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Ramata - Abasse Ndione

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ABASSE NDIONE

Autor: Ramata
ISBN: 9788492429509
Generado con: QualityEPUB
v0.30
RAMATA
Abasse Ndione

ÍNDICE
PRÓLOGO.. 4
UN SIMPLE PORTERO.. 10
VEINTE AÑOS DESPUÉS,
NGOR NDONG Y RAMATA
KABA... 57
DESTINO.. 78
SIEMPRE SE MUERE DE UN
ATAQUE AL CORAZÓN.. 118
CUANDO FLORECEN LOS
CEIBOS. 150
EPÍLOGO.. 198

A Lucio Mad,
mi toubab,
cuya amistad se me presentó
cual una revelación hace treinta y
tres años.
A Malick, Seynabou,
Abdourahmane y Abdoulaye,
mis nietos,
que llegaron para ampliar el círculo
familiar
durante la redacción de esta obra.
El deseo y el amor espontáneo que
experimentó
la privaron de aplomo y del control
de sus actos;
se olvidó de los favores de Douga,
se olvidó de que era primera reina
de un Estado famoso por la valentía
de sus guerreros
y la riqueza de su población;
solamente mantenía una idea fija:
poseer a Da, estrecharlo en sus
brazos,
entregarse por entero a él;
se olvidó del resto del mundo,
tenía que conseguir a Da a toda
costa.

Amadou Hampaté Bâ,


Da Monzon de Segou
PRÓLOGO

El sábado 3 de abril, día


previo a la celebración de la fiesta
nacional, la temperatura empezó a
bajar de forma inusual ya desde
primera hora de la mañana. De los
veinticinco o treinta grados,
normales en esa época del año,
había descendido en picado hasta
diez. Nadie recordaba que antes se
hubiera cernido sobre el país una
ola de frío tan rigurosa.
La temporada de lluvias no
comenzaba hasta finales de mayo o
principios de junio, y el día
anterior, los servicios de
meteorología habían anunciado un
tiempo soleado; sin embargo, contra
toda expectativa, se puso a llover.
Precoz o parásita, se trataba en todo
caso de una lluvia fina, obstinada y
glacial, semejante a una neblina que
envolvía el paisaje con un sucio
manto gris.
Hacía un tiempo de perros.
Y sin embargo, salí...
Mi mujer estaba ausente, en su
pueblo, con los niños, tal como
hacía siempre por esa época. La
estación de lluvias había sido muy
buena, los cultivos de las huertas
habían prosperado, las ventas de
cacahuete acababan justo de
concluir y el dinero todavía
circulaba en cantidad, los graneros
de mijo estaban llenos, el ganado
disponía de forraje suficiente y
daba leche en abundancia. En la
pausa previa a las labores
campestres que darían comienzo al
mes siguiente, los pueblos de la
zona organizaban grandes festejos
populares que duraban una semana
entera. Los emigrantes volvían al
país y cada pueblo, por turnos,
mataba un toro para las fiestas. Las
sesiones de tamtan duraban todo el
día, desde que amanecía, y después
del anochecer, con iluminación de
lámparas Petromax, en la plaza se
celebraban hasta el alba combates
de lucha simple, sin pegada, en los
que los adversarios debían
enfrentarse dos veces para
determinar el vencedor, y una
tercera vez en caso de empate.
Tras consumir un consistente
desayuno compuesto de cuscús
acompañado con unas rodajas de
manta raya seca, restos de la cena
de la noche anterior, y de café muy
cargado, sin azúcar, me había
instalado cómodamente en un sillón
del salón, con la cabeza bien
apoyada en el respaldo, un fragante
cuenco de incienso y brasas
colocado entre las piernas, un
Mecarillos encendido sujeto entre
el dedo índice y el medio de la
mano izquierda, y una vieja novela,
El viejo y el mar, que había
comprado dos días atrás en un par
terre,1 sostenida con la diestra.
Me gustaba mucho ese libro;
lo había leído seis veces, sin
merma alguna de placer. Mi interés
por esa obra no se debía en nada a
la peripecia, bastante banal en sí
misma, del viejo pescador,
Santiago, que se va solo al mar con
su barca y captura un enorme pez
espada. El animal es tan gigantesco
que no cabe en la embarcación, de
modo que se ve obligado a atarlo a
uno de los lados para trasladarlo a
tierra. En el trayecto de regreso los
tiburones atacan al pescado y lo
despedazan, tan sólo la raspa con la
cabeza y la cola quedan intactas. La
historia no tiene nada de
extraordinario, y lo digo sin asomo
de pedantería. Ese interés mío no
venía motivado tampoco por la
genial fluidez y el cautivador y
trepidante ritmo con que el autor
narra la épica lucha protagonizada
por el pescador para doblegar al
pez gigante. La causa de mi
adoración por esa novela radicaba
en que, desde la primera lectura, en
mi imaginación había identificado a
Santiago ni más ni menos que con
Mame Ablaye Djine, un pescador
que vivía en el mismo barrio que
yo, en Ngoudeu, y a quien había
conocido de niño.
Mame Ablaye era de una casta
de hombres como los de antes. Con
el cabello, las cejas, las pestañas,
el bigote y la tupida barba blancos
como el algodón, muy alto, fornido
de pecho y hombros, de cintura
delgada y prominentes bíceps, era
una auténtica fuerza de la
naturaleza. No había estado nunca
tan enfermo como para quedarse en
cama, ni un solo día, y vivió más de
cien años, ciento doce exactamente.
Mantuvo la dentadura completa, la
mirada penetrante, la mente
despierta y el caminar tieso y
aplomado, sin precisar nunca el
apoyo de un bastón. Poseía un
conocimiento ilimitado del mar y de
sus secretos; a menudo traía
espectaculares pescados que todos
corríamos a admirar en la playa, de
tal forma que, incluso antes de
muerto, su existencia estaba ya
aureolada con grandes hazañas
legendarias. Para mí, Mame Ablaye
superaba sin margen de duda a
Santiago, y estoy convencido de que
no habría acabado perdiendo el
combate, impotente frente a los
escualos que le robaban el pez
espada. Él, tan lleno siempre de
recursos, habría encontrado la
manera de vencer a los tiburones y
habría traído intacto a tierra el
pescado. Se contaba que, hace
mucho de eso, durante su juventud,
Mame Ablaye había desaparecido
en el mar. Al cabo de dos semanas
de buscarlo en vano con ayuda de
todos los pescadores del pueblo,
resignada a la voluntad divina, su
familia lo había dado por muerto;
su piragua a vela, perdida para
siempre más. Habían organizado su
funeral, habían sacrificado un buey,
habían recitado el santo Corán para
el reposo de su alma, y, tras
deshacerse las trenzas, sus dos
esposas habían entrado en periodo
de viudedad. La misma jornada en
que debían celebrar la
cuadragésima noche posterior a su
fallecimiento, Mame Ablaye había
desembarcado en la orilla poco
antes del crepúsculo. Su
reaparición provocó un enorme
clamor.
¿Qué había pasado? ¿Dónde
había estado Mame Ablaye durante
todo ese tiempo?
Una ballena lo había engullido
junto con su piragua y, mientras lo
buscaban para finalmente darlo por
muerto, él había vivido en el oscuro
vientre del cetáceo. Cuando le
entraba hambre, cortaba con
delicadeza, con el cuchillo, un trozo
de carne que se comía cruda. Por
suerte, tenía la cantimplora en la
barca; había racionado el agua;
había bebido sólo con parsimonia,
cuando lo atenazaba la sed. Un día,
al retirar un pedazo para comer, ya
fuera porque cortó demasiado
hondo, o bien porque cortó
demasiado cerca del corazón, la
ballena había sentido el dolor y lo
había vomitado con su
embarcación. Se encontraba en
medio del mar, en plena noche,
lejos de toda población. Evaluó los
desperfectos, que eran mínimos. La
piragua no había sufrido ningún
deterioro, la vela no estaba
desgarrada ni se había roto el
mástil. Sólo había perdido el remo.
Desde entonces, mientras
estuvo navegando a favor del
viento, guiado por las estrellas en
la noche y por el disco solar de día,
con una pierna introducida en el
agua a guisa de timón en lugar del
remo, y después, cuando ésta
acababa transida de frío o vencida
por los calambres, sustituida por la
otra, el sol había salido y se había
puesto tres veces antes de que
llegara al pueblo.
Todos y cada uno de los días
que nos daba el buen Dios, Mame
Ablaye salía a la mar. Hasta el día
antes de su muerte, había ido
siempre a pescar. Había regresado
al anochecer, con la piragua
cargada de meros. Había cenado.
Tras rezar la última oración del día,
se había acostado sin quejarse del
menor mal, ni tan siquiera de un
catarro. Al amanecer, no se había
levantado, tal como tenía por
costumbre, con la primera llamada
del muecín. Aquello había
extrañado a su hija mayor, una
anciana de más de setenta años que
lo atendía desde que había
enviudado de la última de sus
dieciocho esposas. Al entrar en su
habitación, había constatado que su
padre había fallecido
tranquilamente mientras dormía.
Tras su inhumación, como si
quisiera rendirle homenaje, el mar
se había embravecido con inaudita
violencia durante la noche. Por
todas partes resonaban sus sordos
mugidos, semejantes a un lamento.
De madrugada, cuando por fin se
había calmado, descubrieron que
las olas habían llegado hasta el
cementerio de Rouhu Diagne, donde
habían enterrado al viejo pescador,
situado a más de quinientos metros
de la playa, cosa que no se había
producido nunca, ni volvió a
suceder después. Lo más
asombroso era aún que el oleaje
sólo había mojado la tumba de
Mame Ablaye, emplazada en medio
del cementerio. El fenómeno,
considerado como milagroso, había
tenido una gran resonancia. Yo
tenía diez años por entonces.
Por séptima vez, pues, me
disponía a enfrascarme en el
ambiente marítimo de la magistral
obra de Hemingway para volver a
ver, en la memoria, a través de
Santiago, a Mame Ablaye Djine
combatiendo con el pez espada
gigante...
Al cabo de media hora, aún no
había acabado de leer la primera
página del libro. El mal tiempo me
distraía, me impedía la menor
concentración. Di una chupada al
Mecarillos y no obtuve más que
aire en la boca. El purito se había
apagado por falta de atención.
Sacudí la ceniza gris acumulada en
la punta de la concha de vieira que
servía de cenicero y, con el
encendedor que había al lado, volví
a encender el Mecarillos. Aspiré
una buena calada y la mantuve el
mayor tiempo posible en los
bronquios, antes de expulsarla con
una potente espiración por la boca y
la nariz. Un ligero vértigo se
apoderó de todo mi ser. Una
segunda calada acentuó tan
agradable sensación. En el
momento de exhalar el humo, se me
ocurrió ir al Brisa de Mar.
Dejé el libro en la mesa y me
levanté. En mi dormitorio, cogí un
anorak y me lo puse encima del
suéter. Luego me abrigué con la
bufanda antes de salir. El viento
racheado de fuera no alcanzaba a
disipar el pestilente olor
proveniente de los grandes
montones de basura putrefacta que
invadía las calles desiertas, ni el de
las aguas residuales que
desbordaban de los arroyos,
auténticas cloacas a cielo abierto
donde nada circulaba desde hacía
tiempo, por la obstrucción de
bolsas de plástico, tarros de vidrio,
cadáveres de animales en
descomposición, como perros,
gatos, pollos o cabritos, que se
habían recubierto de una gruesa
capa de color verde grisáceo.
En cuanto llegué al Brisa de
Mar, poco antes de las ocho, me
topé con un macabro espectáculo...

Diodio, la patrona del Brisa


de Mar, no se dio cuenta de que
llovía hasta que se levantó de la
cama, abrió la puerta del
dormitorio situado en el piso de
arriba y fue a acodarse en el balcón
que daba al mar, tal como hacía
todas las mañanas sin falta, tras
despertarse. Un grito de estupor
brotó de su garganta cuando posó la
mirada en un rincón del patio.
Al pie de la pared de cemento
armado, reforzada en el exterior
con grandes neumáticos y rocas
metidas en una armazón de tela
metálica, contra la que venían a
descargarse —con ensordecedor
estrépito que dominaba el agudo
silbido del viento— las gigantescas
olas y encajes de blanca espuma del
enfurecido mar, yacía el cuerpo
inerte de una anciana.
Diodio bajó la empinada
escalera que conducía al patio a una
velocidad sorprendente para su
corpulencia y llegó, jadeante, junto
al cadáver.
La anciana había pasado la
noche a la intemperie y la muerte la
había alcanzado mientras
dormitaba. Estaba acostada de
espaldas, con la nuca hundida en un
charco de agua, las manos encima
del pecho, la derecha sostenida por
la izquierda, y los párpados
cerrados. Los labios, un poco
entreabiertos, le conferían la vaga
impresión de una sonrisa. La lluvia
que seguía cayendo le pegaba la
larga cabellera blanca a la arrugada
frente, discurría por el exánime
rostro y le mojaba la blusa y el
pareo de tela de Vichy,
adhiriéndolos a los contornos de su
cuerpo como una segunda piel.
Con los ojos anegados de
lágrimas, Diodio se agachó y tomó
la recia cadena de oro que
adornaba el cuello de la muerta.
Luego se levantó y con el pareo que
llevaba bajo la amplia túnica
cubrió el cadáver. A continuación,
con su habitual caminar lento, fue a
llamar a la puerta del bar para
despertar a Moro y a Gobi.

Dos policías, enfundados en


impermeables negros, habían
acudido a pie desde la comisaría,
situada a poco más de quinientos
metros, en la misma calle. Habían
interrogado a Diodio por pura
formalidad y habían efectuado un
rápido atestado. Después de llamar
por teléfono desde el Brisa de Mar
para pedir que la brigada del
Servicio de Higiene acudiera a
retirar el cadáver, salieron a la
calle.
Los tres agentes de Higiene
depositaron el cuerpo en una
camilla, que transportaron a la
ambulancia aparcada en la entrada.
Luego se quitaron los guantes de
goma naranja de las manos y las
máscaras de gas que les protegían
la nariz, se despidieron y se
subieron al vehículo. El conductor,
que aguardaba con el motor
encendido, arrancó enseguida.
—¡Pobre mujer! —exclamó
Diodio con voz impregnada de
tristeza, al tiempo que se secaba las
lágrimas con la manga de la amplia
túnica.
El aire caliente que salía de su
boca se condensaba en contacto con
el frío de afuera, formando una
pequeña nube delante de su cara,
como si exhalara el humo de un
cigarrillo.
Cuando la ambulancia
desapareció detrás de la iglesia de
Santa Inés, abandonó el umbral y
subió despacio la escalera,
apoyando la mano en la barandilla,
para volver a su habitación.
Aún llovía.
Moro y Gobi regresaron en
silencio al bar.
Yo me sumé a ellos. Después
de pedir una cerveza La Gazelle,
elegí una mesa contigua a la
ventana, me senté y encendí un
Mecarillos.
Aparte del Moro —el
camarero, un joven gambiano
achaparrado y musculoso—, Gobi
—un viejo asiduo del bar— y yo, el
Brisa de Mar estaba vacío.
Moro vino con el pedido. Dejó
la botella y el vaso en la mesa y
sacó del bolsillo del delantal un
destapador con el que hizo saltar la
chapa.
—Llévate el vaso, beberé de
la botella —dije, comprobando
que, al igual que Diodio, cuando
hablaba parecía expulsar humo de
tabaco.
El camarero volvió al
mostrador con el vaso.
Gobi abandonó el taburete que
ocupaba para ir a su encuentro.
—¿Me das un cigarrillo,
Moro? —pidió.
—No tengo —respondió con
sequedad el camarero.
—¿Cómo que no tienes
cigarrillos?
—¡No tengo! Los cigarrillos
son para vender, no para regalar.
—Entonces dame una moneda
de diez francos, para poder
comprar un pitillo, o mejor, fíame.
—Ni hablar de fiarte, y
además no tengo ninguna moneda de
diez francos.
Gobi agarró a Moro por la
muñeca con un gesto brusco.
—¡Ni hablar de fiarte, y
además, no tengo ninguna moneda
de diez francos! —repitió, imitando
la entonación de la cansina voz de
Moro—. Tú nunca tienes nada.
Nada. La verdad es que eres un
tacaño, una mala persona y un
roñoso.
—Tú di lo que quieras —
replicó Moro, zafando con vigor la
muñeca—, pero de lo que sí puedes
estar seguro es de que no fío y de
que no tengo ninguna moneda de
diez francos para regalar.
—¡Sí, claro! Tú no tienes
nunca nada, absolutamente nada.
Pedirte algo ha sido un gran error
por mi parte. Me había olvidado de
que nunca has tenido nada. Naciste
pobre, sin nada, vives como pobre,
sin nada, y morirás pobre, sin nada.
—¡Bueno! —exclamó Moro,
ya junto al mostrador—. Puedes
decir lo que quieras, que no
conseguirás nada, porque, como
muy bien dices, no tengo nada.
Yo me frotaba vigorosamente,
una contra otra, las manos
entumecidas por el intenso frío, tras
haber tomado un largo trago que
dejó sólo un cuarto del contenido
de la botella. Gobi se acercó a mí.
Pasaba de los cincuenta años y
era bajito, delgado como un faquir,
con un puro torpedo del que no se
desprendía nunca, que llevaba
siempre en la cabeza, la cara
demacrada, invadida por una gran
barba cana, y unos ojos legañosos y
llorosos. Iba vestido con un traje
pasado de moda, salpicado de
manchas de grasa, cuyo cuello
había levantado por encima de una
camisa desprovista ya de todos los
botones, y calzado con chinelas de
plástico.
—¡Hola, jefe! —me saludó,
con las descarnadas manos
extendidas encima de la mesa—.
¿Me pasas un cigarrillo, por favor?
—No tengo cigarrillos, pero sí
puritos —respondí—. Si quieres, te
doy, pero no me llames jefe, que
podrías ser mi padre ¡o mi tío!
—¡Es verdad! —reconoció
Gobi con tono jovial y una gran
sonrisa que dejó al descubierto una
estropeada dentadura—. Los
puritos son lo que más me gusta,
con diferencia.
Le tendí la caja de Mecarillos.
Gobi eligió uno, que le
encendí con mi mechero. La
primera calada le ocasionó un
violento ataque de tos. Sin fijarse,
arrojó el purito, que me rozó la
punta de la nariz antes de acabar
aplastado en el cristal de la ventana
cerrada, rodeado de un abanico de
chispas. Siguió tosiendo un buen
momento, plegado en dos, con las
manos crispadas sobre el pecho.
Detrás del mostrador, Moro
soltó una carcajada burlona.
—Es lo que prefieres, con
diferencia ¿eh? Lo dices por
chulear, porque en toda tu vida no
has fumado un puro, ni un purito, se
ve de lejos. ¡Pues bueno, sigue así
si te empeñas en acortarte la vida!
Gobi se incorporó, incapaz de
hablar, con la respiración afanosa,
mocos en el bigote y los ojos más
llorosos que nunca. Se instaló en
una silla frente a mí, indiferente a
las pullas de Moro. Cuando por fin
se hubo calmado la tos, se secó las
lágrimas y los mocos con la palma
de la mano, que luego se limpió en
el pantalón.
Le ofrecí otro Mecarillos.
Rehusó sacudiendo
enérgicamente la cabeza al tiempo
que agitaba las manos ante mí.
Moro seguía riendo.
—¡Es lo que prefieres, con
diferencia, dale pues!
Poco a poco, Gobi recobró el
aliento.
—¿Cómo haces para encajar
esta granada en el pecho? —me
preguntó con asombro.
—¡Es que tengo un pecho
blindado! —contesté en broma.
—¡Pues es verdad!
Como había apurado la
botella, pedí otra. Gobi aprovechó
para darme el sablazo.
—¿Me invitas a una copa de
vino, jefe? Es para...
—¡Te he dicho que no me
llames jefe! —lo interrumpí.
—Una copa de vino, para
quitarme este frío asesino —
prosiguió con una breve carcajada
—. Un frío realmente asesino.
¡Seguro que ha sido él el que ha
matado a la Guapa Señora!
—¿Quién es la Guapa Señora?
—La vieja que han encontrado
muerta en el patio esta mañana.
Claro que tú no debías de
conocerla. Ningún cliente del bar la
conocía, aunque vivía aquí, en el
Brisa de Mar. Su verdadero nombre
es Ramata Kaba. Si me invitas a
una copa de vino, jefe..., te cuento
su historia, que es muy interesante,
además.
Aun cuando no tuviera
especiales ganas de escuchar los
chismes de un borrachín, debo
reconocer que no pedía un precio
alto por su historia, una copa de
vino tan sólo. Por otra parte, por
qué no confesarlo, esa anciana que
llevaba una cadena de oro de valor
en el cuello me intrigaba. Quería
conocer más sobre ella, saber por
qué enrevesado y extraño camino su
existencia había concluido de forma
tan miserable aquí. Parecía
evidente que no era una vagabunda,
pues no presentaba los estigmas
habituales: la larga cabellera se
veía bien cuidada, la blusa y el
pareo estaba muy limpios y no tenía
agrietados los talones de los pies.
Y sobre todo, ninguna vagabunda
lleva una joya de oro.
Pero ¿qué podía contarme de
interesante Gobi, un viejo
parroquiano de bar que se pasaba el
día entero vaciando restos de
botellas, mendigando una copa de
vino a unos y a otros y, al llegar la
noche, completamente borracho, se
dormía en uno de los asientos del
Brisa de Mar cuando cerraban?
¿Acaso me iba a matar de
aburrimiento con un relato insípido,
sin pies ni cabeza, de lo cual
francamente no tendría motivos
para quejarme, ya que no me habría
costado nada: una copa de vino y
nada más? Me sorprendí a mí
mismo ofreciéndole más de lo que
pedía.
—Toma una botella.
—¿Una botella entera? —
inquirió con incredulidad.
Cuando asentí con la cabeza,
Gobi se levantó y, tras apartar la
silla con la pierna, llamó con
afectación al camarero.
—¡Eh, Moro! ¡Tráeme
enseguida una botella de vino,
marca Valpierre!
Moro, que había salido de
detrás del mostrador, llegaba con
mi Gazelle en la mano.
—¿Cómo, una botella de
Valpierre para ti? ¿Y con qué la vas
a pagar? ¿Con tus dientes
destrozados?
Gobi, que se había sentado,
aguardó hasta que Moro hubo
depositado la botella de cerveza en
la mesa frente a mí antes de
responder.
—¡No todo el mundo es tan
tacaño como tú, pobrecillo! Gracias
a Dios, en la Tierra hay personas
generosas, que no dejan nunca a su
prójimo en la estacada. Venga,
rápido, una botella de sangre de
león para mí, es el jefe el que paga.
Y no olvides la copa.
—¿Es verdad lo que dice? —
preguntó el camarero, mirándome.
—Pero ¿por quién me tomas,
Moro? —replicó, colérico, Gobi—.
¿Te atreves a poner en duda mi
palabra? ¡Maleducado, eso es lo
que eres!
—¿No tengo derecho a
informarme o qué? —contestó el
camarero—. ¡Y no me vuelvas a
llamar maleducado!
—Es verdad lo que dice, pago
yo —anuncié para restablecer la
paz.
—¡Pues ahora ya estás
informado! —espetó Gobi—. Mira
que eres maleducado...
—Te he dicho que no me
llames maleducado —protestó, con
indignación, Moro.
—Te digo y te repito
diecinueve mil novecientas noventa
y nueve veces que eres un mocoso
maleducado. ¿Y ahora qué, eh?
—¡Y yo te respondo otras
tantas que yo no he comido el arroz
de tu padre! —replicó el otro en el
mismo tono.
—¡Yo no he comido el arroz
de tu padre! —repitió Gobi—.
Insultos que dejan ver bien clara tu
falta de educación y de cultura. Si
no tuviera ganas de conversar con
el jefe, te habría partido la cara,
pero no pierdes nada con esperar.
Hala, tráeme rápido el Valpierre,
so maleducado.
—¡Bueno, la pelea ha
terminado! —intervine para calmar
los ánimos—. Moro, trae el vino, y
tú, Gobi, para de llamarlo
«maleducado».
Por suerte, logré mi propósito.
El camarero se tragó la bala
que estaba a punto de tirar contra el
parroquiano. Regresó a la barra y
volvió con una botella de Valpierre
y con una copa que dejó en la mesa,
delante de Gobi.
—¡El mono tiene cerillas, así
que toda la sabana va a arder hoy!
—exclamó mientras descorchaba el
Valpierre.
—Ya puedes decir lo que
quieras, Moro, todo lo que te venga
en gana —declaró Gobi,
apoderándose de la botella—. Tu
mala lengua no conseguirá hacer
mella, no podrás estropearme el
placer. En realidad, eres tan malo y
tienes tan poco corazón que la
felicidad de tu prójimo te produce
pena. ¡Di lo que quieras, que a mí
me da igual!
Tras llenarse la copa hasta el
borde, la levantó con mano trémula,
derramando el vino sobre sus dedos
y el mantel de hule que cubría la
mesa. Luego la hizo chocar con
violencia contra mi botella de
cerveza, con lo que incrementó aún
más los estragos.
—¡Ya está, ya arde la sabana!
—anunció Moro.
Gobi no respondió nada. Se
tomó la copa de un trago y, mientras
el camarero se alejaba hacia la
barra, la volvió a llenar.
—¡Sólo faltan los cigarrillos!
—se lamentó, sin mirarme.
—Dile a Moro que te dé un
paquete.
Pidió un paquete de Dunhill,
que el camarero le llevó
advirtiéndome de que aquello era
un gran desperdicio, porque de
nada servía regalar plátanos a los
burros.
Fingiendo no haberlo oído,
Gobi retiró el envoltorio de celofán
del paquete con la uña del pulgar,
lo abrió, cogió un cigarrillo, se lo
colocó en la comisura de los labios
y me pidió que se lo encendiera con
un gesto.
Le di fuego con el encendedor.
Aspiró con fruición el
cigarrillo, inhalando una copiosa
calada de humo, que expulsó
despacio por la nariz. Luego volvió
a darle dos chupadas antes de coger
la copa y, tras una profunda
inspiración, con los párpados
entornados, inició su narración.
UN SIMPLE
PORTERO

A punto de concluir su
trayectoria antes de hundirse en el
mar, el sol hacía fulgurar con sus
oblicuos rayos el gran reloj de
números romanos, situado en lo alto
de la fachada de arquitectura
saheliana de la Maternidad del
hospital Aristide-Le Dantec. Eran
las 17.30, aunque se habría podido
creer que era más temprano, a causa
del tórrido calor reinante en aquella
segunda mitad del mes de junio.
Una multitud impaciente se
concentraba ante la puerta a la
espera de la hora de visita. Cuando
entraba o salía una ambulancia u
otro vehículo, la gente se apartaba
con reticencia, protestando entre los
insistentes bocinazos de
exasperación del conductor y las
reprimendas de Ngor Ndong, el
portero, muy seguro e inflexible en
su papel, para enseguida volver a
avanzar tan pronto se había ido.
En la primera fila, una anciana
con un hatillo bajo el brazo
imploraba, llorosa, al portero.
—¡Buen hombre, tú también,
ayúdame, déjame entrar! Desde la
primera luz del día he salido de
Golam para ver a mi nieta, que
trajeron aquí anoche, y no sé nada
de ella, no sé qué le ha pasado. Por
el amor de Dios, déjame entrar,
ayúdame, buen hombre.
—Yo conozco Golam, y no
está lejos, queda del lado de
Sangalcam —respondió Ngor
Ndong—. Si, tal como dices, te has
ido de Golam al amanecer, ya
deberías haber llegado aquí a
primera hora de la mañana. ¿Por
qué no has entrado, entonces,
cuando han abierto de siete a ocho,
y después, de una a dos, para las
visitas?
—¡Eh, para de agobiarnos con
tus preguntas! —replicó en lugar de
la vieja una mujer mucho más joven
que estaba a su lado y que iba
peinada con unas trenzas adornadas
con perlas multicolores—. De nada
sirve querer ablandarte, porque tú
no eres un buen hombre. Un hombre
malo es lo que eres, malísimo —
espetó con vehemencia, cambiando
de mano la sopera que sostenía,
envuelta en un pañuelo de tela de
Lagos—. Sí, eres un hombre malo,
te lo digo bien claro, y no me mires
con esa cara de enfado, porque no
me das miedo, y como veo que no te
gusta nada, te lo voy a repetir, no
eres un buen hombre, eres un
hombre muy malo. En todo el
hospital, han empezado las visitas,
y tú te niegas a abrir. ¿Y a santo de
qué, eh? ¡Menos mal que el día de
la Resurrección no estarás tú de
portero del Paraíso, porque si no,
no entraría nadie!
—¡Pues en eso te equivocas,
preciosa joven de bonitas trenzas!
—contestó con tono burlón Ngor
Ndong, sin manifestar la menor
perturbación por la diatriba de la
mujer—. El día de la Resurrección,
yo seré el portero del Paraíso.
Cuando mires a la izquierda, verás
a un apuesto hombre vestido de
blanco con un turbante negro en la
cabeza, y seré yo. Pero tanto allá
como aquí no se puede entrar sin
autorización.
La joven le lanzó una mirada
aviesa de soslayo.
—Fíjate, si estuviera
embarazada, ¿sabes a quién habría
dado a luz? A ti.
—Y habrías tenido un niño
bien guapo, tan guapo como yo —
repuso el portero con una gran
carcajada—. Aunque, claro, habrías
tenido muchos problemas con tu
marido, porque ¿cómo le ibas a
explicar ese parecido, no con él,
sino conmigo? A ver, responde,
preciosa mujer de bonitas trenzas.
—Déjame en paz, no pienso
responder nada de nada —replicó,
irritada, la mujer.
Pese al nerviosismo
ocasionado por la larga espera, el
ambiente se distendió y entre los
congregados brotaron risas.
Durante los casi cinco años
que llevaba empleado como portero
de la Maternidad del hospital Le
Dantec, Ngor Ndong a menudo
había oído invectivas más violentas
que las de la joven, sin abandonar
nunca su buen humor ni la
capacidad para la réplica pronta e
ingeniosa. Desde Año Nuevo hasta
el 31 de diciembre, acudía siempre
puntual a su puesto. Su trabajo era
la piedra angular de su universo.
Según su manera de ver, no era un
trabajo pesado ni complicado. Se
trataba sólo de impedir el acceso a
la Maternidad a toda persona ajena
a ésta fuera de las horas de visita.
Así de simple. Él lo hacía a
conciencia y nunca había cometido
ni un fallo. La tentación era fuerte,
sin embargo. A lo largo de la
jornada, eran muchas las visitas
importantes o acuciadas por la
prisa que intentaban saludarlo a la
senegalesa. Ngor Ndong rehusaba
siempre el billete plegado que
trataban de depositarle con
disimulo en la mano. Durante un
breve momento, la persona
permanecía desconcertada,
avergonzada como un niño
sorprendido en plena diablura,
asombrada más que nada de ver que
un simple portero no actuaba como
los demás, que se negaba a dejarse
sobornar, renunciando a recibir
dinero en aquellos tiempos
difíciles.
Un día, hace poco más de dos
años, el propio ministro de Sanidad
se había presentado en persona a
eso de las diez para visitar a su
hermana, que había dado a luz la
noche anterior.
Ngor Ndong se había negado a
abrir la puerta.
—Si fueras el ministro de
Sanidad, el profesor Gomis me
habría avisado de tu visita —había
declarado—. Tú no eres el ministro
de Sanidad. Si no tienes un pase,
dile a tu chófer que deje la vía
libre, y si tienes un pase,
enséñamelo. A ver, ¿dónde está el
pase?
Poco faltó para que el
representante del Gobierno se
asfixiara de rabia, pero logró
dominarse. Sin responder, había
vuelto a introducir la cabeza que
había sacado por la ventanilla para
dar a conocer su identidad cuando
se había detenido el chófer, y se
había arrellanado, ceñudo, en el
asiento de atrás.
Su chófer, en cambio, no se
había conformado tan deprisa y se
había bajado del coche.
—Eh tú, portero —había
increpado con brusquedad a Ngor
Ndong—, te hablo a ti, sí, ¿estás
borracho o estás loco, o qué? ¿No
has visto que es un vehículo
oficial? ¿Te atreves a impedir
entrar en la Maternidad al ministro
de Sanidad? Pero ¿quién te has
creído que eres?
—Tranquilo, pariente chófer,
tranquilo —había contestado sin
arredrarse Ngor Ndong—. Yo sólo
me creo que soy el portero, que lo
soy. Ya he visto que es un coche
oficial, pero eso no demuestra que
él sea el ministro de Sanidad. No
estoy loco ni borracho. He recibido
órdenes de mi jefe, el profesor
Gomis: no dejar entrar a nadie fuera
de las horas de visita. Nada prueba
que él sea el ministro de Sanidad.
Pariente chófer, vuelve a ponerte al
volante y deja libre el paso, porque
si viene otro vehículo, vas a
estorbar.
De no haber mediado la
intervención del ministro, que
también se había bajado y lo había
instado a desistir tirándolo del
brazo, el conductor se habría
peleado con Ngor Ndong.
Un interno que volvía del
laboratorio y había presenciado la
escena, había ido a avisar al
profesor Armando Gomis, médico
jefe de la Maternidad. Este había
llegado a toda prisa y se había
deshecho en serviles excusas ante
el ministro. Era un hombre de
estatura mediana, rechoncho y
enérgico, que había engordado
desde que ganó las oposiciones el
mismo año en que Ngor Ndong
empezó a trabajar en la Maternidad,
de tez negra oscura y cabeza
afectada por una severa calvicie.
Tras prodigar toda clase de
cumplidos al ministro, se había
vuelto hacia el portero y lo había
reprendido con aspereza sin
escatimar insultos.
—¡Estás despedido! —había
acabado decretando con tono
tajante.
Ngor Ndong había sostenido
sin inmutarse la furibunda mirada
del médico.
—De acuerdo, patrón —
declaró calmadamente—, lo acepto.
Sin embargo, fuiste tú, patrón, el
que me ordenaste que no dejara
entrar a nadie fuera...
—¡No es verdad, yo nunca te
he ordenado nada, imbécil, más que
imbécil! —se había apresurado a
atajarlo el profesor Gomis,
agitando el brazo en dirección a él
—. Estás despedido, te digo. ¡Coge
tus cosas y lárgate de aquí!
El ministro se había opuesto a
tan extrema medida. Si bien había
quedado bastante horripilado por la
negativa del portero, en su
condición de persona honesta, había
considerado que pese a lo afirmado
por el profesor, el portero no había
hecho más que seguir las
instrucciones recibidas y, por
consiguiente, reconocía que era un
trabajador concienzudo y
disciplinado, que había cumplido
con su deber y que si, del empleado
más modesto al cargo más elevado,
todo el mundo fuera y obrara como
él, el país funcionaría mucho mejor.
Después de preguntarle su nombre,
le había estrechado calurosamente
la mano, diciendo que había
actuado muy bien y que merecía ser
felicitado. Y así lo había hecho él
de manera oficial ese mismo día
mediante una carta dirigida a Ngor
Ndong por vía jerárquica.
El reloj de la pared marcaba
las 17.45.
El grupo de alumnas de
tercero, aspirantes a comadronas,
había terminado su turno de guardia
en la sala de partos. Pronto
aparecerían por el largo pasillo,
apresuradas igual que todos los
sábados por la tarde, con ganas de
llegar a su dormitorio —un edificio
de cuatro pisos construido delante
de la Maternidad—, cambiarse y
volver a casa para pasar el fin de
semana en familia.
Ahí llegaban, con sus batas
rosa, charlando en voz alta y riendo
a carcajadas.
En el mismo momento, en la
multitud se produjo un movimiento
de reflujo para dejar pasar un
lujoso Mercedes Cabriolet de color
rojo. La joven que lo conducía se
detuvo ante la puerta y sacó la
cabeza, de impecable peinado, por
la ventanilla para dirigirse a Ngor
Ndong.
—Portero, abre, quiero ver al
profesor Gomis.
Ngor Ndong reconoció a la
señora Samb. Iba allí bastante a
menudo, a veces a horas
intempestivas. En cada visita, el
profesor lo avisaba para que la
dejara entrar. Aquella vez no lo
había hecho, aunque quizá tuviera
un pase.
—¿Tienes un pase, señora?
—¿Qué pase?
—Un pase firmado por el
profesor Gomis.
—No tengo ningún pase que
darte. ¿Es que no me has oído? Te
digo que quiero ver al profesor
Gomis, te digo que abras la puerta y
¿te atreves a pedirme un no sé qué?
¿Sabes quién soy?
—La mujer de alguien
importante, sin duda, pero se
necesita un pase para ver al
profesor Gomis.
—¡Soy la esposa del fiscal
general del Estado! ¡Ábreme, te
digo! —había reclamado casi a
gritos la joven, irritada por la
burlona obstinación del portero.
—Sin el pase o lo que tú
llamas un no sé qué, no vas a entrar,
señora —reiteró Ngor Ndong, que
le volvió la espalda.
Abrió la estrecha puerta para
peatones y, sosteniendo el pestillo
con una mano, se pegó a la pared
para dejar pasar a las estudiantes
de la escuela de comadronas y
respondió a los saludos y habituales
bromas que le dirigieron al salir.
La esposa del fiscal general
paró el motor del vehículo y puso
un pie en tierra. Pese a la cólera
que le ensombrecía el rostro, era
muy hermosa. Su atuendo cuadraba
a la perfección con el Mercedes. La
americana y la falda del mismo
color del coche, la camisa de satén,
los zapatos de finos tacones altos y
el bolso de bandolera, negros, de
piel de cocodrilo, eran indicativos
de gran prosperidad, de clase alta.
Se encorvó y, tras quitarse un
zapato, se enderezó con rapidez.
—¿Vas a abrir tal como te
digo? —gritó.
Todavía con el pestillo en la
mano, Ngor Ndong se volvió sin
prevención alguna. No intuyó el
golpe descargado con violencia. El
tacón revestido de metal del zapato
le hizo un corte en el arco de las
cejas; la sangre brotó y le inundó la
cara y el cuello de la bata azul.
Soltó el pestillo y agarró la muñeca
de la joven, justo cuando se
disponía a asestarle un segundo
golpe. Con una torsión, la obligó a
soltar el zapato. Como ella trató de
arañarle la cara con la mano libre,
la cogió por la otra muñeca.
Mientras se debatía cual gato
encerrado en un saco, profiriendo
amenazas y escandalosas groserías,
la empujó sin miramientos hasta que
la puso contra el capó de su
vehículo y entonces la soltó.
—Si no fueras una mujer, te
habría hecho lamentar para siempre
tu gesto, para que nunca más
descargaras la mano contra alguien,
ni siquiera contra tu hijo —le
espetó con tono contenido.
Completamente fuera de sí,
ella escupió una vulgar injuria
relativa al sexo de la madre de
Ngor Ndong, a la que siguió una
amenaza.
—Eres tú quien vas a lamentar
para siempre haberme puesto una
mano encima. ¡Ya verás!
Se deshizo del zapato que aún
llevaba y que la hacía vacilar y lo
lanzó contra el portero, pero erró el
tiro.
—¡Vas a dar con tus huesos en
la cárcel, ya verás! —amonestó.
Sin preocuparse por los
zapatos perdidos en medio de la
gente, se subió descalza al
Mercedes, con el pelo alborotado y
la ropa en desorden. Se alejó a toda
velocidad, marcha atrás, entre los
comentarios y los abucheos de la
multitud, conmocionada todavía por
el asombro. Por poco no atropello a
la anciana venida de Golam con su
hatillo, que se salvó gracias a un
ágil salto, sorprendente en una
persona de su edad.
Alguien afirmó que era una
loca rematada, otros le dieron la
razón, y todos, al ver la puerta libre
y a Ngor Ndong ocupado con su
herida, entraron en la Maternidad.
Con un pañuelo enrollado
aplicado a la ceja herida y la cara y
la bata ensangrentadas, Ngor Ndong
entró en la sala de vendajes del
pabellón Avicenne en el momento
en que Paul Djibalène, el enfermero
de guardia, acababa de
incorporarse al turno de noche y
terminaba de ponerse la bata
blanca.
—¡Mi cautivo! ¿Qué te ha
pasado? —preguntó con inquietud
cuando se volvió junto al armario y
vio a Ngor Ndong.
El portero, serere, y el
enfermero, diola, descendían según
la leyenda de unas hermanas
gemelas, Akine y Diambogne, lo
que los convertía en primos que
compartían sin cesar bromas,
proclamándose cada cual por su
lado amo del otro. Esa tarde, sin
embargo, Ngor Ndong no estaba de
humor festivo. A punto de estallar
de rabia, en aquel momento se
arrepentía de no haberle dado su
merecido a aquella mujer.
—¿Qué te ha pasado, esclavo
mío? —repitió Djibalène—. ¿Has
tenido un accidente?
Ngor Ndong negó con la
cabeza y guardó silencio un
instante.
—No, ha sido una mujer que
me ha pegado —contestó por fin
con renuencia.
Se encontraba en el centro de
la habitación, con el pañuelo
todavía pegado a la ceja. Djibalène
se acercó y lo retiró para observar
la herida. Como la sangre comenzó
a manar de nuevo, volvió a taparla
con la tela y señaló la camilla.
—Acuéstate. ¿Y quién dices
que te ha herido así?
—Una mujer —respondió
Ngor Ndong, acostándose.
—¿Una mujer? ¿Cómo puede
ser, una mujer? ¿Y por qué?
—Quería ver al profesor
Gomis, yo le he preguntado si tenía
una autorización y le he dicho que
si no, no entraba. Se ha bajado del
coche y ha aprovechado que abría
la puerta a las alumnas comadronas
para golpearme con su zapato.
—¡No es posible! ¿Así, sin
más, te ha golpeado con el zapato?
Pero ¿debéis de haberos peleado, tú
debes de haberle dicho alguna
ordinariez?
—Ni siquiera. Ha sucedido,
de verdad, tal como te he dicho.
—¡Qué barbaridad! ¡Vaya mal
educada! ¿Por lo menos le habrás
arreado una buena, no?
—No, no le he pegado.
—Pero ¿por qué, mi cautivo,
por qué?
—Es de lo que me arrepiento
ahora.
Djibalène abrió el armario y
sacó una bandeja, una palangana, un
rollo de esparadrapo y un frasco de
antiséptico, que depositó en una
mesa, más pequeña que la otra en la
que se había acostado Ngor Ndong
y, después, en un rincón, extrajo de
la estufa esterilizadora las cajas de
instrumental y compresas. Tras
situarlas junto a la bandeja, las
abrió, y una vez se hubo limpiado
las manos con alcohol, le hizo una
infiltración de Novocaína, tomó una
compresa con ayuda de una pinza,
la impregnó de líquido antiséptico y
comenzó a limpiar la herida.
—¡Has tenido suerte! —
comentó, tirando la compresa
enrojecida de sangre en la
palangana para coger otra—. Si te
hubiera dado dos centímetros más
abajo, esa mujer te habría
reventado el ojo. Es una auténtica
loca. Pero ¿quién es? ¿La conoces?
—Se llama señora Samb y
dice que es la esposa del fiscal
general —repuso Ngor Ndong.
—¿Y qué? —contestó
Djibalène con tono indignado—.
Como si quiere ser la esposa del
presidente del Tribunal Supremo o
incluso de la República, eso no le
da derecho a agredir así a la gente.
La herida es profunda y habrá que
poner cinco o seis grapas. Pero tú,
esclavo mío, ¿por qué no le has
partido la cara? Si me hubiera
hecho esto a mí, por más mujer del
fiscal que sea, le habría dado una
buena tunda. Pero ¿por qué no le
has pegado?
Ngor Ndong no respondió.
—¿Sabes una cosa, mi
cautivo? —prosiguió, con son de
burla, Djibalène—. No tienes
cabeza. ¡Mira que dejarte herir de
esta manera, por una mujer, sin
reaccionar! ¡Eso no es normal! ¿De
verdad se te levanta?
Ngor Ndong persistió en su
silencio. No estaba de humor para
bromas.
Media hora después, de
regreso a la Maternidad con una
gran venda de esparadrapo encima
de la ceja, Ngor Ndong encontró la
puerta abierta de par en par. Por
primera vez, había cometido una
falta profesional: se había
ausentado de su puesto sin
autorización y las visitas habían
entrado unos quince minutos antes
de la hora. Si el profesor Gomis
llegaba a enterarse, se exponía a
una reprimenda o incluso se vería
obligado a darle una explicación.
En tal caso, tendría motivos de peso
para justificar su ausencia. Aunque
no se sabe nunca, también era
posible que el profesor no tuviera
en cuenta esas razones y decidiera
sancionarlo, como era una persona
intransigente, lo mejor era que no se
enterase del incidente.
Ngor Ndong cerró una de las
hojas de la puerta y después entró
en su habitación, situada en la
entrada, un cuchitril donde apenas
cabían la cama de hospital y la
mesita metálica desechadas, con su
pintura blanca desconchada. Se
quitó la bata manchada de sangre, la
enrolló y la dejó en la cama para
sustituirla por otra que había
colgada de un clavo sujeto a la
puerta. Ahora que se había
aplacado su ira, daba gracias al
buen Dios por haberle permitido
mantener el control. Si hubiera
devuelto el ataque, seguramente
habría herido de gravedad a la
mujer y ahora se vería en un
aprieto, porque fuera cual fuese el
daño sufrido, nadie tenía derecho a
tomarse la justicia por su mano.
Aquella mujer era un ser satánico,
de los que impulsan a cometer un
acto que parece totalmente
justificado e irreprochable, pero
del que uno se arrepiente enseguida,
por las nefastas, imprevisibles y
duraderas consecuencias que
acarrea.
Había obrado bien
manteniendo el dominio de sí. Si no
estaba satisfecho, no tenía más que
presentar una denuncia, por lesión
voluntaria, acompañada de un
certificado médico, tal como le
había aconsejado Djibalène.
Aquella idea le hizo sonreír un
breve instante. ¡Poner una denuncia!
¿Cuando la mujer había proclamado
que era la esposa del fiscal general,
un pez gordo de la Justicia? Nadie
lo escucharía siquiera. La denuncia
acabaría en la papelera y, para
colmo, podría buscarse
complicaciones eirá parar a la
cárcel, tal como había predicho ella
en su última amenaza, por haber
tenido la osadía de denunciarla. En
este país existe de todo, excepto
igualdad ante la ley. Nunca le
darían la razón, así que no merecía
la pena pensar en una denuncia.
—La dejo a cargo del buen
Dios —declaró con resignación en
voz alta—. ¡Un día encontrará al
hijo de la hermana de su padre que
la pondrá en el buen camino!
Ngor Ndong volvió a salir del
cuchitril para ir a sentarse en el
taburete, en la garita instalada al
lado de la puerta.
El día se acababa, el sol se
había puesto ya, pero todavía había
luz. La sombra de los ceibos
plantados junto a la avenida que
desembocaba en la puerta de
entrada del hospital, con el ramaje
recubierto de compactos racimos de
flores escarlata salpicadas de
blanco en el centro, se alargaba de
forma desmesurada en medio del
naciente crepúsculo teñido de
malva. El cielo, tapizado de
oscuros nubarrones por el este,
anunciaba la proximidad de la
temporada de lluvias.
A Ngor Ndong le dolía la
cabeza. Tenía la impresión de que
le estaban descargando mazazos en
la coronilla. Bajo la venda, sentía
además un intenso ardor, como si le
hubieran aplicado una brasa
ardiente. Comenzaba a disiparse el
efecto del anestésico local que le
había administrado Djibalène antes
de ponerle las grapas y, aparte del
propio dolor de la herida, notaba la
dentellada de los pequeños ganchos
de hierro clavados en la carne.
Tendría que subir a la sala de
guardia a pedir un calmante a una
de las comadronas. Cuando se
levantaba para marcharse vio el
dragón negro2 que llegaba. ¿Qué
vendrían a buscar los policías en la
Maternidad? Normalmente, cuando
iban al hospital, era para trasladar a
Urgencias a algún individuo que
había salido malparado de un
interrogatorio abusivo. Quizá la
esposa de uno de ellos había dado a
luz allí...
Ngor Ndong todavía se
interrogaba al respecto cuando el
dragón negro se detuvo a su lado.
De él bajaron siete policías, seis en
atuendo de combate y otro, el jefe,
en sahariana caqui, mientras que
otro se quedó esperando frente al
volante.
—¿Eres tú el portero de la
Maternidad? —preguntó el jefe.
Ngor Ndong pensó enseguida
en la amenaza de la mujer. Pero ¡no,
no podía ser eso! ¡No se podía
provocar a alguien, herirlo y
después encarcelarlo, por más que
uno fuera la mujer del fiscal
general!
—Sí, soy yo el portero de la
Maternidad —confirmó con un
asomo de inquietud en la voz.
Los policías lo rodearon al
instante.
—¡Venga! Acompáñanos sin
causar problemas —lo conminó el
jefe.
—¿Acompañaros, para qué?
¿Qué he hecho yo? —inquirió,
sorprendido, Ngor Ndong.
—Si no sabes lo que has
hecho, lo sabrás en comisaría. Para
empezar, ¿dónde están los zapatos
que le has confiscado a la señora?
—¿Qué zapatos que le he
confiscado a la señora? ¿Yo? ¿Y de
qué señora habla?
Uno de los policías, vestido de
manera impecable, con las botas
relucientes de betún, ancho de
hombros, pero patizambo, decidió
intervenir.
—Jefe, este tipo habla
demasiado. Nadie le pide que nos
cuente la boda de sus padres. Lo
único que tiene que hacer es
acompañarnos, y ya está.
Ngor Ndong se volvió hacia el
policía de lustrosas botas y le clavó
una mirada tan fija que sus ojos
parecían de porcelana, mientras lo
apuntada con el índice.
—¡Eh, tú! La boda de mis
padres es demasiado grande para tu
lengua —espetó con voz calmada
—. No tienes ningún derecho a
insultarme. Sabes muy bien que si
estuviéramos solos los dos, ni se te
ocurriría insultarme.
Con ademán brutal, el policía
apartó el dedo tendido hacia él y
agarró a Ngor Ndong por el cuello
de la bata.
—¡¿Ah sí?! ¿Te permites
amenazarme, imbécil?
Luego trató de arrastrarlo
hacia el dragón negro.
Pese a las apariencias, Ngor
Ndong no era la clase de persona
que se dejaba arrastrar así como
así. Su constitución huesuda
engañaba a mucha gente. Dos años
antes de su llegada a Dakar, había
vencido a todos los luchadores de
su región con ocasión de un torneo
y había ganado, para sorpresa
general, la copa, el caballo y la
suma de cien mil francos que había
en juego.
Ngor Ndong no se movió ni un
centímetro, pese a los
considerables esfuerzos del policía,
que acabaron por desgarrar la bata.
Al quedarse de repente sin asidero,
con un trozo de tela entre las manos,
el hombre se vio proyectado hacia
atrás, víctima de su mismo impulso.
Tropezó y, aunque trató de recobrar
el equilibrio, no logró evitar caer
de espaldas, con las botas al aire.
Aún no se había levantado cuando
el jefe sacó un silbato del bolsillo.
Todo ocurrió muy deprisa. Al
primer silbido, los policías
atacaron a la vez. Con una pierna
adelantada, la cabeza hundida entre
los hombros y los puños cerrados,
Ngor Ndong intentó defenderse. Las
fuerzas distaban de estar igualadas,
sin embargo. Bajo las patadas y los
puñetazos que llovían de todas
partes, por delante, por detrás, a
derecha y a izquierda, no tardó en
caer a tierra, vapuleado. Los
policías se ensañaron con él hasta
que quedó inmóvil e inconsciente.
Entonces lo volvieron boca abajo,
lo esposaron y lo arrastraron,
raspando el suelo con los pies,
hasta el dragón negro, a cuyo
interior lo arrojaron como un saco
de paja de cacahuetes.
En el momento en que el
vehículo negro se ponía en marcha
comenzó a caer una lluvia menuda,
la primera del año.
Los diversos visitantes que, al
entrar o salir de la Maternidad, se
habían detenido para asistir a la
paliza sin intervenir, se enzarzaron
en una viva discusión, aderezada de
toda clase de comentarios. Como no
habían sido testigos del inicio del
altercado, empezaban ya a proponer
diferentes versiones. Alguien
afirmó que el portero, persona
especialmente irascible, había
impedido el paso a los policías y
había llegado incluso a injuriar a su
jefe. Otro apuntó que se había
producido una pelea con una mujer.
Un policía, que se encontraba
presente, después de haber tratado
en vano de calmarlos, había
decidido llevarlos a comisaría a
ambos. La mujer había aceptado,
pero el portero se había negado,
había llegado a las manos con el
policía y le había arrancado tres
botones del uniforme. El agente,
muy enfadado, se había ido
acompañado de la mujer a
comisaría y había vuelto al cabo de
un rato con el refuerzo de diez
compañeros a bordo del furgón. El
portero, inflexible, había persistido
en su negativa y había querido
pelearse con todos los policías que,
como era lógico, habían podido con
él. Otro individuo opinó que, de
todas maneras, los policías no
tenían derecho a propinar a un ser
humano una paliza tan salvaje como
la que acababan de presenciar.
La lluvia se intensificó, la
gente se dispersó y, de pronto, la
dorada luz del crepúsculo cedió
paso a la profunda oscuridad de la
noche.
En el momento en que Matar
Samb salía del cuarto de baño, el
teléfono comenzó a sonar en el
dormitorio. Apuró el paso para
dirigirse al aparato, posado en la
cama dispuesta directamente en el
suelo, atándose el cinturón del batín
de blanco algodón inmaculado, y
descolgó al cuarto timbrazo.
—El fiscal general al habla —
anunció.
—¡Hola, jurista!
Matar Samb reconoció la voz
del profesor Armando Gomis, su
amigo de infancia desde la escuela
primaria Kléber. Desde entonces no
se habían separado, ya que habían
ido juntos al instituto Van y después
a la universidad.
—¿Cómo estás, Armando? ¡No
te vimos anoche en el club!
—Estaba corrigiendo la tesis
de uno de mis alumnos. Por eso
estoy todavía en el despacho. Oye,
jurista, hay un problema muy grave:
mi portero, al que Ramata...
—¡Ah! —lo interrumpió Matar
Samb—. ¿Estás enterado? ¿Sabes
lo que le hizo ese rinoceronte a
Ramata?
—¿Qué es lo que le hizo ese
rinoceronte, como dices tú, a
Ramata?
—Pues bien, Armando,
llevaba varios días sintiéndose mal
y cuando te viene a ver, el idiota de
tu portero no sólo se niega a dejarla
entrar sino que se permite
incomodarla. La ha empujado con
tal brutalidad que se ha caído
delante de todo el mundo y ha
perdido los zapatos, que él le ha
confiscado.
—¡Pamplinas, jurista, las
cosas no han sucedido así ni mucho
menos!
Matar Samb encajó el
auricular entre el hombro y la
mejilla, y tras tomar el encendedor
y el paquete de cigarrillos de
encima de la cama, se colocó un
cigarrillo en la comisura de los
labios y lo encendió.
—¡Que sí, Armando! —
exclamó enérgicamente al tiempo
que expulsaba el humo por la nariz.
Tras dejar el paquete y el
encendedor en la cama, volvió a
coger el auricular antes de
proseguir—: Es exactamente lo que
ha pasado. La misma Ramata me lo
ha dicho.
—Te ha mentido.
El médico pasó a referirle los
hechos verídicos.
—Armando, ¿qué significa
esto? —inquirió con indignación
Matar Samb cuando su amigo hubo
terminado—. ¿Cómo es posible que
tu portero se permita negarle la
entrada a la Maternidad a Ramata?
Vaya descarado, ese portero tuyo.
—Es el reglamento, nadie
entra sin autorización fuera de las
horas de visita. Ramata no tenía
más que llamarme antes de venir y
yo habría avisado al portero. ¡Así
de simple!
Matar Samb sacudió
negativamente la cabeza como si
tuviera al médico delante.
—Pero el reglamento no le
autoriza a agredir a mi mujer y,
además, a quedarse con sus zapatos.
Lo voy a meter en chirona, para que
escarmiente.
—Jurista, mi pobre portero no
va a poder escarmentar con nada,
porque está muerto.
—¿Muerto, cómo?
—Muerto a manos de los
policías que han venido a detenerlo.
Ahora voy.
Se cortó la comunicación.
Matar Samb aplastó el
cigarrillo apenas consumido en el
cenicero de cristal de la mesita de
noche y se sentó, aturdido, en la
cama. Luego se despegó el
auricular del oído, lo miró con aire
sorprendido, como si por primera
vez viera un objeto tan extraño, lo
colgó y después volvió a cogerlo
para acabar marcando febrilmente
el número de la comisaría del
palacio de Justicia. Luego se
levantó de la cama, encendiendo
otro cigarrillo.
—Póngame con el comisario
Diallo, por favor —solicitó al oír
que descolgaban.
—Soy yo mismo —respondió
su interlocutor—. ¿Con quién
tengo...?
—Diallo —lo atajó sin
miramientos Matar Samb—, ¿qué
ha ocurrido con el portero de la
Maternidad?
—¡Ah, es usted, señor fiscal
general! —exclamó el comisario al
reconocer la voz—. Precisamente
iba a llamarlo para ponerlo al
corriente de...
—¡Al grano, Diallo, al grano!
—reclamó con impaciencia Matar
Samb.
Oyó cómo el comisario
carraspeaba y respiraba hondo
antes de responder.
—Bueno, pues verá, el portero
se ha resistido cuando mis hombres
han ido a buscarlo a la Maternidad.
Han tenido que ponerle las esposas
para poder traerlo. En cuanto se las
han quitado en la comisaría, se ha
abalanzado como un poseso sobre
el primer agente que tenía a mano,
lo ha cogido por el cuello y a punto
ha estado de estrangularlo. ¡Oiga!
¡Señor fiscal general! ¿Me oye?
—Y después, Diallo, ¿qué ha
ocurrido exactamente?
—¡Sí, sí, después! Después ha
habido que obligarlo a soltarlo con
enorme dificultad, pero sin ninguna
clase de brutalidad. Le juro, señor
fiscal general, por la salud de mis
hijos, que el portero debía de
padecer un misterioso mal porque,
en cuanto mis hombres han
conseguido reducirlo, se ha
desplomado vomitando sangre.
Parece que la tuberculosis se
manifiesta a veces así. Lo han
puesto en el vehículo para
trasladarlo al hospital, pero ha
muerto antes de que el chófer lo
pusiera en marcha. En nombre de
Dios, por la salud de mis hijos, eso
es lo que ha pasado, señor fiscal
general. Han llevado el cadáver al
depósito del hospital Le Dantec.
Ah, se me olvidaba, señor fiscal
general, mis hombres han dicho que
no han encontrado los zapatos de la
señora. Y ahora, querría saber qué
vamos a hacer en caso de que haya
complicaciones, señor fiscal
general.
—¡Estás loco para
preguntarme eso, Diallo! —
vociferó Matar Samb—. En
cualquier caso, óyeme bien, Diallo,
yo no te he pedido nada, nada,
absolutamente nada, ¿me oyes bien?
Nunca he oído hablar de ningún
portero, nunca he hablado contigo,
no se te ocurra pronunciar mi
nombre ni el de mi mujer en
relación con este incidente. Yo no
tengo nada que ver, ni de lejos ni de
cerca. ¿Me has entendido bien,
Diallo?
—Sí, lo he entendido. Usted
no tiene nada que ver, ni de lejos ni
de cerca, señor fiscal general.
—¡No, Diallo, y no bromeo!
Si llegaras a pronunciar mi nombre
o el de mi mujer, en la circunstancia
que sea, te liquido sin vacilar, por
Dios que te mato. No tengo nada
más que decir. ¿Me has oído,
Diallo?
Matar Samb colgó con
violencia sin aguardar la respuesta.
A pesar del baño que acababa de
tomar y del aire acondicionado,
tenía la frente perlada de gruesas
gotas de sudor. Volvió a instalarse
en la cama, con los codos apoyados
en los muslos, la cabeza entre las
manos y el cigarrillo sujeto entre
los labios.
Volvió a ver a Ramata
irrumpiendo en su oficina del tercer
piso del palacio de Justicia, donde
había pasado el sábado por la tarde
en mangas de camisa y la corbata
aflojada, trabajando en varios
casos. Llegaba llorosa,
desencajada, despeinada, con la
ropa en desorden. Temblando de
aprensión, se había levantado de un
salto y tras rodear la ancha mesa, se
había precipitado hacia ella.
—¿Qué ocurre? —había
gritado—. ¿No le habrá pasado
nada a Dieynaba?
Sin responder, ella se había
arrojado a sus brazos y con la
cabeza apoyada en su hombro, se
había puesto a sollozar.
Había hecho un gran esfuerzo
por serenarse, pero fue en vano. En
su voz era perceptible el
desasosiego que lo invadía.
—¿No le ha pasado nada a
Dieynaba, al menos? ¡Dime qué
pasa, por el amor de Dios!
Ella había sorbido varias
veces antes de contestar.
—El portero... de la...
Maternidad...
Los sollozos la atenazaron de
nuevo, impidiéndole continuar. Él
había exhalado un gran suspiro de
alivio. Al ver a Ramata en tal
estado, había pensado en las
desgracias más aciagas, en los
accidentes más terribles que
hubieran podido acaecerle a su hija
Dieynaba. Tranquilizado, la había
apartado con suavidad y,
cogiéndole la barbilla, le había
levantado la cabeza para mirarla
directamente a los ojos. Ella paró
de llorar y él había sacado un
pañuelo del bolsillo del pantalón
con el que le había secado las
lágrimas que le resbalaban por las
mejillas para colocárselo después
debajo de la nariz. Entonces ella lo
había cogido y se había sonado de
manera ruidosa.
—Había ido a ver a Armando
a la Maternidad —había explicado
con voz entrecortada, conservando
el pañuelo en la mano después de
haberse enjugado los ojos y la nariz
—. El portero se ha negado a
dejarme entrar. Me ha humillado
delante de todo el mundo. Como no
quería que entrase con el Mercedes,
lo he aparcado, he bajado y he
querido entrar por la puerta, pero él
me ha empujado con tal violencia
que me he caído al suelo y he tenido
que soportar las risotadas de toda
la gente que esperaba delante de la
puerta. Al caer he perdido los
zapatos, él me los ha confiscado y...
—¿Has venido descalza?
Le había mirado los pies. Una
furia ciega se adueñó de él.
Trémulo, descontrolado, agitó el
puño.
—A ese portero..., le voy a
montar a su madre hasta aplastarla
—profirió con voz alterada,
descompuesto—. ¡Va a vérselas
conmigo y me dirá por qué te ha
hecho eso!
Rodeó a Ramata por los
hombros y la condujo a uno de los
sillones del pequeño salón
dispuesto en un rincón de la
habitación. Una vez sentada ella,
volvió a la mesa para llamar por
teléfono al comisario Diallo.
Como se encontraba en el
subterráneo, Diallo no tardó en
llegar jadeando, después de haber
subido a toda velocidad las
escaleras hasta el tercer piso.
—¡Fíjese, comisario Diallo —
lo increpó Matar Samb no bien
apareció en la puerta—, lo que se
ha atrevido a hacerle el portero de
la Maternidad a mi mujer! Para
impedir que entrara, la ha empujado
y la ha hecho caer delante de todo
el mundo. ¿Se hace cargo,
comisario?
Todavía sin resuello, Diallo
retrocedió un paso y después de
volverse hacia Ramata, que se
había puesto a sollozar de nuevo, le
dirigió una mirada incrédula para
manifestar su sorpresa.
—¿Y quién se cree que es el
portero ese? ¿Está loco o qué? —
exclamó con indignación—. ¿Y de
qué Maternidad es portero?
—La Maternidad del hospital
Le Dantec —lo había informado él
—. Y aún no he acabado de
contárselo todo, comisario. Cuando
el portero la ha empujado y se ha
caído al suelo, mi mujer ha perdido
los zapatos y el portero se ha
permitido confiscárselos. ¡Eso es el
colmo, quitarle los zapatos a mi
mujer!
Los sollozos de Ramata
arreciaron.
—No llore más, señora —
había intentado calmarla Diallo—.
Mis hombres me van a traer a ese
portero y yo mismo me ocuparé
personalmente de él. ¡Séquese las
lágrimas!
—Comisario, ¿ha visto lo que
ese portero le ha hecho a mi mujer?
Es que la gente se cree con derecho
a todo en este país. ¡Pues no! Yo no
pienso consentirlo. Comisario, para
empezar, va a ponerme en la cárcel
a ese energúmeno. Después de una
semana en chirona, me explicará
por qué y a santo de qué se ha
permitido maltratar a mi mujer.
—No se preocupe, señor
fiscal general —anunció, con tono
resuelto, Diallo—. ¡Me ocuparé
personalmente de él!
Y ahora, Armando acababa de
asegurarle que los hechos no se
habían producido tal como los
había descrito Ramata y le había
dado otra versión. Por consiguiente
le había contado mentiras, tal como
decía Armando. Intolerable. El
engaño era el vicio que más
detestaba, y ella lo sabía. Se
sublevó al pensarlo. No, no podía
ser. Ramata no le mentiría. Ella no
era así, nunca le había mentido, era
incapaz de tal cosa. Había dos
versiones y la única válida era la
suya. Seguro que a Armando lo
había informado mal su personal
que, como siempre, por solidaridad
corporativa, había endosado todos
los errores a Ramata. ¡Ella no
estaba loca, como para comportarse
de esa manera y montar un
escándalo en público!
El único problema,
considerable desde luego, era la
muerte del portero. Las
explicaciones de Diallo no lo
habían convencido para nada. Eran
poco consistentes, traídas por los
pelos. En eso no cabía duda, los
policías habían matado al portero.
«¡Me ocuparé personalmente de
él!», había asegurado. ¡Sí, sí, se
había ocupado muy bien de él!
Nunca, jamás de los jamases, había
que confiar en un policía, ya fuera
un simple agente o un inspector de
división. Todos están forjados con
el molde de los torturadores y no
saben más que pegar y pegar. Y
encima pegaban mal. A veces ni
siquiera con pegar les bastaba y
tenían que aplicar corriente
eléctrica a los testículos, encender
un paño empapado de gasolina
entre dos dedos de los pies o
aplastar un cigarrillo encendido en
la espalda o en la barriga. Eran
incontables las veces en que, en
plena audiencia ante el tribunal, los
acusados se habían retractado
arguyendo que les habían arrancado
la confesión mediante tortura y que,
para que ésta cesara, habían
confesado todo lo que querían sus
verdugos. Algunos no dudaban en
desnudarse o en descalzarse para
mostrar las marcas de golpes o de
quemaduras incrustadas en el
cuerpo. Cuando les preguntaban por
qué no habían denunciado ese
maltrato al juez durante los
interrogatorios que habían tenido
lugar en su oficina, respondían que
no lo habían hecho porque, en tal
caso, en cuanto los devolvieran a
las dependencias de la Policía,
habrían tenido que padecer torturas
aún peores. ¡Sí, todos eran unos
inmundos torturadores, y la prueba
era que habían matado al portero!
¿Cómo se podía confiar en un
torturador? En buena conciencia, él
no tenía nada que reprocharse. Lo
único que había pedido al
comisario Diallo era que metiera en
la cárcel a ese hombre, al que se
proponía interrogar al cabo de una
semana. No había ordenado que lo
pegaran y mucho menos aún que lo
mataran.
Lo malo era que, con la muerte
del portero, podía estallar un gran
escándalo en el que se verían
mezclados su nombre y el de su
mujer. Había que impedirlo,
evitarlo a toda costa. Si no, aquello
supondría un freno para su brillante
y meteórica carrera...
Habían transcurrido más de
tres cuartos de hora desde que el
profesor Armando Gomis anunció
que se dirigía allí. Encontró a
Matar Samb sentado en la cama,
con la cabeza gacha, metida entre
las manos y el cigarrillo apagado,
pegado a los labios. Absorto en sus
reflexiones, no dio señales de
advertir su llegada.
—¡Eh, jurista! —lo llamó el
médico, que le posó con suavidad
la mano en el hombro.
Matar Samb se sobresaltó
como si lo hubieran despertado
bruscamente de un profundo sueño.
Irguiendo la cabeza, miró a un lado
y a otro con aire sorprendido, hasta
enfocar los ojos desorbitados en el
médico, que permanecía frente a él.
Entonces se levantó de un salto.
—Armando, ¿crees que la
muerte de tu portero va a levantar
una polvareda en el hospital? —
inquirió a bocajarro.
El profesor Gomis se metió las
manos en los bolsillos del pantalón
y, dándole la espalda, se encaminó
a la ventana. Con la cara pegada al
cristal, contempló el cuidado
jardín, los árboles podados hacía
poco y las lozanas flores, todo
iluminado por las potentes farolas
bajo la fina lluvia que no había
cesado aún.
Ante su mutismo, Matar Samb
se acercó a él y reiteró la pregunta.
—Por supuesto que se
levantará una polvareda, una
polvareda muy grande —confirmo
por fin el médico, todavía de
espaldas.
—¡Esos imbéciles de policías
me han metido en un estercolero
hasta el cuello! —se lamentó con
desesperación.
El profesor Gomis se volvió
de improviso, con los ojos
relucientes de cólera.
—¡Ah, no! No acuses a los
policías. No son ellos los que te
han metido en un estercolero, como
tú dices, sino Ramata.
—¿Cómo, Ramata? No digas
eso, Armando.
—¿Y por qué no? ¿No ha sido
ella la que ha provocado y agredido
a ese pobre portero que no hacía
más que cumplir con su trabajo? Y
tú, tú, en lugar de enviar a esos
imbéciles de policías, como los
llamas, ¿no podías llamarme para
saber qué había pasado exactamente
entre él y Ramata? Pero no, tú
prefieres enviar, como un cacique,
a tus matones, que han asesinado a
Ngor Ndong. Los policías son
responsables, no cabe duda y,
desde luego, no pienso absolverlos,
pero Ramata es la principal
responsable de todo lo que ha
ocurrido. Es ella la que te ha
metido en el embrollo.
—No es verdad, yo no he
enviado matones. Yo no tengo
matones.
—Sí. ¡Los policías que has
enviado son unos matones, unos
asesinos!
—¡Yo no les he dicho que
mataran al portero, sólo que me lo
trajeran para interrogarlo!
—¡Lo que está claro es que tus
policías han matado a mi portero y
que eres tú quien los ha mandado!
—Pero ¡no para matarlo, sino
para interrogarlo!
El diálogo había transcurrido
en voz muy alta, a gritos casi.
Callaron y siguieron retándose con
la mirada, jadeantes como dos
contrincantes enfrentados en un
pulso.
La tensión era tal que el timbre
del teléfono les produjo un
sobresalto.
Matar Samb fue hasta la cama
y al descolgar oyó la voz de
Ramata.
—Padre de Dieynaba, ¿has
visto la hora que es? —planteó en
son de reproche—. ¡Por lo visto, te
has olvidado de nosotras!
Desde que había nacido su
hija, ése era el apelativo que usaba
Ramata con él. Cayendo en la
cuenta de que había olvidado
ponerse el reloj de pulsera, tapó el
micrófono y efectuó una señal con
la cabeza al profesor Gomis.
—¿Qué hora es, Armando? Es
Ramata.
—Las ocho y media.
Matar Samb apartó la mano.
—Las ocho y media —repitió
—. ¡Que tarde, Dios mío! No había
mirado el reloj. Es mejor que
cenéis sin mí.
—Ya lo hemos hecho.
—Me había olvidado por
completo. ¿Y Dieynaba?
—Está aquí delante, dice que
está enfadada contigo. ¿Qué pasa,
padre de Dieynaba? Te noto raro.
—No, no pasa nada. Estoy con
Armando. Bueno, hasta luego.
Colgó y, sin mirar ni una sola
vez al profesor Gomis, volvió a
sentarse en la cama.
—¿Dónde está Ramata? —
inquirió el médico.
—En el Bilboquet, con
Dieynaba, que se tiene que ir
mañana de colonias a Rabat.
Habían decidido que íbamos a
celebrarlo los tres comiendo en un
restaurante. Ellas habían salido
antes, y yo me disponía a reunirme
con ellas cuando he recibido tu
llamada.
—¡Pues tratándose de alguien
que ha provocado un incidente tan
funesto, aún le queda tiempo para
celebraciones!
—Armando, por favor —le
rogó Matar Samb con un hilo de
voz, contrariado, antes de estallar
—. ¡Ya está bien, para de echarme
la bronca, caramba, que no es el
momento!
—Si no te estoy echando la
bronca, jurista, para nada —
aseguró, con tono conciliador, el
médico—. Es verdad que antes
estaba furioso, porque todavía no
logro entender el comportamiento
de Ramata, que, como en un sistema
de vasos comunicantes, influye en
el tuyo. No, no, jurista, no me
interrumpas, déjame continuar y
decir lo que pienso. No es la
primera vez que Ramata provoca
altercados en un sitio público. El
año pasado, en el mercado Kermel,
dio una bofetada a un policía que le
había indicado que había aparcado
mal y que luego tuvo la desgracia
de verse expulsado del cuerpo,
precisamente por haber
reaccionado. Unos meses después,
un vigilante del supermercado
Filfili, al que había insultado sin
motivo, tuvo que quedarse en la
cárcel durante cuarenta y cinco
días. En ambos casos, obraste a tu
antojo, pese a que según tu íntima
convicción, tal como decís en
vuestro argot, sabías muy bien que
Ramata no tenía razón. Hoy, por
culpa suya, ha muerto un hombre.
¿Te das cuenta del alboroto que se
va a armar el lunes en el hospital,
con el sindicato, que, a la más
mínima, convoca acciones?
Matar Samb se levantó como
un resorte de la cama.
—¡Hay que impedirlo como
sea, Armando! —exclamó, y lo
agarró por la muñeca—. Si se
forma un escándalo en torno a este
asunto, mi nombre se verá
salpicado, y eso tendrá unas
consecuencias nefastas para mi
carrera. Ya sabes que el primer
presidente del Tribunal Supremo
debe solicitar la jubilación a finales
de año y que yo soy la persona
mejor situada para sustituirlo; es
algo seguro, el propio ministro de
Estado me lo confirmo. Si saliera a
la luz el papel que he desempeñado
yo en la muerte de tu portero, no me
darían el puesto, y para mí sería
inaceptable perderlo. Hay que
hacer algo, Armando.
El profesor zafó la muñeca y
separó los brazos con ademán de
impotencia.
—De acuerdo, jurista, hay que
hacer algo, pero ¿qué?
—¡Hay que sofocar el asunto a
toda costa, para que no haya ningún
escándalo!
—Será difícil y, francamente,
no veo que yo pueda hacer algo. El
escándalo estallará, tenlo por
seguro, a partir del lunes por la
mañana. Los sindicalistas van a
aprovecharlo y yo no voy a poder
hacer nada.
—¡Es verdad! —admitió
Matar Samb.
Luego se quedó pensativo un
momento.
—¿Está Jackson aquí? —
preguntó por fin.
—No sé si ha vuelto.
—¿Estaba de viaje?
—Me lo encontré el mes
pasado en el aeropuerto. Se iba de
peregrinaje a la Meca con un grupo
de unas cincuenta personas y un
potentado morabito que sufragaba
los gastos del viaje. Buena idea,
jurista. Si ha vuelto, Jackson quizá
podría hacer algo. ¡Tendría que
habérseme ocurrido antes a mí!
El teléfono volvió a sonar
antes de que el médico acabara la
frase.
Matar Samb descolgó
pensando que si era el idiota de
Diallo, lo iba a mandar a paseo de
inmediato.
—El fiscal general al habla —
contestó.
—¡Hola, jovencito!
La estentórea voz de su
interlocutor sonó acompañada de
una extravagante risa a la que no se
acababa de acostumbrar y que
siempre le producía escalofríos. Su
sorpresa fue tan mayúscula que a
punto estuvo de soltar el auricular.
—¡Jackson! Es increíble, justo
cuando hablábamos de ti con
Armando, llamas. Es verdad lo que
dicen: la llamada de Dios es mejor
que la llamada del hombre. Tengo
una necesidad imperiosa de que me
ayudes, Jackson.
—Ya sé, jovencito, con la
muerte del portero de la Maternidad
del hospital Aristide-Le Dantec, sé
que por fuerza necesitas de mi
ayuda. ¿Por qué crees que te he
llamado?
—¿Dónde estás, Jackson? —
preguntó, desencajado, con voz
apenas audible, Matar Samb.
—En Thiès. Ahora mismo voy
hacia allá.
Matar Samb colgó exhalando
un largo y estridente silbido.
—¿Qué ocurre? —inquirió el
médico al percibir su desazón—.
¿Qué ha dicho Jackson?
—Dice que ya viene. Las
noticias circulan muy deprisa en
este país. En Thiès, Jackson estaba
ya al corriente de la muerte del
portero.
—¿Cómo es posible, en
Thiès?
—Sí, en Thiès. Lo que
significa que todo el país está
enterado de lo sucedido. ¡Ya está,
se acabó mi carrera!
Volvió a instalarse en la cama,
abatido, con las manos pegadas a la
cabeza, al borde de las lágrimas.
—¡Animo, jurista! —aconsejó
el profesor Gomis, tirándole del
brazo para obligarlo a levantarse
—. ¡Más ánimos, hombre! Nada
está perdido aún, todo puede
arreglarse, con Jackson. Ahora,
vístete y después bajaremos a
esperarlo al salón. Si ha dicho que
venía, no va a tardar.
Tras propinarle una vigorosa
palmada en la espalda para
impulsarlo hacia el armario, el
médico descendió a la planta baja
donde se encontraba el vasto salón
equipado con mobiliario de cuero
verde. En el bar situado al fondo, se
sirvió un combinado de vodka con
zumo de naranja y cubitos de hielo
y después se arrellanó en uno de los
sillones.
Minutos después, Matar Samb
bajó también, vestido con un traje
de lino azul Matisse. En el bar,
colocó la botella de Smirnoff, el
envase de zumo de naranja y la
cubitera en una bandeja que
trasladó a la mesa de sofá, delante
del médico. Se sentó a su lado, sin
atreverse a mirarlo, para no dejar
traslucir que, a pesar de todos sus
esfuerzos por aparentar calma,
estaba anonadado. Se llenó el vaso
hasta la mitad y cuando se disponía
a añadir el zumo de naranja, cambió
de opinión y acabó añadiéndole
vodka hasta el borde. Luego apuró
la bebida de un trago, con los ojos
cerrados.
El profesor Gomis observaba
con asombro sus indecisos gestos.
—¡Te vas a emborrachar,
jurista! —le advirtió una vez que
hubo abierto los ojos y depositado
el vaso en la mesa.
—¡Sí! —admitió Matar Samb
—. Tengo ganas de emborracharme,
como una cuba.
Con mano trémula, volvió a
llenar el vaso de vodka y tomó un
buen sorbo antes de proseguir.
—Armando, el asunto es muy
grave. ¿Crees que Jackson podrá
taparlo?
—¡Claro! Él sí, él puede
solucionar toda clase de problemas,
por más graves que sean, ya lo
conoces.
—¡Lo dices para
tranquilizarme!
—Que no, jurista. Siempre le
has oído decir que en este país todo
se puede arreglar, hasta la muerte
de un hombre, y él conoce bien el
país.
En aquel momento, Ramata y
Dieynaba entraron en el salón.
Matar Samb, que ya estaba
ebrio, abandonó la tercera copa
casi vacía y se incorporó para
ofrecer la mejilla a su hija, que se
inclinó para besarlo después de
haber saludado al médico:
«¡Buenas noches, tío Armando!».
—¡Papá, estoy enfadada
contigo! —anunció mientras Matar
Samb volvía a arrellanarse en el
sillón—. ¿Por qué no has venido al
Bilboquet?
—He tenido un serio
contratiempo, cariño —le explicó
con la pronunciación entorpecida
por el alcohol—. ¿Has comido
bien?
—No. Te estaba esperando;
cuando has dicho que no vendrías,
se me ha quitado el hambre. Me he
comido sólo el postre; después, le
he dicho a Ramata que
volviéramos. —Así llamaba a su
madre, por su nombre.
—Lo siento mucho, cariño, he
tenido un grave contratiempo —
repitió—. Pero te prometo que,
cuando vuelvas, te voy a
compensar.
—Bueno, papá. ¡Lo has
prometido!
—Lo he prometido, cariño, y
no te voy a fallar. Cuando vuelvas,
iremos juntos al Bilboquet.
—¡De acuerdo, papá! Ahora
me voy a acostar, porque mañana
me tengo que levantar muy
temprano. Buenas noches, papá.
Dieynaba volvió a besar a su
padre antes de irse.
Matar Samb observó a su hija
mientras subía con paso presuroso
las escaleras que conducían al piso
de arriba, hasta que hubo
desaparecido detrás de la puerta
del pasillo. Una oleada de ternura
barrió por un momento la angustia
que lo atenazaba. Era una adorable
niña de diez años, muy alta para su
edad, cuyos menudos senos
despuntaban precozmente bajo la
camiseta. Al año siguiente cursaría
el segundo año de secundaria en el
colegio Sainte-Marie-de-Hann. No
había dirigido ni una sola palabra a
Ramata, porque ello lo habría
obligado a hablar de la muerte del
portero y no deseaba hacerlo,
cuando menos no en ese instante.
Con expresión recelosa,
Ramata se sentó en el sofá, frente a
su marido y el médico, que se
mantenían mudos y cabizbajos.
—Seguro que estabais
tramando algo contra mí —espetó
con suspicacia, al cabo de un
prolongado silencio—. ¡No hay más
que veros!
—Que no, no estábamos
tramando nada contra ti —
respondió Matar Samb sin levantar
la cabeza—. ¿Por qué lo dices, eh?
—Y tú, Armando, ¿por qué me
pones esa cara? —continuó—. ¡En
vista de la manera como me ha
tratado esta tarde tu portero cuando
había ido a verte, no tendrías que
ponerme mala cara!
—Que no, no es eso —
contestó, conciliador, Matar Samb.
—Tú déjame a mí, padre de
Dieynaba. Me pone mala cara. Eso
es el interesado el que lo nota.
Al médico le costó no
responder. En su lugar cogió el
vaso y lo apuró de un trago.
Ramata se inclinó hacia él y le
propinó una palmada en el muslo.
—Es por culpa de tu portero
por lo que te has puesto así.
¡Menudo cancerbero, ese individuo!
El médico estalló por fin, pese
a todos sus esfuerzos por
dominarse.
—¡Para de bromear ya, que no
es el momento! ¿Qué ha pasado
entre Ngor Ndong y tú?
—¿Ngor Ndong, Ngor Ndong?
—inquirió Ramata, arrugando la
frente—. ¿Quién es este indígena a
quien no conozco y cuyo nombre
oigo por primera vez?
—Ngor Ndong, el portero de
la Maternidad.
—¡Ah, se llama así! Dile que
por lo menos me devuelva los
zapatos. Me ha hecho pasar un mal
rato para impedir que entrara a
verte.
—¡Estás mintiendo! —espetó
el médico.
Ramata se levantó
bruscamente del sofá, enfurecida.
—¡Me estás llamando
mentirosa! ¡Armando, todo te lo
consiento menos esto!
—Sabes muy bien que mientes
—insistió el médico sin
preocuparse por la indignada
reacción de Ramata—. Lo único
que ha hecho Ngor Ndong es pedir
un pase, y de manera correcta. Tú le
has contestado que, al ser la esposa
del fiscal general, no tenías ninguna
obligación de presentarle un pase y
que tenía que abrir la puerta por las
buenas o por las malas. El se ha
negado...
—Necesitaba verte, me sentía
mal —lo interrumpió Ramata—.
Además todavía no me encuentro
bien.
—Se ha negado —prosiguió,
inflexible, el médico—, y tú has
aprovechado la salida de las
alumnas comadronas, mientras él
sostenía el pestillo de la puerta,
para herirlo en la cara con tu
zapato. Has intentado golpearlo otra
vez; entonces, él te ha cogido por
las muñecas y te ha empujado, sin
ninguna clase de brutalidad, hasta tu
coche. El no te ha forzado a subir ni
tampoco te ha quitado los zapatos.
Cuando te ha cogido por la muñeca,
te ha hecho soltar el zapato con el
que le has hecho daño y luego te ha
dejado libre. A continuación, tú te
has quitado el otro y se lo has
arrojado, sin acertar. Después te
has subido al coche insultándolo y
amenazándolo con la cárcel y te has
ido sin preocuparte por tus zapatos.
Cuando los policías han ido a
buscar a Ngor Ndong para darle una
paliza, mis alumnas han asistido a
toda la escena desde la ventana de
su dormitorio del cuarto piso...
—¡Son tus alumnas las que te
cuentan mentiras! —volvió a
atajarlo Ramata.
—No son mentiras, sino la
verdad —replicó el médico—. Y
mis alumnas no me han contado
nada, por la sencilla razón de que
no las he visto. Ellas han hablado
del incidente a la supervisora, que
me ha venido a informar a mi
despacho. Eso carece de
importancia, sin embargo. ¡Lo que
sí tiene importancia, y mucha, es
que Ngor Ndong ha muerto, a manos
de los policías!
—¿Dónde está el problema?
—preguntó Ramata—. Si los
policías han matado al portero, la
culpa es toda de ellos.
El profesor Gomis se levantó
con brusquedad del sillón.
—¡El problema es que los
policías no son los únicos
responsables! —afirmó con enojo
—. Tú también eres culpable, por
haber provocado y agredido a ese
pobre hombre, y tu marido, que ha
enviado a los policías, también es
responsable.
—¡Yo no tengo nada que ver
con eso!
—¡Por supuesto que sí, tú y tu
marido, sois tan responsables como
los policías!
Matar Samb agarró al médico
por el brazo y lo obligó a volver a
sentarse en el sillón.
—¡Ya basta, los dos! —
ordenó con contundencia—. El
problema de las responsabilidades
está superado y de nada sirve que
discutáis. El vino está servido y hay
que beberlo. Tú, Ramata, sube a
acostarte, que yo me ocuparé de
todo. Y ya que dices que te
encuentras mal, Armando podría
examinarte en la habitación.
Ramata, de pie, efectuó un
mohín ante el furibundo semblante
del médico.
—¡Tu amigo no es nada
interesante a veces, padre de
Dieynaba! —declaró al cabo de un
momento.
—No te lo tomes a mal,
Armando, sólo son tonterías. No
piensa lo que dice —aseguró Matar
Samb—. Os pido que hagáis las
paces de inmediato. Hacedme el
favor de no hablar más de este feo
asunto. Ramata, eres muy
imprudente peleándote con tu
ginecólogo. Eso no se hace. Vamos,
no me fastidiéis más y haced las
paces. Me es imposible tomar
partido por alguno de los dos,
tratándose de mi mujer y de mi
amigo.
Ramata posó una mirada
todavía resentida en el médico, que
acabó por abandonar su seriedad y
esbozar una equívoca sonrisa.
—Tienes razón, padre de
Dieynaba, no es aconsejable
ponerme a malas con mi ginecólogo
—admitió, sonriendo a su vez—.
Entonces, Armando, ¿hacemos las
paces?
—De acuerdo —aceptó el
médico—. Pero...
—Oye, Armando, nada de
peros —intervino Matar Samb—.
Más vale dejarlo así. Ella te ha
pedido una tregua y tú la has
aceptado, así que no pongas
condiciones. ¡Reconciliaos del
todo, sin reparos!
El profesor Armando Gomis
se levantó. Ramata rodeó la mesa y,
tras cogerle la mano, le estampó
dos ruidosos besos en las mejillas.
—Ya estamos en paz —afirmó
—. ¿Y ahora vienes a pasar
consulta?
—¡Así está mejor! ¡Ahora
estoy contento! —anunció,
aplaudiendo, Matar Samb.
—¡Le advierto, señora, que las
consultas a domicilio cuestan muy
caro! —bromeó el médico.
—Mi marido pagará la factura,
profesor. ¡Envíesela a su secretaria
y recibirá su dinero, puede estar
seguro! —respondió Ramata en el
mismo tono.
—¡No se preocupe, profesor!
—apoyó Matar Samb—. ¡Tal como
le ha asegurado mi mujer, no le
quepa duda de que le vamos a
pagar!
Los tres estallaron en risas a la
vez.
—Tendré que ir a buscar el
maletín al coche —dijo el médico,
soltando la mano que aún sostenía
Ramata.
—Yo subo ya —anunció ésta.
Él salió del salón mientras ella
comenzaba a subir por la escalera.
Matar Samb dio cuenta de la
copa y, tras llenarla de vodka por
cuarta vez, permaneció absorto en
sus pensamientos.
Ramata le había mentido,
efectivamente, no cabía duda alguna
al respecto. La versión que había
expuesto Armando era clara y
detallada, y ella no había negado ni
una sola vez los hechos que le
reprochaba. Era intolerable,
inadmisible. Y además, ¿qué
sentido tenía dar un espectáculo tan
contraproducente en público y
después irle a contar embustes a él?
No podía aceptar la mentira.
Tendría que pedirle explicaciones...
«¡una vez que se haya calmado la
tempestad!», se dijo, llevándose el
vaso a los labios.
Poco después, el profesor
Gomis se hallaba de vuelta en el
salón, con el maletín en la mano.
—A este paso, vas a estar
fuera de combate antes de que
llegue Jackson —advirtió a Matar
Samb, al ver que se tomaba de
golpe la mitad de la copa.
—¡Que no, no te preocupes!
Con el maletín en la mano,
Armando subió al primer piso y
llamó a la puerta del dormitorio,
que se abrió y se cerró no bien hubo
entrado. Con una combinación
negra que le llegaba hasta medio
muslo, Ramata le dio la espalda,
ahuecando el cuerpo mientras
cerraba el pestillo. El médico se
acercó y se frotó contra ella, con un
vaivén de caderas. Ramata lo
acompañó primero en el rítmico
movimiento y al cabo de un instante
lo rechazó para volverse de cara.
—No tengo ninguna necesidad
de que me examines, no me
encuentro mal —declaró,
melindrosa—. Tampoco me sentía
mal por la tarde. Como no tenía
nada que hacer, he pasado así, para
molestarte. Ni siquiera estaba
segura de que fuera a encontrarte en
el despacho el sábado por la tarde.
Le cogió el maletín y tras
arrojarlo al suelo, comenzó a
desabotonarle la camisa.
—¡Eres una mala pécora,
siempre me provocas! ¡Sabes que
tengo debilidad por ti! —musitó
mientras ella le hacía cosquillas en
los pezones.
—¡Y tú eres el peor de los
cerdos, que se acuesta con la mujer
de su amigo! —replicó ella.
Entrelazados, se dejaron caer
en la cama en medio de risas
ahogadas.
Cuando, media hora más tarde,
el profesor Gomis bajó al salón,
encontró a Matar Samb dormido.
Con las piernas cruzadas encima de
la mesa, la cabeza apoyada en el
respaldo del sillón y las manos
juntas en torno al vaso medio lleno
apoyado en la barriga, roncaba
como un fuelle de forja, derribado
por la gran cantidad de vodka que
había consumido.
Con su cincuentena bien
llevada, enfundado en una
imponente y holgada túnica
almidonada de bombasí de primera,
de color amarillo limón, adornada
con profusión de bordados, con un
gorro rojo en la cabeza, un pañuelo
de seda negra dispuesto con
descuido en los hombros y unas
botas de cuero del mismo color que
la túnica en los pies, el inmenso e
impresionante Jackson entró poco
después de las diez y media en el
salón, donde aguardaban con
impaciencia Matar Samb y
Armando Gomis. Todo era
desmesurado en él. Medía más de
dos metros diez y todas las partes
de su cuerpo, cabeza, cuello,
hombros, pecho, vientre, miembros
superiores e inferiores, eran de
unas dimensiones muy superiores a
las de un hombre normal. Jackson,
que en realidad se llamaba Sangoné
Loukoubar, aunque nadie lo llamaba
por su nombre, profesaba un
auténtico culto al oro. Llevaba una
gruesa cadena de Cartier en el
cuello, una sortija de sello en cada
anular, una pulsera con su apodo
grabado en la muñeca derecha y un
reloj en la izquierda.
—¿Qué pasa, jovencitos? —
inquirió con su poderosa voz
acompañada de una extraña
carcajada que le impulsó la cabeza
hacia atrás—. He oído hablar del
portero de la Maternidad del
hospital Le Dantec muerto a manos
de unos policías enviados por el
fiscal general a instancias de su
mujer, que había provocado y
herido al tal portero.
El profesor se levantó del
sillón para estrechar la mano del
gigante.
—¡Hola, Jackson!
—Hola, mandiago devorador
de cadáveres de animales —repuso
éste.
—De acuerdo, yo soy
mandiago, pero tú, Jackson ¿de qué
etnia eres?
—¡Yo soy wolof, pequeño
mandiago!
—¡Ah no! Los Loukoubar no
son wolof. Esa es una etnia que no
existe, ni wolof, ni serere, ni
tuculer, ni nada. Eso, Jackson, tú no
eres nada.
Matar Samb, que se había
despertado con la carcajada inicial
de Jackson, se levantó del asiento
sin soltar todavía el vaso.
—Jackson, ¿es verdad que ha
sido en Thiès donde te has enterado
de lo que acabas de decir sobre el
portero? —le preguntó.
Jackson tomó asiento en el
sofá. Desplegada, su gran túnica
ocupaba la totalidad del mueble, de
una punta a otra. Tras quitarse el
gorro, lo dejó frente a sí en la mesa
y se rascó con el índice la coronilla
de la enorme cabeza, monda como
una calabaza.
—¡Sí, en Thiès! —confirmó
por fin, cuando después de dar
cuenta del resto del vodka, Matar
Samb se disponía a repetir la
pregunta.
—Entonces, ¡mi carrera va a
quedar estancada, interrumpida! —
se lamentó—. Si la noticia ha
llegado hasta Thiès, cuando el
cadáver del portero aún no ha
acabado de enfriarse, ¿por qué no a
Fongolimbi, a Kabrousse o a
Kaèdi? ¡No, no, no es posible, ya
puedo despedirme de hacer carrera!
—¡Que no, jurista! —trató de
tranquilizarlo el médico—. Ahora
que Jackson ha llegado, todo se va
a arreglar.
—No lo creo. No tengo
ninguna esperanza. ¿No has oído lo
que acaba de decir él mismo? —
insistió Matar Samb—. ¡Todo el
país está enterado! ¡Mi carrera está
arruinada!
Jackson cogió la botella de
vodka y, al darse cuenta de que
estaba vacía, la sacudió como para
convencerse del todo; después la
agitó delante de los ojos.
—¿Os habéis soplado toda la
botella mientras esperabais?
—Yo he tomado sólo una copa
muy rebajada con naranjada —
explicó el médico, apuntando con el
dedo a Matar Samb—. Ha sido él
quien se ha tomado el resto.
—¡Así se entiende que
desbarre un poco! —exclamó,
riendo—. Señor fiscal, tengo sed.
—¿Desbarrar? Yo no estoy
desbarrando, ¿eh? —protestó Matar
Samb.
A continuación se encaminó al
bar con paso vacilante. Cuando
regresó al cabo de un momento con
una botella de vodka en cada mano,
encontró a Jackson y al profesor
Gomis intercambiando pullas. El
gigante tildaba al médico de
aficionado a comer carroña y éste
replicaba que, si hubiera nacido un
siglo y medio antes, lo habría
vendido sin duda a los negreros
para que cultivara algodón o caña
de azúcar en América, ya que tenía
un físico adecuado para servir de
esclavo.
—¡Devorador de cadáveres
podridos!
—¡Esclavo!
Luego se echaron a reír a
carcajadas.
Exasperado por sus risas,
Matar Samb dejó las botellas en la
bandeja y volvió sentarse con cara
de enfado.
—¡Bueno, volvamos a lo que
nos interesa! —reclamó con un
asomo de irritación en la voz—.
Jackson, ¿tú cómo ves la situación?
¿Complicada, no, en vista de que
todo el país está al corriente?
El gigante tomó el vaso vacío
de Matar Samb y, tras llenarlo de
una mezcla de vodka y naranjada,
añadió unos cubitos, bebió tres
pequeños sorbos y chasqueó
ruidosamente la lengua.
—¡Eres tú el que dice eso! —
contestó—. Yo me he enterado de
la muerte de Ngor Ndong...
—¡No es posible! —lo
interrumpió Matar Samb con un
sobresalto—. ¿Hasta conoces el
nombre del portero?
Jackson lo tranquilizó con un
gesto.
—Al enterarme de las
circunstancias de su muerte, me he
enterado, como es lógico, de su
nombre. Jovencito, no hay duda de
que estás borracho.
—Que no, Jackson, no lo
estoy, estoy muy lúcido. Pero,
continúa, por favor, ¿cómo te has
enterado de las circunstancias de la
muerte del portero... y de su
muerte? ¡En Thiès precisamente!
Su lapsus hizo reír al gigante y
al médico.
—¿Y aún osas afirmar que
estás lúcido, jurista?
—¡Armando, déjate ya de
bromas! —lo reprendió Matar
Samb—. No es un buen momento.
Jackson, venga, dime cómo te has
informado del asunto en Thiès.
Jackson tomó tres tragos de
vodka y, tras un chasquido de
lengua, inició la explicación.
—El director de la fábrica de
pilas eléctricas, Ngalla Mbaye, un
joven a quien aprecio mucho, como
a vosotros, hace la corte a una
joven de Thiès. La cosa va en serio:
el mes próximo la tomará como
cuarta esposa. Todo está arreglado
y ya se han dado el primer regalo y
la dote. Tú debes conocerla,
devorador de cadáveres. Se llama
Aida Diané y está en el tercer curso
de la escuela estatal de
comadronas. ¡Es una chica que no
pasa inadvertida! Muy bien
proporcionada, con una tez natural,
de un negro brillante (lo que es más
bien raro hoy en día), el cuello
grácil adornado con muchas anillas,
el pecho prominente, la cintura fina,
caderas anchas, un trasero generoso
—con las manos moldeó una
imaginaria silueta—, una cara con
facciones regulares, grandes ojos
de gacela, labios carnosos y la
dentadura como una concha de
nácar al borde del mar. ¡Ni por
asomo se me ocurriría rondarla,
pero es una chica muy guapa, sí,
señor! Había invitado a mi joven
director a cenar. Yo había vuelto de
la Meca esta misma tarde y, a pesar
del cansancio del viaje, he tenido
que acompañarlo porque él ha
insistido a toda costa. Nos hemos
ido juntos, pues. Durante la
conversación de la cena, ella ha
contado todo el asunto, desde que
Ramata ha llegado con su Mercedes
rojo hasta la violenta intervención
de la Policía, con toda clase de
detalles. Ha especificado que
cuando se iba del hospital para
volver a Thiès, habían anunciado la
muerte de Ngor Ndong y habían
depositado su cadáver en la
morgue.
—¡De acuerdo, Jackson! —
admitió Matar Samb cuando el
gigante hubo concluido—. Ya has
visto pues que es un asunto de
gravedad, sobre todo teniendo en
cuenta que, según Armando, el
sindicato del hospital va a
promover actos de protesta a partir
del lunes. ¿Podrás sofocarlos?
—¡Seguro que podrá! —
contestó el profesor Gomis en su
lugar—. Está acostumbrado a eso
de que hasta la muerte de un hombre
se pueda solucionar en este país.
No es más que otro caso para
superarse a sí mismo. Y bien,
Jackson, ¿decías eso para
impresionar al público?
Jackson se inclinó y propinó
una vigorosa palmada en el pecho
al médico, que se incorporó sin
aliento para responder con un golpe
directo. Sin levantarse, el gigante
detuvo el puño del médico con su
manaza y, con una carcajada lo
apretó, obligándolo a sentarse con
un aullido de dolor.
—¡No tengo necesidad de
impresionar a nadie, mandiago
devorador de carroña! —afirmó sin
parar de reír—. ¿Me has mirado
bien? Soy un privilegiado de la
naturaleza. ¡Todo en mí impresiona!
Antes de soltar la mano del
médico, acentuó la presión, lo que
provocó nuevos alaridos.
El profesor Gomis se miró con
inquietud la mano aplastada y la
sacudió con gesto brusco delante de
la cara, antes de presentarla a
Matar Samb.
—Jurista, dile a este monstruo
que esta mano es una herramienta
de gran valor, con la cual abro el
vientre de las mujeres para
salvarlas y salvar al mismo tiempo
a sus hijos, a los que no pueden
nacer por abajo. ¡Díselo, jurista!
Matar Samb fulminó con la
mirada al profesor Gomis,
escandalizado de que pudiera
bromear en un momento tan crítico
para él.
—¡No te entiendo, de verdad,
Armando! —exclamó con voz
temblorosa, con la mirada fija en él
—. Cualquiera diría que tú estás
exultante mientras que yo tengo
graves problemas. Ya se ve que
aunque yo te considero un amigo, tú
a mí no.
El médico bajó la cabeza,
contrito. Entonces Matar Samb se
centró en el gigante.
—¿Podrás hacer algo,
Jackson?
—Sí, pero será una labor
difícil —repuso éste.
—Sí, claro, ya sé que será
difícil. Sobre todo con los
sindicalistas. Dime lo que necesitas
para llevar las cosas a buen puerto,
porque es imprescindible tapar el
asunto antes de que se propague la
voz. Es vital para mí, porque mi
carrera depende de ello.
Jackson tomó tres sorbos de
vodka, a los que les siguió un
chasquido con la lengua.
—¡Necesito dos armas para
culminar todo esto con éxito! —
declaró, mostrando el dedo índice y
el corazón de la mano derecha, con
los que formó una V—. La primera
arma es el empleo de una lengua
agradable con mis contactos. En eso
no hay problema, ya que tal como
acabo de decir, soy privilegiado
por naturaleza y también poseo una
lengua más agradable que la miel,
cuando quiero. La segunda arma es
disponer de un presupuesto a la
altura. Las palabras envueltas en
billetes de banco siempre
encuentran quien las escuche y
resultan agradables hasta tal punto
que no te puedes formar idea.
¡Lengua agradable y dinero! Con
esas dos sutilezas, se vencen todas
las dificultades del mundo, por más
complicadas que sean. ¡Cortar de
raíz los chismes provocados por la
muerte de un hombre es una tarea
bien difícil!
—Difícil pero no imposible,
¿verdad, Jackson? —inquirió Matar
Samb.
—No es imposible —confirmó
el gigante—. A condición de
disponer de las dos armas a las que
me refería, la lengua agradable y el
dinero. Yo tengo la lengua
agradable...
—Y yo tengo el dinero —
prosiguió Matar Samb, golpeándose
el pecho con la mano abierta—. Del
dinero me encargo yo. ¿Cuánto
necesitas?
Jackson vació la copa de tres
tragos, chasqueó la lengua, volvió a
llenar el vaso de vodka con
naranjada y después observó su
reloj de pulsera.
—Son exactamente las once
menos cuarto —anunció, eludiendo
la pregunta del fiscal general—. A
partir de este momento dan
comienzo las operaciones y no hay
ni un minuto que perder. Cada uno
de nosotros debe desempeñar un
papel. Mandiago, a ti te
corresponde empezar. Como eres el
único que conocía al portero, debes
aportar información sobre él. Tres
preguntas: ¿quién era?, ¿tenía
familia conocida?, ¿dónde vivía?
Con la cabeza apoyada en el
respaldo del sillón, los ojos
cerrados y los brazos cruzados
encima del pecho, el profesor
Gomis silbaba por lo bajo
Strangers in the night, batiendo el
ritmo con el zapato.
Matar Samb le dio un codazo
en el hombro.
—¡Armando, contesta!
Éste continuó silbando,
imperturbable.
—¡No te aproveches de la
situación, Armando! —espetó
Matar Samb—. Antes he dicho
tonterías, las retiro, de acuerdo.
Para de hacerte el loco y responde
deprisa a las tres preguntas de
Jackson. ¿Quién es tu portero, tiene
familia conocida, dónde vive?
Vamos, responde.
El profesor Gomis acabó
sonriendo, incapaz de mantener por
más tiempo su flemática actitud.
—¡Hablas de Ngor Ndong en
presente, como si todavía estuviera
vivo! —señaló, irguiéndose en el
asiento.
Matar Samb restó importancia
al detalle con un revés de mano.
—¡Armando, para de bromear
de una vez! Bueno, el portero, quién
es..., era... ¡Ya está! Me lías con tus
observaciones de tres al cuarto.
Armando, sé serio. Responde. Uno:
¿quién era tu portero? Dos: ¿tenía
familia conocida? Y tres: ¿dónde
vivía?
—Bueno, lo que yo sé de él no
es gran cosa —advirtió el médico
tras un momento de reflexión—.
Voy a intentar responder de una vez
a las tres preguntas. Estaba casado
y vivía en el hospital, donde tenía
una pequeña habitación situada en
la entrada de la Maternidad.
Durante el día, su mujer vendía
fruta, cacahuetes y buñuelos en la
puerta del hospital. Es una buena
mujer. Volvió a su pueblo hace tres
semanas, embarazada de bastantes
meses. Desoyendo mis consejos,
Ngor Ndong había decidido
enviarla a su casa a dar a luz,
porque anteriormente, en dos
ocasiones, le habían nacido muertos
los niños, en la Maternidad. Para
él, igual que para su mujer, ésa era
una cuestión de genio que tenían
que solucionar con los fetiches en
el pueblo. A ver, ¿qué más sé
aparte de eso? Ah, sí, tenía un
hermano que vive en Sangalcam,
donde trabaja como mozo en una
granja. Se llama, si no me
equivoco..., Mbagnick, sí, eso es.
Uno de mis ayudantes tiene el
mismo nombre. Eso es, se llama
Mbagnick Ndong. El mes pasado,
cuando quise comprar un perro
pastor, Ngor Ndong me llevó a su
casa para que me pusiera en
contacto con unos propietarios
agrícolas. Sí, se llama Mbagnick
Ndong y vive en el pueblo de
Sangalcam, donde trabaja de mozo
de granja. Esa es toda la
información que puedo daros.
—¡Será suficiente! —concedió
Jackson—. Aún te queda un papel
que desempeñar, el último, pero el
más importante. Por lo que dice el
fiscal general y según los datos de
que dispongo, el sindicato va a
organizar un acto de protesta el
lunes por la mañana en el hospital
Le Dantec. Ahora bien, como el
incidente tuvo lugar un sábado por
la tarde, casi todo el personal se
había marchado ya y sólo quedaban
unas cuantas alumnas de tercer
curso de tu escuela, un pequeño
grupo, que fueron los testigos
oculares. Las visitas presentes en el
momento de los hechos no cuentan,
porque cada cual relata su propia
versión, a menudo falsa, y sobre
todo porque a la gente no le gusta
crearse complicaciones; detestan
ver alteradas sus costumbres y, por
lo tanto, no hay peligro de que
vayan a atestiguar. En ese sentido,
podemos estar seguros de que no
habrá ningún tipo de problema. En
cuanto a tus alumnas, la cosa se
complica. Si hay problemas, será
de ese lado de donde vengan; por
eso debes intervenir de manera
enérgica.
—¿Intervenir de manera
enérgica, cómo? —planteó,
extrañado, el médico.
—¡Intervenir de manera
enérgica, sí! —insistió Jackson—.
Tus alumnas no deben hablar, así de
claro. Si ellas mantienen la boca
cerrada, los sindicalistas se van a
meter en un atolladero, os lo
garantizo. No hay nada que temer, a
condición de que tus alumnas
callen. Para eso, no hay mil
doscientas treinta y cuatro maneras
de obligarlas a callarse, sino una
sola: hay que amenazarlas. Tú las
convocas a todas y les dices que la
primera de ellas que abra siquiera
la boca para hablar del asunto será
expulsada en el acto de tu escuela,
sin más preámbulos. Ni por asomo
hay que permitir que porque alguna
de ellas se vaya de la lengua, el
prestigio y el renombre de la
escuela se vean perjudicados,
salpicados por un minúsculo
escándalo, sea de la clase que sea.
Es decir, que al menor murmullo, se
quedan en la puerta. Ellas no están
enteradas de nada, no saben nada ni
tienen nada que decir. La que peque
de parlanchina no merece el honor
de lucir el hermoso título de
comadrona y sobra en tu escuela,
porque ¿adónde iría a parar el
mundo si una comadrona, con todo
lo que ve y lo que oye en la sala de
partos, tuviera la lengua tan larga
que fuera incapaz de mantenerla
guardada en la boca? Ya está,
devorador de cadáveres. Tú debes
de poder desarrollar mejor que yo
el discurso porque eres instruido y
ellas son tus alumnas. Hay que ser
firme. ¡La firmeza es la clave!
—¿Has oído, Armando? —
inquirió Matar Samb—. La que se
vaya de la lengua será expulsada en
el acto de tu escuela, sin más
preámbulos. Hay que ser firme. ¡La
firmeza es la clave!
Después de beber otros tres
tragos de vodka y chasquear la
lengua, Jackson pasó a hablar a
Matar Samb.
—Ahora te toca a ti, fiscal
general. El meollo de la guerra va
en esto.
—¿Cuánto necesitas, Jackson?
—Diez millones.
El profesor Gomis emitió un
silbido de asombro.
—¿He oído bien, diez
millones? Pero ¡eso es una auténtica
fortuna, Jackson!
—¿Qué auténtica fortuna? —
disintió Matar Samb—. No es nada
en comparación con lo que está en
juego. Jackson, no tengas
compasión de mí. ¿Será suficiente
con los diez millones?
Jackson chasqueó la lengua
después tomar tres sorbos de vodka
y respondió con tono apático, como
si se desinteresara del asunto.
—Como tu amigo considera
que diez millones constituyen una
auténtica...
—¡No! Jackson, escucha bien
—lo interrumpió Matar Samb—. Lo
que comente este gran derrotista no
me afecta. No debes tomarlo en
cuenta.
—Pero... —trató de explicar
el médico.
—¡No, no! No tienes nada que
declarar, Armando —lo atajó Matar
Samb—. Eres un gran derrotista, así
que cállate. Jackson, te hablo a ti.
¿Será suficiente con los diez
millones, sí o no?
—Creo que con eso bastará —
concedió, casi con pesar, el gigante.
Matar Samb sacudió la cabeza
en señal de desaprobación.
—No, Jackson, no estoy de
acuerdo contigo. No me vengas con
«creo que bastará». Ya te he dicho
que no me tengas compasión.
Quiero algo seguro, no un «creo que
sí». Repito: ¿será suficiente con los
diez millones?
—Con diez millones, es
totalmente seguro que el asunto va a
quedar tapado.
—No quiero saber siquiera
cómo los vas a invertir. No te pido
ningún tipo de cuentas, con tal de
que todo quede arreglado. ¿Cuándo
necesitas los diez millones?
—Enseguida.
—Sólo tengo dos millones en
efectivo aquí. Te los doy y te firmo
un cheque de ocho millones que
podrás cobrar en el banco el lunes a
primera hora.
—Necesito ahora la totalidad
de los diez millones en efectivo —
objetó Jackson—. Además, me es
imposible cobrarlos en el banco,
porque no tengo ni carné de
identidad ni permiso de conducir, y
el pasaporte, lo olvidé en Saint-
Louis. Aparte, el lunes por la
mañana el asunto se habrá
divulgado y será demasiado tarde
para actuar. Hay que empezar ahora
mismo. Esta noche tengo que ver
incluso al enfermero que le curó la
herida a Ngor Ndong e ir a
Sangalcam mañana por la mañana
antes del amanecer para ver a su
hermano. Después, tengo que...
—¡No! Jackson, no me
interesa saber cómo vas a obrar —
volvió a interrumpirlo Matar Samb.
—Armando, ¿tienes ocho
millones en tu casa? —preguntó al
médico—. Te voy a hacer un
cheque.
Se vio obligado a callar ante
la actitud del médico, aquejado por
un imparable ataque de risa.
—¿Qué..., qué he dicho que
tenga tanta gracia? —inquirió,
sorprendido Matar Samb—. ¿De
qué te ríes, Armando?
—¡Casi un disparate, sí! —
afirmó el médico con un resto de
hilaridad—. ¿De dónde voy a sacar
yo ocho millones? Sabes
perfectamente que nunca he llegado
a reunir un millón, ni en mi casa ni
en el banco.
La ansiedad que había
desaparecido del rostro de Matar
Samb volvió a manifestarse de
manera brutal, desfigurándolo. En
sus ojos se instaló una expresión de
gacela acosada por una jauría de
perros, abrumada, agotada, abocada
a un destino fatal.
Durante un buen momento en el
salón flotó un plomizo silencio, que
él mismo acabó quebrando con un
largo suspiro de desánimo.
—No conozco a nadie que
pudiera prestarme los ocho
millones que faltan. Si DS, mi
hermana mayor, estuviera aquí, no
habría ningún problema, pero por
desgracia se fue de viaje a Hong
Kong anoche. Jackson, ¿no se te
ocurre alguien entre tus conocidos
que pudiera adelantarte la suma esta
noche?
Oportunista como pocos,
Jackson cogió la pelota al vuelo.
—Tengo un amigo que se
dedica a los negocios y que podría
sacarnos del apuro —explicó—.
Pero es un usurero descarado, sin
piedad, un buitre. Por ocho
millones prestados, pedirá un
reembolso de doce, aunque sólo sea
por un préstamo de medio día. Es
demasiado caro.
—¡Acepto!
—En ese caso, no hay
problema.
El profesor Gomis frunció el
entrecejo, pero se abstuvo de decir
nada.
Matar Samb se inclinó ante el
gigante y tomándole la manaza, la
estrechó con fervor.
—¡Gracias, Jackson, amigo,
muchas gracias! —le agradeció con
voz trémula—. Hoy no puedo decir
nada, pero tenemos otros días por
delante en los que te demostraré
que no soy un ingrato. Ay, Jackson,
gracias, gracias, gracias.
Esperanzado, se irguió en el
asiento, de nuevo con semblante
distendido.
Jackson dio cuenta de la copa
en tres sorbos acompañados de un
último chasquido de lengua, la dejó
en la mesa, recuperó el gorro y
después de tocarse con él, se puso
en pie.
—No hay de qué, joven amigo
—contestó el gigante con su
estruendosa risa—. Bueno, me voy
a ir, mi fiscal general. Ya sólo toca
tu turno para pasar a la acción.
—Yo también me marcho —
anunció el profesor Gomis, que se
levantó—. Estoy agotado.
Matar Samb los imitó.
—Jackson, subo a buscar los
dos millones.
Al llegar a la habitación,
encontró a Ramata dormida en la
cama. Se detuvo a contemplarla con
detenimiento.
Estaba acostada de espaldas,
con la larga melena extendida
encima de la sábana y con el
semblante sosegado como el agua
de un meandro, un lado de la cara
apoyado en la almohada, una mano
posada en el bajo vientre y la otra
en la cama, las piernas levemente
abiertas. La transparente
combinación se había subido hasta
la raíz de los torneados muslos.
Cuando respiraba y se le ahuecaba
el pecho, los firmes y rotundos
senos se le separaban con un
estremecimiento bajo la vaporosa
tela y parecían aumentar de
volumen.
Invadido por una repentina
oleada de deseo, Matar Samb se
humedeció los resecos labios con la
punta de la lengua. ¡Dios santo, qué
divina y adorable era! ¿Cómo había
podido pensar él, Matar Samb, ni
un solo instante que le había
mentido y que debía poner las cosas
en claro con ella? Debía de haber
perdido el juicio. ¡No, no! Ella
tenía razón en todo, lo que le había
contado era la pura verdad. Con
aquella serenidad que se instalaba
en su cara estando dormida, no
podía haber mentido. No había, por
consiguiente, necesidad de pedirle
explicaciones. El único responsable
era ese portero, por haberle
impedido el acceso a la
Maternidad. Sintió como se
intensificaba su deseo. ¡Qué
adorable era, por Dios! En otro
momento, estuviera triste o alegre,
derrengado o en forma, se hubiera
abalanzado sobre ella y la habría
poseído, sin desvestirse siquiera.
La década larga que llevaba casado
con ella no había mermado en nada
el ardor de los primeros tiempos.
Con ella, el paseo mil veces
repetido constituía, cada vez, una
nueva aventura. Esa noche, sin
embargo, en ese instante, estaba
intranquilo, desestabilizado. Por
culpa de esos policías
descerebrados y de ese pobre
portero que se había buscado él
mismo problemas, sobre su carrera
pesaba una seria amenaza..., y su
carrera lo era todo para él.
Se encorvó y rozó con tanta
suavidad la mejilla de Ramata con
los labios que no perturbó en nada
su sueño.
Cuando regresó al salón con
un maletín marrón en la mano,
encontró a Jackson, que lo esperaba
solo.
El profesor Gomis se había
ido.
Tras depositar el maletín en la
mesa del sofá, se inclinó para
accionar el dorado metal de la
cerradura.
—Para abrir, pones en los dos
lados las cuatro letras RKMS —
explicó—. Es fácil de memorizar,
RK por Ramata Kaba, y MS por
Matar Samb.
Jackson exhaló una gigantesca
risotada y, con un gesto, se alisó las
amplias mangas de la enorme
túnica.
—RKMS: ¡RK por Ramata
Kaba y MS por Matar Samb, fácil
de retener, en efecto! —repitió.
Matar Samb abrió el maletín y
tras mostrar los fajos de billetes,
volvió a cerrarlo y lo tendió al
gigante.
—¡Bueno! Aquí tienes los dos
millones, Jackson. Negocia con tu
amigo, el hombre de negocios, para
los ocho que faltan. El lunes
revisamos las cuentas y lo devuelvo
todo.
—Todo está solucionado,
joven, puedes dormir tranquilo.
Matar Samb le posó la mano
en el hombro.
—Jackson, mi porvenir está en
tus manos. ¡Te deseo buena suerte!
—¡La suerte me trae sin
cuidado! —contestó, riendo, el
gigante—. No la necesito en lo más
mínimo para arreglar este asunto.
¡Lengua agradable y dinero,
jovencito, lengua agradable y
dinero! Ah, me olvidaba de algo
muy importante, mi fiscal general.
—¿Qué, Jackson?
—Habrá que trasladar a todos
los policías de la comisaría del
palacio de Justicia, a todos, del
último agente al comisario Diallo.
Hay que dispersarlos por los cuatro
extremos del país, lo más lejos
posible de Dakar.
—Me ocuparé de ello el lunes
a primera hora.
—¡Perfecto, joven! —se
felicitó Jackson al tiempo que cogía
la botella de Smirnoff que
permanecía sin abrir encima de la
mesa—. Ahora me voy. Perdona
que no te estreche la mano para
despedirme, pero es que tengo
ocupadas las mías.
—Adiós, Jackson.
El gigante dio media vuelta y
se alejó, con el maletín marrón en
una mano y la botella de vodka en
la otra.
Las nefastas consecuencias de
la última sequía resultaban todavía
perceptibles en la antaño
exuberante vegetación de la región
de Niayes. Los numerosos arbustos
que afianzaban las dunas aparecían
resecos en medio de un suelo
pelado. Las majestuosas palmeras
se habían quedado sin su follaje.
Reducidas a unos longilíneos
troncos, de lejos hacían pensar en
unos postes eléctricos a los que
faltaba todavía acoplar los hilos,
plantados en desorden en la ocre
extensión de arena. Los
emblemáticos baobabs habían
perdido su esplendor de otros
tiempos. Las hojas caducas no se
renovaban, las recias ramas se
pudrían, antes de caer, arrastrando
a las más pequeñas, y la corteza se
desprendía en placas del tronco,
como la piel de un niño después de
la rubéola, dejando al descubierto
una madera leñosa, quebradiza
como una galleta, que se erosionaba
rápidamente para acabar dispersada
en polvorientas migajas por el
viento del Sáhara.
El río que antes bordeaba
Sangalcam por el este, que nacía
poco después de Goundoukouye,
detrás de los campos de Bargny, y
desembocaba en el mar en Niaga,
había quedado reducido a una
charca de agua estancada, invadida
por las hojas de nenúfar, refugio de
voraces mosquitos, de sanguijuelas
hematófagas y de ranas que
propagaban por el aire su
cavernoso e interminable croar.
Hace tan sólo dos décadas, todavía
era un gran río de aguas abundantes
en peces en el que se encontraban a
veces cocodrilos.
Los propietarios de las
explotaciones agrícolas situadas en
los márgenes del antiguo río eran
privilegiados. Sus pozos disponían
todavía de agua a unos diez metros,
mientras que en el resto del
territorio, según las conclusiones de
la Sociedad Nacional de
Prospecciones, que había sondeado
durante dos semanas en diversos
lugares, hasta una profundidad de
seiscientos metros, sin localizar ni
la menor gota, la capa freática
estaba agotada.
Mbagnick Ndong se despertó
con el primer canto del gallo. Debía
ser madrugador esa mañana. Era
domingo, día de visita del patrón.
El jueves pasado, en la estación de
autobuses, cuando volvía a la
granja poco antes del crepúsculo,
había encontrado un billete de cinco
mil francos. De inmediato había
desandado el camino para ir a
reconvertirlo en vino de palma en
casa de Étienne, una cabaña que
había a la salida del pueblo, en la
carretera del Servicio de
Ganadería. A partir de ese momento
había descuidado el trabajo, al
frecuentar con más asiduidad la
taberna que la granja. Llegaba de
buena mañana, se quedaba el día
entero y no se iba hasta la noche,
cuando Étienne cerraba, siempre en
acusado estado de ebriedad. De
este modo, en la granja se
anunciaba una catástrofe. Los
árboles frutales, en periodo de
floración, tenían las hojas medio
marchitas y las flores comenzaban a
caerse. Hambrientas y sedientas, al
igual que los pollos para carne, las
gallinas ponedoras prodigaban un
continuo concierto de cacareos.
Había que corregir los estragos:
inundar los árboles (vertiendo en
cada uno dos regaderas), recoger
los huevos, colocarlos en las cajas
y servir una ración triple de comida
y agua en abundancia a las aves. El
patrón no se enteraría de nada,
porque no entendía gran cosa de
trabajos agrícolas y menos aún de
avicultura. Era incluso posible que
al ver la tierra bien mojada
alrededor de los árboles (lo
controlaría tal como hacía siempre
hundiendo el dedo en la tierra), los
huevos bien ordenados en las cajas
y las gallinas picoteando con
voracidad, el patrón se quedara
contento y hasta lo gratificara con
un billete de quinientos francos. En
tal caso aquello le permitiría, en
cuanto él hubiera concluido la
inspección y se hubiera ido
llevándose las hueveras, ir a la
cabaña de Étienne a quitarse la
tremenda resaca con que se había
levantado. Necesitaba un buen trago
de aguardiente para recuperar la
forma y calmar el agudo dolor que
le atenazaba la cabeza y las
articulaciones. Por desgracia, se
había bebido la totalidad del
importe del billete encontrado, y
Étienne no querría fiarle.
Mbagnick Ndong se desperezó
ronroneando como un gato y
después se rascó con furia antes de
levantarse de la cama. La noche
anterior, al volver de la cabaña con
una borrachera de aúpa, se había
acostado sin desvestirse, con los
zapatos de plástico puestos. Le
costaba orientarse en la oscuridad.
Después de prolongados tanteos,
localizó por fin la puerta de la
habitación, la abrió y salió en el
momento en que una bandada de
pájaros pasaba graznando a ras del
tejado.
Afuera, el hilo blanco del alba
se distinguía apenas del hilo negro
de la noche. Por el oeste perduraba
aún la oscuridad y, a lo lejos, por
encima de las tres luces rojas
situadas en lo alto de las
gigantescas emisoras de Yeumbeul,
en el cielo añil titilaban todavía
algunas estrellas, mientras que en el
este comenzaba a clarear y el cielo
se teñía del resplandor anaranjado
previo a la salida del sol.
La bomba de motor se puso en
marcha al primer intento. El ruido
ensordecedor del aparato ahogó el
cacareo de las aves y el piar de los
pájaros come-mijo que, todavía
metidos en sus innumerables nidos
suspendidos de las ramas de los
árboles, celebraban la llegada del
día con agudos chillidos.
Mbagnick Ndong apoyó una
nalga en el borde del estanque que
se llenaba a ojos vista. El agua
brotaba del tubo con un gigantesco
borborigmo. Hundió la mano en ella
para lavarse. Se estaba secando la
cara con el faldón de la camisa
cuando, pese al estruendo de la
motobomba, se hizo perceptible el
ruido de otro motor. Entonces vio a
través de los barrotes de la puerta
los faros de un coche que llegaba
por la rojiza pista de laterita.
«¡Si que ha venido temprano
hoy el patrón! —pensó con
inquietud—. En cuanto vea el
estado de la granja, me va a echar.»
Se alejó del estanque para ir a
abrir la puerta en el momento en
que un BMW amarillo se detenía en
la entrada. Un suspiro de alivio
surgió de su garganta al comprobar
que no se trataba de su amo. El
propietario del vehículo, cuya
marca desconocía, debía de haberse
equivocado de camino. Con una
difusa sensación de desasosiego,
observó al gigante que se bajó de él
con un maletín marrón en la mano.
Vestido con una gran túnica
amarilla bordada de arriba abajo,
un gorro rojo en la cabeza, pañuelo
negro al cuello y botas amarillas en
los pies, que fue lo que le
impresionó más de todo, aquel
hombre le recordó al jefe del
cantón que visitó su pueblo cuando
él era un niño.
—¡Buenos días, Mbagnick!
¿Cómo estás, hermano? ¡Ndong,
Ndong! —lo saludó sin más
preámbulos Jackson, con tono tan
jovial y la mano tendida con tanta
familiaridad que Mbagnick Ndong
se planteó si no sería víctima de
una laguna de memoria que le
jugaba una mala pasada
impidiéndole reconocer a un viejo
conocido.
Escrutó al gigante con el
entrecejo fruncido. Su vacilación no
duró mucho. ¡No! Nadie podía
olvidar a una persona de semejante
tamaño. Nunca lo había visto,
estaba seguro del todo. Le pareció
casi natural que ese hombre al que
no conocía lo hubiera llamado por
su nombre. Estrechó la enorme
mano tendida sin atreverse a
preguntarle quién era y qué quería.
—¡Tengo que hablar contigo,
hermano Mbagnick! Vamos a la
habitación —propuso el gigante.
—¿No habrá conflictos? —
inquirió con inquietud Mbagnick
Ndong.
—¡No, bueno, en realidad, sí!
—respondió Jackson—. Pero
espera a que estemos en la
habitación, Mbagnick, hermano.
Mbagnick Ndong dudó un
momento antes de introducirse
delante de Jackson en la oscura
dependencia. En uno de los
bolsillos del pantalón, un vaquero
cortado a la altura de las rodillas,
encontró una caja de cerillas y, tras
encender una, acerco la vacilante
llama a la mecha de un trozo de
vela pegada aun bote de Nescafé.
La miserable habitación estaba
impregnada de olor a tabaco y a
cerrado. Las paredes,
resquebrajadas, sin ventana alguna,
no habían recibido nunca una capa
de pintura. Una cama, situada en el
medio, constituía el único
mobiliario, siempre y cuando se
aceptara atribuir el nombre de cama
al viejo jergón hecho con sacos de
yute dispuesto a ras del agrietado
suelo, cubierto de una harapienta
sábana, del cual se escapaba la paja
dispersa por todas partes.
Pedir a aquel «jefe de cantón»
que se sentara allí, en ese jergón
cargado de pulgas, piojos y
chinches era un disparate que
Mbagnick Ndong descartó de
entrada. Además, de no haberlo
propuesto él, nunca habría tomado
la iniciativa de meterlo en ese cubil
al que tampoco tenía el menor
apego.
—¿Un pariente de dónde? —
se aventuró a inquirir con timidez,
después de haber formulado
mentalmente la pregunta varias
veces, con la esperanza de que el
jefe de cantón se presentara por fin.
—¡De Dakar! —contestó
Jackson.
Cambió de una mano a otra el
maletín, que se le escapó de forma
involuntaria y, sin que Mbagnick
Ndong se diera cuenta, cayó con un
ruido sordo. Como no estaba bien
cerrado, se abrió la tapa, de tal
forma que los billetes nuevos de
banco se esparcieron por el suelo.
—¡Qué torpe soy! —exclamó
con falso tono de consternación.
De reojo observó a Mbagnick
Ndong y constató que su reacción
era idéntica a la de los niños
famélicos de África delante de la
sémola de la ayuda alimentaria
internacional, que cocían en
grandes calderos y luego servían en
bolsas de plástico. Permanecía
como hipnotizado, boquiabierto,
con los ojos desorbitados de
codicia, clavados en los billetes.
Jackson se inclinó para volver a
meter el dinero en el maletín, lo
cerró y se enderezó sujetándolo por
el asa.
—Mbagnick, tú no me
conoces, pero yo te conozco muy
bien —declaró a modo de
preámbulo—. Tú eres mi hermano,
porque tu hermano, Ngor Ndong,
que me había hablado tantas veces
de ti, era amigo mío y más que
amigo aún, era como un hermano.
Mbagnick Ndong se dijo que
Ngor debía de haber prosperado
mucho en Dakar para haber
conseguido trabar amistad con una
clase de hombre tan importante, un
hombre que se paseaba con tanto
dinero encima a una hora en que ni
siquiera había salido el sol.
—Ngor y yo somos hijos del
mismo padre y la misma madre —
explicó con una sonrisa de orgullo,
halagado por que el jefe de cantón
lo hubiera llamado «Mbagnick
hermano»—. Ngor tiene dos años
más que yo, aunque yo parezca
mayor. Él mamó y después me dio
el pecho para que mamara yo.
¿Cómo está?
—Estamos entre hombres,
Mbagnick hermano. Tienes que ser
fuerte. ¡Ngor está muerto! —reveló
bruscamente Jackson.
Mbagnick Ndong se agitó con
un violento sobresalto.
—¿Qué dices, Ngor, mi
hermano? ¿Ngor Ndong está
muerto?
—¡Somos criaturas de Dios, y
a Dios regresamos! Debes tener
valor, Mbagnick hermano, Ngor
Ndong está muerto.
—¡Ay, madre mía! ¿Cuándo?
—Anoche, poco antes del
anochecer.
—¿De qué? ¿De un accidente?
Yo lo vi la semana pasada y no
estaba enfermo ni le dolía nada.
¿Ha muerto de accidente?
—Tengo que explicártelo,
Mbagnick hermano. Ngor no murió
de un accidente. Todo lo que ha
ocurrido es fruto de la voluntad
divina. Es muy duro, pero si lo
tomas así, verás aliviado tu dolor.
¡Animo, Mbagnick hermano!
Mbagnick Ndong respondió a
las palabras de ánimo de Jackson
con un penetrante grito. Con las dos
manos apoyadas en la cabeza y los
brazos pegados a la cara,
retrocedió despacio llamando a su
hermano con voz desgarradora
hasta que llegó a la pared opuesta a
la puerta.
—¡Eh, Ngor! ¿Dónde estás?
¡Eh, Ngor! ¿Qué ha pasado? ¡Ngor
Ndong, mi hermano! Ngor, hijo de
padre Timack y madre Hémess,
¿dónde estás, dónde estás, dónde
estás? ¡Ay! ¡Mi hermano mayor ha
muerto!
—¡Sí! Hermano Mbagnick,
Ngor está muerto, por desgracia —
confirmó Jackson con tristeza,
intercalando resoplidos entre las
palabras como si pugnara para no
estallar en llanto—. ¡Tienes razón
al llorarlo, Mbagnick Ndong
hermano! Ngor era tan bueno y es
verdad lo que afirma el dicho, que
siempre son los mejores los que se
van primero. Yo también lo he
llorado tanto que ya no me queda ni
una sola lágrima.
—¿Qué le paso a Ngor?
¿Estaba enfermo?
—No. Es lo que te quería
explicar. Anoche, en el mercado
Sandaga, Ngor tuvo un altercado
con una mujer. Ella lo acusaba de
haberle robado la cartera, que
contenía quince mil francos, porque
cuando se dio cuenta de la
desaparición vio a Ngor cerca de
ella y...
—Mentía —lo interrumpió con
vehemencia Mbagnick Ndong—.
Padre Timack y madre Hémess no
han engendrado ladrones. Se puede
remontar a más de diez
generaciones y en nuestra familia no
se encuentra ni uno, ni mujer ni
hombre. Juro que esa mujer mentía.
¡Que me vaya al lado de mi
hermano Ngor allá donde esté si esa
mujer no mentía!
—¡Escápate, escápate,
Mbagnick hermano! —le deseó
Jackson—. No irás a hacer
compañía a Ngor allá donde está.
La mujer no decía la verdad, en
efecto. Un policía que se
encontraba en el lugar los condujo a
los dos a comisaría. En el momento
en que cacheaban a Ngor, se mareó
y cayó de repente al suelo. Lo
transportaron de urgencia al
hospital y murió poco después de
ingresar.
Los lamentos de Mbagnick
Ndong, que no habían cesado ni un
instante, ni siquiera mientras
hablaba, volvieron a arreciar.
—Hermano mayor, ¿qué te
pasó? ¡Esa mujer mentía, lo juro!
—Tienes razón, hermano
Mbagnick, esa mujer mentía. Antes
incluso de que transportaran a Ngor
en la ambulancia, reconoció que se
había equivocado, que nadie le
había robado la cartera y que la
llevaba guardada en el sujetador,
pero que lo había olvidado. En
cuanto me avisaron, fui a la Policía
y me encaré con el comisario. Le
hice saber que aunque Ngor fuera
un simple portero de la Maternidad
del hospital Le Dantec, en este país
había parientes y amigos que
representaban algo, que querían que
se aclarasen las circunstancias de
su fallecimiento. Enseguida
abrieron una investigación, que yo
supervisé de cabo a rabo, para
saber qué había pasado realmente,
si los policías habían pegado o no a
Ngor. Pero no le hicieron nada a
Ngor, lo juro. Ha sido Dios tan sólo
la causa de su muerte. En el
hospital, el médico que lo recibió
me explicó, cuando le pregunté, que
había muerto de un ataque de
corazón. El mismo médico me dijo
que, cuando examinó su corazón,
vio que había sido la vergüenza de
verse acusado de robo y de haber
sido llevado a la Policía lo que
había acabado con Ngor. Hay
hombres que tienen la sangre tan
pura, tan noble, que no soportan una
humillación de esa clase. Ngor era
de esa clase de personas. Para mí,
aquello no podía acabar de esa
manera, sin embargo, porque Ngor
era mi amigo. Así que volví a la
Policía y, después de amenazar al
comisario, me fui a ver al ministro
de Interior. Si el policía hubiera
efectuado las comprobaciones en el
lugar de los hechos, en lugar de
haberse llevado a Ngor a
comisaría, argumenté, él todavía
estaría con vida. La Policía tenía,
por lo tanto, una gran
responsabilidad en su muerte y
estaba obligada a indemnizar a su
familia. Yo, cuando me ocupo de
los asuntos de un amigo, sobre todo
de un amigo como Ngor, al que
consideraba como un hermano, lo
hago como si fueran los míos
propios. No me dirijo a los
subalternos ni a los empleados de
poca monta, sino a las altas esferas.
Allí, cuando descargué el puño
sobre la mesa, comenzaron
proponiéndome dos millones, que
rehusé de plano. Ngor tenía una
familia, estaba casado. Su mujer
embarazada estaba en el pueblo y
no era cuestión de aceptar dos
míseros millones, puras migajas.
De modo que exigí diez millones, ni
más ni menos. Después de duras
negociaciones, los he obtenido.
Cinco millones ahora y cinco dentro
de quince días. Lo que yo te
propongo, Mbagnick hermano, es
que cojas ahora los cinco millones,
puesto que Ngor mamó del mismo
pecho que tu. A ti te corresponden
éstos. Los otros cinco millones los
repartirás con la viuda y con los
otros parientes cercanos dentro de
quince días. Esto debe quedar entre
nosotros.
Mientras Jackson explicaba,
Mbagnick Ndong seguía llorando y
no parecía escucharlo. Cuando le
anunció la suma que se suponía que
iba a corresponderle, los lamentos
pararon en seco. Se despegó de la
pared en la que se había apoyado y
avanzó tres pasos, golpeándose el
pecho con la palma de la mano.
—¿Los cinco millones enteros
para mí, para mí, Mbagnick Ndong?
—preguntó con incredulidad, con la
mirada fija en el maletín que
sostenía Jackson.
—Los cinco millones son
todos para ti, Mbagnick hermano —
declaró, y le dio una amistosa
palmada en la espalda.
—¿No me engañas, de verdad?
Jackson emitió una de sus
ruidosas carcajadas.
—¿Acaso te doy esa
impresión? Y además, ¿para qué
iba a engañarte en un momento tan
doloroso para ti, Mbagnick
hermano?
—Tienes razón, te pido
perdón. ¡Ja! Yo, Mbagnick Ndong,
en posesión de cinco millones.
¡Nunca se sabe lo que nos reserva
Dios!
—¡Es cierto! —corroboró
Jackson—. ¡Lo que él nos tiene
reservado llega siempre en el buen
momento! Lo que ocurre es que el
hombre tiene prisa y no sabe
esperar. Mbagnick Ndong hermano,
es preciso que me escuches un
momento más, porque es
importante.
—¡No tengo oídos más que
para ti!
—Verás, los diez millones han
comenzado a suscitar celos en el
hospital Le Dantec. Los envidiosos
afirman que a Ngor lo detuvieron en
su puesto de trabajo, en la puerta de
la Maternidad, unos policías que le
dieron una paliza de muerte, lo cual
es falso. Pretenden organizar
manifestaciones en el hospital y
están dispuestos a hacer cualquier
cosa para que no se paguen las
indemnizaciones con el argumento
de que la familia de Ngor no
necesita diez millones, sino
justicia...
—¡Son unos embusteros! —
exclamó, indignado, Mbagnick
Ndong—. ¿Quién les ha dicho eso?
Aunque no los conozco, sé que son
unos embusteros, unos envidiosos
como tú mismo has dicho. ¡Que la
familia de Ngor no necesita diez
millones, sino justicia! ¡Qué gran
mentira!
—Lo has comprendido bien,
mi hermano Mbagnick, así que
debes tener cuidado —prosiguió
Jackson—. Es posible que vengan a
verte hoy mismo o mañana para
contarte mentiras. La verdad es que
a Ngor lo acusó por error de robo
una mujer en el mercado Sandaga y
que ningún policía le hizo nada.
Tienes que estar muy atento, insisto.
Si vienen a verte, no los escuches.
Échalos. Son sindicalistas, gente
peligrosa que está contra el partido
y no hacen más que buscar
complicaciones y piojos en la
cabeza de los demás. Porque si los
escuchas, si hay problemas en el
hospital, el Estado retirará los diez
millones y ordenará una nueva
investigación que será larga, muy
larga. El resultado puede tardar
incluso diez años, y no es seguro
que al final de esta nueva
investigación vayan a pagar los diez
millones. Todo el mundo sabe que
cuando el Estado da y después se
vuelve a quedar con lo que ha dado,
ya no vuelve a dar nunca más.
Ahora ya tienes los cinco millones
para ti solo, Mbagnick hermano, y
dentro de quince días, habrá otros
cinco para el resto de la familia, de
modo que debes ser sensato. ¡Si los
sindicalistas envidiosos vienen a
verte, échalos y no los escuches!
—¡Tú déjalos de mi cuenta! —
espetó con ferocidad Mbagnick
Ndong, sin comprender apenas
nada, salvo que había unos
envidiosos que podrían impedirle
cobrar sus cinco millones—. ¡Al
primero que venga, lo echo con un
garrote sin dejarle tiempo ni para
abrir la boca!
—De acuerdo, muy bien,
Mbagnick hermano, confío en ti.
¿Sabes firmar?
Mbagnick Ndong entornó los
ojos y sacudió la cabeza con
despecho.
—Nunca fui a la escuela, ni a
la francesa ni a la árabe.
La estentórea risa de Jackson
volvió a resonar.
—No importa, Mbagnick
hermano.
Sacó varias hojas
mecanografiadas y un tampón del
maletín y las dejó encima de la
tapa.
—¡No hay de qué preocuparse,
mi hermano Mbagnick! —afirmó—.
Tú pones el dedo índice en la
almohadilla de tinta... Sí, eso es.
Después aplicas el dedo aquí, al
final de la primera página. Muy
bien, y ahora en la otra, y en la otra
también. Vuelve a mojar el dedo en
el tampón. Perfecto, ahora marca
otra página. ¡Muy bien, Mbagnick
Ndong hermano!
Tras devolver las hojas y el
tampón al maletín, extrajo un grueso
fajo de billetes, que tendió a
Mbagnick Ndong, quien por su
parte los cogió con la prontitud de
un gato que da caza a un ratón.
—Ahora, Mbagnick hermano,
vas a venir conmigo a Dakar —
propuso Jackson—. Tenemos que
atender ciertos trámites para poder
cobrar tus cinco millones. Estos
doscientos cincuenta mil francos te
los doy yo, con el corazón. Es mi
participación para el funeral de
nuestro pobre hermano Ngor. ¡Ah,
me olvidaba! Debemos proceder a
su inhumación. ¿Tenéis otros
parientes en Dakar?
—No.
—Da igual. Ya lo tengo todo
previsto. Te espero en el coche, no
tardes.
Una vez solo, pictórico de
alegría, Mbagnick Ndong depositó
los billetes encima de la cama y
retrocedió para observarlos. Con
las manos en jarras, esbozó
maquinalmente una sonrisa
beatífica. Luego se volvió con una
pirueta y se encaminó a la vieja
maleta de cartón que había en un
rincón, diciéndose que tampoco
podría ir a Dakar vestido con un
pantalón y una camisa sucios como
un hígado de perro..., ¡y menos aún
para enterrar a su hermano, no
señor!
La maleta contenía el resto de
su ropa, un conjunto de túnica y
pantalón bombacho de bombasí, de
color verde desteñido, que su
patrón le había dado como
obsequio para la fiesta del cordero
y que sólo se ponía en días
señalados, un pantalón de tergal, un
vaquero y dos camisas, compradas
en un puesto de ropa usada en
Rufisque.
Mbagnick Ndong optó por la
indumentaria de las grandes
ocasiones.
Mientras se cambiaba con
diligencia, se preguntó si debía
guardar el dinero en la habitación o
llevarlo consigo. Enseguida
resolvió la disyuntiva.
—¡Yo no estoy loco! —
exclamó en voz alta—. Allá donde
yo vaya, irá mi dinero.
Regresó a la cama y, tras
coger los billetes, los metió en el
bolsillo delantero de la túnica
después de haberse cerciorado de
que no tenía ningún agujero. Ya
estaba en el umbral para salir
cuando volvió sobres sus pasos,
sacó el dinero del bolsillo, se quitó
la túnica y la arrojó a la cama.
Entonces examinó el bolsillo
izquierdo del bombacho y,
satisfecho de la inspección,
introdujo los billetes en él. Luego,
retomando la túnica, la volvió del
revés, deshizo con los dientes la
costura del bolsillo lateral
correspondiente al del bombacho
donde se encontraba el dinero, la
volvió del derecho y se la volvió a
poner. Entonces introdujo la mano
izquierda en el bolsillo desgarrado,
después en el del pantalón y,
tranquilizado por fin, rodeó con ella
los billetes.
Debía tener cuidado, tomar
precauciones, estar continuamente
prevenido. En Dakar había ladrones
muy hábiles que operaban en todo
lugar y ocasión. Dotados de una
diabólica destreza, armados con
una cuchilla, cortaban el bolsillo
que contenía el dinero. Atraídos por
éste, cual carroñeros que acuden al
olor del cadáver de un asno, lo
desplumaban a uno y se esfumaban
antes de que se diera cuenta. No
obstante, a él, Mbagnick Ndong,
nadie conseguiría robarle su dinero,
por más ducho que fuera. Antes
tendrían que cortarle los dedos de
la mano, sin que lo notara, cosa que
era totalmente imposible.
Cuando Mbagnick Ndong
salió, se había hecho ya de día.
Encontró a Jackson sentado en su
BMW amarillo encarado en
dirección a la carretera, con el
motor en marcha, ocupado en tomar
pequeños sorbos de la botella de
vodka, apenas empezada. Se instaló
en el asiento de al lado, con la
mano metida en el bolsillo del
pantalón.
Jackson tapó la botella y se
enjugó los labios con el dorso de la
mano.
—¿Estás listo, mi hermano
Mbagnick? —inquirió.
—Sí —confirmó Mbagnick
Ndong con una leve demora y un
brillo de ansiedad en la mirada, que
no despegaba de la botella.
Habría querido curarse la
resaca, pero no se atrevía a decirlo.
Jackson lo advirtió de todos
modos. Exhalando una de sus
extravagantes carcajadas, le guiñó
el ojo con complicidad y le pasó la
botella antes de poner en marcha el
vehículo.
Mbagnick Ndong abrió la
botella y se dispuso a llevársela a
la boca, pero en el último momento
lo asaltó una duda.
—¿Puedo beber directamente?
—consultó.
—¡Por supuesto que sí, mi
hermano Mbagnick, por supuesto!
¿Qué son esas ceremonias? ¿Acaso
no estamos entre hermanos?
—¡Sí, sí, perdona!
Mbagnick Ndong se dijo que
por fin había llegado su hora. Le
había tocado en suerte un as, ¡un as
de picas!
El sol acababa de despuntar
entre un cúmulo de nubes y, ya a esa
hora temprana, sus potentes rayos
anunciaban un día de tórrido calor.

