pellizcado el dedo —dije, de pie frente al lugar donde había


estado agachada mientras hurgaba en las palancas y muelles de la prensa.

—¿Quieres que eche un vistazo? —preguntó.

Levanté el dedo y lo inspeccionó cuidadosamente como habría hecho el


tío Robert: un pequeño bulto púrpura, hinchado, que, como siempre, dolía
más de lo razonable.

—Si lo aprietas muy fuerte detendrás parte del sangrado y luego no se


inflamará tanto —aseguró dándome unos golpecitos en la mano y
devolviéndomela—. Es una pena que no tengamos una nevera. El hielo le
iría bien. ¿Qué intentabas hacer?

—La árabe está bloqueada —dije—. Hay un tornillo que se ha caído


dentro del muelle, debajo de la bandeja de la tinta. Veo dónde está y pensé
que lo podría recuperar. O hacemos eso o hay que desarmarla. Pero está
encajado.

Se sacó la chaqueta y fue a colgarla sobre la silla del componedor. Luego


se arrodilló y escudriñó en el interior de la prensa.

—Difícil de ver en la sombra.

Trató de alcanzarlo, pero el resquicio era muy estrecho.

—A lo mejor, si tuviera algo fino, como un pincho de brocheta —sugerí


—. Iré a ver si encuentro uno.

—Vale. Yo la desarmaré si es necesario. Si no lo consigues, no molestes


al señor Pryor mientras esté comiendo.

Pero cuando regresé con una selección de agujas de tejer de la abuela y


sus recomendaciones de tratar de no doblarlas o rayarlas resonando todavía
en mis oídos, no estaba en el taller.
—¡Ya conseguí una! —grité, pero no apareció. Luego pude ver su sombra
moviéndose contra la leve luz que llegaba de la ventana del almacén y
escuché un suave golpe sordo, como si hubiera puesto una pila de libros
sobre un estante. Beowulf debe de haber regresado del encuadernador,
pensé.

La prensa árabe estaba situada a la sombra en medio de dos ventanas y —


Mark tenía razón— no podías ver realmente lo que hacías. Me quedé allí
con las manos entintadas y el sol dándome en la espalda: lo que necesitaba
era la linterna que estaba en el almacén.

Cuando entré, Mark estaba apoyado sobre uno de los montantes de


espalda a la puerta. Fue después de pasar a su lado y de estirarme para
alcanzar la linterna del clavo de donde colgaba cuando descubrí que tenía
las manos sobre la cara porque estaba llorando.

Me quedé helada. Nunca había visto realmente llorar a ningún hombre


que conociese.

Por un momento pensé que él preferiría que lo dejase solo, pero el


almacén era tan pequeño que no podía desaparecer y fingir que no le había
visto.

Puse mi mano en su hombro.

—¿Mark?

Extendió los brazos y me atrajo hacia él tan ciegamente como yo solía


aferrarme al oso Smoky si medio me despertaba en mitad de una pesadilla.
Su brazo era fuerte y me presionaba contra él como si algo que yo tuviese
dentro de mí lo pudiese ayudar. Yo era tan baja con respecto a él que su
clavícula chocaba contra mi pómulo. Su respiración era pesada e irregular,
como si tratase de controlarla. Podía oler a lana tejida, a los cigarrillos del
tío Gareth, a su propio sudor y algo que supe también entonces que era el
olor de un varón. Mi hombro estaba apretado contra su costado, mi pecho
contra sus costillas y mi estómago contra el hueso de la cadera.
Esperaba que la vergüenza se fuese apoderando de mí, pero eso no
ocurrió. Quería quedarme así para siempre.

De pronto se relajó.

—Perdón.

Lo miré a la cara. Un mechón de pelo le había caído sobre la frente: era


dorado bajo la luz verdosa filtrada por los árboles desde la ventana.

—¿Estás bien? —pregunté, y oí mi estúpida pregunta. Pero no sentí nada,


excepto esa extraña ligereza en lugar de lo que debería ser turbación.

—Fui a ver a mi padre —dijo.

—Ah... (¿Qué debería haber dicho?)

—Sabes... ¿Sabes que está fuera?

—Hum... sí.

—Creo que iré a preguntarle a tu abuela si puedo continuar alojándome


aquí.

Sabía que eso era todo lo que era capaz de decir. Lo miré, vi los huesos
de su cara bajo la luz de las hojas frondosas y sus ojos entrecerrándose y
esquivando mi mirada. Quería poner mi mano sobre su rostro, allí donde
habían estado las suyas, calentar las mejillas que se habían enfriado con las
lágrimas.

Entonces me devolvió la mirada, azul y vacía, como si desease que no


articulase palabra. Y ante su mirada perdida, supe lo que me había ocurrido
tan claramente como si el mismo Dios hubiese hablado bien alto: desde hoy,
si Mark sufría, yo sufriría; si se reía, yo reiría, y sólo volvería a ser feliz
cuando él también lo fuese.

Después de un rato dijo, con una voz casi normal:


—¿Has encontrado un pincho? Si quieres te echo una mano, si lo
necesitas.

Por supuesto, después de días y semanas escondiéndolo, el vértigo


disminuyó. Finalmente ya no era una novedad, formaba parte de mí, de la
misma manera que mi pelo, que se negaba a estar liso, era parte de mí, o
que mi tobillo derecho, que siempre se torcía cuando jugaba al minibasket,
o que mis padres estuviesen muertos o que nunca hubiese sabido nada de mi
madre. Sin embargo, nunca me inventé historias sobre ella, como dicen que
hacen los huérfanos. Era como si las historias que me contaba tía Elaine
fuesen suficientes.

Ahora Mark y Gareth han regresado del taller y de su cháchara técnica.


Se vuelven a sentar.

—Bueno, ¿y qué te trae por aquí? —le pregunto a Mark, y mi voz suena
alta y forzada por el peso de tantas cosas del pasado.

—Un amigo que trabaja en el Patrimonio —un antiguo colega— me dijo


que Lionel había llamado a su oficina. Él sabía que yo había trabajado aquí.
Dijo que vendíais la casa.

—No sólo la casa —respondo, sabiendo que sonaba muy brutal y


decidiendo que no me importaba—, todo el paquete. Gareth y yo estábamos
seleccionando algunas cosas cuando tú llegaste.

—¿Todo entero? ¿El taller y todo lo demás?

No puedo captar la entonación de Mark, pero sí puedo ver que está


desconcertado. Su mirada va de mí a Gareth, que asiente con la cabeza y
sólo después añade:

—Sí. No puedo mantener la casa, y al parecer no la podemos vender


separada del resto.

—¿Adónde irás?

—A un piso... o algo así.


—¿Y la imprenta? —pregunta Mark casi como regañando.

—Me temo que... es el final. Estoy demasiado viejo para volver a


empezar.

—¿Y qué pasa con Izzy?

—Está viviendo en Highgate, catalogando el archivo. Tiene su propia


vida —contesta Gareth.

Durante unos momentos, Mark no dice nada. Pero no es porque no


quiera: es como si estuviese pensando en muchas cosas y reteniéndolas.
Luego me pregunta con delicadeza:

—¿Y tú?

—Yo regreso a Sydney —contesto—. Estoy tratando de convencer a


Gareth para que me haga una visita cuando todo haya terminado.

—¿Cuándo sale a la venta?

—Va a ser subastada, pero no conozco los detalles. Lionel se ocupa de


todo.

—Me imagino que llevará un tiempo. Se necesita tiempo para anunciarla


—asegura Mark fríamente—. No se presentan todos los días al mercado las
ruinas de una capilla del siglo XIV con una casa de campo aneja dedicada a
Artes y Artesanías.

Después de todo, ¿por qué debería estar sintiendo algo? Todo sucedió
hace mucho tiempo, como solía decir la abuela cuando le hacía preguntas
sobre su hermano muerto en las trincheras de la Gran Guerra.

—Izzy encontró un comprador para el archivo —intervengo—. Ha estado


catalogándolo y todas esas cosas. La Biblioteca Universitaria de San Diego.
Así que eso estará a salvo.

—Qué bien —afirma Mark—. Me alegra saber que se está ocupando de


las cosas.
Por un momento pienso que está haciendo un elogio a su triunfo por
conseguir un comprador. Luego recuerdo lo que pensaba de Izzy en los
viejos tiempos y sé que no es así. Parece preocupado por ella. Piensa que
está todavía vinculada al universo del Chantry.

Siempre supe que la consideraba de otro modo por la manera en que


jugaba al fútbol con Lionel, o le pedía consejo al tío Gareth, o le echaba una
mano a tía Elaine para pulir los bronces. Pero después de ese día en el
almacén, repentinamente se me abrieron los ojos. Algo en mi fuero interno
percibía lo que él sentía en su interior, lo reconocía, ¿qué era? ¿Deseo,
amor? No lo sé, ni lo supe entonces. Sólo sabía que estaba en su interior
como si fuera en el mío, por la forma en que giraba la cabeza cuando oía su
voz, la forma en que recordaba lo que ella había comentado la semana
anterior sobre Bewick o Eric Gill, la forma en que observaba cómo cogía un
bloque para grabar y lo recorría con sus dedos sintiendo el final del grano
con la almohadilla de su pulgar. Y sabía, también, cuántas noches debía de
haber permanecido despierto, igual que yo, entre la esperanza y la
decepción que destierran el sueño.

Gareth está preguntándole a Mark por su actual ocupación.

—Cuando... Cuando me fui de aquí... me empleé en ese puesto de


mantenimiento en Preston. —Me percaté de que había escuchado realmente
lo que Gareth le había preguntado, y le estaba contestando—. Hubo toda
clase de fusiones, adquisiciones e historias, y terminé como encargado del
departamento de mantenimiento de los camiones Leyland. Me pagaban los
cursos y todo eso. Después, la empresa fue nacionalizada y el trabajo se
volvió muy burocrático. Lo dejé y me marché con VSO a Rodesia, como se
llamaba entonces, a construir escuelas y clínicas. —Sí, su bonita piel tiene
el aspecto de viejo oro pulido debido al bronceado perdido hace mucho,
mucho tiempo—. Volví en 1975 y me costó tiempo convencer a Patrimonio
de que sabía algo más que colocar bovedillas pegándolas con barro del río y
encalado —me dirige una sonrisa vacilante—, pero al final lo conseguí. Me
hice cargo de la dirección de un molino en Northumberland cuando se
acordaron las indemnizaciones. —Mira su reloj—. Debo irme. Una, ¿has
traído coche? ¿Puedo acercarte a algún sitio?
¡Qué seguro de sí mismo está! ¿Cuándo empezó? ¿Fue cuando dirigía
cosas en África o cuando iba escalando posiciones a través del ideal
corporativo y las calladas extravagancias que —quizá injustamente—
supongo que encontró en Patrimonio. Ahora posee soltura social junto a la
soltura física que siempre tuvo: la forma en que se movía y que me hacía
saltar el corazón.

Y luego añade:

—¿Podría... Gareth, podría venir a verte otra vez? —y no confiaba en lo


que decía para nada.

—Por supuesto —responde tío Gareth, con voz cariñosa—. El número de


teléfono no ha cambiado, por si quieres asegurarte de que voy a estar. O ven
directamente.

Me pregunto por qué habría de pensar que tío Gareth se mostraría


indiferente, pero no puedo seguir pensando porque Mark me vuelve a
preguntar si he venido en coche.

—No, en tren. Pero regreso a Limehouse. ¿Te queda de camino?

***

El coche de Mark es una gran camioneta, con una caja de herramientas,


botas de obrero y un casco detrás. Salimos por el gran portalón de entrada,
y el sonido del intermitente cuando gira hacia la izquierda por Sparrows
Lane parece escucharse más de la cuenta en medio del silencio que se ha
hecho entre nosotros desde que Gareth nos dijo adiós. Todo parece más real,
como si una especie de densa y húmeda niebla que se interponía entre el
mundo físico y yo estuviese debilitándose y evaporándose. No es sólo el
sonido del intermitente interfiriendo con el traqueteo del motor. Cuando
paramos en el semáforo, el jersey carmesí de un niño montado en bici
haciendo un caballito brilla sobre el gris de los edificios, y dos señoras
mayores charlando se transforman repentinamente en un mosaico de pelo
gris azulado, chaquetas azul marino y rostros desprovistos de líneas y
formas. Bajo mis caderas percibo el asiento del coche, grueso y algo
vencido por el tiempo. Mi mano se aferra a un tapizado entre rugoso y
blando. El coche huele a barro seco y a periódicos. A unos cuantos
centímetros la espalda de Mark está paralela a la mía, cálida; casi me la
imagino, moviéndose con soltura mientras cambia las marchas. Sus manos
no han cambiado; conozco cada uña cortada cuidadosamente, cada curva,
cada hueco y cada bulto.

—¿Cómo está Gareth? —rompe el silencio Mark—. Y no me contestes


«ha envejecido» porque eso ya lo sé.

—En esencia, muy bien, aunque, como has dicho, envejecido. Pero
vender todo el Chantry... Me parece que se hace el valiente porque sabe que
realmente no hay otra opción.

—Sí. —No dice nada más, sólo gira hacia Avery Hill Road—. ¿Cuándo
vuelves a Australia?

—El martes. Sólo pude conseguir una semana; el tiempo justo para
arreglar las cosas aquí, vender la casa y todo eso. Aunque ahora parece que
existen problemas administrativos con lo de la venta. Así que es algo más
complicado. Lionel espera poder tener los papeles a tiempo para que los
firme antes de irme.

—¿Estás tratando de vender Narrow Street? —Acelera en la desviación a


Eltham y Blackheath.

—Sí... ¿Cómo sabías...?

—A veces tengo noticias de la familia.

—Y tú... —Ahora vuelve mi enfado, aunque más débil, amortiguado por


la antigua imagen que guardo de él, solo, trabajando, trabajando por nada,
sin ningún sitio donde ir, ningún hogar—. ¿Nunca se te ocurrió ponerte en
contacto antes?
—Yo... no pensé que fuese bienvenido. Pero ahora... tenía que volver,
antes de que el Chantry desapareciese.

—No me acabo de creer que vaya a ser vendido y transformado en pisos


elegantes, o lo que quieran hacer. Parece como que siempre ha estado allí.
—Me escuché diciéndolo—. A lo mejor es egoísmo por mi parte. No soy la
persona que trata de mantenerlo en pie. La verdad es que no tiene nada que
ver conmigo. No ahora.

—Excepto que es el lugar de donde procedes —apostilla,


desconcertándome. Parece algo impropio de Mark decir: «de donde
procedéis».

—Tú también —digo, antes de darme cuenta de que voy a hacerlo—. Tú


también formabas parte de él.

—Sí sentí que formaba parte, aunque de todos modos sólo fue durante un
tiempo.

—No, fue siempre. Mark, no sabes, no tienes ni idea, de cuántas veces


después de que te marcharas... Todos los días te necesitábamos para algo.
—Mi voz está agrietándose dolorosamente en mi garganta—. En el taller,
en la casa, algo que tú lograste que funcionase y nadie más era capaz de
conseguir. Todos los días. Sólo que tú no estabas.

Ahora estoy llorando como es debido, desconsoladamente y con enfado,


como si todo lo que había ido acumulando desde que Mark apareció no
pudiese contenerlo más tiempo.

—Tú ya no estabas, y cada vez se fue haciendo todo más difícil, sin
dinero y sin ayuda... Gareth solo, Izzy que se trasladaba y... tú ya no
estabas... Ya no estabas allí...

—Sé que no estaba —dice Mark. Me agacho para buscar un pañuelo en


mi bolso y de repente el coche cruza al otro lado de la calzada y hacia la
derecha.

—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás —contesta, y observo los grandes árboles por encima de
nosotros a lo largo de Court Road, y después el roce de la grava salpicada
de hierba bajo los neumáticos cuando giramos hacia Tilt Yard Approach y
Eltham Palace. El Gran Hall de Eduardo IV aparece tras el foso—. Pensé
que necesitabas un sitio tranquilo.

—¿Podemos entrar? ¿No están restaurándolo?

—Sí, pero conozco al administrador. A ver si lo convencemos para poder


entrar.

El edificio estaba totalmente cubierto por andamios y envuelto en lonas.


El Gran Hall y la casa de campo modernista adosada a él son solamente
visibles a través de los huecos: una curva de piedra por aquí y una franja de
ladrillos por allá. Los jardines de césped están toscamente cortados, y los
arbustos, descontrolados e informes. La niebla parece haberme envuelto
otra vez y no alcanzo a comprender del todo lo que estoy viendo. Cualquier
otro día sentiría curiosidad por ver el interior, por aceptar la oferta de
Charlie, el administrador amigo de Mark, de mostrarnos los trabajos de
restauración. Hoy estoy tan aturdida que caminar hasta la esquina más
lejana de las obras es todo lo que puedo dar de mí.

A nuestro alrededor hay árboles alargados, y a nuestros pies hierba


fibrosa y descuidada con un montón de hojas caídas del último otoño. Un
montículo en el suelo nos sirve de asiento y desde allí, en dirección
noroeste, podemos ver el Támesis hasta Greenwich.

—Lo siento —se disculpa por fin—. No era mi intención molestarte.

—Está bien. Todo me contraría desde que Adam murió. No es culpa tuya.

—¿Cuánto tiempo casados?

—Quince años.

—No... ¿sin hijos?


—Sin hijos —digo, y sé que para él era suficiente. Pero quería dar
explicaciones—. No era demasiado tarde, pero no ocurrió, y ninguna de las
alternativas era atractiva. Dejó de ser importante una vez que lo decidimos.
Éramos muy felices así.

Mueve la cabeza sin emitir palabra alguna y, por suerte, no pregunta nada
de la época anterior a Adam.

—¿Y tú? Quiero decir, ¿tienes hijos? —pregunto.

—No. A menos que cuentes a mi hijastra Morgan. Tenía siete años.


Nunca conoció a su padre y Jean no había vivido con nadie antes. Morgan
vive todavía en Yorkshire.

Pienso en Anthony Woodville y el pequeño príncipe Eduardo, tan lejanos


en las colinas verdes de la Marca galesa. Anthony debe de haber hecho más
de padre que su padre real.

—¿Entonces creció contigo como padre?

Sonríe.

—Supongo que sí. Estaba en la universidad cuando Jean y yo nos


separamos.

Moví la cabeza. Parece que ya no queda nada por contar, pero es una
nada confortable, un silencio que por ahora está muy bien. Cuando Mark
finalmente habla, es como si me despertara.

—¿Y tú qué piensas? ¿Cómo te sientes con la desaparición del Chantry?

De alguna manera ha dicho algo impropio de Mark.

—¿Yo? Realmente no lo sé... supongo que más bien triste. Es parte del
pasado. Y estoy preocupada por tío Gareth. Pero no forma parte de mi
presente, la verdad es que no.

—¿No volverías a Inglaterra?


—No. La gente me lo preguntaba cuando Adam murió. Pero mi vida está
en Australia. Allí doy clases e investigo, y todos nuestros amigos... Vengo
cada pocos años y veo a todo el mundo. Y está el teléfono, y también el
correo electrónico con mis amigos académicos. Adam dijo... cuando
enfermó... dijo que yo debía hacer lo que quisiera... —mi voz se apaga.
Después de unos momentos, la mano de Mark coge la mía y la sostiene, y
puedo seguir—. Pero siempre supe que me quedaría en Sydney.

Una vez que lo he dicho con seguridad, retira su mano mientras parece
digerirlo todo. Luego añade:

—¿Y nadie pensó en salvar el Chantry?

—¿Qué quieres decir?

—¿Nadie pensó en intentar salvarlo? ¿En conseguir fondos para


restaurarlo?

—Bueno, Lionel los pidió a Patrimonio, como sabes, pero no había


ninguna dotación disponible. Ninguno de nosotros tiene tal cantidad de
dinero, ni siquiera Lionel. No creo, y por supuesto no podría hacerse cargo.

—No, ya lo sé. Sólo pienso en voz alta. Pero es un monumento histórico


hecho para la imprenta. Incluso con la capilla en ruinas, y casi inalterada
por dentro. Su sonrisa fácil se ilumina—. Hasta podríamos rescatar los
conejos y el cielo estrellado.

—¿Quieres decir que organicemos algún tipo de campaña?

—Sí.

—Yo... Perdona, es tan sorprendente que me cuesta imaginarlo. Pero la


gente lo hace, ¿no? Alguien debe de saber cómo se hace. ¿Y tú?

—Bueno... Nunca he organizado una, pero hay montones de personas que


lo han hecho. Lo primero es conseguir que el ayuntamiento local se
interese. Figura en la lista de edificios destacados, por lo que ya sabrán que
tiene algún valor.
—Pareces Lionel cuando hablas así.

—¿Me parezco? —replica, y se queda callado.

—Es una idea —contesto rápidamente, dándome cuenta de que había


metido la pata—. ¿Cuál sería el siguiente paso?

—Conseguir que el resto de la familia esté de acuerdo y parar la subasta.

—Izzy estaría de acuerdo, estoy segura, creo... Tengo la impresión de que


cuando se mudó a otro sitio las cosas se volvieron, bueno... no exactamente
difíciles, pero...

—Ella necesitaba el Chantry.

—Sí, lo necesitaba.

—Todos lo necesitábamos —asevera Mark poniéndose de pie y


ofreciéndome la mano para ayudarme a incorporarme—. Pero no se lo
cuentes a Gareth. No hasta que sepamos si podemos apostar por ello.

Pienso otra vez en la foto de Mark que tiene Gareth y en la carta


escondida. Un recuerdo sumamente insignificante del paso de Mark por el
Chantry.

Cuando nos alejamos de la arboleda y cruzamos la pasarela de madera


sobre el foso, Charlie, el amigo de Mark, viene a nuestro encuentro con
unos cascos.

—Voy a cerrar pronto —anuncia—. ¿Seguro que no queréis echar un


vistazo antes?

—¿Una?

Es una oportunidad demasiado buena para resistirse.

—Bueno, si estás seguro...

Los artesanos y obreros de la construcción han terminado su jornada.


—Participé en las excavaciones de la abadía de Bermondsey en los
sesenta —digo, y los ojos de Charlie se iluminan. Le cuento lo que recuerdo
de las excavaciones mientras caminamos, a lo largo de un ancho y curvado
corredor tan impecablemente panelado que no quedaría fuera de lugar en un
gran transatlántico, hacia la suntuosa quietud del Gran Hall.

El espacio parece alterarse ante mí. Las ventanas están tan altas y son tan
grandes que sus parteluces de piedra resplandecen contra la luz, y un gran
techo artesonado de roble ennegrecido por el tiempo las entrecruza y se
impone a ellas. Charlie nos informa con orgullo de que es el original. Está
refiriéndose a las bombas incendiarias que penetraron por el techo en 1940;
las marcas del fuego están allí, sobre las piedras del piso, y deben
mantenerse porque también forman parte de la historia. Mark le pregunta
sobre los símbolos masónicos de los albañiles y de los gremios de
carpinteros y su opinión acerca de los principios básicos de la restauración.

—Bueno, en la restauración artística la regla es que la obra nueva debe


ser visible a medio metro e invisible a un metro —responde Charlie—. Así
lo que se pretende no es que la obra sea real, sino que produzca una
sensación de realidad. Obviamente, aquí es algo distinto. Podríamos
oscurecer una nueva viga de madera sin falsos agujeros de carcoma o
marcas de humo, de manera que encaje con las originales, y no estaríamos
falsificándola. Por otro lado, allí donde tienes que crear algo partiendo de la
nada es preferible hacer algo completamente moderno y no una falsedad
histórica. Cristal límpido y acero, o algo así: algo intrínsecamente bueno.
Los arquitectos de Courtauld en los años veinte prácticamente ya lo sabían.

Yo no estoy pensando en los veinte, estoy pensando en que aquí Elizabeth


y Anthony bailaron, aquí recibían en audiencia a los embajadores y se
celebraban fiestas de bodas, los nobles bebían y practicaban esgrima y los
niños se desmadraban en los días de lluvia, quizá con los perros ladrando a
su alrededor. ¿Vinieron aquí cuando la hermana de Eduardo, Margaret de
York, se casó con el duque de Borgoña? ¿Cómo olía entonces? ¿A
terciopelos y agua de rosas? ¿Hierbas dulces y banquetes? ¿Letrinas y carne
putrefacta con larvas? ¿Sudor y temor? ¿Cómo sonaba? La corte era famosa
en toda Europa por su música, ¿pero cómo la oían? ¿Penetraron las notas
profundamente en los oídos de Elizabeth como lo hacen en los míos e
hicieron que ella deseara reír, llorar y amar? No estuvo enamorada de
ninguno de sus maridos. Es una presunción bastante probable. Sin embargo,
no hay nada, ni un solo rumor en una corte llena de enemigos, que insinuase
la presencia de otro hombre. ¿Habría amado alguna vez a alguien con tal
pasión que le llevase a mancillarse por placer hasta más allá de lo
razonable? ¿Sintió remordimientos por no haberlo experimentado nunca?

Mis pies pisan un antiguo polvo arenoso; y fuera, un último y tardío


cincel suena como una campana, golpeando la piedra. Si forzase mis oídos
lo suficiente, quizá podría oírlos. Si pudiese hacer una detallada exploración
a través de este aire espeso y enrarecido por el tiempo, tal vez apareciesen
ante mis ojos.

—¿Una? —la voz de Mark es delicada—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —digo, mientras lo veo de pie, frente a mí.

Me coge la mano.

—Es hora de irnos.

—Sí, perdona.

—¿Te parece bien que pasemos por la oficina de Charlie? Tiene nombres
y números de agentes locales que podrían ayudarnos con la solicitud del
Chantry. Y luego te llevaré a casa.

Antony, sexta

Pasan algunos minutos del mediodía. Anderson descubre un bosquecillo


a unas doscientas varas del camino y ordena el alto para que descansen los
caballos. Los cereales en los campos están ya maduros, y cabalgamos a lo
largo del terreno elevado de los deslindes para desmontar bajo una sombra
moteada, como un grupo de amigos relajándose después de una mañana de
caza. Uno de los hombres se lleva mi caballo, pero nadie trata de asirme.
No tienen necesidad, porque, por supuesto, estoy desarmado. No hay nadie
que vaya a venir en mi ayuda y no sería más fácil escapar a pie por estos
campos abiertos que desde una isla en pleno océano.

Así que no se dispone ninguna guardia formal, ni se ordena ningún


servicio de centinela. Estos hombres se conocen bien, y mucho mejor su
profesión. Están tranquilos, salvo por una o dos bromas. Se quitan los
cascos, se aflojan las cinchas, revisando el caballo y los arneses, se apartan
para orinar, comen pan de cebada y queso, porque los hombres deben comer
para hacer su trabajo, dan de beber a sus monturas cuando se han enfriado,
pero siempre vigilando. Que su vigilancia no es necesaria está fuera de
discusión. Pero aun así, mantienen arcos y caballos al alcance de la mano,
porque eso es lo que hacen los soldados.

Pienso en mi viejo amigo Mallorie, ya muerto, saltando desde la ventana


de su prisión y nadando por el foso hasta ganar su libertad. El peligro era
bastante real, porque nadie habría tenido fe en la justicia que iba a
encontrar, teniendo en cuenta que la justicia que lo había arrestado era
amiga del viejo duque de Buckingham. El viejo Buckingham persiguió a
Tom Mallorie con cargos inventados, uno tras otro, durante años. A menudo
he pensado que habría vivido mucho más tiempo si no hubiese pasado todos
esos años en prisión. Al menos tengo su gran obra para ser impresa, aunque
Caxton es tan buen juez como lo puedan ser otros dependiendo de la
dirección en que sople el viento en Westminster, y su prefacio no
mencionará mi nombre.

Los grandes hombres tienen enorme poder, pero lo ejercen de acuerdo


con su propio temperamento, como cualquier tendero gobierna a sus
aprendices o una buena mujer cría a sus bebés. En los asuntos del reino,
Eduardo no tuvo más escrúpulos que cualquier otro, pero nunca albergó el
odio y jamás permitió que sus enemistades influyesen en sus actos.
Entendía que si un hombre cambiaba el color de su chaqueta, podría ser
más rentable tenerlo entusiasmado que obligarlo a devolver su lealtad a la
insignia de York. George de Clarence tenía el encanto de su hermano, pero
en algún momento del amargo exilio de su infancia se volvió ácido, y sus
arrendatarios y enemigos sufrieron por ello. También lo sufrió su mujer,
según se dice. Cuando el viejo Buckingham murió, su heredero fue
apadrinado por Elysabeth y casado siendo aún niño con nuestra hermana
Katherine, amargamente en contra de su voluntad. Ahora este joven duque
de Buckingham es el más devoto aliado de Ricardo de Gloucester.

¿Y qué hay del mismo Ricardo de Gloucester? En Borgoña era poco más
que un inteligente y decidido joven al servicio de su hermano el rey, y
cuando regresamos, mientras yo era enviado al oeste junto con Ned para
gobernar en nombre del rey, él fue trasladado al norte. Se sabía por los
informes que se había convertido en un hombre inteligente, valiente y de
trato estricto. Era verdad que Ricardo tenía aliados y enemigos, pero nunca
escuché que su conducta fuese arbitraria ni contraria a lo que la mayoría de
los hombres consideran como buen gobierno. Era frecuente designarle
árbitro de alguna disputa o ejecutor de un testamento. Yo mismo lo he
hecho cuando algún arrendatario o deudor mío no estaba de acuerdo con mi
criterio.

¿Siente Ricardo de Gloucester la misma amarga enemistad que Clarence


sentía hacia mí y hacia los míos? ¿Como el viejo Buckingham sentía contra
Tom Mallorie? No lo pensaría si no fuera por lo que ha hecho.

La culpa oprime mi corazón: culpa por no darme cuenta de lo que ellos


harían, por perder a Ned en sus manos mediante un estúpido ardid, culpa
por no haber movido un dedo para salvarlo. El dolor es real, pero soportaría
el doble, soportaría todo el dolor del mundo, si eso salvase a mi niño. Pero
ahora nada lo librará si la voluntad de Ricardo de Gloucester es otra.

Llamé la atención de Anderson.

—Me apartaré para rezar el oficio.

Me mira durante un momento.

—Sí, mi señor, muy bien.

La arboleda corona la cresta de un afloramiento rocoso y camino hacia el


borde lejano. Aquí el sol calienta las piedras, las ramas muertas y las
hierbas ralas. Más allá del filo rocoso, y muy por debajo, un arroyo como de
plata empañada se abre paso entre un acre pantano marrón y verde. Detrás
de mí percibo un movimiento, y luego otro. Ellos se preguntan si saltaré a la
libertad.

No lo haré. Un cuerpo destrozado por tal temeridad no sería libertad, y


buscar mi fin actuando así sería un pecado mortal. Tampoco salvaría a Ned
o ayudaría a Louis, si es que está todavía libre. Todo lo que me queda es
Dios.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...

Encomiendo a Ned y su realeza a Dios. Ruego por Elysabeth, por mis dos
esposas, una viva y otra muerta, por mi hija y su madre. Y por Louis. Luego
encomiendo también a Dios a estos seres queridos y vacío mi mente de todo
pensamiento para que se inunde de la paz y la gracia del Señor.

***

Después de un tiempo indefinido, siento el sol en mis manos y huelo el


aire perfumado por la turba. Mi mente regresa a este mundo. Los hombres
están de pie y sentados a su aire, terminando de comer. Uno se aparta para
defecar, otro se hurga sus dientes. Mejor sería ayunar, ya que negando al
cuerpo su sustento el espíritu se libera y el poder de la oración es mayor.
Pero el día y la cabalgata que me esperan son aún largos, y estar debilitado
por el hambre sería necio.

Me acerco a los hombres.

—Con el debido respeto, mi señor, debo pediros que comáis —dice


Anderson—. Todavía nos queda mucho camino por delante.

Muevo la cabeza. Chasquea los dedos hacia uno de los hombres.

—Robin, carne para su señoría.


Robin se levanta, busca carne, pan y una botella de cerveza en una de las
alforjas. Me siento sobre un tronco y él regresa a su sitio al pie de un árbol,
dejándose caer con la dejadez de un chiquillo que pasase una tarde calurosa
a orillas de un río. Es joven, su piel está enrojecida por el sol donde no le
cubre el chaleco y su pelo rojizo cae desde su frente al reclinarse hacia atrás
apoyado en los codos. Llevaba mucho tiempo sin ver y desear a un hombre.
Pero es sólo producto del sol y el hartazgo. Nunca me he acostado con un
hombre, excepto con Louis.

Que esté pensando en tales cosas en semejante momento es extraño y


pecaminoso, ya que mi mente debería estar concentrada en Dios y no en los
amores del cuerpo. Pero no sólo amo el cuerpo de Louis: es su mente lo que
más amo, desde el día en que nos volvimos a encontrar, por casualidad,
después de muchos años. Y ahora, sentado en la hierba áspera con mis
captores esperando a que termine mi carne para retomar el camino, sé que
no poseo otro amor terrenal como el de Louis, tanto el suyo por mí como el
mío por él. Y ahora nunca lo volveré a tener.

Quizá deba agradecer esta certeza a este viaje lento y caluroso hacia mi
muerte. Estas leguas vacías son un peregrinaje, una plegaria; un viaje
despojado de todo lo que no sea la simple certeza de mi fin. Y dentro de ese
vacío Dios ha vertido esta extraña gracia: que otra vez pueda conocer
semejante clase de amor. Si es cierto que el amor de Louis por mí y el mío
por él no es más que un diezmo de un diezmo del amor que profesa Dios al
peor de los mortales, entonces ¿cómo puedo temer mi final si éste me
llevará por fin a tan inimaginable gozo?

Me incorporo y hago un gesto a Anderson. Estoy preparado para seguir


adelante.
Capítulo 6

Antony, nona

Recuerdo ese año de exilio tanto por el hambre como por las riquezas.

Habíamos partido hacia Yorkshire para oponernos a los rebeldes de


Lancaster. Nos llegó la noticia de que las tropas que venían a reforzarnos
habían cambiado de chaqueta y se habían declarado a favor de Enrique.
Otro mensajero se arrodilló ante Eduardo y dijo jadeando que ahora
marchaban hacia nosotros, pero para arrestarnos. El joven Ricardo de
Gloucester, con el típico arrojo de su juventud, gritó que deberíamos pelear
contra los rebeldes hasta el último hombre. Su hermano sabía lo que hacía.
Muchos de nuestros hombres ya habían desertado, y Eduardo nos dio
permiso para despedir al resto y permitir que volviesen a sus granjas y
molinos, sin dar ni un solo golpe por su rey. Mientras los hombres se
dispersaban, nos dimos la vuelta y escapamos al amparo de la noche.

Tanteamos nuestro camino por los alrededores de Gainsborough en la


oscuridad más profunda, y cuando llegó el ansiado amanecer vimos las
torres de la catedral de Lincoln apareciendo en el cielo como fantasmas.
Evitamos Lincoln también, y mientras la oscuridad se iba retirando vimos
cómo había cambiado la región, desde las verdes praderas de Yorkshire que
habíamos dejado atrás para que Warwick las tomase sin obstáculos. Aquí,
los campos negros y húmedos se extendían hasta el horizonte, llanos como
una mesa, ribeteados de innumerables zanjas y con la niebla suspendida
sobre ellos, como si las aguas se acabasen de retirar. A cada pocos cientos
de metros un canal de drenaje cortaba el camino, y más de una vez un
caballo cansado tropezó con uno de ellos y fue maldecido por su descuido.
También nosotros estábamos cansados, mas no podíamos holgar en esta
tierra desocupada, ya que un escaso puñado de hombres podría ser visto a
una legua de distancia. Paramos sólo una vez a comprar pan y carne en una
granja y para que los caballos descansasen en algún lugar abrigado que
pudimos encontrar. Una vez, en medio de la niebla, avistamos una tropa de
hombres a caballo que aparentemente venían en nuestra dirección. Pensé en
mi propio hermano John y en mi padre, que, un año antes, habían caído en
la trampa de Warwick cuando escapaban y fueron asesinados por orden
suya sin ser juzgados. Se les negó la justicia terrenal, pero al final fueron
absueltos y liberados por la justicia divina. Entonces, los hombres
desaparecieron en la niebla y respiramos otra vez.

Las plegarias por el alma de mi padre son las mismas que aquellas en las
que debo poner mis esperanzas ahora.

Dormimos en un bosquecillo de pinos, envueltos en nuestro ropaje y


asiendo nuestros caballos, mientras la colgante humedad de la bruma se
condensaba en las agujas de los pinos por encima de nosotros y caía en
forma de pesadas gotas sobresaltando nuestra vigilia. Por la mañana, ya en
Boston, contemplamos el Wash y enseguida percibimos, dada la extensa
planicie encharcada de aguas saladas que se extendía ante nosotros, que la
marea estaba baja. Debíamos darnos prisa para encontrar un guía que nos
ayudase a atravesarlo.

—¿No deberíamos esperar hasta la próxima marea baja? —preguntó


Hastings—. Nuestros caballos están casi muertos bajo nuestro peso, y
nosotros, poco mejor.

—Eso será pasada la medianoche, señor —dijo el maestro del puerto


moviendo su cabeza—. Si salís entonces, mejor rezad vuestras plegarias,
cabalgad en las arenas movedizas y terminad así con este mundo. Pero si lo
intentáis en la próxima hora, podréis lograrlo. Os conseguiré un guía y
vosotros buscaréis caballos frescos.

Y aunque Eduardo dio todas las palmadas posibles en la espalda del


proveedor de caballos y sonrió a su mujer, nos dijo que debíamos pagar más
por ellos debido al riesgo del viaje y por lo difícil que sería recuperarlos. No
pudimos discutir el precio, porque no podíamos esconder nuestra prisa.
Pero al fin montamos con nuestro guía al frente. Era un hombre moreno y
pequeño de frente estrecha y pocas palabras.

—¿Sabes lo que dicen de los hombres del pantano? —inquirió Ricardo de


Gloucester pegando su caballo al mío—. Que tienen los pies palmeados, lo
más apto para vivir en estas ciénagas. ¿Le pedimos que se saque las botas y
nos los muestre?

Pies palmeados o no, nuestro guía nos cruzó hasta el otro lado de la bahía
con gran facilidad, algunas veces aflojando el paso para evitar un canal
profundo y otras, contra toda lógica, adentrándose en el agua y alejándose
del barro y la arena. Un viento fresco y salado se colaba bajo nuestras capas
y en las aguas más profundas las salpicaduras alcanzaban nuestras calzas
hasta que quedaban heladas. Hablábamos poco y cabalgábamos a las
órdenes de nuestro guía, agrupados y veloces donde se pisaba seguro y
dispersándonos, pero manteniendo nuestro camino cuando el suelo
empezaba a temblar bajo las herraduras de los caballos. Los caballos lo
odiaban, como odian siempre el terreno inseguro, caminaban con reticencia,
plantándose y sacudiendo la cabeza con cada arroyuelo y cada tramo de
barro manchado de verde. Estábamos agotados. Mantener los caballos
ajenos controlados y juntos y continuar la marcha exigía una paciencia y
una fuerza que nadie, salvo Eduardo, parecía tener todavía. Incluso sonsacó
una sonrisa a nuestro guía con un chiste sobre los grandes pájaros marinos y
los pequeños pájaros zancudos que se hundían y caminaban sin rumbo
sobre la arena. El resplandor del cielo gris era todo lo que podíamos intuir
del sol, que empezó a descender lentamente plateando los juncos y las
hierbas del pantano en las orillas de las arenas y arrojando sombras débiles
y de cambiantes formas por el terreno que cruzábamos.

De repente una gran bandada de gaviotas chillonas levantó un clamoroso


vuelo con un gran revoloteo de alas, desde los juncos situados a nuestro
lado. El caballo de Hastings se giró rápidamente y se desbocó. El mío se
preparó para seguirlo y vi también al de Eduardo dar un salto hacia
adelante. Entonces, con un pinchazo de sus espuelas, Ricardo de Gloucester
se cruzó ante el caballo del rey, que vaciló y se plantó hasta que finalmente
yo le sujeté las riendas. Una vez que pusimos al rey a salvo, miramos
alrededor y vimos que gracias a Dios el caballo de Hastings había
conseguido alcanzar terreno firme y no las arenas movedizas, que para
nosotros no parecían diferentes. Finalmente, tiró de las riendas, haciendo
girar su cabeza, y regresó hacia nosotros con un irregular medio galope.
Estábamos desconcertados y sin aliento y nos sentamos tranquilamente
durante unos instantes para recuperarnos.

—¡Dios mío! —gritó el guía señalando hacia el mar abierto. ¡Esa marea
es muy rápida, deprisa! Dio un golpe con sus talones a su jaca y nuestros
caballos, ya nerviosos, no necesitaron espuelas para partir detrás. Como en
una estampida de animales salvajes, galopábamos indistintamente sobre
barro y arena, mirando de un lado al otro, entre el terreno traicionero y la
fina línea de espuma gris que resbalaba silenciosa e inexorable hacia
nosotros, más rápida de lo que podíamos correr.

Cuando distinguimos Lynn, las aguas ya estaban a la altura de las rodillas


de los caballos, que luchaban contra ellas porque cada segundo se hacían
más profundas.

—Bueno, caballeros —gritó Eduardo—, si nos ahogamos podremos


encontrar las joyas del rey John en nuestro descenso y entonces nuestros
problemas se acabarán.

Vi la boca de Ricardo, que se tensaba con impaciencia, y entonces volvió


la cabeza de golpe, como si le enfadase la imagen de su hermano riéndose.
Hastings se aproximó y rozó el brazo de Ricardo.

—El rey sabe muy bien lo peligrosa que es nuestra situación, señor, pero
el peligro saca lo mejor de él, y lo mejor es su valentía para reírse de ese
peligro. No penséis que es insensato. Lo entiende todo mejor que cualquiera
de nosotros.

Ricardo movió la cabeza.

Finalmente, al irse elevando el terreno, las aguas fueron quedando detrás,


hasta que alcanzamos las arenas secas. Entonces vimos las sólidas torres y
los techos de la ciudad de Lynn, emplazada en la desembocadura del río
Ouse. Si todo salía bien —si mi querido primo Haute estuviese
verdaderamente en su casa y tuviese un barco para prestarnos—, estaríamos
casi a salvo.

***

En Borgoña nuestra hambre no era de comida, ya que fuimos recibidos


muy agradablemente por el gobernador del duque en Brujas y alojados con
un lujo que ninguna otra tierra que yo conozca podría satisfacer mejor.
Nuestra hambre era más bien de tranquilidad y de riquezas que no eran
nuestras. No había pasado una semana sin que Eduardo mandase mensajes a
su hermano George de Clarence engatusándolo y exigiéndole que mostrase
lealtad fraterna. También los envió a los enemigos de Warwick y con mayor
frecuencia aún a la corte de Borgoña, de forma pública o secreta, para
preguntar si el duque estaba ya dispuesto a recibirnos. Dado que el principal
enemigo del duque era su soberano el rey de Francia, esperábamos que nos
recibiese con los brazos abiertos. Después de todo, éramos también
enemigos de Francia, ya que Francia era amiga de Enrique de Lancaster.
Pero no tuvimos noticias. La duquesa Margaret mandó cartas privadas a su
hermano, pero en este asunto no podía ir abiertamente en contra de su
nuevo señor.

Mientras tanto, vivíamos en Brujas, con el gris invierno de los Países


Bajos arrastrándose hacia nosotros, con muy poco que hacer, excepto beber,
jugar a los dados y rondar por los talleres de los alquimistas. Gastamos todo
el dinero que podíamos ahorrar en pieles del Báltico, marfiles de África y
libros, pero no era mucho, porque las riquezas que nos rodeaban costaban el
oro que no teníamos, excepto cuando algunos amigos amables y algunos
astutos mercaderes de Londres enviaron cartas de crédito a los comerciantes
flamencos para que pudiésemos pedir préstamos sobre sus cuentas.

La noticia de que Elysabeth había dado a luz a un varón mientras se


acogía a sagrado en el santuario de Westminster, y que era un niño robusto
capaz de sobrevivir en esas circunstancias, nos llegó durante nuestro exilio
en Brujas. Era un día gris y cerrado, con la aguanieve soplando desde los
pólderes, y, como siempre, estábamos esperando una respuesta del duque de
Borgoña que nos permitiese hacer nuevos planes para recuperar el trono. El
tedio de tales días podía corromper el espíritu: yo estaba al lado del fuego
envuelto en una sábana, traduciendo a Ptolomeo. Hastings estaba
escribiendo una carta a su encargado de negocios con una mano, mientras
con la otra tiraba los dados con el joven Ricardo de Gloucester. Eduardo,
desesperado por no recibir noticia alguna de Su Gracia aquel día, había
llamado a la última mujer de turno y la había llevado a la cama. Recuerdo
que Hastings corrió escaleras arriba hasta su habitación y golpeó con brío
su puerta, como sólo él podía hacer por su amistad y por su derecho como
chambelán del rey. El clamor de alegría que nos llegó desde allí alegró
nuestros corazones.

—Y tú, mi amigo y mi hermano —me dijo Eduardo aquella tarde,


moviendo su copa de vino como si abrazara al mundo—. Te designaré tutor
de mi hijo Eduardo. ¿Quién podría estar mejor dotado para tal tarea que su
tío? Te harás cargo de educarlo en los conocimientos de los libros y en las
armas, y gracias a tu carácter de caballero mi heredero será el mejor
príncipe de la cristiandad.

Nuestras esperanzas se fortalecieron, aunque también había un cierto


temor, porque Elysabeth con un hijo corría mayor peligro que antes. A
pesar de ello esperamos, nos preocupamos y nos aburrimos durante esos
días ociosos en Brujas. Mi alegría suprema eran los libros. ¡Oh, los libros!
Los empleados y amanuenses podían trabajar en tres o cuatro lenguas, cada
letra en negro brillante, cada graciosa palabra una imagen bailando a través
del papel, línea tras línea, página tras página. Luego los iluminadores
incrustarían lapislázuli, escarlata y oro alrededor de ellas y dibujarían las
imágenes: santos y reyes, Jasón, Isolda y Melusina, labradores y lavanderas,
un perro de pelo rizado, un racimo de uvas estrujadas dentro de una copa de
marfil dorado, el castillo del rey Salomón reluciente bajo el sol, el carnero
atrapado en un matorral para indultar a Isaac. Uno de los miembros del
gremio mercantil tenía una prensa para copiar escritos con tipos de metal,
como la de Estrasburgo, aunque las páginas que imprimía no podían
competir en belleza con el trabajo de los amanuenses e iluminadores. Al
mejor escriba de Brujas le compré una exquisita miniatura, copia de la
Summa Theologica, y la tenía a mi lado sobre la mesa de la taberna cuando
un joven de tez oscura, al verme incapaz de resistirme a abrir su estuche y
acariciar el dulce cuero joven de su encuadernación, me preguntó qué libro
estaba leyendo.

Era Louis de Bretaylles, venido a Brujas para ofrecer sus servicios a


Eduardo porque era un hombre acostumbrado a trabajar en secreto entre las
viejas y las nuevas lealtades.

Cuando me lo recordó, me vino a la memoria que lo había visto en el


torneo, aunque ese día sólo habíamos intercambiado unas palabras. ¿Por
qué no lo vi entonces como lo veo ahora? Pero en aquellos días hacía tan
poco tiempo que era cuñado del rey y adalid de la reina que no había
pensado en buscar amistades en mi entorno. Ambos éramos mayores ahora,
y más duchos en distinguir las vueltas de la rueda de la fortuna, los secretos
y esa clase de cosas.

Pero enseguida nuestra charla derivó a la poesía y a la filosofía; él


conocía a Cristina de Pisa, a Chaucer, a Aquinas y a Livy. Sus ojos eran
negros, sus manos, de dedos largos, y su voz tenía el acento de alguien cuya
lengua materna era la langue d’oc, aunque hablaba bastante bien la langue
d’oeil, y también inglés y español. Se rió de mí porque mi cara estaba
todavía muy pálida, a pesar de tantos años de campañas, y empezó a recitar
a Chrétien de Troyes en la Historia del Santo Grial: Ainc mai chevalier ne
connui... Quería atraerlo desde el otro lado de la mesa de la taberna y
agarrarlo por sus delgados pero fuertes hombros, para besarlo mejor a lo
largo de la noche. Y lo besé así esa misma noche, y después muchas noches
más.

Mi amor por Louis era casi más de lo que mi alma, mi mente y mi cuerpo
podían soportar. Algunas veces me levantaba a la luz de la luna y observaba
su rostro dormido, su piel color cobre y sus brazos como trallas, y me
preguntaba si no me moriría, allí, con ese suspiro, por su amor.

Por fin el duque decidió recibir a Eduardo y prestarle su apoyo para


nuestra gran empresa. Como antes, yo debía encargarme de la contratación
y organización de esta flota real todavía pequeña. Temía que Louis y yo
fuésemos separados, pero él se aferraba a mí como yo a él. Cuando le pedí
que viniese a Inglaterra con mi séquito, aunque ya no como mi escudero,
porque entre tanto había sido armado caballero, se arrodilló ante mí e
inclinó la cabeza asintiendo. A la vista del público actuaba perfectamente
en su papel, como hizo en tantas otras ocasiones, aunque algunos cercanos a
Eduardo lo conocían desde antes. Pero ningún hombre sabía lo que Louis y
yo éramos el uno para el otro, más allá de camaradas de armas. Nuestra
mutua fidelidad estaba limitada a nuestro amor en privado.

Cuando navegábamos desde Flushing para recuperar la corona de


Eduardo, sabíamos que la empresa era tan arriesgada como cualquiera de
las que habíamos conocido. Nuestra fuerza era pequeña: Su Gracia de
Borgoña no dedicaría más oro o más hombres de los necesarios para
mostrar a sus enemigos y a su mujer que se comprometía con la causa de
Eduardo. Cuando avistamos la costa de Norfolk, también distinguimos los
barcos de Warwick. Lynn estaba armada y preparada para defenderse y
capturarnos, así que nos vimos obligados a cambiar de rumbo para
dirigirnos al norte.

Louis se hallaba de pie en la proa observando las manchas negras que las
tormentas proyectaban en lontananza sobre la superficie de las aguas. Toqué
sus hombros y él se giró.

—Amor —dije suavemente—, antes de que pongamos nuestras vidas en


manos de la fortuna, quiero darte esto.

Puse una bolsa de piel de becerro en la palma de su mano y él desató la


cuerda. Es un sello con forma de anillo que encargué al mejor joyero de
Amberes antes de partir de los Países Bajos. Es oro de alta ley, grabado con
la venera de los peregrinos de Compostela, porque Louis había hecho dos
veces el viaje para pedir gracia ante el sagrado altar de Santiago. En la parte
interna del anillo, en contacto con la piel, está grabada nuestra íntima señal:
Jasón y su barco ensartado entre las rocas donde ha naufragado.

Sonrió, lo deslizó en su dedo y después me abrazó como hacen los


hombres en la víspera de la batalla.

—À Dieu, mon amour —murmuró en mi oreja—. Nous nous


rencontrions au ciel.
***

Ahora, después de tantos años, sus palabras se han cumplido: será en el


Paraíso, Dios mediante, donde nos volveremos a encontrar, y ruego a Dios,
también, que pueda soportar el Purgatorio con paciencia sabiendo que Louis
se reunirá allí conmigo.

La luz de la tarde cae opaca y cálida sobre nosotros. No es el hecho de


cabalgar lo que apaga toda mi luz interior y vuelve plúmbea mi alma. He
cabalgado distancias así en un día muchas veces, y ya no estamos lejos de
Pontefract, el final de este largo viaje. Ha llegado el momento de aceptar lo
que me he negado a asumir: que no recibiré ninguna ayuda. Es posible que
haya sido ingenuo por haber albergado alguna esperanza de recibirla. Pero
la posibilidad, si alguna vez la hubo, se ha esfumado.

Trato de decirme a mí mismo que ha sido el diablo quien ha aprovechado


esta oportunidad para sumirme en una pecaminosa desesperación, pues la
ayuda aún puede llegar. Pero no puedo creerlo: realmente esta desesperanza
nace de la verdad de Dios.

Seguro que mis pecados son incontables, como los de cualquier hombre,
y la decepción no es el último de ellos, ni siquiera el mayor. Sólo la
verdadera penitencia puede salvarme, que yo sepa, y soy un penitente. Sin
embargo, nunca he sido capaz de pensar que mi amor por Louis y su amor
por mí fuesen pecaminosos. Es como creer que lo blanco es negro.

Tal vez tenga la ventaja —o la desventaja— del conocimiento: he leído


bastantes obras de hombres santos como san Elredo como para saber que
incluso en su época, en tiempos de Enrique II, el verdadero amor entre dos
hombres no se consideraba pecaminoso, y sus lujurias, ni mejores ni peores
que la lujuria de otros hombres por las mujeres, la bebida o las peleas. Sin
embargo, ahora se predica que es un pecado de los peores, exceptuando el
crimen.
¿Cómo me juzgará Dios? Yo confesé mi pecado muchas veces, y he
intentado sentirlo como tal, como Roma y sus hombres santos propugnan. Y
aun así, aunque su juicio cambie, el juicio de Dios —Su sabiduría— es
inmutable, y Su amor, infinito. ¿Cómo puede ser un pecado ante Sus ojos lo
que Louis y yo hacemos si proviene del poder del amor que Dios mismo dio
al hombre?

Uno de los hombres armados señala hacia delante en el distante azul del
cielo, hacia una hendidura en la tierra tras la cual se encuentra una gran
roca, coronada por las anchas y altas torres de Pontefract.

Una, viernes

La lluvia horada la lisa superficie del río en calma; la marea aún no ha


vuelto. Es la hora de la comida de un día gris y pesado. Dormí mal después
de que Mark me trajese a casa: demasiado calor, demasiado frío, demasiado
calor... Y luego, en plena noche, el bocinazo de la sirena de un gran barco
desde el río, tan fuerte como si estuviese pasando encima de mí, me
despertó empapada en sudor y con el corazón desbocado. Pero un café
fuerte, una ducha y una mañana de llamadas telefónicas y citas han obrado
el milagro. Cojo otra vez el teléfono y marco con brío.

—Isode Butler.

—Izzy, soy Una. Escucha, ha pasado algo extraordinario. Mark ha vuelto.

—¿Qué Mark?

—Mark Fisher. Apareció ayer en el Chantry.

—¡Madre mía! ¡Después de tantos años! ¡Qué genial! ¿Cómo está? Bien,
espero.

—Bien. Y... y escucha. Piensa que puede salvar el Chantry.


—¿Qué? ¿Cómo?

—Organizar algún tipo de fundación. Vamos a reunirnos y discutirlo.

—¿Quiénes?

—Gareth, Mark y yo. Y Lionel. ¿Puedes venir?

—Sí, por supuesto. ¿Cuándo?

—Esta tarde en el Chantry. Lionel puede estar allí a eso de las seis. Yo
llevo comida.

—Espera, tengo la agenda al otro lado de la habitación. —Se oye un


ruido cuando pone el auricular sobre la mesa. Espero, y trato de no recordar
otro sueño sudoroso, oscuro como la mole de un barco, que aún me asalta
porque aparecía Mark—. ¿Una? Esta tarde estoy ocupada. Aunque podría
quedar a eso de las ocho. ¿Vale así?

—Supongo que sí. Hasta entonces.

—Sí —dice, y cuelga el teléfono.

***

Después de la lluvia temprana se ha quedado una tarde preciosa: el sol se


extiende tibiamente sobre los ladrillos y la pizarra, incluso sobre el
hormigón, y alcanza mi espalda desnuda tras la ventanilla del taxi mientras
cruzamos el río. En Blackheath, las grandes cortadoras de césped están
funcionando, abriéndose paso hacia delante y hacia atrás, cruzando la alta
curva verde como galeones con sus cascos hundidos surcando un océano,
así que el aroma del césped cortado se va extendiendo hasta entrar por la
ventanilla.
Cuando llegamos al Chantry y estoy recuperando las bolsas de comida
del maletero del taxi, aparece Mark.

—¿Te echo una mano?

—No te preocupes, no son demasiadas cosas. Sólo pasé por Marks &
Spencer.

Va sin camisa, y al aproximarse no puedo dejar de admirar su pecho


dorado bajo el sol mientras se quita los gruesos guantes de jardinero. Ha
adoptado la costumbre que tenemos los primos: nos rozamos las mejillas en
un beso a modo de saludo, y siento duro el extremo de su hombro bajo mi
mano. Puedo oler el aceite del cortacésped y su propio aroma, que ha estado
presente en mi vida casi siempre. Me giro para pagar al taxista y cuando me
doy la vuelta ya ha cogido las bolsas.

—No sentamos fuera —dice—. Junto al taller.

—¿Hay algún sitio para sentarse en esa jungla?

—Lo he estado arreglando un poco.

Y bien que lo hizo: tres grandes bolsas desparramadas sobre el césped


ferozmente esquilado, y cuando damos la vuelta por el otro extremo de la
casa veo alfombras y una mesa en la parcela cercana al taller donde el sol
del verano incide más tiempo. Gareth se levanta cuando me acerco y me
saluda con una risa y un achuchón que parece más fuerte y sustancial que
antes. Busco fuentes en la cocina, les doy un rápido y disimulado lavado y
sirvo la comida. El vino está todavía frío. Mark desaparece y vuelve a
aparecer limpio y con una camisa, sólo un poco húmeda en los bordes.
Estamos llenando nuestras copas cuando el profundo zumbido de un motor
caro y después el ruido de la puerta de un coche anuncian a Lionel.

Lleva guantes de conducir y parece contento de ver a Mark, aunque se


dan la mano con la dinámica neutralidad de antiguos conocidos de
negocios. Mark le hace un resumen de todo lo que Gareth, él y yo hemos
estado hablando, tan claramente y con una mente tan aguda como si lo
estuviera exponiendo ante un consejo de administración: crear una
fundación para la propiedad de la casa, conseguir dinero para restaurarla y
abrirla al público, con una exhibición de su historia, probablemente en la
bodega; utilizar las ruinas de la capilla de base para la construcción de un
bello y nuevo edificio que albergue una galería de arte o un espacio para
exposiciones; y especialmente mantener la imprenta en funcionamiento
para que el Chantry no se convierta en un trozo didáctico de historia sino un
espacio laboral vivito y coleando. Poner, además, la galería de la capilla en
alquiler. Es mucho más fácil conseguir fondos si podemos demostrar que
producirá algún tipo de beneficio para la comunidad, termina.

