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Fabrice Bourlez Capitulo II Queer Psicoanalisis

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Fabrice Bourlez, Queer psicoanálisis/queoír psicoanálisis

II.-LAS RUINAS DEL EDIPO

El Edipo en modo mayor

Con regular frecuencia, y aun muy recientemente, numerosos psicoanalistas –


no todos afortunadamente – se sucedieron en el circo mediático para llorar la
desaparición del célebre complejo de Edipo y los riesgos irremediables que
esto representa para la civilización. En cada ocasión, estas posiciones
reaniman el cuadrúpedo denunciado por los queer. En otros términos,
numerosas herederas y herederos de Freud declaran aún hoy en día una
indefectible fidelidad a la ley edípica. De esta manera, ellas y ellos firman una
adhesión a la estructura familiar tradicional papá-mamá-bebé y se sitúan en
contra de ciertas variantes. Es así como ellas y ellos refrendan su creencia
duradera en un orden y en un pensamiento que, tendríamos dificultades en
calificarlo de otra manera que no sea a través del vocablo “straight”, propio de
la novelista y teórica postfeminista Monique Wittig. Este también ha sido
traducido como “normal”, “regular”, “cuadrado”, “derecho” y “hetero”. La
adhesión al complejo de Edipo, a su versión más trillada, es el pilar mismo de
este pensamiento que se ejerce en su máxima expresión: seguro de su
universalidad, establecido por el hombre blanco y heterosexual, este domina y
se impone con sus esquemas reflexivos a todas las alteridades. La lectura de
las teorías queer relativiza la validez de la referencia edípica como la única
matriz civilizatoria. Navegar lejos del Edipo, sobrepasar esta baliza, constituye
sin duda uno de los primeros horizontes para una clínica menor. Antes de
explorar estos territorios, recordemos rápidamente en qué consiste la tragedia
del Edipo cuando esta es entonada sobre la escena del psicoanálisis mayor.

Es en una carta a su amigo Fliess que el padre del psicoanálisis menciona por
primera vez una idea que tiene un valor general: “Un solo pensamiento de
validez universal me ha sido dado. También en mí he hallado el
enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre, y ahora lo considero un
suceso universal de la niñez temprana, […] Si esto es así, uno comprende el
cautivador poder de Edipo rey…” . A partir de esta misiva, Freud no cesará de
retornar sobre esta idea para desarrollarla hasta en sus más mínimas
consecuencias. No obstante, lo esencial ya figura allí: Freud encuentra en él
mismo, la universalidad del amor por la madre y los celos con respecto al
padre. Establece inmediatamente la conexión con la tragedia griega. Un
centenar de años más tarde, el célebre complejo de Edipo representa aún hoy
en día, demasiado frecuentemente, uno de los puntos principales del
imaginario colectivo en torno al psicoanálisis.

¿Hace falta una vez más insistir sobre la vulgata? Como si acaso los sucesores
de Freud no hubieran repetido hasta la náusea la seguidilla de fases que
escanden el desarrollo normal de la libido infantil.

La trayectoria en línea recta parte del estadio oral (la zona de placer
privilegiada del estadio oral es la esfera bucal explorada por el chupeteo y la
succión), atraviesa el estadio anal (momento en el cual el niño se vuelve limpio)
y llega al estadio fálico (la zona erógena es entonces la zona genital). En este
punto comienza la ineluctable recitación de la tragedia edípica en la que el
pequeño hombrecito se vería obligado a amar al genitor del sexo opuesto y a
afrontar la rivalidad con el otro. ¿Quién no sabe que antes de recuperar la paz
de la bien nombrada fase de latencia, el niño debe aún afrontar el no menos
célebre y angustiante reverso de la escena edípica: el complejo de castración?

Numerosas dificultades han derivado de esta versión de la teoría freudiana. En


particular, en cuanto a lo femenino: ¿por qué la niña dejaría de amar a su
madre? ¿cómo puede ella temer a la castración si no tiene pene? Una vez
delimitado el estadio fálico en el niño, en cuanto a la niña, las relaciones
correspondientes son mucho más complicadas. Como lo recuerda Herman
Nunberg, imperturbable post-freudiano, recapitulando los logros freudo-
edípicos, “no está bien establecido por qué la identificación está orientada a
veces hacia un sexo, a veces hacia el sexo opuesto. Admitimos la existencia de
un factor constitucional que constituye la base biológica de la bisexualidad y
que empuja a la identificación tanto en el sentido de las tendencias masculinas,
como en el sentido de las tendencias femeninas”.

El esquema, aún plausible en el varón, hundía a Freud mismo en las


dificultades insuperables propias de su interés por las situaciones de las niñas.
¿Cómo comprender el vuelco que opera al momento del Edipo cuando la niña
desea a su padre y la madre se vuelve objeto de odio? ¿Cómo instaurar la
presencia del superyó femenino?

La bisexualidad y la envidia del pene en la niña (Penisneid) han sido evocadas


por Freud para comprender mejor el “continente negro” de la femineidad. Y si
no fuese necesario carecer de audacia para considerar la bisexualidad en
todos los seres humanos, a renglón seguido el descubrimiento fue retocado:
por un lado, esta no es útil más que para superar las dificultades ligadas a la
explicación de la sexualidad femenina correspondientes al estadio fálico; por
otro, esta no equivale en nada a una sexualidad indecidible. Esta confirma
mucho más la repartición de los roles masculino y femenino y la separación
normal que de estos se deriva: actividad para unos, pasividad para otros.

Este recuerdo de la vulgata edípica muestra a qué punto una representación


cuanto menos tradicionalista de la vida y de los comportamientos sexuales
puede ser extraída del texto freudiano. “El fin masculino es por ende activo, el
femenino es pasivo. Así la actividad o la pasividad dependen también de la
estructura anatómica de los órganos de copulación.” Freud confesará por
voluntad propia que él mismo no estaba convencido debido ala tortuosidad de
su propia solución.

Cabe entonces constatar que, con aquel Freud, nada funciona. Intentó en vano
establecer una simetría entre los sexos: angustia de castración del lado
masculino y envidia del pene (Penisneid) del lado femenino. Se vio obligado a
hacer entrar a la niña en el Edipo en el mismo momento en el que el niño sale.
Dicho de otra manera, si el niño se resuelve a abandonar a la madre como
objeto de amor exclusivo frente a la amenaza de castración paterna, la niña,
entra en el conflicto edípico cuando se da cuenta que está irremediablemente
castrada y hace un llamado al padre para obtener, de él, el falo. Todas las
razones están aquí reunidas para chocar, con razón, con el pensamiento
feminista y postfeminista.

La rabia de Wittig

Las teorías de género, en su esfuerzo por separar el sexo como sustrato


biológico del género en tanto construcción cultural, incluso para demostrar
cómo la representación binaria de los sexos deriva a su vez de una
construcción cultural, se levantan contra la visión clásica de la diferencia de los
sexos tal como esta es vehiculizada por Freud con el complejo de Edipo . En
efecto, todos los correlatos culturalmente alcanzados y que se derivan del
Edipo (pasividad, actividad, femineidad, masculinidad, homosexualidad,
heterosexualidad…) terminan por responder a una perspectiva biológica y sus
correspondientes predisposiciones naturales que se convierten en obstáculos
insalvables. Sin embargo, hay algo más grave aún. El Edipo no se contenta con
ser un potente relevo para inmovilizar la sexualidad y el cuerpo y para canalizar
los flujos libidinales según la linealidad de los estadios sucesivos. El Edipo
codifica, estructura y enmarca nuestras propias formas de contar nuestra
historia. Hablando la lengua del Edipo, corremos el riesgo de perder el
plurilingüismo en cuanto a lo real del mundo. Seguir exclusivamente su ley, es
no frecuentar más que una única “carretera principal”. La trampa se presenta
en tanto se cree que no hay más que una manera de pensar, de hablar y de
amar. Se trataría más bien de aquella antes mencionada: straight.

Nadie duda que Wittig nunca quiso pensar de manera ortodoxa. No aceptó ni
las evidencias del pensar bien ni las del pensar con buena voluntad. Son estas
justamente las que hacen que la doxa sea ampliamente compartida.
Rechazaba el lenguaje con potente certeza gramatical donde, en francés como
en muchas otras lenguas, de manera sintomática, el masculino prevalece sobre
el femenino. Wittig lanza sus cartas contra el “pensamiento straight” de manera
contundente. Hace explotar literal y visualmente el lenguaje. Su rabia estaba
fundada. Esta tenía la amplitud de la violencia padecida.