En la morgue del hospital Le


Dantec, completamente borracho
después de haber dado cuenta de la
botella durante el trayecto, con la
mirada perdida y las piernas
desfallecientes, Mbagnick Ndong
saludó a una decena de hombres
que Jackson le presentó como
representantes del personal,
personas que habían acudido a
acompañar hasta su última morada
a su pobre compañero Ngor, y dos
viejos, encargados respectivamente
del aseo del cadáver y de la
oración mortuoria.
La retirada de un cadáver del
depósito es una operación larga y
fastidiosa en la que se perdían
como mínimo dos o tres horas en
días laborables y entre medio día y
un día entero los domingos. Al cabo
de menos de quince minutos, el
cuerpo de Ngor Ndong se hallaba
de camino hacia el cementerio
musulmán de Bétoir, en el interior
de un coche fúnebre. En el BMW de
Jackson, Mbagnick viajaba dando
cabezadas. Detrás iba una
camioneta que transportaba a los
viejos y a los «representantes del
personal».
La oración y la inhumación se
desarrollaron con rapidez en el
cementerio. El sepulturero todavía
no había acabado de cerrar la
tumba cuando, seguido de sus
compañeros, Jackson tomaba ya la
dirección de la salida.
Mbagnick Ndong, que a su
pesar de su ebriedad no había
soltado en ningún momento los
billetes del bolsillo del bombacho,
dedicó una última mirada al
montículo de tierra que acababa de
formar el enterrador y se fue tras
ellos.
Afuera el coche mortuorio y la
camioneta se habían ido ya.
Jackson estaba de pie,
apoyado en la puerta del BMW.
Cuando Mbagnick Ndong llegó a su
lado, del bolsillo de su abultada
túnica sacó seis billetes de cinco
mil francos y se los entregó.
—Mi hermano Mbagnick, hay
un pequeño contratiempo —explicó
—. Había olvidado que como hoy
es domingo, los bancos están
cerrados. Hasta mañana no podrás
cobrar los cinco millones. No pasa
nada. Toma esto mientras tanto para
volver a Sangalcam en taxi. Tengo
un talonario encima, espera... —
Volvió a hundir la mano en el
bolsillo de su gran túnica y extrajo
un cheque que colocó delante de la
cara de Mbagnick—. Ya has visto
el cheque de cinco millones —
prosiguió—. Creo que podremos
arreglarlo mejor, y así te evitarás
desplazarte mañana. A primera
hora, yo mismo paso a retirar en el
banco los cinco millones y vengo a
traértelos a Sangalcam a las doce y
media en punto. ¿De acuerdo,
entonces, mi hermano Mbagnick?
¿Quedamos así? Aunque si lo
prefieres, nos damos cita en el
banco el lunes a las ocho. Tú vienes
con tu carné de identidad a cobrar
tú mismo los cinco millones.
—No tengo carné de identidad
—anunció Mbagnick Ndong.
—En ese caso no podrás sacar
el dinero tú mismo —infirió
Jackson al tiempo que volvía a
guardar el cheque en el bolsillo—.
Es un cheque al portador, de modo
que es obligatorio presentar el
carné de identidad para que el
banco te dé los cinco millones,
Mbagnick hermano.
Mbagnick Ndong ignoraba qué
era un cheque al portador y, aunque
hubiera dispuesto de un carné de
identidad, habría dejado todas
aquellas gestiones entre las manos
del jefe del cantón.
—Prefiero que hagas lo que
has propuesto al principio. Tú vas
al banco mañana y sacas tú mismo
el dinero. Te pido perdón por todo
el tiempo que me dedicas y por las
molestias que te va a suponer
desplazarte hasta Sangalcam
mañana.
—¡No, no! Mbagnick hermano,
no tienes que pedirme perdón por
nada. Para mí no es una pérdida de
tiempo, ni siquiera me supone
molestia alguna ir a Sangalcam para
darte tus cinco millones. En
realidad es un deber para mí, a
causa de la profunda amistad que
me ligaba a Ngor. Entonces,
mañana, a las doce en punto, nos
vemos en Sangalcam, y te entrego el
dinero, ¿de acuerdo? Sobre todo
espérame y no te vayas a ninguna
parte.
Con lágrimas de gratitud en los
ojos, Mbagnick Ndong revisó en el
recuerdo diversas fórmulas capaces
de expresar sus sentimientos de
gratitud.
—¡Dios, que tiene con qué
pagarte y que sabe pagar, él te
pagará! —logró encontrar.
Después de estrecharle la
mano, Jackson subió al BMW y
arrancó con una gigantesca
carcajada.
Mbagnick Ndong siguió con
una mirada rebosante de
agradecimiento el vehículo amarillo
del jefe de cantón, que agitaba el
brazo por la ventanilla a modo de
despedida. El pobre diablo no tenía
conciencia alguna de la sórdida
maquinación de la que acababa de
ser víctima. Como la polilla
sometida a la atracción de una
llama, el único foco en torno al que
giraba su entendimiento eran los
doscientos cincuenta mil francos
que aferraba en el bolsillo del
bombacho, los treinta mil que
llevaba en el bolsillo delantero de
la túnica y, sobre todo, la
perspectiva de entrar en posesión al
día siguiente de la colosal suma de
cinco millones.
En el aparcamiento del
cementerio encontró un taxi y se
instaló en el asiento de atrás.
—¡Voy a Sangalcam! —
anunció, apoyando cómodamente la
cabeza en el respaldo.
—¿Negociamos el precio o
pongo en marcha el
cuentakilómetros?
Mbagnick Ndong no tenía
ganas de ponerse a negociar.
—El cuentakilómetros —
respondió.
Una vez arrancó el taxi,
Mbagnick Ndong soltó por fin los
billetes y, tras sacar la mano del
bolsillo, ejercitó las anquilosadas
articulaciones de los dedos y,
después de aplicarles un
prolongado masaje, entrelazó las
manos encima del vientre y cerró
los ojos. Aún estaba borracho, pero
mucho menos que un rato antes en el
depósito de cadáveres y en el
cementerio, donde viendo doble,
con las piernas temblorosas,
aquejado de hipo, náuseas y
vértigo, lo raro era que hubiera
aguantado sin vomitar y no hubiera
acabado cayéndose en redondo.
Ahora se sentía ligero y eufórico.
¡Cinco millones de francos
contantes y sonantes sólo para él!
Ni siquiera lo asaltó el menor
remordimiento mientras se decía
que la muerte de su hermano mayor
era un buen..., no un buen, sino un
excelente negocio para él. Su
miserable existencia de cuidador de
gallinas ponedoras y de pollos para
carne que tenían que estar mejor
alimentados, mimados y atendidos
que él mismo había acabado de una
vez por todas. Siendo pobre,
siempre había soñado con ser rico,
igual que anhela, naturalmente,
comer quien padece hambre, o
dormirse quien tiene sueño. No
obstante, siempre había tenido el
desagradable presentimiento de que
su sueño era desaforado, que nunca
se llegaría a realizar. ¡Y ahora lo
increíble, lo realmente increíble era
que ese sueño inalcanzable se
estaba cumpliendo de verdad!
Él y su hermano, con quien se
llevaban dos años, habían
abandonado su pueblo natal de
Fafaho, situado en las islas del
Sine, tras la muerte de sus ancianos
padres. De peregrinación en
peregrinación, los dos hermanos
habían ido a parar a Sangalcam,
donde vivía una importante colonia
de su misma etnia, serere. En
cuestión de unos días, Ngor, más
despabilado que él, había
encontrado trabajo en una granja,
pero se lo había cedido a Mbagnick
al cabo de un mes y había
proseguido viaje hasta Dakar,
donde, poco después, había
conseguido un empleo como portero
de la Maternidad del hospital Le
Dantec.
Para Mbagnick, los quince mil
francos percibidos cada mes
representaban un importante
ingreso, superior a lo que por culpa
de la sequía reportaba por año, en
cada cosecha, el campo de
cacahuetes heredado de su padre,
que cultivaba con Ngor. Si se
apretaba el cinturón, al cabo de uno
o dos años podría ir de visita al
pueblo. Normalmente no debería
tener dificultades en ese sentido,
dado que era un insular poco
acostumbrado a gastar el dinero.
Cada mes, ahorraba los dos tercios
del sueldo y vivía con el resto. Tres
años más tarde, había ido a Fafaho
tal como tenía previsto. Con los
bolsillos llenos, había pasado una
agradable estancia de dos semanas
allí, durante la cual se había casado
con una joven de Fafandang, un
pueblo de la otra ribera del río.
Después de los grandes festejos
organizados para celebrarlo, había
regresado a Sangalcam en
compañía de su esposa.
Al cabo de un año, su mujer
había dado a luz a gemelos.
Mbagnick Ndong, cuyo salario se
había duplicado, proclamaba muy
ufano a los cuatro vientos que su
patrón era el mejor y el más
generoso de todos los propietarios
de granjas. Las malas lenguas
aseguraban, sin embargo, a su
espalda que el motivo de que le
hubieran aumentado la paga no
radicaba en la magnanimidad del
patrón, sino en que en realidad lo
único que hacía éste era mantener a
sus propios hijos. Y las malas
lenguas no andaban erradas, porque
los gemelos eran el vivo retrato del
patrón, Dasylva, un caboverdiano
de quien habían heredado el pelo
rizado, los ojos castaños y la piel
color canela. Fueron tantos los
chismes que corrieron sobre
aquellos gemelos que aquello tuvo
funestas consecuencias para ellos.
La lengua no es buena y cada día,
sus nombres, Assane y Ousseynou
Ndong, estaban en boca de todos,
en todas las conversaciones, con
una insistencia que no habría
podido soportar ni el más recio
árbol al verse privado de sus hojas.
«¿Has visto a Ousseynou y Assane,
los gemelos? ¿Con esa piel tan
clara, cuando Mbagnick y su mujer
son negros como culos de olla? ¿Y
los ojos? A mí, lo que más me
choca es el pelo. ¡No lo tienen
crespo, sino ondulado como los de
Cabo Verde!» Los pobres niños
vivieron sólo dos meses y medio.
Una buena mañana murieron uno
tras otro, de repente, sin estar
enfermos.
La mujer de Mbagnick Ndong
lo abandonó poco tiempo después,
sin que se llegara a saber por qué.
Fue por entonces cuando comenzó a
frecuentar la cabaña de Étienne,
para ahogar en el vino de palma la
pena, la depresión y la soledad
provocadas por la muerte de sus
hijos y la fuga de su esposa. Como
la piedra que cae rodando por una
pendiente, en poco tiempo se había
vuelto un borracho. Dasylva lo
había echado porque, a causa de la
permanente borrachera, no atendía
bien la granja. Las malas lenguas
empezaron a asegurar entonces que
si había perdido el trabajo era
porque se había marchado su mujer.
Había conseguido a duras penas
otro empleo, al cabo de tres meses
muy difíciles, en una explotación
mucho mayor pero con un sueldo de
diez mil francos.
En el momento de la irrupción
de Jackson en su vida, a los treinta
y cinco años, Mbagnick Ndong no
poseía nada aparte de la ropa que
llevaba puesta, la que tenía en la
maleta de cartón, la que se había
quitado al ir a Dakar y los zapatos
de plástico con que iba calzado.
Eso era todo. Su incierto porvenir y
su horizonte sin salida se reducían a
la granja en la que para vivir, o
para sobrevivir más bien, tenía que
regar los árboles, dar de comer a
las aves y recoger los huevos para
el patrón. No tenía otra alternativa.
Y he aquí que de golpe el buen
Dios hacía de él, Mbagnick Ndong,
un hombre rico que poseía cinco
millones. Para él, eran ya suyos con
la misma certidumbre que los seis
billetes de cinco mil y el fajo de
doscientos cincuenta mil francos
que guardaba en los bolsillos, de
eso no le cabía la menor duda. Iba a
mandar a paseo de manera
definitiva y radical la mugrienta
miseria que desde siempre había
tenido que aguantar en ese bajo
mundo. ¡Uno, dos, tres, cuatro,
cinco millones! Ahora le tocaría a
él, Mbagnick Ndong, disfrutar de
una vida de nabab, la buena vida,
un buen coche, bonitas esposas, sí,
cuatro esposas muy guapas y muy
jóvenes. ¿Y por qué no? Una vasta
propiedad en la que un criado
trabajaría para él y se ocuparía de
sus árboles y de sus aves, ropa
buena en bombasí de primera,
amarillo casi siempre y botas del
mismo color, igual que el jefe de
cantón. Le iba a pedir que le diera
el nombre y la dirección de su
sastre, y también de su zapatero,
que seguramente debía de ser de
Ngaye Mékhé. Nunca más volvería
a remojarse el gaznate con vino de
palma, que apesta y hace orinar
todo el tiempo. No, sólo degustaría
licor del fino, con sabor y olor
agradables, que daban calor en todo
el trayecto, de la boca al estómago,
como el que se había tomado hacía
un rato. La gente se diría,
extrañada, que no era Mbagnick
Ndong el hombre que veían y...
—¡Ya casi hemos llegado a
Sangalcam, patrón!
La voz del chófer interrumpió
el curso de los pensamientos de
Mbagnick Ndong. Abrió los ojos
con sobresalto y comprobó que
acababan de dejar atrás Ndjihirat.
Advirtió, contento, que el taxista lo
había llamado «patrón». Jamás
nadie lo había llamado así. No
cabía duda de que los cinco
millones lo transfiguraban ya, que
en la cara se le veía que era un
hombre rico. El chófer lo había
notado y por eso lo había llamado
«patrón».
—Después de la casa de dos
pisos que hay al llegar al pueblo,
tuerces por el desvío de la derecha,
justo antes de la gran ceiba —
indicó.
Poco después, el taxi paró en
la entrada de la granja, cerca del
Peugeot 504 azul del propietario.
—Cuatro mil trescientos
noventa francos, patrón —anunció
el chófer, que paró el
cuentakilómetros.
Una vez que hubo tentado el
bolsillo izquierdo del pantalón para
cerciorarse de que el dinero seguía
allí, Mbagnick Ndong le tendió un
billete de cinco mil francos por
encima del hombro y le precisó que
podía quedarse con el cambio, lo
que le reportó vivas
manifestaciones de gratitud.
Después bajó del taxi y se adentró
en la propiedad.
Encontró al patrón con los pies
hundidos en el fango hasta los
tobillos. El agua se había
desbordado del depósito y había
inundado todo el terreno. Se acordó
de que había olvidado cerrar la
bomba antes de irse con el jefe de
cantón.
En cuanto lo vio, el patrón se
puso a bramar de cólera.
—¡Mbagnick Ndong, a ti te
esperaba! Te hablo a ti. ¿Estás
loco, o te burlas de mí, o es que te
duele el trasero? ¿Crees que te pago
para que me arruines la finca,
degenerado? ¡Mira, mira los
destrozos que me has ocasionado,
degenerado!
—Perdóname, soy yo el que te
he faltado, así que te pido perdón
—se disculpó Mbagnick Ndong,
pese a que le dolió el insulto.
Reconocía que el patrón tenía
razón por estar enfadado, que él le
había causado un auténtico
perjuicio, aunque consideraba
demasiado fuerte la injuria. Como
había obrado mal, debía encajarlo.
—Te pido perdón —repitió
con sinceridad—. Es que me han
informado de la muerte de mi
hermano del mismo padre y la
misma madre muy temprano esta
mañana. La mala noticia me ha
afectado tanto que me he ido a
Dakar para retirar el cadáver de la
morgue del hospital Le Dantec y
asistir a su entierro en el
cementerio de Bétoir sin darme
cuenta de que ya había puesto en
marcha la bomba. Perdóname, por
los destrozos que he causado. Del
cementerio de Bétoir, he vuelto lo
más rápidamente posible. Incluso
he tomado un taxi para volver a
Sangalcam...
El patrón agitó el brazo por
encima de su cabeza con gesto de
rabia.
—Para mí como si joden a tu
madre, ¿me oyes, Mbagnick Ndong?
—vociferó, completamente fuera de
sí—. Me tiene sin cuidado la
muerte de tu hermano, aunque sea
de la misma madre y de padres
distintos, me da igual. Tu padre, tu
hermana, tu hermano, tu madre, tus
primos, toda tu familia, por mí
pueden reventar, ¿me oyes,
Mbagnick Ndong? Por mí que
revienten como perros aplastados
por un camión. ¡Vete para allá! Y
además, eso de que hayas venido de
Dakar a Sangalcam en taxi me ha
solventado una duda que tenía con
respecto a ti desde hacía tiempo.
¿De dónde has sacado el dinero
para pagarte un taxi? Por fin te he
pillado con las manos en la masa.
Tú me robas los pollos y los huevos
y los vendes, y por eso tienes
dinero para permitirte coger un taxi.
¡Ladrón! Voy a montar a tu madre
antes de meterte en la cárcel, espera
y verás. Y aparte, mira el material
que me has estropeado. —Señaló la
bomba de motor, de la que ascendía
una densa columna de humo negro
—. Como al irte has dejado el
motor encendido, el aceite se ha
acabado y todo se ha quemado. Lo
has hecho adrede. Una bomba nueva
que me había costado medio millón,
destrozada. Y ahora contesta,
¿cuánto hace que no reciben mis
pollos y mis gallinas su ración de
comida y de agua? ¿Cuánto hace
que no has recogido los huevos?
Tres o cuatro días, por lo menos.
Enloquecidos de hambre y de sed,
los pollos se han puesto a pelear
como salvajes y se han destripado a
picotazos. Casi todos están muertos,
y los que quedan vivos no van a
tardar en morir porque ya arrastran
las tripas por el suelo. Y las
ponedoras han roto todos los
huevos para beberlos y también han
empezado a picotearse la barriga.
Ve a echar un vistazo en los
gallineros y verás que la
explotación está perdida sin
remedio. ¿Y tú no tienes nada más
que venir contarme no sé qué de tu
padre, o de tu hermano, que la ha
palmado? Vas a vértelas conmigo,
especie de degenerado, te voy a...
De repente, Mbagnick Ndong
se acercó y, agarrando con firmeza
el cuello de la camisa del patrón, a
punto casi de asfixiarlo, le clavó
una mirada fulminante en los
desorbitados ojos.
—¡Eres tú, Gallo Diagne, el
que va a vérselas conmigo! —gritó,
tajante—. ¿Quién eres tú, Gallo
Diagne? ¿Quién te has creído que
eres para atreverte a insultarme?
Yo mismo te voy a decir quién eres
de verdad y así sabrás que tus
rasgos simiescos no son obra del
azar. Tu padre es un mono, un
auténtico cinocéfalo. Por eso tu
madre te puso al nacer el nombre de
Gollo,3 y no el de Gallo, que es
como te haces llamar, y tu apellido,
Diagne, de la familia de los monos,
en recuerdo de tu padre.
¡Escúchame bien, Gollo Diagne,
con las dos orejas, que te voy a
contar tu historia!
Mbagnick Ndong explicó que
hacía mucho tiempo, en un
pueblecito de Ferio, una joven, la
madre de su patrón, había salido
una tarde a buscar leña seca al
campo. Cuando volvía al anochecer
con un fajo de leña en la cabeza, se
encontró con una manada de
babuinos amarillos. Los monos la
capturaron y la llevaron a su
guarida, en un claro de difícil
acceso. La primera parte de la
noche, después de desnudarla, el
gran jefe se la apropió y después la
entregó a otros machos de la tribu,
excitados por la visión del
acoplamiento de la mujer y la
bestia. Se habían abalanzado todos
a la vez sobre ella y en todas partes
donde tenía un orificio, la vagina, el
ano, la boca, las orejas, la nariz y
hasta los ojos, le habían introducido
el pene. La gente del pueblo, al
darse cuenta de que no había
regresado, la había buscado durante
toda la noche, pero fue en vano.
Cuando por fin la encontraron con
ayuda de los perros, por la mañana,
todavía sufría los asaltos de los
babuinos. Nueve meses después,
había dado a luz a un niño medio
hombre, medio mono: Gallo,
perdón, Gollo Diagne.
En la mente del patrón
volvieron a surgir de pronto lejanos
recuerdos. Volvió a verse en la
escuela primaria, a los siete años.
El maestro pasa lista y los alumnos
responden «¡presente!» al oír su
nombre. «¡Gollo Diagne!», llama el
maestro. Sentado en el fondo de la
clase, éste agacha la cabeza,
negándose a responder. Su
compañero de banco cree que no ha
oído y le da un codazo. Él persiste
en su negativa y entonces el maestro
dice con extrañeza: «¿Cómo, el
mono no ha venido hoy?». Toda la
clase estalla en carcajadas y
concentra las miradas en él.
Mientras resuenan los gritos de
«¡Gollo! ¡Gollo!», ve al maestro
doblado de risa. Odia a ese
maestro, el señor Diop. Lo odia
desde que al comienzo de curso,
cuatro meses atrás, le dijo, después
de haber recitado correctamente la
lección de Geografía: «¡Muy bien!
Pareces un mono, Gallo Diagne,
pero te has aprendido bien la
lección. ¡Está muy bien! ¡Gollo te
pega más que Gallo!». A partir de
ese día, se había convertido en el
hazmerreír de toda la clase, que lo
llamaba Gollo, el Mono. «¿Cómo,
el mono no ha venido hoy?», se
regodea otra vez el señor Diop.
Entonces él se levanta del banco,
toma su cartera y se dirige a la
salida. Al llegar cerca del maestro,
éste le pregunta, sin parar de reír:
«Gollo, ¿adónde vas?». El niño
abre la cartera, coge la piedra que
había guardado en ella y se la
arroja en plena frente. El señor
Diop lanza un alarido y, vacilante,
se toca la cara ensangrentada
mientras él huye de la clase a la
carrera, para no volver nunca más a
la escuela.
—¿Y eres tú, Gollo Diagne,
hijo de mono, quien se atreve a
insultarme? —inquirió Mbagnick
Ndong una vez hubo concluido su
relato, y el patrón volvió a oír la
voz del maestro y las carcajadas de
la clase—. ¡Yo, Mbagnick Ndong,
no quiero nada que venga de tu
madre, ni joderla siquiera! ¡No me
gusta comer de lo que han dejado
los monos!
Estaba decidido. «Que todo el
mundo sepa, empezando por el
patrón, que hay otro Mbagnick
Ndong.» En otro momento, habría
aguantado sin rechistar las injurias.
Ya decían que más vale doblar el
espinazo que acabar con los huesos
rotos. Pero ¡ahora que tenía cinco
millones, no pensaba arrodillarse
nunca más ante nadie! Ese
proverbio era aplicable a los
pobres. A ellos les tocaba
arrodillarse hasta lastimarse la piel.
Él, Mbagnick Ndong, era rico.
—¡Hijo de mono! —profirió
una última vez en la cara del patrón,
al tiempo que le propinaba un brutal
empellón.
Gallo Diagne dio tres pasos
hacia atrás, desconcertado ante la
fiera y resuelta actitud de su mozo.
Él, que siempre tenía la mirada
gacha, que sólo lo llamaba
«patrón», hasta el punto de que
creía que ignoraba su nombre, había
experimentado una súbita
transformación.
—¡Estás despedido! —gritó.
Mbagnick Ndong avanzó con
la mano tendida hacia Gallo
Diagne, que volvió a retroceder tres
pasos para situarse fuera de su
alcance.
—Págame el sueldo de este
mes. Sólo faltan tres días para final
de mes. Descuéntalos de la cantidad
que me debes. Págame el sueldo y
me voy de aquí ahora mismo.
—¿Que te pague, yo? —
inquirió, con voz estrangulada, el
patrón—. No tengo que pagarte
nada. Los destrozos que me has
causado valdrían el sueldo de toda
tu vida si siguieras trabajando para
mí, aunque llegaras a vivir cien
años. Da gracias a Dios de que no
te llevo a rastras al cuartelillo.
¡Como no podrías pagarme, te
pudrirías en la cárcel durante años!
Con la punta de los labios,
Mbagnick Ndong imitó a la
perfección el ruido de un sonoro
pedo.
—Pues entérate de que me
tenéis sin cuidado tú y tus amenazas
de «cuartelillo». No me
impresionas. ¡No puedes hacerme
nada! Llévame al cuartelillo, a
ver... Seré yo el que te meta en la
cárcel, porque eres tú el que me
debe un mes de sueldo. Págamelo,
Gollo Diagne, hijo de mono.
El patrón pensó que ahora no
le quedaba más remedio que
pelearse con el criado. No sólo le
había arruinado el negocio, sino
que encima el muy insolente se
permitía llamarlo... ¡No, aquello ya
era demasiado! Iba a partirle la
cara tal como le había partido la
frente al señor Diop, para lavar la
afrenta. Pero la mirada decidida de
Mbagnick Ndong, manifiestamente
dispuesto a todo, templó enseguida
su ardor. Se dijo que con sus más
de cincuenta años era mucho mayor
que el mozo que, aun sin ser muy
corpulento, contaba con la ventaja
de la juventud, una importante baza
en cualquier combate. Además, su
salud era precaria, ya que nunca se
había recuperado del todo de la
tuberculosis que lo había obligado
a permanecer cuatro meses
ingresado, tres años atrás, en el
centro de Neumo-Tisiología de
Fann. La lucha no era pues la
decisión más juiciosa, pues aparte
de ver perdidos sus bienes, se
exponía a recibir una soberana
paliza, lo cual ya sería el colmo.
—No te pienso pagar nada —
vociferó—. ¡Date prisa, saca tus
cosas de aquí y lárgate!
—Te regalo todo lo que tengo
en la habitación —declaró
Mbagnick Ndong—, pero mi sueldo
no te lo doy. ¿Que no me quieres
pagar? Bueno. Te dejo a cargo del
buen Dios. Si no me pagas aquí, ya
lo harás en el más allá.
—No te voy a pagar nada.
¡Vete ya!
Mbagnick Ndong escupió a los
pies del patrón hundidos en el fango
antes de darle la espalda. Con la
mano metida en el bolsillo
izquierdo del bombacho y la
confianza en sí mismo redoblada
por el contacto de los billetes, salió
de la propiedad con la barbilla alta
y el pecho ahuecado.
Estuvo muy ajetreado todo el
día. Alquiló una habitación en el
pueblo, se fue a Rufisque de
compras y volvió a Sangalcam con
un camión lleno de bultos. Después
se instaló y empezó la espera.
La noche fue larga, muy larga.
Mbagnick Ndong no pudo conciliar
el sueño.
Muy temprano, mucho antes
del amanecer, fue a apostarse al pie
de la Ceiba, donde el jefe de cantón
no dejaría de verlo cuando llegara a
mediodía. Hacia media mañana,
comenzó a estropearse el tiempo.
Por el este se acumularon unos
oscuros nubarrones que velaron el
sol. Bajo el cielo encapotado, el
aire se volvió inmóvil y el calor se
tornó bochornoso y agobiante.
Mbagnick Ndong consultó su
nuevo reloj por enésima vez. Las
doce en punto y el jefe de cantón no
daba señales de vida. No iba a
tardar, de todas formas. Mbagnick
Ndong mantenía la mirada fija en la
carretera, convencido de que su
coche amarillo iba a aparecer de un
momento a otro.
Poco después, se desencadenó
una terrible tempestad. El viento
comenzó a soplar en torbellinos y
sacudió los troncos y las copas de
los árboles, y arrancó las cercas y
los techos de las casas. Luego las
nubes se dispersaron, el cielo se
despejó, la temperatura bajó de
manera repentina y empezó a llover
a cántaros.
La lluvia mantuvo la cadencia
durante cinco horas, después
menguó en intensidad hasta que
paró por fin. El sol volvió a salir
enseguida. Mientras sus rayos
hacían relumbrar con destellos de
plata las gotas de agua retenidas en
las hojas de los árboles, la
naturaleza volvió a asumir su curso
normal, los pájaros volvieron a
cantar y a volar en el cielo, y la
gente salió a reparar los
desperfectos de las casas.
Empapado hasta los huesos,
Mbagnick Ndong seguía esperando
bajo la ceiba, temblando de frío,
todavía con la esperanza de que se
produjera la inminente llegada del
jefe de cantón. Después de teñir de
rojo el horizonte, el sol se puso tras
él. Casi al instante, la noche
envolvió con su velo de tinieblas el
húmedo paisaje.
Mucho después, vencido por
el desánimo, el hambre y el
cansancio, Mbagnick Ndong se
resignó por fin a regresar.
El lunes por la mañana, el
hospital Le Dantec se hallaba en
plena efervescencia ya a partir de
las ocho. El nombre de Ngor Ndong
corría de boca en boca. Todo el
mundo hablaba de la muerte del
portero a manos de los policías que
habían ido a buscarlo a su puesto de
trabajo el sábado por la tarde,
después de que lo hubiera agredido
la esposa del fiscal general.
Tras una breve reunión, la
delegación de la sección local del
Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Salud, dirigida
por Kéba Kanté, un hombrecillo
tiñoso vestido siempre con un traje
de tela de Lagos de colores
desgastados, decretó un movimiento
de protesta. Se decidió efectuar una
huelga de advertencia todo el día,
con sentada delante de la dirección,
a partir de las nueve, para exigir la
apertura de una investigación que
condujera al castigo de todos y
cada uno de los culpables.
El amplio seguimiento de la
huelga dejó paralizado el hospital.
Avisado por el director, el
ministro de Sanidad envió un
comité de investigación tal como
pedían los sindicalistas, compuesto
por tres miembros del sindicato y
cinco funcionarios del
departamento.
Hacia las cuatro de la tarde, el
comité hizo públicas sus
conclusiones.
La versión de los hechos
desencadenantes de la muerte de
Ngor Ndong que habían dado los
representantes sindicales era
absolutamente fantasiosa.
Al portero lo habían llevado a
comisaría, en efecto, pero no desde
su puesto de trabajo, la puerta de la
Maternidad donde normalmente
debía haberse encontrado, sino
desde el mercado de Sandaga, al
mismo tiempo que a una mujer
llamada Salamba Gadiaga, que lo
acusaba de haberle robado la
cartera en la que llevaba quince mil
francos, suceso que había tenido
lugar delante de varios testigos.
Si Ngor Ndong había hallado
la muerte en la comisaría, se había
debido a un ataque cardiaco. El
médico forense no había detectado
ninguna huella de violencia en su
cuerpo. Todo ello venía avalado
por documentos auténticos que
constituían pruebas jurídicas
irrefutables: certificado de
defunción por muerte natural,
informe de autopsia, a la que había
asistido el propio hermano del
portero-Mbagnick Ndong—, que
corroboraba el ataque cardiaco,
testimonios recogidos bajo
juramento y en presencia de notario,
de la señora Salamba Gadiaga y del
mencionado hermano, quienes, dada
su incapacidad de firmar, habían
estampado sus huellas en las hojas
que contenían su declaración.
En cuanto a las alumnas de
tercero de la escuela de
comadronas, supuestos testigos
oculares de la agresión de que fue
objeto Ngor Ndong por parte de la
esposa del fiscal general y de la
paliza infligida por la Policía en la
entrada de la Maternidad, al ser
interrogadas de forma individual,
habían afirmado sin excepción que
no estaban al corriente de nada. Lo
mismo sucedía con el enfermero
Paul Djibalène, a quien se había
interrogado también. Había
declarado no haber curado a Ngor
Ndong de una herida en la cara, tal
como algunos sostenían. Por lo
demás, su nombre no constaba en el
registro donde se anotaban los
nombres de todos los enfermos
atendidos en el pabellón Avicenne
durante su turno de guardia, en la
noche del sábado al domingo, de
las dieciocho a las ocho horas.
La oficina de la sección local
del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Salud, incapaz
de presentar la menor prueba de sus
graves acusaciones, verdaderos
infundios, había arrastrado a sus
miembros a una precipitada acción
de nefastas consecuencias, ya que
se había constatado un elevado
índice de defunciones en todos los
servicios, en especial los de
reanimación y cuidados intensivos,
muertes debidas a la falta de
vigilancia y de aplicación de los
tratamientos médicos prescritos a
los enfermos.
La esposa del fiscal general,
injustamente incriminada, se
reservaba el derecho de recurrir a
la justicia.
Las sanciones profesionales
fueron inmediatas: los delegados
sindicales fueron suspendidos de
sueldo a la espera de la realización
del consejo disciplinario y todos
los que habían seguido la huelga
recibieron una amonestación y se
les descontó un día de paga.
—¿Y bien, jovencitos? —
exclamó Jackson con una de sus
excepcionales carcajadas—. ¿Qué
os había dicho? Con el dinero y una
lengua agradable, se soluciona
todo, absolutamente todo. ¡En este
país, la gente tiene hambre y se deja
comprar como simples buñuelos!
—¡Eres único, Jackson! —
elogió Matar Samb, lanzando una
admirativa mirada al gigante que
permanecía acodado en la mesa,
con las manos cruzadas bajo la
barbilla y un cigarrillo encendido
en la comisura de los labios—. A
decir verdad, tenía dudas de que lo
consiguieras.
Al lado de Matar Samb estaba
el profesor Gomis que, a su llegada
en torno a las cuatro y media, los
había informado de que en el
hospital Le Dantec la manifestación
organizada por el sindicato no
había tenido más consecuencias que
un pedo de conejo en pleno campo.
—Te felicito —dijo con un
gesto de aprobación—. Jackson,
eres un auténtico mago. ¡Hablando
de buñuelos, le has dado la vuelta a
la tortilla!
Acababan de dar cuenta de una
copiosa comida, regada con
abundante vino. La habían tomado
tarde, porque antes estaban
desganados a causa de la ansiedad
ocasionada por la espera de los
resultados de la investigación. El
mayordomo había recogido la mesa
y había servido el café antes de irse
a la cocina; los había dejado
absortos en su conversación.
—En todo caso, yo tengo una
deuda eterna contigo, Jackson —
afirmó Matar Samb con voz
patética, después de aspirar con
detenimiento el humo del cigarrillo.
Se volvió hacia el médico para
ponerlo por testigo—. Armando,
hablo delante de ti. Sé lo que
Jackson ha hecho por mí y no lo
olvidaré jamás de los jamases. Me
ha salvado de una deshonra segura,
que es lo mismo que decir que me
ha salvado la vida. Sin él, mi
carrera se vería amenazada,
interrumpida, y eso es algo, lo
admito, que no habría podido
soportar. Armando, lo que digo sale
de lo más profundo de mi corazón:
has de saber que tengo una deuda
con Jackson para el resto de mi
vida.
El profesor Gomis dejó la taza
de café y se rascó la nuca, con la
mirada fija en el techo.
—Aunque hay que reconocer
que te ha costado carísimo —objetó
—. ¡Diez..., no, doce millones, es
una cantidad enorme!
Jackson emitió una carcajada
aún más estridente que de
costumbre.
—¿Eso crees, mandiago
devorador de carroña?
—¿Qué más da, Armando, qué
más da? —atajó sin ambages Matar
Samb—. ¿Sabes de qué hablas?
¿Para qué sirve el dinero si no es
para protegerse del deshonor, ya
que no va a impedir que muera?
—¡De acuerdo, jurista! —
concedió el médico—. De todas
maneras, me parece que doce
millones es una fortuna.
—¡Que no, Armando, que no!
—insistió Matar Samb—. Doce
millones no son nada al lado de lo
que habría pasado si Jackson no
hubiera sofocado con magistral arte
el escándalo, gracias precisamente
a esos doce millones. Estaba
incluso dispuesto a gastar más...
—En realidad, la suma total se
eleva a quince millones —intervino
Jackson, cazando al vuelo la
oportunidad—. Mi amigo
negociante es un verdadero buitre,
ya te lo había dicho. Con su olfato
de brujo, ha intuido que necesitaba
con urgencia los ocho millones y,
en lugar de su porcentaje habitual,
ha pedido cinco millones
directamente. Por lo tanto, ocho
más cinco dan trece millones para
él, que con los dos que adelantaste
el sábado por la noche, suman
quince millones.
—No hay problema —dijo
Matar Samb.
—¡Oye, Jackson, estás
exagerando! —manifestó con
incredulidad el profesor Gomis.
Matar Samb miró al médico
con expresión reprobadora, como si
hubiera dicho una blasfemia.
—¿Y en qué exagera?
Armando, ¿es que no has
comprendido la importancia de lo
que estaba en juego? Era mi honor.
¿Cómo puedes considerar carísimo
el precio que ha habido que pagar
para evitar cualquier salpicadura
contra mi honor? Dime, Armando,
¿acaso evalúas mi honor en esos
quince míseros millones que tú
llamas una fortuna?
—¡Que no, jurista! —protestó
con vehemencia el médico—. Te
estás yendo por otro lado.
—¡Mi honor vale mucho más
que quince millones, Armando, te lo
aseguro! —insistió Matar Samb.
—Ésa no es la cuestión,
jurista, créeme —se justificó con
embarazo el médico.
—Entonces, ¡dejémoslo! —
contestó Matar Samb antes de
dirigirse al gigante—. Jackson, te
pagaré la totalidad. Si mal no he
comprendido, te debo entregar trece
millones, ¿no?
—Trece, sí, mi querido fiscal
general —confirmó—. Te detallaré
los gastos al completo. Me vi
obligado a pagar cinco millones a
la familia de Ngor Ndong. Algunos
de los parientes no querían atender
a razones al principio, sobre todo
uno de los primos, que es maestro.
¡Ya conoces a los maestros, mucha
labia y muchas deudas! Hablaba de
informar al ministro de Educación
Nacional, que resulta que es el
responsable político de su
comarca...
—¡Tú también, Jackson! —lo
interrumpió Matar Samb con un
asomo de irritación en la voz—. Me
incomodas con esos detalles. No
me gusta hablar de dinero y,
además, sabes muy bien que tengo
plena confianza en ti.
—Cuando se trata de dinero,
sobre todo de sumas importantes, es
mejor pasar cuentas —insistió
Jackson—. Eso no excluye la
confianza. A Djibalène, el
enfermero que curó a Ngor Ndong,
le di doscientos cincuenta mil
francos. No fue difícil. Cuando
llegué a su casa, en el barrio de
Baye Gaïndé, lo habían expulsado
de la vivienda por un retraso de un
trimestre en el pago del alquiler.
Después de varias órdenes de
desalojo, el propietario había
desmontado las puertas y las
ventanas del piso para obligarlo a
salir. Estaba en la calle, con las
maletas, la mujer y los hijos, sin
saber adónde ir. Al cabo de cinco
minutos de conversación conmigo,
se volvió a instalar en su vivienda.
El médico que ha elaborado el
certificado de defunción y el
informe de autopsia ha cobrado un
millón y medio, al igual que el
notario. Los actores que
representaron el papel de delegados
de personal, los dos viejos..., el
lavador y el recitador de
oraciones..., y el alquiler de la
camioneta costaron un millón en
total. Hubo que dar doscientos
cincuenta mil a Salamba Gadiaga
por su falso testimonio, y la misma
cantidad al encargado de la morgue
para poder retirar el cadáver antes
de la hora de abertura, cincuenta
mil para untar la mano del chófer
del coche mortuorio y doscientos
mil francos para pagar recados
confiados a personas de confianza,
cuatro, que han recibido cincuenta
mil francos cada una. ¿Cuánto suma
eso en total?
—¿Cuánto suma eso en total?
—repitió Matar Samb, con el dedo
apoyado en la frente como si
estuviera calculando.
—Resumamos —propuso
Jackson—. La familia del portero,
cinco millones. El enfermero,
doscientos cincuenta mil. El
médico, un millón y medio. El
notario, un millón y medio también.
Eso suma ocho millones doscientos
cincuenta mil. La camioneta, los
dos viejos, los actores: un millón.
La señora Salamba Gadiaga y el
encargado del depósito de
cadáveres: doscientos cincuenta mil
francos a cada uno. El chófer,
cincuenta mil. En total, la suma
exacta es de diez millones. Los diez
millones que he gastado.
—¡Qué bueno eres en
matemáticas, Jackson! —alabó con
asombro Matar Samb—. Diez
millones, en efecto.
—Diez millones exactos —
continuó el gigante—.
Recapitulemos. Para conseguir esos
diez millones, tú me diste dos, y mi
amigo, el buitre, ocho. ¿Estamos de
acuerdo? Bien, si añadimos los
cinco que exige como interés, eso
da los quince millones. Ahora
descontamos a esos quince millones
los dos que entregaste el sábado y
nos da los trece millones que tienes
que darme, mi querido fiscal
general. ¿Está claro?
—¡Luminoso! —aprobó Matar
Samb—. Ahora mismo te los doy.
Se levantó de la mesa y subió
al dormitorio.
En cuanto hubo desaparecido
por la escalera, el profesor Gomis
se inclinó hacia Jackson con aire de
conspirador.
—¡A ver, seamos serios,
Jackson! ¿De verdad...?
—No te esfuerces con esa
fingida complicidad —lo
interrumpió en voz alta, con una
enorme risotada—. Voy a hablarte
muy en serio, devorador de
cadáveres. ¡Como sigas
entrometiéndote en mis planes, por
la cabeza de mi madre, te juro que
le digo al fiscal general que te
acuestas con su mujer!
Ni aunque le hubieran metido
una hormiga legionaria en el
calzoncillo, el médico habría
reaccionado con tanta rapidez.
—¡Qué! —exclamó,
despegándose de la silla.
Luego miró con inquietud
hacia la puerta.
—Pero ¿qué dices, Jackson?
Por la Santa Cruz, estás
equivocado. Te juro, de verdad,
que te equivocas. Yo...
—Sí, tú, Armando Gomis —
corroboró el gigante, sin bajar la
voz—. Sí, tú, sigue poniendo en
entredicho mis palabras. El que te
engaña... Ya verás si no le pongo al
corriente a Matar Samb. ¡Traidor,
mal hermano!
—Es peligroso lo que dices,
Jackson. ¡Y además, te equivocas
totalmente! —afirmó el médico al
tiempo que volvía a tomar asiento.
—¿Quién se equivoca? Mira,
para atajar de entrada todas tus
negativas, te voy a contar cómo
empezaste la primera vez. Fue poco
después de que ella tuviera la niña.
Había venido a verte a tu
consultorio de la Maternidad por un
problema de frigidez que la
obsesionaba, y tú aprovechaste
para...
Matar Samb volvía al
comedor. De espaldas, el profesor
Gomis oyó sus pasos. Pálido, con el
labio inferior caído, suplicó
mudamente a Jackson que se
callara.
—... para hacerle una consulta
especial, tal como tienes por
costumbre hacer con tus bonitas
clientes. ¡Falso hermano, golfo,
traidor! —prosiguió el gigante,
haciendo caso omiso de la
compungida expresión del médico.
Matar Samb había llegado a su
lado. Sin prestar la menor atención
a su conversación, pese a haber
oído con nitidez las últimas
palabras de Jackson, depositó
frente a él una bolsa de plástico
azul antes de volver a sentarse.
—¡Aquí tienes, Jackson! —
anunció, deslizando la cremallera
—. Dentro hay quince millones. Le
pagas al buitre, como tú lo llamas,
sus trece millones; los otros dos son
para tu comisión.
—¡Ah no, mi fiscal general! —
protestó Jackson—. A ti no te cobro
comisión. Tú eres mi joven amigo,
y como me necesitabas te he hecho
el favor. Es natural. Cuando yo te
necesite, te lo haré saber.
—¡De ninguna manera! —
insistió Matar Samb—. Quédate
con los dos millones de comisión, o
si no, me niego a pagar los trece.
—En ese caso acepto, mi
fiscal general —declaró Jackson,
que calculó que la cuerda ya estaba
suficientemente tensa.
—Puedes poner el dinero en el
maletín, es más discreto. Pero
tendrás que devolvérmelo, porque
es un recuerdo de mi padre —
indicó Matar Samb.
Jackson transfirió con presteza
los billetes de la bolsa al maletín;
tras tomarlo por el asa, se puso en
pie.
—Os dejo, jovencitos —dijo
—. Mandiago comedor de carroña,
no olvides mi advertencia. Mi
fiscal general, transmite mis
saludos a la señora cuando regrese.
—Descuida, Jackson, así lo
haré —prometió Matar Samb—.
Pero, espera, que abriré una botella
de Smirnoff.
—No, gracias —declinó el
gigante—. Con el vino que he
tomado en la comida me da ya
vueltas la cabeza. Es que no
aguanto bien el vino, así que si
encima tomo vodka, no podría
conducir. Sería igual de peligroso e
imprudente que acostarse con la
mujer de otro. Devorador de
cadáveres, no te he oído. ¿Has
retenido mi advertencia?
—¡Sí la he retenido, Jackson!
¡Déjalo ya! —murmuró entre
dientes el médico, cabizbajo.
Consternado por la pérfida
alusión de Jackson, todavía se
preguntaba cómo diablos había
podido enterarse con tanta
precisión. Seguramente la propia
Ramata se lo había explicado, no
podía ser de otro modo.
—¡Será mucho mejor para ti,
golfillo, falso hermano, traidor! —
espetó una vez más Jackson.
Después salió, dejando en el
comedor el eco de su desaforada
risa. Se fue satisfecho, y motivos no
le faltaban. Había hecho su agosto
en aquella operación. En realidad,
no había tenido tratos con ningún
hombre de negocios y no había
gastado en total más que un millón
quinientos treinta mil francos:
quinientos mil francos para el
médico, doscientos cincuenta mil
para Salamba Gadiaga, doscientos
ochenta mil para Mbagnick Ndong,
doscientos cincuenta mil para el
notario y el resto repartido entre
Djibalène, el alquiler de la
camioneta, el soborno del chófer
del coche mortuorio, los actores,
los dos viejos y el encargado del
depósito de cadáveres.
Afuera el cielo estaba
encapotado y el fresco viento que
soplaba acarreaba un fuerte olor a
lluvia. No lejos de allí, debía de
estar lloviendo.
En el umbral de la casa,
Jackson vio que el portero cerraba
el portal de la vasta residencia tras
el paso del Mercedes rojo de
Ramata. Bajó deprisa las escaleras
y llegó abajo en el momento en que
ella paraba el coche al lado de su
BMW amarillo.
—¡Buenos días, mi gran
hermano que ahora me rehuye y al
que ya no veo nunca! —lo saludó
ella, sonriente, mientras se apeaba.
Jackson se inclinó y, tras
besarla afectuosamente en las
mejillas, se enderezó tomándole la
mano.
—Que no, hermanita, no te
rehuyo. Es que he estado de viaje
últimamente —explicó—. El
sábado por la noche, pasé, pero ya
te habías acostado. Hoy, al llegar
he preguntado por ti, y el fiscal
general me ha dicho que estabas en
el fisioterapeuta. Además ¿por qué
te iba a rehuir, hermanita?
—¡Era broma, gran hermano!
¿Y qué novedad hay en el frente?
—Ahora mimo me voy a Saint-
Louis. Cuando vuelva pasado
mañana, nos vemos en el sitio de
siempre para concretar. Hay
novedades.
Ramata retiró la mano. Tras
echar la cabeza hacia atrás, se alisó
el pelo.
—¡No me dejes sobre ascuas,
hermano! Dímelo todo ahora
mismo. Ya me conoces y sabes que
mi gran defecto es la impaciencia.
—Has vuelto a hacer perder la
cabeza a alguien.
—¡Zalamero!
—¡Te lo juro por Dios! El
mismo me lo ha dicho y me ha
suplicado que hiciera de contacto.
Asegura que está dispuesto a todo,
que es capaz de soportarlo todo y
que sólo espera que le mandes una
señal.
—¿Lo conozco?
—No creo. Es un nuevo rico.
Estudiamos juntos en la escuela
coránica de niños. Es un verdadero
inculto desde el punto de vista
intelectual, y en lo que se refiere a
vestimenta y cuidado personal le
queda mucho por pulir. No hace
mucho todavía vendía helados en el
estadio Demba Diop. Considera
que no ha vivido lo suficiente, pero
ahora que le sonríe la fortuna
gracias al trabajo de su madre,
quiere recuperar el tiempo a toda
costa. Asegura que posee medios
sobrados para llegar a lo más alto y
me pide que le sirva de guía en este
mundo nuevo y desconocido que le
inspira un poco de miedo. Es de la
misma región que el ministro de
Economía. Ha recibido un préstamo
de quinientos millones para
invertirlos en el transporte. Dice
que se fijó en ti en el teatro
nacional Daniel Sorano durante el
espectáculo que dio el grupo Una
Mujer, Un Gramo de Oro, en
presencia del jefe de Estado.
Pasado mañana te acabaré de
contar. Mientras tanto habré afilado
el cuchillo y no te quedará más que
degollarlo.
—¡De acuerdo, hermano, hasta
pasado mañana!
El Fokker F27 del ejército del
aire aterrizó poco después de las
seis en la pista del aeropuerto de
Saint-Louis bajo una fuerte lluvia.
El sargento copiloto salió de la
cabina antes de que el avión se
inmovilizara delante de la pequeña
torre de control.
—Pueden desabrocharse los
cinturones, señores, si son tan
amables —anunció con respetuosa
actitud después de haber
dispensado un saludo militar.
El gobernador y el recaudador
de impuestos, únicos pasajeros
civiles a bordo, siguieron la
indicación.
El gobernador, que efectuaba
una gira por los tres departamentos
de la región en compañía de todos
los responsables de servicio con el
objetivo de constatar el estado de
los cultivos en ese comienzo de la
estación de lluvias, había sido
informado a su llegada a Matam del
fallecimiento de su padre, acaecido
en Thionck Essyl, su pueblo natal.
Había logrado obtener una plaza al
mismo tiempo que el recaudador —
detentor de importantes fondos—,
en el avión militar que había
llegado de Dakar para llevar
material al campamento de
Ourossogui y que tenía previsto, en
el regreso, hacer escala en Saint-
Louis. Los otros miembros de la
delegación debían regresar por
carretera, ya que la gira se había
interrumpido y aplazado sine die.
El sargento abrió la puerta y,
tras desplegar la escalera, estrechó
la mano a los dos hombres, que
bajaron del aparato.
Al pie del avión los aguardaba
un Peugeot 504 del gobierno civil,
que había perdido el tubo de escape
en la carretera.
En el barrio Sur, cerca del río,
en la habitación del primer piso,
inundada por un denso humo de
incienso, Jackson y Biti Loho, la
mujer del recaudador, se
sobresaltaron al oír el petardeo del
coche, que se detuvo bajo la
ventana justo en el momento
culminante en el que, tras coronar la
cima de la montaña, se disponían a
descender en caída libre.
Jackson paró de moverse,
contrariado.
—¿Y si fuera tu marido?
Biti Loho, que también se
había parado, reanudó el
movimiento.
—Que no, no es el ruido de su
motor. Él no vuelve hasta la semana
que viene, cuando termina la gira.
Continúa, venga.
Volvieron a emprender el
ascenso a la montaña oyendo el
coche que se marchaba.

