Iliada
Iliada
Iliada
Homero
Siglo VIII a.C.
0á
LA ILÍADA
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CANTO XVI. Patroclea .................................................................. 347
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CANTO I
Peste – Cólera
Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira de
Aquiles", nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo
para rescatar a su hija, que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a
Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con
amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento;
Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo
dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a
Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote
Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si
ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya
se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia
entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto
que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese
impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y
amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación
que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda
de Aquiles que se llevan a Briseida; Ulises y otros griegos se embarcan con Briseida y la
devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al
Olimpo a impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón
comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y
este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo
Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín
espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.
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suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por
el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste,
deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras
naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el
que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a
todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos
de pueblos, así les suplicaba:
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alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió
Leto, la de hermosa cabellera:
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios.
En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en
el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba
por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una
vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
-¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez
errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la
peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a
un adivino, sacerdote o intérprete de sueños -pues también el
sueño procede de Zeus-, para que nos diga por qué se irritó
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tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o
hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y
de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.
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-No está el dios quejoso con motivo de algún voto o
hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido
al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate.
Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos
causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta
que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de
ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando
así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.
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-¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo
pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No
sabemos que existan en parte alguna cosas de la comunidad,
pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es
conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten.
Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el
triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la
bien murada ciudad de Troya.
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-¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a
obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la
marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No
he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en
nada se me hicieron culpables -no se llevaron nunca mis vacas ni
mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía,
criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el
ruidoso mar nos separan-, sino que te seguimos a ti, grandísimo
insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a
Menelao y a ti, ojos de perro. No fijás en esto la atención, ni por
ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme
la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos.
Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a
saco una populosa ciudad de los troyanos: aunque la parte más
pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu
recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo
a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de
haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo
mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso
permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza.
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mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me
preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me
quita a Briseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y
encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la
de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto
más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y
compararse conmigo.
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cordialmente a entrambos y por vosotros se interesa. Ea, cesa de
disputar, no desenvaines la espada a injúrialo de palabra como
te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te
ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y
obedécenos.
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reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la
corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia
y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este
juramento): algún día los aqueos todos echarán de menos a
Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerlos cuando
muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de
hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no
haber honrado al mejor de los aqueos.
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muy fuertes combatieron: con los montaraces centauros, a
quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en
su compañía -habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde
esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron- y
combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía
ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante
lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras.
Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que
podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la joven, sino
déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los
magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a
igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún
otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú
eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste
es más poderoso, porque reina sobre mayor número de
hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que
depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un
fuerte antemural en el pernicioso combate.
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-Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que
dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso ya
obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he
de combatir con estas manos por la joven ni contigo, ni con otro
alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero, de lo
demás que tengo junto a mi negra y veloz embarcación, nada
podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea,
inténtalo, para que éstos se enteren también; y presto tu
negruzca sangre brotará en torno de mi lanza.
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En tales cosas ocupábanse éstos en el ejército. Agamenón no
olvidó la amenaza que en la contienda había hecho a Aquiles, y
dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:
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llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la
mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto,
alejóse de los compañeros, y, sentándose a orillas del
blanquecino mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y
las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:
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hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó
a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas,
caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que
se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate;
mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, lo
despidió de mal modo y con altaneras voces. El anciano se fue
irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy
querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres
unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas
partes en el vasto campamento de los aqueos. Un adivino bien
enterado nos explicó el vaticinio del que hiere de lejos, y yo fui
el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida
encendióse en ira; y, levantándose, me dirigió una amenaza que
ya se ha cumplido. A aquélla los aqueos de ojos vivos la
conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a
la hija de Briseo, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la
han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a
tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste
consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces,
hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de
haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa
desgracia al Cronida, el de las sombrías pubes, cuando
quisieron atarlo otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y Palas
Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y lo libraste de las ataduras,
llamando en seguida al espacioso Olimpo al centímano a quien
los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual
es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al
lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronlo los
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bienaventurados dioses y desistieron del atamiento.
Recuérdaselo, siéntate a su lado y abraza sus rodillas: quizás
decida favorecer a los troyanos y acorralar a los aqueos, que
serán muertos entre las popas, cerca del mar; para que todos
disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida
la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.
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rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía, y
llevaron la nave, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron
anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron
las víctimas de la hecatombe para Apolo, el que hiere de lejos, y
Briseida salió de la nave surcadora del ponto. El ingenioso
Ulises llevó la doncella al altar y, poniéndola en manos de su
padre, dijo:
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los puso sobre la leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca
de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco
puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas, y,
dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo
atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo
retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete,
comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando
hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, los mancebos
coronaron de vino las crateras y lo distribuyeron a todos los
presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y
durante todo el día los aqueos aplacaron al dios con el canto,
entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de lejos, que
los oía con el corazón complacido.
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sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y
echaba de menos la gritería y el combate.
-¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con
palabras a obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe
de más breve vida, pues el rey de hombres, Agamenón, lo ha
ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene.
Véngalo tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a
los troyanos hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y lo
colmen de honores.
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-¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera,
cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe
siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las
batallas favorezco a los troyanos. Pero ahora vete, no sea que
Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo
deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que
tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y
veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que
asiento con la cabeza.
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-¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te
resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse,
ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera
resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures
averiguarlo.
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artífice, comenzó a arengarlos para consolar a su madre Hera, la
de los níveos brazos:
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Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y
nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara
que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban
alternando.
Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses
fueron a recogerse a sus respectivos palacios, que había
construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia
inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho
donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía.
Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.
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CANTO II
Sueño- Beocia o catálogo de las naves
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Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a quien aquél más
honraba. Así transfigurado, dijo el divino Sueño:
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Subía la diosa Aurora al vasto Olimpo para anunciar el día a
Zeus y a los demás inmortales, cuando Agamenón ordenó que
los heraldos de voz sonora convocaran al ágora a los
melenudos aqueos. Convocáronlos aquéllos, y éstos se
reunieron en seguida.
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vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por el opuesto,
procurad detenerlos.
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Cronión -éste lo dio al mensajero Argicida; Hermes lo regaló
al excelente jinete Pélope, quien, a su vez, lo entregó a Atreo,
pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a Tiestes, rico en
ganado, y Tiestes lo dejó a Agamenón para que reinara en
muchas islas y en todo el país de Argos-, y, descansando el rey
sobre el arrimo del cetro, habló así a los argivos:
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esposas a hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos
dado cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, procedamos
todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria
tierra, pues ya no tomaremos Troya, la de anchas calles.
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Olimpo llegó presto a las veloces naves aqueas y halló a Ulises,
igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar
la negra nave de muchos bancos, porque el pesar le llegaba al
corazón y al alma. Y poniéndose a su lado, díjole Atenea, la de
ojos de lechuza:
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de los reyes, alumnos de Zeus, es terrible, porque su dignidad
procede del próvido Zeus y éste los ama.
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divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban a
irritaban mucho contra él, seguía increpándolo a voz en grito:
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tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le
dan muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se
cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no
conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado
padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido
(el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío
lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con
afrentosos azotes.
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-¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante
todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te
prometieron al venir de Argos, criador de caballos: que no te
irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o
viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa.
Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos.
Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de
su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por
las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya
nueve años, con el presence, que aquí permanecemos. No me
enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las
cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto
tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened
paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos
si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la
tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido
arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois
testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las
naves aqueas que cantos males habían de traer a Príamo y a los
troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas
a los inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un
hermoso plátano a cuyo pie manaba agua cristalina. Allí se nos
ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda,
que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar
al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos
recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo
de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El
dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la
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madre revoleaba en torno de sus hijos quejándose, y aquél
volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después
que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios
que lo había mostrado obró en él un prodigio: el hijo del artero
Crono transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles,
admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y
portentosas acciones de los dioses interrumpieron las
hecatombes. Y en seguida Calcante, vaticinando, exclamó:
«¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es
quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano
cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el
dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales
eran ocho, y, con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros
combatiremos allí igual número de años, y al décimo
tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fue lo que dijo y
todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas,
quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!
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un medio eficaz para conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú,
como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el
duro combate y deja que se consuman uno o dos que en
discordancia con los demás aqueos desean, aunque no lograran
su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la
promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el
prepotente Cronida nos prestó su asentimiento,
relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables
señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de
ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino.
Nadie, pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber
dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida
y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso,
toque la negra nave de muchos bancos para que delante de
todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de
pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros lo
damos. No es despreciable lo que voy a decirte: Agrupa a los
hombres, oh Agamenón, por tribus y familias, para que una
tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo
hicieres y lo obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y
soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán
distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la
voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su
impericia en la guerra.
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diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo
sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus
Cronida, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en
inútiles disputas y riñas. Aquiles y yo peleamos con encontradas
razones por una joven, y fui el primero en irritarme; si ambos
procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la
ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego
trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo,
dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el carro,
apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos
pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de
haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes
guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente
cubre, sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el
manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando
los pulimentados carros. Y aquél que se quede voluntariamente
en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se
librará de los perros y de las aves de rapiña.
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todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a
entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises,
igual a Zeus en prudencia. Espontáneamente se presentó
Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano
estaba preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y
tomaron la mola. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón
oró diciendo:
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el deseo de beber y de comer, Néstor, el caballero gerenio,
comenzó a decirles:
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De la suerte que las alígeras aves -gansos, grullas o cisnes
cuellilargos- se posan en numerosas bandadas y chillando en la
pradera Asia, cerca de la corriente del Caístro, vuelan acá y allá
ufanas de sus alas, y el campo resuena; de esta manera las
numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura
escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies
de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado
del Escamandrio llegaron a juntarse fueron innumerables;
tantos, cuantas son las hojas y Bores que en la primavera nacen.
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eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre
no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez
lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo
las Musas olímpicas, hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían
decir cuántos a Ilio fueron. Pero mencionaré los caudillos y las
naves todas.
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Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitaban en
Anemoria, Jámpolis y la ribera del divinal río Cefiso; los que
poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mismo río: todos
éstos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos
ordenaban entonces las filas de los focios, que en las batallas
combatían a la izquierda de los beocios.
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diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Péteo. Ningún hombre
de la tierra sabía cómo ése poner en orden de batalla, así a los
que combatían en carros, como a los peones armados de
escudos; sólo Néstor competía con él, porque era más anciano.
Cincuenta negras naves lo seguían.
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Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y
Helos marítima, y habitaban en Laa y Étilo: todos éstos llegaron
en sesenta naves al mando del hermano de Agamenón, de
Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando
unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los
animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huida y
los gemidos de Helena.
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Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina
Élide, desde Hirmina y Mírsino, la fronteriza, por un lado y la
roca Olenia y Alesio por el otro, tenían cuatro caudillos y cada
uno de éstos mandaba diez veleras naves tripuladas por
muchos epeos. De dos divisiones eran respectivamente jefes
Anfímaco y Talpio, hijo aquél de Ctéato y éste de Éurito y
nietos de Actor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y de
la cuarta, el deiforme Polixino, hijo del rey Agástenes Augeida.
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Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los
que vivían en Cnoso, Gortina amurallada, Licto, Mileto, blanca
Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y los que ocupaban
la isla de Creta con sus cien ciudades: todos éstos eran
gobernados por Idomeneo, famoso por su lanza, que con
Meriones, igual al homicida Enialio, compartía el mando.
Seguíanlo ochenta negras naves.
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Los que habitaban en Nísiros, Crápato, Caso, Cos, ciudad de
Eurípilo, y las islas Calidnas, tenían por jefes a Fidipo y Antifo,
hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta cóncavas naves en orden
lo seguían.
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no estaban sin caudillo; pero sentían soledad de aquél, que tan
esforzado había sido. Cuarenta negras naves lo seguían.
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Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras naves lo
seguían.
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edad y altura; criólas Apolo, el del arco de plata, en Perea, y
llevaban consigo el terror de Ares. De los guerreros el más
valiente fue Ayante Telamonio mientras duró la cólera de
Aquiles, pues éste lo superaba mucho; y también eran los
mejores caballos los que llevaban al eximio Pelión. Mas Aquiles
permanecía entonces en las corvas naves surcadoras del ponto,
por estar irritado contra Agamenón Atrida, pastor de hombres;
su gente se solazaba en la playa tirando discos, venablos o
flechas; los corceles comían loto y apio palustre cerca de los
carros de los capitanes que permanecían enfundados en las
tiendas, y los guerreros, echando de menos a su jefe, caro a
Ares, discurrían por el campamento y no peleaban.
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partían de las naves para combatir. Así transfigurada, dijo Iris,
la de los pies ligeros:
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De los dardanios era caudillo Eneas, valiente hijo de
Anquises, de quien lo tuvo la divina Afrodita después que la
diosa se unió con el mortal en un bosque del Ida. Con Eneas
compartían el mando dos hijos de Anténor: Arquéloco y
Acamante, diestros en toda suerte de pelea.
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Eufemo, hijo de Treceno Céada, alumno de Zeus, era el
capitán de los belicosos cícones.
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orillas del Meandro y las altas cumbres de Mícale tenían por
caudillos a Nastes y Anfímaco, preclaros hijos de Nomión;
Nastes y Anfímaco, que iba al combate cubierto de oro como una
doncella. ¡Insensato! No por ello se libró de la triste muerte, pues
sucumbió en el río a manos del celerípede Eácida del aguerrido
Aquiles, el de los pies ligeros; y éste se apoderó del oro.
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CANTO III
Juramentos- Contemplando desde la muralla – Combate
singular de Alejandro y Menelao
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Menelao, caro a Ares, violo venir con arrogante paso al frente
de la tropa, y, como el león hambriento que ha encontrado un
gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y te
devora, aunque o persigan ágiles perros y robustos mozos; así
Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme
Alejandro -figuróse que podría castigar al culpable- y al
momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.
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de gozo para los enemigos y de confusión para ti mismo? ¿No
esperas a Menelao, caro a Ares? Conocerías de qué varón tienes
la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Afro-
dita, la cabellera y la hermosura, cuando rodaras por el polvo.
Los troyanos son muy tímidos; pues, si no, ya estarías revestido
de una túnica de piedras por los males que les has causado.
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Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, el de
tremolante casco, quiere decirnos algo.
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Así dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de que
iba a terminar la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las
filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se
pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio
mediaba entre ambos ejércitos.
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Ares, lucharán por ti con ingentes lanzas, y el que venza la
llamará su amada esposa.
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nosotros la luctuosa guerra de los aqueos- y me digas cómo se
llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de
cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos
un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.
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como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un
gran rebaño de cándidas ovejas.
Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como
embajador, con Menelao, caro a Ares; yo los hospedé y agasajé
en mi palacio y pude conocer la condición y los prudentes
consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie,
sobresalía Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises
más majestuoso. Cuando hilvanaban razones y consejos para
todos nosotros, Menelao hablaba de prisa, poco, pero muy
claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más joven, se
apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse,
permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo,
no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un
ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo o por un
estúpido. Mas tan pronto como salían de su pecho las palabras
pronunciadas con voz sonora, como caen en invierno los copos
de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y
entonces ya no admirábamos tanto la figura de héroe.
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¿Quién es ese otro aqueo gallardo y alto, que descuella entre
los argivos por su cabeza y anchas espaldas?
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lanzas por la esposa: mujer y riquezas serán del que venza, y,
después de pactar amistad con fieles juramentos, nosotros
seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán a
Argos, criador de caballos, y a Acaya, la de lindas mujeres.
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Menelao mata a Alejandro, devuélvannos los troyanos a Helena
y las riquezas todas, y paguen a los argivos la indemnización que
sea justa para que llegue a conocimiento de los hombres
venideros. Y, si, vencido Alejandro, Príamo y sus hijos se
negaren a pagar la indemnización, me quedaré a combatir por
ella hasta que termine la guerra.
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Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y,
echando dos suertes en un casco de bronce, lo meneaban para
decidir quién sería el primero en arrojar la broncínea lanza. Los
hombres oraban y levantaban las manos a los dioses. Y algunos
de los aqueos y de los troyanos exclamaron:
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quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el
medio campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y
mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro
arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote en el escudo liso
del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al
chocar con el fuerte escudo. Y Menelao Atrida, disponiéndose a
acometer con la suya, oró al padre Zeus:
¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar
la perfidia de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la
lanza es arrojada inútilmente y no consigo vencerlo.
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apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo
inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija
de Zeus, que rompió la correa hecha del cuero de un buey
degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo
volteó y arrojó a los aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles
compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para
matarlo con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a su hijo
con gran facilidad, por ser diosa, y llevólo, envuelto en densa
niebla, al oloroso y perfumado tálamo. Luego fue a llamar a
Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró
suavemente de su perfumado velo, y, tomando la figura de una
anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a
Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta, díjole la diosa
Afrodita:
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siéntate al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te
conduzcan tus pies al Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te
haga su esposa o su esclava. No iré allá, ¡vergonzoso fuera!, a
compartir su lecho; todas las troyanas me lo vituperarían, y ya
son muchos los pesares que conturban mi corazón.
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contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea que en
seguida sucumbas, herido por su lanza.
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CANTO IV
Violación de los juramentos – Agamenón reuista las tropas
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¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que
sea vano a ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis
corceles se fatigaron, cuando reunía el ejército contra Príamo y
sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo
aprobaremos.
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opusiere y no lo permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque
tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no
resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el
mismo y el artero Crono engendróme la más venerable, por mi
abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas
sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo,
y los demás dioses inmortales nos seguirán. Manda presto a
Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los troyanos y
los aqueos, y procure que los troyanos empiecen a ofender,
contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
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O empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea,
o Zeus, árbitro de la guerra humana, pondrá amistad entre
ambos pueblos.
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cubrieron con los escudos, para que los belicosos aqueos no
arremetieran contra él antes que Menelao, aguerrido hijo de
Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una flecha nueva,
alada, causadora de acerbos dolores; adaptó en seguida a la
cuerda del arco la amarga saeta, y votó a Apolo nacido en Licia,
el de glorioso arco, sacrificarle una espléndida hecatombe de
corderos primogénitos cuando volviera a su patria, la sagrada
ciudad de Zelea. Y, cogiendo a la vez las plumas y el bovino
nervio, tiró hacia su pecho y acercó la punta de hierro al arco.
Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda y saltó
la puntiaguda flecha deseosa de volar sobre la multitud.
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tus bien formados muslos, las piernas, y más abajo los hermosos
tobillos.
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soberbios exclamará, saltando sobre la tumba del glorioso
Menelao: «Así efectúe Agamenón todas sus venganzas como
ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó a su
patria con las naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao.» Y
cuando esto diga, ábraseme la anchurosa tierra.
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ha flechado hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto
para nosotros.
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ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los animaba
diciendo:
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-¡Idomeneo! Te honro de un modo especial entre los dánaos,
de ágiles corceles, así en la guerra a otra empresa, como en el
banquete, cuando los próceres argivos beben el negro vino de
honor mezclado en las crateras. A los demás aqueos de larga
cabellera se les da su ración; pero tú tienes siempre la copa llena,
como yo, y bebes cuanto te place. Corre ahora a la batalla y
muestra el denuedo de que te jactas.
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Zeus, Atenea, Apolo!, que hubiese el mismo ánimo en todos los
pechos, pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y
destruida por nuestras manos.
Cuando así hubo hablado, los dejó y se fue hacia otros. Halló a
Néstor, elocuente orador de los pilios, ordenando a los suyos y
animándolos a pelear, junto con el gran Pelagonte, Alástor,
Cromio, el poderoso Hemón y Biante, pastor de hombres. Ponía
delante, con los respectivos carros y corceles, a los que desde
aquéllos combatían; detrás, a gran copia de valientes peones que
en la batalla formaban como un muro, y en medio, a los cobardes
para que mal de su grado tuviesen que combatir. Y, dando
instrucciones a los primeros, les encargaba que sujetaran los
caballos y no promoviesen confusión entre la muchedumbre:
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Respondióle Néstor, caballero gerenio:
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Encarándole la torva vista, exclamó el ingenioso Ulises:
Esto dicho, los dejó ahí, y se fue hacia otros. Halló al animoso
Diomedes, hijo de Tideo, de pie entre los corceles y los sólidos
carros; y a su lado a Esténelo, hijo de Capaneo. En viendo a
aquél, el rey Agamenón lo reprendió, profiriendo estas aladas
palabras:
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vi, y dicen que a todos superaba. Estuvo en Micenas, no para
guerrear, sino como huésped, junto con el divino Polinices,
cuando ambos reclutaban tropas para dirigirse contra los
sagrados muros de Teba. Mucho nos rogaron que les diéramos
auxiliares ilustres, y los ciudadanos querían concedérselos y
prestaban asenso a lo que se les pedía; pero Zeus, con funestas
señales, les hizo variar de opinión. Volviéronse aquéllos; después
de andar mucho, llegaron al Asopo, cuyas orillas pueblan
juncales y prados, y los aqueos nombraron embajador a Tideo
para que fuera a Teba. En el palacio del fuerte Eteocles
encontrábanse muchos cadmeos reunidos en banquete; pero ni
allí, siendo huésped y solo entre tantos, se turbó el eximio jinete
Tideo: los desafiaba y vencía fácilmente en toda clase de luchas.
¡De tal suerte lo protegía Atenea! Cuando se fue, irritados los
cadmeos, aguijadores de caballos, pusieron en emboscada a
cincuenta jóvenes al mando de dos jefes: Meón Hemónida, que
parecía un inmortal, y Polifonte, intrépido hijo de Autófono. A
todos les dio Tideo ignominiosa muerte menos a uno, a Meón, a
quien permitió, acatando divinales indicaciones, que volviera a la
ciudad. Tal fue Tideo etolio, y el hijo que engendró le es inferior
en el combate y superior en el ágora.
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que, confiando en divinales indicaciones y en el auxilio de Zeus,
reunimos al pie de su muralla, consagrada a Ares; mientras que
aquéllos perecieron por sus locuras. No nos consideres, pues, a
nuestros padres y a nosotros dignos de igual estimación.
Dijo, saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y tan terrible
fue el resonar del bronce sobre su pecho, que hubiera sentido
pavor hasta un hombre muy esforzado.
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manera elevábase un confuso vocerío en el vasto ejército de
aquéllos. No era igual el sonido ni el modo de hablar de todos y
las lenguas se mezclaban, porque los guerreros procedían de
diferentes países.- A los unos los excitaba Ares; a los otros,
Atenea, la de ojos de lechuza, y a entrambos pueblos, el Terror, la
Fuga y la Discordia, insaciable en sus furores y hermana y
compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece
pequeña y luego toca con la cabeza el cielo mientras anda sobre
la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la muchedumbre,
arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y aumentó
el afán de los guerreros.
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torre en el duro combate. Al punto asióle de un pie el rey
Elefénor Calcodontíada, caudillo de los bravos abantes, y lo
arrastraba para ponerlo fuera del alcance de los dardos y quitarle
la armadura. Poco duró su intento. El magnánimo Agenor lo vio
arrastrar el cadáver, e, hiriéndolo con la broncínea lanza en el
costado, que al bajarse quedó descubierto junto al escudo, dejóle
sin vigor los miembros. De este modo perdió Elefénor la vida y
sobre su cuerpo trabaron enconada pelea troyanos y aqueos:
como lobos se acometían y unos a otros se mataban.
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detúvose muy cerca del matador, y, revolviendo el rostro a todas
partes, arrojó la brillante lanza. Al verlo, huyeron los troyanos.
No fue vano el tiro, pues hirió a Democoonte, hijo bastardo de
Príamo, que había venido de Abidos, país de corredoras yeguas:
Ulises, irritado por la muerte de su compañero, le envasó la
lanza, cuya broncínea punta le entró por una sien y le salió por la
otra; la obscuridad cubrió los ojos del guerrero, cayó éste con
estrépito y sus armas resonaron.Arredráronse los combatientes
delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes
voces, retiraron los muertos y avanzaron un buen trecho. Mas
Apolo, que desde Pérgamo lo presenciaba, se indignó y con
recios gritos exhortó a los troyanos:
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había herido, acudió presuroso e hiriólo nuevamente con la lanza
junto al ombligo; derramáronse los intestinos y las tinieblas
velaron los ojos del guerrero.
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CANTO V
Principalía de Diomedes
Entre los primeros, los aqueos, destaca Diomedes, siendo capaz de hacer huir a los
mismísimos dioses Ares y Afrodita.
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entregó a sus compañeros para que los llevaran a las cóncavas
naves. Cuando los altivos troyanos vieron que uno de los hijos
de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a todos
se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza,
tomó por la mano al furibundo Ares y le habló diciendo:
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las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que se
complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto
descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su
lanza, lo hirió con un dardo en la espalda, entre los hombros, y
le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas resonaron.
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ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado
cruel velaron los ojos del troyano.
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-Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del
hombro la amarga flecha.
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ardía en deseos de pelear contra los troyanos, entonces sintió
que se le triplicaba el bno, como un león a quien el pastor hiere
levemente en el campo, al asaltar un redil de lanudas ovejas, y
no lo mata, sino que lo excita la fuerza: el pastor desiste de
rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin defensa,
huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera
salta afuera de la elevada cerca. Con tal furia penetró en las filas
troyanas el fuerte Diomedes.
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violentamente del carro, les quitó la armadura y entregó los
corceles a sus camaradas para que los llevaran a las naves.
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reciente construcción, cubiertos con fundas y con sus
respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena.
Licaón, el guerrero anciano, entre los muchos consejos que me
dio cuando partí del magnífico palacio, me recomendó que en
el duro combate mandara a los troyanos subido en un carro;
mas yo no me dejé convencer -mucho mejor hubiera sido seguir
su consejo- y rehusé llevarme los corceles por el temor de que,
acostumbrados a comer bien, se encontraran sin pastos en una
ciudad sitiada. Dejélos, pues, y vine como infante a Ilio,
confiando en el arco que para nada me había de servir. Contra
dos próceres lo he disparado, el Tidida y el Atrida; a entrambos
les causé heridas, de las que manaba verdadera sangre, y sólo
conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el
corvo arco el día en que vine con mis troyanos a la amena Ilio
para complacer al divino Héctor. Si logro regresar y ver con
estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y de elevado
techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al
relumbrante fuego este arco, ya que su compañía me resulta
inútil.
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carro para combatir; o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré
de los caballos.