Según ella, las mujeres se someten a los hombres sobre todo y ante todo en la
relación heterosexual. Y todo contribuye a la reproducción de este tipo de
relaciones. Tal como fue puesto en evidencia por el estructuralismo, el reino de
lo simbólico, con el rol esencial que allí juega el falo y el complejo de Edipo,
ratificaría de manera definitiva este modo de funcionamiento a partir de
“poquísimos elementos”. El sistema de intercambios promulgados por el orden
simbólico no asegura solamente la reproducción de la especie, ha investido
nuestro lenguaje, nuestras ideas, nuestras representaciones, nuestros
conceptos y la manera misma de articularlos. Se dibuja entonces “una sociedad
en la que la heterosexualidad no ordena no solo todas las relaciones humanas,
sino su producción de conceptos al mismo tiempo que todos los procesos que
escapan a la consciencia”. Lo straight se impone silenciosamente en los
recovecos de cada frase, en la moral no dicha en cada concepto, en los
anhelos secretos de cada proposición.

La teórica se pregunta: “¿Cuál es entonces este pensamiento que se niega a


analizarse a sí mismo, que nunca pone en cuestión aquello que lo constituye
en primera instancia? Este pensamiento es el pensamiento dominante. Este
pensamiento afirma que existe un “ya ahí” de los sexos, algo que precede a
cualquier pensamiento, a cualquier sociedad. Este pensamiento es el
pensamiento de los que gobiernan a las mujeres”. Wittig señala de manera muy
pertinente el aspecto evidente del que disponen ciertos razonamientos, incluso
aunque parezca inútil ponerlos en cuestión por la mayoría dominante. Sin
embargo, desde que alguien osa lanzarse y volver sobre tales certezas, estas
vuelan rápidamente en pedazos. Se podría decir que el pensamiento straight
constituye el a priori, el marco reflexivo no cuestionado en el cual se inscriben
todos los cuestionamientos. Wittig desplaza así la diferencia (hetero) sexual del
lugar de operador distintivo biológico al de categoría política.

¿En qué medida el pensamiento psicoanalítico, erigido sobre el Edipo, en tanto


convoca a la asociación libre, en tanto abierto a las irrupciones del
inconsciente, en tanto se ocupa en ubicar el trayecto pulsional, contribuye a su
vez a instaurar el paradigma del pensamiento straight? ¿El inconsciente del
psicoanálisis se encuentra inmerso en el estricto dominio del pensamiento
straight? Y si este alcanza a escapar, ¿es posible precisar cómo?

Para Wittig, el combate y el debate estaba prácticamente cerrados. Ella afirma:


“Nuestro rechazo de la interpretación totalizadora del psicoanálisis los lleva a
decir que no tenemos en consideración la dimensión simbólica. Estos discursos
nos niegan toda posibilidad de crear nuestras propias categorías. Su acción
sobre nosotras es feroz, su tiranía sobre nuestra persona física y mental es
incesante”. La posición de las mujeres, más exactamente de las lesbianas, ya
no puede sufrir más la maquinaria interpretativa psicoanalítica. Desde luego, el
enemigo designado aquí es en primer lugar, la significación fálica. Más aún, en
su deconstrucción de los evidentes silencios de la anatomo-política del
lenguaje, Wittig precisa: “Es así como se habla de: el intercambio de las
mujeres, la diferencia de los sexos, el orden simbólico, el Inconsciente, el
Deseo, el Goce, la Cultura, la Historia, categorías que no tienen sentido en
absoluto más que en la heterosexualidad o en el pensamiento que produce la
diferencia de los sexos como dogma filosófico y político.”

La ira de Wittig no deja de estar dirigidas a las mujeres mismas. Siguiendo a la


letra su lógica de descripción del orden falocéntrico, renunciará a su propio
estatuto de mujer para adoptar el de lesbiana y construirse un cuerpo vía la
escritura, volver a ver la noción misma del diccionario, reinventar el lenguaje a
través de la poesía. El proyecto de Wittig es ambicioso, incluso utópico. Ella
deseaba erradicar la referencia a la matriz de inteligibilidad del mundo, a la cual
suscribe el psicoanálisis. En efecto, esta matriz resulta estar cargada de
desigualdades, incapaz de tomar en cuenta las diferencias porque solo hace
visible la diferencia: hombre/mujer. Ahora bien, hablar de la necesaria,
universal, absoluta, inconmensurable, inevitable diferencia de los sexos tiende
a valorizar, o más bien a legitimar un solo tipo de sexualidad en la que los
sexos se complementarían el uno al otro, en detrimento de las sexualidades
marginales. Por esta última expresión, cabe entender los numerosos modos de
relaciones donde la oposición dual parece a priori menos importante o más
bien se conjuga en forma diferente que en cuanto a la heterosexualidad. Según
Wittig, las lesbianas, en tanto primeras víctimas de este sistema de
dominación, no pueden en ningún caso resolver identificarse con una
categoría, pensada esta por un opresor. De aquí su formulación: “las lesbianas
no son mujeres.”

No obstante, Wittig no rechazó el inconsciente. La importancia de la noción la


empuja a reservarle una entrada en su diccionario de los amantes:
“Advertencia para los amantes, si ustedes tienen inconsciente, están al tanto.
Pero con más razón, si ustedes tienen uno, tengan cuidado de los traficantes
del inconsciente.” Para protegerse contra los traficantes del inconsciente, a
fortiori, contra los traficantes, Wittig parece optar, con la referencia de un
paréntesis, por la lectura propuesta por Deleuze y Guattari. “Para nosotros,
existe, no uno o dos sexos, sino tantos sexos como individuos hayan (cf.
Guattari/Deleuze). (…) Para nosotros, la sexualidad es un campo de batalla
inevitable en la medida en que queramos salir de la genitalidad y de la
economía sexual que nos es impuesta por la heterosexualidad dominante.” La
ira de Wittig contra la heterosexualidad dominante se aúna explícitamente con
la de Deleuze y Guattari contra el complejo de Edipo. Iremos ahora mismo a
precisar el peso que ella le otorga a este paréntesis.

Introducción al AntiEdipo

Interesarse en los trabajos de Deleuze y Guattari permite pesquisar al mismo


tiempo el psicoanálisis y las teorías queer.

Desde 1972, en el Anti-Edipo, y en la línea de las revoluciones sexuales de


mayo de 1968, Gilles Deleuze y Félix Guattari, habían entablado un virulento
proceso contra el psicoanálisis. Perseguían establecer nada menos que un
saber del inconsciente que no estuviera regido y normativizado por la instancia
edípica. Querían fundar el “esquizo-análisis”. Ambos autores no destituían al
inconsciente, sino que proponían una renovación en cuanto a su abordaje. No
caerán en el escollo de un “pensamiento pensante”, por el contrario,
permanecerán en vinculación directa al abismo abierto por el inconsciente.
Según ellos, la lengua mayor del psicoanálisis freudiano no es suficiente para
descubrir el mundo de los sueños y de la locura. Los códigos determinados por
quienes tienen el poder no dan cuenta de la riqueza del inconsciente.

El Anti-Edipo, que se alza virulentamente contra el campo psi regulado por el


Edipo, es un canto de amor al inconsciente. Après coup, la cólera contra las
interpretaciones psicoanalíticas, así como la desestabilización radical de la
identidad y de la sexualidad que promueve esta obra, se encontraron en el
corazón de ciertas críticas queer.

Los dos autores caracterizaron su escritura a cuatro manos como “disposición


colectiva de enunciación”. Con un concepto como este, rechazan asignar el
pensamiento, a un sujeto definido, a un autor preciso. No hay sujeto de la
enunciación para ellos, no hay tampoco propiedad literaria, ni derecho de autor.
Prefieren reivindicar los flujos y las multiplicidades que nos habitan de manera
inconsciente. Nos fuerzan a devenir otra cosa que un Yo. Suscitan de esta
manera una hemorragia de la subjetividad y la liberación del yugo edípico
participa en el descubrimiento de individuaciones no personales.

