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Algaba Leticia La Novela Histórica Mexicana

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LETICIA ALGABA

LA NOVELA HISTÓRICA MEXICANA ANTE LA CRÍTICA*

Durante el siglo XIX europeo, el siglo de la historia, cobra auge la novela histórica impregnada del roman-
ticismo, estética que aproxima enormemente el punto de vista del novelista con el del historiador. Con mu-
cha frecuencia éste emulaba a aquél por cuanto intentaba narrar no sólo con animación, amenidad e incluso
emoción, sino también pretendía la verdad poética, en el sentido aristotélico mediante la verosimilitud que
da categoría artística a la verdad histórica. Existía entonces un contubernio entre la literatura y la historia
que tuvo ilustres seguidores como Chateaubriand y distinguidos detractores como Thiers.

En tierras americanas, la novela histórica discurre ampliamente durante la centuria pasada; casi todos los
escritores mayores mexicanos frecuentaron el género en los dos momentos del romanticismo. El primero
cobra auge entre los años treinta y cuarenta, cuando ocurrieron las principales discusiones en torno a la
búsqueda de una expresión nacional en la Academia de Letrán y luego en el Ateneo Mexicano. El segundo
momento alcanza sus mejores manifestaciones hacia fines de los sesenta bajo la atmósfera de la restaura-
ción de la república y el espíritu de reconciliación política en aras de un proyecto cultural en las tertulias
del Liceo Hidalgo; quizás el testimonio más representativo sea la revista El Renacimiento.

La critica literaria de nuestro siglo suele abordar la novela histórica latinoamericana del XIX a partir de
modelos europeos; Walter Scott es el paradigma más aludido. Los influjos románticos, como sabemos,
tuvieron adecuaciones por ende transformaciones, hecho que, desde mi vista, merece renovadas lecturas de
las novelas. Una veta de enorme interés es la revisión de la crítica literaria por cuanto ha diseminado carac-
terizaciones no siempre iluminadoras de los rasgos propios de nuestra novela histórica, o bien ha colocado
etiquetas, marcas que tienden a fijar, a inmovilizar la lectura viva que los textos ameritan.

En el espíritu romántico que se asentó en Latinoamérica cuando nuestros países habían alcanzado la inde-
pendencia, el manifiesto de Víctor Hugo, es decir, su Prefacio a Cromwell, tuvo una influencia singular. En
México fue altamente apreciado durante un prolongado lapso que va desde 1844 con los escritores del Ate-
neo de México hasta los años setenta en algunos textos de Ignacio Manuel Altamirano. Y como en otros
países hispanoamericanos las huellas del manifiesto huguiano resultaron propicias para el intento de fundar
la literatura mexicana.1

Del escritor francés retomaron la visión historicista para explicar la modernidad, Hugo revisa la tradición
de la poesía occidental y marca periodos bajo la metáfora de la niñez y la vejez, etapa esta última a la que

*
Algaba, Leticia, “La novela histórica mexicana ante la crítica”, en Literatura sin fronteras, Segundo Congreso Inter-
nacional de Literatura, México, UAM, 1999, pp. 415-421.
1
Véase Jorge Ruedas de la Serna, Los orígenes de la visión paradisiaca de la naturaleza mexicana, UNAM, México,
1987, pp 70-75.
2

pertenece su presente. Así inaugura una época y los escritores latinoamericanos se sirven de tal invención
para inaugurar su historia; el beneficio salta a la vista: no tendrían ya que seguir cargando con el peso de
los siglos de la dominación española, serían habitantes de “pueblos niños” que llegaban a la modernidad
con los ojos puestos en el futuro, no en el pasado. Pero éste no sería tan fácil de ignorar, según lo comprue-
ba el intenso cultivo del tema histórico en la literatura, aunque si parece ceñirse a aquella visión más orien-
tada hacia el presente que vivían los escritores y el futuro que avizoraban.

La idea de la niñez de América se volvió un tópico que desde luego se adoptó en Europa y sirvió ambiva-
lentemente para juzgar nuestra literatura, como en el caso de Marcelino Menéndez y Pelayo. Cuando estaba
por cumplirse el cuarto centenario del descubrimiento de América, las academias americanas correspon-
dientes a la Española de la Lengua trabajaban arduamente en la preparación de antologías poéticas, las cua-
les fueron sancionadas por el critico santanderino. Estas lecturas lo llevaron a trabajar en su Historia de la
poesía hispanoamericana que se publico en 1909. En esta obra examina la infancia en tanto rasgo específi-
co de los pueblos americanos y señala el ineludible carácter de su literatura: es colonial y obra de criollos,
no de indios. Subiendo aun más el tono, califica de “gran temeridad y error” querer introducir los recuerdos
y las leyendas ocurridas hace apenas 300 años. El escritor decimonónico, continúa, podía explorar con cu-
riosidad sus tradiciones, pero acaso las consideraría exóticas por cuanto su mentalidad no era indígena sino
criolla, enraizada en valor es morales cristianos. Y los recuerdos de la conquista, “demasiado cercanos”,
transcritos profundamente en las crónicas, eran más bien datos documentales no aptos para la imaginación
y la fantasía del escritor que sólo intentaría restar brillo a las crónicas del Bernal Díaz o a la poesía del Inca
Garcilazo. En la etapa colonial ve mayores inconvenientes todavía, pues en esa pacifica época las querellas
internas o el desembarco de piratas ingleses y holandeses eran más bien materia para la comedia de capa y
espada y no del “drama terrorífico y espeluznante que cultivaban con predilección los románticos”. Ense-
guida Menéndez Pelayo aporta una consideración justa en mi opinión: el escritor americano no podía reto-
mar, como Walter Scott o Zorrilla, los castillos medievales, las catedrales góticas, la esencia de las leyen-
das para lograr esa “misteriosa compenetración del paisaje y de la historia”, pues en América está ausente
“el peso de la larga historia”2. Los juicios del santanderino encontraron, sin embargo, la contradicción al
considerar que “los pueblos niños”, a los cuales les está vedado el tema histórico, habían ingresado al orden
espiritual de las naciones europeas.

