Luis Suarez - Enrique IV de Castilla
Luis Suarez - Enrique IV de Castilla
Luis Suarez - Enrique IV de Castilla
Enrique IV de Castilla
La difamación como arma política
ePub r1.0
Titivillus 17.07.17
Título original: Enrique IV de Castilla
Luis Suárez Fernández, 2001
Ilustración de cubierta del Códice de Stuttgart
Diseño de cubierta: Joan Batallé
El nacimiento
Triste infancia
Las noticias que poseemos acerca de los primeros años en la vida de este
niño, por lo menos hasta finales de 1429, carecen de todo relieve. De algún
modo iba a verse afectado por los acontecimientos políticos, pues Castilla
era ahora el escenario de una pugna entre aquel caballero, descendiente por
vía ilegítima del linaje aragonés de Luna, dueño de la débil voluntad del
monarca, y los hermanos de la reina, esos «infantes de Aragón» de que
guardaba memoria, muchos años más tarde, Jorge Manrique. Estos
enfrentamientos repercutían en el mal entendimiento entre los padres de
Enrique. Juan II y su esposa, que no engendraron nuevos hijos, reflejaban
en su conducta un distanciamiento que hubo de repercutir en la infancia de
aquel infante que se apartaba de su padre, siguiendo a la madre en los
desplazamientos. Infancia triste, en consecuencia. Tenía poco más de tres
años cuando, en la primavera de 1429, Valladolid se vistió de fiesta para
recibir y despedir a otra hermana de la reina María, Leonor, que iba a reinar
en Portugal: anotemos que se trata de la madre de la segunda esposa de
Enrique IV, la bellísima Juana.
Pleamar de los «infantes», buena para la nostalgia posterior —¿qué fue
de tanto galán?, ¿qué fue de tanta invención como trujeron?— y
probablemente también un destello en los ojos del príncipe. Enseguida
volvieron las luchas políticas, la victoria primera del condestable, y el
despojo de los poderosos tíos, cuyos «estados» se repartieron entre otros
nobles a quienes había que pagar generosamente su colaboración. Para la
reina María era un gran golpe: sus parientes debían salir de la tierra
castellana. Y aquel valido, que acumulaba oficios, señoríos y rentas, para
afirmarse en el poder, que trataba incluso de hurtar al padre difunto la gloria
de la guerra de Granada, no se detuvo tampoco ante una decisión áspera: el
22 de noviembre de 1429, antes de que cumpliera los cinco años, Enrique
fue separado de su madre, dotado de casa propia, es decir, entregado a
manos ajenas.[4] La misantropía será uno de sus rasgos mejor definidos. De
todo ese grupo que le rodeaba destacaría Pedro Barrientos, maestro,
consejero, educador.
Varios rasgos se marcaron, como huellas profundas, en su futura
personalidad, aparte el alejamiento de sus padres. Su educación se produce
en un ambiente del que la alta nobleza permanece ausente. Cuando trate de
recuperar el terreno perdido, será demasiado tarde: el niño se había
acostumbrado a poner su afecto en gentes medianas, sus criados, sus
donceles, a los que intentará por todos los medios promocionar. El viejo
alcázar madrileño, incómodo caserón sin duda alguna, se convertirá en algo
suyo. También Segovia, cuyo alcázar permitía esponjar la vista sobre el
Eresma y el Clamores, que allí se unen con rumor de aguas. Anotemos
despacio este dato: Madrid y Segovia serán las predilectas. Alguna vez se le
hacía viajar porque su padre necesitaba tenerle a su lado en especiales
circunstancias para actos políticos. Es natural que no se sintiera
complacido. Los cronistas insistirán después hablando del desvío que en él
provocaban las ceremonias públicas.
Veamos dos episodios singulares de esta infancia que impresionaron
vivamente su imaginación:
No es extraño, pues, que bastantes años más tarde, cuando estallen las
tormentas en torno a los cristianos nuevos, acusados de estas y otras
semejantes prácticas, el príncipe ponga su atención en Barrientos buscando
consejo. En él esperaba la rectitud de juicio.
Apenas cumplidos los siete años, hubo de viajar a Zamora para ser
confirmado por las Cortes en esa calidad de primogénito heredero (18 de
enero de 1432); había alcanzado esa edad en que se supone que los niños
alcanzan el uso de razón. Pero había, en aquel acto, una segunda intención:
don Álvaro de Luna quería que el rey, la reina y su hijo, apareciesen juntos
afirmándose de este modo una legitimidad política que necesitaba para
imponer su autoridad eliminando a quienes, desde la alta nobleza,
comenzaban a manifestar quejas por un gobierno demasiado personal. Se
preparaba el retorno de los infantes y se despertaba un odio hacia el
condestable que iría creciendo y contagiando al príncipe. La ceremonia fue
breve. Apenas concluida, el príncipe sería devuelto a Madrid, a la
monotonía de los días grises. Pero Madrid no era sólo un edificio y una
villa: allí estaban también el monte, los ríos, los árboles, en definitiva El
Pardo. Allí tenía el abuelo Enrique un pabellón de caza que atraería la
atención del heredero ya en el comienzo de su adolescencia.
Crecía el niño y también su importancia en el juego político castellano,
escenario de esfuerzos denodados de don Álvaro de Luna para concentrar
en sus manos todos los resortes del poder. Murió el 19 de setiembre de 1435
Pedro Fernández de Córdoba, aquel que tenía a su cargo la custodia de la
persona del príncipe y el gobierno de su casa y el valido tomó para sí ambas
funciones: se trataba de cerrar el círculo del modo más estrecho posible.
Encomendó a su propio hermano Juan de Cerezuela, un mozalbete elevado
a la sede toledana, y al mayordomo mayor Ruy Díaz de Mendoza, que
tomasen cargo de la custodia de Enrique, y hasta escogió a uno de sus
hombres de confianza, Juan Manuel de Lando, para que no le perdiera de
vista ni un solo instante; tenía, en consecuencia, que dormir en su misma
cámara. Custodio de la salud, lo era también de los posibles contactos.
Todos los cronistas, tan divergentes cuando se trata de apreciaciones
políticas, coinciden sin embargo en señalar que, en aquellos años que
anunciaban el tránsito a la primera adolescencia, se advertían dos rasgos de
su carácter: era fácilmente sugestionable y abúlico; en definitiva, dependía
de otros para tomar decisiones y permanecía poco tiempo en ellas. De ahí la
consecuencia: se inclinaba preferentemente al perdón y al olvido de las
ofensas.
Para cerrar el párrafo una noticia que nos transmite Galíndez de
Carvajal. Entre los donceles que se incluyeron en este relevo de servicio, se
contaba un niño de edad parecida a la suya, once años, hijo del señor de
Belmonte de Cuenca, descendiente por tanto de exiliados portugueses. Su
nombre: Juan Fernández Pacheco. El 16 de diciembre de 1435 la Casa del
príncipe hubo de sumarse a los cuarenta días de luto que se decretaron por
la muerte de la reina Leonor, madre de María. Enrique despidió de este
modo a la última abuela superviviente: era la viuda de don Fernando, el de
Caspe, y hubo un tiempo en que, novia apetecida, la llamaron «la
ricahembra».
«era persona de larga estatura, espeso en el cuerpo y de fuertes miembros. Tenía las manos
grandes, los dedos largos y recios. El aspecto feroz, casi a semejanza de león, cuyo acatamiento
ponía temor a los que miraba. Las narices romas y muy llanas, no que así naciera más porque en
su niñez recibió lesión en ellas. Los ojos garzos y a los párpados encarnizados; donde ponía la
vista le duraba el mirar. La cabeza grande y redonda, la frente ancha, las cejas altas, las sienes
sumidas, las quijadas luengas, tendidas a la parte de abajo, los dientes estrechos y traspellados,
los cabellos rubios, la barba crecida y pocas veces afeitada; la tez de la cara entre rojo y moreno,
las carnes muy blancas. Las piernas luengas y bien entalladas, los pies delicados».
«Sus ojos eran feroces, de un color que ya por sí demostraba crueldad; siempre inquietos al mirar,
revelaban con su movilidad excesiva la suspicacia o la amenaza. La nariz bastante deforme,
ancha y remachada en su mitad a consecuencia de un accidente que sufrió en su primera niñez,
dándole facciones de un simio. Los labios delgados que no prestaban ninguna gracia a la boca y
los carrillos anchos afeaban la cara. La barba larga y saliente, hacía parecer cóncavas las
facciones debajo de la frente, como si algo se hubiese arrancado del medio del rostro. El resto de
su figura era de hombre proporcionado, pero siempre cubría su hermosa cabellera con sombreros
vulgares, un capuz o un birrete indecoroso.»
Mucho más significativas resultan las observaciones que uno y otro nos
ofrecen en relación con la conducta. Enríquez dice que era el rey de gran
ingenio, mesurado en el hablar, placentero con aquellos a los que daba su
afecto, pero al mismo tiempo poco amigo de la gente, retraído y tan
abandonado en los negocios que despachaba tarde los asuntos de Estado.
Palencia añade que «huía huraño del concurso de las gentes; era tan
enamorado de lo tenebroso de las selvas que sólo en las más espesas
buscaba el descanso». Era capaz de entregarse a aquellos en quienes
confiaba, nos dice el cronista oficial; le gustaba mucho la música, tocando
el laúd y cantando en los oficios divinos con voz bien modulada; cazador
activísimo, se hizo amigo de los animales, pugnando por conservar algunos
ejemplares sobresaliente de cada especie. Palencia nos interrumpe para
decirnos que servidores y criados tan feroces como las mismas bestias,
cuidaban de ellas. Volviendo a Diego Enríquez éste nos informa de cómo
fue gran protector de los monasterios y encontraba gran placer en la
conversación con personas religiosas; de talante liberal se excedía en las
donaciones a sus amigos y servidores —tendremos la oportunidad de
comprobarlo— y, siendo por naturaleza clemente, aborrecía cualquier gesto
de crueldad, mostrándose amigo de personas humildes. A nadie hablaba de
«tú» sino de «vos» y no dejaba que le besasen la mano. A esto replica
Palencia que «contra la costumbre de los españoles que suelen besar la
mano a los príncipes, él no la daba a nadie». ¿Se trataba de un gesto de
humildad condescendiente o de repugnancia por el contacto humano? Pues
el capellán enemigo dice que «cualquier olor dulce le era molesto por
naturaleza; en cambio respiraba con delicia la fetidez de la podredumbre».
Sobre estas bases ha podido don Gregorio Marañón emitir su
diagnóstico dejando claramente establecida la identidad patológica del
personaje. Según él, fue Enrique IV un displásico eunucoide con reacción
acromegálica, es decir, dotado de pies y manos muy grandes, talla
exagerada, prognatismo mandibular. El mismo investigador, en su clínica,
tuvo la oportunidad de conocer a muchos pacientes de tales características,
en los que la macromegalia es consecuencia de una falta de secreción
sexual. Tratándole con todo el respeto que su persona merece, no es difícil
reconstruir la imagen que los contemporáneos tuvieron de este príncipe
destinado a reinar: mozo desgarbado y alto, aunque un poco menos que su
padre, a quien mucho se parecía, dotado de un cuerpo espeso y recio
(Phillipe de Commynes anotó en su cuaderno: «Mal tallado»), con una
mandíbula saliente y muy desarrollada, cabeza grande, ancha frente y
pómulos y cejas sobresalientes, sus largas piernas terminaban en pies
valgos, es decir, con planta curva y calcañar salientes, lo que hacía difícil su
caminar, piel blanca, cabellos rubios y voz de tenor, todo lo cual puede
considerarse como una herencia de los Trastámara, en la que se mezclaban
también chorros de sangre venidos a través de la Casa de Lancaster.
Personalidades como la aquí descrita —ninguna duda puede formularse
en cuanto a la exactitud de los datos— por su patología, son propensas a
sufrir deformaciones cuantitativas y cualitativas en el instinto, pudiendo
verse conducidas en ciertos casos extremos a una inversión sexual. No
parece haber sido este el caso de Enrique IV, pese a las insinuaciones de
algunos propagandistas calumniosos, pero a la vista de la documentación
fehaciente, no cabe duda de que fue víctima de impotencia. En este punto es
en donde las opiniones del tiempo se dividían: para unos la impotencia era
completa, absoluta; para otros pudo corregirse, pasando a ser negativa.
Marañón entiende que las noticias, delicados secretos de alcoba, recogidas
por Jerónimo Münzer en su viaje por España, son clínicamente tan precisas
que no pudieron ser inventadas: de ellas se desprende que un adecuado
tratamiento podría permitir al paciente, en determinadas circunstancias,
realizar la cópula sexual. Esta impresión aparece corroborada por la carta
del médico judío, maestre Samaya, de que nos ocuparemos más adelante.
Existen aspectos, en cuestiones como éstas, que no pasan a los documentos
oficiales.
Deficiente y, sin la menor duda, feo, según coinciden todos los
testimonios, ambas condiciones, sumadas a la triste niñez de un decenio,
han debido de influir decisivamente a conformar esa tendencia a la timidez
que se demuestra en muchas ocasiones a lo largo del reinado. El trato con
personas, hombres y mujeres, de elevada condición social o educativa, que
no padecían aquel tipo de enfermedad, se le debió hacer molesto; buscaba la
compañía de gentes de inferior linaje. En un momento de predominio de la
nobleza, cuando los bastardos se exhiben como trofeos, y el valor se
convierte en artificio, la conducta del príncipe tuvo que provocarle más de
una dificultad. Los largos años que hubo de vivir en calidad de sucesor,
siendo sujeto de vaivenes políticos, contribuyeron sin duda a incrementar
sus dudas y su desasosiego.
CAPÍTULO II
resultado del dominio que ejercía sobre el ánimo del rey y que ellos tenían
al alcance de sus manos el futuro monarca. Siguieron, en consecuencia, un
plan cuidadoso: era indudable que quien acumulara señoríos, oficios (como
la condestablía y el Maestrazgo de Santiago) y rentas suficientes, llegaría a
convertirse en cabeza de la nobleza, primero entre los grandes. Pero en este
punto diferían del ministro: estaban decididos a operar en colaboración con
la nobleza y no contra ella, creando un partido que estableciese un nuevo
modo de gobernar. La primera etapa en aquel programa debía consistir en
lograr independencia para la pequeña Corte del príncipe, definiendo
políticamente a éste. El 30 de junio de 1440, estando la Corte en Valladolid,
tras una reunión del Consejo Real, don Enrique, que parecía entonces muy
vinculado a su suegro, exigió una depuración tanto entre los colaboradores
del rey, como en su propia Casa. Acusó especialmente al doctor Pedro
Yáñez, a Alonso Pérez de Vivero y a Nicolás Fernández de Villamizar de no
ser otra cosa que agentes del condestable, cuyas órdenes obedecían.
Objetivo logrado, el de la independencia. Quiere esto decir que don Juan
Pacheco, con sus dieciséis años, tendría libertad de movimientos.
Ahora ya podía llevarse el matrimonio hasta su consumación, saltando
por encima de la voluntad del rey don Juan, que hubiera preferido
retrasarla. Se fijó para el mes de setiembre de este año la fecha adecuada
para las velaciones, coincidiendo desde luego con unas Cortes, convocadas
para Valladolid, escenario adecuado para tan gran acontecimiento. El 3 de
setiembre la infanta Blanca, acompañada por su madre, vino a instalarse en
Dueñas. Dos días más tarde los procuradores de Segovia rindieron pleito
homenaje al príncipe al que en adelante considerarían como su directo
señor. El 15 de setiembre la comitiva que acompañaba a la reina de Navarra
y a su hija llegó a las puertas del monasterio de San Benito, donde iba a
celebrarse la misa: aguardaba allí el padre, don Juan, rey consorte en
Navarra, príncipe en Aragón, duque de Peñafiel en Castilla. Probablemente
se sentía más seguro que nunca de su poder. Luego la comitiva siguió, por
las estrechas calles, hasta Santa María la Mayor, cuyo solar ocupa ahora la
catedral. Los novios recibieron las bendiciones acostumbradas. Todos los
requisitos se habían cumplido. Y llegó la noche de bodas…
La bárbara costumbre castellana quería que la consumación de un
matrimonio regio tuviera lugar ante testigos que se conservaban a prudente
distancia y que, concluido el acto, se retirara la sábana del lecho para que
hubiera comprobación de que todo se había cumplido bien. De este modo
en aquella noche crucial del 15 al 16 de setiembre —coinciden en esto los
cronistas y el testimonio de los propios contrayentes en años posteriores—
se tuvo constancia de que doña Blanca quedó «tal cual nació, de que
hubieron gran enojo». Mosén Diego de Valera precisa aún más: «durmieron
en una cama y la princesa quedó tan entera como venía». Palencia insiste,
con su manía difamatoria, en buscar antecedentes que pudieran probar que
la impotencia del príncipe se había comprobado mucho antes.
Por mucha repugnancia que provoquen estos hechos, no hay más
remedio que manifestarlos con entera crudeza, pues de ellos se derivaron
después consecuencias trascendentales para la monarquía española.
Refrendada la noticia de los cronistas por la sentencia de divorcio de que
más adelante habremos de ocuparnos, debe admitirse, como dato seguro
que, durante tres años, que corresponden a los 16 y 19 de su edad, don
Enrique «había dado obra, con verdadero amor y voluntad, y con toda
operación, a la cópula carnal», aplicando además devotas oraciones y «otros
remedios» médicos sin conseguirlo.
Estamos siguiendo el estudio clásico de Marañón. Tenemos que partir
de un hecho comprobado, que en 1453 corroborarían con su juramento
tanto el príncipe como la princesa, que el matrimonio no pudo consumarse
La sentencia de divorcio explica cómo algunas honestas y responsables
matronas examinaron cuidadosamente a Blanca y la hallaron «virgen
incorrupta como había nacido», lo que significa la conservación del himen;
es preciso admitir que, en el tratamiento de este episodio, la impotencia no
fue atribuida a la esposa sino al marido. Marañón piensa que nos hallamos
ante un caso clínico bien definido de inhibición sexual, cuyas consecuencias
psíquicas también aparecen señaladas en nuestras fuentes: transcurridos los
tres años arriba mencionados, don Enrique comenzó a rehuir la compañía
de su esposa y acabó apartándose totalmente de ella. La búsqueda de la
soledad, especialmente en los bosques de Rascafría y de El Pardo,
inmediatos a sus ciudades predilectas, fueron remedios para esa profunda
misantropía. Ahora bien, ¿esa impotencia corroborada, fue absoluta? Aquí
no nos hallamos en posesión de fuentes que nos permitan dar una respuesta
definitiva, pues siendo ésta una de las cuestiones que se manejaron durante
la guerra civil, cada bando trató de aportar argumentos a su favor, de modo
que cada investigador puede formular su opinión mostrando citas que la
corroboran.
Ahora bien, entre sus contemporáneos resulta mayoritaria la de quienes
sostuvieron la tesis de la impotencia congénita. En la sentencia de divorcio
se recurrió al argumento de que el príncipe estaba separado de su esposa por
un «ligamento» o «hechizo», esto es, una circunstancia individual, que no
se producía en el caso de otras mujeres. Es forzoso reconocer que, entre las
muchas anomalías que la mencionada sentencia padece, la más notable es
esa que atribuye a una «buena, honesta y honrada persona eclesiástica»,
cuyo nombre no se menciona ni sus actuaciones se recogen, haber
interrogado a ciertas mujeres públicas de Segovia, las cuales testificaron
que, con cada una de ellas, había tenido el príncipe trato y conocimiento de
hombre a mujer, y que en tales relaciones ellas comprobaron que tenía una
verga viril firme y daba su débito y simiente como cualquier otro varón. De
acuerdo con las leyes castellanas esas mujeres, cuyo nombre tampoco se
menciona, no podían ser invocadas como testigos en razón de su oficio. De
modo que la referencia a tal interrogatorio era una noticia, no un testimonio.
Fernando del Pulgar y Lope de Barrientos que vivieron en la Corte,
siendo el segundo de ellos uno de los más fieles seguidores de don Enrique,
aportan otra noticia. Como una reacción de quien trata de huir de una
descalificación, don Enrique buscó la compañía de dueñas y doncellas
haciendo que algunas durmiesen con él pero que éstas unánimemente
confesaban «que jamás pudo haber con ellas cópula carnal».
Éstos son los datos de que disponemos, recogidos y ordenados
escrupulosamente por Marañón. Cada investigador puede, por tanto,
esgrimir argumentos en favor de cualquiera de ambas tesis: impotencia
absoluta o relativa y, por ello, subsanable. En la Corte, durante estos diez
años, fueron creciendo el rumor y la conciencia de que el príncipe era
incapaz de consumar su matrimonio, una noticia que después sería
oficialmente confirmada. Así se establecieron las bases de argumentos y
actitudes políticas. Aunque no puedan los historiadores dilucidar en
términos objetivos y reales tan importante cuestión, no pueden perder de
vista que los estados de opinión, cuando son fuertes y arraigados, resultan
decisivos en el curso de los acontecimientos políticos.
Estaba en juego, durante los años que giran en torno al acontecimiento que
significa la primera batalla de Olmedo, precisamente la definición y
dimensiones que debían darse al que ya entonces era conocido como
poderío real absoluto. Conviene precisar que, en aquella época, el término
absoluto no era empleado en el sentido que llegaría a adquirir siglos más
tarde: significaba, simplemente, que no reconocía ninguna instancia política
superior, ninguna dependencia salvo el orden moral establecido por Dios.
Los tres primeros monarcas de la Casa de Trastámara, reivindicando la
memoria de Alfonso XI —el reinado de Pedro I era destinado a execrable
condenación por tiranía— habían procurado la coordinación de ese poder
con los súbditos mediante el desarrollo de las instituciones arriba
mencionadas, Cortes, Consejo y Chancillería, y la observancia de la ley. La
primera y principal función del soberano era definida como «señorío mayor
de la justicia»; por eso el título exacto que le correspondía era el de alteza.
Veremos cómo, durante el reinado de Enrique IV, éste utiliza
esporádicamente el calificativo de majestad, que propiamente correspondía
a los emperadores; ello parece indicamos que hubo, por su parte, una
tendencia al crecimiento de dicho poderío real.[14]
Para justificar las aspiraciones a un desarrollo de la significación y
dimensiones del oficio real, se hizo uso del protocolo —algo que repugnaba
a don Enrique— y de la propaganda. Ésta recurrió abundantemente a los
medios literarios que han llegado a nosotros como testimonios escritos muy
abundantes. Los cronistas encargados de redactar la que llamaríamos
«historia oficial», aunque de signo contrapuesto en el caso concreto de
Diego Enríquez del Castillo y Alfonso de Palencia, testigos directos de la
mayor parte de los sucesos, coinciden con los documentos en el punto de
afirmar que la legitimidad tiene su origen en el designio de Dios, a través
del nacimiento, de quien el rey es además verdadero vicario. Pero, al mismo
tiempo, señalan que el reino de Castilla cuenta también con otra legitimidad
no menos importante, que tenía su punto de partida en aquel contrato de los
emperadores romanos con el rey de los godos, Walia —en realidad un
arriendo de servicios militares— que era interpretado ahora como si
consistiera en la transmisión de la autoridad.
Los reyes, en Castilla, no eran consagrados ni coronados. Juan I había
intentado introducir esta novedad montando una ceremonia en las Huelgas
de Burgos, pero al no convertirse en hábito, tal intento quedó reducido a ser
una excepción. Esto no impedía que se viese, en las acciones reales, una
moción permanente del Espíritu Santo. Toda su vida estaba penetrada de
sentido religioso. La invocación a Dios en la Trinidad y a la Virgen María
forma parte inalienable de los documentos.
Don Enrique había sido educado en este orden de ideas y no tenemos
razones para sospechar que no creyera en ellas. Entendía, en consecuencia,
que su misión —ahora que, con la mayoría de edad, el destino le
encomendaba una especial suplencia de su padre, sometido a voluntad ajena
— se movía entre dos canales paralelos: realizar todo aquello que fuera
provechoso para la paz del reino y vivir la condición de cristiano con el
mayor rigor, ya que de su conducta dependía la salud del reino. El cronista
oficial y capellán, Diego Enríquez del Castillo, atribuye a ambas
convicciones su inveterada, y en ocasiones, excesiva tendencia a la
negociación, al perdón de los enemigos y, en definitiva, a las concesiones;
en consecuencia, una virtud mal entendida. Palencia, por el contrario,
presentará a Enrique IV como un monstruo de debilidad, lejos de cualquier
virtud, e inclinado a todos los vicios.
La ley es el intermedio en las relaciones entre monarca y reino. Se trata,
ante todo, de la costumbre consolidada. Pero al rey, en cuanto que posee el
señorío mayor de la justicia, asiste el derecho a promulgar nuevas leyes, si
bien tiene que recordar el juramento prestado de guardar los usos y
costumbres del reino. Podemos inducir a error cuando nos referimos a las
Cortes como órgano legislativo: los procuradores de las ciudades estaban en
condiciones de solicitar del rey determinadas medidas y eran, además,
representación del reino suficiente para que ante ellos las leyes fuesen
promulgadas. Pero, en definitiva, correspondía al rey la última decisión:
desde la «cierta ciencia» procedía a decidir si las peticiones merecían
convertirse en leyes o, por su motu proprio, esto es, de libre iniciativa,
procedía a la promulgación. Mosén Diego de Valera, uno de los más
eficientes propagandistas de ambos reinados, el de Enrique IV y el de
Isabel, insiste en que el juicio acerca de un soberano sólo puede emitirse
correctamente si se tienen en cuenta las buenas leyes que entonces se
promulgaron y cómo fueron cumplidas, ya que de ello dependía el bienestar
de la «república». Es indudable que el balance correspondiente a don
Enrique debe considerarse negativo.
Desde sus años juveniles, Enrique IV hizo patente el fastidio que para él
significaba la pompa del ceremonial. Por ejemplo, gustaba vestir del modo
más incorrecto posible. Tuvo que someterse a él, pero sintiéndose de
manera constante movido a huir de sus compromisos: corona, cetro, espada,
atuendo y pendones eran como los signos de la realeza. Por esta causa los
actos oficiales cobraban de representaciones teatrales: ciertos edificios,
palacios o templos, proporcionaban el decorado necesario. Ya en 1441 el
joven concedió la mayor importancia al hecho de disponer, para ello, de los
dos grandes alcázares reales, el de Segovia y el de Madrid, éste por su
abuelo, Enrique III, que vigiló cuidadosamente el desarrollo de las obras.
Pues ambos palacios, pese a las deficiencias que presentaban —en su origen
eran apenas caserones fortificados— eran idóneos para el ejercicio de la
representación. En ocasiones, el rey y la reina intervenían en la
organización de las ceremonias indicando a los cortesanos los colores y
vestidos que debían usar en la ocasión.
La capilla real, cuidadosamente organizada, atendía a las otras
dimensiones, las que abarcaban el servicio religioso de la monarquía. Iban
más allá de la simple prestación de servicios. De este modo resulta fácil
explicar las frecuentes escapatorias del rey en busca de la soledad y el
desaliño: en ciertos momentos de especial tensión, don Enrique se apartaba
de todo lo que la Corte llegaba a significar de pesadumbre, ocultándose en
los bosques donde se reunía con sus monteros, muy numerosos, y con los
cuidadores de los animales. Se vestía, cómodamente, con atuendos vulgares
y oscuros. Segovia y Madrid compartían una condición, de gozosa
proximidad a los profundos bosques: como una contrapartida al rigor de los
alcázares, hizo construir un pabellón de caza en Balsaín y reacondicionó el
que en El Pardo poseyera su abuelo. Ambos eran la contrapartida
indispensable para la vida del rey.
TOLEDO
La cuestión portuguesa
LIBERAR AL REY
La promesa
Las rentas
No todas las acciones bélicas se desarrollaron de modo tan exitoso para las
huestes del príncipe y sus nuevos aliados. Por ejemplo fueron rechazadas
por el alcaide de Lorca, Alonso Fajardo, «el Bravo», que pretendía dominar
todo el reino de Murcia.[33] Este reino, frontera de Aragón, comenzó a
habituarse a la desobediencia. Don Álvaro de Luna y don Juan Pacheco se
conformaron con dominar Santiago y Calatrava, Órdenes dotadas de
copiosas rentas, que pensaban repartirse. En aquellos momentos el
condestable y el príncipe de Asturias, considerándose vencedores,
coincidían en un objetivo: impedir a los infantes de Aragón el retorno a
Castilla procediendo al reparto de los bienes que les fueran confiscados. Se
intentó poner un freno a la posible guerra con Aragón mediante contactos
directos con Alfonso V.
Alfonso de Cuenca, enviado a Nápoles, fue recibido por el Magnánimo
el 10 de setiembre de 1444:[34] en una conversación extraordinariamente
difícil explicó al rey, en nombre de Juan II, cómo su hermano, Juan de
Navarra «se apoderó con gran osadía y atrevimiento, tiránicamente, sin
nuestra sabiduría contra nuestra voluntad de nuestra persona y palacio real,
con gente de armas». Alfonso, sin duda, no creyó en esta versión, pero dio
una respuesta amable porque, identificado con Nápoles, no estaba
dispuesto, en modo alguno, a volver a la Península; sin su presencia las
perspectivas de enderezar la situación eran muy escasas. Una tregua de
cinco meses, computados a partir del 25 de setiembre de 1444, quedó
establecida: un tiempo que los contendientes, en esta especie de juego a tres
bandas, se proponían aprovechar para acelerar los preparativos. Los infantes
Juan y Enrique conservaban todavía la esperanza de conseguir un cambio
en la actitud de Alfonso V.
En ausencia del príncipe y del condestable, Juan II se reunió en Burgos
con los procuradores de las ciudades: se trataba de un ayuntamiento, no de
verdaderas Cortes; el monarca trataba de hallar un respaldo en aquella hora
difícil, en que se reclamaba una nueva definición de la monarquía y era
conveniente dar la sensación de que estaba ejerciendo sus funciones. No
pudo conseguir este objetivo. Para las ciudades aquellas contiendas entre
partidos significaban, ante todo, ambiciones que se desataban en torno al
patrimonio real; todos los servicios eran tan sólo el precedente de mercedes
que significaban el recorte de sus libertades, la enajenación de las rentas
reales, las alteraciones en los precios por el quebranto de la moneda y, a la
postre, nuevas cargas tributarias. Para calmar los ánimos y demostrar que, al
fin y al cabo, las protestas eran atendidas, se dictaron sucesivamente tres
disposiciones que no formaban parte de ningún cuaderno, como si
respondiesen a iniciativas contrastadas por el rey con los representantes
ciudadanos:
El paso del tiempo iba dejando huellas en aquella numerosa prole de don
Fernando, «el de Antequera», rebajando las posibilidades de recuperación.
