La Nube Purpurea - M. P. Shiel
La Nube Purpurea - M. P. Shiel
La Nube Purpurea - M. P. Shiel
novela La nube púrpura fue en su día «una leyenda, un apocalipsis, algo fuera
del espacio y del tiempo».
*R3N3*
M. P. Shiel
La nube purpúrea
ePub r1.0
chungalitos 23.06.13
*R3N3*
Título original: The Purple Cloud
M. P. Shiel, 1901
Traducción: Juan de Luzón
*R3N3*
Introducción
*R3N3*
En mayo de este año, el autor recibió como cosa notable un paquete de
papeles con el fin de que procediera a su examen —de un amigo, el doctor
Arthur Lister Browne, miembro del Real Colegio de Medicina— consistente en
cuatro cuadernos de apuntes repletos de esos vertiginosos garabatos de
«taquigrafía», cuyo conjunto semeja revoloteantes enjambres… garrapateados
en lápiz, y sin vocales; de manera que su desciframiento no ha sido una
diversión. La carta adjunta estaba también estenografiada y asimismo escrita a
lápiz, incluido el cuaderno de apuntes marcado con el III, y que ahora publico.
La carta decía así:
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poderes manifestantes de la mente en estado de trance, hecho que la Ciencia
Física sólo tras interminables investigaciones admite ser cosa científica,
pero conocida a cualquier vieja arrugada de la Edad Media; pero yo digo
que los poderes de miss Wilson eran «notables», debido a que creo, en
general, que los poderes se manifiestan más particularmente con respecto al
espacio, tan distinto del tiempo, errando el espíritu en el presente, viajando
sobre un llano; pero el don de miss Wilson era especial en esto, en que
viajaba por todos los caminos y fácilmente en todos, a este, a oeste, arriba,
abajo, en el pasado, en el presente y en el futuro.
Lo descubrí gradualmente. Emitía un flujo de sonidos —apenas puedo
denominarlo habla— murmurantes, guturales, mezclados con resoplidos de
los mustios labios, acompañando ello de una intensa contracción rotuliana,
rigidez y una expresión de consumado transporte; y yo tomé la costumbre
de sentarme durante largo tiempo al lado de su cama, fascinado, intentando
captar el significado de aquel lenguaje visionario que afluía como
graznando de su garganta, exhalándole de sus labios, hasta que, en el
decurso de los años mi oído comenzó a discernir las palabras; «el velo
estaba rasgado» para mí también: y en cierto modo podía seguir las
excursiones de su espíritu contemplativo y vagante.
La oí un día pronunciar algunas palabras que me fueron familiares:
«Tales fueron las artes por las cuales extendieron sus conquistas los
romanos y alcanzaron la palma de la victoria»… de la obra «Declinar y
Caída» de Gibbon, que yo tenía razones para suponer que no la había leído
nunca.
—¿Dónde está usted? —le pregunté con voz seria, a lo que ella replicó:
—Estamos a ochocientas millas arriba. Un hombre está escribiendo.
Nosotros estamos leyendo.
Debo decirte dos cosas: la primera, que hallándose en trance no hablaba
nunca en primera persona, sino, por lo que fuere, de esta manera objetiva
plural de «nosotros», «estamos», «fuimos», aunque desde luego era
instruida; y segunda, que cuando vagaba en el pasado, siempre se
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representaba como estando «arriba» (¿de la Tierra?), y a mucha mayor
altitud cuanto más se retrotraía en el tiempo; al describir acontecimientos
presentes siempre se sentía «en», mientras que respecto al futuro,
invariablemente declaraba que «nosotros» estábamos a tantas millas
«dentro de».
No obstante, para sus viajes en esta última dirección parecían existir
límites fijos; digo parecía, para significar que, a pesar de mis esfuerzos,
nunca fue de hecho realmente lejos en esa dirección. Tres, cuatro mil
«millas» eran cifras corrientes en sus labios para describir su distancia
«arriba»; pero su distancia «próxima» no llegó nunca a más de sesenta.
Generalmente decía veinte o veinticinco, apareciendo en relación con el
futuro como un buceador, quien, cuanto más profundamente se sumerge,
halla una presión más resistente, hasta que no puede forzar más la
profundidad.
Siento mucho no poder proseguir, aunque podría contarte muchas cosas
sobre esta señora. Por espacio de quince años y de cuando en cuando, me
sentaba escuchando junto a su opaco lecho, hasta que un día mi oído
experimentado pudo detectar el sentido de la más débil exhalación. Oí el
«Declinar y Caída» de cabo a rabo; y aunque algunos de sus rebatos eran de
la más frívola materia, me prendí a otros con un horror de interés.
Ciertamente, he oído algunas asombrosas palabras pronunciadas por
aquellos labios fantasmales de Mary Wilson. A veces podía ceñirla
repetidamente a cualquier escena o tema que yo había escogido por el mero
empleo de mi voluntad; en otras ocasiones la huidiza indocilidad de su
andar me eludía; se resistía, desobedecía; de no haber sido así, podía
haberte enviado, no cuatro cuadernos de apuntes, sino veinte. Hacia el
quinto año, se me ocurrió que podría tomar notas más coordinadas, puesto
que conocía la estenografía, y así lo hice. El cuaderno de apuntes «III»
pertenece al onceavo año, y su historia comienza así: La oí un atardecer
murmurando con la entonación empleada para la lectura, le pregunté dónde
se hallaba y replicó: «Estamos a cuarenta millas próximas; leemos; otro
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escribe…».
Pero nada más ya sobre Mary Wilson; pensemos mejor un poco en A. L.
Brovrae, quien con un tubo de respiración en su tráquea y la Eternidad bajo
su almohada…
La carta del doctor Browne prosigue sobre temas que no tienen mayor
interés aquí.
Procedo ahora a dar mi traducción del cuaderno «III» estenografiado,
recordando simplemente al lector que las palabras forman la substancia de un
documento a ser escrito, o a ser motivado (según miss Wilson), en ese Futuro,
que, no menos que el Pasado, existe esencialmente en el Presente… aunque, al
igual que al Pasado, no lo veamos. Sólo me resta añadir que el título, la división
en párrafos, etc., han sido ideados arbitrariamente por mí, por pura
conveniencia.
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(Aquí comienza el cuaderno de apuntes «III»)
Vaya, la memoria parece estar empeorando ya. ¿Cuál era, por ejemplo, el
nombre de ese clérigo que predicó, justamente poco antes de que el Boreal
zarpara, sobre el error de efectuar más intentos cualesquiera para alcanzar el
Polo Norte?
Las cosas que tuvieron lugar antes del viaje parecen hacerse un tanto
nebulosas hoy en el recuerdo; me he sentado aquí, en la galería de esta villa de
Cornualles, para escribir alguna especie de narración sobre lo que ocurrió —
Dios sabe por qué, puesto que ojo alguno podrá jamás leerlo— y ya en el propio
comienzo no puedo recordar el nombre del clérigo.
Fue de seguro una rara especie de hombre, escocés del Ayrshire, grande,
magro, de leonado cabello; acostumbrado a andorrear por las calles londinenses
en burda ropa talar, con una clásica manta a cuadros de su país colgándole de
un hombro; y una vez lo vi en Holborn, andando con su paso más bien
zahareño, frunciendo el entrecejo y murmurando algo para sí mismo. No haría
mucho que había llegado a Londres y abierto capilla (creo que en el Pasaje de la
Cadena), y apenas lo hiciera que comenzó a atestarse la pequeña estancia
religiosa; y cuando, unos años después, se trasladó a un establecimiento mayor
en Kensington, toda clase de hombres, hasta de América y Australia, se
congregaban para escuchar los retumbantes anatemas que lanzaba, aunque
ciertamente no se hallaba ya en edad inclinada al arrebato del entusiasmo de
profetas y profecías desde el púlpito. Pero este hombre singular despertaba
indudablemente los oscuros e intensos sentimientos que dormitan en el corazón;
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sus ojos eran de lo más peregrino y penetrantemente poderosos; su voz se
alzaba desde el cuchicheo, tomando cuerpo, creciendo y aumentando como una
bola de nieve para estallar de manera semejante a ella al llegar al fin de su rodar
por la pendiente, o como un témpano en una marejada allá en el norte, al par
que sus gestos y ademanes eran tan agrestes como cualquier hombre salvaje ríe
las primitivas épocas.
Pues bien, ese hombre… ¿cuál es su nombre… McIntosh, Mackay?… me
parece que así se llamaba. Mackay vio razón en considerar afrenta el intento de
llegar al Polo en el Boreal; y durante tres domingos, mientras se estaban
aproximando a su ultimación los preparativos, fulminó contra ellos en
Kensington.
La excitación en cuanto al Polo había alcanzado en la época un grado que
solamente puede ser expresado como febril, si ello sirve para definir el singular
éxtasis e inquietud que prevalecía; pues el interés científico que el hombre
había sentido por esta región desconocida se hallaba ahora, súbitamente, mil
veces intensificado por uno nuevo… un tremendo interés de dinero.
Y el nuevo celo había cesado de ser saludable en su tono como el antiguo
fervor lo había sido; pues ahora, el demonio Mammon, representante del
espíritu de la codicia y símbolo del afán de riquezas, estaba interviniendo en la
cuestión.
En el decurso de los diez años que precedieron a la expedición del Boreal,
no menos de otras veintisiete se habían emprendido y fracasado.
El secreto del nuevo arrebato estaba contenido en la última voluntad de Mr.
Charley P. Stickney, de Chicago, aquel emperador de las extravagancias, que se
suponía ser la persona más rica de cuantas jamás moraron sobre la Tierra, y que
había dejado una manda de 175 millones de dólares al hombre, de la
nacionalidad que fuese, que alcanzara primero el Polo.
Sobre la expresión o cláusula de «el primero que alcanzara» y de su
aplicación a una determinada persona, se había alzado seguidamente una
creciente oleada de controversia, en Europa y América, en cuanto si el legatario
había de ser el Jefe de la primera expedición que lograra su objetivo, hasta que
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finalmente se decidió por autoridad legal que la verdadera interpretación era
puramente individual, o sea que cualquier persona integrante de la expedición
que primero pusiera la planta del pie en el grado 90 de latitud era a quien
concernía la «palma».
En todo caso, el frenesí había llegado al estado de fiebre, como ya he dicho;
y en cuanto al Boreal en particular, el progresivo curso de sus preparativos era
señalado al minuto en los periódicos, todo el mundo era una autoridad en su
empresa, y en cada boca era una apuesta, una esperanza, una chanza o una
mofa; pues ahora, por fin, se sentía que el éxito se hallaba próximo. Y así,
Mackay tenía un auditorio interesado, si en cierto modo alarmado, de otro
también en cierta manera cínico.
¡Un hombre valiente, de los llamados de corazón de león, habría de ser,
después de todo, quien se atreviera a proclamar una opinión tan dispar con el
sentir de su época! ¡Uno contra cuatrocientos millones; ellos se inclinaban hacia
un lado y él hacia el opuesto, manifestando que estaban equivocados… en un
error todos! Las gentes dieron en llamarle «Juan Bautista redivivo», y sin duda
que sugería algo por el estilo. Supongo que en la época en que tuvo la audacia
de acusar a la Boreal no hubo soberano de trono alguno que, a no ser por la
pérdida de su dignidad, no se habría sentido más que contento por ocupar un
puesto de galeote a bordo.
El tercer domingo por la noche, de su diatriba, me encontraba yo en aquella
capilla de Kensington y le oí. Y la fiera perorata que pronunció me pareció la de
un hombre delirante de inspiración.
Todos escuchábamos mudos y encogidos la profética voz que se alzaba y
descendía con todas las modulaciones del trueno, desde el rápido y sordo rumor
hasta el reverberante estallido fragoroso; y quienes acudieron para tener ocasión
de mofa, quedaron pasmados.
Lo que dijo en substancia fue lo siguiente: que había alguna especie de sino
o hado agorero conectado con el Polo, en relación con la raza humana; que el
continuo fracaso del hombre, a pesar de sus constantes esfuerzos para llegar a
él, lo demostraba; y que el tal fracaso constituía una lección —y una prevención
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— que la raza menospreciaba, incurriendo en el peligro.
El Polo Norte —dijo— no se hallaba tan lejos, y las dificultades para
alcanzarlo no eran demasiado grandes; el ingenio humano había realizado cosas
mil veces más difíciles; sin embargo, a pesar de más de media docena de bien
planeados esfuerzos en el siglo XIX, y de treinta y uno en el XX, los hombres
no llegaron a él nunca, aunque algunos lo pretendieron; siempre hemos sido
frustrados, desbaratados, por algún aparente azar adverso —alguna Mano
refrenadora; y en ello reside la lección— y de ahí la prevención.
Maravillosamente semejante al «árbol de la Ciencia» del «Edén» —dijo— era
este Polo; el resto de la Tierra abierto y ofrecido al hombre, pero Ello
persistentemente velado y «prohibido»; como cuando un padre posa una mano
sobre su hijo diciéndole: «Aquí no, hijo mío; donde tú quieras, pero no aquí».
Mas los seres, dijo, eran libres de tapiar sus oídos y presentar una
conciencia insensible a los murmullos y sugerencias del Cielo; y él creía —
afirmó— que se hallaba próximo el tiempo en que hallaríamos absolutamente
en nuestro poder situados en aquel grado 90 de latitud y plantar un pie impío
sobre la cabeza de este planeta, como fue dado a Adán tender una sacrílega
mano al árbol de la Ciencia —dijo, elevándose ahora su voz a una prolongada
proclama de espantoso augurio—, pues el abuso de ese poder había sido
seguido en un caso por el derrumbamiento pronto y cósmico, y así por otro
impedía a toda la dotación humana que esperase en adelante de Dios nada más
que un cielo murrioso y un tormentoso tiempo.
La frenética sinceridad del hombre, voz autoritaria y salvajes gestos, no
podían por menos de surtir efecto, sobre todo como para mí, lo confieso, que
me parecía estar dirigiéndoseme un mensajero del Cielo; pero me parece que
aún no había llegado a mi casa, cuando toda la impresión del discurso me pasó,
algo así como el agua resbala por el lomo de un pato. No, el profeta en el siglo
XX no era un éxito; el propio Juan Bautista, con su piel de camello y todo,
habríase topado sólo con tolerantes encogimientos de hombros. Aparté de mi
mente a Mackay con el pensamiento: «Me parece que está retrasado con
respecto a su época».
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Mas ¿no debiera haber opinado de manera muy diferente de Mackay, puesto
que ¡santo Dios…!?
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un sofá, se me acudió la idea de que mi vida debía de ser de grandísima
importancia para alguna cosa o cosas que no podía ver; que dos potencias que
se odiaban mutuamente, debían de hallarse continuamente tras de mí; una
deseando matarme y la otra mantenerme vivo; una queriendo que hiciera tal
cosa y la otra la opuesta; que yo no era un muchacho como los demás, sino un
ser aparte, especial, señalado para… algo. Ya entonces tenía nociones, cambios
de talante, instintos fugitivos, tan ocultos y primitivos, lo creo verdaderamente,
como los del primer hombre que empezó a caminar; así que tales expresiones
como «El Señor habló así, diciendo…», jamás sugirieron en mi mente pregunta
alguna en cuanto a cómo era oída la voz; no hallaba difícil comprender que los
hombres tuvieron originariamente más de dos oídos, tal como las bestias y los
«médiums» los tienen, ni tampoco me habría sorprendido saber que yo, en estos
tiempos posteriores, me parecería más o menos a aquellos primigenios.
Pero ninguna criatura, excepto, acaso, mi padre, ha soñado nunca fuera lo
que aquí manifiesto que era; yo parecía el muchacho corriente de mi época,
destinado a alguna Universidad, empollando para los exámenes y haraganeando
en los clubs. Y cuando tuve que elegir una profesión, quién pudo haber
sospechado la batalla que se desarrollaba en mi pecho, mientras mi cerebro se
hallaba indiferente; aquel conflicto en el cual las voces camorristas vociferaban,
una: «¡Sé médico!», y la otra: «¡Se abogado, artista… cualquier cosa menos
médico!».
Y médico me hice, y acudí a la que se había convertido en la más
importante de las Facultades… Cambridge; y allá fue que tropecé con un
hombre llamado Scotland, quien tenía una visión singular del mundo; que
estaba siempre hablando de ciertas potencias «Negras» y «Blancas», hasta que
se tornaba absurdo. Y le colgaron el apodo de «El hombre del misterio Blanco y
Negro», debido a que cuando alguien dijo algo sobre «el negro misterio del
universo», Scotland le corrigió diciendo «el misterio negro y blanco».
Bien recuerdo a Scotland; tenía sus habitaciones en el atrio nuevo del
Trinity, y un grupo de nosotros nos reuníamos generalmente allí. Era una de las
almas más nobles y apacibles que darse puedan, con una pasión por los gatos y
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por Safo y por la Antología, bajo de estatura y de nariz romana, haciendo
siempre esfuerzos por mantener recto el cuello y meter el estómago hacia
dentro. Acostumbraba a asegurar que el universo estaba siendo disputado
furiosamente por dos poderes; que el Blanco era el más fuerte, pero no hallaba
muy favorables para su éxito las particulares condiciones de nuestro planeta, y
que había tenido la mejor parte en la contienda hasta la Edad Media en Europa,
pero que desde entonces había estado cediendo, lenta y obstinadamente ante el
Negro; y que finalmente el Negro ganaría —no en todas partes acaso, pero aquí
sí— y se llevaría, si no otro planeta, cuando menos éste, por presea.
Tal era la doctrina de Scotland, la cual no se cansaba nunca de repetir; y
mientras los demás le escuchaban con simple tolerancia, poco podían adivinar
cómo yo, ardiendo de hondo interés, aunque sonriendo cínicamente al exterior,
absorbía sus palabras. Muy profunda, profundísima, era la impresión que en mí
producían.
Pero estaba diciendo que cuando Clark me dejó, me estaba poniendo los
guantes para ir a visitar a mi prometida, la condesa Clodagh, y oí las dos voces
de la manera más clara; y así como a veces es tan predominante el apremio de
uno u otro impulso que no hay nada que lo resista, lo mismo me sucedió ahora
con la voz que me incitaba a ir.
Tenía que atravesar la distancia entre la calle Barley y la plaza Hannover, y
durante todo el tiempo que anduve, me pareció como si alguien me dijese al
oído: «¡Ni media palabra sobre la visita de Clark!», y por otra parte algún otro:
«¡Cuenta, no ocultes nada!».
Me pareció que pasaba un mes, aunque en realidad no transcurrieron sino
unos cuantos minutos para cuando me encontré en la plaza Hannover, y con
Clodagh en mis brazos.
Clodagh era en mi opinión la más soberbia de las criaturas… con aquella
altanera garganta que parecía estar despreciando siempre a alguien detrás de
ella, justamente tras su hombro izquierdo. ¡Soberbia, mas ay —ahora lo sé—
una mujer despiadada, un corazón cruel!
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En cierta ocasión me confesó que su personaje favorito en la Historia era
Lucrecia Borgia, y al ver mi expresión de horror, se apresuró a añadir:
—Bueno, no, ¡sólo estaba bromeando!
Tal era su duplicidad; pues ahora veo que vivía esforzándose por mantener
oculto de mí su nefando corazón. Sin embargo, ahora que pienso en ello, veo
también cuan por entero me dominaba Clodagh.
A nuestro proyectado matrimonio se oponían tanto mi familia como la suya:
la mía, debido a que el padre y el abuelo de Clodagh habían muerto en clínicas
mentales; y la de ella, debido a que yo no era desde luego un partido rico o
noble. Una hermana de Clodagh, de mucha mayor edad, se había casado con un
vulgar médico rural, Peters de Taunton, y la así denominada mésalliance hacía
doblemente detestable a sus parientes la repetición conmigo. Pero la pasión de
Clodagh por mí no era cosa que pudieran sofocar ni amenazas ni ruegos. ¡Qué
llama tan ardiente era Clodagh, en medio de todo! A veces me espantaba.
En aquel tiempo no era ya muy joven, llevándome cinco años, los mismos
que a su sobrino, nacido del matrimonio de su hermana con Peters de Taunton,
y siendo este sobrino Peter Peters, quien había de acompañar a la expedición
del Boreal como médico, botánico y ayudante meteorólogo.
Aquel día de la visita que me hiciera Clark, apenas hube estado cinco
minutos sentado en compañía de Clodagh, cuando dije:
—El doctor Clark… ja, ja… ha estado hablándome sobre la expedición…
dijo que si algo ocurriese a Peters, yo sería el primer hombre al que acudiría
para que ocupase su puesto… tuvo un sueño absurdo…
Clodagh, en pie ahora ante la ventana, teniendo en su mano una rosa junto a
su rostro, no replicó por espacio de un minuto; observé su rostro de agudo corte
y sonrosado, de perfil, un tanto inclinado y oliendo la flor, hasta que dijo a su
manera desalmada, fría y rápida:
—El hombre que primero ponga el pie en el Polo, de seguro que será
ennoblecido. Y no digo nada de los muchos millones… ¡Sólo desearía ser ese
hombre!
—Pues de mí no sé que tenga una especial ambición en ese sentido —
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repliqué—. Soy feliz en mi cálido Edén con mi Clodagh.
—¡No hagas que piense mezquinamente de ti! —respondió con cierto
enojo.
—¿Y por qué habrías de hacerlo, Clodagh? No estoy ligado al deseo de ir al
Polo Norte.
—Pero supongo que irías, si pudieras.
—Pudiera… yo… lo dudo. Hay nuestra boda…
—¡Eso es! Y ahí está la única cosa que transformaría nuestro matrimonio de
una servil dificultad en un acontecimiento diez veces triunfal.
—Si yo personalmente fuese el primero en plantar pie en el Polo; pero hay
muchos en un…
—Por mí lo harás, Adam…
—¿«Harás», Clodagh? —exclamé—. ¿Dijiste «harás»? No hay ni la sombra
de una probabilidad…
—¿Por qué no? Aún quedan tres semanas para la partida. Dicen… —Se
detuvo.
—¿Qué es lo que dicen?
La voz de ella bajó de tono al responder:
—Que Peters toma atropina.
El sobresalto me puso en pie, mientras ella se movía de la ventana para
sentarse en una mecedora, donde se puso a hojear un libro, sin leerlo; quedamos
ambos silenciosos, yo mirándola y ella pasando su pulgar por las páginas, y
repitiéndolo contemplativamente, hasta que rió con risita seca y nerviosa.
—¿Por qué te sobresaltaste cuando dije eso? —preguntó, leyendo ahora al
azar.
—Yo… no me sobresalté, Clodagh. ¿Qué es lo que te hace suponer que me
sobresaltara?… ¿Y quién te dijo, Clodagh, que Peters toma atropina?
—Es mi sobrino, por lo que debo saberlo bien. Pero no me mires tan
perplejo, de ese modo tan absurdo; no tengo intención de envenenarle para que
puedas ser multimillonario y par del reino…
—¡Mi querida Clodagh…!
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—Sin embargo podría hacerlo con la mayor facilidad. Va a venir aquí esta
noche, en compañía de Mr. Wilson. (Wilson iba a ser el electricista de la
expedición).
—Clodagh —dije— bromeas de una manera que no encuentro gentil.
—¿Lo hago realmente? —respondió con el altanero ademán y volviendo a
medias su cuello—. En ese caso debo ser más delicada. Pero de todos modos no
es sino una broma. No se admira ya a las mujeres por hacer tales cosas.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!… no… ¡no se las admira ya, Clodagh! Bueno, cambiemos
de tema…
Pero ella no podía ya hablar de ninguna otra cosa más… e hizo que
desplegara yo aquella tarde la historia de las expediciones polares de los
últimos años, hasta donde habían llegado, mediante qué ayudas y por qué
habían fracasado. Sus ojos brillaban y escuchaba con avidez. Antes de ello, se
había en realidad interesado por el Boreal, conocía los detalles de
aparejamiento y conocía a varios miembros de la expedición; mas ahora,
súbitamente, su interés parecía inflamado, pareciendo haberla puesto al rojo
vivo, con la fiebre del Ártico, mi mención a la visita de Clark.
Aún recuerdo el ardor de sus besos al liberarme de su abrazo aquel día al
despedirme. Me fui a casa con el corazón más bien triste.
Y bueno… luego, de la casa del doctor Peter Peters, que estaba a tres
puertas de la mía, en la acera opuesta de la calle, vino corriendo su criado a
despertarme a medianoche, con la noticia de que su amo estaba enfermo; y
apresurándome a mi vez a acudir a la cabecera de su cama, a la primera ojeada
me percaté, por su delirante alegría y la fijeza de sus pupilas, que estaba
intoxicado de atropina.
Wilson, el electricista, que había pasado la velada con él en casa de los
Clodagh, en la plaza Hannover, y se hallaba también presente, me preguntó:
—¿Qué es lo que le ocurre?
—Intoxicado —respondí.
—¡Santo Dios! Atropina, ¿no es así?
—No se asuste; creo que se recobrará.
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—¿Seguro?
—Sí… bueno, quiero decir si deja de tomar la droga, Wilson.
—¿Qué? ¿Es él mismo quien se ha intoxicado?
Vacilé, pero luego dije:
—Tiene por costumbre tomar atropina.
Permanecí tres horas allí, y Dios sabe que me afané por su vida; cuando lo
dejé en la oscuridad del alba, mi espíritu estaba tranquilo.
Dormí hasta las once, y volví nuevamente a su lado; en su habitación se
encontraba una de mis dos enfermeras y Clodagh; al instante, mi amada se puso
el dedo sobre el labio, cuchicheando:
—¡Chist! Está dormido… —y luego vino a mí, para decirme al oído—:
Supe la noticia temprano… y he venido a estar a su lado…
Nos miramos durante unos instantes fijamente… pero mis ojos fueron los
primeros en bajar. Tenía una palabra por decir en la punta de la lengua, pero no
dije nada.
La mejoría de Peters no fue tan estable como lo había yo esperado. Al final
de la primera semana se encontraba aún postrado; y fue entonces cuando dije a
Clodagh:
—Clodagh, tu presencia a la cabecera de la cama me impacienta como
sea… es tan innecesaria…
—Ciertamente innecesaria —replicó—. Pero siempre tuve genio para la
enfermería, y una pasión por observar las batalla del cuerpo. ¿Por qué pones
reparos?
—Oh, no lo sé… Este es un caso que no me gusta; casi tengo deseos de
mandarlo a paseo.
—Pues hazlo.
—Y tú también… ve a casa, ¡a casa, Clodagh!
—¿Pero por qué… si una no perjudica? En estos tiempos de «la corrupción
de las clases superiores» y decadencia romana de todo, ¿no debe ser estimulado
cada antojo inocente por los probos que se esfuerzan contra la marea? Siento un
sensible placer en andar revolviendo con drogas y pócimas… como Helena, por
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ejemplo, y Medea y Calipso, y las grandes mujeres de la Antigüedad, que eran
todas alquimistas. Para tudiar la nave humana en una tormenta y el lento drama
de su zozobrar… Y deseo que adquieras la costumbre de dejarme un poco a mi
albedrío…
Y me pasó al mismo tiempo la mano por el cabello con tan altiva travesura,
que me ablandó; pero al mirar aún entonces al chafado lecho, vi que el hombre
que en él estaba se encontraba muy enfermo.
¡Todavía siento náuseas al escribir sobre ello! Lucrecia Borgia pudo haber
sido heroica en su propia época; ¡pero Lucrecia en este siglo moderno! Era
como para hacer vomitar al corazón…
El hombre de aquel lecho empeoraba, digo. Pasó la segunda semana, y
quedando sólo diez días para que zarpara la expedición, Wilson, el electricista,
se hallaba sentado un atardecer junto a la cama de Peters cuando entré yo en el
momento en que Clodagh se disponía a administrar una dosis a Peters; pero al
verme, dejó el vaso con la medicina sobre la mesita de noche, y vino hacia mí;
y, al venir, vi algo que me hizo la impresión de una puñalada, pues Wilson
tomó el vaso depositado por ella, lo miró, y lo olió, efectuándolo todo ello con
un disimulo y una expresión que me parecieron significaban desconfianza…
En el ínterin, Clark venía a verme cada día. Tenía también él un grado
médico, y por entonces le llamé profesionalmente, así como a Alleyne, de la
plaza Cavendish, en consulta sobre Peters, que ahora yacía en un semicoma
interrumpido por intensos vómitos, dejándonos a todos perplejos su estado.
Diagnostiqué formalmente que había tomado atropina… que originalmente
había sido intoxicado por la atropina… pero veíamos que sus actuales síntomas
apenas eran los de la atropina, sino, casi lo parecía, de algún otro tóxico, o
tóxicos, vegetales, que no podíamos designar de manera definida.
—Es cosa misteriosa —me dijo Clark al quedarnos solos.
—No lo comprendo —dije por mi parte.
—¿Quiénes son las dos enfermeras?
—Oh, mías y muy recomendadas…
—De todos modos, mi sueño sobre ti se convierte en realidad, Jeffson.
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Resulta claro que Peters se encuentra ya fuera de causa.
Me encogí de hombros.
—Y ahora te invito formalmente a unirte a la expedición —siguió Clark—.
¿Aceptas?
Volví a encogerme de hombros.
—Bien, si eso significa consentimiento, déjame recordarte que sólo
dispones de ocho días, y todo lo del mundo para hacer en ellos.
Esta conversación se desarrollaba en el comedor de la casa de Peters; y al
pasar por la puerta, vi a Clodagh que se deslizaba por la senda exterior,
rápidamente… alejándose de nosotros.
Ni una palabra la dije aquel día sobre la invitación de Clark; y sin embargo
me repetía insistentemente a mí mismo: «¿Lo sabrá ella? ¿No lo habrá
escuchado, y oído?».
Mas fuera como fuese, lo cierto es que, alrededor de la medianoche, y para
mi gran sorpresa, Peters abrió sus ojos, sonrió, y para el mediodía del siguiente
día, su magnífica vitalidad, que tan idóneo le hacía para una expedición al
Ártico, se había vuelto a encajar; hallábase ya incorporado en la cama, apoyado
sobre un codo y hablando con Wilson; excepto por su palidez y fuerte dolor de
estómago, apenas le quedaba nada de su reciente proximidad a la muerte. Para
el dolor receté algunas pastillas de sulfato de morfina y me marché.
Por lo demás, David Wilson y yo no nos habíamos apreciado nunca mucho,
y aquel mismo día él creó una penosa situación entre Peters y yo, ni contarle
que su puesto en la expedición había sido ocupado por mí.
A lo cual Peters, persona muy susceptible, respondió dictando al instante
una carta de protesta a Clark, carta que éste me la transmitió a mí, marcada con
un gran signo de interrogación en lápiz rojo.
Ahora bien, los preparativos de Peters estaban completamente hechos, y los
míos no, y él disponía aún de cinco días para recobrarse del todo; por lo tanto
escribí a Clark diciéndole que las cambiadas circunstancias anulaban mi
aceptación a su propuesta, aunque yo había incurrido ya en la inconveniencia de
negociar con un locum tenens.
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Así lo decidí: Peters había de ir, y yo me quedaría. El quinto día antes de la
partida, amaneció un viernes, el 15 de junio. Peters, ya en un sillón, se hallaba
animado, aunque todavía con pulso febril y dolor de estómago, por lo que le
seguía dando tres cuartos de gramo de morfina por día. Aquel viernes, por la
noche, le visité a las once, encontrando a Clodagh en su compañía, charlando, y
fumando él un puro.
—Te estaba esperando, Adam —me dijo Clodagh—. No sabía si debía
inyectarle algo esta noche. ¿Es sí o no?
—¿Qué es lo que opina usted, Peters? —pregunté.
—Pues creo que acaso sería mejor tomar otro cuarto —respondió—.
Todavía siento bastante molestia…
—Un cuarto de gramo, pues, Clodagh —dije.
Al abrir ella la cajita de la jeringuilla, observó con un mohín:
—Nuestro paciente ha sido malo… ¡Ha tomado un poco más de atropina!
Me enojé al punto.
—Peters —dije— ya sabe usted que no tiene derecho a hacer una cosa así
sin consultarme. ¡Repítalo y juro que no tendré más que ver con usted!
—Tonterías —dijo Peters— ¿a qué todo ese innecesario acaloramiento?
Una pizquita de nada… sentí que la necesitaba.
—Se la inyectó por su propia mano —observó Clodagh.
Se encontraba ella ahora en pie ante el aparador, donde tras haber tomado la
cajita de la jeringuilla de la mesita de noche y sacado también la redoma que
contenía las tabletas de morfina, se ocupaba además en desleír una de éstas en
un poco de agua destilada, con la espalda vuelta a nosotros, y así pasó durante
largo rato, hablando al par de un Bazar de Caridad que había visitado aquella
tarde, mientras yo seguía en pie y Peters seguía fumando en su sillón.
De pronto, un pensamiento extravagante me cruzó por el cerebro: «¿Por qué
tarda tanto?».
—¡Ah, qué dolor era éste! —dijo Peters—. Deja a lado el bazar, tía… y
piensa en la morfina.
Súbitamente me invadió un irresistible impulso… de abalanzarme a ella, y
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de arrancar de sus manos todo, jeringuilla, tableta y vaso. Debí haberlo
obedecido… estuve a punto de obedecerlo… mi cuerpo se inclinaba ya hacia
adelante; pero en aquel mismo momento una voz en la puerta abierta tras mí,
dijo:
—Bien, ¿cómo va todo?
Era Wilson, el electricista; y con centelleante celeridad recordé la expresión
de desconfianza que viera una vez en sus ojos… Pero yo no podía, no quería…
era mi amor… Me quedé como de piedra.
Clodagh se dirigió a Wilson llevando en su mano el frágil vaso conteniendo
la inyección; y mis ojos, prendidos en su rostro, lo vieron tan pleno de
seguridad y de inocencia, que me dije mentalmente: «¡Debo estar loco!».
Comenzó una charla corriente mientras Clodagh levantaba la manga de
Peters y, arrodillándose, le inyectaba en el antebrazo; mas al levantarse, y
riendo a alguna observación de Wilson, se le escapó de las manos el vaso y,
como por accidente, lo pisó aún en el suelo. Luego, al poner la jeringuilla entre
varias otras sobre el aparador, mencionó de nuevo con el mismo mohín que
antes lo hiciera:
—El paciente ha sido malo, Mr. Wilson… ha estado tomando más atropina.
—¿No será verdad? —dijo Wilson.
—Ea, dejadme solo todos —respondió Peters—. No soy ningún chiquillo.
Fueron las últimas palabras inteligibles que pronunció: murió poco antes de
la una de la madrugada, envenenado por atropina, a pesar del sulfato de
morfina, el antídoto que se le había aplicado.
Desde este, momento al que el Boreal me transportó Támesis abajo, todo
fue un confuso sueño para mí, del cual apenas algún detalle me queda en la
memoria: recuerdo cómo en la encuesta fui convocado para atestiguar que
Peters se había inyectado él mismo atropina; lo cual, habiendo sido corroborado
por Wilson y por Clodagh, dio un veredicto en consecuencia.
Y, desde aquella prisa caótica de preparativos, otras dos cosas recuerdo,
pero éstas con claridad.
La primera —y principal— es el torbellino de palabras que oyera en
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Kensington de aquel bocazas de Mackay en la noche del domingo. ¿Qué
señuelo me había atraído a aquel lugar aquella noche, con lo atareado que
estaba? Pues acaso lo sé.
Allá estuve sentado, escuchándole: y de la manera más singular habían
quedado impresas en mi cerebro aquellas palabras de su perorata, cuando
lanzándose a un tono de profecía, Mackay proclamó: «Y así como en un caso el
abuso de este poder fue seguido por derrumbamiento pronto y cósmico, así, en
el otro, prevengo a toda la dotación humana que no espere en adelante de Dios
sino un cielo enfurruñado y un tiempo tormentoso».
Y la segunda cosa que recuerdo de toda aquella vorágine de dudas y
agitaciones, es que cuando el Boreal iba moviéndose con la marea vespertina,
me pusieron un telegrama en la mano, unas palabras últimas de Clodagh, que
decía sólo: «Sé el primero… por mí». Y yo me dije para mis adentros: «La
mujer me dio del árbol, y yo comí».
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MAITLAND: Sí, claro, eso es hablar como se debe. ¿Pero no resulta más
bien un alarde afectar el desprecio de 175.000.000 de dólares? Yo quisiera estar
allá incluso muriéndome, y pretendo estarlo, si puedo.
—Mire —cuchicheé—. Un oso.
Era una madre con su cría, y que con obstinada pesadez vino meneando su
cabeza gacha, habiendo sin duda olido a los perros. Así nos separamos por el
momento, doblando por diferentes caminos tras las lomas de hielo, queriendo
que la osa se acercara más a la orilla antes de matarla; pero al pasar cerca,
quedóse avizorante unos segundos, y luego se dirigió hacia mí a un trotecillo
corto, por lo que me vi obligado a disparar, alcanzándola en el cuello; al
instante, y lanzando un rugido, volvió grupas, encaminándose en derechura en
dirección de Maitland. Vi correr a ésta durante unos cien metros, y apuntar su
largo fusil, pero sin que siguiera detonación alguna; y medio minuto después se
hallaba bajo las garras de la osa, las cuales se movían como aspas ante los
ululantes perros. Maitland vociferó roncamente pidiéndome socorro, y en el
mismo instante, yo, pobre desgraciado, me encontraba en mayor apuro que él,
estremecido por escalofríos; pues una de aquellas porfías de las voces de mi
destino, me conmocionaban hasta el fondo, una rogándome que acudiera sin
pérdida de momento en ayuda de Maitland, y la otra ordenándome con
vehemencia que me quedara quieto. Mas creo que pasaron sólo brevísimos
segundos antes de que me abalanzara para colocar una bala en la cabeza de la
osa, tras lo cual se puso en pie Maitland, con un desgarrón en su cara.
¡Mas, oh singular destino! Hiciera lo que yo hiciese —obrara bien, obrara
mal— el resultado era el mismo: sombría y siniestra tragedia. El pobre Maitland
estaba condenado en aquel viaje, y mi rescate sólo fue el medio empleado para
hacer más segura su muerte.
Creo que he hablado ya sobre un hombre llamado Scotland, a quien conocí
en Cambridge, y que siempre estaba hablando de unos seres «blancos» y
«negros», y de su contienda por la Tierra. Bien, pues con respecto a todo eso, se
me ocurre algo, un antojo de la mente, que voy a transcribir ahora: y es que
puede haber habido cierta especie de entendimiento entre Negro y Blanco,
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como en el caso de «Adán» y «el árbol», que impulsara a la humanidad a
abrirse paso al Polo y al antiguo misterio oculto en él, pues no dejaban de
alcanzar algunas desgracias a la raza. Que el Blanco, hallándose favorablemente
dispuesto a la Humanidad, no quería que ello aconteciera, e intentaba, por mor
de la raza, borrar nuestra entera expedición antes cíe que alcanzara la meta que
se había propuesto; y que el Negro, sabiendo que el Blanco tenía tal propósito,
y mediante qué medios iba a ejecutarlo, me empleaba —a mí— para desbaratar
el plan, actuando antes de nada para que yo fuese uno de la partida de los cuatro
que habían de abandonar el buque con sus esquíes. Pero ¡santo Dios!, el intento
del niño por leer… Me río del pobre Blanco y Negro Scotland; las cosas no son
tan simples…
Bien, abandonamos Taimur el mismo día, y adiós ya a tierra y a mar abierto.
Hasta que pasamos la latitud del cabo Chelyuskin (que no avistamos), fue una
sucesión de cinturones de hielo, con Mew en la cofa de proa atormentando la
campana eléctrica en contacto con la sala de máquinas, el ancla pendiente, lista
a fondear, y Clark tomando sondeos. El progreso era lento, y la noche polar nos
iba envolviendo paulatinamente a medida que avanzábamos en aquella región
añil y destellante de hielo, y mientras dejábamos a un lado los cobertores de piel
de reno para embutirnos en los sacos de dormir. Ocho de los perros murieron
para el 25 de septiembre, fecha en que nos hallábamos a 19° bajo cero. En la
parte más sombría de nuestra noche, la Aurora Boreal blandió su solemne
gonfalón sobre nosotros, ondeando por el firmamento en una miríada de
abigarrados destellos.
Entretanto, las relaciones entre los miembros de nuestra pequeña tripulación
eran excelentes… con una excepción: David Wilson y yo no hacíamos buenas
migas.
Hubo algo —cierto tono— en el testimonio que prestó en la encuesta sobre
Peters, que me sacaba de mis casillas cada vez que lo recordaba. Él había oído
admitir a Peters que se había administrado atropina, y tenía que prestar
declaración de tal hecho; pero lo había hecho de una manera tan indiferente que
el funcionario policiaco le había preguntado: «¿Qué es lo que oculta usted,
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señor?». Desde aquel día, él y yo apenas intercambiamos diez palabras, a pesar
de nuestra constante compañía en el barco; y cierto día en que estaba yo solo en
un campo flotante de hielo, me hallé cuchicheando para mí: «Si se atreve a
sospechar que Clodagh envenenó a Peters, podría matarle…».
Hasta los 78° de latitud el tiempo había sido espléndido, pero en la noche
del 7 de octubre —bien que la recuerdo—, sufrimos una terrible tempestad.
Nuestra cáscara de nuez se columpiaba como un tío-vivo, empapando a los
gimientes perros a cada bandazo, y sembrando la confusión a bordo; la lancha
de petróleo fue barrida de las serviolas; de repente, el termómetro descendió a
40° bajo cero, mientras que una alta aura era esparcida en un espachurramiento
cromático, semejante a la paleta de algún rabioso Rafael o de confusa batalla de
serafines, presentando el símbolo verdadero de la tribulación, la tempestad, la
zozobra y el desordenado frenesí. Por primera vez me mareé.
Con el cerebro lleno de vértigo fui, por tanto, de la guardia a mi catre, no
obstante lo cual, a poco de tenderme, me quedé dormido; pero las sacudidas y
bandazos del barco, combinados con el pesado anorak groenlandés que me
abrigaba y el estado de mi cuerpo, todo ello produjo una espantosa pesadilla, en
la cual tenía conciencia de un vano forcejeo por moverme, y una pugna inútil
por respirar, pues el saco de dormir se convirtió en un iceberg en mi pecho.
Soñé con Clodagh… que vertía un líquido, del color de los granos de la
granada, en un vaso con gachas, ofreciéndoselo a Peters. El brebaje, yo lo sabía,
era venenoso como la muerte; y en un postrer esfuerzo por romper las ligaduras
de aquel sombrío dormitar, tuve conciencia de que al incorporarme me
encontraba gritando: «¡Clodagh! ¡Haz gracia del hombre…!».
Mis ojos se abrieron al despertar del todo. La luz eléctrica lucía en el
camarote… y allá estaba David Wilson, mirándome.
Wilson era un hombre corpulento, con una cara maciza y larga, que la
alargaba aún más una barba, con contracciones nerviosas de la carne y los
pómulos y rociada de pecas; lo veo como si estuviera presente, tal como estaba
entonces, en postura flexible, agachándose y dando vaivenes al compás de los
bandazos, con la boca contraída con una expresión de disgusto.
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No sé lo que estaba haciendo en mi camarote. ¡Y pensar, santo Dios, que
hubiera ido a él precisamente entonces! Éste era uno de los de estribor, con
cuatro literas; el suyo estaba a babor; sin embargo estaba aquí. Pero se explicó
al instante:
—Siento haber interrumpido sus inocentes sueños —dijo—. El mercurio del
termómetro de Mayland se ha helado, y me pidió le llevase su alcohol…
No respondí. Había odio en mi corazón contra aquel hombre.
Al día siguiente cesó la tormenta, y tres o cuatro después heló
definitivamente el aguanieve entre los campos flotantes. La ruta del Boreal
quedaba, pues, bloqueada, por lo que lo fijamos con anclas de nieve y el
cabrestante en la posición en que debía de quedar para su deriva de invierno.
Era aproximadamente a 79° 20' N. El sol se había ya desvanecido de nuestra
yerma residencia, para no reaparecer hasta el próximo año.
Bien, había el ir en trineo con los perros, y la caza del oso entre los
montículos de hielo, a medida que iban pasando uno por uno los meses; un día
Wilson, con mucho, nuestro mejor tirador, cazó una foca; Clark seguía con las
tradicionales preocupaciones de un jefe, examinando crustáceos; Maitland y yo
estábamos en relación de íntima amistad, y asistía a sus observaciones
meteorológicas en una cabaña de nieve construida cerca del barco; algunas
veces, durante las veinticuatro horas del día, una luminosa luna azul, muy
espectral y muy clara, teñía nuestro obscuro y lívido dominio.
Fue cuatro días antes de Navidad cuando Clark hizo la gran revelación;
había decidido, dijo, que si su correcta deriva hacia el norte proseguía,
abandonarían el barco hacia la mitad de Marzo para arremeter contra el Polo,
tomando consigo los cuatro renos, todos los perros, cuatro trineos, cuatro
kayaks y tres compañeros; siendo los compañeros que él había decidido invitar,
Wilson, Mew y Maitland.
Dijo esto durante la comida; y cuando lo hubo dicho, David Wilson miró a
mi cara con sonrisa de satisfecha malicia porque a mí se me dejaba.
Recuerdo bien: la aurora, esa noche, estaba en el cielo, en su borde flotaba
una luna rodeada por un anillo, con dos lunas ficticias; pero todas brillaban muy
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tenues y lejanas, y una neblina que permanecía ya algunos días hacía que no
pudiera ver la proa del barco, pues estuve paseando por el puente, en mi
guardia, durante tres horas, luego del anuncio hecho por Clark.
Durante largo tiempo todo estuvo muy tranquilo; excepto cuando en algunas
ocasiones se oía el ladrido de un perro, estaba yo completamente solo allí; y a
medida que avanzaba hacia el final de mi guardia, en que Maitland me
revelaría, mi lento paso golpeaba como ante la sepultura; el montañoso hielo
yacía vago a mi alrededor con su mortaja y taciturnidad; nada extraño más
espantoso que la propia eternidad.
Mas, de pronto, varios perros empezaron a ladrar juntos, hacia la izquierda.
Me dije: «Hay un oso por los alrededores».
Y luego de algunos minutos lo vi —creo que lo vi—, puesto que la niebla se
había hecho más densa estando ya muy próximo el final de mi vigilancia.
Había entrado en el barco, conjeturé yo, por los tableros que descienden
desde la pasarela de puerto hasta el hielo. Anteriormente, en Noviembre, una
vez, un oso, habiendo olido a los perros, se había atrevido a subir a bordo a
medianoche; pero entonces hubo el lógico alboroto entre los perros; ahora, aun
en medio de mi excitación, pensé que me admiraba su silencio, si bien alguno
lloriqueaba con miedo. Vi al animal escabullirse hacia delante de la escotilla
que daba a la perrera, y corrí silenciosamente a coger el rifle de vigilancia que
estaba siempre cargado.
Ahora la forma había pasado las perreras y andado hacia la proa, estaba
ahora viniendo hacia mí por el lado de estribor; y cuando hube apuntado, pensé
que nunca había derribado un oso tan tremendo, aun cuando había tenido en
consideración el efecto aumentativo de la niebla.
Mi dedo estaba sobre el gatillo, y en ese momento se apoderó de mí un
temblor de debilidad; dos voces me gritaban: «Dispara», «No dispares»,
«Dispara». ¡Ah!, pero esta última fue irresistible. Apreté el gatillo. La
detonación sonó por entre las nieblas polares.
Tal como la bestia se desplomó, ambos, Wilson y Clark, subieron en
seguida, y los tres corrimos al lugar.
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Pero el primer vistazo permitió reconocer un cierto tipo de oso; cuando
Wilson puso su mano sobre la cabeza, una piel laxa encontró a su tacto… Era
Aubrey Maitland quien estaba debajo de ella, y yo le había matado de un
disparo.
Durante algunos días habíamos estado limpiando pieles, entre ellas la del
oso del cual le había yo salvado en Taimur, y como Maitland era un pantomimo
nato, que continuamente inventaba chanzas, acaso para asustarme con una falsa
alarma con la misma piel del animal que tan cerca se lo había hecho a él, se la
habla arrollado a su alrededor al acabar de limpiarla; entonces, en broma
desenfrenada, se había arrastrado hasta la cubierta a la hora de su vigilancia, y
la cabeza de la piel de oso y la niebla, debieron impedirle ver cómo yo
apuntaba.
