Ramata - Abasse Ndione
Ramata - Abasse Ndione
Ramata - Abasse Ndione
Autor: Ramata
ISBN: 9788492429509
Generado con: QualityEPUB
v0.30
RAMATA
Abasse Ndione
ÍNDICE
PRÓLOGO.. 4
UN SIMPLE PORTERO.. 10
VEINTE AÑOS DESPUÉS,
NGOR NDONG Y RAMATA
KABA... 57
DESTINO.. 78
SIEMPRE SE MUERE DE UN
ATAQUE AL CORAZÓN.. 118
CUANDO FLORECEN LOS
CEIBOS. 150
EPÍLOGO.. 198
A Lucio Mad,
mi toubab,
cuya amistad se me presentó
cual una revelación hace treinta y
tres años.
A Malick, Seynabou,
Abdourahmane y Abdoulaye,
mis nietos,
que llegaron para ampliar el círculo
familiar
durante la redacción de esta obra.
El deseo y el amor espontáneo que
experimentó
la privaron de aplomo y del control
de sus actos;
se olvidó de los favores de Douga,
se olvidó de que era primera reina
de un Estado famoso por la valentía
de sus guerreros
y la riqueza de su población;
solamente mantenía una idea fija:
poseer a Da, estrecharlo en sus
brazos,
entregarse por entero a él;
se olvidó del resto del mundo,
tenía que conseguir a Da a toda
costa.
A punto de concluir su
trayectoria antes de hundirse en el
mar, el sol hacía fulgurar con sus
oblicuos rayos el gran reloj de
números romanos, situado en lo alto
de la fachada de arquitectura
saheliana de la Maternidad del
hospital Aristide-Le Dantec. Eran
las 17.30, aunque se habría podido
creer que era más temprano, a causa
del tórrido calor reinante en aquella
segunda mitad del mes de junio.
Una multitud impaciente se
concentraba ante la puerta a la
espera de la hora de visita. Cuando
entraba o salía una ambulancia u
otro vehículo, la gente se apartaba
con reticencia, protestando entre los
insistentes bocinazos de
exasperación del conductor y las
reprimendas de Ngor Ndong, el
portero, muy seguro e inflexible en
su papel, para enseguida volver a
avanzar tan pronto se había ido.
En la primera fila, una anciana
con un hatillo bajo el brazo
imploraba, llorosa, al portero.
—¡Buen hombre, tú también,
ayúdame, déjame entrar! Desde la
primera luz del día he salido de
Golam para ver a mi nieta, que
trajeron aquí anoche, y no sé nada
de ella, no sé qué le ha pasado. Por
el amor de Dios, déjame entrar,
ayúdame, buen hombre.
—Yo conozco Golam, y no
está lejos, queda del lado de
Sangalcam —respondió Ngor
Ndong—. Si, tal como dices, te has
ido de Golam al amanecer, ya
deberías haber llegado aquí a
primera hora de la mañana. ¿Por
qué no has entrado, entonces,
cuando han abierto de siete a ocho,
y después, de una a dos, para las
visitas?
—¡Eh, para de agobiarnos con
tus preguntas! —replicó en lugar de
la vieja una mujer mucho más joven
que estaba a su lado y que iba
peinada con unas trenzas adornadas
con perlas multicolores—. De nada
sirve querer ablandarte, porque tú
no eres un buen hombre. Un hombre
malo es lo que eres, malísimo —
espetó con vehemencia, cambiando
de mano la sopera que sostenía,
envuelta en un pañuelo de tela de
Lagos—. Sí, eres un hombre malo,
te lo digo bien claro, y no me mires
con esa cara de enfado, porque no
me das miedo, y como veo que no te
gusta nada, te lo voy a repetir, no
eres un buen hombre, eres un
hombre muy malo. En todo el
hospital, han empezado las visitas,
y tú te niegas a abrir. ¿Y a santo de
qué, eh? ¡Menos mal que el día de
la Resurrección no estarás tú de
portero del Paraíso, porque si no,
no entraría nadie!
—¡Pues en eso te equivocas,
preciosa joven de bonitas trenzas!
—contestó con tono burlón Ngor
Ndong, sin manifestar la menor
perturbación por la diatriba de la
mujer—. El día de la Resurrección,
yo seré el portero del Paraíso.
Cuando mires a la izquierda, verás
a un apuesto hombre vestido de
blanco con un turbante negro en la
cabeza, y seré yo. Pero tanto allá
como aquí no se puede entrar sin
autorización.
La joven le lanzó una mirada
aviesa de soslayo.
—Fíjate, si estuviera
embarazada, ¿sabes a quién habría
dado a luz? A ti.
—Y habrías tenido un niño
bien guapo, tan guapo como yo —
repuso el portero con una gran
carcajada—. Aunque, claro, habrías
tenido muchos problemas con tu
marido, porque ¿cómo le ibas a
explicar ese parecido, no con él,
sino conmigo? A ver, responde,
preciosa mujer de bonitas trenzas.
—Déjame en paz, no pienso
responder nada de nada —replicó,
irritada, la mujer.
Pese al nerviosismo
ocasionado por la larga espera, el
ambiente se distendió y entre los
congregados brotaron risas.
Durante los casi cinco años
que llevaba empleado como portero
de la Maternidad del hospital Le
Dantec, Ngor Ndong a menudo
había oído invectivas más violentas
que las de la joven, sin abandonar
nunca su buen humor ni la
capacidad para la réplica pronta e
ingeniosa. Desde Año Nuevo hasta
el 31 de diciembre, acudía siempre
puntual a su puesto. Su trabajo era
la piedra angular de su universo.
Según su manera de ver, no era un
trabajo pesado ni complicado. Se
trataba sólo de impedir el acceso a
la Maternidad a toda persona ajena
a ésta fuera de las horas de visita.
Así de simple. Él lo hacía a
conciencia y nunca había cometido
ni un fallo. La tentación era fuerte,
sin embargo. A lo largo de la
jornada, eran muchas las visitas
importantes o acuciadas por la
prisa que intentaban saludarlo a la
senegalesa. Ngor Ndong rehusaba
siempre el billete plegado que
trataban de depositarle con
disimulo en la mano. Durante un
breve momento, la persona
permanecía desconcertada,
avergonzada como un niño
sorprendido en plena diablura,
asombrada más que nada de ver que
un simple portero no actuaba como
los demás, que se negaba a dejarse
sobornar, renunciando a recibir
dinero en aquellos tiempos
difíciles.
Un día, hace poco más de dos
años, el propio ministro de Sanidad
se había presentado en persona a
eso de las diez para visitar a su
hermana, que había dado a luz la
noche anterior.
Ngor Ndong se había negado a
abrir la puerta.
—Si fueras el ministro de
Sanidad, el profesor Gomis me
habría avisado de tu visita —había
declarado—. Tú no eres el ministro
de Sanidad. Si no tienes un pase,
dile a tu chófer que deje la vía
libre, y si tienes un pase,
enséñamelo. A ver, ¿dónde está el
pase?
Poco faltó para que el
representante del Gobierno se
asfixiara de rabia, pero logró
dominarse. Sin responder, había
vuelto a introducir la cabeza que
había sacado por la ventanilla para
dar a conocer su identidad cuando
se había detenido el chófer, y se
había arrellanado, ceñudo, en el
asiento de atrás.
Su chófer, en cambio, no se
había conformado tan deprisa y se
había bajado del coche.
—Eh tú, portero —había
increpado con brusquedad a Ngor
Ndong—, te hablo a ti, sí, ¿estás
borracho o estás loco, o qué? ¿No
has visto que es un vehículo
oficial? ¿Te atreves a impedir
entrar en la Maternidad al ministro
de Sanidad? Pero ¿quién te has
creído que eres?
—Tranquilo, pariente chófer,
tranquilo —había contestado sin
arredrarse Ngor Ndong—. Yo sólo
me creo que soy el portero, que lo
soy. Ya he visto que es un coche
oficial, pero eso no demuestra que
él sea el ministro de Sanidad. No
estoy loco ni borracho. He recibido
órdenes de mi jefe, el profesor
Gomis: no dejar entrar a nadie fuera
de las horas de visita. Nada prueba
que él sea el ministro de Sanidad.
Pariente chófer, vuelve a ponerte al
volante y deja libre el paso, porque
si viene otro vehículo, vas a
estorbar.
De no haber mediado la
intervención del ministro, que
también se había bajado y lo había
instado a desistir tirándolo del
brazo, el conductor se habría
peleado con Ngor Ndong.
Un interno que volvía del
laboratorio y había presenciado la
escena, había ido a avisar al
profesor Armando Gomis, médico
jefe de la Maternidad. Este había
llegado a toda prisa y se había
deshecho en serviles excusas ante
el ministro. Era un hombre de
estatura mediana, rechoncho y
enérgico, que había engordado
desde que ganó las oposiciones el
mismo año en que Ngor Ndong
empezó a trabajar en la Maternidad,
de tez negra oscura y cabeza
afectada por una severa calvicie.
Tras prodigar toda clase de
cumplidos al ministro, se había
vuelto hacia el portero y lo había
reprendido con aspereza sin
escatimar insultos.
—¡Estás despedido! —había
acabado decretando con tono
tajante.
Ngor Ndong había sostenido
sin inmutarse la furibunda mirada
del médico.
—De acuerdo, patrón —
declaró calmadamente—, lo acepto.
Sin embargo, fuiste tú, patrón, el
que me ordenaste que no dejara
entrar a nadie fuera...
—¡No es verdad, yo nunca te
he ordenado nada, imbécil, más que
imbécil! —se había apresurado a
atajarlo el profesor Gomis,
agitando el brazo en dirección a él
—. Estás despedido, te digo. ¡Coge
tus cosas y lárgate de aquí!
El ministro se había opuesto a
tan extrema medida. Si bien había
quedado bastante horripilado por la
negativa del portero, en su
condición de persona honesta, había
considerado que pese a lo afirmado
por el profesor, el portero no había
hecho más que seguir las
instrucciones recibidas y, por
consiguiente, reconocía que era un
trabajador concienzudo y
disciplinado, que había cumplido
con su deber y que si, del empleado
más modesto al cargo más elevado,
todo el mundo fuera y obrara como
él, el país funcionaría mucho mejor.
Después de preguntarle su nombre,
le había estrechado calurosamente
la mano, diciendo que había
actuado muy bien y que merecía ser
felicitado. Y así lo había hecho él
de manera oficial ese mismo día
mediante una carta dirigida a Ngor
Ndong por vía jerárquica.
El reloj de la pared marcaba
las 17.45.
El grupo de alumnas de
tercero, aspirantes a comadronas,
había terminado su turno de guardia
en la sala de partos. Pronto
aparecerían por el largo pasillo,
apresuradas igual que todos los
sábados por la tarde, con ganas de
llegar a su dormitorio —un edificio
de cuatro pisos construido delante
de la Maternidad—, cambiarse y
volver a casa para pasar el fin de
semana en familia.
Ahí llegaban, con sus batas
rosa, charlando en voz alta y riendo
a carcajadas.
En el mismo momento, en la
multitud se produjo un movimiento
de reflujo para dejar pasar un
lujoso Mercedes Cabriolet de color
rojo. La joven que lo conducía se
detuvo ante la puerta y sacó la
cabeza, de impecable peinado, por
la ventanilla para dirigirse a Ngor
Ndong.
—Portero, abre, quiero ver al
profesor Gomis.
Ngor Ndong reconoció a la
señora Samb. Iba allí bastante a
menudo, a veces a horas
intempestivas. En cada visita, el
profesor lo avisaba para que la
dejara entrar. Aquella vez no lo
había hecho, aunque quizá tuviera
un pase.
—¿Tienes un pase, señora?
—¿Qué pase?
—Un pase firmado por el
profesor Gomis.
—No tengo ningún pase que
darte. ¿Es que no me has oído? Te
digo que quiero ver al profesor
Gomis, te digo que abras la puerta y
¿te atreves a pedirme un no sé qué?
¿Sabes quién soy?
—La mujer de alguien
importante, sin duda, pero se
necesita un pase para ver al
profesor Gomis.
—¡Soy la esposa del fiscal
general del Estado! ¡Ábreme, te
digo! —había reclamado casi a
gritos la joven, irritada por la
burlona obstinación del portero.
—Sin el pase o lo que tú
llamas un no sé qué, no vas a entrar,
señora —reiteró Ngor Ndong, que
le volvió la espalda.
Abrió la estrecha puerta para
peatones y, sosteniendo el pestillo
con una mano, se pegó a la pared
para dejar pasar a las estudiantes
de la escuela de comadronas y
respondió a los saludos y habituales
bromas que le dirigieron al salir.
La esposa del fiscal general
paró el motor del vehículo y puso
un pie en tierra. Pese a la cólera
que le ensombrecía el rostro, era
muy hermosa. Su atuendo cuadraba
a la perfección con el Mercedes. La
americana y la falda del mismo
color del coche, la camisa de satén,
los zapatos de finos tacones altos y
el bolso de bandolera, negros, de
piel de cocodrilo, eran indicativos
de gran prosperidad, de clase alta.
Se encorvó y, tras quitarse un
zapato, se enderezó con rapidez.
—¿Vas a abrir tal como te
digo? —gritó.
Todavía con el pestillo en la
mano, Ngor Ndong se volvió sin
prevención alguna. No intuyó el
golpe descargado con violencia. El
tacón revestido de metal del zapato
le hizo un corte en el arco de las
cejas; la sangre brotó y le inundó la
cara y el cuello de la bata azul.
Soltó el pestillo y agarró la muñeca
de la joven, justo cuando se
disponía a asestarle un segundo
golpe. Con una torsión, la obligó a
soltar el zapato. Como ella trató de
arañarle la cara con la mano libre,
la cogió por la otra muñeca.
Mientras se debatía cual gato
encerrado en un saco, profiriendo
amenazas y escandalosas groserías,
la empujó sin miramientos hasta que
la puso contra el capó de su
vehículo y entonces la soltó.
—Si no fueras una mujer, te
habría hecho lamentar para siempre
tu gesto, para que nunca más
descargaras la mano contra alguien,
ni siquiera contra tu hijo —le
espetó con tono contenido.
Completamente fuera de sí,
ella escupió una vulgar injuria
relativa al sexo de la madre de
Ngor Ndong, a la que siguió una
amenaza.
—Eres tú quien vas a lamentar
para siempre haberme puesto una
mano encima. ¡Ya verás!
Se deshizo del zapato que aún
llevaba y que la hacía vacilar y lo
lanzó contra el portero, pero erró el
tiro.
—¡Vas a dar con tus huesos en
la cárcel, ya verás! —amonestó.
Sin preocuparse por los
zapatos perdidos en medio de la
gente, se subió descalza al
Mercedes, con el pelo alborotado y
la ropa en desorden. Se alejó a toda
velocidad, marcha atrás, entre los
comentarios y los abucheos de la
multitud, conmocionada todavía por
el asombro. Por poco no atropello a
la anciana venida de Golam con su
hatillo, que se salvó gracias a un
ágil salto, sorprendente en una
persona de su edad.
Alguien afirmó que era una
loca rematada, otros le dieron la
razón, y todos, al ver la puerta libre
y a Ngor Ndong ocupado con su
herida, entraron en la Maternidad.
Con un pañuelo enrollado
aplicado a la ceja herida y la cara y
la bata ensangrentadas, Ngor Ndong
entró en la sala de vendajes del
pabellón Avicenne en el momento
en que Paul Djibalène, el enfermero
de guardia, acababa de
incorporarse al turno de noche y
terminaba de ponerse la bata
blanca.
—¡Mi cautivo! ¿Qué te ha
pasado? —preguntó con inquietud
cuando se volvió junto al armario y
vio a Ngor Ndong.
El portero, serere, y el
enfermero, diola, descendían según
la leyenda de unas hermanas
gemelas, Akine y Diambogne, lo
que los convertía en primos que
compartían sin cesar bromas,
proclamándose cada cual por su
lado amo del otro. Esa tarde, sin
embargo, Ngor Ndong no estaba de
humor festivo. A punto de estallar
de rabia, en aquel momento se
arrepentía de no haberle dado su
merecido a aquella mujer.
—¿Qué te ha pasado, esclavo
mío? —repitió Djibalène—. ¿Has
tenido un accidente?
Ngor Ndong negó con la
cabeza y guardó silencio un
instante.
—No, ha sido una mujer que
me ha pegado —contestó por fin
con renuencia.
Se encontraba en el centro de
la habitación, con el pañuelo
todavía pegado a la ceja. Djibalène
se acercó y lo retiró para observar
la herida. Como la sangre comenzó
a manar de nuevo, volvió a taparla
con la tela y señaló la camilla.
—Acuéstate. ¿Y quién dices
que te ha herido así?
—Una mujer —respondió
Ngor Ndong, acostándose.
—¿Una mujer? ¿Cómo puede
ser, una mujer? ¿Y por qué?