Concluida la campaña de Murcia, Enrique regresó a su querida Segovia,
haciendo recuento de las ganancias obtenidas: era ya un gran poder dentro
del reino. Hizo entonces celebrar solemnes funerales por el alma de su
madre, muerta en Villacastín, como si quisiera llamar la atención sobre una
deficiencia en los homenajes debidos. Más tarde, los restos serían llevados a
Guadalupe, mostrando así, después de la muerte, la disyunción con quien
fuera su marido. Allí siguen, pared por medio de la momia del hijo,
mientras en el gran sepulcro de Miraflores, duerme Juan II acompañado de
su segunda esposa. Son detalles que no carecen de significación. Enrique
permaneció en el alcázar segoviano, con breves salidas a los bosques de
afuera, hasta el 16 de marzo de 1445. Llegó entonces la noticia del
fallecimiento, en su destierro de Toledo, de su tía Leonor, viuda de Duarte
de Portugal: a su lado estaba una bellísima hija de corta edad, a quien
llamaran Juana.
En estos momentos el príncipe de Asturias no tenía otra opción que la
de sumar sus fuerzas a las del condestable, porque los infantes, contando
con la base de Atienza gracias a la complicidad del conde de Medinaceli,
Luis de la Cerda, ya no se conformaban con reclamar las rentas que les
fueran confiscadas. Parecían dispuestos a ir mucho más lejos. Desde el
campamento que alzaron a la vista de Alcalá de Henares, enviaron un
mensaje a su hermano Alfonso V proponiéndole que regresara para
«alcanzar la Monarquía».[35] Probablemente dicha propuesta no significaba
otra cosa que deponer a Juan II —usando una vez más el argumento de la
«tiranía», esto es, pérdida de la legitimidad de ejercicio, tan frecuente en
este siglo— y pasar sus derechos a quien le seguía en línea de sucesión.
Partiendo de estas premisas la campaña adquiría un nuevo tinte, como en
efecto comprobamos, y el príncipe de Asturias iba a desempeñar en ella un
papel de protagonismo sustancial, pues aquella legitimidad era
precisamente la suya. En consecuencia salió de Segovia y se incorporó al
ejército que había reunido don Álvaro de Luna.
Los procuradores de las ciudades aparecen en estos meses incorporados
a la Corte, formando parte de ella; algunos desempeñaban oficios, lo que
nos revela la influencia que los consejeros del rey ejercían en sus
designaciones. La documentación conservada nos permite atisbar algunas
de las decisiones que se tomaban en respuesta a sus solicitudes,
incorporándose además a los cuadernos de Cortes:[36] se estaba
comprometiendo a don Álvaro de Luna para que no transfiriese al tesoro
real los «situados» en rentas de señorío favoreciendo así el poder de la
nobleza (14 marzo 1445), adoptase disposiciones para reducir el número de
regidores y oficiales en los concejos (20 de abril), y aplicase las rentas de
los bienes secuestrados a gastos de guerra para evitar que ésta gravitase
sobre las sufridas espaldas de los súbditos (4 de mayo). Compromisos que
eran siempre adquiridos con neta voluntad de incumplirlos.
Los dos ejércitos se avistaron en las afueras de Alcalá de Henares sin
trabar la lucha. Luego se dirigieron, uno en pos de otro, a las comarcas del
Duero, buscando los infantes adhesiones en tierras y lugares que tenían
como suyos. Desde el 24 de marzo, el rey de Navarra se había instalado en
Olmedo, porque en esta ciudad aguardaba los refuerzos que debían traerle
los parientes agnaticios de ambos hermanos, el almirante don Fadrique y el
conde de Benavente. Esta vez don Álvaro de Luna rechazó los intentos de
negociación y el príncipe le acompañó en esta postura: una victoria
resolutiva, en aquellos momentos, podía resolver, de una vez por todas, el
problema que significaban los «aragoneses». Las tiendas del rey estaban
desplegadas a la vista de la ciudad.
En la tarde del 19 de mayo de 1445[37] el príncipe de Asturias y algunos
caballeros, salieron a otear el campo. Salieron entonces de Olmedo algunos
soldados y don Enrique, que no era un valiente, volvió grupas refugiándose
en el campamento. Juan II, encolerizado por esa osadía de los que
consideraba rebeldes, ordenó desplegar todas sus tropas encomendando a su
hijo precisamente el mando de aquellas que tenían al frente a su suegro, el
rey de Navarra. La batalla se generalizó —luego vendría la tesis oficial del
choque de los soldados del príncipe con los de Rodrigo Manrique— y fue
muy cruenta: 22 muertos y numerosos heridos significaban, en el cómputo
de aquella época, bajas muy importantes. Entre los heridos se contaba el
infante don Enrique, que falleció poco después, al no ser atendidas a tiempo
las lesiones que en la lucha recibiera. El almirante don Fadrique, que cayó
prisionero, fue liberado por la destreza de sus vasallos y pudo ponerse a
salvo en su señorío de Medina de Ríoseco. El rey de Navarra, destinado a
convertirse en superviviente de tiempos pasados para los próximos treinta y
cuatro años, buscó refugio en Aragón. Alfonso V, en Nápoles, recibió la
noticia, se disgustó, pero no quiso modificar la línea que se había trazado:
Nápoles colmaba sus delicias.
La alternativa portuguesa
Concordia de Astudillo
Armas de Granada
Caída de Atienza
Objetivo: Cuenca
El alzamiento
Los cálculos del repostero —Toledo iba a ser el detonante decisivo para una
derrota del valido— no se cumplieron. El 25 de febrero, al frente de una
fuerte columna, que juntaba entre 6 y 8.000 hombres de armas, Alfonso de
Aragón plantaba sus tiendas delante de Cuenca. Disponía también de
artillería. Pero Lope Barrientos había tomado disposiciones que le
permitieron una defensa eficaz. Al recibirse la noticia de que el condestable
acudía con tropas suficientes, los invasores tuvieron que levantar el campo
regresando a sus bases de partida. De modo que las esperanzas de los
rebeldes toledanos se disiparon. Crecía el prestigio del valido, a quien poco
antes se diera por vencido y presentaba ahora el balance de dos éxitos: la
sumisión del conde de Benavente y el rechazo de la invasión. El vasto plan
de entrada por Cuenca, Toledo y Murcia, tenía que ser abandonado. Como
una muestra del cambio de opinión, Fajardo el Bravo inició nuevos
contactos con la Corte.
No quedaba a Pedro Sarmiento otro recurso que ponerse en contacto
con el príncipe y ofrecerle la entrega de la ciudad; esto significaba, sin
duda, que el heredero de la Corona se alineaba junto a la opinión de los
enemigos de los conversos. Probablemente esto no le convenía: la autoridad
del rey no podía distanciarse de la doctrina de la Iglesia que insistía en que
no era lícita ninguna discriminación entre cristianos. No se dio respuesta a
esta primera solicitación. En cambio don Álvaro pudo entrevistarse con
Pacheco en Palomares, cerca de Huete (11 de marzo de 1449) y con el
propio don Enrique en Montalvo, pocos días más tarde. A cambio de la
entrega del castillo de Burgos, dominio sobre esta ciudad, el príncipe y su
valido estaban dispuestos a no intervenir en Toledo. Ostensiblemente,
acompañado como siempre por ambos hermanos, el príncipe regresó al
alcázar de Segovia, dejando a los rebeldes abandonados a su suerte.
Muchos conversos habían tenido que abandonar la ciudad que se
hallaba sometida a un dominio completo de los «lindos». El 1 de mayo de
este mismo año, Juan II establecía su real en Fuensalida, casi a la vista de la
ciudad. Allí le visitaron los procuradores del regimiento para entregarle un
memorial que había sido redactado por el repostero. Se ofrecía admitir al
rey, como la obediencia les obligaba, dentro del recinto de la ciudad, pero
sin la compañía del condestable ni de sus consejeros; previamente el
repostero y los oficiales que en este momento ejercían, serían confirmados;
ninguna clase de castigo o de rectificación podría aplicarse como
consecuencia de los pasados sucesos; se daba por establecido que los
rebeldes se habían sometido a la autoridad legítima de Sarmiento. Éstas
eran, por así decirlo, las condiciones formuladas con respeto. Pero el tono
general del documento, muy áspero, carecía de él. Se recordaba a Juan II
cómo se había alterado el sentido mismo de la legitimidad pues el rey no
reinaba; otros lo hacían por él. Volviendo a lo que se dijera en 1447 los
toledanos reclamaban que, juntos, monarca y sucesor convocasen Cortes,
adoptando en ellas las medidas necesarias.
Don Álvaro era descrito, en este memorándum, como el defensor de los
falsos cristianos que no perseguían otro objetivo que el de entregar el reino
al oculto poder judío. Era la fe cristiana, la que se hallaba en peligro. Con
suficiente claridad se recordaba al soberano que si no rectificaba en esta
línea política, el reino estaría justificado para sustraerle la obediencia y
pasarla a su sucesor, en quien descansaba la legitimidad. Sin parar mientes
en los acuerdos que se establecieran en Palomares y Montalvo, que
seguramente conocía, Sarmiento envió sus mensajeros a Segovia: si el
príncipe acudía, sería recibido en Toledo con toda alegría. Y esta vez
Pacheco y Girón, olvidándose de cualquier compromiso, convencieron a
don Enrique para que aceptase, ya que tal era el bien del reino. Con fuerzas
muy superiores a las de su padre, avanzó hasta instalarse en Casarrubios del
Monte. Desde aquí envió mensajeros a Juan II, que encontraron a éste en
Illescas, adonde se había retirado el 24 de mayo.
El primogénito heredero, usando de las prerrogativas que su posición le
otorgaba, pedía el consentimiento de su padre para aceptar las propuestas de
Sarmiento y entrar en la ciudad; si tal cosa se le negaba, indudablemente el
monarca tenía que explicar cuáles eran las razones. Jugada inteligente, sin
duda, la del marqués que, entre sus más caras aspiraciones tenía siempre
anotada la posesión de Toledo. Hubo conversaciones entre ambos campos,
sin resultado alguno y al final el condestable, llevándose consigo al rey,
tuvo que levantar el campo (4 de junio). Pasando por Escalona y Ávila
fueron todos a dar con sus huesos en el caserón incómodo de Valladolid,
donde naciera Enrique. El príncipe y sus dos consejeros, que en todo le
dominaban, pudieron entrar entonces en Toledo confirmando al repostero en
la alcaldía del alcázar y como alcalde mayor de las alzadas. Para Pacheco,
era aquélla una gran victoria: recordemos cómo Segovia, Madrid, Toledo,
formaban un tríptico de posiciones clave en el dominio del reino. Para el
príncipe, un mal paso: aunque con su presencia cesaron las violencias
físicas contra los conversos, nada se les devolvió; tampoco fueron
castigados los culpables. Se daba en todo la impresión de que el heredero
estaba de acuerdo con los cristianos viejos más exaltados.
La sentencia-estatuto
Bulas de Nicolás V
¿Qué había sucedido para que el príncipe diera un giro tan completo?
¿Podía atribuirse a simple cobardía esta deserción o se trataba de algo más
profundo? La llegada de las bulas de Nicolás V colocaba a don Enrique en
una muy mala posición. Entrando en Toledo de la mano de los rebeldes
había dado legalidad a la sentencia-estatuto del 5 de junio que ahora la
Iglesia condenaba con todo rigor, amparando además con su silencio todas
las Violencias que rudamente se denunciaban. Era absolutamente contrario
a sus intereses mostrarse como defensor o aliados de herejes condenados;
ya que de herejía se calificaba la doctrina anticonversa. No le quedaba otra
salida que abandonar a tan peligrosos aliados. Pero, al darse a conocer el
acuerdo de Palomares, los otros miembros de la Liga se sintieron
traicionados y, en consecuencia, el prestigio del heredero se quebró. En
adelante será tenido por hombre de poco fiar.
En el mes de noviembre, el príncipe volvió a Toledo. Además de
Pacheco y Girón, le acompañaba fray Lope Barrientos, hombre de la
confianza del rey y garante del cumplimiento de la concordia de Palomares.
Fue recibido con festejos que se prolongaron una semana y que le
permitieron preparar con cierta calma la doble operación: suprimir la
sentencia-estatuto sometiéndose a la doctrina de la Iglesia, y cambiar el
equipo de gobierno en la ciudad. Barrientos era portador de un precioso
documento, la Instrucción que preparara por encargo del rey y de su
Consejo el Relator Fernando Díaz de Toledo, doctor en leyes, secretario del
rey, oidor en la Audiencia y referendario del mismo.
Los enemigos de don Álvaro de Luna consideraban al Relator
simplemente como un hombre del condestable, pero es cierto que había
conseguido ganarse la confianza de todas las facciones permaneciendo en
su cargo durante los períodos de alejamiento del valido. Nacido judío,
aunque bautizado a edad muy temprana, podía considerársele más como
hijo de conversos que como neófito: su educación había sido
exclusivamente cristiana, de modo que no disponemos de ningún dato que
nos permita establecer alguna relación con el judaísmo. Tomó las bulas de
Nicolás V, las tradujo directamente al castellano y entregó copias al rey, a
Pacheco y a Girón. Barrientos podía manejar el original. La Instrucción,
aprobada por el rey y su Consejo, indicaba a Barrientos y al príncipe lo que
debía hacerse en Toledo, cumpliendo los dictados de las leyes vigentes en
Castilla.
Los argumentos empleados eran fundamentalmente religiosos y no se
separaban ni una tilde de las bulas de Nicolás V. Es un bien absoluto, que
debe ser procurado, conseguir que los infieles se conviertan a la verdadera
fe. Pero si se desata una persecución contra los conversos, el proceso de
cristianización se detendrá en seco, pues judíos y musulmanes pensarán que
el bautismo les coloca en una posición peor que la que hasta entonces
tenían. Es falsa esa invocación que el Estatuto hace a las leyes visigodas.
Pero, además y sobre todo, el Derecho canónico reserva sus penas más
severas para aquellos que impiden ser buenos cristianos a los que proceden
de linaje judío. Enrique III y Juan II, es decir, los monarcas más recientes,
cuyas disposiciones gozaban de pleno favor, había promulgado leyes para
imponer absoluta igualdad entre todos los cristianos: «Creo que nuestro
señor el Príncipe es tan católico y de tanta conciencia que no permitirá ni
dará lugar que ninguno vaya contra lo que el tan sumptuoso rey don
Enrique hizo, ordenó y declaró con acuerdo del dicho señor arzobispo
(Pedro Tenorio) y otros grandes de su reino y Consejo.»
En consecuencia era preciso cumplir la doctrina de la Iglesia cuando
recuerda a los fieles la identidad que les asiste ya que no puede permitir que
nadie sea discriminado «por razón de raza». Todos los primeros cristianos
fueron judíos, ya que de los judíos viene la salvación y sobre el viejo Israel
se alza ese nuevo y definitivo que es la Iglesia. De una manera especial se
recordaba al príncipe que se estaba produciendo una radical contradicción,
con desobediencia, entre una sociedad, la castellana, que se dice cristiana, y
la Iglesia de Roma, cuando se desobedece su doctrina.
El documento entraba también en la contemplación de ese otro hecho:
había herejes judaizantes y para ésos estaba prevista la pena atroz de muerte
en la hoguera, ya que un mal tan grave debe ser extirpado. Pero la misma
pena merecen aquellos a quienes las bulas del 24 de setiembre definían
también como herejes y relapsos. Desde la más alta autoridad del reino, esto
es, el rey y su Consejo, vinculándose además a la doctrina expuesta por el
pontífice, se exigía del príncipe don Enrique una rectificación en su
conducta, alineándose entre los defensores de los conversos.
EN LA GUERRA DE NAVARRA
La encrucijada navarra
Entraba, sin duda, en los cálculos del condestable, volver a una solución
política como la que en Palomares o en Záfraga se habían esbozado, esto es,
un acuerdo entre los dos grupos, el suyo y el del príncipe, puesto que,
unidas las fuerzas, ningún otro poder podría oponerse al suyo. Estaba
pendiente la cuestión de la entrega de Toledo al rey, a cambio de la
devolución del castillo de Burgos a los Stúñiga, condiciones que se habían
ofrecido y confirmado muchas veces sin ejecutarlas nunca. La Crónica del
Condestable dice que de éste partió iniciativa de una negociación en la que,
por primera vez, tuvo la parte principal el arzobispo de Toledo, Alfonso
Carrillo, que era tío del marqués de Villena y formaba parte de ese mismo
linaje de portugueses exiliados. La propuesta incluía una entrevista personal
y directa entre el rey y su hijo. Frente a frente ambos, sólo era posible una
decisión: don Álvaro demostró que conocía muy bien el carácter del
príncipe de Asturias. Hay un fondo de bondad, interpretada muchas veces
como debilidad, que acababa imponiéndose. Sólo ella podía servir para
liberar al príncipe del poder absorbente de ambos hermanos, consiguiendo
que éstos «desistiesen de meterle en tales golfos de turbaciones».
Acudieron los dos cortejos a Santa Clara de Tordesillas el 21 de lebrero
de 1451. Hacía frío. Entre otros se hallaban presentes don Álvaro, el
marqués de Villena y su hermano, Alfonso Pérez de Vivero, que era dueño
de una hermosa capilla en aquel lugar, y Fernando de Ribadeneira. Se
celebró la misa y comulgaron en ella el rey y su hijo. Luego don Enrique,
poniendo sus manos encima de una forma consagrada, pronunció el
juramento de «guardar el servicio, honor y real estado del rey su padre en
cuanto sus fuerzas pudiesen bastar». Quedaba así restablecido el orden de
legitimidad.
Por debajo de tal ceremonia, que parecía encuadrar una perfecta vía
para resolver un conflicto latente de usurpación de funciones, volvían a
aparecer los pequeños intereses que la convertían, desdichadamente, en un
engaño. Se acordó entonces perdón con plena restitución de bienes para el
conde de Benavente, que figuraba como estrecho aliado del príncipe, y para
García de Toledo,[94] hijo del conde de Alba, aunque no para este último,
porque los consejeros de Enrique deseaban retenerle hasta que se hiciera el
reajuste del vasto patrimonio que había conseguido acumular. El príncipe
aceptaba activamente la política exterior señalada por su padre, tomando
parte directa en las operaciones militares, Navarra o la frontera de Granada,
que se le señalasen. Como de costumbre, Pacheco cobró el precio que
señalaba a cualquiera de sus concesiones: iba a redondear su Marquesado
con las villas de Jorquera, Alcalá y La Roda, indemnizándose a su actual
titular, Alfonso Pérez de Vivero precisamente con aquella que le servía de
apellido.
De este modo, aunque el condestable hubiese cubierto su objetivo de
evitar esa parcela de legitimidad que el primogénito heredero aportaba a los
nobles sus enemigos, don Juan Pacheco podía salir de Tordesillas muy
satisfecho: continuaban acumulándose sus ganancias, sin que pudiera
discutírsele en modo alguno su preeminencia. Los hijos del conde de Alba,
Pedro y García Álvarez de Toledo, decidieron negociar directamente con el
príncipe. Habían perdido la esperanza de conseguir por otra vía resultados
favorables. El 14 de diciembre de 1451 poseían un principio de acuerdo.
Fueron convocados los procuradores de las ciudades para que, en una
reunión a celebrar en Valladolid, ratificasen aquellos acuerdos iniciando de
este modo el tiempo de paz interior que de aquéllos se esperaba. Las Cortes
eran las únicas que podían elevar a decisión pública el acuerdo particular de
Tordesillas. Se intervino eficazmente en la designación de estos
representantes para evitar disensiones o querellas. Sin embargo, la actitud
de este ayuntamiento, en Valladolid, estuvo señalada por el pesimismo:
nadie parecía dispuesto a creer en las promesas; muchas muertes, robos y
daños, con quebrantamiento de las que las ciudades consideraban sus
libertades habían provocado los enfrentamientos y partidismos. La
ambición de poder empujaba a algunos grandes a adueñarse, de hecho, del
gobierno de las ciudades. El cuaderno que presentaron el 10 de marzo de
1451 giraba en torno a estas dos cuestiones: había que aliviar las cargas
económicas que el exceso en los tributos y el desorden monetario arrojaban
sobre las espaldas de la gente llana; ciudades y villas reclamaban el derecho
a que se preservasen sus derechos y jurisdicciones. Eran demandas que se
repetirían durante el reinado de Enrique IV, incrementándose el tono de
queja. Pedían, por ejemplo, que se hiciesen mejor los repartimientos, que se
pusiera freno a la venta de cartas de hidalguía porque la exención de
algunos se reflejaba en mayor carga sobre otros y que se amortizase, por lo
menos, la mitad de los juros que estaban entonces enajenados. Era cierto
que las rentas ordinarias de la Corona estaban muy mermadas. Se hicieron
promesas que nunca se cumplieron.
Entrada en Toledo y sus consecuencias
Esta vez iban a cumplirse las condiciones pactadas y los Stúñiga pudieron
tomar posesión del castillo de Burgos; su presencia en este punto
desempeñaría papel importante en el drama final de 1453. De momento don
Álvaro podía emplear estos datos como parte eficaz de una propaganda. El
mismo día 21 de febrero, apenas terminada la ceremonia, hizo despachar
cartas a las ciudades del reino, anunciando que, finalmente, se había
conseguido alcanzar la deseada paz. No había, en esta comunicación,
referencias a cuestiones concretas. Se evitaba decir que, para lograr que el
rey fuera admitido en Toledo, había tenido que admitir las condiciones
presentadas por el príncipe: en la carta de perdón extendida el 21 de marzo
se hacía expresa referencia a que se hubieran producido desmanes, pero se
otorgaba plena y absoluta amnistía, lo que dejaba a cada uno en la posición
que entonces ostentaba Entre las autoridades que entonces tenían el
gobierno de la imperial ciudad, el príncipe era objeto de abierta simpatía.
Cedía Girón un dominio que, con toda probabilidad, juzgaba lleno de
riesgos y, por tanto, incómodo.
Juntos, el rey, el príncipe y el maestre de Santiago hicieron una entrada
brillante en la ciudad, con séquito de soldados. Don Álvaro pudo tomar
posesión del alcázar, las torres de las puertas y el alguacilazgo mayor, que
no iba a regir por sí mismo sino apelando al uso de tenientes. Tal vez no se
diera cuenta plena del paso que daba: al aceptar el status quo, consecuencia
de la revuelta de 1449, los desmanes de Pedro Sarmiento y las disposiciones
conservadoras del príncipe, dejaba de ser el protector de los conversos para
convertirse en apoyo de la oligarquía dominante en la ciudad. Los cristianos
nuevos pasaron a alinearse entre los que deseaban su exoneración. El
cambio fue radical y manifiesto: «lindos» y nuevos, cada unos por su
cuenta, presentaron al rey la respectiva versión de los sucesos, solicitando el
amparo de su autoridad. Juan II atendió las razones de los viejos y no hizo
caso de los conversos.
Los embajadores castellanos en Roma recibieron encargo de presentar
al papa un informe que venía a ser un reflejo de la situación que había
podido comprobarse en Toledo: en él se sostenía la tesis de que la herética
pravedad que significaban las prácticas judías por parte de bautizados,
estaba muy ampliamente difundida entre los conversos. Ésta era,
precisamente, la que sostenían los cristianos viejos. El 20 de noviembre de
1451 el papa Nicolás V, atendiendo a instancias del rey, declaró nulas sus
anteriores sentencias de excomunión y entredicho. Para algunos de los
inculpados la rectificación llegaba demasiado tarde, pero para los conversos
significaba el abandono de cualquier esperanza de reparación. En relación
con la herejía el papa recordaba que este delito no podía ser castigado salvo
recurriendo al procedimiento inquisitorial, que no estaba específicamente
introducido en Castilla, recomendando a los obispos que lo instaurasen en
sus respectivas diócesis. Toledo podía volver a la normalidad enterrando el
pasado.
El papa, que cedía ante las razones del rey, no quiso que estas
concesiones significaran un cambio en la doctrina de la Iglesia: la bula
Considerantes ab intimis (29 de noviembre de 1451) insistía de nuevo en la
ilicitud de establecer distinciones, de cualquier tipo, entre cristianos viejos y
nuevos. De ninguna de estas bulas, la que recordaba la necesidad de recurrir
al procedimiento inquisitorial, negando a la justicia ordinaria competencia
sobre delitos de herética pravedad, y la que establecía paridad para los
conversos, se hizo entonces mucho caso. Se tuvo la impresión de que con el
cambio en la conducta de don Álvaro, triunfaban los sentimientos que
movieran las pasadas revueltas, aunque se condenasen las violencias.
El final de un valido
Declaración de nulidad
Primeras capitulaciones
Hay un dato documentalmente probado: Enrique IV se confesó a sí mismo
y fue reconocido impotente. Esto no excluye la posibilidad de que dicha
impotencia pudiera ser vencida. Sabemos que estuvo sometido a
tratamiento médico muy rudimentario, causa sin duda de humillación y
sufrimiento para su esposa, ya que se trataba de corregir el principal defecto
físico que en él se detectaba: falta de vigor en la verga viril para lograr la
penetración e inseminación. Testimonios de lo que en la Corte se decía,
llegan a nosotros a través del viajero alemán Münzer («Fecerunt medici
canneam auream, quam Regina in vulvam recepit, an per ipsan semen
inicere posset; nequivit tamen. Mulgere item fecerunt eius et exivit sperme,
sed aquosum et sterile») y de un manuscrito anónimo hallado por Paz y
Meliá en la Biblioteca Nacional («Fuerunt qui seminis secum in hostia
effusi sacros penetrario posticulos affirmavere»). A esto he podido añadir la
carta firmada por Guinguelle, en 1463, tras el aborto de Juana a que nos
referiremos en el lugar debido[101] y que nos permite conocer el nombre del
maestro Samaya, médico judío que atendió a ambos esposos. La
incluiremos más adelante.
Es calumnioso emplear el calificativo «Beltraneja», que aparece
después del reinado de Isabel y su marido, porque eso supone la atribución
de la paternidad sin la menor prueba. Tampoco pasan de ser simples
difamaciones cortesanas los argumentos que pretenden probar la
ilegitimidad por esta vía, ya que una infanta puede ser concebida con ayuda
ajena y ser reconocida como tal, pues nació dentro de matrimonio. Los
testimonios que se aducen en algunas obras, como el del doctor Juan
Fernández de Soria, que nadie ha visto, corresponden a un tiempo polémico
y, por consiguiente, son interesados en favor de una determinada
argumentación política. Años más tarde, en 1470, cuando se trataba de
destruir los acuerdos de Guisando, la reina Juana, que era ya madre de un
hijo de Pedro de Castilla, juró en la catedral de Segovia que aquella infanta
«es hija legítima y natural del rey mi señor y mía». Enrique IV, según su
cronista oficial Diego Enríquez del Castillo, se limitó en esta ocasión a
decir que «creia ser hija suya y con tal certidumbre de hija la tenia y había
tenido desde que nació».
Todo esto nos conduce a profundizar meticulosamente en las
condiciones del matrimonio. En el convenio de 1468, firmado en Cadalso y
Cebreros, el argumento que se aduce para probar los derechos de Isabel es
que «el dicho señor rey es informado que no fue ni está legítimamente
casado». Fuera de los panfletos de propaganda y de los pasquines injuriosos
todo gira en torno a esta cuestión. La primera duda que surge nos induce a
buscar los motivos que impulsaron a don Enrique a dar un paso tan grave
como proveerse de una sentencia como la de Alcazarén para poder contraer
nuevo matrimonio. Si se hubiera resignado a su defecto, manteniendo la
unión con Blanca, que podía traerle derechos sobre Navarra, ninguna de las
injurias que sufrió habría tenido lugar. La sucesión en Castilla descansaba
en este hermano, Alfonso, veintiocho años más joven, de cuya educación
podía haberse ocupado directamente. Sin duda Pacheco tuvo un papel
decisivo, el mismo Pacheco que tomaría la delantera a todos los grandes
rechazando la legitimidad de Juana. Se trataba de cerrar definitivamente el
capítulo de los infantes de Aragón y poner en marcha la alianza con
Portugal.
Disponemos de dos capitulaciones distintas para la celebración de este
matrimonio. La primera corresponde al momento en que don Enrique es
todavía príncipe de Asturias, mientras que la segunda se firma después de
su llegada al trono. Abundan en ambas los detalles singulares y
sorprendentes. Negoció la primera un judío, Rabi Yucé (Joseph) y fue
posteriormente anulada y sustituida.[102] Al investigador causa extrañeza, en
una y otra, la falta de alusiones a la necesidad de dispensa pontificia,
imprescindible por ser los contrayentes hijos de hermanas. No hemos
hallado ninguna capitulación de esta época en que deje de mencionarse una
necesidad de este tipo. La carencia de tal concesión bastaba para establecer
la nulidad del matrimonio. Firmados los primeros capítulos el 20 de
diciembre, cabe suponer que los negociadores careciesen de noticia acerca
de la bula de Nicolás V, fechada el día primero de dicho mes y año, a la que
tendremos que hacer posteriormente referencia. Anotemos, pues, la
existencia de tal defecto sin dar mayor importancia al asunto.
La sorpresa surge cuando comprobamos que una semana antes de la
firma, el 13 de diciembre de 1453, don Enrique hizo a su futura esposa una
donación entre vivos de cien mil florines de oro, estando presente el mismo
administrador de Segovia, Luis de Acuña, que había dictado la sentencia y
al que encontraremos después, en su calidad de obispo de Burgos, como
uno de los más empeñados detractores de Juana. No se diga que se trata de
una donación simbólica o diferida, como a menudo registran los
documentos: el dinero, en tres grandes talegos, fue depositado el 21 de
diciembre, por Lope González, apoderado de doña Juana, en casa de un
mercader de Medina del Campo. La razones que se dieron, «gran deudo y
amor» por tratarse de la «hija de la muy alta y muy virtuosa señora la reina
doña Leonor, mi tía», no proporcionan explicación alguna. Hay razones que
no pueden ser explicadas.