Este hecho me hizo enfermar durante muchos días; vi que la mano del
destino estaba sobre mí. Cuando abandoné la cama, el pobre Maitland yacía en
el hielo detrás de las grandes lomas próximas a nosotros.
Hacia finales de enero fue cuando llegamos a 80° 55', y fue entonces cuando
Clark, en presencia de Wilson, me pidió si yo haría de cuarto hombre, en el
lugar de Maitland, para la acometida de marzo. Cuando dije «Sí, lo estoy
deseando», David Wilson replicó algo con aire de disgusto; luego, un minuto
más tarde, suspiró con un «Ah, pobre Maitland», e inspiró con «¡tate, tate!».
Sabe Dios que sentí un impulso de saltar a su garganta y estrangularle allí,
pero me reprimí.
Allí permanecimos entonces escasamente un mes antes de la empresa, y con
todas las manos puestas en el trabajo con un deseo, midiendo los perros,
haciendo guarniciones y zapatos de tiras de piel para ellos, revisando los trineos
y kayaks, y eliminando cualquier onza de peso posible. Pero, pese a todo, no
estábamos destinados a emprender la marcha este año; hacia el 20 de Febrero el
hielo empezó a apretar, sometiendo el barco a una terrible presión. Mientras
tanto, encontrábamos necesario hacer trompetas de nuestras manos, chillarnos a
las orejas, todo el continente de los hielos estallaba, soltaba chasquidos, se
agrietaba por todas partes a modo de un cataclismo cósmico; y aguardando en
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todo momento ver el Boreal hecho pedazos, tuvimos que sentarnos cerca de las
provisiones sin embalar y colocar los trineos, kayaks, perros y todas las cosas
en posición para el instante de volver. Duró cinco días, acompañada de una
tormenta del norte, la cual, al final de Febrero, nos había conducido hacia el sur,
retrocediéndonos a 79° 40' de latitud. Clark, por supuesto, abandonó todo
pensamiento de alcanzar el Polo aquel verano.
E inmediatamente después hicimos un descubrimiento espantoso: nuestra
provisión de musgo para los renos era ahora ridícula. Egan, nuestro segundo
compañero, fue culpado; pero eso no ayudó en nada, el lamentable hecho
persistía, y aunque Clark rehuyó tercamente cuando se le pidió matar a uno o
dos de los renos, al comienzo del verano todos estaban muertos.
Bien; nuestra marcha hacia el norte se reemprendió. A mediados de Febrero
vimos un espejismo del sol naciente sobre el horizonte; hubo vuelos de petreles
árticos y calandrias de nieve; la primavera había llegado, y por un paraje de
hielo de grandes lomas y estrechas sendas hicimos buen progreso todo el
verano.
Cuando murió el último de los renos, mi corazón se hundió, y cuando los
perros mataron a dos de ellos y un oso estrujó a un tercero, esperaba qué iba a
venir, Clark anunció que él ahora sólo podía llevar consigo a dos compañeros
en la primavera: Wilson y Mew. Por lo que una vez más presencié la
complaciente y maliciosa sonrisa de David Wilson.
Entonces nos establecimos en nuestros segundos cuarteles de invierno; de
nuevo diciembre y toda la melancolía y tristeza de nuestra penumbra sin sol,
agraváronse por el hecho de que nuestro molino de viento no marchaba,
dejándonos frecuentemente sin electricidad.
Bien seguro que nadie, excepto los que lo han vivido, podría imaginar o
soñar la mitad de la depresión mental que causa la obscuridad ártica; como el
alma adquiere el color del universo y dentro como fuera no hay otra cosa sino
tristeza, tristeza y la ley del Poder de las Tinieblas. Ni siquiera uno de nosotros
tenía otro estado de ánimo que melancolía, tristeza y espanto; el 19 de
Diciembre, Lamburn, el maquinista, golpeó a Cartwright, el viejo arponero, en
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el brazo.
Tres días antes de Navidad un oso se acercó al barco y huyó; tras él
corrieron en persecución Mew, Wilson, yo y Meredith (un peón); pero le
perdieron después de una afanosa persecución; entonces nos separamos por
distintos caminos. Estaba muy oscuro y luego de casi una hora de búsqueda,
cansado y sin aliento llegaba yo al barco, cuando vi una sombra como un oso
viniendo por mi izquierda, y al mismo tiempo aparecía un hombre —no sé
quién— corriendo como un fantasma, por la derecha. Es así que grité:
—¡Ahí está! ¡Vamos, por aquí!
El hombre pronto se juntó a mí, pero tan pronto como me reconoció se
detuvo, desolado, y el demonio debió apoderarse súbitamente de él, puesto que
dijo:
—No, gracias, Jeffson; solo contigo, tengo mi vida en peligro…
Era Wilson. Y yo también, olvidando por un momento todo lo referente al
oso, me detuve y le miré.
—Vaya —dije yo—. Mas, Wilson, usted va a explicarme ahora lo que
quiere decir con eso, ¿ha oído? ¿Qué quiere significar, Wilson?
—Lo que dije —respondió deliberadamente, ojeándome de arriba abajo—.
Solo con usted, tengo la vida en peligro. Justamente igual que la tenía el pobre
Maitland, y como el pobre Peters. Ciertamente, usted es una bestia mortífera.
¡Dios mío!, lo locura brincó en mi corazón; negra, tan negra como la noche
del Ártico, estaba mi mente.
—Quiere usted decir —dije yo— que yo deseo quitarle de en medio del
camino a fin de ir en su lugar al Polo. ¿Es eso lo que usted quiere decir,
hombre?
—Ese es, aproximadamente mi significado, Jeffson —dijo él—. Usted es
una bestia fiera, ¿sabe usted?
—Muy bien —grité yo, con los ojos inflamados—. Voy a matarle, Wilson,
tan seguro como que Dios existe. Pero deseo oír primero, quién le dijo a usted
que yo maté a Peters.
—Su amante le mató, con su colusión. Porque, señor, yo le oí, durante su
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bestial sueño, revelarlo todo. Y estaba bien seguro de ello antes, sólo que no
tenía pruebas. ¡Por Dios, que me alegraría metiéndole un balazo, Jeffson!
—¡Usted me injuria, usted, usted me injuria! —rugí yo; mis globos oculares
se fijaron en él con voraz codicia de su sangre— ¡y ahora voy a pagárselo bien!
¡Mírelo!
Apunté el rifle a su barriga, puse el dedo en el gatillo; pero levantó su mano
izquierda.
—¡Alto! ¡Alto! —dijo. El era uno de los hombres más fríos—. No hay
ninguna horca en el Boreal, pero Clark podría fácilmente preparar una para
usted. Yo también quisiera matarle, puesto que no hay tribunales aquí, y ello
sería hacer un bien a mi país; pero no aquí, no ahora; óigame, no dispare. Más
tarde podemos enfrentarnos, de tal modo que ninguno pueda ser el más astuto,
cuando todo esté listo.
Cuando hubo hablado, bajé el rifle; era mucho mejor hacerlo así. Yo sabía
que él era, con mucho, el mejor tirador del barco, y yo uno cualquiera; pero no
me importaba, no me importaba si moría yo.
Dios sabe bien, es una tierra obscura, inclemente; y el espíritu de la
obscuridad y la locura estaba allí…
Veinticuatro horas más tarde estábamos detrás de la gran loma en forma de
silla de montar, unas seis millas al SO del barco; habíamos partido a horas
distintas, de modo que nadie pudiese sospechar, y cada uno llevaba una linterna
de barco.
Wilson había cavado una sepultura en el hielo, cerca de la loma, dejando en
su borde un montón de hielo y nieve para llenarla; esta se erigía entre nosotros;
permanecíamos de pie, separados quizá por unas setenta yardas y cada uno con
la linterna a sus pies.
Realmente, no éramos el uno para el otro más que simples fantasmas o
sombras; el aire soplaba muy fuertemente y un frío temblor existía en lo más
íntimo de mi alma; una helada luna, una mera abstracción de resplandor parecía
colgar muy lejos del universo; la temperatura a 54° bajo cero, de modo que
llevábamos puestas las ropas para el viento encima de nuestros anoraks, y
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pesadas envolturas en los pies debajo de las botas taponas. Una morgue
sobrenatural parecía el mundo, encantado con una locura desesperada, y
exactamente igual que el mundo que nos rodeaba estaban nuestros corazones,
dos pobres hombres, llenos de sentimientos macabros, fríos y funerarios.
Entre nosotros se abría una anticipada fosa para uno u otro de nuestros
cuerpos, y oí a Wilson gritar:
—¿Está usted listo, Jeffson?
—Sí, Wilson —grité yo.
—Entonces, ahí va —gritó él.
Y, al tiempo que gritaba, disparó; seguramente estaba ansioso de matarme.
Pero su tiro pasó rozándome; ciertamente sólo aproximado, puesto que
ambos éramos meras sombras.
Yo disparé quizá quince segundos más tarde que él, pero en esos cinco
segundos él permaneció claramente definido para mí en medio de una luz lila,
mas una bala cruzó a través del cielo ártico, dejando a lo lejos una estela
fosforescente sobre el paisaje nevado.
Antes de que su momentánea claridad en el azul intenso hubiera pasado, vi
a Wilson abalanzarse hacia delante y caer desplomado. Enterré a él y a su
linterna allí, debajo del hielo hecho pedazos.
El trece de marzo, unos tres meses más tarde, Clark, Mew y yo
abandonamos el Boreal a una latitud de 88° 13'.
Llevábamos treinta y dos perros, tres trineos, tres kayaks, provisiones
humanas para 112 días y para 40 de provisiones de perro. Estando ahora a unas
340 millas del Polo, esperábamos alcanzarlo en 43 días, luego torcer hacia el
sur y, alimentando a los perros vivos con los muertos, alcanzar la Tierra de
Francisco José o la de Spitzberg; en la última de éstas embarcaríamos
seguramente en un ballenero.
Durante los primeros días el progresar era lento, el hielo era abrupto y
agrietado y los perros iban siempre mal, parándose agotados ante las
dificultades y resbalando por las pistas. Clark tuvo la idea de atar a cada trineo
un globo de parche de tambor, que disminuía el peso de aquel en 35 libras, y
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además llevábamos un repuesto de zinc y ácido para renovar las pérdidas de
hidrógeno; pero al tercer día, Mew rellenó demasiado su balón y lo reventó, por
lo que Clark y yo tuvimos que reducir nuestro aligeramiento e igualar los pesos;
de tal manera que al final del cuarto día habíamos hecho sólo 19 millas y desde
la cima de alguna loma alta aún se podían divisar los mástiles del Boreal. Clark
dirigía sobre esquíes capitaneando un trinco con 400 libras de instrumentos,
municiones, tasajo de carne y pan aleuronado; Mew le seguía: su trineo
contenía sólo provisiones, y finalmente iba yo con carga mixta. Pero al cuarto
día, Clark sufrió un ataque de ceguera a causa de la nieve, y Mew tomó su
puesto.
Luego del día onceno, nuestra media de marcha mejoró, desaparecían todas las
sendas, las grietas eran menos frecuentes. Por el día decimoquinto dejaba detrás
de mí la sepultura de hielo de David Wilson a una media de 10 a 12 millas
diarias.
Sin embargo, hasta allí su brazo salía y me alcanzaba para tocarme.
Su desaparición se había explicado en el barco de cien maneras diferentes,
todas bastante plausibles; yo no tenía más ideas que aquellas que no me ligasen
con su muerte.
Pero en nuestro 32 día de marcha, a 140 millas de nuestra meta, él fue la
causa de que una lucha de rabia y odio estallase entre nosotros tres.
Era al final de una marcha, cuando nuestros estómagos estaban vacíos,
nuestra disposición pronta a rebosar y nuestro ánimo voraz e inflamado. Uno de
los perros de Mew estaba enfermo; era necesario matarle, y me pidió hacerlo.
—Oh —dije yo—, por supuesto, eres tú quien mate a tu perro.
—Bien, no sé —respondió él, abriendo fuego inmediatamente—. Usted
debería estar acostumbrado a matar, Jeffson.
—¿Qué significa eso, Mew? —pregunté con un arranque de loco, pues la
locura y las luces del infierno estaban listas y prontas en todos nosotros—.
¿Quiere usted decir que a causa de mi profesión…?
—Profesión no, condenado —gruñó como un perro—. Vaya y desentierre a
David Wilson. Me atrevo a decir que usted sabe dónde encontrarle; él le
explicará lo que quiero decir, en seguida.
Apelé en seguida a Clark, quien estaba parado quitando los arneses a los
perros, y empujando bárbaramente su hombro, exclamé:
—¡Ese bestia me acusa de haber matado a David Wilson!
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—¡Bien!
—Le hubiese partido el cráneo tan…
—¡Váyase, Adam Jeffson, y déjeme estar! —añadió Clark.
—¿Es eso todo lo que tiene usted que decirme sobre ello, entonces? —
pregunté yo.
—¡Lo que yo digo es que se vaya usted al diablo y que me deje estar! —
gritó Clark—. Usted debe saber su propia conciencia de bestia, supongo.
Ante este insulto permanecí de pie apretando los dientes, si bien en ese
momento mi espíritu albergó un humor de malignidad más feroz aún; y,
ciertamente, el estado de ánimo de cada uno de los tres estaba imbuido por una
cierta rabia peligrosa y hasta criminal; pues en la región del frío nos habíamos
asimilado a las bestias que agonizan.
A medida que avanzábamos, el hielo era cada día más liso, de manera que
nuestra marcha media pasó de cuatro millas al día a quince y hasta veinte, a
medida que los trineos se aligeraban de carga. Fue entonces cuando empezamos
a encontrar una sucesión de extraños objetos esparcidos por el hielo cuyo
número aumentaba a medida que progresábamos; eran objetos con forma de
rocas, o trozos de mineral de hierro, incrustados con fragmentos de cristales,
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que descubrimos se trataba de piedras preciosas. Al segundo día de veinte
millas, Clark recogió un pedazo de diamante tan grande como el pulgar de un
niño, y tales objetos comenzaron a ser frecuentes. Es así que hallamos riqueza
después del sueño; pero de manera semejante a como lo hallan el oso y la foca,
y por todos esos millones no hubiésemos cambiado una onza de pescado. Clark
gruñó algo sobre su origen como rocas meteoríticas, cuyas substancias
ferruginosas las habían dirigido hacia allí por el magnetismo del Polo y
manteniendo la ignición al frotar con su paso a través del aire con la frialdad de
allí; pero como que el H del Polo no es denso, mi idea es que se deben a la
mayor fuerza de la gravedad y la menor densidad de la atmósfera de allí; de
todas maneras, pronto dejaron de interesarnos como rompecabezas, sino sólo
por lo que obstaculizaban nuestra marcha.
Tuvimos un tiempo excelente durante todo el camino, hasta que la mañana del
12 de abril fuimos alcanzados por una tormenta del SW de tan monstruosa y
solemne categoría que el corazón claudicó ante ella. La máxima intensidad duró
como una hora, pero durante este tiempo hizo añicos dos de nuestros trineos y
tuvimos que permanecer cuerpo a tierra. Como que anduvimos toda la noche de
sol, suspirábamos con fatiga, que manera que tan pronto como el viento nos
dejó juntar todas nuestras cosas, nos hundimos agotados en nuestro saco de
dormir y nos dormimos instantáneamente.
Sabíamos que el hielo estaba a nuestro alrededor en pavoroso cataclismo;
oímos, a medida que los párpados se nos cerraban dulcemente, como un
estampido de un cañón lejano y el crepitar de fusilería. Esto debió ser
consecuencia de que la tempestad hacía golpear al mar bajo los hielos; no
importa lo que fuera, no nos preocupó y nos dormimos.
Estábamos a menos de nueve millas del Polo.
En mi sueño hubo algo como cierto mensajero que golpeó mi hombro con un
«¡Va!, ¡va!»; no debía ser sino Clark o Mew, si bien cuando me incorporé, éstos
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yacían allí, en su saco de dormir.
Creo que esto debió de ser a eso del mediodía. Allí, mirando pasmado,
estuve algunos minutos y mi atontada memoria me traía que la condesa de
Clodagh me había rogado «ser el primero» para ella. Pequeña maravilla
mimada por la condesa de Clodagh, lo sé, en su mundo irreal de celo, pequeña
maravilla para el mundo que ella codiciaba; fortunas ignoradas pululaban sobre
el suelo en mi derredor; sin embargo, ese urgente «sé el primero», debió
sugestionar profundamente a mi espíritu, como si cuchichease dentro de mis
entrañas, e instintivamente, brutalmente, como un jabalí baja embistiendo por,
un lugar escarpado, frotándome mis atontados ojos.
De lo primero que se apercibió mi mente es de que, mientras que la
tempestad era menos fuerte, el hielo estaba ahora en extraordinaria agitación;
miraba a lo lejos sobre una vasta planicie el ondulado horizonte, interrumpido
por montecillos, peñas y centelleantes rocas meteóricas que por todas partes
adornaban el deslumbrante blanco; algunas eran grandes como cañones
metálicos y las más pequeñas como pedazos; y esta vasta llanura estaba ahora
reordenándose en un largo drama de desolación, retirándose en encantadas
reverencias, otras veces surgiendo para chocar conjuntamente en apasionados
picachos, además empujando como olas, inconstantes como fuelles del mar,
afinándose ellas mismas, apilándose, derramándose en cataratas de hielo
pulverizado, mientras que aquí y allí veía las rocas meteóricas saltar
espasmódicamente, en polvo y montones, como géiseres o espumas
burbujeantes de la sirena de un vapor, todas las trompetas en tumulto hendían el
aire, al mismo tiempo. Estando de pie, tropezaba y me tambaleaba y vi a todos
los perros estremecerse con gañidos quejumbrosos.
No presté atención. Instintivamente, brutalmente, puse los arneses a 10 de
los perros de mi trineo; me calcé las botas canadienses y marché solo hacia el
norte.
El sol brillaba claro, benigno, pero sin calor, un fantasma remoto de límpida
luz que parecía más bien destinado a iluminar otros planetas y sistemas y estar
luciendo ahora aquí por pura casualidad. Un viento salvaje del SW impelía
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pequeños copos de nieve hacia el norte y pasaban junto a mí.
Aún no había andado cuatro millas cuando comencé a notar dos cosas; una
que las rocas meteóricas se acumulaban ahora, sin límites, llenando cuanto
divisaba hacia el horizonte norte, con un resplandor cegador, reposando en
pilas, parterres, como tendidas de hojas otoñales, de manera que tuve la
necesidad de hacer equilibrios sobre ellas; también ahora noté que, exceptuando
estas piedras, toda irregularidad del terreno había desaparecido, no había ni
rastro del cataclismo que tenía lugar unas cuantas millas hacia el sur, pues el
hielo reposaba más llano que la mesa que tengo ahora ante mí y tengo el
pensamiento de que esta llanura de hielo regular nunca sintió sacudidas ni
angustia sino que alcanza por abajo hasta la misma profundidad.
Y ahora con salvaje hilaridad volé, pues una locura me poseía, un desvarío,
hasta que finalmente flotando en el aire, bailando locamente, salté, corrí,
rechinando los dientes y con los ojos desorbitados; pues un espanto, muy frío,
muy poderosamente alto, tenía su mano de hielo sobre mi alma, hallándose solo
en aquel lugar, cara a cara con el inefable; pero aún, con una ligereza burlona y
un regocijo fatal y una ciega hilaridad, corrí y salté.
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claramente, como si mi ser danzase y cayese borracho, como un títere en
desesperada lucha a muerte en el momento en que vacila y se tambalea para
caer irremisiblemente; pero cuando mis ojos se abrieron y vieron lo que tenían
ante sí, sentí, sondeé, que aquí estaba el santuario, el eterno secreto de esta
tierra, de su origen, el cual era una pira indigna de ser vista por un gusano. El
lago, creo que tendría como una milla de ancha y en su mitad había un pilar de
hielo, bajo y grueso; y tuve la impresión, o ensueño, o ilusión de que hay un
nombre inscrito alrededor del hielo del pilar, en caracteres que nunca pude leer;
y debajo del nombre una larga fecha; el líquido del lago parecíame rodar en
trémulo éxtasis, en el sentido de los planetas; y supuse que este líquido era la
sustancia de un ser vivo; y tuve la impresión, a medida que mis sentidos
fallaban, de que era un ser con muchos ojos, tristes, quejumbrosos y que corría
para siempre en anhelante agitación, manteniendo sus muchos gases ribeteando
el nombre y la fecha grabados en el pilar. Pero, mucho de esto debe ser fruto de
mi locura…
Debió transcurrir no menos de una hora antes de que cierta sensación de vida
volviese de nuevo a mí; y cuando la idea de que había estado tendido allí un
largo, largo tiempo, me asaltó, estando allí, en presencia de aquellos tristes ojos,
mi espíritu gimió y murió dentro de mí.
No obstante, en pocos minutos me enderecé sobre mis piernas, y cogido a
los arneses de uno de mis perros y sin una sola mirada atrás escapé de aquel
lugar.
A la mitad del sitio de parada, muy cansado y enfermo e incapaz de
proseguir, aguardé a Clark y Mew. Pero éstos no vinieron.
Más tarde, cuando adquirí fuerzas para ir más lejos, hallé que ellos habían
perecido por el cataclismo del suelo. Sólo uno de los trineos, medio quemado,
vi cerca del sitio de nuestro vivac.
Solo, ese mismo día, empecé mi ruta hacia el sur y durante cuatro días hice
un buen progreso. Al séptimo día noté, extendida a lo largo del horizonte sur,
una región de vapores que fantásticamente oscurecían la cara del sol; parecía de
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púrpura, y día tras día la vi permanecer quieta allí; pero de lo que podía tratarse
no lo sabía.
Había partido del polo con un trineo bien cargado y con 16 perros que habían
sobrevivido al cataclismo de hielo que había engullido a mis camaradas,
habiendo salvado del naufragio de nuestros enseres, la mayor parte del suero en
polvo, pemmican, etc., así como el teodolito, compás, cronómetro, la lámpara
de aceite de esas de ferrocarril útil para cocer, y otros instrumentos; por eso es
que no tenía dudas referentes a mi ruta y tenía provisiones para 80 días, pero a
los 10 de mi partida la reserva de comida para los perros se agotó; tuve que
matar, uno por uno a mis compañeros; y a la tercera semana, cuando el hielo se
hacía más irregular, horriblemente agreste, con el afán y esfuerzo suficientes
para matar a un oso sólo era capaz de hacer 5 millas al día. Luego del trabajoso
día me deslizaba en el saco de dormir con un suspiro moribundo, vestido aún
con la carga de pieles que me convertía en una mera basura de grasa, para poder
dormir el sueño de un cerdo, e indiferente si no me despertaba jamás.
Una vez tuve un bello sueño, soñé que estaba en un jardín, un paraíso árabe,
dulce para respirar; incluso inconscientemente me hacía eco de la tormenta que
actualmente soplaba desde el SE sobre los campos de hielo y en el momento en
que me desperté estaba murmurándome medio ingeniosamente: «Es un jardín
de melocotones, pero no me hallo realmente en un jardín; estoy ciertamente en
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el Ártico; sólo que las ráfagas del SE me traen el aroma de este jardín de
melocotones».
Abrí los ojos y procedí a enderezarme y saltar sobre mis pies. Para un loco,
como era yo, no cabía la menor duda de que un aroma como el de la flor del
melocotonero estaba en el frío aire que me rodeaba.
Antes de que pudiera recuperar mi atónito sentido, empecé a vomitar
violentamente, y vi al mismo tiempo que algunos de los perros, esqueléticos
como eran, vomitaban también; durante largo tiempo estuve tumbado, enfermo
y con cierta ofuscación; y al levantarme hallé tres de los perros muertos y todos
muy extraños. El viento había girado ahora hacia el norte.
Bien, a medida que tropezaba y luchaba por cada pulgada de mi difícil y
deplorable camino, este olor a flor de melocotonero, mi enfermedad y la muerte
de mis tres perros, parecíanme una maravilla.
Dos días después hallé en el camino una osa y su cachorro, tendidos
muertos al pie de una colina, y no podía dar crédito a mis ojos; allí estaba, una
mancha de blanco sucio en un sitio en que la nieve estaba alterada, con un ojo
menudo abierto y mostrando su fiera boca; y el cachorro yacía al través de su
grupa, mordiendo su áspera piel. Es así que me puse a descuartizarlos y ofrecí a
los perros un manjar de gloria, a la vez que me daba un banquete de fresca
carne; pero tuvimos que dejar allí gran parte de la pieza, y ahora sentí de nuevo
el ansia de proseguir con la cual avancé en el penoso camino. Una y otra vez me
pregunté: «¿Qué puede haber matado a aquellos osos?».
Con bruta estolidez me afané en proseguir adelante casi como una máquina
andante, algunas veces balanceándome de sueño, mientras ayudaba a los perros
o maniobraba el trineo sobre algún risco de hielo, empujando o tirando. El 3 de
junio, al mes y medio de la salida, tomé mi posición con el teodolito y hallé que
aún no estaba a 400 millas del Polo, a una latitud de 84° 50'. Era algo así como
si algo me obstruyera.
No obstante, el frío intolerable ya había quedado atrás y pronto dejaron de
colgar las ropas, pesadas e incómodas, semejantes a una armadura; empezaron a
aparecer charcos en el hielo y lo que era peor, Dios mío, grandes zanjas a través
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de las cuales tuve que acarrear el trineo. Mas, al mismo tiempo, todo miedo al
hambre quedó atrás; el 6 de Junio hallé al paso otro oso, tres el siete y de aquí
en adelante fueron en número creciente y no sólo esos, sino también: renos,
nutrias, morsas, gaviotas, pingüinos, todos, todos yacían muertos sobre el hielo,
en parte alguna halló nada vivió a excepción de mí y de los dos perros que
sobrevivían. Y si alguna vez un hombre se enfrentó con un misterio, era yo.
El 2 de Julio el hielo empezaba a fragmentarse peligrosamente y pronto se
desató sobre mí otra tormenta del SW; tuve que abandonar mi carromato, planté
la tienda de seda sobre un espacio de unos cuantos metros cuadrados, rodeado
de zanjas; y ahí estaba de nuevo, por segunda vez, tal como estaba tumbado,
percibí el delicioso aroma a flor de melocotonero de la que una sola bocanada
me puso repentinamente enfermo. Pero esta vez en cosa de media hora.
Ahora todo eran zanjas, ¡maldición!, aún no llegaba al mar abierto, y tal era
la dificultad y tan afligida mi vida que algunas veces me habría postrado sobre
el hielo, rogando: «Oh, Dios mío, no más, déjame morir». Cruzar una zanja
podía ocuparme unas 12 horas y luego, al llegar al otro lado, otra grieta se abría
ante mí. Mas, el 9 de Julio, luego de comer esperma de ballena, un perro murió
súbitamente, dejándome solo «Reinhardt» un perro blanco siberiano, con
pequeñas pero tiesas orejas, como de gato; y al que también tuve que matar al
llegar a mar abierto.
Esto no ocurrió hasta el 3 de agosto, casi a los cuatro meses de haber salido
del Polo.
No puedo imaginar, Dios mío, lo que es para el alma humana, siempre
sometida a ese triste ambiente o a ese abismo de sensaciones en que estuve
embarrado durante cuatro meces; puesto que fui como un bruto, teniendo sólo
corazón para sufrir. Cuanto vi o soñé en el Polo, me seguía y si cerraba mis ojos
para dormir, aquellos otros ojos de allá parecían vigilarme de nuevo con su
perdida y triste mirada y en mis oscuros sueños aparecía el perenne éxtasis del
lago.
Sin embargo, el 28 de Julio, del aspecto del cielo y por la ausencia de
charcos, comprendí que el mar no podía estar muy lejos; así pues, puse manos a
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la obra y pasé dos días arreglando el maltrecho «kayak». Hecho esto, no
reemprendí la marcha hasta haber divisado en el horizonte una bruma
festoneada, lo cual sólo podía ser los acantilados de la Tierra de Francisco José
y loco de júbilo, permanecí allí ondeando mis esquís alrededor de mi cabeza,
con el regocijo de un viejo.
En tres días, esta tierra se avistaba ya próxima, escarpados acantilados de
basalto se mezclaban con glaciares, formando una gran bahía, con tres islas a
cierta distancia; y, al fin, el 5 de Agosto llegué al límite de los hielos firmes,
con un tiempo moderado y temperatura próxima a cero.
En seguida, pero con satisfacción, maté de un disparo a «Reinhardt» y luego
coloqué las últimas provisiones que quedaban y la mayoría de los instrumentos,
en el «kayak», dándome prisa para dar rienda suelta a las ansias de verme en el
agua luego de tantas penalidades; en catorce horas ya estaba costeando, con mi
pequeña vela desplegada, a lo largo de las playas de hielo que ribetean la tierra
a la media noche de un sábado en calma; y muy bajo sobre el horizonte,
humeaba el disco solar de intenso rojo que se acostaba a la vez que mi ligera
embarcación bogaba por aquel silenciosa río. Silencio, silencio; pues ni un
soplido de foca, ni un aullido de zorra, ni un maullido de gato marino, podía oír;
pero todo era aún como la negra sombra de los acantilados y glaciares sobre el
mar; y muchos cuerpos de animales muertos flotaban la superficie de las aguas.
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perpendiculares y en su extremo norte excavé un espacio circular de 10 pies de
diámetro, también de paredes perpendiculares que limité con piedras; cubrí todo
el foso con piel de morsa de una pulgada de grosor, lograda durante una dura
semana en que despellejé cuatro que yacían sobre la playa y como poste central
usé una roca larga, a pesar de la cual la techumbre era casi llana. Una vez
acabado, guardé bien todas las cosas dentro, excepto el «kayak», sebo como
combustible y para alumbrarme y alimentos de varias clases puestos al alcance
de la mano. El techo de ambas partes, tanto la redonda como la larga del pasaje
pronto fueron enterradas por la nieve y difícilmente se distinguían del suelo
inmediato; pero por el pasaje, tanto para entrar como para salir, había de gatear;
pero esto sólo era de cuando en cuando; dentro del pequeño espacio circular,
mayormente ocupado, cubierto, inverné, escuchando los rugidos de las oscuras
tormentas que se desencadenaban alrededor de mi perdido rincón.
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situación inmejorable y torcí proa hacia el sur con gran esperanza, estando
durante días avistando tierra; pero a la caída de la noche del cuarto día vi flotar
un témpano que ofrecía un bello aspecto, se observaban en él una serie de rosas
que lo salpicaban y que se reflejaban al través de su cristal; me acerqué a él y lo
vi cubierto de millares de gaviotas muertas, cuyo rosado plumaje le daba
aquella coloración.
Hasta el 20 de Junio hice excelentes progresos en mi viaje hacia el sur y el
oeste, el tiempo era generalmente excelente, algunas veces viendo sobre los
témpanos algunos cadáveres de osos, otras veces hallaba manadas de morsas
muertas y vivas, cuadrilla tras cuadrilla de pingüinos, etc., es decir, toda la
gama de animales árticos, y fue hacia la medianoche del 29 de Junio, cuando
hallándome sobre un témpano mirando hacia el sol vieron mis ojos algo, allá en
la lejanía, hacia el sur, al través del mar de témpanos, eran los mástiles de un
barco.
¿Era un barco real o una visión fantasmal? Ambos eran lo mismo para mí;
que se tratase de realidad podía creerlo difícilmente, pero semejante visión hizo
latir aceleradamente mi corazón como si fuera a morir y blandiendo suavemente
los canaletes junto a mi cabeza, caí de rodillas y luego tan largo como soy.
Tan fuerte fue la dulce ansia de proseguir a toda marcha, una vez más,
semejante a un animal de circo, de una foca por ejemplo en un circo europeo;
pero esta vez lloraba mi carne de oso como un propio oso, y lavé mis manos en
sangre de morsa para darles un cierto brillo de roja limpieza en vez del tinte
grasiento que crónicamente las embadurnaba.
Y pese a lo agotado que estaba tardé poco tiempo en partir en pos de aquel
barco; no había atravesado aún cuatro horas sobre el agua y el hielo, cuando mi
alegría se hizo indescriptible al ver, desde lo alto de un témpano, que se trataba
del Boreal.
Me resultaba extrañísimo que pudiera hallarse en estas latitudes. Sólo se me
ocurría el que hubiese, sido obligado a cambiar su rumbo hada el oeste, fuera
del bloque de hielo compacto en que lo dejamos y quizá ahora estaba intentando
salimos al encuentro en nuestro camino hacia Spitzberg.
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Sin duda, loca fue la lucha que tuve que librar para poder llegar hasta él, mis
murmurantes labios prorrumpieron en crisis de risas, anticipándome a su dicha
de verme, la admiración que tendrían al oír contar las grandes noticias
referentes al Polo; ondeaba el remo en alto, aún cuando sabía que aún no podían
verme y luego lo zambullí violentamente en el agua. Lo qué me sorprendía era
ver tendidas las velas principales y la rectangular del mástil de proa, en una
mañana tan tranquila, pues no se movía en absoluto bajo un sol lejano
semejante a un espíritu de luz, acariciando el mar de témpanos, con manchas
centelleantes y un tinte rosado teñía todos los objetos ya que el suyo propio era
de una novia recién muerta ataviada con sus brillantes y blancos brocados, el
Boreal era lo único que rompía esta uniformidad a modo de mancha negra, y
pensando que para mí se trataba de un paraíso recé y remé.
Estaba algo misterioso, pero a las 9 de la mañana vi que faltaban dos alas
del molino de viento, los pescantes estaban medio derrumbados y que un bote le
colgaba de un costado; poco después de las 10 pude ver que la vela principal
tenía un desgarro central de arriba a abajo. Y no atinaba a comprender, no
estaba encallado: y sin embargo, dos pequeños témpanos, uno a cada lado,
batían contra sus costados.
Comencé a remar de nuevo, respirando profundamente, loco de alegría,
impaciente, cada segundo me parecía un año y cuando pude distinguir a alguien
sobre cubierta, doblándose sobre la barandilla, mirando en la dirección en que
me aproximaba, no sé porqué; pero creí que se trataba de Sallit y me puse a
gritar: «¡Eh! ¡Sallit!», «¡Hola! ¡Eh!».
Pero no vi que se moviera aunque seguía inmóvil en el mismo sitio mirando
en mi dirección; entre el barco y yo era todo mar navegable a través de algunos
témpanos, y al avistarle tan claramente me infundió un temblor de ansiedad,
que se diría que estaba demente, haciendo volar el «kayak» con remadas llenas
de coraje, mezclándose con las remadas mis locas exclamaciones de júbilo:
«¡Hola!», «¡Eh!», «¡Bravo!», «¡He estado en el Polo!».
Oh, vanidad, vanidad. Ya me hallaba más cerca; era ya bien entrada la
mañana y me acercaba ya al mediodía, cuando me hallaba a media milla de
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distancia, es decir 800 yardas; sin duda que a bordo del Boreal han tenido que
verme, me habrán oído, mas no observaba movimiento alguno para darme la
bienvenida; todo estaba como muerto, Dios mío, en esa mañana aún ártica; sólo
las desgajadas lonas ondeaban lánguidamente, y los dos témpanos, uno a cada
lado, golpeaban los costados con apagado retumbo.
Ahora estaba seguro de que era Sallit el que miraba hacia el mar, pero
cuando en cierto momento el barco giró un poco, noté que la dirección de su
mirada había cambiado con su movimiento y que ya no miraba en mi dirección;
y le grité con reproche: «¿Por qué, Sallit?», «Hombre, ¿por qué?», grité
nuevamente.
Mas pese a que gritaba y vociferaba, se apoderó de mí una certeza perfecta
de que no habría respuesta, pues un perfume de melocotón me venía del barco y
ahora comprendía claramente que pese a aquella posición de Sallit que parecía
estar mirando, no veía nada y que a bordo del Boreal estaban todos muertos;
ciertamente, pronto vi uno de sus ojos semejante a un ojo de cristal cuando mira
oblicuamente y brilla distraído; y nuevamente mi cuerpo se desvaneció y mi
cabeza se desplomó hacia delante, sobre la cubierta del «kayak».
Al parecer, todos habían muerto repentinamente, pues casi todos los doce
estaban en actitudes de actividad: Egan, en el propio acto de subir la escalera de
la cámara; Lamburn, sentado contra el camarín de derrota, ocupado al parecer
en limpiar dos carabinas; Odlind, en el fondo de la escalera del cuarto de
máquinas, parecía estar llevando un par de trozos de reno, y Cartwright, que a
menudo estaba bebido, tenía sus brazos rígidamente apretados en torno al cuello
de Martín, a quien parecía estar besando, ambos tendidos al pie del palo
mesana.
Y sobre todo —sobre hombres, cubiertas y rollos de cuerda, en la cámara,
en el cuarto de máquinas, entre hojas de claraboyas, en cada estantería y en
cada grieta— había una ceniza o polvo impalpable, fino, purpúreo; y reinando
constantemente a través de todo el barco, como el propio espíritu de la muerte,
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aquel perfume de melocotón.
Aquí se había asentado ella, como pude verlo por la fecha del Diario de
Navegación, por el orín de la maquinaria y por el aspecto de los cadáveres, por
otras cien indicaciones, hacía cosa dé más de un año; por lo tanto, había sido
principalmente debido a la voluntariosa tarea de vientos y corrientes que esta
nave mortal había sido traída de nuevo a mí.
Y ésta fue la primera indicación manifiesta que tuve de que el Poder (quién
o quienes o lo que fuese que pudiera o pudieran ser), que a través de la Historia
ha mostrado tanto cuidado en ocultar Su mano a los hombres, apenas intentaba
ya tomarse la molestia de ocultarla de mí; pues era exactamente como si el
Boreal me fuese abiertamente presentado por una Intervención, por un Medio u
Órgano, que aun cuando no pudiese ver, podía muy bien captar.
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Cuando necesitaba alimento o descanso, el barco descansaba también; luego
volvía a proseguirse la marcha.
Dieciséis horas al día permanecí a veces de centinela a la rueda del timón,
contemplando la variada uniformidad del mar de hielo, hasta que mis rodillas
cedían, pues frecuentemente se hacían necesarias delicadas maniobras entre
banquisas e icebergs. No obstante, me encontraba menos embarazado por el
apelotonamiento de vestiduras polares, casi ágil ahora con un indumento lapón
y un gorro siberiano redondo de piel.
A medianoche, cuando me deslizaba en mi vieja litera, parecía como si los
motores reducidos ya al silencio, cosa muerta ya, poseyeran un espíritu que me
rondara, pues los seguía oyendo… no a ellos, sin embargo, sino al silencio de
su espíritu; y a menudo me despertaba incorporándome sobresaltado, con el
corazón espantado en un puño, por la explosión de algún iceberg o banquisa en
un choque, ruidos que rasgaban aquel blanco misterio de quietud, en el que
ellos eran como tumbas flotantes y el mundo como un cementerio líquido; ni
sabría expresar la extraña conmoción de Juicio Final que tales estampidos
alzaban en mí de las profundidades del caos como un recordatorio del propio
íntimo pensamiento y ser: pues a menudo, tanto en vela como en la pesadilla,
no sabía en qué orbe me encontraba, ni en qué época, sino que me sentía al
garete por el gran golfo del espacio, de la eternidad y de la circunstancia, sin
fondo alguno para que mi conciencia pudiera asentarse, constituyendo el mundo
todo un espejismo y un extraño espectáculo para mí, con las fronteras de la vela
y el sueño borradas.
De todos modos, el tiempo seguía siendo excelente y el mar como un
estanque. Durante la mañana del quinto día, el 11 de Julio, llegué, y fui
descendiendo por ella, a una avenida extraordinariamente larga de iceberg y
banquisas, dispuestas de forma muy regular, quizá de media milla transversal y
varias de longitud, semejantes a una titánica doble procesión de estatuas, o las
tumbas Ming, pero ascendiendo y descendiendo como compases musicales,
atalayantes algunos, creando pasadizos en sombras entre ellos, otros de un
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resplandor traslúcido esmeraldino, tres o cuatro vertiendo cascadas que
producían un como lejano canturreo; el mar de un singular espesor, casi de un
blancor de merengue, y algunas nubes de nieve, algodonosas, flotando en el
pálido firmamento, y abajo este pasillo que producía una impresión de
catedrales ciclópeas y misteriosos claustros y mazmorras. Apenas hube pasado
una milla, que avisté un negro objeto al final.
Me abalancé a los obenques y no tardé en apreciar un ballenero; de nuevo
me asedió la misma jadeante agitación y el arrebato por abordarlo mientras
volaba a poner la palanca a toda marcha, volviendo luego a dar un giro a la
rueda del timón; después al palo mayor, trepando y agitando al buen tuntún un
trapo; y para cuando me hallé a unos quinientos metros del ballenero, me dejé
invadir por tal oleada de pasión que me encontré vociferando esta fútil insania:
«¡Hola… eh! ¡Bravo! ¡He estado en el Polo!»; y los doce cadáveres que tenía
yo allá en el cuarto de derrota debieron haberme oído, y también los hombres de
la ballenera, y sonreído.
En cuanto a ésta, de no haberme encontrado en aquel estado de ciega
chochera, debiera haber visto desde el primer momento que tenía el aspecto de
un barco de la muerte, con su botavara porteando a estribor sobre la superficie
del mar, y su trinquete rizado en aquella serena mañana; mas sólo cuando
estuve casi encima de ella, y descendía apresuradamente a parar la máquina,
penetró de súbito la verdad en mi calenturiento cerebro, y apenas pude creerla
de tan aturdidamente pasmado que quedé.
Luego arrié el kayak y me embarqué en él…
Esta embarcación había sido reducida al silencio en medio de la actividad,
pues no vi a ninguno de los sesenta y dos que no habían estado ocupados,
excepto a un muchacho… Era de unas 600 toneladas, armada en barco, con
motor auxiliar, blindada en las amuras de proa; apenas de dejé de recorrer una
parte de ella. Había hecho buena captura de ballenas, hallándose una aún atada
a un costado, en proceso de despedazamiento. Sobre la cubierta había dos
montones de grasa de una tonelada de peso, rodeados de veintisiete hombres en
diversas actitudes y expresiones, algunas terroríficas, otras desagradables y
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varias grotescas; la ballena muerta y los hombres muertos también, la muerte y
los gérmenes de la nada floreciendo, y un hipnotismo y un mutismo cuyo reino
estaba confirmado, y su gobierno haciéndose viejo. Cuatro de los que habían
estado arrancando la gelatina de una masa de estratificados huesos de ballena al
pie del mástil de mesana, estaban completamente encastrados en carne del
animal; sobre un barril atado al palo mayor asomaba la cabeza de un hombre de
larga barba en punta, que parecía inspeccionar el mar hacia el sudoeste, lo cual
hizo que me fijara en que sólo cinco de las ocho o nueve probables lanchas se
hallaban a bordo; y tras visitar los entrepuentes donde vi grandes cantidades de
hacinadas placas de ballena, y cincuenta o sesenta tanques de aceite y grasa
tajada; y tras recorrer la cámara, sala de máquinas y castillo de proa, donde vi
un solitario muchachito de unos catorce años cuya mano estaba asiendo una
botella de ron bajo la tapadera de una caja, habiendo sido en aquel intento
sorprendido por la muerte… Después de dos horas de exploración por el barco
volví al mío propio y proseguí mi ruta, llegando cosa de medio hora más tarde
sobre las tres lanchas balleneras que faltaban, a una milla aproximadamente;
maniobré en zigzag cerca de ellas, hallando en cada una cinco hombres y el
patrón, disparado además en una de ellas el cañoncito del arpón, con su cuerda
enrollada varias veces en torno al pecho de su manipulador; y en las otras,
cientos de brazas de cuerda enrollada, con hierros de cazonete, lanzas de
ballena, arpones de mano, y cabezas sumidas y muecas y visajes y desmadejado
abandono, y ojos de un brillo vidrioso, y ojos adormilados y opacos, y ojos que
parecían parpadear y guiñar.
Al fin vi lo que los balleneros acostumbran a llamar «el guiño del hielo», su
brillante aparición o reflexión en el firmamento cuando se le deja atrás o no se
ha llegado aún a él, pues por entonces me encontraba en una región donde
habían de verse muchas embarcaciones de varias clases; continuamente las
estaba encontrando, y no dejé de investigar ninguna, abordando a varias con el
kayak o la lancha de alerce. Justamente bajo la latitud 70° llegué sobre una flota
de lo que creí ser pesqueros de bacalao o arenque de las islas Lofoden, que
debían haber derivado como fuese a una corriente norte, todos ellos cargados
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con pescado puesto a curar, y cruce de uno a otro en curso de zigzag, pues se
hallaban ampliamente desperdigados, semejantes a simples granos de arena en
el horizonte, en el atardecer sereno y claro con su luminosidad astral ártica,
reclinándose el Sol a su sueño nocturno en las profundidades. Tres
embarcaciones pálidas se balanceaban con ruidos crujientes, como de criaturas
plañéndose entre sueños, completamente incólumes hasta el momento, en
espera de las tormentas del drama invernal de cólera en aquel lúgubre mar,
cuando no habría de faltarles un funeral tañido y una honda fosa. Los
pescadores eran bravos patanes, con franjas de barba desde la punta de la
barbilla y gorros colgantes de algodón; uno de ellos se encontraba arrodillado
en una posición agazapada hacia delante, asiéndose al trinquete, con las piernas
esparrancadas, la cabeza echada hacia atrás, y sus amarillos globos de los ojos
con sus iris grises mirando fijamente arriba del mástil. Cada vez encontré
frascos de whisky de cebada, dos de los cuales llevé a mi lancha; pero en una
embarcación, en vez de abordarla con mi lancha, corté a tal punto el aire líquido
del Boreal, que mediante una delicada maniobra se detuvo a una braza del
pesquero, sobre cuya cubierta pude saltar; tras mirar en derredor, descendí las
tres escaleras de popa, metiéndome en el oscuro y abuhardillado entrepaño
inferior, llamando en una especia de cuchicheo: «¿Hay alguien? ¿Hay
alguien?», sin que nadie contestara; pero cuando volví de nuevo a cubierta, el
Boreal había derivado a tres metros más allá de mi alcance, de manera que
como había calma chicha hube de echarme al agua; y en aquel medio minuto se
apoderó de mí un cúmulo de terrores. Sí, sentí de nuevo aquella abismal
desolación de soledad y la impresión de un universo hostil inclinado sobre mí
para engullirme; el océano no me parecía sino un gran fantasma.
Dos mañanas después llegué sobre otra flotilla, de embarcaciones mayores
ésta, que descubrí ser pesqueros británicos de bacalao, y también en la mayoría
de los que abordé; en cada gambuza de popa una imagen de la Virgen de
madera o arcilla, de tonos policromos descoloridos y en una embarcación, un
muchachito arrodillado ante ella, pero había caído a un lado, con las rodillas
aún dobladas y la cruz de Cristo asida en su puño. Los hombres, con blusas de
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algodón azul y encerados, se hallaban en todas las posturas de la muerte,
conservando aún perfectamente cada detalle de rasgo y expresión; las chalupas
lo mismo, todo, todo; éstas se mecían ligeramente y como descuidadas, con una
especie de monótono sonsonete crujiente; parecía como si cada una tuviese una
subconsciencia de su propia personalidad y una insensible inconsciencia de
todo lo demás, aun cuando fuesen una reproducción; los mismos garfios y
cordeles, cuchillos de corte y destripado, barriles de salmuera, pilas y cajas de
bacalaos abiertos, cubetas de galleta y crujientes balanceos y un olor de sentina
y hombres muertos. Al día siguiente, a unas ochenta millas al sur de la latitud
de Monte Hekla, avistando una gran nave, que resultó ser el crucero francés
Lazare Tréport, también subí a bordo y lo recorrí durante tres horas, su puente
superior, principal y blindado, cubierta por cubierta, sus negras profundidades,
hasta hurgué los tubos de los dos cañones roñosos de las tórrelas. Vi en el
cuarto de máquinas a tres hombres destrozados tras su muerte, supongo que por
la explosión de una caldera; y vi a unos 800 metros al nordeste una gran barca
suya, atestada de marineros, con un remo aún empotrado entre su estacha y la
mandíbula echada hacia atrás del remero; mientras que en la cubierta del buque,
en el espacio entre los dos mástiles, aparecían los chaquetones azules en una
especie de apiñado desorden… doscientos. Nada podía ser de más trágica
sugerencia que la desvalida potencia de aquella pobre embarcación errante, en
torno a cuya estólida masa, activas como hojas de álamos murmuraban miríadas
de olitas en continuo chapoteo que las hacía semejar pobladas de
muchedumbres de parlanchines gorriones. Aquella tarde pasé largo rato en una
de las casamatas de un cañón, con la cabeza sumida en el pecho, mirando
furtivamente de soslayo los pies exangües y azulados de un marinero que yacía
ante mí y cuyas plantas eran sólo visibles, pues se hallaba tendido cabeza abajo
más allá del umbral de la portezuela; y anegado en mares de lúgubres ensueños
permanecí hasta que con un último estremecimiento que fue como un resorte
que me puso en pie, parecí despertar y volví al Boreal y me quedé dormido. A
las nueve de la mañana siguiente, al ir a cubierta y descubrir hacia el oeste un
grupo de embarcaciones, puse proa a ellas; resultaron ser diez queches de las
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Zetlandia, que debían haber derivado del nordeste. Los exploré bien, pero no
había otra cosa sino añadir a la larga lista de las otras embarcaciones anteriores;
pues todos sus hombres y todos sus grumetes y todos sus perros habían muerto.