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No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería
impropio de mí batirme en retirada o amedrentarme. Mis
fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal
como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja
temblar. Sus ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si por
ventura alguno de aquéllos puede escapar. Otra cosa voy a
decir que tendrás muy presence: Si la sabia Atenea me concede
la gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces caballos,
amarrando las bridas al barandal, y no se te olvide de
apoderarte de los corceles de Eneas para sacarlos de los
troyanos y traerlos a los aqueos de hermosas grebas; pues
pertenecen a la raza de aquéllos que el largovidente Zeus dio a
Tros en pago de su hijo Ganimedes, y son, por canto, los
mejores de cuantos viven debajo del sol y la aurora. Anquises,
rey de hombres, logró adquirir, a hurto, caballos de esta raza
ayuntando yeguas con aquéllos sin que Laomedonte lo
advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su
pesebre y dio esos dos a Eneas, que pone en fuga a sus
enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no pequeña.
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Dijo; y blandiendo la ingente arma, dio un bote en el escudo
del Tidida: la broncínea punta atravesó la rodela y llegó muy
cerca de la coraza. El preclaro hijo de Licaón gritó en seguida:
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rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche obscura
cubrió sus ojos.
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decir, el icor; que tal es lo que tienen los bienaventurados
dioses, pues no comen pan ni beben el negro vino, y por esto
carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando
una gran voz, apartó a su hijo, que Febo Apolo recibió en sus
brazos y envolvió en espesa nube; no fuera que alguno de los
dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le
quitara la vida. Y Diomedes, valiente en el combate, dijo a voz
en cuello:
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tomando las riendas avispó con el látigo a aquéllos, que
gozosos alzaron el vuelo. Pronto llegaron a la morada de los
dioses, al alto Olimpo; y la diligente Iris, la de pies ligeros como
el viento, detuvo los caballos, los desunció del carro y les echó
un pasto divino. La diosa Afrodita se refugió en el regazo de su
madre Dione; la cual, recibiéndola en los brazos y halagándola
con la mano, le dijo:
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exánime, pues las crueles ataduras lo agobiaban.- Las toleró
Hera cuando el vigoroso hijo de Anfitrión hirióla en el pecho
diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor atormentó
entonces a la diosa.- Y las toleró también el ingente Hades
cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole
en Pilos veloz saeta, to entregó al dolor entre los muertos: con el
corazón afligido, traspasado de dolor, pues la flecha se le había
clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo, fue el dios al
palacio de Zeus, al vasto Olimpo, y, como no había nacido
mortal, curólo Peón, esparciendo sobre la herida drogas
calmantes. ¡Osado! ¡Temerario! No se abstenía de cometer
acciones nefandas y contristaba con el arco a los dioses que
habitan el Olimpo.- A ése lo ha excitado contra ti Atenea, la
diosa de ojos de lechuza. ¡Insensato! Ignora el hijo de Tideo que
quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos lo
reciben, llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta
del combate y de la terrible pelea. Aunque es valiente, tema el
Tidida que le salga al encuentro alguien más fuerte que tú: no
sea que luego la prudente Egialea, hija de Adrasto y cónyuge
ilustre de Diomedes, domador de caballos, despierte con su
llanto a los domésticos por sentir soledad de su legítimo esposo,
el mejor de los aqueos todos.
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-¡Padre Zeus! ¿Te irritarás conmigo por lo que diré? Sin duda
Cipris quiso persuadir a alguna aquea de hermoso peplo a que
se fuera con los troyanos, que tan queridos le son; y,
acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada mano.
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cuerpo. En tanto Apolo, que lleva arco de plata, formó un
simulacro de Eneas y su armadura; y, alrededor del mismo,
troyanos y divinos aqueos chocaban las rodelas de cuero de
buey y los alados broqueles que protegían sus cuerpos. Y Febo
Apolo dijo entonces al furibundo Ares:
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puedo: temblando están como perros en torno de un león,
mientras combatimos los que únicamente somos auxiliares. Yo,
que figuro como tal, he venido de muy lejos, de Licia, situada a
orillas del voraginoso Janto; allí dejé a mi esposa amada, al
tierno infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece.
Mas, sin embargo de esto y de no tener aquí nada que los
aqueos puedan llevarse o apresar, animo a los licios y deseo
luchar con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas
a los demás hombres a que resistan al enemigo y defiendan a
sus esposas. No sea que, como si hubierais caído en una red de
lino que todo lo envuelve, lleguéis a ser presa y botín de los
enemigos, y éstos destruyan vuestra populosa ciudad. Preciso
es que lo ocupes en ello día y noche y supliques a los caudillos
de los auxiliares venidos de lejas tierras, que resistan
firmemente y no se hagan acreedores a graves censuras.
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toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Ares cubrió el campo
de espesa niebla para socorrer a los troyanos y a todas partes
iba; cumpliendo así el encargo que le hizo Febo Apolo, el de la
áurea espada, de que excitara el ánimo de aquéllos, cuando vio
que Palas Atenea, la protectora de los dánaos, se ausentaba.
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Dijo, y despidiendo con ligereza el dardo hirió al caudillo
Deicoonte Pergásida, compañero del magnánimo Eneas; a
quien veneraban los troyanos como a la prole de Príamo, por su
arrojo en pelear en las primeras filas. El rey Agamenón acertó a
darle un bote en el escudo, que no logró detener el dardo; éste
lo atravesó, y, rasgando el cinturón, clavóse el bronce en el
empeine del guerrero. Deicoonte cayó con estrépito y sus armas
resonaron.
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hijo del magnánimo Néstor, que lo advirtió, se fue en pos del
pastor de hombres temiendo que le ocurriera algo y les
frustrara la empresa. Cuando los dos guerreros, deseosos de
pelear, calaban las agudas lanzas para acometerse, colocóse
Antíloco muy cerca del pastor de hombres; Eneas, al ver a los
dos varones que estaban juntos, aunque era luchador brioso, no
se atrevió a esperarlos; y ellos pudieron llevarse hacia los
aqueos los cadáveres de aquellos infelices, ponerlos en las
manos de sus amigos y volver a combatir en el punto más
avanzado.
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Al verlo, estremecióse Diomedes, valiente en el combate.
Como el inexperto viajero, después que ha atravesado una gran
llanura, se detiene al llegar a un río de rápida corriente que
desemboca en el mar, percibe el murmurio de las espumosas
aguas y vuelve con presteza atrás, de semejante modo
retrocedió el Tidida, gritando a los suyos:
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un fuerte círculo por los arrogantes troyanos, que en gran
número y con valentía le enderezaban sus lanzas; y, aunque era
corpulento, vigoroso a ilustre, fue rechazado y hubo de
retroceder.
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que había venido de tan lejos. Pero yo te digo que la perdición y
la negra muerte de mi mano te vendrán; y muriendo, herido
por mi lanza, me darás gloria, y a Hades, el de los famosos
corceles, el alma.
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gran Héctor, el de tremolante casco; el cual, cubierto de luciente
bronce, se abrió calle por los combatientes delanteros a infundió
terror a los dánaos. Holgóse de su llegada Sarpedón, hijo de
Zeus, y profirió estas lastimeras palabras:
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Hila, a orillas del lago Cefisis, con otros beocios que constituían
un opulento pueblo.
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que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la
Persecución horrenda; allí la cabeza de la Gorgona, monstruo
cruel y horripilante, portento de Zeus, que lleva la égida.
Cubrió su cabeza con áureo casco de doble cimera y cuatro
abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades.
Y, subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga,
fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas
enteras de héroes cuando contra ellos monto en cólera. Hera
picó con el látigo a los corceles, y de propio impulso abriéronse
rechinando las puertas del cielo de que cuidan las Horas -a ellas
está confiado el espacioso cielo y el Olimpo- para remover o
colocar delante la densa nube. Por ahí, por entre las puertas,
dirigieron los corceles dóciles al látigo y hallaron al Cronión,
sentado aparte de los otros dioses, en la más alta de las muchas
cumbres del Olimpo. Hera, la diosa de los níveos brazos,
detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al
excelso Zeus Cronida:
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Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, le obedeció, y
picó a los corceles, que volaron gozosos entre la tierra y el
estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza a ver el que, sentado en
alta cumbre, fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan
de un brinco los caballos, de sonoros relinchos, de los dioses.
Tan luego como ambas deidades llegaron a Troya, Hera, la
diosa de los níveos brazos, paró el carro en el lugar donde los
dos ríos Simoente y Escamandro juntan sus aguas; desunció los
corceles, cubriólos de espesa niebla, y el Simoente hizo nacer la
ambrosía para que pacieran.
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halló a este príncipe junto a su carro y sus corceles, refrescando
la herida que Pándaro con una flecha le había causado. El sudor
le molestaba debajo de la ancha abrazadera del redondo
escudo, cuyo peso sentía el héroe; y, alzando éste con su
cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La
diosa apoyó la diestra en el yugo de los caballos y dijo:
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replieguen aquí, porque comprendo que Ares impera en la
batalla.
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carro, hizo que aquél diera el golpe en vano. A su vez
Diomedes, valiente en el combate, atacó a Ares con la broncínea
lanza, y Palas Atenea, apuntándola a la ijada del dios, donde el
cinturón le ceñía, hirióle, desgarró el hermoso cutis y retiró el
arma. El broncíneo Ares clamó como gritarían nueve o diez mil
hombres que en la guerra llegaran a las manos; y temblaron,
amedrentados, aqueos y troyanos. ¡Tan fuerte bramó Ares,
insaciable de combate!
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mí. Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que
sufrir padecimientos durante largo tiempo entre espantosos
montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a
causa de las heridas que me hiciera el bronce.
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CANTO VI.
Coloquio de Héctor y Andrómaca
Entre los segundos, los troyanos, Héctor, que ha regresado a Troya para ordenar que
las mujeres se congracien con Atenea con plegarias y ofrendas, cuando vuelve al campo
de batalla, se encuentra con su esposa y con su hijo, aún de tierna edad. Y se destaca el
comportamiento de Héctor, héroe inocente que se sacrifica por Troya, y de Paris,
culpable y egoísta, que sólo piensa en él.
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Euríalo dio muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y
Pédaso, a quienes la náyade Abarbárea había concebido en otro
tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y bastardo del
ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo
amoroso consorcio con la ninfa, la cual quedó encinta y dio a
luz a los dos mellizos): el Mecisteida acabó con el valor de
ambos, privó de vigor a sus bien formados miembros y les
quitó la armadura de los hombros.
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Así dijo, y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerlo
en manos del escudero, para que lo llevara a las veleras naves
aqueas, cuando Agamenón corrió a su encuentro y lo increpó
diciendo:
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mida, el mejor de los augures, no se hubiese presentado a Eneas
y a Héctor para decirles:
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recorrió el ejército por todas partes, animólo a combatir y
promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara y
afrontaron a los argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de
matar, figurándose que alguno de los inmortales habría
descendido del estrellado cielo para socorrer a aquéllos; de tal
modo se volvieron. Y Héctor exhortaba a los troyanos diciendo
en alta voz:
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montes de Nisa a las nodrizas de Dioniso, que estaba agitado
por el delirio báquico, las cuales tiraron al suelo los tirsos al ver
que el homicida Licurgo las acometía con la aguijada; el dios,
espantado, se arrojó al mar, y Tetis le recibió en su regazo,
despavorido y agitado por fuerte temblor por la amenaza de
aquel hombre; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo,
cególe el hijo de Crono y su vida no fue larga, porque se había
hecho odioso a los inmortales todos. Con los bienaventurados
dioses no quisiera combatir; pero, si eres uno de los mortales
que comen los frutos de la tierra, acércate para que más pronto
llegues al término de tu perdición.
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prudente héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y
mintiendo dijo al rey Preto: «¡Preto! Ojalá te mueras, o mata a
Belerofonte, que ha querido juntarse conmigo, sin que yo lo
deseara.» Así dijo. El rey se encendió en ira al oírla; y, si bien se
abstuvo de matar a aquél por el religioso temor que sintió su
corazón, le envió a la Licia; y, haciendo mortíferas señales en
una tablita que se doblaba, entrególe los perniciosos signos con
orden de que los mostrase a su suegro para que éste lo perdiera.
Belerofonte, poniéndose en camino debajo del fausto patrocinio
de los dioses, llegó a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el
rey recibióle con afabilidad, hospedóle durante nueve días y
mandó matar otros tantos bueyes; pero, al aparecer por décima
vez la Aurora, la de rosáceos dedos, lo interrogó y quiso ver la
nota que de su yerno Preto le traía. Y así que tuvo la funesta
nota, ordenó a Belerofonte que lo primero de todo matara a la
ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina,
con cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de cabra, que
respiraba encendidas y horribles llamas; y aquél le dio muerte,
alentado por divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con
los afamados sólimos, y decía que éste fue el más recio combate
que con hombres sostuvo. En tercer lugar quitó la vida a las
varoniles amazonas. Y, cuando regresaba a la ciudad, el rey,
urdiendo otra dolosa trama, armóle una celada con los varones
más fuertes que halló en la espaciosa Licia; y ninguno de éstos
volvió a su casa, porque a todos les dio muerte. El eximio
Belerofonte. Comprendió el rey que el héroe era vástago ilustre
de alguna deidad y lo retuvo allí, lo casó con su hija y
compartió con él la dignidad regia; los licios, a su vez,
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acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que a los
demás aventajaba, para que pudiese cultivarlo. Tres hijos dio a
luz la esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro, Hipóloco y
Laodamia; y ésta, amada por el próvido Zeus, dio a luz al
deiforme Sarpedón, que lleva armadura de bronce. Cuando
Belerofonte se atrajo el odio de todas las deidades, vagaba solo
por los campos de Alea, royendo su ánimo y apartándose de los
hombres; Ares, insaciable de pelea, hizo morir a Isandro en un
combate con los afamados sólimos, y Artemis, la que usa
riendas de oro, irrítada, mató a su hija. A mí me engendró
Hipóloco -de éste, pues, soy hijo- y envióme a Troya,
recomendándome muy mucho que descollara y sobresaliera
siempre entre todos y no deshonrase el linaje de mis
antepasados, que fueron los hombres más valientes de Efira y la
extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de tener.
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nos acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos
troyanos y aliados ilustres me restan, para matar a quien, por la
voluntad de un dios, alcance en la carrera; y asimismo te
quedan muchos aqueos, para quitar la vida a quien te sea
posible. Y ahora troquemos la armadura, a fin de que sepan
todos que de ser huéspedes paternos nos gloriamos.
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-¡Hijo! ¿Por qué has venido, dejando el áspero combate? Sin
duda los aqueos, de aborrecido nombre, deben de estrecharnos,
combatiendo alrededor de la ciudad, y tu corazón lo ha
impulsado a volver con el fin de levantar desde la acrópolis las
manos a Zeus. Pero, aguarda, traeré vino dulce como la miel
para que primeramente lo libes al padre Zeus y a los demás
inmortales, y luego te aproveche también a ti, si bebes. El vino
aumenta mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás de
pelear por los tuyos.
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hijos. Creo que, si le viera descender al Hades, mi alma se
olvidaría de los enojosos pesares.
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Así dijo rogando, pero Palas Atenea no accedió. Mientras
invocaban de este modo a la hija del gran Zeus, Héctor se
encaminó al magnífico palacio que para Alejandro había
labrado él mismo con los más hábiles constructores de la fértil
Troya; éstos le hicieron una cámara nupcial, una sala y un patio,
en la acrópolis, cerca de los palacios de Príamo y de Héctor. Ahí
entró Héctor, caro a Zeus, llevando una lanza de once codos,
cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo
anillo. En la cámara halló a Alejandro que acicalaba las
magníficas armas, escudo y coraza, y probaba el corvo arco; y a
la argiva Helena, que, sentada entre sus esclavas, ocupábalas en
primorosas labores. Y en viendo a aquél, increpólo con
injuriosas palabras:
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alternativas para los guerreros. Ea, pues, aguarda, y visto las
marciales armas; o vete y te sigo, y creo que lograré alcanzarte.
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Apenas hubo dicho estas palabras, Héctor, el de tremolante
casco, se fue. Llegó en seguida a su palacio, que abundaba de
gente, mas no encontró a Andrómaca, la de níveos brazos, pues
con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la torre
llorando y lamentándose. Héctor, como no hallara dentro a su
excelente esposa, detúvose en el umbral y habló con las
esclavas:
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era rey de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de
Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al camino.
Acompañábale una sirvienta llevando en brazos al tierno
infante, al Hectórida amado, parecido a una hermosa estrella. A
quien su padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte,
porque sólo por Héctor se salvaba Ilio. Vio el héroe al niño y
sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su
lado, y asiéndole de la mano le dijo:
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tome -¡no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!- y pon
el ejército junto al cabrahígo, que por allí la ciudad es accesible
y el muro más fácil de escalar. Los más valientes -los dos
Ayantes, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de
Tideo con los suyos respectivos- ya por tres veces se han
encaminado a aquel sitio para intentar el asalto: alguien que
conoce los oráculos se lo indicó, o su mismo arrojo los impele y
anima.
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caballos, cuando en torno de Ilio peleaban.» Así dirán, y
sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera
librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra
mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto.
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del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al
trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos
en Ilio, y yo el primero.
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¡Mi buen hermano! Mucho te hice esperar deteniéndote, a
pesar de tu impaciencia; pues no he venido oportunamente,
como ordenaste.
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CANTO VII
Combate singular de Héctor y Ayante.
Levantamiento de los cadáveres
Paris mató a Menestio, que vivía en Arna y era hijo del rey
Areítoo, famoso por su clava, y de Filomedusa, la de ojos de
novilla; y Héctor con la puntiaguda lanza tiró a Eyoneo un bote
en la cerviz, debajo del casco de bronce, y dejóle sin vigor los
miembros. Glauco, hijo de Hipóloco y príncipe de los licios,
arrojó en la reñida pelea un dardo a Ifínoo Dexíada cuando subía
al carro de corredoras yeguas, y le acertó en la espalda: Ifínoo
cayó al suelo y sus miembros se relajaron.
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oponérsele, porque deseaba que los troyanos ganaran la victoria.
Encontráronse ambas deidades junto a la encina; y el soberano
Apolo, hijo de Zeus, habló primero diciendo:
Sea así, oh tú que hieres de lejos, con este propósito vine del
Olimpo al campo de los troyanos y de los aqueos. Mas ¿por qué
medio has pensado suspender la batalla?
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¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus! ¿Querrás
hacer lo que te diga yo, que soy tu hermano? Manda que
suspendan la batalla los troyanos y los aqueos todos, y reta al
más valiente de éstos a luchar contigo en terrible combate, pues
aún no ha dispuesto el hado que mueras y llegues al término
fatal de tu vida. He oído sobre esto la voz de los sempiternos
dioses.
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armas, lléveselas a las cóncavas naves, y entregue mi cuerpo a los
míos para que los troyanos y sus esposas lo suban a la pira; y, si
yo lo matare a él, por concederme Apolo tal gloria, me llevaré sus
armas a la sagrada Ilio, las colgaré en el templo de Apolo, que
hiere de lejos, y enviaré el cadáver a las naves de muchos bancos,
para que los aqueos, de larga cabellera, le hagan exequias y le
erijan un túmulo a orillas del espacioso Helesponto. Y dirá
alguno de los futuros hombres, atravesando el vinoso mar en
una nave de muchos órdenes de remos: «Ésa es la tumba de un
varón que peleaba valerosamente y fue muerto en edad remota
por el esclarecido Héctor.» Así hablará, y mi gloria no perecerá
jamás.
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hubiesen apresurado a detenerte. El mismo Agamenón Atrida, el
de vasto poder, asióle de la diestra exclamando:
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impetuoso Celadonte. Entre los arcadios aparecía en primera lí-
nea Ereutalión, varón igual a un dios, que llevaba la armadura
del rey Areítoo; del divino Areítoo, a quien por sobrenombre
llamaban el macero así los hombres como las mujeres de
hermosa cintura, porque no peleaba con el arco y la formidable
lanza, sino que rompía las falanges con la férrea maza. Al rey
Areítoo matólo Licurgo, no empleando la fuerza, sino la astucia,
en un camino estrecho, donde la férrea clava no podía librarlo de
la muerte: Licurgo se le adelantó, envasóle la lanza en medio del
cuerpo, hízolo caer de espaldas, y despojóle de la armadura,
regalo del broncíneo Ares, que llevaba en las batallas. Cuando
Licurgo envejeció en el palacio, entregó dicha armadura a
Ereutalión, su escudero querido, para que la usara; y éste, con
tales armas, desafiaba entonces a los más valientes. Todos
estaban amedrentados y temblando, y nadie se atrevía a aceptar
el reto; pero mi ardido corazón me impulsó a pelear con aquel
presuntuoso -era yo el más joven de todos- y combatí con él y
Atenea me dio gloria, pues logré matar a aquel hombre
gigantesco y fortísimo que tendido en el suelo ocupaba un gran
espacio. Ojalá me rejuveneciera tanto y mis fuerzas conservaran
su robustez. ¡Cuán pronto Héctor, el de tremolante casco, tendría
combate! ¡Pero ni los que sois los más valientes de los aqueos
todos, ni siquiera vosotros, estáis dispuestos a it al encuentro de
Héctor!
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Idomeneo y su escudero Meriones, que al homicida Enialio
igualaba; en seguida Eurípilo, hijo ilustre de Evemón; y,
finalmente, Toante Andremónida y el divino Ulises: todos éstos
querían pelear con el ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio,
les dijo:
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orad al soberano Zeus Cronión, mentalmente, para que no lo
oigan los troyanos; o en alta voz, pues a nadie tememos. No
habrá quien, valiéndose de la fuerza o de la astucia, me ponga en
fuga contra mi voluntad; porque no creo que naciera y me criara
en Salamina, tan inhábil para la lucha.
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una lámina de bronce. Ayante Telamonio paróse, con el escudo
al pecho, muy cerca de Héctor; y, amenazándolo, dijo:
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inclinóse el héroe, y evitó la negra muerte. Y arrancando ambos
las luengas lanzas de los escudos, acometiéronse como carniceros
leones o puercos monteses, cuya fuerza es inmensa. El Priámida
hirió con la lanza el centro del escudo de Ayante, y el bronce no
pudo romperlo porque la punta se torció. Ayante, arremetiendo,
clavó la suya en el escudo de aquél, a hizo vacilar al héroe
cuando se disponía para el ataque; la punta abrióse camino hasta
el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre. Mas no
por esto cesó de combatir Héctor, el de tremolante casco, sino
que, volviéndose, cogió con su robusta mano un pedrejón negro
y erizado de puntas que había en el campo; lo tiró, acertó a dar
en el bollón central del gran escudo de Ayante, de siete boyunas
pieles, a hizo resonar el bronce que lo cubría. Ayante entonces,
tomando una piedra mucho mayor, la despidió haciéndola
voltear con una fuerza inmensa. La piedra torció el borde inferior
del hectóreo escudo, cual pudiera hacerlo una muela de molino,
y chocando con las rodillas de Héctor lo hizo caer de espaldas
asido al escudo; pero Apolo en seguida lo puso en pie. Y ya se
hubieran atacado de cerca con las espadas, si no hubiesen
acudido dos heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres, que
llegaron respectivamente del campo de los troyanos y del de los
aqueos, de broncíneas corazas: Taltibio a Ideo, prudentes ambos.
Éstos interpusieron sus cetros entre los campeones, a Ideo, hábil
en dar sabios consejos, pronunció estas palabras:
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Respondióle Ayante Telamonio:
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Por su parte, los aqueos, de hermosas grebas, llevaron a Ayante,
ufano de la victoria, a la tienda del divino Agamenón.
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cavemos delante del muro un profundo foso, que detenga a los
hombres y a los caballos si algún día no podemos resistir la aco-
metida de los altivos troyanos.
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¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que
en el pecho mi corazón me dicta! Cenad en la ciudad, como
siempre; acordaos de la guardia, y vigilad todos; al romper el
alba, vaya Ideo a las cóncavas naves; anuncie a los Atridas,
Agamenón y Menelao, la proposición de Alejandro, por quien se
suscitó la contienda, y háganles esta prudente consulta: Si
quieren, que se suspenda el horrísono combate para quemar los
cadáveres; y luego volveremos a pelear hasta que una deidad nos
separe y otorgue la victoria a quien le plazca.
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Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero al
fin Diomedes, valiente en la pelea, dijo:
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subían a los carros. El gran Príamo no permitía que los troyanos
lloraran: éstos, en silencio y con el corazón afligido, hacinaron los
cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron a la sacra Ilio.
Del mismo modo, los aqueos, de hermosas grebas, hacinaron los
cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron a las cóncavas
naves.
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¡Oh dioses! ¡Tú, prepotente batidor de la tierra, qué palabras
proferiste! A un dios muy inferior en fuerza y ánimo podría
asustarle tal pensamiento; pero no a ti, cuya fama se extenderá
tanto como la luz de la aurora. Ea, cuando los aqueos, de larga
cabellera, regresen en las naves a su patria tierra, derriba el
muro, arrójalo entero al mar, y enarena otra vez la espaciosa
playa para que desaparezca la gran muralla aquea.
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CANTO VIII
Batalla interrumpida
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a tirar de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar, ataría un
cabo de la cadena en la cumbre del Olimpo, y todo quedaría
en el aire. Tan superior soy a los dioses y a los hombres.
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luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a contemplar la
ciudad troyana y las naves aqueas.
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Ida y envió una ardiente centella a los aqueos, quienes, al
verla, se pasmaron, sobrecogidos de pálido temor.
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deteniéndose ante el carro del viejo Nelida, pronunció estas
aladas palabras:
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Entonces gran estrago a irreparables males se hubieran
producido y los troyanos habrían sido encerrados en Ilio como
corderos, si al punto no lo hubiese advertido el padre de los
hombres y de los dioses. Tronando de un modo espantoso,
despidió un ardiente rayo para que cayera en el suelo delante
de los caballos de Diomedes; el azufre encendido produjo una
terrible llama; los corceles, asustados, acurrucáronse debajo
del carro; las lustrosas riendas cayeron de las manos de
Néstor, y éste, con miedo en el corazón, dijo a Diomedes:
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dardanios, ni las mujeres de los troyanos magnánimos,
escudados, cuyos esposos florecientes derribaste en el polvo.
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acordaos de traerme el voraz fuego para que las incendie y
mate junto a ellas a los argivos aturdidos por el humo.
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Respondióle muy indignado el poderoso dios que sacude la
tierra:
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que pronto pegará ardiente fuego a las naves. ¡Padre Zeus!
¿Hiciste sufrir tamaña desgracia y privaste de una gloria tan
grande a algún otro de los prepotentes reyes? Cuando vine, no
pasé de largo en la nave de muchos bancos por ninguno de tus
bellos altares, sino que en todos quemé grasa y muslos de
buey, deseoso de asolar la bien murada Troya. Por Canto, oh
Zeus, cúmpleme este voto: déjanos escapar y librarnos de este
peligro, y no permitas que los troyanos maten a los aqueos.