No tenemos, por otra parte, antecedentes que nos ayuden. Tan sólo cabe
señalar que la dote asignada a la princesa con cargo a la tesorería de
Alfonso V era precisamente de 100.000 florines; al hacerse entrega previa
de esta suma quiere decirse que era el novio quien la aportaba, liberando a
Alfonso V de cualquier desembolso. Juana no sufría perjuicio pues aun en
el caso de que la boda no llegara a celebrarse o, por cualquier otra
circunstancia el matrimonio se interrumpiera, nada tendría que devolver,
pues se trataba de una donación previa; de este modo dispondría de un
importante capital, sin que hubiera deshonor para Enrique como sería el
caso de que se dijera que recibía a la esposa sin dote. Estas razones no
agolan el hecho de que se buscaran las monedas, se metieran en sacos y se
depositaran en un banco.
Encontramos ya en estas primeras capitulaciones un texto que pueden
darnos la clave, pues se halla en relación con la situación creada por la
propia sentencia de divorcio. «Si aconteciera que el dicho casamiento sea
partido por nuestra muerte o razón que entre nos pueda ser contecida,
puesto que al presente no sea pensada ni declarada, o si aconteciera que sea
juzgado o determinado por alguna razón, derecho o impedimento que el
dicho casamiento es ninguno», doña Juana podía conservar esos cien mil
florines porque le habían sido concedidos como de nuda propiedad. En
otras palabras, no estaba Enrique convencido de que el impedimento que
tuviera con Blanca no reapareciera. Se daba a Alfonso V plazo de un año
para regularizar el abono de la dote; un tiempo que sin duda se consideraba
suficiente para comprobar la efectividad del matrimonio.
La bula de dispensa
Enrique, rey
Hasta 1463, sin que falten los defectos capaces de suscitar críticas,
Enrique IV parece poseer una política coherente, ayudada por la
circunstancia favorable de que se habían superado los efectos de la recesión
económica. Su poder inspiraba temor en Castilla, confianza en las ciudades
y esperanza en Cataluña, donde iba creciendo la oposición a Juan II. Al
concluir los funerales por el alma de su padre, en aquella misma iglesia de
San Pablo donde fuera proclamado, pronunció ante los nobles allí
congregados una especie de discurso inaugural en que afirmó que la bondad
y la clemencia serían las dos columnas de su reinado; como prueba de
ambas anunciaba que los dos últimos prisioneros, el conde de Alba y el de
Treviño, Diego Manrique, estaban en libertad y devueltos a sus bienes y que
confirmaba en sus oficios a todos cuantos sirvieran a su padre, incluyendo
los capellanes. Puestos de rodillas, los presentes dieron gracias por tales
palabras que anunciaban, a su juicio, un reinado venturoso. Uno de estos
capellanes era precisamente el obispo de Ávila, Alfonso de Fonseca, que se
convertiría en una especie de contrapeso a la influencia de Pacheco, aunque
sin oponerse a éste. Diego Enríquez dice de él que «aunque tenía viveza de
ingenio, faltábale gravedad y perfecta discreción para gobernar» aunque se
mantuvo «siempre muy leal al rey». Repitiendo, sin duda, frases y
conceptos que oyó de labios de don Enrique el mismo cronista explica las
razones del valimiento del marqués de Villena: «Salió tan discreto y de
buen seso reposado que para cualquier debate y contratación solía hallar
muchos medios» ya que «su prudencia era más provechosa que la de otro
ninguno».
Las razones del equilibrio alcanzado en los primeros años deben
buscarse en dos razones, una económica y otra política, que Enrique IV
creyó posible alcanzar mediante sistemáticas concesiones. Además del
desarrollo comercial, favorecido por el fin de la guerra de los Cien Años,
hay que tener en cuenta que, durante su principado, había conseguido
incrementar su tesoro, fuerte reserva, y sus rentas directas, ahora
incrementadas con las de Santiago y Alcántara.[112] La desaparición de don
Álvaro y luego del rey privaba de razones de existencia a la Liga, de modo
que podía promoverse una especie de entendimiento directo entre el rey y
los grandes.[113] Sobre esta base el marqués de Villena apoyaba su nuevo
esquema de gobierno: procurando un incremento sin tregua de sus riquezas,
no quería volver a un poder personal como fuera el de Luna sino a una
proyección de la gran aristocracia, por él encabezada, sobre la Corte,
haciendo del monarca un buen instrumento para el cumplimiento de los
objetivos que aquélla marcase. De ahí arrancaba el daño que iba a ocasionar
a la Monarquía: reduciendo a Enrique a ese papel secundario, del rey que
no reina, dañaba seriamente la institución.
Demasiado débil y temeroso, como consecuencia de sus condiciones
fisiológicas, Enrique no carecía de experiencia y, aunque se plegaba a los
consejos y exigencias del ministro, tampoco confiaba demasiado en él. Por
eso hay tiempos cambiantes en la influencia de Pacheco, que no dudó en
enfrentarse incluso con violencia hasta imponer al rey sus designios. Éste
trató de buscar una compensación recurriendo al consejo de otras personas,
como fray Lope de Barrientos, el arzobispo Carrillo o Fonseca. De una
manera especial trataría, en los primeros años, de promocionar un nuevo
equipo de caballeros jóvenes, próximos a él en edad y gustos, que dieron
escaso resultado. Además del ya mencionado Miguel Lucas de Iranzo[114]
tendríamos que mencionar aquí al licenciado Andrés de la Cadena, Martín
de Vilches, el converso Diego Arias Dávila, contador mayor, Beltrán de la
Cueva, que escalara las cumbres de la alta nobleza emparentando con los
Mendoza, y Juan de Valenzuela, prior de la Orden de San Juan de
Jerusalem. Tendremos que ocuparnos de ellos.
«Y por cuanto, así mismo, por virtud de ciertas letras apostólicas de nuestro muy Santo Padre, y
procesos sobre ellas fulminados, y de nuestra carta de poder especial, el dicho don Fernán López,
nuestro capellán mayor y de nuestro Consejo, recibió por mi esposa y legítima mujer por palabras
de presente que hacen matrimonio a la dicha reina doña Juana…»
GUERRA EN GRANADA
Para los ciudadanos allí presentes, aquellas Cortes con que se iniciaba el
reinado significaban una profunda y amarga desilusión. Los consejeros del
monarca, que asumían en su nombre el verdadero poder, no ocultaban que,
para ellos, habían dejado de ser aquel instrumento de diálogo que
significaran bajo los tres primeros Trastámara y eran dócil maquinaria
manipulada gracias a la presencia de sus oficiales, para dos cosas:
promulgación de las leyes de más elevado rango pero elaboradas por el
Consejo —el cuaderno fue escandalosamente recortado en el momento de
enviarlo a las ciudades— y voto de los subsidios económicos, que
consideraban elevados.[128] El regalo a la reina, seguramente por el deseo de
dotar su casa de suficiente liquidez, destacaba precisamente en medio de las
quejas por la falta de consulta al reino de algo tan delicado como aquel
matrimonio que los presentes habían podido contemplar.
Los nuevos hombres fuertes del Gobierno, lo mismo que harían en las
Cortes de Toledo de 1462,[129] trataban de dejar claro un extremo: lo que
entraba en juego no era otra cosa que «poderío real absoluto», emanado
directamente de Dios lo que le proporcionaba la calidad de juicio supremo y
función legislativa. De acuerdo con esta tesis la respuesta a cada uno de los
capítulos formulados en el cuaderno venía sistemáticamente acompañada de
esta excepción: «Salvo en las cosas que yo mandare proveer, cumplideras a
mi servicio y a ejecución de mi justicia». Enrique IV fue uno de los
monarcas castellanos que con mayor claridad invocó su derecho a actuar
por encima de la ley. La capacidad de las Cortes para oponerse a las
exigencias y arbitrariedades reales era muy exigua. No, en cambio, la de la
alta nobleza: en los últimos treinta años había conseguido acumular tales
medios que, si lograba unirse, estaría en condiciones de imponer al rey
sumisión y obediencia a sus demandas.
Campañas de 1455
Raíces de la discordia
Murcia, fachada mediterránea para el reino de Castilla, posición excéntrica,
servía de escenario para dos clases de contienda, íntimamente relacionadas
entre sí: la ciudad, cabecera de reino, pugnaba por defender sus libertades,
beneficiosas para oligarquía de caballeros y hombres buenos, frente a las
apetencias de los grandes linajes que buscaban el establecimiento de fuerte
poder señorial; pero en estos linajes, condensados ahora en torno al apellido
Fajardo, se había acrecentado la discordia entre Alfonso, llamado «el
Bravo», esto es, el colérico, alcaide de Lorca, y su sobrino Pedro que, por
venir por línea más directa, usaba oficio de adelantado mayor. El regimiento
albergaba partidarios de uno y de otro. Se acusaba al adelantado de que,
años atrás, y con ayuda de algunos vecinos, había asaltado las casas de
corregidor Diego de Ribera, destruyendo y robando pertrechos de guerra,
entre ellos una lombarda.[141] Inducido, seguramente, por Juan Pacheco, que
necesitaba de esta colaboración para redondear sus dominios del
marquesado, Enrique IV había dado favor al adelantado, otorgándole
amplia amnistía y obligando incluso al regimiento a designarle como uno de
sus dos representantes para las Cortes de Córdoba.
Probablemente esta decisión de don Enrique debería calificarse de
gravísimo error pues la afirmación de la autoridad real en este importante
espacio que comandaba dos fronteras, exigía que se colocase por encima de
las facciones. Pero el marqués de Villena, que proyectaba nuevas
expansiones de su señorío, necesitaba neutralizar al alcaide de Lorca. De
hecho, el adelantado de Murcia asistió a las Cortes y también a la boda del
rey: regresó a su casa disponiendo de un respaldo que, dos años atrás,
hubiera parecido imposible. Esta circunstancia incrementó el descontento.
La ciudad se quejaba de las presiones que sufría por parte de los
recaudadores de monedas y pedido votados en Cortes, así como de los
perjuicios que causaban los perceptores de diezmos y almojarifazgos al
comercio con Aragón.[142] Sólo a finales de setiembre, es decir, cuando
llegaba el aviso de la preparación del golpe de Estado, a su paso por Jaén,
se decidió el monarca a enviar al oidor Alfonso de Zayas, en compañía del
licenciado Alfonso González. Su trabajo consistía en elaborar un informe de
situación y entregarlo al Consejo.
Una sorda agitación estaba ya conmoviendo los cimientos de Castilla,
manifestándose diversas quejas acerca del mal gobierno. Los datos
anecdóticos de los cronistas no deben engañarnos. Es posible que, durante
la guerra y a causa de ella, hubiera violencia por parte de algunos capitanes,
entre los que se contaban algunos exiliados moros; también debe tenerse en
cuenta el esfuerzo económico reclamado, sin resultados brillantes, dada la
estrategia preferida; también los rumores difamatorios en torno a las
relaciones conyugales han debido jugar su papel. Pero todo esto no basta.
La clave, que de modo indirecto, nos proporcionan los cronistas, apunta en
otra dirección Durante el primer año del reinado de Enrique IV, dando por
establecidas las deficiencias de su carácter, los grandes habían pretendido
llevar a ejecución aquel programa que manifestaran ya en la operación de
acoso y derribo del condestable: el poderío real absoluto, que es esencia de
la monarquía, debía ser ejercido a través de un equipo de nobles,
incluyendo acaso prelados y algunos caballeros.
Ahora Enrique se les escapaba: trataba de promocionar algunas
personas, próximas a él por la edad, los gustos y el modo de pensar,
tomándoles de los niveles correspondientes a simple caballería. No se
trataba de un simple equipo, al modo de una camarilla, sino de una
proyección a niveles más altos, con oportunidad de dar favor a otros
parientes: Beltrán de la Cueva, que alcanzaría en pocos años la grandeza, y
Miguel Lucas de Iranzo, al que se entregaría la espada de condestable (25
de marzo de 1458),[143] pueden parecemos los ejemplos más significativos.
Aunque ninguno de ellos respondió a lo que se esperaba —el primero por
exceso de vanagloria personal, y el segundo porque, temeroso de la Corte,
fue a esconder su acrisolada lealtad en las fortalezas de la frontera de Jaén
— bastaban para suscitar recelos y temor, especialmente en aquellos dos
hermanos que todo lo habían hecho para asegurarse en el poder.
Desde esta perspectiva, la guerra de Granada crece en dimensiones: si
Enrique IV hubiera conseguido que Nasr y su hijo retornaran a las
condiciones pactadas en 1445, su prestigio podía permitirle intentar
cambios políticos. Durante la estancia en Ávila, los meses de noviembre y
diciembre de 1455, el monarca se ocupó en activar los preparativos para la
campaña del verano siguiente. La impresión que recibe el investigador es la
de que se hubiera dado un salto de treinta años, hasta situarse en la cúspide
de la conquista ejecutada por los Reyes Católicos: caballeros y escuderos de
soldada fueron puestos en estado de alerta; se dispuso que cada lugar
suficiente tuviera que proporcionar cinco ballesteros con armas completas;
y se apercibió a la tercera parte de los artilleros, médicos, cirujanos y otros
oficiales existentes.[144] En 1456 todo debía girar en torno a esta empresa.
La campaña del 56
Fin de la guerra
Esbozo de programa
Vistas de Alfaro
Comencemos este examen por Vizcaya[161] afectada en estos años por tres
claros signos de crecimiento: tendencia al alza en su índice demográfico;
desarrollo en la explotación y comercialización del hierro; mayor volumen
de su comercio marítimo, que seguía descansando con preferencia en el
transporte de mercancías. Enrique IV no alteraría el número de 21 villas,
que ya existían en 1376 cuando el señorío se integró en el realengo por
extinción del linaje antiguo, cuyos derechos recayeron en la reina Juana
Manuel. Consintió que Guernica, en 1455, y Portugalete en 1459,
modificaran las ordenanzas por las que se regían, a fin de acomodarse mejor
al crecimiento. Escasamente poblado, puede estimarse en 65.000 personas
el número de las que en este momento componían el señorío. Las villas, en
general, presentaban signos de ascenso en su prosperidad, distanciándose de
la Tierra Llana, que presentaba claros signos de arcaísmo rural.
Diferencias también en el paisaje, referidas a toda la orla litoral: en la
costa se hallaban agrupaciones urbanas, pero en el interior predominaba
absolutamente el «caserío» que servía para dar identidad al linaje. Incluso
aquellos que habían salido de la tierra para integrarse en la alta nobleza,
unían el gentilicio que les denotaba como hidalgos, López, con aquel solar
conocido que era la tierra de Mendioz (Mendoza = Montefrío) o de Ayala.
Para el rey era Vizcaya fuente de ingresos por los diezmos de la mar, y zona
de reclutamiento de soldados.
Las villas, salvo en aquellos casos en que lo aconsejaban los peligros
del mar bravo, no ocupaban lugares altos; no era la suya función militar:
bastaba por consiguiente la cerca para indicar los límites hasta donde se
extendía el privilegio de su carta de población. Los problemas a que hacen
referencia los documentos conservados, son, por este orden, peste,
incendios o robos en la mar. El viaje de don Enrique, en 1457, estuvo
relacionado con la necesidad de adoptar algunas medidas concretas como la
confirmación de fueros y cartas, la extensión de los sistemas para custodia
del orden, y el remedio de las endémicas deficiencias alimenticias. Faltaban
aún doscientos años para la aparición del maíz, de modo que la escasez que
se registraba en la producción de cereales panificables daba primacía al pan
de mijo, llamado borona. Una de las decisiones que tomarán los consejeros
de Enrique IV, aprovechando los acuerdos tomados en la conferencia de
Gannat, vendrá orientada a un incremento de las relaciones con Inglaterra,
que podían remediar algunas deficiencias. La atención a los intereses
propios de Vizcaya, que compartían también algunos grandes, para dar
salida a los bienes de sus propios señoríos, como lana o miel, fuerza un giro
en la política exterior castellana, desde antes de las vistas de Bayona de
1463: había que tomar distancias en relación con Francia, sin poner en
peligro su amistad, a fin de que ésta no impidiese el acercamiento a
Inglaterra. Entre Borgoña, unida ahora estrechamente a Gran Bretaña, y
Francia, vizcaínos y guipuzcoanos, a diferencia de los burgaleses, optaban
abiertamente por las primeras.
Cubierta de espesos bosques, Vizcaya disponía de abundante materia
prima para la arquitectura naval. Crecía el tamaño de los buques y los
astilleros no se limitaban a la fabricación de naves para el comercio: la
abundancia de hierro estaba desarrollando la industria militar. Conforme
avanza el siglo XV crece la importancia de las flotas que navegan en
convoyes protegidos por algunos barcos provistos de cañones. Nada podía
compararse, en cuanto a fuente de riqueza, con la extracción y
manipulación del hierro y el acero, que consumían ingentes cantidades de
carbón vegetal. Bilbao y Ermua eran entonces las dos principales estaciones
ferroneras; su clientela estaba fuera, a veces a gran distancia de allí.
Bilbao, disponiendo de la ría del Nervión, había llegado a convertirse ya
en cabeza del señorío, si bien otros puertos, Bermeo, Lequeitio, Ondárroa,
San Sebastián y Fuenterrabía habían alcanzado notable grado de desarrollo.
Los amplios negocios del transporte habían tenido como consecuencia la
aparición de las primeras sociedades mercantiles, con dos dimensiones,
compañías y commendas, que practicaban, además de los fletes,
operaciones tan avanzadas como los cambios, seguros marítimos y
préstamos de interés. Junto a la moneda castellana, circulaba en razón del
comercio, piezas de otros países, en especial de Bretaña, Borgoña y Francia.
Las villas marítimas habían alcanzado un grado de prosperidad que
contrastaba fuertemente con la pobreza de las zonas rurales: un contraste
que se daba en todo el litoral cantábrico.
Bandos y banderizos
Un pequeño equipo
Equilibrio en la dificultad
La posición de don Juan Pacheco dentro de aquel gobierno era menos firme
de lo que las apariencias parecían demostrar. Podía seguir ejerciendo
poderosa influencia sobre el rey, pero los afectos de éste se desviaban hacia
otras personas. En la medida en que la reina Juana iba cobrando influencia
se destacaba más y más que no estaba supeditada al valido. Entre Villena y
el arzobispo de Sevilla, cuyo influjo se había incrementado al pacificar los
bandos en Toledo, se apreciaban también divergencias. Sin renunciar al
medro personal, Fonseca propiciaba el fortalecimiento del poder real,
mientras que los dos hermanos perseguían únicamente el incremento de sus
estados y rentas, pugnando por alcanzar aquel vigor que hiciera imposible
al monarca prescindir de sus servicios. Las tres principales empresas de esta
etapa de gobierno de tres años aproximadamente, nos lo demuestran: guerra
de Murcia para lograr la ampliación y fortalecimiento de su marquesado,
captura del patrimonio que perteneciera a don Álvaro de Luna, y
eliminación de Miguel Lucas de Iranzo no eran otra cosa que servicios que
se estaba prestando a sí mismo. Todas ellas tendrían como consecuencia
ampliar el número de sus enemigos.
Sus enemigos podían acusarle de que mostraba poco respeto por la
legalidad. Por ejemplo cuando don Álvaro de Stúñiga, conde de Plasencia
enviudó, quiso contraer matrimonio con Leonor Pimentel, hija de Villena,
que era al mismo tiempo sobrina y ahijada del futuro marido, con diferencia
de años. Como había hijos del primer enlace podía presumirse una ruptura.
Calixto III había negado la dispensa teniendo en cuenta todas estas razones.
Pacheco convenció a Enrique IV para que, saltando por encima de la
voluntad del difunto papa, autorizase por sí mismo la celebración del
matrimonio, comunicando luego a Pío II los hechos consumados (18 de
marzo de 1461). La necesidad en que se hallaba el pontífice de contar con la
obediencia castellana, le forzó a aceptarlos. Pero se había creado un
precedente que tendría después consecuencias.
De este modo, en el curso de estos años, el prestigio de que gozaba el
rey se fue desmoronando. Pocos monarcas habían despertado tantos elogios
y esperanzas, especialmente por parte de la Iglesia. El 25 de diciembre de
1457, valiéndose de un sobrino que venía a España para recibir el hábito de
la caballería de Santiago, Calixto III le dirigió estas palabras cálidas: «Si la
fe ortodoxa hubiese suscitado un atleta y defensor semejante a ti, nunca el
pueblo de Dios habría recibido de los crudelísimos turcos una herida tan
letal como la pérdida de Constantinopla, ni el universo orbe estaría afligido
con esta común calamidad.»[171] Todas las fronteras habían alcanzado la
paz. Enrique envió a sus embajadores, don Juan Manuel y el doctor Alfonso
de Paz, para que sirvieran de amigables árbitros en la discordia que
separaba a Carlos VII de su hijo y heredero el Delfín. Con Portugal las
relaciones eran amistosas, como correspondía al parentesco estrecho. En
Navarra, forzando el abandono de la causa del príncipe de Viana, al que don
Enrique se mostrara poco dispuesto, Villena había conseguido restablecer
un entendimiento con paz en la frontera.
En la primavera de 1458 se hicieron algunos tanteos para tornar más
estrechas las relaciones entre las dos ramas de la misma dinastía.
Transcurridos tres años desde su matrimonio, no había perspectivas de
descendencia y se acentuó el criterio que atribuía al rey impotencia absoluta
y no relativa. Zurita, que siempre está puntualmente informado, no precisa
las vías por donde podía llegar una propuesta de la que efectivamente se
habló: un doble matrimonio del infante Alfonso, heredero de Enrique, con
Leonor, la hija del rey de Navarra, y de Fernando, el hijo de Juana
Enríquez, con la infanta Isabel. Para un importante sector de la nobleza
castellana se trataba de una buena propuesta. Pacheco no lo veía así: no
podía olvidar que Fernando era precisamente nieto del almirante. Todo
quedó en el aire al llegar la noticia de la muerte de Alfonso el Magnánimo
(27 de junio de 1458): el antiguo duque de Peñafiel y rey consorte de
Navarra, ceñía la Corona de Aragón. No de Nápoles. Considerándola como
una ganancia personal, el difunto monarca había hecho donación de este
reino a su hijo, que los italianos llamaban Ferrante o Ferrantino.
Enrique IV dispuso que la Corte vistiera de luto y se celebraran
solemnes honras fúnebres. Se trataba de un rey que había nacido en
Castilla. Era, además, su tío.
Pacheco planteó a don Enrique la discordia que separaba a los dos Fajardo,
Alfonso alcaide de Lorca, y Pedro, adelantado mayor, como una cuestión de
disciplina en la que la Corona debía respaldar enteramente al segundo. Es
cierto que el Bravo había dado, con sus violencias y atropellos, motivos
más que suficientes para merecer un castigo; pero a juicio de los regidores
de Murcia no era mucho mejor la conducta de su primo. Tras la victoria
sobre los granadinos en los Alporchones (1452), galardonado con un oficio
de regidor, el alcaide de Lorca se había convertido en verdadero árbitro de
la situación, cometiendo numerosos abusos que le dieron mala fama. La
rebelión de los mudéjares de Lorca, ahogada en sangre (junio-julio de 1453)
le había permitido establecer el dominio completo sobre esta ciudad, como
antes tenía su castillo. Arriscado frontero, sus hazañas, como el saqueo de
Mojácar, le rodearon de una atmósfera legendaria, pero al mismo tiempo
iban creciendo las noticias de sus violencias y tiranías: ningún respeto a la
ley. Dueño de Alhama y de Mula, en 1455, confiando en la desgracia del
adelantado, se estaba preparando para apoderarse de la capital del reino.
Quejas y protestas acerca de la revuelta situación murciana, llegaron al
Consejo: de ellas se desprendía, entre otras cosas, que una de las ciudades
importantes del reino había perdido prácticamente su libertad y su forma de
gobierno. Enrique IV se mostró muy reacio a intervenir en aquellas peleas
entre dos bandos, ninguno de los cuales observaba el respeto debido a la
Corona. Pero el marqués de Villena se presentaba como parte interesada,
pues algunas de las agresiones de que se culpaba al alcaide pertenecían a su
jurisdicción. Acabó imponiendo su criterio: el 9 de febrero de 1457 el rey
firmó dos cartas; una perdonaba al adelantado mayor todos los delitos que
hubiese cometido, incluyendo un acto de piratería contra el comerciante
genovés Tormo de Viya; la otra era una orden al mismo don Pedro para que
combatiera a su pariente recuperando Lorca, Alhama y Mula. Para vigilar la
operación se extendió, en igual fecha, el nombramiento de Diego López de
Portocarrero, pariente de Pacheco, como corregidor de Murcia. Los bienes
del alcaide fueron confiscados (24 de mayo) y sus amigos y partidarios
privados de los oficios que desempeñaban.
Entre Pedro Fajardo y el marqués de Villena se estableció, a partir de
este momento, una estrecha alianza, acaso por la simple razón de que los
enemigos de mis enemigos deben ser mis amigos. El regimiento murciano,
en cambio, se asustó: toda aquella operación iba seguramente a conducir a
un mayor sometimiento de la ciudad. Sabiendo que el rey había llegado a
Jaén, le envió un procurador, García Alfonso, para rogarle que viajara a
Murcia para examinar sobre el terreno la complejidad de los problemas y
adoptar las resoluciones convenientes (julio de 1457). Enrique IV se negó:
no podía distraer su atención ocupada en la guerra de Granada. El alcaide
de Lorca fue, por consiguiente, condenado a destrucción.
En el verano de 1457, reiteradas las órdenes de movilización contra el
rebelde, comenzaron las operaciones. El Bravo recurrió a los servicios de
mercenarios granadinos, concertando por su parte una tregua que
desestabilizaba aquella frontera, pero no pudo alcanzar la victoria: en
setiembre el adelantado era ya dueño de Cieza y el 4 de octubre derrotó a su
rival en la batalla de Molinaseca. Enrique IV envió una carta de felicitación
a la ciudad de Murcia, como si se tratara de un feliz acontecimiento para
ella. Los planes de Pacheco parecieron llegar a un pleno éxito cuando la
ciudad de Lorca se alzó en armas, clamando contra la tiranía del alcaide.
Fue en este preciso momento cuando el monarca impuso su criterio de paz
con perdón, que seguía creyendo era la mejor línea que podía seguir. En
agosto de 1458 se iniciaron contactos con el rebelde ofreciéndole el perdón
si, capitulando, volvía a la debida obediencia.
Los días 23 y 24 de setiembre se comunicó al reino que la pequeña
guerra había terminado: Alfonso Fajardo podía conservar los señoríos de
Xiquena y Caravaca, trasladando allí todos los bienes muebles que aún
conservaba en Lorca y Mula; todos sus partidarios quedaban incluidos en la
norma del perdón. El Bravo renunció a su oficio de regidor murciano en
García de Meixa y se alejó de la ciudad. Aunque teóricamente este episodio
podía considerarse como restablecimiento del poder real, dominando a un
rebelde, había tres auténticos vencedores Pacheco, Girón y Pedro Fajardo,
al lado de un perdedor: el concejo de la ciudad de Murcia. El marqués de
Villena estaba decidido a incrementar su influencia y la de sus parientes.
Supo que había fallecido Rodrigo de Cascales y puso entonces a la firma
del rey un nombramiento como regidor de Álvaro de Arróniz, al que se
calificaba abiertamente de «criado» del marqués. La ciudad protestó: de
acuerdo con la ley promulgada en Cortes no debía haber más que dieciséis
regidores; por otra parte ella tenía establecida una alianza que prohibía que
dos hermanos —el de Álvaro se llamaba Sancho— fueran regidores
simultáneamente. La respuesta del rey, el 26 de noviembre de 1457, fue
contundente: «De mi propio motuo y cierta ciencia y poderío real absoluto,
de que quiero usar y uso en esta parte», se declaraba por encima de las leyes
y ordenanzas. El pequeño equipo de gobierno estaba decidido a usar el
poder real sin limitaciones, cambiando el significado del término absoluto.
Aún más grave: la reconciliación con perdón fue observada poco más
tiempo de un año. Es posible que el Bravo se arrojara a tomar represalias
sobre algunos de sus antiguos partidarios que le abandonaran. Esto originó
querellas interminables en Murcia, profundamente dividida. La carta de 23
de setiembre de 1458 quedó en suspenso y el 19 de diciembre de 1460
Enrique IV firmó la orden «especialmente a don Juan Pacheco… y a don
Pedro Girón» para que le combatieran hasta reducirle a prisión: se le
acusaba de traicionar la fe católica aliándose con los musulmanes. Alfonso
Fajardo resistió, con gran empeño, en Caravaca y Ceheguin que aún le
obedecían. Caravaca sucumbió el 7 de diciembre de 1461; es muy probable
que el Bravo haya fallecido durante el asedio.[172]
La entrega del poder por parte del rey, en 1457, al equipo de gobierno que
hemos señalado, dejaba a una parte muy considerable de la alta nobleza y
del alto clero, fuera de juego. Es natural que se sintiera inclinada a actitudes
críticas, de aquellas que podemos calificar como ejercicios de oposición.
Pero los motivos de ésta no deben buscarse en criterios políticos —forma
de regir los asuntos públicos— ya que se mezclaban apetitos y codicias
muy peculiares. Por ejemplo, el arzobispo Carrillo, que en los primeros
años desempeñara funciones muy elevadas, como de regente en ausencia
del rey, sufría al verse ahora marginado. Pero otros, a la vista de lo que se
estaba haciendo con Juana Pimentel o incluso con los poderosos Mendoza
temían, sencillamente, ser víctimas de rencores o apetitos. En el invierno de
1457 a 1458 la oposición encontró una razón objetiva para denunciar a los
que desempeñaban el poder: la convocatoria de Cortes se había convertido
en un fraude; la mayor parte de los procuradores habían sido designados y
pagados desde el propio Consejo; ninguno de los asuntos pendientes se
había tratado y todo parecía reducirse al peso agobiante de los 72 millones
de maravedís para una guerra de Granada que estaba suspendida. Pacheco,
Fonseca y Diego Arias lo controlaban todo, usando de los oficiales de la
Corona como si fuesen sus propios servidores.
