Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Luis Suarez - Enrique IV de Castilla

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 1049

Un apasionante recorrido por la época del predecesor de Isabel la

Católica para desvelar quién era realmente ese soberano


injustamente difamado y olvidado por la historia.
Desde que, en 1930, don Gregorio Marañón y Posadillo publicara su
primera versión del ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y
su tiempo y posteriormente en 1945 se tradujera «El rey juraño», los
investigadores han dispuesto de datos que permiten enfocar los
acontecimientos de las décadas centrales del siglo XV desde la
perspectiva más original y correcta.
La displasia acompañada de malformación en la actividad sexual,
que padeció Enrique IV de Castilla, nos ayuda a comprender sus
actitudes cambiantes, su gusto por el canto, o la afición al
aislamiento que podría tomarse por misantropía.
El equipo de consejeros que rodeó al rey, al contrario de guardar su
buen nombre, utilizaron sus defectos al servicio de intereses
políticos. Triste vida, por tanto, la de Enrique IV. Pero se trata de un
reinado clave en la Historia de España.
Luis Suárez Fernández

Enrique IV de Castilla
La difamación como arma política

ePub r1.0
Titivillus 17.07.17
Título original: Enrique IV de Castilla
Luis Suárez Fernández, 2001
Ilustración de cubierta del Códice de Stuttgart
Diseño de cubierta: Joan Batallé

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
PALABRAS PREVIAS

Desde que, en 1930, don Gregorio Marañón y Posadillo publicara su


primera versión del Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su
tiempo, y en 1945 se tradujera al español el libro del doctor Lucas
Dubreton, bajo el título El rey huraño, los investigadores han dispuesto de
datos que permiten enfocar los acontecimientos de las décadas centrales del
siglo XV desde una perspectiva original y más correcta que la hasta entonces
asumida. Pues quedaba claro que el personaje que durante veinte años
ocupó el trono de Castilla era un enfermo, y su dolencia se encuentra
seriamente diagnosticada. Displasia acompañada de malfunción en la
actividad sexual puede servirnos para explicar muchas de las sorprendentes
y cambiantes actitudes que este singular personaje, cuya momia maltrecha
se conserva en Guadalupe, asumió en vida. En aquel momento la base
fundamental para la historia del período venía proporcionada por el trabajo
de J. B. Sitges, Enrique IV y la Excelente señora llamada vulgarmente doña
Juana la Beltraneja, Madrid, 1912, que partía de la convicción de que toda
la memoria histórica del período había sido manipulada, falseándose
incluso algunos de los más importantes documentos, a fin de justificar una
usurpación que privó a doña Juana, la infanta, de sus derechos.
El trabajo de importantes investigadores, que irán siendo mencionados
en su debido lugar y tiempo, especialmente Juan Torres Fontes, Jaime
Vicens Vives, Nuria Coll, Miguel A. Ladero Quesada y Robert B. Tate,
permitió ampliar el horizonte y, sobre todo, disponer de una base
documental muy firme que, sin renunciar a nada de lo hasta entonces
conseguido, permite trazar un panorama de fecundas dimensiones. No se
trataba, en estos casos, de presentar una historia conjunta del reinado sino
de analizar y comprender muchos de los acontecimientos de la época. Han
sido cuatro jóvenes y fecundos historiadores los que han penetrado
decididamente en el núcleo sustancial del reinado, permitiéndonos la
revisión a fondo. Me refiero a César Olivera Serrano, Cortes de Castilla,
1415-1474, Burgos, 1986; Isabel Pastor Bodmer, Grandeza y tragedia de un
valido, Madrid, 1992; María Dolores-Carmen Morales Muñiz, Alfonso de
Ávila, rey de Castilla, Ávila, 1988; e Isabel del Val Valdivieso, Isabel,
princesa, Valladolid, 1974. Estas cuatro publicaciones, que abarcan los
acontecimientos castellanos desde la primera batalla de Olmedo hasta la
muerte de don Enrique, forman el eje esencial en torno al cual ha podido
construirse la presente síntesis.
Durante muchos años he prestado especial atención al reinado de los
Reyes Católicos. Inevitablemente, en mis trabajos asumía una perspectiva
que trataba de comunicar al lector: explicar los acontecimientos de esa
importante época. Ha llegado, en consecuencia, el momento de cambiar de
ventana aunque sin abandonar el edificio. Si el trabajo del historiador
consiste en explicar los sucesos, es preciso contemplarlos desde sus dos
caras. Virtudes y defectos necesitan ser enriquecidos con nuevos datos para
un conocimiento más correcto. Descubriremos, por ejemplo, que
prácticamente todas las reformas emprendidas por Fernando e Isabel,
incluyendo la Inquisición, habían sido enunciadas ya en la época de su
antecesor, de modo que lo que verdaderamente les caracteriza es la
precisión enérgica y eficaz con que fueron llevadas a cabo. Nos
encontramos en un proceso de maduración de la primera forma de Estado,
monarquía, y el reinado de Enrique IV es una etapa importante.
La enfermedad del rey es dato decisivo. Nos ayuda a comprender sus
actitudes cambiantes: hubo momentos de confianza en sí mismo y otros de
decaimiento. También nos explica algunos rasgos esenciales de su carácter
como el gusto por el canto —don Enrique parece haber poseído buena voz
— o la afición al aislamiento que podría tomarse por misantropía. Fue
impotente, aunque no estamos seguros de que se tratase de una carencia
total de función generadora, y esto, en el ambiente de la época, significaba
una terrible fuente de problemas. Otros monarcas españoles han tenido
dificultades serias con su salud. ¿Por qué, en este caso, revistieron tanta
gravedad? Probablemente la razón fundamental debemos buscarla en la
conducta de sus colaboradores. No hubo nunca, en torno al rey, un equipo
de consejeros decididos a guardar el buen nombre y la opinión del
soberano. Al contrario: sus defectos fueron utilizados ampliamente como
instrumentos al servicio de intereses políticos. Puede decirse que, en
muchos casos, no se trataba de calumnias: los defectos estaban ahí. Pero la
difamación se convirtió, en este caso, en arma política. Hasta destruirle, en
su persona y también en su memoria.
Triste vida, por tanto, la de Enrique IV. Pero se trata de un reinado
clave, en la Historia de España.
CAPÍTULO I

DIEZ AÑOS EN LA VIDA DE UN INFANTE

El nacimiento

Aquel infante, futuro rey, fue el producto de un matrimonio entre primos


hermanos, al que se había atribuido profunda significación política: pues
Juan II, que llegó a reinar siendo de escasísima edad, era hijo de
Enrique III, mientras que su esposa María había nacido del hermano de
éste, Fernando, a quien llamaron «de Antequera» por la hazaña que le
permitiera conquistar esta ciudad en guerra de moros. Fernando, que llegó a
ser rey de Aragón por medio del llamado compromiso de Caspe, tuvo, hasta
su muerte, responsabilidades de regencia y tutoría respecto al que llegaría a
convertir en su yerno, y supo manejar, con suma destreza, la propaganda
política, lo que le permitió rodearse de una gran fama, como el mejor
príncipe que nadie pudiera imaginar. En su doble condición de monarca y
regente, desplegando además su influencia sobre Navarra, pudo aparecer
como el hombre que ejercía mayor influencia sobre toda la Península.
Siguiendo una línea que se venía trazando desde los primeros
Trastámara, el infante, ahora rey, dotado de un número de hijos legítimos
que parecían romper la tradición de sus antecesores, ordenó un programa
destinado a conservar, en favor del linaje, suyo, esta preeminencia que
podían reforzar señoríos jurisdiccionales y grandes oficios capaces de
generar rentas. La endogamia constituía una necesidad; las leyes de la
Iglesia acerca del matrimonio entre parientes podían ser fácilmente salvadas
porque las relaciones con la Sede romana, gracias al papel de la delegación
española en Constanza, totalmente dominada por los colaboradores de don
Fernando, aseguraban la condescendencia más absoluta. Es algo que
heredará también Enrique IV. Poco antes de su fallecimiento, el monarca
dio a sus hijos un consejo: que «Leyesen la Crónica del rey don Pedro».
Quería decir que si permanecían sólidamente unidos, nadie podría discutir
su poder. Controlaban entonces el Consejo Real y las Órdenes Militares; sus
rentas eran fabulosas.
La boda de Juan y de María, impuesta por razones estrictamente
políticas se celebró, con muy escaso ceremonial, según uno de los testigos
presentes, Alvar García de Santa María, el 4 de agosto de 1420. Los
hermanos de la nueva reina, Juan, Enrique y Pedro, dominaban el ambiente.
Pasaron cuatro años antes de que María conociera que iba a tener
descendencia. No se conocían, entonces, las consecuencias que de uniones
entre consanguíneos podían resultar. El 5 de enero de 1425, en las casas que
el contador Diego Sánchez poseía en la calle de Teresa Gil, en Valladolid,
morada transitoria de los reyes, nació el que estaba destinado a ser único
hijo, varón, de este matrimonio que no se hizo notar por su entendimiento.
La casa se conservó basta no hace mucho tiempo, remodelada desde luego.
Ha sido demolida para edificar en su solar una vivienda chata y sin gracia
alguna. Escogiendo un nombre adecuado para quien estaba llamado a
reinar, se propuso el de Enrique, el abuelo, muerto muy joven, víctima de
persistente dolencia.
El Centón que se atribuye al bachiller de Ciudad Real, nos da una
noticia importante: la reina, en el momento de dar a luz, sufrió una fuerte
hemorragia, accidente que repercutiría en ciertos aspectos en la salud del
niño. En sus caracteres físicos y morales heredaría muchas más cosas de su
padre que de su madre: Juan II es descrito por sus cronistas como de
«grandes miembros pero no de buen talle», «blanco y rubio, los hombros
altos, el rostro grande» y, en lo moral como débil de carácter, sugestionable
y cobarde. Es cierto que de la reina no se conserva ninguna descripción que
nos permita establecer relaciones. Sería Enrique aficionado a la lectura y a
la conversación, de espíritu relativamente cultivado, y mostrando afición
por la música. Si tenemos que acoger con reservas los elogios un poco
ingenuos de su cronista oficial, Diego Enríquez del Castillo, menos crédito
merecen las difamaciones sistemáticas del capellán Alfonso de Palencia.
Ocho días más tarde, en aquella iglesia de Santa María, que apenas
podemos adivinar en su belleza por escasos restos, el obispo de Cuenca,
Álvaro de Isorna, que era una de las grandes figuras del humanismo
religioso español, le administró las aguas del bautismo. Parecía amortiguada
la presencia de los poderosos tíos. Actuaron como padrinos, cuatro
matrimonios que representaban la cúspide de aquella aristocracia que
comenzaba a considerarse grandeza, es decir, la verdadera elite política: don
Álvaro de Luna, privado del rey, el duque de Arjona, don Fadrique (que se
hizo representar), el almirante Alfonso Enríquez, que descendía de un
hermano de Enrique II y, probablemente, de una bella judía, y el adelantado
mayor de Castilla don Diego Gómez de Sandoval. Según la Crónica del
Rey, el torneo y la procesión que con tal motivo se habían preparado
tuvieron que suspenderse a causa del mal tiempo.[1]
El nacimiento de un infante significaba el refuerzo de la Monarquía. De
modo que, en relación con la legitimidad de origen, ninguna duda iba a
establecerse. Se cuidaron todos los detalles[2] para la ceremonia del
juramento que fue convocada para el día 21 de abril del mismo año en el
convento de los dominicos de San Pablo. Se había preparado en la iglesia
un asiento solemne, con baldaquino, para el rey; a su lado, una cuna. En ella
sería depositado el niño que fue llevado hasta el altar por el almirante de
Castilla, en brazos. Como era ya casi una costumbre en las reuniones de
Cortes, los procuradores de León, Burgos y Toledo, que invocaban su
condición de cabezas de reino, disputaron ásperamente acerca de a quién
correspondía la primacía en ese intercambio de reconocimiento que
implicaba el derecho de sucesión. Don Álvaro de Isorna, en nombre de los
obispos prestó el primer juramento. Después lo hizo el infante don Juan,
cabeza del estamento nobiliario y sucesor ya reconocido de Navarra gracias
a su matrimonio con Blanca. Se trata de los padres de quien llegaría a
convertirse en la primera esposa de aquel infante.
Los detalles cortesanos tienen poca importancia, aunque formaban parte
indisoluble de esa especie de representación que esmalta la vida de los
príncipes. Ahora, transcurridos tres meses largos, cumplidos los requisitos
que reclamaba la costumbre, Castilla disponía de un sucesor reconocido, al
que correspondía recibir en su día el Principado de Asturias.[3]

Triste infancia

Las noticias que poseemos acerca de los primeros años en la vida de este
niño, por lo menos hasta finales de 1429, carecen de todo relieve. De algún
modo iba a verse afectado por los acontecimientos políticos, pues Castilla
era ahora el escenario de una pugna entre aquel caballero, descendiente por
vía ilegítima del linaje aragonés de Luna, dueño de la débil voluntad del
monarca, y los hermanos de la reina, esos «infantes de Aragón» de que
guardaba memoria, muchos años más tarde, Jorge Manrique. Estos
enfrentamientos repercutían en el mal entendimiento entre los padres de
Enrique. Juan II y su esposa, que no engendraron nuevos hijos, reflejaban
en su conducta un distanciamiento que hubo de repercutir en la infancia de
aquel infante que se apartaba de su padre, siguiendo a la madre en los
desplazamientos. Infancia triste, en consecuencia. Tenía poco más de tres
años cuando, en la primavera de 1429, Valladolid se vistió de fiesta para
recibir y despedir a otra hermana de la reina María, Leonor, que iba a reinar
en Portugal: anotemos que se trata de la madre de la segunda esposa de
Enrique IV, la bellísima Juana.
Pleamar de los «infantes», buena para la nostalgia posterior —¿qué fue
de tanto galán?, ¿qué fue de tanta invención como trujeron?— y
probablemente también un destello en los ojos del príncipe. Enseguida
volvieron las luchas políticas, la victoria primera del condestable, y el
despojo de los poderosos tíos, cuyos «estados» se repartieron entre otros
nobles a quienes había que pagar generosamente su colaboración. Para la
reina María era un gran golpe: sus parientes debían salir de la tierra
castellana. Y aquel valido, que acumulaba oficios, señoríos y rentas, para
afirmarse en el poder, que trataba incluso de hurtar al padre difunto la gloria
de la guerra de Granada, no se detuvo tampoco ante una decisión áspera: el
22 de noviembre de 1429, antes de que cumpliera los cinco años, Enrique
fue separado de su madre, dotado de casa propia, es decir, entregado a
manos ajenas.[4] La misantropía será uno de sus rasgos mejor definidos. De
todo ese grupo que le rodeaba destacaría Pedro Barrientos, maestro,
consejero, educador.
Varios rasgos se marcaron, como huellas profundas, en su futura
personalidad, aparte el alejamiento de sus padres. Su educación se produce
en un ambiente del que la alta nobleza permanece ausente. Cuando trate de
recuperar el terreno perdido, será demasiado tarde: el niño se había
acostumbrado a poner su afecto en gentes medianas, sus criados, sus
donceles, a los que intentará por todos los medios promocionar. El viejo
alcázar madrileño, incómodo caserón sin duda alguna, se convertirá en algo
suyo. También Segovia, cuyo alcázar permitía esponjar la vista sobre el
Eresma y el Clamores, que allí se unen con rumor de aguas. Anotemos
despacio este dato: Madrid y Segovia serán las predilectas. Alguna vez se le
hacía viajar porque su padre necesitaba tenerle a su lado en especiales
circunstancias para actos políticos. Es natural que no se sintiera
complacido. Los cronistas insistirán después hablando del desvío que en él
provocaban las ceremonias públicas.
Veamos dos episodios singulares de esta infancia que impresionaron
vivamente su imaginación:

El 24 de abril de 1431, teniendo poco más de seis años, se hallaba en


una sala del alcázar madrileño donde recibía lecciones de don Lope
Barrientos. Sobrevino un terremoto, aunque no fuese de mucha
intensidad. El fraile dominico arremangó sus hábitos para envolver al
niño tomándole en sus brazos y corrió con él escaleras abajo hasta
llegar al patio de armas; allí estuvieron hasta que, al poco rato, la tierra
dejó de estremecerse.
En 1434 el mismo Barrientos hubo de hacerse cargo de una delicada
operación: el expurgo de la biblioteca que dejara Enrique de Villena en
el momento de su muerte. Erudito muy extraño y extravagante persona
aunque descendiera de reyes, había sido considerado como una especie
de aprendiz de brujo. Ocultismo, nigromancia, esa especie de saber
que se hallaba entonces en los límites entre la fantasía y la realidad,
habían sido objeto de atención para el difunto. Había que salvar lo que
se pudiera, destruir aquello que resultara peligroso.

No es extraño, pues, que bastantes años más tarde, cuando estallen las
tormentas en torno a los cristianos nuevos, acusados de estas y otras
semejantes prácticas, el príncipe ponga su atención en Barrientos buscando
consejo. En él esperaba la rectitud de juicio.
Apenas cumplidos los siete años, hubo de viajar a Zamora para ser
confirmado por las Cortes en esa calidad de primogénito heredero (18 de
enero de 1432); había alcanzado esa edad en que se supone que los niños
alcanzan el uso de razón. Pero había, en aquel acto, una segunda intención:
don Álvaro de Luna quería que el rey, la reina y su hijo, apareciesen juntos
afirmándose de este modo una legitimidad política que necesitaba para
imponer su autoridad eliminando a quienes, desde la alta nobleza,
comenzaban a manifestar quejas por un gobierno demasiado personal. Se
preparaba el retorno de los infantes y se despertaba un odio hacia el
condestable que iría creciendo y contagiando al príncipe. La ceremonia fue
breve. Apenas concluida, el príncipe sería devuelto a Madrid, a la
monotonía de los días grises. Pero Madrid no era sólo un edificio y una
villa: allí estaban también el monte, los ríos, los árboles, en definitiva El
Pardo. Allí tenía el abuelo Enrique un pabellón de caza que atraería la
atención del heredero ya en el comienzo de su adolescencia.
Crecía el niño y también su importancia en el juego político castellano,
escenario de esfuerzos denodados de don Álvaro de Luna para concentrar
en sus manos todos los resortes del poder. Murió el 19 de setiembre de 1435
Pedro Fernández de Córdoba, aquel que tenía a su cargo la custodia de la
persona del príncipe y el gobierno de su casa y el valido tomó para sí ambas
funciones: se trataba de cerrar el círculo del modo más estrecho posible.
Encomendó a su propio hermano Juan de Cerezuela, un mozalbete elevado
a la sede toledana, y al mayordomo mayor Ruy Díaz de Mendoza, que
tomasen cargo de la custodia de Enrique, y hasta escogió a uno de sus
hombres de confianza, Juan Manuel de Lando, para que no le perdiera de
vista ni un solo instante; tenía, en consecuencia, que dormir en su misma
cámara. Custodio de la salud, lo era también de los posibles contactos.
Todos los cronistas, tan divergentes cuando se trata de apreciaciones
políticas, coinciden sin embargo en señalar que, en aquellos años que
anunciaban el tránsito a la primera adolescencia, se advertían dos rasgos de
su carácter: era fácilmente sugestionable y abúlico; en definitiva, dependía
de otros para tomar decisiones y permanecía poco tiempo en ellas. De ahí la
consecuencia: se inclinaba preferentemente al perdón y al olvido de las
ofensas.
Para cerrar el párrafo una noticia que nos transmite Galíndez de
Carvajal. Entre los donceles que se incluyeron en este relevo de servicio, se
contaba un niño de edad parecida a la suya, once años, hijo del señor de
Belmonte de Cuenca, descendiente por tanto de exiliados portugueses. Su
nombre: Juan Fernández Pacheco. El 16 de diciembre de 1435 la Casa del
príncipe hubo de sumarse a los cuarenta días de luto que se decretaron por
la muerte de la reina Leonor, madre de María. Enrique despidió de este
modo a la última abuela superviviente: era la viuda de don Fernando, el de
Caspe, y hubo un tiempo en que, novia apetecida, la llamaron «la
ricahembra».

