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La Filosofía de Julián Marías Como Método para Pensar La Justicia Social Y La Felicidad

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SCIO. Revista de Filosofía, n.

º 16, Julio de 2019, 83-113, ISSN: 1887-9853

LA FILOSOFÍA DE JULIÁN MARÍAS COMO MÉTODO


PARA PENSAR LA JUSTICIA SOCIAL
Y LA FELICIDAD

THE PHILOSOPHY OF JULIÁN MARÍAS AS A METHOD


FOR STUDYING SOCIAL JUSTICE AND HAPPINESS

Lourdes García del Portilloa*


Fechas de recepción y aceptación: 5 de enero de 2019, 9 de mayo de 2019

Resumen: Este trabajo analiza los conceptos de justicia social y feli-


cidad en la filosofía de Julián Marías con el fin de alcanzar tres metas:
comprender su sentido; mostrar cómo pudo llegar a visiones originales
de ellos gracias a que su teoría está fundamentada en una metafísica, y
alumbrar cómo esta es un método para que podamos seguir pensando.
Para ello, se revisan las tres grandes perspectivas filosóficas de Marías
–la estructura analítica, la empírica y la de la persona– para indagar qué
se entiende por justicia social y felicidad. Asimismo, desde cada uno
de estos puntos de vista se buscan las conexiones entre ambos temas.
Finalmente se analiza si es verosímil esperar que haya una vida tras la
muerte biológica, puesto que, según el filósofo, la perduración es una
condición necesaria para que sea posible tanto la verdadera felicidad
como la justicia social derivada de ella.
Palabras clave: Julián Marías, justicia social, felicidad, persona,
amor.

a
Doctoranda en la Universidad Pontificia Comillas y la Universidad Ramón Llull.
*
Correspondencia: Universidad Pontificia Comillas. Calle Alberto Aguilera, 23. 28015 Madrid.
España.
E-mail: lgarciap@comillas.edu
84 Lourdes García del Portillo

Abstract: This work analyzes the concepts of social justice and


happiness in the philosophy of Julián Marías in order to achieve three
goals: to understand its meaning; to show how he grasped his original
views thanks to his methaphysics-based theory: and to reveal how this
is a method for us to continue thinking. To this end, the three great phil-
osophical perspectives of Marías –the analytical structure, the empirical
one and the metaphysics of the person– are reviewed to study what can
be understood as social justice and happiness. Likewise, from each of
these points of view the connections between both topics are sought.
Afterwards, the plausibility to expect life after biological death will be
analyzed, since, according to the philosopher, endurance is a necessary
condition for both true happiness and its derived social justice.
Keywords: Julián Marías, social justice, happiness, person, love.

1. Introducción

Todo gran metafísico nos dona en sus obras dos tesoros: por una parte, el
precipitado de su interpretación filosófica; por otra, el método o camino por
el que fue llegando a sus teorías, de tal manera que es posible afirmar que, en
definitiva, lo que nos brinda es una nueva forma de comprender la realidad
desde la que podemos seguir pensando. Asimismo, dentro de ese grupo de
metafísicos hay autores que elaboran sus obras con un lenguaje y un estilo
muy técnico y especializado, de suerte que son textos que están destinados a
aquel público minoritario que se dedica a estudiar a fondo las obras y métodos
filosóficos. Otros metafísicos, en cambio, han tenido la pretensión de querer
alumbrar con su pensamiento no solo a académicos y especialistas, sino a la
sociedad en general; y para ello han forjado un estilo literario que busca ser
atractivo y repristinar el lenguaje comunal. Desde el punto de vista que aquí
se sostiene, ese ha sido el caso tanto de Julián Marías como de su maestro
Ortega. Gracias a estos dos autores, la sociedad española e iberoamericana
ha contado durante décadas con artículos, ensayos y libros que han incitado
a todo tipo de personas a reflexionar sobre la realidad. Y, sin embargo, el
lado oscuro de esta forma de hacer filosofía es que muchas veces la belleza y
originalidad del lenguaje distrae, de tal manera que el lector resbala sobre los
conceptos o entiende que, por ser doctrinas claras y expresivas, están exentas

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de la complejidad y la sistematicidad propias del método metafísico. En ese


sentido, este trabajo pretende profundizar en dos temas sobre los que Julián
Marías meditó mucho: la justicia social y la felicidad. Pero se aspira a mostrar,
al mismo tiempo, cómo el autor llegó a elaborar teorías innovadoras acerca
de estos dos conceptos gracias a que su punto de vista estaba instalado en una
honda y rigurosa raíz filosófica. Con ese fin, se analizarán los fundamentos
de las tres grandes perspectivas de su pensamiento –la estructura analítica, la
estructura empírica y la persona– para mostrar cómo estos tres niveles filosó-
ficos son los pilares desde donde Marías fue elaborando sus teorías acerca de
los dos temas aludidos. Asimismo, con objeto de evidenciar cómo su método
es un camino abierto para seguir meditando, indagaremos desde cada uno de
esos tres puntos de vista las posibles conexiones entre ambos términos. Por
último, nos cuestionaremos si cabe la posibilidad de que nuestra vida perdure
tras la muerte puesto que, para Julián Marías, es esta una condición necesaria
para llegar a una justicia social y una felicidad plenas.

2. La metafísica de la razón vital de Ortega como punto de partida

El pensamiento de Julián Marías asienta su base, como él mismo reco-


nocía, en la filosofía de la razón vital de José Ortega y Gasset. Por ello, una
buena porción de su obra está dedicada a comprender y profundizar en la de
su maestro, lo que con el tiempo le ayudaría, como veremos, a perfilar cada
vez con más vigor su propia perspectiva filosófica. Pero, antes de adentrarnos
en su doctrina, nos interesa apuntar brevemente en qué consiste su método, es
decir, qué entendían estos dos autores por filosofía y metafísica.
Dos principios rigen el método filosófico, señala Ortega en Qué es filo-
sofía: la autonomía y la pantonomía. La filosofía es autónoma en cuanto a
que deja a un lado las interpretaciones sociales vigentes y busca una idea
indubitable de la realidad en la que poder apoyarse y desde la que reconstruir
mediante un método sistemático una teoría justificada. Al mismo tiempo es
pantónoma debido a que, una vez que ha hallado esa certidumbre radical, no
se contenta con analizar uno u otro aspecto de la realidad como el resto de las
ciencias, sino que aspira a comprender la totalidad de cuanto hay (2008: 268-
283). Además, para Julián Marías, la filosofía de su maestro es metafísica,

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entendiendo por tal aquella ciencia que se afana en buscar la realidad radical,
es decir, aquella realidad que, por una parte, es radical porque es lo que que-
da cuando elimino todas mis teorías e interpretaciones y, por otro, es radical
también en cuanto a que en ella radican el resto de realidades (1954a: 38-39).
Por tanto, la doctrina de Ortega parte primero de la búsqueda de una reali-
dad indubitable, que me sea presente más allá de las interpretaciones que ten-
go; una realidad que, además, envuelva el resto de realidades, de suerte que
desde ella pueda intentar comprender intelectualmente la totalidad de cuanto
hay elaborando una teoría sistemática y justificada. Para Ortega, entonces, la
realidad radical desde la que empezar esa aventura metafísica es mi vida.
Pero, para comprender mejor la innovación de su pensamiento, antes de
analizar la idea “mi vida” como realidad radical, vamos a detenernos en el
concepto estructura del que se sirvió Ortega en Meditaciones del Quijote, y
que tendrá gran importancia en la metafísica posterior de Julián Marías. Una
estructura para Ortega, señala su discípulo, es en principio “elementos + or-
den” (1983a: 11). Toda filosofía regida por el principio de pantonomía se afa-
na en conocer la estructura de la totalidad. Desde este punto de partida puede
señalarse que la filosofía realista entendió así que la realidad de la que brota
todo lo que hay es la naturaleza, una estructura en la que sus ingredientes es-
tán ordenados a partir del orden invariable del ser. Por tanto, desde este marco
interpretativo, todo aquel que quiera entender lo que hay tiene que buscar el
ser de las cosas y adecuar su pensamiento a ellas (siendo él mismo parte de la
naturaleza a la que se tiene que adecuar). En cambio, el movimiento idealista,
a partir de Descartes, asumió que la realidad radical es la conciencia, de suerte
que esta se convierte en la estructura que contiene la realidad. Todo lo que
hay existe porque lo encuentro yo en cuanto sujeto pensante. Por eso, el idea-
lismo para entender la totalidad se afana en estudiar la estructura del cogito
humano. Pero, al mismo tiempo, parte de la base de que toda conciencia ha
de regirse igualmente por el orden invariable del ser y, por ello, su pretensión
es nuevamente adecuar su pensamiento a ese orden. El problema derivado de
este marco interpretativo, señala Ortega, es que el filósofo idealista no duda
de que está pensando; y, sin embargo, el contenido de su reflexión ya no es tan
incuestionable. La existencia de la naturaleza para el hombre antiguo era una
creencia de la que partía al pensar. Pero el moderno, encerrado en su mente,
vacila y no encuentra el camino para determinar si todo lo que se le aparece