La fuerte presión económica desempeñaría un papel importante en la
propaganda de que se valían los partidos que pugnaban por reconstruirse.
Alfonso Carrillo utilizó, como argumento fundamental, la malversación de
los copiosos fondos que se habían obtenido con la indulgencia de la
Cruzada. Ésta había comenzado a predicarse en Palencia el 6 de enero de
1457, prolongándose en años sucesivos; en aquella ocasión, al iniciar las
predicaciones, fray Alonso de Espina había dejado claramente establecido
que aquellas limosnas sólo podían ser empleadas en la guerra de Granada.
[176] Transcurridos tres años, con un rendimiento que superaba los cien
Pasaron más de cinco años sin que se produjera la esperada noticia de que,
rompiendo el maleficio, iba a producirse el nacimiento del esperado
heredero. No hay duda de que don Enrique no se resignaba a admitir la que
podríamos llamar una solución normal: carente de hijos, el hermano, mucho
más joven, significaba la sucesión. El infante Alfonso, titular de la misma,
crecía, al cuidado de su madre, en Arévalo, rodeado del más espeso
silencio. No había sido jurado por las Cortes y no se le reconocía
oficialmente esta condición de legitimidad. La Corte de Castilla vivía en un
compás de espera que permitía toda clase de rumores y de supuestos.
Alfonso de Palencia lanza uno como si se tratara de un hecho real y
comprobado. Pulgar es más sensato: alude a esta noticia como simple
rumor, dándonos la impresión de que no creía que fuera cierto. Se trataba de
decir que Enrique IV, consciente de su debilidad sexual pero empeñado en
tener heredero propio, había tratado de inducir, primero a Blanca y luego a
Juana, a cometer adulterio con alguno de los jóvenes caballeros de su
séquito para obtener de este modo descendencia, nacida dentro de
matrimonio aunque fuese la vía torcida.[180] Ambas resistieron, pero la
segunda acabaría sucumbiendo. Los malevolentes rumores cortesanos
señalaron a don Beltrán de la Cueva como protagonista de la operación.
El examen minucioso de la documentación conservada obliga a los
investigadores a rechazar la veracidad de tal noticia, aunque no la existencia
del mencionado rumor. La reina doña Juana fue calumniada, y, al producirse
con posterioridad sus ilícitas relaciones con don Pedro de Castilla, pudo ser
acusada de liviandad. Algunas veces, refiriéndose a sí misma, llegaría a
definirse como una «triste reina», remontándose a aquella infancia, al lado
de su madre, en el destierro de Toledo, mientras sus tíos, infantes de
Aragón, libraban tensas batallas por el poder. El último superviviente de
ellos, Juan, ahora rey de Aragón, se mostraría cordial enemigo. Mujer de
espléndida belleza —dato objetivo que confirman todas las fuentes— su
matrimonio con don Enrique, mal vestido, torpe en sus modales, amigo de
animales y sometido a tratamientos para ella dolorosos y humillantes, hubo
de ser un continuo sufrimiento. Muy maquillada, como todas las damas de
su séquito, sentía inclinación por la coquetería, lo que era absolutamente
normal en las costumbres del tiempo, pero que servía para que se la tomase
por mujer ligera. Así pudo crearse un estado de opinión que no necesitaba
de la verdad para difundirse. No vale la pena que reproduzcamos algunos de
los comentarios soeces que Palencia pone en boca de personajes relevantes.
Pero para comprender el estado de ánimo en aquella Corte, en torno a los
años 60, es imprescindible recoger una frase del cronista oficial, Diego
Enríquez, al recordar el contraste entre el taciturno rey y la alegre esposa,
«a cuyo respecto parecía que toda se había gana de festejar y espender el
tiempo en cosas de placer, según el estilo y costumbre de la Corte».
En este contexto se producen los devaneos amorosos de Enrique IV con
doña Guiomar de Castro, dama de la reina «de belleza singular» (Palencia),
hija natural del conde de Monsanto, Álvaro de Castro, para la que se
procuraría más tarde un matrimonio conveniente que la convertiría en
condesa de Treviño. Diego Enríquez del Castillo se muestra comedido al
decir «que era de singular presencia y hermosura, parecer agraciado, con la
cual el rey tomó pendencia de amores, de que se le siguió asaz honra y
provecho». Palencia coincide en decir que, por esta vía, doña Guiomar
logró riqueza y poder. No debemos olvidar el papel que, dentro de la
etiqueta de aquel mundo caballeresco, se asignaba a las amantes, como
protagonistas de un amor que permanece fuera del matrimonio. «Verdad es
que ella, con el favor, tomó alguna presunción más que la razón quería, en
tal guisa que hacía muy poco acatamiento a la reina, de donde sucedió que
vista su poca mesura, la reina puso las manos en ella airadamente, de que el
rey hubo gran enojo y así mandóla apartar de la compañía de la reina y que
se aposentase a dos leguas de la Corte; pero diole estado de gran señora y
gentes de autoridad que la sirviesen y acompañasen e iba el rey muchas
veces a verla y holgar con ella» (Enríquez del Castillo).
Aqui surge la incógnita: ¿qué hemos de entender exactamente por
«pendencia de amores»? Palencia dice que se trataba, lo mismo que
sucediera con Catalina de Guzmán, promovida más tarde abadesa de San
Pedro de las Dueñas, en Toledo, de un mero alarde. De nuevo el
investigador se ve enfrentado con un muro que cierra el paso. Pudo tratarse
de exhibicionismo; según el doctor Marañón es una reacción frecuente en
personas de esta patología, recurso además para acallar unos rumores que
no podía detener. Otra cosa sería si de estas relaciones hubieran nacido
bastardos, como era normal en todos los demás casos. Falta, pues, la
comprobación efectiva, de modo que estos episodios daban pábulo a los
rumores cortesanos, que continuaron hasta el verano crucial de 1461
La gran noticia
Ante la noticia, que venía a cambiar todas las perspectivas, ya que el rey iba
a poder disponer de un sucesor, varón o mujer, que permitía prescindir de
Alfonso, Enrique IV mostró un vehemente deseo de conseguir la paz
interior plegándose a las ofertas que el marqués de Villena le comunicaba.
No puede decirse que Juan II se mostrara más enérgico que él. En la
concordia de Villafranca había aceptado incluso que su segundo hijo
Fernando fuera educado en Cataluña y como catalán, lejos de su custodia. A
principios de agosto, Pacheco comunicó a don Enrique que el arzobispo de
Toledo y los demás miembros de la Liga estaban dispuestos a jurar la paz si
se daba a Alfonso Carrillo entrada en el Consejo. Para explicarlo en
términos más precisos se trataba de una remodelación en el gobierno
establecido en 1457 permaneciendo el marqués de Villena. Podemos
admitir una tesis normalmente sostenida de que don Enrique pecó por
debilidad, pero ello no obsta para que deban tenerse en cuenta dos aspectos:
el nacimiento anunciado reclamaba un cierto grado de unanimidad en el
estamento nobiliario, a la hora de reconocer y jurar al nuevo sucesor;
probablemente también fue engañado por sus propios consejeros.
La Liga ofreció seguridades al rey de Aragón. Rodrigo Manrique, en el
mes de abril, y Pedro Girón, en junio, viajaron a Zaragoza para ponerle en
antecedentes acerca de lo que se trataba y demostrarle cómo el cese de la
agresión era una parte principal del acuerdo. Juan II confió en estas
promesas: por eso el 8 de julio había dado plenos poderes a Alfonso
Carrillo para ocuparse de los asuntos en su nombre, haciéndolos luego
extensivos al almirante y a Rodrigo Manrique el 31 del mismo mes. De
modo que la modificación propuesta y aceptada en el equipo de gobierno
castellano significaba dar presencia muy significativa al que los
historiadores actuales tienden a considerar como «partido aragonés». El
término no parece demasiado feliz, pero permite entender algunas líneas del
discurrir político.
Alfonso de Fonseca, que estaba informado, comprendió bien que se
trataba de un giro radical en relación con el esquema de marzo de 1457.
Cuando supo que Enrique IV estaba de regreso en Aranda, viajó desde
Valladolid para advertirle. Todo se preparaba para traicionarle reduciendo el
poder real a mero instrumento de los grandes. Enríquez del Castillo nos
informa de que no fue atendido, porque se consideraba su aviso como
resultado de la queja personal: había sido eliminado del Consejo. A los
pocos días de su llegada, Enrique pasó a Madrid y, desde aquí, llegó a
Ocaña en donde el 26 de agosto firmó las condiciones que respondían al
manifiesto de Ocaña. De este modo Diego Fernández de Quiñones, aquel
que se había encargado, meses atrás, de entregarle el documento, pudo
gozar ahora del favor real. Entrando ya la reina en el cuarto mes de
embarazo la noticia se difundía por la Corte.
En coyunturas como la que estamos considerando se impone en el
historiador la conciencia de que su oficio consiste en explicar, no en juzgar,
ciñéndose siempre a las fuentes. No hay duda de que el convenio del 26 de
agosto debe considerarse como un hito importante en el curso de las
querellas políticas castellanas y en el proceso de estructuración política de
la Monarquía. El ingreso de Pacheco y Girón en la Liga significaba una
renuncia a las veleidades que les acometieran de aspirar a un validaje. No
habría validos: la alta nobleza cerraba filas e imponía al rey una fórmula de
gobierno compartido, irrogándose incluso la facultad de establecer
condiciones para los miembros del Consejo Real. La única perspectiva
favorable al restablecimiento del «poderío real absoluto» más allá de su
nombre, iba a radicar en el futuro en una ruptura de esta unidad finalmente
conseguida, sustituyendo esta especie de partido único, la Liga, por varios
enfrentados entre sí. De momento esta perspectiva no parecía probable:
Fonseca y Stúñiga habían sido marginados sin resistencia. El primero estaba
enzarzado en pleitos para conseguir que su sobrino accediese a la permuta
de Sevilla por Santiago y el segundo tenía conflictos familiares internos que
consumían su tiempo.
Claro es que don Juan Pacheco no había modificado su conducta: éste
es el momento que aprovecha para arrebatar a Juana Pimentel el condado de
Montalbán. Pero la solidez del estamento nobiliario no parecía ofrecer
fisuras. Desde agosto de 1461 asistimos a un cambio muy profundo en la
estructura política del reino de Castilla. Cuando los nobles hablan del «bien
del reino» son, a su modo, sinceros, pues entienden por tal ese régimen en
que a ellos correspondía el protagonismo; eran la elite política dotada de
experiencia acerca de lo que convenía hacer. La gran debilidad de todo el
sistema se hallaba en la propia persona del monarca ya que estaba siendo
difamado.
El marqués de Villena podía congratularse de haber ejecutado lo que los
franceses llaman «volte-face» sin tener que pagar precio ninguno. Tenía
más poder que antes y aparecía ahora como dirigente de aquellos mismos
que se unieran para combatir su gobierno. Alfonso Carrillo culminaba una
de sus aspiraciones máximas, pues en el Consejo se le encargaba de la
administración de la justicia: todos los viernes del año los jueces en él
integrados tendrían que darle cuenta de la marcha de los asuntos. Si
recordamos lo que en otras páginas queda anotado y cómo el poder real es
definido por los tratadistas como señoría mayor de la justicia»
comprendemos la importancia de las funciones que le eran asignadas.
Tampoco el rey podía decir que fuese aquella una mala solución. Unido
el reino y en paz, aunque hubiera tenido que hacer algunos sacrificios,
estaba en condiciones de afrontar con tranquilidad el acontecimiento más
importante de su existencia: la llegada del sucesor que iba a permitirle
prescindir del infante su hermano. La reina Juana tomó sus precauciones:
los dos niños, Alfonso e Isabel, fueron separados de su madre y llevados a
la Corte, donde quedaron bajo su custodia, para impedir que se produjeran
algunos movimientos en su favor. La infanta recordaría, años más tarde,
este episodio como uno de los más dolorosos de su existencia. ¿Por qué
tantas precauciones?
Nacimiento de Juana
comunicó a todas las ciudades del reino esta nueva usando las siguientes
palabras: «La reina doña Juana, mi muy cara y muy amada mujer, es
escaescida y alumbrada de una infante y ella quedó libre.» Precisaba que
debían celebrarse alegres fiestas «por el nacimiento de la dicha infanta, mi
hija».[202] Ese mismo día 7 de marzo se celebraba la ceremonia del
bautismo. Oficiaron Carrillo y los obispos de Calahorra, Cartagena y Osma,
siendo padrinos el conde de Armagnac y el marqués de Villena, y madrinas
la esposa de este último y la infanta Isabel: por este medio se trataba de
crear un vínculo espiritual, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, entre las
que eran declaradas como tía y sobrina. Luis XI recibió la noticia en
Poitiers y dispuso que se encendiesen luminarias en señal de júbilo.[203]
Aunque ni Enrique ni sus consejeros podían ocultar la decepción que les
producía el nacimiento de una niña en lugar de un varón, podían
congratularse de que las cosas estaban sucediendo de manera absolutamente
normal. Había una heredera nacida finalmente dentro del matrimonio.
Ninguna protesta se produjo, ninguna negativa tampoco a reconocerla como
hija del rey y de la reina. Lo que pudieran pensar los grandes en aquellos
momentos, escapa a nuestra percepción. Hubo un reparto de dádivas que
suscitaron envidias y posteriores difamaciones. Diego Fernández de
Quiñones, que fuera portavoz de la Liga que ahora cerraba filas en torno al
rey, recibió el prometido título de conde de Luna, y don Beltrán de la
Cueva, el condado de Ledesma y los opulentos señoríos de Monbeltrán y
Cabra. Esta segunda promoción sería después utilizada por los difamadores
como si se tratara de una prueba: Palencia, Valera y Pulgar coinciden en
referirse a los «especiales servicios» que el mayordomo mayor había
podido prestar gracias a su proximidad a los reyes. No deben tomarse tales
especies como si se tratara de noticias fidedignas.
El cronista oficial, empeñado en desvirtuar tales atribuciones, da la
noticia, que ninguna otra fuente recoge, de que a comienzos del año
siguiente, 1463, doña Juana volvía a estar embarazada pero que el feto, esta
vez varón, se malogró pues, estando en Aranda, un rayo de sol incendió los
cabellos de la reina provocando un aborto de seis meses. El mismo autor
nos advierte que «sobre esto hubo diversos juicios entre las personas
notables del reino pronosticando los trabajos que vinieron después sobre el
rey y sobre la reina» (Enríquez del Castillo). Ningún otro dato podemos
aportar salvo la carta de Guinguelle mencionada en páginas anteriores y que
parece relacionarse con este episodio. Conservada en Simancas la ponemos,
de nuevo, a disposición del lector:
Muy alto y muy poderoso príncipe y señor: Francisco de Tordesillas llegó aqui, hoy viernes, y me
dió una carta de Vuestra Alteza, por la cual me manda vuestra señoría que maestre Samaya no
parta de aqui. Asi como vuestra alteza lo manda, lo hace. Y por cierto, señor, él ha curado mucho
bien a la señora reina, que su señoría está mucho sana y dice maestre Samaya que pondría su
cabeza si vuestra alteza hoy viniese, con la merced de Nuestro Señor, que la señora reina sería
luego preñada. Aunque estamos aca con gran trabajo, que la infante su hermana es finada y
porque me dijo Cidi Sosa que lo había escrito a Vuestra Alteza no lo escribí a vuestra señoría.
Gran recaudo tengo puesto que nadie no lo diga a su señoría y a todas estas señoras y todos los de
la señora reina les tengo defendido que no digan a su señoría ninguna cosa, que la vida les
costará; placiendo a Nuestro Señor hasta que vuestra alteza lo diga a su señoría, no lo sabrá. La
princesa está muy gentil, guárdela Nuestro Señor. Pedro Cerezo la vió, él dirá a Vuestra Alteza
cómo está su señoría muy gentil. Los señores infantes vuestros hermanos están muy gentiles,
guardelos Nuestro Señor. La señora Brecayda besa las manos a Vuestra Alteza, ya es partido su
hermano, no ha hecho sino todo lo que Vuestra Alteza manda. Cabrera está en Aguilera cuatro
dias ha, sano está y más gentil, a las codornices se anda holgando. Badajoz fue con él y vínose
ayer y me dijo que está muy bien y que se está holgando muy bien, lo ha curado maestre Samaya
maravillosamente. Los caballeros moriscos y moros de Vuestra Alteza están bien, hoy han
tomado sueldo. Nuestro Señor acreciente la vida y real estado de Vuestra Alteza como vuestra
señoría desea. De Aranda primero dia de julio. Humil siervo de Vuestra Alteza que las reales
manos besa. Guinguelle.
Aunque no se hace referencia al aborto el contexto parece referirse
indirectamente a este episodio. No existen razones por las que debamos
rechazar la noticia oficial transmitida por el cronista áulico. Cada dato de
que disponemos no hace sino aumentar la confusión. Tampoco las Cortes de
Madrid y Toledo permiten llegar a una conclusión.
CAPÍTULO XIV
Las Cortes viajaron a Toledo antes de que concluyera el mes de mayo. Los
procuradores de las ciudades habían estado discutiendo con el Consejo Real
la necesidad de poner un freno a las enajenaciones del Patrimonio, porque
hacían disminuir las rentas de la Corona obligando a formular nuevas
demandas al reino. Pero entonces se les indicó, de forma perentoria, que
convenía que dirigiesen al rey una petición a fin de que las mercedes
otorgadas más recientemente a don Pedro Girón y don Beltrán de la Cueva
—sacrificios importantes— quedaran confirmadas. Y ellos así lo hicieron.
El gobierno parecía entrar en un proceso de equilibrio entre dos grandes
grupos familiares. El rey daba ya muestras de condescendiente debilidad,
que se irán acentuando en los años siguientes, como si el nacimiento de
Juana le hubiera introducido en una vereda de continuas concesiones a fin
de preparar el futuro de esta hija, discutida desde el momento mismo de su
nacimiento.
Se hablaba de la necesidad de rectificaciones y reformas, pero sin que se
elaborara previamente programa alguno. Eran más bien quejas y protestas
las que se estaban formulando. Una de las primeras decisiones de las Cortes
consistió en pulverizar la Ordenanza de la moneda que se redactara en
Aranda: el enrique era rebajado en su precio desde 280 a 210 maravedís, y a
tenor de esta rebaja se hacía el reajuste de las demás piezas, quedando la
dobla de la banda en 150 maravedís, el florín del cuño de Aragón en 103, el
real de plata en 16 y el cuarto en 4 (9 de junio de 1462). Pero todo esto era
falso y el mercado no tardaría en tomar por su cuenta las medidas
correctoras.
Las Cortes elaboraron, de acuerdo con la costumbre, un cuaderno de
peticiones que presentaron al rey y al que don Enrique dio respuesta el 20
de julio; a través de él percibimos algunas de las dificultades que el reino
estaba atravesando. Por ejemplo, denunciaron el grave daño que para el
orden público significaban las querellas entre bandos y partidos, pero sin
aclarar si se estaban refiriendo a las peleas continuas entre los linajes
ciudadanos o a la Liga creada por los nobles o a ese enfrentamiento entre
cristianos viejos y nuevos, situación explosiva de la que también iban a
ocuparse las Cortes. Entre líneas se percibe una de las deficiencias más
señaladas: esa especie de vacío de poder en que había caído la Corona, el
cual se reflejaba en el deterioro de la justicia y el aumento en el número de
delitos. De ahí la primera conclusión, a la que el propio rey iba a adherirse:
se necesitaba una ampliación de las Hermandades existentes hasta alcanzar
una organización general.
La presencia de una guardia mora o morisca, esto es, reclutada
parcialmente al menos en Granada, era uno de los motivos de crítica contra
aquella Corte, que hacía poco aprecio de su fe, mientras la Frontera ponía
en peligro a toda Andalucía. Los procuradores registraban la inversión de
posiciones producida respecto a 1455 o 1456; eran los nasríes quienes
tenían victoriosas iniciativas y toda la línea se hallaba en mal estado de
defensa. Pues los alcaides de los castillos no recibían sus emolumentos en
tiempo debido y, por consiguiente, buscaban fondos por su cuenta,
acogiendo en ellos a delincuentes o permitiendo a sus soldados cometer
tropelías en las aldeas vecinas, cristianas o no. En la propia Corte se
señalaban la corrupción: malas costumbres entre sus miembros, liviandad
en la conducta sexual, fraudes y corruptelas como las que se habían
descubierto en los aprovisionamientos a las fortalezas; las blasfemias y
groserías que se mezclaban en el lenguaje coloquial de quienes rodeaban al
rey, precisamente aquellos que estaban más obligados a dar buen ejemplo.
Sin un programa concreto y ordenado de reformas, los procuradores,
vehículo de la opinión de las ciudades, aunque hubiesen sido escogidos de
acuerdo con sugerencias venidas desde arriba, trazaban un panorama de
desorden, falta de autoridad y corrupción. Sus críticas se agudizaban al
referirse a la justicia, teóricamente dotada de dos organismos de alta
competencia: Audiencia y Consejo, siendo en este último la parcela
asumida por Alfonso Carrillo. Las ciudades señalaban tres deficiencias: la
lentitud, que alargaba los procedimientos, el abuso de los funcionarios
dependientes de los dos tribunales, pues propendían a cobrar más derechos
de los que les correspondían, y falta de imparcialidad en las sentencias. Es
cierto que se trataba de males que pueden repetirse en cualquier tiempo.
Pero la conclusión a que llegaban los redactores del cuaderno tenía un valor
singular: era preciso incrementar las atribuciones del Consejo Real en
asuntos de justicia. En otras palabras: de acuerdo con la propuesta de las
ciudades resultaba deseable un régimen autoritario.
Esto se advierte de una manera especial en las demandas de carácter
económico. La Cortes creyeron que habían impuesto el criterio de que la
moneda no es un simple instrumento de cambio, monopolio del rey que la
acuña y pone en el mercado, sino un vehículo de que el reino dispone para
garantizar el valor de las mercancías. Señalando un fenómeno concreto, el
de las oscilaciones de los precios, generalmente al alza, reclamaban una
política proteccionista. Era imprescindible que, desde el poder central, se
fijaran los precios de todos aquellos productos que son necesarios a la vida,
que se estableciera un sistema de pesas y medidas válido para todo el reino,
que se impidieran las exportaciones de aquellos bienes considerados
esenciales, y que se continuará manteniendo los privilegios de que
disfrutaba la Mesta. Una vez más insistían: era deseable que la Casa y la
Corte, esto es, el gobierno mismo, se sostuviera por medio de las rentas
ordinarias para evitar el abuso que significaba un recurso constante a las
monedas y pedidos de carácter extraordinario.
La primera Inquisición
DE SAUVETERRE A FUENTERRABÍA
Gibraltar
La propuesta formal
La oferta francesa
Para Luis XI el acuerdo con Aragón, que no era alianza, aunque contenía
compromisos de ayuda, había significado la sustancial ganancia de los
condados pirenaicos. Era importante que de ella no se derivara la
consecuencia, poco conveniente, del quebranto de la secular alianza con
Castilla dejando el campo libre a los York. El 16 de setiembre de 1462, en
efecto, Eduardo IV había despachado sus embajadores, Tomás de Kent,
deán de Saint Severin, y Tomás Herbert, para proponer a Enrique IV un
tratado de íntima amistad que ampliase las relaciones comerciales,
extendiéndose también a otros aspectos de carácter político y militar: era el
primer tanteo en torno a una especie de alianza con Borgoña en función de
aglutinante, desde luego para impedir el expansionismo francés. Luis XI
reaccionó con rapidez: a través de sus agentes en Navarra vino a ofrecer,
como amigo y aliado que era, su mediación en el conflicto que separaba a
los monarcas peninsulares. Es muy posible —se trata de mera hipótesis—
que haya creído, en un primer momento, que tal intervención le favorecía,
dadas las antiguas relaciones de amistad.
Los agentes franceses contactaron con el arzobispo de Toledo y con el
marqués de Villena, que tenían informado a Juan II de sus pasos. El 1 de
enero de 1463 consiguieron que don Enrique firmara la autorización para
que el Consejo diera una respuesta favorable. La Corte se encontraba en
Almazán. Los catalanes procuraban insistir en el ánimo de la reina doña
Juana, a la que consideraban favorable a sus propósitos, pero estaban ya
convencidos de que los consejeros del rey eran sus enemigos. Luis XI, que
se hallaba en un lugar próximo a la frontera, fue avisado por los grandes
castellanos de que las cosas iban por buen camino y se podía pasar ya al
tramo siguiente. Éste consistió en que el monarca francés entregara poderes
a Jean de Rohan, señor de Montauban, con quien, secretamente, se
entrevistó Enrique IV en Monteagudo, muy pocos días después; en
compañía del rey, el enviado viajó luego hasta Almazán dándose así
carácter oficial a su presencia.
Las esperanzas puestas en la influencia de la reina quedaron de este
modo defraudadas. Debe anotarse que sólo en muy contadas ocasiones pudo
doña Juana intervenir con alguna eficacia en negocios de Estado. Desde
Almazán se cursaron las órdenes oportunas para que se concertase una
tregua, es decir, se suspendiesen las hostilidades. El 13 de enero Alfonso
Martínez de Ciudad Real firmó un alto el fuego con los capitanes franceses,
en Belchite, por un plazo de diez días, suficientes para efectuar la retirada.
Esta tregua, inmediatamente confirmada y prorrogada, se comunicó a todo
el reino el día 24 del mismo mes y año. Los cronistas divergen en el
momento de buscar responsables al acto que podría calificarse de traición
contra los catalanes: el marqués de Villena, según Enríquez del Castillo, o
el arzobispo Carrillo, según Palencia, que lo presenta como digno de
alabanza. Luis XI pudo anunciar jubilosamente a Gastón de Foix que muy
pronto se llegaría a una solución final en el conflicto, y en términos muy
favorables para los intereses de ambos.
Por estos mismos días, el 27 de enero, se remitieron a Girón nuevos
poderes para una prórroga de las treguas vigentes en la frontera de Granada.
Una coyuntura que Abu-l-Hasan ‘Ali aprovecharía para destronar a su
padre Sa’ad e instalarse en la Alhambra iniciando una cadena de represalias
contra sus nobles.
Sentencia arbitral
Decepción y desengaño
Trasfondo de la crisis
Vistas de Guadalupe
El requerimiento
La segunda entrevista
Cuando Enrique IV regresó a Valladolid, con estas propuestas, que no eran
sino el primer eslabón en una cadena de exigencias, los consejeros trataron
de ponerle en guardia: si entregaba al infante proporcionaría a sus enemigos
la condición que más precisaban, ya que veían la intención de proclamarle
rey. Fue entonces cuando el secretario Alvar Gómez de Ciudad Real, que
estaba ganado por el marqués de Villena, le recordó que un rey está
obligado a cumplir todos sus compromisos. Se recurrió entonces a una
fórmula que dejara a salvo el honor del monarca: el 25 de octubre de 1464
Pacheco y los Mendoza suscribieron un juramento, en la forma que había
llegado a considerarse habitual en estos encuentros y desencuentros de los
partidos. Basado en lo que don Enrique ya aceptara en la primera entrevista
de Cigales, el compromiso venía a afectar a tres decisiones que sólo el rey
podía llevar a ejecución:
El infante don Alfonso sería presentado a las Cortes para ser jurado y
reconocido como legítimo sucesor, prestando al mismo tiempo
juramento de casar con doña Juana y no con ninguna otra,
solicitándose del papa la oportuna dispensa, ya que a través de su
madre le afectaba el parentesco próximo. Cumpliéndose el testamento
de Juan II se le asignaban las villas y castillos de Huete, Sepúlveda,
Portillo, Maqueda y Escalona, si bien en este último caso el rey retenía
la fortaleza.
La indemnización ofrecida Beltrán de la Cueva por su resignación del
Maestrazgo de Santiago, era el señorío sobre cinco villas,
Alburquerque, con título de duque, Roa, Aranda, Atienza y Molina.
Abandonaría la Corte, por un plazo de seis meses, encargándose de la
defensa de los intereses de su partido, el obispo de Calahorra —a quien
se ofrecía el pronto traslado a sede más rentable— el primogénito de
los Velasco y el vizconde de Torija.
El marqués de Villena, que volvía a ocupar su puesto de influencia en
el Consejo, se hacía cargo de la custodia del joven Alfonso, de once
años. Depositaba como rehenes, en compromiso de seguridad, a su
primogénito, Diego López Pacheco y a las fortalezas de Almazán,
Iniesta y Magaña. Él y el de la Cueva se comprometían a guardar
buena amistad, para lo que el hijo que pronto nacería al nuevo duque
de Alburquerque contraería matrimonio con alguno de los numerosos
vástagos del marqués.[252]
Fuerzas en presencia
Ávila iba a ser una de las ciudades que, con mayor constancia,
permanecería en el servicio de Alfonso y, luego, de Isabel, probablemente
por el vigor con que, en la primera etapa, supo Carrillo dominarla. Al día
siguiente del acto —a veces llamado «farsa» porque tuvo el aire de una
representación teatral— y mientras se comunicaban al regimiento y al
cabildo los premios a que se habían hecho acreedores, se hacía firmar a
aquel niño, menor de edad y que, de acuerdo con las leyes del reino, debería
estar sujeto a tutoría, un manifiesto, mal redactado, plagado de calumnias,
que en modo alguno podía proporcionarle honor y respeto. Alfonso XII
comenzaba su discutible reinado envolviéndose en el humo de las
difamaciones de pésimo estilo.
Veamos los cinco argumentos fundamentales empleados:
Sobre el papel, las fuerzas estaban un poco más equilibradas que antes de la
deposición. Llevado por sus partidarios, Alfonso, que había comenzado a
ejercer sus funciones de rey firmando cartas de merced para sus partidarios
y de confiscación para los que decía raba enemigos, como era el contador
Diego Arias Dávila (6 de junio), salió de Ávila probablemente el 7 de junio
camino de Arévalo,[276] donde permaneció dos días, pasando luego a
Medina del Campo, desamparada por los enriqueños, e hizo su entrada en
Valladolid, de la que habían conseguido apoderarse las gentes del almirante,
el 12 de junio. Esta villa, muy adecuada para servir de residencia real,
permanecería en poder de sus partidarios sólo hasta setiembre. Los
enriqueños se estaban ya reorganizando fuera, a golpe de Hermandad.