Podría haber llegado a tierra antes de lo que lo hice; pero no quise. ¡Tenía tanto
miedo! Estaba acostumbrado al silencio del hielo y al silencio del mar, ¡pero
tenía miedo del silencio de Europa!
El 15 de agosto tuve otro de esos arrebatos que al pasar habrían dejado postrado
a un elefante. Durante cuatro días no había notado señal alguna de vida en la
costa noruega, sólo rocas y más rocas, muertas y sombrías y embarcaciones
flotantes, todas ellas también muertas y sombrías; y mis ojos habían adquirido
una demencial fijeza en su mirar a los abismos de vacío, mientras permanecía
inconsciente de ser, excepto en un punto, de azul de arco iris, allá lejos en el
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infinito, que pasaba lentamente de izquierda a derecha ante mi consciencia
durante un corto espacio y luego se desvanecía, para volver de nuevo a pasar
lentamente, siempre en la misma dirección continua, hasta que algún espolique,
o voz, me aguijoneaba la conciencia de que estaba mirando fijamente,
murmurando confidencialmente la advertencia: ¡mira, y todo ha pasado
contigo! Perdido así en un trance de tal género, me hallaba inclinado sobre la
rueda durante la tarde del 15, cuando experimenté como una especie de aviso
diciéndome: «¡Si miras más allá, verás…!» y en un instante ascendí de toda
aquella sima de ensueño a la realidad, lancé una ojeada a la derecha, y por fin,
¡Dios santo!, vi algo humano que se movía y que venía hacia mí.
Aquella sensación de rescate, de despertar, de nueva solidez, de lo
acostumbradamente alentador, era un billón de veces demasiado intensa para
expresarla; de nuevo ahora puedo imaginarla y sentirla… la ordinaria roca sobre
la cual plantar los pies y vivir; pues desde el día en que había estado en el Polo
y visto allí la cosa vertiginosa que me hizo desfallecer, no había aparecido en
mi camino señal alguna de otras que como yo mismo estuvieran con vida, hasta
ahora, en que súbitamente tenía la prueba; pues en el mar, al sudoeste, a
escasamente cuatro millas, vi un barco hendiendo las aguas y alzando profusas
franjas de espuma que se expandían ondulantes a ambos lados, al surcar las
aguas rápidamente y en derechura hacia el norte.
En este momento me encontraba yo singlando hacia el SE por S, a catorce
nudos, desde una serie de montañas noruegas de un oscuro azul y luego de dar a
la rueda un franco giro a estribor para aproarme a la embarcación, me abalancé
al puente, apoyé la espalda contra el palo mayor, puse un pie sobre la barandilla
de hierro frente a mí y al instante sentí que me poseían todos los burlones
diablos de perturbadora orgía, al quitarme el gorro de la cabeza y comenzar a
agitarlo maniáticamente; pues a una segunda ojeada vi que aquella nave llevaba
una insignia en el palo mayor y un largo gallardete en su cofa, no atinando a
santo de qué llevaba aquellos dos estandartes; al instante se me cambió el
humor y pasé a la amargura y al estado demencial.
Claramente se imprimió en mi conciencia, en tres minutos de intervalo, su
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color amarillo apagado, como muchos barcos rusos, con una especie de
marchito rosa en sus amuras, bajo el amarillo, su pabellón azul y blanco; un
buque de pasaje, de dos palos, dos chimeneas, aun cuando de éstas no salía
humo alguno. En todo su curso, el mar tenía vacilantes fulgores del sol que se
ponía, chafarrinones aureolados se prendían a la vista, pero graduándose a
formas más finas a la distancia, hasta convertirse en línea de lívida plata en el
horizonte.
La doble velocidad de aquella embarcación y del Boreal debía haber sido
cuarenta nudos, y realizarse el encuentro en unos cinco minutos; sin embargo,
en este breve espacio de tiempo amontoné años de mi vida, vociferando
apasionadamente, con mi cara y ojos inflamados por la rabia más precipitada y
alborotada, pues ni aminoró su marcha ni hizo ninguna señal, ni dio muestra
alguna de haberme visto, pero se me venía encima en marcha constante, de
manera que perdía la razón, pensamiento memoria y sentido de la relación en la
oleada de histeria que me apresó; y solamente recuerdo ahora que, en medio de
mis aullidos, mi garganta frenética decía: «¡Ohé! ¡Bravo! ¿Por qué no paran?
¡Locos! ¡Yo he estado en el Polo!».
En aquel momento se alzó un olor execrable que me invadió el cerebro y en
el lapso de tiempo en que se puede contar hasta diez, me di cuenta de sus
máquinas sonando próximas y pasando la mole en su batir de agua a menos de
veinte metros de mis narices. ¡Santo Dios, era algo ante lo que los cuervos
habrían escapado con náuseas!, tuve un vislumbre de las cubiertas densamente
arracimadas de cadáveres putrefactos…
En letras negras sobre su popa amarilla, el rabillo de mi ojo captó la
inscripción Yaroslav al inclinarme sobre el cairel para vomitar.
Sin duda alguna aquel buque había estado lejos en el sur con su
hacinamiento de cadáveres, pues todos los que hasta entonces había visto, lejos
de heder parecían, despedir cierto perfume de melocotón; y era además una
embarcación de esas que han sustituido el vapor por aire líquido, aunque
conservando todavía sus antiguas chimeneas, etc., para caso de necesidad, pues
el aire era mirado aún con prevención por los constructores, debido a los
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accidentes que a veces provocaba. Así pues, este Yaroslav debió haber quedado
con sus máquinas en marcha cuando la muerte sorprendió a su tripulación y al
no hallarse aún vacíos sus tanques de aire, debió de haber estado también
recorriendo el Océano impunemente desde entonces, durante no sé yo cuantos
meses o años.
Me arrimé a la costa noruega durante ciento cuarenta millas, sin pegarme a
ella más que en dos o tres ocasiones, pues algo me retraía; pero al pasar ante la
boca del fiordo donde yo sabía que estaba Aadheim, me sentí irresistiblemente
acuciado a portear y antes de que supiera que estaba haciéndolo, aproé a tierra.
En media hora me estaba moviendo entre montañas a ambos lados, de
veteadas rocas en sus cumbres y umbrosos boscajes abajo, y todo ello suavizado
por velos tejidos por el arco iris.
Es un estrecho serpenteante, de agudas aristas, de manera que cada pocos
minutos se renovaba la escena, desapareciendo cuanto quedaba atrás; el agua
era tersa y centelleante. Jamás la vi tan bruñida, plateada, semejante a pulido
mármol, reflejándolo todo en el seno de su translúcido abismo, sobre el cual
apenas una vaharada soplaba en el ocaso. El Boreal parecía moverse como
conteniéndose, formando sólo rizos y pliegues, como de glicerina o de rocío de
aceite de loto. Sin embargo era sólo el mar; y la grandeza más allá era
únicamente riscos y follaje otoñales y declives montañeros. Sin embargo todo
parecía prendido en el arrebato de un trance de rosas y narcisos, ataviado por el
tejido y la materia de sueños y burbujas y murmullos y trinos, de polen de flores
y de ruborosas pinceladas de melocotoneros.
Lo contemplé no sólo con gozo, sino con asombro, habiendo olvidado ya,
como era natural en aquella larga desolación de nieve y mar, que pudiera existir
algo tan etéreamente bello y al par humano y familiar también, y consolador; el
aire estaba impregnado de aquel olor a melocotón, y en aquel lugar había en
aquellos instantes una magia y un nepente y un encanto tales que evocaban
aquellos jardines del Héspero y los campos de asfódelos reservados a los
espíritus de los justos.
Mas, ¡ay!, yo tenía la copa y para mí el nepento estaba mezclado con una
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desesperación tan inmensa como el cielo, ¡Dios santo!, pues en cuanto me puse
a la tarea de buscar alguna cabaña o aldea no vi ninguna; y hacia la izquierda,
en el cuarto recodo del fiordo, donde hay una de esas torres de vigilancia
empleadas por estas gentes en inspeccionar los peces que entran, vi en un
declive rocoso, precisamente ante la torre, vi un cuerpo tendido como si hubiese
dado un traspiés cayendo cabeza abajo; y al contemplarlo sentí definitivamente
aquel infinito desespero que yo sólo entre los hombres sintiera,
inconmensurable como la distancia a las estrellas, tan sombrío como el averno;
y de nuevo me abismé en aquella fija mirada de nirvana y de la insania de la
Nada, donde el Tiempo se sumerge en la Eternidad y todo ser, al igual que una
gota de agua, vuela disperso para llenar el vacío del espacio y se pierde.
Me sacó de mi estado letárgico la proa del Boreal pasando sobre una lancha
pesquera y un minuto después vi dos personas en la orilla, la cual, emergiendo
en aquel lugar a un metro, está esquinada de cantos rodados y matojos, tras los
cuales hay una vereda que asciende serpenteante a través de una garganta; en
esta senda vi al conductor de uno de esos calesines de un solo asiento llamados
kerjolers, sentado él en su pescante, de lado y hacia atrás, descansando su
cabeza sobre una de las ruedas; sobre un baúl atado a un bastidor del eje trasero
se encontraba un muchachito, también con la cabeza a un lado reposando
igualmente sobre la rueda, cerca de la del conductor; y el caballo apoyado sobre
sus patas delanteras, inclinando la vara hacia abajo; a poca distancia, en el agua,
un esquife.
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El fiordo se abría finalmente en una ensenada más ancha, rodeada de
atalayantes montañas que se reflejaban en ella hasta su última escarpa nubosa, y
al fondo de la cual había embarcaciones, un muelle y un antiguo poblado.
Ni un sonido, ni uno sólo; únicamente el de los motores del Boreal a ritmo
lento. Resultaba de toda evidencia que por allá había pasado con su letal segur
el Ángel del Silencio.
Corrí y detuve los motores, y sin anclar, bajé a una barca que se hallaba al
costado, remando hacia el pequeño muelle, pasando bajo una goleta aparejada y
con todas sus velas izadas, pero flojas y pendientes. Había también allí tres
queches madereros, un barco de vapor de unas cuarenta toneladas, una barcaza,
cinco pesqueros de arenque y diez o doce chalupas. Los veleros tenían
aparejadas todas sus velas y al remar en su proximidad, de cada uno percibí un
olor que era al par dulce y odioso, más sugeridor del genio de la inmortalidad
—el significado esencial de Azrael— que cualquiera que jamás hubiera soñado,
pues todos, como pude verlo, estaban arracimados de cadáveres.
Subí las viejas escaleras musgosas en aquel estado de aturdimiento en el
cual uno se da cuenta de cosas triviales; consciente de la ligereza de mi nueva
vestimenta, pues el día anterior me había cambiado, poniéndome prendas de
verano, llevando sólo una camisa de lana, y pantalones de pana con un cinto y
un gorro de paño sobre mi larga pelambrera y un par de botas amarillas, sin
calcetines. Desde el rincón del muelle miré a una franja de tosco terreno que
ante el poblado se hallaba.
Lo que vi, no fue solamente angustioso sino sobrecogedor, angustioso,
debido a que una gran multitud se había reunido y yacía muerta; y sobrecogedor
porque algo en su conjunto me informó en un minuto del porque de hallarse
congregada en tal número.
Estaban allá con el motivo y la esperanza de huir embarcados hacia el oeste.
Y el algo que me informó de ello era un cierto aire extranjero en aquel
cementerio, al posarse mi vista sobre ello; algo que no pertenecía al norte, que
era del sur, oriental.
A dos metros de mis pies se hallaba ahora un grupo de tres cadáveres; una
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muchacha campesina noruega, de falda verde, justillo escarlata y bonete
escocés; el segundo era un viejo noruego de típicos calzones hasta la rodilla y
gorro de visera; y el tercero un, al parecer, judío polaco, con gabardina y gorro
de orejeras.
Me acerqué más a donde los cadáveres yacían más apiñados entre el muelle
y una fuente de piedra en medio de aquella especie de plaza, y vi entre gentes
del norte dos mujeres elegantemente ataviadas, españolas o italianas, y la más
amarilla mortalidad de un mogol, probablemente un magiar, un gran negro en
indumentaria de zuavo, una veintena de evidentes franceses, dos feces
marroquíes, el turbante verde de un jerife y el blanco de un ulema.
No pude por menos de hacerme la pregunta: «¿Cómo es que estos
extranjeros llegaron hasta este poblado nórdico?».
Y mi corazón, que latía con inusitada violencia, respondió: «Ha habido una
estampida irrefrenable y loca hacia el norte, hacia el oeste, de todas las razas del
Hombre; y lo que aquí contemplo no es sino la espuma lejana de la furiosa ola».
Caminé a lo largo de una calle, con cautela en mis pasos, una estrella que no
estaba exenta de ruido, pues enjambres de mosquitos zumbaban sus mensajes
melódicos en los tímpanos, como el rasgueo de arcos de violín y prestos una y
otra vez a volver a la carga para clavar sus aguijones después de haber sido
ahuyentados repetidamente. Era una calle recta, pavimentada, empinada y
lúgubre; y las sensaciones que me asaltaron y se acumularon sobre mí mientras
me movía a través del poblado, me parece que únicamente debió conocerlas
Atlante al haber de soportar, según el mito, el peso de la Tierra sobre sus
hombros.
Y pensé para mí: «¿Y si una ola de las profundidades ha barrido sobre esta nave
planetaria de Tierra, y soy yo el único que se encuentra en ella, el único
superviviente de la tripulación? ¿Qué será entonces, Santo Dios, lo qué he de
hacer?».
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Sentía que en aquellos parajes, nada se movía, nada se hallaba con vida,
excepto los zumbadores y agresivos mosquitos; que el susurro y el sabor de la
Eternidad lo invadían todo, lo asfixiaban, lo momificaban.
Las casas eran en su mayoría de madera, algunas grandes, con porte-
cochères conduciendo a patios semicirculares, en torno a los cuales se hallaban
los edificios, de techumbres agudamente pendientes para escurrir las masas de
nieve del invierno; y a través de la ventanilla de una de las puertas, vi a una
robusta mujer inmóvil y rígida ante una estufa. Seguí sin detenerme a través de
tres calles, llegando al oscurecer a una franja de terreno cultivado que conducía
hacia abajo a una cañada montañera, a alguna distancia de la cual me encontré
sentado a la mañana siguiente. De mi mente se ha borrado cómo y en qué trance
pasé aquélla noche allí. Al mirar en derredor con la vuelta de la claridad, vi a
cada lado montañas con abetos, casi uniéndose en algunos puntos y sombreando
intensamente la musgosa cañada. Al levantarme seguí adelante sin rumbo,
caminando durante horas y horas, sin sentir hambre, aunque había gran cantidad
de fresas silvestres, de las cuales comí algunas. Había también gencianas
azules, lirios del valle y un lujuriante boscaje; y constantemente un ruido de
agua; vi pequeñas cataratas semejantes a guiñapos salvajes, pues se rompían a
media caída y se perdían; y también franjas de cebada y heno segados, colgados
de singular manera en estacas, supongo que para su secado; y cabañas
encaramadas en las laderas y un castillo o burgo pigmeo, al parecer inaccesible;
pero no entré en ninguna de las viviendas, no viendo sólo sino cinco cadáveres
en la cañada, una mujer con un niño y un hombre con dos ternerillos.
Hacia las tres de la tarde, alarmado por verme allí, comencé a desandar
camino, siendo ya oscurecido cuando pasé de nuevo a través de aquellas
lúgubres calles de Aadheim en dirección al muelle, sintiendo hora mi hambre y
fatiga, sin intención alguna de entrar en ninguna casa; pero al pasar ante una
porte-cochère, algo me impulsó, pues mi intelecto parecía haberse convertido
en juguete de los vientos, no obrando por su propio albedrío sino a la manera de
una veleta, por influjos externos; así es que, después de atravesar el patio, subí
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por una escalera espiral de madera, con un crepúsculo que escasamente me
permitió seguir mi camino entre cinco o seis formas confusas allí caídas. Y en
aquel lugar apartado, fantásticos terrores se apoderaron da mí. Subí al primer
rellano, traté de abrir la puerta, pero estaba cerrada. Subí al segundo; aquí la
puerta estaba abierta y, con renuencia y con un escalofrío di un paso adelante,
donde todo estaba oscuro como la pez y cerrados los postigos de las ventanas.
Vacilé en las sombras e intenté pronunciar una palabra, pero apenas me salió en
un cuchicheo; la repetí y me oí decir: «¿Hay alguien?». Pero al aventurarme aún
a dar un paso adelante pisé blandas tripas, dejándome el terror clavado, pues era
como si los fantasmales ojos del infierno en un delirante girar y saliendo
desmesuradamente de sus cuencas se posaran sobre mí entre la lobreguez. Y
murmurando como un estertor de protesta, huí dando traspiés por las escaleras,
caminando sobre la muerte a través del patio, en la calle, con pies ligeros,
brazos abiertos y pecho jadeante, pues pensaba que todo Aadheim iba tras mí; y
mi horrible apresuramiento no logró calmarse un tanto hasta que me encontré a
bordo del Boreal y saliendo del fiordo.
Sólo fuera, ya en mar abierto, me recuperé; y en el curso de los siguientes
días visité Bergen y recalé en Stavanger. Tanto Bergen como Stavanger estaban
muertos.
Fue entonces, el 20 de agosto, que puse proa hacia mi país natal.
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ser, tenía un efecto un tanto embalsamador o antiséptico sobre los cuerpos; en
Aadheim, Bergen y Stavanger, por ejemplo, donde la temperatura me permitió
andar sin chaqueta, sólo vagos tufos y bocanadas de proceso de disolución me
habían molestado.
Muy benignos y gozosos de ver fueron firmamento y mar durante todo aquel
viaje; pero era a la puesta del sol que se despertaban y excitaban mis sentidos de
la maravillosa belleza, a pesar de la carga aquella que llevaba sobre mí, pues
ciertamente que jamás vi puestas de sol semejantes a aquellas, ni nunca pude
soñar que pudieran ser tan llameantes, exorbitantes y perturbadoras, semejando
toda la bóveda celeste transformada en un palenque de guerreros combatiendo
por el Cosmos o bien como si hubiese sido derrotada la soberana contención de
Dios y huyese confusa de sus enemigos a través de tormentosos golfos
espaciales. Pero muchos anocheceres lo contemplaba con espanto ininteligible,
creyéndolo sólo un portento de la espada desenvainada del Todopoderoso, hasta
que una mañana un pensamiento me atravesó como una saeta, pues recordé las
puestas violentas y extrañas del siglo XIX contempladas en Europa, América y
creo que en todas partes, tras la erupción del volcán de Krakatoa.
Y mientras que antes me había dicho a mí mismo: «Si una ola de las
profundidades ha barrido esta nave del Espacio…», ahora me decía: «Una ola,
pero apenas de las profundidades; una ola más bien con la que ella ha casado y
se ha maculado, nacida de sus propios ijares inmaternales…».
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telegrafiado o intentado hacerlo desde Bergen a donde fuese; pero no lo quise;
tenía demasiado miedo; un miedo cerval de que nadie en absoluto contestara…
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pues allá estaban sus luces; pero no quise mirarlas, ni tampoco maniobrar en su
proximidad, pues no quería tener nada que hacer con lo que pudiera haber
acontecido más allá del alcance de mi vista, y era mejor mirar adelante, no
observando nada y ocupándose de uno mismo.
Al atardecer siguiente, tras haber vuelto al mar abierto, me encontraba de
nuevo más al interior, un tanto al Este por Sur del Norte, no viendo luz alguna
allá, pero sí muchas señales sobre el mar de naufragios y las costas sembradas
de pecios viejos de flotas; hacia el Sudoeste y navegando a marcha muy lenta
—pues por doquier había cientos de cascos muertos en una circunferencia de
diez millas marinas— me dirigía a la costa francesa, pues el día anterior había
asomado bien a la vista, por lo que me había dicho: «Voy a ver el haz de luz de
ese tambor giratorio del malecón de Calais, que de noche llega hasta la mitad
del camino a Inglaterra». La luna relucía clara aquel amanecer en el firmamento
sur, semejante a una vieja reina agónica, cuya Corte enjambrea a distancia en
torno a ella, tímida, pálida, trémula; y contemplé las sombras de las montañas
en su tiznada cara llena y su nimbo neblinoso y sus destellos sobre el mar, como
si fuesen besos a hurtadillas en el reino del sueño, y entre las blancas estelas y
espolvoreos de luz de quedos buques, extraños surcos semejantes a pasillos
palaciego en algún remoto país de hadas, colmado de desmayados cuchicheos,
escándalos y carrerillas de uno a otro lado, con miradas de soslayo y últimos
abrazos jadeantes, y la huida de la princesa y el lecho de muerte del rey; y en el
horizonte NE una franja de niebla o nube que parecía flotar fuera del
firmamento; y más allá, no lejos, las rocas de greda de la costa, no tan bajas
como en la proximidad de Calais, sino dispuestas en masas con cañadas de
césped intermedias, cada una con su pecio, pero no vi ningún haz de cualquier
tambor giratorio.
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Me sorprendió la extensión de la vista. Entre mí y el castillo situado al este, se
encontraba el caserío de ladrillo y piedra, mezclado a la distancia con una vaga
calina azul; y a la derecha el puerto, el mar y los barcos; y en torno mío nueve o
diez muertos mordiendo el polvo; el sol estaba ya alto, caliente, sin que apenas
apareciera una nube en toda la bóveda celeste; la que allá a lo lejos se divisaba,
era la costa normanda.
Moviendo la cabeza me senté en un banco de maderos y tras haberlo visto
todo, moví de nuevo la cabeza, sintiéndome abrumado, pues aquello era
demasiado grande para mí; y al mover la cabeza mi frente se apoyó en mi mano
izquierda, sintiendo en su interior el farfulleo de una vieja canción callejera que
comencé a musitar adormiladamente, como una letanía funeral, alzando y
bajando como al compás el paquete de carne ahumada que llevaba en mi mano
derecha.
Yo compraré la sortija,
Tú criarás a los niños:
Habrá criados que sirvan en nuestro ting, ting, ting.
Ting, ting,
¿Verdad que seremos felices?
Ting, ting
Y farfullando así caí de bruces; y por espacio de, veinticuatro horas dormí
con sueño que no se diferenciaba de la muerte.
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En la siguiente esquina de la calle vi abierta la puerta de una casa grande y
entré, pero desde la planta al tejado no había nadie en ella, excepto una
muchachita inglesa, sentada en un sillón en una sala de cortinas de
Valenciennes y tapizado de raso azul, una muchacha de la clase «inferior», en
andrajos, echada hacia atrás con la mandíbula colgante, en una postura
desmañada, con una palanqueta de ladrón a sus pies, en sus manos un fajo de
billetes de Banco y en su regazo dos relojes. De hecho los cadáveres allí eran o
bien de extranjeros, o de muy pobres, muy viejos o muy jóvenes.
Pero lo que me hace recordar esta casa, es que en ella encontré sobre un
sofá un periódico, The Kent Express, y sentándome sin parar mientes en mi
vecina, escudriñé lentamente lo que en él estaba escrito.
En un artículo que recorté y guardé luego, decía: «Durante la noche ha
cesado la comunicación con Tilsit, Insterburg, Varsovia, Cracovia, Przemydl,
Gross Wardein, Karlsburgo y muchas otras ciudades menores inmediatamente
al este de los 21° de longitud, aún cuando por lo menos en algunas de ellas debe
haber todavía operadores en sus puestos, no arrastrados al torrente que rueda en
dirección oeste. Pero como todos los mensajes de la Europa occidental se han
hallado sólo con esa misteriosa mudez que hace tres meses y dos días dejó
atónita a la civilización en el caso de la Nueva Zelanda oriental, únicamente
podemos suponer que esas ciudades se han añadido también al funesto catálogo;
por cierto que según las últimas noticias de la tarde de París, podríamos prever
con alguna seguridad no sólo su derrumbamiento, sino hasta el momento en que
se produjo; pues el desplazamiento del vapor que rodea a nuestro globo no cabe
ya duda que se ajusta al cálculo definitivamente fijado por el profesor Graven,
de 100 millas y media por día, o sea 4 millas y 330 metros por hora. Su
naturaleza y origen sigue siendo materia de conjetura. Parece no dejar ser
viviente tras él; Dios sabe pues si tampoco quedará en algún momento alguien
de nosotros. El rumor de que se halla asociado a un olor de almendras, según
opinión de fuentes autorizadas es muy improbable; pero el púrpura acre de su
letal amenaza ha sido testimoniado por fugitivos de última hora así como de su
marcha humeante.
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»¿Es este el fin? No debemos ni queremos creerlo. ¿Habrá de ser invadido
por esta niebla de la Nada en nueve días, o menos, el suave firmamento que
cada día nos sonríe? A pesar de las declaraciones de los científicos, lo dudamos
aún. Pues si así fuera ¿qué propósito tiene ese drama de la evolución en el cual
parecemos ver el arte del dramaturgo? Seguramente que el final de un quinto
acto debiera ser evidente, satisfactorio para el propio sentido de lo completo;
pero la Historia, por blanca que haya sido, se asemeja más bien a un prólogo
que a un quinto acto. ¿Puede ser que el director, de lo más insatisfecho, quisiera
barrerlo todo y "colgar" la pieza para siempre? Ciertamente, el pecado de la
Humanidad ha sido escarlata; y si esta tierra celestial que Él ha convertido en
infierno le suprime ahora bajo el cielo del mismo, no es cosa de extrañar
mucho. Pero no lo queremos creer aún. Hay en la naturaleza un esfuerzo de
reserva; a través del mundo, como una amenaza, se ha suspendido un silencio
que sonríe; y al final de los acontecimientos hallamos proclamado en grandes
palabras: "¿Por qué tenemos miedo?". Nos conviene pues una tranquila
esperanza —aún cuando nos agazapemos bajo la sombra extendida por el
mundo por las alas del ave de la muerte—: y ciertamente vemos tal actitud entre
algunas de las más humildes de nuestras gentes, cuyo corazón exhalaba el
suspiro: "Aunque me mates, sin embargo, quiero confiar en Ti". Escucha por lo
tanto, oh Señor; oh Señor, mira aquí abajo y presérvanos.
»Pero aún cuando hablamos así de esperanza, la razón, si quisiéramos oírla,
nos llama en un cuchicheo "soñador" e inclemente es el firmamento de la
Tierra. Ya no puede contener más embarcaciones el puerto de Nueva York, y
donde entre nosotros mueren las personas de privaciones por centenares de
miles, allende el Océano perecen por millones; pues donde los ricos son
acosados, ¿cómo pueden vivir los indigentes? Ya han perecido 850 de los 1.500
millones de componentes de nuestra raza, y los imperios de la civilización se
han derrumbado como castillos de arena en un montón de anarquías. Miles de
muertos sin sepultura, anticipando la más premeditada condena que llega y
humea y cabalga incesante e incansable, atestan las calles de Londres y
Manchester; los guías de la nación han huido, el esposo apuñala a su mujer por
*R3N3*
un trozo de pan, los campos están abandonados, las muchedumbres parrandean
en nuestras iglesias, universidades, palacios, Bancos y hospitales; hemos sabido
que la pasada noche, tres regimientos territoriales, el de Fusileros de Munster, el
Loriano y el de Lancashire del Este se desbandaron amotinados, matando dos
oficiales; como sabemos igualmente, el mal se ha asentado en el reino; en varias
ciudades parece haber desaparecido la policía y, en casi todas, cualquier
vestigio de decencia, los resultados seguidos a la suelta de los delincuentes,
parecen ser monstruosos en los respectivos distritos; y en el plazo de tres meses,
el infierno parece haberse enseñoreado de este planeta, enviando al Horror,
como a un lobo, y a la Desesperación, como a un desastroso firmamento, para
devorarlo y confundirlo. Escucha, pues, oh, Señor y perdona nuestra iniquidad;
ah, Señor, te imploramos; tiende tu vista aquí abajo, oh, Señor, y presérvanos».
Una vez hube leído esto y el resto del periódico, espacio de una hora, viendo un
parche de la ceniza púrpura sobre el suelo junto a donde se encontraba la
muchacha con sus relojes sumida en la eternidad; y no había un sentimiento en
mí, excepto una punzada de curiosidad que posteriormente se hizo morbosa, por
saber más cosas de aquella nube de humo de la que hablaba el papel, de sus
fechas, su fuente, su naturaleza; luego salí y entré en varias casas, buscando
más periódicos, pero no vi ninguno; finalmente hallé una librería abierta, con
carteles al exterior, pero o bien había sido abandonada o la impresión debió de
haber cesado hasta la fecha del periódico que ya había leído, pues había otros
tres ejemplares de fechas muy anteriores, que no los leí, por desgana.
Llovía a la sazón, un día ventoso y desagradable de spahis y «bashibazouk»,
de griegos y catalanes, de continuamente vaharadas mezcladas de capullos y el
hedor de la corrupción; pero no me importaba mucho, y caminé y caminé hasta
que me encontré cansado de spahis y «bashibazouk», de griegos y catalanes, de
«popes» rusos y abunas coptos, de dragomanes y calmucos, de maulawis
egipcios y mullahs afganos, napolitanos y jeques, y de la pesadilla de posturas
violentas, colores, telas y atavíos, caftanes verdi-amarillos de los beduinos,
turbantes chales de Bagdad, feces rojos, los voluminosos atavíos de seda rosa
*R3N3*
de las mujeres, y su velo, la pana de los campesinos, y las contorsionadas
desnudeces y los ceñidores de muselina. Hacia las cuatro me encontré sentado
de puro cansancio en el umbral de una casa, inclinado bajo la lluvia, pero no
tardé en levantarme, fascinado acaso por aquel cambiante bazar de igualdad, sus
combinaciones y permutaciones fortuitas, su novedad en la monotonía, y hacia
las cinco me encontraba en una estación que llevaba el rótulo de Estación del
Puerto, en cuyo interior y alrededores había una muchedumbre, pero ningún
tren. Allí volví a sentarme, me levanté y erré de nuevo, hasta que después de las
seis me encontré en otra estación con el rótulo «Priorazgo», en la que vi dos
largos trenes, ambos atestados, uno en la vía del lado y otro ante el andén
principal.
Al examinar ambas locomotoras, vi que eran de las antiguas de vapor, no
teniendo una agua, pero marcando el manómetro alguna en la del andén, al
repasar toda la maquinaria, la hallé en buen estado, aunque herrumbrosa, con el
pleno de combustible; y durante noventa minutos mi cerebro y manos actuaron
con una inteligencia automática, hasta que vi arder el fuego y moverse la aguja
del indicador de registro; y al alzar la palanca de la válvula de escape, cuya
presión aligeré en dos atmósferas, salté abajo para intentar desconectar los
vagones, pero fracasé en mi empeño, pues la acopladura debía tener algún
automatismo nuevo para mí, cosa que no importó mucho. Como era ya oscuro,
encendí faros y linterna y luego, tirando al andén y a los raíles respectivamente
a conductor y fogonero, a eso de las 8:30 salí de Dover, con un largo silbido de
la válvula de paso a través de la fría y desolada noche.
Mi objetivo era Londres, pero no conocía nada del trayecto, sus empalmes,
cruces y demás complejidades, ni tampoco estaba seguro de si estaba en carrera
hacia Londres o apartándome de ella; pero justamente a medida que mi timidez
por la máquina se convertía en familiaridad y confianza propia, aumenté la
velocidad, con una obstinación sorda e insensible, hasta que finalmente había
pasado de un arrastrarme a una rapidez impresionante, mientras que algo
invisible, con la boca pegada a mi oído, parecía cuchichearme «deben haber
*R3N3*
trenes bloqueando las vías, en estaciones en pasos, por todas partes… es una
carrera maniática, una carrera de muerte, el frenesí del holandés errante;
recuerda tu sombría brigada de pasajeros que rodarán y se precipitarán unos
contra otros y sufrirán en un choque»; pero tercamente yo pensaba que «ellos
querían ir a Londres» y en ello me empeñaba, creo que no locamente
alborozado, sino sintiendo en mi interior cómo las brasas incandescentes de una
sinrazón perversa y morbosa, mientras alimentaba el fogón o se posaba mi vista
al paso en el cadáver de un caballo o un buey, o a los árboles y campos
deslizándose fantasmagóricamente ante mí.
Ello no duró mucho tiempo, creo; no podía estar a más de veinte millas de
Dover cuando, en una recta, divisé una masa cubierta de lona frente a una garita
de señales; y al instante mi insensibilidad se convirtió en pánico. Pero a pesar
de que apreté con toda fuerza los frenos, comprendí que era demasiado tarde…
Me abalancé al pasillo para saltar a la zanja lateral, pero fui lanzado adelante
por una serie de rudos topetazos motivados por una docena de bueyes que
estaban tendidos a través de los rieles; y al contraerme y brincar algunos
segundos antes de la colisión, la velocidad debió haber aminorado, pues no sufrí
fractura alguna, pero permanecí en estado de semicoma en una franja de
amarillentas aliagas florecientes, consciente sólo de una conflagración sobre las
vías a cuarenta metros de allí, y como sonaran todas las sombrías horas en
vagos truenos provinentes de alguna parte.
*R3N3*
anegaba positivamente aquel otro, siendo su amalgama como respirar el aroma
de lienzos antiguos embalsamados durante años en arcones de cedro.
A vivo paso salí del silencio y quietud abismales de aquel lugar; pero en la
calle del Palacio próxima, se produjo una bulla de esas que parecen ultrajar a la
creación y me dejó débil, sin aliento… habiendo sido diferente la bulla del tren,
pues en él yo estaba huyendo, pero aquí era yo un cautivo, y por cualquier lugar
que huyese era capturado. Fue que pasando a lo largo de la dicha calle, vi un
establecimiento de lámparas, y queriendo una linterna, intenté obtenerla; pero la
puerta estaba atrancada, de manera que volviéndome y cogiendo la porra de un
policía fui a fracturar el cristal de la ventana…, pero sabiendo el alboroto que
armaría, quedé vacilando por espacio de diez minutos. Jamás podría haber
esperado tal alboroto, tan apasionado, dominante y difundido, y ¡oh Cielos!, tan
permanente, pues me pareció haber golpeado sobre el punto débil de algún
planeta que fuese dando tumbos, con prolongado alboroto y estampida en torno
a mis sienes. Pasó una hora antes de que pudiese trepar a la ventana y colarme
al interior, pero encontré lo que deseaba y algunas latas de petróleo. Hasta las
dos de la madrugada, mi linterna destelló hurgando al azar en los rincones de la
ciudad.
Bajo un arco que se tenía sobre una pequeña avenida vi la ventana de una
casita de cascotes, y entre sus marcos y junturas un calafateado de trapos para
que no penetrase el aire ponzoñoso; pero al entrar en ella encontré la puerta
abierta, a pesar de que también había sido rellenada en sus esquinas, y en el
umbral a un hombre ya viejo y a una mujer tendidos; por lo que conjeturé que,
aunque protegidos, habían permanecido encerrados hasta que el hambre, o la
falta de oxígeno, los impulsó a salir, y entonces el veneno, activo aún, debió de
haber acabado con ellos. Posteriormente había de ver que el mismo
procedimiento había sido empleado en otras partes, pero que asimismo tanto la
provisión de aire como de alimentos había sido insuficiente para toda la
duración del estado de intoxicación.
Estaba enormemente fatigado, pero alguna persistencia morbosa me
sostenía, y no quería descansar, por lo que las cuatro de la mañana me
*R3N3*
encontraron de nuevo en la estación, agachado industriosamente en el intento de
habilitar otra locomotora para viajar, pues por parte alguna vi otra clase de
vehículos, que probablemente habían huido todos al oeste. En esta ocasión, al
lograr la presión suficiente de vapor, conseguí también desenganchar los
vagones, de manera que para cuando parpadeaba la primera luz del día estaba
deslizándome ligero sobre el campo, no sabía adonde, pero pensando en
Londres.
Ahora procedí con más cautela y rodé muy bien, en viaje de siete días,
raramente de noche y nunca a más de veinte millas por hora, aminorando la
marcha en los túneles. No sé en qué laberinto me metió el tren, pues poco
después de haber abandonado Canterbury, debió haberse desviado por algún
ramal, ni tampoco me ayudaron los nombres de las estaciones, pues desconocía
su situación con respecto a Londres. Repetidamente era interrumpido mi
progreso por trenes sobre la misma vía, por lo que tenía que hacer marcha atrás
para maniobrar y tomar otra; en dos ocasiones, hallándose muy lejanas,
trasbordé de mi locomotora a la que cerraba el paso. El primer día viajé sin
impedimentos hasta el mediodía, tirando hacia arriba por campo abierto que
parecía deshabitado durante épocas, hallando únicamente, a cosa de una media
milla de un umbroso bosque una casa de diseño artístico, revestida de hiedra,
con un tejado de tejas rojas y gabletes de madera; me encaminé a ella tras
detener mi máquina, siendo el día luminoso y suave, con pinceladas de nubes
blancas sobre el firmamento. La casa tenía una sala exterior y otra interior,
pinturas al óleo… una especie de museo; y en un dormitorio había tres mujeres
con cofias de servidoras y un lacayo, situados todos ellos de una extraña manera
simétrica, cabeza contra cabeza, como radios; y mientras estaba
contemplándolos podía haber jurado, ¡santo Dios!, que alguien subía por la
escalera… algún crujido producido por la brisa en la casa, centuplicado a mi
oído febril; pues acostumbrado a la mudez de eternidad que me había
acompañado durante años ya, era como si oyese los ruidos por una trompetilla
acústica. Así que bajé rápidamente y, después de comer, acompañando la
*R3N3*
comida con una combinación que encontré de agua con coñac y azúcar, que la
había en cantidad, me tendí en un sofá en la sala exterior y dormí hasta
medianoche.
Salí luego, poseído aún por el ansia de llegar a Londres y, tras poner en
orden la locomotora, me puse en marcha bajo un cielo negro tachonado de
centelleos de estrellas, algunas de las cuales, pensé, no serían distintas a la mía,
sumergidas en una inmensidad de silencio, con una vida quizá para verlo y
hasta oírlo. Viajé toda la noche, deteniéndome sólo dos veces, una para tomar
carbón del ténder de otra locomotora al paso, y otra para beber agua, pues como
siempre, cuidaba de que ésta fuese corriente. Sintiendo hacia las cuatro de la
mañana vencerse repetidamente mi cabeza, me detuve a la salida de un túnel
precisamente y me tendí sobre un talud cubierto de tallos y flores, cuando
despuntaba el alba por oriente; y hasta las once quedé dormido.
Al despertar, me percaté de que el campo tenía el aspecto más de Surrey que
de Kent… aquella regular ondulación de la tierra; pero de hecho, si pudiera
haber sido uno de los dos condados, no parecía de ninguno, pues parecía como
tender a un estado de naturaleza salvaje, pudiéndose ver bien que nadie lo había
atendido por espacio de lo menos un año; a mi mismo lado había unas matas de
alfalfa de tal exuberancia, que motivaron que aquel día y el siguiente examinara
con más atención el estado de la vegetación, descubriendo por doquier cierta
tendencia a la hipertrofia en estambres, calicillos, pericarpios, pistilos en toda
especie de objeto bulboso, en los juncos sobre todo, las frondas, musgos,
líquenes y todas las criptógamas, así como en las trifolias, tréboles,
especialmente, y algunas trepadoras. Resultaba claro que muchos campos de
cosecha habían sido preparados, pero no sembrados, y algunos no segados, y en
ambos casos me chocó su fertilidad, como me pasara en Noruega,
asombrándome tanto más cuanto ello debió haber sucedido en los meses en que
había atravesado la Tierra un veneno cuya acción era el cese de la oxidación;
solamente podía concluir que su presencia en masas voluminosas en las capas
bajas de la atmósfera había sido más o menos temporal, y que esta tendencia a
la exuberancia que yo observaba debió haber sido debida a algún principio por
*R3N3*
el cual la Naturaleza actúa con energía más libre y en mayor grado en ausencia
del hombre.
A dos metros de los rieles vi, al levantarme, un arroyuelo al pie de un
podrido trozo de valla, apenas escurriéndose hacia adelante entre masas de
fungoides estancados, habiendo aquí y allá un súbito chapoteo y vida, viendo a
poco nadar una rana, y al ponerme de bruces sobre la pequeña corriente, tres
pececillos deslizándose alocadamente entre los guijos musgosos del somero
fondo. Pensé lo que me agradaría ser uno de ellos, con mi hogar tan bien
entechado y umbroso y mi vida empapada en su arrobo de abiertos y anchos
ojos. De todas maneras, aquellos pequeños seres vivían, los batracios también y,
como lo descubrí el siguiente día, las crisálidas de una u otra especie,
observando con profunda emoción a una mariposita, una vacilante mariposita
en el aire sobre el jardín de una rústica estación llamada Butley.
Mi cerebro se encontraba en tal estado que pasaron días antes de que pudiera
ordenarse para dirigir la máquina en el viaje que deseaba hacer a Londres, por
lo que ésta estuvo errando a su antojo por la intrincada red ferroviaria del sur
del país. Dos veces tuve que repostarla con agria de los estanques con un cubo
de carbón, pues el inyector no suministraba la del tanque. Y en la quinta noche,
en vez de entrar en Londres, lo hice en Guildford.
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Aquella noche, desde las once hasta el día siguiente, un gran temporal reinó
sobre Inglaterra, y diez días después, el 17, se desencadenó otro, y otro el 24.
Desde entonces, me sería difícil enumerarlos, no asemejándose por lo demás a
las tormentas inglesas, sino más bien a las árticas en muchos detalles notables,
acompañadas de una oscuridad de Averno que apenas puedo describir. Aquella
noche, en Guildford, tras dar un paseo y hallarme muy cansado, me dejé caer
sobre un banco en una iglesia normanda de dos ábsides, llamada de Santa
María, utilizando por almohada el cojín del pulpito; una lamparilla ardía a
alguna distancia de mí, sirviéndome su rayo de veilleuse durante la noche.
Nadie había en el interior, excepto una vieja señora en una capilla de la parte
sur de la cancela. Sentí algún recelo por la compañía, y me quedé a la escucha,
pero de todos modos no podía apenas dormir, debido a que sobre mí voceaban
los megáfonos de la inmensa tempestad. Por fortuna, tuve buen cuidado de
cerrarlo todo, pues de lo contrario el techo habría volado, y departí conmigo
mismo pensando: «Yo, pobre hombre, perdido en esta confluencia de
infinitudes y en el vértice del ser, ¿qué será de mí, Dios mío? Pues negro, muy
negro es este vacío en el cual me encuentro ahora, a una distancia de un trillón
de estadios, juguete de todos los torbellinos. Habría sido mejor para mí haber
muerto, que no haber de tener jamás que ver la tenebrosidad y turbulencia de lo
inefable, no haber de oír y experimentar el aullido y el frío espeluznante de los
vientos de la eternidad…, sus gemidos y plañidos y sus vociferaciones y
blasfemias, sus momentáneas calmas que no son sino intriga y acecho, y sus
notas de desesperación que el oído no debería oír jamás… Pues lo que quieren
es devorarme, lo sé, esas vastas tenebrosidades, y pronto seré barrido,
dejándoles completamente expedita la escena». Y así estuve farfullando hasta la
mañana, con estremecimientos y contracciones, pues los choques de la tormenta
repercutían en mi corazón… y ¡santo Dios!, cuántos y cuáles fueron los
alborotos del trueno aquella noche, con llamadas y risas y rugidos y
desgañamientos de cima a cima de los abismos del infierno.
Por la mañana, al descender la calle Mayor, hallé a una monja joven en la que
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había reparado ya la noche anterior, con una tropa de muchachitas en uniforme,
frente al Ayuntamiento. Había caído con los brazos cruzados; el temporal de la
noche le había arrancado la toca y desparramado a su pequeño grupo; pendían
ramas de árboles desgajadas y por doquier había montones de hojas revueltas.
Siendo Guildford un empalme, antes de que amainara del todo la tormenta
por la tarde y pudiera proseguir mi viaje, me había provisto de una guía de
ferrocarriles, hallándome seguro ahora de que me dirigía a Londres, que
solamente se encontraba a treinta millas de allí; y hacia las cinco de la tarde
había pasado Surbiton, esperando a cada minuto divisar la ciudad. Cayó la
noche, y corriendo un riesgo considerable seguí adelante, pero Londres siguió
sin aparecer; seguramente me había metido en algún ramal y errado el camino
de nuevo después de Surbiton, pues a la siguiente caída de la noche me encontré
en Wokingham, más remotamente lejos que antes.
Allí dormí sobre un felpudo en el pasillo de una taberna llamada «La Rosa»,
pues había en una cama de la casuca un hombre al parecer ruso y con aspecto
de loco, con unos dientes salientes, cuya figura no me gustó lo más mínimo, y
me encontraba demasiado cansado para ir a otra parte. A la mañana siguiente
proseguí el viaje a hora temprana y para las diez me encontraba en Reading.
No se me había ocurrido la idea de viajar por tierra, empleando los mismos
medios que en la navegación por mar, por muy natural que ello fuese; pero al
primer vistazo de una brújula, en el escaparate de una tienda próxima al río, en
Reading, se desvanecieron mis dificultades en cuanto a alcanzar cualquier lugar
determinado, pues todo cuanto se necesitaba para transformar una locomotora
en un navío terrestre, escogiendo las líneas que discurrían muy próximas al
propio rumbo, era una carta o mapa, la brújula, un compás y, en caso de largas
distancias, un cuadrante.
Provisto, pues, así, salí de Reading al atardecer, mientras había aún alguna
luz, pues ya había pasado allá nuevo horas, siendo aquella la ciudad donde
observé primero aquel aplastamiento de humanidad que luego habría de hallar
en ciudades al esto de Londres, siendo los ingleses en igual número a los
extranjeros, y habiendo bastantes de ambos, Dios lo sabe: casas en cuyas
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habitaciones y escaleras los muertos se amontonaban unos sobre otros, y había
lugares en las calles por los que únicamente se podía pasar pisando cadáveres.
Penetré en la prisión del condado, de la cual, según había leído, habían sido
puestos en libertad los presos, hallando en ellas el mismo hacinamiento, celdas
atestadas, corredores repletos, y, en el patio, contra un muro, una masa de una
sustancia como arcilla gris mezclada con andrajos y cuajarones de sangre,
donde debió haber actuado, al parecer, un compresor de fuerza hidráulica. En
una esquina próxima a la fábrica de galletas vi zarandeados y confundidos por
la tormenta, y la tra mí. Por lo demás, todos los muertos habían sido a un
muchacho que creo debió haber sido ciego, estrujado contra la pared, con una
cadena en su puño y un perrito atado a la cadena, en una postura incorporada
tanto él como el animal, que seguramente había, sido motivada por la fuerza del
temporal del 7. Lo que resultaba extraño era que su brazo apuntaba más bien
más allá del perro, lo que hacía semejarle a un borracho azuzando al animalito
con tierra parecía hallarse haciendo un esfuerzo abortivo para barrer sus calles.
A alguna distancia fuera de Reading hallé una granja destinada al cultivo de
las flores, la cual parecía muerta en algunos puntos y floreciendo
exuberantemente en otros; algunos abejorrillos abigarrados zumbaban en el aire
del atardecer. Luego pasé entre hileras de trenes atestados que estaban en la
línea descendente, dos de ellos habían chocado; hasta los campos, a ambos
lados, aparecían sumamente poblados, como si la gente, una vez que faltaran
trenes y vehículos, se hubiera lanzado a ellos en caravanas en dirección al oeste.