—Quería ver al profesor
Gomis, yo le he preguntado si tenía
una autorización y le he dicho que
si no, no entraba. Se ha bajado del
coche y ha aprovechado que abría
la puerta a las alumnas comadronas
para golpearme con su zapato.
—¡No es posible! ¿Así, sin
más, te ha golpeado con el zapato?
Pero ¿debéis de haberos peleado, tú
debes de haberle dicho alguna
ordinariez?
—Ni siquiera. Ha sucedido,
de verdad, tal como te he dicho.
—¡Qué barbaridad! ¡Vaya mal
educada! ¿Por lo menos le habrás
arreado una buena, no?
—No, no le he pegado.
—Pero ¿por qué, mi cautivo,
por qué?
—Es de lo que me arrepiento
ahora.
Djibalène abrió el armario y
sacó una bandeja, una palangana, un
rollo de esparadrapo y un frasco de
antiséptico, que depositó en una
mesa, más pequeña que la otra en la
que se había acostado Ngor Ndong
y, después, en un rincón, extrajo de
la estufa esterilizadora las cajas de
instrumental y compresas. Tras
situarlas junto a la bandeja, las
abrió, y una vez se hubo limpiado
las manos con alcohol, le hizo una
infiltración de Novocaína, tomó una
compresa con ayuda de una pinza,
la impregnó de líquido antiséptico y
comenzó a limpiar la herida.
—¡Has tenido suerte! —
comentó, tirando la compresa
enrojecida de sangre en la
palangana para coger otra—. Si te
hubiera dado dos centímetros más
abajo, esa mujer te habría
reventado el ojo. Es una auténtica
loca. Pero ¿quién es? ¿La conoces?
—Se llama señora Samb y
dice que es la esposa del fiscal
general —repuso Ngor Ndong.
—¿Y qué? —contestó
Djibalène con tono indignado—.
Como si quiere ser la esposa del
presidente del Tribunal Supremo o
incluso de la República, eso no le
da derecho a agredir así a la gente.
La herida es profunda y habrá que
poner cinco o seis grapas. Pero tú,
esclavo mío, ¿por qué no le has
partido la cara? Si me hubiera
hecho esto a mí, por más mujer del
fiscal que sea, le habría dado una
buena tunda. Pero ¿por qué no le
has pegado?
Ngor Ndong no respondió.
—¿Sabes una cosa, mi
cautivo? —prosiguió, con son de
burla, Djibalène—. No tienes
cabeza. ¡Mira que dejarte herir de
esta manera, por una mujer, sin
reaccionar! ¡Eso no es normal! ¿De
verdad se te levanta?
Ngor Ndong persistió en su
silencio. No estaba de humor para
bromas.
Media hora después, de
regreso a la Maternidad con una
gran venda de esparadrapo encima
de la ceja, Ngor Ndong encontró la
puerta abierta de par en par. Por
primera vez, había cometido una
falta profesional: se había
ausentado de su puesto sin
autorización y las visitas habían
entrado unos quince minutos antes
de la hora. Si el profesor Gomis
llegaba a enterarse, se exponía a
una reprimenda o incluso se vería
obligado a darle una explicación.
En tal caso, tendría motivos de peso
para justificar su ausencia. Aunque
no se sabe nunca, también era
posible que el profesor no tuviera
en cuenta esas razones y decidiera
sancionarlo, como era una persona
intransigente, lo mejor era que no se
enterase del incidente.
Ngor Ndong cerró una de las
hojas de la puerta y después entró
en su habitación, situada en la
entrada, un cuchitril donde apenas
cabían la cama de hospital y la
mesita metálica desechadas, con su
pintura blanca desconchada. Se
quitó la bata manchada de sangre, la
enrolló y la dejó en la cama para
sustituirla por otra que había
colgada de un clavo sujeto a la
puerta. Ahora que se había
aplacado su ira, daba gracias al
buen Dios por haberle permitido
mantener el control. Si hubiera
devuelto el ataque, seguramente
habría herido de gravedad a la
mujer y ahora se vería en un
aprieto, porque fuera cual fuese el
daño sufrido, nadie tenía derecho a
tomarse la justicia por su mano.
Aquella mujer era un ser satánico,
de los que impulsan a cometer un
acto que parece totalmente
justificado e irreprochable, pero
del que uno se arrepiente enseguida,
por las nefastas, imprevisibles y
duraderas consecuencias que
acarrea.
Había obrado bien
manteniendo el dominio de sí. Si no
estaba satisfecho, no tenía más que
presentar una denuncia, por lesión
voluntaria, acompañada de un
certificado médico, tal como le
había aconsejado Djibalène.
Aquella idea le hizo sonreír un
breve instante. ¡Poner una denuncia!
¿Cuando la mujer había proclamado
que era la esposa del fiscal general,
un pez gordo de la Justicia? Nadie
lo escucharía siquiera. La denuncia
acabaría en la papelera y, para
colmo, podría buscarse
complicaciones eirá parar a la
cárcel, tal como había predicho ella
en su última amenaza, por haber
tenido la osadía de denunciarla. En
este país existe de todo, excepto
igualdad ante la ley. Nunca le
darían la razón, así que no merecía
la pena pensar en una denuncia.
—La dejo a cargo del buen
Dios —declaró con resignación en
voz alta—. ¡Un día encontrará al
hijo de la hermana de su padre que
la pondrá en el buen camino!
Ngor Ndong volvió a salir del
cuchitril para ir a sentarse en el
taburete, en la garita instalada al
lado de la puerta.
El día se acababa, el sol se
había puesto ya, pero todavía había
luz. La sombra de los ceibos
plantados junto a la avenida que
desembocaba en la puerta de
entrada del hospital, con el ramaje
recubierto de compactos racimos de
flores escarlata salpicadas de
blanco en el centro, se alargaba de
forma desmesurada en medio del
naciente crepúsculo teñido de
malva. El cielo, tapizado de
oscuros nubarrones por el este,
anunciaba la proximidad de la
temporada de lluvias.
A Ngor Ndong le dolía la
cabeza. Tenía la impresión de que
le estaban descargando mazazos en
la coronilla. Bajo la venda, sentía
además un intenso ardor, como si le
hubieran aplicado una brasa
ardiente. Comenzaba a disiparse el
efecto del anestésico local que le
había administrado Djibalène antes
de ponerle las grapas y, aparte del
propio dolor de la herida, notaba la
dentellada de los pequeños ganchos
de hierro clavados en la carne.
Tendría que subir a la sala de
guardia a pedir un calmante a una
de las comadronas. Cuando se
levantaba para marcharse vio el
dragón negro2 que llegaba. ¿Qué
vendrían a buscar los policías en la
Maternidad? Normalmente, cuando
iban al hospital, era para trasladar a
Urgencias a algún individuo que
había salido malparado de un
interrogatorio abusivo. Quizá la
esposa de uno de ellos había dado a
luz allí...
Ngor Ndong todavía se
interrogaba al respecto cuando el
dragón negro se detuvo a su lado.
De él bajaron siete policías, seis en
atuendo de combate y otro, el jefe,
en sahariana caqui, mientras que
otro se quedó esperando frente al
volante.
—¿Eres tú el portero de la
Maternidad? —preguntó el jefe.
Ngor Ndong pensó enseguida
en la amenaza de la mujer. Pero ¡no,
no podía ser eso! ¡No se podía
provocar a alguien, herirlo y
después encarcelarlo, por más que
uno fuera la mujer del fiscal
general!
—Sí, soy yo el portero de la
Maternidad —confirmó con un
asomo de inquietud en la voz.
Los policías lo rodearon al
instante.
—¡Venga! Acompáñanos sin
causar problemas —lo conminó el
jefe.
—¿Acompañaros, para qué?
¿Qué he hecho yo? —inquirió,
sorprendido, Ngor Ndong.
—Si no sabes lo que has
hecho, lo sabrás en comisaría. Para
empezar, ¿dónde están los zapatos
que le has confiscado a la señora?
—¿Qué zapatos que le he
confiscado a la señora? ¿Yo? ¿Y de
qué señora habla?
Uno de los policías, vestido de
manera impecable, con las botas
relucientes de betún, ancho de
hombros, pero patizambo, decidió
intervenir.
—Jefe, este tipo habla
demasiado. Nadie le pide que nos
cuente la boda de sus padres. Lo
único que tiene que hacer es
acompañarnos, y ya está.
Ngor Ndong se volvió hacia el
policía de lustrosas botas y le clavó
una mirada tan fija que sus ojos
parecían de porcelana, mientras lo
apuntada con el índice.
—¡Eh, tú! La boda de mis
padres es demasiado grande para tu
lengua —espetó con voz calmada
—. No tienes ningún derecho a
insultarme. Sabes muy bien que si
estuviéramos solos los dos, ni se te
ocurriría insultarme.
Con ademán brutal, el policía
apartó el dedo tendido hacia él y
agarró a Ngor Ndong por el cuello
de la bata.
—¡¿Ah sí?! ¿Te permites
amenazarme, imbécil?
Luego trató de arrastrarlo
hacia el dragón negro.
Pese a las apariencias, Ngor
Ndong no era la clase de persona
que se dejaba arrastrar así como
así. Su constitución huesuda
engañaba a mucha gente. Dos años
antes de su llegada a Dakar, había
vencido a todos los luchadores de
su región con ocasión de un torneo
y había ganado, para sorpresa
general, la copa, el caballo y la
suma de cien mil francos que había
en juego.
Ngor Ndong no se movió ni un
centímetro, pese a los
considerables esfuerzos del policía,
que acabaron por desgarrar la bata.
Al quedarse de repente sin asidero,
con un trozo de tela entre las manos,
el hombre se vio proyectado hacia
atrás, víctima de su mismo impulso.
Tropezó y, aunque trató de recobrar
el equilibrio, no logró evitar caer
de espaldas, con las botas al aire.
Aún no se había levantado cuando
el jefe sacó un silbato del bolsillo.
Todo ocurrió muy deprisa. Al
primer silbido, los policías
atacaron a la vez. Con una pierna
adelantada, la cabeza hundida entre
los hombros y los puños cerrados,
Ngor Ndong intentó defenderse. Las
fuerzas distaban de estar igualadas,
sin embargo. Bajo las patadas y los
puñetazos que llovían de todas
partes, por delante, por detrás, a
derecha y a izquierda, no tardó en
caer a tierra, vapuleado. Los
policías se ensañaron con él hasta
que quedó inmóvil e inconsciente.
Entonces lo volvieron boca abajo,
lo esposaron y lo arrastraron,
raspando el suelo con los pies,
hasta el dragón negro, a cuyo
interior lo arrojaron como un saco
de paja de cacahuetes.
En el momento en que el
vehículo negro se ponía en marcha
comenzó a caer una lluvia menuda,
la primera del año.
Los diversos visitantes que, al
entrar o salir de la Maternidad, se
habían detenido para asistir a la
paliza sin intervenir, se enzarzaron
en una viva discusión, aderezada de
toda clase de comentarios. Como no
habían sido testigos del inicio del
altercado, empezaban ya a proponer
diferentes versiones. Alguien
afirmó que el portero, persona
especialmente irascible, había
impedido el paso a los policías y
había llegado incluso a injuriar a su
jefe. Otro apuntó que se había
producido una pelea con una mujer.
Un policía, que se encontraba
presente, después de haber tratado
en vano de calmarlos, había
decidido llevarlos a comisaría a
ambos. La mujer había aceptado,
pero el portero se había negado,
había llegado a las manos con el
policía y le había arrancado tres
botones del uniforme. El agente,
muy enfadado, se había ido
acompañado de la mujer a
comisaría y había vuelto al cabo de
un rato con el refuerzo de diez
compañeros a bordo del furgón. El
portero, inflexible, había persistido
en su negativa y había querido
pelearse con todos los policías que,
como era lógico, habían podido con
él. Otro individuo opinó que, de
todas maneras, los policías no
tenían derecho a propinar a un ser
humano una paliza tan salvaje como
la que acababan de presenciar.
La lluvia se intensificó, la
gente se dispersó y, de pronto, la
dorada luz del crepúsculo cedió
paso a la profunda oscuridad de la
noche.
En el momento en que Matar
Samb salía del cuarto de baño, el
teléfono comenzó a sonar en el
dormitorio. Apuró el paso para
dirigirse al aparato, posado en la
cama dispuesta directamente en el
suelo, atándose el cinturón del batín
de blanco algodón inmaculado, y
descolgó al cuarto timbrazo.
—El fiscal general al habla —
anunció.
—¡Hola, jurista!
Matar Samb reconoció la voz
del profesor Armando Gomis, su
amigo de infancia desde la escuela
primaria Kléber. Desde entonces no
se habían separado, ya que habían
ido juntos al instituto Van y después
a la universidad.
—¿Cómo estás, Armando? ¡No
te vimos anoche en el club!
—Estaba corrigiendo la tesis
de uno de mis alumnos. Por eso
estoy todavía en el despacho. Oye,
jurista, hay un problema muy grave:
mi portero, al que Ramata...
—¡Ah! —lo interrumpió Matar
Samb—. ¿Estás enterado? ¿Sabes
lo que le hizo ese rinoceronte a
Ramata?
—¿Qué es lo que le hizo ese
rinoceronte, como dices tú, a
Ramata?
—Pues bien, Armando,
llevaba varios días sintiéndose mal
y cuando te viene a ver, el idiota de
tu portero no sólo se niega a dejarla
entrar sino que se permite
incomodarla. La ha empujado con
tal brutalidad que se ha caído
delante de todo el mundo y ha
perdido los zapatos, que él le ha
confiscado.
—¡Pamplinas, jurista, las
cosas no han sucedido así ni mucho
menos!
Matar Samb encajó el
auricular entre el hombro y la
mejilla, y tras tomar el encendedor
y el paquete de cigarrillos de
encima de la cama, se colocó un
cigarrillo en la comisura de los
labios y lo encendió.
—¡Que sí, Armando! —
exclamó enérgicamente al tiempo
que expulsaba el humo por la nariz.
Tras dejar el paquete y el
encendedor en la cama, volvió a
coger el auricular antes de
proseguir—: Es exactamente lo que
ha pasado. La misma Ramata me lo
ha dicho.
—Te ha mentido.
El médico pasó a referirle los
hechos verídicos.
—Armando, ¿qué significa
esto? —inquirió con indignación
Matar Samb cuando su amigo hubo
terminado—. ¿Cómo es posible que
tu portero se permita negarle la
entrada a la Maternidad a Ramata?
Vaya descarado, ese portero tuyo.
—Es el reglamento, nadie
entra sin autorización fuera de las
horas de visita. Ramata no tenía
más que llamarme antes de venir y
yo habría avisado al portero. ¡Así
de simple!
Matar Samb sacudió
negativamente la cabeza como si
tuviera al médico delante.
—Pero el reglamento no le
autoriza a agredir a mi mujer y,
además, a quedarse con sus zapatos.
Lo voy a meter en chirona, para que
escarmiente.
—Jurista, mi pobre portero no
va a poder escarmentar con nada,
porque está muerto.
—¿Muerto, cómo?
—Muerto a manos de los
policías que han venido a detenerlo.
Ahora voy.
Se cortó la comunicación.
Matar Samb aplastó el
cigarrillo apenas consumido en el
cenicero de cristal de la mesita de
noche y se sentó, aturdido, en la
cama. Luego se despegó el
auricular del oído, lo miró con aire
sorprendido, como si por primera
vez viera un objeto tan extraño, lo
colgó y después volvió a cogerlo
para acabar marcando febrilmente
el número de la comisaría del
palacio de Justicia. Luego se
levantó de la cama, encendiendo
otro cigarrillo.
—Póngame con el comisario
Diallo, por favor —solicitó al oír
que descolgaban.
—Soy yo mismo —respondió
su interlocutor—. ¿Con quién
tengo...?
—Diallo —lo atajó sin
miramientos Matar Samb—, ¿qué
ha ocurrido con el portero de la
Maternidad?
—¡Ah, es usted, señor fiscal
general! —exclamó el comisario al
reconocer la voz—. Precisamente
iba a llamarlo para ponerlo al
corriente de...
—¡Al grano, Diallo, al grano!
—reclamó con impaciencia Matar
Samb.
Oyó cómo el comisario
carraspeaba y respiraba hondo
antes de responder.
—Bueno, pues verá, el portero
se ha resistido cuando mis hombres
han ido a buscarlo a la Maternidad.
Han tenido que ponerle las esposas
para poder traerlo. En cuanto se las
han quitado en la comisaría, se ha
abalanzado como un poseso sobre
el primer agente que tenía a mano,
lo ha cogido por el cuello y a punto
ha estado de estrangularlo. ¡Oiga!
¡Señor fiscal general! ¿Me oye?
—Y después, Diallo, ¿qué ha
ocurrido exactamente?
—¡Sí, sí, después! Después ha
habido que obligarlo a soltarlo con
enorme dificultad, pero sin ninguna
clase de brutalidad. Le juro, señor
fiscal general, por la salud de mis
hijos, que el portero debía de
padecer un misterioso mal porque,
en cuanto mis hombres han
conseguido reducirlo, se ha
desplomado vomitando sangre.