Lionel ha escuchado todo sin ningún cambio en su expresión y sólo sus


dedos inquietos muestran signos de vida dentro de sus manos enguantadas.

—¿Se conseguirá recaudar el dinero? Perdóname, Gareth, ahora estoy


haciendo el papel de abogado del diablo, pero con esta idea aparentemente
atractiva... es bastante fácil conseguir préstamos de capital, aunque los
costes de mantenimiento son otra cuestión. El plan financiero necesita ser
absolutamente sólido, y no puede decirse que la imprenta haya sido
financieramente sólida alguna vez, ni siquiera en sus mejores tiempos antes
de la guerra.

—Nos las arreglábamos —apunta Gareth—. No siempre fue fácil, y


nunca habría tentado a los hombres de dinero, pero la situación jamás llegó
a ser tan comprometida como para ser insalvable. Pero ahora ése no es el
tema... Esto sería algo completamente distinto.

Luego Gareth analizó el asunto de la restauración de la capilla con


marcado entusiasmo. Todavía puede recordar cuando los Courtaulds
utilizaban el Palacio de Eltham para divertir a las estrellas de los Estudios
Cinematográficos Gainsborough en los años veinte, y la idea de unas ruinas
volviendo otra vez a la vida ha despertado nuestra imaginación, o así lo
creo. Pero ahora no puedo entender, por el tono de su voz, si la diferencia, o
sea, el cambio de la imprenta, es algo que respalda o no.

—Está claro que por ahí van las cosas ahora —dice Lionel, sacando una
de esas libretas encuadernadas en cuero y una pluma de oro—. Patrimonio
Cultural y todo eso. Pero saber si sería viable en un sitio relativamente
pequeño y desconocido como el Chantry... Gareth, ¿de qué cifras estamos
hablando para la restauración?

Gareth mueve la cabeza.

—Ni idea. ¿Mark?

—¿Restaurando según los estándares exigidos? ¿Muy aproximado? ¿Cien


mil, quizá ciento cincuenta incluyendo los consultores? ¿Cincuenta mil para
la galería? Siempre es más barato construir desde cero. Luego está el
equipamiento. ¿Digamos un cuarto de millón para todo? Más, si se incluyen
los salarios.

—Gracias, Mark. —Lionel escribe unas notas—. ¿Una, algo que añadir?

—Bueno, no voy a decir que esto no me interese, pero está claro que mi
voto no debería ser válido porque no voy a estar aquí —no estoy mirándolo,
miro a Gareth, pero mi piel siente que me está clavando los ojos—. Pero
por supuesto me encantaría salvarlo y que de alguna forma quedase en la
familia. Si se restaura y se concreta la idea de tío Gareth de mantener aquí
el archivo, estaré encantada de devolver algunos de los objetos del Chantry
que tengo: muebles y más cosas, cartas y documentos.

Mark llama mi atención y sonríe.

Lionel lo nota.

—Y Mark, perdóname, pero ¿qué papel desempeñas en esta historia


teniendo en cuenta que acabas de aparecer después de tanto tiempo?

Mark titubea, pero me imagino que más para encontrar las palabras que
por inseguridad acerca de lo que quiere decir.

—Eso es algo que deberán decidir los que integren la fundación. Yo


ayudaré en todo lo posible hasta que consiga otro trabajo, que no será
necesariamente en un futuro muy próximo. Y sé muy bien lo que debo
hacer cuando me encuentro con proyectos como éste.

—Siempre lo has hecho —apostillo.


—Por supuesto —continúa Lionel—. Bien, te estaremos muy
agradecidos, y la familia, esta fundación putativa, no esperará que trabajes
sin recibir una remuneración.

Tío Gareth hace un movimiento brusco, como para impedir que Lionel
diga algo más. Se produce una pequeña pausa un poco desagradable hasta
que se me ocurre proponer:

—¿Comemos algo? Izzy avisó de que no la esperásemos.

Hay movimiento de platos, copas y comida, pero otra vez, como si


hubiera finas líneas de luz, siento la red que nos une. Afecto, atracción,
sospecha, indiferencia.

Amor.

Pena.

Mientras estoy comiendo no puedo evitar observar a Mark. Su plato


delante de él, en el suelo. Aun con las rodillas dobladas, sus piernas ocupan
más alfombra de la que ocuparía cualquiera de los Pryors. Mira hacia arriba
y nuestros ojos se encuentran. Si hubiese extendido su mano, su hermosa
mano de dedos largos, y llegase a tocar mi mejilla, no me habría sentido
más agitada.

¿Qué significa este calor? La memoria es poderosa, ¿pero esto?

Por entonces yo ya era mayor y había terminado mi primer año de


universidad. Comparada con muchos de mis compañeros, era muy
cosmopolita, ya que conocía parejas que no estaban casadas: habían estado
viviendo en mi casa, incluso algunos personajes cuyos nombres resultaban
muy familiares para aquellos más enrollados con el mundo del arte. Mi ropa
era rara, pero sabía mucho de la vida —cosas de las que una increíble
cantidad de chicas no tenían ni la menor idea—, ¿y no estaba además la
extraña historia de mis padres? Pero incluso yo había aprendido que algunas
chicas tuvieron que hacer huelga de hambre para que las dejasen ir a la
universidad; que había tíos que te metían mano cuando nadie los veía;
madres que quemaban libros y madres que les ocultaban a sus maridos que
habías ido otra vez a la biblioteca. También conocí casas que siempre
estaban limpias, casas que no tenían libros, casas que tenían caballos y
doncellas, casas donde, en tu primera visita, te proporcionaban una
habitación para que pudieses estudiar. Incluso me había encontrado a mí
misma escondida en rincones oscuros durante horas, bueno minutos, antes
de volver a clase, con un chico joven... Disfrutaba de ello, y sabía lo
suficiente para entender que no tenía ninguna trascendencia.

Sabía lo suficiente y sentí lo suficiente, y a pesar de todo, no importaba,


porque no tenía nada que ver con Mark.

Debió de ser en un agosto o un septiembre durante mis primeras


vacaciones largas. Las piedras medievales de la abadía de Bermondsey
estaban justo debajo de la capa de asfalto y de las losas del pavimento de la
nueva carretera. Recuerdo el día que descubrimos una tercera basa de
columna y supimos que realmente habíamos encontrado el claustro. Al final
del trabajo corrí a casa en mi bicicleta, mugrienta y toda sudorosa. Encontré
a Mark arrodillado fuera, bajo la ventana de la cocina, desatascando un
desagüe. Se puso de cuclillas y me oyó mientras vomitaba todo lo que había
dicho el arqueólogo municipal y el profesor, ¿cómo se llamaba?, que
significaba que el espaciado entre las columnas era de... lo que fuera.
Todavía podía sentir el pesado bronce del extremo de la cinta métrica entre
mis dedos manchados de tierra y la fuerza del estudiante de posgrado, que
sostenía el otro extremo, vibrando con excitación mientras la estirábamos
para tensarla. Le conté a Mark que estábamos intentando averiguar lo que
había sucedido, dónde habían vivido las monjas, y que aquellas mujeres, a
las que en algunos casos hasta conocíamos por sus nombres, incluso
nombres de la nobleza (Bermondsey era un refugio de la realeza, fundado
en el siglo XII), podrían estar documentadas, con sus fechas de nacimiento
y muerte. Yo, o cualquiera de los que participaba en las excavaciones, podía
ir al Registro de Documentos Públicos y averiguar quiénes eran. No sería
tarea fácil, pero podía hacerse.

—¡Una, es genial, que lo puedas ver ahora, justo bajo tus pies!

Mark se frotó el antebrazo contra la frente e hizo un gesto de dolor. Vi


una reciente magulladura escondida bajo su pelo, inflamada, con la piel
apenas raspada. No pude evitar extender mi mano para tocarla. Giró su
cabeza hacia el otro lado, ruborizándose bajo su piel dorada de verano, y
volvió a revolver la basura del drenaje.

—Vete —dijo con voz apagada, y al recordarlo, algo doloroso se remueve


en mi garganta hasta hacerme casi llorar.

El charloteo es poco entusiasta y no capta mucho mi atención. ¿Estará


Mark realmente pensando en el pasado del Chantry como yo? ¿O es mi
mente la que rellena a esa otra —a esa persona con forma de Mark sentada
bajo el sol— con mis momentos y mis memorias y cree que es él? No
consigo conocerlo, no puedo sentir lo que él siente o ver lo que él ve, no
más allá de lo que puedo comprender a Elizabeth y Anthony en sus libros.
Quiero acercarme y sacudirlo, penetrar la envoltura de su piel y descubrir lo
que pueda haber allí, dentro de él. Quiero saber qué sabía, qué estaba
pensando y qué significaba yo para él entonces.

Porque nunca lo supe, claman mis recuerdos. ¿Qué era yo para ti? Te
alegrabas si te ayudaba cuando estabas reparando tu bici o una prensa, me
sonreías si entraba al taller, arreglaste el cerrojo de mi ventana. Después de
aquel día en el taller —el día que siempre consideré como el principio—
esperaba poder confirmar si ese sentimiento de mi corazón palpitante y esos
tintineos en mis oídos provocados por tu existencia tenían algún eco en ti.
No se lo dije a nadie, por supuesto. Durante días, semanas y meses esperé
alguna señal silenciosa tuya, pero no recibí ninguna.

Ninguna. Solía tirarme en la cama y sentirme infeliz tratando de


entenderlo. Todo el mundo sabía, aunque no se mencionase, que Mark
adoraba a Izzy. Nadie se permitía utilizar un verbo más complicado o
amenazante que «adoraba». Y todo el mundo sabía, aunque no se
mencionase, que aunque vivía en el Chantry y trabajaba para tío Gareth, no
era de la familia, ni el hijo de unos amigos, ni un estudiante de arte
cambiando de senda. Nadie, para referirse a él, se permitía una palabra más
complicada o con menos tacto que «lugareño». Nadie, realmente, hablaba
de lo que él era. Pero no era uno de los nuestros, y no sabía lo que haría o
diría la familia si supiesen que lo amaba, y que no era correspondida.
Tampoco sabía lo que Mark haría si se lo dijese, ya que después de todo no
me amaba a mí, sólo amaba a Izzy. A lo mejor me odiaba, le molestaba o
trataba de evitarme. No podría haberlo soportado. Podría haberse ido, o ser
obligado a irse, y no tenía adonde ir. Habría sido mi culpa y lo habría
perdido.

No podía destruir lo que más amaba.

Me pasé todo el verano esperando: una esperanza construida a base de


arrebatos de alegría ante una palabra, una mirada, una sonrisa de Mark,
seguidas por nuevas desilusiones que me sumían en un mar de lágrimas.
Pero lentamente la desesperanza empezó a crecer hasta que, aun los días
buenos, aquellos en los que podía estar cerca de él, se ennegrecían porque la
alegría traía consigo una asfixiante sensación de angustia.

Pero la desesperación no conseguía ahogar el deseo. Sabía lo suficiente


sobre sexo para comprender lo que sentía cuando Mark se quitaba el polo
por la cabeza y se lavaba bajo la bomba de agua en el patio. Y lo que sentía
era maravilloso, alarmante y muy extraño. Por supuesto conocía los hechos,
pero seguía tan a oscuras como mis amigas en lo referente a su dimensión
intelectual o emocional. Nadie nos había explicado cómo el deseo puede
turbar tu cerebro tanto como el suyo. Quizá pensasen que si no lo
mencionaban, no lo desearíamos. Sólo que por supuesto lo hicimos. Aunque
ese «él» fuera distinto de aquel «él» por el que suspirábamos. Tampoco
porque desearlo fuese peor.

Para mí el sexo empezó en el sofá que había en el salón de la iglesia que


nos habían habilitado como oficina de las excavaciones de Bermondsey,
cuando ya todos se habían marchado a sus casas, en la oscuridad de la hora
del té. Recuerdo que hacía frío, por lo que debe de haber sido en la etapa
final de las excavaciones. Yo también debería haberme ido a casa. Tía
Elaine charlaría conmigo de espaldas mientras preparaba la cena, ya que yo
todavía tenía edad para hacer los deberes sobre la mesa de la cocina, y tío
Gareth tendría una expresión divertida y me daría palmaditas en la espalda.
Mark pasaría por allí y sonreiría y después volvería a la valla que estaba
arreglando o a los libros que estaba empaquetando. Luego la voz de Izzy lo
llamaría desde el otro lado del jardín y otra vez estaría sola. Quizá fue en
esos momentos cuando comprendí con devastadora certeza que él siempre
sería amable y atento conmigo, pero sólo eso, y que siempre iría si Izzy lo
llamaba... Si alguna vez tomé una decisión consciente, fue debido a esos
momentos.
Su nombre, estoy bastante segura, era Miller, Nigel Miller, y también
estudiaba primero, me parece que en Bristol. Todo el verano estuve
sintiendo su mirada entre mis omóplatos. Pasado un tiempo, noté que cada
vez que alzaba la mano para prestarme como voluntaria en las reuniones
matinales para los trabajos de excavación, él se ofrecía para unirse a mí. Si
estaba sentada con una taza de té o un sándwich pensando en Mark, y
levantaba la vista, encontraba a Nigel contemplándome. Charlábamos
mientras estábamos juntos de cuclillas escarbando la tierra entre los trozos
de piedra normanda, aunque la abuela habría dicho que no tenía mucha
conversación. Pero él seguía mirándome, seguía pronunciando mi nombre
cuando no hacía falta y parecía tener la perfecta habilidad de recordar todo
lo que yo había dicho alguna vez.

Un día en que fui a trabajar vistiendo excepcionalmente una falda, me


preguntó muy tímidamente por qué no la llevaba más a menudo y se quedó
un poco sorprendido cuando dije: «Porque me resulta muy incómoda». Su
atención era como una lámpara deslumbrante enfocada sobre mí que me
hacía sentir calor bajo la piel y me tenía constantemente pendiente de mí
misma, agachándome, estirándome, limpiando relieves con mis dedos,
atenta a los mechones de pelo mojados por el sudor que se me escapaban de
la coleta y se pegaban a las mejillas.

¿Por qué no puedo recordar su nombre con seguridad? Después de todo,


puedo recordar ese momento posterior, aquel día —debe de haber sido en
septiembre—, cuando los otros excavadores empezaron a irse mascullando
que la lluvia que caía a cántaros no tenía visos de parar y que, de todos
modos, el trabajo ya estaba hecho.

Sólo quedaba él. Preparé otro té.

—No me imagino yendo en bici a casa con este tiempo, ¿y tú? Me parece
que esperaré un poco más. ¿Qué tal un té?

Contestó que sí.

Me senté en el sofá con ambas tazas y le ofrecí la suya.


Me parece que sólo estaba intrigada por ver qué ocurriría, aunque debería
haber imaginado lo que iba a pasar. Después de todo, había estado un año
en la universidad. ¿Y por qué con él? ¿Quién habría pensado en alguien
como Nigel? Hay algo en mis recuerdos del olor de la llama del gas y del
sofá, de hollín y viejos recortes de periódicos que me hace pensar que mis
razones no eran precisamente románticas.

Le pregunté qué estudiaría al año siguiente y lo miré fijamente a los ojos


mientras me lo contaba. Para cuando me explicó la importancia de analizar
los archivos sobre la división parlamentaria en el siglo XVIII respiraba
pesadamente entre frase y frase y tenía las mejillas rojas. Evocando esos
tiempos, no puedo traer a la memoria quién hizo el primer movimiento,
pero, recordándome a mí misma con veinte años, dudo que empezase yo.
Sin embargo, él no era nada impulsivo, por lo que me imagino que nos
fuimos acercando con pequeños gestos y movimientos. Para cuando nos
empezamos a besar yo ya había cerrado los ojos. Era agradable y húmedo.
Después, su lengua trató de avanzar lentamente entre mis labios y entrar en
mi boca todavía con gusto a té. No estaba segura de que me gustase, pero
me abrazó y eso sí me gustó. Me recliné hacia atrás, pero como no estaba
derecha en el sofá, resultó que ya estaba acostada a medias; él deslizó su
mano libre bajo mi jersey y encontró mi pecho.

Mi mente estaba lo suficientemente lúcida como para saber que ése era
una especie de punto sin retorno, aunque no llegásemos hasta el final. Abrí
los ojos. Los de Nigel estaban cerrados, y parecía que se iba a desmayar.
Me sorprendí porque sabía que yo era bastante decepcionante «allí arriba»;
mi busto era apenas algo más que rígido satén y las cintas del sujetador.
Pero él jadeó y retiró la otra mano, que me sostenía por la espalda, lo que
provocó que me deslizase hacia un lado hasta quedar casi recostada en el
sofá. Podía alcanzar mi otro pecho. Cerré mis ojos esperando que eso
ayudase, y lo que me había parecido una especie de desvanecimiento
empezó a tornarse muy agradable. Estaba excitado encima de mí y había
vuelto a besarme como si estuviese haciendo la cosa más importante del
mundo. Yo también empecé a sentir que lo era. Entonces, de repente, le
entró una tremenda prisa. Quería saber cómo era, pero no estaba tan absorta
como para olvidar lo que un amigo me había dicho que preguntase, ¿o fue
Izzy? No estoy segura.
—¿Tienes algo?

Sus ojos se abrieron como platos y sacudió la cabeza.

—Todo saldrá bien. Me retiraré.

Sólo entendí a medias lo que me quería decir, y también sabía a medias


que debía negarme, pero no lo hice. Me quitó los pantalones y lo más
importante que recuerdo sobre los siguientes y escasos minutos es que una
de mis piernas siempre se caía del sofá, que él estaba resollando en mi
oreja, que dolió bastante, que luego gritó, que parecía que ya se había
acabado y que me di cuenta de que no se había corrido fuera.

Había escampado un poco y ya era de noche. Cuando traté de salir de


debajo de él e incorporarme, se despertó y me preguntó si estaba bien.

—Debo irme. Voy a llegar tarde.

—¿Te veré otro día?

Debo decir que Nigel Miller, sí, ése era su nombre, era muy educado,
pero de repente no podía soportarlo más. Podía aguantarme a mí misma,
pensé, sintiendo una especie de aspereza al ponerme los pantalones y luego
una especie de desagradable viscosidad. Lo que acababa de ocurrir —como
lo sentí entonces y ahora— era bastante interesante y, de alguna manera,
perfectamente razonable. Pero, por otro lado, me era imposible encontrarlo
interesante y razonable cada vez que Nigel aparecía arrastrándose a mi lado.
Eso lo tenía muy claro.

Estaba segura de que se notaba que ya no era virgen. Cuando un coche


me adelantó mientras pedaleaba hacia casa, pensé que el conductor debía de
notarlo. Había un paso de cebra en Loampit Hill; la anciana a la que dejé
pasar, dijo: «Gracias», y me pregunté si lo sabría. Estaba segura de que tía
Elaine y tío Gareth podrían notarlo.

Dejé la bici en el cobertizo y entré por la puerta de atrás. Tía Elaine


estaba de rodillas en el suelo de la cocina y todo aparecía cubierto con
hollín y polvo de carbón. La cocina económica había explotado. Cuando
dije hola y pregunté si podía ayudar, respondió que se había abierto una
nueva gotera en el techo del taller y se habían perdido varios cientos de
libras de las existencias almacenadas antes de que nadie se hubiese dado
cuenta.

—Estás totalmente empapada. Una, bonita, corre arriba y cámbiate antes


de coger un constipado. Lionel vendrá a pasar la noche.

Subí con paso pesado las escaleras del Chantry, con frío y tiritando,
deseando más que nada en el mundo darme un baño caliente que no me
podría dar y sintiendo constantemente la leve y caliente aspereza entre mis
piernas que me decía con cada escalón que subía que ahora ya era otra Una.

Mark estaba de pie en lo alto de la escalera con un cubo en cada mano.


Debía de haber estado sacando agua del ático. De repente, me ruboricé y
empecé a sudar. Estaba segura de que él se daría cuenta, debía de ser capaz
de darse cuenta. Mis gestos y murmullos acerca de que tenía que secarme
no podían esconder lo que sentía; era como si estuviese completamente
desnuda.

Ladeó su cabeza, y al apartarse para dejarme pasar, el agua de uno de los


cubos me salpicó.

Me lavé con agua fría lo mejor que pude, y cuando estaba seca y vestida,
la cena ya estaba lista, aunque también estaba fría, porque, pese a que Mark
había arreglado la cocina económica, todavía no se había calentado. Fijé la
mirada en mi plato ante el pavor de encontrarme con sus ojos, porque no
quería que lo supiese, no de la manera en que había ocurrido.

¿Pero si hubiese sido distinto? ¿Como lo describían en las novelas que


había leído? Lo pensaba mientras contemplaba el cordero frío, la lechuga y
el pan con margarina. No un confuso y maloliente escarceo con un chico
que ni siquiera me gustaba especialmente, sino algo como lo había
imaginado. Pero sabía, con la certeza de mi juventud, que nunca podría ser
así, a menos que fuese con Mark.

Luego volvió al taller con tío Gareth para terminar de vaciar el almacén y
yo, con el pretexto de un trabajo de la universidad, me disculpé y me fui
arriba. Oí llegar a Lionel riéndose y maldiciendo la lluvia, pero no bajé.

Me quedé despierta durante lo que me parecieron horas. Al final me di


por vencida, me puse la bata y bajé para prepararme un chocolate. La
cocina económica había estado funcionando bastante bien como para
calentar el ambiente, pero usé la tetera eléctrica para no levantar la tapa.

—Hola, Una —era Lionel—. No te he visto antes, ¿cómo estás?

—Bien, gracias. Ya sabes, trabajando duro. —El agua de la tetera hirvió,


la apagué y vertí el agua en el polvo de cacao de mi taza—. ¿Te has mojado
mucho viniendo de la estación?

—¡Y cómo! Tuve que echar mano de mi ropa de repuesto. —Pero incluso
con su suéter negro, discretamente zurcido por tía Elaine, y los arrugados
pantalones de franela, se mantenía de alguna manera impecable, pensé. Se
sentó en la esquina de la mesa con una especie de soltura autocontenida que
me entusiasmaba y el cigarrillo colgando de sus dedos—. Me iba a tomar
un whisky. ¿Qué tal un poco en ese cacao?

No puse demasiado, pero consiguió que el chocolate de repente estuviese


delicioso, y en vez de llevármelo arriba para tomarlo en la cama como
pensaba, apoyé mi trasero sobre la barandilla de la cocina económica y me
lo bebí a pequeños sorbos.

—¿Habéis estado hablando sobre el Chantry?

—No, era muy tarde. Hablaremos por la mañana. —Se levantó de la


esquina de la mesa y se vino conmigo al calor de la cocina económica—. A
ver, ¿cómo estás, Una? ¿Va todo bien? Me parece que no nos vemos
demasiado últimamente. —Puso un brazo sobre mis hombros y me dio un
abrazo—. ¿Estás bien, verdad? ¿La universidad bien? ¿La vida amorosa no
se ha torcido? Nos lo dirías si hubiese algo que Sally o yo pudiésemos hacer
para ayudarte, ¿verdad?

Recuerdo haber pensando que, cuando tienes que estar absolutamente


callada sobre una cosa, quieres hablar sobre todo lo demás. Quería decirle a
Lionel lo de Nigel y... más. Probablemente no debería. Pero tan pronto
como lo había pensado, supe que lo haría. Diría algo, de cualquier manera.
Él era lo que la abuela llamaba «un mundano». No era como Izzy, que en
realidad nunca hablaba de sexo, aun cuando estaba comprometida con Paul
y yo estaba bastante segura de que se acostaban. Lionel no se lo contaría a
nadie si se lo pidiese, y no era mayor, no como tío Gareth...

Debo contarlo, me dije a mí misma. Ahora, o no seré capaz.

—Bueno, hay... un chico.

—Ah, bien. ¿Lo conozco?

—No creo. No creo que sea nada. Serio, me refiero. Pero hemos... Bueno,
una o dos veces...

Se giró un poco e hizo una mueca.

—¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Alguien te lo ha explicado todo? ¿Eres


sensata?

—Ah, sí —dije, y sentí que me ruborizaba.

—¿Entonces no tengo que darle una paliza o preguntarle cuáles son sus
intenciones, o algo así?

—No.

Estiró una mano hasta alcanzar la botella de whisky del escurridor de los
platos, llenó su copa y luego me miró.

¡Salud! Me alegro de que te estés divirtiendo. —No podía dejar de pensar


en el olor a los viejos periódicos del sofá y los gruñidos de Nigel Miller y
preguntarme si a eso le llamaban divertirse—. Podría pedirle a tío Gareth
que aportase la visión victoriana del asunto, si quieres. Si no te atreves a
preguntárselo tú misma.

—No, por favor, no lo hagas —dije—. Es... No, gracias.


—Vale. No te preocupes, no se lo diré a nadie. Tienes razón. Nunca
consigues nada contándole a los mayores algo que no deberías contar.
Mientras te diviertas y seas sensata...

—Lo soy —afirmé, aunque tampoco había sido sensata—. ¿Sabías que
había una gotera en el techo del almacén? —añadí para cambiar de tema.

—Sí —dijo—. En torno a casi mil libras en existencias que habrá que
amortizar. Tal vez ahora se muestren razonables y se den cuenta de que ha
llegado la hora de deshacerse de la vieja choza.

—No es una choza, el abuelo sostiene que es tan sólida como la casa.
Sólo necesita un arreglo provisional. Mark lo habría hecho ya si no fuera
porque llueve a cántaros.

—El problema es que cuando llueve, suele diluviar. Todavía no se ha


encontrado una manera de solucionarlo.

—Lo va a hacer mañana.

Lionel apuró su vaso.

—Hay tanto que parchear que no sé si vale la pena, aunque Gareth


recurra a Mark para hacerlo. Me pregunto qué gana Mark dando vueltas en
un edificio que se desmorona. ¿Alguna idea? —Muevo mi cabeza. Coloca
su vaso boca abajo en el escurridor—. Maldita sea, Una, hemos
sobrepasado la mitad del siglo y soy el único que se da cuenta. No le echo
la culpa al abuelo; después de todo, él es un auténtico victoriano, y no me
sorprende que se muestre sentimental con este viejo lugar. Pero tío Gareth
es un hombre de negocios. O al menos ha estado llevando un negocio
durante bastante tiempo. No podrá fingir por mucho más tiempo que todo
marcha bien. Tarde o temprano se pondrá de mi lado... En fin, me limito a
hacer lo que puedo. Me voy a la cama. Buenas noches, Una.

—Buenas noches —respondí.

Me quedé despierta durante un largo rato, todavía notando esa leve


sensación de papel de lija entre mis piernas y preguntándome qué sucedería
cuando me encontrase con Nigel por la mañana.

Pero no pasó nada. Ahora me avergüenzo al pensar que me pasé las dos
últimas semanas de la excavación evitándole. Trató de pillarme cuando
estaba sola muchas veces, pero no podía mirarlo a los ojos, menos aún
hablarle. Dejé de presentarme como voluntaria por si él se unía. Sólo pensar
en él me ponía los nervios de punta, aunque en ese momento ya sabía que él
no había hecho nada incorrecto excepto ser joven e inexperto como yo.
También rezaba fervientemente para no tener ningún problema;
inevitablemente el período se me retrasó, aunque justo al finalizar las
excavaciones por fin me vino. No volví a ver a Nigel Miller en mi vida.

Mientras tanto, noche tras noche, soñaba con Mark. Él me poseía, y yo a


él, y aunque vi y sentí detalles de su cuerpo que cuando estaba despierta no
podía ni siquiera imaginar, no estaba sorprendida ni avergonzada. Formaban
parte de una alegría cálida, justa e irracional. Algunas veces estábamos en
casa, aunque a menudo nos encontrábamos en un lugar que me resultaba
totalmente familiar a pesar de que no lo había visto antes. Yo iba arqueando
mi cuerpo cada vez más entre sus brazos hasta que explotaba, y despertaba
jadeando y sudorosa en la fría oscuridad. Mi edredón se había caído de la
cama, y en la semipenumbra de mi habitación podía ver la ancha y vacía
punta de flecha de la ventana entablada del Chantry, pero me sentía como si
todavía estuviese con Mark. Casi podía percibir ese olor suyo tan personal
que emanaba de él cuando estaba al aire libre: mantillo de hojas, humo de
madera y el hierro frío del aire que venía de Kentish Downs. Ante la
percepción de su ausencia al despertarme, persistía la alegría del deseo
saciado, así que tenía que aferrarme a ambos o perderlo todo.

Mark está llenando otra vez mi vaso, y el sol finalmente acaba de


retirarse de nuestra parcela de hierba, cuando de repente oímos un crujido
de grava aplastada y el sonido ronco de un motor. Al doblar Izzy la esquina
de la casa, los hombres ya están de pie. Cuando le da la mano a Mark, éste
la aferra, pero no alcanzo a interpretar su mirada.

—Ahora ya estamos todos —dice Gareth, después de besar a Izzy, y nos


sentamos otra vez.
—Mark, es fantástico volver a verte —se alegra Izzy—. Una ya me ha
contado todo lo que has estado haciendo. Es muy agradable verte de nuevo
en el Chantry. Estuve buscando en los archivos de la posguerra todo aquello
en lo que participaste. Lo había olvidado. —Se ríe y bebe vino—. Me temo
que siempre estuve muy absorta en mi propio trabajo.

—Lo sé —dice—. ¿Te ha contado Gareth que ha encontrado los moldes


de Las Estaciones de la Cruz?

—Sí, me lo dijo. Me alegra saber que todavía andan por aquí. —Se gira
hacia mí—: ¿Sabías que una estúpida evangélica de la parroquia intentó que
se arrancasen los originales porque no estaban hechos por «una creyente»?
¿Te lo puedes creer? —Coge la botella y nos sirve a todos—. Ahora
contadme el plan.

Lo exponemos de nuevo. Después del escepticismo profesional de Lionel


y el frío dominio de Mark de la jerga de la industria del patrimonio, hay
algo muy vivo en su rostro pensativo y atento, sus ojos entrecerrados y la
casi sonrisa que se le dibuja cuando Mark habla de restaurar las pinturas
murales y localizar los muebles originales. Gareth llama mi atención y
sonríe también.

Luego Mark aborda la cuestión de generar ingresos, y su sonrisa


desaparece, aunque todavía escucha.

Sólo cuando Mark termina, dice lentamente:

—A ver si me aclaro. ¿Quieres una tienda? ¿Paneles desplegados de


historia enlatada? ¿Turistas mirando la imprenta? ¿Bodas? Y hablando en
claro: ¿todo el archivo en la bodega para que cualquiera que quiera pueda
husmear en él?

—Cualquiera de las propuestas de fondos debería incluir el coste de


convertir la bodega cumpliendo las máximas exigencias en materia de
técnicas de conservación documental —contesta Mark—. Y el encargado
controlaría el acceso.

—¿Y el encargado serías tú?


—No lo había pensado —dice Mark débilmente. Pero creo que está
enfadado, aunque no tanto como ante el insulto de Lionel.

—Izzy, querida, no seas tonta —interviene Gareth—. No haríamos nada


vulgar, y no estamos todavía ni remotamente cerca de pensar en designar
personal.

—No veo modo de que podáis empezar a reunir el dinero necesario, y ya


sabes que en estos días los fondos para arte están exhaustos.

Me lo dice a mí, pero es Lionel quien le replica:

—Bueno, ¿quién sabe? Como mucho serían fondos del Patrimonio. En


ese caso es más fácil exponerlo para que los políticos lo entiendan. No hay
ninguna razón por la que no podamos hacer algunos sondeos, medir el
grado de interés e incluso conseguir algunos acuerdos condicionales.

Izzy no lo tiene en cuenta.

—Una, tú eres la historiadora. Debes comprender que no sería real. No


sería auténtico. Sólo plástico, una falsificación. Un día de paseo para grupos
de autobuses. Arte y artesanías como atracción turística.

—La imprenta será bastante real.

—Pero los de San Diego están esperando el archivo. Debería estar en


casa terminando el catálogo ahora.

—Todavía no está sellado y firmado —le recuerda Lionel tomando más


notas.

—Bueno, lo siento mucho —dice Izzy levantándose—. Sé que es horrible


tener que vender el Chantry, pero convertirlo en una falsa atracción turística
sería peor. El pasado es el Chantry real. Yo debería saberlo: he leído las
cartas, he catalogado las impresiones, las tarjetas de invitación, las notas
escritas a mano y las tarjetas de Navidad. Esto... esto es mentir, y no pienso
involucrarme en ello. Y me sorprende que tú quieras, tío Gareth. —Y antes
de que ninguno de nosotros pudiese contestar, salió con paso airado hacia el
frente de la casa.

—¡Iz, espera! —le gritó Lionel, levantándose con dificultad y saliendo


tras ella.

Tío Gareth se reclina en su tumbona, mirando hacia los tejados y las


chimeneas de la casa muerta. Mark se levanta y recoge un par de tijeras de
podar y sus guantes de jardinero, que estaban tirados en la hierba. Cuando
oímos el portazo del coche de Izzy y el ruido del motor encendido, él ya
está podando un seto en el extremo más alejado del jardín.

Lionel regresa caminando sobre la hierba.

—¿La has persuadido? —le pregunto en cuanto está lo bastante cerca.

—Le he sugerido que no pierde nada por intentar sacar el proyecto


adelante. Ella no está convencida. Y yo tampoco lo estaré del todo hasta
que no vea unas cifras mucho más sólidas.

—Por supuesto. ¿Pero piensas que al menos deberíamos intentarlo?

—Oh, sí. Al menos hasta que llegue el momento de decidir si estamos


dispuestos a asumir unos costes significativos.

Tío Gareth gira su cabeza para mirarlo.

—¿Crees que cambiará de parecer? Legalmente, no podemos ir muy lejos


si no hay acuerdo entre todos.

—No lo sé —dice Lionel, mirando a través del jardín hacia Mark y


bajando la voz—. Dijo... dijo que le parecía sospechoso todo lo que Mark
había sugerido. Que no deberíamos escucharle después de haberse
marchado. Que sólo quiere un trabajo —mira su reloj—. Tengo un
desayuno de trabajo. No os mováis, Una, Gareth... haré algunas llamadas
telefónicas por la mañana y os comunicaré mis impresiones.

Cuando Lionel se va, Mark está cavando sobre lo que antes era la parcela
de la huerta, aunque la luz se está yendo. Gareth y yo recogemos los restos
de la merienda al aire libre y lo metemos dentro, a salvo del rocío, frase que
me recuerda a tía Elaine cuando veía las bicis, las sábanas y las zapatillas
deportivas abandonadas y desparramadas sobre la hierba del verano de mi
infancia.

Tío Gareth enciende la lámpara de fuera y fisgonea desde la ventana.

—Espero que Mark esté bien. No tenía ni idea... Bueno, Lionel fue un
poco grosero, pero es su forma de pensar. Izzy, sin embargo...

—A lo mejor... —vacilo porque la idea está empezando a tomar forma en


mi mente—. Quizá es porque no han pensado demasiado en Mark,
especialmente desde que se fue. No lo ven como es. En cambio yo... y tú...

—Me está mirando muy fijamente a través de la escurridiza luz azulada


del ocaso.

—Lo sé.

Y de repente puedo decirlo.

—Lo amaste, ¿verdad? ¿A Mark? Todo el tiempo.

Asiente moviendo la cabeza y luego, como si repentinamente se sintiese


muy cansado, se dirige hasta uno de los sillones y se sienta. Las otras sillas
parecen demasiado alejadas, así que me siento sobre el brazo de su sillón.
Se mueve para hacerme sitio, pero su hombro oprime confortablemente mi
cadera.

—Sí, lo amé. Pero no de esa manera.

Asiento con un gesto porque sé lo que quiere decir.

—Aunque soy, siempre lo he sido, homosexual. ¿Lo sabías?

—No lo sabía entonces. Me di cuenta a medias más tarde, pero no sabía


cómo preguntar, no tenía la experiencia suficiente. Por otro lado, bueno, era
asunto tuyo, no mío.
Está callado, y me pregunto si va a confesar que nunca tuvo relaciones;
que para muchos maricas, en aquellos tiempos, lo que se ofrecía como
aventuras amorosas era menos atractivo que dedicarse a las otras cosas que
brindaba la vida. No lo hace. A lo mejor, a través del contacto de nuestros
cuerpos él puede sentir un poco de mi comprensión: estoy sentada ahí y
deseo, deseo con insistente esperanza, que él pueda sentirla.

Dice:

—Te quise desde el momento en que te vi. Tu niñera... enfermera se


llamaba a sí misma, te sostenía en brazos. Cuando... cuando ocurrió, ella
simplemente te llevó a su casa y se dedicó a cuidarte. Creo que fue ella
quien bautizó a tu osito Smokey. De todas maneras, allí estabas. Fue fácil.
Pero con Mark... trabajé con Mark. Trabajábamos juntos y lo quería; le
enseñé y quería que se hiciese cargo del Chantry, porque él era el único que
podía mantenerlo en funcionamiento como debería haberse hecho. Y... y
porque quería que tuviese la parte del Chantry que se merecía.

Me recorre un pequeño estremecimiento por todo el cuerpo, algo que


parece casi como alegría y que podría ser esperanza. Cambio de postura,
deslizándome sobre el brazo del sillón para mirarlo.

—Bueno, a lo mejor, sólo tal vez, ahora podrá tenerla si conseguimos


persuadir a los demás.

Sonríe un poco, y el sentimiento, sea cual sea, se intensifica.

Y luego me pregunto: ¿por qué alegría?, ¿por qué esperanza? Son


demasiado intensos como para pensar que son producto del simple consuelo
de que Gareth y el Chantry puedan ser todavía salvados. No, es algo que
tiene que ver con Mark; con Mark como su salvador, con Mark ocupando
un lugar aquí otra vez, por fin.

Sin embargo, no deseo este estremecimiento. Me hace sentir como si mi


vínculo con Adam, con mi amor, se rompiese.

—A lo mejor persuadimos a los demás —sugiere, y pienso que era de esa


clase de personas que jamás te pediría que perdieses las esperanzas.
Me coge la mano.

—A veces me he preguntado lo que Kay habría hecho si viviese. Lo que


habría hecho con la familia de haber estado aquí. Él era muy claro, absoluto
sobre arte y artesanía, y sobre cómo debía ser la vida. A veces, Izzy me
recuerda mucho a él, aunque tú eres la más parecida a tu padre.
Especialmente en los ojos y en la boca... Y Mark es un buen hombre,
siempre lo fue.

Me pregunto si adivinó mis sentimientos, si él también siempre supo,


pero la sombra de Mark cruza la ventana, se oye un ruido de herramientas
lavadas en el grifo del jardín y enseguida asoma su cabeza por la puerta,
aún abierta, para preguntar si quiero que me acerque otra vez a casa.

Elysabeth, undécimo año del reinado del rey


Eduardo IV

Yacer con Eduardo era ser Melusina otra vez, escondidos en las espesas
aguas de oro del aire encendido por el fuego.

Era muy tarde, no había ningún ruido, excepto el grito ocasional de un


barquero cruzando a la orilla de enfrente y el suave chapoteo del río debajo
de la ventana. Eduardo rueda hasta mi lado y su mano tibia resbala desde mi
pecho hasta mi cintura y sobre mi vientre. Coloca sus manos sobre mi vello
púbico, tan suavemente como un alquimista con su primer metal precioso.

—¿Cómo he podido vivir sin vos en Brujas, mi hermosa Ysa? —dice, y


aunque la habitación estaba a oscuras, sabía que sonreía en su somnolencia.

—Yo estaba aún en peor situación sin mi señor.

—Habéis mantenido a mi hijo a salvo, a pesar de todo.


—Era mi primera preocupación —dije, por supuesto, y mi sonrisa era
real al recordar la hermosa cabeza de Ned y sus rosados puños esta mañana,
saltando y meciéndose en los brazos de su padre. Tanto los ojos de Eduardo
como los míos habían sido únicamente para nuestro hijo. Sin embargo, me
había preguntado qué pensaría él de mí, su fiel esposa. Un año y medio en
aquellas habitaciones pequeñas y lúgubres de las abadías, construidas no
para nosotros, sino para hombres que habían abjurado del mundo. Era un
santuario para acogerse a sagrado suficientemente seguro, amparado por Su
Santísima misma. Pero algunos días parecía como si mis ojos y mi frente
estuviesen tallados por el miedo como las piedras grises que nos rodeaban.
También me sentía incómoda por haber sido alojada en una habitación tan
vacía, y con las niñas en la habitación de al lado, de modo que debía
ahogarme en un grito silencioso.

—¿Cómo fue con Ned? —preguntó repentinamente—. ¿Incómodo, mi


pobre niña?

Mi corazón se sobresaltó ante su percepción de mis pensamientos.

—No peor que con Cecily. —Fue todo lo que dije, aunque agregué—: Y
un príncipe merece el doble de dolor.

Besó mi frente.

—Cuando sea mayor, haremos lo que habíamos planeado: dárselo a


vuestro hermano Antony para que sea su tutor y enviarlo donde más
necesitamos la autoridad real, en la Marca galesa, quizá. Él podría vivir en
Ludlow... —No dijo nada más, pero yo sabía que estaba otra vez pensando
en su propia juventud, cazando, bailando y luchando en torneos junto a su
hermano Edmond en medio de aquellas redondas y verdioscuras colinas de
Gales—. Creo que se parece a Arthur, igual que tú.

Pensar en Arthur nunca me había preocupado demasiado, y ahora menos,


dado que yo también había dado un hijo a Eduardo. La madre de Arthur
parecía satisfecha de vivir retirada, y él era un hermoso niño que no causó
ningún problema cuando se alojó en el convento con mis hijos. Pero no
deseo que Eduardo piense en él, aunque sólo sea para apartarlo de los
recuerdos de su hermano asesinado, en aquella noche, la noche de todas las
noches.

—Él y Ned pueden dar gracias a su padre por eso. El pelo de Ned es tan
rojo como rubio. Y está muy adelantado. Le retiramos las envolturas de la
faja antes de que cumpliese los cinco meses y para entonces ya le había
salido su primer diente.

—Sí, ya me lo dijiste en la cena.

Llevaba tiempo sin practicar, pensé. Me mordí el labio y deslicé la parte


de atrás de mi uña sobre la línea de su mandíbula. Estaba otra vez delgado;
la barba incipiente de un largo día relucía a la luz del fuego, y sus músculos
se endurecieron cuando mi tacto lo hizo sonreír. Su pecho y su estómago
también estaban tan duros como siempre habían estado.

Supe que se había convertido en un hombre nuevo, lo deduje por sus


zancadas esa mañana cuando nos encontramos en Westminster. Lo podía
captar en el ruido de sus espuelas golpeando la piedra contra los sucios
ataques de Enrique de Lancaster, en su presencia, que llenaba la habitación,
en sus ojos relucientes como la hoja de un cuchillo y en el sudor ácido de
un hombre cuyo trabajo está aún a medio hacer. Tomó a Ned en sus brazos
y lo besó; vi caer más de una lágrima que oscurecieron el pelo de Ned.
Luego me levantó, me besó largamente en los labios y me apartó para
mirarme mejor.

Por un momento sus ojos perdieron el frunce reconcentrado de quien se


dispone a la batalla y se abrieron para dar paso a la mirada opaca y muda
del deseo. Lo sabía muy bien, y de esa certeza nació mi propio deseo,
aferrando mis entrañas y enganchando su mirada con la mía. Si mis damas
pensaron que mis lágrimas eran de mujer débil, acertaron con la primera
palabra, pero se equivocaron con la segunda. Mis lágrimas no eran por
debilidad, sino por el regocijo de alcanzar otra vez el poder. Todo estaba
bien: lo supe cuando levantó a Bess, admiró la indecisa reverencia de Mary
y pellizcó la mejilla de Cecily, sentada en los brazos de su niñera. Yo no
perdía de vista a las niñas mientras los hombres de Eduardo me presentaban
sus respetos y me contestaban cuando les preguntaba acerca de sus
vicisitudes durante el interregno. Mi hermano Antony iba a encargarse de la
Torre para mantener a Londres a salvo mientras Warwick se acercaba con
su ejército y la comitiva del pobre idiota de Enrique de Lancaster. De la
misma manera se nombró comandantes a Hastings, al joven Ricardo, duque
de Gloucester, y a todos los que se habían adherido a su rey en el exilio.

El día siguió su curso: hubo que oír a mensajeros manchados de barro,


garabatear despachos, contar tropas y convencer a concejales indecisos. Y
planeando por encima de nuestros pensamientos y acciones estaba la guerra.
Nadie podía dudarlo: se estaba preparando una gran batalla. Warwick se
acercaba cada vez más y había testigos de que Margarita y su hijo habían
abandonado su exilio en Francia y se aprestaban a desembarcar en la costa
del West Country.

Todo el día vi y oí a Su Gracia el rey, mi señor, contando hombres, armas


y caminos, riéndose, maldiciendo, escuchando, hablando, preguntando,
respondiendo, planificando, y todo para aprovechar al máximo la ventaja de
haber alcanzado Westminster. Le conté lo que sabía, ya que las espesas
paredes del santuario de Westminster tienen sus grietas, y mientras tanto me
ocupaba de mis propios asuntos, que eran los de la Casa de la Reina.
Asuntos de familia, los asuntos del reino.

Cuando el azul del amanecer empezó a clarear el cielo, recorrimos a remo


el trayecto desde Westminster hasta Londres. Pensé en Greenwich o
Eltham, no muy lejos río abajo, pero en estos momentos un mundo distante:
todo sol brillante y aires dulces como un encantamiento rondando más allá
de mi alcance. Pero lo que necesitábamos era seguridad, no hechizos, y ésta
era más fácil encontrarla en las grises torres de la casa de la madre de
Eduardo: el castillo de Bayard, en el corazón de la ciudad. Detrás de mí oí
que Bess gimoteaba, cansada e inquieta por el largo día.

—Allí, señorita Bess, ya estamos llegando —dijo su niñera—. Allí está


Whitefriars, Blackfriars, Watergate y Paul’s Warf. ¿Podéis verlos?
Whitefriars, Blackfriars, Watergate, Paul’s Warf... ¡Y mirad, ahí está la
mismísima catedral! ¿Veis la gran aguja? La marea subía y los remeros
luchaban contra las aguas y el viento que se oponían a nuestro rumbo, de
modo que fueron río abajo para luego desviarse hacia atrás hasta el muelle
que estaba al pie de los muros del castillo.
Después de cenar oímos misa en la capilla, un tedéum privado, y
plegarias para obtener ayuda en el futuro, ya que la misa y coronación
habían sido públicos esa mañana. El clamor del día se había calmado
repentinamente. Eduardo y yo nos arrodillamos juntos, tan cerca que su
brazo tocaba el mío. Un temor diferente se apoderó de mí. ¿Qué pensaría él
de las líneas de preocupación que se marcaban en mis ojos, de mi fina piel
debilitada con el tedio de nuestros días acogidas a sagrado en el santuario,
de un diente caído, de esa rozadura en mi brazo, de tantas pequeñas y
dolorosas laceraciones en mi cuerpo extenuado?

Sólo Dios sabría —no así el confesor de Eduardo— cuántas mujeres


habrá encontrado a su gusto en Brujas, entre esas rollizas damas flamencas.
¿Y cuántos maridos de cejas oscuras de la corte de Borgoña habrá
convertido en cornudos? Estaba acostumbrada a apartar tales pensamientos
de mi mente, porque de nada servía dejarlos fluir. Además, era pecado
durante un servicio divino. Pedí humildemente perdón y hundí mis dedos en
la rozadura de mi brazo porque estaba todavía intensamente roja y era
suficientemente dolorosa para la penitencia. Luego levanté los ojos hacia el
crucifijo y hacia los clavos que mantenían la sangrante carne de Cristo
sobre la labrada y dorada cruz de su última agonía.

Compartiríamos el dormitorio, ya que la casa de su madre estaba llena de


nobles y hombres. El temor de que no pudiese gustarle a Eduardo fue
apoderándose de mí en cuanto la puerta se cerró detrás de la última de mis
damas, y él y yo nos quedamos solos. Un año y medio es mucho tiempo
para el rostro de una mujer —incluso para el mío, que me había
encumbrado a la corona—, y más todavía para su cuerpo.

Estaba sentado al lado de la chimenea con camisa y un viejo abrigo de


piel (que resultó estar impecable después de tanto tiempo guardado en un
arca), mirando fijamente las brasas rojas, que era todo lo que quedaba del
fuego. Yo estaba de pie, en bata, en medio de la habitación, repentinamente
más asustada de lo normal.

Como si sintiera mi temblor, me miró.

—¿Señora?
—Yo...

Pero si admitía mi temor hacia él, ¿vería aquello que hasta ahora no había
visto?

Se levantó.

—¿Deberías enseñarme otra vez? Creo que no has cambiado ni un ápice.


Y nunca te he olvidado.

No lo había hecho, era cierto. Y descubrí que yo, a pesar del tiempo que
habíamos estado separados, no había olvidado cómo agradarle. Sabía cómo
entregar mi cuerpo lentamente, pulgada a pulgada, a su deseo, y cómo
manejarlo para que también me diese placer, cada dedo tocando allí donde
yo quería que lo hiciese.

Un tronco resbaló en la chimenea, llameó, y la habitación se llenó de luz.


Sus miembros rojo-oro se entrelazaron con mi plata, nadamos juntos,
resbalando, deslizándonos, por delante, por detrás, en el medio. Yo era otra
vez Melusina, Melusina indultada, no bañándose sola y en secreto, con su
libertad garantizada, mi libertad; el hechizo roto, la rueda de la fortuna
detenida; hombre y mujer aunados y renacidos en las doradas aguas de la
alquimia.
TERCERA PARTE

Medio

Sol y Luna, no es nada más que


Rojo y Tierra Blanca, a las cuales
la Naturaleza ha añadido
perfectamente Plata viva, pura,
sutil, blanca, y Rojo, y así de ellos
ha surgido Sol y Luna.

COLSON,

Philosophia Maturata
Capítulo 7

Antony, vísperas

Por delante el aire está todavía espeso por el calor que se eleva desde el
camino, aunque el sol ya está más bajo en el cielo, formando diamantes
amarillos en las aguas del río Aire. Un carro sobrecargado con heno se
tambalea al cruzar el puente en nuestra dirección y mi escolta me aparta
hacia un lado hasta que éste queda expedito para continuar. A la entrada del
puente hay una capilla, casi suspendida sobre las aguas, una capilla para los
difuntos, recuerdo, y entonces la campana empieza a tañer. Llamo la
atención de Anderson.

Niega con la cabeza, sabiendo, como debe saber un buen comandante, lo


que está pensando su prisionero incluso mientras éste lo piensa. No puedo
rendirme tan fácilmente.

—¿Me negaréis la oportunidad de rogar por mi alma?

—El día es muy largo, mi señor. Tendréis tiempo suficiente para rezar
cuando alcancemos Pontefract.

Pero todavía no podemos cruzar el puente, y detrás de nosotros el resto


de la escolta vacila.

Le sonrío.

—Ningún tiempo puede ser suficiente para Dios. Sir John, somos
caballeros, vos y yo, hombres devotos que juraron respaldar la fe y ser
misericordiosos con los demás. Os ruego por vuestra caballerosidad que me
permitáis la última plegaria que podré hacer en vida fuera de la prisión. —
Aún titubea—. No tengo la menor intención de escapar, sólo busco mi
salvación. Os doy mi palabra de caballero.

Al final asiente con un gesto.

Los goznes de la puerta de la capilla necesitan ser engrasados y el interior


huele tanto a agua del río como a incienso. Anderson y tres de los hombres
se apiñan cerca de mí; el resto se queda fuera, sosteniendo nuestro caballo y
los suyos, que sestean bajo el sol.

Cuatro sacerdotes y cuatro acólitos. Aperi, Domine, os meum ad


benedicendum nomen sanctum tuum... cantan.

Abre mi boca, Señor, para bendecir el santo nombre.

Un monaguillo observa nuestra entrada, boquiabierto por la sorpresa, e


interrumpe sus deberes religiosos. Es llamado al orden por un codazo de un
compañero más virtuoso; pero al ruido de las espuelas, también los clérigos
se giran.

...munda quoque cor meum ab omnibus vanis... cantan: el sonido algo


vacilante deja traslucir un incierto temor. Anderson muestra sus manos a los
clérigos y luego se persigna mientras yo hago la genuflexión... perversis et
alienis cogitationibus. Dos de los hombres se quedan en la puerta, y el
cántico recupera la serenidad.

Limpia también mi corazón de todos los pensamientos vanos, malignos y


extraños.
Doy un paso hacia delante, solo, sintiendo cómo mi alma capta y se
aferra a esas mismas palabras, a su forma y a su fuerza, a la inclinación de
mi rodilla, a mi cabeza gacha, a la presión de mis palmas sobre mi pecho.

Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora
mortis nostrae.

Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en


la hora de nuestra muerte.

***

Santa María, madre de Dios, ruega por mí, un pecador, ahora y en la


hora de mi muerte.

Rezamos fervientemente para saber la hora de nuestra muerte. El mayor


temor de todos los hombres es el de morir sin absolución, sin quedar en paz
con los hombres, sin rogar por la misericordia de Dios.

Pero no eran fuerzas las que nos faltaban cuando avanzábamos, dejando
atrás Lynn en dirección norte y por fin encontrando un sitio para detenernos
en Yorkshire. Era un paraje favorable: éstas eran las tierras de Neville, no
las privadas de Eduardo. «Dado que mi propio hermano George Clarence ha
demostrado ser un chaquetero, ¿qué hombre no lo haría?», diría Eduardo.
Con Warwick aliado con Margarita, sólo nos falta fracasar a la hora de
conseguir más hombres para que Lancaster pueda salir victorioso.

Luego pasamos rozando Pontefract por el camino hacia el sur, y si


Montague, el hermano de Warwick, hubiese decidido desafiarnos,
habríamos estado perdidos. Una noche, tarde, me senté solo ante el fuego en
la granja que habíamos utilizado de base, cerca de Wakefield, cuando Louis
llegó de la ciudad. Tenía una buena estatura para ser gascón. Así era Louis,
fuerte y ancho, con brillantes ojos negros. Sin embargo, no conozco hombre
alguno que pudiese hacerse más invisible, replegado en el rincón de una
cervecería, bebiéndose un único pichel durante un par de horas, diciendo
sólo unas pocas palabras con el acento de la gente corriente y escuchando a
aquellos a quienes el alcohol les ha aflojado la lengua y lo cuentan todo.

—Montague espera para ver de qué lado sopla el viento —dijo, tirando al
suelo la capa sucia de su disfraz y estirándose como un gato. Vio mi deseo
encendido y sonrió devolviéndome la misma sensación—. No apoyará a su
hermano si ello le crea enemigos entre sus vecinos de aquí. Si podemos
conseguir suficientes hombres, todo debería salir bien.

En efecto, conseguimos hombres, centenares y luego miles,


especialmente gracias al llamamiento de Hastings. Y con cada batalla
ganada obteníamos más hombres, porque éstos cambiaban de chaqueta
rápidamente cuando vieron que Eduardo de York era otra vez más que un
hombre, más incluso que un rey, más real, por cierto, que el pobre y simple
Enrique de Lancaster.

Muchos han contado historias sobre aquellos días, de las vueltas que da la
rueda de la fortuna. Pronto Warwick murió, y su hermano Montague
también; lo más granado de los Neville, ambos desnudos y despojados en el
campo de Barnet. Todavía siento la herida que recibí aquel día, pero ver a
Eduardo sosteniendo al bebé Ned, besando a Elysabeth y arrodillándose a
su lado en la misa esa noche en casa de su madre compensaba cien veces el
dolor. No era más que un corte de espada en el muslo, como el que muchos
hombres han sufrido, aun peores, y han sobrevivido a ellos. Aunque todavía
ahora, una docena de años más tarde, después de un duro cabalgar, me
aguijonea tan intensamente como el cilicio de acero de un penitente.

Ahora ya apenas me queda distancia que cabalgar, y apenas tiempo para


la penitencia.

Margarita desembarcó desde Francia, y nuestro ejército se encontró con


el suyo en Tewkesbury. El hijo de Enrique —Eduardo de Lancaster, su
heredero, su hijo— resultó muerto. Tenía diecisiete años. ¿Debería yo,
deberíamos todos haber llorado más por él? ¿Habría sentido más pena por
el dolor de su madre, apresada y encerrada finalmente en la Torre, al igual
que su esposo Enrique, si entonces hubiese sabido lo que más tarde aprendí
acerca del amor de un padre a su hijo? Sin duda amé a mi hija Margaret,
pero sólo porque era bella y dulce, y la viva imagen de su madre, mi
queridísima Gwentlian. No fui testigo de cómo creció y cambió, ni le
enseñé filosofía, ni dignidad real, ni el amor de Dios, como hice con Ned.

Sí, en aquel tiempo, el final de Eduardo de Lancaster no parecía más que


una afortunada y prudente muerte por la cual sólo podíamos dar gracias a
Dios, incluso aunque le encomendásemos a Él su alma.

Luego llegaron noticias del norte de que los partidarios de Neville


estaban armándose otra vez. Eduardo marchó desde el West Country para
sofocarlo. Todavía los Neville no habían terminado con nosotros. El sobrino
bastardo de Warwick de Fauconberg reunió a los hombres de su tío en
Calais e invadió y sublevó Kent. Marchó sobre Londres y, encontrando el
puente guarnecido, se desplazó a Kingston. Allí les mantuve en parlamento
mientras mis fuerzas se armaban en la Torre. Asimismo los hombres de la
ciudad se armaban, y, después de las consabidas deliberaciones, les puse
también bajo mi mando.