Al llegar a un túnel cerca de Slough observé en torno al pie del arco una
masa de débris de madera, y al seguir adelante, me alarmó el topeteo de la
máquina a través de cadáveres; al otro extremo, más débris, suponiéndome que
una compañía de gentes desesperadas había hecho del túnel un compartimiento
estanco al aire taponando sus dos extremos, llevando al interior provisiones y
esperando vivir allí hasta que pasara la hora fatal, debiendo haber sido
destrozadas sus barricadas por algún tren y triturados ellos mismos; o bien otros
grupos, queriendo compartir la cueva, la habían asaltado, siendo según me
pareció, más probable lo último.
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Debía haber llegado pronto ahora a Londres, pero por mi mala suerte
encontré atascando la vía un tren sin un alma en él, y no tuve más remedio que
efectuar el transbordo con todos mis bártulos a su locomotora, que encontré en
buen estado, con carbón y agua. Para cuando la puse en marcha tenía yo un
espantoso dolor de cabeza y riñones y estaba tiznado desde la punta del pelo a
los pies. No obstante, a eso de las diez y media, al encontrarme detenido por
otro tren, estaba sólo a cuatrocientos metros de Paddington, y recorrí el resto del
camino por entre trenes en los que los muertos estaban aún incorporados,
sostenidos mutuamente, y sobre las vías había tantos cadáveres como olas en el
mar o vástagos en un bosque. Grupos enteros estaban en actitud de correr a los
trenes o bien ante ellos en frenético intento de detenerlos para poder montar.
Llegué al gran cobertizo de cristales y vigas que es la estación, con la noche
perfectamente silenciosa, sin luna ni estrellas, a eso de las once. Vi entonces
que los trenes, al moverse, debieron haberlo hecho sobre una costra de
cadáveres en las vías. No podía yo tampoco moverme a menos que vadeara
aquella carne sin vida que por doquier había: en los techos de los trenes, entre
sus topes, en los andenes, contra las pilastras como espuma, apilados sobre
vagonetas, una ciénaga carnal, en fin… la cual, fuera también, colmaba los
intervalos entre un inmenso aparcadero de vehículos que alfombraban aquel
distrito de Londres. Y aquel olor a capullos en flor, que excepto en un barco
nauseabundo había dejado de hallarse presente, era ahora superado por otro.
Hallé después que todas las estaciones generadoras que visité debieron
haber sido detenidas antes de la llegada de la condena, o sea que los gasógenos
fueron abandonados algún tiempo antes, por lo que esta ciudad de espantosa
noche, en la cual, en el momento en que el silencio la asaltó y con ella a sus
veinte millones de seres pululantes, debió de haberse parecido más a las
sombras del Orco.
Salí de la estación con los oídos tendidos, Dios lo sabe, en espera del ruido
acostumbrado, pero habituado también como me hallaba ahora a aquel vacío de
insondable mudez, fui sumido en un nuevo espanto cuando, en vez de luces y
ruedas rodantes vi la larga calle que sabía en lúgubre incubación, como la
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hierba crecida sobre Babilonia, y oí un impresionante silencio que se unía con
el de las de aquellas luminarias de la eternidad que titilaban en las alturas.
No pude conducir ningún vehículo durante algún tiempo, pues todos los
alrededores eran prácticamente un bloque, pero cerca del parque, adonde
conseguí llegar, encontré petróleo en una berlina, encendí la lámpara y saqué de
ella con repugnancia cuatro cadáveres, monté luego y penetré en el populoso
entumecimiento, atravesando calles que no estaban nunca vacías de cadáveres y
siguiendo en dirección este mi camino, lleno de baches y protuberancias.
*R3N3*
Así, pues, me encaminé a la plaza en la cual se tiraba el periódico, viendo
que también allí estaba sembrado el suelo de vestiduras exóticas, siendo grande
la mezcolanza y el revoltillo. Hallé abierta la puerta de una agencia de anuncios,
pero al encender una cerilla descubrí que su iluminación era eléctrica y no de
gas, por lo que tuve que volver sobre mis pasos a trompicones hasta un
establecimiento de lámparas en una avenida, pisando con cuidado para no
ofender a nadie, encendiendo cerilla tras cerilla en aquella vecindad, aunque la
negra atmósfera silenciosa apenas era rasgada por su chispazo.
Cuando llegué de nuevo a la redacción del periódico con una pequeña
linterna de petróleo, vi un legajo de ejemplares sobre una mesa, y puesto que el
lugar estaba abundantemente provisto de cadáveres y yo quería estar solo, lo
puse bajo un brazo y, con la linterna en la otra, pasé tras un mostrador y subí
por una escalera que me condujo a un gran edificio lleno de escaleras y pasillos,
por los que fui con mi linterna en mi temblorosa mano, pues allí había también
cadáveres, hasta que entré finalmente en una suntuosa habitación, con amplios
sillones en torno a una vasta mesa de caoba en las que había carpetas y
manuscritos cubiertos de polvo púrpura y en todas las paredes estanterías
repletas de libros. Esta estancia se había cerrado tras un hombre solo, de
elevada estatura y vestido de levita, con una barba gris en punta, quien parecía
haber querido huir, pues se hallaba ante la puerta en ademán de haber querido
abrirla. Lo quité de allí, arrastrándolo por los pies, cerré la puerta tras mí y me
senté a la mesa, comenzando la investigación de mi legajo, con la linterna a un
lado.
Investigué y leí hasta muy entrada la mañana, pero Dios sabe…
No había llenado debidamente el pequeño depósito de la lámpara, de
manera que a las tres de la madrugada comenzó a renquear su llama, lanzando
chispas y tornando gris el cristal. «¿Y si se apaga ahora la lámpara antes de que
llegue la luz del día?», me dije. Había conocido el Polo y su frío, pero morir
helado de terror… Seguí leyendo sin querer detenerme, pero leí aquella noche
atormentado por pánicos tales como jamás hubiera imaginado penetraran en un
corazón, estremeciéndose mi carne como un estanque rizado por la brisa. A
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veces, y durante tres o cuatro minutos, el profundo interés de lo que leía
centraba mi mente, y luego repasaba una columna entera, o dos, sin conciencia
del sentido de una frase, con mi cerebro arrastrado por entero a las
innumerables tropas que acampaban a mi derredor, cavilando sobre si se
levantarían para acusarme; pues el gusano era el mundo, y un agitarse de
sudarios en el aire y el regusto de un grisor de fantasmas parecían infectar mi
garganta, y los hedores de la repugnante tumba mi nariz, e inundar mis oídos
funerales tañidos; finalmente la lámpara se iba atenuando, apagándose también,
y mi fantasía carnal fue asaltada por féretros destapados, losas alzadas y
azadonazos de enterradores, y el chirriar de cuerdas descendiendo a la fosa, y el
primer sordo porrazo de la tierra sobre la tapa de aquella tenue y sombría
morada del mortal; parecíame ver ante mí aquella letal visión de los helados
muertos, la insipidez de las lenguas rígidas, el agrio gesto de los ahogados y el
espumarajo de sus labios… hasta que mi carne rezumó humedad como
empapada por las aguas rancias de los lavatorios de salas de autopsias y
depósitos, y con tales sudores como los propios cadáveres rezuman, y con las
lágrimas viscosas que se detienen en sus mejillas… ¿pues qué es un hombre
insignificante en su envoltura de carne contra turbamultas y ejércitos de lo
desencarnado, sólo con ellos y con nadie más, su semejante, a quién apelar para
combatirlos? Leí, me incliné sobre ello, pero Dios sabe… Si una hoja de papel
que movía cautamente, furtivamente, producía sólo un rumor, en los hechizados
compartimientos de mi corazón se producía un estrépito, y si mi garganta seca
ansiaba carraspear, me retenía hasta que por mí mismo se producía el hecho,
con una tal despiadada turbulencia que me encogía con oleadas de frío en toda
el alma, pues las palabras que leía estaban todas ellas mezcladas con visiones de
carrozas fúnebres arrastrándose, y paños mortuorios, y lamentos, y crespones, y
gritos penetrantes de perturbación resonando a través de bóvedas de
catacumbas, y de todo el desconsuelo de aquel valle de sombras y de la tragedia
de la corrupción. Por dos veces durante la espectral vela me estremeció de tal
manera el conocimiento de la presencia de algo mudo y caviloso a mi izquierda,
que por dos veces me puse en pie como movido por un resorte para enfrentarme
*R3N3*
con él, con mi pelo erizado por el extravío. Tras lo cual debí haberme
desmayado, pues cuando ya era pleno día me encontré con la frente apoyada
sobre los papeles. Y resolví que nunca más me quedaría en ninguna casa
después de la puesta del sol; pues aquella noche había sido lo bastante para
matar a un caballo. Y que este es un planeta hechizado, lo sé.
Lo que leí en The Times no era muy definido, pero ¿cómo podía serlo? Sin
embargo, establecía muchas sugerencias y deducciones en la cuestión principal,
que yo mismo había hecho, por lo que satisfizo a mi mente.
Había habido una soberana batalla en el periódico entre mi colaborador, el
profesor Stanistreet, y el Dr. Martín Rogers, y jamás hubiese podido yo
concebir tan indecorosa manera de comportamiento, a hombres como ellos,
llamándose «novato», «inexperimentado», «soñador» y hasta «zoquete».
Stanistreet negaba que el olor de almendras atribuido a la nube que avanzaba
pudiera ser debido más que a la fantasía excitada de los fugitivos, porque, decía,
era desconocido que ningún Cn, HCn ó K4 FeCn6 hubiera sido despedido por
volcanes, y la fuerza destructiva de la nube podía únicamente deberse a CO y
CO2 A lo cual, Rogers, en un artículo caracterizado por su extraordinaria
acrimonia, replicaba que no podía comprender cómo un «novato» en fenómenos
químicos y geológicos se lanzara a poner en letra impresa que no había sido
despedido HCn por los volcanes; que lo había sido, decía, estaba averiguado,
aun cuando si lo fuera no podía afectar a la cuestión de si como el cianógeno no
era de hecho raro en la naturaleza; aunque no directamente ocurrente, siendo
uno de los productos de la destilación de la hulla, encontrándosele en raíces,
melocotones, almendros y mucha flora tropical, habiendo sido ciertamente
señalado por más de un pensador que algunas sales o salitres de Cn, la potásica,
o el ferrocianuro potásico, o ambos, debían existir en considerables depósitos en
las profundidades volcánicas. Replicando Stanistreet en un artículo a dos
columnas, empleaba la expresión «soñador», y Rogers, cuando Berlín había
sido ya reducido al silencio, replicó con su candente «zoquete». Pero en mi
opinión, de las opiniones científicas era con mucho la mejor la inesperada
*R3N3*
fuente de Sloggett, del Departamento de Ciencias y Artes de Dublín, quien, sin
encocorarse en modo alguno, aceptaba los informes de los fugitivos,
presentando el aserto de que la nube, tal como rodaba, se hallaba mezclada
desde su base a las nubes con lenguas de llama púrpura, bordeada de color rosa.
Este, explicaba Sloggett, era el color característico de la llama tanto de
cianógeno y de vapor de ácido hidrociánico, que, siendo inflamable, pudo haber
prendido localmente al paso sobre las ciudades, ardiendo sólo de aquella
manera limitada y lánguida debido a los considerables volúmenes de anhídrido
carbónico con los que desde luego debía de estar mezclada; siendo el color
púrpura de la masa nubosa debido a la presencia de escorias de rocas trapenses,
basaltos, pómez, traquitas y los varios pórfidos. Este artículo era notable por su
criterio ponderado, debido a que siendo escrito en fecha tan temprana —no
mucho después, en efecto, que tras el cese de comunicaciones con Australia, en
cuya fecha sostenía Sloggett que el carácter de la devastación no solamente
demostraba una erupción… otro Krakatoa pero indudablemente mayor, sin
duda en alguna región del Mar del Sur—, sino que indicaba que su producto
más activo debía ser, no CO, sino ferrocianuro potásico (K4 FeCn6 ) el cual,
experimentando destilación con los productos de sulfuro en el calor de la
erupción, producía ácido hidrociánico (HCn); y este ácido volátil, decía,
permaneciendo en estado vaporoso en todos los climas de temperatura superior
a 26,5° C, podía envolver a la Tierra entera, desplazándose principalmente en
una dirección contraria al eje de la misma, siendo por ende las únicas regiones
no afectadas con toda probabilidad, las de los círculos más fríos del Polo, donde
el vapor se condensaría al estado líquido y caería en forma de lluvia. No preveía
que la vegetación fuese profundamente afectada, a menos que el acontecimiento
fuese de inconcebible persistencia y actividad, pues aunque la cualidad
ponzoñosa del ácido hidrociánico consistía en su interrupción de la oxidación,
la vegetación tenía dos fuentes de existencia… del suelo tanto como del aire;
con esta excepción, todas las especies más bajas desaparecerían (aquí había un
punto en el que se equivocaba). Por lo demás, fijaba el promedio de velocidad
de la nube en unas 100 a 105 millas por día, y la fecha de la erupción la del 14,
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15 ó 16 de Abril… uno, dos o tres días después de que la partida del Boreal
alcanzara el Polo; y terminaba diciendo que, si los hechos confirmaran sus
predicciones, no podía sugerir lugar alguno de cobijo para la raza humana, a
menos que pudieran ser estancados al aire tales sitios como minas y túneles, los
cuales no podían ser tampoco utilizables para un número considerable de
personas, excepto en el caso de que el estado letal del aire fuese de breve
duración.
No había pensado antes en minas, más que de una manera desvaída, hasta que
este artículo, y otras cosas que leí, me produjeron como una sacudida en la
mente. «Pues ahí —me dije— es donde si acaso habré de encontrar un
hombre…».
Salí de aquel edificio aquella mañana como un hombre encorvado por la edad,
pues las profundidades de horror de que tuve atisbos durante aquellas horas
sombrías me habían debilitado, haciendo mis pasos vacilantes y aturdido mi
cerebro.
Penetré en la calle Farrington, y en el Circus, donde se encuentran cuatro
arterias, tuve a mi alcance la visión de cuatro cementerios, con sus cadáveres de
vestimentas de todos los desvaídos colores, o semi-vestidos, o desnudos,
amontonados unos sobre otros en algunos casos, como los había visto en
Reading, pero aquí con una mayor apariencia de esqueletos, con sus hombros
salientes, caderas agudas, vientres huecos y miembros rígidos de hombres
muertos de hambre, presentando el conjunto un aspecto extravagante de algún
macabro campo de batalla de marionetas caídas; y, mezclados con ellos, una
multitud de vehículos de todas clases, entre los cuales se abría camino hasta un
establecimiento en el Strand, donde esperaba hallar todas las informaciones que
necesitaba sobre las excavaciones de la región; pero los postigos estaban altos y
no quise hacer ruido alguno entre aquella gente, a pesar de que la mañana era
clara, y no resultaba difícil entrar, pues vi una palanqueta sobre un camión, por
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lo que me trasladé al Museo Británico, cuyo sistema de catálogos conocía.
Nadie en la entrada de la sala de lectura me detuvo, ni en ella había un alma,
excepto un viejo con un bocio en el cuello y gafas, colocando una escalera cerca
de los estantes, un «lector» hasta el fin. Luego, habiendo tomado los catálogos,
me quedé una hora arriba, entre las difusas galerías de aquel silencioso lugar, y
a la vista de ciertos papiros, cédulas y sellos griegos y coptos, tuve tal sueño de
esta Tierra, ¡santo Dios!, como jamás la pluma de un ángel podría expresarlo
sobre el papel. Tras lo cual salí cargado con medio quintal de mapas militares
que había metido en un maletín hallado en un guardarropa, en unión de tres
obras topográficas; luego, en un establecimiento de instrumentos de Holborn,
tomé un sextante y un teodolito, y en una tienda de ultramarinos próxima al río
puse en un saco provisiones suficientes para una o dos semanas; y hallando en
el muelle del puente de Blackfriars un yate a motor de poco tonelaje, para el
mediodía me encontraba deslizándome en mi solitario camino río arriba, que
discurría como cuando nacieron los britanos y lo vieron, y construyeron chozas
de barro entre los bosques de ambas riberas, llegando posteriormente los
romanos, quienes al verlo a su vez lo llamaron Támesis.
Pasé al Canal Interior y seguí en pausado avance hacia el norte, con tiempo
cálido y mucho del campo vestido aún del follaje otoñal. Creo que he hablado
*R3N3*
antes de la terrorífica indiferencia de las tempestades que fui testigo en
Inglaterra desde mi regreso. Las calmas no eran menos intensas y nuevas. Me
asaltó esta observación y no pude por menos de sorprenderme. Parecía no haber
ya un término medio; si había viento era una galerna; si no lo había, no se
movía ni una hoja, ni un céfiro rizaba las aguas. Recordé a los maníacos que
ríen estrepitosamente y desvarían, pero que ni sonríen ni suspiran.
Tras pasar por Leicester la cuarta tarde, abandoné la mañana siguiente mi
agradable embarcación, llevando conmigo mapas y brújula, y en una pequeña
estación tomé una máquina, con destino al condado de York, donde vagabundeé
por espacio de dos meses, a veces desplazándome por el río y otras por tierra en
automóvil, bicicleta o simplemente a pie, hasta que pasó por completo el otoño.
*R3N3*
Había dos casas en Londres a las cuales pensaba ir, una en la calle Harley y otra
en la plaza de Hannover; pero cuando llegó el momento no quise; y también
sucedióme lo mismo con una casa emparrada en el condado de York, donde yo
había nacido, manteniéndome durante muchos días en la parte este de la
comarca.
Una mañana, mientras pasaba a pie a lo largo del muro costero que va de
Bridlington a Flambro, mirando al interior desde el mar, me hallé ante algo que
por un instante me dejó profundamente asombrado; una mansión rodeada de un
parque, y en la puerta de una cerca directamente ante mí, un cartelón:
«Prohibida la entrada». Me invadió un frenético deseo —el primero— de reír,
de estallar de risa, pero no lo hice, aunque no pude por menos de maravillarme
ante el pobre hombre que mandó escribir aquello con la idea fantástica de que
aquella parte del planeta fuera suya.
Allí eran las rocas a veces de veinte metros de altura, cortadas en los
estratos superiores de arcilla, y al ir subiendo permanentemente encontré
cárcavas en la greda, por donde tuve que trepar hasta llegar a un gran montículo
o barrera que se extendía a través del promontorio, y respaldada por un
barranco, una barrera que al parecer había sido alzada como baluarte por alguno
de los antiguos pueblos de piratas invasores que como los demás desaparecieron
tras su querellante vida. Llegué luego a una bahía en el farallón, con barcas
sobre los declives, algunas muy arriba a pesar de lo empinado de aquellos.
Sabía se hallaba por allá un horno de cal, pero no lo encontré, pero saliendo al
otro lado de la bahía vi el poblado, con una vieja torre en un extremo. Después
de haber descansado durante una hora en la cocina de una pequeña posada, salí
en dirección al puesto de guardacostas y al faro.
Mirando a través del mar en dirección este, los servidores del faro debieron
haber visto aquella nube de pardos y púrpuras, sin duda embrollada con
serpientes de fuego, pareciendo caminar sobre el agua y con su extremo
superior en el firmamento sobre ellos, pues aquel cabo se encuentra en la misma
longitud que Londres, y, contando desde la hora en que, según The Times, fue
*R3N3*
vista la nube desde Dover sobre Calais, Londres y Flambro debieron haber sido
atacados hacia las tres de la tarde del domingo, o sea el 25 de julio; y a la vista a
plena luz del día de una tan lúgubre condena —de antemano conocida, pero con
la esperanza conservada hasta el fin— los encargados del faro debieron haber
huido, si es que no lo habían hecho antes, pues no había ninguno, y pocas
personas en el pueblo. En este faro, una blanca torre que se alza a un extremo
del acantilado, había un libro para que lo firmaran los escasos visitantes.
Yo también quise estampar mi nombre, pues el secreto solamente era
conocido por Dios y por mí. Y así lo hice, tras haber leído algunos de los
nombres precedentes.
*R3N3*
su noción del infierno nació de la confusión en que sus propios hábitos de
mentalidad infantil cambiaron este paraíso. Pensando en lo cual seguí subiendo
a lo que cada vez más tomaba el aspecto de un paso montañero, con crestas de
alpina selvatiquez, con brezales ahora en los declives, un arroyuelo enviando su
susurrante sonido, y luego escarpas y farallones, una cascada, un paisaje de
riscos y espolones y, finalmente, una solitaria cima, muy palpablemente más
próxima a las nubes…
Cinco días después me hallaba en las minas, y en ellas volví a ver aquella
extendida escena de horror con la cual me había familiarizado ya, siendo las
siete décimas partes de la historia siempre lo mismo y escueto: «propietarios»
egoístas, un mundo desahuciado, un fácil bombardeo, y la destrucción de todo
lo concerniente, en muchos casos antes de la llegada de la nube. En algunas de
las bocas de los pozos mineros de Durham, tuve la impresión de que toda la
raza humana se hallaba coleccionada allá y que la idea de ocultarse en una mina
debió haber asaltado la mente de todo hombre vivo y enviádolo allá.
En estas minas de plomo, como en la mayoría de las de veta, hay muchos
más pozos que en las de carbón, y apenas cualquier intento de ventilación
artificial, excepto en rampas, pozos ciegos y «cul-de-sacs». Vi que aunque la
profundidad no excede de noventa metros, la asfixia debió haberse a menudo
anticipado a la otra muerte. Casi en cada pozo había una escalera, bien fuese de
la mina o de los fugitivos, por lo que pude descender sin dificultad, luego de
vestirme en una casa del pueblo con una camisa de franela, pantalones con
círculos de cuero en las rodillas, gruesas botas y el casco de minero con su
encaje para la lámpara; con esto y una linterna Davy que llevaba conmigo
durante meses, viví la mayor parte del tiempo en las profundidades de la tierra,
en mi búsqueda del tesoro de una vida, donde fuere, en los ingleses de diversos
lugares y oficios y clases sociales, en las mujeres pomeranas de charras
vestimentas, en los valacos, mamelucos, kirguises, bonzos, imanes… qué sé yo;
en cada tipo o especie o raza de ser humano y de cualquier condición que fuese.
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Un día de otoño sumamente brillante caminaba junto al cruce del mercado de
Barnard, habiendo llegado por fin, aunque con suma renuencia en mi corazón,
al lugar donde había nacido, pues me dije que debía ir a ver a mi hermana Ana
y a la mayor. Pero inclinado sobre el parapeto del puente demoraba, mirando
luego a las alturas boscosas sobre las que se asentaba como una corona la torre
del castillo. Por fin, arrancándome a otros pensamientos y con un envoltorio de
comida en mi mano comencé a ascender lentamente la parte del cerro en
dirección al castillo, permaneciendo allá en la cima por espacio de tres horas,
cavilando soñolientamente sobre el escenario de exuberante floresta umbrosa
que colinda con el curso del río y su fronda y color intenso, teñido ahora de los
pardos del otoño se aminoraba hacia las montañas, donde había etéreos
festonajes de campos y en el más lejano azul remotos espejismos de solitarias
parameras. No fue hasta cerca de las tres que descendí a lo largo del río, y
luego, subí cerca de Rokeby sobre el antiguo cerro. Allá se encontraba la
inscripción con letras amarillas en la pared:
Pasé algún tiempo después de esto antes de que me reclamara de nuevo la tarea
*R3N3*
desconcertante y varia de seguir visitando las regiones mineras, hallándome en
el Ínterin en una localidad llamada Ingleborough, que es un monte raso con una
cima de veinte acres, desde la cual se divisa el mar a través del condado de
Lancashire al oeste, existiendo en los flancos de este extraño monte un buen
número de cuevas que escudriñé por espacio de tres días, durmiendo en una
barraca de aperos y herramientas, pues cada vivienda de aquel pueblo rústico y
florido estaba atestada, en un paraje que aparece con el nombre de Clapham en
la carta, en Clapdale, que forma luego una hondonada penetrando en los
declives de la montaña. Allí encontré la más vasta, con mucho, de todas las
cavernas, luego de subir por un sendero que desde el poblado conduce a un arco
con una cortina de árboles, que da a su vez paso al farallón de piedra caliza;
apenas había andado tres metros que vi las huellas de una batalla. Toda esta
región había sido en efecto invadida, pues la caverna debió haber sido famosa y
en millas a la redonda eran numerosos los muertos, de manera que al
aproximarse a la caverna había de hacerse con cuidado, para que el pie no se
contaminase. Había habido siempre una puerta de hierro cerca de la entrada y
construídose recientemente un muro, y ambos, puerta y muro habían sido
asaltados, hallándose aún allí las mandarrias que a ello habían servido. Así, con
mi lámpara de mano y la linterna en el casco seguí adelante con rapidez, viendo
inútil ahora escoger mis pasos donde había tan poco que escoger, a través de un
pasaje incrustado con escamoso liquen petrificado, y el bajo techo cubierto de
conos mirando hacia abajo, como un bosque de árboles infantiles de juguete.
Llegué luego a un agujero en una cortina de formación estalagmítica, el cual se
abría a una caverna que estaba muy animada y festiva con fulgores, destellos y
brillanteces diamantinas, producidos por estalagmitas húmedas, y hacia el
centro de la cual discurría una vereda de vestidos y sombreros y rostros. Hollé
como fuere sobre ella, con pie rápido y renuente. La caverna se iba
ensanchando paulatinamente y las estalactitas del techo eran de todos los
tamaños, desde ubre de vaca a mazo de titán, y por doquier rezumaba
chorreante ahora la humedad, como si fuese un bazar atestado de frentes
sudorosas y ardientes pasos, en el cual la única ocupación es manar. Donde las
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estalactitas se unían a las estalagmitas había pilares, y donde la estalactita lo
hacía con la estalactita había elegancia, cortinajes y delicadas fantasías; habían
también charcas en las cuales colgaban cabezas y pies; y había zonas en las que
el techado, que continuamente se elevaba, se reflejaba en el frío lustre del piso.
Súbitamente, el techado descendía y subía al piso, pareciendo ambos juntarse
ante mí; pero encontré una abertura a través de la cual y arrastrándome sobre el
vientre por el lodo y la proximidad repulsiva de personas muertas, salí a un piso
de arena bajo un túnel arqueado y exiguo, agrio y deslucido, sin estalactitas, de
un ambiente de monjes y catacumbas y del camino a la tumba. Los muertos
eran allí menos, demostrando que el tumulto general no había tenido tiempo de
penetrar tan lejos o bien que los que se encontraban en el interior habían salido
a defender de la tormenta a su ciudadela. Aquel pasaje me llevó a una sala, la
más amplia de todas, de elevada bóveda, repleta de brillanteces como de
enterrados tesoros, en una danza de destellos, hallándose dicho lugar a una
media milla de la entrada. Aquí, mi escudriñadora luz pudo hallar sólo
diecinueve muertos, y al extremo remoto dos agujeros en el piso, de un tamaño
justo para admitir el cuerpo, aunque de abajo provenía un ruido de agua al caer.
Ambos agujeros habían sido llenados con hormigón, supongo que cuerdamente,
pues alguna corriente del exterior parecía soplar a través de ellos y el resultado
debió haber sido malo, hundiéndose ambos rellenos por algunos ignorantes que
pensaban llegar a una guarida más allá. Apliqué mi oído durante una hora al
mayor de aquellos agujeros, escuchando el encanto de aquel canturreo abajo, en
la oscuridad; y después, aguijoneado por mi deseo de pasar a través, recogí
cierto número de ropas de los cadáveres, las até y luego un extremo a un pilar, y
tras aplicar mi boca al agujero, preguntando: «¿Hay alguien ahí?, ¿Hay
alguien?», me dejé descolgar, con la linterna iluminada en mi casco de minero;
pero no había descendido lejos por aquellas lúgubres oscuridades, cuando mi
pie izquierdo se sumió en líquido y al instante me asaltó el espanto y mi
imaginación se extravió pensando que todos los diablos del infierno estaban
tirándome de la pierna para arrastrarme a él. Subí con más celeridad de la que
había descendido, no descansando hasta que, con un suspiro de alivio, me
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encontré afuera.
Después de esto, viendo que el calor del otoño estaba pasando, me puse de
manera más sistemática a mi tarea, entregándome a ella durante seis meses con
constante voluntad y asiduidad esforzada, buscando, no ciertamente un hombre
en una mina, sino alguna evidencia de la posibilidad de que pudiera haber
alguno vivo, visitando en ese tiempo Northumberland y Durham, Fife y
Kinross, Gales del Sur y Montmoutshire, y de la isla de Man, Waterford y
Down; descendí la escalera de más de cien metros de la mina de grafito de
Barrowdale, en Cumberland, hacia el centro de un monte de 600 metros de
altura, y visité los lugares donde eran extraídos cobalto y manganeso en
Flintshire, y los yacimientos de plomo y cobre en Galloway, los carboníferos de
Bristol y las minas del Staffordshire del Sur, donde, como en Somerset, las
vetas son tenues y el sistema es de «muro largo», mientras que en el norte es de
«puntal y galería». Visité las explotaciones abiertas de los minerales de hierro
de Northamptonshire y las canteras subterráneas de pizarra, en el distrito de
Festiniog, de Gales del Norte, y también las explotaciones de sal gema, y las de
estaño, cobre y cobalto de Cornwall; y donde los minerales eran llevados a la
superficie a espaldas de hombres, y donde lo eran por galerías provistas de
vagonetas sobre rieles; y donde, como en las antiguas minas había dos escaleras
en el pozo, moviéndose alternativamente arriba y abajo, y pasando en cierto
momento de una a otra se ascendía o descendía; las canteras de Tisbury, en el
Wiltshire, y las de Spinkwell, en el Yorkshire; y cada túnel y cada agujero
conocido, pues algo se imponía acuciante en mi interior, diciendo: «Debes estar
primero seguro o bien nunca podrás ser tú mismo».
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de diciembre, hallando una acumulación de muertos más allá de todo
precedente, con un desparramamiento como en un campo segado, y la única
casa a la vista de la boca del pozo repleta —la casuca destinada a los oficiales
de la Compañía— y que se hallaba asentada sobre un montículo de
desperdicios. No vi allí, como de costumbre, ninguna escala de cuerda fijada
por los fugitivos en el pozo de ventilación (el cual no es generalmente
profundo, siendo también el pozo de bombeo, conteniendo un conmutador a un
extremo de una máquina tubular que acciona las bombas); no obstante, mirando
al fondo del pozo discerní vestidos y una escalera de cuerda, con un grupo de
fugitivos, la cual debió haber sido arrastrada para impedir el descenso de otros,
de manera que mi única manera de descender era por la boca del pozo, y tras
alguna vacilación decidí, muy arrojadamente, proveerme de un rollo de cordel
de media pulgada del despacho del capataz, para mi vuelta arriba, habiendo en
la mayoría de las minas tal cantidad de cuerda que parecía como si cada
fugitivo se hubiese provisto de ella. Pasé la misma sobre las vigas de la
máquina tubular, con ambos extremos en el fondo del pozo de ventilación,
manera por la cual podía subir atando un extremo de la cuerda a la escala que
abajo estaba, alzando ésta, sujetando el otro extremo de la cuerda y trepando
por la escala. Y ahora, para descender, puse en marcha la máquina, la cual alzó
los noventa metros de cuerda trenzada enrollándola al tambor de una manera
tan deliberada como la cachazuda obediencia de un camello, así que cuando
aparecieron las cuatro cadenas unidas de la jaula de descenso, detuve la subida,
até un cordel al engranaje de suspensión, llevé su otro extremo a la jaula, en la
cual tenía cinco compañeros, encendí mi lámpara de casco y también la linterna
de mano y sin reflexionar comencé a descender luego de haber tirado del
cordel, normalmente, creo —aunque la lámpara de casco se apagó— y sin el
menor miedo, pues aunque soplaba una corriente sobre el pozo, sucedía en
ráfagas; mas pronto la corriente se hizo en exceso bullidora y vi forcejear a la
linterna de mano, las mejillas de los muertos temblequear y oí rechinar las
calzas de la jaula en sus guías, mientras descendíamos con mayor rapidez a
aquel Averno, centelleando calzas y guías, formando un temporal en mi cerebro
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y ojos y aliento. Al chocar contra las «grapas» del fondo, fui lanzado hacia las
graves caras de los otros, quedando entre ellos como uno más. Fue sólo cuando,
una hora después, me incorporé malhumorado, reflexionando sobre el porrazo
que recordé que se efectuaba siempre alguna «operación manual» de la máquina
durante los descensos de la jaula, para impedir el choque, mediante una palanca.
Sin embargo, el daño principal y permanente era el de la linterna, pero de éstas
las había a millares en las explotaciones.
Entré en la galería, que era una espaciosa estancia de más de veinte metros
cuadrados, con el suelo pavimentado con planchas de hierro y algunos agujeros
abiertos en torno a la pared, cuyo propósito no pude descubrir, y vagones llenos
de carbón y esquisto, con cadáveres y ropas encima y debajo y entre ellos. Cogí
una linterna nueva, poniéndole el petróleo de la mía, y bajé por una angosta
galería provista de rodillos sobre los cuales corría un cable de arrastre de los
vagones. En los lados y a intervalos regulares había zanjas para introducirse en
ellas al paso de los vagones y, en ellas algún que otro muerto, provisiones en
otras, y en otra, por fin, una pila de muertos. El aire tenía una temperatura de
más de cuarenta grados y se iba haciendo más caliente a medida del descenso.
Este pasillo me condujo a un paraje que era un espacio con una placa
giratoria, donde establecí mi base de operaciones, desde donde partían los
radios de diversos pasillos, algunos ascendentes y otros descendentes. Los
muertos se hallaban allí en grupos, y la mudez del lugar entre todos ellos en
multitud obró sobre mí de manera gravitatoria e hipnótica, arrastrándome
también a la pasión de mutismo en que yacían, todos, todos, con un
estereotipado pasmo y fijeza, hasta que en un momento me pareció quedar
igualmente absorto, más próximo quizás a la muerte y al golfo de inanidad que
conocía; mas me dije que había que ser fuerte y no sumirse en su costumbre de
silencio, sino que ellos siguieran su camino y obraran a su manera, que yo debía
seguir el mío y seguir la propia, no rindiéndome a ellos, aunque fuese sólo uno
contra muchos; por lo tanto hice de tripas corazón y me despabilé, subiendo por
el cable de una cabria sobre un techo a un metro de altura, hasta que llegué a la
escena de otra batalla. Diecinueve de los operarios de la mina se habían metido
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allí asaltando la pared y allí estaban con pies y cuerpo desnudos, sólo con sus
pantalones y los cascos con sus lámparas y sus aspectos y expresiones feroces y
salvajes, y sus zapapicos y taladros. Seguí a lo largo de un estrecho pasillo
serpenteante, en cuyo interior, a cada unos diez metros, se abría uno de los
llamados derribos; y por doquier había extremos y esquinas, no únicamente los
abiertos en el trabajo, sino abiertos algunos por sus propios trabajadores en las
ansias de asfixia o del hambre. El único intacto que abrí con una piqueta, era
sólo una cubierta de revoque, pero de un espacio interior estanco al aire y de
sólo unos tres metros de longitud, en el cual se hallaba el cuerpo descompuesto
de un muchacho de acarreo, con riostra y tirador a sus pies y la almohadilla que
protegía la cabeza al empujar; y rebanadas de pan y sardinas y cerveza
embotellada. Seis o siete ratones que salieron chillando por la abertura que hice
me chocaron, pues había extraordinarios enjambres de ellos muertos por todas
partes en esta región minera. Volví al lugar de la placa giratoria, y en un lugar
donde había una cabria y cadena descendí a un «corte»… un pozo hundido a un
estrato más bajo de carbón. Allá abajo, y en vuelo de la imaginación, me
pareció estar oyendo el constante intercambio de noticias entre los operarios en
su tarea con los de la cabria de arriba, llegando luego a otra especie de
plataforma, pues en esta mina había seis filones o quizá siete u ocho. Allí llegué
también al apogeo del drama de este Tártaro, no apareciendo los cadáveres
simplemente estrujados, sino constituyendo en algunos lugares una congestión
de carne, despidiendo un olor de melocotón mezclado al rancio del carbón del
pozo, pues en este lugar debió haber sido escasa la ventilación. Las masas
debieron haber sido segadas o aniquiladas y, cuando sobreponiéndome al horror
y al asco de vadear tras un mar muerto y llegué a la pared y fisgué por un
agujero, vi a un hombre, dos muchachos, dos mujeres y tres muchachas, y
montones de cartuchos y provisiones, debiendo haber sido a no dudarlo
perforado el agujero desde dentro, a punto de asfixia, cuando debió haber
entrado el veneno. Supuse que debía de tratarse del propietario de la mina,
director o gerente, con su familia. En otra parte, al volver a ascender a nivel
más elevado, casi me desmayé antes de que pudiera retirarme del comienzo de
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una zona de posterior exhalación deletérea, donde debió haber acontecido una
explosión, hallándose todos los cadáveres destrozados. Pero no desistí de
explorar todos los demás distritos de la mina, no en trabajo momentáneo sino
espaciado, no siendo hasta el día que volví a remontar a la superficie, por la
escala de cuerda del pozo de bombeo.
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En aquel viaje hacia el este, deteniéndome durante la noche en Swindon,
tuve un sueño, que fue el da que un hombrecillo viejo, cetrino y calvo, con una
espalda inclinada, cuya barba corría en un riachuelo de plata desde su
mandíbula hasta llegar al suelo, me decía: «Te crees que estás solo en la Tierra,
como un déspota; bien, puedes obrar a tu antojo, pero tan cierto como que Dios
existe, como que Dios existe… —lo repitió durante seis veces— más pronto o
más tarde, más pronto o más tarde, te encontrarás con otro…».
Y desperté de aquel sueño con la frente de un cadáver, húmeda de frío
sudor…
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imposible.
Durante aquella lúgubre noche tronaron los cañones de la tormenta y, por
espacio de casi tres semanas, hasta que Londres ya no fue más, hubo un
bombeo de vientos que parecieron deplorar gimientes su condena.
Mi tren era tan execrablemente lento, que no fue hasta las cinco que llegué al
Arsenal Real de Woolwich y, corno entonces era demasiado tarde para trabajar,
desacoplé el motor y volví hacia Londres, pero, dominado por la languidez,
tomé unas velas, me detuve en el Observatorio de Greenwich y encendí allí mis
luminarias para la noche, reflexionando sobre los rugidos de la tempestad. Pero
a primera hora me encontraba ya en pie y para las diez en el Arsenal, entregado
a la tarea de analizar algo de aquella vasta y múltiple entidad. Partes de ella
parecían abandonadas en indisciplinada prisa y en la Factoría principal, donde
entré primero, hallé herramientas para poder penetrar en cualquier parte, siendo
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mi primera búsqueda la de espoletas graduadas, de las cuales necesitaba
algunos miles, hallándolas tras prolijas pesquisas en una serie de pabellones que
llevaban el nombre de Almacén de Artillería. Descendí luego, volví al
descargadero, llevé a su andén mi tren y comencé a bajar mediante una cuerda
paquetes de espoletas. No obstante hallé con posterioridad que el mecanismo de
las espoletas no funcionaría, al hallar una atascada de escoria, por lo que tuve
que emplearme en trabajar como un negro para dejarlas en condiciones, hasta
las cuatro, en que las mandé al diablo, habiendo preparado para entonces
doscientas. Luego salí en el motor zumbando para Londres.
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a los comienzos, a la semejanza con el hombre en su condición primera, simple
y magnífica: mi cabello, pendiente ya en ristra ungida cayendo sobre mi
espalda; mi barba en dos aromatizadas sartas hasta mis costados; sobre los
ijares un par de ceñidores de fino lienzo con franjas amarillas; una camisa de
seda blanca, llegándome hasta las pantorrillas; un jubón carmesí sobre ella,
bordado en oro; luego un caftán de seda, de franjas verdes, que llegaba hasta los
tobillos y sujeta con un cinturón de chal de Cachemira; y encima de todo una
túnica amplia como un torrente de tapicería blanca, cálida y ribeteada de
armiño; en mi cabeza, primero la especie de solideo, y luego el elevado gorro,
escarlata con borla azul; los pies calzados por sandalias azules cubiertas por
gruesas babuchas carmesíes. Mis tobillos, mis diez dedos de las manos y mis
muñecas repletos de joyas de oro y plata; y en mis orejas, aún a costa de
considerable dolor, dos agujas atravesadas preparando los agujeros para los
aros.
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sentimiento de realeza. Observaré y veré. Escrito está: «No es bueno para el
hombre estar solo». Pero, bueno o no, la disposición de un planeta, un habitante
me parecía ya, no un estado natural, sino el único natural y propio; tanto así que
cualquier otra disposición presentaba a mi mente un aspecto tal de
inverosimilitud, de irrealidad tosca y postrada como las utopías de soñadores y
chiflados. El que la Tierra hubiese sido creada para mí, que Londres hubiera
sido erigido con el fin de que Yo pudiese disfrutar del heroico espectáculo de su
destrucción, que la Historia hubiese existido para acumular para mis placeres
sus invenciones, sus almacenes de vinos y especias… me parecía no más
extraordinario que la idea de las cosas de cualquier duque «poseedor» de
terrenos cuyos antiguos tenedores fueran matados por sus antepasados; pero lo
que me producía alguna sorpresa era que la nueva disposición se hubiese, hecho
tan trivial y natural… en nueve meses. La mente de Adán Jeffson es adaptable.
Aquella noche la pasé pensando largo tiempo en tales cosas, hasta que
finalmente me sentí inclinado a dormir allí, pero al faltarme bujías recordé que
Peter Peters, tres puertas más allá, enfrente, había tenido cinco candelabros en
su sala, por lo que me dije: «Veré si hay bujías en la cocina, y si las encuentro,
cogeré los candelabros de Peter Peters y dormiré aquí».
Tomé luego las dos luces que tenía, santo Dios, y bajé al sótano, hallando
en él tres paquetes de bujías, debido a que el cese del gas había obligado a todo
el mundo a aquel suministro, porque había muchas por doquier. Al volver a
subir, entré a la pequeña alcoba donde tenía algunas drogas, tomé una botella de
carboleína y fui regando todos los cadáveres; luego dejé las dos candelas sobre
la mesa del recibidor y, con la lámpara del despacho pasé a la puerta delantera,
que seguía batiendo irasciblemente. La atravesé saliendo al exterior y hallando
que la tempestad había aumentado a una violenta turbulencia (aunque no llovía)
que al instante pareció asirme por mis vestiduras remolineándolas como una
azotadora nube en torno mío, apagándose mi lámpara. No obstante, persistí,
semicegado, en dirección a la puerta de Peter, hallándola cerrada, aunque
próxima se hallaba una ventana baja abierta, sobre la que me alcé sin dificultad;
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pero al descender del otro lado, mi pie se posó sobre un cadáver, lo cual me
encolerizó y barboté una maldición, y seguidamente pasé rastreando la alfombra
con mis suelas, pues no quería chocar con nadie.
La lobreguez aquí no era profunda, pudiendo reconocer el mobiliario de
Peter, pero al penetrar en el pasillo, sí que todo era negrura, y yo, fiando de la
lámpara, había dejado las cerillas en la otra casa. Sin embargo, tanteé el camino
a la escalera, y se hallaba mi pie ya en el peldaño más bajo, cuando fui detenido
por una sacudida de la puerta delantera, que alguien parecía estar empujando y
aporreando. Me quedé con el entrecejo fruncido, hurgando, por espacio de unos
dos o tres minutos, pues sabia que si cedía a la vacilación de mi corazón no
habría piedad para mí en aquella casa de tragedia, sino que de ella brotarían
espeluznante gritos que resonarían por sus hechizadas habitaciones; y aunque
las sacudidas proseguían a intervalos irregulares —insistentes, imperativas— de
manera que pensé que apenas podían dejar de forzar la puerta, cuchicheé a mi
corazón que sólo podía tratarse del viento lo que resonaba con el vigor de un
puño.
Me así ahora a la barandilla… con el recuerdo en mi cerebro de un sueño
que una vez había tenido en el Boreal de la mujer Clodagh, de cómo había
vertido un líquido fluido como granos de granada en jarabe, y tendídolo
apremiantemente a Peter Peters, y resultó un espantoso brebaje purgante. Pero
no quise detenerme, sino que subí peldaño a peldaño, aunque sufría, siguiendo
el escudriñar de la profunda oscuridad y con el corazón sobresaltado por su
propia temeridad, hasta que llegué al primer rellano; pero al girar allí para subir
la segunda parte de la escalera, mi palma izquierda tocó algo mortalmente frío,
y haciendo debido a ello algún movimiento de terror, mi pie chocó con algo y
fui a dar contra una mesa que había allá. Siguió una trapatiesta horrible, pues
algo cayó al suelo y, en aquel momento, ah, oí… una voz… humana… que
pronunciaba palabras… la voz de Clodagh, pues la conocía; sin embargo, no era
la voz de Clodagh de carne y hueso, sino obstruida por arcilla y gusanos, como
taponada por el esfuerzo y con la lengua espesa. Y en aquel pavoroso graznido
de la tumba, oí las palabras:
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«Siendo las cosas como son en la cuestión de la muerte de Peter…».
Se detuvieron así, dejándome angustiado, santo Dios, con tanta desmayada
angustia que apenas pude recoger mis vestimentas en tomo a mí para huir, huir,
huir, bajando las escaleras gimiendo de dolor, furtivamente como un ladrón,
pero con rapidez, arrancándome yo mismo afuera, forcejeando luego con el
picaporte de la puerta que no quería abrirse y consciente de ella todo el tiempo
tras mí, observándome. Y cuando por fin logré salir, seguí rápidamente a lo
largo de la calle, arrastrando mi ropón, mirando de soslayo hacia atrás, jadeante,
pues pensaba que ella podría atreverse a seguirme, con su osada voluntad; y
toda aquella noche yací sobre un banco del parque oscuro, azotado por el
viento.
Lo primero que hice cuando salió el sol fue volver a aquel lugar. Y regresé con
una voluntad dura y dominante.
Al aproximarme a la casa de Peter percibí ahora lo que la oscuridad me
había ocultado, de que en su balcón había alguien, sólo allí; era una ligera
estructura de hierro conectada al tejado por tres columnas de voluta; en la mitad
se encontraba una mujer arrodillada y con los brazos rodeando la columna, con
el rostro alzado hacia arriba. Jamás vi algo más horrible: las curvas del busto de
la mujer y caderas se hallaban aún bien preservadas en un vestido rojo, bastante
ajado ya, y su cabello rojizo flotaba en su rostro, mas éste, en aquel lugar
expuesto a la intemperie, había sido erosionado por las brisas y las tormentas
hasta quedar convertido en una calavera desnarigada que reía de oreja a oreja, y
con su mandíbula colgante… ¡espantoso contraste con la gracia del cuerpo y el
enmarcado del cabello! Medité sobre ella largamente aquella mañana desde la
acera de enfrente: el medallón en tu garganta contenía, lo sé, mi retrato,
Clodagh, envenenadora…
Pensé en entrar en aquella casa, y andar por ella desde abajo arriba,
recorrerla por completo, y sentarme en ella, y escupir en ella, a pesar de
cualquiera, pues el sol ya estaba alto. Y así lo hice y subí las escaleras hasta el
lugar donde había sido perturbado y oyera las palabras. Y allí me invadió la
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cólera, pues comprendí que había sido objeto de la burla de las malignas
voluntades que me perseguía, de aquellos por quienes me importaba un comino,
al ver que de una mesita que allá estaba y que era la que yo había tropezado,
había derribado al hacerlo un gramófono de bocina, al que di ahora un puntapié,
echándolo a rodar por las escaleras, pues comprendí que su maquinaria,
atascada por las escorias se había desatado en algunos movimientos con el
golpe de la caída, exhalando aquellas trece palabras que me detuvieron. Era
indignante, pero no menos afortunada la idea que me dio de recoger «discos»
siendo movido a extrañas sensaciones, a vedes emocionantes y estremecedoras,
al escuchar aquel silencio de eternidad rasgado por voces que venían hasta mí
desde el vacío.
Y cualquier puerta que hallaba cerrada ante mí, la abría con rencor.