En sus obras, la condena del Edipo es indefectible: “Cada vez que el sujeto
entona el canto del mito o los versos de la tragedia, llevarlo siempre a la
fábrica.” El principal reproche dirigido al psicoanálisis consiste en ser
edipizante. Hay una edipización forzada de los sujetos que pasan por la cura,
triangulación de sus deseos, confrontación de este deseo a un sujeto bien
conformado. Los dos cómplices anhelan invertir este lazo al inconsciente,
investirlo de manera no teatral. Abordan el deseo en término de máquina y de
producción. A su vez, le dan la espalda a la pequeña escena conformada por el
triángulo edípico “papá, mamá y yo”.

Pequeño teatro edípico

Recordemos algunas evidencias antes de continuar avanzando en el trabajo de


Deleuze y Guattari. Retomando las palabras de Fechner, Freud definió las
“particularidades psicológicas del sueño” como “otra escena”. Afirma que “el
escenario de los sueños es otro que el de la vida de representaciones de
vigilia”. Dos escenas se oponen aquí: la vida del yo diurno y la del inconsciente.
Más allá de esta definición del campo del sueño y del lugar del inconsciente
como una escena, los lazos que unen el psicoanálisis con el teatro son
numerosos. Ahora bien, el más célebre, el más divulgado, reposa sobre esta
tragedia cruel que todos conocemos. “Me refiero a la saga de Edipo rey y al
drama de Sófocles que lleva ese título”, del cual “la eficacia total y universal
sólo se comprende si es también universalmente válida nuestra hipótesis sobre
la psicología infantil”. Es la “validez” de este pequeño teatro edípico, su
“universalidad”, proveniente de un “presupuesto”, que las teorías que
deconstruyen el género interrogan. En efecto, estrictamente considerado desde
la perspectiva del complejo de Edipo, la talking cure termina transformándose
en vieja moral.

El dispositivo analítico, regido por “la eficiencia profunda y universal” de la ley


del Edipo, impondrá una ley estructural a la humanidad. Por este medio,
quedará irremediablemente contaminado de una dimensión, que lo menos que
se puede decir es que es heteronormativa, incluso, homofóbica.
Heteronormativa porque la posición deseante, la de un deseo maduro,
auténtico, debería corresponder a la de un sujeto heterosexual. Homofóbico
porque la homosexualidad es desde entonces comprendida como una
anomalía y como un fracaso o detención en el desarrollo del sujeto.

Comprendemos entonces la utilidad y la necesidad del pesado proceso contra


el psicoanálisis de Deleuze y Guattari. A veces toma forma de destrucción.
Vociferan: “Destruir, destruir: la tarea del esquizoanálisis pasa por la
destrucción, toda limpieza, todo un raspado del inconsciente. Destruir Edipo, la
ilusión del yo, el fantoche del super-yo la culpabilidad, la ley, la castración…”
Querer dejar advenir un deseo sin referencia al sujeto derrite los aspectos
propios del iceberg freudiano. Por supuesto, los autores lo recuerdan: “Si
alguien encuentra que en el psicoanálisis algo va bien, no hablamos para él y
para él retiramos todo lo que hemos dicho .”

Deseo mecánico y micropolítica deseante

El AntiEdipo se abre con un colorido homenaje al presidente Schreber: “El


presidente Schreber tiene los rayos del cielo en el culo. Ano solar. Además,
podemos estar seguros de que ello marcha; el presidente Schreber siente algo,
produce algo, y puede teorizarlo. Algo se produce: efectos de máquina, pero no
de metáforas.” Desde las primeras líneas de su libro, gracias al personaje
schreberiano, Deleuze y Guattari señalan la ruta que será la suya, enteramente
hecha de advertencias contra lo que ellos juzgan como facilismos analíticos. El
presidente Schreber es un personaje que hunde directamente el pensamiento
en lo sexual. Y lo sexual, más que tener sentido, tiene que ver con la
producción. Es solamente a partir de esta producción que puede trazarse una
teoría y no a la inversa. No se trata por ende de domeñar lo pulsional con
golpes de palabras, de enmarcar lo real del sexo con ayuda de metáforas, con
efectos de sentido, sino por el contrario, asumir la dimensión psíquica de las
conexiones relatadas en las memorias del célebre presidente de la Cámara del
Tribunal de Apelación de Dresde.

De allí, uno de los puntos de ruptura más sobresalientes con relación a la doxa
analítica: el deseo no es falta. Es un hecho de flujo, de enganches, de
conexiones. Todos estos elementos se acomodan y superan de lejos al sujeto.
El sujeto deviene efecto de las conexiones mecánicas. Por eso, las
coordenadas que nos configuran ya no son exclusivamente privadas, íntimas,
familiares, sino que dependen de lo social, de lo económico, de lo tecnológico:
no se desea de la misma manera en un determinado lugar, en una época dada,
o en función del acceso a tal o cual tecnología. “El inconsciente ignora las
personas. Los objetos parciales no son representantes de los personajes
parentales ni de los soportes de las relaciones familiares; son piezas en las
máquinas deseantes, que remiten a un proceso y a relaciones de producción
irreductibles y primeras con respecto a lo que se deja registrar en la figura del
Edipo.” En una palabra, como en cien, el deseo es mecánico.

Además de esta constatación, los autores pregonan la puesta en juego de una


“micropolítica deseante”. Esta compleja noción se vincula menos a cernir las
cuestiones de poder en los lugares donde se ejerce de manera explícita
(“molar” según su terminología) que a los minúsculos movimientos que
escapan a la percepción y que recorren por el contrario nuestras vidas. Estos
movimientos imperceptibles, “moleculares”, pueden sin cesar, hacernos
bascular: ya sea que nos precipiten en pensamientos estrechos, binarios,
mortíferos – juicios; ya sea, por el contrario, que nos abran a nuevos devenires,
insuperados e infinitos – de los deseos a-subjetivos. Para Deleuze y Guattari, el
deseo es siempre deseo de deseo. Aquí aún, el desacuerdo con la lectura
psicoanalítica no podría ser más grande. Recordemos que para Lacan
releyendo a Freud, el deseo sólo vale como falta. En este sentido, el
psicoanalista participa sin dudas aún de una tradición filosófica clásica que
Deleuze y Guattari eligieron abandonar.

Es importante que se insista sobre la relativa ambigüedad de los dos autores


en cuanto a la enseñanza lacaniana: ellos se mantienen críticos pero
respetuosos. En efecto, Lacan, y es de total interés desde un punto de vista
menor, más que promover un AntiEdipo, fue más allá del Edipo.

En cualquier caso, según Deleuze y Guattari, incluso un esclarecimiento


estructuralista que valoriza el Edipo desde el punto de vista significante sigue
siendo un instrumento de normalización del inconsciente. La localización
significante sigue proporcionando leyes insoslayables para el análisis. Si no se
pone en cuestión la fuerza de imposición de estas leyes, no se percibe el
vínculo que se establece entre psicoanálisis y poder. No obstante, Deleuze y
Guattari demuestran haber perfectamente entendido la fase de la enseñanza
de Lacan en la que toma, incluso él mismo, distancia con respecto al Edipo
freudiano. Escriben: “el planteamiento de Lacan adquiere toda su complejidad:
pues, con toda seguridad, no cierra en el inconsciente una estructura
edipizante; y que esta estructura sólo actúa en tanto que reproduce el elemento
de la castración que no es imaginario, sino simbólico” .

Pronto regresaré sobre la complejidad y el interés de este procedimiento y


sobre la manera en la que se puede deducir una clínica no anedípica, como lo
querían Deleuze y Guattari, sino más bien postedípica.
Por ahora, subrayemos que según estos dos autores Lacan parece “mantener
una especie de proyección de las cadenas significantes sobre un significante
despótico y parecía que lo suspendía todo de un término que faltaba, que
faltaba a sí mismo y que reintroducía la falta en las series del deseo a las que
imponía un uso exclusivo. ¿Era posible denunciar a Edipo como mito y, sin
embargo, mantener que el complejo de castración no era un mito, sino al
contrario algo real?”.

Si Deleuze y Guattari querían deshacerse definitivamente del Edipo


proponiendo un esquizoanálisis, seguro no era para promover el regreso del
falo en tanto único significante que escapa a la significación o a la castración.