Recuerdo que una mañana temprano, una semana o algo así después de
San Juan ad Portam Latinam, el centinela avisó de que los rebeldes estaban
instalando unas baterías a lo largo de la orilla sur, desde Bankside hasta
Potters Field, y que los sediciosos estaban incendiando las casas. Corrí
hasta la torre de Lanthorn para ver hacia dónde apuntaban aquellos cañones.
Un tiro acertado podría dar en la Middle Tower o en la torre del camino de
la muralla. Pero, gracias a Dios, estos cañoneros entrenados en Calais no
serían tan afortunados: el tiro caería en el foso y no causaría mayor daño
que salpicar a alguien. Pero los hombres entrenados con Warwick no
permitirían que la suerte se les escapase tan fácilmente. Hacia el oeste, las
casas del propio Puente de Londres ardían en llamas, y hacia el este las
naves de los rebeldes estaban amarradas en el río.

Había sido informado de que nuestros propios cañones estaban en


posición desde anoche. Todo podría salir bien. El gobernador de la Torre
había ordenado que el jardín privado se utilizase como un patio de
almacenamiento y Elysabeth puso a sus sirvientes a amontonar haces de
flechas sobre lo que hasta ayer habían sido parcelas de césped y parterres de
lavanda. Sólo quedaban en pie las rosas, preservadas por sus espinas y por
nuestra falta de tiempo para arrancarlas, aunque ahora estaban oscurecidas
por el hollín de las cervecerías que habían incendiado los rebeldes.

—¡No, estúpidos! Sacad eso de ahí —gritaba Margaret a un par de


muchachos que habían tirado un montón de antorchas de aceite apiladas al
lado del Iron Gate mientras yo corría escaleras abajo desde la torre de
Lanthorn—. Si el cañón tiene que ser sacado de la ciudad, montaremos uno
aquí para defender la puerta.

—Señora —llamé a Elysabeth en mitad de las escaleras, no demasiado


alto para no despertar el temor en aquellos que no saben controlarse—.
Debéis coger al príncipe y a sus hermanas y llevarlos a la White Tower.

—Seré más útil aquí, hermano. Todavía queda mucho por hacer.
Margaret, vete a buscar a Ned y llévatelo con las niñas y sus niñeras a la
White Tower.

—Sí, señora —asintió Margaret.

Cuando llegué al final de la escalera cogió mi mano y la apretó


amistosamente.

—À Dieu, hermano.

Luego se levantó las faldas y se fue. Elysabeth estaba contando los haces
de flechas alquitranadas y las antorchas de aceite que se usarían para
encenderlas.

—¿Señora?

Se enderezó estirando la espalda mientras me miraba. Había adelgazado


durante nuestro exilio. Tantos meses encerrada en Westminster se dejaban
ver en las líneas marcadas alrededor de sus ojos y en la delgadez de su piel
pegada a los huesos; pero, aun así, cualquier hombre la habría juzgado
bella. No dijo nada, pero la conocía desde hacía muchos años; su silencio
no significaba consentimiento, sólo consideración. Realmente pensé que se
pondría a discutir conmigo. ¿Lo haría? ¿Podría ordenarme como su súbdito
cualquier cosa, exigir mi obediencia? ¿O podría yo, su hermano, cabeza de
su familia, comandante de las fuerzas del rey, también mandar sobre ella?

—Señora, Ysa, sé que habríais preferido pelear. Pero vuestra tarea


primordial y primera obligación es cuidar al príncipe y preservar vuestra
integridad.

La explosión de un cañón desde la orilla de enfrente nos sobresaltó a


ambos; luego otra explosión y otra. Después, nuestros propios cañones
empezaron a responder a los rebeldes, tan cerca que el suelo parecía temblar
bajo nuestros pies.

Sin más palabras, puso su mano sobre mi hombro y besó mi mejilla.

—Buena suerte, hermano. À Dieu, nos encontraremos la próxima vez


donde Dios decida.

La besé. Durante unos segundos nos quedamos impasibles, y por el


aroma de las rosas y de la lavanda estrujada podríamos haber estado en el
jardín cerrado de Grafton. Miré hacia abajo y pensé que ella también
recordaba aquellos días.

—Mon seigneur! —Era la voz de Louis. Me di la vuelta—. A milord le


Connétable le gustaría hablar con vos. Tiene un mensaje del alcalde.

—Dígale al Condestable que ya estoy con él. Hermana, debo irme. À


Dieu. Que el cielo te guarde a ti y a los niños. Adiós.

—Id con Dios —dijo tranquilamente, y yo apuré el paso.

Los rebeldes de Fauconberg navegaban cruzando el río desde Kent.


Desde las murallas los observábamos desembarcando sobre el muelle de St.
Katharine. Marchaban hacia Minories, bien armados, hombres expertos de
Calais, curtidos, pero no cansados después de los dos últimos días de lucha.
No hacía falta ningún mensajero jadeante para informarnos de que las
puertas de la ciudad por el lado de Essex estaban siendo atacadas, pero aún
defendidas, ya que podíamos verlo desde el techo de la White Tower. Nos
armamos y nos agrupamos, y, cuando todo estuvo listo, con Louis a mis
espaldas, encabecé la avanzada. Marchamos saliendo por la puerta
fortificada de Lions hacia Tower Hill y a través de East Smithfield y
golpeamos profundamente el flanco izquierdo de Fauconberg, mientras el
alcalde y los alguaciles cargaban desde Aldgate hasta encontrarlos más
adelante.

Circulan muchas historias sobre esos días. En las cervecerías, los novatos
comparan sus cicatrices y sacuden la cabeza al recordar a los amigos
muertos. Las buenas mujeres hacen callar a los niños que se pelean
diciéndoles que, si no lo hacen, se los llevará el Pájaro Falcón. Los
concejales se sientan con su vino, después de un día en la Intendencia, y
recuerdan con qué fiereza lucharon, espada contra espada, codo con codo,
para guardar la ciudad y cómo sus títulos de caballeros fueron ganados no
por compra, sino por su valor, como estipulaba la vieja y buena costumbre.
Era cierto, yo lo vi: alcalde y alguaciles, todos peleando para echar a los
salteadores de sus casas y tiendas y para mantener al rey que eligieron para
el trono, como hicimos todos los que llevábamos la causa de Eduardo en la
sangre y la considerábamos justa. Aunque para los hombres de la ciudad tal
opción estaba tan vinculada al oro como a la sangre, ya que un rey depuesto
no puede devolver los enormes préstamos, ni siquiera los intereses sobre
ellos, y Enrique de Lancaster habría sido inútil para sus mujeres e incapaz
de otorgar algún favor a cambio.

Así contaban sus historias una y otra vez: una espada que una vez se usó
para tomar Harfleur pasó después a las manos de un mercader de telas; un
joyero que salvó la vida gracias a una pañoleta del santo plegada en su
brigantina; aquí un brazo herido por un hacha y allá un casco hendido en
dos; cañoneros ennegrecidos; el clamor de flautas y tambores; valientes
chicos escuderos; rebeldes aplastados cuando se bajó la reja de la puerta de
Aldgate; rebeldes atrapados entre las puertas del arco de entrada como
peces en un barril; rebeldes perseguidos hasta Mile End y capturados.

No hay duda de que el hipocrás sabe más dulce si se bebe escuchando


estas historias y que los ojos de las mujeres se hacen más redondos. Pero he
llegado a pensar que todas las luchas son la misma lucha, y que todas las
historias que se inventan tratan de esconder su similitud aparentando
diferencias. Los nombres y los sitios cambian, pero ¿qué sabemos de
nombres y sitios cuando suena la alarma? En nuestra memoria son órdenes
y gritos de reglamento; el estrépito del acero y el sonoro clamor de las
trompetas; el hedor del sudor, la mierda y la sangre; el calor; el terror
delirante disfrazado de valentía; los gritos de un hombre alcanzado en el
vientre; la mirada nublada de un niño que se muere. Éstas no son cosas
nuevas, ni siquiera cosas importantes. Son las que conocen los mortales y,
como todas las cosas mortales, son tan pequeñas ante Dios que debo pensar
que Él es indiferente a quien muere... a quien vive... a quien reina.

***

Cuando Eduardo, victorioso, entró en Londres, nombró a Ricardo de


Gloucester comisario de la Torre, ya que sabía que sólo él, entre todos los
hombres, sería incapaz de cambiar de chaqueta abandonando los colores de
sus antepasados de Plantagenêt, el padre de York, tal como había hecho su
hermano George.

Por la mañana se supo que Enrique había muerto de desesperación ante la


pérdida de su causa. Su cuerpo fue expuesto en la catedral de San Pablo a la
vista de todo el que quisiera acercarse, para que la gente corriente pudiese
verlo y saber que su muerte era cierta. El hecho de que acudiesen con
pañoletas para empaparlas en su sangre como una santa reliquia resultaba
menos dañino para el reino que su sangre circulando por su cuerpo vivo.

Y con su muerte la guerra civil, tal como la vimos, había terminado.


Eduardo se reconcilió con su hermano George y le dio todo lo que pedía. Le
perdonó su casamiento con Isobel, la hija de Warwick, aunque luego
permitió la boda de Ricardo de Gloucester con Ann, la hermana de Isobel
que había quedado viuda cuando Eduardo de Lancaster murió en
Tewkesbury. Así que ambos hermanos se pelearon a muerte por las vastas
tierras y los tesoros del difunto Warwick. Pero eso eran menudencias. En
los asuntos del reino la paz se imponía por fin. Eduardo no se mostró
demasiado contento cuando, una vez asegurado el reino, le pedí permiso
para ir en peregrinación a Portugal y a Compostela, pero lo obtuve con la
promesa de ocuparme de unos asuntos del reino al mismo tiempo que del
trabajo de Dios contra los infieles y de que Louis, viajando con mi
comitiva, recabase la información que yo no pudiese conseguir.

De tal viaje los cronistas dan cuenta de los acuerdos que se hicieron y del
reino más seguro que resultó de ellos. Nuestra íntima felicidad está
registrada en nuestros corazones.

Cuando retornamos a Inglaterra, me nombraron tutor del príncipe de


Gales y gobernador del Consejo de la Marca Galesa. Elysabeth besó a Ned,
lo instaló en el arzón delantero de mi montura y cabalgamos hacia Ludlow,
con muchos acompañantes. Richard Grey estaba entre ellos, ya que su
madre esperaba que sacase beneficio de atender a su real medio-hermano y
los problemas de la Marca galesa al estar suficientemente alejado de las
tabernas de Londres y los guisados de Southwark.

Llamo a Ned «mi niño», aunque por sangre no es más que mi sobrino.
Cuando Eduardo me prometió por primera vez que me haría tutor del
príncipe de Gales, me sentí muy honrado. ¿Quién no lo estaría? Pero era un
hombre joven, y sabía muy poco sobre la educación de los niños. No sabía
cómo podía afectar al corazón de un hombre joven tener a un chiquillo de
unas tres primaveras sentado en su arzón y sollozando por dejar a su madre
y hermanas. No advertí que ese día mi corazón cambió, y tampoco lo hice
durante los meses siguientes, aunque cumplí con mi deber y seguí las
directrices trazadas por Eduardo para la educación de su hijo. Una tarde me
encontraba en la liza externa del castillo de Ludlow, mirando unos ponis,
porque había decidido que ya era hora de que el príncipe de Gales
aprendiese a montar.

—¡Señor, señor! —me di la vuelta. Ned había escapado de su niñera y


corría sobre las piedras del pavimento tan rápido como lo permitían sus
piernecitas regordetas—. ¡Son ranitas! ¡Venid a ver!

El poni de mejor planta era un bello y pequeño galés capado.

—Hazlo trotar —ordené, y el mozo de cuadra lo hizo, corriendo a su


vera. Su modo de andar era bueno, regular y suelto.
Ned cogió mi mano y tiró de ella.

—¡Señor, venid a ver!

—Vuestra Gracia debe esperar —dije. ¿Había un leve renqueo en el


trasero externo?—. ¡Medio galope! —ordené al mozo de cuadra. No
encontré ningún fallo—. Llévalo dando una vuelta sobre la otra pierna.

—El mozo tiró del cabestro para que el poni hiciese un círculo en sentido
contrario.

—¡No, no caballo! ¡Ranitas! ¡Se irán!

Ned gritó lo suficientemente fuerte como para que el poni se asustase un


poco; el mozo de cuadra maldijo cuando el poni le pisó un pie. Una
montura tan inquieta no sería segura para el príncipe, pensé, y sin embargo,
pronto deberá aprender a montar.

La niñera de Ned llegó jadeando.

—Perdón, mi señor. ¡Venid aquí enseguida, Vuestra Gracia! ¿No podéis


ver que vuestro tutor está ocupado? Mostradme a mí las ranitas, venga.

—¡No! —dijo Ned—. Señor tutor ver. —Otra vez tiró de mi mano y lo
miré. Es bello este Ned, y era aún más bello cuando era un bebé, y con esos
ojos redondos y azules como el cielo—. Señor tutor ver ranitas —dijo otra
vez—. ¡Te quiero a ti!

¿Cómo podría negarme? Las ranas no estaban bien desarrolladas, y sus


saltos eran pequeños e inciertos. Cogí una en mis manos y envié a la niñera
para que trajese un cubo. Hasta que regresó, Ned curioseaba en el pequeño
hueco entre mis dedos, que era todo lo que me atrevía a abrir. Dentro del
cubo sus saltos de un borde al otro eran vanos.

—¿Veis qué largas son sus patas traseras, para saltar mejor? —le dije a
Ned—. Como las liebres que vimos al otro lado del río.

—Liebres hacen boxeo —dijo Ned. ¿Ranitas hacen boxeo? Se puso de


cuclillas y empujó a la rana, que saltó escapando y se golpeó con el otro
lado del cubo.

—No, aunque podemos coger otra y ponerlas frente a frente.

—¡Señor tutor hágalo!

Pero no quedaba ninguna rana, lo que me alegró, porque nunca me he


dedicado a tales menesteres. Un predador y su presa es una cosa; yo he
cazado, y cazado con halcón, y he perseguido conejos con tanto placer
como cualquier hombre o niño. Es el sentido de la creación, porque todas
las criaturas deben comer. Pero confinar a dos seres de la misma clase en un
espacio tan reducido que no puedan hacer otra cosa más que pelear es una
diversión de la clase más cruel, sólo propia de hombres de la más baja
naturaleza —por alto que sea el rango que ocupen—, que sólo encuentran
diversión en la destrucción. Mi Ned nunca sería así, lo prometí, y he
cumplido mi palabra. Ha aprendido esgrima, danza y caza, y también le
gustaba estudiar con su libro, aunque hizo travesuras como las hicieron los
otros niños de la casa y fue azotado por ello.

Algunos días, si su preceptor estaba ausente en asuntos del Consejo,


entraba en sus habitaciones sin anunciarme, sin avisar, para averiguar mejor
cuánto estudiaba y si sus lecciones eran las adecuadas a sus gustos, así
como a las necesidades del reino. Él y el capellán y los dos chicos que
estudiaban con él se ponían de pie y hacían la reverencia con dificultad, y
yo cogía las pizarras y leía lo que habían escrito. Los versos en latín de Ned
eran los mejores, y su comprensión de la ciencia y su retórica también. No
era mi amor lo que le hacía así, sino su desamparo. Tenía toda la
inteligencia de Eduardo y Elysabeth, pero voluntariamente orientaba su
mente a la filosofía y al razonamiento, mientras su fe era fuerte y verdadera.
Algunas veces lo observaba arrodillándose ante la hostia en misa y mi
corazón bailaba al ver a mi niño tan perfectamente entregado al amor de
Dios.

***
Pero no todos los asuntos del reino pueden manejarse tan limpiamente y
tan incondicionalmente. Yo he matado a muchos hombres, tanto cristianos
como paganos. He ensartado moros en mi espada a mayor gloria de Dios.
He estudiado por dónde se puede atravesar una armadura, he fortalecido
mis brazos para manejar mejor el hacha, he ordenado colgar a hombres por
robar una cierva o asesinar a un niño. Y luego vino el gran torneo con el de
Borgoña. Una vez, cuando yacíamos juntos, le pregunté a Louis si había
sido él quien había urdido el plan. Se rió y movió la cabeza, pero no lo
negó.

A Enrique de Lancaster no lo maté. Todos sabíamos que su muerte era


necesaria, aunque era un rey ungido por Dios. De otra forma no podría
haber paz en el reino. Pero nadie supo qué sucedió esa noche, excepto
Ricardo y Eduardo. Ni la hora ni cómo ocurrió.

Y sin embargo, cuando la herida de mi muslo duele como un clavo


ardiente sobre mi carne, como lo hace ahora, hago penitencia por la muerte
de Enrique, por la que ruego el perdón.

La muerte de Enrique, la vida de Ned.

Desde esa noche supe que no era tan duro matar a un prisionero, incluso a
uno de tu propia sangre. Hasta a un rey. No es duro cuando tienes todas las
llaves en tu cinto y, a tus órdenes, el guardia cerrará los ojos y la mujer que
después restregará los suelos de piedra es sorda y muda de nacimiento.

Ante nosotros el puente asciende con fuerte pendiente; el calor, atrapado


entre los parapetos, se levanta denso hasta la cumbre. No alcanzo a ver el
otro lado; cabalgamos dentro de un fuego traslúcido.

Una, viernes

En cuanto pasamos las señales de Greenland Dock y Rope Street, Mark


empieza a hablar de la primera clase nocturna que dio sobre mantenimiento
de edificios, que lo llevó a conseguir diplomas en ingeniería eléctrica y
carpintería; a impartir a su vez algunas clases nocturnas; de su amistad con
otros profesores y la sensación cada vez más clara de que donde mejor
podría aplicar sus conocimientos, donde el impacto sería mayor, era en el
extranjero.

—No porque no hubiese suficientes barrios bajos que remodelar en


Inglaterra —dice, y sé que está pensando en el patio de su padre—. Al
menos era así como todos lo veían entonces: barrer con todo y empezar de
cero. Pero en África... la diferencia es tan grande. Y además, quería trabajar
al aire libre.

El túnel de Rotherhithe, cerrado por la noche para reemplazar los


azulejos originales, se anuncia sobre una sucesión de carteles y tenemos
que desviarnos por Jamaica Road y cruzar el río por el Puente de la Torre.
Una pandilla de turistas caminan tambaleándose a nuestro paso, saliendo de
los bares de St. Katharine’s Dock; se sacan fotos unos a otros utilizando
como fondo la vista de la Torre de Londres. El sistema de dirección única
que rige los semáforos y las indicaciones de tráfico engalanan la oscuridad
y nos conducen a los desfiladeros de edificios de oficinas de los Minories,
arrastrándonos como en un remolino que nos lleva hacia East Smithfield.

Pensar en la poco convincente solidez de la Torre de Londres, con sus


piedras victorianas limpias y cuidadosamente envejecidas, hace que le
pregunte repentinamente a Mark:

—¿Crees que restaurar el Chantry resultará una mentira?

Mueve la cabeza.

—No. Es... Bueno, debes decir la verdad cuando la sabes. Y del Chantry
sabemos, tú sabes, un montón. Casi todo.

O nada, pienso.

—¿Pero qué pasa si no conoces la verdad? Me refiero a si hay algo que


no sé de Elizabeth y Anthony, como cuando vio a su hijo Eduardo por
última vez, o cómo, exactamente, Anthony cuidaba de él. Y hay mucho de
lo que no sabemos, enormes cantidades de documentos de la corte y del
gobierno fueron destruidos en la época de los Tudor, además de las casas,
monasterios y todo lo demás. Quiero decir, ¿deberé decir todo el tiempo:
«no lo sabemos» o «quizá», o algunas veces «es probable que»? Porque
debes ser muy prudente para evitar que tus colegas se ensañen contigo en
sus críticas. Al restaurar una casa tienes que conseguir que se convierta en
una realidad material y funcional. Después de todo, necesitas algo para
poder abrir una puerta. ¿Qué haces si no sabes cómo eran los picaportes?

—Haces la mejor aproximación, empezando por lo que sabes, de lugares


similares, de cartas, de cualquier dato que tengas.

—Aquí a la izquierda... Bien, olvidemos los picaportes. Vayamos a los


cuadros, o en cuáles de las habitaciones durmió quién, o qué libros habría
en los estantes. Debe de haber alguna forma, pero no sabes cuál. ¿Lo dejas
todo vacío y desnudo?

Sonríe.

—No, no si puedes evitarlo. Si lo que quieres mostrar es la arquitectura,


entonces estaría bien. Pero si lo que quieres hacer es recrear todo un mundo,
no puedes hacerlo. Porque entonces sería también otro tipo de mentira: que
todo estaba vacío y desnudo. La historia que recrees debe ser una historia
completa. ¿Es aquí?

—Sí, allí a la izquierda. —La casa está oscura, las ventanas desnudas—.
Gracias por traerme. ¿Tienes tiempo para una copa rápida?

Asiente con la cabeza y se acerca al bordillo.

—Estaría bien, gracias. ¿Cómo va la venta?

—Ya está anunciada. Me darán los detalles para que los apruebe mañana.
—Abro la puerta y me adentro en el frío de la casa para desconectar la
alarma—. Me he dado cuenta de que tengo libre el fin de semana. Pensé
que podría dedicarme a ver algunas bibliotecas. Sólo trabajo preliminar,
pero bueno. Vete al salón. No te preocupes, todavía hay algún sitio en el que
te puedas sentar, aunque ya me he organizado para deshacerme de todo.
Aunque no hasta que me haya ido.

Cuando llego al salón está de pie, de espaldas al río.

—¿Estás... estás tan segura? —dice abruptamente—. ¿Vendiendo?


¿Deshaciéndote de todo?

De repente me siento enormemente cansada, me duelen las articulaciones


y la niebla se está cerrando. Tengo que sentarme.

—Sí. Es... Sí, está bien.

—¿Quieres que encienda la chimenea? —pregunta, y yo asiento. Busca la


llave del gas sin preguntar, me echa una mirada, y otra vez, sin preguntar,
va a buscar las bebidas. Sólo cuando me pone una copa en la mano dice—:
¿Me pedirías ayuda si hubiese algo en lo que te pudiese echar una mano,
verdad?

—Sí, gracias. Pero no la necesito, de verdad que no. Excepto en lo del


Chantry. —Extiendo mi mano hacia donde está sentado, en el otro extremo
del sofá—. ¿Mark, tú crees que es posible? ¿Son simplemente castillos en el
aire porque ninguno de nosotros quiere que desaparezca? Quiero decir, si no
es posible, ¿está bien que demos falsas expectativas a Gareth?

—No lo sé. Pero no es... no es estúpido. Vale la pena intentarlo. Más allá
de eso, es muy difícil saberlo.

—Hay algo muy sólido en su incertidumbre, pienso de repente, aunque


suene raro. Es honesto, es una incertidumbre en la que puedes confiar. No
es extraño porque para él es la verdad, lo que siempre fue.

El temblor me ataca otra vez, cálido y ahora más amenazante, y para


disimularlo me bebo la mitad del vaso de vino. De repente, con el alcohol,
lo veo con claridad, como con los reflectores en la niebla. Es acerca de
Mark en el Chantry, de que Mark esté aquí. No es antiguo, no es de
entonces, es actual. Me gustaría decirle que él debería dirigir el Chantry, si
quiere. Pero no me atrevo, no después de lo que dijo Izzy. Además, ¿qué
pasa si dice que no?

De pronto necesito tanto que él diga que sí que me siento mal. Necesito
que diga que lo hará, por Gareth y por... ¿por mí?

No, no puedo estar pensando eso. No lo pensaré. Es una secuela del jet-
lag, o de la pena, o del aroma inglés de mi pasado. No lo pensaré. Por
supuesto quiero dejarle claro que él debería estar en el Chantry, que es
bienvenido... no, más que eso: que es necesario. Necesito hacerle creer que
allí hay algo para él. Pero no diré eso, podría interpretarlo mal.

Bebo más, y en su lugar digo, porque realmente quiero saber más:

—¿Tú qué harías si estuvieras restaurándolo? ¿Cómo lo harías? ¿Cómo


solucionarías las cosas que no sabes o que no puedes poner debido a la
reglamentación sobre incendios o lo que sea?

—Todo lo que podemos hacer es aproximarnos lo más posible. Sin


embargo, otra persona podría verlo de forma diferente. A veces desmontas
antiguas restauraciones y no te puedes creer lo que hicieron. Nos parece que
todo está mal. Me atrevería a decir que nuestra mejor solución en este
momento parecerá igualmente incorrecta dentro de uno o dos siglos. Es
parecido a como cambia la lengua: hay un sinfín de diferencias entre la
forma en que hablaba Shakespeare y como lo hacemos hoy. Aun cuando
estemos hablando de las mismas cosas.

—Como Walter Scott cuando hace que la gente de la época de


Shakespeare hable de manera distinta, con un lenguaje que está a medio
camino entre el antiguo y el actual...

«Visible a medio metro, invisible a un metro», dijo Charlie, el amigo de


Mark. Algo se descontrola en mi interior, como los píxeles sobre la pantalla
de un ordenador; la niebla se vuelve a levantar, de manera que veo bloques
de colores y formas: profundo y brillante oro medieval y escarlata y
lapislázuli, dispuestos en un dibujo con sentido. Un sentido sorprendente,
pero todavía...
—¿Mark? —Ha estado mirando fijamente el fuego, apoltronado entre los
cojines del sofá, pero al oír mi voz gira la cabeza—. Mark... yo... tengo un
par de días —me parece que dije—. Quiero ver alguno de los lugares de
Elizabeth y Anthony: Sheriff Hutton y Pontefract. Creo que no hay mucho
que ver en Grafton, aunque la iglesia está todavía allí. Astley, quizá... —
Estoy hablando sin parar. Concéntrate, Una—. Y además está el asunto de
Fergus. Es horrible, pero no puedo dejar de pensar que Izzy trate de
obligarlo... a ver las cosas a su manera. Está muy enfadada. A lo mejor
deberíamos intentar persuadirlo... Y no quiero conducir sola.

Sonríe.

—¿Tienes miedo a los fantasmas? —y, como si fuera mi propio cuerpo,


percibo su punzada de dolor cuando se da cuenta de lo que ha dicho—. Yo...
lo siento mucho.

—No, por supuesto que no... Mark, no te preocupes, ya estoy


acostumbrada, realmente lo estoy. Esta tarde... —Sonrío, con una especie de
sonrisa dolorosa, pero bueno...—. La otra tarde no fue normal. Te lo
prometo. Después de todo ya han pasado dos años. Sólo estaba algo
nerviosa. No, este fin de semana, es sólo por tener que conducir. Y tú
podrías persuadirlo mucho mejor que yo, explicárselo todo. ¿Vendrías
conmigo? ¿Nos turnaríamos al volante? ¿Ver a Fergus?

Dice orgullosamente:

—No hace falta, ya lo sabes.

Me estremezco. «¿No hace falta qué?» Me parece que ambos estamos un


poco bebidos.

—No intentes arreglarlo. Unirme a ello. No soy de la familia. Nunca lo


fui. Pero todo estaba bien, ¿verdad? No tuvieron que decirme que no
pusiese mis manos sobre Izzy, o echarme, o cortarme las pelotas. Ellos, tú,
tú sólo tienes que pagarme.

—¿Es así como te sentías? —pregunto, tratando de hacer oídos sordos a


lo que ha dicho sobre Izzy.
—Ah, sí, siempre. ¿Por qué crees que hice tantas cosas por toda la casa?
No me pagaban para eso. Pero al final... ¿No lo dejaron suficientemente
claro Lionel e Izzy?

—Pero no Gareth.

—No... Gareth no. —Se levanta—. ¿Dónde está el aseo?

Se lo digo y se va. Estoy sin aliento. Me recuesto temblando en el rincón


del sofá e intento transformar el enfado de Mark en algo que tenga sentido.

Si estaba tan enfadado en aquellos días, no tenía ni la más remota idea. A


lo mejor, si lo hubiese sabido, le habría ayudado. O a lo mejor no. No puedo
imaginarme cómo me lo habría tomado con diecinueve años.

Pero nunca me lo dijo. Sólo unos golpecitos en la puerta abierta de mi


dormitorio cuando estaba arrodillada en el suelo preparando mi maleta para
volver a la universidad, después de las vacaciones de Navidad.

Sin embargo, tuvo que carraspear antes de empezar a hablar.

—Sólo pensé... —cerró la puerta detrás de sí—. Sólo quería decirte que
tengo un trabajo.

—¿Un trabajo? —Sentí un cosquilleo en las manos—. ¿Quieres decir, no


aquí?

—Sí, en Preston. De obrero mañoso para trabajar en la reconstrucción de


la fábrica de una gran empresa de ingeniería que fue bombardeada. Están
rehabilitándola con su entorno y todo el resto.

Me parecía que no podía hacer nada para que me saliesen las palabras, y,
cuando terminó su discurso, se quedó allí plantado. Traté de decir «ya veo»,
pero me salió:

—¿Por qué?

—Ya es hora de cambiar. Valerme por mí mismo.


—Pero... Pero tú formas parte de esto.

Negó con la cabeza.

—No, no soy de la familia. Tu tío... tu tía ha sido muy amable... y todos


vosotros. Estoy muy agradecido.

Me puse de pie.

—¿Algo ha ido mal? ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado con alguien?
¿Lionel? ¿Alguien del taller?

—No. Nada de eso. Sólo que, bueno, como dije, es hora de cambiar.

—Pero te necesitamos.

No iba a ponerme a llorar, no, pero me dolía la garganta y no podía quitar


la aspereza de mi voz.

—No, no me necesitáis. Tu tío encontrará a otros.

—Pero no es lo mismo... ¿obrero mañoso? Eso no es una profesión. ¡Es


tan diferente de lo que haces aquí! Sólo es cortar el césped y cosas así. ¿Por
qué?

—No lo comprendes, ¿verdad? Los que son como yo no tienen


profesiones. Sólo tenemos trabajos. Y cuando un trabajo se termina,
buscamos otro.

—Pero tú eres un impresor. Tío Gareth... tú eres su sustituto. Tú y nadie


más.

—Lo siento —dijo Mark—. Lo siento mucho.

Lo decía de verdad, pensé, y el corazón se me salía del pecho. Se va y yo


no puedo soportarlo. No debe ocurrir. Piensa ahora, Una. Piensa cuál pudo
haber sido la causa de esto, porque después no podrás hacerle cambiar de
parecer. Piensa rápido, porque, una vez que atraviese esa puerta, se habrá
ido para siempre. ¡Piensa! ¿Qué ha cambiado para que no quiera quedarse?
Esforzándome para mantener mi voz firme, pregunté:

—¿Pero qué será de la imprenta? Te necesitamos. Tío Gareth te necesita.


Debe de ser mejor vivir aquí que en cualquier otro sitio, y menos en esas
horrorosas obras en Preston. —Pestañeó y pensé que había tocado alguna
fibra sensible—. ¿Cómo puedes irte? Ni siquiera lo deseas. Y no te importa
lo que será de nosotros... —Un horrible pensamiento se aferró a mis
vísceras—. ¿O es por Izzy? ¿Es porque Izzy y Paul no vivirán aquí? Es eso,
¿verdad? Ella se ha ido y a ti no te importan los demás. —Le habría gritado,
si no estuviese susurrando porque apenas podía evitar que se me saltasen las
lágrimas—. A ella no le importas. Nunca le has importado y nunca le
importarás. No puedes tenerla. ¿Pero qué pasa con... qué pasa con el resto
de nosotros? ¿Qué pasa con...?

No lo dije. Me las arreglé para no hacerlo, pero agoté todas mis fuerzas y
no me quedaba ninguna para permanecer de pie o controlar el dolor de mis
vísceras oprimidas. Mis piernas cedieron y me senté en la cama, y lloré y
lloré, y nunca supe si adivinó lo que no dije, porque sólo aferró mi hombro
por unos instantes, luego salió y cerró la puerta suavemente detrás.

Él no estaba allí cuando hice las consabidas rondas para despedirme de


todos al día siguiente. Tío Gareth se ofreció para llevarme hasta la estación
en la furgoneta. Dijo que le quedaba de camino a los encuadernadores,
aunque yo sabía que en realidad no era así.

—Ojalá Mark no se marchase —me las arreglé para decir con bastante
calma.

—Yo tampoco quiero —dijo—. Pero él quiere abrirse su propio camino


en el mundo. Y es... es como debe ser.

—Me imagino —dije. Tío Gareth, de todos nosotros, era quien debía
saber realmente por qué se había ido Mark, pero no me atreví a
preguntárselo por temor a ser descubierta—. ¿Le... le dirás adiós de mi
parte?

—Por supuesto —contestó, mientras aparcaba frente a la estación y tiraba


del freno de mano. Luego me bajé y él sacó mis maletas del asiento de atrás
—. Bueno, Una, querida mía, que tengas un buen curso y te veremos en
Pascuas.

—Lo haré —dije, y le di un abrazo.

Me mantuvo abrazada unos segundos.

—Mark estará bien —me dijo suavemente al oído, pero con firmeza—.
Es un buen hombre. Ya verás. Y a lo mejor... vuelve, algún día.

Y luego anunciaron que llegaba el tren y debía apresurarme. Como


siempre, tío Gareth tendría un billete de plataforma, me ayudaría a subir al
tren con mis maletas y esperaría para despedirse. Pero cuando me giré en la
ventanilla de venta de billetes, ya se había ido.

Ahora sé por qué se fue, y, quizá, lo que él no quería que yo viese. Pero
aún no sé por qué se fue Mark. Nunca me dio una razón: una necesidad
humana, un deseo, un temor, algo a lo que pudiese aferrarme y que pudiese
entender, argumentar o que me tranquilizase. Y eso era lo que me hacía
gritar y llorar por la noche, retorciéndome y dando vueltas en mi estrecha
cama de la habitación de la residencia. ¿Por qué? ¿Tanto ama a Izzy?
¿Tanto nos odia? ¿Me odia? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué no hemos hecho?
¿Por qué se fue?

Y cuando le escribí y le conté que el bisabuelo había muerto, que tío


Gareth estaba luchando pero que la imprenta no podía mantenerse a flote y
que sólo él podría salvarla, no tuve respuesta.

Mark vuelve del baño y me ve con la botella de vino en la mano.

—No me pongas más. La verdad es que no debería conducir. Debo irme.


—Pero se sienta otra vez en el sofá, con sus largas piernas abarcando la
mitad de la alfombra de la chimenea, como Adam solía hacer, su rostro
dorado por la luz del fuego y mis tripas repentinamente presas de un anhelo
que clamaba para que se quedase, que pedía una voz más grave que
rompiese la espesa niebla de mi casa vacía y un cuerpo masculino cálido
que respirase en mi cama.
Me inclino hacia delante y lleno su copa.

—Si quieres, puedo llamar a un taxi para que te lleve a casa. Si... si
pudieses venir conmigo mañana. Te podría recoger. O algo así. Pero... he
estado pensando. Yo... realmente creo que debería ir y ver a Fergus. No es
lo mismo por teléfono. Y tú se lo explicarías mucho mejor... el Chantry y
todo. Sabes que lo harías. Tú puedes hablar más concretamente sobre cuáles
son los planes. Tú sabes lo que se necesita hacer. Todo más completo...

—¡No me digas! El proyecto Chantry me necesita otra vez. ¡Qué suerte


que aparecí!

—¡No! —digo, y una nueva perspectiva se abre paso claramente en mi


mente, así que cojo su mano y continúo antes de que pueda interrumpirme
otra vez—. No es eso. Tú eres el Chantry, la imprenta Solmani, todo. ¿No lo
ves? Eres la piedra angular, lo único que la hace funcionar. Sin ti no va a
funcionar. La imprenta morirá, y el Chantry se convertirá en pisos elegantes
para yuppis suburbanos, y Gareth se marchitará, refugiado en una casa de
cualquier sitio. Tú eres el único que puede mantenerlo vivo. Acompáñame y
convence a Fergus. Antes de que Izzy se ponga en contacto con él. ¡Por
favor!

Se queda callado y luego suelta suavemente su mano de la mía. ¿Está


todavía enfadado? ¿Debería haber evitado mencionar a Izzy? ¿Lo he
arruinado todo?

—Bueno —dice por fin, y aflora una sonrisa en su cara—. Te propongo


un trato. Iré a Sheriff Hutton y Pontefract y hablaré con Fergus si también
podemos ir a Leeds para ver a Morgan. Hace siglos que no la veo. —Se
sienta más erguido y así se aleja un poco de mí, pero adelanta su copa—.
Sírvenos un poco más y después me voy a casa.

Elysabeth, decimosexto año del reinado del rey


Eduardo IV
Cumpliendo con su palabra, Antony escribió desde Ludlow cada semana
para que estuviese permanentemente enterada de cómo crecía y aprendía
Ned. Me contaba lo que comía y bebía, lo que decía y cantaba, cómo
aprendió a rezar, cómo se ejercitaba en la lucha y la danza, y estas noticias
aliviaban el dolor de mis brazos por la ausencia de mi niño. Como había
prometido Eduardo, también aliviaba mi pena el hecho de que tuviésemos a
un príncipe de Gales Plantagenêt viviendo en la Marca del oeste —y a él y
su Consejo gobernados por un hombre tan grande como Antony, conde de
Rivers—, que suponía tanto para la seguridad del reino como medio millar
de hombres armados.

Su Gracia el príncipe ya es capaz de escribir correctamente la


historia de Jasón y el vellocino de oro, y le he prometido que en
nuestro próximo viaje a Londres podrá ver el taller donde
imprimieron su libro. Porque para sus tiernos años, una prensa le
despertará más interés que un amanuense encorvado sobre un
escritorio de copista, por mucho oro o lapislázuli que éste pueda
derrochar sobre la página. Esta misma mañana, sin ir más lejos,
el gran amor que el príncipe siente por esta historia lo llevó a
desafiar a su preceptor: según el maestro Gwilyin, dio una patada
en el suelo cuando se le dijo que ya era la hora de ponerse a
practicar con el estafermo, y exigió que se le dejase terminar el
cuento, porque todavía no había llegado a los dientes del
dragón...

Había leído hasta allí cuando entró Margaret.

—Señora, si queremos llegar a la Ceca del Arzobispo a la hora señalada


por el rey, debemos darnos prisa. Y hace frío afuera, por lo que necesitaréis
vuestras pieles.
Doblé y guardé la carta en mi bata y me levanté. Los avances de la
ciencia auguraban grandes cosas para la mejora del reino, y, como tales
cosas deben ser pagadas, había resuelto ir a verlas yo misma para
comprobar lo que se podría conseguir.

Cuando llegué a la Casa de la Moneda, Eduardo ya se encontraba allí, y


el arzobispo Neville estaba tan rebosante de hospitalidad y prepotencia
como las que habría exhibido su hermano Warwick, aunque con un matiz
eclesiástico de humildad sólo dispensada a Dios. El ambiente en el taller era
cálido, así que me desaté las pieles y le di la mano al hombre que ya se
había arrodillado ante Eduardo. Era unos años mayor que nosotros y su
cabeza estaba correctamente inclinada, pero vi que sus ojos miraban hacia
un lado, donde un recipiente lleno de agua hervía encima de un pequeño
brasero de carbón.

—Su Gracia —decía George Neville—, este hombre ha estudiado la


ciencia de la alquimia con el mismísimo gran Ripley, en Peterhouse, y
aprendió lo que Ripley no permitió que jamás fuese escrito. Tenemos todas
nuestras esperanzas puestas, Dios mediante, en que esto pruebe lo que
hemos buscado durante tanto tiempo.

—Ah, maese Wintersett, que tengáis un buen día —dijo Eduardo,


indicándole que se dirigiese a la mesa de trabajo. Había frascos etiquetados
con argent vive y lupus metallorum, frasquitos con líquidos azules, otros
dorados y otros marrón oscuro, y recipientes de vidrio con pitorros y picos,
que más parecían seres que objetos sencillos, como un plato o una botella
—. Contadnos con más detalle qué vais a hacer. Creo que me crucé una vez
con vuestro hermano, o quizá vuestro primo. ¿No es el propietario de las
tierras que limitan con las mías en el West Riding?

—Sí, Vuestra Gracia —dijo sin más maese Wintersett, poniéndose de pie
—. Ahora, para la cuestión que nos ha traído aquí, yo necesitaría... es decir,
de Vuestra Gracia, aunque dispongo de todos los recursos de oro de la Ceca
de mi señor arzobispo —George Neville sonrió satisfecho—. Si me lo
permitís, creo que una de vuestras viejas monedas entregada de vuestra
propia mano nos proporcionará la mejor materia para la transmutación.
—¿Entonces vosotros los alquimistas no utilizáis mis nuevas monedas de
oro ángel? —preguntó Eduardo, chasqueando los dedos para llamar a un
paje.

El muchacho era uno de los bastardos de mi hijo Thomas, recuerdo, que


había sido llamado Grey en honor a su abuelo, y se acercó luchando con los
lazos de un monedero. Su ceño era tan idéntico al de mi hermano John,
muerto a manos de los Neville, que me quedé sin aliento.

Eduardo cogió el monedero de su mano y sacó un puñado de nobles.

Recuerdo el peso de un viejo noble en mi mano, todavía puedo sentirlo


en mi palma, cargada con el peso del oro, como puedo sentir el peso de mis
bebés en mis brazos y el cuerpo de Eduardo presionando el mío.

—Respecto a eso, todos reconocemos la estabilidad y la buena suerte que


ha traído el reacuñado —dijo rápidamente George Neville a Eduardo, pero
haciéndome una reverencia a mí—; baste decir que fue el año del ascenso
de Vuestra Gracia la reina al trono. ¿Puedo preguntar si milord Hastings se
reunirá con nosotros?

Lo miré con desdén, pero él sólo mostraba sonrisas respetuosas.

—¿Producimos nuestra propia alquimia, verdad? —dijo Eduardo—. Se


hicieron más monedas de oro ángel que piezas de nobles se fundieron.

—¡Exacto! —dijo Neville.

Wintersett negó con la cabeza.

—La verdadera alquimia es más que fundir oro. Así como el pecador
espíritu humano queda purificado por el fuego sagrado —miró hacia
George Neville, quien movió la cabeza como de un hombre sabio a otro—,
así nosotros los alquimistas purificamos la materia más básica para que
también se transforme en el oro más puro. Y el toque de un rey ungido... —
Cogió el noble de la mano de Eduardo y lo puso en un gran mortero de
piedra—. Ahora el primer paso...
De un frasco vertió mercurio —resbaladizo, brillante y oscuro—, luego,
de otro, vinagre con un tufillo a cocina y finalmente sal en cristales blancos
tan finos que parecían resplandecer bajo la lámpara. Se encorvó sobre el
mortero y empezó a trabajar la mezcla.

Habló rápido y en voz baja, como si estuviera más acostumbrado a hablar


con un aprendiz o con otro alquimista que ante un rey y su corte.

—Esto es nigredo, la materia base. Ripley lo hirvió durante un día y una


noche antes de filtrarlo con una tela de lino, pero yo he descubierto que si
uso antimonio metálico y un poco de arsénico la precipitación es casi...

Cuando estuvo molido hasta aparecer convertido en una pasta como lodo,
lo echó en un vidrio y lo puso sobre la pequeña cuba de agua hirviendo.
Necesitaba conocimientos sobre alquimia, pero nunca me había preocupado
demasiado por aprender las cosas simples y ahora no podía entender de lo
que hablaba. Margaret estaba embelesada, siguiendo cada palabra, incluso
sacando sus tablas para anotar las sustancias que se iban mencionando:
albedo y rubedo, el opus circulatorium, el solve et coagula. Eduardo
también parecía saber más de estas cosas de lo que yo suponía. Por
supuesto, Antony había dicho que se hablaba mucho de alquimia en Brujas
y que se estudiaba en la Universidad de Leiden.

—No, no, Su Gracia, la aparición de la cola de faisán es la señal de que el


proceso se encuentra casi completo —decía Wintersett—. ¿No os han
mostrado, Alteza, en los rollos de historia, al triunfante Rey Emplumado?
El dragón es como el mercurio: gran poder para el bien, e idéntico para el
mal. —El aire se hacía pesado con los vapores del oro molido con el
arsénico—. Debe verterse rápidamente mientras el recipiente se agita con la
otra mano...

La habitación giraba a mi alrededor. Enderecé la espalda y me mordí la


lengua, como hice cuando me asaltó un malestar durante una audiencia.
Necesité todas mis fuerzas para sostenerme de pie, para hacer que mi rostro
y mis manos parecieran atentos. Cuando al final la mezcla fue colocada a
un lado para que enfriase, antes del último paso, secreto, que ni siquiera un
rey podría ver, no supe si habían obtenido nuevo oro o sólo escoria.
***

Teníamos necesidad de oro. La gran invasión de Eduardo a Francia para


reclamar las tierras que conquistó el rey Haroldo le costarían al reino y
también al tesoro real más de lo que tenía. Volvió sin derramar sangre, con
un compromiso del delfín con Bess para cuando ella estuviese en edad de
casarse y una pensión para él. Pero «sin sangre» significaba «sin gloria»,
como la del quinto Enrique. Después de eso, ni el Parlamento ni los grandes
comerciantes estaban dispuestos a pagar más impuestos.

Ni todo el oro nuevo que los alquimistas nos prometieron parecía ser
suficiente para satisfacer a George de Clarence, ni el oro hurtado a la viuda
de Warwick, ni la sangre de mi padre y hermano, ni siquiera el mismísimo
vellocino de oro de Jasón. Nada era suficiente, salvo el oro de la corona de
su hermano. Al final, incluso el poder de Eduardo para perdonar se había
desgarrado a jirones.

Ricardo de Gloucester estaba en el norte, gobernando en nombre de


Eduardo. Pero George de Clarence no era un rey ungido. Esta vez no hacía
falta que las llaves de la Torre se pusiesen en manos seguras o que al
guardián se le ordenase cerrar los ojos. Cuando el Parlamento fue
congregado con ocasión del año nuevo, Su Gracia George, duque de
Clarence, fue arrestado con el cargo de traición, juzgado por sus pares y
condenado.

Pero Eduardo no quería firmar la orden de ejecución. Pensé en su


hermano más próximo: Edmund, al que tanto había amado. Pensé en mis
hijos: Thomas y Richard Grey, hombres mayores, famosos en las justas,
Ned, lejos con Antony y aprendiendo a ser un rey, el pequeño Dickon,
todavía colgado a mis faldas, y el bebé George, a salvo con Dios. Todos
hermanos unos de otros, todos ellos mis niños, carne de mi carne, hermanos
de sangre y de la mitad de la sangre. Sabía que la orden de ejecución debía
ser firmada, y sin embargo comprendía que para Eduardo no era más fácil
colocar la mano en el edicto que para mí arrancar al bebé George de mi
pecho y estamparlo contra el suelo.

No estaba allí cuando la señora Cecily Neville llegó desde el castillo de


Baynard y se arrodilló ante Eduardo, su primogénito, para suplicar por la
vida de su tercer hijo. Pero había sido ella la principal responsable de que
Eduardo fuese como era. Todo lo que consiguió fue su palabra de que a
George de Clarence se le daría muerte en privado y de la manera que él
mismo eligiese.

No podía evitar pensar ponerme en su lugar. ¡Dios mío!, rezaba, defiende


a mis hijos de tales enemistades y a mí de tener que elegir entre ellos, de
tener que tomar partido. Me consolaba a mí misma viendo que mi propio
hijo Richard Grey no tenía ningún deseo de soportar el peso del deber y del
poder, que parecía haber legado a su hermano mayor Thomas, que lo
recibió junto con su marquesado. Tampoco Richard tenía capacidad para
cumplir las órdenes cabalmente, y Eduardo lo sabía, por lo que nunca le dio
nada que no fuera en recompensa por haber realizado un buen servicio.
Richard Grey frecuentaba a prostitutas y bebía, y aunque me daba mucha
pena oírlo, había crecido en la corte y había aprendido sus costumbres y sus
normas, y las obligaciones de la casa me dejaban poco tiempo libre como
para intentar cambiar las cosas. Pero ¿y mis niños más pequeños? ¿Qué
pasaría con Dickon? ¿Crecería odiando a su hermano Ned, el rey en ciernes,
como George de Clarence odiaba a Eduardo? ¿Exigiría más riquezas y
poder, aunque no se los hubiese ganado? ¿Optaría finalmente por la
traición? Dickon visitó a su hermano en Ludlow y Ned vino a Londres:
cuando Eduardo se fue a Francia permaneció aquí muchos meses como
Guardián del Reino. Pero mis hijos menores no pudieron compartir su niñez
como Thomas y Richard Grey lo habían hecho en Astley, o Eduardo y
Edmund lo hicieron a su vez, creciendo juntos en Ludlow. No sólo los
separaban los años, sino también la educación de un rey.

Había visto a Ned en Ludlow por última vez hacía algunos meses. Me dio
mucha pena no llevar a Dickon conmigo, como había planeado, porque
estaba enfermo. Ned hincó la rodilla ante mí y yo lo levanté; lo encontré
muy crecido para sus ocho años, su pelo aún de color oro pálido y su rostro
algo más delgado y más bronceado por sus ejercicios de caballería en esos
largos y cálidos días. Estaba feliz de mostrarme su habilidad con el
estafermo, y cuando le pregunté cómo iban sus estudios, pareció aún más
orgulloso de su traducción de Horacio. Ante mis ruegos, leyó algunas
frases, y si tropezó una o dos veces fue más por vergüenza que por
ignorancia. Antony sonrió. Conocía las razones de mi paciencia.

Durante cuatro días asistimos a las reuniones del Consejo del Príncipe,
oímos peticiones y celebramos banquetes para honrar a aquellos hombres
que se lo habían ganado y a algunos otros que no. Cuando vi a Ned sentado
a la cabecera de la mesa del Consejo, mi corazón dio un vuelco. Escuchó
con atención mientras discutíamos la concesión de estatutos de mercado, un
informe de Irlanda, dos parroquias que se negaban a arreglar sus puentes y
una comisión de oyer et terminer. Un hombre inocente había muerto a
manos de los perseguidores de una banda de malhechores que habían
cometido un crimen, y había rumores de que esta muerte no había sido un
error inocente, sino el resultado de una antigua enemistad que se
prolongaba desde la época de Glyn Dwr. Este tipo de asuntos alimentan la
intranquilidad y deben ser zanjados de forma definitiva. Cuando una viuda
hincó la rodilla y pidió ayuda para recuperar la única vaca que tenía y que
se había llevado su yerno, Ned la escuchó no con la actitud amable y
bromista de su padre, sino con la seria cortesía enseñada por Antony.
Cuando tropezó y se cayó al finalizar su historia, él la levantó y le dio las
gracias:

—Señora Griffith, se hará justicia —dijo respetuosamente—. El


secretario de mi Consejo se encargará de ello. Acompañadle y tenéis mi
palabra de que todo irá bien.

Al quinto día Antony decretó que sería un día de fiesta.

Se dispusieron las jaulas con los halcones, se dejaron a cargo de su


adiestrador y se reunió a los hombres encargados de la custodia, armados, y
a todos los demás, ya que dedicaríamos el día completo a la caza y al
mediodía comeríamos en el campo dondequiera que nos encontrásemos.

—Tal falta de ceremonia no afectará a vuestra reverencia —dijo Antony


—. Y es bueno que Ned vea que su real madre no la necesita.
Salimos cabalgando por la puerta del castillo y rodeando Dinham para
cruzar el río. Al dejar el abrigo de las murallas del castillo y empezar a
bajar la colina, la brisa nos envolvió y dos de los halcones batieron las alas
y graznaron.

—¿Recuerdas a mi Juno? —me preguntó Antony.

—Pensé que morirías de amor por ella —dije.

Ned se giró:

—¿Quién era Juno, señor?

—Un halcón que tuve cuando era un poco mayor de lo que tú eres ahora.
Un azor. Cuando seáis mayor y vuestro brazo más fuerte, podréis tener uno.

Sus palabras trajeron a mi memoria un pequeño encargo de Eduardo.

—¿Hermano, están estas tierras suficientemente despejadas para la


cetrería? El rey tiene en mente regalarle un ave a Ned y mandará a su
hombre de confianza a la próxima feria de Valkenswaard para comprarlo.
—Estábamos trotando sobre el puente, y nuestro sendero serpenteaba entre
los riscos, con una espesa arboleda en la cumbre. Me giré hacia Ned.

—¿Hijo, te llenaría de felicidad o sería una desilusión tener un halcón del


que no podrías disfrutar hasta después de haber pasado medio día
cabalgando?

Parecía buscar su respuesta, y al final dijo:

—Señora, estoy agradecido por la idea de mi real padre, pero no yo... a


mí no me interesa tanto ese deporte como a mis hermanos.

Lo miré, y como si leyese mis pensamientos, echó una mirada hacia


Antony y dijo:

—Por supuesto, he aprendido lo que debo saber. Pero...


Cualquier otro día habría indagado más, pero percibí un quiebro en su
voz, y por nada del mundo quería arruinar nuestro día de fiesta. Guardé
silencio y, cuando al llegar al alto el sendero se volvió llano, espoleé mi
caballo a medio galope. Ned estaba ansioso por seguirme y corrimos juntos,
rozándonos las rodillas, con el resto de la compañía detrás de nosotros.

***

Fue un tiempo feliz, y conforme iba pasando el año debía recurrir a esos
recuerdos, cada vez con mayor frecuencia, para poder dormirme. La
traición de Clarence estaba clara, incluso había intentado acusar a mi madre
de hacer brujería para lograr nuestro casamiento. Pero, aun así, Eduardo no
firmaría la orden de ejecución.

El día de Reyes el mundo parecía hecho de hielo. Los troncos más


gruesos se amontonaban en altas pilas en la chimenea pero, aun ardiendo
día y noche, no conseguían mitigar el intenso frío que se había instalado
entre nosotros; las procesiones de la Candelaria fueron una auténtica
penitencia. En la segunda semana de Cuaresma, sus señorías, añorando el
calor de los buenos fuegos de carbón, que no podían encenderse hasta que
resolviesen con asuntos del Parlamento, solicitaron que se ejecutase la
sentencia que habían dictado.

Era tarde, horas después de las completas, y el viento se levantaba tras un


día duro y todavía helado. Despedí a mi secretario y me dirigí a mi
dormitorio. Estaba demasiado cansada para mi habitual charla con mis
sirvientas y damas, con las que repasaba lo acontecido durante el día y me
preparaba para la noche, y aunque cogí la última obra de Antony, los
Proverbios Morales de Christyne, para leer mientras ellas trabajaban, no
podría haberles contado lo que leí. Me puse de pie, dejando que mis damas
de honor hicieran lo que quisieran, y ellas respetaron mi silencio y
permanecieron calladas. De una u otra forma me giraron, desabotonaron,
desenlazaron, soltaron mi cabello, desengancharon mi corsé, deshicieron
mis nudos, enrollaron mis calzas, y todo con las debidas reverencias y
genuflexiones. Cuando estaba despojada de todo menos de la camisa y del
gorro de dormir, me envolvieron en mi más grueso camisón, armiño y
terciopelo con una capucha, y todavía necesité un chal contra las corrientes
de aire. Me senté y me lavaron las manos; había visto el agua emanando
vapor de la jarra no hacía ni cinco minutos y, sin embargo, ya estaba fría.
Me limpiaron los dientes y me bajaron la capucha para peinarme alisando
los rizos de mi pelo. Luego Margaret empezó a trenzarlo, a la derecha, a la
izquierda, a la derecha, a la izquierda, silbando algo popular muy
suavemente entre dientes que sólo yo podía oír, como un mozo de cuadra
acicalando un caballo. Sus dedos fueron bajando por mi espalda, y cuando
llegaron a mi cintura, me coloqué como hacía siempre, de manera que
Margaret pudiese alcanzar el extremo de la trenza sin tener que arrastrarse
por el suelo frío. No prescindimos de las plegarias, aunque espero que
Nuestro Salvador perdone la rapidez con que las recitamos; quizás fue
suficiente penitencia soportar ese frío que nos calaba hasta los huesos.

Cuando calentaron el lecho y me acostaron en él, después de que me


quitaran la bata y corriesen el dosel de la cama, las despedí a todas menos a
Margaret. Me recosté en los cojines, con un pesado cúmulo de pieles y
sábanas encima, pero aun así las frías corrientes encontraron la forma de
entrar. Margaret redujo la llama de la lámpara que ardía sobre la chimenea
durante toda la noche, se acostó a mi lado y pronto percibí, por la debilidad
de su cuerpo, que ya dormía.

Pero como tantas veces esos días, estaba demasiado cansada para dormir.
Los sufrimientos del día y de mis años iban, venían y volvían otra vez.
Pensamientos no deseados me asaltaban y penetraban como las afiladas
corrientes de aire helado que sentía como agujas clavándose en mi cara. Me
enrosco bajo las mantas pero me doy cuenta de que no puedo respirar. Debo
escribir a mi vecino de Barnwood Manor, sir William Stonor, a quien había
sido visto cazando en mis tierras. Sin embargo, era un buen hombre y mejor
vecino, así que debía evitar que se enfadase hasta el punto de renegar de su
lealtad. Mal había escrito que el pago de su pensión se había retrasado,
¿significaba que las demás también? Debo enterarme. La cama estaba
demasiado caliente, el aire, demasiado frío, y mi cuerpo, torpe y dolorido.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que Eduardo había venido a verme?
¿Desde Año Nuevo? No creo, porque con el Parlamento convocado y los
hombres respetables acudiendo desde todo el país para sentarse en
Westminster, a ambos los asuntos en las casas, en la corte y también en el
tesoro se nos acumulan. ¿Es posible que no haya venido desde Año Nuevo?
¿Cuántas semanas? A lo mejor no debería sorprenderme. Era mayor que él,
estaba ajada por tantos embarazos y ahora mi cuerpo estaba demasiado
delgado para ser bella. Aunque en las canciones y cuentos todavía me
llamaban hermosa, yo ya no me veía así. ¿Entonces, cómo podría
parecérselo a él?