El recaudador subió con


celeridad la escalera, enfiló el
pasillo y llegó al salón. Biti no
estaba. Debía de encontrarse en el
dormitorio, de donde llegaba un
agradable olor a incienso. Gracias
al frescor de la lluvia, en esa hora
tardía había una grata temperatura
que propiciaba la prolongación de
la siesta. Atravesó la habitación. Al
llegar a la puerta abierta del
dormitorio, tiró de la cortina. Lanzó
un grito gutural mientras soltaba el
maletín. Pese al humo reinante, veía
claro.
Cuando se desplazan con
fondos importantes, los
recaudadores llevan siempre un
arma encima. El hombre poseía una
pistola de calibre 38. Sin vacilar, la
sacó del bolsillo y disparó en
dirección a la cama. Herido en lo
más hondo por el espectáculo que
allí se desarrollaba, trémulo cual
hoja en alas del viento, erró el
doble blanco que, aun moviéndose,
quedaba tan sólo a una distancia de
cinco pasos.
En cuanto sonó el grito del
recaudador, Jackson se despegó de
la mujer y justo en el momento en
que resonó la detonación, saltó de
la cama mediante un fantástico
brinco, como propulsado por un
potente resorte. Aterrizó cerca de la
ventana, con el sexo de semental al
desnudo, erguido todavía. El pie fue
a dar contra el incensario de barro
cocido, que se hizo añicos. La
ceniza caliente y las ardientes
brasas se dispersaron por el suelo,
por lo que se prendió fuego en la
moqueta. Oyó otra bala que pasaba
silbando junto a su oreja y la
retahíla de injurias que le dedicaba,
detrás de él, el recaudador. De
manera espectacular, como lo haría
un joven en una película del oeste,
con los antebrazos cruzados delante
de la cara para protegerse los ojos
de las aristas de vidrio, Jackson
atravesó como un bólido el cristal
de la ventana. El mismo impulso lo
arrojó contra el parapeto de madera
del balcón, que cedió. Cayó al
vacío, con los muslos al aire. Su
prolongado alarido de pánico se
oyó hasta Balakos y cesó cuando
aterrizó cinco metros más abajo, en
la acera empapada de lluvia, cerca
de los puestos de vendedoras de
zapotes y coco que, con gritos de
sorpresa, abandonaron en
desbandada el refugio del balcón.
Jackson aún no había tocado el
suelo cuando en el dormitorio el
recaudador se había vuelto hacia
Biti Loho empuñando el arma.
Petrificada por el miedo y la
humillación, ésta había
permanecido acostada, con las
piernas abiertas, en la posición en
que la había dejado su amante.
Cuando vio la pequeña boca negra
de la pistola encarada hacia ella,
que parecía mirarla cual ojo de
cíclope, reaccionó por fin. Lanzó un
penetrante grito mientras trataba de
levantarse. Entonces sintió una bola
de fuego que le atravesaba el pecho
y volvió a caer sobre la cama, cuya
blanca sábana comenzó a teñirse de
rojo.
Con los ojos desorbitados y la
respiración afanosa, farfullando
insultos de una violencia extrema,
temblando todavía como un
azogado, el recaudador se metió el
cañón del revólver en la boca y
disparó una última vez.
Todo el drama se había
desarrollado en cuestión de
segundos.
Atraídos por el estrépito
producido por las detonaciones y
por los gritos, en especial el
gigantesco y prolongado alarido de
Jackson, por la rotura de los
cristales y de la madera, los
vecinos del edificio acudieron a la
habitación.
Abajo, la calle estaba ya negra
por la concurrencia de gente, pese a
la tupida lluvia. Con profusión de
comentarios, formaban un corro en
torno al inmenso cuerpo
defenestrado de Jackson, que,
desnudo, lacerado y ensangrentado
por los cristales rotos, adornado tan
sólo por sus perendengues de oro,
permanecía acostado boca arriba,
con los brazos en cruz.
En el dormitorio descubrieron
su ropa de bombasí amarillo
colgada de la percha, sus botas
colocadas al pie de la cama de
sábanas enrojecidas de sangre, en
la que estaba tendida Biti Loho,
desnuda también. Encima del cerco
de moqueta que se había quemado
al romperse el incensario, se
encontraba el recaudador, acostado
boca abajo, con la pistola cerca de
la mano; en lugar de nariz, tenía un
cráter del mismo diámetro del
círculo que se forma al juntar el
dedo pulgar con el índice.
Había mucha sangre, pero, de
milagro, ningún muerto.
Los bomberos se llevaron a
Jackson, aquejado de múltiples
fracturas. Se despertó en el hospital
Le Dantec, adonde había sido
evacuado después de tres semanas
de coma, enyesado del cuello hasta
los pies. De allí salió al cabo de
cinco años, mucho más delgado,
con una parálisis de los miembros
inferiores y una sonda vesical fija
para compensar su incontinencia.
No podía hacer nada por sí solo. El
dinero que había acumulado
mediante sus turbios manejos se
había esfumado durante su larga
hospitalización. Sus tres esposas,
muy jóvenes todas, lo habían
abandonado en cuestión de un año.
Las únicas relaciones que había
tenido eran de interés, y ahora que
no representaba ningún interés para
nadie, todos le dieron la espalda.
No sabía adónde ir. El alquiler de
su vivienda en Dakar había sido
rescindido; además, desde que se
había trasladado a la capital, siendo
muy joven, había perdido todo
contacto con su pueblo natal.
Residía en el patio del hospital,
tendido en una camilla, a la sombra
de una caoba africana. Unos monjes
del monasterio de Keur Moussé
iban a verlo de vez en cuando y le
llevaban provisiones. En tan triste
estado vivió aún tres largos años,
antes de morir una noche de una
enfermedad pulmonar.
Biti Loho, la mujer adúltera,
salió muy bien parada. Ni siquiera
había perdido el conocimiento
cuando la encontraron gimiendo en
la cama. La bala que la alcanzó en
el pecho derecho había atravesado
la caja torácica y había salido por
la espalda sin causar mayores
daños. Operada en la misma
localidad de Saint-Louis, se curó en
menos de tres semanas.
En cuanto al recaudador
cornudo, un pobre desgraciado en
realidad, fracasó incluso en su
tentativa de suicidio. Por culpa de
una singular torpeza o una mala
suerte asombrosa, el proyectil se
había desviado y se había llevado
consigo una parte del paladar y toda
la nariz. También lo trasladaron al
hospital Le Dantec. En el servicio
de otorrinolaringología, donde
permaneció seis años, los médicos
probaron diversas y laboriosas
sesiones de cirugía plástica que
fueron un fracaso, con lo cual quedó
horriblemente desfigurado para
toda la vida.
Todavía estaba oscuro cuando
el taxi rural en el que viajaba
Mbagnick Ndong llegó a la estación
de autobuses de Ndagane situada
frente a la bahía que servía de
muelle para embarcar y
desembarcar a la vez. Había salido
muy de mañana de Sangalcam con
el primer Ndiaga Ndiaye4 de
Rufisque; de allí, había tomado otro
con destino a Kaolack. Se había
bajado en el cruce de Ndiosmone,
poco después de Thiadiaye. Tras
una breve espera, había llegado un
taxi rural en el que había logrado
hacerse un hueco yendo de pie y
encorvado en la parte cubierta con
la lona; iba lleno hasta los topes.
La orilla estaba ya animada
pese a la temprana hora. La gente
aguardaba el regreso de los
pescadores. La neblina limitaba la
visión a una decena de metros sobre
el río. Por oriente, el despejado
cielo había adoptado una tonalidad
anaranjada, reflejo del sol, que
pronto apareció en forma de gran
bola de fuego. La bruma escampó
enseguida encima del agua. De
improviso el aire se llenó de un
zumbido semejante al vuelo de una
bandada de abejorros, cuyo
volumen iba en aumento. Era el
ruido de los motores de las
piraguas que regresaban de la
pesca. Después de desembarcar el
pescado, que pondrían a la venta,
iban a servir de medio de transporte
hacia las numerosas islas
diseminadas en el río y hacia los
pueblos de la orilla.
En torno a las diez, Mbagnick
Ndong encontró una embarcación
con destino a Fafaho. En el marco
de la nueva política de escuelas, el
Estado había previsto la
construcción de tres clases en el
pueblo. El jefe de distrito de
Fimela, de la que dependía
administrativamente Fafaho, había
requisado una piragua para
transportar sacos de cemento,
madera, puertas, ventanas y chapas
de cinc. Una treintena de personas
del pueblo a las que conocía y entre
las que se contaban seis mujeres,
dos de las cuales cargaban a sus
hijos a la espalda, aprovecharon la
ocasión, a cambio de una
participación de ciento cincuenta
francos. No era un mal trato, ya que
la tarifa normal ascendía a
doscientos.
Después de haberse
embolsado la suma que, según
afirmaba, serviría para costear los
gastos de gasolina de la piragua, el
jefe de distrito apeló al civismo de
sus administrados para cargar el
material de construcción.
En el momento de embarcarse,
Mbagnick Ndong no se sentía muy
seguro. Con el material cargado, los
bordes de la embarcación quedaban
a menos de dos dedos de la
superficie del agua. Cuando los
pasajeros se hubieron instalado a
bordo, la espuma de cremoso
aspecto que flotaba sobre el río
semejante a una alfombra de
gruesas bolas de algodón, se
pegaba a sus piernas y a los sacos
de cemento, antes de volatilizarse
sin dejar ningún rastro de humedad.
Mbagnick Ndong se dijo para
sus adentros que, a la menor ráfaga
de viento, la piragua podía llenarse
y que en caso de que hubiera
tornado... Levantó la cabeza y
observó el cielo, procurando no
pensar en lo que sucedería. No, no
había asomo de tornado ni de
vendaval. Aquella mañana el cielo
estaba especialmente sereno,
dominado por un sol radiante, sin
rastro de nubes. Más valía no
llamar al mal tiempo con ideas de
mal agüero. Y además, no iba a
demostrar él menos valor que
aquella gente que no parecía sentir
ninguna inquietud, ni aun las
mujeres, y que hablaba, reía y se
comportaba con toda naturalidad.
¡Al diablo con esos malos
pensamientos, que ya tenía más que
de sobra con los que le habían
acaparado el entendimiento desde
hacía una semana!
De pie en la parte de atrás,
armado de una larga pértiga
hundida en el agua, el piragüero
hizo avanzar la barca con un
vigoroso impulso que lo obligó a
doblarse hasta rozar el pecho con
las rodillas. Se enderezó retirando
la pértiga a medida que la piragua
se ponía lentamente en movimiento
y la volvió a sumergir cuando
estuvo erguido del todo. Poco a
poco, la embarcación se alejó de la
orilla. Tras repetir tres veces la
operación, depositó la vara a sus
pies, se volvió y encendió el motor,
lo que provocó un tumultuoso
rebullir de agua con el movimiento
de la hélice. A poca velocidad
todavía, siguió durante quinientos
metros la ribera bordeada de
manglares y después viró a la
derecha. Al llegar al centro del río,
puso el motor a toda marcha.
Ndangane desapareció deprisa
tras ellos, con su silueta reducida al
minarete de la mezquita.
Emitiendo un ronroneo
continuo, la hélice dejaba una larga
y efímera estela de espuma en la
verdusca superficie del agua.
Convertida en una sucesión de
pequeñas olas, acababa
depositando su impulso en las
orillas, donde chocaba y producía
el ruido característico de una
calabaza al romperse.
Fafaho quedaba a una hora de
navegación, más o menos.
A medio camino, el tiempo se
estropeó de improviso. Después de
la formación de un cúmulo de nubes
que cubrió el cielo, ocultando el sol
con una extraordinaria rapidez,
comenzó a caer una lluvia fuerte
acompañada de un furioso viento.
En ese tramo, el río era un
brazo de mar de más de cinco
kilómetros de ancho. Desde una de
las orillas no se alcanzaba a ver la
otra. La tempestad transformó las
pequeñas olas en montañas de agua,
tan altas como una casa de dos
pisos. La primera, monstruosa,
levantó la embarcación como una
brizna de paja hasta su cresta para
después arrojarla con inaudita
violencia y un crujido de madera
quebrada a un profundo abismo
antes de desparramarse en tromba
sobre ella, cosa que la sumergió
por completo. El motor vaciló,
jadeante, y se apagó. En cuanto
hubo enmudecido su ronroneo,
pareció que arreciaba la intensidad
del viento y de la lluvia. Los
pasajeros se pusieron de pie y las
mujeres gritaron de espanto. El jefe
de distrito proclamó a los cuatro
vientos que se arrepentía de no
haber efectuado su plegaria matinal
y quiso devolver a cada uno los
ciento cincuenta francos que les
había cobrado. Como nadie lo
escuchaba, explicó que no pensaba
llevarse al más allá un dinero
ilícito y tiró las monedas al río.
Después expresó su inquietud por
sus cuarenta y dos hijos, de corta
edad en su mayoría, por sus seis
esposas, todas jóvenes aún, y se
preguntó qué iba a ser de ellos en
un mundo tan difícil, y se puso a
recitar con fervor versículos del
Corán.
El piragüero, por su parte, no
perdió la entereza.
—Arrojad al agua los sacos de
cemento y las chapas —ordenó con
voz recia, poniéndose él mismo
manos a la obra—. ¡La piragua va
demasiado cargada!
El jefe paró en seco la
recitación.
—¡No, es material del Estado!
—¡Los sacos y las chapas al
río, he dicho! —sostuvo el
piragüero—. La piragua está
demasiado cargada y hay que
aligerar peso. Con otra ola como
ésta, corremos el riesgo de que se
parta por la mitad. De todas
maneras, el cemento ya se ha
estropeado.
Mientras hablaba, seguía
lanzando el material por la borda;
pronto otros pasajeros comenzaron
a seguir su ejemplo.
El jefe paró de discutir. Como
no sabía nadar, se puso a trabajar
con afán.
En un abrir y cerrar de ojos,
los sacos de cemento y las chapas
siguieron el mismo camino que las
vigas, puertas y ventanas, que ya se
habían caído con la inmersión de la
piragua, al igual que el resto de los
objetos flotantes. Libre de lastre, la
embarcación volvió a la superficie.
Lo hizo justo a tiempo, pues ya
llegaba otra ola, mayor aún que la
anterior. Pese al tremendo embate a
que sometió a la embarcación, ésta
volvió a salir enseguida, intacta
aunque llena de agua. Había que
vaciarla. La calabaza destinada a
dicho efecto había desaparecido. El
piragüero se desató el cordón del
sombrero de paja, lo metió en el
agua y comenzó a achicar.
—¡Comandante, usa la gorra!
—indicó al jefe de distrito—. Que
las mujeres que llevan dos pareos
se quiten el primero, y los hombres,
la túnica o la camisa.
A dos personas por prenda de
vestir, sujetándola cada una por un
extremo como si fuera una especie
de odre, se aplicaron en achicar el
agua de la barca.
El jefe titubeó un momento
observando la gorra. Luego la
volvió del revés, desprendió el
imperdible con el que llevaba
sujeto al forro su grigri,5 un cuerno
de chivo cosido en una tela roja que
guardó en el bolsillo del pantalón
antes de introducir la gorra en el
agua.
Estuvieron achicando más de
media hora, pero el agua se
mantenía al mismo nivel. Siempre
había una nueva ola que surgía,
levantaba la piragua, la hacía caer y
se derramaba sobre ella para
llenarla hasta el borde.
Luego, de improviso, tal como
había empezado, el tornado cedió.
La lluvia paró, el cielo se despejó,
el sol volvió a brillar y el viento y
las aguas recobraron la calma.
La barca había derivado hasta
el último pueblo, situado poco antes
de la desembocadura de Sangomar.
Al ver a los habitantes en la ribera,
los náufragos se pusieron a gritar y
a hacer aspavientos. Los de la
orilla respondieron y, poco
después, llegó una piragua a
remolcarlos. Empapados, cansados,
con la cara todavía crispada por el
terror, a excepción del piragüero,
todos se lanzaron fuera de la
embarcación antes de que tocara
fondo, empezando por el jefe de
distrito.
Mbagnick Ndong era el más
afectado de todos. Desde el
comienzo de la tormenta, había
creído llegada su hora. ¡Era bien
cierto que había una justicia
inmanente en la Tierra! Era cierto, y
alcanzaba a aquel que, sin respetar
los límites, había tenido un
comportamiento que en ningún caso
había que tener. Como él. ¿Acaso
no había considerado la muerte de
su hermano mayor como una bicoca,
sin ninguna forma de vergüenza ni
escrúpulo? ¿Y ese papel, un papel
muy sucio seguramente aunque no
acabara de entenderlo, que le
habían hecho representar, atraído
por la promesa de embolsarse cinco
millones? Dios iba a castigarlo, sin
duda, iba a morir ahogado, víctima
de la muerte más atroz posible,
peor aún que la horca. Su cadáver,
transportado hasta alta mar, sería
devorado por los peces. Se
quedaría sin sepultura y su alma
errante no reposaría nunca en paz.
Durante toda la tormenta,
paralizado por el pánico, no había
efectuado ninguna maniobra de
salvamento. Agazapado, con el agua
hasta los hombros, se había
agarrado al borde de la piragua con
la misma tenacidad que si le
hubieran clavado las manos a él. Se
le habían relajado los esfínteres sin
que realizara el menor esfuerzo
para retenerse. Cuando puso el pie
en el río, aquejado de vértigo, cayó
de rodillas y comenzó a vomitar,
con la cabeza inclinada hacia
delante. Al cabo de un cuarto de
hora, se incorporó, se lavó y subió
titubeante hasta la orilla. Su primer
acto reflejo fue hundir la mano en el
bolsillo del pantalón. Sacó una bola
de pasta de papel, los setenta y
cinco mil francos que había logrado
conservar de los doscientos ochenta
mil iniciales, la lombriz prendida al
anzuelo que le había lanzado el
gigante de quien ignoraba hasta el
nombre. Habían quedado
inutilizables. Entonces, la fugitiva
pena que había experimentado con
el anuncio de la muerte de su
hermano, antes de que dicho
sentimiento se viera barrido por la
embriagadora perspectiva de ser
millonario, resurgió de lo más
profundo de sí de manera brutal,
como una bofetada en plena cara.
Para asombro de todos, se cubrió la
cabeza con las manos y, con el
pecho sacudido por violentos
sollozos, dejó correr un amargo
torrente de lágrimas.
El piragüero había acabado de
secar y engrasar las piezas de la
máquina que había desmontado.
Después de colocarlas, probó el
motor que había introducido en un
barril de agua. Tras cuatro
tentativas infructuosas, arrancó.
Fafaho quedaba a unos veinte
kilómetros de distancia río arriba.
Llegaron allí en el momento en que
el sol poniente encendía con sus
últimos rayos las copas de los
mangles. Todos los habitantes se
concentraban en la orilla. Después
del tornado, otras embarcaciones
habían salido de Ndangane y habían
llegado a Fafaho. La consternación
reinaba en el pueblo, pues se
hallaban sin noticias de la piragua
requisada por el jefe de distrito.
Cabía temer lo peor, como sucede a
veces cuando la tempestad
sorprende a una embarcación en el
río. Por ello, cuando los
supervivientes aparecieron al
anochecer, en el momento en que
hasta los más optimistas
comenzaban a desesperar, fueron
acogidos por un coro de gritos de
alegría y alivio.
Seynabou Tine, la viuda de
Ngor Ndong, se encontraba entre la
multitud. Al reconocer a Mbagnick
Ndong, corrió hacia él precedida
por su abultado vientre y se
precipitó en sus brazos.
—Mbagnick, ¿estabas en la
piragua? ¡Dios sea loado!
—Sí, Seynabou. ¡Por suerte,
todo ha terminado bien!
Seynabou Tine se separó de él.
—¿Y Ngor? —preguntó—.
¡Mace una semana que lo veo en
sueños de noche y por la mañana, al
despertar, me tiembla el párpado de
arriba del ojo izquierdo! ¿Cómo
está?
Mbagnick Ndong palideció,
recorrido por un involuntario
escalofrío, pero logró contenerse.
—Está bien.
—Pienso tanto en él... Lo
hecho mucho de menos. ¿Está en
paz?
—Está en paz.
Mucho más tarde, cuando
todos en el pueblo dormían,
Mbagnick Ndong se decidió a
informar al padre de Seynabou
Tine, su tío materno, de que Ngor
había fallecido la semana anterior
en el hospital Le Dantec. Una
enfermedad fulgurante había venido
a llevárselo: ¡lo había atacado en
plena noche; por la mañana, estaba
muerto!
El 31 de diciembre de 1980,
cuando ya nadie lo esperaba, el
poeta presidente Léopold Sédar
Senghor, que llevaba veinte años en
el poder gracias a una argucia
constitucional, el famoso y
denigrado artículo 35, cedió
voluntariamente el timón de nuestra
Piragua6 al delfín oficial Abdou
Diouf, que fue primer ministro de su
Gobierno durante toda la segunda
mitad de su largo reinado.
El motivo aducido por Sédar
Senghor era que iba a regresar al
mundo literario, que no habría
abandonado nunca si el maestro
Lamine Guèye, su mentor y sucesor
de Ngalandou Diouf, sucesor a su
vez de Blaise Diagne en el palacio
Bourbon, no lo hubiera
contaminado con el virus de la
política cuando, recién llegado de
la metrópolis, preparaba una tesis
de doctorado de Estado que no
había acabado aún.
Algunos afirmaban, sin
embargo, que nada de aquello era
cierto. La verdad, según ellos, era
que Senghor se había visto
impelido a tomar tan sorprendente
decisión por un vídeo, que le había
presentado su consejero toubab,7
cómplice del mencionado delfín, en
el cual se podían ver las
insoportables imágenes del
asesinato del presidente William
Tolbert, de Liberia, ocurrido ocho
meses antes, y de una decena de
ministros suyos, una semana
después. Maniatados a unos postes,
en calzoncillos, fueron fusilados en
una playa de Monrovia por un
pelotón de jovencísimos soldados
en uniforme de combate, delante de
un numeroso y jubiloso público. A
ello había que añadir que, durante
la proyección del documento, el
consejero blanco no paraba de
repetir al propietario del país, en
presencia de su augusta esposa,
pálida como la ceniza y a punto de
padecer un síncope, que por
desgracia aquel tipo de trágico
trance podía darse en cualquier
lugar de África, con la llegada a la
cúspide de los ejércitos de jóvenes
oficiales y suboficiales (como
quedaba patente en el caso de
Ghana y de Liberia), y que incluso
podía producirse en el Senegal
desde que, allá en Francia, el gran
primo blanco protector, residente
del Elíseo, había dejado de tenerlo
en olor de santidad.
Poco importaban de todas
formas las causas de su renuncia, ya
fueran conocidas u ocultas. Al
margen de algunos aprovechados
que, temiendo la futura pérdida de
sus privilegios, habían querido
organizar una marcha para obligarlo
a desistir de su intención, con el
argumento de que después de él
vendría el diluvio, y a los cuales
había hecho llegar la orden de no
realizar ninguna manifestación en su
favor, reiterando que su decisión —
producto de una madura reflexión—
era irrevocable, todo el mundo
quedó contento. Lo que deseaba la
mayoría era que se fuera, tal como
había anunciado, a reposar a la
residencia de su tierna media
naranja, en Normandía, en el
Calvados, ya que, en su opinión,
había pasado ya demasiado tiempo
en palacio.
La prolongada sequía, que aún
perduraba, y la brutal crisis del
petróleo que se produjeron al
mismo tiempo, a comienzos de la
década pasada, y cuyos terribles
efectos se dejaban sentir todavía,
habían instalado un ambiente
asfixiante en el país. La grave
carestía de alimentos, en especial
los de primera necesidad, había
hecho duplicar y hasta triplicar los
precios.
El encrespamiento del oleaje,
provocado por el deterioro de las
condiciones de intercambio y el
nuevo orden económico mundial,
pese a la ideología de la negritud,
se volvía cada vez más persistente.
Sometida al embate de la gigantesca
marejada, nuestra piragua
zozobraba peligrosamente.
Alarmados por el furor de los
elementos, los pasajeros montados
a bordo, hombres, mujeres, jóvenes
y viejos, no se apaciguaban ya con
peticiones de paciencia ni de
nuevas dosis de esfuerzos,
sacrificios y privaciones, pues lejos
de calmarse, el oleaje no hacía sino
crecer. Cansados de remar, todos
habían perdido definitivamente la
esperanza de ver el final de las
dificultades, ese final que hacían
destellar en la línea de meta, ya no
tan lejana ahora, situada ni más ni
menos que a veinte insignificantes
años, en el puerto del año 2000,
año de la prosperidad y la
abundancia para el que prometían a
todos casa, trabajo, coche, ropa y
comida de calidad para que, por
fin, una vez satisfechas por entero
las necesidades básicas, con Dakar
convertida en una ciudad más
hermosa que París, capital de la
Grecia negra, que será el Senegal,
todo el mundo pueda ocuparse de
las obras de embellecimiento de las
calles.
De este modo, un gran suspiro
de alivio y de esperanza brotó de
las gargantas tras el anuncio del
relevo voluntario y pacífico, inédito
en África, del capitán que iba a
dirigir el navío.
VEINTE AÑOS
DESPUÉS, NGOR
NDONG Y RAMATA
KABA…

El barrio de Ranrhar, situado


en las proximidades del aeropuerto
Léopold Sédar Senghor de Yoff, no
guardaba parecido alguno con los
otros del país. Aquí no había
colmado, ni mezquita, ni parada de
pan, ni depósito de carbón, ni plaza
grande, ni mercado, ni escuela, ni
gatos ni perros errantes en sus
características calles, siempre
desiertas y sin basura. Los
habitantes no se relacionaban entre
sí, tal como ocurre en los barrios
populares, porque Ranrhar era una
residencia de millonarios. Las
grandes mansiones de variadas y
atrevidas formas arquitectónicas
entre las que mediaba una distancia
mínima de quinientos metros, con
jardines que, por lo general, daban
al agua, protegidas de las miradas
indiscretas por altos y recios muros
provistos de una puerta siempre
cerrada vigilada día y noche por un
guardia uniformado, desfiguraban el
sinuoso y accidentado contorno del
litoral granítico.
En sus aposentos del tercer
piso del flamante palacio con vistas
al mar, Ramata Kaba terminaba de
acicalarse. Se había puesto una sola
joya, una gruesa cadena de oro en el
cuello. Al lanzar una última mirada
al espejo del armario, que le
devolvió su imagen de pies a
cabeza, una gran sonrisa de
satisfacción le iluminó la cara. El
vestido azul de lunares blancos,
muy simple, amplio y ligero, le
sentaba de maravilla. Se
conservaba bien. Ni una arruga en
la cara, ni ojeras, ni papada, los
pechos firmes, el vientre plano, la
cintura fina, las caderas libres de
antiestética celulitis. Giró sobre sí
apoyándose en uno de los tacones y
la falda del vestido formó un gran
círculo. Elevada hasta lo alto de los
muslos, descubrió unas piernas
perfectas de gemelos bien
torneados antes de caer de nuevo a
la altura de los tobillos. Ramata se
dedicó otra sonrisa, más radiante
aún. Absolutamente nadie diría que
tenía los cincuenta años que
acababa de cumplir.
No tenía motivo de queja, se
conservaba realmente muy bien.
El teléfono sonó encima del
tocador. Al descolgar, oyó que el
guardián la avisaba de que el taxi
esperaba en la puerta.
Media hora antes, cuando ya
se había acostado, una llamada de
la jefa de comadronas de la
Maternidad del hospital Le Dantec
la había informado de que su hija
Dieynaba, en la actualidad
arquitecta de renombre (era ella
quien había diseñado los planos de
la nueva casa), acababa de traer al
mundo a un niño. «¡El bebé más
bonito que haya nacido nunca en la
Maternidad!», había exclamado la
mujer después de felicitarla por su
nueva condición de abuela. No bien
hubo acabado de hablar con ella,
Ramata había llamado al vigilante
para encargarle que pidiera un taxi;
después había comenzado a
prepararse.
Su marido Matar Samb,
todopoderoso ministro de Justicia,
estaba de viaje en Ginebra y no
volvería hasta la tarde del día
siguiente. Había autorizado al
chófer a llevarse la 605 AD8 para ir
a visitar a Gandigal a su anciana y
enferma madre. Ella había dejado
esa misma mañana en el garaje su
Jaguar. Había que reparar y pintar
el lado izquierdo, abollado en un
choque del que ella había sido
responsable. En la casa sólo
quedaban los tres todoterrenos, el
Montero, el Jeep Cherokee y el
Toyota doble cabina. El problema
era que si bien consentía en subirse
sin rechistar a aquellos vehículos,
que por lo demás consideraba
bastante cómodos, nunca los
conducía porque encontraba que
habría sido tan poco femenino y
ridículo como si se hubiera puesto a
fumar en pipa. No podía pedir a
ningún vecino que le hiciera el
favor, primero porque al haberse
instalado hacía poco en el barrio no
los conocía, y aunque los hubiera
conocido, quedaba descartado
recurrir a ellos. Eso era algo que no
se debía hacer. Allí la norma era:
«Compóntelas solo, sin ayuda de
Dios ni de nadie». Nunca había que
violar las normas preestablecidas.
Por eso se veía en la
necesidad de ir en taxi.
Con el bolso en la mano, se
introdujo en el ascensor para ir a la
planta baja, frente a cuya puerta
aguardaba el taxi.
Eran las doce de la noche
exactas cuando el coche llegó a la
Maternidad del hospital Le Dantec.
Ramata entregó al conductor un
billete de diez mil francos,
indicándole que se quedara con el
cambio y, tras recibir vivas
manifestaciones de agradecimiento
de su parte, abrió la puerta trasera y
bajó. La jefa de comadronas la
esperaba delante de la puerta, tal
como habían acordado, pues la hora
de visita había concluido hacía
mucho. Cuando franqueó el umbral
de la puerta de los peatones, que
abrió el portero, ni se le pasó por el
recuerdo la muerte de Ngor Ndong,
que antes había cumplido esa
misma función. En realidad nunca la
había atormentado esa muerte de la
que no se había sentido ni
responsable ni culpable. Enseguida
había olvidado el incidente y no
había retenido siquiera el nombre
del portero.
Habían transcurrido veinte
años desde entonces...
Encontró a su hija en una
habitación del anexo de arriba, en
el segundo piso del inmenso
edificio: la habitación A,
curiosamente la misma que ella
había ocupado cuando nació
Dieynaba. De eso ya hacía treinta
años. ¡Qué deprisa pasaban los
años! Dieynaba dormía
profundamente. Como todas las
mujeres, después del parto se había
sumido en un sueño reparador. Un
ángel enviado por el
misericordioso Hacedor había
bajado del Cielo y la había
dormido con una caricia en la
cabeza. Al despertar, olvidaría las
molestias de la gestación, las
náuseas, los vértigos, vómitos y
antojos, así como el dolor de las
contracturas del parto. El recién
nacido se chupaba el dedo en la
cuna con los ojos abiertos.
El marido de Dieynaba,
Armando Gomis hijo, joven
profesor adjunto de gineco-
obstetricia, y que iba tras las
huellas de su padre, actual decano
de la Facultad de Medicina y
Farmacia, permanecía inclinado
sobre la cuna con expresión
radiante. Al entrar Ramata, se
enderezó y, tras acudir a su
encuentro, se arrojó a sus brazos.
—¡Es increíble, mamá! —
exclamó con entusiasmo—. Tengo
un hijo. Soy el padre de un niño. Es
increíble, pero cierto.
—¡Bravo, hijo! —lo felicitó
Ramata con la voz entrecortada por
la emoción.
Tras darle unas afectuosas
palmadas en la espalda, se separó
de repente de él, volvió la cara y se
puso a llorar en silencio.
Armando hijo no intentó
consolarla siquiera. Aquellas
lágrimas no había que enjugarlas,
pues lejos de expresar pena alguna,
celebraban un gozo tan profundo
que era imposible contenerlas.
¡Eran lágrimas de dicha! Armando
se acercó de nuevo a la cuna a
contemplar a su hijo.
—¡Es increíble, tengo un hijo,
soy padre de un niño! —seguía
repitiendo con el mismo tono
enfático—. ¡Es increíble, pero
cierto!
Ramata, que había conseguido
dominar por fin la intensa emoción
que la había embargado, se inclinó,
acarició los cabellos de Dieynaba,
le dio un leve beso en los labios y
la observó un momento. Después
fue a reunirse con Armando junto a
la cuna, cogió al bebé envuelto en
las mantas, lo arrebujó contra su
pecho y se puso a murmurar una
canción de cuna cuya letra
recordaba apenas, una que le
cantaba su madre de niña, mientras
lo acunaba con un leve vaivén. Al
cabo de un momento, lo despegó de
sí para contemplarlo.
—Pero ¡qué querubín! —
exclamó con alborozo—. No
duerme, me mira. ¡Qué bonito!
¡Señora comadrona, tenía razón al
decir que es el bebé más guapo que
haya nacido en la Maternidad!
—¡Oh, sí! Mamá, es guapo,
precioso —corroboró Armando—.
Se parece a mí. ¡Es increíble, pero
cierto!
La jefa de comadronas,
apoyada en la puerta de la
habitación, se decidió a intervenir.
—¡Doctor! ¡Señora ministra!
¡No hablen tan alto, por favor, que
la van a despertar! Ha tenido un
parto laborioso, en el cual se ha
comportado de manera encomiable.
Ahora necesita reposo, así que no
la molesten.
—¡Perdón, señora comadrona!
—se disculpó Ramata en un
susurro.
—Disculpe, señora Touré —
dijo Armando, que se instaló en uno
de los dos sillones situados frente a
la cama—. Es que me siento
realmente feliz.
—¡Es bien comprensible,
doctor! Pero no hay que exagerar y
despertar a su señora. Está cansada
y reposa —insistió la comadrona al
tiempo que consultaba el reloj—.
Bueno, tengo que ir a la sala de
partos. Si son tan amables, señora
ministra, doctor, nada de ruido.
—¡Prometido! —aseguró
Armando.
—¡Descuide! —confirmó
Ramata.
Una vez se hubo ido la mujer,
Ramata dejó al recién nacido en la
cuna. Luego se sentó en el otro
asiento, al lado de Armando y le
rodeó los hombros con el brazo.
—¡Es magnífico, hijo! —
susurró—. Lo habéis hecho muy
bien los dos, Dieynaba y tú.
—Y hemos creado un tercer
elemento aún más formidable —
declaró Armando—. El que va a
estar contento es papá. Está en el
Méridien-Président con unos
colegas, decanos de facultades de
Medicina y Farmacia de
universidades francófonas, y que
han venido para un seminario. He
intentado llamarlo, pero ha sido
imposible. Debe de haber
desconectado el móvil.
—Tu padrino también se va a
llevar una agradable sorpresa
cuando vuelva. Dieynaba es su
preferida, su gran amiga.
Siguieron conversando, al
principio en voz baja, pero pronto,
sin darse cuenta, elevaron la voz.
Dieynaba no se despertó ni una sola
vez, de todas formas. De vez en
cuando exhalaba un gemido, movía
un brazo o una pierna, o volvía la
cara encima de la almohada. Ellos
callaban de inmediato, por temor a
despertarla, y ella recobraba la
calma y la respiración regular.
Entonces comenzaban a charlar de
nuevo, primero bajito, y al poco
tiempo, otra vez en voz alta.
Mucho más tarde, a su regreso
de la sala de partos, la jefa de
comadronas los encontró
adormilados en los sillones y los
despertó. Luego tomó la tensión
arterial a Dieynaba sin estorbarle el
sueño.
—Trece-nueve —anunció
dirigiéndose a Armando, tras
quitarse el estetoscopio de las
orejas—. Doctor, debería ir a
descansar, pues usted también está
cansado.
—Tiene razón, señora Touré,
estoy molido —reconoció
Armando, mirando el reloj—. Son
las dos y diez. Voy a acostarme a la
sala de guardia.
Se levantó, imitado por
Ramata.
—Yo también voy a volver,
me caigo de sueño —declaró
Ramata—. No me había dado
cuenta de que se hacía tan tarde.
¿Me prestas tu coche, Armando? He
venido en taxi.
—Por desgracia, está
estropeado. Se me ha fundido una
biela.
—Entonces tendré que coger
otra vez un taxi para volver. ¿Se
encuentran en esta zona a esta hora?
—Sí. Hay una parada a la
entrada del hospital.
Bajó en compañía de
Armando. No tuvieron que ir hasta
la entrada del hospital, ya que
delante de la puerta de la
Maternidad encontraron un taxi que
acababa de dejar a una parturienta,
la cual se alejó sostenida por otras
dos mujeres. Armando le abrió la
puerta de atrás y le dio un beso
antes de que entrara en el vehículo.
Después sacó del bolsillo un
cuaderno y un bolígrafo, retrocedió
para mirar la matrícula del taxi y de
nuevo al lado de la puerta, aún
abierta, anotó el número
repitiéndolo en voz alta.
—¡Por prudencia, nunca se
sabe, con lo tarde que es! —
comentó, cerrándola, tanto para
tranquilizar a Ramata como para
lanzarle un aviso al conductor—.
Bueno, mamá, hasta mañana. Bah,
ya son casi las dos y media y ya ha
empezado el día. Hasta luego pues.
—¡Hasta luego, hijo! —
respondió ella a través del cristal
bajado—. A Ranrhar —anunció al
chófer.
El taxi se puso en marcha.
El trayecto debía durar tres
cuartos de hora a lo sumo. Ramata
Kaba estaba cansada de alegría,
literalmente, por haber tenido un
nieto. La fuerte emoción del
principio, que la había hecho llorar,
había cedido, y la había dejado
inmersa en una especie de
agradable sopor. Además, tenía
sueño. Por suerte, el taxista no era,
como sucedía a menudo, uno de
esos charlatanes impenitentes que
parloteaban sin parar creyendo
suscitar el interés de los clientes.
Este conducía en silencio. Ramata
se arrellanó cómodamente en el
respaldo y cerró los ojos cuando,
después de recorrer la avenida del
presidente Lamine Guèye, el taxi
tomó la autopista Seydina
Limamoulaye El Mahdi. Llevaba
unos quince minutos en el taxi
cuando, de repente, la brutal
maniobra del conductor provocó
que abriera los ojos. El taxi había
dejado atrás el estadio Léopold
Sédar Senghor, había girado
bruscamente a la izquierda y había
seguido por un camino arenoso, tras
abandonar la calzada.
—¿Qué significa esto? —
preguntó, extrañada, Ramata Kaba.
No recibió respuesta.
—¡Te van a meter en la cárcel
y te vas a pudrir allí hasta que
mueras! —amenazó tratando de
aparentar calma, pese a su
incipiente inquietud—. Sabes
perfectamente que mi yerno ha
anotado el número de tu coche, así
que esta misma noche te van a
detener. Más vale que pares ahora
mismo.
Sin abandonar su mutismo ni
dejarse impresionar, el conductor
continuó a toda velocidad. El terror
comenzó a adueñarse de ella. El
reposacabezas le impedía ver la
cara del hombre en la penumbra. Se
puso a lanzar estridentes chillidos,
pidiendo socorro, pero pronto se
dio cuenta de que era inútil. El taxi
circulaba a toda velocidad,
saltando peligrosamente en medio
de las dunas de arena, en un paraje
desierto. Aparte de las dos franjas
amarillas proyectadas por los faros
que taladraban la noche, la
oscuridad era total.
Ramata Kaba optó por
cambiar de táctica.
—Llévame a mi casa y te daré
todo lo que quieras —trató de
engatusarlo—. Aquí en el bolso
tengo poco dinero, pero en casa...
El resto de la frase quedó
ahogado en su garganta. Lanzado a
toda velocidad, proyectado en el
aire por una elevada duna, el coche
cayó con violencia sobre las dos
ruedas de un lado. Así prosiguió un
centenar de metros, inclinado, y
cuando volvió a apoyarse sobre las
cuatro ruedas, comenzó a patinar
como si se deslizara sobre hielo
hasta que acabó atascándose, con el
motor embalado. El chófer quitó el
contacto. Enseguida se instaló un
denso silencio, tan profundo que se
oían los chirridos de una pareja de
grillos que copulaban en los
alrededores. El hombre salió del
taxi, abrió la puerta de atrás,
inclinó el torso hacia el interior y,
tras encender la lámpara cenital,
tocó el pecho izquierdo de Ramata
con la afilada punta de un puñal,
todavía agitado por el pavor y el
zarandeo del vehículo. Con un
movimiento de cabeza, le ordenó
que bajara y retrocedió para dejarle
paso.
Muerta de miedo, salió
temblando del taxi. Después de
arrancarle el bolso, se le acercó
encarándole el puñal al cuello,
adornado con una gruesa cadena de
oro que en la oscuridad brillaba
con mayor intensidad que el arma.
Se preguntó, retrocediendo
instintivamente, si querría
degollarla o apoderarse de la joya.
Entonces él le puso la zancadilla.
Cayó hacia atrás, con las piernas al
aire. La falda del vestido se ahuecó
hasta cubrirle la cara. Se debatió
tratando de destaparla.
Por la puerta abierta del taxi,
la lámpara encendida proyectaba un
rayo de luz que iluminó el
nacimiento de los muslos de
Ramata Kaba y sus exiguas bragas
blancas que el conductor observó
con gran atención.
Cuando por fin logró liberarse
la cara y levantarse a medias, el
chófer, con el pantalón bajado ya
hasta los tobillos, la empujó con
brutalidad hacia el suelo y se dejó
caer encima, aplastándola con todo
su peso. Intentó arañarle la cara,
pero más rápido que ella, él la
agarró por las dos muñecas con una
sola mano. Aunque efectuó enormes
esfuerzos para soltarse, no lo logró.
Gritó y gritó hasta no poder más,
pero sus chillidos se confundieron
con el zumbido de los reactores del
avión que planeaba en dirección al
aeropuerto. Observando sus luces
de posición, que parpadeaban en la
noche a modo de grandes estrellas
verdes y anaranjadas, concibió la
esperanza de que tal vez el piloto
los hubiera visto, pues el aparato
volaba muy bajo. Sí, seguro que los
había visto. Habría avisado a la
torre de control de que un hombre
estaba agrediendo a una mujer en
una zona próxima; precisaría el
lugar donde se encontraban. La
torre de control habría prevenido
enseguida a la Policía del
aeropuerto, que en ese instante
acudía a salvarla. No iban a tardar,
sólo tenía que resistir y esperar su
llegada. Forcejeó con un vigor del
que no se creía capaz, pero fue en
vano. El taxista era mucho más
fuerte que ella y pronto sintió que la
abandonaban las fuerzas. Por un
breve instante, se planteó renunciar
a toda resistencia, pero rechazó con
vehemencia la idea. Impelida por
un asco surgido de lo más profundo
de sí, logró cruzar las piernas. Iba a
luchar hasta que saliera el sol. No
iba a dejarse mancillar por esa
bestia de respiración sibilante cuyo
fuerte olor a alcohol y a tabaco le
producía náuseas y cuyo sexo
desbocado le hurgaba el bajo
vientre. Pero ¿por qué diantres no
llegaba la Policía? ¡Ah, si pudiera
tener las manos libres! Entonces
habría dejado que la bestia se
confiara para apoderarse de ese
sexo y de los testículos, y entonces
habría estado salvada. A falta de
esos atributos masculinos, tenía su
mejilla al alcance de la boca,
cobijo de la única arma con que
contaba: los dientes. Lo mordió con
contundencia, hasta el punto de
sentir como chocaban los incisivos
de arriba y de abajo. El gusto
insípido de la sangre le acentuó las
náuseas. Separó los dientes y
salpicó con su vómito la cara del
conductor. Este no pareció
advertirlo, como tampoco dio
muestras de notar la mordedura en
la mejilla.
Sin soltar las muñecas de
Ramata, se levantó y la arrastró
consigo. Tras asestarle un violentó
rodillazo entre los pechos, la soltó.
Ella se desplomó en el suelo, sin
respiración, medio inconsciente. Y
del mismo modo en que los
dondiegos de día se abren al salir
el sol, sus piernas se separaron. Él
volvió a ponerse encima y le
desgarró las bragas cuando
comenzaba a recuperarse un poco y
se disponía a reanudar el combate.
Era demasiado tarde, sin embargo.
El hombre se había arrodillado
entre sus muslos. Toda resistencia
era superflua. Se sintió humillada,
vencida, rota. No podía
comprender, no quería aceptar que
le ocurriera tamaña ignominia. No,
no era cierto, estaba padeciendo
una pesadilla. Anoche, en la cena,
el cocinero se había esmerado y
ella se había atiborrado de
langostas a la crema, se había
acostado en su cama, le había dado
una indigestión y su sueño se había
visto enturbiado por horribles
sueños. Era eso. Era víctima de una
pesadilla, acababa de constatarlo.
Como siempre cuando uno se da
cuenta de que está soñando, se
despierta. Iba a despertarse y la
pesadilla cesaría.
Supo que no estaba en su
cama, que no soñaba, cuando la
penetró con una sola embestida y
comenzó a estremecerse de pies a
cabeza. Se debatió un instante aún,
pero fue breve...
Va aferrada a las crines de un
veloz corcel de ruidoso aliento que
arranca chispas bajo sus pies y que
la lleva en un fantástico galope en
plena oscuridad, ¿Desde cuándo
galopa, está cerca o lejos, quién es
ella, de dónde viene y adónde va?
La carrera se vuelve más y más
frenética, tanto que los cascos del
corcel no tocan ya el suelo. Se
siente entonces transportada a
través del espacio sideral a una
velocidad meteórica. De improviso,
una cegadora claridad surgida del
fondo de las tinieblas hace que el
caballo se encabrite con un fogoso
relincho. Mientras éste prosigue su
fantástico galope, se siente
arrastrada en una vertiginosa caída
que se mezcla con largos chillidos.
Cuando por fin aterrizó,
Ramata se encontró sola, acostada
en la arena en medio de la
oscuridad. El conductor había
desaparecido con el taxi. Todo
estaba tranquilo y en silencio a su
alrededor. Hasta sus oídos llegó el
inconfundible ruido del distante
mar, transportado a lomos de la
brisa nocturna cargada de yodo.
Tenía el cuerpo entero sacudido por
espasmódicos estremecimientos,
como si todavía estuviera aferrada
a las crines del corcel de frenético
galope. Se levantó y dio un par de
pasos indecisos. Aquejada de
vértigo, volvió a acostarse en la
arena. Encogida en posición fetal,
con las manos pegadas a las
mejillas, los brazos doblados y los
codos apuntalados en las rodillas
plegadas, permaneció largo tiempo
inmóvil, con los ojos abiertos en la
negrura, sin pensar en nada, con la
mente en blanco, apaciguada,
invadida por un sosiego como no
había sentido nunca.
Mucho más tarde, se sentó.
Con la vista adaptada a la
oscuridad, distinguió sus bragas
rotas, sus zapatos alejados el uno
del otro; entre ambos había una caja
de cerillas. La recogió al mismo
tiempo que los zapatos y abandonó
las bragas inservibles. Al llevarse
la mano al cuello, comprobó que la
cadena había desaparecido. Se puso
en pie, libre ya del vértigo. No
tenía ninguna noción del tiempo que
había permanecido acostada e
ignoraba dónde se encontraba
exactamente. Sólo recordaba que el
taxi había pasado ya el gran
estadio.
Guiada por una tenue luz
visible en el horizonte, proveniente
sin duda del aeropuerto, descalza
porque era más cómodo para ir por
la arena, se puso a caminar con los
zapatos en una mano y la caja de
cerillas en la otra. La soledad no la
asustaba, nada la asustaba ya. Nada
podía ocurrirle después de lo que le
había sucedido ya. La caja de
cerillas tenía para ella más valor
que la joya que había perdido. Era
el recuerdo del hombre que, de una
manera fulgurante y cegadora, había
traído la luz a su oscuro universo.
La conservaría como un buen
cristiano guarda una santa reliquia,
por si acaso no volvía a verlo. Pero
lo volvería a ver, de eso estaba
segura.
A los cincuenta años, después
de más de treinta y cinco de vida
sexual activa, jamás había sentido
la menor satisfacción. A partir del
momento en que había tomado
conciencia de ello, su existencia
había quedado envenenada. Sin
duda a causa de ese sentimiento,
con la esperanza de curarse de lo
que consideraba una enfermedad,
jamás había tenido la presencia de
ánimo de rechazar las
proposiciones de un hombre,
cuando no las buscaba incluso ella
misma. De sus múltiples aventuras
no había obtenido, sin embargo,
nada que la colmara. Había
acabado por desanimarse,
convencida de que conservaría para
siempre aquella tara, y ahora
resultaba que, gracias a un taxista,
un desconocido, había alcanzado,
contra toda expectativa, el más alto
grado de excitación sexual.
—¡Lo encontraré! —exclamó
en voz alta en medio del silencio de
la noche—. Además, Armando ha
anotado el número del taxi en su
cuaderno.
Caminó largo rato antes de
distinguir claramente las luces del
aeropuerto. Entonces pudo
orientarse y encontró la carretera.
Continuó todavía andando sin
encontrar a nadie y, exhausta y con
los pies doloridos, llegó a su casa
con las primeras luces del alba.
Apretó con insistencia el timbre de
la entrada hasta que el portero
acudió por fin a abrir. La observó
al entrar, extrañado de su desaliño
y de la arena que la cubría de pies a
cabeza, pero no hizo preguntas ni
comentarios.
Al llegar a su habitación, se
fijó en algo que había escrito en la
caja de cerillas. Era una caja Le
Boxeur, con la efigie de Battling
Siki en la parte de delante. En el
dorso había anotados el nombre de
un hombre: Ngor Ndong; también
figuraba el de un pueblo:
Sangalcam.
Tomó un baño caliente y luego
uno frío y, relajada, se acostó.
Durmió hasta después de mediodía.
Al despertar sació el hambre con un
copioso desayuno, se vistió
rápidamente y salió. Tomó el taxi
que el portero había pedido para ir
a retirar el jaguar al garaje. Durante
el trayecto, preguntó al chófer si
conocía, entre sus colegas, a un tal
Ngor Ndong, que vivía en
Sangalcam; puso como excusa que
tenía un recado importante para él.
El hombre hizo memoria y acabó
dando una respuesta negativa.
«¡Da igual! —se dijo—.
Armando tiene su número y no será
difícil localizarlo.»

Poco antes de la una y media


aparcó el Jaguar de color blanco
crema en la zona de aparcamiento
de la Maternidad. Era la hora de las
visitas y la puerta estaba abierta.
—¡Ramata! —exclamó
Dieynaba cuando entró en la
habitación A.
De pie en el centro, con el
camisón arremangado y las piernas
separadas, acababa de ponerse una
compresa. Se arrojaron una a los
brazos de la otra y permanecieron
largo tiempo abrazadas, en silencio.
—¡Te he esperado toda la
mañana! —confesó por fin la hija
con tono de reproche—. Quería
llamarte a casa, pero cada vez me
decía que ibas a llegar de un
momento a otro.
Ramata se separó de ella y,
tomándola por el hombro, la llevó
hasta la cama, donde se sentaron
juntas.
—Vine anoche —se justificó
con cierta incomodidad—. Como
dormías, no quise molestarte.
—Armando me lo ha dicho
cuando me he despertado esta
mañana.
—Me fui muy tarde y, al llegar
a casa, no pude pegar ojo de tan
excitada que estaba con la alegría
de ser abuela. No me he dormido
hasta la madrugada y me he
despertado hacia las doce. ¿Cómo
estás, muy cansada?
—Muy bien, me he recuperado
bastante. Al principio estaba un
poco asustada, pero Armando
estaba allí, me daba la mano y me
animaba. Superé el miedo y
controlé la respiración. Se me hizo
un poco largo porque las
contracturas no eran frecuentes,
pero, al final, todo salió bien. ¿Y
tú, Ramata? ¿Fue duro para ti?
¿Gritaste cuando me trajiste al
mundo?
—¡No, cariño! Como eras un
bebé muy grande, me hicieron de
entrada una cesárea. No tuve tiempo
de gritar.
—A mí me la querían hacer,
pero he preferido ver nacer a mi
hijo estando despierta. Pese a la
insistencia de Armando, no acepté,
en vista de que ni la vida del bebé
ni la mía corrían peligro.
—¿Dónde está Armando, por
cierto? —preguntó Ramata Kaba.
—No debe de andar muy lejos.
Ha salido para acompañar al tío
Armando, que ha venido a ver a su
nieto.
—Debía de haberse ido ya
cuando he llegado, pues no he visto
su coche en el aparcamiento.
—¿Y papá?
—Llega a las tres. ¡Se llevará
una agradable sorpresa!
—¡Sí! Va a estar muy contento,
y más viendo lo mucho que se le
parece el niño.
—Pues Armando dice que se
le parece a él.
—¡No! Se parece mucho más a
papá.
Se miraron y dejaron escapar
al mismo tiempo una alegre
carcajada, felices.
Armando las encontró
abrazadas.
—¡Cualquiera que no os
conociera os tomaría por dos
hermanas! —comentó tras besar a
Ramata en la mejilla.
—Hijo, ¿guardaste el número
del taxi que cogí anoche? —
preguntó Ramata.
Armando buscó en los
bolsillos de la bata y, al no
encontrar nada, afirmó que no sabía
dónde había dejado el cuaderno.
—¿Qué ocurre? —inquirió
Dieynaba.
—Perdí la cadena Van Cleef y
Arpels, la que me regaló tu padre
cuando naciste —explicó a Ramata
—. Quería regalártela, por eso me
la puse al venir. Por desgracia, te
encontré dormida. Pensé que se
habría caído en el taxi, aunque en
realidad no estoy segura. ¡No sé
dónde la perdí! ¿Qué hora es?
—Las dos y media —contestó
Armando, tras consultar el reloj.
Ramata se puso en pie.
—Me voy al aeropuerto —
anunció—. El avión de tu padre
llega dentro de media hora.
Se dijo que conseguiría
encontrar a Ngor Ndong, lo más
rápidamente posible y fuese como
fuese.
El ayudante jefe Ibnou Faye,
comandante de la brigada de
gendarmería de Rufisque, estaba
muy preocupado. No sabía cómo se
podría solucionar todavía por vía
amistosa aquel asunto de la tontina
que le llegaba de Sébikotane.
Tenían un centenar de denuncias
por desvío de fondos y abuso de
confianza depositadas contra la
presidenta y la tesorera de la
asociación financiera por miembros
de la asociación que llevaban casi
tres años sin recibir su cuota en el
reparto. La suma rondaba los cuatro
millones y medio. Las denunciantes
aseguraban haber recurrido sin
resultado a todas las vías de
acuerdo posibles y afirmaban que si
habían llevado el caso a la Policía,
era porque no querían ya oír hablar
de reconciliación, sino de
devolución. Ibnou Faye pensó que
no tendría más remedio que detener
a las dos responsables y no le
gustaba nada. Meter en chirona a
una mujer era lo que más le repelía
de su oficio.
No obstante, si no las
arrestaba, los miembros de la
tontina no dudarían en acusarlo de
haber olvidado su denuncia porque
mantenía excelentes relaciones con
la presidenta, que, sin duda, le
untaba la mano. Aquello era falso,
por supuesto, pero más valía no dar
pie a chismorreos. ¡Además,
aquellas dos mujeres habían ido
muy lejos! Se habían quedado con
el dinero de otros y tendrían que
pagarlo. Así eran las cosas...
El ruido del teléfono situado
en un rincón de la mesa interrumpió
el hilo de los pensamientos de
Ibnou. Entonces sacó del bolsillo
de la guerrera un pañuelo ya
húmedo con el que se enjugó el
sudor de la frente y el cuello. Pese
a las grandes aspas del ventilador
que agitaban el aire y a la ventana
abierta, en su oficina hacía un calor
bochornoso esa tarde de junio. El
teléfono sonaba por tercera vez
cuando, después de guardar el
pañuelo en el bolsillo, tomó el
auricular.
—¡Brigada de la gendarmería
de Rufisque al aparato!
—Querría hablar con el
comandante de la brigada, por favor
—solicitó alguien con amabilidad.
—El mismo al habla. ¿Quién
llama?
—El ministro do Justicia,
Matar Samb.
—Ayudante jefe Ibnou Faye a
su servicio, señor ministro —
saludó con tono respetuoso y
sorprendido a la vez.
—Perfecto, comandante,
necesitaba precisamente sus
servicios. Verá... Sangalcam queda
en su sector, ¿verdad?
—¡En efecto, señor ministro
de Estado!
—Pues bien, necesito localizar
a un habitante de Sangalcam
llamado Ngor Ndong, un taxista.
¿Lo conoce?
Ibnou Faye se tomó un
momento de pausa antes de
responder.
—Disculpe, señor ministro,
conozco a Ngor Ndong, pero no es
taxista...
—El que me interesa es
taxista. Debe de haber varios Ngor
Ndong. Es al taxista a quien busco.
—Disculpe, señor ministro,
sólo hay un taxista en Sangalcam.
Es un guineano llamado Algassimou
Diallo; tiene la casa justo delante
del dispensario. En el pueblo sólo
conozco a un Ngor Ndong, un joven.
Fue aprendiz, pero nunca llegó a
taxista.
—¿Ah sí, comandante?
Espere, no cuelgue...
Ibnou Faye oyó un vago rumor
de conversación al otro lado del
hilo y, luego, de nuevo la voz del
ministro de Estado.
—¿Sí, comandante? Si es el
único que responde al nombre de
Ngor Ndong, tiene que tratarse de
él.
—Bien, señor ministro.
¿Habrá cometido algún delito otra
vez, supongo?
—¿Un delito dice? Oh, no,
comandante, al contrario. Anoche le
prestó un gran servicio a mi esposa,
que está empeñada en expresarle
personalmente su agradecimiento.
Dice incluso que va a ir a su
cuartel. Comandante, cuento con
usted, por favor, para que trate de
localizar a Ngor Ndong antes de su
llegada. ¡Adiós, comandante, y
muchas gracias!
Ibnou Faye colgó cuando el
ministro cortó la comunicación; se
quedó pensativo. ¡Qué increíble!
Salió de la oficina
acariciándose la hirsuta barba,
ornamento bastante inusual en un
gendarme. Su cara era alérgica a
toda forma de afeitado. Enseguida
le salía un forúnculo no bien había
pasado la hoja, lo cual lo obligaba
a guardar cama durante dos
semanas con la cabeza hinchada
como una calabaza. El médico lo
había autorizado a dejarse barba,
con una prima mensual de
mantenimiento de trescientos
cincuenta francos. Todavía se
acariciaba el mentón, abstraído,
cuando entró en la gran sala central,
en torno a cuya mesa trabajaban
media docena de agentes.
—¡Dème! —llamó.
Un joven de unos veinticinco
años irguió la cabeza.
—¿Sí, Charlie Bravo?9
—Vamos a Sangalcam.
—De acuerdo, jefe. Voy a
sacar el Land Rover del garaje —
anunció Dème, levantándose.
Cogió la gorra y salió. Ibnou
fue tras él. En la sala de espera, que
estaba llena de gente, de mujeres
sobre todo, en su mayoría de pie,
las denunciantes de la tontina se
acercaron a él.
—Jefe Faye, ¿y nuestro
problema? —preguntaron a la vez.
Sin detenerse, Ibnou Faye les
pidió que regresaran a la mañana
siguiente, explicando que mientras
tanto convocaría a la presidenta y a
la tesorera porque iba a estar
ocupado el resto del día, y después
se fue con Dème sin atender a las
recriminaciones de las mujeres.
Los mismos gendarmes habían
dado a Sangalcam el apodo de
«pueblo sin ley». En esa población
intervenían más que en todo el resto
de su zona. Y es que Sangalcam
estaba lleno de habitantes llegados
de los más diversos horizontes. Era
un pueblo de aluvión. Los
inmigrantes era mayoritarios y los
escasos autóctonos no poseían
ninguna raíz...
El nombre de Sangalcam, que
significa literalmente «Recobra
Cam», está ligado a uno de los más
gloriosos episodios de la historia
de los lebus.10 Hace tiempo, mucho
antes de que los toubabs
conquistaran el país, la actual
región de Dakar, exclusivamente
habitada por los lebus, pertenecía
al reino de Cayor. En señal de
vasallaje, cada año, poco antes de
la época de lluvias, uno de los doce
pueblos de la zona debía llevar a la
capital del reino, Mboul, una gran
cantidad de arena fina y de conchas
blancas para adornar la sepultura
d e l damel11 y de los grandes
dignatarios, así como una
importante provisión de sal y de
pescado seco para el
avituallamiento de su ejército.
El año de las grandes lluvias y
de las fuertes inundaciones que
habían provocado la expulsión a los
elefantes, que habían hecho surgir
numerosos cursos de agua y brotar
las innumerables palmeras de la
región de Niayes, donde Ballobé
Diop, con apenas treinta años, fue
elegido diaraf12 de Bargny gracias
a su fuerte personalidad, su
clarividencia y su ardor en el
trabajo, coincidió con el turno en
que correspondía a dicho pueblo
llevar el tributo. Después de
consultar al consejo de ancianos
que le prestó su apoyo y prevenir a
los diaraf de los otros pueblos
lebus, Ballobé envió a su primo
Bandak a Mboul para anunciar en
persona al damel de Cayor que
Bargny se negaba a obedecer una
ley que consideraba injusta.
Así habló Bandak, después de
haberse identificado y haber
saludado al damel sentado delante
de toda su corte reunida.
—En tiempos inmemoriales,
los lebus, pueblo de pescadores
habitantes de los márgenes del
Nilo, refractarios a toda forma de
monarquía, abandonaron su patria
de origen, el Egipto de los faraones.
A lo largo de su éxodo, que duró
más de un milenio y en el curso del
cual atravesaron desiertos, sabanas
y selvas, escalaron colinas y
montañas, franquearon ríos y lagos,
se dedicaban a la pesca cuando
podían, nunca lograron asentarse de
manera prolongada en ningún sitio a
causa de su pronunciado apego a la
libertad. Al llegar por fin al borde
del mar, se instalaron de manera
definitiva allí y, sumando a sus
actividades de pesca la agricultura,
vivieron en paz, sin pedir nada ni
deber nada a nadie. Pero el reino
vecino de Cayor, demasiado
poderoso, vino a imponer su
soberanía sobre su territorio; los
lebus, demasiado débiles, no
osaron rebelarse, olvidando incluso
los motivos que habían impulsado a
sus gloriosos antepasados, hombres
de una pieza enamorados de la
justicia, a abandonar para siempre
su lejana patria y una verdad
convertida en proverbial para ellos:
«¡El lebu no conoce rey! Bargny
tiene un nuevo diaraf, que se llama
Ballobé Diop. Él considera que el
reino de Cayor no tiene ninguna
autoridad sobre su pueblo, que está
totalmente de acuerdo con él. Por
consiguiente, si tú, damel Amary
Ngoné Ndella Coumba, deseas
arena y conchas, él, diaraf Ballobé
Diop, te concede la autorización
para enviar tantos hombres o
mujeres como quieras, para venir a
aprovisionarse gratuitamente y
llevarse toda la carga que puedan
transportar, pues en Bargny, la
arena y las conchas son los regalos
inagotables de la naturaleza. En
cuanto a la sal y el pescado seco, si
los quieres, es obligado que los
pagues a sus propietarios. Que
quede bien claro lo que he dicho.
¿Lo has comprendido bien? Mi
lengua ha repetido palabra por
palabra, sin omitir nada, el mensaje
de mi primo, diaraf Ballobé Diop.
Eso es cuanto tenía que
comunicarte, damel Amary Ngoné
Ndella Coumba. Recibe mi
saludo».
—¡Deberían arrancarte esa
lengua de la boca antes de separarte
la cabeza del cuerpo! —replicó el
damel levantándose con presteza,
con semblante ensombrecido y la
voz vibrante de cólera mal
contenida.
Precisó a Bandak que su
condición de enviado lo salvaba de
una muerte segura, pero que ésta no
tardaría de todas formas en llegar.
Le encargó que volviera a decirle a
ese pretencioso de Ballobé Diop
que en el plazo exacto de una
semana, entrada la mañana, él
mismo, damel Amary Ngoné Ndella
Coumba, iría al frente de su ejército
a castigar con rigor la más extrema
ofensa que le había sido infligida
nunca. Respondiendo con otro
proverbio, ellos, en Cayor, decían
que una bofetada en plena cara se
venga por sí sola. Él se vengaría de
la bofetada que Bargny le había
dado. Quemarían el pueblo y
decapitarían a todos los hombres.
Primero le tocaría el turno a
Ballobé y luego a Bandak, una vez
que los hubieran capturado, vivos a
ser posible, o si no, después de
muertos en combate. Se llevarían
sus cabezas como trofeos y los
cuerpos los arrojarían a las llamas.
Las mujeres y los niños, plegados
bajo las cargas de sal, de pescado
seco, de arena y de conchas, serían
conducidos a Mboul y reducidos a
la esclavitud. ¡Que Ballobé Diop no
diga que el damel Amary Ngoné
Ndella Coumba lo ha atacado por
sorpresa!
Tras cuatro días de marcha
forzada, igual que en la ida, Bandak
volvió al pueblo a transmitir la
amenazadora respuesta del damel.
Ballobé no se inmutó, sin embargo.
Quedaban aún tres días, durante los
cuales Bargny se preparó para la
guerra.
Esa misma noche, los ancianos
fueron al bosque de Bahadiah para
consultar a Ndogal, el genio
protector del pueblo. Ndogal
recomendó un sacrificio: antes del
amanecer había que inmolar a una
niña de diez años; con su cadáver
se confeccionaría un grigri. Así, el
pueblo lograría una victoria total.
Ningún habitante perdería la vida,
no sólo en la batalla que habría que
librar contra el damel de Cayor,
sino en cualquier otra batalla futura
en la que participase, en todo el
mundo, y nunca, por más poderoso
que fuera, rey alguno conseguiría
imponer su ley en Bargny hasta el
fin de los tiempos.
Entre eso y un pueblo
destruido, con los hombres
masacrados y las mujeres y los
niños reducidos a la cautividad, no
dudaron mucho en elegir. Entre los
ancianos, había tres que tenían hijas
de diez años y todos se ofrecieron
voluntarios para entregarlas. Hubo
que proceder a un sorteo y luego se
llevó a cabo el terrible sacrificio.
El tiempo apremiaba. Bargny
no poseía ejército profesional.
Diaraf Ballobé convocó con
urgencia sus tropas. Todos los
hombres en edad y condiciones
idóneas se presentaron. En total
sumaron ciento noventa y nueve
voluntarios, un tercio de los cuales
eran viejos.
En vistas de tan pobre número,
Ballobé efectuó una llamada a los
otros jefes de los pueblos lebu, a
los que les explicó que el combate
que Bargny debía efectuar contra el
damel de Cayor era el combate de
todos. Los veintidós hombres que
envió, dos por cada pueblo,
regresaron con la misma respuesta
negativa. Los once pueblos
consideraban que el combate de
Bargny no les concernía para nada
y, por lo tanto, rehusaban de forma
categórica, sin excepción, aportar
cualquier clase de ayuda. Ellos no
tenían ningún tipo de contencioso
con el damel y no querían tenerlo.
Los habitantes de Bargny eran los
únicos responsables, merecían todo
lo que se les venía encima por
haber elegido como diaraf a un
niño. Y puesto que ese niño, ese
Ballobé Diop, por cosas
insignificantes que Bargny poseía
en abundancia, había querido
desdecirse de la palabra dada por
sus antepasados a los antepasados
del damel de Cayor y exponer a su
pueblo a la destrucción total, debía
acarrear las consecuencias. Que se
las arreglara solo, tal como había
tomado solo su alocada decisión;
que no pidiera socorro a nadie,
porque ningún pueblo lebu le
prestaría apoyo.
Al considerar insuficiente su
falta de solidaridad, para no
comprometerse, los otros diaraf
mandaron once embajadores a
Nboul, acompañados cada uno de
once muchachos y once muchachas
cargados con los cestos llenos de
provisiones que Bargny se negaba a
entregar. Los delegados declararon
al damel que la ausencia de un solo
mono no redundaría en detrimento
de la unión, que los otros lebus
condenaban de manera unánime y
sin reservas la pueril actitud de
Ballobé y de su pueblo,
desaprobaban su desatinado
desacato y creían que tenían bien
merecido el castigo que les habían
reservado.
El desapego de sus parientes
causó un gran disgusto a Ballobé,
pero no hizo mella en su voluntad.
Bargny debería combatir solo. La
víspera de la fecha crítica, poco
antes de ponerse el sol, el pueblo
de Ngalape salvó el honor de los
otros pueblos lebus. Una joven
llamada Cam Mbenga, armada con
una azagaya en la mano derecha, un
arco en la izquierda y un carcaj
lleno de flechas en bandolera, llegó
para sumarse a las filas de Bargny.
Tras haberle dado profusamente las
gracias, diaraf Ballobé le dijo que
las mujeres no debían participar en
el combate. Cam Mbenga respondió
que lo sabía muy bien, pero que
había acudido enviada por su
padre. Este tenía más de cien años y
ya no le sostenían las piernas.
Contaba, gracias a Dios, con una
familia numerosa, cincuenta dones
del cielo vivos, pero únicamente
con hijas, todas las cuales estaban
ya casadas salvo ella, Cam, la
benjamina, que tenía veinte años y
aún estaba soltera. Indignado por la
traición de los pueblos lebus, de no
haber sido por su avanzada edad, su
padre se habría sumado a la causa
de Bargny, que para él era justa y
noble. Por eso le había dado sus
armas y la orden de ir a combatir en
su lugar. Ella, Cam Mbenga, hija de
Lisikeury Mbenga de Ngalape,
estaba resuelta a respetar la
voluntad paterna y no veía ninguna
fuerza en el mundo capaz de
impedírselo.
Ante tanta determinación, los
ancianos acordaron admitir a Cam a
título excepcional entre los
combatientes. Le dijeron que
comprendían el gesto de su padre
Lisikeury, porque la «habitación»
de su madre se encontraba allí, en
Bargny.
Al día siguiente, día de la
confrontación, desde el amanecer
concentraron en la playa a los niños
y a los ancianos demasiado viejos
para combatir, pues en caso de
derrota estarían listos para ir a
buscar refugio por mar en Djifer,
montados en las piraguas donde
habían dispuesto ya su equipaje.
Por la mañana, cuando el sol
había cubierto la mitad de su
trayectoria, una gran polvareda
anunció la llegada de la vanguardia
del ejército de Cayor, formada por
la caballería provista de fusiles y
capitaneada por el propio damel.
Al frente de sus tropas,
compuestas de ciento noventa y
nueve hombres y una mujer, diaraf
Ballobé salió a la carga contra el
enemigo, armado de la feroz
voluntad del jabalí arrinconado
contra un árbol y que es consciente
de que debe vencer o morir.
El encuentro tuvo lugar en
Panthiur, un bosquecillo situado al
este de Bargny, después de los
campos, entre el río Hulupe y el
pueblo de Ndouhoura.
Pese a ser cinco veces
inferiores en número y no contar
con caballos ni armas de fuego, las
tropas del diaraf Ballobé Diop
causaron una escabechina y la huida
del potente ejército de Cayor,
considerado invencible hasta
entonces.
El sacrificio consentido no
había sido vano, pues les brindó la
protección absoluta para el pueblo
que había garantizado el genio
Ndogal. En el momento en que,
confiados a lomos de sus caballos,
los soldados de Cayor apuntaban
las armas aguardando la orden del
damel para disparar contra la
heterogénea horda que avanzaba,
corriendo en desorden, con un
dispar armamento compuesto de
palos, piedras, algunos arcos,
flechas y azagayas, unos enjambres
de abejas oscurecieron el cielo cual
nube de langosta y se precipitaron
contra ellos y sus monturas. No
atacaron, en cambio, a la gente de
Bargny.
En las filas del ejército de
Cayor pronto se produjo la
desbandada, entre alaridos y
relinchos de dolor. Enloquecidos
por las picaduras de los insectos,
los caballos desarzonaron a los
jinetes y, desbocados, se
dispersaron por el campo antes de
morir con los ollares inflamados. El
damel y sus hombres, que se habían
quedado todos sin montura y habían
perdido en su mayoría las armas,
huían despavoridos bajo el pertinaz
acoso de aquellas asombrosas
abejas que respetaban
milagrosamente a sus enemigos. Las
tropas de diaraf Ballobé no
tuvieron más que perseguirlos y
matar a un gran número de ellos,
entre los que se contaban dos
príncipes, el hermano menor y el tío
del damel.
Aquella estrepitosa derrota de
Bargny supuso el fin definitivo del
dominio del reino de Cayor sobre
el territorio de los lebus.
Inmediatamente después de la
batalla, diaraf Ballobé envió de
nuevo a Bandak para comunicar al
damel que, de las dunas de arena
amarilla de Diander hasta las
colinas gemelas de Uaka, y de la
isla de Ngor a los acantilados rojos
de Dialaw, todos los pueblos
estaban habitados por parientes
suyos, que quedaban por lo tanto
bajo su protección. A partir de
entonces, nadie les volvería a
llevar nunca más conchas, ni arena,
ni pescado seco ni sal. Y si Amary
Ngoné Ndella Coumba, se atrevía a
agredir a un solo pueblo lebu, él,
diaraf Ballobé Diop, le prometía
otra lección, mucho más fulgurante,
más mística y más humillante que la
que acababa de administrarle.
Con la cara todavía hinchada
por las picaduras de abeja, el
damel respondió que había oído y
comprendido. De este modo dejó
tranquilos, al igual que lo hicieron
sus sucesores, al conjunto de los
pueblos del territorio al que los
historiadores suelen referirse con la
errónea denominación de república
Lebu.
Nunca existió tal república.
Una república implica que haya,
como mínimo, un poder central y
unas leyes comunes. Pese a que
había una organización social casi
idéntica en todas partes, con el
diaraf, el consejo de los notables,
de los jóvenes y el conservador de
las tierras, elegidos todos
democráticamente pero sin
privilegios ni distinciones de
ninguna clase, y un consejo de
ancianos al que se accedía en virtud
de la edad, la sabiduría y los
conocimientos ocultos, no existía
ningún jefe superior, cada pueblo
era autónomo y contaba con su
propia administración, de tal forma
que ninguno tenía preeminencia
sobre otro.
Al día siguiente de la batalla,
cuando avergonzados por su
comportamiento, los otros diaraf
acudieron en delegación a Bargny
para solicitar el perdón de Ballobé,
para felicitarlo y para darle las
gracias, le propusieron de forma
unánime asumir las funciones de
jefe de la asamblea de pueblos
lebus. Ballobé les concedió el
perdón sin rencor, pero declinó la
oferta.
—¡Queréis hacer de mí un
damel! —les explicó, riendo—.
Sabéis muy bien que eso es
imposible, porque el lebu no
reconoce ningún rey. Os doy las
gracias por la gran confianza que
demostráis en mí, pero no puedo
aceptar. Los lebus no necesitan un
damel, sino ser solidarios entre sí.
Nuestras tierras son vastas y
fértiles, nuestros bosques
abundantes en caza, y el mar está
ahí, siempre generoso, de tal suerte
que cada pueblo se basta para
proveer sus necesidades. Todos
somos parientes y en caso de
dificultad debemos ayudarnos.
Volved a vuestras casas y dirigid
vuestros pueblos en la
concertación, la justicia y la paz,
sin abusar de la autoridad. Que el
hermano menor siga al hermano
mayor y que el hijo siga al padre.
Así lo hicieron, y los lebus,
independientes de todos los otros
reinos del país, vivieron con paz y
prosperidad, al abrigo de guerras y
hambrunas...
Los primeros toubabs,
exploradores que llegaron por
barco al país en plena estación de
lluvias se dejaron engañar por la
lujuriante vegetación que habían
propiciado ese año las lluvias.
Creyendo que aquella verde
espesura era permanente,
denominaron al territorio de los
lebus la península del Cabo Verde.
Aquellas personas se fueron de allí
poco tiempo después.
Tras ellos llegaron, varias
décadas más tarde, unos toubabs
comerciantes. Algunos se instalaron
en la isla de Ber, 13 deshabitada,
tras pedir autorización a los
pescadores que ocupaban unas
cabañas de paja en el continente, a
cambio de unas cuantas barras de
hierro, de abalorios y barricas de
vino tinto. Otros prosiguieron hasta
Ndar.14 Una vez asentados, los
toubabs firmaron tratados de
amistad con los pescadores para
aprovisionarse de agua potable,
para visitar los pueblos, entablar
relaciones cordiales con los
habitantes, comerciar y hacer
trueque con ellos. Poco tiempo
después, fundaron una sede
comercial en Teungedj, 15 y más
tarde, en Diuwala.16
Los toubabs traían
extraordinarias mercancías, como
velas, espejos, golosinas, telas,
agujas, hilo, jabón o vino tinto, que
trocaban por carne fresca, cera,
pieles, miel, goma arábiga y sal.
Todo el mundo estaba contento,
pues unos y otros salían
beneficiados.
Pronto, sin embargo, los
toubabs no se conformaron con los
productos animales, vegetales y
minerales; estimaron que el
producto humano era mucho más
rentable. Entonces penetraron en el
interior del país y compraron o
capturaron esclavos para venderlos
en las Américas. Y durante tres
siglos, el comercio de ébano fue
próspero.
Luego llegó por fin otra clase
de toubabs, que no eran ni
exploradores ni comerciantes. Eran
militares, conquistadores temibles,
astutos y eficaces. Desde su base de
Saint-Louis, gracias a los cañones y
a los fusiles, en el poco espacio que
media entre dos generaciones,
dislocaron enfrentándolos unos
contra otros, a la totalidad de los
reinos del país, como el Cayor, el
Baol, el Djolof, el Walo, el Fouta
Toro, el Sine, el Rip, el Saloum, el
Niani Wouli, el Bomabouk, el
Fouladou, el Kassa, el Fogny, el
Blouf, el Pakao... Casi todos los
reyes perecieron en combate; los
que no, fueron capturados y
deportados sin posibilidad de
regreso. Uno solo de ellos, el rey
de Djolof, consciente de la
superioridad de los toubabs,
decidió exiliarse hacia otros
horizontes para ponerse a las
órdenes de otro rey que él
consideraba dotado de fortaleza
suficiente para contenerlos, pero
que al final resultó también
derrotado. Todas las reglas y
estructuras sociales se vieron
trastocadas por completo. A los
príncipes menores de edad los
enviaron a la Escuela de los
Rehenes, los adultos se convirtieron
en simples cultivadores,
palafreneros o comerciantes,
mientras que los antiguos cautivos
de las coronas derrocadas que se
habían situado, en el último
momento, en el bando de los nuevos
amos, alcanzaron la posición de
reyes.
El territorio de los lebus, al no
ser un reino, se mantuvo al margen
de las refriegas. Los jefes toubabs
respetaron los tratados de amistad
firmados por sus antepasados.
Durante todos aquellos años de
conflicto, no hubo ni un disparo en
esa zona. Al contrario del resto del
país, cuya conquista se llevó a cabo
a sangre y a fuego, la ocupación de
la península del Cabo Verde se
efectuó de manera pacífica, sin la
menor escaramuza. La organización
social de los lebus se mantuvo
gracias a ello intacta, como antes.
Los toubabs fragmentaron a su
conveniencia los reinos
desmembrados en provincias y
cantones, al frente de los cuales
pusieron jefes indígenas que de
insignificantes pordioseros pasaron
a ser poderosos personajes.
Ataviados con el abrigo y la
chechia roja, atributos del nuevo
poder, estos improvisados
dirigentes no dudaban en emplear el
látigo para recaudar los impuestos.
Al país le dieron el nombre de
Colonia del Senegal; a su frente
pusieron un gobernador con
residencia en Saint-Louis, que
asumió la categoría de capital.
De allí, ayudados por las
tropas reclutadas en los antiguos
reinos, los famosos «regimientos
senegaleses», los toubabs partieron
a la conquista de otros países del
continente, que no tardaron en
doblegar. Entonces reagruparon el
conjunto de los territorios vencidos
en una vasta federación, una entidad
administrativa denominada la
AOF.17 Durante un breve periodo
de tiempo inferior a un año, el
gobernador del Senegal, instalado
en Saint-Louis, compatibilizó sus
funciones con las de gobernador
general de la AOF, antes de que
éstas se deslindaran. Entonces, el
antiguo campamento de cabañas de
pescadores construido al oeste de
la isla de Gorea, transformado en la
ciudad más importante del país,
Dakar, se convirtió en capital de la
federación.
El año en que estalló la
Primera Guerra Mundial tuvo lugar
la elección del primer diputado
negro en el palacio Bourbon, Blaise
Diagne, originario de Bargny, del
barrio de Gouye Dioulancar, por
parte de su abuela materna, Sarote
Secka. Como homenaje a su
histórica victoria sobre el mulato
Carpot, las mujeres del pueblo
donde había efectuado su
preparación mística para la
conquista del poder le dedicaron la
célebre canción El carnero negro
ha derribado al carnero blanco.
Nombrado subsecretario de
Estado en las colonias, Blaise se
encargó de la leva de tropas
indígenas para ir a defender la
madre patria amenazada por los
alemanes. El gobernador general de
la AOF, que no toleraba recibir
órdenes de un negro, prefirió ir al
frente, donde falleció alcanzado por
una bala en la cabeza justo después
de su llegada. Los jóvenes de
Bargny fueron de los primeros en
enrolarse en el ejército. Al igual
que sucedió en los posteriores
conflictos de la guerra del 39, de
Madagascar, Indochina, Argelia,
Congo, el Líbano, Shaba, Chad,
Cambia y Liberia, todos los que
partieron a combatir a Francia,
después de haber rodeado siete
veces el fetiche de Ndogal
confeccionado antes de la guerra
contra el damel de Cayor,
regresaron sanos y salvos.
En el momento en que
comenzaba a soplar el suave céfiro
de la autonomía interna, precursor
del cálido y seco alisio de la
independencia, los altos dignatarios
lebus se pusieron en contacto con
las autoridades coloniales para
pedir, en nombre de los tratados
firmados siglos atrás entre sus
respectivos antepasados, que la
península de Cabo Verde quedara
separada del resto del Senegal,
provista de un estatuto de
departamento o territorio francés de
ultramar. Las negociaciones
secretas estaban a punto de dar su
fruto cuando el vicepresidente del
Consejo de Gobierno, Mamadou
Dia, se enteró del proyecto. Un
proyecto tan nefasto, del que el país
no se recuperaría nunca, debía
fracasar a toda costa. Apoyándose
en el argumento jurídico de que no
se puede separar una capital del
resto de un país, tomó la decisión
de trasladar la capital de Senegal
de Saint-Louis a Dakar. Cuando se
hizo pública la noticia, los
estupefactos habitantes de Saint-
Louis protestaron con vehemencia y
energía, afirmando que no pensaban
quedarse de brazos cruzados ante lo
que consideraban como una
sentencia de muerte de su ciudad.
Todos los habitantes salieron a
manifestarse en las calles lanzando
gritos de odio y maldiciones contra
Dia, mientras en las mezquitas se
celebraban oraciones especiales
para pedir la caída de su Gobierno.
Pese a ello, Dakar se convirtió en
la capital de Senegal.
Pese a que Francia concedió la
independencia sin que hubiera ni un
disparo ni un cruce de sables, los
lebus no habían renunciado a sus
aspiraciones. Mientras tanto llegó
al poder el presidente Léopold
Senghor tras la disolución de la
efímera confederación de Mali, que
agrupaba el Sudán francés y
Senegal. Antes tuvo que deshacerse
de Mamadou Dia. Este, por
entonces presidente del Consejo de
Gobierno, y acusado de tentativa de
golpe de Estado, fue confinado
junto con cuatro de sus compañeros
al penal de Kédougou. Senghor
puso fin de manera definitiva al
proyecto lebu. En lugar de aplicar
la fuerza bruta, se valió del tacto y
de la astucia. Buen conocedor de la
ex madre patria, Senghor sabía que
bastaría con que los dignatarios
lebus dejaran de plantear su
demanda para que, a falta de
interlocutores, abandonara aquella
diabólica empresa. Como buen
poeta, dotado de un fino manejo de
la palabra, Senghor comenzó
formulando fantásticas promesas.
Entre otras, que en menos de una
década se construirían entre
Rufisque y Dakar cien fábricas
donde trabajarían con prioridad los
jóvenes de la región de Cabo
Verde. Después se emprendería el
acondicionamiento de un puerto en
Bargny y la financiación de las
cooperativas de pesca de todos los
pueblos para la adquisición de
redes y piraguas con motor. A las
promesas agregó un elevado salario
para los dignatarios, un coche con
gasolina y con chófer, teléfono,
agua y electricidad gratuitos y
becas para que sus hijos fueran a
estudiar a Francia. Los honores
prodigados atajaron para siempre
las veleidades separatistas. Cada
año la presidencia invitaba a la
colectividad lebu a una recepción
en la gran sala de banquetes en la
que no faltaba de nada. Ellos eran
la única etnia depositaría de tal
privilegio.
Fue en el curso de una de esas
recepciones cuando el presidente
remató su obra. Anunció a los
dignatarios que se disponía a
promulgar la ley denominada
«sobre el territorio nacional» que
estipula que la tierra no pertenece a
nadie, aparte de a aquel que está en
condiciones de trabajarla. El
problema era que temía la reacción
de los lebus. En lugar de
preguntarle el motivo de sus
temores, los dignatarios se
ofuscaron. ¿Cómo podía temer él,
Senghor, su reacción, con todo lo
que había hecho por ellos y que de
justicia era proclamarlo en voz bien
alta, pues quien no dice el favor y
su autor es un ingrato y ellos, los
lebus, no eran unos ingratos?
Senghor, según lo deseara sin
siquiera consultarles, podría
promulgar todas las leyes que
quisiera, pues aquello no era asunto
suyo. Ellos tenían la obligación de
aplaudir y así lo harían hasta que se
les hincharan las manos. La
Asamblea Nacional, dominada por
el único color verde,18 votó la
famosa Ley 64 46 , una ley
peligrosa que acarreó tanto
desorden como el nubarrón preñado
de lluvia. Muy pronto resultó
evidente que era una patata caliente
en manos de los lebus.
Rápidamente, la península de
Cabo Verde quedó invadida y la
mayoría de los pueblos se
transformaron en guetos.
Desposeídos de sus tierras por
medio de falsos documentos, los
habitantes pasaron a ser
minoritarios en su territorio.
Frustrados, airados e impotentes,
observaban anonadados a los
nuevos propietarios de tierras que
ahora se llaman Diamanka, Konaté,
Blanchard, Mboup, Da Costa o
Gaboune, sin poder recurrir al ya
olvidado sueño de constituir un
departamento o territorio de
ultramar. De las cien fábricas, el
puerto y la financiación de las
cooperativas nunca más se oyó a
hablar. Se acabaron los coches; el
agua, la electricidad y el teléfono se
cortaban en caso de impago, y las
becas las concedía ahora una
comisión nacional. La única
prebenda que queda es la irrisoria
recepción anual.
¡Cuántas paradojas y
coincidencias nos reserva la vida!
Creada para enterrar para siempre
el separatismo, la ley sobre el
territorio nacional encendería la
mecha en el sur del país, donde,
aplicada al comienzo del reino de
Abdou Diouf, iba a servir de
pretexto para que otro Senghor (sin
lazo alguno de parentesco con el
presidente poeta), el abad Augustin
Diamacune, despertara al antiguo
MFDC19 y desencadenara la lucha
armada, con el objetivo declarado
de lograr la independencia de la
hermosa región de Casamance, que,
con sus abundantes palmeras, sus
grandes árboles, su vegetación
lujuriante y su fértil suelo, tanto se
parece a Sangalcam...
¿Sangalcam?
¡Ah, sí!
Durante la batalla en que las
precarias tropas del diaraf Ballobé
Diop, ayudadas por las abejas,
infligieron una contundente derrota
al ejército del damel, Cam Mbenga,
la joven venida del pueblo de
Ngalape, debía tener un destacado
papel gracias al cual su nombre
pasaría a la posteridad.
La intrépida Cam, presente en
la primera línea de los hombres que
salieron a perseguir a los soldados
de Cayor, recibió una bala en el
pecho, que disparó uno de los
pocos fugitivos que conservaba aún
el fusil, emboscado en un
bosquecillo del otro lado del río.
Murió en el acto. Fue la única
víctima del ejército del damel.
«¡Sangal Cam!»,20 gritó el diaraf
Ballobé a su primo Bandak antes de
reanudar la persecución.
A Cam Mbenga la enterraron
en la orilla del río. Desde entonces,
ese lugar se llama Sangalcam,
localidad a la que los gendarmes se
refieren con el apodo de Pueblo sin
Ley.
Dotada de una capa freática
superficial, por aquel entonces era
una selva densa, pantanosa y
deshabitada, infestada de serpientes
venenosas y de insectos de toda
clase, en especial las temibles
moscas tse-tsé, transmisoras de la
enfermedad del sueño. Cuando,
después de la Primera Guerra
Mundial, en la cada vez más
poblada ciudad de Dakar comenzó
a escasear el agua potable, la
administración colonial decidió
instalar allí un nuevo pozo
perforador para compensar el de
las Almadías cuyo régimen
mermaba día a día. Se efectuó una
desinsectación intensiva de la zona
y se drenaron y secaron los
pantanos. Trajeron la corriente
eléctrica de Rufisque y
construyeron una planta
potabilizadora así como la vivienda
del toubab que se encargaba de
ella, una casa de dos plantas con
vistas al río y dos chozas al lado
para sus dos ayudantes indígenas.
Ellos fueron los primeros habitantes
de Sangalcam, único pueblo
africano provisto de agua corriente
y electricidad.
Otras personas vinieron a
establecerse allí con el paso de los
años, y así creció el pueblo. En los
primeros años de la independencia
alcanzó un millar de almas. En sus
alrededores se encontraban los más
hermosos vergeles del país, y entre
los nuevos ricos, ministros,
diputados, altos funcionarios,
mandos del Ejército, marabúes y
hombres de negocios estaba
considerado de buen tono poseer
una propiedad agrícola en
Sangalcam. En la actualidad se
calcula que la población, originaria
de Guinea Conakry en su mayoría,
ronda los diez mil habitantes.
Los gendarmes a menudo
debían efectuar diligencias allí por
los delitos más diversos. En
ocasiones había incluso crímenes;
el último se remontaba a menos de
un mes. Sorprendidos en plena
noche por el propietario de un
campo de judías, los ladrones lo
habían matado a machetazos y lo
habían enterrado allí mismo. A la
mañana siguiente, los perros
errantes habían exhumado el
cadáver; ese mismo día, los
gendarmes habían detenido a los
asesinos en Guédiawaye.
El ayudante jefe Ibnou Faye y
su compañero Dème llegaron en
menos de un cuarto de hora, ya que
Sangalcam distaba tan sólo nueve
kilómetros de Rufisque. No hubo
forma de encontrar a Ngor Ndong.
El jefe del pueblo, los notables, los
jóvenes y las mujeres interrogados
aseguraron que no lo habían visto
desde hacía tres o cuatro días. Sí lo
habían visto, sin embargo, dos días
atrás por la tarde, tomando té en la
cabaña de Mbouldy, el carnicero,
próxima a la estación de autobuses.
Por desgracia, Mbouldy había
cerrado el establecimiento y se
había ido a buscar un buey a la
feria.
El enfermero les aportó un
dato concreto: Ngor Ndong había
sido el primer enfermo que había
atendido esa mañana. Tenía una
profunda mordedura en la mejilla,
probablemente producto de una
pelea. Había tenido que ponerle
doce puntos de sutura para cerrar la
herida. De lo que no cabía duda era
de que tenía mucho dinero, porque
había sacado un billete muy nuevo
de un fajo que llevaba en el bolsillo
para pagar los medicamentos en la
farmacia del pueblo. El problema
era que no sabía adónde había ido
después de administrarle la cura.
Los dos gendarmes regresaron
a Rufisque provistos de aquel
magro resultado. No bien llegó,
Ibnou Faye fue informado de que la
esposa del ministro de Estado lo
esperaba en su oficina desde hacía
casi diez minutos. Empapado de
sudor, observó con gesto de
desaprobación las húmedas
aureolas que decoraban su
uniforme. Entonces extrajo el
pañuelo del bolsillo, se arregló el
pelo, se enjugó la cara, el cuello, la
nuca y las manos, guardó el pañuelo
y se alisó la barba antes de entrar
en el despacho con la gorra en la
mano.
Ramata, que estaba sentada en
una silla frente a la mesa, con las
piernas cruzadas y el bolso
apoyado en el regazo, se levantó al
entrar Ibnou Faye y acudió hacia él.
—¿Han encontrado a Ngor
Ndong, señor gendarme? —
preguntó con apremio.
—Buenos días, señora
ministra —la saludó Ibnou Faye.
—¡Ah, buenos días, señor
gendarme! —rectificó con una
amplia sonrisa, tendiéndole la mano
—. ¿Han encontrado a Ngor
Ndong?
Mientras le estrechaba la
mano, Ibnou Faye pensó para sí que
el ministro de Estado no debía de
aburrirse con una hembra tan
atractiva.
—Por desgracia, no —admitió
con pesar. Dejando la gorra en la
mesa, la rodeó y tras invitar con un
ademán a Ramata a que volviera a
sentarse, se instaló en su sillón—.
Hemos registrado todo el pueblo:
no estaba allí —prosiguió—. Sin
embargo, esta mañana a primera
hora, el enfermero le ha efectuado
una cura por una mordedura que
tenía en la mejilla. No tiene un
radio de acción muy grande, así que
lo más probable es que lo
localicemos mañana.
—¡De ningún modo pienso
esperar hasta mañana! —objetó con
contundencia Ramata—. Enseguida
me van a...
En vistas de la severa mirada
que le asestó Ibnou Faye,
interrumpió la frase y se puso a
pestañear.
—¡Ay! Discúlpeme, señor
gendarme —volvió a comenzar con
afectada suavidad—. No debería
hablarle así, perdone. Pero es
preciso que me ayude a encontrar a
Ngor Ndong, señor gendarme. Si
no, pasaré la noche aquí, en el
cuartel. Le dirá a su esposa que
cuente conmigo para cenar y que me
prepare un rincón en el salón. ¿Me
ayudará, señor gendarme?
La pregunta iba acompañada
de una cautivadora sonrisa. Ibnou
Faye se había ofendido por el
acerado tono de Ramata. Ahora, no
obstante, con su extraordinaria
sonrisa, la manera tan agradable de
llamarlo «señor gendarme» y la
dulzura de la voz, había aplicado un
bálsamo sobre la herida. Ahora se
decía que no podía negarle nada.
Además, ¿por qué no iba ayudar a
la mujer del ministro, que era un
hombre tan poderoso? Era como si
prestara un favor al ministro en
persona, el cual quedaría en deuda
con él, cosa que siempre resultaba
beneficiosa en ese país. Además, lo
que ella le pedía, localizar a Ngor
Ndong, no era algo complicado ni
censurable a ojos de la ley.
—No tendrá que pasar la
noche en el cuartel, señora ministra
—anunció con afabilidad—. Vamos
a hacer todo lo posible por
encontrarlo. Pero ¿seguro que
hablamos del mismo energúmeno?
—¿Cómo dice, señor
gendarme? ¿A qué energúmeno se
refiere?
—¡A Ngor Ndong! El señor
ministro me ha dicho que quería
darle las gracias por un servicio
que le prestó la noche pasada.
Simplemente me preguntaba si
hablábamos del mismo Ngor
Ndong.
—Estoy completamente segura
de que hablamos del mismo Ngor
Ndong, señor gendarme.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Él me salvó de una agresión
la noche pasada, cuando regresaba
de la Maternidad del hospital Le
Dantec, a eso de las dos. El taxi
acababa de dejarme delante de mi
casa, en Ranrhar, un lugar aislado y
desierto, y mientras se iba y yo me
disponía a llamar al portero, de
repente me vi rodeada por tres
maleantes salidos de la oscuridad,
que querían agredirme. Por suerte,
Ngor Ndong pasaba por allí. Él me
socorrió y consiguió que huyeran.
Fue en esa terrible pelea contra tres
cuando le mordieron en la mejilla,
delante de mí. Puesto que usted me
informa de que el enfermero ha
curado a Ngor Ndong de una
mordedura en la mejilla, deduzco
que hablamos de la misma persona.
Él salió corriendo detrás de los tres
maleantes. En aquel momento, yo
me rehice un poco del miedo, llamé
a la puerta, y después de que el
portero abriera la puerta, entré.
Ibnou Faye se quedó pensativo
un momento antes de plantear sus
dudas.
—Pero ¿cómo puede saber que
el hombre que acudió a socorrerla
era Ngor Ndong? ¿Cómo podía
conocer su nombre y saber que
vivía en Sangalcam?
—¡Vaya por Dios! —exclamó
con una risita nerviosa ella—. Me
está usted sometiendo a un
interrogatorio, señor gendarme —
bromeó, tomando el bolso que tenía
en el regazo.
Luego lo abrió y sacó una caja
Le Boxeur, que depositó encima de
la mesa, delante de Ibnou Faye. A
continuación, con repentina
expresión de gravedad, levantó la
mano derecha.
—Juro decir la verdad, toda la
verdad y nada más que la verdad,
señor gendarme —declaró con
seriedad—. Esta caja, que me ha
servido de información, servirá de
respuesta a las oportunas preguntas
que me plantea. Durante la pelea, la
vi caer del bolsillo de Ngor Ndong.
La recogí mientras él perseguía a
los maleantes, antes de entrar en mi
casa, por un impulso instintivo.
Hasta esta mañana, cuando al
despertarme me preguntaba quién
sería la persona que me había
salvado, no me había dado cuenta
de que había escrito su nombre y el
de su pueblo. ¿Satisfecho, señor
gendarme?
Ibnou Faye cogió la caja de
cerillas y leyó las anotaciones. Al
final sacudió la cabeza antes de
devolvérsela a Ramata, que la
volvió a guardar en el bolso.
—¿Satisfecho, señor
gendarme? —repitió con profusión
de sonrisas.
—¡Sí, sí, señora ministra! —
confirmó con atropello—. Pero...
—¿Y ahora qué? Veo que es
usted un policía más tenaz que
Colombo...
Ibnou Faye no pudo contener
una sonrisa.
—El señor ministro de Estado,
su marido, decía que Ngor Ndong
era taxista...
Ramata volvió a interrumpirlo
con una alegre carcajada.
—¡El señor ministro, mi
marido, se ha confundido, señor
gendarme! —contestó, divertida—.
¡No sé de dónde sacaría eso!
Seguramente fue por la fatiga del
viaje. Acababa de volver de
Ginebra, ¿sabe?
—Comprendo —admitió.
Ramata juntó las dos manos
delante de la cara como si fuera a
rezar, con un aleteo de pestañas.
—Señor gendarme, dígame,
sinceramente, ¿por qué le caigo
antipática? ¿Qué le he hecho yo? —
preguntó, sin abandonar la
hechizadora sonrisa—. ¡Ayúdeme,
señor gendarme, en lugar de
atosigarme con sus preguntas!
—Oh, no, señora ministra, no
me cae antipática en lo más mínimo
—le aseguró—. Vamos a encontrar
a Ngor Ndong, se lo garantizo.
Su escepticismo no se había
disipado, pese a todo, no porque la
versión contada por la esposa del
ministro de Estado pecara de
incoherente, sino porque conocía
muy bien a Ngor Ndong y no lo veía
en el papel de rescatador. El mismo
había sido quien lo esposó la
primera vez que lo detuvieron... De
todas maneras, aquél no era un
problema de su incumbencia.
Además, nunca se sabía. Ngor
Ndong había podido cambiar. La
cárcel no transforma una hiena en
cordero, desde luego, pero era
joven y quizás aquella vez, la larga
estancia en la cárcel lo había hecho
sentar cabeza. En todo caso, no
tenía ninguna razón objetiva para
poner en duda la palabra de la
esposa del ministro. De improviso
sus preguntas le parecieron
ridículas, descabelladas, fuera de
lugar. Poco le faltó para acusarse
de patán y de cernícalo por
atosigarla con ellas, tal como le
había reprochado.
—Vamos a encontrarlo, señora
ministra —reiteró—. ¡Volveré con
él, no se preocupe!
Disculpándose por tener que
dejarla sola, salió del despacho
para trasladarse a la sala central.
Allí pidió a todos los gendarmes,
salvo al que estaba de guardia, que
fueran a buscar a Ngor Ndong por
los bares de Rufisque, sin olvidar
los puestos de venta de vino de
palma.
—Puesto que tiene dinero, tal
como ha indicado el enfermero de
Sangalcam, seguro que se está
emborrachando —concluyó.
A continuación llamó a Dème
y se fue con él a Diamniadio a
bordo del Land Rover.
En París hay un restaurante
llamado Fouquet’s, igual que en
Dakar. Si en Francia se crea, por
ejemplo, un ministerio de la
Ciudad, Senegal tiene enseguida su
propio ministerio de la Ciudad,
hasta que algún político rechaza el
puesto por considerarlo
fundadamente falto de consistencia
y ridículo, lo que pone fin a su
existencia. Si la mujer del jefe
ejecutivo de Estados Unidos lleva
el título de primera dama, se
concede el mismo honor a la digna
esposa del propietario del país.
De acuerdo con ese orden de
cosas, en Diamniadio, pueblecito
situado a ocho kilómetros al este de
Bargny, encrucijada donde se juntan
las carreteras de Thiès a Saint-
Louis y de Mbour a Kaolack, para
formar una nueva vía de cuatro
carriles que conduce a Dakar, uno
podía encontrar el Copacabana,
como en Brasil, aunque nada tenga
que ver con la célebre bahía de
Río.
Se trataba de un antro situado
en las afueras del pueblo, cerca de
la carretera de Sébi-Ponty, abierto
día y noche, formado por un gran
terreno cercado con viejas chapas
de cinc, con una multitud de puertas
de salida para facilitar la huida en
caso de redada policial.
El Copacabana se componía
de una decena de pequeñas
barracas de madera, pintadas por
fuera con aceite de motor para
prevenir la invasión de termitas.
Contra dicho aceite se adhería una
gruesa capa de polvo gris que
confería al conjunto un aspecto
sucio y lúgubre. El interior,
tapizado de periódicos viejos o de
papel de embalaje, con suelo de
tierra apisonada y un jergón en el
centro cuya sábana no se lavaba
nunca, acompañado de unos cojines
relucientes de mugre en el punto de
apoyo de las cabezas, no superaba
en nada al exterior.
Las barracas estaban
dispuestas en torno a un edificio de
pretensados, de una sola pieza, una
gran sala de quince metros por diez.
Ése era el bar, centro neurálgico
del Copacabana, de paredes
decoradas con las pintadas de
Diakité, el artista que plasmaba en
todos los bares del país sus
omnipresentes temas: el cazador
asustado que deja caer el fusil
delante del león y se agarra con
pies y manos a la rama de un árbol;
la bailarina de monumentales
caderas que, encorvada, con las
manos apoyadas en las rodillas,
mira por encima del hombro al
músico que vestido con bombachos
toca el tamtan detrás de ella; la
pareja en la pista de baile, el
hombre con traje y corbata y la
mujer con vestido abombado en las
caderas; el bebedor que permanece
meditabundo frente a su copa,
acodado en la mesa, con la cabeza
apoyada en una mano y un cigarrillo
en la otra.
El bar estaba abarrotado, con
todas las mesas ocupadas. Los
clientes, de ambos sexos,
borrachos, formaban una gran
algarabía cuando Ibnou Faye entró
en compañía de Dème. La aparición
de dos hombres uniformados
impuso el silencio en la sala de
forma tan repentina como cuando se
aprieta la tecla «Stop» de un
aparato de música que tiene el
volumen a tope.
Desde su puesto de vigilancia
en el taburete de detrás de la barra
del fondo, encarado a la puerta de
entrada, la propietaria del local,
Ndiaba Dieye, una mujer de
mediana edad de elefantiásicas
formas a la que todos apodaban
Golda Meir, con su hija Diodio,
igual de enorme que ella, de pie a
su lado, no se sorprendió en
absoluto por la llegada de los
gendarmes. No cabía la menor duda
de que venían para detener a Ngor
Ndong. Desde que éste había
aparecido poco antes de mediodía,
con la mejilla cubierta con una
venda y vestido con ropa nueva de
pies a cabeza, no había parado de
sacar billetes rojos, nuevecitos,
para pagar rondas generales. La
única manera en la que había
podido conseguir ese dinero era
robando. Debía de haber efectuado
un atraco la noche anterior;
después, los gendarmes lo habían
localizado.
Sentado de espaldas a la pared
cerca de la ventana, entre dos
prostitutas, Ngor Ndong pensó
exactamente lo mismo que Golda
Meir cuando vio a los dos
gendarmes. «¡Han venido a
arrestarme!», pensó.
Si lo pillaban, iba a tener que
comparecer por delito. No podría
negar nada porque llevaba encima
pruebas acusadoras: el puñal, la
cadena, los billetes... De ninguna
manera estaba dispuesto a dejarse
coger y a volver a la cárcel, porque
esa vez le caería una larga condena.
Respiró hondo, reprimiendo el
temblor, con los nervios tensos
hasta el límite y la mano cerca de la
botella de Valpierre todavía por
abrir. Él era mucho más fuerte que
esos gendarmes; dejaría que se
acercasen, cogería la botella como
si fuera a llenar la copa, dejaría a
uno fuera de combate con un golpe
en la cabeza, al otro con un gancho
descargado contra la barbilla;
después saltaría por la ventana y se
esfumaría antes de que se
rehicieran. Después ya podían
echarle un galgo.
Los dos gendarmes se
acercaron a saludar a Golda Meir y
Diodio. En el momento en que
Ibnou Faye iba a interrogarlos,
Dème, que disponía de una visión
de conjunto de la sala, advirtió a
Ngor Ndong.
—¡Eh, mira dónde estás! —
exclamó dirigiéndose hacia él—.
Tú pasándolo bien mientras te
buscan por todos lados.
Ibnou Faye siguió a Dème.
Golda Meir abandonó la barra para
reunirse con ellos cuando llegaron a
la mesa de Ngor Ndong.
—¿Por qué me buscáis? ¡Yo
no he hecho nada! —replicó,
logrando apenas mantener la voz
calmada, con la mano crispada en
la botella de Valpierre.
Ibnou Faye le dio una palmada
en la espalda, con familiaridad.
—¡Levántate, hombre, deprisa!
La mujer a quien ayudaste la noche
pasada te espera en el cuartel para
darte las gracias.
Ngor Ndong se puso en pie,
desconcertado. ¿Había oído mal o
el gendarme había dicho «la mujer
a quien ayudaste la noche pasada»?
Y además, ¿cómo había podido
identificarlo?
—¿Quién le dio mi nombre?
—preguntó maquinalmente.
Ibnou Faye se echó a reír.
—Por suerte para ti, no
cometiste ningún delito, porque si
no, la caja de cerillas donde
escribiste tu nombre y el de tu
pueblo habrían sido tu perdición —
explicó—. Mientras te peleabas
contra los tres agresores de la
mujer, uno de los cuales te mordió
en la cara, se te cayó la caja del
bolsillo. Ella lo recogió y así ha
podido identificarte.
¡Era verdad! Se había dado
cuenta de que había perdido las
cerillas cuando quiso fumar un
cigarrillo en el taxi, después de
abandonar a la mujer a la
intemperie. También recordaba
haber escrito algo en la caja
mientras tomaba unas copas con
Mbouldy.
—¡Venga, vamos! La mujer te
espera en el cuartel e insiste en que
quiere darte las gracias —lo
apremió Ibnou Faye.
La sala, invadida por la calma
durante unos minutos, volvió a
recobrar su habitual bullicio. Ante
la presencia de los dos gendarmes,
todos habían contenido el aliento
esperando asistir a la tumultuosa
detención de Ngor Ndong. ¡Tenían
en perspectiva un espectáculo que
alteraría la rutina del bar y que
podrían contar luego durante
semanas! Decepcionados por no
haber visto nada de lo previsto,
reanudaron sus conversaciones y
actividades con mayor ardor que
antes. El primero en quebrar el
silencio fue el griot21 que se puso a
cantar una conocida canción
acompañado de su guitarra
monocorde. En el medio de la pista,
dos camareras vestidas igual, con
camiseta roja y ceñidos vaqueros
negros, que se llamaban entre ellas
hermanas gemelas, volvieron a
insultarse a voces. Una acusaba a la
otra de querer robarle el novio.
Alain Aida, su amigo homosexual,
vestido con camiseta de tirantes y
pantalón pegado a la piel, se
apresuró a interponerse entre
ambas, suplicándoles que pararan
de pelearse en público.
De la mesa contigua a la de
Ngor Ndong, apodada la ONU,
brotaron eslóganes políticos:
«¡Sopi! ¡Folli! ¡Dialarbi! ¡Thiabi
bi! ¡Fethi!».22 El grupo de los
«intelectuales» volvió a
concentrarse en sus cábalas sobre
las posibilidades que tenían los
partidos de la oposición en las
próximas elecciones
presidenciales. Uno de ellos
declaró que sin una candidatura
única de toda la oposición, volvería
a reproducirse el combate de la
hiena y el asno: el candidato del
partido que llevaba medio siglo en
el poder iba a ganar. Con o sin
candidatura única, objetó otro, el
presidente actual iba a perder,
porque su partido, desgastado
precisamente por tanto tiempo en el
poder, se había deshecho como una
vieja tela con la marcha de sus
elementos más competentes y ya no
estaba en condiciones de ganar unas
elecciones transparentes. Lo que es
seguro es que nadie conseguirá la
mayoría en la primera vuelta, y en
la segunda, el candidato de la
oposición mejor situado, con el
apoyo de todos los demás,
conseguirá una clamorosa victoria y
el país entrará por fin en una
alternancia. Un tercero opinó que en
vista de los fraudes constatados en
la confección de los carnés de
identidad y las inscripciones en las
listas electorales, otra vez se
encaminaban hacia un escrutinio
exento de transparencia, que
acarrearía graves desórdenes en el
país. «¿Dónde está el excusado?
¿El excusado, dónde está?», se
desgañitó un guarda de prisiones,
demasiado borracho para ubicar el
servicio. Ante la insistencia de su
impaciente público, el erudito
Jomeini, cuyo verdadero nombre
era Serignee Gora, retomó el relato
del asesinato de Seydina Ouseynou
en Kerbala, en el punto donde lo
había dejado. Justo en el momento
en que, herido en la boca, en el
pecho, en el vientre y en las piernas
por los flechazos, tajos de sable y
punzadas de lanza, con el brazo
izquierdo seccionado de raíz, pero
empuñando con firmeza el sable
con la diestra, el hijo de Fatumata,
la hija del Profeta, quería
levantarse para proseguir el
combate ante los numerosos
enemigos que lo cercaban
estupefactos por tanta resistencia y
valentía, Zora se deslizó detrás de
él y, tras hundirle la lanza en la
espalda, le arrancó el último hálito
de vida. Schamir le cortó la cabeza;
Qaís le quitó la camisa; Bahr, el
calzón; Ajnas, el turbante; y Habib,
el sable. En ese instante de la
narración, un hombre sentado
delante de Jomeini, invadido por
una fuerte emoción, cayó de la silla
con un estridente grito y se desmayó
en el suelo. Muchos se
arremolinaron a su alrededor,
alguien le roció la cara con agua y
le golpeó las mejillas hasta que
recobró el conocimiento. Entonces
rogaron a Jomeini que continuara.
Después —prosiguió—
Schamir proclamó que el emir
Yezid, hijo de Moaweiya, hijo de
Hind, la devoradora de hígado
humano, ordenó que el cadáver
fuera arrojado a los pies de los
caballos. Veinte jinetes pisotearon
con los cascos de sus monturas el
cuerpo decapitado de Seynida
Useynu, que quedó triturado de
manera espantosa delante de las
mujeres y de los niños obligados a
mirar, los únicos supervivientes de
la familia del profeta Mamadou,23
que fue diezmada en ese día del año
nuevo musulmán.
Una vendedora anunció que
estaba lista la fritura de cuatro
metros24 aliñada con limón y
guindilla. Alguien llamó a Diodio
para encargar cinco La Gazelle, tres
Valpierre y dos Ricqlès. Golda
Meir se despidió de los agentes de
la ley para volver al mostrador.
Ngor Ndong no las tenía todas
mientras seguía a los dos
gendarmes afuera. Los tres subieron
en la parte delantera del Land
Rover aparcado bajo los ceibos en
flor que había en la entrada del
Copacabana. Él iba en medio de los
dos gendarmes y Dème conducía.
—¡Pasa por la gasolinera a
llenar el depósito! —dijo Ibnou
Faye.
Durante todo el trayecto, Ngor
Ndong se mantuvo intranquilo,
acosado por un millar de
interrogantes. Por más que intentara
examinar los detalles para tratar de
comprender, seguía inmerso en la
perplejidad, sin saber si se había
equivocado en su análisis. Aunque
no, presentados bajo todos los
ángulos, los mismos hechos volvían
a surgir sin variar: la noche pasada,
roba un taxi en Dakar, atraca y
viola a una mujer, abandona el
coche entre Niacurab y Ndikhirate
en el camino de regreso y vuelve a
Sangalcam a pie antes del alba; por
la mañana, después de irse a curar
en el dispensario la mejilla que le
mordió la mujer, va a Rufisque a
comprarse ropa nueva en Fauzzi,
pasa un momento al Lion d’Or en la
misma calle y termina el recorrido
en el Copacabana, donde los
gendarmes lo encuentran sin
dificultad gracias a la caja de
cerillas que se le cayó en el lugar
de los hechos. Hasta allí todo
encajaba. Lo que no alcanzaba a
comprender era por qué los
gendarmes no le habían dado una
paliza de cuidado en el bar antes de
esposarlo, en lugar de tratarlo con
esa especie de deferencia. Lo más
incomprensible de todo era la
actitud de esa mujer, que tenía que
ser una persona muy curiosa para ir
contando que la había salvado de
una agresión, cuando en realidad la
había maltratado. ¡No, no, no!
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Los gendarmes lo habían
adormecido con un cuento
soporífero para poder capturarlo
sin que ofreciera resistencia, sin la
menor violencia, como un pez en
una red. Desde la huelga que
hicieron todos los policías, en
apoyo de tres de sus colegas
juzgados y condenados por haber
torturado hasta la muerte a un
presunto encubridor de actividades
ilegales para arrancarle la
confesión, todos los agentes de la
ley habían cambiado de táctica.
Ahora empleaban más la astucia
que la fuerza bruta, sobre todo
cuando intervenían públicamente. Y
así lo habían hecho ahora con él.
¿Cómo había podido dejarse
atrapar de una manera tan burda?
¿Por qué demonios no había optado
por su primera decisión, atacar a
los dos gendarmes y después
desaparecer para siempre por la
ventana, mientras ellos estaban
fuera de combate?
En el cuartel, al entrar en el
despacho detrás de Ibnou Faye,
Ngor Ndong todavía se devanaba
los sesos.
—¡Aquí tiene a Ngor Ndong,
señora ministra! —anunció el jefe
de brigada con un asomo de
satisfacción en la voz.
Ramata se levantó con
presteza. Acercándose a Ngor
Ndong, posó en él una larga mirada
donde brillaba una extraña mezcla
de incredulidad y de ansia
posesiva. Después le tomó por el
brazo y lo llevó afuera, sin
dispensar ni una palabra de
agradecimiento ni de despedida a
Ibnou Faye, que se quedó
estupefacto. Los otros gendarmes
también observaron atónitos como
salían cogidos del brazo de la
oficina y atravesaban a paso rápido
la sala principal.
El Jaguar de Ramata estaba
aparcado en el jardincillo
acondicionado entre la carretera
nacional y la entrada del cuartel,
cerca del asta que sostenía la
bandera de color verde, rojo y oro.
Tras instalarse frente al volante,
abrió la otra puerta. Ngor Ndong
vaciló un instante. En realidad,
quería huir. Ella se inclinó hacia él,
apoyando el codo en el asiento de
al lado.
—¡Sube! —lo animó,
sonriente, como se anima a una niña
a coger con las manos el peluche
regalado que le da miedo.
Como él seguía titubeando,
ella lo alentó de nuevo, y acabó por
subir a su lado. El coche arrancó en
dirección a Dakar. Poco después de
la salida de Rufisque, antes de
llegar al cruce de Mbao, Ramata
giró a la izquierda y se desvió por
la carretera secundaria que
conducía al Chez Vous, situado al
borde del mar. Cinco minutos
después paró el Jaguar en el
aparcamiento del hotel, quitó el
contacto y bajó.
—¡Ven! —lo llamó.
Todavía dubitativo, Ngor
Ndong tardó un poco en abrir la
puerta. Ella rodeó la parte delantera
del vehículo y llegó a su lado en el
momento en que ponía un pie en el
suelo. Tras dirigirle una
tranquilizadora sonrisa, lo tomó del
brazo y, mientras la oscuridad de la
noche comenzaba a ganar terreno,
entraron en el patio del Chez Vous
adornado de ceibos en flor. Un
relámpago hendió el cielo en la
lejanía, seguido de un sordo
gruñido de trueno, cuando llegaron
al vestíbulo del hotel.
Ngor Ndong aún no se había
tranquilizado. Agobiado por un
sofocante malestar, habría querido
hallarse a cien leguas de esa mujer
a la que había infligido un trato
bestial y que no sólo no se había
enojado con él, sino que parecía
habérselo tomado bien. ¿Qué quería
de él? Tal vez pretendía vengarse
personalmente, dispararlo a
bocajarro con la pistola que sin
duda debía llevar en el bolso.
Quería huir, pero no se atrevía a
zafarse del brazo con que ella le
estrechaba.
El gerente del Chez Vous, un
hombrecillo de tez clara, peinado al
estilo Tyson, con un bigote bien
cuidado, traje negro, camisa blanca
y pajarita y pañuelo rojos, los
acogió con una amabilidad de cariz
comercial.
—¡Buenas noches, señora;
buenas noches, señor! Están en su
casa —afirmó con una sonrisa—.
¿Será para toda la noche o para un
momento, por favor?
—¡Un momento! —respondió
Ramata.
—Serán diez mil francos, más
el carné de identidad o el permiso
de conducir de uno de ustedes, por
favor.
Ramata abrió el bolso y
extrajo tres billetes de diez mil, que
tendió al gerente.
—¡No tenemos ni carné de
identidad ni permiso de conducir!
El gerente tomó los billetes y
se los metió en el bolsillo del
pantalón. Luego acentuó la sonrisa
al entregar a Ramata una gruesa
llave de cobre que sacó de un
cajón.
—¡Puesto que es para un
momento, quizá no sea necesaria la
documentación! —anunció—.
Vayan a la habitación 5, arriba, al
fondo del pasillo, por favor. Es la
mejor. Desde la ventana, se dispone
de una vista magnífica, con todas
las luces de Dakar en primera línea
de mar, desde la llama anaranjada
de la refinería de Mbao hasta el
faro rojo intermitente del cabo
Manuel. Señora, señor, les deseo
que pasen un agradable momento en
Chez Vous; siéntanse como en su
casa.
DESTINO

