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Emma Darwin - Una Secreta Alquimia
Emma Darwin - Una Secreta Alquimia
Emma Darwin - Una Secreta Alquimia
R. R. ANGERSTEIN, en relación
con el fundido del tipo
Baskerville.
Resumen
Hay hombres y también mujeres que han sido testigos de estos hechos y
de otros que yo no conozco. Como peregrinos, hemos recorrido el mismo
camino, tropezado con las mismas piedras, nos hemos arrodillado ante los
mismos altares, y, sin embargo, cada uno de nosotros ha hecho un viaje
distinto y ha alcanzado una meta diferente. Lo acaecido en el viaje, la
historia que contará cada uno de ellos, no podrá ser comprendida hasta que
el viaje no haya finalizado.
Ni siquiera aquel a quien amé más que a nadie sabe todo lo que yo he
llegado a saber. Se ahorró muchas penas. Canté la Chanson de Roland y él
habló de Gawain. Lo abrazaba mientras lloraba el asesinato de su padre, y
juntos derramamos la sangre de los traidores y de los infieles. Disfrutamos
con nuestro amor unidos en cuerpo y alma. Aunque los mares, las montañas
y los enemigos de los príncipes nos separasen, no había distancia entre
nuestros corazones. No haber podido hacer nada por él cuando capturaron a
su niño es el trago más amargo de mi larga vida; que haya muerto es mi
mayor dolor.
LOUIS DE BRETAYLLES
PRIMERA PARTE
Empezando
Sir ISAAC
NEWTON, Index
Chemicus
Capítulo 1
El camino de regreso a casa desde Grafton era siempre alegre. Que fuese
costumbre de las familias de nuestro rango enviar a sus hijos fuera para
aprender mejor las habilidades y las lecciones propias de su posición social
no hizo más fácil el exilio de mi niñez en Groby. Sir Edward Grey de Groby
era bastante amable, pero no así su mujer, lady Ferrars. Además, ¿qué niña
de siete u ocho años no añoraría su hogar y a sus hermanas? Ni siquiera esa
chiquilla se sentiría confortada por la promesa de un buen matrimonio.
Todo mejoró cuando mi hermana Margaret se reunió conmigo en Groby, y
conforme fui creciendo aprendí a ser más discreta, de tal forma que lady
Ferrars no podía encontrar desaciertos ni en mis palabras ni en mis deberes
y, menos aún, en mi simulada sumisión total a ella.
Mal nos dio una taza a cada una, sopló la vela y se volvió a la cama con
la suya. Las tazas eran de madera y transmitían un agradable calor a las
manos, pero la cerveza estaba demasiado caliente para poder beber, y en
lugar de soplar para que se enfriase, aspiraba los vapores de miel, hierbas y
especias.
—Sí, creo que sí, y eso espero. Hace tiempo que no lo veo.
—¿Y qué sabemos de sir Edward y del señor Grey? —continuó Mal,
imponiendo ligeramente su voz para cortar la discusión—. Se dice que
vendrán a Grafton para el día de Reyes, y ya sabemos lo que eso significa.
—¿Cómo es qué?
—¡Oh, señorita Ysa! Está dura, ¿entendéis?, con todos los besos y
caricias. Y... duele un poco. Es la rotura de vuestra virginidad. Sangra como
cuando tiene sus meses, sólo un poco si él es suave, y estoy segura de que
un caballero agradable como el señor John será muy delicado... Después, ya
son verdaderamente esposo y esposa, hasta que la muerte se lleve a uno de
los dos, pero otra vez lo serán de nuevo en el cielo, según dicen. Estoy
segura de que mi hombre me está esperando... Pero ahora nos pondremos
las dos a dormir.
***
Por fin nos apartamos del camino principal, doblamos hacia la entrada, y
allí estaba Jacquetta corriendo por el patio. Había crecido, pensé, pero su
cara estaba roja y llena de lágrimas. Al oír los caballos, se volvió y nos vio.
—¡Sácala de ahí ahora mismo, niño malo! —Le di una buena colleja a
John mientras le gritaba—. ¡Y no lo vuelvas a hacer!
Había crecido, pero era todavía demasiado bajo para alcanzar a Igraine a
pesar de las escasas llamas. Miré alrededor y vi una rama que todavía no
habían arrojado al fuego.
—¡No es asunto tuyo! —le contesté. Lionel siempre oía más de lo que
debía—. ¿Cómo te atreves a usar el nombre del gran duque Juan para ser
cruel con Jacquetta? —Miré a los demás: Jacquetta aferraba la mano de
Margaret y olisqueaba el gorro de Igraine—. Ahora desapareced de mi
vista, antes de que decida contárselo a mi señora madre —añadí, mientras
los dos chicos ponían pies en polvorosa y se esfumaban a través de un
hueco del seto, porque ya era casi de noche.
Yo la seguí.
—Su vientre está ahora muy grande, y parece que no duerme bien.
Mi señora madre estaba sentada en la mesa del Gran Salón, con los libros
de cuentas desplegados delante de ella, y el señor Wooton, su empleado,
rondaba a sus espaldas.
—Y yo —agregó Margaret.
— Sí, señora. Lady Ferrars os manda un saludo y dice que, para vuestro
agrado, sir Edward y el señor Grey estarán con nosotros el día de San Juan,
Dios mediante, o al día siguiente.
El aludido apiló los papeles y los libros y colocó el tintero encima. Mal se
llevó a Margaret fuera de la sala, no sin antes hacer una mueca que imitaba
al señor Grey besándome.
Lo hice encantada porque, con las prisas, me había lavado con agua fría y
aún estaba temblando.
Se sentó y me hizo una señal para que yo también lo hiciese, pero sus
ojos permanecieron fijos en el fuego. Por fin dijo:
—Sí, señora —respondí. Aún extenuada, sentí otra vez ese leve
estremecimiento de calor y temor.
—Sí, señora.
—Creo que sí, pero ¿cómo puedo estar segura si yo nunca he tenido un
marido ni él una esposa?
Nunca había pensado que ella tuviera en cuenta mis deseos de esta
manera. Es cierto que, siempre que se hablase con el debido respeto, mi
madre escuchaba cualquier petición o queja que incluso la persona del más
bajo rango tuviera que hacer. Pero en una cuestión tan importante para los
asuntos de la familia como era la boda de su hija mayor... Esto no lo había
previsto, y no tenía ninguna respuesta preparada. Además, ¿tenía realmente
dudas acerca de mi futuro? Fijé mi mirada en las llamas hasta que sentí las
mejillas abrasadas y me di cuenta de que sí las tenía, pero mis dudas no
eran de las que yo podría haber hablado con mi señora madre, o haberlas
dictado a un amanuense para que quedasen reflejadas en el contrato de
matrimonio.
Una, lunes
Apenas hay los metros del ancho de una casa entre Narrow Street y el río:
el fondo de la mía da al agua. Entré y tiré mis maletas en el vestíbulo. Todo
parece bastante limpio, aunque todavía huele a los inquilinos: humo de
tabaco, comida rápida y los muebles baratos que tío Gareth nos dejó del
Chantry para que pudiésemos llevar nuestras cosas a Sydney. Pero incluso
bajo esos olores reconozco el del Támesis: húmedo, fresco y ligeramente
podrido. La marea está alta, en la sala la luz del verano en pleno apogeo es
fluida y en el techo bailan las figuras plateadas, dibujadas por el sol, que
tanto le gustaban a Adam.
Aquí apenas hay señales del paso del tiempo, excepto por el efecto de la
luna subiendo o bajando el río. Con la marea baja, hay unos pocos metros
de cantos rodados con basuras esparcidas; con la marea alta, el agua llega
hasta unos dos metros por debajo de la ventana de mi estudio. Rotherhithe,
en la otra orilla, está demasiado lejana para ser real. Observábamos con
atención la zona que más tarde se pasó a denominar los Docklands como
podríamos examinar una extraña colonia de insectos. Fuimos testigos de su
evolución: primero las grúas macizas empezaron a llenarse de herrumbre,
después se vaciaron las naves oscurecidas por la niebla, que al poco tiempo
se convirtieron en refugios de vagabundos. Más tarde brotaron las altas y
estilizadas grúas de construcción, que desaparecieron tan rápido como
vinieron, dejando tras de sí elegantes apartamentos y restaurantes decorados
con un chic industrial, como las brillantes poleas de los antiguos almacenes,
ahora detenidas y sin uso. El Millennium sólo ha cumplido cinco años.
Nunca pensé que lo vería sin Adam.
—Será magnífico volver a verte —dijo mi prima Izzy por teléfono hace
dos semanas cuando, una noche, y después de beberme dos Whiskys, tomé
la decisión de hacerlo.
Era muy tarde, pero ya no podía encontrar más razones para seguir
retrasándolo. Cuando compramos la casa en Narrow Street, no era
exactamente la residencia de la reina Ana en la ciudad, sino más bien un
modesto apartamento de suburbio. Casi se podían oler las guaridas de los
fumadores de opio que describe Sherlock Holmes, ver a los vagabundos y
escuchar a los marineros borrachos. Pero ya no. Hay muchas razones para
vender la casa que compramos —con el fin de compartir toda la vida que
creíamos que duraría nuestro matrimonio— y ponerla en manos de un
agente inmobiliario entregado y perspicaz.
Ahora estoy aquí y he quedado con Izzy a las siete. Quiero verla, pero
¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué no viene a nuestra casa? Tontamente,
no puedo creer que ya nunca más será «nuestra» casa. Los colegas médicos
de Adam, divertidos y grandes bebedores; mis compañeros historiadores,
menos bebedores y más tranquilos; Joe y David, la pareja de la puerta de al
lado; alguien llegado de América para una conferencia; quizás Izzy o
incluso el tío Gareth. A lo mejor me habría dado tiempo a preparar un buen
estofado, o acaso pasta, posiblemente Adam hubiese organizado una
expedición depredadora para traer comida del restaurante indio: allí no se
hablaba demasiado el inglés, pero daba igual, ya que éramos los únicos
clientes ingleses y no hacían demasiadas concesiones con las especias.
Había noches en que los buscas se apagaban con la precisión de un reloj y
otras en que nos juntábamos en silencio, frente a las ventanas de la sala,
para mirar la luna y sus reflejos moviéndose sobre las aguas o festejar
ruidosamente los fuegos artificiales de la fiesta de Guy Fawkes. Una vez
celebramos la fiesta de las vísperas de la mitad del verano y contemplamos
la salida del sol derramando un baño de plata sobre una mañana de
madreperla.
No puedo. Abro los ojos y cojo el gel, apto también para el pelo. Alguien
le dio un poco a Adam en Navidades, hace tiempo, y a mí me gustaron tanto
su perfume y su olor sencillo que también me acostumbré a usarlo. El
cuello, el pecho, los brazos, calientes y resbaladizos con eucalipto y menta.
Cuando me siento limpia, cojo un poco más de gel e intento localizar todas
las punzadas y dolores del viaje. Bajo mis dedos siento tensos los músculos
de mis hombros; los costados y la parte inferior de la espalda tan
endurecidos que, cuando hundo en ellos mis pulgares, siento un dolor tan
agudo como si me pellizcara a mí misma. Hasta las plantas de los pies
parecen tener nudos. Pero al final he de salir, secarme y vestirme, encontrar
mi agenda England Admin, llamar al agente inmobiliario y organizar luego
las citas con los bancos, los abogados, los contables y los agentes de bolsa.
Me pongo los pantalones del chándal y un top y bajo hasta la tienda de la
esquina con el aire frío enredándose en mi pelo todavía empapado. La
última vez que estuvimos aquí la tienda no parecía tener mucho más que
leche UHT y pan de molde, pero ha cambiado de dueño. Regreso con una
bolsa de ensalada orgánica cara, pan integral y huevos de gallinas criadas en
el campo; el vino es mucho mejor. Pero de repente me siento tan
increíblemente agotada que no quiero comer nada, ni siquiera tomar un
trago. «La pena es demoledora»: recuerdo que Adam se lo decía a alguien,
al marido o a la mujer de un paciente. «Es como tener una fuga continua en
tu sistema vital.» No puedo evitar irme a la cama, desafiando la lógica
médica y la experiencia de los viajeros experimentados, y sueño, como
siempre, con Adam.
***
—Una, qué alegría verte. Te encuentro muy bien. ¿Cómo estás? ¿Cómo
va todo?
Y luego, como acusando el retardo de una charla vía satélite, capta lo que
no he dicho y me contesta con un nuevo abrazo.
—Lo siento muchísimo. Pero estoy segura de que es lo que debes hacer.
Dime si necesitas ayuda.
Izzy cogió el primer vuelo para verme cuando murió Adam. No necesita
decirme nada más.
—¿Sabes que ahora, en cuanto termine de catalogar las cartas del abuelo,
el archivo del Chantry se irá a San Diego? Sólo tengo que ponerlo todo en
orden y quedará listo para enviarlo. Pondrán todo en microfilm para que
cualquiera pueda verlo, incluso en ordenador. Voy a conseguir tanta
publicidad como pueda cuando el archivo se transfiera. Los de San Diego
son buenos en eso. Incluso podría despertarse suficiente interés como para
persuadir a alguien de volver a publicar En el signo del sol y de la luna.
Quizá también para Colección de cartas. La impresión artística despierta
ahora mucho interés. Cada poco tiempo los investigadores me solicitan
información. ¿Tinto o blanco?
Estoy lo bastante familiarizada con las editoriales para saber que lo que
ella piensa es indudablemente ilusorio. Todas esas peticiones de
información no parecen suficientes para llenar sus días. ¿Cómo se mantiene
ocupada? Antes, con frecuencia, solía estar inmersa en tres proyectos a la
vez: uno bajo la límpida luz de la temprana mañana, investigación y lectura
bajo la brillante y sorda luz del mediodía, y otro cuando el sol se sesgaba
resaltando el grano y las curvas de cada piedra y de cada hoja de hierba.
Ahora no veo ninguna señal de todo eso. ¿Ser la historiadora de la familia,
como ella se considera, es todo lo que le queda en la vida?
Hay grabados en las paredes. Puedo ver cuatro que encabezaron una
antología de poemas sobre las estaciones cuidadosamente editada. Hace
unos años encontré un ejemplar de segunda mano en una librería de Sydney
y se lo regalé a Adam por algún aniversario sin importancia. Pienso ahora
que Otoño es el mejor; el fondo es una hoja seca, exquisitamente
abarquillada, con cada vena y nervio tan exacta y gloriosamente necesarios
como los arcos de una ventana gótica. Pero aunque el estudio no está
demasiado ordenado, no hay señales de tinta fresca en la manchada mesa
central, ni ninguna herramienta de corte o cuchillas o fragmentos de madera
o de linóleo que sugieran un trabajo en curso. Me pregunto cuántos trabajos
está consiguiendo últimamente. La mayor parte de mis dibujos y los
cuentos que escribía en mi infancia quedaban plasmados en el reverso de lo
que ella consideraba sus fracasos. En el Chantry, cuando yo era pequeña y
todo el mundo estaba ocupado, solía arrastrarme bajo la mesa de trabajo del
estudio y descubrir que las pequeñas virutas eran tan secretas como un
tesoro. Las de madera eran increíblemente pálidas y frágiles, no más que
granos de oro y plata mágicamente atados, mientras que las de linóleo eran
más espesas y marrones, reticuladas como pequeñas orugas, todavía oliendo
suavemente a cálidas semillas de lino. Solía mirar hacia arriba y ver las
piernas de Izzy, con sus medias zurcidas y sus zapatos de lazos
enganchados a las patas del banco, y escuchar su pesada respiración. Nunca
le importó que estuviese allí, a menos que las cosas fuesen mal. Entonces
repentinamente me decía que me fuese, no desagradablemente, pero sin dar
opción a réplica, y yo salía arrastrándome y me incorporaba, sacando los
fragmentos que se habían incrustado en mis rodillas desnudas y
resignándome ante la idea de que habría una nueva tarta a la hora del té o
que tío Gareth me ayudaría con mis deberes de historia.
La escarapela otra vez en la página del título y una cita que conozco de
memoria porque siempre aparece en tipo pequeño en cada libro salido de la
imprenta Solmani: «Como dice el Edda, en el país de los gigantes vivía un
hombre llamado Mundilfoeri que tenía dos hijos: su hija Sol era el sol, y su
hijo Mani, la luna».
Con Kay ausente, la casa está más tranquila; sin embargo, nos
damos cuenta de en qué medida su vocación pictórica nos ha
mantenido en alerta respecto al aspecto estético de nuestro
trabajo artesanal; como solía decir, con el dramático énfasis de la
juventud: «Sólo le debo lealtad al arte». Gareth es quien más le
echa en falta; siempre cuidó de él desde que eran pequeños, y
siempre es él quien, a la primera pregunta que surge sobre un
problema de diseño, dice: «¿Qué pensaría Kay? Él sabría la
respuesta». Pero la ausencia de Kay me liberó de un profundo
temor personal. Desde aquel día, hace ya tantos años, en que
Maud y yo vimos por primera vez la capilla del Chantry, rodeada
entonces de campos y huertas, y supimos que allí asentaríamos el
alma de nuestra casa y nuestro taller, el alma incluso de nuestra
propia familia. Temía que un día Kay y Gareth —de temperamento
tan distinto— no se pusiesen de acuerdo en cómo llevar el
negocio. Elaine se casó con Robert Butler —¿lo sabías?—, y si
tiene un hijo, el problema podría arreglarse o verdaderamente
resolverse. ¡Quién sabe! Pero por ahora, al menos, me complace
enterarme de los éxitos de Kay en el extranjero y de la pasión de
Gareth por la imprenta en casa y saber que no hay problemas de
rivalidades en nuestra familia.
Izzy vuelve.
Es cierto, aunque allí es más joven que cuando yo lo conocí, de pie con
una mano de largos dedos sobre el marco de la puerta de entrada y ese aire
en su rostro sobre el que nunca me había detenido y que ahora interpreto
como amable, divertido y siempre acogedor.
—¿Sabías que vive en el taller? Anda muy justo de dinero. Tuvo que
alquilar toda la casa del Chantry. Desgraciadamente, ése es el motivo por el
que tienen que dejarla. Es imposible que pueda hacerle frente. Está llena de
estudiantes y tipos poco fiables que sabe Dios en qué andan metidos. Creo
que no se atreve a averiguar lo que ocurre en el piso de arriba. Lionel le
rogó hasta la saciedad que contratase una gestoría para que se encargase de
todos los temas, como en tu caso con Narrow Street, referencias, inquilinos
adecuados y todo lo demás. Pero invariablemente contesta que el Chantry
fue siempre un refugio para gente inadaptada y no va a cambiarlo ahora.
—Bueno, eso es bastante cierto. ¿Ha existido alguna vez algún ático que
no haya estado ocupado por algún pintor húngaro refugiado? ¿Te acuerdas
de Theo Besnyö? O de una de las amigas de tía Elaine que huía de un mal
matrimonio. O de mí misma, incluso.
—Sí, también estaba él. Debe de haber sido uno de los que permaneció
más tiempo. Me pregunto qué habrá sido de él.
—Por supuesto. Aunque las imprentas de calidad del siglo veinte no son
realmente mi especialidad. Lo mío es más bien la época de las primeras
imprentas europeas, las herederas directas de Gutenberg, el despertar de la
devoción individual en la Alta Edad Media. Prensas y tipografía, por
supuesto, la historia del recibimiento.
—¿Qué historia?
—¿Quién? Ah, sí, espera... ¿La Guerra de las Rosas? ¿No se casó con
alguien?
—Sí. Eran hermanos. Elizabeth se casó con el rey Eduardo IV. Aunque
anteriormente estuvo casada con John Grey, con quien tuvo dos hijos. Él
murió en una batalla y entonces se casó con el rey Eduardo. Y Anthony fue
el primer escritor que Caxton imprimió en Inglaterra. La empanada del
pastor está muy picante; debo beber agua antes de seguir. Me centraré en
los libros que poseían, en lo que Anthony escribió, en lo que habrían podido
leer y en lo que todo esto nos dice acerca de ellos. Lo que nos dice con
respecto a su mundo, a su bagaje cultural, a cómo funcionaba el comercio
de los libros.
Izzy y Paul se divorciaron hace años, y aunque había otra mujer, tuve la
impresión de que ésta era más un síntoma que una causa, y de hecho ha
desaparecido. Izzy volvió a llamarse Isode Butler, tal como siempre firmó
sus trabajos.
—¿Dijiste que tenía que firmar algunas cosas en relación con la venta del
Chantry?
—Lionel tiene todos los documentos, aunque hay algunas complicaciones
con su participación en la titularidad del terreno y a lo mejor todavía no está
del todo listo. Aparentemente, le cedió su parte a Fergus, por algo
relacionado con los impuestos. Es probable que los documentos estén ahora
en manos de Fergus.
—Muy bien. Entonces creo que podremos tener todo listo. Hice todo lo
que pude con el archivo, pero quedan las cosas que tengo yo, las que aún
están en el Chantry, un montón de libros de contabilidad de la editorial y
otros documentos guardados en la Biblioteca de Imprentas de St. Bride; está
todo un poco desordenado. Me dedicaré a solucionarlo durante esta semana
antes de que todo se envíe a California. Hacer un inventario y todo eso.
¿Cuándo regresas?
—Sí. —Es todo lo que digo, pero otra vez ella oye lo que no he dicho.
—Sé lo ocupada que estás —dice Izzy—, ¿pero podremos vernos otra
vez esta semana? ¿Salir a tomar una copa o algo? ¿Cómo irás a casa?
—No lo sé.
Quizá los taxis son un lujo que no suele permitirse. Pero encuentra el
número de una empresa de taxis, y después de ese tiempo que resulta tan
absurdo mientras se espera a que llegue, me subo y me conduce a mi
destino.
En mis recuerdos, las cerámicas son bastante grandes, por lo que deduzco
que yo era pequeña. Me imaginé un rubí, un diamante o un ducado de oro
escondidos debajo de cada una de ellas, esperándome allí para que los
encontrase, aunque no sabía qué aspecto tenía un ducado. Levanté una
baldosa tras otra usando una espátula que había sacado del estudio sin decir
nada, desparramando los ciervos blancos y las flores de lis a mi alrededor y
removiendo la tierra por debajo pensando en cómo repartiría el tesoro
cuando lo encontrase. Un montón de ducados para tía Elaine, para que
tuviese una lavadora dentro de la cocina en lugar de la tina en el exterior;
algunos de los rubíes y diamantes para Izzy, para que los luciese con sus
mejores vestidos; unos pocos ducados para Lionel, porque deseaba
ardientemente una cámara de fotos propia, y el resto para mí, para
comprarme un billete con el que viajar en un gran barco y un tren rápido
que cruzase América hasta encontrar los cuadros de mi padre y traerlos a
casa.
—Seguro que sí, mi niña. Pero son muy grandes, unos cuadros muy
especiales, y están a buen recaudo en una gran galería de arte en San
Francisco. Un día iremos y los encontraremos, ¿vale? —Hasta su olor me
convenció de que hablaba en serio y que iríamos—. Un día, cuando seas
mayor. Y cuando desembarquemos en Nueva York, subiremos y bajaremos
en los ascensores del Empire State Building.
Me dio otro abrazo y me ayudó a colocar las baldosas de nuevo en su
sitio, de tal forma que nadie se enterase de lo que había hecho. Luego me
preguntó si podría ayudarlo en un trabajo muy importante que estaba
realizando en el taller. Así que cuando tía Elaine vino a buscarme para
cenar, estaba embadurnada de aceite de tinta y llena de orgullo por haber
montado de nuevo, yo solita, la prensa Chandler & Price. Bueno, con una
pequeña ayuda de tío Gareth, como él dijo: «Sólo para las partes más
difíciles».
Aún dentro de la casa del Chantry no podías dejar de pensar que había
algo más en el mundo que estaba bajo tus pies. Parecía respirarse el pesado
olor a humedad, a piedra y a tierra cuando bajabas por primera vez al sótano
de la casa, como si la oscuridad fuese más antigua y estuviese más llena de
historia aún que las piedras de los muros que te rodeaban, tan antiguas
como la propia tierra.
En realidad, las paredes del sótano eran sólo tan antiguas como el abuelo.
Lo sabía porque me había dicho que el sótano se excavó cuando él
construyó la casa. Al realizar la excavación encontró una botella de la Gran
Exposición de 1851, una moneda de la Guerra de la Independencia
americana, montones de aquellas pipas de barro con sus largas y delgadas
boquillas y trozos de porcelanas azules y blancas de los días de la reina Ana
—como en el Sastre de Gloucester—. Tuvieron que colocar muros de
contención de piedra para evitar que la tierra se desmoronase y poder
construir la casa encima. Pero quizá, dijo, si hubiese profundizado más,
habría encontrado una cruz de oro y candelabros. Quizá una estatua de la
Virgen María y el Niño Jesús que los monjes habrían enterrado deprisa para
ponerlos a salvo de los soldados del rey Enrique. Acaso joyas, monedas de
plata, mapas secretos de islas con tesoros y ríos mágicos, dientes de
duendes o los huesos de otros monjes muy anteriores, cuando la capilla era
nueva y todos eran creyentes. Si Mark hubiese estado allí, no me habrían
importado ni los huesos ni los duendes. Lo pensé, pero no lo dije. Él y yo
habríamos podido excavar suficientes túneles, continuamente, un año y un
día, durante trece lunas crecientes y trece lunas menguantes. Aparecería un
río subterráneo, usaría siete de las monedas de oro de los monjes para pagar
al barquero, y cuando desembarcásemos, iríamos hasta una nave lateral
como la de una iglesia y allí habría otra cripta, como ésta, pero mucho más
grande, más amplia, con pilares altos como árboles, una sala tan grande que
apenas se vería el techo. Ardería un gran fuego en el medio, la luz saltando
y lamiendo cada rincón de tal forma que nada quedaría a oscuras. Tendidos
sobre sus pieles de oso, con montones de paja a su alrededor, estarían los
caballeros, ciñendo sus espadas y sus escudos brillando al resplandor del
fuego. Y con ellos, en una cama hecha de oro y marfil y sobre pilas de
pieles y sedas, yacerían el rey Arturo y la reina Ginebra, cogidos de la
mano, esperando a ser despertados.
***
Antony, maitines
Estos días no duermo demasiado bien, y me despierto temprano. Esta
mañana me quedé mirando el amanecer sobre el río Fosse y la villa de
Sheriff Hutton, escuchando los ruidos que llegaban desde abajo, más fuertes
de lo habitual, y que ya me había acostumbrado a escuchar tan temprano en
esos largos días.
Se dice que una cámara como ésta es todo lo que un alma necesita.
Cuatro pasos de ancho y seis de fondo. Las mismas medidas en ambos
lados, lo sé porque ya lo he medido. Cuatro paredes bien armadas en piedra
gris pálido, una alta ventana para que entre la luz y el aire divinos, la
madera bajo mis pies y sobre mi cabeza, tan bien escuadrada y curtida
como la de la puerta.
«Si los deseos fueran caballos, los pordioseros cabalgarían», solía decir
Mal cuando de niños la fastidiábamos para que nos trajese chucherías del
mercado: pan de jengibre dorado, peonzas, baladas, cintas para las niñas. Se
lo dije en su momento a Ned, porque incluso los deseos de los príncipes no
pueden ser complacidos si por el bien del reino o por su propia alma hay
que decir no. Ned no ha sido arrestado, ¿verdad? Un niño de doce
primaveras no es aún hombre para ser considerado una amenaza. ¿Podría
ser que el designio divino golpease a un príncipe tan bueno, tan inocente?