Primer matrimonio: Blanca

El 16 de julio de 1430, fruto de la primera victoria del condestable, Castilla


y Aragón firmaron una tregua de cinco años durante los cuales se esperaba
negociar una solución para el problema que planteaban los cuantiosos
bienes secuestrados a los infantes de Aragón; concluía, por tanto, en el
verano de 1435 y, aunque fue prorrogada en períodos cortos, significaba
una amenaza de guerra entre ambos reinos. La débil consistencia política
del sistema creado por don Álvaro de Luna impedía a éste, pese a sus éxitos
en el exterior, afianzar y estabilizar su poder. Necesitaba, en consecuencia,
la paz.[5] Un gran factor favorable podía ser tenido en cuenta: Alfonso V,
embebido en la empresa de Nápoles, y convertido en príncipe italiano del
Renacimiento, no tenía el menor deseo de regresar a la Península, aunque
sus hermanos le presionaban. Había dejado aquí a su esposa María, también
su prima como hermana de Juan II de la que no tenía hijos: de nuevo un
matrimonio entre parientes del que se hallaban ausentes las relaciones
íntimas. Alfonso crearía en Italia una nueva familia de hecho, aunque no de
derecho, insertándola en la trayectoria napolitana.
Las dos mujeres del mismo nombre, María, primas, cuñadas y reinas,
bien asentadas en su mentalidad dinástica, decidieron que algo había que
hacer para salvaguardar esa paz tan precaria. Coincidieron en que nada
mejor que un matrimonio que reforzase los lazos de familia y asegurase el
cerrado dominio Trastámara en el trono. Juan, rey consorte de Navarra, y
situado ahora en línea de sucesión si es que Alfonso no se decidía a asumir
deberes de paternidad, contaba con tres hijos que habían venido al mundo
puntualmente, Carlos, Blanca y Leonor. Blanca fue la elegida. Había nacido
en Olite el año 1424 y tenía por ello la edad conveniente. Ni a ella, ni al
novio propuesto, se consultó. Una sombra amenazaba en estos matrimonios
de parientes que parecían sometidos a la tendencia a la aversión.
Coincidían los intereses de ambas partes. Juan de Navarra no podía
hacer la guerra; el condestable quería evitarla; Alfonso V necesitaba dinero
para su empresa que los reinos de la Corona de Aragón escatimaban. Entre
abril y setiembre de 1436 se celebraron negociaciones que permitieron
tediosamente avanzar. El 12 de setiembre el soberano navarro comunicaba
oficialmente al Concilio de Basilea que la paz estaba hecha y que el
verdadero fundamento de la misma era el matrimonio de Enrique y Blanca
que necesitaba, imprescindiblemente, una dispensa del parentesco. Ese
mismo día los procuradores aragoneses presentaban un documento con
alegato minucioso acerca de los bienes que debían ser restituidos.[6] Sin
duda es cierto que, como se manifestó ante el Concilio, se habían celebrado
los desposorios por palabras de futuro entre ambos príncipes. Un buen
negocio, debió de pensar don Álvaro de Luna. Pues, por el acuerdo final,
firmado en Toledo el 22 de setiembre y ratificado por Alfonso V en Casal
de Soma, afueras de Nápoles el 27 de diciembre de este mismo año, se
malbarataba el patrimonio de los infantes: 31.500 florines de oro para el rey
de Navarra; 20.000 para el infante don Enrique, a quien se reconocía
también el derecho a percibir una suma de 150.000 en concepto de dote por
su esposa, la infanta Catalina (de nuevo un matrimonio estéril); y sólo 5.000
para don Pedro que se quedaba sin el Maestrazgo de Alcántara.
Los documentos conocidos, unidos a la noticia de los cronistas,
permiten establecer que todo el arreglo del litigio se confiaba a este
matrimonio que estaba lleno de riesgos a causa de la multiplicación del
parentesco. La corta edad de los contrayentes impedía la consumación por
lo que ésta fue fijada para cuatro años más tarde, es decir, cuando Enrique
hubiera cumplido quince años y su esposa dieciséis. Se asignaron a Blanca
arras de 50.000 florines, pero se permitió a su padre constituir como dote
sus antiguos señoríos de Medina del Campo, Aranda de Duero, Roa,
Olmedo, Coca y el marquesado de Villena con Chinchilla, que Juan de
Navarra administraría en nombre de su hija, pasándolos después a ésta o a
sus hijos; sólo en el caso de que ella falleciera sin descendientes podrían
reintegrarse al patrimonio real.
Poseemos fehacientes testimonios de que la dispensa, solicitada por
ambas partes, fue otorgada por Eugenio IV el 18 de diciembre de 1436.[7]
Provistos de este documento dispusieron entonces la celebración solemne
de los desposorios «por palabras de presente que hacen matrimonio», para
lo cual el príncipe viajó a Alfaro, donde el 12 de marzo de 1437, recibió a
su esposa. Estuvieron presentes los padres de la novia, pero no los del
novio, que permanecían en Aranda de Duero. Esto daba oportunidad a don
Álvaro de actuar como un verdadero maestro de ceremonias. Los nuevos
esposos visitaron a los reyes en Aranda y después se separaron: se debía
evitar la relación prematura entre ambos. La alegría que, en esta ocasión,
los cronistas señalan en don Juan de Navarra, responde a una realidad: era
la vía indirecta, mediante la cual se reintegraba a los asuntos políticos
castellanos; durante algún tiempo pareció que los infantes de Aragón
estaban en condiciones de recobrar su poder. Una sola noticia se nos
conserva: el 1 de junio de 1438 don Enrique estuvo presente en la
ceremonia de consagración episcopal de su maestro fray Lope Barrientos,
cuyos desvelos eran premiados con la promoción a la sede de Segovia. Con
trece años de edad se cerraba el primer tramo de una existencia,
caracterizada hasta entonces por la tristeza.
Ese vacío en los afectos familiares, incidiendo en la existencia de un
muchacho abúlico que necesitaba los apoyos más imprescindibles, provocó
en él, como sucedería en otros monarcas españoles, una desviación hacia
ese compañero de infancia, Juan Fernández Pacheco, al que sometió
prácticamente su voluntad. La Crónica del Rey, bien informada, no duda en
decirnos que, llegado este momento, en la casa del príncipe «ninguna cosa
se hacía más de cuanto él mandaba». Son difíciles de definir las relaciones
entre ambos personajes, ya que, en personas del carácter de Enrique IV
conviven dos tendencias contrapuestas, de afecto y de temor, que confluyen
en una especie de sumisión: seguir los dictados de Pacheco debió parecer al
príncipe durante estos años el mejor acierto. Dos cronistas que recogen las
corrientes de propaganda contra este rey, Fernández del Pulgar y Alfonso de
Palencia, pretenden convencernos de que bajo la influencia nefasta de
Pacheco, Enrique se entregó a «abusos y deleites» que destruyeron su
ánimo y su virilidad.[8] Los doce años son señalados por la propaganda
política como aquellos que indicaron el cambio en la naturaleza del futuro
rey.
Los consejeros y colaboradores del monarca se verían luego encerrados
en un círculo vicioso, pues necesitaban por una parte afirmar la impotencia
causante de nulidad en el primer matrimonio y, en sentido contrario, la
virilidad demostrada, sin la cual el segundo también sería nulo. El médico
Juan Fernández de Soria afirma que, poco después de que el muchacho
cumpliera doce años, descubrió que carecía de verga «potente y viril» como
corresponde a un varón normal, pero insiste en que de esta dolencia
prematura pudo curarse después. Este alegato se presta al servicio de don
Enrique y puede ser falso o, por lo menos, forzado en sus argumentos.
Alfonso de Palencia, que despliega una extrema animosidad contra el
monarca, llega a insinuar que Pacheco introdujo a su amigo por las
escabrosas sendas de la sodomía. Todas estas noticias deben excluirse
porque aparecen dictadas por la pasión política. Sin embargo es
imprescindible recoger el dato de que, al concluirse el primer decenio de su
existencia, las urdimbres de la fundamental difamación estaban ya
establecidas. Definidos los rasgos físicos de una desgarbada figura, Enrique
era un buen blanco para toda clase de rumores adversos.
Retrato morfológico del rey

Deteniendo en este punto la narración de los sucesos, demos un salto


adelante y, prescindiendo de la cronología, intentemos sintetizar el análisis
clínico que, con independencia el uno del otro, Marañón y Lucas Dubreton
nos han proporcionado. El famoso médico español tuvo, además, la
oportunidad de examinar, junto con don Manuel Gómez Moreno y otras
personas, la momia que aún se conserva en el monasterio de Guadalupe: su
diagnóstico constituye un dato histórico de inapreciable valor. De acuerdo
con él, el retrato contenido en el Códice de Stuttgart tantas veces editado,
ofrece garantías suficientes de verosimilitud.[9] Tres rasgos fisionómicos del
retratado merecen destacarse: la deformación de la nariz, provocada por una
caída que sufrió siendo niño, la acromegalia que se corresponde con la
displasia, y la mirada obsesiva.
Es importante destacar la coincidencia esencial entre los retratos
literarios que Diego Enríquez del Castillo, cronista oficial, y Alfonso de
Palencia, enemigo implacable, nos ofrecen. Para el primero, don Enrique,

«era persona de larga estatura, espeso en el cuerpo y de fuertes miembros. Tenía las manos
grandes, los dedos largos y recios. El aspecto feroz, casi a semejanza de león, cuyo acatamiento
ponía temor a los que miraba. Las narices romas y muy llanas, no que así naciera más porque en
su niñez recibió lesión en ellas. Los ojos garzos y a los párpados encarnizados; donde ponía la
vista le duraba el mirar. La cabeza grande y redonda, la frente ancha, las cejas altas, las sienes
sumidas, las quijadas luengas, tendidas a la parte de abajo, los dientes estrechos y traspellados,
los cabellos rubios, la barba crecida y pocas veces afeitada; la tez de la cara entre rojo y moreno,
las carnes muy blancas. Las piernas luengas y bien entalladas, los pies delicados».

La versión de Palencia es como sigue:

«Sus ojos eran feroces, de un color que ya por sí demostraba crueldad; siempre inquietos al mirar,
revelaban con su movilidad excesiva la suspicacia o la amenaza. La nariz bastante deforme,
ancha y remachada en su mitad a consecuencia de un accidente que sufrió en su primera niñez,
dándole facciones de un simio. Los labios delgados que no prestaban ninguna gracia a la boca y
los carrillos anchos afeaban la cara. La barba larga y saliente, hacía parecer cóncavas las
facciones debajo de la frente, como si algo se hubiese arrancado del medio del rostro. El resto de
su figura era de hombre proporcionado, pero siempre cubría su hermosa cabellera con sombreros
vulgares, un capuz o un birrete indecoroso.»
Mucho más significativas resultan las observaciones que uno y otro nos
ofrecen en relación con la conducta. Enríquez dice que era el rey de gran
ingenio, mesurado en el hablar, placentero con aquellos a los que daba su
afecto, pero al mismo tiempo poco amigo de la gente, retraído y tan
abandonado en los negocios que despachaba tarde los asuntos de Estado.
Palencia añade que «huía huraño del concurso de las gentes; era tan
enamorado de lo tenebroso de las selvas que sólo en las más espesas
buscaba el descanso». Era capaz de entregarse a aquellos en quienes
confiaba, nos dice el cronista oficial; le gustaba mucho la música, tocando
el laúd y cantando en los oficios divinos con voz bien modulada; cazador
activísimo, se hizo amigo de los animales, pugnando por conservar algunos
ejemplares sobresaliente de cada especie. Palencia nos interrumpe para
decirnos que servidores y criados tan feroces como las mismas bestias,
cuidaban de ellas. Volviendo a Diego Enríquez éste nos informa de cómo
fue gran protector de los monasterios y encontraba gran placer en la
conversación con personas religiosas; de talante liberal se excedía en las
donaciones a sus amigos y servidores —tendremos la oportunidad de
comprobarlo— y, siendo por naturaleza clemente, aborrecía cualquier gesto
de crueldad, mostrándose amigo de personas humildes. A nadie hablaba de
«tú» sino de «vos» y no dejaba que le besasen la mano. A esto replica
Palencia que «contra la costumbre de los españoles que suelen besar la
mano a los príncipes, él no la daba a nadie». ¿Se trataba de un gesto de
humildad condescendiente o de repugnancia por el contacto humano? Pues
el capellán enemigo dice que «cualquier olor dulce le era molesto por
naturaleza; en cambio respiraba con delicia la fetidez de la podredumbre».
Sobre estas bases ha podido don Gregorio Marañón emitir su
diagnóstico dejando claramente establecida la identidad patológica del
personaje. Según él, fue Enrique IV un displásico eunucoide con reacción
acromegálica, es decir, dotado de pies y manos muy grandes, talla
exagerada, prognatismo mandibular. El mismo investigador, en su clínica,
tuvo la oportunidad de conocer a muchos pacientes de tales características,
en los que la macromegalia es consecuencia de una falta de secreción
sexual. Tratándole con todo el respeto que su persona merece, no es difícil
reconstruir la imagen que los contemporáneos tuvieron de este príncipe
destinado a reinar: mozo desgarbado y alto, aunque un poco menos que su
padre, a quien mucho se parecía, dotado de un cuerpo espeso y recio
(Phillipe de Commynes anotó en su cuaderno: «Mal tallado»), con una
mandíbula saliente y muy desarrollada, cabeza grande, ancha frente y
pómulos y cejas sobresalientes, sus largas piernas terminaban en pies
valgos, es decir, con planta curva y calcañar salientes, lo que hacía difícil su
caminar, piel blanca, cabellos rubios y voz de tenor, todo lo cual puede
considerarse como una herencia de los Trastámara, en la que se mezclaban
también chorros de sangre venidos a través de la Casa de Lancaster.
Personalidades como la aquí descrita —ninguna duda puede formularse
en cuanto a la exactitud de los datos— por su patología, son propensas a
sufrir deformaciones cuantitativas y cualitativas en el instinto, pudiendo
verse conducidas en ciertos casos extremos a una inversión sexual. No
parece haber sido este el caso de Enrique IV, pese a las insinuaciones de
algunos propagandistas calumniosos, pero a la vista de la documentación
fehaciente, no cabe duda de que fue víctima de impotencia. En este punto es
en donde las opiniones del tiempo se dividían: para unos la impotencia era
completa, absoluta; para otros pudo corregirse, pasando a ser negativa.
Marañón entiende que las noticias, delicados secretos de alcoba, recogidas
por Jerónimo Münzer en su viaje por España, son clínicamente tan precisas
que no pudieron ser inventadas: de ellas se desprende que un adecuado
tratamiento podría permitir al paciente, en determinadas circunstancias,
realizar la cópula sexual. Esta impresión aparece corroborada por la carta
del médico judío, maestre Samaya, de que nos ocuparemos más adelante.
Existen aspectos, en cuestiones como éstas, que no pasan a los documentos
oficiales.
Deficiente y, sin la menor duda, feo, según coinciden todos los
testimonios, ambas condiciones, sumadas a la triste niñez de un decenio,
han debido de influir decisivamente a conformar esa tendencia a la timidez
que se demuestra en muchas ocasiones a lo largo del reinado. El trato con
personas, hombres y mujeres, de elevada condición social o educativa, que
no padecían aquel tipo de enfermedad, se le debió hacer molesto; buscaba la
compañía de gentes de inferior linaje. En un momento de predominio de la
nobleza, cuando los bastardos se exhiben como trofeos, y el valor se
convierte en artificio, la conducta del príncipe tuvo que provocarle más de
una dificultad. Los largos años que hubo de vivir en calidad de sucesor,
siendo sujeto de vaivenes políticos, contribuyeron sin duda a incrementar
sus dudas y su desasosiego.
CAPÍTULO II

PRIMERA DEFINICIÓN POLÍTICA

Retorno de los infantes

Estos diez años, a contar desde 1429, en que se produce el crecimiento de


Enrique y la primera ordenación de su Casa, permitieron la lenta
consolidación de una opinión política, que acabaría provocando las
tormentas de 1453 y en la que el príncipe aparece involucrado, conforme a
su voluntad. La consolidación de esa elite nobiliaria que iba siendo provista
de títulos de conde, marqués o duque, según las circunstancias, hizo nacer
en ella la conciencia de que era conveniente que el rey compartiera con ella
su poder. Sus miembros estaban convencidos de que, del mismo modo que
Dios elige en la cuna al monarca, les había suscitado por la misma vía del
nacimiento para que fuesen cabeza y voz y sentimiento del reino entero.
Llegados a este punto consideraban que la existencia de un «privado»
dotado de poderes que prácticamente suplantaban a los que correspondían
al rey, constituía un acto de ilegitimidad que se traducía en «tiranía». No se
trataba de negar al monarca derecho a disponer de esos especiales
consejeros —el marqués de Santillana se preparaba a reflejar su
pensamiento en el crítico Doctrinal de privados, que es fruto de esta
experiencia— sino de que uno de ellos llegara a usurpar las funciones reales
y las correspondientes a la alta nobleza.
Era, pues, necesario, liberar al rey restableciendo la normalidad. Los
días 20 y 27 de febrero de 1439 se pusieron en circulación dos cartas que
tienen el carácter de manifiestos y que nos han sido conservadas por el
Halconero Pedro Carrillo de Huete, autor de una Crónica. Figuraban como
cabezas de opinión respectivamente el adelantado mayor Pedro Manrique y
el almirante Enríquez. Se reclamaban en ambos un restablecimiento de la
legalidad asumiendo el rey su «poderío real absoluto», con ayuda del
infante, su único hijo, «pues la edad se lo da, sin impedimento de otra
persona alguna». La respuesta de Juan II, aunque rechazaba las críticas que
se le dirigían, coincidía en cuanto al planteamiento doctrinal: al rey
corresponde el poderío real absoluto y al sucesor el cumplimiento de
aquellas misiones «que él tuviera a bien encomendarle» (9 de marzo de
1439).
Era la primera vez que se reclamaba para Enrique un protagonismo. Nos
encontramos, pues, ante una definición de la autoridad monárquica que se
corresponde bien con la noción de la soberanía al modo castellano: ésta
corresponde al rey y a su sucesor reconocido y jurado por las Cortes, que,
cuando alcanza la edad suficiente, desempeña aquellas funciones que por
aquél le fuesen asignadas. No se reclamaba todavía la entrega del
Principado de Asturias, sin duda porque la maduración completa aún no se
había producido —Enrique tenía 14 años— y se hallaba en cierto modo
vinculada a la consumación del matrimonio y al establecimiento de una
Casa independiente. Alfonso de Palencia, que figuraba por aquellos días en
el séquito del obispo de Burgos, Alfonso de Cartagena, recoge la noticia de
que la reina María, prácticamente separada de su marido, deseaba acelerar
los trámites, pues al convertirse de hecho en yerno de su hermano Juan de
Navarra, el príncipe vendría a reforzar el partido de los infantes de Aragón.
Hemos cometido con frecuencia el error de confundir los turbulentos
acontecimientos de estas décadas con el simple enfrentamiento entre
ambiciones individuales. Existieron, ciertamente, como en todos los
procesos políticos: se luchaba por el poder tanto en el plano de lo
individual, como en el de un programa. Don Álvaro de Luna, por ejemplo,
procuraba la acumulación de cuantiosas riquezas porque ellas eran el medio
que le permitían sostenerse, pero haciendo que su poder fuese refuerzo de la
autoridad real. Asimismo, los grandes, unidos para formar un partido, la
Liga, se definían como deseosos de fomentar el bien público, usando su
riqueza creciente como recurso indispensable para conseguir esa meta que
consistía en compartir con el monarca funciones y autoridad.
Retornaron entonces los infantes de Aragón, tranquilizados los ánimos
por aquellos acuerdos de 1436 que garantizaban las enajenaciones
producidas. El rey de Navarra fue recibido en Roa, el 6 de abril de 1439 con
verdadero entusiasmo: los grandes esperaban de él que, retornando a las
viejas posiciones de veinte años atrás, se acabase con el gobierno personal
de don Álvaro. La Liga presentó entonces un mínimo programa de gobierno
que podría reducirse a dos puntos esenciales: el rey, a quien se reconocía el
poderío real absoluto, debía ejercerlo contando siempre con su Consejo que
de este modo se convertía en límite de arbitrariedades; todas las donaciones
o mercedes, que enajenaban patrimonio o modificaban la condición de los
realengos, tendrían que ser refrendadas por ese mismo Consejo. Juan II y su
privado se mostraron muy poco de acuerdo con esas exigencias, habituados
como estaban a ir prescindiendo poco a poco de las limitaciones que exigía
la costumbre, pero se coaligaron fuerzas tan grandes que se vieron
obligados a capitular. Madre e hijo, la reina María y el príncipe Enrique, se
alinearon abiertamente en favor de la Liga. Probablemente el muchacho no
era consciente de hasta qué punto aquella decisión comprometía su futuro.
Un heredero que toma partido contra su padre el rey, compromete
ineludiblemente la legitimidad de la Monarquía.