Mientras el aire helado permanecía todavía encerrado en mi pecho, oí un


crujir de maderas. Me senté y observé desde la cama las cortinas de la
ventana, que no dejaban de moverse, como si los postigos no estuviesen
cerrados. Pensé en despertar a Margaret, pero estaba roncando y no me
atreví. Me deslicé fuera de la cama y apoyé mis pies en la estera, tan helada
como las piedras de una catedral. Un día de Año Nuevo, tiempo atrás en
Grafton, me quité el guante y puse la mano, a través del hielo, dentro del
agua de la represa del molino, ya que John había apostado con Antony a
que él no la cruzaría a nado, y yo, siendo la mayor, no permitiría que esto
no figurase en mi lista de actos valerosos. Esta noche el frío golpeaba mi
piel igual que aquellos fragmentos de hielo. Mi bata colgaba de una silla al
otro lado de la habitación, tan lejos como estaba la ventana, porque nadie
habría pensado que yo misma necesitase cogerla. El frío del que me
resguardaría al ponérmela no compensaría el tiempo que me llevaría ir a
cogerla. Fui hasta la ventana sólo en camisón.

Efectivamente, los postigos no estaban asegurados y el viento los había


abierto.

A través del patio, todavía se veía luz en las habitaciones del rey. No era
algo nuevo. Tiré de los postigos, los aseguré y corrí las cortinas otra vez una
sobre la otra. Aunque Eduardo estuviese bebiendo y con prostitutas,
también estaría resolviendo asuntos, ya que Hastings y mis hijos lo
acompañaban en las tres cosas. Nada nuevo. Pero esta noche era, de entre
todas las noches...

Corrí de vuelta a la cama y me metí dentro. Mis pies helados se


encontraron con los tibios pies de Margaret; los retiré, pero no pude evitar
acercarme tanto a su calor como para no tocarla.
—¿Qué pasa? —dijo, con su voz ahogada por las pieles que la cubrían.

—Los postigos no estaban asegurados.

—Ah —dijo. Luego, como las focas que solíamos vislumbrar entre las
olas frente a Walsingham, levantó la cabeza y me miró—. Yo podría haberlo
hecho. ¿Estás enferma?

—No.

—¿Entonces qué ocurre?

—Estoy desvelada, nada más. —Todavía me miraba—. Tú ya sabes


cómo soy, hermana. Vuelve a dormir.

Movió la cabeza y tocó mi brazo frío con su mano caliente.

—¿Miraste fuera por la ventana? ¿Viste algo?

—Nada pero... Todavía hay luz en las habitaciones del rey.

—¿Y estás preocupada?

—Hermana, se dice que ha firmado la sentencia de ejeecución esta noche.

Movió la cabeza, pero no dijo nada, y repentinamente supe que no había


palabras —ni canciones, ni historias, ni dichos— para lo que se había
hecho. Quizá ni siquiera plegarias, quizá solo Pater noster... dimitte nobis
debita nostra.

Padre nuestro... Perdónanos nuestras transgresiones... aunque no


perdonemos a quienes nos las infligen a nosotros, antes al contrario, los
matemos en virtud de un Acta del Parlamento. No podía dejar de pensar en
ello en cuanto me venía a la mente. Debía pedir perdón por mi blasfemia.

Margaret sugirió:

—Podrías decirle que venga. Preguntarle si él...


Me senté.

—¿Si él qué? ¿Si se arrepiente de lo que ha hecho? ¿Cómo podría? Pero


si lo hace...

—Pues entonces invítalo a venir. Insístele en que lo tienes en tus


pensamientos, que eres su leal esposa, que lo amas y honras como tu señor.
No necesitas decir nada más.

Pero ya habían pasado muchos años desde que intercambiábamos este


tipo de palabras. Muchos mensajeros iban de aquí para allá transmitiendo
nuestros recados pero siempre hacían referencia a asuntos oficiales. Toda
nuestra vida transcurría de asunto en asunto, incluso cuando nos
disponíamos a cenar, cuando un niño estaba enfermo o cuando había que
saber qué fiesta del santoral caía en qué día de la semana. Hasta para hacer
hijos.

—Si no deseas despertar a uno de los hombres, puedo ir yo, —insistió mi


hermana.

—¿Pasear por el palacio en camisón? ¡Eso sí que no!

—Puedo ponerme la bata. ¿Por qué no? ¿Qué daño puede hacer?

—Tu reputación...

—¡Tonterías! Antes tenías más carácter.

Me volví a sentar.

—Y aún lo tengo. El suficiente como para velar por tu buen nombre, con
lord Maltravers de viaje. Yo iré.

—¿Tú?

—Sí —contesté, apartando las pieles.

—Si no quieres enviarme a mí, o a una de tus damas, entonces envía a


uno de los guardias de tu puerta. Yo te lo escribiré si no quieres que un
empleado sepa lo que deseas decir.

—No.

Era como si la helada ardiese en mis venas, como solía suceder en


Grafton, incitándome desde el exterior a cabalgar por los campos, con las
mejillas rojas y la nariz cortada con el frío. No podría soportar quedarme
sentada en la habitación esperando el regreso de Margaret en la oscuridad.

Me puse de pie.

—Iré yo. Yo soy la reina y ésa es mi voluntad. Nadie puede discutirla.

—Pero... qué... si...

Tenía razón. Si Eduardo no estaba solo, sería un insulto para mí, y todo el
palacio se enteraría por la mañana.

—Puedes venir conmigo, y preguntar si Su Gracia puede recibirte. Yo


llevaré la capucha y nadie pensará que podría ser la reina. Y si te recibe, yo
entraré también.

Los guardias somnolientos miraron y nos vieron pasar. Margaret iba


delante y, con un gesto de la cabeza, les indicó que permaneciesen en
guardia, mientras yo la seguía, con la cara escondida bajo la capucha. El
aire helado silbaba por los corredores e intentaba penetrar dentro de
nuestras batas como si estuviésemos en un páramo.

En torno a las dependencias del rey había pajes y hombres armados que
dormían ligeramente alrededor del fuego, desde su gran cámara y su cámara
privada hasta la puerta de su dormitorio. Cuando el guardia abrió la puerta
para llevar el mensaje de Margaret, la luz de su interior se derramó sobre el
suelo a nuestros pies y pareció que los calentaba.

Eduardo estaba sentado al lado del fuego con una bata de noche sobre la
camisa y calzas, junto con lord Hastings y el paje Grey —el mayor de mis
nietos, aunque sólo lo reconocía confidencialmente sirviendo—. No pude
ver si habían estado jugando a los dados, cantando, o sólo bebiendo.
Miraron a su alrededor cuando entramos y después se levantaron. Mientras
saludaba me quité la capucha.

—¡Señora! —dijo Hastings asombrado. Su reverencia, aunque un tanto


insegura, llegó cumplidamente hasta la máxima inclinación requerida.

—Vete a la cama, William —dijo Eduardo, acercándose a mí para


levantarme, pero soltando mi mano en cuanto me incorporé—. Chico,
escolta a milady Maltravers hasta su habitación.

Salieron y me indicó que me sentase, pero permanecí de pie. Se puso


delante de mí, con su gran corpulencia envuelta en terciopelo y oro, sus ojos
pequeños y brillantes en el rostro.

Dijo al fin:

—¿Qué os trae por aquí, Ysa?

—Yo... —empecé, pero no pude seguir. Sólo podía pensar en aquello


sobre lo que no quería hablar, a menos que él lo hiciese primero.

—¿Estáis desvelada?

—No más que cualquier otra noche.

—¿Entonces, por qué habéis venido? Con este frío, sola.

—No estaba sola, mi hermana estaba conmigo. Vine porque... —desde


algún sitio cercano se oyó una risita. Sentir ese sonido fue como si me
dieran una bofetada en la cara.

—No, Ysa, no es lo que pensáis.

—¿No?

—No... ¡Por Dios, sabéis cómo soy! ¡Aunque se tratase de una mujer, no
significaría nada, y vos lo sabéis!

Oculté mi dolor.
Se giró.

—Además, no es una mujer, es el efebo del joven Hatton. ¿Beberéis vino


del Rin o queréis que pida algún otro?

—No, no. Un poco del Rin, por favor, mi señor.

Llenó dos copas y me pasó una. No cogió la suya, pero mantuvo su mano
derecha extendida hacia mí, con la palma hacia arriba.

—¿Y sabéis qué ha hecho esta mano?

—Sí.

—¡Dilo!

—Ha firmado la ejecución —dije.

—¿De qué?

—La ejecución legal de la sentencia por la que Su Gracia el duque de


Clarence será ajusticiado.

—De mi hermano. He matado a mi hermano.

—No teníais otra opción.

—Sí la tenía, Ysa. Podía haber elegido, como elegí antes.

Se giró, y luego apuró la copa de un trago, contemplando el fuego.

—Vos optasteis por confiar en él y él os traicionó, una y otra vez. —El


vino del Rin estaba empezando a calentar mis mejillas, pero mis manos
seguían frías. Las acerqué al fuego—. Muchos hombres, muchos reyes, no
habrían hecho tanto. Le disteis todo lo que quería, y aun así hizo lo que
hizo. Llegó la hora de ponerle fin. Ahora está zanjado.

—Quizá si Edmund no hubiese sido asesinado...—Habló en voz baja,


como si se dirigiera a las profundidades infernales del fuego.
—A lo mejor ¡Quién sabe! No podemos saber lo que habría sucedido.

Levantó la cabeza.

—Por Dios, cuando habláis así sois igual que vuestro hermano Antony.
¿Ahora sois filósofo, Ysa?

—No, no lo soy en absoluto.

Sonrió.

—Creo que habéis nacido para ser reina. —Sirvió más vino—. ¿Lo
sabíais cuando erais pequeña?

—No. Supe que mi destino sería como se me mostró la primera vez: ser
la mujer de un buen caballero. —Bebí. El olor de las flores de Renania—. Y
así fue. Aunque mi padre a veces bromeaba con que mi madre podría haber
sido reina por su primer marido, si no fuera por... —Me detuve, pero logré
que mi rostro diese a entender que estaba bromeando.

No pude engañarlo.

—¿Si no fuera por Enrique? —preguntó.

Me mantuve en silencio.

—¿Entonces soy un doble asesino?

—¡No! —grité—. Estas cosas deben zanjarse utilizando los mejores


medios. Terminados. A veces es una batalla. A veces... de otra forma. Los
asuntos de un reino, los asuntos de un hombre, su fin... son cuestiones
complejas. —Me levanté de la silla y me acerqué a él, lentamente, para
mantener su mirada—. Y vos sois un hombre, señor. Un hombre, y más. —
Puse mi mano sobre su mejilla. Estaba hinchada y flácida esos días,
agrietada por el sol y el frío, manchada con la bebida. Pero todavía el oro y
el rojo despuntaban rudamente a lo largo de su mandíbula; y en su cuello y
su clavícula los músculos estaban duros bajo mis dedos. Vi sus ojos
paralizados y aun regocijados cuando giré la cabeza para que la luz de la
vela pudiese alcanzar mi mejilla y el mechón de pelo que había escapado de
mi gorro y había caído sobre mi pecho—. Un hombre y un rey.

Aferró mi mano, aún sobre su mejilla, y besó la palma.

—Bajo esta luz podríais ser la señora Grey otra vez, y yo un muchacho,
enloquecido por el deseo.

Me apreté contra él.

—Si fuera la señora Grey, no estaría aquí.

—¿No estaríais? —dijo sonriendo como sonreía a mis sirvientas, a mis


mujeres de compañía, a mis damas, a las esposas de mis hermanos.

Contuve mi enfado.

—Sabéis que no estaría.

Me estrechó contra él y sus dedos se clavaron profundamente en la carne


delgada de mi talle.

—No, no estaríais. Pero estáis aquí, y te deseo.

Me estaba haciendo daño, pero puse mi boca en la suya. Tenía sabor a


rancio, a vino del Rin y a cansancio. Luego se apartó y dijo:

—¿No tenéis miedo de besar a un asesino?

—No sois ningún asesino, señor. Sí que os besaré.

Intenté besarlo otra vez, pero él se apartó.

—Ysa, lo siento. Soy una pésima compañía esta noche. ¿Debo llamar a
un sirviente para que os acompañe a vuestros aposentos?

Estaba al borde de las lágrimas, pero no me ayudaría el llanto. Tampoco a


él. Me calmé.
—Señor, no os molestaré por nada en el mundo si estáis triste o cansado.
Pero pienso que no debéis estar solo esta noche, y, si lo deseáis, quiero
quedarme a vuestro lado. No necesito nada más.

Un momento después me estrechó entre sus brazos, reposando su barbilla


sobre mi cabeza y lanzando un profundo suspiro.

—Sí, estoy agotado, Ysa, y pienso que vos también. Pero a vuestro lado
tengo la esperanza de dormir como no lo he hecho en todos estos días.

Cogí su mano y con la otra apagué todas las velas, menos una, entre el
índice y el pulgar.

—Entonces venid a la cama, esposo.

Me dejó guiarlo, dócil como una ovejita, y cuando estábamos en la cama,


me estrechó en sus brazos como un niño abraza a su muñeco favorito. Besé
su frente, pero no dije nada, y me quedé tendida mirando la luz del fuego
pintando la habitación de rojo oscuro.

Pensé que quizá dormía. Entonces repentinamente habló en la oscuridad.

—Le preguntaron cómo deseaba morir. Mi hermano bromeó y dijo que su


deseo era ser ahogado en un tonel de vino bueno y dulce.

El reloj tocó tres campanadas.

Se incorporó apoyándose en el codo y entonces me invadió el aire frío.

—Está hecho.

—Mi amor. —Me incorporé un poco para besarlo—. Entonces ahora por
fin podréis dormir.

—Ysa, mi hermano ha muerto. Yo he sido la causa de su muerte. ¿Cómo


podría volver a dormir otra vez?

—Se confesó y recibió la absolución —dije—. Fue legalmente


condenado. Ahora descansa, más de lo que nunca descansó en vida.
Eduardo se giró hacia mí.

—Sí, así es —sonrió—. Está descansando... ¡Oh esposa!, os amo.

Dobló su cabeza y me besó, y de repente era como si fuéramos jóvenes


otra vez, su boca hambrienta de mí y mi cuerpo arqueándose de deseo.

Nos conocíamos perfectamente el uno al otro. No es algo que uno olvida,


y ambos, recordándonos, podíamos olvidarnos de nosotros mismos y del
mundo. Sólo las artes del deseo ocupaban nuestras mentes, y nuestros
huesos y cuerpos se encajaban unos en otros perfectamente, como nunca lo
habían hecho. Y también nuestras almas, pensé en pleno ardor, como dos
laudistas que enrollan sus canciones juntas y luego las separan para
volverlas a unir. ¿Sería por eso por lo que en una noche como aquella aún
me deseaba a mí y rechazaba el sexo con otras más jóvenes y más dulces,
con las que podría haber disfrutado?

Estábamos bajo el calor de las pieles y terciopelos de su cama, y el lino


se pegaba al sudor de su ancha espalda. Sus ojos estaban vidriosos por el
deseo y cuando empujó hacia mi vientre volví a reír.

Un grito ronco sonó del otro lado de la ventana. Sentí que Eduardo se
sobresaltaba, con cada músculo tenso en alerta y su corazón a punto de
salírsele del pecho. Luego el viento helado se llenó de sonidos procedentes
de la guardia: botas marchando, sargentos llamando, el estrépito de las
armas. Por un momento pensé que todo volvería a su ser. Luego supe que
no. Su deseo se había apagado.

Se alejó de mí y se quedó boca abajo.

Me estiré para acariciarle el cuello.

—Amor...

Agitó la cabeza como si mis dedos fueran una mosca que apenas le
molestaba.
—Deberíamos separarnos, Ysa. Yo no soy un muchacho y vos, sin ser
descortés, tampoco sois una moza como para estar retozando juntos sin
importarnos el mundo. Deberíamos renunciar al amor. Vos deberíais volver
con los niños y yo a mi Casa de Cuentas, y no volver a pensar en tales
cosas.

Luego me dio la espalda y tiró de las mantas hacia su hombro, como


quien se dispone a dormir.

¿Qué consuelo podría darle si mi cuerpo no era consuelo suficiente?


¿Había sido una estúpida al pensar que aún me deseaba, aunque llevábamos
diez años casados y habíamos tenido ocho niños? ¿Mi cuerpo no podía ya
alejarle de todas las penas y las preocupaciones, como antes, dejando sólo
el deseo? ¿Qué palabras podría pronunciar para consolarlo? Sus mujeres sin
duda le susurraban lisonjas mientras ponían los cuernos a sus maridos o él
tomaba al asalto sus virginidades. Pero yo no podía dar forma a esas
falsedades, porque al escucharlas de mis labios él las rechazaría y no
aliviarían su desesperación, igual que la pequeña flauta de un grumete no
podía evitar que un gran barco se hundiese.

Le di la espalda y me enterré en los helados linos del extremo más


alejado de la cama para que no sintiese los temblores que empujaban
lágrimas calientes por mi garganta y las derramaban sobre la almohada.

—¿Ysa?

Si hablaba, lloraría hasta el amanecer.

—Ysa, ¿estáis llorando?

Moví la cabeza. Sentí que la cama se balanceaba debajo de mí y luego su


pecho presionando mi espalda. Me abrazó y me atrajo hacia él. Estaba
completamente envuelta en su calor, en las honduras de su carne.

Besó el borde de mi mandíbula, y sentí que mis temblores se calmaban


con su calor.
—Dulzura, no lloréis. Hemos hecho grandes cosas vos y yo. Hemos
conseguido un reino próspero y en paz. Nos hemos deshecho de nuestros
enemigos. Y vos —suavemente me giró hacia él—, vos habéis dado tres
hermosos herederos al reino, y criado hijas casi tan hermosas como vos, a
las que toda Europa pretende como esposas. ¿Dónde estaría yo sin mi reina?

Sonreí, aunque las lágrimas aún estaban frías en los ángulos de mis ojos.
Me besó en la boca y yo me aferré a él de tal manera que el beso se
mantuvo hasta acrecentar mi deseo y el suyo. Toda inteligencia, toda
persuasión, se había evaporado con las lágrimas. Se desplazó hasta el centro
de la cama y me atrajo hacia él. Durante un instante mi mejilla tocó su
almohada, todavía mojada por su propio llanto.

Ahora no empleamos ninguna de las artes del deseo. Nos aferramos el


uno al otro, cara a cara, y nos besamos, y cuando al final él me tomó y yo le
tomé a él, nuestro amor parecía simple, dulce y bueno.
Capítulo 8

Antony, completas

Ned tenía tres años cuando fuimos a Ludlow. Tenía el pelo como el oro
claro de Ysa y la promesa de alcanzar la gran estatura de su padre en los
largos dedos de sus pequeñas manos, que se agarraban a las riendas por
encima de las mías lo mejor que podían. Ahora tiene doce años, casi un
hombre, pero incluso en su más temprana edad nadie podía verlo, menos
aún oírle hablar tan sabiamente de temas profundos, sin pensar que era el
vástago de su gran padre, de la sangre de los Mortimer, como atestiguan los
documentos, incluso de la del mismo rey Arturo, y por tanto de la del gran
Bruto. Al menos así lo testifican los amanuenses y astrólogos, y la gente
ordinaria lo cree, y tiene a su monarca en gran consideración.

Louis y yo no podíamos estar siempre juntos, ya que todos los hombres


respetables deben cuidar tanto de sus asuntos como de los del mundo.
Tampoco nos mostrábamos muy inclinados a alimentar la malicia del
mundo dando muestras públicas de nuestro amor privado. Después de
nuestro peregrinaje, Louis debía dedicar muchos esfuerzos a sus posesiones
en Gascuña y Eduardo todavía tenía encargos para él en las misiones donde
era necesario el mayor secreto. En cuanto a mí, al margen de cuidar de Ned
en Ludlow y del gobierno de la Marca galesa, tenía mucho que hacer en
Inglaterra tanto personalmente como por encargo del rey. Y así siguieron las
cosas durante algunos años: pasaríamos unas pocas semanas juntos,
seguidas de varios meses separados. Acabamos acostumbrándonos, de
modo que nos separábamos como viejos amantes, con gran pesar en
nuestros corazones, pero hablando muy poco y de cosas triviales porque las
cuestiones profundas no necesitaban palabras.

***

Cuando los mensajeros reales llegaron a Ludlow, salpicados de barro y


agotados, parecía que venían a decirnos que el sol se había apagado.

—¡Mi señor, el rey ha muerto. Dios salve al rey!

Durante un instante no llegué a creerles. Pero el sello del Consejo en las


cartas que traían era una prueba de que decían verdad.

—¡Qué Dios se apiade de su alma!

—Me arrodillé, descubrí mi cabeza, me incliné ante Dios y me persigné.


Un tumulto de hombres y espuelas me dio a entender que los otros
siguieron mi ejemplo.

Por un momento elevé el alma de Eduardo hacia Dios. Porque si en


verdad tenía gran necesidad de ser perdonado, ¿quién en este mundo no se
habría ganado el perdón con mayor tesón?

Luego me levanté y me dirigí a Richard Grey:

—Sobrino, ¿dónde está el príncipe? ¿O debería decir el rey?

—Con su confesor, tío. Les vi sobre la hierba del jardín.

—Que nadie hable de esto ni se acerque a él hasta que le haya dado la


noticia.

Habían pasado dos días desde San Gregorio, y los vientos que soplaban
sobre la Marca, procedentes de Gales, apenas traían consigo indicios del
calor de la primavera. Por un momento me detuve a la sombra de la Torre
de Mortimer y observé a Ned brincando entre los arbustos de ruda y
romero. Dijo algo, el señor Peter le contestó y ambos se rieron. La risa del
niño Ned era franca y espontánea.

Ése era el fruto del cuidado de Elysabeth durante sus trece años y del mío
durante diez, de nuestras enseñanzas, de nuestro amor. Tal como era —
como el rey que llegaría a ser—, era obra nuestra y de Dios.

Pero vacilé. Porque, aunque Dios no le dará la realeza a Ned hasta su


coronación, dentro de algunas semanas, en cuanto le dé la noticia mi niño
pensará que ya es Eduardo, por la gracia de Dios rey de Inglaterra y Francia
y señor de Irlanda, el quinto desde la conquista de este título. Pero por
mucho que lo intentara —los asuntos del reino así lo requerían—, no era
capaz de dar un paso adelante para decirle en quién se había convertido. Es
cierto que es alto, pero su cuerpo es el de un niño, de complexión delicada,
maleable, sus huesos aún frágiles y su piel aún fina. ¡Cuán pesado era el
manto que su padre, al morir tan pronto, había colocado sobre los pequeños
hombros de su hijo! Las manos de Ned son tan delgadas que a la luz del sol
casi imaginas los huesos, entre las venas azules, como hebras bajo su blanca
piel.

El enfado hizo presa en mí, y aún me dura, tres meses más tarde, con los
muros de Pontefract cerniéndose sobre mí bajo el sol de la tarde.

Eduardo conocía muy bien el peso de la realeza, y nunca le molestó. Pero


Eduardo era un hombre, fuerte, rápido e inteligente como ninguno, y eligió
su propio destino. Aun así, cuando se lo ganó, cuando ya no quedaban
enemigos que combatir y sólo tenía hijas que vender, dejó que los placeres
y el lucro, y no la filosofía, mandasen sobre él. Su cuerpo creció, y también
su negligencia, empañando su brillante oro. Era como si gobernar bien un
reino pacífico —y lo hizo— no fuera suficiente para él. Gastó sus energías
con mujeres, ahogó su lucidez en vino, desperdició su sabiduría eligiendo
sedas y salsas. ¿Por qué no hizo caso a la sabiduría de los años y la ciencia
de sus doctores y moderó su vida? Debería haber cuidado tanto la salud de
su cuerpo como la de su reino, no haber cedido a las exigencias de los
placeres de la carne, y entonces los acontecimientos se habrían desarrollado
de otra manera. Decir que se cumplen los designios de Dios es cierto, pero
en parte somos dueños de nuestro propio destino, ya que Dios nos ha
permitido manejarlo. Y Eduardo era más amo de su destino que el resto,
porque no era súbdito de nadie. Furioso, me preguntaba: ¿cómo se atrevió a
ceder a los deseos de la carne dejando así que mi niño soporte la carga de
una corona que es seguramente demasiado pesada para el cuello de una
criatura?

Era realmente una pesada carga. Sin embargo, yo esperaba —rezaba por
ello— que todo saliese bien, ya que Ned era sabio y con más conocimientos
de los que correspondían a su edad. Ricardo de Gloucester, tan capacitado y
sagaz como el reino requería, haría de protector. Además estaban Elysabeth
y su hijo Thomas Grey, Hastings y todos los hombres del Consejo. Todos
ellos hombres nobles y venerables. Las enemistades que mantuviesen entre
ellos no podrían dañar a Ned, porque ¿acaso todos no buscaban de corazón
el bien del reino? Todo saldrá bien, rezaba y creía.

Me detuve otro momento, observando a mi niño en la última risa de su


niñez.

Luego di un paso hacia delante.

Ned y el señor Peter se giraron y comenzaron a acercarse tranquilamente.

—Señor —dijo Ned—. ¿Lo habéis oído? Hay una banda de cómicos que
vienen a la ciudad. ¿Puedo ordenar que vengan al castillo?

—Su Gracia, todavía no os he dado vuestra penitencia —respondió el


señor Peter. Otro día habría reprobado a Ned, pero no era el momento.

—Con perdón, señor Peter —dije. Y luego, dirigiéndome a Ned—:


Señor, vuestro padre el rey ha muerto. Por la gracia de Dios, largos sean
vuestra vida y vuestro reinado.

Me arrodillé ante él, y el señor Peter también.

Ned se quedó sin palabras.

Luego me tendió la mano para que se la besase, como si esa mano ya no


le perteneciese nunca más y fuese la de un extraño que había venido a
habitar en su cuerpo.

***

Designada ejecutora, Elysabeth hizo pública la decisión de los albaceas


de Eduardo. Aunque un ejército completo sería la escolta apropiada al
rango del nuevo rey a medida que se acercara a la capital, escribió, también
consideraba el consejo de Hastings: que pensaba que tamaña demostración
de fuerza podría atizar las brasas del odio de los Lancaster, muy
especialmente debido a que en el camino de Ludlow a Londres la comitiva
debía pasar por Warwickshire y casi bajo las mismísimas murallas del
castillo de Warwick en Coventry. Por todo ello debíamos reunir sólo dos
mil hombres. Ricardo de Gloucester, procedente de York, se encontraría a
nosotros en el camino y uniría sus fuerzas a las nuestras para entrar en
Londres.

De forma privada, Elysabeth escribió que todo parecía estar bien, y que le
alegraría mucho ver a su Ned. Dickon también, aunque ya le había
advertido de que su hermano mayor tendría poco tiempo para jugar cuando
llegase. Las arcas estaban llenas, y Eduardo había hecho lo posible para
dejar todo arreglado mientras yacía en el lecho de muerte. Había ordenado
que Thomas Grey y Hastings se reconciliasen por el bien del reino. Si
Elysabeth hubiese sabido que una de las causas de la enemistad de su hijo
con el amigo más íntimo de su esposo no era sólo por las tierras y la
rivalidad por el favor del Rey sino también por el favor de Elizabeth Shore,
que además había sido la más querida amante del propio Eduardo, no lo
habría escrito en su carta. Tampoco explicó demasiado sobre su propio
dolor, excepto que no tenía tiempo suficiente para lamentarse debido al
exceso de asuntos del reino que había que tratar. Si todo esto era cierto, no
era capaz de deducirlo de la cuidada caligrafía de su secretario. Sabía que
estaba apenada porque había llegado a querer a Eduardo más allá del amor
político que toda reina debe declarar por su rey. Pero para saber
verdaderamente lo que guardaba en su corazón debería esperar hasta que
llegase a Londres y pudiésemos quedarnos a solas, porque no hablaba
fácilmente de esos temas en presencia de la gente de su casa. Mientras
tanto, sólo me cabía esperar que Margaret y nuestras otras hermanas la
consolasen.

Llevó varias semanas reunir a los hombres y prepararlos para nuestro


viaje, ya que había decidido licenciar al personal en lugar de soportar el
coste de su mantenimiento. No mantendríamos tantos hombres y armas —
tal regia ostentación— otra vez. Para mi alegría, Louis llegó e hizo los
honores a Ned, quien le contestó con una sonrisa, ya que Louis tenía el
típico carácter de caballero atrevido que fácilmente despertaba la
admiración de un niño. Aun así, debíamos dejar asegurada la Marca galesa
antes de nuestra partida. Luego había que organizar los alojamientos
adecuados para nosotros a lo largo del camino y acuartelamientos para los
hombres. No era posible estar en Londres antes del día de San Jorge, así que
debimos esperar para celebrarlo en Ludlow en una ceremonia especial.
Salimos al día siguiente, y nuestro retraso fue recompensado con un tiempo
mejor. El camino era largo, pero el sol brillaba y llevábamos perros y
halcones con nosotros, de manera que no nos faltaba diversión cuando el
tiempo lo permitía. Deseaba demostrarle a Ned que no debería abandonar
todos los placeres ahora que era rey. Él sabía muy bien lo duro que había
trabajado su padre, pero la mayoría de los placeres de Eduardo no eran
asuntos de los que pudiese hablar con un niño de su edad.

Dos mil hombres no pueden moverse rápido, y menos aún cuando tienen
que acarrear las armas y los enseres de la casa del príncipe. Pasamos el
tiempo hablando de la coronación, de su Consejo, de qué regalos y
dispendios sería apropiado hacer dado su rango y de lo que contribuiría a
asegurar mejor el reino.

—Vuestra madre será vuestra mejor consejera en estos temas. Sabe muy
bien lo que puede ahorrarse de las rentas y las tasas, y quién las merece
más.

—¿No me aconsejará también mi tío Gloucester?

—Cierto, y vos seguiréis su consejo. Pero hasta que seáis coronado, él es


el protector del reino, y estará muy ocupado con los asuntos de Estado.
Además, debido a su largo gobierno en el norte, no sabe muy bien cómo
tratar con los mercaderes de Londres, por ejemplo, ni sobre los contratos de
suministro a la casa real.

—Entiendo —dijo Ned, y pensé que así era.

Cabalgamos a través de los verdes montes y la tierra roja de la Marca


galesa hacia el terreno más abierto de los alrededores de Hereford. Los
campos estaban justo empezando a cubrirse de un verde opaco y las ovejas
cargadas de lana topetaban impacientes alejando sus ya robustas crías. Las
señalé con el dedo.

—He aquí vuestra riqueza privada, señor, y también la de Inglaterra.


Vuestro padre os ha dejado bien provisto.

Llegamos a Stony Stratford el último día de abril, Ned encorvado sobre la


montura por el agotamiento cuando pensaba que nadie lo veía.

—Éste era el alojamiento de caza favorito de vuestro ilustre padre —le


dije—. Y fue aquí donde se alojó cuando se casó con vuestra madre.

Cuando nos aproximábamos, vimos a un hombre a caballo que se


acercaba a saludarnos llevando el distintivo del jabalí de Gloucester. Sus
Gracias de Buckingham y Gloucester acababan de llegar a Northampton y
rogaban que, una vez se instalase al rey y a su séquito en sus alojamientos y
a mí en el mío en Northampton, tuviese el honor de comer con ellos.

Todos los que disponían de alojamiento se quedaron en Stony Stratford,


entre ellos Louis, ya que teníamos mucho cuidado de que nadie supiese que
nos amábamos más allá del amor que cualquier hombre puede tener por un
verdadero camarada de armas. Y era también una cuestión política, le dije,
cuando me preparaba para montar hasta Northampton. Me enteraría de lo
que se estuviera comentando en la comitiva del nuevo rey. Cuando todo
estuvo dispuesto, dejé a Richard Grey a cargo de Ned, junto con mi primo
Haute y Vaugham, que amaba a Ned como a su propio hijo y que había sido
su fiel sirviente durante largo tiempo.

He estado en Roma, Lisboa y París, pero cuando era un chiquillo


Northampton me parecía tan grande como me imaginaba que sería Londres,
y el camino desde Grafton hasta allí era como una Via Appia de promesas.
Sonreí cuando llegamos a mi alojamiento en la calle principal: una de las
tres tabernas. Todas apropiadas para las costumbres de la nobleza y los
gentileshombres, dijo el propietario haciendo una reverencia, aunque
confiaba en que su posada fuese la mejor dispuesta. Sus Gracias estaban
alojadas en las fondas a ambos lados.

Esa noche en Northampton cenamos y bebimos, aunque no demasiado,


tratándonos unos a otros con cortesía, haciendo planes para el viaje del rey
y su coronación. No había pasado mucho tiempo desde que había rogado a
Ricardo de Gloucester que arbitrase en una disputa con uno de mis
arrendadores, y hablamos de eso y de otros asuntos de nuestras haciendas
privadas. Tenía una mente lúcida para tales temas, un instinto para discernir
lo que es correcto y prudente. De madrugada me levanté y me dispuse a
reunirme con Ned, porque sólo estábamos a un día de camino de Londres.

Pero las puertas de mi aposento estaban atrancadas desde fuera y los


hombres que me tenían prisionero eran leales a Ricardo de Gloucester.

***

Dicen que todos los hombres destruyen lo que más aman. Soy el
responsable de la destrucción de Ned, porque, aunque viva, está solo, y no
tengo esperanzas de que alguna vez sea coronado. Día tras día y noche tras
noche, en la fría quietud de Sheriff Hutton, he sabido que por mi culpa, y no
por culpa de otro, Ned fue apartado de mi custodia. En comparación con
eso, mi propia muerte no era nada.

Y sin embargo, ¿dónde estuvo mi fallo? ¿Dónde y en qué momento tomé


la decisión equivocada? Todavía hoy no lo sé. Algunas veces he pensado
que sería más fácil de soportar si pudiese consolarme pensando que había
luchado contra Ricardo de Gloucester, que había sido derrotado en una
batalla y que Ned había sido arrancado de mi custodia. No confié en
Buckingham, porque él odiaba a todos los Wydvils, incluida su propia
esposa. Pero Ricardo era quien mandaba, un príncipe de sangre real, y no lo
concebía como enemigo. Era mi compañero en fidelidad a la memoria de su
hermano y en el cuidado del nuevo rey. Si se adhería más a Hastings y lo
apoyó en su enemistad contra mi sobrino Thomas Grey y mis hermanos, era
sólo por las habituales disputas sobre posesiones de tierras, prioridades o
mujeres.

Destruí a un niño porque confié en un hombre en quien no tenía ninguna


razón para no confiar: un caballero por juramento, un gobernante
honorable, el más leal de los hermanos de nuestro fallecido rey.

***

Los hombres rezan pidiendo saber la hora de su muerte. Podría decirse


que yo la supe entonces, y excepto durante los salvajes sueños de esperanza
que me asaltaban en momentos de desesperación, y que hacían ésta más
intensa cuando se desvanecían, la he sabido siempre desde entonces.

Nos sobrepasaban en número y apenas estábamos armados, ya que el


grueso de nuestras fuerzas estaba en Stony Stratford con el nuevo rey.
Cuando desbloquearon las puertas, fui arrestado en nombre del protector,
con el cargo de intentar gobernar el reino y al rey, de conspirar para la
destrucción de la sangre real y contra el propio protector. Expuse mis
argumentos, alegando ser el guardián legal del rey por nombramiento del
propio Eduardo; Ricardo de Gloucester no había sido aún confirmado como
protector, por lo que yo no había organizado conspiración alguna, sino que
me había limitado a cumplir de la mejor manera posible con la tarea que me
había sido confiada por el difunto rey.

En vano. Todavía puedo sentir la mano del capitán sobre mi hombro;


escuchar el roce de mi espada al desenvainarla y entregársela cuando me la
pidió; ver los ojos negros como un lago en la noche de Ricardo de
Gloucester mientras escuchaba cortésmente mi razonamiento.
—El rey está a salvo al cuidado de Su Gracia de Buckingham —dijo al
final, con un movimiento de cabeza. Ricardo de Gloucester permanece muy
quieto, pero cuando se mueve es rápido y cortante—. Será llevado a
Londres como estaba dispuesto, con la debida ceremonia. Pero no puedo
permitir que ningún hombre culpable de atentar contra la sangre real quede
libre, aunque haya recibido inmerecidos favores por parte de mi difunto
hermano. Ni siquiera si son hombres de hábitos, como tu hermano Lionel.

Esto me dejó desconcertado. Aquí, nuevamente resucitada, estaba la


antigua envidia de su hermano Clarence. ¿Había sido Ricardo de Gloucester
simplemente más prudente ocultando durante años la misma amargura?

Ahogué mi desprecio por esas rencorosas palabras.

—Lo diré otra vez y claramente, y lo juro sobre la Santa Cruz: no he


organizado ningún complot, y tampoco lo han hecho mis allegados. El favor
que se me ha concedido no tiene nada que ver con aquellos que el difunto
rey concedió adecuadamente a los de su propia sangre. Lo que tengo, me lo
he ganado de verdad, al igual que mi hermana, Su Gracia la reina. Los
miembros de nuestra familia cuyos servicios al rey han sido más modestos
no han obtenido más que un modesto ascenso.

—¿Y tu sobrino, el hijo de la reina? ¿Cuándo se ganó el derecho a entrar


en la Torre y apoderarse del tesoro?

—¿Thomas Grey? Suponiendo que lo haya hecho, sería comisionado por


el Consejo al que pertenece. Y si hay algún malentendido, podrá ser
aclarado cuando llegue a Londres.

—No llegarás a Londres. Richard Grey, Haute y Vaugham están


arrestados. Estarás bajo custodia y aislado en el norte, para que el reino y la
sangre real puedan estar a salvo.

Luego se giró y de un salto montó en su caballo, sin ayuda, como siempre


hacía, aunque era pequeño y deforme, y tomó el camino a Stony Stratford.
Después me hicieron montar, desarmado y rodeado por muchos hombres
bien pertrechados, y pude consolarme mirando hacia el oeste, hacia el cielo
y las nubes.
—Espero que no llueva —dije a mis captores.

—Sí, señor —fue todo lo que se dignaron decir; pero no me importaba


que se mostrasen taciturnos, ya que una sensación de esperanza se había
apoderado de mí. Lo importante no eran ni el cielo ni las nubes negras al
oeste, sino que en esa dirección, a la altura de Alley Yard, había visto a
Louis. No hizo ninguna señal que hubiese podido traicionarnos, tanto a él
como a mí, y mientras giraba la cabeza en otra dirección para que mi
mirada no acabase advirtiendo de su presencia, se esfumó.

Fuimos conducidos al norte con una prudente prisa, cada uno de nosotros
custodiado por un grupo de hombres, para que no pudiésemos hablar, ni
siquiera hacernos señales unos a otros. Mi primo Haute y el viejo Vaughan
cabalgarían directamente a Pontefract; Ricardo no vio ninguna necesidad de
recluirlos en lo más profundo de su propio feudo, como a mí. Nuestros
caminos se separaron en Doncaster, ya que Ricardo no se arriesgaría a
confinarnos juntos. Yo estaba destinado a Sheriff Hutton, pero se me
permitió abrazar a Richard Grey antes de que emprendiera el largo camino a
Middleham. Todos rezamos por la seguridad de Ned y prometimos enviar
noticias a Elysabeth y a Thomas Grey si podíamos. Su cuerpo se apretó al
mío y sentí su mano resbalar dentro de mi chaleco, dentro de mi camisa.
Luego lo apartaron.

Durante las últimas y penosas horas de viaje no me atreví a buscar lo que


Richard Grey me había dado, aunque podía sentirlo plegado dentro del lino
de mi camisa, una pequeña penitencia cuando presionaba sobre mi cilicio,
clavándolo un poco más en mi carne.

Sheriff Hutton es un lugar alto y solitario en medio de extensos


cenagales. A la luz del ocaso era verdaderamente oscuro. Cuando
finalmente la puerta de mi celda se cerró y echaron el cerrojo, una vez solo,
desanudé el chaleco.

Richard Grey me había dado el anillo de Jasón de parte de Louis. Pesaba


en mi mano, y aunque no me daba muchas esperanzas, sí me brindó mucho
consuelo, porque para entonces comprendí que me quedaba poco tiempo y
que después de cuatro decenios el viaje de mi vida estaba a punto de
terminar.
Poco tiempo, realmente, pero el suficiente y necesario para preparar mi
alma ante la muerte. Sin embargo, he pasado horas y días de mi cautiverio
tratando de entender a Ricardo de Gloucester; tratando de entender qué iba
a hacer con Ned. Cuando oí que Elysabeth se había acogido a sagrado en
Westminster en aquel primer día de mayo, llevando consigo al joven
Dickon, me alegré. Si Dickon estaba a salvo, entonces también lo estaría
Ned, porque Ricardo era suficientemente sagaz para comprender que no
ganaría nada haciéndole daño.

Sí, así fue como fracasé. Debería haber visto a Ricardo tal cual era: de la
misma estirpe que sus hermanos. George de Clarence habría matado a su
hermano y se habría puesto su corona de haberlo logrado. Ni siquiera
Eduardo tuvo finalmente escrúpulos para matar a un primo suyo, rey
consagrado, y luego a su propio hermano para mantenerse a salvo. Lo que
Ricardo de Gloucester ha hecho no debería sorprenderme. No descansará
hasta que tenga a todos bajo sus garras, y piensa que los Wydvils son de la
misma condición. Debe apoderarse de tierras, barcos, oro, mujeres y del
propio rey para que nosotros no los tengamos. No le cabía en la cabeza que
Elysabeth y yo sólo deseásemos salvaguardar la integridad de Ned y el bien
del reino; sólo ser recompensados por nuestra gran labor al servicio del rey
y por la paz entre los guardianes del reino.

Ahora soy yo el que es conducido a Pontefract. Un caballo se resbala y


tropieza en los cantos rodados del pavimento cuando giramos para entrar en
el Castle Garth. Su jinete suelta una maldición y le da unos latigazos en el
cuello. El puente levadizo hace eco bajo los cascos de nuestras
cabalgaduras, se oyó un estruendo metálico de cerrojos y casi
silenciosamente las puertas empiezan a abrirse. Este extraño peregrinaje —
un viaje en un día caluroso, y toda mi vida terrenal— está a punto de
concluir.

Una, sábado
La oficina de alquiler de vehículos es una compañía de la City, situada a
la vuelta de la esquina. Adam y yo acudíamos con tanta frecuencia a ella,
mejor que mantener un segundo coche, que terminamos abriendo una
cuenta allí, como si fuéramos una empresa. La seguíamos utilizando cuando
veníamos de visita desde Australia.

—Buenos días. Ya llamé antes. Me gustaría alquilar un coche pequeño


para el fin de semana.

—¿Cuál es su número de cuenta, por favor?

Hojeo las páginas de mi cuaderno England Admin y lo encuentro. La


empleada teclea en el ordenador.

—¿Es la que está a nombre del doctor Adam Marchant?

—Soy la otra conductora —muestro mi permiso—. Una Pryor.

Más tecleos.

—Muy bien, profesora Pryor. Tenemos un extra para usted esta mañana
—dice, y comprendo que significa que ya no disponen de coches pequeños.
Una impresora chilla, firmo papeles, y cuando digo que prefiero pagar
ahora en vez de cargarlo en mi cuenta, ya que me voy al extranjero, sonríe y
me devuelve la tarjeta—. Está bien, profesora Pryor. El doctor Marchant
dejó dinero en la cuenta la última vez que estuvo aquí. No hay nada que
pagar. Disfrute del fin de semana.

Un ligero dolor se aferra a mi garganta, pero el coche ya pagado por


Adam es tan sólido como un gran barco que acaba de levar anclas, y el
motor emite un profundo zumbido en el interior de un alfombrado silencio,
así que enseguida me siento bien otra vez. Me encamino hacia el oeste de
Londres en busca de Mark. Cuando aparco frente a su piso en Ealing y él
entra y cierra la puerta, parece que el coche lo abrazase. Salgo, apartándome
del bordillo.
***

En Grafton no hay mucho que ver: un puñado de casas agrupadas


alrededor de un cruce de carreteras que se unen con la principal de
Northampton a Stony Stratford. No ha quedado nada de la casa señorial que
conocieron Elizabeth y Anthony, y la iglesia, que sí conocían, está cerrada,
y las instrucciones para conseguir la llave son inútiles porque el sacristán se
ha tomado el día libre. Nos quedamos en el atrio preguntándonos qué hacer.
Un cartel señala una senda que baja por la colina hasta Ashton y Hartwell.

—¡Qué nombres más interesantes! —exclamo—. Hartwell, Ashton.


Suenan como si significaran algo. ¿Dónde está el mapa? ¿El río es hacia
allí?

—Sí —dice Mark, mostrándomelo—. Primero el canal —que no existía


entonces—, luego el río y, mira, hay un molino. ¿Quieres estirar las
piernas?

—Sí —estoy mirando el mapa—. Supongo que el ferrocarril tampoco


existía.

—Pero es la configuración del terreno, además del viejo camino


principal, lo que importa.

—Y la autopista M1, hacia Salcey Forest. Ésa es la línea principal de la


costa este dirigiéndose al norte, estoy segura. Todas situadas en paralelo en
una franja de un par de kilómetros de ancho. Las arterias del reino.

El camino es antiguo, y discurre por un terreno escarpado.

—Me pregunto cómo sería el pueblo. No tan diferente, tal vez. Campos y
árboles. Los campos más pequeños y los caminos más embarrados. Un
cerdo en cada jardín. Debe de ser muy tranquilo por la noche, incluso ahora.

—Excepto por los búhos —dice Mark—. ¿Nunca has oído a un conejo
atrapado por uno?
—Las viejas y conocidas «brujas»... Supongo que no hay ninguna razón
para no mencionar algo sobre eso en el libro: las creencias que la gente
tenía. Pero ignoro en qué creían Elizabeth y Anthony. Probablemente en
supersticiones bastante sofisticadas. Pero no lo sé con certeza. No puedes
asegurarlo. No podrías decirlo, realmente no.

Ha estado mirándome con atención y ahora sonríe.

—Sí, Una, ya lo sé. Nunca lo sabrás con seguridad. Pero eso no significa
que no valga la pena intentarlo.

Caminamos hasta el canal y luego regresamos subiendo la colina. Al


llegar al coche le pregunto a Mark:

—Sólo para no meter la pata con Morgan, ¿por qué os separasteis tú y


Jean?

—Encontró a otro —dijo—. Lo típico. Al principio me quedé fatal, y no


acababa de recuperarme aunque pasara el tiempo. Fueron diez años
fantásticos, pero después... Bueno, la gente cambia, ¿verdad? Más que nada
era aceptar que se había acabado. Y Mary —Morgan— lo superó. Me ocupé
de ella cuando Jean emigró a Canadá. Pero creo que está bien.

Muevo la cabeza, pero no añado nada, porque la historia parece


completamente zanjada. Enciendo el coche. Me alegra saber que al final
encontró a alguien, me imagino, aunque hubo un tiempo en que saberlo me
habría herido hasta lo insufrible. Pero qué poco sé, realmente, de su vida.
Apenas cuenta nada.

—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso de nuestro peregrinaje? —


pregunta.

Peregrinaje, pienso, mientras la carretera baja alejándose del cruce de


Grafton en dirección a Northampton. Peregrinaje. ¡Era tan importante!
Podría ser a Jerusalén, donde el calor y el peligro eran el sacrificio que se
hacía por Dios. Podría ser lo que hemos denominado una cruzada, para
matar infieles o convertirlos a punta de espada: una forma de comprar tu
salvación a cambio de las almas de otros. Podría consistir en ir caminando
entre una multitud de mujeres por el prolongado y salado camino a
Walsingham. O a Canterbury, lleno de historias milagrosas, el edificio más
vasto que nunca hayas conocido. El oro, el marfil y las joyas del altar
superaban todo lo que se pudiera imaginar, mientras los grandes arcos
parecían estirarse hacia arriba entre nubes de incienso.

Pero también se podría peregrinar a la ciudad más cercana, a la misma a


la que el otro día fuiste a comprar un cerdo o a enterarte de las últimas
noticias, y podías hacerlo en sólo un día. El mismo viaje podía ser o no un
peregrinaje, ya que lo importante era cómo ibas y las intenciones que
llevabas: cada uno de los pasos, los movimientos de tu cuerpo, las
canciones que cantabas y las plegarias que rezabas, las imágenes que tenías
ante tus ojos.

Debo de haber hablado, porque Mark gira la cabeza y levanta una ceja.

—Estaba pensando en peregrinajes —digo—. En el hecho de que el viaje


en sí sea tan importante como el sitio al que vas.

—¿Te acuerdas de lo que dijo Izzy sobre sus Estaciones de la Cruz?

—No.

—En una entrevista que le hicieron para una de las revistas de arte, dijo:
«Para mí lo importante es lograr la imagen apropiada para cada momento.
Pero debo recordar que para los creyentes es igualmente importante todo lo
que ocurre entre ellas».

Habla despacio, como si las palabras de Izzy fuesen para él una especie
de talismán.

—Una, ¿qué pasó con Izzy?

Su voz sofocada me hace sufrir por él, y no tengo que preguntarle lo que
quiere decir; ya me he hecho la misma pregunta muy a menudo.

—Nunca lo he sabido. No se trataba de que no fuese suficientemente


buena, al menos cuando estaba en plena juventud veinteañera. Y Paul
también estaba muy orgulloso de ella. Pero él no quería vivir en el Chantry,
y no puedes culparlo por eso, supongo. Cuando nació Fay fue muy duro. No
tenían bastante dinero y ella no contaba con ninguna ayuda. Habría sido
distinto si hubiesen estado en el Chantry. Le resultaba muy difícil para ella
conseguir encargos, y Paul... Bueno, no es un mal tío, pero me parece que
no entendió que Izzy necesitaba que alguien le inyectase energía. Su
necesidad de rodearse de gente que hablase de arte y de impresiones. Que
no podía trabajar en un vacío, cuidar de Fay y dejarlo todo para tener lista la
comida en la mesa para cuando él llegase de la oficina. Lejos del Chantry y
sin trabajo, sin encargos, estaba fuera de órbita... Pero no entiendo qué
tendría que ver eso con su postura en contra de la restauración del Chantry,
no lo sé...

En Astley hay incluso menos que ver. El paisaje es más llano, menos
ondulado que en Northamptonshire, y también menos agradablemente rural,
ya que los campos sufren el asedio expansionista de la industria subsidiaria
de Coventry y Birmingham. Cuando Elizabeth era joven, el castillo de
Astley era una casa rural fortificada, pero ahora sólo queda un armazón de
ladrillos con almenas victorianas en un terreno privado y quemado al que
no podemos acceder y que sólo conseguimos vislumbrar desde el
cementerio. Y también esta iglesia está cerrada.

—¿Quieres que busquemos las llaves?

—No —digo—. Tendré que verla algún día, pero ahora no merece la
pena. Si quedamos en reunirnos con Morgan a eso de las cuatro, deberíamos
ponernos en marcha.

Nos dirigimos de vuelta a la autopista y la facilidad del trayecto hace que


las mismas preguntas vuelvan a resonar en mi mente.

¿Cuánto amaba Mark a Izzy? ¿Podría yo haber conseguido que me amase


tanto como yo le amaba a él? ¿Por qué se fue?

¿Cómo era posible que las preguntas que me había formulado tantas
veces y durante tantos años todavía resonasen con tanta fuerza en mi
cabeza?
Porque la verdad es que sonaban. Sí, traté de enterrarme en bibliotecas y
archivos, en las profundas trincheras de mi trabajo de doctorado, en
publicaciones académicas, reuniones y seminarios, en conferencias, nuevos
compromisos y comités de departamento, pero nada pudo acallarlas. Luego,
enseguida encontré una forma de silenciar el redoble de mi cabeza, durante
un día, una noche o una semana.

Una sonrisa un poco más sostenida de lo que dictaban las normas desde
el otro lado del aula, dos miradas que se encuentran en aburridas fiestas de
copas para dar la bienvenida a un nuevo profesor, el cotilleo académico
prolongado hasta horas intempestivas en el bar del hotel donde se pronunció
la conferencia.

Era divertido pensar cómo debía vestirme, hablar, moverme y tocar,


hablar de tipos de fundición y colofones, marcas de agua y patrocinadores
de impresiones mientras no dejabas de observar las manos de un hombre, la
inclinación de su cabeza, la forma en que movía la boca cuando hablaba, la
manera en que sus dedos rozaban los míos cuando ponía más bebidas sobre
la mesa. Era divertido poder ocupar mi cabeza y luego mi cuerpo con esa
brillante y estúpida chispa en los ojos de un hombre cuyo efecto era
ponerme la piel de gallina. Estábamos lejos de casa, después de todo, sólo
era una semana y el sol brillaba en los canales de Venecia, o la luna se
elevaba detrás de las Rocosas, o el fuego del carbón en mis habitaciones
estaba tan resplandeciente que impedía el paso del frío gris y la lluvia de
Lancashire, envolviéndonos cálidamente.

Pero una vez que se marchaba, donde sea que fuera, cuando ya no
estábamos juntos, nuevas preguntas acudían a mi mente.

¿Haremos?... ¿Puedes?... ¿Tú...?

Mi necesidad de respuestas sobre el hombre —cualquier hombre— se


renovaba y se hacía más acuciante —un acufeno de deseo— que el opaco y
amortiguado sonido de mi anhelo por Mark y se convertía en una renovada
y acuciante lucha por ignorarlo.

Me sentaría y sudaría en mi despacho o en mis habitaciones, tratando de


no usar el teléfono, saltando del escritorio a la biblioteca y vuelta a
empezar, evitando de esa manera escapar definitivamente y, dando zancadas
en mi habitación o en mi despacho, dejar mi trabajo e ir a buscarle al suyo,
a su bar favorito, a su casa, sin que el riesgo me importase.

Y siempre había un riesgo; el riesgo parecía tan necesario para mi deseo


como la inteligencia o el cuerpo del hombre. Un riesgo alimentado por
algún tipo de impedimento personal o profesional, por no decirlo más
crudamente. Lo que a mí misma me decía que quería de él, que me gustaba
de él, era lo que nunca podría darme, al menos no libre o públicamente.
Pese a todo, me negaba a verlo así, hasta que Izzy, con una brutalidad poco
común en ella, me lo advirtió. Estaba llorando y quejándome de mi última
relación y ella me abrazaba, pero lo que me advirtió fue:

—Una, creo que siempre buscas a alguien que tenga algún impedimento
para continuar la relación. Pienso que necesitas que sea así.

Era cierto, aunque me negaba a aceptarlo. Y si encontraba algún hombro


seguro, me limitaba a llorar en él, y lamentarme sobre la vida inadecuada de
los demás.

Conocí a Adam en una fiesta y entablé conversación con él porque no


podía dejarme ver hablando con mi anfitrión, cuya esposa también estaba
allí. Y, de repente, ya no había ningún riesgo, ningún impedimento, sólo
Adam.

Entonces pude permitirme aceptar que Izzy estaba en lo cierto, y que


había perdido quince años en amores que no eran amores, con hombres que
sólo disponían de medio corazón para entregarme. Sumida en las lágrimas,
algunas veces en la culpa y siempre en la soledad, porque sin permitirme a
mí misma ser consciente, sabía que ellos sólo desearían la mitad de mí, y
esa mitad era todo lo que podía entregarles. La otra mitad era de Mark.

Y entonces conocí a Adam y lo amé con todo mi corazón.

Quince años. Recuerdo estar en la cama con Adam, hablando de todo,


con la cabeza sobre su hombro o la suya sobre el mío; riéndonos como
locos con algún dibujo animado tonto o la última estupidez del último
ministro de Sanidad; a él llegando medio dormido de una emergencia y
derrumbándose sobre la cama para arrimarse a mí como si mi calor lo
arreglase todo; o a mí misma sentada a altas horas de la noche trabajando en
algún artículo para una revista y a él trayéndome un whisky caliente con
limón y preguntándome cómo iba todo. Leía lo que llevaba escrito mientras
me bebía el whisky y observaba el pequeño frunce de su entrecejo, y
entonces él me preguntaba justo lo que necesitaba para que mi argumento
encajase en su sitio. En mi mente aparecía el esquema, el que había estado
intentado ordenar durante horas, ahora clarísimo, y el placer que me
procuraba era el mismo que sentía al ver que su sonrisa le hacía levantar
más una comisura de los labios que la otra. Era como si mi mente, mi
corazón y mi cuerpo pudiesen al fin sentir lo mismo, ser lo mismo, vivir y
amar en el mismo sitio.

Y ahora Mark, que pensé que era un lejano pasado, es presente. Está aquí
a mi lado y ahora sé que desde que lo vi de pie, con su silueta perfilada por
el sol del verano en el jardín del Chantry, lo que amé en Adam primero
aprendí a amarlo en Mark. ¿Entonces dónde está Adam ahora?

No lo sé. Mark, sentado medio atravesado en el coche, con sus largas


piernas estiradas y las manos relajadas, parece imposible y
desconcertantemente material. ¿Cómo se atreve a interponerse entre Adam
y yo? ¿Cómo se atreve a bloquear mi acceso a ese amor fácil, que me niego
a aceptar que ya no podrá ser recíproco, al amor que aún estoy enviando al
vacío porque no hacerlo sería peor?

No puedo aguantarlo. Es insoportable. No era así cuando podía recordar a


Adam nítidamente. Una lágrima tibia resbala suavemente desde el ángulo
del ojo y cae sobre mi chaqueta dejando una pequeña pero visible mancha.

—¿Estás bien? —dice Mark, y me pregunto cómo he podido sentirme tan


enfadada hace un momento cuando conozco tan bien el peso y la gentileza
de su voz.

Muevo la cabeza.

—Un poco cansada. No demasiado mal.

—¿Quieres parar? ¿Descansar? ¿Tomar un té?


—No, no hace falta. Prefiero seguir conduciendo. No queda mucho.
¿Dijiste que nos íbamos a encontrar con Morgan en el mercado?

—Sí. Tiene un puesto de joyas. Dijo que la recogiésemos allí.

Circulamos por la autopista, que asciende dejando atrás los hundidos


bajos del Midland hacia un paisaje más amplio y más rudo de montañas,
páramos y valles de ríos profundamente encajonados. Allí están las señales
de la salida y pienso en el joven Anthony contemplando a sus compañeros,
que volvían heridos y derrotados desde allí, mientras esperaba en el páramo
de Towton la batalla que sin duda se libraría y la muerte que podría llegar.
No fue así, al menos para él. Y luego, media vida después, volviendo a
repasar su antigua existencia, reencontrándose sobre el camino de Sheriff
Hutton a Pontefract, esta vez sabiendo con certeza que iba a morir. Sabemos
que se lo habían anunciado y sabemos que el viaje debía hacerse
necesariamente en menos de un día y antes del anochecer, por tanto en
pleno verano, y probablemente en una larga jornada calurosa.