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es un mero contenido de su intelecto o si, además, existe más allá de él. Este
problema, conocido como el de la comunicación de las sustancias, llevado a
su radicalidad implica en el orden de la vida cotidiana no saber si realmente
todas esas personas a las que tratamos a diario, aquellas a las que amamos u
odiamos, son tan solo una idea de nuestra psique o si tienen realidad, pense-
mos en ellas o no (2008: 332).
Para Ortega, en cambio, la realidad radical no es ni la naturaleza, ni la
conciencia, sino mi vida. Y según Julián Marías, su maestro llegó a esta idea
muy pronto. Ya en 1913 escribió tres artículos en los que discernía entre el
acto de percepción que ejecutivamente acepta de buena fe, de manera espon-
tánea lo que encuentra, y aquel segundo acto posterior y, por tanto, derivado
del primero, en el que se centra la fenomenología de Husserl, que es aquel
que se dedica a contemplar en una postura espectacular y descriptiva aquello
que previamente ha percibido. Un año después, en su Ensayo de estética a
manera de prólogo, Ortega volvía a ahondar en la cuestión. Para ello, dife-
renciaba dos realidades: la cosa y la persona. Cosa es todo aquello que puedo
utilizar. Persona es aquello que no puedo usar en la medida en la que no la
puedo poseer. Para Ortega, el único ejemplo claro de persona soy yo porque
a un “tú” o a un “él” puedo tratarlos como cosas. En cambio, yo a mí mismo
no puedo cosificarme. La razón estriba en que cuando encuentro algo, como
acabamos de ver, en primer lugar, lo percibo, y solo en un segundo acto puedo
contemplar espectacularmente lo percibido y reflexionar acerca de ello. Para
pensar en Fulanito, tendré que haberlo encontrado de alguna manera. Pero,
posteriormente, puedo segregar una idea de él y tratarle desde esa imagen, de-
teniéndolo, determinándolo, cosificándolo. En lo que respecta a mí, también
me encuentro a mí mismo, aunque de entrada ese descubrimiento me muestra
una realidad muy distinta a la de cualquier otra persona. Mi percepción de
Fulanito subiendo unas escaleras nada tiene que ver con la que tengo de mí
mismo subiéndolas, sintiendo el esfuerzo de mis músculos, el fuelle de la
respiración. En mi encuentro conmigo mismo, señala Ortega, me descubro
en cuanto intimidad. Pero, además, no puedo cosificarme, o al menos no del
todo, porque por mucho que segregue una idea de quién soy, mi vida sigue
ejecutándose aquí y ahora, sin dejarse apresar del todo por ninguno de mis
pensamientos. Se escapa de cualquier barrote intelectual en la que pretenda
encerrarla. Es inefable e inabarcable. De ahí que, según Ortega, el pecado

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original de la modernidad fuera adoptar la postura subjetivista, según la cual


lo más cerca de mí en cuanto a conocimiento soy yo. Para el filósofo español,
en la medida en que estoy apareciendo ejecutivamente aquí y ahora, estoy a la
misma distancia de mi pensamiento que el resto de lo que encuentro. A última
hora soy inapresable (Marías, 1959a). Por eso, señala Marías, la pretensión
de la fenomenología es imposible porque es la misma realidad la que es eje-
cutiva y “cuando el fenomenólogo cree estar tratando con un yo fenomeno-
lógicamente reducido, con un yo-conciencia, es su yo ejecutivo, plenamente
real, quien opera con una imagen pretérita de su yo, que antes también fue
ejecutivo” (Marías, 1959a: 263).
Asimismo, añade Marías, su maestro en El hombre y la gente enarbolaría
un segundo argumento de por qué la conciencia no puede ser la realidad ra-
dical. Desde ese razonamiento, además, se da una solución al problema de la
comunicación de las sustancias. Según Ortega, el Otro no puede aparecer en
mi vida como un alter ego, tal y como escribía Husserl. No tengo en primer
lugar conciencia de mí mismo y luego por una transposición analógica llego a
la deducción de que el Otro es como yo, fundamentalmente por dos razones:
porque las otras personas no se aparecen en mi vida tal y como me percibo yo.
Recordemos que la imagen de Fulanito subiendo las escaleras poco tiene que
ver con la percepción que tengo de mí mismo mientras las subo. Pero es que,
además, añade Ortega, si en mi vida no apareciera un “tú”, nunca me encon-
traría “yo”. De hecho, primero descubro a los otros, y solo pasado un tiempo y
gracias a ellos puedo desvelarme como una realidad parcialmente diferente e
irreductible a la suya. Cuando trato a Fulanito, descubro que tiene mucha agi-
lidad subiendo escaleras, mientras que a mí me cuesta un poco más. En cam-
bio, mientras él es torpe realizando operaciones matemáticas, yo me desvelo
como aquel que tiene facilidad para hacerlas. Soy bajo porque la mayoría de
las personas que me rodean son altas. Soy tacaño, cuando caigo en la cuenta
de que otras personas son generosas. Por eso, según Marías, que asume lo que
dice Ortega, antes que un alter ego soy un alter tu. Solo porque de entrada
desde que empiezo a vivir encuentro a otras personas, puedo desvelar poco a
poco mi propia realidad (1959b: 285-287). Así que, continúa Marías, no cabe
ninguna forma de solipsismo (1989: 282). Porque, como señala Sánchez-Ro-
mero, no coexistimos paralelamente como si fuéramos vías de un tren, sino
que la vida humana es intrínseca convivencia o intervida (2016: 34).

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La realidad radical, entonces, previa a cualquiera de mis pensamientos o


interpretaciones, es mi vida ejecutiva, esta que encuentro aquí y ahora que,
además, no se constituye como un recinto cerrado, sino como un escenario
abierto que comprende todo lo que encuentra. Pues bien, una vez que Ortega
llega a esta idea, que le parece indubitable, su siguiente paso metodológico
fue elaborar, siguiendo el principio de pantonomía, una doctrina capaz de
conquistar intelectualmente todo cuanto hay. Y como la realidad se constituye
en mi vida y en ella encuentro otras vidas semejantes a la mía, el filósofo se
dedicó a gestar lo que denominó la teoría general de la vida humana. Es lo que
posteriormente Julián Marías llamó la estructura analítica de la vida humana.
En ella se recogen aquellos ingredientes ordenados que encuentro en cada
una de las vidas humanas. Se trata, por tanto, de una estructura universal y a
priori en cuanto a que se repite en cada vida, pero a la que de ninguna manera
Ortega llegó de forma apriorística, sino contemplando su vida en relación con
las de los demás. Igualmente, el pensador señaló desde el principio que su
doctrina era inevitablemente abstracta, al contener solo aquellos aspectos que
son iguales en cada vida y no la totalidad de cada una de ellas. Sus conceptos
eran lo que él denominaba leere stellen, lugares vacíos que han de rellenarse
con la vida concreta de cada persona (1983a: 71-72). Por último, como apunta
De Nigris (2012), es necesario destacar que, aunque Ortega llevó a cabo un
estudio de la vida humana como Heidegger, sus resultados fueron desde el
principio distintos. La razón se encuentra en que, mientras que la pretensión
que animaba el pensamiento filosófico del alemán era descubrir el sentido
general del ser a través del análisis del Dasein o existir humano, el español se
afanó en dejar que fuera el movimiento de la propia vida el que le mostrara su
orden, sin imponerle a priori el principio de identidad del ser.

3. La justicia social y la felicidad en la estructura analítica


de la vida humana

Señala Julián Marías que la fórmula que mejor condensa el pensamiento


de Ortega es su famosa frase de Meditaciones del Quijote (1914): “yo soy yo
y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. El primer “yo” es mi
vida en su totalidad, es mi persona, que a su vez, a efectos analíticos, podemos