Nunca lo creeré. Ned no es un enemigo para Ricardo de Gloucester. Lo
tiene muy cerca y por tanto no hay razón para causarle un daño mayor. Sé
que es verdad. Lo sé.
Cada vez que oía abrir los cerrojos me ponía a rezar: Deo, in mano tuo.
Pasaron semanas hasta que me di cuenta de que no sería así. Durante una o
dos horas tuve esperanzas. Luego comprendí que moriría y que ya no
importaba, si se llegaba a saber, por qué no había ningún hombre con el
poder o la voluntad para protestar o para vengarse y causar daño al príncipe
Ricardo, duque de Gloucester.
Antony, prima
Amanece tan temprano que parece que el mundo apenas haya dormido.
Me pongo los guantes porque mis manos aún están frías; el cuero comprime
el anillo de Jasón sobre mi piel como si el mismo Louis me tocase. Incluso
los caballos adormilados en la fría niebla mantienen sus cabezas gachas,
como si estuviesen exhaustos, sin ese piafar ni esos mordisqueos nerviosos
que hacen los corceles y los hombres para decidir quién será el líder esa
mañana. Hay 60 millas hasta Pontefract. Los recorreremos a caballo en uno
de estos días que parecen no tener final y que me llevan tan rápido a ser yo
mismo.
Como siempre, son los caballos los que saben antes que nosotros que la
hora ha llegado. De repente se muestran alerta, levantando y sacudiendo las
cabezas; luego se dan las órdenes, la masa oscura de la puerta principal se
abre ruidosamente y cabalgamos sobre el puente levadizo y a través de la
guardia, ya en el camino a campo abierto.
Retiré su caperuza y solté su lazo, y abrió sus garras y aflojó sus alas
hacia atrás como si aflojase su espada en la vaina. Giró su cabeza de negra
cofia, su mirada escudriñando cada sector de su nuevo entorno, por partes,
como un arquero de guardia.
En mi mente tengo grabado todavía cómo volaron los dos pájaros, raptor
y presa, Juno fluyendo detrás de la garza, los continuos batidos de las alas
de la garza acelerados por una señal o un sonido de peligro, que nosotros
los humanos no podemos percibir, impulsándose en el aire. Pero Juno era
más veloz y pronto se acercó lo suficiente para alzarse por encima de su
presa, manteniéndose suspendida durante un tiempo antes de abatirse como
una lustrosa bola de cañón con garras. Caía en vertical mientras la garza
intentaba girar hacia atrás su cabeza zigzagueante y sus grandes alas torpes
en una situación poco habitual. Entonces Juno la alcanzó por delante y,
mediante una demostración de potencia, cogió el cuello de la garza y la
arrastró en plena lucha hasta el suelo, entre los juncos. Todo lo que
alcanzamos a ver fue una nube de plumas flotando en el aire donde habían
caído.
—Vamos, hijo. Quizá levantemos una liebre y demos algo de caza a los
perros —dijo, tirando de las riendas.
***
En el bosque los insectos se aglutinan donde los rayos de sol calientan el
aire, de modo que al atravesarlos nos pican y molestan. Los caballos
sacuden sus cabezas y resoplan para quitárselos de encima, pero trotamos
tan rápido que sólo los grandes moscones son capaces de seguirnos. Qué
sucedería si los caballos estuviesen agotados, no lo sé. Las ciénagas al norte
de York son muy bajas y están encharcadas aun en invierno; en un cálido
día de verano están plagadas de tábanos y mosquitos.
—¿Capitán Anderson?
—¿Mi señor?
Sé lo que habría ordenado en tal caso, pero este viaje no está bajo mi
mando. Después de un rato, Anderson añade:
No albergo esperanzas para mí, tampoco para este mundo, aunque tengo
esperanzas de perdón en el otro. Una esperanza tan breve como un
parpadeo, tan fugaz como el baile de un insecto, pero que a pesar de todo no
me abandonará. Es posible que Louis esté aún en libertad, y nadie es más
astuto que él en situaciones peligrosas. Esta pequeña ilusión debería
tranquilizarme, y así ocurre. Sin embargo, temo por él. Cuando hay tan
mala disposición entre los regidores del reino, tantos secretos que amenazan
a tantos hombres poderosos y valerosos, hasta alguien como Louis puede
dar un paso en falso en el tenebroso mundo que él conoce tan bien para
intentar salvarme a mí y a Ned. Quizá ahora haya huido a Borgoña o a sus
propias tierras gasconas. Quizá incluso ya haya sido apresado.
Aunque no creo que haya resultado fácil, porque es demasiado listo para
eso. Y si ha escapado... será por estrategia, no por temor. Me conforta la
idea de que nuestro amor ha superado tiempos más difíciles y ha resistido.
Voy a creer que todavía resiste y que así será para siempre.
Cuando giro hacia la entrada desde la calle Sparrow’s Lane, veo que los
marcos de las ventanas del Chantry están perdiendo otra capa de pintura y
que algunas de las pizarras del techo del porche frontal, el porche de los
peregrinos, están sueltas. Más arriba, en una de las ventanas, una bandera
del Che Guevara cuelga a modo de cortina; de otra penden prendas
interiores y hay un par de deportivas sobre el alféizar. Pero en general la
casa es la de siempre: amplia y sólida, con sus ladrillos rosados, su tejado a
dos aguas y sus ventanales, todo diseñado con estudiada sencillez. Estaba
adosada a la capilla medieval chantry[2], y mi abuelo postvictoriano no
haría nada que estropease aquello de lo que se había enamorado: las formas
góticas puras de los arcos en punta, las vigas artesanales y la tracería que
imita un encaje de piedra. Sólo recuerdo la capilla en ruinas, y así seguía,
inmutable. Allí están lo que parecen muñones de piedra de sílex de las
paredes, ahora invadidas por hierbas altas que hacen invisibles las baldosas,
las maderas alquitranadas del puntal de sostén, con sus bulones oxidados,
que sujeta la pared más extrema de la casa, que no fue diseñada para
mantenerse por sí misma.
Por todas partes veo basura: una bolsa con desechos medio podridos,
botellines de cerveza, colillas. Detrás del edificio de la casa, al otro lado del
jardín, está el taller, largo y de poca altura y también rosado, construido
para albergar las prensas, las máquinas de encuadernación, los almacenes y
toda la parafernalia de este antiguo oficio artesanal. Anoche llovió y flota
un aroma a tierra y manzanos, incluso levemente a las frágiles rosas que de
alguna manera aún se muestran lozanas en su parterre en medio de la hierba
que las ahoga.
Mis recuerdos también son bastante asfixiantes. Recuerdo que justo había
dejado de llover el día en que Mark llegó al Chantry, y los olores del jardín
eran tan intensos que casi podría verlos. Estaba sentada en la parte delantera
de la casa, en el porche de los peregrinos, contemplando el desastroso final
del banquete de mis muñecas. Bertie, el sabueso del vecino, al final se había
negado a hacer de noble corcel, sobre todo cuando intenté poner el pie de
Golly en su collar para que lo montase y convertirlo en el paladín de la
coronación del rey. Hasta el oso Smoky había saltado por los aires cuando
Bertie se escapó.
—¿Se refiere a don G. Pryor? —Tenía acento local y sus prendas eran
andrajosas como las de Lionel, pero no estaban remendadas y eran algo
grandes, igual que las mías, que habían sido antes de Izzy, y a veces incluso
de Lionel.
Asentí. Golly aún tenía algunas babas, pero no las suficientes como para
que tía Elaine se diera cuenta y quisiese lavarlo. No me gustaba que Golly
oliese a jabón.
—Por supuesto —le contesté. Pero todavía no sabía qué hacer con él. Al
final lo conduje por el camino que atravesaba el jardín.
Contempló los muros deshechos que yo solía creer que eran como los
restos de un naufragio.
—¿Eso era una iglesia? —susurró con la voz que uno pone en las
iglesias. Ningún miembro de nuestra familia iba a la iglesia, pero tía Elaine
de vez en cuando solía dejar que Anne, la que ayudaba en las labores
domésticas, nos llevase a los oficios para niños cuando ella iba con sus
hermanos pequeños. Me gustaban bastante, especialmente cantar. Nadie
cantaba en casa. Tío Robert decía que era porque no sabíamos más que
croar.
—Era una capilla. Medieval de verdad, casi de la época del rey Arturo —
dije.
Lo llevé a través del prado y bajo los manzanos. Las ruedas de su bici
iban dejando a nuestro paso un surco serpenteante en la hierba húmeda. Le
señalé el pozo, el corral de las gallinas, el tocón del olmo donde se había
roto la rama por donde Izzy trepaba cuando cayó y se rompió el brazo.
Estaba de pie sobre una caja tendiendo bayetas cuando Mark Fisher salió
otra vez del taller poniéndose su gorra.
—Sí, aunque tía Elaine dice que va a estar molestando todo el día. —
Pude notar que se apenaba de mí. Era una mentira. Realmente no quería un
cachorro; simplemente era una especie de engaño para que él sintiese pena
por mí. Agregué rápidamente—: ¿Y tú qué, si hubiese un Merlín?
Ahora, a medida que me acerco por el sendero, puedo oír el suave ritmo
de la prensa manual, que enseguida enmudece. Tío Gareth aparece por la
puerta del taller.
Tenía menos necesidad de abrazarlo ahora que cuando lo hice hace cinco
años, y bajo el oleoso aroma de la resina de la tinta y de la pulcritud de la
espuma de afeitar, huele a anciano. Nunca fue alto, pero ahora no es más
alto que yo.
—Es un libro para niños —dice tío Gareth—. Bueno, en realidad vale
tanto para los niños como para cualquiera. Jasón y el vellocino de oro.
Mira, éste es el que yo mismo he doblado para ver cómo queda.
—Es fantástico.
—¿Verdad que sí? Aunque me temo que sea una pesadilla para los
encuadernadores. Ya están enfadados con nosotros porque vamos
retrasados. Tengo que trabajar a media prensa por ahora, al no disponer de
un ayudante. Pero hemos tenido excelentes anticipos de pedidos, los
suficientes para cubrir las pérdidas que acarreó Noticias desde ninguna
parte.
—Aparentemente no...
—¿Verdad que Adam está muy elegante en ésta? —sugirió Gareth, como
si ninguno de los dos estuviésemos mirando a Mark—. ¿Y cómo andas de
trabajo? Contabas en tu carta que estabas escribiendo sobre Anthony
Woodville. —Le expliqué y continuó—: ¿Es un personaje atractivo,
verdad? Te recuerdo contándome lo que se ha escrito sobre el manuscrito de
su Dictados y dichos. No la versión impresa por Caxton, sino el imponente
manuscrito ilustrado, el mismo que fue presentado al rey y la reina.
—Por supuesto. Con todo, ten en cuenta que ése no era el caso del pobre
y viejo Enrique VI. Aunque tampoco podemos culparlo de volverse loco, ni
de que no demostrase ninguna valía antes de eso. ¿Sabías que en su época
se la llamaba «la Guerra de los Primos»?
—No.
—Mi querida Izzy. No deja de decirme que necesito ayuda. Supongo que
eso le habrá hecho... pensar en Mark.
Estaba a punto de decir que había visto algunos trabajos muy buenos
hechos con fotolitografía, cuando la música de rock irrumpió en medio de
nuestra tranquilidad, tan fuerte que me sobresalté.
—¿Con la plancha?
—Izzy y Lionel quieren que venda la casa del Chantry —dice de repente.
Suspira.
—Me lo ha dicho. Está deseando verte. Pero no era por eso, sino por lo
de la venta de la casa. Dice que le han advertido de que la casa no es
vendible sin el taller. Debemos vender la totalidad del Chantry, no sólo la
casa: el taller, el jardín, todo.
—¿Qué?
—Pero...
—Ya lo sé. Tendría que mudarme a un piso o algo así.
Dos años casada y todavía estaba yerma. No podía entender por qué me
sucedía algo así. John me poseía cada vez que estaba en casa, y con algunos
consejos de Mal yo había aprendido a agradarle y a la vez a ser complacida
por él, porque hacerlo de tal forma, dijo ella, ayudaría a concebir un bebé.
Además, insistió, era bastante difícil ser mujer, y no tenía por qué privarme
de tales placeres cuando se me presentaban. Estos asuntos eran privados
entre nosotros, al menos tanto como las vidas del señor y la señora del
feudo pueden serlo. Pero con mi vientre plano y mis senos secos era todavía
una pobre mujer a los ojos del mundo. Con cada una de las muchas visitas
que nos hacía a Astley, lady Ferrars se iba mostrando más agria y
secretamente más satisfecha, porque si yo no tenía un hijo, las tierras de
Astley reverterían a su propiedad.
Grafton se encontraba en mi camino de Astley a Walsingham, así que
pasé algunos días felices jugando con los niños y aligerando algo la carga
que soportaba mi madre ayudándola con las tareas domésticas, porque,
recientemente con Eleanor, se había visto obligada a guardar cama, y, según
parecía, con cada bebé necesitaba más semanas para recuperarse por
completo. No comenté nada, pero se inclinó hacia delante y me dio una
palmadita en las manos diciendo:
***
—Mi padre dice que el rey Enrique se dirige a Leicester para acudir a un
consejo que se ha constituido allí, pero que Richard de York se dirige desde
Ludlow para atraparlos. Debemos apresurarnos a reunirnos con el rey con la
mayor compañía que podamos reunir. ¡Ojalá tu padre no estuviese al mando
en Calais! Necesitamos a cada hombre que todavía sea leal al rey y a la casa
de Lancaster.
—Lo sé. Pero debemos mantener Calais, y él es el más competente para
hacerlo, y todavía tenemos bastantes hombres en Grafton. ¿Ha enviado ya
tu padre mensajeros hacia allí?
Recuerdo que más tarde, ese mismo día, llegó una cajita de mi madre.
Pregunté al hombre que la trajo desde Calais qué novedades tenía, pero
había desembarcado en Ipswich y había parado sólo en Grafton, de modo
que no sabía nada de lo ocurrido en Londres. Le habría dado dinero y
comida y lo habría mantenido con nosotros para unirse al resto, de haber
sido un hombre de mi padre, pero pertenecía a la guarnición de Calais, y
había obtenido licencia para ir a su casa en Nuneaton y ocuparse de los
asuntos de su anciana madre.
No pude contener las pocas lágrimas que brotaron de mis ojos, que
parecían dispuestas a salir por cualquier cosa, por insignificante o banal que
fuese, dado que me encontraba ya próxima a dar a luz. Creo que el motivo
no fueron sus palabras, ni el hecho de que estuvieran en inglés, ya que era
usual que a todos nosotros, los niños, nos escribiese en francés para mejorar
nuestra educación, sino ver su rúbrica grande y negra, de su propia mano,
suscribiendo la escritura meticulosa de su amanuense.
***
No sabíamos nada aún de John cuando Margaret llegó dos días más tarde.
—Dormirás con Mal —dije subiendo por las escaleras—. Ordené que su
niña durmiese en el ático. Cuando llegamos a su habitación, Mal empezó a
deshacer los bolsos de Margaret. Traía con ella almendras confitadas, miel
de las colmenas de Grafton, un cesto con rosas tempranas, una nota de
Antony, una oveja de madera del tamaño de un gatito grande que mi
hermano John había tallado para el bebé y un envoltorio con camisas,
gorros y baberos que mis hermanas habían cosido.
—Esperemos que tu bebé no sea tan retorcido como este gorro que hizo
Jacquetta —dijo Margaret sujetándolo—. Anne está segura de que será una
niña, por lo que ha hecho dos faldones en lugar de camisas.
—Ah, no, rezo para que no lo sea —protesté, apartando la vista de la nota
de Antony: «El tiempo no ha sido suficientemente seco para muchos
deportes —decía—, pero he estado laceando conejos, pescando y leyendo
Épîtres du débat sur le Roman de la Rose»—. Me recomienda La cité des
dames, también de Christina de Pisa.
Era pronto según los plazos, según dijo Mal más tarde, pero un parto
adelantado no significa que sea más fácil. Llamé a Mal y a Margaret y
enviaron a un hombre al pueblo en busca de Madre Goodier, la partera.
¿Qué puedo contar sobre las siguientes horas? Verdaderamente no puedo
recordarlas y, sin embargo, tampoco puedo olvidarlas, aunque lo que evoco
se confunde con las memorias de años posteriores y otros alumbramientos.
De hecho, no conozco a ninguna mujer que haya parido que pueda olvidarlo
todo o recordarlo enteramente. Y aquellas que mueren confesadas, si me
encuentro con ellas, Dios lo quiera, en el Paraíso, sé que tampoco lo habrán
borrado de la memoria. A veces me pregunto lo que pensarían los santos, y
que me perdonen, al oírnos hablar sobre la maldición que Dios en Su
sabiduría descargó sobre Eva y sus hijas.
—¡Es el fajín, Ysa! El fajín de santa Margarita. Ahora todo irá bien.
Mal se persignó.
***
—¿Qué? ¡Oh, Señor Jesús querido! Que Dios preserve al rey Enrique.
Que Dios dé descanso a su alma.
Margaret se aproximó.
—Yo lo cojo, Ysa.
Levanté mi seno hasta su boca otra vez y, como siempre, tuve que doblar
los dedos de mis pies y apretar mis puños mientras mordía.
Thomas chupaba con fuerza, hasta que se durmió con su boca aún abierta
y su cabeza apoyada en mi brazo. Me cubrí con la bata.
Asintió con la cabeza, mas permaneció callado durante tanto tiempo que
empecé a sentir miedo.
—Esposo, ¿qué hay del rey? ¿Todavía está en sus cabales?
Sus palabras eran graves, como el ruido de las tropas, y aceleradas como
si estuviese oyendo otra vez las trompetas y los tambores de una avanzada.
—No era una mala posición, pero para entonces no teníamos ni siquiera
un hombre que portase el estandarte real, que encontré tirado en el desagüe
y yo mismo coloqué desplegado contra la pared de la taberna. Una flecha
alcanzó al rey en el cuello, apenas una herida superficial, pero aun así una
buena herida, y corrió a refugiarse. Al final, Su Gracia de Somerset salió al
frente, porque ya no quedaba nadie ileso, pero lo mataron, aunque él acabó
con cuatro antes de ser liquidado. Era un gran hombre. Muchos otros fueron
capturados y hechos prisioneros. Se ha declarado que el rey no es un
prisionero y que su fiel y leal primo de York sólo lo ha rescatado de las
garras de Somerset y de otros perversos consejeros.
—Menos mal, porque se casó muy tarde y tiene un niño todavía pequeño;
no me gustaría nada ver a su esposa convertida en viuda.
—La reina hará valer su opinión ahora que tiene un hijo por quien luchar.
—Sí. Pero también odia a York, y ahora aún más, afligida por la muerte
de Somerset. Como dice tu padre, tiene todo el valor del que carece Su
Majestad el rey, pero no la sabiduría para suavizarlo.
Había rezado por un hijo varón y mis plegarias habían sido escuchadas.
Pero después de oír el episodio de Eduardo, conde de la Marca, con sólo
diez años, sentí como un cuchillo en mi pecho y el deseo de que no se
hubiese cumplido aquello por lo que había rezado en cada misa desde que
supe que estaba embarazada. Ni aquello de lo que había pensado agradecer
por la mañana cuando escuchase tañer la campana por su bautizo. Ni
aquello por lo que me habría arrodillado en señal de gratitud a los pies de la
misma imagen de Nuestra Señora ante la que yo misma fui bautizada.
Pequeñas lágrimas calientes brotaron de mis ojos, resbalaron por mis
mejillas y cayeron sobre su frente. ¿Qué será de mi hijo? ¿Cómo podría
estar seguro en este mundo donde hasta los niños son llevados a la batalla,
atacados, aniquilados y contemplan a un rey vencido y encarcelado por sus
propios allegados?
Capítulo 3
Antony, prima
Al menos no estoy encadenado. Sólo una vez tuve las manos atadas, ¡y
estaba tan furioso! Rabioso con toda la cólera y el temor de mis diecisiete
años. Mi padre frunció el ceño, y aunque yo estaba callado, pensé, como
hacen los jóvenes, que él era incapaz de sentir la humillación que yo sufría
por el hecho de que se había aceptado su caballerosa palabra como palabra
de honor, pero no la mía.
—¡En nombre del rey! —grité a la cara de uno que parecía estar todavía
embravecido, a pesar de estar desarmado.
—¿Un rey que está medio loco, sostenido en su trono por una bruja y su
llamado hijo, aunque no es de su propia sangre?
Mi madre se levantó.
—¡Nos atacan! ¡Están tomando los barcos! ¡Sir Antony! ¡Dios bendito!
¡Dese prisa!
Me levanté y calcé las botas con los ojos casi cerrados, mis compañeros y
yo tropezando con los brazos, maldiciendo el dolor de rozarnos las heridas
recibidas en el combate de la semana anterior y buscando a tientas lazos y
brigantinas. No teníamos tiempo de ensillar los caballos y lo más urgente
era disponer nuestras armas. Salimos corriendo, pasando Whitefriars y el
Rope Walk hasta la puerta de Dover, donde recogimos a dos hombres más,
que eran los únicos con que podíamos contar, para no dejar desprotegida la
puerta. Luego corrimos por la Chain calle abajo hacia el muelle con
nuestras espadas desenvainadas.
A la luz de las antorchas de la taberna vi a mi padre desarmado, de pie y
con su camisón de dormir, rodeado de hombres con el distintivo de
Warwick. Mi madre estaba de pie a su lado, vestida como había podido, un
hato a su vera sobre el pavimento de piedras y, detrás de ellos,
insinuándose, el bulto de uno de los barcos.
—Hijo, cálmate. Ahorra tu aliento para cuando pueda serte útil. —Se
volvió hacia el hombre que me levantaba con rudeza—. Buen señor, no
todos los hombres conocen las reglas de la caballería, pero vos, estoy
seguro, las conocéis muy bien. Mi hijo es de verdad un caballero armado y
debéis aceptar su palabra de honor de buen grado. En verdad, señor, debéis
hacerlo así. Mi señoría de Warwick no espera otra cosa, porque me consta
que él mismo es un caballero sin par, como cualquier otro del reino, lo sé
muy bien.
—Sí, así es, aunque dicen que mi señoría de la Marca apunta a rivalizar
con él —repuso el hombre—. Bien, señor, aceptaré vuestra palabra de que
el muchacho no necesita ser maniatado.
***
Algunas veces me pregunto si será como una vez me pareció verlo. El día
de nuestro peregrinaje a Canterbury había piedras a mi alrededor y una luz
dorada suspendida ante mí en lo alto del horizonte. De algún sitio me
llegaban cánticos, cuyas notas se elevaban y descendían entre los arcos.
Proseguí mi camino andando sobre las rodillas. Cada piedra las raspaba más
duramente que la anterior, cada paso era una prueba para mis fuerzas, una
prueba para mi humildad, mi paciencia, para mi afán de ofrecérselo todo a
Dios. Dolor y humillación, cuerpo y alma humillados conjuntamente,
ofrecidos ante el altar de un mártir que una vez ofreció más de lo que yo
nunca pude hacer y que gustosamente se entregó por entero a una muerte
brutal para servir a Dios.
Una, miércoles
Me aferro a mi maleta.
—Sí, lo sabe.
—Debe de estar absolutamente destrozada. Ella vivió en el Chantry más
tiempo que cualquiera de nosotros. Siempre pensé que fue un error que ella
y Paul se mudasen.
—No puedes culpar a un hombre por no querer vivir con sus suegros.
¿Mark?
—¿Así que estás escribiendo algo sobre la Guerra de las Rosas —dice
Lionel mientras cruzamos Chequer Street, abriéndonos paso entre
repartidores, agentes de tráfico y turistas en dirección a la abadía—. York y
Lancaster y todas esas historias. ¿Haces referencia a la batalla de St.
Albans?
Intento concentrarme.
Maniobra de tal forma y con tal cuidado que nuevamente se sitúa entre la
carretera y yo, escoltándome. Su lenguaje es exquisito, aunque no logro
decidir si lo es aún más su brazo, que me dirige cada vez que topamos con
una farola y se retrasa para dejarme pasar primero. Adam era muy educado,
pero no más de lo que un ser humano pensante puede ser con otro, y nada
que ver con esta delicada y codificada danza de macho a hembra que es tan
seductoramente limitante, como los vestidos new look encorsetados y
almidonados que tía Elaine cortaba y cosía con tanto esmero para Izzy. Por
encima de nuestras cabezas, las fachadas de plástico, acero y vidrio están
soldadas a una confusión de edificios de ladrillo cuya edad sólo es posible
adivinar contemplando las ventanas laterales y las vigas salientes de los
techos. Se ven hileras de coches y parquímetros, anuncios luminosos y
papeleras municipales, y una exquisita placa eduardiana de cerámica
coloreada que recuerda, sobre la fachada de un edificio de una constructora,
que fue la taberna de Castle Inn, la muerte del duque de Somerset.
¿Qué significado tenía hacer todo eso en defensa de alguien a quien sólo
conocían por ser leales a su bando? ¿Dios, o el rey o Su Gracia de York?
¿Utilizar en apoyo de su causa todo lo que constituía tu ser, tu cuerpo y tu
alma, tus fuerzas y tus debilidades, y saber que podría no ser suficiente?
—Estaría bien. Estaba muy enfadada cuando la señora Butler le dijo que
entrase. Ese grabado va a ser bueno.
—¿Qué pasa? —Tenía acento local, sólo que algo pastoso, diferente del
de Mark, y hedía.
—John Fisher. ¿Cómo está? ¿Quiere esa bici? Le haré un buen precio por
ella.
—Por supuesto que la quiere, papá —dijo Mark, y me sentí tan aliviada
que casi se me saltan las lágrimas—. Déjala en paz. ¿Cómo iba a hacer para
llegar a su casa?
Nunca más volví allí, y el mundo del que formaba parte fue lentamente
rellenado, nivelado y transformado en hormigón, luego en vidrio y ahora en
ladrillos artísticos. Pero después de que desapareciese, soñé más de una vez
con Mark yéndose silenciosamente sobre el decorado de fondo de aquel
mundo, tal como hace la gente en los sueños. Una pequeña imagen sobre un
panorama interminable de gente de rostro gris que se desplaza, con trenes,
señales y postes de luz que van pasando, y detrás de él los fragmentos de
edificios monocromáticos en un mundo de cicatrices y cráteres.
Cuando llegué a casa, Izzy estaba otra vez echada boca abajo al lado del
gallinero y dibujando. Evidentemente tía Elaine aún no había descubierto
que no estaba sobre una alfombra, sino tirada sobre la hierba húmeda. Sus
piernas estaban sobre el sendero y no dejaban pasar mi bici.
—¡Izzy!
—¿Qué?
—¿Puedes moverte?
Sin decir una palabra, dobló sus piernas hacia arriba y pasé muy justo;
puse mi bici en el cobertizo y me fui a lavar las manos al fregadero de la
cocina. Tía Elaine estaba cocinando. Me froté y froté la mano derecha hasta
que el olor al padre de Mark desapareció y todo lo que quedaba era el
aroma del jabón.
—Tío Gareth dice que antes siempre poníais las dos. Unto entonces.
—Eso era cuando la imprenta daba dinero —dijo tía Elaine, poniendo la
fuente con el pan en la mesa y la jarra con el unto y volviendo a enfrascarse
en trocear las zanahorias.