Pero no puedo pensar lo que él pensaba mientras cabalgaba, o sentir lo


que él sentía. Era un hombre de... piedad... no. No, es una palabra
demasiado concisa y presuntuosa; y tampoco fe, es demasiado débil. Él
tenía una creencia que para nosotros es difícil de sentir, quizá imposible: un
sistema de certeza absoluta que trasciende la fe, un conocimiento que
formaba parte de él como sus propios huesos, revestido de palabras y
rituales que le habían vestido desde que el tocado del bautismo le envolvió
por primera vez, desde que nació para la iglesia al ser bautizado con el agua
bendita y con sal para alejar a Satán.

Estoy muy cansada, y profundamente afectada, y repentinamente también


me parece insoportable no poder conocer a Anthony, no poder leer sus
libros, hablar con él, caminar a su vera, mirarle a los ojos, tocar su mano. A
lo mejor, si lo intento con suficiente fuerza, quizá consiga imaginármelo al
completo... Trato de sentirlo cabalgando a mis espaldas, pero no está allí.

***
El mercado de Pontefract ocupa todo el Micklegate con gente y
productos: pirámides de naranjas, envases de muslos de pollo congelados,
vídeos y cedés y camisetas baratas meciéndose bajo la brisa. En el fondo
está la artesanía y souvenirs para turistas: viejos grabados, jerseys tejidos a
mano en colores que recuerdan joyas descoloridas, mermeladas de dudosa
factura con tapas de guinga.

Morgan está sentada, trabajando a la vista del público y con una bandeja
en su regazo: alambres de plata, cuentas, broches y alicates de miniatura.
Tiene la piel de un dorado oscuro con ojos maquillados de púrpura
reluciente y labios pintados en rojo oscuro, y su largo pelo negro y liso
atado con una goma y peinado al estilo rastafari. Su aspecto representa la
imagen alternativa de una mujer cargada de joyas, pero no con los típicos
adornos de mente-cuerpo-espíritu, porque sólo lleva dos excepcionales y
grandes pendientes de plata: un relámpago y un sable. Es algo más alta que
yo, parece rondar los veinticinco y demuestra estar realmente contenta de
ver a Mark.

La envuelve en un abrazo y luego la aparta un poco para inspeccionarla


bien.

—Tienes muy buen aspecto.

—Bueno, no me va mal. ¿Y tú?

—No me quejo. Bien, ésta es Una, Una Pryor. Una, Morgan Fisher.

—¿Cómo estás, Morgan?

—Hola —dice—. Recuerdo que Mark hablaba de ti.

—¡Dios mío! —exclamo sonriente.

Se aproxima una pareja para admirar sus trabajos, que realmente son
llamativos: en un lateral del puesto, tapizado con terciopelo negro, se
exhiben collares de soles, piercing de lunas para la nariz y una Melusina
bajo su apariencia de dragón. En el lateral opuesto, tapizado con seda
blanca, hay unos delicados colgantes de vidrio azul y verde que parecen
gotas de lluvia, estrellas de plata, hojas esmaltadas, y otra Melusina, esta
vez bajo su apariencia de serpiente marina con la cola doble. Hay pulcras
notas escritas a mano con tinta dorada o plateada que informan de que los
ganchos, tuercas y cierres de los pendientes son de plata pura, que se
aceptan tarjetas de crédito y una descripción de las marcas de contraste.

—Parece que estarás ocupada un rato —comento cuando la pareja paga


por un pendiente que representa una cabeza de carnero para él y un broche
en forma de relámpago para ella, y su lugar es ocupado por una niña a la
que le saltaban los ojos de asombro y que aún tiene en su mano el impreso
que le autoriza a agujerearse las orejas. Empieza inspeccionando los
pendientes de estrellas mientras se masajea los lóbulos rosados de sus
orejas.

—Morgan, ¿te importaría mucho que fuese al castillo? —pregunto—.


Perdona por ser un poco brusca, pero es importante y nunca lo he visto.

—Por supuesto que no me importa —dice simplemente—. Para eso has


venido, ¿verdad?

—¿Mark?

—Sí, muy bien. Morgan, cariño, no tardaremos mucho.

—El tiempo que queráis —dice—. No voy a ir a ningún sitio.

Mark y yo emprendemos la subida hacia el castillo en silencio y el


mercado va desapareciendo gradualmente a medida que nos acercamos a la
barbacana. Ante nosotros, los gruesos muros del castillo: aun en ruinas, las
torres son macizas; la entrada, amplia, y la magnitud, formidable. Se trata
de un importante centro administrativo, y el gran mapa del panel de
información lo muestra: existen cámaras para el rey y otras para la reina,
también para los empleados, contables y para la justicia. Hay establos y
armerías para cientos de hombres, casas de contabilidad, hornos de pan,
bodegas de vino y cerveza, depósitos para la pólvora y balas de cañón,
espacio para torneos y justas, huertas para alimentos y plantas medicinales,
jardines de recreo e incluso un prado para jugar a los bolos.

—Debía saber lo que significaba ser traído a Pontefract.

—¿Quién? ¿Qué significaba?

—Anthony. Fue traído aquí tras pasar varios meses encerrado en Sheriff
Hutton. Mira, Ricardo III se hizo con el poder. Bueno, por entonces todavía
no era Ricardo III, era Ricardo, duque de Gloucester, el hermano pequeño
de Eduardo IV, que acababa de morir.

Nunca estaba segura de lo que la gente sabría de historia. ¿Es más


prudente explicar demasiado o no explicar lo suficiente?

Pero Mark está escuchándome mientras caminamos al fresco entre las


torres de la entrada y salimos a la liza.

—Así que Ricardo de Gloucester era tío del nuevo niño-rey, Eduardo.
Anthony era hermano de Elizabeth, y por tanto el tío de Eduardo por parte
de madre, y él era su verdadero custodio. Estaba trasladando a Eduardo a
Londres para ser coronado y Ricardo los interceptó en Northampton, tomó
el control de Eduardo, arrestó a Anthony y lo envió a Sheriff Hutton, que
por decirlo de algún modo se podía considerar el castillo privado de
Ricardo, su guarida personal, a decenas de leguas de cualquier sitio. Sólo el
castillo y una villa para abastecerlo. No he estado allí, pero lo sé por los
mapas y los archivos. Y unas semanas más tarde le dijeron que iba a ser
ejecutado y lo trajeron aquí. Pero esto es muy diferente. —Muevo una
mano hacia adelante—. Es un sitio oficial, un castillo del gobierno, por así
decirlo. Ricardo ya no necesitaba esconder a Anthony más tiempo. Él era el
gobierno, y no el niño Eduardo, que estaba custodiado en la seguridad de
las dependencias reales de la Torre y más tarde fue trasladado a unas más
pequeñas... Ricardo III fue coronado al día siguiente de la muerte de
Anthony... Me pregunto qué pensaría Anthony durante el viaje desde
Sheriff Hutton. Debía de saber lo que Pontefract significaba, ¿verdad?

La liza es vasta, rodeada por los basamentos de los muros y los tocones
de las torres, y la torre del homenaje se yergue por encima de ella desde su
mota. Nuevos paneles de información ilustran sobre bodegas, despensas y
capillas y dibujan las huellas de lo que allí existió una vez. Y sin embargo,
parece imposible que haya sido el mismo castillo. Es una sensación tan
increíblemente extraña, ¡estamos tan lejos de todo aquello! Quizá soy
afortunada porque sólo estoy escribiendo sobre sus libros y sus cuentas,
sobre lo que dicen los anales y lo que muestran las ruinas.

Hay grava nueva y brillante en el suelo, y estamos de pie bajo los restos
abovedados de piedra de un edificio que, según las indicaciones, era la
cervecería y las dependencias de los mayordomos.

—Quiero saber lo que realmente le sucedió a esta gente, lo que significó


para ellos.

Cuando digo «ellos», nuestros ojos se cierran y luego él mira hacia el


vacío. Estoy segura de que no está pensando en Elizabeth y Anthony, sino
en el Chantry, igual que yo. En la limpia humedad de la tierra de la bodega;
el olor acre de la mermelada de moras enfriándose y del unto en el
fregadero; de la trementina y el aceite de linaza que llega desde el estudio;
la madera tibia bajo los pies descalzos sobre las escaleras a las que les dio
toda la mañana el sol; jabón de afeitar y jabón de glicerina en el baño; el
polvo seco y la madera apenas pulida del pasamanos cuando corrías
subiendo las escaleras del ático para llamar a Mark para algo... Cien mil
historias, recuerdos, tan breves, tan transparentes como un retal de gasa
ondeando bajo el viento que, sin embargo, puede apoderarse de tu cuerpo y
de tus sentidos tan poderosamente como el odio, el miedo o el amor.

—¿Damos una vuelta por las murallas? —propone Mark.

Lo hacemos; pero aún estoy pensando en el Chantry, el olor a ruibarbo


que salía por la puerta trasera, el chirriante cloqueo de las gallinas, el
clamoroso ritmo de baile de la prensa, el penetrante y cálido olor de la piel
de Mark cuando nos inclinamos sobre ella, uno al lado del otro, para ver la
última sección de los Viajes de Gulliver en la que van apareciendo primero
el fantasma de Aristóteles, totalmente encorvado y ayudándose con una
vara, y después Gulliver junto con Alejandro Magno tratando de entenderse
cada uno en su versión de griego. Todo invocado por la magia de la tinta, el
hierro y la madera.
Esas cosas llenan mi mente de imágenes y mi cuerpo de recuerdos. En
comparación, la dura roca amarilla bajo mis pies, la grava municipal, los
turistas con su ropa informal y las señales de advertencia de pendientes muy
escarpadas y peligro de derrumbes no significan nada.

—¿Quieres ver algo más? —pregunta Mark, mientras descendemos desde


las murallas y volvemos otra vez a la liza.

Quiero oler y sentir el pasado de Anthony, pero no puedo.

—No, no merece la pena. Él no está aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Anthony. No está aquí. —Algo parecido al dolor, un átomo de lo que


he sentido por Adam, me oprime en la garganta—. No puedo encontrarlo.

Me mira.

—¿Pensabas que podrías?

—Mi abuelo está todavía en el Chantry.

—Pero él... Lo conocimos allí. Y la casa todavía está allí.

—Pero ésta también fue su casa. O algo parecido. —¿Qué importa si no


puedo encontrar a Anthony? Doy la vuelta, regresando hacia la entrada—.
Bueno, de todas formas me alegro de haber venido. En la tienda tendrán
folletos y otras cosas. Sería interesante ver qué partido han tomado con
respecto a Anthony. Por aquí todavía son seguidores de Ricardo de
Gloucester. No admiten que él fuese el responsable de la muerte de los
príncipes en la Torre.

—¿Qué? ¿Después de quinientos años?

—Ah, sí. Y aunque no estoy de acuerdo, ya que pienso que hay pruebas
que lo acreditan, deberíamos agradecerlo. Nada mejor que una controversia
realmente buena para poner a historiadores, aficionados y profesionales a
rebuscar, a sacar a la luz nuevos documentos, a replantearse antiguas
suposiciones. De hecho...

—Una. —Pone su mano en mi brazo. Mi corazón empieza a palpitar.


Sonríe—. Sssh. Como diría Morgan: «El duelo también está permitido,
¿sabes?».

—Ya lo sé —digo, y entonces me pregunto a qué duelo se refiere.

***

Después de ayudar a Morgan a desmontar su puesto y a guardar sus cosas


en el maletero del coche, lo natural parece ir hasta un bar. Está lleno de la
gente del mercado, algunos parroquianos y uno o dos turistas. Nos
apretamos alrededor de una mesa pequeña; cualquier otro día habría
disfrutado viendo un típico bar lleno de gente típica, pero la jornada de hoy
ya me ha pasado factura y estoy muy cansada. Me duelen los huesos. Mark
va a por las bebidas. Morgan también parece cansada, pero tiene sus
razones.

—¿Trabajas mañana? ¿Vas a otro mercado? —pregunto.

—No, no me toca mercado. Además, tengo diez días libres en mi trabajo


—dice—. Me debían vacaciones.

—¿Entonces tienes otro trabajo, además de las joyas?

—Soy cuidadora. Trabajo cuidando ancianos. A veces me quedo por la


noche.

—¿Te vas a algún sitio?

—No, porque estoy ahorrando para ir a ver a mi madre en verano.


Probablemente me limitaré a descansar, preparar más material y ver a mis
amigos.
Podría preguntarle si quiere venir con nosotros, pienso. A Mark
seguramente le gustaría. Y luego me pregunto si a mí me gustaría y por qué
deseo que venga. Por muy agradable que sea —de hecho está empezando a
gustarme mucho—, inevitablemente estará en medio.

¿En medio de qué?

—¿Te hiciste tú esos pendientes?

—Pues en realidad venía con tanta prisa que no sé lo que me puse. No


llevo pendientes en el trabajo. —Se toca el relámpago—. Ah, sí, éste es
mío. Se llama Thor.

—¿Les pones nombres?

—Bueno, lo hago para mí misma, para no confundirme. Cuando acudo a


un mercado tengo que controlar lo que vendo: dos Excalibur, un Sol y Luna
y tres Globos de Merlín. O lo que sea. Pero cuando hace frío los dedos
entumecidos me impiden escribir con claridad, de modo que cuando llego a
casa lo tengo que descifrar. Pero las cosas del Rey Arturo siempre
funcionan muy bien, y también los dragones. Siempre trato de pensar en
cosas nuevas.

—¿Has leído El rey eterno?

—¡Sí! —dice, y sus ojos se encienden—. Mi madre me lo regaló después


de que fuéramos juntas a ver La espada en la piedra. Aunque creo que no
entendía lo extraña que era esa historia. Sólo tendría unos doce años. Y la
historia era triste, en cierto modo amarga. Recuerdo que no me esperaba esa
amargura.

Mark regresa con las bebidas y se sienta al lado de Morgan.

—¿Cómo está tu madre? ¿Y Keith? —le pregunta.

—Está muy bien. Él tuvo un infarto y me pagaron el viaje para que fuese
a verlos en Navidad, pero ya está recuperado. La nieve era increíble.

—Salúdala de mi parte la próxima vez que hables con ella.


¿Es en eso en lo que se transforma el matrimonio o las parejas al final?
¿Un educado «nada»? Y entonces me pongo a recordar la llamada de
Adam, cuando sentía mi llave en la cerradura, cómo se me encogía el
corazón cada vez que franqueaba el control de pasaportes y se giraba para
sonreír en el último minuto, el olor de su nuca o de su muñeca cuando
estábamos en la cama hechos un ovillo.

No, los matrimonios no siempre terminan en fórmulas de cortesía. ¿Qué


es entonces lo que arde en mi vientre cuando miro a Mark? El enfado
emerge otra vez, sólo que no es por él, es por mí, ante esta llamarada de
deseo que borra a Adam y oculta nuestro amor en la oscuridad.

Deseo. Debo reconocerlo tal cual es. No vale disimularlo. Ni producto


del cansancio, del dolor, de una conmoción retardada o del afecto. Deseo.
Nada más y nada menos. Definitivamente, nada más.

Morgan bebe la espuma de su pinta de cerveza.

—¿Y tú en qué andas, Mark? ¿Todavía trabajas para Patrimonio?

—Me acogí a la jubilación voluntaria. Cuidar de mí mismo. Sólo... —me


echa una mirada, y muevo la cabeza—. Sólo una posibilidad. La casa de la
familia de Una podría ser restaurada. Yo podría ayudarles.

Me mira.

—Ah, sí, ya recuerdo. ¿En la... la capilla?

—El Chantry, dice Mark.

—Recuerdo que Mark solía hablar de todos vosotros. ¿Toda la familia


vivía junta? —pregunta Morgan. Suena como si realmente le interesase
saber.

—Sí. Mis abuelos, mis tíos y mi tía Elaine. Mis padres habían muerto, así
que eran mis tutores. Y mis primos Izzy —Isode— y Lionel. —La ansiedad
me está produciendo calambres internos por lo que Izzy le podría estar
diciendo a Fergus, si es que le dice algo—. Y luego siempre había más
gente, como Mark, que ayudaba al funcionamiento de la imprenta, amigos
que se quedaban, o refugiados, muchos de ellos después de la guerra. Mi tío
Gareth todavía sigue llevando la imprenta, pero parece que va a tener que
venderla. Aunque ahora, con el respaldo de Mark... Pero no nos
adelantemos.

—Qué divertido, con tanta gente. En mi caso sólo éramos mami y yo,
básicamente. Hasta que vino Mark. —Sonríe a Mark. Ni su rostro ni su voz
dejan traslucir que haya algo oculto que pudiera contradecir lo que ha
dicho. Sea lo que fuese lo que haya pasado, no parece haber dejado ninguna
herida, ningún rastro de infelicidad soterrada, nada que callar... nada—.
¿Cuál... cuál es el nombre? ¿Isolda?

—Isode. Viene de la novela de Thomas Malory La muerte de Arturo.


Todos nuestros nombres. —Sus ojos se iluminan, así que continúo—. Kay,
mi padre, Elaine y Gareth, que todavía vive. El Isode de Izzy; su hija es
Fay, y el hijo de Lionel es Fergus. Yo soy la única que no pertenezco a la
saga familiar —digo, y siento un ligero escozor en mi piel, como si Mark se
hubiese conmovido repentinamente—. Pero tiene un toque artúrico. Una
viene de la novela de Spenser La reina de las hadas. —Morgan abre la boca
y sé lo que va a decir—. Y el tuyo también, ¿verdad, Morgan?

—Sí, pensé que era guay... Debe hacerte creer que todas esas cosas están
tan cercanas. No por el hecho de ser artúrica sino por sentirte parte de una
familia, tener abuelos, historias que contar. La casa... ¿habías dicho que fue
destrozada por una bomba? ¿Fue durante la Segunda Guerra Mundial?

—Sí —dice Mark.

Sacude la cabeza.

—No me lo puedo creer. Quiero decir, ves todas esas historias por la tele
y en las películas. Probablemente más de lo que ellos, tú, nunca hayan visto
en esa época. Pero el pasado está ahí... en los nombres de las calles que
conoces, en los de la gente que conoces. Algunos ancianos a los que cuido
tienen recuerdos fantásticos, aunque no tengan ni idea del día que es hoy.
Hay una anciana que era enfermera en la Primera Guerra Mundial, en las
trincheras y todas esas cosas. Festejamos su centésimo cumpleaños no hace
demasiado tiempo y todavía sigue aquí. ¿Recuerdas esa serie de la tele,
Testamento de juventud? Dice que está todo mal, que la han falseado
totalmente.

Riéndome, me levanto para ir a por más bebidas, exclamando:

—¡Que el cielo proteja a quien trate de reconstruir el pasado ante su ojo


avizor!

—Entonces este peregrinaje en el que estás —dice Morgan cuando


vuelvo—, ¿está relacionado con tu trabajo?

—Se lo explico lo más claro y brevemente posible, ya que dice que no ha


estudiado historia medieval en la escuela.

Mueve la cabeza y dice:

—Pero lo del peregrinaje...

—Ésa es la palabra que usa Mark. Supongo que en realidad es bastante


apropiada, aunque suena un poco ostentosa. Podría buscar en un montón de
sitios, en lugar de hacer todos estos kilómetros conduciendo. Pero... sentir
las distancias entre los lugares ayuda, especialmente con Anthony.

—Supongo que es un poco como una caminata zen.

—¿Como qué? —pregunto.

—Pensé que eso era el mantenimiento de las motocicletas —dice Mark.

—Es una especie de meditación —aclara, sonriendo a su chiste, aunque


el cinismo que implicaba, si era lo que parecía, no le afecta—. Vas
caminando a algún sitio pero lo haces sintiendo todo lo que hay allí.

—¿Te refieres al paisaje, los cantos de los pájaros, el viento? —pregunto.

—Sí, pero sobre todo a tu propio cuerpo. Si lo haces correctamente, es


como si observases tu talón tocando el suelo, luego flexionándose hasta la
punta de los pies y despegándose del suelo, y el otro pie haciendo la otra
mitad del ciclo; también sientes cómo mueves los brazos y las manos, tus
hombros y todo el cuerpo. Es algo así como convertirse en movimiento,
pero mientras te diriges a algún sitio, a diferencia de cuando meditas, que
estás sentada en reposo y sólo te transportas a algún lugar con la mente.

Y mientras habla, se me aparece la visión que se me negó en el coche y


en el castillo: Anthony está presente en mí, su cuerpo absorbiendo el
movimiento de su caballo, el crujido de monturas, el tintineo de bocados y
espadas, el polvo en su nariz y el olor del cuero caliente y desgastado, y
siempre, como parte de su existencia material, la certeza de que iba a morir.

Más tarde, cuando Morgan se va al aseo, aprovecho para contarle a Mark,


ansioso por preguntarme, lo que pienso de ella.

—Es encantadora —digo, y él parece feliz—. ¿Algún novio a la vista?

—Por ahora no.

—Es una pena que tengamos que irnos mañana. —Y no digo nada más,
pero me divierte mi astucia mientras observo cómo se queda pensando en
ello, antes de continuar—. Si no, podrías pasar más tiempo con ella.

—Podríamos... no.

—¿Qué? ¿Ver si quiere venir con nosotros?

—Bueno... sí.

—¿Por qué no? Sería divertido.

También sería más seguro para mí, aunque no lo digo, ni siquiera lo


pienso. ¿Seguro para qué?

—¿Estás segura? No quiero complicar tu peregrinaje. No quiero desviarte


de tus planes.

—Bueno, son también los tuyos, así que los desviaríamos juntos. No, en
serio, me parece bien. ¿Qué sentido tiene un peregrinaje si no lo incluyes
todo?
—¿Todo?

—Bueno, si estás tratando de entender lo que pasó... —explico, lo que es


extraño, porque, después de todo, ésa no es la razón por la que hacemos este
viaje.

—Morgan no forma parte de lo que ocurrió —afirma.

—No, no directamente. Pero tú sí, y ella es parte de ti.

No me contesta, pero no porque esté buscando palabras, sino más bien


porque está muy ocupado digiriendo lo que he dicho y lo que no.

Ahora el bar está lleno, como cualquier sábado por la tarde, con vocerío y
humo. Cuando le pregunta a Morgan si estará libre mañana para un viaje a
York y Sheriff Hutton, se siente francamente encantada y acepta
inmediatamente. Sólo cuando ya es demasiado tarde se me ocurre que
nuestro encuentro con Fergus, organizado como una amistosa visita de la tía
que-pasaba-por-allí-antes-de-irse-de-Inglaterra, podría adquirir otro matiz.
Y con Morgan allí... No puedo imaginármela incómoda ante nada. Pero a
fin de cuentas ella no forma parte del Chantry y desde luego no tiene nada
que ver con los desencuentros o las disputas familiares.

Después me doy cuenta de que la franqueza, la honestidad, la ausencia de


dobles sentidos en lo que dice y piensa me da a entender que no se sentirá
herida ni incómoda si le sugiero que se dé una vuelta mientras lo
discutimos. No le importará. Interpretará las cosas tal como son. ¡Qué
maravilloso es ser capaz de hablar y escuchar simplemente!

Está todo arreglado. Recogeremos a Morgan por la mañana a primera


hora.

—Siento tener que hacerte madrugar un domingo —le digo.

—Bah, ya estoy acostumbrada. Además, vale la pena —contesta.

Nos decidimos por un motel tranquilo, barato y bien situado para recoger
a Morgan. Entro yo, mientras Mark espera en el coche para bajar las
maletas si hay habitación.

—¿Una habitación doble, entonces? —dice el recepcionista.

—No... no, gracias. Dos individuales —corrijo, y me pongo roja como un


tomate.

—¿Las quiere una al lado de la otra? Tengo un par en el tercer piso.

—Sí, por favor. —Porque me niego a aclarar que sí importa, y no lo haré,


aunque mi cuerpo lo está gritando. Gracias a Dios, Mark no estaba a mi
lado. ¿Si hubiese estado, qué habría hecho? ¿Qué habría querido hacer?
Adam, ¿dónde estás?

Firmo el recibo de la tarjeta de crédito y no me entero de la información


sobre la cena y el desayuno en el restaurante contiguo. Hay máquinas de
bebidas y cosas de picar en la planta baja. Por lo que parece, no hay un
salón o algún tipo de espacio neutral. Sólo pisos de habitaciones. Luego me
acerco a la ventana y le muestro las llaves a Mark, que saca nuestro
equipaje del maletero, cierra el coche y empuja la puerta al entrar en la
recepción.

—Estoy tan cansada que hasta siento dolor —confieso, de pie ante
nuestras respectivas habitaciones—. Tantos kilómetros conduciendo.
¿Comemos en el restaurante?

—¿Por qué no? —responde—. ¿Quieres descansar un poco o nos vemos


en diez minutos?

—Diez minutos. Si me echo, ya no me levanto.

Me miró con preocupación por un momento, asintió con un gesto y se


giró para abrir su puerta.

No es un restaurante, sólo una cafetería de carretera. Ante los duros


filetes con patatas fritas, hablamos con poco entusiasmo sobre los planes
para mañana.
—A Morgan no le importará que discutamos de negocios con Fergus un
rato, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Sabe que es un tema complicado. Además, no


tiene por qué ofenderse.

—No, ¡bendita sea! —exclamo, y la charla deriva a otros temas.

Cuando pagamos la cuenta y vamos caminando por el aparcamiento de


vuelta al motel, me dice:

—Casi las dejo plantadas, ¿sabes?

Esto es lo que los médicos llaman «el momento de la mano en el pomo de


la puerta», y pienso con repentina claridad:

—¿A quiénes? ¿A Jean y Morgan?

—Mary, se llamaba entonces. Sí. Yo... Jean tenía un nuevo trabajo, estaba
muy ocupada reuniéndose con gente. Morgan iba a la universidad y... no
parecían necesitarme para nada. Me fui enfadando cada vez más. Broncas y
esas cosas. Siempre chocábamos. Pensé que ellas no me querían. Entonces
les amenacé con irme.

—Pero no te fuiste.

—No. Realmente no habíamos hablado del tema, aunque Morgan lo


sabía. Pero no pasó demasiado tiempo hasta que descubrí lo de Jean y
Keith. No trataban de esconderlo demasiado. Pienso que de alguna manera
ella quería que me enterase.

—¿Pero ella te ha perdonado? Morgan lo ha hecho, ¿verdad?

—Sí. Yo... yo incluso me he perdonado a mí mismo. Casi. Pero ojalá no


hubiese dicho nada. Hizo mucho daño, lo sé, le dolió mucho a Jean, y a lo
mejor por eso... Aunque pensé que estaba haciendo lo correcto.

Dudo si preguntarle si quiere, después de todo, tomar una taza de café en


una de nuestras habitaciones, pero los momentos «mano en el pomo de la
puerta» son siempre así, solía decir Adam. La gente dice las cosas porque
ya tiene una mano en la vía de escape. Si cortas eso, dejan de hablar.

Y, además, no confío en que sea tan neutral, compasiva o desinteresada


como un médico. Hay preguntas que ascienden desde algún lugar de mi
interior para instalarse dolorosamente en mi garganta. ¿Es eso lo que
pensaste que nos estabas haciendo? Quiero preguntárselo. ¿Lo correcto?
¿A mí? ¿Abandonarnos? ¿Y por qué era diferente con Jean? ¿La querías
más?

Pero no puedo expresarlo. Estoy tan cansada que el cuerpo vuelve a


escocerme al ser restregado con la aspereza del viejo dolor y me estremece
pensar lo que podría ocurrir si lo digo. El silencio de tantos años no puede
romperse con tanta facilidad y seguridad.

Hemos llegado a nuestras respectivas habitaciones. Su silencio me hiere.

—No puedes saber si fue eso lo que impulsó a Jean a hacer... buscar en
otro lugar. A lo mejor no fue eso. Y además, no te fuiste, ¿verdad? Te
quedaste.

Mark me tiende la mano, con la palma hacia abajo, como haces cuando
quieres tocar a alguien, sólo un poco, a suficiente distancia.

—Sí, me quedé...

—Nuestros ojos se encuentran, pero no con el calor de nuestro pasado


compartido y presente, como hicieron en el castillo. Parece cansado y algo
triste. A lo mejor piensa que estoy a una distancia segura de él,
suficientemente segura para poder decir esas cosas, para pedir sólo una
pequeña ayuda. Durante un momento su mano toca la parte de atrás de la
mía.

Su tacto es como un dolor, y espero que continúe, como si sólo su cuerpo


pudiese aplacar mi desesperada postración. Él también lo siente. Puedo
darme cuenta por la forma en que su mano se abre para asir la mía
completamente, en el calor de su palma y la presión de sus dedos. Nos
quedamos así un largo rato y mi corazón empieza a golpear en mi pecho.
Adam, ¿dónde estás?

No lo he dicho en voz alta, pero como si lo hubiese hecho, porque Mark


parece replegarse en sí mismo. Luego se inclina y roza mi mejilla con sus
labios.

—Buenas noches, Una. Que duermas bien.

—Buenas noches, Mark.

Nos giramos, abrimos nuestras habitaciones separadas y nos vamos solos


a la cama.

Elysabeth, primer año del reinado del rey Eduardo


V

Me llamaron rebelde por no querer hacer caso al Consejo. Fuimos


acusadas de hechiceras, tanto yo como la señora Shore, esa mujer de
Eduardo. Al oírlo me habría reído si no fuera porque por boca del mismo
hombre escuché que lord Hastings había sido arrestado en la sala del
Consejo y eliminado en menos de una hora. Dijeron que el príncipe
Richard, duque de York, mi pequeño Dickon, no tenía derecho a acogerse a
sagrado porque no había hecho mal alguno, y que su hermano el rey
necesitaba la compañía de un joven en las estancias reales de la Torre
mientras se hacían los preparativos para su coronación.

Con Antony prisionero y Hastings muerto, los dos hombres del Consejo
que protegían con mayor celo y amor a los hijos de Eduardo habían
desaparecido. Los grandes y honestos hombres designados para gobernar no
tenían más poder que Ricardo de Gloucester para llevar los asuntos del
reino. Bajo ningún concepto entregaré a Dickon, ya que así aumentaría la
preocupación del Consejo, pues mi negativa podría poner al pueblo en
contra de ellos.

Me llamaron Medea por destruir la libertad de mis hijos para vengar a


mis enemigos. Pero Eduardo no era Jasón, así que ¿cómo podría estar
destruyendo lo que más amaba en el mundo, mis dos hijos más jóvenes aún
vivos? No sería derrotada. Punto por punto argumenté mi defensa. Dije que
el santuario protege a los inocentes tanto como a los culpables y que mejor
sería que trajesen a Ned aquí, a Westminster, si éste realmente deseaba la
diversión de su hermano y los cuidados de una madre. No presentaron
ningún argumento que yo no consiguiese refutar.

Para obligarme a cambiar de parecer, rodearon el edificio del santuario de


Westminster con hombres de Ricardo de Gloucester armados, en tal número
que podrían haberlo derrumbado con una sola orden. Podíamos verlos desde
todas las ventanas y ellos a nosotros. Romper el derecho a acogerse a
sagrado es algo terrible, pero no estaba segura de que Ricardo de Gloucester
no diese tal orden. La abadía de Tewkesbury no era un santuario oficial,
pero muchos hombres criticaron a Eduardo cuando, después de la batalla,
había sacado a rastras a sus enemigos de allí y los había hecho colgar en la
plaza del mercado. Y Ricardo había aprendido muchas cosas de su
hermano.

Aunque sabía con qué propósito vinieron aquel día, me encantó ver al
bueno y viejo arzobispo Thomas de Canterbury cuando entró en la sala del
Abad con todos los caballeros del Consejo. Thomas era un gran hombre,
elegantemente vestido con su escarlata cardenalicio, y su rostro ancho se
deshacía fácilmente en sonrisas. Muchas veces, después de otra reunión
más del Consejo que había terminado a gritos y con la amenaza de desafíos,
había venido a mis estancias privadas, se había sentado al calor de la
lumbre y había expuesto con calma cómo evitar esas riñas. Luego
rezábamos, yo me arrodillaba ante él para recibir su bendición y esa noche
conciliaba el sueño con mayor facilidad.

Apenas faltaba una semana para la noche de San Juan. Vendrían


comediantes, si podían ser persuadidos de que no hiciesen nada que pudiese
ofender este suelo consagrado, y yo había prometido a Dickon y a las
pequeñas que podrían subir al tejado para ver las hogueras. Yo estaba en el
estrado de la sala del Abad, sosteniendo a Dickon de mi mano mientras
Bess y Cecily me esperaban. Si todo hubiese ido bien, las dos estarían
casadas a estas alturas, a salvo bajo la protección de sus maridos. Yo, a su
edad, ya estaba casada con John Grey y era madre. Mi hermosa Mary ya
llevaba un año en la tumba, pero a mí me parecía que aún rondaba entre sus
hermanas como lo hacía en vida. ¿Estaba mi hijo Richard Grey muerto
también, en la profundidad de las oscuras torres de Middleham? ¿Y qué
habrá sido de Thomas Grey? Cuando escuchamos que Antony había sido
apresado, Thomas desapareció para ponerse a salvo en Bretaña, como
deseábamos, pero no habíamos oído nada que nos lo asegurase.

Desterré tales pensamientos, erguí mi espalda y escuché a Thomas de


Canterbury mientras exponía, una vez más, los argumentos del Consejo
para que entregase a Dickon. Ante sus palabras, sentí una invasión de
agotamiento en la que no permitiría que se infiltrase el dolor. Pero no habría
descanso para mí hasta que estuviésemos a salvo. Vi que la impaciencia
hacía mella en sus rostros, ya que no podían esgrimir más argumentos que
yo no lograse rebatir y no tenían otro medio legal de conseguir a mi niño.
Me levanté con total majestad y alcé la voz hasta llenar la sala.

—Señores míos, os pido perdón. No es temor femenino o rebeldía lo que


me hace rechazar vuestra petición, sino la correcta protección de una madre
por sus hijos. ¿Acaso temí enviar a mi hijo Eduardo a Ludlow cuando era
príncipe de Gales, aunque sólo era un bebé? No, porque era bueno para el
reino. Pero no hay ninguna buena razón para alejar a Richard, duque de
York, de mi cuidado, y sí muchas malas. La ley no permite que ningún
hombre tenga bajo custodia a otros cuya muerte le pueda beneficiar, sea el
protector o cualquier hombre de menor rango. Yo sólo me baso en las leyes
del hombre y de la naturaleza. Aquellos de vosotros que de corazón veléis
por el bienestar de mis hijos lo entenderéis, lo sé. Sé también que
cualesquiera que sean sus insultos hacia mí, que no repetiré por
despreciarlos, el protector no profanará este lugar sagrado por no poner en
peligro su alma. Por lo tanto, os agradezco vuestra cortesía, señores míos, y
os deseo un buen día.

Hubo un murmullo entre ellos, como si quisieran aproximarse más y


argumentar con más fuerza, pero yo sabía que no les quedaban más
argumentos. Seguramente lamentaría que esos buenos hombres me
deseasen el mal, muy especialmente Thomas de Canterbury, pero
ciertamente no me deseaban el bien. Pero eso no me haría cambiar de
parecer.

Entonces Thomas avanzó. No estaba sonriente, pero parecía muy atento


con nosotros. Por un momento puso su mano sobre la cabeza de Dickon,
quien se inclinó bajo su bendición.

—Señora, hemos departido largo tiempo y dichosamente juntos, vos y yo,


desde que os coroné y ungí hace muchos años, aquí en Westminster. Os doy
mi palabra de que no debéis temer por vuestro hijo. No podéis pensar que
nosotros, el Consejo, os podamos engañar, o que nos falta inteligencia como
para dejar que el protector nos engañe. —Levantó su mano—. Yo, Thomas
Cantabriensis, cardenal arzobispo, prometo en cuerpo y alma ante Dios que
tendré a salvo a vuestro hijo, el príncipe Richard, tanto su vida como sus
propiedades como príncipe del reino y duque de York. Amén.

Hubo silencio en la sala. Desde fuera llegaba el sonido de soldados


marchando y un estruendo de aceros que llamaron mi atención. ¿Estarían
agrupándose en mayor número, esperando la orden para irrumpir tras la
puerta? ¿Golpearían a cualquier hombre, sacerdote, monje o acólito valiente
que se atreviese a oponerse? ¿Dirían los hombres, hombres santos, Dios
incluso, que tendría las manos manchadas de sangre bendita por ser
responsable de tal terrible evento?

Me giré, todavía reteniendo la mano de Dickon, para sopesar más


claramente lo que debía hacer. Podría confiar en Thomas de Canterbury, ya
que lo conocía. Eduardo confió en él durante todos los años de su reinado y
nunca había sido traicionado por él como otros hicieron. Podría tener fe en
la gentileza de su corazón, en la santidad de su alma y en la perspicacia de
su sabiduría mundana. Podría tener fe en su alegato.

Pero era muy duro. A Ned lo amaba, pero fue Antony quien lo vio cada
día. Dickon era mi niño pequeño, y desde que a mi bebé George se lo llevó
Dios, era el único hijo que todavía se aferraba a mis faldas, asía mi mano y
me mostraba un libro, o una catapulta, o una rodilla cortada, como antes
hicieron Thomas y Richard, en aquellos años entre los manzanos y trigales
de Grafton.

Me arrodillé para abrazar a Dickon y no pude evitar el llanto, aunque


sonreí lo mejor que pude.

—Hijo, debes ir con el arzobispo, que te llevará junto a tu hermano.


Podréis jugar, cantar, leer cuentos juntos y ser felices. Cuando sea
coronado, estaremos juntos otra vez.

Me miró gravemente, más taciturno que Ned, con algo de mi madre en su


larga nariz francesa y en la agudeza con la que observó a los grandes
hombres que esperaban silenciosos al otro lado de la sala. Tenía catarro y su
labio superior estaba aún rojo y áspero.

—Señora, deseo ver a mi hermano, pero no quiero dejaros, ni a vos ni a


mis hermanas.

—Lo sé, cariño. —Saqué mi pañuelo y limpié su nariz—. Pero es por tu


bien, y te gustará ver a Ned. No será por mucho tiempo, unas pocas
semanas, como mucho, otras veces has estado lejos de tus hermanas durante
ese tiempo. Estarás en la Torre. Podrás jugar a ser tío Antony matando
rebeldes. Allí habrá hombres que la defendieron y que te podrán contar
muchas historias.

Mientras hablaba, podía ver que su cara se animaba.

—Eso me gustará. Por favor, señora, decidles a Anne y a Katherine que


pueden jugar con mis caballeros, pero sólo hasta que vuelva. Y Bridgie
puede quedarse mi perro de juguete; pronto cumpliré los diez años y ya no
lo necesitaré.

Lo estreché otra vez entre mis brazos.

—Au revoir, cariño. Pronto estaremos juntos. Y exprésale mi amor y mis


humildes respetos a tu hermano. Recuerda que ahora es tu rey, respeta las
adecuadas cortesías. Dios os bendiga a ambos.
Asintió con la cabeza. Me incorporé, cogí su mano y lo conduje hasta
Thomas de Canterbury.

—Señora, estáis actuando de la forma más sabia y adecuada —dijo


Thomas—. El Consejo elogia vuestra sabiduría, y está satisfecho de que lo
hayáis tenido en cuenta. —Cogió la mano de Dickon—. Venid, señor.

—Lo habéis prometido en cuerpo y alma —le dije—. No lo olvidéis.

—No podría hacer otra cosa, igual que no podría ungir a un rey que no
fuese vuestro hijo mayor —respondió.

Detrás de mí oí un sollozo, rápidamente ahogado, y luego otro. No podía


ir a consolar a las niñas, porque si lo hacía yo también rompería a llorar.
Los señores del Consejo podrían pensar que había antepuesto mi confianza
a su honor, pero no les dejaría pensar que me habían destruido.

Me quedé inmóvil mientras hacían las reverencias y besaban la mano,


pero no perdí de vista a Thomas de Canterbury, que conducía a mi hijo
fuera de la sala y fuera del santuario, y a todos los señores que le seguían
detrás.
Capítulo 9

Antony, noche de San Juan

Al norte, en mitad del verano, la luz tarda horrores en morir. Un sol


amarillo se funde sobre las torres de Pontefract, que relucen como si fueran
de oro viejo, y baña los techos de la capilla, mientras que la liza, donde
unos pocos hombres gandulean a su aire, está sumida en una profunda
sombra. Las piedras todavía exhalan el calor del día. Ya he rezado los
oficios y me espera una larga noche por delante. He pedido un sacerdote,
pero ninguno puede venir hasta el amanecer. He hecho testamento antes de
comenzar este último peregrinaje, pero debo escribir a Elysabeth y a mi
mujer.

Escucho a mis espaldas el cerrojo de hierro que se abre y se cierra sobre


la reja de la puerta, y los pasadores deslizándose hacia atrás. Como todo lo
que está bajo las órdenes de Ricardo de Gloucester, están bien engrasados y
silenciosos. Entra un sirviente trayendo la tinta y el papel que he pedido y
una jarra de vino.

—Gracias.

—De nada.

—La voz de un niño, mitad gruñido, mitad chillido.

—Tú no eres carcelero.


—Sólo estoy ayudando, señor. Perdón, mi señor, debería decir —se
excusa el muchacho—. Sirvo al alguacil, sir John, pero él está de viaje en el
sur.

—Ah. —La luz se ha resbalado del techo de la capilla. Me giro para verlo
bien. Es moreno, pequeño y no se parece a Ned lo más mínimo—. ¿Cómo
te llamas?

—Stephen, señor. Stephen Fairhurst.

Voy a coger la jarra, pero mis manos están temblando como nunca lo han
hecho en años, nunca de esta manera, desde mi primera batalla, mi primer
torneo, mi primera mujer. No desde Louis.

—Y si os place... ¿puedo serviros el vino, señor?

No hay desprecio en su voz. Quizá no ha notado mi temblor.

—Sí, gracias. —El vino huele a sol y cojo la copa para aspirar su
fragancia más profundamente. Esta noche podría emborracharme, no sería
la primera vez. Pero entonces, ¿cómo podría consolar a Richard Grey por la
mañana, rezar con todos mis sentidos, o saludar a mi muerte y a mi Dios
como debiera? No, no me emborracharé.

El muchacho me está observando. No es un niño, ni tampoco aún un


hombre.

De pronto se acerca: se le ha dicho que soy su enemigo. ¿No sabe que


incluso la mano de un enemigo puede temblar? Yo lo supe siempre, desde
que encontré a Mallorie entre los árboles de Towton.

—¿Os sirvo un poco más?

Levanto mi copa. Ahora ya lo sabe.

—La tarde está tranquila —es todo lo que digo.

—La mayoría de los hombres se han marchado al sur, mi señor. Su


Gracia se lo ordenó.
—Así es. —Es mayor que Ned, quizá catorce o quince—. ¿No fuiste
enviado con ellos?

—No. Aunque el porqué no lo sé. Mi amo dijo que debía dejar el castillo
con una buena guarnición. Pero no soy soldado, sólo un paje, y además aquí
no ocurre nada, todo se hace en Londres, dicen. Desearía estar allí... —
Recuerda algo y se inclina en una descuidada reverencia—. Ruego perdón,
mi señor.

—Quédate y toma una copa de vino.

—Yo... gracias, mi señor. —Mira hacia la puerta detrás de él—. Pero...

—Ciérrala, si quieres. Puedes llamar para que la abran. ¿Sólo un ratito?


Hay una copa ahí, en el suelo, junto a la cama.

—Vuelve a girar la cabeza, va hasta la puerta, avisa con cuidada


tranquilidad de que su señor le ha pedido que le haga compañía y empuja la
puerta. Luego los cerrojos se cierran.

—Trae tu copa y acerca ese otro banco.

Así lo hace Stephen, pero se sienta incómodo sobre el borde y bebe con
tragos pequeños y nerviosos. Lo observo. Sólo cuando ha bebido hasta la
mitad, le pregunto:

—¿Entonces, eres de por aquí?

—No, soy de Sheriff Hutton. Mi padre era curtidor, pero murió en


Tewkesbury. El... amigo de mi madre me consiguió un sitio aquí. Me dijo
que siempre podría agenciármelas, con tantos señores y tal, todos dedicados
a los asuntos de Su Gracia. Pero básicamente no hay nada que hacer, y
cuando hay que hacer algo, no soy el elegido. Estoy allí, pero prefieren a
otros hombres. En estos días sólo hay arrendatarios y aldeanos en la
guarnición, y no hacen nada excepto cuando los llaman para cortar la
hierba. ¿Cómo voy a abrirme camino en el mundo encerrado en este sitio
todo el año?
Su voz se alza para expresar una auténtica humildad y natural
indignación, y luego se ruboriza.

Bebo. ¿Les pasa lo mismo a todos los muchachos? Yo también quería


conquistar el mundo, aunque a mí se me ofreció más de lo que una viuda de
Sheriff Hutton podría dar a su hijo.

—¿Y eso es lo que quieres, labrarte un camino?

—Sí, es lo que quiero.

Afuera reina una cálida quietud.

—Pero un hombre también puede hartarse de estar abriéndose paso. Una


vez estaba tan cansado de todo que me fui a una cruzada. —Su cara se
ilumina—. Me dije que serviría mejor a Dios destripando moros en Portugal
que quedándome en Inglaterra festejando, bailando y haciendo proyectos.
Al rey no le gustó mucho. —Me mira fijamente. Nunca había hablado con
alguien que hubiese sido amigo del rey. Aunque igualmente podría haberme
referido al rey Arturo o al rey Agamenón—. Eduardo me perdonó, por
supuesto. Siempre perdonó a todos, incluso a su hermano George. Y cuando
regresé, me entregó a su hijo, el príncipe de Gales. Me encargó que...

No puedo hablar. Aparto la vista y bebo un poco de vino, y él no rompe


mi silencio.

—Está tranquila la noche —digo, cuando puedo controlar mi voz otra


vez.

—Sí —responde Stephen.

Me he vuelto a repetir. ¿Pasará el tiempo como en un reloj de arena, la


misma arena de antes? ¿Cuándo decidirá Dios romper el vidrio y sacudir las
almas fuera para poder juzgarlas mejor?

—Y fui en peregrinación a Roma, y a Compostela... —La idea, que había


estado rondando por mi mente, toma forma de repente—. Está muy
tranquilo. Y no se oyen martillazos. ¿O es que el sonido no llega?
—¿Martillazos?

—Aunque... debo reconocer que mi final no es un acto público. ¿Por qué


tendría Ricardo de Gloucester que ordenar construir un cadalso?

Que hubiese nombrado a su penúltimo señor así le hace ruborizarse a


escarlata, algo que no ocurrió cuando hablé de mi trato con el rey.

—Yo... yo no lo sé. Lo... lo siento, mi señor.

Le toco la mano.

—Una pregunta retórica. No necesita respuesta.

Se sonríe, quizá aliviado porque no me ha ofendido.

—¿Más vino, mi señor?

Estoy temblando más de la cuenta. Le ofrezco mi copa y vierte el vino.

Bebo, vuelvo a beber y dejo mi copa.

—¿Pero han ordenado un sacerdote para... para mañana?

Stephen carraspea y contesta con voz ronca:

—Por supuesto, mi señor. Sir John debe de haberlo hecho seguramente,


pero Su Gracia lo ordenó expresamente en uno de sus despachos. Es un
hombre de Dios.

—Eso dicen. Es tal su deseo de poseer todo el poder terrenal que... —Me
detengo—. No importa... debo escribir algunas cartas.

—¿Debo irme entonces, mi señor?

—No, quédate.

No hay un hombre sobre la tierra al que se le pueda confiar un mensaje.


Debo pensar qué podría decir sobre el papel para que quienquiera que
rompiese el sello pudiese leerlo, aunque cualquier hombre podría haber
oído todo lo que he dicho a mi mujer en cualquier momento de estos diez
años y no haber encontrado nada que valiese la pena oír. ¿Qué me habría
ocurrido si el matrimonio concertado de la hermana del rey de Escocia no
hubiese fracasado ante los ataques y los derramamientos de sangre en la
frontera? Dios lo sabrá, yo no puedo calcular esas cosas.

Señora, os saludo y os envío la bendición de Dios y la mía.

Palabras amables, porque aunque nunca la he amado, ha sido una buena


esposa que traía una buena dote, y yo, como marido, tengo el deber de
guardar su alma tanto como su cuerpo. Rezo para que lo que he dispuesto
para ella en mi testamento sea respetado cuando yo me vaya.

Cuando termino la carta, se la entrego.

—¿Cuidarás de que sea enviada? Si puedes esperar, te estaría muy


agradecido, sólo tengo que escribir una más.

—Sí, mi señor.

Ahora la luz se desvanece rápido. Cojo hierro y pedernal, pero mis manos
aún tiemblan. Sin decir palabra, Stephen me los quita, enciende la yesca y
luego una vela.

Me consumo por escribir a Louis, pero no debo. Por mi culpa Ned se


perdió. No soportaría pensar que por otro acto mío capturasen a Louis.

La llama de la vela brota y resplandece mientras escribo a Elysabeth.

***

Por fin lo he hecho. Y, sin embargo, desearía no haberlo hecho, terminar


esta carta es terminar algo para siempre. Por la ventana se cuela el aire de la
noche y lo poco que puedo ver del cielo es como terciopelo negro. Tengo
mucho frío. El muchacho estuvo sentado y quieto todo este tiempo. La
mayoría de los chicos no pueden estar sentados más de dos minutos; aunque
obligado, le enseñé a Ned la postura propia de un rey. Pero este muchacho,
Stephen, tiene algo así como una serena tranquilidad, y me hace compañía
sin inquietar mi espíritu.

Me dicen que Ricardo de Gloucester será proclamado rey mañana. Si me


importase, lo consideraría una prueba de su temor hacia mí, de que no haría
algo tan ilegal, una acción tan traicionera, mientras yo estuviese vivo. Pero
si es un hecho consumado, entonces ni la ley ni el pueblo se lo impedirán,
de la misma manera que no han impedido que ordenase mi muerte, aunque
el Consejo no haya encontrado pruebas para arrestarme por traición. ¿Cómo
pelear contra un hombre poderoso que siempre hará lo que quiera aunque
las leyes le digan que no? Quizá mientras los reyes necesiten a los grandes
hombres para gobernar en su nombre sucederá así.

Si Ricardo va a ser proclamado rey, entonces mi niño está perdido.


Ricardo sabe mejor que nadie cuán fácil es matar a un rey, cuando tienes las
llaves de la Torre en tu mano y se ha ordenado al guardia que mire a otro
lado.

Tengo mucho frío. Doblo la carta para Elysabeth, cojo la vela y la


mantengo inclinada, poniendo sobre ella el lacre. Un latido del corazón y el
lacre rojo cae en gotas perfectas sobre el pergamino cetrino, se juntan y
forman un gran redondel, mojado y brillante como la sangre. El sello se
presiona encima, el rojo lamiendo el bronce. Un respiro, se levanta y la
venera del peregrino queda allí, dura y enfriándose rápidamente.

Sin mediar palabra, el muchacho la coge, la pone junto con la otra y


luego dice:

—¿Tomaréis más vino, mi señor? Os dará calor.

—No, gracias.

—¿Busco una sábana?

—Sí, por favor.


Me la echa sobre mis hombros. Es áspera y pesada, y todavía tengo
escalofríos. No puedo estar sentado toda la noche. Lo he hecho muchas
veces para rezar o preparándome para la batalla, pero no debo arriesgarme a
debilitar ni mi cuerpo ni mi alma para mañana.

Ahora se produce el cambio de guardia y se da la hora. No sé cuántas


horas tengo, sólo que el amanecer del verano llegará enseguida.

—Quizá debería dormir un poco. ¿Puedes pedir que me despierten


cuando llegue el sacerdote?

Cojo el rosario de mi mesa, frío y pesado en mi mano, que sólo las


plegarias consiguen calentar.

—Sí, mi señor —dice Stephen con sus ojos fijos en el chasquido y el


movimiento de las cuentas de oro.

Me siento en el borde de la cama.

—Nunca podía dormir antes de una batalla —digo, y a la luz de la vela


puedo intuir que se está preguntando cómo se siente uno al saber que habrá
una batalla por la mañana. Envuelvo mi sábana firmemente sobre mi cuerpo
y me acuesto mirando hacia la estancia.

—¿Queréis que apague la luz?

—No, déjala.

Mis ojos están semicerrados. Stephen se mueve callada, suavemente,


poniendo las copas y la jarra de vino medio vacía sobre la bandeja. Al rato
se dirige a la puerta y levanta su mano, pero vacila. Quizá piensa que
duermo y no quiere despertarme al golpear la puerta para recuperar su
libertad.

—¿Quieres quedarte?

Apenas sé qué he dicho. Podría haber sido un pensamiento, no una voz.


Pero no, lo ha oído y se da vuelta.
—¿Señor?

—Por favor, hazme compañía.

Da un mensaje al guardia, que gruñe asintiendo, y se queda.

—Bebe más vino, dame un poco a mí y siéntate —le ruego, estirándome


un poco.

Stephen vierte vino en las dos copas y me alcanza una, antes de sentarse
en la mesa con la otra. Bebo y luego vuelvo a acostarme.

No puedo hacer otra cosa que pensar en Jasón, al final de sus viajes,
muerto por el timón de su propio barco Argos, que era llamado Dodona por
ser regalo de los dioses... Sí, sólo puedo pensar en él, y sé que todo lo que
sucede es también voluntad de Dios, así que debo enfrentarme a la muerte
con la entereza propia de un hombre.

El sueño no llega. Acostado, pienso en Stephen. ¿Sabrá por qué le he


pedido que se quede? A decir verdad, ¿qué puede saber él de lo que yo sé?
Probablemente nunca durmió solo en una cama antes, nunca se enfrentó en
una batalla, nunca leyó un poema, nunca viajó más allá de York. Debe
aprender, debe entender algo de lo que tanto ansía.

—Cuando me apresaron por primera vez, pensé que me liquidarían de


forma secreta. Temía no poder saber la hora de mi muerte. —Está
observándome—. Traté de preparar mi alma para el final. Rezaba todo el
día, y cada vez que oía abrirse los cerrojos rezaba más intensamente, Deo,
in mano tuo. Pasaron semanas hasta que me di cuenta de que no sería así.
Durante una hora o dos tuve esperanzas. Y luego comprendí que igualmente
moriría, pero de qué forma, ya no importaba... —Estoy completamente
despierto—. Ves... —alcanzo mi copa de vino—. Entendí que si no había
necesidad de que mi muerte fuese secreta, era porque Ricardo de Gloucester
no temía la venganza. Comprendí que Eduardo nunca sería rey. Y también
que Ned... Eduardo, debía estar bajo las garras de Ricardo... Si la
desesperación es un pecado, he pecado más desde entonces que en todos
mis años en este mundo.
Una gota de vino corre por la comisura de mis labios y cae sobre la
almohada. La limpio.

—Y hoy me he dado cuenta de lo acertado que estaba en mi temor por


Eduardo. ¿Te han dicho que Ricardo de Gloucester lo ha ignorado? —
Stephen calla. Debe ser en nombre de su lealtad; después de todo, es un
hombre de Ricardo, lleva el distintivo del jabalí junto con el de su propio
dueño, como hacen muchos. O a lo mejor es que no entiende—. Habría
deseado que lo apartasen de mí, pero aún quedan unas pocas horas para
rezar por Ned. Ahora no por su gobierno, sino por su vida.

La sábana se cae y el aire frío me penetra. La recojo.

—Le enseñé todo lo que pude. Aprendió todo sobre Dios y los santos,
historia, buen gobierno, las reglas de los hombres, torneos, canto, caza...

Pero recordar esas cosas banales es más doloroso que cualquier tema
espiritual. No debo pensar en ello.

—Tráeme mi libro de horas. Allí, sobre la mesa.

Lo pone en mi mano, me incorporo y lo abro.

—Acércame el cirio, muchacho. —Pero la oscuridad de la cámara parece


ahogar la luz, y no alcanzo a distinguir las letras—. Mis ojos están
nublados... ¿Sabes leer? ¿En latín?

—Sí, un poco, mi señor.

—Acércate y léeme algo. —Paso las páginas, suavizadas por el desgaste


de su lectura y el estudio—. Aquí, la Oratio ad sanctissimam Trinitatem.

Toma el libro y lo mira. No tuve tiempo en Northampton y este librito es


todo lo que pude traer conmigo. Puedo percibir que el muchacho está
decepcionado por el libro, con sus grabados pequeños y bastos, y también
conmigo, su dueño.

—Es un libro impreso. Hay cientos iguales, hechos en una prensa, una
máquina, y vendidos por uno o dos chelines. Tú podrías tener muchos,
llenos de oraciones e historias de grandes hechos. No sólo un misal. —Miro
su rostro y me río—. Ya lo sé. A la mayoría de los chicos no les interesa
aprender nada en los libros. Incluso Ned tenía que ser obligado a
permanecer en su pupitre cuando el sol estaba alto sobre el río Teme y tenía
un nuevo caballo para montar.

—¿Ned?

—Mi niño.

Y no añado nada más. Pasado un rato, se sienta en el suelo estudiando las


páginas. El aire está frío y denso. Lee despacio, como si empujara las
palabras.

—¡Pater aeterne! rogo te per vitam et mortem acerbissimam delectissimi


Filii tuii...

Ésos son los sonidos que he tenido en mis oídos toda mi vida, palabras
que siempre he sabido, y que él también casi sabe. Ruedan desde el papel
con manchas negras a sus ojos, a su lengua, dichas al aire, flotando allí
como el incienso.

—... miserere mei nunc et in hora mortis meae. Amén.

—Amén —respondo. Sigue sentado en el suelo a mi lado—. ¿Lo


entiendes?

—No exactamente, mi señor.

Extiendo la mano y toco su hombro. Está caliente.

