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Horacio Quiroga - Cuentos de Amor de Locura y de Muerte
Horacio Quiroga - Cuentos de Amor de Locura y de Muerte
Horacio Quiroga - Cuentos de Amor de Locura y de Muerte
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2
Texto núm. 26
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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
3
UNA ESTACION DE AMOR
4
I
Primavera
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una
chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente
núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura,
de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy
finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus
negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente
tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así,
llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos
Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
5
—El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de
tu chica… Es cuñada del doctor.
Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó
cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras
continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles,
Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el
puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su
bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su
conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía
quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego
de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día perdía toda
su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!
6
¡Y si ella lo quisiera!… ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba
mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con
que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el brillo
de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la inquieta espectativa con que
lo esperó, y—en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el
ramo.
Verano
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en
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toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi
dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de
dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
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—En casa todos tendríamos mucho placer… ¡supongo que todos! ¿Quiere
que consultemos?—se sonrió con maternal burla.
—¡Qué apurado! Yo no sé… veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno
rostro, puesto que a él debía su respuesta.
Nébel objetó:
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II
Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas
que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta
sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que
agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y
su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella,
Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor
más nube para el porvenir que la minoría de edad de Nébel. El muchacho,
dejando de lado estudios, carreras y superfluidades por el estilo, quería
casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era
absolutamente imposible vivir sin su Lidia, y que llevaría por delante
cuanto se opusiese a ello. Presentía—o más bien dicho, sentía—que iba a
escollar rudamente.
—Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto?
Porque tú no te dignas decirme una palabra.
—Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de eso.
—Sí.
10
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
—¿Pasar?… ¿qué?
—Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para
reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a
alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
—¡Papá!
—¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara… No me refiero a tu…
novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes
de qué viven?
—¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino
como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna
tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué clase de
relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, pregunta!
—¡…!
—¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay
impulso más bello que el tuyo… Pero anda con cuidado, porque puedes
llegar tarde!… ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu
novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en
matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera,
díle que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se lo
llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decir.
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salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más
violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no
ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en
vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de
enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se
pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie
de compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre todo para
autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
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Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que
surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de
pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a
arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una
tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había
sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en
batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared,
ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente,
tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor
inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su
casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por
su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del
padre, y la madre apremiaba este detalle.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a
"mi suegro"… "mi nueva familia"… "la cuñada de mi hija". Nébel se
callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego.
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—¿Y entonces?
Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de
cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
—Es decir… ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
—¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha
figurado?—añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.—¿Quién
es él para darse ese tono?
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—¡Qué es, no sé!—repuso con la voz precipitada a su vez—pero no sólo
se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
—¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado
para esto!
Nébel se levantó:
—Señora…
15
III
María S. de Arrizabalaga."
Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a
Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide
disculpa.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del
naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de
calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la
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más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados. El
recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había
destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad
íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño diamante.
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con
mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada un
día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no
había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca,
como teclas, y él no podía hacer ya nada más.
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el
revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un
dibujante alemán que antes de suicidarse—Nébel era adolescente—iría a
verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada
sobre largas charlas filosóficas.
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—¡Pst! ¡De todos modos!…—repuso el muchacho, mirando a otro lado.
tu Lidia."
Otoño
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No me recuerda, ¿no es cierto?
Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata
aún de parecer bien a un muchacho.
De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos,
aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos
verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los
pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar
una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a
la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas,
hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la elegante mujer que un día
hojeó la Illustration a su lado.
—¿Soltera?
—Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para… En fin, Boedo, 1483;
departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su
promesa. Fué allá—un miserable departamento de arrabal.—La señora de
Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
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—¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su
casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ese su único
establecimiento?
—Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en
esas condiciones!
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—¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio!—añadió abriendo los brazos con
lágrimas en los ojos:—a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo…
¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con
Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre—concluyó con una
pastosa sonrisa y bajando la voz:—usted conoce bien el corazón de Lidia,
¿no es cierto?
Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró
entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre
la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y
la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de
deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el
tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara
conquista que le deparaba el destino.
—¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi
de su familia…
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa
gravedad.
—¿Hace tiempo?—murmuró.
Invierno
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donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec de
la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su
servicio doméstico más que a una vieja india, pues—a más de su propia
frugalidad—su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este
modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y
su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente.
Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies
angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego
de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.
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—¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los
últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin
del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en
seguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de
Lidia.
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IV
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi
todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas
veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces
largo tiempo callados.
Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada
al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a
trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la
morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el
comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas.
Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con
Lidia.
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—Sí… Los médicos me habían dicho…
El la miró fijamente.
Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los
labios en un casi sollozo.
—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fué a buscar
a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá!—cayó sollozando
sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
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Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los
labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron grandes manchas
violeta.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que
Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en el
carruaje.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.
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LOS OJOS SOMBRIOS
Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no
pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y
aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme.
Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo
había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después
de larga ausencia.
Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez
frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que
se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo
informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente
me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía
de todo punto imposible cualquier arreglo.
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—¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y
debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa
de lo que has visto!
—Te juro…
Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado
con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban
de fiebre.
—Sí—le respondí.
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—De veras, de veras me juras que te parece linda?
Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación,
respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro momento.
Diez días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en la siguiente
semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:
—No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para esas
cosas.