—¿El qué?
—¿Me gustará?
—Sí —contestó tía Elaine con aplomo, sacando un frasco del armario e
intentando abrirlo—. ¡Mecá...!
—Niña, no hables con la boca llena —me reprendió tía Elaine—. Lionel,
¿puedes abrirme este frasco antes de irte?
—¿Subastarlo?
—Pero...
—¿Es una de las de Fergus? —le pregunto a Lionel—. ¡Es tan bonita!
¿De qué está hecha?
—El otro día encontré algo en la ciudad que podría interesarte y que me
recordó al Chantry.
Abre con llave una estantería con puertas de cristal. Le Morte Darthur en
una encuadernación artística de finales del siglo XIX y envuelto como todos
los demás en el plástico transparente del anticuario de libros. El remolino
plateado ha provocado también un torbellino en mi mente. No lo abro; miro
la página del título, las fechas y el colofón. Un libro se crea para contener
palabras; sin embargo, no estoy pensando en las palabras. Es el peso en mi
mano cuando me lo entrega, las esquinas presionando sobre mi otra palma.
Le doy vuelta, saco el envoltorio de plástico, deslizo mi dedo por el lomo
sintiendo las bandas en relieve como vértebras y las trabajadas depresiones
del título y del autor. Luego vuelvo a darle la vuelta, lo abro y paso las
páginas lentamente mientras me acarician el pulgar, deteniéndome en cada
ilustración. Lo hojeo y me envía su leve aliento de papel y de edad. Bajo
mis palmas el encuadernado es suave y tibio y huele a cera de abejas. La
piel de becerro marrón está marroquinada con cuero amatista y verde, y
grabada en oro, envolviendo el libro y sugiriendo un lago, una espada, un
grial; los colores están cortados tan ajustadamente que apenas se percibe la
unión, sólo el tacto al resbalar de uno a otro bajo mis dedos, como el relieve
de los músculos bajo la piel de un hombre.
Miro hacia arriba y de pronto siento calor en mis mejillas, como si
Lionel, mi hermano en todos los sentidos excepto por el apellido, supiera en
qué estoy pensando. No había pensado jamás de este modo, y sobre todo
desde que Adam enfermó. Me coge de sorpresa y vuelvo a mirar otra vez el
libro, y me doy cuenta de que las páginas han dejado de pasar, y se han
detenido en un grabado de sir Kay, senescal y hermano de leche del rey
Arturo, en actitud de desprecio hacia el extranjero recién incorporado a la
Mesa Redonda y cuyo nombre de pila es Beaumains, por sus bellas manos.
Todavía se puede distinguir el anillo que se desvanece en su dedo.
—Sí, por supuesto —repuse, aunque no le cuento que una o dos veces en
los últimos años me había preguntado qué habría pasado si mi padre no
hubiese muerto; si hubiera regresado a casa, al Chantry, no para cuidarme,
como ocurría en mis fantasías infantiles, sino para ocupar su lugar como el
hijo mayor, el primogénito, el delicado artista y adorado hermano mayor.
¡Quién sabe! ¡Dios sabrá!, exclamaría Anthony, pero nosotros no podemos.
Pero hay algo más. Hermanos, sí, pero también tíos. Hay algo que me
ronda en la cabeza mientras Lionel me habla de un conflicto entre la abadía
y la ciudad sobre un aparcamiento y el derecho de paso.
¡Suena tan estéril, tan puritano, tan obsoleto! ¿Cómo puedo revivirlos y al
mismo tiempo tener mi conciencia profesional limpia? ¿Cómo puedo hacer
respirar a Elizabeth y Anthony? ¿Arañaban los rastrojos sus tobillos
después de la cosecha en Grafton? ¿Cómo vivió durante meses como
prisionero de guerra en Calais? ¿Qué sintieron cuando Eduardo arrebató el
trono a Enrique? Su madre Jacquetta era la tía de Enrique VI por
matrimonio, una Lancaster hasta la médula, y la reina Margarita, su mejor
amiga; ambas, de la nobleza francesa, jóvenes y desconcertadas novias en
esta tierra húmeda y fría. ¿Qué sintió Jacquetta, qué hizo o qué opinó
cuando su marido le anunció que había sido derrotado en la batalla, que
Enrique y Margarita eran fugitivos y que la familia se pasaba al otro bando?
Era un asunto de familia, los negocios del reino. Familia, simpatías,
lealtades... Esas cosas determinaban la vida de todos.
Miro a Lionel, que está hablando sobre la distribución de los valores, la
asignación de los ingresos y las implicaciones para los hijos de Fergus y de
Fay, si alguna vez los tienen.
***
Pero hay maneras de aliviar las viejas heridas y también las nuevas: la
compañía de los humanos es una de ellas, aunque creo que el sueño, el
trabajo y el alcohol son otras. No es demasiado tarde para hacer unas
llamadas a mis amigos ingleses y ocupar algunas de mis noches antes de
irme. Recuerdo cómo eso aliviaba mis heridas en mi primer año en la
universidad. Tuve que hacerlo, pues si no, me habría vuelto loca, porque la
vieja herida a la que ya estaba acostumbrada y que creía que ya había
cicatrizado, al dejar mi casa, de repente, se había vuelto a abrir, tan fresca
como siempre, casi como una nueva herida. Ocupé mi tiempo en
bibliotecas, archivos y bares; en sociedades históricas y clubes de debate,
enterrándome cada vez más profundamente en mi trabajo, acosando a los
bibliotecarios, buscando nuevas referencias, luchando con las frases,
planteándome nuevas ideas, siguiendo rastros y siempre sabiendo que era
mejor no pensar en el Chantry, ignorar por dónde andaría Mark, no
preguntarme lo que estaría haciendo, pensando, tocando, si sonreía o
fruncía el ceño, o si se concentraba profundamente en algo, con ese
pequeño silbido entre sus dientes.
Elysabeth, primer año del reinado del rey Eduardo
IV
Luego, tres días después de la noticia, me levanté y puse todas las cosas
de Astley en orden. Había decidido ir a mi casa en Grafton.
Nuestra alegría por saber que Antony vivía era más intensa porque lo
habíamos dado por muerto. Pero si no hubiese sido uno de nuestros
hombres quien dijese que mi padre, y Antony con él, se habían presentado
ante Eduardo de York y arrodillado en señal sumisión y de fidelidad, no lo
habría creído.
—Mon Dieu! No puedo creer que esté bien. Todos los servicios de tu
padre al rey, todo para nada. ¿Debemos someternos a ese... ese pirata de
Eduardo, que piensa que porque ha derrotado al ejército real puede hacer lo
que quiera con el reino? Todo aquello por lo que hemos trabajado se ha ido,
¡puf! Si nosotros no permanecemos leales a Lancaster, ¿quién lo hará? ¿Qué
diría el gran duque John? Enrique era como su hijo para él, a falta del suyo
propio... Y ma pauvre Marguerite. Me pregunto cómo estarán,
escondiéndose en el norte.
—Pero, señora, si mi padre cree que no hay esperanza de paz por ningún
otro medio, ¿qué otra cosa podría hacer? Y no es mera piratería. Eduardo de
York tiene derechos de sangre. Mi noble padre no ha procedido con
ligereza, podéis estar segura.
Fuera, en el patio, los niños estaban chillando. El intenso frío que nos
había invadido durante la Semana Santa y la Pascua se había retirado y el
sol lucía.
—¡Mamá, Mamá! Tom cogió mi... —Su pie tropezó contra una losa y se
cayó de rodillas.
Sólo se raspó las rodillas. Cuando dejó de aullar, le hice inclinarse hacia
su abuela y desearle un buen día.
—¡Es mayor que yo! Él dice que mi tío y yo no podemos tenerlo porque
nosotros somos pobres, y gente pobre no puede tener caballos, sólo caminar
a todas partes. ¿Somos pobres, señora?
—Ven aquí.
***
Más tarde, sentados en la gran cámara con los troncos apilados en lo alto
del fuego porque ya casi era Pentecostés, nos contó la recompensa que nos
tocaría. Ni él ni Antony hablaron de la batalla sino de otros temas serios,
aunque no mandó salir a los niños.
Habló de las nuevas disposiciones de tierras y oro del rey para confirmar
las nuevas lealtades y asegurarse de que Enrique de Lancaster no pudiese
recibir ayuda alguna del rey de Francia. Analizó con mi madre la forma de
obtener el dinero necesario para comprar los indultos para él y Antony. Pero
cuando su mirada recaía sobre Dickon, Eleanor o cualquiera de los niños
mayores, a los que Mal mantenía tranquilos mediante dulces y recortes de
madera y tela doblados de distintas formas, parecía sonreír, como si
estuviese feliz por su presencia en la cámara. Luego nos dijo que el rey
Eduardo IV estaba en Stony Stratford. Mi padre le había prometido buena
caza y una apetitosa cena en Grafton después, si el rey se dignaba cazar en
el Salcey Forest.
Más tarde, sentados delante de los restos del fuego con Antony, le
pregunté:
—Sí, sin duda. Su Majestad es... ah, tiene una valía totalmente distinta de
la de Enrique de Lancaster.
Creo que desde aquel día todos nos veíamos unos a otros como a través
de un cristal distinto. El cambio de lealtades de nuestra familia parecía
haber cambiado también nuestras miradas. Vi a mi hermano como alguien
distinto a la luz del fuego: había adelgazado y se había fortalecido en esa
campaña, aunque aún parecía caprichoso, y cuando se inclinó hacia delante
para arrojar otro leño al fuego, observé que llevaba un cilicio pegado a su
piel, y al instante supe que siempre le habían disgustado excesivamente los
temas materiales, tanto referidos a la carne como al vino o al amor. Si
nuestra nueva fidelidad nos aportase beneficios, entonces podría buscar con
decisión una esposa y su dote. ¿Qué haría con ella? Mis hermanos eran
como todos los hombres jóvenes: John tenía una amiga en la villa, lo sabía,
y mi hermano Edward había sido azotado por mi madre, ya que mi padre
estaba de viaje, hasta prorrumpir en alaridos, cuando una de sus criadas se
quejó de que había intentado forzarla. ¿Pero Antony? De él no sabía nada.
Por más que leyese sobre el gran amor de Lanzarote por Ginebra y el de ella
por él, sospecho que su propio romance seguramente sería el del Cáliz
Sagrado. Por cierto, aunque no me sonrojo fácilmente, en este caso sólo el
pensarlo me hizo ruborizar y mirar hacia otro lado, de manera que él y yo
nos sentamos un rato, contemplando el fuego, sumidos en nuestros
pensamientos.
SEGUNDA PARTE
Medio
Antony, tercia
¡Qué ancho y desierto parecía el camino ese día! El cielo pesaba como
plomo sobre el suelo endurecido por la escarcha y no podíamos ver los
riachuelos hasta que tropezábamos con ellos, tan profundos eran sus cauces
que cortaban la tierra. Los soldados más bisoños sintieron el viento crudo
que azotaba nuestros rostros y miraron hacia el este moviendo con
preocupación sus cabezas. Los más jóvenes dejaron de frotarse las ampollas
y preguntaron qué veían. Alguien dijo: «Nieve por la mañana».
Todos conocíamos la historia, pero pude ver que mi padre deseaba que no
se la recordasen en esta noche tan especial.
Hay una manera infalible de conciliar el sueño, pero ni desaté mis nudos
ni deslicé mi mano hacia abajo. No por vergüenza, ya que la suave
respiración de mi padre me indicaba que dormía. Pero esta noche, buscar un
placer tan burdo como medio para distraerme de los pensamientos de la
víspera me pareció tan desacertado como hacerlo cuando... No, pensar en
eso era caer en blasfemia.
—¿Quién va? —dijo con su voz aguda pero baja, como si temiese
provocar una alarma general.
Lo seguí como un niño buscando consuelo. Mallorie dio una patada a los
leños para avivar la llama y, cuando se sentó, su capa quedó abierta durante
un instante; antes de que se volviese a envolver con ella, descubrí la
insignia del oso de Warwick y la vara irregular, burdamente cosida a su
chaqueta. Era el enemigo, y sin embargo había dicho que no tenía nada que
temer, dando palabra de caballero.
—Sí. Tengo amigos de mis días en Gascuña —dijo sonriendo a la luz del
fuego. Las arrugas y los surcos de su rostro semejaban una antigua talla de
madera. «Ha pasado toda una vida desde que recibió su bautismo de fuego
—recuerdo a John Grey contándomelo, en Harfleur—, bajo el gran rey
Haroldo»; había servido mucho tiempo en Francia desde entonces y
también en Levante—. Bebe un poco más.
—¡Ah!, yo peleo mejor cuando estoy bebido. Igual que escribo mejor y
cabalgo mejor y hago mejor el amor. ¿No podíais dormir? —Moví mi
cabeza asintiendo—. Ya os acostumbraréis al ir creciendo. A todos nos
pasa. —Su mirada se perdió en el vacío—. ¿Os cuesta creerlo?
—Quizá. Sé que será muy distinto de todo lo que he conocido —lo dije y
deseé no haberlo dicho, porque al hablar se reavivaron mis temores.
—Creo que sí. Pero algunos son de las tierras de mi hermana en Astley y
no los conozco muy bien.
—Si así lo afirmáis, lo creo sin dudar. Pero mirad quién manda en
realidad en vuestro ejército. Peleáis por la reina, y su hijo, que es...
¿podríamos decir casi un milagro? Su rostro se rompió en algo parecido a
una sonrisa y luego volvió a endurecerse—. Y yo debo pelear contra el rey,
aunque sea el rey quien me armó caballero, porque un gran señor me ha
reclamado, librándome para ello de la prisión... Hubo un tiempo en que
peleábamos contra los franceses, un genuino enemigo. ¡Que hayamos
llegado a esto los caballeros del reino, los grandes nobles de Inglaterra...!
¡Que nos estemos dando caza unos a otros en tierras inglesas!
—No lo sé.
—Algo he escuchado.
—No.
Le oculté que nunca había yacido con una mujer.
Me sonrió otra vez y dio una patada a un tronco para avivar las llamas.
—No, Wydvil, guardad vuestro valor para mañana. Sólo quiero decir que
aprenderéis en su momento, como todos. Hay otros paraísos también, ya
sabéis, soñamos despiertos con aquellos tiempos en que todo iba bien en el
país. Algunas veces, cuando escribo sobre ello, el tiempo pasa más
rápidamente de lo que me parece. En la prisión hay una gran necesidad de
que el tiempo pase. —Se agachó a un lado para recoger otro tronco y lo
arrojó al fuego haciendo saltar una lluvia de chispas y reavivando las
llamas. En la llamarada de luz vi que estaba cayendo nieve; los copos eran
tan finos y afilados en el frío glacial que parecían astillas de hielo—. Podéis
ser capaz de recitar cada página de la Summa Theologica y además
comprenderla, pero la mayoría de los hombres sólo conocen a Jasón, a
Jacob y al Buen Samaritano.
***
Al día siguiente tuvimos que hacer acopio de toda nuestra fuerza para
aferrarnos a un sueño que tuviese algo de bueno, aunque resulte difícil de
creer ahora, con el sol cayendo a plomo sobre mi cabeza y montados sobre
los caballos semidormidos, mientras el camino desciende suavemente hacia
Saxton. Resulta difícil creer que algunos hombres que se tendieron a dormir
aquella noche nunca despertasen para luchar, sino que tuviesen la nieve
como mortaja. Difícil creer que el viento y el aguanieve golpeasen tan
fuerte sobre nuestros rostros que no pudiésemos ver al enemigo y que las
flechas de nuestros arqueros cayesen antes de llegar al objetivo una y otra
vez. El ruido era tan brutal como la opresión de los hombres a mi alrededor:
carne y acero, y gritos por el rey resonando en nuestros oídos. Peleábamos
tan cerca que parecía que cada ejército apenas se movía o hacía recular al
otro. Aunque nunca llegó a ser luminoso, el día transcurrió lentamente. Nos
dimos cuenta demasiado tarde de que allí donde antes el arroyo Cock sirvió
para proteger nuestro flanco ahora nos obligaba a dar la vuelta pulgada a
pulgada y nos empujaba hacia atrás, hasta donde el terreno terminaba en un
barranco. Los hombres se caían por él, rodando cuesta abajo, resbalando
impotentes sobre las rocas cubiertas de hielo y agua sanguinolenta. Se dijo
que las aguas corrieron rojas durante días. Los hombres que podían caminar
se escabulleron; aquellos que sólo podían arrastrarse quedaron a merced de
los campesinos. Nosotros, que fuimos capturados con la esperanza de un
rescate, nos arrodillamos y rogamos para que nuestra condición de
caballeros nos otorgase alguna consideración y nuestros dominios se
mantuviesen a salvo. Estaba claro que la causa de Lancaster se había
perdido.
—¿No ha mostrado Dios con esta victoria que no puede haber ninguna
esperanza de paz mientras Enrique, con su sangre de usurpador, mantenga
sobre sí la corona? —preguntó Eduardo IV a mi padre con rostro solemne.
Después sonrió—. Señor, yo he perdido a mi padre, un gran Plantagenêt, y
debo rodearme de hombres fieles, valientes y sabios. La paz y la
prosperidad nos espera a todos para dar por fin a Inglaterra un gobierno
divino y fuerte. Vos sois uno de los pocos que pueden contribuir a esa paz y
prosperidad. ¿Qué decís a esto, mi señor Rivers?
Mi padre acudió a misa y rogó para que pudiese tomar la decisión más
sensata, y yo también recé para que el juramento de lealtad que mantendría
a salvo a nuestra familia fuese también aceptable para Dios.
Sólo fueron unos pocos minutos antes de que sonaran las trompetas. En
nuestro recinto revisé a mi caballo, Belle Bête, y todos sus arneses como lo
he hecho miles de veces antes y después. «En el cuidado de las cosas
triviales puede sustentarse la vida de un hombre», solía decir mi padre en
los establos, cuando, como todos los niños, me impacientaba con las
hebillas y correas y con el cuidado adecuado del cuero y el hierro. «No
confíes estos cuidados a nadie sino a ti mismo.» Cuando llegó el momento
de montar, advertí que los arreos sobre el pecho de Belle Bête colgaban
torcidos y que las correas delante de su cruz estaban abrochadas de distinta
manera.
Estas cosas deben hacerse. Sé que es así. Ocurren muchas cosas durante
la regencia de un reino por las que luego debemos pedir perdón: una
trasgresión por el bien de una persona es siempre una trasgresión. Cuando
se me confió el cuidado de Ned y lo llevé a Ludlow, me aseguré de que
comprendiese las ideas de su padre acerca de la protección del reino, no
sobre su conducta con las esposas de otros, ya que era afortunadamente
lento en distinguir a una puta. En cambio, día tras día, le enseñé cómo
conservar a sus hombres a su lado, por la fuerza o con favores, utilizando
una secreta inteligencia tanto como grandes discursos, y con actos
prudentes que fueran además honrosos. Podía comunicar a Ysa que su niño
ya entendía estas cosas de verdad, tan bien como comprendía el catecismo o
cuándo empujar con la espada en tercio y cuándo en cuarta, o cómo leer un
libro de contabilidad y saber en un instante si el empleado era honesto. Mi
Ned era tan inteligente como lo fue su padre y lo es su madre.
Ahora puedo oír una paloma y el apagado balido de una oveja, y ver
cómo los alisos, alzándose sobre las dulces aguas del arroyo, tiemblan bajo
el sereno calor.
Una, jueves
—Me temo que gran parte de las cosas valiosas ya no están —dice—,
pero de lo que queda puedes llevarte lo que te guste.
Vi la casa del Chantry por última vez en el funeral de tía Elaine. El tío
Robert había muerto años antes, y ella y tío Gareth habían estado viviendo
durante un tiempo en la planta baja. Cuando volvimos de la iglesia había un
puñado de huéspedes que a todas luces pertenecían a los círculos más
externos de la familia: niñas bonitas y formales que decían que estudiaban
en la Escuela de Economía de Londres y chicos bien educados, algunos con
restos de pintura bajo las uñas bien cuidadas y uno con un paquete de lo que
imaginé serían cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta, hasta que descubrí
que eran lengüetas de clarinete. Recuerdo haber visto a Adam hablando
muy interesado con tío Gareth, dos artesanos de distintos campos que
encuentran un terreno común, un terreno seguro, en cuestiones de la vida
real que se imponen sobre el luto. ¿Pensé mucho en Mark ese día? No creo.
Estaba afligida por tía Elaine, pero Adam estaba allí, así que todo iba bien.
Era triste, y todavía más si pensaba en tío Gareth. De todas formas, ella ya
era bastante mayor, como no paraban todos de repetir. El final había sido
precipitado, algo en lo que también insistían: se fue rápidamente, en un par
de semanas, pero no lo bastante como para no tener tiempo de despedirse de
ella. Cuando Adam y yo llegamos al hospital directamente del aeropuerto,
todavía estaba consciente. Me sonrió y pronunció el nombre de Adam, y su
mano en la mía, su mejilla bajo mi beso, eran como una pluma, casi
imperceptibles; sólo quedaba su esencia.
Murió doce horas más tarde, y era difícil creer que no hubiera estado
esperando para verme antes de claudicar.
Recuerdo que después del funeral estaba cansada y tenía frío, y cuando
todos se fueron ayudamos a tío Gareth a ordenar todo y nos aseguramos de
que él estaba bien antes de que Adam y yo regresásemos a Narrow Street.
Él preparó una enorme cantidad de té y yo encendí el fuego. La sal que
impregnaba un extraño trozo de madera de deriva que recogíamos del río y
almacenábamos en el estante bajo la ventana hacía chasquear y chispear al
fuego, formando llamas azuladas. Retiramos los cojines del sofá y los
amontonamos sobre la alfombra frente a la chimenea, preparamos tostadas
y nos las comimos cuando estaban tan crujientes y calientes que la
mantequilla derretida se derramó por mi muñeca. Estaba lamiéndola cuando
se acercó, me mordió la última esquina de mi tostada y se la comió. Empecé
a reírme, con ese tipo de risa descontrolada que duele pero que no puedes
parar, tan triste como feliz, pero risa al fin y al cabo, como la de un
borracho, de la que él acabó contagiándose. Cuando dejamos de reír porque
nos estábamos besando apasionadamente, me dolían las costillas y me
recliné sobre los cojines. Su mano la emprendió con los botones de mi blusa
negra y, de pronto, parecía que sólo había una cosa que hacer: hacer el amor
frente al fuego, con el calor invadiendo nuestros cuerpos después de tantos
días de frío, reconociéndonos mutuamente a través del tacto, como amigos
y al tiempo como amantes. El placer de volver a casa.
Sí, lloré por tía Elaine sosegadamente y con una especie de alegría por lo
que había sido y por lo que había significado para mí; era un dolor sencillo.
En cambio, por Adam... a pesar de que llevaba dos años viendo que la
muerte se arrastraba cada vez más cercana, no había previsto ese dolor tan
insoportable y ultrajante que me dejó destrozada durante las semanas
siguientes a su desaparición. Después de dos años, todavía me desgarra y
me deja desnuda y tiritando ante cualquier ráfaga de frío viento que arrastre
la memoria.
—Sí.
—Así que aún conservas el armario Perrault.
—No tuve valor para deshacerme de él. Lionel dijo que no vale tanto
como la escandalosa suma que dieron por el mobiliario Mackintosh, lo cual
fue un alivio.
—Lo que me recuerda —continúa tío Gareth— que estuve revisando los
áticos y encontré los moldes de yeso de la obra de Izzy Las Estaciones de la
Cruz, sólo que no fui capaz de bajar las cajas; ¿podrías echarme una mano?
—Por supuesto.
Subimos la escalera: mis pies saben dónde pisar, mi mano se mueve por
el pasamano de la barandilla curvándose y ascendiendo alrededor del hueco
de la sala. Las puertas cerradas en el rellano delantero parecen vacías y
ajenas, y los carteles clavados sobre éstas, tan burdos y llamativos como la
música de rock que escuché la última vez.
—Desgraciadamente, sí.
—¿A un internado?
—¿Qué hace Izzy? —preguntó tía Elaine cuando tío Gareth regresó del
taller y se dirigió a su vez al fregadero—. Una, hija, vete y pégale un grito,
¿quieres? Y de paso coge esa lámina y déjala en el estudio fuera de mi
vista.
—Lo siento, esa foto se cayó cuando estaba colocando las cajas —
respondí gesticulando desde una distancia prudente para alertarle de los
cristales rotos.
Sonríe.
—No lo sabía.
—Nunca se me ocurrió verlo así, pero tiene sentido. ¿Estás seguro de que
no la quieres?
Llevo Amanecer en East Egg hasta la ventana: las luces del muelle son
captadas y multiplicadas por el agua quieta y oscura transformándose en un
collar de joyas roto por la estela de una lancha madrugadora, gris como un
fantasma, que abandona la bahía hacia el mar abierto.
—¿Mark?
—¿Una?
—Sí.
Pero pregunto:
Uno de los sirvientes estaba barriendo, ya que las recientes lluvias habían
dejado mucha basura. Mi padre esperó hasta que hubo inclinado la cabeza y
se hubo escabullido, pero luego pareció que no sabía cómo empezar.
—Sí, señor, pero creo... creo que no deseo que lo digáis. Os lo ruego, mi
señor.
—Ysa, ¿por qué no? Es un honor, aunque los frailes se vean obligados a
negarlo. Que un hombre —un rey— tal como Eduardo Plantagenêt te
desee... Y realmente te desea, lo sé muy bien. Cada vez que lo veo habla de
tus ojos y de tu semblante, me pregunta cómo estás y cuándo volverás otra
vez a la corte. Piénsalo, Ysa. Es un joven apuesto, con la serenidad que le
faltaba a su padre. Tú estás sola; la viudez es un pobre consuelo para una
mujer joven. Y para nuestra familia supondría una forma de medrar más
allá de lo que podamos imaginar. ¡Reflexiona! El rey no es un hombre
vengativo, pero seguramente no olvida que no somos partidarios de la casa
de York desde hace tanto tiempo como para que no podamos volvernos en
su contra por cualquier motivo.
—Ysa, no sólo pienso en los Wydvils. ¿Qué pasa con tus hijos? ¿No
lucharías hasta el final de tus días para mantenerlos alejados de la pobreza y
para que conserven la posición que por nacimiento merecen? Les debes esta
oportunidad, te lo digo bien claro.
—Pero lord Hastings está defendiendo mi caso contra lady Ferrars ante el
rey, y por contrato Tom se casará con su hija, cuando tenga una. Todo saldrá
bien, estoy segura. Lord Hastings ha sido muy amable, y vos mismo habéis
dicho que debe confiarse en su palabra más que en cualquier otra del reino.
—No debes temer tal cosa. Él será generoso, y no tengo dudas de que
tendrías tu porvenir asegurado. Tom y Dickon también, y toda nuestra
familia. Tú no necesitarías los favores de alguien como Hastings y el rey se
aseguraría nuestra fidelidad. Otra vez serías la dueña de tus propios
dominios. Y luego, más tarde, sería fácil encontrarte un buen marido.
—Ysa, pensé que eras más sabia. Hablaré con tu madre. Quizá ella
consiga hacerte entrar en razón.
***
Tomó mi mano entre las suyas para que me alzase y las sostuvo.
—Mi padre o uno de mis hermanos lo sabrán mejor que yo, Alteza.
—¿Vos no cazáis?