Aquella Corte improvisada, en donde el proclamado rey era apenas un
instrumento, adolecía de los mismos defectos que achacaba a sus contrarios:
buscando adhesiones, malversaba las rentas y despojaba el patrimonio.
Pasado el primer momento de desconcierto y pesimismo —llegaron
noticias de cómo Toledo, Sevilla y Córdoba abandonaban la debida
obediencia— Enrique IV, que en Salamanca se había visto rodeado de fieles
partidarios, comenzó a recobrar el ánimo y la energía. Pasó de Salamanca a
Zamora, buscando siempre el resguardo de la frontera de Portugal, y desde
aquí, cursó la carta del 16 de junio[277] ordenando a las tropas movilizadas
dirigirse allí, para engrosar el ejército capaz de combatir a los rebeldes.
Presentaba a su hermano Alfonso «que es de tan tierna edad como vosotros
sabéis», más como víctima de las torcidas maniobras que como responsable
de las mismas. En su compañía, la reina Juana y la infanta Isabel, fueron
también a Ledesma, donde don Beltrán trató de disipar los pesimismos
organizando fiestas. Llegaron los primeros refuerzos que presagiaban
importantes adhesiones. Vino personalmente don García de Toledo, conde
de Alba, y con él el comendador Juan Fernández Galindo y Álvaro de
Mendoza. También llegaron el conde de Valencia don Juan de Acuña, a
quien se confirmó la oferta del condado de Gijón, restaurando así la
herencia del bastardo Alfonso, y Alvar Pérez Osorio, conde de Trastámara,
que abrigaba grandes proyectos en Galicia.
Un conjunto de decisiones importantes se adoptaron en torno al 16 de
junio. Se dispuso que la infanta Juana se incorporara a la Corte, cesando el
apartamiento en que se la había tenido en Segovia, reasumiendo su papel de
legítima sucesora. Fue ofrecido perdón completo a cuantos acudieran a
ponerse a su servicio para combatir a los rebeldes, que eran descritos como
un pequeño grupo de nombres concretos: Fadrique Enríquez, Alfonso
Carrillo, Juan Pacheco, Álvaro de Stúñiga, Alfonso Pimentel, Pedro Girón,
Gómez de Solís y Rodrigo Manrique. Esta reducción deliberada en el
elenco puede engañarnos. Aparte de que don Alfonso contaba con otras
adhesiones es preciso no olvidar que muchos de los grandes se mantenían
en actitud expectante, dispuestos a adherise al bando que consiguiera la
victoria. Enrique IV contaba con los arriba mencionados y con los
Mendoza, nada más. E incluso algunas de las adhesiones que se ofrecían
eran demasiado frágiles.
Cuando, transcurrido el mes de junio, se disiparon los nubarrones, se
pudo comprobar que el movimiento había fracasado en cuanto a su objetivo
total —provocar la huida del rey— pero disponía de suficiente fuerza para
mantenerse: en otras palabras, el reino estaba dividido. La obediencia a
Enrique IV, en definitiva legítimo, como así lo afirmaba la sede de Roma,
gozaba de bastante extensión. En Andalucía era muy firme el bloque en
torno a Jaén. Se habían declarado firmemente por el rey Madrid, Cuenca,
Segovia, Salamanca, Zamora, Astorga y Calahorra; no eran tantas las
ciudades en que sus adversarios podían confiar. Galicia, Asturias, Vizcaya y
Guipúzcoa, aunque trabajadas por discordias internas, seguían en la debida
fidelidad. Los refuerzos llegados a Zamora —las discrepancias entre los
cronistas impiden disponer de cifras fiables— garantizaban, según parece,
la superioridad numérica de los enriqueños. El movimiento de refuerzo en
las Hermandades existentes o de constitución de otras nuevas, auguraba una
recuperación.
En el bando de enfrente tampoco estaban las cosas suficientemente
claras: los que participaran en el acto de Ávila formaban una yuxtaposición
de tres corrientes políticas que tenderían a diferenciarse en los meses
inmediatos. En primer término debemos colocar aquellos que defendían el
programa político que se elaborara en Medina del Campo, y entre los que
descollaban el arzobispo Fonseca, y el poderoso linaje de los Stúñiga que se
atribuía el cambio de opinión producido en Sevilla. Su objetivo era una
reforma de la monarquía, poniendo límites al ejercicio del poder real e
incrementando el papel de la nobleza. En segundo lugar estaban los
«aragoneses», es decir, los que mantenían estrecho contacto con Juan II,
recibiendo de él orientaciones: el almirante, el arzobispo Carrillo y Rodrigo
Manrique destacaban entre ellos. Ponían como objetivo la eliminación de
Enrique IV del tablero peninsular poniendo fin al error de 1463. Por último
los dos hermanos, Pacheco y Girón, que contaban con el conde de
Benavente, estaban despechados porque se les había desplazado del poder,
que se sentían en condiciones de ejercer mejor que nadie, siendo sustituidos
por un advenedizo, Beltrán de la Cueva a quien se describía como autor de
todas las bajezas imaginables. Su objetivo final era su propio crecimiento.
CAPÍTULO XIX
Ésta es Simancas
La guerra irmandiña
Santander
Hermandad general
Desde 1463 doña Juana estaba asumiendo cierto protagonismo político, que
irritaba a Pacheco y a Fonseca, decididos mentores de una negociación que
sacrificaba los posibles derechos de la niña. Es natural que la madre
mostrase empeño en defenderlos. Ella había sido principal factor en
aquellas negociaciones para el matrimonio de su hermano con Isabel. En
definitiva una alianza que podía proporcionarle soldados necesarios.
Aunque ninguno de los dos reyes mostró mucha prisa en la ejecución de
aquel proyecto firmado en setiembre, doña Juana insistió hasta lograr que
su marido, el 20 de febrero de 1466, firmara el juro de 340.000 maravedís
en favor de Isabel y que era una de las condiciones indispensables para la
realización del matrimonio. El 8 de abril, ella, personalmente, envió a Luis
de Chaves la orden de situarlo en las rentas de Trujillo, que eran la mejor
garantía.[298] Probablemente era ya demasiado tarde. Inspiró, desde luego,
al marqués de Villena y a Fonseca, la idea de que las iniciativas de la reina
eran un estorbo que les convenía eliminar.
La alianza con Portugal era tan sólo una parte en el programa, más
ambicioso, de dotar al rey de apoyos que le condujeran a una victoria. Tras
el acto de Ávila, esta victoria significaba también, a sus ojos, la destrucción
de los derechos reconocidos a Alfonso, convertido ahora en rebelde armado
contra su rey. Portugal era estrecha aliada de Inglaterra. Muy conveniente
para el refuerzo de don Enrique podía ser la extensión de la alianza a
Eduardo IV de York, y a los duques de Borgoña y Bretaña, alejándose de
Francia y, desde luego, de Aragón. Probablemente ella estaba también
conforme con la apelación al papa: todas esas dudas acerca de la
legitimidad, relacionadas desde luego con su matrimonio, podían despejarse
si el pontífice interponía su autoridad. El propio Enrique había incidido en
la cuestión de las vacilaciones y dudas: como antes dijimos, al tener noticia
de la muerte de Blanca (acaecida el 2 de diciembre de 1464, a consecuencia
de envenenamiento) había dispuesto que se celebrase una nueva misa de
velaciones con doña Juana, como si creyera que, al convertirse en viudo, se
despejaban las dudas en cuanto a la legitimidad de su matrimonio.[299] No
percibía, acaso, que de este modo complicaba más las cosas, debilitando sus
argumentos.
No era desacertada, en su conjunto, dicha política, tendente en todo caso
a presentar a Enrique IV, ante los otros reyes de la Cristiandad, como
legítimo rey y a su hermano como rebelde usurpador, mero instrumento,
dada su corta edad, de una facción rebelde. Una seria perturbación surgió en
la frontera de Navarra donde Gastón de Foix y Leonor habían conseguido
que también los beamonteses les reconocieran como legítimos sucesores
(Tafalla 10 de febrero de 1465). En un momento en que la guerra de
Cataluña cambiaba de signo, anunciando una victoria definitiva de Juan II,
se constituía, en uno de los tramos fronterizos más delicados, una especie
de cuña francesa. Los nuevos príncipes, que ejercían en Navarra una
lugartenencia, rechazaron la sentencia arbitral de 1463 y reclamaron la
integridad del territorio. Aprovechando la guerra civil castellana se
apoderaron de Calahorra, «más por traición que por largo cerco ni combate»
(Enríquez del Castillo) convirtiéndola en rehén. Inmediatamente enviaron
sus procuradores a Enrique y a Alfonso, ofreciendo a ambos una paz con
alianza.
Alfonso envió a Pedro Duque. Enrique a su capellán Diego Enríquez.
Ambos coincidieron en Calahorra donde Gastón de Foix les explicó, por
separado, que estaba dispuesto a entregar esta plaza a cambio de que los
castellanos evacuasen las plazas que aún ocupaban y renunciasen a sus
demandas acerca de la merindad de Estella. Como Pedro Duque se mostró
muy reticente al respecto, el conde de Foix continuó sus negociaciones
únicamente con el rey. Diego Enríquez, acompañado de un mensajero de
Gastón, regresó a Segovia para explicar estas condiciones: ofrecían los
príncipes de Navarra proporcionar ayuda para combatir a don Alfonso. Los
consejeros del rey decidieron aceptar pero desconfiando de la conducta de
los Foix, pidieron que éstos entregaran a sus hijos, Juan y María, en calidad
de rehenes, antes de proceder a la evacuación, para ser devueltos después de
la entrega de Calahorra.
Leonor pidió al capellán cronista que se instalase en Alfaro; ellos
fijarían su residencia en Corella y de este modo sería más fácil la
negociación. Así lo hizo. También los procuradores de Beaumont, que
desconfiaban, fueron a instalarse al lado de los agentes castellanos.
Vinieron mensajeros de los condes que les acompañaron hasta Tudela, y fue
aquí en donde Martín de Peralta y el obispo de Pamplona se encargaron de
dar la desabrida respuesta. Ya nadie sentía el menor respeto por Enrique IV.
No se entregarían rehenes: haría bien retirando sus tropas y confiando
después en la buena fe de que le devolverían Calahorra; cuando no, estaban
preparados para apoderarse de Alfaro y acaso algo más. El obispo de
Pamplona se mostró especialmente enemigo del monarca castellano. Sin
embargo cuando los navarros trataron de apoderarse de Alfaro, Alfonso de
Arellano, señor de los Cameros, les derrotó asegurando así la frontera.
Gastón tuvo que evacuar también Calahorra, al tornarse muy dificultosas
sus comunicaciones con la retaguardia.
De cualquier modo, los enriqueños hubieron de tomar constancia de que
toda la frontera oriental era enemiga. Por esta razón debían inclinarse hacia
Portugal. Pacheco coincidía con este punto de vista —a fin de cuentas su
linaje era también portugués— pero no quería que ello redundara en un
fortalecimiento de las posiciones de doña Juana. Estaba urdiendo ya un plan
muy distinto.
Refuerzo de la Hermandad
Yo la reina doña Juana de Castilla y de León, por la presente aseguro y prometo por mi fe real y
como reina a vos don Juan Pacheco, marqués de Villena que, ahora y en cuanto yo viva, ser
buena y fiel y verdadera amiga, aliada y confederada, y guardaré vuestra persona y casa y honra y
estado y bienes y heredamiento y de todas vuestras cosas como a mí y a lo propio mío y con mi
persona y casa y gentes y haré por vos como por mí y por lo propio mío sin alguna diferencia y os
ayudaré contra cualquier persona del mundo que mal y daño os quiera hacer, tantas cuantas veces
por vos o por vuestra parte fuere requerida y de cualquiera cosa que yo sepa o a mi noticia venga,
que se hable o trate contra vuestra persona, casa o estado, lo arredraré y estorbaré con todas mis
fuerzas y os lo haré saber lo más presto que podré. Y todo lo que en esta letra de conformidad y
confederación se contiene, se entienda no embargante cualquier otras amistades o
confederaciones o juramentos, homenajes o firmezas que yo tenga hechas con cualquier persona
del mundo, o hiciera, que a esta pueda perjudicar. De lo cual, y en prendas de nuestra amistad doy
esta letra hecha por mi mano y firmada de mi nombre y sellada con mi sello. Hecha en Coca
cuatro días de noviembre de LXVI. Yo la Reyna (rubricado).
FINAL DE UN PRETENDIENTE
Aunque ninguno de los dos bandos había tomado postura oficial en relación
con los cristianos nuevos, utilizando los servicios de algunas personas
relevantes de esta condición, circuló en Toledo la especie de que los
partidarios de Alfonso se mostraban hostiles a ellos. Contribuyó, a este
respecto, la toma de postura del deán, Francisco de Toledo, al defender, ante
el papa, la legitimidad de Enrique IV. En consecuencia, al consolidarse en la
ciudad el dominio de los alfonsinos, creció entre los conversos la inquietud:
la guardia reclutada por Fernando de la Torre llegó a contar con 4.000
hombres. La pequeña oligarquía que encabezaba el conde de Cifuentes,
Alfonso de Silva, temió que se produjesen, como en el pasado,
enfrentamientos perjudiciales a la larga para su propio poder. Pacheco trató
de animarles: en enero de 1467 puso a la firma de Alfonso documentos que
ofrecían refuerzos económicos, en forma de rentas, al conde, a Juan de
Vivero y a Diego de Ribera.
Por esta vía consiguió que el 30 de enero de 1467 todos los caballeros,
esto es, Cifuentes y Pedro López de Ayala, señor de Fuensalida, los
mariscales Payo de Ribera y Fernando de Ribadeneira, Lope Ortiz de
Stúñiga, Luis de la Cerda y Juan de Ribera estableciesen entre sí
conjuración para mantener Toledo en el servicio de don Alfonso. Para crear
un clima más distendido se procedió a reponer algunos oficiales que fueran
depuestos por su fidelidad a Enrique IV; tal era el caso del comendador
Íñigo Dávalos.[311]
La ausencia del arzobispo, Alfonso Carrillo, que residía de modo
permanente fuera de Toledo, daba al cabildo una mayor responsabilidad,
haciéndole víctima de divisiones. El pretendiente había premiado los
servicios del secretario Alvar Gómez de Ciudad Real —aquel que en las
primeras conversaciones traicionara a Enrique IV haciendo posible la
sentencia de Medina del Campo— con el oficio de alcalde mayor, que antes
ostentaba el hermano de Pedro López de Ayala, Fernando. Los canónigos
especialmente le acusaron de muchos abusos, comenzando por haber
confiscado al cabildo ciertas rentas que tenía en la villa de Torrijos, que era
ahora de señorío del alcalde. Según aquéllos, se había apoderado de
diezmos, primicias y otras rentas eclesiásticas, prohibiendo a los
arrendatarios pujar en ellas. En cierta ocasión, siempre según la denuncia,
había apaleado a unos judíos que se atrevieron a licitar por ellas.[312]
Los caballeros conjurados insistieron en la necesidad de que Alfonso,
que residía en estos momentos en Ocaña, hiciera acto de presencia en
Toledo para asegurar la situación. Acompañado por el conde de Plasencia
hizo su entrada el 30 de mayo de 1467. Al día siguiente, en la catedral, se
prestaron los juramentos acostumbrados a los reyes. Permaneció más de una
semana. Trataba entonces de vincular más estrechamente a su causa al
primogénito del conde de Plasencia, Pedro de Stúñiga, que continuaba
residiendo en Sevilla, pues era de temer que el enfrentamiento con su
madrastra, Leonor, le inclinase al bando opuesto: el procedimiento, como
siempre, era incrementar sus rentas: otros 60.000 maravedís y 1.000
quintales de aceite cada año en Sevilla. Los partidarios de Alfonso
consideraron fructuosa esta breve estancia en la ciudad del Tajo. No
percibieron, tal vez, que aumentaban las inquietudes de los conversos;
deseaban un cambio en la obediencia.
Ausente de nuevo Alfonso, el antiguo alcalde mayor, Fernando Pérez de
Ayala, estableció una alianza con el cabildo, renovando las protestas contra
Alvar Gómez. El vicario, Juan Pérez de Treviño, que presidía, amenazó a
este último con la excomunión si no se hacían las correspondientes
indemnizaciones. Se le presentaba como amigo y favorecedor de los
conversos, lo que le convertía en enemigo del clero de la catedral. Fernando
de la Torre le ofreció, en cambio, el respaldo de sus hombres armados.
Hubo negociaciones, más bien disputa en que se cambiaron palabras
gruesas, entre los canónigos y el alcalde. Al final éste admitió que uno de
sus subordinados, Fernando de Escobedo, como responsable de algunos
desmanes, debía ser enviado a la cárcel episcopal y se mostró dispuesto a
depositar una fianza de 10.000 doblas para responder de los daños
causados, «todo esto para restaurar la injuria del cabildo y mitigar el gran
escándalo que en esta ciudad era entre conversos y cristianos “lindos”, esto
es, cristianos viejos» (Pedro de Mesa). Acuerdos que no se pusieron en
ejecución de manera inmediata.
El domingo 19 de julio de 1467, poco antes de la misa mayor, Fernando
de la Torre fue con algunos de los suyos a la catedral, ocupando una capilla
inmediata a la de Reyes Nuevos. Acabada la misa uno de los canónigos
subió al púlpito e hizo leer la carta mediante la cual el cabildo pronunciaba
el entredicho sobre la ciudad hasta que se cumpliesen las condiciones
acordadas. Alvar Gómez estaba presente. Fernando de la Torre sacó a los
suyos y armó un gran alboroto dentro de la iglesia recomendando al alcalde
que no aceptara esta imposición. Alfonso de Palencia sospecha que todo
obedecía a un plan de este capitán de la guardia de los conversos para abrir
las puertas de la ciudad a Enrique IV, en cuya protección ponían más
confianza. Protegidos por los suyos, Alvar Gómez y Fernando de la Torre
abandonaron la catedral para reunirse con otros hombres armados de coraza
y espada, que aguardaban fuera del templo y volver a éste en son de guerra:
dos personas fallecieron y el clavero, Pedro de Aguilar, resultó gravemente
herido. La milicia municipal tenía a Escobedo detenido.
Aunque el aspecto religioso de la cuestión fue muy importante —en
esto tiene razón Netanyahu— otras muchas cuestiones intervenían en este
conflicto. Al pronunciarse el papa Paulo II en favor de Enrique IV, al que
calificaba de único legítimo, los cristianos nuevos tenían que considerar que
también para ellos era ventajoso hallarse en su obediencia y así lo
procuraron. Por su parte los Pérez de Ayala, que figuraban en el bando
alfonsino, estaban descontentos por haber sido despojados de la alcaldía
mayor: acusaban al conde de Cifuentes de favorecer a los «nuevos», pero
esto no era cierto, pues Silva tenía puesto su principal interés en el
mantenimiento de la paz interior con un statu quo que impidiese los
desórdenes, conservando de este modo su poder. Transcurrieron horas muy
tensas, el lunes 20 de julio: ambos bandos estaban reuniendo nuevos
partidarios y pudo comprobarse que los conversos disponían de algunas
piezas de artillería. En la mañana del martes 21 de julio, con la llegada de
150 hombres procedentes del señorío de Ajofrin, que pertenecía al cabildo,
éste comenzó a sentirse dueño de la situación: ordenó instalar este refuerzo
en la iglesia de San Juste y que se sirviera comida. Mucha gente con armas
acudía a la catedral.
Entonces comenzaron las campanas a tocar a rebato. Más de mil
hombres que estaban en el templo haciendo oración y cantando «Santa
María» obedecían las órdenes del cabildo. Las tres colaciones en que
predominaban los conversos, dieron la señal de echarse a la calle, portando
armas de fuego además de las blancas y estableciendo cuatro posiciones:
junto a la antigua judería mayor, llamada la alcaná; en las cuatro calles que
formaban entonces la Carnicería mayor; en las inmediaciones de la
Candelaria; y frente a las casas del obispo, que daban a la puerta de las
Ollas. Se empezó una batalla muy sangrienta pues se contaron más de cien
bajas entre muertos y heridos. Comenzó un incendio en una casa de la calle
de la Chapinería que pronto se contagió a otros muchos lugares inmediatos
a la catedral, sin comunicarse a ésta. Superiores en número y en
preparación, parecía que los conversos iban a lograr la victoria cuando, el
miércoles, vino la noticia de que sus casas y tiendas estaban siendo
saqueadas. Volvieron a sus barrios a fin de defenderlas. Pedro López de
Ayala estaba en favor de los «lindos». El conde de Cifuentes trató de
intervenir para poner la paz, pero tuvo finalmente que defender a los
conversos que llevaban la peor parte. En estos intentos el licenciado
Alfonso Franco, que mandaba la guardia del arzobispo Carrillo, fue preso
en poder de Pedro de Córdoba que se hallaba a las órdenes de Ayala. Tras
haber intentado sin éxito un contraataque, el conde de Cifuentes hubo de
refugiarse en el convento de San Bernardo, donde halló asilo también Alvar
Gómez. Los cistercienses les acogieron a sagrado.
Hasta el jueves 23 no pudieron ser sofocados los incendios. Pedro
López de Ayala tenía ahora el control de la ciudad, pero nada le convenía
menos que aparecer como el agente de las represalias de los cristianos
viejos que ya se habían atraído anteriormente las censuras de la Iglesia.
Muchos cristianos viejos, especialmente miembros de la nobleza, que no
habían tenido parte en los tumultos, procuraron proteger a los conversos.
Pero una vez desatadas las iras del populacho era muy difícil detener a los
exaltados que presentaban su victoria como «grande maravilla de Dios».
Muchas casas de los nuevos fueron saqueadas. Fernando de la Torre fue
colgado de las campanas de la torre de Santa Leocadia, y su hermano
Álvaro, regidor, ahorcado en la plazuela del Seco. Los amotinados pasearon
después los dos cadáveres desnudos, con un pregón que decía: «Ésta es la
justicia que manda hacer la comunidad de Toledo a estos traidores,
capitanes de los conversos herejes, por cuanto fueron contra la Iglesia,
mandándolos colgar de los pies, cabeza abajo: quien tal hace, que tal
pague.» Hasta el sábado 25 continuaron los saqueos.
Vergonzoso desorden, sin duda. Las cartas del príncipe Alfonso,
ordenando la puesta en libertad del licenciado Franco, ni siquiera fueron
tenidas en cuenta. Los días 27 y 30 el regimiento despachó cartas
comunicando al pretendiente que la ciudad estaba completamente
pacificada, y en su obediencia. Falso. El 6 de agosto fue convocado una
especie de concejo abierto, en la plaza, y la multitud reunida se dirigió a la
cárcel para exigir la entrega de Alfonso Franco. Ayala y los caballeros que
le asistían se negaron, refiriéndose a las cartas que habían recibido de quien
era acatado como rey y también del arzobispo y del marqués de Villena.
Los toledanos entonces asaltaron la cárcel, tomaron al prisionero y lo
ahorcaron. Fue un gran perjuicio para don Alfonso que parecía implicado
en el programa de quienes preconizaban la eliminación de los conversos.
Los sucesos inmediatos siguientes acentuaron este clima. Estando ya «la
gente muy atemorizada», el regimiento se reunió para acordar medidas de
emergencia. Y éstas consistieron en dar licencia a los conversos para que,
tomados sus bienes, se fuesen, y para poner nuevamente en vigor las
disposiciones que les prohibían desempeñar oficios, civiles o eclesiásticos.
Muchos lugares rechazaban ya a los conversos, como si fueran réprobos,
«en manera, señor —explicaría unos días más tarde el canónigo Pedro de
Mesa a Enrique IV que quiere parecer cuando salieron los hijos de Israel del
cautiverio de Faraón». Sin embargo el informante no dudaba en cargar
sobre ellos las culpas «por su gran soberbia de esta gente salen de la tierra y
se van al cautiverio con permisión de Dios y justicia».
Todavía el 9 de agosto los amotinados toledanos consiguieron capturar
en el campo de Ocaña al lugarteniente de Fernando de la Torre, llamado
Juan Blanco: era un antiguo esclavo, hijo de converso aunque de madre
«linda», a quien los nuevos habían comprado para dedicarle a esas labores
militares. Fue ahorcado al día siguiente, aunque él afirmó en todo momento
que quería morir siendo cristiano. «Ahora, señor —concluía el informe que
Pedro de Mesa envió a Enrique IV el 17 de agosto— esta ciudad ha
asentado en esto: que en oficios ni beneficios no hayan ni tengan parte (los
conversos) por las muchas cosas y maldades que contra esta gente se
hallaron: especialmente en casa de Fernando de la Torre, capitán y cabeza
de esta gente, se hallaron más de quinientas pellas de alquitrán, tan grueso
como grandes toronjas, y esto para el fuego, y muchas alcancías llenas de
cal viva; esto para echar a la gente en las pellas y otras maneras de armas de
traición. Y halláronse más un saco de guadaifines que es una prisión que los
moros tienen para los cristianos y las usan ellos, y otras maneras de engaños
para matar a la gente.» Se dijo también que, en el saqueo de la casa de
Fernando de la Torre, se habían encontrado pruebas abundantes, por textos
hebreos, de que había vuelto al judaísmo. «De todo esto hacer grande
inquisición, que no quedará lo uno ni lo otro.»
Navidades en Plasencia
Vistas de Bracamonte
LA EXPLANADA DE GUISANDO
El pacto de Cadalso-Cebreros
siguiente:
«Por el bien y paz y sosiego», a fin de «atajar las guerras», «y
queriendo proveer cómo estos reinos no hayan de quedar ni queden sin
legítimos sucesores del linaje del dicho señor rey y de la dicha señora
infante» —era difícil encontrar una expresión que del modo más claro,
sin incurrir en términos injuriosos, declarase la ilegitimidad de Juana
— y porque Isabel, «según la edad puede casar y haber generación» y
especialmente por el «gran deudo y amor que el dicho señor rey con
ella tiene», todos debían considerarla como princesa sucesora. En
calidad de tal debía incorporarse a la Corte y vivir en ella con el rey, el
arzobispo Fonseca, el Maestre don Juan Pacheco y don Álvaro de
Stúñiga conde de Plasencia, hasta que hubiese contraído matrimonio.
La concesión por parte de don Enrique era abrumadora pero creía
compensarla con esta custodia que a la princesa se imponía.
En el momento en que entrara en la Corte, acto previsto para el
siguiente día, sería jurada por el rey como princesa, haciendo lo mismo
cuantos se hallaran presentes; en el plazo de otros cuarenta días
jurarían los otros grandes, los procuradores de las ciudades y los de la
Hermandad. Enrique se comprometía a «procurar cualesquiera
provisiones y relajaciones de los “anteriores juramentos sobre la
sucesión” obteniéndolas del Santo Padre o de su legado», Antonio de
Véneris, que estaría presente y disponía, como sabemos, de poder
suficiente.
Se constituía su Casa como correspondía a hermana sucesora de tal
hermano, dándole el Principado de Asturias y las ciudades de Ávila —
Carrillo se comprometería luego a entregar el cimborrio a cambio de
medio millón de maravedís—, Huete, Úbeda, Alcaraz, y las villas de
Molina, Medina del Campo y Escalona, cumpliéndose de este modo el
testamento del padre de ambos. Si Escalona no pudiera serle
entregada, por hallarse en otras manos, se le daría Ciudad Real o
Tordesillas u Olmedo. Todos los juros situados en las rentas de los
mencionados lugares que dataran de setiembre de 1464 «en que estos
movimientos comenzaron» serían anulados. Y los 870.000 maravedís
que a ella correspondía percibir en Soria y San Vicente se asignarían
en adelante en el servicio y montazgo de los rebaños y en las rentas de
Casarrubios del Monte. Todos los documentos necesarios para estas
transmisiones le serían entregados en cuando estuviera incorporada a
la Corte.
El compromiso más fuerte que se imponía a la princesa, ligado en este
caso al cumplimiento de los demás, pero que permitía a Pacheco decir
al rey que la tenía bien sujeta, era el referido al matrimonio pues se
concertaba que «haya de casar y case con quien el dicho señor rey
acordare y determinara, de voluntad de la dicha señora infante, y de
acuerdo y consejo de los dichos arzobispo, maestre y conde, y no con
otra persona alguna». Tenía razón Alfonso Carrillo cuando afirmaba
que el pacto cerraba el camino a Fernando de Aragón. La salvedad
principal estaba en esa voluntad que parecía indicar que, respetando las
normas de la Iglesia, no podría obligársela a contraer matrimonio;
cualquier matrimonio impuesto es, por su propia naturaleza, nulo.
Respecto a la reina doña Juana, que todos parecían tener interés en
eliminar, se daba constancia al hecho de que «de un año a esta parte no
ha usado limpiamente de su persona», esto es, desde el momento en
que había sido constituida en rehén para Fonseca. Se decía además que
el rey «es informado que no fue ni está legítimamente casado con
ella», no especificándose si se trataba de la falta de dispensa a que
alude Palencia o a la nulidad que provoca la impotencia. Por ambas
razones, conducta deshonesta y nulidad del matrimonio, «a servicio de
Dios, descargo de la conciencia del rey y bien común de los dichos
reinos» cumplía que se hiciera divorcio y separación de las personas,
siendo ella devuelta a Portugal. Pero su hija no la acompañaría;
quedaría en la Corte bajo custodia.
Isabel, tras reconocer lo mucho que a Alfonso Carrillo debía por sus
trabajos y desvelos al defender sus derechos, le eximió de cualquier
juramento de fidelidad que le hubiera prestado, excepto el que retenía
en su condición de princesa sucesora, y le pidió que volviese a la
obediencia de don Enrique, sirviéndole como fiel vasallo.
El legado Véneris, en nombre del papa, absolvió a los obispos
presentes de cualquier censura eclesiástica en que hubiesen podido
incurrir, desligándoles además de cuantos juramentos hubiesen
prestado.