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servidor Meriones, igual al homicida Enialio; Eurípilo, hijo
ilustre de Evemón; y en noveno lugar, Teucro, que, con el
flexible arco en la mano, se escondía detrás del escudo de
Ayante Telamoníada. Éste levantaba el escudo; y Teucro,
volviendo el rostro a todos lados, flechaba a uno de la turba
que caía mortalmente herido, y al momento tornaba a
refugiarse en Ayante (como un niño en su madre), quien to
cubría otra vez con el refulgente escudo.
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¡Gloriosísimo Atrida! ¿Por qué me instigas cuando ya,
solícito, hago lo que puedo? Desde que los rechazamos hacia
Ilio mato hombres, valiéndome del arco. Ocho flechas de larga
punta tiré, y todas se clavaron en el cuerpo de jóvenes llenos
de marcial furor; pero no consigo herir a ese perro rabioso.
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el de tremolante casco, acertó a darle con la áspera piedra
cerca del hombro, donde la clavícula separa el cuello del
pecho y las heridas son mortales, y le rompió el nervio:
entorpecióse el brazo, Teucro cayó de hinojos y el arco se le
fue de las manos. Ayante no abandonó al hermano caído en el
suelo, sino que, corriendo a defenderlo, lo cubrió con el
escudo. Acudieron dos fieles compañeros, Mecisteo, hijo de
Equio, y el divino Alástor; y, cogiendo a Teucro, que daba
grandes suspiros, lo llevaron a las cóncavas naves.
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¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¿No nos
cuidaremos de socorrer, aunque tarde, a los dánaos mori-
bundos? Perecerán, cumpliéndose su aciago destino, por el
arrojo de un solo hombre, de Héctor Priámida, que se enfurece
de intolerable modo y ya ha causado gran estrago.
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Dijo; y Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue
desobediente. La venerable diosa Hera, hija del gran Crono,
aprestó solícita los caballos de áureos jaeces. Y Atenea, hija de
Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo el hermoso peplo
bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos;
vistió la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó
para la luctuosa guerra. Y subiendo al flamante carro, asió la
lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente
padre destruye filas entenas de héroes cuando contra ellos
monta en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y
abriéronse de propio impulso rechinando las puertas del cielo
de que cuidan las Horas -a ellas está confiado el espacioso
cielo y el Olimpo-, para remover o colocar delante la densa
nube. Por allí, por entre las puertas, dirigieron aquellas
deidades los corceles, dóciles al látigo.
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De tal modo habló. Iris, la de los pies rápidos como el
huracán, se levantó para llevar el mensaje; descendió de los
montes ideos; y, alcanzando a las diosas en la entrada del
Olimpo, en valles abundoso, hizo que se detuviesen, y les
transmitió la orden de Zeus:
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las diosas, que tenían el corazón afligido, se sentaron en
áureos tronos mezcladamente con las demás deidades.
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¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Bien
sabemos que es incontrastable el poder; pero tenemos lástima
de los belicosos dánaos, que morirán, y se cumplirá su aciago
destino. Nos abstendremos de intervenir en la lucha, si nos lo
mandas, pero sugeriremos a los argivos consejos saludables
para que no perezcan todos víctimas de tu cólera.
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El esclarecido Héctor reunió a los troyanos en la ribera del
voraginoso Janto, lejos de las naves, en un lugar limpio donde
el suelo no aparecía cubierto de cadáveres. Aquéllos
descendieron de los carros y escucharon a Héctor, caro a Zeus,
que arrimado a su lama de once codos, cuya reluciente
broncínea punta estaba sujeta por áureo anillo, así los
arengaba:
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guardia sea continua para que los enemigos no entren
insidiosamente en la ciudad mientras los hombres estén fuera.
Hágase como os lo encargo, magnánimos troyanos. Dichas
quedan las palabras que al presente convienen; mañana os
arengaré de nuevo, troyanos domadores de caballos; y espero
que, con la protección de Zeus y de las otras deidades, echaré
de aquí a esos perros rabiosos, traídos por las parcas en los
negros bajeles. Durante la noche hagamos guardia nosotros
mismos; y mañana, al comenzar el día, tomaremos las armas
para trabar vivo combate junto a las cóncavas naves. Veré si el
fuerte Diomedes Tidida me hace retroceder de las naves al
muro, o si lo mato con el bronce y me llevo sus cruentos
despojos. Mañana probará su valor, si me aguarda cuando lo
acometa con la lanza; mas confío en que, así que salga el sol,
caerá herido entre los combatientes delanteros, y con él
muchos de sus camaradas. Así fuera yo inmortal, no tuviera
que envejecer y gozara de los mismos honores que Atenea o
Apolo, como este día será funesto para los argivos.
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Así, tan alentados, permanecieron toda la noche en el
campo, donde ardían muchos fuegos. Como en noche de cal-
ma aparecen las radiantes estrellas en torno de la fulgente
luna, y se descubren los promontorios, cimas y valles, porque
en el cielo se ha abierto la vasta región etérea, vense todos los
astros, y al pastor se le alegra el corazón: en tan gran número
eran las hogueras que, encendidas por los troyanos, quemaban
ante Ilio entre las naves y la corriente del Janto. Mil fuegos
ardían en la llanura, y en cada uno se agrupaban cincuenta
hombres a la luz de la ardiente llama. Y los caballos, comiendo
cerca de los carros avena y blanca cebada, esperaban la llegada
de la Aurora, la de hermoso trono.
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CANTO IX
Embajada a Aquiles- Súplicas
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gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser
grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de
muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su poder es
inmenso. Ea, obremos todos como voy a decir: Huyamos en las
naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos a Troya, la
de anchas calles.
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Así habló; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del
discurso de Diomedes, domador de caballos. Y el caballero
Néstor se levantó y dijo:
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guardia, Trasimedes Nestórida, pastor de hombres; Ascálafo y
Yálmeno, hijos de Ares; Meriones, Afareo, Deípiro y el divino
Licomedes, hijo de Creonte. Siete eran los capitanes de los
centinelas, y cada uno mandaba cien mozos provistos de luengas
picas. Situáronse entre el foso y la muralla, encendieron fuego, y
todos sacaron su respectiva cena.
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Mas veamos todavía si podremos aplacarlo con agradables
presentes y dulces palabras.
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dejé en el alcázar bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa,
llévese la que quiera, sin dotarla, a la casa de Peleo; que yo la
dotaré tan espléndidamente, como nadie haya dotado jamás a su
hija: ofrezco darle siete populosas ciudades -Cardámila, Enope,
la herbosa Hira, la divina Feras, Antea, la de los hermosos
prados, la linda Epea y Pédaso, en viñas abundante-, situadas
todas junto al mar, en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas
de hombres ricos en ganado y en bueyes, que lo honrarán con
ofrendas como a una deidad y pagarán, regidos por su cetro,
crecidos tributos. Todo esto haría yo, con tal de que depusiera la
cólera. Que se deje ablandar; pues, por ser implacable a
inexorable, Hades es para los mortales el más aborrecible de
todos los dioses; y ceda a mí, que en poder y edad de aventajarlo
me glono.
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después de haber ofrecido en copas las primicias. Luego que
hicieron libaciones y cada cual bebió cuanto quiso, salieron de la
tienda de Agamenón Atrida. Y Néstor, caballero gerenio, fijando
sucesivamente los ojos en cada uno de los elegidos, les
recomendaba mucho, y de un modo especial a Ulises, que
procuraran persuadir al eximio Pelión.
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-¡Hijo de Menecio! Saca la cratera mayor, llénala del vino más
añejo y distribuye copas; pues están debajo de mi techo los
hombres que me son más caros.
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encendido una porción de hogueras; y dicen que, como no
podremos resistirlos, asaltarán las negras naves; Zeus Cronida
relampaguea haciéndoles favorables señales, y Héctor,
envanecido por su bravura y confiando en Zeus, se muestra
estupendamente furioso, no respeta a hombres ni a dioses, está
poseído de cruel rabia, y pide que aparezca pronto la divina
Aurora, asegurando que ha de cortar nuestras elevadas popas,
quemar las naves con ardiente fuego y matar cerca de ellas a los
aqueos aturdidos por el humo. Mucho teme mi alma que los dio-
ses cumplan sus amenazas y el destino haya dispuesto que
muramos en Troya, lejos de Argos, criadora de caballos. Ea,
levántate si deseas, aunque tarde, salvar a los aqueos, que están
acosados por los troyanos. A ti mismo te ha de pesar si no lo
haces, y no puede repararse el mal una vez causado; piensa,
pues, cómo librarás a los dánaos de tan funesto día. Amigo, tu
padre Peleo te daba estos consejos el día en que desde Ftía lo
envió a Agamenón: «¡Hijo mío! La fortaleza, Atenea y Hera te la
darán si quieren; tú refrena en el pecho el natural fogoso- la
benevolencia es preferible y abstente de perniciosas disputas
para que seas más honrado por los argivos jóvenes y ancianos.»
Así te amonestaba el anciano y tú lo olvidas. Cede ya y depón la
funesta cólera; pues Agamenón te ofrece dignos presentes si
renuncias a ella. Y si quieres, oye y te referiré cuanto Agamenón
dijo en su tienda que te daría: Siete trípodes no puestos aún al
fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce
corceles robustos, premiados, que alcanzaron la victoria en la
carrera. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviera
los premios que estos caballos de Agamenón con sus pies
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lograron. Te dará también siete mujeres lesbias, hábiles en hacer
primorosas labores, que él mismo escogió cuando tomaste la bien
construida Lesbos y que en hermosura a las demás aventajaban.
Con ellas te entregará la hija de Briseo, que te ha quitado, y jurará
solemnemente que jamás subió a su lecho ni se unió con la
misma, como es costumbre, oh rey, entre hombres y mujeres.
Todo esto se te presentará en seguida; mas, si los dioses nos
permiten destruir la gran ciudad de Príamo, entra en ella cuando
los aqueos partamos el botín, carga abundantemente de oro y de
bronce tu nave y elige tú mismo las veinte troyanas que más
hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si conseguimos
volver a los fértiles campos de Argos de Acaya, podrás ser su
yerno y tendrás tantos honores como Orestes, su hijo menor, que
se cría con mucho regalo. De las tres hijas que dejó en el palacio
bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévate la que
quieras, sin dotarla, a la casa de Peleo, que él la dotará es-
pléndidamente como nadie haya dotado jamás a su hija: ofrece
darte siete populosas ciudades -Cardámila, Énope, la herbosa
Hira, la divina Feras, Antea, la de los amenos prados, la linda
Epea y Pédaso, en viñas abundante-, situadas todas junto al mar,
en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas de hombres ricos
en ganado y en bueyes, que te honrarán con ofrendas como a un
dios y pagarán, regidos por tu cetro, crecidos tributos. Todo esto
haría, con tal de que depusieras la cólera. Y, si el Atrida y sus
regalos te son odiosos, apiádate de los aqueos todos, que,
atribulados como están en el ejército, te venerarán como a un
dios y conseguirás entre ellos inmensa gloria. Ahora podrías
matar a Héctor, que llevado de su funesta rabia se acercará
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mucho a ti, pues dice que ninguno de los dánaos que trajeron las
naves lo iguala en valor.
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es por Helena, la de hermosa cabellera? Pues ¿acaso son los
Atridas los únicos hombres, de voz articulada, que aman a sus
esposas? Todo hombre bueno y sensato quiere y cuida a la suya,
y yo apreciaba cordialmente a la mía, aunque la había adquirido
por medio de la lanza. Ya que me defraudó, arrebatándome de
las manos la recompensa, no me tiente; lo conozco y no me
persuadirá. Delibere contigo, Ulises, y con los demás reyes cómo
podrá librar a las naves del fuego enemigo. Muchas cosas ha
hecho ya sin mi ayuda, pues construyó un muro, abriendo a su
pie ancho y profundo foso que defiende una empalizada; mas ni
con esto puede contener el arrojo de Héctor, matador de
hombres. Mientras combatí por los aqueos, jamás quiso Héctor
que la pelea se trabara lejos de la muralla; sólo llegaba a las
puertas Esceas y a la encina; y, una vez que allí me aguardó,
costóle trabajo salvarse de mi acometida. Y puesto que ya no
deseo guerrear contra el divino Héctor mañana, después de
ofrecer sacrificios a Zeus y a los demás dioses, echaré al mar los
cargados bajeles, y verás, si quieres y te interesa, mis naves
surcando el Helesponto, en peces abundoso, y en ellas hombres
que remarán gustosos; y, si el glorioso agitador de la tierra me
concede una navegación feliz, al tercer día llegará a la fértil Ftía.
En ella dejé muchas cosas cuando en mal hora vine y de aquí me
llevaré oro, rojizo bronce, mujeres de hermosa cintura y luciente
hierro, que por suerte me tocaron; ya que el rey Agamenón
Atrida, insultándome, me ha quitado la recompensa que él
mismo me diera. Decídselo públicamente, os lo encargo, para
que los demás aqueos se indignen, si con su habitual impudencia
pretendiese engañar a algún otro dánao. No se atrevería, por
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desvergonzado que sea, a mirarme cara a cara, con él no
deliberaré ni haré cosa alguna, y, si me engañó y ofendió, ya no
me embaucará más con sus palabras; séale esto bastante y corra
tranquilo a su perdición, puesto que el próvido Zeus le ha
quitado el juicio. Sus presentes me son odiosos, y hago tanto caso
de él como de un cabello. Aunque me diera diez o veinte veces
más de lo que posee o de lo que a poseer llegare, o cuanto entra
en Orcómeno, o en la egipcia Teba, cuyas casas guardan muchas
riquezas -cien puertas dan ingreso a la ciudad y por cada una
pasan diariamente doscientos hombres con caballos y carros-, o
tanto, cuantas son las arenas o los granos de polvo, ni aun así
aplacaría Agamenón mi enojo, si antes no me pagaba la dolorosa
afrenta. No me casaré con la hija de Agamenón Atrida, aunque
en hermosura rivalice con la dorada Afrodita y en las labores
compita con Atenea, la de ojos de lechuza; ni siendo así me
desposaré con ella; elija aquel otro aqueo que le convenga y sea
rey más poderoso. Si, salvándome los dioses, vuelvo a mi casa, el
mismo Peleo me buscará consorte. Gran número de aqueas hay
en la Hélade y en Ftía, hijas de príncipes que gobiernan las
ciudades; la que yo quiera será mi mujer. Mucho me aconseja mi
corazón varonil que tome legítima esposa, digna cónyuge mía, y
goce allá de las riquezas adquiridas por el anciano Peleo; pues no
creo que valga lo que la vida ni cuanto dicen que se encerraba en
la populosa ciudad de Ilio en tiempo de paz, antes que vinieran
los aqueos, ni cuanto contiene el lapídeo templo de Apolo, que
hiere de lejos, en la rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y
las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados
alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana
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para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los
dientes. Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que las
parcas pueden llevarme al fin de la muerte de una de estas dos
maneras: Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad
troyana, no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será
inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será
larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto. Yo os
aconsejo que os embarquéis y volváis a vuestros hogares, porque
ya no conseguiréis arruinar la excelsa Ilio: el largovidente Zeus
extendió el brazo sobre ella y sus hombres están llenos de
confianza. Vosotros llevad la respuesta a los príncipes aqueos
-que ésta es la misión de los legados-, a fin de que busquen otro
medio de salvar las cóncavas naves y a los aqueos que hay a su
alrededor, pues aquél en que pensaron no puede emplearse
mientras subsista mi enojo. Y Fénix quédese con nosotros,
acuéstese y mañana volverá conmigo a la patria tierra, si así lo
desea, que no he de llevarlo a viva fuerza.
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se hacen ilustres; y me mandó que te enseñara a hablar bien y a
realizar grandes hechos. Por esto, hijo querido, no querría verme
abandonado de ti, aunque un dios en persona me prometiera
rasparme la vejez y dejarme tan joven como cuando salí de la
Hélade, de lindas mujeres, huyendo de las imprecaciones de
Amíntor Orménida, mi padre, que se irritó conmigo por una
concubina de hermosa cabellera, a quien amaba con ofensa de su
esposa y madre mía. Ésta me suplicaba continuamente, abra-
zando mis rodillas, que me juntara con la concubina para que
aborreciese al anciano. Quise obedecerla y lo hice; mi padre, que
no tardó en conocerlo, me maldijo repetidas veces pidió a las
horrendas Erinias que jamás pudiera sentarse en sus rodillas un
hijo mío, y los dioses -el Zeus subterráneo y la terrible Perséfone
-ratificaron sus imprecaciones. [Pensé matar a mi padre con el
agudo bronce; mas alguno de los inmortales calmó mi cólera,
haciendo que a mi corazón se representara la fama que tendría
yo entre los hombres y los muchos baldones que de ellos
recibiría, a fin de que no fuese llamado parricida entre los
aqueos.] Desde entonces no tuve ánimo para vivir en el palacio
con mi padre enojado. Amigos y deudos querían retenerme allí y
me dirigían insistentes súplicas: degollaron gran copia de
pingües ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos;
pusieron a asar muchos puercos grasos sobre la llama de
Hefesto; bebióse buena parte del vino que las tinajas del anciano
contenían; y nueve noches seguidas durmieron aquéllos a mi
lado, vigilándome por turno y teniendo encendidas dos
hogueras, una en el pórtico del bien cercado patio y otra en el
vestíbulo ante la puerta de la habitación. Al llegar por décima
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vez la tenebrosa noche, salí del aposento rompiendo las tablas
fuertemente unidas de la puerta; salté con facilidad el muro del
patio, sin que mis guardianes ni las sirvientas lo advirtieran, y,
huyendo por la espaciosa Hélade, llegué a la fértil Ftía, madre de
ovejas, a la casa del rey Peleo. Este me acogió benévolo; me amó
como debe de amar un padre al hijo unigénito que haya tenido
en la vejez, viviendo en la opulencia; enriquecióme y púsome al
frente de numeroso pueblo, y desde entonces viví en un confín
de la Ftía, reinando sobre los dólopes. Y te crié hasta hacerte cual
eres, oh Aquiles semejante a los dioses, con cordial cariño; y tú ni
querías it con otro al banquete, ni comer en el palacio, hasta que,
sentándote en mis rodillas, te saciaba de carne cortada en
pedacitos y te acercaba el vino. ¡Cuántas veces durante la molesta
infancia me manchaste la túnica en el pecho con el vino que
devolvías! Mucho padecí y trabajé por tu causa, y, considerando
que los dioses no me habían dado descendencia, te adopté por
hijo, oh Aquiles semejante a los dioses, para que un día me
librases del cruel infortunio. Pero, Aquiles, refrena tu ánimo
fogoso; no conviene que tengas un corazón despiadado, cuando
los dioses mismos se dejan aplacar, no obstante su mayor virtud,
dignidad y poder. Con sacrificios, votos agradables, libaciones y
vapor de grasa quemada los desenojan cuantos infringieron su
ley y pecaron. Pues las Súplicas son hijas del gran Zeus, y
aunque cojas, arrugadas y bizcas, cuidan de ir tras de
Ofuscación: ésta es robusta, de pies ligeros, y por lo mismo se
adelanta, y, recorriendo la tierra, ofende a los hombres: y
aquéllas reparan luego el daño causado. Quien acata a las hijas
de Zeus cuando se le presentan, consigue gran provecho y es por
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ellas atendido si alguna vez tiene que invocarlas. Mas si alguien
las desatiende y se obstina en rechazarlas, se dirigen a Zeus
Cronida y le piden que Ofuscación acompañe siempre a aquél
para que con el daño sufra la pena. Concede tú también a las
hijas de Zeus, oh Aquiles, la debida consideración, por la cual el
espíritu de otros valientes se aplacó. Si el Atrida no te brindara
esos presentes, ni te hiciera otros ofrecimientos para lo futuro, y
conservara pertinazmente su cólera, no te exhortaría a que,
deponiendo la ira, socorrieras a los argivos, aunque es grande la
necesidad en que se hallan. Pero te da muchas cosas, te promete
más y te envía, para que por él rueguen, varones excelentes,
escogiendo en el ejército aqueo los argivos que te son más caros.
No desprecies las palabras de éstos, ni dejes sin efecto su venida,
ya que no se te puede reprender que antes estuvieras irritado.
Todos hemos oído contar hazañas de los héroes de antaño, y
sabemos que, cuando estaban poseídos de feroz cólera, eran
placables con dones y exorables a los ruegos. Recuerdo lo que
pasó en cierto caso, no reciente, sino antiguo, y os lo voy a referir
a vosotros, que sois todos amigos míos. Curetes y bravos etolios
combatían en torno de Calidón y unos a otros se mataban,
defendiendo los etolios su hermosa ciudad y deseando los
curetes asolarla por medio de Ares. Había promovido esta
contienda Ártemis, la de áureo trono, enojada porque Eneo no le
dedicó los sacrificios de la siega en el fértil campo: los otros
dioses regaláronse con las hecatombes, y sólo a la hija del gran
Zeus dejó aquél de ofrecerlas, por olvido o por inadvertencia,
cometiendo una gran falta. Airada la deidad que se complace en
tirar flechas, hizo aparecer un jabalí, de albos dientes, que causó
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gran destrozo en el campo de Eneo, desarraigando altísimos
árboles y echándolos por tierra cuando ya con la llor prometían
el fruto. Al fin lo mató Meleagro, hijo de Eneo, ayudado por
cazadores y perros de muchas ciudades -pues no era posible
vencerlo con poca gente, ¡tan corpulento era!, y ya a muchos los
había hecho subir a la triste pira-, y la diosa suscitó entonces una
clamorosa contienda entre los curetes y los magnánimos etolios
por la cabeza y la hirsuta piel del jabalí. Mientras Meleagro, caro
a Ares, combatió, les fue mal a los curetes, que no podían, a pesar
de ser tantos, acercarse a los muros. Pero el héroe, irritado con su
madre Altea, se dejó dominar por la cólera que perturba la mente
de los más cuerdos y se quedó en el palacio con su linda esposa
Cleopatra, hija de Marpesa Evenina, la de hermosos tobillos, y de
Idas, el más fuerte de los hombres que entonces poblaban la
tierra. (Atrevióse Idas a armar el arco contra el soberano Febo
Apolo, a causa de la joven de hermosos tobillos, y desde entonces
pusiéronle a Cleopatra su padre y su veneranda madre el
sobrenombre de Alcíone, porque la madre, sufriendo la suerte
del sufridísimo alción, deshacíase en lágrimas mientras Febo
Apolo, que hiere de lejos, se la Ilevaba.) Retirado, pues, con su
esposa, devoraba Meleagro la acerba cólera que le causaron las
imprecaciones de su madre; la cual, acongojada por la muerte
violenta de un hermano, oraba mucho a los dioses, y, puesta de
rodillas y con el seno bañado en lágrimas, golpeaba mucho el
fértil suelo invocando a Hades y a la terrible Perséfone para que
dieran muerte a su hijo. Erinias, que vaga en las tinieblas y tiene
un corazón inexorable, la oyó desde el Érebo, y en seguida creció
el tumulto y la gritería ante las puertas de la ciudad, las torres
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fueron atacadas y los etolios ancianos enviaron a los eximios
sacerdotes de los dioses para que suplicaran a Meleagro que
saliera a defenderlos, ofreciéndole un rico presente: donde el
suelo de la amena Calidón fuera más fértil, escogería él mismo
un hermoso campo de cincuenta yugadas, mitad viña y mitad
tierra labrantía. Presentóse también en el umbral del alto
aposento el anciano jinete Eneo; y, llamando a la puerta, dirigió a
su hijo muchas súplicas. Rogáronle asimismo muchas veces sus
hermanas y su venerable madre. Pero él se negaba cada vez más.
Acudieron sus mejores y más caros amigos, y tampoco
consiguieron mover su corazón, ni persuadirlo a que no
aguardara, para salir del cuarto, a que llegaran hasta él los
enemigos. Y los curetes escalaron las torres y empezaron a pegar
fuego a la gran ciudad. Entonces la esposa, de bella cintura, instó
a Meleagro llorando y refiriéndole las desgracias que padecen los
hombres, cuya ciudad sucumbe: Matan a los varones, le decía; el
fuego destruye la ciudad, y son reducidos a la esclavitud los
niños y las mujeres de estrecha cintura. Meleagro, al oír estos
males, sintió que se le conmovía el corazón; y, dejándose llevar
por su ánimo, vistió las lucientes armas y libró del funesto día a
los etolios; pero ya no le dieron los muchos y hermosos
presentes, a pesar de haberlos salvado de la ruina. Y ahora tú,
amigo, no pienses de igual manera, ni un dios te induzca a obrar
así; será peor que difieras el socorro para cuando las naves sean
incendiadas; ve, pues, por los regalos, y los aqueos te venerarán
como a un dios, porque, si intervinieres en la homicida guerra
cuando ya no te ofrezcan dones, no alcanzarás tanta honra
aunque rechaces a los enemigos.
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Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
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compensación recibida, y a ti los dioses te han llenado el pecho
de implacable y funesto rencor por una sola joven. Siete
excelentes te ofrecemos hoy y otras muchas cosas; séanos tu
corazón propicio y respeta tu morada, pues estamos debajo de tu
techo, enviados por el ejército dánao, y anhelamos ser para ti los
más apreciados y los más amigos de los aqueos todos.
Así dijo. Cada uno tomó una copa de doble asa; y, hecha la
libación, los enviados, con Ulises a su frente, regresaron a las
naves. Patroclo ordenó a sus compañeros y a las esclavas que
aderezaran al momento una mullida cama para Fénix; y ellas,
obedeciendo el mandato, hiciéronla con pieles de oveja una
colcha y finísima cubierta del mejor lino. Allí descansó el viejo,
aguardando la divina Aurora. Aquiles durmió en lo más retirado
de la sólida tienda con una mujer que se había llevado de Lesbos:
con Diomede, hija de Forbante, la de hermosas mejillas. Y
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Patroclo se acostó junto a la pared opuesta, teniendo a su lado a
Ifis, la de bella cintura, que le había regalado Aquiles al tomar la
excelsa Esciro, ciudad de Enieo.
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Así habló, y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues
era muy grave lo que acababa de decir. Largo rato duró el
silencio de los afligidos aqueos; mas al fin exclamó Diomedes,
valiente en el combate:
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CANTO X
Dolonia
Aqueos y troyanos espían los movimientos del contrario. Ulises y Diomedes apresan
a Dolón, del que consiguen información del campamento troyano.