—A ver, «... Padre Eterno, te ruego a Ti por la vida y la muerte, amarga


muerte, de tu Hijo bienamado, y por Tu infinita bondad... merezca
misericordiosamente que pueda vivir y morir en la gracia. —Bajo la mano,
siento la emoción que recorre su cuerpo. Después de un momento, puedo
seguir—. Muy benigno, muy amable, Jesús, pido a Ti, por Tu amor a Tu
Padre, quien... a quien siempre Te abrazó... y por Su última palabra, cuando
Tú estabas crucificado, encomendaste Tu espíritu al Padre, recibe mi
espíritu al final de mi vida. Espíritu Santo, infunde la caridad perfecta en mí
y fortalece mi espíritu con ella hasta que... deje esta vida. Oh muy santa
Trinidad, un solo Dios, ten piedad de mí ahora y en la hora de mi muerte.
Amén.

La luz de la vela es de un amarillo céreo en su rostro, realzando el


mechón de su pelo y los ojos. Es pequeño y vivaz, su pelo bajo mi mano es
áspero y flexible, como el brezo en la ladera de una montaña, donde uno
podría tumbarse bajo el sol del verano. ¿Pero qué hay de mi niño, mi Ned,
mi hijo?

—Debería haber imaginado lo que haría Ricardo. ¡Debería! Pero pensé


que gobernaría con la mediación del Consejo. Con la de la corte. Estaba
preparado para ello. Pero no... no para lo que hizo.

Stephen se gira hacia mí y me mira. Su mirada me desarma.

—Era mi niño.

Ya no puedo contener mi dolor. Sumido en el dolor, agacho la cabeza


hasta las rodillas, y luego me presiona con tanta fuerza que no puedo
permanecer erguido y caigo de lado con mi rostro hacia la pared llorando
por el fin de mi mundo, y por el mundo que continuará después.

***

Después de un buen rato siento el brazo de Stephen por mi espalda, un


toque suave, ahora más firme al comprobar que no me agito, aferrando mi
hombro. Me hace volver en mí y me doy cuenta de que mi camisa se ha
caído. El dorso de su muñeca raspa mi cilicio, y se asusta.

—No te hará daño —digo—, los alambres son muy finos y no cortan la
piel, sólo cortan tu conciencia. Visten a un hombre en penitencia.

—¿Tenéis necesidad de arrepentimiento, mi señor?


—Todos los hombres deben arrepentirse, porque todos somos pecadores
desde la caída de Adán —recito como un escolar obediente. Y sin embargo,
no es suficiente; si hablo de tales cosas, debería hacerlo de corazón, para la
gloria de Dios.

No puedo, estoy muy agotado y tengo mucho miedo.

Sí, miedo.

Ningún hombre mencionará jamás el miedo antes de la batalla, excepto a


un amigo muy íntimo; si no, será despreciado. Un capitán no puede hablar
del miedo en absoluto, o el frío de éste se infiltrará entre sus hombres.
¿Pero ahora qué puedo hacer para ahogar mi temor sin el estruendo de una
batalla en mis oídos, sin gloria alguna que esperar, sin sangre en las manos,
no como en esos grandes y horrorosos momentos en que hay que matar o
ser muerto?

Debo dormir.

Mantenerse despierto para la oración y el ayuno sirve para disciplinar los


deseos del cuerpo y, así, liberar el alma para amar a Dios.

Mantenerse despierto por causa de un amor mortal es una alegría tan


grande que está más allá de la felicidad y más allá del sufrimiento.
Mantenerse despierto por miedo es una debilidad que sólo comportará más
debilidad por la mañana.

No puedo dormir.

Estoy temblando, y sé que él lo siente. Debo dormir... debo.

—¿Te acostarías conmigo, Stephen, para que no duerma solo? No pienso


que...

—Sí, mi señor.

Su peso es ligero; las cuerdas de la cama sólo ceden un poco y la paja del
jergón cruje. Me desplazo hacia la pared. Detrás, a mis espaldas, me llega
su calor, su olor de chico mugriento, su respiración contra mi cuello y sus
brazos una vez más sobre mis hombros. No dice nada, pero me abraza. Está
caliente, mi respiración se calma y mi cuerpo con ella.

—¿Señor?

—¿Sí?

—He escondido sus cartas en mi chaleco, mi señor. Si Dios quiere, las


llevaré sin percances.

—Gracias. —Tiro de las sábanas para cubrirnos ambos y el anillo de


Jasón golpea mi mandíbula. Pronto estaré con Dios y no tendré ninguna
necesidad de él. Tampoco estoy seguro de que una pieza de oro de tal valor
y tamaño no tentara a un pobre hombre al servicio de Ricardo de
Gloucester. Me lo quito—. ¿Podrías guardar esto también y entregarlo con
la carta a mi hermana Elysabeth?

Lo coge y noto que su mano se hunde otra vez en su chaqueta.

—Sí, señor. Juro por todos los santos que haré como habéis dispuesto,
aunque me vaya la vida en ello.

Su ardiente voz me hace saltar las lágrimas.

—No, eso es un coste demasiado grande para un muchacho. Pero si lo


puedes hacer sin peligro, tendrás mi sincero agradecimiento.

Sin el anillo, que era el de Louis, es como si ya hubiese renunciado a todo


lo que me ata a este mundo.

Todo está tranquilo. El sueño me ronda. Estoy acercándome a la muerte


llevando conmigo todo lo que los mortales deben conocer: el miedo, el
dolor, los ideales por los que uno habla, planifica y lucha, incluso la vieja
herida de mi muslo y una nueva herida en mi corazón: la culpa de haber
destruido a Ned.

***
Es la fiesta de la Salutación de la Virgen María. Desde dentro de la puerta
de la Torre de Honor los cascos de la guarnición debajo de mí son como
filas de cantos rodados de acero, con sus rostros invisibles. Es un frío
amanecer y, sin embargo, sus brigantinas están manchadas con el sudor de
varias semanas. Sin tabardos ni tampoco estandartes que cuelguen laxos con
el aire en calma. No hay uno solo que no represente al bando de Ricardo de
Gloucester y no es necesario que se les recuerde. Los portaestandartes de la
presentación de armas, de entre los mejores hombres, según me dijo
Stephen, se han ido al sur. Estos aparceros y labriegos están retenidos
dentro de las murallas del castillo, ordenados en filas alrededor del edificio
del jefe, atados por sus contratos y por sus fidelidades.

De pie, al lado del alguacil delegado, está James Tyrell. Debería haber
sabido que estaría allí porque siempre había sido el hombre de máxima
confianza de Ricardo de Gloucester. Está aquí para comprobar que se
cumpla la orden de su amo. O, en caso de que se necesite otro trabajo, más
secreto...

No lo pensaré. He ofrecido el alma de Ned a Dios, y confío en Él como


no puedo confiar en hombre alguno. Ya no puedo hacer nada por Ned. Y
ahora debo hacer lo mismo por mi propia alma.

He visto muchos hombres ejecutados, con la cuerda, el hacha o el fuego


que limpia al mundo de herejías. Algunos maldicen, otros se rebelan y
lloran al ser atenazados por el verdugo; algunos gritan su inocencia o su
culpa, cuando las llamas empiezan a elevarse. La mayoría se cagan encima.
No lo haré, no me delataré a mí mismo de esa manera. Además, estoy
yendo a reunirme con Dios. ¿Quién podría sentir temor o pena sabiendo lo
que yo sé?

Una mano me empuja por detrás. Mis guardias están impacientes. No veo
a Stephen por ningún lado. Cuando me desperté con el ruido del golpe de
los cerrojos que se abrían y que anunciaban al sacerdote, ya se había ido.

La luz de la mañana es intensa. Pestañeo y el rosario se me cae. La carne


donde se alojaba el anillo de Louis estas últimas semanas parece desnuda.
El sacerdote recoge mi rosario y lo coloca de nuevo en mi mano. Toco a san
Agustín, a santa Brígida y a nuestra Santa Madre, las cuentas pequeñas y
romas colocadas entre ellas son tan pequeñas y opacas como nosotros lo
somos ante Dios, y, sin embargo, todos formamos parte del mismo círculo.

Dulcissime Jesu Christe, si ultimum verbum tuum in cruce...

—¿Dónde están mis amigos?

—Están muertos —dice el guardia—. Los tres.

Y sí, en la esquina de la liza hay un carro con bastos sacos encima


manchados con sangre.

El niño de Elysabeth, Richard Grey, está muerto. Le envié una peonza


escarlata desde Sandwich el día que fuimos capturados por los hombres de
Warwick. Cierto día lo encontré borracho perdido, a la puerta de un
prostíbulo en Southwark.

—¿No se lo dirás a mi madre? —dijo. No era mucho mayor que Stephen.


Stephen tiene una madre viuda sin otro amor o cuidado en la vida que él; la
madre de Richard era una reina. Lo amaba mucho, pero además tenía
muchas, demasiadas, personas a su cuidado.

Mi primo Haute está muerto, el que esperaba en la costa de Lynn


mientras tropezábamos en las arenas y ordenó que nos diesen un barco con
el que Eduardo y todos nosotros nos salvaríamos y que su dueño debía
manejar en la confianza de que al final pagaríamos.

Sir Thomas Vaugham está muerto, el chambelán de Ned, quien quería a


Ned como a su propio hijo, le talló la nave de Jasón con todos los
argonautas, que navegaban por la represa del molino en Ludlow, y lloró
cuando partimos hacia el norte.
Están muertos. Pronto nos encontraremos otra vez. Y veré a Louis
cuando Dios me lo permita.

Profiscere, anima christiana, de hoc mundo...

Camino hacia delante. No vacilaré ni tropezaré. No lo haré.

Es un hacha, por supuesto. No fui juzgado por mis pares como era mi
derecho por ley. Tampoco se me otorga el último derecho, el último rito de
nuestro rango de caballero: ser ejecutado con nuestro propio y honorable
acero. No importa. Incluso tal honor es una cosa mundana.

Deus misericors, Deus clemens, Deus qui secundum multitudinem


miserationum tuarum peccata paenitentium deles...

Van a matarme. No voy a buscar —no puedo hacerlo— la forma de


evitarlo.

Delgadas filas de hombres. Un tajo, brillantemente ensangrentado. Lo


veo, pero mi visión está nublada con las plegarias.

... sanctus Joseph, morientium Patronus dulcissimus, in magna spem te


erigat...

Miro hacia arriba. El cielo aún no ha terminado de iluminarse por encima


de mí. En algún sitio más allá, detrás de todo lo concebible, espera el Juicio
Final. Camino hasta el tajo. Los hombres esperan en silencio. El hombre
con el delantal de cuero está hablando: hago un gesto con la cabeza, porque
a él le perdono como todos esperamos ser perdonados, cada uno de
nosotros, por todo lo que hemos hecho al servicio de nuestro Señor.

... contemplationis divinae delcedine potiaris in saecula saeculorum.

Algo se mueve. Bajo las escaleras de la Torre, a través de la liza, se


acerca Stephen. No sobrepasa la línea de los hombres. Pero cuando alcanzo
el tajo, se vuelve a mover, sacándose la gorra, hinca la rodilla en tierra
mirando hacia mí y agacha su cabeza.

In manus tua, domine, commendo spiritum meum.

Me arrodillo ante el madero y concentro mi mente en Dios. Se ha


acabado. Empezará.

Jesu, Jesu, Jesu.

Una, domingo

La carretera se estrecha, hace un giro, y entramos por otro camino más


angosto que serpentea cuesta abajo entre robles y hayas, hasta que Mark me
indica que debo girar otra vez. Por un camino sin asfaltar entramos en una
granja, cuyo portón lleva tanto tiempo abierto que las zarzas lo han anclado
al seto. Sobre nuestras cabezas los árboles se entrelazan y el coche se
bambolea en todos los sentidos sobre la rodada durante un tiempo que
parece ser una eternidad. Nuestro avance sólo está indicado por las piedras,
los repentinos baches y la ocasional desbandada de pájaros que alertan de
nuestra intromisión.

Un cartel pintado a mano anuncia Friary Cottage. La rodada desemboca


en un prado y desaparece inmediatamente en la nada. Al fondo, donde
termina la hierba, está la casa de Morgan, pequeña, de ladrillos rojos, una
casita de techo de pizarra como en los dibujos de los niños, colocada en la
línea que separa la pradera del bosque. Tiene ventanas en la buhardilla,
como cejas enarcadas, manchas de moho verdoso donde desborda el
canalón, un hilillo de humo azul que sale de uno de los cuatro cañones de la
chimenea y la puerta delantera está abierta de par en par sostenida por una
gran piedra. Un labrador negro salta desde el bosque con un ladrido
simbólico.

Me apeo del coche para estirar las piernas y saludar a Morgan e


inmediatamente recibo un topetazo en la parte inferior de mi espalda. Ante
mi chillido, Mark se ríe, el perro vuelve a ladrar y yo a mi vez recibo un
nuevo cabezazo en el estómago de un burro marrón oscuro.

—Oh, éste es Neddy, no le hagas caso —dice Morgan, agachándose para


asir al perro por el cogote—. ¡Quieta, Beth! Neddy es terriblemente
entrometido, pero si le acaricias las orejas, te querrá para siempre.

Hago lo que me dice, y las encuentro sorprendentemente musculosas y


cálidas, con una piel milagrosamente suave. No tiene ni bocado ni cuerda.

—¿Anda libre?

—Sí. Las gallinas también, pero esta mañana no las he soltado porque no
voy a estar aquí. Las únicas vallas que hay son para mantener a Neddy fuera
del huerto. Estaba abandonado y dije que yo lo cuidaría. Entrad mientras
preparo mis cosas.

Un gran arbusto de romero cubierto con flores azules y abejas


revoloteando felices cuelga en la entrada. Neddy intenta disputar nuestro
derecho a entrar, pero Mark le da un empujón y, bajando su pesada cabeza,
se aleja sin prisa.

—¿Puedo usar el baño?

—Sí, cruzando la cocina y por la puerta de atrás, a la derecha.

La cocina es una de esas antiguas que usan bombona de gas, hay una
mesa de formica con un abundante surtido de materiales y herramientas de
joyería desparramado por encima y, junto a una lámpara de aceite, una
estufa de azulejos cargada de carbón de olor acre lista para ser encendida.
En un rincón, un hermoso reloj Reina Ana con taraceas marca al ritmo del
péndulo y muestra las fases de la luna y el movimiento del sol sobre el
zodíaco. Mientras voy hacia el baño por la puerta trasera, la sombra negra
de un gato con ojos azules me roza las piernas y se esfuma como humo
cálido.

—¿Cómo vamos a organizar la charla con Fergus? —le pregunto a Mark,


mientras Morgan cierra la casita dejando al perro dentro y al burro fuera.

—¿Crees que Izzy lo habrá llamado? —pregunta.

—No lo sé. Lionel dijo que hablaría con él. Tengo la impresión de que
hablan a menudo. Obviamente se llevan bien.

—Nunca habría pensado que Lionel sería el tipo de padre que va de


colega con su hijo. Aunque supongo que Fergus no invade su territorio.

—¿Te refieres a vivir en York? —respondo, simulando que no le había


entendido, ya que las relaciones entre padres e hijos son difíciles de discutir
con Mark.

—No. Siendo un artista y no un banquero, no hay competencia.

Recuerdo a Lionel corriendo de pequeño, rápido y fuerte, en una cancha


de rugby; sentado en la cocina del Chantry con su traje de la City recién
estrenado, su sombrero hongo sobre la mesa, argumentando que la imprenta
no era rentable y nunca lo podría ser; sentado en St. Albans y hablando de
la copia de Malory que era menos valiosa que la suya.

—Supongo que es competitivo —acepto, pero me callo mi temor de que


quiere que el proyecto del Chantry sea su proyecto—. Es más bien
territorial, ¿no?

—Siempre lo fue —dice Mark, y hay un tono de crispación en su voz—.


De cualquier manera, es mejor que tú hables la mayor parte del tiempo, ya
que es de tu familia. Ah, ahí viene.

Morgan abre la puerta de atrás del coche, entra y se instala en su asiento.

—Todo arreglado. Le hice a Malkin una trampilla para gatos el año


pasado, pero no funcionó ni para entrar ni para salir. No puedes encerrar a
un gato en ningún sitio... Por cierto, esto es genial. Gracias por llevarme
con vosotros.

Acabamos de pasar el cartel de Towton, el puente de la carretera que


lleva hasta allí pasa en un abrir y cerrar de ojos sobre nuestras cabezas.
Luego nos apartamos de la carretera principal para circular por los
suburbios de York. La puerta fortificada de Micklegate Bar surge delante de
nosotros contrastando sobre un cielo gris claro; doblamos a la izquierda
rodeando las murallas por el exterior para pasar al lado de la estación del
ferrocarril. El camino va ensartando de forma casual las puertas fortificadas
y las murallas de la ciudad con el río Ouse y se vuelve a unir con las
murallas. Delante de nosotros la catedral aparece anclada entre los edificios
bajos que se amontonan en su entorno y que la carretera por la que
circulamos bordea a una distancia respetable. Me imagino que Anthony
debió de ser conducido, a través de la ciudad directamente, cabalgando
entre sus escoltas por las calles que ahora son peatonales. ¿Le habría
gustado detenerse en la catedral para la misa, o para un rezo privado? Pero
no le habrían dejado. Después de todo, era un santuario, un lugar
consagrado donde refugiarse, y no se habrían atrevido a sacarlo de allí a la
fuerza, incluso en el feudo de Ricardo de Gloucester. A la derecha se eleva
la puerta fortificada de Monkgate Bar y la carretera a Sheriff Hutton pasa
debajo de ella casi como en un túnel, dado el grosor de las piedras con la
que está construida. Me doy cuenta de que estamos haciendo el mismo viaje
que Anthony, sólo que a la inversa: de Pontefract a Sheriff Hutton. Nuestro
peregrinaje es una recuperación del pasado. El suyo era un viaje hacia una
especie de futuro, que supongo que él creía que era la eternidad.

Cruzamos el río Fosse hacia Heworth.

Fergus vive en una suave medialuna de casas alineadas y ordenadas


típicas de 1930, cada una con un retazo de césped bien cortado en el centro,
cada jardín más pulcro y más florido que el siguiente, excepto el suyo, cuyo
césped está muy crecido y con cierta belleza salvaje debido a la forma en
que los descuidados arbustos se apiñan unos sobre otros. Parece que en
medio de tal remanso de paz ha oído el coche, ya que aparece por la puerta
cuando estamos aparcando. Le calculo unos veinticinco o veintiséis años,
más alto que Lionel, con la fina delgadez céltica de Sally combinada con la
coloración oscura de los Pryor.

—Hola, tía Una. ¿Habéis llegado bien?

Nos abrazamos.

—Creo que nunca llegaste a conocer a Mark, ¿verdad? —pregunto,


aunque sé perfectamente que no podía ser de otra manera. Su nacimiento
fue uno de esos momentos tan señalados en la familia que, a pesar de haber
pasado nueve años y medio, anhelaba contárselo a Mark.

Se estrechan las manos y Mark le presenta a Morgan.

—¿Pasamos a la cocina? Pondré la tetera a calentar —dice Fergus.

—No te molestes con lo de «tía» —le digo por encima de mis hombros.
Cuando entramos, veo que las dos habitaciones principales han sido unidas
y que Fergus las utiliza como estudio. Veo planchas de metal y grandes
herramientas sobre el suelo de madera desnudo y en la pared un espeso
collage de bocetos, postales y fotos arrancadas de revistas. La cocina
también tiene el suelo de madera y armarios que han sido pintados a mano
con un color que me recuerda al de las plumas del pecho de las palomas.

—¿Has unido las habitaciones? —Le pregunto.


—Sí, los vecinos se opusieron, por supuesto. No por unirlas, sino por la
maquinaria y otras cosas. Aunque el jardín de delante es su tema de debate
favorito.

Sonríe alegremente, por lo que no intento esconder mi perplejidad.

—¿Por qué te has mudado aquí?

—Estaba viviendo con alguien y necesitábamos más espacio. Era... era


un espacio hecho a la medida de ella. Papá dijo que era una buena
inversión. Y es grande, sólo que... ella decidió al final que no podía soportar
la escultura. —Tras una pausa se encoge de hombros y dice—: A veces
pienso que debería mudarme, pero no me decido. Creo que ya estoy
acostumbrado a vivir aquí. —Enciende la tetera y habla más alto—. ¿Y tú
Morgan, a qué te dedicas?

—Hago joyas y soy asistente geriátrica —responde, y por la forma en que


él aguza la mirada me doy cuenta de que son de edad similar. Divertida y
emocionada, les oigo hablar sobre quemar, soldar y las propiedades del
titanio, mientras trato de discurrir cómo abordaré a Fergus.

—... necesita ser realmente estable —está diciendo.

—Te podría prestar mi plantilla —sugiere ella—. Se adapta a todo tipo de


medidas de alambre.

—¿No la necesitarás? —vierte el agua de la tetera en la cafetera.

—No, seguro, no la uso mucho. —Le sonríe—. ¿Hacemos un cambio?


¿Tú me enseñas a utilizar el torno otro día?

Contengo la respiración, pedirle a un artista que te deje usar sus


herramientas —distinto es si él te las ofrece— viene a ser como si alguien
te pidiera prestado tu traje más preciado o tu cuchillo de cocina. ¿Se sentirá
Fergus obligado a decir que sí? ¿Le importará a Morgan que él se niegue?
Enseguida me doy cuenta de dos cosas al mismo tiempo: que a Morgan le
trae sin cuidado que diga que no y que él no va a decir que no a eso ni a
ninguna otra cosa que ella le pida.
Sonriendo, echo un vistazo a Mark. No está sonriendo, observa a Fergus
con el ceño ligeramente fruncido.

—Entonces, tía... perdón, Una —corrige Fergus mientras trae el café a la


mesa. Mira a su alrededor y ve a Morgan, que ya tiene cuatro tazas cogidas
por las asas.

—¿Éstas?

—Sí, gracias. Una, papá más o menos me lo explicó, pero cuéntame más
detalladamente qué es eso de la restauración del Chantry. Por cierto, ¿cómo
está tío Gareth? Servíos azúcar y leche.

—¿Queréis que me vaya? —pregunta Morgan, cogiendo su taza de café


—. Cosas de familia y todo eso. Fergus, ¿no te importa si husmeo un poco
por tu estudio?

Sale por la puerta de la cocina antes de que nadie pueda contestar y


nosotros tres nos sentamos a la mesa. Expongo la situación lo mejor que
puedo: los problemas, las posibilidades, los obstáculos. El único obstáculo
que no menciono es Izzy.

—¿Y cree papá que no es posible a menos que se consigan grandes


sumas de dinero?

—Bueno, todos pensamos eso. Pero ni siquiera podemos intentarlo a


menos que todos los propietarios de la casa estemos antes de acuerdo en
que lo queremos hacer.

—Es necesario constituir algún tipo de fundación antes de que


empecemos, para convencer a las organizaciones de que se trata de algo
serio —dice Mark.

—Y de todos nosotros Mark es el más cualificado para valorar todo lo


relativo al dinero y al trabajo, y, además, él es quien tiene los contactos —lo
suelto y luego me doy cuenta de lo que he dicho.
Fergus no responde: «Pero Mark no es de la familia», aunque sería
comprensible. Sólo mueve la cabeza y dice:

—Y yo tengo un voto.

—Y al parecer tú tienes la participación de Lionel.

—Sí, ya me lo recordó. Lo había olvidado. —Suena el teléfono—.


Perdonad... Fergus Pryor... Ah, hola, tía Izzy, ¿cómo estás? Es un placer
oírte. —Estoy recordando mi última conversación con Izzy e intento captar
la atención de Mark, sentado frente a mí, al otro lado de la mesa, pero tiene
la mirada perdida, como hace la gente cuando está tratando de escuchar una
conversación a sus espaldas—. Sí, está aquí... —está diciendo Fergus—. Sí,
estamos... Pero... ¿Por qué no?... Sí, entiendo muy bien lo que está
proponiendo, pero no veo... Vale, te la paso. —Me pasa el teléfono—.
Quiere hablar contigo.

Cojo el teléfono.

—¿Izzy? Soy Una.

—¿Una, qué diablos está pasando?

—Necesitaba hacer algunas investigaciones y entonces me di cuenta de


que era mi última oportunidad para ver a Fergus antes de regresar a casa. —
Digo la verdad, aunque es poco creíble.

—Pero habéis estado hablando del Chantry.

—Sí, surgió el tema.

—No creo que sea acertado continuar con ese asunto —añade, y
repentinamente su voz baja una octava y varios decibelios; noto que hace
un esfuerzo para parecer razonable—. Después de todo, Fergus no está en
disposición de hacer un juicio correcto. Apenas conoce el lugar. No sería lo
mismo si hubiese vivido allí.

—Bueno, es el propietario de un buen trozo del Chantry... —contesto, y


noto que yo también estoy perdiendo los estribos—. Izzy, ya tuvimos esta
conversación anteriormente. ¿No podemos esperar hasta que regresemos a
Londres?

—¿Regresemos? ¿Está Mark ahí?

—Sí. Quería ver a su hijastra en Leeds. ¿Quieres hablar con él?

—No, no es de su incumbencia lo que tratamos en la familia. En realidad


estoy llamando por cortesía, para decirle a Fergus que ya he terminado el
inventario y he dado instrucciones a los consignatarios para que trasladen
los archivos a San Diego. Pero díselo tú. Está contratado para salir el
miércoles. ¿Puedes darle el mensaje? Te puedo dar todos los detalles antes
de que te marches a Australia. Una copia de la autorización de embarque, si
quieres. Adiós, Una. —Corta, y la línea queda muda.

Me quedo sin aliento, cuelgo el auricular y le cuento a Mark y a Fergus lo


del embarque.

—¿Por qué tía Izzy no quiere que se restaure el Chantry? —pregunta


Fergus—. Es la que escribió el libro. Se supone que debería estar encantada.

—Creo... —ordeno mis palabras cuidadosamente—. Hasta donde alcanzo


a comprenderla, cree que no es importante restaurar el Chantry; para ella lo
importante son los documentos, y le preocupa que no estén suficientemente
resguardados en el Chantry. Aunque, por supuesto, jamás se nos pasó por la
imaginación dejarlos allí sin las adecuadas instalaciones para la
conservación de archivos.

—Al que debe de importarle mucho es al tío abuelo Gareth, ya que,


además de perder su lugar de trabajo, perderá también su casa. Quiero decir,
ya sé que es viejo, pero lo has contemplado, ¿verdad? —dice Fergus,
haciéndome recordar a la anciana que cuidaba Morgan—. De todos modos,
es una gran idea, aunque supondrá mucho trabajo. Supongo que, al final,
todo se resume en decidir si todos lo deseamos, ¿verdad?

—Bueno, yo lo deseo, pero mi decisión no es importante ya que regresaré


a Australia en unos pocos días.
Puedo sentir los ojos de Mark sobre mí, y cuando me doy vuelta para
encontrarme con ellos, el calor me ruboriza.

—¿Podemos conseguir esa orden que obliga a detener algo rápidamente?


—pregunta Fergus.

—Un mandamiento judicial —dice Mark.

—En caso de hacerlo —digo tragando los posos fríos de mi café—. Si


Izzy no quiere ayudar, a la larga será casi imposible proceder a la
restauración.

—De todas formas, no se puede hacer mucho hasta el lunes —dice Mark.

—No, pero gracias por molestaros en venir hasta aquí para explicármelo
—dice Fergus levantándose—. Papá es muy dinámico. Quiero decir que
siempre tiene mucho sentido común pero básicamente para el dinero. No
creo... Bueno, él nunca se plantea las cosas de otro modo. —Abre la puerta
de la cocina—. Debo liberar a la pobre Morgan de la reclusión. Le daré un
toque a papá más tarde.

En el estudio Morgan sostiene una pequeña escultura de metal dorado y


bruñido bajo la luz de la ventana, una serie de redondeles ensamblados en
ángulos variables de forma que parece que se mueven y destellan,
resultando a la vez irresistible a la mirada pero imposible de mirar.

—Qué precioso —exclamo—. ¿Es una de las tuyas, Fergus? Me recuerda


a la luna que tiene tu padre, una luna en peltre batido. Me pareció muy
bonita.

—Ambas hacen juego, aunque ésta es de bronce. Deberían ser de plata y


oro, claro.

—Bueno, no sé. El bronce es increíblemente perdurable. Pero hay algo


maravillosamente humano en el peltre.

Fergus sonríe y luego le dice a Morgan:

—Tendría que darle ésta también a mi padre. Deberían estar juntas.


—Eso estaría bien —dice ella, y le pasa el Sol a Mark.

Mark la sostiene en sus manos dándole vueltas por uno y otro lado. Yo
controlo sus movimientos porque trata con tanto celo ese pequeño objeto
artístico que me recuerda el cuidado que mostraba Adam por los cuerpos
humanos. Mark me mira y otra vez me ruborizo; el sofoco desciende
rápidamente por mi cuello y pechos hasta lo más profundo. Mientras lo
observo —y sé que se ha dado cuenta— mira un momento hacia abajo y
después hacia Fergus y Morgan. No sé si es mi propio pulso acelerado, o
son sólo ilusiones, pero me parece ver aprobación en la forma en que los
está mirando. Juntos, el aspecto de oro profundo y enjoyado de Morgan
contribuye a que el pelo y los ojos negros de Fergus parezcan grabados en
plata.

Cuando sugiero que el hecho de que yo necesite ir a Sheriff Hutton no


significa que Morgan tenga que acompañarnos si a ella no le apetece —la
podemos recoger a la vuelta—, Mark no pone ninguna objeción, ni sugiere
que él también podría quedarse.

—¿Entonces, es la última parada de tu peregrinaje? —pregunta Fergus.

—Sí, a no ser que cuentes el viaje de vuelta a casa. Lo que no quiere


decir que Londres no sea mi casa ahora mismo.

—Siempre me lo he preguntado —dice para mi sorpresa—. Volver a casa


después de un peregrinaje debe de ser una decepción.

—Depende de si piensas que el santuario es lo más importante —dice


Morgan— o lo es el proceso que te lleva hasta allí.

—Pienso que en escultura, si sigues el proceso... —dice Fergus—. ¿Es


ésta tu chaqueta, Una?... Siempre alcanzas el objetivo, aunque sea distinto
del que te habías planteado inicialmente.

Morgan asiente:

—A veces, mirando hacia el pasado, creo que cuanto más te sorprende el


resultado final, más te gusta lo que has creado. Pero sólo a veces.
—¿Sabes? —dice Fergus—. Una de las cosas que siempre pienso cuando
leo libros sobre artistas es lo incoherente que suena todo. Me refiero a que a
veces estás en el estudio con la venda de escayola caliente y mojada en tus
manos, con una maqueta que no se sostiene, y tienes cinco minutos para
arreglarla antes de que quede mal y se seque así para siempre. No estoy
seguro de que los historiadores de arte entiendan el acto de crear. Aunque
lean muchas cartas y otros documentos. Cuando lo estás haciendo no
piensas «Quiero que esto marque una nueva etapa en mi sentido del
desarrollo de una forma espacial». Lo que piensas es «¿Qué tengo que hacer
para que esta maldita cosa se sostenga en pie?, ¿o, al final, será mejor que la
tumbe y trabaje con ella así?».

Me río.

—Pero tú piensas eso último, ¿verdad? Lo de la forma espacial.

—Claro, por supuesto. Cuando estoy enseñando o discutiendo con otro


artista. Y también si estuviese escribiendo mis memorias. —Se ríe—.
Aunque, a veces, otra gente ve cosas que yo no he visto. Encajan tu obra en
una historia de la que yo no sabía que formaba parte. Al menos en ese
momento no. Y, sin embargo... ¿Qué es más real, más interesante o incluso
más verdadero? ¿Ese momento o todo el conjunto? ¿O el hecho de encajar
en una historia de la que no eras consciente en un momento dado, pero que
puedes reconocer claramente al mirar hacia atrás? Sucede como lo que dijo
Heisenberg sobre la mecánica cuántica.

—¿Quién? —pregunta Morgan.

—Heisenberg, el hombre de la bomba atómica. El principio de


incertidumbre. Cuanto más exactamente mides la posición de algo en un
determinado instante, con menos exactitud puedes predecir su trayectoria. O
algo por el estilo. Mi padre podría aclarártelo mejor.

—¿Podría?

—Es bueno en ese tipo de cosas —dice Fergus sonriendo a Morgan.


***

Por lo que veo, mirando el mapa que sostiene Mark, podríamos tomar la
carretera troncal, aunque es una carretera nueva. Sólo puedo intuir la ruta
que seguiría la escolta de Anthony, pero lo haré lo mejor que pueda. A
mitad de camino desde Monk Stray le digo a Mark que gire a la izquierda y
enfilamos hacia el norte a lo largo del río Fosse, pasando Huntington,
Haxby Landing, Towthorpe y Strensall Common, en donde unos carteles
militares rojos indican unos espesos bosques y el propio pueblo de
Strensall, en una curva del río Fosse atravesado por el ferrocarril. Cruzamos
el río y continuamos hacia Haxby Moor. El paisaje es aquí más llano que el
de los alrededores de Grafton, con sus colinas marcadas y sus profundos
valles. Aquí es pantanoso y deprimido, los campos son de color dorado-
verdoso, pespunteados con arroyos y salpicados de bosquecillos del color
verde oscuro de los árboles al final del verano. Es el país de la cetrería creo,
mientras la carretera sube suavemente por un pequeño puente donde el río
Fosse se ha enroscado otra vez para cruzar nuestro camino antes de
dividirse en dos. A nuestra izquierda un pájaro se eleva desde Whitecart
Beck: una gran garza, de un gris que recuerda el traje de un invitado a una
boda, que moviendo sus alas vuela lentamente hacia el oeste.

Una mirada a Mark, que parece comprender, y detengo el coche para


contemplarlo. ¿Cómo sería soltar un halcón detrás de semejante pájaro?
Quitar la capucha de un azor y sentir su repentina inquietud sobre tu puño,
la cabeza girándose, las alas hacia atrás disponiéndose al vuelo. Extender y
levantar tu brazo y sentir cómo aprieta sus garras sobre tu guante, cómo se
desplaza, endurece y empuja hacia abajo, hasta que lo dejas ir. ¿Forzar tu
vista para seguirlo? Regina podría haber sido su nombre, o quizá Juno,
porque tenías una educación clásica. Juno, sí, un regalo de tu padre a su
primogénito, el más glorioso y excitante regalo que nunca habías recibido.
Tus ojos se deslumbraron, de manera que apenas conseguías verlo, y
repentinamente temiste que se hubiese ido para siempre, allá donde no
alcanza la vista de un mortal. Pero no, cayó desde el cielo como un rayo y
la garza se retorció y luchó entre sus garras. Cuando llegaste hasta él, la
garza ya estaba muerta y tú, Anthony, habías cogido tu primera presa.
Nuestra garza aún vuela hacia el oeste. La grieta en las nubes se ha
ampliado y los destellos del sol alcanzan la copa de un sauce, lentejuelas de
gotas de lluvia atrapadas en una telaraña, la aspereza aterciopelada de la
pradera.

El momento ha terminado: lo sé, y también lo percibo por la manera en


que Mark se mueve repentinamente en su asiento. Como si captase mi
atención, me mira de soslayo y me sonríe y mi piel transpira con el calor.

Arranco otra vez el coche, salgo a la carretera y antes de que hayamos


recuperado el habla estamos en Sheriff Hutton. Delante de nosotros el
castillo ejerce su dominio desde las tierras más elevadas, alto, fuerte y
dentado, como el molde que dejarían unos puños duros clavados en el
terreno. Cuatro torres: las cuatro esquinas del torreón, intuyo, mientras nos
acercamos, dominan todavía el terreno como hicieron siempre, aunque lo
que las unía ha desaparecido en su mayor parte y en sus ventanas ya no
vigilan ni amigos ni enemigos, sino que están suspendidas ciegas por
encima de nosotros.

***

El castillo se eleva por encima de todo. Aunque quisieras, no hay ningún


sitio en la extensa y ordenada ciudad donde pudieras evitar su presencia. En
la oficina de Correos, donde entramos para comprar agua y un paquete de
galletas, encontramos varios folletos sobre su historia, junto con los
impresos de la encuesta de regulación del tráfico urbano y el anuncio del
grupo teatral de Sheriff Hutton presentando La Bella Durmiente.

—¿Van ustedes al castillo? No pueden entrar, es propiedad privada, pero


pueden dar una vuelta por los alrededores —dice el tendero saliendo del
despacho de Correos para servirnos—. Son seis libras veinte, incluyendo
los folletos. Y también vale la pena visitar la iglesia. Hermosas tumbas
antiguas, flores y ese tipo de cosas.
Una ancha avenida conduce desde la carretera hasta el castillo. Hay una
granja y un grupo de cobertizos construidos entre sus ruinas. En algún sitio,
en una arboleda, se oye el estampido de una escopeta y se levanta una nube
de grajos, graznando. «Prohibida la entrada», reza el cartel en la entrada
hacia el patio, y la ruta oficial se desvía, tanto hacia la derecha como hacia
la izquierda, a través de unas portillas y rodeando el flanco de la mota del
castillo. Los senderos son los habituales del Patrimonio Histórico, los
edificios de ladrillo rojo de la granja, entre las ruinas, dan la espalda a los
elevados riscos de piedra labrada detrás y entre ellos. A la izquierda hay
una hilera de coníferas ornamentales de color azul oscuro y una pérgola
estilo japonés en madera con creosota naranja, que se levanta desnuda sobre
el cuidado césped. Éste no es el mundo que yo me imaginaba, no el salvaje
bastión en ruinas que vimos desde la distancia, el castillo donde imponía su
ley un conde barrigudo sobre las tierras indomables de la Marca.

Giramos para entrar por la puerta de la derecha, tratando de dar la vuelta


en el sentido contrario al sol, como si intentásemos conjurar un hechizo.

La senda se ensancha un poco. Mark me alcanza y nuestras manos se


rozan, pero no hablamos. Los sauces se alzan ante nosotros, y más allá se
eleva una especie de mástil de piedra labrada de varios pisos de altura,
pálido y gris como un fantasma. Al acercarnos, las paredes inferiores
sugieren habitaciones detrás, en el interior, y una ventana ojival. Está
rodeado por un matorral de brezos y zarzas con tallos largos como látigos,
tapizados de espinas, como si el castillo llevase durmiendo cien años.

La senda conduce a un campo abierto, donde la mota del castillo se


confunde con la extensa y lisa llanura. Desde aquí, si retrocedemos,
podemos verlo mucho mejor. Hay más ventanas, suficientes para procurar
el bienestar pero casi demasiadas para la defensa, retazos de almenas y un
escudo labrado encima de una señorial puerta. Matojos de hierbas crecen en
la cúspide de las torres y un par de árboles pequeños parecen un tanto
melancólicos en el amplio espacio que alguna vez habría sido nivelado para
mantener la perspectiva defensiva.
Aquí no hay brillantes paneles de información ni dibujos de acertadas
reconstrucciones que me recuerdan los libros de historia de mi infancia.
Todo lo que queda son ruinas. Una vez que el plomo fuese arrancado de los
techos, las maderas aprovechadas para construir un granero o quemarlas en
la noche de San Juan, las mejores piedras labradas utilizadas para la nueva
casa del señor, sólo permanece lo que se resiste a ser empleado para
cualquier otro uso.

Subimos por la pendiente para acercarnos lo más posible, apoyarnos


sobre la valla y mirar hacia lo que creo que debió de ser la liza interior. Le
cuento a Mark por qué los hijos de George, duque de Clarence, fueron
encerrados aquí, rehenes de su propia sangre, porque tenían más derechos al
trono que el propio Ricardo III, duque de Gloucester. Más tarde Bess, la
hija de Elizabeth, también fue enviada a este castillo, según se dijo, porque
los rumores de líos entre ella y su tío se extendieron demasiado y llegaron a
los oídos de su tía, enferma de cáncer.

—Lástima que no podamos entrar —dijo Mark.

—Sí —digo, mirando hacia lo alto de la torre. Aquí, más que en ningún
otro sitio, es donde imagino que debió de estar Anthony. El eco del portazo,
el ruido y el hedor de un cubo de excrementos, la voluta de humo de la vela,
la sombra de una cabeza inclinada, proyectada sobre la pared de piedra
mientras escribe. A lo mejor una carta a Elizabeth, viuda por segunda vez,
otra vez de vuelta a su posición de partida una vez recorrido todo el círculo,
otra vez sola.

Mark me observa, y esta vez lo que veo en su mirada no me induce a


error. Me acerco, la mantengo e intento ver a través de ella a Adam, porque
de otra manera Adam se desvanece.

—Una, ¿puedo decirte algo?

Asiento.

—Sentémonos —dice.
Entonces bajamos caminando, cruzando el plano defensivo, y nos
sentamos cruzados uno frente al otro en uno de esos bancos dobles uno de
los cuales mira al castillo mientras que el otro lo hace a los prados. ¿Qué
es? Sorprendida, sobre mi mente en blanco se proyectan todo tipo de cosas:
enfermedad, malas noticias, una novia, o que... que... que él está... Vaya
tontería pensar que va a decir algo sobre nosotros, porque no existe un
nosotros, sea lo que sea lo que he visto en sus ojos. Eso es justamente...
justamente de lo que me rescató Adam. Debo aferrarme a Adam.

—Quiero... quiero decirte por qué abandoné el Chantry —confiesa.

Algo empieza a zumbarme en mis oídos.

—Eso estaría... Eso estaría bien.

—Verás, tenía una idea para La Ilíada y La Odisea. Sacar a la luz una
nueva traducción. Supondría una gran inversión, pero también habría sido
una inversión fuerte para la editorial Penguin, que sin embargo hizo un
excelente negocio con sus traducciones. Me parecía que no faltarían
compradores si hacíamos una edición que fuese realmente de mucha calidad
y con una buena versión. Y dado que él había recibido una buena
educación, latín, griego y todas esas cosas, le pedí a Lionel su opinión y sus
sugerencias respecto a quiénes se podría considerar como los mejores
traductores de Homero. Y él me dijo... Una, cariño, ¿estás segura de que
quieres continuar oyendo esto?

—Sí —contesté, y entonces me doy cuenta de cómo me ha llamado. Pero


él vuelve a hablar, y ahora deprisa como si se lo hubiese tenido guardado
durante años y años y ahora necesitase soltarlo.

—Me dio los nombres de algunas buenas ediciones. De gente que podría
hacer una nueva. Después me preguntó si le había dicho algo a Gareth y le
contesté que no, que todavía no lo había hecho. Entonces él... entonces, se
rió y dijo: «Bueno, no te preocupes, no te va a decir que no, ¿verdad? No a
su heredero forzoso. ¿Negarse Gareth a imprimir la historia de Aquiles y
Patroclus? No a su chico favorito. No un... un viejo marica como Gareth».
Las palabras se le atragantan y la crueldad de la ofensa lastima mis oídos,
pero no sé qué decir. No tengo ni idea de lo que Mark está sintiendo ahora,
o de lo que sintió entonces.

Sus manos están aferradas a sus rodillas como si estuviese sujetándose.

—Yo... yo... había pensado que Gareth sólo era... No tenía ni idea... No
sabíamos mucho en aquel tiempo, ¿verdad? Quiero decir, sabía lo que
Lionel quería decir, por supuesto. Pero Gareth... Él... siempre lo había
considerado como un tío. Una especie de padre...

Especie de padre. De repente tengo ganas de llorar.

—Yo también. También lo era para mí. Y me lo dijo... Gareth te veía


como un hijo, me lo dijo. Como... como la única persona que podría
continuar con la imprenta. ¡Ah!, Mark, no tenía ni idea. Pensé que había
sido por lo que yo te dije.

—¿Lo que dijiste?

—Lo de Izzy.

—¿Qué?

—Pensé que había sido yo la culpable de que te fueses, cuando te dije


que no te importaba nadie excepto Izzy. Y que a ella no le importabas...
Después no contestaste a mi carta cuando te pedí que volvieses al morir el
bisabuelo. No contestaste y yo pensé...

Se quedó en silencio durante un momento. Se acercó y me cogió la mano.

—No, ya lo sé. Debí hacerlo. Lo siento. Yo... estaba metido en tal


follón... Y en tu carta decías tantas cosas. Me lo contabas todo. Tu
bisabuelo había muerto, el negocio se estaba hundiendo. Era... Pero no
podía volver. Todo lo que había aprendido de Gareth, todo lo que habíamos
hablado, estaba envenenado. Aunque nunca conté una palabra de lo que
Lionel me había dicho. Y no porque Gareth no fuese un hombre, no, al fin y
al cabo, aunque entonces, bueno, yo no era un intelectual como Lionel y
Sally, sólo era un chaval de Bermondsey. Pero no podía recordar a Gareth
limpiamente. Todos sus cuidados, toda la educación que me dio, adquirió
otro significado. No era lo que yo había creído, no era en lo que confiaba.
Pienso que porque ya no estaba allí, sólo recordaba las cosas con las que no
podía relacionarlo, las charlas de arte y todo eso... yo no pertenecía a ese
mundo. No era de la familia. Izzy se había ido...

Debo haber hecho algún movimiento o algo así, porque su mano se tensa
y se aferra a la mía con tal fuerza que casi me hace daño.

—No, no era eso. Era que me daba cuenta de lo vacío que se quedaba el
Chantry sin una artista de verdad, como a todas luces era tu padre. El resto
no importaba. Había estado loco por ella cuando era más joven, es cierto,
pero se me fue pasando al ir creciendo y ya no sentía nada desde mucho
antes de que se casase con Paul. Tú eras mi amiga.

Las arrugas de su cara están profundamente marcadas, sus ojos tristes, y


los párpados, caídos. Pongo mi mano sobre su mejilla y espero que no
pueda sentir mi pulso como un tambor batiendo en mi muñeca.

Toma mi mano por la muñeca y la sostiene.

—Lo siento, Una. Podría haberte dicho todo esto en Londres. Debería
haberlo hecho.

—¿No es lo que sucede en los peregrinajes? ¿Que terminas donde has


empezado? —pregunto sin esperar respuesta.

Con su otra mano señala hacia las derruidas torres del castillo.

—Un largo camino para volver a New Eltham, y, además, nunca podría
decirle a Gareth lo que te he contado, y mucho menos cara a cara.

—No, lo comprendo. Pero me refería a regresar al lugar donde empezaste


a ser tú mismo... las cosas que siempre habías tenido. Los... —me resulta
muy difícil decirlo, es peligroso y, sin embargo, necesario—... Los
sentimientos que tenías. —No dice nada, pero todavía sostiene mi mano. La
levanto y beso sus dedos donde se entrelazaban con los míos. La piel es
cálida, con los huesos y los tendones claramente definidos bajo mis labios
—. Gracias por intentar salvar el Chantry.

Retira su mano.

—No lo pensé, ¿verdad? No volví, y todavía hay posibilidades de que


salga a la venta. No lograremos reunir el dinero, y tú lo sabes. —Se levanta
del banco—. Vamos a casa.

—¡Mark, mírame! —ahora está de pie, muy alto y medio girado. Parece
que es mi última oportunidad, pero no sé qué decir—. Has tratado de
salvarlo, a nosotros, a todo. Aquella vez con tus planes sobre Homero. Esta
vez con la fundación. Hiciste algo por él entonces y estás haciendo algo
ahora. —Me levanto también, desenroscándome del banco y tropezando
con la hierba áspera por mis prisas para interponerme entre él y el camino
—. ¡Escúchame! Tú... tú lo intentaste entonces y lo estás intentando ahora.
Intentarlo es suficiente. No puedes abarcarlo todo. —Se queda quieto.
Recuerdo que siempre estaba allí, manejando la prensa, haciendo una
entrega de última hora, arreglando un enchufe, intentando que la furgoneta
se pusiese en marcha. Incluso cuando se encontraba en su cuarto,
oficialmente sin trabajar, estaba siempre alerta por si se le necesitaba para
algo, y siempre se presentaba, ofreciéndose y sacando la llave inglesa o
sosteniendo el otro extremo de la balda y diciendo: «¿Te echo una mano?».
Y a mí me parecía que todo volvía a funcionar, fuese lo que fuese, en
cuanto él ponía sus manos encima—. Tú hiciste más que nadie por la
imprenta. Y por todos, todos nosotros. El Chantry entero.

Todavía no quiere mirarme.

—Pero era tu familia, no la mía. Quizá por eso fracasé.

Cojo su brazo e intento que se gire hacia mí.

—¿Es eso lo que piensas? ¿Que fracasaste?

Mueve la cabeza, deslizando su brazo hasta soltarse.


—Dicen que todos destruimos lo que más amamos, ¿verdad? A lo mejor
yo he destruido la imprenta. Al menos es indudable que no la he salvado.

De pronto, lo veo todo claro como bajo la luz de un radiante sol.

—¿Destruido? Nunca en mi vida escuché semejante tontería.

Mueve la cabeza y empieza a andar hacia el sendero.

—¡Mark, espera! La única cosa que casi destruye la imprenta fue la


situación económica de posguerra, pero no llegó a ocurrir. —Voy detrás de
él, levantando mi voz sin importarme que alguien pueda oírnos—. La única
cosa que todavía podría destruir el Chantry es Izzy.

—Bueno, se podría considerar que está en su derecho —asegura por


encima del hombro con una voz fría y hostil—. No tiene nada que ver
conmigo.

—Pero estás en tu derecho a intentar salvarlo, si quieres. Ninguno de


nosotros puede hacerlo, no sin ti. Eres el único que podría hacerlo posible.
—Todavía estaba lejos, pero al fin se detuvo y se dio la vuelta para
mirarme, ahora de forma adecuada—. Tú eres necesario. Y esta vez... esta
vez todos lo saben.

Está demasiado lejos. No puedo ver lo que piensa. Luego dice:

—Conozco a bastante gente. Hay cosas que puedo hacer.

Asiento, pero hay algo en la manera en que sostiene la mirada que me


indica que su mente está empezando a descongelarse, por lo que me
mantengo callada.

Dice lentamente:

—Podría trabajar, ¿sabes? Podría estar bien.

El alivio se abre paso en mi estómago.

—Sí, creo que podría estar muy bien.


—Hay que conseguir el dinero primero.

—Como tú dices, conoces a bastante gente. Y Lionel se maneja muy bien


en cuestiones de dinero. Pero... pero no en otros asuntos.

—No.

—No lo sabremos a menos que lo intentemos.

—Bueno... —da un paso hacia mí—. Yo... si tú crees...

—Claro que creo. Intentarlo es suficiente.

Esboza un amago de sonrisa.

—Podríamos hacer un jodido intento todos juntos.

—Sí, podríamos —insisto, y se acerca más y me coge las dos manos


como en una especie de juramento. Siento que algo se libera en mi interior
y él llena mis ojos, eclipsando al resto, de tal manera que, al igual que él,
cuando aprieto las manos estoy llorando. Me ahogo. Sufro por Adam.

Mark me abraza y no puedo ni hablarle ni mirarlo.

—Tranquila, Una. Llora si lo deseas. Tranquila...

Me abraza y ni siquiera me doy cuenta de que son sus brazos, de que no


es Adam. Sólo de que estoy a salvo.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero al fin puedo oír los graznidos de los
grajos y oler el aroma de la turba que nos trae la brisa desde los campos.

—¿Quieres irte? —dice con voz suave, aflojando sus brazos pero no del
todo, para que pueda sacar un pañuelo del bolsillo de mis vaqueros.

Me sueno la nariz por última vez.

—Estoy bien, gracias... estoy tan contenta de que vayas a hacerlo.


¿Vamos a buscar la iglesia? Me gusta el sonido de las tumbas.
Elysabeth, primer año del reinado del rey Ricardo
III

No tenía esperanzas, aunque la esperanza nunca se pierde. ¿Cómo iba a


tenerla cuando todos los informes revelaban que todos los sirvientes de mis
hijos eran despedidos? ¿Cómo iba a creer que vivían cuando las noticias
eran que no se los veía, ni siquiera en las ventanas de la Torre buscando una
brisa que aliviase el calor maloliente de Londres? ¿Cómo no iba a pensar
que estaban muertos si siempre supe lo que los hijos de York habían hecho
a Enrique de Lancaster o a George de Clarence, que eran de su propia
familia? Así que intenté desechar toda esperanza de que mis hijos aún
estuviesen vivos.

Pero esa esperanza no moriría ni en mí ni en mis niñas.

—Los hijos de mi tío Clarence están encerrados porque temen su sangre


real —dijo Bess una vez—. Quizá Ned y Dickon estén más encerrados aún,
en Middleham o Sheriff Hutton, aunque no tengamos informaciones de allí.
Ned fue siempre un niño bueno y obediente, que siempre haría lo que se le
dijese. No organizaría ningún complot ni trataría de escapar.

¿Cómo iba a conspirar?, pensaba. Sólo es un niño. Pero no decía nada.

A Antony y a mi hijo Richard Grey los lloré con lágrimas y plegarias, y


con amargo enfado, porque, aunque yo había estado de acuerdo en que
bastaba una pequeña escolta para traer a Ned a Londres, fueron ellos
quienes dejaron que cayese en manos de nuestros enemigos. Si no lo
hubiesen perdido, Dickon estaría también a salvo. Pero, además, estaba
amargamente enfadada conmigo misma. ¿Por qué había entregado a Dickon
con la misma actitud de una madre que deja a su bebé desnudo en el bosque
cuando habría podido mantenerlo a salvo? Algunas veces pensé que el
sufrimiento, la rabia y el miedo me rasgarían en dos siguiendo la línea de
las cicatrices del dolor padecido por mi marido John, por mi padre, por mi
hermano John, por Eduardo y por mis bebés Mary y George.

Ellos están con Dios. Pero en el caso de Ned y el pequeño Dickon no


podía concentrarme para decir: Requiescat in pacem. Aunque estuviesen
sufriendo, no podía abrazarlos, ni siquiera saber de ellos. Yo los había
entregado a ese sufrimiento, pero no podía creer que los hubiesen matado;
debo creer que están vivos, prisioneros, quizá temiendo por sus vidas hora
tras hora, pero todavía vivos.

Algunas veces la luz, al incidir sobre la cabeza girada de Cecily, que


susurraba junto a la ventana una canción de moda, hacía que su rostro
pareciese el de Ned. Otras veces, cuando tenía a Katherine en mi regazo
acariciándole un golpe que se había dado al caer o contándole el cuento de
mi madre de Le petit chaperon rouge, el olor de su cuello y su pequeña
calidez en mis brazos me hacían pensar que en mis brazos tenía a Dickon.

—¿Y qué crees que hizo la niñita cuando vio que era un lobo el que
estaba en la cama de su abuela?

—Atarlo —contestó Katherine.

—Eso es. Era una niñita inteligente —decía, abrazándola con fuerza.

Pero Katherine se escabullía de mi regazo y dejaba mis brazos vacíos.

—¿Dónde está Dickon? Necesito devolverle sus caballeros para que


puedan matar al lobo.

—Dickon está a salvo con Ned —le contestaba—. Dios cuida de ellos.

—¿Cuándo los volveremos a ver? —preguntó Anne, como había hecho


tantas veces antes—. ¿De verdad que están a salvo?

Anne tenía entonces ocho años, ya no sería una niña por mucho tiempo, y
mentirle ahora podría hacerle daño.

—No lo sé. Rezo por ello. Todos debemos rezar —era lo único que podía
decir.
Pero cuando las hojas amarillas cayeron bajo el peso de las lluvias del
otoño, cuando la aguanieve descargó oblicuamente frente a las ventanas y
las lámparas tuvieron que ser encendidas temprano para poder dar una
puntada, dejó de preguntar.

Incluso durante el día había poco que hacer para mantener controlados
mis temores y mis vanas esperanzas. No tenía un hogar. Vivíamos de la
caridad del abad hasta para comer y calentarnos, y las niñas se increpaban y
peleaban por aburrimiento y falta de ejercicio físico. Aunque no las dejaba
caer en el letargo y cada mañana se disponían para sus lecciones: leyes,
contabilidad y el manejo del hogar. Sus prácticas de costura eran miel sobre
hojuelas, ya que la ropa blanca necesitaba ser remendada. Bess estaba
traduciendo Le chanson de Roland al italiano, y Cecily se había jurado a sí
misma que aprendería de memoria el libro de Antony Dichos y dictados de
los filósofos en recuerdo de su tío.

Anne no prestaba demasiada atención a su libro y debía ser sobornada y


castigada para que aprendiese, aunque fuera unas pocas páginas, de La vida
de San Francisco, a pesar de que yo había pensado que las historias de los
animales que él había amansado le encantarían. Katherine estaba más
interesada en las espadas que en las agujas, pero un caballero que
encontramos en el jardín del santuario, acogido a sagrado por algún crimen
sobre el que no me atreví a preguntar, le enseñó una danza con el sable y se
sentaba con su libro de abecedario durante un buen rato si le prometía que
después podría jugar con las espadas. Bridget, todavía un bebé, empezó a
hablar muy tarde, y necesitaba ayuda para rezar sus plegarias. Por la tarde
bailábamos o jugábamos al aro o a los bolos, o a cualquier cosa que
ejercitase sus brazos, las hiciese reír y saltar e infundiese color a sus
mejillas. Al atardecer jugábamos al ajedrez o a las cartas. Y a la hora de las
oraciones, rezábamos por los niños, pero yo nunca podía decir Nunc
Dimittis.

Hacinados y confinados como estábamos, si uno enfermaba lo hacíamos


todos. Unas fiebres intermitentes o unas anginas se nos contagiaban
rápidamente por lo débiles que estaban nuestros cuerpos debido a la forzosa
inactividad. El exceso de ocio también me atribulaba. ¿Qué sería de las
niñas si yo muriese? Y aunque viva o muera, ¿quién las protegerá? ¿Podría
casarlas honorablemente? A falta de sus hermanos, mi bella Bess era la
verdadera heredera al trono, y Cecily después de ella, y ambas ya estaban
en edad de ser casadas. Bess era nuestra esperanza, y ése era su mayor
peligro. ¿Sería entregada como rehén, como lo habían sido las hijas de
Warwick, ahogadas bajo el peso de la ambición de su padre? ¿Llevada a la
cama como Isobel, en un barco zarandeado por las olas y con la prohibición
de refugiarse en puerto para morir con sus niños en él? Forzada a un
matrimonio para sellar la unión entre enemigos, como su hermana Ann lo
fue con el hijo de la reina Margarita? La mayoría de la gente cree que Isobel
fue envenenada, pero no por la mujer que fue ahorcada por ello, sino por su
esposo George de Clarence. Y ahora Ann, incluso lo oímos en el santuario,
estaba mortalmente enferma, y a Ricardo de Gloucester le urgía librarse de
su mujer para así poder desposar a alguna gran princesa, ahora que se
llamaba a sí mismo rey.