—Una lástima. Es una actividad tan apropiada para la salud de las damas
como para la de los caballeros. Podría dar color a vuestras mejillas: un buen
rubor embellece a una mujer.
—¿Así que estás de acuerdo con ella, verdad, Hastings? ¿Que debería
olvidar tan hidalgo ejercicio para dedicarme a la caza de una partida de
alborotadores que se consideran leales al linaje de un usurpador?
No dijo nada más, pero supe que hablaba de su propio hermano Edmund.
Como si hubiese murmurado un conjuro, me vino a la mente la imagen del
joven guapo, muy parecido a él en la boca y en los ojos pero carente del
porte y de la fuerza de un hombre, con piel lisa y la frente despejada. Un
hermano muy querido de diecisiete años que acabó con el cuerpo
destrozado en una batalla lejana, con su cuello de niño cortado.
Mis temores por Antony nunca me abandonaron del todo, no más que los
que sentí por John. La silenciosa pena del rey me afectó e hizo temblar
ligeramente mi voz:
No dijo nada durante un largo rato. Luego vi que relajaba los hombros y
hacía una señal a un sirviente para que trajese más vino.
Ni con toda la voluntad del mundo pude evitar que, tras esta interrupción,
los platos de carne fueran bendecidos y retirados. Ya era bien pasado el
mediodía, y con el sol que hacía el aire estaba pesado y caliente. Pocos
parecían tener deseos de tartas de miel e hipocrás, aunque el rey disfrutaba
del vino tanto como cualquier hombre. Lord Hastings se excusó, porque
tenía asuntos que resolver en sus propios dominios de Kirby antes de que
todos partiesen hacia el norte. Al levantarse, tras hacerle la reverencia al
rey, me guiñó un ojo, como si confiase en que nuestro vínculo contractual
seguiría vigente. Luego mi padre rogó permiso para retirarse y tratar
asuntos con otros miembros de la partida del rey sobre la comisión del
condado de Cambridge. Y en menos que canta un gallo todos los que
quedábamos para dar un paseo al aire libre éramos el rey, unos pocos
caballeros, mi madre, Margaret y yo.
El aire pesado hacía que las fragancias del jardín cerrado pareciesen
incrustarse a mi piel: salvia y romero, hisopo y lilas tempranas. Los
senderos pavimentados con ladrillos eran muy estrechos, de modo que si el
rey elegía pasear conmigo, nadie más podía estar cerca. Mientras
caminábamos, hablábamos de cosas triviales, de agricultura, de la cría de
animales, del mantenimiento de una casa y de las relaciones con los
vecinos. El molino de Astley necesitaba ser restaurado, y yo había pensado
poner en funcionamiento directamente una de las granjas en cuanto
terminase su arrendamiento. El rey me habló del molino de Ludlow, donde
el río Teme corre rápido y profundo, y me contó que estaba negociando con
lanas con el fin de evitar de esa manera tener que pedirle dinero al
Parlamento y vivir de sus propios ingresos. ¿Tenía yo ovejas en Astley o mi
padre aquí en Grafton? Por lo que habló al respecto y acerca de otras cosas,
lo juzgué muy perspicaz en tales cuestiones, y escuchaba lo que yo decía
con una atención que me pareció que iba más allá de la mera cortesía.
Después escuché chillidos y correteos provenientes del otro lado de la pared
y desde la puerta más alejada se precipitaron Tom y Dickon blandiendo
palos. Mi corazón dio un vuelco, y, cuando estaba a punto de salir disparada
a cogerlos, nos vieron justo a tiempo y se detuvieron bruscamente ante el
rey. Tom, bendito sea, atendió a mi mirada, descubrió su cabeza y cayó de
rodillas. Después de una mirada inquisidora hacia él, Dickon también se
arrodilló, pero se olvidó de descubrirse. Respiré algo aliviada y me adelanté
para quitarle la gorra y ponérsela en la mano.
—Sí, señor.
—Alteza —murmuré.
—Sí, Alteza.
El rey se rió.
—Muy bien educados, sí, señor. Creo que estabais jugando a un juego y
yo lo he interrumpido, como siempre solemos hacer los mayores. ¿A qué
jugabais, Dickon?
—Para servirle, señor, Alteza, jugábamos a sir Ban y sir Bors. Para
servirle, Alteza, señor.
El rey se rió.
—Mi hija es su propia dueña, Alteza —su acento francés era muy
marcado y yo sabía que estaba nerviosa. Margaret nos observaba con una
sonrisa—. Margaret, llévate a los niños.
—Tomad, uno para cada uno —y de repente, entre sus dedos, había dos
peniques—. Comprad un juguete o algo y dejad a cambio que vuestra mamá
se quede conmigo. Yo la cuidaré.
Con los ojos como platos, mis pequeños cogieron las monedas con
descuidadas reverencias y brincaron hacia Margaret. Antes de coger las
manos de los niños, ella hizo un gesto de agarrar con la suya y mirándome
me sonrió. ¡Oh, Margaret! ¿Tú también?
—Las flores están muy adelantadas este año —fue todo lo que se me
ocurrió decir mientras caminábamos cruzando el huerto y nos adentrábamos
en el bosque; él permanecía en silencio—. Mi madre teme que las heladas
puedan afectarlas.
Se detuvo y cogió mi mano de tal forma que me giró para ponerme frente
a él.
—Gracias a Dios, estamos solos. —Cogió mi otra mano y tuve que tensar
mis brazos para mantenerle a distancia—. Señora, creo que sabéis por qué
he pedido que nos quedemos solos. Creo que vuestro padre os ha hablado
de mi amor.
—¿No podéis verlo en cada parte de mí? ¿En mis ojos, mis manos, mi
voz? Señora, os amo y os ruego que seáis mía.
Había temido este momento, pero eso no hacía más fácil controlar mi
pavor.
—¿Por qué no? Me parece que no podéis evitar que seamos amigos, ¿no?
Se rió y el impacto del sonido hizo que mis manos aferradas rígidamente
temblasen.
—Señor, os ruego que no me pidáis eso. Soy una mujer honesta. Fui una
esposa honrada y debo contestar que no.
Luego me apretó contra él, fuertemente contra su pecho, sus manos como
una morsa de carpintero aferrándose hasta mis huesos. Aun haciendo acopio
de todas mis fuerzas no podía apartarlo. Era más alto, más ancho y bastante
más grande que John, y su fuerza me abrumaba. Olía a sudor, a vino y a lino
aromatizado con la sangre de un ciervo.
—Soy el sol, ¿no os lo habían dicho? Y vos sois la luna, con vuestro pelo
plateado en el que podría ahogarme si yacemos juntos. ¿No podéis ver que
hemos nacido para disfrutar juntos, tan seguro como las estrellas que nos
envuelven a ambos en el cielo?
—No, Ysa, nunca fuerzo a una mujer, aunque la desee como os deseo a
vos ahora, al límite de la locura. ¿Qué puedo ofreceros para que cambiéis de
parecer? Ya tenéis mi amor.
Moví la cabeza, todavía sin aliento. Pero no salí corriendo, porque toda la
corte se habría enterado, y no les daría tal ocasión.
—Ysa, podría deciros: «Os puedo hacer rica. Puedo hacer nobles a
vuestros hijos», pero pienso que no sois la clase de mujer que se obtiene de
esa forma. Tampoco diciéndoos lo que es verdad: que podría arruinaros, y a
ellos y a toda vuestra familia, si lo decidiese. Si fueseis ese tipo de mujer,
que pudiese ser comprada o chantajeada, tal vez os amase menos.
Casi me reí.
—Lo sé, pero no puedo seguir su ejemplo, aunque sean las más notables
del reino. —Tomé aliento—. Sé que no me forzaréis. Podríais ofrecerme
todo el oro del mundo —un dineral— y aún no sería suficiente para
deshonrarme así. Tengo pocas cosas que pueda considerar propias, pero mi
alma y mi cuerpo son míos. No puedo y no debo ultrajarlos con tal pecado.
—¿Qué?
—Sed mi mujer.
—Su Alteza se mofa de mí. Os ruego que me disculpéis, pero debo acudir
al lado de mi madre.
—Ysa, hablo con todo mi corazón, y con toda mi alma. Os amo con toda
mi alma y mi cuerpo, y me gustaría ser vuestro esposo.
Mi cabeza daba vueltas, y la tierra parecía abrirse bajo mis pies como si
fuese transportada por Merlín a una tierra extraña. Lo miré fijamente y al
final encontré algunas palabras:
—¿Qué mejor mujer para un rey inglés que desciende del rey Arturo que
una mujer inglesa de la estirpe de Melusina? ¿El Sol y la Luna unidos? —
Se rió, cogió mi mano y la giró para besar su palma—. Además, cómo
podría interesarme en presupuestos, ejércitos y alianzas cuando sólo puedo
pensar en vos?
Retiré mi mano.
—¿Y qué hay de mi viudez, mi edad, mis hijos? —Me mordí la lengua
para no decir: ¿la tardía lealtad de mi familia? ¿Cómo podría alguien así
desposarse con un rey?
—¿Debo decíroslo yo, Ysa? Muy bien, ya que os consideráis con tan
pocos méritos. —Retrocedió medio paso como para verme mejor; pero
ahora que tenía la oportunidad de echar a correr me sentí más incapaz que si
realmente estuviese bajo el hechizo de Merlín—. Sois virtuosa como pocas
otras mujeres, o no me habríais rechazado. Sois bella sin par. Tenéis el porte
y andáis y bailáis como si ya llevaseis corona. Sois inteligente y sabia, y
tenéis hijos fuertes. ¿Qué más podría pedir? ¿Cómo me las arreglaría sin
vos?
Sólo podía sonreír, y el deseo se hizo otra vez presa de mí. El rey lo
percibió y sonrió tomándome la mano. Un extraño sonido empezó a
retumbar en mis oídos y a través de él le oí decir:
—Alteza, me hacéis tal honor que no puedo rechazar. No puedo decir no.
***
No había ni estrellas ni luna para guiarnos a la iglesia de Grafton para la
Misa de la Invención de la Santa Cruz, sólo la luz de la lámpara de Mal
reflejándose como trémulos espejuelos en los espinos de los setos, a través
del aire calmo, oscuro y húmedo que olía a madera podrida y a vaca.
—Las brujas pueden adoptar la forma del búho —replicó Margaret, con
una risita que denotaba temor—. A lo mejor era esa mujer que vive en las
ruinas del monasterio. Tenía un gato negro con ojos azules al que tus hijos
tiraban piedras, ¿te acuerdas? A lo mejor quiere vengarse.
Desde algún lugar del bosque se oyó un grito que se cortó de golpe. Nos
adentramos en la oscuridad bajo el techado de la entrada al cementerio.
Ante nosotras las ventanas de la iglesia mostraban un tenue dorado en la
oscuridad y los cánticos parecían ser arrastrados por el aire en calma. Pensé
que sonaba como el salmo de un sortilegio.
Pedí un perdón apresurado y con voz muy baja ante tal blasfemia.
¿Pero qué pasaba con los cuerpos enterrados en la tierra bajo mis pies:
hombres y mujeres, soldados y sirvientas, viejas damas y niños, y recién
nacidos, bautizados justo antes de su último llanto? Sus cuerpos yacían allí,
se decía, esperando el Juicio Final. Aunque quizá algunas almas inquietas,
inocentes, muertas antes de tiempo, calumniadas... puede que tales almas
hayan abandonado el lugar esta noche, la más oscura de las negras noches
que precede al amanecer de mayo.
***
—¿Todavía no?
—No.
—No penséis en eso —dijo—, sino en que sois mi reina y en que nos
amamos el uno al otro.
Él con su camisa no estaba más vestido que yo con mi camisón, y eso nos
dejaba en igualdad de condiciones: hombre y mujer, Adán y Eva.
—Sois una belleza tal como estáis. Pero debéis de haber sido más bella
aún con una gran barriga —presionó con su mano en ella—. Si Dios quiere,
os la llenaré con un hermoso príncipe. Me gustaría que vuestros ancestros
supieran que su misión culmina en nosotros, que el sol dorado y la luna
plateada se han unido en secretum secretorum y en adelante traerán paz y
prosperidad. Porque vos sois mi dama luna.
—Y vos sois mi señor el sol —dije, por supuesto. Y lo dije bien, pues las
palabras sonaron como una invocación en la brillante quietud, como un
conjuro que no sabía que fuese capaz de pronunciar. Deslicé mi camisón
por un hombro y lentamente él deslizó el otro lado, hasta que éste cayó a
mis pies.
—¡Sí, Alteza!, estoy bien y feliz de veros en tan buen estado. En cuanto a
los asuntos, espero que puedan arreglarse en tan buena ocasión. —Dudé un
instante, pero mis damas estaban todavía muy cerca de nosotros, por lo que
agregué con alegría—: Sí, es ésta una gran ocasión, el casamiento de
vuestra hermana. Aunque sé que estáis triste por tener que despediros de
lady Margaret.
Sólo habían pasado dos días desde el Corpus Christi y la jornada era
calurosa y radiante; sin embargo, como si una nube hubiese empañado el
sol del verano, vi una oscura cámara en la profundidad de la Torre Blanca,
fría entre las piedras excepto por el punzante calor de un brasero. Allí
habría gruñidos y crujidos de la maquinaria, hedor a carne quemada,
excrementos en el suelo, una voz a gritos escupiendo nombres, lugares,
planes, traición. El rasgado seco de la pluma sobre papeles y más papeles,
voces quedas pidiendo más, más nombres, más sitios, más traición, y un
informe más enviado al Consejo. A altas horas de la noche se reunía el
Consejo, y los domingos, y a otras horas secretas, porque nadie debía saber
cuán cerca estábamos de la rebelión abierta.
—Pero...
—¿Lo hará?
—No puede ser de otro modo. Sólo debo contar con hombres en quienes
pueda confiar para que hagan comprender al jurado cómo se ha extendido
este cáncer. Se presentará como un simple caso de oyer et terminer, como
escriben los amanuenses.
—Es cierto. Desearía estar allí con más frecuencia porque un beso y un
dulce solucionarían muchas aflicciones. —Me sonrió—. Debes insistir a las
niñeras para que vigilen que no se le salte un diente. No podemos tener a la
heredera de Inglaterra sin un diente. ¿Y qué haríamos con ella cuando
consigamos tener un varón si ningún príncipe de Europa la quisiera? —Se
rió y luego dijo—: Ysa, finalmente he decidido ir con Margaret y tus
hermanos a Margate. Haré todo lo que esté en mi mano para despedirla
alegremente y mostrar al mundo que no tengo escrúpulos en dejar Londres
en estos momentos. Mientras tanto, debes apresurarte en alejar a las niñas
de Westminster. —Luego pasó las riendas a su mano izquierda y extendió
su derecha para tomar la mía—. Si vas a Eltham, ¿podremos encontrarnos
allí a mi regreso? Necesitaré mucho consuelo por la pérdida de mi hermana,
y yo te consolaría por la ausencia de tus hermanos.
Cuando nos enteramos de que Antony había visto a Margaret de York por
fin casada en Damme y entrando en Brujas con procesiones y espectáculos
como, según se decía, no se habían visto nunca antes, ni siquiera en
Borgoña, Eduardo ya había enviado investigadores para trabajar en el oeste.
Yo sabía que a cada uno de esos actos públicos se enviaba una docena de
espías anónimos en secreto. Y sin embargo, por toda esa oleada de traición
en que andaba sumido el reino, por todos esos hombres que secretamente
enviaron promesas e incluso oro a Margarita y a la causa de Lancaster, y
por otros que observaron de qué lado soplaba el viento, listos para cambiar
de chaqueta, el humor de Eduardo era insoportable. Limitaremos nuestra
autoridad si nos mostramos ansiosos, decía. No debemos permitir que la
traición de Lancaster sea como la cabeza de la hidra, que por cada hombre
arrestado aparezcan cien más a quienes buscar. Debemos comportarnos
como una corte alegre, decía, y muy ocupada: una corte sin ningún temor,
ninguna preocupación o ninguna deuda en el mundo. Era una buena
política, y además pensé que era más que política lo que le hacía hablar así.
Cuando se sentaba ante la comida con los juglares dando volteretas ante él o
un coro de cantores llenando el aire con una nueva y dulce canción,
contemplaba cegado los polvorientos rayos de luz del sol, tragándose una
hogaza de pan hasta las migas, antes de pedir todavía más vino. Pensé que
una especie de sopor se había apoderado de él, de modo que no haría
ningún esfuerzo por trabajar más de lo debido, aunque siempre lo hacía.
Estudiaba durante horas los bellos libros y perdía más tiempo del necesario
con los amanuenses y los ilustradores. Pero mientras lo observaba leer, vi
por el aspecto de sus hombros que incluso este placer se estropeaba porque
sabía que acabaría demasiado pronto.
Así que jugamos al críquet sobre la hierba y arrojamos los aros sobre el
foso seco. Cabalgamos para cenar en los pabellones de seda instalados a
mucha altura sobre la colina de Avery Hill, desde donde, mirando hacia los
Downs, nos imaginábamos que alcanzábamos a ver Normandía. Él pediría
que le trajesen a sus hijas y les haría cosquillas hasta que se quejasen, y
luego quedaban excitadas e inquietas el resto del día. Yo no podía enderezar
la espalda de tanto revisar las cuentas de la familia y ver que había
emparejado a mis hijos Tom y Richard Grey con las hijas de Warwick:
Isobel y Ann, mientras les había enviado al campo de tiro a dispararse unos
a otros. Con frecuencia mencionaba la caza del corzo, que era la única que
permitía la temporada, e incluso ensillaba los caballos, pero una y otra vez
decidiría que hacía demasiado calor y en su lugar organizaría una carrera de
perros, apostando por su favorito. Raramente estaba sobrio después del
mediodía, y si cenaba en el palacio ordenaría que la banda tocase a coro
canciones pegadizas que él y su escudero pudiesen cantar y las damas
bailar. Tampoco se armaba y peleaba con demasiada frecuencia con
Hastings o con mi hermano John, o quizá con uno de los Pastons. Incluso
cuando oía el sonido metálico del acero y los gruñidos de hombres en el
gran patio y miraba por la ventana de mi habitación, descubría que sólo
jugaban, más como chicos aburridos en las calles de la aldea que como
grandes caballeros y guerreros de cuya fuerza en la lucha dependía la
seguridad y la paz del reino. Cuando pregunté al buen arzobispo Tomás de
Canterbury si el alma de Eduardo estaba en peligro, movió su cabeza
diciéndome:
***
—¿Qué pasa?
—Por mucho que este cuenco de plata sea un regalo del embajador de
Milán, tú puedas estar gestando al príncipe de Gales y yo sea lady
Maltravers —echó un vistazo dentro del cuenco que tenía forma de concha
y llevaba mis insignias—, un vómito es un vómito y un bebé en tu barriga
es igual que cualquier mocoso de pueblo, como ocurría en Grafton. —Me
dejó un trozo de tela para que me pudiese limpiar la barbilla y luego una
taza de agua de romero para enjuagarme la boca. Escupí dentro del cuenco,
me enderecé y la miré a los ojos. Incluso Margaret había aprendido bastante
en los últimos cinco años para tener la elegancia de sonrojarse—. Os pido
perdón, Alteza, si he hablado con demasiada libertad.
—No, está bien, hermana. Sólo ten cuidado de que nadie fuera de mi
habitación te oiga hablar de esa manera.
Estaba más enferma con este bebé de lo que jamás había estado. Por más
que descansase, siempre me sentía agotada, y estar sentada o acostada me
ponía aún peor, al menos hasta que me quedaba dormida. Incluso coser me
producía mareos. Nunca dirigir, ordenar, viajar, llevar la casa, alimentar y
pagar a unos cien hombres y mujeres me había parecido comparable a los
trabajos de Hércules. En estos tiempos agitados era más urgente que nunca
administrar bien mis rentas: las tierras en dote, los derechos de aduanas, los
tributos del oro de la reina, las tutelas y los arrendamientos, todo debía ser
controlado y cobrado; cada moneda de plata extra que pudiese ser estrujada,
recaudarla. Pero nunca había sentido tal desgana para hacerlo. Escuchar una
petición o recibir una embajada con el ceremonial obligado agotaba todas
mis fuerzas. Algún noble de lengua fluida de Madrid o Salzburgo haría una
reverencia profunda ante mí recitando cumplidos de un tirón y solicitando
amistad, y yo lo contemplaría sin emitir palabra. Cuando sir Thomas Cooke
apeló contra el impuesto del oro de la reina añadido a su sanción, escuché
su súplica y lo perdoné, aunque era un hombre avaro, codicioso y culpable
—cosa que él sabía tan bien como yo—, con muchos más cargos que
aquellos por los que se le había condenado. El rey se quejó argumentando
que todo ese oro en mis cofres podría haber hecho un gran bien. Le escribí
contestándole de forma muy razonable, diciéndole que puesto que mi padre
había saqueado por la fuerza la casa de Cooke buscando evidencias, yo
había determinado que ganarme una buena reputación de indulgente valía
mucho más que el oro o los codiciados tapices. Pero la verdad era que había
decidido zanjar el asunto para siempre.
—Lo sé, cariño —dijo—. Pero debemos tener más autoridad allí, y no
hay fueros que yo pueda conceder a un Consejo que tengan más fuerza
sobre los hombres que los que un príncipe de Gales pueda otorgar. Y ya se
ha acordado que sea criado en su propio hogar y en nuestras tierras
familiares. Allí será feliz como yo lo fui, y Edmund también.
—Sé que debe ser así. Pero es duro pensar que un bebé pueda ser llevado
tan lejos de mí.
—Es verdad. No es que no lo desee para él. Sólo que... —mi voz se
quebró—. Perdonadme, señor.
No volvió a hablar de ello esa noche, pero al consolarme por mis escasas
lágrimas su deseo se encendió, sin respetar mi agotamiento. No me
preguntó nada, pero si me hubiese quejado, me habría dejado en paz. Sin
embargo, no protesté y me tomó donde estaba, de lado, haciendo de su
placer un derecho, hasta que se satisfizo. Luego me besó el cuello, me
deseó un buen sueño y se quedó profundamente dormido.
***
Fue una niña, nacida unos pocos días antes del Domingo de Ramos, y
Eduardo le puso el nombre de su madre: Cecily. Era bastante natural, pero
me preguntaba si habría pensado en conjurar algún hechizo sobre mi
vientre, porque su madre había dado a luz a cuatro hijos. Bess daba
golpecitos a su nueva hermana y le encantaba ayudar a sus niñeras con la
ropa y los baños, pero Mary aún no tenía dos años. Un día le acercó un oso
de juguete y como la pequeña Cecily no podía cogerlo, gritó y le tiró el oso
a la cara. Entonces ya eran dos llorando, y cuando Mary recibió su
merecido por lo que había hecho, Bess se unió a sus alaridos, de modo que
la habitación retumbaba al tiempo que la campana me anunciaba que me
aguardaba el Consejo. No creo que las niñas hayan oído mi bendición antes
de salir con prisas; sólo espero que Dios se la haya dado.
No era una novedad encontrarme mal, pero estaba más cansada que
nunca. Cuando tenía un respiro en los asuntos de la casa, paseaba
interminablemente por los patios y jardines, aunque tampoco podía evitar
ver sólo cosas que necesitaban arreglos, cambios, orden. Después de unos
días así, mis desagradables mareos me llevaron a caminar aún más lejos.
Mis damas se arrastraban detrás de mí forzosamente, pálidas y sudando de
calor.
—¡Señorita Ysa! —Se dio una palmada sobre la boca—. Ruego vuestro
perdón, Vuestra Gracia.
—Mal —dije—, no nos oye nadie. Desearía que fuese así más a menudo.
Te lo ruego, siéntate; verte de pie me hace sentir más calor todavía.
—Un día —contestó—. Pero quiero ver salir a ese bebé, señora, si vos lo
deseáis. Y luego... no niego que estaría bien volver a mi propia tierra. Y
estaré al tanto de las noticias, porque vuelan, tanto a Grafton como a
cualquier otro sitio.
—Es cierto —dije. Sentadas bajo los árboles tan confortablemente como
estábamos, con el verde oscuro y oro del verano ante mí, mi mente era libre
de irse camino abajo hasta el mismo molino de Grafton y pasar por encima
del puente, por el terreno con una ligera pendiente hasta alcanzar la cuidada
casa de piedra que le había comprado a mi padre y entregado a Mal, de
manera que en caso de que algo le pasara a nuestra familia ella estuviese a
salvo.
Durante un rato nos quedamos calladas. Parecía que la brisa que soplaba
en mis mejillas traía algo de paz consigo.
Una, jueves
Sin embargo, es real. Sus manos están calientes, sus huesos y músculos
aprietan las mías, y, de repente, toda esta locura —el Chantry, el pasado—
es real y sólida también por primera vez desde que llegué a casa.
—Hola, Gareth.
—Yo...
—Sí, pero estuve casada. Su nombre era Adam Marchant. Era médico.
Vivíamos en Australia y murió hace dos años.
—Lo siento mucho —es todo lo que dice, pero una de las mejores cosas
de Mark desde siempre era que invariablemente sentía lo que decía, y decía
con la obligada amabilidad y tacto lo que sentía. Era como una manzana
sabrosa —me encontré a mí misma pensando, como si la impresión hubiese
desenganchado levemente mi rutina mental—; una como las del huerto de
tía Elaine, una Blenheim Orange, áspera y crujiente, directa del árbol; o una
D’Arcy Spice con olor a canela, guardada en la alacena, atesorada hasta
Navidades.
Me mira y dice con calma:
No lo sé. Pienso algo confusa que debería tener un nombre. Pero ahora,
mirándole, tratando de separar los sentimientos que sólo percibo como un
goteo de agua resbalando por mi columna y un extraño temblor en mis
tripas, descubro que lo que más amaba de Adam lo había aprendido a amar
antes en Mark.
Mark, que había sido mi pasado durante tantos años, hasta que Adam
curó esas heridas. Quizá por eso la ausencia de Adam duela tanto y tan
fácilmente. Cuando él murió, los senderos de la tristeza ya estaban trazados
en mi interior.
—¿Y tú? ¿Te has casado? —está diciendo Gareth, y de pronto echo tanto
de menos a Adam que me siento como si me hubiesen dado una patada en
el estómago. En la época en que murió Adam habíamos superado el deseo,
pero aún lo amaba con todo mi cuerpo, porque si mi cuerpo hubiese podido
albergar en su seno lo que él tenía en el suyo, lo habría hecho de buena
gana. Sí, es a Adam al que añoro, a Adam a quien quiero abrazar, colgarme
de él, no dejarlo marchar. Adam, el que puede hacer vibrar mi cuerpo.
—No. Aunque tuve una compañera la mayor parte de estos diez años,
Jean. Ahora se ha mudado a Canadá. Todavía veo a su hija. —La cara de
Mark se encendió—. Se llama Mary, aunque ahora se hace llamar Morgan.
—Mira a su alrededor—. ¿Cómo va la imprenta? A veces veo algún artículo
en las revistas de imprenta artística.
Eso significa que no ha dejado del todo atrás el tema de la impresión
artística.
—Ah, muy bien —dice Gareth, señalando las prensas silenciosas detrás
de sí, y obviamente preparado para empezar a hablar de su último proyecto
—. Estoy haciendo un libro ilustrado, Jasón y el vellocino de oro, que está
quedando muy bien. Ven a echarle un vistazo.
Si está enfadado con Mark, no puedo verlo ni oírlo. Si él... ¿Qué? ¿Qué
era Mark para él?