Parece que la tuberculosis se
manifiesta a veces así. Lo han
puesto en el vehículo para
trasladarlo al hospital, pero ha
muerto antes de que el chófer lo
pusiera en marcha. En nombre de
Dios, por la salud de mis hijos, eso
es lo que ha pasado, señor fiscal
general. Han llevado el cadáver al
depósito del hospital Le Dantec.
Ah, se me olvidaba, señor fiscal
general, mis hombres han dicho que
no han encontrado los zapatos de la
señora. Y ahora, querría saber qué
vamos a hacer en caso de que haya
complicaciones, señor fiscal
general.
—¡Estás loco para
preguntarme eso, Diallo! —
vociferó Matar Samb—. En
cualquier caso, óyeme bien, Diallo,
yo no te he pedido nada, nada,
absolutamente nada, ¿me oyes bien?
Nunca he oído hablar de ningún
portero, nunca he hablado contigo,
no se te ocurra pronunciar mi
nombre ni el de mi mujer en
relación con este incidente. Yo no
tengo nada que ver, ni de lejos ni de
cerca. ¿Me has entendido bien,
Diallo?
—Sí, lo he entendido. Usted
no tiene nada que ver, ni de lejos ni
de cerca, señor fiscal general.
—¡No, Diallo, y no bromeo!
Si llegaras a pronunciar mi nombre
o el de mi mujer, en la circunstancia
que sea, te liquido sin vacilar, por
Dios que te mato. No tengo nada
más que decir. ¿Me has oído,
Diallo?
Matar Samb colgó con
violencia sin aguardar la respuesta.
A pesar del baño que acababa de
tomar y del aire acondicionado,
tenía la frente perlada de gruesas
gotas de sudor. Volvió a instalarse
en la cama, con los codos apoyados
en los muslos, la cabeza entre las
manos y el cigarrillo sujeto entre
los labios.
Volvió a ver a Ramata
irrumpiendo en su oficina del tercer
piso del palacio de Justicia, donde
había pasado el sábado por la tarde
en mangas de camisa y la corbata
aflojada, trabajando en varios
casos. Llegaba llorosa,
desencajada, despeinada, con la
ropa en desorden. Temblando de
aprensión, se había levantado de un
salto y tras rodear la ancha mesa, se
había precipitado hacia ella.
—¿Qué ocurre? —había
gritado—. ¿No le habrá pasado
nada a Dieynaba?
Sin responder, ella se había
arrojado a sus brazos y con la
cabeza apoyada en su hombro, se
había puesto a sollozar.
Había hecho un gran esfuerzo
por serenarse, pero fue en vano. En
su voz era perceptible el
desasosiego que lo invadía.
—¿No le ha pasado nada a
Dieynaba, al menos? ¡Dime qué
pasa, por el amor de Dios!
Ella había sorbido varias
veces antes de contestar.
—El portero... de la...
Maternidad...
Los sollozos la atenazaron de
nuevo, impidiéndole continuar. Él
había exhalado un gran suspiro de
alivio. Al ver a Ramata en tal
estado, había pensado en las
desgracias más aciagas, en los
accidentes más terribles que
hubieran podido acaecerle a su hija
Dieynaba. Tranquilizado, la había
apartado con suavidad y,
cogiéndole la barbilla, le había
levantado la cabeza para mirarla
directamente a los ojos. Ella paró
de llorar y él había sacado un
pañuelo del bolsillo del pantalón
con el que le había secado las
lágrimas que le resbalaban por las
mejillas para colocárselo después
debajo de la nariz. Entonces ella lo
había cogido y se había sonado de
manera ruidosa.
—Había ido a ver a Armando
a la Maternidad —había explicado
con voz entrecortada, conservando
el pañuelo en la mano después de
haberse enjugado los ojos y la nariz
—. El portero se ha negado a
dejarme entrar. Me ha humillado
delante de todo el mundo. Como no
quería que entrase con el Mercedes,
lo he aparcado, he bajado y he
querido entrar por la puerta, pero él
me ha empujado con tal violencia
que me he caído al suelo y he tenido
que soportar las risotadas de toda
la gente que esperaba delante de la
puerta. Al caer he perdido los
zapatos, él me los ha confiscado y...
—¿Has venido descalza?
Le había mirado los pies. Una
furia ciega se adueñó de él.
Trémulo, descontrolado, agitó el
puño.
—A ese portero..., le voy a
montar a su madre hasta aplastarla
—profirió con voz alterada,
descompuesto—. ¡Va a vérselas
conmigo y me dirá por qué te ha
hecho eso!
Rodeó a Ramata por los
hombros y la condujo a uno de los
sillones del pequeño salón
dispuesto en un rincón de la
habitación. Una vez sentada ella,
volvió a la mesa para llamar por
teléfono al comisario Diallo.
Como se encontraba en el
subterráneo, Diallo no tardó en
llegar jadeando, después de haber
subido a toda velocidad las
escaleras hasta el tercer piso.
—¡Fíjese, comisario Diallo —
lo increpó Matar Samb no bien
apareció en la puerta—, lo que se
ha atrevido a hacerle el portero de
la Maternidad a mi mujer! Para
impedir que entrara, la ha empujado
y la ha hecho caer delante de todo
el mundo. ¿Se hace cargo,
comisario?
Todavía sin resuello, Diallo
retrocedió un paso y después de
volverse hacia Ramata, que se
había puesto a sollozar de nuevo, le
dirigió una mirada incrédula para
manifestar su sorpresa.
—¿Y quién se cree que es el
portero ese? ¿Está loco o qué? —
exclamó con indignación—. ¿Y de
qué Maternidad es portero?
—La Maternidad del hospital
Le Dantec —lo había informado él
—. Y aún no he acabado de
contárselo todo, comisario. Cuando
el portero la ha empujado y se ha
caído al suelo, mi mujer ha perdido
los zapatos y el portero se ha
permitido confiscárselos. ¡Eso es el
colmo, quitarle los zapatos a mi
mujer!
Los sollozos de Ramata
arreciaron.
—No llore más, señora —
había intentado calmarla Diallo—.
Mis hombres me van a traer a ese
portero y yo mismo me ocuparé
personalmente de él. ¡Séquese las
lágrimas!
—Comisario, ¿ha visto lo que
ese portero le ha hecho a mi mujer?
Es que la gente se cree con derecho
a todo en este país. ¡Pues no! Yo no
pienso consentirlo. Comisario, para
empezar, va a ponerme en la cárcel
a ese energúmeno. Después de una
semana en chirona, me explicará
por qué y a santo de qué se ha
permitido maltratar a mi mujer.
—No se preocupe, señor
fiscal general —anunció, con tono
resuelto, Diallo—. ¡Me ocuparé
personalmente de él!
Y ahora, Armando acababa de
asegurarle que los hechos no se
habían producido tal como los
había descrito Ramata y le había
dado otra versión. Por consiguiente
le había contado mentiras, tal como
decía Armando. Intolerable. El
engaño era el vicio que más
detestaba, y ella lo sabía. Se
sublevó al pensarlo. No, no podía
ser. Ramata no le mentiría. Ella no
era así, nunca le había mentido, era
incapaz de tal cosa. Había dos
versiones y la única válida era la
suya. Seguro que a Armando lo
había informado mal su personal
que, como siempre, por solidaridad
corporativa, había endosado todos
los errores a Ramata. ¡Ella no
estaba loca, como para comportarse
de esa manera y montar un
escándalo en público!
El único problema,
considerable desde luego, era la
muerte del portero. Las
explicaciones de Diallo no lo
habían convencido para nada. Eran
poco consistentes, traídas por los
pelos. En eso no cabía duda, los
policías habían matado al portero.
«¡Me ocuparé personalmente de
él!», había asegurado. ¡Sí, sí, se
había ocupado muy bien de él!
Nunca, jamás de los jamases, había
que confiar en un policía, ya fuera
un simple agente o un inspector de
división. Todos están forjados con
el molde de los torturadores y no
saben más que pegar y pegar. Y
encima pegaban mal. A veces ni
siquiera con pegar les bastaba y
tenían que aplicar corriente
eléctrica a los testículos, encender
un paño empapado de gasolina
entre dos dedos de los pies o
aplastar un cigarrillo encendido en
la espalda o en la barriga. Eran
incontables las veces en que, en
plena audiencia ante el tribunal, los
acusados se habían retractado
arguyendo que les habían arrancado
la confesión mediante tortura y que,
para que ésta cesara, habían
confesado todo lo que querían sus
verdugos. Algunos no dudaban en
desnudarse o en descalzarse para
mostrar las marcas de golpes o de
quemaduras incrustadas en el
cuerpo. Cuando les preguntaban por
qué no habían denunciado ese
maltrato al juez durante los
interrogatorios que habían tenido
lugar en su oficina, respondían que
no lo habían hecho porque, en tal
caso, en cuanto los devolvieran a
las dependencias de la Policía,
habrían tenido que padecer torturas
aún peores. ¡Sí, todos eran unos
inmundos torturadores, y la prueba
era que habían matado al portero!
¿Cómo se podía confiar en un
torturador? En buena conciencia, él
no tenía nada que reprocharse. Lo
único que había pedido al
comisario Diallo era que metiera en
la cárcel a ese hombre, al que se
proponía interrogar al cabo de una
semana. No había ordenado que lo
pegaran y mucho menos aún que lo
mataran.
Lo malo era que, con la muerte
del portero, podía estallar un gran
escándalo en el que se verían
mezclados su nombre y el de su
mujer. Había que impedirlo,
evitarlo a toda costa. Si no, aquello
supondría un freno para su brillante
y meteórica carrera...
Habían transcurrido más de
tres cuartos de hora desde que el
profesor Armando Gomis anunció
que se dirigía allí. Encontró a
Matar Samb sentado en la cama,
con la cabeza gacha, metida entre
las manos y el cigarrillo apagado,
pegado a los labios. Absorto en sus
reflexiones, no dio señales de
advertir su llegada.
—¡Eh, jurista! —lo llamó el
médico, que le posó con suavidad
la mano en el hombro.
Matar Samb se sobresaltó
como si lo hubieran despertado
bruscamente de un profundo sueño.
Irguiendo la cabeza, miró a un lado
y a otro con aire sorprendido, hasta
enfocar los ojos desorbitados en el
médico, que permanecía frente a él.
Entonces se levantó de un salto.
—Armando, ¿crees que la
muerte de tu portero va a levantar
una polvareda en el hospital? —
inquirió a bocajarro.
El profesor Gomis se metió las
manos en los bolsillos del pantalón
y, dándole la espalda, se encaminó
a la ventana. Con la cara pegada al
cristal, contempló el cuidado
jardín, los árboles podados hacía
poco y las lozanas flores, todo
iluminado por las potentes farolas
bajo la fina lluvia que no había
cesado aún.
Ante su mutismo, Matar Samb
se acercó a él y reiteró la pregunta.
—Por supuesto que se
levantará una polvareda, una
polvareda muy grande —confirmo
por fin el médico, todavía de
espaldas.
—¡Esos imbéciles de policías
me han metido en un estercolero
hasta el cuello! —se lamentó con
desesperación.
El profesor Gomis se volvió
de improviso, con los ojos
relucientes de cólera.
—¡Ah, no! No acuses a los
policías. No son ellos los que te
han metido en un estercolero, como
tú dices, sino Ramata.
—¿Cómo, Ramata? No digas
eso, Armando.
—¿Y por qué no? ¿No ha sido
ella la que ha provocado y agredido
a ese pobre portero que no hacía
más que cumplir con su trabajo? Y
tú, tú, en lugar de enviar a esos
imbéciles de policías, como los
llamas, ¿no podías llamarme para
saber qué había pasado exactamente
entre él y Ramata? Pero no, tú
prefieres enviar, como un cacique,
a tus matones, que han asesinado a
Ngor Ndong. Los policías son
responsables, no cabe duda y,
desde luego, no pienso absolverlos,
pero Ramata es la principal
responsable de todo lo que ha
ocurrido. Es ella la que te ha
metido en el embrollo.
—No es verdad, yo no he
enviado matones. Yo no tengo
matones.
—Sí. ¡Los policías que has
enviado son unos matones, unos
asesinos!
—¡Yo no les he dicho que
mataran al portero, sólo que me lo
trajeran para interrogarlo!
—¡Lo que está claro es que tus
policías han matado a mi portero y
que eres tú quien los ha mandado!
—Pero ¡no para matarlo, sino
para interrogarlo!
El diálogo había transcurrido
en voz muy alta, a gritos casi.
Callaron y siguieron retándose con
la mirada, jadeantes como dos
contrincantes enfrentados en un
pulso.
La tensión era tal que el timbre
del teléfono les produjo un
sobresalto.
Matar Samb fue hasta la cama
y al descolgar oyó la voz de
Ramata.
—Padre de Dieynaba, ¿has
visto la hora que es? —planteó en
son de reproche—. ¡Por lo visto, te
has olvidado de nosotras!
Desde que había nacido su
hija, ése era el apelativo que usaba
Ramata con él. Cayendo en la
cuenta de que había olvidado
ponerse el reloj de pulsera, tapó el
micrófono y efectuó una señal con
la cabeza al profesor Gomis.
—¿Qué hora es, Armando? Es
Ramata.
—Las ocho y media.
Matar Samb apartó la mano.
—Las ocho y media —repitió
—. ¡Que tarde, Dios mío! No había
mirado el reloj. Es mejor que
cenéis sin mí.
—Ya lo hemos hecho.
—Me había olvidado por
completo. ¿Y Dieynaba?
—Está aquí delante, dice que
está enfadada contigo. ¿Qué pasa,
padre de Dieynaba? Te noto raro.
—No, no pasa nada. Estoy con
Armando. Bueno, hasta luego.
Colgó y, sin mirar ni una sola
vez al profesor Gomis, volvió a
sentarse en la cama.
—¿Dónde está Ramata? —
inquirió el médico.
—En el Bilboquet, con
Dieynaba, que se tiene que ir
mañana de colonias a Rabat.
Habían decidido que íbamos a
celebrarlo los tres comiendo en un
restaurante. Ellas habían salido
antes, y yo me disponía a reunirme
con ellas cuando he recibido tu
llamada.
—¡Pues tratándose de alguien
que ha provocado un incidente tan
funesto, aún le queda tiempo para
celebraciones!
—Armando, por favor —le
rogó Matar Samb con un hilo de
voz, contrariado, antes de estallar
—. ¡Ya está bien, para de echarme
la bronca, caramba, que no es el
momento!
—Si no te estoy echando la
bronca, jurista, para nada —
aseguró, con tono conciliador, el
médico—. Es verdad que antes
estaba furioso, porque todavía no
logro entender el comportamiento
de Ramata, que, como en un sistema
de vasos comunicantes, influye en
el tuyo. No, no, jurista, no me
interrumpas, déjame continuar y
decir lo que pienso. No es la
primera vez que Ramata provoca
altercados en un sitio público. El
año pasado, en el mercado Kermel,
dio una bofetada a un policía que le
había indicado que había aparcado
mal y que luego tuvo la desgracia
de verse expulsado del cuerpo,
precisamente por haber
reaccionado. Unos meses después,
un vigilante del supermercado
Filfili, al que había insultado sin
motivo, tuvo que quedarse en la
cárcel durante cuarenta y cinco
días. En ambos casos, obraste a tu
antojo, pese a que según tu íntima
convicción, tal como decís en
vuestro argot, sabías muy bien que
Ramata no tenía razón. Hoy, por
culpa suya, ha muerto un hombre.
¿Te das cuenta del alboroto que se
va a armar el lunes en el hospital,
con el sindicato, que, a la más
mínima, convoca acciones?
Matar Samb se levantó como
un resorte de la cama.
—¡Hay que impedirlo como
sea, Armando! —exclamó, y lo
agarró por la muñeca—. Si se
forma un escándalo en torno a este
asunto, mi nombre se verá
salpicado, y eso tendrá unas
consecuencias nefastas para mi
carrera. Ya sabes que el primer
presidente del Tribunal Supremo
debe solicitar la jubilación a finales
de año y que yo soy la persona
mejor situada para sustituirlo; es
algo seguro, el propio ministro de
Estado me lo confirmo. Si saliera a
la luz el papel que he desempeñado
yo en la muerte de tu portero, no me
darían el puesto, y para mí sería
inaceptable perderlo. Hay que
hacer algo, Armando.
El profesor zafó la muñeca y
separó los brazos con ademán de
impotencia.
—De acuerdo, jurista, hay que
hacer algo, pero ¿qué?
—¡Hay que sofocar el asunto a
toda costa, para que no haya ningún
escándalo!
—Será difícil y, francamente,
no veo que yo pueda hacer algo. El
escándalo estallará, tenlo por
seguro, a partir del lunes por la
mañana. Los sindicalistas van a
aprovecharlo y yo no voy a poder
hacer nada.
—¡Es verdad! —admitió
Matar Samb.
Luego se quedó pensativo un
momento.