La no consumación del matrimonio

Los acuerdos de Castronuño (23 de octubre de 1439) significaban un


cambio en el gobierno de Castilla: don Álvaro de Luna salía de la Corte y
por ello del Consejo, conservando sin embargo todos los «estados», que
formaban su extenso patrimonio. Era un secreto a voces que el rey no
estaba dispuesto a cumplir los compromisos adquiridos: unos días antes de
la firma, el 19 de octubre, había ordenado a sus notarios que levantasen acta
de cómo, en un acto de fuerza y contra su voluntad, iba a suscribirlos.
Mantuvo además en su Consejo a algunos de los más directos colaboradores
del condestable. Esto incrementaba el interés del rey de Navarra, que había
conseguido que su yerno se alineara junto a él, cumpliendo los últimos
tramos de aquel matrimonio ya celebrado. En enero de 1440 cumplía don
Enrique los quince años, edad previamente señalada para la consumación,
de acuerdo con las costumbres de la época. Blanca le aventajaba en edad
algunos meses.
Las cosas habían cambiado un tanto en la Casa del príncipe: las dos
personas en que principalmente se apoyara don Álvaro de Luna para
mantenerla en sus filas, Fernando Álvarez de Toledo y Lope Barrientos,
estaban ahora muy ocupadas con las obligaciones de sus nuevos oficios, el
condado de Alba de Tormes y el obispado de Segovia, respectivamente.
Esta circunstancia permitió a don Juan de Pacheco, sin abandonar el puesto
secundario en que se le colocara, cobrar una influencia decisiva en el ánimo
de don Enrique. A partir de este momento, el futuro marqués de Villena iba
a desempeñar un papel decisivo: afecto y temor eran los sentimientos
encontrados que despertaba en el príncipe; de ahí que aun en momentos de
distanciamiento y ruptura su poder resultara siempre muy grande. Los
cronistas se muestran unánimes al presentar los rasgos negativos:
ambicioso, turbio en su conducta, atento únicamente a sus ventajas, no
puede negarse sin embargo gran inteligencia política. Nieto de un exiliado
portugués, Juan Fernández Pachecho, llegado a Castilla en las postrimerías
del siglo XV, que contrajo matrimonio con María Téllez, también de estirpe
portuguesa, conservaba ciertas vinculaciones efectivas con el vecino reino.
Por falta de varones, la herencia de este pequeño linaje recayó en una
mujer, María Pacheco, la cual convino con su marido, Alfonso Téllez
Girón, la conveniencia de conservar al menos los tres apellidos que
garantizaban el linaje de solar conocido. De modo que a sus dos hijos
llamaron Juan Pacheco y Pedro Girón, respectivamente. También
conservaron el recuerdo de que ellos formaban parte de los Acuña,
castellanizando así otro apellido lusitano. Ya hemos aludido al hecho de que
los dos hermanos entraran al servicio del príncipe de Asturias de la mano de
don Álvaro de Luna; tiempo tendría, después, para arrepentirse. Como una
parte del programa de crecimiento de la Casa de don Enrique, Juan II puso
en sus manos las ciudades realengas de Segovia y Alcaraz, aunque no
todavía el Principado de Asturias. De este modo el primer cargo importante
de Pacheco fue precisamente el mando de la guarnición segoviana;[10] esto
le permitió descubrir la importancia del alcázar para cualquier maniobra
política.
Para ambos hermanos era don Álvaro de Luna el gran ejemplo a imitar:
[11] entendían que la opulencia y poder del valido eran simplemente

resultado del dominio que ejercía sobre el ánimo del rey y que ellos tenían
al alcance de sus manos el futuro monarca. Siguieron, en consecuencia, un
plan cuidadoso: era indudable que quien acumulara señoríos, oficios (como
la condestablía y el Maestrazgo de Santiago) y rentas suficientes, llegaría a
convertirse en cabeza de la nobleza, primero entre los grandes. Pero en este
punto diferían del ministro: estaban decididos a operar en colaboración con
la nobleza y no contra ella, creando un partido que estableciese un nuevo
modo de gobernar. La primera etapa en aquel programa debía consistir en
lograr independencia para la pequeña Corte del príncipe, definiendo
políticamente a éste. El 30 de junio de 1440, estando la Corte en Valladolid,
tras una reunión del Consejo Real, don Enrique, que parecía entonces muy
vinculado a su suegro, exigió una depuración tanto entre los colaboradores
del rey, como en su propia Casa. Acusó especialmente al doctor Pedro
Yáñez, a Alonso Pérez de Vivero y a Nicolás Fernández de Villamizar de no
ser otra cosa que agentes del condestable, cuyas órdenes obedecían.
Objetivo logrado, el de la independencia. Quiere esto decir que don Juan
Pacheco, con sus dieciséis años, tendría libertad de movimientos.
Ahora ya podía llevarse el matrimonio hasta su consumación, saltando
por encima de la voluntad del rey don Juan, que hubiera preferido
retrasarla. Se fijó para el mes de setiembre de este año la fecha adecuada
para las velaciones, coincidiendo desde luego con unas Cortes, convocadas
para Valladolid, escenario adecuado para tan gran acontecimiento. El 3 de
setiembre la infanta Blanca, acompañada por su madre, vino a instalarse en
Dueñas. Dos días más tarde los procuradores de Segovia rindieron pleito
homenaje al príncipe al que en adelante considerarían como su directo
señor. El 15 de setiembre la comitiva que acompañaba a la reina de Navarra
y a su hija llegó a las puertas del monasterio de San Benito, donde iba a
celebrarse la misa: aguardaba allí el padre, don Juan, rey consorte en
Navarra, príncipe en Aragón, duque de Peñafiel en Castilla. Probablemente
se sentía más seguro que nunca de su poder. Luego la comitiva siguió, por
las estrechas calles, hasta Santa María la Mayor, cuyo solar ocupa ahora la
catedral. Los novios recibieron las bendiciones acostumbradas. Todos los
requisitos se habían cumplido. Y llegó la noche de bodas…
La bárbara costumbre castellana quería que la consumación de un
matrimonio regio tuviera lugar ante testigos que se conservaban a prudente
distancia y que, concluido el acto, se retirara la sábana del lecho para que
hubiera comprobación de que todo se había cumplido bien. De este modo
en aquella noche crucial del 15 al 16 de setiembre —coinciden en esto los
cronistas y el testimonio de los propios contrayentes en años posteriores—
se tuvo constancia de que doña Blanca quedó «tal cual nació, de que
hubieron gran enojo». Mosén Diego de Valera precisa aún más: «durmieron
en una cama y la princesa quedó tan entera como venía». Palencia insiste,
con su manía difamatoria, en buscar antecedentes que pudieran probar que
la impotencia del príncipe se había comprobado mucho antes.
Por mucha repugnancia que provoquen estos hechos, no hay más
remedio que manifestarlos con entera crudeza, pues de ellos se derivaron
después consecuencias trascendentales para la monarquía española.
Refrendada la noticia de los cronistas por la sentencia de divorcio de que
más adelante habremos de ocuparnos, debe admitirse, como dato seguro
que, durante tres años, que corresponden a los 16 y 19 de su edad, don
Enrique «había dado obra, con verdadero amor y voluntad, y con toda
operación, a la cópula carnal», aplicando además devotas oraciones y «otros
remedios» médicos sin conseguirlo.
Estamos siguiendo el estudio clásico de Marañón. Tenemos que partir
de un hecho comprobado, que en 1453 corroborarían con su juramento
tanto el príncipe como la princesa, que el matrimonio no pudo consumarse
La sentencia de divorcio explica cómo algunas honestas y responsables
matronas examinaron cuidadosamente a Blanca y la hallaron «virgen
incorrupta como había nacido», lo que significa la conservación del himen;
es preciso admitir que, en el tratamiento de este episodio, la impotencia no
fue atribuida a la esposa sino al marido. Marañón piensa que nos hallamos
ante un caso clínico bien definido de inhibición sexual, cuyas consecuencias
psíquicas también aparecen señaladas en nuestras fuentes: transcurridos los
tres años arriba mencionados, don Enrique comenzó a rehuir la compañía
de su esposa y acabó apartándose totalmente de ella. La búsqueda de la
soledad, especialmente en los bosques de Rascafría y de El Pardo,
inmediatos a sus ciudades predilectas, fueron remedios para esa profunda
misantropía. Ahora bien, ¿esa impotencia corroborada, fue absoluta? Aquí
no nos hallamos en posesión de fuentes que nos permitan dar una respuesta
definitiva, pues siendo ésta una de las cuestiones que se manejaron durante
la guerra civil, cada bando trató de aportar argumentos a su favor, de modo
que cada investigador puede formular su opinión mostrando citas que la
corroboran.
Ahora bien, entre sus contemporáneos resulta mayoritaria la de quienes
sostuvieron la tesis de la impotencia congénita. En la sentencia de divorcio
se recurrió al argumento de que el príncipe estaba separado de su esposa por
un «ligamento» o «hechizo», esto es, una circunstancia individual, que no
se producía en el caso de otras mujeres. Es forzoso reconocer que, entre las
muchas anomalías que la mencionada sentencia padece, la más notable es
esa que atribuye a una «buena, honesta y honrada persona eclesiástica»,
cuyo nombre no se menciona ni sus actuaciones se recogen, haber
interrogado a ciertas mujeres públicas de Segovia, las cuales testificaron
que, con cada una de ellas, había tenido el príncipe trato y conocimiento de
hombre a mujer, y que en tales relaciones ellas comprobaron que tenía una
verga viril firme y daba su débito y simiente como cualquier otro varón. De
acuerdo con las leyes castellanas esas mujeres, cuyo nombre tampoco se
menciona, no podían ser invocadas como testigos en razón de su oficio. De
modo que la referencia a tal interrogatorio era una noticia, no un testimonio.
Fernando del Pulgar y Lope de Barrientos que vivieron en la Corte,
siendo el segundo de ellos uno de los más fieles seguidores de don Enrique,
aportan otra noticia. Como una reacción de quien trata de huir de una
descalificación, don Enrique buscó la compañía de dueñas y doncellas
haciendo que algunas durmiesen con él pero que éstas unánimemente
confesaban «que jamás pudo haber con ellas cópula carnal».
Éstos son los datos de que disponemos, recogidos y ordenados
escrupulosamente por Marañón. Cada investigador puede, por tanto,
esgrimir argumentos en favor de cualquiera de ambas tesis: impotencia
absoluta o relativa y, por ello, subsanable. En la Corte, durante estos diez
años, fueron creciendo el rumor y la conciencia de que el príncipe era
incapaz de consumar su matrimonio, una noticia que después sería
oficialmente confirmada. Así se establecieron las bases de argumentos y
actitudes políticas. Aunque no puedan los historiadores dilucidar en
términos objetivos y reales tan importante cuestión, no pueden perder de
vista que los estados de opinión, cuando son fuertes y arraigados, resultan
decisivos en el curso de los acontecimientos políticos.

Inserción en la vida pública

La boda del príncipe, con sus no deseadas incidencias, había reducido a un


segundo plano la tarea de las Cortes de Valladolid. Sin embargo, el
cuaderno, fechado el 10 de setiembre de 1440, reviste una gran importancia:
alejado don Álvaro y separados por recelos los grandes sectores de la
nobleza, el Consejo estuvo en condiciones de elaborar, con los
procuradores, una especie de síntesis del programa político a emprender.
Destaquemos un aspecto general que puede ayudarnos a comprender la
trayectoria de este reinado. Reafirmando una línea de reformas que databan
de las postrimerías del siglo XIV, se reconoce en la monarquía —perfilada
en torno al «poderío real absoluto» que no reconoce instancia superior— un
sistema de gobierno ordenado en tres instituciones supremas cuya
colegialidad se mostraba como un bien deseable: el Consejo, hacia el que
confluían las relaciones con los órganos de administración, incluyendo la
justicia; la Audiencia, localizada ya en Valladolid, para ocuparse de las
causas civiles; y las Cortes, cuya intervención se juzga necesaria para la
promulgación de las leyes, la fijación de los impuestos y el reconocimiento
de los sucesores. Estaba en marcha la que podemos llamar forma
embrionaria de un Estado moderno.
En esta línea de reconstrucción del poder, don Juan Pacheco, que
actuaba en nombre del príncipe y como si tuviera su plena representación,
firmó el 26 de octubre de 1440 un contrato con el rey garantizando a éste
que Enrique no se apartaría un ápice de la obediencia y funciones que como
a sucesor correspondían. Como remuneración por los servicios que de él se
esperaban, este muchacho de 17 años recibía un primer lote de 800 vasallos,
situados en Villanueva de Alcaraz, Munera y la villa de Utiel. La entrega se
hizo al día siguiente. De este modo la Casa del príncipe, dotada de hecho de
un nuevo jefe, se iniciaba en la vida política. Enrique estaba a punto de
cumplir 16 años.
Durante los meses de ausencia de la Corte, don Álvaro de Luna no
había dejado de trabajar, buscando el retorno al poder. Frente a los infantes
de Aragón, enemistados con la sede de Roma por la política napolitana de
Alfonso V, el condestable contaba ahora con dos bazas: la decidida actitud
castellana contra los conciliaristas rebeldes en Basilea proporcionaba un
respaldo de los papas, que Enrique IV heredaría,[12] y la muerte de Duarte
en Portugal abría paso a nuevas posibilidades de alianza. El cumpleaños del
príncipe coincidía con nuevos rumores de querellas. No se ocultaba a nadie
que el rey don Juan deseaba el retorno de su valido, mientras que el
príncipe, que había procurado entretanto afirmar sus posiciones en Madrid y
Segovia, las dos ciudades a las que distinguiría con especial afecto,
permanecía al lado de su madre y, en definitiva, de su suegro. Podía alegar
que no se estaba incumpliendo el juramento que, en su nombre, prestara
Pacheco el 26 de octubre: la consecución de la paz era precisamente una de
las obligaciones del sucesor. La elevada estatura y desfiguración del rostro
le proporcionaban una imagen que correspondía a persona de más edad. De
todas formas las circunstancias creadas en torno a su persona le colocaban
en condiciones de tomar iniciativas, de acuerdo con las costumbres del
tiempo.
Dos noticias deben ser recogidas: el 4 de marzo de 1441 Pacheco
recibía de la reina María poderes para atraer a los Enríquez a su causa
—«creedle en lo que os dijere de parte nuestra», son las palabras
precisamente empleadas— y en el mes de mayo los cronistas registran la
presencia de don Enrique entre los numerosos partidarios que Juan de
Navarra reunía en su campamento de Martín Muñoz de las Posadas; su
madre estaba con él. Aunque la intención manifestada apuntaba a
negociaciones, no se descartaba la posibilidad de una lucha armada. No es
necesario atribuirle intenciones subversivas. Firme en su posición oficial de
sucesor reconocido en el trono —aunque no le había sido aún transferido el
Principado de Asturias en algunos documentos se hace acompañar de este
título— podía afirmar que estaba cumpliendo exactamente sus funciones
cuando, con su madre y su tío, buscaba el restablecimiento de la paz.
Es importante, para una más fácil comprensión de los acontecimientos
en que poco a poco tendremos que penetrar, fijar cuáles eran, en aquellos
momentos, las posiciones de los dos bandos políticos enfrentados.
Coincidían en un punto sobre el que, acaso, no se ha llamado la atención de
modo suficiente, esto es, la incapacidad de Juan II para ejercer por sí mismo
las funciones reales: de ahí que Enrique y sus consejeros insistieran en la
necesidad de que asumiera crecientes facultades. El condestable proponía
un refuerzo del «poderío real absoluto» en la forma orgánica propuesta en el
cuaderno de Cortes de Valladolid, contando, desde luego, con ser él quien
en su nombre lo ejerciera. La Liga de nobles, a la que se había sumado el
infante don Juan, afirmaba que ese poder debía ser compartido con el
Consejo y con los representantes de la grandeza, en cuanto elite política del
reino. Don Enrique, guiado por Pacheco, al juntarse con su madre y con su
suegro, parece haberse alineado con la segunda de ambas opciones.[13]

Poderío real absoluto

Estaba en juego, durante los años que giran en torno al acontecimiento que
significa la primera batalla de Olmedo, precisamente la definición y
dimensiones que debían darse al que ya entonces era conocido como
poderío real absoluto. Conviene precisar que, en aquella época, el término
absoluto no era empleado en el sentido que llegaría a adquirir siglos más
tarde: significaba, simplemente, que no reconocía ninguna instancia política
superior, ninguna dependencia salvo el orden moral establecido por Dios.
Los tres primeros monarcas de la Casa de Trastámara, reivindicando la
memoria de Alfonso XI —el reinado de Pedro I era destinado a execrable
condenación por tiranía— habían procurado la coordinación de ese poder
con los súbditos mediante el desarrollo de las instituciones arriba
mencionadas, Cortes, Consejo y Chancillería, y la observancia de la ley. La
primera y principal función del soberano era definida como «señorío mayor
de la justicia»; por eso el título exacto que le correspondía era el de alteza.
Veremos cómo, durante el reinado de Enrique IV, éste utiliza
esporádicamente el calificativo de majestad, que propiamente correspondía
a los emperadores; ello parece indicamos que hubo, por su parte, una
tendencia al crecimiento de dicho poderío real.[14]
Para justificar las aspiraciones a un desarrollo de la significación y
dimensiones del oficio real, se hizo uso del protocolo —algo que repugnaba
a don Enrique— y de la propaganda. Ésta recurrió abundantemente a los
medios literarios que han llegado a nosotros como testimonios escritos muy
abundantes. Los cronistas encargados de redactar la que llamaríamos
«historia oficial», aunque de signo contrapuesto en el caso concreto de
Diego Enríquez del Castillo y Alfonso de Palencia, testigos directos de la
mayor parte de los sucesos, coinciden con los documentos en el punto de
afirmar que la legitimidad tiene su origen en el designio de Dios, a través
del nacimiento, de quien el rey es además verdadero vicario. Pero, al mismo
tiempo, señalan que el reino de Castilla cuenta también con otra legitimidad
no menos importante, que tenía su punto de partida en aquel contrato de los
emperadores romanos con el rey de los godos, Walia —en realidad un
arriendo de servicios militares— que era interpretado ahora como si
consistiera en la transmisión de la autoridad.
Los reyes, en Castilla, no eran consagrados ni coronados. Juan I había
intentado introducir esta novedad montando una ceremonia en las Huelgas
de Burgos, pero al no convertirse en hábito, tal intento quedó reducido a ser
una excepción. Esto no impedía que se viese, en las acciones reales, una
moción permanente del Espíritu Santo. Toda su vida estaba penetrada de
sentido religioso. La invocación a Dios en la Trinidad y a la Virgen María
forma parte inalienable de los documentos.
Don Enrique había sido educado en este orden de ideas y no tenemos
razones para sospechar que no creyera en ellas. Entendía, en consecuencia,
que su misión —ahora que, con la mayoría de edad, el destino le
encomendaba una especial suplencia de su padre, sometido a voluntad ajena
— se movía entre dos canales paralelos: realizar todo aquello que fuera
provechoso para la paz del reino y vivir la condición de cristiano con el
mayor rigor, ya que de su conducta dependía la salud del reino. El cronista
oficial y capellán, Diego Enríquez del Castillo, atribuye a ambas
convicciones su inveterada, y en ocasiones, excesiva tendencia a la
negociación, al perdón de los enemigos y, en definitiva, a las concesiones;
en consecuencia, una virtud mal entendida. Palencia, por el contrario,
presentará a Enrique IV como un monstruo de debilidad, lejos de cualquier
virtud, e inclinado a todos los vicios.
La ley es el intermedio en las relaciones entre monarca y reino. Se trata,
ante todo, de la costumbre consolidada. Pero al rey, en cuanto que posee el
señorío mayor de la justicia, asiste el derecho a promulgar nuevas leyes, si
bien tiene que recordar el juramento prestado de guardar los usos y
costumbres del reino. Podemos inducir a error cuando nos referimos a las
Cortes como órgano legislativo: los procuradores de las ciudades estaban en
condiciones de solicitar del rey determinadas medidas y eran, además,
representación del reino suficiente para que ante ellos las leyes fuesen
promulgadas. Pero, en definitiva, correspondía al rey la última decisión:
desde la «cierta ciencia» procedía a decidir si las peticiones merecían
convertirse en leyes o, por su motu proprio, esto es, de libre iniciativa,
procedía a la promulgación. Mosén Diego de Valera, uno de los más
eficientes propagandistas de ambos reinados, el de Enrique IV y el de
Isabel, insiste en que el juicio acerca de un soberano sólo puede emitirse
correctamente si se tienen en cuenta las buenas leyes que entonces se
promulgaron y cómo fueron cumplidas, ya que de ello dependía el bienestar
de la «república». Es indudable que el balance correspondiente a don
Enrique debe considerarse negativo.
Desde sus años juveniles, Enrique IV hizo patente el fastidio que para él
significaba la pompa del ceremonial. Por ejemplo, gustaba vestir del modo
más incorrecto posible. Tuvo que someterse a él, pero sintiéndose de
manera constante movido a huir de sus compromisos: corona, cetro, espada,
atuendo y pendones eran como los signos de la realeza. Por esta causa los
actos oficiales cobraban de representaciones teatrales: ciertos edificios,
palacios o templos, proporcionaban el decorado necesario. Ya en 1441 el
joven concedió la mayor importancia al hecho de disponer, para ello, de los
dos grandes alcázares reales, el de Segovia y el de Madrid, éste por su
abuelo, Enrique III, que vigiló cuidadosamente el desarrollo de las obras.
Pues ambos palacios, pese a las deficiencias que presentaban —en su origen
eran apenas caserones fortificados— eran idóneos para el ejercicio de la
representación. En ocasiones, el rey y la reina intervenían en la
organización de las ceremonias indicando a los cortesanos los colores y
vestidos que debían usar en la ocasión.
La capilla real, cuidadosamente organizada, atendía a las otras
dimensiones, las que abarcaban el servicio religioso de la monarquía. Iban
más allá de la simple prestación de servicios. De este modo resulta fácil
explicar las frecuentes escapatorias del rey en busca de la soledad y el
desaliño: en ciertos momentos de especial tensión, don Enrique se apartaba
de todo lo que la Corte llegaba a significar de pesadumbre, ocultándose en
los bosques donde se reunía con sus monteros, muy numerosos, y con los
cuidadores de los animales. Se vestía, cómodamente, con atuendos vulgares
y oscuros. Segovia y Madrid compartían una condición, de gozosa
proximidad a los profundos bosques: como una contrapartida al rigor de los
alcázares, hizo construir un pabellón de caza en Balsaín y reacondicionó el
que en El Pardo poseyera su abuelo. Ambos eran la contrapartida
indispensable para la vida del rey.