Pero también veía otro peligro en Bess: en cómo se movía, en la forma en


que se escondía en un rincón para leer otra vez más sobre Lanzarote y
Ginebra, en cómo observaba a un nuevo novicio en el jardín de la abadía o
en la ansiosa mirada a un mensajero, en algunos pequeños gestos cuando
pensaba que yo dormía. Estaba impaciente por entregarse a los placeres de
su cama nupcial. Podía leer sus pensamientos, sentir el calor que la
quemaba por dentro, la carne que anhela la mano de un hombre, porque
esas cosas ya las sentí una vez yo misma. Habíamos hecho muchos planes
de boda para ella en vida de su padre, sabía lo que valían ella y su
virginidad. Pero ahora, sin esperanza de matrimonio, ¿cómo podría estar
segura de que sus deseos no fuesen demasiado fuertes para mantener su
virtud? Estábamos enclaustradas, enfadadas, tan cansadas de vernos las
caras que hasta el aire de nuestras alcobas olía a rancio por el aburrimiento.
Una cara nueva podía alegrar nuestro espíritu durante una hora o un día.
Podía ver cómo para Bess, llena del deseo de una mujer pero sin actividades
de ocio para calmarlo, sin flirteos para aliviarlo, el rubor de un novicio
tartamudo o la reverencia y la sonrisa de un mensajero eran como un vino
fuerte. Había poco margen para la ocultación, ya que ninguna de nosotras
disfrutábamos de la mínima privacidad. Pero si el mínimo rumor de que no
era casta llegase a extenderse por la corte de Westminster y más allá, podría
hacer un daño irreparable a nuestra causa.
Entonces empecé a hacer planes, no sólo para ganar más seguridad, sino
también para dar a mis hijas motivos para tener paciencia. Podíamos hacer
planes en el santuario ya que nadie podía impedir que el médico de
Margaret Beaufort me visitase. Éramos muy cuidadosas, pero los mensajes
iban y venían: ofrecimientos de ayuda, consejos, pequeños pasos hacia la
seguridad y la libertad. Por ese medio me enteré, al fin, de que mi hijo
Thomas Grey y su hermano Edward estaban a salvo en Bretaña, con
Enrique Tudor, el hijo de Margaret Beaufort. Había mucho que organizar y
muchas esperanzas.

Mas por la noche nada conseguía apaciguar mis temores. Muchas veces
me llevaba a Bess o a Cecily a mi cama conmigo para encontrar la fuerza
que ahogase mis lágrimas y también para consolarme con el aroma de su
juventud y su tranquila respiración. Pero aun así permanecía despierta
oyendo los ruidos y las órdenes de los soldados fuera de las paredes del
santuario. Cualquier ruido desacostumbrado —gritos, un caballo al galope,
el estruendo de las ruedas de un carro— me ponía tensa, y forzaba los oídos
para averiguar qué podría estar pasando. Ser la causa de tal profanación
sería un crimen, un pecado difícil de soportar. Incluso el silencio, cuando
esperaba que el sereno anunciase la hora, me hacía sudar, porque Ricardo
de Gloucester podría preferir atraparnos a hurtadillas en lugar de hacer una
demostración de fuerza contra unas inofensivas mujeres. Seguramente no
nos matarían. Incluso Ricardo de Gloucester sería incapaz de tal acción, ¿o
sí? Pero lo mismo pudo haber pensado Antony en el largo y duro camino a
Sheriff Hutton. ¿Seríamos obligadas a tomar ese mismo camino?

Cuando al final mi agotamiento acababa imponiéndose a mis temores,


empezaban las pesadillas. Como demonios de alas negras, me mostraban lo
que por el día me negaba a ver: la manera en que morían mis niños. Noche
tras noche oía sus gritos, sentía sus ahogos en mi propia garganta —sangre,
vino o amargos coágulos—, sus brazos aferrarse a los míos y ser arrastrados
fuera.

Era un alivio despertar incluso con los ojos doloridos y el cuerpo


maltrecho, aunque durante el día los terrores de la noche aún rondaban por
los oscuros pliegues de mi mente. Incluso a la luz del día, el miedo y la
pena por mis hijos se alojaban en mi corazón tan pesados como el plomo.
Los días se iban consumiendo y vivíamos casi tan necesitadas como si
estuviésemos de verdad en una prisión.

A pesar de todo, hacíamos planes. Fue Bridget, mi bebé dulce y


sonriente, quien encontró la sorpresa en el roscón de Reyes y se sentó
dando palmas con su corona de papel torcida sobre la cabeza mientras sus
hermanas bailaban. Por la mañana, la primera parte de mi plan se dio por
cumplida al enterarnos de que el día de Navidad, en Rouen, Enrique Tudor,
conde de Richmond, hijo de mi vieja amiga Margaret Beaufort, se había
comprometido con Bess. El último de los Lancaster se casaría con la
heredera de York, a pesar de todos los intentos de Ricardo de Gloucester —
porque no lo llamaré rey— por impedirlo. Él, que había declarado nulo mi
casamiento con Eduardo y en consecuencia bastardos a mis hijos. La
invasión tardaría en planificarse, pero se llevaría a cabo.

Al día siguiente me desperté y supe que debía actuar como si mis hijos
estuviesen realmente muertos y Bess fuese la verdadera reina de Inglaterra.

Movió la cabeza.

—Si... pensáis que es lo mejor, señora, que así sea. Desearía no haber
llegado a reina en lugar de mis hermanos.

—Lo sé. Pero nuestros deseos no los traerán de vuelta desde... donde sea
que estén. Debemos hacer lo que podamos —le respondí, enjugándome las
lágrimas—. Además, cuando tu hermano nació, pegaste a Mal porque dijo
que ya no eras la princesa de Gales.

Sonrió.

—¿Lo hice? Lo había olvidado. Será bueno estar otra vez en el mundo. A
veces odio tanto este sitio que siento como si me estuviese ahogando.
Quiero gritar, pero mi garganta se cierra y no puedo.

—Ahora no podemos ayudar a tus hermanos, pero no saldré de aquí hasta


que no esté segura de que no corremos ningún peligro. Aunque tampoco
nos quedaremos hasta el día del Juicio Final.
Suspiró y un momento después se fue hacia la ventana. La nieve se
acumulaba en el alféizar, pero hizo fuerza hasta abrirla y dejó entrar una
ráfaga de aire helado que hizo temblar las llamas del fuego. No se lo
reproché. ¿Cuántas veces habré abierto la ventana sólo para comprobar que
nuestra jaula no estaba rodeada de hierro?

No tanto de hierro como de acero. Siempre, más allá de los muros,


podíamos ver y oír a los soldados, esperándonos, el sonido metálico de las
picas, el ruido de las botas al marchar y el estruendo de las armas, las
llamadas de los centinelas, noche y día. De vez en cuando, Ricardo de
Gloucester enviaba delegados para convencerme de que debíamos
abandonar el santuario. Harto sabía que el único futuro para mis hijas estaba
en el mundo, pero no era un lugar seguro para ellas. Una y otra vez me
negué, hasta que hizo un juramento ante los obispos, los lores y los
comunes de que mis hijas y yo estaríamos a salvo y que él nos protegería y
mantendría. Quizá podría confiar entonces en que Ricardo de Gloucester no
pondría en peligro su alma o su trono voluntariamente rompiendo semejante
juramento, porque era un hombre de fe como lo fue Eduardo. ¿Pero no fue
él, necia de mí, quien había jurado que mis niños estarían seguros?

Ya basta, me dije a mí misma. Debo hacer algo por mis hijas, no sólo
encontrar un lugar en el mundo para unas jóvenes solteras, sino además un
marido y bienes sólidos, los medios para vivir confortablemente y, por
supuesto, una parcela de felicidad.

¿Y para mí? Si pudiese saber que su manutención estaba asegurada, no


me preocuparía más por mi propia condición. Estaba muy cansada como
para desear nada para mí; el dolor por mis hijos corría por mis venas como
una agotadora enfermedad y, sin embargo, no podía desear que
desapareciese, porque eso equivaldría considerarlos muertos. No tenía
ninguna esperanza al respecto, así que opté por actuar como si estuvieran
muertos, aunque no podía dejar morir la esperanza.

***
Así que una mañana salimos caminando del santuario por nuestra propia
voluntad, cruzando los jardines de la abadía hacia la puerta. No mostraría
mis temores, y Bess y Cecily tampoco debían hacerlo. Les había advertido
de que debíamos actuar de acuerdo con lo que éramos: las damas de más
alto rango del reino.

Así debía ser, aunque los juramentos solemnes y las garantías, las cartas y
los mensajes, todo el buen sentido y la razón no habían sido capaces de
calmar mis temores. ¿Estaba entregando a mis hijas al enemigo de la misma
forma que había entregado a Dickon? El viento de marzo no era más frío
que mi miedo, y temblé.

El guardia de la puerta se adelantó para dejarnos salir. Me detuve para


agradecérselo y le di oro, porque no dejaría que ningún hombre dijese que
éramos menos que miembros de la realeza, ni siquiera aquellos que antes
habían sido mis súbditos. Luego abrió la puerta y vimos lo que había detrás.

Un respiro de alivio disipó mi miedo y recorrió mi interior: los soldados


se habían ido, sólo quedaban un puñado de ellos, y éstos no eran guardias,
sino que estaban montados formando una escolta. «Suficientes para la
seguridad, muy pocos para la velocidad», habría dicho Eduardo, y el
recuerdo se me clavó como un aguijón. Mientras nos encaminábamos hacia
el mundo exterior, el viento agitó nuestros andrajosos vestidos y abofeteó
nuestros rostros, haciendo que Bridget se echase a llorar. Katherine
contemplaba los perros de caza, a los buhoneros y a los apresurados
viandantes que apenas recordaba. Bess cogió a Bridget y le dio un dulce.

Sólo había un hombre que no era soldado esperando junto a los caballos.

—¿Señor Nesfield?

Esbozó una reverencia.

—Dama Elysabeth, bien hallada. Confío en que no encontréis nuestro


viaje demasiado fatigoso.

Me contuve para no discutir el tratamiento con el que se había dirigido a


mí, pero lo miré fijamente. Necesitaba saber cuán estrechamente íbamos a
ser vigiladas porque ese dato me proporcionaría más información.

—No he sido informada de a dónde nos dirigimos. ¿Por qué razón?

No contestó a mi pregunta y se limitó a decir:

—Sólo hasta mi casa señorial de Heytredsbury. Será responsabilidad mía


asegurarme de que tanto vos como vuestras hijas estéis cómodas bajo mi
custodia.

Recuperé el ánimo al recordar que Heytredsbury era de verdad una casa


señorial y no un temible castillo donde nos podrían mantener escondidas.
Pero había un largo trecho hasta Wiltshire, tres días de viaje o más, y
ninguna de nosotras estábamos preparadas para semejante cabalgada.

—Mis hijas más jóvenes tienen su salud debilitada. Necesitarán


descansar.

Señaló hacia atrás.

—Como podéis ver, pueden viajar en esa litera. Mis órdenes son alcanzar
Heytredsbury lo antes posible, y para ello es necesario cabalgar. No debéis
temer nada, los caballos son guiados por hombres de confianza.

Tuve que morderme la lengua para no preguntarle qué tipo de peligros


pensaba evitar para forzarnos a viajar con tanta prisa. No sería prudente
discutir con nuestro guardián, pero era muy duro vernos custodiadas como
no lo habíamos estado en el santuario. Ahora se nos confinaba por orden de
Ricardo de Gloucester, no por nuestra propia elección.

Nos encaminamos hacia Petty France. A pesar de mi enfado y mi temor,


me infundió ánimos ver el camino extendiéndose ante nosotras y estar
montada a caballo bajo el amplio cielo. Cuando Westminster quedó atrás al
aproximarnos al Knights Bridge, pude ver primaveras, pálidas como la luz
del sol, plegadas entre las hierbas debajo de los setos vivos. Pero seguíamos
siendo prisioneras, aunque de un modo diferente de como lo habíamos sido
en el santuario. A juzgar por las bocas selladas y el silencio de los hombres
que cabalgaban con nosotras, Nesfield no sería un carcelero que cumpliese
con su tarea negligentemente. No importaba, podía estar tranquila, porque
sabía que Enrique de Richmond también esperaba su hora y hacía planes
para el futuro.

***

El día de San Miguel, Bess y Cecily fueron requeridas por la corte.


Nesfield nos permitió llegar hasta la puerta para desearles feliz viaje,
aunque sin demasiada ceremonia. Hacía frío, y Bess estaba impaciente por
partir; una vez que nos hubimos abrazado y se hubiesen colocado detrás de
los mozos de cuadra, me aferré a las manos de mi hija pequeña, porque ya
no podía retener a las mayores por más tiempo. ¿Qué clase de despedida era
ésta? ¿Habría juzgado correctamente que estarían a salvo? Los hombres se
comprometen bajo juramento ante Dios y ante los hombres, pero ¿quién
puede decir cuándo será quebrantado este compromiso hasta que ocurre?
Dios sabe que he procedido correctamente, rezaba. Dios las guarde bajo su
protección y les procure salud y felicidad.

—Señora, me estáis lastimando —protestó Anne, retirando su mano.

—Perdón —lamenté. Los caballos habían desaparecido detrás de una


curva del camino y solamente por el lejano canturreo del acero sabía que se
habían ido hacía muy poco—. Vamos dentro, hace demasiado frío para las
pequeñas.

A medida que pasaban los días, pesados a causa del tedio de llevar una
casa que no era la mía y no oír otras noticias que las censuradas, sólo podía
rezar para que Bess y Cecily estuviesen bien y confiar en que Ricardo de
Gloucester no se desdijese de su compromiso. Mi hermano Edward escribió
que a Ricardo le era más necesario ganarse el respeto de los hombres
honestos que el de ante quienes había jurado la muerte de Bess y sus
hermanas, y yo debía consolarme con tal certeza. Además, las pequeñas
seguían conmigo.
La primera helada fuerte llegó justo antes de San Martín. El secretario de
Nesfield me trajo una carta de Bess y me senté en el banco al amor de la
lumbre para leerla. Por supuesto había sido abierta y asumo que leída. Todo
lo que llegaba era examinado previamente.

Desde el patio de la granja llegó un grito tan largo y estridente como el de


cualquier alma humana. Bridget estalló en lágrimas y a Anne se le cayó el
bastidor al suelo.

—Sólo son los cerdos —dije, mientras mi doncella fue a consolar a


Bridget con un dulce—. Recoge tu trabajo, Anne.

—No me gusta —dijo Anne.

—Debe hacerse, ¿o cómo haríamos para tener carne todo el invierno? Se


terminará enseguida.

—¡Salchichas! —gritó Katherine—. Señora, ¿puedo ir a ver?

—No. Cállate.

—¡Pero habrá sangre! Un montón.

—No. Tranquilízate, hija. No es algo que una princesa deba mirar.

Hubo otro chillido. Bridget levantó la vista, pero no se puso a llorar. Sacó
el dulce de su boca, lo contempló, como juzgando su poder para mantenerla
segura, y se lo volvió a meter en la boca. En cambio, Anne empezó a llorar.

—Los pobres ce-cerdos. ¡Debe dolerles tanto!

—Tápate los oídos —le dije—. Lo que no puede ser evitado siempre
puede ser soportado.

—No funciona, señora. Nunca funciona. Todavía lo oigo como una


pesadilla.

Sé demasiado bien lo que se puede oír en una pesadilla.


—Entonces ven aquí y entierra tus orejas en mi regazo.

Le acaricié la cabeza y empecé a leer la carta de Bess una vez más. No


había nada en ella que preocupase al guardián censor. Empezaba de forma
convencional, encomendándose a mí, pero luego sus noticias superaban su
cuidado por escribir con una mano meticulosa: todos en la corte eran muy
amables y ella tenía tres nuevos vestidos; organizaron un concurso entre las
jóvenes solteras para ver quién tenía el pelo más largo. Tía Buckingham era
la juez y Cecily había ganado por tres palmos. El rey les había hablado muy
amablemente a las dos, aunque la reina estaba otra vez enferma y había
permanecido en cama durante algo más de quince días. De hecho, el rey
había bailado con Bess dos veces en la última noche y le hizo prometer que
bailaría otra vez con él la próxima vez que se encontrasen. ¿Podría
apañármelas para enviarle su cinturón de plata con las turquesas? Quedaría
muy bien con su nuevo vestido azul. Y de paso podría enviarle también el
libro de Cicerón, que creía había quedado en su dormitorio. No había
estudiado tanto como le había recomendado, pero había prometido en
confesión que lo enmendaría tan pronto como pudiese. La próxima vez
enviaría regalos para las niñas, si podía prestarle algunos chelines, pues
había gastado todo su dinero jugando a las cartas.

En la medida en que me lo permitían los ojos, buscaba algún signo en sus


palabras que indicase que no consideraba a Ricardo de Gloucester rey por
derecho y menos aún a Ann Neville como su reina. ¿Había escrito teniendo
en cuenta al secretario de Nesfield, o su placer era real? Merecía el placer,
mi buena e inteligente Bess, siempre que estuviese segura de saber cuál era
su verdadero desamparo y no olvidase nunca lo que sabía aun cuando
bailase con su usurpador.

Mi doncella todavía jugaba con Bridget, y le pedí que preparase recado


de escribir en la mesa para que yo pudiese contestar a Bess.

Apenas había empezado cuando entró el secretario de Nesfield.

—Una tal señora Peters ha venido. Mi señor os permite que la recibáis.


¿Es vuestro deseo hacerlo?
¡Mal! ¡Mi queridísima Mal, hacer semejante viaje desde el lejano
Hartwell! Más redonda que nunca por los vestidos y los chales en los que se
había envuelto, y con las mejillas rosadas por la helada, entró cojeando en
la habitación, y cuando la hube levantado de su amago de reverencia, que
era todo lo que su reumatismo le permitía, nos abrazamos. En sus brazos,
aunque mis penas y temores estaban más allá de su poder para evitarlos,
durante un extraño instante sentí como si no tuviese mayor preocupación
que una rodilla herida o una lección no aprendida y que, de todas formas,
Mal siempre podría arreglarlo. Pero no, era ilusorio, Mal no tenía tal
pericia.

Vio las lágrimas que no podía esconder e hizo un gesto a mis mujeres
para que se llevasen a las niñas.

—Iré a veros en un rato, queridas mías. Ya estáis marchando.

—¿Podemos ir y ver la matanza de los cerdos? —escuché a Katherine


rogando, cuando salían—. ¡Por favor, por favor...! Ya están todos muertos
ahora, así que Anne no tiene por qué llorar.

—Vuestro hermano, el señor Edward, era exactamente igual —aseguró


Mal, aflojándose las vestimentas y arrojando su manto sobre el asiento de la
ventana—. Es una lástima que no pueda ser almirante de la flota como su
tío, porque seguramente lo haría muy bien... —Se sentó a mi lado—.
¿Cómo os mantenéis, señora?

Debería negar con la cabeza, pero al final me contuve.

—Bastante bien. ¿Sabías que Bess y Cecily están en la corte?

—Ahora que lo decís, lo sabía por vuestro hermano, sir Richard —el
nuevo señor Rivers, debería decir—. Estando él en Grafton las noticias
llegan, aunque lentamente. Y como os prometí, hay pocas cosas que no
consigan cruzar el valle para llegar tarde o temprano al mismo Hartwell.
¿Está bien lady Bess?

—Eso asegura ella. Pero quisiera saber más cosas además de cómo se
encuentra.
—Estará bastante bien. Su hermana, la señora Margaret —debería decir
lady Arundel—, no las perderá de vista. No serán vuestras hijas las que
exhiban un vergonzoso embarazo en la corte. Y a juzgar por lo que oigo de
la corte de Su Gracia de Gloucester, ésta es sobria y devota, como él mismo
y también su mujer.

—Así nos lo hace creer. Y la pobre Ann Neville mortalmente enferma.


Creo que no estaba hecha para tan alto rango, usurpado o no. Warwick
destrozó todo lo que pudo ya antes de casarse. Y más tarde perdió a su
propio hijo, Edward. ¿Pero quién conoce realmente a Ricardo de
Gloucester?

Suspiró.

—¿Y no hay esperanzas?

La pena se aferró a mi garganta.

—¿Cómo no iba a tener esperanzas? ¿Y por qué habría de tenerlas?... Oh,


Mal, cada día voy de lo uno a lo otro hasta que mi corazón parece partirse.
Estoy asustada, ahora no estamos acogidas a sagrado en el santuario; sin
embargo, es mejor porque no puedo ver... no puedo ver a Dickon como lo
hacía en Westminster. Y Ned... Ah, Ned...

Me estrechó en sus brazos y me dejó llorar sin tapujos, liberada, pero


consolada; lloré como no lo había hecho desde el día en que prometí actuar
como si hubiese perdido a mis hijos para siempre.

Nunca llegaré hasta el fondo de mi pena por los niños. Es insondable.


Pero al sentirme en el mismísimo borde de mi profunda desesperación,
grité:

—No puedo recordar el rostro de Ned. Ni su voz. Ni sus sonrisas. No


tengo nada de él que me lo recuerde. Antony lo tenía todo, Antony lo
perdió, y Antony se ha ido.

Entonces Mal lloró también, porque Antony siempre había ocupado un


lugar primordial en su corazón, y dos inviernos no habían bastado para
calmar su dolor, como tampoco el mío.

Al final estaba demasiado cansada para poder seguir llorando y me


recosté sobre los cojines del sillón. Mal se sentó abrazándome y
contemplando el fuego. Cuando mi asistenta entró con pastas y vino dulce,
me obligué a comer y a beber y luego ordené algo para las niñas. Mal no
había conocido a Bridget, y apenas conocía a las demás, pero había traído
regalos para todas.

Me llenaron de orgullo y lo agradecí de corazón. Luego Anne le mostró a


Katherine cómo lanzar su peonza, aunque tuve que ponerme seria con ella
para que abriese el abecedario con la historia de san Martín que Mal le
había traído. Bridget acariciaba su pequeño caballito de madera con su
carrito, pero luego se sentó a mirarlos sin jugar con ellos. Después de un
rato, Mal la cogió y la llevó a la ventana, hasta la escasa luz que entraba.
Después le dio un beso, la sentó frente a su juguete y volvió de nuevo a mi
lado.

—Llevo en este mundo más de sesenta años —me dijo tranquilamente—,


y nunca he visto una niña con los ojos de Bridget, ¿Dices que es enfermiza?

—Sí, aunque no es del pecho ni del vientre. Los médicos dicen que tiene
un soplo al corazón. Pero es bastante feliz, siempre riéndose. ¿Recuerdas
los ataques de rabia que solía tener mi pobre George?

—Sí, Dios guarde su alma. Donde está ahora ya no rabiará. Pero puedo
decir que la niña Bridget es un alma dulce y siempre lo será. Debéis saber
que estará mejor con las monjas cuando sea mayor. Cuidarán de ella, y
santa Brígida la acogerá como si fuera su hija, porque ella será una santa,
bendita sea. Antes de eso aprenderá bastante jugando con sus hermanas.

—Creo que no podría soportar perder a otro hijo.

—No la estáis perdiendo, mi señora Ysa, sólo cuidándola de la mejor


manera que podéis, igual que Dios guarda a todos aquellos que están a su
cuidado.

Entonces lloré otra vez, pero silenciosamente.


Ya había pasado la nona, pero el señor Nesfield no dejaría que Mal se
alojase con nosotras.

—No importa —aseguró Mal—. Las hermanas de Warminster tienen una


hospedería y la sobrina de mi labrador fue recientemente aceptada allí como
novicia. No es una gran distancia para caballos descansados, y mi sirviente
conoce el camino.

Así nos separamos, con muchas promesas al Cielo y a nosotros mismos


de volvernos a ver, tanto si venían tiempos mejores como si no.
CUARTA PARTE

Final

Toda pena o alegría por la


felicidad o desgracia de los otros
es producida por un acto de la
imaginación. Ésta percibe un
hecho, por ficticio que sea, o lo
aproxima aunque esté remoto,
para colocarnos durante un
momento en la condición de
aquel cuyo destino
contemplamos. Así, mientras dura
el artificio, sentimos las
emociones correspondientes, las
mismas que emanarían del mismo
hecho, bueno o malo, como si nos
ocurriese a nosotros.

Dr. JOHNSON,

El excursionista,
sábado 13 de octubre de 1750
Capítulo 10

Una, domingo

En la iglesia de Santa Elena y la Santa Cruz, Mark apoya su mano sobre


la tumba del niño. La imagen está desgastada, las manos en posición de
rezo se han desvanecido y también los pies, el rostro de piedra comido hasta
casi desaparecer bajo la fría luz de la mañana. Pero las proporciones son las
de un niño, y el vestido largo y pesado complejamente elaborado, con las
altas molduras góticas de la base, todo emana grandeza y la riqueza de su
corta vida.

—Edward de Middleham —lee Mark—. Debe de haber sido importante.

—Lo fue. Era el hijo de Ricardo de Gloucester, su único heredero. Murió


de fiebres, creo, cuando Ricardo no llevaba todavía un año de reinado.
También fue un desastre político perder a tu heredero, la muerte del
príncipe de Gales. Sus padres quedaron destrozados. Su madre murió un
año más tarde.

—Perder un hijo.

—Sí.

Leo que ni siquiera era seguro que ésta fuese su tumba, a pesar de los
entusiastas comentarios locales. Y sin embargo, hay una presencia allí que
no estaba en el castillo: un hombre y una mujer apenados por este niño. No
son ni Elizabeth ni Anthony los que llevan el luto por este niño. Ellos nunca
estuvieron donde ahora estamos nosotros, y ésta es la casa y la aflicción de
sus enemigos. No obstante, de alguna manera, en este aire perfumado con el
humo de los cirios hace ya mucho tiempo apagados las frías y antiguas
piedras, el amargo aroma de la mirra... de alguna manera invaden mis
sentidos y mi mente y traen a mi presencia a Anthony como una alucinación
del corazón, y también a Elizabeth, porque perder un hijo es perder un hijo:
un dolor insondable.

Detrás de nosotros se oye el sonido de un pestillo en la puerta de la


iglesia, unos pasos y el susurro de unos hábitos. Una mujer vestida así es
todavía una novedad. Lleva una pila de viejos libros y folletos nuevos y
tiene un rostro cuadrado y sensato. Cuando le hacemos una señal llamando
su atención, se dirige hacia nosotros.

—¿Es hermosa, verdad? Es increíble pensar que sea tan antigua.

—¿Se sabe con seguridad de quién se trata? —pregunto.

—Algo me han dicho. Realmente todavía no he tenido la oportunidad de


enterarme de la historia. Dios sabe que hay muchísimo que hacer en un sitio
como éste; pero además está el trabajo de la escuela, todo el trabajo de la
parroquia y los proyectos diocesanos... York no es la sofisticada cápsula
detenida en el tiempo que se imaginan los turistas. ¿Están de visita?

—Algo así, aunque también es profesional. Soy historiadora.

—Entonces deberían interesarles éstos —dice señalando la pila de libros


que sostiene en sus brazos. Mi marido ha estado trabajando para ordenar los
libros que dejó mi antecesor y me dijo que estos dos deben ser guardados en
la caja fuerte. ¿Quiere echarles un vistazo antes de que los guarde? Por
cierto, mi nombre es Anne, Anne Stewart. Soy la rectora, como sin duda
habrá podido deducir por mi tarjeta.

Sonrío y se lo agradezco con una simpatía automática pero no


comprometida, con mi habitual amabilidad no profesional. Abre la sacristía
y nos invita a pasar.

Los encuadernados son de piel de mediados del siglo XVIII, gruesos y


suaves, y se encuentran en excelente estado. El primer libro resulta ser
contemporáneo a su encuadernado: La historia de Tom Jones, un expósito.

Se me ocurre que es una historia algo picante para un clérigo del siglo
XVIII. Se lo muestro a Mark.

—¿Pensaría tal vez que era una historia auténtica? —sugiere—. Las
novelas se acababan de inventar.

—O un tratado instructivo —sugiere Anne Stewart, apilando con brío los


libros de Comunión Serie Tres en un estante cerca de las desgastadas,
aunque ilustradas con mucho colorido, Historias de la Tierra Santa y El
buen samaritano de Ladybird—. Como todos esos horribles cuentos
morales victorianos. Por cierto, siéntense.

—No hay nada moral en Tom Jones, o al menos no en el sentido


victoriano —digo, sentándome sobre la mesa de un pupitre de escuela
colocado en un rincón. Hojeo cuidadosamente las páginas impresas por
Foulis en Glasgow, como esperaba—. Es una bella edición ordinaria y con
un buen encuadernado. ¿Puedo ver el otro?

Parece muy similar por fuera, pero totalmente distinto por dentro. Esto no
es un producto comercial salido de las ruidosas prensas del Siglo de las
Luces. Aquí hay una mezcla de páginas, clases de papel, tamaños, tipos de
imprenta. No hay realmente una página de título, sólo un listado de
contenidos. El impresor está señalado como Peter Small de York,
MDCLXVII. Comienza de forma bastante ortodoxa, con los sermones y
plegarias de Lancelot Andrewes, en un buen tipo Plantin, aunque algo
desgastado. Las palabras jacobeas canturrean con un ritmo constante a lo
largo de la página.

El texto puede consultarse en cualquier momento, nunca será


inoportuno. Y aunque siempre es buen momento para hablar de Cristo,
también Cristo tenía sus momentos. Tu tiempo es único, dijo Él, pero no el
mío. Yo tengo Mis momentos.
Luego hay una Historia de la parroquia de Sheriff Hutton incluyendo
también las parroquias de Lilling, Whenby, Cornborough, Stittenham y
Flaxton, sus Vecinos Notables y Eventos Memorables, tal como fueron
registrados por el Reverendo Isaac Ferguson, MA DD, anteriormente del
Magdalene College de Cambridge, para celebrar la restauración del Rey
Carlos II. Un corte algo áspero con fuente Van Dyck. Desplazo mi mirada
por un par de páginas y me resulta obvio por qué Una historia de Tom
Jones se vendía mejor. Anne Steward emerge desde un profundo armario y
ve mi débil mueca. Mira sobre mis hombros cuando pasa detrás de mí con
un leve tufillo a bolas de naftalina y a líquido para limpiar bronces.

—¿Y eso que está escrito a mano? Qué raro en un libro.

Miro hacia abajo a la página a la que me ha llevado mi descuidado hojeo.

—Ah, era muy frecuente en aquellos días. Los impresores enviaban los
libros en hojas sueltas que después eran encuadernados y vendidos
localmente. Podías ordenar a tus encuadernadores locales que las
compusieran como tú quisieras, de modo que así podías tener compilados
ensayos, recetas, cartas, lo que fuera; un montón de cosas distintas reunidas
en un único tomo.

Es una buena escritura del siglo XVI tardío, no la torpe mano de los
amanuenses, como dirían mis colegas paleógrafos, sino el estilo itálico de
un hombre o una mujer educados, acostumbrados a escribir mucho. Los
trazos negros empujan a través de la página sin más fuerza o florituras de
los necesarios, como si el que escribía fuese muy mayor y no tuviese
demasiado tiempo para contar su historia.

Lo que sigue fue conservado hasta el día de su muerte por el


abuelo de mi tío abuelo, el señor George Ferguson, en algún
tiempo rector de esta parroquia de Sheriff Hutton, como lo soy yo
en este tiempo, en el octavo año del reinado del rey Carlos, en el
año de Nuestro Señor MDCXXXIII. Aunque un lejano linaje de
Ann Nevil por parte de madre, mujer del rey Ricardo III, cuya
familia había sido la dueña de Sheriff Hutton desde los días del
primer rey Ricardo, que fue llamado Cœur de Lion, que era muy
amado por los parroquianos, tanto por la santidad de su vida
como por la sabiduría de sus palabras, que todos confiaban en él
y buscaban su consejo, cualesquiera que fueran sus lealtades
durante la Guerra de los Primos, que sólo acabó con la unión de
las casas de York y Lancaster bajo el fallecido rey Enrique Tudor.

—¿Es auténtico? —pregunta Mark, poniendo una mano sobre mi hombro


para echar una ojeada a la página.

—No lo sé. Hace falta analizar el papel y otros aspectos para estar
seguro. Pero todo encaja: la encuadernación, el estilo de escritura, las
fechas. Aparentemente...

Paso la página. La siguiente es de una mano aún más vieja, aunque


bastante fluida para su estilo gótico tardío, la ortografía con más variantes,
las palabras y su orden de un modo que no suele verse con frecuencia.

In Nomine Patris Dei. Esta carta fue traída a mí, George


Ferguson, párroco de Sheriff Hutton, por un tal Stephen Fairhust,
antiguo residente de esta parroquia. Deseaba que yo la copiara
primero y luego sellara otra vez con mi propio cuño y sello, de tal
manera que la muy graciosa señora [tachado] que con la ayuda de
Dios la leyese supiese que el sello había sido roto no por malicia
o con malas intenciones sino para su bien y por el bien de su
hermano [tachado] el más sabio y erudito noble que haya
encontrado su fin en manos de sus enemigos, de tal forma que si
la carta auténtica cayese en manos de sus enemigos, habría una
copia existente que pudiese llegarle en tiempos mejores. Una vez
hecha la copia, partió para Londres y ruego a Dios que no haya
encontrado a nadie en el camino que le impidiese la ejecución de
su propósito. Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto. Sicut erat in
principio et nunc et semper. Escrito en Sheriff Hutton en el cuarto
día después de la natividad de san Juan Bautista.
Y a continuación, con la misma mano, pero con mayor cuidado, como si
el que escribió hubiese mostrado un especial celo en respetar unas palabras
y una ortografía que no eran las suyas:

Muy Graciosa Señora, mi reina y hermana, humildemente me


encomiendo a ti, y te hago llegar la bendición de Dios y la mía.
Confiaré esta carta al chico que aguarda junto a mí esta noche,
que es mi última en la tierra. Su nombre es Stephen Fairhurst, y si
ésta te llega por su mano, podría haber sido algo peligroso para
él. Te ruego que trates de que sea recompensado en la medida en
que puedas disponer.

Primero debo decirte que tu hijo, el señor Richard Grey, que ha


sido enviado aquí a Pontefract con nuestro primo Haute mientras
yo era retenido en Sheriff Hutton, vive y todavía está prisionero
aquí. Me han hecho saber que está bastante bien, aunque el
guardián no me permite hablar con él ni enviarle una nota. Pero,
ay, señora, deberá morir por la mañana, igual que yo. Si Dios
quiere, se me concederá un tiempo para reconfortarlo con algunas
palabras de consuelo y buen ánimo, para enfrentarse con
resolución a todo lo que la vida de este mundo nos pueda deparar.
Es el primer deber y la primera virtud de un hombre.

Me han hecho saber que estás acogida a sagrado: que Dios y


Sus santos te mantengan a salvo, al príncipe Richard contigo, y
también a las niñas. Sabes tan bien como yo que, mientras Dickon
esté a salvo, Ned también lo estará. Rezo cada día para que Ned
esté bien y contento, porque ha sido un hijo para mí y lo quiero
como lo haría cualquier padre. Todavía podría haber medios para
restaurar su trono: nuestro hermano Edward y tu hijo Thomas te
aconsejarán, y también Su Gracia de Canterbury. Aunque milord
Hastings siempre se ha opuesto a nuestra familia por cuestiones
de interés y poder, es un hombre muy honorable y quiere a los
hijos del rey tanto como a los suyos propios. Si llegase a ocurrir
que Ned nunca sea coronado, puedes consolarte pensando que,
aunque un rey tiene más poder que la gente corriente para hacer
el bien al mundo, eso no es fácil de hacer manteniendo el alma
verdaderamente dedicada a Dios. Que se cumpla la voluntad de
Dios, que así sea en esto como en todas las cosas.

Debes velar ante todo por la seguridad de Ned, la tuya propia y


la de tus otros hijos, pero si te enteras de que algo malo acaece a
mi más amada hija Margaret, o a mi esposa, y está en tu poder
remediarlo, tendrás mis mayores gracias. Respecto a mi
testamento, he designado a hombres honorables para su
ejecución, rogando que Ricardo Gloucester cuide de que todo se
haga correctamente, ya que, para mi gran dolor, él tiene a Ned en
su poder y podría arrebatarle su corona; él nunca consideró al
fallecido rey como un ejemplo en la resolución de los asuntos. Se
me ha tratado bien aquí y en Sheriff Hutton, sin sufrir insulto
alguno, pero estoy privado de mi libertad y ahora de mi vida. Un
sacerdote me atenderá enseguida y moriré confesado y absuelto.
Confío a Dios que la persona a quien más quise en este mundo me
siga hasta Su amparo. Me consuelo pensando que nada hay en
este afligido mundo que pueda desear más de lo que deseo aquello
que se encuentra más allá de la muerte.

Ah, Elysabeth, mi mayor pena es que no supe ver lo que


sucedería. Que Dios me perdone, porque yo no puedo
perdonármelo. No supe ver quién era realmente Ricardo
Gloucester y no protegí a Ned como debería. Mi más querida
hermana, ruego también por tu exculpación, aunque está más allá
de mi abandono. ¿Cómo puedo esperar el perdón cuando he
fracasado en el mayor encargo que tú y el difunto rey me
hicisteis? ¿Cómo puedo perdonarme cuando acaso Ned no sea
capaz de hacerlo? He perdido ante nuestros enemigos a tu hijo
más amado, que también es el hijo de mi corazón. Que no
esperase la traición por parte de ese bando no debe ser excusa
para obtener tu clemencia, como tampoco es suficiente mi muerte
en castigo por mi error. Sólo puedo suplicar sumisa y
humildemente que me disculpes por amor, dado que yo te he
amado como ningún hombre puede amar a su hermana y su reina.
Ruego por el perdón en cada oficio, y no lo encuentro en mi
corazón. Mi escaso y único consuelo es que en éste, como en
todas las demás cosas, esté el destino de los mortales de alcanzar
a Dios, por su infinita misericordia.

Nunca sabré si me has absuelto. Sólo espero que lo hagas. Voy


a mi muerte con la esperanza de la resurrección en el otro mundo.
Que Jesús Todopoderoso te tenga a ti y a todos los tuyos en
salvaguarda, mi más amada hermana, y que Dios te envíe tanta
salud y felicidad como pueda darte el mundo, sabiendo que no son
más que un grano de arena comparados con la alegría del
Paraíso que por la gracia de Dios nos espera a todos. Escrito en
Pontefract, en la víspera de la natividad de san Juan Bautista y
sabedor de la hora de mi muerte.

Antony Rivers.

No es un fantasma o una alucinación: la visión es tan real que mi mente


no se molesta en decirme que no lo es.

Alguien toca mi hombro.

—¿Una, estás bien? —dice Mark.

—¿Puedo copiar esto? —le pregunto a Anne Stewart mientras saco mi


libreta y un lápiz de mi bolso. Mis manos están temblando y ambos se me
caen al suelo.

—No con pluma —dice rápidamente.

Me reincorporo.

—Oh, tienes un lápiz. Sí, ya veo. ¿Pero por qué no pasáis a la sala
parroquial y lo hacéis allí? Es mucho más comoda, y probablemente mi
marido tiene la tetera encendida.
***

—Nunca lo supo —le digo a Mark. Estamos sentados en una manta sobre
la hierba junto a las ruinas de un gran molino de viento, apartados unos
metros de la carretera a Thornton-le-Clay. A nuestro alrededor el campo se
extiende en lontananza sin un alma o animal a la vista, sólo árboles y fincas
con el verde-grisáceo del trigo aún sin madurar y una suave brisa bajo un
cielo gris pálido tan limpio y brillante como los campos—. Nunca supo si
recibió la carta o no... o si Ned estaba a salvo.

—¿Ned?

— Sí, Eduardo, príncipe de Gales. «Que Dios me perdone, porque yo no


puedo perdonarme.» Casi su hijo, sin distingos. Anthony nunca supo si Ned
lo perdonó.

Después de un buen rato, Mark dice:

—¿Qué vas a hacer con la carta?

No sé cómo logro poner una voz neutral, erudita.

—Bueno, el archivista diocesano es la persona indicada, como dijo el


marido de Anne. Pero tengo la copia y no hay razón para que no la utilice.
Y no digamos si fuera una joven historiadora hambrienta de fama
posdoctoral, como era antes, profesionalmente hablando.

—Pero no lo eres.

—¿Qué?

—Una joven historiadora hambrienta de éxito... ¿qué más?

—Posdoctoral. Alguien que ha terminado su doctorado y está tratando de


labrarse una carrera.
—¿Es relevante? Me refiero para tu libro sobre los libros de Anthony y
Elizabeth.

De golpe caigo en que no se me había ocurrido hacerme esa pregunta.


Por supuesto que no viene al caso, excepto en un sentido general. No
menciona sus propios libros en la carta, aunque el testamento sí se refiere a
ellos. Si escribió algo en prisión, al igual que Walter Raleigh cuando
escribió Historia del mundo, o Malory La muerte de Arturo, no lo sabemos.
La carta ni siquiera es autográfica, aunque la copia contemporánea sea
mucho más convincente que una posterior. Sí, es posible que sea una copia
de algo que alguna vez existió. Aunque también podría ser una
falsificación, un juego, un deseo hecho realidad por algún partidario de los
Woodville aquí, en el feudo de Ricardo de Gloucester. Pero me gustaría que
me fuese útil. Para mí, me refiero. Porque es Anthony, ¿verdad? —Puedo
sentir el anhelo de una adicta al opio en mi voz—. Es el Anthony auténtico,
hablando de sus sentimientos, de una manera completamente distinta a
como lo mostraría otro documento, un testamento, por ejemplo. Es su voz,
no sus asuntos.

—Deberías escribir una biografía.

Me quedo muda de asombro. No se me había ocurrido. Miro hacia donde


las destrozadas ruinas del castillo se alzan negras contra el cielo.

—No lo sé. No es mi género. Podría ser toda una conmoción. Los


historiadores académicos casi siempre desprecian a los biógrafos.

—Pero tú no.

—No, para nada. Pero no es a lo que me dedico. Yo escribo libros. —No


sé qué provoca este suspiro—. Yo quiero recrear gente, pero es muy difícil.
Tratas de escribir sobre algo completo, total, donde las cosas tengan
sentido, donde sean reales, pero no puedes. No con este tipo de gente. Hay
demasiadas cosas que no puedes asegurar. Todo es si o quizá y a lo mejor o
probablemente pensaba o posiblemente recordaba, y los dos últimos son
bastante dudosos hablando en términos académicos. Al menos existen hojas
de contabilidad y marcas de agua.
—Sólo tienes que esperar hasta que veas todo el material del que
dispones, ¿verdad? —sugiere Mark—. Como cuando hago el estudio de un
edifico que voy a restaurar. Entonces sabrás cuál es la mejor manera de
hacerlo. Como dijo Charlie: la mejor que puedas imaginarte o bien puro
cristal y acero.

—Sí, supongo que es lo que haré —respondo lentamente.

Estoy tan compenetrada con Mark en la otra mitad de la manta que sé lo


que va a decir antes de que lo haga. Entonces pregunta:

—¿Podrás perdonarme algún día por haberme ido?

La brisa nos acaricia y las hojas muestran su pálido revés como una
bandada de pájaros revoloteando.

—Sí —digo, porque descubro que ya lo he hecho. He perdonado a Mark.

—Me alegro.

El silencio es enorme. En el vasto espacio que ocupaba mi enfado ahora


simplemente... no hay nada. A lo mejor es este peregrinaje. O quizá es
como diría Anthony: perdonar no es un acto de la voluntad, es una gracia
que concede Dios y por la que debemos rezar.

Pero cuando Mark se gira y me sonríe, es como si su cuerpo fuera el mío,


y siento que algo se relaja en su interior. Mi corazón da un vuelco y no
puedo fingir que no ha sucedido. No puedo fingir por más tiempo que no le
deseo ni tampoco fingir que él no lo sabe.

¿Me perdonaría Adam por desear a Mark?

La fina nube encima de nuestras cabezas se está rompiendo en retazos e


hilachos y la brisa se vuelve más fría. Mark mira hacia el cielo.

—¿Tienes frío?

—No, estoy bien.


—¿Te basta con esos sándwiches?

—Sí, gracias.

Me doy cuenta de que estoy muy cansada, aunque no sé por qué, y luego,
una voz en mi cabeza que suena como la de Morgan aconseja: «Si estás
cansada, acuéstate», y lo hago, así de sencillo, con la lana de la manta
cosquilleándome la mejilla. Nos la prestó Fergus y huele levemente a
pintura al óleo.

Pienso que podría quedarme aquí para siempre, oliendo la hierba y el


viento. Mark se recuesta apoyándose en los codos, mirando ociosamente
cómo la brisa acaricia el trigo, de oscuro a claro, y otra vez, como una mano
acariciando terciopelo. Sí, podría quedarme aquí para siempre, con Mark,
sin hablar, sólo siendo.

Pero no me puedo quedar otra noche, debo regresar a Londres, regresar a


Australia, de vuelta a donde pueda aferrarme lo mejor posible a Adam. Por
primera vez, desde que salí de Sydney, me gustaría quedarme. Quiero ver el
castillo con la luz del día extinguiéndose o las sombras bajo la luna
mostrándome lo que antes estaba allí.

¿Soy tonta, infantil, por querer ver esa sombra inclinada sobre su carta,
oír el raspado de su pluma sobre el papel, el piafar de los caballos y el
estruendo de las armas? ¿Oler la resina del lacre, la dulce sequedad de una
vela apagada, hasta, por qué no, el hedor de una prisión, la paja sucia, el
cubo de excrementos, el miedo?... ¿Acaso es estúpido si con ello consigues
tocar su mundo y contar su historia como yo creo?

Creer historias es lo que hacen los niños, y no soy una niña.

Confío a Dios que la persona a quien más quise en este mundo me siga
hasta Su amparo.

¿Quién era esa persona? Sabemos tan poco, excepto que probablemente
no era ninguna de sus esposas. Estaba Gwentlian, la madre de su hija
Margaret, incluso la propia niña, ya que sabemos que la amaba. Podría ser
alguien que no viviese en Inglaterra, sino en Roma o en Portugal. Incluso
podría no ser una mujer.

Y aunque en algún sitio hubiese una carta, un poema o una crónica que
me lo revelase, no lo sabría, realmente no. No podría saberlo, como sabes
cómo son tus propias manos, o el rostro de tu hijo, o el cuerpo de tu amante.
No puedo contar cómo medía su celda con sus pasos, cuatro pasos de ancho
y seis de largo, las paredes de piedra gris pálido y el cielo detrás de la
ventana. No puedo constatar que se sienta en su celda recordando el peso y
la garra de su azor sobre su brazo o la pelea, la sangrienta puñalada y el tajo
en la oscuridad de Sandwich y las cuerdas cortando la vergüenza en sus
muñecas mientras eran conducidos como ganado bajo la cubierta y
percibieron, con un miedo profundo y terrible, que los llevaban al baluarte
de su enemigo en Calais. No puedo asegurar que levantó su vista desde su
libro en una taberna flamenca, vio a un joven de piel color cobre que lo amó
y se acostó con él, tocando cada brillo y cada defecto, el espeso músculo
bajo la hermosa y firme piel, sus manos anchas de guerrero; muslo
presionado contra muslo y brazos que se aferran; cuerpos tan tensos como
el arco con la flecha, agarrándose el uno al otro.

Mark me despierta tocándome suavemente el hombro.

—Una, deberíamos irnos. Se está haciendo tarde y tenemos un largo


camino por delante.

Elysabeth, sexto año del reinado de Enrique VII

Estos días duermo mejor de lo que he dormido en muchos años, pero


todavía, como siempre, me despierto temprano. Esta mañana, día de San
Juan, era el aniversario de la muerte de mi hermano Antony, no hace tantos
años. Me quedé contemplando la salida del sol sobre el Támesis y
escuchando las últimas notas de los maitines desde la capilla al otro lado del
jardín de la abadía. Cuando el sol se hubo levantado con toda su gloria, me
retiré.
No soy una prisionera, pero vivo aquí por derecho de mi viudez real, y
para mí es suficiente. Me he dado cuenta de que una habitación como ésta
es lo único que necesito en la vida. Cuatro pasos de ancho y seis de fondo,
lo mismo en ambos lados, y otra habitación detrás donde dormimos mi
doncella y yo. Lo sé porque conté los pasos cuando vine por primera vez a
Bermondsey para ver cuáles de mis pertenencias cabrían en mi nueva vida.
Cuatro paredes bien hechas en piedra gris pálido y una ventana
suficientemente grande para dejar entrar la luz y el aire divinos. La abadía
de Bermondsey es una gran casa y está generosamente dotada: todas sus
vigas son macizas y bien curadas, cada piedra, labrada y bien acabada, y la
capilla relumbra con oro y trabajos artísticos. Aquí tengo todo lo que el
cuerpo y el alma necesitan: carne y pan, un techo y un fuego para calentar
mis viejos y delgados huesos, misa y rezos privados. El sol y la luna me
proveen de luz, y tengo mi libro de horas y una imagen de santa Brígida
pintada sobre marfil, tan perfecta como una joya. También tengo mis libros;
aquí, bajo mi mano, está la sabiduría de santo Tomás de Aquino y la
traducción de Antony de Christina de Pisa, mi libro de Las horas del ángel
guardián, los cuentos de san Nicolás y de Tristán e Isolda y las canciones
de amor, belleza y desesperación que eran cantadas en las cortes de la gran
reina Leonor de Aquitania.

No tengo la carta que Antony escribió la noche antes de morir. La retiré


junto con el anillo de la mano helada del muchacho, le di carne y oro y lo
instalé para que se calentase frente al fuego, porque el otoño había llegado
temprano a Westminster ese año y las paredes de piedra del santuario
rezumaban frío. Me contó todo lo que pudo sobre el final de Antony y,
cuando se hubo marchado, leí la carta una y otra vez hasta que las palabras
se grabaron en mi corazón. Luego, porque no me atrevía a guardarla,
acerqué el papel a las llamas, que se prendió y se quemó hasta convertirse
en nada, y en mi almilla, al lado de mi corazón, guardé su anillo.

Pasaron casi dos años hasta que finalmente Enrique Tudor zarpó desde el
Sena y desembarcó en Gales. Aquel día llegó, y después llegaron las
noticias de que Ricardo de Gloucester estaba muerto. Lo escuchamos en
Heytredsbury y no nos preocupamos de ocultar nuestra alegría delante de
Nesfield.
Iba frecuentemente a la corte del rey Enrique cuando oímos que se había
levantado una rebelión por la causa de un muchacho a quien designaban
como Richard, duque de York, hijo menor del fallecido rey Eduardo IV.
Ante la noticia, mi corazón se alegró y luego enfermó. Supe que era falso,
aunque en mi interior deseaba con toda la fuerza de mi alma que fuese
verdad. Que aunque Ned hubiese desaparecido, Dickon viviese y respirase.
Durante una hora o dos mantuve la esperanza, aunque esperar por Dickon
significaba temer por Bess, por el rey y por el bebé Arthur, mi nieto. Luego
los rebeldes cambiaron la historia y dijeron que era el hijo de George de
Clarence. Pero yo sabía, todos sabíamos, que él vivía en la Torre como
prisionero de Enrique Tudor, tan seguro como que mis hijos también
estuvieron presos allí.

Apenas era un falso rumor, aunque condujo a la batalla de Stoke para


demostrar que no era más que eso.

Sí, tengo mis libros, me consuelan y me hacen sonreír, reír, reflexionar


sobre grandes cosas o respirar con aquellos amantes que pensaban que ante
la grandeza de su amor el mundo podría dejar de existir. Pero a veces no
puedo hacer nada más que sentarme ante mi ventana para mirar por encima
de los tejados hacia el río y más allá hasta la Torre. No sé si es la tumba de
mi hijo, pero es la única sepultura que puedo imaginar.

Cuando no queda nada, siempre queda la oración. Cada cuenta y cada


imagen de mi rosario valen por una plegaria que ayuda a llenar el vacío.

Mis hijas me visitan, y también voy a la corte. Pero allí encuentro muy
poco de lo que deseo encontrar, exceptuando a mis nietos. Los cortesanos
no me cortejan a mí, la reina madre consorte, sino a Margaret Beaufort, la
madre del rey. La conozco de toda la vida y no me sorprende. Pero ella me
deja poco que hacer, y eso que yo estaba muy acostumbrada a cuidar de los
asuntos del reino junto con los asuntos de mi propia hacienda. Mas ahora
éstos me agotaban como no lo habían hecho nunca desde mis primeros días
en Astley. Así que decidí dar mis tierras a Bess como dote a cambio de una
pensión del rey. De esta forma renuncié a todo lo que me ataba a este
mundo y me involucraba en una red de intereses y obligaciones, poder y
traición. En la víspera de la coronación de Bess, contemplé las barcazas
ceremoniales navegando río arriba desde Greenwich hasta la Torre y rogué
para que ella pudiese tener toda la felicidad y ninguno de los pesares que yo
he conocido.

Eso fue hace dos años. Ahora estoy sentada en la ventana con mi trabajo
intacto sobre mi regazo, mirando al río, que semeja una arrugada tela de
seda gris a la altura de los muros de la Torre.

Una hermana lega entra.

—Su favor, señora, Su Gracia, un tal maese Jasón está en la sala de


visitas y pide audiencia.

Es curioso, no conozco a tal hombre. Pero aprendí de Eduardo hace años


que tanto él como yo podíamos olvidar a muchos hombres, pero que éstos
nunca olvidarán haber estado ante nosotros, por lo que llamé a mi doncella
y bajamos hasta la sala de visitas.

Al señor Jasón, un hombre pequeño, lo veo espiando a través del cristal


que se encuentra en la puerta de acceso a la sala de visitas, de manera que
ningún religioso pueda ser acusado de secretos o tratos no bendecidos con
aquellos que aún pertenecen al mundo. Este hombre sin duda pertenece aún
al mundo, aunque esté vestido con sencillez y de oscuro. Podrías ver a una
docena de hombres como él en cualquier calle de Londres y jurar que no los
viste. Se descubre en cuanto entro, pero antes de hincar la rodilla me mira
fijamente a los ojos como para asegurarse de que soy yo la persona que está
buscando. Cuando le levanto, lo encuentro más alto de lo que había pensado
y más ancho, de brazos fuertes y con una luz en sus ojos oscuros que
repentinamente reconozco.

—Sois...

Con un gesto con la mano me pide silencio. Me dirijo a mi doncella.

—Puedes irte.

—Señora... —dice.
—No soy religiosa y el maese Jasón tiene asuntos privados que tratar
conmigo. Puedes mirar por el cristal si prefieres —añado, ya que no quiero
habladurías acerca de esta visita, aunque sean infundadas.

—Sí, señora, si así lo deseáis.

Cuando la puerta se cierra tras ella, le digo en francés:

—Debéis perdonar mi falta de ceremonia y que hable francés y no en


lengua gascona. Pero, sin embargo, sed bienvenido, señor Caballero de
Bretaylles.

—Señora, no veo ninguna falta de ceremonia en tan real discreción. Os


ruego disculpéis mi franqueza, pero tengo poco tiempo y quiero ir al grano.
Creo que sabéis que vuestro hermano era el hombre al que más amaba en el
mundo.

—Lo sé —dije, y aunque han pasado seis años desde que Antony fue
ejecutado, debo hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas, porque
el amor que profeso a mi hermano es muy parecido al que se tienen entre sí
los camaradas de armas, y al oír a Louis de Bretaylles hablar del suyo, se
despierta el mío.

Había momentos en que parecía que Antony era más fiel a mi servicio y
constante en su amor por mí de lo que lo era Eduardo o cualquier otro
hombre, aun cuando estaba enamorada y cuidaba de él. Este hombre que
está frente a mí debe de haber recibido muestras de esa misma fidelidad a lo
largo de tantas batallas por toda la faz de la tierra.

Si Louis de Bretaylles siente surgir su propio dolor, no puedo verlo.


Después de un rato dice:

—Debo comunicaros que cuando Antony fue apresado, yo estaba con el


príncipe, vuestro hijo, en Stony Stratford. Yo... el príncipe Eduardo tenía
muchos hombres buenos a su alrededor, nada menos que vuestro propio
hijo, sir Richard Grey, y os ruego que no penséis que soy un cobarde,
porque juzgué que era más útil si estaba libre y hacía lo que pudiese en
secreto que ser un prisionero más para ser enterrado en el feudo del duque
de Gloucester.

—No, de ninguna manera, y me alegro de saber que no fuisteis apresado.

—Mais oui, madame. Lamento no haber sido capaz de presentarme antes


ante vos, pero en tales inciertas circunstancias cualquier hombre que sea
conocido en la corte por su trabajo en la sombra es considerado un
sospechoso. Sólo cuando oí las noticias de la gran victoria del rey Enrique
sobre el pretendiente en Stoke y que estaba verdaderamente a salvo, juzgué
que yo también lo estaría.

—Habéis sido sabio. Debéis saber que el rey consideró tan peligrosos los
tiempos que hasta hizo prisionero a mi hijo Thomas, aunque mi hermano
Edward peleó en nombre del soberano y fue herido.

—Lo había oído. Pero, señora, tengo poco tiempo y debo contaros mi
relato.

—Por supuesto.

—Cuando vi que nada podía hacer durante el viaje a Londres del nuevo
rey Eduardo, me adelanté. Pero enseguida supe también que poco se podía
hacer para destronar a Ricardo de Gloucester. Tenía un fuerte poder sobre
hombres y armas, y más fuerte aún cuando fue coronado. Supe... supe que
milord Rivers estaba muerto... Me quedé en Londres escuchando
atentamente las noticias de los príncipes, vuestros hijos. —Asiento con la
cabeza y vuelvo a tragarme las lágrimas—. Tampoco me atreví a ir a veros
a Westminster, porque muchos allí me reconocerían. Me instalé,
haciéndome pasar por un maestro de esgrima milanés, me hice famoso y
también me convertí en visitante habitual de las cervecerías de Smithfield y
de Hounds Ditch.