—¿Está Jackson aquí? —
preguntó por fin.
—No sé si ha vuelto.
—¿Estaba de viaje?
—Me lo encontré el mes
pasado en el aeropuerto. Se iba de
peregrinaje a la Meca con un grupo
de unas cincuenta personas y un
potentado morabito que sufragaba
los gastos del viaje. Buena idea,
jurista. Si ha vuelto, Jackson quizá
podría hacer algo. ¡Tendría que
habérseme ocurrido antes a mí!
El teléfono volvió a sonar
antes de que el médico acabara la
frase.
Matar Samb descolgó
pensando que si era el idiota de
Diallo, lo iba a mandar a paseo de
inmediato.
—El fiscal general al habla —
contestó.
—¡Hola, jovencito!
La estentórea voz de su
interlocutor sonó acompañada de
una extravagante risa a la que no se
acababa de acostumbrar y que
siempre le producía escalofríos. Su
sorpresa fue tan mayúscula que a
punto estuvo de soltar el auricular.
—¡Jackson! Es increíble, justo
cuando hablábamos de ti con
Armando, llamas. Es verdad lo que
dicen: la llamada de Dios es mejor
que la llamada del hombre. Tengo
una necesidad imperiosa de que me
ayudes, Jackson.
—Ya sé, jovencito, con la
muerte del portero de la Maternidad
del hospital Aristide-Le Dantec, sé
que por fuerza necesitas de mi
ayuda. ¿Por qué crees que te he
llamado?
—¿Dónde estás, Jackson? —
preguntó, desencajado, con voz
apenas audible, Matar Samb.
—En Thiès. Ahora mismo voy
hacia allá.
Matar Samb colgó exhalando
un largo y estridente silbido.
—¿Qué ocurre? —inquirió el
médico al percibir su desazón—.
¿Qué ha dicho Jackson?
—Dice que ya viene. Las
noticias circulan muy deprisa en
este país. En Thiès, Jackson estaba
ya al corriente de la muerte del
portero.
—¿Cómo es posible, en
Thiès?
—Sí, en Thiès. Lo que
significa que todo el país está
enterado de lo sucedido. ¡Ya está,
se acabó mi carrera!
Volvió a instalarse en la cama,
abatido, con las manos pegadas a la
cabeza, al borde de las lágrimas.
—¡Animo, jurista! —aconsejó
el profesor Gomis, tirándole del
brazo para obligarlo a levantarse
—. ¡Más ánimos, hombre! Nada
está perdido aún, todo puede
arreglarse, con Jackson. Ahora,
vístete y después bajaremos a
esperarlo al salón. Si ha dicho que
venía, no va a tardar.
Tras propinarle una vigorosa
palmada en la espalda para
impulsarlo hacia el armario, el
médico descendió a la planta baja
donde se encontraba el vasto salón
equipado con mobiliario de cuero
verde. En el bar situado al fondo, se
sirvió un combinado de vodka con
zumo de naranja y cubitos de hielo
y después se arrellanó en uno de los
sillones.
Minutos después, Matar Samb
bajó también, vestido con un traje
de lino azul Matisse. En el bar,
colocó la botella de Smirnoff, el
envase de zumo de naranja y la
cubitera en una bandeja que
trasladó a la mesa de sofá, delante
del médico. Se sentó a su lado, sin
atreverse a mirarlo, para no dejar
traslucir que, a pesar de todos sus
esfuerzos por aparentar calma,
estaba anonadado. Se llenó el vaso
hasta la mitad y cuando se disponía
a añadir el zumo de naranja, cambió
de opinión y acabó añadiéndole
vodka hasta el borde. Luego apuró
la bebida de un trago, con los ojos
cerrados.
El profesor Gomis observaba
con asombro sus indecisos gestos.
—¡Te vas a emborrachar,
jurista! —le advirtió una vez que
hubo abierto los ojos y depositado
el vaso en la mesa.
—¡Sí! —admitió Matar Samb
—. Tengo ganas de emborracharme,
como una cuba.
Con mano trémula, volvió a
llenar el vaso de vodka y tomó un
buen sorbo antes de proseguir.
—Armando, el asunto es muy
grave. ¿Crees que Jackson podrá
taparlo?
—¡Claro! Él sí, él puede
solucionar toda clase de problemas,
por más graves que sean, ya lo
conoces.
—¡Lo dices para
tranquilizarme!
—Que no, jurista. Siempre le
has oído decir que en este país todo
se puede arreglar, hasta la muerte
de un hombre, y él conoce bien el
país.
En aquel momento, Ramata y
Dieynaba entraron en el salón.
Matar Samb, que ya estaba
ebrio, abandonó la tercera copa
casi vacía y se incorporó para
ofrecer la mejilla a su hija, que se
inclinó para besarlo después de
haber saludado al médico:
«¡Buenas noches, tío Armando!».
—¡Papá, estoy enfadada
contigo! —anunció mientras Matar
Samb volvía a arrellanarse en el
sillón—. ¿Por qué no has venido al
Bilboquet?
—He tenido un serio
contratiempo, cariño —le explicó
con la pronunciación entorpecida
por el alcohol—. ¿Has comido
bien?
—No. Te estaba esperando;
cuando has dicho que no vendrías,
se me ha quitado el hambre. Me he
comido sólo el postre; después, le
he dicho a Ramata que
volviéramos. —Así llamaba a su
madre, por su nombre.
—Lo siento mucho, cariño, he
tenido un grave contratiempo —
repitió—. Pero te prometo que,
cuando vuelvas, te voy a
compensar.
—Bueno, papá. ¡Lo has
prometido!
—Lo he prometido, cariño, y
no te voy a fallar. Cuando vuelvas,
iremos juntos al Bilboquet.
—¡De acuerdo, papá! Ahora
me voy a acostar, porque mañana
me tengo que levantar muy
temprano. Buenas noches, papá.
Dieynaba volvió a besar a su
padre antes de irse.
Matar Samb observó a su hija
mientras subía con paso presuroso
las escaleras que conducían al piso
de arriba, hasta que hubo
desaparecido detrás de la puerta
del pasillo. Una oleada de ternura
barrió por un momento la angustia
que lo atenazaba. Era una adorable
niña de diez años, muy alta para su
edad, cuyos menudos senos
despuntaban precozmente bajo la
camiseta. Al año siguiente cursaría
el segundo año de secundaria en el
colegio Sainte-Marie-de-Hann. No
había dirigido ni una sola palabra a
Ramata, porque ello lo habría
obligado a hablar de la muerte del
portero y no deseaba hacerlo,
cuando menos no en ese instante.
Con expresión recelosa,
Ramata se sentó en el sofá, frente a
su marido y el médico, que se
mantenían mudos y cabizbajos.
—Seguro que estabais
tramando algo contra mí —espetó
con suspicacia, al cabo de un
prolongado silencio—. ¡No hay más
que veros!
—Que no, no estábamos
tramando nada contra ti —
respondió Matar Samb sin levantar
la cabeza—. ¿Por qué lo dices, eh?
—Y tú, Armando, ¿por qué me
pones esa cara? —continuó—. ¡En
vista de la manera como me ha
tratado esta tarde tu portero cuando
había ido a verte, no tendrías que
ponerme mala cara!
—Que no, no es eso —
contestó, conciliador, Matar Samb.
—Tú déjame a mí, padre de
Dieynaba. Me pone mala cara. Eso
es el interesado el que lo nota.
Al médico le costó no
responder. En su lugar cogió el
vaso y lo apuró de un trago.
Ramata se inclinó hacia él y le
propinó una palmada en el muslo.
—Es por culpa de tu portero
por lo que te has puesto así.
¡Menudo cancerbero, ese individuo!
El médico estalló por fin, pese
a todos sus esfuerzos por
dominarse.
—¡Para de bromear ya, que no
es el momento! ¿Qué ha pasado
entre Ngor Ndong y tú?
—¿Ngor Ndong, Ngor Ndong?
—inquirió Ramata, arrugando la
frente—. ¿Quién es este indígena a
quien no conozco y cuyo nombre
oigo por primera vez?
—Ngor Ndong, el portero de
la Maternidad.
—¡Ah, se llama así! Dile que
por lo menos me devuelva los
zapatos. Me ha hecho pasar un mal
rato para impedir que entrara a
verte.
—¡Estás mintiendo! —espetó
el médico.
Ramata se levantó
bruscamente del sofá, enfurecida.
—¡Me estás llamando
mentirosa! ¡Armando, todo te lo
consiento menos esto!
—Sabes muy bien que mientes
—insistió el médico sin
preocuparse por la indignada
reacción de Ramata—. Lo único
que ha hecho Ngor Ndong es pedir
un pase, y de manera correcta. Tú le
has contestado que, al ser la esposa
del fiscal general, no tenías ninguna
obligación de presentarle un pase y
que tenía que abrir la puerta por las
buenas o por las malas. El se ha
negado...
—Necesitaba verte, me sentía
mal —lo interrumpió Ramata—.
Además todavía no me encuentro
bien.
—Se ha negado —prosiguió,
inflexible, el médico—, y tú has
aprovechado la salida de las
alumnas comadronas, mientras él
sostenía el pestillo de la puerta,
para herirlo en la cara con tu
zapato. Has intentado golpearlo otra
vez; entonces, él te ha cogido por
las muñecas y te ha empujado, sin
ninguna clase de brutalidad, hasta tu
coche. El no te ha forzado a subir ni
tampoco te ha quitado los zapatos.
Cuando te ha cogido por la muñeca,
te ha hecho soltar el zapato con el
que le has hecho daño y luego te ha
dejado libre. A continuación, tú te
has quitado el otro y se lo has
arrojado, sin acertar. Después te
has subido al coche insultándolo y
amenazándolo con la cárcel y te has
ido sin preocuparte por tus zapatos.
Cuando los policías han ido a
buscar a Ngor Ndong para darle una
paliza, mis alumnas han asistido a
toda la escena desde la ventana de
su dormitorio del cuarto piso...
—¡Son tus alumnas las que te
cuentan mentiras! —volvió a
atajarlo Ramata.
—No son mentiras, sino la
verdad —replicó el médico—. Y
mis alumnas no me han contado
nada, por la sencilla razón de que
no las he visto. Ellas han hablado
del incidente a la supervisora, que
me ha venido a informar a mi
despacho. Eso carece de
importancia, sin embargo. ¡Lo que
sí tiene importancia, y mucha, es
que Ngor Ndong ha muerto, a manos
de los policías!
—¿Dónde está el problema?
—preguntó Ramata—. Si los
policías han matado al portero, la
culpa es toda de ellos.
El profesor Gomis se levantó
con brusquedad del sillón.
—¡El problema es que los
policías no son los únicos
responsables! —afirmó con enojo
—. Tú también eres culpable, por
haber provocado y agredido a ese
pobre hombre, y tu marido, que ha
enviado a los policías, también es
responsable.
—¡Yo no tengo nada que ver
con eso!
—¡Por supuesto que sí, tú y tu
marido, sois tan responsables como
los policías!
Matar Samb agarró al médico
por el brazo y lo obligó a volver a
sentarse en el sillón.
—¡Ya basta, los dos! —
ordenó con contundencia—. El
problema de las responsabilidades
está superado y de nada sirve que
discutáis. El vino está servido y hay
que beberlo. Tú, Ramata, sube a
acostarte, que yo me ocuparé de
todo. Y ya que dices que te
encuentras mal, Armando podría
examinarte en la habitación.
Ramata, de pie, efectuó un
mohín ante el furibundo semblante
del médico.
—¡Tu amigo no es nada
interesante a veces, padre de
Dieynaba! —declaró al cabo de un
momento.
—No te lo tomes a mal,
Armando, sólo son tonterías. No
piensa lo que dice —aseguró Matar
Samb—. Os pido que hagáis las
paces de inmediato. Hacedme el
favor de no hablar más de este feo
asunto. Ramata, eres muy
imprudente peleándote con tu
ginecólogo. Eso no se hace. Vamos,
no me fastidiéis más y haced las
paces. Me es imposible tomar
partido por alguno de los dos,
tratándose de mi mujer y de mi
amigo.
Ramata posó una mirada
todavía resentida en el médico, que
acabó por abandonar su seriedad y
esbozar una equívoca sonrisa.
—Tienes razón, padre de
Dieynaba, no es aconsejable
ponerme a malas con mi ginecólogo
—admitió, sonriendo a su vez—.
Entonces, Armando, ¿hacemos las
paces?
—De acuerdo —aceptó el
médico—. Pero...
—Oye, Armando, nada de
peros —intervino Matar Samb—.
Más vale dejarlo así. Ella te ha
pedido una tregua y tú la has
aceptado, así que no pongas
condiciones. ¡Reconciliaos del
todo, sin reparos!
El profesor Armando Gomis
se levantó. Ramata rodeó la mesa y,
tras cogerle la mano, le estampó
dos ruidosos besos en las mejillas.
—Ya estamos en paz —afirmó
—. ¿Y ahora vienes a pasar
consulta?
—¡Así está mejor! ¡Ahora
estoy contento! —anunció,
aplaudiendo, Matar Samb.
—¡Le advierto, señora, que las
consultas a domicilio cuestan muy
caro! —bromeó el médico.
—Mi marido pagará la factura,
profesor. ¡Envíesela a su secretaria
y recibirá su dinero, puede estar
seguro! —respondió Ramata en el
mismo tono.
—¡No se preocupe, profesor!
—apoyó Matar Samb—. ¡Tal como
le ha asegurado mi mujer, no le
quepa duda de que le vamos a
pagar!
Los tres estallaron en risas a la
vez.
—Tendré que ir a buscar el
maletín al coche —dijo el médico,
soltando la mano que aún sostenía
Ramata.
—Yo subo ya —anunció ésta.
Él salió del salón mientras ella
comenzaba a subir por la escalera.
Matar Samb dio cuenta de la
copa y, tras llenarla de vodka por
cuarta vez, permaneció absorto en
sus pensamientos.
Ramata le había mentido,
efectivamente, no cabía duda alguna
al respecto. La versión que había
expuesto Armando era clara y
detallada, y ella no había negado ni
una sola vez los hechos que le
reprochaba. Era intolerable,
inadmisible. Y además, ¿qué
sentido tenía dar un espectáculo tan
contraproducente en público y
después irle a contar embustes a él?
No podía aceptar la mentira.
Tendría que pedirle explicaciones...
«¡una vez que se haya calmado la
tempestad!», se dijo, llevándose el
vaso a los labios.
Poco después, el profesor
Gomis se hallaba de vuelta en el
salón, con el maletín en la mano.
—A este paso, vas a estar
fuera de combate antes de que
llegue Jackson —advirtió a Matar
Samb, al ver que se tomaba de
golpe la mitad de la copa.
—¡Que no, no te preocupes!
Con el maletín en la mano,
Armando subió al primer piso y
llamó a la puerta del dormitorio,
que se abrió y se cerró no bien hubo
entrado. Con una combinación
negra que le llegaba hasta medio
muslo, Ramata le dio la espalda,
ahuecando el cuerpo mientras
cerraba el pestillo. El médico se
acercó y se frotó contra ella, con un
vaivén de caderas. Ramata lo
acompañó primero en el rítmico
movimiento y al cabo de un instante
lo rechazó para volverse de cara.
—No tengo ninguna necesidad
de que me examines, no me
encuentro mal —declaró,
melindrosa—. Tampoco me sentía
mal por la tarde. Como no tenía
nada que hacer, he pasado así, para
molestarte. Ni siquiera estaba
segura de que fuera a encontrarte en
el despacho el sábado por la tarde.
Le cogió el maletín y tras
arrojarlo al suelo, comenzó a
desabotonarle la camisa.
—¡Eres una mala pécora,
siempre me provocas! ¡Sabes que
tengo debilidad por ti! —musitó
mientras ella le hacía cosquillas en
los pezones.
—¡Y tú eres el peor de los
cerdos, que se acuesta con la mujer
de su amigo! —replicó ella.
Entrelazados, se dejaron caer
en la cama en medio de risas
ahogadas.
Cuando, media hora más tarde,
el profesor Gomis bajó al salón,
encontró a Matar Samb dormido.
Con las piernas cruzadas encima de
la mesa, la cabeza apoyada en el
respaldo del sillón y las manos
juntas en torno al vaso medio lleno
apoyado en la barriga, roncaba
como un fuelle de forja, derribado
por la gran cantidad de vodka que
había consumido.
Con su cincuentena bien
llevada, enfundado en una
imponente y holgada túnica
almidonada de bombasí de primera,
de color amarillo limón, adornada
con profusión de bordados, con un
gorro rojo en la cabeza, un pañuelo
de seda negra dispuesto con
descuido en los hombros y unas
botas de cuero del mismo color que
la túnica en los pies, el inmenso e
impresionante Jackson entró poco
después de las diez y media en el
salón, donde aguardaban con
impaciencia Matar Samb y
Armando Gomis. Todo era
desmesurado en él. Medía más de
dos metros diez y todas las partes
de su cuerpo, cabeza, cuello,
hombros, pecho, vientre, miembros
superiores e inferiores, eran de
unas dimensiones muy superiores a
las de un hombre normal. Jackson,
que en realidad se llamaba Sangoné
Loukoubar, aunque nadie lo llamaba
por su nombre, profesaba un
auténtico culto al oro. Llevaba una
gruesa cadena de Cartier en el
cuello, una sortija de sello en cada
anular, una pulsera con su apodo
grabado en la muñeca derecha y un
reloj en la izquierda.