—El centauro que crió a Jasón —aclara Gareth, sacando más trastos del
estante—. Su padrastro, se podría decir. Una tontería, realmente. Nada que
ver con la tipografía. Pero bueno... Mark, ¿qué te parece esto?
Apareció el sol tímidamente, pero lo suficiente para calentar el aire
dentro del taller. El olor a la tinta de imprenta, oleoso y algo picante, se
levanta. Recuerdo aquella vez que fui al taller buscando a tío Gareth un
sábado por la mañana porque necesitaba las fechas de las batallas de
Marlborough y él siempre sabía ese tipo de cosas. Antes de abrir la puerta
podía oír que la gran prensa Vandercook estaba funcionando, con el
aprendiz de turno inclinado sobre ella. Tío Gareth lo vigilaba de la misma
manera que tía Elaine vigilaría a un jilguero balanceándose sobre un cardo:
absorto pero tranquilo, moviendo la cabeza rítmicamente junto con el ir y
venir de la prensa mientras va vomitando las láminas de una reimpresión
conmemorativa del Alfabeto de Eric Ravilious. A de Aeroplano bailaba con
la E de Erizo y todas las demás, pieles, nubes y líneas de telégrafo tan claras
y delicadas como siempre, un par tras otro par en su orden de impresión y
volteo. Todo el proceso hasta la V de Volcán y la Z de Zueco.
Las apunté.
—Gracias.
—No, está bloqueada, pero no consigo ver por qué. Me temo que voy a
tener que desarmarla.
—¿Mark?
De pronto se relajó.
—Perdón.
—Hum... sí.
Sabía que eso era todo lo que era capaz de decir. Lo miré, vi los huesos
de su cara bajo la luz de las hojas frondosas y sus ojos entrecerrándose y
esquivando mi mirada. Quería poner mi mano sobre su rostro, allí donde
habían estado las suyas, calentar las mejillas que se habían enfriado con las
lágrimas.
—Bueno, ¿y qué te trae por aquí? —le pregunto a Mark, y mi voz suena
alta y forzada por el peso de tantas cosas del pasado.
—¿Adónde irás?
—¿Y tú?
Después de todo, ¿por qué debería estar sintiendo algo? Todo sucedió
hace mucho tiempo, como solía decir la abuela cuando le hacía preguntas
sobre su hermano muerto en las trincheras de la Gran Guerra.
Y luego añade:
***
—En esencia, muy bien, aunque, como has dicho, envejecido. Pero
vender todo el Chantry... Me parece que se hace el valiente porque sabe que
realmente no hay otra opción.
—Sí. —No dice nada más, sólo gira hacia Avery Hill Road—. ¿Cuándo
vuelves a Australia?
—El martes. Sólo pude conseguir una semana; el tiempo justo para
arreglar las cosas aquí, vender la casa y todo eso. Aunque ahora parece que
existen problemas administrativos con lo de la venta. Así que es algo más
complicado. Lionel espera poder tener los papeles a tiempo para que los
firme antes de irme.
—Sí sentí que formaba parte, aunque de todos modos sólo fue durante un
tiempo.
—Tú ya no estabas, y cada vez se fue haciendo todo más difícil, sin
dinero y sin ayuda... Gareth solo, Izzy que se trasladaba y... tú ya no
estabas... Ya no estabas allí...
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás —contesta, y observo los grandes árboles por encima de
nosotros a lo largo de Court Road, y después el roce de la grava salpicada
de hierba bajo los neumáticos cuando giramos hacia Tilt Yard Approach y
Eltham Palace. El Gran Hall de Eduardo IV aparece tras el foso—. Pensé
que necesitabas un sitio tranquilo.
—Está bien. Todo me contraría desde que Adam murió. No es culpa tuya.
—Quince años.
Mueve la cabeza sin emitir palabra alguna y, por suerte, no pregunta nada
de la época anterior a Adam.
Sonríe.
Moví la cabeza. Parece que ya no queda nada por contar, pero es una
nada confortable, un silencio que por ahora está muy bien. Cuando Mark
finalmente habla, es como si me despertara.
—¿Yo? Realmente no lo sé... supongo que más bien triste. Es parte del
pasado. Y estoy preocupada por tío Gareth. Pero no forma parte de mi
presente, la verdad es que no.
Una vez que lo he dicho con seguridad, retira su mano mientras parece
digerirlo todo. Luego añade:
—Sí.
—Sí, lo necesitaba.
—¿Una?
El espacio parece alterarse ante mí. Las ventanas están tan altas y son tan
grandes que sus parteluces de piedra resplandecen contra la luz, y un gran
techo artesonado de roble ennegrecido por el tiempo las entrecruza y se
impone a ellas. Charlie nos informa con orgullo de que es el original. Está
refiriéndose a las bombas incendiarias que penetraron por el techo en 1940;
las marcas del fuego están allí, sobre las piedras del piso, y deben
mantenerse porque también forman parte de la historia. Mark le pregunta
sobre los símbolos masónicos de los albañiles y de los gremios de
carpinteros y su opinión acerca de los principios básicos de la restauración.
Me coge la mano.
—Sí, perdona.
—¿Te parece bien que pasemos por la oficina de Charlie? Tiene nombres
y números de agentes locales que podrían ayudarnos con la solicitud del
Chantry. Y luego te llevaré a casa.
Antony, sexta
¿Y qué hay del mismo Ricardo de Gloucester? En Borgoña era poco más
que un inteligente y decidido joven al servicio de su hermano el rey, y
cuando regresamos, mientras yo era enviado al oeste junto con Ned para
gobernar en nombre del rey, él fue trasladado al norte. Se sabía por los
informes que se había convertido en un hombre inteligente, valiente y de
trato estricto. Era verdad que Ricardo tenía aliados y enemigos, pero nunca
escuché que su conducta fuese arbitraria ni contraria a lo que la mayoría de
los hombres consideran como buen gobierno. Era frecuente designarle
árbitro de alguna disputa o ejecutor de un testamento. Yo mismo lo he
hecho cuando algún arrendatario o deudor mío no estaba de acuerdo con mi
criterio.
Encomiendo a Ned y su realeza a Dios. Ruego por Elysabeth, por mis dos
esposas, una viva y otra muerta, por mi hija y su madre. Y por Louis. Luego
encomiendo también a Dios a estos seres queridos y vacío mi mente de todo
pensamiento para que se inunde de la paz y la gracia del Señor.
***
Quizá deba agradecer esta certeza a este viaje lento y caluroso hacia mi
muerte. Estas leguas vacías son un peregrinaje, una plegaria; un viaje
despojado de todo lo que no sea la simple certeza de mi fin. Y dentro de ese
vacío Dios ha vertido esta extraña gracia: que otra vez pueda conocer
semejante clase de amor. Si es cierto que el amor de Louis por mí y el mío
por él no es más que un diezmo de un diezmo del amor que profesa Dios al
peor de los mortales, entonces ¿cómo puedo temer mi final si éste me
llevará por fin a tan inimaginable gozo?
Antony, nona
Recuerdo ese año de exilio tanto por el hambre como por las riquezas.
Las plegarias por el alma de mi padre son las mismas que aquellas en las
que debo poner mis esperanzas ahora.
Pies palmeados o no, nuestro guía nos cruzó hasta el otro lado de la bahía
con gran facilidad, algunas veces aflojando el paso para evitar un canal
profundo y otras, contra toda lógica, adentrándose en el agua y alejándose
del barro y la arena. Un viento fresco y salado se colaba bajo nuestras capas
y en las aguas más profundas las salpicaduras alcanzaban nuestras calzas
hasta que quedaban heladas. Hablábamos poco y cabalgábamos a las
órdenes de nuestro guía, agrupados y veloces donde se pisaba seguro y
dispersándonos, pero manteniendo nuestro camino cuando el suelo
empezaba a temblar bajo las herraduras de los caballos. Los caballos lo
odiaban, como odian siempre el terreno inseguro, caminaban con reticencia,
plantándose y sacudiendo la cabeza con cada arroyuelo y cada tramo de
barro manchado de verde. Estábamos agotados. Mantener los caballos
ajenos controlados y juntos y continuar la marcha exigía una paciencia y
una fuerza que nadie, salvo Eduardo, parecía tener todavía. Incluso sonsacó
una sonrisa a nuestro guía con un chiste sobre los grandes pájaros marinos y
los pequeños pájaros zancudos que se hundían y caminaban sin rumbo
sobre la arena. El resplandor del cielo gris era todo lo que podíamos intuir
del sol, que empezó a descender lentamente plateando los juncos y las
hierbas del pantano en las orillas de las arenas y arrojando sombras débiles
y de cambiantes formas por el terreno que cruzábamos.
—¡Dios mío! —gritó el guía señalando hacia el mar abierto. ¡Esa marea
es muy rápida, deprisa! Dio un golpe con sus talones a su jaca y nuestros
caballos, ya nerviosos, no necesitaron espuelas para partir detrás. Como en
una estampida de animales salvajes, galopábamos indistintamente sobre
barro y arena, mirando de un lado al otro, entre el terreno traicionero y la
fina línea de espuma gris que resbalaba silenciosa e inexorable hacia
nosotros, más rápida de lo que podíamos correr.
—El rey sabe muy bien lo peligrosa que es nuestra situación, señor, pero
el peligro saca lo mejor de él, y lo mejor es su valentía para reírse de ese
peligro. No penséis que es insensato. Lo entiende todo mejor que cualquiera
de nosotros.
***
Mi amor por Louis era casi más de lo que mi alma, mi mente y mi cuerpo
podían soportar. Algunas veces me levantaba a la luz de la luna y observaba
su rostro dormido, su piel color cobre y sus brazos como trallas, y me
preguntaba si no me moriría, allí, con ese suspiro, por su amor.
Louis se hallaba de pie en la proa observando las manchas negras que las
tormentas proyectaban en lontananza sobre la superficie de las aguas. Toqué
sus hombros y él se giró.
Seguro que mis pecados son incontables, como los de cualquier hombre,
y la decepción no es el último de ellos, ni siquiera el mayor. Sólo la
verdadera penitencia puede salvarme, que yo sepa, y soy un penitente. Sin
embargo, nunca he sido capaz de pensar que mi amor por Louis y su amor
por mí fuesen pecaminosos. Es como creer que lo blanco es negro.
Uno de los hombres armados señala hacia delante en el distante azul del
cielo, hacia una hendidura en la tierra tras la cual se encuentra una gran
roca, coronada por las anchas y altas torres de Pontefract.
Una, viernes
—Isode Butler.
—¿Qué Mark?
—¡Madre mía! ¡Después de tantos años! ¡Qué genial! ¿Cómo está? Bien,
espero.
—¿Quiénes?
—Esta tarde en el Chantry. Lionel puede estar allí a eso de las seis. Yo
llevo comida.
***
—No te preocupes, no son demasiadas cosas. Sólo pasé por Marks &
Spencer.
—Está claro que por ahí van las cosas ahora —dice Lionel, sacando una
de esas libretas encuadernadas en cuero y una pluma de oro—. Patrimonio
Cultural y todo eso. Pero saber si sería viable en un sitio relativamente
pequeño y desconocido como el Chantry... Gareth, ¿de qué cifras estamos
hablando para la restauración?
—Gracias, Mark. —Lionel escribe unas notas—. ¿Una, algo que añadir?
—Bueno, no voy a decir que esto no me interese, pero está claro que mi
voto no debería ser válido porque no voy a estar aquí —no estoy mirándolo,
miro a Gareth, pero mi piel siente que me está clavando los ojos—. Pero
por supuesto me encantaría salvarlo y que de alguna forma quedase en la
familia. Si se restaura y se concreta la idea de tío Gareth de mantener aquí
el archivo, estaré encantada de devolver algunos de los objetos del Chantry
que tengo: muebles y más cosas, cartas y documentos.
Lionel lo nota.
Mark titubea, pero me imagino que más para encontrar las palabras que
por inseguridad acerca de lo que quiere decir.
Tío Gareth hace un movimiento brusco, como para impedir que Lionel
diga algo más. Se produce una pequeña pausa un poco desagradable hasta
que se me ocurre proponer:
Amor.
Pena.
—¡Una, es genial, que lo puedas ver ahora, justo bajo tus pies!
Porque nunca lo supe, claman mis recuerdos. ¿Qué era yo para ti? Te
alegrabas si te ayudaba cuando estabas reparando tu bici o una prensa, me
sonreías si entraba al taller, arreglaste el cerrojo de mi ventana. Después de
aquel día en el taller —el día que siempre consideré como el principio—
esperaba poder confirmar si ese sentimiento de mi corazón palpitante y esos
tintineos en mis oídos provocados por tu existencia tenían algún eco en ti.
No se lo dije a nadie, por supuesto. Durante días, semanas y meses esperé
alguna señal silenciosa tuya, pero no recibí ninguna.
—No me imagino yendo en bici a casa con este tiempo, ¿y tú? Me parece
que esperaré un poco más. ¿Qué tal un té?
Mi mente estaba lo suficientemente lúcida como para saber que ése era
una especie de punto sin retorno, aunque no llegásemos hasta el final. Abrí
los ojos. Los de Nigel estaban cerrados, y parecía que se iba a desmayar.
Me sorprendí porque sabía que yo era bastante decepcionante «allí arriba»;
mi busto era apenas algo más que rígido satén y las cintas del sujetador.
Pero él jadeó y retiró la otra mano, que me sostenía por la espalda, lo que
provocó que me deslizase hacia un lado hasta quedar casi recostada en el
sofá. Podía alcanzar mi otro pecho. Cerré mis ojos esperando que eso
ayudase, y lo que me había parecido una especie de desvanecimiento
empezó a tornarse muy agradable. Estaba excitado encima de mí y había
vuelto a besarme como si estuviese haciendo la cosa más importante del
mundo. Yo también empecé a sentir que lo era. Entonces, de repente, le
entró una tremenda prisa. Quería saber cómo era, pero no estaba tan absorta
como para olvidar lo que un amigo me había dicho que preguntase, ¿o fue
Izzy? No estoy segura.
—¿Tienes algo?
Debo decir que Nigel Miller, sí, ése era su nombre, era muy educado,
pero de repente no podía soportarlo más. Podía aguantarme a mí misma,
pensé, sintiendo una especie de aspereza al ponerme los pantalones y luego
una especie de desagradable viscosidad. Lo que acababa de ocurrir —como
lo sentí entonces y ahora— era bastante interesante y, de alguna manera,
perfectamente razonable. Pero, por otro lado, me era imposible encontrarlo
interesante y razonable cada vez que Nigel aparecía arrastrándose a mi lado.
Eso lo tenía muy claro.
Subí con paso pesado las escaleras del Chantry, con frío y tiritando,
deseando más que nada en el mundo darme un baño caliente que no me
podría dar y sintiendo constantemente la leve y caliente aspereza entre mis
piernas que me decía con cada escalón que subía que ahora ya era otra Una.
Me lavé con agua fría lo mejor que pude, y cuando estaba seca y vestida,
la cena ya estaba lista, aunque también estaba fría, porque, pese a que Mark
había arreglado la cocina económica, todavía no se había calentado. Fijé la
mirada en mi plato ante el pavor de encontrarme con sus ojos, porque no
quería que lo supiese, no de la manera en que había ocurrido.
Luego volvió al taller con tío Gareth para terminar de vaciar el almacén y
yo, con el pretexto de un trabajo de la universidad, me disculpé y me fui
arriba. Oí llegar a Lionel riéndose y maldiciendo la lluvia, pero no bajé.
—¡Y cómo! Tuve que echar mano de mi ropa de repuesto. —Pero incluso
con su suéter negro, discretamente zurcido por tía Elaine, y los arrugados
pantalones de franela, se mantenía de alguna manera impecable, pensé. Se
sentó en la esquina de la mesa con una especie de soltura autocontenida que
me entusiasmaba y el cigarrillo colgando de sus dedos—. Me iba a tomar
un whisky. ¿Qué tal un poco en ese cacao?
—No creo. No creo que sea nada. Serio, me refiero. Pero hemos... Bueno,
una o dos veces...
—¿Entonces no tengo que darle una paliza o preguntarle cuáles son sus
intenciones, o algo así?
—No.
Estiró una mano hasta alcanzar la botella de whisky del escurridor de los
platos, llenó su copa y luego me miró.
—Lo soy —afirmé, aunque tampoco había sido sensata—. ¿Sabías que
había una gotera en el techo del almacén? —añadí para cambiar de tema.
—Sí —dijo—. En torno a casi mil libras en existencias que habrá que
amortizar. Tal vez ahora se muestren razonables y se den cuenta de que ha
llegado la hora de deshacerse de la vieja choza.
—No es una choza, el abuelo sostiene que es tan sólida como la casa.
Sólo necesita un arreglo provisional. Mark lo habría hecho ya si no fuera
porque llueve a cántaros.
Pero no pasó nada. Ahora me avergüenzo al pensar que me pasé las dos
últimas semanas de la excavación evitándole. Trató de pillarme cuando
estaba sola muchas veces, pero no podía mirarlo a los ojos, menos aún
hablarle. Dejé de presentarme como voluntaria por si él se unía. Sólo pensar
en él me ponía los nervios de punta, aunque en ese momento ya sabía que él
no había hecho nada incorrecto excepto ser joven e inexperto como yo.
También rezaba fervientemente para no tener ningún problema;
inevitablemente el período se me retrasó, aunque justo al finalizar las
excavaciones por fin me vino. No volví a ver a Nigel Miller en mi vida.
—Sí, me lo dijo. Me alegra saber que todavía andan por aquí. —Se gira
hacia mí—: ¿Sabías que una estúpida evangélica de la parroquia intentó que
se arrancasen los originales porque no estaban hechos por «una creyente»?
¿Te lo puedes creer? —Coge la botella y nos sirve a todos—. Ahora
contadme el plan.
Cuando Lionel se va, Mark está cavando sobre lo que antes era la parcela
de la huerta, aunque la luz se está yendo. Gareth y yo recogemos los restos
de la merienda al aire libre y lo metemos dentro, a salvo del rocío, frase que
me recuerda a tía Elaine cuando veía las bicis, las sábanas y las zapatillas
deportivas abandonadas y desparramadas sobre la hierba del verano de mi
infancia.
—Espero que Mark esté bien. No tenía ni idea... Bueno, Lionel fue un
poco grosero, pero es su forma de pensar. Izzy, sin embargo...
—Lo sé.
Dice:
Yacer con Eduardo era ser Melusina otra vez, escondidos en las espesas
aguas de oro del aire encendido por el fuego.
—No peor que con Cecily. —Fue todo lo que dije, aunque agregué—: Y
un príncipe merece el doble de dolor.
Besó mi frente.
—Él y Ned pueden dar gracias a su padre por eso. El pelo de Ned es tan
rojo como rubio. Y está muy adelantado. Le retiramos las envolturas de la
faja antes de que cumpliese los cinco meses y para entonces ya le había
salido su primer diente.
—¿Señora?
—Yo...
Pero si admitía mi temor hacia él, ¿vería aquello que hasta ahora no había
visto?
Se levantó.
No lo había hecho, era cierto. Y descubrí que yo, a pesar del tiempo que
habíamos estado separados, no había olvidado cómo agradarle. Sabía cómo
entregar mi cuerpo lentamente, pulgada a pulgada, a su deseo, y cómo
manejarlo para que también me diese placer, cada dedo tocando allí donde
yo quería que lo hiciese.
Medio
COLSON,
Philosophia Maturata
Capítulo 7
Antony, vísperas
Por delante el aire está todavía espeso por el calor que se eleva desde el
camino, aunque el sol ya está más bajo en el cielo, formando diamantes
amarillos en las aguas del río Aire. Un carro sobrecargado con heno se
tambalea al cruzar el puente en nuestra dirección y mi escolta me aparta
hacia un lado hasta que éste queda expedito para continuar. A la entrada del
puente hay una capilla, casi suspendida sobre las aguas, una capilla para los
difuntos, recuerdo, y entonces la campana empieza a tañer. Llamo la
atención de Anderson.
—El día es muy largo, mi señor. Tendréis tiempo suficiente para rezar
cuando alcancemos Pontefract.
Le sonrío.
—Ningún tiempo puede ser suficiente para Dios. Sir John, somos
caballeros, vos y yo, hombres devotos que juraron respaldar la fe y ser
misericordiosos con los demás. Os ruego por vuestra caballerosidad que me
permitáis la última plegaria que podré hacer en vida fuera de la prisión. —
Aún titubea—. No tengo la menor intención de escapar, sólo busco mi
salvación. Os doy mi palabra de caballero.
Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora
mortis nostrae.
***
Pero no eran fuerzas las que nos faltaban cuando avanzábamos, dejando
atrás Lynn en dirección norte y por fin encontrando un sitio para detenernos
en Yorkshire. Era un paraje favorable: éstas eran las tierras de Neville, no
las privadas de Eduardo. «Dado que mi propio hermano George Clarence ha
demostrado ser un chaquetero, ¿qué hombre no lo haría?», diría Eduardo.
Con Warwick aliado con Margarita, sólo nos falta fracasar a la hora de
conseguir más hombres para que Lancaster pueda salir victorioso.
—Montague espera para ver de qué lado sopla el viento —dijo, tirando al
suelo la capa sucia de su disfraz y estirándose como un gato. Vio mi deseo
encendido y sonrió devolviéndome la misma sensación—. No apoyará a su
hermano si ello le crea enemigos entre sus vecinos de aquí. Si podemos
conseguir suficientes hombres, todo debería salir bien.
Muchos han contado historias sobre aquellos días, de las vueltas que da la
rueda de la fortuna. Pronto Warwick murió, y su hermano Montague
también; lo más granado de los Neville, ambos desnudos y despojados en el
campo de Barnet. Todavía siento la herida que recibí aquel día, pero ver a
Eduardo sosteniendo al bebé Ned, besando a Elysabeth y arrodillándose a
su lado en la misa esa noche en casa de su madre compensaba cien veces el
dolor. No era más que un corte de espada en el muslo, como el que muchos
hombres han sufrido, aun peores, y han sobrevivido a ellos. Aunque todavía
ahora, una docena de años más tarde, después de un duro cabalgar, me
aguijonea tan intensamente como el cilicio de acero de un penitente.
Recuerdo que una mañana temprano, una semana o algo así después de
San Juan ad Portam Latinam, el centinela avisó de que los rebeldes estaban
instalando unas baterías a lo largo de la orilla sur, desde Bankside hasta
Potters Field, y que los sediciosos estaban incendiando las casas. Corrí
hasta la torre de Lanthorn para ver hacia dónde apuntaban aquellos cañones.
Un tiro acertado podría dar en la Middle Tower o en la torre del camino de
la muralla. Pero, gracias a Dios, estos cañoneros entrenados en Calais no
serían tan afortunados: el tiro caería en el foso y no causaría mayor daño
que salpicar a alguien. Pero los hombres entrenados con Warwick no
permitirían que la suerte se les escapase tan fácilmente. Hacia el oeste, las
casas del propio Puente de Londres ardían en llamas, y hacia el este las
naves de los rebeldes estaban amarradas en el río.
—Seré más útil aquí, hermano. Todavía queda mucho por hacer.
Margaret, vete a buscar a Ned y llévatelo con las niñas y sus niñeras a la
White Tower.
—À Dieu, hermano.
Luego se levantó las faldas y se fue. Elysabeth estaba contando los haces
de flechas alquitranadas y las antorchas de aceite que se usarían para
encenderlas.
—¿Señora?
Circulan muchas historias sobre esos días. En las cervecerías, los novatos
comparan sus cicatrices y sacuden la cabeza al recordar a los amigos
muertos. Las buenas mujeres hacen callar a los niños que se pelean
diciéndoles que, si no lo hacen, se los llevará el Pájaro Falcón. Los
concejales se sientan con su vino, después de un día en la Intendencia, y
recuerdan con qué fiereza lucharon, espada contra espada, codo con codo,
para guardar la ciudad y cómo sus títulos de caballeros fueron ganados no
por compra, sino por su valor, como estipulaba la vieja y buena costumbre.
Era cierto, yo lo vi: alcalde y alguaciles, todos peleando para echar a los
salteadores de sus casas y tiendas y para mantener al rey que eligieron para
el trono, como hicimos todos los que llevábamos la causa de Eduardo en la
sangre y la considerábamos justa. Aunque para los hombres de la ciudad tal
opción estaba tan vinculada al oro como a la sangre, ya que un rey depuesto
no puede devolver los enormes préstamos, ni siquiera los intereses sobre
ellos, y Enrique de Lancaster habría sido inútil para sus mujeres e incapaz
de otorgar algún favor a cambio.
Así contaban sus historias una y otra vez: una espada que una vez se usó
para tomar Harfleur pasó después a las manos de un mercader de telas; un
joyero que salvó la vida gracias a una pañoleta del santo plegada en su
brigantina; aquí un brazo herido por un hacha y allá un casco hendido en
dos; cañoneros ennegrecidos; el clamor de flautas y tambores; valientes
chicos escuderos; rebeldes aplastados cuando se bajó la reja de la puerta de
Aldgate; rebeldes atrapados entre las puertas del arco de entrada como
peces en un barril; rebeldes perseguidos hasta Mile End y capturados.
***
De tal viaje los cronistas dan cuenta de los acuerdos que se hicieron y del
reino más seguro que resultó de ellos. Nuestra íntima felicidad está
registrada en nuestros corazones.
Llamo a Ned «mi niño», aunque por sangre no es más que mi sobrino.
Cuando Eduardo me prometió por primera vez que me haría tutor del
príncipe de Gales, me sentí muy honrado. ¿Quién no lo estaría? Pero era un
hombre joven, y sabía muy poco sobre la educación de los niños. No sabía
cómo podía afectar al corazón de un hombre joven tener a un chiquillo de
unas tres primaveras sentado en su arzón y sollozando por dejar a su madre
y hermanas. No advertí que ese día mi corazón cambió, y tampoco lo hice
durante los meses siguientes, aunque cumplí con mi deber y seguí las
directrices trazadas por Eduardo para la educación de su hijo. Una tarde me
encontraba en la liza externa del castillo de Ludlow, mirando unos ponis,
porque había decidido que ya era hora de que el príncipe de Gales
aprendiese a montar.
—El mozo tiró del cabestro para que el poni hiciese un círculo en sentido
contrario.
—¡No! —dijo Ned—. Señor tutor ver. —Otra vez tiró de mi mano y lo
miré. Es bello este Ned, y era aún más bello cuando era un bebé, y con esos
ojos redondos y azules como el cielo—. Señor tutor ver ranitas —dijo otra
vez—. ¡Te quiero a ti!
—¿Veis qué largas son sus patas traseras, para saltar mejor? —le dije a
Ned—. Como las liebres que vimos al otro lado del río.
***
Pero no todos los asuntos del reino pueden manejarse tan limpiamente y
tan incondicionalmente. Yo he matado a muchos hombres, tanto cristianos
como paganos. He ensartado moros en mi espada a mayor gloria de Dios.
He estudiado por dónde se puede atravesar una armadura, he fortalecido
mis brazos para manejar mejor el hacha, he ordenado colgar a hombres por
robar una cierva o asesinar a un niño. Y luego vino el gran torneo con el de
Borgoña. Una vez, cuando yacíamos juntos, le pregunté a Louis si había
sido él quien había urdido el plan. Se rió y movió la cabeza, pero no lo
negó.