Debo trasladar esto al papel… este profundo secreto del organismo humano…
Mientras trabajaba, lo hacía con una especie de perverso entusiasmo, como el
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de un demonio, con el cuello bajo, el vientre salido, y el blasfemo
ensoberbecimiento de los actores trágicos; pues no se trataba de inofensivos
fuegos artificiales, sino del crimen del incendio provocado, y en mí había como
una especie de rabia perruna y la malevolencia diabólica y vaga, algo así como
los aniquiladores estados de ánimo de Nerón y Nabucodonosor, saliendo de mi
boca todas las obscenidades de los albañales, lanzando tales siseos y contenidas
risitas de desafío al cielo aquel día como jamás han sido exhalados. Mas de esa
manera se expresa el frenesí…
No obstante, aquel día de colocación de los haces, y aun en medio de mi
sensación de omnipotencia, me encolerizó la lentitud de mi motor, lo cual hizo
que hasta llegara a darle un puntapié. Y finalmente, en aquella loma próxima a
la vieja carretera de Dover, el artefacto se negó a moverse, siendo el tren
demasiado pesado para sus caballos de fuerza. Así pues, me quedé inmóvil, sin
ningún otro motor a la vista, además de que la mayoría de ellos tenían
acumuladores agotados, magnetos estropeadas, bujías inservibles y les faltaban
además agua y petróleo. Había un tranvía precisamente allí, pero la idea de
poner en funcionamiento una estación eléctrica, con o sin aparatos automáticos,
presentaba un cuadro tan espantoso para mí, que no quise tomarlo en
consideración. No obstante, al cabo de media hora recordé haber visto por los
aledaños una estación de fuerza accionada por turbinas, de manera que
desenganché el motor, cubrí los remolques con las lonas embreadas y pasé a la
inspección, sin importarme lo que aplastaba, hasta que di con la tal estación en
una calle próxima, entré en ella por una ventana, rabioso por realizar
rápidamente mi voluntad. Tomé algunos trapos y quité el polvo a un
conmutador, puse agua en las turbinas, dispuse los lubricantes inyectores, ajusté
la válvulas generadoras y finalmente subí a la cabina para conectar la corriente
a la línea. Para entonces estaba oscureciendo ya, de manera que me di prisa, salí
y volví a introducirme en mi coche, y dejando atrás tres calles giré a la mía
propia. Apenas la había alcanzado cuando me puse en pie de un salto, con un
grito de asombro… ¡la maldita calle estaba toda ella alegremente iluminada!
Tres faroles, no lejanos entre sí, revelaban cada aspecto de un cementerio… y
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había allí cierta cosa cuya gesticulante impresión la llevaré hasta la tumba, una
cosa que me parecía lanzar un grito maléfico, y cesaba y comenzaba de nuevo,
repetidamente. Provenía de una tienda que tenía encima de la puerta una
bandera roja con letras blancas que sacudían al ventarrón el nombre
«Almacenes Metcalfe», y bajo la bandera, a través de la fachada, estaba aquella
cosa que deletreaba en letras de brillantez fulgurante, comenzando y acabando y
volviendo a comenzar una y otra vez, siempre con el guiño incansable de su
deletreo:
BEBA
ROBORAL
Y esta era la última palabra que el hombre civilizado me dirigía a mí, Adam
Jeffson… su último Evangelio y mensaje: ¡Beba Roboral!
Me afectó tanto esta bellaquería, que me pareció la risa de los esqueletos,
que me abalancé de mi motor y le arrojé dos de mis espoletas, buscando luego
piedras para lapidarlo; mas no había piedras, y me tuve que quedar soportando
aquella violación de mis ojos, su terca repetición, su befadora guiñada… BEBA
ROBORAL.
Era uno de esos anuncios que hacía funcionar la estación y que había puesto
en movimiento con su marcha; y esta estupidez detenía mis trabajos por aquel
día, puesto que era ya tarde; de manera que conduje mi motor al hotel que había
tomado por alojamiento. Estaba de un talante malhumorado y aburrido, pues
sabía que el Roboral no habría de curar la menor de mis cuitas.
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latas de otros coches y partí hacia Woolwich, según pensaba; pero en vez de
cruzar el río por Blackfriars, fui más al este, y habiendo penetrado en
Cheapside, que estaba infranqueable, a menos que trepara, iba a volverme
cuando observé una tienda de gramófonos, en la cual penetré por una puerta
lateral, apresado por la curiosidad de oír lo que pudiera oír; de manera que tomé
uno y lo puse en el coche con una partida de discos, pues en el interior de aquel
establecimiento cerrado subsistía un intenso olor de melocotón que me
desagradó. Seguidamente seguí hacia el este por callejuelas, buscando alguna
casa en la cual entrar al abrigo de los vientos, cuando vi el edificio del
Parlamento, yendo a él con mis dos paquetes, penetrando en aquel recinto por
entre polvorientos bustos y depositando mis cajas sobre una mesa junto a un
objeto de bronce que allí había y que ellos llamaban «la maza». Tras lo cual, me
senté a escuchar. Desgraciadamente, el gramófono era de mecanismo de
relojería, por lo que no quiso funcionar; lo cual me puso de humor tan negro
que iba a hacerlo añicos y hasta emprenderla a puntapiés con él, pero distrajo
mi atención un hombre sentado en una butaca que llamaban «el sillón del
presidente», y quien se encontraba en tal postura que cada vez que le lanzaba
una ojeada presentaba el aire de inclinarse con interés hacia lo que yo estaba
haciendo. Era un hombre al parecer mogrebino, casi negro, con nariz judaica,
cabello rizado, fez y túnica flotante, hallándose presentes con él sólo otras siete
personas por los escaños, la mayoría inclinados también hacía delante con las
cabezas caídas, de manera que el lugar de tantas peroratas se encontraba ahora
en un mayor contraste de silencio y soledad; pero aquella especie de negro o
beduino, con su grotesco interés por lo que yo hacía, variando su movimiento
de cólera presta a ejercitarse sobre el gramófono en otro movimiento más
solícito de intentar repararlo, quitándole el polvo interior y verificando una
revisión completa.
Y toda aquella mañana, y hasta muy entrada la tarde, me las pasé allí
sentado, olvidado del hambre y del frío que gradualmente se apoderaba de mí,
escuchando disco tras disco: canciones frívolas, orquestas, voces de hombres
famosos a quienes había hablado yo y estrechado sus sólidas manos, quienes
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volvían a hablarme, aunque más bien con lenguas espesas y voces un tanto
enronquecidas, desde el vago vacío más allá de la tumba. El cuarto disco que
puse, ah, de golpe conocí muy bien aquella tonante garganta: el «párroco»
Mackay… Repetidamente escuché aquel día sus palabras, las que hablara
cuando la nube alcanzó la longitud de Praga: y en todo aquel torrente de
oratoria, ni una nota de «Ya os lo anuncié», sino… «Alábale, oh Tierra, porque
El es El; y si El me mata, yo me reiré de su espada y me burlaré en su rostro:
pues su espada es agudo Gozo y sus ponzoñas acaban con mi muerte. No
alberguéis cuita alguna pues, sino llevad mi consuelo a vuestro corazón esta
noche, y mis mieles a vuestra lengua, pues El te ha escogido a ti, oh Tierra, y se
desposará contigo en un antiguo lecho, oh Afligido. Y El es tú, carne de tu
carne. Esperanza, pues, albergad todos quienes os halléis en el cénit de la
desesperación; pues El ligero como una comadreja, y El caracolea y se entrelaza
con el mercurio, y Sus trópicos y encrucijadas son ingénitos en el Ser, y cuando
El cae lo hace como arlequín y volantes, con plomo estremecido a Sus pies, y
cada tercer día, he aquí que Se alza de nuevo, y Sus derrotas son los toscos
andamiajes de los que erige sus Partenones, y el último final de esta esfera no
será la nube purpúrea, yo os lo digo, sino una fiesta de jubiloso holgorio y gran
cosecha hogareña…».
Así habló Mackay, con esfuerzo de pesada lengua. Por mi parte encontré tan
agradable aquella estancia de nogal de la Cámara de los Comunes, con sus
escaños verdes y galerías enrejadas, que volví a ella al día siguiente, y escuché
más discos hasta que me aburrieron; pues lo que yo ansiaba era escuchar
escándalos y revelaciones del lacerado corazón, pero aquellos discos tomados
de una tienda no divulgaban nada. Salí, pues, con intención de ir a Woocwich,
pero al ver en el coche el cuaderno de apuntes del poeta, en el cual yo había
escrito, lo tomé, y volviéndome me quedé escribiendo por espacio de una hora
hasta que también quedé cansado de ello, pero juzgando que era demasiado
tarde para ir a Woolwich aquel día, recorrí las polvorientas salas de comisiones
y demás dependencias del vasto edificio. En una estancia, hice otra tontería
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demostrativa de cómo mis antojos se habían convertido en más imperiosos que
todas las leyes de los medas, pues en aquella habitación número 15 encontré a
un joven policía tendido de espaldas, cuyo aspecto me agradó: tenia el casco
ladeado bajo su cabeza, y cerca de una mano cubierta de blanco guante, un
sobre oficial; el tranquilo recinto estaba aún saturado del olor a melocotón y el
hombre no despedía el menor hedor, aunque era vigoroso, su rostro ya del color
de la ceniza, en cada mejilla un boquete ancho como una moneda de seis
peniques y sus párpados nimbados, abovedados, sumidos en sus cavernas, de
cuyo borde de pestañas parecía exhalarse la palabra «Eternidad». Su cabello
parecía largo para un policía, habiéndole crecido probablemente tras la muerte;
pero lo que más me interesó fue el sobre que tenía en la mano: «¿Qué estaría
haciendo este tipo aquí, con un sobre un domingo por la tarde?». Lo cual hizo
que le examinara más de cerca, viendo, por una marca en su sien izquierda, que
tenía un disparo. Ello me produjo una gran cólera, pensando que aquel pobre
hombre había sido muerto en la ejecución de su deber, cuando la mayoría
habían abandonado sus puestos para entregarse a los rezos o al motín, por lo
que le dije: «Bien, D 47, duerme usted muy bien, e hizo usted muy bien
muriendo así. Estoy satisfecho de usted y dispongo que por mi propia mano
será usted distinguido con un entierro». Y poseído por esta ventolera, salí al
instante y con la palanca y la azada que tomé del coche entré en la abadía de
Westminster, alcé una losa en el crucero sur y comencé a cavar; pero no sé qué
impulso hizo que abandonara mi tarea antes de haber cavado un pie,
prometiendo reanudarlo; mas jamás lo hice, pues al día siguiente me encontraba
en Woolwich y bastante ocupado en otras cosas.
Durante los cuatro días siguientes trabajé febrilmente, con un plano de Londres
ante mí.
¡Cuántos parajes había en esta ciudad… secretos, inmensidades, horrores!
En las bodegas de los muelles de Londres había una cuba que lo menos debía
haber contenido cinco mil litros, y con un corazón ligero coloqué un reguero de
pólvora en él; en la lonja de tabaco que debió haber cubierto ochenta acres puse
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una espoleta, y en una casa próxima al Regent's Park, escondida de la calle por
maleza y un muro, vi una cosa… ¡y lo que mantiene oculto una gran ciudad,
sólo entonces lo conocí!
Alboreaba el día cuando me puse en pie, pues tenía aún mucho por hacer.
Quería dirigirme a la costa el día siguiente, por lo que tenía que escoger un
motor, y ponerlo a buen recaudo tras su revisión y aprovisionamiento y poner
otro vehículo de remolque cargado con cajas de espoletas, libros, ropa y otros
pequeños objetos.
Mi primera etapa fue Woolwich, donde tomé cuanto podía jamás necesitar,
y luego la Galería Nacional, donde quité de sus marcos «La Visión de Santa
Elena», el «Niño bebiendo» de Murillo, y «Cristo en la columna»; después a la
Embajada, para bañarme, ungir mi cuerpo y vestirme.
Tal como lo había previsto, una levantisca tormenta estaba soplando del
norte.
Cuando salí de Hampstead, a las nueve de la mañana, hube de suponer que
algunas de mis espoletas se habían adelantado como fuese, pues vi morosas
brumas en varios puntos, y pronto sentí el sordo estampido y zumbido de
algunas explosiones remotas, semejantes a los opacos fragores del volcán
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Mount Pelee en la Martinica o los ecos de la voz de Dios, que se oyen en
Guadalupe; y para el mediodía estuve seguro de que varios distritos del este de
Londres eran ya pasto de las llamas. Con los augustos sentimientos de los
desposados en mañanas de casamientos —con un corazón encogido, Dios lo
sabe, aunque al par también rebosante de emocionantes alegrías— merodeé en
torno a la orgía de la noche.
La casa de Hampstead, que sin duda subsiste aun, era de diseño agradable, de
estilo rural y construcción de piedra, con dos gabletes arqueados, ventanas de
parteluz y salientes fustes de columna del tejado; tenía también, aunque ello
más bien estropeaba el conjunto, una torre en el ala sudeste, sobre el piso en que
yo había dormido la noche anterior. Allá tenía yo una caja de pálido tabaco
compuesto de pétalos de rosa y opio, hallado en una casa extranjera en la calle
Seymour, al par de un narguilé de Salónica, y vino de las Cicladas, nueces y
demás, y una arpa de oro que tenía grabado el nombre de Kransinski, tomada de
su casa en la calle Portland.
Pero tuve tanto que hacer aquel día, aparecieron tantas cosas que pensé
quería tomar, que no fue hasta las seis que me dirigí finalmente hacia el norte a
través de Camden. Un miedo poseía mi alma ahora al ruido solemne que por
doquier me acompañaba como al compás, un temor inefable, un sacro terror.
Jamás podría haber soñado en algo tan grande y poderoso. Un humo inflamado
discurría por doquier hacia el sur con una garganta tendida y presurosas alas
desplegadas, y, mezclados con el rugido oí un alboroto de desplomes y
derrumbes, incontables, como un remover de muebles en las mansiones de los
titanes, mientras que saturando el aire había un llanto sobrenatural y lacrimoso,
como de trenos y nenias y salvajes lamentos y sollozos de dolor, agónicos
sonsonetes y toda la gama de plañidos de la disgregación y la tribulación
cósmica. Sin embargo, me daba cuenta de que en tal hora las llamas estaban aún
lejos de ser generales; de hecho no habían comenzado del todo.
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Al abandonar una zona de casas sin combustibles situada hacia el sur de la que
yo iba a ocupar, y como la tormenta era del norte, dejé simplemente mis dos
vehículos a la puerta sin temor; subí luego a la torre, encendí las velas, comí
vorazmente la cena que había dejado preparada, y luego, con manos
temblorosas dispuse las sábanas sobre las cuales me tendería en las horas de la
mañana en la cama situada frente a una ventana gótica, ancha, con un bajo
antepecho y mirando al sur; por lo que me podía reclinar en la butaca
cómodamente y contemplar el exterior. Había sido aquel cuarto el de una dama
joven, pues en el tocador había polvos, rojo de labios, frasquitos de perfume y
toda esa serie de adminículos femeninos, en fin. Amé y odié a esta desconocida
que no vi por parte alguna, y de todos modos, antes de las nueve me encontraba
sentado ante la ventana dispuesto a contemplar, con todo al alcance de mi mano
y las bujías apagadas. El teatro estaba abierto, el telón se iba a alzar, y la
atmósfera de esta Tierra parecía haberse tornado infernal… y el infierno estaba
en mi alma.
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una punzante comezón. Seguidamente pulsé en las cuerdas del arpa el aire de la
Cabalgata de las Walquirias, de Wagner.
Hacia las tres de la mañana alcancé el clímax de mis embrujados deleites,
cerrándose mis embriagados párpados en un éxtasis de placer y extendiéndose
mis labios en una sonrisa babeante; una sensación de amada paz, de poder sin
límites me confortaba, pues ahora, todo el terreno que a través de fluyentes
lágrimas escudriñaba, mostrando sus cien mil truenos y aullando más allá de las
nubes la voz de su tormento, bamboleaba en dirección al horizonte un océano
de fuego sin humo, en el cual retozaban y se bañaban todas las viviendas; y yo
—primero de mi especie— había encendido una señal para los vecinos
planetas…
***
Estas palabras, «vecinos planetas», las escribí hará cosa de tres meses, algunos
días después de la destrucción de Londres, hallándome a la sazón ya
nuevamente a bordo del Boreal, con rumbo a Francia, pues la noche era oscura,
aunque en calma, y tenía miedo de chocar con alguna embarcación, por lo que
escribí para hacer algo, con mi barco parado. Hasta entonces no había tenido
impulso alguno por escribir, a pesar de que el cuaderno había estado siempre
conmigo.
No tenía tampoco ninguna intención de pasar la vida encendiendo incendios
en aquella isla, por lo que fui a Francia con la idea de escoger algún palacio en
la Riviera, o en España, para convertirlo en mi hogar por el momento. Así,
pues, salí de Calais hacia finales de Abril llevándome mis cosas, por tren al
principio, y luego, no teniendo prisa alguna, en auto, manteniendo la dirección
sur y asombrándome repetidamente ante la exuberancia de la boscosa
vegetación que en espacio tan corto cubre esta agradable tierra, aun antes de la
llegada del estío.
Al cabo de tres semanas de lento viajar —pues Francia, con sus aldeas
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empedradas, carácter montuoso, bosques y tipo campestre es siempre
encantadora para mí— me encontré en un valle al cual nunca había asomado la
cabeza, y en el momento en que lo vi, dije: «Aquí es donde quiero vivir», a
pesar de que no tenía la menor idea de él, pues el monasterio que vi no tenía el
aspecto de tal, según mis ideas; pero el mapa indicaba que debía ser la cartuja
de Vauclaire, en el Perigord.
Esta palabra «Vauclaire» debe ser una corrupción de Vallis Clara, pues las
eses y us se intercambian de esta manera —«fool» y «fou», o sea necio, loco,
por ejemplo—, lo cual prueba la cara haraganería del pueblo francés, siendo por
ende la «l» demasiado molesta para ellos en su pronunciación. Como fuere, este
Vauclaire, a Valclear, había sido bien bautizada, pues allá se encuentra —si en
alguna parte— el paraíso, y si alguien sabía cómo y dónde elaborar licores,
fueron aquellos viejos monjes que seguían con entrain a su Maestro en el
milagro de Cana, pero que estéticamente eludían el decir a cualquier montaña:
«Muévete».
El matiz del valle es cerúleo, asemejándose a aquel azul de los mantos de las
Vírgenes de Albertinelli, consistiendo, el propio monasterio, en un espacio
oblongo, o jardín, en tomo al cual se hallan dieciséis edificios pequeños, todos
idénticos, las celdas de los padres, mirando todas al interior, sobre claustros y,
en una parte del espacio oblongo, bajo suspiros de cipreses, cruces negras sobre
tumbas.
Al oeste se encuentra la capilla, la hospedería, un patio con algunos árboles
y una fuente y, más allá, la puerta de entrada.
Y todo ello en un declive verde, con el respaldo de la ladera de un monte del
cual no se ven sus troncos de árboles, semejando éstos una tupida enramada
brotada de la respiración de la montaña.
Permanecí allí cuatro meses, hasta que algo me llevó a otra parte. No sé lo que
había sido de los Padres, pues sólo encontré cinco, a cuatro de los cuales
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transporté en dos viajes a la iglesia de San Marcial de Artenset, dejándolos allá.
El quinto se quedó en mi compañía durante tres semanas, pues no quise
arrancarle a su plegaria, ya que estaba arrodillado en su celda con su hábito y
capucha de fantasmal albor. Fantástica, en efecto, debía haber sido una
procesión de estos seres al atardecer o por la noche con aquellas blancas
vestiduras. El se encontraba en su minúscula y desnuda celda con la vista alzada
a su Cristo, que pendía con los brazos extendidos en un nicho entre estanterías
de libros; bajo el Cristo, una Virgen de oro y azul. Los libros de las estanterías
se inclinaban diversamente a uno u otro lado, y él tenía un codo sobre una mesa
ante la cual había una silla; tras él, en un rincón, la cama… un lecho escueto de
tablas, dos perpendiculares en la cabecera y pies, alcanzando el cielo raso y una
horizontal en el lado sobre el cual entraba en la cama, y otra encima aún, de
guarnecido, convirtiendo a la cama en una umbrosa caverna. Era persona de
elevada estatura y austero continente, de unos cuarenta años, rubio como el
trigo, aunque también con algunas pinceladas de rojo en su poblada barba, y
resultaba aterradora la expresión de aquella mirada en su plegaria y lo
descarnado de las mejillas y amarillas mandíbulas. No puedo explicarme mi
reverencia por aquel hombre, pero el caso es que la tenía.
En los días bochornosos colocaba el labrado sitial del presbiterio en el
pórtico, y reposaba mi alma, negándome a meditar en nada, dormitando y
fumando por espacio de horas. En la llanura, los árboles frutales se mecían en
torno a la prolongada cinta de plata del río Isle, que serpea próxima al pie del
declive del monasterio, dominando éste el poblado de Monpont situado en la
espesura y arrastrando aquél sus aguas a través del prado, umbroso de copudos
robles. Debió haber sido dulce y rústico, profundamente hogareño el haber
jugado allá de niño, en aquel prado tan familiar como la propia respiración y
miembros.
Bien, cierta mañana, al cabo de cuatro meses, abrí los ojos en mi celda a la
penetrante conciencia de que había incendiado Monpont durante la noche; y tan
invadido de compunción me sentí por ello y de pena por aquella pobre e
inofensiva aldea, que por espacio de dos días, sin apenas comer, anduve dando
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vuelta tras vuelta entre los bancos de roble de la nave de la iglesia —macizos
sitiales separados por columnas corintias—, preguntándome qué habría de ser
de mí y si no estaba ya loco; algunos angelitos de rostros extrañamente
humanos, semejantes a los de Greuze, que allí había, y que soportaban las
nervaduras del ábside, cada vez que pasaba parecían conscientes de mí y de mi
existencia; y también el artesonado ornamentado a lo largo de la nave, y la
labrada marquetería del coro, toda una intrincación de margaritas y rosas,
tomaban acá y allá a mis ojos significativas formas desde particulares puntos de
vista. Había allí un tabique particional —pues la nave estaba dividida en dos
capillas, una para los hermanos y otra para los padres— y en la partición una
puerta maciza, la cual sin embargo aparecía ligera y grácil, tallada con hojas de
roble y acanto. Cada vez que la traspasaba, tenía la impresión de que la puerta
era un ser sensible, un subconsciente mío. Y la bóveda de estilo Renacimiento
italiano que se alza de la nave me parecía que me miraba con un lóbrego
conocimiento de mí y de mi corazón; de manera que en la tarde del segundo
día, y después de horas de paseos por la nave, caí postrado ante uno de los dos
altares próximos a aquella puerta, implorando a Dios que tuviese piedad de mi
alma; y en medio de mi plegaria me puse en pie y salí como apresado por el
diablo, y brinqué a mi auto, sin volver a Vauclaire durante otro mes, dejando
regiones de desolación a mis espaldas, Burdeos incendiado, Lebourne
incendiado y Bergerac incendiado.
De este modo se despertó la idea del palacio… idea ciertamente que había
penetrado en mi cerebro antes, pero solamente como un jactancioso resultado
de mis locos humores; mas ahora de manera muy distinta, cuerdamente y, antes
de mucho, ocupándose ella misma con detalles, dificultades, medios,
limitaciones y toda clase de realidades; y cada obstáculo que uno por uno
preveía, era también uno por uno dominado al paso de los días por el ardor que
con aquella idea, convirtiéndose pronto en manía, me poseía. Tras nueve días de
incesante meditación, decidí «Sí», y dije: construiré un palacio que será al par
palacio y templo, el primer templo humano merecedor en cierto modo de la
Potencia de los Cielos, el único palacio humano merecedor del sátrapa de la
Tierra.
Tras esta decisión permanecí otra semana en Vauclaire, un hombre distinto del
holgazán que había sido, enérgico y esforzado, convertido, humilde,
estableciendo planes de esto y aquello, del detalle y del conjunto, trazando,
multiplicando, añadiendo, construyendo paso a paso el período de construcción,
que se manifestó algo al cabo de doce años, estimando calidades y fuerza de
material, peso y tamaño, llenas mis noches de pesadillas en cuanto a la clase,
decidiendo en cuanto al tamaño y estructura de la grúa, forja y taller, y de los
pesos necesariamente limitados de sus partes, estableciendo un catálogo de más
de 2.400 artículos y, finalmente, hasta la cuarta semana tras mi partida de
Vauclaire, examinando la topografía de todo el globo, hasta fijar para mi
residencia la isla de Imbros.
*R3N3*
enviarlo todo al diablo, a las profundidades del mar, junto con la idea del
palacio. Cuando el treinta y tres…
***
Las palabras «cuando el treinta y tres» fueron escritas hace más de diecisiete
años, largos años, larguísimos años, por lo que no tengo ya noción alguna de a
qué se refieren. El cuaderno en que las escribí lo perdí en el camarote del
Esperanza, y ayer, volviendo a Imbros de un crucero de una hora, lo encontré
tras un arca.
Hallo ahora dificultad considerable en manejar el lápiz y las líneas escritas
deben de tener un aspecto como el manuscrito de un hombre no aventajado en
el arte: han pasado diecisiete años… Ni tampoco es fluida la expresión de mis
ideas… habiendo de pensar en las palabras, y no me extrañaría que hasta su
ortografía fuese deficiente; he estado pensando inarticuladamente durante todos
estos años, y ahora las letras tienen un aire extraño para mí, como si se tratara
del ruso. O acaso es producto de mi fantasía, pues sé que tengo fantasías.
Mas ¿qué escribir? La historia de esos diecisiete años no podría estamparse,
santo Dios, o cuando menos me llevaría otros diecisiete años para hacerlo. Si
hubiese de detallar sólo la construcción del palacio, y cómo estuvo a punto de
matarme, y cómo por dos veces huí de él, y hube de regresar, y me convertí en
su rendido esclavo, y soñé en él y me rebajé ante él, y oré y me enfurecí y deliré
y me resolví; y de cómo olvidé no hacer provisión en el muro norte para la
expansión del oro en verano y tuve que demoler ocho meses de labor, y cómo te
maldije, Señor, cómo te maldije; y cómo el lago de vino se evaporaba antes de
que lo llenaran los conductos, y los cinco viajes que hube de hacer a
Constantinopla por cargamentos de vino, y mis espumajeantes desesperaciones,
hasta que se me ocurrió colocar el depósito en la plataforma; y como hube de
derrumbar la parte sur de la plataforma hasta el mismo fondo, y la prolongada
noche de terror que pasé, temiendo que la parte sur se desplomara; y cómo faltó
*R3N3*
el petróleo, y de las tres semanas que pasé en su búsqueda a lo largo de la costa;
y cómo, después de haber dispuesto toda la tubería, vi que había olvidado el
pulido; y cómo, en el tercer año, hallé el fluoruro para la impermeabilización de
los poros de la piedra de la plataforma, casi toda ella agrietada en la cala del
Esperanza y tuve que extraer silicato de sosa en Galípoli; y cómo, tras dos años
de observación hube de llegar a la conclusión de que el estanque tenía
filtraciones y descubrí que aquella arena de Imbros no era conveniente para
mezclarla con la corteza de cemento Portland que cubría el hormigón y hube de
sustituir el encofrado bituminoso en tres sitios; y cómo lo hice todo por amor de
Dios, pensando «quiero trabajar y ser un hombre bueno y arrojar al diablo de
mí; y cuando vea esta obra terminada, será un Altar y Testimonio para mí y
hallaré la paz y me encontraré bien», y cómo he sido defraudado —diecisiete
años, largos años de mi vida—, pues no hay «Dios» alguno; y cómo mi cabello
de revoque me faltó y hube de emplear borra, yute, guata, todo en fin lo que
pude encontrar para llenar los espacios entre los muros de escuadra de la
plataforma; y el número de cerrojos de falleba que desaparecieron
extrañamente, como arrancados al infierno por arpías, y que hube de hacerlos; y
cómo la cadena de la grúa no alcanzó a dos de las piezas de fundición de plata
terminadas, las cuales eran demasiado pesadas para que pudiera alzarlas, y el
retorcimiento de manos de mi desespero, y mi revolcarme por la hierba y el
transporte de mi cólera, y cómo, durante toda una quincena, busqué en vano el
libro de texto que describe los procesos del ambarinado; y cómo cuando todo
estaba a punto, al volar forja y grúa con algodón de pólvora, apareció una grieta
en el oro de las escaleras este de la plataforma, y cómo no pude consolarme y
me lamenté de continuo; y cómo, a pesar de todas mis cuitas, resultaba divino
contemplar el crecimiento de mi poder desde sus comienzos troglodíticos desde
el manejo de cien libras hasta el de toneladas, prensando los metales entre las
palancas del molde y las varillas de presión, y cómo a través de horas insomnes
contemplaba desde la puerta de mi barraca bajo la luz eléctrica de la luna de
esta tierra las tres pilas de piedras de oro, de paneles de plata, de escuadras de
tubería y me sentía confortado; y cómo el baño de almáciga… pero esto ya
*R3N3*
pasó, y no es para vivir de nuevo aquella vulgar pesadilla de medios y fines que
he vuelto a proseguir este escrito… sino para estampar algo, si me atrevo.
¡Diecisiete años, oh Dios santo, de aquella quimera engañosa! No podría
estampar especie alguna de explicación para todos aquellos lamentos y
pesadumbres ante los cuales un ser que razona no se mofaría, pues habría
vivido a mis anchas en algún retiro del Oriente Medio y quemado mis ciudades;
mas no, yo debía ser un «hombre bueno»… ¡vana idea! Las palabras de un
turbulento loco, de aquel «párroco» de Inglaterra que predecían lo que sucedía
se hallaban conmigo, cuando decía que «la derrota del hombre es Su derrota»; y
me lo dije a mí mismo: «Bueno, el último hombre no debe ser un enemigo,
justamente para mostrar resentimiento a Ese Otro». Y trabajé y pené y gemí,
diciendo «quiero ser un hombre bueno, y no quemar nada, ni pronunciar nada
indecoroso, ni entregarme a la orgía, sino contener y echar atrás las blasfemias
de Esos Otros que pugnan por clamar en mi garganta, y construir y construir
con penas, lamentos y gemidos». Todo lo cual era vanidad, aunque quiera a la
casa también, la amé mucho, pues es mi hogar en el estrago desolado.
Había calculado acabarla en doce años, y debiera haberla terminado en
catorce, pero cierto día, hallándose ya finalizadas las plataformas sur y oeste —
era el mes de julio del tercer año, hacia la puesta del sol— al abandonar la tarea
cotidiana, en vez de dirigirme a la tienda donde se encontraba ya dispuesta mi
cena, bajé al barco —extrañamente— de manera venática y mecánica, sin
decirme ni media palabra a mí mismo, y con una sonrisa de malicia en mis
labios; y a medianoche me encontraba a treinta millas al sur de Mitilene,
habiendo dado, como pensaba, un definitivo adiós a todos mis afanes. Me
dirigía a incendiar Atenas.
Sin embargo, no lo hice; pero me mantuve en mi rumbo en dirección al
oeste en torno al cabo de Matapán, con la intención de destruir los bosques y
ciudades de Sicilia, caso de que en esta isla encontrara un vehículo conveniente
para viajar, pues no me había tomado el trabajo de embarcar el mío en Imbros.
Si así no fuese, asolaría partes de la Italia del sur.
Pero al llegar por aquellos contornos, me enfrenté con el horror, pues no
*R3N3*
existía ni el sur de Italia ni Sicilia, a menos que ésta fuese una islita de cinco
millas de longitud. Nada más vi, salvo el cráter del volcán Stromboli, humeante
aún, y, al seguir en crucero hacia el norte, en busca de tierra, no pude dar
crédito durante largo tiempo a la evidencia de los instrumentos, pensando que
voluntariamente me conducían mal, o que yo estaba rematadamente loco. Pero
no, allí no aparecía Italia alguna, hasta que llegué a la latitud de Nápoles,
habiéndose desvanecido, desaparecido, sido tragada toda aquella franja; de cuya
monstruosidad recibí tal conmoción de espanto que mi perversa mente quedóse
completamente paralizada y como aplastada, pues aquello era, y es, mi creencia
de que se había dispuesto un nuevo arreglo de la superficie de la Tierra y, en
todo aquel drama, ¡oh Santo Dios!, ¿cómo iba yo a ser encontrado?
No obstante, proseguí mi camino, pero con mucha más pausa, no
atreviéndome a hacer nada durante muchos días, por miedo a ofender a alguien;
y de aquel talante bobalicón contorneé toda la costa oeste de España y Francia
durante siete semanas, en medio de una prolongada intensidad de calma que
luego se alternó con tormentas que sobrepasan todo pensamiento, hasta que
llegué de nuevo a Calais, donde, por vez primera desembarqué.
Aquí no pude contenerme más e incendié aquella franja de bosque de cinco
millas cuadradas entre Agincourt y Abbeville y tres bosques entre Amiens y
París, y el propio París… y seguí incendiando e incendiando durante cuatro
meses, dejando a mis espaldas regiones humeantes, una huella de devastación,
como la de algún ser de los Abismos que asola todo cuanto donde tiende al paso
sus alas de fuego.
Tenía la intención de viajar con vehículo mecánico a través del Indostán, pero
no deseaba dejar mi embarcación, a la cual me había aficionado, no hallándome
seguro de hallar otra tan conveniente en Calcuta, y, además, temía abandonar
mi motor, que había embarcado a bordo junto con la cabria de aire. Por lo tanto
descendí a la costa oeste.
Toda aquella orilla norte del mar de Arabia tenía un olor que en el regazo
del viento alcanzaba a lejos sobre el océano, semejante a aromas de felices
países de ensueño, dulces a aspirar en los crepúsculos mañaneros, como si toda
la tierra estuviese perfumada y el cielo una inhalación.
No obstante, en este viaje sufrí desde el principio al fin no menos de
veintisiete espantosas tormentas, o más bien veintiocho, contando con la
próxima a las islas Carolinas; pero no deseo escribir sobre estas cóleras, pues
fueron demasiado inhumanas. Cómo logré salir con bien de ellas contra mi más
ardiente esperanza, sólo lo saben Alguien o Algo.
*R3N3*
Quiero estampar aquí una cosa: es, Santo Dios, algo que he notado; un
definido clamor en la naturaleza de los elementos, que una vez desencadenados,
crece, crece. Las tempestades se han hecho mucho más coléricas y el mar más
truculento y desatado en su insolencia; cuando truena, truena con un rencor
nuevo para mí, con estampidos y fragores como si quisieran hendir y agrietar la
bóveda del firmamento, y vociferando a través de los cielos rugidos que parecen
expresar el deseo de devorar a todo lo existente. Una vez en Bombay y tres en
China, fui sacudido por los temblores de tierra, señalados el segundo y el
tercero por cierta extravagancia de agitación que harían encanecer a un hombre.
¿Por qué debe ser así, Dios mío? Recuerdo habérseme contado hace
muchísimos años que en las praderas americanas que desde tiempos remotos
han sido barridas por grandes tempestades, éstas cejan gradualmente a medida
que el hombre va a residir en ellas. Si ello es verdad, parecería que la presencia
del hombre obra cierto efecto hipnótico sobre la innata turbulencia de la
Naturaleza, por lo que su ausencia hoy debe haber variado la curva. Yo creo
que en un plazo de cincuenta años, las fuerzas de la Tierra estarán totalmente
desencadenadas para abatirse a su albedrío y que este globo se convertirá en
uno de los indiscutibles terrenos de juego del infierno, el teatro de conmociones
tan inmensas como las que Júpiter fuera testigo.
*R3N3*
sordamente por siempre alguna pobre zona; las débiles son constantes y a veces
forman un sistema linear consistente en vientos, semejantes a las chimeneas de
alguna fundición en las profundidades ¿Quién podría saber la manera en que
obran? En las montañas, unas series de picos denotan la presencia de dolomitas;
cumbres redondeadas significan rocas calcáreas; en aguja, esquistos cristalinos,
pero ¿por qué? Tengo algún conocimiento de ello en diez millas de
profundidad, pero no sé, lo ignoro, si a través de ocho mil millas es llama o
perdigón granulado, si es dura o blanda. Su método de formar carbón, géiseres
y surtidores de sulfuro, y las gemas, y los atolones y arrecifes de coral; las rocas
de origen sedimentario, como el gneis; las rocas plutónicas, rocas de fusión, y el
cascote no estratificado que constituye la base de la corteza; y las cosechas, la
llama de las flores y el paso de la vida, vegetal a la animal. No conozco todo
eso, pero son de ella, y son, como yo, moldeados en el mismo horno de su
corazón escarlata. Ella es sombría y caprichosa, súbita y malhadada, y
despedaza a su criatura como un salvaje felino caníbal a su cachorro. Y ella es
vieja y profunda, y recuerda a la Ur de los caldeos que Uruk erigió, y al primer
removerse de la amiba, y a aquel templo de Baal, y porta aún como una cosa de
ayer a la vieja Persépolis y a la tumba de Ciro, el pasaje de Harán, y aquellos
templos viharas labrados con piedras del Himalaya. Y al regreso del Oriente me
detuve en Ismailia, y también en El Cairo, y vi donde estuvo Menfis y medité
una medianoche ante aquella pirámide y aquella muda esfinge, sentado en una
tumba, hasta que lágrimas de compasión rodaron por mis mejillas, pues el
hombre «había pasado». Aquellas tumbas de roca tienen columnas semejantes a
las dos del palacio, sólo que éstas son redondas y las mías cuadradas, pero con
la misma franja cerca de la cúspide y sobre ésta la cerrada flor de loto y luego el
plinto que las separa del arquitrabe, sólo que las mías no tienen arquitrabe. Las
propias tumbas consisten en un patio exterior, viniendo luego una fuente y una
cámara interior para el muerto. Allá permanecí hasta que me impulsó a
marcharme la necesidad de alimento; pues cada vez más me cubre la Tierra, me
atrae, me asimila; de manera que me hago esta pregunta: «¿No habré cesado en
algunos años de ser un hombre, convirtiéndome en una pequeña Tierra, en su
*R3N3*
copia, sobrenatural y cruel, medio demoníaco, medio felino, enteramente
místico, moroso y turbulento, caprichoso y loco, y melancólico… como ella?».
Un mes de este viaje, desde el 15 de mayo al 12 de junio, lo prodigué en las
islas Andaman, próximas a Malasia, pues el que cualquier chino viejo pudiera
hallarse con vida en Pekín parecía la extravagancia más rara que jamás entrase
en una cabeza y aquellas islas cubiertas de espesura del sur, a las cuales llegué
tras una gran noche de orgía en Calcuta, cuando incendié no solamente la
ciudad, sino hasta el río, agradaron tanto a mi fantasía que en un momento
pensé en vivir allí, en ocasión de hallarme en una de las islas llamada «Loma de
la Silla». Raramente tuve tales sensaciones de paz como cuando permanecí
tendido todo un día en un valle, sumido en la sombra de la exuberancia tropical,
contemplando al Esperanza que se hallaba anclado. El valle se alzaba de una
bahía, de la cual podía ver un pico alineado de cocoteros, agostada toda nube
del firmamento a excepción de unos filamentos, y el mar tan en calma como un
lago rizado por las brisas, aunque haciendo considerable ruido en las
rompientes de la costa, como ya lo había observado en esta clase de parajes; no
sé a qué es debido ello. Estos habitantes de las Andamanes parece que fueron
muy salvajes, pues vagando por la isla encontré a algunos de ellos, casi
reducidos al estado de esqueleto, aunque con miembros aún adheridos y, en
algunos casos, momificados restos de carne, siempre sin el menor vestigio de
ropa, cosa extraña dada su relación con viejas civilizaciones. Todos tenían una
tez negra o casi negra y eran pequeños de estatura, no hallando jamás a ninguno
que no tuviese a su lado o cerca de él una lanza, o sea que eran gente
inteligente, la perversidad de la Tierra espoleaba en ellos también, y me agradó
tanto este pueblo que llevé a bordo una de sus pequeñas canoas, lo cual fue una
tontería, pues tres días después fue arrebatada por el mar.
Pasé por el estrecho de Malaca, y en aquella corta distancia entre las islas
Andaman y la esquina sudoeste de Borneo, fui aporreado de tal manera por tres
veces, que parecía fuera de causa que cualquier objeto construido por el hombre
pudiese subsistir a tal cataclismo. Me abandoné, aunque con amargos reproches,
*R3N3*
a la idea de perecer sombríamente, pero cuando todo pasó, el efecto fue el
desencadenamiento de nuevo de mis finchados humores. Pues me dije: «Puesto
que intentan matarme, la muerte deberá hallarme rebelde». Y así, durante
semanas, no divisé bendito poblacho alguno o umbrosa extensión de arbolado
sin que no detuviera el barco y desembarcara los materiales para la destrucción,
de manera que todas aquellas fragantes tierras en torno al norte de Australia
llevarán por años las huellas de mi mano. Cada vez más, vagabundo y
zigzagueante se hacía mi viaje, como dominado por algún antojo o por un
movimiento de un puntero sobre la carta; y yo pensaba en masticar el loto de la
galbana y el nepente, encantado por el pensar de algún melancólico escondrijo
en aquel verano, donde desde la puerta de mi cabaña viera a través de las
vaharadas opalinas la laguna marina borbotear perezosamente sobre el atolón de
coral, y los cocoteros inclinarse como adormilados, y el árbol del pan susurrar
en sueños, contemplando al Esperanza anclado, año tras año, y preguntarme qué
era, de dónde había llegado y por qué había quedado tan profundamente quieta
para siempre aquella grácil embarcación. Y tras una época de melancólica paz
notaría que el Sol y la Luna habían cesado de moverse y pendían gastados,
abriendo de cuando en cuando un párpado para volver a dormitar de nuevo; y
Dios suspiraría «Basta» y asentiría. Pues el que cualquier viejo chino se hallara
con vida en Pekín era cosa tan fantásticamente absurda, como para provocar en
mí ocasiones tales explosiones de salvaje risa que me dejaban débil y abatido.
Durante cuatro meses, desde junio a octubre, visité las Fidji, donde vi
cabezas aún englobadas en espesuras de lacio cabello; y en Samoa cráneos
coronados con conchas de caracolas, y en un pequeño poblado un conjunto de
cuerpos que sugerían algún festival, de manera que creo que aquellas gentes
perecieron en un día de desastre, sin el menor presagio de nada. Las mujeres de
los maoríes llevaban gran abundancia de adornos de jade y hallé una clase
particular de concha de trompeta, que conservo, con un punzón de tatuaje y un
cuenco de madera lindamente tallado. Los habitantes de Nueva Caledonia iban
desnudos, limitando su atención al pelo, llevando al parecer un cabello artificial
hecho con la piel de un animal como el murciélago, máscaras de madera y
*R3N3*
grandes anillos —para las orejas sin duda— que debían haber alcanzado hasta
los hombros. Pues la Tierra los apremiaba y los hacía salvajes, díscolos y varios
como ella misma. Fui de una a otra isla sin sistema alguno, buscando el paraje
ideal de descanso y pensando frecuentemente haberlo hallado, mas sólo para
aburrirme de él, con la sensación de que aún podría haber otro lugar más
profundo y ensoñador. Pero en esta búsqueda recibí una represión, santo Dios,
que me heló hasta el hígado y me puso en huida de aquellos parajes.
Así es que algo me preserva. Algo. Alguien. ¿Y para qué?… De haber dormido
en el camarote, lo más seguro es que hubiese perecido, pues, tendido en el sillón
soñé un sueño que ya lo había tenido en las nieves del hiperbóreo norte; el de
que me encontraba en un paraíso árabe, del que tuve una prolongada visión
andando entre los árboles, cogiendo melocotones y aspirando el aroma de los
capullos con las fosas nasales dilatadas e inhalaciones profundas…, hasta que
una especie de mareo y náusea me despertó, y al abrir los ojos la noche estaba
lóbrega, la luna baja, todo empapado de roció, el firmamento convertido en una
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jungla de estrellas, un bazar de marajás con diademas y de begums de atavíos
llamativos y deslumbrantes, y todo el aire saturado con aquel aflato mortal; y
allá en lo alto, ampliamente alzado ante mi vista —extendiéndose desde el
limite norte al sur— una serie de ocho o nueve humaredas, inflamadas como las
de las chimeneas de alguna forja ciclópea que funciona toda la noche; ocho o
nueve, dije, o tal vez fueran siete, o acaso diez, pues no las conté. Y de aquellos
cráteres, salían bocanadas de materia color carmesí, una bocanada o ráfaga aquí
y otra allí, con charras humaredas que se enroscaban y retorcían sobre ellas,
destellando con multitud de chispas y fogonazos, todo ello en un deslumbrante
halo calinoso; pues la fundición estaba en marcha, aunque lánguidamente. Y el
Esperanza iba con el rastreo del mar fosforescente en derechura sobre una tierra
rocosa a cuatro millas a proa y la cual no estaba señalada por carta alguna.
Al levantarme me sentí aplanado y lo que luego hice lo ejecuté en un estado
de existencia cuyos actos, para el intelecto en vela, parecen tan irreales como un
sueño. Creo que debí haber tenido inmediata conciencia de que allí estaba la
causa de la destrucción del organismo, consciente de que aún rodeaba su propia
vecindad con funestas emanaciones y consciente de que se estaba aproximando;
y como fuera debí haberme arrastrado o adelantándome. Tengo cierta suerte de
impresión de que era una tierra púrpura de pórfido puro; queda cierto débil
recuerdo, o sueño, de haber oído un prolongado rumor de rompientes azotando
la roca. No sé cómo los vencí. Ciertamente recuerdo haberme hallado sacudido
de náuseas desesperadas de mis entrañas, y que me hallaba sobre mis espaldas
cuando moví el regulador de la sala de máquinas, mas no tengo recuerdo alguno
de haber bajado la escalerilla o subido de nuevo. Por fortuna, habiéndose bien
fijado el gobernalle a estribor, el barco debió haber borneado y yo debí haberme
encontrado de nuevo en pie a tiempo para librar la rueda, pues cuando mis
sentidos volvieron me hallaba tendido con la cabeza contra un aro de
suspensión de la brújula, un talón del pie levantado sobre un radio de la rueda,
sin tierra alguna a la vista y brillando el sol.
Ello me puso tan enfermo que durante dos o tres días permanecí sin comer
en el asiento próximo a la rueda, recuperando sólo ocasionalmente bastante
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sentido como para mantener el rumbo a oeste de aquel lugar. La mañana en que
ya me encontré bien, no estoy seguro de si fue la segunda o tercera, de manera
que mi calendario puede hallarse con el error de un día, no pudiendo asegurar si
estoy tratando del 10 o del 11 de mayo.
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En la quinta tarde tras esto, al hallarse sumiendo el sol en el borde del agua,
sucedió que mirase donde pendía sobre la amura de estribor, y allí vi un punto
verdinegro recortado contra su rojo —un objeto bien insólito allá en aquellos
momentos— un barco, un pobre objeto, como se mostró cuando me aproximé a
él, sin señal alguna de mastelero, todo él anegado por el agua, desparramadas
por su casco algunas reliquias de aparejos, hasta con su bauprés partido por la
mitad, no siendo desde éste hasta la punta de la popa más que un matorral de
hierbas marinas y otros objetos, intrépido como un erizo, esperando el siguiente
porrazo del mar para irse a pique.