—¿Qué pasa, jovencitos? —
inquirió con su poderosa voz
acompañada de una extraña
carcajada que le impulsó la cabeza
hacia atrás—. He oído hablar del
portero de la Maternidad del
hospital Le Dantec muerto a manos
de unos policías enviados por el
fiscal general a instancias de su
mujer, que había provocado y
herido al tal portero.
El profesor se levantó del
sillón para estrechar la mano del
gigante.
—¡Hola, Jackson!
—Hola, mandiago devorador
de cadáveres de animales —repuso
éste.
—De acuerdo, yo soy
mandiago, pero tú, Jackson ¿de qué
etnia eres?
—¡Yo soy wolof, pequeño
mandiago!
—¡Ah no! Los Loukoubar no
son wolof. Esa es una etnia que no
existe, ni wolof, ni serere, ni
tuculer, ni nada. Eso, Jackson, tú no
eres nada.
Matar Samb, que se había
despertado con la carcajada inicial
de Jackson, se levantó del asiento
sin soltar todavía el vaso.
—Jackson, ¿es verdad que ha
sido en Thiès donde te has enterado
de lo que acabas de decir sobre el
portero? —le preguntó.
Jackson tomó asiento en el
sofá. Desplegada, su gran túnica
ocupaba la totalidad del mueble, de
una punta a otra. Tras quitarse el
gorro, lo dejó frente a sí en la mesa
y se rascó con el índice la coronilla
de la enorme cabeza, monda como
una calabaza.
—¡Sí, en Thiès! —confirmó
por fin, cuando después de dar
cuenta del resto del vodka, Matar
Samb se disponía a repetir la
pregunta.
—Entonces, ¡mi carrera va a
quedar estancada, interrumpida! —
se lamentó—. Si la noticia ha
llegado hasta Thiès, cuando el
cadáver del portero aún no ha
acabado de enfriarse, ¿por qué no a
Fongolimbi, a Kabrousse o a
Kaèdi? ¡No, no, no es posible, ya
puedo despedirme de hacer carrera!
—¡Que no, jurista! —trató de
tranquilizarlo el médico—. Ahora
que Jackson ha llegado, todo se va
a arreglar.
—No lo creo. No tengo
ninguna esperanza. ¿No has oído lo
que acaba de decir él mismo? —
insistió Matar Samb—. ¡Todo el
país está enterado! ¡Mi carrera está
arruinada!
Jackson cogió la botella de
vodka y, al darse cuenta de que
estaba vacía, la sacudió como para
convencerse del todo; después la
agitó delante de los ojos.
—¿Os habéis soplado toda la
botella mientras esperabais?
—Yo he tomado sólo una copa
muy rebajada con naranjada —
explicó el médico, apuntando con el
dedo a Matar Samb—. Ha sido él
quien se ha tomado el resto.
—¡Así se entiende que
desbarre un poco! —exclamó,
riendo—. Señor fiscal, tengo sed.
—¿Desbarrar? Yo no estoy
desbarrando, ¿eh? —protestó Matar
Samb.
A continuación se encaminó al
bar con paso vacilante. Cuando
regresó al cabo de un momento con
una botella de vodka en cada mano,
encontró a Jackson y al profesor
Gomis intercambiando pullas. El
gigante tildaba al médico de
aficionado a comer carroña y éste
replicaba que, si hubiera nacido un
siglo y medio antes, lo habría
vendido sin duda a los negreros
para que cultivara algodón o caña
de azúcar en América, ya que tenía
un físico adecuado para servir de
esclavo.
—¡Devorador de cadáveres
podridos!
—¡Esclavo!
Luego se echaron a reír a
carcajadas.
Exasperado por sus risas,
Matar Samb dejó las botellas en la
bandeja y volvió sentarse con cara
de enfado.
—¡Bueno, volvamos a lo que
nos interesa! —reclamó con un
asomo de irritación en la voz—.
Jackson, ¿tú cómo ves la situación?
¿Complicada, no, en vista de que
todo el país está al corriente?
El gigante tomó el vaso vacío
de Matar Samb y, tras llenarlo de
una mezcla de vodka y naranjada,
añadió unos cubitos, bebió tres
pequeños sorbos y chasqueó
ruidosamente la lengua.
—¡Eres tú el que dice eso! —
contestó—. Yo me he enterado de
la muerte de Ngor Ndong...
—¡No es posible! —lo
interrumpió Matar Samb con un
sobresalto—. ¿Hasta conoces el
nombre del portero?
Jackson lo tranquilizó con un
gesto.
—Al enterarme de las
circunstancias de su muerte, me he
enterado, como es lógico, de su
nombre. Jovencito, no hay duda de
que estás borracho.
—Que no, Jackson, no lo
estoy, estoy muy lúcido. Pero,
continúa, por favor, ¿cómo te has
enterado de las circunstancias de la
muerte del portero... y de su
muerte? ¡En Thiès precisamente!
Su lapsus hizo reír al gigante y
al médico.
—¿Y aún osas afirmar que
estás lúcido, jurista?
—¡Armando, déjate ya de
bromas! —lo reprendió Matar
Samb—. No es un buen momento.
Jackson, venga, dime cómo te has
informado del asunto en Thiès.
Jackson tomó tres tragos de
vodka y, tras un chasquido de
lengua, inició la explicación.
—El director de la fábrica de
pilas eléctricas, Ngalla Mbaye, un
joven a quien aprecio mucho, como
a vosotros, hace la corte a una
joven de Thiès. La cosa va en serio:
el mes próximo la tomará como
cuarta esposa. Todo está arreglado
y ya se han dado el primer regalo y
la dote. Tú debes conocerla,
devorador de cadáveres. Se llama
Aida Diané y está en el tercer curso
de la escuela estatal de
comadronas. ¡Es una chica que no
pasa inadvertida! Muy bien
proporcionada, con una tez natural,
de un negro brillante (lo que es más
bien raro hoy en día), el cuello
grácil adornado con muchas anillas,
el pecho prominente, la cintura fina,
caderas anchas, un trasero generoso
—con las manos moldeó una
imaginaria silueta—, una cara con
facciones regulares, grandes ojos
de gacela, labios carnosos y la
dentadura como una concha de
nácar al borde del mar. ¡Ni por
asomo se me ocurriría rondarla,
pero es una chica muy guapa, sí,
señor! Había invitado a mi joven
director a cenar. Yo había vuelto de
la Meca esta misma tarde y, a pesar
del cansancio del viaje, he tenido
que acompañarlo porque él ha
insistido a toda costa. Nos hemos
ido juntos, pues. Durante la
conversación de la cena, ella ha
contado todo el asunto, desde que
Ramata ha llegado con su Mercedes
rojo hasta la violenta intervención
de la Policía, con toda clase de
detalles. Ha especificado que
cuando se iba del hospital para
volver a Thiès, habían anunciado la
muerte de Ngor Ndong y habían
depositado su cadáver en la
morgue.
—¡De acuerdo, Jackson! —
admitió Matar Samb cuando el
gigante hubo concluido—. Ya has
visto pues que es un asunto de
gravedad, sobre todo teniendo en
cuenta que, según Armando, el
sindicato del hospital va a
promover actos de protesta a partir
del lunes. ¿Podrás sofocarlos?
—¡Seguro que podrá! —
contestó el profesor Gomis en su
lugar—. Está acostumbrado a eso
de que hasta la muerte de un hombre
se pueda solucionar en este país.
No es más que otro caso para
superarse a sí mismo. Y bien,
Jackson, ¿decías eso para
impresionar al público?
Jackson se inclinó y propinó
una vigorosa palmada en el pecho
al médico, que se incorporó sin
aliento para responder con un golpe
directo. Sin levantarse, el gigante
detuvo el puño del médico con su
manaza y, con una carcajada lo
apretó, obligándolo a sentarse con
un aullido de dolor.
—¡No tengo necesidad de
impresionar a nadie, mandiago
devorador de carroña! —afirmó sin
parar de reír—. ¿Me has mirado
bien? Soy un privilegiado de la
naturaleza. ¡Todo en mí impresiona!
Antes de soltar la mano del
médico, acentuó la presión, lo que
provocó nuevos alaridos.
El profesor Gomis se miró con
inquietud la mano aplastada y la
sacudió con gesto brusco delante de
la cara, antes de presentarla a
Matar Samb.
—Jurista, dile a este monstruo
que esta mano es una herramienta
de gran valor, con la cual abro el
vientre de las mujeres para
salvarlas y salvar al mismo tiempo
a sus hijos, a los que no pueden
nacer por abajo. ¡Díselo, jurista!
Matar Samb fulminó con la
mirada al profesor Gomis,
escandalizado de que pudiera
bromear en un momento tan crítico
para él.
—¡No te entiendo, de verdad,
Armando! —exclamó con voz
temblorosa, con la mirada fija en él
—. Cualquiera diría que tú estás
exultante mientras que yo tengo
graves problemas. Ya se ve que
aunque yo te considero un amigo, tú
a mí no.
El médico bajó la cabeza,
contrito. Entonces Matar Samb se
centró en el gigante.
—¿Podrás hacer algo,
Jackson?
—Sí, pero será una labor
difícil —repuso éste.
—Sí, claro, ya sé que será
difícil. Sobre todo con los
sindicalistas. Dime lo que necesitas
para llevar las cosas a buen puerto,
porque es imprescindible tapar el
asunto antes de que se propague la
voz. Es vital para mí, porque mi
carrera depende de ello.
Jackson tomó tres sorbos de
vodka, a los que les siguió un
chasquido con la lengua.
—¡Necesito dos armas para
culminar todo esto con éxito! —
declaró, mostrando el dedo índice y
el corazón de la mano derecha, con
los que formó una V—. La primera
arma es el empleo de una lengua
agradable con mis contactos. En eso
no hay problema, ya que tal como
acabo de decir, soy privilegiado
por naturaleza y también poseo una
lengua más agradable que la miel,
cuando quiero. La segunda arma es
disponer de un presupuesto a la
altura. Las palabras envueltas en
billetes de banco siempre
encuentran quien las escuche y
resultan agradables hasta tal punto
que no te puedes formar idea.
¡Lengua agradable y dinero! Con
esas dos sutilezas, se vencen todas
las dificultades del mundo, por más
complicadas que sean. ¡Cortar de
raíz los chismes provocados por la
muerte de un hombre es una tarea
bien difícil!
—Difícil pero no imposible,
¿verdad, Jackson? —inquirió Matar
Samb.
—No es imposible —confirmó
el gigante—. A condición de
disponer de las dos armas a las que
me refería, la lengua agradable y el
dinero. Yo tengo la lengua
agradable...
—Y yo tengo el dinero —
prosiguió Matar Samb, golpeándose
el pecho con la mano abierta—. Del
dinero me encargo yo. ¿Cuánto
necesitas?
Jackson vació la copa de tres
tragos, chasqueó la lengua, volvió a
llenar el vaso de vodka con
naranjada y después observó su
reloj de pulsera.
—Son exactamente las once
menos cuarto —anunció, eludiendo
la pregunta del fiscal general—. A
partir de este momento dan
comienzo las operaciones y no hay
ni un minuto que perder. Cada uno
de nosotros debe desempeñar un
papel. Mandiago, a ti te
corresponde empezar. Como eres el
único que conocía al portero, debes
aportar información sobre él. Tres
preguntas: ¿quién era?, ¿tenía
familia conocida?, ¿dónde vivía?
Con la cabeza apoyada en el
respaldo del sillón, los ojos
cerrados y los brazos cruzados
encima del pecho, el profesor
Gomis silbaba por lo bajo
Strangers in the night, batiendo el
ritmo con el zapato.
Matar Samb le dio un codazo
en el hombro.
—¡Armando, contesta!
Éste continuó silbando,
imperturbable.
—¡No te aproveches de la
situación, Armando! —espetó
Matar Samb—. Antes he dicho
tonterías, las retiro, de acuerdo.
Para de hacerte el loco y responde
deprisa a las tres preguntas de
Jackson. ¿Quién es tu portero, tiene
familia conocida, dónde vive?
Vamos, responde.
El profesor Gomis acabó
sonriendo, incapaz de mantener por
más tiempo su flemática actitud.
—¡Hablas de Ngor Ndong en
presente, como si todavía estuviera
vivo! —señaló, irguiéndose en el
asiento.
Matar Samb restó importancia
al detalle con un revés de mano.
—¡Armando, para de bromear
de una vez! Bueno, el portero, quién
es..., era... ¡Ya está! Me lías con tus
observaciones de tres al cuarto.
Armando, sé serio. Responde. Uno:
¿quién era tu portero? Dos: ¿tenía
familia conocida? Y tres: ¿dónde
vivía?
—Bueno, lo que yo sé de él no
es gran cosa —advirtió el médico
tras un momento de reflexión—.
Voy a intentar responder de una vez
a las tres preguntas. Estaba casado
y vivía en el hospital, donde tenía
una pequeña habitación situada en
la entrada de la Maternidad.
Durante el día, su mujer vendía
fruta, cacahuetes y buñuelos en la
puerta del hospital. Es una buena
mujer. Volvió a su pueblo hace tres
semanas, embarazada de bastantes
meses. Desoyendo mis consejos,
Ngor Ndong había decidido
enviarla a su casa a dar a luz,
porque anteriormente, en dos
ocasiones, le habían nacido muertos
los niños, en la Maternidad. Para
él, igual que para su mujer, ésa era
una cuestión de genio que tenían
que solucionar con los fetiches en
el pueblo. A ver, ¿qué más sé
aparte de eso? Ah, sí, tenía un
hermano que vive en Sangalcam,
donde trabaja como mozo en una
granja. Se llama, si no me
equivoco..., Mbagnick, sí, eso es.
Uno de mis ayudantes tiene el
mismo nombre. Eso es, se llama
Mbagnick Ndong. El mes pasado,
cuando quise comprar un perro
pastor, Ngor Ndong me llevó a su
casa para que me pusiera en
contacto con unos propietarios
agrícolas. Sí, se llama Mbagnick
Ndong y vive en el pueblo de
Sangalcam, donde trabaja de mozo
de granja. Esa es toda la
información que puedo daros.
—¡Será suficiente! —concedió
Jackson—. Aún te queda un papel
que desempeñar, el último, pero el
más importante. Por lo que dice el
fiscal general y según los datos de
que dispongo, el sindicato va a
organizar un acto de protesta el
lunes por la mañana en el hospital
Le Dantec. Ahora bien, como el
incidente tuvo lugar un sábado por
la tarde, casi todo el personal se
había marchado ya y sólo quedaban
unas cuantas alumnas de tercer
curso de tu escuela, un pequeño
grupo, que fueron los testigos
oculares. Las visitas presentes en el
momento de los hechos no cuentan,
porque cada cual relata su propia
versión, a menudo falsa, y sobre
todo porque a la gente no le gusta
crearse complicaciones; detestan
ver alteradas sus costumbres y, por
lo tanto, no hay peligro de que
vayan a atestiguar. En ese sentido,
podemos estar seguros de que no
habrá ningún tipo de problema. En
cuanto a tus alumnas, la cosa se
complica. Si hay problemas, será
de ese lado de donde vengan; por
eso debes intervenir de manera
enérgica.
—¿Intervenir de manera
enérgica, cómo? —planteó,
extrañado, el médico.
—¡Intervenir de manera
enérgica, sí! —insistió Jackson—.
Tus alumnas no deben hablar, así de
claro. Si ellas mantienen la boca
cerrada, los sindicalistas se van a
meter en un atolladero, os lo
garantizo. No hay nada que temer, a
condición de que tus alumnas
callen. Para eso, no hay mil
doscientas treinta y cuatro maneras
de obligarlas a callarse, sino una
sola: hay que amenazarlas. Tú las
convocas a todas y les dices que la
primera de ellas que abra siquiera
la boca para hablar del asunto será
expulsada en el acto de tu escuela,
sin más preámbulos. Ni por asomo
hay que permitir que porque alguna
de ellas se vaya de la lengua, el
prestigio y el renombre de la
escuela se vean perjudicados,
salpicados por un minúsculo
escándalo, sea de la clase que sea.
Es decir, que al menor murmullo, se
quedan en la puerta. Ellas no están
enteradas de nada, no saben nada ni
tienen nada que decir. La que peque
de parlanchina no merece el honor
de lucir el hermoso título de
comadrona y sobra en tu escuela,
porque ¿adónde iría a parar el
mundo si una comadrona, con todo
lo que ve y lo que oye en la sala de
partos, tuviera la lengua tan larga
que fuera incapaz de mantenerla
guardada en la boca? Ya está,
devorador de cadáveres. Tú debes
de poder desarrollar mejor que yo
el discurso porque eres instruido y
ellas son tus alumnas. Hay que ser
firme. ¡La firmeza es la clave!