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descomponer en dos ingredientes en constante interacción dinámica: el se-


gundo “yo” de la fórmula y “circunstancia”. La circunstancia, señala Marías,
es lo que me circunda o rodea; todo aquello que encuentro en ese escenario
que es mi vida y que no elijo. Forman, por tanto, parte de mi circunstancia el
universo entero, la sociedad y mi familia, así como mi cuerpo, incluida mi psique.
Es parte de mi circunstancia también mi pasado, que encuentro en mi vida en
forma de biografía.
El segundo “yo” de la fórmula, en cambio, es lo que hago con todo aque-
llo que encuentro en mi circunstancia y no elijo. Mi vida es, por tanto, un
quehacer circunstancial. Pero, a diferencia de los animales, señala Ortega,
no cuento con el programa predefinido de existencia que son los instintos,
así que, quiera o no, me veo abocado a imaginar no solo lo que voy a hacer
al momento siguiente, sino todo un proyecto de actuación en el que quiero
realizarme, una figura de vida en la que aspiro a convertirme. Mi vida es,
entonces, intrínseca e inexorablemente libre en la medida en que no solo no
está predeterminada, sino que soy yo quien tengo que elegirme anticipan-
do una imagen de mí mismo. Y como esto significa que tengo que lanzar o
proyectar mis propias posibilidades hacia adelante, según Julián Marías, mi
vida es futuriza, es decir, está inclinada al porvenir (1981: 177-200). Por otra
parte, como todo lo que voy haciendo lo retengo en mi pasado y es lo que voy
siendo, lo que estoy configurando a través de cada acto es mi propia realidad
personal. Por ello, mi vida, señala De Nigris, lejos de responder al orden dado
y predeterminado del ser, está regida por una pregunta radical: ¿quién soy?,
que configura el orden de su estructura abierta (2005: 85-97).
Pero, entonces, si todo lo que encuentro se me aparece ya desde el proyec-
to o pretensión en el que quiero realizarme, señala Marías, mi circunstancia
no está ya dada, ni es la suma de una serie de cosas, sino que se me aparece
como un sistema de facilidades o dificultades para que realice mi proyecto
(1981: 177-200). Mi punto de vista no solo no deforma la realidad, como his-
tóricamente ha creído el subjetivismo, sino que la ordena. Es decir, según el
filósofo, mi perspectiva personal es la organización real de la realidad (1983b:
370-376). Todo lo que encuentro se me aparece, en definitiva, no como rea-
lidades determinadas, sino como un haz de posibilidades para que yo sea
alguien. Por ejemplo, si tengo la pretensión de estudiar filosofía, el vivir cerca
de una biblioteca plagada de libros se me aparece como una facilidad para que

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realice mi proyecto. En cambio, si sueño con ser electricista lo más probable


es que ni siquiera sepa que todos esos vetustos libros están a poca distancia
de mí.
Ahora bien, hay que recordar que voy descubriendo quién soy gracias a
que otras personas, otros “tús” se han manifestado como parcialmente dife-
rentes a mí. Pero, además, añade Ortega en El hombre y la gente (1949-1950),
desde que nazco me encuentro a esos prójimos interactuando entre ellos gra-
cias a que todos comparten la interpretación que es propia de la sociedad. El
niño ve desde el principio que sus padres y familiares se entienden a través de
un mismo idioma y que actúan en la gran mayoría de las ocasiones siguiendo
unos patrones y comportamientos transpersonales (2010: 237).
Una sociedad, escribe Marías, es un conjunto de personas que se rigen
por un mismo sistema de vigencias sociales. En su libro La estructura so-
cial (1972), el filósofo se detiene a analizar minuciosamente en qué consisten
tales vigencias y cómo funcionan. Aquí nos contentaremos con mostrar sus
rasgos fundamentales. Se tratan estas de interpretaciones transpersonales que
funcionan en nuestra vida de forma mecánica. Hablamos una lengua porque
es la que se habla; celebramos la Navidad en diciembre porque es un uso
social asentado en Occidente; escribimos a ordenador o en papel porque es
donde se escribe. Asimismo, hay distintos tipos de vigencias sociales, de-
pendiendo del rol que desempeñan en nuestra vida. Aquí nos interesa centrar
nuestra atención en dos: las creencias y las ideas. Las creencias son vigencias
sociales implícitas, son interpretaciones de las que vivimos hasta el punto de
que, según Ortega, no son contenidos mentales enunciables, sino continentes.
Por ejemplo, creo que el suelo es estable y como vivo de esa interpretación, ni
la pienso. Pero si hay un terremoto y la tierra me sacude dejaré de creer en su
solidez, y tendré que pensar qué es lo que está pasando. Entonces, segregaré
una interpretación explícita, la idea de que ha podido haber un seísmo. En la
creencia estaba, era mi continente. A la idea, en cambio, he tenido que llegar
mediante la reflexión. Gracias a ese quehacer mío he arribado a una nueva in-
terpretación, esta vez explícita, que, a su vez, inevitablemente ha modificado
mi perspectiva de quién soy frente a la realidad. Porque ya no soy quien cree
que el suelo es estable, sino quien piensa que la tierra suele estar tranquila,
pero, a veces, se tambalea poniendo en riesgo mi vida. Y, aunque esa perspec-
tiva a la que he llegado es individual, como la he pensado puedo trasladarla al

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lenguaje y compartirla con los demás. Por esa razón, el ser humano es histó-
rico puesto que, aunque las vigencias sociales cuentan con una cierta perma-
nencia, en su subsuelo se están continuamente remodelando a medida que los
miembros de la sociedad conviven e interactúan. Es más, cabría decir que, si
nos vamos al detalle, cada persona que viene al mundo, al ser una perspectiva
única, por el hecho de interpretar espontáneamente las vigencias sociales que
encuentra, aun sin pensar, con su mero comportamiento está ya introduciendo
una innovación en la estructura de la sociedad. Asimismo, existe una unidad
de medida, la generación, que nos permite conocer cómo se producen los
cambios históricos. De esta manera, como analiza minuciosamente Marías en
El método histórico de las generaciones (1967), cada quince años aproxima-
damente, todas esas reinterpretaciones personales cristalizan en un sistema de
vigencias parcialmente distinto del anterior. Pero, aún así, evidentemente, esa
novedad se produce reformando lo que han hecho las generaciones previas,
de suerte que la estructura social está ordenada por un argumento compartido
que se va gestando históricamente y que está, a su vez, dirigido en última
instancia por la pretensión o proyecto colectivo.
La sociedad cumple así, según Ortega, tres grandes funciones en nuestra
vida: en primer lugar, nos mantiene a la altura de nuestro tiempo, es decir, nos
permite despertar a la vida envueltos ya por una serie de interpretaciones so-
bre lo que podemos y no podemos hacer. En segundo lugar, fomenta nuestro
encuentro con los otros gracias a que las vigencias son formas transpersonales
de entender la realidad. Por último, al dictarnos qué debemos hacer en la ma-
yoría de las situaciones de la vida, las vigencias sociales nos dejan en franquía
para que podamos dedicarnos a realizar nuestro propio proyecto personal.
A la luz de estas tres funciones que desempeña la sociedad en nuestra vida,
Julián Marías en La justicia social y otras justicias sostiene que la “justicia
social ha querido siempre decir aquella situación en que se da «a cada uno lo
suyo», entendiendo por «lo suyo» aquello a que tiene derecho, aquello que
necesita tener para vivir al nivel que históricamente está establecido en la so-
ciedad a la que pertenece y que, por tanto, es realmente posible” (1979: 26).
Cuando una sociedad es justa, nos brinda a través de sus vigencias todo el
precipitado de interpretaciones de nuestros antepasados, lo cual nos permite
buscar nuestro proyecto personal. En cambio, cuando una sociedad se estanca
o vuelve a vivir de interpretaciones antiguas se produce el fenómeno que se

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ha denominado primitivismo o arcaísmo. Entonces se acomete la mayor de


las injusticias, porque la sociedad fuerza a la persona a vivir por debajo de
sus posibilidades y enturbia su camino tanto a la hora de encontrarse con sus
prójimos como de comprender su proyecto personal.
Porque no olvidemos que, aunque mi vida es intrínsecamente social, lo que
verdaderamente la define es que no está dada, sino que es ejecutiva, está ha-
ciéndose aquí y ahora, así que no la poseo nunca del todo, por ser una misión
circunstancial que yo mismo tengo que entender. Ahora bien, como recuerda
Marías, según Ortega, no se trata de que pueda elegir de forma caprichosa
cualquiera de las múltiples posibilidades que se me van abriendo. Primero,
porque la historia como precipitado de lo que han realizado mis antepasados
me marca un límite: si vuelvo a hacer lo que ya hicieron ellos me cosifico.
En segundo lugar, porque es mi propia vida la que desde sus profundidades o
fondo insobornable me llama a realizar un proyecto concreto. Este quehacer
irrenunciable que voy descubriendo a medida que vivo es al que el filósofo
denomina vocación. Frente a todos los caminos posibles, señala Marías, el
de mi llamada personal se me aparece siempre como el mejor. De ahí que
la vida humana además de libre sea intrínsecamente moral (1981: 281-282).
Cada uno de nosotros es responsable ante el tribunal que es su vida; es justo
o injusto dependiendo de si sus actos atienden a su vocación. La ética de
Ortega y Marías es, entonces, la de la autenticidad. Y cada uno de nosotros,
siendo inevitablemente libres, podemos cumplir con ese proyecto que nuestra
vida nos propone o desatenderlo. El problema es que, si elegimos el segundo
camino, señala Marías, nos falseamos y cosificamos en la medida en que nos
mantenemos en los proyectos vitales que ya ensayaron otros en vez de ahon-
dar en nuestra perspectiva personal.
Pues bien, como señala el filósofo en su libro La felicidad humana, desde
el punto de vista de la estructura analítica, lo que acontece cuando descubro
quién soy, cuando logro realizar mi proyecto irrenunciable, es que soy feliz.
Y eso supone a su vez que, al ser la vida futuriza, somos felices en la medida
en que creemos que vamos a poder seguir convirtiéndonos en ese personaje
al que llama nuestra vocación (1989: 31-36). De esta manera, para el filósofo,
la felicidad es siempre una cuestión personal, de suerte que podemos extraer
una primera vinculación entre los dos temas que aquí nos ocupan y que es
la siguiente: la sociedad es un instrumento de mi circunstancia que me abre