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ocurriese algún percance a los argivos que por él habían llegado
a Troya, atravesando el vasto mar, y promoviendo tan audaz
guerra. Cubrió sus anchas espaldas con la manchada piel de un
leopardo; púsose luego el casco de bronce, y, tomando en la
robusta mano una lanza, fue a despertar a su hermano, que
imperaba poderosamente sobre los argivos todos y era
venerado por el pueblo como un dios. Hallólo junto a la popa
de su nave, vistiendo la magnífica armadura. Grata le fue a éste
su venida. Y Menelao, valiente en el combate, habló el primero
diciendo:
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voy en busca del divino Néstor y le pido que se levante por si
quiere ir al sagrado cuerpo de los guardias y darles órdenes.
Obedeceránlo a él más que a nadie, puesto que los manda su
hijo junto con Meriones, servidor de Idomeneo. A entrambos les
hemos confiado de un modo especial esta tarea.
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apoyándose en el codo, alzó la cabeza, y dirigiéndose al Atrida
lo interrogó con estas palabras:
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Aquiles depone de su corazón el enojo funesto. Iré contigo y
despertaremos a los demás: al Tidida, famoso por su lanza, a
Ulises, al veloz Ayante y al esforzado hijo de Fileo. Alguien
podría ir a llamar al deiforme Ayante y al rey Idomeneo, pues
sus naves no están cerca, sino muy lejos. Y reprenderé a
Menelao por amigo y respetable que sea y aunque te me enojes,
y no callaré que duerme y te ha dejado a ti el trabajo. Debía
ocuparse en suplicar a los príncipes todos, pues la necesidad
que se nos presenta no es llevadera.
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corazas. El primero a quien despertó Néstor, caballero gerenio,
fue a Ulises, que en prudencia igualaba a Zeus. Llamólo
gritando, y Ulises, al llegarle la voz a los oídos, salió de la
tienda y dijo:
-¿Por qué andáis vagando así, por las naves y el ejército, solos,
durante la noche inmortal? ¿Qué urgente necesidad se ha
presentado?
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eminencia de la llanura, cerca de las naves, y que solamente un
corto espacio los separa de nosotros?
Así dijo. Diomedes cubrió sus hombros con una piel talar de
corpulento y fogoso león, tomó la lanza, fue a despertar a
aquéllos y se los llevó consigo.
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iban a atacarlos. El anciano violos, alegróse, y para animarlos
profirió estas aladas palabras:
-¡Vigilad así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del
sueño y demos ocasión para que el enemigo se regocije.
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-¡Néstor! Mi corazón y ánimo valeroso me incitan a penetrar
en el campo de los enemigos que tenemos cerca, de los
troyanos; pero, si alguien me acompañase, mi confianza y mi
osadía serían mayores. Cuando van dos, uno se anticipa al otro
en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque se
piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil.
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Respondióle el paciente divino Ulises:
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obscura, oyéronla graznar a la derecha del camino. Ulises se
holgó del presagio y oró a Atenea:
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príncipes de los troyanos, y una vez reunidos les expuso una
prudente idea:
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-Sea testigo el mismo Zeus tonante, esposo de Hera. Ningún
otro troyano será llevado por estos corceles, y tú disfrutarás
perpetuamente de ellos.
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Héctor. Pero así que aquéllos se hallaron a tiro de lanza o más
cerca aún, conoció que eran enemigos y puso su diligencia en
los pies huyendo, mientras ellos se lanzaban a perseguirlo.
Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar,
acosan en una selva a un cervato o a una liebre que huye
chillando delante de ellos, del mismo modo el Tidida y Ulises,
asolador de ciudades, perseguían constantemente a Dolón
después que lograron apartarlo del ejército. Ya en su fuga hacia
las naves iba el troyano a topar con los guardias, cuando Atenea
dio fuerzas al Tidida para que ninguno de los aqueos, de
broncíneas corazas, se le adelantara y pudiera jactarse de haber
sido el primero en herirlo y él llegase después. El fuerte
Diomedes arremetió a Dolón, con la lanza, y le gritó:
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-Tranquilízate y no pienses en la muerte. Ea, habla y dime con
sinceridad: ¿Adónde ibas solo, separado de tu ejército y
derechamente hacia las naves, en esta noche obscura, mientras
duermen los demás mortales? ¿Acaso a despojar a algún
cadáver? ¿Por ventura Héctor te envió como espía a las
cóncavas naves? ¿O te dejaste llevar por los impulsos de tu
corazón?
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Contestó Dolón, hijo de Eumedes:
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oro, magníficas, encanto de la vista, y más propias de los
inmortales dioses que de hombres mortales. Pero llevadme ya a
las naves de ligero andar, o dejadme aquí, atado con recios
lazos, para que vayáis y comprobéis si os hablé como debía.
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inadvertidos, al regresar durante la rápida y obscura noche.
Luego pasaron delante por encima de las armas y de la negra
sangre, y llegaron al grupo de los tracios que, rendidos de
fatiga, dormían con las hermosas armas en el suelo, dispuestos
ordenadamente en tres filas, y un par de caballos junto a cada
guerrero. Reso descansaba en el centro, y tenía los ligeros
corceles atados con correas a un extremo del carro. Ulises violo
el primero y lo mostró a Diomedes:
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desató los solípedos caballos, los ligó con las riendas y los sacó
del ejército aguijándolos con el arco, porque se le olvidó tomar
el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y en seguida
silbó, haciendo seña al divino Diomedes.
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tropel y admiraban la peligrosa aventura a que unos hombres
habían dado cima, regresando luego a las cóncavas naves.
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entrambos os aman Zeus, que amontona las nubes, y su hija
Atenea, la de ojos de lechuza.
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CANTO XI
Principalía de Agamenón
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estaño, y a cada lado tres cerúleos dragones erguidos hacia el
cuello y semejantes al iris que el Cronión fija en las nubes como
señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó
del hombro la espada, en la que relucían áureos clavos, con su
vaina de plata sujeta por tirantes de oro. Embrazó después el
labrado escudo, fuerte y hermoso, de la altura de un hombre, que
presentaba diez círculos de bronce en el contorno, tenía veinte
bollos de blanco estaño y en el centro uno de negruzco acero, y lo
coronaba Gorgona, de ojos horrendos y torva vista, con el Terror
y la Fuga a los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma
enroscábase cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que
nacían de un solo cuello. Cubrió en seguida su cabeza con un
casco de doble cimera, cuatro abolladuras y penacho de crines de
caballo, que al ondear en to alto causaba pavor; y asió dos
fornidas lanzas de aguzada broncínea punta, cuyo brillo llegaba
hasta el cielo. Y Atenea y Hera tronaron en las alturas para
honrar al rey de Micenas, rica en oro.
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Polidamante, de Eneas, honrado como un dios por el pueblo
troyano, y de los tres Antenóridas: Pólibo, el divino Agenor y el
joven Acamante, que parecía un inmortal. Héctor, armado de un
escudo liso, llegó con los primeros combatientes. Cual astro
funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se oculta detrás
de las pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros,
ya se mostraba entre los últimos, siempre dando órdenes y
brillando por la armadura de bronce como el relámpago del
padre Zeus, que lleva la égida.
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cansados de cortar grandes árboles, siente fatiga en su corazón y
el dulce deseo de la comida le ha llegado al alma, los dánaos,
exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura,
rompieron las falanges teucras. Agamenón, que fue el primero en
arrojarse a ellas, mató primeramente a Biánor, pastor de
hombres, y después a su compañero Oileo, hábil jinete. Éste se
había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida
le hundió en la frente la aguzada pica, que no fue detenida por el
casco del duro bronce, sino que pasó a través del mismo y del
hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra
aquél arremetía. Después de quitarles a entrambos la coraza,
Agamenón, rey de hombres, dejólos allí, con el pecho al aire, y
fue a dar muerte a Iso y a Antifo, hijos bastardo y legítimo,
respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El
bastardo guiaba y el ilustre Antifo combatía. En otro tiempo
Aquiles, habiéndolos sorprendido en un bosque del Ida,
mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y
luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el
poderoso Agamenón Atrida le envainó a Iso la lanza en el pecho,
sobre la tetilla, y a Antifo lo hirió con la espada en la oreja y lo
derribó del carro. Y, al ir presuroso a quitarles las magníficas
armaduras, los reconoció; pues los había visto en las veleras
naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se los llevó del Ida.
Bien así corno un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se
echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes
les quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque
esté cerca, porque le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y
sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida
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de la terrible fiera; tampoco los troyanos pudieron librar a
aquéllos de la muerte, porque a su vez huían delante de los
argivos.
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cabeza, que tiró, haciendola rodar como un montero, por entre
las filas. El Atrida dejó a éstos, y seguido de otros aqueos, de
hermosas grebas, fuese derecho al sitio donde más falanges,
mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes
mataban a los infantes, que se veían obligados a huir; los que
combatían desde el carro daban muerte con el bronce a los
enemigos que así peleaban, y a todos los envolvía la polvareda
que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos.
Y el rey Agamenón iba siempre adelante, matando troyanos y
animando a los argivos. Como al estallar voraz incendio en un
boscaje, el viento hace oscilar las llamas y to propaga por todas
partes, y los arbustos ceden a la violencia del fuego y caen con
sus mismas raíces, de igual manera caían las cabezas de los
troyanos puestos en fuga por Agamenón Atrida, y muchos
caballos de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo
los carros vacíos y echaban de menos a los eximios conductores;
pero éstos, tendidos en tierra, eran ya más gratos a los buitres
que a sus propias esposas.
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de la noche, da cruel muerte a una de ellas, rompiendo su cerviz
con los fuertes dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del
mismo modo el rey Agamenón Atrida perseguía a los troyanos,
matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados. El Atrida,
manejando la lanza con gran furia, derribó a muchos, ya de
pechos, ya de espaldas, de sus respectivos carros. Mas cuando le
faltaba poco para llegar al alto muro de la ciudad, el padre de los
hombres y de los dioses bajó del cielo con el relámpago en la
mano, se sentó en una de las cumbres del Ida, abundante en
manantiales, y llamó a Iris, la de doradas alas, para que le
sirviese de mensajera:
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combatientes delanteros y destroza sus filas, retírate de la lucha y
ordena al pueblo que combata con los enemigos en la
encarnizada batalla. Mas así que aquél, herido de lanza o de
flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta
que llegues a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y
comience la sagrada noche.
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desvió; Ifidamante dio con la pica un bote en la cintura de
Agamenón, más abajo de la coraza, y, aunque empujó el astil con
toda la fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado tahalí,
pues la punta al chocar con la lámina de plata se torció como
plomo. Entonces el poderoso Agamenón asió de la pica, y
tirando de ella con la furia de un león, la arrancó de las manos de
Ifidamante, a quien hirió en el cuello con la espada, dejándole sin
vigor los miembros. De este modo cayó el desventurado para
dormir el sueño de bronce, mientras auxiliaba a los troyanos,
lejos de su joven y legítima esposa, cuya gratitud no llegó a
conocer después que tanto le había dado: habíale regalado cien
bueyes y prometido cien mil cabras y mil ovejas de las
innumerables que sus pastores apacentaban. El Atrida
Agamenón le quitó la magnífica armadura y se la llevó,
abriéndose paso por entre los aqueos.
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cumpliéndose su destino, acabaron la vida a manos del rey
Atrida y descendieron a la morada de Hades.
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gran victoria. Pero dirigid los solípedos caballos hacia los fuertes
dánaos y la gloria que alcanzaréis será mayor.
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-¡Tidida! ¿Por qué no mostramos nuestro impetuoso valor? Ea,
ven aquí, amigo; ponte a mi lado. Vergonzoso fuera que Héctor,
el de tremolante casco, se apoderase de las naves.
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de Tideo dio una lanzada en la cadera al héroe Agástrofo
Peónida, que por no tener cerca los corceles no pudo huir, y ésta
fue la causa de su desgracia: el escudero tenía el carro algo
distante, y él se revolvía furioso entre los combatientes
delanteros, hasta que perdió la vida. Atisbó Héctor a Ulises y a
Diomedes, los arremetió gritando, y pronto siguieron tras él las
falanges de los troyanos. Al verlo, estremecióse el valeroso
Diomedes, y dijo a Ulises, que estaba a su lado:
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acabaré contigo si más tarde to encuentro y un dios me ayuda. Y
ahora perseguiré a los demás que se me pongan al alcance.
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desgarra sus mejillas, sus hijos quedan huérfanos, y el cadáver se
pudre enrojeciendo con su sangre la tierra y teniendo a su
alrededor más aves de rapiña que mujeres.
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Toón y a Ennomo; alanceó en el ombligo por debajo del cóncavo
escudo a Quersidamante, que se apeaba del carro y cayó en el
polvo y cogió el suelo con las manos; y, dejándolos a todos,
envasó la lanza a Cárope Hipásida, hermano carnal del noble
Soco. Éste, que parecía un dios, vino a defenderlo, y, deteniéndo-
se cerca de Ulises, hablóle de este modo:
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-¡Oh Soco, hijo del aguerrido Hípaso, domador de caballos! Te
sorprendió la muerte antes de que pudieses evitarla. ¡Ah mísero!
A ti, una vez muerto, ni el padre ni la veneranda madre te
cerrarán los ojos, sino que te desgarrarán las carnívoras aves
cubriéndote con sus tupidas alas; mientras que a mí, si muero,
los divinos aqueos me harán honras fúnebres.
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pies, y huye en tanto que la sangre está caliente y las rodillas
ágiles; póstralo luego la veloz saeta, y, cuando carnívoros
chacales lo despedazan en la espesura de un monte, trae la
fortuna un voraz león que, dispersando a los chacales, devora a
aquél-; así entonces muchos y robustos troyanos arremetían al
aguerrido y sagaz Ulises; y el héroe, blandiendo la pica, apartaba
de sí la cruel muerte. Pero llegó Ayante con su escudo como una
torre, se puso al lado de Ulises y los troyanos se espantaron y hu-
yeron a la desbandada. Y el marcial Menelao, asiendo de la mano
al héroe, sacólo de la turba mientras el escudero acercaba el
carro.
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aqueos, aunque respiraban valor, temieron que la lucha se
inclinase, y aquél fuera muerto. Y al punto habló Idomeneo al
divino Néstor:
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cadáveres y escudos; el eje tenía la parte inferior cubierta de
sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas
gotas que los cascos de los corceles y las llantas de las ruedas
despedían. Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo
de hombres, promovía gran tumulto entre los dánaos, no dejaba
la lanza quieta, recorría las filas de aquéllos y peleaba con la
lanza, la espada y grandes piedras; solamente evitaba el
encuentro con Ayante Telamonio [porque Zeus se irritaba contra
él cuando combatía con un guerrero más valiente].
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perseguían al gran Ayante, hijo de Telamón, y le golpeaban el
escudo con las lanzas. Ayante unas veces mostraba su impetuoso
valor, y revolviendo detenía las falanges de los troyanos,
domadores de caballos; otras, tornaba a huir; y, moviéndose con
furia entre los troyanos y los aqueos, conseguía que los enemigos
no se encaminasen a las veleras naves. Las lanzas que manos
audaces despedían se clavaban en el gran escudo o caían en el
suelo delante del héroe, antes de llegar a su blanca piel, deseosas
de saciarse de su carne.
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picas levantadas. Ayante, apenas se juntó con sus compañeros,
detúvose y volvió la cara a los troyanos.
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del anciano, desunció los corceles. Néstor y Macaón dejaron
secar el sudor que mojaba sus corazas, poniéndose al soplo del
viento en la orilla del mar; y, penetrando luego en la tienda, se
sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede,
la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el
anciano se había llevado de Ténedos cuando Aquiles entró a saco
en esta ciudad: los aqueos se la adjudicaron a Néstor, que a todos
superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa magnífica, de
pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce
con cebolla, manjar propio para la bebida, miel reciente y .sacra
harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos clavos que
el anciano se había llevado de su palacio y tenía cuatro asas
-Dada una entre dos palomas de oro- y dos sustentáculos. A otro
anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después
de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin es-
fuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó la
bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rallo
de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y los invitó a
beber así que tuvo compuesto el potaje. Ambos bebieron, y,
apagada la abrasadora sed, se entregaron al deleite de la
conversación cuando Patroclo, varón igual a un dios, apareció en
la puerta. Violo el anciano; y, levantándose del vistoso asiento, le
asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara; pero
Patroclo se excusó diciendo:
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mensajero, la noticia a Aquiles. Bien sabes tú, anciano alumno de
Zeus, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía
hasta a un inocente.
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corazón de que me correspondiera una gran parte, a pesar de ser
yo tan joven cuando fui al combate. Al alborear, los heraldos
pregonaron con voz sonora que se presentaran todos aquéllos a
quienes se les debía algo en la divina Élide, y los caudillos pilios
repartieron el botín. Con muchos de nosotros estaban en deuda
los epeos, pues, como en Pilos éramos pocos, nos ofendían; y en
años anteriores había venido el fornido Heracles, que nos
maltrató y dio muerte a los principales ciudadanos. De los doce
hijos del irreprensible Neleo, tan sólo yo quedé con vida; todos
los demás perecieron. Engreídos los epeos, de broncíneas
corazas, por tales hechos, nos insultaban y urdían contra
nosotros inicuas acciones.-El anciano Neleo tomó entonces un
rebaño de bueyes y otro grande de cabras, escogiendo trescientas
de éstas con sus pastores, por la gran deuda que tenía que cobrar
en la divina Élide: había enviado cuatro corceles, vencedores en
anteriores juegos, uncidos a un carro, para aspirar al premio de la
carrera, el cual consistía en un trípode; y Augías, rey de hombres,
se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fue triste por lo
ocurrido. Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió
muchas cosas y dio lo restante al pueblo, encargando que se
distribuyera y que nadie se viese privado de su respectiva
porción. Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios a los
dioses.- Tres días después se presentaron muchos epeos con
carros tirados por solípedos caballos y toda la hueste reunida; y
entre sus guerreros se hallaban ambos Molión, que entonces eran
niños y no habían mostrado aún su impetuoso valor. Hay una
ciudad llamada Trioesa, en la cima de un monte contiguo al
Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos: los epeos quisieron
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destruirla y la sitiaron. Mas así que hubieron atravesado la
llanura, Atenea descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna
mensajera, para que tomáramos las armas, y no halló en Pilos un
pueblo indolente, pues todos sentíamos vivos deseos de com-
batir. A mí Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió
los caballos, no teniéndome por suficientemente instruido en las
cosas de la guerra. Y con todo eso, sobresalí, siendo infante, entre
los nuestros, que combatían en carros; pues fue Atenea la que
dispuso de esta suerte el combate. Hay un río nombrado Minieo,
que desemboca en el mar cerca de Arene: ahí los caudillos de los
pilios aguardamos que apareciera la divina Aurora, y en tanto
afluyeron los infantes. Reunidos todos y vestida la armadura,
marchamos, llegando al mediodía a la sagrada corriente del
Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios al prepotente Zeus,
inmolamos un toro al Alfeo, otro a Poseidón y una gregal vaca a
Atenea, la de ojos de lechuza; cenamos sin romper las filas, y
dormimos, con la armadura puesta, a orillas del río. Los
magnánimos epeos estrechaban el cerco de la ciudad, deseosos
de destruirla; pero antes de lograrlo se les presentó una gran
acción de Ares. Cuando el resplandeciente sol apareció en to alto,
trabamos la batalla, después de orar a Zeus y a Atenea. Y en la
lucha de los pilios con los epeos, fui el primero que mató a un
hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era
éste yerno de Augías, por estar casado con la rubia Agamede, la
hija mayor, que conocía cuantas drogas produce la vasta tierra.
Y, acercándome a él, le envasé la broncínea lanza, lo derribé en el
polvo, salté a su carro y me coloqué entre los combatientes
delanteros. Los magnánimos epeos huyeron en desorden,
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aterrorizados de ver en el suelo al hombre que mandaba a los
que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme a
ellos cual obscuro torbellino; tomé cincuenta carros, venciendo
con mi lanza y haciendo morder la tierra a los dos guerreros que
en cada uno venían; y hubiera matado a entrambos Molión
Actorión, si su padre, el poderoso Poseidón, que conmueve la
tierra, no los hubiese salvado, envolviéndolos en espesa niebla y
sacándolos del combate. Entonces Zeus concedió a los pilios una
gran victoria. Perseguimos a los eleos por la espaciosa llanura,
matando hombres y recogiendo magníficas armas, hasta que
nuestros corceles nos llevaron a Buprasio, fértil en trigo, la roca
Olenia y Alesio, al sitio llamado la colina, donde Atenea hizo que
el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre que
maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos
corceles a Pilos, todos daban gracias a Zeus entre los dioses y a
Néstor entre los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si todo
no ha sido un sueño.- Pero del valor de Aquiles sólo se
aprovechará él mismo, y creo que ha de ser grandísimo su llanto
cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo! Menecio to hizo un
encargo el día en que to envió desde Ftía a Agamenón,
estábamos dentro del palacio yo y el divino Ulises y oímos
cuanto aquél to encargó. Nosotros, que entonces reclutábamos
tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado a la bien habitada
casa de Peleo, donde encontramos al héroe Menecio, a ti y a
Aquiles. Peleo, el anciano jinete, quemaba dentro del patio
pingües muslos de buey en honor de Zeus, que se complace en
lanzar rayos; y con una copa de oro vertía el negro vino en la
ardiente llama del sacrificio, mientras vosotros preparabais
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carnes de buey. Nos detuvimos en el vestíbulo; Aquiles se
levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo,
nos hizo sentar y nos ofreció presentes de hospitalidad, como se
acostumbra hacer con los forasteros. Satisficimos de bebida y de
comida el apetito, y empecé a exhortaros para que os vinierais
con nosotros; ambos to anhelabais y vuestros padres os daban
muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba a su hijo
Aquiles que descollara siempre y sobresaliera entre los demás, y
a su vez Menecio, hijo de Áctor, lo aconsejaba así: «¡Hijo mío!
Aquiles te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad;
aquél es mucho más fuerte, pero hazle prudentes advertencias,
amonéstalo a instrúyelo y te obedecerá para su propio bien.» Así
lo aconsejaba el anciano, y tú lo olvidas. Pero aún podrías
recordárselo al aguerrido Aquiles y quizás lograras persuadirlo.
¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverías su
corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se
abstiene de combatir por algún vaticinio que su madre, enterada
por Zeus, le ha revelado, que a lo menos te envíe a ti con los
demás mirmidones, por si llegas a ser la aurora de salvación de
los dánaos, y to permita llevar en el combate su magnífica
armadura para que los troyanos te confundan con él y cesen de
pelear, los belicosos aqueos que tan abatidos están se reanimen, y
la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo.
Vosotros, que no os halláis extenuados de fatiga, rechazaríais
fácilmente de las naves y tiendas hacia la ciudad a esos hombres
que de pelear están cansados.
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Aquiles Eácida. Mas cuando, corriendo, llegó a los bajeles del
divino Ulises -allí se celebraba el ágora y se administraba justicia
ante los altares erigidos a los dioses- regresaba del combate,
cojeando, Eurípilo Evemónida, del linaje de Zeus, que había
recibido un flechazo en el muslo: abundante sudor corría por su
cabeza y sus hombros, y la negra sangre brotaba de la grave
herida, pero su inteligencia permanecía firme. Violo el esforzado
hijo de Menecio, se compadeció de él y, suspirando, dijo estas
aladas palabras:
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tienda, y a su vez necesita de un buen médico, y el otro sostiene
vivo combate en la llanura troyana.
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CANTO XII
Combate en la muralla
Los troyanos asaltan con éxito la muralla y el foso del campamento aqueo. Héctor,
con una gran piedra, derriba la puerta de entrada al campamento y abre una vía de
acceso a sus tropas.
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Poseidón, que bate la tierra, con el tridente en la mano, y tiró a
las olas todos los cimientos de troncos y piedras que con tanta
fatiga echaron los aqueos, arrasó la orilla del Helesponto, de
rápida corriente, enarenó la gran playa en que estuvo el
destruido muro y volvió los ríos a los cauces por donde
discurrían sus cristalinas aguas.
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-¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares!
Dirigimos imprudentemente los veloces caballos al foso, y éste es
muy difícil de pasar, porque está erizado de agudas estacas y a lo
largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no podríamos
apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho
donde temo que pronto seríamos heridos. Si Zeus altitonante,
meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos
completamente para favorecer a los troyanos, deseo que lo
realice cuanto antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta
tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se volviesen, y viniendo
de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso, me figuro
que ni un mensajero podría retornar a la ciudad huyendo de los
aqueos que nuevamente entraran en combate. Ea, procedamos
todos como voy a decir. Los escuderos tengan los caballos en la
orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor a pie, con armas y
todos reunidos; pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre
ellos pende la ruina.
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auriga inferior para cuidar del carro. De otro grupo eran
caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban
Héleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio
Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río
Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto
lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y
Acamante, hijos de Anténor, diestros en toda suerte de combates.
Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados,
eligiendo por compañeros a Glauco y al belicoso Asteropeo, a
quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él
descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado
los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos
contra los dánaos; y esperaban que éstos, en vez de oponerles
resistencia, se refugiarían en las negras naves.
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do agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de
oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves. ¡In-
sensatos! En las puertas encontraron a dos valentísimos gué-
rreros, hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado
Polipetes, hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual a Ares, funesto a los
mortales. Ambos estaban delante de las altas puertas, como en el
monte unas encinas de elevada copa, fijas al suelo por raíces
gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia;
de igual manera aquéllos, confiando en sus manos y en su valor,
aguardaron la llegada del gran Asio y no huyeron. Los troyanos
se encaminaron con gran alboroto al bien construido muro,
levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el
rey Asio, Yámeno, Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enómao.
Polipetes y Leonteo hallábanse dentro a instigaban a los aqueos,
de hermosas grebas, a pelear por las naves; mas, así que vieron a
los tróyanos atacando la muralla y a los dánaos en clamorosa
fuga, salieron presurosos a combatir delante de las puertas,
semejantes a montaraces jabalíes que en el monte son terrero de
la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y
arrancan de raíz las plantas de la selva, dejando oír el crujido de
sus dientes, hasta que los hombres, tirándoles venablos, les
quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente bronce en
el pecho de los héroes a los golpes que recibían, pues peleaban
con gran denuedo, confiando en los guerreros de encima de la
muralla y en su propio valor. Desde las torres bien construidas
los aqueos tiraban para defenderse a sí mismos, las tiendas y las
naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que
impetuoso viento, agitando las pardas nubes, derrama en
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abundancia sobre la fértil tierra, así llovían los dardos que
arrojaban aqueos y troyanos, y lbs cascos y abollonados escudos
sonaban secamente al chocar con ellos las ingentes piedras.
Entonces Asio Hirtácida, dando un gemido y golpeándose el
muslo, exclamó indigando:
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Leonteo, hijo de Antímaco y vástago de Ares, arrojó un dardo a
Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor; luego desenvainó la
aguda espada, y, acometiendo por en medio de la muchedumbre
a Antífates, lo hirió y lo tiró de espaldas; y después derribó
sucesivamente a Menón, Yámeno y Orestes, que fueron cayendo
al almo suelo.