—¿Yo?
—Hace días que las noto más flacas… ¿Sabes por qué no quieres ir más?
¿Quieres que te lo diga?
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—¿Pero no ves que estás delirando, que estás muerto de fiebre?—le
interrumpí. Por dicha, un violento acceso de tos lo detuvo. Lo empujé
cariñosamente.
—Sí, quiero.
Cuatro horas más tarde llegábamos allá. María me saludó como si hubiera
dejado de verme el día anterior, sin parecer en lo más mínimo preocupada
de mi larga ausencia.
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—¿No es verdad?—se rió ella.
Era tan perverso y cobarde el ataque, que lo miré con verdadera rabia.
Vezzera afectó no darse cuenta, y sostuvo la tirante expectativa con el
convulsivo golpeteo del pie, mientras María tornaba a contraer las cejas.
—¡Vezzera!—exclamé.
Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero
tuve que hacerlo. María soltó la risa, notándose así mucho más el
cansancio de sus ojos.
—¿Querías ridiculizarme?
—Sí… quería.
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mí?
—¿Me juras por lo que más quieras, por lo que quieras más, que no sabes
lo que pienso?
—No miento.
Y mentía profundamente.
—¡Nunca! Se acabó.
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—La vida no me importa… dentro de unos meses esto se acaba… mejor.
Lo que quiero es que vayas otra vez allá.
—¡No! ya te dije.
—¡No, vamos! ¡No quiero que no quieras ir! ¡Me mata esto! ¿Por qué no
quieres ir?
Usted sabe qué terrible fuerza de atracción tiene el suicidio, cuando la idea
fija se ha enredado en una madeja de nervios enfermos. Habría sido
menester que a toda costa Vezzera no estuviera solo en su cuarto. Y aún
así, persistía siempre el motivo.
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por eso nos dejaba libre a mí y a ella. Además, sus pulmones no daban
más… era cuestión de tiempo. Que hiciera feliz a María, como él hubiera
deseado…, etc.
Pero no me moví.
—¿Nunca más?—añadí.
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—¡No, no, no!—redobló aún sus sollozos.
—¡María!—se dirigió a una joven que pasaba del brazo.—Es hora ya; son
las tres.
—Ya ve, amigo mío, como se puede ser feliz después de lo que le he
contado. Y su caso… Espere un segundo.
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EL SOLITARIO
Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera
tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su
especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las
suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad
comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en
su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas
del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero
cuando la joya estaba concluída—debía partir, no era para ella,—caía más
hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja,
deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer
escucharlo.
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—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,—decía él al fin, tristemente.
—¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la
última de las mujeres!… ¡Pobre diablo!—concluía con risa nerviosa,
yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios
apretados.
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a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos
a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim
notó la falta de un prendedor—cinco mil pesos en dos solitarios.—Buscó
en sus cajones de nuevo.
—Sí, lo he visto.
—¡Aquí!
María se rió.
—Broma?…
—Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser
mío… Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
—¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Qué soy una ladrona!
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—¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de
halago, y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
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Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena
crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
—¡Mi brillante!
—Dámelo!
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—¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
—¡Dámelo!
Su mujer no lo sintió.
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LA MUERTE DE ISOLDA
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese
día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la
cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque
cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo
hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi
largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
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expresaba inequívoca voluntad.
La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fuí su novio, hice
cuanto me fué posible para que fuera mía. La quería mucho, y ella,
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inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante, privado
de tensión, mi amor se enfrió.
Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga suya,
mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del tête-
a-tête a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a
su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fuí yo quien se
exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés.
Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el
amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no
iluminarle los ojos de dicha cada vez que me veía entrar.
Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo
mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
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Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la
mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
—¡Es evidente!…—murmuró.
—¡Esteban!
—Qué—torné a decirle.
No me respondió, y agregué:
—Como quieras.
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Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:
—Como quieras.
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¡Y concluído! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía
más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno
haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable
felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.
—¡Inés!—llamé.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho, que
después amó cien veces… Si usted es querido alguna vez como yo lo fuí,
y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza viril que hay en mi
recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro…
Comprendí, al ver a su marido de opulenta fortuna, que se había
precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali… Pero al verla otra vez, a
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veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz,
surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera
pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada,
única entre todas las mujeres, habían sido mías bien mías, porque me
habían sido entregadas con adoración—también apreciará usted esto
algún día.
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos,
murmuré:
—¡Inés!
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—No, no…¡Es demasiado tarde!…
49
EL INFIERNO ARTIFICIAL
Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas
con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran
sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con
cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares
del pie doblados hacia abajo.
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—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
—¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años,
desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una
gota!… Sí, es por la cocaína… ¿Y usted? Yo conozco ese olor…
¿cloroformo?
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—¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos
vecinos míos… Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por
seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fué con su
hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos
quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el
contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dió de
mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir
ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa
quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer
52
estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un
ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos…
El hombre se compadeció.
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fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de
pies y manos para la curación.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para
entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito
con cocaína… Ahora calcule usted lo que es pasión.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un
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modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto
más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo
toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a
explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party
debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba
al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un
ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los
ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los
organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de
defensa—los morfinómanos las conocen bien!—sentí todo el profundo
goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho
años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca,
su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala
iluminada. Tan brusca fué la sacudida, que me hallé sentado en el diván,
mirándola. ¡Diez y ocho años… y con esa hermosura!