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posibilidades para que yo pueda desvelar quién soy, así que, en la medida en
que es justa, me ayuda a que pueda ser feliz. Pero por muy afinada que esté
la sociedad como herramienta, la felicidad a última hora es personal, es una
empresa que tengo que realizar yo.
Por eso, a menudo me desoriento y no sé qué hacer. En esos momentos
en los que la sociedad ya no me sirve es cuando, como veíamos antes, tengo
la posibilidad de usar esa otra herramienta que es el pensamiento o la razón,
reinterpretando las vigencias sociales para llegar a mi propio punto de vista.
Pero si mi intelecto a lo que se dedica no es a adecuar mis ideas al ser de la
realidad, como pretendieron el realismo y el idealismo, sino a adecuar la cir-
cunstancia a mi proyecto de ser alguien (De Nigris, 2015: 27), la razón última
no es el pensamiento o la conciencia. La verdadera razón, señala Marías, es
mi vida en cuanto “aprehensión de la realidad en su conexión” (1981: 144).
La vida es, por tanto, teoría intrínseca (1983a: 58-63). Y como es una fuente
de la que constantemente mana mi razón personal, si quiero comprenderla no
me queda otra que reflexionar acerca de ella una y otra vez. De esta manera,
según De Nigris, aunque la vida humana en cuanto razón o aprehensión de la
realidad en su conexión es siempre en alguna medida comprensiva, a lo que
me apela en todo momento es a seguir comprendiendo lo que me rodea, a
seguir estableciendo conexiones entre la realidad que me circunda desde mi
pretensión personal (2005: 23-26).
Pues bien, a esa necesidad de comprender y ahondar en lo que me circunda
a través de mi proyecto de ser alguien es a lo que Ortega en Meditaciones del
Quijote denomina amor. Cuando amamos, señala el filósofo, lo amado se nos
aparece como imprescindible, de suerte que no podemos ni imaginar un mun-
do en el que yo esté y lo amado no. Y es esa necesidad radical de comprender
a lo amado en mi vida lo que me incita a llevarlo a la plenitud de su signifi-
cado internándome en sus propiedades. Así descubro que lo amado necesita
a su vez de otras realidades, y al ser imprescindibles para él también lo son
para mí. El amor, por tanto, “va ligando cosa a cosa y todo a nosotros en firme
estructura esencial” (2004a: 748-749).
De esta manera, es ese movimiento amoroso el que me permite seguir
comprendiendo, reinterpretando, salvando constantemente mi circunstancia
con el objeto de desvelar y realizar mi proyecto de felicidad. Ahora bien, aun-

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que el fin de mi vida parece ser hallar la felicidad, que siempre es personal,
una consecuencia derivada de ese movimiento amoroso, salvífico, es que, a su
vez, estoy dilatando el grado de justicia de mi sociedad. La razón es eviden-
te: salvar mi circunstancia, señala Marías, es convertirla en mundo (1983b:
399-402), es decir, es personalizar todo lo que encuentro reinterpretando el
sistema de vigencias sociales para alojar en él las conexiones que establece
mi propio punto de vista. Pongamos un ejemplo: podemos imaginar que uno
de los grandes proyectos personales de Thomas Edison, es decir, una de las
fuentes de su felicidad, fue descubrir la luz eléctrica; y, sin embargo, esa
empresa felicitaria suya trajo consigo una dilatación sin precedentes de las
posibilidades de vida del hombre actual1.
A la luz de lo apuntado anteriormente, por tanto, desde el nivel de la es-
tructura analítica de la vida humana podemos llevar a cabo la siguiente re-
flexión: para Ortega y Julián Marías la sociedad es justa en la medida en que
sus vigencias sociales están a la altura de los tiempos, es decir, en la medida
en que me permiten comprender el precipitado de todos los proyectos de mis
antepasados de suerte que yo pueda buscar los míos propios. Ahora bien, eso
convierte a la sociedad en una mera herramienta porque el fin de mi vida o
felicidad es siempre un proyecto personal de amor circunstancial (De Nigris,
2005: 111-114), de tal manera que en la medida en que soy justo o auténtico,
como consecuencia derivada, hago justa mi sociedad.

4. La justicia antropológica y la felicidad del Hombre

Le parece acertada, entonces, a Julián Marías la idea de Leibniz de que “la


felicidad es a las personas lo que la perfección a los entes” (1989: 254), por-
que, como veíamos previamente, nuestra perfección o fin radica precisamente
en buscar e intentar realizar nuestro proyecto de amor circunstancial. Pero eso

1
Gracias, en buena medida, al descubrimiento de Edison posteriormente llegaría el desarrollo de la
electrónica que, según Julián Marías, es, junto con la energía nuclear, el factor técnico más importante
e influyente en la transformación del mundo y de las condiciones de la vida humana en el siglo xx. Tal
es así que el filósofo dedicó su libro Cara y cruz de la electrónica (1985) a ahondar en los cambios que
se han producido gracias a la técnica electrónica.

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al mismo tiempo supone que, como señala Ortega en Historia como sistema,
la vida humana no es un ser sino un gerundio, “un faciendum y no un factum”
(2006: 65). Y, si queremos hablar de naturaleza humana, añadirá Marías, ne-
cesariamente tendremos que asumir que esta está en expansión (s. f.: 15).
Esa idea, la de que nuestra naturaleza o consistencia se está dilatando, lle-
vó a Marías, como narra en el prólogo de 1983 de Antropología metafísica,
a caer en la cuenta en 1949 de que, entre la estructura analítica, universal y a
priori que compartimos todos los seres humanos y mi vida personal, ejecuti-
va, que estoy haciendo yo aquí y ahora, hay además una estructura intermedia
que es, precisamente, aquella que estamos modificando cada uno de nosotros
con nuestro vivir.
Y esta no consiste solo en la estructura social, aunque la estructura social
forma parte de ella. Aclaremos mediante un par de ejemplos lo que se quiere
decir: los investigadores de los últimos siglos han hecho hallazgos que han
cambiado sustancialmente el sistema de vigencias sociales, pero, sobre todo,
lo que han conseguido es que se transforme el ser humano en su totalidad, de
suerte que hoy vivimos más, nos alimentamos mejor y tenemos, en general,
una calidad de vida mayor. Asimismo, cuando tras un denodado esfuerzo pro-
yectivo se reforesta un bosque o mejora la calidad de los mares, no es solo
que se haya producido un cambio en la estructura social –que también–; es
que se ha alcanzado, de nuevo, una transformación del ser humano, que ne-
cesariamente comprende el planeta como parte de su realidad. Cuando perso-
nalizamos la circunstancia, comprendiéndola desde la perspectiva de nuestro
proyecto auténtico personal, lo que logramos, al mismo tiempo, es aquilatar
la totalidad de la realidad, y esa transformación se sedimenta en lo que Julián
Marías denominó la estructura empírica de la vida humana.
Se trata esta de una de las estructuras que compone la estructura analíti-
ca, es decir, toda estructura analítica contiene necesariamente una estructura
empírica. Y, sin embargo, cada una de estas estructuras cuenta con una serie
de rasgos distintos. Mientras que la estructura analítica es universal, es decir,
está compuesta por requisitos permanentes y necesarios sine quibus non para
que haya vida humana, la estructura empírica no es válida para todo tiempo
y lugar, pero sí tiene cierto carácter estructural y configurador que, aunque la
hace estable, a su vez le permite aparecer como “el campo de posible varia-