Papel político de la nobleza

Al lado del rey aparece, indispensablemente, el estamento político que


conocemos por nobleza: sus funciones reconocidas son el ejercicio de las
armas y el desempeño de funciones encomendadas por el rey.[15] Esa
nobleza, que significaba menos del 5 % de la población, se hallaba, en
aquellos momentos, afectada por profundas divisiones, que no se limitaban
a los aspectos políticos. Los señoríos jurisdiccionales se habían convertido
en la principal plataforma económica, siendo las otras fuentes de ingresos
escasamente significativas. Pero esos señoríos, subrogaciones del poder
real, dependían de la estabilidad de éste. De modo que los intereses de los
grandes se hallaban sometidos a una doble tensión, ya que si perseguían,
por una parte, hacerse copartícipes de las funciones de gobierno, eran
conscientes de que las alteraciones políticas podían acarrear confiscaciones
o privaciones de esos mismos señoríos. De un modo general, simplificando,
podríamos admitir que a los grandes linajes opulentos, aquellos a quienes
convenía sobre todo dar estabilidad a su status, tenían que sentirse
inclinados a un fortalecimiento del poderío real absoluto, mientras que los
medianos o pequeños, necesitados de obtener ganancias que les permitiera
elevarse, favorecían las tensiones políticas porque eran el medio de
incrementar su fortuna. Entraban en juego factores personales: Pacheco y su
hermano Pedro Girón no parece que hubieran alcanzado en el momento de
su muerte un grado de satisfacción que les impulsara a detenerse en el
crecimiento.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿en qué consiste ese status que
condiciona a la nobleza? Para Concepción Quintanilla, buena conocedora
del tema, en la época de Enrique IV habría que tener en cuenta tres factores:
a) el privilegio, que no es uniforme sino que se expansiona en un abanico
de posibilidades de acuerdo con el rango adquirido; b) el poder, que guarda
relación directa con las rentas de que se disponga; y, c) la norma de
conducta, que es vehículo de unidad en el interior del estamento, y al
mismo tiempo establece la diferencia con el resto de la población. Un noble
no puede ejercer oficios mecánicos y tiene que atender ante todo a su honra.
Esto nos lleva al aspecto con toda probabilidad más importante. Siendo
una minoría exigua, entiende que es la virtud la que, con su calidad,
proporciona el marchamo de noble. Esa conciencia ha llegado hasta
nosotros que utilizamos el término nobleza para referirnos a un determinado
comportamiento. Juan de Alarcón, teólogo agustino, que figura entre los
colaboradores de don Álvaro de Luna, establece un cierto grado de
identidad entre realeza y nobleza: ambas son escogidas por Dios por la vía
objetiva del nacimiento para cumplir una misión en la vida; ordinariamente
se nace noble, porque el acceso desde la simple villanía debe considerarse
únicamente como singular excepción. Ser noble, como ser rey, implica el
sometimiento a un deber, a veces extraordinariamente gravoso. Pero
Alfonso de Cartagena y Diego de Valera, que desempeñaron papeles de
gran relieve en el reinado de Enrique IV, añaden que, siendo la virtud lo que
esencialmente caracteriza al noble, corresponde al rey la decisión de
integrar en la nobleza a personas que han alcanzado el mérito suficiente.
Desde sus días de príncipe, Enrique IV tendrá esto muy en cuenta: la
promoción dentro del estamento e incluso de personas tomadas fuera de él,
será el medio de construir un equipo de colaboradores que consideraba
precisos. Pacheco y Juan de Valenzuela, Beltrán de la Cueva o Miguel
Lucas de Iranzo pueden servirnos de modelo.
La misión política de la nobleza se apoyaba en la antigua doctrina
platónica de las tres funciones que necesita una sociedad para subsistir
aunque a mediados del siglo XV, sin abandonar los deberes militares, se
tendía a conceder mayor importancia a las misiones que significaban alguna
tarea de gobierno. Los grandes señoríos se organizaban como pequeños
reinos, con su alcázar —el castillo experimenta reformas arquitectónicas
para semejarse a un palacio— su pequeña Corte, su ceremonial. Al conjunto
de dominios de diversa naturaleza, se les llamaba estados. Cuidadosamente
se fijaron los apellidos utilizando dos nombres, el gentilicio que garantizaba
la calidad del linaje, por ejemplo Álvarez, y el locativo que permite la
identificación con el solar, de Toledo.
Los matrimonios constituían una faceta sumamente importante: lo
mismo que en el caso de los reyes, respondían a criterios de interés y
conveniencia política; lo cual no impedía la aceptación rigurosa de las
responsabilidades inherentes al linaje. La esposa sirve para unir o disociar a
la familia: el amor no dejaba de ser una consecuencia del deber, y no puede
decirse que faltase. De ahí que, como contrapartida, estallase en el mundo
caballeresco la fantasía liberadora que identificamos con el amor cortés.
Menos platónico de lo que las imágenes literarias pueden hacernos creer,
generaba, dentro de este sector social, un crecido número de bastardos que
no se ven privados de la condición de nobles. Una de las deficiencias que
fortalecería la opinión generalizada de que Enrique IV era absolutamente
impotente, radicaba ahí: si, como afirmaría en su sentencia de divorcio, sólo
con Blanca padecía el impedimento, ¿por qué no podía exhibir, como otros,
esa prueba contundente que habrían significado los hijos no legítimos? No
debemos perder de vista este aspecto esencial. Sus tres antecesores tampoco
habían tenido hijos bastardos, pero bastaba con los legítimos para probar su
plena normalidad. Ni Juan I, ni Enrique III, ni Juan II hicieron alarde de
relaciones femeninas fuera de su esposa. Enrique IV, sí.
CAPÍTULO III

TOLEDO

Julio de 1441: la toma de decisiones

Se acercaba el verano de 1441: la pugna entre los dos sectores que


dominaban el campo político iba adquiriendo tonos más amenazadores que
los que corresponden a las polémicas y pactos. Algunos grandes
respaldaban el proyecto de don Álvaro para recobrar el poder. Es evidente
que una ruptura, y con armas, no convenía al heredero. El consejo de
Pacheco —según los cronistas era éste quien tomaba las decisiones— se
dirigía a que don Enrique se asegurase el dominio de nuevas ciudades ya
que éstas, con sus rentas y sus fortalezas, proporcionaban la plataforma de
poder que le permitiría imponer su mediación. Y señaló dos puntos: Toledo,
segunda ciudad del reino por su tamaño, y dotada de una trayectoria
histórica que ensalzaba su fama, y Tordesillas, que podía dominar, desde el
gran recodo del Duero, una amplia zona vital que aproximaba a la frontera
de Portugal. Enrique pidió a su padre que le encargase de la custodia de la
segunda de ambas ciudades e hizo incluso, el 11 de junio de aquel año, un
intento para apoderarse de ella, pero en ambas tentativas fracasó.
Fue entonces cuando, en quebranto de aquella fidelidad que jurara,
sumó las tropas de que disponía a las que habían reunido los infantes de
Aragón para destruir a don Álvaro, «liberando» al rey de las garras del
valido. Cuando en la confusa noche del 28 al 29 de julio entraron en
Medina, obligaron a huir al condestable, y se apoderaron del rey; la
presencia de la reina y del heredero en sus filas, permitió dar al golpe un
cierto revestimiento de legalidad. Pacheco pudo explicar su conducta
diciendo que el príncipe, cumpliendo su deber, había tomado ciertas
iniciativas para impedir que el monarca, su padre, permaneciera bajo la
influencia de un usurpador. Este argumento tropezaba con un inconveniente
serio: el propio Juan II no ocultaba su disgusto por la supuesta liberación.
La ruptura, en su matrimonio, era ahora absoluta.[16]
Reducido el rey a la custodia de un partido que había conseguido
imponerse mediante la fuerza, se trataba, ahora, de tomar decisiones acerca
del gobierno del reino. No era un secreto para nadie que Juan de Navarra,
definitivamente reconocido como cabeza del clan aragonés, se había
convertido en árbitro de la situación; pero necesitaba insertar el hecho en el
principio de legitimidad que sostiene la monarquía. Por ello se decidió que
fueran la reina y su hijo, junto con dos grandes, el almirante Enríquez y el
conde de Alba, que procedían de partidos distintos, quienes determinasen
las medidas que en aquella coyuntura debieran tomarse para lo que se
presentaba como restablecimiento del poderío real absoluto. Hay razones
para suponer que, en la práctica, don Enrique prestó su nombre, nada más.
La repugnancia de Juan II hizo que se perdieran algunos días, de modo que
la sentencia lleva la fecha del 10 de julio de 1441 y venía condenada a
incumplimiento por la nula voluntad de aquellos a quienes se destinaba.
Sin embargo, y teniendo en cuenta que el príncipe heredero había
comprometido su nombre y su firma, el documento ofrece interés para el
objeto de nuestra exposición. Comencemos por decir que los vencedores de
aquella hora pensaban servirse de él para eliminar a sus rivales, pero no
podían soslayar la gran cuestión que se hallaba en medio de estas grandes
querellas políticas: cómo debía regirse la monarquía. La institución esencial
era, sin duda, el Consejo, pues allí se recibían las apelaciones y demandas
en justicia y se elaboraban las decisiones. Pero la oligarquía nobiliaria huía
de cualquier tendencia representativa, como era la Diputación, de acuerdo
con el modelo catalán, y buscaba convertirlo en un reflejo de ella misma
que le garantizase en el status ya adquirido. Se trataba, en el fondo, de crear
un equipo de gobierno con tres grandes, dos prelados y dos caballeros, a los
que auxiliarían cuatro doctores encargados de realizar el trabajo sistemático.
Debemos llamar la atención sobre el hecho de que durante el reinado de
Enrique IV se recurrirá sistemáticamente a proyectos de este estilo que
daban origen a la creación de verdaderos triunviratos sustitutivos de la
execrable fórmula unipersonal del valido.
De cualquier modo había una especie de contradicción entre este
proceso que tendía a incrementar el poder real y la conciencia de que no
podía confiarse al rey su ejercicio. Era un retorno a la situación que
imaginara don Fernando «el de Antequera» antes de la promoción de tantos
grandes. Los intereses de una dinastía que se hallaba implantada en toda la
Península, se contemplaban como un todo. En consecuencia, Castilla se
comprometía a intervenir en Portugal para devolver a Leonor la regencia de
su hijo, Alfonso V, arrebatada por el infante duque de Coimbra, don Pedro.
Con toda lógica, don Álvaro inició sus contactos con quien tenía tanto
interés como él en destruir el paraguas que tendía a abarcar toda la
Península.
Portuguesismo versus aragonesismo; tales eran las alternativas que se
ofrecían en un proceso que iba incrementando la íntima comunicación entre
los reinos. Ahora los aragoneses necesitaban apoyarse, mucho más que en
1420, en un partido nobiliario que exigía también su parte El príncipe,
cuidadosamente guiado por Pacheco, dio en 1441 importantes pasos
adelante, asegurando su propio poder. Seguía desempeñando el papel de un
sucesor que defiende la autoridad regia contra las insolencias de un «mal
tirano usurpador del poderío real» como se le definían en los panfletos para
la propaganda. Convivía con su esposa Blanca, y estaba al lado de su madre
la reina María y de su suegro, esto es, los allegados más próximos a su
persona. A las villas y fortalezas que ya poseía, se sumaron, ahora, Ferrol,
Puentedeume y Villalba, en Galicia.

La cuestión portuguesa

Pedro, duque de Coimbra, apoyado por sus hermanos Enrique, «o


navigador» y Juan, asumiendo la tutela y custodia de sus sobrinos Alfonso y
Fernando, había conseguido que la reina viuda Leonor cruzara la frontera
por Alburquerque (29 de diciembre de 1440) viniendo a refugiarse en
Toledo, llevando consigo a esa preciosa niña, Juana, de poco más de un año
de edad, que llegaría a ser la segunda esposa de Enrique. Podríamos
establecer una especie de curiosa confrontación, de la que se hacen eco los
poetas, entre esos vástagos de reyes, «altos infantes» como llamará Camões
a los portugueses, o «verduras de las eras» en la imaginación caballeresca
de Jorge Manrique. Los proyectos del rey de Navarra, recabando ayuda de
las Cortes en 1441 y en 1442, fracasaron. Juan II avisó secretamente a don
Pedro, a través del obispo de Coria, que no debía tener en cuenta avisos ni
amenazas. Y en el Consejo el conde de Haro y fray Lope Barrientos, que
tenía la confianza del príncipe además de la del rey, dijeron que les parecía
aceptable la propuesta portuguesa de fijar una pensión conveniente para la
reina y su hija a cambio del compromiso de no regresar a aquel reino donde
su presencia podía causar perturbaciones.
Ésta era, sin duda, la actitud recomendada a don Enrique por Pacheco,
que había conseguido ingresar en el Consejo real como uno de esos dos
caballeros previstos en la sentencia arbitral. Estaba recomendando al
príncipe una línea de conducta que había hecho también suya: el grado de
poder a desempeñar en el reino de Castilla estaba en relación directa con el
volumen de rentas que consiguiese acumular, siendo los señoríos fuente
muy principal para generarlas. El 13 de febrero de 1442 este aprendiz de
valido disolvía los últimos vínculos que le ligaban al condestable, al
conseguir una sentencia de nulidad que no llegó a ejecutarse de su
matrimonio con María de Portocarrero, prima de don Álvaro; seguramente
pensó que era también un camino fácil, aplicable a los príncipes como a los
simples caballeros.
En aquel momento el condestable parecía ajeno a los asuntos públicos:
fijó su residencia en Escalona, donde una pequeña Corte de adictos y
también de quienes creían en su retorno, funcionaba de acuerdo con los
moldes caballerescos: la administración de sus «estados» llenaba
suficientemente su tiempo. Ante el fracaso de sus proyectos en Portugal,
que demostraba cómo su poder estaba mediatizado por los grandes, los
infantes de Aragón decidieron restablecer los contactos. En octubre de
1442, estando en Arévalo, concertaron con la reina María y el príncipe
Enrique que se permitiera a Juan de Luna, rehén constituido en casa del
conde de Benavente, recobrar su libertad y reunirse con su padre. En las
conversaciones que entonces se entablaron, había una propuesta acerca de
dos importantes vacantes eclesiásticas: la sede de Toledo, por muerte de
Juan de Cerezuela, hermano de don Álvaro, y el Maestrazgo de Calatrava,
de importantes recursos: los infantes se hallaban dispuestos a admitir que un
colaborador del condestable, Gutierre de Toledo, ocupara la sede primada
pero otorgándose la Orden a un bastardo, muy joven, del rey de Navarra,
llamado Alfonso de Aragón.
En noviembre o diciembre de 1442 don Álvaro celebró una entrevista
secreta con los dos infantes, Juan y Enrique, en un lugar cercano a Talavera,
de modo que la reconciliación parecía abrirse camino. De ella hubo noticia
en la Corte, como nos confirma la Crónica del rey. La mitra toledana era
una baza importante y don Gutierre de Toledo podía ser un vehículo para el
dominio de la ciudad. Por otra parte la posición del príncipe que a lo largo
de los dos últimos años apareciera ligado a los infantes contra el
condestable, se tornaba incómoda: era tratado como un simple peón que,
llegado el momento, puede ser marginado sin otra preocupación.

La cuestión del cristianismo nuevo

Pacheco decidió adelantarse: por su encargo, su hermano Pedro Girón hizo


en setiembre de 1442 un viaje hasta la ciudad del Tajo, advirtiendo a los
miembros de la pequeña oligarquía que dominaba esta ciudad, contra las
intenciones del condestable. El alcalde mayor, Pedro López de Ayala y su
hijo del mismo nombre, descendientes del famoso canciller de Enrique III,
aceptaron sus propuestas haciendo en sus manos homenaje solemne de estar
al servicio del príncipe, obteniendo de este modo la garantía de que tendrían
la posesión de las tres fortalezas que garantizaban la posesión de la ciudad:
el alcázar, la torre del puente de Alcántara y el castillo de San Servando
(19 setiembre 1442).[17] De este modo don Enrique, sin que esto significase
una posesión directa, impedía la entrada de su padre el rey y la de don
Álvaro, en la ciudad. Los Ayala estaban muy interesados en mantener a
Toledo lejos de las contiendas que sacudían al reino: su poder era amplio
pero frágil y dependía de que pudieran conservar el oficio de alcalde mayor
y el mando sobre la guarnición, porque sus señoríos, especialmente en
Fuensalida, no eran ricos.
Sede primada de España, un título que suscitaba competencias en Braga
y Tarragona, Toledo era, por sus actividades relacionadas con una fuerte
artesanía y con el comercio, una de las más importantes piezas para la
economía del reino, junto con Sevilla y con Burgos. En otro tiempo había
sido asiento de dos importantes juderías, la mayor y la alcaná, que
produjeran movimientos intelectuales muy fecundos, pero las tormentas de
1391 redujeron drásticamente la primera y suprimieron la segunda. Como
consecuencia de las conversiones que acompañaron y siguieron a este
evento, eran muy numerosos los cristianos calificados de «nuevos» para
distinguirlos de los viejos o «lindos». La preparación técnica que poseían
antes del bautismo, aseguró a estos conversos un desenvolvimiento
económico muy notable. Población conversa de iguales características
existía en otros muchos lugares, de modo que no debe considerarse como
una simple peculiaridad toledana. También constituye un error creer que
todos o la inmensa mayoría de los conversos gozasen de posición
privilegiada. Eran pocos los que conseguían elevarse en el mundo de los
negocios y acceder, por méritos, nombramiento o compra, a oficios que
permitían participar en el gobierno de las ciudades o de la Iglesia.
Naturalmente los que alcanzaban posiciones relevantes ligaban sus
intereses a los de los cristianos viejos, especialmente entre la nobleza o las
oligarquías ciudadanas. En sus años de poder, entre 1429 y 1439, don
Álvaro de Luna empleó, en beneficio de su gobierno, tanto a cristianos
nuevos como a judíos.[18] Abraham Bienveniste, autor del Ordenamiento
pactado en Valladolid en 1432, que había venido a sustituir a las leyes de
Ayllon, era ahora el Rab mayor de la comunidad israelita. Un cristiano
nuevo, el doctor Pedro Díaz de Toledo, desempeñaba el oficio de relator,
referendario y secretario del rey; permaneció en su puesto en medio de los
azares de las duras contiendas políticas.
En general los cristianos viejos, especialmente aquellos que formaban
parte de los sectores más bajos de la población, odiaban a judíos y
conversos, considerándolos como un todo y escuchando las consejas de
quienes les achacaban tener alguna clase de designios ocultos para hacer el
mal a los cristianos. Calumnias que se remontaban a muchos años atrás
florecían ahora abundantemente; no necesitaban ser verdaderas para que se
las admitiese. No poseemos datos muy concretos y por eso no es posible
conjeturar el número de «nuevos» que sentían nostalgia de su antigua
religión y por consiguiente judaizaban. Era natural en ellos un escaso
aprecio por un bautismo que, en muchas ocasiones, les fuera impuesto bajo
amenaza de muerte. Pero otros muchos, llegados al convencimiento de que
la permanencia en la religión mosaica era un error, se habían decidido por
vivir seriamente el cristianismo: los Cartagena, descendientes de aquel
singular personaje que fuera primero rabino Shlomo ha-Levi y luego obispo
de Burgos Pablo de Santa María, se inscribían entre los eclesiásticos más
ilustres y mejor preparados de su tiempo.
En Toledo, como en Ciudad Real, Córdoba y Sevilla, con cierta
diferencia en el tiempo, la animadversión hacia los conversos alcanzó
niveles muy altos: se llegó a creer que «todos» los nuevos eran falsos
cristianos, que seguían practicando en secreto sus ritos, mezclándolos a
brujerías y sortilegios que no tenían otro objeto que el de causar maleficio
entre los cristianos. Lentamente se había producido un giro en la que
podríamos llamar «cuestión judía»: la hostilidad que hasta el siglo XIV
tuviera un signo religioso —los que se bautizaban podían integrarse en la
sociedad cristiana olvidándose pronto su origen— había llegado a
replantearse como antisemitismo. La tesis que sostenían los enemigos de los
conversos era que la «pravedad» judaica, efecto de su naturaleza y
consecuencia de la maldición pronunciada por Dios, no se corregía con el
bautismo.
Se cometió un grave error que llegaría a causar muy dolorosas
consecuencias. Parecía olvidarse que el propio Jesús y su Madre, los
apóstoles y todos los primeros cristianos habían pertenecido al pueblo de
Israel. Se entraba así en contradicción con la propia doctrina que reclamaba
para la Iglesia el título y consideración de verdadero y definitivo Israel. Un
error que traería a la larga muchas consecuencias negativas. Tratamos de
explicar y no de formular juicios de valor: pero es importante, en la
narración de los sucesos, penetrar en la mentalidad de sus protagonistas.
Dentro de este clima se insistía en que no debía permitirse a los
conversos acceder a cargos que significasen ejercicio de alguna potestad
sobre los «lindos». Se llegó a decir que en el Fuero otorgado a Toledo, y a
otras ciudades, por Alfonso VII, se señalaba precisamente una prohibición
de este tipo. Ya Enrique III, y después Juan II, habían tenido que dictar
disposiciones recordando que, de acuerdo con las leyes de la Iglesia y con
la doctrina jurídica de las Partidas, aceptada en España, ninguna diferencia
podía establecerse entre personas bautizadas, cualquiera que fuese su
origen. Pero en cada una de las ciudades se había producido una profunda
división entre aquellos que admitían y los que rechazaban la presencia de
conversos; entraban en juego también los intereses de los linajes y otras
circunstancias.
Al vincular su causa con la del alcalde mayor, Pedro López de Ayala, el
príncipe Enrique se situó en principio del lado de los que defendían la
equiparación de los conversos, manteniéndolos en sus empresas y oficios
porque esto significaba la prosperidad de la ciudad. Pero iban creciendo las
voces discordantes: bastaba cualquier error o mala conducta que se
observara para que se generalizase su atribución a todos los conversos.
Como en toda comunidad humana existían malos ejemplos en número
suficiente, que podían ser aducidos. Entre la gente del pueblo corría con
facilidad el rumor de que la riqueza que poseían algunas familias de
cristianos nuevos era producto de la usura, considerada entonces y todavía
siglos después, como el pecado nacional judío. Protestas y quejas de ambos
sectores fueron elevadas al Concilio ecuménico reunido en Basilea y al
Papa Eugenio IV. Pese a las discordias reinantes, en las dos instancias hubo
coincidencia doctrinal: ninguna distinción podía establecerse entre viejos y
nuevos, si bien se admitió, como un hecho, que algunos cristianos pudieran
incurrir en delito de herética pravedad al mantenerse fieles, en todo o en
parte, a la doctrina mosaica, rechazando la fe cristiana.
Por debajo de las calumnias y difamaciones, se planteaba un hecho real:
había personas bautizadas que se desviaban de la fe o permanecían en
costumbres y prácticas que no eran cristianas. El derecho canónico vigente
no dejaba lugar a dudas: el juicio sobre tales delitos no correspondía a los
tribunales ordinarios sino a la Inquisición, cuyo procedimiento no estaba
introducido en Castilla. En torno a 1436, de acuerdo con los datos que
poseemos, se comenzó a formular la demanda de que se introdujese. Los
conversos sinceros acudían a ella, pues una verdadera «inquisición»
permitiría aclarar las cosas descubriendo de verdad cuántos eran los que
seguían prácticas condenadas por la Iglesia.