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realmente para los troyanos, cuando deseaban atravesar el foso,
esta ave agorera: un águila de alto vuelo, que dejaba el pueblo a
la izquierda y llevaba en las garras un enorme dragón sangriento
y vivo, y lo hubo de soltar presto antes de llegar al nido y darlo a
sus polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu rompemos
ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no
nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo
camino; y dejaremos a muchos troyanos tendidos en el suelo, a
los cuales los aqueos, combatiendo en defensa de sus naves,
habrán muerto con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un
augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la
confianza del pueblo.
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luchar, o con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto
perderás la vida, herido por mi lanza.
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Dando tales voces animaban a los aqueos para que
combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en un
día de invierno Zeus decide nevar, mostrando sus armas a los
hombres, y, adormeciendo los vientos, nieva incesantemente
hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las
praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el
hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del
espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo
restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Zeus, así,
tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia
los troyanos y las otras de éstos a los aqueos, y el estrépito se
elevaba sobre todo el muro.
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impulsado por su ánimo a asaltar el muro y destruir los
parapetos. Y en seguida dijo a Glauco, hijo de Hipóloco:
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escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con
crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo; todas las
puertas se hallaban cerradas, y los troyanos, detenidos por las
mismas, intentaban penetrar rompiéndolas a viva fuerza. Y
Menesteo decidió enviar a Tootes, el heraldo, para que llamase a
Ayante:
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-¡Ayante! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y
alentad a los dánaos para que peleen con denuedo. Yo voy allá,
combatiré con aquéllos, y volveré tan pronto como los haya
socorrido.
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envasó la lanza, que al punto volvió a sacar: el guerrero,
siguiendo la lanza, dio de cara en el suelo, y las broncíneas
labradas armas resonaron. Después, cogiendo con sus robustas
manos un parapeto, tiró del mismo y lo arrancó entero; quedó el
muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió
camino para muchos.
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se habían acercado. Como dos hombres altercan, con la medida
en la mano, sobre los lindes de campos contiguos y se disputan
un pequeño espacio, así, licios y dánaos estaban separados por
los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar delante de
los pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles.
Ya muchos combatientes habían sido heridos con el cruel bronce,
unos en la espalda, que al volverse dejaron indefensa, otros por
entre el mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban
regados con sangre de troyanos y aqueos. Mas ni aun así los
troyanos podían hacer volver la espalda a los aqueos. Como una
honrada obrera coge un peso y lana y los pone en los platillos de
una balanza, equilibrándolos hasta que quedan iguales, para
llevar a sus hijos el miserable salario, así el combate y la pelea
andaban iguales para unos y otros, hasta que Zeus quiso dar
excelsa gloria a Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro
aqueo. El héroe, con pujante voz, gritó a los troyanos:
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lleva en una mano el vellón de un carnero, sin que el peso lo
fatigue, Héctor, alzando la piedra, la conducía hacia las tablas
que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta
y estaban aseguradas por dos cerrojos puestos en dirección
contraria, que abría y cerraba una sola llave. Héctor se detuvo
delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el suelo
para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de
aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por
su propio peso, recrujieron las tablas, y, como los cerrojos no
ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una
fue por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor,
que por su aspecto a la rápida noche semejaba, saltó al interior: el
bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la
mano llevaba dos lanzas. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido
salirle al encuentro y detenerlo cuando traspuso la puerta. Sus
ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose a la turba, alentaba a
los troyanos para que pasaran la muralla. Obedecieron, y
mientras unos asaltaban el muro, otros afluían a las bien
construidas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas
naves y se promovió un gran tumulto.
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CANTO XIII
Batalla junto a las naves
Zeus, cuya voluntad dirigía los acontecimientos, abandona de momento sus planes, y
Poseidón aprovecha la circunstancia para organizar la resistencia en el bando aqueo. Al
sufrir la presión de los troyanos por la izquierda y por el centro, inician el contraataque
por la derecha.
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al carro un par de corceles de cascos de bronce y áureas crines
que volaban ligeros; y seguidamente envolvió su cuerpo en
dorada túnica, tomó el látigo de oro hecho con arte, subió al
carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban los
cetáceos, que salían de sus escondrijos, reconociendo al rey; el
mar abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles caballos con
apresurado vuelo y sin dejar que el eje de bronce se mojara
conducían a Poseidón hacia las naves de los aqueos.
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hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos
algún daño en esta parte donde aparece a la cabeza de los suyos
el rabioso Héctor, semejante a una llama, el cual blasona de ser
hijo del prepotente Zeus. Una deidad levante el ánimo en
vuestro pecho para resistir firmemente y exhortar a los demás;
con esto podríais rechazar a Héctor de las naves, de ligero
andar, por furioso que estuviera y aunque fuese el mismo
Olímpico quien te instigara.
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-También a mí se me enardecen las audaces manos en torno
de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan, y deseo
pelear yo solo con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.
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que, no obrando de acuerdo con él, se niegan a defender los
bajeles, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los
mismos. Mas, aunque el héroe Atrida, el poderoso Agamenón,
sea el verdadero culpable de todo, porque ultrajó al Pelida de
pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de combatir. Re-
mediemos con presteza el mal, que la mente de los buenos es
aplacable. No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor,
siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no increparía
a un hombre tímido porque se abstuviera de pelear; pero contra
vosotros se enciende en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con
vuestra indolencia haréis que pronto se agrave el mal. Poned en
vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora que se
promueve esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en
la pelea, combate cerca de las naves y ha roto las puertas y el
gran cerrojo.
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Los troyanos acometieron unidos, siguiendo a Héctor, que
deseaba ir en derechura a los aqueos. Como la piedra insolente
que cae de una cumbre y lleva consigo la ruina, porque se ha
desgajado, cediendo a la fuerza de torrencial avenida causada
por la mucha lluvia, y desciende dando tumbos con ruido que
repercute en el bosque, corre segura hasta el llano, y allí se
detiene, a pesar de su ímpetu, de igual modo Héctor
amenazaba con atravesar fácilmente por las tiendas y naves
aqueas, matando siempre, y no detenerse hasta el mar; pero
encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto después de
un violento choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron
herirlo con las espadas y lanzas de doble filo, y apartáronle de
ellos, de suerte que fue rechazado, y tuvo que retroceder. Y con
voz penetrante gritó a los troyanos:
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de sus amigos, muy disgustado, así por la victoria perdida,
como por la rotura del arma, y luego se encaminó a las tiendas
y naves aqueas para tomar otra lanza grande de las que en su
bajel tenía.
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divino Menesteo, caudillos atenienses, llevaron a Anfímaco al
campamento aqueo; y los dos Ayantes, que siempre anhelaban
la impetuosa pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como
dos leones que, habiendo arrebatado una cabra a unos perros
de agudos dientes, la llevan en la boca por los espesos
matorrales, en alto, levantada de la tierra, así los belicosos
Ayantes, alzando el cuerpo de Imbrio, lo despojaron de las
armas; y el Oilíada, irritado por la muerte de Anfímaco, le
separó la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la
turba, cual si fuese una bola, hasta que cayó en el polvo a los
pies de Héctor.
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-¡Oh Toante! No creo que ahora se pueda culpar a ningún
guerrero, porque todos sabemos combatir y nadie está poseído
del exánime terror, ni deja por flojedad la funesta batalla; sin
duda debe de ser grato al prepotente Cronida que los aqueos
perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh
Toante, puesto que siempre has sido belicoso y sueles animar al
que ves remiso, no dejes de pelear y exhorta a los demás
varones.
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¿Acaso estás herido y te agobia puntiaguda flecha? ¿Me traes,
quizás, alguna noticia? Pues no deseo quedarme en la tienda,
sino pelear.
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-Sé cuán grande es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas?
Si los más señalados nos reuniéramos junto a las naves para
armar una celada, que es donde mejor se conoce la bravura de
los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde del
animoso -el cobarde se pone demudado, ya de un modo, ya de
otro; y, como no sabe tener firme ánimo en el pecho, no
permanece tranquilo, sino que dobla las rodillas y se sienta
sobre los pies y el corazón le da grandes saltos por el temor de
las parcas y los dientes le crujen; y el animoso no se inmuta ni
tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que cuanto
antes principie el funesto combate---, ni allí podrían baldonarse
to valor y la fuerza de tus brazos. Y, si peleando te hirieran de
cerca o de lejos, no sería en la nuca o en la espalda, sino en el
pecho o en el vientre, mientras fueras hacia adelante con los
guerreros más avanzados. Mas, ea, no hablemos de estas cosas,
permaneciendo ociosos como unos simples; no sea que alguien
nos increpe duramente. Ve a la tienda y toma la fornida lanza.
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encaminaban a la batalla, armados de luciente bronce. Y
Meriones fue el primero que habló, diciendo:
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Cuando los troyanos vieron a Idomeneo, que por su
impetuosidad parecía una llama, y a su escudero, ambos re-
vestidos de labradas armas, animáronse unos a otros por entre
la turba y arremetieron todos contra aquél. Y se trabó una
refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes, junto a las
popas de las naves. Como aparecen de repente las tempestades,
suscitadas por los sonoros vientos un día en que los caminos
están llenos de polvo y se levanta una gran nube del mismo, así
entonces unos y otros vinieron a las manos, deseando en su
corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por entre
la turba. La batalla, destructora de hombres, se presentaba
horrible con las largas picas que desgarran la carne y que los
guerreros manejaban; cegaba los ojos el resplandor del bronce
de los lucientes cascos, de las corazas recientemente bruñidas y
de los escudos refulgentes de cuantos iban a encontrarse; y
hubiera tenido corazón muy audaz quien al contemplar aquella
acción se hubiese alegrado en vez de afligirse.
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socorrer abiertamente a aquéllos, y, transfigurado en hombre,
discurría, sin darse a conocer, por el ejército y le amonestaba. Y
los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de
otros la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían sobre ellos
una cadena inquebrantable a indisoluble que a muchos les
quebró las rodillas.
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Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le
arrastraba por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó
para vengarlo, presentándose como peón delante de su carro,
cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos
hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón
herir a Idomeneo, pero anticipósele éste y le hundió la pica en
la garganta, debajo de la barba, hasta que el bronce salió al otro
lado. Cayó el troyano como en el monte la encina, el álamo o el
elevado pino que unos artífices cortan con afiladas hachas para
convertirlo en mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante
de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo
con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y
ni siquiera se atrevió a torcer la rienda a los caballos para
escapar de las manos de los enemigos. Y el belicoso Antíloco se
llegó a él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea coraza no
pudo evitar que se la clavase en el vientre. El auriga, jadeante,
cayó del bien construido carro; y Antíloco, hijo del magnánimo
Néstor, sacó los caballos de entre los troyanos y se los llevó
hacia los aqueos, de hermosas grebas.
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Hipásida, pastor de hombres, haciéndole doblar las rodillas. Y
Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:
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coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces
produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza.
El guerrero cayó con estrépito; y, como la lanza se había
clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero
pronto el arma impetuosa perdió su fuerza. E Idomeneo con
gran jactancia y a voz en grito exclamó:
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Éste no se dejó vencer del temor, cual si fuera un niño, sino que
to aguardó como el jabalí que, confiando en su fuerza, espera en
un paraje desierto del monte el gran tropel de hombres que se
avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y los ojos brillantes
como ascuas aguza los dientes y se dispone a rechazar la
acometida de perros y cazadores, de igual manera Idomeneo,
famoso por su lanza, aguardaba sin arredrarse a Eneas, ágil en
la lucha, que le salía al encuentro; pero llamaba a sus
compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Deípiro,
Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba
con estas aladas palabras:
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Pronto trabaron alrededor del cadaver de Alcátoo un
combate cuerpo a cuerpo, blandiendo grandes picas; y el
bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse botes
de lanza los unos a los otros. Dos hombres belicosos y
señalados entre todos, Eneas a Idomeneo, iguales a Ares,
deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas
arrojó el primero la lanza a Idomeneo; pero, como éste la viera
venir, evitó el golpe: la broncínea punta clavóse en tierra,
vibrando, y el arma fue echada en balde por el robusto brazo.
Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enómao y el bronce
rompió la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el
troyano, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Acto
continuo, Idomeneo arrancó del cadaver la ingente lanza, pero
no le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura,
porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía
seguridad en sus pies para recobrar la lanza que había
arrojado, ni para librarse de la que le arrojasen, evitaba la cruel
muerte combatiendo a pie firme; y, no pudiendo tampoco huir
con ligereza, retrocedía paso a paso. Deífobo, que cons-
tantemente le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe,
pero hirió a Ascálafo, hijo de Enialio; la impetuosa lanza se
clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió el
suelo con las manos. Y el ruidoso y robusto Ares no se enteró
de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate porque
se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas
nubes, con otros dioses inmortales por la voluntad de Zeus, el
cual no permitía que intervinieran en la batalla.
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La pelea cuerpo a cuerpo se encendió entonces en torno de
Ascálafo, a quien Deífobo logró quitar el reluciente casco, pero
Meriones, igual al veloz Ares, dio a Deífobo una lanzada en el
brazo y le hizo soltar el casco con agujeros a guisa de ojos, que
cayó al suelo produciendo ronco sonido. Meriones,
abalanzándose a Deífobo con la celeridad del buitre, arrancóle
la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió
hasta el grupo de sus amigos. A Deífobo sacóle del horrísono
combate su hermano carnal Polites: abrazándole por la cintura,
to condujo adonde tenía los rápidos corceles con el labrado
carro, que estaban algo distantes de la lucha y del combate,
gobernados por un auriga. Ellos llevaron a la ciudad al héroe,
que se sentía agotado, daba hondos suspiros y le manaba
sangre de la herida que en el brazo acababa de recibir.
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Néstor contra los muchos tiros. Antíloco no se apartaba nunca
de los enemigos, sino que se agitaba en medio de ellos; su
lanza, lamas ociosa, siempre vibrante, se volvía a todas partes,
y él pensaba en su mente si la arrojaría a alguien, o acometería
de cerca.
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Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el
combate; y, blandiendo la aguda lanza, arremetió, amenazador,
contra el héroe y príncipe Héleno, quien, a su vez, armó el arco.
Ambos fueron a encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al
contrario con la aguda lanza, y el otro de herir a su enemigo con
una flecha arrojada por el arco. El Priámida dio con la saeta en
el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una
concavidad; pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra
parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas
habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso
del aventador, de igual modo, la amarga flecha, repelida por la
coraza del glorioso Menelao, voló a to lejos. Por su parte
Menelao Atrida, valiente en la pelea, hirió a Héleno en la mano
en que llevaba el pulimentado arco: la broncínea lanza atravesó
la palma y penetró en el arco. Héleno retrocedió hasta el grupo
de sus amigos, para evitar la muerte; y su mano, colgando,
arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la arrancó
y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida,
que les facilitó el escudero del pastor de hombres.
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clavos y asaltó a Pisandro, quien, cubriéndose con el escudo,
aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un
largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y
Pisandro dio un golpe a Menelao en la cimera del yelmo,
adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao
hundió su espada en la frente del troyano, encima de la nariz:
crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron en el
polvo, a los pies del guerrero, que se encorvó y vino a tierra. El
Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la ar-
madura; y, blasonando del triunfo, dijo:
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En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la
ensangrentada armadura; y, entregándola a sus amigos, volvió
a pelear entre los combatientes delanteros.
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evitar los baldones de los aqueos y la enfermedad odiosa con
sus dolores, decidió it a Ilio. A éste, pues, Paris le clavó la flecha
por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los
miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.
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mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos se
habían armado y puesto al frente de los magnánimos ptiotas, y
combatían en unión con los beocios para defender las naves.
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que tú solo lo reúnas todo. La divinidad a uno le concede que
sobresalga en las acciones bélicas, a otro en la danza, al de más
allá en la cítara y el canto, y el largovidente Zeus pone en el
pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha a gran
número de hombres, salva las ciudades y to aprecia
particularmente quien to posee. Pero voy a decir lo que
considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por
todas partes; pero de los magnánimos troyanos que pasaron la
muralla, unos se han retirado con sus armas, y otros, dispersos
por las naves, combaten con mayor número de hombres.
Retrocede y llama a los más valientes caudillos para deliberar si
nos conviene arrojarnos a las naves, de muchos bancos, por si
un dios nos da la victoria, o alejarnos de ellas antes que seamos
heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer,
porque en las naves hay un varón incansable en la pelea, y me
figuro que no se abstendrá de combatir.
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Éste buscaba en los combatientes delanteros a Deífobo, al
robusto rey Héleno, a Adamante Asíada, y a Asio, hijo de
Hírtaco; pero no los halló ilesos ni a todos salvados de la
muerte: los unos yacían, muertos por los argivos, junto a las
naves aqueas; y los demás, heridos, quién de cerca, quién de
lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se en-
contró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino
Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que
animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear; y, dete-
niéndose a su lado, díjole estas injuriosas palabras:
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allá de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra,
por enardecido que uno esté.
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vuestra populosa ciudad será tomada y destruida por nuestras
manos. Yo to aseguro que está cerca el momento en que tú
mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Zeus y a los demás
inmortales que tus corceles de hermosas crines sean más
veloces que los gavilanes; y los caballos to llevarán a la ciudad,
levantando gran polvareda en la llanura.
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CANTO XIV
Engaño de Zeus
Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Poseidón se pone al
frente de los aqueos. Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que
retroceder más allá del muro y del foso del campamento aqueo.
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combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce
resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y
de las lanzas de doble filo.
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-Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede
modificar to que ya ha sucedido. Derribado está el muro que
esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves
y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen
vivo a incesante combate. No conocerías, por más que to
miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en
desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería
llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por
si nuestra mente da con alguna traza provechosa; y no
propongo que entremos en combate, porque es imposible que
peleen los que están heridos.
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El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó:
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-Cerca tenéis a tal hombre -no habremos de buscarle mucho-,
si os halláis dispuestos a obedecer; y no me vituperéis ni os
irritéis contra mí, recordando que soy más joven que vosotros,
pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo,
cuyo cuerpo está enterrado en Teba. Engendró Porteo tres hijos
ilustres que habitaron en Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio,
Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno, que era el más
valiente. Eneo quedóse en su país; pero mi padre, después de
vagar algún tiempo, se estableció en Argos, porque así to
quisieron Zeus y los demás dioses, casó con una hija de Adrasto
y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales,
no pocas plantaciones de árboles en los alrededores y copiosos
rebaños, y aventajaba a todos los aqueos en el manejo de la
lanza. Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que son.
No sea que, figurándoos quizás que por mi linaje he de ser
cobarde y débil, despreciéis lo bueno que os diga. Ea, vayamos
a la batalla, no obstante estar heridos, pues la necesidad
apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no
recibir herida sobre herida; animemos a los demás y hagamos
que entren en combate cuantos, cediendo a su ánimo indolente,
permanecen alejados y no pelean.
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-¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los
aqueos, debe de sentir que en el pecho se le regocija el corazón
pernicioso, porque está totalmente falto de juicio. ¡Así pereciera
y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los
bienaventurados dioses no se hallan irritados del todo contigo,
y los caudillos y príncipes de los troyanos serán puestos en fuga
y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo
los verás huir desde las tiendas y naves a la ciudad.
Hera, la de áureo trono, miró con sus ojos desde la cima del
Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, que se movía en la
batalla donde se hacen ilustres los hombres, y se regocijó en el
alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida,
abundante en manantiales, y se le hizo odioso en su corazón.
Entonces Hera veneranda, la de ojos de novilla, pensaba cómo
podría engañar a Zeus, que lleva la égida. Al fin parecióle que
la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida,
por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y
ella lograba derramar dulce y placentero sueño sobre los
párpados y el prudente espíritu del dios. Sin perder un instante,
fuese a la habitación labrada por su hijo Hefesto -la cual tenía
una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad
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sabía abrir-, entró, y, habiendo entornado la puerta, lavóse con
ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso,
divino, suave y tan oloroso que, al moverlo en el palacio de
Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo
y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con
sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales,
que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse en seguida el manto
divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le había
labrado, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un
ceñidor que tenía cien borlones, y colgó de las perforadas orejas
unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos,
espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las
diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como
el sol, y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando
hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la
estancia, y, llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en
estos términos:
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-Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los
inmortales y a los mortales hombres. Voy a los confines de la
fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre
Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y
educaron en su palacio, cuando el largovidente Zeus puso a
Crono debajo de la tierra y del mar estéril. Iré a visitarlos para
dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del
tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara
con mis palabras su ánimo y lograra que reanudasen el
amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y venerable.
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deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las
montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies
tocaran la tierra descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó
a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se encontró con el
Sueño, hermano de la Muerte, y, asiéndole de la diestra, le dijo
estas palabras:
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en ira: maltrataba a los dioses en el palacio, me buscaba a mí, y
me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al ponto, si
la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese
salvado; lleguéme a ella huyendo, y aquél se contuvo, aunque
irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche
desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa pe-
ligrosísima.
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pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo
estremecer debajo de sus pies la cima de los árboles de la selva.
Detúvose el Sueño antes que los ojos de Zeus pudieran verlo, y,
encaramándose en un abeto altísimo que había nacido en el Ida
y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la
montaraz ave canora llamada por los dioses calcis y por los
hombres cymindis.
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-¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y
gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una
mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora:
nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pintoo
consejero igual a los dioses; ni a Dánae Acrisiona, la de bellos
talones, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni
a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de
Radamantis igual a un dios; ni a Sémele, ni a Alcmena en Teba,
de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, y de Sémele a
Dioniso, alegría de los mortales; ni a Deméter, la soberana de
hermosas trenzas; ni a la gloriosa Leto; ni a ti misma: con tal
ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí
se apodera.
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-¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te
cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la
más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.
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mutuamente. Pero, ea, procedamos todos como voy a decir.
Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el
ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las
picas más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no
creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a
esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo
pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y
tome otro mejor.
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la espesura del monte, al quemarse una selva; ni suena tanto el
viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge;
cuánto fue el griteno de troyanos y aqueos en el momento en
que, vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos.
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los otros tampoco le abandonaron, pues se pusieron delante con
sus rodelas. Los amigos de Héctor lo levantaron en brazos, sa-
cáronlo del combate, condujéronle adonde tenía los ágiles
corceles con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la
ciudad, mientras daba profundos suspiros.
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-No creo que el brazo robusto del valeroso Pantoida haya
despedido la lanza en vano; algún argivo la recibió en su
cuerpo, y me figuro que le servirá de báculo para apoyarse en
ella y descender a la morada de Hades.
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-¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os
cansáis de proferir amenazas! El trabajo y los pesares no han de
ser solamente para nosotros, y algún día recibiréis la muerte de
este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo,
vencido por mi lanza, para que la venganza por la muerte de un
hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima
de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda
vengarle.
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Así habló. A todos les temblaban las carnes de miedo, y cada
cual buscaba adónde huir para librarse de una muerte
espantosa.
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CANTO XV
Nueva ofensiva desde las naves
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arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego a
la populosa Cos; allí le libré de los peligros y le conduje
nuevamente a Argos, criadora de caballos, después que hubo
padecido muchas fatigas. Te to recuerdo para que pongas fin a
tus engaños y sepas si to será provechoso haber venido de la
mansión de los dioses a burlarme con los goces del amor.
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encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce,
diga al soberano Poseidón que cese de combatir y vuelva a su
palacio; y Febo Apolo incite a Héctor a la pelea, le infunda valor
y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, a fin de
que rechace nuevamente a los aqueos, los cuales llegarán en
cobarde fuga a las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles.
Éste enviará a la lid a su compañero Patroclo, que morirá,
herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilio, después
de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al divino
Sarpedón, mi hijo. Irritado por la múerte de Patroclo, el divino
Aquiles matará a Héctor. Desde aquel instante haré que los
troyanos sean perseguidos continuamente desde las naves,
hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilio. Y no cesará mi enojo,
ni dejaré que ningún inmortal socorra a los dánaos, mientras no
se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí, asintiendo con la
cabeza, el día en que la diosa Tetis abrazó mis rodillas y me
suplicó que honrase a Aquiles, asolador de ciudades.
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fue la primera que corrió a su encuentro, y hablándole le dijo
estas aladas palabras:
-¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te
atemorizó tu esposo, el hijo de Crono.
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Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y
suspirando dijo:
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muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias
de los hombres y salvar a todos los individuos.
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Así dijo. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no
desobedeció; y bajó de los montes ideos a la sagrada Ilio. Como
cae de las nubes la nieve o el helado granizo, a impulso del
Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera
Iris; y, deteniéndose cerca del ínclito Poseidón, así le dijo:
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poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le
pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si
tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes
palabras riñese a los hijos a hijas que engendró, pues éstos
tendrían que obedecer necesariamente to que les ordenare.
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-Ve ahora, querido Febo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo
casco. Ya el que ciñe y bate la tierra se fue al mar divino, para
librarse de mi terrible cólera; pues hasta los dioses que están en
torno de Crono, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito
de nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que,
temeroso, haya cedido a mi fuerza, porque no sin sudor se
hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la égida
floqueada, agítala, y espanta a los héroes aqueos, y luego,
cuídate, oh tú que hieres de lejos, del esclarecido Héctor a
infúndele gran vigor, hasta que los aqueos lleguen, huyendo, a
las naves y al Helesponto. Entonces pensaré to que fuere
conveniente hacer o decir para que los aqueos respiren de sus
cuitas.
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pelea, me hirió en el pecho con una piedra, mientras yo mataba
a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, a hizo
desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vena hoy
mismo a los muertos y la morada de Hades, porque ya iba a
exhalar el alma.
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su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel,
hiriendo a sus enemigos con espadas y lanzas de doble filo;
mas, al notar que Héctor recorna las hileras de los suyos,
turbáronse y a todos se les cayó el alma a los pies.
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Los troyanos acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que
marchaba con arrogante paso. Delante del héroe iba Febo
Apolo, cubierto por una nube, con la égida impetuosa, terrible,
hirsuta, magnífica, que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para
que llevándola amedrentara a los hombres. Con ella en la mano,
Apolo guiaba a las tropas.
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divino Oileo y hermano de Ayante, y habitaba en Fílace, lejos
de su patria, por haber muerto a un hermano de su madrastra
Eriópide, y Jaso, caudillo de los atenienses, era conocido como
hijo de Esfelo Bucólida. Polidamante quitó la vida a Mecisteo,
Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino Agenor a
Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deíoco, que huía por entre los
combatientes delanteros; le hirió en la extremidad del hombro,
y el bronce salió al otro lado.