Un tórrido día de septiembre,


el pequeño Ngor Ndong y sus
amigos se bañaban en la charca
situada más arriba del Jardín Chino
de Sangalcam. Se divertían con
gran bullicio cuando, de pronto, el
pie de Ngor Ndong chocó contra un
cuerpo que yacía al fondo del agua.
—¡Eh, hay alguien acostado en
el río! —gritó.
Despavoridos, sus camaradas
se fueron en desbandada dejándolo
solo en la balsa. También él tenía
miedo, pero la curiosidad infantil lo
incitaba a averiguar quién era capaz
de permanecer acostado en el agua
y quedarse allí sin respirar. Se
sumergió y, con el corazón
palpitante, agarró una pierna y
arrastró el cuerpo hasta la orilla.
Era Tiguidanke Barry, una
niña del pueblo. La cara salió del
agua con la boca abierta, al igual
que los ojos, vidriosos y dotados de
una extraña fijeza.
—¡Está muerta! —exclamó
uno de los niños que miraban desde
la orilla.
Enseguida se dispersaron con
grandes gritos, como una bandada
de gorriones. Amedrentado, Ngor
Ndong soltó la pierna de
Tiguidanke y, tras salir del agua,
recogió la camisa y corrió en pos
de sus camaradas. A medio camino,
los niños encontraron a todo el
pueblo alertado por sus alaridos.
Ngor Ndong acababa de
cumplir seis años. La muerte de la
pequeña Tiguidanke Barry, una
epiléptica que se había ahogado
como consecuencia de una ataque
durante el que nadie la había
asistido porque había ido a bañarse
sola, había sido una gran relevación
para él. La muerte lo intrigaba
sobremanera a pesar de su corta
edad. Vivía delante de la mezquita
y cada vez que veía que tenía lugar
una plegaria funeraria en el patio
del edificio, los interrogantes se
agolpaban en su cabeza. Se
preguntaba cómo se producía la
muerte, y siempre imaginaba que un
ángel bajaba del Cielo armado con
un cuchillo y degollaba al difunto
tal como a los corderos durante la
fiesta de la Tabaski. Ahora
descubría que uno podía morirse
sin que le cortaran el cuello,
ahogándose, por ejemplo, como
Tiguidanke. «¡A mí nunca me va a
pasar eso —se dijo—, porque yo sé
nadar!».
La segunda revelación que
tuvo Ngor Ndong le llegó a los
doce años. Todo el mundo le habría
echado quince, sin embargo.
Parecía una de esas plantas
solitarias que crecen por
generación espontánea y se
desarrollan con extraordinaria
vitalidad encima de un montón de
inmundicias. Alumno de último año
de primaria, preparaba el examen
para el certificado de estudios
primarios y para el ingreso en
bachillerato. En la documentación
que había que entregar se
encontraba, entre otros papeles, la
partida de nacimiento que su madre,
Seynabou Tine, que había ido a
buscar la semana anterior a Fafaho,
el pueblo donde había nacido y que
había abandonado a hombros de su
madre cuando todavía era casi un
recién nacido. Al leerlo, se llevó
una sorpresa mayúscula: ¡su padre
se llamaba Ngor Ndong, igual que
él! ¿Cómo era posible? Su padre, el
marido de su madre, era Mbagnick
Ndong. Así era, aunque ello no
constituyera un gran motivo de
orgullo. Mbagnick Ndong era un
borrachín de baja estofa, el
hazmerreír de todo Sangalcam, un
auténtico desecho que desvariaba
delante de todos bajo los efectos
del alcohol y que a menudo se caía
por ahí, tan ebrio que se hacía sus
necesidades encima. No cumplía
ninguno de sus deberes como
cabeza de familia y, además,
pegaba a su madre a la más mínima
ocasión. Sí, tenía que reconocer que
se avergonzaba de Mbagnick
Ndong, su padre. Si hubiera podido
maldecirlo, lo habría hecho, pero
no se puede maldecir a quien le ha
dado a uno la vida, porque tal como
afirma el dicho: «Aunque todos
conozcan a alguien que es mejor
que su padre, todos prefieren a su
padre». Confuso, con la partida de
nacimiento en la mano, fue en busca
de su madre.
Seynabou Tine estaba
preparando la comida en la cocina,
una caseta acondicionada entre las
dos chozas que servían de
habitación.
Cuando Ngor Ndong la
interrogó sobre el tema, permaneció
sin decir nada un buen rato antes de
responder con voz mesurada.
—Tú no eres el hijo de
Mbagnick, en realidad. Él es sólo tu
padre adoptivo. Tu verdadero
padre se llamaba Ngor y era el
hermano mayor de Mbagnick.
Murió en el hospital Le Dantec, una
semana antes de que nacieras; por
eso llevas su nombre. Mbagnick me
heredó de él.
Durante un instante, Seynabou
Tine rememoró la lejana noche en
que, después de la violenta
tormenta que hubo durante el día,
Mbagnick había llegado trayendo la
aciaga noticia de la muerte de su
hermano. Ngor había fallecido en el
mismo hospital donde trabajaba, a
consecuencia de una breve
enfermedad, y lo habían enterrado
en Dakar. Eso era todo lo que le
habían dicho. No estaba segura de
si había llegado a fin de cuentas o
si el parto fue provocado por la
conmoción. Lo cierto fue que en
cuanto se enteró empezaron las
contracturas; poco después trajo al
mundo sin tardanza ni dolor alguno
a un varón. Ocho días más tarde,
con ocasión del bautizo del recién
nacido, a quien habían puesto
lógicamente el nombre de su difunto
padre, se casó, como era natural
también, con el hermano del marido
que aún lloraba. Seynabou Tine
volvió la cara y con la punta del
pareo se secó los ojos empañados
de lágrimas y la cara empapada de
sudor. Ngor Ndong se preguntó si
su madre lloraba o si las lágrimas
eran producto del humo que
desprendía el fuego de leña que
ardía bajo la olla.
—¿Qué edad tienes ahora? —
preguntó, todavía turbada por la
pena que se había despertado en su
interior.
—Doce años —contestó Ngor
Ndong—. Dime, madre, ¿mi
verdadero padre, Ngor Ndong, era
como..., como mi... padre
Mbagnick?
Seynabou Tine no respondió.
En sus labios se dibujó una fugaz
sonrisa triste. Después se inclinó
para abrir la olla con el gancho de
la espumadera, con lo que dejó
escapar un ardiente chorro de
vapor; puso la tapa al revés encima
de la gran piedra que había al lado
del fuego. A continuación hundió el
otro extremo de la espumadera en el
arroz que hervía adentro.
Ngor Ndong repitió la
pregunta.
—Por supuesto que tu padre se
parecía a Mbagnick —respondió
por fin, todavía inclinada—, ¡como
pueden parecerse dos hermanos
nacidos del mismo padre y la
misma madre!
—Madre, no me refiero a esa
clase de parecido —precisó Ngor
Ndong—. Lo que quiero decir es si
mi verdadero padre, Ngor Ndong,
se comportaba como... mi padre...
Mbagnick Ndong. ¿Mi verdadero
padre era una borracho como mi...
padre Mbagnick?
—No, en eso Ngor y Mbagnick
no se parecían para nada —declaró
—. Al contrario que Mbagnick, que
es una persona insustancial, sin
personalidad, tu padre era un
hombre de mucho carácter. Pese a
que aún era joven, Ngor se había
ganado el respeto de todos, niños y
mayores, por su seriedad y su
empeño en el trabajo. Nunca lo
vieron cometer ninguno de esos
actos licenciosos en que suelen
incurrir los jóvenes. No bebía
nunca y era muy piadoso. Y ahora,
para de agobiarme con esas
preguntas, porque si no, no tendré la
comida a punto. ¡Ve a estudiar!
Ngor Ndong regresó a su
choza sereno y afligido a la vez.
Pese a que la deplorable conducta
de Mbagnick Ndong lo había
mortificado y acomplejado siempre,
nunca había osado juzgar al hombre
que consideraba su padre. Saber
que no lo era le procuraba un gran
alivio, como si le hubieran quitado
una espina clavada en la planta del
pie. Al mismo tiempo, su alegría
estaba entremezclada de una
profunda tristeza ante la idea de que
nunca conocería a su verdadero
padre.
Tres días después, Ngor
propinó una paliza memorable a
Mbagnick Ndong. Como de
costumbre, éste quería sacarle
dinero a su madre para ir a la
cabaña de Étienne. Seynabou Tine
le había respondido que no tenía
más que trabajar si quería tener con
qué pagar el vino de palma, que el
dinero que ella tenía era para las
necesidades de la casa. Furioso
porque consideraba que ella lo
había tratado con desprecio, y lo
había insultado y lo había tachado
de perezoso y borracho, Mbagnick
Ndong había comenzado a pegarla.
Ngor Ndong estaba lavándose
en la ducha que tenían al aire libre,
en un espacio cercado detrás de las
cabañas. Alertado por los coléricos
«¿Me estás insultando a mí?» de
Mbagnick Ndong, el ruido de
golpes y los desgarradores gritos de
Seynabou Tine, se puso
precipitadamente el calzoncillo,
salió enjabonado de pies a cabeza y
ese día enjugó las lágrimas de su
madre. Se abalanzó contra
Mbagnick Ndong, sorprendido
como una gallina encima de un
saltamontes, lo agarró por la
cintura, lo levantó por encima de su
cabeza y tras arrojarlo al suelo con
una violencia inaudita, se sentó
encima de su pecho. Mbagnick daba
alaridos como si le estuvieran
arrancando la piel; Ngor Ndong lo
hizo callar apretándole la garganta
con una mano al tiempo que con la
otra le metía un puñado de arena en
la boca. Mientras escupía medio
asfixiado, le estuvo aporreando de
manera metódica la cara a
puñetazos, hasta hacerle brotar
sangre.
Seynabou Tine, la única
testigo, ni intervino ni pidió
socorro. Atraídos por los
prolongados chillidos de Mbagnick
Ndong, los vecinos acudieron a
separarlos y pusieron fin a la tunda.
A partir de ese día, Seynabou
Tine disfrutó de una paz absoluta en
la casa. Mbagnick Ndong había
comprendido a la fuerza la lección:
tenía los dos incisivos superiores
rotos; la cara entera, incluidos los
ojos, la nariz, los pómulos y los
labios, le quedó tumefacta durante
más de tres semanas. Nunca más
volvió a pedirle ni un céntimo a
Seynabou Tine, ni aún menos se le
ocurrió volver a ponerle la mano
encima.
Desconfiaba de Ngor Ndong y
lo evitaba como a un leproso. Dejó
de comer en el plato común y
prefería tomar la comida solo en su
choza.
Llegó el periodo de exámenes.
Ngor Ndong, que era un alumno
brillante, aprobó el paso a
bachillerato y el certificado de
estudios. Para el curso siguiente lo
matricularon en el instituto
Abdoulaye Sadji de Rufisque.
Lo frecuentó sólo durante tres
años.
Dos días antes de concluir las
vacaciones de Navidad, una
mañana de domingo en que se había
aislado bajo un árbol, con el
bolígrafo en la mano y el cuaderno
en el regazo, detrás de la vivienda,
para hacer unos deberes que debía
entregar cuando se reanudaran las
clases, vio que su madre entraba,
con el cesto bajo el brazo, en el
huerto de Tangara, un rico
comerciante de Dakar. Al cabo de
unos minutos, vio salir de la granja
al criado, Kindy, que se dirigió al
pueblo. Ngor Ndong se dijo que su
madre debía de ir a comprar fruta
para revenderla por la tarde en el
mercado de la estación o al día
siguiente en Rufisque. Ella no lo
había visto. Iba a darle una
sorpresa y a ayudarla a cargar el
cesto.
Se levantó y, guardando el
cuaderno y el bolígrafo en el
bolsillo del pantalón, penetró a su
vez en el huerto, cuya puerta
permanecía abierta. Por más que
miró, no vio a su madre. Su cesto
estaba en la entrada del edificio
donde Tangara descansaba cuando
acudía los fines de semana. Su
madre debía de estar, pues, en la
habitación, discutiendo el precio
con él. La puerta estaba cerrada.
Intrigado sin saber por qué, se
planteó llamar, pero cambió de
idea. Rodeó la caseta y localizó una
ventana abierta. Se acercó sin hacer
ruido, levantó con cuidado una
punta de la cortina y al mirar al
interior, quedó petrificado. Las
sandalias, el pareo de su madre, el
bombacho de Tangara y sus
sandalias estaban tirados por el
suelo. Ella yacía de espaldas en la
cama y Tangara estaba acostado
encima, vestido sólo con la camisa.
Sus voluminosas nalgas desnudas,
separadas por una gran hendidura,
subían y bajaban, subían y bajaban.
Ngor Ndong se deslizó despacio
hasta el suelo y, como las piernas
no lo sostenían, se desplazó a
rastras con la garganta atenazada
por una dolorosa bola.
Mucho más tarde, cuando su
madre salió de la caseta, Ngor
Ndong permanecía agazapado bajo
un árbol de la huerta. Comenzó a
recoger pomelos y mandarinas y a
ponerlos en el cesto. Cuando éste
estuvo lleno de la fruta del pecado,
llamó a Tangara. El hombre salió a
reunirse con ella. Ngor Ndong los
vio hablar, pero no comprendió lo
que decían. Se echaron a reír, se
besaron y cogiendo a un tiempo los
bordes del cesto, lo levantaron
hasta la altura del hombro. Su
madre dobló las rodillas hasta
tenerlo encima de la cabeza y luego
se enderezó mientras Tangara
soltaba el borde. Volvieron a
hablar y a reír a carcajadas. Ella se
volvió, él le dio una palmada en las
nalgas y de nuevo estallaron en
risas.
Seynabou Tine se fue con el
cesto en la cabeza. Tangara subió el
escalón de la caseta. Después sacó
del bolsillo del bombacho un
paquete de Marlboro, encendió un
cigarrillo, volvió a guardar el
paquete y se desperezó
parsimoniosamente, cruzando los
brazos por encima de la cabeza. En
el momento en que los bajaba, se
desplomó de golpe, sin un grito,
como fulminado.
Al igual que la mayoría de los
niños de su edad en los pueblos de
la zona rural, Ngor Ndong llevaba
colgado del cuello un tirachinas con
el que cazaba pájaros y pequeños
roedores y guardaba en los
bolsillos los proyectiles, unos
pequeños guijarros de laterita,
duros como el hierro. Había
apuntado a la cabeza de Tangara,
tensando al máximo la goma de la
honda. La bala de laterita había
dado en el blanco.
Tangara aún no había tocado
el suelo cuando Ngor Ndong huía
ya, con el tirachinas colgado de
nuevo en el cuello.
Una hora después, de regreso a
la granja, Kindy se quedó muy
sorprendido al ver de lejos a
Tangara acostado delante de la
puerta. Apuró el paso, cada vez más
alarmado por la inmovilidad del
patrón, y al llegar a su lado, lanzó
un grito de estupor.
Tendido de espaldas, rígido y
con los ojos vidriosos, Tangara
llevaba muerto un buen rato. El fino
hilillo de sangre que había brotado
de una pequeña herida en la sien
izquierda se había coagulado
encima del cigarrillo apagado y
había formado una oscura mancha
oscura en el suelo. Tras fracturar el
hueso temporal, el guijarro había
penetrado en el cerebro.
Jamás se descubrió quién
había matado a Tangara ni por qué.

Ngor Ndong llevaba tanto


tiempo corriendo que tenía la
impresión de que iban a salírsele
los pulmones a pedazos por la
boca. Una punzada, similar a un
puñal clavado en pleno tórax, lo
obligaba a doblar el cuerpo. Se
dejó caer en la arena, al pie de una
higuera silvestre, incapaz de
proseguir la carrera. Al cabo de un
rato, se arrastró con la lengua seca,
jadeante, hasta el tronco de un
árbol; allí, apoyado de espaldas,
comenzó a recuperarse. Debía de
estar lejos de Sangalcam, porque no
divisaba siquiera la copa de las
palmeras que rodeaban el pueblo
por el oeste. Los rayos de sol que
se filtraban a través del denso
follaje de la higuera dibujaban
fantasmagóricas imágenes sobre sus
párpados cerrados.
Unas enormes bolas de color
amarillo fluorescente desfilan a
toda velocidad en la oscuridad y
entran en violenta colisión,
estallando en mil pedazos. Una
nube dorada, aún más fosforescente
que las bolas, se extiende hasta
invadir todo el espacio. La luz se
enciende hasta límites de crudeza.
La escena queda sustituida por una
amplia cama en la que,
transformados en gigantes,
Seynabou Tine y Tangara retozan
con frenesí. Después, como la llama
de una vela que se acaba de
consumir, la cruda luz declina,
vacila y se apaga. La oscuridad
vuelve a reinar y, de nuevo, las
gigantescas bolas comienzan a
desfilar...
Ngor Ndong abrió los ojos
gimiendo, con el mismo opresivo
nudo en la garganta. Al palparse los
bolsillos, comprobó que había
perdido el cuaderno y el bolígrafo y
se hizo el propósito de buscarlos al
volver. En ese mismo momento,
sintió una terrible quemazón, como
si le hubieran aplastado la punta de
un cigarrillo en la nuca. Aplastó
con presteza el insecto que le
picaba y otra vez sintió el vivo
escozor de una picadura, esta vez
bajo la correa de cuero del
tirachinas. Apartando con cuido la
honda, trasladó la mano a la nuca y
atrapó una gran hormiga, de
brillante color pardo y enormes
mandíbulas abiertas. Se disponía a
hacerle correr la misma suerte que
a la anterior cuando un silbido,
como de un neumático perforado, le
hizo levantar la cabeza. La sangre
se le heló en las venas mientras
dejaba caer la hormiga.
A dos palmos de su cara se
columpiaba despacio, de derecha a
izquierda y de izquierda a derecha,
como la vara de un
limpiaparabrisas, una serpiente
negra que prendida de la cola,
mostraba el plateado vientre gris y
una boca abierta de par en par, que
formaba un ángulo recto entre los
dos maxilares. Ngor Ndong vio con
todo detalle los ojos sin párpados,
fijos e inexpresivos, las fauces
rosadas precedidas por unos
minúsculos dientes inclinados hacia
el interior, presididos por los dos
acerados colmillos, inoculadores
del veneno mortal. Se dijo que al
menor movimiento, estaba perdido.
Sabía que una mordedura de mamba
negra no perdonaba. Le mordería en
la cara, el veneno le alcanzaría
enseguida el cerebro y moriría
rápidamente.
Él no quería morir, sin
embargo.
Con el tirachinas en la mano,
permaneció rígido como una
estatua, sin osar respirar siquiera.
Por un espacio de unos treinta
segundos como máximo, que le
parecieron treinta días, la serpiente
prosiguió con su indolente danza y
luego, tranquilizada sin duda por la
ausencia de movimiento por parte
de Ngor Ndong, se desplomó en el
suelo, como la cuerda de un arco
que se distiende, con el cuerpo
enroscado, la cabeza posada sobre
los anillos y la bifurcada lengua,
semejante a una raspa de anguila,
asomando de manera intermitente y
curiosa de la boca cerrada. Ngor
Ndong pensó que si no encontraba
deprisa la forma de reaccionar, iba
a morir. Debía de haber efectuado
un imperceptible gesto involuntario;
debía de haber levantado sin duda
el pecho cuando, al límite de la
resistencia, había inspirado, o tal
vez había movido un párpado,
porque la serpiente se irguió como
una flecha, silbando. Poco faltó
para que el corazón se le saliera del
pecho con aquellos alocados
latidos que percibía tan claramente,
como si fueran golpes. Corría el
peligro de que también los oyera la
serpiente, que ya estaba lista para
atacar.
Entonces, enfurecido, se puso
a sermonear al corazón: «¡Mira que
eres cobarde! ¿No te da vergüenza
hacer tanto ruido? De todos los
corazones del mundo, eres el más
horroroso. Cállate, cállate de una
vez, gallina. Si no te callas, la
serpiente, que ya está nerviosa, te
oirá, y si te oye, me morderá en la
cara, y si me muerde en la cara,
moriré, y si yo muero, tú también
morirás y morirás antes que yo.
¿Quieres morir? No, claro.
¡Entonces para de latir como un
tamtan, cobarde más que cobarde!».
Ngor Ndong tuvo la curiosa
sensación de que su cuerpo era
sensible a sus exhortaciones,
porque los latidos se hicieron
imperceptibles.
De nuevo tranquilizada, la
serpiente volvió a posarse en el
suelo.
Con la velocidad del rayo,
Ngor Ndong estiró el brazo al
tiempo que de su pecho brotaba un
apagado grito de alivio y triunfo a
la vez. La horca del tirachinas que
aún asía apresó el cuello del reptil
contra el suelo. Este levantó la
cabeza y con las fauces abiertas,
giró con frenesí la cola, levantando
nubes de polvo del suelo. Ngor
Ndong aumentó la presión de la
mano, del tal modo que las puntas
de la honda se hundieron hasta la
raíz arrastrando la cabeza de la
serpiente, que desapareció en la
arena. Acercó la mano libre a la
otra con la que sostenía el
tirachinas y agarró con fuerza el
cuello del reptil, que enroscó el
resto de cuerpo a la manera de una
cuerda en torno a su antebrazo.
Entonces se puso en pie y miró en
torno a sí en busca de una piedra
para aplastar la cabeza del animal
contra el tronco del árbol. No vio
ninguna, pero, a unos pasos de
distancia, cerca de un arbusto de
kinkeliba, advirtió un palo recio
como su muñeca, más o menos de
un metro y medio de largo. Sin
perder de vista al reptil que, con la
boca llena de arena, trataba en vano
de morderlo, se desplazó hasta el
palo, se inclinó y lo cogió. Cuando
se iba a levantar, se le ocurrió una
maléfica idea. Tras soltar el bastón,
volvió a sentarse, arrancó una rama
de kinkeliba y con ayuda de los
dientes, se puso a desprender la
parda corteza. Después cogió el
bastón, lo afianzó entre las rodillas,
posó la cabeza de la serpiente en
uno de los extremos y la sujetó
hasta el cuello con las tiras de
corteza. Por fin tenía las manos
libres y podía maniobrar con más
facilidad. Tras desenroscar el
cuerpo de su antebrazo, lo dispuso
contra el palo y a continuación lo
ató por el centro y luego la cola,
que sobresalía más de diez
centímetros de la otra punta. La
operación fue larga y minuciosa,
como la de un artificiero que
desactiva una mina antipersona.
Cuando acabó, nadaba en sudor a
pesar del frío de la mañana y tenía
la camisa tan empapada como si le
hubiera sorprendido un aguacero.
Volvió a apoyarse contra el tronco
de la higuera y, con la mirada fija
en la serpiente neutralizada contra
el bastón, se dispuso a esperar.
El tiempo transcurrió
lentamente, hasta que el día
concluyó por fin. Ngor Ndong
aguardó todavía un rato. Cuando la
tierra se hubo enfriado, regresó a
Sangalcam con su peligrosa presa,
todo el pueblo dormía y no encontró
ni un alma en su camino. La noche
era negra, sin luna ni estrellas. En
medio de la densa niebla, un perro
ladró a lo lejos y luego otro y otro
más, de tal suerte que llegó a la
casa precedido de un concierto de
ladridos.
La puerta de la choza de
Mbagnick Ndong y Seynabou Tine
no tenía cerradura, pero estaba
provista de un pestillo. Sin ruido,
con la facilidad que da la
costumbre, logró descorrerlo y
entrar. Había desprendido la
serpiente del palo y la llevaba
cogida por el cuello. Oyó la
respiración regular de su madre y
los ronquidos de Mbagnick Ndong;
ambos dormían en su cama y
permaneció inmóvil en medio de la
habitación hasta que, una vez se
hubo habituado a la penumbra, pudo
distinguirlos bien, acostados de
espaldas uno contra el otro.
Entonces se acercó y, con infinita
precaución, liberó al reptil inerte,
pero vivo, entre los dos. Salió de
espaldas y después de cerrar la
puerta, volvió a correr el pestillo.
A continuación entró en su choza
situada al lado y se acostó sin
desvestirse. Tenía hambre y sed y
estaba cansado, pero el sueño
enseguida lo venció.
A la mañana siguiente, cuando
el sol estaba ya alto en el cielo, lo
despertó una vecina, Kogna Dieng.
Había ido a llamar a la puerta de su
madre y al no obtener respuesta
pese a sus golpes cada vez más
insistentes, fue a llamar a la suya.
Se levantó y fue a abrir. Ella le
preguntó por Seynabou Tine y
explicó que habían acordado ir
juntas al amanecer a Rufisque con
el primer autobús, para vender fruta
y verdura. No la había visto en la
estación; luego, al volver de
Rufisque, no la había encontrado en
el mercado de Sangalcam.
—¡Tiene la puerta cerrada
todavía! —constató con asombro—.
¿Dónde está? ¿Aún no se ha
despertado? ¿Y Mbagnick
tampoco?
—No sé —respondió Ngor
Ndong, que sabía muy bien a qué
atribuir aquello—. Eres tú la que
me ha despertado.
—¡Me sorprende viniendo de
Seynabou Tine! —continuó la mujer
—. Siempre ha sido muy
madrugadora y nunca falta al
mercado si no va de viaje o está
enferma y siempre avisa, además.
¿Ha ido de viaje? ¿Está enferma? Y
Mbagnick, ¿por qué no se ha
levantado todavía?
—¡No sé! —reiteró Ngor
Ndong.
Kogna Dieng volvió a
aporrear la puerta. Nadie contestó.
Con creciente inquietud, salió del
recinto y volvió al poco tiempo,
acompañada de su marido y de otro
hombre. En cuanto abrieron la
puerta, vieron a la serpiente que
bajaba de la cama y a la pareja
inmóvil encima. Entre todos
mataron al reptil.
Durante el entierro de
Seynabou Tine y de Mbagnick
Ndong, que se celebró esa tarde, se
produjo un suceso curioso, bastante
chusco en realidad, que añadido a
las dramáticas y brutales
circunstancias de su fallecimiento,
en las que jamás nadie sospechó la
intervención de Ngor Ndong,
alimentó durante días y días todas
las conversaciones en Sangalcam y
los pueblos de los alrededores. Una
vez tapada la tumba de la esposa, se
disponía a depositar el cuerpo del
marido en su hoyo ya cavado
cuando, de improviso, un enjambre
de abejas se abatió sobre los
congregados. Los tres hombres, que
ya habían levantado a peso el ataúd
con el cadáver amortajado y se
disponían a pasárselo a otros tres
que, con la pierna derecha en la
tumba, tendían las manos para
recibirlo, lo soltaron y lo dejaron
caer sin miramientos al suelo. La
fórmula «No hay más Dios que Alá
y Mahoma es su profeta. ¡Paz y
salud a él!» salmodiada por la
asistencia se transformó en gritos y
alaridos. Todo el mundo huyó con
indescriptible precipitación.
Mientras duró la claridad diurna,
las abejas impidieron el acceso al
cementerio, pues atacaban a todo
aquel que se aproximaba a menos
de cincuenta metros. Al caer la
noche, desaparecieron como habían
llegado. Algunos hombres de la
etnia de Mbagnick Ndong, serere,
pudieron ir entonces a dar sepultura
al cadáver, que empezaba a
descomponerse.
Al final de las vacaciones de
Navidad, Ngor Ndong volvió al
instituto. Había cambiado. Él,
normalmente tan estudioso, tan
alegre y expansivo, se había
replegado sobre sí, se había vuelto
taciturno y ya no se interesaba por
las clases. El triple asesinato lo
había colocado en un mundo aparte,
encerrado en una especie de
campana traslúcida donde reinaba
un gran silencio y desde donde,
invisible, percibía el mundo real
como a través de un prisma
deformante. Cuando pensaba en
Tangara, en Mbagnick Ndong y en
su madre, no sentía la menor culpa.
No experimentaba mayor
remordimiento que el verdugo
después de haber ejecutado la
sentencia capital. Encontraba
normal que estuvieran todos
muertos, Seynabou Tine igual que
los otros. Según su manera de ver
no merecían vivir, a causa de su
existencia licenciosa y disoluta.
La señora Samake, su
profesora de matemáticas, fue la
primera en advertir la profunda
transformación de Ngor Ndong y en
sufrir sus terribles consecuencias.
Él era su alumno preferido en razón
a sus brillantes resultados, muy
superiores a los del resto de sus
compañeros. Una mañana en que
devolvía unas pruebas en las que él
había sacado un cero, cuando,
según sus previsiones, habría
debido obtener un diez o, por lo
menos, un nueve, al llegar a su lado,
dejó la hoja en la mesa y se llevó el
índice a la frente.
—¡Desde la vuelta de
vacaciones parece que andas en las
nubes, muchacho! —lo reprendió
—. ¿Qué te pasa por la cabeza?
Ngor Ndong se levantó y con
un potente puñetazo en el ojo,
derribó a la profesora. En la clase
se armó un gran revuelo. Algunas
niñas se pusieron a chillar mientras
otras salían del aula. Los niños
provocaron un ruido comparable
aporreando las mesas. En torno a la
señora Samake, inconsciente en el
suelo, se formó un corro donde
corrían los comentarios. Unos
preguntaban por qué Ngor Ndong
había pegado a la profesora, si
estaba loco o qué. Otros explicaban
que se había vuelto raro porque
había quedado traumatizado por la
muerte de sus padres, mordidos por
una serpiente mientras dormían, tres
días antes de acabar las vacaciones.
El tumulto acabó por atraer la
atención del director y de otros
profesores, que acudieron a
averiguar el motivo de aquel
escándalo.
Ngor Ndong estaba sentado.
Con los codos apoyados en la mesa,
permanecía impasible mirando al
frente. Al entrar el director y los
profesores, se dispersó el grupo
concentrado alrededor de la señora
Samake. Al verla en el suelo, se
precipitaron hacia ella preguntando
qué había pasado. Algunos alumnos
los informaron, señalando al chico
con la mano, que Ngor Ndong le
había dado un puñetazo. La señora
Samake, todavía desmayada, fue
trasladada a la enfermería del
centro por sus colegas. El director
llamó al servicio de Urgencias y
pronto llegó una ambulancia para
llevársela. La mujer regresó al cabo
de una hora con el ojo cubierto con
una venda, oculto tras los cristales
oscuros de unas Ray-Ban que le
prestó uno de los profesores que la
habían acompañado al dispensario,
provista de una baja médica de
veinticinco días de reposo, salvo
complicaciones, y de una receta.
Sin embargo, pese a la insistencia
del director no quiso presentar una
denuncia. Se convocó un consejo de
disciplina y, sin dilación,
expulsaron del instituto a Ngor
Ndong, que ya había regresado a
Sangalcam.

Al quedarse huérfano, Ngor


Ndong fue recogido por Kogna
Dieng, la amiga de su madre que
había acudido a llamar a la puerta
el día fatídico. Unas semanas
después de su expulsión del
instituto, consiguió colocarlo, tal
como deseaba, con Boy Ciss, un
chófer de taxi-equipaje de marca
Nissan, muy popular en la línea
Bayah-Rufisque. Durante cinco
años, permaneció con Boy Ciss sin
que éste tuviera motivo de queja de
él ni una sola vez. Le gustaba su
oficio y aprendía bien, y su jefe lo
tenía en gran estima. Nunca sustraía
ni una moneda de la caja, no pedía
nunca nada, no aceptaba más que lo
que se le ofrecía y sabía conducir
desde había mucho. A los diecisiete
años, se consideraba en
condiciones de sacar el permiso y
volar con sus propias alas, más que
nada porque con su gran estatura y
su incipiente barba y bigote se
sentía un poco ridículo en el papel
de aprendiz. Por otra parte, algunas
clientas desabridas, vendedoras de
pescado sobre todo, le hacían a
menudo un comentario en esa línea
y le decían que había superado la
edad de aprender. Un día se sinceró
con su jefe. Boy Ciss aceptó que se
fuera. Había, no obstante, un
problema. Para poder obtener el
permiso de conducir, había que
poseer el carné de identidad y, para
tener el carné, había que ser
obligatoriamente mayor de edad, y
él no lo era.
Ngor Ndong entró en contacto,
una hermosa mañana, con el
responsable del registro civil, en su
despacho del centro secundario de
Sangalcam. Era un cuarentón
vestido siempre de punta en blanco,
al que la gente del pueblo apodaba
«el Señor Alcalde».
—¿Tienes ya una partida de
nacimiento? ¿De dónde? —
preguntó, tras indicarle que tomara
asiento.
Ngor Ndong se instaló antes de
responder.
—Una partida de nacimiento
de la subprefectura de Fimela,
Señor Alcalde.
—¡Ah, sí! Fimela, lo conozco
—dijo el funcionario, sacudiendo la
cabeza—. Queda en la región de
Thiès, por el lado de Khombole.
—Está en la región de Fatick,
Señor Alcalde, antes de Ndangane-
Sambu.
—¡Ah sí, sí! Antes de
Ndangane-Sambu, en la región de
Fatick, es verdad, me había
equivocado. Bueno, puedo hacer lo
que me pides. Quiero ayudarte,
porque yo estaba presente cuando le
ocurrió esa desgracia a tus padres.
Te compadezco, los tiempos son
difíciles. Tienes razón, hay que
tener un trabajo, así que voy a
ayudarte, pero esto tiene que quedar
entre nosotros, no debe salir de
aquí, porque no quiero
complicaciones.
—¡En nombre de Dios, Señor
Alcalde, juro sobre la tumba de mi
padre y de mi madre que lo que
hagamos entre los dos quedará entre
los dos y nadie se enterará nunca!
—¡Ya! Es lo que decís todos,
pero en cuanto tenéis lo que
queríais, sois los primeros en
ensuciar nuestra reputación
pregonando por todas partes que os
habéis visto obligados a rascaros el
bolsillo para obtener lo que
queríais. Pues yo, te lo digo de
entrada, no quiero problemas, ni
que me pase como a esos
empleados de Rufisque. Ya debes
de estar al corriente. Hace seis
meses en el centro principal del
ayuntamiento, mandaron a la cárcel
a una red completa de doce
hombres y siete mujeres. Todavía
no los han juzgado. Yo lo que
quiero es ayudarte, simplemente,
porque de verdad me compadezco
de ti, pero problemas no quiero
ninguno.
—En nombre de Dios, nunca
diré nada a nadie, Señor Alcalde.
¡Que Dios me dé muerte de manera
instantánea, en el momento en que
mi lengua esté a punto de contar lo
que ha pasado entre nosotros!
—¡De acuerdo, de acuerdo,
me fío de ti! Te voy a ayudar
porque eres serio y sabes
mantenerte callado, lo sé. Sé
reconocer y seleccionar a las
personas sin equivocarme, a los
deshonestos de un lado y a los
honrados de otro. Contigo puedo
tratar porque eres honrado. Lo he
sentido en cuanto me has expuesto
con toda franqueza tu caso, así que
yo también te voy a ser franco. Te
voy a decir enseguida que te va a
costar caro, porque ya tienes una
partida de nacimiento en Fimela
que hay que eliminar de los
registros de esa subprefectura para
sustituirla por tu nueva partida
inscrita en nuestros registros, que,
además, debe estar firmada por el
juez en persona. Por eso te va a
costar caro.
—¿Cuánto, señor alcalde?
—Ocho mil francos. No es a
mí a quien van a pagar, te advierto,
sino al propio juez, hasta el último
céntimo. Si faltara uno, te juro que
se negaría a firmar. Si llevas
encima esa suma, ahora mismo me
voy a Rufisque y antes de mediodía
tendrás en regla tu partida de
nacimiento.
—No tengo esa cantidad,
Señor Alcalde, pero Dios mediante,
mañana por la mañana, se la traeré.
Me las arreglaré para conseguirla.
—¡De acuerdo! Ahora tengo
trabajo —lo despachó con
sequedad el funcionario.
Ngor Ndong se levantó,
desconcertado por el repentino
cambio de tono el hombre.
—¡Adiós, Señor Alcalde,
hasta mañana! —se despidió.
Sin decir nada, el Señor
Alcalde se mordió el labio inferior,
cogió el bolígrafo, hundió la nariz
en el registro que tenía abierto
delante y fingió que escribía algo.
Al salir del despacho, Ngor
Ndong no sabía cómo ni dónde
obtener los ocho mil francos. ¿Y si
se los pedía a Boy Ciss? Descartó
enseguida tal posibilidad; su jefe ya
no le debía nada, él le había
enseñado un oficio y su obligación
ahora era recompensarlo en lugar
de pedirle prestado. Se las
arreglaría de otra manera. Pero
¿cómo? Pasó el día devanándose
los sesos. ¿Ir a la selva a cortar
leña para venderla? No. No tenía
hacha ni machete. ¿Trabajar de
descargador en el mercado de
Rufisque, como los jóvenes
mandingas venidos de Gambia? Él
era fuerte. Lo malo era que andaba
mal de tiempo, porque en un solo
día era imposible ganar ocho mil
francos descargando de los
camiones sacos de arroz, bidones
de aceite de cacahuete, cajones de
tomates y cajas de jabón y de
azúcar. ¿Vender entonces fruta o
verdura en el mercado? Para eso se
necesita tener una cantidad inicial,
dinero para poder comprar a los
agricultores. ¿Pedir la suma a su
tutora Kogna Dieng? Eso jamás. Ya
había sido bastante peso para ella...
Aunque lo de vender verdura no era
mala idea. A falta de una cantidad
inicial, podría...
Al caer la noche, Ngor Ndong
dio una vuelta por una huerta. Al
amanecer, se encontraba ya en el
mercado Syndicat de Pikine y, poco
antes de la salida del sol, ya estaba
de vuelta en Sangalcam después de
haber vendido un saco de guindillas
por veinticinco mil francos. Al
llegar a su oficina, el señor alcalde
lo encontró esperándolo en la
entrada.
Su nueva partida de
nacimiento le atribuía veintiún
años. Efectuó la solicitud para un
carné de identidad y efectuó las
gestiones para los otros documentos
necesarios para el permiso de
conducir, como certificados
médicos, de nacionalidad, de
residencia y sellos, y los presentó
en el Servicio de las Minas de
Hann.
Dos semanas después, lo
convocaron para la primera prueba,
correspondiente a la teórica. Para
él era algo muy fácil: en cinco años,
había aprendido el código
Rousseau. Como lo conocía al
dedillo, había respondido bien a
todas las preguntas que le habían
planteado. Se llevó por ello una
sorpresa y una gran decepción
cuando se enteró de que lo habían
suspendido. Entonces oyó comentar
a alguien que en ese país sumido en
la decadencia, las cosas siempre
iban así, que el mérito no contaba y
que sólo conseguían aprobar la
teórica los que saludaban a la
senegalesa. Ngor Ndong regresó a
Sangalcam diciéndose que la
próxima vez no lo eliminarían.
Dos días antes de la segunda
convocatoria, en plena noche, Ngor
Ndong se adentró en otro huerto. El
primer taxi de equipaje, conducido
por Ibra Guèye, de Gorom, lo
encontró en la estación de
Sangalcam, esta vez con tres sacos.
En el momento en que ayudaba al
aprendiz, Sulla Gaye, a subir el
tercer saco al techo del vehículo,
llegó Djimby Kâ, un peul25 de
Nguenduf, aldea situada a dos
kilómetros de Sangalcam, y
preguntó si el saco que estaban
cargando y los otros dos contenían
guindillas; si ése era el caso, de
quién eran. Ibra Guèye, que
vigilaba la operación apoyado en la
puerta de delante respondió que sí y
señaló a Ngor Ndong como
propietario. Sin mayor preámbulo,
Djimby Kâ le descargó un golpe
con el machete que llevaba oculto
en la túnica. Si Ngor Ndong no
hubiera tenido a tiempo el reflejo
de soltar el saco que sostenía con
las dos manos para agacharse, lo
habría decapitado. La hoja le pasó
rozando el cabello para ir a
clavarse en el tronco de una de las
margosas que crecían al borde de la
carretera. Sulla Gaye, que estaba
inclinado hacia delante y ya había
cogido un extremo del saco para
subirlo, perdió el equilibrio cuando
Ngor Ndong lo soltó sin avisarlo.
Cayó del techo al tiempo que el
saco y se levantó con un brazo roto.
Antes de que Djimby Kâ lograra
arrancar el machete incrustado en el
tronco del árbol, Ibra Guèye le
inmovilizó el brazo por la espalda
al tiempo que uno de los pasajeros
que había bajado del taxi
neutralizaba a Ngor Ndong, que
quería escapar.
—¡Suéltame, que le voy a
cortar la cabeza a ese ladrón hijo
de mala madre! —vociferaba
Djimby Kâ forcejeando como un
poseso—. Es un ladrón que me ha
robado todas las guindillas.
Suéltame, que lo mato. Es él el
ladrón. He seguido el rastro que ha
dejado con los zapatos de plástico
desde mi campo a su casa y de su
casa a la estación. ¡Es él el ladrón,
y lo voy a matar!
Su ira estaba fundada. De
todos es sabido que el peul
aborrece toda forma de trabajo
agrícola y las herramientas
empleadas para ello, como azadas,
hachuelas, arados e incluso
tractores. Su afición, el centro de su
vida, es el rebaño de bovinos,
complementado con la compañía
del machete y la porra. Cuando se
encorva para cultivar la tierra, es
porque tiene obstruidas todas las
salidas y no le queda más remedio.
Entonces se siente completamente
postrado y desvalorizado hasta el
punto de querer poner fin a su vida.
Y ahora el fruto de sus penalidades
y contrariedades, que apreciaba con
el mismo ardor con que detestaba
su trabajo, se había esfumado. Su
huerto había quedado devastado.
Nunca saldría adelante, no podría
pagar el abono y los fungicidas que
había adquirido a crédito en el
Departamento de Agricultura. En
cuanto a la posibilidad de comprar
una o dos vacas a fin de
recomponer su rebaño diezmado
por la sequía, no se atrevía ni a
pensar en ello. En la oscuridad,
incapaz de distinguir si la hortaliza
está madura o no, el malhechor
recoge todo a su paso y, en
ocasiones, para ir deprisa, hasta
arranca la planta de cuajo. De
vuelta en su habitación, a la luz de
una lámpara de petróleo o una vela,
efectúa la selección. Por cada
medio saco de guindilla buena,
destruye dos o tres y a veces
incluso cuatro.
Djimby Kâ llevó el caso ante
la Justicia. Los gendarmes llegaron
para llevarse a Ngor Ndong, que
permanecía retenido en casa del
jefe del pueblo. Después de dos
meses de detención preventiva en
los Cien Metros Cuadrados,26 salió
con dos años y medio de libertad
condicional y volvió a Sangalcam.
Tres meses más tarde, con
ocasión de la fiesta de Tamkharite,
celebración del Año Nuevo
musulmán, se escapó el toro que
iban a inmolar en la plaza de la
mezquita. Enloquecido por los
gritos de los niños o presintiendo
tal vez su muerte, el animal rompió
las cuerdas a base de embestidas y
cabriolas. Los numerosos asistentes
se dispersaron. Mbouldy, el
carnicero, fue el primero en correr
a refugiarse en el techo de la
mezquita, seguido de muchos otros.
Ngor Ndong, que acababa de
despertarse y se estaba vistiendo,
salió del recinto de la casa al oír el
clamor. En la calle desierta, se topó
de frente con el bovino. De manera
instintiva, lo agarró por los
cuernos. El toro detuvo en seco la
carrera para sacudir con tremendo
vigor la cabeza. Proyectado por los
aires, Ngor Ndong aterrizó de
espaldas, unos diez metros más
allá, cerca de la valla de tallos de
mijo protegida por alambre de
púas. Con una voltereta, se puso en
pie. El animal raspó el suelo con
una de las patas delanteras y luego
con la otra, levantando una pequeña
nube de arena y polvo, y luego
emitió un largo y colérico mugido.
—¡Huye, Ngor Ndong! —le
gritó Mbouldy desde lo alto de la
mezquita—. Salta y agárrate a esa
rama gruesa del árbol de la
derecha.
Otras voces se sumaron a la de
Mbouldy, provocando un coro de
gritos.
—¡Escápate, Ngor Ndong!
Corre, que te va a matar el toro.
Pero Ngor Ndong no quería
huir. Había concebido una
descabellada idea que consistía en
aturdir a la bestia, cansarla y, por
qué no, capturarla. Como sabía que
a los toros los enloquece el rojo, se
quitó su camiseta Lacoste, que era
de ese color, y se puso a agitarla
con el brazo ante sí, brincando, con
el torso desnudo. Así, provocando
al toro, tenía cierto parecido con el
Cordobés en plena faena en la
plaza.
El animal volvió a rascar el
suelo. De improviso reinó el
silencio. La gente, refugiada en las
casas, en los árboles o en el techo
de la mezquita, había dejado de
gritar. Todos contenían la
respiración en previsión de un
inminente drama. El toro mugió de
nuevo, retrocedió unos pasos y se
detuvo un instante antes de pasar a
la carga con asombrosa velocidad.
Poco faltó para que embistiera al
torero que, en el último minuto giró
sobre sí. No fue lo bastante rápido,
no obstante, para evitar que uno de
los cuernos le rozara el costado.
Llevado por un fantástico impulso,
el toro se hundió en la cerca hasta
el lomo, la arrancó y cayó de
rodillas sobre las patas delanteras.
Ngor Ndong le agarró entonces la
cola con las dos manos y la retorció
con todas sus fuerzas. El animal
efectuó denodadas tentativas para
desprenderse de la valla prendida
en el medio del cuerpo y sólo logró
enredarse aún más con los alambres
de púas. Ngor Ndong porfió sin
soltarlo, hasta que la bestia acabó
desplomándose con las patas al
aire, mientras exhalaba un
prolongado mugido. Por todas
partes brotaron gritos de alivio y de
admiración. Fue en ese momento, y
no antes, cuando Mbouldy acudió a
ayudarlo acompañado de otros
hombres. Por fin capturaron al toro.
La hazaña borró el incidente
de las guindillas. Al anochecer,
delante de su cuenco de cuscús con
carne mezclada con leche fresca,
todo el mundo pensó con gratitud en
Ngor Ndong. Los días posteriores,
en las sesiones de tamtan, las
muchachas inventaron pasos de
danza y compusieron canciones en
las que exaltaban la valentía que
demostró mientras todos los
hombres de Sangalcam huían. Las
chicas lo agasajaban, lo invitaban
por turnos, le preparaban sabrosos
platos y lo iban a visitar, de tal
manera que su casa pasó a ser la
más animada del pueblo. De la
mañana a la noche, la tetera se
calentaba en el fuego para proveer
a las visitas de los tres tés
reglamentarios, acompañadas de
carne asada. Se había convertido en
un personaje importante y
considerado. Además, desde hacía
un tiempo, a menudo se vestía con
ropa nueva, había equipado su
choza con una cama y un armario de
tres puertas de fórmica y tenía un
radiocasete y numerosas cintas.
Siempre llevaba dinero encima y
era generoso y pródigo. Las
mujeres casadas también se
sumaron a los halagos; algunas
tuvieron serios problemas, como
Dalanda, cuyo marido, Amadou
Oury, apareció de improviso,
prevenido no se sabía de qué forma,
en el momento en que ella salía de
la choza de Ngor Ndong
anudándose el pareo. Después de
arrastrar a la esposa por la calle, el
hombre arrancó una rama de
margosa con la que la golpeó con
violencia y a continuación le abrió
las piernas y le metió en la vagina
un pimiento que llevaba en el
bolsillo.
En el pueblo comenzaron a
circular preguntas al respecto de
Ngor Ndong. ¿De dónde sacaba ese
dinero que gastaba con tanta
prodigalidad? Nadie le conocía
ningún trabajo, ninguna fuente de
ingresos, ninguna herencia, ni se
había oído contar que le hubiera
tocado la lotería.
El brutal comportamiento de
Amadou Oury volvió a hacer
aflorar en las memorias los sacos
de guindillas de Djimby Kâ. Las
cábalas se multiplicaban. A tales
conjeturas, algunos, asiduos de la
casa de Ngor Ndong, respondían
con indignación, atribuyéndolas a
los celos, a la envidia o al afán de
calumniar. «La gente es mala —
decían—. No quieren admitir el
éxito o la suerte de los demás. Por
eso nunca están en paz y siempre se
quedan atrás, porque a Dios
corresponde atribuir la suerte y el
éxito. Él los otorga a quien quiere,
sin avisar a nadie, y el que no está
conforme tiene siempre el corazón
invadido por la amargura».
Sangalcam se dividió así en
dos facciones dispuestas a llegar a
las manos: por un lado, estaban los
partidarios de Ngor Ndong, los
jóvenes y mujeres sobre todo, que
lo ponían por las nubes; por el otro,
los que lo abominaban, hombres en
su mayoría, algunos de los cuales
llegaban incluso a reclamar su
expulsión del pueblo, o cuando
menos, el embargo de sus bienes.
Una buena mañana se produjo
un relámpago en medio de un
sereno cielo: los gendarmes fueron
a buscar a Ngor Ndong recién
levantado de la cama. En el curso
de la investigación, los agentes de
la ley habían encontrado en
Wayambame una bomba de agua
sustraída en una huerta de Noflaye.
En el cuartel, había media docena
de denuncias presentadas por robos
de ese tipo. Los gendarmes, que
sospechaban de la existencia de una
banda, preguntaron a Ngor Ndong el
nombre de sus cómplices. Él
declaró que no los tenía y sólo
confesó ser autor del robo de una
única bomba, la de Noflaye.
Aquello fue suficiente para que
volviera a los Cien Metros
Cuadrados. A la prisión
condicional de tres años, que aún
no se había agotado, el juez agregó
otros tres más, que sumaron seis en
total. Cumplió en la cárcel la mitad
de la condena tan sólo, ya que se
benefició de una amnistía
concedida con ocasión de la fiesta
nacional.
De regreso a Sangalcam, Ngor
Ndong se enteró de que durante su
estancia en la cárcel, el sobrino del
jefe del pueblo había vendido la
casa que había heredado de
Seynabou Tine y de Magnick Ndong
a un hombre de negocios, que ya
había construido un gran edificio en
el solar, y de que Kogna Dieng, su
tutora, había fallecido. Como no
poseía el título de propiedad de la
casa, no pudo reclamarla. Se había
quedado sin domicilio. Nadie quiso
alojarlo, ni siquiera por unos días,
salvo Mbouldy, que le había
tomado aprecio a partir del día de
la corrida.
Un mes y medio después de su
liberación, instalado en una estera
en la cabaña del carnicero, Ngor
Ndong tomaba el té con él.
Aquejado de un mortal
aburrimiento, encendió un cigarrillo
y con el bolígrafo de Mbouldy se
puso a garabatear maquinalmente en
el dorso de la caja de cerillas,
mientras reflexionaba...
Esa misma noche se fue a
Dakar. A la salida del Yang-Yang,
un bar situado en la avenida Blaise
Diagne, delante del Departamento
de Higiene, robó un taxi. A la altura
del cine El Malic, lo pararon dos
mujeres que atendían a una tercera.
La mujer estaba de parto y había
que trasladarla al hospital Aristide-
Le Dantec.
«¡El esplendor de su frente
disipa las tinieblas de la noche
igual que la antorcha que enciende
el piadoso anacoreta en su ermita!»
Este verso en el que un gran
poeta árabe ensalzaba a su amada
parece haber sido escrito para
Ramata Kaba. Ella era uno de esos
raros seres con los que el buen
Dios parecía haber puesto un
especial esmero a la hora de
esculpir su físico, para hacer de él
una obra perfecta en todos los
sentidos. No era ni alta ni baja, ni
delgada ni gorda; no tenía la tez ni
clara ni oscura y la visión de su
cara resultaba tan agradable y
apaciguadora como la
contemplación de un claro de luna
en plena selva, un amanecer en la
montaña o la puesta de sol en un
tranquilo mar, una inmensa laguna o
una gran extensión de verde hierba.
Para cualquier hombre
normalmente constituido, ya fuera
santo o impío, resultaba imposible
verla, tanto por delante como por
detrás, sin concebir ideas lúbricas.
Era hermosa, muy hermosa, más
hermosa incluso que Gina
Lollobrigida, y lo sabía.
Había conocido a Matar Samb
en el curso de una manifestación
organizada por la Unión
Democrática de Estudiantes de
Dakar para protestar contra la
muerte de tres de sus dirigentes, que
se contaban entre los siete que
habían sido enviados, enrolados
por fuerza en el ejército, a la
frontera con la Guinea portuguesa,
que luchaba por su independencia.
La radio había anunciado la triste
noticia el día anterior en su
programa informativo de mediodía.
La UDED había convocado una
marcha pacífica de la plaza del
Obelisco al palacio presidencial de
la República, ante cuya verja su
secretario general debía presentar
las reivindicaciones de su
organización. En una orden, que
habían difundido varias veces el
día anterior y esa mañana las
emisoras de Radio Senegal, el
prefecto de Dakar había prohibido
toda agrupación en la vía pública.
Los estudiantes habían considerado
arbitraria tal prohibición, pues
consideraban que, como cualquier
otra forma de expresión, la marcha
era un derecho garantizado por la
Constitución; así pues, decidieron
no respetar el mandato prefectoral.
Hacia las diez, la plaza del
Obelisco estaba negra de gente. Los
alumnos de los institutos y
numerosos jóvenes desocupados se
habían sumado a los estudiantes
universitarios.
El secretario general era un
joven alto y barbudo apodado el
Che, vestido con una guerrera y un
vaquero desgastado, arengó a la
multitud con su estentórea voz.
Primero pidió tres minutos de
silencio, en memoria de cada uno
de sus camaradas mártires y, una
vez concluido el paréntesis de
recogimiento, explicó las atroces
circunstancias de su muerte,
achacable por entero al Gobierno.
Según el Che, los estudiantes
enrolados a la fuerza habían sido
cobardemente sacrificados, pues
tras haberlos enviado a explorar el
terreno junto con otros dos
soldados profesionales, el oficial
de la división había ordenado la
retirada al primer tiro del enemigo
y había huido con el resto de sus
hombres, dejándolos solos frente a
una tropa de treinta kognaguis,
indígenas integrados en el ejército
colonial portugués. Uno de los
soldados profesionales había
podido escapar con vida.
Escondido en el espeso ramaje de
un árbol, había asistido horrorizado
a la captura y la muerte de sus
cuatro compañeros. Uno tras otro,
los habían desnudado, decapitado,
mutilado de brazos y piernas y
destripado con machetes. Después,
los indígenas habían ejecutado
danzas y cantos rituales dando
vueltas en torno a sus
ensangrentadas víctimas y habían
separado ciertos órganos, como el
hígado, el sexo y el corazón, que se
habían ido llevando junto con sus
uniformes, sus cabezas y sus armas.
El soldado superviviente, que había
esperado mucho rato antes de bajar
del árbol, corrió y caminó durante
toda la noche. Por la mañana, había
llegado al campamento militar de
Ziguinchor. Al oír que el oficial que
los había abandonado a su suerte le
contaba que se habían perdido en la
selva, le había replicado con una
sarta de insultos entre los que lo
trató de cagueta y gallina, y al final
le disparó y lo hirió en el hombro.
Entre todos lo habían reducido y
afirmaban que, traumatizado por la
muerte de sus compañeros, se había
vuelto loco.
Entre los congregados se
elevaron gritos de desaprobación
contra el oficial responsable de
tamaña ignominia.
El Che culpó al Gobierno de
derrochar el dinero público con su
escandaloso tren de vida y de haber
enviado a una muerte segura a tres
de los mejores hijos del país,
integrados contra su voluntad en las
fuerzas armadas porque no eran
hijos de ministros, de diputados ni
de altos funcionarios, sino hijos de
simples campesinos, pastores,
obreros o pescadores. Después de
denunciar el nepotismo y la
corrupción que gangrenaban todos
los niveles del Estado y las
instituciones, acabó lamentando el
deterioro del sistema educativo y
sanitario del país, la carestía de la
vida y la miseria del campo. Por
fin, agitando el puño izquierdo en
medio de una salva de aplausos, el
Che dio la señal de salida.
Encabezado por los dirigentes
de la UDED y coronado por una
multitud de pancartas y banderolas
cargadas de eslóganes
antigubernamentales, el cortejo se
puso en marcha con gritos de
«¡Gobierno; asesinos; dimisión!»,
enfiló la avenida Elhadji Malick
Sy, donde se sumaron a él un gran
número de curiosos, y desembocó
en Soumbedioune, en la Cornisa
Este frente al mar. Imposibilitando
todo tipo de tráfico rodado,
remontó la avenida de la República
y, un poco más allá de la sede de
Radio Senegal, llegó a la plaza
Washington, donde estaba la sede
del ministerio del Interior.
Delante del surtidor de la
rotonda había desplegado un
imponente destacamento de la
Agrupación Móvil de Intervención,
los famosos GMI, policías de
choque, con uniforme de combate,
casco, lanzagranadas o porra de
goma en mano y con la cara
protegida con escudo de plexiglás.
El oficial al frente de los GMI
avanzó en dirección a los
manifestantes, seguido de otros dos
mandos. Todos llevaban un walkie-
talkie y él disponía además de un
megáfono.
La cabeza del cortejo se
encontraba a unos cincuenta metros.
—Esta manifestación es ilegal.
Está prohibida, así que estáis
violando la ley. ¡Dispersaos! —
ordenó de improviso el comandante
con su voz de tintes metálicos
amplificada por el aparato.
El Che respondió en los
mismos términos.
—¡Camaradas! Codo con
codo, seguiremos adelante hasta el
palacio presidencial. ¡Esta
prohibición es inicua!
No hubo una segunda
advertencia.
—¡Carguen!
Los gases lacrimógenos
estallaron de inmediato, al tiempo
que los GMI salían al trote al
encuentro del cortejo. Entre los
manifestantes se produjo una veloz
desbandada.
Desde los primeros disparos,
Matar Samb se había soltado de los
brazos de los camaradas que lo
flanqueaban. Él había acudido a una
marcha pacífica y no a un
enfrentamiento con los GMI. Como
no estaba dispuesto a dejarse
aporrear ni a asfixiarse y llorar en
medio del humo, giró en redondo y,
con el pañuelo pegado a la nariz y a
la boca, se alejó a todo correr. Por
suerte, el edificio Sorano, donde
vivía, se hallaba a escasos metros.
Había bajado de su piso cuando,
procedente de la cornisa marítima,
la manifestación había llegado a la
altura de su balcón. En su
desbocada carrera, Matar Samb
chocó con una joven y poco faltó
para que cayeran los dos. En el
último momento logró recobrar el
equilibrio, la cogió justo a tiempo
por el brazo y siguió corriendo
llevándola en su huida. Enseguida
llegaron al vestíbulo del edificio.
El portero estaba a punto de cerrar
la puerta de entrada para impedir
que la multitud buscara refugio allí
cuando Matar Samb le gritó que
vivía en el cuarto. Al reconocerlo,
lo dejó pasar antes de cerrar la
puerta a otros que llegaban detrás.
Sin resuello, Matar Samb soltó el
brazo de la joven y con las manos
apoyadas en las rodillas, respiró
hondo. La joven se sentó un
momento antes de tenderse
directamente en el suelo. Cuando se
enderezó, con la respiración
normalizada, él la miró con
atención por primera vez. Acostada
de espaldas, con las piernas
separadas, los brazos pegados al
cuerpo, jadeante, mantenía los ojos
cerrados y la boca entreabierta. En
ese preciso instante, subyugado por
la belleza de aquella joven vestida
con vaqueros y zapatillas
deportivas que encontró divina de
pies a cabeza, Matar Samb se
enamoró locamente de ella y se hizo
el propósito de convertirla en su
esposa. La observaba con tanta
insistencia que ella acabó por abrir
los ojos como si se hubiera dado
cuenta. Con una sonrisa, él se
inclinó y le tendió la mano.
—¡Venga! No puede quedarse
aquí —dijo.
Ella le cogió la mano, se
levantó y luego la soltó.
—¡Gracias! Me ha salvado de
las porras de esos odiosos policías
—contestó.
—Olvídese de eso. ¡Venga
conmigo!
Afuera se oían aún
detonaciones, cada vez menos
frecuentes. La acompañó hasta al
ascensor y se bajaron en la cuarta
planta. Él sacó del bolsillo del
pantalón una pequeña llave con la
que abrió la puerta de un piso.
Después de recorrer un breve
pasillo, llegaron a un amplio salón
amueblado con lujosos sillones
tapizados de terciopelo verde. Otra
puerta daba al balcón en cuya
barandilla se acodaron, al igual que
la mayoría de los ocupantes del
edificio, para presenciar el
desenlace de los acontecimientos.
Abajo, la manifestación había
concluido. El estruendo de los
estallidos de bombas lacrimógenas
había cesado y el viento dispersaba
la acre humareda. Ahora los GMI
controlaban la zona y, en las
proximidades del surtidor, hacían
subir a los camiones sin
miramientos, a los numerosos
manifestantes detenidos.
Al cabo de poco entraron en el
salón.
—Tome asiento —la invitó él
señalando el sillón.
—Gracias —dijo ella, que se
dispuso a sentarse.
De repente, él cambió de
opinión.
—Aunque me parece que sería
preferible que se aseara un poco.
Tiene los ojos rojos.
Ella aceptó.
Entonces la acompañó al
cuarto de baño del dormitorio y la
dejó sola. De vuelta en el salón, se
sirvió en el minibar una copa de
Smirnoff con naranjada y, tras
añadir unos cubitos de hielo, se
instaló en un sillón. Completamente
absorto en la joven, encendió un
cigarrillo y comenzó a tomar la
bebida. Jamás había visto una mujer
tan bonita... ¡No! La palabra
«bonita» no bastaba para describir
la belleza de sus rasgos. ¡Era
espléndida, magnífica, sublime! En
cuanto volviera, reuniría el valor
para declararse. Siempre había
sostenido que el flechazo no era
más que una impresión subjetiva,
que sólo se podía amar realmente lo
que se conocía bien, lo que se
comprendía bien, y toda otra serie
de absurdas teorías. Ahora
resultaba que se había quedado
prendado de esa joven de la que
ignoraba hasta el nombre. Pese a
que la veía por primera vez, estaba
convencido de que era la mujer de
su vida, la que el buen Dios tenía
predestinada para él, la que
esperaba y a la que amaría siempre,
a ella y a nadie más. Tenía que
decírselo, allí mismo, sin demora.
«¡La carne del perro, si se enfría, se
vuelve insípida!», solía decir
Armando Gomis. En ese momento
preciso le habría gustado poseer su
soltura y su mundo con las chicas.
Daba igual, de todas formas.
Aplicaría todo su esfuerzo. Si la
dejaba marchar sin decirle nada, no
la volvería a ver.
Oyó que volvía. Aplastó el
cigarrillo en el cenicero, cogió la
copa casi vacía que había dejado en
el velador contiguo al brazo del
sillón, la agitó con un movimiento
de muñeca que produjo un tintineo
de cubitos y la apuró de un trago.
En el momento en que ella
apareció, dejó el vaso y se levantó.
Abrió la boca varias veces, pero
fue incapaz de formular la bella
declaración de amor que había
preparado. Todas las palabras se
habían embrollado en su interior y
el valor de que había hecho acopio
se había resbalado entre sus dedos
como una pastilla de jabón.
Fue ella quien habló.
—¡Ahora le toca a usted! —
señaló sonriendo—. Usted también
tiene los ojos rojos y debería
lavarse un poco.
Con la sonrisa, su belleza le
pareció más pasmosa todavía. Hizo
un esfuerzo supremo, doloroso casi,
por confesarle la llama que lo
consumía.
—¡Sí, sí —logró farfullar tan
sólo—, tiene razón, claro!
Se fue al cuarto de baño.
Ella se sentó en un sillón,
paseando la mirada en derredor. En
la habitación todo respiraba lujo,
desde la biblioteca, las piezas de
decoración, los cuadros de las
paredes, las cortinas de seda hasta
la tupida moqueta del suelo. Una
tenue sonrisa maliciosa asomó
fugitivamente a sus labios. Estaba
segura de que lo tenía encandilado.
Se había dado cuenta desde que
había abierto los ojos en el
vestíbulo y había sorprendido la
admirativa mirada que tenía posada
en ella. Pensó que no estaba mal,
que en realidad tenía bastante buena
presencia. Era alto, atlético, de
facciones regulares y joven.
¡Aunque era bien torpe! Antes,
cuando había vuelto del cuarto de
baño, había querido hablarle y
había abierto incluso la boca varias
veces, sin duda para decirle algo
importante. Estaba, sin embargo, tan
azorado que no había podido
encontrar las palabras. Era muy
tímido.
El joven regresó al salón más
deprisa de lo que había previsto. Se
sentó en el sofá frente a ella y la
miró a hurtadillas, con los brazos
plegados sobre el pecho.
—Me parece que afuera ya
está todo más calmado —comentó
ella después de un prolongado
silencio, haciendo ademán de
levantarse—. No voy a abusar de su
hospitalidad. Me voy. Muchas
gracias de nuevo, señor.
Él la agarró por la muñeca
para impedírselo.
—¡De ninguna manera,
señorita! —protestó—. No se vaya
ahora, siéntese. Aún no nos
conocemos. Yo me llamo Matar
Samb. ¿Y usted? —inquirió,
soltándola.
—Ramata Kaba —se presentó.
—Encantado de conocerla,
señorita Kaba. ¿En qué facultad
está?
—Todavía no voy a la
universidad. Quizás el año
próximo. Estoy en el último curso
en el instituto Kennedy. ¿Y usted,
señor Samb, va a la universidad?
—Sí.
—¿Y este piso es suyo?
—Sí, por supuesto que lo es.
¡Tengo incluso otros!
—Entonces, ¡es rico! ¿Cómo
es posible, a su edad? No debe de
tener más de treinta años.
—Cumpliré veintiocho
exactamente dentro de quince días.
Ay, pero estoy hablado y hablando
sin cumplir las mínimas normas de
hospitalidad. ¿Qué va tomar,
señorita Kaba, un refresco o una
bebida con alcohol? Tengo zumo de
limón, de naranja, de mango, vino,
vodka, whisky, cerveza...
Regresó del minibar con una
bandeja y le sirvió un zumo de
naranja, antes de prepararse su
combinado habitual.
—Brindo por nuestro
encuentro, señorita Kaba —propuso
levantando el vaso, y tras un breve
titubeo, añadió—: ¡Y por su
extraordinaria belleza!
—¡Es usted un zalamero, señor
Samb! Yo no poseo una belleza
extraordinaria, como dice. Ni
siquiera soy guapa —declaró,
sonriente—. ¡Por nuestro encuentro
y por su amabilidad infinita!
Hicieron chocar los vasos y se
los llevaron a los labios.
—Yo no soy de una
amabilidad infinita —replicó él,
devolviéndole la sonrisa, después
de tragar con precipitación un trago
de vodka con naranjada.
—¡Ahora intenta vengarse
porque le he dicho que no era
guapa, y es verdad! Yo me
considero más bien fea. Usted, sin
embargo, es muy amable. Habría
podido dejarme donde estaba y la
Policía me habría pillado, me
habría pegado y después me habría
detenido, pero en lugar de eso, me
ha traído con usted y me ha salvado.
¿No es eso ser amable?
—No, no ha sido por
amabilidad. Como he chocado con
usted porque no he prestado
atención, tenía que impedir que
cayera e instintivamente la he
cogido del brazo y he seguido
corriendo sin darme cuenta de que
no la había soltado. Para mí, es el
destino. En algún sitio está escrito
que debíamos conocernos de esta
manera. ¿Cree usted en el destino,
señorita Kaba?
Abrió una pausa antes de
responder.
—Sí, y sin duda tiene razón.
Debe de estar escrito en algún sitio
que debíamos conocernos así. Pero
no ha contestado a mi pregunta,
señor Samb.
—¿Cuál, señorita Kaba?
—Me ha dicho que aparte de
este piso, tenía otros, a los
veintiocho años. ¿Es rico,
entonces? ¿Cómo lo ha conseguido?
—No tiene mérito alguno —
explicó con genuina modestia—. Mi
padre, que murió hace dos años, era
muy rico y yo he heredado su
fortuna. La Holding Samb, ¿la
conoce?
Como todos los habitantes del
país, había oído hablar de aquella
empresa, sin conocer no obstante el
significado de la palabra holding.
—Conozco la Holding Samb
—confirmó—. Está escrito en letras
gigantes en el frontón del nuevo
edificio de veinticinco pisos de la
esquina de la calle Parchappe.
—Pues fue papá quien lo
montó todo antes de fallecer —la
informó él—. Un conjunto de
cuarenta sociedades en plena
expansión, para mi hermana mayor
y para mí. Ella se llama Dieynaba
Samb, DS para los íntimos, y es
quien dirige los negocios.
—¿Y por qué ha ido a la
manifestación? —preguntó con aire
sorprendido—. Si es un hijo de
papá, adicto al régimen sin duda, un
asqueroso pequeño burgués...
Él se echó a reír,
interrumpiendo su invectiva.
—¡No tan deprisa, señorita
Kaba! De acuerdo, soy un auténtico
hijo de papá, he aprovechado la
riqueza de mi padre, nunca me ha
faltado de nada y no me avergüenza
reconocerlo, al contrario. Burgués
también lo soy, e incluso lo
reivindico, pero no asqueroso y
mucho menos pequeño. Mido un
metro ochenta y siete y peso
ochenta kilos, y lo que gano es
proporcional al trabajo del que
estoy exonerado. ¡Soy por lo tanto
un gran burgués, que se baña tres
veces al día, y voy muy limpio por
consiguiente! En cuanto a la
manifestación, para contestar a su
última pregunta, señorita Kaba, he
participado porque soy miembro
fundador de la UDED, conozco a
los tres camaradas fallecidos en la
frontera. Estuve incluso en la
facultad con uno de ellos, antes de
que los obligaran a incorporarse al
ejército, lo que considero un grave
atentado a la libertad individual.
—Pero eres del régimen y
seguro que tu padre también.
¡Todos los ricos de este país son
afectos al régimen y, aparte, son
todos unos ladrones!
—Eso es usted quien lo
afirma, señorita Kaba. Yo no milito
en ningún partido, ni en el que está
en el poder, único protagonista del
panorama político, ni en los muchos
otros, constituidos por facciones
del ilegal Partido Comunista, que
actúan en la clandestinidad. Papá
tampoco era del régimen, no tenía
carné del partido ni participaba en
ninguna de sus actividades. Su
fortuna la levantó fuera del país
antes de la independencia, con sus
propias manos.
Asintiendo con la cabeza, la
joven cogió el vaso del velador,
apuró el zumo de un solo trago y se
puso en pie.
—Ahora me voy, señor Samb
—anunció—. Muchas gracias, una
vez más.
—¿Ya? —inquirió él,
levantándose también.
—Sí. Me parece que los
autobuses ya deben de volver a
circular.
—No tendrá que coger el
autobús, señorita Kaba, yo la
acompañaré a su casa. ¿Dónde
vive?
—En las viviendas sociales
Ouagou Niaye.
Bajaron al aparcamiento del
patio interior del edificio y
subieron a su Renault 16. Cuando
salieron a la avenida de la
República, la circulación había
recuperado su ritmo normal. Los
GMI y los manifestantes habían
desaparecido. En poco rato
llegaron a Ouagou Niaye, hablando
de banalidades que alternaron con
largos momentos de silencio. Cerca
del cine Liberté, ella le pidió que
parase.
—Me bajo aquí —dijo—.
Vivo justo detrás del cine. Muchas
gracias, ha sido realmente muy
amable, señor Samb.
—Me gustaría volver a verla,
señorita Kaba —anunció él,
después de una profunda
inspiración—. ¿Podría ir a visitarla
a su casa?
—No, lo siento. Mi tío es muy
severo y me prohíbe toda clase de
visitas.
—Pero ¡es que yo, yo...! —
balbució precipitadamente, con un
nervioso pestañeo—. ¡Yo la amo,
señorita Kaba!
Ella emitió una risita, abrió la
puerta y se bajó sin darle respuesta
alguna.
Al día siguiente, sábado, a
mediodía, Matar Samb aguardaba
delante del instituto Kennedy.
Apoyado en la puerta del Renault
16, consumía un cigarrillo tras otro
desde hacía casi media hora. Iba
muy bien vestido, con traje de
mohair verde azulado de impecable
corte, camisa de seda blanca con
finas rayas azules, corbata roja,
pañuelo combinado con las rayas
de la camisa y zapatos de cuero
trenzado de color rojo burdeos. Al
ver a Ramata enzarzada en plena
conversación en el centro de un
grupo de muchachas que salían del
centro, la saludó con la mano.
Sorprendida, ella tardó un momento
en reconocerlo. Entonces se
despidió y acudió a su encuentro.
Sus compañeras comentaron en son
de burla que esa vez no había
pescado morralla ni arenque, sino
un mero de buen tamaño. Entonces
ella se volvió, les sacó la lengua y
les dedicó un palmo de narices.
Luego atravesó con paso rápido la
calzada para llegar junto a él.
—Va muy elegante, señor
Samb —lo halagó con una radiante
sonrisa—. ¡Me tiene rendida!
Él tiró el cigarrillo que
acababa de encender y lo apagó con
la punta del zapato.
—Gracias —dijo con
seriedad.
Le abrió la puerta en la que
estaba apoyado y cuando hubo
subido ella, rodeó el capó para
instalarse frente al volante.
—No he oído lo último que
has dicho. Repite, por favor. ¿Qué
has dicho? —prosiguió
alegremente, sin darse cuenta de
que la tuteaba.
—¡Me tiene rendida!
—¿Cómo? Explícame qué
significa.
—Yo también lo amo, señor
Samb.
Dio unos golpes al volante con
la palma de la mano antes de
contestar con gravedad.
—¿No estará usted...? No, no,
es mejor que nos tuteemos, ¿de
acuerdo?
—¡Ya me has tuteado, Matar
Samb!
—¿Ah, sí? ¡De acuerdo! ¿No
te estarás burlando de mí, Ramata
Kaba?
—¿No eres tú el que se
propasa, Matar Samb? ¿No eres tú,
el gran burgués, el que se burla de
mí, la pequeña campesina?
—¡Te juro que te amo! ¡Te
amo como nunca he amado a otra
chica!
—¿Es verdad?
—Es verdad, Ramata Kaba,
nunca he querido a ninguna otra
como te quiero a ti.
—¿Has conocido muchas
chicas?
—A muy pocas. Más que nada
aventuras sin futuro. Tú eres la
primera a la que amo de verdad.
—No te creo. Apuesto a que
eres un donjuán. Estoy segura de
que has tenido a todas las chicas
que has querido y que después te
has desprendido de ellas como si
fueran un pañuelo usado. Pero ten
cuidado, porque te advierto que
conmigo no será así...
—No, te juro que no soy ni
remotamente como dices —protestó
él.
—Déjame acabar, no me
interrumpas.
—Bueno, termina, Ramata
Kaba.
—Llámame Ramata sólo, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo, Ramata,
termina.
—Te decía que tuvieras
cuidado porque conmigo no será
como con un pañuelo desechable.
Te digo de entrada que soy muy
celosa. A partir de ahora, me tienes
que querer sólo a mí. Y si alguna
vez miras a otra chica, habremos
acabado, de manera definitiva.
—Nunca he querido a otra más
que a ti, Ramata. ¡Te quiero sólo a
ti y nunca querré a nadie más!
Percibiendo el temblor de
sinceridad en su voz, Ramata sintió
que no mentía, que cumpliría la
promesa que acababa de hacerle,
que lo tenía en sus manos. Percibía
que no tenía una gran experiencia
con las mujeres y que había
realizado un esfuerzo titánico para
abrirse a ella, cosa que
corroboraba el sudor que le perlaba
la frente y el labio superior pese al
intenso frío que hacía ese día.
—Júramelo.
—¡Sobre la tumba de mi
padre, juro que sólo te querré a ti
mientras viva!
Ella le tomó la cara entre las
manos y le dio un prolongado beso.
Por la manera como él reaccionaba
y por sus gestos indecisos, confirmó
que era un verdadero novato. Por
fin se despegó de él y se apoyó en
el asiento.
Con la respiración alterada,
Matar Samb encendió el motor y
puso en marcha el coche. Henchido
de felicidad, se adentró en el tupido
tráfico del inicio de fin de semana,
todavía sorprendido, pero también
satisfecho por su audacia y su éxito.
Las chicas nunca habían sido su
fuerte. En realidad se le daban
bastante mal. En su presencia se
sentía casi paralizado y todos sus
esfuerzos por dominarse y parecer
natural no sólo resultaban vanos,
sino que acentuaban su inhibición.
Hasta entonces la única experiencia
que había tenido era con dos chicas,
una de las cuales lo había privado
de la virginidad un año atrás.
Ambas eran «correpasillos», esas
chicas de mala vida que
frecuentaban la Ciudad
Universitaria. Aun así, para trabar
relación con ellas, había necesitado
la intervención de Armando Gomis:
él había matado la cabra, la había
despedazado y la había asado. Lo
único que había tenido que hacer él
era consumirla. Sonrió para sí
pensando en su amigo. Seguro que
le preguntaría, incrédulo, cómo se
las había ingeniado para conquistar
a la chica más espléndida que había
visto nunca.
Conducía en silencio,
despacio, a causa de los atascos.
Estaba asombrado por sus propios
pensamientos. Había pasado la
noche pensando en la reacción que
había tenido Ramata después de su
declaración. ¿Qué significaba su
risita? ¿Estaba de acuerdo para
salir con él? ¿Se burlaba? Menos
mal que ella le había confesado que
estaba enamorada de él. Dios santo,
todo había salido bien. Había
llevado el asunto de manera
admirable. ¡Estupendamente! Debía
continuar así.
Cuando hubieron dejado atrás
la Casa del Partido, detrás de la
rotonda de Colobane, y llegaron a
la altura del baobab que delimitaba
los barrios de Bopp y Ouagou
Niaye, a menos de doscientos
metros del lugar donde ella se había
bajado el día anterior, tomó una
resolución.
—Hoy te acompaño hasta tu
casa —declaró sin mirarla.
Ella se volvió rápidamente,
con patente inquietud en la mirada.
—Es imposible, Matar.
Podremos vernos donde quieras,
pero no en la casa. Mi tío me va a
regañar y te echará como a un
indeseable.
—Le explicaré a tu tío que te
quiero de verdad.
—Ni siquiera te va a escuchar.
Me ha prohibido tajantemente que
lleve a ningún chico, y no es broma.
Siempre ha echado sin
contemplaciones a todos los que
han intentado venir a visitarme. No
insistas, Matar, te lo suplico.
—Me escuchará. Lograré
convencerlo —insistió—. Además,
tú no podrás llevar sola todas tus
bolsas. Tendré que ayudarte.
—¿Qué bolsas? —preguntó
ella, sin comprender de qué
hablaba.
Él separó la mano del volante
para señalar con el pulgar el
asiento de atrás.
Ramata giró la cabeza y vio
las cajas de cartón, grandes y
pequeñas, los paquetes y bolsas de
plástico que se apilaban hasta tocar
el techo del vehículo. Luego se
volvió, cada vez más intrigada.
—¿Qué significa? ¿Qué es eso
de mis bolsas?
—Los regalos de mi parte. Mi
mejor amigo se casa hoy. Se llama
Armando Gomis, es médico y...
—¿Regalos para tu mejor
amigo que se casa? —interpretó
ella.
Habían llegado cerca del cine
Liberté. Él aparcó el coche en la
acera, frente al cartel donde, con
pantalón negro y torso al desnudo,
Bruce Lee eliminaba a sus
numerosos adversarios con un
soberbio mai gueri.
—Espera, te lo explicaré para
que lo entiendas —dijo—. Son
regalos para ti. Después de la
ceremonia en la iglesia, mi amigo
organiza un baile en el restaurante
de la Ciudad Universitaria. Todos
los amigos acuden con sus novias.
Yo quiero ir contigo, tú eres mi
novia. Por eso te ofrezco estos
regalos. Eso es lo que se hace
normalmente cuando se sale con una
chica, ¿no?
Estaba decidido a proseguir
con su propósito. Sentía que nada
podía resistírsele ese día, que si el
cielo caía, podría sostenerlo sin
esfuerzo con el meñique, que si un
león hambriento se interponía en su
camino, lo reduciría de un
manotazo. La intransigencia del tío
de Ramata no podía suponer, por lo
tanto, un obstáculo.
—Ahora, tanto si quieres
como si no, iré contigo —anunció
con tono tajante—. Le haré
comprender a tu tío que los
sentimientos que me inspiras son
muy serios y sinceros.
Ramata no se quedó tranquila.
Quiso protestar todavía, rehusar,
pero la importancia de los regalos y
la curiosidad femenina de descubrir
qué eran vencieron la aprensión por
la posible reacción de su tío. Por
ello le dijo de que el coche podía
llegar hasta la casa y le indicó el
itinerario.
Dianké Cissokho, la esposa
del tío, que al oír el ruido de un
motor pensó que sería su marido, se
llevó una sorpresa al ver entrar en
el salón a Ramata con un joven,
cargados de paquetes, seguidos de
sus tres hijos.
—¡Buenos días, tía Cissokho!
—la saludó Ramata con turbación
—. Te presento a Matar Samb —
dijo, señalando con la cabeza a su
acompañante.
Dianké le correspondió al
saludo aliviándola de su carga. Una
vez hubieron depositado todos los
paquetes encima de la mesita baja,
del sofá y de la moqueta, invitó a
Matar Samb a tomar asiento;
mientras éste se instalaba en un
sillón, lanzó una severa mirada al
mayor de los niños, que observaba
sin pestañear al desconocido.
Comprendiendo enseguida, el
pequeño inició la retirada y se
llevó consigo a sus hermanos.
—¿Cómo estás, Samb? ¿Te
acompaña la paz? —preguntó con
tono afable.
—Solamente la paz, tía. ¡Estoy
bien, gracias! —respondió.
En realidad, no se sentía nada
cómodo. Poco a poco perdía
aplomo, pero ya no podía echarse
atrás.
—¡Ramata, fíjate, no le has
ofrecido ni de beber a nuestro
invitado! Ve a buscar agua —
ordenó Dianké.
—Ya voy, tía.
Ramata se fue a la cocina. Allí
sacó una botella de agua de la
nevera y ya se disponía a regresar
cuando vio llegar a Dianké.
—¿Qué representa esto? —le
preguntó sin rigor, con un brillo de
curiosidad en la mirada—. ¿Quién
ese joven?
Ramata lamentaba ya haber
llevado a Matar Samb a la casa.
—Yo no quería, tía —explico
—. Nos conocemos sólo desde
ayer. Había una manifestación en la
ciudad y él me ayudó a escapar de
la Policía. Hoy, a la salida del
instituto, me lo he encontrado
esperándome. He intentado
disuadirlo de venir, pero no me ha
querido escuchar. ..
Calló, incapaz de continuar, y
se puso a hipar, a punto de estallar
en llanto.
—¿Y los paquetes, qué son?
—inquirió la tía.
—Dice que son regalos que
me ofrece. Yo no le he pedido nada,
tía. A mi no me falta de nada,
porque mi tío provee mis
necesidades, y ahora me va a
regañar.
—Lo que está hecho, hecho
está —sentenció Dianké con actitud
tranquilizadora—. Tu tío se va a
enfadar, eso es seguro, pero no te
preocupes, pues yo estaré a tu lado.
El coche que oigo pararse ahora es
el suyo. Volvamos rápido con tu
invitado.
Toumani Kaba era director de
Recursos Humanos en el ministerio
de Industria y de Minas. Era un
hombre de cuarenta y cinco años,
bajo y de cara enjuta, que no
sonreía jamás. Al bajar de su
Peugeot 404, preguntó a sus hijos
que acudieron a darle la bienvenida
de quién era el coche aparcado a la
entrada de la casa.
—¡Es del hombre alto que ha
venido con Ramata, papá! —le
informó el más pequeño—. Ha
traído muchas cosas, bolsas de
plástico, paquetes, cajas; muchas
cosas, papá. Está en el salón con
Ramata y con mamá, en el salón
lleno de las cosas que ha traído.
Toumani Kaba atravesó con
premura el patio e irrumpió en el
salón sin haber llamado a la puerta.
Con mirada colérica, observó
alternativamente a Dianké, que
permanecía cabizbaja sentada en su
sillón, a Ramata sentada con igual
actitud, y a Matar Samb situado
frente a ellas.
—¿Qué demonios pasa aquí?
—preguntó por fin a voz en grito.
—Toumani... —comenzó a
intervenir la esposa sin mirarlo.
—¡No te hablo a ti, Dianké! —
la atajó con sequedad Toumani—.
Más tarde me dirás por qué razón
me tomas a la ligera. Por ahora me
dirijo a Ramata.
—Eh... tío... Yo... Yo no... —
balbució Ramata antes de ponerse a
llorar.
—Disculpe, tío Toumani —
intervino Matar Samb—. Su esposa
y su sobrina no tienen la menor
culpa. El único responsable soy yo.
Con los párpados contraídos
por un tic nervioso, Toumani Kaba
se quitó la chaqueta, que mantuvo
plegada en el brazo, y después de
aflojarse el nudo de la corbata,
señaló con la barbilla al intruso.
—Tú, el único responsable
como dices, ¿quién eres y qué has
venido a buscar en mi casa?
—Me llamo Matar Samb...
—¿Y que más? ¡Eso no
explica por qué violas mi
domicilio!
—Espere, se lo voy a explicar.
Ayer conocí a su sobrina, en una
manifestación estudiantil en la
ciudad, y me enamoré de ella.
Puesto que mis intenciones son
serias, he decidido acompañarla
hoy, a fin de conocer a su familia.
Déjeme precisarle que ella no
quería que viniera a su casa. Yo la
he obligado, por así decirlo. Le he
dicho que le explicaría y que usted
comprendería que me animan
sentimientos francos y sinceros.
Como ve, tío Toumani, tal como he
dicho, el único responsable, a quien
debe reprochar algo, soy yo.
A medida que Matar Samb
hablaba, el semblante de Toumani
Kaba se volvía más sombrío y
crispado.
—¿Y esto? —preguntó,
señalando los paquetes.
—Puesto que, tal como le he
dicho, amo con seriedad a su
sobrina, me he permitido hacerle
unos regalos para...
Después de arrojar
bruscamente la chaqueta tras él,
Toumani Kaba se acercó y,
cogiendo por las solapas a Matar
Samb, lo forzó a levantarse.
—¡Me vas a recoger esos
supuestos regalos y te vas a largar
ahora mismo con ellos, especie de
vagabundo! —vociferó.
—¡Tío Toumani, tío Toumani,
por favor! —trató de hacerlo
razonar Matar Samb—. Tenga la
amabilidad de soltarme. Serénese
un poco, por favor, y escúcheme.
Entonces Dianké se decidió a
hablar.
—¡Toumani, Toumani Kaba,
contrólate! —lo conminó, todavía
con la cabeza gacha—. La vida no
es así. El joven te pide que lo
escuches. Escucha al menos lo que
te quiere decir.
Envalentonado por el
inesperado apoyo de la tía Dianké,
Matar Samb permaneció donde
estaba.
—Contrólese, tío Toumani, tal
como le aconseja su esposa, y
escúcheme.
Toumani Kaba se volvió con
vivo gesto hacia su esposa.
—¿Te has vuelto loca,
Dianké? —gritó, furioso y
sorprendido a un tiempo—. Me
pides que escuche a un individuo
que no conozco ni de Adán ni de
Eva, que se presenta en mi casa con
no sé qué cosas, para..., para...
¿Sabes lo que digo? Ramata ha
venido aquí para instruirse. Su
padre, mi primo hermano, y su
madre, mi propia hermana mayor,
me la han confiado y no voy a
permitir que el primer vagabundo
que llegue eche a perder sus
estudios. Ella prepara el
bachillerato este año. Con los
jóvenes de ahora, que son muy
peligrosos y no respetan nada, una
juventud malsana, uno no se puede
fiar. ¡Si tuviera algún problema, no
podría volver a Saraya durante el
resto de mi vida!
—Escúchalo de todas formas,
ya que te lo pide —insistió Dianké.
—¡Lo que hay que ver! —
exclamó, extrañado por la
obstinación de su mujer.
Luego se volvió de cara a
Matar Samb y guardó las manos en
los bolsillos del pantalón, todavía
furioso, pero mucho menos que
antes.
—¡Bueno! —lo apremió—.
Joven, te escucho, habla. Aunque te
aviso de antemano que si esperas
obtener la autorización para venir
cuando quieras a mi casa, para
sembrar la confusión, te digo que
no. Ramata estudia y no consentiré
que le eches a perder los estudios.
—Verá, tío Toumani —se
animó a hablar Matar Samb al
tiempo que se ajustaba el nudo de la
corbata—. No tienen por qué
preocuparse por los estudios de
Ramata, ni tampoco se encontrará
usted con la imposibilidad de ir a
Saraya, pues ella no va a tener
problemas. Yo le pido la mano de
su sobrina. No me mire con esa
cara de incredulidad, que no
bromeo. Si usted está de acuerdo,
me casaré con Ramata mañana
mismo y le doy mi palabra de que
ella podría continuar con sus
estudios como le plazca, donde
quiera y el tiempo que desee, una
vez casada. Yo mismo la voy a
ayudar. Le ruego que me conteste
que sí, tío Toumani, y seré el
hombre más feliz de la Tierra.
¡Amo a Ramata y deseo
fervientemente que sea mi esposa!
Toumani Kaba sacó las manos
de los bolsillos. Aquello lo había
cogido desprevenido. Él se
esperaba un soporífero
circunloquio, destinado a obtener
permiso para frecuentar la casa, o
proposiciones indecentes incluso.
Los jóvenes de entonces carecían
de pudor, hablaban con arrogancia
y precipitación y, para colmo, se
creían más listos que nadie. Para
esa juventud malsana, él ya tenía
preparada una respuesta invariable:
no. Aquella petición de matrimonio
le llegó por sorpresa; nunca había
meditado sobre aquella cuestión.
—Espera, joven, no te acabo
de entender —objetó con tono
menos belicoso—. Según dices,
conociste a Ramata ayer y hoy ya
quieres casarte con ella. Es muy
raro, lo nunca visto. Seguro que
conoces a Ramata desde hace
tiempo, es posible incluso que
hayas venido a visitarla a mis
espaldas con la complicidad de mi
esposa, que por lo que se ve está de
tu parte. ¡Es eso, joven, sé sincero y
reconócelo!
—Pero ¿qué dices, Toumani
Kaba? —intervino Dianké,
indignada, levantando por fin la
cabeza—. ¿Me acusas de ser la
cómplice de Ramata y de acoger sin
tu permiso a un chico en la casa?
¿A mí, Dianké Cissokho?
—He dicho «es posible»—
puntualizó él—. ¿Y qué, a ver?
¡Con vosotras, las mujeres, todo es
posible, nunca se puede estar
seguro de nada!
—Tío Toumani, está acusando
en falso a su mujer —afirmó Matar
Samb—. Le juro que ayer al
despertarme ignoraba la existencia
de Ramata, y con mayor motivo,
pues, la de su esposa. La verdad es
lo que le he dicho y repetido.
Conocí a Ramata ayer en la
manifestación, y ella me contó que
iba al instituto Kennedy. Esta
mañana la he esperado al final de
las clases y la he obligado a
traerme a su casa, donde, por
supuesto, no había puesto los pies
nunca. Ahora, le ruego que dé una
respuesta a mi demanda. Espero de
todo corazón que sea afirmativa.
Toumani Kaba esbozó una
involuntaria sonrisa y Dianké
comentó que aquélla era la primera
vez, en doce años de casados, que
veía un asomo de sonrisa en los
labios de su marido.
—¡Ah, sí! —reconoció él—.
Con vosotras las mujeres, hay que
ser firme siempre. Si uno comete la
tontería de enseñar los dientes en
toda ocasión, lo toman por un
estúpido o un débil y no tardan en
subírsele a la cabeza.
—Entonces, ¿responde que sí,
tío Toumani? —lo apremió Matar
Samb.
—¡Eres un joven bien curioso!
—exclamó, divertido—. Ayer
conoces a una chica y hoy estás
empeñado en casarte con ella. ¡Lo
menos que se puede decir es que
vas muy rápido!
—No obro por un impulso
atolondrado, tío Toumani. Créame
que he reflexionado mucho. Amo a
Ramata y me casaré lo antes
posible con ella, si me concede su
permiso.
—En cualquier caso, me
gustan tu franqueza y tu desparpajo.
¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Matar Samb.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy profesor en la
Universidad de Dakar. Doy clases
de Ciencias Jurídicas y actualmente
preparo el doctorado.
Toumani Kaba le tendió la
mano, impresionado.
—¡Siéntese, por favor, señor!
—lo invitó calurosamente.
Cuando Matar Samb se hubo
instalado en el sillón, todavía le
mantenía estrechada la mano.
—Discúlpeme, señor Samb —
prosiguió, algo turbado—, por
haberle tratado de vagabundo, por
haberle tuteado y haberme dejado
llevar por el enojo. Es que, con los
tiempos que corren, supone una
gran responsabilidad ser padre o
tutor de una muchacha en Dakar. Es
algo que se ha vuelto incluso
peligroso. Los jóvenes de hoy en
día, tanto las chicas como los
chicos, parecen haber perdido el
norte. Ya no respetan nada, son
agresivos y menosprecian todo
valor tradicional con el pretexto de
que son modernos. Yo no me fío
nada de ellos. ¿Está enterado del
drama que se produjo en Liberté 3,
que venía explicado en el periódico
de anteayer? La víctima era un
colega mío; trabajábamos juntos en
el mismo ministerio.
Se refería a un drama que
había ocupado, en efecto, la portada
del único diario del país. Se trataba
de un padre de familia que, al
acabar un seminario, volvía a casa
con su coche más temprano de lo
previsto. Al llegar al barrio Liberté
3, vio a sus dos hijas que, con las
carpetas bajo el brazo, entraban en
una casa en compañía de dos
chicos, cuando normalmente a esa
hora deberían de haber estado en el
colegio privado en el que las había
inscrito después de que las
expulsaran del instituto. Dejó el
coche en la acera y penetró en la
casa con la intención de hacer salir
a sus hijas. En mala hora llegó.
Ante la mirada de sus hijas, que no
intervinieron en ningún momento,
sus compañeros le propinaron una
salvaje paliza. Ya sin
conocimiento, lo sacaron de la casa
y lo dejaron tirado cerca del coche.
Después volvieron a
encerrarse con ellas dentro hasta el
anochecer. Mientras tanto, avisados
por teléfono de que había un herido
en la calle, los bomberos habían
acudido para trasladar a su padre al
hospital, donde falleció poco
tiempo después de su ingreso, tras
haber recobrado el conocimiento y
haber explicado lo ocurrido. Mucho
más tarde, cuando volvieron a casa,
las hijas encontraron a todos
sumidos en lamentos y a la Policía,
que las esperaba para detenerlas
por no asistencia a persona en
peligro y complicidad en un
asesinato, como ya habían hecho
con sus compañeros, los asesinos
de su padre.
—¡Es un trágico suceso del
que estoy al corriente! —convino
Matar Samb—. Por mi parte, no
tengo nada en común con esa clase
de jóvenes. Pero, tío Toumani,
todavía no me ha dado la
contestación que aguardo con
impaciencia.
—Dianké, ¿has oído lo que ha
dicho el señor Samb? —preguntó a
su mujer—. El señor Samb dice que
quiere casarse con Ramata.
La mujer asintió con la cabeza.
—Ya te había dicho que lo
escucharas. Sólo con verlo, se nota
que es un chico muy formal.
—Tenías razón, lo reconozco.
El señor Samb es joven, pero muy
formal —admitió Toumani Kaba—.
¿Y Ramata, la principal interesada,
qué piensa de todo esto? Ramata,
¿le has dado ya una respuesta al
señor Samb?
Ramata irguió la cabeza y
mirando a su tío con los ojos
empañados de lágrimas, abrió la
boca para responder, pero Matar
Samb se le adelantó.
—En realidad, tío Toumani, no
he tenido tiempo de pedirle que se
case conmigo. Pero ahora que ya lo
he expuesto todo, me va a dar la
respuesta.
—¿Has oído eso, Dianké? —
exclamó, estupefacto, Toumani
Kaba—. El señor Samb es una
persona bien curiosa y que no se
anda con rodeos. Decididamente,
me gusta este joven. Y bien,
Ramata, ¿qué contestas?
Respondió afirmativamente
moviendo la cabeza.
—¡No, no! —objetó Toumani
Kaba—. Hay que hablar
claramente. ¿Quieres ser la esposa
del señor Samb, sí o no?
—Sí —confirmó ella tras un
breve titubeo.
—¡Bien, muy bien! —se
felicitó, con una palmada y gran
sonrisa, Toumani Kaba—. Dianké,
tú lo has oído y eres testigo.
Delante de ti, Ramata ha aceptado
ser la esposa del señor Samb. En
tal caso, que no se diga que soy yo
quien ha puesto trabas a este
matrimonio. Yo también respondo
sí. ¡Ay! He aquí un joven que sabe
lo que quiere y que va directo hacia
su objetivo.
—Se lo agradezco de todo
corazón, tío Toumani —declaró,
loco de alegría, Matar Samb—. Tal
como aseguraba, estoy dispuesto a
casarme con Ramata hoy mismo,
mañana, dentro de una semana o
cuando usted quiera.
—Hay un pequeño problema,
señor Samb.
—¿Cuál? —inquirió con
inquietud Matar Samb.
—Para la boda, habrá que
esperar a que Ramata haya pasado
su examen. Ramata, ¿cuándo son las
pruebas de la Reválida?
—El 12 de julio, dentro de
tres semanas y dos días exactamente
—informó ésta.
—No es mucho tiempo,
¿verdad, señor Samb?
—¡Oh sí, tío Toumani! A mí
me parece muy largo, pero me voy a
armar de paciencia. Aunque, tío,
llámame Matar en lugar de señor
Samb, y deja de tratarme de usted.
Me da la impresión de que estoy en
clase delante de mis alumnos.
—De acuerdo, señor Samb...,
perdón, de acuerdo, Matar —
balbució Toumani Kaba—. Estamos
conformes, pues, la boda se
celebrará después de los exámenes.
Mientras tanto, voy a escribir a mi
primo para informarle y pedirle su
opinión. De todas maneras, incluso
si estuviéramos juntos en el pueblo,
sería yo el que debería casar a
Ramata a quien me ha pedido su
mano. Es una simple formalidad,
pues. Envíeme, perdón, envíame a
tu padre, mañana mismo si puedes,
para cerrar el trato. Eso será
también una simple formalidad,
puesto que yo ya he dado mi
consentimiento y no me voy a echar
atrás.
—Es que papá está muerto.
—¡Ah, cuánto lo siento! Tu tío
entonces.
—No tengo. En todo caso, no
en el país. Mi madre era del Congo,
donde nacimos mi hermana mayor y
yo. Ella ejerce de cabeza de
familia.
—Es que ese tipo de cosas no
se discuten con una mujer. Las
negociaciones de matrimonio son un
asunto de hombres, igual que la
excisión es una cuestión exclusiva
de las mujeres. ¿No tienes un
hermano menor, al menos, eso que
los toubabs llaman un tío paterno o
algo así?
—No, ninguno. Papá era hijo
único.
Su padre, cuando él y
Dieynaba eran pequeños, les
contaba a menudo su historia. Había
nacido en Diakène Ouolof, adónde,
después de abandonar Gandiol,
habían ido a establecerse sus
padres, Matar y Seynabou.
Huérfano a los dieciséis años, en
Karabane se había enrolado en un
barco que iba a Dakar. Aquello fue
poco después de la Primera Guerra
Mundial. Desde allí, había
conseguido un puesto en un barco
pesquero con el que había viajado a
los puertos del mundo entero, como
Luanda, ciudad del Cabo, Nueva
York, Sidney, Tokio, Atenas,
Hamburgo o Marsella. Luego,
cierto día, se cansó de la mar.
Entonces dejó el barco en Luanda,
Angola, y de allí se fue al Congo,
donde se instaló en Mbuji-Mayi.
Allí había tomado esposa; durante
su estancia de tres décadas,
nacieron sus hijos. De regreso a
Senegal a la muerte de su esposa,
poco después de la independencia,
fijó su residencia en Dakar hasta su
muerte, acaecida dos años antes;
nunca se volvió a casar.
—La mía es una familia
reducida, cosa que no es muy
frecuente. No tengo tíos ni primos
ni hermanastros. Sólo somos dos,
Dieynaba y yo. Puesto que soy el
único hombre de mi familia y que
las negociaciones de matrimonio
son un asunto de hombres, me voy a
ver obligado a tratar con usted.
—¿Por qué no? —admitió
Toumani Kaba tras reflexionar un
momento—. Dianké, este chico me
gusta. Es verdad, no hay que
generalizar nunca. Todos los
jóvenes no son malos. Como en
toda franja de la sociedad, hay de
todo. No cabe duda de que Matar es
serio, sabe lo que quiere y va
directo al grano, sin dobleces. A mí
me agradan estas cualidades.
Ramata, has elegido bien. Dianké,
hay que comprar algo para dar de
beber a Matar.
Entonces del bolsillo interior
de la chaqueta que había tirado al
suelo, sacó un billete de cinco mil
francos, que tendió a su esposa.
—¿Qué vas a tomar, Matar?
—preguntó—. ¿Limonada La
Gazelle, Coca-Cola, Marc Diallo o
Spark?
—¡Matar, tendrías que haber
venido a esta casa hace tiempo! —
se felicitó Dianké, cogiendo el
billete—. Nunca había visto a mi
marido tan locuaz y alegre.
—¡Dianké, no me tomes el
pelo! —contestó él sin enojarse—.
Entonces, Matar, ¿qué vas a tomar?
—No tengo preferencias, tío.
—En ese caso, Dianké,
compra una botella grande de cada
marca. Tú, Ramata, llama a la
criada y a los niños para que te
ayuden a recoger los regalos y sube
a tu habitación.
Dianké y Ramata se levantaron
y, cargadas con una buena parte de
los paquetes, abandonaron el salón.
Poco después, la criada y los niños
entraron para llevarse el resto.
Una vez se hubieron quedado
entre hombres, Toumani y Matar
despacharon rápidamente el asunto.
La dote, explicó el tío, según sus
tradiciones, se elevaba a
veinticinco mil francos: tres para el
precio de la cola,27 diez para el
padre, cinco para la madre de
Ramata, dos para la mezquita y los
cinco mil restantes eran a repartir
entre él, Toumani, su hermana
mayor, también llamada Ramata, y
los otros miembros de la familia.
—¿Sólo eso? —inquirió Matar
Samb cuando Toumani Kaba
terminó de exponer los términos de
la repartición de la dote,
sorprendido por su bajo montante
—. ¿Veinticinco mil francos
solamente?
—Sí, veinticinco mil francos
solamente —repitió—. Y así está
bien. Antiguamente, en el pueblo, se
necesitaban cinco vacas, diez
ovejas, diez cabras o su equivalente
en plata, o bien que el pretendiente
cultivase un campo durante siete
años. Así, en caso de que surgieran
problemas graves, como ocurre a
veces, si la mujer recibía malos
tratos o si el marido no la mantenía
de forma conveniente, a ella le
resultaba difícil, o hasta imposible,
romper los lazos del matrimonio,
porque se veían incapaces de
devolver la dote. Además, a causa
de la dureza de la vida actual, los
jóvenes tenían que pasar grandes
trabajos para reunir el ganado, la
suma equivalente o cultivar un
campo con el azote cíclico de la
sequía. La consecuencia era que
cada vez se casaban menos. Por
eso, todos los pueblos de la zona
decidieron de común acuerdo
reducir la dote a veinticinco mil
francos, que están al alcance de
todos; así, en caso de mala
relación, la mujer puede
devolverlos si quiere pedir el
divorcio.
—Tío Toumani, si me hubiera
exigido rebaños de vacas, de
ovejas y de cabras de más de cien
cabezas para concederme la mano
de Ramata, los habría pagado sin el
menor asomo de duda. Para mí, ella
vale mil veces más que eso.
Tampoco me hubiera planteado,
como no lo hago en este instante
preciso en que le hablo, que tuviera
que devolverme algo un día. Nunca
le daré a Ramata motivo de queja
por falta de cuidados ni pie a
manifestar el deseo de deshacer los
lazos del matrimonio por mal trato.
No le va a faltar de nada,
absolutamente de nada; tendrá todo
lo que desee, proveeré todas sus
necesidades y haré reales sus más
alocados sueños. ¡En cuanto a
ponerle la mano encima, a menos
que me volviera loco, loco de atar,
no lo haré jamás!
—¡Ay, Matar! Te exaltas y
prometes lo imposible —observó
Toumani Kaba riendo—. Mira que
a nadie se le pide lo imposible.
Ningún hombre puede satisfacer
todas las necesidades de una mujer,
porque sus necesidades son
múltiples e ilimitadas. Ya sé que
los profesores de universidad
tienen un buen sueldo, que está en la
franja alta del funcionariado, pero
aunque permite vivir sin
estrecheces, ni de lejos permite
ofrecer todo lo que desea una
mujer. Tú eres joven, Matar, y aún
no conoces a las mujeres. Siempre
sufren de una perpetua
insatisfacción. Un día quieren una
gran túnica de bombasí, entonces
les regalas una de primera calidad,
pero al día siguiente, te piden tela
bordada. ¡Además, aseguras que
nunca le pondrás la mano encima a
Ramata! Eres joven, te repito, y aún
no conoces a las mujeres. ¿Qué
edad tienes, Matar? Sin duda, los
treinta y pocos, treinta y cinco a lo
sumo.
Matar Samb le precisó su edad
exacta.
—No, ¿ni siquiera treinta
años? —exclamó, extrañado—.
Tenía razón al afirmar que eres
joven, muy joven, sin experiencia,
pero aprenderás rápido a conocer a
las mujeres. Cuando uno les hace la
corte, son agradables y obedientes,
pero una vez que se te casas con
ellas, se vuelven ariscas,
desobedientes y respondonas. Por
más impasible que uno sea, lo
empujan hasta sus últimos
baluartes, y en lugar de dejarle en
paz allí, ¡pues no! Eligen ese
momento para estallar. Y uno se ve
obligado, fíjate bien, obligado, a
repartir algunos pescozones para
estar tranquilo. Ah, sí, Matar, dos o
tres pescozones bien administrados
están permitidos. Hasta el propio
Dios los recomienda cuando ellas
desvarían y se exceden.
—Yo pienso cumplir mis
promesas —insistió Matar Samb—.
Cuando sea mi esposa, Ramata
tendrá cuanto desee y nunca le
pondré la mano encima.
—Es imposible, te digo,
Matar. Para eso hay que ser muy
rico. No te digo rico a medias, sino
muy rico, como un millonario. Y
tener una paciencia de profeta.
—Yo no soy un profeta, tío
Toumani. Pero es que maltratar a
una mujer es algo contrario a mi
forma de ser. No podría hacerlo,
por más mal carácter que ella
tuviera. Ahora bien, rico sí soy, no
a medias, sino muy rico. No lo digo
por fanfarronear, pero soy
millonario.
—¡Un momento, Matar, un
momento! ¿Cómo, millonario? Oye,
no me vengas con patrañas, que no
soy tan estúpido como los jóvenes
de hoy en día. Además, ¿quién me
demuestra a mí que eres profesor de
universidad?
Sin poder reprimir la risa,
Matar Samb extrajo del bolsillo de
la americana su carné de identidad
y lo entrego a Toumani Kaba.
—Muy fácil de demostrar
porque mi profesión consta ahí.
Mire y verá que soy profesor
adjunto de universidad, y como
también verá, soy el hijo de Mapate
Samb. ¿No le suena de nada Mapate
Samb, tío Toumani?
Toumani Kaba lanzó una
rápida ojeada al documento, irguió
la cabeza, miró a Matar Samb y se
quedó boquiabierto.
—¿Mapate Samb, el
millonario? ¿Es su hijo? No. ¿De
verdad es usted el hijo de Mapate
Samb?
Matar Samb seguía riendo del
enorme asombro de Toumani Kaba.
El nombre de su padre era famoso
en todo el país, hasta el punto de
que se decía «rico como Mapate
Samb». Su nombre estaba presente
en todos los grandes negocios, en la
hostelería, transporte, comercio,
turismo, obras públicas, industria,
pesca o sector inmobiliario. Poseía
incluso un avión privado, no un
pequeño aparato de turismo, sino un
Boeing de cuarenta y cinco plazas,
capaz de volar de un continente a
otro. Poco tiempo antes de su
muerte, se había anunciado en un
periódico francés que su fortuna
ascendía aproximadamente a
seiscientos cincuenta mil millones.
Toumani Kaba le devolvió con
mano temblorosa el carné.
—Discúlpeme, señor Samb...
—Matar, tío Toumani.
—¡Ya no sé bien! Estoy
demasiado impresionado, señor...,
perdón, Matar. Estoy demasiado
impresionado; nunca había
conocido a un millonario en toda mi
vida.
—Pues ahora ya conoce a uno.
Y volviendo a nuestras
negociaciones, ¿puedo entregar la
dote ahora mismo?
—¡Ah sí, la dote! Desde luego,
puede..., puedes, si quieres. Son
veinticinco mil francos. ¡Ah, ahora
entiendo muchas cosas! —exclamó
Toumani Kaba, sacudiendo la
cabeza—. ¡Ah! Ahora entiendo...
—¿Qué es lo que entiende,
tío? —preguntó Matar Samb al
tiempo que separaba cinco billetes
de cinco mil francos de un fajo que
sacó del bolsillo para dárselos a
Toumani Kaba.
—¡Muchas cosas, Matar! —
explicó—. Tu aplomo, tu
vestimenta, todo. Todo en ti
desprende un, no sé, una especie de
aureola, sí, eso es, una aureola...
—Ah, no, tío, no exagere; yo
soy una persona de lo más normal.
Matar Samb contó rápidamente
unos cuarenta billetes y los tendió a
Toumani Kaba, que se negó a
cogerlos.
—No, no los acepto, Matar —
declaró con expresión de nuevo
severa, sacudiendo la mano—. Ya
tengo mi parte en la dote que me has
dado y con eso me basta.
Matar Samb insistió.
—Esto no tiene nada que ver
con su parte de la dote —adujo,
tendiéndole todavía los billetes—.
Pronto vamos a ser parientes. Ya no
soy el individuo que no conoce de
nada. Considere este dinero como
el precio de la cola que da el
sobrino a su tío.
Tras un momento de
vacilación, Toumani Kaba sonrió y
acabó cediendo.
—Quiero pedirle un favor, tío
—prosiguió Matar Samb—. Ya sé
que es un poco forzado, pero me
siento obligado a pedirle la
autorización de salir con Ramata
para poder presentarla a mi
hermana Dieynaba e ir a
continuación con ella a la fiesta de
un amigo que se casa.
—¡Ramata es tu novia ahora,
así que ya no tienes que pedirme
autorización para salir con ella,
Matar!
Dianké, de regreso en el salón,
depositó en la mesa del sofá una
bandeja. Después les sirvió un vaso
y se fue.
Matar Samb tomó de un trago
el contenido del suyo, consultó el
reloj y se puso en pie.
—Querría irme ahora mismo
con Ramata —anunció.
Toumani Kaba trató de
retenerlo para la comida, pero él
rehusó y, tras estrecharle la mano,
subió a la habitación de Ramata.
Allí encontró a Dianké, a los niños
y a la criada, que estaban acabando
de ayudar a deshacer los paquetes.
La madre lanzó una mirada a sus
hijos antes de salir por la puerta;
éstos la siguieron al mismo tiempo
que la criada, y dejaron solos a los
novios.
Ramata se arrojó al cuello de
Matar Samb.
—¡Gracias, Matar, mil
gracias! —exclamó, arrebujada en
sus brazos.
Al cabo de un momento se
separó para mirarlo, sonriente, a
los ojos.
—¡Estás loco de remate! —
afirmó alegremente—. Durante
cinco años por lo menos, no voy a
necesitar nada. Es demasiado,
realmente demasiado.
—Nada es demasiado para ti,
mi reina —repuso él—. Y todavía
no has visto nada. Tienes razón,
estoy loco, loco por ti. Pero ¿no te
estarás divirtiendo, simplemente?
¿Me quieres de verdad, Ramata?
Dime que sí y seré el hombre más
dichoso del mundo.
—Te quiero, Matar, mucho
más de lo que tu me quieres a mí.
—Imposible.
—Sí. Y dime, Matar, ¿cómo
has hecho para conocer mis
medidas exactas? Todo lo que me
he probado me va muy bien, como
si un sastre me hubiera tomado las
medidas con un metro. Hasta los
zapatos son de mi número.
—La hija de mi hermana tiene
la misma talla y la misma
corpulencia que tú. Ella me ha
acompañado a las tiendas esta
mañana, y ha sido ella quien ha
elegido todo. En cuanto a los
zapatos, ayer me fijé que tenías un
38 en las zapatillas que llevabas
cuando estabas tendida en el suelo
del vestíbulo. Espero que te guste
todo.
—Me encanta. Gracias de
nuevo, Matar.
Había allí ropa suficiente para
llenar un armario de seis puertas.
Vestidos, faldas, pañuelos,
camisetas, pantalones, blusas,
zapatos, trajes, chals, vaqueros,
jerséis, perfumes, joyas, camisas,
bolsos, cajas de maquillaje... No
faltaba de nada. Y no eran prendas
como las que venden en los
mercados del puerto o de Coloban,
sino artículos de marca, lo más
selecto que se podía encontrar en
las mejores boutiques de las
grandes capitales del mundo: YSL,
Dior, Givenchy, Lanvin, Cardin,
Versace o Chanel.
Entonces el joven sacó del
bolsillo una caja envuelta en papel
de colores y atada con una cinta de
seda roja y se la dio. Tras deshacer
el envoltorio, Ramata emitió un
grito ahogado al ver el juego de
collar, pendientes y pulseras de
oro. A continuación, él le entregó
otra caja, más pequeña, que
contenía un reloj de señora
cuadrado, también de oro, con
diamantes incrustados. Ramata se
quedó sin voz.