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La filosofía de Julián Marías como método para pensar la justicia social... 97

ción de la vida humana” (1983a: 75). De ahí que mientras que Ortega halló
la estructura analítica mediante la indagación de sus rasgos esenciales, como
en el caso de la estructura empírica sus requisitos no son necesarios para
que haya vida humana, solo puedo descubrirlos mediante la experiencia. El
ejemplo de E. T. que cita Helio Carpintero nos sirve para comprender a qué
parte de la realidad humana se refiere Marías cuando habla de la estructura
empírica. Porque, aunque desde el punto de vista de la estructura analítica, el
extraterrestre de la película cuenta con los mismos caracteres que nosotros, es
decir, es vida humana; desde el punto de vista de la estructura empírica difiere
al menos en cuanto a que su instalación corpórea y mundana es distinta (2008:
91). Asimismo, es posible imaginar un mundo en donde las personas tuvieran
alas, tres piernas o cuatro brazos. O un planeta en el que no existieran hom-
bres y mujeres, sino un solo tipo de vida que sería igualmente humana siem-
pre y cuando contuviera todos los requisitos necesarios que hemos revisado.
Pues bien, mientras que la filosofía, tal y como hemos visto, se ocupa de
la vida humana en general, según Julián Marías, la ciencia que estudia el con-
junto de estructuras que componen el Hombre o la estructura empírica es la
antropología. Pero, a su vez, como su antropología está fundada en la filosofía
de la razón vital de Ortega, va a ser una antropología metafísica (1986: 12).
Desde ella, el pensador nos conduce a nuevas visiones de lo que es la
justicia social y la felicidad. Pero para no quedarnos en la superficie de su in-
terpretación necesitamos revisar al menos sucintamente tres de los conceptos
capitales de su antropología: instalación, vector y trayectoria.
Según Marías, históricamente la filosofía se ha centrado en el verbo ser,
que denota inherencia y permanencia. Pero existe en el español un término,
el verbo estar, que no aparece en otras lenguas y que cuenta con una serie de
rasgos que lo hacen especialmente apropiado para comprender la estructura
empírica de la vida humana, ya que, por una parte, mientras que el ser puede
referirse también a cualquier forma de irrealidad, ideal o ficticia, el estar hace
mención siempre a lo real. En segundo lugar, porque, aunque “estar” puede
usarse para señalar estados o afecciones pasajeros, no siempre tiene por qué
ser así. Puede utilizarse también para reflejar una cierta permanencia, pero no
de orden espacial. Marías se refiere a aquella acepción que apunta al “estar”
como una estructura biográfica en la que me encuentro, y desde la que me

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puedo proyectar. Estar “instalado” biográficamente implica al mismo tiempo


estabilidad y dinamismo. Gracias a que, como hemos visto, la vida humana es
una distensión temporal en la que en el presente confluyen el pasado en for-
ma de retención de mis vivencias y el futuro como anticipación del porvenir,
la instalación se convierte en el cauce o alveolo por el que transcurre la
vida, o como escribirá Marías: “es la forma empírica de radicación en la vida
humana como realidad radical” (1983a: 85).
La instalación es, entonces, una estructura estable pero dinámica, unitaria
pero pluridimensional, articulada en niveles y direcciones, desde donde me
apoyo para poder proyectarme vectorialmente en distintas direcciones. Julián
Marías toma la palabra vector, usualmente utilizada en el ámbito de las mate-
máticas y la mecánica, y la introduce en su teoría antropológica para referirse
a una magnitud dirigida. De esta manera, los vectores son en su doctrina las
líneas de acción de una vida que parten de la instalación y se apoyan en ella.
La vida consiste así en una instalación vectorial, cuyos proyectos, a su vez,
se articulan en una serie de trayectorias o arborescencias que se van abriendo
o cerrando.
De esta manera, estoy instalado en mi cuerpo, en él me encuentro y apoyo
para poder realizarme vectorialmente. Mi carnalidad me permite, a su vez,
instalarme en el mundo gracias a la transparencia que la sensibilidad me
proporciona. Igualmente, me descubro como hombre o mujer, es decir, me
encuentro instalado en mi condición sexuada. Además, es especialmente im-
portante reseñar que la propia condición amorosa del ser humano es también
una instalación o, mejor dicho, se trata de la instalación radical. El Hombre,
señala el filósofo, es un ser indigente, siempre necesita tanto aquello de lo que
se ve privado, como lo que ya posee. Y el amor, desde esta perspectiva, se
manifiesta como una instalación, una estructura biográfica en la cual se está y
desde la cual se ejecutan los actos, entre ellos los específicamente amorosos.
Porque la vida es una realidad esencialmente comprensiva, amorosa, yo me
descubro como quien ama a determinadas personas o cosas, pero, sobre todo,
como quien necesita seguir proyectándome con ellas (1983b). De ahí que, a
lo largo de la historia, según José Luis Sánchez, el amor se ha ido creando,
constituyendo, realizando en una pluralidad de formas (2016: 101). Ahora
bien, según Julián Marías, para poder comprender la condición amorosa de la

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persona desde la estructura empírica de la vida humana, es un error partir del


amor genérico e indiferenciado. Más bien hay que partir del amor en el senti-
do estricto o pleno del término, que es el que se produce entre el hombre y la
mujer, para desde él poder entender el resto de formas biográficas derivadas
de tal amor (1983: 160-161).
Pues bien, en estrecha vinculación con la condición amorosa, según Ma-
rías, tanto la estructura social como la felicidad son instalaciones de la vida
humana.
Desde su nacimiento, veíamos antes, la persona va comprendiendo poco a
poco el sistema de vigencias de su sociedad, de manera que cuando despierta
a la vida se encuentra instalada en una determinada altura interpretativa trans-
personal, propia del momento histórico que le ha tocado vivir. De ahí que,
para Marías, la estructura social no es sino la estructura empírica de la vida
colectiva (1972: 12-13).
Desde esta perspectiva se comprende cómo el concepto de justicia social,
que recoge una de las grandes vocaciones de nuestro tiempo, aparece en un
momento concreto de la historia. Se trata de una innovación propia del siglo
xix, gracias a la cual, según el filósofo, la realidad humana ha podido dilatarse
sustancialmente. Y es que uno de los títulos de gloria de los hombres de esa
época es que fueron capaces de descubrir que la mera justicia legal no es justa
si la organización social que subyace a ella es injusta. Es decir, que el término
justicia social viene a subrayar que hay factores sociales que proceden de la
forma en la que se organiza la vida colectiva que influyen en las vidas indivi-
duales y las condicionan de tal manera que introducen en ellas una injusticia
previa a todo ejercicio particular de justicia. Lo que busca justicia social, por
tanto, es que todas las personas puedan ser hombres de su tiempo. Así, Marías
diferencia entre la mera carencia y la privación de algo. Por ejemplo, hoy por
hoy –quién sabe en el futuro– una persona puede carecer de alas, pero no se
siente privado de ellas. En cambio, si no tiene la posibilidad de aprender a leer
y escribir, estará privado de estar a la altura de su sociedad y vivirá en una
situación de injusticia con respecto a los que sí sepan (1979: 13-16).
El nervio de la justicia social se encuentra, entonces, en las posibilidades
de la vida. Y, para alcanzarla, según Marías, se requieren tres condiciones:
el mantenimiento de los bienes alcanzados, su distribución y, por último, un

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tercer factor que es el capital a la hora de entender la justicia social: los recur-
sos son siempre para los proyectos. Es decir, porque pretendemos hacer algo
necesitamos producir y distribuir tal o cual recurso (1979: 21-22).
A lo largo de la historia, señala el filósofo, la pobreza ha sido la condición
general del hombre, así que, si en un pasado no tan lejano los adinerados hu-
bieran querido redistribuir su riqueza, como eran tan pocos, y en el fondo aun
siendo los más pudientes, no contaban con tanto, solo habría habido pobreza
en el mundo, porque los acaudalados habrían dejado de serlo y los indigentes
no habrían salido de su miseria. Hoy, en cambio, el individuo medio occi-
dental cuenta incluso con más recursos que las clases altas del pasado (1973:
68-69). Esto se debe a que, como señala Ortega en La rebelión de las masas,
el gran proyecto compartido de los últimos siglos ha consistido en lograr el
confort y la seguridad gracias a la técnica y la democracia liberal (2005: 403).
Y esa pretensión se ha satisfecho hasta el punto de que, para Marías, la po-
breza ha dejado de ser un estadio generalizado para convertirse en una mera
posibilidad individual (1973: 68-69).
Pero, en vez de haber un clima de júbilo, lo que encontramos la mayoría de
las veces, añade el filósofo, son visiones pesimistas, o deterministas. Existen
autores que, sin establecer ningún patrón comparativo, se empeñan en afirmar
que “el mundo va mal”. Y, efectivamente, añade Marías, hay muchas cosas
que mejorar, pero si se toma el planeta en su conjunto, la ventaja de nuestro
tiempo frente al pasado es abrumadora porque hay mucha más riqueza, desa-
rrollo técnico, sanidad y difusión de la cultura (1979: 48-49). Asimismo, ha
surgido un moralismo contradictorio por el cual las personas tienden a juzgar
constantemente lo que hacen los demás, a decir si actúan bien o mal, pero, al
mismo tiempo, creen que la libertad humana no existe porque asumen que el
hombre está determinado por su biología, su psique o su condición económi-
co-social (1979: 17).
Si seguimos lo establecido por Marías, esto puede deberse a que, si una
de las condiciones para que se dé la justicia social es que haya un proyecto
compartido que la sostenga, entonces, el occidental quizá está desorientado
por haber conseguido el confort que se proponía sin haber gestado todavía
otra nueva empresa. Pero Ortega, anticipándose a los tiempos, en 1916 nos
invitaba ya a abrazar un nuevo proyecto, aquel en que, a última hora consiste