Al momento del Anti Edipo los dos autores son claros: ni falta en el deseo, ni
castración incluso simbólica. Otro tipo de relación con el inconsciente debe
descubrirse: una relación que libere por fin el juicio, que despoje al delirio de su
bloque neurótico o psicótico y que lo aproxime con el deseo: “El delirio es una
enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza
supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca
esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que
resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como
proceso”. Los autores del Anti Edipo abandonan entonces la interpretación del
delirio que operaba en función de las coordenadas familiares para entender lo
que significa. Por el contrario, intentan entender cómo funciona. La pregunta ya
no se formula: “¿Qué quiere decir? sino ¿Cómo funciona?” Les interesa
entender cómo el delirio se asocia a la “historia, la raza, los continentes”
También oponen el maquinismo significante al maquinismo social. Afirmando
que el inconsciente es mecánico, se le considera fuera de una consideración
estrictamente lingüística. Nos extraemos de la única referencia a la brújula
fálica. Así, cuando se aproximan el deliro del presidente Schreber, Deleuze y
Guattari están menos interesados por las manifestaciones patológicas que por
el sentido político y los mecanismos sociales de la enfermedad. Es una
respuesta al disfuncionamiento del capitalismo “El paranoico aplica su delirio a
la familia, y a su propia familia, pero en primer lugar es un delirio sobre las
razas, los rasgos, las clases, la historia universal. En una palabra, Edipo
implica en el inconsciente mismo toda una catexis reaccionaria y paranoica del
campo social, que actúa como factor edipizante”.

Esto es lo que no quiso entender el padre del psicoanálisis. En vez de dejar el


campo libre a las producciones libidinales, en vez de estimular los simulacros
de la esencia subjetiva, Freud prefirió articularlos a las representaciones del Yo
por medio de la ley del Edipo. Otra manera de traducir la célebre divisa
freudiana “Wo es war, soll Ich werden”. Así, armado con el lenguaje de la ley
edípica y del familiarismo que le es inherente, el psicoanalista juzgará la
capacidad (o no) del Yo para encontrarse en su delgado perímetro neurótico o
psicótico. De tal manera que fallaría la posibilidad de experimentar las
multiplicidades propias a las producciones inconscientes. Si Edipo constituye
un pasaje obligado que determina la “normalidad” del sujeto, entonces da
nacimiento a un territorio binario que elimina lo que no se conforma a su
representación: los poderes, las multiplicidades, los afectos, los preceptos que
no están nunca directamente asignables a la unidad de un Yo. En otras
palabras, con el Edipo – en tanto que ley de inserción del hombre con el
lenguaje - Freud le da una cara humana y aceptable a una libido que, en
realidad, sería mecánica, delirante, deseante, hecha de fluidos incesantes.
Freud habría tirado una cortina universal ante las fuerzas moleculares que nos
animan y que, en cada momento, pueden hacernos perder los pies, balbucear,
delirar y desear de manera diferente que bajo el sello de la muerte y de la
culpa. Tomar el Edipo como punto insuperable de toda cura y considerarlo
como correlato imaginario de la norma familiar parecía también ignorar, o
forcluir, o comandar las configuraciones parentales, relacionales, deseosas que
no se adapten al sacrosanto modelo. Para decirlo de una vez con la
antropóloga queer Gayle Rubin, a quien ya hemos mencionado, “de manera
muy general, el complejo de Edipo es la máquina que hace los modelos
adecuados de individuos sexuales”. A su manera, los queer, tomaron el relevo
de Deleuze y Guattari en el desmontaje de esta máquina para inventar otras.
Las reflexiones sobre el cuerpo y el poder tal como se declinan desde la crisis
del SIDA hacen valer la importancia de los “amores no figurativos, índice de
una catexis revolucionaria del campo social, que no son ni edípicos ni
preedípicos puesto que es lo mismo, sino inocentemente anedípicos (…)
Deshacer la forma de las personas y del yo, no en provecho beneficio de un
indiferenciado preedípico, sino de las líneas de singularidad anedípicas, las
máquinas deseantes

Devenir n-sexos

La virulencia antiedípica toma su verdadero sentido cuando, en Mil Mesetas, el


segundo volumen de su trabajo en común, Deleuze y Guattari retomaran la
cuestión de los devenir-menor. Las minorías, según ellos, más que para ser,
deben salir del ser, actualizar los devenires, desafiar las identidades fijas, crear
líneas de fuga fuera de toda trayectoria prestablecida, girando a velocidades
antes impensadas. Los habitantes de los márgenes, ellos y ellas que no se
inscriben como los que tienen el poder, los que aguantan con dificultad la
norma de la mayoría blanca- masculina-heterosexual-pequeño burguesa, ellos
y ellas que no logran establecerse bajo un estandarte de la lógica edípica
tienen que afirmar su deseo de manera molecular, hacer huir el sistema
mayoritario y sus normas personales, del yo, subjetivas. Inventar un lugar a
donde llevar el patrón de referencia y sus inevitables violencias. En ningún
caso, ellos y ellas pueden permanecer en lo que son.

Una reconquista micropolítica de la libido abandona la representación


antropomórfica del sexo. Esta última es el relevo principal de un dispositivo
opresivo, el de la lengua del poder, la promoción de nuestras existencias sobre
un único modo mayor. Ponerse al servicio de un modelo anónimo, tal
representación es incapaz de escuchar las representaciones y las capacidades
revolucionarias de nuestro ser puesto a la obra en todos los sin voz, los
condenados al silencio. En efecto, a quienes detentan el poder no les interesa
escuchar a los que hablan, articulan, formulan su existencia de manera
diferente a la del Edipo.

Descubriendo las máquinas deseantes que zumban por debajo del Edipo, se
continua con los poderes revolucionarios del inconsciente. Nos ponemos
entonces en marcha hacia los devenires que agujerean, que perforan, que
escapan del estrecho campo cuadrado del Yo, del individuo y del sujeto,
Deleuze y Guattari promueven el devenir-mujer, el devenir-negro, el devenir
homosexual. Sus teorías de devenir nos incitan a volver a ver la oposición
masculino/femenino, a descubrir nuestro sexo y nuestra identidad de género.
Plantearse n-sexos más que dos sexos según una representación
estrictamente antropológica.

La sexualidad que cuenta para ellos no es humana. No es ni brutal ni salvaje,


sino que renvía a la catexis libidinal y a la forma en que opera en el campo
social. “En verdad, la sexualidad está en todas partes: en el modo como un
burócrata acaricia sus dossiers, como un juez hace justicia, como un hombre
de negocios hace correr el dinero, como la burguesía da por el culo al
proletariado, etc.”. Dicho de otra manera, para ellos, la sexualidad debe salir de
la imagen plena del Hombre. En cada instante, la sexualidad puede
transformarse, descubrir no dos sexos, sino n-sexos. “Si la sexualidad es la
catexis inconsciente de grandes conjuntos molares, se debe a que bajo su otra
cara idéntica al juego de los elementos moleculares que constituyen esos
conjuntos bajo condiciones determinadas”. De ahí la posibilidad, incluso la
necesidad para cada uno, delirante o no, de no ser un Hombre sino devenir-
mujer. De ahí también la necesidad no de preguntarse ¿qué es una mujer? Si
no, ¿cómo se deviene? La pregunta ya no es ¿es usted hombre o mujer? Sino
¿Dónde se sitúa, en qué territorio?” ¿Cómo funciona su goce, cuáles son los
engranajes de su máquina deseante?” Desaparición de ser uno y un sólo un
sexo, para que advenga la multiplicidad en el campo sexual. Schreber mismo
pasaría al lado del devenir, escaparía a su transformación molar paranoica y
devendría, escapando a su catexis molar paranoico en devenir la mujer de
Dios. “este bloqueo amoroso cambia singularmente de función, según que
empeñe el deseo en los atolladeros edípicos de la pareja y de la familia al
servicio de las máquinas represivas o que condense, al contrario, una energía
libre capaz de alimentar una máquina revolucionaria” Lo vemos, deseo y delirio
son dos formas de la libido que se yuxtaponen para desafiar toda noción de
identidad sexual fija y estable.

En este sentido, la teorización de Deleuze y Guattari deja entrever un devenir-


mujer de la mujer, un devenir- mujer del hombre, una multiplicidad molecular a
la obra en cada uno de nosotros. “Sexo no humano, eso son las máquinas
deseantes, los elementos maquínicos moleculares, sus disposiciones y sus
síntesis, sin los cuales no habría sexo humano especificado en los grandes
conjuntos, ni sexualidad humana capaz de cargar estos conjuntos”.