Dieynaba Samb vivía en el


Point E, el barrio más distinguido
de Dakar. Cuando llegaron a su
imponente mansión, Matar Samb y
Ramata la encontraron comiendo,
con su hija al borde de la piscina.
—Buenos días, DS —la
saludó él con jovialidad—. ¿Estás
en forma, Madou? ¡Hoy es un gran
día para mí!
—¡Ah, mira quién llega! —
dijo la hermana, dejando el tenedor
al lado del plato—. ¿Cómo estás?
Apuesto a que muy bien, porque se
te ve muy alegre.
Muy elegante con su traje
chaqueta de pata de gallo, camisa
negra, cabellos cuidadosamente
recogidos por detrás con un
pasador de plata vieja, debía de
tener unos diez años más que Matar,
con quien guardaba un enorme
parecido.
Matar Samb la besó
afectuosamente en las mejillas y
luego señaló con la cabeza a su
acompañante.
—DS, te presento a Ramata
Kaba, mi futura esposa. Ramata,
ésta es mi hermana mayor,
Dieynaba Samb, DS para la familia.
Y ésta es mi sobrina, de quien te he
hablado y a quien ya había hablado
de ti, Ndèye Madeleine Seck,
llamada Madou.
Las tres mujeres se
estrecharon la mano y después DS
pidió a su hija que avisara para que
añadieran dos cubiertos e invitó a
tomar asiento a la pareja. Ellos se
instalaron uno frente al otro
mientras Madou se iba.
—DS, ¿no has oído lo que te
he dicho? —inquirió Matar Samb
—. Voy a casarme con Ramata en
cuanto haya pasado los exámenes
de Reválida. Ya he pedido su mano
a su tío, que me la ha concedido, he
tomado todas las disposiciones y
hasta he pagado la dote. Sólo falta
fijar la fecha de la boda, después
del examen, según convenga más.
No he podido avisarte antes, porque
todo ha ido muy deprisa. Ramata y
yo nos conocimos ayer, y hoy
hemos decidido casarnos. Quería
enviarte a las negociaciones, pero
su tío ha dicho que, según sus
tradiciones, este tipo de cosas era
asunto de hombres. Me he visto
obligado, por consiguiente, a tratar
con él, para despachar la cuestión,
y todo ha ido muy bien. Por eso te
decía que hoy es un gran día para
mí. Di, DS, ¿no te parece
formidable?
Dieynaba lo escuchaba
acodada en la mesa, con las manos
cruzadas bajo la barbilla y una
enternecida sonrisa en los labios.
—¡Sí, es formidable! —
contestó—. Ramata, hija, ven a
darme un beso. Seguro que eres una
chica estupenda, porque mi
hermano, que nunca se ha
interesado por los asuntos de
mujeres, te ha escogido. Dame un
beso y dime cómo te las has
ingeniado para impulsarlo a
ponerse la cuerda al cuello, porque
no entiendo gran cosa de todo lo
que me acaba de contar.

Dos horas más tarde, Matar


Samb y Ramata Kaba llegaron al
piso del edificio Sorano. Él quiso
instalarse con ella en el salón,
como el día anterior, pero ella lo
tomó de la mano y lo llevó hasta el
dormitorio. Sin soltarlo, se dejó
caer en la cama, lo atrajo hacia sí y
le dio un largo y fogoso beso.
Cuando notó, por la prominencia
nacida al nivel de la bragueta y su
respiración cada vez más afanosa,
que estaba a punto, se apartó de él.
—¿Quieres hacerme tuya? —
musitó.
Incapaz de hablar, tenso a más
no poder, logró responder que sí
con la cabeza. Entonces ella lo
apartó y levantándose de la cama,
se desprendió de los zapatos, bajó
la cremallera de la falda, la dejó
caer a sus pies con un golpe de
caderas y empezó a quitarse la
blusa sin despegar la mirada de sus
ojos, donde lucía una intensa e
incitante llama. Él se puso de pie,
jadeante, y trató de desvestirse,
pero no lo logró a causa del
temblor de las manos. Ella acabó
de desnudarlo y se dispuso a
ayudarlo...
Cuando hubieron acabado de
amarse, permanecieron pegados el
uno contra el otro.
—Ahora me vas a tomar por
una chica fácil —le dijo ella, con la
cabeza posada sobre su pecho—.
¡Aunque me da igual, tenía
demasiadas ganas de estar contigo!
—Eres la muchacha más
formidable del mundo, y yo, el
hombre más feliz —contestó él,
acariciándole el pelo—. Gracias,
mi reina.
No salieron del piso hasta el
día siguiente al amanecer. La
nevera de la cocina contenía
suficientes provisiones para
preparar comidas frías. Ni siquiera
fueron a la fiesta organizada en la
Ciudad Universitaria para celebrar
la boda de Armando Gomis. Ya le
pediría disculpas a su amigo; le
contaría la extraordinaria aventura
que vivía y, cuando viera a Ramata,
comprendería por qué no había
podido asistir.

Se casaron el primer domingo


posterior al examen de Ramata.
La suspendieron, pero eso no
le causó un gran disgusto. Vivía
inmersa en un verdadero cuento de
hadas, muchísimo más apasionante,
maravilloso y excitante que el éxito
en la Reválida. La mezquita del
barrio de los Castores, situada
cerca del mercado, resultó
demasiado pequeña para acoger al
gran número de personalidades que
acudieron a la ceremonia religiosa.
La delegación de Matar Samb
estaba presidida por Mamadou
Pierre Seck, esposo de Dieynaba,
alto representante del país en
organismos especializados de la
ONU, venido de Ginebra para la
ocasión, y la de Ramata por
Toumani Kaba. Todo se desarrolló
de manera rápida y sencilla:
Mamadou Pierre pidió tres veces la
mano de Ramata Kaba en nombre
de Matar Samb a Toumani, que la
concedió otras tantas veces
también. El imán de la mezquita
inquirió a los asistentes si eran
testigos y varias voces
respondieron que sí. Entonces el
religioso recitó la sura de la
Obertura, imploró al buen Dios que
grabara, entre todos los
matrimonios bendecidos en el
mundo, desde el de nuestro abuelo
Adán y nuestra abuela Eva, el
matrimonio de Matar Samb y de
Ramata Kaba. Todo el mundo recitó
en voz baja después del imán los
versículos coránicos, que
concluyeron con un clamoroso:
«¡Amín! ¡Amín!». Después de la
distribución de diez cestos de cola,
la multitud se dispersó.
La noche de la boda, hubo una
suntuosa recepción en torno a la
piscina de la casa de Dieynaba, en
el Point E, animada por el Conjunto
Instrumental y el Super Star, a la
que asistió la flor y nata de Dakar.
Una vez agotado todo su repertorio
con magistrales interpretaciones, el
grupo de música se retiró bajo una
salva de aplausos, gratificado con
los billetes de banco prendidos a
las túnicas de los artistas. La
orquesta los sustituyó enseguida,
dando inicio al baile, que abrieron
tres parejas: Toumani Kaba,
Mamadou Pierre Seck y Matar
Samb con sus respectivas esposas.
En la segunda pieza, los invitados
invadieron la pista. Los camareros
uniformados con librea ofrecían
salchichas, pinchos de pollo o de
ternera, canapés de caviar y de
foie-gras y toda clase de bebidas.
Hacia la medianoche, cuando
estaban bailando una animada
versión de El manisero, de repente
se fue la luz. Un inmenso clamor de
protesta sustituyó al endiablado
ritmo tropical. Todos criticaban a
la Sociedad Nacional de
Electricidad y sus intempestivos e
inoportunos cortes, hasta que se
dieron cuenta de que únicamente
había quedado a oscuras la mansión
donde se celebraba la fiesta. En el
momento en que comenzaban a
preguntarse cuál sería el motivo,
volvió la luz y por doquier brotaron
gritos de alegría. Entonces el griot
El Hadji Mor Mar Mboup, maestro
de ceremonias de todos los eventos
familiares de la alta sociedad,
subió al estrado, tomó el micro y
reclamó silencio. Acto seguido
anunció que, por medio de su voz,
los recién casados daban las
gracias de todo corazón a quienes
los habían honrado con su
asistencia a la ceremonia y pedían
sentidas disculpas por tener que
dejarlos. La fiesta proseguía, sin
embargo, sin decaer. ¡Que nadie se
marchara! Antes de reanudar el
baile, proponía recuperar fuerzas
con ayuda de un mechui de cordero
preparado por Baye Mbarick. A
continuación se mofó de los Mbaye,
sus primos de broma,28 que se
habían llenado ya la barriga de
insignificantes aperitivos, y terminó
su intervención pidiendo a todos los
asistentes que no volvieran a casa
antes de que saliera el sol, porque
al amanecer debían servir el
desayuno, que constituía una
sorpresa.
Después de esfumarse de la
mansión del Point E sumida en la
oscuridad, Ramata Kaba y Matar
Samb se fueron en el nuevo
Mercedes Cabriolet rojo, regalo
ofrecido por Dieynaba a su cuñada,
pese a que ésta aún no sabía
conducir. Después recorrieron a
toda velocidad la carretera del
canal de la Gueule Tapée, giraron a
la derecha para continuar por la
Cornisa Oeste y, un poco más allá
del IFAN, se detuvieron frente a
una gran casa blanca de dos pisos.
El portero, pendiente de su llegada,
les abrió la verja. El Mercedes
entró en el vasto patio ajardinado,
iluminado con lámparas de neón,
para terminar el recorrido delante
de la escalera principal de la
residencia. Matar Samb bajó el
primero y rodeó el coche para abrir
la puerta a Ramata. Después le
tendió la mano, la ayudó a bajar y
la tomó en brazos antes de
emprender con firme paso el
ascenso de las escaleras.
Las nubes que mucho más
adelante darían lugar a un
cataclismo que iba a arrasar todo a
su paso comenzaron a acumularse
esa misma noche en el sereno cielo
del joven matrimonio.
No se había producido ninguna
discusión entre ellos, todo había
transcurrido bien. Reposaban entre
las sabanas, cansados,
recuperándose después de su
primer paseo como recién casados,
cuando él la oyó sollozar en la
oscuridad.
—¿Qué ocurre? —preguntó él,
intrigado.
—Nada —repuso ella sin
parar de llorar.
—¿Cómo que nada? ¿Por qué
lloras?
No hubo respuesta, sólo
sollozos.
Entonces él encendió la
lamparilla, que inundó de una tenue
luz la habitación, y se inclinó sobre
su cara, apoyado en un codo.
—¡Dime qué pasa, mi reina!
Venga, dile qué te ocurre a tu
marido.
Ella hipó varias veces antes de
responder con tono desesperado.
—¡Me da vergüenza! ¡Me da
mucha vergüenza!
Él retiró la sábana y,
sentándose en la cama, la tiró del
brazo. Ella se sentó también. Él la
abrazó, le acarició el pelo,
hablándole con voz dulce y
apaciguadora, como se tranquiliza a
un niño que despierta por la noche
asustado por una pesadilla.
—Cálmate, pequeña, no llores,
no llores. ¿Por qué? ¿De qué tienes
vergüenza? Confíate a tu marido.
No debe existir ningún muro entre
nosotros, nunca. Si hay un muro, por
más alto y grueso que sea, dímelo y
puedes estar segura de que lo
derribaré, igual que barren las olas
los castillos de arena construidos al
borde del mar.
Hay, empero, una clase de
muros indestructibles, imposibles
de designar porque son intangibles,
y Ramata Kaba pensaba que el
muro que la separaba de su marido
pertenecía a esa categoría.
Ramata Kaba tenía doce años
y todavía no había alcanzado la
pubertad. Aún no sabía nada de la
vida, aparte de que ésta transcurría
plácidamente en Saraya, su pueblo
natal. Una tarde del mes de octubre,
mientras ayudaba a su madre a
preparar la cena, Naa, la coesposa,
la llamó.
—Ve a decirle a tu tía Ramata
que me preste su calabaza grande
—le ordenó la coesposa—. Mañana
tengo que ir muy temprano a buscar
leche al rebaño. Repítele
exactamente lo que te he dicho: que
me preste la calabaza grande para ir
a buscar leche al rebaño, mañana a
primera hora. ¡Y no vuelvas sin la
calabaza!
Se fue a casa de la hermana
mayor de su padre a cumplir el
encargo. La encontró cerca del
pozo, triturando mijo en un mortero.
—La calabaza grande se la
presté a tu abuela Sokona —
respondió la tía, dejando la maja en
el suelo—. Después irás a buscarla
a su casa. Ahora ven conmigo.
La tía Ramata condujo a la
niña a su habitación y cerró la
puerta tras ella. Luego le ordenó
que se quitara el pareo y se
acostara en la cama. Ramata
obedeció, un poco asustada.
Entonces su tía se sentó a su lado y
le hizo plegar las piernas, sin
levantar los pies del colchón.
—¡No te muevas, que no te
haré daño! —aseguró mientras
trataba de introducir en el sexo de
la pequeña un huevo de pintada que
había cogido previamente de una
pequeña vasija llena de arena que
había debajo de la cama.
El huevo moteado no pudo
pasar. Era virgen.
La tía le indicó que se
levantara, se pusiera el pareo y
fuera enseguida a buscar la
calabaza grande a casa de la
abuela. Extrañada al principio por
lo que le había hecho la tía, Ramata
pronto se olvidó, concentrada en la
calabaza que debía llevar a su casa.
La abuela Sokona la mandó a
la vivienda de otra de sus tías,
hermana de su madre, que a su vez,
la envió a ver a otra...
Al caer la noche, la última a
quien visitó, después de ir una
decena de veces de un lado a otro,
le anunció que ella misma acababa
de llevar la calabaza a la coesposa
de su madre y que ya podía volver a
su casa.
Después de la cena, Ramata
Kaba se acostó y se durmió sin
comprender que, con su búsqueda
de la calabaza, había prevenido a
todas las mujeres del clan familiar
y que al día siguiente tendría lugar
su iniciación.
Muy de mañana, se llevó una
sorpresa cuando la abuela Sokona
la sacó de la cama. Todavía era de
noche cuando la siguió hasta el
patio. La naturaleza entera parecía
adormecida; todo estaba en calma,
tranquilo; se oía el agudo rechinar
de las mandíbulas de la infinidad de
grillos que, con incansable afán,
devoraban la abundante hierba
propiciada por la estación de
lluvias. El cielo estaba repleto de
estrellas y, a lo lejos, por el oeste,
el gran disco amarillento de la luna,
medio escondido por la cumbre de
la montaña, se preparaba para
ocultarse del todo. Detrás de las
cabañas, Naa y su tía Ramata
acababan de calentar agua en una
vasija. La abuela la llevó a la ducha
al aire libre, donde la lavaron
meticulosamente, insistiendo en
cada parte de su cuerpo. Después
tomó un consistente desayuno
compuesto de gachas de mijo
endulzadas con miel salvaje,
siguiendo las recomendaciones de
Naa, que le dijo que comiera bien
porque lo iba a necesitar ese día.
Después, mientras todos los demás
dormían en la casa, la abuela la
tomó de la mano, cargada con un
hatillo en la cabeza. Caminaron un
buen rato por un camino que se
adentraba en la selva antes de que
los primeros rayos del sol
comenzaran a disipar las sombras
de la noche, hasta que, por fin,
dejando atrás los grandes árboles
de tupido follaje, llegaron a un
amplio claro donde aguardaban ya
media docena de abuelas
acompañadas de sus nietas.
Por el sur, el oeste y el norte,
el claro estaba rodeado de
gigantescos árboles cubiertos de
una maraña de lianas y de densos
arbustos. En sendos costados se
abrían los caminos que conducían a
los pueblos circundantes, por los
cuales surgieron aún más viejas y
niñas. El lado este estaba limitado
por el río de tranquilas y límpidas
aguas que corría al pie de la
abrupta montaña. En la orilla había
construidas dos cabañas, una mucho
mayor que la otra.
Hacia media mañana, cuarenta
y cinco atemorizadas niñas, cada
una con su abuela, permanecían
concentradas, en fila india delante
de las cabañas.
Ramata Kaba fue la tercera en
pasar. Su abuela la llevó hasta el
umbral de la cabaña pequeña y, tras
aconsejarle que no tuviera miedo,
la empujó al interior y la dejó sola.
En el centro de la estancia
iluminada por la luz del día que
entraba por un gran ventanal
encarado al río, había tres ancianas,
la veterana y dos supervisoras, más
viejas todas que su abuela. En el
suelo de tierra batida reposaba una
estera manchada de sangre fresca.
La veterana le indicó el agujero
cavado en la esquina, cerca de una
gran vasija.
—¡Ve a orinar!
Ramata se dirigió al orificio.
Un momento antes de entrar, había
hecho sus necesidades. No tenía por
lo tanto ningunas ganas ya, pero no
se atrevía a decirlo. Pese a la
recomendación de su abuela o a
causa de ello precisamente, tenía
miedo, mucho miedo. Desde que la
habían despertado, estaba intrigada
por el misterio que la envolvía, con
todo ese ceremonial que no
comprendía y que no le habían
explicado. Ahora estaba asustada
por la visión de la sangre de la
estera, por la ausencia de las dos
niñas que habían entrado antes que
ella y que no habían vuelto a salir
por la única puerta, que, sin
embargo, no veía y, sobre todo, por
la presencia de las tres viejas de
ojos enrojecidos y cara de bruja.
Con el pareo levantado por encima
de las rodillas, se agachó delante
del agujero y emitió un forzado
gemido sin evacuar la menor gota
de orina. Permaneció mucho tiempo
en esa posición, hasta que la
sarcástica voz de una de las
supervisoras le produjo un
sobresalto.
—¡Eh, tú! —le gritó a sus
espaldas—. ¿Vas a estar orinando
hasta que se ponga el sol?
¡Levántate, rápido!
Ramata Kaba se incorporó
dejando caer el pareo.
La veterana le ordenó que se
quitara la ropa y que fuera a
sentarse encima de la gran vasija
donde maceraban unas tiras de
corteza rojas. Aunque el agua le
produjo un ligero picor en las
partes íntimas, después ya no sintió
nada.
—¡Ahora ven aquí!
En cuanto se levantó de la
vasija, las tres viejas la cogieron y
la tendieron sin miramientos encima
de la estera. No tuvo tiempo ni de
gritar ni de oponer resistencia. Una
de las supervisoras se le sentó
encima del pecho y le tapó la boca
con la mano; la otra, instalada sobre
su vientre, de espaldas a su
compañera, le mantuvo las piernas
separadas. No veía a la tercera, la
veterana, la que debía efectuar la
operación. Experimentó un dolor
agudo pero fugaz, tras lo cual se vio
liberada del asfixiante peso de las
supervisoras.
—¡Ya está! —anunció la
veterana blandiendo el cuchillo
ensangrentado—. Levántate de la
estera y ponte de rodillas en el
suelo.
Ramata obedeció. Entonces se
dio cuenta de que sangraba. No era
un flujo abundante. La tierra
engullía enseguida la sangre que
manaba gota a gota de su sexo.
Apenas sentía dolor, sólo una
comezón entre las piernas.
La veterana le indicó que
volviera a instalarse sobre la vasija
con la corteza roja. Cuando salió al
cabo de unos diez minutos, la
sangre había cesado, al igual que el
picor. La veterana deshizo el hatillo
que había traído su abuela y sacó un
pareo y una camisa de cotonada que
le hizo poner, con el cuerpo todavía
mojado. Una de las supervisoras
abrió una puerta que había
disimulada al fondo y, haciéndola
pasar por detrás, la condujo a la
cabaña grande, que servía de
dormitorio y donde se encontraban
acostadas en esteras las dos niñas
que habían entrado antes que ella.
En el momento en que el sol
emprendía la segunda mitad de su
recorrido, se llevó a cabo la
excisión de la última niña. Luego
las tres viejas salieron de la cabaña
y entonaron a coro el Canto de las
iniciadas:

¡Las madres de las excisadas


están preocupadas!
¡También están preocupadas
las madrastras de las excisadas!

En el claro, las abuelas


respondieron con la misma
melopeya, acompasada con rítmicas
palmadas. Estuvieron cantando y
bailando hasta que se puso el sol.
Llegó la noche. En el despejado
cielo constelado de estrellas, el
enorme y reluciente globo plateado
de la luna permitía ver como en
pleno día. Fatigadas, las abuelas
regresaron por fin a sus pueblos, y
dejaron a las nietas a cargo de la
veterana y de las dos supervisoras.
La hoguera encendida en el
centro del dormitorio despedía más
humo que claridad. Al cuidado de
las tres viejas, las niñas pasaron la
noche atormentadas por el hambre,
ya que desde el desayuno que
habían tomado en casa de
madrugada, no habían comido
absolutamente nada.
Al día siguiente las
despertaron muy temprano y las
condujeron, una tras otra, a la
cabaña pequeña. Sujetas por las
supervisoras, con las piernas
separadas y dobladas encima de la
estera, todas gritaron de dolor
cuando la veterana les aplicó en las
heridas la espesa sabia de un
helecho recogido al borde del río,
de un color blanco amarillento,
parecida a la nata, que escocía tanto
como el alcohol. Después de las
primeras curas, regresaron al
dormitorio, donde cada una recibió
una pequeña calabaza llena de
insípidas gachas de mijo, sin sal, ni
leche, ni azúcar. Una vez concluida
esta comida, se sentaron en las
esteras y escucharon con suma
atención a las tres viejas, que les
inculcaron las reglas que en
adelante debían regir su puesto en
la sociedad, la sumisión que
deberían mantener ante su futuro
marido y el importante papel que
tendrían que desempeñar en su
condición de esposas y madres,
pilares de la familia y guardianes
del hogar. Hacia mediodía, hubo
una pausa en la que les sirvieron
otra ración de insulsas gachas;
después, el adiestramiento
prosiguió hasta el anochecer.
Entonces recibieron una ración más
de gachas antes de acostarse.
Los días transcurrieron,
idénticos, con la sucesión de curas,
clases, gachas, clases, gachas...
Así pasó una semana.
La sabia del helecho era eficaz
y las heridas habían cicatrizado ya.
La veterana les anunció que había
concluido el tiempo de reposo. A
partir de entonces deberían
ocuparse ellas mismas del aseo del
dormitorio, de la cocina, de
acarrear el agua y la leña y de
fregar los platos, para lo cual las
distribuyeron en pequeños grupos.
Un día, Ramata Kaba estaba
atareada preparando el desayuno
cuando advirtió a su madre, con la
calabaza en equilibrio encima de la
cabeza, en el linde del bosque.
Loca de contento, dejó en la olla la
cuchara de madera con la que
removía las gachas y corrió hacia
ella.
¡Cuál no fue su decepción ante
la actitud de su madre cuando se
encontraron en el centro del claro!
En el momento en que se disponía a
arrojarse a sus brazos, ésta la
apartó bruscamente con la mano y
después, sin mirarla siquiera, sin
hablarle, como si no la conociera,
prosiguió camino hacia las cabañas,
dejándola plantada allí, humillada y
atónita. Su madre se fue al
encuentro de las tres ancianas,
hincó una rodilla en el suelo para
saludarlas, depositó la calabaza
llena de mijo que llevaba, se
levantó y dio media vuelta. Volvió
a pasar a su lado sin concederle la
menor atención. Durante un fugaz
instante la asaltaron las dudas. ¿No
se habría equivocado
confundiéndola con otra? ¡No!
Aquello era imposible; habría
reconocido a su madre entre otras
mil mujeres, incluso en la
oscuridad. Era ella. Pero ¿por qué
se comportaba de ese modo? Con el
corazón encogido, Ramata observó
inmóvil cómo se alejaba su madre,
con la esperanza de que se volviera
para decirle que era una broma. Su
madre no se volvió, sin embargo, y
pronto desapareció entre los
árboles.
En el momento en que se
disponía a volver a atender la olla,
la veterana la llamó para que
entrara en la cabaña.
—¿Por qué te has ido
corriendo con tu madre? —le
preguntó, con las manos ocultas en
la espalda.
—Porque estaba tan contenta
de volverla a ver... —repuso con
lágrimas en los ojos.
No había acabado de
responder cuando la vara de bambú
que la veterana mantenía en la
espalda se abatió con terrible
fuerza sobre su hombro. Lanzó un
estridente grito y retrocedió,
levantando el brazo para contener
el segundo golpe. El siguiente, que
no había previsto, le azotó la
espalda, seguido de otro más. Se
dejó caer al suelo, retorciéndose de
dolor. Las tres brujas continuaron
descargando sobre ella las varas de
bambú hasta que se quedó sin voz
de tanto gritar. La veterana le
ordenó que se levantara, que parara
de llorar y que se secara las
lágrimas.
—¡Tonta, más que tonta! —le
espetó con mordacidad—. ¿No te
han enseñado que una mujer no
debe nunca exteriorizar sus
sentimientos de manera
escandalosa? ¿Que en toda
circunstancia debe dominarse,
mantener el sentido de la mesura,
no gemir cuando sufre ni reír a
carcajadas cuando está alegre?
¡Ahora vuelve a acabar de preparar
la comida, y no te demores!
Al día siguiente, Ramata Kaba
lavaba los utensilios de cocina en
el río cuando vio a Naa caminando
en el centro del claro, con la
calabaza en la cabeza. Con
obediente actitud, prosiguió con su
quehacer sin ocuparse ella. La
visita de Naa fue igual de breve que
la de su madre.
La veterana volvió a llamarla
otra vez.
—¿Por qué no has ido
corriendo a saludar a la coesposa
de tu madre?
Consciente de las doloridas
magulladuras que habían dejado en
todo su cuerpo las varas de bambú,
recitó de corrido la lección. Pese a
ello recibió una nueva azotaina,
igual de severa que la del día
anterior.
—¿No has retenido nada de
todas las palabras que te han
inculcado, niña de cabeza huera? —
la reprendieron—. ¿No te han
enseñado a no confundir el sentido
de la mesura y el respeto? ¿No
debías manifestar un respeto por la
coesposa de tu madre
precipitándote a su encuentro para
aliviar su carga?
Todas las niñas recibieron
visitas similares y todas fueron
tratadas de tontas y de cabezas
hueras y recibieron terribles palizas
sin excepción. Ni una sola evitó al
castigo fuera cual fuese la respuesta
que diera. Las tres brujas
encontraban siempre el error y
remitían siempre, con el violento
refuerzo de las varas de bambú, a
las lecciones impartidas.
Pasó un mes.
Por la mañana, a la hora de las
primeras gachas, las niñas vieron
llegar por todos los caminos a sus
madres y a sus coesposas, tías,
abuelas y primas, y a las mujeres y
las jóvenes de sus pueblos. Ese día
no hubo labores ni lecciones, ni
tampoco azotes. Por primera vez, se
bañaron en el río, se rehicieron las
trenzas ayudadas por las recién
llegadas, se pusieron ropa nueva y
tomaron una sustanciosa comida a
base de arroz con salsa de
cacahuete y carne. Después de
comer, cada una con una pequeña
escudilla de madera en la mano,
formaron un gran círculo en el
claro, rodeadas en la segunda fila
por sus allegadas. En el centro, las
dos supervisoras terminaban la
preparación de un brebaje de leche
fresca y de miel en las calabazas.
Cuando hubieron servido de él a
todas las niñas y éstas hubieron
dado cuenta del contenido de la
escudilla, la veterana y las dos
supervisoras se quitaron el pañuelo
de la cabeza, lo lanzaron al aire y
después de dar tres palmadas, lo
recuperaron antes de que cayera al
suelo.
Aquello era una señal.
Los griots, escondidos detrás
de los árboles, empezaron a tocar el
tamtan con animado ritmo antes de
salir al claro. Todas juntas, las
mujeres lanzaron sus pañuelos y
dieron palmadas a su vez.
La veterana anunció en una
larga alocución que, después de
haber dado las gracias al Dios
Todopoderoso, ella y sus dos
compañeras se sentían muy
orgullosas de ver regresar a sus
casas, sanas y salvas, a cuantas
muchachas les habían confiado.
Ninguna de ellas había padecido, ni
una vez siquiera, mal alguno, no se
había producido ningún
fallecimiento, y lo que era aún
mejor, durante toda su estancia, no
se había oído ni una sola vez el
grito del búho, anuncio de funestas
noticias. Por fin, la veterana lanzó
una última vez al vuelo su pañuelo
y entonó el Canto del retorno.
Dos años más tarde, Ramata
Kaba incumplió una de las
enseñanzas más importantes, en la
que habían hecho especial hincapié
la veterana y las supervisoras: no
desanudarse nunca el pareo delante
de un hombre que no fuera el propio
marido. Fue el mismo año en que
había visto su «bien» de mujer.
Había crecido, se le habían
agrandado los pechos, le había
nacido vello en el pubis y en las
axilas y la voz se le había vuelto
más grave. Ahora, cuando se
cruzaba con los hombres, advertía
con satisfacción las miradas de
interés que le dedicaban, y más de
uno había que se volvía incluso
para contemplarla.
Una noche de luna llena en que
había organizada una sesión de
tamtan en la plaza del pueblo, el
joven delegado de Agricultura, que
dirigía a los campesinos en los
campos de algodón, con el cual
coqueteaba desde hacía unos días,
logró atraerla hasta su habitación.
—No debo hacerlo más que
con mi marido —se defendió ella
débilmente mientras permanecía
acostada en la cama, con el pareo
deshecho, y la mente ocupada con
la imagen de las tres brujas.
—¡Sabes muy bien que me
casaré contigo! —adujo él.
—Mi padre me matará si se
entera —insistió ella.
—Nunca lo va a saber.
¡Además, me voy a casar contigo!
Nunca llegó a saber si hablaba
en serio o no, porque se ahogó una
semana después mientras se bañaba
en el río.
Al año siguiente la admitieron
en el instituto Kennedy y se trasladó
a Dakar para vivir en casa del
hermano de su madre, Toumani.
Allí conoció a otros hombres, y a
cada trasgresión, veía y oía a la
veterana y a las dos supervisoras
que le recomendaban que no se
desanudara el pareo.
Al principio, como era muy
joven, no se daba cuenta aún de que
era insensible. Más adelante, ya
más madura y habiendo leído
artículos en que se tocaba el tema
de la sexualidad, acabó por
planteárselo. No pensaba en ello de
manera obsesiva, sino vaga. Se
decía que padecía un bloqueo
normal, porque mantenía relaciones
prohibidas; se decía que una vez
estuviera casada todo cambiaría.

Ahora estaba casada. Por


primera vez, las tres brujas del
claro de Saraya se habían esfumado
de su recuerdo y había enmudecido
su voz. Aun así, acababa de
constatar que seguía igual de fría
que una barra de hierro.
La hipótesis de la culpa en la
relación no se sostenía. La verdad
era que era frígida. Con su cuerpo
escultural, sufría de una enfermedad
que debía de ser producto de la
mutilación que había padecido en la
infancia, una enfermedad que le
resultaba tan insoportable como si
hubiera sido jorobada, coja o
tuerta. Por eso lloraba en los brazos
de su marido, incapaz de explicarle
el motivo de su desasosiego.
—Tengo vergüenza... de..., de
mí misma —dijo, volviendo a
sollozar con la cabeza apoyada en
el hombro de Matar Samb—. Me
habría gustado poder ofrecerte lo
más hermoso y valioso que puede
ofrecer una joven a su esposo la
noche de bodas: su virginidad.
Aquélla fue la primera de una
larga serie de mentiras.
Matar Samb emitió una sonora
carcajada de alivio antes de tomar
el rostro de su esposa entre las
manos.
—Eres una pequeña
pueblerina, con la cabeza
abarrotada de ideas anticuadas.
¿Acaso crees que yo iba a tener tan
elementales criterios basados en
una membrana? Tú ya me has
ofrecido lo más hermoso y valioso
que puede regalar una joven a su
esposo, reina mía, ¡tu amor!
—Dejarás de respetarme, no
me creerás si...
—Dices tonterías —la
interrumpió él con voz grave,
posando el índice en sus labios
mientras la miraba a los ojos—. No
me interesa lo que pasó antes.
Ahora bien, a partir de ahora, no
soportaría que otro hombre te
toque.
—¡Ningún hombre me ha
tocado nunca, te lo juro! Por eso te
digo que no me vas a creer.
Le explicó que siendo niña, un
día en que se estaba columpiando,
la cuerda se rompió. La caída fue
muy dura y se hirió. Con el pareo
manchado de sangre, su madre la
había llevado al dispensario, donde
el médico comprobó que había
perdido el himen.
—¡Claro que te creo, mi reina!
—afirmó él con sinceridad una vez
hubo concluido—. Te juro que te
creo.
Samb no sospecharía nunca el
doble juego de su esposa. Cuando
mantenían relaciones, Ramata fingía
a la perfección. Simulaba con
amante y apasionada actitud, con
jadeos, hasta el final en que
exhalaba prolongados suspiros de
hembra satisfecha. Él era un marido
feliz. Ramata le traía suerte, repetía
a menudo. Mientras ejercía de juez
en el Tribunal Supremo, había
obtenido un doctorado de Estado
cuando aún no llevaba un año de
casado. Dieciocho meses más tarde,
la familia se agrandó con el tan
esperado nacimiento de una niña, a
la que pusieron el nombre de DS.
El feliz acontecimiento se produjo
el mismo día que llegó su
nombramiento para el cargo de
fiscal general de la República.
Armando Gomis, por entonces
profesor adjunto de gineco-
obstetricia, había supervisado el
embarazo de Ramata Kaba y la
había atendido en el parto, en el
hospital Le Dantec. Con la
esperanza de hallar una solución,
ella le confesó su problema tres
meses después del nacimiento de su
hija. Él le formuló un sinfín de
preguntas sobre sus actividades
sexuales y sobre la excisión, y
luego le indicó que se desnudara y
se acostara en el diván. El médico
se puso un par de dediles en el
dedo índice y mayor de la mano
izquierda y, después de mojarlos
con aceite de parafina, se inclinó
hacia ella.
—No te tenses. ¡Abre bien las
piernas! —le pidió.
Ella cerró los ojos, se mordió
el labio inferior y gimió levemente
cuando él movió los dedos en el
interior de la vagina al tiempo que
acentuaba la presión de la mano
izquierda, que estaba apoyada en su
vientre.
Al cabo de un momento, se
enderezó y quitándose los dediles,
los tiró a la basura. Ella se levantó
y se sentó en el borde del diván,
con los pies apoyados en las
baldosas del suelo.
—Dime la verdad, Armando,
no me ocultes nada. ¿Es
irreversible?
—No puedo responder con
exactitud. Eres clínicamente
normal, completamente normal...
—No, no soy normal, soy
frígida —lo interrumpió, mientras
le asomaban las lágrimas a los ojos
—. ¿Cómo puedo ser normal si no
siento absolutamente nada?
Ayúdame, Armando, tú eres el
especialista. ¡No soporto ser
frígida!
Con la mirada brillante a
causa del repentino deseo que se
había adueñado de él, con la
respiración agitada, cada vez más
afanosa, el médico se acercó a ella,
con la mano posada en la bragueta
del pantalón, deformada por una
reveladora hinchazón.
Ella pestañeó repetidas veces
y no opuso resistencia alguna
cuando, después de bajarse el
calzoncillo y el pantalón, él la
impulsó con suavidad sobre el
diván. Estaba tan excitado que no
tardó en eyacular.
—¿Y conmigo? —preguntó,
jadeante.
Ella lo apartó y después se
puso de pie y empezó a vestirse.
—Nada. Igual que con los
otros —respondió.
Dándole la espalda, él cogió
una venda para limpiarse el pene y
luego recompuso su indumentaria.
—¿Cuántos fueron los otros?
—inquirió, volviéndose.
—Cinco antes de conocer a
Matar, que fue el sexto. Tú eres el
séptimo.
—¿Y realmente no has sentido
nada conmigo?
Ella le lanzó una mirada
burlona y despreciativa a la vez.
—¡Nada de nada! —reiteró—.
¿Sabes? Matar está mucho mejor
dotado que tú, tiene el sexo más
grande y más tieso que el tuyo,
aguanta mucho más tiempo que tú, y
aun así sigo insensible con él. ¿Qué
podría sentir contigo, con tu pito de
pato y con esa rapidez, que pareces
un gallo fornicando con una gallina?
El doctor Gomis exhaló una
estrepitosa carcajada desprovista
de alegría; no logró disimular que
las palabras de Ramata habían dado
en el blanco.
—Vaya, gracias por
asimilarme a las aves —contestó
con voz temblorosa.
—Dime, Armando —continuó
ella con seriedad—, ¿de verdad no
me puedes ayudar?
El doctor Gomis sabía que no
le podía prestar ningún auxilio. Con
frecuencia recibía en consulta a
mujeres, no siempre excisadas, que
acudían por el mismo problema que
Ramata Kaba, insatisfechas,
frustradas, a menudo miembros de
movimientos asociativos, a las que
siempre remitía a su colega
Karamba Gasama. Nunca se había
publicado ninguna tesis que
demostrara la relación entre ese
tipo de trastornos y la excisión. Un
día había expresado a Gasama su
extrañeza por aquella omisión, y
éste le había respondido que ya
había reparado en ella y que, tras
reflexionar al respecto, pensaba que
esa ausencia de trabajos científicos
se debía al simple hecho de que los
estudiantes de Medicina no
encontraban en el ámbito
hospitalario suficientes casos
patológicos concretos para dar pie
a un estudio. A partir de entonces,
el doctor Gasama, que era malinke,
etnia en la que se excisaba a las
mujeres, había decidido
consagrarse a la cuestión.
—Te voy a confiar a un colega
—anunció.
El doctor Gasama, con quien
Ramata Kaba concertó una cita para
el día siguiente, no la sacó, sin
embargo, de apuros.
Tuvo otros amantes y hasta
tuvo una amante, Erika Johanson,
embajadora de la Unión Europea,
una lesbiana que se había prendado
locamente de ella. No obstante, ni
ella ni nadie llegó a colmarla.
Sin sospechar ni por asomo
sus simulacros, Matar Samb
ascendía a su lado los peldaños de
su carrera. Quince años después de
haber sido nombrado fiscal general,
lo llamaron para formar parte del
Gobierno.
Adulada por su marido,
envidiada por todas las mujeres,
admirada por todos los hombres,
Ramata Kaba debería de haber
estado contenta. Pero en el fondo no
lo estaba y, con el paso de los años,
no se acababa de resignar.
Una noche se había ido muy
tarde, en taxi, de la Maternidad del
hospital Le Dantec, donde su hija,
Dieynaba, había traído al mundo a
un niño...
La Declaración Universal de
los Derechos Humanos del 10 de
diciembre de 1948, cuyo
cincuentenario celebramos hace
unos años, enseña en su preámbulo
que en todo el mundo la ignorancia
y el desprecio a los derechos
humanos han conducido a actos de
barbarie escandalosos para la
conciencia de la humanidad. Ello es
especialmente aplicable en la actual
África, donde, por poner sólo un
ejemplo, se ha dado el alucinante y
pavoroso espectáculo de unos
carroñeros devorando en pleno día
cadáveres de mujeres y niños en las
calles de Freetown sin que los
transeúntes se inmutaran apenas. El
advenimiento de un mundo en el que
los seres humanos sean libres para
hablar y creer, sin el lastre del
terror y la miseria, ha sido
proclamado como la más elevada
aspiración del hombre...

Matar Samb paró de escribir y


se apoyó en el respaldo del asiento.
Desplegando los dedos
entumecidos que apenas lograban
sostener la pluma Parker, la dejó
encima del bloc de notas, cruzó las
manos encima de la cabeza y se
estiró para aliviar las contracturas
del músculo del cuello. Después
cerró los ojos y se frotó los
párpados con la punta de los dedos.
Le faltaba poco para terminar,
por fin. Unas cuantas frases más,
tres a lo sumo, y habría acabado de
redactar el discurso que debía
pronunciar dos días después, en la
inauguración del coloquio de la
Liga Africana de Derechos
Humanos en el hotel Méridien King
Fadh, presidida por el jefe del
Estado. Las primeras delegaciones
extranjeras habían llegado ya. La
noche anterior había aparecido en
directo en el telediario de las ocho,
recibiendo a sus homólogos de
África del Sur, de Burkina Faso y
de Mali, en el salón de honor del
aeropuerto Léopold Sédar Senghor.
Aquélla había sido su última
actividad oficial del día.
Se había acostado muy
temprano, mucho antes de las doce,
y se había dormido sin problema.
Se había despertado como de
costumbre a las cuatro y media,
unos segundos antes de que sonara
el despertador programado para esa
hora. Había pasado media hora en
la sala de gimnasia, un cuarto de
hora en el baño y, luego, a las cinco
y media, después de tomar una taza
de café acompañado de su bebida
favorita, el vodka Smirnoff, se
había instalado en su mesa de
trabajo, en el despacho que tenía
acondicionado en un extremo del
vasto dormitorio, vestido con una
vieja túnica de color índigo.
Matar Samb dejó de
masajearse los párpados y abrió los
ojos. Contó el número de páginas
que había llenado con su tupida
escritura inclinada. Veinte. Pasado
al ordenador por su secretaria a
doble espacio, el texto acabaría
dando unas doce. Sería suficiente;
ni demasiado largo ni demasiado
corto. Resuelto a concluir, volvió a
coger la pluma tras lanzar una breve
ojeada a los números rojos del
reloj digital que tenía delante, cerca
de la foto en blanco y negro de
Ramata expuesta en un marco
dorado. Las siete menos cuarto. En
cuanto acabara, saldría a dar un
paseo por el accidentado litoral
para contemplar con el amanecer el
vuelo de las gaviotas sobre el mar y
el tumultuoso choque de las olas
contra las rocas.
Era sábado. Hasta las once no
tenía ningún compromiso; pasaría
por su oficina del Building donde
tenía cita con su secretaria, antes de
ir a la estación. Ramata, que se
había ido de viaje a Saraya, al otro
extremo del país, debía regresar
con el expreso Bamako-Dakar. La
echaba muchísimo de menos.
Inclinado sobre el cuaderno,
Matar Samb volvió a coger la
pluma y la apoyó en la página, en el
lugar preciso donde había parado
de escribir, dispuesto a plasmar
sobre el papel el final de la larga
frase que tenía pensada. En el
último momento se detuvo, las
palabras no fluían, se negaban
simplemente a aflorar, pese a que
ya las había formulado y
reformulado mentalmente.
Reconociendo que estaba
desconcentrado, volvió a apoyarse
en el respaldo y fijó la mirada en la
foto de su mujer, tomada un mes
después de que naciera Dieynaba.
Era una obra de Sala Kase, que
representaba a Ramata en todo su
esplendor. Se acodó en el brazo del
sillón, sin despegar la vista de la
foto, mientras esbozaba una fugaz
sonrisa. Sí, echaba mucho de menos
a Ramata, muchísimo, como
siempre que debía separarse de
ella. En general era siempre él
quien se ausentaba por motivos
profesionales, cosa que sucedía
demasiado a menudo para su gusto.
Ya la había hecho visitar, al margen
de los viajes oficiales, como
turista, todos los países. Pese a que
se había hospedado en los hoteles
de más categoría y había gastado
colosales fortunas en las boutiques
de lujo de todas las grandes
capitales del mundo, ahora se
negaba con obstinación a
acompañarlo, salvo a París. Ella
argumentaba que ya no le quedaba
nada que descubrir en las otras
ciudades, salvo en París, que le
encantaba siempre que iba, ya fuera
invierno o verano.
Desde que se conocían, sólo
había vuelto a su pueblo en tres
ocasiones. La primera vez fue una
semana después de la boda, para
presentarlo a sus padres. La
segunda ocasión, él la había
acompañado para asistir a los
funerales de éstos, que habían
fallecido en un intervalo de
veinticuatro horas, quince años
atrás. Esa vez, la tercera, se había
ido sola.
Matar Samb pensó que
después de más de un cuarto de
siglo de matrimonio, jamás había
sentido vacilar el ardor de la llama,
para él eterna, que alumbraba en su
interior Ramata. Desde que la había
visto, se había quedado prendado
de ella, nunca había tenido ojos
para otra mujer y ni una sola vez se
le había ocurrido tomar una segunda
esposa. Ramata le bastaba desde
todos los puntos de vista, de una
manera completa y total, y no tenía
reparos en reconocerlo. Ella lo
merecía. Esposa amante, fiel y
atenta, lo había apoyado en todos
sus proyectos, como la estaca que
sostiene un cercado. Sin ella no
habría alcanzado tanta plenitud en
la vida. Ella había hecho de él un
hombre satisfecho y feliz que,
además, tenía el gozo y el
privilegio de ser abuelo. Ramata
tenía sus caprichos, desde luego, y
era a veces quisquillosa, como
correspondía a las mujeres. No era
nada grave... Salvo en una ocasión,
debía admitirlo para ser sincero
consigo mismo, hacía ya mucho de
eso, cuando se produjo la muerte
del portero de la Maternidad del
hospital Le Dantec. Por suerte para
él, en aquella época el país estaba
inmerso en pleno oscurantismo, con
un partido único, un sindicato
único, una radio única y un único
periódico. Hubo un tipo que se
encargó de sofocar el asunto.
¿Cómo se llamaba? Sólo se
acordaba de su apodo, Benson o
Johnson. Un hombre muy eficaz que,
en aquellos tiempos de tinieblas,
lograba resolver todo tipo de
embrollos. Gracias a él, se había
evitado el escándalo. Después se
había visto envuelto en un
escabroso suceso a partir del cual
se había vuelto poco frecuentable y
ya no sabía cómo había acabado.
¡No! No era Benson ni Johnson, lo
tenía en la punta de la lengua,
Carrington..., no..., Jackson, ¡eso
era, Jackson! ¿Habrían surtido
efecto las argucias del tal Jackson
si aquel malhadado incidente se
hubiera producido entonces, con la
profusión de periódicos, emisoras
de radio, partidos y sindicatos?
Sólo Dios lo sabía. Sacudió la
cabeza con vigor como si con ello
quisiera ahuyentar de la memoria
aquel episodio del que no le
gustaba nada acordarse...
Matar Samb reconoció con un
asomo de pesar que, a causa de las
responsabilidades de su cargo y de
sus numerosos viajes, a veces le
había faltado tiempo para ocuparse
bien de Ramata. Ella siempre había
sido comprensiva, sin embargo, y
no se había quejado. Cuando se iba,
lo acompañaba hasta la puerta del
avión y, entristecida por la
separación, lo besaba
murmurándole al oído que volviera
pronto, que lo iba añorar, que lo
estaba esperando ya. A su regreso,
allí estaba, sonriente, diciéndole
que los días le habían resultado
largos sin él. Entonces, embargado
de dicha, le entregaba, sin olvidarse
nunca, un valioso regalo, a menudo
una joya, en el trayecto del
aeropuerto a casa.
De improviso, sin motivo
alguno, Matar Samb se preguntó
cómo reaccionaría si se enterase de
que Ramata lo había engañado
alguna vez. Ah, sí, ¿por qué no?
«¡Ama a la mujer, pero no te fíes de
ella!», había declarado el sabio
Koce Barema.29 Se dijo, riendo
para sí, que no lo soportaría. Pero
¡aquello no era posible! ¿Por qué
iba a cometer Ramata semejante
tontería? ¿Por el dinero? No, ella
vivía en la abundancia, como dueña
de toda su fortuna y estaba, por lo
tanto, para siempre, al abrigo de la
necesidad. ¿A causa de sus
frecuentes viajes? Tampoco. Ella
no era de esas mujeres sujetas a un
perpetuo ardor entre las piernas que
hubiera que apagar a toda costa.
Así se lo había confesado ella
misma una noche en que él se
inquietaba, aquejado por una vaga
culpabilidad, preguntándose si sus
ausencias no la perjudicaban, si no
sentía a veces, aunque sólo fuera
por un breve instante, cierta
comezón cuando él no estaba allí.
Le había respondido que ni siquiera
se le pasaba por la cabeza, puesto
que al estar excisada, podía
soportar sin ningún trastorno ni
molestia la más prolongada
abstinencia. ¿Porque estaba
insatisfecha en la cama? ¡Eso sí que
no! Se compenetraba muy bien
físicamente con Ramata, y a él,
Matar Samb, le gustaba en especial
hacer el amor con ella. No
recordaba haber renunciado ni una
sola noche, incluso estando
enfermo, cada vez que ella estaba
disponible y que tenía la certeza de
que no la iba a importunar. ¿O bien
por...?
De todas formas, no veía la
necesidad de devanarse los sesos
con una situación en la que no se
vería nunca jamás. Admitía haber
sacado a colación a Koce Barema
tan sólo para limpiar su conciencia.
Siempre había sostenido, con
sólidos argumentos, que la
significación que atribuía el viejo
sabio de Baol a los cuatro
mechones de su original peinado
era muy discutible, cuando no
errónea. La primera, por ejemplo:
si no había que fiarse de la mujer,
también se puede, sin ser un
militante de la lucha por la
imposible igualdad del varón y la
hembra, afirmar lo mismo del
hombre. ¿Ramata infiel? ¡No,
aquello era un desvarío!, se dijo
con una carcajada. Pensar siquiera
en ello era desleal de su parte.
Cuando la fuera a buscar más tarde
a la estación, le pediría perdón por
haber dudado de ella. Mientras
tanto, más valía que terminara el
discurso, en lugar de dar pábulo a
ideas tan absurdas, tan mezquinas,
tan bobas...
Matar Samb oyó que el móvil
sonaba encima de la mesa en el
momento en que se disponía a
rematar el texto. Dejó la pluma para
cogerlo. Tan temprano, sólo podía
ser Ramata. El tren no debía de
haber salido aún de Tamba o se
habría averiado en Kaffrine,
Kousanar o Kaolack. Seguramente
lo llamaba desde una de esas
estaciones para avisarle de que
llegaría más tarde de lo previsto...
—¿Está bien mi reina? —
preguntó, convencido de que era su
esposa la que lo llamaba.
—¿Sí? ¡Buenos días, el
ayudante jefe Ibnou Faye al aparato!
Chasqueado, Matar Samb
sintió unas ganas terribles de cortar
la comunicación.
—Se equivoca de número —
contestó con sequedad.
—Perdone, por favor —
insistió el hombre—. ¿Es el 836 11
66?
—Sí, es el 836 11 66.
—¿Es usted el señor ministro
Matar Samb?
—El mismo. ¿Qué desea?
¿Quién es?
—El ayudante jefe Ibnou Faye,
comandante de la brigada de la
gendarmería de Rufisque. ¿No se
acuerda de mí?
—Sí, sí, lo recuerdo. Pero
¿quién le ha dado este número?
—Ha sido su esposa, señor
ministro.
—¿Mi esposa? ¿Ramata?
¿Cuándo? ¿Cuando fue a verlo hace
dos semanas?
—No. Ahora mismo, señor
ministro de Estado.
—¿Ahora mismo? ¿Dónde está
Ramata? ¿Qué le ha ocurrido? ¿No
habrá tenido un accidente?
—No, señor ministro de
Estado. No le ha ocurrido nada.
Bueno, nada grave. Está aquí en el
cuartel...
—¡Está usted en un error! Mi
esposa se encuentra de viaje desde
hace dos semanas.
—Lo siento, señor ministro,
pero su esposa, la señora Ramata
Kaba, está aquí sentada delante de
mí. Ha pasado la noche en el
cuartel. Es necesario que venga a
Rufisque...
—No..., no entiendo... ¿Qué es
lo que pasa exactamente? —
balbució.
—Verá, es bastante difícil de
explicar, señor ministro de Estado.
La señora, su esposa, ha sido
detenida en estado de ebriedad esta
noche en una redada que se ha
efectuado en un bar de mala fama
de Diamniadio.
—¿Se está burlando de mí?
—De ninguna manera, señor
ministro. Es la pura verdad. Esta
noche, la han detenido en una
redada, borracha, junto con una
treintena de prostitutas, en el
Copacabana.
—Escúcheme bien, ayudante
jefe Ibnou Faye...
—Ibnou, señor ministro —
rectificó el gendarme.
—De acuerdo, ayudante jefe
Ibnou Faye. Escúcheme bien. Si es
una broma, le garantizo que le va a
costar muy caro.
—No es una broma, señor
ministro de Estado, jamás me
habría permitido una incorrección
semejante. Su señora esposa está
efectivamente aquí, en mi oficina,
delante de mí. Le ruego que venga
porque es imprescindible que hable
con usted.
Matar Samb vaciló un
momento.
—Está bien... Ahora voy —
anunció por fin con voz débil.
Dejó el móvil encima del
cuaderno, sin saber qué pensar,
aturdido y desamparado.
—¡Es falso! ¡No es verdad! —
exclamó con un grito ronco que se
confundió con el estrépito del
tremendo puñetazo que descargó en
la mesa—. Es falso. No es verdad.
¡Ramata se fue a Saraya!
Con la precisión de una
película pasada a cámara lenta,
Matar Samb volvió a repasar la
noche de su regreso de Ginebra,
hacía unos quince días. Justo
después de depositar el equipaje,
había ido a la Maternidad para ver
a Dieynaba y al pequeño y se había
marchado poco antes de las ocho,
bajo la lluvia. De nuevo en
Ranrhar, se había instalado en un
sillón de la biblioteca, en el
segundo piso con un combinado de
Smirnoff y naranjada y se había
puesto a releer una novela de
Malraux, esperando el retorno de
Ramata, que se había trasladado al
cuartel de Rufisque. Había llegado
una hora después, con la ropa
empapada. Él había cerrado el libro
cuando apareció y ella le había
dado un somero beso en la
comisura de los labios.
—Vengo de la Maternidad —
explicó—. Cuando he llegado a eso
de las ocho, Dieynaba y Armando
me han dicho que acababas justo de
irte.
—Sí, me he ido cuando
empezaba a llover —confirmó él,
con el libro cerrado en la mano—.
¿Lo has visto? Me cuesta
acordarme de su nombre..., al joven
que te...
—Se llama Ngor Ndong. Es
muy joven, un chico que no tiene
más de veinte años. He ido hasta
Sangalcam y le he dado las gracias
delante de sus padres.
—¿Lo habrás recompensado
por lo menos?
—¡Por supuesto! Le he dado
dinero, y a sus padres también. Son
gente de condición muy humilde,
que vive en cabañas de paja, pero
muy digna y valiente. No querían
aceptar el dinero y he tenido que
insistir mucho.
—¡Ah, sí! En esta sociedad en
la que se pierden los valores, en
que yo no existen modelos de
referencia, es la gente modesta la
que conserva aún las nobles
virtudes, como la valentía, la
dignidad y la solidaridad. Habría
que hacer algo por ellos, por
sorpresa. Vamos a construirles una
bonita casa, sustituir toda esa paja
por cemento, con agua corriente,
electricidad y todas las
comodidades necesarias, además de
una pensión mensual. Me voy a
ocupar a partir de la semana
próxima.
—Eso estaría bien porque
están muy necesitados —aprobó
ella.
Después se había mirado la
ropa con asombro, como si acabara
de darse cuenta de su estado.
—¡Si estoy empapada! Como
el aparcamiento estaba completo,
he tenido que aparcar bastante lejos
de la Maternidad.
—Ve a cambiarte deprisa, que
si no vas a coger frío y podrías
resfriarte —le aconsejó él—. Yo
termino el capítulo y ya voy.
Ramata había ido al
dormitorio, situado en el tercer
piso, mientras él se concentraba de
nuevo en la lectura. Se había
reunido con ella unos veinte
minutos después, en el momento en
que salía del cuarto de baño,
vestida con su batín de seda roja.
La había abrazado por el talle y le
había dado un beso en la boca
mientras le acariciaba las nalgas.
Ella lo había rechazado al cabo de
un instante y había retrocedido con
un sonoro bostezo, tapándose la
boca.
—Estoy rendida, Matar. Estoy
cansada, derrengada —había
declarado con voz de cansancio—.
Entre el viaje a Rufisque, después a
Sangalcam, y la alegría y la
emoción de ser abuela me he
quedado sin energías. Me voy a
acostar enseguida.
Se había tendido en la cama y
había cerrado los ojos. Él se sentó
a su lado en el borde antes de
dejarse ir para atrás, posando la
cabeza en su pecho.
Ella le había acariciado el
pelo y lo había llamado por el
apodo íntimo que le tenía
reservado.
—¡Padre de Dieynaba!
—¡Qué, mi reina!
—Tengo que ir a Saraya. No
me queda más remedio que tomar el
expreso de mañana. Ya he avisado
a Dieynaba. ¿Me dejas ir? Me das
tu permiso, ¿verdad?
Él se había incorporado y se
había vuelto hacia ella con fingida
sorpresa.
—¿Desde cuándo me pides
permiso, eh?
—¡No digas lo que no es,
padre de Dieynaba! Nunca he
salido de la casa sin tu
autorización, lo sabes muy bien.
—Me extraña, porque no entra
dentro de tus costumbres que me
pidas permiso para ir a Saraya.
—¡Es porque voy a estar fuera
dos semanas! Incluso si es por una
buena razón, incluso si la llama su
propio padre, la mujer no debe
abandonar el domicilio conyugal
sin la autorización del marido. ¡Dos
semanas es mucho tiempo, padre de
Dieynaba!
—¿Y qué ocurre en Saraya?
—Debo ir a buscar un grigri
para el bebé —explicó con
seriedad—. Es una costumbre
sagrada para nosotros. El primer
hijo varón, nacido de una mujer
originaria de mi familia paterna,
debe llevarlo en la muñeca
izquierda, desde la primera semana
después del nacimiento hasta que él
mismo pida que se lo quiten, porque
si no, corre el riesgo de morir en la
infancia.
Él se había echado a reír a
carcajadas y se había mofado de
ella, tratándola de pueblerina de
mentalidad atrasada a pesar de las
tres décadas de residencia en
Dakar. Ella había replicado, con
fingido enfado, que era muy poco
respetuoso con las tradiciones.
—Pero ¿por qué vas a coger el
tren? Sería mucho más cómodo que
fueras con el todoterreno —había
propuesto él—. El chófer te
llevaría...
—Por desgracia, es imposible.
La carretera está cortada entre
Kaffrine y Maleme Hodar a causa
de los aguaceros de la semana
pasada. Allí las lluvias empezaron
hace un mes, no como aquí. Por eso
te he dicho que estoy obligada a ir
en tren.
—¿Y el avión? ¡Sería perfecto
el avión! Lo malo es que el de
Dieynaba no puede aterrizar en el
aeropuerto de Kédougou, porque es
muy pequeño. Pero ¡puedo fletarte
un aparato de Senegal Air!
—Te lo agradezco mucho,
padre Dieynaba. No sabía que me
detestabas hasta el punto de desear
mi muerte. ¡Muchísimas gracias!
—¿A qué viene eso de desear
tu muerte?
—Recomendarme que me suba
a un avión de Senegal Air es
desearme la muerte, así de claro.
¿Que yo, Ramata Kaba, monte en
uno de esos aviones que llevan
queroseno mezclado con agua? Lo
siento mucho, Matar, pero no tengo
ningunas ganas de morir de manera
prematura y dejar mi puesto a otra.
Lo que quiero es seguir contigo.
Al día siguiente a mediodía, él
se burlaba todavía de ella a cuenta
del grigri mientras la conducía a la
estación con su voluminosa maleta.
Debía coger el expreso de la una
con destino a Tambacounda, donde
encontraría sin dificultad un coche
que la llevara hasta Saraya. Habían
llegado media hora antes de la
salida del tren a un andén invadido
por un ruidoso gentío y abarrotado
de toda clase de bultos. Él la había
instalado en su coche cama, con la
ayuda del propio jefe de estación,
al que había ido a buscar a su
oficina.
—Lástima que el móvil no
funcione más allá de Kaolack,
porque así podrías haberte llevado
el tuyo y habríamos estado en
contacto. Lástima también que no te
pueda acompañar. Me habría
tomado con gusto unos días libres
para disfrutar en Saraya, lejos de
los ruidos y del ajetreo de la
capital, ¡mientras tú te ocupabas de
tu grigri!
Había vuelto a reproducir la
broma hasta el momento en que
resonaron tres potentes silbatos en
medio del tumulto. Estrechándola
con fuerza en sus brazos, le había
dado un prolongado beso y luego
había bajado cuando, con una
brusca sacudida, el tren comenzó a
circular lentamente sobre los raíles.
Desde la ventana, ella agitó su
pañuelo blanco a modo de
despedida. Matar le había
correspondido con un amplio
vaivén con la mano, parado en el
andén entre el trajín de la multitud,
hasta que el tren desapareció en una
curva.
Matar Samb se tomó una copa
de Smirnoff sin diluir y llamó al
portero para que abriera el garaje.
Sin cambiarse de ropa, con el
cabello hirsuto, subió al Montero y
se fue hacia Rufisque rodeado de la
grisácea luz precursora del día,
totalmente abrumado, anonadado
por lo que acababan de
comunicarle, repasando sin cesar al
ralentí la misma película en la
cabeza.
SIEMPRE SE
MUERE DE UN
ATAQUE AL
CORAZÓN

Enclaustrado desde hacía dos


semanas con Ramata Kaba en la
casa situada en la cornisa Este al
borde del mar, frente a la isla de
Gorea, Ngor Ndong se sentía
invadido por una imperiosa
necesidad de evasión. Todavía no
lograba comprender la actitud de
aquella mujer; pese a todas sus
explicaciones, su comportamiento,
desde luego, le parecía algo más
que extraño.
La primera noche, en el Chez
Vous, apenas se cerró la puerta de
la habitación 5, había empezado a
desvestirse febrilmente, con un
intenso brillo en la mirada. Ya
desnuda, se había acercado a él y
tras arrancarle casi la ropa, lo
había llevado a la cama y le había
suplicado que la poseyera como lo
había hecho la noche anterior. Se
había puesto a gritar tan fuerte,
diciendo tamañas barbaridades,
que, por temor a que el gerente
acudiera para averiguar si estaban
matando a alguien, le había tapado
la boca. Entonces ella se había
callado y, de repente, se había
quedado inerte. El se había
levantado de la cama y se había
vuelto a vestir. La observó y
durante un breve instante creyó que
había fallecido, porque se había
quedado absolutamente inmóvil,
con los ojos en blanco, pero pronto
los regulares movimientos del
pecho le indicaron que aún
respiraba.
Al cabo de un cuarto de hora,
aproximadamente, cuando
comenzaba a preocuparse, se había
movido y había emitido un hondo
gemido, como si se recuperara de
un desmayo, con la mirada
extraviada en el vacío. Todavía se
preguntaba si había perdido
realmente el conocimiento cuando
vio que se levantaba y se acercaba
vacilante para arrojarse a sus
brazos.
—¡Ah, gracias, un millón de
gracias, amor mío! —había
murmurado.
Luego lo había abrazado con
fuerza, con el cuerpo agitado por un
temblor nervioso y con la cabeza
pegada a su pecho. Cuando por fin
se había calmado, lo había
observado un momento con una
mezcla de agradecimiento y ternura,
y después le había acariciado con
la punta de los dedos la mejilla, que
tenía adornada por una venda sujeta
con esparadrapo.
—¡Perdóname por esto! ¿Te
curaron bien?
Él asintió con la cabeza.
Ella se separó de él y volvió a
empezar a desvestirlo.
—Te llevo buscando desde
hace mucho tiempo sin conocerte.
¡Ahora que te he encontrado, no te
voy a soltar!
—¿Cómo que me has buscado
mucho tiempo sin conocerme? —
preguntó, sin poder contener su
asombro.
—¡Ah, pero si hablas, amor
mío! ¡Hablas! —exclamó ella con
los ojos desorbitados por la
sorpresa, antes de acabar de
desnudarlo—. Te oigo hablar por
primera vez. Creía que eras mudo.
Verás, ningún hombre había podido
hacerme sentir como una auténtica
mujer, excepto tú, sólo tú. Por eso,
inconscientemente, te buscaba
desde siempre, y ahora que te he
encontrado por fin, no pienso
soltarte más. ¡Poséeme otra vez,
poséeme, te lo suplico!
En el mismo estado de febril
agitación de antes, se había puesto a
gritar con estridencia profiriendo
palabras sin sentido, para después
abandonarse a un profundo silencio
y a una total inmovilidad. Cuando le
pellizcó con fuerza un pezón, no
había sentido nada. Viendo que
seguía con los ojos en blanco,
comprendió que estaba desmayada.
Cuando volvieron a salir, dos
horas después, al patio del Chez
Vous, se había puesto a llover,
detalle que ella consideró como un
buen augurio.
—¡Cuando la primera lluvia
del año le sorprende a uno y lo
moja, es una señal anunciadora de
inmensa dicha! —había afirmado
con alegría—. Seremos muy felices,
vas a ver, muy felices. No hay por
qué apresurarse, amor mío.
Le había cogido la mano y
había caminado con paso lento.
Era la primera lluvia del año,
pero era intensa.
Llegaron empapados al Jaguar
parado en el aparcamiento.
Una vez en Dakar, lo llevó a la
casa donde se encontraban ahora.
Jamás en su vida había puesto los
pies en una mansión tan bonita, tan
grande, con flores por todas partes,
hasta en el dormitorio. Ella lo había
conducido hasta la cama, donde se
habían amado, una y otra vez, hasta
que se fue, pero prometiendo
regresar al día siguiente.
Cuando se quedó solo, trató de
comprender el embrollo en el que
se hallaba, pero cuanto más
reflexionaba, menos comprendía
aquella situación. Al final, ya
entrada la noche, cansado de
pensar, acabó por dormirse.
Al despertar por la mañana
temprano, tomó la decisión de irse
antes de que ella volviera. Entonces
constató que había cerrado por
fuera la puerta principal y se había
llevado la llave. Viendo que sin el
material apropiado le sería
imposible forzar aquella
complicada cerradura, se dedicó a
recorrer las otras habitaciones, el
salón, el dormitorio de los
huéspedes, la cocina, el cuarto de
baño, la despensa, el comedor...
Fue inútil, porque todas tenían
ventanas protegidas con recios
barrotes. Podía, por consiguiente,
vagar a su antojo por la residencia,
pero no podía salir. Entonces se
arrellanó en un sillón del salón y
esperó su llegada.
Debían de ser poco después de
las dos cuando apareció por fin.
Tras dejar la maleta en la moqueta,
había ido a arrodillarse a sus pies,
con la cabeza posada en sus
rodillas y la mano en la bragueta
del pantalón.
—¡He estado pensando en ti
toda la noche, amor mío! —había
declarado mirándolo a los ojos—.
¿Y tú, has pensado en mí?
Él sacudió la cabeza.
—¡Quiero que me hables,
amor mío! —protestó ella—.
Necesito oír tu voz. Respóndeme,
¿has pensado en mí durante la
noche?
—He pensado en ti durante la
noche.
—¿Es verdad? ¿Durante toda
la noche?
—Es verdad.
—¡Ay, qué feliz soy! Quiero
que pienses en mí siempre, igual
que yo pienso en ti todo el tiempo.
Vamos a conocernos mejor.
Tenemos dos semanas sólo para
nosotros. Le he dicho a mi marido
que me iba a Saraya. Me ha
acompañado a la estación y me he
ido en el expreso hasta Thiaroye.
Allí me he bajado y he cogido un
taxi, y aquí me tienes,
exclusivamente para ti, durante dos
semanas. ¿Conoces a mi marido?
Seguro que habrás oído hablar de él
porque sale a menudo en la tele y en
la radio. Se llama Matar Samb; es
el ministro de Justicia. Yo me llamo
Ramata Kaba.
Sin saber por qué, se había
levantado del sillón y, tras hundir la
mano en el bolsillo trasero del
pantalón, había sacado la joya que
le había robado tres noches atrás y
se la había tendido. Era una cadena
de oro entorchado, gruesa como un
meñique, casi de un metro y medio
de longitud.
—La cadena es tuya ahora —
le dijo ella, poniéndose en pie—.
Te la regalo de todo corazón.
¿Temes que mi marido te mande a
la cárcel porque es ministro de
Justicia?
Le cogió la cadena de las
manos y al advertir que el cierre
estaba fuera de rosca, lo reparó con
los dientes. Después la enrolló con
doble vuelta y se la colgó del
cuello.
—No tengas miedo —
prosiguió—. Matar es una buena
persona. No lo digo porque sea mi
marido, sino porque realmente lo
es. Además, nunca sabrá lo que hay
entre nosotros. Nunca lo sabrá
nadie. Será nuestro secreto
particular. Pero ¿por qué hiciste
eso? El taxi que conducías la otra
noche no era tuyo. ¿Por qué haces
eso?
Él le había sostenido la
mirada, sin responder.
—¿Por qué haces eso? —
insistió—. No está bien robar. Te
arriesgas a ir a parar a la cárcel,
¿lo sabes?
Él le confesó que ya había
estado en dos ocasiones en los Cien
Metros Cuadrados.
—¿Qué te impulsó a ir por ese
mal camino, amor mío? ¿Estás
obligado porque tienes personas
que mantener? ¿Estás casado, con
hijos y sin trabajo? ¿Tus padres no
te pueden ayudar?
—Mis padres murieron hace
tiempo.
—¿Tienes mujer e hijos?
¿Tienes trabajo, un oficio?
—No, nada.
—¿Con quién vives en
Sangalcam? ¿Tienes un tío, una tía,
una hermana o algún pariente que te
pueda ayudar?
—Nadie.
—¿Con quién vives en
Sangalcam? ¿Tienes casa?
—No. Además, he decidido
irme del pueblo.
—¿Para ir adónde?
—No lo sé todavía.
—¿Y no tienes ningún sitio
dónde vivir?
—No, ninguno.
Estaba tan conmovida por su
precaria situación que los ojos se le
arrasaron de lágrimas. ¡De modo
que su hombre era un desvalido sin
techo! De ninguna manera podía
aceptarlo, se dijo, resuelta a
remediarlo en el acto.
—¡Todo eso ha acabado, mi
pobre amor mío! —anunció—.
Nunca más te va a faltar de nada.
Yo te lo daré todo, absolutamente
todo. No tendrás necesidad de
trabajar, ni mucho menos de robar
los bienes ajenos para vivir.
Mientras tanto, te doy esta casa
para que vivas aquí. Espero que te
guste. Si no, te haré construir otra.
Es muy bonita y me pertenece.
Matar no sabe siquiera que la
poseo. Me la dio Erika, cuando
volvió a su país el año pasado. Nos
encontrábamos aquí tres veces por
semana. Estaba muy enamorada de
mí. Te la regalo. ¡Ya verás, te va a
encantar!
Se quedó estupefacto. Había
oído decir que algunas señoras
ricas, a menudo insatisfechas,
mantenían a sus chulos, pero nunca
había imaginado que aquello
pudiera resultar tan rentable.
Ella había abierto la maleta
llena de ropa, había extraído una
bolsa negra de nailon y se la había
entregado.
—Hay cinco millones dentro.
Son para ti, para que los gastes
como quieras. Cuando se acaben,
no dudes en pedirme más. Soy muy
rica. Ya no te va a faltar de nada.
Se sintió totalmente abrumado.
—Tampoco volverás a estar
solo nunca más, amor mío —añadió
—. Yo lo seré todo para ti, un
padre, una madre, una hermana, un
hermano. Seré toda tu familia a la
vez. Seré sobre todo tu mujer, tu
amante adorada.
Le había pedido que la
desnudara mientras ella le desataba
el cinturón y le bajaba la cremallera
de los pantalones. La sesión se
inició en la moqueta del salón, para
continuar luego en el dormitorio.
Duró hasta el anochecer.
—¿No tienes hambre? —le
había preguntado ella después de
recobrarse, acostada a su lado en la
cama—. Yo sí.
Él había reconocido que no
había probado nada desde el
almuerzo del día anterior y que
estaba hambriento, a lo cual ella
respondió que el congelador y la
nevera estaban provistos de toda
clase de vituallas y que iba a
ocuparse de todo. A continuación se
había levantado, vestía un salto de
cama negro que le llegaba a un
palmo de las rodillas, y se fue a la
cocina. Al cabo de un momento lo
llamó. Después de ponerse los
vaqueros, fue a su encuentro. Estaba
asando un pollo que había sacado
de la nevera.
—Ven a hacerme compañía.
Ponte aquí, cerca de mí.
Pronto había olvidado vigilar
la olla del fuego. El humo y el olor
a quemado habían inundado la
habitación cuando concluyeron sus
retozos encima de la mesa de la
cocina, que ella había despejado
tirando del hule que la cubría, sin
preocuparse de los platos que se
rompieron al caer. De todos modos,
confesó que con lo mala cocinera
que era, tampoco le hubiera salido
mucho mejor el guiso. Luego
encontró un paquete de patatas
fritas y pan conservado en bolsas
de plástico en el congelador, que
puso un momento a tostar en el
horno, antes de volver a poner la
mesa.
—¿Tomas vino? —le preguntó
cuando, sentado frente a ella, había
empezado a comer—. Hay dos o
tres cajas aquí. A mí no me gusta el
alcohol, al contrario que a Matar.
Hace mucho, en los primeros
tiempos de casada, lo probé dos o
tres veces, pero no soporto ni el
gusto ni el olor. ¿Quieres?
No obstante, quiso imitarlo,
pese a su aversión declarada. A la
cuarta copa de Royal Kébir, estaba
tan borracha que había abatido la
cabeza en la mesa. El se vio
obligado a llevarla en brazos hasta
el cuarto de baño, donde la había
lavado un poco, antes de trasladarla
al dormitorio mientras gritaba a voz
en cuello que todo daba vueltas,
que se sentía ligera como si
planeara. En la cama, había estado
más exigente aún; se había
desmayado varias veces; al alba,
antes de dormirse por fin, le había
murmurado que el vino había
acentuado sus sensaciones.
La cama después de la mesa,
la mesa después de la cama, ése
había sido el ritmo imperturbable
de su vida durante catorce días.
La noche del viernes, Ngor
Ndong estaba malhumorado y
deprimido. El ambiente había
acabado por hacérsele
insoportable. No sólo porque
aquella intensa actividad lo había
saturado hasta el punto de que se
sentía tan débil como si acabara de
sufrir una gripe de las malas, sino
porque tenía el sentimiento de ser
un simple objeto, una marioneta que
ella accionaba con unos hilos,
obligándolo a moverse en una
situación que no controlaba, en la
que lo único que hacía era cumplir
demandas sin tomar iniciativa
alguna, reducido a una lamentable
esclavitud sexual, cuando mal que
bien, él siempre había tenido entre
sus manos las riendas de su destino.
Tenía la impresión de ser como una
de esas fieras enjauladas, bien
alimentadas y cuidadas, que dan
vueltas en su habitáculo en busca de
una abertura por donde escapar.
Tras levantarse de la cama, se
puso el pantalón que estaba tirado
en la moqueta al tiempo que
dedicaba a Ramata, inconsciente, la
torva y fatigada mirada del toro que
acaba de aparearse con todas las
vacas del rebaño. Con gesto
mecánico, se rascó la mejilla, que
le picaba. La noche anterior,
delante del espejo del cuarto de
baño, se quitó la venda. La herida
estaba curada; la cicatriz que le
habían dejado los dientes formaba
un marcado círculo rosado.
Encendió un cigarrillo y, con paso
lánguido, fue a acodarse al borde
de la ventana que daba a la
ensenada Bernard. La brisa
nocturna le refrescó la cara y el
torso empapados de sudor. En la
noche sin luna, reflejadas en las
tranquilas aguas, la miríada de
estrellas que constelaban el
firmamento transformaban el mar en
un inmenso depósito de metal negro
irisado de plata. Al frente, en la
lejanía, las luces de la isla de
Gorea, sombría masa semejante a
una gigantesca ballena varada,
interrumpían la oscuridad.
Ngor Ndong oyó que Ramata
Kaba se levantaba y acudía a su
lado, pero no se volvió. Se pegó a
él y con la cabeza posada en su
espalda cruzó los brazos alrededor
de su cintura. El se puso rígido, con
todos los músculos contraídos,
como si le repeliera su contacto.
—¿Qué ocurre, amor mío? —
le preguntó ella al cabo de un
momento.
Aspiró una honda calada;
después, con un papirotazo, lanzó el
cigarrillo apenas consumido por la
ventana. Se zafó con un movimiento
brusco de espalda antes de volverse
de cara a ella.
—¡Quiero salir de aquí!
Le asustó la aspereza de su
voz. Permaneció confusa un
instante, sin saber qué pensar.
—Pero..., pero ¿por qué? —
balbució—. ¿Te..., te falta algo?
Dime...
—No me falta nada, no
necesito nada, aparte de salir de
aquí.
—Sabes bien que no podemos,
amor mío —contestó,
tranquilizadora—. No sería
prudente. Podrían vernos juntos y
decírselo a mi marido. No se sabe
nunca. Para él, yo me fui a Saraya...
—Tú te quedas y yo me voy.
—Pero ¿adónde? ¿Adónde
quieres ir y por qué?
No estaba acostumbrada a que
la contrariasen, así que la irritación
que comenzaba a invadirla se hizo
patente en su voz.
—Me asfixio aquí —espetó él
—. Quiero ir a respirar el aire al
Copacabana.
Sintió como si la hubieran
insultado. ¡Que se asfixiaba allí! De
modo que todos sus esfuerzos
habían sido en vano. ¡Se había
puesto a su entera disposición, se
había avenido a satisfacer todos sus
deseos y lo único que se le ocurría
decir era que se asfixiaba allí y que
quería ir a respirar el aire a no
sabía adónde! No estaba dispuesta
a dejarse ofender sin reaccionar.
—¿Así que te asfixias aquí?
—inquirió con causticidad,
frunciendo el entrecejo—. Y dime,
¿en la cárcel no te asfixiabas?
No supo si la flecha había
dado en el blanco o no, pues él
permaneció impasible. Enseguida
lamentó su malévola alusión, y así
iba a decírselo cuando él le
respondió por fin, mirándola a los
ojos.
—Sí, en la cárcel me asfixiaba
también. Pero allí comprendía por
qué. Había cometido una falta y por
eso me habían encerrado y no podía
salir.
Se arrojó a sus brazos y se
apretó contra él.
—Perdóname por haberte
recordado la cárcel, amor mío —se
disculpó, molesta consigo misma—.
Nunca más lo volveré a hacer.
¿Adónde quieres ir, dime?
—Al Copacabana.
—¿Al Copacabana? ¡No sabía
que hubiera un local con ese
nombre en Dakar! Debe de ser
nuevo. ¿Sabes?, he ido varias veces
a Brasil y conozco bien la
verdadera Copacabana. Un día te
llevaré. ¿En qué parte de Dakar está
el Copacabana?
—No está en Dakar, sino en
Diamniadio.
De improviso, decidió
acompañarlo. En Diamniadio no
conocía a nadie. El riesgo de que la
reconocieran era mínimo, sobre
todo en la penumbra de un bar. En
cualquier caso, estaba dispuesta a
correr todos los riesgos, pues no
estaba segura de que volviera si lo
dejaba irse solo, pese a todo lo que
le había ofrecido y a todos los
esfuerzos que hacía por retenerlo.
—Vamos juntos y volvemos
juntos —decretó.
Ramata Kaba se preparó como
si fuera a un baile de gala. Una vez
duchada, peinada y maquillada, se
puso un magnífico vestido de seda
blanca, que combinó con zapatos de
salón y bolso de piel de cocodrilo
negros, y el aderezo de joyas. En el
momento de salir, deslizó en la
mano de Ngor Ndong un grueso fajo
de billetes.
Después de recorrer cogidos
de la mano la cornisa Este hasta la
altura del hotel Terranga, subieron
por la escalera de madera que da a
la plaza de la Independencia. En el
aparcamiento del cine Paris
encontraron un taxi que tardó un
poco más de tres cuartos de hora en
llegar al cruce de Diamniadio.
La entrada del Copacabana
estaba abarrotada de vehículos, en
especial camiones. En la gran sala
la animación era aún mayor de
noche que durante el día.
Impresionada, Ramata Kaba estuvo
a punto de retroceder cuando puso
el pie en el umbral de aquel bar
repleto de gente, mal iluminado por
las lámparas de petróleo, donde
reinaba un ensordecedor bullicio y
un calor opresivo y donde el aire
era asfixiante, cargado de olor a
alcohol e irritante humo proveniente
de los cigarrillos y de los fogones
donde las prostitutas asaban carne y
pescado. Se aferró instintivamente
al brazo de Ngor Ndong, tratando
en vano de contener los nerviosos
temblores que se adueñaban de ella.
En todas las mesas, los clientes
hablaban y discutían de forma
acalorada, forzando la voz para
hacerse oír. En el centro, un corro
de gente daba excitados gritos y
palmadas en torno a un músico de
tama30 vestido con bombacho y
camiseta blancos y a una muchacha
muy alta que, con un conjunto de
pareo anudado muy por debajo de
las caderas, bailaba la danza del
perro, la más perversa de cuantas
se han puesto de moda en los
últimos treinta años. Era peor aún
que el ndaga, que según confesó el
ex presiente-poeta Senghor, lo hizo
morir de vergüenza cuando se
interpretó delante de sus invitados
de alcurnia, en el teatro nacional
Daniel Sorano. El clip de la
canción (ya que el perro es a la vez
canción y danza) estuvo a punto de
ser prohibido por el consejo de
marabúes,31 tal como había
ocurrido por ejemplo con la serie
televisiva Cuatro viejos en el
viento, acusada de ser contraria a
las costumbres del país y de
mofarse de los imanes, la religión y
las mezquitas. El perro se había
salvado por poco de la censura
gracias a la intervención del gran
imán. Picado por alguna misteriosa
mosca satánica, en el sermón de la
oración del final del Ramadán,
olvidándose del Dios
Todopoderoso, de su santo Corán,
de la suna del profeta Toumani (que
disfrute de paz y salud), había
recomendado con insistencia a los
desconcertados fieles que
meditasen profundamente sobre el
sentido de esa canción cuyo autor,
al ser tan joven, no tenía conciencia
de la hondura y sabiduría que la
impregnaban:

Una palabra es una palabra.