Siendo ya cerca la hora de mi cena detuve al Esperanza a unos veinte
metros de esta embarcación y, paseándome por mi espaciosa popa, como de
costumbre antes de comer, estuve lanzándole miradas, preguntándome dónde se
encontrarían los hijos de los hombres que habían vivido en ella, sus nombres y
mentalidades y manera de vida y rostros, hasta que me entró el deseo de ir a
verlo, por lo que me despojé de mi ropa exterior, descubrí y desaté el cúter de
cedro —el único auxiliar, excepto la pinaza de aire, que me quedaba de todas—
la boté por el aparato de polea de mesana. Pero fue una tontería ridícula, pues
cuando abordé el pecio fue sólo para entrar en el paroxismo de la rabia por mis
repetidos fracasos en escalar sus amuras, por bajas que fueran; pues aunque mis
manos podían alcanzar fácilmente, no hallaba asidero alguno en la masa limosa,
y tres extremos de cabo a los que me agarré se encontraban también tan
viscosos que volví a caer repetidamente en la barca, con una masa de cieno en
mi ropa y el único pensamiento en mi inflamado pólvora, del cual tenía buena
provisión, para volar cerebro de una carga de veinte libras de algodón de aquel
casco enviándolo a los infiernos. Finalmente tuve que volver al Esperanza, cogí
una cuerda y regresé a la otra embarcación, pues no podía ser desafiado de tal
modo, a pesar de que se había hecho la oscuridad, apenas atenuada por una
lejana media luna y estaba hambriento y de minuto en minuto más
diabólicamente feroz; hasta que a fuerza de arrojar mi cuerda logré enlazarla al
muñón de un mástil y trepar por ella, cortándome la mano izquierda con alguna
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diabólica concha. ¿Y todo ello para qué? Para satisfacer a un imperioso
capricho. El opaco resplandor de la luna mostraba una amplia franja de cubierta
que en su mayor parte estaba invisible bajo rollos de pútridas hierbas marinas,
no habiendo cadáver alguno, siendo todo una cóncava explanada de hierbas
marinas. El buque era de unas tres mil toneladas, un velero de tres palos. Al ir a
popa, calzado con gruesas babuchas, pude ver que sólo quedaban cuatro
peldaños en la escalera de la gambuza, pero dando un brinco pude descender a
aquella desolación, donde el rancio poder de mar parecía concentrado en la
propia esencia de crudeza, y allí tuve un fantasmal temor de si la embarcación
zozobraría conmigo, o algo por el estilo, pero, al encender cerillas, vi un
camarote corriente, con algunos fungoides, calaveras, huesos y andrajos, pero
ningún esqueleto entero. En el segundo camarote de estribor, una mesa y, sobre
el suelo un tintero cuyo continuo rodar me hizo mirar abajo, reparando en un
cuaderno de notas con cubiertas negras que se curvaban semi-abiertas, pues
había estado mojada. Lo tomé y volví con él al Esperanza, pues aquella
embarcación no era sino un vio y una pestilencia de los crudos elementos de la
existencia, casi asimilado profundamente a donde la cubrieran para ser
condensada pronto en su naturaleza y ser, convirtiéndose en una porción de
mar, como yo, con el tiempo, ¡oh Dios!, he de convertirme en una posición de
tierra.
Durante la cena y después, leí el cuaderno, con cierta dificultad, pues estaba
escrito en francés y descolorida la tinta. Resultó ser el diario de alguien,
pasajero y viajero, supongo, que se llamaba Albert Tissu, y el barco el María
Meyer. Nada había notable en la narración —descripciones del Mar del Sur,
escenas, indicaciones del tiempo, cargamento, etc.— hasta que llegue a la
última página, que era bastante extraordinaria, estando la misma fechada el 12
de abril, cosa singular, Santo Dios, pues aquel mismo día alcancé yo el Polo
hacía veinte años; y el escrito de esta página era muy diferente de la garbosa
redacción del anterior relato, demostrando gran excitación y más acuciante
prisa. Lo encabezaba la indicación «Cinq Heurcs, P. M.» y decía así:
«¡Acontecimiento monstruoso! ¡Fenómeno sin igual!, los testigos del cual han
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de vivir inmortalizados en los anales del Universo», de manera que mamá y
Julieta han de confesar ahora que tuve razón en emprender este viaje.
Conversaba con el capitán Tombarel a popa, cuando a una exclamación
murmurada por él: «¡Mon Dieu!», y al verle palidecer, seguí la dirección de
éste… ¡y contemplé! a unas siete millas quizá, diez trombas de agua, que
alcanzaban gran altura, todas en línea, con intervalos de unos novecientos
metros y muy regularmente dispuestas. Pero no se movían u oscilaban, tal como
lo hacen las trombas habituales, ni tampoco eran de forma de lirio como ellas,
sino columnas de agua un tanto torcidas acá y allá y, según cálculo, de unos
cincuenta metros de diámetro Durante seis minutos quedamos mirándolas, en
tanto que el capitán Tombarel seguía repitiendo «¡Mon Dieu! ¡Mon Dieu!», con
toda la tripulación ahora sobre cubierta y yo agitado, aunque recogido y reloj en
mano, hasta que súbitamente todo se ha borrado; las columnas, sin duda allí
aún, no han podido ser vistas más, pues el océano en su derredor despedía un
vapor, aún con más elevación que las columnas, inmenso en extensión y cuyo
sibilante sonido podíamos oír distintamente. ¡Es aterrador! ¡Es intolerable! ¡Los
ojos apenas podían soportar la contemplación y los oídos escuchar! ¡Era como
una obra sobrenatural, como un monstruoso nacimiento! Pero no duró mucho
tiempo y casi al instante el Marie Meyer comenzó a cabecear y dar bandazos,
pues el mar que hace poco estaba en calma, se había engrosado. Y al mismo
tiempo, a través del vapor blanco vimos alzarse una sombra, un como poderoso
lomo, una tierra recién nacida, alzando al cielo diez llamas de fuego,
emergiendo del mar lenta y constantemente a las nubes. En el momento en que
esta sublime aparición cesa, o parece cesar, el pensamiento que me asalta es
éste: «Yo, Albert Tissu, estoy inmortalizado, y abalanzándome a mi camarote lo
escribo. La latitud es 16° 21' 23" sur; la longitud 176° 58' 19" oeste Hay
carreras sobre cubierta… un olor como almendras… está oscuro, y yo…».
Hasta aquí Albert Tissu.
No quisiera tener más que ver con toda esta zona, pues allí se dice hallarse
sumido un continente y creo que estaría alzándose y mostrándose a mis ojos y
me precipitaría a la locura; pues la Tierra está turbulenta con estas contorsiones,
*R3N3*
muecas monstruosas, apariciones que son como cabezas de Gorgonas, aterrando
al hombre hasta convertirlo en piedra; y nada sería más aterradoramente
inseguro que vivir sobre un planeta.
No me detuve hasta haber llegado lejos al norte de las Filipinas, donde
permanecí dos semanas, en parajes exuberantes y aromáticos, pero tan
empinados y fragosos que en un lugar abandoné todo intento de viajar en el
motor, dejándolo en un valle cabe un ancho y ruidoso río de islotes rocosos
cubiertos de musgo. Pues me dije: «Aquí quiero vivir y estar en paz». Mas
luego me espanté al ver que durante tres días no pude volver a descubrir río y
motor. Sumiéndome en el mayor desespero, pensando: «¿Cómo hallaré el
camino para salir de estas junglas e inmensidad?»; pues no había sendas ni
vericuetos por allá, y me había perdido en abismos de vegetación donde el
señuelo telúrico es tan intenso y cabal para un hombre solitario, que creo sería
rápidamente transformado en árbol, o serpiente, o felino. No obstante, al fin
logré hallar el paraje de donde saliera, inundado de alegría, tanta que hube de
expresarla inconteniblemente dando unos puntapiés a las ruedas del motor. Pero
aquellos dos años de vagabundeo pasaron y son como un sueño, y no es para
escribir de eso —de todo eso— que he tomado este lápiz en mano al cabo de
diecisiete largos, muy largos años.
*R3N3*
los seres saturnales; pero no lo quise, pues el cielo estaba también en el hombre,
Tierra y Cielo; y cómo, al moverme de nuevo hacia occidente, llegó otro
invierno, y hallándome ahora perdido en un talante de lúgubres abatimientos, al
mismo borde del abismo inane y de la idiotez sonriente, vi en la isla de Java
aquel templo de Boro Budor y, semejante a un tornado, o evento volcánico, mi
alma cambió, pues mis estudios en la arquitectura del hombre antes de que
comenzara con mi palacio, volvieron a mí de manera atractiva, y durante cinco
días dormí en el templo, examinándolo de día. Es vasto, con el aspecto de
masividad que caracteriza a las construcciones mongólicas, siendo mis medidas
de su anchura de 150 metros; se alza en seis terrazas, cada una de ellas dividida
en innumerables nichos que contienen individualmente una estatua de Buda
sentado, con una voluptuosidad de tracería que resulta embriagadora, el todo
rematado por un grupo de cúpulas y coronado por una gran asta. Y al ver esto,
sentí el anhelo de volver a mi hogar después de tan prolongado errabundeo, y de
erigir el templo de los templos. Y dije: «Regresaré y lo construiré como un
testimonio a Dios».
Hace seis meses que fue terminado; seis meses más largos y prolijos, desolados,
pesados, que todos aquellos dieciséis años en los cuales construí.
Me pregunto lo que un hombre —algún sah, o zar de aquel lejano pasado—
me diría ahora, si un ojo pudiera posarse en mí. Tal hombre creo —
indudablemente sí— se encogería ante la majestad de aquellos ojos; y aun
cuando yo no sea un lunático —pues no lo soy, no lo soy— no dudo que huiría
*R3N3*
de mí, gritando: «¡He aquí la insania del orgullo!».
Pues le parecería —así lo creo— que en mí mismo y en todo en torno mío,
ver algo que la realeza ilimitada, cargada de terror. Mi cuerpo ha engrosado, y
mi cinto ciñe una majestuosa redondez con su banda de lienzo carmesí de
veinticinco centímetros de anchura, babilónico, bordado en oro y orillado por
un centenar de monedas de cobre y oro del Oriente; mi barba, negra aún como
la tinta, desciende en dos haces hasta mis caderas, agitada por cualquier viento;
y al recorrer las estancias de este palacio, el piso de ámbar y plata se ruboriza en
sus profundidades, reflejando el bajo cuello y corto brazo de mi ropón de azul y
escarlata, recamado con luminosas piedras preciosas. Soy diez veces sátrapa y
emperador, sentado en mi trono centenario de antigua y obesa establecida
majestad ¡que me desafíe quien se atreva! Entre estas luminarias que cada
noche escudriño pueden volar poetas, mis pares y vecinos, pero aquí, yo estoy
solo; la tierra inclina su frente ante mis púrpuras y mi cetro hereditario, pues
aunque me tiente seductora, no soy de ella, sino que ella es mía. Me parece que
pasaron no menos de un millón de eones desde que otros seres, que se me
parecieran más o menos, se plantaron descaradamente a la luz del sol de este
planeta; de hecho no puedo imaginarme, ni conceder propiamente crédito, a que
existiera un estado de cosas tal… tan fantástico, raro y bufonesco, aunque en el
fondo, supongo, sé que así debió de haber sido. Por cierto que hace diez años
acostumbraba a soñar que había otros, los veía andar por las calles como
fantasmas, y me desahogaba y despertaba desconcertado; pero jamás ahora me
ocurriría tal cosa, creo, aunque fuese en sueños; pues lo estrambótico de la
circunstancia, su desvarío chocaría al punto a mi mente, y de inmediato
descubriría yo que el sueño no era más que un sueño. Pues ahora por fin estoy
solo, soy el amo y señor. Los muros de este palacio que he erigido se miran con
embeleso en su reflejo en el fuego de un lago de vino.
No es que haya hecho este estanque de vino debido a que el vino sea raro, ni
tampoco las paredes de oro por el mismo motivo, puesto que no soy un ganso,
si no porque habiendo decidido competir en belleza de tarea humana con las
tareas de aquellos Otros, tuve presente que, por alguna travesura de la Tierra,
*R3N3*
los objetos más costosos son generalmente los más bellos.
La visión de esplendor y encanto con la que se alza ahora este palacio ante
mis ojos, no puede ser descrita por la pluma sobre el papel, aun cuando pueda
haber palabras en el léxico de la humanidad que, si las buscara con inspirado
talento durante dieciséis años, así como he construido durante dieciséis años,
podría expresarse mi mente a otra tan vívidamente como las piedras de oro, así
agrupadas, se expresan a la retina. Mas, a falta de tal habilidad, supongo que no
podría transmitir a otro hombre, caso de que existiera, la menor idea de este
encanto celestial.
Es una estructura no menos luminosa que el sol, no menos clara que la
luna… el único edificio en cuya erección no ha desempeñado el menor papel el
pensamiento restrictivo de su coste, siendo una de sus escalinatas de más precio
que todos los templos, mezquitas y alminares, palacios, pagodas y catedrales
alzados entre las eras de Nemrod y la de Napoleón.
La casa en sí es pequeña —doce metros de longitud por diez de anchura y
siete de altura—. Sin embargo, el edificio como tal es enorme y elevadísimo,
debido a que la plataforma sobre la cual se halla la vivienda tiene una base de
140 metros cuadrados, una altura de 40, siendo su cima de 15 metros cuadrados,
la elevación de 22 1/2 grados, y alcanzándose aquella sobre cada extremo por
183 escalones, bajos y de plancha de oro… no en serie continua, sino partidos
en tres, cinco, seis y nueve, con rellanos intermedios que desde lo alto presenta
el aspecto de un parterre aterrazado de oro. Así, pues, el palacio es de diseño
asirio, excepto que la plataforma tiene escalinatas en todas direcciones y no sólo
en una. El contorno de la cima de la plataforma alrededor de la casa es un
mosaico de cuadrados del oro más vidriado, y a cada metro cuadrado en torno a
la plataforma se alinean 48 pilastras de oro, de aproximadamente 75
centímetros de altura, cuadradas, ahusadas hacia el extremo superior, rematadas
por protuberancias enlazadas con cadenas de plata y colgando de éstas
numerosos globos de plata también, que chocan entre sí tintineando en la brisa.
La casa en sí consiste en un patio exterior (con la fachada al este hacia el mar) y
la vivienda propiamente dicha, construida en un patio interior, siendo el exterior
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un oblongo tan ancho como la casa, con sus tres muros de oro, almenados más
bajos que la casa, y discurriendo en derredor de su cúspide una banda de plata
de 30 centímetros de anchura; y en la puerta, que es egipcia, más estrecha en el
extremo superior, se encuentran dos pilares de oro, cuadrados, ahusados, de
13,5 metros de altura, con su capitel de loto cerrado y olinto. En el patio
exterior se encuentra la fuente, reproduciendo en pequeño la forma del patio,
con sus lados forrados de oro, ahusándose hacia abajo al fondo de la plataforma,
donde un conducto repone la evaporación del lago —automáticamente, según el
principio del carburador— conteniendo la fuente 105.360 litros, y ocupando el
lago un círculo de 300 metros de diámetro en torno a la plataforma, con una
profundidad de metro y medio. Alrededor de la fuente se hallan también
pilastras enlazadas por cadenas de plata, comunicándose aquella con una
rebalsa de vino sumida en el patio interior, la cual se halla alimentada por ocho
tanques de oro, altos y estrechos, ahusados hacia arriba, y dispuestos en círculo,
conteniendo cada uno un vino rojo distinto en suficiente cantidad para toda mi
vida. El piso del patio exterior, así como la cima de la plataforma, es un
mosaico de azabache y oro, pero desde allí los cuadrados se componen de plata
y ámbar, ámbar tan límpido como planchas de aceite sólido, siendo la entrada al
patio interior un pasadizo egipcio con puertas plegadizas de cedro, laminadas de
oro y rodeadas por una albardilla de plata, gruesa y de 1,20 de anchura,
acrecentando en todas partes la simplicidad de las líneas el efecto de la riqueza
del material. El resto se asemeja más a una vivienda homérica que a una asiría
(excepto en lo que respecta a las «galerías», que son babilonias y antiguas
hebreas). El patio interior con su rebalsa y tanques forma un oblongo de 2'50 a
3 metros, sobre el cual se abren cuatro ventanas de enrejado de plata, y dos
puertas, todas ellas asimismo oblongas en su misma proporción, discurriendo en
torno a este patio los ocho muros de la propia casa, hallándose los cuatro
interiores a tres metros de los cuatro exteriores, formando cada dos paralelos
una larga habitación, excepto los dos fronteros (este) que se hallan divididos en
tres habitaciones. En cada una de estas hay cuatro entrepaños de plata, más
delgados que sus bordes, y en los espacios hundidos cuadros, de los cuales 21
*R3N3*
fueron tomados del Museo del Louvre, de París, antes de su incendio, y tres del
de Londres. Los paneles presentan el aspecto de grandes marcos, y están
rodeados por festones de ópalo, almandina y topacio, siendo cada uno de ellos
ovalado, de 30 centímetros de anchura en los lados y, estrechándose hasta 25
milímetros en la parte superior y fondo. En cuanto a las «galerías», hay cuatro
huecos en los cuatro muros exteriores bajo los tejados, colgantes con sedas rosa
y blanca sobre pilastras de oro, y cada galería con un acceso de cuatro peldaños
desde su techado, conduciendo a éste dos escaleras en espiral de cedro, este y
norte, hallándose en el tejado este el quiosco con el telescopio. Y desde esta
altura y desde las galerías puedo contemplar la luz de la luna de este clima, que
no es desemejante a la luz de calcio, aquellas montañas de Macedonia,
silenciosas para siempre, y donde las islas de Samotracia, Lemnos y Tenedos
duermen como aves purpúreas sobre el Mar Egeo. Pues generalmente duermo
durante el día y me mantengo en vela largamente en la noche, descendiendo
frecuentemente a medianoche para tomar mis baños escarlatas en el lago, para
solazarme en aquella intoxicación de nariz, ojos y poros, soñando en el fondo
sueños con los ojos abiertos de par en par, para volver a la superficie
quebrantado, débil, embriagado. O también —dos veces en el curso de estos
ociosos meses vacíos— me he precipitado de estas estancias de lujo,
despojándome de mis suntuosos trapos, para esconderme en una cabaña de la
orilla, apesadumbrado en aquellos momentos por una visión del pasado y de la
vastedad de este planeta, y gimiendo «solo, solo… completamente solo, solo,
solo… solo, solo…», pues acontecimientos semejantes a erupciones se
producían en mi cerebro, y una agitada víspera —¡cuán agitada!— podía
hallarme arrodillado sobre el tejado, con mejillas convertidas en raudales y mis
brazos extendidos, en adoración con un corazón herido por el temor, y al día
siguiente podía pavonearme como un gallo, salaz como el pecado, anhelante por
volar una ciudad, por revolearme en la inmundicia y, al igual del maníaco de
Babilonia, nombrándome a mí mismo el desposado del Cielo.
¡Había pensado que habían cesado ya conmigo! ¡De que todo, todo, todo estaba
terminado ya! ¡No las he oído durante veinte años!
Pero hoy —y distintamente— irrumpiendo con súbito clamor sobre mi
conciencia… oí.
Este far niente y vacua inacción ha estado socavando mi mente, este rumiar
sobre la tierra, esta vida y cerebro estallante. Así es que inmediatamente
después de comer a mediodía, hoy, me dije: «He sido engañado en cuanto al
palacio, pues me he gastado en su construcción, esperando la paz, y no hay paz;
en consecuencia, ahora huiré de él a otra tarea más dulce: no de construcción,
*R3N3*
sino de incendio, no del Cielo sino del infierno, no de negación propia, sino de
la más roja rebeldía: Constantinopla… ¡guárdate!». Y arrojando un plato lejos
de mí, me puse en pie de un salto. Pero al hallarme levantado, oí nueva y
repetidamente, la disputa desconcertante, el disturbio vulgar y voluble
controversia, hasta que mi conciencia no pudo escuchar a sus oídos y apremió:
«¡Ve! ¡Ve!». Y la otra: «¡No allá… donde quieras… pero allá no… por tu
vida!».
No fui porque no pude, de tan impresionado como me hallé, y me dejé caer
temblando sobre el lecho.
Aquellas voces o impulsos, por mucha conciencia que de ellos tuviera de
antiguo, se querellaban ahora en mi interior con una libertad que esta sí era
nueva para ellos. Posteriormente, influido por mi hábito científico, me he
preguntado si lo que acostumbraba a llamar «voces», no eran en realidad sino
dos movimientos instintivos tales como la mayoría de los hombres pueden
haber sentido, aunque con menos fuerza. Pero hoy, la duda ha pasado ya, la
duda ha pasado. Y tampoco, a menos de volverme loco, podría jamás dudarlo.
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vehemente impulso, una cosa loca, santo Dios, una especie de chillido maníaco
como salido del infierno. Sí, algo dijo con mi lengua: «Esta ciudad no se
encuentra totalmente muerta».
***
Cinco días dormí en Estambul en el palacio de algún bey o emir, o más bien
dormité, con un párpado soporífero que se abría para observar a mis visitantes
Simbad y Alí Baba y el viejo Haroum, para observar cómo se hallaban
amodorrados y dormitaban también; pues era en la pequeña estancia en la que el
bey recibía aquellas mudas visitas nocturnas de todos los turcos, horas rosadas
de perfumado romance y embriaguez de la fantasía, y visionaria languidez,
sumiéndose hacia la salida del Sol en la más profunda paz del sueño. Y allá aún
se encontraban los yatags para que tomaran asiento los invitados con las piernas
cruzadas en la lunada vela, y para tenderse en ellos para el desmayo mañanero;
y el brasero de cobre despidiendo aún su aroma de esencia de rosas, y los
cojines, alfombras, tapices y colgaduras, las panoplias y monstruos sobre las
paredes, los chibukis del hachís, los narguilés y los pálidos cigarrillos opiados,
y una celosía secreta al otro lado del umbral, pintada con árboles y pavos reales;
y el aire narcótico y gris con el incienso de pastillas y los humos perfumados
que yo había fumado; y todo ello drogado y susurrante, y mi ojo derecho
receloso de Alí y Simbad y del viejo Haroum, que dormitaban. Y una vez hube
dormido y me levanté para bañarme en una habitación junto al balcón de celosía
de la fachada, ante mí se halló Gálata al rayo del sol, y la gran avenida que
asciende a Pera, otrora atestada a cada caída de la noche, con divanes sobre los
cuales graves derviches fumaban narguilés, no habiendo un hueco por donde
poder pasar, pues todo era fumaderos, haraganeo, almendros, zumbido y
canturreo que subía al cielo, chibuquis en bosques, el derviche y los
innumerables faquines, el chalán con su caballo de Tofana a alquilar o vender,
trabajadores del arsenal de Kassim, mercaderes de Gálata, artilleros de Tofana.
*R3N3*
Y en la parte trasera de la casa, un puente cubierto conducía a través de una
calle que consistía de dos muros, a una exuberancia de flores, toda una maraña,
que era el jardín del harén, donde pasé algunas horas. Allá pude haber
permanecido muchos días, pero aquel dormitar una víspera que suponía otras,
era como si en alguna parte hubiese resonado una risa, y algo en mí dijo: «No,
no está del todo muerta, pero lo estará pronto». Y la misma mañana fui al
Arsenal.
Hace mucho desde que he gozado tanto, hasta la médula. Puede ser el «Blanco»
quien gobierne mi vida, pero seguramente es el «Negro» quien conduce mi
alma.
A toda pompa llamearon y destellaron la vieja Estambul, Gálata, Tofana y
Kassim, más allá de las murallas de Fanar y Eyoub… todo, excepto un pequeño
trozo de Gálata, siendo todo semejante a la estopa, y en las cinco horas entre las
8 de la noche y la 1 de la madrugada todo acabó. Vi las copas de todo aquel
bosque de cipreses en torno a las tumbas de los Osmanlíes al exterior de las
murallas, y los del cementerio de Kassim y los que bordeaban la mezquita de
Eyoub, encogerse instantáneamente, como cabellos retorcidos por una llama; vi
la torre genovesa de Gálata alzarse oblicuamente en una curva, como un cohete,
y arder arriba, restallante, y fragmentarse en un estallido; y a pares y a atrios y a
cuartetos vi las cúpulas de las catorce grandes mezquitas ceder y derrumbarse, o
remontarse y llover, y cabecear los erguidos alminares y desplomarse; y vi las
lenguas flamígeras salvar el espacio vacío del Etmeidan —trescientos metros—
y lanzarse al asalto de los seis alminares de la mezquita de Ahmed, envolviendo
el obelisco de rojo granito del centro; y alcanzar a través del espacio del Serai-
Meidani los edificios del Serrallo y de la Sublime Puerta, y cruzar aquellos
vastos espacios entre las casas y la gran muralla; y llegar cruzando los setenta y
ocho bazares de arcadas arrollándolo todo. Y el espíritu del fuego creció en mí;
pues el propio Cuerno de Oro era una lengua ígnea, atestado al oeste de la rada
con buques de guerra volando: corbetas, fragatas y bergantines; y al este con
una zona de góndolas, faluchos, canoas, pesqueros y buques mercantes en llama
*R3N3*
viva. A mi izquierda crepitaba Escutari; y yo había enviado cuarenta
embarcaciones con espoletas graduadas para las once de la noche para alumbrar
con sus enormes fuegos el Mar de Mármara, así que para medianoche me
encontraba circundado por un horno y golfo de fuego, con el mar y el cielo
inflamados y la tierra convertida en ascua. No lejos de mí, a la izquierda, vi los
cuarteles de los artilleros de Tofana y los talleres y pabellones, que tras larga
renuencia y demora volaban también, y, tres minutos después, a la orilla del
mar, el cuartel de bombarderos y la Escuela Militar, grandiosa, imponente;
luego, a la derecha, en el valle de Kassim, el Arsenal; los cinco se elevaron al
cielo como humeantes soles, derramando la luz del día del infierno sobre más
de una milla de mar y tierra; también vi las dos flameantes líneas del puente de
barcas y el de balsas sobre el Cuerno de Oro, que parecían galopar con prisa por
arder; y todo aquel vasto espacio se quemó rápidamente, cada vez más aprisa
como en un fervor o un carnaval de unánime apogeo. Y cuando su rugido se
encaminó al infinito y el poder de su ardiente corazón fue gravitación, esencia,
sensación, y yo su complaciente y sumisa desposada, mi cabeza se venció
posándose mi barbilla sobre el pecho, y, suspirando con un suspiro que
pareciera el último que exhalara, me desplomé como si estuviera ebrio.
***
¡Oh bravía Providencia! ¡Insondable locura de los cielos! ¡Que jamás hubiera
escrito lo que ahora escribo! ¡No quiero escribirlo!
¡El silbido de ello! ¡Debe ser alguna fantasía frenética… un mesarse de los
pelos y arrancárselos en las delirantes cataratas de fuego de Saturno! ¡Mi mano
no quiere escribirlo!
En nombre de Dios… Durante cuatro días después del incendio dormí en una
*R3N3*
casa… francesa, según lo vi por los libros, etc., probablemente la residencia del
embajador, pues tenía amplios jardines y una buena vista sobre el mar, situada
en el declive este de Pera… una de las casas que para mi salvaguarda había
dejado en torno al alminar del que había contemplado el espectáculo,
hallándose el mismo en la cima del barrio musulmán, sobre las alturas de
Taxim, entre Pera propiamente dicha y Foundoucli. Y abajo, tanto en el muelle
de Foundoucli como en el de Tofana había dejado bajo abrigo dos faluchos, uno
de entre las embarcaciones del sultán, con el espolón áureo, y el otro uno de
aquellos zaptias que patrullaban el Cuerno de Oro con la policía marítima. Con
cualquiera de las dos embarcaciones esperaba llegar al Esperanza, hallándose
éste anclado a salvo a alguna distancia de la costa del Bósforo arriba. Y así, la
quinta mañana me encaminé al mulle de Tofana, pero, como había caído alguna
lluvia por la noche, había convertido el tenue humo en una especie de vapor
inextinguible y sofocante, el cual, como sucede en algún distrito de Abaddon,
ascendía a lo alto sobre más de una milla cuadrada de zona ennegrecida. Sin
embargo, no advertí la menor muestra de llama. Mas apenas hube avanzado no
lejos sobre toda clase de débris, que noté mis ojos inundados, mi garganta
sofocada y como estrangulada, y mi camino casi bloqueado por los escombros,
por lo que me dije: «Volveré atrás, cruzaré la zona de las tumbas y estéril detrás
de Pera, descenderé la colina, tomaré la barca en el muelle de Foundoucli y así
llegaré al Esperanza».
En consecuencia, salí del barrio del humo, caminé más allá de los límites de
las ruinas aún calientes y tumbas, y no llegué a terreno boscoso, chamuscado al
principio pero pronto verde y floreciente como la jungla. Ello me refrescó y
alivió; y no teniendo prisa para llegar al barco fui siguiendo en dirección
noroeste, me parece. Por alguna parte en los alrededores, pienso, estaba el
paraje que denominaban «Las aguas dulces», y fui hacia allá con alguna idea de
dar con dicho lugar y pasar en él el día, hasta la tarde, perdido en aquel bosque,
donde la naturaleza, en veinte años, ha vuelto a una exuberancia de selva por
doquier, fucsias pendulantes a través de crepúsculos de mimosas, fucsias
pendulantes, palmeras, cipreses, moreras, junquillos, narcisos, rododendros,
*R3N3*
acacias o higueras silvestres. En una ocasión caí sobre un cementerio de
antiguas tumbas doradas, absolutamente cubierto por la vegetación y perdido, y
seguidamente tuve vislumbres de entrelazados yalis ahogados en el boscaje,
cuando me movía con pie indiferente, masticando una almendra o una oliva,
aunque juraría que los olivos no fueron anteriormente indígenas de ningún país
del norte; sin embargo, ahora los hay aquí en cantidad, aunque elementales, de
manera que se están produciendo modificaciones en todo, cuyo fin no puedo
apreciar claramente, siendo algunos de los cedros que encontré aquel día más
inmensos que cualesquiera que hasta entonces vi; y recuerdo que tuve el
pensamiento de que si una rama u hoja se tornara en pájaro, o un pez con alas, y
volaran ante mis ojos, ¿qué es lo que yo haría entonces? Miraría con recelo a
los boscajes y matorros. Al cabo de mucho tiempo penetré en un soto muy
sombrío, donde, siendo brillante el día fuera del bosque, bochornoso y
sofocante, las hojas y flores pendían inmóviles, de manera que me pareció estar
oyendo en mis tímpanos el estampido de la mudez del universo, y al quebrar mi
pie un ramito, pareció el disparo de una pistola. Llegué luego a un raso en la
espesura, de unos ocho metros de extensión, que despedía una fragancia de lima
y naranja, y donde la media luz me permitió ver justamente algunos viejos
huesos, tres calaveras, el borde de un tam-tam asomando de entre unas matas de
maíz silvestre con flores de aldiza, algunos áureos champacs y todo en derredor,
un bortotón de rosas almizcleras. Me había detenido —no recuerdo por qué—,
quizá al pensamiento de que si no iba a llegar a las Aguas Dulces, debía
ponerme seriamente a buscar el camino para salir de allí; y al quedarme
mirando en derredor, recuerdo que algún insecto revoloteador trajo cerca de mi
oído su solitario zumbido.
De pronto, Dios lo sabe, me sobresalté.
Creí —soñé— haber visto una presión en una capa de musgo y violetas,
¡recientemente hecha!, y mientras permanecía escudriñando aquella cosa
imposible, creí —soñé, ¡qué locura!— haber oído una risa… ¡la risa, santo
Dios, de un ser humano!
O más bien parecía medio risa y medio sollozo, que se desvaneció en un
*R3N3*
instante fugaz.
Risas y sollozos y absurdas alucinaciones, a menudo las había oído y tenido
antes, de pie caminando, de ruidos detrás de mí, pero, por breve que esta actual
impresión fuese, era tan estremecedoramente real, que produjo en mi corazón
un impacto como el de la muerte, y caí de espaldas en una masa de musgo,
donde permanecí apoyado sobre mi palma derecha, mientras que la izquierda
oprimía mi agitado pecho; y así, pugnando por respirar, permanecí quieto, con
toda mi alma enfocada a mis oídos; mas no oí sonido nuevo alguno, excepto
aquel zumbar de la mudez de lo inane.
Allá estaba, no obstante, la huella fresca de un pie; y si mis ojos conspiraran
al par con mis oídos, ello era ya grave.
Esperaría, me dije a mí mismo, sería astuto como las serpientes, aun cuando
me hallara tan espantosamente desmayado e inválido: no haría ruido alguno…
Al cabo de algún tiempo me percaté que mis ojos estaban mirando de
soslayo en una dirección, e inmediatamente, el hecho de que yo tuviera un
sentido de la dirección, me demostró que en verdad debía yo haber oído algo.
Con lo cual me esforcé —me las apañé— en ponerme en pie, y al permanecer
erguido, oscilante, no sólo se hallaban los terrores de la muerte en mi pecho,
sino la autoridad del monarca en mi frente.
Me moví; hallé la fuerza…
Con pasos muy pausados y lentos, cuidando de pisar bien para no hacer el
menor ruido, fui en dirección a una franja de musgo que conducía desde el
calvero al soto; y a lo largo de su curso, en zigzag, husmeé… hacia el sonido,
oyendo ahora en mis oídos el ruido de algún arroyuelo, mientras que, siguiendo
el senderillo de musgo, era conducido a una masa de maleza que alcanzaba sólo
cosa de un metro sobre mi cabeza, y a través de ella, gateando y pinchándome y
raspándome llegué a una franja de alta hierba, para enfrentarme con un muro de
acacias, chumberas y otros arbustos a tres metros ante mí, y entre los cuales y la
floresta que más allá estaba, percibí vislumbres de los destellos cristalinos del
arroyuelo.
Me arrastré a cuatro patas hacia la espesura de acacias, y penetré un tanto en
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ella, o, inclinándome hacía adelante, escudriñé. Y allá, de pronto, a diez metros
delante, más bien a mi derecha… vi.
Y por extraño que parezca, mi agitación, en vez de intensificarse al extremo
de la apoplejía y la muerte, ante la visión actual, disminuyó y cejó hasta
convertirse en algo parecido a calma. Y con una mirada de reojo maligna y
hosca me incorporé quedando de rodillas para observarla.
Ella estaba arrodillada también, apoyadas las palmas de sus manos sobre el
suelo, al borde del arroyuelo; inclinada sobre él, contemplaba con una especie
de timidez y de desconcertada sorpresa el reflejo de su cara en las aguas; y yo
seguí con mirada fosca, de soslayo, arrodillado, hasta que finalmente me
levanté y la miré durante cinco o seis minutos seguidos.
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soledad que de lo viviente, encogiéndose como un nervio ante la ruda intrusión
de otro en el furtivo reino de sí mismo, contrayéndose con aquella acritud con la
que las castas solitarias —brahamines, patriciados, aristocraciados y
monopolistas— siempre resistieron cualquier intento de invadir su dominio de
los privilegios. También puede ser verdad, puede, que al cabo de veinte años de
solitario egoísmo, un hombre se convierta, sin él sospecharlo y sin darse cuenta
de los estadios de la revolución, en una real y verdadera bestia, un Nerón
incendiario de Roma, en una bestia horrible, espantosa, rabiosa, rapiñadora,
como aquel rey de Babilonia, con sus uñas como garras de pajarraco, su cabello
como las plumas del águila, y con sus instintos todos inflamados y feroces,
deleitándose en la oscuridad y en el crimen por su propio gusto. No lo sé ni me
importa, pero sí que sé que cuando desenvainé el puñal, el más avieso y
taimado de los artificios del abismo me estaba cuchicheando, con su viperina
lengua en mi mejilla: «Mata, mata… y revuélcate».
Con angustiosa gradación paulatina, de semejante manera a cómo un glaciar
se agita, sensible como un nervio de cada hoja que me rozaba, me moví, gateé
hacia ella a través del cinturón de maleza, con el puñal a la espalda —constante
pero lento— hasta que una traba hizo que me echara hacia atrás y me detuviera;
mi barba se había enredado en un ciembro de una chumbera.
Me puse a desenredarla, y fue creo en el instante en que lo logré que
observé primero el estado del firmamento, una franja del cual podía percibir a
través del arroyuelo, un firmamento que un poco antes había estado despejado y
que ahora se encontraba encapotado; y fue un siniestro bramido lejano del
trueno lo que hizo que alzara mis párpados y lo viera.
Cuando mis ojos volvieron a descender posándose en la figura sentada, ella
estaba mirando tontamente al cielo también, con una expresión que demostraba
a las claras que jamás antes había oído aquel sonido, o, como fuere, no tenía
idea alguna de lo que presagiaba; pues mi fija mirada de soslayo no perdía nada
de sus ademanes, mientras que, pulgada a pulgada y conteniendo la respiración,
cauteloso como en el equilibrio de una cuerda, serpeaba. Y súbitamente, de un
salto, me hallaba y corría a la carrera hacia ella…
*R3N3*
Ella dio también un brinco y huyó, pero no dio sino pocos pasos,
quedándose luego quieta —a unos cinco metros de mí— con las fosas nasales
dilatadas y ojos interrogadores.
Lo vi todo en un instante, y en un instante todo pasó. No había detenido el
impulso de mi carrera y estaba casi a punto de alcanzarla con mi puñal alzado,
cuando fui parado en seco y conmovido por una estupenda violencia; un fulgor
de cegadora luz, atraído por la hoja en mi mano pareció atravesarme, y en el
mismo momento me sacudió el más espantoso estampido de un trueno que
jamás sacudiera a corazón humano, derribándome. El puñal saltó arrancado de
mi mano, yendo a caer cerca de los pies de la criatura.
No perdí por entero la conciencia, aunque seguramente los Poderes no se
ocultaban ya de mí, siendo su contacto intolerablemente rudo para un pobre
mortal; así que por espacio de tres o cuatro minutos, creo, quedé tan aturdido
por aquella explosión de cólera que no pude moverme ni un milímetro; y
cuando por fin me incorporé quedando sentado, la criatura se hallaba en pie a
mi lado con una especie de sonrisa tendiéndome mi arma en medio de un
aguacero semejante a un diluvio.
Tomé el puñal, y mis quebrantados dedos lo arrojaron a la corriente.
*R3N3*
habría sido mejor que lo hubiese hecho, pues hubimos de caminar tres millas
desde la punta del Serrallo a lo largo de los almenajes de las Siete Torres, ella
con los pies descalzos tras mí a través de aquel Saharia de desechos
carbonizados, siendo ya noche cuando llegamos, con una luna al largo en la
inmensidad del firmamento, decuplicando la desolada solitud de las ruinas, por
lo que me apresó una honda amargura, teniendo aquella noche una visión de mí
que no quiero trasladar al papel. No obstante, a última hora conseguí ver una
mansión con una fachada de celosía verde y un tejado terraza que me había
estado oculto por las arcadas de un bazar… siendo éste un vasto espacio
aproximadamente en el centro de Estambul, uno de los más amplios de la
ciudad, creo. En su centro se hallaba la mansión, que debió ser morada de algún
pacha o visir, pues tenía un aspecto muy distinguido en aquel lugar. Parecía
poco añada, aunque la vegetación que había prendido y brotado en aquel bazar
estaba toda ella convertida en negras briznas retorcidas yaciendo entre ellas
miles de calcinados huesos de hombres, mulos, camellos y caballos. Todo
aparecía iluminado por aquella luz de la luna tan lúcida y al par tan melancólica
y solitaria, la luz de la luna de Oriente plena de misterio que ilumina Persépolis
y Babilonia y las arruinadas ciudades del Anakim.
La casa, lo sabía, contendría divanes, cojines, alimentos y un centenar de
deleites de los sentidos en estado de ser aprovechados, pues estaba encerrada
por un muro, aún cuando el follaje sobre éste hubiera sido también chamuscado,
y la puerta toda carbonizada, cedió a una simple presión de mi palma.
Seguidamente atravesé un patio ante la casa, abrí una pequeña puerta de celosía
en su fachada, y entré. Estaba oscuro, y en el instante en que ella también
estuvo dentro, me deslicé rápidamente afuera, cerré la puerta y la aseguré con
su candado.
Caminé ahora varios metros más allá del patio y luego me detuve en el
bazar, con el oído atento a algún grito o chillido de ella. Pasaron cinco, diez
minutos, y nada… ni el menor sonido, así es que proseguí mi camino áspero y
melancólico mordiéndome las tripas el hambre, y con la intención de zarpar
aquella misma noche para Imbros.
*R3N3*
Mas apenas hube avanzado veinte pasos, que percibí un ahogado grito, al
parecer detrás de mí, y al mirar en aquella dirección la vi a través del pasadizo
una forma blanca yacente en medio de negras cenizas. Al parecer había saltado
por una ventana, que se hallaba por lo menos a seis metros de altura.
Supongo que no tuvo conciencia del peligro al saltar, pues las leyes de la
naturaleza son nuevas para ella, y hallando aquella abertura no se le ocurrió más
que seguirme por ella, tan ingenuamente como brinca indiferente una cascada.
Al ir a su lado y tomarla del brazo, vi que no podía tenerse en pie su rostro
expresaba un mudo dolor pero no gemía, y su pie izquierdo sangraba. Por este
mismo pie la así y la arrastré a través de las cenizas del patio, arrojándola luego
con toda mi fuerza dentro del umbral, maldiciéndola.
Mas ahora no quise volver al barco, sino que encendiendo una cerilla, fui
alumbrando arañas, fanales y candelabros, entre una multitud de pilares de
pálidas tonalidades, rosa y azul, verde antiguo, aceituna y mármol de Portoro y
serpentina: La mansión era vasta y hube de atravesar un desierto de cortinones
de brocado, gráciles pilares, y sedas de Broussau, antes de atravesar una puerta
tras una partiére de Esmirna al pie de una escalinata. Subí y erré por la casa
durante algún tiempo… ventanas con enrejados dorados, poco mobiliario pero
espacios palaciegos, piezas antiguas de fayenza, inmensas, y armas,
hundiéndose mis pies en las alfombras persas, hasta que pasé a lo largo de una
galería que tenía una ventana enrejada que daba a un patio interior, y cuya
galería daba acceso al harén, que era del más recargado lujo y estilo barroco,
desde el cual, descendiendo por una pequeña escalera tras una portiére, llegué a
una especie de despensa pavimentada de mármol en la cual hacía una mueca
una negra de vestido añil, con su cabello aún pegado habiendo allí un infinito
surtido de dulces, conservas francesas, sorbetes, vinos y así sucesivamente.
Puse en una cesta cierto número de provisiones, hallé en una cajita algunos de
esos pálidos cigarrillos embriagadores, luego un chibuquí de dos metros de
largo, y descendí con todo ello por otra escalera, depositándolo sobre los
peldaños de un quiosco color verde aceituna que había en un rincón del patio,
tras lo cual volví a subir y bajé un yatag, para reclinarme en él. Allá, en el
*R3N3*
quiosco, comí y pasé la noche, fumando durante horas en un estado de lasitud,
mirando a donde, en el centro del patio, el alabastro de una fuente cuadrada
desellaba con impoluto albor a través de una exuberancia de parras silvestres,
acacias en flor, jazmines y rosas que brotaban cabe la propia fuente y el quiosco
y en todo el patio, llegando también hasta sobre las cuatro arcadas moriscas que
lo rodeaban, bajo una de las cuales había colgado yo una linterna de seda
carmesí. Y serían ya cerca de las dos de la madrugada cuando me entregué al
sueño, con una más profunda paz de lobreguez incubándose donde tanto tiempo
había gobernado el espíritu del trasgo de la luna.
Me levanté con el día y me dirigí al frente, con la intención de que aquella
hubiese sido mi última noche en aquel lugar, pues a través de la noche dormido
y en vela, lo que había sucedido ocupó mi cerebro, yendo de una profundidad
de incredulidad a otra profundidad mayor, de manera que finalmente llegué a
una especie de convicción de que no podía tratarse sino del sueño de un
borracho. Pero al abrir de nuevo los ojos, la comprensión de aquel
acontecimiento fulguró como un rayo a través de mi ser, y diciendo: «Volveré
al Extremo Oriente y olvidaré», salí del patio, sin saber lo que habría sido de
ella durante la noche, hasta que habiendo llegado al apartamiento exterior me
sobresalté al verla tendida junto a la puerta, dormida de costado, con su cabeza
reposando sobre un brazo, en el mismo lugar a donde la había yo empujado, por
lo que, muy quedamente, pasé sobre ella y salí, echándome a correr en la
mañana fresca y pura y, tras haber cubierto doscientos metros en dirección a
una de las arcadas del bazar, me detuve, mirando hacia atrás para ver si era
seguido. Todo el espacio se hallaba desoladamente vacío, y caminé ahora ante
el arco de las ojivas, brotando de nuevo ante mí el panorama de destrucción…
unos cuantos muros en pie aún, con sus ventanas huecas enmarcando el
firmamento posterior, aquí y allá una columna a medio iluminar, algunos
troncos sin ramas subsistentes aún entre los muros del Serrallo, bosques
despojados de sus copas y ramas también en Eyoub y Fanar, y en el horizonte
norte Pera, todavía allí. Y, en medio de todo ello negrura piedras y paisaje
ondulante de barrancos, semejante a carámbanos polares amontonados, acaso de
*R3N3*
que su nieve fuese tinta; y a la derecha Escutari, negra, derribada, con su
suburbio de tumbas y algunos muñones de sus bosques, y el mar vivo, azul, con
su tumulto de restos-escoria en parda flotación ante la boca del Cuerno de Oro.
Tenía yo vistas de distancias abstractas y espejismo, pues me encontraba en una
eminencia en medio de Estambul por la zona de Suleimanich o de Sultan-Selim.
Pero todo me parecía demasiado vasto, en exceso solitario; y después de
avanzar una serie de metros más allá del bazar, sentí nostalgia y volví atrás.
Parece ser que ella no conoció tampoco nunca vestidos, siendo solamente acá y
allá que podía descubrirse su color de oscuro marfil, pues el resto estaba
cubierto de polvo, como las botellas que con el tiempo se cubren de telarañas en
las bodegas.
Por lo tanto, me he dedicado a la tarea de vestirla, mas primero
chapuzándola y restregándola con esponja y jabón en la tibia agua de rosas de la
cisterna de plata del baño del harén, estancia de mármol con una fuente y los
intrincados cielos rasos de estas casas, y frescos, y dorados textos del Corán
titilando sobre el mármol y sobre los cortinajes de seda rosa. Yo había arrojado
algunos vestidos sobre un canapé y, habiéndole enseñado cómo manejar la
toalla, la hice embutirse en unos pantalones llamados shintyan, de seda blanca
con listas amarillas, los cuales le até sobre las caderas con un cordón, atándolos
también después bajo sus rodillas, por lo que sus voluminosos pliegues,
suspendidos sobre los tobillos, les daban el aspecto de una falda. Le puse luego
una camisa de gasa, que asimismo le llegaba a las caderas, luego un jubón de
raso escarlata, bordado de oro y piedras preciosas que le alcanzaba a la cintura,
muy ajustado, y haciéndola tenderse en el canapé, calcé sus pequeños pies con
babuchas azules, ajorcas tobilleras luego y anillos en los dedos de sus manos y
en torno a su cuello un collar de cequíes limpiándole finalmente las uñas, que
corté también y tinté de reseda. Quedaba su cabeza pero con ella no tenía que
hacer yo, limitándome a apuntar al fez que yo llevaba, a un pañolón y al fresco
de una mujer sobre el muro, para que pudiese copiarlo. Y como remate, perforé
los lóbulos de sus orejas con las agujas de plata que allá usan, dejándola al cabo
de dos horas de esta labor.
Una hora después la vi en la arcada en torno al patio y, a mi gran asombro,
tenía una trenza que le caía por la espalda, y rodeando sus sienes una especie de
toca o caperuza de seda azul cielo, exactamente como la mujer de la pintura.
*R3N3*
Se presenta aquí una pregunta cuya respuesta sería de sumo interés para mí: Si
durante veinte años —o más bien veinte siglos— he estado loco de atar, o he
sido un rabioso maníaco; y si de pronto ahora estoy o no sano, sentado aquí
escribiendo en mis cabales y cambiado todo mi tono o en un proceso de rápido
cambio, ¿puede ser debido tal cambio a la presencia del único ser que conmigo
se encuentra en el globo terráqueo?
Ahora lo sé.
Había observado que el comienzo de cada comida, ella parecía tener algo en
su mente, yendo hacia la puerta, vacilando como para ver si yo seguiría, y
volviendo luego, hasta que por fin ayer, tras habernos sentado para comer, se
puso en pie de un brinco, pronunciando a mi infinita sorpresa su primera
palabra… con un esfuerzo verdaderamente experimental de la lengua, al igual
del novel que prueba el aire: la palabra «Ven».
Aquella mañana precisamente, al encontrarla en el patio, le había dicho que
repitiese algunas palabras conmigo, pero ella no lo intentó, como con timidez
para romper el silencio de su vida. Ahora, pues, sentí una especie de placer
infantil al oírla pronunciar aquella palabra que sin duda me había oído
frecuentemente, así que, después de comer apresuradamente, fui con ella,
diciéndome para mis adentros: «Seguramente querrá enseñarme el alimento a
que está acostumbrada, con lo cual podré solucionar la cuestión de su origen».
Y así fue. He descubierto ya que hasta el momento en que me vio, sólo
había probado la leche de su madre, dátiles y aquel vino blanco de Ismidt que el
Corán permite.