La teoría de Deleuze y Guattari llega así a la formulación de un cuerpo, su


liberación, su transformación perpetua: a la letra, para ellos, no terminaremos
nunca de devenir otra cosa que uno mismo. No dejaremos jamás de
transformarnos con los medios del flujo del inconsciente, virtuales, moleculares.
Esos flujos nos envuelven y una vez encontrados, nos impiden actualizar
nuestros seres de dominación y nuestras identidades mayoritarias. El programa
de trabajo parece muy alentador. En todo caso sedujo a Wittig. Exit el cuerpo
identitario y sus oposiciones binarios hombre/mujer, homo/hetero,
activo/pasivo, corazón/cerebro. Aparece la construcción de un cuerpo sin
órganos, un cuerpo sin organicidad: ser entre, salir de la figuración, hacer la
diferencia más allá y a pesar de dos.

Hacia un más allá del Edipo

Entendemos mejor ahora en qué medida el divorcio de Deleuze y Guattari con


el inconsciente edípico pudo cruzarse con los cuestionamientos de Wittig. En
ambas partes, la ferocidad del proceso anti-edipico no tiene límites. En este
contexto, si nos atrevemos aun a acercarnos al inconsciente de forma
escénica, sólo puede desarrollarse a la manera del teatro de la crueldad de
Artaud. Los flujos, la mierda, los gritos nos llevan más allá de nosotros mismos,
lejos de cualquier sujeto neurótico. Falla del yo, abandono del lenguaje,
creación alucinatoria y otros mundos posibles. “Volver a verter el teatro de la
representación en el orden de la producción deseante: toda la tarea del
esquizoanálisis”. Estas máquinas deseantes son tan fascinantes como
esquizoides.

En lo cotidiano, ahí donde el clínico se las arregla con lo insoportable: lo que


padece cada uno en su existencia, lo que no deja de hacer sufrir, lo que no
termina por entrar en orden. El instructivo de la fábrica anti-edípica no siempre
es fácil de entender. Frente a la queja del sujeto, ¿cómo utilizarla? Escuchar el
zumbido mecánico, escuchar los rugidos de los delirios que alucinan las razas,
la historia, los continentes y las lenguas agudiza la escucha clínica. La lectura
del Anti Edipo impulsa la benevolencia analítica y su atención flotante hacia el
Afuera. Despierta la vigilancia del terapeuta. Frente a las minorías – gays,
lesbianas, negras, trans, bi, queer… - a veces estigmatizadas, a veces
fascinadas por el poder capitalista y las innumerables posibilidades que abren
para el cuerpo, ¿qué sostiene la cura? ¿Qué trayectorias sociales, éticas, qué
palabras, qué actos moviliza? ¿Qué tipos de esperanza y de posibilidad abre
para quienes, a veces obligados y forzados, hacen la experiencia? Dicho de
otra manera ¿En qué y cómo la clínica es desde siempre política?

El pensamiento anti-edípico, como el de Wittig reclama una narrativa alternativa


a la mitología edípica. ¿Esta es una solución eficaz? Desaparece la tragedia de
Sófocles y la serie de binarismos a ella asociados. Da lugar a un imaginario tan
sorprendente, tan revolucionario y poderoso que nos interrogamos sobre su
eficiencia en la modestia de la cura cotidiana. Por su lado, las perspectivas
queer también cuestionan los postulados edípicos. Sin embargo, la idea de
“una sociedad sin género” más que provenir de una des-inscripción radical del
mito edípico, indudablemente procede de un acuerdo con una deconstrucción
interna. Los queer plantean a su manera no un pasaje anedipico sino
postedípico. Este pasaje se encuentra en lo que puede llamarse una clínica del
goce, de los nudos y del caso por caso, anticipando los avances de la última
enseñanza de Lacan.

Pensar una lógica donde el Edipo ya no es la primera referencia consistente, o


el único objetivo necesario para la constitución del sujeto, requiere sobre todo
ponerse a dibujar nuevas categorías cartográficas, capaces de recibir las
subjetividades postedípicas. Estas hacen tambalear las certitudes familiares.
Cuestionan los fundamentos de inteligibilidad del mundo psíquico. Aunque dan
nuevos contornos a las relaciones privilegiadas (amor, familia, comunidad…)
no escapan por ello a los retos propios del inconsciente. La clínica menor se da
entonces a la tares de inventar nuevas maneras de escuchar las quejas de los
sujetos. Elaborar mapas de sus subjetividades. Preguntarse nuevamente
sobre la forma en que el impulso insiste en los discursos independientemente
de la novedad de sus contornos. Considerar al Edipo ya no como un universal
sino como un pasaje posible, en un momento dado, para la constitución de la
subjetividad. Queda entonces por ver, sobre las ruinas del Edipo, cómo los
sujetos se las arreglan hoy en día para vivir, sufrir y amarse.

Lacan y la ley del lenguaje


Según otra perspectiva, ir más allá del Edipo podría resumir la orientación
desarrollada por Lacan a lo largo de su enseñanza. Mientras que, en un primer
tiempo, retoma el Edipo, alejado de toda concepción centrada en la maduración
o el desarrollo infantil del Yo, lo articula según la lógica de una estructura que
se presenta en diferentes tiempos. Padre, madre e hijo son únicamente
posiciones que determinan la manera en el que lo humano se inserta en el
lenguaje. La función paterna juega un rol determinante en tanto que hace
posible la diferencia, la disyunción entre el hijo y el deseo de la madre: el padre
empuja a la madre a ir y venir entre él y el hijo. Parece entonces que ella desea
otra cosa más que el hijo: la madre desea el falo que el padre tiene.

El célebre adagio lacaniano “el inconsciente estructurado como un


lenguaje” condensa la estructuración del deseo vía el Edipo y el falo. Hasta que
el niño no haya encontrado la metáfora paterna, queda indeterminado como
sujeto, sometido a la ley incontrolada de la madre. La sustitución que opera el
Nombre-del-Padre en el lugar del Deseo de la Madre provoca un cambio de
registro para el niño: la emergencia de la significación fálica. Esta es la versión
clásica del Edipo lacaniano: un juego de posiciones donde se inscribe el deseo
en su relación íntima con el lenguaje. Se pone en juego una estrategia
simbólica que le quita peso al cuerpo, a la realidad concreta de los personajes
y se articula a los movimientos de renvío del significante. Es decir, el Edipo es
la garantía del acceso al orden simbólico: “En el régimen del Nombre-del-
Padre, el niño sale de la indeterminación y se inscribe en una significación
precisa, la significación fálica que es el producto del significante paterno en el
niño. Podemos leer esta consideración del surgimiento del sujeto en el lenguaje
de manera mayor, rectificando los lugares y los roles como si fueran absolutos,
con condiciones ontológicas indiscutibles y rigurosamente articuladas a la
trinidad heterosexual papa-mamá-bebé.

Por el contario, de manera menor, podemos decir más bien que el padre
juega el rol de una metáfora y que no encarna el falo: es su símbolo. El padre
no es el falo, sino que representa a quien lo tiene en tanto que parece poder
llenar la falta materna. Lacan explica en su seminario: “el Nombre del Padre
tiene la función de significar el conjunto del sistema significante, de autorizarlo
a existir, de dictar su ley, [...] el falo entra en juego en el sistema significante a
partir del momento en que el sujeto tiene que simbolizar [...] el significado en
cuanto tal, quiero decir la significación, [...] lo que desea. El significado del
significado, en general, es el falo”.

Tal afirmación cruza el obstáculo de Freud en Análisis terminable e


interminable relanzándolo en una nueva dirección: este más allá por lo que un
análisis nunca llegará a su fin, ya no es el miedo a la pérdida del pene o por su
envidia, sino más bien por la comprensión exhaustiva del falo en tanto
significante del deseo. Aquí se impone una pregunta: ¿las leyes del significante
concebidas en términos de lugares y de estructura, pueden experimentar una
sexualidad formulada de manera estrictamente heteronormativa o pueden
abrirse a nuevas configuraciones familiares?

En todo caso, el pasaje al registro simbólico tiene una consecuencia


clínica muy importante. El análisis ya no se considera un instrumento de cura,
si entendemos por cura una identificación definitiva a una saturación de la
escisión inherente a la marca del lenguaje. El falo “no puede desempeñar su
papel sino velando, es decir como signo él mismo de la latencia de que adolece
todo significable, desde el momento en que es elevado (aufgehoben) a la
función del significante. El falo es el significante de esa Aufhebung misma que
inaugura (inicia) por su desaparición”. Más precisamente, el falo, considerado
bajo el régimen del significante, renvía a una evanescencia que coincide con la
del deseo: en tanto que significante del significante, el falo no puede tomar
nunca consistencia y solo aparece velado, reprimido. “Sólo es concebible si se
lo implica de entrada como el significante de la falta, el significante de la
distancia entre la demanda de sujeto y su deseo”.