¡La palabra del prójimo no es
una palabra!
Un agujero es un agujero.
¡El agujero del prójimo no es
un agujero!

La muchacha tenía la voz


cascada y desafinaba a más no
poder, pero hacía rodar las
generosas caderas como un
ventilador, en tanto que su
acompañante golpeaba el tamtan
con desenfrenado ritmo, y cada vez
que decía «agujero», señalándose
el pubis con el índice, levantaba
una pierna y con el pareo abierto
hasta el nacimiento de los muslos,
doblaba la rodilla y daba bruscos
movimientos de caderas para imitar
al perro que levanta la pata, lo que
provocaba un delirio de histeria en
la sala. Los chillidos y los aplausos
llegaban a su paroxismo. Algunos
se desgañitaban gritando: «¡Rojo!
¡Rojo!», otros: «¡Azul! ¡Azul!», en
referencia al color de las bragas de
la chica, en tanto que otros
clamaban que no era verdad, que
ellos no habían visto nada, que
parecía que no llevaba nada debajo
del pareo. Con objeto de averiguar
quién tenía razón, cada bando
reclamaba: «¡Bis! ¡Bis!», para
poder observar mejor...
Golda Meir, a quien nunca se
le escapaba nada en su territorio,
reparó en la cadena que llevaba
colgada del cuello Ngor Ndong no
bien hubo entrado en el local.
Después de que se fuera dos
semanas atrás en compañía de los
dos gendarmes, no había tenido
ninguna noticia e ignoraba qué
había sido de él. No obstante, aún
le llamó más la atención la
guapísima mujer que lo
acompañaba. Jamás en la vida
había visto una pareja tan dispar.
¡Un asno con una yegua pura sangre!
La mujer, que era mayor que Ngor
Ndong, estaba perdida,
desorientada. Se veía en la manera
en que se agarraba de su brazo,
como un niño temeroso que busca el
amparo de su padre. Su altivo
porte, las joyas, el impecable
peinado y la inmaculada blancura
de su vestido indicaban que no
pertenecía a ese medio. No tenía
nada que ver con las prostitutas que
frecuentaban su establecimiento
para sobrevivir; debía de ser una de
esas mujeres que llevan una vida de
lujo, como las que emplean en los
grandes hoteles para amenizar las
noches de las grandes
personalidades en visita oficial y
de los turistas. De todas maneras,
concluyó Golda Meir, se
encontraba al otro lado de la
montaña, donde la vida era bella, el
dinero corría en abundancia y se
gastaba a menudo en futilidades, sin
tener el desagradable y frustrante
sentimiento de malgastarlo, y donde
las contingencias cotidianas
quedaban lejos de las duras
preocupaciones de la existencia de
la gente humilde.
Presintiendo que allí había un
buen filón, Golda Meir salió de
detrás de la barra para ir a su
encuentro.
—¡Ngor Ndong, hijo mío! —
exclamó con afectación, precedida
de su mejor sonrisa—. He estado
haciendo muchas cábalas a cuenta
tuya. Me tenías muy preocupada.
—¡Hola, mamá Golda! —
contestó Ngor Ndong con un tono
festivo que Ramata Kaba no le
conocía—. ¿Cómo marcha el
negocio? ¿A todo trapo?
—¡Como siempre, gracias a
Dios! ¿Has estado de viaje?
—Estaba por ahí, mamá
Golda.
—¿Sólo por ahí y desde hace
tantos días nadie te ha visto?
¿Debías de estar muy acaparado?
—Tienes razón, estaba muy
acaparado.
Golda Meir emitió una
carcajada gutural antes de volverse,
con la mano tendida, hacia la
acompañante de Ngor Ndong.
—¿Cómo estás, Guapa
Señora? —la saludó—. Y si digo
que eres tú la que acaparaba a mi
hijo Ngor, ¿diría la verdad?
Ramata Kaba se quedó
desconcertada ante tanta
familiaridad. Sin saber cómo
reaccionar, miró a Ngor Ndong,
buscando en sus ojos una indicación
de cómo debía actuar; al no
encontrarla, se decidió a estrechar
por fin, con un escalofrío, la
regordeta y húmeda mano de Golda
Meir.
—¿Te acompaña la paz,
Guapa Señora? —prosiguió.
—¡Solamente la paz! —
replicó Ramata Kaba.
—¿Sabes qué vamos a hacer,
Ngor, hijo mío? Os voy a llevar a
mi habitación. Allí se está más
tranquilo. Sólo la ocupan dos
parientes míos y una chica. Aquí
hay demasiado ruido.
Confiando la caja a Diodio,
los llevó afuera.
Golda Meir vivía al fondo del
recinto. Acompañó a la pareja en
medio de la oscuridad del patio. El
olor a amoniaco que desprendían
los urinarios al aire libre era tan
intenso que cualquiera hubiera
podido pensar que se encontraba en
Sonacos el día de la explosión de la
cisterna manipulada que causó
ciento cincuenta muertos. Del
interior de las barracas surgían
retazos de animadas
conversaciones, carcajadas,
estertores y exagerados suspiros de
hombres y mujeres en estado de
embriaguez. En el momento en que
pasaban cerca de la última barraca,
próxima a la de Golda Meir, la
noche se pobló de repente de
estridentes gritos.
—¡Huuy! Me voy a correr, me
voy a correr, me voy a correr.
¡Huuy, que me corro, me corro!
¡Aaay! Ya... me he... corrido, me...
he... corrido, me... he... corrido.
En cuanto comenzaron los
gritos, en todas las barracas se hizo
un silencio total. Todo el mundo
escuchaba como si hubieran
acordado una señal. Y cuando la
trémula voz anunció la culminación,
se produjo un unánime estallido de
risas.
Golda Meir explicó que el que
gritaba, un viejo jubilado de Thiès
que venía cada trimestre a pagar la
pensión a Binette, una joven laobe
de Bambey, estaba aquejado de la
maldición del gato, una aflicción
que se remontaba al Diluvio
Universal. El profeta Noé había
prohibido todo acto sexual en el
arca durante la travesía, a todas las
parejas de animales y a los cuarenta
y un hombres y cuarenta y una
mujeres que habían ido con él.
Entonces el perro sorprendió al
gato, su tradicional enemigo, y a la
gata en flagrante delito de
copulación y se fue a contarlo a
Noé. «¡Desgraciados! —les dijo el
profeta—. Hasta el fin de los
tiempos, cada vez que os acopléis,
todos cuantos os rodean se
enterarán.» En el mismo momento,
un hombre y una mujer que estaban
fornicando se vieron afectados,
ellos también, por la misma
maldición.
—¡Y así se cumple hasta hoy
en día! —sentenció Golda Meir—.
Por eso, en el periodo de celo, con
sus intempestivos maullidos, los
gatos anuncian a todo el mundo que
se están acoplando. Ese jubilado
que grita que se va a caer es un
descendiente directo del hombre
del arca, y existen también mujeres
como él, que descienden de su
compañera.
Ngor Ndong emitió una
estrepitosa carcajada y sintió que
Ramata Kaba le pellizcaba el
brazo.
La habitación de Golda Meir,
aislada al fondo del patio, era
mayor que las otras barracas y
estaba amueblada con dos camas de
madera, separadas por un viejo
aparador en el que había expuestos
en perfecto orden copas, tazas,
tazones y soperas esmaltadas o de
aluminio provistas de cubiertos. La
estancia estaba iluminada por una
lámpara de petróleo dispuesta en
una mesa baja de cuadros blancos y
negros, junto a una concha en la que
ardía un cono de incienso. En una
de las camas, una pareja se
besuqueaba sin prestar atención al
individuo que permanecía tumbado
en la otra, fumando, con la mirada
fija en el techo.
—¡Ah, hermano menor Ngor
Ndong, qué pequeño es el mundo!
—exclamó el hombre, que se puso
en pie al ver entrar a Golda Meir y
sus nuevos huéspedes—. ¿Cómo
estás, hermano?
—¡Tiguis, amigo, tú por aquí,
qué increíble! —respondió al
reconocerlo Ngor Ndong, con el
mismo entusiasmo—. ¡Menuda
sorpresa!
Se fundieron en un abrazo,
dándose afectuosas palmadas en la
espalda. Eran compañeros de
desdichas. Se habían conocido en el
Châteu de Rebeuss, donde habían
compartido celda junto con otros
veinte presos. Ngor Ndong había
conocido a Tiguis cuando le
faltaban dieciocho meses de los
siete años a que lo habían
condenado por haber abatido uno
de los pocos elefantes que vivían
aún en el parque nacional de
Niokolokoba.
Tiguis, un tipo altísimo de casi
dos metros, tan delgado que
llamaba la atención, era un hombre
multidimensional. Poseía tres
nombres, tres nacionalidades y tres
profesiones declaradas. Mamadou
Lamine Diop, chófer en Senegal;
Malamine Diop, comerciante en
Gambia; y Malang Traoré, pescador
en Guinea-Bissau. Poseía tarjeta de
identidad justificativa en cada uno
de los tres países. Aparte, se
dedicaba a actividades ilícitas
como el tráfico de armas y
mercancías y la caza furtiva.
Cuando por fin dejaron de
congratularse, Tiguis y Ngor Ndong
se miraron en silencio sujetándose
por los hombros y luego se echaron
a reír a la vez.
—¿Cuándo te soltaron,
hermano?
—Hace un poco más de dos
meses. Me beneficié del indulto
presidencial de la fiesta de la
Independencia. ¿Qué tal te va,
amigo Tiguis?
—Bastante bien, hermano,
bastante bien. Aunque si el buen
Dios abriera un poco más la mano,
tomaría con placer lo que me diera
—reconoció Tiguis, que se separó
de Ngor Ndong para volverse hacia
Ramata Kaba y estrecharle la mano
—. Perdona, hermana, aún no te he
saludado. ¿Te acompaña la paz?
—¡Solamente la paz! —
respondió ella, intimidada.
—De modo que Tiguis y Ngor
Ndong ya se conocían —constató
Golda Meir—. Sobran pues las
presentaciones. Así es mejor.
—Ah, sí, nos conocemos
desde hace mucho —corroboró
Tiguis—. ¡Ngor es un buen chico!
—Dices bien, Ngor Ndong es
muy buen chico —acordó Golda
Meir.
Tiguis se inclinó sobre la
cama donde la pareja seguía
besuqueándose y tiró de la pierna
del hombre. Este se incorporó y
dirigió una mirada sorprendida e
inquisitiva a Ngor Ndong y a
Ramata Kaba.
Tiguis los fue señalando con el
pulgar y, tras señalarse a sí mismo,
cruzó los dedos índices de ambas
manos.
—Es mi primo, Hobou Nguer
—explicó—. Es sordomudo y no
oye ni el ruido de los truenos. Me
ha preguntado quiénes sois y le he
dicho que erais amigos.
Hobou Nguer movió la cabeza
indicando que comprendía mientras
se expresaba con gemidos, como
hacen todos los sordomudos. Luego
se levantó con una gran sonrisa en
la cara y tras estrechar
calurosamente la mano de Ngor y
de Ramata, volvió a instalarse en la
cama. Su compañera se levantó y se
sentó a su lado.
—Hola, Ngor, ¿qué tal? —
dijo.
—Más o menos, Lat Déguène
—repuso éste—. ¿Y tú?
—Esta noche no va mal. Y tú,
mujer, ¿lo pasas bien? —preguntó a
Ramata Kaba, que no respondió—.
Chico —agregó, dirigiéndose a
Ngor Ndong—, tenemos que vernos
esta noche. Te he reservado una
cosa muy agradable.
—¿Tan agradable es?
—¡Ya lo sabes bien, porque lo
has probado! ¿Verdad, mamá
Golda?
Golda Meir soltó una gran
carcajada y tomó a Tiguis por
testigo.
—¡Diles a esos dos que no me
den el papel de juez! Cuando
estaban encerrados en la habitación,
yo no estaba presente.
—Tienes razón, Golda —
abundó Tiguis, contagiado por su
risa—. Puesto que no estabas
presente, no te debes pronunciar.
—¿Qué hacemos ahora? —
preguntó de pronto Ngor Ndong a
los presentes—. ¿Habéis pedido
ya?
—Yo estoy ya muy bien
entonado —contestó Tiguis—. Me
he tomado un litro y medio de vino
y tres cervezas desde el comienzo
de la noche. ¿Sabes? Hobou Nguer
y yo estamos aquí desde anteayer.
—¿Desde anteayer? Si lo
hubiera sabido, habría venido
antes...
—No hay que hablar a lo
tonto, hermano —se burló Tiguis—.
Habrías sido un idiota si hubieras
dejado un solo instante a la que te
acompaña. Pero sentémonos.
—Pero ¡Tiguis, tú estás mal!
—exclamó con aire festivo Ngor
Ndong, tomando asiento en la cama
libre al mismo tiempo que el
traficante-cazador furtivo—. Estés
entonado o no, vamos a celebrar
nuestro reencuentro.
Del bolsillo trasero del
pantalón sacó el fajo que le había
dado Ramata Kaba al salir de la
mansión de la cornisa Este y,
seleccionando unos seis billetes, lo
tendió a Golda Meir.
—¿A cuánto sube, mamá
Golda?
La mujer se inclinó sobre la
mesa de cuadros y, tras colocar los
billetes delante de la luz de la
lámpara de petróleo, los contó uno
por uno.
—¡Cincuenta mil francos! ¡En
billetes nuevecitos y crujientes! —
anunció con fingido tono de
sorpresa.
—Bueno, con eso pagas todo
lo que Hobou Nguer y Tiguis han
tomado desde que están aquí y
después nos traes bebida a
discreción. Si lo que te he dado no
alcanza, me pides más.
—¡Será suficiente, Ngor, y aún
va a sobrar! —dictaminó Golda
Meir—. Guapa Señora, siéntate,
siéntate en la cama.
—Sí, es verdad, ven a sentarte
—la invitó Tiguis, que se apartó un
poco para dejarle sitio.
Todavía dubitativa, Ramata
Kaba acabó por instalarse entre él y
Ngor Ndong.
Golda Meir se retiró
prometiendo volver enseguida.
Tiguis y Ngor Ndong so
enzarzaron en una alocada
discusión trufada de anécdotas y
risas en la que rememoraron su
estancia en la cárcel. En la cama de
enfrente, Hobou Nguer y Lat
Déguène reanudaron sus retozos.
Ramata Kaba, absorta en una
profunda meditación, guardaba
silencio.
Golda Meir regresó instantes
después, seguida de su hija Diodio
cargada con una palangana de
plástico llena de botellas.
—¡Ayúdame, madre, que pesa
demasiado!
Golda Meir cogió una de las
asas y juntas depositaron la
palangana en el suelo.
—Hay de todo —anunció la
madre, trasladando las botellas a la
mesa de cuadros—. Cerveza, vino,
whisky, ginebra y Riqlès. Por
desgracia, con este calor, el hielo
se ha fundido.
—No hay problema —aseguró
Ngor Ndong.
—A mí el hielo me provoca
catarro —comentó Tiguis.
—Entonces, todo está perfecto
—se felicitó Golda Meir—. ¿Y no
tenéis hambre? Hay alas de pavo,
muslos de pollo, pinchos de hígado
y carne, asados o fritos, y también
hay arenques. ¿Qué vais a tomar?
Todos, salvo Ramata Kaba,
optaron por los pinchos.
—Diodio os lo trae enseguida
—prometió Golda Meir antes de
salir de la habitación en pos de su
hija.
Tiguis y Ngor Ndong se
pusieron a beber directamente cada
uno de una botella de vino. Hobou
Nguer y Lat Déguène se dedicaron a
beber ginebra seca en unos vasos
que sacaron del aparador. La
conversación prosiguió hasta la
llegada de Diodio, que dejó la
bandeja con los pinchos en la mesa,
junto a las botellas, y se marchó.
Ramata Kaba no quiso tomar
nada. Pese a la insistencia de
Tiguis, aseguró que no tenía hambre
ni sed. En realidad, se sentía
humillada. Desde su llegada, Ngor
Ndong no se había preocupado de
ella, ni la había mirado ni le había
dirigido la palabra una sola vez. ¡Y
para colmo, aquel adefesio de
mujer de piel destrozada por la
despigmentación artificial que tenía
sentada delante de ella no paraba
de desafiarla con la mirada en lugar
de ocuparse del sordomudo! La muy
descarada no había tenido
suficiente con dirigirse a ella de
manera tan insolente, encima tenía
la desvergüenza de hacerle
proposiciones indecentes a su
hombre. La habían asaltado unas
ganas enormes de darle un par de
bofetadas, para poner en su sitio a
esa viciosa que en nada podía
rivalizar con ella. Pese a que hasta
le escocían las manos, en el último
momento había optado por
reprimirse, porque esas mujeres de
mala vida eran unas verdaderas
salvajes, que a veces llevaban
escondida una cuchilla de afeitar en
un pliegue del pareo o en el
sujetador y la usaban con destreza,
dejándolo a uno desfigurado por
cualquier menudencia. Además,
estaba de incógnito y no le convenía
provocar un escándalo allí. ¡Por
otro lado, no merecía la pena
molestarse con esa mala pécora! No
era de su clase y nunca le llegaría
ni a la suela del zapato. Aunque en
el fondo, ella, Ramata Kaba,
¿lograría conseguir a Ngor Ndong?
No estaba del todo segura. Los
separaban demasiadas cosas, por
no decir todo. Se había acabado de
convencer de ello desde que había
llegado al Copacabana. Pese a sus
esfuerzos, no podía comprender y
dudaba que llegara a comprender
algún día. ¡Qué idea más
estrafalaria había tenido él de
abandonar la intimidad en la que se
hallaban los dos para ir allí,
simplemente para emborracharse!
¿Por qué la había dejado de lado
por una conversación inconexa e
insípida, en la que sólo se hablaba
del mundo de la cárcel? ¡Y pensar
que ella se había preguntado al
principio si era mudo! ¡Era un
verdadero sacamuelas! ¡Y la risa
burlona con que había salido
cuando Golda Meir había explicado
esa historia del arca! Seguro que lo
había hecho para mofarse de ella,
porque personalmente no le había
encontrado la menor gracia. Y sin
embargo, pensó con aflicción,
durante aquellas dos semanas que
habían pasado juntos, no había
reído ni una sola vez, había abierto
la boca en raras ocasiones y sólo
cuando ella lo interrogaba, para
responder de la manera más breve
posible. Allí parloteaba sin cesar y
estallaba en carcajadas
constantemente. ¿Por qué no
hablaba con ella? ¿Por qué no reía
con ella? ¿Por qué no había querido
quedarse con ella en la lujosa casa
que le había regalado, donde el
vino era mejor, al igual que el
marco, que no era ni remotamente
comparable con aquella chabola
que apestaba a miseria a pesar del
olor a incienso?
Se juró que conseguiría
domarlo. Era un joven semental
salvaje, que aún no se había
habituado al bocado y la silla. No
sería fácil, desde luego, pero lo iba
a conseguir. Se sometería a todas
sus órdenes, sin una queja,
satisfaría todos sus deseos y
caprichos, hasta que acabara por
acostumbrarse a ella. Mientras
tanto, tendría que volver a casa al
día siguiente. Sólo de pensarlo,
sintió que se le encogía el corazón.
La idea de separarse de Ngor
Ndong le resultaba dolorosa,
insoportable. Iría a tomar el tren en
la estación de Thiaroye, para
reunirse con su marido que la
esperaría en la estación de Dakar.
Después, encontraría la ocasión de
ir a ver a Ngor Ndong todos los
días. ¿Y si lo llevaba a la casa y le
decía a Matar que lo había
contratado para el servicio
doméstico? Así todo estaría
arreglado y lo tendría siempre a su
alcance. No sería prudente, de
todas formas, porque no podría
dominarse y acabaría por delatarse.
Pese a que su marido era algo
distraído, podría abrir los ojos y
advertir sus relaciones. Además, no
soportaría verlo efectuar el trabajo
de los criados. Ya idearía la
solución más adecuada, aunque no
en ese antro donde se sentía tan a
disgusto. Podría reflexionar mejor
cuando volvieran a la casa de la
cornisa Este.
Acercó la cara a la de Ngor
Ndong y le apretó el brazo.
—¡Volvamos! —le susurró al
oído.
—¿Ya? —contestó éste,
extrañado, sin mirarla—. Si acabo
de llegar casi...
—Me siento incómoda aquí.
—Eso es al principio. Bebe,
come y participa en la
conversación. ¡Espera!
Ngor Ndong se levantó y llenó
hasta el borde un vaso de ginebra,
que tendió a Ramata Kaba.
—Toma y bébelo con los ojos
cerrados, que después te daré otro.
¡Luego comes unos cuantos pinchos
y verás como se te pasa el malestar!
Ella titubeó.
Él insistió.
Acabó por tomar la copa y,
efectivamente, cuando hubo dado
cuenta de la segunda y el alcohol se
desparramó en su cabeza con la
contundencia de una ola, se sintió
relajada. Él le pasó un pincho, que
encontró delicioso, de manera que
comió varios.
A la segunda botella, Hobou
Nguer y Lat Déguène habían
abandonado los vasos en la mesa y
habían parado de comer. Entonces
la chica se había desanudado el
pareo y su compañero se había
bajado el pantalón hasta los
tobillos...
—¡Eh! ¿Qué haces, Hobou
Nguer? —exclamó Tiguis, como si
el sordomudo pudiera oírlo—. ¡No
tiene ningún pudor! ¡Es un
verdadero fresco!
A Ramata Kaba comenzó a
hervirle la sangre ante el impúdico
juego que se desarrollaba ante sus
ojos, en la cama de enfrente. Todo
su cuerpo se estremecía, como el
agua de una olla a punto de hervir.
De improviso se quitó los zapatos,
se puso en pie levantándose el
vestido y se desprendió de las
bragas, que tiró al suelo. Entonces
se acostó en la cama, cogió a Ngor
Ndong del brazo y lo atrajo hacia
sí.
Tiguis comprendió que estaba
de más allí.
—Tengo la vejiga llena, voy
afuera —anunció.
Al salir de la habitación, cerró
la puerta.
Las dos parejas estaban tan
enfebrecidas que no oyeron, y
Hobou Nguer aún menos, los gritos,
los ladridos y las carreras que
resonaban en el patio del
Copacabana.
La puerta se abrió con
violencia y los gendarmes
irrumpieron en el interior de la
cabaña.
De pie en el umbral de la
entrada del cuartel, con los brazos
cruzados en la espalda y semblante
inexpresivo, el ayudante jefe Ibnou
Faye esperaba después de haber
llamado por teléfono.
Las calles comenzaban a
animarse. En la avenida Maurice
Guèye, donde ya se habían apagado
las farolas, circulaban algunos
coches con los faros encendidos en
medio de la indecisa luz del
amanecer.
Seguro que el ministro no
sospechaba la clase de mujer que
tenía, pensaba Ibnou Faye. ¡La
habían detenido en estado de
embriaguez avanzada, en una
guarida de borrachos y prostitutas,
y para colmo, con un delincuente de
la talla de Ngor Ndong encima de
ella, en una posición inequívoca!
Aquello superaba su capacidad de
entendimiento. Sin acabar de
admitir aquella verdad, todavía se
preguntaba cómo y por qué
encadenamiento de hechos había
podido producirse aquello.
Una vez concluida la plegaria
matinal, pasaba las cuentas del
rosario sentado encima de la
alfombra, cuando uno de los agentes
de guardia de noche había llegado
para avisarlo.
—Charlie Bravo, hay una
mujer muy guapa entre las
prostitutas detenidas en la redada
en Diamniadio, que monta un
escándalo increíble. Anoche,
cuando la trajeron, borracha como
una cuba, ni siquiera sabía qué le
había pasado ni dónde estaba y
enseguida se durmió. Pero desde
que se ha despertado, hace diez
minutos, y tiene la cabeza un poco
más clara, no para de insultarnos y
amenazarnos.
—Aisladla en el sótano y
encended el grupo electrógeno
durante media hora. Cuando se haya
calmado, se dará cuenta de que
nosotros podemos hacer más ruido
que ella. En cuanto a las amenazas y
los insultos, y más viniendo de una
mujer, no hay que hacer caso. Ya
estamos acostumbrados. ¿Está
fichada?
—No, Charlie Bravo. Lo que
pasa es que esa mujer tan guapa no
parece para nada una ramera.
Además, ha dicho que lo conocía a
usted y reclama que vaya.
—¿Qué me conoce? ¿Y cómo
se llama?
—No sé. Seguro que es una
mitómana. Afirma ser la esposa del
ministro de Justicia.
—¿Cómo es?
Levantando el pulgar, el
gendarme había expresado su
positiva apreciación.
—De unos treinta y cinco
años, cuarenta como mucho. Bien
plantada, muy bien plantada,
Charlie Bravo. En toda mi vida no
había visto una mujer tan guapa. ¡Es
tan guapa que parece que no la haya
traído al mundo un ser humano sino
un genio!
—¡Ya entiendo! No es
mitómana, si se trata de la mujer
que creo que es. ¿No la has
reconocido? ¿Te acuerdas que, hace
dos semanas, batimos todo el sector
para encontrar a ese gamberro de
Ngor Ndong?
—Yo tenía unos días libres,
pero me lo contaron cuando volví.
—Pues bien, es esta mujer la
que provocó todo ese barullo.
Buscaba a Ngor Ndong para darle
las gracias, según decía, por
haberle salvado de una agresión la
noche anterior. Es, en efecto, la
esposa del ministro. ¿Y dónde dices
que la detuvieron?
—En el Copacabana. ¿Y
quiere saber en qué condiciones,
Charlie Bravo?
—¿En qué condiciones?
—La encontramos en una
barraca, completamente borracha,
en compañía de un sordomudo con
una mujer, concentrados en plena
actividad en las camas, y con el
mismo Ngor Ndong que acaba de
mencionar acostado encima de ella,
dándole un buen meneo.
—¡Dios santo, no es posible!
—Sí, es verdad, Charlie
Bravo, exactamente tal como le
digo.
Después de sustituir la túnica
por el uniforme, Ibnou Faye se
había dirigido con premura al
recinto del cuartel siguiendo los
pasos de su compañero. Había
encontrado a Ramata Kaba gritando
como una posesa, mientras trataba
de sacudir los barrotes de la puerta
de la celda donde estaba encerrada
junto con unas veinte prostitutas.
—Sacadme de aquí, salvajes,
brutos, os van a expulsar del
cuerpo, a todos los del cuartel. Os
digo que soy la esposa del ministro
de Justicia. ¡Ya veréis, os vais a
quedar sin empleo, os lo digo, si no
me sacáis de aquí! Mire, señor
gendarme Faye... —increpó con
viveza al ver al ayudante jefe Ibnou
Faye.
—¡Cállese!
Ramata Kaba había parado en
seco, sorprendida por el tajante
tono del jefe de brigada. Soltando
los barrotes, había querido
retroceder hasta el fondo de la
celda, pero las prostitutas la habían
empujado sin miramientos hacia
delante. Entonces se había llevado
las manos al cuello y se había
quedado inmóvil, asustada.
Ibnou Faye había dirigido una
señal a uno de sus hombres, que
sostenía un manojo de llaves.
—¡Abra! —Una vez abierta la
celda, señaló con el índice a
Ramata Kaba—. Usted, salga.
Las prostitutas se habían
puesto a protestar.
—¿Y por qué ella y nosotras
no? ¡Eso es discriminación! ¡Por
más esposa de ministro que sea, la
detuvieron en la misma redada que
a nosotras!
Sin prestarles atención, Ibnou
Faye había conducido a Ramata
Kaba a su despacho, donde le había
ofrecido la misma silla que había
ocupado durante su anterior visita.
—¿Qué significa toda esta
historia, señora? —inquirió
mientras tomaba asiento en su
sillón.
—¡No es asunto de su
incumbencia!
—Sí, lo es, y también lo es de
su marido. Me veo en la obligación
de avisarlo. Deme su número de
teléfono.
—Ni lo sueñe...
—¡Ah no, señora! Preste
mucha atención y escúcheme. Me va
a dar ahora mismo ese número. Si
no, la devuelvo a la celda. No
olvide que la han detenido en un
burdel, sin tarjeta sanitaria, como a
una vulgar prostituta, lo cual es un
delito. Le voy a explicar el
reglamento. Vamos a tomarle las
huellas digitales de los diez dedos,
huellas que se enviarán a Dakar
para la identificación judicial y
esperaremos dos o tres días, o
incluso más, antes de que llegue la
respuesta. Después se hará un
atestado, se la fichará y a
continuación se la transferirá a las
autoridades judiciales. Aparecerá
en todas las portadas y en todas las
emisiones de radio, y su marido, no
lo dude, se va a enterar. No es eso
lo que le conviene, ¿verdad?
Se había levantado de la silla
y, rodeando la mesa, se había
acercado a él. A pesar de los ojos
enrojecidos, los rasgos hinchados,
marchitos a causa del cansancio, la
falta de sueño y el abuso de
alcohol, Ibnou Faye pensó que de
todas formas seguía siendo una
mujer espléndida y muy atractiva.
Inclinándose, había aproximado la
cara a la suya al tiempo que le
posaba con familiaridad el brazo en
el hombro.
—Deje que me vaya, Faye, y
no lo lamentará. Sabré
recompensarle —había prometido
con voz melosa.
Insensible a su maniobra de
seducción, la había cogido con
firmeza por la muñeca y, tras
desprenderse de su brazo al
levantarse, la había conducido sin
brutalidad hasta su silla antes de
soltarla.
—¿El número, señora? —
había insistido, inclinado hacia
ella, con las manos apoyadas en la
mesa.
De repente se había puesto a
sollozar y había hundido la cara
entre las manos, abatida y
desarmada.
—¿El número, señora? —
había repetido él, inflexible.
—836 11 66... Es... el... de su
móvil.
El ayudante jefe Ibnou Faye
había llamado entonces al ministro.
Después había dejado a Ramata
Kaba sola en su oficina y aguardaba
de pie en la puerta. Consideraba
que le había tocado hacer el papel
de macarra, cosa que le disgustaba
sobremanera. Tendría que hablar
con franqueza al ministro, por más
embarazoso que fuera, para que
vigilara mejor a su esposa. Se
arrogaba ese derecho porque el
propio ministro en persona lo había
implicado en aquel turbio embrollo
enviándolo a buscar a Ngor Ndong
para ponerlo en contacto con su
mujer. Puesto que había estado
implicado en aquel asunto desde el
principio, pensaba concluir, como
de costumbre, el trabajo que había
empezado.
El hilo de los pensamientos de
Ibnou Faye se interrumpió cuando
vio el Montero de matrícula oficial
que, procedente de la carretera de
Dakar, rodeaba la rotonda para
venir a pararse cerca del mástil en
el que flotaba la bandera de color
verde, rojo y oro con la estrella
verde. Debía de ser el ministro,
dedujo tras consultar el reloj.
Habían transcurrido casi cuarenta y
cinco minutos desde que lo había
llamado. Pensó que se había
equivocado de persona cuando vio
bajar del coche a un individuo
vestido con una vieja túnica índigo,
con el cabello gris en desorden y
unas sandalias de plástico en los
pies. Aunque no, era él, sin margen
de duda. Lo reconocía porque lo
había visto a menudo en la
televisión, y la última vez fue el día
anterior, precisamente.
Matar Samb subió con paso
lento los cinco escalones hasta
llegar al umbral.
Ibnou Faye se cuadró ante él.
—¡Ayudante jefe Ibnou Faye a
su servicio, señor ministro!
—¡Descanse, ayudante! —
contestó Matar Samb, que le tendió
la mano.
Después de saludarse, Ibnou
Faye pidió al ministro que lo
siguiera. Tras recorrer el pasillo,
atravesaron la sala de permanencia,
ocupada por los agentes que habían
efectuado la redada, y llegaron a la
oficina. En cuanto hubo franqueado
la puerta detrás del gendarme,
Matar Samb se quedó pasmado al
ver a Ramata Kaba, sentada en la
silla, de espaldas. Al volverse,
Ibnou Faye observó impresionado
el rostro crispado del ministro. Sus
ojos desorbitados, los brazos
colgantes y la boca abierta
expresaban a la vez un asombro y
un sobrecogimiento absolutos.
Al cabo de un momento largo,
presidido por un tenso silencio que
permitía distinguir hasta el ruido de
las aspas del ventilador, Ibnou Faye
se decidió a intervenir.
—Tengo que hablar con usted
de hombre a hombre, si me lo
permite, señor ministro.
Matar Samb se repuso y,
despegando la vista de Ramata
Kaba, posó en el gendarme una
mirada que había recuperado la
normalidad.
—Adelante, ayudante —lo
animó con voz calmada.
—Verá, señor ministro —
comenzó Ibnou Faye, hablando con
rapidez—, la señora, su esposa, nos
pone en una situación que nos
impide hacer correctamente nuestro
trabajo. ¿Comprende usted? Según
las normas, en vista del lugar y las
condiciones en las que la
detuvimos, deberíamos transferirla
a las autoridades judiciales. No
podemos hacerlo porque usted es su
marido y ella, por consiguiente,
esposa de un miembro del
Gobierno. Por ello, me permito
aconsejarle que la vigile bien. El
Copacabana, donde se encontraba
en estado de embriaguez, es un bar
de Diamniadio que en ningún caso
debería frecuentar, y la compañía
de un individuo tan indeseable
como Ngor Ndong es inadmisible
para una dama de su categoría. A
las mujeres hay que atarlas en
corto. Vigile a la suya, señor
ministro. Lamento tener que decirle
esto y le ruego que me disculpe, una
vez más.
—Tiene usted toda la razón,
ayudante —concedió Matar Samb
con la misma calma en la voz—. La
voy a vigilar. Le doy las gracias
por todo.
—No hay por qué darlas,
señor ministro. ¡Y créame, lo
lamento muchísimo!
—No tiene por qué, ayudante.
Ha actuado como debía y le estoy
muy agradecido.
—A su servicio, señor
ministro.
Matar Samb se acercó a
Ramata Kaba y le posó suavemente
la mano en el hombro.
—Levántate. Volvemos a casa
—declaró con la misma
tranquilidad.
Ramata Kaba se puso en pie y,
sin dedicar una mirada ni a su
marido ni a Ibnou Faye, se
encaminó a la salida. El ministro se
despidió del gendarme y fue tras
ella.
Afuera, en el momento en que
subía al asiento del coche, advirtió,
en el colmo de la confusión, que iba
descalza.
—¡Ahora te has metido en un
buen lío, esta vez va en serio! —
anunció Ibnou Faye—. ¿Conoces
bien a la mujer que arrastraste hasta
el Copacabana? Su marido, si es
que no te mata, te va a meter en
chirona para rato. Te está buscando,
de hecho...
Sentado frente a Ibnou Faye,
en su oficina, Ngor Ndong se
mantenía cabizbajo, rascándose con
gesto maquinal la cicatriz de la
mejilla.
—Yo no arrastré a nadie hasta
el Copacabana, por Dios —protestó
en voz baja—. Se lo juro, jefe Faye.
Después de soltar a la esposa
del ministro, por un prurito de
equidad, el ayudante jefe había
concedido el mismo favor a cuantos
habían sido detenidos en
Diamniadio, en total una
cincuentena de hombres y mujeres.
Había retenido a Ngor Ndong por
simple curiosidad. En ningún
momento había dado crédito a la
versión de la mujer del ministro y
quería saber qué era lo que de
verdad había ocurrido entre ella y
Ngor Ndong. No obstante, sabía que
si lo interrogaba directamente sobre
la cuestión, se resistiría a
responder. Con tal objeto, sacó del
cajón un buen fajo de billetes y los
colocó delante de Ngor Ndong.
—Te encontraron mucho
dinero encima. ¡Doscientos
cincuenta mil francos es una suma
importante!
—¿Cómo, no tengo derecho a
llevar dinero? —replicó con
indignación Ngor Ndong, todavía
con la cabeza gacha.
—Sí, como todo el mundo.
Pero debes ganarlo de manera
lícita, no robando. Tú tienes un
historial. Hace justo un mes y
medio que has salido de la cárcel y
ya te paseas con doscientos
cincuenta mil francos en el bolsillo
cuando ni siquiera trabajas. ¿De
dónde los has sacado?
—Fue la mujer la que me los
dio, igual que la cadena que llevo
colgada, lo juro por Dios, jefe
Faye. Puedes preguntarle.
Ibnou Faye emitió una tenue
carcajada de decepción.
—Te creo —afirmó con tono
menos profesional—. Puedes coger
el dinero. Acepto tu palabra.
Ngor Ndong cogió los billetes
de la mesa y los guardó en el
bolsillo de los vaqueros.
—¿Puedo irme, jefe Faye? —
preguntó, sin levantar la cabeza.
—Sí, Ngor, puedes irte, pero
antes querría que me dijeras..., sin
engañarme... Dime la verdad,
Ngor...
—¿Qué, jefe Faye? ¿Qué
verdad?
—Quiero que me expliques
cómo hiciste para..., para ligarte a
esa mujer. Explícame exactamente
cómo lo hiciste.
Por primera vez, Ngor Ndong
levantó la cabeza y miró al
gendarme con una maliciosa sonrisa
en los labios.
—Ella lo contó, ¿no? La salvé
de una agresión de la que salí con
esto —afirmó, señalándose la
cicatriz de la mejilla.
—No, Ngor, esa versión no es
la buena, quiero la verdad. Dime
cómo empezó vuestra relación.
¿Quién dio el primer paso, ella o
tú?
—En nombre de Dios, jefe
Faye, le aseguro que sucedió como
ella dijo. Yo la salvé de una
agresión y ella quiso darme las
gracias —sostuvo Ngor Ndong, que
se levantó de la silla—. Puedo
irme, ¿jefe Faye?
—Sí, Ngor, puedes irte —
concedió Ibnou Faye, convencido
de que no le iba a sacar nada más.
Para entonces miraba a Ngor
Ndong con cierta consideración. Lo
había dejado de ver como a un
pequeño delincuente, y con un
extraño asomo de envidia y celos se
lo imaginaba en los brazos de la
espléndida esposa del ministro.
Poniéndose de pie a su vez, le
estrechó la mano por encima de la
mesa.
—Buena suerte, Ngor. Eres un
buen chico y no eres tonto. Si
quieres, volverás a ir por el buen
camino.
—Gracias, jefe Faye.
A la salida del cuartel, Ngor
Ndong se topó con la pequeña
aglomeración formada por los
recién liberados clientes del
Copacabana, que en diferentes
corros, se contaban en voz alta sus
desventuras y las aderezaban con
grandes carcajadas. Entonces vio a
Tiguis que le hacía señas, en
compañía de Hobou Nguer, Lat
Déguène y otra chica y, apretando
el paso, se fue hacia ellos.
Matar Samb y Ramata Kaba no
se dirigieron la palabra ni una sola
vez en todo el trayecto desde el
cuartel de Rufisque a la mansión de
Ranrhar, donde no quedaba ni un
solo miembro del personal
doméstico, con excepción del
agente del Servicio de Seguridad de
Senegal, que montaba guardia en la
puerta.
No bien llegaron al
dormitorio, él la interrogó con
actitud sosegada, con la misma
calma que parecía dominarlo desde
que se había rehecho de la violenta
conmoción causada por la visión de
su esposa sentada en la oficina del
ayudante jefe Ibnou Faye.
—¿Y bien?
Con los brazos cruzados sobre
el pecho, ella miraba por la ventana
abierta el encrespado mar que
rompía contra las rocas y que
provocaba inmensos surtidores de
espuma.
—¿Y bien qué?
—Exijo una explicación, por
lo menos. ¿Dónde has estado estas
dos semanas y qué hacías en el
Copacabana con Ngor Ndong?
Ella se negó a responder.
Él reiteró las preguntas, sin
alterar el tono.
Ella persistió en su mutismo.
Interpretando su silencio como
un desprecio, una rabia tremenda lo
sumergió de improviso con el
ímpetu de un torrente. Entonces la
agarró del brazo, la obligó a
volverse con brusquedad y le
propinó una sonora bofetada. Por
primera vez en un cuarto de siglo de
matrimonio, le había puesto la mano
encima. Por otra parte, consideraba
que lo merecía, que merecía eso y
mucho más. Sus dedos dejaron una
evidente marca de la violencia del
golpe.
Ella permaneció impasible, sin
esbozar el menor gesto para
esquivarlo ni para defenderse,
mientras, con el brazo levantado, él
se disponía a descargar otro revés.
—Adelante, Matar, pégame,
mátame incluso si quieres. Lo
merezco —declaró con tono
afligido—. Tú siempre has sido
bueno conmigo en todos los
sentidos. Me he comportado muy
mal contigo, y por eso te pido el
divorcio.
Él bajó el brazo y la miró con
el entrecejo fruncido, pensando que
no era Ramata, sino otra mujer la
que tenía delante. Una mujer con
una cara y una voz diferentes, una
mujer que no había visto nunca.
—¡Lo de pedir el divorcio es
otra cuestión! —espetó él—.
Mientras tanto, explícame, porque
no lo entiendo. Que no fuiste a
Saraya está muy claro. ¿Dónde
estuviste entonces estas dos
semanas? ¿Qué hacías en el
Copacabana en compañía de Ngor
Ndong?
—Te voy a hacer aún más
daño, Matar, y no quiero.
Concédeme el divorcio, te lo
suplico, que toda la culpa recaiga
en mí, por supuesto. Es mejor para
ti y para mí. ¡Devuélveme la
palabra dada, por favor, Matar!
Trató de enlazarle el cuello
con las manos, pero él la rechazó
con aspereza.
—¡No será antes de que me
expliques lo que te pido! —gritó
fuera de control—. Espero tus
explicaciones, ¿me oyes? Mi
paciencia tiene un límite y ya lo has
sobrepasado. Habla.
—¿Te empeñas en que te lo
explique? De acuerdo —aceptó con
un encogimiento de hombros—. Te
lo explicaré y así lo sabrás todo. Te
advierto, sin embargo, que lo que
voy a decir no te gustará.
Escúchame bien, porque, por una
vez, voy a ser sincera contigo.
Cuando nos conocimos, las cosas
fueron demasiado deprisa. No tuve
tiempo de reflexionar para saber si
te quería hasta el punto de atar para
siempre mi existencia a la tuya.
Pronto me di cuenta de que no te
amaba. Nunca te he amado, Matar,
nunca. Es así, no puedo evitarlo. Lo
he intentado, pero ha sido en vano.
Siempre quise decírtelo, pero no
podía, de tan deslumbrada que
estaba con tus artificios, tu fortuna,
tu categoría, tu posición y los
regalos con que siempre me
cubrías. Aparte, hay que reconocer
que eres un hombre estupendo, una
buena persona de gran corazón, y
por eso me repugnaba hacerte daño.
Sin Ngor Ndong nunca habría
reunido la fuerza para confesarte la
verdad. Tú me lo has dado todo,
Matar, todo lo que podías: respeto,
consideración, comodidades,
seguridad, tu amor, que sé que no
tiene doblez. Desde que estamos
juntos no he tenido motivos de
queja de ti, siempre has sido bueno
conmigo, pero, por desgracia, no
me basta con eso. Quizá tú sí eras
feliz conmigo, Matar. Yo, yo mentía
si te decía que lo era contigo,
porque es imposible que una mujer
conozca la dicha con un hombre al
que no ama. Y, sobre todo, me
faltaba algo, lo único que no has
podido darme y que era la causa de
que estuviera insatisfecha contigo.
No es culpa tuya, lo sé; no puedes,
porque si no, me lo habrías dado.
Resulta que contigo soy frígida, no
me puedes colmar. Como todos los
hombres que conocí antes de ti y
como todos los que he conocido,
pese a todo, a lo largo de nuestro
matrimonio, porque te he engañado
varias veces. Sólo uno ha llegado a
satisfacerme: Ngor Ndong, le mentí
con respecto a él, de cabo a rabo.
Siempre te he mentido, siempre te
he engañado. Ni siquiera sé por qué
actuaba así. Soy una auténtica
cerda, siempre lo he sido y tú nunca
te diste cuenta. Tú eres bueno.
Incluso en la cama, te mentía
haciéndote creer que me colmabas
cuando no era así. Nadie ha sabido
colmarme nunca, excepto Ngor
Ndong. El nunca acudió a
socorrerme tal como te conté. En
realidad me traía en un taxi que
había robado, de la Maternidad a
casa, la noche en que Dieynaba
había dado a luz. Por el camino me
llevó a un lugar apartado de la
carretera y me violó. Aquello fue
para mí como una luz cegadora en
la oscuridad. No puedes, es
imposible que me comprendas
nunca. No puedo describirte lo que
siento cuando estoy con él. Es algo
tan profundo que hasta pierdo la
conciencia. Es como si muriera
para renacer, una experiencia que
no había conocido nunca. Tienes
razón, no estaba en Saraya. He
estado en Dakar con Ngor Ndong,
durante dos semanas, y no me he
saciado de él. No lo puedes
comprender, Matar. ¡Me he
convertido en su esclava!
—¡Te has vuelto loca! —
vociferó Matar Samb.
Dio dos pasos hacia Ramata y
se detuvo de improviso, aquejado
por un fulminante dolor en el pecho.
Era como si una mano de acero se
le hubiera metido adentro para
atenazarle el corazón y tirase de él
con intención de arrancárselo. Se
ahogaba, le faltaba el aire. Con las
manos pegadas al cuello, los ojos
desorbitados, la boca abierta y la
respiración impedida, lanzó un grito
ahogado mientras se desplomaba en
la moqueta. Luego se agitó un
instante de forma espasmódica
antes de inmovilizarse.
Cuando recobró el
conocimiento, no tenía noción del
tiempo que había durado el
desmayo.
Se levantó poco a poco, con
sordos gemidos. Primero logró
ponerse de rodillas, agarrándose a
la cabecera de latón dorado de la
cama a fin de recuperar aliento y
fuerzas para proseguir. Permaneció
largo tiempo sin poder sostenerse
en pie, con las piernas temblorosas
y un intenso vértigo. Se sentó en la
cama, y se llevó las manos al
pecho, todavía sometido a la
presión de aquella garra de acero,
con un gusto amargo en la boca, la
saliva espesa y un zumbido en las
orejas. A pesar del oscuro velo que
le dificultaba la visión, advirtió que
Ramata no estaba ya en la
habitación.
Con todo, aun siendo terrible,
aquel dolor en el tórax no era nada
comparado con el otro, que no era
físico sino psíquico y que se
extendía curiosamente por todo su
organismo, atenazándole la
garganta, imposibilitándole la
respiración y ocasionándole
sofocos y temblores convulsivos
cada vez que imaginaba a Ramata
con ese hombre, juntos durante dos
semanas enteras. ¡Él había acabado
con ella, la había echado a perder!
Pero ¿quién demonios era ese
individuo? ¡Ngor Ndong! Ese
nombre le resultaba vagamente
familiar, no era la primera vez que
lo oía. Pero ¿dónde y cuándo había
sido? Trató de hacer memoria y por
su mente desfiló el recuerdo de
cuantos hombres había conocido, y
a todos los vio con los rasgos de
Ngor Ndong, a quien, sin embargo,
no conocía.
Ve a Ngor Ndong con Ramata,
desnudos en la cama. Él está
encima y ella exhala bufidos de
placer. La visión era tan nítida que
sentía una comezón en el bajo
vientre y su sexo se irguió con
ímpetu.
—¡Ngor Ndong, deja a mi
mujer, deja a mi mujer! —gritó al
tiempo que se levantaba
bruscamente de la cama, con los
brazos estirados frente a sí, con aire
alelado.
Tropezó y volvió a caer al
suelo sin dejar de ver a Ngor
Ndong y a Ramata absorta en sus
abrazos.
Ngor Ndong no quiere dejar a
Ramata, y Ramata no quiere que
Ngor Ndong la deje. Lo dice, lo
pone de manifiesto con ronroneos y
suspiros de hembra satisfecha y se
agarra a él con manos y pies como
un náufrago a una balsa.
De improviso, los recuerdos
afluyeron. ¡Ah, ya se acordaba!
Ngor Ndong era el portero de la
Maternidad del hospital Le Dantec.
¡No, no, no era posible! Ngor
Ndong llevaba veinte años muerto.
—¡Ramata me está tomando el
pelo! —exclamó con una gran
carcajada—. Ngor Ndong no podía
ser su amante, porque está muerto y
bien muerto.
Cerró los ojos, pero la visión
seguía allí, clara y precisa en su
mente.
El sol acababa de salir cuando
Ramata Kaba aparcó el Jaguar ante
la verja de la casa de la cornisa
Este. Después de atravesar el
pequeño jardín, cogió las llaves de
su escondrijo bajo el porche y entró
en la casa.
Se sentía mal, muerta de
cansancio, embotada por el dolor
de cabeza y una horrible resaca.
Entró en el cuarto de baño y, tras
abrir el grifo de agua caliente de la
bañera, se fue a la cocina a buscar
la última botella de vino, con la que
regresó bebiendo directamente a
largos tragos.
Después de dejar en el borde
del lavabo la botella medio vacía,
se miró al espejo. Se volvió con
celeridad, a punto de echarse a
gritar. Aquella cara asimétrica de
mejilla tumefacta, ojos enrojecidos
y ojerosos y mirada extraviada no
era la suya. Qué bajo había caído.
Se sentía miserable con aquel
rostro devastado y el vestido
desgarrado, invadido de toda clase
de manchas. Comenzó a desvestirse
y, una vez desnuda, cerró el grifo y
entró en la bañera.
El vino empezaba a subírsele a
la cabeza, destilando su efecto de
euforia. La resaca se disipaba al
tiempo que recobraba el ánimo.
Ahora se sentía a gusto.
Al pensar en Ngor Ndong, un
agradable prurito recorrió todo su
cuerpo. Se dijo a sí misma que
Ngor Ndong iba a volver. Tenía la
copia de la llave y no iba a tardar
en llegar. No vivía en ninguna
parte, no tenía ningún sitio adónde
ir, de modo que sólo podía regresar
allí, a su casa, donde sabía que lo
esperaba ella. No era posible que
no volviera.
Por entonces se sentía
aliviada, ligera, como si se hubiera
liberado de un peso inmenso que le
oprimía la cabeza. ¡Por fin!
Por fin había tenido el valor
de decirle la verdad a Matar. Hacía
un cuarto de siglo que lo posponía.
Se lo había tomado muy mal, desde
luego, hasta el punto de que le había
dado un desmayo. El se lo había
buscado. Le había advertido de que
las explicaciones que exigía lo iban
a afligir, pero había insistido
demasiado. Bah, tampoco se iba a
morir, y si se moría, tanto mejor.
Aquello facilitaría mucho las cosas.
¡Por fin sería libre, de una vez por
todas!
Salió borracha de la bañera.
Con el batín puesto, regresó al
dormitorio con paso vacilante y se
dejó caer en la cama, que aún
conservaba el olor de Ngor Ndong.
Iba a llegar de un momento a otro.
Seguramente había vuelto al
Copacabana a recuperar sus cosas y
se habría quedado un rato con su
compañero de desgracias y el
sordomudo, el tiempo de tomar unas
copas. Después iba a volver...
Acabó por dormirse.
Se despertó tres horas
después. Ngor Ndong aún no había
llegado. Iría a buscarlo al
Copacabana. Se levantó y se sentó
al borde de la cama, como si
tuviera un enjambre en la cabeza.
¿Y el pobre Matar? Iba a
llamarlo para preguntarle cómo
llevaba la situación. Seguro que se
había serenado y se le había pasado
el enfado. Él la comprendería,
como siempre la había
comprendido, incluso cuando le
mentía de la manera más descarada.
Por una vez que le había confesado
la verdad, una verdad dura, por
supuesto, hiriente incluso..., pero
qué quería, la verdad es la verdad,
y era él el que la había exigido.
Acabaría por comprenderla.
Después se iría a buscar a Ngor
Ndong al Copacabana.
Tomó el teléfono de la mesita
y marcó el número del móvil de su
marido.
—¿Sí, Matar? —dijo cuando
se abrió la comunicación.
—¡No soy Matar, sino
Armando! ¿Ramata? ¿Dónde estás?
—Hola, Armando. Pásame a
Matar.
—Ramata, ven ahora mismo.
Ha ocurrido una desgracia
espantosa. Ven rápido.
Eran exactamente las once y
media cuando el profesor Armando
Gomis franqueó la verja de la
mansión de Ranrhar al volante de su
voluminoso Mercedes negro. Con
los años había aumentado de peso y
había perdido por completo el
cabello. Ahora tenía el cráneo tan
liso y brillante como una bola de
ágata. Tras detener el vehículo al
lado del portero que le había
abierto, lo interrogó por la
ventanilla.
—¿Están en casa?
—El señor ministro se
encuentra dentro. La señora ha
vuelto a salir poco después de que
volviera de su viaje —le informó el
portero.
El profesor Armando Gomis
volvió a arrancar y fue a aparcar
junto a la casa. En la planta baja,
tomó el ascensor para subir a las
dependencias del tercer piso.
—¿Estás listo, jurista? —
preguntó en voz alta después de
llamar a la puerta del dormitorio.
Seguía llamando a Matar Samb
con el mismo apelativo que en sus
tiempos de juventud, cuando iban
juntos a la universidad. Ese día
estaban invitados en casa de DS
para celebrar en familia el
nacimiento del hijo de Dieynaba y
Armando hijo, su nieto común. Al
despedirse la noche anterior en el
Terrou Bi, habían acordado que
pasaría por Ranrhar a las once y
media. Ramata habría regresado de
Saraya y así irían los tres al Point
E, donde los esperarían su hijo, su
esposa y el pequeño. Dedicó un
piadoso pensamiento a su esposa
Philomène, que no estaría en la
fiesta: había fallecido dos años y
medio antes a causa de un cáncer de
mama.
—¿Estás listo, jurista? —
repitió, entrando en la habitación.
El profesor Armando Gomis
se quedó extrañado por el insólito
espectáculo que lo aguardaba en el
dormitorio: las cortinas de las
paredes habían caído al suelo y una
cuerda de nailon, la que sujetaba
las cortinas a la barra, estaba atada
a la cabecera de la cama y
atravesaba, muy tensa, toda la
habitación hasta desaparecer por la
ventana abierta que daba al mar.
Atenazado de repente por un funesto
presentimiento, se precipitó hacia
la ventana y se asomó. Un grito de
horror brotó de su garganta al ver el
cuerpo de Matar Samb que, vestido
con su vieja túnica, se balanceaba
en el extremo de la cuerda, pegado
a la fachada del edificio,
ligeramente sacudido por el viento
del océano. Se inclinó más y,
tendiendo los brazos, rozó con los
dedos, como para constatar por
medio del contacto la brutal
realidad, el cabello gris de la
cabeza torcida hasta tocar el
hombro, con las vértebras
cervicales desencajadas en el punto
en que la cuerda había herido la
carne.
Se incorporó, desencajado. En
el mismo momento oyó el timbre
del teléfono móvil posado en la
mesa de trabajo. Al descolgar,
reconoció la voz de Ramata.
Después de pedirle que volviera lo
más deprisa posible a la casa,
marcó en el mismo aparato el
número de DS.
Ramata Kaba y DS llegaron
casi de manera simultánea al
dormitorio. La esposa entró justo
antes que su cuñada.
—Armando, ¿qué ocurre?
¿Dónde está Matar? —inquirió con
inquietud DS al advertir el estado
de la habitación, la cuerda y el
desesperado semblante del médico,
quieto junto a la ventana.
A su lado, Ramata callaba,
sosteniéndose a duras penas en pie.
DS se dirigió presurosa a la
ventana, cada vez más intrigada.
—¿Dónde está Matar? —
volvió a preguntar—. ¿Y qué
significa esta cuerda?
El profesor Armando Gomis,
blanco como el papel, acudió a su
encuentro y las cogió por los
hombros para impedir que
avanzaran.
—¡No hay que mirar, DS, es
demasiado horroroso! —dijo—.
Ramata, tú tampoco mires. ¡Dios
mío, es horrible, horrible!
Con gesto enérgico, DS apartó
al médico de su camino y continuó,
seguida de Ramata Kaba. Él no
efectuó más tentativas para
contenerlas. Al llegar juntas a la
ventana y mirar, reaccionaron de
manera distinta. Ramata lanzó un
alarido de espanto, se enderezó al
momento y retrocedió hasta chocar
contra Armado Gomis, que la
sostuvo entre los brazos para
impedir que cayera.
DS no se movió ni un paso. En
lugar de ello cogió la cuerda con
las dos manos y se puso a tirar con
todas sus fuerzas.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Por
qué has hecho esto, pobre hermano
mío? —susurró con voz quejosa—.
Armando, ¿qué ha pasado? ¿Por qué
ha hecho esto mi pobre hermano?
El profesor Armando Gomis
dejó a la vacilante Ramata encima
de la cama y se aproximó a DS.
—No lo sé —respondió—. Lo
he descubierto así cuando he
llegado hace menos de media hora.
DS seguía tirando, pero el
cuerpo, demasiado pesado para
ella, no se movía.
—Ven a ayudarme, Armando
—pidió sin resuello, agarrada a la
cuerda con el pie afianzado en la
pared.
—Déjame a mí —dijo él, que
le cogió la cuerda de las manos.
Entonces DS se situó detrás
del médico y se puso a tirar al
mismo tiempo que él, sin parar de
proferir exclamaciones y lamentos.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Por
qué lo has hecho, mi pobre
pequeño?
Lentamente, a base de
esfuerzos aunados, lograron hacer
remontar el cuerpo; primero
aparecieron la cabeza, el hombro y
el busto. Siguieron tirando hasta
que las piernas llegaron al borde de
la ventana. DS soltó la cuerda para
coger los tobillos, mientras el
profesor Armando Gomis le pasaba
el brazo bajo las axilas; después, lo
depositaron, jadeantes, encima de
la moqueta.
DS se arrodilló, decidida a
desatar la cuerda hundida en el
cuello. Lo logró con gran dificultad,
después de haberse roto las uñas y
arañado los dedos. Un líquido
rosáceo manaba de la piel lacerada,
como de una ampolla agujereada
después de una quemadura.
Era horrible ver al muerto. Los
ojos, desorbitados, parecían
expresar un agudo estupor. Los
labios, retorcidos en un horrendo
rictus, dejaban al descubierto unos
dientes erguidos como la mandíbula
de una trampa para ratones, en el
nivel del frenillo de la amarillenta
lengua, que sobresalía de la boca
hasta tocar la punta de la barbilla.
Los brazos y las piernas estaban
rígidos, al igual que el resto del
cuerpo; los dedos crispados contra
las palmas de las manos y los dedos
de los pies separados en forma de
abanico. Los esfínteres habían
cedido y sus excrementos se habían
secado encima de las piernas
desnudas.
DS trató de enderezar el cuello
torcido de dislocadas vértebras; el
rigor mortis ya instalado tornó
inútil su intento. Entonces le cerró
los ojos manteniendo un momento la
presión de la punta de los dedos
sobre los párpados, pero no
consiguió moverle las mandíbulas
para volver a introducir la lengua
en la boca. A continuación le
reajustó la túnica hasta los tobillos,
antes de sentarse cerca de la
cabeza. Tras observar con
detenimiento el torturado semblante
de su hermano, se inclinó, le besó
la frente, apoyó la cabeza en su
pecho y se puso a llorar en silencio.
Parado en medio de la
habitación, el profesor Armando
Gomis se retorcía las manos con
impotencia.
—¡Es horroroso! ¡Es
horroroso! —repetía una y otra vez.
Ramata, anonadada, no decía
nada.
DS levantó la cabeza con las
mejillas relucientes de lágrimas y
se colocó de rodillas.
—¡Matar debe de haber
dejado una carta para explicar su
acto de desesperación!
Después de buscar en vano en
los bolsillos de la túnica, se puso
en pie.
—Seguro que Matar ha dejado
una carta. Busquémosla —propuso.
Como si aquello no lo
concerniera, Ramata Kaba se tumbó
en la cama y fijó la vista en el techo
con aire distraído.
Fue el médico quien prestó su
ayuda a DS. Buscaron en el
dormitorio y en el cuarto de baño,
registraron a fondo todos los
muebles, el armario, las mesitas, el
tocador, miraron debajo de las
almohadas y el colchón, levantaron
la moqueta, pero no vieron ninguna
carta. Luego fueron al escritorio,
donde repararon en el cuaderno con
el discurso inacabado y en la pluma
que, todavía abierta, reposaba
encima. Allí tampoco obtuvieron
resultado alguno. Volvieron a
iniciar la indagación, insistiendo en
todos los sitios. Al final tuvieron
que resignarse a la evidencia, tan
incomprensible como el propio
suicidio, de que Matar no había
dejado ninguna nota explicativa.
Después de reunirse con
Ramata, que seguía acostada en la
cama en la misma actitud de
postración, se pusieron a hacer
conjeturas para trata de comprender
los motivos que habían podido
impeler a su amigo y hermano a
llegar a tal extremo. Rememoraron
y analizaron los menores detalles y
gestos del día anterior.
DS comentó que había visto a
su hermano a primera hora de la
tarde. Había pasado para saludarla,
tal como hacía todos los fines de
semana. Tenía muy buena cara y
ella misma se lo había dicho. Él
había respondido con una alegre
sonrisa que estaba en plena forma,
pese a que echaba mucho de menos
a su esposa, ausente en Saraya.
Habían hablado con regocijo del
recién nacido, de la fiesta que iba a
organizar para ese día, cuando
regresara Ramata, y de unas cosas y
otras, antes de que él se fuera hacia
el aeropuerto para recoger a las
personalidades que llegaban de
visita al país. En ningún momento
había advertido el menor signo de
preocupación, de melancolía ni de
agitación en su rostro.
Armando y su amigo Matar
habían cenado juntos por la noche,
en el Terrou Bi, en torno a las ocho
y media. Cuando se habían
encontrado en el restaurante, le
había dicho que había tenido un día
muy ocupado. No había manifestado
ninguna tensión. Al contrario,
estaba alegre y jovial, rebosante de
buen humor. Mientras comía con
apetito y bebía sin excederse, había
hablado de su mujer y había
filosofado sobre la felicidad que
procuraba ser abuelo, más intensa,
según él, que la dicha de ser padre.
Inspirado, había evocado con
poéticos comentarios la brisa
nocturna que hacía tan agradable el
tiempo; el mar con su vaivén
cargado de melodía de olas,
tranquilo en la superficie y provisto
en las profundidades de una
extraordinaria variedad de vida y
actividad; el cielo constelado de un
sinfín de estrellas, porque esa
noche, según la leyenda, el cuidado
del rebaño de Dios recaía sobre la
liebre, Leuk, y no sobre Buki, la
hiena, con lo cual ni un solo animal
iba a perecer devorado. Poco antes
de las once se habían despedido y
se habían dado cita para el día
siguiente, en su casa. Para entonces
Ramata habría vuelto ya y se
trasladarían los tres a casa de DS.
Las últimas palabras que había oído
de sus labios eran que iba a
acostarse y que se levantaría
temprano, para redactar el discurso
que iba a pronunciar en la
inauguración del coloquio sobre
derechos humanos. En su condición
de médico, no lo había encontrado
ni deprimido ni agitado, ni siquiera
había observado anomalía alguna
en su comportamiento.
Ramata era la última que había
visto vivo a su marido. DS le
sacudió con suavidad el brazo para
sacarla de su estado de sopor y
preguntarle qué sabía. Ramata se
incorporó y se sentó en la cama. Ya
se había repuesto del espanto
inicial y aunque el vino seguía
enturbiándole la cabeza, tenía las
ideas claras. Con tono cansino y la
lengua pastosa, que los demás
achacaron a la conmoción
emocional, explicó que como el
tren había llegado con adelanto esa
mañana, había llamado desde la
estación a Matar, que había ido a
buscarla. No había duda de que
estaba muy contento de verla. En
cuanto llegaron a casa, se había
dado cuenta de que había olvidado
en el compartimento del tren uno de
las bolsas de viaje que contenía
objetos de valor. Matar lamentó no
poder acompañarla porque tenía
que acabar el discurso. Ella le
había dado un beso y le había dicho
«hasta luego» mientras él se sentaba
delante del escritorio. Había
pasado toda la mañana, ayudada
por el jefe de estación y dos
empleados, buscando en el enorme
almacén de objetos perdidos, sin
encontrar el bolso. Había llamado
otra vez desde la estación, para
decirle a Matar que no se
preocupara, que iba a seguir
buscando un poco, cuando le
respondió Armando.
La conclusión unánime fue que
Matar Samb gozaba de plenas
facultades, no padecía afección
alguna, ni siquiera un resfriado, ni
tampoco sufría de ningún trastorno
familiar.
Por consiguiente, había que
indagar por otro lado.
¿Problemas económicos?
Matar Samb no tenía ninguno. Sus
dos sueldos de profesor
universitario y ministro, sumados al
sustancioso sobre que lo aguardaba
cada mes en la mesa del primer
Consejo de Ministros y a otras
ventajas derivadas de su posición
de miembro del Gobierno, le
permitían vivir con suma holgura,
sin contar los dividendos generados
por las sociedades dirigidas por
DS, una gestora sin igual. A pesar o
a causa de la devaluación del
franco CFA, que con supremo
aplomo el propietario del país
había jurado que nunca jamás se iba
a producir y que había acabado
poniendo en serias complicaciones
a la mayoría de las empresas, su
grupo prosperaba. Propulsados por
el sector del turismo y la
exportación a Europa, Asia y
Estados Unidos de pescado, frutas y
verduras, los negocios marchaban
viento en popa.
Había que descartar de entrada
que Matar estuviera implicado en
algún asunto turbio. No tenía nada
que temer pues de las voces que
reclamaban una reactivación de la
ley sobre el enriquecimiento ilícito
y la formación de un tribunal
encargado de inspeccionar los
bienes de todos cuantos asumían o
habían asumido, desde la
independencia, funciones
gubernamentales. Estas se habían
alzado como reacción a la
declaración de un inepto del partido
gobernante, que en la Asamblea
Nacional había afirmado poseer
pruebas fehacientes de que los
antiguos ministros, componentes
ahora de la oposición, habían
expoliado los recursos del país.
Acto seguido los había conminado a
callar, ¡pues de lo contrario...! La
fortuna personal de Matar lo ponía
al abrigo de ciertos deslices como
la malversación de dinero público
o las gratificaciones ilícitas. De
todos modos, en esas latitudes no
había costumbre de suicidarse por
tales nimiedades. Pese al interés
con que observamos a nuestros
primos y antiguos amos, los
franceses, a quienes sabemos imitar
a la perfección, esa manera
expeditiva de lavar el honor no
había encontrado émulos en este
país. De lo contrario, los culpables
fehacientes de clamorosas
irregularidades, como la venta
pública del cargamento del barco
griego embargado, la quiebra de las
cajas de la Cruz Roja y de la
Lotería Nacional, entre otras, no
andarían pavoneándose por las
calles sin la menor impudicia. Aquí
no tenemos personajes como
Boulain o Bérégovoy, ni los
tendremos nunca. Las creencias
religiosas no tienen ninguna
repercusión. El caso es que, cuanto
mayor era la suma sustraída, mayor
era la garantía de impunidad
judicial, de manera que el asunto
nunca llegaba a juicio. Los
periodistas, esos loros de servicio,
generalmente informados por los
falsos amigos, podían contar lo que
quisieran. La consigna era no
responder a sus artículos, por más
acerados que fueran, para no dar
pie a más cábalas. Así el asunto
caía pronto en el olvido, sustituido
pronto por otro. Al final, sus
acusaciones no tenían mayor
incidencia que el agua caída encima
de las plumas de los patos.
Estaba claro, por lo tanto, que
Matar no tenía problemas
económicos. No quedaba por
examinar más que el aspecto
político. En ese sentido tampoco,
ninguna sombra planeaba sobre la
carrera de Matar Samb. Después de
entrar en el Gobierno en condición
de tecnócrata, tal como habían
subrayado los periódicos de la
época, había dejado una buena
impresión en todos los cargos que
había ocupado, en especial en el
ministerio de Educación. Había
sido el único ministro que se había
atrevido a poner los pies en la
Ciudad Universitaria sin escolta y
se había sometido a un cara a cara
con los estudiantes en un
memorable debate que tuvo lugar en
el campo de baloncesto y que duró
más de cinco horas. Abucheado al
principio de su alocución, había
logrado imponer silencio y
convencer a su público gracias a la
hondura de su pensamiento, a la
riqueza de su argumentación y a su
extraordinaria elocuencia. Al final
de su intervención, todos los
asistentes se pusieron de pie y lo
ovacionaron con una prolongada
salva de aplausos. Considerando
que tenían un interlocutor válido
con quien negociar, los estudiantes
anularon el movimiento de huelga
que estaban a punto de iniciar.
Durante los cuatro años que Matar
había ocupado esa cartera, antes de
hacerse cargo del ministerio de
Justicia, había reinado la calma en
la universidad. Por otra parte,
nunca se había inmiscuido para
nada en las batallas políticas, a
menudo feroces y en ocasiones
mortales, que se daban entre los
clanes y las distintas tendencias del
partido gobernante, al que no estaba
afiliado. Gozaba de la confianza
total del jefe de Estado, el cual lo
había reafirmado sin ambigüedad
una semana atrás tan sólo, en el
salón de honor del aeropuerto, a su
regreso de un viaje, en
declaraciones a un periodista de
RFI que le preguntaba si el señor
Matar Samb sería candidato para el
puesto de secretario general de la
OUA, cuya designación debía
producirse dos meses después, tal
como deseaban la mayoría de sus
colegas, que ya habían enviado
emisarios para manifestar su apoyo.
—El señor ministro Matar
Samb —había respondido el
presidente—, uno de mis
colaboradores más brillantes, más
eficaces y más fieles, tributa un
inmenso servicio al país, y el país
lo necesita. Por consiguiente no
será candidato al puesto de
secretario general de la OUA y
seguirá trabajando para su país.
Por más cambiante, oscilante y
resbaladizo que fuera el terreno de
la política, donde el brillante y fiel
colaborador de la mañana es
motejado de rencoroso e hipócrita a
mediodía, antes de volver a erigirse
en hombre providencial a media
tarde, Matar se mantenía estable en
su puesto. En ese periodo de
explosión democrática y mediática,
en el que los miembros de los
cuarenta partidos políticos
existentes se hacían la guerra sin
cuartel, dispuestos a desbaratar
toda acción del adversario, en el
que los periodistas de la decena de
periódicos y emisoras privadas de
radio se mantenían al acecho, a la
caza de naderías para ventilarlas en
público, Matar era uno de los raros
políticos, por no decir el único, que
gozaba del respeto de todos a causa
de su competencia y de su
probidad. Ni en una sola ocasión
había protagonizado un artículo
descalificador en la prensa, y en la
votación del último presupuesto en
la Asamblea Nacional, todos los
diputados, sin distinción de bando,
lo habían felicitado calurosamente
por la transparencia y la equidad
con las que gestionaba un ministerio
tan complicado. Todos habían
solicitado el aumento de su
presupuesto, a despecho de la crisis
económica, de la globalización y de
las draconianas restricciones
exigidas por el FMI y por el Banco
Mundial. La propuesta había sido
votada por unanimidad, cosa que
constituía una verdadera proeza.
Una vez concluidos los
análisis, la hermana, el amigo y la
esposa del muerto acabaron por
admitir que ignoraban por
completo, y que probablemente
seguirían ignorándolos siempre, los
motivos que habían llevado a Matar
a poner fin a su vida.
DS decidió, en definitiva, que
el suicidio de su hermano debía
permanecer en secreto. Aparte de
ellos tres, nadie conocía la verdad.
Para no deshonrar su memoria,
evitar toda habladuría y no tener
que dar unas explicaciones que, por
lo demás, se les escapaban, les
pidió que jurasen afirmar que Matar
había fallecido de un ataque
cardiaco que había sufrido delante
de todos ellos.
Según la tradición, las viudas
no debían quedarse nunca solas. La
tía Dianké se había trasladado por
ello a la mansión de Ranrhar, para
hacer compañía a Ramata Kaba y
dormir con ella durante los cuatro
meses y diez días que duraría su
periodo de viudedad. DS, Armando
hijo y su esposa Dieynaba habían
decidido instalarse allí también,
pero sólo durante una semana. Los
funerales iban a concluir ese mismo
día y no habría ceremonias de
tercer, octavo y cuadragésimo día.
Una vez que se hubieron ido las
últimas visitas, estaban los cinco
sentados en el salón, absortos en un
meditativo silencio, consternados,
abatidos y cansados por los
dolorosos sucesos del día, cuando
Ramata Kaba, vestida con su ropa
de duelo, una sencilla camisola, un
pareo y un pañuelo para la cabeza
de tela de Vichy, se levantó de
improviso del sillón.
—Voy a dar una vuelta con el
coche, para calmarme los nervios
—anunció, ajustándose el pañuelo
en la cabeza—. ¡Si no, siento que
me va a dar algo!
Por fin podía liberarse.
Desde que las emisoras de
radio y la televisión habían
anunciado, hacia las dos, el
fallecimiento de Matar Samb como
consecuencia de un ataque
cardiaco, no había parado de afluir
gente a la casa de Ranrhar. Media
hora antes del anuncio, el
presidente de la República, que
había sido la primera persona a
quien había avisado DS, había
acudido en compañía de su esposa.
Después de darles el pésame, se
había inclinado delante del cadáver
expuesto en el salón y se había
quedado un momento. En cuanto se
había difundido la noticia, la gente
había comenzado a llegar en
oleadas. Entre ellos, el primer
ministro y los otros componentes
del Gobierno se habían personado
para dar el pésame a la familia.
Enseguida los habían sustituido
otras personas; el desfile había
durado hasta las cuatro, cuando, en
honor a la condición de coronel
reservista del difunto, seis jóvenes
soldados habían acudido para
llevarse el ataúd y cargarlo en un
jeep del Ejército. Un cortejo de
vehículos, de dos kilómetros y
medio de longitud, encabezado por
DS, Ramata Kaba y los allegados,
lo había seguido hasta el Building,
sede del Gobierno, en la avenida
Léopold Sédar Senghor, donde
debía rendirse un homenaje
póstumo al ministro.
Los medios de comunicación,
que cubrían el acto en directo,
comentaban que, desde la muerte
del primer presidente de la
Asamblea Nacional, no se habían
visto funerales tan solemnes, hasta
el punto de que cabía preguntarse si
no superaban a los de Lamine
Guèye.
Asistieron a la ceremonia el
jefe de Estado y el Gobierno en
pleno, los diputados y senadores,
los magistrados, los abogados y
profesores universitarios ataviados
con sus togas, las autoridades
religiosas y los jefes encargados de
velar por las costumbres, una
delegación de las fuerzas armadas
vestida con uniforme de gala, el
cuerpo diplomático acreditado en
Dakar, los ministros africanos de
justicia que se encontraban allí para
asistir al coloquio previsto para
dos días después y una inmensa
multitud de amigos, conocidos y
simples curiosos.
A las seis, el jeep se había
detenido junto al Building, delante
de la gran tribuna ocupada por las
personalidades. Los jóvenes
soldados habían bajado el ataúd
que, cubierto con la bandera verde,
roja y oro, desaparecía casi bajo
una montaña de flores, y lo habían
depositado en un estrado al pie de
la tribuna.
Había habido dos responsos
fúnebres, uno pronunciado por el
profesor Armando Gomis, en
nombre de la familia, que había
acabado con sollozos y lágrimas, y
después el del presidente de la
república, que había rendido un
sentido homenaje a su difunto
colaborador.
Otro cortejo, más imponente
aún, había acompañado el féretro
hasta la gran mezquita. El imán
había provocado una molesta
situación al preguntar si alguien
había visto, aunque sólo fuera una
vez, efectuar la plegaria a Matar
Samb. A continuación había
declarado que, personalmente, él no
lo había visto, que ni siquiera
durante las fiestas del Tabaski y del
Korité, el ministro había formado
parte de la delegación oficial que
acompañaba al propietario del país.
Si nadie podía testificar en su
favor, se vería en la obligación, no
sólo de no dirigir la plegaria
mortuoria, sino de prohibirla
formalmente en aquella casa de
Dios de la cual era guardián, ya que
en ese caso Matar Samb no podría
ser considerado como musulmán.
Siguió un embarazoso jaleo de
conciliábulos y murmullos no
exentos de irritación. El tío
Toumani Kaba, que se había
convertido en jefe del gabinete de
Matar Samb desde su incorporación
al Gobierno, había asegurado que
varias veces había cumplido con
sus devociones al mismo tiempo
que él. El imán se había decidido
entonces a dirigir la plegaria.
Después de la inhumación en
el cementerio de Yoff, poco antes
del crepúsculo, se había reanudado
el asedio a la casa; la multitud
había desfilado hasta después de
las diez y media. El profesor
Armando Gomis y Toumani Kaba
habían sido los últimos en
marcharse.
Aquél era el momento que
Ramata aguardaba con impaciencia.
—¡Si no salgo un rato en
coche para calmarme los nervios,
me va a dar algo!
Armando hijo y Dianké la
miraron con estupefacción. Su
cuñada, que estaba a su lado, se
levantó también y, tras rodearla con
los brazos, la besó afectuosamente
en las mejillas y en los labios.
—¡Pobrecita, eso no puede
ser! —declaró—. Si tú te vienes
abajo, todos nos vamos a
desmoronar. Has sido tan valiente,
tan digna y tan fuerte que tu
maravilloso comportamiento nos ha
impuesto la razón y ha atemperado
nuestro dolor. Tras la muerte de
papá, sentí exactamente el mismo
deseo y recuerdo que me había
servido de alivio conducir. Ve,
querida, pero actúa con prudencia.
—¡Pues yo pienso que no debe
ir! —objetó Armando hijo,
volviéndose hacia su mujer en
busca de apoyo—. Debe acostarse
y descansar, mamá. Salta a la vista
que está cansada.
Su esposa no le sirvió de
ninguna ayuda. Desde que la habían
avisado de la muerte de su padre,
Dieynaba no había parado de llorar
ni un solo instante. Tenía los
párpados tan hinchados que era
incapaz de abrir los ojos.
Fue Dianké quien le aportó el
respaldo que reclamaba.
—El marido de Dieynaba tiene
razón, Ramata —sostuvo—. Estás
cansada, no has tenido un momento
de descanso en todo el día. Debes
subir a acostarte. Vamos.
—Que no, tía Dianké —se
resistió Ramata—. No estoy
fatigada y tampoco tengo sueño. Si
me acuesto ahora, no me dormiré.
Me voy a poner a pensar y pensar,
cuando lo que necesito es dejar la
mente en blanco.
DS le rodeó el hombro con el
brazo, la llevó hacia la salida y se
detuvo en el umbral de la puerta.
—Ve, querida —dijo,
besándola de nuevo—. Pero ten
cuidado y no conduzcas demasiado
deprisa.
Unos instantes después,
Ramata Kaba se alejaba a toda
velocidad al volante del jaguar en
dirección a la casa de la cornisa
Este. No tenía ningunas ganas de
calmar los nervios. En realidad
sólo tenía un deseo, o más bien una
necesidad, volver a ver a Ngor
Ndong. Aquella necesidad era tan
intensa, tan imperiosa, que le
provocaba un malestar general, un
doloroso temblor nervioso que le
sacudía el cuerpo, como a un
drogadicto en pleno síndrome de
abstinencia. Durante todo el día,
Ngor Ndong había acaparado de
continuo su mente. Distanciada de
los terribles acontecimientos que
vivía, sólo pensaba en él y en el
momento en que se volverían a ver.
En su rostro no se advertía rastro
alguno de aflicción, cosa que había
engañado a todo el mundo. La gente
lo había interpretado, en efecto,
como la manifestación de un gran
sentido de la mesura, fuerza de
carácter y dominio de sí,
absolutamente admirables en tan
doloroso trance. Aparte de la
sorpresa y del terror que había
experimentado al ver el cuerpo de
Matar colgado de una cuerda, que
por lo demás había superado ya, no
la afectaba nada más, como si
aquella tragedia no le concerniera.
No se formulaba ningún reproche,
no sufría ningún remordimiento, ni
se sentía en modo alguno
responsable de su muerte. En el
fondo, Matar no podía haber
reaccionado mejor ante aquella
situación. El no podía divorciarse,
porque aquello estaba fuera de
lugar a su edad y con su posición
social. Como no era tonto, después
de sus revelaciones, había
comprendido que estaba decidida a
hacer su vida con Ngor Ndong.
Puesto que es imposible que dos
carneros beban juntos en una misma
fuente, no tenía más alternativa que
marcharse. Se había ido con
elegancia, sin decir nada, sin
comprometerla en modo alguno.
«Hay que reconocerlo, Matar
siempre ha sido bueno conmigo. ¡Lo
ha sido hasta el final!», se dijo con
fugaz pesadumbre.
—Pero yo no lo quería, nunca
lo quise —declaró en voz alta.
Era a Ngor Ndong a quien
quería, era a Ngor Ndong a quien
había querido siempre. En su fuero
interno, pensaba que le debía
mucho, muchísimo, y por más que
hiciera para compensarlo, siempre
quedaría en deuda con él. Sin él,
sería siempre una tarada, expuesta a
una insulsa existencia, pese a los
numerosos artificios que iluminaban
su vida. Ahora, gracias a él,
vibraba con toda la intensidad de su
ser, convertida por fin en una
verdadera mujer, jamás podría
pagárselo.
De repente se echó a reír
reconociendo lo equivocada que
estaba al atribuir su frigidez a la
excisión. Siempre había guardado
rencor por ello a sus padres, a
aquella absurda costumbre, a las
tres viejas brujas del claro de
Saraya y al mundo entero. Estaba en
un error, un gran error. El doctor
Gasama, a quien la había derivado
Armando, le había explicado, sin
embargo, que la ablación del
clítoris, incluso la total, extremo
que no se exigía en las
recomendaciones del Profeta, no
implicaba en absoluto la ausencia
de orgasmo, pues el cuerpo de la
mujer poseía diversas zonas
erógenas. No lo había creído. Se
acordaba como si fuera ayer. Ngor
Ndong le había confirmado de
manera bien concreta que el
ginecólogo tenía toda la razón. La
excisión no tenía nada que ver con
la frigidez, puesto que con él
llegaba al clímax del placer. ¡Oh sí,
con él gozaba plenamente, de una
forma absoluta, gozaba hasta
desmayarse! No sentía vergüenza
alguna en reconocerlo; nunca había
conocido algo tan agradable, pese a
que se bañaba ya en el agua de su
quincuagésima temporada de
lluvias. Debería pedir perdón a
todo el mundo, a la costumbre, que
ya no motejaba de estúpida, a las
viejas excisadoras y a sus padres,
que habían respetado la tradición.
Incluso el dolor, cuyo recuerdo
conservaba aún, había
desaparecido por entero. En el
fondo, ¿era tan doloroso? Ya no
estaba segura, después de tanto
tiempo. Bien mirado, la nueva ley
que castigaba la excisión con una
severa pena de cárcel y una fuerte
multa, que ella había aplaudido con
entusiasmo cuando se votó en la
Asamblea Nacional, era grotesca y
absurda, un grave insulto a los
propios valores culturales. La
verdad era, tenía que admitirlo, que
durante ese periodo iniciático en el
claro de Saraya había aprendido
mucho, e incluso si no había
aplicado todas las lecciones
recibidas, opinaba que le habían
permitido tener un comportamiento
adecuado, admirable incluso entre
la alta sociedad y en todas partes.
Pero ¿cómo y por qué Ngor
Ndong, y sólo él, conseguía
impulsarla hacia el punto
culminante, allá donde nadie había
logrado transportarla, o dicho de
manera concreta, a excitar sus zonas
erógenas? ¿Cuáles eran exactamente
sus zonas erógenas? ¿Lo que le
quedaba del clítoris mutilado, la
vulva, los labios internos y
externos, el monte de Venus, la
vagina, la cara interna de los
muslos, las nalgas, la oquedad del
ombligo, los pechos, o simplemente
la totalidad de su cuerpo en cuanto
Ngor Ndong la tocaba? ¿Cuál era su
maravilloso secreto? ¡Misterio! Se
lo preguntaría cuando lo volviera a
ver. Desde que lo había conocido,
se había convertido en el único
propietario de su tesoro; aparte de
él, nadie poseía la llave; nunca
dejaría penetrar a nadie más en él,
porque no lo soportaría, se sentiría
mancillada. ¿Qué podía aportarle,
además, otro hombre, aparte de
jadeos seguidos de desagradables
gruñidos exhalados a su oído? No
gracias, aquello era demasiado
poco para ella. Ngor Ndong la
había rescatado de aquello. Antes
se revolcaba en el fango, reducida a
un vulgar receptáculo en el que los
machos en celo llegaban a verter su
exceso de ardor sin que ella
experimentase el menor placer.
¿Cómo había podido aceptar
aquello? Por la gracia de Ngor
Ndong, se había acabado aquella
malsana vida, donde siempre lo
había dado todo sin recibir nada. A
partir de entonces, se consagraría
sólo a Ngor Ndong y a nadie más,
sólo a él, que la llevaba hasta el
séptimo cielo.
Ahora era libre por completo;
nada ni nadie podrían impedir que
se uniera a él, en las alegrías y en
las penas. Ya podían irse al diablo
los tontos, los imbéciles que no
comprenderían y que se
escandalizarían por su matrimonio a
causa de su diferencia de edad y de
posición social. No les dirigiría
más la palabra, así de sencillo,
como si no existieran.
Ngor Ndong era su única
preocupación. Tenía prisa por
volver a verlo. Lo demás no
contaba, ni la brutal desaparición
de su marido ni la disolución de su
hogar...
No advirtió ninguna luz en la
casa cuando llegó, un cuarto de
hora después. Al irse tras la
llamada del profesor Gomis, no
había cerrado con llave, por si
Ngor Ndong volvía durante su
ausencia y se daba cuenta de que
había perdido la suya. Se dijo que
debía de haber regresado ya, que la
esperaría tumbado en la cama del
dormitorio, a oscuras. Entró y
encendió la lámpara. Ngor Ndong
no estaba. Una rápida inspección le
indicó que ni siquiera había ido: la
bolsa de nailon con los cinco
millones seguía encima de la mesita
de noche. Si hubiera estado allí, se
habría llevado sin duda el dinero.
Debía de estar en Diamniadio.
Decepcionada, entró en el
cuarto de baño, cogió la botella de
vino que había dejado medio vacía
en el lavabo por la mañana y la
terminó. Luego volvió a la
habitación, se sentó en el borde de
la cama, aspiró la sábana y la
almohada en el lado que él había
ocupado y descubrió que se había
disipado su olor. Entonces se
levantó y, después de coger la bolsa
de nailon de la mesita, apagó las
luces, salió y cerró la puerta con
llave. No había comido nada en
todo el día y al dispersarse en su
estómago vacío, el alcohol le
procuró una tenue sensación de
vértigo que pronto se transformó en
agradable sentimiento de bienestar.
Se dio cuenta de que empezaba a
acostumbrarse al vino, a apreciarlo.
Un poco achispada, Ramata
Kaba aparcó el Jaguar en la entrada
del Copacabana poco después de la
medianoche. Con la bolsa de nailon
en la mano y paso titubeante, se
adentró en la gran sala abarrotada
de gente y se encaminó hacia el
mostrador.
Golda Meir no estaba. Su hija
Diodio ocupaba su puesto.
—¿Te acompaña la paz,
mujer? —saludó Ramata.
—¡Solamente la paz! —
contestó Diodio.
—Necesito ver a Golda Meir.
¿Está aquí?
Diodio confió la caja a uno de
los camareros para conducir a
Ramata Kaba junto a su madre. Al
entrar en la habitación después de
golpear tres veces la puerta,
encontraron a Golda Meir gimiendo
en la cama, tapada hasta la barbilla,
con la cabeza rodeada por una
corona de hojas de margosa sujeta
con un pañuelo.
—¿Y ahora qué pasa? —
preguntó sin dejar de gemir—.
¡Diodio, te he dicho que estoy
enferma y no quiero que me
molesten!
—Ya sé, madre, perdona —se
excusó la hija—. Es que ha venido
esta mujer que dice que necesita
verte.
—¿Qué mujer?
Ramata Kaba dio un paso
hacia delante.
—Soy yo. Me reconoces, ¿no?
Busco a Ngor Ndong. ¿Está aquí?
Golda Meir paró de gemir y,
tras levantarse provocando crujidos
y chirridos en la cama, se sentó en
el borde, con los pies en el suelo y
las piernas tapadas con la manta.
—¡No te había reconocido,
Guapa Señora! —exclamó, y tendió
la mano a Ramata—. ¿Cómo estás?
¿Te acompaña la paz? Espero que
todo se solucionara bien en el
cuartel, la noche pasada, después
de esa maldita redada. ¡Si supieras
lo mal que me supo, Guapa Señora!
¡Para la primera vez que venías a
mi casa! Podrías haberte formado
una mala opinión. ¿Te acompaña la
paz, Guapa Señora?
Ramata Kaba se sentó delante
de Golda Meir, en la otra cama, con
la bolsa de nailon en el regazo.
—Solamente la paz —
respondió de nuevo con prisa—.
¿Dónde está Ngor Ndong?
Llevándose la palma de la
mano a la frente, Golda Meir volvió
a reanudar de improviso los
quejidos.
—¡Aaay! Se me va a partir la
cabeza en dos. Me ha vuelto a subir
la tensión. Diodio, esta tensión
podría llevarme a la tumba. ¡Aaay!
¡Qué daño!
—Nadie puede hacer nada, ¡y
tú no quieres tomar una aspirina
para calmar el dolor de cabeza! —
la reprendió la hija.
—Ya sabes que no puedo
tomar aspirinas porque tengo un
estómago... Guapa Señora, ¿cómo
estás? ¡Ay, mi cabeza!
«¡Vete al Infierno con tu
cabeza, con tu estómago y tu
tensión, vieja macarra, y tú también,
digna hija suya!», estuvo a punto de
ponerse a vociferar Ramata Kaba,
exasperada. Sentía que la cólera
hervía en su interior, pero logró
dominarse.
—¿Dónde está Ngor Ndong,
Golda Meir?
—¿Ngor Ndong? ¿Ngor
Ndong? —se preguntó a sí misma,
como si fuera la primera vez que
oía ese nombre.
Fuera de sí, Ramata Kaba se
levantó con presteza, dejando caer
al suelo la bolsa de nailon.
—¡Ngor Ndong! Ngor Ndong,
el joven que estaba conmigo, en
esta misma cama donde estás
sentada, en esta misma habitación
donde nos encontramos, la noche
pasada, en compañía del tipo alto y
delgado con el que estuvo en la
cárcel y de su primo sordomudo y
una chica llamada Madjiguène,
creo, de cara estropeada. ¿No te
acuerdas? ¡Es imposible que te
hayas olvidado!
—¡No me he olvidado, Guapa
Señora! —reconoció Golda Meir
—. Es que intento recordar adónde
se fue Ngor Ndong. No sabía bien
si me avisó o no. Ahora estoy
segura, no me dijo nada antes de
irse. ¿Sabes, Guapa Señora? Ngor
Ndong desaparece y después
vuelve, a veces al cabo de una
buena temporada, a veces al cabo
de unos días, sin informar nunca a
nadie.
—¿Y el otro, Boris? ¿Ngor
Ndong no está con él?
—¿Quién, Tiguis? Ngor Ndong
no está con él, me consta, Guapa
Señora. Tiguis y Hobou Nguer
volvieron solos de Rufisque y
enseguida se fueron, solos, en su
camioneta, delante de mí. A Ngor
Ndong no lo he vuelto a ver.
Ramata Kaba se inclinó para
recoger la bolsa, que tendió a
Golda Meir.
—Te suplico que me localices
a Ngor Ndong —dijo—. Necesito
verlo, ayúdame. Mientras tanto,
quédate con sus cinco millones.
Golda Meir se levantó de un
salto dejando caer al suelo la manta
que le cubría los muslos y arrancó
la bolsa de la mano de Ramata
Kaba. La abrió febrilmente y
observó con ojos desorbitados los
billetes. A continuación extrajo tres
fajos y los agitó delante de su cara.
—¡La Guapa Señora dice la
verdad! —explicó con incredulidad
a su hija, que se había precipitado a
su lado.
—¡Cinco millones! —exclamó
Diodio, frunciendo el entrecejo.
—Sí, cinco millones de
francos —confirmó Ramata Kaba
—. Quédatelos. Ayúdame a buscar
a Ngor Ndong. Me dijo que ya no
vivía en Sangalcam. ¿Dónde puedo
encontrarlo?
—Madre, trata de acordarte.
¿De verdad no sabes dónde está?
—Con toda sinceridad, no lo
sé, pero me voy a informar. Ahora
es tarde. Mañana por la mañana, a
primera hora, sabré dónde está y lo
traeré aquí —prometió Golda Meir.
—Localízame a Ngor Ndong.
Mañana volveré y te daré mucho
más si lo encuentro aquí. Cuento
contigo, Golda Meir. Si me ayudas
a encontrarlo, te volveré a
recompensar.
Diodio acompañó hasta la
entrada del Copacabana a Ramata.
—Debe volver mañana —le
recomendó cuando ya había
encendido el motor del coche—.
Seguro que madre traerá a Ngor
Ndong a primera hora, tal como ha
dicho.
—Volveré. ¡Hasta mañana! —
se despidió Ramata Kaba.
Diodio regresó al dormitorio;
como la puerta estaba cerrada, tuvo
que llamar.
—¿Quién es?
—Yo, Diodio. Abre deprisa,
madre.
Golda Meir abrió y no bien
hubo entrado su hija, volvió a
cerrar con llave. Ya no llevaba
nada en la cabeza. Había tirado al
suelo, cerca de la manta, las hojas
de margosa y el pañuelo que las
envolvía, había vaciado la bolsa y
estaba contando los billetes
diseminados encima de la cama
cuando Diodio llamó.
—Trescientos veinticinco mil
—continuó—. ¿Era eso? ¡No! ¡Sí!
¿Trescientos veinte o doscientos
veinte mil? Ya me he descontado.
Tendré que empezar otra vez. Diez,
veinte, treinta...
Diodio estalló en risas.
—¡Sabes muy bien que aunque
estuvieses contando un mes entero,
no acabarías nunca! Volverías a
empezar, con dudas, cada poco.
Golda Meir renunció y se
dispuso a guardar los billetes.
—Tienes razón, hija. Es que
estoy que no me lo creo. Tú
también, ¿no, Diodio?
—Sí, yo también, pero tengo
miedo, madre. Igual eso nos acarrea
problemas. Esta mujer no sabe lo
que hace, está enferma, madre.
—¿Cómo, enferma? Pues yo la
veo bien sana.
—¡No está bien, está loca,
madre!
—No. No está ni loca ni
poseída por los jin. Está borracha,
desde luego, aunque no hasta el
punto de no saber lo que hace. Ngor
Ndong le dio a probar lo que ella
desconocía. ¡Por eso se aferra a él!
—¡No me vengas con ésas,
madre! ¿Qué le iba a dar a probar
un jovenzuelo como Ngor Ndong a
una mujer madura como ésa? No,
madre. No la has mirado bien,
porque si no, te habrías fijado en el
brillo extraño que tiene en los ojos.
Está loca, madre. Me da miedo que
nos vaya a causar problemas...
—¿Qué problemas? Según tú,
entonces, ¿habría tenido que
rechazar los cinco millones que me
ha ofrecido libremente? ¡Yo no le
he pedido nada, tú misma eres
testigo!
—Yo no he dicho que haya
que rechazarlos, sólo que tengo
miedo, porque cinco millones
representan una fortuna. Si
estuviera en su sano juicio, no los
habría dado sólo con el objetivo de
encontrar a Ngor Ndong. A
propósito de Ngor Ndong, ¿de
verdad no sabes dónde está, madre?
—Por supuesto que lo sé,
aunque no pienso decirle nada a la
Guapa Señora. Ngor Ndong se fue
con Tiguis y Hobou Nguer a
Gambia. De allí, irán a la región de
la Alta Casamance. Ngor Ndong me
pidió que no le dijera nada a la
Guapa Señora, por si acaso lo
buscaba.
—¿Y cuándo regresan?
—No tengo ni idea. Cuando
Tiguis se despide, nunca dice
cuando va a volver. Puede que
estén aquí dentro de un mes o
dentro de un año.
—¿Qué vamos a hacer, madre?
¿Qué le vamos a decir a esa mujer
cuando vuelva? ¡Es mucho lo que
nos ha dado!
—De todas maneras, por más
que me pueda ofrecer, no le diré
nada concreto, nada. Mientras tanto,
hay que actuar.
Golda Meir confió a Diodio el
dinero que había devuelto a la
bolsa y salió con la recomendación
de que no se moviera de la
habitación. Entonces fue a llamar
con gran alboroto a la puerta de las
barracas y reunió a toda la clientela
en la gran sala. Allí anunció que
acababan de informarla del
fallecimiento de su hermana mayor,
del mismo padre y madre, que vivía
en Costa de Marfil. Para respetar el
duelo y la terrible tristeza que la
asediaba, pedía a todos que se
fueran enseguida, porque iba a
cerrar inmediatamente y no volvería
a abrir hasta al cabo de dos
semanas. Cuando todos se hubieron
ido, no sin hacer oír sus
recriminaciones y protestas, apagó
las lámparas, cerró el Copacabana
y regresó con Diodio. Con la ayuda
de ésta, cavó un agujero de unos
tres palmos de profundidad en el
urinario situado detrás de la
habitación. Después de poner la
bolsa de nailon dentro de otras dos
de plástico y protegerla a
continuación con un estuche
metálico, la metió en el orificio. A
fin de disimular el escondrijo,
colocó encima de la tierra que
acababan de remover los ladrillos
que se encontraban al lado y
acondicionó allí un nuevo urinario.
A la noche siguiente, Ramata
Kaba regresó al Copacabana, que
estaba inmerso en un silencio y una
oscuridad poco normales. Diodio,
que permanecía en la entrada,
pendiente de su llegada desde hacía
casi dos horas, a pesar del
bochorno y los relámpagos que
presagiaban tormenta, corrió a su
encuentro en cuanto hubo detenido
el Jaguar. Ramata se bajó y, tras
inclinarse hacia el interior del
coche, se enderezó sosteniendo una
bolsa de nailon que parecía muy
pesada, más voluminosa que la otra,
y volvió a cerrar la puerta.
—Te ayudaré a llevarla —se
ofreció Diodio, cogiendo la bolsa
—. Ven, mi madre ha conseguido
localizar a Ngor Ndong.
Golda Meir, que aguardaba en
el umbral de la barraca, estrechó la
mano de Ramata y, sin soltarla, la
hizo entrar en la habitación y la
impulsó hacia la cama.
—¿Ya estás aquí, Guapa
Señora? —dijo, liberándole la
mano—. Eso está bien. ¿Te
acompaña la paz? Siéntate.
¿Sabes?, te guardé las cosas que
habías dejado aquí la noche de la
redada, el bolso, los zapatos y las
bragas. Cuando viniste ayer, me
olvidé de devolvértelos. Diodio,
¿no has visto las cosas de la Guapa
Señora?
—No, madre.
—No sé dónde estarán...
—Puedes quedártelas, te las
regalo —la atajó con impaciencia
Ramata Kaba—. ¿Dónde está...?
—¿Y de qué me iban a servir a
mí, Guapa Señora? —la
interrumpió a su vez Golda Meir
con una cavernosa carcajada—.
Quizás el bolso podría serme de
utilidad, y ni siquiera, porque es un
bolso para una señora que lleva
vestidos, como tú. Yo no llevo. En
cuanto a los zapatos y las bragas,
con mis pies tan gordos y las nalgas
tan enormes, de ninguna manera
podría ponérmelos. ¡Qué graciosa
eres, Guapa Señora! ¿No te has
fijado en mi trasero? ¿Y en mis
pies?
—¿Dónde está Ngor Ndong,
Golda Meir? ¿Dónde está Ngor
Ndong? —estalló Ramata Kaba con
voz ronca y respiración afanosa.
—¡No te enfades, Guapa
Señora! —trató de calmarla Golda
Meir, que se sentó cerca de ella en
la cama, sorprendida por su
reacción—. He hecho indagaciones.
Ngor Ndong se fue a Loul Sessène,
a visitar a una tía. He enviado a
alguien que, por desgracia, no lo ha
visto, porque acababa de marcharse
de Loul Sessène en dirección a
Mbour, pero su tía ha asegurado a
mi correo que en cuanto regrese le
dará el recado y ella misma vendrá
con Ngor Ndong mañana. Así pues,
mañana Ngor Ndong estará aquí sin
falta. Si vienes, lo verás. Cuando
llegue, le diré que lo buscas y lo
mantendré en mi habitación, ¡a la
fuerza si hace falta!
—¡Sí, seguro que mañana
Ngor Ndong estará aquí! —apoyó
Diodio—. Si vienes, lo verás. Mi
madre lo retendrá.
Un cegador relámpago iluminó
de forma brutal el interior de la
barraca, como si fuera pleno día,
seguido de un apocalíptico trueno,
cuando Diodio aún no había
acabado de hablar. La mujer lanzó
un chillido de terror buscando
refugio cerca de su madre. Golda
Meir y Ramata Kaba, asustadas
también, se disponían en el mismo
instante a levantarse. Como Diodio
cayó encima de ellas, se hundieron
las tres en la cama, que se
desarticuló con un crujido seco, con
las cuatro patas y el somier rotos.
Golda Meir, la primera en
levantarse, se sentó en el colchón a
ras del suelo, con las piernas
separadas y las manos apoyadas en
la cabeza.
—¡Huuy! Estoy muerta, madre
mía —se lamentó—. ¡Nunca había
visto nada igual! Diodio, levántate
y acompaña a ésta, para que vuelva
a su casa. Ngor Ndong no está en mi
casa, que se vaya. Además, está
lloviendo.
Sobre el tejado caían, en
efecto, con gran estrépito unos
gruesos goterones.
Diodio, que tenía asfixiada
con su peso a Ramata, se puso en
pie y, ayudándola a levantarse, la
agarró por la muñeca y la llevó
afuera, bajo la lluvia. Ella la siguió
dócilmente, en silencio, hasta el
Jaguar.
Todavía llovía cuando Ramata
llegó a Ranrhar. La tía Dianké la
esperaba sola en el salón,
consumida por la preocupación.
Cuando entró, se levantó del sillón
exhalando un hondo suspiro de
alivio.
—¡Tienes un comportamiento
estrambótico, Ramata! —la regañó
—. Las viudas no deben salir sin
alguien que las acompañe. Te lo
hemos dicho y repetido, pero tú no
quieres escuchar. Anoche estuviste
afuera y esta noche has vuelto a
salir. ¿Qué pretendes? ¡Fíjate cómo
te has mojado! ¿Dónde estabas? No
volverás a salir sola.
Ramata posó una mirada
extraviada sobre Dianké; luego, sin
pronunciar ni una palabra,
encorvada como si soportara sobre
sus delgados hombros todas las
desgracias del mundo, se introdujo
en el ascensor para dirigirse a sus
habitaciones.
Tal como se había anunciado,
el Copacabana tardó dos semanas
en abrir sus puertas, dejando en el
desamparo a sus numerosos
clientes. Incapaces de soportarlo
más, a partir del segundo día de
cierre algunos se habían reunido en
la gasolinera de Diamniadio, cuyo
encargado frecuentaba el local, con
el fin de encontrar la manera de
hacer que Golda Meir cambiara de
parecer. Quince días era mucho,
muchísimo tiempo. Y además, ¿por
qué tenían que ser precisamente dos
semanas? Aquello era lo nunca
visto: tres días, una semana o
cuarenta días eran los periodos
habituales para celebrar las
ceremonias de duelo, pero nunca
quince días. No se podía cerrar un
bar a la ligera durante tantos días.
Los habituales también tenían unos
derechos que Golda Meir debía
respetar. El primero de ellos hacía
referencia a ser servidos cuando
estaban en condiciones de pagar.
Sin embargo, para que los
sirvieran, antes era preciso que el
bar estuviera abierto. Era
obligatorio, pues, que se redujera el
tiempo de cierre a una semana,
como máximo. Después de largos
conciliábulos, habían decidido
formar una delegación de siete
miembros, cuatro hombres y tres
mujeres, para ir a hablar con Golda
Meir. El que había sacado a
colación la cuestión de los
derechos, principal instigador de la
reunión, Pape Demba Gaye, fue
nombrado portavoz. Era un ex
secretario de los archivos del
Ministerio Fiscal, beneficiario de
una «jubilación voluntaria». Con
los bolsillos repletos con los
cincuenta y dos meses de sueldo
cobrados de una sola vez, había
estado pagando rondas todas las
noches, rodeado de una nutrida
corte de pedigüeños. Así, había
dilapidado rápidamente el dinero y
ahora vivía de las últimas reservas,
ya que, justo el día antes del cierre
del Copacabana, había conseguido
tras muchas dificultades colocarle a
un cliente su descodificador de
Canal + Horizon, eso sí, a una
tercera parte de su precio normal.
Golda Meir había detenido a
la delegación a la entrada de su
barraca y la había recibido en el
umbral.
—Quedaos donde estáis. No
entréis en mi habitación. ¿Qué
pasa? ¿Qué queréis?
Intimidado por el tono cáustico
y la colérica actitud de Golda Meir,
el portavoz había agachado la
cabeza, replanteándose el modo de
abordar la cuestión. Pronunciaba
mal las erres y las eses, lo que
confería una extraña particularidad
a sus frases.
—Mide, mamá Golda Meid...
—comenzó—. Noss envían todoss
loss clientess que fdecuentaban el
Copacabana, pada dadte nuesstdo
máss ssentido péssame, con
ocassión ded fadyecimiento de tu
hedmana mayod ded missmo padde
y madde...
—Os doy las gracias a todos y
ruego a Dios que llegue lo más
tarde posible la hora en que tengáis
que presentarlo por mí. ¿Qué más?
—inquirió con sequedad Golda
Meir.
—¡Ssí, ssí! ¿Qué máss? Loss
cdientess me han encadgado que te
diga que deduzcass ed tiempo de
ciedde del bad, nuesstdo bad, ed
Copacabana, a una ssemana. Doss
ssemanass es mucho, la veddad.
Loss clientess también tienen
dedechoss que tú esstáss obdigada
a resspetad...
Golda Meir se quitó el
pañuelo de la cabeza, se lo ciñó en
torno a las caderas e interrumpió
con una palmada la perorata del
portavoz.
—Si se hubieran muerto tu
padre y tu madre, Pape Demba,
¿habrías dicho que dos semanas de
duelo eran demasiado? La misma
pregunta les hago a todos los que te
han enviado y los que te
acompañan. ¿Sabéis qué os digo?
Que el Copacabana es mío y lo
abro y lo cierro cuando me viene en
gana. Esos derechos vuestros de los
que hablas, Pape Demba, con esa
lengua tuya de estropajo que se te
arrastra por toda la boca y te
impide hablar como todo el mundo,
salpicando de saliva a cuantos
tienes alrededor como una
muchacha en su primer embarazo,
lo que tú llamas «nuesstdos
dedechos», ya podéis metéroslos
por donde os quepan, tú y los que te
han mandado, y marchaos ahora
mismo de mi casa.
—No, no, mamá Golda, no
tiene que tomad miss palabdass
como... —había intentado
parlamentar el portavoz.
—¡Esperadme, que voy a ir a
cortarle el pene a los padres de
todos vosotros! —espetó con cajas
destempladas Golda Meir, que les
dio la espalda.
Luego se había precipitado al
interior de la barraca; cuando salió
al cabo de unos instantes, armada
con una pequeña hacha de mango
metálico y afilada hoja, la
delegación se esfumó.
En realidad, la madre y la hija
estaban que no vivían. La segunda
bolsa que había traído Ramata
contenía la misma suma, además de
cinco lingotes de oro, un cofrecillo
lleno de joyas y una bolsita de
cuero con una treintena de piedras
preciosas multicolores, rojas,
azules, verdes y opalinas, de
incalculable valor. Pronto aquel
botín fue a parar al mismo
escondite que el segundo.
Desde entonces sufrían la
continua aprensión de que llegaran
para detenerlas, o de que la Guapa
Mujer pensara mejor las cosas y
acudiera a reclamar sus bienes. Por
otra parte, si de verdad estaba loca,
tal como aseguraba Diodio, sus
parientes se percatarían de la
desaparición del dinero y de las
joyas y ella los conduciría hasta
allí. Tanto en un caso como en otro,
tendrían serios problemas. No
obstante, estaban decididas a
afrontarlos, pues la fortuna que
tenían en sus manos compensaba
todos los problemas del mundo.
Estaban dispuestas a pasar una
larga temporada en la cárcel, pero
nunca confesarían haberla visto
antes, ni haber recibido
absolutamente nada de ella, y en
cuanto al lugar donde estaba
escondido el tesoro, ¡nadie les
arrancaría el secreto!
Sin embargo, pasaron los días
y nada de eso se produjo. Poco a
poco, la angustia que las atenazaba
desde la mañana y las acompañaba
el resto del día, sin abandonarlas a
la hora de dormir, atormentándolas
en sueños, había comenzado a
disiparse, sin llegar a desaparecer
del todo. Por más que habían
aguzado el oído, no habían oído
ninguna noticia alarmante. El único
tema que habían abordado los
clientes con que se cruzó una de
ellas al salir era la reapertura del
Copacabana, que todos aguardaban
con impaciencia.
Ésta se produjo por fin en la
fecha prevista, con gran
satisfacción general.
Los días, las semanas y los
meses se fueron sucediendo, con
excesiva lentitud para el gusto de
Golda Meir y de Diodio. Todas las
mañanas al despertarse, no podían
evitar pensar que ese día
intervendrían la Policía o los
gendarmes.
Así transcurrió un año.
Era el comienzo de la época
de lluvias, la medianoche había
quedado atrás hacía rato y el bar
estaba cerrado. La madre y la hija
estaban a punto de acostarse
cuando, de improviso, reapareció
Ramata Kaba.
CUANDO
FLORECEN LOS
CEIBOS