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su filosofía. Según el pensador, el siglo xix abonó una cultura de medios,


afanada en conseguir instrumentos. De ahí que la justicia social se afrontara
desde la política o pensamiento de lo útil. Pero una vez conseguidos dichos
recursos, ha llegado la hora de avanzar a una cultura de fines o postrimerías
(2004b:159).
El Hombre lleva, entonces, milenios luchando por subsistir, de suerte que
su vida ha consistido casi siempre en buscar los recursos necesarios para per-
durar. Y esa interpretación es la que sigue guiando la mayoría de las veces
nuestros comportamientos a través de las vigencias sociales. La pretensión
utilitarista la ha llevado a tal extremo que tanta opulencia ha traído consigo lo
que Marías denomina “la invasión de las cosas” (1993: 58). Pero, en el fondo,
como el proyecto tan deseado se ha realizado, eso ya no nos hace felices, ne-
cesitamos otro fin, otro proyecto.
No parece casualidad, entonces, que Julián Marías dedicara tanto esfuerzo
a entender lo que es la felicidad. Buscaba, en un acto personal de justicia so-
cial, dar posibilidades al Hombre para que estuviera a la altura de su tiempo,
para que pudiera llegar a una pretensión que le ilusionara y diera sentido a
su vida. Así, en un primer movimiento, Marías abordó en distintos textos qué
se ha entendido por felicidad a lo largo de la historia, para no recaer en lo ya
ensayado. Aquí nos vamos a centrar exclusivamente en aquellas perspectivas
que parecen más vigentes hoy en día. De esta manera, según Julián Marías en
Ensayos de teoría, una primera postura es aquella por la cual el hombre cree
que la felicidad se consigue cuando hay ausencia de límites. Es decir, cuando
se asume que si volviéramos al paraíso seríamos felices. Y, sin embargo, para
el filósofo, nuestra felicidad no es la de Adán y Eva porque en un mundo sin
problemas nos aburriríamos. La prueba la encontramos, añade, en que cuando
leemos el Génesis estamos deseando que salga la serpiente, porque la vida
humana es ante todo una empresa, una aventura (1954b: 95-98). Asimismo,
la felicidad no consiste, subraya Marías, en la búsqueda del placer porque
este es epidérmico, instantáneo, y cuando tenemos mucho acceso a él satura
y distrae (1989: 30-35). En tercer lugar, hay que tener en cuenta que la feli-
cidad no depende de condiciones estrictamente objetivas como la economía
o la seguridad política y la prueba está en que muchas personas se han sor-
prendido al encontrar briznas de felicidad en momentos extremos como las

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guerras (1970: 575). Por eso, a última hora tampoco consiste en el bienestar,
ni de orden psicológico, ni como se ha entendido con posterioridad de orden
social organizado estatalmente. Bien es verdad, añade Marías, que el Hombre
de hoy, para ser feliz, necesita cierta holgura. El proyecto de la justicia social
entendida como consecución de medios forma ya parte de la estructura de
nuestra biografía, es decir, es ya algo que constituye al Hombre de nuestra
época, pero, al mismo tiempo, no es suficiente porque al haberlo logrado ne-
cesitamos un nuevo proyecto que dé sentido a nuestra vida (1989: 170-171).
Tras investigar los ensayos que han realizado nuestros antepasados para
ser felices, Marías, en su libro La felicidad humana, se detiene a analizar
en qué puede consistir desde su punto de vista. Y señala que, como veíamos
antes, no se trata de nada determinado, sino que es una empresa; acontece en
la medida en que realizamos nuestro proyecto personal. Pero, a su vez, según
el filósofo, desde la estructura empírica se entiende que la felicidad es una
instalación vectorial. Las personas estamos radicalmente instaladas en la es-
tructura biográfica de nuestras vivencias felicitarias y en ellas nos apoyamos
para seguir proyectando en forma de vectores nuevos caminos de felicidad.
Por eso, esta no es epidérmica como el placer, ni psicológica como el bienes-
tar. La felicidad opera en el estrato más profundo o raíz de nuestra persona.
Por eso, a diferencia del placer, no se caracteriza tanto por su intensidad como
por su cualidad o implantación al afectar a nuestra mismidad, a quien a última
hora somos. Asimismo, la felicidad no distrae, sino que nos centra en nuestro
proyecto vocacional de suerte que, cuando un vector se realiza, como la feli-
cidad opera desde el mismo fondo de la persona, pronto se derrama sobre el
resto de los vectores envolviendo toda la vida hasta reorganizarla o transfigu-
rarla. La felicidad entonces, señala Marías, irradia y pone una nueva luz en la
persona y, por eso, es la plenitud de la vida (1989: 255-278).
Previamente mostrábamos desde la estructura analítica que la justicia so-
cial es un instrumento que me brinda posibilidades para que yo pueda reali-
zarme y ser feliz, pero, al mismo tiempo, la fuente última de la justicia social
en la felicidad personal. Ahora, desde la estructura empírica hemos llegado a
una nueva perspectiva de la relación entre ambos temas: el concepto de jus-
ticia social no es algo que haya existido siempre. Es una interpretación que
nace en un momento concreto, en el siglo xix con la aspiración de satisfacer

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una pretensión colectiva, la de que todos podamos contar igualmente con los
medios suficientes para vivir. Y, como la realización de esa empresa ha logra-
do variar, no solo la organización social sino toda nuestra estructura empírica,
es posible argumentar que, cuando modificamos el sistema de vigencias co-
lectivas a través de nuestra felicidad personal, lo que producimos no es solo
una justicia social, sino una justicia antropológica, porque lo que cambia con
aquellas es el Hombre en su totalidad. Por otra parte, hemos visto, además,
que, si bien en nombre de la justicia social en el siglo xix se entendió que
nuestra gran empresa compartida era buscar medios para todos, la filosofía
de Marías nos muestra que, paradójicamente, el proyecto de nuestro tiempo
parece ser de orden inverso, porque es en la medida en que buscamos el fin o
felicidad personal como, por consiguiente, segregamos los medios necesarios
para espolear la justicia social.

5. La felicidad y la justicia social como amor interpersonal

Durante las últimas centurias las personas se han puesto al servicio de la


sociedad en vez de poner a la sociedad, como herramienta que es, a su servi-
cio. Muchas vidas se han sacrificado así en aras del progreso, entendido como
producción de recursos. Pero Marías subraya que el fin de mi vida es ser feliz
o hacerme yo como persona, lo cual, además, trae consigo que, aún sin dar-
nos cuenta hacemos más justa la sociedad. Por eso, durante el último periodo
de su vida el filósofo se dedicó a comprender a esa compleja realidad que es
la persona. Y desde esa perspectiva podemos llegar a una nueva visión de la
justicia social y la felicidad.
Pero, como señala Nieves Gómez, al igual que Aristóteles gestó una serie
de categorías para apresar el ser de las cosas, Julián Marías tuvo que buscar
nuevas categorías que le permitieran aprehender ese continente inexplorado
que es la persona humana, la única de la que tenemos evidencia (2017: 14). Y
entonces se dio cuenta de que esta realidad tan elusiva no responde adecua-
damente a términos clásicos griegos, pero sí es posible captarla a través de
conceptos cristianos como creación, paternidad o amor.

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De esta manera, ya en Antropología metafísica, pero también en otros li-


bros como Persona o Mapa del mundo personal, Julián Marías va a ir articu-
lando su metafísica de la persona. Aquí nos vamos a detener solo en aquellos
aspectos que nos permiten llegar a nuevas interpretaciones de lo que es la
felicidad y la justicia social.
En ese sentido, es importante comprender el origen de la persona. En prin-
cipio, señala el filósofo, en el aspecto psicofísico no se diferencia mucho de
los animales porque el organismo del hijo se deriva del de sus progenitores.
Su biología, es decir, lo que es, puede sin duda reducirse a ellos. Pero, el cuer-
po, como ya vimos, es tan solo una porción de nuestra circunstancia. Algo
que encontramos para poder encontrarnos, para poder desvelar cómo actuar,
quién ser. En cambio, ese alguien que soy yo, y que se está haciendo circuns-
tancialmente desde el mismo momento de su concepción, señala Marías, ya
no es derivable de sus padres, que se descubren alumbrando a una realidad
completamente nueva. Cuando el hijo dice “yo” no se confunde ni con su
padre ni con su madre. Recordemos que, según Ortega, “yo” me desvelo en la
medida en que me descubro como distinto del “tú”. “Yo” soy, entonces, una
posición irreductible de realidad en o-posición a toda otra realidad efectiva,
posible o imaginable. Por tanto, a la persona no se la puede entender desde
términos como fabricación o producción, sino que, según Marías, a lo que
responde desde el punto de vista meramente “descriptivo y fenomenológico”
es al concepto cristiano de creación (1996: 122-125).
Históricamente, apunta el filósofo, se ha tendido a partir del Creador para
entender la creación y, sin embargo, el camino metodológico, si queremos ser
rigurosos, debería ser el inverso. Porque Dios no es patente. En todo caso ha-
brá que buscarlo. En cambio, cada persona se nos presenta como un modelo
de creación, como criatura en dos sentidos. En primer lugar, es una realidad
contingente, está aquí, la encontramos en este mundo, pero podría no haber
estado. En segundo lugar, es una innovación radical de la realidad. Su origen
le viene dado, no se pone en la existencia a sí misma, pero al mismo tiempo
es una realidad original, en la medida en que no puede confundirse con nada
ni con nadie. Es única en su especie. No está caracterizada por su individua-
lidad, sino por su unicidad. Es irreductible a la totalidad de cuanto hay en
disyunción con todo lo que existe, pero, a su vez, está necesitada de todo ello
para hacerse (1983a: 35-39). Por tanto, cada persona es, literalmente, una