Estado de las comunidades judías

Consumada la expulsión o el marginamiento de las comunidades judías en


las grandes monarquías europeas, los reinos peninsulares formaban una
especie de espacio excepcional. Había fuertes recelos y odios especialmente
en el pueblo llano, que miraba con envidia a los judíos ricos,[19] aunque su
situación era menos peligrosa que en el siglo anterior ya que las muestras de
animadversión se dirigían con preferencia contra los conversos. Amparados
por el Ordenamiento de 1432 que, sin reconocerles la calidad de súbditos,
garantizaba algunos derechos, los hebreos formaban ahora una comunidad
de 80.000 almas, probablemente menos, afectada por corrientes
emigratorias cuya cuantía es difícil calcular.[20] En las grandes ciudades se
descubría una radical disminución en el número de miembros de las
aljamas. Por ejemplo, el concejo de Burgos había limitado a 22 el número
de familias que podían residir, de modo que los matrimonios nuevos
estaban obligados a emigrar. Sólo 40 casas formaban la antiguamente
opulenta judería de Toledo. No hay noticias de los sufrimientos que en esta
ciudad sufrieron los israelitas durante los movimientos anticonversos.
Se había producido un desplazamiento desde las grandes ciudades y
villas del realengo, que estaban en condiciones de tomar disposiciones por
sí mismas, a los lugares de señorío en donde los judíos alcanzaban un grado
mayor de protección. Maqueda, por ejemplo, revestía ahora mucha
importancia y las aljamas de Hita, Buitrago, Cuéllar o Talavera habían
experimentado un crecimiento. Aún más voluminosa era la aljama de
Torrelaguna,[21] señorío de los Mendoza, donde han podido señalarse 41
casas en las que 37 varones y 4 mujeres figuraban como cabezas de familia.
Haro contaba con 55 fuegos.[22] La nobleza, lo mismo que el rey, tendían a
sentirse favorables a la permanencia de los judíos, pues se mostraban como
buenos colaboradores en cuestiones financieras y producían riqueza con sus
actividades.
La mejora en las condiciones económicas experimentada por el reino de
Castilla en el siglo XV favoreció un proceso de moderada recuperación en la
comunidad judía: pero los concejos seguían recurriendo a las leyes de
Ayllon y demás disposiciones segregatorias para limitar las condiciones de
estancia y dirigirlos hacia sectores marginales. Era inevitable recurrir a sus
servicios como médicos, pero se les continuaba negando la entrada en las
corporaciones de oficios, exclusivamente reservadas a cristianos: las
ocupaciones más frecuentemente mencionadas en los documentos les señala
como zapateros remendones y ropavejeros, pequeños comerciantes,
asentadores de lana o de pescado. Desde luego algunos de ellos se
dedicaban a préstamos mediante prendas, lo que les aproximaba a la usura.
Los ingresos por vía de impuestos indirectos son difíciles de calcular, pero
el tributo directo, llamado «servicio y medio», rendía únicamente 450.000
maravedís y así se mantuvo a lo largo de todo el reinado.
En el momento en que, con la batalla de Olmedo, la monarquía iba a
intentar un paso adelante hacia su definición en cuanto forma de Estado, en
ejercicio de un poder absoluto, la «cuestión judía» —es decir, la existencia
de una población asentada en el territorio aunque no pudiera formar parte
de la comunidad política por ser ésta esencialmente cristiana— aparecía
relegada a un segundo término ante la «cuestión conversa». La
historiografía moderna, aplicando valores que corresponden a nuestro
tiempo, tiende a identificar judíos y conversos como si fuesen sectores
diferentes de una misma comunidad, esto es, los define como si se tratara de
una etnia. Jiménez Soler ya advirtió que, tras este problema, asomaba un
verdadero conflicto social, enfrentamiento entre las masas de pobres y la
minoría de ricos. Estas observaciones deben tenerse en cuenta pero sin
radicalizarlas. La acusación precisa e importante que se lanzaba sobre los
judíos era de ser «falsos cristianos», es decir, de haberse insertado en la
sociedad mediante el fraude de una conversión fingida para mejor cumplir
el objetivo propuesto de dominarla o dañarla en lo más valioso: la fe. De
modo que tenemos que considerar los tres aspectos simultáneamente, pero
por este orden, religioso, social y político, sin prescindir de ninguno. Los
que aparecen como protagonistas en los debates, especialmente del lado de
los conversos, son eclesiásticos que emplean argumento teológicos y acaban
llegando a la conclusión de que el problema no podía ser resuelto más que
mediante el establecimiento del procedimiento inquisitorial. No era
imprescindible pensar en drásticas penas sino en penitencias ordinarias.
CAPÍTULO IV

LIBERAR AL REY

El príncipe ante el golpe de Rámaga

Al sustanciar su compromiso con los Ayala, en Toledo, no pretendían


Pacheco y Girón involucrar al príncipe en la querella que separaba a
conversos de «lindos» sino reforzar su partido atrayendo sobre todo a
nobles que militaban hasta entonces entre los seguidores de los infantes.
Había que utilizar la magistratura correspondiente a don Enrique, la
sucesión, para crear una tercera fuerza susceptible de convertirse en árbitra
del poder, contando con la ventaja de no contrariar la legitimidad: pues al
príncipe de Asturias correspondía ayudar al rey o suplirle si las
circunstancias le impedían el ejercicio de su autoridad.
Pero entonces tuvo Juan II un gesto de independencia: estando en
Illescas, adonde llegara con intención frustrada de entrar en Toledo, desvió
su camino hacia Escalona para ser padrino de bautismo de una hija del
condestable (marzo de 1443). Esta visita fue interpretada como el anuncio
de que iba a producirse el retorno de don Álvaro de Luna a la Corte. Las
fiestas que allí se celebraron parecían convertirse en exponente de la nueva
situación. Esto no convenía a Pacheco: un simple retorno del valido podía
conducir de nuevo a la marginación.
En aquel momento las relaciones entre padre e hijo estaban sembradas
de espinas: al golpe que significaba cerrar al rey el acceso a Toledo había
respondido éste recuperando la guarnición de esa singular fortaleza que
constituye el cimborrio de la catedral de Ávila, de donde era obispo fray
Lope de Barrientos. De este modo pudieron creer los tíos de don Enrique
que contaban con su anuencia, al menos condescendiente, para repetir el
golpe de Estado que ya ejecutara en Tordesillas uno de ellos y que consistía
en eliminar del Consejo a los partidarios del condestable o simples
disidentes, para establecer el gobierno de un único partido. Es indudable
que se estaba tratando al rey como si fuese incapaz de valerse por sí mismo.
Para reforzar este partido era necesario reforzar las vinculaciones con
algunos linajes y vincular también al príncipe para cerrar el círculo de la
legitimidad.
Galíndez de Carvajal nos da la noticia de que Juan de Navarra habló
largamente con su yerno para «apartarle de algunos siniestros propósitos
que comenzaba a tomar», pero no precisa en qué consistían. Al mismo
tiempo ambos hermanos, viudos respectivamente de la reina Blanca de
Navarra y de la infanta Catalina de Castilla, se comprometieron en
matrimonio, el primero, Juan, con una hija del almirante, llamada Juana
Enríquez, y el segundo, Enrique, con una hermana del conde de Benavente,
Leonor Pimentel. Ambas bodas quedaron apalabradas para después del
golpe.
Estaba la Corte en Rámaga, una pequeña localidad cercana a Madrigal,
el 9 de julio de 1443 cuando, a primeras horas de la mañana, el príncipe fue
informado de que se iba a detener o despedir a los amigos del condestable y
disidentes a fin de limpiar el Consejo de enemigos. Se trataba de un golpe
preventivo, como apuntara Vicens, para impedir el vuelco en la situación
que se anunciaba. Ejecutado en efecto el golpe, pudieron los infantes
anunciar sus bodas que se celebraron con solemnidad el 1 de setiembre de
aquel mismo año en una misma ceremonia. De aquellos matrimonios
nacerían Fernando, el futuro Rey Católico, y Enrique, que alguna vez
pretendió titularse infante y fue llamado «Fortuna» por la escasa que tuvo.
Dos novios para Isabel y Juana en los difíciles años 70 del mismo siglo.
Bastantes linajes quedaron fuera del ámbito de poder, temerosos de las
consecuencias que para su patrimonio personal pudieran derivarse del
golpe. Al día siguiente, 10 de julio, fray Lope Barrientos tuvo una
conversación con Enrique, de maestro a discípulo: lo sucedido era
extraordinariamente grave pues equivalía a una prisión del rey con
destrucción de la legitimidad en el ejercicio del poder. No quedaba otra
salida que buscar la colaboración de todos los grandes, incluyendo al
condestable y sus partidarios, no para armar una facción —eran peligrosas
las noticias de agitaciones que llegaban de otros lugares— sino para
devolver al rey sus funciones. En la entrevista se hallaba presente Pacheco
que coincidió con el dominico. Enrique entonces se apartó de la Corte y fue
a instalarse en la afectuosa y segura Segovia donde pasaría las Navidades y
celebraría su decimonoveno aniversario.

La promesa

Segovia y Ávila, próximas y seguras, fueron el escenario de una intriga en


la que, por vez primera, el primogénito figuraba como protagonista
principal. Barrientos decidió no separarse de él asumiendo la dirección de
este programa, sumamente delicado, pues estaba en juego el futuro de la
monarquía, evitando cualquier semejanza con una lucha entre facciones: el
reino necesitaba ese retorno a la normalidad que significa que quien es rey
de derecho pueda serlo también de hecho, contando con el apoyo, respaldo
y refuerzo de un buen hijo que no siempre se había conducido con la
corrección necesaria. También había que convencer a los nobles de que la
mejor garantía de su posición estaba en el buen funcionamiento de las
instituciones. Bien aleccionado por Pacheco, don Enrique exigió que se le
hiciera entrega efectiva del Principado de Asturias para completar la
consolidación de su status.
Informado secretamente, el rey, que había sido trasladado a Tordesillas,
asintió. Lo mismo hizo don Álvaro de Luna que había mostrado al principio
grandes recelos (25 de enero de 1444). El 3 de marzo Juan II firmó un
albalá, que llegó a manos de su hijo, comprometiéndose a extender el
documento de transferencia del Principado. Enrique había usado este título
con anterioridad. Ese mismo día, el monarca abonaba a don Juan Pacheco el
premio por sus servicios: la villa de Villena «con su fortaleza, señorío, mero
y mixto imperio», junto con Albacete, Chinchilla y Hellín, esto es, el núcleo
fundamental del marquesado que el infante don Enrique consideraba suyo.
Del gobierno efectivo de este territorio debía hacer cargo el padre del
beneficiario, Alfonso Tellez Girón, de una manera inmediata.
Coinciden estas fechas de la primavera de 1444 con las que en la
posterior sentencia de divorcio se señalan para la separación conyugal de
Enrique y Blanca, esto es, de renuncia por parte del primero a dar
efectividad a este matrimonio. No tenemos noticias para afirmar o negar sus
esperanzas de generación. Barrientos ofreció al príncipe seguro alojamiento
en Ávila mientras él, dotado de amplias facultades para negociar, proponía a
los infantes y su partido una fórmula capaz de evitar una ruptura, esto es,
una especie de conferencia entre los principales nobles de uno y otro bando
a celebrar en Arévalo, en la que pudiera acordarse el equipo de gobierno y
las líneas generales de actuación. Enrique no asistió a la reunión, medida
acertada puesto que no era conveniente que el príncipe de Asturias se
alineara con los otros grandes, en plano de igualdad. Con fuerte escolta
llegó hasta Santa María de Nieva, treinta kilómetros al este de Arévalo,
remitiendo desde aquí un mensaje que recoge el Halconero, Pedro Carrillo
de Huete: el rey debía ser restituido en sus plenas funciones, sin cortapisas;
mientras así no fuera, en él se encarnaba la legitimidad. De allí se fue a
Ávila. Y aquí vinieron a unirse a sus huestes don Gutierre de Toledo y su
sobrino el conde de Alba de Tormes. Pudo organizarse de este modo una
especie de Corte reducida del príncipe.[23]
El entendimiento entre don Enrique y don Álvaro de Luna, mantenido al
principio en el más riguroso secreto, dio resultado: ofrecieron su
colaboración algunos muy importantes nobles, como Íñigo López de
Mendoza, a quien se hizo donación de la villa de Santillana con los valles
que la rodean, con la promesa de que todo esto sería después marquesado.
[24] También en las zonas altas de Burgos tres poderosos clanes, Velasco, en

Haro, Manrique entre la Tierra de Campos y Rioja, y Stúñiga que habían


comenzado a instalarse en Plasencia, movilizaron en favor del príncipe que,
estando ya en posesión del albalá del 3 de marzo,[25] se sentía en
condiciones de ejercer el poderío real en ausencia o incapacidad del
legítimo rey. En Andalucía el conde de Niebla, afirmando que obraba en
nombre del primogénito heredero, aseguraba el control sobre Sevilla y las
tierras de Huelva contra los partidarios del infante don Enrique; de este
modo alcanzaba el engrandecimiento definitivo de su linaje, los Guzmán, al
que se otorgó el 17 de febrero de 1445 el ducado de Medinasidonia.
Don Juan de Navarra dio entonces la primera señal de debilidad al
insistir en las vías de la negociación. En enero de 1444, mientras estaba el
príncipe en Santa María de Nieva, envió a su suegro el almirante para que
tratara de convencerle para un retorno a la amistad. Pero don Enrique se
negó a tratar de otra cosa que de la restitución de la libertad al rey,
presentado como un prisionero. En estos meses iniciales de 1444,
presentándose asimismo como cabeza del movimiento contra los infantes,
no daba don Enrique signos de debilidad, como más tarde sucedió. Uno de
los oficiales de la Corte, el repostero mayor Pedro Sarmiento, que trabajaba
a las órdenes de don Álvaro de Luna, comenzó a tratar con éste un proyecto
semejante al que el valido ejecutara en 1420: sacar al rey de su cautiverio
permitiéndole recuperar sus funciones. La consigna que se pasó era
precisamente esa: había que liberar al soberano.

Asturias: lo que significa

Tres documentos nos ayudan a comprender cuál era, en aquellos momentos,


la actitud y autoridad asumidas por el heredero. Primero está el manifiesto
del 22 de marzo de 1444 que se remitió a todas las ciudades del reino,
declarando que «el dicho condestable es mío y de mi Casa y vive conmigo»
para que nadie dudara de sus acciones. Denunciaba, en cambio, a los
infantes sus tíos, como autores de tremendas injusticias: no guardaban la
obediencia y respeto debidos al rey su padre, juntaban tropas en contra
suya, forzaban mujeres, profanaban iglesias y cometían toda suerte de
tropelías; era justo, pues, hacer la guerra al rey de Navarra y sus cómplices.
Después viene la carta del 20 de abril: asumiendo las funciones que
corresponden a la Corona, decretaba el embargo de todas las rentas
pertenecientes a los que se hallaban en desobediencia. Por último, el 31 de
mayo, en su calidad de príncipe de Asturias ordenaba desobedecer a los
Quiñones y prometía a los habitantes del Principado que jamás serían
separados del patrimonio real; ninguna de sus Polas podría ser enajenada.
De hecho una de las características fundamentales de la monarquía
castellana era, precisamente, esa especie de desdoblamiento de la autoridad
de la Corona entre su titular, el rey, y su sucesor una vez jurado y
reconocido como tal. Juan I y las Cortes reunidas en Briviesca, habían
establecido con las Asturias de Oviedo, definitivamente diferenciada de las
de Santillana, un fuerte núcleo territorial que sirviese al heredero a la vez de
plataforma y vehículo de aprendizaje en el difícil arte de gobernar. Los
muchos años en que el Principado estuvo vacante, por no tener los
herederos la edad o las condiciones requeridas (1390-1444) habían
quebrantado estas previsiones sin alterarlas. Enrique recibía el Principado
no como una donación sino como un derecho que le asistía en que hubiera
debido ser satisfecho años atrás. Por eso, como hemos indicado, en algunos
documentos había usado ya este título.
La integridad del Principado se hallaba seriamente amenazada por la
presencia de algunos grandes que pretendían labrarse señoríos, entre los que
destacaban el conde de Armagnac, residente en Francia, y los dos hijos de
Diego Fernández de Quiñones, llamados Pedro y Suero. Este último es
precisamente el autor de la fantasía caballeresca sobre el puente del río
Órbigo, que aún conocemos como Paso Honroso. Don Enrique, asociado a
las funciones reales, declaraba en su carta de 31 de mayo, el propósito de
mantener los principios que explicaban el origen mismo del Principado.
Encomendó a tres miembros de los linajes intermedios de nobleza asturiana,
Fernando de Valdés, que aspiraba a dominar Gijón, Gonzalo Rodríguez de
Argüello, con fuertes intereses en el Occidente, y Juan Pariente, de Llanes,
que tomaran en su nombre la efectiva posesión del Principado, prohibiendo
a los Quiñones, a los Enríquez y a Fernando Dávalos, permanecer allí. Poco
pudieron hacer los delegados del príncipe[26] en esta primera etapa. Las
principales fortalezas de Cangas, Tineo, Luarca, Navia, Llanes y
Ribadesella contaban con fuertes guarniciones que no podían ser
desalojadas y las mismas Polas, que podían sentirse beneficiadas por el
restablecimiento, se negaron a respaldar a los delegados del príncipe. Había
un principio de desconfianza.
Algunos datos la justificaban. Ante todo los Valdés, Argüelles o
Pariente eran los miembros de esa pequeña nobleza local que aspiraba a
construir señoríos sujetando a las Polas a su poder. Los Quiñones habían
figurado, hasta entonces, entre los seguidores de los infantes de Aragón,
esto es, el bando en que militara el príncipe; por eso, a pesar de las órdenes
impartidas, don Enrique mantenía contacto con ellos, dándoles seguridad en
relación con su patrimonio. Pedro Suárez de Quiñones, que acababa de
contraer matrimonio con Beatriz de Acuña, hija del conde de Valencia de
don Juan, regresaba a Asturias para defender las prerrogativas que le
correspondían en cuanto merino mayor del Principado.
Mientras en el interior del reino tiene lugar la liberación del rey y los
demás episodios de que a continuación nos ocupamos, los procuradores de
quince ciudades y polas asturianas (Oviedo, Avilés, Siero, Sariego,
Cabrales, Villaviciosa, Colunga, Caravia, Amieva, Caso, Laviana, Aller,
Gozón, Carreño y Corvera) se reunían en el convento de San Francisco en
Oviedo y acordaban enviar al príncipe una demanda por medio de sus
propios procuradores, la cual incluía el rechazo de los tres delegados que
designara. Fue presentada el 16 de noviembre de 1444 y a la audiencia
asistió también Pedro Suárez en su condición de merino mayor. Esta
presencia permite sospechar que no era absolutamente ajeno a la resistencia
que se observaba en el Principado. Estamos ante un embrión de Junta
General que asumiría funciones de autoridad en relación con los
funcionarios de la Corona; las Polas no querían que estas atribuciones
fuesen asumidas por la nobleza local.
Aunque no se hubiese extendido aún el privilegio solemne que la
efectiva transmisión de Asturias reclamaba, Enrique actúa, desde abril de
1444, como un efectivo posesor del Principado y de sus rentas.[27] Los
oficiales de la cancillería no pudieron encontrar ejemplares del momento de
la instauración y tuvieron que dedicarse a fabricar una nueva redacción. Fue
ya como príncipe de Asturias, en funciones de rey por el cautiverio de
Juan II, como celebró con don Álvaro de Luna, el 18 de abril de 1444, una
entrevista en que se fijó un acuerdo que incluía como casi única condición
el restablecimiento del rey en su plena autoridad: los autores de un atentado
tan grave como el de Rámaga merecían ser expulsados del reino. De este
modo se consumaba la ruptura definitiva de Enrique con su suegro y se
empezaba a abrigar algún proyecto en relación con la nulidad de su
matrimonio. El fallecimiento de la reina María pocos meses más tarde (18
de febrero de 1445) haría definitiva la ruptura.[28]

Las rentas

Enrique aparece como principal protagonista de los sucesos de 1444 aunque


puede tratarse de que se le estuviera utilizando, por las facciones
nobiliarias, como un escudo de legitimidad. Los cronistas, al hacer el relato,
se refieren a él como cabeza de un bando y no señalan las anormalidades
que más tarde acumularían sobre su persona. La ruptura con su suegro y
con su esposa, consumada después de marzo de 1444, fue llevada al terreno
de las armas. En Ávila se concentraron los soldados; a principios de junio
este ejército emprendió la marcha en dirección a Burgos, obligando al rey
de Navarra a trasladar la custodia de Juan II al conde de Castro, alcaide de
la formidable fortaleza de Portillo; cubriendo este reducto, fijó luego sus
reales en Pampliega. Viniendo de Burgos, don Enrique se instaló en Cabia;
entre ambos campos se produjeron tanto negociaciones como escaramuzas.
[29] Ninguno parecía interesado en provocar una batalla.