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derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad con
que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las
manos to que de arena había construido. Así tú, Febo, que
hieres de lejos, destruías la obra que había costado a los aqueos
muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en fuga.
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con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los
combates navales llevaban en aquéllas.
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había acercado al campamento. Entonces el esclarecido Ayante
dio una lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clito, que iba a
echar fuego en un barco: el troyano cayó con estrépito, y la tea
desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera con sus ojos
que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó
a troyanos y licios, diciendo a grandes voces:
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de Pisénor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que
con las riendas en la mano dirigía los corceles adonde más
falanges en montón confuso se agitaban, para congraciarse con
Héctor y los troyanos; pero pronto ocurrióle la desgracia, de
que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la dolorosa
flecha se le clavó en el cuello por detrás; el guerrero cayó del
carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con estrépito el
carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los
detuvo; entrególos a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo
de que los tuviera cerca, y se mezcló de nuevo con los
combatientes delanteros.
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-¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya
que un dios lo inutilizó por odio a los dánaos; toma una larga
pica y un escudo que cubra tus hombros, pelea contra los
troyanos y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no
tomen sin trabajo las naves de muchos bancos. Sólo en combatir
pensemos.
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hacienda no padecerán menoscabo, si los aqueos regresan en las
naves a su patria tierra.
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estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó contra el Filida y,
acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo;
pero el Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía
su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo a Fileo en
Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes,
para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces
libró de la muerte a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una
lanzada a Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo
casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el
polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras
Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el be-
licoso Menelao fue a ayudar a Meges; y, poniéndose a su lado
sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta
impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos
caudillos corrieron a quitarle la broncínea armadura de los
hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos a increpaba
especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes
de presentarse los enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en
Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves,
fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de
Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le
reprendía Héctor, diciendo:
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Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que
parecía un dios. A su vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a
los argivos:
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campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque
era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido a la fiera que
causa algún daño, como matar a un perro o a un pastor junto a
sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así
huyó el Nestórida; y sobre él, los troyanos y Héctor,
promoviendo inmenso alboroto hacían llover dolorosos tiros. Y
Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros,
se detuvo y volvió la cara al enemigo.
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llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del
Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y
probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas,
aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los
dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al
enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera
del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de
las ingentes olas que allí se rompen, así los dánaos aguardaban
a pie firme a los troyanos y no huían. Y Héctor, resplandeciente
como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa
levantada por el viento cae desde to alto sobre la ligera nave,
llenándola de espuma, mientras el soplo terrible del huracán
brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados
porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba
el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete
un rebaño de muchas vacas que pacen a orillas de extenso lago
y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las
fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos
cuernos, va siempre con las primeras o con las últimas reses; y
el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen
espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por
Héctor y el padre Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes
de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del
rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal
hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y
en el combate, campeó por su talento entre los primeros
ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria excelsa.
Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría
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de pies a cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros, y,
enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un
modo horrible en torno de las sienes. Héctor to advirtió en
seguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes
y le mató cerca de sus mismos compañeros que, aunque
afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino
Héctor.
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cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los
que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.
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corazón incendiar las naves y matar a los héroes aqueos. Y con
estas ideas asaltábanse unos a otros.
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apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto
que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:
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CANTO XVI
Patroclea
-¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre
y deseando que la tome en brazos, la tira del vestido, la detiene a
pesar de que lleva prisa, y la mira con ojos llorosos para que la
levante del suelo? Como ella, oh Patrocio, derramas tiernas
lágrimas. ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí
mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ftía? Dicen que
Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida
entre los mirmidones, y es la muerte dé aquél o de éste to que
más nos podría afligir. ¿O lloras quizás porque los argivos
perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia que
cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que
ambos lo sepamos.
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-¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! No te
irrites, porque es muy grande el pesar que los abruma. Los que
antes eran los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos,
yacen en las naves -con arma arrojadiza fue herido el poderoso
Diomedes Tidida; con la pica Ulises, famoso por su lanza, y
Agamenón; a Eurípilo flecháronle en el muslo-, y los médicos,
que conocen muchas drogas, ocúpanse en curarles las heridas.
Tú, Aquiles, eres implacable. jamás se apodere de mí rencor
como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A
quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los argivos
de muerte indigna? ¡Despiadado! No fue tu padre el jinete Peleo,
ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron
de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de
combatir por algún vaticinio que tu veneranda madre, enterada
por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás
mirmidones, por si llego a ser la aurora de la salvación de los
dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura para
que los troyanos me confundan contigo y cesen de pelear, los be-
licosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla
tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no
nos hallamos extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de
las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos hombres que de
pelear están cansados.
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-¡Ay de mí, Patroclo, del linaje de Zeus, qué dijiste! No me
abstengo por ningún vaticinio que sepa y tampoco la veneranda
madre me dijo nada de parte de Zeus, sino que se me oprime el
corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder,
quiere privar a su igual de lo que le corresponde y le quita la
recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, a causa de las
contrariedades que mi ánimo ha padecido. La joven que los
aqueos me adjudicaron como recompensa y que había
conquistado con mi lanza, al tomar una bien murada ciudad, el
rey Agamenón Atrida me la quitó como si yo fuera un miserable
advenedizo. Mas dejemos lo pasado, no es posible guardar
siempre la tra en el corazón, aunque había resuelto no deponer la
cólera hasta que la gritería y el combate llegaran a mis bajeles.
Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente
de los belicosos mirmidones y llévalos a la pelea; pues negra
nube de troyanos cerca ya las naves con gran ímpetu, y los
argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de un
corto espacio. Toda la ciudad de los troyanos ha comparecido
confiadamente, porque no ven mi reluciente casco. Pronto
huirían llenando de muertos los fosos, si el rey Agamenón fuera
justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de
nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande
furiosamente la lanza para librar a los dánaos de la muerte, ni he
oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del Atrida: sólo
resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los
troyanos, que con voceno ocupan toda la llanura y vencen en la
batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente
sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando
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ardiente fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz
cuanto te voy a decir, para que me procures mucha honra y
gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan la muy
hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan
luego como los alejes de las naves, vuelve atrás; y, aunque el
tonante esposo de Hera te dé gloria, no quieras luchar sin mí
contra los belicosos troyanos, pues contribuirías a mi deshonra. Y
tampoco, estimulado por el combate y la pelea, te encamines,
matando enemigos, a Ilio; no sea que alguno de los sempiternos
dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos los quiere mucho
Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede tan pronto como hayas
hecho brillar la luz de la salvación en las naves, y deja que se siga
peleando en la llanura. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!,
ninguno de los troyanos ni de los argivos escape de la muerte, y
nos libremos de ella nosotros dos, para que podamos derribar las
almenas sagradas de Troya.
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Decidme, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez
primera cayó el fuego en las naves aqueas.
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Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de manejarla:
había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada
por Quirón al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes.
Luego, Patroclo mandó a Automedonte -el amigo a quien más
honraba después de Aquiles, destructor de hombres. y el más fiel
en resistir a su lado la acometida del enemigo en las batallas- que
enganchara en seguida los caballos. Automedonte unció debajo
del yugo a Janto y Balio, corceles ligeros que volaban como el
viento y tenían por madre a la harpía Podarga, la cual, paciendo
en una pradera junto a la corriente del Océano, los concibió del
Céfiro. Y con ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevó
de la ciudad de Eetión cuando la tomó; corcel que, no obstante su
condición de mortal, seguía a los caballos inmortales.
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hombres; y el héroe nombró cinco jefes para que los rigieran,
reservándose el mando supremo. Del primer cuerpo era caudillo
Menestio, el de labrada coraza, hijo del río Esperqueo, que las
celestiales lluvias alimentan: habíale dado a luz la bella Polidora,
hija de Peleo, que siendo mujer se acostó con una deidad, con el
infatigable Esperqueo; aunque se creyera que to había tenido de
Boro, hijo de Perieres, el cual se desposó públicamente con ella y
le constituyó una gran dote.- Mandaba la segunda sección el
belicoso Eudoro, nacido de una soltera, de la hermosa Polimela,
hija de Filante; de la cual enamoróse el poderoso Argicida al
verla con sus ojos entre las que danzaban al son del canto en un
coro de Artemis, la diosa que lleva arco de oro y ama el bullicio
de la caza; el benéfico Hermes subió en seguida al aposento de la
joven, uniéronse clandestinamente y ella le dio un hijo ilustre,
Eudoro, ligero en el correr y belicoso. Cuando Ilitía, que preside
los partos, sacó a luz al infante y éste vio los rayos del sol, el
fuerte Equecles Actórida la tomó por esposa, constituyéndole
una gran dote, y el anciano Filante crió y educó al niño con tanto
amor como si hubiera sido hijo suyo.- Estaba al frente de la
tercera división el belicoso Pisandro Memálida, que, después del
compañero del Pelión, era entre todos los mirmidones quien
descollaba más en combatir con la lanza.- La cuarta línea estaba a
las órdenes de Fénix, aguijador de caballos; y la quinta tenía por
jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los
hubo puesto a todos en orden de batalla con sus respectivos capi-
tanes, les dijo con voz pujante:
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cólera, ni las acusaciones con que todos me acriminabais:
«¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu madre te nutrió con hiel.
¡Despiadado, pues retienes a tus compañeros en las naves contra
su voluntad! Embarquémonos en las naves surcadoras del ponto
y volvamos a la patria, ya que la cólera funesta anidó de tal
suerte en to corazón.» Así acostumbrabais hablarme cuando os
reuníais. Pues a la vista tenéis la gran empresa del combate que
tanto habéis anhelado. Y ahora cada uno pelee con valeroso
corazón contra los troyanos.
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del recinto con los ojos levantados al cielo, libó el negro vino y
oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin que al dios le
pasara inadvertido:
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arremetieron con grandes bríos, esparciéndose como las avispas
que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su
costumbre de molestarlas, las irritan y consiguen con su
imprudencia que dañen a buen número de personas, pues, si
algún caminante pasa por allí y sin querer las mueve, vuelan y
defienden con ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón y
ánimo semejantes, se esparcieron los mirmidones desde las
naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a
sus compañeros, diciendo con voz recia:
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junto a la nave del magnánimo Protesilao; e hirió a Pirecmes, que
había conducido desde Amidón, sita en la ribera del Axio de
ancha corriente, a los peonios, que combatían en carros: la lanza
se clavó en el hombro derecho; el guerrero, dando un gemido,
cayó de espaldas en el polvo, y los peonios compañeros suyos
huyeron, porque Patroclo les infundió pavor ál matar a su jefe,
que tanto sobresalía en el combate. De este modo Patroclo los
echó de los bajeles y apagó el ardiente fuego. La nave quedó allí
medio quemada, los troyanos huyeron con gran alboroto, los
dánaos se dispersaron por las cóncavas naves, y se produjo un
gran tumulto. Como cuando Zeus fulminador quita una espesa
nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen
todos los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se
ha abierto la vasta región etérea; así los dánaos respiraron un
poco después de librar a las naves del fuego destructor; pero no
por eso hubo tregua en el combate. Pues los troyanos no huían a
carrera abierta desde las negras naves, perseguidos por los
belicosos aqueos; sino que aún resistían, y sólo cediendo a la
necesidad se retiraban de las naves.
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nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. De los
Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio,
clavándosela en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano
de Atimnio, Maris, irritado por tal muerte, se puso delante del
cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco; y entonces el otro
Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que
Maris pudiera herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta
desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el
hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus
ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de
Sarpedón, hábiles tiradores, a hijos de Amisodaro, el que ali-
mentó a la indomable Quimera, causa de males para muchos
hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron
al Érebo.- Ayante Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo,
atropellado por la turba, y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello
con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó
con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los
ojos del guerrero.- Penéleo y Licón fueron a encontrarse, y,
habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el
tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un
tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero
la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la
suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y se lo cortó por
entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y
los miembros perdieron su vigor.- Meriones dio alcance con sus
ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el
hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las tinieblas
cubrieron sus ojos.- A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce
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por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro,
rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos
llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca
abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al
guerrero.
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los caudillos por el extremo del timón, allí los dejaron.- Patroclo
iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos y
pensando en causar daño a los troyanos; los cuales, una vez
puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo con
gran clamoreo; la polvareda llegaba a to alto debajo de las nubes,
y los solípedos caballos volvían a la ciudad desde las naves y las
tiendas. Patroclo, donde veía más gente del pueblo desordenada,
allí se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara
debajo de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran
estruendo. Al llegar al foso, los caballos inmortales que los dioses
habían regalado a Peleo como espléndido presente lo salvaron de
un salto, deseosos de seguir adelante; y, cuando a Patroclo el
ánimo le impulsó a ir hacia Héctor para herirlo, ya los veloces
corceles de éste se to habían llevado. Como en el otoño descarga
una tempestad sobre la negra tierra, cuando Zeus envía violenta
lluvia, irritado contra los hombres que en el foro dan sentencias
inicuas y echan a la justicia, no temiendo la venganza de los
dioses; y todos los ríos salen de madre y los torrentes cortan
muchas colinas, braman al correr desde lo alto de las montañas al
mar purpúreo y destruyen las labores del campo; de semejante
modo corrían las yeguas troyanas, dando lastimeros relinchos.
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con estrépito. Luego acometió a Téstor, hijo de Enope, que se
hallaba encogido en el lustroso asiento y en su turbación había
dejado que las riendas se le fuesen de la mano: clavóle desde
cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los
dientes y to levantó por cima del barandal. Como el pescador
sentado en una roca prominente saca del mar un pez enorme,
valiéndose de la cuerda y del reluciente bronce, así Patroclo,
alzando la brillante lanza, sacó del carro a Téstor con la boca
abierta y le arrojó de cara al suelo; el troyano, al caer, perdió la
vida.- Después hirió de una pedrada en medio de la cabeza a
Erilao, que a acometerle venía, y se la partió en dos dentro del
fuerte casco: el troyano dio de manos en el suelo, y le envolvió la
destructora muerte.- Y sucesivamente fue derribando en la fértil
tierra a Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo Damastórida,
Equio, Piris, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.
Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez
Patroclo, al verlo, se apeó del suyo. Como dos buitres de eorvas
uñas y combado pico riñen, dando chillidos, sobre elevada roca;
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así aquéllos se acometieron vociferando. Violos el hijo del artero
Crono; y, compadecido, dijo a Hera, su hermana y esposa:
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honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar en la fértil
Troya, lejos de su patria.
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los licios escudados, herido de muerte por Patrocio, se enfurecía;
y, llamando al compañero, le hablaba de este modo:
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esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre
no se seca; el hombro se entorpece, y me es imposible manejar
firmemente la lanza y pelear con los enemigos. Ha muerto un
hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya ni a su prole
defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis
dolores y dame fortaleza para que mi voz anime a los licios a
combatir y yo mismo luche en defensa del cadáver.
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Así dijo. Los troyanos sintieron grande a inconsolable pena,
porque Sarpedón, aunque forastero, era un baluarte para la
ciudad; había llevado a ella a muchos hombres y en la pelea los
superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra
los dánaos, y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte
de Sarpedón. Y Patroclo Menecíada, de corazón valiente, animó a
los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de combatir estaban
deseosos:
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como suplicante a Peleo y a Tetis, la de argénteos pies, y ellos le
enviaron a Ilio, abundante en hermosos corceles, con Aquiles,
destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra
los troyanos. Epigeo echaba mano al cadáver cuando el
esclarecido Héctor le dio una pedrada en la cabeza y se la partió
en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre
el cuerpo de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora
muerte. Apesadumbróse Patroclo por la pérdida del compañero
y atravesó al instante las primeras filas, como el veloz gavilán
persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera
acometiste, oh hábil jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado
en to corazón por la muerte del amigo. Y cogiendo una piedra,
hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le
rompió los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros
y el esclarecido Héctor. Cuanto espacio recorre el luengo venablo
que lanza un hombre, ya en el juego para ejercitarse, ya en la
guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se
retiraron los troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco,
capitán de los escudados licios, fue el primero que volvió la cara
y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de Calcón, que tenía
su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus
bienes y riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba a darle
alcance, cuando aquél se volvió repentinamente y le hundió la
pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los aqueos
sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los
troyanos, muy alegres, rodearon en tropel el cadáver; pero los
aqueos no se olvidaron de su impetuoso valor y arremetieron
denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un
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combatiente troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y
sacerdote de Zeus Ideo, a quien el pueblo veneraba como a un
dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja, la vida huyó de los
miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.
Eneas arrojó la broncínea lanza, con el intento de herir a
Meriones, que se adelantaba protegido por el escudo. Pero
Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia
adelante: la ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el
regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su
fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza fue
echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón
irritado, dijo:
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antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y
las palabras sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino
combatir.
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sistir, y huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y
echado en un montón de cadáveres; pues cayeron muchos
hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro com-
bate. Los aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura
de bronce y el esforzado hijo de Menecio la entregó a sus
compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y en-
tonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:
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¡Insensato! Si se hubiese atenido a la orden del Pelida, se hubiera
visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero siempre
el pensamiento de Zeus es más eficaz que el de los hombres
(aquel dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente
la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir), y
entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.
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Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las
puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la
turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se
refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto,
presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven
Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos,
hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y habitaba en la
Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado,
exclamó Apolo, hijo de Zeus:
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hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de
Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien
construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándose
de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:
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de semejante modo troyanos y aqueos se acometían y mataban,
sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebríones se
clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que
saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los
escudos de los que combatían en torno suyo; y el héroe yacía en
el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de
polvo y olvidado del arte de guiar los carros.
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros
alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían.
Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores,
contra to dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el
cadáver del héroe Cebríones fuera del alcance de los dardos y del
tumulto de los troyanos, le quitaron la armadura de los hombros.
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del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que to
llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este
caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica larga,
pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su
correa cayeron al suelo, y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató
la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del
héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se
detuvo atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la
espalda, entre los hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual
aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el
arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que
se presentó con su carro para aprender a combatir derribó a
veinte guerreros de sus carros respectivos. Éste fue, oh caballero
Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no
to hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y,
retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo,
aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe
del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros
para evitar la muerte.
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vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al esforzado hijo de
Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del
triunfo, profirió estas aladas palabras:
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muerte y la parca cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del
eximio Aquiles Eácida.
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CANTO XVII
Principalía de Menelao
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gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza se
presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Pántoo.
Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió
gozando de su juventud cuando me aguardó, después de
injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros
dánaos, y no creo que haya podido volverse con sus pies para
regocijar a su esposa y a sus venerandos padres. Del mismo
modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo
que vuelvas a tu ejército y no te pongas delante, pues el necio
sólo conoce el mal cuando ya está hecho.
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sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias, y los rizos,
que llevaba sujetos con anillos de oro y plata. Cual frondoso
olivo que, plantado por el Labrador en un lugar solitario donde
abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda
clase y se cubre de blancas flores; y, viniendo de repente el
huracán, te arranca de la tierra y te tiende en el suelo; así el
Atrida Menelao dio muerte a Euforbo, hijo de Pántoo y hábil
lancero, y en seguida comenzó a quitarle la armadura.
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Euforbo Pantoida, acabando con el impetuoso valor de este
caudillo.
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Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su
corazón, llegaron las huestes de los troyanos, acaudilladas por
Héctor. Menelao dejó el cadáver y retrocedió, volviéndose de
cuando en cuando. Como el melenudo león, a quien alejan del
establo los canes y los hombres con gritos y venablos, siente que
el corazón audaz se le encoge y abandona de mala gana el redil;
de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio Menelao,
quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los
troyanos y buscó con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón.
Pronto le distinguió a la izquierda de la batalla, donde animaba
a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo les
había infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y,
poniéndose a su lado, le dijo estas palabras:
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sus cachorros cuando llevándolos por el bosque le salen al
encuentro los cazadores, y, haciendo gala de su fuerza, baja los
párpados ocultando sus ojos, de aquel modo corría Ayante
alrededor del héroe Patroclo. En la parte opuesta hallábase el
Atrida Menelao, caro a Ares, en cuyo pecho el dolor iba
creciendo.
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rescatarlo, las hermosas armas de Sarpedón, y también
podríamos llevar a Ilio el cadáver del héroe; pues Patroclo fue
escudero del argivo más valiente que hay en las naves, como
asimismo to son sus tropas, que combaten cuerpo a cuerpo.
Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayante, ni resistir su
mirada en la lucha, ni combatir con él, porque to aventaja en
fortaleza.
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-¡Troyanos, licios, dánaos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Sed
hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras
visto las armas hermosas del eximio Aquiles, de que despojé al
fuerte Patroclo después de matarlo.
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Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de
asentimiento. La armadura de Aquiles le vino bien a Héctor,
apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus miembros se
vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces,
enderezó sus pasos a los aliados ilustres y se les presentó con
las resplandecientes armas del magnánimo Pelión. Y
acercándose a cada uno para animarlos con sus palabras -a
Mestles, Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo, Disénor,
Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo-, los instigó con
estas aladas palabras:
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perecer a muchos de ellos. Y este héroe dijo entonces a Menelao,
valiente en la pelea:
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alimentan, las ingentes olas chocan bramando contra la
corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan
en torno; con una gritería tan grande marchaban los troyanos.
Mientras tanto, los aqueos permanecían firmes alrededor del
cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y
defendiéndose con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de
espesa niebla sus relucientes cascos, porque nunca había
aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue servidor del
Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera
llegar a ser juguete de los perros troyanos. Por esto el dios
incitaba a los compañeros a que lo defendieran.
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arrastraba el cadáver por el pie, a través del reñido combate,
para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió
una desgracia, de que nadie, por más que to deseara, pudo
librarlo. Pues el hijo de Telamón, acometiéndole por entre la
turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el
casco, guarnecido de un penacho de crines de caballo, se quebró
al recibir el golpe de la gran lanza manejada por la robusta
mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo largo
del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus
manos al suelo el pie del magnánimo Patroclo, y cayó de
pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así no pudo
pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque
sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante. A su
vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a Ayante, pero éste, al
notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a
Esquedio, hijo del magnánimo ífito y el más valiente de los
focios, que tenía su casa en la célebre Panopeo y reinaba sobre
muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la
clavícula y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro.
El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron.
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Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio,
acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía; y
los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la voluntad de
Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a
Eneas, tomando la figura del heraldo Perifante Epítida, que
había envejecido ejerciendo de pregonero en la casa del padre
del héroe y sabía dar saludables consejos. Así transfigurado,
habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:
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Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes.
Al verlo derribado en tierra, compadecióse Licomedes, caro a
Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó la reluciente
lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón
Hipásida, pastor de hombres, y le dejó sin vigor las rodillas:
este guerrero procedía de la fértil Peonia, y era, después de
Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Vioto caer el
belicoso Asteropeo, y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a
pelear con los dánaos. Mas no le fue posible; pues cuantos
rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos
y calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas
órdenes: mandaba que ninguno retrocediese, abandonando el
cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás aqueos, sino
que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo
encargaba el ingente Ayante. La tierra estaba regada de
purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos de otros, muchos
troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no
peleaban sin derramar sangre, aunque perecían en mucho
menor número porque cuidaban siempre de defenderse
recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel
muerte.
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ellos combatían y descansaban alternativamente, hallándose a
gran distancia unos de otros y procurando librarse de los
dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y en tanto, los del
centro padecían muchos males a causa de la niebla y del
combate, y los más valientes estaban dañados por el cruel
bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y Antíloco, ignoraban
aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo
aún, luchaba con los troyanos en la primera fila. Ambos,
aunque estaban en la cuenta de que sus compañeros eran
muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás;
que así se to había ordenado Néstor, cuando desde las negras
naves los envió a la batalla.
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divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la
pelea se había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie
del muro de Troya. No se figuraba que hubiese muerto, sino
que después de acercarse a las puertas volvería vivo; porque
tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con
él mismo. Así se to había oído muchas veces a su madre
cuando, hablándole separadamente de los demás, le revelaba el
pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le
anunció la gran desgracia que acababa de ocurrir: la muerte del
compañero a quien más amaba.
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Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros.
Seguía el combate, y el férreo estrépito llegaba al cielo de
bronce, a través del infecundo éter.
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rodillas y a vuestro espíritu, para que llevéis salvo a
Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé
gloria a los troyanos, los cuales seguirán matando hasta que
lleguen a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y la
sagrada obscuridad sobrevenga.»
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igual a los dioses, mientras estuvo vivo? Pero ya la muerte y la
parca to alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas, y
yo bajaré del carro para combatir.
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darnos muerte a nosotros y desbaratar las filas de los guerreros
argivos; o él mismo sucumba, peleando con los combatientes
delanteros.
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las voces de su amigo. Temiéronlos Héctor, Eneas y el deiforme
Cromio, y, retrocediendo, dejaron a Areto, que yacía en el suelo
con el corazón traspasado. Automedonte, igual al veloz Ares,
despojóle de las armas y, gloriándose, pronunció estas palabras:
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Respondióle Menelao, valiente en la pelea:
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-¡Héctor! ¿Cuál otro aqueo te temerá, cuando huyes temeroso
ante Menelao, que siempre fue guerrero débil y ahora él solo ha
levantado y se lleva fuera del alcance de los troyanos el cadáver
de tu fiel amigo a quien mató, del que peleaba con denuedo
entre los combatientes delanteros, de Podes, hijo de Eetión?
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procurado a los troyanos un gran triunfo, si no hubiese llegado
Cérano guiando los veloces corceles: éste fue su salvador,
porque le libró del día cruel al perder la vida a manos de
Héctor, matador de hombres. A Cérano, pues, hirióle Héctor
debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo
saltar los dientes y atravesó la lengua. El guerrero cayó del
carro, y dejó que las riendas vinieran al suelo. Meriones,
inclinándose, recogiólas, y dijo a Idomeneo:
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las negras naves. Ojalá algún amigo avisara rápidamente al
Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha
muerto su compañero amado. Pero no puedo distinguir entre
los aqueos a nadie capaz de hacerlo, cubiertos como están por
densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Zeus! ¡Libra de la
espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros
ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que así te place!
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de los enemigos. Y se lo recomendó mucho a Meriones y a los
Ayantes, diciéndoles:
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desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante
casco.
Llevado por sus pies fuera del combate, fuese llorando a dar
al Pelida Aquiles la triste noticia. Y a ti, oh Menelao, alumno de
Zeus, no te aconsejó el ánimo que te quedaras allí para socorrer
a los fatigados compañeros de Antíloco, aunque los pilios
echaban muy de menos a su jefe. Envióles, pues, el divino
Trasimedes; y volviendo a la carrera hacia el cadáver del héroe
Patroclo, se detuvo junto a los Ayantes, y en seguida les dijo:
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lid. Y nosotros dos, que tenernos igual ánimo, llevamos el
mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo
combate, os seguiremos, peleando a vuestra espalda con los
troyanos y el divino Héctor.