Ella me vió llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría
extrañeza.
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—Sí…—murmuré.
Me levanté y fuí adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba
mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
—Matémonos—le dije.
—Matémonos—murmuró.
—Aquí no—agregó.
56
maté a mi vez.
57
LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios,
los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su
estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir
mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa
honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un
mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin
esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses
de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes
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sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no
conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención
profesional que está visiblemente buscando la causa del mal, en las
enfermedades de los padres.
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anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores.
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—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así?—alzó ella los ojos.
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que
te quería decir.
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba,
como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que
en menor grado, pasábale lo mismo.
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afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el
respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fricción, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona.
Antes se contenían aún por la común falta de éxito; ahora que éste había
llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de
los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con
visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día
sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar
idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fué, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
—¡Nada!
—¡Si, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
—¡Al fin!—murmuró con los dientes apretados.—¡Al fin, víbora, has dicho
lo que querías!
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—¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi
padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente, una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hiriente fueron los agravios.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor
a su marido e hija, más irritable era su humor con los monstruos.
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Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fué a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta
quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en
seguida a casa.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus
rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo
logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado,
seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—Mamá, ¡ay! Ma…—No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de
una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado
a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
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—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
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LOS BUQUES SUICIDANTES
Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un
buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni
hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.
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La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla
presente, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer
inquieto oído a la voz de los marineros en proa. Una señora recién casada
se atrevió:
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desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la
mayoría cantaba ya.
Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas
cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos
se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó
en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en
silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se
volvieron. El los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de
nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el cabo arrollado,
avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta
la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se olvidaron,
volviendo a la apatía común.
Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin
saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el
sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al
agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si
recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido
todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los
demás buques. Esto es todo.
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—¿Y usted no sintió nada?—le preguntó mi vecino de camarote.
—Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más.
No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez
de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que
sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse
cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese
anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de
aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
—¡Farsante!—murmuró.
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EL ALMOHADON DE PLUMA
Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el
carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería
mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluído por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido.
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Fué ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
detención, ordenándole calma y descanso absolutos.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin
oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
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se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor.
Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
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—Levántelo a la luz—le dijo Jordán.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca—su trompa, mejor dicho—a las sientes de aquella,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fué vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia.
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EL PERRO RABIOSO
El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco
santafecino persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su
escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante
de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como a una fiera,
hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de
un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.
Marzo 9—
Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de
noche en nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es
el de las dos horas que siguieron a aquel momento.
La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como
había dado desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los
primeros días de urgente instalación, que aserrar tablas para las puertas y
ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor desahogo de
trabajo, mi mujer se había contentado—verdad que bajo un poco de
presión por mi parte—con magníficas puertas de arpillera. Como
estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba
nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al
corredor central, fué por donde entró y me mordió el perro rabioso.
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Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor
contrariedad, desde que llegáramos no había hecho más que llover. El
monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y tristísimas; apenas
salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin
tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.
Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su
casa había andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo.
Dos noches antes, un perro barcino había aullado feo en el monte. Había
muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia al asunto,
pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada
nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar
el camino.
Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo,
confirmó aquello. Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una
hora antes acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había
tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal,
babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había
cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que
halló en el trayecto.
Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde
la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las
casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los
peligros del oficio—un tiro o una mala pedrada—han dado verdadero
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proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No
se siente jamás su marcha. Roban—si la palabra tiene sentido
aquí—cuánto les exige su atroz hambre. Al menor rumor—no huyen
porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al
llegar al pasto se agazapan, y esperan así, tranquilamente, media o una
hora, para avanzar de nuevo.
De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas
merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los
perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno.
Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba
sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre
el pasto ojos fosforescentes. Concluída la cena se encerraba en su cuarto,
el oído atento al más hipotético aullido.
Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión
de haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un
rato. Y de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló
bajo el corredor.
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—¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana!
¡Dile a tu marido que no salga!—clamó desesperada, dirigiéndose a mi
mujer.
—¡Oh!…
De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.
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un horcón.
—Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.
En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que
fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz
prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama,
vigilando sin cesar la arpillera flotante.
Antes me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que
oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.
Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeunte
mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco
estado de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar
una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos
Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y
lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco
minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa correción
higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la
epidemia—provocada seguramente por una crisis de llover sin tregua
como jamás se viera aquí—había cesado casi de golpe, la vida recobró su
línea habitual.
Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta
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del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en
mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve
trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un
inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.
El único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por
punto lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la
cuarentena, esta historia, que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y
de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de
enfermedad.
Marzo 10—
¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre
cualquiera, que no tiene suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte.
Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de
persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí, pasaron también
para siempre.
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bebé vigilado segundo a segundo contra tal disparatada amenaza de
muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en
paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza,
para resurrección de las locuras.
Marzo 15—
¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y
noche, a ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!
Marzo 18—
Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida.
¡Me han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!
Marzo 19—
¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima,
como si sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es
posible tanta estupidez en dos personas sensatas! Ahora no disimulan
más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé por qué, no
puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me
alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido
contenerme y me he vuelto con rabia:—¡Pero hablen, hablen delante, que
es menos cobarde!
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No he querido oir lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!
8 p.m.
¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos! ¡Ah, yo sé por qué quieren
dejarme!…
7 a.m.
¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme
había tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había
muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de
víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora
comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo!
¡Quería irse por eso!
7.15 a.m.
¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!…
¡Socorro!…
¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la
escopeta!… ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa…
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¡Qué grito ha dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una
enorme!… ¡Ay! ¡Socorro, socorro!!
¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte
está lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!…
Ahí viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en
el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra
mí! ¡Ah! pero ese no vivirá mucho… ¡Le pegué! ¡Murió con todas las
víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡Socorro!!
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A LA DERIVA
El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que
arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora
vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral;
pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos.
Pero no había sentido gusto alguno.
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—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno
tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
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hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente,
cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas
de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas
bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en
cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de
agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.
Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad
única.
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respiración también…
—Un jueves…
Y cesó de respirar.
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LA INSOLACION
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando
los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del
Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más
color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el
horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra. Hacia el
oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible
línea sombría enmarcaba a lo lejos.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
distraído. Después de un momento, dijo:
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delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose
por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en
recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaron al
aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al
sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo.
Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros:
Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un
coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox-
terriers, tendidos y muertos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
rancho de dos pisos—el inferior de barro y el alto de madera, con
corredores y baranda de chalet—habían sentido los pasos de su dueño
que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un
momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la
mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria velada de whisky, más
prolongada que las habituales.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido,
con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener en fusión el
cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras
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blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajo del día anterior
y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a
dormir la siesta.
Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los
ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,
incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y
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se doblaron de nuevo.
Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón,
sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber adonde. Míster Jones
sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo
piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche
oyeron sus pasos, luego la doble caída de las botas en el piso de tablas, y
la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de
dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en
coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un
aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los
otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado
media hora, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el
hocico extendido e hinchado de lamentos—bien alimentados y acariciados
por el dueño que iban a perder—continuaban llorando su doméstica
miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas y las
unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las
cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora
saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al
comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó
un peón al obraje próximo, recomendándole el caballo, un buen animal,
pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía e insistió en
que no galopara un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros,
que en la mañana no habían dejado un momento a su patrón, se quedaron
en los corredores.
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La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizca
del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo
hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox-terriers.
Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo, cruzó
el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió
perezosamente con la vista, y saltó de golpe:
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón.
Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudente furia a la
Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza baja,
aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar frente al
rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se degradó
progresivamente en la cruda luz.
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preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón,
cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya, pidiéndole el
tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía,
etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en
busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era
maravilloso contra su mal humor.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto
bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor quemante que
crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento
del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo
de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la
respiración.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera.
A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban
precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin, como la casa
estaba ya próxima, apuraron el trote.
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Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado
de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos.
El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fué inútil
toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno,
fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó
todo, volviéndose en seguida. Los indios se repartieron los perros que
vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las tardes con
hambriento sigilo a comer espigas de maíz en las chacras ajenas.
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EL ALAMBRE DE PUA
Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde
su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de
capuera—desmonte que ha rebrotado inextricable—no permitía paso ni
aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde el
malacara pasaba.
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente:
Cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta
metros en el campo, vió un vago sendero que lo condujo en perfecta línea
oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles.
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En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más
preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los
dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de
memoria.
Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había
caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus
pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la
escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el
aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había
infinita distancia. Más por infinita que fuera, los caballos pretendían
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prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los
alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa
felicidad prosiguieron su aventura.
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Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el
sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.
—El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene.
¿Y entonces?… ¿Ustedes no pasan?
—¡Nosotras sí!
—¿Quién?—preguntó el alazán.
—¿Alambrados?… ¿Pasa?
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héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede
hallar el deseo de pasar adelante.
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el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y bruta de su fuerza,
hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de
alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.
—¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!
Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!
—¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!
¡Toro sigue vaca!
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—¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!…
—No va a pasar.
—¿Qué pone?
—¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los
ojos despreciativas:
—¡Barigüí sí pasó!
100
—A los caballos un solo hilo los contiene.
—Son flacos.
—¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a
pasar!
—… reir!
—… veremos.
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Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El
malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían,
miraron perderse en el valle al hombre presuroso.
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No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había
dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron
atentamente aquello, especialmente los postes.
—El hombre dijo que no iba a pasar—se atrevió, sin embargo, el malacara,
que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual
sentíase más creyente.
—Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los
hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos dejó
en suspenso a los caballos.
103
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.
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desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de
estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al paso,
inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con
un ronco suspiro.
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LOS MENSÚ
Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a
Posadas en el Silex, con quince compañeros. Podeley, labrador de
madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje
gratis, por lo tanto. Cayé—mensualero—llegaba en iguales condiciones,
mas al año y medio, tiempo necesario para chancelar su cuenta.
De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de
una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo
de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la
playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las
cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.
106
compañero, pues lo único que el mensú realmente posee, es un
desprendimiento brutal de su dinero.
La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas
damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero
de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para
recibir en cambio 1.40, que guardaban sin ojear siquiera.
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La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para
él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.
Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar
de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las
botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de
su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.
Habían llegado, por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que
escalaba la barranca, desde cuya cima el "Silex" aparecía mezquino y
hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní,
bien que alegres todos, despidieron al vapor, que debía ahogar, en una
108
baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, patchulí y
mulas enfermas, que durante cuatro días remontó con él.
Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos,
la vida de obraje no era dura. Hecho a ella, domada su aspiración de
estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas
rutinarias con ciertos privilegios de buen peón, su nueva etapa comenzó al
día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con
hojas de palmera su cobertizo—techo y pared sur—dió nombre de cama a
ocho varas horizontales, nada más; y de un horcón colgó la provista
semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos
mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la
mano de la pava; la exploración en descubierta de madera; el desayuno a
las ocho, harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto,
cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo,
esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa, para concluir de
noche, tras nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará del
mediodía.
Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los
anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba
siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos
por machete, y ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fatalismo
que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás
compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del
obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los
pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra-justicia,
que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del
patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día
y noche a su gente, y en especial a los mensualeros.
109
otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado.
Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma.
Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hormigueo a flor de
estremecimiento. Sentóse filosóficamente a tomar mate, y media hora
después un hondo y largo escalofrío recorrióle la espalda bajo la camisa.
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Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a
mediodía, y Podeley fué a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se
denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente bajó
los paquetes sin mirar casi al enfermo, quien volcó tranquilamente sobre
su lengua la terrible amargura aquella. Al volver al monte, halló al
mayordomo.
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—Debo veinte pesos todavía… El sábado entregué… Me hallo muy
enfermo…
¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto;
pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería
hombre muerto a deudor lejano.
La decisión de huir, y sus peligros, para los que el mensú necesita todas
sus fuerzas, es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El
domingo, por lo demás, había ya llegado; y con falsas maniobras de lavaje
de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo
ser burlada, y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la
comisaría.
112
Y un momento después surgían de un recodo de la picada, el capataz y
tres peones corriendo. La cacería comenzaba.
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Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche
llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió
fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los
pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los
hombres.
Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con
los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La
corriente del Paraná que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la
jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos
de isipó.
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Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte
metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al
sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado
las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear,
dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y
durante veinte horas la lluvia transformó al Paraná en aceite blanco, y al
Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de
pronto chorreando agua, apoyándose en el revólver para levantarse, y
apuntó. Volaba de fiebre.
—¡Pasá, añá!…
Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los
diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para
siempre en su tumba de agua.
115
—¡Por favor te pido!—lloriqueó ante el capitán—¡No me bajen en
Puerto X! ¡Me van a matar!… ¡Te lo pido de veras!…
Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, con nueva
contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.
116
YAGUAÍ
Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra—un sólido
bloque de mineral de hierro—y dió una cautelosa vuelta en torno. Bajo el
sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco,
fenómeno éste que no seducía al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo,
estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y,
para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual
regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a
ambos lados.
117
comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluído un aficionado
con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos metros de hondura,
tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo de tajamar. Su fuente,
bien que superficial, resistía a secas de dos meses, lo que es bien
meritorio en Misiones.
118
—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.
Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durar muy
bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. El perro del
peón halló una pista, muy lejos, que perdió en seguida. Una hora después
volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa.
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En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo, viendo aumentar poco
a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a 15 al amanecer,
llegaba a 41 a las dos de la tarde. La sequedad del aire llevaba a beber al
fox-terrier cada media hora, debiendo entonces luchar con las avispas y
abejas que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas
en tierra, jadeaban tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta y
la enredadera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena
abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente a las hormigas
rubias.
Alrededor, cuanto abarcaba los ojos del fox-terrier, los bloques de hierro, el
pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado de calor. Al
oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en la depresión de la doble
sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua de cinc, esperando
la caída de la tarde para revivir. La atmósfera, entonces, ligeramente
ahumada hasta esa hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el
cual el sol, cayendo sobre el río, sosteníase asfixiado en perfecto círculo
de sangre. Y mientras el viento cesaba por completo y en el aire aún
abrasado Yaguaí arrastraba por la meseta su diminuta mancha blanca, las
palmeras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado en rubí, infundían
en el paisaje una sensación de lujoso y sombrío oasis.
Desde tiempo atrás, el perrito blanco había sido muy solicitado por un
amigo de Cooper, hombre de selva cuyos muchos ratos perdidos se
pasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficos para
esta caza, aunque muy inclinados a rastrear coatíes, lo que envolviendo
una pérdida de tiempo para el cazador, constituye también la posibilidad
de un desastre, pues la dentellada de un coatí degüella sistemáticamente
al perro que no supo cogerlo.
120
—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón—le decía.
Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper.
Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta—maniobra ésta que
entraba en el sistema educacional del cazador;—pero el hambre, que
llevaba a aquellos naturalmente al monte a rastrear para comer,
inmovilizaba al fox-terrier en el rancho, único lugar del mundo donde podía
hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán siempre malos
cazadores; y justamente la raza a que pertenecía Yaguaí, caza desde su
creación por simple sport.
121
de una mata de espartillo, al menor rumor hostil. Aprendió a no ladrar por
más furor o miedo que tuviera, y a gruñir de un modo particularmente
sordo, cuando el cuzco de un rancho defendía a éste del pillaje. Aprendió
a visitar los gallineros, a separar dos platos encimados con el hocico, y a
llevarse en la boca una lata con grasa, a fin de vaciarla en la impunidad del
pajonal. Conoció el gusto de las guascas ensebadas, de los zapatones
untados de grasa, del hollín pegoteado de una olla, y—alguna vez—de la
miel recogida y guardada en un trozo de tacuara. Adquirió la prudencia
necesaria para apartarse del camino cuando un pasajero avanzaba,
siguiéndolo con los ojos, aguachado entre el pasto. Y a fines de enero, de
la mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto y
provocador del fox-terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso, de
orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba furtivamente
por los caminos.
Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros, que fueron con él,
sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescura
vegetal—vaguísima, si se quiere,—pero que acusaba un poco de vida en
aquel infierno de calor y seca. En efecto, la región había sido menos
azotada, resultas de lo cual algunos maizales, aunque miserables, se
sostenían en pie.
No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, los
perros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la noche siguiente
salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilla del Yabebirí se
detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa.
La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros
avanzaron cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando aquí,
nadando allá, en un paso que en agua normal no da fondo a tres metros.
122
más cercano. Allí el fox-terrier vió cómo sus compañeros quebraban los
tallos con los dientes, devorando en secos mordiscos que entraban hasta
el marlo, las espigas en choclo. Hizo lo mismo; y durante una hora, en el
rozado negro de árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante
volvía más espectral, los perros se movieron de aquí para allá entre las
cañas, gruñéndose mutuamente.
123
Yaguaí vió lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosque
tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto y duro, y la
actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación, vicios
adquiridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que salían de todas
partes. Y cuando volvió por fin a echarse, ensangrentado, muerto de
fatiga, tuvo que saltar tras las ratas hambrientas que invadían literalmente
el rancho.
124
Media hora después llegaban a San Ignacio, y siendo ya tarde para llegar
hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente su visita.
Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a
merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el
recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante del caballo
de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo.
Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió su oído alerta
el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido de alambre. Con
un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vió una
mancha blanca que avanzaba dentro del patio. Rápidamente hizo fuego, y
a los aullidos transpasantes del animal arrastrándose sobre las patas
traseras, tuvo un fugitivo sobresalto, que no pudo explicar y se desvaneció
en seguida. Llegó hasta el lugar, pero el perro había desaparecido ya, y
entró de nuevo.
—No, chico.
Pasó un momento.
125
de su Yaguaí había allí… Pero pensando también en cuán remota era esa
probabilidad, se durmió.
—¿Murió, papá?
Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados, fué al pozo. Julia,
después de mirar un momento inmóvil, se acercó despacio a sollozar junto
al pantalón de Cooper.
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LOS PESCADORES DE VIGAS
El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su
fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.
—Costó… qué?
127
—¡Oh, cuesta mucho!… ¿Usted quiere comprar?
—En el puerto.
—Así es.
Candiyú se reía.
—Alguna creciente… Ahora debe venir una. ¿Y qué palo querés usted?
128
—¡Hum!… No baja ese palo casi nunca… Mediante una creciente grande,
solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
Pero en aquel tiempo Candiyú era otra cosa. Tenía entonces por oficio
honorable el cuidado de un bananal ajeno, y—poco menos lícito—el de
pescar vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan
vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada
en formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga
que las retiene. Candiyú era poseedor de un anteojo telescopado, y
pasaba las mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanquecina de
una viga, destacándose en el horizonte montuoso, lo lanzaba en su
chalana al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa no es
extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado o
halando de un pieza de 10 x 40, vale cualquier remolcador.
129
no dejó llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía en
ese momento en siete mil vigas—bastante más que una fortuna. Pero
como las dos toneladas de una viga, mientras no están en el puerto, no
pesan dos escrúpulos en caja, Castelhum y Cía. distaban muchísimas
leguas de estar contentos.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación
impropia.
130
—La maroma va a ceder antes que lleguen cien vigas.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los peones
tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo, la cadena de vigas, y
el tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó a
Posadas sobre una agua de inundación que iba corriendo nueve millas, y
que al salir del Guayra se había alzado siete metros la noche anterior.
131
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente
actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día
anterior—llevándose por lo demás su chalana—sería más allá de
Posadas, formidable inundación. Las maderas habían comenzado a
descender, pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran cedros o
poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo
la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera
jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de
lomo blanquecino, y perfectamente seca.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas
antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados
de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas
muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados,
fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de
hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y
espuma a discreción,—sin contar, claro está, las víboras.
132
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero era
arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de
abordaje, y sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal,
que rasaba los peñascos del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador
de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo
lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente,
con una viga a remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las
piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza
suficiente—y nada más,—para sujetar la soga y desplomarse de boca.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas,
y veinte segundos después,—ni más ni menos—entregó a Candiyú el
gramófono, incluso veinte discos.
133
LA MIEL SILVESTRE
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la
rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a
dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca.
Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente
de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba
allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.
Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a
haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las
escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo
arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.
Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y
134
sucios contactos.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una
legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no
deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
135
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en
una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no
hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los
perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a
trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el
lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o
grasa. Una vez devorado todo, se van.
Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había
concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho
más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su acierto,
mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la
cara y cortarse las botas, todo en uno.
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de
un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena
136
humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba
cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en
su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el
abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó
en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles,
comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre
su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero,
después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente
abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la
lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro!—se repitió estúpidamente Benincasa,
sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Como si tuviera
hormigas… la corrección—concluyó.
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Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Voy a morir ahora!… ¡De aquí a un rato voy a morir!… ¡Ya no puedo
mover la mano!…
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó
un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la
tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de
hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el
suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas
carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de carne,
el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba
aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
138
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el
trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición—tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.