El cardenal Juan de Cervantes, obispo de Ostia, intervino cerca de la


reina María, que aún vivía junto a su marido, para convencerla de que era
su deber colaborar en la fuga del rey que preparaba Sarmiento. Fue una
especie de repetición de lo que ya sucediera en 1420: no era posible, sin
revelar que se trataba de un verdadero cautiverio, prohibir a Juan II una
partida de caza. Al galope recorrió la decena de kilómetros que separan
Portillo de Mojados y, al llegar a este lugar, pudo informar a su hijo que ya
era libre. Todos confluyeron en Dueñas, haciendo rentable el alborozo del
príncipe, del Rey, del condestable y de todos sus colaboradores. Había
terminado el interregno, pero don Enrique recibía de su padre el encargo de
alcanzar la pacificación del reino. Las fuerzas de los infantes de Aragón se
dispersaron y, con relativa facilidad, fueron tomadas las villas y fortalezas
que ocupaban, incluyendo la formidable Peñafiel, castillo que otea como
una nave el curso del Duero, que era cabeza de los estados señoriales de
Juan de Navarra (16 de agosto de 1444). No tenemos noticia de cuál fuese
la actitud personal de don Enrique en el curso de estas operaciones, que
dieron origen a combates esporádicos aunque a veces muy duros.
Había llegado el momento de cobrar las prebendas, precio sin duda de
los servicios que se habían prestado. Difíciles en todo caso de valorar, lo
que explica que algunos de los protagonistas se sintieran insuficientemente
remunerados. El 5 de agosto, en el campamento ante Peñafiel, se hizo la
confirmación solemne de la entrega del Principado de Asturias y el 17 del
mismo mes, don Juan Pacheco sustituía a don Álvaro de Luna como
mayordomo mayor del príncipe. No había duda acerca de quién era el que
llevaba ahora las riendas en aquel sector. Al frente de tropas que podía
sostener a su propia costa, don Enrique, con la gran apariencia que la
armadura prestaba a la elevada estatura de su cuerpo, pudo participar
ampliamente en las campañas de otoño, destinadas a despejar de enemigos
los tres Maestrazgos, Santiago, Calatrava y Alcántara, los cuales se ofrecían
también como buenas presas para el enriquecimiento de los vencedores.
Ninguna ganancia, en esta coyuntura, podía compararse con la del
príncipe. A las rentas de Asturias[30] se sumaban las de Écija, donada
probablemente a principios de 1443, aunque sólo a partir de este momento
comenzaría a percibir todos los derechos correspondientes al rey,
incluyendo las monedas, y también las de la ciudad de Alcaraz. Desde el
mes de octubre de 1444 tuvo el gobierno del reino de Jaén, «llave de los
reinos de Castilla, puerta de Andalucía, frontera del reino de Granada y
presidio de la milicia toda».[31] Con toda probabilidad, los ingresos totales
venían a significar una suma de catorce millones y medio de maravedís
cada año. Manuel González Giménez, tras un estudio muy exhaustivo,[32]
llega a la conclusión de que el dominio sobre estas cuatro importantes
parcelas del territorio fue efectivo, sin limitarse a percibir unas rentas:
desde el Consejo del príncipe se controlaban las fortalezas y se intervenía
en la designación de los oficiales. Sólo que esta plataforma de poder se
hallaba bajo el control de esos dos hermanos, Juan Pacheco y Pedro Girón,
decididos a alzarse hasta los primeros niveles de la nobleza del reino.
Primera batalla de Olmedo

No todas las acciones bélicas se desarrollaron de modo tan exitoso para las
huestes del príncipe y sus nuevos aliados. Por ejemplo fueron rechazadas
por el alcaide de Lorca, Alonso Fajardo, «el Bravo», que pretendía dominar
todo el reino de Murcia.[33] Este reino, frontera de Aragón, comenzó a
habituarse a la desobediencia. Don Álvaro de Luna y don Juan Pacheco se
conformaron con dominar Santiago y Calatrava, Órdenes dotadas de
copiosas rentas, que pensaban repartirse. En aquellos momentos el
condestable y el príncipe de Asturias, considerándose vencedores,
coincidían en un objetivo: impedir a los infantes de Aragón el retorno a
Castilla procediendo al reparto de los bienes que les fueran confiscados. Se
intentó poner un freno a la posible guerra con Aragón mediante contactos
directos con Alfonso V.
Alfonso de Cuenca, enviado a Nápoles, fue recibido por el Magnánimo
el 10 de setiembre de 1444:[34] en una conversación extraordinariamente
difícil explicó al rey, en nombre de Juan II, cómo su hermano, Juan de
Navarra «se apoderó con gran osadía y atrevimiento, tiránicamente, sin
nuestra sabiduría contra nuestra voluntad de nuestra persona y palacio real,
con gente de armas». Alfonso, sin duda, no creyó en esta versión, pero dio
una respuesta amable porque, identificado con Nápoles, no estaba
dispuesto, en modo alguno, a volver a la Península; sin su presencia las
perspectivas de enderezar la situación eran muy escasas. Una tregua de
cinco meses, computados a partir del 25 de setiembre de 1444, quedó
establecida: un tiempo que los contendientes, en esta especie de juego a tres
bandas, se proponían aprovechar para acelerar los preparativos. Los infantes
Juan y Enrique conservaban todavía la esperanza de conseguir un cambio
en la actitud de Alfonso V.
En ausencia del príncipe y del condestable, Juan II se reunió en Burgos
con los procuradores de las ciudades: se trataba de un ayuntamiento, no de
verdaderas Cortes; el monarca trataba de hallar un respaldo en aquella hora
difícil, en que se reclamaba una nueva definición de la monarquía y era
conveniente dar la sensación de que estaba ejerciendo sus funciones. No
pudo conseguir este objetivo. Para las ciudades aquellas contiendas entre
partidos significaban, ante todo, ambiciones que se desataban en torno al
patrimonio real; todos los servicios eran tan sólo el precedente de mercedes
que significaban el recorte de sus libertades, la enajenación de las rentas
reales, las alteraciones en los precios por el quebranto de la moneda y, a la
postre, nuevas cargas tributarias. Para calmar los ánimos y demostrar que, al
fin y al cabo, las protestas eran atendidas, se dictaron sucesivamente tres
disposiciones que no formaban parte de ningún cuaderno, como si
respondiesen a iniciativas contrastadas por el rey con los representantes
ciudadanos:

El 16 de octubre de 1444 (se repite la orden el 4 de noviembre) se


prohibió a la contaduría de las rentas hacer efectivas las mercedes a
quienes no hubiesen prestado juramento de fidelidad a la Corona.
El 19 de octubre del mismo año se prometió que no se seguirían
produciendo confiscaciones de rentas y señoríos a fin de premiar con
ellos a otros nobles del bando propio.
El 20 de octubre el rey garantizó a las ciudades que se tomarían
medidas para castigar a los transgresores en materia de impuestos.

El paso del tiempo iba dejando huellas en aquella numerosa prole de don
Fernando, «el de Antequera», rebajando las posibilidades de recuperación.
Concluida la campaña de Murcia, Enrique regresó a su querida Segovia,
haciendo recuento de las ganancias obtenidas: era ya un gran poder dentro
del reino. Hizo entonces celebrar solemnes funerales por el alma de su
madre, muerta en Villacastín, como si quisiera llamar la atención sobre una
deficiencia en los homenajes debidos. Más tarde, los restos serían llevados a
Guadalupe, mostrando así, después de la muerte, la disyunción con quien
fuera su marido. Allí siguen, pared por medio de la momia del hijo,
mientras en el gran sepulcro de Miraflores, duerme Juan II acompañado de
su segunda esposa. Son detalles que no carecen de significación. Enrique
permaneció en el alcázar segoviano, con breves salidas a los bosques de
afuera, hasta el 16 de marzo de 1445. Llegó entonces la noticia del
fallecimiento, en su destierro de Toledo, de su tía Leonor, viuda de Duarte
de Portugal: a su lado estaba una bellísima hija de corta edad, a quien
llamaran Juana.
En estos momentos el príncipe de Asturias no tenía otra opción que la
de sumar sus fuerzas a las del condestable, porque los infantes, contando
con la base de Atienza gracias a la complicidad del conde de Medinaceli,
Luis de la Cerda, ya no se conformaban con reclamar las rentas que les
fueran confiscadas. Parecían dispuestos a ir mucho más lejos. Desde el
campamento que alzaron a la vista de Alcalá de Henares, enviaron un
mensaje a su hermano Alfonso V proponiéndole que regresara para
«alcanzar la Monarquía».[35] Probablemente dicha propuesta no significaba
otra cosa que deponer a Juan II —usando una vez más el argumento de la
«tiranía», esto es, pérdida de la legitimidad de ejercicio, tan frecuente en
este siglo— y pasar sus derechos a quien le seguía en línea de sucesión.
Partiendo de estas premisas la campaña adquiría un nuevo tinte, como en
efecto comprobamos, y el príncipe de Asturias iba a desempeñar en ella un
papel de protagonismo sustancial, pues aquella legitimidad era
precisamente la suya. En consecuencia salió de Segovia y se incorporó al
ejército que había reunido don Álvaro de Luna.
Los procuradores de las ciudades aparecen en estos meses incorporados
a la Corte, formando parte de ella; algunos desempeñaban oficios, lo que
nos revela la influencia que los consejeros del rey ejercían en sus
designaciones. La documentación conservada nos permite atisbar algunas
de las decisiones que se tomaban en respuesta a sus solicitudes,
incorporándose además a los cuadernos de Cortes:[36] se estaba
comprometiendo a don Álvaro de Luna para que no transfiriese al tesoro
real los «situados» en rentas de señorío favoreciendo así el poder de la
nobleza (14 marzo 1445), adoptase disposiciones para reducir el número de
regidores y oficiales en los concejos (20 de abril), y aplicase las rentas de
los bienes secuestrados a gastos de guerra para evitar que ésta gravitase
sobre las sufridas espaldas de los súbditos (4 de mayo). Compromisos que
eran siempre adquiridos con neta voluntad de incumplirlos.
Los dos ejércitos se avistaron en las afueras de Alcalá de Henares sin
trabar la lucha. Luego se dirigieron, uno en pos de otro, a las comarcas del
Duero, buscando los infantes adhesiones en tierras y lugares que tenían
como suyos. Desde el 24 de marzo, el rey de Navarra se había instalado en
Olmedo, porque en esta ciudad aguardaba los refuerzos que debían traerle
los parientes agnaticios de ambos hermanos, el almirante don Fadrique y el
conde de Benavente. Esta vez don Álvaro de Luna rechazó los intentos de
negociación y el príncipe le acompañó en esta postura: una victoria
resolutiva, en aquellos momentos, podía resolver, de una vez por todas, el
problema que significaban los «aragoneses». Las tiendas del rey estaban
desplegadas a la vista de la ciudad.
En la tarde del 19 de mayo de 1445[37] el príncipe de Asturias y algunos
caballeros, salieron a otear el campo. Salieron entonces de Olmedo algunos
soldados y don Enrique, que no era un valiente, volvió grupas refugiándose
en el campamento. Juan II, encolerizado por esa osadía de los que
consideraba rebeldes, ordenó desplegar todas sus tropas encomendando a su
hijo precisamente el mando de aquellas que tenían al frente a su suegro, el
rey de Navarra. La batalla se generalizó —luego vendría la tesis oficial del
choque de los soldados del príncipe con los de Rodrigo Manrique— y fue
muy cruenta: 22 muertos y numerosos heridos significaban, en el cómputo
de aquella época, bajas muy importantes. Entre los heridos se contaba el
infante don Enrique, que falleció poco después, al no ser atendidas a tiempo
las lesiones que en la lucha recibiera. El almirante don Fadrique, que cayó
prisionero, fue liberado por la destreza de sus vasallos y pudo ponerse a
salvo en su señorío de Medina de Ríoseco. El rey de Navarra, destinado a
convertirse en superviviente de tiempos pasados para los próximos treinta y
cuatro años, buscó refugio en Aragón. Alfonso V, en Nápoles, recibió la
noticia, se disgustó, pero no quiso modificar la línea que se había trazado:
Nápoles colmaba sus delicias.

Bases de partida para una nueva dimensión del poder real

Cuatro días antes de la batalla, como si se tratase de comunicar por qué se


luchaba, el condestable, acompañado por el rey y el príncipe, había reunido
a los procuradores de las ciudades en una tienda de campaña, como si se
tratara de Cortes, a fin de promulgar la Ley XXV de la Partida Segunda que
define el poder real atribuyéndole dos funciones: la de reinar, que le permite
ejercer la coerción, y la de imperar, que promulga las leyes. Ambas
componen el «poderío real absoluto». De este modo se trataba de presentar
la contienda como un enfrentamiento entre legitimidad monárquica y
rebeldía de quienes trataban de conculcarla. Es importante señalar que,
durante su reinado, Enrique IV se atendría rigurosamente a estos principios;
los fracasos que cosecharía no deben apartamos de esta constatación. Desde
su «absolutismo», en el sentido que hemos explicado, el rey era el único
capacitado para tomar toda clase de iniciativas en la interpretación práctica
de las «leyes, fueros, privilegios, cartas, y buenos usos y costumbres».
Eran muchos los nobles que apoyaban en aquel momento al valido y al
príncipe en la defensa de esta doctrina.[38] Conviene no perderse en
exageraciones a que el término absoluto nos puede llevar. Como se
recordara en las Cortes de 1427 y se confirmaría luego en las de Valladolid
de 1447, el poder legislativo del monarca se traducía en «dar, interpretar,
declarar y enmendar la ley» pero no en sustituir los usos y costumbres.
Después de Olmedo, y cada vez con mayor claridad, el poder del rey,
esencialmente arbitral, tendió a ampliarse utilizando para ello las facultades
que se le reconocían de intérprete de la ley,[39] aproximándose a lo que, para
nosotros, puede significar el término absolutismo. A esta tendencia se
muestra muy proclive Enrique IV.
Se había trabajado, desde sectores divergentes, para alcanzar una
correcta definición de las dimensiones que debían atribuirse al poder real.
Olmedo parecía dar la victoria a quienes le colocaban como árbitro supremo
y definitivo, en posición de dominio sobre la ley.
Esta conciencia, que se apoyaba en la tradicional atribución al rey de la
«señoría mayor de la justicia», se veía ahora extraordinariamente reforzada
por la doctrina teológica de la gratia Dei. Siendo el rey escogido por Dios
mediante el procedimiento objetivo de su nacimiento, y quedando en
consecuencia sometido a la ley divina positiva, es decir, el orden moral,
sólo en éste era posible situar los límites de su poder. Las Cortes de
Valladolid de 1440, inspiradas por otro partido, habían recordado que la
misión encomendada por la Divinidad al rey no es otra que la del
establecimiento de la paz en la comunidad humana llamada reino, en todas
sus dimensiones, valiéndose para ello de la justicia y de la misericordia.
Una lección que Enrique IV aprendió muy bien y que sirve para explicarnos
algunas de sus contradicciones, entre la severidad y la clemencia.
Todo este planteamiento adolecía de una fuente de debilidad. Los
participantes en la batalla, en ambos lados, no entendían haber luchado para
que esas dos personas concretas, Juan II y su hijo, hiciesen uso efectivo de
ese gran poder: eran tenidos por igualmente incapaces. Tanto don Álvaro de
Luna como don Juan Pacheco, nueva estrella ascendente, entendían que a
ellos correspondía ejercerlo, en nombre de aquéllos ciertamente, pero
suplantándolos de hecho. Esta anomalía puede explicarnos perfiles
sustanciales de los acontecimientos de esos treinta años que constituyen el
nudo esencial de atención de este libro.

La alternativa portuguesa

El equilibrio peninsular que Fernando I de Aragón buscara mediante el


procedimiento de situar todos los reinos en la red de una misma dinastía, se
había roto. El duque de Coimbra, al alzarse con la regencia de Alfonso V,
había tomado la iniciativa de expulsar a la reina Leonor. Ahora don Álvaro
y el príncipe de Asturias le imitaban. No sabemos cuándo Pachecho hizo
germinar en la mente de Enrique la idea de hacer nulo aquel no matrimonio
que aún le ligaba a Blanca de Navarra. La primera iniciativa partió sin duda
del condestable que preparó para Juan II, viudo, una nueva boda, esta vez
con una sobrina del duque e hija del infante don Juan, llamada Isabel. Si
acudimos a las páginas negras de Alfonso de Palencia hallamos una historia
atroz: el condestable se había encargado de envenenar a la reina María y,
después, viendo que el rey se estaba enamorando de su cuñada, hizo lo
mismo con Leonor. De este modo abrió camino para sus proyectos. Las
calumnias desempeñan un papel singular en estos hechos.
Las negociaciones para este segundo matrimonio de Juan II debieron
comenzar muy pronto, ya que la dispensa, sin condiciones, fue otorgada el
15 de noviembre de 1445.[40] Más difícil era la propuesta que Pacheco hacía
a Enrique, pues había que conseguir la previa anulación de un matrimonio
que databa de muchos años atrás. La novia elegida era muy conveniente,
Juana, hija de Leonor, espléndida belleza, según los cronistas. Palencia nos
explica cómo inmediatamente después de Olmedo, Enrique comenzó a
maltratar a su esposa porque confiaba en inducirla a que tomase la iniciativa
de denunciar la nulidad, pero ella, «tras madura reflexión, se decidió a sufrir
toda serie de vejaciones y ultrajes, antes que salir voluntariamente de su
casa». Parece seguro que fue sometida a terrible estrechez económica, pero
que pudo conservar la serenidad suficiente para detener la acción
emprendida. Al final tuvo que ser Enrique el que asumiese el protagonismo,
declarando su impotencia. Urgía el tiempo pues un segundo matrimonio del
rey podía significar la aparición de nuevos infantes, haciendo más amplias
las disponibilidades dentro de la estirpe real: dadas las circunstancias, un
hijo de Juan II se convertía en directo sucesor del príncipe.
Olmedo podía convertirse en una jornada de engaños. Don Álvaro de
Luna entendía que la victoria devolvía al rey la plenitud de poder que él iba
a ejercer en su nombre. Pero, en su manifiesto de 22 de marzo de 1444, el
príncipe de Asturias había manifestado que el condestable estaba
enteramente a sus órdenes, ya que la suplencia del rey sólo a él
correspondía, y que, por consiguiente no podía emprender acción alguna
«sin licencia y mandamiento del dicho señor rey y mío». En consecuencia
la batalla debía inaugurar una etapa en la que se desarrollase su calidad y
funciones de sucesor. Fuese inclinación a la misericordia o simple cálculo,
trabajó para atraerse la buena voluntad de aquellos grandes que lucharan
contra él, y de modo especial al almirante don Fadrique Enríquez, al que
ofreció ciertas garantías de que no sería objeto de represalias. Pocos días
después de la victoria estando el ejército acampado en Simancas
disfrutando de la confluencia de aguas que brindan el Pisuerga y el Duero,
el valido ordenó a Pedro Sarmiento que pusiera en secuestro Torrelobatón y
las demás fortalezas que el almirante tenía. Estalló entonces, violenta, la
querella entre don Álvaro y el príncipe de Asturias.
Don Enrique afirmaba ahora que no se habían cumplido las promesas
que se le hicieran: Jaén, Logroño, Ciudad Real y Cáceres para él;
Villanueva de Barcarrota y Salvatierra para Pacheco. Sumando estas
demandas a las que anteriormente se cumplieran, el resultado sería
semejante a una partición del reino, garantizando al heredero una parcela
importante. La discusión fue muy violenta: los dos hermanos afirmaron que
había una conjura contra el príncipe al que indujeron a abandonar
bruscamente el campamento, para buscar la seguridad de su alcázar de
Segovia. Girón fue detenido, aunque por poco tiempo. Cuando el rey,
obedeciendo siempre las sugerencias de su valido, envió a fray Lope de
Barrientos y a Alonso Pérez de Vivero a Segovia, para parlamentar con su
hijo, éste se negó a consentirles la entrada en el alcázar, como si temiera
alguna traición, y envió a Pacheco a Juarros de Voltoya para que negociara
con ellos las condiciones que debía otorgar el rey. Éstas fueron, en
principio, tres: entrega de las ciudades y fortalezas reclamadas, seguridad
para el almirante y sus posesiones, olvidándose las acciones políticas, y
seguridad, también, para Enrique, Pacheco y Girón. Esta última era la más
infamante, pues equivalía a decir que el condestable abrigaba perversas
intenciones.
Enrique podía decir, ya en el verano de 1445: he conseguido liberar al
rey de manos de quienes le tenían prisionero, y ahora ese mismo rey se
encuentra sometido a la voluntad de un ministro; debo, por consiguiente,
adoptar las medidas políticas necesarias para que esta situación no se
consolide. En especial trabajó para crear un poderoso partido, atrayendo a
aquellos que temían ser objeto de represalias. De este modo impidió que
don Álvaro pudiera proceder a depuraciones rigurosas, si es que éstas
entraban en sus proyectos; por ejemplo, y como respuesta a la alianza del
príncipe con don Fadrique, hubo de pedir al rey que extendiera un manto de
protección para su cuñado, el conde de Benavente, envolviendo esta
concesión en promesas y garantías de fidelidad, en las que nadie podía ya
creer. Podemos concluir diciendo que la primera gran victoria de los dos
hermanos, que manejaban la débil voluntad del príncipe de Asturias,
consistió en arrebatar al de Luna la ganancia que esperaba. Sucedía que esta
ganancia afectaba a la autoridad del rey que, de este modo, quedó
comprometida y debilitada. Evidentemente el programa que, desde 1445,
dibujaron don Juan Pacheco y don Pedro Girón se orientaba a reducir el
poder del rey y a que éste tuviera que ejercerse a través de un equipo plural
de grandes.
De este modo la eliminación de los infantes de Aragón desembocó en
un difícil equilibrio entre dos partidos que se servían del rey y de su sucesor
como bandera. Juan de Navarra, seriamente instruido por su hermano, se
limitó en adelante a desempeñar las funciones de lugarteniente real en la
Corona de Aragón, intentando mantener alguna clase de dominio sobre
Navarra. Su matrimonio con Juana Enríquez no había podido consumarse
porque la novia estaba sirviendo como rehén de garantía de la obediencia
del almirante. Y mientras tanto el condestable trabajaba para acelerar la
boda de su señor con Isabel de Portugal, venciendo las reticencias de
Juan II y la oposición abierta de don Enrique, que seguramente abrigaba
esperanzas de alcanzar sucesión si resolvía las dificultades de su propio
matrimonio. Hay que convenir con Marañón en que si no tuviese al menos
una esperanza de éxito no se hubiera atrevido a tentar nuevamente la suerte.
Cuando Juan II exigió de don Fadrique ser recibido en Ríoseco, tuvo que
soportar la vergüenza de que se exigiera la presencia del príncipe como
garantía de fiabilidad.[41]