Lo que sucede con la economía del inconsciente tiene que ver entonces
con la dependencia del sujeto al lenguaje. Esta relación determinará para cada
quien, las modalidades de su deseo, de su goce, en resumen, de su relación
con el mundo. La sustitución del Deseo de la Madre por el Nombre del Padre
es lo que se conoce como metáfora paterna, sumerge al sujeto bajo el yugo de
la ley del significante. Para simplificar, diremos que el pasaje por el complejo de
Edipo y por su revés, el complejo de castración, nos lleva a una concepción del
lenguaje como castración y del deseo como falta. Esto es sin duda lo esencial
de la inversión freudiana operada por Lacan estructuralista: la castración de
lenguaje implica una concepción del deseo como falta. El falo es entonces el
significante fundamental por el que el deseo del hombre y de la mujer busca
reconocimiento.

Lacan admite, sin embargo, que el resto de los planteamientos que se


refieren a la formación de la identidad de género conservan un aspecto
normalizador. “El complejo de Edipo tiene una función esencial de
normalización” Y más adelante dirá: “para mí se trata de mostrarles en qué
perspectiva, en qué avenida se deja entrever la posibilidad de una
normalización – una normalización terapéutica ”. Afirma, además: “el complejo
de Edipo tiene una función normativa, no simplemente en la estructura moral
del sujeto, ni en sus relaciones con la realidad, sino en la asunción de su sexo-
lo cual como ustedes saben permanece siempre en el análisis dentro de cierta
ambigüedad.”

Es sobre esta ambigüedad que Judith Butler basa su radical


deconstrucción de los posibles a priori homofóbicos, heteronormativos y
binaristas del psicoanálisis. Comprender los desafíos irónicos y políticos de
esta deconstrucción no es renunciar a la práctica analítica. Tampoco se adhiere
por ello a un ideal anti-Edipo. Por el contrario, es posible que se crucen matices
nuevos en el campo del análisis: no sólo desde un punto de vista
metapsicológico, sino también desde un punto de vista clínico.

Judith

Butler y el género

Butler se dirige a los subalternos, a los no reconocidos, a los silenciados.


Su reflexión se escribe a partir de la violencia que los oprimidos han resentido
en sus cuerpos. Se enmarca en favor y a través de los sufrimientos de la gente.
Feminista, su pensamiento parte de la dificultad de identificarse con su género,
cualquiera que sea el sexo. Según ella, hay prejuicios, normas de lenguaje,
actitudes, que impiden, incluso forcluyen la consideración de vidas que no
están en adecuación con la única repartición de dos sexos y con su
representación social. “El género es un fenómeno complejo cuya totalidad se
posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada
coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que
alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del
momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias
y discrepancias sin obediencia a un telos normativo de definición cerrada”. Así,
Butler utiliza el género para rechazar toda rigidez de nuestro ser y de nuestras
vidas (“un hombre reacciona así”, “una mujer forzosamente goza así”) El
objetivo explícito de su filosofía es considerar el espectro de posibilidades “con
el fin de que podamos tener una concepción más amplia de la manera en la
que los seres humanos producen el sentido de su vida y lo que le da sentido a
sus vidas”. Ante la ansiedad que experimentan los “fuera de la norma” y a su
vez, ante la que inspiran en las personas quienes viven el mundo bajo un modo
mayor, el género constituye una herramienta para entender los trastornos
vividos. Seguir las consecuencias de estos trastornos nos lleva hasta poner en
crisis las reparticiones mejor establecidas. En la introducción a El género en
disputa, Butler explica: “Lo que no quiere decir defender o celebrar todas las
prácticas minoritarias, sino que debemos ser capaces de pensar antes de
hacer conclusiones, cualesquiera que sean. ” Perturbar la evidencia de dos no
es una tarea fácil.

La problematización del género devela, a pesar de la solidez de las


apariencias, su profunda precariedad, su vulnerabilidad intrínseca y su extrema
variedad. Tomar acto de esta crisis ontológica dará lugar a nuevas actitudes
para pensar con los excluidos de la gramática de las mayorías: devolverles su
voz para expresar de otro modo la lógica del mundo y de lo universal.

Butler afirma: “Nuestras concepciones del ser humano dependen de


manera problemática de la existencia de dos géneros coherentes. Si alguien
incumple la norma masculina o la femenina, se pone en tela de juicio su propia
humanidad”. Sus trabajos relativizan entonces la diferencia de sexos.
Regresaremos a este punto. Por el momento, detallaremos cómo la filósofa
logra reducir el edificio edípico.

Butler lectora de Lacan

El trabajo del psicoanálisis menor es el de investigar el campo pulsional sin


partir de un a priori heterosexual. No obstante, la dificultad empieza cuando
Lacan evoca una cierta ambigüedad del complejo de Edipo, releída a partir de
la lógica del significante fálico, quizá todavía tiene que ver con ese a priori. En
efecto, en su célebre discurso de Roma, en 1953, retomando paso a paso los
avances freudianos, Lacan no duda en anudar el lenguaje al complejo de Edipo
en tanto marcador mayor de los “límites que nuestra disciplina asigna a la
subjetividad”. Hace de ello una ley simbólica: “Esta ley se da pues a conocer
suficientemente como idéntica a un orden de lenguaje”. Esto se transmite de
generación a generación por el Nombre del Padre. Con el fulgor que
caracteriza el estilo de Lacan, escribe: “En el nombre del padre es en donde
debemos reconocer el sostén de la función simbólica que, desde el albor de los
tiempos históricos, identifica su persona con la figura de la ley.” Aunque todo se
juega en el nivel simbólico, los términos utilizados son muy reveladores.

Butler retoma en dos ocasiones, no sin malicia, las ambigüedades y las


complejidades de las declaraciones lacanianas. Destaca la evidencia que
vincula el complejo de Edipo con la significación fálica. Nos previene contra la
heteronormatividad. Veamos como lo hace.

La filósofa aborda una primera vez la cuestión del falo lacaniano en El


género en disputa. Ahí, le reprocha al psicoanálisis la inmutabilidad del orden
simbólico y el rol clave que juega justamente el falo. No importa lo que digamos
sobre la diferencia real entre el órgano y el significante de los significantes.
Aunque hagamos valer la dimensión metafórica de la operación lacaniana. Se
tiene derecho a subrayar el interés de leer el Edipo como una serie de casillas
que se ocupan y no como una realidad concreta que se trataría de encarnar.
No impide esto que: la elección del término es en sí mismo, el deslizamiento
semántico del que es efecto, las connotaciones que se desprenden del
vocabulario empleado, todo ello merece ser sondeado, disecado, incluso,
perturbado, más aún cuando el lugar y el rol de lo que no parece ser, es lo
decisivo para la práctica del inconsciente.

De hecho, según Butler, el simbólico no debe ser percibido como un bloque


monolítico que nos dará acceso a la humanidad. Si “el orden Simbólico elabora
la inteligibilidad”, entonces la cuestión lacaniana sería: ¿Cómo se crea y
distribuye el “ser” a través de las prácticas significantes de la economía
paterna?” . Sin embargo, el objetivo de Butler es re-negociar tal versión del
simbólico, aligerar la trama, demostrar en lo que falla, indicar la perpetua re-
construcción a través de un análisis de las normas sociales. “Si lo Simbólico se
entiende como una estructura de significación culturalmente universal que en
ningún caso está completamente ejemplificada en lo real, entonces tiene
sentido preguntar: ¿qué o quién significa qué o a quién en esta cuestión
aparentemente transcultural?” En un libro más tardío, la filósofa afirma: “Lacan
remarca que las instancias simbólicas acortan las diferencias existentes entre
sociedades convirtiéndolas en la estructura irreductible, inconsciente y radical
de la vida social”. En realidad, según ella, hay una «flexibilidad de la Ley misma
para su reformulación cultural en formas más plásticas” En particular si esta
tiene la pretensión de reaccionar a la inteligibilidad de nuestro ser. Lo invariable
simbólico siempre corre el riesgo de precipitarse en una inevitable instancia
que termina en un “estatismo cultural”.