—¿Has oído, Armando? —
inquirió Matar Samb—. La que se
vaya de la lengua será expulsada en
el acto de tu escuela, sin más
preámbulos. Hay que ser firme. ¡La
firmeza es la clave!
Después de beber otros tres
tragos de vodka y chasquear la
lengua, Jackson pasó a hablar a
Matar Samb.
—Ahora te toca a ti, fiscal
general. El meollo de la guerra va
en esto.
—¿Cuánto necesitas, Jackson?
—Diez millones.
El profesor Gomis emitió un
silbido de asombro.
—¿He oído bien, diez
millones? Pero ¡eso es una auténtica
fortuna, Jackson!
—¿Qué auténtica fortuna? —
disintió Matar Samb—. No es nada
en comparación con lo que está en
juego. Jackson, no tengas
compasión de mí. ¿Será suficiente
con los diez millones?
Jackson chasqueó la lengua
después tomar tres sorbos de vodka
y respondió con tono apático, como
si se desinteresara del asunto.
—Como tu amigo considera
que diez millones constituyen una
auténtica...
—¡No! Jackson, escucha bien
—lo interrumpió Matar Samb—. Lo
que comente este gran derrotista no
me afecta. No debes tomarlo en
cuenta.
—Pero... —trató de explicar
el médico.
—¡No, no! No tienes nada que
declarar, Armando —lo atajó Matar
Samb—. Eres un gran derrotista, así
que cállate. Jackson, te hablo a ti.
¿Será suficiente con los diez
millones, sí o no?
—Creo que con eso bastará —
concedió, casi con pesar, el gigante.
Matar Samb sacudió la cabeza
en señal de desaprobación.
—No, Jackson, no estoy de
acuerdo contigo. No me vengas con
«creo que bastará». Ya te he dicho
que no me tengas compasión.
Quiero algo seguro, no un «creo que
sí». Repito: ¿será suficiente con los
diez millones?
—Con diez millones, es
totalmente seguro que el asunto va a
quedar tapado.
—No quiero saber siquiera
cómo los vas a invertir. No te pido
ningún tipo de cuentas, con tal de
que todo quede arreglado. ¿Cuándo
necesitas los diez millones?
—Enseguida.
—Sólo tengo dos millones en
efectivo aquí. Te los doy y te firmo
un cheque de ocho millones que
podrás cobrar en el banco el lunes a
primera hora.
—Necesito ahora la totalidad
de los diez millones en efectivo —
objetó Jackson—. Además, me es
imposible cobrarlos en el banco,
porque no tengo ni carné de
identidad ni permiso de conducir, y
el pasaporte, lo olvidé en Saint-
Louis. Aparte, el lunes por la
mañana el asunto se habrá
divulgado y será demasiado tarde
para actuar. Hay que empezar ahora
mismo. Esta noche tengo que ver
incluso al enfermero que le curó la
herida a Ngor Ndong e ir a
Sangalcam mañana por la mañana
antes del amanecer para ver a su
hermano. Después, tengo que...
—¡No! Jackson, no me
interesa saber cómo vas a obrar —
volvió a interrumpirlo Matar Samb.
—Armando, ¿tienes ocho
millones en tu casa? —preguntó al
médico—. Te voy a hacer un
cheque.
Se vio obligado a callar ante
la actitud del médico, aquejado por
un imparable ataque de risa.
—¿Qué..., qué he dicho que
tenga tanta gracia? —inquirió,
sorprendido Matar Samb—. ¿De
qué te ríes, Armando?
—¡Casi un disparate, sí! —
afirmó el médico con un resto de
hilaridad—. ¿De dónde voy a sacar
yo ocho millones? Sabes
perfectamente que nunca he llegado
a reunir un millón, ni en mi casa ni
en el banco.
La ansiedad que había
desaparecido del rostro de Matar
Samb volvió a manifestarse de
manera brutal, desfigurándolo. En
sus ojos se instaló una expresión de
gacela acosada por una jauría de
perros, abrumada, agotada, abocada
a un destino fatal.
Durante un buen momento en el
salón flotó un plomizo silencio, que
él mismo acabó quebrando con un
largo suspiro de desánimo.
—No conozco a nadie que
pudiera prestarme los ocho
millones que faltan. Si DS, mi
hermana mayor, estuviera aquí, no
habría ningún problema, pero por
desgracia se fue de viaje a Hong
Kong anoche. Jackson, ¿no se te
ocurre alguien entre tus conocidos
que pudiera adelantarte la suma esta
noche?
Oportunista como pocos,
Jackson cogió la pelota al vuelo.
—Tengo un amigo que se
dedica a los negocios y que podría
sacarnos del apuro —explicó—.
Pero es un usurero descarado, sin
piedad, un buitre. Por ocho
millones prestados, pedirá un
reembolso de doce, aunque sólo sea
por un préstamo de medio día. Es
demasiado caro.
—¡Acepto!
—En ese caso, no hay
problema.
El profesor Gomis frunció el
entrecejo, pero se abstuvo de decir
nada.
Matar Samb se inclinó ante el
gigante y tomándole la manaza, la
estrechó con fervor.
—¡Gracias, Jackson, amigo,
muchas gracias! —le agradeció con
voz trémula—. Hoy no puedo decir
nada, pero tenemos otros días por
delante en los que te demostraré
que no soy un ingrato. Ay, Jackson,
gracias, gracias, gracias.
Esperanzado, se irguió en el
asiento, de nuevo con semblante
distendido.
Jackson dio cuenta de la copa
en tres sorbos acompañados de un
último chasquido de lengua, la dejó
en la mesa, recuperó el gorro y
después de tocarse con él, se puso
en pie.
—No hay de qué, joven amigo
—contestó el gigante con su
estruendosa risa—. Bueno, me voy
a ir, mi fiscal general. Ya sólo toca
tu turno para pasar a la acción.
—Yo también me marcho —
anunció el profesor Gomis, que se
levantó—. Estoy agotado.
Matar Samb los imitó.
—Jackson, subo a buscar los
dos millones.
Al llegar a la habitación,
encontró a Ramata dormida en la
cama. Se detuvo a contemplarla con
detenimiento.
Estaba acostada de espaldas,
con la larga melena extendida
encima de la sábana y con el
semblante sosegado como el agua
de un meandro, un lado de la cara
apoyado en la almohada, una mano
posada en el bajo vientre y la otra
en la cama, las piernas levemente
abiertas. La transparente
combinación se había subido hasta
la raíz de los torneados muslos.
Cuando respiraba y se le ahuecaba
el pecho, los firmes y rotundos
senos se le separaban con un
estremecimiento bajo la vaporosa
tela y parecían aumentar de
volumen.
Invadido por una repentina
oleada de deseo, Matar Samb se
humedeció los resecos labios con la
punta de la lengua. ¡Dios santo, qué
divina y adorable era! ¿Cómo había
podido pensar él, Matar Samb, ni
un solo instante que le había
mentido y que debía poner las cosas
en claro con ella? Debía de haber
perdido el juicio. ¡No, no! Ella
tenía razón en todo, lo que le había
contado era la pura verdad. Con
aquella serenidad que se instalaba
en su cara estando dormida, no
podía haber mentido. No había, por
consiguiente, necesidad de pedirle
explicaciones. El único responsable
era ese portero, por haberle
impedido el acceso a la
Maternidad. Sintió como se
intensificaba su deseo. ¡Qué
adorable era, por Dios! En otro
momento, estuviera triste o alegre,
derrengado o en forma, se hubiera
abalanzado sobre ella y la habría
poseído, sin desvestirse siquiera.
La década larga que llevaba casado
con ella no había mermado en nada
el ardor de los primeros tiempos.
Con ella, el paseo mil veces
repetido constituía, cada vez, una
nueva aventura. Esa noche, sin
embargo, en ese instante, estaba
intranquilo, desestabilizado. Por
culpa de esos policías
descerebrados y de ese pobre
portero que se había buscado él
mismo problemas, sobre su carrera
pesaba una seria amenaza..., y su
carrera lo era todo para él.
Se encorvó y rozó con tanta
suavidad la mejilla de Ramata con
los labios que no perturbó en nada
su sueño.
Cuando regresó al salón con
un maletín marrón en la mano,
encontró a Jackson, que lo esperaba
solo.
El profesor Gomis se había
ido.
Tras depositar el maletín en la
mesa del sofá, se inclinó para
accionar el dorado metal de la
cerradura.
—Para abrir, pones en los dos
lados las cuatro letras RKMS —
explicó—. Es fácil de memorizar,
RK por Ramata Kaba, y MS por
Matar Samb.
Jackson exhaló una gigantesca
risotada y, con un gesto, se alisó las
amplias mangas de la enorme
túnica.
—RKMS: ¡RK por Ramata
Kaba y MS por Matar Samb, fácil
de retener, en efecto! —repitió.
Matar Samb abrió el maletín y
tras mostrar los fajos de billetes,
volvió a cerrarlo y lo tendió al
gigante.
—¡Bueno! Aquí tienes los dos
millones, Jackson. Negocia con tu
amigo, el hombre de negocios, para
los ocho que faltan. El lunes
revisamos las cuentas y lo devuelvo
todo.
—Todo está solucionado,
joven, puedes dormir tranquilo.
Matar Samb le posó la mano
en el hombro.
—Jackson, mi porvenir está en
tus manos. ¡Te deseo buena suerte!
—¡La suerte me trae sin
cuidado! —contestó, riendo, el
gigante—. No la necesito en lo más
mínimo para arreglar este asunto.
¡Lengua agradable y dinero,
jovencito, lengua agradable y
dinero! Ah, me olvidaba de algo
muy importante, mi fiscal general.
—¿Qué, Jackson?
—Habrá que trasladar a todos
los policías de la comisaría del
palacio de Justicia, a todos, del
último agente al comisario Diallo.
Hay que dispersarlos por los cuatro
extremos del país, lo más lejos
posible de Dakar.
—Me ocuparé de ello el lunes
a primera hora.
—¡Perfecto, joven! —se
felicitó Jackson al tiempo que cogía
la botella de Smirnoff que
permanecía sin abrir encima de la
mesa—. Ahora me voy. Perdona
que no te estreche la mano para
despedirme, pero es que tengo
ocupadas las mías.
—Adiós, Jackson.
El gigante dio media vuelta y
se alejó, con el maletín marrón en
una mano y la botella de vodka en
la otra.
Las nefastas consecuencias de
la última sequía resultaban todavía
perceptibles en la antaño
exuberante vegetación de la región
de Niayes. Los numerosos arbustos
que afianzaban las dunas aparecían
resecos en medio de un suelo
pelado. Las majestuosas palmeras
se habían quedado sin su follaje.
Reducidas a unos longilíneos
troncos, de lejos hacían pensar en
unos postes eléctricos a los que
faltaba todavía acoplar los hilos,
plantados en desorden en la ocre
extensión de arena. Los
emblemáticos baobabs habían
perdido su esplendor de otros
tiempos. Las hojas caducas no se
renovaban, las recias ramas se
pudrían, antes de caer, arrastrando
a las más pequeñas, y la corteza se
desprendía en placas del tronco,
como la piel de un niño después de
la rubéola, dejando al descubierto
una madera leñosa, quebradiza
como una galleta, que se erosionaba
rápidamente para acabar dispersada
en polvorientas migajas por el
viento del Sáhara.
El río que antes bordeaba
Sangalcam por el este, que nacía
poco después de Goundoukouye,
detrás de los campos de Bargny, y
desembocaba en el mar en Niaga,
había quedado reducido a una
charca de agua estancada, invadida
por las hojas de nenúfar, refugio de
voraces mosquitos, de sanguijuelas
hematófagas y de ranas que
propagaban por el aire su
cavernoso e interminable croar.
Hace tan sólo dos décadas, todavía
era un gran río de aguas abundantes
en peces en el que se encontraban a
veces cocodrilos.
Los propietarios de las
explotaciones agrícolas situadas en
los márgenes del antiguo río eran
privilegiados. Sus pozos disponían
todavía de agua a unos diez metros,
mientras que en el resto del
territorio, según las conclusiones de
la Sociedad Nacional de
Prospecciones, que había sondeado
durante dos semanas en diversos
lugares, hasta una profundidad de
seiscientos metros, sin localizar ni
la menor gota, la capa freática
estaba agotada.
Mbagnick Ndong se despertó
con el primer canto del gallo. Debía
ser madrugador esa mañana. Era
domingo, día de visita del patrón.
El jueves pasado, en la estación de
autobuses, cuando volvía a la
granja poco antes del crepúsculo,
había encontrado un billete de cinco
mil francos. De inmediato había
desandado el camino para ir a
reconvertirlo en vino de palma en
casa de Étienne, una cabaña que
había a la salida del pueblo, en la
carretera del Servicio de
Ganadería. A partir de ese momento
había descuidado el trabajo, al
frecuentar con más asiduidad la
taberna que la granja. Llegaba de
buena mañana, se quedaba el día
entero y no se iba hasta la noche,
cuando Étienne cerraba, siempre en
acusado estado de ebriedad. De
este modo, en la granja se
anunciaba una catástrofe. Los
árboles frutales, en periodo de
floración, tenían las hojas medio
marchitas y las flores comenzaban a
caerse. Hambrientas y sedientas, al
igual que los pollos para carne, las
gallinas ponedoras prodigaban un
continuo concierto de cacareos.
Había que corregir los estragos:
inundar los árboles (vertiendo en
cada uno dos regaderas), recoger
los huevos, colocarlos en las cajas
y servir una ración triple de comida
y agua en abundancia a las aves. El
patrón no se enteraría de nada,
porque no entendía gran cosa de
trabajos agrícolas y menos aún de
avicultura. Era incluso posible que
al ver la tierra bien mojada
alrededor de los árboles (lo
controlaría tal como hacía siempre
hundiendo el dedo en la tierra), los
huevos bien ordenados en las cajas
y las gallinas picoteando con
voracidad, el patrón se quedara
contento y hasta lo gratificara con
un billete de quinientos francos. En
tal caso aquello le permitiría, en
cuanto él hubiera concluido la
inspección y se hubiera ido
llevándose las hueveras, ir a la
cabaña de Étienne a quitarse la
tremenda resaca con que se había
levantado. Necesitaba un buen trago
de aguardiente para recuperar la
forma y calmar el agudo dolor que
le atenazaba la cabeza y las
articulaciones. Por desgracia, se
había bebido la totalidad del
importe del billete encontrado, y
Étienne no querría fiarle.
Mbagnick Ndong se desperezó
ronroneando como un gato y
después se rascó con furia antes de
levantarse de la cama. La noche
anterior, al volver de la cabaña con
una borrachera de aúpa, se había
acostado sin desvestirse, con los
zapatos de plástico puestos. Le
costaba orientarse en la oscuridad.
Después de prolongados tanteos,
localizó por fin la puerta de la
habitación, la abrió y salió en el
momento en que una bandada de
pájaros pasaba graznando a ras del
tejado.
Afuera, el hilo blanco del alba
se distinguía apenas del hilo negro
de la noche. Por el oeste perduraba
aún la oscuridad y, a lo lejos, por
encima de las tres luces rojas
situadas en lo alto de las
gigantescas emisoras de Yeumbeul,
en el cielo añil titilaban todavía
algunas estrellas, mientras que en el
este comenzaba a clarear y el cielo
se teñía del resplandor anaranjado
previo a la salida del sol.
La bomba de motor se puso en
marcha al primer intento. El ruido
ensordecedor del aparato ahogó el
cacareo de las aves y el piar de los
pájaros come-mijo que, todavía
metidos en sus innumerables nidos
suspendidos de las ramas de los
árboles, celebraban la llegada del
día con agudos chillidos.
Mbagnick Ndong apoyó una
nalga en el borde del estanque que
se llenaba a ojos vista. El agua
brotaba del tubo con un gigantesco
borborigmo. Hundió la mano en ella
para lavarse. Se estaba secando la
cara con el faldón de la camisa
cuando, pese al estruendo de la
motobomba, se hizo perceptible el
ruido de otro motor. Entonces vio a
través de los barrotes de la puerta
los faros de un coche que llegaba
por la rojiza pista de laterita.
«¡Si que ha venido temprano
hoy el patrón! —pensó con
inquietud—. En cuanto vea el
estado de la granja, me va a echar.»
Se alejó del estanque para ir a
abrir la puerta en el momento en
que un BMW amarillo se detenía en
la entrada. Un suspiro de alivio
surgió de su garganta al comprobar
que no se trataba de su amo. El
propietario del vehículo, cuya
marca desconocía, debía de haberse
equivocado de camino. Con una
difusa sensación de desasosiego,
observó al gigante que se bajó de él
con un maletín marrón en la mano.