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mosamente el cadáver. Detrás de ellos, los Ayantes contenían a
los troyanos como el valladar selvoso extendido por gran parte
de la llanura refrena las corrientes perjudiciales de los ríos de
curso arrebatado, les hace torcer el camino y les señala el cauce
por donde todos han de correr, y jamás los ríos pueden
romperlo con la fuerza de sus aguas; de semejante modo, los
Ayantes apartaban a los troyanos que les seguían peleando,
especialmente Eneas Anquisíada y el preclaro Héctor. Como
vuela una bandada de estorninos o grajos, dando horribles
chillidos, cuando ven al gavilán que trae la muerte a los
pajarillos, así entonces los aqueos, perseguidos por Eneas y
Héctor, corrían chillando horriblemente y se olvidaban de
combatir. Muchas armas hermosas de los dánaos fugitivos
cayeron en el foso o en sus orillas, y la batalla continuaba sin
intermisión alguna.
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CANTO XVIII
Fabricación de las armas
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Así dijo; y negra nube de pesar envolvió a Aquiles. El héroe
cogió ceniza con ambas manos, derramóla sobre su cabeza, afeó
el gracioso rostro y la negra ceniza manchó la divina túnica;
después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con
las manos se arrancaba los cabellos. Las esclavas que Aquiles y
Patroclo habían cautivado salieron afligidas; y, dando agudos
gritos, fueron desde la puerta a rodear a Aquiles; todas se
golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus miembros. Antíloco
también se lamentaba, vertía lágrimas y tenía de las manos a
Aquiles, cuyo gran corazón deshacíase en suspiros, por el temor
de que se cortase la garganta con el hierro. Dio Aquiles un
horrendo gemido; oyóle su veneranda madre, que se hallaba en
el fondo del mar, junto al padre anciano, y prorrumpió en
sollozos; y cuantas diosas nereidas había en aquellas
profundidades, todas se congregaron a su alrededor. Allí estaban
Glauce, Talía, Cimódoce, Nesea, Espío, Toe, Halia, la de ojos de
novilla, Cimótoe, Actea, Limnorea, Mélite, Yera, Anfítoe, Ágave,
Doto, Proto, Ferusa, Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira,
Dóride, Pánope, la célebre Galatea, Nemertes, Apseudes,
Calianasa, Clímene, Yanira, Yanasa, Mera, Oritía, Amatía, la de
hermosas trenzas, y las restantes nereidas que habitan en el
hondo del mar. La blanquecina gruta se llenó de ninfas, y todas
se golpeaban el pecho. Y Tetis, dando principio a los lamentos,
exclamó:
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en terreno fértil y to mandé a Ilio en las corvas naves para que
combatiera con los troyanos; y ya no le recibiré otra vez, porque
no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la
luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque,
llevarle socorro. Iré a ver al hijo querido y me dirá qué pesar le
aflige ahora que no interviene en las batallas.
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magníficas, que los dioses regalaron a Peleo, como espléndido
presente, el día en que lo colocaron en el tálamo de un hombre
mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en el mar con las
inmortales ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no
sucedió así, para que sea inmenso el dolor de tu alma cuando
muera tu hijo, a quien ya no recibirás vuelto a la patria, pues mi
ánimo no me incita a vivir, ni a permanecer entre los hombres, si
Héctor no pierde la vida, atravesado por mi lanza, recibiendo de
este modo la condigna pena por la muerte de Patroclo
Menecíada.
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pues es preciso refrenar el furor del pecho. Iré a buscar al
matador del amigo querido, a Héctor; y yo recibiré la muerte
cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni
el fornido Heracies pudo librarse de ella, con ser carísimo al
soberano Zeus Cronida, sino que la parca y la cólera funesta de
Hera le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual muerte,
yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa
fama y haré que algunas de las matronas troyanas o dardanias,
de profundo seno, den fuertes suspiros y con ambas manos se
enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que
durante largo tiempo me he abstenido de combatir. Y tú, aunque
me ames, no me prohíbas que pelee, que no lograrás
persuadirme.
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-Bajad vosotras al anchuroso seno del mar para ver al anciano
marino y el palacio del padre, a quien se lo contaréis todo; y yo
subiré al elevado Olimpo para que Hefesto, el ilustre artífice, dé a
mi hijo una magnífica y reluciente armadura.
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Colocóse la diosa cerca de Aquiles y pronunció estas aladas
palabras:
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de Ayante Telamoníada; pero creo que éste se halla entre los
combatientes delanteros y pelea con la lanza por el cadáver de
Patroclo.
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entonces la voz del Eácida. Cuando se dejó oír la voz de bronce
del héroe, a todos se les conturbó el corazón, y los caballos, de
hermosas crines, volvíanse hacia atrás con los carros porque en
su ánimo presentían desgracias. Los aurigas se quedaron atónitos
al ver el terrible a incesante fuego que en la cabeza del
magnánimo Pelión hacía arder Atenea, la diosa de ojos de
lechuza. Tres veces el divino Aquiles gritó a orillas del foso, y
tres veces se turbaron los troyanos y sus ínclitos auxiliares; y
doce de los más valientes guerreros murieron atropellados por
sus carros y heridos por sus propias lanzas. Y los aqueos, muy
alegres, sacaron a Patroclo fuera del alcance de los tiros y
colocáronlo en un lecho. Los amigos le rodearon llorosos, y con
ellos iba Aquiles, el de los pies ligeros, derramando ardientes
lágrimas, desde que vio al fiel compañero desgarrado por el
agudo bronce y tendido en el féretro. Habíale mandado a la
batalla con su carro y sus corceles, y ya no podía recibirlo,
porque de ella no tornaba vivo.
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prudente Polidamante Pantoida, el único que conocía to futuro y
to pasado: era amigo de Héctor, y ambos nacieron en la misma
noche; pero Polidamante superaba a Héctor en la elocuencia, y
éste descollaba más que él en el manejo de la lanza. Y
arengándoles benévolo, así les dijo:
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de volverse después de cansar a los caballos, de erguido cuello,
con carreras de todas clases, llevándolos errantes en torno de la
ciudad. Pero no tendrá ánimo para entrar en ella, y nunca podrá
destruirla; antes se to comerán los veloces perros.
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Que Enialio es a todos común y suele causar la muerte del que
matar deseaba.
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tanto permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán,
llorando noche y día, las troyanas y dardanias de profundo seno
que conquistamos con nuestro valor y la ingente lanza, al entrar
a saco opulentas ciudades de hombres de voz articulada.
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llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los
inmortales todos, no había de causar males a los troyanos
estando irritada contra ellos?
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Respondió el ilustre cojo de ambos pies:
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en un trono reluciente cerca de Tetis, asió la mano de la deidad,
y le dijo:
-¡Hefesto! ¿Hay alguna entre las diosas del Olimpo que haya
sufrido en su ánimo tantos y tan graves pesares como a mí me ha
enviado el Cronida Zeus? De las ninfas del mar, únicamente a mí
me sujetó a un hombre, a Peleo Eácida, y tuve que tolerar, contra
toda mi voluntad, el tálamo de un hombre que yace ya en el
palacio, rendido a la triste vejez. Ahora me envía otros males:
concedióme que pariera y alimentara un hijo insigne entre los
héroes, que creció semejante a un árbol, to crié como a una planta
en terreno fértil y to mandé a Ilio en las corvas naves, para que
combatiera con los troyanos; y ya no le recibiré otra vez, porque
no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la
luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque,
llevarle socorro. Los aqueos le habían asignado, como
recompensa, una joven, y el rey Agamenón se la quitó de las
manos. Apesadumbrado por tal motivo, consumía su corazón,
pero los troyanos acorralaron a los aqueos junto a los bajeles y no
les dejaban salir del campamento, y los próceres argivos
intercedieron con Aquiles y le ofrecieron espléndidos regalos.
Entonces, aunque se negó a librarles de la ruina, hizo que vistiera
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sus armas Patroclo y envióle a la batalla con muchos hombres.
Combatieron todo el día en las puertas Esceas; y los aqueos
hubieran destruido la ciudad, a no haber sido por Apolo, el cual
mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de
Menecio, que tanto estrago causaba, y dio gloria a Héctor. Y yo
vengo a abrazar tus rodillas por si quieres dar a mi hijo, cuya
vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas ajustadas
con broches, y coraza; pues las armas que tenía las perdió su fiel
amigo al morir a manos de los troyanos, y Aquiles yace en tierra
con el corazón afligido.
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abrazadera de plata. Cinco capas tenía el escudo, y en la superior
grabó el dios muchas artísticas figuras, con sabia inteligencia.
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La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos
individuos, revestidos de lucientes armaduras, no estaban
acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros
querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la
agradable población. Pero los ciudadanos aún no se rendían, y
preparaban secretamente una emboscada. Mujeres, niños y
ancianos subidos en la muralla la defendían. Los sitiados
marchaban llevando al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de
oro y con áureas vestiduras, hermosos, grandes, armados y
distinguidos, coino dioses; pues los hombres eran de estatura
menor. Luego en el lugar escogido para la emboscada, que era a
orillas de un río y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el
ganado, sentábanse, cubiertos de reluciente bronce, y ponían dos
centinelas avanzados para que les avisaran la llegada de las
ovejas y de los bueyes de retorcidos cuernos. Pronto se
presentaban los rebaños con dos pastores que se recreaban
tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los
emboscados los veían venir, corrían a su encuentro y al punto se
apoderaban de los rebaños de bueyes y de los magníficos hatos
de blancas ovejas y mataban a los guardianes. Los sitiadores, que
se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío que se alzaba en
torno de los bueyes, y, montando ágiles corceles, acudían
presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una batalla en la
cual heríanse unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban
la Discordia, el Tumulto y la funesta Parca, que a un tiempo
cogía a un guerrero vivo y recientemente herido y a otro ileso, y
arrastraba, asiéndolo de los pies, por el campo de la batalla a un
tercero que ya había muerto; y el ropaje que cubría su espalda
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estaba teniño de sangre humana. Movíanse todos como hombres
vivos, peleaban y retiraban los muertos.
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mimbre; un muchacho tañía suavemente la harmoniosa cítara y
entonaba con tenue voz un hermoso lino, y todos le
acompañaban cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando
con los pies el suelo.
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diestros pies, daban vueltas a la redonda con la misma facilidad
con que el alfarero, sentándose, aplica su mano al torno y to
prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se colocaban por
hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el
baile y se holgaba en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo
cantaba, acompañándose con la cítara; y así que se oía el
preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la
muchedumbre.
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CANTO XIX
Renunciamiento de la cólera
Penrechado con la armadura que le había fabricado Hefesto, Aquiles se remncilia con
Agamenón. Briseide lamenta la muerte de Patroclo y el ejército aqueo se prepara para la
batalla que va a tener lugar.
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contemplación de la labrada armadura, dirigió a su madre estas
aladas palabras:
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tiempo. El intrépido Tidida y el divino Ulises, servidores de
Ares, acudieron cojeando, apoyándose en el arrimo de la lanza
-aún no tenían curadas las graves heridas-, y se sentaron
delante de todos. Agamenón, rey de hombres, Ilegó el último y
también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado
su broncínea pica durante la encarnizada lucha. Cuando todos
los aqueos se hubieron congregado, levantándose entre ellos
dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
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hombres, Agamenón, les dijo desde su asiento, sin levantarse en
medio del concurso:
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hablándole con astucia, le replicó la venerable Hera: «Mentirás,
y no llevarás al cabo to que dices. Y si no, ea, Olímpico, jura
solemnemente que reinará sobre todos sus vecinos el niño que,
perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de to
sangre, caiga hoy entre los pies de una mujer.» Así dijo; Zeus,
no sospechando el dolo, prestó el gran juramento que tan fu-
nesto le había de ser. Pues Hera dejó en raudo vuelo la cima del
Olimpo, y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía la esposa
ilustre de Esténelo Persida; y, como ésta se hallara encinta de
siete meses cumplidos, la diosa sacó a luz el niño, aunque era
prematuro, y retardó el parto de Alcmena, deteniendo a las
Ilitias. Y en seguida participóselo a Zeus Cronida, diciendo:
«¡Padre Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya
nació el noble varón que reinará sobre los argivos: Euristeo, hijo
de Esténelo Persida, descendiente tuyo. No es indigno de reinar
sobre aquéllos.» Así dijo, y un agudo dolor penetró el alma del
dios, que, irritado en su corazón, cogió a Ofuscación por los
nítidos cabellos y prestó solemne juramento de que Ofuscación,
tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo
estrellado. Y, volteándola con la mano, la arrojó del cielo. En
seguida llegó Ofuscación a los campos cultivados por los
hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que
contemplaba a su hijo realizando los penosos trabajos que
Euristeo le iba imponiendo. Por esto, cuando el gran Héctor, el
de tremolante casco, mataba a los argivos junto a las popas de
las naves, yo no podía olvidarme de Ofus cación, cuyo funesto
influjo había experimentado. Pero ya que falté y Zeus me hizo
perder el juicio, quiero aplacarte y hacerte muchos regalos, y tú
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ve al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte
cuanto ayer lo ofreció en tu tienda el divino Ulises. Y si quieres,
aguarda, áunque estés impaciente por combatir, y mis
servidores traerán de la nave los presentes para que veas si son
capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo.
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y de manjares, tiene en el pecho un corazón audaz y sus
miembros no se cansan hasta que todos se han retirado de la
lid. Ea, despide las tropas y manda que preparen el desayuno;
el rey de hombres, Agamenón, traiga los regalos en medio del
ágora para que los vean todos los aqueos con sus propios ojos y
to regocijes en el corazón; jure el Atrida, de pie entre los
argivos, que nunca subió al lecho de Briseide ni se juntó con
ella, como es costumbre, oh rey, entre hombres y mujeres; y tú,
Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo benigno. Que lue-
go se te ofrezca en el campamento un espléndido banquete de
reconciliación, para que nada falte de lo que se te debe. Y el
Atrida sea en adelante más justo con todos; pues no se puede
reprender que se apacigue a un rey, a quien primero se injurió.
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Replicó Aquiles, el de los pies ligeros:
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muere y llorarle un día, y luego cuantos hayan escapado del
combate funesto piensen en comer y beber para vestir otra vez
el indomable bronce y pelear continuamente y con más tesón
aún contra los enemigos. Ningún guerrero deje de salir
aguardando otra exhortación, que para su daño la esperará
quien se quede junto a las naves argivas. Vayamos todos juntos
y excitemos al cruel Ares contra los troyanos, domadores de
caballos.
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-Sean testigos Zeus, el más excelso y poderoso de los dioses, y
luego la Tierra, el Sol y las Erinias que debajo de la tierra castigan
a los muertos que fueron perjuros, de que jamás he puesto la
mano sobre la joven Briseide para yacer con ella ni para otra cosa
alguna, sino que en mi tienda ha permanecido intacta. Y si en
algo perjurare, envíenme los dioses los muchísimos males con
que castigan al que, jurando, contra ellos peca.
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rostro. Y, llorando aquella mujer semejante a una diosa, así
decía:
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afligido. Pero nada podía alegrar el corazón del héroe, mientras
no entrara en sangriento combate. Y acordándose de Patroclo,
daba hondos y frecuentes suspi ros, y así decía:
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-¡Hija mía! Desamparas de todo en todo a ese eximio varón.
¿Acaso tu espíritu ya no se cuida de Aquiles? Hállase junto a las
naves de altas popas, llorando a su compañero amado; los
demás se fueron a comer, y él sigue en ayunas y sin probar
bocado. Ea, ve y derrama en su pecho un poco de néctar y
ambrosía para que el hambre no le atormente.
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espada de bronce guarnecida con argénteos clavos y embrazó el
grande y fuerte escudo cuyo resplandor semejaba desde lejos al
de la luna. Como aparece el fuego encendido en un sitio
solitario en to alto de un monte a los navegantes que vagan por
el mar, abundante en peces, porque las tempestades los alejaron
de sus amigos; de la misma manera, el resplandor del hermoso
y labrado escudo de Aquiles llegaba al éter. Cubrió después la
cabeza con el fornido yelmo de crines de caballo que brillaba
como un astro; y a su alrededor ondearon las áureas y espesas
crines que Hefesto había colocado en la cimera. El divino
Aquiles probó si la armadura se le ajustaba, y si, Ilevándola
puesta, movía con facilidad los miembros; y las armas vinieron
a ser como alas que levantaban al pastor de hombres. Sacó del
estuche la lanza paterna, pesada, grande y robusta, que entre
todos los aqueos solamente él podía manejar: había sido cortada
de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón al
padre de Aquiles para que con ella matara héroes. En tanto,
Automedonte y Álcimo se ocupaban en uncir los caballos:
sujetáronlos con hermosas correas, les pusieron el freno en la
boca y tendieron las riendas hacia atrás, atándolas al fuerte
asiento. Sin dilación cogió Automedonte el magnífico látigo y
saltó al carro. Aquiles, cuya armadura relucía como el fúlgido
Hiperión, subió también y exhortó con horribles voces a los
caballos de su padre:
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Y Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza -sus crines,
cayendo en torno de la extremidad del yugo, llegaban al suelo,
y, habiéndole dotado de voz Hera, la diosa de los níveos brazos,
respondió desde debajo del yugo:
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CANTO XX
Combate de los dioses
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Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
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semejaba al dios Ares, funesto a los mortales. Mas, luego que
las olímpicas deidades penetraron por entre la muchedumbre
de los guerreros, levantóse la terrible Discordia, que enardece a
los varones; Atenea daba fuertes gritos, unas veces a orillas del
foso cavado al pie del muro, y otras en los altos y sonoros
promontorios; y Ares, que parecía un negro torbellino,
vociferaba también y animaba vivamente a los troyanos, ya
desde el punto más alto de la ciudad, ya corriendo por la Bella
Colina, a orillas del Simoente.
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Así los dioses salieron al encuentro los unos de los otros.
Aquiles deseaba romper por el gentío en derechura a Héctor
Priámida, pues el ánimo le impulsaba a saciar con la sangre del
héroe a Ares, infatigable luchador. Mas Apolo, que enardece a
los guerreros, movió a Eneas a oponerse al Pelión, in-
fundiéndole gran valor y hablándole así, después de tomar la
voz y la figura de Licaón, hijo de Príamo:
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Replicóle el soberano Apolo, hijo de Zeus:
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Respondióle Poseidón, que sacude la tierra:
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los más valientes, deseosos de combatir, se adelantaron a los
suyos para encontrarse entre ambos ejércitos: Eneas, hijo de
Anquises, y el divino Aquiles. Presentóse primero Eneas,
amenazador, tremolando el sólido casco: protegía el pecho con
el fuerte escudo y vibraba broncínea lanza. Y el Pelida desde el
otro lado fue a oponérsele como un voraz león, para matar al
cual se reúnen los hombres de todo un pueblo; y el león al
principio sigue su camino despreciándolos; mas, así que uno de
los belicosos jóvenes le hiere con un venablo, se vuelve hacia él
con la boca abierta, muestra los dientes cubiertos de espuma,
siente gemir en su pecho el corazón valeroso, se azota con la
cola muslos y caderas para animarse a pelear, y con los ojos
centelleantes arremete fiero hasta que mata a alguien o él
mismo perece en la primera fila; así le instigaban a Aquiles su
valor y ánimo esforzado a salir al encuentro del magnánimo
Eneas. Y tan pronto como se hallaron frente a frente, el divino
Aquiles, el de los pies ligeros, habló diciendo:
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monte Ida corriendo con ligera planta? Entonces huías sin
volver la cabeza. Luego te refugiaste en Lirneso y yo tomé la
ciudad con la ayuda de Atenea y del padre Zeus, y me llevé las
mujeres haciéndolas esclavas; mas a ti te salvaron Zeus y los
demás dioses. No creo que ahora te guarden, como espera tu
corazón; y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te quedes
frente a mí, antes que padezcas algún daño; que el necio sólo
conoce el mal cuando ha llegado.
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algunas de las que vio pacer, y, transfigurado en caballo de
negras crines, hubo de ellas doce potros que en la fértil tierra
saltaban por encima de las mieses sin romper las espigas y en el
ancho dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas.-
Erictonio fue padre de Tros, que reinó sobre los troyanos; y éste
dio el ser a tres hijos irreprensibles: Ilo, Asáraco y el deiforme
Ganimedes, el más hermoso de los hombres, a quien arrebataron
los dioses a causa de su belleza para que escanciara el néctar a
Zeus y viviera con los inmortales. Ilo engendró al eximio
Laomedonte, que tuvo por hijos a Titono, Príamo, Lampo, Clitio
a Hicetaón, vástago de Ares. Asáraco engendró a Capis, cuyo
hijo fue Anquises. Anquises me engendró a mí, y Príamo al
divino Héctor. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de tener. Pero
Zeus aumenta o disminuye el valor de los guerreros como le
place, porque es el más poderoso. Ea, no nos digamos más
palabras como si fuésemos niños, parados así en medio del
campo de batalla. Fácil nos sería inferimos tantas injurias, que
una nave de cien bancos de remeros no podría Ilevarlas. Es
voluble la lengua de los hombres, y de ella salen razones de
todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual hablares
tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar,
disputando a injuriándonos, como mujeres irritadas, las cuales,
movidas por roedor encono, salen a la calle y se zahieren
diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas otras, que la
cólera les dicta? No lograrás con tus palabras que yo, estando
deseoso de combatir, pierda el valor antes de que con el bronce y
frente a frente peleemos. Ea, acometámonos en seguida con las
broncíneas lanzas.
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Dijo; y, arrojando la fornida lanza, clavóla en el terrible y
horrendo escudo de Aquiles, que resonó grandemente en torno
de ella. El Pelida, temeroso, apartó el escudo con la robusta
mano, creyendo que la luenga lanza del magnánimo Eneas lo
atravesaría fácilmente. ¡Insensato! No pensó en su mente ni en
su espíritu que los eximios presentes de los dioses no pueden
ser destruidos con facilidad por los mortales hombres, ni ceder
a sus fuerzas. Y así la pesada lanza de Eneas no perforó
entonces la rodela por haberlo impedido la lámina de oro que el
dios puso en medio, sino que atravesó dos capas y dejó tres
intactas, porque eran cinco las que el dios cojo había reunido:
las dos de bronce, dos interiores de estaño, y una de oro, que
fue donde se detuvo la lanza de fresno.
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no lo hubiese advertido Poseidón, que sacude la tierra, el cual
dijo entre los dioses inmortales:
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llegó adonde estaban Eneas y el ilustre Aquiles. Al momento
cubrió de niebla los ojos del Pelida Aquiles, arrancó del escudo
del magnánimo Eneas la lanza de fresno con punta de bronce
que depositó a los pies de aquél, y arrebató al troyano
alzándolo de la tierra. Eneas, sostenido por la mano del dios,
pasó por cima de muchas filas de héroes y caballos hasta llegar
al otro extremo del impetuoso combate, donde los caucones se
armaban para pelear. Y entonces Poseidón, que sacude la tierra,
se le presentó, y le dijo estas aladas palabras:
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nuevo sus fuerzas conmigo, quien ahora huyó gustoso de la
muerte. Exhortaré a los belicosos dánaos y probaré el valor de
los demás enemigos, saliéndoles al encuentro.
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Con tales voces los excitaba. Los troyanos calaron las lanzas;
trabóse el combate y se produjo gritería, y entonces Febo Apolo
se acercó a Héctor y le dijo:
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casco de bronce no detuvo la lanza, pues la punta entró y rompió
el hueso, conmovióse interiormente el cerebro, y el troyano
sucumbió cuando peleaba con ardor. Luego, como Hipodamante
saltara del carro y se diese a la fuga, le envasó la pica en la
espalda: aquél exhalaba el aliento y bramaba como el toro que los
jóvenes arrastran a los altares del soberano Heliconio y el dios
que sacude la tierra se goza al verlo; así bramaba Hipodamante
cuando el alma valerosa dejó sus huesos. Seguidamente acometió
con la lanza al deiforme Polidoro Priámida, a quien su padre no
permitía que fuera a las batallas porque era el menor y el
predilecto de sus hijos. Nadie vencía a Polidoro en la carrera; y
entonces, por pueril petulancia, haciendo gala de la ligereza de
sus pies, agitábase el troyano entre los combatientes delanteros,
hasta que perdió la vida: al verlo pasar, el divino Aquiles, ligero
de pies, hundióle la lanza en medio de la espalda, donde los
anillos de oro sujetaban el cinturón y era doble la coraza, y la
punta salió al otro lado cerca del ombligo; el joven cayó de
rodillas dando lastimeros gritos; obscura nube le envolvió; e,
inclinándose, procuraba sujetar con sus manos los intestinos, que
le salían por la herida.
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-Cerca está el hombre que ha inferido a mi corazón la más
grave herida, el que mató a mi compañero amado. Ya no
huiremos asustados, el uno del otro, por los senderos del
combate.
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cuando sales al campo antes de oír el estruendo de los dardos. Yo
acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y
ahora perseguiré a los demás que se me pongan al alcance.
Así dijo; y con la lanza hirió en medio del cuello a Dríope, que
cayó a sus pies. Dejóle, y al momento detuvo a Demuco
Filetórida, valeroso y alto, a quien pinchó con la lanza en una
rodilla, y luego quitóle la vida con la gran espada. Después
acometió a Laógono y a Dárdano, hijos de Biante: habiéndolos
derribado del carro en que iban, a aquél le hizo perecer
arrojándole la lanza, y a éste hiriéndole de cerca con la espada.
También mató a Tros Alastórida, que vino a abrazarle las
rodillas por si compadeciéndose de él, que era de la misma
edad del héroe, en vez de matarlo le hacía prisionero y to
dejaba vivo. ¡Insensato! No conoció que no podría persuadirle,
pues Aquiles no era hombre de condición benigna y mansa,
sino muy violento. Ya aquél le tocaba las rodillas con intención
de suplicarle, cuando le hundió la espada en el hígado:
derramóse éste, llenando de negra sangre el pecho, y las
tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que quedó exánime.
Inmediatamente Aquiles se acercó a Mulio; y, metiéndole la
lanza en una oreja, la broncínea punta salió por la otra. Más
tarde hirió en medio de la cabeza a Equeclo, hijo de Agenor, con
la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con
la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos
del guerrero. Posteriormente atravesó con la broncínea lanza el
brazo de Deucalión, en el sitio donde se juntan los tendones del
codo; y el troyano esperóle, con la mano entorpecida y viendo
que la muerte se le acercaba: Aquiles le cercenó de un tajo la
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cabeza, que con el casco arrojó a to lejos, la medula salió de las
vértebras y el guerrero quedó tendido en el suelo. Dirigióse acto
seguido contra Rigmo, ilustre hijo de Píroo, què había llegado
de la fértil Tracia, y le hirió en medio del cuerpo: clavóle la
broncínea lanza en el pulmón, y le derribó del carro. Y, como
viera que su escudero Areítoo torcía la rienda a los caballos,
envasóle la aguda lanza en la espalda, y también le derribó en
tierra, mientras los corceles huían espantados.