Premiar a los valientes

Por debajo —o por encima— de las negociaciones que resultan bastante


confusas desde la perspectiva actual, se estaba procediendo a un reparto de
los despojos, que liquidaban, tal vez para siempre, el enorme patrimonio
que en otro tiempo poseyeran los hijos del rey don Fernando. Era una lógica
consecuencia de la victoria: se debe premiar a los valientes que la
consiguen. Pero esta vez los beneficiarios, cerrando filas, consiguieron que
el beneficio, al alcanzar a pocos, fuera proporcionalmente mayor. Entre los
días 31 de agosto y 2 de setiembre de 1445 toda la Corte asistió a la
ceremonia de investidura de don Álvaro de Luna como Maestre de la Orden
Militar de Santiago, que venía administrando desde hacía algún tiempo.
Paralelamente, Pedro Girón se convertía en Maestre de Calatrava.[42]
Complejas en su estructura, las dos Órdenes significaban una fuerza de
caballería muy considerable y, sobre todo, copiosas rentas. Don Juan
Pacheco fue promovido marqués de Villena, entrando además en posesión
de Salvatierra, Medellín y Villanueva de Barcarrota con un total de mil
vasallos. También Íñigo López de Mendoza, eximio poeta, pasó a ser
marqués de Santillana[43] y conde del Real de Manzanares. Se dieron
algunas compensaciones al clavero Juan Ramírez de Guzmán, para
endulzarle el amargor de aquel obstáculo interpuesto en su propia
promoción. Nada hubo para fray Lope Barrientos; la silla primada de
Toledo fue para un sobrino de don Álvaro, Alfonso Carrillo, de quien
habremos de ocupamos con gran abundancia. A Pedro Sarmiento, el
repostero que arriesgara su vida para liberar al rey en Peñafiel, se le envió a
Toledo, con las consecuencias que luego veremos. Álvaro de Stuñiga, conde
de Plasencia, tuvo que renunciar a la alcaldía del castillo de Burgos,
recibiendo, desde luego, adecuadas compensaciones en Extremadura.
Se había descubierto el juego: ambos hermanos, decididos como
estaban a formar un frente único, tenían como principal objetivo el de
acumular tales dominios y rentas que llegaran a convertirles en cabezas de
toda la aristocracia castellana, de modo que siendo ésta la clase política a
ellos correspondiera el gobierno del reino en su nombre. Muchos y muy
diversos medios emplearon en esta labor de acumulación y crecimiento. En
sólo tres años, ayudándose de las copiosas rentas que producía la mesa
maestral, Girón iba a extender su poder de posesión por tierras de la cuenca
del Duero, con Tiedra, Urueña, Peñafiel y la renta de los cambios de las
Ferias de Medina del Campo.[44] Cuando Girón estuvo en Almagro para
tomar posesión de su rango, el príncipe de Asturias fue llevado a esta
fortaleza para que presidiera y legitimara la ceremonia. Rey y príncipe eran
manejados por sus respectivos consejeros.
Puestas así las cosas, la situación política castellana tras la victoria
definitiva sobre los infantes —«¿qué fue de tanta invención como
trajeron?»— había desembocado en un dualismo. Sobre el papel eran
mayores los recursos de que disponía el monarca, pero sobre éste pesaba la
carga de las obligaciones del reino, que mermaba sus disponibilidades
reales. Durante ocho años aún, el dualismo se mantendría con altibajos,
inseguridad y peligro. Un régimen en que el príncipe de Asturias,
disponiendo de un ámbito considerable de poder —«cuán blando y cuál
falaguero el mundo, con sus placeres, se le daba»— se acostumbró a no
obedecer, causando de este modo un daño a la institución monárquica del
que, probablemente, no llegó a percatarse.
Las dos Cortes, de rey y de príncipe, se reunieron en San Martín de
Valdeiglesias en el mes de setiembre de 1445 para acordar las medidas que
debían tomarse. Consolidado el reparto de las prebendas no había
inconveniente en admitir una amnistía general para todos los implicados en
los recientes acontecimientos, siempre que estuviesen dispuestos a prestar
juramento de fidelidad a la Corona. Por razones fáciles de colegir se
exceptuaba al rey de Navarra, a Juan de Tovar y al conde de Castrogeriz, y
no se mencionaba al infante don Enrique porque había muerto y sus bienes
entraban directamente en el reparto. Precisamente al término de aquella
reunión, el rey emprendería un viaje a Extremadura para poner
efectivamente las villas de aquel patrimonio en manos de sus nuevos
adjudicatarios: don Álvaro de Luna recibió Alburquerque y Azagala, don
Gutierre de Sotomayor, Maestre de Alcántara, Alconchel, el marqués de
Villena Villanueva de Barcarrota, Salvaleón y Medellín, y el príncipe de
Asturias el lote más apetitoso, Cáceres, que otros se encargarían de
administrar por él. Lo mismo sucedería con Jaén; en nombre de don
Enrique sería Girón quien establecería su dominio en esta ciudad,
proyectando ya entonces una ampliación de poder en Andalucía.
Toda la política castellana tendía a moverse en torno a un eje, del que
Valladolid y Toledo eran los extremos y Madrid y Segovia núcleo principal.
Enrique se estaba asegurando en él. Pero Toledo constituía el escenario de
graves enfrentamientos políticos. Regresando de Extremadura, Juan II trató
de aposentarse en ella, realizando en favor de la política cautelosa de don
Álvaro una maniobra: el relevo de Pedro López de Ayala, señor de
Fuensalida, por el repostero Pedro Sarmiento en la guarnición del alcázar y
las torres de los puentes que aseguraban el control de la ciudad. El príncipe
de Asturias protestó: a su juicio el Maestre de Santiago, que seguía siendo
dueño de la voluntad del rey, estaba ya conculcando lo que acordaran en
San Martín. Las relaciones entre los dos partidos apenas si podían ser
calificadas de otro modo que como competencia desconfiada. Ambos se
habían fijado el mismo objetivo, poder completo, y se preocupaban cuando
el adversario movía un peón sobre el tablero.
En tales circunstancias, Juan de Tovar viajó secretamente, desde su
refugio de Navarra hasta Segovia para proponer al príncipe un proyecto:
retorno a la Liga, naturalmente con reconocimiento de los poderes máximos
al sucesor. De esta negociación se pasó informe a Alfonso V: la única
ganancia concreta que el bando aragonés esperaba obtener era la restitución
de las rentas perdidas —no de los señoríos— que podían estimarse en
30.000 florines de oro al año, de importancia decisiva para el desamollo de
la política mediterránea. El Magnánimo envió a España a don Juan de Íjar
con otros procuradores con dos consejos que equivalían a otros tantos
mandatos:

El infante don Juan, rey de Navarra y lugarteniente real en Aragón, no


debía entrar en Castilla; último vástago de aquella generación su vida
era preciosa ya que de ella dependía la continuidad en la Corona.
Ninguna confianza podía depositarse en Juan II ni en su hijo, ya que
ambos eran simples instrumentos en manos de sus validos, pero
puestos en la necesidad de elegir, era preferible tratar con don Enrique
y no con el de Luna porque «quien ofende, nunca perdona».

Tras estas advertencias, hechas al itálico modo, Alfonso V cerró


definitivamente un capítulo: el 8 de febrero de 1446 hizo la más amplia
delegación de poderes en su hermano. Todo, ahora, dependía de él.[45]
CAPÍTULO V

ÚLTIMO RECURSO: EL GOLPE DE ESTADO

Posiciones enfrentadas en Toledo

Queda explicado, en el capítulo anterior, cómo Toledo había llegado a


convertirse en una de las posiciones clave para la política de don Álvaro de
Luna, decidido como estaba a responder a las agresiones granadinas y a la
amenaza que, para su poder, significaba la presencia de exiliados en los
reinos de Aragón: Juan de Navarra amenazaba tres puntos fronterizos, en
Rioja, Soria y Guadalajara, mientras que Rodrigo Manrique, con
aspiraciones sobre el Maestrazgo de Santiago, parecía dispuesto a acaudillar
una revuelta. Cuando, a finales de 1445, don Enrique, acompañando al rey,
hizo una estancia en aquella ciudad, dio buen oído a las quejas de la
población contra el alcalde mayor, a quien acusaban de prestar favor y
ayuda a esos malos cristianos que eran los conversos. Automáticamente, el
príncipe de Asturias se mostró favorable a Pedro López de Ayala. Se
mezclaban en esta querella dos cuestiones: el status jurídico de los
cristianos procedentes del judaísmo, y el dominio que un linaje había
llegado a ejercer sobre la segunda ciudad del reino.
Es necesario retroceder un tanto para hacerse cabal idea de ambos
problemas, llamados a desempeñar importante papel en la vida de don
Enrique. Tres grandes acontecimientos, las matanzas de 1391, las leyes de
Ayllon de 1412 y la gran catequesis-debate de Tortosa del año siguiente,
habían producido un gran número de conversiones entre los judíos. Es muy
difícil cuantificar los tres sectores que se dibujaban en este importante
núcleo social: los que se sentían obligados contra su voluntad a abrazar una
religión impuesta en la que no creían; los que interpretaban los desastres
como una señal de que habían seguido un camino equivocado al que era
preciso renunciar; y los que simplemente se acomodaban a la que era
condición dominante. Pero los cristianos viejos, que en Toledo se
autodenominaban «lindos», es decir, puros, miraban con envidia y con odio
a aquellos nuevos que ocupaban posiciones relevantes y pretendían,
invocando antiguas y confusas disposiciones, que se les prohibiera el acceso
a determinados oficios, reduciéndolos a posiciones marginales.
Recordemos que don Álvaro de Luna había propiciado el Ordenamiento
de Valladolid (1432) favorable a los judíos, empleando conversos en su
servicio. En el momento de recobrar su libertad, Juan II dictó una
Pragmática (13 de julio de 1444) que establecía la equiparación entre viejos
y nuevos, según dictaban las leyes de la Iglesia, permitiendo a estos últimos
acceder «a todos los oficios honrados de la república de estos reinos».[46]
De este modo la batalla de Olmedo podía considerarse como un suceso
favorable a los conversos y a don Álvaro y, por consiguiente, al príncipe de
Asturias, como inclinados a establecer la equiparación entre todos los
súbditos. Los linajes predominantes en Toledo se habían esforzado hasta
entonces en frenar los odios, porque éstos podían degenerar en tumultos.
En 1398 un hijo del famoso canciller y cronista, del mismo nombre que
su padre, Pedro López de Ayala, originario de tierras alavesas, había
recibido de Enrique III la alcaldía mayor de Toledo, que le daba predominio
sobre el regimiento, y el mando de las guarniciones del alcázar y torres de
las puertas de la ciudad. Pingües rentas permitieron al linaje asentarse
sólidamente en Toledo y su comarca. Durante veinte años largos, contados
desde 1420, Pedro López de Ayala había figurado entre los fieles a los
infantes de Aragón, buscando desde luego el apoyo de los cristianos viejos
que eran mayoría, pero manteniéndose siempre dentro de los límites de un
equilibrio conveniente. Los partidarios de don Álvaro de Luna fueron
sistemáticamente excluidos de la ciudad. Cuando don Enrique, antes de la
batalla, formó su propio partido, puso cuidado en incluir en él al alcalde
mayor, que era señor de Fuensalida, colocándole bajo su seguro (4 de
setiembre de 1444). Puso Ayala exquisito cuidado en evitar que sus
soldados participasen en Olmedo, haciendo alardes de fidelidad al rey y
neutralismo entre las facciones.
Pedro Sarmiento, repostero mayor, recibió, como ya explicamos, en el
reparto de prebendas posterior a la victoria, el oficio de asistente de Toledo.
Entendió que este nombramiento incluía el encargo de eliminar de la ciudad
a los dos linajes nobles, Silva y Ayala, asegurándola en la obediencia al
condestable y en la sumisión a él mismo. En aquel avispero potencial buscó
apoyo en los linajes viejos, asegurándoles que compartía sus recelos contra
los judaizantes. El plan comenzó a marchar: en diciembre de 1445 Ayala
fue privado de la alcaldía mayor y del mando sobre el alcázar y las torres: el
Maestre de Santiago se aseguraba de este modo el control del rey —el suyo
propio— sobre Toledo; Lope Barrientos y Alfonso Pérez de Vivero trataron
de convencer a Fuensalida de que le convenía ceder en este punto, ya que se
le iban a dar compensaciones satisfactorias.[47]
Ayala rechazó la oferta; no podía confiar en promesas falaces. Se dirigió
al príncipe de Asturias para explicarle que le estaban despojando
precisamente porque era uno «de los suyos» e incluyó esta cuestión en el
dossier de reclamaciones que don Enrique formulaba contra las injusticias
del valido. Sarmiento se irritó: a su juicio las dos facciones, negociando
secretamente a sus espaldas, desautorizaban su gestión y le privaban de
aquella ganancia a la que tenía derecho.

Concordia de Astudillo

Al comenzar el año 1446 el príncipe podía contar con un partido en que


podía ofrecerse acogida a todos los antiguos miembros de la Liga, siempre
que mostrasen suficiente grado de aversión al Maestre de Santiago.
Figuraban en él don Fadrique el almirante, los condes de Benavente y de
Plasencia, los hermanos Pedro y Suero Fernández de Quiñones, Juan de
Tovar y el conde de Castrogeriz, de modo que de las antiguas excepciones a
la amnistía sólo quedaba en pie la referida al rey de Navarra. Era difícil que
nadie creyera que, desde esta facción, hubiera verdadero propósito de
restablecer el poder real. A despejar posibles dudas vino esa especie de
manifiesto que fue publicado el 27 de marzo de dicho año.[48] En él se
destacaban especialmente dos puntos: el Maestre de Santiago estaba
cometiendo verdadera usurpación del poder real, llevando al país a una
situación de anarquía, y los derechos de la nobleza, en cuanto clase política,
debían ser restablecidos. La rueda política giró hasta volver al punto en que
se hallaba en 1442; sólo que ahora el príncipe heredero figuraba en cabeza
de la Liga que reclamaba, como bien público, el restablecimiento de la
nobleza en sus privilegios.
Por razones distintas, ambos partidos establecieron contacto con don
Juan, que ya era lugarteniente en los reinos de la Corona de Aragón con
plenos poderes. Alfonso V insistió en sus advertencias. Era peligroso
mezclarla en una guerra intestina de factores cambiantes. A lo sumo —
admitía el rey— podía admitirse que el bastardo Alfonso, a quien se
despojara del Maestrazgo de Calatrava sin indemnización alguna,
interviniese en estas querellas, a título personal y defendiendo sus derechos.
[49] Esta defensa no implicaba compromiso entre reinos y permitiría negar

cualquier clase de renuncia.


A principios de abril de 1446 los partidarios de don Enrique habían
reunido un fuerte ejército de 2.000 caballos; con él pudo el príncipe
adelantarse a una de las maniobras preparadas por el condestable,
apoderándose de Arévalo. Dueño de esta plaza y de Medina del Campo, se
aseguraba el dominio de esta zona central del reino. Las tropas de don
Álvaro, con Juan II, acampaban entonces en Madrigal, otra villa del
realengo. Se dio la orden de marcha y tales fuerzas vinieron a desplegarse
en un cerrillo próximo a Ataquines, bloqueando el camino entre Medina y
Arévalo. Se daba la impresión, por ambas partes, de que estaba a punto de
producirse un choque abierto. Todo quedó, sin embargo, en duras
invectivas. Decía el valido que don Enrique se había hecho culpable de
desobediencia, y a esto replicaba el príncipe que, en cuanto titular de la
sucesión, a él correspondía procurar la libertad del rey, que estaba sometido
a custodia de sus propios consejeros.
No hubo choque armado sino negociación; respondía muy bien al
carácter del príncipe. En Astudillo, muy lejos del frente de operaciones, se
reunieron fray Lope Barrientos, Alfonso Pérez de Vivero, Juan de Tovar y
Alfonso Álvarez de Toledo, dos de cada parte, para examinar los recíprocos
agravios. Redactaron un acuerdo que todos firmaron el 14 de mayo de
1446, aunque es difícil conjeturar si estaban todos dispuestos a cumplirlo.
Uno de los principales beneficiados era Pedro López de Ayala, a quien se
restituía la alcaldía mayor de Toledo, garantizándole además 300 vasallos
en Cedillo, Humanes, Guadamur y Huecas. Pedro Sarmiento quedaba
reducido a la alcaldía de las alzadas compatible con el mando de la
guarnición instalada en el alcázar. La que, pomposamente, podemos llamar
«concordia» de Astudillo no es otra cosa que un largo pliego de concesiones
recíprocas destinadas a ganar un nuevo plazo, que cada partido trataría de
aprovechar en su beneficio. Retrocedía el condestable, a quien se privaba de
las ventajas que, todavía después de la batalla de Olmedo creía haber
alcanzado, mientras avanzaba el flamante marqués de Villena: una
confesión de debilidad que, como de costumbre, se disfrazaba con protestas
de misericordia. Sin mencionar al rey de Navarra se extendía la amnistía,
acordándose elevar al papa una petición para que fuesen absueltos los
eclesiásticos comprometidos en los pasados sucesos.[50] Borrón, pues, para
una nueva cuenta.
Pero no había tampoco cuenta nueva. Los antiguos partidos seguían en
pie. Pacheco pudo convencer al príncipe de que Astudillo significaba para
él una gran victoria. El almirante, los condes de Benavente y Castro y Juan
de Tovar, restablecidos en sus honores y rentas, proporcionaban a la Liga el
montante de superioridad que ésta necesitaba. Es cierto que don Enrique se
comprometía a restituir Arévalo al rey su padre —que la necesitaba para su
próxima boda— pero recibía a cambio esa poderosa fortaleza de Peñafiel
que, como un barco, se yergue dominando el curso del Duero, y que pasó,
inmediatamente, a las ávidas manos de don Pedro Girón.
No hubo, en cambio, en este concierto de Astudillo, nada que se
pareciera a una reforma o a la fijación de las estructuras políticas, según se
había prometido. Se dijo, simplemente, que «el orden del servicio del rey y
la ejecución de la justicia» se encomendaban a don Álvaro de Luna y a don
Juan Pacheco, lo que significaba una transferencia del poder real a dos
privados, simplemente, reconociendo cierta paridad entre rey y príncipe,
aunque no fuera otra cosa que establecimiento de un no ejercicio en
paralelo. En otras palabras, la concordia venía a justificar las quejas y
protestas de muchos grandes que veían de qué manera la figura del rey se
esfumaba tras los omnipotentes validos que implantaban su dictadura. Fray
Lope de Barrientos abandonó la Corte para dedicarse, durante unos años, a
sus tareas de obispo humanista.

Armas de Granada

Se había acordado en Astudillo una colaboración para conseguir que el rey


de Navarra desalojase las tres fortalezas que aún alzaban pendones en su
nombre, Briones, Atienza y Torija; la segunda de ellas era considerada
como más importante. Don Enrique contribuyó a la empresa enviando un
socorro de 300 lanzas pagadas, pero se abstuvo de participar en la campaña,
retirándose de nuevo a Segovia, donde podía hacer un cómodo balance de
sus actos. Contra lo que esperaba, don Álvaro tuvo que librar una guerra en
dos frentes porque en, 1445 el ‘amir de Granada, Muhammad VII al-
Hayzari, el Izquierdo, murió asesinado por Abu ‘Abd Alah Muhammad X,
apellidado ben Utham, el Cojo. Los «hijos del Talabartero», ibn Sarrach,
Abencerrajes en la nomenclatura cristiana, rechazando la usurpación,
hicieron de Montefrío un reducto para proclamar allí a un pariente de
Yusuf IV, Abu Nasr Sa’ad, a quien los granadinos llamaban Ibn Isma’il y
los cristianos Muley Zad o Ciriza. Juan II decidió reconocer a este segundo
pretendiente que, habiendo vivido durante años en la Corte castellana, podía
ser considerado como un buen vehículo para extender su influencia sobre
Granada. Ciriza fue un pretendiente sin fuerza, mientras que las divisiones
internas castellanas ofrecían a Muhammad X la oportunidad de labrarse un
prestigio militar quebrantando la frontera cristiana.
En 1446 los granadinos asediaron y tomaron Benamauriel y Benzalema,
encomendadas al conde de Alba, que eran el fruto de brillantes campañas
anteriores.[51] El príncipe de Asturias prohibió a sus guarniciones de Jaén,
Úbeda y Baeza que acudieran en socorro de los sitiados, tratando de sacar
provecho de un fracaso que podía atribuirse al condestable. Pero en los
meses siguientes las ganancias cobradas por la ofensiva musulmana, que
empleaba «voluntarios de la fe», esto es, mercenarios de alta
profesionalidad procedentes del norte de África, se hicieron más
ostensibles: en 1447 los castellanos perderían Arenas, Huéscar, Vélez Rubio
y Vélez Blanco. Jimena sucumbió seguramente por estas mismas fechas. De
modo que, rotas las defensas, la frontera retrocedió hasta aquella línea que,
a principios de siglo, Fernando de Antequera había pretendido rebasar. Un
desprestigio para el valido. Pero un engaño, también, en la otra banda: los
granadinos creyeron que estaban en condiciones de combatir con éxito las
apetencias castellanas.

Caída de Atienza

Algunos grandes comenzaban a pensar que no valía la pena seguir en la


obediencia de Juan II, víctima de su incurable debilidad, ni en la del hijo,
que parecía más pendiente de los apetitos de sus consejeros que del bien del
reino. En circunstancias tales, las miradas se dirigían a Aragón. De ahí que
el condestable ensayara, como en 1429, una política exterior que fuera
contrapeso de la influencia del vecino reino, consolidando las buenas
relaciones con la Sede romana y reforzando los acuerdos con Portugal,
Inglaterra y Francia que, entre otras cosas, ampliaban las perspectivas de un
comercio que arrojaba importantes beneficios. De estas tres alianzas, la más
valiosa, a juicio del ministro, era la de Portugal. Venciendo la fuerte
resistencia del rey, a quien no complacía tal matrimonio, estaba concertando
el enlace de éste con Isabel, hija del infante don Juan. Pacheco insistía cerca
del príncipe: era imprescindible, y urgente, arrebatar al de Luna la baza de
Portugal. Sorprendentes son los caminos de Dios: don Álvaro de Luna
estaba propiciando la venida al mundo de la Reina Católica. Hacía tiempo
que la cancillería castellana tenía en su poder la dispensa pontificia.
Las tropas prestadas por el príncipe de Asturias participaron en el cerco
de Atienza que, defendida eficazmente por Rodrigo de Rebolledo, duró dos
meses. El lugarteniente de Aragón envió dos procuradores, Ramón Cerdán
y Antonio Nogueras, que consiguieron alcanzar un acuerdo. Ambas
fortalezas, Torija y Atienza, quedaban depositadas en tercería en manos de
la reina María, hermana de Juan II y esposa de Alfonso V, por un plazo de
tres meses, tiempo suficiente para que Juana Enríquez fuera entregada a su
marido el rey de Navarra. Puede decirse que con esta parte del acuerdo, don
Enrique era burlado en sus intenciones: desaparecía el rehén de seguridad
que le garantizaba la sumisión del almirante.[52]
Don Álvaro de Luna entró en Atienza el 12 de agosto de 1446 y
cometió una tropelía: para evitar que el castillo pudiese organizar nueva
resistencia, quemó las casas. De este modo creó un nuevo motivo para el
enfrentamiento con el rey de Navarra: deseaba mantener el estado de
guerra, aunque fuese únicamente teórica porque le permitía mantener tropas
en pie, allegar recursos y justificar medidas difíciles de aceptar en otro
clima. Retrasó cuanto pudo la entrega de Juana Enríquez a su marido hasta
hacerla coincidir con la boda de Isabel.[53] Pues aunque el acuerdo
matrimonial se había firmado el 9 de octubre de 1446,[54] la ceremonia de
enlace, según acta notarial fehaciente, no tuvo lugar en Madrigal hasta el 22
de julio de 1447. Contaba Juan II en aquellos momentos 42 años de edad.
La reina se apresuró a tomar posesión de las dos ciudades que formaban sus
arras, Madrigal y Soria. La primera de ambas llegaría a convertirse en su
residencia favorita.
Los acontecimientos de 1446 consagraron definitivamente la disyunción
entre los dos sectores políticos sólidamente constituidos. Ninguno de ellos
parecía interesado en sacrificar sus aspiraciones ante el bien superior de la
monarquía. Ni Enrique estaba dispuesto a resignarse a un segundo plano
pasivo, ni el Maestre de Santiago daba muestras de renunciar a ese poder
personal que la «concordia» de Astudillo le reconociera. No cabe duda de
que era consciente de que entre los grandes crecía el sentimiento de
oposición hacia la anomalía de que no fuera el rey quien ejerciera por sí
mismo las funciones: estaba tan prisionero como en los días de Portillo. En
Toledo los sentimientos adversos crecían: la devolución de oficios a Pedro
López de Ayala, aliado del príncipe, había tenido como consecuencia
colocar a Pedro Sarmiento también contra el condestable.[55] El repostero
estaba acariciando la idea de aprovechar la virulencia de los anticonversos
para obtener pleno dominio sobre la ciudad.
A finales de 1446 y principios de 1447 el Consejo Real tuvo que librar
una dura batalla con los procuradores de las ciudades que acompañaron a la
Corte en su desplazamiento desde Tordesillas a Valladolid, reuniéndose en
esta ciudad para celebrar Cortes.[56] El príncipe de Asturias se mantuvo
cuidadosamente ajeno a esta reunión aunque utilizaría después muy
ampliamente las demandas y resoluciones que en ellas se adoptaran.
Ineficaces en cuanto a los resultados, las Cortes de Valladolid se
convirtieron, sin embargo, en punto de referencia: la monarquía necesitaba
profundas reformas, en especial, referidas a las funciones tributarias. Los
procuradores se mostraron muy reticentes a la hora de votar subsidios,
limitando éstos a veinte millones de maravedís destinados a sufragar los
gastos de la guerra, y estableciendo condiciones que reducían la capacidad
de maniobra. Es la primera lección que aprenden los consejeros de
Enrique IV: era preciso contar con Cortes más dóciles interviniendo
decisivamente en la selección de los procuradores. Éstos, por otra parte, se
estaban acostumbrando a ser una especie de funcionarios reales, bien
retribuidos.