Vestido con una gran túnica
amarilla bordada de arriba abajo,
un gorro rojo en la cabeza, pañuelo
negro al cuello y botas amarillas en
los pies, que fue lo que le
impresionó más de todo, aquel
hombre le recordó al jefe del
cantón que visitó su pueblo cuando
él era un niño.
—¡Buenos días, Mbagnick!
¿Cómo estás, hermano? ¡Ndong,
Ndong! —lo saludó sin más
preámbulos Jackson, con tono tan
jovial y la mano tendida con tanta
familiaridad que Mbagnick Ndong
se planteó si no sería víctima de
una laguna de memoria que le
jugaba una mala pasada
impidiéndole reconocer a un viejo
conocido.
Escrutó al gigante con el
entrecejo fruncido. Su vacilación no
duró mucho. ¡No! Nadie podía
olvidar a una persona de semejante
tamaño. Nunca lo había visto,
estaba seguro del todo. Le pareció
casi natural que ese hombre al que
no conocía lo hubiera llamado por
su nombre. Estrechó la enorme
mano tendida sin atreverse a
preguntarle quién era y qué quería.
—¡Tengo que hablar contigo,
hermano Mbagnick! Vamos a la
habitación —propuso el gigante.
—¿No habrá conflictos? —
inquirió con inquietud Mbagnick
Ndong.
—¡No, bueno, en realidad, sí!
—respondió Jackson—. Pero
espera a que estemos en la
habitación, Mbagnick, hermano.
Mbagnick Ndong dudó un
momento antes de introducirse
delante de Jackson en la oscura
dependencia. En uno de los
bolsillos del pantalón, un vaquero
cortado a la altura de las rodillas,
encontró una caja de cerillas y, tras
encender una, acerco la vacilante
llama a la mecha de un trozo de
vela pegada aun bote de Nescafé.
La miserable habitación estaba
impregnada de olor a tabaco y a
cerrado. Las paredes,
resquebrajadas, sin ventana alguna,
no habían recibido nunca una capa
de pintura. Una cama, situada en el
medio, constituía el único
mobiliario, siempre y cuando se
aceptara atribuir el nombre de cama
al viejo jergón hecho con sacos de
yute dispuesto a ras del agrietado
suelo, cubierto de una harapienta
sábana, del cual se escapaba la paja
dispersa por todas partes.
Pedir a aquel «jefe de cantón»
que se sentara allí, en ese jergón
cargado de pulgas, piojos y
chinches era un disparate que
Mbagnick Ndong descartó de
entrada. Además, de no haberlo
propuesto él, nunca habría tomado
la iniciativa de meterlo en ese cubil
al que tampoco tenía el menor
apego.
—¿Un pariente de dónde? —
se aventuró a inquirir con timidez,
después de haber formulado
mentalmente la pregunta varias
veces, con la esperanza de que el
jefe de cantón se presentara por fin.
—¡De Dakar! —contestó
Jackson.
Cambió de una mano a otra el
maletín, que se le escapó de forma
involuntaria y, sin que Mbagnick
Ndong se diera cuenta, cayó con un
ruido sordo. Como no estaba bien
cerrado, se abrió la tapa, de tal
forma que los billetes nuevos de
banco se esparcieron por el suelo.
—¡Qué torpe soy! —exclamó
con falso tono de consternación.
De reojo observó a Mbagnick
Ndong y constató que su reacción
era idéntica a la de los niños
famélicos de África delante de la
sémola de la ayuda alimentaria
internacional, que cocían en
grandes calderos y luego servían en
bolsas de plástico. Permanecía
como hipnotizado, boquiabierto,
con los ojos desorbitados de
codicia, clavados en los billetes.
Jackson se inclinó para volver a
meter el dinero en el maletín, lo
cerró y se enderezó sujetándolo por
el asa.
—Mbagnick, tú no me
conoces, pero yo te conozco muy
bien —declaró a modo de
preámbulo—. Tú eres mi hermano,
porque tu hermano, Ngor Ndong,
que me había hablado tantas veces
de ti, era amigo mío y más que
amigo aún, era como un hermano.
Mbagnick Ndong se dijo que
Ngor debía de haber prosperado
mucho en Dakar para haber
conseguido trabar amistad con una
clase de hombre tan importante, un
hombre que se paseaba con tanto
dinero encima a una hora en que ni
siquiera había salido el sol.
—Ngor y yo somos hijos del
mismo padre y la misma madre —
explicó con una sonrisa de orgullo,
halagado por que el jefe de cantón
lo hubiera llamado «Mbagnick
hermano»—. Ngor tiene dos años
más que yo, aunque yo parezca
mayor. Él mamó y después me dio
el pecho para que mamara yo.
¿Cómo está?
—Estamos entre hombres,
Mbagnick hermano. Tienes que ser
fuerte. ¡Ngor está muerto! —reveló
bruscamente Jackson.
Mbagnick Ndong se agitó con
un violento sobresalto.
—¿Qué dices, Ngor, mi
hermano? ¿Ngor Ndong está
muerto?
—¡Somos criaturas de Dios, y
a Dios regresamos! Debes tener
valor, Mbagnick hermano, Ngor
Ndong está muerto.
—¡Ay, madre mía! ¿Cuándo?
—Anoche, poco antes del
anochecer.
—¿De qué? ¿De un accidente?
Yo lo vi la semana pasada y no
estaba enfermo ni le dolía nada.
¿Ha muerto de accidente?
—Tengo que explicártelo,
Mbagnick hermano. Ngor no murió
de un accidente. Todo lo que ha
ocurrido es fruto de la voluntad
divina. Es muy duro, pero si lo
tomas así, verás aliviado tu dolor.
¡Animo, Mbagnick hermano!
Mbagnick Ndong respondió a
las palabras de ánimo de Jackson
con un penetrante grito. Con las dos
manos apoyadas en la cabeza y los
brazos pegados a la cara,
retrocedió despacio llamando a su
hermano con voz desgarradora
hasta que llegó a la pared opuesta a
la puerta.
—¡Eh, Ngor! ¿Dónde estás?
¡Eh, Ngor! ¿Qué ha pasado? ¡Ngor
Ndong, mi hermano! Ngor, hijo de
padre Timack y madre Hémess,
¿dónde estás, dónde estás, dónde
estás? ¡Ay! ¡Mi hermano mayor ha
muerto!
—¡Sí! Hermano Mbagnick,
Ngor está muerto, por desgracia —
confirmó Jackson con tristeza,
intercalando resoplidos entre las
palabras como si pugnara para no
estallar en llanto—. ¡Tienes razón
al llorarlo, Mbagnick Ndong
hermano! Ngor era tan bueno y es
verdad lo que afirma el dicho, que
siempre son los mejores los que se
van primero. Yo también lo he
llorado tanto que ya no me queda ni
una sola lágrima.
—¿Qué le paso a Ngor?
¿Estaba enfermo?
—No. Es lo que te quería
explicar. Anoche, en el mercado
Sandaga, Ngor tuvo un altercado
con una mujer. Ella lo acusaba de
haberle robado la cartera, que
contenía quince mil francos, porque
cuando se dio cuenta de la
desaparición vio a Ngor cerca de
ella y...
—Mentía —lo interrumpió con
vehemencia Mbagnick Ndong—.
Padre Timack y madre Hémess no
han engendrado ladrones. Se puede
remontar a más de diez
generaciones y en nuestra familia no
se encuentra ni uno, ni mujer ni
hombre. Juro que esa mujer mentía.
¡Que me vaya al lado de mi
hermano Ngor allá donde esté si esa
mujer no mentía!
—¡Escápate, escápate,
Mbagnick hermano! —le deseó
Jackson—. No irás a hacer
compañía a Ngor allá donde está.
La mujer no decía la verdad, en
efecto. Un policía que se
encontraba en el lugar los condujo a
los dos a comisaría. En el momento
en que cacheaban a Ngor, se mareó
y cayó de repente al suelo. Lo
transportaron de urgencia al
hospital y murió poco después de
ingresar.
Los lamentos de Mbagnick
Ndong, que no habían cesado ni un
instante, ni siquiera mientras
hablaba, volvieron a arreciar.
—Hermano mayor, ¿qué te
pasó? ¡Esa mujer mentía, lo juro!
—Tienes razón, hermano
Mbagnick, esa mujer mentía. Antes
incluso de que transportaran a Ngor
en la ambulancia, reconoció que se
había equivocado, que nadie le
había robado la cartera y que la
llevaba guardada en el sujetador,
pero que lo había olvidado. En
cuanto me avisaron, fui a la Policía
y me encaré con el comisario. Le
hice saber que aunque Ngor fuera
un simple portero de la Maternidad
del hospital Le Dantec, en este país
había parientes y amigos que
representaban algo, que querían que
se aclarasen las circunstancias de
su fallecimiento. Enseguida
abrieron una investigación, que yo
supervisé de cabo a rabo, para
saber qué había pasado realmente,
si los policías habían pegado o no a
Ngor. Pero no le hicieron nada a
Ngor, lo juro. Ha sido Dios tan sólo
la causa de su muerte. En el
hospital, el médico que lo recibió
me explicó, cuando le pregunté, que
había muerto de un ataque de
corazón. El mismo médico me dijo
que, cuando examinó su corazón,
vio que había sido la vergüenza de
verse acusado de robo y de haber
sido llevado a la Policía lo que
había acabado con Ngor. Hay
hombres que tienen la sangre tan
pura, tan noble, que no soportan una
humillación de esa clase. Ngor era
de esa clase de personas. Para mí,
aquello no podía acabar de esa
manera, sin embargo, porque Ngor
era mi amigo. Así que volví a la
Policía y, después de amenazar al
comisario, me fui a ver al ministro
de Interior. Si el policía hubiera
efectuado las comprobaciones en el
lugar de los hechos, en lugar de
haberse llevado a Ngor a
comisaría, argumenté, él todavía
estaría con vida. La Policía tenía,
por lo tanto, una gran
responsabilidad en su muerte y
estaba obligada a indemnizar a su
familia. Yo, cuando me ocupo de
los asuntos de un amigo, sobre todo
de un amigo como Ngor, al que
consideraba como un hermano, lo
hago como si fueran los míos
propios. No me dirijo a los
subalternos ni a los empleados de
poca monta, sino a las altas esferas.
Allí, cuando descargué el puño
sobre la mesa, comenzaron
proponiéndome dos millones, que
rehusé de plano. Ngor tenía una
familia, estaba casado. Su mujer
embarazada estaba en el pueblo y
no era cuestión de aceptar dos
míseros millones, puras migajas.
De modo que exigí diez millones, ni
más ni menos. Después de duras
negociaciones, los he obtenido.
Cinco millones ahora y cinco dentro
de quince días. Lo que yo te
propongo, Mbagnick hermano, es
que cojas ahora los cinco millones,
puesto que Ngor mamó del mismo
pecho que tu. A ti te corresponden
éstos. Los otros cinco millones los
repartirás con la viuda y con los
otros parientes cercanos dentro de
quince días. Esto debe quedar entre
nosotros.
Mientras Jackson explicaba,
Mbagnick Ndong seguía llorando y
no parecía escucharlo. Cuando le
anunció la suma que se suponía que
iba a corresponderle, los lamentos
pararon en seco. Se despegó de la
pared en la que se había apoyado y
avanzó tres pasos, golpeándose el
pecho con la palma de la mano.
—¿Los cinco millones enteros
para mí, para mí, Mbagnick Ndong?
—preguntó con incredulidad, con la
mirada fija en el maletín que
sostenía Jackson.
—Los cinco millones son
todos para ti, Mbagnick hermano —
declaró, y le dio una amistosa
palmada en la espalda.
—¿No me engañas, de verdad?
Jackson emitió una de sus
ruidosas carcajadas.
—¿Acaso te doy esa
impresión? Y además, ¿para qué
iba a engañarte en un momento tan
doloroso para ti, Mbagnick
hermano?
—Tienes razón, te pido
perdón. ¡Ja! Yo, Mbagnick Ndong,
en posesión de cinco millones.
¡Nunca se sabe lo que nos reserva
Dios!
—¡Es cierto! —corroboró
Jackson—. ¡Lo que él nos tiene
reservado llega siempre en el buen
momento! Lo que ocurre es que el
hombre tiene prisa y no sabe
esperar. Mbagnick Ndong hermano,
es preciso que me escuches un
momento más, porque es
importante.
—¡No tengo oídos más que
para ti!
—Verás, los diez millones han
comenzado a suscitar celos en el
hospital Le Dantec. Los envidiosos
afirman que a Ngor lo detuvieron en
su puesto de trabajo, en la puerta de
la Maternidad, unos policías que le
dieron una paliza de muerte, lo cual
es falso. Pretenden organizar
manifestaciones en el hospital y
están dispuestos a hacer cualquier
cosa para que no se paguen las
indemnizaciones con el argumento
de que la familia de Ngor no
necesita diez millones, sino
justicia...
—¡Son unos embusteros! —
exclamó, indignado, Mbagnick
Ndong—. ¿Quién les ha dicho eso?
Aunque no los conozco, sé que son
unos embusteros, unos envidiosos
como tú mismo has dicho. ¡Que la
familia de Ngor no necesita diez
millones, sino justicia! ¡Qué gran
mentira!
—Lo has comprendido bien,
mi hermano Mbagnick, así que
debes tener cuidado —prosiguió
Jackson—. Es posible que vengan a
verte hoy mismo o mañana para
contarte mentiras. La verdad es que
a Ngor lo acusó por error de robo
una mujer en el mercado Sandaga y
que ningún policía le hizo nada.
Tienes que estar muy atento, insisto.
Si vienen a verte, no los escuches.
Échalos. Son sindicalistas, gente
peligrosa que está contra el partido
y no hacen más que buscar
complicaciones y piojos en la
cabeza de los demás. Porque si los
escuchas, si hay problemas en el
hospital, el Estado retirará los diez
millones y ordenará una nueva
investigación que será larga, muy
larga. El resultado puede tardar
incluso diez años, y no es seguro
que al final de esta nueva
investigación vayan a pagar los diez
millones. Todo el mundo sabe que
cuando el Estado da y después se
vuelve a quedar con lo que ha dado,
ya no vuelve a dar nunca más.
Ahora ya tienes los cinco millones
para ti solo, Mbagnick hermano, y
dentro de quince días, habrá otros
cinco para el resto de la familia, de
modo que debes ser sensato. ¡Si los
sindicalistas envidiosos vienen a
verte, échalos y no los escuches!
—¡Tú déjalos de mi cuenta! —
espetó con ferocidad Mbagnick
Ndong, sin comprender apenas
nada, salvo que había unos
envidiosos que podrían impedirle
cobrar sus cinco millones—. ¡Al
primero que venga, lo echo con un
garrote sin dejarle tiempo ni para
abrir la boca!
—De acuerdo, muy bien,
Mbagnick hermano, confío en ti.
¿Sabes firmar?
Mbagnick Ndong entornó los
ojos y sacudió la cabeza con
despecho.
—Nunca fui a la escuela, ni a
la francesa ni a la árabe.
La estentórea risa de Jackson
volvió a resonar.
—No importa, Mbagnick
hermano.
Sacó varias hojas
mecanografiadas y un tampón del
maletín y las dejó encima de la
tapa.
—¡No hay de qué preocuparse,
mi hermano Mbagnick! —afirmó—.
Tú pones el dedo índice en la
almohadilla de tinta... Sí, eso es.
Después aplicas el dedo aquí, al
final de la primera página. Muy
bien, y ahora en la otra, y en la otra
también. Vuelve a mojar el dedo en
el tampón. Perfecto, ahora marca
otra página. ¡Muy bien, Mbagnick
Ndong hermano!
Tras devolver las hojas y el
tampón al maletín, extrajo un grueso
fajo de billetes, que tendió a
Mbagnick Ndong, quien por su
parte los cogió con la prontitud de
un gato que da caza a un ratón.
—Ahora, Mbagnick hermano,
vas a venir conmigo a Dakar —
propuso Jackson—. Tenemos que
atender ciertos trámites para poder
cobrar tus cinco millones. Estos
doscientos cincuenta mil francos te
los doy yo, con el corazón. Es mi
participación para el funeral de
nuestro pobre hermano Ngor. ¡Ah,
me olvidaba! Debemos proceder a
su inhumación. ¿Tenéis otros
parientes en Dakar?
—No.
—Da igual. Ya lo tengo todo
previsto. Te espero en el coche, no
tardes.
Una vez solo, pictórico de
alegría, Mbagnick Ndong depositó
los billetes encima de la cama y
retrocedió para observarlos. Con
las manos en jarras, esbozó
maquinalmente una sonrisa
beatífica. Luego se volvió con una
pirueta y se encaminó a la vieja
maleta de cartón que había en un
rincón, diciéndose que tampoco
podría ir a Dakar vestido con un
pantalón y una camisa sucios como
un hígado de perro..., ¡y menos aún
para enterrar a su hermano, no
señor!