Un buen número de novelas históricas decimonónicas han permanecido en el horizonte de la lectura de los
mexicanos, según se comprueba en una larga lista de reediciones. En su momento, lo sabremos, se encami-
naron efectivamente lecciones de historia nacional o de adoctrinar desde el espíritu de partido, elementos
que no pocas veces han evitado el conocimiento de algunas, particularmente las de los novelistas que tuvie-
ron posturas políticas conservadoras. Éste seria el caso de El Inquisidor de México, magnífica novela corta

2
Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía hispanoamericana, ts. 7 y 8, 3ª. ed. corregida y aumentada,
Vda. e Hijos de M. Tello, Madrid, 1909 – 1923.
3

de José Joaquín Pesado publicada en 1838, y de La Hija del Judío de Justo Sierra O’Reilly (1848), valora-
das tardíamente.

Pocos críticos se han ocupado de estas obras; en el terreno de la historiografía de la literatura mexicana
resalta Antonio Castro Leal, autor de numerosos prólogos a obras de nuestra literatura publicados en las
Colecciones de escritores Mexicanos, bajo su dirección, y de Sepan Cuantos de la editorial Porrúa. Seria
casi imposible que los prólogos de Castro Leal no hayan sido el autentico umbral de muchísimos lectores a
las obras. En 1960 selecciona obras para los dos volúmenes de La novela del México colonial (editorial
Aguilar), acompañados por una larga introducción en los que destacan algunos de los tópicos a los que
referí antes.

Siguiendo a su maestro Henríquez Ureña, Castro Leal accede también a las ideas de Menéndez Pelayo por
lo que dedica un apartado a los antecedentes españoles de la novela histórica en México, como una señal de
seguimiento de una tradición hispánica y a la vez de otros países europeos, elementos que le permiten en-
trar al romanticismo y los escritores paradigmáticos como Walter Scott.

Una de las ideas más importantes es el establecimiento del origen del género retornando a Henríquez Ureña
en un concepto fundamental: la novela surge en el momento mismo de la conquista, pues la realidad ameri-
cana sorprendentemente original, creó un efecto novelesco en la mirada de los cronistas españoles; así pues,
el critico dominicano propone Los comentarios reales del Inca Garcilasco, y Castro Leal, La conquista de
México de Solís. Una vez fundado el origen se construye el pasado, que es la etapa colonial. En este punto,
Castro Leal relaciona el romanticismo que impregna la novela histórica europea con nuestro momento tam-
bién romántico: el escritor ve la Colonia, su pasado más remoto, al igual que los europeos vuelven los ojos
a la Edad Media. A ninguno se le podrá escapar que Castro Leal ha retomado el tópico de la infancia ame-
ricana que nuestros escritores decimonónicos tomaron de Víctor Hugo.

La secuencia muestra también una urgencia de fundamentación del género de la novela histórica en México
e intenta prestigiar el pasado colonial. El corte historicista abre un horizonte temporal amplísimo que acoge
13 obras, la más antigua es Los infortunios de Alonso Ramírez de 1960 y la más reciente es Leyendas de las
calles de la ciudad de México de 1922. Y entre Carlos de Sigüenza y Góngora y Luis González Obregón
figuran obras de José Tomás de Cuellar, Eligio Ancona, Heriberto Frías, Justo Sierra O’Reilly, Vicente
Riva Palacio y José Pascual Almazán. El espectro temporal corresponde entonces a sucesos del siglo XVI y
llegan hasta el XVIII, con hechos cercanos al movimiento de la Independencia.

Otro rasgo peculiar en la caracterización que hace Castro Leal se refiere a los principios generales de las
obras seleccionadas: son históricas por la forma de tratar los temas por ciertos personajes y problemas son
indigenistas y algunas son de folletín por la manera en que se difundieron. Respecto al indigenismo, resalta
el hecho inmediatamente después de Los infortunios de Alonso Ramírez figure Xícotencatl, novela anónima
que se publicó en Filadelfia en 1826.
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La encomiable labor de Castro Leal que, por cierto, destila aromas nacionalistas, ha sido el umbral, como
señale antes, para muchos lectores y críticos, pero, a mi juicio, ha sembrado frecuentemente ópticas sesga-
das y estáticas de las novelas. A propósito de algunos estudios que he venido haciendo sobre la literatura
mexicana del siglo pasado, particularmente la novela histórica me referiré brevemente a unas calas sobre
tres obras que considero significativas en ese hito prolongado que, como señalé, discurre en nuestro roman-
ticismo.