Vuelto a la Corte, demostrando bien a las claras que tenía a Fonseca y a los
condes de Plasencia y de Benavente como verdaderos subalternos, don Juan
Pacheco intentaba una operación que le permitiese asumir la plenitud del
poder en Castilla. Para ello necesitaba reducir el papel que ambas mujeres,
la reina y la princesa, pudiesen desempeñar. Escogió como escenario
Ocaña, porque siendo comendaduría de Santiago, le estaba supeditada. Allí
fueron convocados los procuradores el 23 de setiembre de 1468, aunque no
llegaron hasta enero del año siguiente. Allí llegó el rey don Enrique,
serenado el ánimo merced a una estancia entre Madrid y El Pardo, con el
acostumbrado solaz que los árboles y las bestias le proporcionaban, que el
amor por los animales es, muchas veces, descanso de las almas atribuladas.
El ministro, que había conseguido que el monarca firmase los documentos
que transmitían a su hijo, Diego López, el marquesado de Villena, ya no era
otra cosa que Maestre de Santiago. Desde esta posición de validaje iba a
ejercer, durante los próximos cinco años, hasta que la muerte viniera en su
busca, un gobierno que trató de reforzar imponiendo a las Cortes un
retroceso en favor del poderío real absoluto, seguro de que él, y no don
Enrique, estaba en condiciones de ejercerlo.
Las Cortes iban a estar reunidas entre enero y abril de 1469. Las últimas
investigaciones, en especial de Olivera, nos permiten movernos con
seguridad en este terreno. Sólo once ciudades estuvieron representadas,
Burgos, León, Zamora, Toro, Salamanca, Segovia, Ávila, Soria, Valladolid,
Cuenca y Madrid, abarcando una parcela reducida del territorio.
Predominaban, entre los 22 procuradores, aquellos que eran oficiales de la
Corona: muy manejables, se procuró que fuesen bien remunerados. Con
cargo a los subsidios votados se repartieron entre ellos 4,1 millones de
maravedís, lo que nos arroja una media de 200.000 por cabeza. Puede
suponerse que hubo deliberado propósito de estimular la asistencia. Pero la
ausencia de representantes de Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia, Toledo y
Guadalajara, reducía drásticamente su representatividad.
Las esperanzas depositadas en estas Cortes formaban un amplio
abanico. Isabel pensaba que, cumpliendo el compromiso programado, se la
iba a jurar como sucesora sustituyéndose así el juramento en favor de Juana
de 1462, el cual había sido anulado por el legado. Enrique IV pretendía
alcanzar una solución a sus graves problemas financieros, ya que las ayudas
votadas en Salamanca nunca se habían cobrado. Y los procuradores, por su
parte, confiaban en que la experiencia recogida en la guerra civil
enmendase la línea de conducta devolviendo a las ciudades funciones y
facultades de las que habían sido despojadas. El programa de Pacheco se
ajustaba a las promesas que hiciera al rey: un matrimonio portugués servía,
al mismo tiempo, para anular a la princesa Isabel y para resolver la
injusticia cometida con la hija de la reina.
Es importante señalar, para una más correcta comprensión de los
sucesos, en sus variados matices, que años más adelante a la propia Reina
Católica se plantearía, como caso de conciencia, el destino de esta niña
Juana, víctima inocente de unas circunstancias en que no tomara parte y que
fue doña Juana, contra la voluntad de Isabel, quien decidió encerrarse en un
monasterio. En este momento, y como consecuencia de sus conversaciones
con el marqués de Santillana y algunos otros miembros de esta familia,
supo Peralta cómo el obispo de Sigüenza y don Pedro Velasco que los
Mendoza prestaban su asentimiento al plan aragonés, y así comunicó a su
rey que «han jurado a la ilustre doña Isabel, princesa de Castilla y
primogénita» y «de secreto, que case toda vez con el rey de Sicilia». Lo
primero es cierto: tras la entrevista de Villarejo se trataba de cumplir las
órdenes del rey; pero lo segundo resulta altamente problemático.
Juana y su hija permanecían en Buitrago. Ignoramos qué domicilio se
había asignado a aquel niño Andrés, nacido en noviembre. La
documentación muy posterior nos sitúa a éste y a su hermano, en
Guadalupe, atendidos sus gastos desde la tesorería de Isabel. Las relaciones
entre la reina y Pedro de Castilla pueden definirse acudiendo a un
eufemismo muy de nuestros días como pareja afectiva en relación estable.
El 8 de enero de 1469, la reina entregó al conde de Tendilla una carta con
contraseña a fin de que le fuese entregada la fortaleza riojana de Laguardia;
de este modo abonaba los gastos que llevaba consigo la atención de la niña.
[341] No sabemos hasta qué punto estaba la soberana interesada en ese
Pacheco trataba ahora de hacer saltar por los aires el acuerdo de Cadalso-
Cebreros como un paso previo al retorno a 1462. Despidiendo a los
procuradores sin jurar a Isabel se daba un paso decisivo. Dominadas las
Cortes, recomendaba a don Enrique formar un frente en que participasen los
grandes de una manera tan abrumadora que pudiera decirse que rey y reino
formaban una sola cosa. A este objetivo debía tender también el cuaderno
de los procuradores, que en él estaban trabajando con el Consejo. Entre
febrero y abril de 1469 el Maestre se esforzó en este sentido, reforzando el
poder del triunvirato y tratando de ampliarlo mediante la incorporación de
los dos miembros más activos del clan mendozino: el obispo de Sigüenza y
Pedro de Velasco. Para evitar nuevas deserciones en Toledo, se procedió a
reforzar los poderes de Pedro López de Ayala y de Fernando de
Ribadeneira.[344] Fonseca, con todos los suyos, había suscrito un acuerdo
comprometiéndose a seguir y a poyar con todas sus fuerzas la política del
Maestre.[345]
La negociación más importante tuvo lugar con los Mendoza, ya que
significaban plenamente el antiguo partido del rey. Un largo documento
recogido y publicado por Isabel del Val, nos permite conocer al detalle el
resultado de la reunión que, el 18 de marzo de 1469, celebraron los tres
consejeros, Pacheco, Fonseca, Stúñiga, con el marqués de Santillana,
Beltrán de la Cueva, y Pedro González de Mendoza. El horizonte que
ofrecían las Cortes de Ocaña, que seguían sus trabajos, formaba un respaldo
importante. Se acordó en primer término que el rey recobrase su plena
potestad, funciones y patrimonio, como estaban hasta el 14 de setiembre de
1464, fecha en que comenzaron las discordias y abusos. Adelantemos aquí
un recuerdo de que este criterio fue también aceptado por Fernando e Isabel
en las Cortes de Toledo de 1480. A los grandes allí reunidos se hacía
extensiva también esa misma garantía. Despejando los equívocos que
pudieran haberse creado, todos declararon que «por servicio de Dios y del
dicho señor rey… es cumplidero que la señora princesa doña Isabel haya de
casar y case con el rey de Portugal» y, asimismo, que «la dicha señora
princesa hija del dicho señor rey haya de casar y case con el príncipe de
Portugal».
Cualquier medida que, directa o indirectamente, pudiera afectar a los
intereses de alguno de los firmantes tendría que ser jurada por todos. La
fórmula escogida en el documento no podía ser más comprometida contra
Isabel, pues tanto ella como Juana eran tituladas princesas, añadiéndose a
esta última la condición de hija del rey.
Logrado el acuerdo era necesario pasar ahora al capítulo de las
compensaciones por los servicios prestados. Éstas fueron objeto de nuevas
y delicadas conversaciones que tuvieron lugar entre el 29 de marzo y el 5 de
abril de 1469. Enrique IV entregó a Pedro Fernández de Velasco, conde de
Haro, la segunda de las rentas del reino, diezmos de la mar, referida al
señorío de Vizcaya.[346] Una grave amenaza para este señorío, según sus
moradores, unida a la que significaba el acuerdo de volver a la alianza con
Francia, apartándose de Inglaterra en donde se estaban abriendo
perspectivas mercantiles muy provechosas. Se acordó, también, que Diego
López Pacheco, marqués de Villena, casara con Juana de Luna, condesa de
San Esteban de Gormaz, hija del marqués de Santillana y nieta de don
Álvaro de Luna, cerrando así los inveterados pleitos en torno a la herencia
del gran valido. La rama mayor de los Mendoza, en compensación de
gastos y desvelos en el servicio del rey, sería premiada con nuevo y
opulento señorío. Enrique IV puso en manos del marqués una carta firmada
con la fecha en blanco, que le autorizaba a posesionarse de Guadalajara,
separándola del realengo, si, en plazo de sesenta y cinco días, no se le hacía
entrega efectiva de uno de éstos: Soria, con mil vasallos; Santander, en la
forma que hemos explicado; Torija con Cobeña, Daganzo y Maqueda; o el
Infantado de Guadalajara.[347] El 28 de abril Lorenzo Suárez de Figueroa,
hermano de Santillana, cambiaría su título de vizconde de Torija por el de
conde de Coruña, no lejos de Osma.
Aunque las Cortes estuviesen dominadas, sin que los nuevos árbitros de la
situación política tuviesen que temer ninguna desviación en cuanto a las
decisiones, no podía evitarse la manifestación, en las quejas, de un lenguaje
fuerte que denunciaba el mal gobierno, llevando hasta el mismo rey la
demanda de responsabilidades. El sustratum ideológico del pactismo
aparecía claramente expresado: al monarca cumple que se le exija el
cumplimiento de un deber porque «el oficio de rey, así por su primera
invención como por su nombre, es regir, y hase de entender bien regir,
porque el rey que mal rige no rige, mas disipa»; y este regimiento no es otra
cosa que un pacto con el reino para cumplimiento de la ley pues «está
obligado, por contrato calladolo a tener y mantener en justicia» a sus
súbditos. No había, en el plano teórico o doctrinal, ninguna diferencia entre
Castilla y los otros reinos españoles, aunque los que formaban entonces la
Corona del Casal d’Aragó tuviesen en la práctica más posibilidades de
resistencia.
Como una consecuencia de este planteamiento se formularon también
algunas peticiones concretas. Por ejemplo, que se reforzase la Audiencia
cuya eficacia todos reconocían, encargándose al Consejo Real y a algunos
de los procuradores el nombramiento de los oficiales de ella dependientes.
Que fuesen publicados los Cuadernos de las Cortes de Salamanca
reconociendo la legitimidad de éstas. Y que se volviese a la política
tradicional de confederación con Francia, demanda esta última que fue un
triunfo directo de Íñigo de Arceo, que ostentaba la condición de procurador
de Burgos y traducía por tanto los intereses de un sector. Las amplias zonas
marítimas del Cantábrico carecían de representación en Cortes y no estaban
en condiciones de hacer oír su voz.
A pesar de todo los grandes ministros del rey no se mostraron
demasiado tranquilos. Una denuncia, como la que en las Cortes se
formulara, describiendo con tanto pesimismo la situación reinante, no podía
ser factor de tranquilidad. Por eso decidieron que, antes de clausurar aquella
Asamblea, la más importante y prometedora de las hasta entonces
realizadas, era necesario cerrar el pacto de ellas con el rey y, en último
término, con ellos mismos, que en su nombre ejercían el poder. El 25 de
abril de 1469, en un acto que carecía de precedentes, Pacheco, Fonseca,
Velasco y el obispo Mendoza, dejando claro que ellos representaban al
monarca y a su Consejo, comprometieron el poder real en los seis puntos
siguientes:
Con estas promesas, más las ganancias particulares que para sus ciudades
hubieran podido conseguir, los procuradores estaban en condiciones de
rendir cuenta de su gestión ante sus representados. Al día siguiente
volvieron a reunirse ellos solos en la capilla de Chacón de la iglesia de San
Juan, que era la que habían utilizado normalmente para sus trabajos, y aquí,
juramentados, toman a su vez tres acuerdos. Primero, garantizar que sólo
pudieran concurrir a Cortes las ciudades y villas con derecho de asistencia,
rechazando a todas las demás. Si una de las rectamente convocadas no
acudiese, perdería el derecho a obtener mercedes, mantenimientos, ayudas
de costa o enmiendas por los recaudamientos. Segundo, se daría a los
libramientos de los procuradores que estuviesen situados en su lugar de
origen, preferencia absoluta sobre cualquier otra renta. Tercero, Juan Díaz
de Alcocer ejercería, con carácter vitalicio, el cargo de letrado de las Cortes.
Con mucha claridad demostraban los procuradores que también ellos
estaban ganados por el espíritu de las oligarquías.
Las Cortes celebraron la última sesión el 28 de abril, confirmando en
ella todos los acuerdos adoptados. No se hizo la menor referencia al
juramento debido a la princesa a pesar de que era una de las razones de la
convocatoria. Tres procuradores, Íñigo de Arceo, Gonzalo de Villafañe y
Juan de Villamizar, se incorporaron al Consejo. El acuerdo de Cadalso-
Cebreros quedaba sepultado definitivamente tras un muro de
incumplimiento y de silencio. Isabel, en consecuencia, desasistida en los
compromisos que con ella se firmaran, quedaba moralmente en libertad
para decidir lo que a ella pareciera más conveniente.
Una de las ciudades ausente de las Cortes fue Toledo, precisamente la que
se hallaba más próxima a la localidad en donde éstas se celebraban. Se
trataba, pues, de razones profundas relacionadas con la política interior.
Merced a las gestiones de María de Silva había tenido lugar, como sabemos,
el retorno de Toledo a la obediencia de Enrique IV, la consolidación del
linaje de Ayala y la promoción de éste al condado de Fuensalida
(20 noviembre 1470), pero dejaba pendiente una cuestión muy grave: el
exilio de caballeros y ciudadanos con su secuela de secuestros y de
confiscaciones. En las Cortes de Ocaña se había aprobado una disposición
prohibiendo el destierro sin mandato del rey o sentencia de juez
competente, y aunque las autoridades toledanas podían afirmar que
Enrique IV había confirmado todas las decisiones tomadas, era dudoso si
esto se refería también a los fugitivos que deseaban volver. Apenas llegada
a Toledo, Isabel demostró hacia qué lado se inclinaban sus preferencias,
pues exigió que se suspendiera la pena impuesta a uno de sus
colaboradores, Juan Rodríguez de Baeza.[352] Los desterrados, por medio de
Lope de Stúñiga, intentaron en el mes de marzo de 1469, provocar un
alboroto en la ciudad, forzando de este modo la intervención del rey, pero
fracasaron. Tampoco tuvo éxito Rodrigo Manrique, yerno del señor de
Fuensalida para atraerle al bando isabelino donde él militaba. Pedro López
de Ayala creía que, mientras tuviera el firme apoyo de Pacheco, nada tenía
que temer.
Centrado absolutamente en su poder recobrado, el Maestre de Santiago
no se percataba, tal vez, de que la sumisión que el rey ahora le demostraba
era fruto del temor, no del afecto ni de la confianza. Seguía contando con
otros fieles, como era el caso de don Beltrán o de Miguel Lucas, y trataba
de promover otros caballeros que le sirvieran de apoyo. Crecía lentamente
en influjo, merced a los servicios prestados, el converso Andrés Cabrera,
mayordomo mayor,[353] cuya ambición parecía más sujeta a límites. Como
ya indicamos, Enrique IV le había confiado, el 30 de setiembre de 1468, el
gobierno de Segovia. En enero o febrero de 1469, habiendo fallecido Juan
Fernández Galindo, otro de los fieles, el monarca le encomendó el alcázar
de Madrid, que incluía la custodia del tesoro. Desde este momento, Pacheco
comenzó a poner en él su atención; no le gustaban las sombras.
Tampoco las ciudades andaluzas habían enviado sus procuradores a
Ocaña. La lejanía, unida a la confusión política reinante, provocaba un
aislamiento. Tanto el duque de Medinasidonia como el conde de Arcos
habían prestado el juramento a Isabel como sucesora al ser requeridos, pero
sin preocuparse más de la cuestión. Lo mismo estaba haciendo Pedro
Fajardo en Murcia: ni siquiera cuidaba de que las cartas del rey fuesen
registradas. En estas condiciones, sumida Andalucía en pequeñas querellas
internas, se brindaba a Abu-l-Hasan ‘Ali una oportunidad para labrarse el
prestigio militar que necesitaba para poderse sostener en la Alhambra.
Aquel invierno hizo una fructuosa correría por tierras de Úbeda y Baeza y
costó no poco trabajo al adelantado de Cazorla evitar que pudiera hacerse
dueño de Quesada. Pacheco encargó a Agustín de Spinola una gestión
tendente a conseguir que la nobleza andaluza, retornando a la obediencia
debida, aceptara también las decisiones que se estaban adoptando en
Madrid y en Ocaña. El enviado regresó diciendo que sólo la presencia del
rey podía enderezar los enmarañados asuntos de aquella región.
Fue entonces cuando Pacheco se decidió a emprender un viaje que, de
tiempo atrás, venía preparando: sólo la sumisión de Andalucía podía
completar el trabajo de reasunción del poder que desde un año antes venía
realizando. Es imposible suponer que el Maestre ignorara que en aquel
momento los acuerdos matrimoniales de Isabel con Fernando estaban
prácticamente concluidos:[354] los movimientos de Chacón y Cárdenas y las
idas y venidas de emisarios a la residencia de Carrillo en Yepes eran del
dominio público. En estas circunstancias prescindir de la princesa en este
viaje, ordenándola permanecer en Ocaña hasta el regreso del rey, sólo pudo
responder a estas dos alternativas: no creía el Maestre que Isabel se
decidiera a ejecutar un acto contrario a la voluntad del rey, o, por el
contrario, trataba de inducirla a dar un paso que permitiese acusarla de
desobediencia y rebeldía. A esto responde el hecho que se la obligara a
prestar un juramento de no abandonar su residencia ni innovar cosa alguna
en su casamiento, pues de él habría de tratarse cuando, de nuevo, don
Enrique se reuniera con ella. El juramento exigido fue posterior, en pocos
días, al compromiso del 30 de abril que apuntaba a su destrucción. «Este
compromiso creyeron el rey y el Maestre que bastaría para desgracia de la
princesa, confiados en esta sutileza, a saber: que si en algo traspasaba el
juramento se la despojaría del derecho que hasta entonces le había
favorecido; y si no intentaba novedad alguna, de tal manera parecería haber
renunciado su autoridad en D. Enrique que pronto volverían a la obediencia
de éste cuantos habían seguido el partido de su hermana» (Alfonso de
Palencia). El cronista piensa que Pacheco prefería la primera de estas dos
alternativas.
El defecto principal que aquejaba al poderoso ministro era su
incapacidad para mover cualquier negocio público sin buscar al mismo
tiempo su personal provecho. Así sucedió en esta ocasión; despertaba con
ello fundados recelos entre los partidarios del rey que tenían motivo para
sospechar de sus verdaderas intenciones. Antes de emprender el viaje trató
de atraerse la buena voluntad de Véneris, ofreciéndole la sede de Cuenca,
mejor remunerada que la de León (2 de mayo de 1469) y, junto con los
otros cinco signatarios del documento de 30 de abril, envió al rey Alfonso V
un compromiso serio, garantizándole su apoyo en el terreno de la política.
Ambos documentos de la misma fecha. Y al día siguiente, 3 de mayo, puso
a la firma de Enrique IV un papel que asignaba un juro de 30.000 maravedís
a Lope de Valdivielso, maestresala de la princesa. Se procuraba que ésta se
hallase rodeada de personas de confianza.
El compromiso matrimonial
Los obstáculos
El «salto» de Ocaña
VALDELOZOYA
Enrique IV tenía, ante sí, dos opciones: aceptar los hechos consumados, ya
que se le ofrecía obediencia, imponiendo condiciones favorables, en
especial para Juana, a quien se debía una compensación, o volver al punto
de partida como si la negociación de Guisando pudiera darse por no
existente. Guiado por Pacheco escogió la segunda. En consecuencia se
deshizo la precaria paz que en setiembre de 1468 se había conseguido y
sordas agitaciones sacudieron los cimientos de la sociedad cristiana.
Rebrotaba, ahora con una extensión mucho mayor, el odio entre cristianos
viejos y conversos que sería empleado con motivos políticos y también
como ingrediente de la revuelta social. Ese odio era más que suficiente para
amenazar las estructuras mismas del reino, que se definía como comunidad
de bautizados: el sacramento ya no garantizaba la integración. El
antijudaísmo había perdido mucho de su carácter religioso para revestirse
de antisemitismo: de modo que si a los conversos se definía como
«hombres repugnantes, sin Dios ni ley», esta calidad se atribuía a su linaje
hebreo, no a sus creencias.
En 1471 se imprime el Fortalitium fidei, que es uno de los primeros
libros reproducidos en España por el ingenio de Gutenberg. Su autor, fray
Alonso de Espina, palentino, pertenecía a la observancia franciscana del
Abrojo, siendo desde 1454 el superior de esta corriente reformada.
Conociendo el hebreo, aunque sin dominarlo suficientemente, este cristiano
viejo —es, sin duda, erróneo atribuirle la condición de converso— tuvo que
valerse de Ramón Martínez, Alfonso de Valladolid y Jerónimo de Santa Fe,
para allegar la información que precisaba para sus argumentos. Habiendo
descubierto la existencia de ciertas doctrinas que se aproximaban al
materialismo filosófico, llegó a la conclusión, errónea, de que éste formaba
parte de las enseñanzas rabínicas; en consecuencia definía a los conversos
como portadores de un virus que era epidemia al introducirlo en las venas
de la sociedad cristiana. El Fortalitium no era un libro deleznable, aunque
estuviese armado en torno a un eje falso; por eso pudo ejercer gran
influencia.
Podemos concluir, como hace Benzo Netanyahu, que la población
conversa, núcleo entonces bien definido dentro de la sociedad cristiana, que
gozaba de influencia superior a la que por su número le hubiera
correspondido, estaba distribuida en tres sectores: aquellos que veían en el
cristianismo la Verdad, que resolvía dudas y vacilaciones cumpliendo las
expectativas, integrándose en la Iglesia, donde llegaban a ocupar puestos de
relieve; aquellos que, formando la mayoría, consideraban el bautismo como
vehículo de normalización social, otorgando valor secundario a la doctrina,
tanto judía como cristiana; y una minoría formada por quienes, rechazando
en lo íntimo de su alma la fe cristiana que les fuera impuesta, querían volver
al judaísmo. No es posible hacer una valoración cuantitativa de estos tres
sectores. Pero en la obra de fray Alonso de Espina estas distinciones no
eran tenidas en cuenta. Aparecen en él algunos de los estigmas de odio que
tan perniciosas consecuencias llegarían a alcanzar: pueblo deicida, Israel ha
sido condenado definitivamente por Dios —«caiga su sangre sobre nosotros
y sobre nuestros hijos» (Mt. 27, 25)— y vuelve por ello su rabia contra los
cristianos, buscando en la sangre de éstos un medio de purificación de la
suya, podrida.
Nada de esto era admitido por la Iglesia, que reiteradamente condenaba
tales doctrinas. Este argumento explicaba la famosa leyenda del libelo de
sangre: el día de Jueves Santo los judíos necesitan el corazón de un niño
para cocerlo en vino y alimentar su propia sangre con la bebida lograda
mediante este procedimiento. La muerte de una niña en Zamora, aunque
posteriormente se descubrió que era la víctima de unos malhechores, sirvió
a fray Alonso de argumento. Peor aún: en la Navidad de 1468 circuló en
Segovia la noticia de que se había producido uno de estos asesinatos
rituales y, en él, se hallaba implicado el rabino mayor Samuel Pichó. La
calumnia no necesita de verosimilitud para ser creída.
En definitiva se llevó a la sociedad cristiana, para la que la fe era eje
sustancial, al convencimiento de que judíos y conversos eran un peligro
para su propia existencia. No menos de catorce herejías se asignaron a los
nuevos como consecuencia de su relación con el judaísmo. Según los
predicadores más exaltados, judíos y conversos adoraban ídolos
atribuyendo a Dios una compañera femenina y, aunque negaban la vida
eterna, estaban convencidos de que los poderes taumatúrgicos de la Forma
consagrada permitían utilizarla en ritos de magia negra. Todas las
tenebrosas leyendas que rodean a los aprendices de brujos, expertos en el
empleo de los signos cabalísticos, se habían formado ya. En medio de este
clima asistimos a enfrentamientos en escalada durante estos cuatro últimos
años del reinado de don Enrique. Poco después de 1467, aunque en fecha
que para nosotros permanece imprecisa, fue compuesto el Libro del
Alborayque. El título responde al calificativo que se daba al animal que
transportara a Mahoma en su excursión al cielo, que no era caballo ni mulo
sino un híbrido muy especial. Alboraiques iban a ser llamados los
conversos pues, ni judíos ni cristianos, ¿alguien podría con precisión decir
qué son?
Fray Alonso de Oropesa, general de los jerónimos y autor de la primera
inquisición en Toledo, intentó dar una respuesta a las denuncias
calumniosas mediante el Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis
Dei Israel, obra incompleta a causa de la muerte de su autor el 28 de
octubre de 1468. La permanencia de la Iglesia le parecía verdad inconcuso:
existe desde el origen del hombre por medio de la Ley natural. A los judíos
asignó Dios la Ley escrita convirtiéndoles en transmisores de la Verdad
revelada a toda la Humanidad. Sólo con Jesucristo impera, con la Ley de
gracia, la plenitud de la Revelación. Los judíos, dejándose dominar por el
diablo, han cometido tales errores y maldades que no hay más remedio que
considerarles pervertidos por su doctrina. Ellos odian el nombre cristiano.
Por esta misma razón los conversos constituyen el bien: son los que han
sabido rectificar, dejando de ser judíos, pasando de la perversión a la
rectitud, de las tinieblas a la verdad. El jerónimo, por mucho que ahora
pueda sorprendemos, operaba con rectitud desde el pensamiento cristiano
imperante en aquella época. Su reflexión le llevaba a una rotunda defensa
de los «nuevos» —su conocimiento de la Escritura les da ventaja sobre los
«viejos», y su decisión al pasar del error a la verdad les acredita en su
calidad moral— pero también a una condenación de los judíos. De acuerdo
con las recomendaciones de Ramon Lull, veía la solución del problema en
la expulsión de aquellos que, debidamente instruidos, se negaran a
abandonar su fe.
Éste era uno de los más graves problemas que afectaban a la monarquía
castellana, y aparece mezclado, como veremos, en muchos de los episodios
de la nueva etapa de querellas internas. Enrique IV y también los príncipes,
tendrán que enfrentarse con él. Marcaba, además, la diferencia entre las dos
mitades del reino. Al norte de los montes, siendo más escasos los
conversos, aparecían mejor integrados en la sociedad cristiana; en tierras de
Toledo, Ciudad Real y Andalucía, las tensiones irían creciendo hasta
desatarse en las violencias a que nos referiremos. Era fácil atizar la
concupiscencia de los viejos pobres cuando se les mostraba la riqueza de
que disfrutaban los nuevos.
Vizcaya da la vuelta
El problema sucesorio absorbe, durante los cuatro últimos años del reinado
de don Enrique, la atención universal. Valdelozoya colocó a «la muchacha»,
como preferían llamarla los documentos isabelinos, en una posición todavía
peor que antes: recipendiaria de unos derechos que nadie reconocía y
desposada con un hombre que, haciéndola objeto del más radical desvío, no
tardaría en desaparecer. De este modo, el golpe que se pretendía asestar a
Fernando e Isabel, padres ya de una niña, se tornó plataforma para su
recuperación y su victoria. La impresión que los cronistas y los documentos
nos dan es la de que la reina Juana había sido más elemento pasivo que
activo: la habían llevado a Valdelozoya y ahora la separaban de su hija,
precioso y supremo rehén para el Maestre de Santiago. Es muy importante
comprobar cuál fue, a la hora del reparto de las recompensas, la que a ella
se asignara.
No volvería a la Corte, montando su vida en forma independiente. Para
sostener su Casa se le darían Cáceres y la fortaleza de Ciudad Rodrigo, con
todas sus rentas, es decir, dos zonas colindantes con Portugal. Tendría que
renunciar a Olmedo, porque esta ciudad era el premio a los Fonseca por sus
muchas complacencias. De la operación se encargaba Agustín de Spínola,
de la conocida familia de banqueros genoveses, que había adquirido
naturaleza en Castilla. Era necesaria su participación porque se necesitaban
depósitos y garantías ya que se especulaba con que no se pudieran dar las
rentas de Cáceres y Ciudad Rodrigo debiendo cambiarse por las de Soria.
Por extraño que parezca, se tiene la impresión de que el rey admitía el modo
de vida de su esposa, ya que en el acuerdo que estableció con ella, doña
Juana se obligaba a poner las cartas de renuncia a aquellas dos ciudades «en
manos y poder de don Pedro de Castilla, el Mozo (esto es, el amante) para
que las haya de tener y tenga a tal postura y condición que luego como el
dicho señor rey cumpliere con la dicha señora reina lo contenido en el
capítulo de suso contenido que habla de entregamiento de la ciudad de
Soria, el dicho don Pedro haya de entregar y entregue la dicha escritura de
renunciación de la dicha villa de Olmedo al arzobispo de Sevilla y la dicha
escritura de renunciación de Ciudad Rodrigo al dicho señor rey».[379]
Enrique IV cumplía 45 años en 1470 y padecía mala salud. Su padre
había muerto a los 50 y sus antecesores mucho más jóvenes. De modo que,
fracasado el gran proyecto de Pacheco, la sucesión era un problema que se
demoraba, con amenaza de guerra civil, hasta el momento de su
fallecimiento. Esta especie de interinidad se refleja en auténtico desorden,
sin guerra, aunque no faltasen los encuentros armados locales, pero también
sin obediencia. Curiosamente no se trataba de una época de declive
económico: el tesoro del rey estaba agotado y los tributos se cobraban mal,
pero el comercio se desarrollaba, arrastrando tras de sí otros sectores.
Resulta casi imposible seguir una línea cronológica en la exposición de los
acontecimientos, ya que nos perderíamos en medio de una gran confusión:
rota la autoridad en sus verdaderos fundamentos —¿quién podía asegurar,
sin vacilaciones, dónde residía la legitimidad?— cada uno de los poderes
locales tendía a operar de acuerdo con su propia iniciativa. Los grandes
parecían acuciados por la urgencia de apoderarse de la mayor cantidad
posible de señoríos y rentas; concertaban entre si alianzas según la medida
de sus intereses particulares y las deshacían con la misma presteza.