Al tercer día de la muerte de


Matar Samb, DS, Armando hijo, su
esposa Dieynaba y la tía Dianké, a
quien Ramata había dejado sola,
durmiendo todavía en el colchón
instalado encima de la moqueta del
dormitorio del tercer piso donde
pasaban juntas la noche, para bajar
al patio, se despertaron de manera
repentina de madrugada, alarmados
por sus estridentes gritos. Bajaron
en tropel al jardín, que estaba
empapado por el fuerte aguacero
del día anterior, y la encontraron
desnuda, tal como su madre la trajo
al mundo, con los ojos tan
desorbitados y fijos que parecían
de vidrio, y con una espuma blanca
en la comisura de los labios,
llamando con voz monocorde a
Ngor Ndong. Quería salir de la
propiedad y el guardián,
estupefacto, la retenía por el brazo
para impedírselo.
Ante aquel mórbido
espectáculo, Dieynaba, que estaba
ya terriblemente afectada por la
muerte de su padre, cayó
desmayada sobre el césped
húmedo. Dianké se desprendió del
pareo que llevaba bajo la túnica
para preservar la dignidad de
Ramata. DS ocultó la cara entre las
manos susurrando con patetismo:
«¡Dios Todopoderoso! ¡Dios
Todopoderoso!». Armando se
agachó para recoger a su mujer y
después de trasladarla al sofá del
salón llamó por teléfono a su padre.
El profesor Armando Gomis
tardó poco en llegar.
Fue a ver a Ramata, a quien
habían llevado ya a su habitación.
La encontró sentada en la cama,
agitada, llamando todavía a Ngor
Ndong, mientras Dianké y DS la
sujetaban por los hombros.
Al ver entrar al médico, la
cuñada la soltó y se acercó a él.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Qué
nos está pasando? Armando, ¿quién
es este Ngor Ndong cuyo nombre no
para de pronunciar? ¿Tiene alguna
relación con la muerte de mi
hermano? ¿Quién es? ¿Lo conoces?
El profesor Armando Gomis
desvió la mirada despavorida que
tenía posada en Ramata Kaba para
centrarla, sacudiendo despacio la
cabeza, en DS.
—No, es imposible. ¡Es
totalmente imposible! —exclamó
por fin con un hilo de voz.
—¿Qué? ¿Qué es eso que es
totalmente imposible, Armando?
¿Conoces a ese Ngor Ndong y la
relación que pueda tener con la
muerte de mi hermano?
—Conocí a Ngor Ndong, pero
ignoro si tiene algo que ver con el
sui..., la muerte de Matar. ¡Seguro
que no!
DS lanzó una mirada
fulminante al médico. Este bajó la
cabeza, diciéndose que en el futuro
debería evitar de una vez por todas
esa clase de lapsus y esforzarse por
expulsar definitivamente de la
memoria la dolorosa y persistente
verdad, que Matar se había
ahorcado, y adoptar la mentira a la
vez reconfortante e insoportable
que decía que su amigo había
muerto de un ataque cardiaco, tal
como había jurado a su hermana y
como creía todo el mundo.
—¿Quién es ese Ngor Ndong?
—lo interrogó ella, mirándolo con
insistencia—. Si no tiene nada que
ver con la muerte por ataque
cardiaco de mi hermano, ¿qué
relación mantenían, entonces? ¿Por
qué Ramata lo llama sin cesar? ¿Lo
conocía ella?
El profesor Armando Gomis
contó hasta el último detalle que
hacía mucho tiempo un portero de
la Maternidad del hospital Le
Dantec, llamado Ngor Ndong, había
perdido la vida a manos de los
policías; explicó cuál había sido el
grado de responsabilidad de
Ramata y cómo había logrado
sofocar Matar Samb el asunto con
la ayuda de Jackson. Aquello
sucedió veinte años atrás. Desde
entonces nadie le había prestado
ninguna atención. Todo había
quedado en el olvido.
¿Era posible que el espectro
de Ngor Ndong hubiera regresado,
después de tan largo periodo, para
vengarse de la pareja, para sumir al
marido en una congoja tan honda
que lo impulsó a poner fin a su vida
de una manera tan repentina, sin
explicar unos motivos que sin duda
consideraba irracionales, y para
aquejar a la esposa de una
demencia súbita, con su nombre
prendido a la boca, tres días
después? ¿Cómo había que
interpretar, si no, aquellos
perturbadores hechos? Aunque era
imposible, totalmente descabellado,
en el albor del tercer milenio,
pensar en historias de fantasmas y
creencias que habían quedado
superadas desde hacía mucho,
incluso en el medio rural, y más
teniendo en cuenta que él, Armando
Gomis, de formación cartesiana, al
igual que DS, nunca había dado
crédito a tales cosas. No obstante,
por más que reflexionaran, no
conseguían encontrar otra
explicación para aquellos
misteriosos y dolorosos
acontecimientos. En definitiva,
debían reconocer que la desgracia
que se abatía sobre el infortunado
matrimonio era tan nebulosa como
el asesinato del político Babacar
Sèye.
Ese mismo día, llevaron a
Ramata Kaba al hospital
psiquiátrico, en contra de la opinión
de la tía Dianké, que afirmaba que
su enfermedad, al igual que el
sorprendente fallecimiento de su
marido, estaba provocada por las
maléficas acciones de numerosos
envidiosos que, con su mal de ojo y
sus malas mañas, habían logrado
acabar con aquella rutilante pareja
que tantos celos suscitaba, porque
Matar y Ramata nunca habían
querido aceptar la eficaz protección
de los grigris. Según ella, había que
llevarla al pueblo, donde un buen
curandero lograría hacerle recobrar
la cabeza o, si no, hacer venir uno a
la casa. Los psiquiatras hablaron de
conmoción afectiva generada por un
trabajo de duelo mal abordado, sin
aportar explicación al hecho de que
el nombre de Ngor Ndong no parara
de brotar de sus labios.
Durante una semana, Ramata
Kaba rechazó toda clase de
alimento y tuvieron que
introducírselo por vía intravenosa.
Llamaba, sin tregua, a su amante,
salvo cuando se dormía por el
efecto de los tranquilizantes y de
los somníferos que le
administraban. Siete días después
de que se hubiera manifestado su
trastorno, calló por fin. Indiferente
a todo, parapetada en un silencio
que nada alcanzaba a perturbar, con
el rostro petrificado e inexpresivo,
la mirada vacía, las mandíbulas y
los labios comprimidos,
permanecía al margen del mundo
real, ajena a toda noción de espacio
y de tiempo, incapaz de reconocer
ni de manifestar el menor interés
por nadie.
Un mes más tarde, Ramata
abandonó el centro psiquiátrico,
lugar lúgubre e insano, para
ingresar en la ultramoderna clínica
que llevaba por nombre
«Dieynaba», y que era propiedad
de la Holding Samb.
Una buena mañana, al cabo de
un año de hospitalización en un
estado estacionario que no alteraron
las diferentes medicaciones,
Ramata se escapó. Se fue a pie,
guiada por un misterioso instinto,
hasta Diamniadio, adónde llegó
entrada la noche.
La gran sala del Copacabana
estaba cerrada y los clientes se
habían instalado en las barracas o
habían regresado a sus casas. Se
dirigió pues a la vivienda de Golda
Meir, situada al fondo del recinto.
En la entrada, se desprendió de la
ropa y entró en la habitación,
llamando a Ngor Ndong.
Diodio, que se disponía a
cerrar la puerta, retrocedió de
manera precipitada, presa del
pánico.
—¡Huy! —chilló—. Madre,
una diablesa.
Chocó con la pequeña mesa a
cuadros negros y blancos y a punto
estuvo de caer hacia atrás.
El grito de Golda Meir, que ya
estaba acostada, resonó a
continuación.
—¡Una diablesa! —repitió,
levantándose.
Desnuda de pies a cabeza,
Ramata Kaba se mantenía en el
centro de la habitación con las dos
manos posadas en la cabeza de
larga cabellera desgreñada, sin
parar de pronunciar el nombre de
Ngor Ndong.
—¡Ya te había dicho que
estaba enferma! —apuntó Diodio,
una vez hubo salido de su estupor
—. ¿No la reconoces, madre?
—Ahora sí —dijo Golda
Meir, todavía impresionada—. Es
la Guapa Señora. Tenías razón,
Diodio, está completamente loca.
Cuando una persona se desnuda así,
no le queda nada, es que ha perdido
del todo la cabeza.
Diodio buscó un pareo en el
armario y tras cubrir con él a
Ramata, la tomó por el brazo y la
hizo sentarse en una de las camas.
Sin salir de su asombro, Golda
Meir la observaba con la mano
apoyada en la barbilla.
—¡Date cuenta de que es una
enormidad lo que quiere ésta a
Ngor Ndong! —exclamó.
—¡Ngor Ndong! ¡Ngor Ndong!
¡Ngor Ndong! —seguía repitiendo
sin cesar Ramata Kaba.
—¿Y ahora qué hacemos,
madre? —planteó Diodio.
—No sé. Yo iba a preguntarte
lo mismo. Quizá mañana sus
parientes anuncien su desaparición
en la radio. Ya preguntaremos a los
clientes...
—¡No! —la interrumpió
Diodio—. Si la encuentran aquí,
tendremos complicaciones con lo
que nos dio el año pasado. Seguro
que sus parientes nos harán
preguntas al respecto.
—Si nos preguntan, lo
negaremos. Como está loca,
afirmaremos que nunca la habíamos
visto.
—Más vale no tener que negar
nada, madre. El asunto podría ir a
parar a la Policía o al cuartel, y esa
gente, los policías y los gendarmes,
tiene un olfato endemoniado, lo
sabes muy bien. Una vez que han
puesto la nariz en un caso, siempre
acaban encontrando lo que buscan.
No siempre basta con negar para
desprenderse de sus garras. Ellos
poseen métodos eficaces capaces
de hacer confesar un delito hasta al
que no lo ha cometido.
—¡Tienes razón! Entonces
echémosla lejos de aquí.
—Ay, si la echamos, volverá.
¿Por qué crees que ha venido aquí?
Para encontrar a Ngor Ndong. Sólo
le interesa él. Yo creo que su
enfermedad empeoró desde la
última vez que la vimos, hace un
año, y que se ha escapado del sitio
donde estaba encerrada. Lo que es
seguro es que ha venido por Ngor
Ndong y que mientras no lo haya
encontrado, no se moverá de aquí.
Si la obligamos a irse, va a volver.
En cualquier caso, no debe de haber
venido de muy lejos...
—¿Por qué dices eso?
—Porque si hubiera venido de
lejos, así desnuda, habría llamado
la atención de la gente y alguien la
habría vestido con un pareo o una
túnica.
—¿Quién, a ver? La gente ya
no se fija en nada hoy en día. Están
preocupados con los problemas
para sobrevivir cada día; tienen el
corazón reseco, están distraídos y
nada los afecta. Aunque te mueras
en plena calle, a duras penas se van
a fijar en ti, o sea, que aún menos se
fijarán en una loca que se pasea
desnuda, porque eso es algo
corriente. Los únicos que la habrán
mirado son los viciosos.
—Es posible. Ahora, madre,
lo que urge es encontrar una
solución.
—Estoy de acuerdo contigo.
Pero ¿cómo encontrar una solución?
Te confieso que estoy desorientada
y ya no sé qué pensar.
—He reflexionado un poco,
madre. En primer lugar, de ninguna
manera hay que preguntar por ella a
los clientes. Por suerte, cuando ha
llegado, el bar estaba cerrado y los
residentes se habían acostado.
Nadie la ha visto entrar, pues, y
nadie tiene por qué saber que está
aquí. Ya no podemos echarnos atrás
en este asunto. Puesto que no quiere
irse mientras no haya visto a Ngor
Ndong, eso creo, lo va a esperar
aquí. Si sus parientes transmiten una
orden de búsqueda por la radio,
haremos como que no nos hemos
enterado.
—Para empezar, es necesario
que se calle, porque si no, la gente
sabrá que está aquí. A mí, la
manera en la que llama a Ngor
Ndong me produce escalofríos.
¿Cómo hacer para que se calle,
Diodio? Espera, voy a probar.
Golda Meir fue a instalarse en
la cama, al lado de Ramata, que
estaba cubierta con el pareo que
Diodio le había atado a la altura de
las axilas y, rodeándole los
hombros con su elefantiásico brazo,
comenzó a hablarle con el tono de
voz grave e infantil que se suele
emplear para hacer entrar en razón
a los dementes.
—¡Guapa Señora, Guapa
Señora! Ngor Ndong va a venir, te
ha estado esperando aquí desde
hace una semana con la esperanza
de que tú llegaras. Diodio va a ir a
llamarlo a la barraca donde se
encuentra. ¡Ahora, cállate!
Dirigió una señal a su hija, que
se encaminó a la puerta.
—Me voy a buscarlo y ahora
mismo vuelvo —anunció con
seriedad antes de salir.
—¡Guapa Señora, Guapa
Señora! —prosiguió Golda Meir
con el mismo tono—. Calla y
escúchame, ¿eh, Guapa Señora?
Ngor Ndong está aquí. Diodio ha
ido a buscarlo y va a volver con él.
¡Ahora calla un poco, Guapa
Señora, que Ngor Ndong está a
punto de llegar!
Al cabo de un momento,
Diodio regresó con la camisola, el
pareo y el pañuelo de tocado que
Ramata Kaba había dejado afuera y
los dejó en la cama.
—Debe de ser su ropa —
señaló—. Seguramente se la ha
quitado antes de entrar en la
habitación.
Tras dedicar un somero
vistazo a la vestimenta, Golda Meir
volvió a centrar la atención en
Ramata.
—¡Cállate un poco, Guapa
Señora! Ngor Ndong va a venir.
Diodio lo ha llamado ya. Calla un
poco, por favor, Guapa Señora.
—No te oye, o si te oye, no te
entiende. Es Ngor Ndong lo que
quiere, él y nada más.
—Pero yo a Ngor Ndong no lo
he visto desde el año pasado.
Desde que se fue con Tiguis y
Hobou Nguer, no he tenido ninguna
noticia de ellos y no sé cuándo van
a volver.
—¿Y si la amordazáramos? —
propuso Diodio.
Golda Meir se levantó de la
cama, tomando una repentina
decisión.
—Se me ocurre algo mejor. La
voy a dejar fuera de juego con...
—¡Madre! —exclamó,
espantada, la hija—. No vas a...
Golda Meir emitió una risita.
No te preocupes, sólo la voy a
dormir con una fuerte dosis de
alcohol. Pásame una botella de
ginebra de la caja de debajo de la
cama y después, del aparador, la
caja de Riqlès y un vaso grande.
Diodio dejó en la mesa a
cuadros lo que le había pedido
Golda Meir. Entonces ésta vertió
dos frascos de alcohol de menta en
el vaso y acabó de llenarlo de
ginebra hasta el borde.
—¡Bebe, Guapa Señora! —la
animó—. Está muy rico. Bebe un
poco, Guapa Señora.
Ramata Kaba siguió impasible
como una estatua, una estatua cuya
voz resonaba sin cesar en la
habitación. Golda Meir volvió a
sentarse a su lado para ofrecerle el
brebaje.
—¡Guapa Señora, bebe, es
muy bueno!
En cuanto el vaso le rozó los
labios, Ramata Kaba cerró
herméticamente la boca, con las
mandíbulas tan comprimidas que
hasta le rechinaron los dientes.
De improviso, en la estancia
se hizo el silencio. Por primera vez
desde su llegada, se había callado.
Un grillo cantaba en un rincón.
Afuera, no brotaba ningún ruido de
las barracas y, a lo lejos, iba
menguando el gruñido del tren de
las Industrias Químicas de Senegal
que pasaba, cargado de mineral,
por la cercana vía férrea.
—¡Ven a ayudarme, Diodio!
Hazle como a los niños cuando los
obligan a tomar un medicamento.
Con una mano, Diodio agarró
la larga cabellera de Ramata y la
inmovilizó tirando hacia atrás,
mientras con la otra le tapaba la
nariz. Ramata resistió tanto como le
fue posible, reteniendo la
respiración hasta el límite, pero,
con los pulmones a punto de
estallar, se vio obligada a abrir la
boca para respirar. Golda Meir
aprovechó para pegarle el pulgar y
los cuatro dedos juntos a las
mejillas y, acto seguido, le
introdujo en la boca la mezcla de
ginebra y de Ricqlès. Ramata
forcejeó con todas sus fuerzas,
hasta el punto de hacer caer el
pareo que la cubría. Golda Meir se
sentó encima de sus muslos,
neutralizándole las piernas; sin
dejar de paralizarle la cabeza,
Diodio le destapó la nariz para
sujetarle las dos muñecas con una
sola mano.
La mitad del líquido la
expulsó escupiendo y tosiendo,
pero la otra mitad logró abrirse
paso hacia su garganta. Después de
la cuarta tentativa, habían dado
cuenta de toda botella de ginebra y
de seis frascos de Riqlès. Como
Diodio consideró que era
suficiente, la soltaron.
Ramata siguió resoplando un
breve instante antes de reanudar sus
quejidos: «¡Ngor Ndong! ¡Ngor
Ndong!». La letanía no duró mucho.
Con lengua torpe y pastosa,
comenzó a hacer vacilar la cabeza a
uno y otro lado, hasta que de
repente la dejó caer hacia delante, y
se habría caído al suelo si Diodio
no la hubiera sostenido en el último
momento.
Estaba roncando.
La madre y la hija la acostaron
en la cama y la taparon con el
pareo.
No bien se descubrió la fuga
de Ramata de la clínica Dieynaba,
como no existía ninguna agencia de
detectives privados en todo el país,
Armando hijo y su esposa
recorrieron durante un día entero
todos los servicios de Urgencias y
los depósitos de cadáveres de los
grandes hospitales de la capital.
Una vez descartada la posibilidad
de que le hubiera sobrevenido un
accidente o la muerte en la vía
pública, decidieron recurrir a la
Policía y a los medios de
comunicación, la única vía
disponible en caso de desaparición.
Durante más de un mes,
cumpliendo órdenes de la más alta
jerarquía, los policías de las
comisarías de Dakar y de los
alrededores detuvieron para
efectuar controles a todos los
enfermos mentales que
deambulaban por las calles. En los
periódicos, en la televisión y en la
radio se publicaron anuncios de
búsqueda, con la promesa de una
cuantiosa recompensa para quien
aportara información útil para
encontrarla. El tío Toumani Kaba y
la tía Dianké, por su parte,
consultaron a numerosos marabúes
y videntes.
Ninguna investigación dio, sin
embargo, resultado.
Y es que la aguja perdida se
hallaba escondida debajo del pie de
Golda Meir: aunque la buscara el
mundo entero, nadie la iba a
encontrar. La familia de Ramata
jamás lo logró.
El profesor Armando Gomis
guardaba cama en el dormitorio de
su mansión de Fann Residence. No
se encontraba nada bien. Los
terribles acontecimientos de la
semana, que se habían sucedido con
la lúgubre inmediatez de un entierro
después de un fallecimiento, lo
habían dejado postrado. Su tensión
arterial, que aun siendo alta
controlaba bien con un tratamiento,
había subido de manera vertiginosa
y no conseguía hacerla bajar, sobre
todo desde la repentina enfermedad
mental que había aquejado a
Ramata dos días antes. Unos
persistentes vértigos le impedían
mantenerse en pie; oía un zumbido
de moscas que revoloteaban delante
de sus ojos. Y los medicamentos,
que normalmente le procuraban un
rápido alivio, no parecían surtir
efecto esa vez.
Lo curioso era que sufría
espantosas pesadillas, que habían
acabado por despertarlo, pese a que
había tomado un fuerte
tranquilizante. Con la vejiga llena,
la cabeza pesada, el vértigo
acentuado, el bordoneo más intenso
que nunca y empapado de un
pegajoso sudor, se decía que
aquello no era normal, que en el
sueño inducido de forma artificial
mediante un producto hipnótico, no
debería soñar.
No obstante, había padecido
varias pesadillas, la última de las
cuales le había causado un profundo
desasosiego. En ella lo había
perseguido durante un día entero,
del amanecer a la puesta de sol, un
toro negro que tenía la cara dé Ngor
Ndong, a través de una sabana llena
de espinas que se le clavaban en la
planta de los pies. Al anochecer,
había logrado despistar al animal y
había llegado, agotado, a una gran
plaza iluminada por un proyector
rojo, dominada por un baobab
gigante con la forma precisamente
de Ngor Ndong, de cuyas ramas
colgaban unos panes de mono32 con
la cara de Mbagnick Ndong y de los
que resbalaban lágrimas de sangre.
Al pie del árbol había concentradas
cincuenta personas, veinticinco
hombres que formaban un
semicírculo a la derecha y
veinticinco mujeres a la izquierda,
con cara de gato, vestidas
completamente de rojo, en torno a
Ramata, Matar, el comisario Diallo
y Jackson, que, con caras de ratón y
desnudos, permanecían sentados en
el centro del círculo. Un miembro
del grupo de hombres gato, el jefe
sin duda, el más alto, cuya
vestimenta era de un rojo más
intenso que el de los demás, se
había adelantado y lo había cogido
por la muñeca para conducirlo junto
a los cuatro compañeros ratones
instalados en el suelo. Al entrar en
contacto con el hombre gato, su
ropa había desaparecido y él se
había metamorfoseado en hombre
ratón desnudo. Entonces los
«Mbagnick Ndong-panes de mono»
anunciaron con cavernosa voz que
aquel a quien esperaban, Armando
Pierre Marie Gomis, había llegado
por fin y que podía dar comienzo el
juicio. En el curso de un proceso
sumario, los cuatro hombres y la
mujer ratones fueron declarados
culpables de un infamante crimen
cuya naturaleza no se especificó: se
les condenó a ser devorados por los
hombres gato. Cuando clamaban su
inocencia, el baobab-Ngor Ndong y
su hermano múltiple personificado
por los panes de mono los habían
instado a callarse, en vista de que
todos habían ratificado su
culpabilidad.
En el momento en que diez
hombres gato, provistos ahora de
unas patas de aceradas garras en
lugar de brazos, se abalanzaban
sobre ellos, se había despertado
con un sobresalto y con el ritmo del
corazón desbocado.
En realidad, por más que se
negara a reconocerlo, estaba
asustado. El suyo no era la clase de
miedo lógico e instantáneo, por
ejemplo el que te asalta cuando en
plena noche se te atraviesa un
agresor armado con una pistola o un
cuchillo y reclama: «¡La bolsa o la
vida!». No, el suyo era un pavor
profundo, insidioso, destilado gota
a gota como un suero intravenoso,
provocado por el recuerdo,
reprimido una y otra vez de forma
racional y que, sin embargo,
regresaba sin cesar con la misma
fuerza del oleaje contra un
acantilado, el recuerdo del trágico
incidente acaecido mucho tiempo
atrás en el curso del cual el portero
de la Maternidad había perdido la
vida. Siempre iba asociado a la
idea de que, aunque se hubiera
producido de forma tardía, todo
aquello guardaba un extraño
parecido con una venganza divina o
mística, con el inexplicable
suicidio de Matar y la súbita
demencia de Ramata, quien a pesar
de no haber retenido nunca el
nombre del portero, se había puesto
a repetirlo un buen día sin parar.
¿Y si se tratara de una
venganza divina o mística, por más
que se negara a admitirlo? En el
fondo, ese tipo de cosas podían
existir. En ese caso, corría el riesgo
de acabar mal si continuaba
tratándose con el método occidental
por medio de pastillas, gotas y
comprimidos, tal como les había
ocurrido a todos los protagonistas
que habían intervenido en ese turbio
asunto. ¿Cómo había que
interpretarlo? ¿Como una señal
premonitoria que lo había visitado
en sueños cuando estaba bajo la
influencia del asombro que le había
causado escuchar a Ramata
pronunciando sin parar el nombre
de Ngor Ndong? Jackson, hacía
mucho, había sido el primer
afectado. Él había sido testigo de
sus últimos años de vida, un largo y
doloroso calvario en la pendiente
de la decadencia humana. Mientras
el gigante todavía ocupaba una
cama en el hospital, se había
enterado de que el comisario Diallo
había muerto en un accidente de
tráfico, en la curva situada en la
salida del pueblo Ndiass, en la
carretera de Mbour, cuando
regresaba de Kédougou, adonde lo
habían trasladado, para ir a ver a su
familia en Dakar. Dos décadas más
tarde, la pareja de amigos se había
desintegrado de una manera
espeluznante, horrorosa. Sólo
quedaba él. ¿Saldría de aquélla?
¿Qué maléfico destino tenía
reservado?
Lo que necesitaba eran las
oraciones y el safara, esa agua con
la que se habían lavado los
versículos del Corán escritos en un
papel blanco sin rayas o en una
tablilla de madera, de un buen
marabú, así como los grigris y los
encantamientos de un hechicero
serio. Suzanne se encargaría de ello
cuando llegara.
Suzanne era su prima hermana,
que, después de la muerte de su
querida esposa Philomène, se había
convertido en su compañera oficial.
Era viuda como él y nunca había
tenido hijos. No vivían juntos de
común acuerdo y se veían cuando
así lo deseaban. El intenso fuego
que antaño le devoraba el bajo
vientre se había apaciguado con la
edad, aunque sin apagarse del todo.
De vez en cuando el viento soplaba,
descubriendo las brasas ardientes
que se mantenían bajo las cenizas.
Suzanne era una amante perfecta,
una mujer madura de formas
rotundas, con una estrecha cavidad
de muchacha debido a la ausencia
de partos, con quien se entendía de
maravilla. Anoche le había
preguntado si quería que pasase la
noche con él, ya que se encontraba
mal. Como él había declinado la
oferta, había regresado a su casa, en
la Patte d’Oie, con la promesa de
que volvería al día siguiente para
desayunar con él. En cuanto llegara,
le pediría que se ocupara de
aquello.
Aun siendo católica
practicante asidua a la misa de los
domingos, profesora de Filosofía en
la Universidad de Cheikh Anta
Diop y nada ingenua, Suzanne creía
en esas prácticas oscuras y
frecuentaba esos medios de los que
él no sabía gran cosa. Conocía
muchos marabúes y hechiceros, en
especial a uno de sus compatriotas,
un tal Cumpridou, mandiago como
ellos, de quien le había hablado a
menudo, que era a la vez curandero,
vidente e intérprete de sueños; un
hombre de gran prestigio.
El profesor Gomis se sintió un
poco idiota por albergar ideas tan
atrasadas, pero se dijo que si algo
no podía tomarse a la ligera era su
salud. Aquellas cosas podían existir
realmente. África estaba repleta de
misterios insondables,
impenetrables para el entendimiento
y el racionamiento científico.
Aunque, bien mirado, ésa era la
característica esencial de todo
misterio. Tampoco podía
rechazarlos haciendo honor a la
objetividad en tanto en cuanto no
llegara a encontrar una explicación
aceptable. En más de una ocasión
se había visto confrontado a hechos
irracionales que no por ello
dejaban de ser reales. Un ejemplo
era el caso de la ex mujer de ese
mismo Ngor Ndong, puesto que
había vuelto al primer plano de la
actualidad. Aquella mujer había
dado a luz de forma consecutiva a
dos bebés muertos, pese a las
visitas y los tratamientos constantes
de que había gozado en la
Maternidad. De regreso a su
pueblo, gracias a los fetiches, había
dado vida a un niño sano. Ella
misma se lo había enseñado, lo
recordaba muy bien, cuando la
había vuelto a ver un año después,
un domingo por la tarde en que
regresaba de Kayar en compañía de
Philo y de su hijo, que por entonces
tenía seis años, y se había parado
en el mercado del fin de semana de
la estación de Sangalcam para
hacer provisiones de fruta y
verdura. Sentada en un banco frente
a una mesa cargada de pomelos y
mandarinas, Seynabou Tine lo había
reconocido en cuanto había bajado
del coche. Había oído con sorpresa
que lo saludaba con un caluroso:
«¡Buen señor profesor Gomis!»,
que acompañó de una amplia
sonrisa cuando todavía no lograba
identificar su cara y la confundía
con una de sus antiguas pacientes.
Ella le recordó quién era, le
presentó al robusto bebé que tenía
en los brazos, le contó las
peripecias de su existencia desde la
muerte de su primer marido, Ngor
Ndong, el parto que se había
producido la misma noche en que se
enteró de que había muerto a
consecuencia de una breve
enfermedad en el hospital Le
Dantec, el niño al que habían puesto
el nombre de su padre, y su boda
con su hermano Mbagnick Ndong,
para acabar negándose a que
Philomène le pagara las frutas que
había cogido de su mesa.
—¡No, señora, es regalo para
ti y niño! Profesor Gomis siempre
muy bueno conmigo y el mi marido,
cuando nosotros vivir los dos en
Maternidad del hospital Le Dantec
—dijo.
Sufrió un escalofrío
involuntario al pensar que la pobre
Seynabou Tine ignoraba por
completo las trágicas circunstancias
de la muerte de su primer esposo.
Sí, no había que descartar
nada. Encargaría a Suzanne que
llevara a Cumpridou a la casa y le
buscara también un buen marabú.
No había nada de ridículo en eso.
Ella estaría de acuerdo, porque
siempre argumentaba, cuando se
mofaba de ella, extrañado de su
forma de actuar, que las dos
medicaciones podían ir a la par,
que una no era incompatible con la
otra.
La vejiga del profesor Gomis,
excesivamente llena, le presentó
una exigencia que debía satisfacer
de inmediato. Era la reacción al
medicamento diurético que había
tomado. Se había levantado en tres
ocasiones, en las que había llegado
a duras penas al cuatro de baño,
adormilado y medio impedido por
el vértigo. Esa vez había
postergado lo más posible el
desplazamiento, pero ahora debía
levantarse e incluso apresurarse si
no quería mojar el pantalón del
pijama. Levantó el brazo hacia atrás
y, tras localizar a tientas el
interruptor, encendió la lámpara. Se
sentó pensando que debería
proveerse de un orinal, utensilio
muy práctico cuando uno guarda
cama. Lanzó una ojeada al
despertador y logró distinguir, con
la impresión de mirar a través de un
velo, las agujas de la esfera, que
indicaban las cinco y media. Tenía
la sensación de que los simples
movimientos efectuados para
encender la luz, levantarse, sentarse
y poner los pies en el suelo, le
habían supuesto titánicos esfuerzos,
hasta el punto de dejarlo sin
resuello, gimiendo con la boca
abierta. Levantó la cabeza. Tras
evaluar la corta distancia que lo
separaba del baño, se levantó con
precipitación, incapaz de
contenerse por más tiempo y se
dijo, con la presión de la orina en
el esfínter, que tampoco estaba tan
mal como para no poder llegar. Lo
cierto fue que no logró dar un solo
paso. La habitación y los muebles
daban vueltas como peonzas, el
suelo se movía bajo sus pies, las
moscas que veía y oía eran más
numerosas y más activas, y la
cabeza le estalló con el ruido de un
neumático pinchado. Las piernas
dejaron de sostenerlo. La última
idea de la que fue consciente era
que había mojado el pantalón;
después perdió el conocimiento y
se desplomó en la moqueta.
Al llegar a las siete, Suzanne
lo encontró acurrucado en el suelo,
con la mitad del cuerpo sacudida
por breves temblores
espasmódicos, los puños crispados,
una extraña respiración cavernosa
que le hacía hinchar las mejillas a
cada inspiración y desinflarlas al
espirar, la boca cerrada y los labios
encogidos, como un viejo que
fumara una pipa sujeta entre los
dientes.
Llamó a su hijo Armando, que
no tardó en acudir.
—¡Es un accidente vascular
cerebral! —diagnosticó enseguida.
—¿Qué es un accidente
vascular? ¿Es grave? —preguntó
con inquietud Suzanne.
—Una hemorragia cerebral —
explicó—. Hay vasos sanguíneos
que se han roto en su cerebro. Es
bastante grave. Hay que
hospitalizarlo enseguida.
Media hora después, el
profesor Gomis ingresaba con
admisión prioritaria, mientras otros
pacientes aquejados de la misma
dolencia esperaban en los pasillos
acostados en las baldosas, en la
sala de reanimación del centro de
neuropsiquiatría donde se
encontraba Ramata desde hacía
cuarenta y ocho horas. La misma
noche, el avión de DS lo trasladó
urgentemente a la Pitié-Salpêtrière,
un gran hospital de París,
acompañado de su hijo y Suzanne.
Nadie puede sustraerse a su
destino, sin embargo, nada ni nadie
pueden alargar el límite de la vida
cuando llega la hora fatídica que
nadie puede prever con exactitud
cuándo ni dónde se producirá. El
profesor Gomis tenía cita con la
muerte, allá en las riberas del Sena.
Pese a los cuidados intensivos
prodigados por los mejores
especialistas de Francia, murió al
cabo de un mes, sin haber
recuperado el conocimiento. El
Boeing de DS volvió a despegar al
día siguiente para llevar su cadáver
a Dakar. Lo enterraron tres días
después en presencia de una
numerosa multitud, no en el nuevo
cementerio Saint-Lazare de Betania,
situado cerca de la vía rápida del
norte, que acababan de
acondicionar con un alumbrado
público paralelo a las luces de la
pista del aeropuerto L. S. Senghor,
lo cual podía inducir a error a los
pilotos en la operación de
aterrizaje, sino en el de Bel Air,
próximo al mar, completo desde
hacía años, donde su familia poseía
un panteón.
En esta tierra de hombres
donde conviven la abundancia y la
miseria, la vida y la muerte, nada
está oculto del todo, nada queda por
saberse de manera indefinida, todo
secreto acaba por aflorar a la luz.
Ese dicho, formulado por
Bayab Gondia, suscitó una
acalorada discusión entre los
pescadores instalados en la cabaña
situada al borde del mar, que
mientras reparaban las redes se
dedicaban a conversar sobre las
cosas de la vida, el tiempo, las
estaciones, el mar, los peces y la
condición humana.
—¡Pues yo no estoy de
acuerdo! —protestó Maniéna, que
siempre llevaba la contraria a los
otros—. Yo soy capaz de
esconderme y de hacer algo que
nadie, digo nadie, fijaos bien, podrá
saber nunca, a menos que yo se lo
revele.
—¡Ahí salió Maniéna, a
ayudarnos! —exclamó Bayab
Gondia, decidido a no medirse con
él—. Tú siempre pones reparos a lo
que decimos sin llegar a dejar nada
en claro. Lo que te gusta es alargar
la charla.
—¡No, no! —insistió Maniéna
—. Tú afirmas que nada permanece
secreto, desconocido u oculto. Yo,
Maniéna, digo que no es verdad.
Mañana me esconderé y haré algo
que nadie, ni tú ni otra persona,
sabrá jamás. ¡El que consiga
decírmelo podrá tratarme como si
fuera perro!
—¡Hombre, Maniéna, tampoco
hace falta llegar a eso!
—¡Bayab Gondia, he dicho, y
lo mantengo, que el que consiga
decirme mañana lo que habré hecho
cuando me esconda podrá ir a
buscar tiras de corteza de baobab
para trenzar una cuerda para
atármela al cuello y llamarme
perrito, perrito, llevarme
pegándome con una rama si por
azar me volviera remiso a seguirlo
hasta su casa o su campo, donde una
vez enseñado, me convertiría en su
fiel perro guardián!
—Hablas demasiado,
Maniéna. Eres incapaz de hacer
algo que no podamos averiguar.
—Sí, Bayab Gondia. Mañana
lo haré y te desafiaré a que me lo
digas.
—De acuerdo, mañana se
verá.
Al día siguiente al amanecer,
al regresar de la pesca, solo a
bordo de su piragua individual,
después de pasar la noche en el
mar, Maniéna paró de remar de
repente, a más de un kilómetro; tras
mirar en derredor y no ver ninguna
embarcación en los alrededores, se
desnudó y se sumergió en la tibia
agua de la mañana. Con una
maliciosa sonrisa se introdujo el
dedo índice en el ano; de nuevo en
la superficie, volvió a subirse en la
piragua en el momento en que el sol
asomaba por levante y se fue a su
casa.
Cuando se encontraron
después de la comida, a la hora en
que la sombra de la cabaña se
agrandaba ya hacia el este, Maniéna
volvió a sacar a colación la
cuestión.
—Eh, Bayab Gondia, a ti te
hablo, yo, Maniéna. ¿No habrás
olvidado lo que hablamos?
Por más que trató de hacer
memoria, Bayab Gondia no recordó
haber mantenido una conversación
en especial con Maniéna.
—¿De qué hablamos? —
preguntó por fin.
—¡Ja, ja! Finges haberlo
olvidado, Bayab Gondia, pero no te
has olvidado de nada. Es imposible
que te olvidaras de lo que dijimos
ayer, algo que tú mismo provocaste.
—¡Ay, Maniéna! Eso fue ayer,
como bien dices. En este mundo hay
que avanzar. Dejemos las palabras
de ayer en el ayer y ocupémonos de
las de hoy. Es mejor así.
—¡Ah no, eso sí que no! ¡Me
niego! No vas a plantear algo y
escabullirte después. No se puede
dejar las palabras de ayer en el
ayer para ocuparnos de las de hoy.
Las palabras de ayer no están
muertas y enterradas, y las de hoy
no han nacido todavía. Te pregunto,
pues, qué he hecho de especial esta
mañana, cuando estaba escondido.
¿Qué he hecho? Te pregunto a ti,
Bayab Gondia. Te lo pregunto
delante de todo el mundo.
¡Respóndeme!
—Mira que te gusta discutir,
¿eh, Maniéna? De acuerdo. Pero
antes querría que me des la garantía
de que tendrás la buena fe de
reconocer que he revelado
exactamente lo que has hecho de
especial esta mañana, cuando
estabas escondido.
—¡Huuy! Y ahora pone en
duda mi buena fe. Desde luego,
Bayab Gondia, vaya manera de
insultarme —protestó, indignado,
Maniéna—. A ti te lo puedo
consentir, sin embargo, porque
cuando éramos pequeños nos
sentamos en el mismo mortero33 y
compartíamos la misma choza. Si
dices la verdad, aunque estoy
convencido de que no dirás la
verdad, seré el primero en
reconocerlo, y si no, beberé el agua
sucia en la que se han lavado las
manos todos los varones y hembras
de mi familia.
—Vosotros sois testigos, ¿sí o
no? —preguntó Bayab Gondia a los
presentes.
—¡Sí, sí —confirmaron a coro
—, todos somos testigos!
Todos aguzaban el oído en
medio de un silencio absoluto que
permitía distinguir el monótono
choque de las olas desparramadas
en la playa. Bayab Gondia estaba
considerado como uno de los
hombres más serios del pueblo.
Nadie le había oído decir nunca lo
que no sabía o lo que no existía, ni
siquiera de broma, y todos
reconocían que uno podía fiarse de
su palabra en cualquier
circunstancia.
—Maniéna, voy a decirte cuál
es el gesto infantil que has
efectuado esta mañana cuando
creías estar bien escondido y que
nadie te veía. Maniéna, al volver
del mar, donde has pasado la noche
colocando, vigilando y levantando
las cañas de pescar, al amanecer,
poco antes de llegar al sitio donde
las olas comienzan a romperse
cerca de la costa, te has detenido
con la piragua. Después de mirar a
tu alrededor para asegurarte de que
nadie te veía, te has desnudado, te
has zambullido en el agua, que has
encontrado tibia, y sonriendo,
convencido de que nadie te veía, te
has metido bien hondo. Mira bien
con tus dos ojos mi segundo dedo,
el dedo índice de mi mano derecha.
¿Lo has visto, sí? Pues el tuyo,
Maniéna, el dedo índice de tu mano
derecha, es el que te has metido,
afirmo, en el culo. Luego te has
subido a la piragua en el momento
en que salía el sol y has vuelto a
casa.
—¡Mientes, no es verdad! ¡Tú,
Bayab Gondia, sabes mentir! —
exclamó Maniéna con manifiesta
mala fe, boquiabierto de todas
formas por la asombrosa precisión
de las revelaciones de Bayab
Gondia—. ¡Huuy! ¿Quién se ha
metido bien hondo el dedo índice
de la mano derecha en el culo? Pues
deja que te diga una cosa, el que
hayamos frecuentado juntos la
misma choza no te da derecho a
echarme encima todos los
maliciosos pensamientos que se te
ocurran. No me gusta nada, ni hoy
ni mañana. ¿Quién ha hecho ese
gesto infantil tan de mañana?
—Tú, Maniéna. ¡Reconoce al
menos que es un gesto infantil!
—¡No es verdad! ¡Mientes! —
insistió Maniéna—. No me has
visto, era imposible que me vieras.
¿Acaso estabas allí para verme?
—Se puede ver sin estar
presente.
—¿Cómo? ¿Cómo se va a
poder ver si uno no está ahí?
—Si te lo digo, vas a llevarme
la contraria, como haces siempre
con todo lo que se dice.
—¡No es verdad! ¡Mientes!
¡No me has visto, mentiroso!
—Sí, te he visto tal como te
veo ahora y te oigo ahora, Maniéna.
Era en tiempos muy antiguos.
El islam y el cristianismo no se
habían implantado todavía en el
país. Entonces había muchas
personas depositarías de
conocimientos paranormales, a
menudo desconocidos, y no era raro
asistir en cualquier reunión, bajo el
árbol de las palabras, en el campo
o en la ciudad, a hechos
asombrosos, incluso cercanos al
milagro.
Bayab Gondia era una de
aquellas personas. A partir de ese
día se reveló como un gran vidente,
como no había existido otro igual,
como no volverá a existir nunca, y
lo seguirá siendo hasta que le llegue
la muerte en la vejez. La gente
contaba que de niño había cogido la
secreción del ojo de un perro y se
la había puesto en sus ojos. Desde
entonces, gozaba de la misma vista
aguzada del animal, tanto de noche
como de día, y percibía las cosas y
los seres visibles e invisibles.
Se quitó un ojo de la cuenca y
lo mostró en la palma de la mano.
—¡Ha sido el ojo, que he
enviado, y que te ha seguido por
todas partes, el que te ha visto,
Maniéna! —declaró ante la
sorpresa general, antes volverse a
colocar el órgano en su sitio.
Todo acaba pues por saberse,
tal como aseguraba Bayab Gondia.
La edición de El Ojo del
Testigo, publicada quince días
después del fallecimiento de Matar
Samb, tuvo el mismo efecto que una
bomba, una de las tantas que la
revista tenía por costumbre hacer
estallar. Era un artículo de unas
cuantas líneas que aparecía en el
primero de los conocidos recuadros
de la segunda página, titulado:
«¿Ataque cardiaco u horca?».

Contrariamente a lo que se
había anunciado, todo apunta a que
el difunto ministro Matar Samb no
murió de paro cardiaco, sino
colgado de una cuerda. La tragedia
tuvo por escenario el dormitorio
situado en el tercer piso de la nueva
residencia del ministro, en Ranrhar.
En nuestro número de la semana
próxima expondremos con más
detalle los pormenores de lo que
desde ahora se puede denominar ya
como el caso Matar Samb, a fin de
dilucidar los graves y turbios
motivos que pudieron impulsar al
eminente político a acabar con su
vida de una manera tan repentina.
Continuará...
Entre las numerosas
publicaciones mensuales,
bimensuales, semanales,
quincenales y periódicos de la
mañana y de la tarde que por
fortuna han ido surgiendo durante
los últimos quince años, El Ojo del
Testigo, que salía los viernes por la
tarde, era el que batía el récord de
comparecencias judiciales, de
condenas a penas de cárcel por el
momento condicionales y de
imposición de multas. Los procesos
les llovían igual que los aguaceros
en una generosa estación de lluvias,
de tal forma que muchos se
preguntaban, y no sin razón, pues la
astucia del pueblo es cosa
reconocida, si el jefe de redacción
no lo hacía ex profeso con la
intención de provocar el escándalo
en torno a su persona para así hacer
subir las ventas de su periódico,
expuesto a una reñida competencia
con sus competidores.
Un buen exponente de ello era
el caso del puesto de aduanas de
Séléty, situado en Fogny, en la
región de la Media Casamance. Una
noche, unos elementos armados
atacaron el puesto, mataron al jefe y
a uno de sus ayudantes e hirieron de
gravedad a otro. Oficialmente,
fueron los rebeldes del MFDC los
responsables. El mismo día, por
medio de su portavoz y
representante en Europa radicado
en Francia, el movimiento
independentista desmintió
formalmente toda implicación. No
se sabía pues quién tenía razón y
quién mentía.
Para El Ojo, siempre fiel a sí
mismo, aquello no pasaba de ser
una historia de faldas, pese a su
sangriento y trágico desenlace. Acto
seguido pasaba a explicar que el
jefe del puesto se acostaba con la
segunda mujer del comisario de
Policía de la capital gambiana,
Banjul, a quien alguien había
avisado por medio de una carta
anónima. El delator añadía que si
no lo creía, no tenía más que
desplazarse, tal noche, en torno a
las doce, al puesto de aduanas de
Séléty; allí descubriría a su esposa
in fraganti.
La noche indicada, el
comisario gambiano se dirigió a
Séléty en una camioneta Toyota en
compañía de seis hombres armados
hasta los dientes. No abrigaba ya
dudas, porque el mismo día en que
recibió la carta, su mujer le había
pedido permiso para ir a Serekunda
y quedarse tres días para visitar a
su anciana tía enferma. Después de
derribar la puerta de la habitación,
que por lo visto ya conocía,
encontró a la indigna esposa y a su
amante desnudos en la cama. A él
lo abatió a balas y a la mujer la
dejó sin conocimiento de un
puñetazo. Alterados por el ruido de
pasos, las detonaciones y los gritos
de la mujer, los otros dos aduaneros
salieron imprudentemente de sus
dormitorios para ir en busca de sus
armas y toparon con los miembros
del comando, que mataron a uno y
dejaron herido al otro.
Considerando que ya había lavado
su honor, el comisario gambiano
recogió a su esposa inconsciente y
regresó a Banjul.
Las familias de los aduaneros
pusieron una denuncia contra el
periódico.
En el juzgado, el jefe de
redacción reconoció que le era
imposible aportar la más mínima
prueba de lo que había escrito, ya
que pese a las garantías que le
había dado de venir a aportar su
testimonio delante del juez, su
informante se había echado atrás en
el último momento.
El asunto concluyó con una
nueva condena.
El Ojo, tal como lo llamaban
los lectores, no se dejaba arredrar,
sin embargo. En una programa de
radio FM muy popular dedicado al
mundo de la prensa, en el que
intervino como invitado, su jefe de
redacción había declarado sin
tapujos que la línea editorial de su
diario era el sensacionalismo y que
éste consistía en hurgar sin tregua
en los fondos de las papeleras, de
las altas esferas sobre todo, en
búsqueda de sórdidos desperdicios
de los que la gente se quiere
deshacer y que, expuestos a la luz,
causan siempre escándalo.
—Pero ¿por qué esta
desenfrenada búsqueda de
escándalo? —había preguntado el
entrevistador.
—¡Los senegaleses ansían el
escándalo! ¡Los vuelve locos! ¡Les
encanta, más aún que el arroz con
pescado, que es nuestro plato
nacional! —había exclamado a
modo de respuesta.
Eso provocaba siempre
airadas reacciones, por supuesto,
bien comprensibles, por otra parte,
que podían ir desde la amenaza a la
denuncia, pasando raras veces por
la agresión directa. ¡Gajes del
oficio, qué se le iba a hacer! Había
que aceptarlos con el mismo
estoicismo que un sacerdote. Lo
esencial era informar con precisión
y sin faltar a la verdad, tal como se
enorgullecía de hacer su periódico,
explicó.
Poco tiempo después, El Ojo
había revelado, sin suscitar
desmentidos ni denuncias de
ninguna clase, que la joven esposa
del alcalde de una vieja ciudad del
norte del país, citados con nombres
y apellidos, había pagado cincuenta
millones a un marabú con el
encargo de trabajar al propio
presidente de la república para que,
al no estar ya acompañado de su
espíritu, nombrase a su viejo
marido primer ministro del próximo
Gobierno de Nuestra Piragua. Ni
más ni menos.
El guapo y apuesto marabú, un
hábil charlatán en realidad, se había
ganado la total confianza de la
esposa del edil. Alojado en una
mansión de las Almadies, había
sido mimado y cuidado como un
príncipe heredero durante un
semestre entero, sin que le faltara
de nada. En todas las comidas
recibía manjares de primera: por la
mañana gachas de mijo
condimentadas con pasas,
mantequilla de vaca de Normandía,
dátiles de Medina y cuajada
endulzada y perfumada con vainilla
y azahar; a mediodía, pollo del país
a la brasa, acompañado de todos
los ingredientes necesarios, como
pimienta, olivas negras de España,
cebollas de Holanda y mostaza
picante de Dijon, seguido de la
sesión normal de tres vasos de té
verde de China a la menta; por la
tarde, una merienda compuesta de
pasteles de Gentina; por la noche,
costillas y pierna de cordero asados
con fuego de leña y mayonesa
Calve, todo ello regado con agua
mineral embotellada y cerveza
envasada. En su larga estancia
gozaba asimismo de la distracción
de frecuentes visitas de una rica
clientela de féminas —jóvenes o de
edad madura— recomendadas por
su anfitriona, muchas de las cuales
se habían avenido a retozar con él
en posición horizontal y con las
piernas al aire. El día antes de la
tan esperada reorganización del
Gobierno, aprovechando el habitual
paseo matinal por la playa, se había
esfumado discretamente.
Al ver que no volvía a la hora
de la comida, la señora alcaldesa
había empezado a inquietarse. No
mucho, pero sí un poquito. A la
hora de la cena y a la de acostarse,
torturada por la duda, no había
podido engullir ni un solo bocado
ni conciliar el sueño en la cama.
Durante una noche interminable,
estuvo esforzándose para no creer
en una huida y mantener la
esperanza de su regreso.
El día siguiente fue largo, muy
largo. Lo había pasado sentada en
el sofá del salón, con la cabeza
apoyada en una mano, muda,
absorta en una profunda meditación,
roída por la incertidumbre,
esperando todavía, sin cambiar de
postura. A las ocho de la tarde,
cuando después del consabido
saludo inicial, la presentadora del
telediario había anunciado el
nombramiento de Mamadou Lamine
Loum como primer ministro en
sustitución de Habib Thiam, la
señora alcaldesa se había levantado
bruscamente como si le hubieran
clavado una aguja. Después,
llevándose las manos a la cabeza,
gritó con estridencia: «¡Me ha
engañado!», antes de caer
desmayada en la moqueta.
Había pasado un mes
gravemente enferma de decepción y
había perdido un tercio de su peso.
En la clínica de las Almadies,
donde la habían hospitalizado, pese
a todos los análisis, exámenes,
radiografías y escáneres a que la
sometieron, los médicos no
lograron llegar a un diagnóstico
preciso, por lo que dedujeron que
su trastorno era de origen
psicosomático.
Los efectos personales
abandonados por el granuja no eran
gran cosa: dos túnicas de bombasí
azul y blanco, dos chilabas de rayas
negras, colgadas en el armario, dos
pares de babuchas marroquíes
amarillas y blancas, colocadas
cerca del colchón de muelles
dispuesto directamente encima de la
moqueta de la habitación, que ella
había pagado con su propio dinero,
y una gran maleta con diarios
viejos, tres botellas llenas de
safara, dos rosarios largos, un retal
de percal, una cabeza y una pata de
perro momificadas y dos cuernos de
koba y de carnero. No había ningún
papel. Se había ido sin dejar
dirección alguna.
Apenas repuesta, resignada a
no ver cumplido el sueño de ocupar
la residencia del primer ministro,
se había consagrado de manera
frenética a investigar, hasta que por
fin encontró al causante de su
desengaño en la Unidad 18 de las
Parcelas Saneadas, cerca de la
iglesia, en el último piso de un
edificio de cinco plantas de
construcción reciente, contratado
por un socialista que había perdido
su puesto de diputado a manos de
un opositor liberal en las
elecciones legislativas de ese
mismo año y que aspiraba a un
cargo de edil de distrito en las
municipales del año próximo, a
quien había estafado igual que a
tantos otros. Lo único que deseaba
ella era compensar los gastos, nada
más. Prefería dialogar con él que
denunciarlo a la Policía, porque
entonces se habría hecho público el
asunto, cosa que había que evitar a
toda costa.
En el número anterior al que
evocaba la muerte de Matar Samb,
El Ojo había denunciado con
contundencia al propietario de una
discoteca, culpable de haber
organizado una velada senegalesa
en el curso de la cual se había
celebrado, con gran éxito, un
original concurso. Varias mujeres
habían desfilado desnudas delante
de un jurado compuesto de tres
miembros que debía determinar
cuál poseía el monte de Venus,
afeitado o hirsuto, más imponente y
abombado, así como la vagina más
aseada. La feliz ganadora, una
joven de veinticinco años, de
asombrosas curvas, con formas de
mujer adulta envuelta en un cuerpo
de niña, se había llevado el saco de
arroz de cincuenta kilos que había
en juego. Aquel satánico concurso
recompensado con tan módico
premio, según denunciaba con
indignación el redactor en su
artículo, representaba un verdadero
insulto para todas las mujeres del
país, sus valientes abuelas, madres,
hermanas y tías; era un certero
exponente de la decadencia moral
de nuestra sociedad, socavada en lo
que constituía su mayor riqueza, su
juventud, a la que se ha querido
calificar de malsana pese a no serlo
más que en otras partes. Ese
concurso era una demostración más
de que la extrema pobreza, cuya
existencia se tiende a negar, pese al
elevado e intolerable umbral
publicado recientemente por las
Naciones Unidas, y la lúgubre y
espantosa escolta que siempre la
acompaña, el hambre, golpeaban
con dureza en plena cara a una gran
parte de la población en general y a
la de origen rural en particular. Era
hora ya de que replantearan esas
veladas senegalesas o de que se
prohibieran incluso, concluía el
artículo. Lejos de atentar contra la
libertad de expresión garantizada
por la Constitución, con aquella
medida se pondría coto a una nueva
forma de depravación de las
costumbres, a situaciones como la
que se había dado menos de un mes
antes, cuando en el curso de una de
esas famosas veladas organizadas
en Monaco Plage, los gendarmes de
Hann habían sorprendido a quince
parejas de homosexuales en pleno
desenfreno carnal en la arena de la
costa y los habían llevado al
cuartel.
A través de todas las emisoras
de radio, las numerosas
asociaciones musulmanas habían
lanzado una manifestación unánime
de repulsa contra el gerente del
local, un impío que merecía ser
flagelado en público. Una ONG
islámica había puesto una denuncia,
esa vez no contra El Ojo del
Testigo, sino contra el sacrílego, al
que vilipendiaba. Al día siguiente
de la publicación del artículo,
cerraron el local, el Cinq sur Cinq,
en M’Boro, pueblecito de la región
de Niayes dedicado a la producción
hortofrutícola y al turismo, y
detuvieron a su propietario.