Desde esa noche supe que no era tan duro matar a un prisionero, incluso a
uno de tu propia sangre. Hasta a un rey. No es duro cuando tienes todas las
llaves en tu cinto y, a tus órdenes, el guardia cerrará los ojos y la mujer que
después restregará los suelos de piedra es sorda y muda de nacimiento.
Una, viernes
Mueve la cabeza.
—No. Es... Bueno, debes decir la verdad cuando la sabes. Y del Chantry
sabemos, tú sabes, un montón. Casi todo.
O nada, pienso.
Sonríe.
—Sí, allí a la izquierda. —La casa está oscura, las ventanas desnudas—.
Gracias por traerme. ¿Tienes tiempo para una copa rápida?
—Ya está anunciada. Me darán los detalles para que los apruebe mañana.
—Abro la puerta y me adentro en el frío de la casa para desconectar la
alarma—. Me he dado cuenta de que tengo libre el fin de semana. Pensé
que podría dedicarme a ver algunas bibliotecas. Sólo trabajo preliminar,
pero bueno. Vete al salón. No te preocupes, todavía hay algún sitio en el que
te puedas sentar, aunque ya me he organizado para deshacerme de todo.
Aunque no hasta que me haya ido.
—No lo sé. Pero no es... no es estúpido. Vale la pena intentarlo. Más allá
de eso, es muy difícil saberlo.
De pronto necesito tanto que él diga que sí que me siento mal. Necesito
que diga que lo hará, por Gareth y por... ¿por mí?
No, no puedo estar pensando eso. No lo pensaré. Es una secuela del jet-
lag, o de la pena, o del aroma inglés de mi pasado. No lo pensaré. Por
supuesto quiero dejarle claro que él debería estar en el Chantry, que es
bienvenido... no, más que eso: que es necesario. Necesito hacerle creer que
allí hay algo para él. Pero no diré eso, podría interpretarlo mal.
Sonríe.
Dice orgullosamente:
—Pero no Gareth.
—Sólo pensé... —cerró la puerta detrás de sí—. Sólo quería decirte que
tengo un trabajo.
Me parecía que no podía hacer nada para que me saliesen las palabras, y,
cuando terminó su discurso, se quedó allí plantado. Traté de decir «ya veo»,
pero me salió:
—¿Por qué?
Me puse de pie.
—¿Algo ha ido mal? ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado con alguien?
¿Lionel? ¿Alguien del taller?
—No. Nada de eso. Sólo que, bueno, como dije, es hora de cambiar.
—Pero te necesitamos.
No lo dije. Me las arreglé para no hacerlo, pero agoté todas mis fuerzas y
no me quedaba ninguna para permanecer de pie o controlar el dolor de mis
vísceras oprimidas. Mis piernas cedieron y me senté en la cama, y lloré y
lloré, y nunca supe si adivinó lo que no dije, porque sólo aferró mi hombro
por unos instantes, luego salió y cerró la puerta suavemente detrás.
—Ojalá Mark no se marchase —me las arreglé para decir con bastante
calma.
—Me imagino —dije. Tío Gareth, de todos nosotros, era quien debía
saber realmente por qué se había ido Mark, pero no me atreví a
preguntárselo por temor a ser descubierta—. ¿Le... le dirás adiós de mi
parte?
—Mark estará bien —me dijo suavemente al oído, pero con firmeza—.
Es un buen hombre. Ya verás. Y a lo mejor... vuelve, algún día.
Ahora sé por qué se fue, y, quizá, lo que él no quería que yo viese. Pero
aún no sé por qué se fue Mark. Nunca me dio una razón: una necesidad
humana, un deseo, un temor, algo a lo que pudiese aferrarme y que pudiese
entender, argumentar o que me tranquilizase. Y eso era lo que me hacía
gritar y llorar por la noche, retorciéndome y dando vueltas en mi estrecha
cama de la habitación de la residencia. ¿Por qué? ¿Tanto ama a Izzy?
¿Tanto nos odia? ¿Me odia? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué no hemos hecho?
¿Por qué se fue?
—Si quieres, puedo llamar a un taxi para que te lleve a casa. Si... si
pudieses venir conmigo mañana. Te podría recoger. O algo así. Pero... he
estado pensando. Yo... realmente creo que debería ir y ver a Fergus. No es
lo mismo por teléfono. Y tú se lo explicarías mucho mejor... el Chantry y
todo. Sabes que lo harías. Tú puedes hablar más concretamente sobre cuáles
son los planes. Tú sabes lo que se necesita hacer. Todo más completo...
—Sí, Vuestra Gracia —dijo sin más maese Wintersett, poniéndose de pie
—. Ahora, para la cuestión que nos ha traído aquí, yo necesitaría... es decir,
de Vuestra Gracia, aunque dispongo de todos los recursos de oro de la Ceca
de mi señor arzobispo —George Neville sonrió satisfecho—. Si me lo
permitís, creo que una de vuestras viejas monedas entregada de vuestra
propia mano nos proporcionará la mejor materia para la transmutación.
—¿Entonces vosotros los alquimistas no utilizáis mis nuevas monedas de
oro ángel? —preguntó Eduardo, chasqueando los dedos para llamar a un
paje.
—La verdadera alquimia es más que fundir oro. Así como el pecador
espíritu humano queda purificado por el fuego sagrado —miró hacia
George Neville, quien movió la cabeza como de un hombre sabio a otro—,
así nosotros los alquimistas purificamos la materia más básica para que
también se transforme en el oro más puro. Y el toque de un rey ungido... —
Cogió el noble de la mano de Eduardo y lo puso en un gran mortero de
piedra—. Ahora el primer paso...
De un frasco vertió mercurio —resbaladizo, brillante y oscuro—, luego,
de otro, vinagre con un tufillo a cocina y finalmente sal en cristales blancos
tan finos que parecían resplandecer bajo la lámpara. Se encorvó sobre el
mortero y empezó a trabajar la mezcla.
Cuando estuvo molido hasta aparecer convertido en una pasta como lodo,
lo echó en un vidrio y lo puso sobre la pequeña cuba de agua hirviendo.
Necesitaba conocimientos sobre alquimia, pero nunca me había preocupado
demasiado por aprender las cosas simples y ahora no podía entender de lo
que hablaba. Margaret estaba embelesada, siguiendo cada palabra, incluso
sacando sus tablas para anotar las sustancias que se iban mencionando:
albedo y rubedo, el opus circulatorium, el solve et coagula. Eduardo
también parecía saber más de estas cosas de lo que yo suponía. Por
supuesto, Antony había dicho que se hablaba mucho de alquimia en Brujas
y que se estudiaba en la Universidad de Leiden.
Ni todo el oro nuevo que los alquimistas nos prometieron parecía ser
suficiente para satisfacer a George de Clarence, ni el oro hurtado a la viuda
de Warwick, ni la sangre de mi padre y hermano, ni siquiera el mismísimo
vellocino de oro de Jasón. Nada era suficiente, salvo el oro de la corona de
su hermano. Al final, incluso el poder de Eduardo para perdonar se había
desgarrado a jirones.
Había visto a Ned en Ludlow por última vez hacía algunos meses. Me dio
mucha pena no llevar a Dickon conmigo, como había planeado, porque
estaba enfermo. Ned hincó la rodilla ante mí y yo lo levanté; lo encontré
muy crecido para sus ocho años, su pelo aún de color oro pálido y su rostro
algo más delgado y más bronceado por sus ejercicios de caballería en esos
largos y cálidos días. Estaba feliz de mostrarme su habilidad con el
estafermo, y cuando le pregunté cómo iban sus estudios, pareció aún más
orgulloso de su traducción de Horacio. Ante mis ruegos, leyó algunas
frases, y si tropezó una o dos veces fue más por vergüenza que por
ignorancia. Antony sonrió. Conocía las razones de mi paciencia.
Durante cuatro días asistimos a las reuniones del Consejo del Príncipe,
oímos peticiones y celebramos banquetes para honrar a aquellos hombres
que se lo habían ganado y a algunos otros que no. Cuando vi a Ned sentado
a la cabecera de la mesa del Consejo, mi corazón dio un vuelco. Escuchó
con atención mientras discutíamos la concesión de estatutos de mercado, un
informe de Irlanda, dos parroquias que se negaban a arreglar sus puentes y
una comisión de oyer et terminer. Un hombre inocente había muerto a
manos de los perseguidores de una banda de malhechores que habían
cometido un crimen, y había rumores de que esta muerte no había sido un
error inocente, sino el resultado de una antigua enemistad que se
prolongaba desde la época de Glyn Dwr. Este tipo de asuntos alimentan la
intranquilidad y deben ser zanjados de forma definitiva. Cuando una viuda
hincó la rodilla y pidió ayuda para recuperar la única vaca que tenía y que
se había llevado su yerno, Ned la escuchó no con la actitud amable y
bromista de su padre, sino con la seria cortesía enseñada por Antony.
Cuando tropezó y se cayó al finalizar su historia, él la levantó y le dio las
gracias:
Ned se giró:
—Un halcón que tuve cuando era un poco mayor de lo que tú eres ahora.
Un azor. Cuando seáis mayor y vuestro brazo más fuerte, podréis tener uno.
***
Fue un tiempo feliz, y conforme iba pasando el año debía recurrir a esos
recuerdos, cada vez con mayor frecuencia, para poder dormirme. La
traición de Clarence estaba clara, incluso había intentado acusar a mi madre
de hacer brujería para lograr nuestro casamiento. Pero, aun así, Eduardo no
firmaría la orden de ejecución.
Pero como tantas veces esos días, estaba demasiado cansada para dormir.
Los sufrimientos del día y de mis años iban, venían y volvían otra vez.
Pensamientos no deseados me asaltaban y penetraban como las afiladas
corrientes de aire helado que sentía como agujas clavándose en mi cara. Me
enrosco bajo las mantas pero me doy cuenta de que no puedo respirar. Debo
escribir a mi vecino de Barnwood Manor, sir William Stonor, a quien había
sido visto cazando en mis tierras. Sin embargo, era un buen hombre y mejor
vecino, así que debía evitar que se enfadase hasta el punto de renegar de su
lealtad. Mal había escrito que el pago de su pensión se había retrasado,
¿significaba que las demás también? Debo enterarme. La cama estaba
demasiado caliente, el aire, demasiado frío, y mi cuerpo, torpe y dolorido.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que Eduardo había venido a verme?
¿Desde Año Nuevo? No creo, porque con el Parlamento convocado y los
hombres respetables acudiendo desde todo el país para sentarse en
Westminster, a ambos los asuntos en las casas, en la corte y también en el
tesoro se nos acumulan. ¿Es posible que no haya venido desde Año Nuevo?
¿Cuántas semanas? A lo mejor no debería sorprenderme. Era mayor que él,
estaba ajada por tantos embarazos y ahora mi cuerpo estaba demasiado
delgado para ser bella. Aunque en las canciones y cuentos todavía me
llamaban hermosa, yo ya no me veía así. ¿Entonces, cómo podría
parecérselo a él?
A través del patio, todavía se veía luz en las habitaciones del rey. No era
algo nuevo. Tiré de los postigos, los aseguré y corrí las cortinas otra vez una
sobre la otra. Aunque Eduardo estuviese bebiendo y con prostitutas,
también estaría resolviendo asuntos, ya que Hastings y mis hijos lo
acompañaban en las tres cosas. Nada nuevo. Pero esta noche era, de entre
todas las noches...
—Ah —dijo. Luego, como las focas que solíamos vislumbrar entre las
olas frente a Walsingham, levantó la cabeza y me miró—. Yo podría haberlo
hecho. ¿Estás enferma?
—No.
Margaret sugirió:
—Puedo ponerme la bata. ¿Por qué no? ¿Qué daño puede hacer?
—Tu reputación...
Me volví a sentar.
—Y aún lo tengo. El suficiente como para velar por tu buen nombre, con
lord Maltravers de viaje. Yo iré.
—¿Tú?
—No.
Me puse de pie.
Tenía razón. Si Eduardo no estaba solo, sería un insulto para mí, y todo el
palacio se enteraría por la mañana.
En torno a las dependencias del rey había pajes y hombres armados que
dormían ligeramente alrededor del fuego, desde su gran cámara y su cámara
privada hasta la puerta de su dormitorio. Cuando el guardia abrió la puerta
para llevar el mensaje de Margaret, la luz de su interior se derramó sobre el
suelo a nuestros pies y pareció que los calentaba.
Eduardo estaba sentado al lado del fuego con una bata de noche sobre la
camisa y calzas, junto con lord Hastings y el paje Grey —el mayor de mis
nietos, aunque sólo lo reconocía confidencialmente sirviendo—. No pude
ver si habían estado jugando a los dados, cantando, o sólo bebiendo.
Miraron a su alrededor cuando entramos y después se levantaron. Mientras
saludaba me quité la capucha.
Dijo al fin:
—¿Estáis desvelada?
—¿No?
—No... ¡Por Dios, sabéis cómo soy! ¡Aunque se tratase de una mujer, no
significaría nada, y vos lo sabéis!
Oculté mi dolor.
Se giró.
Llenó dos copas y me pasó una. No cogió la suya, pero mantuvo su mano
derecha extendida hacia mí, con la palma hacia arriba.
—Sí.
—¡Dilo!
—¿De qué?
Levantó la cabeza.
—Por Dios, cuando habláis así sois igual que vuestro hermano Antony.
¿Ahora sois filósofo, Ysa?
Sonrió.
—Creo que habéis nacido para ser reina. —Sirvió más vino—. ¿Lo
sabíais cuando erais pequeña?
—No. Supe que mi destino sería como se me mostró la primera vez: ser
la mujer de un buen caballero. —Bebí. El olor de las flores de Renania—. Y
así fue. Aunque mi padre a veces bromeaba con que mi madre podría haber
sido reina por su primer marido, si no fuera por... —Me detuve, pero logré
que mi rostro diese a entender que estaba bromeando.
No pude engañarlo.
Me mantuve en silencio.
—Bajo esta luz podríais ser la señora Grey otra vez, y yo un muchacho,
enloquecido por el deseo.
Contuve mi enfado.
—Ysa, lo siento. Soy una pésima compañía esta noche. ¿Debo llamar a
un sirviente para que os acompañe a vuestros aposentos?
—Sí, estoy agotado, Ysa, y pienso que vos también. Pero a vuestro lado
tengo la esperanza de dormir como no lo he hecho en todos estos días.
Cogí su mano y con la otra apagué todas las velas, menos una, entre el
índice y el pulgar.
—Está hecho.
—Mi amor. —Me incorporé un poco para besarlo—. Entonces ahora por
fin podréis dormir.
Un grito ronco sonó del otro lado de la ventana. Sentí que Eduardo se
sobresaltaba, con cada músculo tenso en alerta y su corazón a punto de
salírsele del pecho. Luego el viento helado se llenó de sonidos procedentes
de la guardia: botas marchando, sargentos llamando, el estrépito de las
armas. Por un momento pensé que todo volvería a su ser. Luego supe que
no. Su deseo se había apagado.
—Amor...
Agitó la cabeza como si mis dedos fueran una mosca que apenas le
molestaba.
—Deberíamos separarnos, Ysa. Yo no soy un muchacho y vos, sin ser
descortés, tampoco sois una moza como para estar retozando juntos sin
importarnos el mundo. Deberíamos renunciar al amor. Vos deberíais volver
con los niños y yo a mi Casa de Cuentas, y no volver a pensar en tales
cosas.
—¿Ysa?
Sonreí, aunque las lágrimas aún estaban frías en los ángulos de mis ojos.
Me besó en la boca y yo me aferré a él de tal manera que el beso se
mantuvo hasta acrecentar mi deseo y el suyo. Toda inteligencia, toda
persuasión, se había evaporado con las lágrimas. Se desplazó hasta el centro
de la cama y me atrajo hacia él. Durante un instante mi mejilla tocó su
almohada, todavía mojada por su propio llanto.
Antony, completas
Ned tenía tres años cuando fuimos a Ludlow. Tenía el pelo como el oro
claro de Ysa y la promesa de alcanzar la gran estatura de su padre en los
largos dedos de sus pequeñas manos, que se agarraban a las riendas por
encima de las mías lo mejor que podían. Ahora tiene doce años, casi un
hombre, pero incluso en su más temprana edad nadie podía verlo, menos
aún oírle hablar tan sabiamente de temas profundos, sin pensar que era el
vástago de su gran padre, de la sangre de los Mortimer, como atestiguan los
documentos, incluso de la del mismo rey Arturo, y por tanto de la del gran
Bruto. Al menos así lo testifican los amanuenses y astrólogos, y la gente
ordinaria lo cree, y tiene a su monarca en gran consideración.
***
Habían pasado dos días desde San Gregorio, y los vientos que soplaban
sobre la Marca, procedentes de Gales, apenas traían consigo indicios del
calor de la primavera. Por un momento me detuve a la sombra de la Torre
de Mortimer y observé a Ned brincando entre los arbustos de ruda y
romero. Dijo algo, el señor Peter le contestó y ambos se rieron. La risa del
niño Ned era franca y espontánea.
Ése era el fruto del cuidado de Elysabeth durante sus trece años y del mío
durante diez, de nuestras enseñanzas, de nuestro amor. Tal como era —
como el rey que llegaría a ser—, era obra nuestra y de Dios.
El enfado hizo presa en mí, y aún me dura, tres meses más tarde, con los
muros de Pontefract cerniéndose sobre mí bajo el sol de la tarde.
Era realmente una pesada carga. Sin embargo, yo esperaba —rezaba por
ello— que todo saliese bien, ya que Ned era sabio y con más conocimientos
de los que correspondían a su edad. Ricardo de Gloucester, tan capacitado y
sagaz como el reino requería, haría de protector. Además estaban Elysabeth
y su hijo Thomas Grey, Hastings y todos los hombres del Consejo. Todos
ellos hombres nobles y venerables. Las enemistades que mantuviesen entre
ellos no podrían dañar a Ned, porque ¿acaso todos no buscaban de corazón
el bien del reino? Todo saldrá bien, rezaba y creía.
—Señor —dijo Ned—. ¿Lo habéis oído? Hay una banda de cómicos que
vienen a la ciudad. ¿Puedo ordenar que vengan al castillo?
***
De forma privada, Elysabeth escribió que todo parecía estar bien, y que le
alegraría mucho ver a su Ned. Dickon también, aunque ya le había
advertido de que su hermano mayor tendría poco tiempo para jugar cuando
llegase. Las arcas estaban llenas, y Eduardo había hecho lo posible para
dejar todo arreglado mientras yacía en el lecho de muerte. Había ordenado
que Thomas Grey y Hastings se reconciliasen por el bien del reino. Si
Elysabeth hubiese sabido que una de las causas de la enemistad de su hijo
con el amigo más íntimo de su esposo no era sólo por las tierras y la
rivalidad por el favor del Rey sino también por el favor de Elizabeth Shore,
que además había sido la más querida amante del propio Eduardo, no lo
habría escrito en su carta. Tampoco explicó demasiado sobre su propio
dolor, excepto que no tenía tiempo suficiente para lamentarse debido al
exceso de asuntos del reino que había que tratar. Si todo esto era cierto, no
era capaz de deducirlo de la cuidada caligrafía de su secretario. Sabía que
estaba apenada porque había llegado a querer a Eduardo más allá del amor
político que toda reina debe declarar por su rey. Pero para saber
verdaderamente lo que guardaba en su corazón debería esperar hasta que
llegase a Londres y pudiésemos quedarnos a solas, porque no hablaba
fácilmente de esos temas en presencia de la gente de su casa. Mientras
tanto, sólo me cabía esperar que Margaret y nuestras otras hermanas la
consolasen.
Dos mil hombres no pueden moverse rápido, y menos aún cuando tienen
que acarrear las armas y los enseres de la casa del príncipe. Pasamos el
tiempo hablando de la coronación, de su Consejo, de qué regalos y
dispendios sería apropiado hacer dado su rango y de lo que contribuiría a
asegurar mejor el reino.
—Vuestra madre será vuestra mejor consejera en estos temas. Sabe muy
bien lo que puede ahorrarse de las rentas y las tasas, y quién las merece
más.
***
Dicen que todos los hombres destruyen lo que más aman. Soy el
responsable de la destrucción de Ned, porque, aunque viva, está solo, y no
tengo esperanzas de que alguna vez sea coronado. Día tras día y noche tras
noche, en la fría quietud de Sheriff Hutton, he sabido que por mi culpa, y no
por culpa de otro, Ned fue apartado de mi custodia. En comparación con
eso, mi propia muerte no era nada.
***
Fuimos conducidos al norte con una prudente prisa, cada uno de nosotros
custodiado por un grupo de hombres, para que no pudiésemos hablar, ni
siquiera hacernos señales unos a otros. Mi primo Haute y el viejo Vaughan
cabalgarían directamente a Pontefract; Ricardo no vio ninguna necesidad de
recluirlos en lo más profundo de su propio feudo, como a mí. Nuestros
caminos se separaron en Doncaster, ya que Ricardo no se arriesgaría a
confinarnos juntos. Yo estaba destinado a Sheriff Hutton, pero se me
permitió abrazar a Richard Grey antes de que emprendiera el largo camino a
Middleham. Todos rezamos por la seguridad de Ned y prometimos enviar
noticias a Elysabeth y a Thomas Grey si podíamos. Su cuerpo se apretó al
mío y sentí su mano resbalar dentro de mi chaleco, dentro de mi camisa.
Luego lo apartaron.
Sí, así fue como fracasé. Debería haber visto a Ricardo tal cual era: de la
misma estirpe que sus hermanos. George de Clarence habría matado a su
hermano y se habría puesto su corona de haberlo logrado. Ni siquiera
Eduardo tuvo finalmente escrúpulos para matar a un primo suyo, rey
consagrado, y luego a su propio hermano para mantenerse a salvo. Lo que
Ricardo de Gloucester ha hecho no debería sorprenderme. No descansará
hasta que tenga a todos bajo sus garras, y piensa que los Wydvils son de la
misma condición. Debe apoderarse de tierras, barcos, oro, mujeres y del
propio rey para que nosotros no los tengamos. No le cabía en la cabeza que
Elysabeth y yo sólo deseásemos salvaguardar la integridad de Ned y el bien
del reino; sólo ser recompensados por nuestra gran labor al servicio del rey
y por la paz entre los guardianes del reino.
Una, sábado
La oficina de alquiler de vehículos es una compañía de la City, situada a
la vuelta de la esquina. Adam y yo acudíamos con tanta frecuencia a ella,
mejor que mantener un segundo coche, que terminamos abriendo una
cuenta allí, como si fuéramos una empresa. La seguíamos utilizando cuando
veníamos de visita desde Australia.
Más tecleos.
—Muy bien, profesora Pryor. Tenemos un extra para usted esta mañana
—dice, y comprendo que significa que ya no disponen de coches pequeños.
Una impresora chilla, firmo papeles, y cuando digo que prefiero pagar
ahora en vez de cargarlo en mi cuenta, ya que me voy al extranjero, sonríe y
me devuelve la tarjeta—. Está bien, profesora Pryor. El doctor Marchant
dejó dinero en la cuenta la última vez que estuvo aquí. No hay nada que
pagar. Disfrute del fin de semana.
—Me pregunto cómo sería el pueblo. No tan diferente, tal vez. Campos y
árboles. Los campos más pequeños y los caminos más embarrados. Un
cerdo en cada jardín. Debe de ser muy tranquilo por la noche, incluso ahora.
—Excepto por los búhos —dice Mark—. ¿Nunca has oído a un conejo
atrapado por uno?
—Las viejas y conocidas «brujas»... Supongo que no hay ninguna razón
para no mencionar algo sobre eso en el libro: las creencias que la gente
tenía. Pero ignoro en qué creían Elizabeth y Anthony. Probablemente en
supersticiones bastante sofisticadas. Pero no lo sé con certeza. No puedes
asegurarlo. No podrías decirlo, realmente no.
—Sí, Una, ya lo sé. Nunca lo sabrás con seguridad. Pero eso no significa
que no valga la pena intentarlo.
Debo de haber hablado, porque Mark gira la cabeza y levanta una ceja.
—No.
—En una entrevista que le hicieron para una de las revistas de arte, dijo:
«Para mí lo importante es lograr la imagen apropiada para cada momento.
Pero debo recordar que para los creyentes es igualmente importante todo lo
que ocurre entre ellas».
Habla despacio, como si las palabras de Izzy fuesen para él una especie
de talismán.
Su voz sofocada me hace sufrir por él, y no tengo que preguntarle lo que
quiere decir; ya me he hecho la misma pregunta muy a menudo.
En Astley hay incluso menos que ver. El paisaje es más llano, menos
ondulado que en Northamptonshire, y también menos agradablemente rural,
ya que los campos sufren el asedio expansionista de la industria subsidiaria
de Coventry y Birmingham. Cuando Elizabeth era joven, el castillo de
Astley era una casa rural fortificada, pero ahora sólo queda un armazón de
ladrillos con almenas victorianas en un terreno privado y quemado al que
no podemos acceder y que sólo conseguimos vislumbrar desde el
cementerio. Y también esta iglesia está cerrada.
—No —digo—. Tendré que verla algún día, pero ahora no merece la
pena. Si quedamos en reunirnos con Morgan a eso de las cuatro, deberíamos
ponernos en marcha.
¿Cómo era posible que las preguntas que me había formulado tantas
veces y durante tantos años todavía resonasen con tanta fuerza en mi
cabeza?
Porque la verdad es que sonaban. Sí, traté de enterrarme en bibliotecas y
archivos, en las profundas trincheras de mi trabajo de doctorado, en
publicaciones académicas, reuniones y seminarios, en conferencias, nuevos
compromisos y comités de departamento, pero nada pudo acallarlas. Luego,
enseguida encontré una forma de silenciar el redoble de mi cabeza, durante
un día, una noche o una semana.
Una sonrisa un poco más sostenida de lo que dictaban las normas desde
el otro lado del aula, dos miradas que se encuentran en aburridas fiestas de
copas para dar la bienvenida a un nuevo profesor, el cotilleo académico
prolongado hasta horas intempestivas en el bar del hotel donde se pronunció
la conferencia.
Pero una vez que se marchaba, donde sea que fuera, cuando ya no
estábamos juntos, nuevas preguntas acudían a mi mente.
—Una, creo que siempre buscas a alguien que tenga algún impedimento
para continuar la relación. Pienso que necesitas que sea así.
Y ahora Mark, que pensé que era un lejano pasado, es presente. Está aquí
a mi lado y ahora sé que desde que lo vi de pie, con su silueta perfilada por
el sol del verano en el jardín del Chantry, lo que amé en Adam primero
aprendí a amarlo en Mark. ¿Entonces dónde está Adam ahora?
Muevo la cabeza.
***
El mercado de Pontefract ocupa todo el Micklegate con gente y
productos: pirámides de naranjas, envases de muslos de pollo congelados,
vídeos y cedés y camisetas baratas meciéndose bajo la brisa. En el fondo
está la artesanía y souvenirs para turistas: viejos grabados, jerseys tejidos a
mano en colores que recuerdan joyas descoloridas, mermeladas de dudosa
factura con tapas de guinga.
Morgan está sentada, trabajando a la vista del público y con una bandeja
en su regazo: alambres de plata, cuentas, broches y alicates de miniatura.
Tiene la piel de un dorado oscuro con ojos maquillados de púrpura
reluciente y labios pintados en rojo oscuro, y su largo pelo negro y liso
atado con una goma y peinado al estilo rastafari. Su aspecto representa la
imagen alternativa de una mujer cargada de joyas, pero no con los típicos
adornos de mente-cuerpo-espíritu, porque sólo lleva dos excepcionales y
grandes pendientes de plata: un relámpago y un sable. Es algo más alta que
yo, parece rondar los veinticinco y demuestra estar realmente contenta de
ver a Mark.