Como estaba oscureciendo, encendí y tomé conmigo mi linterna de seda
roja y salimos, guiando ella, con un caminar detestablemente rápido que
aminoraba cuando la conjuraba a ello mas volviendo después al mismo paso
*R3N3*
rápido, siendo su caminar una especie de levedad volandera y de furare liberado
muy difícil de describir, como si el espacio fuese algo que se dispusiera para el
deleite de los sentidos. Mas no puedo decir por medio de qué instintiva maña o
vigor de la memoria hallaba su camino de manera infalible; pero lo cierto es
que aquella noche me llevó recorriendo millas y millas, hasta que me puse
furioso, pues sólo había una débil luna oscurecida por nubes y una llovizna
tenuísima como el rocío en el aire. Ella, sin necesidad de luz al parecer, daba
sus pasos volanderos sobre montones de piedra, como si anduviera de puntillas
o se deslizara, y yo metía una y otra vez mis pies en los pequeños baches que
siempre fueron el punteado de las calles de Estambul. En los momentos en que
más cerca de ella estaba, la veía extender su mirada escudriñadora hacia Pera,
como si fuese un mojón conocido; notaba los constantes arabescos que trazaban
las cuentas de coral de sus zarcillos, la ágil actividad ondulante de sus
miembros, y me preguntaba con un gemido si en efecto sería Pera nuestra meta.
Mas nuestra meta era aún más allá de Pera. Una vez llegada al Cuerno de
Oro, señaló a mi barca que estaba en la escalera del Viejo Serrallo, y fuimos por
el agua, arrellanada ahora cómodamente, con su rostro al nivel del agua, en el
centro, tan indolente como alguna hanum de la antigüedad en alguna escapada
nocturna, pasando a aquella Babel de Gálata y la ribera norte del Cuerno.
Pasados luego nosotros a través de Gálata, yo maldiciendo ya el viaje, y
siguiendo la línea de la costa y aquella empinada vía pública de Pera, llegamos
por fin, casi en campo, a un gran muro y a la entrada de un gran jardín
aterrazado, cuyos límites eran invisibles y muchas de cuyas avenidas se
encontraban aún intactas.
Lo reconocí al instante… había colocado un juego especial de espoletas en
el palacio y en lo alto de sus terrazas: era el palacio real de Yildiz.
Ascendimos constantemente a través del terreno, siendo todavía discernibles
al azar del claror de la linterna algunas personas no quemadas en andrajos de
uniformes: un músico vestido de azul, un soldado de infantería, de escarlata, y
tres criados del palacio en rojo y naranja…
El palacio en sí estaba convertido en una ruina, así como los cuarteles,
*R3N3*
mezquita y serrallo que lo rodeaban, y cuando llegamos a la cúspide de los
terrenos, presentaba una muy semejante a las que yo viera de las ruinas de
Persépolis, con la única diferencia de que aquí las columnas, tanto en pie como
derribadas eran innumerables y todavía más o menos ennegrecidas. Nos
movimos a través de umbrales sin puertas, descendimos por escalinatas de
cuatro o cinco peldaños inmensamente anchas, y sobre ellos, y sobre esparcidos
patios, por entre ruinosos fragmentos de arcadas, todas sin techumbre, y trechos
de carbón vegetal que se apilaban sobre los restos de avenidas encolumnadas,
siguiendo yo ahora expectante sus pasos, con mis sentidos muy aguzados y
alertas. Finalmente, y bajo un tramo de estrechos peldaños, muy dislocados,
llegamos a un nivel que me supuse ser el piso de los subterráneos del palacio,
pues al pie de las escaleras nos hallábamos sobre un plano de revoque que
mostraba las huellas de las llamas. La muchacha se detuvo un momento,
señalando luego con ávido reconocimiento a un boquete en él, y desapareció
por el mismo.
Yo la seguí por aquel agujero, bajando la linterna y viendo que la caída era
de vinos dos metros y medio, convertidos aún a menos de dos por un montón de
cascajo de piedra que abajo había, y cuyo desprendimiento debió haber causado
el boquete. Al instante me di cuenta cómo ella había logrado salir de allá a la
luz del sol.
Descendiendo, pues, a mi vez, me encontré en una bodega de piso de
marga, mohosa y húmeda, pero de tan vasta superficie que creo que hasta de día
no podrían calcularse sus límites, pues me parece que se extiende bajo todo el
palacio y sus alrededores. Con la linterna pues, sólo pude ver una pequeña
parte.
Ella me siguió conduciendo con la misma seguridad, llegando yo ahora a
una zona de cajas, cada una de ellas de sesenta centímetros cuadrados y
veinticinco de altura, hechas de endebles listones, apiladas hasta el techo; y a
unos sesenta metros vi una zona de botellas, las cuales eran panzudas y
enfundadas ron mimbre, extendiéndose en la oscuridad e invisibilidad. Las
cajas, de las cuales un montón se hallaban rotas y abiertas, como desquiciadas
*R3N3*
por un estampido, contenían dátiles, y las botellas, miles de las cuales estaban
vacías, vino añejo de Ismidt. Unos cincuenta o sesenta cascos, cubiertos de
moho, algunos fragmentos de ajuar, y un cubo de pergaminos, grande como una
cabaña, pudriéndose y ahorquillándose, mostraba que esta bodega había sido
más o menos empleada para el almacenamiento de trastos desechados.
También había sido utilizada como prisión doméstica, pues en la vereda
entre la zona de las cajas y la de las botellas yacía el esqueleto de una mujer, los
detalles de cuyo vestido eran aún apreciables, y portando ligeras esposas de
latón en sus muñecas. Y cuando la examiné, conocí la historia del ser que se
hallaba en pie silenciosa a mi lado.
Este ser es una hija del sultán, como lo supuse cuando comprendí que el
esqueleto es al par el de su madre y el de la sultana.
Que el esqueleto era el de su madre resulta evidente: pues cuando la nube
llegó, hace veinte años la mujer debió haberse hallado en la prisión, que debió
haber sido estanca al aire, y con ella su criatura; y puesto que la muchacha no
tiene más de veinte años —representa más joven—, debió haber nacido allí o
sido en efecto su criatura, pues a una criatura no se le encarcela a no ser en
compañía de su madre. Yo pienso más bien que en el momento de la nube no
existía aún, y que la niña nació en la bodega.
Que la madre era la sultana resulta evidente por los restos de vestido y el
carácter simbólico de cada uno de sus adornos —pendientes de media luna,
pluma de airón y la campaca azul esmaltada en un brazalete—, habiendo sido
acaso esta pobre mujer víctima de algún acceso del imperial hastío, envenenada
por algún delito conyugal que pudo haber sido perdonado algún día, de no
haber alcanzado la muerte a su dueño y a la humanidad.
Hay cinco escaleras cerca del centro de la bodega, que conducen a una
puerta caediza de hierro, cerrada actualmente, siendo ésta aparentemente la
única abertura en este agujero. Y la tal puerta caediza o trampa debió haber
estado tan bien ajustada como para no permitir la intrusión del veneno en
cantidad mortal.
Mas ¡cuán rara, cuán extraña! la coincidencia de contingencias aquí. Pues si
*R3N3*
la puerta caediza era absolutamente estanca a aire, no puedo pensar que la
provisión de oxígeno en la bodega, por muy grande que ésta fuese, habría sido
suficiente para durar veinte años a la criatura, sin contar con el que su madre
respirara antes de morir, pues supongo que aquella mujer debió haber
continuado viviendo algún tiempo en su calabozo, el suficiente cuando menos
para enseñar a su hija a tomar su ración de dátiles y vino; de manera que la
puerta debió haber sido hermética solamente para bloquear el veneno y admitir
sin embargo cierto oxígeno… a menos que el lugar hubiera estado
completamente estanco en la época de la catástrofe y se abriera alguna grieta,
que yo no había observado, debida acaso a algún terremoto, admitiendo
oxígeno y la luz del sol después de que el veneno se disipara. En cualquier caso,
¡qué infinita singularidad la de la probabilidad!
Pensando estas cosas salí, y caminamos a Pera, donde dormí en una casa de
piedra blanca que se hallaba a cinco o seis acres de jardín y dominaba el
cementerio de Kassim, habiendo señalado a la criatura otra casa en que ella
durmiera.
¡Qué historia la de esta criatura! Tras existir veinte años en un universo sin
sol de unas pocas áreas de superficie, un día vio el único firmamento que sabía
derrumbado en un punto… un agujero abierto en otro universo aún más allá.
Fui yo quien había llegado, e incendié la ciudad, y la puse en libertad.
¡Ah, ahora veo algo! ¡Lo veo! Fue para esto que fui preservado. ¡Para ser una
especie de primer hombre y esta criatura mi Eva! ¡Eso es! «El Blanco» no
admite la derrota, quiere volver a comenzar la raza. Al final, en la hora oncena,
a pesar de todo, cambiaría la derrota en victoria y superaría al Otro.
Sin embargo, si así fuera —y así parece ser—, el plan del Blanco tiene un
fallo; en un punto su previsión bien elaborada es mera conjetura… pues yo
puedo negarme.
Ciertamente, en esta cuestión me encuentro al lado del «Negro» y puesto
que ello depende absolutamente de mí, esta vez él vence.
¡No más hombres de este modo después de mí, Poderes! Para vosotros el
*R3N3*
asunto pudo no haber sido más que el regocijo en una mesa de juego en cuanto
al resultado de vuestra disputa etérea, pero para los pobres mendigos que
hubieron de soportar las torturas el potro de los tormentos, los males, cuitas y
horrores, fue una cosa en verdad dura. ¡Oh, el profundo, profundísimo dolor —
su vulgaridad y prosaísmo— de aquella chapucera colina de hormigas,
felizmente barrida ya! ¡Mi querida Clodagh… no ideal! ¡Aquellos bobalicones
«caballeros» y «damas» de mis días! Y allá estaba un hombre llamado Judas
que «traicionó» a aquel dulce Jesús, y cierto romano llamado Galba, y un diablo
francés, Gilles de Rais… y el resto eran muy semejantes. No, no era buena raza
aquella pequeña infantería que se llamaba a sí misma Humanidad y sus
componentes hombres. Y aquí, cayendo de rodillas ante Dios y el diablo, juro:
Jamás a través de mí volverá a brotar y a afirmarse.
¡No puedo prestarle una realidad! ¡En absoluto, en absoluto! Si está fuera de mi
vista por espacio de cinco minutos, dudo de su realidad; si no la veo durante dos
horas, vuelven a presentarse todos los antiguos sentimientos y certidumbres
objetando que simplemente he estado soñando… que su apariencia no puede ser
un hecho objetivo de experiencia, puesto que lo imposible es imposible.
Diecisiete años, largos años de locura…
Mañana parto para Imbros, y si este ser opta por seguirme o permanecer aquí, la
veré desde el momento en que yo no esté ya aquí.
***
Así, pues, ¿cuál es mi destino en adelante? ¿Pensar siempre, desde la salida del
sol hasta la de la luna, y de luna a sol de una sola cosa, siendo ésta una mota
para el microscopio? ¿Evolucionar hasta un Paul Pry para espiar sobre los
*R3N3*
brincos de un gorrión, o desarrollar como algún fatuo fantasmón de la
antigüedad su avidez de fisgar, su única facultad de husmear y atisbar, y su
alborozo y triunfo por desempolvar y desenterrar lo infinitamente
insignificante? ¡Antes la mataría!
*R3N3*
en absoluto por ello! Bonita raza habría contigo por madre y yo por padre, ¿no
es así?… medio criminal como el padre y medio imbécil como la madre: en una
palabra, como la última. Solían decir, efectivamente, que el vástago de un
hermano y una hermana resultaba siempre pobre de espíritu… y de tal himeneo
provino nuestra raza, así es que no resulta extraño que fuese como fuera. Y así
volvería a ser de nuevo. Bueno, no, por muchas precauciones que tomemos, el
Blanco nos trampeará, así que nada de riesgos… a menos que tengamos los
hijos y les rebanemos el gaznate cuando nazcan. Pero sé que no querrías esto en
absoluto, y en conjunto no serviría, pues el Blanco cegaría con su rayo a un
pobre hombre, si tratase de hacerlo. Nada, pues: el Adán moderno es al cabo de
unos seiscientos mil años de su antepasado más sabio que él… ¿lo ves?, menos
instintivo, más racional. El primero «desobedeció» por comisión; yo por
omisión; sólo su «desobediencia» fue un pecado; la mía es un heroísmo. Yo no
he sido hasta la fecha una especie de bestia particularmente ideal, pero en mí
Adán Jeffson lo juro, la raza alcanzará por fin la nobleza de la autoextinción.
Yo volveré los triunfos, me demostraré ser más fuerte que la Tendencia, el
Genio Mundial, la Providencia, las Corrientes del Destino, el Poder Blanco, el
Poder Negro, o sea como se llame a ello. No más Clodaghs, Borgias «señores»,
Napoleones, Paces, Rockefellers y Guerras de los Cien Años… ¿comprendes?
Tenía ella alzados los ojos un tanto oblicuamente, como una tonta,
haciéndose cábalas sin duda sobre lo que yo estaba diciendo.
—Y hablando de Clodagh —proseguí—. Te llamaré así en adelante, para
conservar fresco mi recuerdo. Así que tu nombre es, no Eva, sino Clodagh, que
era una envenenadora, ¿comprendes? Envenenó a un pobre hombre que confió
en ella, y ese será tu nombre ahora, no Eva, sino Clodagh, para recordarme que
tú eres una pequeña víbora pecosilla de la especie más peligrosa. Y con el fin de
no ver más tu lindo hociquillo, decreto que en el futuro llevarás un yashmak que
cubra tus labios, que según puedo ver estaban destinados a la seducción, aunque
estén sucios; y puedes dejar al descubierto esos ojos azules y esa naricilla con
sus pequitas en su blanca piel, si lo deseas, pues son bastante vulgares. Y
entretanto, si deseas ver cómo se dibuja un palacio… te lo enseñaré.
*R3N3*
Mas antes de que extendiera mi mano, ella me presentaba el tablero… ¡así
pues había captado algo de mi pensamiento y del significado de mis palabras!
Pero algo gutural en mi tono de voz la había herido, pues tenía una expresión
entre murriosa y displicente, con su labio inferior combado hacia afuera, de
manera patética, como de costumbre cuando estaba dispuesta a llorar.
En unos cuantos trazos dibujé el palacio, con ella en pie en el soportal, entre
las columnas. Su satisfacción pareció grande, pues señalando a la figura y
después a sí misma, interrogadoramente, al asentir yo, lanzó su arrulladora
risita. Resulta evidente que, á pesar de mis azotainas, no me tiene mucho miedo.
Antes de que pudiera marcharme de allí sentí algunas gotas de lluvia,
desencadenándose en algunos segundos un aguacero, observando al mismo
tiempo que la bóveda celeste estaba oscureciéndose rápidamente, por lo que me
abalancé al más próximo de los cuchitriles, dejándola mirando de soslayo hacia
el cielo, prestando además curioso interés a la lluvia, pues aún no se halla
familiarizada del todo con las cosas y parece considerarlas con una ingenua
gravedad y atención, como si fuesen seres vivientes, camaradas tan buenos
como ella misma. Hasta ahora que vino a mi lado, se asomaba para sentir las
gotas.
Resonaron los truenos, se alzó intenso viento y la lluvia espumarajeaba en
derredor mío, pues las ventanas de aquellas casucas (hechas según creo de papel
impregnado en aceite de almendras) habían desaparecido tiempo ha, y
penetrando el agua chapoteaba los huesos de los hombres, de manera que estaba
alzándome los faldones de mi ropón para ir a otro cobijo, cuando ella surgió del
umbral diciéndome de aquella manera inexperimentada en su pronunciación,
aquella palabra: «Ven», y con la misma echó a andar, mientras que yo, alzando
sobre mi turbante a guisa de protección mi vestidura exterior, la seguí.
Tomó ella el camino por el abrevadero de caballos a través de una senda
entre dos muros, y luego por un vericueto que a través del boscaje llevaba a la
escalinata de la roca, por la cual subimos hasta su villa, que se encuentra una
milla más próxima al pueblo que el palacio, aunque para cuando penetramos a
su abrigo, estábamos calados hasta los huesos.
*R3N3*
Se había tendido una súbita oscuridad, pero ella sacó algunas cerillas y
encendió una, mirándola con cierto aire de meditación, aplicándola luego a una
vela y a una lámpara occidental de bronce que estaba sobre la mesa y que yo la
había enseñado a cargar y encender; y cuando señalé a un aparato llamado
mangal semejante a las que me vio encender para calentar las aguas del baño en
Estambul, corrió a la cocina, volvió con algunas astillas y lo encendió muy
despabiladamente. Allá quedé aquella noche, leyendo por espacio de horas (la
primera vez después de más de un año), un libro del poeta Milton hallado en
una estantería al otro lado de la chimenea occidental junto a la cual se hallaba el
mangal. Y cosa de lo más extraña y nueva, hallé aquella oratoria sobre el Poder
Negro y el Poder Blanco y ángeles guerreando mientras la tormenta bramaba;
pues aquel hombre, aunque limitado de potencia cerebral, como los antiguos en
general, había evidentemente cargado con penas sin cuento con este libro y lo
había escrito maravillosamente también, haciendo zumbar el tema; y yo no
podía concebir el por qué de que se hallara en aquella desazón, a menos de que
fuese por la misma razón que yo erigiera el palacio —cierta chispa en un
hombre— y quisiera ser como los dioses…; pero eso es vanidad.
Bien, hay una furia recientemente en las tempestades, que realmente
sobrepasa los límites, cosa que me parece haberlo observado ya en páginas
anteriores. Jamás habría concebido tan gigantescas turbulencias como las que
oyera aquella medianoche, sentado allí y fumando un chibuquí, leyendo y
escuchando los aullidos y lamentaciones de aquel viento hechizado,
encogiéndose ante él, temiendo hasta por el Esperanza en su muelle del puerto y
por las columnas del palacio. Pero lo que me asombraba era aquel ser femenino:
pues tras haberse sentado en la otomana a mi lado durante algún tiempo, se
tendió quedando dormida, sin el menor miedo, aunque debí haber pensado que
ciertamente, ante tal vorágine, debiera haberse puesto nerviosa, no atinando de
dónde le venía aquella tranquila confianza en el cosmos, que es como si alguien
la inspirase haciéndola ligera, diciéndole: «Ten ánimo y no te preocupes un
comino de nada, pues Dios es Dios».
Oí el ronco fragor del océano, con estampidos de artillería gruesa al
*R3N3*
embestir contra las rocas de abajo, donde el mar se encuentra con la parte sur de
dos tenazas de tierra que forman el puerto, y acudió a mi cabeza el
pensamiento: «Si la enseñara a hablar y leer, algunas veces podría hacer que
leyera para mí».
Los vientos estaban luchando furiosamente contra la villa para arrastrarla a
las espantosas inmensidades de la noche, y no pude por menos de suspirar: «Ay
de nosotros, dos desechos de nuestra raza, trozos de un naufragio arrojados aquí
sobre esta costa, para ser arrastrados de nuevo, oh Eternidad, a los abismos de
tu turbulento seno; y sobre qué playa… ¿quién puede decirlo?… ¿ha de ser
lanzada ella primero y yo acaso separado luego por la extensión de la zona
astral?». Y había en las cosas tal lástima y un estrujamiento tal del corazón, que
se desgarró mi interior en aquella lúgubre medianoche.
Ella se incorporó ante un estruendo de más terrorífico volumen,
restregándose los ojos y con el cabello revuelto (debió haber sido hacia
medianoche), escuchando durante un minuto con aquel grave interés chancero
al par, y luego me sonrió y, poniéndose en pie, abandonó la estancia, volviendo
con una granada y unas almendras en un plato, un delicioso licor en un jarro
egeo y una copa de plata de interior dorado, cosas que colocó sobre una mesa al
alcance de mi mano, mientras yo murmuraba: «Hospitalidad».
Luego se quedó mirando al libro, que yo seguía leyendo mientras comía,
contrayendo un tanto el párpado izquierdo, con aire de adivinar el empleo del
libro, supongo La mayoría de las cosas las comprende rápidamente, pero ésta
debió haberla desconcertado; pues ver a alguien mirar fijamente a una cosa y no
saber qué es lo que está mirando debe ser muy desconcertante.
Así, pues, puse el libro ante ella, diciendo:
—¿He de enseñarte a leerlo? Y si lo hiciera, ¿me lo recompensarías,
Clodagh?
A cuyas palabras alzó las cejas, intentando comprender su significado,
mientras la llama del candelero, movida por el viento, destellaba en su rostro
como con pinceladas de un pincel, aunque todo postigo estaba cerrado. Y Dios
sabe que en aquel momento sentí compasión por la muda niña abandonada, sola
*R3N3*
en todo el globo terráqueo, conmigo.
—Acaso, pues, te enseñe —dije—. Eres un pequeño resto desvalido de tu
raza, y te dejaré venir al palacio dos horas por día y te enseñaré. Pero anda con
mucho cuidado, pues si hay peligro te mataré sin remedio, tenlo por seguro.
Bien, déjame pues comenzar ahora con una lección. Repite conmigo: Blanco.
Tomé su mano y la hice comprender lo que yo quería que hiciere.
—Blanco —dije.
—Ba… lanco —repitió ella.
—Poder —dije yo.
—P-o-del —dijo ella.
—Poder Blanco.
—P-o-del B-a-lanco.
—El Poder Blanco no debe.
—El P-odel B-lanco no debe.
—Prevalecer —dije yo.
—El Poder Blanco no debe prevalecer.
—El P-odel B-lanco no debe ple-valecel.
El rugido de un trueno mientras ella pronunciaba estas últimas palabras me
pareció una risotada a través del cosmos, y por espacio de un minuto la miré a
la cara con positivo temor, hasta que poniéndome en pie la aparté de mi paso y
me aventuré a pugnar por abrirme paso a mi palacio y a mi lecho.
*R3N3*
Tal fue la ingratitud y la fatalidad de mi primer intento de hace cinco noches
por enseñarla; y ahora queda por verse si mi compasión por su mudez o alguna
servil tendencia por mi parte a la camaradería, den por resultado alguna otra
lección. Desde luego, no lo creo; pero aunque he dado mi palabra… veremos.
Su progreso es como…
***
Hace unos nueve meses que escribí que «Su progreso es como…» y desde
entonces no he sentido impulso alguno por escribir; mas precisamente estaba
pensando ahora sobre los trucos y excentricidades de mi memoria y, viendo el
viejo libro, lo señalo aquí: pues recientemente he estado intentando recordar el
nombre de mi antiguo hogar en Inglaterra, donde yo nací y crecí… y se ha ido,
ido; acaso me vuelva más tarde, pero no puedo decir que mi memoria sea mala,
ya que hay cosas —triviales a veces— que me vuelven con considerable
*R3N3*
claridad y de manera muy vivida. Por ejemplo, recuerdo haber conocido en
París (creo) mucho antes de la nube ponzoñosa, a un muchachito brasileño de
color café con leche, al que ahora ella constantemente me recuerda: llevaba él
tan rapado su pelo que se podía ver su piel cuando se deleitaba en corretear por
las escaleras del hotel, vestido con el espectral ropón de Pierrot; y tengo la
impresión de que debió haber tenido unas orejas muy grandes… siendo
inteligente y vivo como una pulga, capaz de chapurrear en cinco o seis idiomas
como si fuese la cosa más natural, sin sospechar lo más mínimo que fuese nada
extraordinario. Ella tiene aquella misma listeza, inconsciente e indiferente, y
una fácil adaptación a la vida… Hace poco más de un año que comencé a
enseñarla, y ya puede hablar con un considerable vocabulario (aunque no
pronuncia la letra «r»); tiene pasión y furor por la química, y no escaso
conocimiento; ha leído también, o más bien devorado, muchos libros; puede
escribir, dibujar, tocar el arpa, y todo lo hace sin esfuerzo, más bien con aquella
alada naturalidad con la que la alondra alza el vuelo.
Lo que me hizo enseñarla a leer fue lo siguiente: cierta tarde, hará cosa de
unos catorce meses, la vi desde el quiosco de la azotea abajo, al borde del lago,
con un libro en mano, pues como así me había visto constantemente, ella hacía
lo propio. Tenía la cabeza inclinada un tanto a un lado, con expresión más bien
patética, por lo que no pude por menos de reírme, pues la espiaba a través del
anteojo. No sé si es la gansa más simple o la más redomada de las bribonas,
pero si alberga el menor designio sobre mi honor, será funesto para ella.
Fui a Gallipoli en mayo a pasar tres días, y regresé trayendo una barca, un
creciente de color de la luna, que llevé en el motor al lago tras dos días de
trabajo abriendo un paso a través de la espesa maleza. Y me ha agradado verla
entre las sedas del centro de la barca, mientras que yo, manejando levemente el
remo la oía decir sus primeras palabras, entre ocho y diez de la noche, siendo
luego, desde las diez de la mañana a mediodía que comenzó la lectura, sentados
ambos en la escalinata del palacio, ante el portal, ella con la boca cubierta con
el «yashmak» y por libro de lectura una Biblia que hallé en su villa. No ha
preguntado nunca por qué ha de llevar el «yashmak», ni tengo la menor idea de
*R3N3*
cuanto pueda conjeturar, saber o intentar, preguntándome continuamente a mí
mismo sobre si es toda simplicidad, o toda profundidad.
No puedo dudar de que sí tiene conciencia de algún profundo contraste en
nuestra estructura, pues el que yo posea una larga barba y ella nada en absoluto,
se encuentra entre los hechos más evidentes.
*R3N3*
dormir y consumir dátiles y vino.
—Sí —respondió ella.
—¡Año tras año! ¿Cómo lo soportaste? —pregunté.
—No estaba estlecha.
—¿No sospechaste nunca que había un mundo fuera de aquella bodega?
—No… o más bien, sí; pelo no supuse que ela este mundo… otlo donde él
vivía.
—¿Quién él?
—Quien me lo dijo… ¡Oh, una picada!
Vi como su corcho se hundía y la ayudé a cobrar la pieza, la cual resultó ser
sólo una cría de barbo, pero ella estuvo como en éxtasis, poniéndola sobre la
palma de su mano, y riendo con aquel su arrullador borboteo.
Volvimos a poner cebo en el anzuelo y yo comenté entonces:
—¡Pero qué vida: sin salida, ni perspectiva, ni esperanza!
—¡Mucha espelanza! —replicó ella.
—¡Cielos!, ¿y de qué?
—Yo sabía muy bien que algo se estaba madulando soble la bodega, o
abajo, aldededol, y que pasalía a una hola señalada, y que yo lo velía y lo
sentilía y que selía muy bonito.
—Bien, de todos modos tuviste que esperar para ello. ¿Te parecieron largos
esos años?
—No… a veces… no a menudo. Yo siemple estaba ocupada.
—¿En hacer qué?
—En comel, bebel, colel, hablal…
—¿A ti misma?
—No a mí misma.
—¿A quién entonces?
—Pues a uno que me decía cuando tenía yo hamble y que ponía los dátiles
allí.
—Ya… No te muevas o no cojeras nunca un pez; la máxima del pescador
es: «Aprende a estar quieto…».
*R3N3*
—¡Oh, otlo!
Y esta vez, ella sola trajo ágilmente a tierra un escarcho.
—¿Pero quieres decir que no estabas nunca triste? —pregunté prosiguiendo
la conversación.
—A veces me sentaba y llolaba —dijo—. No sabía pol qué. Pelo si eso ela
«tlisteza», no me sentí nunca desglaciada, nunca. Y si llolaba, no ela mucho
tiempo; me quedaba dolmida y mi amol me tomaba en su legazo y me besaba.
—¿Qué amor?
—¿Pleguntas? ¡Si ya sabes! El que me decía cuando tenía hamble y de la
cosa que estaba plepalándose fuela de la bodega.
—¡Ah!, ya… Pero en aquella oscuridad, ¿no tuviste nunca miedo?
—Yo… ¿de qué?
—De lo desconocido.
—¿Cómo podía tenel miedo? Lo conocido ela lo opuesto a lo telible:
hamble y dátiles, sed y vino, deseo de paseal y colel y espacio pala hacello,
deseo de dolmil y sueños, sí, sueños, sueños mientlas se dolmia; lo opuesto de
lo telible; y lo desconocido ela menos telible que lo desconocido, pues ela la
cosa bonita que se estaba plepalándo fuela de la bodega.
¿Cómo hubiela podido tenel…?
—Claro —dije—. Eres una personilla inteligente sin duda, pero tu continuo
menearte es fatal para toda pesca. ¿Es que no puedes estarte quieta ni un
minuto? ¿Y sobre tus costumbres en la bodega…?
—¡Otlo! —exclamó con risa feliz, aterrizando ahora un pequeño leucisco. Y
aquella tarde capturó siete… por uno yo.
Otro día la llevé del ribazo a una de las cocinas del pueblo, con algunas piezas
de pescado, que hasta entonces habíamos tirado, y la enseñé a cocinar, pues el
único dispositivo al efecto que en el palacio había era el hornillo de plata, de
alcohol, para el café y el chocolate; así es que restregamos bien los utensilios y
la enseñé a guisar y a freír, y a hacer una salsa de vinagre, aceitunas de lata y
manteca americanas traídas del Esperanza, y a hervir el arroz. Asombrada al
*R3N3*
principio, al instante se impuso de su cometido, empleándose con la diligencia
de una verdadera ama de casa, hasta tal punto que por instinto ralló algunas
almendras para rociar la carpa. Comimos sentados sobre el suelo, supongo que
el primer alimento nuevo, aparte de las frutas, probado por mí durante veintiún
años. Y no lo encontré desagradable, ni mucho menos.
El siguiente día vino a palacio leyendo un libro que resultó ser un tratado de
cocina en inglés, que halló en su villa; y una semana después apareció, a hora
no convenida, para ofrecerme como regalo una fuente de loza fina amarilla,
conteniendo una mescolanza de suntuosos colores, un leucisco hervido,
enterrado bajo pimienta, fragmentos de azafrán, una salsa verdosa y almendras,
pero la mandé a paseo, pues no quería tener nada de ella, de sus platos ni
pescados.
Dos millas hacia arriba, al oeste del palacio, hay unas ruinas en la floresta, me
parece que las de una mezquita, aunque solamente subsisten tres trozos de
pilares bajo trepadoras y el herboso piso, con el patio y escalones, hallándose
ante ellas una avenida de cedros, con la senda entre árboles cubierta de alta y
espesa hierba y centeno silvestre, llegándome a medio cuerpo; y allí vi cierto
día un disco de latón abollado en su centro, que debió haber sido o bien un
escudo o parte de algún antiguo címbalo con anillos en torno desde su parte
media a la circunferencia, así que el día siguiente llevé del Esperanza clavos,
martillo y sierra y una caja de pinturas, pinté los anillos de diferentes colores,
corté un tronco de lima clavé el disco a él, y lo planté ante los peldaños, siendo
mi intención la de que fuese un blanco para mis ejercicios de tiro, ejercicios que
comencé a cuatrocientos pasos, avenida abajo, aquella misma tarde,
sobresaltando a la isla con insólito rebato, hasta que apareció ella, fisgando con
ojos inquisitivos, lo cual me vejó, pues mi brazo, hacía tiempo desentrenado,
marraba el tiro. Pero demasiado orgulloso para decir nada, la dejé mirar, no
tardando ella en comprender y riendo cada vez que yo fallaba, hasta que al fin
me volví molesto a ella, diciéndola:
—Si crees que es tan fácil, puedes probarlo.
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Ella había estado deseándolo, pues me tomó al punto la palabra, y una vez
le hube mostrado el mecanismo del arma, los cartuchos y la manera de disparar,
puse en sus manos uno de los Colts del Esperanza, tras lo cual ella apretó su
labio inferior entre sus dientes, entornó el ojo izquierdo, alzó el revólver al nivel
de su intenso ojo derecho y envió una bala a atravesar el centro del blanco.
No obstante fue cuestión de chiripa, según tuve la satisfacción de
comprobarlo por los otros que falló excepto el último de los cinco, que dio en
negro. Sin embargo, esto sucedió hace tres semanas, y mi marca de puntería es
del cuarenta por cieno, y la de ella del noventa y seis… ¡cosa de lo más
extraordinaria!, de donde se deduce con la más meridiana claridad que esta
criatura está protegida por alguien, existiendo por ende un favoritismo en el
mundo.
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sido lo bastante pala sabel cómo vivil juntos. ¿Qué elan esos climenes y vicios?
—Robos y pillajes de cien clases distintas, asesinatos de…
—¿Qué es lo que les hacía cometel-los?
—Sus torpes almas.
—Pelo tú eles de ellos, y yo, y tú y yo vivimos aquí juntos y no cometemos
ni vicios ni clímenes.
¡Cuán asombrosa sagacidad la suya!
—No —repliqué—, nos faltan los motivos. No hay peligro alguno de que
pudiésemos odiarnos, pues tenemos bastantes dátiles y vinos y otras mil cosas;
nuestro peligro se halla más bien en lo contrario. Pero ellos se odiaban porque
eran numerosos y se alzó entre ellos la cuestión de los dátiles y los vinos.
—¿No había bastante tiela pala dal dátiles y vinos pala todos?
—La había, sí, y mucha más que suficiente; pero alguien acaparó grandes
cantidades de ello y el resto sintió el acoso de la escasez, lo cual creó un lindo
estado de cosas, incluyendo el embotamiento y la vulgaridad, los vicios y los
crímenes.
—Ah —replicó ella—. Entonces no fue a sus malas almas que se debielon
los vicios y los clímenes, sino a la cuestión de teleno. De no habel existido tal
cuestión, no podlían habel habido vicios ni clímenes, como no los hay aquí
donde no existe.
¡Qué rayo el de su mente! ¡Con qué celeridad va su ingenio al propio
meollo de un asunto!
—Así puede ser —dije—, pero allí había esa cuestión de tierra, y siempre la
habrá allá donde vivan juntos millones de personas con diversos grados de
deseo y suerte.
—¡Oh!, no necesaliamente —exclamó ella apremiante—. No en absoluto,
puesto que hay más tiela de la suficiente; pues si blotalan más horribles ahola,
con la pasada expeliencia que al alcance de la mano tienen, halían un aleglo
entle ellos de que el plimelo que tlatase de cogel más de lo que pudiese tlabajal
selía enviado a un sueño insensato, pala que la cuestión no se álzala más.
—Se alzó antes… y se alzaría de nuevo.
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—¡Pelo no! Puedo suponel cómo se alzó antes; la tiela fue al plincipio lo
bastante y más que pala todos, y los hombles no se tomalon la molestia de hacel
un aleglo entle ellos; y luego se fue confilmando la costumble del descuido,
hasta que al fin, el plimel descuido debió habel llegado a tenel el aspecto de un
acueldo. Pelo ahola, si blotasen más hombles, se les enseñalía…
—¡Ah!, pero no más hombres brotarán, ya lo ves…
Quedóse silenciosa un rato y luego dijo:
—No puede decilse; a veces siento como si debielan, blotal, pues los álbolés
flolecen y el tlueno luge y el aile me hace saltal, y la tiela está llena de flutos y
felicidad, y oigo la voz del Señol Dios que anda entle los bosques.
Y al pronunciar estas palabras vi que su labio inferior sobresalía y temblaba,
como cuando se está a punto de llorar, y sus ojos brillaban acuosos; pero un
momento después me miró cabalmente y sonrió, tan móvil es su continente, y,
al mirarme, me impresionó de pronto la noble forma de su frente, enmarcada en
su abundoso cabello rizado.
—Clodagh —dije al cabo de unos minutos—. ¿Sabes por qué te puse el
nombre de Clodagh?
—No. Dime.
—Porque una vez tuve un amor llamado Clodagh, y ella era una…
—Pelo dime plimelo —atajó ella con voz un tanto estridente—. ¿Cómo
conocía uno su amol, su mujel, de todas las demás? Había muchas calas; todas
igual…
—Oh, había ciertas pequeñas diferencias. —Sin embalgo debió habel sido
muy difícil sabello; yo apenas puedo imaginal otla cala, excepto la tuya y la
mía.
—Porque tú eres una pequeña gansa. —¿Cómo ela una gansa?
—Una cosa parecida a una mariposa, sólo que mayor, y que tenía sus dedos
extendidos hacia adelante, con una piel entre ellos.
—¿De veldad? ¡Qué cosa tan caplichosa! ¿Y yo soy como eso…? ¿Pelo me
estabas diciendo que ela tu amol Clodagh?
—Una envenenadora.
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—Envenenadola… ¿Y me llamas a mí Clodagh?
—Para tenerlo presente; para que tú no te convirtieras en mi amor también.
—Ya soy tu amol.
—¿Qué dices, muchacha?
—¿No te amo a ti, que eles mío?
—Vamos, vamos, no seas un poco… Clodagh era una envenenadora.
—¿Pol qué lo ela? ¿No tenía bastantes dátiles y vino?
—Sí que los tenía, pero ella quería más y más, como todo el pueblo
atestado.
—¿Así que los vicios y los clímenes no estaban limitados a los que les
faltaban cosas, sino que elan hechos pol los otlos también?
—¡Ay, sí!
—¡Entonces ya veo cómo fue!
—¿Cómo fue?
—Los otlos se habían deplavado; los vicios y los clímenes debielon habel
comenzado con aquellos a los que faltaban cosas, y luego los otlos, viendo
siemple vicios y clímenes los lematalon, los hicielon también… como cuando
una aceituna en una botella se pudle y todo dentlo se colompe. Y todo ello pol
habel tenido poco cuidado al plincipio; pelo si más hombles blotalan ahola…
—¿Pero no te dije que no brotarán más? Ya sabes, Clodagh, que la Tierra
produjo los hombres por un proceso eterno, comenzando por un tipo bajo de
vida y desarrollándolo acumulativamente, hasta que surgió por fin un hombre.
Pues la, Tierra es vieja, y ha perdido ya sus fervores evolutivos. De modo que
no me hables más de hombres brotando, y de cosas de las cuales no entiendes
nada, ve adentro y… quédate. Te voy a decir un secreto; hoy cogí en el bosque
algunas rosas mizcladas e hice con ellas una guirnalda para corona de tu frente
mañana. Está en el trípode de perlas en la tercera habitación a la derecha. Ve
pues y póntela, y trae el arpa y toca para mí, querida.
A cuyas palabras ella corrió rápidamente con un leve gritito de júbilo y
placer, y al volver sentóse enguirnaldada, con el rubor en el rostro de las
destellantes profundidades del oro. No la envié a su villa hasta que la luna,
*R3N3*
subyugada y pálida por las beatitudes de la noche entera, se sumió entre
arreboles y cobertores de perlas, hacia los reinos hespéricos de su descanso.
Y así a veces hablamos juntos, ella y yo, ella y yo.
***
¡Que hubiera jamás de escribir tal cosa! ¡He sido expulsado de Imbros!
Estaba vagando ayer por un bosque hacia el oeste, por un despejado
atardecer, acabado de ponerse el sol, con el cuaderno en el que he escrito de mi
puño y letra en mano, pues había pensado hacer un dibujo de un antiguo molino
de viento que se halla al noroeste, para enseñárselo. Veinte minutos antes había
estado ella conmigo, pues la había tropezado y se me había unido, pero se había
adelantado cogiendo nueces y brazadas de amarantos, nenúfares y asfódelos
tojos, hasta que cansado ya, le había gritado:
—¡Márchate ya de mi vista!
Y ella, pendiendo su labio inferior, se marchó llorando.
Proseguí yo mi marcha, cuando me pareció sentir algún temblor de la tierra,
y antes de que pudiera haber contado veinte, fue como si el suelo se rompiera
en fragmentos; de manera que espantado eché a correr, gritando en la dirección
por donde ella había ido, dando traspiés como sobre la cubierta de una
zarandeada embarcación, tambaleándose y recobrándome de nuevo, volviendo a
correr, mientras el aire rugía y la tierra ondulaba como el océano. Y al seguir
lanzado, sin saber bien donde iba, vi a mi izquierda una franja de bosque
sumirse en un barranco que se abrió para recibirla, a lo cual dejé caer los brazos
exclamando: «¡Dios salve a la muchacha!». Y un minuto más tarde me
abalancé, a mi gran sorpresa, en el espacio abierto de la ladera de una colina,
desde donde pude ver el palacio abajo y, más allá de él, un trozo de mar blanco
que tenía el espantoso aspecto de estar más alto que la tierra. Fui dando nuevos
traspiés colina abajo, llevado por el impulso de huir a alguna parte, pero a cosa
de medio descenso fue sobresaltado por un estridente ruido como de granizo, y
*R3N3*
en un par de instantes más, el palacio se sumió en el seno del lago con un ruido
de chocar mil campanillas de oro.
Algunos segundos después de esta conmoción, que duró en total unos diez
minutos, comenzó la calma, y la encontré una hora más tarde, en pie entre las
ruinas de su villa.
¡Qué cosa! Probablemente todos los edificios de la isla han sido destruidos; la
plataforma del palacio, toda ella agrietada, yace inclinada, medio sumida en el
lago, mientras que del propio palacio no queda rastro, excepto por un montón
de piedras de oro emergiendo de la superficie del lago, hacia el sur.
Desaparecido, desaparecido… dieciséis años de vanidad y vejación. Pero, desde
un punto de vista práctico, la más tremenda calamidad de todas es que el
Esperanza, se encuentra ahora embarrancado en el pueblo, habiendo sido
arrojado a él por la ola del flujo, empotrada su proa en una calle que apenas
tiene de ancha la mitad de su manga. Allí yace ahora, semejante a un monstruo
enorme marino, encallado para siempre, con el casco magullado como una
cascara de nuez, presentando el más asombroso espectáculo; sus amuras a doce
metros de altura sobre la calle, su timón descansando sobre el muelle, el palo
trinquete inclinado hacia adelante, y aquella quilla que tantos mares surcara,
cubierta de la policromía de las hierbas marinas. ¡Pobre y viejo Esperanza! Mas
como estaba tendida la escala, pude trepar arriba, hasta asentar el pie; lo cual lo
hice al atardecer del mismo día, cuando el agua del mar se retiró
definitivamente de tierra, dejándola toda cenagosa. Ella iba conmigo, y me
siguió al interior del barco. La mayor parte de las cosas las hallé reducidas a
fragmentos, retorcidas y desfiguradas hasta hacerse irreconocibles; las
mamparas abolladas y desplazadas, y la proa del esquife de cedro aplastada
contra la cocina; y a no ser por el hecho de que la pinaza no se hubiera soltado
de sus fuertes estachas, y una de las brújulas quedara aún intacta, no sé lo que
habría hecho, pues aquellas cuatro viejas barcas que se hallaban en la cala
habían desaparecido por completo.
La hice que durmiera en el suelo del camarote, entre restos de todas clases,
*R3N3*
haciéndolo yo fuera, en un boscaje al oeste, hallándome ahora escribiendo
tendido a la mañana siguiente sobre la alta hierba, alzándose el sol, aunque no
pueda verlo. Mi plan para hoy es cortar cuatro maderos con la sierra, colocarlos
en el suelo junto al barco, bajar la pinaza a ellos y rodarlos al agua, pudiendo
dar para la caída de la noche la despedida a Imbros, que me ha expulsado de
esta manera. No obstante, pienso con placer en la perspectiva de horas de
travesía al continente. La enseñaré a gobernar por el compás y a manipular el
aire líquido propulsor de la pinaza, de la misma manera que la he enseñado a
vestirse, a hablar, a cocinar, a hacer experimentos, a escribir, a pensar y a vivir.
Pues ella es mi creación, esta criatura, como si fuese una «costilla de mi
costado».
Pero ¿y el «designio» de esta expulsión, caso de que hayan «designios»? ¿Y
qué era lo que ella dijo la pasada noche… «la nueva salida de Halan»?, siendo
al parecer este «Haran» el lugar del cual salió Abraham, cuando Dios lo
«llamaba».
*R3N3*
hubieron muchas tiendas, y luego, contorneando la loma a la Embajada
francesa, enclavada en la altura dominando Foundoucli y el mar, portando con
nosotros alforjas de esterilla, y hallándose todo el aire mañanero impregnado
sobre aquella desolación de un fuerte perfume permanente de capullo de arce.
Nos hallamos hacia el anochecer, temblando ella bajo tal carga, que no la
permití transportarla, sino que abandoné mi labor de la jornada y tomé la suya,
la cual era ya bastante, y volvimos hacia el oeste, mirando por todo el camino
por ver si hallábamos algún refugio contra las noches de rocío de aquellos
parajes, mas nada pudimos descubrir, hasta que de nuevo llegamos, tarde ya, a
su destartalado quiosco-funeral a la entrada de la inmensa avenida del
cementerio de Eyoub. Allí, y sin una palabra, le volví la espalda, dejándola
entre desportillados catafalcos, pues estaba cansado, pero al cabo de alguna
distancia, desanduve mi camino volviendo atrás, pensando que podría tomar
algunas pasas más de las alforjas, y una vez las hube tomado, la dije,
estrechando su pequeña mano, mientras se sentaba sobre una piedra bajo el
techado descalabrado:
—Buenas noches, Clodagh.
No replicó al instante; y su contestación, a mi gran sorpresa, fue una
protesta contra su madre, pues una voz un tanto murriosa, aunque amable,
provino de la oscuridad, diciendo:
—¿Es que soy YO una envenenadola?
—Bueno —diie—, está bien, dime cómo te gustaría que te llamara, que en
adelante lo haré.
—Llámame Eva —respondió.
—No, eso no, cualquier cosa menos Eva; pues mi nombre es Adán y no
quiero aparecer ridículo ante cualquiera. Pero sí te llamaré otro nombre
cualquiera que te agrade.
—Llámame entonces Leda.
—¿Y por qué Leda? —pregunté.
—Polque Leda suena algo palecido a Clodagh; y tú tienes la costumble de
llamalme siemple Clodaffh; y yo vi «Leda» en un liblo, y me gustó, pelo
*R3N3*
Clodagh es holible.
—Está bien, pues. Leda será, pues a mí también me gusta y debías tener un
nombre que empiece por «L».
Buenas noches, querida, duerme bien y sueña, sueña.
—Y que a ti también te dé Dios sueños de paz y agladables —dijo ella. Con
lo cual me marché.
Fue solamente cuando dispuse mi yacija en la maleza, tendiéndome con mi
caftán por almohada, con un arroyuelo susurrando para arrullarme y dos únicas
estrellas que podía divisar entre las altas hierbas, como luceros de mi noche, y
sólo cuando mis ojos se estaban ya venciendo, que súbito y poderoso
pensamiento me desveló, al recordar que Leda fue el nombre de una muchacha
griega que había concebido gemelos. De hecho, no sería sorprendente que Leda
fuese lo mismo que Eva, pues todos los idiomas se hallan en el fondo
relacionados, y he oído de uves cambiándose por ejemplo en bes y hasta
intercambiándose con des, y si Di, significando Dios, o Luz, y Bi, significando
vida, y love y Jehovah y Dios, significando lo mismo, es todo uno, no sería
sorprendente para mí, como viuda y veuve son lo mismo; y donde se dice: «En
verdad es la Luz Dios», es como si se dijera: «En verdad Dios —o Di— es
Dios». Tal es, de todos modos, la fatalidad que me persigue hasta en las cosas
más pequeñas; pues esta Eva occidental, o Leda, tuvo mellizos…
*R3N3*
cerca de cien millas antes de ser detenidos por un infranqueable estropicio en la
vía, hubimos de abandonar nuestra máquina. Continuamos otras nueve millas a
pie, lamentándome yo todo el tiempo por la falta de mi motor, que tuve que
abandonar en Imbros, y esperando en cada pueblecito hallar otro, pero en vano.
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mientras que yo me acomodé en la cueva y extendiendo mi catre junto al
riachuelo, me dormí.
Pero fue un sueño intranquilo, pues no tardé en despertarme y, durante largo
rato permanecí en vela, consciente de un goterón en algún lugar de la cueva,
que chapoteaba opacamente a cada minuto de intervalo, regularmente,
pareciendo hacerse cada vez más fuerte su monótono ruido, que me pareció
«Leesha» y se convirtió a mis oídos en «Leda» como si sollozara este nombre,
hasta que sentí compasión de mí mismo, tan triste me hallaba. Y no pudiendo
soportar más la angustia del chapoteo y el espasmo de su sollozo, me puse en
pie para ir, muy quedo, para que ella no me oyese en aquel silencio y mudez,
más despacio y quedo a medida que me acercaba, con un sollozo ahogado en mi
garganta y conduciéndome mis pies hacia ella, hasta que toqué el vagón, contra
el cual apoyé mi frente por espacio de una hora, doliéndome el sollozo en mi
garganta, toda ella mezclada en mi cabeza con la noche suspendida y con los
duendes de huéspedes del aire, que hacían tan vocal el silencio al vacante
tímpano del oído, y con aquel gotear que gemía en el interior de la cueva; y,
poco a poco, giré el picaporte, la oí responder dormida, con su cabeza cerca de
mí, rocé su cabello con mis labios, y aproximándolos a su oído dije: «Leda, he
venido donde ti porque no pude remediarlo, Leda, y ¡oh! mi corazón está lleno
de amor por ti, pues tú eres mía y yo soy tuyo; y para vivir contigo, hasta que
muramos, y para estar aún cerca de ti, Leda, después que hayamos muerto, con
mi corazón roto cerca de tu corazón, pequeña Leda…».