Mamadou Moustapha Marone,


que firmaba sus artículos con el
apodo de «Emme Tres», jefe de
redacción de El Ojo del Testigo ,
despertó con el melodioso tintineo
de su móvil cuando apenas acababa
de dormirse después de haber
apagado la lámpara del dormitorio.
Volviéndose despacio en la
oscuridad, tendió el brazo y se
apresuró a coger el aparato con la
intención de evitar que la luz, los
movimientos bruscos y el ruido
prolongado del teléfono
importunaran a su mujer, Salimata
Badiane, y a su hija Yaye
Ndoumbé, de nueve meses, que
dormía también a su lado y no en la
cuna. Yaye Ndoumbé estaba
enferma desde el día anterior.
Ardiente de fiebre y con diarrea
pese a la administración de los
medicamentos que le había recetado
esa mañana el pediatra, se había
pasado gritando buena parte de la
noche. Muy preocupados, ya que
aquella era la primera vez que la
veían sufrir así, el padre y la madre
se habían turnado para velarla,
sosteniéndola en brazos, hasta el
amanecer casi, cuando por fin había
conciliado el sueño poco antes de
que Salimata se durmiera a su vez.
—¿Emme Tres? —oyó que le
preguntaba una voz de hombre,
suave y cansina.
—El mismo al aparato —
respondió con una brusquedad que
no se molestó en reprimir, furioso
por verse sacado de los brazos de
Morfeo, maldiciendo para sí a tan
madrugador interlocutor—. ¿Quién
me llama?
—Mi nombre no le va a sonar
de nada. ¿Está interesado en recibir
información relacionada con lo que
su diario llama el caso Matar
Samb?
—¡Desde luego! —exclamó,
sorprendido, Emme Tres—. ¿Dónde
y cuándo nos vemos, por favor?
Puede fijar hora y lugar según le
convenga, por supuesto.
Notó que su mujer se acercaba
y se pegaba a él.
—No hables tan alto, que vas
a despertar a Yaye —le susurró.
—Ahora mismo, si quiere —
respondió la voz suave y cansina—.
Estoy aparcado delante de su casa.
—¡No, es increíble! Enseguida
salgo.
Emme Tres volvió a dejar el
móvil en la mesita, apartó a su
mujer y se levantó para encender la
lámpara.
—¿Adónde vas a esta hora? —
inquirió Salimata después de
dedicar una ojeada al despertador
de la cómoda—. Son las seis menos
cuarto; aún es de noche.
—Me quedaré justo en la
entrada de la casa. ¡Un tipo me
espera para darme información
sobre el caso Matar Samb! —
explicó con entusiasmo.
Yaye Ndoumbé se despertó a
causa del elevado volumen de su
voz y lo hizo saber con grandes
alaridos. Salimata se incorporó, la
tomó en brazos y sacando el pecho
del camisón, le introdujo el pezón
en la boca. El llanto cesó de
inmediato.
—El médico había dicho que
había que dejar de darle de mamar
por completo hasta que parase la
diarrea —señaló.
—¡Bah, tiene hambre! Tengo
que darle el pecho. No le hará
ningún daño —opinó mientras
acariciaba a la pequeña con la
mejilla posada en su pelo.
—¡Bueno, me voy!
—¿Será prudente? —objetó
ella—. Igual es una trampa. Hay
muchos maleantes en el barrio, aún
es de noche, Yaye está muy enferma
y yo tengo miedo. No salgas.
Emme Tres no la escuchó
hasta el final.
Salió en pijama de la
habitación y entró en el salón; tras
encender la luz de afuera, atravesó
el pequeño patio. Pasó junto al
cobertizo sin prestar atención a
Reporter, el loro, que parecía
dormir en su jaula, y llegó al portal.
Se dijo que una vez más había
dado en el blanco; la breve noticia
había tenido sin duda el mismo
efecto efervescente que una patada
descargada contra un hormiguero.
Había recibido la información
cuando el periódico ya estaba
montado y no había vacilado en
suprimir otro recuadro donde se
relataban las desventuras de un
ustaz, un maestro de árabe, a quien
había propinado una soberana
paliza un enfurecido padre de
familia, que había hecho irrupción
en su clase armado con una barra de
hierro para castigarlo por haber
sometido a tocamientos a su hija de
ocho años. Su bomba había causado
gran conmoción como de
costumbre, superando todas sus
expectativas, llenando de asombro
a más de uno. Todo el mundo se
había lanzado a hacer conjeturas.
—Eh, ¿has visto El Ojo de
este viernes?
—No, no lo he leído.
—Entonces no estás al
corriente. Tienes que leerlo. El
ministro Matar Samb no murió de
un ataque al corazón. ¡Se suicidó en
su dormitorio, en Ranrhar!
De este modo, avisados por el
boca a boca, los lectores se habían
precipitado sobre el tabloide como
las moscas sobre un hueso de
mango. Al acabar el día, la edición
se había agotado y era imposible
encontrar un solo ejemplar en los
kioscos de la ciudad. En el próximo
número, que se publicaría con
tirada doble, iba a exponer en
profundidad el asunto, tal como
había prometido. Estaba
convencido de la fiabilidad de la
información que le había hecho
llegar su informador, Ngagne
Demba Thiongane, al que conocía
bien. Habían crecido en el mismo
barrio, habían asistido a los mismos
centros de secundaria y habían
pasado el bachillerato juntos. Sus
caminos se habían separado en la
universidad, cuando a Ngagne
Demba lo habían orientado a la
Facultad de Derecho y Ciencias
Jurídicas, mientras que él fue el
primero de la lista en el examen de
ingreso a la escuela de periodismo,
la CESTI, de donde salió dos años
después provisto del título, de
nuevo como primero de su
promoción.
La vida no había sido muy
pródiga con Ngagne Demba. Tenía
una mala suerte proverbial, que lo
seguía a todas partes como una
sombra. Como no había podido
seguir el ritmo infernal del campus
y de las aulas, se había enrolado en
el ejército, de donde lo habían
licenciado al cabo de veinticuatro
meses sin haber rebasado, pese a
tener el bachillerato, el grado de
soldado raso. Después de un largo y
difícil periodo de paro, durante el
cual había vivido sombríos
momentos y había cometido actos
que prefería no recordar, gracias a
la intervención de su hermano
mayor, ingeniero de
telecomunicaciones, que,
obedeciendo a su insistente
demanda, había accedido por fin a
hablar con un amigo suyo director
de empresa, había conseguido un
empleo en la agencia de personal
de seguridad y limpieza Senegal
Sécurité Service. Ngagne Demba se
había puesto en contacto con él tres
días atrás, impelido, según decía,
por la necesidad de resolver con
urgencia un espinoso problema al
que se hallaba confrontado, y le
había vendido el secreto que había
descubierto quince días atrás, la
mañana en que estaba de guardia en
casa del difunto ministro Matar
Samb.
Él, por su parte, le había
pedido que recabara otros datos
para los que estaba dispuesto a
pagar incluso el doble, interrogando
al personal doméstico, mujeres de
limpieza, cocineros o el
mayordomo, para averiguar qué
había ocurrido realmente entre la
pareja después de su regreso a casa
en el todoterreno a primera hora de
la mañana, en el breve espacio que
había mediado antes de la
precipitada salida de la esposa al
volante de su Jaguar. Aunque nadie
les preste atención, siempre que se
producen dramas familiares de esa
clase, los criados están enterados
de lo que ocurre con todo lujo de
detalles. Seguro que Ngagne Demba
lograría sonsacarles algo. Ese
mismo día tenían cita en el
restaurante Ali Baba, a la una.
Y para acabar de arreglar las
cosas, he aquí que los dioses de los
periodistas se ponían de su parte y
acudían en su ayuda: alguien, a
quien la lectura de su breve artículo
sobre el asunto Matar Samb había
impulsado sin duda a descargar la
conciencia de un secreto demasiado
pesado, se presentaba casi en la
puerta de su casa con intención de
contarle lo que sabía.
Emme Tres abrió la puerta y
en la incipiente luz del alba vio a un
hombre vestido de blanco, de pie
junto a un gran Mercedes del mismo
color que su ropa. De estatura
mediana, más bien delgado, debía
de ser un fanático del blanco. De su
gorro blanco se habían escapado
algunos mechones de pelo tan
blancos como el tupido bigote
enroscado en forma de manillar, o
como el conjunto de túnica y
bombacho y los zapatos marakis,34
así como el rosario que sostenía en
la mano derecha, cuyas
blanquísimas perlas desgranaba
entre el índice y el pulgar.
Al ver a Emme Tres, atravesó
la calle juntando el rosario entre las
dos palmas de las manos. Luego
sopló encima, se lo frotó en la cara
y lo guardó en el bolsillo de la
túnica en el momento en que llegaba
a su lado.
—Buenos días, Mamadou
Moustapha —lo saludó
calurosamente con aquella voz
dulce y cansina, un tanto afeminada,
que había hecho pensar a Emme
Tres que tal vez se trataba de un
hombre-mujer—. ¡Marone, Marone!
Tiene usted un gran apellido, el
nombre de la mejor de las criaturas
del Todopoderoso, mil veces más
hermoso que el insulso apodo de
Emme Tres.
El redactor creyó oír la voz de
su difunto padre, que de niño a
menudo le repetía más o menos lo
mismo. Tendió la mano al hombre
de blanco, que se la estrechó con
una firmeza y energía muy distintas
de la sensación que transmitía su
voz. En su breve inspección, le
llamó la atención el brillo feroz,
incluso cruel, que ardía en sus ojos.
Entonces pensó que se había
equivocado. Aquel hombre de duras
facciones no era un homosexual; era
un individuo peligroso, implacable,
probablemente capaz de estrangular
con sus propias manos al
imprudente que lo importunase. No
le gustaría nada tener que vérselas
con él.
—Buenos días, tío —saludó
—. ¿No se decide a decirme su
nombre?
El hombre esbozó una sonrisa
con la que mostró una dentadura de
una centelleante blancura que, en
lugar de suavizarle la cara, acentuó
la dureza de sus rasgos y la
ferocidad de la mirada.
—Le repito que mi nombre no
le sonará de nada —contestó—.
Pero ¿podemos entrar, Mamadou
Moustapha? No en el salón, donde
podríamos molestar a su esposa y a
su hija enferma, que están acostadas
en la habitación de al lado. Sólo en
el cobertizo con las sillas y la
hamaca verdes que hay en el centro
del patio.
—¡Vaya, parece estar muy
bien informado en lo que a mí
concierne! —comentó con asombro
Emme Tres, apartándose para
cederle el paso.
El hombre entró en el patio y
se encaminó al cobertizo. Después
de cerrar la puerta, Emme Tres se
reunió con él. Se instalaron en las
sillas de plástico verdes dispuestas
frente a la hamaca tejida con hilo de
nailon del mismo color.
—Lo felicito, Mamadou
Moustapha —prosiguió el recién
llegado—. Su nueva casa es muy
bonita. Todo hombre debe cuidar su
propia persona, no por narcisismo,
sino por respeto a sí mismo. Vivir
en una residencia cómoda, vestirse
de manera impecable, consumir una
comida sana y suculenta, tener una,
o mejor, cuatro buenas esposas,
todo esto es la clave de una
existencia dichosa durante este
nuestro efímero paso en la Tierra.
De nuevo, lo felicito. Mamadou
Moustapha, ¿puedo tutearle?
—Desde luego, tío —repuso
Emme Tres, con la boca muy
abierta y la dicción entorpecida por
un irreprimible bostezo.
—Gracias, Mamadou
Moustapha. Ni qué decir tiene que
yo también te autorizo a tratarme de
tú. Te he pedido permiso para
entrar porque tengo que hablarte
largo y tendido, y además soy por
naturaleza muy hablador. Lo que
otra persona despacha en tres
palabras, para mí implica una
docena. No quedaría nada bien que
permaneciéramos en la calle,
incluso estando desierta a esta hora,
como si fuéramos gentes recién
llegadas a la ciudad. Antes has
dicho «parece estar muy bien
informado en lo que a mí
concierne». En eso te equivocas un
poco. Debes saber, Mamadou
Moustapha, que yo estoy enterado
de todo, de todo, fíjate bien, de
todo lo que te concierne, de cerca o
de lejos, desde hace dos décadas.
Si supieras hasta qué punto te
conozco, te asustarías...
Emme Tres se dispuso a
hablar, pero vencido de nuevo por
las ganas de bostezar, abrió otra
vez la boca exhalando una larga y
ruidosa espiración.
—Tápate la boca con la palma
de la mano, Mamadou Moustapha
—le recomendó el hombre de
blanco—. Como todos los jóvenes,
descuidas las buenas enseñanzas.
¿No sabes que cuando bostezas sin
protegerte la boca con la mano, el
diablo aprovecha para colarse en tu
cuerpo y provoca enfermedades
cada vez más difíciles de curar?
Así, Mamadou Moustapha, pon
siempre la mano delante de la boca
cuando bosteces como medida de
protección, tal como haces ahora.
¡Así está mejor!
Emme Tres comenzaba a
sentirse exasperado con ese
desconocido que no alcanzaba a
definir. Quiso negarse a seguir su
consejo, como desafío y porque
además no creía para nada en esas
historias del diablo, pero la mirada
del hombre, fija en él, lo disuadió.
Muy a su pesar, siguió la
recomendación como si estuviera
obligado a obedecer una orden que
no le agradaba, recordando a su
difunto padre que siempre le hacía
la misma observación cuando
bostezaba en su presencia.
—¿Quién es usted, dígame? —
se apresuró a inquirir cuando aún
no había acabado de espirar el aire,
con la mano delante de la boca.
—Ya he declinado dos veces
responder a esa pregunta, creo,
pero puesto que insistes, te voy a
dar mi nombre. Podría decirte
Mamadou Ndiaye, el nombre más
común de los senegaleses, y
entonces no me habrías creído, y no
te habría faltado razón. En realidad,
me llamo Mamadou Moustapha
Marone, como tú. Tenemos el
mismo nombre ¿ves?, y las
coincidencias van más allá. Mi
padre, que Dios le conceda estar en
su santo paraíso, que falleció bajo
las ruedas de un camión hace veinte
años, se llamaba Masamba Marone,
igual que tu propio padre, fallecido
también en las mismas tristes
circunstancias. Mi madre se llama
Ndoumbé Fall, como la tuya. Mi
primera hija de mi única esposa,
Salimata Badiane, del mismo
nombre que tu única mujer, se llama
como tu hija de nueve meses, Yaye
Ndoumbé. Son extraños, muy
extraños, estos casos de
homonimia. Y eso no es todo, mis
dos hermanas mayores se llaman
respectivamente Khady y Yama
Marone, y mis dos hermanastros,
Masamba y Lamine Niang, nacidos
del segundo matrimonio de mi
madre con el hombre a quien yo
llamo padre, Basiru Niang, tienen el
mismo nombre que tus hermanas
mayores, que tus hermanastros y
que tu padre adoptivo. Es realmente
extraño, Mamadou Moustapha
Marone, tanta homonimia, ¿no?
—¡No, no son casos do
homonimia! —exclamó,
horrorizado, Emme Tres—. Eso es
que te has informado muy bien
sobre...
No pudo concluir la frase,
compélalo por la necesidad de
bostezar.
—No has dormido bien, ya sé
—observó el hombre—. Por eso
bostezas sin parar. Ponte, tal como
te he recomendado, la mano delante
de la boca abierta. Salimata
tampoco ha dormido bien, porque
nuestras amadas esposas, cuando
los bebés están enfermos, se
angustian mucho más que nosotros,
los maridos. Todos los niños del
mundo suscitan la inquietud de sus
padres cuando se ponen enfermos,
sobre todo la primera vez, como le
sucede a Yaye Ndoumbé. De todas
formas, no tienes por qué
preocuparte, tal como te ha
asegurado el profesor Macode
Thiam, el pediatra de la clínica
Dieynaba al que la llevaste ayer por
la mañana, junto con su mamá, que
la cargaba a la espalda pese a no
tener costumbre. El profesor Thiam,
apodado el Doctor de los Niños,
los conoce muy bien. Una simple
salida de dos dientes, una otitis no
purulenta del oído interno derecho y
una diarrea leve se curan fácilmente
con Catalgina en polvo, a razón de
un sobre por la mañana, al
mediodía y por la noche; para
combatir la fiebre y el dolor,
Antibio Synalhar, gotas auriculares,
dos en el oído afectado, el derecho,
ése donde aplica siempre la manita
llorando, por la mañana, mediodía
y noche, sin obstruir el conducto
auditivo con algodón. Y no olvides
tampoco, contra la diarrea, el
Arabon, polvo de agradable sabor a
cacao, tres cucharadas por la
mañana, al mediodía y por la noche.
Además, hay que parar por
completo de darle el pecho y que
tome sopa de zanahoria, papilla sin
leche, agua mineral y agua de arroz
hasta que las heces sean sólidas.
Nuestras sufridas esposas nunca
respetan esta última indicación, que
es igual de importante que la
administración de los
medicamentos. «Bah —dicen—, el
médico no sabe lo que dice. ¡El
pecho de la madre no puede hacerle
daño a su hijo!» Y se ponen a darle
de mamar, tal como ha hecho
Salimata, sin duda. Tranquilízate,
de todas formas, Yaye Ndoumbé se
va a recuperar pronto. Ya fuiste a
comprar los tres medicamentos a la
Grande Pharmacie de Dakar.
Pagaste con un billete de diez mil y
uno de cinco mil francos y te
devolvieron cuatrocientos
veintiocho francos de cambio. Los
medicamentos son horriblemente
caros, tal como comprobaste, igual
que todos los gastos sanitarios, por
otra parte. El enfermo que no tenga
dinero, sin derecho a consulta ni a
tratamiento, se muere bien pronto.
A ti, eso de morir por falta de visita
médica y medicación no te va a
pasar, porque tienes de sobra para
pagar. Lo malo es que podrías
fallecer de una manera horrible,
dolorosa y repentina si...
Salimata apareció en camisón
en el rectángulo luminoso de la
puerta del salón y se puso a
observar a su marido, que
conversaba en el cobertizo con un
extraño vestido de blanco.
El hombre la advirtió primero
y avisó al periodista con un
discreto movimiento de la cabeza.
Emme Tres se volvió. Al ver a su
esposa, le dirigió un ademán
tranquilizador con la mano.
—¡Ve a tranquilizar a
Salimata, Mamadou Moustapha! —
lo instó—. Como he dicho antes,
soy muy parlanchín y nuestra
conversación se está prolongando.
Seguro que se ha empezado a
preocupar. ¡Ah, nuestras valientes e
indispensables esposas! A la vez
buenos colchones y cálidas mantas
para unos, campos de fértil o estéril
tierra para otros, enseguida se
preocupan, a menudo sin necesidad.
¡Ve a tranquilizarla, rápido!
Emme Tres no tenía ganas de
levantarse ni de ir a tranquilizar a
nadie. En realidad, él mismo no la
tenía todas consigo. Quería
permanecer sentado, escuchando las
sorprendentes y precisas
revelaciones de aquel extraño
individuo. Se estremeció y sintió,
sin saber por qué, cómo ni cuándo
que había rozado la muerte de muy
cerca y que había salvado la vida
por milagro. El pánico se coló en su
interior, como una violenta
corriente de aire por una puerta
abierta. ¿Quién era ese hombre tan
particular? ¿Qué quería de él?
¿Tenía buenas o malas intenciones?
¿Cómo demonios había conseguido
conocerlo tan bien, hasta saberlo
todo, absolutamente todo, sobre él?
Hasta las dosis de los
medicamentos recetados a su hija,
su edad, de qué estaba enferma, el
médico que la trataba, la farmacia
donde había comprado los
medicamentos... Aquel estrafalario
adorador de la blancura, que le
clavaba con insistencia una mirada
semejante a la de una serpiente de
cascabel que hipnotiza la liebre
antes de atacar, no había venido a
verlo a aquella intempestiva hora,
cuando la llamada del muecín para
la oración de la mañana acababa
apenas de resonar en el altavoz del
minarete de la mezquita del barrio
vecino, cuando las gentes de bien se
disponían a cumplir con sus
devociones o estaban todavía en la
cama, ese adicto a la blancura no
había venido tan sólo a hacerle una
visita a su domicilio con el objetivo
de aportarle información sobre el
caso Matar Samb, tal como había
afirmado. Venía por otra cosa, pero
¿qué? ¿Qué razones, importantes sin
duda, lo habían llevado a su casa
tan de mañana, a la hora del canto
del gallo?
—Ve a tranquilizarla, rápido
—repitió—. Después, contestaré a
las preguntas que en este momento
rebullen en tu cabeza. Ve.
Asustado, Emme Tres se
levantó de la silla y se acercó con
paso rápido a Salimata,
sospechando si no sería un
verdadero brujo capaz de leerle el
pensamiento.
—¿Y Yaye? —inquirió, sin
despegar la mirada de aquel
hombre que lo tenía subyugado.
—Se ha dormido —repuso
ella—. La fiebre ha bajado y ya no
gime ni se agita. Está calmada.
¿Quién es ese ustaz, vestido de esa
forma? ¡Según parece, tiene mucho
que contarte!
Emme Tres pensó que su
esposa había tenido la misma
impresión que él cuando lo había
visto al lado de su coche, delante
del portal de su casa. Lo había
tomado también por una de las
tantas personas de costumbres
pervertidas que circulan por la
calle. No era, sin embargo, maestro
de árabe ni tampoco homosexual.
Estaba tan seguro de ello que no
habría vacilado en apostar que se
cortaría una mano de lo contrario.
—Vuelve enseguida con Yaye
—dijo.
—¿Quién es? —insistió ella.
—Alguien que tiene
revelaciones importantes que
hacerme. Vuelve con Yaye; yo me
quedo con él.
Emme Tres abandonó a
Salimata en el umbral para regresar
al cobertizo, donde volvió a
sentarse delante del enigmático
individuo de blanco.
Salimata se quedó mirándolos
un momento antes de desaparecer
en el interior.
—Continúa, tío, por favor —
lo animó con tono apremiante.
—Bien, Mamadou Moustapha
—prosiguió el hombre—. Veo que
mis palabras te interesan, que estás
bien dispuesto a escucharme con las
dos orejas. Ahora te reitero, pues,
que podrías fallecer de manera
horrible, dolorosa y repentina si no
ejecutas al dedillo las órdenes que
te voy a dar, Mamadou Moustapha
Marone. Deja, de una vez por todas,
de mancillar la memoria de aquel
que se ha ido con Dios, Matar
Samb, a quien el Todopoderoso
concede un lugar privilegiado en el
séptimo paraíso. No hay ni va a
haber ningún caso Matar Samb. Si
no, los relámpagos del cielo se
abatirán sobre tu familia, sobre tu
esposa, sobre tu hija y sobre ti, de
tal forma que acabaréis quemados
igual que el carbón. Has tenido una
suerte inaudita, porque ya no
deberías estar vivo después de la
aparición del nombre del llorado
Matar Samb en un artículo tan
difamatorio como ése. La prueba
irrefutable de que el agente del
Senegal Sécurité Service, Ngagne
Demba Thiongane, te ha inducido a
error te ha salvado de una muerte
segura. Le has pagado ya ciento
veinticinco mil francos por una
información falsa que te había
vendido. Tenías cita en el
restaurante Ali Baba a la una para
que te pasara otra información que
has prometido pagarle a un precio
doble. —Mientras hablaba, sacó
del bolsillo de la túnica unos
billetes que entregó a Emme Tres
—. Toma tu dinero. No hay que
gastar una suma tan elevada por una
mentira tan odiosa, porque lo que el
tal Ngagne Demba Thiongane había
asegurado ver es una detestable
mentira destinada, con una
inconfundible finalidad, a mancillar
la imagen póstuma de un hombre
irreprochable, un gran hombre de
incontables méritos. Todavía hay
enemigos irreductibles que
arremeten contra su memoria igual
que los buitres contra el cadáver de
un asno y no quieren ni siquiera
dejarlo dormir en paz en su tumba
con el sueño de los justos. Y tú,
manipulado como una marioneta,
has sido el instrumento de esas
maléficas aves. Por suerte para ti,
no tenías conciencia de lo que
hacías. Demba Thiongane, en
cambio, sí lo sabía. A él lo
contrataron esa banda de
carroñeros y por eso ha sido
castigado, de una manera definitiva.
No va a acudir al Ali Baba hoy.
Desde esta noche está de camino
hacia el Infierno; de hecho, ya debe
de haber llegado. Irás a
comprobarlo a la playa, cerca del
sitio donde antes fusilaban a los
condenados a muerte. Así tendrás
material para escribir un excelente
artículo en tu periódico, con hechos
verídicos y constatados, aunque te
advierto que su cadáver tiene un
aspecto un tanto horripilante. Si
quieres tener una idea aproximada
de su estado, mira en la jaula de
Reporter.
Emme Tres se levantó con
presteza, fijando la vista en la jaula
colgada del techo. Cuando la
descolgó, vio al pájaro muerto,
decapitado con una cuchilla de
afeitar, la cual reposaba al igual
que la cabeza encima de su tórax,
un ala arrancada y las vísceras
desparramadas fuera del abdomen.
Era un loro magnífico, un
espécimen raro de vivos colores
amarillo, naranja y azul en el
cuello, el pico de un rojo bermellón
y la cabeza y el resto del cuerpo
verdes, que le había traído de
Gabón un colega; le había dicho
que con un largo y paciente
adiestramiento podría lograr
hacerle pronunciar algunas palabras
o incluso frases, después de que
aprendiera a silbar. Le había puesto
el nombre de Reporter en recuerdo
del reportaje que había realizado en
África Central. El ave se había
habituado rápidamente a la casa,
cuyos rincones conocía sin
excepción, y cuando lo llamaban
por su nombre respondía con un
grito especial. Le había enseñado a
silbar las primeras notas de Set, la
famosa canción de Youssu Ndur,
que modulaba sin error, aunque
todavía no llegaba a pronunciar
correctamente el nombre acortado
de su periódico, El Ojo, que él le
repetía continuamente. Ahora el
p o b r e Reporter yacía inerte, sin
vida, víctima inocente de un ajuste
de cuentas que ni él ni su amo
comprendían.
Invadido por una mezcla de
miedo y repugnancia, Emme Tres se
puso a temblar con tanta violencia
que la jaula se le cayó de las
manos. También se le escapó de
forma involuntaria un reguero de
tibia orina que sintió correr por las
trémulas piernas. Volvió a sentarse
en la silla, incapaz de mantenerse
de pie.
—¿Quién ha matado a
Reporter de este modo? —preguntó
con voz átona, con la garganta, la
boca y los labios resecos.
—El mismo que ha matado a
Demba Thiongane y que te matará
de forma indefectible a ti, pero que
antes matará a Yaye Ndoumbé y a
Salimata, tu hija y tu esposa. Hay
muchas verdades ligadas a ti que
ignoras por completo y que debes
aprender para llegar por fin a saber
quién eres de verdad, porque no te
conoces a ti mismo. También es
preciso que comprendas hasta qué
punto te has mostrado
desagradecido con la familia de
aquel que se ha ido con Dios, Matar
Samb, que el Señor se apiade de él,
a quien tú y tu propia familia le
debéis absolutamente todo. Eso
empezó hace mucho, hace dos
décadas para ser precisos, cuando
tú tenías ocho años. Entonces eras
un niño. No obstante, a esa edad
uno retiene muy bien el recuerdo de
los hechos destacados de su
existencia, y nada marca más que
presenciar la horrible muerte de un
padre. Todavía guardas en el
recuerdo aquella fría mañana del
mes de marzo, cuando conducías a
tu viejo padre ciego, guiándolo con
el bastón que sostenías con la mano,
hacia el puente de Colobane, donde
mendigaba de la mañana al
anochecer, cerca de vuestro
domicilio, una miserable barraca
construida con bidones y latas de
conserva aplanados y juntados, una
de las que aún quedaban del barrio
Alminkou. Al atravesar la calle, un
camión que salía del puente a toda
velocidad atropello a tu padre y le
causó la muerte inmediata. Alertado
por el chirrido de los frenos y los
gritos de los viandantes, tú saltaste
y te salvaste así del accidente. El
bastón del anciano ciego se quedó
en tu mano. Un policía de la
cercana comisaría de Bel Air, que
montaba guardia en las
proximidades, fue uno de los
numerosos testigos. El se encargó
del atestado. En él se constataba
que, puesto que tu padre y tú
cruzasteis con el semáforo en rojo,
la aseguradora del camión no debía
pagar ninguna indemnización a tu
familia. Así es la ley, es dura,
inhumana, pero es la ley. Sin
embargo, el camión, al igual que la
compañía de seguros, pertenecía a
una empresa de obras públicas y
construcción de la familia de aquel
que se ha ido con Dios, Matar
Samb. Por aquel entonces aún vivía
su padre, el venerable Mapate. Era
un santo varón, una persona de
generosidad ilimitada cuyas
numerosas obras benéficas llegaron
a todos los confines del país. Al
enterarse de la indigencia en la que
vivía la familia del anciano ciego
fallecido, compuesta por una mujer,
tu madre Ndoumbé Fall, tus dos
hermanas, Khady y Yama, y tú, el
benjamín Mamadou Moustapha
Marone, el venerado Mapate Samb
se hizo cargo de ella. ¡No hay mal
que por bien no venga! Ese dicho
describe muy bien lo que os
sucedió a ti y a los tuyos.
»La tragedia que sufristeis os
abrió al mismo tiempo las puertas
del acomodo y de la prosperidad.
En primer lugar, la compañía de
seguros os indemnizó totalmente sin
ayuda de un abogado; así, de la
noche a la mañana, dejasteis el
tugurio de Alminkou para instalaros
en un bonito piso de cinco
habitaciones, con salón, cocina,
cuarto de baño con bañera,
totalmente equipado, en el nuevo
barrio de Liberté 5. A partir de
entonces no os faltó nunca de nada.
Siempre recibisteis más de lo que
necesitabais, alimentos, ropa,
dinero en efectivo, agua,
electricidad e incluso teléfono; todo
gratis; recibisteis un rollizo
carnero, no sólo para todas las
fiestas de Tabaski, sino también
para la de Korité y de Tamkharite.
Khady y Yama, de quince y trece
años respectivamente, que ya
trabajaban como criadas,
demasiado mayores para ingresar
en la escuela, se quedaron en casa a
dar órdenes a las dos empleadas de
servicio que tu madre había
contratado, una para la ropa y la
limpieza, y otra para la cocina y los
platos. A ti, con un ligero retraso a
tus ocho años, te inscribieron en
Sainte-Marie de Hann, considerada
la mejor escuela de todo el país,
tanto del sector público como
privado, con los gastos de
escolaridad pagados, en primaria y
secundaria. Entonces ya habías
realizado estudios coránicos;
después de dejar a tu padre en la
entrada del puente de Colobane,
volvías a Alminkou para ir a casa
del marabú que tenía la escuela
instalada al aire libre, en el patio
de la mezquita pequeña construida
cerca de las vías, a quien tu padre
pagaba escrupulosamente todos los
miércoles sin faltar, porque tú no
podías, como los otros talibés,35 ir
a mendigar. Tú tenías una mente
despierta para memorizar los
versículos del santo Corán y
también fuiste un excelente alumno,
siempre el primero de la clase,
desde primaria a la universidad.
Todas esas buenas acciones se
llevaron a cabo con la mayor
discreción, según tenía por
costumbre el venerable Mapate. Lo
que te revelo ahora, ni tu propia
madre Ndoumbé Fall lo sabe.
Siempre ha ignorado de dónde le
caía ese maná. Lo único que le
pidieron fue que nunca tratara de
averiguar el origen de la fuente
porque, si no, corría el riesgo de
que se secara, y que rezara cada
mañana al despertarse y cada noche
al acostarse por aquel benefactor
que quería mantener el anonimato.
»Los años pasaron, y cuando
el venerable Mapate fue llamado a
presencia de Dios, lo sustituyó su
hija Dieynaba, una mujer tan capaz
como diez hombres juntos. Ella ha
mantenido la obra filantrópica de su
padre e incluso la ha perfeccionado
y ha aumentado después de la
devaluación del franco CFA. Tu
madre, que todavía era joven y
guapa, se volvió a casar con Basiru
Niang, que era mucho más joven
que ella, lo que constituye el sueño
secreto de todas las mujeres. Con él
tuvo dos hijos, Masamba, que lleva
el nombre de tu difunto padre y
tiene ahora dieciocho años, y
Lamine, dos años menor que él. Ha
ido más de quince veces de
peregrinaje a la Meca, la mitad de
ellas en compañía de su joven
marido. Hoy en día es una de las
personas más notables del barrio,
responsable de la política del
partido socialista, con la bandera
verde y la estrella roja ondeando en
la entrada de su casa. Ha llegado
lejos, como se dice. A tus dos
hermanas, Khady y Yama, también
les ha ido bien. Ambas están bien
casadas, una con Mor Djigo, un
gran empresario, y la otra con
Samba Ndir, un rico comerciante, y
tiene numerosos hijos, no
delincuentes, que van a visitar la
Kaba y la tumba del Profeta en
Medina y son felices en su
matrimonio. Y tú, por fin, Mamadou
Moustapha Marone, tú también te
has desenvuelto bien. Eres el
director de tu propio periódico, jefe
de empresa, por lo tanto, con una
quincena de empleados, una bonita
casa, un BMW serie 500 nuevo, una
esposa joven y encantadora, una
niña preciosa, una huerta
productiva en Diander y otra en la
Bicis, así como una cuenta
bancaria, el número 11965800094,
bien surtida. Gozas de una
estupenda situación, desde luego.
No obstante, es posible que no
puedas seguir disfrutando de todas
esas comodidades si sigues
arrojando el oprobio sobre la
familia del venerable Mapate
Samb, que os sacó de la miseria a ti
y a tu familia, pese a que nadie lo
obligaba, buscando sólo complacer
al buen Dios.
»Sería como la víbora que
muerde el pecho que la ha
calentado. La fábula cuenta que
acabó con la cabeza aplastada.
Comparada con la tuya y la de tu
familia, su suerte te parecerá
liviana y hasta deseable si te
empecinas en mancillar la memoria
de aquel que se ha ido con Dios,
Matar Samb. Lamentarás mil veces
haber nacido, mil veces llamarás a
gritos que no saldrán de tu boca,
que estallarán en tus entrañas,
imposibilitado de hacerlos brotar,
para que por fin llegue la muerte
liberadora que tanto tarda en venir.
Cuando veas el cadáver de Demba
Thiongane, te formarás una idea
precisa de lo que podría sucederle
a tu hijita, Yaye Ndoumbé, a tu
mujer, Salimata Badiane, y, por
supuesto, a ti, Mamadou Moustapha
Marone en último lugar. Ngagne
Demba recibió lo que merecía, ni
más ni menos. Era una persona fea e
insignificante, Un fracasado que no
había ganado un solo sueldo en el
curso de su vida, más que gracias a
las obras benéficas que son las
sociedades y empresas montadas
por el venerable padre de aquel
cuyos despojos comía al contar en
relación con él una historia
inventada, que no llegaba siquiera a
reunir la suma que le pedían para
obtener la mano de la joven con la
que se quería casar y que, para
llegar a dicho fin, no tuvo otra
ocurrencia que vender una
lamentable mentira a un joven
periodista, brillante desde luego
pero tonto e inexperto, demasiado
precipitado y lo bastante idiota
como para no mirar por dónde pisa,
que se arriesga a sufrir una caída
mortal. He comunicado tu nombre,
Mamadou Moustapha Marone, en
deuda perenne en todo, así como el
de todos los tuyos, a la familia del
gran hombre cuya memoria has
pisoteado en tu periódico. La
Familia de aquel que se ha ido con
Dios, Matar Samb, no va a poner
una denuncia contra ti, porque sería
honrarte demasiado y, además,
supondría añadir palabras sórdidas
a las otras palabras sórdidas que ya
has suscitado. Ya ha sido suficiente.
En el próximo número de tu
tabloide, vas a borrar tus
barbaridades para que no quede ni
huella de ellas. En el centro de la
primera página, en letras bien
grandes, vas a presentar tus excusas
más sinceras a la familia del
llorado Matar Samb, reconociendo
tu grave error profesional. Ellos
consideran que será suficiente como
mea culpa. Todo el mundo
reconoce que tienes una buena
pluma, así que no hay duda de que
sabrás encontrar las palabras
apropiadas para tu artículo. En eso
confío en ti. Como he dicho al
principio, yo soy de natural
hablador, y es verdad que me he
demorado mucho. Espero que no
haya sido inútil. Voy a terminar con
un dicho muy propio de este país;
tal dicho enseña que si supieras lo
que te acecha, habrías dejado lo
que acechas para ocuparte de lo que
te acecha a ti. Tú, Mamadou
Moustapha Marone, sabes
perfectamente lo que te acecha. A
buen entendedor... ¡Salud!
El hombre fanático del blanco
se levantó de la silla y se encaminó
a la salida sacando el rosario del
bolsillo lateral de la túnica.
Paralizado, con el cabello
erizado de espanto y el cuerpo
sacudido por un violento temblor
que hacía mover incluso la silla que
ocupaba, Emme Tres lo siguió con
la mirada, que mantuvo fija en la
puerta hasta mucho tiempo después
de que la hubiera cerrado al salir,
preguntándose con quién había
estado conversando. ¿Con un
hombre? ¿Con un diablo? ¿Con un
ángel protector o con el ángel de la
muerte que había hecho una
excepción acudiendo a ponerlo
sobre aviso?
El ruido del motor del
Mercedes hizo que por fin volviera
con lentitud la cabeza. Advirtió con
sorpresa la jaula caída a sus pies.
Entonces la recogió y, tras posarla
en el regazo, abrió la portezuela y
con mano trémula sacó el cuerpo
mutilado, el ala, la cabeza de
Reporter y la cuchilla que la había
rebanado. De improviso sintió que
lo abandonaban las energías. El
más mínimo movimiento le
reclamaba un doloroso esfuerzo.
Había que ser un monstruoso sádico
para efectuar un acto tan brutal. El
cadáver del loro estaba frío y
rígido, de lo que se deducía que
había muerto hacía tiempo. Lo
habían matado antes de la
madrugada. El mismo había hecho
entrar al pájaro en la jaula la noche
anterior y, al cerrar la puerta, le
había dicho: «¡Hasta mañana,
Reporter!»; el loro le había
contestado con un estridente
silbido. Sabía que eran las doce
menos cinco porque había mirado
el reloj antes de apagar la luz del
patio para ir a reunirse con
Salimata y Yaye Ndoumbé en el
dormitorio, donde el ordenador
portátil de última generación con el
que había estado trabajando seguía
conectado a Internet. Resolvió
sustituir el pájaro asesinado por
dos perros lobo idénticos a los de
la comisaría.
Con grandes esfuerzos, logró
levantarse de la silla y se fue a la
cocina con Reporter, al que
escondió en una bolsa de basura
negra. No quería contarle ni una
palabra de aquello a su esposa. La
visión del loro torturado, por el que
sentía gran apego, la impresionaría
y le causaría una honda aflicción.
Entró en el dormitorio, donde la
lámpara seguía encendida. Salimata
y Yaye Ndoumbé, con los labios
prendidos del pecho de ésta,
dormían con los puños cerrados. Se
fue al cuarto de baño y, después de
tomar una ducha rápida, salió, se
vistió y regresó a la cocina, donde
se preparó un café. De nuevo en la
habitación, cogió el móvil de la
mesita y las llaves del coche del
cajón. Luego salió. Su esposa y su
hija dormían.
Ahora ya se había levantado el
día. Antes de entrar en el garaje,
encontró a la criada, Yvonne, que
acababa de llegar con el pan para el
desayuno, que había comprado en el
puesto de la esquina, y que
respondió a su saludo con un
murmullo incomprensible. Media
hora después, atravesó la pista del
circuito deportivo y detuvo el
BMW azul en la explanada del
antiguo campo de tiro. Sosteniendo
la bolsa de plástico negra que
contenía los restos de Reporter, se
bajó y cerró las puertas. Con el
corazón rebosante de pena, la
arrojó entre las altas hierbas
después de titubear varias veces,
como se suele hacer cuando hay que
abandonar el cementerio donde
acaban de enterrar a un ser querido.
Luego bajó por la escarpada
pendiente que conducía a la playa y
advirtió a unos cuantos hombres,
corredores vestidos con ropa de
deporte, que gritaban y gesticulaban
alrededor de una persona tendida a
sus pies. Apuró el paso y enseguida
llegó a su lado.
Acostado boca arriba, con los
ojos desorbitados y expresión de
terror, Ngagne Demba tenía la
camisa color verde hierba del
uniforme atravesada por varios
agujeros de precisos bordes
ensangrentados, provocados por las
múltiples puñaladas recibidas. Las
mejillas estaban hendidas en ambos
lados de los pabellones de las
orejas, cercenadas las comisuras de
los labios, que le habían recortado
para dejarle los dientes al desnudo,
lo cual confería la impresión de que
estaban crispados en una diabólica
sonrisa. Habían colocado la lengua
sesgada en la palma de la mano
derecha, bajo los dedos cerrados,
las dos orejas en la izquierda,
abierta, y los labios superiores e
inferiores encima del pecho, junto a
la insignia donde constaba su
nombre. El cinturón del pantalón
verde oliva estaba desabrochado y
bajado, al igual que el calzoncillo
negro, hasta las rodillas. El pene y
los testículos, extirpados de raíz, se
hallaban hundidos en la boca,
donde componían una horrible
forma que, curiosamente,
presentaba una extraña y vaga
semejanza con un aparato genital
femenino.
Aquejado por el vértigo y por
las náuseas, Emme Tres cayó de
rodillas y se puso a vomitar.
Media hora después, cuando el
sol había salido ya, a su regreso a
casa encontró a Yaye Ndoumbé,
sonriente en brazos de Salimata,
que desayunaba en el cobertizo en
compañía de Yvonne. Después de
saludarlas un instante, se dirigió al
interior, entró en el dormitorio y se
acostó en la cama, sin fuerzas para
quitarse los zapatos.
Poco después, Salimata, con la
niña en brazos, se sentó a su lado.
—¡Yaye está mejor! —le
anunció mientras lo ayudaba a
descalzarse.
—¿Eh? Sí..., sí, está mejor —
murmuró.
—Pero ¿qué te pasa? Te
encuentro raro.
—Estoy enfermo.
—¡Ah sí, se te ve bien claro en
la cara y en los ojos! ¿Qué tienes?
¿Dónde te duele?
—No sé.
—Entonces vayamos a la
clínica Dieynaba.
—No hace falta.
—¿Cómo que no? Si dices que
estás enfermo...
—¡Oh, Saly, déjalo ya, por
favor!
—De acuerdo, de acuerdo,
Tapha. Dime, ¿has visto a
Reporter?
—No.
—Entonces ese gato negro que
ronda tanto por aquí se lo habrá
comido, tal como cree Yvonne. Al
barrer, ha visto en el suelo de la
jaula algunas plumas manchadas de
sangre. Ese maldito gato se lo ha
merendado. ¡Pobre Reporter!
— P o b r e Reporter —repitió
Emme Tres apenas sin voz.
DS dejó el ejemplar del Ojo
del Testigo encima de la amplia
mesa, irguió la cabeza y se quitó las
gafas, tratando de contener la
oleada de lágrimas que afloraba a
sus ojos. La lectura del primer
recuadro del periódico, que
desmentía el fallecimiento a
consecuencia de un ataque cardiaco
y revelaba el suicidio por horca de
Matar Samb, la había sorprendido y
afectado de pleno, como una ráfaga
de metralleta.
Muy afligida ya por la terrible
muerte de su querido hermano y aún
más conmocionada por la demencia
de su cuñada, que se manifestó tres
días después, había estado al borde
de la depresión, pero gracias a su
fuerte carácter, había logrado
recobrarse. Tenía que ocuparse de
los negocios, sin soltar las riendas.
Era tan necesaria para la buena
marcha de sus empresas y
sociedades como el carburante para
el funcionamiento de un motor. No
podía permitirse una semana de
descanso, tal como le ordenaba su
médico personal, en aquellos
tiempos difíciles impregnados de
una atmósfera de fin de reinado, en
los que el estancamiento y la
desidia neutralizaban todo esfuerzo.
Absorta en el trabajo día y noche,
había logrado superar la enorme
pena y comenzaba a olvidar.
Y ahora ese odioso artículo
venía a cuestionarlo todo otra vez.
Del bolso Chanel extrajo un
pañuelo de un blanco inmaculado y,
tras guardar las gafas en su estuche,
se secó las lágrimas, se sonó tres
veces. Se levantó y volvió á
guardar el pañuelo en el bolso, se
reajustó el pañuelo Hermes encima
de los delgados hombros, cruzó los
brazos sobre el pecho y después
dejó vagar, triste y abatida, la
mirada velada de lágrimas por el
lado del gran ventanal de recios
cristales ahumados, enmarcados por
unas lujosas y pesadas cortinas de
terciopelo dorado, que ocupaba
toda la fachada oriental de su
inmenso despacho situado en el
piso veinticinco, el último, del
edificio que albergaba la sede de la
Holding Samb.
Mientras se preguntaba con
insistencia quién habría sido el
individuo que había podido
informar al periodista y de qué
manera se había enterado de la
verdad, se puso a contemplar las
maniobras de los minúsculos
barcos que, semejantes a juguetes,
entraban y salían de las aguas
turquesa del puerto, apenas más
grande que una bañera, y que
rozaban las numerosas piraguas de
los pescadores que Flotaban en la
calmada superficie del mar cual
briznas de paja, ancladas alrededor
de aquella isla cargada de historias,
donde todavía resonaban los
hondos gemidos, los desgarradores
gritos y los agudos alaridos de los
infortunados esclavos encadenados
que, a base de azotes, cargaban en
los barcos, hacinados en peores
condiciones que el ganado en las
oscuras bodegas de las carabelas
cuyas velas hinchaban los vientos
de alta mar. Muchos de ellos
morían durante la travesía,
sometidos a la vigilancia de
inhumanos e implacables negreros.
Gorea era la isla que se parecía a
un cetáceo surgido de las
profundidades del rutilante océano
de color esmeralda bajo los
potentes rayos del sol de la estación
de lluvias, bordeada por una
delgada cinta blanca formada por la
burbujeante espuma de las olas que
incansables acuden a
desparramarse en la arena de la
orilla, con sus pueblecitos
tradicionalmente dependientes de la
pesca, instalados a lo largo de la
costa a partir de la bahía de Hann,
amenazada por una peligrosa
contaminación causada por el
vertido de residuos sólidos y
líquidos de los habitantes y por las
industrias cercanas, con la llama
del tedero de la refinería de
petróleo de Mbao, visible en pleno
día, que ardía día y noche, con sol,
viento o con lluvia, la inmensa y
negra columna de humo de la
central eléctrica de la Sénélec,
emplazada en el cabo de las
Ciervas, en Diokoul, seguida un
poco más allá por las otras, más
enormes, escupidas por las fauces
de los cuatro gigantescos hornos de
la cementera situada entre Rufisque
y Bargny, en Lendeng, cerca de
Gouye Mouride, que ascendían
inclinadas bajo el soplo de la brisa
para ir a mezclarse con las grises
nubes del cielo azul hasta los
lejanos acantilados rojos de
Toubab Dialaw. Allí se detenía la
vista, al final de la larga cadena
montañosa, tan parecida a una
interminable boa acostada entre la
bruma, la punta más elevada del
país después de las dos colinas
gemelas de los pechos, en la cima
de una de las cuales se hallaba el
faro móvil de Ouakam por poniente,
habitado por los lebus, conocedores
del mar, y los imponentes
contrafuertes de los macizos del
Fouta Dialon por levante, en
territorio de los basaris adeptos a
la poliandria, que dominaban como
un atento centinela el otro cabo,
más grande, el cabo de las Cabras,
donde comenzaba la zona de los
sereres y separaban como frontera
natural la región de Thiès de la
península de Cabo Verde por el
este.
DS despegó la mirada del
ventanal, rumiando todavía, cuando
de improviso se golpeó la frente
con la palma de la mano. «¡Ya lo
tengo!», exclamó con fuerza para
sus adentros.
No había tenido que cavilar
mucho para concluir que no podía
ser muy difícil averiguar el nombre
de la persona que había hecho
llegar el soplo al periódico. Ese
día, en la mansión de Ranrhar no
estaba ninguno de los criados, que
se encontraban de vacaciones desde
hacía dos semanas a causa de la
ausencia de la señora de la casa.
Los únicos testigos oculares
de la tragedia habían sido Armando
Gomis, Ramata y ella misma. El
profesor Gomis, que había sido
trasladado a un hospital de París a
finales de la semana anterior, y
Ramata, aquejada de locura dos
días antes, no habían filtrado nada.
En ese sentido, no cabía el menor
margen de duda, y en lo que a ella
concernía, menos aún. Sólo
quedaba el vigilante de la casa.
Había sido él quien había
proporcionado la información al
periodista de El Ojo del Testigo. Él
sabía que el dormitorio estaba en el
tercer piso. Aquél era un detalle
que el periodista no podía saber y
tampoco lo había inventado. Fue el
portero quien se lo proporcionó.
—¡Ndiaye Diop! —llamó en
voz baja, mientras se instalaba de
nuevo en el sillón.
La cortina situada detrás de
DS se corrió al instante. Un hombre
de unos cincuenta años, de estatura
mediana, bigote blanco y con la
vestimenta, con gorro y zapatos
incluidos, del mismo color, entró en
el despacho y, tras rodear la
inmensa mesa que abarcaba de un
extremo a otro de la habitación, se
detuvo delante de ella con una leve
inclinación.
—¡Samb! Samb, señora
directora —saludó respetuosamente
con su voz suave y cansina, casi
afeminada, tras quitarse el gorro y
dejar al descubierto el cabello
completamente blanco.
—¡Seck! ¡Seck! —le contestó
ella—. ¿Cómo están sus mujeres y
sus hijos?
El hombre tomó asiento en uno
de los sillones indicado por la
patrona y posó el gorro en las
rodillas.
—Los acompaña la paz,
señora directora —respondió,
cruzando las manos sobre el
vientre.
—¿Ha visto El Ojo del
Testigo de este viernes, Ndiaye
Diop?
—Sí, señora, lo he leído y
estoy mortificado por esa odiosa
mentira. ¡Ese periodista, con todo
lo que su familia ha hecho por él y
por los suyos, tanto en vida de su
venerable padre como después, se
merece un severo castigo, señora
directora!
—Se merece un castigo, tiene
razón, pero no severo. El periodista
ha cometido una falta, desde luego,
pero ha sido sólo de índole
profesional. Lo único que se le
puede reprochar es no haber
investigado a fondo para comprobar
la veracidad de la información
antes de ventilarla en público. Lo
único que ha hecho es aplicar mal
su oficio, que consiste en informar.
Además, como tantos otros, ignora
por completo que él y su familia
son beneficiarios de nuestra obra
social. Ponle al corriente. Es hora
de que sepa quién es. Asústalo
bien, oblígalo a presentar excusas
en su próximo número. Que aduzca
haber sido víctima del engaño de un
informador y que reconozca haber
cometido un error profesional. Eso
será suficiente castigo.
—¡Es demasiado buena,
señora directora!
—No, Ndiaye Diop. No se
trata de bondad, sino de equidad.
Además, aunque él lo ignore, ese
periodista forma un poco parte de
la familia y es una persona
inteligente. Repito que se ha
limitado a hacer su trabajo. Lo ha
hecho mal, de acuerdo. ¡Sin
embargo, el que me ha causado una
pena enorme y que merece un
terrible castigo es el portero!
—¿Qué portero, señora
directora?
—El que estaba de vigilancia
en la puerta de la casa el día en que
falleció mi hermano. Es él el que ha
mentido al periodista. A él sí que
hay que castigarlo con dureza.
—De acuerdo, señora.
Recibirá un duro castigo, esta
misma noche. La agencia Senegal
Sécurité Service para la que trabaja
es una filial nuestra. Tengo cita
para comer con su director después
de la plegaria del viernes.
Enseguida sabré cuál era el agente
que estaba de guardia en la casa de
Ranrhar ese día.
—Tráemelo a mi oficina a las
siete. Quiero interrogarlo yo misma
y que me confiese la verdad.
—Muy bien, señora directora.
Tendrá al portero a las siete.
Ndiaye Diop Seck, el hombre
sin nombre pero con tres apellidos,
ejercía a la vez las funciones de
consejero y ejecutor de trabajos
sucios de DS. Lo había contratado
de muy joven el viejo Mapate, que
lo llamaba «hijo mío», y siempre
había trabajado a su lado, sin
despegarse de él, fiel como su
sombra, incluso en sus viajes al
extranjero. Él lo había
recomendado a DS cuando le
transmitió las riendas de la Holding
Samb poco tiempo antes de su
muerte. Le había dicho que podía,
si así lo deseaba, desprenderse de
todos sus antiguos colaboradores,
salvo de Ndiaye Diop Seck, que
debería mantener siempre a su lado;
no lo iba a lamentar.
Nunca lo había lamentado, en
efecto.
Discreto, cultivado, piadoso,
el depositario de tres apellidos
había demostrado rápidamente su
valía y se había convertido en
alguien indispensable. Siempre
había llevado a cabo de manera
absolutamente satisfactoria e
impecable todas las misiones,
peligrosas o tranquilas, que había
tenido que encomendarle. Con una
total discreción, le daba siempre
consejos interesantes, y aunque era
un desconocido en los medios de la
alta sociedad de la capital, estaba
informado de todo lo que se cocía
en ellos, así como en los miserables
bajos fondos y en los barrios
modestos. Las pocas personas que
lo conocían murmuraban que si su
patrona se lo pidiera, Ndiaye Diop
Seck no dudaría en introducirse en
plena noche en un cementerio para
desenterrar un cadáver inhumado
ese mismo día y llevarle los ojos,
la nariz y los labios.
Ndiaye Diop se levantó
calándose el gorro con las dos
manos. Después de inclinarse de
nuevo ante DS, regresó a su
despacho contiguo, que quedaba
oculto detrás de las cortinas.
Instalado desde hacía un
cuarto de hora detrás de los
cristales de su cabina de vigilancia
del último piso del edificio de la
Holding Samb, Ngagne Demba
Thiongane no lograba hallar
respuesta a las numerosas preguntas
que se agitaban en su cabeza.
Al llegar a la dirección de la
agencia Senegal Sécurité Service
de la avenida Cheikh Anta Diop,
situada frente a la universidad del
mismo nombre, diez minutos antes
de las seis, su jefe de servicio le
había anunciado sin explicación que
debía subir a la sede de la Holding
sita en la calle Parchappe y no a la
embajada de los Estados Unidos,
tal como estaba previsto en la
planificación semanal colgada en el
panel de su oficina. ¿A qué se
debería ese cambio de última hora?
¿Guardaría alguna relación con la
información que había vendido a
Emme Tres? ¿Lo habrían
descubierto ya? Durante todo el
trayecto en el autobús de la agencia
que los llevaba a sus puestos de
guardia, no había parado de
devanarse los sesos. Cuando había
hecho ademán de interrogar a su
jefe, la dura expresión de éste lo
había disuadido. De todas maneras,
pensaba para tranquilizarse, sólo
los mejores agentes tenían la suerte
y el privilegio de que los destinaran
a la sede de la Holding Samb. Esos
elegidos ya no estaban sometidos a
la rotación de un lugar a otro y
recibían importantes
gratificaciones. ¿Habría pasado a
ese envidiable estado? ¿Y por qué,
si tal fuera el caso, el jefe no le
había informado y felicitado tal
como se solía hacer? Ngagne
Demba palpó los ciento veinticinco
mil francos que guardaba en el
bolsillo trasero del pantalón. La
presencia de los billetes lo confortó
un momento. No tenía por qué
sentirse mal, y menos por un
traslado a un puesto muy codiciado
que, en rigor, merecía una
celebración. Nadie podía estar
enterado de su papel de informador;
todo el mundo sabía que los
periodistas se tomaban muy en serio
el compromiso de no revelar la
fuente de sus informaciones, de
modo que en ese sentido podía estar
tranquilo. Lo que le convenía ahora
era idear una historia creíble para
contársela a Emme Tres cuando se
vieran al día siguiente en el Ali
Baba, para que le pagase, no el
doble como había convenido, sino
veinticinco mil francos tan sólo.
Así quedaría definitivamente
solventado su problema. Podría
hacer frente a la suma que exigían
de él y que había buscado con el
ímpetu de un niño, para poder
casarse con Rokhoya Sarr, la
muchacha a la que amaba.
Tenía que actuar sin demora
porque había otro pretendiente que
cumplía los requisitos. De lo
contrario, perdería a Rokhoya. La
señora Diouma Dial, su madre,
había sido tajante: si quería obtener
la mano de su hija, tenía que llevar
el dinero en cuestión de una
semana, y el plazo concluía al cabo
de dos días. Hacía un año que había
pedido su mano, solicitando al
mismo tiempo que le concediera un
tiempo para prepararse. Lo cierto
era que la cortejaba desde hacía
cinco años, lo cual era un periodo
muy largo, tenía que reconocerlo.
Así pues, debía aportar un
dormitorio completo, moderno, en
madera de palo sangre, compuesto
de cama, armario de seis puertas y
cómoda, además, por descontado,
del colchón —de muelles y no de
espuma—, acompañado de un par
de sábanas acolchadas con sus
respectivas almohadas a juego y,
aparte, una suma de ciento
cincuenta mil francos. Si realmente
no podía, le había advertido la
mujer, debería dejar de frecuentar
su casa y ceder el puesto a otro que
supiera, al menos, abrocharse los
pantalones. El plazo que había
pedido y obtenido había durado
bastante y se acababa ya. Ella,
Diouma Dial, le había dado su
palabra y la iba a respetar, pero si
él, Ngagne Demba, no obraba con
seriedad, estaba decidida a dejarlo
de lado y llegar a un trato con el
joven de túnica azul con el que se
había entrevistado la noche anterior
en el salón, un enérgico emigrante
que había llegado hacía tres días de
Nueva York y que a la mañana
siguiente había visto a Rokhoya
cuando volvía del mercado; la
había acompañado con su coche,
había entrado en la casa y había
conversado con su madre,
asegurándole que estaba dispuesto a
casarse con su hija y que sólo
esperaba una señal de su parte para
pagar diez veces más de lo que ella
le pedía. Al marcharse dejó, como
muestra visible de una inmensa
generosidad, dos billetes de cien
dólares —ciento cuarenta mil
francos—, únicamente por el precio
de la cola de saludo. ¡Quien quiere
a una persona debe hacer mucho
por ella! En eso se reconoce al
hombre capaz, que merece que le
confíen a una mujer. El que no
puede y no abandona es
responsable de todo lo que se echa
a perder. Ella, Diouma Dial, mujer
negra y fea pero de mucho carácter,
no pensaba consentir que le
estropearan nada.
Ngagne Demba había
prometido pagar la dote exigida en
la fecha indicada, pero las cosas no
habían sido fáciles. Corría detrás
del diablo para poder tirarle de la
cola y no tenía ningún ahorro.
Había removido cielo y tierra
durante cuatro días sin llegar a
ninguna parte. Comprendió que si
seguía así de apocado, sin partirse
el pecho, iba a perder a Rokhoya
Sari a su amada Daba, como la
llamaba él—, sorbido hasta la
médula, hasta la última gota de
sangre, por ese hombre llegado de
América. Su madre tenía razón,
Daba valía el precio que ella le
pedía. Cada cual tenía sus
problemas, por más que a él el suyo
le pareciera irresoluble. Aunque no,
los problemas irresolubles no
existían. Había que buscar, buscar y
buscar, sin tregua, hasta que al final
surgía la solución, a menudo de
manera imprevista.
Había ido a ver a su hermano
mayor del mismo padre y madre, un
hombre de muy buena posición que
vivía en la zona de Mermoz y le
había expuesto sus cuitas. Él lo
había escuchado hasta el final, pero
como de costumbre, no le había
aportado ninguna idea. En lugar de
ello lo había abrumado con
sermones inútiles haciendo hincapié
en las dificultades de fundar un
hogar sin dinero, para acabar
aconsejándole que renunciara a esa
idea de matrimonio, puesto que no
podía costeárselo. Ngagne Demba
le había replicado que era un
malvado y había añadido otras
duras palabras que ya no recordaba.
Su hermano, por su parte, lo había
calificado de maleducado y de
parásito, y lo había echado de su
casa. Como él se negaba a
marcharse, habían estado a punto de
llegar a las manos. Al oír sus
desabridas voces, su esposa había
salido del dormitorio con el bebé
en los brazos y le había suplicado
que se calmara al tiempo que lo
llamaba «maridito». Se había ido,
comido por la rabia y la decepción,
después de espetarle a su hermano
que no le iba a dirigir nunca más la
palabra. A continuación, Ngagne
Demba se había puesto en contacto
con su jefe para solicitar un
préstamo, pero el muy mezquino se
lo había negado con el pretexto de
que aún no había devuelto por
entero los adelantos de las fiestas
de Korité y de Tabaski. Después
había visitado a otros parientes,
tíos y primos, que lo habían
recibido bien y que habían
asegurado que era hora de que
tomara una esposa. Por desgracia,
las dificultades de la vida actual les
impedían hacer nada por él.
Guiado por un compañero a
quien había confiado su
preocupación, había acabado yendo
a hacer la hiena con uno de los
individuos que rondaban cerca de
la tienda de un libanés situada
delante del Servicio de Higiene,
que vendía mobiliario a plazos.
Empeñando su sueldo de tres años y
medio, había adquirido por fin un
dormitorio completo. Sólo quedaba
reunir los ciento cincuenta mil
francos. Tras larga reflexión, se
había acordado de su amigo de
infancia, Emme Tres, a quien le
había explicado su problema y a
quien le había revelado, a cambio
de dinero contante y sonante, lo que
había visto la mañana en que estuvo
de guardia en la mansión de
Ranrhar. El periodista le había
prometido doblar la cantidad si le
aportaba más información.
Por desgracia, el mayordomo y
los otros empleados domésticos, a
quienes había visitado en sus
respectivos domicilios, ya que se
encontraban en el paro después de
lo ocurrido, habían asegurado que
no sabían nada, porque no habían
trabajado ni ese día ni los
anteriores, a causa del viaje de la
señora del ministro, que debía
volver ese mismo día a la casa, un
día antes que ellos.
Cuando volviera a ver a Emme
Tres en el Ali Baba, habría
inventado alguna historia verosímil,
que habría bordado con
inteligencia, no hasta el punto de
valer el doble que la anterior, que
era bien cierta, pero sí al menos
cincuenta o veinticinco mil francos,
cantidad mínima que exigiría antes
de abrir la boca.
El timbre de uno de los
teléfonos colocados en la mesita de
enfrente lo sacó de sus profundas
meditaciones. Cogió el auricular y
lo acercó al oído apretando el
botón rojo encendido que indicaba
que se trataba de una llamada
interior.
—Ngagne Demba Thiongane,
lo llaman al despacho de la señora
directora, que se encuentra delante
de usted —le anunciaron.
Por un breve instante, mientras
sostenía aún el auricular con mano
temblorosa, sus dudas se
transformaron en certezas y obtuvo
de una vez respuesta a todos los
interrogantes que lo agobiaban.
«¡Ya está! Me han descubierto, voy
a perder el empleo», pensó con la
frente sudorosa, invadido por una
repentina oleada de calor.
Tras salir de la cabina
murmurando unos versículos
coránicos destinados a protegerlo
ante cualquier revés, atravesó el
vestíbulo tapizado con una gruesa
moqueta. Al llegar a la puerta de la
directora, escupió unas partículas
de saliva en las palmas de las
manos y, una vez hubo comprobado
que no lo miraba nadie, se recorrió
con ellas la cara. Luego apoyó el
dedo en el botón verde del timbre,
empujó la pesada puerta y entró.
La oficina impresionaba por
sus gigantescas dimensiones, el
refinado mobiliario de diseño, la
luz tamizada y el silencio que en
ella reinaba.
Con rostro impenetrable, muy
erguida en su sillón detrás de la
inmensa mesa, DS le señaló el
asiento que había ocupado Ndiaye
Diop Seck por la mañana.
—¡Siéntese, Ngagne! —lo
invitó con un tono amable, casi
maternal, que lo sorprendió.
Se instaló con la cabeza gacha,
haciendo caso omiso de la
inquisitiva mirada de la señora
directora, que aun sin verla, sentía
clavada en él. El silencio se
intensificó hasta tal punto que se
hizo audible el agudo silbido del
aire que salía con precipitado ritmo
de su nariz. Se sentía encajonado,
oprimido, agobiado de calor en
aquella vasta habitación refrigerada
con aire acondicionado. Estaba a
punto de levantarse de un brinco, de
huir a la carrera del despacho, del
edificio, de la ciudad, de la región,
del país incluso, para refugiarse en
Mali, en Cambia o en cualquier otro
lugar, con tal de que estuviera bien
lejos de ese sitio, cuando oyó la
voz afable y bondadosa de la
señora directora.
—Levanta la cabeza y mírame
a los ojos, Ngagne —le ordenó.
Obedeció, tratando de actuar
con la mayor naturalidad posible.
Aquello quedaba, empero, fuera de
su alcance. Estaba demasiado tenso,
demasiado preocupado por la
posibilidad de que lo despidieran y
por las terribles consecuencias que
eso iba a conllevar, la más
inmediata de las cuales sería la
pérdida de Daba. Por otra parte,
estaba tan abrumado por la culpa
que no pudo soportar ni un segundo
la ardiente mirada de DS, de modo
que volvió a abatir la cabeza.
—¡Vamos, confiesa! ¡Fuiste tú
quien informó al periodista de El
Ojo del Testigo!
—¡Sí, señora! —confirmó sin
vacilar, sorprendido por el enorme
alivio que de inmediato
experimentó, como una persona con
los pies plagados de juanetes y de
callos que después de soportar unos
zapatos apretados, se los quita y se
calza unas pantuflas.
—¿Cómo es posible que
estuvieras al corriente de lo que
pasó?
—Esa mañana, intrigado por
tantas idas y venidas —explicó
Ngagne Demba sin rodeos—,
abandoné la puerta donde estaba de
vigilancia y subí con el ascensor.
Al llegar al tercer piso, como la
puerta del dormitorio estaba
abierta, oí voces y llantos. Me
acerqué por curiosidad, sin hacer
ruido, y levanté una punta de la
cortina. Lancé una ojeada adentro...
y..., y... vi...
Calló para tragar saliva y
movió los labios sin pronunciar
palabra alguna, como si los hechos
se hubieran borrado de improviso
de su recuerdo y estuviera tratando
de hacer memoria.
—¿Qué viste, joven?
¡Continúa! —lo animó DS.
—Juro por Dios que no quería
mirar, señora. Fue la curiosidad...
—¡Ya lo sé, Ngagne! Vamos,
¿qué viste?
—Eh... vi a la señora esposa
del señor ministro, acostada en la
cama, al señor amigo, el médico,
muy azorado en medio de la
habitación, y a usted, señora
directora, que estaba cerca de la
ventana, llorando de rodillas,
tratando de quitar la cuerda que le
rodeaba el cuello a su hermano, el
señor ministro, que estaba tendido
encima de la moqueta, vestido con
una túnica de color índigo.
Entonces me entró miedo y volví a
mi puesto, al lado de la puerta.
—¡Bien, joven! ¿Ya quién le
contaste lo que viste?
—A nadie, lo juro por Dios,
por la cabeza de mi padre y de mi
madre, que no se lo conté a nadie,
por...
—¡Excepto a un periodista, en
todo caso, Ngagne!
—Sí..., al periodista..., al
periodista Emme Tres.
—Pero ¿por qué a él,
precisamente?
—Habíamos ido juntos al
colegio Sainte-Marie y habíamos
pasado juntos las pruebas de
bachillerato.
—¿Y por qué motivo?
Ngagne Demba Thiongane
contó, sin omitir nada, cómo había
llegado a ese extremo. DS lo
escuchó sin interrumpirlo,
sacudiendo de vez en cuando la
cabeza con comprensivo ademán
que lo animó a seguir.
—Además, el dinero que me
pagó lo llevo todavía en el bolsillo,
señora —añadió cuando hubo
acabado, como para demostrarle
que decía la verdad—. Estoy
dispuesto a devolvérselo cuando lo
vea en el Ali Baba, donde nos
hemos citado para mañana a la una.
¡Señora directora, se lo suplico, no
me despida! Si me quedo sin
trabajo, nunca podré casarme...
—¿Quedarte sin trabajo? —
exclamó ella—. ¡Oh no, joven! Tú
eres un buen chico y a mí me ha
enternecido sinceramente tu historia
de amor, así que te voy a ayudar a
resolver de manera definitiva tu
problema. Deseo establecer fuertes
lazos de amistad contigo. Para
empezar, ya no vestirás más el
uniforme de vigilante. Trabajarás
aquí, con traje y corbata, cerca de
mí. Ya te encontraremos algo
interesante, puesto que tienes el
bachillerato. Después, te ayudaré a
completar la dote. —De un cajón
del escritorio sacó un voluminoso
sobre de color caqui sin matasellos
del que asomaban algunos billetes
nuevos y se lo tendió a Ngagne
Demba, que se apresuró a cogerlo
—. Toma estos quinientos mil
francos, que te servirán para poner
en orden algunos asuntos. Te
servirán, ¿verdad, Ngagne Demba?
—¡Oh sí, señora directora! —
dijo el hombre, loco de contento.
Luego se levantó del sillón y
rodeó corriendo la gran mesa. Al
llegar al lado de DS, se arrodilló en
la moqueta y le besó los pies.
—¡Mil gracias, un millón, mil
millones de gracias, señora
directora! —exclamó mientras se
enderezaba con la cara iluminada y
los ojos chispeantes de alegría.
—No hay de qué, joven —
respondió ella—. ¿Y ahora sabes
qué vas a hacer? Vas a rellenar
ahora mismo una petición de
permiso de una semana, que
entregarás al jefe de seguridad, y
después vuelves enseguida a tu casa
y comienzas a ocuparte de los
preparativos de la boda. No olvides
comunicarme la fecha elegida
cuando vuelvas a presentarte aquí
dentro de ocho días, porque querría
tener contigo otro pequeño gesto
como éste. Te doy un consejo, toma
un taxi para ir a tu casa. Cuando uno
lleva los bolsillos llenos corre
riesgos yendo por la calle. ¿En qué
barrio vives?
—En las Parcelas Saneadas,
pero antes pasaré por casa de
Rokhoya, mi novia, en el Gran Toff.
—Bueno, pero sé prudente y
coge un taxi. ¡Adiós, joven, hasta la
semana próxima! Recibe por
adelantado mis mejores deseos de
felicidad en tu matrimonio.
—¡Juro por Dios que al primer
hijo que tenga, aunque sea un niño,
le pondré su nombre, señora!
Cuando, un cuarto de hora
después, Ngagne Demba salió lleno
de alborozo del edificio, había
anochecido ya. Se sentía a punto, en
forma, igual que un luchador bien
entrenado, y hasta rebullía de
impaciencia por enfrentarse al
hombre llegado del país del Tío
Sam, ese jactancioso. Era como la
mayoría de los emigrantes, que
después de haber estado barriendo
calles, vendimiando, vendiendo
chucherías o incluso droga, en
Europa o en Estados Unidos,
trabajando como esclavos, para
desquitarse de las largas
frustraciones acumuladas en las
tierras del Norte, volvían aquí a
fanfarronear, a lucirse delante de la
gente honesta y a tratar de quitarles
la novia a base de dólares, marcos,
francos franceses, libras y otras
monedas extranjeras. ¡Pues él,
Ngagne Demba Thiongane, no se
arredraba ante nadie!
Justo en el momento en que
bajaba el último escalón de la
planta baja, un taxi amarillo y negro
se paró delante. El cliente se bajó y
se adentró presuroso en el edificio,
con un maletín en la mano.
Ngagne Demba ocupó su
puesto.
—¡Al Gran Yoff, deprisa! —
indicó al conductor.
El taxi arrancó, giró a la
derecha y dejó atrás la calle
Parchappe. Enfiló la calle El Hadji
Amadou Assane Ndoye, donde al
cabo de unos doscientos o
trescientos metros volvió a girar a
la izquierda. Entonces bajó la corta
pendiente de la calle Car. Al poco
de haber desembocado en la
avenida Albert Sarrault, rodeó la
plaza de la Independencia y tomó la
avenida del Presidente Pompidou.
Luego llegó a la avenida Blaise
Diagne, atravesó el mercado
Sandaga, donde a esa hora quedaba
sólo un mar de bolsas de plástico
multicolores esparcidas por el
suelo. En la gasolinera situada
frente a la farmacia del Islam se
detuvo delante del surtidor de
gasoil y el conductor paró el motor.
—Voy a poner combustible —
anunció el taxista.
En ese preciso instante, un
gran Mercedes blanco llegó al lado
del taxi.
—¡Vaya, si es el gran Ndiaye!
—exclamó el chófer al reconocer al
propietario del potente vehículo, un
hombre de bigote blanco vestido
con gorro y túnica blancos—.
¡Hola, amigo!
—Hola, Guèye, ¿cómo estás?
—Bien, amigo. ¿Adónde ibas?
¡Mira que hacía tiempo...!
—Voy al Gran Yoff. Llevo a
mis tres chicos conmigo. ¡Es
verdad, Guèye, que hacía mucho
que no nos veíamos!
Después de llenar el depósito
del taxi, el empleado de la
gasolinera se volvió hacia el
Mercedes.
El taxista intentó arrancar,
pero el motor no respondía. Al
cabo de varias infructuosas
tentativas, acabó por confesar que
tenía problemas mecánicos.
—¡Gran Ndiaye! —llamó—.
¿No podría llevar a mi cliente, que
va al Gran Yoff, igual que usted? Es
que no me funciona el arranque.
—Desde luego. Que venga,
hay una plaza atrás. ¡Que venga!
Uno de los pasajeros de atrás,
un coloso vestido con un conjunto
tejano, abrió la puerta y se bajó.
Después de dar las gracias al
taxista, que había rehusado que le
pagara, Ngagne Demba se instaló en
el Mercedes, al lado del otro
pasajero vestido con una gorra y
una camiseta roja sin mangas que
dejaba al descubierto una
prominente musculatura de
practicante de halterofilia. Aunque
no alcanzaba a ver bien al tercero,
sentado junto al conductor, la nuca
de toro y los fornidos hombros que
desbordaban del reposacabezas y
del asiento revelaban que se trataba
de un gigante, también. Supuso que
el propietario del Mercedes, sin
duda un rico comerciante de
Sandaga o un banquero, debía de
regresar a su casa acompañado de
sus tres hijos que le servían de
guardaespaldas. El que le había
cedido el paso volvió a subir atrás.
El empleado de la gasolinera
recibió un billete y devolvió el
cambio. El Mercedes se fue por la
avenida Blaise Diagne. En la
rotonda de la Medina, torció a la
izquierda para seguir por la avenida
El Hadji Malick Sy, donde giró a la
derecha para continuar por la
cornisa Oeste.
—Pero ¡si por aquí no se va al
Gran Yoff! —señaló, extrañado, el
vigilante.
—¡Es verdad, Ngagne Demba!
—reconoció el propietario del
Mercedes—. Te llevamos a un sitio
desierto para cortarte la lengua, los
labios y el sexo para que sepas,
antes de morir, que no hay que
entrometerse en lo que no le
concierne a uno. Mientras tanto,
dame los ciento cincuenta mil
francos que el periodista Emme
Tres te pagó por tu innoble mentira
y el sobre con el medio millón que
te ha entregado la señora directora.
Estupefacto, verde de miedo,
Ngagne Demba Thiongane obedeció
con gestos febriles.
—¡Parad! ¡Parad! ¡Parad!—se
puso a chillar de repente a voz en
cuello—. ¡Por compasión, dejadme
bajar! ¡Ay, aaay, aaay! ¡Dejad...!
El individuo de la camiseta
roja le cogió el cuello con una
mano y le apretó con tal fuerza la
nuez de Adán que se oyó el ruido
del cartílago aplastado entre sus
dedos. El sobresalto que tuvo fue
tan violento que se golpeó la cabeza
contra el techo del vehículo. El
hombre lo soltó. Estaba a punto de
desmayarse del dolor, con los ojos
desorbitados y el labio de arriba
cubierto de mocos. Con las manos
posadas en la atormentada garganta,
ni siquiera se dio cuenta de que se
había ensuciado los pantalones. El
abominable olor invadió enseguida
el habitáculo del Mercedes.
—¿Cómo, se ha tirado un
pedo? ¡Huele horrible! —exclamó
el pasajero de delante, accionando
el botón para bajar la ventanilla.
Una bocanada de aire puro
atravesó el interior del vehículo sin
llegar a disipar, empero, el mal
olor.
—¡Peor, se ha cagado encima!
—se mofó el agresor.
—Eh, esperad a que hayamos
llegado para empezar, chicos. Ese
idiota va a ensuciar por vuestra
culpa el asiento de mi coche —
objetó Ndiaye Diop Seck.
—¡Ha sido para hacerlo
callar, me molestaba con sus gritos!
Enloquecido de terror, Ngagne
Demba Thiongane quiso chillar otra
vez, suplicar a esos hombres que
tan bien parecían conocerlo, y a los
que veía como en sueños, que lo
dejaran bajar, por el amor de Dios.
Abrió la boca, sin apartar la mano
de la garganta; quiso gritar, pero de
su boca no brotó sonido alguno: se
había quedado sin voz. Siempre
había pensado que ese tipo de cosas
sólo pasaban en el cine, en las
películas policiacas, donde a
menudo aparecía una escena fuerte
en la que un grupito de matones se
llevaban a un infortunado, muerto
de miedo ya, hasta un solitario
descampado para degollarlo como
a un cerdo. Aquello podía ocurrir
también en Dakar. El mismo era un
ejemplo de que era posible. Había
comprendido que la señora
directora lo había atrapado como a
un ratón, que lo que había contado
al periodista lo había llevado a la
perdición y que el emigrante de
América le iba a robar a su Daba.
Aquellos hombres no bromeaban, lo
iban a liquidar.
—¡De acuerdo, chicos! —
aprobó Ndiaye Diop—. Como
ahora se ha callado, dejadlo en paz
por el momento. ¡Además, ya hemos
llegado casi!
Cinco minutos más tarde,
esperaba solo en la oscuridad, con
el rosario en la mano, al lado del
maletero del Mercedes.
Sus tres sicarios, sus chicos
como los llamaba él, habían
arrastrado al pobre Ngagne Demba,
que forcejeaba como un poseso sin
emitir grito alguno, hasta abajo, a la
playa, para enseñarle de una vez
por todas que un hombre debe saber
mantener la lengua protegida en la
boca detrás de una consistente
barrera de treinta y dos dientes, y el
exterior por dos tapaderas, los
labios, y que la curiosidad mata de
verdad. Inclinándose, introdujo la
mano por la ventanilla de delante y
de la guantera sacó un ambientador
con perfume de jazmín, con el cual
roció en abundancia el interior del
vehículo.
«¡Ahora viene el turno del
periodista! —pensó—. Lástima que
la señora directora no haya
ordenado eliminarlo a él también,
sino sólo asustarlo.» Tenía razón,
de todos modos. Ella siempre tenía
razón, sus decisiones eran sagradas.
Iba a cumplir con esmero la tarea
que le había encomendado. Le iba a
provocar un pánico tal que se
acordaría hasta el día de su muerte.
Ya estaba en posesión de todo un
arsenal de información sobre Emme
Tres, que él mismo ignoraba, la
cual había completado Yvonne, su
criada, con quien se había puesto en
contacto uno de sus chicos, que la
había recompensado con una bonita
suma de dinero. Ella había revelado
el nombre de Salimata, el de Yaye
Ndoumbé, la enfermedad de ésta, la
existencia del loro Reporter, de la
caseta y otros datos, además de
aportar la receta del médico, que
habían fotocopiado antes de
devolverla. Gracias a ella, no había
sido difícil conocer la farmacia
donde habían comprado los
medicamentos y, con la factura,
conocer el precio, los billetes
pagados y el cambio recibido;
tampoco había sido complicado
consultar al profesor Macodé
Thiam, de la clínica Dieynaba,
propiedad de la Holding Samb.
Ndiaye Diop Seck pensó que
debía enviar a uno de los chicos
para que se encargara de Reporter,
esa misma noche, mientras dormía
en su jaula colgada del techo de la
caseta, junto a la hamaca y las sillas
de color verde del patio de la nueva
casa de Emme Tres, situada en lo
alto de la colina, en el Sagrado
Corazón 3, antes de sacarlo a él de
la cama, rendido de sueño, al
amanecer. Con un niño enfermo,
nunca se llegaba a dormir
suficiente. En tales condiciones,
sería más moldeable que una pella
de arcilla.
El viernes siguiente, ante la
sorpresa general de los numerosos
lectores que aguardaban la salida
del semanario contando los días, el
número de El Ojo del Testigo no
volvió a tocar el tema del supuesto
caso Matar Samb más que para
presentar, en negrita y en primera
página, firmadas por Emme Tres,
las más sinceras excusas del
conjunto del personal del
periódico, comenzando por su jefe
de redacción, Mamadou Moustapha
Marone.
El periodista reconocía haber
cometido una grave e imperdonable
falta profesional al no haber
indagado hasta el fondo a fin de
comprobar la veracidad de una
información que había resultado ser
una falaz invención ideada por un
malintencionado bromista,
mentiroso y mitómano
empedernido. Por su parte,
lamentaba haber causado un gran
perjuicio a la familia Samb y a la
imperecedera memoria de aquel
que se había ido con Dios, el
llorado Matar Samb, que el Dios
Todopoderoso le concediera un
envidiable lugar en el séptimo
paraíso, gran hombre de Estado en
vida, reconocido como el más
brillante miembro del Gobierno en
sus funciones de ministro de
Justicia.
En la cuarta página, en la
sección de sucesos, el asesinato de
Ngagne Demba Thiongane, relatado
ya por toda la prensa —radio,
televisión y periódicos— al día
siguiente de que se descubriera el
cadáver, era descrito con una
macabra precisión de detalles.
Según la Policía, concluía el
artículo, las atroces mutilaciones
que presentaba el cuerpo del
vigilante apuntaban a un ajuste de
cuentas en el caso de la lengua, los
labios y las orejas cercenados, así
como por los cortes en las mejillas,
mientras que la extirpación del sexo
y los testículos hacían pensar más
bien en un crimen pasional.
Una tarde de septiembre en
que la totalidad del paisaje estaba
inundado por una lluvia diluviana
que no había parado de caer desde
media mañana, Tiguis llegó al
Copacabana poco antes del
crepúsculo. En el bar, atendido por
Moro, un emigrante gambiano que
había contratado Golda Meir un
tiempo después de la llegada de
Ramata Kaba, había pocas
personas. La media docena escasa
de clientes se componía de cuatro
chicas y dos jóvenes, irreductibles
a los que ni la torrencial lluvia
podía impedir acudir a su punto de
encuentro habitual.
Tiguis se llevó una buena
sorpresa al encontrar en la
habitación a Ramata en compañía
de Golda Meir y de Diodio. Desde
el primer instante, advirtió que no
estaba en su sano juicio. Ella, por
su lado, ni lo reconoció, ni
manifestó el menor interés por él, ni
siquiera respondió a su saludo.
Después de dejar su bolsa al pie
del mueble, Tiguis se quitó el
impermeable y una vez lo hubo
sacudido junto a la puerta, lo colgó
de un clavo y fue a instalarse en la
cama al lado de Golda Meir.
—¡Veo que tenéis una
forastera! —comentó, señalando
con la cabeza a Ramata, que estaba
sentada delante de él, en la otra
cama, con Diodio.
—Ah, ya no es una forastera
aquí. Es de la casa desde hace
mucho —le informó Golda Meir.
—Desde hace tres años y tres
meses exactamente —precisó
Diodio—. ¿Qué vas a tomar, tío
Tiguis, cerveza o vino?
—Vino, sobrina —respondió
—. ¿Desde hace tres años y tres
meses? ¿Que vive con vosotras
desde hace tanto tiempo?
—¡Como lo oyes, Tiguis! —
corroboró Golda Meir—. Tu
sobrina tiene razón, hace tres años y
tres meses que vive con nosotras.
Se presentó aquí una noche, sin
nada de ropa encima,
completamente loca. Según Diodio,
ya estaba loca un año antes, cuando
había venido, dos noches seguidas,
a buscar a Ngor Ndong después de
que os fuerais con Hobou Nguer. Y
por cierto, ¿dónde está Ngor
Ndong? ¿Están juntos?
Después de destapar la botella
de Valpierre con ayuda de los
dientes, Diodio llenó el vaso y lo
tendió a Tiguis doblando una
rodilla.
Tiguis tomó un trago y lo dejó
encima de la mesa de cuadros.
—¡Ngor Ndong está muerto, el
pobre! —anunció.
—¿Muerto? —preguntaron con
asombro la madre y la hija, mirando
a Tiguis.
—¿Desde cuándo? —inquirió
una.
—¿De qué? —quiso saber la
otra.
—Antes de centrarnos en Ngor
Ndong, aclaradme un poco lo de la
presencia de esta mujer aquí,
porque no he entendido bien las
explicaciones de Golda —pidió
Tiguis.
—¿Cómo que no has entendido
bien mis explicaciones? —contestó,
indignada, Golda Meir—. Pues
mira que he sido bien clara...
Escúchame bien ahora. Al día
siguiente de la famosa redada, ella
vino aquí, a eso de medianoche, a
preguntar con insistencia por Ngor
Ndong. Tal como habíamos
acordado antes de que os
marcharais, le dije que no sabía
dónde estaba, y por más que
insistió, no cedí. Entonces se fue no
sin pedirme que removiera cielo y
tierra para localizar a Ngor Ndong.
A la noche siguiente volvió, sin
obtener nada concreto tampoco...
—En ese momento ya estaba
enferma —intervino Diodio, que
había vuelto a ocupar su sitio en la
cama.
—Es verdad que tú ya lo
habías dicho. Eres más perspicaz
que yo, hija —admitió Golda Meir
—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí!
Después de la segunda visita,
desapareció durante un año. No
supimos nada de ella durante un año
entero. Luego, una noche, a
principios de la estación de lluvias,
se presentó cuando Diodio y yo nos
íbamos a acostar. ¡No quieras saber
el miedo que pasamos esa noche,
porque primero pensamos que era
un genio!
—Estaba cerrando la puerta
cuando irrumpió en la habitación,
después de haberse desnudado en la
entrada —contó Diodio.
La oscuridad invadió de
repente la habitación. Diodio
volvió a levantarse y, con las
cerillas que encontró en un cajón,
encendió la lámpara de petróleo
que había en la mesa de cuadros. Al
tiempo que la luz disipaba las
sombras de la noche, en las paredes
de la barraca se perfilaron las
enormes y extrañas formas de sus
cuatro siluetas proyectadas.
—¡Yo me llevé tal susto que
hasta me mojé el pareo! —exclamó
Diodio, que se instaló otra vez al
lado de Ramata.
—¡Es que había que verla! —
prosiguió Golda Meir—. Desnuda,
con las manos encima de la cabeza,
los ojos como platos, llamando sin
parar a Ngor Ndong como si de ello
dependiera su respiración. No
había forma de hacerla entrar en
razón ni de hacerla callar. Entonces
le administré un remedio mío, una
potente mezcla de ginebra y de
Ricqlès, que le obligué a tragar a la
fuerza, con la ayuda de Diodio. El
remedio resultó muy eficaz,
entonces y más adelante, tanto que
se quedó dormida enseguida. Lo
malo fue que al despertar por la
mañana, se puso a llamar a Ngor
Ndong otra vez. Además, se negaba
a comer. Le di unas gachas, a la
fuerza también, antes de repetir con
mi famoso remedio.
—¡Un poco más y se nos
muere, sobre todo los primeros
días! —opinó Diodio.
—De todas maneras, no la
mató —se defendió Golda Meir—.
Y además, no había otra solución.
Al cabo de una semana, se
despertó, muda, ausente y distraída,
tal como la ves ahora. No hubo
forma de sacarle ni una palabra ni
de hacer que se interesara por nada.
En los más de tres años que lleva
aquí, he acabado por darme cuenta
de que es al principio de la estación
de las lluvias, cuando florecen los
ceibos que hay en la entrada del
Copacabana, cuando se agita y
llama a Ngor Ndong, entonces no
quiere comer ni dormir. Le dura
siempre una semana. Después se
calla y se vuelve impenetrable,
como está ahora, hasta el principio
de la próxima época de lluvias.
Desde que está aquí, siempre
sucede lo mismo. El último ataque
lo tuvo hace un poco más de tres
meses, al comienzo de las lluvias,
durante la última quincena del mes
de junio. ¿Ahora te has aclarado,
Tiguis?
—¡Esta vez has estado
diáfana! —aprobó el hombre.
—Lo más curioso —comentó
Diodio— es que, en todo ese
tiempo que lleva con nosotras, no
hemos visto ni oído que la buscara
nadie. Las personas a quienes
hemos consultado no la conocen y
no nos han dado ninguna
información. ¡No sabemos nada de
ella, ni dónde vive, ni quién es, ni
siquiera cómo se llama!
—¡Yo la llamo Guapa Señora!
—declaró Golda Meir—. Hay que
reconocer que es un nombre que le
pega muy bien, porque incluso
estando loca, sigue siendo una
mujer muy guapa.
—¡Guapa sí lo es! —convino
Diodio—. De no ser por la mirada,
cualquiera pensaría que está
normal. Aparte de esa semana de
excitación, como dice mi madre, no
molesta a nadie y siempre va muy
limpia. Casi no se nota que está
aquí. El problema es que no se le
puede hacer hablar ni interesar por
nada; todo le resulta indiferente. ¿Y
Ngor Ndong, tío Tiguis? ¿Desde
cuándo está muerto?
—Sí, Tiguis, ahora cuéntanos
lo de Ngor Ndong —reclamó Golda
Meir.
El hombre agitó la copa para
dar a entender que estaba vacía, y
Diodio se la volvió a llenar.
—Yo sí sé cómo se llama. Se
llama Ramata Kaba. Ngor Ndong
me dijo su nombre poco antes de
morir, tres días después de que nos
fuéramos de aquí, y me dio un
encargo para ella.
¡Daba Camara, dices que se
llama! —exclamó Golda Meir—.
¿Y dónde vive esa Daba Camara?
Ngor Ndong debió de darte su
dirección si te encargó un recado
para ella. Por fin vamos a saber
algo sobre ella.
—¡Que no ha dicho Daba
Camara, sino Ramata Kaba! —la
corrigió, riendo, Diodio—. Ramata
Kaba, ¿has oído, madre?
—Ramata Kaba, sí, lo he oído.
¿Ngor Ndong te dio su dirección,
Tiguis? —preguntó.
—No —repuso éste—. Ngor
Ndong sólo me dio su nombre. Ni
siquiera estaba seguro, ni yo
tampoco, por otra parte, de que
fuera a verla un día. Lo único que
conozco de ella es su nombre.
Probablemente vive en Dakar, ya
sabéis que todos lo que tienen
dinero viven en la capital, aunque
no sean de allí. Y lo que es dinero,
sí que debía de tener mucho, porque
Ngor Ndong me dijo que le había
dado cinco millones de francos,
como dinero para gastos, además de
una bonita mansión situada en el
borde del mar, en Dakar.
—¡Una mansión y cinco
millones! —exclamó Golda Meir
—. ¡No sé qué le habría dado Ngor
Ndong! ¿Y está casada?
—No sé, Ngor Ndong no me lo
dijo. Tal como afirmaba antes, lo
único que conozco es su nombre,
Ramata Kaba. Ese muchacho no
tenía suerte. Quería huir de esa
mujer, y al salir del cuartel, me
había suplicado que lo llevara
conmigo para estar lo más lejos
posible de ella. No sabía que iba al
encuentro de una muerte atroz.
—El mismo día en que nos
fuimos de Diamniadio, Hobou
Nguer, Ngor Ndong y yo —
comenzó a relatar Tiguis—, al día
siguiente de la redada, llegamos por
la tarde a Médina Gounass pasando
por Basset, en Gambia, en el
momento de la tercera oración.
Después de tomar una abundante
cena y descansar un rato, dejamos
el coche en el pueblo y nos
trasladamos en bicicleta hasta el
parque nacional de Niokolokoba,
poco antes de que se pusiera el sol.
Como tenía cita de madrugada con
Kali, un rastreador basari que me
había avisado de la presencia de un
rebaño de elefantes venido de
Guinea Conakry, tuvimos que
caminar durante toda la noche. Al
amanecer, en lugar de con Kali, nos
topamos, no sé cómo, con una
patrulla de guardas forestales que
parecían estar esperándonos.
Tuvimos una escaramuza con ellos.
Sin avisar, los forestales, que
todavía estaban indignados por el
asesinato de dos colegas suyos a
manos de unos furtivos, ocurrido
dos meses antes, abrieron fuego. Yo
les respondí. Tenía un kalashnikov,
una buena arma, pero era el único
de los tres que iba armado y los
guardas era numerosos. Lo peor fue
que, ya desde los primeros
disparos, a Ngor Ndong le dieron
en la rodilla. Al cabo de un cuarto
de hora de refriega tuvimos que
retirarnos y abandonar las
bicicletas. Hobou Nguer cargaba a
Ngor Ndong a hombros mientras yo
cubría la retaguardia disparando de
vez en cuando prolongadas ráfagas.
Nos paramos un buen rato después,
cuando estuvimos seguros de que
los forestales habían dejado de
perseguirnos. Hobou Nguer dejó a
Ngor Ndong en el suelo. Estaba
pálido, con la mandíbula
comprimida, pero aun así gemía de
dolor. La bala le salió por el hueco
poplíteo y cortó una arteria
importante. La sangre manaba a
chorro de la herida, como del
cuello de un carnero degollado. Le
rasgué el pantalón y, con una liana,
le hice un torniquete por encima de
la rodilla. Después nos pusimos en
camino otra vez, con Ngor Ndong
cargado en la espalda de Hobou
Nguer. Definitivamente, aquél era
un mal día: nos perdimos en plena
selva. Seguramente habíamos
pisado una hierba maléfica de esas
que desorientan, como las que se
encuentran a veces en el campo.
Nos pasamos el día dando vueltas
en el parque sin encontrar una sola
pista que condujera a Gounass.
Cuando Ngor Ndong se ponía a
gemir con insistencia, nos
parábamos. Entonces le quitaba el
torniquete; al ver que la hemorragia
no se había detenido, se lo volvía a
poner. Por la noche, muertos de
cansancio, de sed y de hambre, nos
quedamos dormidos como troncos
al pie de un gran árbol. El
torniquete se quedó fijo toda la
noche. De madrugada me
despertaron los gritos de Ngor
Ndong. La pierna hinchadísima, tres
veces más gruesa de lo normal, se
había puesto negra como el carbón,
brillaba como si la hubieran untado
con manteca de karité y desprendía
un olor característico de
putrefacción especialmente
nauseabundo. A Hobou Nguer debió
de haberlo espabilado la
insoportable pestilencia, porque se
levantó con una mirada
interrogativa, tapándose la nariz
con los dedos. Ngor Ndong tenía
tan inflada la pierna, de la ingle
hasta los dedos de los pies, que la
liana había desaparecido y, a partir
del muslo, donde todavía la cubría
el pantalón, la tela estaba tan tensa
que se veía despuntar la piel,
reluciente y negra, a través de la
trama.
»En tales condiciones
resultaba imposible desplazar a
Ngor Ndong. Pronto los gemidos se
tornaron alaridos. Además, pedía
que le diéramos de beber, que le
diéramos de beber, sin parar, y para
colmo de desgracias, no teníamos
nada de agua. En esa época del año,
si aquí es el comienzo de la
estación de las lluvias, allí, en
Niokolokoba, hace tiempo que ha
empezado ya a caer agua. Llueve
todo el tiempo, día y noche, mañana
y tarde, a toda hora, pero ese
funesto miércoles, me acuerdo bien
que era un miércoles, nada, ni una
gota. Tampoco había por los
alrededores ni un arroyo entre los
matorrales, ni agua en el hueco de
un árbol, ni siquiera algún charco
fangoso. Y el pobre chico no
paraba de gritar que quería beber.
«¡Agua, agua, por el amor de
Dios!», suplicaba. Cuando Ngor
Ndong pronunció el nombre de
Dios, me acordé de él, y no sé por
qué, seguramente porque se afirma
que está allá arriba, levanté la
cabeza y miré el cielo donde debe
de habitar, como si pudiera verlo
sentado en su trono, y le dirigí una
ferviente plegaria con todo mi
corazón para que hiciera caer la
lluvia que yo recogería con las
manos a fin de darle de beber al
chico. Precisamente, el cielo estaba
encapotado con grandes nubarrones
y se había levantado un fresco
viento que sacudía las ramas de los
árboles. Los pájaros se habían
callado en los nidos y se notaba
incluso un olor a lluvia, pero Él, sí,
Él, Dios, cuando uno necesita
realmente que le echen una mano,
cuando con el corazón contrito le
implora su magnanimidad, Él lo
nutre de esperanza para acabar
negándole lo que le ruega. Durante
todo el día, el tiempo siguió
bochornoso y el sol no salió ni una
sola vez entre las nubes. Sin
embargo, Dios cerró las compuertas
del cielo. Y a mí, aunque pudiera
aguantar el hedor de la pierna de
Ngor Ndong, se me hacían
insoportables sus gritos. Cada vez
que pedía agua, era como si me
lacerasen la espalda con un casco
de botella.
»Al comenzar la tarde, la
pierna estalló por varios sitios —
continuó Tiguis, una vez se hubo
secado los labios con el dorso de la
mano tras engullir un trago de vino
y lanzar un escupitajo en el suelo—.
Perdonad, es que me dan náuseas
cada vez que me acuerdo. Nunca
había visto a nadie pudrirse antes
de morir. Jamás lo habría
imaginado, y aunque me hubieran
contado algo así, no lo habría
creído si no lo hubiera visto con
mis propios ojos. De la pierna
deshecha comenzó a manar un
líquido purulento y sanguinolento,
de color negro amarillento, del que
salieron una multitud de gusanos
blancos que se pusieron a caminar
encima de todo el cuerpo de Ngor
Ndong hasta la cara, y se
introdujeron en la boca y en la
nariz. Horrorizado por los gusanos
e incomodado por el olor, Hobou
Nguer había huido lejos. Yo me
quedé velando solo a Ngor Ndong
durante la segunda noche, que fue
muy larga. Hasta la madrugada, no
paró de pedir agua. Poco después
de que saliera el sol, pudo reposar
por fin. Cuando volvió, Hobou
Nguer me ayudó a enterrarlo allí
mismo.
»En ese mismo momento,
como si no le hubiera bastado con
su anterior negativa, para mofarse,
Dios hizo que empezara a llover,
pese a que el cielo estaba
completamente despejado.
—¡Pobre chico, qué final más
horrible! —comentó Golda Meir a
modo de oración fúnebre, cuando
Tiguis hubo acabado de contar las
peripecias de la muerte de Ngor
Ndong.
—Que Dios se apiade de su
alma —sentenció Diodio.
—Ni a mi peor enemigo le
deseo semejante sufrimiento —
aseguró Tiguis mientras mascaba
ruidosamente el trozo de cola que
acababa de pasarle Golda Meir—.
Estar descomponiéndose, con
gusanos que salen del cuerpo y
seguir respirando, por más
increíble que parezca, eso existe.
¡Dios no es una persona, puede
obrar milagros! Poco antes de
morir, Ngor Ndong, que se mantuvo
consciente y lúcido hasta el final,
me pidió que le quitara la cadena
que llevaba en el cuello y que se la
entregara, si la veía, a Ramata
Kaba. Fue en ese momento cuando
me dijo su nombre, sin añadir nada
más. Le juré que se la entregaría.
Todavía llevo la cadena conmigo.
Tiguis indicó a Diodio que le
diera su bolsa de viaje, situada al
lado del mueble. Cuando se la
llevó, se apartó un poco para
depositarla encima de la cama,
entre Golda Meir y él. Del interior
sacó, metida en una funda provista
de un botón, una cajita metálica
decorada con una cabeza de tigre
con las fauces abiertas.
—¿A ver, Tiguis? —solicitó
Golda Meir, no bien hubo extraído
la cadena de la caja.
Tiguis se levantó de la cama
sacudiendo la cabeza.
—No. Se la voy a entregar a
su propietaria tal como le juré a
Ngor Ndong. No te la voy a dar a ti
—declaró.
—¡Vaya, no sabía que fueras
tan virtuoso, Tiguis! —espetó, con
una estruendosa carcajada, Golda
Meir—. Nunca dejarás de
sorprenderme. Cada día trae su
novedad.
—Ésa no es la cuestión —
objetó—. Lo que pasa es que hay
que cumplir con la palabra dada,
sobre todo a un moribundo. Y en
este caso en concreto, si uno peca
de perjuro, durante toda la vida lo
persigue un rosario de desgracias.
—¿Por eso has guardado la
cadena durante casi cuatro años?
—¡Hasta la muerte la habría
guardado, si hubiera sido
necesario!
—Nunca dejarás de
sorprenderme —repitió Golda Meir
—. Dámela, Tiguis. Sólo para
mirarla, por simple curiosidad.
Después te la devolveré.
Tiguis accedió a pasarle la
cadena.
Ella se inclinó hacia la mesa.
Una vez hubo observado la joya con
la luz de la lámpara, volvió a
sentarse junto a Tiguis, que hizo
chasquear los dedos tendiendo la
mano.
—Reconozco esta cadena —
dijo Golda Meir mientras la
devolvía a Tiguis—. Me fijé que
Ngor Ndong la llevaba colgada del
cuello la noche de la redada, desde
que entró en el bar acompañado de
la Guapa Señora. ¿Tienes idea de
cuánto vale, Tiguis?
—Sí, desde luego. Mis cuatro
esposas, la de Kaolack, la de
Ziguinchor, la de Sérékounda y la
de Bissau me han montado escenas
terribles a causa de ella. Todas me
la pidieron, y como me negué, todas
creían que la guardaba para las
otras. Todas razonaron igual. Para
ellas, llevar esa joya de valor a la
casa, enseñársela y ponerles la miel
en la boca, y después no regalársela
a ellas y sí a otra mujer que se
ataba el pareo de lado y con la
mano izquierda, igual que ellas, era
una burla de mal gusto, un insulto
incluso. Un día, en el hotel Adonis,
de Banjul, un negociante sarakole
se ofreció a comprármela por
medio millón, pero le dije que no
estaba en venta. Un amigo sueco
aseguró que valía tres veces más en
francos CFA devaluados. Cada vez
que me la he puesto, he causado
sensación, sobre todo entre las
mujeres, y siempre me han
preguntado dónde la había
comprado. Acabé por no
colgármela del cuello, pero siempre
la he tenido a mano en todos mis
desplazamientos. Nunca me he
separado de ella; ni siquiera la he
empeñado cuando estaba pasando
apreturas. Para mí es un gran alivio
poder cumplir la promesa que le
hice a Ngor Ndong.
Tiguis rodeó la mesa de
cuadros, se inclinó hacia Ramata
Kaba y, tendiéndole la cadena, le
explicó cual fue la última voluntad
de Ngor Ndong antes de morir.
—¡Toma lo que es tuyo!
Ella siguió impasible.
Entonces le cogió la mano, la
abrió y tras depositar la joya en la
palma, la cerró y volvió a sentarse
en la cama.
—Siempre había pensado que
si un día volvía a ver a Ngor
Ndong, recobraría el juicio. Ahora
que es seguro que no lo va a ver
más, creo que nunca recuperará la
razón —concluyó Diodio.
—Incluso si lo hubiera vuelto
a ver, habría seguido estando loca
—opinó Golda Meir—. Además,
nada demuestra que su locura le
viniera provocada por Ngor
Ndong...
—¿Cómo se explica entonces
que siga llamándolo, a él y sólo a
él, cuando le da el ataque cada año?
—Yo no tengo ninguna
explicación y los marabúes a los
que he consultado tampoco me han
aclarado nada en ese sentido.
Siempre han afirmado que estaba
loca y que así seguiría hasta el fin
de sus días, porque hacía mucho,
mucho tiempo, había avasallado
hasta pisotearla a una persona que
tenía la cabeza mucho más grande
que la suya. Muchos años después,
cuando ya no guardaba ni el menor
recuerdo del incidente, el espíritu
del hombre al que había ofendido
antaño decidió vengarse
trastornándole el entendimiento
para siempre. He visto a tres
marabúes diferentes, no a unos
charlatanes, sino a los que conocen
las cosas y ven con profundidad.
Pues bien, los tres me hicieron las
mismas revelaciones, y también
añadieron que la tendré a mi cargo
hasta que muera, porque por más
que hagan, sus parientes no la
encontrarán nunca y yo nunca sabré
nada concreto sobre ella. Por eso
me digo que la Guapa Señora es
para mí un fardo que me ha puesto
encima el buen Dios con el fin de
ponerme a prueba. Con ese peso
debo cargar durante toda mi vida.
—Si es una carga de Dios,
como crees —observó Tiguis—, la
sobrellevarás sin esfuerzo. Y ahora,
pasemos a otro asunto. ¿Cómo van
los negocios por aquí? Ni siquiera
he tenido tiempo de preguntar cómo
estabais.
—Sin novedad, tío Tiguis —
contestó Diodio—. La única ha sido
tu llegada esta noche después de tan
larga ausencia.
—¡Sí, es verdad! —convino
Golda Meir—. ¿Dónde estuviste,
Tiguis, durante todo ese tiempo?
Tiguis pidió a Diodio que le
volviera a llenar la copa antes de
responder.
—Aquí y allá. Me quedé una
buena temporada en Sierra Leona,
durante la guerra, para hacer
negocios. Después me fui a
Sudáfrica, de donde me marché
poco después de que comenzaran
los problemas en Guinea Bissau.
Todas las propiedades que tenía
allí han quedado arrasadas, así que
tendré que volver a empezar desde
cero. Desde el cese de las
hostilidades, he viajado sobre todo
entre Bissau, Ziguinchor y Banjul,
pero estos últimos meses he venido
a menudo por esta zona.
—¿Y no te has pasado a
saludarnos hasta hoy, Mamadou
Lamine? —le recriminó Golda
Meir, usando el verdadero nombre
senegalés del hombre—. Eso no
está nada bien, entre parientes.
¿Has olvidado que llevamos la
misma sangre, que mi bisabuelo
paterno, Samba Dieye, tenía dos
hermanas de padre y madre únicas,
Coumba y Farri Dieye, que son
bisabuelas tuyas y de Hobou
Nguer? El parentesco es como una
planta; hay que regarlo y cuidarlo,
porque si no, se marchita y muere.
—¡Ya sé, tienes razón,
Ndiaba! —se justificó Tiguis, que
la llamó también por su auténtico
nombre—. No es que me haya
olvidado de nuestros lazos de
parentesco; es que cada vez que he
venido, ha sido siempre en plena
noche, a una hora inadecuada para
visitar a nadie, ni siquiera a un
pariente.
—¿Y qué te impide venir por
la mañana o durante el día? —
insistió Golda Meir.
—Porque me vuelvo a marchar
enseguida después de desembarcar
la mercancía que traigo en piragua
desde Banjul. Tengo dos que cubren
el trayecto entre Senegal y Gambia.
Por otra parte, tampoco me quedaré
mucho esta noche. Me voy a ir
después de la cena.
—¿Y adónde vas a ir con esta
lluvia?
—Una de mis piraguas, que
viene de Banjul con Hobou Nguer a
bordo, debe llegar cuando la tierra
se haya enfriado. Yo tenía que
solucionar algunos asuntos en
Kaolack, y por eso he venido por
carretera. Si no, estaríamos juntos.
Ahora me iré por mar con él, esta
misma noche. Espero que con la
lluvia, que ha durado todo el día y
que aún continúa, los aduaneros no
estén por los alrededores de Yene,
donde va a desembarcar la piragua.
Tiguis se despidió hacia las
ocho, tras prometer pasar a verlas
más a menudo. Con la cabeza
protegida de la lluvia bajo una gran
calabaza, Golda Meir lo acompañó
hasta la entrada del Copacabana y,
de regreso, aprovechó para
inspeccionar el bar.
La clientela, que bebía en
solitario, apenas había aumentado a
causa del mal tiempo. Tras
comprobar que incluso las barracas
de afuera estaban vacías, regresó a
su habitación con su hija.
—¡Diodio, no sabía que eras
una persona tan cabal! —la elogió
mientras tomaba asiento en la cama
libre.
—¿Qué quieres decir, madre?
—Ni una sola vez te has ido
de la lengua, como me temía. Sabes
callar cuando toca. De esta manera,
Tiguis ha quedado al corriente de
todo sobre la presencia de la Guapa
Señora en nuestra casa sin que se
haya desvelado nuestro secreto.
—¡Vaya, madre, si eres tú la
que me has educado! —replicó
Diodio con una sonrisa—. También
yo me temía que le revelaras al tío
Tiguis lo que nos había dado.
—¿Revelarle yo algo a
Tiguis? Puedes quedarte tranquila,
hija. Si hasta me había olvidado de
que la Guapa Señora nos había
dado alguna cosa.
A la mañana siguiente, cuando
se levantaron, Golda Meir y Diodio
se quedaron estupefactas al ver a
Ramata Kaba.
Estaba irreconocible. En una
noche se había transformado por
completo. Había envejecido, la
cara se le había cubierto de arrugas
y se le habían aflojado las
facciones. La larga cabellera, al
igual que las pestañas y las cejas,
se le había vuelto blanca como el
percal.
Por la noche se había acostado
con la cadena metida en el puño y,
al despertarse, la llevaba colgada
del cuello.
La madre y la hija no le
quitaron la joya.
Una semana después de la
visita de Tiguis, Golda Meir llegó a
la conclusión de que si los
parientes de Ramata Kaba, a quien
continuaba llamando Guapa Señora,
habían llevado a cabo indagaciones
con el fin de encontrarla, a aquellas
alturas debían de haber renunciado,
desanimados por el largo periodo
de tiempo que había transcurrido
desde su desaparición.
Una noche habló de ello con
Diodio, que le dio la razón.
Nada había venido a perturbar
su existencia en el Copacabana
durante los tres años y tres meses
que Ramata llevaba allí. Siempre
permanecía en la habitación, bajo la
vigilancia constante de la madre o
de la hija, que no la dejaban sola ni
un instante. Pocas eran las
personas, una o dos, a lo sumo, que
estaban al corriente de su presencia
en casa de Golda Meir. A éstas les
había explicado que era una
pariente cercana de Bundu. Contaba
que unos ladrones de ganado
venidos de Mali o de Mauritania
habían asesinado al marido y a los
tres hijos de la mujer. A
consecuencia de ello, había perdido
el juicio y se negaba a hablar.
«¡Lástima da, la pobre!», decían
entonces.
Golda Meir y Diodio no
habían alterado en nada sus
costumbres ni su modo de vida, con
excepción de lo que la madre
llamaba «la pesada carga que Dios
le había encomendado»: ocuparse
de Ramata. Lo hicieron de manera
admirable. Por lo demás, ella no
daba excesivo trabajo, pues aparte
de la semana durante la que se
descontrolaba, rechazaba todo
alimento y tenía tendencia a
desnudarse, a irse y a llamar a Ngor
Ndong, y en el curso de la cual la
obligaban a engullir las gachas y el
famoso remedio, siempre eficaz, se
pasaba el día entero sentada en la
cama, impasible, indiferente a todo,
y no salía de la habitación más que
para ir a hacer sus necesidades.
El Copacabana seguía igual
que antes. No obstante, el urinario
donde estaba escondido el tesoro
había sido sustituido al día
siguiente mismo por una caseta
construida con los ladrillos que
había encima, provista de un techo
de fibrocemento y de una puerta
dotada con una cerradura de
seguridad. Esa noche, mucho
después del cierre del bar,
desenterraron el estuche metálico...
Para empezar, Golda Meir
concluyó el edilicio que estaba
construyendo en Diamniadio, por el
lado de la carretera de Mbour, y
luego compró dos casas pareadas
en la nueva zona de Dalifor, que
puso en alquiler después de
transformarlas en residencias de
lujo. Por la misma época oyó decir
que habían puesto en venta el Brisa
de Mar, un bar de Rufisque. Su
propietario, François Beaujan,
había decidido volver a Francia
para proporcionar mejores
cuidados médicos a su esposa.
Ellos eran los últimos toubabs que
quedaban de la época colonial,
durante la cual el embarcadero, las
fábricas de aceites y jabones y las
industrias pesqueras funcionaban a
pleno rendimiento al tiempo que
florecía el comercio. El matrimonio
de ancianos nonagenarios, sin hijos,
vivía todavía en la decrépita zona
vieja. La esposa, Huguette, se había
roto el cuello del fémur al caer en
el cuarto de baño. El viejo Beaujan
liquidaba sus negocios, ruinosos
desde hacía mucho: el bar con un
amplio patio, situado en la planta
baja de la casa, un gran edificio con
apartamentos en el piso de arriba,
construido al borde del mar.
Aconsejada por Diodio, se
puso en contacto con François
Beaujan y cerró el trato pagando al
contado. A continuación vendió el
Copacabana y se trasladó a
Rufisque con su hija y Ramata
Kaba. Rápidamente, el Brisa de
Mar, reformado por entero, aunque
con el mismo nombre de antaño, se
convirtió en el bar más frecuentado
del casco antiguo.
Al año siguiente, después de
dejar las riendas a Diodio, Golda
Meir efectuó el peregrinaje a la
Meca. A su regreso, gravemente
enferma, la trasladaron en estado de
coma directamente del avión al
hospital de Fann, donde murió al
cabo de tres días sin haber
recobrado el conocimiento.
Con el mes de octubre,
concluyó la última estación de
lluvias del siglo. Jamás se había
visto otra tan lluviosa, tan larga ni
tan catastrófica. Se había iniciado
ya en la primera quincena de mayo,
al contrario de otros años, en que
empezaba a finales del mes de
junio, o incluso a primeros de julio.
Las lluvias habían sido
especialmente abundantes y desde
el temprano comienzo, no había
pasado ni una sola semana sin que
se produjeran tres o cuatro copiosas
precipitaciones que inundaban cielo
y tierra en la totalidad del país.
Todos los pueblos del valle
del Senegal situados más arriba de
la presa de Diama, de Donaye —en
Fouta— a Gandiol —cerca de la
desembocadura—, habían quedado
anegados y su población había
tenido que ser evacuada en su
mayoría. La misma suerte habían
corrido varias grandes ciudades de
diferentes regiones, como Kaolack,
Pikine, Guédiawaye, Mbour, Thiès,
Ziguinchor y, sobre todo, Saint
Louis, donde, a pesar del dique de
protección construido, que costó
tres mil quinientos millones y acabó
arrastrado por las tumultuosas
aguas del río, toda la isla, del
barrio Sur al barrio Norte, quedó
invadida, hasta el punto de que se
temió por la persistencia del puente
Faidherbe, que es tan emblemático
para la ciudad antigua como lo es la
torre Eiffel para París. Y por si eso
fuera poco, el ciclón Cindy había
devastado Joal y la zona
circundante, haciendo desaparecer
en el mar, junto con sus barcas, a
casi doscientos pescadores.
El único motivo de consuelo
era que la próxima cosecha se
anunciaba muy prometedora...
Por desgracia, el precio del
cacahuete, principal fuente de
ingresos del mundo rural después
del desmoronamiento del algodón,
atacado el año anterior por la
mosca blanca, se vio sujeto a un
fuerte descenso decidido sin
consultar a los campesinos que, no
habiendo vendido aún sus reservas,
se frotaban ya las manos. Esa
impopular medida, adoptada un
trimestre antes de las elecciones
presidenciales, y que había
provocado una cólera sorda y un
profundo descontento entre el
campesinado, fue el último de los
disparates que cometió el régimen
socialista después de casi medio
siglo de hegemonía en el poder, ya
que los sufridos aldeanos habían
sido siempre el fecundo y constante
vivero del que se alimentaba el
partido en cada elección, y siempre
le habían garantizado la victoria,
incluso en la difícil época que
Senghor denominó del «malestar
campesino», en la que, para
obligarlos a pagar las deudas
contraídas con la adquisición de
simientes, bueyes de labranza,
fertilizantes o pesticidas, los jefes
de distrito no tenían reparos en
exponerlos en público con el torso
desnudo, bajo el ardiente sol,
embadurnados de pies a cabeza de
abono y de insecticida. Y
desamparados, desalentados, sin
saber ya a qué santo encomendarse,
se preguntaban: ¿cuándo se va a
acabar por fin la independencia?
El año 2000, tantas veces
evocado desde la era de Sédar
Senghor como el año de la
prosperidad y la abundancia para
todos, por fin llegó.
La llegada del nuevo siglo,
que cayó en pleno mes de Ramadán,
apenas tuvo repercusión. Ni hubo
grandes fiestas, ni desfiles con
antorchas, ni bailes populares. Ni
siquiera se produjo el temido
colapso informático que tanto había
dado que hablar.
De todas maneras, hacía
mucho que la alegría había
abandonado los corazones de la
gente. Nuestra piragua bogaba en un
agitado mar de parálisis y de
dificultades que afectaba a todas las
capas sociales, en especial a las
más desfavorecidas, y de
inmundicias de toda clase que
invadían pueblos y ciudades. Todo
el mundo, enfermo de malvivir,
tenía un desagradable gusto a ceniza
en la boca, y Dakar distaba mucho
de ser tan bonita como París. Tal
vez en el año 3000...
No obstante, las elecciones
presidenciales que debían
celebrarse a finales del mes
siguiente, el 25 de febrero
concretamente, se preparaban por
doquier con una efervescencia y un
frenesí extraordinarios.
Había ocho candidatos en liza.
Al candidato presidente lo
aconsejaba un reputado brujo
blanco traído de Francia que
contaba en su haber trece milagros
efectuados en distintos lugares del
mundo y que había prometido obrar
el catorce aquí. Entorpecido con el
tema del cambio, un bien ajeno que
adoptó como eslogan de campaña,
destilando a su paso montañas de
promesas a cual más maravillosa,
paradójicamente perjudicado por un
espléndido cartel que lo
representaba de pie en medio de un
vasto campo anunciando, con una
angélica sonrisa en los labios, que
los frutos maduran, mientras
sostenía con ambas manos una gran
berenjena, verdura puramente
ornamental del plato nacional, el
ceebu jën, que nadie come y que
acaba en la basura junto con las
raspas del pescado, no logró
convencer a sus votantes habituales
y quedó pendiente de una segunda
vuelta.
Se organizó, pues, una segunda
votación para tres semanas después,
el domingo 19 de marzo. Aquello
constituyó de por sí un
acontecimiento histórico, ya que la
victoria se había definido siempre
en la primera vuelta, lo cual
conllevaba graves y sangrientos
contenciosos postelectorales, que a
veces se iniciaban incluso antes de
conocer los resultados.
Tras un cuarto de siglo de
porfiada lucha, jalonada con
diversos procesos y estancias en la
cárcel, una huelga de hambre y
cuatro tentativas fracasadas,
Abdoulaye Wade, el apóstol del
sopi, el verdadero cambio, ganó las
elecciones.
Tras asegurar que si lograba la
victoria nombraría primer ministro
a Moustapha Niasse, candidato que
había alcanzado la tercera posición
detrás de él, Abdoulaye Wade fue
elegido con un margen triunfal.
Suscitó una inmensa esperanza, en
especial entre los jóvenes,
gravemente afectados por el paro y
que habían votado de forma masiva
por él.
Ante la sorpresa general y el
asombro planetario, las dos vueltas,
desarrolladas con impecable
organización y regularidad, se
llevaron a cabo con absoluta calma,
transparencia y serenidad. Pese a
los agoreros gritos que se habían
dejado oír por todas partes, en los
que se predecían bombas, granadas,
sangre, fuego, llamas y ceniza, ni
siquiera la más diminuta hormiga
padeció ese día la menor violencia.
El ministerio de Asuntos Exteriores
francés y el departamento de Estado
de Estados Unidos, por ejemplo,
habían recomendado a sus
ciudadanos residentes en el país
que hicieran acopio de comida,
agua potable embotellada, grupos
electrógenos, carburante y que se
parapetasen bien en sus casas el día
de la votación, con el equipaje listo
por si debían ser evacuados en caso
de disturbios.
Definitivamente, ignoraban el
poder de los genios protectores de
los lebus. Para conjurar la mala
suerte, a fin de que no se viera
perturbada la paz, sobre todo en
Dakar, que se encontraba en su
territorio y pese a todo les
pertenecía, habían organizado una
gran ceremonia propiciatoria en la
costa, en la que se inmoló un toro
de siete años, de pelaje negro y
blanco; además se vertió en el mar,
a modo de ofrenda, gachas de mijo
y leche cuajada.
Cuando aún no se había
acabado la ceremonia, mientras las
mujeres bailaban el ndeupeu36 al
son del tamtan, surgió del agua una
enorme barracuda, pez de alta mar
que nunca se acerca a las costas, y
con un prodigioso salto fue a parar
cerca del animal sacrificado, donde
se quedó sacudido por vigorosos
temblores, encima de la sangre que
había brotado de su garganta y que
se deslizaba ya hacia las olas
desplegadas en la playa.
Interpretando tan asombroso
suceso como un magnífico augurio,
el gran sacerdote de los hechiceros
que oficiaban el ritual había
anunciado que Ndogal, Leuk Daur
Mbaye, Ndiare, Coumba Castel y
Mame Coumba Lamp, los genios
tutelares de la península del Cabo
Verde, habían atendido sus ruegos.
Como buen perdedor, el
candidato vencido llamó por
teléfono esa misma noche al
ganador, cuando los resultados del
escrutinio aún no se habían
anunciado de forma oficial y
algunos de sus colaboradores más
cercanos se disponía a perpetrar, a
sus espaldas, un golpe de Estado
con la finalidad de mantenerse en el
poder. Ignorante de tales
maniobras, reconoció su derrota y
brindó su más sincera y entusiasta
felicitación a su viejo adversario, a
quien tantas veces había vencido.
En el marco africano, aquél fue un
gesto extraordinario y muy elogiado
en todo el mundo, y en particular en
ese desheredado continente, donde,
las más de las veces, por no decir
todas, la alternancia se producía de
manera brutal y sangrienta, de
madrugada, en forma de una pura y
simple confiscación del poder por
parte de la soldadesca armada.
En la soleada tarde del 1 de
abril, en el abarrotado estadio
Léopold Sédar Senghor, ante cien
mil personas rebosantes de alegría,
el nuevo propietario del país juró
con toda solemnidad el cargo. Unos
instantes después, la cesión de
funciones en la cúpula del Estado
se llevó a cabo de manera cordial y
civilizada. Después, Abdou Diouf,
que había asumido la presidencia
de la república durante diecinueve
años, abandonó el palacio. Lo hizo
de forma admirable, con expresión
seria y con la cabeza bien alta,
rodeado tan sólo de su familia, de
su fiel esposa, de sus hijos y de sus
nietos. Acompañado por Abdoulaye
Wade, nuevo ocupante de la
residencia, atravesó a pie el amplio
patio sombreado de árboles por
cuyas avenidas bordeadas de flores
se paseaban, antaño, las grullas
reales que tanto gustaban al
presidente poeta de quien se
proclamaba heredero; aquél decía
que cuando sobrevolaban el palacio
presidencial, eran tan hermosas y
tan majestuosas, como el Concorde
cuando alzaba el vuelo para subir al
cielo. No bien llegó al poder, él las
había mandado al Parque Nacional
de Aves, con lo que dio a entender
claramente las diametrales
diferencias existentes entre el
maestro y aquel que se reconocía
discípulo suyo. Cuando franqueó la
verja, la nutrida multitud
concentrada en las inmediaciones
de la avenida Léopold Sédar
Senghor lo gratificó con una salva
de aplausos. Con patente emoción,
él levantó ambos brazos para
saludar por última vez y después,
sin pronunciar ni una sola palabra,
se subió dignamente a un anodino
Mercedes azul en el que, seguido
por sus allegados, partió al
encuentro de otro destino.
Ramata Kaba vivió todavía
quince años más tras la muerte de
Golda Meir, inmersa en su larga
noche, desvinculada por completo
del mundo real. Y cada año,
cuando, como si lo hicieran para
dar la bienvenida a las primeras
lluvias, en todos los demás árboles
despuntan los nuevos brotes, y sólo
los ceibos se ornan con sus flores
púrpura en armonioso contraste con
el renovado verdor del entorno, ella
experimentaba una fase de
excitación aguda durante ocho días,
tras la cual se sumía en una
depresión próxima al letargo hasta
la siguiente estación de lluvias...
En los últimos tiempos, desde
hacía unos seis meses, se había
producido un cambio notable en su
comportamiento, sin que hubiera
mediado ningún motivo aparente ni
la influencia de ningún
acontecimiento, ni importante ni
banal: cuando habían cerrado el bar
y los clientes se habían marchado a
sus casas, a veces abandonaba su
habitación del piso de arriba para
bajar al patio del Brisa de Mar.
Entonces se acodaba en el
reborde del muro de contención,
protegido del oleaje del océano por
grandes neumáticos y rocas sujetas
con redes metálicas. Allí dejaba
vagar la mirada hacia la lejanía, en
dirección al faro del cabo Manuel,
que con su potente haz de luz roja
barría de forma intermitente la
oscura superficie del mar.
Allá se encontraba la casa en
la que, durante dos semanas, había
conocido una felicidad inefable en
compañía de Ngor Ndong.
¿Pensaría acaso en su amante
perdido? ¿Se hallaba siquiera en
condiciones de pensar?
Allí permanecía inmóvil,
parapetada en su mutismo que nada
ni nadie podía perturbar, durante
horas y horas, antes de volver a
subir a acostarse, de madrugada.
A veces, sin embargo, no
regresaba a su habitación. Se
dormía tumbada al pie de la pared y
pasaba el resto de la noche a la
intemperie.
Así ocurrió esa víspera de la
fiesta nacional en que, en medio de
una ola de frío que se había abatido
sobre el país, tan rigurosa como
nadie recordaba otra igual, al
levantarse, Diodio la encontró
muerta.
EPÍLOGO

Gobi dejó caer el vaso vacío


cerca de la gran concha que hacía
las veces de cenicero, repleta de
colillas y, borracho hasta el punto
de no distinguir la noche del día, se
desplomó, y posó su cuerpo, los
dos brazos y un lado de la cara en
la mesa todavía con el puro en la
cabeza.
Había bebido como una
esponja, una botella tras otra, y
había fumado sin parar a lo largo de
la narración.
Yo había reservado la misma
suerte a la cerveza, que soportaba
muy bien, y a los Mecarillos,
mientras lo escuchaba con suma
atención, sin interrumpirlo ni una
sola vez.
En tres ocasiones, impelidos
por la imperiosa necesidad natural
de aliviar la carga de la vejiga, nos
habíamos levantado de común
acuerdo y, tras abandonar el bar,
habíamos atravesado a grandes
pasos el vasto patio atestado de
desperdicios de toda clase —filtros
y colillas de cigarrillo, envoltorios
de caramelos, raspas y cabezas de
pescado, bolsitas de plástico,
palitos de cerillas, cáscaras de
limones exprimidos— hasta llegar a
los baños, situados en un rincón del
muro de contención, y que
desprendían un fuerte olor a
amoniaco. De pie uno al lado del
otro, con las piernas separadas,
cada cual con su botella en la
diestra y su aparato en la siniestra,
habíamos evacuado el líquido
exhalando grandes suspiros de
alivio sin que Gobi interrumpiera
un solo instante su formidable
relato. En una primera ocasión, se
había tirado un pedo espectacular,
extraordinario tanto por su
sonoridad y su duración como por
su fetidez.
Yo, no obstante, había
conseguido mantener la flema ante
la asombrosa emisión gaseosa
salida de entre sus posaderas. Pero
cuando, con los labios separados
por una amplia sonrisa que dejaba
al descubierto su dentadura
podrida, anunció, abriendo así un
paréntesis en la narración, que era
perfectamente normal que se oyera
el trueno que retumba cuando
llueve, me dio un ataque de risa
imparable. Las dos veces
siguientes, me quedé perplejo
cuando Gobi reprodujo con
exactitud un retumbo totalmente
idéntico al primero, con la misma
prolongación, el mismo sonido y el
mismo olor, como si estuviera
programado.
Ahí no introdujo ningún
comentario, de modo que pude
mantener la seriedad.
Mientras tanto, una pregunta
despuntaba una y otra vez en mi
cabeza: ¿quién le habría contado a
Gobi aquella historia?
No había sido Diodio ni Golda
Meir, desde luego, porque, tal como
quedaba patente, él conocía la vida
de la infortunada Ramata Kaba
mucho mejor que ellas. Y Moro,
menos aún.
En vista de que Gobi había
quedado fuera de combate a causa
del vino, me propuse interrogarlo
esa noche o al día siguiente, cuando
hubiera recobrado la lucidez.
Aunque, en el fondo, tal y como me
pregunté, ¿qué sacaría con ello?
¿Acaso cambiaría algo el saberlo?
¿Lo importante no era, tal como
había afirmado Gobi al mendigar
una copa a cambio de su relato, que
se trataba de una historia muy
interesante? En eso tenía toda la
razón, por supuesto.
¡Qué extraño destino el de
Ramata Kaba! Lo tenía todo para
ser dichosa, pero no lo era. En su
desenfrenada búsqueda de la
felicidad, encontró tan sólo locura.
En el transcurso de su larga
narración, tuve tiempo de
experimentar, de manera
consecutiva y simultánea, las más
diversas emociones. Lloré, me
regocijé, sonreí, me estremecí,
exclamé ndeyssane para expresar
piedad, me excité, me enternecí,
pensé en Dios y en su profeta
Mamadou, que la paz esté con él,
permanecí circunspecto, aplaudí a
rabiar, me planteé interrogantes,
temblé, sentí náuseas, reí a
carcajadas, se me encogió el
corazón, ovacioné, me alegré, me
entristecí, me exasperé, pensé en el
más allá, en el Infierno, en el
Paraíso y en el Juicio Final, grité de
indignación, dudé, me invadió el
desasosiego, me llené de asombro,
se me erizó el vello, me sentí
humillado...
No tuve, pues, ni un solo
instante libre para aburrirme. Sí
pude meditar, en cambio, sobre mí
mismo y acerca del sentido que
debía dar en adelante a mi
existencia: convencido de que nadie
puede obtenerlo todo a la vez, me
conformaré siempre con lo que
tengo.
Me levanté y encendí el último
purito que me quedaba. Ningún
cliente había venido al Brisa de
Mar. Desperté a Moro, que
dormitaba detrás de la barra, para
pagarle el paquete de Dunhill y las
bebidas. Después salí, justo en el
momento en que la campana de la
iglesia de Sainte-Agnès comenzaba
a desgranar el primer toque de las
doce del mediodía.
Afuera, las calles estaban
desiertas, el viento soplaba
racheado y la fina y glacial lluvia,
parásita o precoz, semejante a una
neblina que envolvía el paisaje con
un sucio manto gris, seguía cayendo
todavía, pertinaz.

Mar Loodj, 30 de mayo del 2000


notes
Notas a pie de página
1 Librerías donde se exponen
directamente en el suelo, encima de
la acera, los libros y periódicos, a
menudo usados, con precios
asequibles.
2 Coche celular. (N. de la T.)
3 Mono.
4 Autobús Mercedes de color

blanco, de veinticinco o treinta y


cinco plazas, que cubre casi todo el
transporte en Senegal y que debe su
nombre a uno de los principales
transportistas, propietario de más
de la mitad de estos vehículos.
5 Amuleto protector. ( N. de la

T.)
6 Según una leyenda, el

nombre de Senegal proviene a un


tiempo de un malentendido y de una
deformación. Cuando los primeros
europeos desembarcaron en una
playa, toparon como era natural con
unos pescadores, a quienes
preguntaron cuál era el nombre del
país. Los pescadores, que no
comprendían la lengua de los
blancos, creyendo que les
preguntaban por su embarcación,
respondieron: «Lii su nu gaal la»:
«Ésta es nuestra piragua». Los
europeos, que entendieron Senegal
en lugar de Sunu gaal, llamaron así
al país. Esta controvertida leyenda
es muy popular, porque Sunu gaal,
«nuestra piragua», como canta el
griot, rima muy bien con Senegal.
7 Blanco. (N. de la T.)
8 Actual matrícula de los

vehículos oficiales.
9 Jefe de brigada.
10 Etnia de pescadores.
Auténticos habitantes de la actual
región de Dakar, antiguamente
llamada región de Cabo Verde.
11 Rey.
12 Jefe del pueblo.
13 Gorea.
14 Saint-Louis.
15 Rufisque.
16 Joal.
17 África Occidental Francesa.
18 Color del partido en el

poder, la Unión Progresista


Senegalesa, que más tarde
adoptaría el nombre de Partido
Socialista.
19 Movimiento de las fuerzas

democráticas de Casamance
fundado en 1947 para apoyar al
Bloque Democrático Senegalés de
L. S. Senghor y Mamadou Dia
contra la SFIO de Lamine Guéye.
20 «¡Recupera a Cam!»
21 Comunicador tradicional

considerado ante todo como


depositario de la tradición oral. Los
griots pertenecen a una casta de
familias especializadas en historia
del país y en genealogía, en arte
oratorio o en práctica musical (N.
de la T.)
22 «¡Cambio! ¡Destitución!
¡Derrocamiento! ¡La clave (del
cambio)! ¡Solución!» Eslóganes
empleados por las principales
formaciones de entre la cuarentena
de partidos de la oposición.
23 Adaptación del nombre

Mahoma. (N. del E.)


24 Variedad de arenques
gigantes.
25 Etnia que comprende un 5%
de la población de Senegal. (N. de
la T.)
26 Cárcel central de Dakar

situada en el barrio de Reubeuss.


27 La cola es un fruto

emblemático de la cultura africana.


Aparte de consumirse
corrientemente constituye un
símbolo de regalo que se ofrece en
las grandes ocasiones, como las
bodas, las peticiones de mano o los
entierros. (N. de la T.)
28 El «parentesco de broma»

es una relación entre dos personas


en la que una de ellas está
autorizada u obligada, en algunos
casos, a tomar el pelo o a burlarse
de la otra, sin que, por su parte, ésta
deba tomárselo mal. (N. de la T.)
29 Considerado como el más

insigne filósofo wolof. Destacaba


por su peinado compuesto de cuatro
mechones de pelo dispuestos en
medio de un cráneo afeitado que
representaban cada uno una verdad:
«ama a la mujer pero no te fíes de
ella»; «el rey no es un pariente»;
«el hijo adoptivo no es un hijo»;
«los ancianos merecen que los
mantengan en el pueblo».
30 Pequeño tamtan que se

sostiene en el hueco de la axila.


31 Personas que gozan de gran

respeto por su saber y ciencia


religiosa en el seno del islam.
También existen los marabúes
animistas, que cumplen las mismas
funciones que los brujos de antaño.
(N. de la T.)
32 Fruto del baobab. (N. de la

T.)
33 Se refiere a los grandes
morteros donde trituran el mijo, de
pie, varias mujeres a la vez. (N. de
la T.)
34 Zapatos de cuero que los

viejos se ponen en África cada vez


que van a la mezquita. (N. de la T.)
35 Alumnos de una escuela

coránica.
36 Danza que se consagra a los

genios con una finalidad


terapéutica, para alejar las
catástrofes, el mal de ojo y la
maledicencia.

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