La maleta contenía el resto de
su ropa, un conjunto de túnica y
pantalón bombacho de bombasí, de
color verde desteñido, que su
patrón le había dado como
obsequio para la fiesta del cordero
y que sólo se ponía en días
señalados, un pantalón de tergal, un
vaquero y dos camisas, compradas
en un puesto de ropa usada en
Rufisque.
Mbagnick Ndong optó por la
indumentaria de las grandes
ocasiones.
Mientras se cambiaba con
diligencia, se preguntó si debía
guardar el dinero en la habitación o
llevarlo consigo. Enseguida
resolvió la disyuntiva.
—¡Yo no estoy loco! —
exclamó en voz alta—. Allá donde
yo vaya, irá mi dinero.
Regresó a la cama y, tras
coger los billetes, los metió en el
bolsillo delantero de la túnica
después de haberse cerciorado de
que no tenía ningún agujero. Ya
estaba en el umbral para salir
cuando volvió sobres sus pasos,
sacó el dinero del bolsillo, se quitó
la túnica y la arrojó a la cama.
Entonces examinó el bolsillo
izquierdo del bombacho y,
satisfecho de la inspección,
introdujo los billetes en él. Luego,
retomando la túnica, la volvió del
revés, deshizo con los dientes la
costura del bolsillo lateral
correspondiente al del bombacho
donde se encontraba el dinero, la
volvió del derecho y se la volvió a
poner. Entonces introdujo la mano
izquierda en el bolsillo desgarrado,
después en el del pantalón y,
tranquilizado por fin, rodeó con ella
los billetes.
Debía tener cuidado, tomar
precauciones, estar continuamente
prevenido. En Dakar había ladrones
muy hábiles que operaban en todo
lugar y ocasión. Dotados de una
diabólica destreza, armados con
una cuchilla, cortaban el bolsillo
que contenía el dinero. Atraídos por
éste, cual carroñeros que acuden al
olor del cadáver de un asno, lo
desplumaban a uno y se esfumaban
antes de que se diera cuenta. No
obstante, a él, Mbagnick Ndong,
nadie conseguiría robarle su dinero,
por más ducho que fuera. Antes
tendrían que cortarle los dedos de
la mano, sin que lo notara, cosa que
era totalmente imposible.
Cuando Mbagnick Ndong
salió, se había hecho ya de día.
Encontró a Jackson sentado en su
BMW amarillo encarado en
dirección a la carretera, con el
motor en marcha, ocupado en tomar
pequeños sorbos de la botella de
vodka, apenas empezada. Se instaló
en el asiento de al lado, con la
mano metida en el bolsillo del
pantalón.
Jackson tapó la botella y se
enjugó los labios con el dorso de la
mano.
—¿Estás listo, mi hermano
Mbagnick? —inquirió.
—Sí —confirmó Mbagnick
Ndong con una leve demora y un
brillo de ansiedad en la mirada, que
no despegaba de la botella.
Habría querido curarse la
resaca, pero no se atrevía a decirlo.
Jackson lo advirtió de todos
modos. Exhalando una de sus
extravagantes carcajadas, le guiñó
el ojo con complicidad y le pasó la
botella antes de poner en marcha el
vehículo.
Mbagnick Ndong abrió la
botella y se dispuso a llevársela a
la boca, pero en el último momento
lo asaltó una duda.
—¿Puedo beber directamente?
—consultó.
—¡Por supuesto que sí, mi
hermano Mbagnick, por supuesto!
¿Qué son esas ceremonias? ¿Acaso
no estamos entre hermanos?
—¡Sí, sí, perdona!
Mbagnick Ndong se dijo que
por fin había llegado su hora. Le
había tocado en suerte un as, ¡un as
de picas!
El sol acababa de despuntar
entre un cúmulo de nubes y, ya a esa
hora temprana, sus potentes rayos
anunciaban un día de tórrido calor.
Contrariamente a lo que se
había anunciado, todo apunta a que
el difunto ministro Matar Samb no
murió de paro cardiaco, sino
colgado de una cuerda. La tragedia
tuvo por escenario el dormitorio
situado en el tercer piso de la nueva
residencia del ministro, en Ranrhar.
En nuestro número de la semana
próxima expondremos con más
detalle los pormenores de lo que
desde ahora se puede denominar ya
como el caso Matar Samb, a fin de
dilucidar los graves y turbios
motivos que pudieron impulsar al
eminente político a acabar con su
vida de una manera tan repentina.
Continuará...
Entre las numerosas
publicaciones mensuales,
bimensuales, semanales,
quincenales y periódicos de la
mañana y de la tarde que por
fortuna han ido surgiendo durante
los últimos quince años, El Ojo del
Testigo, que salía los viernes por la
tarde, era el que batía el récord de
comparecencias judiciales, de
condenas a penas de cárcel por el
momento condicionales y de
imposición de multas. Los procesos
les llovían igual que los aguaceros
en una generosa estación de lluvias,
de tal forma que muchos se
preguntaban, y no sin razón, pues la
astucia del pueblo es cosa
reconocida, si el jefe de redacción
no lo hacía ex profeso con la
intención de provocar el escándalo
en torno a su persona para así hacer
subir las ventas de su periódico,
expuesto a una reñida competencia
con sus competidores.
Un buen exponente de ello era
el caso del puesto de aduanas de
Séléty, situado en Fogny, en la
región de la Media Casamance. Una
noche, unos elementos armados
atacaron el puesto, mataron al jefe y
a uno de sus ayudantes e hirieron de
gravedad a otro. Oficialmente,
fueron los rebeldes del MFDC los
responsables. El mismo día, por
medio de su portavoz y
representante en Europa radicado
en Francia, el movimiento
independentista desmintió
formalmente toda implicación. No
se sabía pues quién tenía razón y
quién mentía.
Para El Ojo, siempre fiel a sí
mismo, aquello no pasaba de ser
una historia de faldas, pese a su
sangriento y trágico desenlace. Acto
seguido pasaba a explicar que el
jefe del puesto se acostaba con la
segunda mujer del comisario de
Policía de la capital gambiana,
Banjul, a quien alguien había
avisado por medio de una carta
anónima. El delator añadía que si
no lo creía, no tenía más que
desplazarse, tal noche, en torno a
las doce, al puesto de aduanas de
Séléty; allí descubriría a su esposa
in fraganti.
La noche indicada, el
comisario gambiano se dirigió a
Séléty en una camioneta Toyota en
compañía de seis hombres armados
hasta los dientes. No abrigaba ya
dudas, porque el mismo día en que
recibió la carta, su mujer le había
pedido permiso para ir a Serekunda
y quedarse tres días para visitar a
su anciana tía enferma. Después de
derribar la puerta de la habitación,
que por lo visto ya conocía,
encontró a la indigna esposa y a su
amante desnudos en la cama. A él
lo abatió a balas y a la mujer la
dejó sin conocimiento de un
puñetazo. Alterados por el ruido de
pasos, las detonaciones y los gritos
de la mujer, los otros dos aduaneros
salieron imprudentemente de sus
dormitorios para ir en busca de sus
armas y toparon con los miembros
del comando, que mataron a uno y
dejaron herido al otro.
Considerando que ya había lavado
su honor, el comisario gambiano
recogió a su esposa inconsciente y
regresó a Banjul.
Las familias de los aduaneros
pusieron una denuncia contra el
periódico.
En el juzgado, el jefe de
redacción reconoció que le era
imposible aportar la más mínima
prueba de lo que había escrito, ya
que pese a las garantías que le
había dado de venir a aportar su
testimonio delante del juez, su
informante se había echado atrás en
el último momento.
El asunto concluyó con una
nueva condena.
El Ojo, tal como lo llamaban
los lectores, no se dejaba arredrar,
sin embargo. En una programa de
radio FM muy popular dedicado al
mundo de la prensa, en el que
intervino como invitado, su jefe de
redacción había declarado sin
tapujos que la línea editorial de su
diario era el sensacionalismo y que
éste consistía en hurgar sin tregua
en los fondos de las papeleras, de
las altas esferas sobre todo, en
búsqueda de sórdidos desperdicios
de los que la gente se quiere
deshacer y que, expuestos a la luz,
causan siempre escándalo.
—Pero ¿por qué esta
desenfrenada búsqueda de
escándalo? —había preguntado el
entrevistador.
—¡Los senegaleses ansían el
escándalo! ¡Los vuelve locos! ¡Les
encanta, más aún que el arroz con
pescado, que es nuestro plato
nacional! —había exclamado a
modo de respuesta.
Eso provocaba siempre
airadas reacciones, por supuesto,
bien comprensibles, por otra parte,
que podían ir desde la amenaza a la
denuncia, pasando raras veces por
la agresión directa. ¡Gajes del
oficio, qué se le iba a hacer! Había
que aceptarlos con el mismo
estoicismo que un sacerdote. Lo
esencial era informar con precisión
y sin faltar a la verdad, tal como se
enorgullecía de hacer su periódico,
explicó.
Poco tiempo después, El Ojo
había revelado, sin suscitar
desmentidos ni denuncias de
ninguna clase, que la joven esposa
del alcalde de una vieja ciudad del
norte del país, citados con nombres
y apellidos, había pagado cincuenta
millones a un marabú con el
encargo de trabajar al propio
presidente de la república para que,
al no estar ya acompañado de su
espíritu, nombrase a su viejo
marido primer ministro del próximo
Gobierno de Nuestra Piragua. Ni
más ni menos.
El guapo y apuesto marabú, un
hábil charlatán en realidad, se había
ganado la total confianza de la
esposa del edil. Alojado en una
mansión de las Almadies, había
sido mimado y cuidado como un
príncipe heredero durante un
semestre entero, sin que le faltara
de nada. En todas las comidas
recibía manjares de primera: por la
mañana gachas de mijo
condimentadas con pasas,
mantequilla de vaca de Normandía,
dátiles de Medina y cuajada
endulzada y perfumada con vainilla
y azahar; a mediodía, pollo del país
a la brasa, acompañado de todos
los ingredientes necesarios, como
pimienta, olivas negras de España,
cebollas de Holanda y mostaza
picante de Dijon, seguido de la
sesión normal de tres vasos de té
verde de China a la menta; por la
tarde, una merienda compuesta de
pasteles de Gentina; por la noche,
costillas y pierna de cordero asados
con fuego de leña y mayonesa
Calve, todo ello regado con agua
mineral embotellada y cerveza
envasada. En su larga estancia
gozaba asimismo de la distracción
de frecuentes visitas de una rica
clientela de féminas —jóvenes o de
edad madura— recomendadas por
su anfitriona, muchas de las cuales
se habían avenido a retozar con él
en posición horizontal y con las
piernas al aire. El día antes de la
tan esperada reorganización del
Gobierno, aprovechando el habitual
paseo matinal por la playa, se había
esfumado discretamente.
Al ver que no volvía a la hora
de la comida, la señora alcaldesa
había empezado a inquietarse. No
mucho, pero sí un poquito. A la
hora de la cena y a la de acostarse,
torturada por la duda, no había
podido engullir ni un solo bocado
ni conciliar el sueño en la cama.
Durante una noche interminable,
estuvo esforzándose para no creer
en una huida y mantener la
esperanza de su regreso.
El día siguiente fue largo, muy
largo. Lo había pasado sentada en
el sofá del salón, con la cabeza
apoyada en una mano, muda,
absorta en una profunda meditación,
roída por la incertidumbre,
esperando todavía, sin cambiar de
postura. A las ocho de la tarde,
cuando después del consabido
saludo inicial, la presentadora del
telediario había anunciado el
nombramiento de Mamadou Lamine
Loum como primer ministro en
sustitución de Habib Thiam, la
señora alcaldesa se había levantado
bruscamente como si le hubieran
clavado una aguja. Después,
llevándose las manos a la cabeza,
gritó con estridencia: «¡Me ha
engañado!», antes de caer
desmayada en la moqueta.
Había pasado un mes
gravemente enferma de decepción y
había perdido un tercio de su peso.
En la clínica de las Almadies,
donde la habían hospitalizado, pese
a todos los análisis, exámenes,
radiografías y escáneres a que la
sometieron, los médicos no
lograron llegar a un diagnóstico
preciso, por lo que dedujeron que
su trastorno era de origen
psicosomático.
Los efectos personales
abandonados por el granuja no eran
gran cosa: dos túnicas de bombasí
azul y blanco, dos chilabas de rayas
negras, colgadas en el armario, dos
pares de babuchas marroquíes
amarillas y blancas, colocadas
cerca del colchón de muelles
dispuesto directamente encima de la
moqueta de la habitación, que ella
había pagado con su propio dinero,
y una gran maleta con diarios
viejos, tres botellas llenas de
safara, dos rosarios largos, un retal
de percal, una cabeza y una pata de
perro momificadas y dos cuernos de
koba y de carnero. No había ningún
papel. Se había ido sin dejar
dirección alguna.
Apenas repuesta, resignada a
no ver cumplido el sueño de ocupar
la residencia del primer ministro,
se había consagrado de manera
frenética a investigar, hasta que por
fin encontró al causante de su
desengaño en la Unidad 18 de las
Parcelas Saneadas, cerca de la
iglesia, en el último piso de un
edificio de cinco plantas de
construcción reciente, contratado
por un socialista que había perdido
su puesto de diputado a manos de
un opositor liberal en las
elecciones legislativas de ese
mismo año y que aspiraba a un
cargo de edil de distrito en las
municipales del año próximo, a
quien había estafado igual que a
tantos otros. Lo único que deseaba
ella era compensar los gastos, nada
más. Prefería dialogar con él que
denunciarlo a la Policía, porque
entonces se habría hecho público el
asunto, cosa que había que evitar a
toda costa.
En el número anterior al que
evocaba la muerte de Matar Samb,
El Ojo había denunciado con
contundencia al propietario de una
discoteca, culpable de haber
organizado una velada senegalesa
en el curso de la cual se había
celebrado, con gran éxito, un
original concurso. Varias mujeres
habían desfilado desnudas delante
de un jurado compuesto de tres
miembros que debía determinar
cuál poseía el monte de Venus,
afeitado o hirsuto, más imponente y
abombado, así como la vagina más
aseada. La feliz ganadora, una
joven de veinticinco años, de
asombrosas curvas, con formas de
mujer adulta envuelta en un cuerpo
de niña, se había llevado el saco de
arroz de cincuenta kilos que había
en juego. Aquel satánico concurso
recompensado con tan módico
premio, según denunciaba con
indignación el redactor en su
artículo, representaba un verdadero
insulto para todas las mujeres del
país, sus valientes abuelas, madres,
hermanas y tías; era un certero
exponente de la decadencia moral
de nuestra sociedad, socavada en lo
que constituía su mayor riqueza, su
juventud, a la que se ha querido
calificar de malsana pese a no serlo
más que en otras partes. Ese
concurso era una demostración más
de que la extrema pobreza, cuya
existencia se tiende a negar, pese al
elevado e intolerable umbral
publicado recientemente por las
Naciones Unidas, y la lúgubre y
espantosa escolta que siempre la
acompaña, el hambre, golpeaban
con dureza en plena cara a una gran
parte de la población en general y a
la de origen rural en particular. Era
hora ya de que replantearan esas
veladas senegalesas o de que se
prohibieran incluso, concluía el
artículo. Lejos de atentar contra la
libertad de expresión garantizada
por la Constitución, con aquella
medida se pondría coto a una nueva
forma de depravación de las
costumbres, a situaciones como la
que se había dado menos de un mes
antes, cuando en el curso de una de
esas famosas veladas organizadas
en Monaco Plage, los gendarmes de
Hann habían sorprendido a quince
parejas de homosexuales en pleno
desenfreno carnal en la arena de la
costa y los habían llevado al
cuartel.
A través de todas las emisoras
de radio, las numerosas
asociaciones musulmanas habían
lanzado una manifestación unánime
de repulsa contra el gerente del
local, un impío que merecía ser
flagelado en público. Una ONG
islámica había puesto una denuncia,
esa vez no contra El Ojo del
Testigo, sino contra el sacrílego, al
que vilipendiaba. Al día siguiente
de la publicación del artículo,
cerraron el local, el Cinq sur Cinq,
en M’Boro, pueblecito de la región
de Niayes dedicado a la producción
hortofrutícola y al turismo, y
detuvieron a su propietario.
T.)
6 Según una leyenda, el
vehículos oficiales.
9 Jefe de brigada.
10 Etnia de pescadores.
Auténticos habitantes de la actual
región de Dakar, antiguamente
llamada región de Cabo Verde.
11 Rey.
12 Jefe del pueblo.
13 Gorea.
14 Saint-Louis.
15 Rufisque.
16 Joal.
17 África Occidental Francesa.
18 Color del partido en el
democráticas de Casamance
fundado en 1947 para apoyar al
Bloque Democrático Senegalés de
L. S. Senghor y Mamadou Dia
contra la SFIO de Lamine Guéye.
20 «¡Recupera a Cam!»
21 Comunicador tradicional
T.)
33 Se refiere a los grandes
morteros donde trituran el mijo, de
pie, varias mujeres a la vez. (N. de
la T.)
34 Zapatos de cuero que los
coránica.
36 Danza que se consagra a los