Creo que debí haber sollozado, y pues hablaba tan próximo a su oído con
agónicos ojos de amor, me sobresaltó por una interrupción en su respirar, y
apresuradamente cerré la puerta, dirigiéndome rápidamente a la cueva.
Y cuando nos vimos la mañana siguiente pensé —aunque ahora no estoy
muy seguro— que ella sonreía de manera muy singular. Pudiera, sí, pudiera
haber oído… Pero no puedo decirlo.
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pálido asombro, pues la enfermedad le resultaba cosa nueva. Y en verdad para
mí también era ésta mi primera dolencia desde mis veinte años, en que había
ido a pasar unas vacaciones a Constantinopla. No pude moverme de la cama
durante una quincena, pero afortunadamente no perdí el sentido, trayéndome
ella la farmacopea entera de las farmacias, teniendo a mi alcance toda una
elección; y, adivinando la causa de esta enfermedad, aunque ni una señal de la
misma le llegó a ella, tan pronto como mis rodillas pudieron soportarme me
puse de nuevo en marcha, siempre en dirección oeste, disfrutando ahora de
ciertas comodidades en comparación con las dificultades turcas pues no había
vías retorcidas, se encontraban más y mejores locomotoras, en las ciudades
tantos coches como se quisiera, y la Naturaleza era notablemente menos agreste
y salvaje.
No sé por qué no me detuve en Verona o Brescia, o en algún otro lugar de
los lagos italianos, puesto que tenía cariño al agua; pero, según me parece, tenía
el pensamiento en mi cabeza de volver a Vauclaire, en Francia, donde había
vivido, para hacerlo de nuevo allí, pues pensaba que también a ella le gustarían
aquellos viejos monjes. Sea como fuere, no permanecimos mucho tiempo en
ningún sitio, hasta que llegamos a Turín, donde pasarnos nueve días: ella en la
casa frente a la mía; y tras esto, y por su propia sugerencia, proseguimos el
viaje, pasando por tren al valle de Isére, y luego al del Ródano, hasta que
llegamos a la antigua ciudad de Ginebra, situada entre montañas de cimas
nevadas, y al extremo de un lago de forma de creciente de luna y, al igual de la
luna, cosa de mucha belleza y muchos caprichos, sugiriendo un ser bajo un
hechizo mágico. No obstante, con la idea de Vauclaire aún en mi cabeza,
abandonamos Ginebra en un coche a las cuatro de la tarde del diecisiete de
mayo, intentando yo llegar a la ciudad llamada Bourg hacia las ocho; pero por
algún motivo que no puedo precisar (a no ser que fuese la causa la lluvia),
equivoqué la carretera señalada en la carta, que debió haber sido muy lisa, y me
encontré en caminos montañeros, desconocedor de los aledaños, mientras caía
la oscuridad y nos anegaba una catarata de agua que por su intensidad y fuerza
parecía tener algo de venenoso rencor. Me detuve a menudo, escudriñando por
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ver si veía chateau, chalet, casa o aldea alguna, pero en vano, aunque por tres
veces llegué a vías de ferrocarril. No fue hasta medianoche que descendí un
paso bastante empinado sobre la orilla de un lago, el cual, debido a su aparente
extensión en la oscuridad sin luna, pude suponer únicamente que se trataba de
nuevo del gran lago, siendo visible a trescientos metros a nuestra izquierda y a
través de la lluvia un edificio que al parecer surgía del mismo lago, de aspecto
fantasmagóricamente lívido, pues era de piedra blanca, no elevado pero grande,
una vieja cosa de complicadas torretas (techada su blancura con matacandelas
marrones), singularidades de ángulos góticos, y ventanas hendidas, como un
cuadro de fantasía. Circulamos en derredor, empapados como ratas, ella
suspirando y desaliñada, hallando una lengüeta de tierra que penetraba en el
lago donde dejamos el coche fuimos adelante a pie con nuestra alforja,
atravesamos un pequeño puente levadizo y pusimos así pie en la islita de roca
sobre la que se encuentra el castillo. Hallamos un portal abierto y fuimos
investigando el lugar, muy alegres por el cobijo, encendiendo por todas partes
velas que veíamos en candelabros de hierro; de manera que, como el castillo se
veía desde lejos de las orillas del lago, a alguien que entonces lo contemplara le
habría parecido súbitamente habitado y encantado. Hallamos lechos y
dormimos en ellos. Al día siguiente vimos que era el castillo de Chillón. Y en él
permanecimos por espacio de cinco felices meses, hasta que de nuevo nos
atrapara el Destino.
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fácil, pues las orillas están atestadas de casas, castillos y pueblos; y yo haré lo
propio. El coche lo dejo para tu uso, pues yo ya conseguiré otro, y también te
procuraré una lancha y aparejos de pesca, para que no uses nunca los míos.
Todo esto es muy necesario: no puedes soñar. Y no corras riesgos en trepar por
los riscos, o con el coche o en la barca… Leda…
Vi que se extendía y encorvaba su labio inferior, y se marchó
apresuradamente, pero no me importó si lloraba o no. En aquel viaje por los
Balcanes y en mi enfermedad en Venecia, se me había hecho demasiado
próxima y querida, mi tierno amor, mi amado ser predilecto; y dije en mi
corazón: «Quiero ser una persona decente; volveré los triunfos».
Bajo este castillo hay una especie de mazmorra con siete pilares y un octavo
semiconstruido en el muro, uno de ellos arrancado por algún prisionero, o
prisioneros que estuvieran antaño encadenados a una anilla en él, y en este pilar,
inscrito el nombre de «Byron»… lo cual me hizo recordar que un poeta de ese
nombre había escrito algo sobre este lugar; y dos días después me topé
realmente con el poeta en una habitación conteniendo libros, muchos de ellos en
inglés, próxima al bureau del Gran Bailio. Leí, pues, el poema, titulado El
Prisionero de Chillón, y lo encontré patético, siendo la descripción buena…
sólo que no vi nada de siete anillas, y cuando habla de la «pálida y lívida luz»,
debería referirse mejor a la parduzca oscuridad, pues la palabra «luz»
desconcierta a la imaginación aquí, y en cuanto a palor o azul, no hay la menor
muestra. No obstante, me impresionó tanto el horror de la atrocidad del hombre
para con el hombre, tal como se describe en este poema, que resolví que ella lo
viera, por lo que fui en derechura a sus habitaciones con el libro, y hallándose
ella ausente, huroneé entre sus cosas para ver en qué se ocupaba, hallándolo
todo muy ordenado y pulcro, excepto en una habitación en la que había un gran
número de revistas tituladas La Mode y restos y trozos de paños y lienzos
cortados, en un desbarajuste. Cuando llegó dos horas más tarde y me presenté
súbitamente, lanzó un oh singular y prorrumpió luego en su especial risita. Yo
la llevé abajo a través de una gran habitación atiborrada de toda clase de armas,
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escopetas y fusiles, revólveres, cartuchos, espadas, bayonetas —algún depósito
cantonal— y luego en la mazmorra le mostré la piedra gastada, la anilla, las
hendiduras en los espesos muros, y le conté la historia de la ferocidad, mientras
que el chapoteo del lago sobre la roca exterior llegaba con extraño y trágico
sonido, y en su expresivo rostro se retrataba la pena.
—¡Cuán ludos y feloces debielon habel sido! —dijo por fin, con labios
trémulos y su rostro arrebolado por la indignación.
—¡Brutos! —dije—. No es sorprendente que los brutos fuesen crueles.
Mientras yo dije esto, ella me estaba mirando ahora con una sonrisa, y dijo:
—¡Algunos otlos vinielon y pusielon en libertad al plisionelo!
—Sí —dije—. Así lo hicieron, pero… Bueno, así fue como sucedió.
—Y ela el tiempo en que los hombles se habían hecho ya clueles pol la falta
de tiela —dijo ella—. Si los que le pusielon en libeltad elan tan buenos cuando
los otlos elan clueles, ¿qué hablían sido en la época en que los lestantes fuelon
buenos también? ¡Hablían sido como los ángeles…!
En este lugar estaban a la orden del día el pescar y el andorrear, tanto para ella
como para mí, aunque raramente pasaba una semana que no me viera en
Bouveret, St. Gingolph, Yvoire, Messery, Nyon, Ouchy, Vevey, Montreux,
Ginebra, o en una de las dos docenas de aldeas, pueblos o ciudades, que se
apiñan en las orillas, todos ellos lugares sumamente lindos, cada cual con su
encanto; la mayoría de las veces hacía yo mis recorridos a pie, aun cuando el
ferrocarril discurre en torno a las cuarenta millas de extensión del lago. Me
hallaba cierto mediodía yendo a través de la calle Mayor de Vevey, en dirección
a la carretera de Cully, cuando sentí una espantosa conmoción: de una tienda
justamente frente a mí, a la derecha, provenía un sonido —inequívoca
demostración de vida— una especie como de repiqueteo de metales al chocar.
Se me asomó el corazón a la boca, teniendo conciencia de que me ponía
mortalmente pálido. Mas, haciendo de tripas corazón, fui de puntillas y con
grandes precauciones a la puerta abierta, fisgando el interior… y era ella, en pie
ante el mostrador de la tienda, que era una joyería, de espaldas a mí, e inclinada
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sobre una bandeja de joyas en sus manos, que estaba revolviendo con algún
objeto. Entré diciendo ¡uh!, pero no pude remediarlo, y todo aquel día, hasta la
puesta del sol, anduvimos en franca amistad y camaradería, yendo por
vericuetos y bosques y la orilla hasta Ouchy, ella semejante a una criatura
desbordante de entusiasmo loco y embeleso del vivir, rodando por hierbas y
pendientes floridas, pisándome el pie retadoramente con el suyo, como una
soberbia dueña de la Tierra que es, y luego corriendo como una insensata para
que yo la persiguiera intentando alcanzarla, con risas, abandono, desahogadas
chanzas, retozaduras de yegua salvaje en la libertad de las lomas, soltándose el
cabello y enmarañándolo como las bacantes, y prendiendo en él flores y
capullos, y bebiendo, al paso a través de Cully más vino, me supongo, del
debido. Y los rayos luminosos que me atravesaron aquel día, y las revelaciones
de rubí de belleza que los ojos de mi mente divisaban, y las angustias de miel
virgen calentada hasta la fusión que me asaltaban, poniéndome enfermo… Oh,
cielos, ¿qué pluma puede expresar algo de aquel recóndito reino de las cosas?
Hasta que, en Ouchy, con un movimiento de mi mano aparté su espalda de mí,
pues me sentía embotado y débil, y me marché dejándola allá. Y toda aquella
noche, su poder estuvo sobre mí, pues ella es más fuerte que la gravitación, que
puede ser eludida, y que todas las fuerzas de la Naturaleza en combinación, no
siendo ni el sol ni la luna nada comparados con ella. Y al no estar ya ella
conmigo, yo era como un pez en el aire, o como una bestia en las
profundidades, pues ella es mi elemento en el cual respirar, y yo me ahogo sin
ella. Así que durante horas aquella noche permanecí en aquel boscaje
encespedado que sube al cementerio exterior de Ouchy, como un hombre
dolorosamente herido, mordiendo la hierba.
Lo que hizo más horribles para mí las cosas fue su adopción de vestidos
europeos desde que vino a este lugar. Creo que, a su mañosa manera, ella
misma se los ha hecho, pues cierto día observé en sus habitaciones unos
«patrones», con un revoltijo como de piezas de costura. O acaso haya estado
sólo modificando vestidos tomados en las tiendas, pues su atavío occidental no
es del todo semejante al que recuerdo del estilo moderno, sino realmente, creo,
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a su propio gusto, más bien parecido a la moda griega o a la «Imperio». De
todos modos, los aires y gracias no le son menos naturales a ella que el plumaje
a los papagayos; y tiene cambios como la luna, nunca por dos veces el mismo, y
trascendiendo siempre su última fase y revelación. Jamás habría imaginado a
alguien en quien el gusto es una facultad tan aparte como en ella, tan positiva y
sobresaliente, sea como el olfato a la vista… más bien como el olfato, pues es la
facultad, medio Razón y medio Imaginación, por lo cual, de manera que cada
vez que la veo recibo la impresión de una obra de arte perfectamente nueva y
completamente hechizadora, siendo la cualidad de las obras de arte la de
producir el momentáneo convencimiento de que ninguna otra representación
cualquiera pudiera ser posiblemente tan buena.
Ocasionalmente, la veo desde mi ventana en el bosque más allá del puente
levadizo, fría y blanca en la sombra, con su Biblia o su Tratado de Química
probablemente, arrastrando la cola de su vestido como una dama de la corte,
pareciendo de más elevada estatura que antes; y creo que sus nuevos atavíos
producen entre nosotros una separación más completa de la que habría sido,
pues especialmente después de aquel día entre Vevey y Ouchy tuve cuidado de
no tropezarme con ella; y cuanto más notaba que se enjoyaba, se empolvaba y
se perfumaba y emperifollaba con su exquisito gusto, más la esquivaba yo. Sea
como fuere, también yo he vuelto a mi ropa europea, cambiando mucho, Dios
lo sabe, desde el majestuoso ser que se había pavoneado y lamentado cuatro
años antes en el palacio de Imbros, de manera que mi manera de ser y pensar
pudiera nuevamente ser denominada «moderna».
Mi sentido de responsabilidad era tanto mayor y parecía agudizarse e
intensificarse de día en día no cesando jamás una voz de protestar en mi interior
no dejándome en paz, pareciendo amenazarme la maldición de billones de no
nacidos; y para reforzar mi firmeza, a menudo me anonadaban, y a ella, con
nombres de cólera, llamándome a mí mismo «criminal» y a ella «pájara»,
preguntándome qué clase de hombre era yo que me atreviera a tan gran cosa, y
en cuanto a ella, qué era para ser la madre de un ser nuevo… una mariposa con
el rostro de una mujer. Y frecuentemente, en mis horas más rabiosas meditaba
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sobre mi muerte… o la suya.
¡Ah, pero la mariposa no me deja olvidar su palmito! Al sudoeste de
Villeneuve, entre el bosque y el río hay un campo de gencianas, y al regreso de
St. Gingolph al castillo un día del tercer mes, vi al doblar un recodo en el
descenso de la montaña, algún objeto flotando al aire sobre el campo. Jamás
estuve más sobresaltado o perplejo, pues no pude ver nada en el objeto que se
elevaba que se asemejara a una gran mariposa, mas pronto llegué a la
conclusión de que había reinventado la cometa, y la aviste luego teniendo la
cuerda. Su invento es semejante al antiguo denominado «cola de golondrina».
Pero la mayoría de las veces era en el lago donde la veía, pues allí
principalmente vivíamos, y ocasionalmente había culpables aproximaciones y
rencontres, ella en su lancha y yo en la mía, embarcaciones ligeras de recreo
ambas, que había sacado de Montreux y había empleado varios días en
calafatear y pintar, teniendo la mía foque y trinquete de proa y popa, y cangreja,
y siendo la suya más pequeña, de un palo, con una vela al tercio de fácil
manejo. No era raro para mí navegar hasta Ginebra y regresar de un crucero de
siete días con el alma henchida y consolada por el lago y sus mil maneras de
sonreír y entenebrecerse, caprichosamente y de manera dolorosa, desesperada y
trágica por la mañana, a mediodía, a la puesta del sol y a medianoche;
panorama que no cejaba ni por un instante de desplegar sus transformaciones. A
veces escalaba a las montañas, hasta tan elevada altura como la zona de los
cabrerizos, durmiendo en una ocasión allá. En otra, estuve enfermo de horror
durante dos semanas, pues ella desapareció con su esquife, hallándome yo en el
castillo, y no volvió; y mientras estaba fuera se desencadenó una tormenta que
transformó el lago en un furioso océano, y ¡Dios santo!, ella sin volver… hasta
que por fin, medio loco por los días en blanco que rodaban sin dar sus señales,
me puse en su búsqueda —de todas las cosas sin esperanza, la más desesperada,
pues el globo es grande— y no la encontré, regresando al cabo de tres días,
reconociendo que estaba loco al intentar escudriñar el infinito. Y al llegar cerca
del castillo, la vi que agitaba su pañuelo desde la esquina de la isla, pues había
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adivinado que yo había adivinado que yo había ido a descubrir su paradero, y
me estaba esperando. Y cuando tomé su mano, ¿qué es lo que me dijo aquella
boba lectora de la Biblia? «¡Oh, sel de poca fe!», eso es lo que me dijo, y puesto
que tenía aventuras que contar, con su r disuelta en l, aquel día volví a
quedarme con ella.
Hará cosa de un mes que llamó a mi puerta exterior, la cual mantenía yo
cerrada cuando estaba en casa, para traerme de regalo una trucha roja que no
tuve corazón para rechazar. Y las prepara exquisitamente, todo caliente y
especiado, aplicando a su guiso aquel gusto que destina a su vestir. Tampoco su
suerte en la pesca fallaba en abastecerla de los mejores ejemplares, aunque este
lago, con sus antiguos puestos de pesca, no es mezquino en la actualidad,
hallándose infestado de truchas, tanto de lago como de río, mítalos y salmones,
una pieza de las cuales, de acaso cuarenta libras, capturé yo con la red. Como el
fondo desciende rápidamente de las islas a una profundidad de trescientos
metros, no nos limitábamos a la pesca de fondo, sino que verificábamos
diversas maniobras pescando a la cacea a media agua la trucha, rastreando a la
red el salmón, poniendo nasas con cebo para el lucio, y empleando sedales con
moscas artificiales. No puedo decir en qué procedimiento descollaba ella y era
más aficionada, pues todos ellos parecía ejercerlos de manera tan natural y hábil
como si los hubiera aprendido desde la cuna.
El 21 de octubre cumplí mis cuarenta y seis años en excelente salud, mas ¡ay!,
día destinado para que acabase para mí en homicidio y tragedia. He olvidado
ahora lo que ha hecho que mencionara la fecha mucho antes en Venecia, creo,
no soñando siquiera de que ella la tomaría en cuenta, ni tampoco estuve seguro
de que mi calendario no estuviese al día. Pero a las diez de la mañana del que
yo llamaba el 21, al descender por mi escalera privada se espiral con mis avíos
de pesca… la hallé subiendo, santo Dios, aunque ella no tenía derecho alguno
de ir allá, y, con su arrullador murmullo, y aunque muy pálida y con la
expresión más culpable, me tendió un gran ramo de flores.
Al instante fui lanzado a un estado de agitación. Ella iba vestida con una
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fruslería de mousseline, con lazadas y mangas cortas y anchas, un diamante
prendido en el escote abierto cuyo moreno marfil parecía aún más moreno por
los polvos de blanco azulado que se había puesto en la cara, aun cuando sin
ocultar del todo sus pecas, y en sus pies zapatillas de seda, rosas, sin calcetines
o medias, con su cabello ceñido por un aro de oro, y despidiendo un celeste
aroma, bien lo sabe Dios.
Quedé sin habla, y fue ella quien rompió el penoso silencio, diciendo con
voz desmayada y palideciendo:
—¡Es el día!
—Yo… acaso… —dije alguna incoherencia por el estilo, viendo que el
toque de entusiasmo que ella había reunido se extinguía por mi talante,
preguntando ella ahora:
—¿No lo he hecho mal de nuevo?
Miró hacia abajo y, rompiendo otro silencio, dije presurosamente:
—No, no, oh no, no lo has hecho mal de nuevo. Sólo que… no pude
suponer que contarías los días. Eres… considerada. Acaso… pero…
—Dile a Leda…
—Acaso… iba a decírtelo… podrías venir a pescar conmigo…
—¡Oh, qué suerte!
Me sentí como taladrado por una sensación de mi cobardía, de mi increíble
debilidad; pero no pude remediarlo en absoluto.
Así, pues, tomé las flores y bajamos a la orilla sur a mi embarcación, de
cuya sentina saqué algo de carnada, dispuse el aparejo y luego dispuse los
cojines a popa para ella, e icé las velas. Salimos, pues, ella al gobernalle y yo en
las amuras, con toda posible pulgada de intervalo entre ambos, recibiendo
vaharadas provenientes de su ámbar gris y franchipán, un embrollo de
fragancias, siendo la mañana cálida y ondulando ligeras bocanadas de aire las
aguas jaspeadas. Avanzamos poco, por lo que pasó algún tiempo antes de que
me aproximara a ella para disponer lo necesario para el rastreo del salmón o la
trucha grande de lago. Todo lo hice en silencio, pero de pronto dije:
—¿Quién te dijo que las flores son propias para los cumpleaños, o que los
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cumpleaños son de alguna importancia?
A lo cual respondió:
—Supongo que nada puede sucedel tan impoltante como un nacimiento, y
los pelfumes fuelon considelados plopios pala el nacimiento, pues en la leyenda
los sabios magos llevalon pelfumes al Niño Jesús.
Esta ingenuidad fue motivo de mi inmediata recuperación, pues la risa es
como una espita de liberación, y reí de buena gana diciendo:
—¡Pero lees demasiado la Biblia! ¡Debieras leer libros modernos!
—No puedo leel algunos —respondió—. Los pelsonajes son tan colompidos
que me dan escaloflíos.
—Bien, ya ves como llegas a mi punto de vista.
—Sí y no. Lo único que sucede es que se han estlopeado… palece como si
se hubielan embotado y no pueden vel las veldades más sencillas. Me imagino
que aquellas facultades que les ayudalon en su esfuelzo para hacelse licos, y
hacel al lesto pobles, se debielon habel agudizado mucho, mientlas se les
agotalon las otlas facultades, como puedo imaginal a una pelsona que vea el
doble pol un ojo siendo tuelta del otlo.
—Ellos no querían ver de otro lado —dije—. Mira, había entre ellos
algunos de vista muy clara, y estos convinieron en señalar que cambiando uno o
dos de los antiguos acuerdos de desbarajuste, podían mejorarse mucho; pero a
éstos se les escuchaba entrando sus palabras por un oído y saliendo por el otro,
o bien mofándose de ellas. Pues se habían tornado más o menos inconscientes
de su miseria, especialmente los ricos; eran tan misearbles… como el hombre
del «Prisionero de Chillón» de Byron, quien, cuando llegaron sus libertadores,
quedó indiferente, pues dijo:
—Oh, Dios mío —dijo ella, cubriéndose el rostro por unos momentos—.
¡Cuán espantoso! Y palece veldad… que aplendielan a amal la desespelación, a
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estal sumidos en el desespelo. Sin embalgo, veo que todo el tiempo elan casi
todos ellos amables, e inteligentes también, excepto en el único ojo donde la
costumble les cegaba no dejándole vel las estlellas, lo mismo que tú empleas
sólo una mano, pol costumble. No puedo desclibil el sentimiento extlaño y nada
natulal que me da el leel de esas gentes, pues sus motivos palecen tan
mezquinos, maculados, y su vida tan desequiliblada… veldadelamente que toda
la cabeza estaba enfelma y todo el colazón desmayado.
—Eso es, y observa que no era nada nuevo, pues en el propio comienzo de
tu Biblia puedes leer cómo Dios vio que toda imaginación del corazón del
hombre es perversa…
—Oh, pelo nada de eso es veldad —interrumpió haciendo un pucherito—,
no es veldad con los polinesios, quienes disflutando de su tiela en común,
vivielon en pula felicidad en su jaldín de Dios, hasta que los esclavos blancos,
envilecidos pol centulias de esclavitud fuelon a pledical a sus mejoles, y a
lobales… no es veldad de ti y de mí, cuyos colazones no son malignos.
—Será el tuyo —respondí—. En cuanto al mío, no conoces nada de él,
Leda.
Los semicírculos bajo sus ojos tenían esta mañana, como a menudo, algo
húmedo, melancólico y cansado, como los de una ramera que despierta de una
orgía, muy dulce y tierna, y mirándome suavemente, respondió:
—Sí, conozco mi plopio colazón y no es pelvelso, ni siquiela en lo más
mínimo; y conozco el tuyo también.
—¡Conocer el mío! —repliqué, riéndome casi.
—Y muy bien —dijo.
Ante su fría seguridad quedé tan desconcertado que no respondí palabra,
sino que le tendí los aparejos de pesca, y no fue hasta que estuve casi en la
amura que hablé de nuevo:
—Bueno, eso es nuevo para mí. Según parece, lo sabes todo de mi corazón.
¡Ea, dime pues lo que hay en él!
Ahora quedó silenciosa, pretendiendo estar ocupada con el aparejo, hasta
que dijo con la cabeza inclinada y una voz que apenas pude oír:
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—Te lo dilé: en él hay una lebelión que tú clees que es buena, pelo que no
lo es. Si una coliente discule sin intental desboldalse, sino yendo pol su cauce,
llégala pol fin al mal y allí se fundilá en la plenitud.
—Ah —dije—, pero ese consejo no es nuevo… es lo que los filósofos
acostumbraban a llamar «complacer al Destino», «seguir a la Naturaleza»; y el
Destino y la Naturaleza, te lo digo, a menudo condujeron a la Humanidad de
manera muy equivocada…
—O así paleció pol un tiempo —replicó—. Como cuando el lío va un poco
al nolte y el mal está al sul; pelo como está destinado todo el tiempo al mal,
dala otla vuelta. El Destino no podlía nunca sel juzgado, polque no está
acabado, y nuestla laza debiela habelo seguido a donde apunta, segula de que a
tlavés de un labelinto de culvas conduce al mundo de Dios, nuestlo Hogal.
—¡Ciertamente, Dios nuestro hogar… muchacha!, hablas especiosamente,
pero… ¿de dónde has sacado todos esos pensamientos sobre la cuestión?
¡Hablas de «nuestra raza»! ¡Pero si no quedamos más que dos! ¿Me estás
hablando a mí, Leda? ¿No sigo yo al Destino?
—¿Tú? —suspiró, inclinando la cabeza—. ¡Ay, poble de mí!
—¿Qué debería hacer si lo siguiera? —pregunté con insana curiosidad.
Su rostro se sumió más aún, pálido y desconcertado, y dijo por fin:
—Debelías venil y sentalte a mi lado; no debelías estal ahí, sino pol siemple
celca de mí…
—¡Santo Dios! —exclamé sintiendo enrojecer mi rostro—. ¡Oh, no podría
decirte…! ¡Me dices lo más desastroso…! ¡Te falta todo sentido de
responsabilidad…! ¡Nunca, jamás!…
Cubrióse ahora el rostro con la mano izquierda, mientras que con la derecha
sostenía la caña del timón, y replicó con voz picante y algo venenosa:
—Podlía hacel que vinieses… ahola, si quisiela; pelo no lo quielo; espelalé
en Dios.
—¡Hacer que yo…! —exclamé—. ¿Y cómo, Leda?
—Podlía llolal ante ti, como llolo a menudo y a menudo… en secleto… pol
mis hijos…
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—¿Ah, sí?… Esto ya es algo nuevo… ¡hijos!
—Sí, llolo. ¿No está soble también la calga del mundo? ¿Y no es muy, muy
glande la labol que yo tengo que hacel? Y llolo en secleto, pensando en ello.
Ahora vi emerger inconteniblemente su labio inferior y estremecerse, a cuya
vista me recorrió una llama que no pude tampoco dominar, y me encontré
yendo a su lado.
No obstante, a medio camino fui salvado, pues un cuchicheo, intenso como
un rayo, me detuvo diciendo:
—¡Ni adelante ni atrás no hay escapatoria, pero sí de lado!
Y antes de saber lo que estaba haciendo, me encontré en el agua, nadando.
Me dirigía a la más pequeña de las islas, que estaba a doscientos metros,
descansé en ella unos minutos, y luego fui al castillo, sin mirar atrás ni una sola
vez.
Desde entonces hasta las cinco de la tarde pensé en todo ello, tendido con mi
ropa mojada sobre el sofá de la alcoba junto a mi dormitorio, que está en la
oscuridad tras los tapices que de aquél le separan. Sólo Dios sabe lo que sufrí
aquel día, qué profundidades sondeé y las plegarias que recé. Lo que
complicaba el monstruoso problema era este pensamiento en mi mente: que
matarla sería más clemente para ella que dejarla vivir sola después de matarme
yo. Y, el Cielo lo sabe, la amaba. Luego salí a dar un paseo.
Al llegar al castillo, anduve a lo largo de la isla hasta el extremo exterior y
alcé la vista: allí estaba su linda blusa de Valenciennes, movida por la brisa del
lago, colgada ante un mirador. Supe que estaba dentro del castillo, pues lo
sentía, como lo sabía y sentía cuando estaba fuera, pues entonces el aire parecía
seco y vacío y sin aroma. Me quedé unos minutos en espera de que apareciera a
la ventana; luego llamé, y ella se asomó. Y yo le dije:
—Baja aquí.
Justamente allá hay un senderillo entre rocas mezcladas con matas que va a
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parar al agua, de unos tres metros de largo, y en cuya extremidad rocas y matas
alcanzan una altura que sobrepasa mi cabeza. Allá había atado ella mi
embarcación a un pequeño tilo, y a mi vista aparecía ahora más melancólica que
Getsemaní, pues sabía que jamás volvería a su bordo. Me paseé de arriba abajo,
en espera de que Leda bajara, y saqué una caja de cerillas del bolsillo de la
chaqueta en el que tenía el revólver; tomé de ella dos cerillas y rompí un trocito
de una, teniendo luego ambas entre pulgar e índice, con sus cabezas al nivel y
visibles y sus extremos inferiores invisibles: y la esperé siguiendo mis breves
paseos, con las sienes martilleándome y un ceño tan brutal como Azrael y
Radamante.
Vino muy pálida, pobrecilla, presurosa y jadeante.
—Leda —le dije, saliéndole al encuentro en medio del senderillo y yendo
seguidamente al grano—. Como supones, hemos de partir… para siempre; pues
lo veo muy bien que te lo supones. Yo también estoy triste y mi corazón está
abrumado… por dejarte… sola… Mas ¡ay!, así debe hacerse.
Su rostro se puso lívido como el de un muerto amortajado, pero al recordar
este hecho, recuerdo también que acompañando a su mortal lividez, que hacía
destacar sus pecas, había una tenue sonrisa: una sonrisa de seguridad, de
desdén… de confianza.
No respondió nada, por lo que proseguí:
—Lo he pensado mucho, y he hecho un plan… el cual, no obstante, no
puede realizarse sin tu consentimiento y cooperación. Este plan es el siguiente:
saldremos de este lugar juntos —esta misma noche— para algún paraje
desconocido, alguna ciudad, pongamos a cien millas de aquí, por tren. Allá
tomaré dos coches, y tú en uno y yo en otro, iremos por distintos caminos. Tras
ello, no seremos capaces nunca, por mucho que lo deseemos, de volver a
descubrirnos de nuevo en este ancho mundo. Ese es mi plan.
Me miró a la cara, sin abandonar su sonrisa, no tardando en llegar su
respuesta.
—Ilé en el tlen contigo —dijo con decisión—, pelo allá donde me dejes,
allá me quédale hasta que me muela, o hasta que Dios te convielta y te envíe de
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nuevo a mí.
—Lo cual quiere decir que rehúsas mi plan.
—Sí —dijo inclinando la cabeza con gran dignidad.
—Bien, has hablado no como una muchacha, Leda, sino ya como una
mujer. Pero mira, reflexiona un minuto… ¡Por favor, reflexiona! Si te quedas
donde yo te dejara, entonces volvería donde ti, más pronto o más tarde, así que
dime… reflexiona primero y luego dímelo… ¿rehúsas definitivamente partir a
otro lado al mismo tiempo que yo?
Su respuesta fue pronta, fría y firme:
—Sí; lehuso.
Me aparté de ella, descendí el senderillo y volví.
—Entonces —dije—, aquí tengo dos cerillas entre mis dedos; haz el favor
de tomar una.
Ahora pareció sentir una sacudida hasta el fondo de su corazón, pues sus
ojos se abrieron desmesuradamente, horrorizados… habiendo leído en la Biblia
sobre el echar a suertes. Sabía, pues, que ello significaba la muerte para mí, o
para ella.
Pero obedeció sin una palabra, después de haber echado por un instante
hacia atrás el cuerpo en un sobresalto. Hubo una ligera indecisión en sus dedos,
que se tendían sobre la mano que yo a mi vez le presentaba. Yo había decidido
que si sacaba la más corta de las cerillas debería de morir ella; y si la más larga,
moriría yo.
Y sacó la más corta…
Era lo que yo debería haber esperado: pues sé que Dios la ama a ella y me odia
a mí.
Pero al instante, después de la conmoción de la enormidad de que yo
debería ser su ejecutor, tomé mi resolución: disparar sobre mí mismo también
en el momento en que ella cayera, disponiendo así que mi cuerpo cayese a
medias sobre ella y a medias a su lado, para que pudiésemos estar siempre
juntos. Después de todo, ello no sería tan malo.
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Mas, cuando con súbito arranque así el revólver de mi bolsillo, ella no se
movió. Sólo sus marchitos labios parecieron temblar, pareciéndome oír un
remoto cuchicheo que decía: «Aún no…».
Y yo me quedé con el brazo colgando, con el dedo el gatillo, mirándola.
Ella, a su vez, lanzó una ojeada al arma y luego alzó la cabeza fijando sus ojos
en mí, aflorando de nuevo a sus labios aquella sonrisa que había desaparecido,
mezcla de confianza y de desdén.
Yo esperé a que moviera la boca para decir algo —que cesara aquella
sonrisa—, para que pudiera matarla rápida y súbitamente, pero ella no lo quiso;
sabiendo que no la mataría sonriendo. Y de pronto, mi compasión y amor por
ella se trocó en un extraño resentimiento y cólera, pues estaba eternizándome lo
que estaba haciendo por su causa. Y a mi mente acudió el pensamiento: «No
eres nada para mí; si quieres morir, debes buscar tu propia muerte, que yo
ejecutaré la mía propia». Y sin decir nada, me marché, dejándola allí.
Mas ahora pienso que todo el sacar a suertes no fue más que una tontería;
pienso que jamás podría haberla matado, sonriendo o no, pues a cada cosa y
vida es dada una fuerza particular, y una cosa no puede ser más fuerte que su
fuerza, por mucho que se esfuerce. Es así de fuerte, y no más fuerte, y ahí acaba
la cuestión.
Fui a grandes zancadas al bureau del Gran Bailío, una estancia a unos seis
metros del suelo, en la que, aunque estaba oscureciendo, pude ver que eran las
seis y media en el reloj de pie; y con el fin de fijar algún momento definitivo
para el esfuerzo del acto mortal, dije: «A las siete». Cerré luego la puerta que da
a los tres escalones próximos al escritorio y la de la escalera, y me puse a
pasearme por la habitación, y como no había gota de aire allá y yo tenía calor
hasta el punto de que me parecía estar en un sofoco, me desabroché la camisa y
abrí un parteluz de uno de los miradores. Luego a las siete menos veinticinco
encendí dos candelabros sobre el escritorio, y me senté a trazar una carta para
ella, teniendo el arma a mi mano derecha. Pero apenas había comenzado que me
pareció oír un sonido a la puerta de mi izquierda, la que se encontraba ante los
tres escalones, algo así como el leve crujir de las zapatillas de ella, y me
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acerqué a la puerta sigilosamente, pegando el oído a ella, pero no oí nada más.
Volví al escritorio y me puse a escribir mi carta, dándole algunas directrices
finales para su vida, diciéndole por qué moría, como la amaba más que a mi
propia alma, adjurándole a que me amara mientras viviese, y que continuara
viviendo para complacerme, pero, que si quisiera morir, lo hiciera cerca de mí
—aunque no me detuve a considerar cómo entraría en mi habitación cerrada
para hacerlo—. De todos modos, las lágrimas rodaban por mis mejillas, cuando
al dirigir una mirada en derredor, la vi en pie en una actitud fantasmal apenas a
un metro de mi espalda, resultándome incomprensible y como un milagro que
hubiese aparecido de una manera tan absolutamente sigilosa, pues la escalera
que veía asomar por el abierto mirador, la conocía muy bien, y tenía más de seis
metros y su peso no era ni mucho menos el de una pluma. Sin embargo, no
había habido ni el menor ruido de su impacto sobre el alféizar. Sea como fuere,
allá estaba ella, pálida como un espectro.
En el instante que mi conciencia se dio cuenta de su presencia, mi mano se
tendió instintivamente hacia el arma, pero ella, adelantándoseme, la cogió,
huyó, y antes de que la alcanzara, la arrojó por la ventana. Me abalancé también
a la ventana, creyendo ver el arma cerca de una roca, corrí luego a la puerta, la
abrí de par en par y bajé los peldaños de dos en dos. Recuerdo que me invadió
cierto asombro al llegar abajo, por el hecho de que ella no me siguiera, pues
como fuese, lo olvidé todo sobre la escalera de mano por la que también podía
bajar…
Pero bien pronto se hizo luz en mi memoria, casi al instante, y antes de que
saliera de la casa. Pues sonó una detonación… ¡aquella detonación, Dios santo!,
y gritando: «¡Buen Dios, ya se cumplió!», di unos traspiés para ir a
desplomarme sobre su sangre.
***
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Inglaterra era un cascajo, y gracias que había podido zafarme de él y quedar
tranquilo.
Con manos expeditas trabajé aquel día, y me parece que quedé de cenizas
hasta los labios, pero para las dos y media había acabado y para las tres me
hallaba costeando en dirección a Southampton, no habiendo dicho ni media
palabra por teléfono sobre ir, ni sobre mi alma culpable, aunque en las
profundidades de mi ser sentía este hecho, y calculando la velocidad de mi
embarcación y la distancia a que El Havre se encontraba, debía hallarme en su
muelle para las siete de la mañana.
Y cuando estuve ya en la airosa y brillante mar abierta, comencé a vociferar
en dirección a ella «Ahí voy», y supe que ella podía oír, y que su corazón
brincaba a mi encuentro, pues el mío brincaba también y sentía su respuesta.
El sol descendió y se puso. Yo estaba cansado de la tarea del día y de estar
en pie al viento en la rueda del timón, no podía ver aún la costa de Francia, y
una idea me asaltó; y al cabo de un cuarto de hora, giré la embarcación en
redondo, con mi rostro contraído de dolor, Dios lo sabe, como un prisionero
cuyos dedos estuvieran siendo retorcidos, y su cuerpo estirado en el potro y su
carne apretada con tenazas; y caí sobre el piso del puente contorsionado por la
angustia; pues no podía ir a ella. Mas al cabo de un tiempo, pasó aquel
paroxismo, y me levanté hosco y resentido, para volver a mi puesto en la rueda
y gobernar de nuevo rumbo a Inglaterra, con una firme resolución ahora en mi
pecho, diciéndome: «No, nunca más; si pudiese soportarlo, lo haría; pero es
imposible, ¿cómo lo podré? Mañana por la noche, cuando el sol se ponga… sin
falta, Dios me valga… me mataré».
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—Sí —respondí—. Sí.
—Entonces —dijo—, hay otla elupción. De cuando en cuando palecen
olelse bocanadas como esa… y hay un vapol en el este que lesplandece… es
púlpula; mila si puedes vello…
Me abalancé por la estancia a una ventana que daba al este y la abrí para
mirar, pero hallándose la vista cortada por la fachada posterior de unos
almacenes, corrí de nuevo al teléfono, la dije jadeante que esperase y fue como
una tromba escaleras abajo, corriendo a donde podía alcanzar una buena vista al
este, hasta que al fin llegué al semáforo y subí a su cúspide, echando los bofes.
Miré a lo lejos, pero sólo pude contemplar todo el cielo despejado, excepto por
un apelotonamiento de nubes al noroeste, y el sol destellando en un espacio de
pálido azul, por lo que de nuevo volé a donde ella, para decirle:
—¡No puedo verla…!
—Entonces es que no se ha desplazado todavía lo bastante al noroeste —
respondió.
—¡Esposa mía! —grité inconteniblemente—. ¡Ahora eres mi esposa!
—¿Lo soy, por fin…? ¿Pero no he de morir?
—¡No! ¡Puedes escapar! ¡Corazón mío! Piensa si solamente pudiéramos
estar juntos durante una hora y reposar luego para siempre en el mismo lecho,
corazón con corazón… ¡cuán dulce!
—¡Sí, dulce! ¿Pero cómo escapar?
—Se desplazó antes lentamente… Ve pronto a esa embarcación que está
bajo la grúa; ya me has visto manipular a mí el aire líquido; aquella manecilla
bajo la esfera; toma aceite de aquel almacén cerca de la torre del reloj y empapa
con él cuanto esté roñoso… pero no pierdas tiempo; puedes gobernar con la
caña del timón y la brújula, rumbo noroeste-norte; saldré a tu encuentro en el
mar; anda, date prisa, yo voy también…
Yo estaba loco de felicidad. Me imaginaba tomándola en mis brazos y
teniendo sus pecas contra mi cara, paladeando sus labios, gimiendo de dicha y
diciéndola en un cuchicheo: «Esposa mía». Y hasta cuando supe que se había
marchado del teléfono ya, yo me quedé aún allí voceando roncamente:
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«¡Esposa mía! ¡Esposa mía!».
—Primero —le dije—, huiremos al oeste, a alguna de las minas de carbón del
condado de Somerset, o a las de estaño de Cornwall, donde dispondremos una
barricada contra la nube, aprovisionándonos para meses, pues podemos hacerlo
ya que disponemos de tiempo y estamos solos, sin muchedumbres que echen
abajo nuestro refugio; allí en la profundidad viviremos tranquila y dulcemente
hasta que haya pasado el desastre.
Y ella sonrió, pasó su mano por mi rostro y dijo:
—No, no. ¿Es que no confías en mi Dios? ¿Es que clees que lealmente me
dejalía molil?
Pues ella se ha apropiado para sí misma a Dios Todopoderoso, llamándole
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«mi Dios»… y ¡ay!, generalmente sabe también lo que está diciendo, y no
quería huir de la nube.
Y ahora me encuentro yo escribiendo tres semanas después en una pequeña
localidad llamada Château-les-Roses, no habiendo llegado hasta la fecha ni
nube venenosa, ni el menor síntoma de ella.
Pudiera ser que ella supusiera que yo estaba a punto de destruirme y hubiera
sido capaz… Pero no, no lo comprende, ni tampoco le preguntaré nunca.
Pero esto sí que lo comprendo: que es el Blanco el amo aquí; que aunque
venció sólo por un pelo, sin embargo venció; y puesto que El ha vencido,
danza, danza, corazón mío.
Pienso en una raza que se parezca a su madre; de vivo espíritu, de mente
clara, pía… como ella, todo humana, ambidextra, ambicéfala, de dos ojos…
como ella; y si, como ella, sus componentes hablan el inglés con la r convertida
en I, esto será estupendo, también.
Habrá comedores del fruto, supongo, cuando la carne que hay ahora se haya
comido; pero no es conocido que la carne es buena para los hombres; y si es
realmente buena, entonces la inventarán; pues ellos serán hijas de ella, y ella, lo
juro, toda sabiduría hasta el círculo más exterior en el cual está ordenado gire en
su órbita el órgano de la mujer.
Hubo un «predicador» —era un escocés llamado Macintosh o algo por el
estilo— quien dijo que el último fin del hombre estaría bien, y muy bien. Y ella
dice lo mismo; y el acuerdo de ambos forma una verdad. A lo cual yo ahora
digo: Amén, Amén, Amén.
Pues yo, Adán Jeffson, padre de una raza, dispongo, ordeno y decreto para
todo tiempo, percibiéndolo ahora: que la única divisa y consigna idónea para el
desenfreno y odisea de la Vida en general, y en especial para la raza de los
hombres, fue siempre, y sigue siendo ésta: «Aunque El me mate, sin embargo
yo confiaré en El».
FIN
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MATTHEW PHIPPS SHIELL (1865-1947), fue un prolífico novelista y
cuentista inglés de literatura fantástica, recordado particularmente por sus
relatos sobrenaturales y de ciencia-ficción. Se le llamó segundo Rey de
Redonda.
Matthew Phipps Shiell nació en la Isla de Montserrat (Indias Occidentales),
de madre mulata y padre en parte irlandés. Shiell se educó en las Islas
Barbados. Marchó a Inglaterra en 1885 y estudió lenguas y medicina en
Londres, donde se cambió el apellido por Shiel. Después de trabajar como
profesor y traductor, empezó a escribir cuentos para The Strand y otras revistas.
Su primera fama la debe a dos libros de cuentos grandemente influidos por
Edgar Allan Poe: Prince Zaleski (1895) y Shapes in the Fire (1896). Su primera
novela, The Rajah's Sapphire (1896), estaba basada en una trama de William
Thomas Stead, quien es probable que contratase a Shiel para escribirla.
Shiel debe su reputación a otro trabajo similar, un serial de ambiente
oriental con elementos de la actualidad, titulado The Empress of the Earth,
publicado en Short Stories de febrero a junio de 1898 y más tarde publicado en
libro como The Yellow Danger («El peligro amarillo»). El villano oriental de
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Shiel, Dr. Yen How, ha sido citado como antecedente claro del célebre Fu
Manchu.
The Yellow Danger fue el mayor éxito de Shiel durante su vida. El autor, sin
embargo, considerándolo un trabajo rutinario, siempre lo consideró una obra
menor. Hay en él influencias de H. G. Wells y de Jack London.
Su siguiente obra, titulada Contraband of War, trató sobre la Guerra
Hispano-Estadounidense; fue publicada también por entregas en la revista
Pearson's Weekly, entre el 7 de mayo y el 9 de julio de 1898. La novela
incorporaba, como en su anterior trabajo, nuevos datos a medida que los
acontecimientos se sucedían.
Hacia 1899-1900 concibió una serie de obras que hoy podrían considerarse
de ciencia-ficción: The Last Miracle (1906), The Lord of the Sea (1901) y,
sobre todo, la interesante The Purple Cloud (1901). En esta última, el personaje
de Adam Jeffson regresa en solitario de una expedición al Polo Norte, para
descubrir que una catástrofe mundial lo ha convertido en el último hombre vivo
sobre la Tierra.
Posteriormente, por motivos económicos, se vería obligado a escribir en
colaboración novelas románticas de misterio.
Shiel volvió a los temas actuales con The Yellow Wave (1905), sobre la
Guerra ruso-japonesa (1904-1905). The dragon (1913) no obtuvo ningún éxito,
y Shiel abandonó la escritura durante diez años.
Posteriormente escribió cinco obras de teatro que evidenciaban sus ideas
políticas radicales. Hacia 1922 retornó a la novela con diez obras más, además
de revisar antiguos trabajos. Dedicó luego largo tiempo a una traducción «real»
del Evangelio de San Lucas, profusamente comentado. En 1931 consiguió una
pensión con ayuda de un joven poeta y bibliófilo, John Gawsworth, quien
obtuvo de él el permiso para terminar muchos de sus fragmentos de obras, que
firmaba como coautor.
Shiel se casó dos veces y ambos matrimonios fracasaron.
Publicó alrededor de 30 libros, incluyendo 25 novelas y varios libros de
cuentos, ensayos y poemas. The Purple Cloud («La nube púrpura») sigue
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siendo considerada su obra más importante. Stephen King la ha citado como
inspiración para su novela Apocalipsis.
Algunos de sus cuentos de terror (entre los que cabe destacar The Race of
Orven (1895), The S.S. (1895), The Stone of the Edmundsbury Monks (1895),
Xelucha (1896),A Shot at the Sun (1903), The House of Sounds (1911) y The
Primate of the Rose (1928)) siguen reeditándose, pero la mayor parte de sus
novelas ha sido relegada al olvido.
Como King Felipe, Shiel fue supuestamente el segundo rey del Reino de
Redonda, una pequeña isla deshabitada de las Indias Occidentales, situada a
escasa distancia del noroeste de Montserrat, donde nació. La leyenda de
Redonda fue probablemente inventada por el propio Shiel (para más detalles,
véase Reino de Redonda).
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