Aunque no nos agrade, constatamos que al leer el texto “La significación del
falo”, la dialéctica de tener el falo (del lado hombre) y del ser (lado mujer)
establece la dimensión simbólica de nuestra existencia por medio de una
orientación no solamente binaria (tener o no) sino claramente heterosexual.
Esto lleva a Butler a afirmar que el conjunto del trabajo de reapropiación del
texto freudiano por Lacan no rectifica más que “una ley del deseo
heterosexual”. Este tipo de ley se ejerce con la violencia de una injusticia sobre
las minorías: dejando de lado a quienes el deseo no se conjuga con el modelo
heterosexual. Si el funcionamiento del inconsciente se explica en función de
una polarización binaria y heterosexual ¿Cómo podríamos esclarecer, sin
descalificar siempre las homosexualidades, las transidentidades, las
ambigüedades que florecen al interior de lo straight?

A cada paso de su razonamiento, Butler agujerea el procedimiento de


Lacan. Su interpretación pone de relieve la parte de comedia que encierra el
modelo lacaniano “hay una imposibilidad indispensable o presupuesta de
cualquier intento de apropiarse de la posición de “tener” el Falo, con el
resultado de que ambas posiciones de “ser” y “tener” deben considerarse,
según Lacan, fracasos de una comedia; con todo, esas posiciones deben
estructurar y representar estas imposibilidades repetidas”. En resumen, si
creemos mucho en el simbólico, si se ontologiza, si se le considera como única
garantía transcultural, si se le hace el único baluarte del deseo (donde el deseo
del hombre que tiene el falo es siempre estrictamente alimentado por una mujer
que es el falo) ya no reímos más. Nos cegamos ante la comedia de los sexos.
Creemos demasiado en una y una sola fórmula del advenimiento del sujeto y
de su deseo. Olvidamos el descentramiento que realizaron los post-
estructuralistas al respecto. Butler no puede ni quiere ignorar tal legado. Su
trabajo teórico en su conjunto es “el resultado de que toda antología de género
se puede reducir al juego de apariencias”. Así se divierte en llevar a Lacan lejos
de la pesadez del ser y de lo irrevocable y lo arrastra al alegre lado de la
mascarada y de los semblantes.

La propuesta bluteriana va directamente al corazón de quienes


consideran la clínica exclusivamente a partir del complejo de Edipo y del
Nombre del Padre como únicas garantías del orden civilizatorio .

Su filosofía desarrolla una verdadera desvalorización de lo simbólico. El


uso exclusivo de la Ley del lenguaje, “la aspiración del Simbólico de ser la
inteligibilidad cultural de su forma hegemónica” es “ideológicamente
sospechoso”. Cuerpo y lenguaje no se encuentran solamente en nuestras vidas
personales, sino que se inscriben largamente en la matriz cultural que hace de
un cierto estilo de vida, una vida vivible, envidiable o al contrario patológica,
inaceptable, moralmente condenable.

Muchas veces, la filósofa se detiene en el hecho de que los lugares


asignados por el falo en la cadena significante no se sostienen, son imposibles.
De ahí su conclusión: “La elaboración de la ley que asegura el fracaso es
representativa de una moralidad de esclavos que ignora los mismos poderes
generativos con los que elabora la “Ley” como una imposibilidad permanente”.
La comedia heterosexual, regida por el simbólico, termina siendo una “moral de
esclavos”. Básicamente, siguiendo a Foucault, la filósofa le reclama al
psicoanálisis – una vez que este tuvo la visión de percibir el advenimiento de la
humanidad gracias al significante- volver a reproducir sin parar las condiciones
de instauración de esta humanidad. Dicho de otra manera, exige una
modificación de esta “moral de esclavos”, sometida a la univocidad de una y
una sola Ley, hacia lo que podríamos llamar una ética de los cuerpos en
libertad, es decir, una vía abierta hacia la pluralización de lo posible, lo vivible,
lo envidiable a partir de la diversidad de los cuerpos y de la diversidad de las
relaciones que anudan los cuerpos con el lenguaje. Necesaria para el
ordenamiento del mundo, la promulgación de la Ley simbólica debe por lo
menos dar cuenta de los cuerpos que marca. Sin esta renegociación simbólica
constante, la instauración de tal Ley corre el riesgo de castigar no solo al pene
sino al cuerpo entero de quienes no logran insertarse en la evidencia y en la
normalidad de una sociedad basada en la oposición fálica de “quien lo tiene” y
a “quien le falta”.
Segunda lectura butleriana de Lacan

En Cuerpos que importan, Butler retoma por segunda vez la cuestión del falo
del texto lacaniano. De nuevo se interesa en el fracaso fálico: imposible de
caracterizar la cuestión de la inteligibilidad y del acceso al lenguaje a través de
la dialéctica fálica. Lo que le molesta a Butler y a muchas otras feministas, es
que “los genitales masculinos de pronto son un sitio originario de erotización
que luego se convierte en objeto de una serie de sustituciones o
desplazamientos”. La sustitución menos evidente es la de la distinción
incesante entre el pene y el falo. ¿Podemos escapar al desliz semántico que va
del uno al otro? Además, hacer del falo el símbolo originario de la marca de
nuestro cuerpo por el lenguaje en el contexto de una triangulación simbólica del
deseo resulta problemático, ya que el punto de partida, el a priori no dicho de
esta elevación del juego de las funciones y de los lugares sigue siendo la
pareja estrictamente heterosexual. Bajo este prisma, la dimensión simbólica
tanto como el Edipo, el falo y el deseo que estimula, el sujeto como su acceso
al inconsciente se vuelven herramientas que sirven para abordar el texto
lacaniano. ¿Qué pasó con el género? ¿Y si, en vez del Edipo, retomamos a
Antígona como heroína del deseo? ¿Qué hay de la ley «sin generalidad y sin
posibilidad de ser traspuesta?” ¿Qué hay de lo simbólico, si en lugar del falo,
siguiendo a Luce Irigaray, nos interesamos por “la mecánica de los fluidos” o
en una escritura estrictamente femenina? ¿Qué hay de las incidencias políticas
de la familia si el tabú del incesto no hubiera sido utilizado para excluir las
formas de parentalidad alternativas a la pareja heterosexual? ¿Qué hay del falo
si para explicar el acceso al lenguaje partiéramos, no de una representación
heterocentrada, sino de una pareja de lesbianas?

Una vez más algo de burla. De nuevo la filósofa lamenta y deconstruye


de manera muy feminista, el lazo que une tácitamente la significación fálica al
mimetismo biológico. ¿Por qué el balance simbólico, la invención de una matriz
de inteligibilidad independiente de la realidad de los sexos y de la naturaleza
deben pasar no solamente por el Edipo sino también por la orientación fálica?

Desde un punto de vista clínico, planteado en estos términos, la


pregunta sobre el falo quiere decir interrogar la distinción neurosis/psicosis ya
que la relación al falo y el pasaje por el Edipo constituye una referencia mayor
para la distinción diagnóstica. En una serie de entrevistas recopiladas con el
título Humano, inhumano, Butler explica lo que ha llamado no sin ironía el falo
lesbiano: “Quisiera sugerir que tener y ser no son posiciones que se excluyan
mutualmente y que existe una variedad de posibilidades de identificación
presentes en la homosexualidad, la heterosexualidad y la bisexualidad, que no
pueden fácilmente reducirse a un cuadro particular.” Para ella, hemos asistido a
una idealización de la anatomía masculina a través del falo.
“Parece que esta valorización imaginaria de las partes del cuerpo debe hacerse
derivar de una especie de hipocondría erotizada. La hipocondría es una
investidura imaginaria que, de acuerdo con la primera teoría, constituye una
proyección libidinal de la superficie del cuerpo que a su vez establece su
accesibilidad epistemológica. Aquí la hipocondría denota algo como una
delineación o una producción teatral del cuerpo que le proporciona un control al
yo, proyectando un cuerpo que llega a ser objeto de una identificación,
completamente tenue en cuanto a su condición imaginaria o proyectada.”

La figura del falo lesbiano arruina el funcionamiento masculino de la relación


con el lenguaje. No niega el interés del pasaje por lo simbólico, pero demuestra
hasta qué punto esta insistencia, por muy necesaria, es fundamentalmente
frágil.