—No me quejo. Bien, ésta es Una, Una Pryor. Una, Morgan Fisher.
Se aproxima una pareja para admirar sus trabajos, que realmente son
llamativos: en un lateral del puesto, tapizado con terciopelo negro, se
exhiben collares de soles, piercing de lunas para la nariz y una Melusina
bajo su apariencia de dragón. En el lateral opuesto, tapizado con seda
blanca, hay unos delicados colgantes de vidrio azul y verde que parecen
gotas de lluvia, estrellas de plata, hojas esmaltadas, y otra Melusina, esta
vez bajo su apariencia de serpiente marina con la cola doble. Hay pulcras
notas escritas a mano con tinta dorada o plateada que informan de que los
ganchos, tuercas y cierres de los pendientes son de plata pura, que se
aceptan tarjetas de crédito y una descripción de las marcas de contraste.
—¿Mark?
—Anthony. Fue traído aquí tras pasar varios meses encerrado en Sheriff
Hutton. Mira, Ricardo III se hizo con el poder. Bueno, por entonces todavía
no era Ricardo III, era Ricardo, duque de Gloucester, el hermano pequeño
de Eduardo IV, que acababa de morir.
—Así que Ricardo de Gloucester era tío del nuevo niño-rey, Eduardo.
Anthony era hermano de Elizabeth, y por tanto el tío de Eduardo por parte
de madre, y él era su verdadero custodio. Estaba trasladando a Eduardo a
Londres para ser coronado y Ricardo los interceptó en Northampton, tomó
el control de Eduardo, arrestó a Anthony y lo envió a Sheriff Hutton, que
por decirlo de algún modo se podía considerar el castillo privado de
Ricardo, su guarida personal, a decenas de leguas de cualquier sitio. Sólo el
castillo y una villa para abastecerlo. No he estado allí, pero lo sé por los
mapas y los archivos. Y unas semanas más tarde le dijeron que iba a ser
ejecutado y lo trajeron aquí. Pero esto es muy diferente. —Muevo una
mano hacia adelante—. Es un sitio oficial, un castillo del gobierno, por así
decirlo. Ricardo ya no necesitaba esconder a Anthony más tiempo. Él era el
gobierno, y no el niño Eduardo, que estaba custodiado en la seguridad de
las dependencias reales de la Torre y más tarde fue trasladado a unas más
pequeñas... Ricardo III fue coronado al día siguiente de la muerte de
Anthony... Me pregunto qué pensaría Anthony durante el viaje desde
Sheriff Hutton. Debía de saber lo que Pontefract significaba, ¿verdad?
La liza es vasta, rodeada por los basamentos de los muros y los tocones
de las torres, y la torre del homenaje se yergue por encima de ella desde su
mota. Nuevos paneles de información ilustran sobre bodegas, despensas y
capillas y dibujan las huellas de lo que allí existió una vez. Y sin embargo,
parece imposible que haya sido el mismo castillo. Es una sensación tan
increíblemente extraña, ¡estamos tan lejos de todo aquello! Quizá soy
afortunada porque sólo estoy escribiendo sobre sus libros y sus cuentas,
sobre lo que dicen los anales y lo que muestran las ruinas.
Hay grava nueva y brillante en el suelo, y estamos de pie bajo los restos
abovedados de piedra de un edificio que, según las indicaciones, era la
cervecería y las dependencias de los mayordomos.
Me mira.
—Ah, sí. Y aunque no estoy de acuerdo, ya que pienso que hay pruebas
que lo acreditan, deberíamos agradecerlo. Nada mejor que una controversia
realmente buena para poner a historiadores, aficionados y profesionales a
rebuscar, a sacar a la luz nuevos documentos, a replantearse antiguas
suposiciones. De hecho...
***
—Está muy bien. Él tuvo un infarto y me pagaron el viaje para que fuese
a verlos en Navidad, pero ya está recuperado. La nieve era increíble.
Me mira.
—Sí. Mis abuelos, mis tíos y mi tía Elaine. Mis padres habían muerto, así
que eran mis tutores. Y mis primos Izzy —Isode— y Lionel. —La ansiedad
me está produciendo calambres internos por lo que Izzy le podría estar
diciendo a Fergus, si es que le dice algo—. Y luego siempre había más
gente, como Mark, que ayudaba al funcionamiento de la imprenta, amigos
que se quedaban, o refugiados, muchos de ellos después de la guerra. Mi tío
Gareth todavía sigue llevando la imprenta, pero parece que va a tener que
venderla. Aunque ahora, con el respaldo de Mark... Pero no nos
adelantemos.
—Qué divertido, con tanta gente. En mi caso sólo éramos mami y yo,
básicamente. Hasta que vino Mark. —Sonríe a Mark. Ni su rostro ni su voz
dejan traslucir que haya algo oculto que pudiera contradecir lo que ha
dicho. Sea lo que fuese lo que haya pasado, no parece haber dejado ninguna
herida, ningún rastro de infelicidad soterrada, nada que callar... nada—.
¿Cuál... cuál es el nombre? ¿Isolda?
—Sí, pensé que era guay... Debe hacerte creer que todas esas cosas están
tan cercanas. No por el hecho de ser artúrica sino por sentirte parte de una
familia, tener abuelos, historias que contar. La casa... ¿habías dicho que fue
destrozada por una bomba? ¿Fue durante la Segunda Guerra Mundial?
Sacude la cabeza.
—No me lo puedo creer. Quiero decir, ves todas esas historias por la tele
y en las películas. Probablemente más de lo que ellos, tú, nunca hayan visto
en esa época. Pero el pasado está ahí... en los nombres de las calles que
conoces, en los de la gente que conoces. Algunos ancianos a los que cuido
tienen recuerdos fantásticos, aunque no tengan ni idea del día que es hoy.
Hay una anciana que era enfermera en la Primera Guerra Mundial, en las
trincheras y todas esas cosas. Festejamos su centésimo cumpleaños no hace
demasiado tiempo y todavía sigue aquí. ¿Recuerdas esa serie de la tele,
Testamento de juventud? Dice que está todo mal, que la han falseado
totalmente.
—Es una pena que tengamos que irnos mañana. —Y no digo nada más,
pero me divierte mi astucia mientras observo cómo se queda pensando en
ello, antes de continuar—. Si no, podrías pasar más tiempo con ella.
—Podríamos... no.
—Bueno... sí.
—Bueno, son también los tuyos, así que los desviaríamos juntos. No, en
serio, me parece bien. ¿Qué sentido tiene un peregrinaje si no lo incluyes
todo?
—¿Todo?
Ahora el bar está lleno, como cualquier sábado por la tarde, con vocerío y
humo. Cuando le pregunta a Morgan si estará libre mañana para un viaje a
York y Sheriff Hutton, se siente francamente encantada y acepta
inmediatamente. Sólo cuando ya es demasiado tarde se me ocurre que
nuestro encuentro con Fergus, organizado como una amistosa visita de la tía
que-pasaba-por-allí-antes-de-irse-de-Inglaterra, podría adquirir otro matiz.
Y con Morgan allí... No puedo imaginármela incómoda ante nada. Pero a
fin de cuentas ella no forma parte del Chantry y desde luego no tiene nada
que ver con los desencuentros o las disputas familiares.
Nos decidimos por un motel tranquilo, barato y bien situado para recoger
a Morgan. Entro yo, mientras Mark espera en el coche para bajar las
maletas si hay habitación.
—Estoy tan cansada que hasta siento dolor —confieso, de pie ante
nuestras respectivas habitaciones—. Tantos kilómetros conduciendo.
¿Comemos en el restaurante?
—Mary, se llamaba entonces. Sí. Yo... Jean tenía un nuevo trabajo, estaba
muy ocupada reuniéndose con gente. Morgan iba a la universidad y... no
parecían necesitarme para nada. Me fui enfadando cada vez más. Broncas y
esas cosas. Siempre chocábamos. Pensé que ellas no me querían. Entonces
les amenacé con irme.
—Pero no te fuiste.
—No puedes saber si fue eso lo que impulsó a Jean a hacer... buscar en
otro lugar. A lo mejor no fue eso. Y además, no te fuiste, ¿verdad? Te
quedaste.
Mark me tiende la mano, con la palma hacia abajo, como haces cuando
quieres tocar a alguien, sólo un poco, a suficiente distancia.
—Sí, me quedé...
Con Antony prisionero y Hastings muerto, los dos hombres del Consejo
que protegían con mayor celo y amor a los hijos de Eduardo habían
desaparecido. Los grandes y honestos hombres designados para gobernar no
tenían más poder que Ricardo de Gloucester para llevar los asuntos del
reino. Bajo ningún concepto entregaré a Dickon, ya que así aumentaría la
preocupación del Consejo, pues mi negativa podría poner al pueblo en
contra de ellos.
Aunque sabía con qué propósito vinieron aquel día, me encantó ver al
bueno y viejo arzobispo Thomas de Canterbury cuando entró en la sala del
Abad con todos los caballeros del Consejo. Thomas era un gran hombre,
elegantemente vestido con su escarlata cardenalicio, y su rostro ancho se
deshacía fácilmente en sonrisas. Muchas veces, después de otra reunión
más del Consejo que había terminado a gritos y con la amenaza de desafíos,
había venido a mis estancias privadas, se había sentado al calor de la
lumbre y había expuesto con calma cómo evitar esas riñas. Luego
rezábamos, yo me arrodillaba ante él para recibir su bendición y esa noche
conciliaba el sueño con mayor facilidad.
Pero era muy duro. A Ned lo amaba, pero fue Antony quien lo vio cada
día. Dickon era mi niño pequeño, y desde que a mi bebé George se lo llevó
Dios, era el único hijo que todavía se aferraba a mis faldas, asía mi mano y
me mostraba un libro, o una catapulta, o una rodilla cortada, como antes
hicieron Thomas y Richard, en aquellos años entre los manzanos y trigales
de Grafton.
—No podría hacer otra cosa, igual que no podría ungir a un rey que no
fuese vuestro hijo mayor —respondió.
—Gracias.
—De nada.
—Ah. —La luz se ha resbalado del techo de la capilla. Me giro para verlo
bien. Es moreno, pequeño y no se parece a Ned lo más mínimo—. ¿Cómo
te llamas?
Voy a coger la jarra, pero mis manos están temblando como nunca lo han
hecho en años, nunca de esta manera, desde mi primera batalla, mi primer
torneo, mi primera mujer. No desde Louis.
—Sí, gracias. —El vino huele a sol y cojo la copa para aspirar su
fragancia más profundamente. Esta noche podría emborracharme, no sería
la primera vez. Pero entonces, ¿cómo podría consolar a Richard Grey por la
mañana, rezar con todos mis sentidos, o saludar a mi muerte y a mi Dios
como debiera? No, no me emborracharé.
—No. Aunque el porqué no lo sé. Mi amo dijo que debía dejar el castillo
con una buena guarnición. Pero no soy soldado, sólo un paje, y además aquí
no ocurre nada, todo se hace en Londres, dicen. Desearía estar allí... —
Recuerda algo y se inclina en una descuidada reverencia—. Ruego perdón,
mi señor.
Así lo hace Stephen, pero se sienta incómodo sobre el borde y bebe con
tragos pequeños y nerviosos. Lo observo. Sólo cuando ha bebido hasta la
mitad, le pregunto:
Le toco la mano.
—Eso dicen. Es tal su deseo de poseer todo el poder terrenal que... —Me
detengo—. No importa... debo escribir algunas cartas.
—No, quédate.
—Sí, mi señor.
Ahora la luz se desvanece rápido. Cojo hierro y pedernal, pero mis manos
aún tiemblan. Sin decir palabra, Stephen me los quita, enciende la yesca y
luego una vela.
***
—No, gracias.
—No, déjala.
—¿Quieres quedarte?
Stephen vierte vino en las dos copas y me alcanza una, antes de sentarse
en la mesa con la otra. Bebo y luego vuelvo a acostarme.
No puedo hacer otra cosa que pensar en Jasón, al final de sus viajes,
muerto por el timón de su propio barco Argos, que era llamado Dodona por
ser regalo de los dioses... Sí, sólo puedo pensar en él, y sé que todo lo que
sucede es también voluntad de Dios, así que debo enfrentarme a la muerte
con la entereza propia de un hombre.
—Le enseñé todo lo que pude. Aprendió todo sobre Dios y los santos,
historia, buen gobierno, las reglas de los hombres, torneos, canto, caza...
Pero recordar esas cosas banales es más doloroso que cualquier tema
espiritual. No debo pensar en ello.
—Es un libro impreso. Hay cientos iguales, hechos en una prensa, una
máquina, y vendidos por uno o dos chelines. Tú podrías tener muchos,
llenos de oraciones e historias de grandes hechos. No sólo un misal. —Miro
su rostro y me río—. Ya lo sé. A la mayoría de los chicos no les interesa
aprender nada en los libros. Incluso Ned tenía que ser obligado a
permanecer en su pupitre cuando el sol estaba alto sobre el río Teme y tenía
un nuevo caballo para montar.
—¿Ned?
—Mi niño.
Ésos son los sonidos que he tenido en mis oídos toda mi vida, palabras
que siempre he sabido, y que él también casi sabe. Ruedan desde el papel
con manchas negras a sus ojos, a su lengua, dichas al aire, flotando allí
como el incienso.
—Era mi niño.
***
—No te hará daño —digo—, los alambres son muy finos y no cortan la
piel, sólo cortan tu conciencia. Visten a un hombre en penitencia.
Sí, miedo.
Debo dormir.
No puedo dormir.
—Sí, mi señor.
Su peso es ligero; las cuerdas de la cama sólo ceden un poco y la paja del
jergón cruje. Me desplazo hacia la pared. Detrás, a mis espaldas, me llega
su calor, su olor de chico mugriento, su respiración contra mi cuello y sus
brazos una vez más sobre mis hombros. No dice nada, pero me abraza. Está
caliente, mi respiración se calma y mi cuerpo con ella.
—¿Señor?
—¿Sí?
—Sí, señor. Juro por todos los santos que haré como habéis dispuesto,
aunque me vaya la vida en ello.
***
Es la fiesta de la Salutación de la Virgen María. Desde dentro de la puerta
de la Torre de Honor los cascos de la guarnición debajo de mí son como
filas de cantos rodados de acero, con sus rostros invisibles. Es un frío
amanecer y, sin embargo, sus brigantinas están manchadas con el sudor de
varias semanas. Sin tabardos ni tampoco estandartes que cuelguen laxos con
el aire en calma. No hay uno solo que no represente al bando de Ricardo de
Gloucester y no es necesario que se les recuerde. Los portaestandartes de la
presentación de armas, de entre los mejores hombres, según me dijo
Stephen, se han ido al sur. Estos aparceros y labriegos están retenidos
dentro de las murallas del castillo, ordenados en filas alrededor del edificio
del jefe, atados por sus contratos y por sus fidelidades.
De pie, al lado del alguacil delegado, está James Tyrell. Debería haber
sabido que estaría allí porque siempre había sido el hombre de máxima
confianza de Ricardo de Gloucester. Está aquí para comprobar que se
cumpla la orden de su amo. O, en caso de que se necesite otro trabajo, más
secreto...
Una mano me empuja por detrás. Mis guardias están impacientes. No veo
a Stephen por ningún lado. Cuando me desperté con el ruido del golpe de
los cerrojos que se abrían y que anunciaban al sacerdote, ya se había ido.
Es un hacha, por supuesto. No fui juzgado por mis pares como era mi
derecho por ley. Tampoco se me otorga el último derecho, el último rito de
nuestro rango de caballero: ser ejecutado con nuestro propio y honorable
acero. No importa. Incluso tal honor es una cosa mundana.
Una, domingo
—¿Anda libre?
—Sí. Las gallinas también, pero esta mañana no las he soltado porque no
voy a estar aquí. Las únicas vallas que hay son para mantener a Neddy fuera
del huerto. Estaba abandonado y dije que yo lo cuidaría. Entrad mientras
preparo mis cosas.
La cocina es una de esas antiguas que usan bombona de gas, hay una
mesa de formica con un abundante surtido de materiales y herramientas de
joyería desparramado por encima y, junto a una lámpara de aceite, una
estufa de azulejos cargada de carbón de olor acre lista para ser encendida.
En un rincón, un hermoso reloj Reina Ana con taraceas marca al ritmo del
péndulo y muestra las fases de la luna y el movimiento del sol sobre el
zodíaco. Mientras voy hacia el baño por la puerta trasera, la sombra negra
de un gato con ojos azules me roza las piernas y se esfuma como humo
cálido.
—No lo sé. Lionel dijo que hablaría con él. Tengo la impresión de que
hablan a menudo. Obviamente se llevan bien.
Nos abrazamos.
—No te molestes con lo de «tía» —le digo por encima de mis hombros.
Cuando entramos, veo que las dos habitaciones principales han sido unidas
y que Fergus las utiliza como estudio. Veo planchas de metal y grandes
herramientas sobre el suelo de madera desnudo y en la pared un espeso
collage de bocetos, postales y fotos arrancadas de revistas. La cocina
también tiene el suelo de madera y armarios que han sido pintados a mano
con un color que me recuerda al de las plumas del pecho de las palomas.
—¿Éstas?
—Sí, gracias. Una, papá más o menos me lo explicó, pero cuéntame más
detalladamente qué es eso de la restauración del Chantry. Por cierto, ¿cómo
está tío Gareth? Servíos azúcar y leche.
—Y yo tengo un voto.
Cojo el teléfono.
—No creo que sea acertado continuar con ese asunto —añade, y
repentinamente su voz baja una octava y varios decibelios; noto que hace
un esfuerzo para parecer razonable—. Después de todo, Fergus no está en
disposición de hacer un juicio correcto. Apenas conoce el lugar. No sería lo
mismo si hubiese vivido allí.
—De todas formas, no se puede hacer mucho hasta el lunes —dice Mark.
—No, pero gracias por molestaros en venir hasta aquí para explicármelo
—dice Fergus levantándose—. Papá es muy dinámico. Quiero decir que
siempre tiene mucho sentido común pero básicamente para el dinero. No
creo... Bueno, él nunca se plantea las cosas de otro modo. —Abre la puerta
de la cocina—. Debo liberar a la pobre Morgan de la reclusión. Le daré un
toque a papá más tarde.
Mark la sostiene en sus manos dándole vueltas por uno y otro lado. Yo
controlo sus movimientos porque trata con tanto celo ese pequeño objeto
artístico que me recuerda el cuidado que mostraba Adam por los cuerpos
humanos. Mark me mira y otra vez me ruborizo; el sofoco desciende
rápidamente por mi cuello y pechos hasta lo más profundo. Mientras lo
observo —y sé que se ha dado cuenta— mira un momento hacia abajo y
después hacia Fergus y Morgan. No sé si es mi propio pulso acelerado, o
son sólo ilusiones, pero me parece ver aprobación en la forma en que los
está mirando. Juntos, el aspecto de oro profundo y enjoyado de Morgan
contribuye a que el pelo y los ojos negros de Fergus parezcan grabados en
plata.
Morgan asiente:
Me río.
—¿Podría?
Por lo que veo, mirando el mapa que sostiene Mark, podríamos tomar la
carretera troncal, aunque es una carretera nueva. Sólo puedo intuir la ruta
que seguiría la escolta de Anthony, pero lo haré lo mejor que pueda. A
mitad de camino desde Monk Stray le digo a Mark que gire a la izquierda y
enfilamos hacia el norte a lo largo del río Fosse, pasando Huntington,
Haxby Landing, Towthorpe y Strensall Common, en donde unos carteles
militares rojos indican unos espesos bosques y el propio pueblo de
Strensall, en una curva del río Fosse atravesado por el ferrocarril. Cruzamos
el río y continuamos hacia Haxby Moor. El paisaje es aquí más llano que el
de los alrededores de Grafton, con sus colinas marcadas y sus profundos
valles. Aquí es pantanoso y deprimido, los campos son de color dorado-
verdoso, pespunteados con arroyos y salpicados de bosquecillos del color
verde oscuro de los árboles al final del verano. Es el país de la cetrería creo,
mientras la carretera sube suavemente por un pequeño puente donde el río
Fosse se ha enroscado otra vez para cruzar nuestro camino antes de
dividirse en dos. A nuestra izquierda un pájaro se eleva desde Whitecart
Beck: una gran garza, de un gris que recuerda el traje de un invitado a una
boda, que moviendo sus alas vuela lentamente hacia el oeste.
***
—Sí —digo, mirando hacia lo alto de la torre. Aquí, más que en ningún
otro sitio, es donde imagino que debió de estar Anthony. El eco del portazo,
el ruido y el hedor de un cubo de excrementos, la voluta de humo de la vela,
la sombra de una cabeza inclinada, proyectada sobre la pared de piedra
mientras escribe. A lo mejor una carta a Elizabeth, viuda por segunda vez,
otra vez de vuelta a su posición de partida una vez recorrido todo el círculo,
otra vez sola.
Asiento.
—Sentémonos —dice.
Entonces bajamos caminando, cruzando el plano defensivo, y nos
sentamos cruzados uno frente al otro en uno de esos bancos dobles uno de
los cuales mira al castillo mientras que el otro lo hace a los prados. ¿Qué
es? Sorprendida, sobre mi mente en blanco se proyectan todo tipo de cosas:
enfermedad, malas noticias, una novia, o que... que... que él está... Vaya
tontería pensar que va a decir algo sobre nosotros, porque no existe un
nosotros, sea lo que sea lo que he visto en sus ojos. Eso es justamente...
justamente de lo que me rescató Adam. Debo aferrarme a Adam.
—Verás, tenía una idea para La Ilíada y La Odisea. Sacar a la luz una
nueva traducción. Supondría una gran inversión, pero también habría sido
una inversión fuerte para la editorial Penguin, que sin embargo hizo un
excelente negocio con sus traducciones. Me parecía que no faltarían
compradores si hacíamos una edición que fuese realmente de mucha calidad
y con una buena versión. Y dado que él había recibido una buena
educación, latín, griego y todas esas cosas, le pedí a Lionel su opinión y sus
sugerencias respecto a quiénes se podría considerar como los mejores
traductores de Homero. Y él me dijo... Una, cariño, ¿estás segura de que
quieres continuar oyendo esto?
—Me dio los nombres de algunas buenas ediciones. De gente que podría
hacer una nueva. Después me preguntó si le había dicho algo a Gareth y le
contesté que no, que todavía no lo había hecho. Entonces él... entonces, se
rió y dijo: «Bueno, no te preocupes, no te va a decir que no, ¿verdad? No a
su heredero forzoso. ¿Negarse Gareth a imprimir la historia de Aquiles y
Patroclus? No a su chico favorito. No un... un viejo marica como Gareth».
Las palabras se le atragantan y la crueldad de la ofensa lastima mis oídos,
pero no sé qué decir. No tengo ni idea de lo que Mark está sintiendo ahora,
o de lo que sintió entonces.
—Yo... yo... había pensado que Gareth sólo era... No tenía ni idea... No
sabíamos mucho en aquel tiempo, ¿verdad? Quiero decir, sabía lo que
Lionel quería decir, por supuesto. Pero Gareth... Él... siempre lo había
considerado como un tío. Una especie de padre...
—Lo de Izzy.
—¿Qué?
Debo haber hecho algún movimiento o algo así, porque su mano se tensa
y se aferra a la mía con tal fuerza que casi me hace daño.
—No, no era eso. Era que me daba cuenta de lo vacío que se quedaba el
Chantry sin una artista de verdad, como a todas luces era tu padre. El resto
no importaba. Había estado loco por ella cuando era más joven, es cierto,
pero se me fue pasando al ir creciendo y ya no sentía nada desde mucho
antes de que se casase con Paul. Tú eras mi amiga.
—Lo siento, Una. Podría haberte dicho todo esto en Londres. Debería
haberlo hecho.
Con su otra mano señala hacia las derruidas torres del castillo.
—Un largo camino para volver a New Eltham, y, además, nunca podría
decirle a Gareth lo que te he contado, y mucho menos cara a cara.
Retira su mano.
—¡Mark, mírame! —ahora está de pie, muy alto y medio girado. Parece
que es mi última oportunidad, pero no sé qué decir—. Has tratado de
salvarlo, a nosotros, a todo. Aquella vez con tus planes sobre Homero. Esta
vez con la fundación. Hiciste algo por él entonces y estás haciendo algo
ahora. —Me levanto también, desenroscándome del banco y tropezando
con la hierba áspera por mis prisas para interponerme entre él y el camino
—. ¡Escúchame! Tú... tú lo intentaste entonces y lo estás intentando ahora.
Intentarlo es suficiente. No puedes abarcarlo todo. —Se queda quieto.
Recuerdo que siempre estaba allí, manejando la prensa, haciendo una
entrega de última hora, arreglando un enchufe, intentando que la furgoneta
se pusiese en marcha. Incluso cuando se encontraba en su cuarto,
oficialmente sin trabajar, estaba siempre alerta por si se le necesitaba para
algo, y siempre se presentaba, ofreciéndose y sacando la llave inglesa o
sosteniendo el otro extremo de la balda y diciendo: «¿Te echo una mano?».
Y a mí me parecía que todo volvía a funcionar, fuese lo que fuese, en
cuanto él ponía sus manos encima—. Tú hiciste más que nadie por la
imprenta. Y por todos, todos nosotros. El Chantry entero.
Dice lentamente:
—No.
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero al fin puedo oír los graznidos de los
grajos y oler el aroma de la turba que nos trae la brisa desde los campos.
—¿Quieres irte? —dice con voz suave, aflojando sus brazos pero no del
todo, para que pueda sacar un pañuelo del bolsillo de mis vaqueros.
—¿Y qué crees que hizo la niñita cuando vio que era un lobo el que
estaba en la cama de su abuela?
—Eso es. Era una niñita inteligente —decía, abrazándola con fuerza.
—Dickon está a salvo con Ned —le contestaba—. Dios cuida de ellos.
Anne tenía entonces ocho años, ya no sería una niña por mucho tiempo, y
mentirle ahora podría hacerle daño.
—No lo sé. Rezo por ello. Todos debemos rezar —era lo único que podía
decir.
Pero cuando las hojas amarillas cayeron bajo el peso de las lluvias del
otoño, cuando la aguanieve descargó oblicuamente frente a las ventanas y
las lámparas tuvieron que ser encendidas temprano para poder dar una
puntada, dejó de preguntar.
Incluso durante el día había poco que hacer para mantener controlados
mis temores y mis vanas esperanzas. No tenía un hogar. Vivíamos de la
caridad del abad hasta para comer y calentarnos, y las niñas se increpaban y
peleaban por aburrimiento y falta de ejercicio físico. Aunque no las dejaba
caer en el letargo y cada mañana se disponían para sus lecciones: leyes,
contabilidad y el manejo del hogar. Sus prácticas de costura eran miel sobre
hojuelas, ya que la ropa blanca necesitaba ser remendada. Bess estaba
traduciendo Le chanson de Roland al italiano, y Cecily se había jurado a sí
misma que aprendería de memoria el libro de Antony Dichos y dictados de
los filósofos en recuerdo de su tío.