De todos es sabido que uno de los temas más atractivos para la valoración del pasado colonial fue la intole-
rancia religiosa, representada casi siempre por la Inquisición. José Joaquín Pesado, distinguido político
miembro de la Academia de Letrán, escribe en 1838 El Inquisidor de México, novela corta que apareció en
El Año Nuevo. Presente amistoso. Los yerros de la intolerancia se localizan en la persecución de los judíos
a través de Sara, la joven protagonista quien es en realidad hija del inquisidor Guevara. La fuerza dramática
de la novela se potencia con la anagnórisis: el padre que la ha condenado se transforma al reconocer a la
joven y, poniéndose en el papel de la víctima, reniega de la “bárbara jurisprudencia del Santo Oficio. Este
acto, sin embargo, no lleva al inquisidor a condenar la institución eclesiástica, pues el Sumo Pontífice eleva
sus oraciones para la conversión de Sara al catolicismo, hecho que ocurre un poco antes de muera invadida
por la tristeza.

Así, Pesado deslinda los crímenes de la Inquisición colonial de los de una Iglesia celosa de su misión. Su
perspectiva sobre los coloniales refleja el presente que estaba viviendo: tres años antes de la escritura de la
novela había fracasado el primer proyecto de Reforma que encabezara José María Luis Mora. La equilibra-
da perspectiva histórica de Pesado discurre en armonía con el equilibrio artístico de corte neoclásico, en el
que resalta la factura del personaje de Sara, quien es una heroína romántica.

La revista El Fénix de Campeche publicó por entregas La hija del judío de justo Sierra O'Reilly en 1847,
novela que retorna la persecución de los judíos y en la que resultan perceptibles los rasgos del folletín eu-
ropeo, aunque el melodrama no ocupa un lugar central. Éste corresponde a las acciones del Propósito, un
jesuita que enfrenta la codicia del Santo oficio sobre la cuantiosa herencia del poder inquisitorial, Sierra
O'Reilly presenta al clero atento de su misión, mientras que en las acerbas criticas al gobierno virreinal,
muy alejado de las provincias, defiende la vocación federalista de Yucatán e incluso las sepa raciones que
del centro se habían realizado y de las que Sierra O'Reilly había participado: en 1847 este asunto político
estaba señalando posturas todavía al asecho en su presente. Pesado y Sierra O'Reilly defienden la misión
auténtica de la Iglesia, tanto en los siglos coloniales como en su presente; parecen colocar en su sitio justo
los puntos oscuros como son la intolerancia y el dogmatismo, no condenan el conjunto a propósito de parti-
cularidades, movimiento por cierto muy cercano al proceder ser de los historiadores.

A fines de los años sesenta aquella perspectiva sobre el pasado colonial cambia. En 1868 Vicente Riva
Palacio comienza a escribir febrilmente seis novelas en las que inmiscuye casos célebres del Santo Oficio.
A diferencia de Pesado y Sierra O'Reilly condena el dogmatismo de la sociedad colonial, exhibe profusa-
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mente los yerros del clero y los efectos nocivos del fanatismos religioso. Su perspectiva sobre el pasado
colonial se encamina a señalar los peligros del presente: apenas unos meses después del triunfo de los libe-
rales y la consecuente restauración de la república, permanecían agazapados los vestigios dogmáticos a
pesar de las Leyes de Reforma, proclamadas 10 años antes. La inmoderación de Riva Palacio corre en para-
lelo con los destinos signados por la fatalidad romántica de, por ejemplo, las protagonistas de Monja y ca-
sada, virgen y mártir, novela que se publico por entregas entre julio y septiembre de 1868.

En las tres novelas son perceptibles ciertas claves para comprender por igual nuestro romanticismo y la
especificidad de la novela histórica. En este punto, Menéndez Pelayo parece tener la razón: 300 años no
constituyen un horizonte suficiente para valorar equilibradamente el pasado. De los años 1600 y 1700 las
de Pesado, Sierra O'Reilly y Riva Palacio, a 1838, 1847 y 1868 en que fueron escritas, los valores morales e
ideológicos no habían cambiado demasiado.

Es por eso que estas novelas históricas reflejan mas el presente decimonónico que la época colonial, juego
perceptible en una especie de doble temporalidad en las tramas novelescas. Las distintas perspectivas sobre
el pasado colonial no hacen más que señalar un empeño común: tanto de Pesado como Sierra O'Reilly y
Riva Palacio buscaban los rasgos de la herencia. En este breve horizonte temporal, en el que subsistían
rasgos antiguos con los de una nueva época, intentaban construir la historia de México valiéndose de la
novela porque, hombres de su siglo, sabían que era un arma de largo alcance, pues todavía en nuestros días
es posible reconocer la misión cultural que ellos y otros escritores del XIX asumieron.

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