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aparición y, desde el momento en que entra en este mundo, acontece inevita-


blemente un incremento de la realidad en su totalidad.
Asimismo, según Julián Marías, lo que define la consistencia última de la
persona no es su capacidad de pensar, sino de amar. La persona es criatura
amorosa en tanto que necesita comprender, abarcar, interpretar la totalidad de
aquello que encuentra para poder encontrarse a sí misma, para poder descu-
brir continuamente quién está llamado a ser. De ahí que el pensamiento sea
solo un instrumento al servicio de la verdadera razón que es su vida espontá-
nea, ejecutiva, inefable (1996: 176).
Pero ese carácter inacabado viniente de la persona hace de ella una reali-
dad particular. Porque, por un lado, la encontramos como presencia gracias a
que es corpórea y su instalación carnal hace posible su inserción en el mundo
“real”. De esta manera, a la persona podemos percibirla a través de los senti-
dos como a la silla o a la mesa. Pero, al mismo tiempo, lo que se manifiesta
a través de esa realidad corpórea es una irrealidad. La vida humana, como
hemos visto, no es una mera colección de vivencias. Es una distensión tem-
poral gracias a que reabsorbe constantemente lo que le va aconteciendo desde
su proyecto de ser alguien. La persona es, entonces, según Julián Marías,
una extraña “condensación” de temporalidad que se actualiza (2005: 177).
Vive cargada de tiempo. Pero su pasado es una realidad acontecida, por lo
que ya no lo podemos encontrar sino como irrealidad. Y lo mismo sucede
con el futuro en cuanto a que es una realidad deficiente que solo podemos
anticipar. Por tanto, la persona, además de manifestarse como una aparición
que previamente no estaba y de contar con un carácter viniente, se caracteriza
por ser ante todo una irrealidad (1996: 15). Y, sin embargo, paradójicamente
es la realidad más plena de todas cuanto encontramos porque, mientras vive,
está llamada a realizarse libremente, realizando a su paso la realidad, o por
decirlo de otro modo puede seguir personalizándose, ahondando en su unici-
dad y felicidad, de tal manera que personaliza el mundo y lo hace más justo
al imprimir en él su perspectiva original.
Pero eso implica, además, que mi realidad, y con ella el resto de la realidad,
admite grados. Y seré tanto más yo y haré el mundo más justo en la medida en
que me personalice. Ahora bien, apunta Marías, el proceso de personalización
incluye dos tipos de factores: sociales y personales.

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Por una parte, hay que tener en cuenta el tipo de sociedad y el momento
histórico en el que nace la persona. Hay comunidades, como los pueblos pri-
mitivos, cuyo sistema de vigencias estaba todavía muy poco interpretado, de
tal manera que ejercían un férreo control sobre los individuos dejando muy
poco espacio para la búsqueda del sentido personal. Algo parecido acontece
también, como hemos visto, cuando las sociedades no están a la altura de su
tiempo y, en vez de proyectarse hacia el futuro gestando variaciones innova-
doras, recaen en formas del pasado, lo que produce un grave estadio de injus-
ticia social. Una prueba de ello lo encontramos en aquellos lugares en donde
un Estado de orden totalitario pretende interferir en todas las dimensiones de
la vida de los ciudadanos ahogando su vida personal. De ahí que en La justi-
cia social y otras justicias Julián Marías subraye la importancia de la libertad
política como fuente de justicia social (1979: 25-28). Asimismo, según el
filósofo, todos aquellos fanatismos sociales que suponen la discriminación de
determinados individuos por razón de raza, sexo, nación o clase fomentan la
despersonalización, en la medida en que tratan a las personas desde un punto
de vista abstracto, atendiendo a lo que son y no a quiénes son (2005: 56).
Pero, en el proceso de personalización, además del factor relativo a lo justa
que es una sociedad y las posibilidades que ofrece a sus ciudadanos, también
hay que tener en cuenta el aspecto más importante que es el personal. Las
presiones sociales, en mayor o menor medida, por su propia consistencia in-
tentan coartar siempre la libertad individual. Pero a las personas nos queda,
señala Marías, la libertad que uno se toma. Es decir, la libertad no está ahí,
sino que se hace ejerciéndola, de tal manera que, como hemos visto, es gra-
cias a ella que dilatamos la justicia social (1979: 33-35). En ese sentido, según
el pensador, es posible medir el grado de personalización de alguien a través
de dos criterios: la autenticidad de sus proyectos y la intensidad con la que
aspira a realizarlos (1996: 95).
Ahora bien, ¿cómo podemos saber que nuestros proyectos son realmente
verdaderos y felicitarios? Señalábamos en nuestro análisis de la estructura
analítica que una persona es auténtica en la medida en que aspira a realizar
su vocación, es decir, en la medida en la que presiona la circunstancia para
alojar en ella su proyecto personal, aquel que se le aparece como el mejor.
Pero Marías sigue ahondando en la fórmula para encontrar la felicidad y la
autenticidad y nos muestra cómo, en verdad, el método para la realización

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personal estaba ya apuntado germinalmente en las Meditaciones del Quijote


de su maestro. Salvo mi vida, nos dice Ortega, en la medida en que amo o
comprendo mi circunstancia, descubriendo a través de ella mi proyecto per-
sonal. Por tanto, añadirá Marías años más tarde: “Se es más persona en la
medida en la que se ama más profunda y personalmente” (2005: 153).
Desde esta altura filosófica se comprende, entonces, que, en verdad, todo
lo que encontramos alrededor está transido de realidad personal. Cuando fi-
jamos la atención en cualquier objeto, este se nos aparece recubierto ya bajo
la pátina interpretativa que nos han donado nuestros antepasados. Por eso, si
verdaderamente necesito saber quién soy yo frente a algo, no me queda sino
comprender cómo se ha hecho, es decir, cómo lo han entendido mis antepasa-
dos, de tal manera que, gracias a la irrealidad en que consiste mi vida, puedo
transportarme imaginativamente al pasado para entender cómo emergió esa
perspectiva del objeto, de suerte que pueda reinterpretarla desde el sentido
particular que tiene en mi vida (2005: 95).
Pero, además, en mi circunstancia encuentro otras realidades que se apare-
cen como centros de vida humana y, en todo momento, estoy eligiendo cómo
tratarlas. Bien es verdad, añade Marías, que la mayoría de las veces son rela-
ciones meramente sociales o psíquicas. A pesar de que sé que, tras el cajero, el
médico, el conductor de autobús o el policía se esconden personas concretas,
yo me los encuentro realizando papeles sociales tipificados y mecánicos, de
tal manera que se me presentan inevitablemente como objetos, como herra-
mientas automatizadas. No sé quiénes son, y durante el desempeño de sus
funciones su proyecto ha de ser precisamente el de abandonar su mundo per-
sonal para representar a través de sus actos determinadas vigencias sociales2.
Igualmente, en las relaciones psíquicas interactuamos con otras personas que
tal vez conozcamos y veamos a menudo, pero de las que desconocemos cuál
es su proyecto personal. A lo mejor nos encontramos con el vecino y nos da-
mos cuenta de que está distinto, pero no entendemos muy bien por qué, pues
en el fondo no sabemos quién es. En cambio, hay un tercer tipo de relaciones,
las personales, que son las más importantes porque hacen posibles todas las

2
Esto no quiere decir que se conviertan en completos autómatas. De hecho, inevitablemente la
personalidad se filtra siempre, en mayor o menor medida, por entre los barrotes de los usos sociales.