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CANTO XXI
Batalla junto al río
Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto
le obliga a volver a su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el
héroe para que los demás puedan entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se
descubre.
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clamoreo de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con
la sangre. Como los peces huyen del ingente delfín, y,
temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél
devora a cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban
por la impetuosa corriente del río y se refugiaban, temblando,
debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas
de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para
inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo
Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos
por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las
flexibles túnicas y encargó a los amigos que los condujeran a las
cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a los troyanos,
para hacer en ellos gran destrozo.
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ligeros, le viera inerme -sin casco, escudo ni lanza, porque todo
to había tirado al suelo- y que salía del río con el cuerpo abatido
por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio,
sorprendióse, y a su magnánimo espíritu así le habló:
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campo bien cultivado, y, llevándome lejos de mi padre y de mis
amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te valió mi
persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha
que, habiendo padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado
funesto me pone en tus manos. Debo de ser odioso al padre
Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida
corta, me parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre
los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso junto al
Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con
otras muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos
nos habrás dado muerte. Ya hiciste sucumbir entre los infantes
delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la aguda pica; y
ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus
manos después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa to
diré que fijarás en la memoria: No me mates; pues no soy del
mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a to dulce y
esforzado amigo.
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soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa?
Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá
una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me
quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con
una flecha despedida por el arco.
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Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su
mente cómo haría cesar al divinal Aquiles de combatir y libraría
de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de Peleo dirigió su
ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de
matarlo. A Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha
corriente, y Peribea, la hija mayor de Acesámeno; que con ésta
se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues,
Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando
dos lanzas; y el Janto, irritado por la muerte de los jóvenes a
quienes Aquiles había hecho perecer sin compasión en la
misma corriente, infundió valor en el pecho del troya-no.
Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, el divino
Aquiles, el de los pies ligeros, fue el primero en hablar, y dijo:
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tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo, pero
no to atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el
mismo la detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe,
junto al codo, del cual brotó negra sangre; mas el arma pasó por
encimá y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne. Aquiles
arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con
intención de matarlo, y erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la
elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pelida,
desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo,
arremetió enardecido a Asteropeo, quien con la mano robusta
intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres
veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de fuerza.
Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de
fresno del Eácida, acercósele Aquiles y con la espada le quitó la
vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo; derramáronse en el
suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del
troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le
quitó la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo estas
palabras:
-Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río,
pudieses disputar la victoria a los hijos del prepotente Cronión.
Dijiste que to linaje procede de un río de ancha corriente; mas
yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un
varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco;
y este último era hijo de Zeus. Y como Zeus es más poderoso
que los nos, que corren al mar, así también los descendientes de
Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno
grande, si es que puede auxiharte. Mas no es posible combatir
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con Zeus Cronión. A éste no le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni
el grande y poderoso Océano de profunda corriente del que
nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes
pozos; pues también el Océano teme el rayo del gran Zeus y el
espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.
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Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
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esto el gran dios desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él
olas de sombría cima con el propósito de hacer cesar al divino
Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos. El
Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la
impetuosidad de la rapaz águila negra, que es la más forzuda y
veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma y el bronce
resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba
huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba tras él y le
perseguía con gran ruido. Como el fontanero conduce el agua
desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto
y con un azadón en la mano quita de la reguera los estorbos; y
la corriente sigue su curso, y mueve las piedrecitas, pero al
llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante
del que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba
continuamente a Aquiles, porque los dioses son más poderosos
que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles, el de los pies
ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los
inmortales que tienen su morada en el espacioso cielo, otras
tantas, las grandes olas del río, que las celestiales lluvias
alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afiigido en su
corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tor-
tuosa corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí
donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto
cielo, gimió y dijo:
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que me matarían al pie del muro de los troyanos, armados de
coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto
Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera
muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino
que yo perezca de miserable muerte, cercado por un gran río;
como el niño pórquerizo a quien arrastran las aguas invernales
del torrente que intentaba atravesar.
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pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro
no cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el
Pelión, hinchaba y levantaba a to alto sus olas, y a gritos
llamaba al Simoente:
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-¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto
voraginoso es tu igual en el combate! Socorre pronto a Aquiles,
haciendo aparecer inmensa llama. Voy a suscitar con el Céfiro y
el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar
extienda el destructor incendio y se quemen las cabezas y las
armas de los troyanos. Tú abrasa los árboles de las orillas del
Janto, métele en el fuego, y no to dejes persuadir ni con
palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo
te lo diga gritando; y entonces apaga el fuego infatigable.
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Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente
hervía. Como en una caldera puesta sobre un gran fuego, la
grasa de un puerco cebado se funde, hierve y rebosa por todas
partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa
corriente se quemaba con el fuego y el agua hervía, y, no
pudiendo it hacia adelante, paraba su curso oprimida por el
vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río,
dirigiendo muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le
decía:
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demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos
con fuerte estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó
como una trompeta. Oyólo Zeus, sentado en el Olimpo, y con el
corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse. Y ya
no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares,
que horada los escudos, acometiendo a Atenea con la broncínea
lanza, estas injuriosas palabras le decía:
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padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu airada madre
que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y
favoreces a los orgullosos troyanos.
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-¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene
abstenerse, una vez que los demás han dado principio a la
pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo, a la
morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido.
Empieza tú, pues eres el menor en edad y no parecería decoroso
que comenzara yo que nací primero y tengo más experiencia.
¡Oh necio, y cuán irreflexivo es to corazón! Ya no te acuerdas de
los muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos
entre los dioses, cuando enviados por Zeus trabajamos un año
entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la promesa de
darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo
cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho y
hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo,
pastoreabas los flexípedes bueyes de curvas astas en los
bosques y selvas del Ida, en valles abundoso. Mas cuando las
alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio
Laomedonte se negó a pagarnos el salario y nos despidió con
amenzas. A ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos,
en lejanas islas; aseguraba además que con el bronce nos
cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos
y con el ánimo irritado porque no nos dio la paga que había
prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo a su
pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los troyanos
perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!
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las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los
frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero
abstengámonos en seguida de combatir y peleen ellos entre sí.
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riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis, que
volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces
flechas se esparcían por el suelo. Ártemis huyó llorando, como
la paloma que perseguida por el gavilán vuela a refugiarse en el
hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que
aquél la cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo
lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y el mensajero Argicida
dijo a Leto:
Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían
caído acá y acullá, en medio de un torbellino de polvo; y se fue
en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la morada de Zeus
erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su
padre, y el divino velo temblaba alrededor de su cuerpo. El
padre Cronida cogióla en el regazo; y, sonriendo dulcemente, le
preguntó:
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-Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado,
padre; por ella la discordia y la contienda han surgido entre los
inmortales.
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Así dijo. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y a esto
se debió la salvación de las tropas. Apolo saltó fuera del muro
para librar de la ruina a los troyanos. Éstos, acosados por la sed
y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la ciudad
y su alta muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con
la lanza, teniendo el corazón poseído de violenta rabia y
deseando alcanzar gloria.
-¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás
corren espantados y en desorden, me cogerá también y me
matará sin que me pueda defender. Si dejando que éstos sean
derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura
troyana, lejos del muro, hasta llegar a los bosques del Ida, y me
escondiera en los matorrales, podría volver a Ilio por la tarde,
después de tomar un baño en el río para refrescarme y quitarme
el sudor. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el
corazón? No sea que aquél advierta que me alejo de la ciudad
por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta me dé
alcance; y ya no podré evitar la muerte y las Parcas, porque
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Aquiles es el más fuerte de todos los hombres. Y si delante de la
ciudad le salgo al encuentro... Vulnerable es su cuerpo por el
agudo bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que
el héroe es mortal; pero Zeus Cronida le da gloria.
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porque lo impidió la armadura, regalo del dios. El Pelida
arremetió a su vez con Agenor, igual a una deidad; pero Apolo
no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al troyano, le
cubrió de espesa niebla y le mandó a la ciudad para que saliera
tranquilo de la batalla.
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CANTO XXII
Muerte de Héctor
-¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses!
Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando
todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a
Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has
salvado con facilidad a los troyanos, porque no temías que
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luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti, si mis
fuerzas to permitieran.
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a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre
entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos
con bronce y oro, que todavía to hay en el palacio; pues a
Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito
Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el
mayor dolor será para su madre y para mí que los
engendramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres
tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido,
para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras
procurar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la
existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y
desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida
me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después
de presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos,
esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los
niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas
por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien
me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce
o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi
mesa crié en el palacio para que lo guardasen despedazarán mi
cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre, y, saciado el
apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo
sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para
un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la
muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba enca-
necidas y las panes verendas de un anciano muerto en la guerra
es to más triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros
mortales.
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Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la
cabeza muchas canas, pero no logró persuadir a Héctor. La
madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó
el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas
aladas palabras:
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-mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo--, y ahora que he
causado la ruina del ejército con mi imprudencia temo a los
troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien
menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza,
perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la
población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente
delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado
escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro,
saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que
permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que
Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue to que
originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de
lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los
troyanos de que, sin ocultar nada, formarian dos lotes con
cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas
¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a
suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría
inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas.
Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una
roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un
mancebo y una dondella suelen mantener. Mejor será empezar
el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el
Olímpico concede la victoria.
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naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo
permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y
el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento
del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más
ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye
con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos
graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le
incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía
las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de
Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro,
dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde
estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales,
que son las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero
tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un
fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano
como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay
unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las
esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus
magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los
aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro
persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte
le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una
víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los
vencedores en la carrera, sino por la vida de Héctor, domador
de caballos. Como los solípedos corceles que tomán parte en los
juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la
meta donde se ha colocado como premio importante un trípode
o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces la
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vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas
las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y
de los dioses, comenzó a decir:
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Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar
a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras
el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde,
azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta
que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de
pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el
troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie
de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían
disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo
apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de
la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al
perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles
con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de
Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las
Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo,
acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado
fuerzas y agilizado sus rodillas?
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-Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos
procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las
naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la
batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga
Apolo, el que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre
Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; a iré a persuadir a
Héctor para que luche contigo frente a frente.
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quedara con ellos -¡de tal modo tiemblan todos!-, pero mi
ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos
con brio y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles
nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas
naves, o sucumbe vencido por to lanza.
-No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres
veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de
Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi
ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea,
pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los
que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te
insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro
quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las
magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los
aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.
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infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor,
porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y
esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te
hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos
juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando
manejabas furiosamente la pica.
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recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una
larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor
comprendiólo todo, y exclamó:
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lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que
quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba
descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de
los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto
sale el alma: por allí el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor,
que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello,
asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de
fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar
algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles
se jactó del triunfo, diciendo:
-Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres:
¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a
las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia
te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos
el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus
esposas lo entreguen al fuego.
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-No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis
padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus car-
nes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido!
Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me
traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan
más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de
oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá
en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de
rapiña destrozarán to cuerpo.
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-¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse
palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.
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para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda
levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera
se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se
hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los
enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
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Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba
comenzó entre las troyanas el funeral lamento:
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acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la
batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se
adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
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guerra de los aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares; y los
demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los
mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde
todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas
bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los
amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y
alguno, compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual
mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El
niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole
puñadas a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete,
enhoramala!, le dice, que tu padre no come a escote con
nosotros". Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano
Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su
padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando
se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda
cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo;
mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer
Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh
Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando
los perros se hayan saciado con tu carne, los movedizos
gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de
tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas,
que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas
vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues
no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a
los ojos de los troyanos y de las troyanas.
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CANTO XXIII
Juegos en honor de Patroclo
Luego Aquiles celebra unos espléndidos funerales en honor de Patroclo, mientras ata
el cadáver de Hédor por los pies a su carro y se to lleva arrastrándolo por el polvo; y
desde entonces todos los días, al aparecer la aurora, to vuelve a arrastrar hasta dar tres
vueltas alrededor del túmulo de Patroclo.
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-¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a
cumplirte cuanto te prometiera: he traído arrastrando el
cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para que lo
despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de
troyanos ilustres, por la cólera que me causó tu muerte.
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corazón mientras me cuente entre los vivos. Ahora celebremos
el triste banquete; y, cuando se descubra la aurora, manda, oh
rey de hombres, Agamenón, que traigan leña y la coloquen
como conviene a un muerto que baja a la región sombría, para
que pronto el fuego infatigable consuma y haga desaparecer de
nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros vuelvan a
sus ocupaciones.
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palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido
llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayáis
entregado mi cadáver al fuego. Ni ya, gozando de vida,
conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró
la odiosa muerte que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu
destino es también, oh Aquiles semejante a los dioses, morir al
pie de los muros de los nobles troyanos. Otra cosa te diré y
encargaré, por si quieres complacerme. No dejes mandado, oh
Aquiles, que pongan tus huesos separados de los míos: ya que
juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que Menecio me
llevó de Opunte a vuestra casa por un deplorable homicidio
-cuando encolerizándome en el juego de la taba maté
involuntariamente al hijo de Anfidamante-, y el caballero Peleo
me acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu
escudero; así también, una misma urna, la ánfora de oro que te
dio tu veneranda madre, guarde nuestros huesos.
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-¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Hades quedan el
alma y la imagen de los que mueren, pero la fuerza vital
desaparece por entero. Toda la noche ha estado cerca de mí el
alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo
suspiros, para encargarme to que debo hacer; y era muy
semejante a él cuando vivía.
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Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de
leña, se sentaron todos juntos y aguardaron. Aquiles mandó en
seguida a los belicosos mirmidones que tomaran las armas y
uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistieron la
armadura, y los caudillos y sus aurigas montaron en los carros.
Iban éstos al frente, seguíales la nube de la copiosa infantería, y
en medio los amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello
que en su honor se habían cortado. El divino Aquiles sosteníale
la cabeza, y estaba triste porque despedía para el Hades al
eximio compañero.
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entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si Aquiles no se
hubiese acercado a Agamenón para decirle:
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-¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te
cumplo cuanto te prometí. El fuego devora contigo a doce hijos
valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida no le
entregaré a la hoguera para que to consuma, sino a los perros.
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ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles
solemnes sacrificios, que vayan y hagan arder la pira en que
yace Patroclo, por el cual gimen los aqueos todos.
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-¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Prime-
ramente apagad con negro vino cuanto de la pira alcanzó la
violencia del fuego; recojamos después los huesos de Patroclo
Menecíada, distinguiéndolos bien -fácil será reconocerlos,
porque el cadáver estaba en medio de la pira y en los extremos
se quemaron confundidos hombres y caballos-, y pongámoslos
en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa donde se
guarden hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis
un túmulo no muy grande, sino cual corresponde al muerto; y
más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las naves de
muchos bancos cuando yo muera, hacedIo anchuroso y alto.
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primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas;
para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que
llevaba en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una
hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya
capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de
oro; y para el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego
todavía. Y, estando en pie, dijo a los argivos:
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caballo veloces: Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era
suyo. Había dado la yegua a Agamenón, como presente,
Equepolo, hijo de Anquises, por no seguirle a la ventosa Ilio y
gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la
abundante riqueza que Zeus le había concedido; ésta fue la
yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de
corren- Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo
Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su
carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le
acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba
inteligencia:
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inadvertido cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de piel
de buey: así los domina siempre, a la vez que observa a quien le
precede. La meta de ahora es muy fácil de conocer, y voy a
indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina
o de pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo
de la tierra; encuéntranse a uno y otro lado del mismo, cuando
el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es
llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el
tronco debe de haber pertenecido a la tumba de un hombre que
ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por los antiguos; y
ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, to ha elegido por
meta. Acércate a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y
caballos; y tú inclínate en el fuerte asiento hacia la izquierda y
anima con imperiosas voces al corcel del otro lado afojándole
las riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta,
que parezca que el cubo de la bien construida rueda haya de
llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la piedra: no sea
que hieras a los corceles, rompas el carro y causes el regocijo de
los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser
cauto y prudente. Pero, si aguijando los caballos, logras dar la
vuelta a la meta, ya nadie se to podrá anticipar ni alcanzarte
siquiera, aunque guíe al divino Arión -el veloz caballo de
Adrasto, que descendía de un dios- o sea arrastrado por los
corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan excelentes.
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Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso
pelo. Subieron los aurigas a los carros y echaron suertes en un
casco que agitaba Aquiles. Salió primero la de Antíloco
Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao
Atrida, famoso por su lanza; en seguida, la de Meriones; y por
último, la del Tidida, que era el más hábil. Pusiéronse en fila, y
Aquiles les indicó la meta a to lejos, en el terreno llano; y
encargó a Fénix, escudero de su padre, que se sentara cerca de
aquélla como observador de la carrera, a fin de que, reteniendo
en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la verdad.
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calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban
poniendo la cabeza sobre el mismo. Diomedes le hubiera
pasado delante, o por to menos hubiera conseguido que la
victoria quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con
el hijo de Tideo, no le hubiese hecho caer de las manos el
lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas humedecieron
sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en
cambio sus caballos aflojaban, porque ya no sentían el azote. No
le pasó inadvertido a Atenea que Apolo jugara esta treta al
Tidida; y, corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle el
látigo, a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa,
irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le
rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera de camino;
el timón cayó a tierra, y el héroe vino al suelo, junto a una
rueda, hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la frente
por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas, y la
voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos
caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a
todos los demás; porque Atenea dio vigor a sus corceles y le
concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio Menelao
Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los
caballos de su padre:
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a decir se cumplirá: se acabarán para vosotros los cuidados en
el palacio de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará en
seguida con el agudo bronce si por vuestra desidia nos
llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis. Y
yo pensaré cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto en el
lugar donde se estrecha el camino; no se me escapará la ocasión.
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otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran en el polvo por
el anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao,
reprendiendo a Antíloco, exclamó:
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-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los
caballos yo solo o también vosotros? Paréceme que no son los
mismos de antes los que vienen delanteros, ni el mismo el
auriga: deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que
poco ha eran vencedoras. Las vi cuando doblaban la meta; pero
ahora no puedo distinguirlas, aunque registro con mis ojos todo
el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al auriga, y,
siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no
dio felizmente la vuelta: me figuro que habrá caído, el carro
estará roto, y las yeguas, dejándose llevar por su ánimo
enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos
y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que viene
delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo,
domador de caballos, que reina sobre los argivos.
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perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos
árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las
yeguas que vienen delante y tú lo aprendas perdiendo la
apuesta.
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mientras éstos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el
trípode con asas, desunció del carro a los corceles.
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Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese
entregado la yegua -pues los aqueos lo aprobaban-, si Antíloco,
hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera levantado para decir
con razón al Pelida Aquiles:
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Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado
contra Antíloco. El heraldo le dio el cetro, y ordenó a los argivos
que callaran. Y el varón igual a un dios habló diciendo:
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alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser culpable
delante de los dioses.
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pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la
carrera, que ya to abruma la vejez penosa.
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qué honores he de ser honrado entre los aqueos. Las deidades
to concedan por ello abundantes gracias.
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Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos.
Y tan sólo se levantó para luchar con él Euríalo, varón igual a
un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a Teba
cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los
cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con
razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la victoria,
y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le
dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos
ambos contendientes, comparecieron en medio del circo,
levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos
brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las
mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino
Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le
espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus
hermosos miembros desfallecieron. Como, encrespándose la
mar al soplo del Bóreas, salta un pez en la orilla poblada de
algas y las negras olas to cubren en seguida, así Euríalo, al
recibir el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo
Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los
compañeros y se to llevaron del circo -arrastraba los pies,
escupía espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado;
sentáronle entre ellos, desvanecido, y fueron a recoger la copa
doble.
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en muchas labores y valorada en cuatro bueyes, que sacó en
medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a los argivos:
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suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo.
Levantáronse, y hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles,
poniéndose en pie, no los hubiese detenido:
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señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino
Ulises le seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el huso que
una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano, mientras
devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno,
tan inmediato a Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las
huellas de aquél antes de que el polvo cayera en torno de las
mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con
suma rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que
realizaba Ulises por el deseo de alcanzar la victoria, y le
animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para
terminar la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos
de lechuza:
-¡Oh dioses! Una diosa me.dañó los pies; aquélla que desde
antiguo acorre y favorece a Ulises cual una madre.
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Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente,
el último premio; y dirigió estas palabras a los argivos:
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restantes armas y les daremos un espléndido banquete en
nuestra tienda.
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Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el
divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y
todos los aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago
de Ares. El gran Ayante Telamonio la despidió también, con su
robusta mano, y logró pasar las señales de los anteriores tiros.
Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a
que llega el cayado cuando to lanza el pastor y voltea por cima
de la vacada, tanto pasó la bola el espacio del circo; aplaudieron
los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes, levantándose,
llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.
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colgando y los aqueos aplaudieron. Meriones arrebató
apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a la
cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo
sacrificarle una hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a
la tímida paloma que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca
de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino
al suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil
del navío de negra proa, inclinó el cuello y abatió las tupidas
alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla cayó del
mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y
asombro. Meriones tomó, por tanto, todas las diez hachas
grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves las pequeñas.
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CANTO XXIV
Rescate de Héctor
Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo
para que devuelva el cadáver, a la vez que manda a Priamo, por medio de Iris, que
con un solo heraldo vaya con magníficos presentes a la tienda de Aquileo para
rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros;
antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la tienda del
héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más
conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se
celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal
sostén de la ciudad asediada.
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oro para que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba
por el suelo.
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Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquiles,
después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver
al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero
querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema
que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque
enfureciéndose insulta a to que tan sólo es ya insensible tierra.
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oportuno para que Aquiles, recibiendo los dones de Príamo,
restituyera el cadáver.
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congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de Zeus,
porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una
copa de oro y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa
después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de los
dioses comenzó a hablar de esta manera:
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-¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza
roan tu corazón, sin acordarte ni de la comida ni de la cama?
Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya no has de
vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y
ahora préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus.
Dice que los dioses están muy irritados contra ti, y él más
indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndote
retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo
rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.
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Pues Aquiles no es insensato, ni temerario ni perverso, y tendrá
buen cuidado de respetar a un suplicante.
543
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ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a
un suplicante.
544
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lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá
pudiera yo comer hincándole los dientes. Entonces quedarían
vengados los insultos que ha hecho a mi hijo; que éste, cuando
aquél to mató, no se portaba cobardemente, sino que a pie firme
defendía a los troyanos y a las troyanas de profundo seno, no
pensando ni en huir ni en evitar el combate.
545
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-¡Idos ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no
hay llanto en vuestra casa, que venías a afligirme? ¿O creéis que
son pocos los pesares que Zeus Cronida me envía, con hacerme
perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros.
Muerto él, será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero
antes que con estos ojos vea la ciudad tomada y destruida,
descienda yo a la mansión de Hades.
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descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto
de anillos, y tomaron una correa de nueve codos que servía
para atarlo. Colgaron después el yugo sobre la parte anterior de
la lanza, metieron el anillo en su clavija, y sujetaron a aquél,
atándolo con la correa, a la cual hicieron dar tres vueltas a cada
lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron
sacando de la cámara y acomodando en el pulimentado carro
los innumerables dones para el rescate de Héctor; uncieron las
mulas de tiro, de fuertes cascos, que en otro tiempo habían
regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y
acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en
persona daba de comer en pulimentado pesebre.
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mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los
argivos por mucho que lo desees.
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que apareció volando a la derecha por cima de la ciudad. AL
verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.
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comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la
juventud.
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Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
-Así es, como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende
la mano sobre mí, cuando me hace salir al encuentro un
caminante de tan favorable augurio como tú, que tienes cuerpo
y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste
de padres felices.
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servidor de Aquiles, con quien vine en la misma nave bien
construida; desciendo de mirmidones y tengo por padre a
Políctor, que es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus
siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme a mí
acompañar al héroe. Y ahora he venido de las naves a la
llanura, porque mañana los aqueos, de ojos vivos, presentarán
batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar
ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia
por entrar en combate.
-Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad:
¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o Aquiles lo ha
desmembrado y entregado a sus perros?
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buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su
corazón.
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construido para el rey con troncos de abeto, cubriéndola con
un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la
pradera; rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la
puerta asegurada por una barra de abeto que quitaban o
ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorna sin
ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a intro-
dujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies
ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
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en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual
manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los
demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y
Príamo suplicó a Aquiles, dirigiéndole estas palabras:
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lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y
Aquiles lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el
gemir de entrambos se alzaba en la tienda. Mas así que el
divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en
su alma y en sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano
al viejo para que se levantara, y, mirando compasivo su blanca
cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras:
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ya, muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y
dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo;
y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Mácar, y
más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas
entre todos por tu riqueza y por to prole. Mas, desde que los
dioses celestiales to trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la
ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado
y no dejes que de to corazón se apodere incesante pesar, pues
nada conseguirás afligiéndote por to hijo, ni lograrás que se
levante, antes tendrás que padecer un nuevo mal.
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exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh anciano,
no to respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole
las órdenes de Zeus.
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Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la
silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y
que se hallaba adosada al muro, y en seguida dirigió a Príamo
estas palabras:
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En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una
blanca oveja; sus compañeros la desollaron y prepararon bien
como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con
pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron
del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y
Aquiles distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los
manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el
deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la
estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios;
y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando
su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se
hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano
Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
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-Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que
alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a
consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera
durante la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a
Agamenón, pastor de pueblos, y quizás se diferina la entrega del
cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos
días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto,
permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.
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sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de
hermosas mejillas.
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en un lecho que las mulas conducían. En seguida prorrumpió
en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:
-Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez
to haya conducido al palacio, os hartaréis de llanto.
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-¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas
viuda en el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos
engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la
mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre,
porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el
que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes.
Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y
tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios
viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo to
cogerá de la mano y to arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte
horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el
padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a
manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla,
y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado
a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan
las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir,
tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables
advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día,
con lágrimas en los ojos.
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lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su
compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a
su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si
acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo
arco, mata con sus suaves flechas.
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Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros
bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de
nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima
vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron
llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de
la pira y le prendieron fuego.
FIN DE ILÍADA
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invariablemente como fuente de la información la expresión “Edición digital. Derechos Reservados. Biblioteca Digital
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