139
NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a
mí, nuestra tía con su muerte.
Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche,
cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:
—No… sueño.
140
hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de
Inés.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus
hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros,
convertidos en furiosos Robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos
de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y
húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en
la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a
fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba
los pasos, fuerte sensación de paraíso.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que las higueras,
demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también
suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo
inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre
el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y
doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía
de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una
gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos
fué permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante,
María, cuya inspiración poética primó siempre en nuestras empresas,
obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando
el pozo, nos proporcionara satisfacción artística, a la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fué el cañaveral.
Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel
diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas
dobladas, atravesadas, rotas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en
su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al
menor contacto.
141
Fué allí donde una tarde, avengonzados de nuestra poca iniciativa,
inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos
hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el
que había venido con Inés de Buenos Aires.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de
sopa.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente,
noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y
garganta, rechazando aquello. Su valor fué mayor que el mío.
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—Es rico—dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó
heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos
escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al
animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable
pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco, sin
que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto
resultado.
—¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canas este
hijo, ya verás!
143
—Y harás bien—asintió mamá.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
—¡Es un zonzo!
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento
para contarlas. Sólo sé que una siesta el padrastrillo salió como una
bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
—¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van
a acordar de mí!
—¡Alfonso!
—¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!… ¡Si no sabes educar a tus
144
hijos, yo lo voy a hacer!
Al oir la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar
por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El
padrastrillo me vió entonces y se lanzó sobre mí.
—¡Alfonso, déjalo!
—¡Después te lo dejaré!
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fué en este momento cuando la idea del pozo, y
su piedra, surgió terriblemente nítida.
—¡Espérate!
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el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
Fué pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando
entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era
bien claro: ¿con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había
suicidado para evitar que él me pegara?
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Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluído de dormir la siesta, cruzó el patio
y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia
lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso!
¡Me lo has muerto!
147
mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo—motivo de
aquella—estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis
ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las
sorpresas semi-trágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral
se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos.
Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme
las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él
mismo directamente las últimas bocanadas de humo.
148
desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor
calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de
la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y
profundamente.
—¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
Y me dormí.
149
LA MENINGITIS Y SU SOMBRA
No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y
luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una
tarjeta de Funes, que dice así:
_Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo
tiempo iré a verlo antes. Muy suyo
—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo
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que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana
de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa
persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un
loco.
—Sí, tiene derecho de sobra… ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con
dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de
broma… La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a
la muerte… ¿Entiende algo?—concluyó mirándome bien a los ojos.
151
Yo hice lo mismo con él durante un rato.
152
ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis
colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y sabe Vd.—concluyó—a
quién nombra cuando el sopor la aplasta?
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familia de que comenzaba a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte
orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me
parece lo más cierto. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos
con que las fantasías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido
en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto
cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi fuero
interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos
con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo
esperado, fué la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana, de pie,
me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a
la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más
altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a
mí. Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña
con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos
aman, cuando uno se va acercando mucho a ellos. Pero la luz de aquellos
ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el
mareado relampagueo de dicha, hasta el estrabismo, cuando me incliné
sobre ellos, jamás en un amor normal a 37° los volveré a hallar.
154
resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a
hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su
intención era tan inequívoca que le tomé la mano,
—Siéntese ahí—murmuró.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña
y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una
mano ardida en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado
opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María.
Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y todos sin
hablar, mirándonos con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento
en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos,
y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin
reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en
profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más.
Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre
la suya.
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¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les
parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí
en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre. Ayestarain, que
nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la
enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a
otro lado, y yo miré al médico: podía irme, claro que sí, y me despedí.
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual
vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre,
hermanas, médicos y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la
situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diez y nueve años, muy bella sin duda alguna, que
apenas me conoce y a quien le soy profunda y totalmente indiferente. Esto
en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven
también—ingeniero, si se quiere—que no recuerda haber pensado dos
veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible
y normal.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación, que haré
conocer al primero de esa bendita casa que llegue a mi puerta.
156
—Muy vagamente…
—Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale… Era
un caso para marchar a todo escape a la muerte… Ahora hay
remisiones—tac—tac—tac, justas como un reloj…
—Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá… Dígame: ¿Vd.
tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; si o
no?
Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos
acabo de recibir una esquela del médico, así concebida:
157
_Amigo Durán:
Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón,
porque desde esta mañana no espero sino esa carta…
¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe
quien soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los
sueños de amor, aunque sean de dos horas y a 40°, se pagan en el día, y
mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté
expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno… Amo,
pues, una sombra, y pienso con angustia en el día en que Ayestarain
considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad ésta que apreciarán en toda su cálida simpatía, los hombres que
están enamorados—de una sombra o no.
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Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y que
mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de
María Elvira.
—Le vamos a dar en cambio una compensación… Los Funes han vivido
estos quince días con la cabeza en el aire, y no extrañe, pues, si han
olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a Vd. se refiere… Por lo
pronto, hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona—dicho sea de
paso—y el amor de marras, no sé en qué hubiera acabado aquello…
¿Qué dice Vd.?
—Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, eh? Para eso
no se olvidaban de mí!
—Diga.
—¿Yo, feliz?…
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O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo
abrace hasta romperle el termómetro dentro del bolsillo. El maligno tipo
sabe más de lo que parece, y acaso, acaso… Pero vuelvo a lo de idiota,
que es lo más seguro.
Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creí notar un vago,
vaguísimo dejo de amargura.
160
debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su hija para ir a ver
a la enferma. Esta había tenido un buen día, tan bueno que por primera
vez después de quince días no hubo esa noche subida seria de fiebre, y
aunque me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que
volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No
verla en todo el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre, fiebre de 40,
80, 120°, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabeza…
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parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado
yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa… y se durmió.
Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos,
que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no
se puede mentir: cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura
extrañeza los rostros familiares, para caer en extática felicidad ante uno
mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ese, uno tiene el derecho de
soñar toda la noche con aquel amor—o seamos más explícitos: con María
Elvira Funes.
¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún.
¿Fuí yo o no, por Dios bendito, aquél a quien se le tendió la mano, y el
brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aún los
rostros bien amados de la casa? ¿Fuí yo o no el que apaciguó en sus ojos,
durante minutos inmensos de eternidad, la mirada mareada de amor de mi
María Elvira?
Si, fuí yo. Pero eso está acabado, concluído, finalizado, muerto, inmaterial,
como si nunca hubiera sido. Y sin embargo…
162
Volví a verla a los veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos.
Hubo al principio una evidente alusión a los desvaríos sentimentales de la
enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fué
posible, pues en esos veinte días transcurridos no había sido mi
preocupación menor, pensar en la discreción de que debía yo hacer gala
en esa primera entrevista.
—No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me
entiende.
Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más
o menos sosas; pero no se lo agradecí en lo más mínimo.
Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos en
María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí, sana, bien sana. Había esperado
y temido con ansia ese instante. Había amado una sombra, o más bien
dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga
163
mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taciturno, se
había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que
no me conocía. Me miraba como se mira a un amigo de la casa, en el que
es preciso detener un segundo los ojos, cuando se cuenta algo o se
comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo
pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado
como último triunfo de mi juego. Era un sujeto—no digamos sujeto, sino
ser—absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia
que me haría recordar, mientras la miraba, que una noche, esos mismos
ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho dedos de los míos:
Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas
colocando a éste entre su hermana y yo; podía así mirarla impunemente,
so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y
es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más invisible cabello de su
cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo deseo, y cómo al cruzar el hall
para ir adentro, cada golpe de su falda contra el charol iba arrastrando mi
alma como un papel.
Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvira
puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre, admito esto. Pero
está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores.
Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés.
164
De encantos—¡Dios me perdone!—todo lo que ella quiera. Pero de interés,
el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo
tanto, su perfecta indiferencia a mi respecto, no es racional. ¿Qué
ventajas, qué remota probabilidad de dicha puede reportarme constatar
esto? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis
posibles pretensiones por aquello; he aquí todo.
165
que se refiere, más que nadie, con seguridad.
¡Ah, sí!—se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a las
parejas que pasaban a nuestro lado.
—No…
Y se calló.
Me miró muy seria, con altivez, si se quiere, pero al mismo tiempo con
166
atención, como cuando nos disponemos a oir cosas que a pesar de todo
no nos disgustan.
—¿Qué historia?—dijo.
María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las levantó luego, más
altas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo la cabeza:
—No, no recuerdo…
—¡Ah!—me callé.
—¿Qué—murmuró.
—¿Qué… qué?—repetí.
—¿Qué le dije?
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puede importarle lo que me haya o no dicho en su delirio?
—Un vals de delirio… no tiene nada que ver con esto—me encogí a mi vez
de hombros.
Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no dijo
una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que buscaba. De
modo que deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada—la ineludible
forzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:
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Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces—en su
casa, desde luego, todos los miércoles.
¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes una
buena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta.
—Sigan; ya escucho.
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—Los dejo para que hagan las paces.
—¿Quién, Ayestarain?
—Sí, él.
—Sí—me contestó.
170
Ella tornó a sacudir la cabeza:
—No, no es cierto…
Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna.
Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan
fuera de propósito como aquella vez.
—Me voy—me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba
un flirt.
¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy
a
171
Europa, a Norte América, a cualquier parte, donde pueda olvidarla.
Al principio no me comprendió.
—¿Está enfermo?
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—¡Ah!—murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios,
abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.
Se volvió a mí.
María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión, preocupada y atenta,
se tornó sombría.
—Me voy—le dije bien claro—porque estoy hasta aquí, de dolor, ridiculez y
vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?
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Quedó inmóvil, toda ojos.
—Si, dígame…
—¡Bueno! Vd. me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, Vd. me dijo
bien claro esto: y—cuan—do—no tenga—más—de—li—rio, me que—rrás
toda—ví—a? Vd. tenía delirio aún, ya lo sé… ¿Pero qué quiere que haga
yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo
de ser, porque la quiero como un idiota!… Esto es bien claro también, eh?
¡Ah! le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es
bien posible, llorado, aullado de dolor, y debo creerlo porque así lo he
escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos
porque—y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia—ella está
aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera, lo que escribo. Ha
protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor
del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se
resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la
impresión general de la narración, reconstruída por etapas, es un reflejo
bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra
de un ingeniero, no está del todo mal.
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En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última
línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino
que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los
brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.
175
Horacio Quiroga
176
La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios,
culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el
Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad,
tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Sir Rudyard
Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio
Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios
relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista,
dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su
propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y
preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en
la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios
preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y
un vocabulario por momentos ostentoso.
177
posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales
de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
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