Mas por la noche nada conseguía apaciguar mis temores. Muchas veces
me llevaba a Bess o a Cecily a mi cama conmigo para encontrar la fuerza
que ahogase mis lágrimas y también para consolarme con el aroma de su
juventud y su tranquila respiración. Pero aun así permanecía despierta
oyendo los ruidos y las órdenes de los soldados fuera de las paredes del
santuario. Cualquier ruido desacostumbrado —gritos, un caballo al galope,
el estruendo de las ruedas de un carro— me ponía tensa, y forzaba los oídos
para averiguar qué podría estar pasando. Ser la causa de tal profanación
sería un crimen, un pecado difícil de soportar. Incluso el silencio, cuando
esperaba que el sereno anunciase la hora, me hacía sudar, porque Ricardo
de Gloucester podría preferir atraparnos a hurtadillas en lugar de hacer una
demostración de fuerza contra unas inofensivas mujeres. Seguramente no
nos matarían. Incluso Ricardo de Gloucester sería incapaz de tal acción, ¿o
sí? Pero lo mismo pudo haber pensado Antony en el largo y duro camino a
Sheriff Hutton. ¿Seríamos obligadas a tomar ese mismo camino?
Al día siguiente me desperté y supe que debía actuar como si mis hijos
estuviesen realmente muertos y Bess fuese la verdadera reina de Inglaterra.
Movió la cabeza.
—Si... pensáis que es lo mejor, señora, que así sea. Desearía no haber
llegado a reina en lugar de mis hermanos.
—Lo sé. Pero nuestros deseos no los traerán de vuelta desde... donde sea
que estén. Debemos hacer lo que podamos —le respondí, enjugándome las
lágrimas—. Además, cuando tu hermano nació, pegaste a Mal porque dijo
que ya no eras la princesa de Gales.
Sonrió.
—¿Lo hice? Lo había olvidado. Será bueno estar otra vez en el mundo. A
veces odio tanto este sitio que siento como si me estuviese ahogando.
Quiero gritar, pero mi garganta se cierra y no puedo.
Ya basta, me dije a mí misma. Debo hacer algo por mis hijas, no sólo
encontrar un lugar en el mundo para unas jóvenes solteras, sino además un
marido y bienes sólidos, los medios para vivir confortablemente y, por
supuesto, una parcela de felicidad.
***
Así que una mañana salimos caminando del santuario por nuestra propia
voluntad, cruzando los jardines de la abadía hacia la puerta. No mostraría
mis temores, y Bess y Cecily tampoco debían hacerlo. Les había advertido
de que debíamos actuar de acuerdo con lo que éramos: las damas de más
alto rango del reino.
Así debía ser, aunque los juramentos solemnes y las garantías, las cartas y
los mensajes, todo el buen sentido y la razón no habían sido capaces de
calmar mis temores. ¿Estaba entregando a mis hijas al enemigo de la misma
forma que había entregado a Dickon? El viento de marzo no era más frío
que mi miedo, y temblé.
Sólo había un hombre que no era soldado esperando junto a los caballos.
—¿Señor Nesfield?
—Como podéis ver, pueden viajar en esa litera. Mis órdenes son alcanzar
Heytredsbury lo antes posible, y para ello es necesario cabalgar. No debéis
temer nada, los caballos son guiados por hombres de confianza.
***
A medida que pasaban los días, pesados a causa del tedio de llevar una
casa que no era la mía y no oír otras noticias que las censuradas, sólo podía
rezar para que Bess y Cecily estuviesen bien y confiar en que Ricardo de
Gloucester no se desdijese de su compromiso. Mi hermano Edward escribió
que a Ricardo le era más necesario ganarse el respeto de los hombres
honestos que el de ante quienes había jurado la muerte de Bess y sus
hermanas, y yo debía consolarme con tal certeza. Además, las pequeñas
seguían conmigo.
La primera helada fuerte llegó justo antes de San Martín. El secretario de
Nesfield me trajo una carta de Bess y me senté en el banco al amor de la
lumbre para leerla. Por supuesto había sido abierta y asumo que leída. Todo
lo que llegaba era examinado previamente.
—No. Cállate.
Hubo otro chillido. Bridget levantó la vista, pero no se puso a llorar. Sacó
el dulce de su boca, lo contempló, como juzgando su poder para mantenerla
segura, y se lo volvió a meter en la boca. En cambio, Anne empezó a llorar.
—Tápate los oídos —le dije—. Lo que no puede ser evitado siempre
puede ser soportado.
Vio las lágrimas que no podía esconder e hizo un gesto a mis mujeres
para que se llevasen a las niñas.
—Ahora que lo decís, lo sabía por vuestro hermano, sir Richard —el
nuevo señor Rivers, debería decir—. Estando él en Grafton las noticias
llegan, aunque lentamente. Y como os prometí, hay pocas cosas que no
consigan cruzar el valle para llegar tarde o temprano al mismo Hartwell.
¿Está bien lady Bess?
—Eso asegura ella. Pero quisiera saber más cosas además de cómo se
encuentra.
—Estará bastante bien. Su hermana, la señora Margaret —debería decir
lady Arundel—, no las perderá de vista. No serán vuestras hijas las que
exhiban un vergonzoso embarazo en la corte. Y a juzgar por lo que oigo de
la corte de Su Gracia de Gloucester, ésta es sobria y devota, como él mismo
y también su mujer.
Suspiró.
—Sí, aunque no es del pecho ni del vientre. Los médicos dicen que tiene
un soplo al corazón. Pero es bastante feliz, siempre riéndose. ¿Recuerdas
los ataques de rabia que solía tener mi pobre George?
—Sí, Dios guarde su alma. Donde está ahora ya no rabiará. Pero puedo
decir que la niña Bridget es un alma dulce y siempre lo será. Debéis saber
que estará mejor con las monjas cuando sea mayor. Cuidarán de ella, y
santa Brígida la acogerá como si fuera su hija, porque ella será una santa,
bendita sea. Antes de eso aprenderá bastante jugando con sus hermanas.
Final
Dr. JOHNSON,
El excursionista,
sábado 13 de octubre de 1750
Capítulo 10
Una, domingo
—Perder un hijo.
—Sí.
Leo que ni siquiera era seguro que ésta fuese su tumba, a pesar de los
entusiastas comentarios locales. Y sin embargo, hay una presencia allí que
no estaba en el castillo: un hombre y una mujer apenados por este niño. No
son ni Elizabeth ni Anthony los que llevan el luto por este niño. Ellos nunca
estuvieron donde ahora estamos nosotros, y ésta es la casa y la aflicción de
sus enemigos. No obstante, de alguna manera, en este aire perfumado con el
humo de los cirios hace ya mucho tiempo apagados las frías y antiguas
piedras, el amargo aroma de la mirra... de alguna manera invaden mis
sentidos y mi mente y traen a mi presencia a Anthony como una alucinación
del corazón, y también a Elizabeth, porque perder un hijo es perder un hijo:
un dolor insondable.
Se me ocurre que es una historia algo picante para un clérigo del siglo
XVIII. Se lo muestro a Mark.
—¿Pensaría tal vez que era una historia auténtica? —sugiere—. Las
novelas se acababan de inventar.
Parece muy similar por fuera, pero totalmente distinto por dentro. Esto no
es un producto comercial salido de las ruidosas prensas del Siglo de las
Luces. Aquí hay una mezcla de páginas, clases de papel, tamaños, tipos de
imprenta. No hay realmente una página de título, sólo un listado de
contenidos. El impresor está señalado como Peter Small de York,
MDCLXVII. Comienza de forma bastante ortodoxa, con los sermones y
plegarias de Lancelot Andrewes, en un buen tipo Plantin, aunque algo
desgastado. Las palabras jacobeas canturrean con un ritmo constante a lo
largo de la página.
—Ah, era muy frecuente en aquellos días. Los impresores enviaban los
libros en hojas sueltas que después eran encuadernados y vendidos
localmente. Podías ordenar a tus encuadernadores locales que las
compusieran como tú quisieras, de modo que así podías tener compilados
ensayos, recetas, cartas, lo que fuera; un montón de cosas distintas reunidas
en un único tomo.
Es una buena escritura del siglo XVI tardío, no la torpe mano de los
amanuenses, como dirían mis colegas paleógrafos, sino el estilo itálico de
un hombre o una mujer educados, acostumbrados a escribir mucho. Los
trazos negros empujan a través de la página sin más fuerza o florituras de
los necesarios, como si el que escribía fuese muy mayor y no tuviese
demasiado tiempo para contar su historia.
—No lo sé. Hace falta analizar el papel y otros aspectos para estar
seguro. Pero todo encaja: la encuadernación, el estilo de escritura, las
fechas. Aparentemente...
Antony Rivers.
Me reincorporo.
—Oh, tienes un lápiz. Sí, ya veo. ¿Pero por qué no pasáis a la sala
parroquial y lo hacéis allí? Es mucho más comoda, y probablemente mi
marido tiene la tetera encendida.
***
—Nunca lo supo —le digo a Mark. Estamos sentados en una manta sobre
la hierba junto a las ruinas de un gran molino de viento, apartados unos
metros de la carretera a Thornton-le-Clay. A nuestro alrededor el campo se
extiende en lontananza sin un alma o animal a la vista, sólo árboles y fincas
con el verde-grisáceo del trigo aún sin madurar y una suave brisa bajo un
cielo gris pálido tan limpio y brillante como los campos—. Nunca supo si
recibió la carta o no... o si Ned estaba a salvo.
—¿Ned?
—Pero no lo eres.
—¿Qué?
—Pero tú no.
La brisa nos acaricia y las hojas muestran su pálido revés como una
bandada de pájaros revoloteando.
—Me alegro.
—¿Tienes frío?
—Sí, gracias.
Me doy cuenta de que estoy muy cansada, aunque no sé por qué, y luego,
una voz en mi cabeza que suena como la de Morgan aconseja: «Si estás
cansada, acuéstate», y lo hago, así de sencillo, con la lana de la manta
cosquilleándome la mejilla. Nos la prestó Fergus y huele levemente a
pintura al óleo.
¿Soy tonta, infantil, por querer ver esa sombra inclinada sobre su carta,
oír el raspado de su pluma sobre el papel, el piafar de los caballos y el
estruendo de las armas? ¿Oler la resina del lacre, la dulce sequedad de una
vela apagada, hasta, por qué no, el hedor de una prisión, la paja sucia, el
cubo de excrementos, el miedo?... ¿Acaso es estúpido si con ello consigues
tocar su mundo y contar su historia como yo creo?
Confío a Dios que la persona a quien más quise en este mundo me siga
hasta Su amparo.
¿Quién era esa persona? Sabemos tan poco, excepto que probablemente
no era ninguna de sus esposas. Estaba Gwentlian, la madre de su hija
Margaret, incluso la propia niña, ya que sabemos que la amaba. Podría ser
alguien que no viviese en Inglaterra, sino en Roma o en Portugal. Incluso
podría no ser una mujer.
Y aunque en algún sitio hubiese una carta, un poema o una crónica que
me lo revelase, no lo sabría, realmente no. No podría saberlo, como sabes
cómo son tus propias manos, o el rostro de tu hijo, o el cuerpo de tu amante.
No puedo contar cómo medía su celda con sus pasos, cuatro pasos de ancho
y seis de largo, las paredes de piedra gris pálido y el cielo detrás de la
ventana. No puedo constatar que se sienta en su celda recordando el peso y
la garra de su azor sobre su brazo o la pelea, la sangrienta puñalada y el tajo
en la oscuridad de Sandwich y las cuerdas cortando la vergüenza en sus
muñecas mientras eran conducidos como ganado bajo la cubierta y
percibieron, con un miedo profundo y terrible, que los llevaban al baluarte
de su enemigo en Calais. No puedo asegurar que levantó su vista desde su
libro en una taberna flamenca, vio a un joven de piel color cobre que lo amó
y se acostó con él, tocando cada brillo y cada defecto, el espeso músculo
bajo la hermosa y firme piel, sus manos anchas de guerrero; muslo
presionado contra muslo y brazos que se aferran; cuerpos tan tensos como
el arco con la flecha, agarrándose el uno al otro.
Pasaron casi dos años hasta que finalmente Enrique Tudor zarpó desde el
Sena y desembarcó en Gales. Aquel día llegó, y después llegaron las
noticias de que Ricardo de Gloucester estaba muerto. Lo escuchamos en
Heytredsbury y no nos preocupamos de ocultar nuestra alegría delante de
Nesfield.
Iba frecuentemente a la corte del rey Enrique cuando oímos que se había
levantado una rebelión por la causa de un muchacho a quien designaban
como Richard, duque de York, hijo menor del fallecido rey Eduardo IV.
Ante la noticia, mi corazón se alegró y luego enfermó. Supe que era falso,
aunque en mi interior deseaba con toda la fuerza de mi alma que fuese
verdad. Que aunque Ned hubiese desaparecido, Dickon viviese y respirase.
Durante una hora o dos mantuve la esperanza, aunque esperar por Dickon
significaba temer por Bess, por el rey y por el bebé Arthur, mi nieto. Luego
los rebeldes cambiaron la historia y dijeron que era el hijo de George de
Clarence. Pero yo sabía, todos sabíamos, que él vivía en la Torre como
prisionero de Enrique Tudor, tan seguro como que mis hijos también
estuvieron presos allí.
Mis hijas me visitan, y también voy a la corte. Pero allí encuentro muy
poco de lo que deseo encontrar, exceptuando a mis nietos. Los cortesanos
no me cortejan a mí, la reina madre consorte, sino a Margaret Beaufort, la
madre del rey. La conozco de toda la vida y no me sorprende. Pero ella me
deja poco que hacer, y eso que yo estaba muy acostumbrada a cuidar de los
asuntos del reino junto con los asuntos de mi propia hacienda. Mas ahora
éstos me agotaban como no lo habían hecho nunca desde mis primeros días
en Astley. Así que decidí dar mis tierras a Bess como dote a cambio de una
pensión del rey. De esta forma renuncié a todo lo que me ataba a este
mundo y me involucraba en una red de intereses y obligaciones, poder y
traición. En la víspera de la coronación de Bess, contemplé las barcazas
ceremoniales navegando río arriba desde Greenwich hasta la Torre y rogué
para que ella pudiese tener toda la felicidad y ninguno de los pesares que yo
he conocido.
Eso fue hace dos años. Ahora estoy sentada en la ventana con mi trabajo
intacto sobre mi regazo, mirando al río, que semeja una arrugada tela de
seda gris a la altura de los muros de la Torre.
—Sois...
—Puedes irte.
—Señora... —dice.
—No soy religiosa y el maese Jasón tiene asuntos privados que tratar
conmigo. Puedes mirar por el cristal si prefieres —añado, ya que no quiero
habladurías acerca de esta visita, aunque sean infundadas.
—Lo sé —dije, y aunque han pasado seis años desde que Antony fue
ejecutado, debo hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas, porque
el amor que profeso a mi hermano es muy parecido al que se tienen entre sí
los camaradas de armas, y al oír a Louis de Bretaylles hablar del suyo, se
despierta el mío.
Había momentos en que parecía que Antony era más fiel a mi servicio y
constante en su amor por mí de lo que lo era Eduardo o cualquier otro
hombre, aun cuando estaba enamorada y cuidaba de él. Este hombre que
está frente a mí debe de haber recibido muestras de esa misma fidelidad a lo
largo de tantas batallas por toda la faz de la tierra.
—Habéis sido sabio. Debéis saber que el rey consideró tan peligrosos los
tiempos que hasta hizo prisionero a mi hijo Thomas, aunque mi hermano
Edward peleó en nombre del soberano y fue herido.
—Lo había oído. Pero, señora, tengo poco tiempo y debo contaros mi
relato.
—Por supuesto.
—Cuando vi que nada podía hacer durante el viaje a Londres del nuevo
rey Eduardo, me adelanté. Pero enseguida supe también que poco se podía
hacer para destronar a Ricardo de Gloucester. Tenía un fuerte poder sobre
hombres y armas, y más fuerte aún cuando fue coronado. Supe... supe que
milord Rivers estaba muerto... Me quedé en Londres escuchando
atentamente las noticias de los príncipes, vuestros hijos. —Asiento con la
cabeza y vuelvo a tragarme las lágrimas—. Tampoco me atreví a ir a veros
a Westminster, porque muchos allí me reconocerían. Me instalé,
haciéndome pasar por un maestro de esgrima milanés, me hice famoso y
también me convertí en visitante habitual de las cervecerías de Smithfield y
de Hounds Ditch.
—¿Y...?
Mueve la cabeza.
—No podía hacer nada por los príncipes excepto quedarme donde
pudiera oír algo, aunque fuera un susurro. Dos días después de la
Ascensión, encontré a un hombre en una taberna, mejor no decir quién ni su
nombre. Me pareció reconocer en su cara que era alguien de la corte del
duque de Bretaña, y estaba en lo cierto, pues había llegado de Brest hacía
muy poco. Pensando que podría tener noticias de quien se las hubiese dado
sobre Enrique Tudor, quien para entonces estaba en Rennes, pedí vino. Creo
que estaba solo y se alegró de poder hablar en francés. Al principio el
hombre no parecía saber gran cosa de ningún plan, pero de repente empezó
a hablar de lo que le había traído a Londres. No exactamente, ¿me
entendéis? Al principio no me decía cuál era su cometido. Pero habló de
tratos secretos respecto a la Torre, de un encuentro con sir James Tyrell, el
hombre de confianza de Ricardo de Gloucester. Me dijo que se pensaba que
la corona del rey Ricardo de Gloucester no estaría a salvo mientras se
supiese que los príncipes estaban vivos.
—Todo. El día que nos encontramos —él estaba borracho para entonces
—, me dijo... Bueno, señora, ¿queréis que continúe?
—Sí, ¡debo saber! ¡Es preciso que sepa la verdad! ¡Cualquier cosa es
mejor que este tormento, cualquier cosa! Debéis contármelo.
—No más palabras, pues, monseigneur. No hay nada más que decir, creo,
aunque sí mucho que rezar. Tendréis mi agradecimiento para toda la
eternidad. Adiós, à Dieu.
***
He decidido confiar en lo que Louis de Bretaylles me ha contado: no sólo
creer que mis hijos están muertos sino también la forma en que murieron.
Pero esta noche no duermo, y ni siquiera me acuesto, aunque mi doncella
me lo ruega hasta que le ordeno que se retire. Me siento ante la ventana con
la hoja abierta sin importarme que entren los miasmas corruptos. Me siento
y percibo la levedad cerca de mi corazón allí donde estuvo escondido el
anillo de Antony hasta este día, y miro a través de la noche hacia donde
murieron mis hijos y en donde aún están.
También pienso en mi hijo Richard Grey y lloro por él, que en sus
últimos días hizo ese pequeño servicio sin saber que daría consuelo a tres
personas.
Una, domingo
Lo que aún queda por decir respecto a Mark y a mí también tendrá que
esperar hasta mañana. Y respecto a Adam.
—Excelente conductora.
La diferencia es que Mark está aquí, detrás de mí, con su cálida presencia
mientras me sigue por la casa, con su voz llenando el vacío y sus manos
ocupándose con total eficiencia de bolsos y maletas: la suya en la puerta de
entrada, la mía al pie de la escalera.
Pero aún podría responder que no. Quiero decir, que a lo mejor no está
seguro de lo que quiero decir con «quedarte esta noche». Debería haber
esperado hasta que estuviésemos cómodos, hasta que hubiésemos tomado
una copa, hasta más tarde, hasta nunca. El corazón se me sale del pecho y
aún no me ha contestado. Si lo hace... Se está protegiendo a sí mismo o a mí
o está pensando en alguna excusa piadosa para que ni él ni yo nos sintamos
avergonzados. Porque puedo sentir la humillación subiendo desde mi
vientre, sobre la piel de mi pecho y mi cara hasta hacer resonar mis oídos.
—Me encantaría.
Cuando quiero algo más que su piel contra la mía, me separo de sus
brazos y me levanto tendiéndole la mano. Él también se levanta y de forma
natural y tranquila subimos hasta mi dormitorio.
¿Es también un final para él? Tal vez no es para mí sino para él, porque
finalmente ha tomado posesión... el último tipo de posesión... ¿la que mi
familia le denegó durante tanto tiempo? ¿Es por esa razón por la que me
desea?
—Un poco.
Pero cuando me giro hacia el otro lado y él tira del edredón hacia arriba
cubriéndonos a ambos, no vuelvo a sus brazos. No puedo hacerlo. Sería
como permitirle que tomase posesión de mi alma.
—Lo siento.
***
Así que al parecer era el final, en cierto modo una especie de final. Esta
suave y entrañable sensación que me llega al alma me es tan familiar que no
necesito preguntarme qué es.
—¿Diga?
—Morgan. Sí, fue una visita encantadora. Encontré a Fergus muy bien.
—Sí, creo que ahora está más estabilizado. Morgan, Dios mío, los
nombres que se ponen hoy en día. —No me molesto en señalarle que los
nombres en nuestra familia no son lo que podría considerarse muy comunes
—. De todas formas, podemos conseguir un mandamiento judicial mañana
basándonos en que los propietarios no han llegado a un acuerdo.
—¡Muy bien!, así se hace. ¿Se lo has dicho? Porque odio la idea de este
tipo de guerras.
—Esa misma. Muy bien surtida. Coincidió que estaba por aquí en viaje
de negocios para la imprenta. Lo invité a él y a Izzy a tomar unas copas
todos juntos al mediodía. Champán y toda la parafernalia. De todas formas,
tal como yo esperaba, le ofreció a Izzy un encargo para que escribiese un
libro sobre la restauración del Chantry y ella aceptó.
—Exacto. Así que no creo que tengamos que preocuparnos por Izzy.
—Sí, pero conozco a mi querida hermana mayor desde hace medio siglo.
No cambiará de parecer.
Pienso en su absoluta seguridad respecto a su trabajo.
—No... no, mejor hazlo tú. Estoy terriblemente ocupada. Inténtalo más
tarde. Él... tú lo explicarás mucho mejor.
—Sí, por supuesto. Escucha, Una, por si no nos volvemos a ver antes de
que te vayas, que tengas buen viaje.
***
—Lo sé. Creo que nos afectó a todos. Pero... parece que todo va a salir
bien. —Habla usando palabras alegres, pero su tono es cansado y triste—.
Nunca me perdonaría que mi deseo de no perder la imprenta abriese una
brecha entre vosotros.
—Pero es como dijo Lionel, los asuntos de familia son así —corto
rápidamente siguiéndolo al taller y sentándome en uno de los sillones—. Tú
mismo has dicho que a veces te preguntabas qué habría sucedido si mi
padre estuviese vivo.
—Lo sé. Pero siempre me gusta que me lo recuerden. Sólo que siempre
pienso en ti como mi padre.
—Oh, Una —dice, más bien tembloroso—. Eso está... bien. Sí, bueno. Tú
y Mark... —Su voz se apaga.
—Vale —contesta.
—Y... y a él nunca se le había pasado por la mente, nunca hasta ese día.
Mark... no era muy mayor —comento, y trato de que no suene a una
disculpa—. Ninguno de nosotros lo era.
Esboza una sonrisa que significa que debo saber que no nació ayer, que
muchos otros planes para salvar la imprenta quedaron en nada.
—Por supuesto.
—Querida, ¡es tan triste verte partir! Tú y Mark... Sí... Él... Pero no te
preocupes. Quién sabe lo que sucederá.
—Sí, quién sabe, ¿verdad? Pero insisto en que vengas a Sydney a tomar
un poco el sol y de paso a mi fiesta de cumpleaños. ¡Hay tantas cosas allí
que quiero mostrarte!
—Ya veremos —responde, y sé que está pensando que es muy viejo—.
Bon voyage, querida Una.
***
Asiente con un gesto, pero entonces me toca facturar y se arma un lío con
el cuadro Amanecer en el East Egg, sobre si es demasiado grande o no para
llevarlo en cabina, aunque no será porque Gareth no lo haya preparado bien,
sólo sobresale unos milímetros de las medidas del tamaño máximo
admitido. Me preocupa que Mark quiera irse, porque ya me ha dicho lo que
necesitaba aclararme, pero no se va.
—Sí, lo aclaré todo con Gareth —repite, y luego se calla, con la mirada
perdida como si aún estuviese oyendo la conversación—. Pero, Una, me
comentó algo más.
No tengo palabras, no tengo nada que añadir, nada que pueda expresar los
sentimientos que me invaden. Todo lo que había estado temiendo parece
estar ocurriendo. No sé cómo detenerlo. No sé si quiero detenerlo. Miro
hacia otro lado, porque mirar a los ojos de Mark, su boca, sus hermosas
manos, que están temblando como las mías, hace que mi mente se dispare.
Mark carraspea.
Pero lo que amé en Adam aprendí a amarlo antes en Mark. Si Mark viene
a verme... pase lo que pase, todavía puedo aferrarme a Adam. No hay
batalla posible. Él siempre estará allí... pase lo que pase.
Le sonrío, aunque creo que puede ver que casi estoy llorando de alivio.
—Eso me gustaría, querido Mark, me gustaría mucho.
***
Cuando los motores del avión se han aplacado, pasando desde un alarido
a un rugido, y las luces del uso de los cinturones se han apagado, me pongo
de pie para abrir el compartimiento de equipaje encima de mi cabeza. Casi
pierdo el avión, por lo que mis pertenencias están hechas un lío, y noto la
mirada contrariada de mi vecino, como si no hubiese causado ya suficientes
problemas a mis compañeros de viaje. Escarbo en mi bolso y finalmente
encuentro un cuaderno, una pluma y una fotocopia de la descripción de
Mancini del coup d’état de Ricardo III. Antes de eso, rozo mis nudillos
sobre la madera, sobre la caja de embalaje que tío Gareth ha hecho a mano
para proteger el Amanecer en el East Egg al milímetro y sobre la cual ha
escrito «Propiedad de la profesora Una Pryor», con su caligrafía negra y
hermosa y ahora como una gran declaración, visible para todo el mundo.
Pero no es exactamente de mi propiedad y, por otro lado, tampoco es de
Gareth si nos atenemos a mi herencia legal. ¿Pero quién lo sabía excepto
yo?
Pero no quiero volver a tender puentes nunca más. «Tienes que hacerlo
de forma integral», dijo Mark.
Quizá he encontrado algún tipo de respuesta, alguna manera de rellenar
verazmente los vacíos entre un hecho y otro, pues hasta ahora estaban
inconexos. Hacerlo de manera que el resultado no sea ni la verdad ni una
falsedad, pero que lo abarque todo. No hay autoridades en esta materia, ni
referencias, ni precedentes, ni publicaciones supervisadas por otros
científicos; no es el habitual seguimiento de un rastro aplicando las reglas
establecidas. Mi única potestad es la elección del tema sobre el que voy a
escribir. La libertad es casi absoluta; el rastro que he de seguir, tal como
está, es confuso: Narrow Street, East Smithfield y el Chantry, St. Albans y
Grafton, desde Astley hasta Pontefract y York y de allí a Sheriff Hutton, y
una carta que siempre estuvo allí...
¿Lo que yo escriba serán mis palabras o las de ellos? ¿Mi vida o las de
ellos? No será historia. «Visible a medio metro, invisible a un metro», había
dicho Charlie, el amigo de Mark, en las obras de restauración del Palacio de
Eltham.
Una secreta alquimia fue escrita como parte de una tesis doctoral
de escritura creativa en el Goldsmiths College de la Universidad
de Londres, y quisiera agradecer a Maura Dooley y a todo el
equipo de estudiantes de dicha universidad su ayuda y apoyo.
19/10/2013