Parece que no sabe cómo continuar y entonces el corazón quiere


salírseme del pecho.

—¿Y...?
Mueve la cabeza.

—No podía hacer nada por los príncipes excepto quedarme donde
pudiera oír algo, aunque fuera un susurro. Dos días después de la
Ascensión, encontré a un hombre en una taberna, mejor no decir quién ni su
nombre. Me pareció reconocer en su cara que era alguien de la corte del
duque de Bretaña, y estaba en lo cierto, pues había llegado de Brest hacía
muy poco. Pensando que podría tener noticias de quien se las hubiese dado
sobre Enrique Tudor, quien para entonces estaba en Rennes, pedí vino. Creo
que estaba solo y se alegró de poder hablar en francés. Al principio el
hombre no parecía saber gran cosa de ningún plan, pero de repente empezó
a hablar de lo que le había traído a Londres. No exactamente, ¿me
entendéis? Al principio no me decía cuál era su cometido. Pero habló de
tratos secretos respecto a la Torre, de un encuentro con sir James Tyrell, el
hombre de confianza de Ricardo de Gloucester. Me dijo que se pensaba que
la corona del rey Ricardo de Gloucester no estaría a salvo mientras se
supiese que los príncipes estaban vivos.

—¿Y...? —Necesitaba saber, aunque temía lo que me podía revelar; igual


que un hombre tiene miedo a su muerte pero sufre aún más por no conocer
la hora de su muerte—. ¿Y en ese encuentro? ¿Qué se decidió?

—Todo. El día que nos encontramos —él estaba borracho para entonces
—, me dijo... Bueno, señora, ¿queréis que continúe?

Su voz es amable y rompe todas mis defensas.

—Sí, ¡debo saber! ¡Es preciso que sepa la verdad! ¡Cualquier cosa es
mejor que este tormento, cualquier cosa! Debéis contármelo.

—Me dijo que ahora el rey Ricardo de Gloucester estaba seguro.

—¡Ah, Dios, ten piedad!

—Pero señora, no es así... Ésta no es toda la historia. Él me insinuó... que


traía un mensaje desde Rennes... ¿entendéis?

Niego con un gesto.


—Desde Rennes, sí, con oro para sir Tyrell, y un mensaje que... los de
Rennes también consideraban más seguro que no se supiese que vuestros
hijos estaban vivos. Y el oro fue para asegurar, por partida doble, que se
haría rápido y con compasión.

Estoy abrumada por la pena, es tan fuerte que no puedo mantenerme en


pie.

Louis de Bretaylles se arrodilla ante mí, donde estoy sentada, asiendo


fuertemente mis manos como si sólo de esa manera pudiese asegurarse de
que escucharé su historia.

—Señora, así se hizo, con clemencia. Era la víspera de la Ascensión, y


ésa fue la excusa esgrimida para enviarles un confesor esa tarde. Fueron
confesados, absueltos y bendecidos. Luego durmieron juntos en aquella
víspera sagrada y no supieron nada hasta que despertaron y se encontraron
ante Dios.

Todavía estoy llorando, aunque no por mucho tiempo. He padecido tanto


que he aprendido a contener las lágrimas rápidamente cuando debo.

—Señora, perdonadme. He permanecido aquí demasiado tiempo, tanto


para vuestra seguridad como para la mía. Debéis saber que sus restos
mortales están a salvo y decentemente enterrados dentro de la Torre, aunque
no sé dónde. Perdonadme, debo irme.

—Por supuesto, señor, tenéis todo... todo mi agradecimiento hasta el final


de mis días. Y sé... que rezáis por el alma de mi hermano tanto como yo.

—Oui, madame —afirma, y ahora puedo sentir la pena en su voz.

—Perdonadme —digo, y me doy la vuelta. Cuando vuelvo a girarme, ya


se ha puesto su capa y su sombrero—. Tengo algo que era vuestro. Lo envió
Antony... con una carta que escribió la víspera de su muerte. Solicitó mi
perdón por lo que había ocurrido y ahora... ¿Puedo consideraros su
representante en la tierra y daros esto como símbolo de mi agradecimiento?
Le ofrecí el anillo de Antony, pesado sobre mi palma y tibio por la sangre
de mi corazón. La venera del peregrino relucía, y también la pequeña barca
reflejaba la luz, lo que avivó el recuerdo del mote que usaba Louis de
Bretaylles.

—Me parece que conocéis este anillo.

Lo coge de mi mano con una reverencia y lo lleva a sus labios.

—Señora... —carraspea—. Vuestro hermano me lo dio hace muchos


años. Era el símbolo de nuestra amistad y de los viajes que hicimos juntos.
Cuando vi el giro que tomaban los acontecimientos en Stony Stratford, ideé
una estratagema para dárselo a vuestro hijo, sir Richard Grey. Sir Richard...
también debéis saberlo, mostró gran valentía frente a aquella fuerza... Y
debe de habérselas ingeniado, como yo esperaba, para entregar de forma
privada el anillo a Antony... y... Estoy tan agradecido por tenerlo que no
tengo palabras para expresarlo.

—No más palabras, pues, monseigneur. No hay nada más que decir, creo,
aunque sí mucho que rezar. Tendréis mi agradecimiento para toda la
eternidad. Adiós, à Dieu.

Se despide de mí con toda cortesía, y, sin embargo, para cuando la puerta


se abre y mi doncella entra en la sala, ya se ha transformado en el vulgar
señor Jasón, y por lo poco que dice antes de retirarse podría pensar que
nunca había llegado más allá de Deptford.

Me retiro de la sala de visitas, hacia mi habitación, y rompo a llorar.

Después de muchas horas, la piedra negra y amarga que llevaba anidando


en mi corazón durante tantos años empieza a ablandarse, como si mi nuevo
y ardiente dolor fuese el fuego de un alquimista.

***
He decidido confiar en lo que Louis de Bretaylles me ha contado: no sólo
creer que mis hijos están muertos sino también la forma en que murieron.
Pero esta noche no duermo, y ni siquiera me acuesto, aunque mi doncella
me lo ruega hasta que le ordeno que se retire. Me siento ante la ventana con
la hoja abierta sin importarme que entren los miasmas corruptos. Me siento
y percibo la levedad cerca de mi corazón allí donde estuvo escondido el
anillo de Antony hasta este día, y miro a través de la noche hacia donde
murieron mis hijos y en donde aún están.

También pienso en mi hijo Richard Grey y lloro por él, que en sus
últimos días hizo ese pequeño servicio sin saber que daría consuelo a tres
personas.

Pero mis pensamientos y lágrimas no pueden apartarse de Ned y Dickon


por mucho tiempo. Conocer su destino es un pesar y un consuelo tan
intensos que apenas puedo soportar pensarlo. A veces, en el transcurso de la
noche pienso que no merezco ese alivio porque fui yo quien entregó a
Dickon a su destino. A veces me pregunto si Louis de Bretaylles dijo la
verdad. Pero debo creerlo. Lentamente, mientras la noche va
extinguiéndose, hora tras hora, marcadas por las campanadas que suenan en
el pesado ambiente y por los gritos de cada sereno y centinela preguntando:
¿Quién va?... lentamente, por la gracia de Dios, lo creo.

La oscuridad se está levantando: hacia el este, río abajo, la tierra muestra


un borde de color gris perla. Debajo, en la abadía, escucho el rumor de pies
arrastrándose y el murmullo de las hermanas seglares al despertar y
levantarse para acudir a sus tareas en el jardín, la cocina y el huerto. El
silencio de las monjas me invita a unirme a ellas. Se abre el cerrojo: mi
doncella entra para ayudarme a vestirme, aunque todavía falta una hora o
más para la prima. Aun con sencillos y viejos vestidos, y sin más tocado
que una caperuza de viuda, lleva su tiempo, porque ambas somos viejas,
mis huesos duelen y hay poca carne sobre ellos. Me muevo con lentitud.

Pero se me ha concedido la gracia de Dios en esto: el dolor y el cansancio


de mi cuerpo me recuerdan la pena y el hastío de todo este mundo,
arruinado como está por el giro interminable de la rueda de la fortuna. Ésta
es la misericordia de Dios, porque hay clemencia aun en la muerte de la
esperanza; me trajo noticias para que al fin mis noches y mis días tengan la
paz. Y Su misericordia es aún más grande porque cada uno de esos días de
paz me acerca más a mi muerte, feliz de saber que en el Paraíso todo
cansancio está prohibido, toda vida es alegría, y allí, por fin, veré a mis
niños.

Una, domingo

Recogimos a Morgan en Heworth, y Fergus, hundido hasta las rodillas en


la pacífica rebelión de su jardín, se despidió agitando su brazo. Cuando
dejamos a Morgan en su casa, aunque la luz del verano todavía se estiraba
ante nosotros, no nos entretuvimos en abrazos y adioses. Morgan silbó a
Beth para que se apartase del camino por el que el coche avanzaba a saltos
sobre la hierba. Mientras recorríamos la carretera hacia la autopista, de
repente vi cómo Morgan daba sentido a todo lo que Fergus había heredado
del Chantry: cómo podrían el arte y la artesanía sustentarse con las
actividades normales de una familia: comer, charlar y darse ánimos
mutuamente, algo que nosotros —Izzy, Lionel, Mark y yo— habíamos
perdido desde que nos dispersamos.

Conducir de noche es algo parecido a estar nadando entre dos aguas.


Todo lo que ves es lo que la luz alumbra cuando pasas, y la pequeña parcela
delante de ti que iluminan tus propios faros. El ruido de la carretera y del
viento es hipnotizador: escucho la voz de tío Gareth leyéndome un cuento
en la cama en voz baja y susurrante, mientras mis dedos juegan ilícitamente
con el agujero deshilachado en la seda de mi edredón rosa y el oso Smoky
permanece acurrucado a mi lado. El cuento habla de que los días son como
un hilo de cuentas, aunque los días de viaje pertenecen a otro hilo. ¿En qué
libro había leído eso? No puedo recordarlo, pero es cierto, y repentinamente
pienso en un rosario.

Ahora, en nuestro peregrinaje, no hay estaciones lentas: pasamos por


Nottingham, Derby, Leicester, Northampton y St. Albans, y nos metemos en
un desvío que está saturado de tráfico aunque ya son más de las once de la
noche; así que entramos en Londres por Barnet y Highgate, avanzando a
paso de tortuga. Mark y yo no hablamos demasiado. No tenemos nada más
que comentar respecto a Izzy, aunque el lunes tendremos mucho que hablar
antes de mi regreso.

Lo que aún queda por decir respecto a Mark y a mí también tendrá que
esperar hasta mañana. Y respecto a Adam.

Es casi medianoche cuando al final salimos de la A1 y nos sumimos en


una caravana de coches fatigosos en dirección a Archway.

—Debes de estar muy cansada —dice Mark—. ¿Por qué no vas


directamente a Limehouse y desde allí me voy a casa en taxi? Ealing no te
pilla de camino.

—Bueno, si estás seguro... debo admitir que estoy cansada.

En Limehouse aparco frente a mi casa, echo el freno de mano y él pone


su mano sobre la mía.

—Excelente conductora.

—Ven a casa. Llamamos a un taxi y mientras esperamos nos tomamos un


trago.

Abro la puerta de casa y nos sumergimos en el mismo vacío glacial que


me estaba esperando cuando regresé de Australia. El reloj de la alarma
indica que es pasada la medianoche. Ya es lunes. He estado en Inglaterra
exactamente una semana y mañana por la tarde estaré volando a mi casa de
Sydney. ¿Encontraré allí la misma desolación?

La diferencia es que Mark está aquí, detrás de mí, con su cálida presencia
mientras me sigue por la casa, con su voz llenando el vacío y sus manos
ocupándose con total eficiencia de bolsos y maletas: la suya en la puerta de
entrada, la mía al pie de la escalera.

Ya en la cocina, enciendo todas las luces, conecto el agua caliente y la


calefacción, busco una botella y un sacacorchos y se los paso a Mark. El
teléfono de la empresa de taxis está en mi agenda, enterrada en algún lugar
dentro de mi bolso. Cuando todo está listo y vuelvo a la cocina, Mark aún
no ha servido las copas, sólo está allí de pie contemplándome bajo la luz
brillante.

Repentinamente lo deseo con tal fuerza que es como si me golpearan en


las tripas. Quiero su boca, sus manos, sentir su peso sobre mí, su olor, su
tacto y su sabor llenando mi mente, mi cuerpo y mi cama. Antes de que
pueda preguntarme por qué ahora, antes de que pueda recordar algo u
olvidarlo, le pregunto:

—¿Quieres quedarte esta noche?

A lo mejor no quiere... ¡Vaya estupidez! Sí que quiere. Ya he visto ese


calor en la mirada de muchos hombres.

Pero aún podría responder que no. Quiero decir, que a lo mejor no está
seguro de lo que quiero decir con «quedarte esta noche». Debería haber
esperado hasta que estuviésemos cómodos, hasta que hubiésemos tomado
una copa, hasta más tarde, hasta nunca. El corazón se me sale del pecho y
aún no me ha contestado. Si lo hace... Se está protegiendo a sí mismo o a mí
o está pensando en alguna excusa piadosa para que ni él ni yo nos sintamos
avergonzados. Porque puedo sentir la humillación subiendo desde mi
vientre, sobre la piel de mi pecho y mi cara hasta hacer resonar mis oídos.

Deja la botella y el sacacorchos cuidadosamente a un lado, se acerca a mí


y toma mis manos manteniéndome a distancia.

—Una, ¿estás segura? —mis temores disminuyen.

Asiento con un gesto.

Me atrae hacia él, inclina su cabeza y me besa.

—Me encantaría.

Su tacto ahuyenta definitivamente el resto de mis temores. Tomamos el


vino arriba, en la sala de estar y a la luz de la chimenea, aunque no hace
nada de frío. Estoy totalmente recuperada del viaje, no me siento cansada
en absoluto, y parece que él tampoco. Estamos abrazados sobre el sofá y
siento el calor del fuego en mi rostro mientras contemplo cómo dora su
cara. Esta vez no es un consuelo, es más que eso. Me siento más viva con
cada movimiento y cada tensión de sus músculos bajo mis brazos, sus
caricias en mi cuello, espalda, cintura, su boca y su lengua moviéndose
contra mi piel, su ligero sabor a sudor salado y el roce de su pelo contra mi
mejilla.

Cuando quiero algo más que su piel contra la mía, me separo de sus
brazos y me levanto tendiéndole la mano. Él también se levanta y de forma
natural y tranquila subimos hasta mi dormitorio.

La luz entra desde el río, trozos acuosos de luz, y no necesitamos nada


más, ni menos, no hay necesidad de correr las cortinas y apagarla.

Su camisa ya está abierta. La hago resbalar por detrás de sus hombros


hasta que consigo quitársela y cuando hurgo en la hebilla de su cinturón
coge mis manos y me saca el sujetador por la cabeza. ¡Qué fácil! Aun en el
estúpido enredo de ganchos y cremalleras, incluso ridículos en calcetines,
estamos a gusto el uno con el otro, con nuestro deseo, con nuestros propios
cuerpos y con el cuerpo del otro. Nos lo tomamos con calma, saboreando
cada botón, cada arruga de la piel, cada pliegue de tela empujado hacia
fuera, cada delicada revelación: la piel suave en el interior de mis codos que
encuentra su lengua, el hueco bajo cada una de sus costillas donde los
músculos se hunden, su leve quejido cuando mordisqueo la carne oscura en
la base de su pulgar, mi jadeo cuando acaricia cada uno de mis pechos,
después llena sus manos con ellos, el peso y el calor inundando sus manos y
su mirada volviéndose borrosa.

¿Habría sido así entonces, si hubiese conseguido lo que deseaba de todo


corazón cuando me enamoré de él por primera vez? ¿O habría sido como es
el amor joven: torpe, embarazoso, rápido, tosco? Habría sido secreto, casi
insolente. ¿Nos habríamos entregado a nuestro deseo del mismo modo,
agarrándonos el uno al otro como hacen los jóvenes? Sólo en la madurez se
alcanza la sabiduría necesaria para saborear cada lametón, cada beso y cada
estremecimiento.
¿Lo deseo ahora tanto porque lo he deseado durante tanto tiempo? Tan
intensamente que mi cuerpo me exige ahora cogerlo y arrastrarlo dentro de
mí hasta que los dos estallemos. ¿Por qué no pude tenerlo entonces? ¿Es
esto... es esto un final, no un principio? Y si lo es, ¿qué importa? Estoy sola
en el mundo y soy yo misma. ¿No puedo darme un gusto cuando lo
encuentro, aunque sea el final?

—Profesora Una Pryor —dice suavemente, lentamente, estirando las


sílabas, saboreándolas y saboreándome a mí también. El aliento silba entre
sus dientes de una forma que hace que lo desee con desesperación: lo único
que quiero, lo único que importa—. Siempre fuiste maravillosa, Una
Pryor...

¿Es también un final para él? Tal vez no es para mí sino para él, porque
finalmente ha tomado posesión... el último tipo de posesión... ¿la que mi
familia le denegó durante tanto tiempo? ¿Es por esa razón por la que me
desea?

¿Me desea por esa razón? La frialdad de este pensamiento me encoge. El


calor en mi vientre se congela. Estoy cerrada y fría, debo esforzarme para
no apartarme.

Mark lo ve o lo siente, o las dos cosas. Sus manos se retiran, se separa.

—¿Estás bien? ¿Tienes frío?

—Un poco.

—Ven —dice—, tapémonos con las mantas.

Pero cuando me giro hacia el otro lado y él tira del edredón hacia arriba
cubriéndonos a ambos, no vuelvo a sus brazos. No puedo hacerlo. Sería
como permitirle que tomase posesión de mi alma.

Siento su vacilación, su incertidumbre, como un escalofrío entre mis


omóplatos. Luego se acuesta pegado a mi espalda y me abraza.

—Está bien. No tenemos que hacerlo si tú no quieres.


—Yo... —trato de aclarar algo, ¿pero qué puedo decir?

—¿Es por Adam?

Muevo la cabeza, porque no puedo mentir con la voz, y además, si hablo,


lloraré. Luego me invade el cansancio otra vez, y todavía peor, los
kilómetros de carretera, conducir y hablar; los ojos de Gareth al final de su
vida profesional; los corroídos muros y las sombras de Sheriff Hutton;
Anthony, a quien nunca conoceré; Elizabeth, que conoció mi dolor de viuda
mejor de lo que yo lo conozco, y Adam, que fue dueño de mi corazón,
aunque no de mi alma, y cuyo corazón aún me pertenece.

—¿Quieres que me vaya? —dice Mark muy amablemente después de un


buen rato.

—Lo siento.

—No pasa nada, lo comprendo. —Se aleja de mí y cuando está vestido se


pone de cuclillas al lado de la cama y me pregunta mirándome a los ojos—:
¿Estás segura de que te encuentras bien? Podría quedarme abajo si no
quieres quedarte sola en casa.

—No, estaré bien. Sólo necesito dormir.

—Por supuesto. —Extiende su brazo y me acaricia el pelo, solamente una


vez, después se inclina y me besa en la frente antes de irse—. Duerme bien.

Cuando oigo que se cierra la puerta de entrada, ya estoy sumiéndome en


el sueño.

***

Me despierto ardiendo en el medio de la noche y sudorosa me levanto


para ir al baño. En el umbral, justo a la entrada de mi dormitorio, están mis
bolsas de viaje. Mark debe de haberlas subido silenciosamente y dejado allí
antes de salir. «¿Estás bien?», me había preguntado. Mark hizo lo que pudo,
aun hasta el final. Supongo que es el fin, pienso estúpidamente, pero la pena
es tan agotadora que me quedo dormida.

Cuando me vuelvo a despertar, la luz que se esparce por la habitación en


jirones brillantes es la del mediodía. Me desperezo y siento que el
entumecimiento se suaviza y cede; luego, recuerdo.

Así que al parecer era el final, en cierto modo una especie de final. Esta
suave y entrañable sensación que me llega al alma me es tan familiar que no
necesito preguntarme qué es.

Con todo, pienso: me lo tomaré con calma, me levantaré lentamente. La


técnica también me es familiar. A lo mejor me voy a alguno de los nuevos
bares que imitan los antiguos y donde preparan comidas; debo relajarme y
tranquilizarme después de estos últimos días tan ajetreados. Eso es, he
tenido unos días muy ocupados, eso es todo. Más tarde llamaré a Gareth,
quedaré para verlo mañana y despedirme. No tengo mucho equipaje que
preparar. Quizá me regale a mí misma un viaje en taxi hasta el aeropuerto.

Tomo un baño largo y caliente y deshago mi pequeño bolso de viaje. No


me queda mucha ropa limpia, pero sí suficiente para hoy: vaqueros y un
jersey. Ordeno todo y pongo alguna ropa a lavar. Cuando me tomo un café
con una tostada y creo que estoy bien despierta, son ya las tres. El sonido
del teléfono me sobresalta. Cojo el auricular, a lo mejor es...

—¿Diga?

—¿Una? Soy Lionel —su voz me sorprende—. ¿Sabes algo de Izzy?

Intento que mi cerebro se ponga a funcionar.

—Llamó cuando estábamos en casa de Fergus. Dijo que ya había


organizado el embarque. Sabía que estaba en contra de la idea, pero no me
imaginaba que llegaría tan lejos.

—Creo que ninguno de nosotros lo pensaba —comentó—. De todas


formas, no te preocupes. Fergus me llamó hace un rato... me contó que le
había encantado veros a ti y a Mark, y, por cierto, a la hijastra de Mark
¿Cómo se llama?

—Morgan. Sí, fue una visita encantadora. Encontré a Fergus muy bien.

—Sí, creo que ahora está más estabilizado. Morgan, Dios mío, los
nombres que se ponen hoy en día. —No me molesto en señalarle que los
nombres en nuestra familia no son lo que podría considerarse muy comunes
—. De todas formas, podemos conseguir un mandamiento judicial mañana
basándonos en que los propietarios no han llegado a un acuerdo.

—¡Muy bien!, así se hace. ¿Se lo has dicho? Porque odio la idea de este
tipo de guerras.

—Ya lo sé. Los asuntos de familia pueden embrollarse —responde


Lionel, y por entonces estoy lo bastante despierta como para contestarle
que, aunque él preferiría que Izzy no estuviese en el lado opuesto, está
encantado ante la perspectiva de una pelea—. Pero un mandamiento judicial
es sólo temporal. Si decide pelear, resultará muy caro, lo que sería una
tontería cuando podríamos utilizar ese dinero en tratar de materializar el
proyecto del Chantry de la mejor forma. Además, la discreción es uno de
los valores más importantes en estas cosas, ¿no te parece? Sobre todo si se
trata de la familia.

—Sin lugar a dudas —afirmo, y me divierte descubrir que he adoptado su


estilo.

—Exacto. Así que he estado haciendo algunas llamadas estos últimos


días. Casualmente, encontré la pista de un conocido publicista que trabaja
para Hesperium Press... ya sabes, Hesperium, la importante facultad de
artes liberales en Maine.

—Sí, estuve allí de lectora. Una gran facultad de diseño. Excelente


archivo bibliográfico.

—Esa misma. Muy bien surtida. Coincidió que estaba por aquí en viaje
de negocios para la imprenta. Lo invité a él y a Izzy a tomar unas copas
todos juntos al mediodía. Champán y toda la parafernalia. De todas formas,
tal como yo esperaba, le ofreció a Izzy un encargo para que escribiese un
libro sobre la restauración del Chantry y ella aceptó.

—¡Increíble! —exclamo, demasiado asombrada para pensar lo que


implicaba.

Suelta una risita, y me doy cuenta de que, definitivamente, está


disfrutando con todo esto. No se había reído ni una sola vez cuando fui a
visitarlo.

—Le advertí a Izzy de que el libro sólo tendría valor si el Chantry se


restauraba lo mejor posible. Lo que significaba devolver todo lo que
cualquiera de nosotros hubiese sacado de allí. Absolutamente todo, incluso
las cosas que quiere enviar a San Diego.

Yo también me eché a reír, porque ahora lo había entendido.

—¡Lionel, eres un genio!

—Bueno, sólo estuvo de acuerdo en principio, pero estoy seguro de que


todo saldrá bien. No hay adelanto, por supuesto, y el publicista dijo que no
podía comprometerse a dar detalles, porque de momento ni siquiera se le
permitiría hacer un cálculo aproximado de los costes, pero que sería un
excelente negocio, ya que ellos siempre hacen buenos trabajos, y
especialmente si es uno propio. ¡Nada menos que lo mejor para la imprenta
Solmani y William Pryor! Los derechos se compartirían entre Izzy y la
Fundación del Chantry. Aunque sea simbólico, es mejor que nada. No creo
que sean cifras importantes.

—Aunque eso no es lo principal, ¿verdad? Además, tener esa pequeña


publicidad ayudará en la campaña de obtención de fondos.

—Exacto. Así que no creo que tengamos que preocuparnos por Izzy.

—Sin embargo, has insinuado que sólo aceptó en principio.

—Sí, pero conozco a mi querida hermana mayor desde hace medio siglo.
No cambiará de parecer.
Pienso en su absoluta seguridad respecto a su trabajo.

—No, tienes razón. —Ahora que todo lo que ha soltado ha empezado a


sedimentar, me siento algo nerviosa por el efecto combinado del impacto de
la noticia y el alivio que me ha generado—. Eres brillante, Lionel. ¿Se lo
has contado a Mark?

—Intenté llamarlo, pero no lo encuentro. Sólo consigo que me responda


el contestador. ¿Se lo cuentas tú?

Todo se va ordenando correctamente, como una bocanada de aire fresco.

—No... no, mejor hazlo tú. Estoy terriblemente ocupada. Inténtalo más
tarde. Él... tú lo explicarás mucho mejor.

—Sí, por supuesto. Escucha, Una, por si no nos volvemos a ver antes de
que te vayas, que tengas buen viaje.

—Lo tendré —respondo—. Me temo que no sé cuando volveré.

—No, si ya lo sé. Aunque estoy pensando en instalar un ordenador


conectado a la red para enviar y recibir correos electrónicos en casa.
¿Tienes en la universidad?

—Sí. Eso estaría bien. Házmelo saber. Y un montón de cariños.

—Lo mismo para ti. Adiós, Una.

—Adiós, Lionel. Y buena suerte con todo el asunto del Chantry.

***

Al final sólo pude organizarme para despedirme de tío Gareth de camino


al aeropuerto el martes por la tarde.
—Te he pedido un taxi para más tarde —me dice, dándome un abrazo—.
Y he guardado en una caja el Amanecer en el East Egg, aunque, si puedes,
es mejor que lo lleves como equipaje de mano. Nunca confié en esos
porteadores de equipajes. Pero ven y cuéntame cómo está Fergus y todos
los lugares que has visitado. Nunca he estado en Sheriff Hutton, aunque
conozco York.

—Fergus está muy bien, por lo que pude comprobar. Un poco


desconcertado por la historia de Izzy.

—Lo sé. Creo que nos afectó a todos. Pero... parece que todo va a salir
bien. —Habla usando palabras alegres, pero su tono es cansado y triste—.
Nunca me perdonaría que mi deseo de no perder la imprenta abriese una
brecha entre vosotros.

—Pero es como dijo Lionel, los asuntos de familia son así —corto
rápidamente siguiéndolo al taller y sentándome en uno de los sillones—. Tú
mismo has dicho que a veces te preguntabas qué habría sucedido si mi
padre estuviese vivo.

—Lo sé. Cosas de familia... Towton, lo recuerdo, 1471, ¿verdad? Tu


padre... querido Kay. ¡Quién sabe! Tú eres muy parecida a él, ¿sabes, Una?
Especialmente en la nariz y los ojos.

—Lo sé. Pero siempre me gusta que me lo recuerden. Sólo que siempre
pienso en ti como mi padre.

—Oh, Una —dice, más bien tembloroso—. Eso está... bien. Sí, bueno. Tú
y Mark... —Su voz se apaga.

Y entonces sé lo que debo hacer, aunque no cómo decirlo. Es peligroso,


pero probablemente nunca más volveré a ver a Mark, o al menos durante
años, así que no tendrá importancia. Puedo confiar en tío Gareth. Él
decidirá cómo manejar lo que repentinamente sé que le voy a contar.

—Tío Gareth, Mark dijo... Cuando estábamos de viaje, Mark dijo... Me


confesó por qué se fue y no dio señales de vida. Creo que él quería terminar
las cosas de forma correcta. Un final. Estábamos hablando de cómo acaban
las cosas. —No sabía cómo iba a expresarlo y mi voz se atascaba buscando
las palabras. Estoy evitando la mirada de tío Gareth—. Yo... pienso que
terminar las cosas... finalizarlas correctamente, es también importante...
aunque supongo que realmente es su... algo íntimo. Pero me gustaría
decírtelo.

Su mirada se agudiza. Me pregunto si ya sabe lo que voy a soltar, pero, si


fuese así, supongo que ya se habría adelantado y nos ahorraría a los dos esta
situación embarazosa. Pero no, sólo comenta:

—No hablaba confidencialmente, ¿verdad, Una? Porque si lo hizo así, tú


no deberías...

—No, no, nada confidencial. No lo revelaría ni en sueños si así fuera...


De hecho, más bien afirmó que le habría gustado haberlo hablado contigo.
Dijo: «No podría decírselo a la cara».

—Vale —contesta.

Entonces continúo. Lo más exactamente que puedo, cito las palabras


textuales de Mark, dando fe de ellas, y también las de Lionel, porque así es
más fácil que volver a moldearlas con las mías propias, aunque todavía me
impactan dichas al rostro amable y pensativo de Gareth.

—Y... y a él nunca se le había pasado por la mente, nunca hasta ese día.
Mark... no era muy mayor —comento, y trato de que no suene a una
disculpa—. Ninguno de nosotros lo era.

Gareth se queda sentado muy quieto durante un largo rato.

—Supongo que debería haberlo sabido o imaginado y haber dicho algo


para que quedase claro que... que lo quería, porque era lo más cercano y lo
más parecido a un hijo que he tenido. Quizá esperaba que si no decía nada,
nadie lo descubriría. Ya sabes cómo era la gente con los maricas.

—A lo mejor le conmovió tanto porque él... él te quería mucho. Mark


dijo textualmente: «Gareth era lo más parecido a un padre que jamás he
tenido».
Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, tropezando en las
arrugas de su edad y deslizándose nuevamente. Saca un pañuelo del bolsillo
de su pantalón y se limpia los ojos; yo me callo, porque nunca antes lo
había visto llorar, ni siquiera en el funeral de tía Elaine, pero me inclino
hacia delante, sostengo su mano y nos mantenemos así durante un largo
rato.

Al final, cuando se ha sonado la nariz y ha guardado su pañuelo, le


pregunto:

—¿No debería habértelo contado?

—No —contesta—. Me alegro de que lo hayas hecho. —No agrega nada


más y yo me quedo callada. Después de un rato añade—: ¿Vendrás a la
inauguración?

Esboza una sonrisa que significa que debo saber que no nació ayer, que
muchos otros planes para salvar la imprenta quedaron en nada.

—Por supuesto.

Pero me pregunto si seré capaz de enfrentarme a ello. No lo sé. No puedo


asegurarlo. Todo lo que ha pasado... Quiero irme a casa. Estoy a punto de
ponerme a llorar, pero no debo, y menos delante de tío Gareth, y estando
como está después de lo que le he contado.

Se oye el sonido distante de la grava aplastada y el claxon de un coche.

—Debe de ser tu taxi —dice.

Nos levantamos y me giro como para coger mi equipaje de forma que


pueda restregarme la manga por los ojos.

—Querida, ¡es tan triste verte partir! Tú y Mark... Sí... Él... Pero no te
preocupes. Quién sabe lo que sucederá.

—Sí, quién sabe, ¿verdad? Pero insisto en que vengas a Sydney a tomar
un poco el sol y de paso a mi fiesta de cumpleaños. ¡Hay tantas cosas allí
que quiero mostrarte!
—Ya veremos —responde, y sé que está pensando que es muy viejo—.
Bon voyage, querida Una.

***

Las vacaciones de verano parecen haber empezado temprano este año y


los mostradores de facturación de Heathrow están saturados de viajeros. Yo
vuelo de regreso a casa y al invierno, por supuesto, gris y frío, pero está
bien. El hogar sin Adam es... lo que es.

Todavía siento el dolor de saber el vacío que me aguarda. Saco un libro


de mi mochila. «Sabemos muy poco de la infancia de Elizabeth y de su
crianza, ni siquiera la fecha exacta de su nacimiento...», leo, y suspiro con
la exasperada aflicción del historiador al verse privado de los datos más
elementales.

—¿Tan aburrido es? —dice Mark por encima de mi hombro.

El libro se me cae. Lo recoge y me lo devuelve.

—¿Qué haces aquí? —pregunto en cuanto me recupero.

—Gareth me llamó. Pensé que si podía llegar mientras facturabas, me


daría tiempo a verte. Me comentó que le contaste lo que... que yo te había
revelado.

Me giro hacia él cara a cara, porque es un asunto muy importante.

—¿Me equivoqué? ¿No debería haberlo hecho? Lo siento si...

—No, no te equivocaste. Si no quisiese que lo supiese, te lo habría


advertido. Además, hablamos de muchas cosas de las que no habríamos
hablado de no ser por eso. Vine porque quería darte las gracias por
explicárselo a Gareth.
—¿Y has...?, perdona, y sé que no es asunto mío, pero ¿has aclarado todo
con Gareth?

Asiente con un gesto, pero entonces me toca facturar y se arma un lío con
el cuadro Amanecer en el East Egg, sobre si es demasiado grande o no para
llevarlo en cabina, aunque no será porque Gareth no lo haya preparado bien,
sólo sobresale unos milímetros de las medidas del tamaño máximo
admitido. Me preocupa que Mark quiera irse, porque ya me ha dicho lo que
necesitaba aclararme, pero no se va.

—¿Café? —sugiere—. ¿O ya tienes que embarcar?

—Un café estaría bien —contesto, y el corazón me da una especie de


brinco por alguna razón, aunque me niego a aceptar que sea por vergüenza.
Me sentí tan alegre como unas castañuelas—. Faltarán años para la llamada
de embarque, y en las próximas veinticuatro horas habrá tiempo de sobra
para mirar todo tipo de escaparates de las tiendas del aeropuerto.

Se esfuerza por sonreír y nos abrimos paso entre la multitud de la


terminal. Es como estar en el limbo, constantemente en movimiento y
siempre igual. Nada de ese mundo me entusiasma. Subo unas escaleras con
Mark moviéndose torpemente sin su usual concisión y su soltura de
artesano. Encontramos un rincón en una cafetería que no está ni sucia ni
repleta de gente y yo hago algún estúpido comentario sobre que esperaba
que los de aduanas no me exigiesen enseñarles los documentos del cuadro
de mi padre, ya que ni era tan valioso ni él tan famoso. De repente, Mark
pone su mano sobre la mía y la agarra con fuerza. Me deja helada.

—Sí, lo aclaré todo con Gareth —repite, y luego se calla, con la mirada
perdida como si aún estuviese oyendo la conversación—. Pero, Una, me
comentó algo más.

—¿Qué? —mi corazón empieza a hacer un ruido sordo, como si su mano


estuviese estrujándolo directamente.

—Él... él me contó que tú sugeriste algo... sobre acabar correctamente.


—Sí... sí lo hablamos. Sobre... trataba de explicarle cuál era la razón que
tú me diste para dejar la imprenta. De manera que no pensase que estaba
revelando algo confidencial.

—Ya sé que no lo harías. Pero... pero... lo siento, aclárame si me estoy


metiendo en lo que no me importa. He estado pensado en lo del domingo
por la noche. No he pensado en otra cosa desde entonces... y Gareth se
preguntaba... si tú... Comprendo que para ti... es... ¿Fue como un final para
ti? ¿Un final para el Chantry? ¿Un adiós a Inglaterra? ¿Terminar con Adam,
sobre todo? Ya sé que... Pero espero que me perdones si digo que... Es un
final, como tú apuntaste, para ti, pero no es un final para mí. Y me he dado
cuenta de que yo... yo... —Se detiene.

No tengo palabras, no tengo nada que añadir, nada que pueda expresar los
sentimientos que me invaden. Todo lo que había estado temiendo parece
estar ocurriendo. No sé cómo detenerlo. No sé si quiero detenerlo. Miro
hacia otro lado, porque mirar a los ojos de Mark, su boca, sus hermosas
manos, que están temblando como las mías, hace que mi mente se dispare.

Mark carraspea.

—Yo... no creo que deba decirte lo que me gustaría decirte —continúa, y


cuando no puedo evitar mirarlo, la forma en que me contempla
repentinamente me recuerda a Morgan—. Han pasado tantas cosas. Y
además, Adam. Así que... así que me lo callaré. Por ahora. Pero si... estoy
seguro de que estaremos en contacto por lo del Chantry. Pero si en los
próximos meses me encontrase en Australia, ¿podría visitarte?

En mi interior todo vuelve a la calma. Las reglas de la educación me


hacen responder que sí. Mis temores por mí misma —por Adam— me
harían decir que no.

Pero lo que amé en Adam aprendí a amarlo antes en Mark. Si Mark viene
a verme... pase lo que pase, todavía puedo aferrarme a Adam. No hay
batalla posible. Él siempre estará allí... pase lo que pase.

Le sonrío, aunque creo que puede ver que casi estoy llorando de alivio.
—Eso me gustaría, querido Mark, me gustaría mucho.

***

Cuando los motores del avión se han aplacado, pasando desde un alarido
a un rugido, y las luces del uso de los cinturones se han apagado, me pongo
de pie para abrir el compartimiento de equipaje encima de mi cabeza. Casi
pierdo el avión, por lo que mis pertenencias están hechas un lío, y noto la
mirada contrariada de mi vecino, como si no hubiese causado ya suficientes
problemas a mis compañeros de viaje. Escarbo en mi bolso y finalmente
encuentro un cuaderno, una pluma y una fotocopia de la descripción de
Mancini del coup d’état de Ricardo III. Antes de eso, rozo mis nudillos
sobre la madera, sobre la caja de embalaje que tío Gareth ha hecho a mano
para proteger el Amanecer en el East Egg al milímetro y sobre la cual ha
escrito «Propiedad de la profesora Una Pryor», con su caligrafía negra y
hermosa y ahora como una gran declaración, visible para todo el mundo.
Pero no es exactamente de mi propiedad y, por otro lado, tampoco es de
Gareth si nos atenemos a mi herencia legal. ¿Pero quién lo sabía excepto
yo?

Me siento y ordeno mis libros sobre la bandeja abatible lo mejor que


puedo. Incluso mi trabajo ha cambiado, aunque no se ha vuelto más fácil.
¿Podré hacerlo? ¿Podré?

No es que no desconozca lo que pasó. Con paciencia es posible dejar


alguna piedra sin mover, aunque aun ahora puede haber más cuestiones que
interfieran o que tendrán que ser desentrañadas, como pasó con la carta;
más conexiones que descubrir, más conclusiones que elaborar. Los abismos
sobre los que hay que construir un puente se hacen más pequeños.

Pero no quiero volver a tender puentes nunca más. «Tienes que hacerlo
de forma integral», dijo Mark.
Quizá he encontrado algún tipo de respuesta, alguna manera de rellenar
verazmente los vacíos entre un hecho y otro, pues hasta ahora estaban
inconexos. Hacerlo de manera que el resultado no sea ni la verdad ni una
falsedad, pero que lo abarque todo. No hay autoridades en esta materia, ni
referencias, ni precedentes, ni publicaciones supervisadas por otros
científicos; no es el habitual seguimiento de un rastro aplicando las reglas
establecidas. Mi única potestad es la elección del tema sobre el que voy a
escribir. La libertad es casi absoluta; el rastro que he de seguir, tal como
está, es confuso: Narrow Street, East Smithfield y el Chantry, St. Albans y
Grafton, desde Astley hasta Pontefract y York y de allí a Sheriff Hutton, y
una carta que siempre estuvo allí...

Sé que el viaje tiene un principio, un medio y un final, y que es un todo,


pero Anthony y Elizabeth no podían saberlo. Para ellos era una
peregrinación: el pasado era pasado, y el futuro, desconocido. Todo lo que
tenían era el presente.

En cada momento —en cada estación de la cruz— no están más lejos de


mi alcance de lo que lo está Adam. Pero sólo hay una forma de alcanzarlos.
Lo he pensado, lenta e inciertamente desde ayer, hasta que he descubierto
que sólo hay un camino. Debo atreverme a seguir ese camino, porque en
caso contrario nunca los alcanzaré.

Gareth había precisado, refiriéndose a la obra de mi padre: «Creo que era


la única vía posible para poder hacer lo que él quería... no tenía que
limitarse a la verdad literal. Podía hacer los dibujos, usar los colores que
quisiera para expresar lo que quería decir».

¿Lo que yo escriba serán mis palabras o las de ellos? ¿Mi vida o las de
ellos? No será historia. «Visible a medio metro, invisible a un metro», había
dicho Charlie, el amigo de Mark, en las obras de restauración del Palacio de
Eltham.

¿Por dónde debería empezar? ¿Desde el principio, como ha hecho Izzy en


su historia de la imprenta Solmani? ¿O en el momento en que, después del
exilio y la desesperación, Dios lo enmienda todo?
Pienso en Mark, y el vacío que me espera en Sydney parece más cálido y
más soportable, porque no será para siempre.

Comenzaré, me imagino, con Elizabeth cabalgando de vuelta a casa, ya


no como niña, sabiendo que lo que le está esperando es una nueva vida y un
nuevo lugar en el mundo.

Elysabeth era como firmaba, pero debo encontrar su voz y dársela.


Lentamente comienzo a escribir...

El camino de regreso a casa desde Grafton era siempre alegre.


Que fuese costumbre de las familias de nuestro rango enviar a sus
hijos fuera para aprender mejor las habilidades y las lecciones
propias de su posición social no hizo más fácil el exilio de mi
niñez en Groby. Sir Edward Grey de Groby era bastante amable,
pero no así su mujer, lady Ferrars. Además, ¿qué niña de siete u
ocho años no añoraría su hogar y a sus hermanas? Ni siquiera
esa chiquilla se sentiría confortada por la promesa de un buen
matrimonio. Todo mejoró cuando mi hermana Margaret se reunió
conmigo en Groby, y conforme fui creciendo aprendí a ser más
discreta, de tal forma que lady Ferrars no podía encontrar
desaciertos ni en mis palabras ni en mis deberes y, menos aún, en
mi simulada sumisión total a ella...

Ese año pernoctamos en Harborough, ya que el criado de sir


Edward Grey que nos acompañaba desde Groby dijo que la nieve
amenazaba de tal manera que sería una imprudencia continuar el
viaje y quizá perdernos al anochecer.
Nota histórica

En mi opinión, en una historia de ficción, las referencias bibliográficas y


las citas de fuentes documentales están fuera de lugar, pero el principio de
Heisenberg se aplica tanto a la novela histórica como a los historiadores. Al
fijar las coordenadas de la posición de Elizabeth y Anthony Woodville en
determinados momentos de sus vidas, sé que podría haber despertado la
curiosidad de los lectores respecto a sus trayectorias históricas. Y aquí
están.

Elizabeth (Elysabeth) Woodville nació probablemente en 1437, y


Anthony (Antony), cuatro años más tarde. Su madre, Jacquetta de
Luxemburgo, había estado casada primero con John, duque de Bedford,
quien gobernaba como regente de su sobrino, el infante Enrique VI, y se
consumió hasta la muerte intentando mantener las vastas posesiones de
Inglaterra en Francia. Su padre, sir Richard Woodville (Wydvil), había sido
senescal o diputado del duque fallecido en Normandía. Su fuga para casarse
con Jacquetta, la duquesa viuda, fue motivo de escándalo en la corte. Pero
pronto fueron perdonados. Volvió a ponerse al servicio del rey y tuvieron
dieciséis hijos. Richard se hizo cargo de varias comandancias, siendo la más
destacada la de Calais, y Jacquetta fue la dama de honor de su compañera
francesa, la reina Margaret (Margarita), hija del rey de Anjou. Margaret era
de carácter fuerte y fue políticamente activa a la fuerza, ya que Enrique VI
era tan amable y piadoso como incapaz de controlar a una clase dirigente
cuyos miembros estaban enemistados entre sí. Ya no existía el frente común
de la tradicional reclamación de Inglaterra sobre los territorios franceses
como válvula de escape para sus rivalidades.

El feudo de la familia Woodville estaba asentado en Grafton,


Northamptonshire, y hacia 1452 la joven Elizabeth se casó con sir John
Grey, el primogénito de una familia de caballeros asentados un poco más al
norte, en Groby, muy cerca de Northampton. Probablemente vivieron en
Astley, Warwickshire, y tuvieron dos niños: Thomas (Tom) y Richard
(Dickon en la primera mitad de la novela) Grey. Mientras tanto, Anthony,
siguiendo los pasos de su padre, se convirtió en un reconocido soldado de
éxito y en un paladín en los torneos. Se casó con una soltera adinerada:
Elizabeth, lady Scales, y se convirtió en lord Scales en su calidad de
consorte. Los Woodville y los Grey eran leales partidarios de Enrique VI y
de la dinastía de los Lancaster. Pero en 1454, Enrique VI sufrió lo que
parece haber sido un ataque de esquizofrenia catatónica, y su primo
Richard, duque de York, que tenía derechos al trono por sangre, fue
designado regente, siendo su principal partidario su propio primo Richard
Neville, conde de Warwick. Mientras tanto, Margaret de Anjou tuvo un
hijo: Edward de Lancaster, príncipe de Gales. Cuando Enrique VI recuperó
la cordura, Richard, duque de York, renunció a la regencia, pero reclamó y
ganó el derecho a heredar la corona en lugar del pequeño Edward de
Lancaster. Negándose a aceptar que su hijo hubiese sido desheredado,
Margaret atrajo aún más el apoyo de su aliado el duque de Somerset y las
rivalidades políticas de la nación se polarizaron: los que apoyaban a la casa
de York y los que sostenían la casa de Lancaster.

A lo largo de los distintos tira y afloja de lo que se denominó la Guerra de


los Primos, los Woodville y los Grey apoyaron a Enrique VI. Sir John Grey
murió en la segunda batalla de St. Albans en 1461, dejando viuda a
Elizabeth con sus dos hijos pequeños. Richard, duque de York, murió en
una batalla en 1460, y su hijo de dieciocho años, Eduardo, heredó su
pretensión al trono. En la batalla de Towton, en 1461, el ejército de Enrique
VI y de Margaret fue aniquilado. Como muchos otros, los Woodville
cambiaron de bando a favor del victorioso y joven Eduardo. Enrique VI fue
capturado y encerrado en la Torre de Londres, Eduardo fue coronado rey
como Eduardo IV y Richard y Anthony Woodville enseguida pasaron al
servicio activo del rey.

En 1464 Eduardo IV se enamoró de la viuda Elizabeth Woodville y se


casaron en secreto. Él tenía veintidós años, y ella, veintisiete. En los
siguientes cinco años le dio tres hijas: Elizabeth (Bess), Mary y Cecily. Su
padre fue elevado a la nobleza como conde Rivers, y tanto él como los
hermanos de Elizabeth fueron promovidos al servicio del rey, mientras sus
hermanas hicieron bodas muy ventajosas. Inevitablemente surgieron
tensiones entre las distintas facciones de la corte, incluyendo la de los
Woodville. Se aceptaba que la familia del rey se beneficiase de concesiones
de tierras y poderes (ambos conceptos eran casi sinónimos en aquella
época), así como de provechosos matrimonios. Pero Elizabeth fue la
primera reina consorte nacida en Inglaterra, y no había precedentes para un
tratamiento correcto a la familia de la reina, y además con una familia tan
numerosa. Thomas Grey, hijo de Elizabeth, fue designado marqués de
Dorset y en su momento ocupó el lugar que le correspondía en el Consejo
Real adquiriendo cierta relevancia política. Al contrario, su hermano menor,
sir Richard Grey, hizo muy poco a favor del rey y le correspondieron
escasas recompensas.

Anthony se volvió el cortesano par excellence, disponiendo además de


tiempo para los estudios literarios y filosóficos, a la vez que se involucraba
en tareas políticas, militares y diplomáticas, mientras atendía también sus
complicados negocios, como cualquier terrateniente. Fue declarado el
paladín inglés en un famoso torneo disputado con el campeón de Borgoña,
un evento que tuvo tanta importancia política como militar. Uno de los
escuderos en esa justa era un miembro de la nobleza local gascona, llamado
Louis de Bretaylles, que estaba por entonces al servicio de Inglaterra. Se
sabe que años después Louis formó parte de la misión diplomática y
religiosa que Anthony llevó a cabo en Portugal y Santiago de Compostela.

Hacia 1469 Eduardo IV se distanció de los criterios del conde de


Warwick y éste comenzó a intrigar con el hermano menor de Eduardo,
George, duque de Clarence, y luego con su antigua enemiga, la exiliada
reina Margaret de Anjou. El resultado fue una serie de rebeliones
traicioneras, y cuando Eduardo IV se dio cuenta de que no podía confiar ni
en sus propios partidarios, huyó con Anthony y otros a Brujas, en Flandes,
que entonces formaba parte del feudo del duque de Borgoña. Éste se casó
más tarde con la hermana de Eduardo IV, Margaret de York, y apoyó el
regreso de Eduardo a Inglaterra. Mientras tanto, el conde Rivers —padre de
Elizabeth y Anthony— y John, hermano de éstos, fueron eliminados por los
partidarios de Warwick. Elizabeth escapó con sus hijas para acogerse a
sagrado en el santuario de Westminster, donde nació su hijo Eduardo (Ned),
honrado desde su nacimiento con el título de príncipe de Gales. Es probable
que fuese durante el exilio cuando Anthony tradujo del francés una
antología de los Dichos y dictados de los filósofos, y es casi seguro que fue
allí donde conoció a Caxton, quien había instalado en Brujas una prensa
para imprimir libros. En 1470 Eduardo invadió Inglaterra, dándole a
Anthony el comando de la Torre de Londres, mientras en una serie de
batallas derrota a las fuerzas de Margaret de Anjou. El hijo y heredero de
Enrique VI, Edward de Lancaster, muere en una de esas batallas junto con
Warwick, en tanto que el depuesto Enrique VI fallece en la Torre en
misteriosas circunstancias. La dinastía de los Lancaster, fundada por el
usurpador Enrique IV, parecía extinguida, siendo el único varón que
quedaba Enrique Tudor, conde de Richmond, cuya sangre real provenía de
su madre, Margaret Beaufort, y no de su padre, Edmund Tudor, y que vivía
como fugitivo en Gales y Bretaña.

El pequeño Eduardo, príncipe de Gales, fue enviado a Ludlow, uno de los


principales castillos de la familia de York, para dotar de autoridad real al
Consejo que gobernaba sobre la agitada Marca galesa. Anthony fue
nombrado director del Consejo del Príncipe, su guardián y tutor, y aunque
viajaba a menudo por los negocios del reino y los suyos propios, pasó gran
parte de su vida en Ludlow. Sus Dichos y dictados de los filósofos fue el
primer libro que Caxton imprimió en Inglaterra, después del suyo propio, y
tanto Anthony como Elizabeth se hicieron destacados clientes de la
imprenta de Caxton. Elizabeth, mientras tanto, tuvo más hijos: Margaret,
que murió a los ocho meses; Richard (el pequeño Dickon en la segunda
mitad de la novela), que como segundo hijo del rey fue inmediatamente
nombrado duque de York; Anne; George, que murió antes de cumplir dos
años; Katherine, y Bridget. La segunda hija de Elizabeth, Mary, murió en
1482 con quince años. En 1475, cuando Eduardo IV invadió Francia en
apoyo a las tradicionales reivindicaciones de los monarcas ingleses
reclamando el trono de Francia, hizo a Elizabeth albacea de su testamento y
guardiana del príncipe de Gales.

En 1478 se produjo una crisis cuando George, duque de Clarence, acusó a


Elizabeth y a su madre Jacquetta de prácticas de brujería. Esto colmó la
paciencia de Eduardo IV hacia su hermano traidor, que fue juzgado por sus
pares y condenado a muerte. Mientras tanto, el hermano más joven,
Ricardo, duque de Gloucester, gobernaba en el norte de Inglaterra en
nombre del rey, así como Anthony lo hacía en el oeste (en la Marca galesa).
En un determinado momento, como parte de la alianza con Escocia, se
propuso que Anthony se casase con la hermana del rey de Escocia. Pero al
morir la mujer de éste en 1473, las relaciones anglo-escocesas se enfriaron
y la boda no se llevó a cabo. Más tarde se casó con Mary FitzLewes, una
joven heredera bien relacionada, pero su única hija conocida fue Margaret
Stradling, cuya madre, Gwentlian Stradling, era miembro de una importante
familia de la aristocracia galesa.

En 1483, a la edad de cuarenta y un años, muere Eduardo IV. Su


testamento designaba a Elizabeth como su albacea ejecutiva y le otorgaba
un asiento en el Consejo Real. El único hermano vivo: Ricardo, duque de
Gloucester, debía ser designado protector hasta que su hijo Eduardo V
(Ned), con doce años de edad, alcanzase su mayoría de edad, que por la
costumbre sería unos pocos años después. Se organizó todo para que
Anthony trasladase a Eduardo desde Ludlow hasta Londres para su
coronación como Eduardo V. En Northampton, el 30 de abril de 1483,
Ricardo y el duque de Buckingham se encontraron, tal como estaba
previsto, pero arrestaron a Anthony y luego al hijo de Elizabeth, sir Richard
Grey; tomaron bajo su control al nuevo rey y a su escolta y enviaron
prisionero a Anthony al castillo que Ricardo de Gloucester poseía en Sheriff
Hutton.

Al escuchar estas noticias, Elizabeth se acogió a sagrado otra vez en el


santuario de Westminster con sus cinco hijas y su hijo menor, Richard,
duque de York. Thomas Grey escapó a Francia, mientras que su hermano
Edward Woodville, almirante de la Flota Real, mantenía los barcos leales al
rey Eduardo V durante un tiempo, aunque finalmente también huyó a
Francia. Su otro hermano, Lionel Woodville, como obispo de Salisbury,
estaba relativamente a salvo. El santuario fue rodeado por las tropas y
Elizabeth fue expulsada del Consejo Real que gobernaba el país bajo el
mandato de Ricardo, duque de Gloucester, como protector y organizador de
la coronación de su hijo. Al final cedió a las presiones del Consejo y en
mayo permitió que su hijo Richard se reuniese con su hermano Ned
(Eduardo V) en las estancias reales de la Torre.
Ocho semanas después de su arresto, Anthony fue conducido a
Pontefract, donde él y Richard Grey fueron ejecutados el 25 de junio de
1483 y luego enterrados sin mortaja en una fosa común en un monasterio
cercano. Anthony tenía cuarenta y un años. Ricardo, duque de Gloucester,
fue proclamado rey al día siguiente como Ricardo III. Desde aquel día se
empezó a ver cada vez menos a los niños Eduardo V y su hermano Richard,
duque de York, y el número de sus sirvientes se redujo drásticamente. La
última fecha documentada en que aún se les vio vivos es de julio de aquel
año. Las evidencias sugieren que los rumores de su muerte se extendieron
rápidamente, aunque nunca se sabría con certeza qué les pasó, cuándo
murieron y a manos de quién.

Elizabeth y sus hijas probablemente dejaron el santuario en un día de


marzo de 1484 y quedaron bajo la custodia de Ricardo III, aunque no se
sabe dónde vivieron. Más tarde, en ese mismo año, Elizabeth permitió que
sus dos hijas mayores, Elizabeth de York (Bess), como se la conocía, y
Cecily, acudiesen a la corte de Ricardo III, mientras que las tres más
pequeñas se quedaban con ella. Después de la desaparición de sus
hermanos, Elizabeth de York tenía sobrados derechos para reclamar el trono
como reina de Inglaterra. Meses después, las niñas fueron enviadas a
Sheriff Hutton, donde los hijos de George, duque de Clarence, llevaban
años encerrados. Mientras tanto, Enrique Tudor, el lancasteriano exiliado y
conde de Richmond, reclamó su propio derecho al trono y propuso casarse
con Elizabeth de York cuando su reclamación hubiese triunfado.

En el segundo intento de Enrique de invadir Inglaterra, en agosto de


1485, tuvo éxito, y Ricardo III fue muerto en la batalla de Bosworth.

Sólo después de haber sido coronado rey de Inglaterra, Enrique VII se


casó con Elizabeth de York y la coronó como consorte. Elizabeth
Woodville, como reina madre y reina viuda, tuvo un sitio asegurado en la
corte, pero en la práctica quedó muy subordinada a Margaret Beaufort,
madre del rey. En 1487 Elizabeth se retiró al lugar que tradicionalmente
usaba la realeza para ello: la abadía de Bermondsey, tras donar todas sus
tierras y bienes a su hija, como era costumbre, y aceptar a cambio una
pensión de Enrique VII. Murió en Bermondsey el 8 de junio de 1492, a la
edad de cincuenta y cinco años, y fue enterrada junto con Eduardo IV en la
Capilla Real que hizo construir en Windsor.
Agradecimientos

Una secreta alquimia fue escrita como parte de una tesis doctoral
de escritura creativa en el Goldsmiths College de la Universidad
de Londres, y quisiera agradecer a Maura Dooley y a todo el
equipo de estudiantes de dicha universidad su ayuda y apoyo.

19/10/2013

[1] La Historia del Recibimiento es una teoría de la Historia que se refiere a


la interpretación que la sociedad daba en un determinado período histórico a
los hechos que se estaban produciendo en ese momento. Este concepto fue
presentado y desarrollado por Harold Marcuse hace pocos años. [N. del T.]

[2] Chantry: en sentido estricto significa capilla medieval. En esta novela


tiene un sentido más amplio, ya que se refiere indistintamente tanto a las
ruinas de la capilla como al conjunto de edificios y la finca donde se
emplaza la imprenta Solmani. [N. del T.]

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