Cada uno de los bandos se ocupó de explicar al reino las razones que le
asistían. Después de la carta circular del 3 de noviembre de 1470, narrando
lo que había sucedido en Valdelozoya, Enrique IV redactó una especie de
alegato, más fundado en términos de derecho, del que conocemos dos
ejemplares, que se enviaron al señorío de Vizcaya y a la ciudad de Valencia
—ésta por medio de Juan de Haro— siendo ambos salida al mar de los
productos castellanos. Se trataba de explicar cómo Isabel había perdido los
derechos que pudieran asistirle y, por consiguiente, su marido no tenía
derecho a residir en Castilla. Éstos eran los argumentos jurídicos, según los
consejeros del rey:
Reajuste de la moneda
Se rompe Sevilla
Regreso a Toledo
En diciembre de 1470 Luis González de Atienza, por encargo de
Enrique IV, había visitado al duque de Guyena para instarle a que,
instalándose en Castilla, asumiese la jefatura del bando de la que ya era su
esposa; no quiso hacerlo, demostrando con absoluta claridad que no estaba
dispuesto a asumir cualquier compromiso. Era, pues, el reverso de la
medalla respecto a Fernando, que no sólo había fijado su residencia dentro
del reino cuando las circunstancias eran muy difíciles, sino que estaba
dando la sensación de ser hábil y firme político. Refugiado ahora en
Ríoseco, con los parientes de su madre, había perdido, con gran disgusto de
Juan II,[392] la compañía de Alfonso Carrillo; pero esto no significaba
especial perjuicio para su causa, ya que el arzobispo contaba con
adversarios y críticos, que podían haber influido desfavorablemente.
Instalado en Alcalá de Henares, se dedicó a negociar con los Mendoza, sus
vecinos y adversario, una fijación de límites entre los estados de éste y el
señorío de la mitra.[393] No estaba en condiciones de fijar su residencia en la
ciudad de que era titular. Trataba de regresar a ella.
Toledo seguía siendo el gran objetivo de don Juan Pacheco, que
aspiraba a dominarla. Tiempo atrás había establecido una primera forma de
control mediante el pacto con Pedro López de Ayala y Fernando de
Ribadeneira, que la devolviera a la obediencia de don Enrique. Ayala
consiguió, al fin, los pergaminos que le hacían conde de Fuensalida;
fortificando, además, los castillos de Manzaneque, Mascaraque, Noez y
Huecas, ejercía dominio sobre el espacio que formaba la jurisdicción
toledana. Rechazó, al principio, la idea de que se autorizase a los
desterrados a regresar ocupando sus antiguas posiciones de influencia; uno
de ellos, Diego Ortiz de Stúñiga, que había tratado de organizar la
resistencia en Polán, pudo ver, en el otoño de 1470, cómo su casa era
derruida y la villa saqueada.[394] Pacheco había conseguido introducir, en el
cuaderno de las Cortes de Ocaña de 1469, un artículo que prohibía
cualquier destierro que no fuese resultado de sentencia de juez o de
mandato real; con él en la mano, pudo convencer a Ayala y a Ribadeneira
que les convenía ser obedientes, y ayudarle contra las aspiraciones
señoriales del arzobispo, pues un mandato regio, como él lo manejaba, era
arma de dos filos. En consecuencia ambos firmaron con el Maestre, el 12 de
febrero de 1470, una estrecha alianza, comprometiéndose a marchar en todo
de acuerdo con él.
En este momento Enrique IV, demostrando hasta qué grado de
impotencia había llegado, despachó a su capellán y cronista, Diego
Enríquez del Castillo, para que advirtiera secretamente a Fuensalida que no
se fíase: todo aquello encerraba una de las acostumbradas trampas del
Maestre. Muerta la esposa del conde, María de Silva, el hermano y
colaborador de ésta en el retomo de Toledo a la obediencia del rey, obispo
de Badajoz, recomendó a su cuñado un cambio de política reconstruyendo
la oligarquía que, en otro tiempo, gobernara la ciudad, haciendo para ello
pactos con Juan de Silva, conde de Cifuentes, su pariente, y con Juan de
Ribera: el mejor vínculo sería el matrimonio del primero de ambos con
Leonor de Ayala, hija de Fuensalida. Al amparo de esta reconciliación, los
desterrados podrían volver a la ciudad. Este acuerdo trajo una especie de
refuerzo de la facción dominante, pero no la paz. Las viejas cuentas volvían
con los desterrados.
Para el Maestre de Santiago era un primer paso. Estaba tratando de
arrebatar a Alfonso Carrillo algunas de las fortalezas que formaban el
opulento dominio señorial de la mitra. Puso la vista especialmente en
Canales y Perales de Tajuña, villas de las que se apoderaron las compañías
del rey mandadas por Juan Guillén y Cristóbal Bermúdez; el castillo de
Perales resistió. El peligro amenazaba en este caso también a los Mendoza
que no dudaron en comprometerse con Carrillo para prestarle ayuda, de
modo que cuando el arzobispo, en diciembre de 1470, decidió acudir en
auxilio de los cercados, un hijo del marqués de Santillana vino con 30
caballeros para sumarse a la hueste. Lo importante, en este caso, no era el
número, sino el gesto. Pacheco obligó al rey a intervenir, obligando al
arzobispo a suspender la operación (7 de enero de 1471).[395] Esto dio a
Diego Hurtado de Mendoza la oportunidad de convertirse en mediador
logrando que el rey, bajo ciertas condiciones, accediera a que se restituyeran
a la mitra las dos fortalezas de Canales y Perales.
«Entre tanto que estos males y plagas corrían por el reino, siempre el rey se
estaba retraído en Segovia, no porque faltase seso y discreción para sentir y
conocer los trabajos de sus reinos, mas porque estaba tan sojuzgado al
querer y voluntad del Maestre don Juan Pacheco, que no se acordaba de ser
rey ni como señor tenía poder para mandar, ni como varón libertad para
beber, en tal manera que, procurados indicios, se sospechaba que por
hechicería o bebedizos estaba enajenado de su propio ser de hombre porque
ninguna resistencia ni contradicción hacía al grado y querer de aquél; por
esta causa todos los grandes del reino habían gana de estarse en sus casas y
no andar en la Corte» (Enríquez del Castillo). No puede explicarse con
mejores palabras el vacío de autoridad que había llegado a producirse.
Pacheco seguía prestando especial atención a Toledo.[397] Trataba de
convencer a don Enrique de la necesidad de paliar los malos efectos
pasados mediante la salida de los Ayala de aquella ciudad y la entrega de
sus fortalezas a personas que fuesen de absoluta confianza del monarca,
esto es, sus propios partidarios. En junio de 1471 el rey comunicó a los
toledanos que había fijado su residencia en Madrid, estando en disposición
de trasladarse a Toledo si era necesario, y confirmó a todos los oficiales en
sus respectivos puestos, debiendo amortizarse los acrecentados pero sólo
cuando se produjeran vacantes naturales. Ordenaba también la apertura de
un proceso por los sucesos acaecidos en Polán. El conde de Cifuentes
interpretó la expulsión de su suegro como desgracia definitiva y se apresuró
a romper su matrimonio con Leonor Ayala alegando el parentesco que entre
ambos existía. El doctor García López de Madrid, a quien hemos visto
intervenir en numerosos asuntos, siempre a favor del Maestre, sentó sus
reales en el alcázar, preparándose para procesar a Fuensalida y sus
partidarios.
Los bandos, dentro de la ciudad, eran demasiado fuertes: por eso el
Maestre aspiraba a establecer sobre ella lo que bien podemos calificar de
ocupación militar. El conde de Cifuentes y su tío Juan de Ribera entendían
que todo el cambio ejecutado al comienzo del verano de 1471 debía servir
de antesala para que ellos recobrasen el poder y, en junio de 1472, contando
con la colaboración de Lope Ortiz de Stúñiga, Arias Silva y Pedro González
Barroso, intentaron un levantamiento que obligó incluso a los canónigos a
defender la catedral contra los insurrectos. García López de Madrid, con la
guarnición del alcázar, aplastó la revuelta. Pacheco acudió con tropas,
asegurándose el dominio de la ciudad aunque se presentaba como
pacificador. El 27 de junio de 1472 Enrique IV dispuso que el maestresala,
García de Busto, fuese a tomar en su nombre posesión de las fortalezas.
Tras la entrada del rey en Toledo, Pacheco dispuso que, en su nombre, Juan
Osorio se hiciera cargo de ellas. Por medio de severas ordenanzas (16 de
octubre de 1472) se intentaba prohibir en la ciudad el uso de armas, incluso
en aquellos vecinos que participaban en los servicios de vigilancia y vela
nocturna.
El Maestre de Santiago no podía permanecer indefinidamente en la
ciudad. Por eso hubo de llegar a un acuerdo con el conde de Fuensalida, en
fecha que desconocemos; sus condiciones no se hacían extensivas a
Fernando de Ribadeneira, antiguo aliado de los Ayala, porque se trataba de
asegurar el poder del ministro. Los decepcionados por este giro —un poder
personal como delegación del omnipotente valido— formaron un bando
cuya meta consistía en expulsar a Fuensalida y los suyos. En noviembre de
1473, mientras sangrientas batallas tenían lugar en las calles de Toledo,
Pacheco hubo de llevar al rey a esta ciudad para intentar enderezar las
cosas. Claro es que tampoco perdió la oportunidad de procurarse una
ganancia, esta vez la ciudad de Alcaraz, que pretendía incorporar al
marquesado de Villena. La ciudad y Pedro Manrique, hijo del conde de
Paredes, trataron de oponerse pero la resistencia de Pedro de Haro y la
llegada del joven marqués con refuerzos, aseguraron un dominio que
duraría menos de dos años. Tampoco en el caso de Toledo: en 1474 el
conde de Cifuentes y Lope de Stúñiga, con el apoyo de los demás
desterrados, lograron recuperarla.
CAPÍTULO XXVII
El relevo de Paulo II
El Maestre de Santiago, midiendo las cosas por su propio rasero, creyó que
los príncipes jamás le perdonarían. No quedaba, pues, otra solución que
prepararse para una resistencia utilizando la autoridad del rey para poner en
pie una Liga, como en los viejos tiempos. En los dos años últimos del
reinado parece haberse desentendido de la suerte de doña Juana, como si
hubiera perdido la esperanza en sus derechos, provocando, desde luego, la
desazón del monarca. Intentaba poner en estado de alerta a los grandes,
comunicándoles lo peligroso que para ellos y sus posesiones podía resultar
el retorno de «los aragoneses». Contaba indudablemente con los Stúñiga,
cuyo ducado de Arévalo era reclamado por Isabel para su madre, sin la
menor duda, con el conde de Benavente, amenazado en muchos de sus
dominios por los Enríquez, parientes de Fernando, y sin duda también con
el marqués de Cádiz, dada la índole de algunas de sus últimas
adquisiciones. Esperaba que los Álvarez de Toledo, recientemente
ascendidos, los Velasco, ahora que su mujer pertenecía al linaje, e incluso
los Mendoza, se sumaran a esa Liga. No comprendió que, con esta política,
hería al rey que le había entregado el poder precisamente a causa de las
seguridades que se le dieran de resolver la delicada cuestión suscitada en
torno a su hija. Tampoco que para la mayor parte de los grandes, alzados
hasta la cumbre máxima de la jerarquía, resultaba conveniente la
estabilización y refuerzo del poder real, garantía también para el suyo, de
tal manera que la estrategia asumida por Fernando e Isabel —don Enrique
hoy, nosotros mañana— podía resultar satisfactoria. Conforme pasaba el
tiempo, crecían las adhesiones a los príncipes, y disminuían los
compromisos con doña Juana; esta fórmula final iba creciendo en
posibilidades. Esto no significa que Fernando no se sintiese obligado a
responder con promesas, a tales maniobras: el 22 de diciembre de 1472, al
dar las gracias al conde de Treviño por lo que hiciera en Vizcaya y en la
frontera de Navarra, le aseguraba que tales servicios no serían olvidados.
Por ejemplo, los príncipes se sintieron en la necesidad de asegurar la
sumisión de Sevilla. Fernando encargó al licenciado Pedro de la Cuadra la
misión de establecer contacto con el duque de Medinasidonia: el resultado
fue el concierto de una alianza formal con este grande (19 de febrero de
1473), cuyo contenido explicó después a su padre, tratando de disipar
preocupaciones.[400] Pues se habían prometido al duque tres cosas: ayudarle
a que consiguiera el Maestrazgo de Santiago, proporcionarle ayuda militar
contra el marqués de Cádiz, y disponer que una flota de cuatro galeras
asumiera de modo permanente la vigilancia en el Estrecho. Bajo estas
condiciones don Enrique de Guzmán hizo acto público de acatamiento a
Isabel como princesa de Asturias y comunicó, además, a los Mendoza, las
razones objetivas que explicaban que fuese ésta la mejor solución. Por su
parte los príncipes podían presentar la cuestión del Maestrazgo de Santiago
como una de las vías para enderezar los entuertos que a la Orden se hicieran
devolviendo a los comendadores la elección. La mayor parte de éstos y,
desde luego, los tres mayores, Rodrigo Manrique, Alfonso de Cárdenas y
Gabriel Manrique, estaban de acuerdo en que el duque ostentara el
Maestrazgo.
Hay un detalle que no debe descuidarse en este informe que rindió
Fernando a su padre el 13 de marzo de 1473: la situación interna en
Andalucía no estaba tranquila: había signos claros de un crecimiento en la
inquietud y, esta vez, la cuestión de los conversos proporcionaba resortes de
mayor gravedad.
En el momento en que se estaban haciendo las gestiones para la
creación de la Liga, el conde de Benavente, con o sin el apoyo sincero de
Pacheco, lanzó una propuesta: del segundo matrimonio de aquel infante don
Enrique, hijo de Fernando el de Antequera, y fallecido como consecuencia
de las heridas recibidas en la primera batalla de Olmedo, quedaba un hijo,
que lo era también de su hermana Beatriz Pimentel. Más castellano que
aragonés, sin vinculaciones que le impidieran instalarse en Castilla, Enrique
«Fortuna» era, sin duda, el marido que doña Juana necesitaba. Dividía,
además, lo que aún quedaba del antiguo bando de los infantes. Fernando y
su padre se encolerizaron pero no se adoptaron medidas de prisión contra
este muchacho y su madre, que llegaron a Requena en enero de 1473 y de
allí, siguiendo instmcciones de Pacheco, pasaron al castillo de Garci
Muñoz. Enrique IV parece haber aceptado la fórmula. Nada podía aportar,
salvo su persona: ni dinero, ni alianzas ni señorío. Indudablemente al
Maestre de Santiago no complacía reconocer como príncipe a un sobrino de
Pimentel.
Cuando, en el otoño de 1472, se lanzó por primera vez la idea de tal
matrimonio, don Juan Pacheco cogió al vuelo la oportunidad que se le
ofrecía de utilizarla para conseguir otro de sus objetivos. Dijo al rey que
estaba dispuesto a trabajar en su ejecución, pero que era preciso establecer
previamente dos condiciones: sacar a Juana de Escalona —algunos
murmuraban que era casi una prisión— e instalarla en el alcázar de Madrid,
llevando allí también a su madre, y sacar del tesoro una suma de 15
millones de maravedís, para que pudieran comprarse voluntades[401] y
atenderse los gastos de esta negociación. En resumen: que Andrés Cabrera
tendría que transmitirle la alcaidía del alcázar, pues toda garantía debía
quedar en su propia persona, compensándole esta pérdida con la promesa
del señorío de Moya y de tres millones de maravedís (17 setiembre 1472).
[402] Y Enrique IV aceptó estas condiciones que estaban enderezadas a
Cortes en Segovia
Don Juan Pacheco pensó que, como había sucedido en Toledo, si estallaban
disturbios en Segovia, él estaría en condiciones de imponer en ella su
dominio pacificador eliminando a Cabrera y sus parientes. Se puso de
acuerdo con uno de los viejos linajes de la ciudad, cuyo cabeza era Diego
Tapia, que abrigaba el convencimiento de que judíos y conversos habían
adquirido en la ciudad excesivo poder. Previamente, el Maestre se había
puesto en posesión de una carta real (abril de 1473) que le encomendaba
aplacar los disturbios que habían vuelto a registrarse en Toledo. Se fijó la
fecha del alzamiento para el 16 de mayo, durando aún las Cortes. Ese día se
concentrarían grupos armados en San Martín y San Miguel, los cuales, al
oír cinco repiques de campana en San Pedro de los Pinos, se lanzarían al
asalto de las casas de los conversos.
Valiéndose todavía de la candidatura de Enrique Fortuna, Pacheco había
presionado al rey: era preciso que no sólo Madrid sino también el alcázar de
Segovia, que incluía la custodia del tesoro real, estuviesen en sus manos.
Una vez más, don Enrique cedió. Y Cabrera, obediente, llegó a un acuerdo
con el ministro (8 de mayo) para hacerle entrega del alcázar, como le
ordenaban, reteniendo en cambio la custodia de las torres y de las murallas,
que garantizaban la seguridad de los moradores. Justo en este momento
Rodrigo Borja, que había tenido conocimiento del plan, avisó al rey y a
Pedro González de Mendoza. Éste informó a Cabrera que pudo de este
modo retrasar la entrega y preparar a sus hombres. De modo que cuando el
motín estalló se produjo una batalla campal con abundantes muertos y
heridos pero triunfó Cabrera. Diego Tapia falleció de un tiro de ballesta en
la cabeza. Pacheco buscó refugio en el Parral sin atreverse a ir a la ciudad ni
al alcázar. Tenía conciencia de haber escapado a un peligro mortal.
Enrique IV regresó rápidamente a Segovia, en compañía del marqués de
Santillana y del conde de Benavente, anuló la orden de entrega del alcázar y
confirmó a Cabrera en su oficio de alcaide. Ahora todos estaban de acuerdo
en culpar al Maestre de felonía y en recomendar al monarca que pusiese fin
a las turbias maniobras del valido. Pedro Fernández de Velasco, conde de
Haro, que había sucedido a Miguel Lucas en el oficio de condestable, pidió
a Isabel que moraba en Talamanca una entrevista y ella le contestó el 18 de
mayo que con mil amores. Los Mendoza aclaraban su posición respecto al
orden sucesorio. Enrique IV se instaló en Segovia, contando con sus
bosques de Balsaín; no quería volver a Madrid «porque ya desamaba a la
reina y ya no la quería ver por su disoluto vivir» (Enríquez del Castillo).
Estas palabras nos indican un estado de ánimo de decaimiento profundo,
semejante al de los días que antecedieran a Guisando. Todos, en su entorno,
se iban inclinando en favor de los príncipes. El cardenal Mendoza «ya en
secreto estaba confederado con la princesa doña Isabel» (Enríquez del
Castillo).
Del fondo de la conciencia del rey y de otros muchos, surgía como
entonces la preocupación: qué hacer con esa «muchacha» de once años, de
la que, en definitiva, era responsable. Porque ella estaba destinada a ser la
víctima inocente de tantos errores como cometieran sus mayores. Andrés
Cabrera, junto con su esposa Beatriz de Bobadilla, lanzó una idea, partiendo
del mismo punto que tan turbiamente manejara Pacheco, años atrás: buscar,
en concordia con su hermana y sucesora, un matrimonio que asegurase un
futuro conveniente a doña Juana. El 15 de junio de 1473, interviniendo
Alfonso de Quintanilla como procurador, Cabrera e Isabel firmaban el
convenio que implicaba un compromiso definitivo. Durante veinte días el
mayordomo trabajaría asiduamente el ánimo de don Enrique, ahora que
estaba fuera de la influencia de Pacheco, para lograr una reconciliación
entre los dos hermanos.
En virtud de este acuerdo, Isabel garantizaba al rey y a quienes le
servían, toda seguridad. «Al dicho señor rey tendrá como a verdadero señor
y padre, y le obedecerá y servirá, queriéndose él conformar con ellos a vista
de dos religiosos de buena vida o de otras dos personas fiables al dicho
señor rey y a los dichos señores príncipes, haciéndose los correspondientes
juramentos.» En el momento en que el mayordomo la avisara de que la
concordia estaba hecha, la princesa se trasladaría a Segovia. Si, a pesar de
todo, Enrique IV escogía la mala parte, esto es, someterse a la voluntad del
Maestre de Santiago, Cabrer a pondría el alcázar y los tesoros en él
custodiados a la disposición de Isabel.[406] No puede decirse que Cabrera,
que contaba siempre con el apoyo de Seneor, fuera un personaje versátil que
estuviera cambiando de bando. De acuerdo con la tesis que sostenía el
cardenal Mendoza, era preciso convencer al rey de que lo mejor para él y
para el reino, era reconocer a los príncipes como sucesores, reinando seguro
y firme el tiempo que aún le diese Dios de vida.
La postura se percibe muy clara cuando pasamos a la compensación que
Isabel ofrecía a este servidor: hacer efectiva la donación de Moya, que
Enrique IV le otorgara. Ella estaba en condiciones de hacerlo porque tropas
aragonesas, mandadas por Juan Fernández de Heredia, ocuparon la
localidad el 13 de agosto de 1473, rechazando un intento de Pacheco y su
hijo el marqués, que naturalmente la querían para sí.
Llegaban a Castilla noticias de la victoria que, en 22 de junio de 1473,
había obtenido Fernando sobre las tropas francesas, la cual permitió la
liberación de Perpignan. Desde Guadalajara se cursaron nuevas invitaciones
a Isabel: allí podría estar como en su casa. El cardenal, cuya influencia
cerca del rey había vuelto a crecer, respaldaba los proyectos de Cabrera.
Una reconciliación entre ambos hermanos sería la base fundamental para la
búsqueda de un destino conveniente para la hija de la reina. Nunca se pensó
en enviarla a un monasterio; éste sería la decisión que tomaría en 1479, por
propia iniciativa, en un gesto de dignidad.