Puesta en variación continua del descifrado

Las marcas del cuerpo por el lenguaje son entonces un punto decisivo de su
consideración, como un sitio de sufrimiento y de expresión. Pero tal sitio es
siempre resignificable. Las piezas que pueden jugarse son múltiples y plurales.
El teatro del cuerpo no es únicamente el del cuerpo sin órganos de Artaud sino
que no se limita a la recitación ideal de la tragedia edípica dominada por el falo.

La posibilidad de vivir el cuerpo no solamente depende de los órganos. El


vocabulario con el que se describe orienta su construcción. Así, cuando
volvemos a ver las palabras para describir la lógica del funcionamiento, la
aprehensión del cuerpo se transforma. Apostemos que es lo mismo para el
inconsciente. En psicoanálisis como en las teorías queer, el cuerpo vale como
el sitio de inscripción del lenguaje. Para Lacan releyendo a Freud a la letra “es
el mundo de las palabras que crea el mundo de las cosas.” La materialidad del
cuerpo no está hecha solamente de carne y de huesos, de sangre y de fluidos
sino de significaciones. Para Butler, estas significaciones no pueden ser
exclusivamente determinadas por el acceso al lenguaje vía el falo a través de la
resolución de la cuestión edípica.

La tensión entre las palabras y las cosas, la relación entre el lenguaje y el


cuerpo, el nudo entre palabra y sexualidad supera el deslizamiento semántico
que va del pene al falo. El trabajo de relectura butleriana conduce a “modos
variables de delinear y teatralizar las superficies del cuerpo”. Si bien, los
cuerpos se cifran bajo la torsión del lenguaje, la lectura de Butler induce una
puesta en variación continua de este cifrado.
Reduce así la violencia característica de la exclusión (hetero) normativa. Esta
se beneficia de una ventaja epistemológica inconsciente a partir del momento
en que la significación de los cuerpos se limita a la significación del falo. Aquí,
todos los genitivos tienen el mismo valor al mismo tiempo. Escribe: “Qué se
excluye del cuerpo para que se forme el límite del cuerpo? ”. Si queda claro
que para la significación lacaniana el falo en tanto significante de significantes
siempre está excluido de él mismo ¿en qué medida esta auto-exclusión, una
vez que se ha impuesto como poderosa en el reino del simbólico, no eclipsa
otras? Pensar la significación del falo no significa pensar el sentido que tiene el
falo sino cómo el sentido proviene del falo. ¿Pero, solamente hace falta que el
sentido no provenga más que de esta idealización del órgano? ¿Por qué no
otras?

Así la lectura de Butler es enriquecedora en por lo menos dos aspectos: por


una parte, lleva la lógica freudiano-lacaniana a sus límites más espinosos y por
otra parte, su crítica deja ver otras significaciones del cuerpo. Significaciones
que no son exclusivamente fálicas: tantas salidas posibles fuera de la moral de
los esclavos. “No me queda muy claro si se puede decir que las lesbianas sean
“del” mismo sexo o que la homosexualidad en general deba construirse con
amor por lo mismo. Si el sexo se esquematiza siempre en este sentido, no hay
ninguna razón necesaria para que continúe siendo el mismo para todas las
mujeres”.

Más allá de un simple cuestionamiento sobre la anatomía, lo que se


dibuja aquí es la posibilidad de resignificar el cuerpo, el género, la sexualidad y
el sentido mismo, independiente de un único referente fálico. Tal apertura de
sentido pasa por un examen irónico, una trituración interna del discurso
psicoanalítico. Los deslizamientos metonímicos y los saltos metafóricos acaban
por excluir a las minorías. La ironía butleriana exige, por lo tanto, que el
discurso psicoanalítico encuentre palabras capaces para descentralizar
algunos de sus resortes. Desbaratando así la metapsicología, la empuja a
reinventarse desde lo que había pensado como sus márgenes.

En esos dos textos sobre el falo, Butler termina con la cuestión de la


construcción del género y, en las dos ocasiones, sostiene que “el proceso de
incorporación del género se inscribe en el centro de la melancolía”. La hipótesis
de la melancolía del género es tan fundamental como compleja en la reflexión
butleriana y frecuentemente ha sido eclipsada por otra tesis según la cual el
género sería performativo. Regresaré sobre estos dos aspectos. Por el
momento, retengamos que si seguimos a la letra la lógica freudo-lacaniana, la
construcción del género masculino o femenino exige la prohibición del incesto.
La melancolía del género desarrolla la idea según la cual, antes de esta
prohibición, se debe asegurar otra: la de la heterosexualidad.
De hecho, cuando Butler caracteriza la adquisición del género en función
de la melancolía, opera una inversión particularmente queer. Asociando la
constitución de la identidad sexual normal, adulta, lograda, estable, a partir de
la melancolía, es decir “un proceso de interiorización del amor perdido ” logra
erradicar toda homofobia del discurso analítico. Reinvierte la matriz
heteronormativa que denuncia. Es lo que veremos en los capítulos siguientes.
Más allá del Edipo, la metapsicología se ve entonces desenquistada de toda
heteronormatividad. Puede incluso cuestionar la invariabilidad de la diferencia
de los sexos.

Sobre las ruinas de Edipo

Trabajando en la escena post-edípica entre teorías queer y psicoanálisis se


opera un doble movimiento. Por un lado, significa preguntarse en qué medida
el heterosexualismo y la dominación masculina dominan en nuestra sociedad
occidental y en nuestro inconsciente. Hay que decir y repetir que si el
psicoanálisis avanza con las teorías queer en dirección de una escena post-
edípica es a condición de que sus investigaciones sobre lo pulsional no hagan
prueba de un a priori heterosexual. El reto no es solamente ético y
epistemológico sino institucional. El estudio de la psique humana debe liberarse
de toda referencia a la norma articulada a una suerte de ideal de realización, de
completud o de felicidad. Se trata, al contrario, de hacer con el
disfuncionamiento característico del parlêtre, “con la forma de un cáncer del
que el ser humano es afligido”. Para Lacan, “la palabra es un parásito ”.

Por otro lado, hay que subrayar que incluso en la era post-edípica, el
psicoanálisis lleva el gran teatro del género frente al real. Los disfraces y los
juegos, las máscaras y los semblantes, las réplicas y los silencios, los
eslóganes y los gestos, lo trágico como lo cómico, la obra tanto como el
performance solo existen por un instante para engañar el vacío que nos anima.

Desde Freud, la hipótesis psicoanalítica toma lo humano a partir de un


oscuro exceso. Esta hipótesis, aunque relativamente desesperada, no ha
perdido su fuerza. Cada sujeto, sin importar los avances de la sociedad, sus
progresos, tendrá que enfrentar, al interior mismo de su psique, la repetición de
un elemento que rechaza toda satisfacción, toda positividad. La pulsión niega la
idealización de lo bello, del bien y de la verdad. Insiste. No habrá un mañana
feliz ni certitudes identitarias frente al sufrimiento de la repetición misma.

Frente a lo imposible de soportar, el acto analítico aligera gracias a una extraña


paradoja. Si bien la interpretación necesita un contexto de enunciación preciso,
con roles estrictamente establecidos, cuando tiene el valor de un acto, logra
reconfigurar el régimen de enunciación. Las consecuencias del acto
interpretativo, cuando van al punto, hacen que el sujeto escuche su decir para
hacer de otra manera. Los analistas post-edípicos no se lamentan de las
transformaciones de lo contemporáneo. No ambicionan una destrucción
sistemática de todos los escenarios y un regreso militante a la fábrica
anedípica. Buscan más bien el funcionamiento de la representación de los
sujetos a quienes escuchan. ¿De qué tipo de performance se trata? ¿En qué
genealogía se inscriben sus gestos, sus cuerpos y sus voces? A cada uno le
corresponde su rol en el gran teatro del género. La identificación del trabajo de
la pulsión sitúa o hace aparecer el agujero, lo blanco, lo que hace la memoria
del texto y libera al deseo.

Sobre las ruinas del Edipo y del falo, un saber, una práctica y una ética
siguen inventándose a la medida de lo real. Debemos ahora precisar aun más
cómo este saber, esta práctica y esta ética se declinan, cómo logran evitar caer
en las trampas de la homofobia y de la heteronormatividad. Queda igualmente
por demostrar si esta ética, esta práctica y este saber, llevan o no a un más allá
de la diferencia de los sexos.

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