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demás. Se caracterizan porque las dos personas se comprenden mutuamente,


es decir, cada una de ellas entiende implícita o explícitamente en qué consiste
el proyecto vocacional de la otra (2005: 14-17). Y, sin embargo, en esas rela-
ciones pueden establecerse también distintas formas de trato. Ante el prójimo,
que es aquel que está verdaderamente próximo, puedo reaccionar cosificán-
dolo, abordándolo como si fuera un mero útil en mi vida. O, a la inversa: pue-
do imaginar que es como yo, es decir, que es una persona, de manera que su
vida consiste como la mía en un proyecto ejecutivo de comprensión circuns-
tancial. Si lo mineralizo, señala Ortega, es el odio “un fiero resorte de acero”
que me hace aprehenderlo desde un solo aspecto, quitándole todo su valor. De
esta manera, soy yo mismo el que me estoy cosificando, al no hacer siquiera
el intento de comprender su proyecto, de suerte que tampoco desvelo el mío y
me quedo siendo el que ya era. En cambio, si mi movimiento está vivificado
por el amor, mi pretensión última frente a otra persona es buscar su perfección
o felicidad, es decir, aspiro a llevarla por el camino más corto a la plenitud de
su significado; a comprenderla desde mi vida; a imaginar quién está llamado
a ser (2004a: 747). En las relaciones personales auténticas, señala Marías, el
prójimo se aparece como único e insustituible, intuimos su clave, su núcleo
personal y lo que nos preocupa no es solo dónde está, sino adónde va, por
su cuenta y hacia nosotros. Por eso, no nos basta con la mera percepción,
necesitamos la imaginación para adivinar la otra vida, para transmigrar a ella,
de manera que, aunque el encuentro personal esté instalado en una relación
biográfica, ante todo se lleva a cabo en el futuro, en esa irrealidad que ambos
anticipamos. De ahí que, mientras que cuando dos cuerpos se encuentran,
chocan, cuando dos personas llegan a construir una relación personal, sus
vidas se habitan y sus proyectos se interpenetran gracias a ese carácter irreal
que comparten. Y cuando eso acontece se produce lo que el filósofo denomina
un injerto, porque la persona introduce algo propio en los otros y los modifica
sin que dejen de ser lo que eran. Y así, para Marías, el arte de la convivencia
personal consiste “en asociar a la otra persona a los proyectos propios, hacer
que, desde diferentes perspectivas, sean de los dos”, tocándose los dos nú-
cleos personales (2005: 79).
Asimismo, hay que tener en cuenta que, según el filósofo, al igual que
las relaciones sociales y psíquicas son posibles porque hay relaciones perso-
nales que las nutren, también hay un tipo de relación personal que, al ser la

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más plena y saturada, nos permite comprender todas las demás: se trata de
aquella que tiene lugar cuando un hombre y una mujer, es decir, cuando las
dos formas de ser persona se enamoran. Amar, señala Marías, es proyectarse
amorosamente hacia la otra persona, pero estar enamorado implica otro orden
de magnitud porque significa que la otra persona se convierte en mi proyecto,
de manera que se produce una transformación ontológica, en la que la persona
se siente, paradójicamente, más suya y a la vez más enajenada. El enamora-
miento supone así una extraña transmigración en la que la condición proyec-
tiva pasa a ser dual, sin que haya posibilidad de separación, pero sin que, al
mismo tiempo, la distinción se anule porque es precisamente el contenido del
proyecto. De esta manera, añade el filósofo, el que ama se percibe como más
real, experimenta un incremento de su realidad, adivina un nuevo sentido
de la felicidad (2005: 142-148). Y cuando ese amor llega a ser recíproco, se
alcanza la plenitud de la vida que no es sino la forma suprema de felicidad
(1989: 294).
Hemos llegado, por tanto, a una nueva perspectiva de los dos temas que
aquí nos ocupan. Decíamos previamente que una sociedad es justa en la me-
dida en la que sus vigencias hacen que las personas puedan vivir a la altura
de su tiempo. En el siglo xix el proyecto colectivo que nutrió esa justicia fue
el de lograr producir y distribuir unos recursos mínimos para que las personas
no tuvieran que dedicar su vida a conseguirlos por su cuenta para sobrevi-
vir. Pero, una vez que el Hombre medio cuenta ya con esos bienes y vive
holgado, las antiguas vigencias no colman a las personas que necesitan una
nueva empresa en la que embarcarse. En ese sentido, la metafísica de Ortega
y Marías nos descubre al mismo tiempo un proyecto que es tanto colectivo
como personal, así como el método para poder realizarlo. Ese proyecto no
es sino el de la vida humana misma, que nos llama a cada uno de nosotros
a personalizarnos para poder ser felices, y el camino para conseguirlo es el
amor interpersonal. Ahora bien, ese proyecto de la vida humana por su propia
consistencia se manifiesta infinito, en tanto que es indeterminado por lo que
nos invita siempre a continuar. No hay, pues, empresa ni justicia social defini-
tiva, porque somos cada uno de nosotros los que amando al prójimo y siendo
amados por él vamos incrementando el grado de justicia antropológica, al
introducir en el Hombre de nuestro tiempo visiones cada vez más profundas
y fecundas de nuestra perspectiva personal.

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6. La felicidad perdurable como fuente de la justicia social

Nos queda una última cuestión por tratar. Porque si bien, según Julián
Marías, la felicidad es el fin de nuestras vidas y, por tanto, es imprescindible
para nosotros, a su vez, es imposible conseguirla del todo por distintas razo-
nes. A veces, la circunstancia se impone inevitablemente a nuestro proyecto;
otras, elegimos la mejor de nuestras posibilidades, pero nos queda un poso de
tristeza al darnos cuenta de que dejamos atrás otros proyectos que también
nos habría gustado realizar. Igualmente, al ser felices en un momento dado
emerge de las profundidades de nuestra vida una punzada de dolor al saber
que ese tiempo está destinado a pasar y no se repetirá. Por último, existe una
dificultad que aparece como el mayor de los escollos para lograr la felicidad.
Hemos dicho que, para Marías, ser feliz es ir a serlo, es decir, es poder pro-
yectarse en un futuro felicitario. Pero la vida humana es moriturus, es decir,
queramos o no tenemos que morir (1989: 25-31, 321 y 364).
Entonces, la pregunta radical que ordena nuestra vida nos fuerza también
tarde o temprano a intentar comprender quiénes somos frente a ese ingredien-
te de la vida que es la muerte. Históricamente, la mayoría de las culturas han
contado con una interpretación religiosa de la inmortalidad. Pero hay épocas
como la nuestra, señala Marías, en las que se produce una crisis del amor, lo
que supone que, a su vez, desfallezcan las pretensiones de perduración (1989:
345). Una muestra de ello la encontramos en que hoy en día en Occidente
vuelve a ser vigente un inveterado naturalismo que nos induce a pensar que
esa perduración es poco probable porque el cuerpo se corrompe (1995: 113-
144).
Pero el hecho de que se promuevan ese tipo de interpretaciones a Julián
Marías le parecía la suma injusticia social porque son posturas superadas, que
no están a la altura de los tiempos, y, sobre todo, porque si ser feliz es preten-
der serlo pero se nos convence de que estamos destinados a desaparecer, en el
fondo lo que se está fomentando es que perdamos toda esperanza de lograr la
felicidad y que la vida nos parezca un engaño y un sinsentido (1982: 22-25).
De esta manera, entendiendo que la metafísica intenta comprender desde
su teoría justificada la totalidad de cuanto existe, el filósofo se cuestiona si
es plausible nuestra perduración. Veíamos al investigar el nacimiento que,

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mientras que el organismo de una persona es derivable de sus padres, quien


ella es no puede reducirse a nada ni a nadie porque se trata de una contingente
innovación radical de la realidad. Pues bien, si analizamos la muerte, señala
Marías, nos encontramos con un proceso parejo. Tenemos la evidencia em-
pírica de que la estructura del Hombre es cerrada. El cuerpo muere y con él
la circunstancia se apaga. Pero la persona que soy yo no puede reducirse a
la biología. Yo, haciéndome aquí y ahora, único e irreductible a todo cuanto
me circunda incluido mi cuerpo, descubro mi vida como una estructura bio-
gráfica, argumental, abierta, proyectiva, futuriza, viniente e indefinida cuya
llamada última es la de seguir comprendiendo eternamente los proyectos de
los demás desde los míos (1983: 223). Por tanto, la vida humana en cuanto
que razón que se busca a sí misma pretende siempre su continuidad. Pero no
se trata, añade Marías, de que lo que primero brote en nosotros sea un deseo
de autoconservación o de endiosamiento. Lo que desea nuestro apetito de
eternidad es que las personas amadas no desaparezcan porque no podemos
concebir una vida sin ellas, mucho menos una vida feliz. Por eso, según el
filósofo, la raíz de lo más humano del Hombre y el núcleo de lo que llamamos
civilización reside precisamente en esa necesidad de perduración de los seres
amados (1989: 342-344). Véase la importancia de esta idea: cada uno de los
actos verdaderamente personales que han hecho que se intensifique la es-
tructura empírica de la vida humana, cada una de esas grandes innovaciones
que han potenciado la justicia antropológica, remiten en el fondo al hecho de
nuestra más íntima necesidad de potenciar la supervivencia de nuestros seres
queridos para poder ser felices nosotros mismos. Por eso, nos parece ya in-
sufrible esa pequeña muerte que es la injusticia de ver que alguno de ellos no
logra llegar a su plenitud por una inadecuada organización social. Así, mucho
menos podemos aceptar esa muerte con mayúsculas que sería su completa
aniquilación.
Por eso, si en tanto que criaturas lo que nos define es nuestra capacidad de
amar o de comprender desde nuestro proyecto personal más y más realidad,
no resulta inverosímil pensar que, en vez de yacer en ese cuerpo ya muerto,
podría ser el amor mismo, ese que no nos deja nunca cosificarnos del todo,
el que una vez más nos salvara, permitiéndonos seguir transfigurándonos a
través de los prójimos, alcanzando en otra circunstancia, en otro mundo, esta
vez, ya sí, por fin, la felicidad plena.

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