Navidad en Segovia
Pacheco no desmaya
Pacificación de Tordesillas
Abadía,
Abbeville,
‘Abd al-Barr,
Abencerrajes, hijos de ibn Sarrach, el Talabartero,
Abraham Bienveniste, Rab mayor,
Abraham Seneor, Rab mayor,
Abraham Zacuto,
Abrojo,
Abu ‘Abd Alah Muhammad X, el Cojo, véase Muhammad X,
Abû Nasr Sa’d ben’Ali,
Abû-l-Hasan Ali, véase Muley Hacen,
Academia de la Historia,
Acuña, condes de Valencia de don Juan,
Acuña, los,
Adaja, río,
Adamuz,
Adriático,
África,
Ágreda,
Aguilar,
Aguilar de Campoo,
Aguilera,
Agustín de Spínola,
Agustín, San,
Ajofrin,
Alaejos,
Alamines,
Alanís,
Álava,
Alba de Aliste,
Alba de Tormes,
Alba, casa de,
Albacete,
Albania,
Alburquerque,
Alcaçer, batalla de,
Alcalá de Guadaira,
Alcalá de Henares,
Alcalá la Real,
Alcántara, maestrazgo de,
Alcántara, orden de,
Alcántara, puente de,
Alcañiz,
Alcaraz,
Alcarria,
Alcázar de San Juan,
Alcázar de Toledo,
Alcazarén,
Alcocer,
Alconchel,
Alcor,
Alcorlo,
Alderete, los,
Alemquer,
Alfaro,
Alfarrobeira,
Alfonso Álvarez de Paz,
Alfonso Álvarez de Toledo,
Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo,
Alfonso Carrillo de Acuña,
Alfonso Cota,
Alfonso Dávila,
Alfonso de Acuña, obispo de Jaén,
Alfonso de Aguilar,
Alfonso de Aragón,
Alfonso de Arceo,
Alfonso de Arellano, señor de los Cameros,
Alfonso de Ávila, llamado Alfonso XII,
Alfonso de Badajoz,
Alfonso de Cárdenas,
Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos,
Alfonso de Coca,
Alfonso de Cuenca,
Alfonso de Deza,
Alfonso de Fonseca, obispo de Ávila, arzobispo de Sevilla,
Alfonso de la Fuente,
Alfonso de Lanzós,
Alfonso de Monroy,
Alfonso de Palencia,
Alfonso de Palenzuela,
Alfonso de Pimentel, véase conde de Benavente,
Alfonso de Quintanilla,
Alfonso de Silva, conde de Cifuentes,
Alfonso de Stúñiga,
Alfonso de Trastámara,
Alfonso de Valladolid,
Alfonso de Velasco,
Alfonso de Zayas,
Alfonso Enríquez, almirante de Castilla,
Alfonso Fadrique, señor de Valdenebro,
Alfonso Fajardo, el Bravo, alcaide de Lorca,
Alfonso Franco,
Alfonso Girón,
Alfonso González,
Alfonso González del Espinar,
Alfonso I de Asturias,
Alfonso I de Sotomayor,
Alfonso Jofre Tenorio, señor de Moguer,
Alfonso Martínez de Ciudad Real,
Alfonso Niño, conde de Buelna,
Alfonso Niño, sobrino del conde de,
Alfonso Nogueira, obispo de Lisboa,
Alfonso Pereira,
Alfonso Pérez de Guzmán,
Alfonso Pérez de Vivero,
Alfonso Pimentel, véase conde de Benavente,
Alfonso Sánchez, obispo de Ciudad Rodrigo,
Alfonso Téllez Girón, hijo de Juan,
Alfonso Téllez Girón, padre de Juan,
Alfonso V de Aragón, el Magnánimo, rey de Nápoles,
Alfonso V de Portugal, el Africano,
Alfonso VII,
Alfonso XI de Castilla,
Alfonso, bastardo de Enrique II,
Alfonso, bastardo de Fernando el Católico,
Algeciras,
Alhama,
Alhambra,
Aliaga,
Aljubarrota,
Allariz,
Aller,
Almagro,
Almansa,
Almaraz,
Almazán,
Almeirim,
Almería,
al-Nayar, el Infante de Almería,
Alonso de Burgos, fray,
Alonso de Espina, fray,
Alonso de Madrigal,
Alonso de Mella,
Alonso de Montemayor,
Alonso de Oropesa, fray,
Alonso de Palenzuela,
Alonso Fajardo, el Bravo, alcalde de Lorca,
Álora,
Alporchones,
Alvar García de Ciudad Real,
Alvar García de Santa María,
Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario,
Alvar Páez de Sotomayor,
Alvar Pérez Osorio, conde de Trastámara,
Álvarez de Toledo, los,
Álvarez, César,
Álvaro Cota,
Álvaro de Arróniz,
Álvaro de Bazán, vizconde de Palacios de Valduerna,
Álvaro de Bracamonte,
Álvaro de Cartagena,
Álvaro de Castro, conde de Monsanto,
Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca,
Álvaro de Luna, maestre de Santiagol,
Álvaro de Mendoza,
Álvaro de Stúñiga, véase también conde de Plasencia,
Álvaro Osorio, marqués de Astorga,
Amboto, monte,
Amieva,
Ampudia,
Ampuero,
Ana de Beaumont,
Ana de Navarra,
Andalucía,
Andeiro, los,
Andrade, los,
Andrés Cabrera,
Andrés de la Cadena,
Andrés, hijo de Juana de Portugal y Pedro,
Andújar,
Ansón, río,
Antequera,
Antiguo Testamento,
Antón de Paz,
Antón Núñez de Ciudad Rodrigo,
Antonio Jacobo de Véneris, nuncio y obispo de León,
Antonio Nogueras,
Año Santo,
Apologeticus,
Apóstol, hijo de Juana de Portugal y,
Apóstoles,
Aquitania,
Aragón,
Aragón, Unión de Reinos de la Corona de,
Aranda,
Aranda de Duero,
Arcediano de Gerona,
Arceo, los,
Archidona,
Archivo de Frías,
Archivo de la Casa de Frías,
Archivo de la Corona de Aragón,
Archivo de Simancas,
Archivos de París,
Arcila,
Arcos de la Frontera,
Arenas,
Arenas de San Pedro,
Arévalo,
Argüelles, los,
Arguinaz,
Arias Dávila, los,
Arias del Río, fray,
Arias Gómez de Silva,
Arias Silva,
Ariza,
Arjona,
Arnaut de Lasaile,
Arratia,
Arroyomolinos,
Artajona,
Arturo, Rey,
Arzobispo de Lisboa,
Arzobispo de Tours,
Asamblea,
Astorga,
Astudillo,
Asturias,
Ataquines,
Atienza,
Atlántico,
Audiencia,
Avendaño, los,
Ávila,
Avilés,
Ayala, el Canciller,
Ayala, los,
Ayamonte,
Aybar,
Ayllón,
Ayllón, leyes de,
Ayuntamiento,
Ayuntamiento de Madrid,
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Azagra,
Azincourt,
Azuaga,
Babia de Suso,
Babia de Yuso,
Babias,
Badajoz,
Baena,
Baeza,
Balaguer,
Balbín de Villaviciosa,
Balcanes,
Balsaín,
Bannigas,
Banu Kumasa,
Banu Sarray,
Baracaldo,
Barbadillo de Mercado,
Barcelona,
Barco,
Barnet, batalla de,
Barrasa,
Barrera, puerta,
Bartolomé de Basurto,
Basilea,
Batalha,
Bayona,
Baza,
Bearne,
Beatriz de Acuña,
Beatriz de Bobadilla,
Beatriz de Merueña,
Beatriz de Ribera,
Beatriz Fonseca,
Beatriz Pacheco,
Beaumont,
Becerril,
Bedmar,
Béjar,
Belalcázar,
Belchite,
Bélmez,
Belmonte,
Belmonte de Cuenca,
Belorado,
Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque,
Beltrán de Pareja,
Benamauriel,
Benavente,
Benimerin, reino,
Benito, Eloy,
Benzalema,
Berbería de Poniente,
Berenguela,
Berlanga,
Bermeo,
Bernal Yáñez de Moscosa,
Bernaldo de Quirós,
Bernardino Sarmiento,
Bernardo del Carpio,
Bertrand de Boulogne, conde de Boulogne,
Betanzos,
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Bidasoa,
Bilbao,
Bisagra, puerta de la,
Blanca de Navarra,
Blanca II de Navarra,
Bois,
Bolailos,
Borgoña,
Borja, Alfonso, véase Calixto III,
Borja, Rodrigo,
Borja, Pedro Luis,
Bracamonte,
Braga,
Bramante,
Brecayda,
Bretaña,
Briones,
Briviesca,
Brujas,
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Buitrago,
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Burgos, linaje,
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Caballero de Olmedo,
Cabeza de los Jinetes,
Cabezón,
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Cabra,
Cabrales,
Cabrera,
Cáceres,
Cadalso,
Cadalso-Cebreros, pacto de,
Cádiz,
Caia,
Calahorra,
Calais,
Calatayud,
Calatrava,
Calatrava, maestrazgo de,
Calatrava, orden de,
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Cambil,
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Cangas,
Cantábrico,
Cantillana,
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Caravaca,
Caravia,
Carballeda,
Cardejón,
Cardenal Atrebatense,
Cardeñosa,
Caridad,
Carlos de Arellana,
Carlos el Temerario,
Carlos III, el Noble, rey de Navarra,
Carlos V de España,
Carlos VI de Francia,
Carlos VII de Francia,
Carlos, Príncipe de Viana,
Carmona,
Carnaval,
Carnicería Mayor,
Carreño,
Carretería,
Carrión,
Carrión de los Condes,
Carta Magna,
Cartagena,
Cartagena, familia,
Cártama,
Casa de Aragón,
Casa de don Enrique,
Casa de don Pedro,
Casa de Francia,
Casa de la reina,
Casa de los Príncipes,
Casa del infante don Alfonso,
Casal de Soma,
Casarrubios del Monte,
Casas de Moneda,
Caso,
Caspe, Compromiso de,
Castañeda,
Castellote,
Castilla,
Castilla Vieja,
Castillo,
Castillo de San Martín,
Castillo de San Servando,
Castillón, batalla de,
Castilnovo,
Castro del Río,
Castromocho,
Castronuño,
Castronuño, acuerdos de,
Catalina,
Catalina de Castilla,
Catalina de Foix,
Catalina de Guzmán,
Catalina de Lancaster,
Catalina de Ribera,
Catalina Fonseca,
Cataluña,
Cazalla,
Cazorla,
Cea de Pisuerga,
Cebreros,
Cedillo,
Ceheguin,
Centón,
Cepeda, los,
Cerdaña,
Cervera,
Cervico de la Torre,
Cestería,
Ceuta,
Chancillería,
Chapinería,
Chinchilla,
Chinchillaa,
Chozas de Arroyomolinos,
Cidi Sosa,
Cielo,
Ciempozuelos,
Cien Años, guerra de los,
Cieza,
Cigales,
Ciriza, véase Muley Zad Cisneros,
Ciudad Real,
Ciudad Rodrigo,
Clamores, río,
Clínica egregia,
Cobeña,
Coca,
Códice de Sttutgart,
Cogollos,
Coimbra, obispo de,
Colegiata de Santa María,
Coll, Nuria,
Colmenar de Arenas,
Colmenar de Oreja,
Colunga,
Comenge, Luis,
Commines,
Compostela,
Comunidades,
Concilio,
Concilios,
Cónclave,
Conde de Alba,
Conde de Alba de Aliste,
Conde de Alba de Liste, véase también Enrique Enríquez,
Conde de Alba de Tormes,
Conde de Arcos, véase también Juan Ponce de León,
Conde de Armagnac,
Conde de Benavente, véase también Rodrigo Pimentel,
Conde de Buelna,
Conde de Buendía,
Conde de Cabra,
Conde de Camiña,
Conde de Castañeda,
Conde de Castro,
Conde de Castrogeriz,
Conde de Cifuentes, véase también Alfonso de Silva,
Conde de Coruña,
Conde de Feria,
Conde de Haro, véase también Pedro Fernández de Velasco,
Conde de Ledesma,
Conde de Lemos, véase también Pedro Álvarez Osorio,
Conde de Luna,
Conde de Medellín,
Conde de Medinaceli, Luis de la Cerda,
Conde de Miranda,
Conde de Niebla,
Conde de Osorno, véase también Gabriel Manrique,
Conde de Paredes, véase también Rodrigo Manrique,
Conde de Plasencia,
Conde de Ribadeo,
Conde de Salinas,
Conde de Torija,
Conde de Trastámara, véase también Pedro Álvarez Osorio,
Conde de Treviño, véase también Pedro Manrique,
Conde de Urueña,
Conde de Valencia de Don Juan, véase Juan de Acuña Condes de Foix,
Condesa de Benavente,
Condesa de Medellín,
Condesa de Plasencia,
Consejo,
Consejo del Príncipe,
Consejo del Rey Alfonso,
Consejo Real,
Consejo Real, ordenanzas del,
Consell de Cent,
Considerantes ab intimis,
Constantinopla,
Constanza,
Constanza de Alba,
Consuegra,
Continente,
Convento de los Dominicos de San Pablo,
Convento de San Bernardo,
Convento de San Francisco,
Convento de San Francisco de Oviedo,
Copons, Juan,
Corcubión, ría de,
Cordillera Cantábrica,
Córdoba,
Corella,
Coria,
Cornago,
Corona,
Corte,
Cortes de 1427,
Cortes de Briviesca,
Cortes de Córdoba,
Cortes de Madrid,
Cortes de Madrigal,
Cortes de Ocaña,
Cortes de Salamanca,
Cortes de Toledo,
Cortes de Valladolid,
Cortes de Zaragoza,
Coruña del Conde,
Corvera,
Covarrubias, los,
Cristiandad,
Cristóbal Bermúdez,
Crónica «Incompleta»,
Crónica del Condestable,
Crónica del Halconero,
Crónica del Rey,
Crónica del rey don Pedro,
Cruzada,
Cuaderno,
Cuaderno de las Cortes de Ocaña,
Cuaderno de Salamanca,
Cuadernos de las Cortes de Salamanca,
Cuaresma,
Cucao,
Cuéllar,
Cuenca,
Cuerpo de Cristo, Corpus Christi,
Cuesta de la Vega,
Curia,
Curiel,
Daganzo,
De la Cerda, los,
Defensor de la Fe,
Delfín,
Denia,
Derecho canónico,
Díaz Sánchez de Benavides,
Díaz Sánchez de Carvajal,
Diego Arias Dávila, contador mayor,
Diego Arias Dávila, hijo,
Diego de Arraya,
Diego de Ceballos,
Diego de Colmenares,
Diego de Lemos,
Diego de Losada,
Diego de Osorio,
Diego de Ribera,
Diego de Saldaña,
Diego de Sandoval y Rojas,
Diego de Sepúlveda,
Diego de Soria,
Diego de Soto,
Diego de Stúñiga, conde de Miranda,
Diego de Valera, Mosén,
Diego Delgadillo,
Diego Enríquez,
Diego Enríquez del Castillo,
Diego Fernández de Córdoba, mariscal, conde de Cabra,
Diego Fernández de Quiñones, véase también conde de Luna,
Diego García,
Diego Gómez de Sandoval, Adelantado Mayor de Castilla,
Diego Gómez Manrique, Comendador mayor de León,
Diego Gómez Sarmiento, conde de Salinas,
Diego Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Santillana,
Diego López de Haro,
Diego López de Luján,
Diego López de Portocarrero, corregidor de Murcia,
Diego López de Stúñiga,
Diego López Pacheco, marqués de Villena,
Diego Manrique, conde de Treviño,
Diego Ortiz de Stúñiga,
Diego Pérez Sarmiento, conde de Santa Marta,
Diego Sánchez,
Diego Tapia,
Dios,
Diputación,
Diputación de Cataluña,
Diputación General de Barcelona,
Doctrinal de Privados,
Domingo de Resurrección,
Duarte de Portugal,
Dubreton, Lucas,
Dueñas,
Duero, río,
Dum fidei catholicae,
Duque de Alba,
Duque de Alburquerque,
Duque de Arévalo,
Duque de Berri,
Duque de Coimbra, véase Pedro, duque de coimbra Duque de Guyena,
Duque de Medinasidonia, véase también Juan y Enrique de Guzmán,
Duque de Peñafiel, véase Juan de Aragón,
Duque de Portalegre,
Duque de Toro,
Duque del Infantado, véase también Diego Hurtado de Mendoza,
Duquesa de Alburquerque,
Durango,
Duranguesado,
Ebro, río,
Écija,
Eduardo IV de Inglaterra, de York,
Ejército,
El Carpío,
El Grao de Valencia,
El jardín de las nobles doncellas,
El Pardo,
El Parral,
El Paular,
Elorrio,
Elvas,
Elvira, condesa viuda de Belalcázar,
Elvira de Stúñiga,
Encartaciones,
Enciso,
Enrique, Infante de Aragón,
Enrique «Fortuna»,
Enrique de Figueroa,
Enrique de Guzmán, véase también duque de Medinasidonia,
Enrique de Trastámara,
Enrique de Villena,
Enrique el Navegante,
Enrique Enríquez, conde de Alba de Liste,
Enrique II de Castilla,
Enrique III de Castilla,
Enrique Ponce de León,
Enrique V,
Enrique VI de Inglaterra,
Enríquez del Castillo, véase Diego Enríquez del Castillo,
Enríquez, los,
Eresma, río,
Ermua,
Escalante,
Escalona,
Escritura,
Esgueva, río,
España,
Espejo de la verdadera nobleza,
Espíritu Santo,
Estado Español,
Estados Generales,
Estados Generales del Bearne,
Esteban de Villacreces,
Estella,
Estepa,
Estepona,
Estrada de Llanes,
Estrecho,
Estudio General,
Eugenio IV, papa,
Europa,
Eva,
Evangelio,
Évora,
Extremadura,
Hansa, La,
Haro,
Haro, casa de,
Hechos,
Hechos del Condestable Miguel Lucas de,
Hellín,
Hércules,
Hermandad,
Hermandad de Guipúzcoa,
Hermandad de León,
Hermandad de Santiago,
Hermandad de Vitoria,
Hermandad de Vizcaya,
Hermandad General,
Hermandad Vieja,
Hermandades,
Hernán Carrillo,
Hernán Pérez de Ayala,
Hernando de Arce,
Hernando de Plaza, fray,
Herrera,
Higueruela,
Hispano,
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Hostia consagrada,
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Huélamo,
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Huelma,
Huelva,
Huéscar,
Huete,
Humanes,
Humani generis enemicus,
Humanidad,
Humanismo,
Ibargoen,
Ibn Isma’il, véase Muley Zad,
Iglesia,
Iglesia de San Antón,
Iglesia de San Antón de Bilbao,
Iglesia de San Ginés,
Iglesia de San Juan,
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Iglesia de San Payo Antealtares,
Iglesia de San Pedro,
Iglesia de San Pedro Mártir,
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Iglesia de Santa María,
Iglesia del Santo Sepulcro,
Illescas,
Illora,
Imperio,
Imperio de Carlomagno,
Inés de Guzmán,
Infantado de Guadalajara,
Infantes de Aragón,
Inglaterra,
Iniesta,
Inquisición,
Instrucción,
Íñigo Dávalos,
Íñigo de Arceo,
Íñigo de Bolea,
Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, conde del Real de,
Íñigo López de Mendoza, conde de,
Iñigo Manrique, obispo de Coria,
Isabel Arias Dávila,
Isabel de Castilla, hermana de Enrique IV,
Isabel de Portugal,
Isabel I de Castilla, La Católica,
Isabel, primera esposa de Alfonso V de,
Isabel, primera hija de los Reyes Católicos,
Íscar,
Islam,
Israel,
Italia,
J. B. Sitges,
Jadraque,
Jaén,
Játiva,
Jean Bernard, arzobispo de Tours,
Jean d’Albi, señor de Malicorne,
Jean de Estouteville, señor de Torcy,
Jean de Merochox, señor de Uré,
Jean de Rohan, señor de Montauban,
Jean Jouffroy, obispo de Albi,
Jerez,
Jerome de Tours,
Jerónimo de Santa Fe,
Jerónimo Münzer,
Jerónimos, convento de los,
Jesús,
Jimena,
Jimena de la Frontera,
Jiménez Soler,
Jimeno Pérez de Corella, conde de Cocentaina,
Jofre de la Cerda,
Jorge Manrique,
Jorquera,
Juan Alfonso de Mújica,
Juan Alonso,
Juan Arias Dávila,
Juan Blanco,
Juan Carrillo,
Juan Cenillas,
Juan de Acuña, conde de Valencia de Don Juan,
Juan de Alarcón,
Juan de Anjou,
Juan de Arbolancha,
Juan de Arceo,
Juan de Beaumont, conde de Lerín,
Juan de Beorlegui,
Juan de Caso,
Juan de Cerezuela,
Juan de Cervantes, cardenal, obispo de Ostia,
Juan de Ciudad,
Juan de Foix,
Juan de Gamboa,
Juan de Gante,
Juan de Guzmán, véase también duque de Medinasidonia,
Juan de Haro,
Juan de Íjar,
Juan de las Casas,
Juan de Lujan,
Juan de Luna,
Juan de Majuelo, fray,
Juan de Medina, arcediano de Almazán,
Juan de Mella, cardenal de Santa Prisca,
Juan de Oviedo,
Juan de Padilla, adelantado mayor de Galicia,
Juan de Porras,
Juan de Ribera, señor de Montemayor,
Juan de Saboya,
Juan de Silva,
Juan de Stúñiga,
Juan de Sotomayor, señor de Alconchel,
Juan de Tordesillas,
Juan de Torres,
Juan de Torres y Mendoza,
Juan de Tovar,
Juan de Uartegui,
Juan de Ulloa,
Juan de Valenzuela,
Juan de Villamizar,
Juan de Villanueva,
Juan de Vivero, señor de Cigales,
Juan Díaz de Alcocer,
Juan Fernández,
Juan Fernández de Heredia,
Juan Fernández de Soria,
Juan Fernández de Tovar,
Juan Fernández Galindo,
Juan Fernández Pacheco,
Juan Fernández Silveira,
Juan Girón,
Juan Guillén,
Juan Hurtado de Mendoza, adelantado de Cuenca,
Juan I de Castilla,
Juan II de Aragón, Juan de Aragón, lugarteniente de Aragón,
Juan II de Castilla,
Juan II de Portugal, el Perfecto,
Juan Luis de Milá,
Juan Manrique, conde de Castañeda,
Juan Manuel de Lando,
Juan Manuel, don,
Juan Ortiz de Río Ayega,
Juan Pacheco, marqués de Villena, maestre de Santiago,
Juan Pariente,
Juan Pérez de Treviño,
Juan Pimentel,
Juan Ponce de León, conde de Arcos,
Juan Ramírez de Guzmán, clavero, comendador de Calatrava,
Juan Ramírez de Lucena,
Juan Ramírez Guzmán,
Juan Rodríguez de Baeza,
Juan Ruiz de la Fuente,
Juan Sánchez de Salinas,
Juan Sánchez Urbano,
Juan Sarmiento, conde de Santa Marta,
Juan V, conde de Armagnac,
Juan, infante de Portugal,
Juana, Reina de Nápoles,
Juana de Aragón,
Juana de Lasarte,
Juana de Luna, condesa de San Esteban de Gormaz,
Juana de Peralta,
Juana de Portugal,
Juana Enríquez,
Juana Manuel,
Juana Pimentel,
Juana, duquesa de Frías,
Juana, la Beltraneja,
Juarros de Voltoya,
Judas,
Jueves Santo,
Junta,
Junta de Castilnovo,
Junta General,
Juntas,
Juntas de Álava,
Juntas de Guipúzcoa,
Juntas de Hermandad,
Juntas de Vizcaya,
Kriegel, Maurice,
La Cerda,
La Codosera,
La Coruña,
La Mancha,
La Parrilla,
La Perdiguera,
La Rambla,
La Rioja,
La Rochelle,
La Roda,
Ladero Quesada, Miguel Ángel,
Laguardia,
Laguna de Negrillos,
Lancaster, casa de,
Langa,
Lara,
Largacha,
Larrabezúa,
Larraga,
Las Posadas,
Las Villas,
Lastrilla,
Laviana,
Ledesma,
Lemos,
Lemos, familia,
León,
Leonor de Alburquerque,
Leonor de Aragón,
Leonor de Ayala,
Leonor de Haro,
Leonor de Navarra, condesa de Foix, princesa de Viana,
Leonor Pimentel,
Leonor, condesa de Plasencia y duquesa de,
Lepe,
Lequeitio,
Lérida,
Lerín,
Lerma, los,
Ley,
Ley XXV de la Partida Segunda,
Lianoro Lianoris,
Libro del Alborayque,
Liga,
Lisboa,
Llanes,
Llobregat, río,
Locrin,
Logroño,
Londres,
Lope Álvarez de Hinestrosa,
Lope Barrientos, obispo de Cuenca,
Lope de Cernadilla,
Lope de Chinchilla,
Lope de Stúñiga,
Lope de Valdivieso,
Lope de Vega,
Lope García de Salazar,
Lope González,
Lope Ortiz de Stúñiga,
Lope Ponce de León,
Lope Vázquez de Acuña, conde de Buendía,
López de Haro, los,
Lora,
Lorca,
Lorenzo Suárez de Figueroa, véase también vizconde de Torija, conde de,
Los Alporchones,
Los Arcos,
Luarca,
Luchana,
Lugo,
Luis de Acuña, obispo de Burgos,
Luis de Altozano,
Luis de Chaves,
Luis de la Cerda, véase también conde de Medinaceli,
Luis de Pimentel,
Luis de Velasco,
Luis Despuig, maestre de Montesa,
Luis González de Atienza,
Luis Hurtado de Mendoza,
Luis Osorio,
Luis Portocarrero,
Luis XI de Francia,
Lumbierre,
Lumen ad revelationem gentium et,
Luna,
Luna, casa de,
Lunas,
Lupiana,
Macarena,
Machinilla,
Madre de Dios,
Madrid,
Madrigal,
Maestrazgos,
Maestre de Montesa,
Magaña,
Magdalena de Francia,
Magrigal,
Mahoma,
Málaga,
Malagosto,
Manrique, los,
Mansilla de las Mulas,
Mantua, congreso de,
Manuel Ponce de León,
Manzanares,
Manzaneque,
Maqueda,
Marañón y Posadillo, Gregorio,
Marchena,
Marcos García de Mora, «Marquillos» de,
Marcos Pérez,
Margarita de Anjou,
María Carrillo,
María de Aragón,
María de Armendáriz,
María de Borgoña,
María de Castilla,
María de Foix,
María de la Cueva,
María de Mendoza,
María de Portocarrero,
María de Silva,
María Juana de Luna,
María Pacheco,
María Téllez,
Mariñas, los,
Marqués de Cádiz,
Marqués de Santillana, véase Íñigo López de Mendoza y Diego Hurtado de
Mendoza,
Marqués de Villena, véase Juan Pacheco y Diego López,
Martín Alfonso, señor de Montemayor y de Alcaudete,
Martín de Avendaño,
Martín de Córdoba, fray,
Martín de Peralta,
Martín de Salinas,
Martín de Vilches,
Martín Fernández de Portocarrero,
Martín Galindo,
Martín Muñoz de las Posadas,
Mascaraque,
Mataparda,
Mayorga,
Mazuelo,
Medellín,
Medina de Ríoseco,
Medina del Campo,
Medina Sidonia, ducado de,
Medinasidonia,
Mediterráneo,
Mejorada de Olmedo,
Melgar de Ferramental,
Melibea,
Mellid,
Mencía de la Torre,
Mencía de Padilla,
Mendavia,
Mendigorría,
Mendioz,
Mendoza, los,
Menjíbar,
Mérida,
Meseta,
Mesta, la,
Michel Mollat,
Miguel Lucas de Iranzo, halconero mayor,
Miguel Ruiz de Tragacete,
Milagro,
Milán,
Miño, río,
Mira,
Miraflores,
Miranda,
Miranda de Ebro,
Moclin,
Moguer,
Mojácar,
Molina,
Molina C., María,
Molinaseca, batalla de,
Monarquía,
Monasterio de la Sisla,
Monasterio de San Benito,
Monbeltrán,
Mondoñedo,
Monjardín,
Monleón,
Montalbán,
Montalvo,
Montaña de Santander,
Montblanc,
Monteagudo,
Montefrío,
Montejo,
Montejo de la Vega,
Montemayor, familia, casa de Aguilar,
Montemoro-Velho,
Monterrey,
Montiel,
Montoro,
Monzón de Campos,
Morales Muñiz, María Dolores-Carmen,
Moratalla,
Morón,
Moróns,
Moscoso,
Mota, castillo de la,
Moya,
Mufarry Sarray,
Mugía,
Muhammad I,
Muhammad IX,
Muhammad VII al-Hayzari, el Izquierdo,
Muhammad VIII,
Muhammad X,
Mula,
Muley Hacen,
Muley Zad,
Muñera,
Munguía,
Münzer,
Muñó,
Murcia,
Muros,
Nájera,
Nantes,
Nápoles,
Nava,
Navarra,
Navarrete,
Navia,
Navidad,
Navidades,
Nervión,
Netanyahu, Benzon,
Nevares,
Nicolás de Breuil,
Nicolás de Chávarri, obispo de Pamplona,
Nicolás de Oresmes,
Nicolás Fernández de Villamizar,
Nicolás Franco,
Nicolás V, papa,
Niebla,
Nieto Soria,
Noez,
Noreña,
Normandía,
Nova,
Novoa,
Nun Alvares Pereira,
Nuño de Arévalo,
Nuño de Paradinas, fray,
Obispo de Badajoz,
Obispo de Burgos, véase también Luis de Acuña,
Obispo de Calahorra, véase también Pedro González de Mendoza,
Obispo de Cartagena,
Obispo de Coria,
Obispo de Jaén,
Obispo de Mondoñedo,
Obispo de Osma,
Obispo de Palencia,
Obispo de Pamplona, véase también Nicolás de Chávarri,
Obispo de Sevilla,
Obispo de Sigüenza,
Obispo de Tuy,
Ocaña,
Occidente,
Occidente de Asturias,
Olite,
Olite, segundo tratado de,
Olivera,
Olivera Serrano, César,
Olivier le Roux,
Olmedo,
Olmedo, Batalla de,
Olmedo, segunda batalla de,
Ondárroa,
Onisilre,
Oñaz,
Órbigo, río,
Orden Jerónima,
Ordenamiento de 12 de mayo de 1473,
Ordenamiento de 22 de mayo de 1473,
Ordenamiento de la moneda de 24 de abril,
Ordenamiento de la moneda de 10 de abril,
Ordenamiento de Valladolid,
Ordenanza de 14 de febrero de 1469,
Ordenanza del 8 de agosto de 1455,
Ordenanza Real de 20 de abril de 1448,
Órdenes militares,
Órdenes religiosas,
Orduño,
Orense,
Orense, los,
Orozco,
Ortiz, los,
Osma,
Osorio, marqueses de Astorga,
Osorio, Juan,
Osorno,
Osuna,
Osuna, Casa de,
Oviedo,
Quesada,
Quintanilla, Concepción,
Quinto Curcio,
Quiñones, los,
Quirós, los,
Rab mayor,
Rabi Yucé,
Rales,
Rámaga,
Ramón Cerdán,
Ramón de Espés,
Ramón de Palomar,
Ramon Lull,
Ramón Martínez,
Rascafría,
Recanate,
Registros Vaticanos,
Reglá, Juan,
Renato de Anjou,
Requena,
Revelación,
Reyes Católicos,
Reyes Nuevos,
Ribadesella,
Ribagorza,
Ribeiro, A.,
Ribera,
Ribera de Caia,
Ricardo de Gloucester,
Ricardo de York,
Ríoseco,
Roa,
Rocheforte de Compostela,
Rodas, maestre de,
Rodrigo Alfonso Pimentel, véase también conde de Benavente,
Rodrigo Borja,
Rodrigo de Cascales,
Rodrigo de Luna,
Rodrigo de Marchena,
Rodrigo de Mendoza,
Rodrigo de Rebolledo,
Rodrigo de Ulloa,
Rodrigo de Valderrábano,
Rodrigo Girón,
Rodrigo Manrique, véase también conde de Paredes,
Rodrigo Pacheco,
Rodrigo Pimentel, señor de Mayorga y Villalón,
Rodrigo Ponce de León, véase también conde de Arcos,
Rodrigo Portocarrero,
Rodrigo Sánchez de Arévalo, arcediano de Treviño,
Rodrigo Sánchez de Moscoso,
Rodrigo Téllez Girón, maestre de Calatrava,
Rodríguez Valencia, Vicente,
Rojas, los,
Roma,
Roncesvalles,
Rosellón,
Rouen,
Rua,
Ruy de Pina,
Ruy Díaz de Mendoza, mayordomo Mayor,
Ruy García de Villalpando,
Ruy López Dávalos, conde de Santisteban del Puerto,
Sábado de Gloria,
Salamanca,
Salmerón,
Salvaleón,
Salvatierra,
Samaya,
Samuel Pichó,
San Bernabé,
San Bernardo,
San Esteban de Gormaz,
San Jerónimo de El Paso,
San Juan de Jerusalem, orden de,
San Juan de Pie de Puerto,
San Juan, orden de,
San Juan, priorato de,
San Llorente,
San Martín,
San Martín de Valdeiglesias,
San Martín, castillo de,
San Miguel,
San Millán,
San Pedro de Dueñas, convento dominico,
San Pedro de las Dueñas, monasterio de,
San Pedro de los Pinos,
San Sebastián,
San Vicente,
San Vicente de Ávila,
San Vicente de la Barquera,
San Vicente de la Sonsierra,
San Zoilo de Camón,
Sanabria,
Sancho de Arróniz,
Sancho de la Vacuna,
Sancho de Rojas,
Sancho de Velasco,
Sancho García,
Sancho Sánchez de Ulloa,
Sangüesa,
Santa Catalina, barrio de,
Santa Clara de Tordesillas,
Santa Cruz,
Santa Cruz de Campezu,
Santa Cruz, convento dominico de,
Santa María de El Paso,
Santa María de las Cuevas, monasterio,
Santa María de Nieva,
Santa María la Mayor,
Santa Marta,
Santa Olalla,
Santa Sede,
Santacara,
Santaella,
Santander,
Santiago,
Santiago, maestrazgo de,
Santiago, orden,
Santillana,
Santo Domingo,
Santo Domingo de la Calzada,
Santo Tomé,
Santos de Maimona,
Sariego,
Sariñena,
Sarmiento, los,
Sauvaterre,
Scanderberg,
Segovia,
Sentencia-Estatuto,
Señor de Aguilar,
Señor de Torcy,
Sepúlveda,
Serena,
Sesma, Ángel,
Sevilla,
Shakespeare,
Shlomo ha-Levi, véase Pablo de Santa María,
Sicilia,
Sicroff,
Siero,
Sierra Bermeja,
Sierra Morena,
Sietefilla,
Sigüenza,
Sil, río,
Silva, los,
Simancas,
Sitges,
Sixto IV, papa,
Solera,
Sorguiñes,
Soria,
Sos,
Sotomayor, los,
Stúñiga,
Suero de Solís,
Suero Fernández de Quiñones,
Suero García de Sotomayor,
Suma de la Política,
Summa de Ecclesia,
Tafalla,
Tajo, río,
Talamanca,
Talarrubias,
Talavera,
Tarancón,
Tarifa,
Tariq,
Tarragona,
Tárrega,
Tate, Robert B.,
Tavira,
Tello de Buendía,
Templo,
Temtugel,
Teresa de Stúñiga, condesa viuda de Santa Marta,
Teresa de Torres,
Teresa Enríquez,
Teresa Gil,
Tesoro,
Testamento de Carlos III, el Noble,
Testamento de Isabel la Católica,
Testamento de Juan II,
Tewkesbury, batalla de,
Tiedra,
Tierra de Campos,
Tierra Llana,
Tineo,
Toisón de Oro,
Toledo,
Tomás de Kent, deán de Saint Severin,
Tomás de Torquemada,
Tomás Herbert,
Tordesillas,
Torija,
Tormo de Viya,
Toro,
Torre de Santa Leocadia,
Torre del Oro,
Torreblanca,
Torrejón de Velasco,
Torrelaguna,
Torrelobatón,
Torremormojón,
Torres,
Torres Fontes, Juan,
Torrijos,
Tortosa,
Tours,
Trastámara, casa de,
Tratado contra los madianitas e ismaelitas,
Trevejo,
Treviño,
Triana,
Trijueque,
Trinidad Santísima,
Troilo Carrillo,
Trujillo,
Tudela,
Tudela de Duero,
Túnez,
Turégano,
Tuy,
Úbeda,
Ulloa,
Uribe,
Urquiola, penas de,
Urueña,
Ustaritz,
Utiel,
Utrera,
Walia,
Warwick, «the Kingmaker»,
Westminster,
Westminster, tratado de,
Xiquena,
Yahvé,
Yepes,
York, casa de,
Yusuf IV,
Zafra,
Záfraga,
Zaldívar,
Zamora,
Zaragoza,
Zocodover,
Zúñiga,
Zurita.
[401]El 24 de marzo de 1473 Fernando tranquilizaba a su padre: el legado le
había asegurado que dicha dispensa no se concedería, Memorias, II,
pp. 689-690. <<
[402] Memorias, II, pp. 698-700. <<
[403] Memorias, II, pp. 684-687. <<
[404]
El 29 de abril Isabel comunicaba a su suegro que Fernando había
emprendido la marcha. Paz, pp. 129-130. <<
[405] Memorias, II, pp. 698-700. <<
[406] Memorias, II, pp. 693-697. <<
[407]
Desgraciadamente el documento que pasó al archivo real y se conserva
en Simancas. Estado. Castilla, 1-2.º, fol. 8 carece de fecha lo que nos
impide fijar cronológicamente esta prueba tan esencial. <<
[408] Memorias, II, pp. 700-703. <<
[409] La carta, de 27 junio, en Memorias, II, pp. 703. <<
[410]
Carta desde Armedilla, fechada el 14 de setiembre, de un desconocido
a Enrique IV. AGS. Estado. Castilla, 1-1.º, fol. 7. <<
[411]
Carta de Enrique IV a Luis de Chaves, 25 de octubre de 1474.
Memorias, II, pp. 704-705. <<