La decisión del príncipe

Las decisiones políticas del príncipe de Asturias eran cautelosas y


enderezadas hábilmente a proporcionarle recursos cada vez mayores. No
puede decirse, en cambio, que contribuyeran a reforzar el poder de la
monarquía, ya que, procurando socavar las bases del poder de don Álvaro,
quebrantaba el prestigio y la autoridad del rey. En ningún momento se
produjo ruptura entre padre e hijo; aunque este último procedía con absoluta
independencia, no admitía que se pusiese en duda su voluntad de
obediencia, ya que él estaba con la Corona, y no contra ella, pues le
pertenecía. Los cronistas coinciden en señalar que ya en estos años se sabía
en la Corte que su voluntad estaba sometida a la de los dos hermanos que
habían conseguido alcanzar su objetivo fundamental y eran ya cúspide de la
primera nobleza. Palencia puntualiza, malévolo, que el condestable se veía
obligado a negociar con ellos a fin de «alcanzar, por su mediación, el
asentimiento absoluto del príncipe Enrique para sus maquinaciones». A los
grandes, obsesionados ahora con la tarea de disminuir o eliminar el
«tiránico» poder del privado, no parecían preocuparles demasiado las
maneras absorbentes de Pacheco y Girón, ya que parecía que comulgaban
en todo con sus intereses, afirmando siempre que colocaban el bien de la
nobleza en primer lugar.
En la Corte circulaban otros rumores nada favorables a la persona del
príncipe, cuya conducta y aficiones no se acomodaban al espíritu de la
caballería. Palencia le calumnia o le difama cuando atribuye la influencia
omnipotente del marqués a sus complacencias en desviaciones sexuales.
«Consentía la lujuria del príncipe dejándolo precipitarse en cualquier
lascivia y encenagarse en las tentaciones del vicio con los viciosos, con tal
que los cómplices en el pecado y compañeros de sus crímenes escogidos
por Enrique se mostrasen ineptos para los asuntos importantes, o sumisos a
él.» Admitamos que todas estas atribuciones fuesen falsas. Pero de hecho
mil confusos, aviesos e interesados rumores acerca del comportamiento
sexual del futuro rey, estaban ya recorriendo camino por los pasillos de
palacio.
Se trataba, por parte de estos consejeros, de incrementar el partido del
príncipe, como si éste no hubiese ejercido otro protagonismo en el episodio
de Olmedo que el que corresponde a un pacificador. Cultivaron
especialmente la amistad del almirante y del conde de Benavente, parientes
ambos de los infantes de Aragón, y se comprometieron con ellos a
devolverles todas las rentas que devengaban sus señoríos antes de mayo de
1445. Los enemigos del actual gobierno seguían confiando en que el
retorno de los «aragoneses» permitiera enmendar la situación: el 6 de
diciembre de 1446 lo había explicado el comendador mayor de León, Diego
Gómez Manrique, en conversación con el infante don Juan: sólo el retorno
de Alfonso V, que contaría con el respaldo enérgico de la nobleza
castellana, podía enderezar los asuntos restableciendo el orden en la
Monarquía.
Posición falsa la del Maestre de Santiago. No podía hacer otra cosa que
entrar en el juego practicando la misma táctica de concesiones y halagos. Al
gesto de permitir la marcha de Juana Enríquez sumó la entrega al almirante
del mando sobre la guarnición de Tarifa, que significaba también un juro de
100.000 maravedís para atender a los sueldos. Se movía, en consecuencia,
en medio de fuertes contradicciones, teniendo que alternar los halagos con
los gestos enérgicos. La alianza con Portugal no le había producido
resultados concretos. La nueva reina, dotada de rentas que le
proporcionaban cierta dosis de independencia, mucho más joven que su
marido, había devuelto a éste a una frecuencia en las relaciones conyugales,
que pronto se tradujeron en nuevos vástagos, Isabel y Alfonso, capaces de
crear un espacio, en la vida del rey, en el que no podía penetrar la influencia
del privado. Se ha exagerado probablemente mucho el papel de la señora,
pero parece seguro que le molestaba el ascendiente de don Álvaro.
Aunque el nacimiento de nuevos infantes no afectaba a los derechos de
sucesión, es indudable que influía en las relaciones de don Enrique con su
padre, ya que éste iba a tener sobre quién volcar sus afectos. Puede tratarse
de una simple coincidencia, pero es digno de notar que, precisamente en el
verano de 1447, encontremos la primera noticia del plan urdido por don
Juan Pacheco para conseguir un acuerdo matrimonial del príncipe de
Asturias con la infanta Juana de Portugal que, como hermana de Alfonso V,
estaba mucho más cerca que su prima Isabel del trono. También se
dibujaban, en este caso, partidos distintos.
Tiempo de bodas con ulteriores consecuencias, capaces de cambiar el
curso de la Historia de España. Tiempo también de fuertes tensiones.
Enrique se estaba preparando para asumir nuevas y mayores cotas de poder.
Seguía la guerra en la frontera de Navarra, y el príncipe se retiró de ella;
pese a la demolición de la villa, el castillo de Atienza continuaba resistiendo
y, con mercenarios gascones reclutados desde Navarra, el rey Juan hizo una
entrada hasta Belorado y por las inmediaciones de Logroño. Pacheco se
decidió a ampliar el partido del príncipe incluyendo en él a cuantos tenían
algo que temer del condestable: de modo que, además del almirante y de los
condes de Benavente y Castrogeriz, ganó para su causa a Rodrigo
Manrique, que declaraba ilegítima la presencia de don Álvaro en el
Maestrazgo de Santiago, y al adelantado mayor de Murcia, Pedro Fajardo,
que estaba obrando ya como un poder independiente.
Mientras el condestable se ocupaba en cerrar los accesos desde la
frontera de los reinos del infante don Juan, contando con fray Lope
Barrientos, obispo de Cuenca, y con el alcaide de Lorca, Alonso Fajardo,
que hacía la guerra a su sobrino el adelantado, en estos primeros meses del
verano de 1447, se estaban operando concentraciones de tropas al servicio
del príncipe en Segovia y en Almagro. Pedro Girón, todavía en plena
juventud, estaba demostrando poseer excelentes dotes de capitán para una
guerra. Pero no era guerra lo que deseaba el príncipe, que entendía que su
deber consistía precisamente en sembrar paz, ni tampoco los dos hermanos,
que habían aprendido la lección. Buscaban la acumulación de patrimonio y
rentas, sin que se hubieran fijado todavía un límite a su ambición. Un día
llegaría, según sus cálculos, en que, sin necesidad de incurrir en tiranía,
antes bien contando con el respaldo de los otros grandes, fuera imposible al
futuro rey sustraerse a sus consejos y directrices. El nuevo régimen político
para Castilla se dibujaría necesariamente como un poder compartido en que
los grandes líderes de la nobleza, como ya se había mencionado en
Astudillo, tuviesen a su cargo el efectivo ejercicio de la señoría mayor de la
justicia.

Un golpe llamado Záfraga

A mediados de agosto de 1447, estando don Enrique en Segovia, como si


fuera ya residencia oficial, llegó a la Corte la noticia de que don Juan de
Navarra estaba preparando una invasión por la frontera de Soria. Don
Álvaro de Luna decidió llevar a esta ciudad las 3.000 lanzas que formaban
el grueso de sus fuerzas, pactando previamente con los consejeros del
príncipe para evitar que aprovechasen esta oportunidad para crear conflictos
en retaguardia. El 6 de setiembre de aquel mismo año, estando el monarca
alojado en las casas inmediatas a Santo Tomé, un procurador de la reina
Isabel tomó, para ésta, posesión del señorío de la ciudad, garantizando a la
misma que ninguna variación iba a producirse en su status. La operación
consistía en que las rentas pertenecientes a la Corona se ingresarían en
adelante en el tesoro de la soberana, quedando a su libre disposición. Falsa
alarma porque las Cortes de Zaragoza se negaron a votar los subsidios que
para la operación se necesitaban, y Juan de Navarra tuvo que enviar dos
negociadores, Íñigo de Bolea y Ramón de Palomar, en vez de un ejército.
El 20 de setiembre estos procuradores fueron recibidos en Soria.
Entonces se habló de recurrir a un procedimiento que convenía tanto al de
Luna como a los dos hermanos: en lugar de una restitución de señoríos,
fuente de conflictos ya que los infantes que sobrevivían eran ya reyes, se
podía hacer un balance de las rentas que significaban siendo éstas objeto de
indemnización. No hubo la oportunidad de cerrar el trato, tan conveniente
para los partidarios del príncipe porque alguien cometió el error de atacar y
conquistar el castillo de Verdejo.
Las negociaciones se interrumpieron y los procuradores aragoneses no
tuvieron más remedio que proporcionar al rey algunos recursos con los que
pudo ejecutar represalias sobre Santa Cruz de Campezu, en el camino de
Vitoria, y contra Huélamo, no lejos de Cuenca. Eran preciosos rehenes,
capaces de forzar una reconciliación. El Consejo Real, que condujo de
nuevo a Juan II hasta Valladolid, para celebrar aquí las fiestas de cabo de
año, no podía disimular la sensación de revés: en las dos fronteras abiertas
en conflicto, la de Aragón y la de Granada, los castellanos habían
experimentado pérdidas. Don Álvaro propuso a Juan de Navarra una nueva
tregua de cinco meses (8 de marzo de 1448) que fue aceptada porque ambas
partes andaban escasas de fondos y deseosas de hallar alguna fórmula
conveniente acerca de las rentas.
El 20 de abril fue publicada una Ordenanza real, elaborada desde luego
por el Consejo, por la que, refiriéndose a las propuestas formuladas en las
Cortes de Valladolid del año anterior, se prohibía a todos los nobles,
incluyendo al príncipe heredero, disponer de las rentas reales para
remunerar soldados u oficios.[57] Se trataba simplemente de llamar la
atención de Pacheco acerca de las ventajas que podría reportar un acuerdo
con aquellos que disponían de la potestad real. Alfonso de Fonseca, a la
sazón obispo de Ávila, se encargó de la difícil tarea de mediador entre
ambas partes. La propuesta de don Álvaro consistía en llevar a la práctica lo
acordado en Astudillo de reparto de gobierno entre ambos consejeros el de
Luna y Villena, haciendo una limpieza en el Consejo de todos aquellos que
pudieran resultar inconvenientes a unos u otros. En definitiva, un golpe de
Estado.
¿Por qué aceptó don Enrique esta propuesta? La respuesta es difícil. El
11 de mayo de 1448, estando el rey en Tordesillas y el príncipe en
Villaverde de Medina, convinieron en celebrar una entrevista para su
reconciliación en una villa cercana, inmediata a Medina del Campo,
llamada Záfraga; en ella debían acordarse los términos de la depuración.
Acudieron con el rey los condes de Alba, Benavente y Alba de Aliste, Ruy
Díaz de Mendoza, los dos hermanos Pedro Suero de Quiñones y, desde
luego, el privado. Con Enrique acudía Pacheco con «otros caballeros de
poca monta». Llegado un determinado momento, padre e hijo se apartaron
para conversar en una tienda, con la sola compañía de sus privados. En esta
conversación se acordó la prisión y reparto de la custodia de los grandes
consejeros: el rey se haría cargo de Benavente, Alba de Liste y los dos
hermanos Quiñones, mientras que el príncipe alojaría en su alcázar al conde
de Alba de Tormes.[58] Avisados a tiempo, el almirante y el conde de
Castrogeriz, pudieron escapar de esta celada y, ayudados por los Manrique,
alcanzaron la frontera.
Tal fue el golpe de Záfraga, que habría de convertirse en verdadera
jornada de engaños para el Maestre de Santiago, que creyó haber
comprometido al príncipe de Asturias en favor de su causa, como si no
conociera la habilidad del marqués de Villena para zafarse de los
compromisos. Al intentar la eliminación de los dirigentes de la antigua Liga
por tales procedimientos, se cerró el camino para cualquier futura
reconciliación. En adelante el que a sí mismo se consideraba ministro
universal se convierte en un solitario, unido al poder únicamente por la
quebradiza voluntad del monarca. No es desacertado suponer, como ya
hiciera Jaime Vicens Vives, que el extremo radical a que se llega, de la
ejecución pública del valido, haya sido consecuencia lógica del acto tiránico
de Záfraga. Los procuradores de las ciudades alzaron, de inmediato, voz de
protesta contra aquellas prisiones, que no dudaron en calificar de arbitrarias.
El marqués de Villena aconsejó al príncipe de Asturias cobrar la parte
del botín que pudiera corresponderle y eludir toda suerte de compromisos.
El 18 de mayo, pasados solamente cuatro días del golpe, Juan II firmó una
cédula que permitía a su hijo disponer libremente de los estados que
formaban el patrimonio de la Casa de Alba. Don Enrique no perdió el
tiempo: hizo comunicar a la condesa y a su hija Constanza que podían
instalarse en Salvatierra, no lejos de Béjar, gozando de su seguro personal,
pero tomó posesión de todo lo demás. Negoció con Juan Ramírez de
Guzmán, comendador de Calatrava, un acuerdo de indemnizaciones para
que desistiera de cualquier obstáculo al disfrute del Maestrazgo de esta
Orden por parte de Pedro Girón (1 y 2 de agosto de 1448), y acompañó a su
padre en un viaje a Logroño que no tenía otro objeto que dar al príncipe
posesión de esta ciudad pasando el castillo de la misma a manos de
Pacheco. Luego se retiró a Segovia preparando prisiones convenientes para
el conde de Alba y Pedro Suárez de Quiñones, cuya estancia se presumía
larga.

Los resultados de Záfraga

Nunca se convirtió en realidad aquel gobierno dual que se conviniera entre


los días 11 y 14 de mayo de 1448, que hubiera convertido a don Enrique en
una especie de apéndice político del condestable. Pasaron los meses sin que
el príncipe diera señales de que estuviese dispuesto a cumplir su parte.
Cuando, a comienzos de otoño, concluido el proceso de ocupación de los
dominios que le correspondían, el príncipe fue invitado a celebrar nuevas
conversaciones, a fin de fijar las obligaciones correspondientes, él hizo una
propuesta que equivalía a un reparto del reino: toda Andalucía sería
confiada a don Enrique, con plenos poderes para decidir en ella, y con la
misión de llevar a cabo la guerra de Granada. Al decir el príncipe quería
decirse Pacheco y Girón; revelaban de este modo que eran las tierras
andaluzas siguiente objetivo para su concupiscencia. Aunque Juan II tuvo
que rechazar la demanda, en aquella oportunidad hubo todavía una pequeña
ganancia: Cea de Pisuerga fue incorporada a los dominios de don Enrique
(20 de octubre de 1448).
Suspendidas las negociaciones tras el rechazo de la propuesta, Pacheco
recondujo a su señor a Segovia y trató de establecer la versión, respecto a lo
concordado en Záfraga, que no se trataba de otra cosa que de un capítulo
más en la siniestra política del condestable, cuya tiranía era preciso
denunciar. De este modo alineaban al primogénito heredero nuevamente
con la nobleza que, desde el verano de 1448, parece haberse señalado un
objetivo por encima de todo: derribar a don Álvaro, usurpador de las
funciones reales. Esta operación no podía llevarse a cabo sin grave
detrimento de la Monarquía, puesto que equivalía a revelar que Juan II era
un incapaz que permitía que otros ejercieran por él las funciones reales. El
príncipe de Asturias, que se prestaba a este juego, adquiría mala fama: ahí
estaba otro personaje débil de carácter a quien parecía preocupar muy
especialmente dar satisfacción a la codicia insaciable de aquellos dos
consejeros que habían saltado desde la nada a los primeros puestos del
reino.
La intervención de la joven reina Isabel debe apreciarse en su justo
valor; a menudo se le asigna protagonismo en la caída de don Álvaro. Pero
la documentación, ahora abundante, obliga a precisar. Le preocupaba
salvaguardar la dignidad del rey, que era la suya propia, la que tendría
también que transmitir a sus hijos. Desde octubre de 1448 la Corte contaba
con un elemento del que durante mucho tiempo careciera: una reina
dispuesta a ejercer sus funciones al lado de su marido, deseosa además de
tener hijos.
Como en otro tiempo, las manos de los grandes, en esperanza de ayuda,
se volvieron hacia el rey de Navarra al que consideraban como uno de los
suyos. Zaragoza fue punto de Convergencia para los exiliados, entre los que
descollaban el almirante, suegro de don Juan, el conde de Castro y el
primogénito del conde de Alba, García de Toledo. Hicieron negra pintura de
la situación. Pero don Juan se negó a tomar la responsabilidad de un
alzamiento: no quería desobedecer las instrucciones de su hermano,
demasiado precisas. Proponía que reconstruyesen la Liga, prometiendo
ayuda desde el exterior. Así se hizo: el príncipe de Asturias respondió
favorablemente a las insinuaciones que se le hicieron para que figurara en
ella. Una de las condiciones que pedía el antiguo duque de Peñafiel era que
don Enrique dejara de apoyar las rebeldías del príncipe de Viana y
consintiera que Navarra y Aragón llegaran a unirse en una sola Corona.
Algunos de estos nobles viajaron a Italia para convencer a Alfonso V, con
idéntico resultado. Pero éste insistió: la era de los «infantes de Aragón»
estaba definitivamente cerrada, lo que no significaba que dejara de prestarse
ayuda al movimiento: delegó plenamente poderes en su hermano, para que
decidiese en cada momento lo que convenía hacer. Todo dependía del
príncipe de Asturias; suya era la legitimidad responsable.
CAPÍTULO VI

TORMENTA SOBRE TOLEDO

Objetivo: Cuenca

Poco a poco don Enrique, consolidado en su posición de príncipe de


Asturias, iba tomando la dirección de los asuntos; quiere decirse que
Pacheco lo hacía en su lugar. En 1448, venciendo sus recelos, que eran muy
serios, Alfonso V había autorizado a su hermano Juan para tratar con este
sobrino, tomando precauciones.[59] Una nueva e importante adquisición se
había hecho para el equipo del príncipe, Diego Arias Dávila, converso que,
desde el oficio de especiero, había conseguido alzarse a opulentas
posiciones financieras y tenía, ahora, el arrendamiento de las alcabalas. A
este personaje, que pudo librarse de delicados compromisos con la justicia
merced a una oportuna intervención del propio príncipe, pudo éste
encomendar la administración de los copioso fondos que estaba allegando.
Aunque Alfonso de Palencia trata de prevenir al lector contra él y sus
deudos, es evidente que contaba con dotes muy singulares para esta
función.
Las negociaciones entre el príncipe y el lugarteniente de Aragón se
prolongaron durante varios meses, coincidiendo con un período de ruptura
entre ambos reinos, Castilla y Aragón. Agotadas las treguas en el otoño de
1448, no se había producido su renovación y encuentros armados
esporádicos se estaban produciendo en la frontera. En estas circunstancias
podía decirse que las negociaciones, a espaldas del rey, constituían un acto
de traición. Pero don Enrique estaba convencido de lo contrario: de nuevo
su padre el rey estaba prácticamente privado de sus funciones por el valido
y a él correspondía tomar iniciativas en beneficio del reino. La contienda
alcanzaba, de este modo, características muy singulares. Concluido el
gobierno del duque de Coimbra, al declararse la mayoría de edad de
Alfonso V, los aragoneses volvieron a establecer contacto con Portugal,
retrocediendo en el tiempo a la época de Duarte y Leonor.
Siendo España una nación, como en los dos últimos Concilios se
reconociera, los intereses de los reinos que la componían eran comunes,
como se demostraba, por ejemplo, por los acuerdos vigentes que
garantizaban la libertad de comercio y por las relaciones de parentesco entre
sus soberanos que constituían una sola dinastía. De este modo la
anormalidad que significaba el régimen establecido por don Álvaro de Luna
a todos afectaba y por todos debía ser corregido. Pero, siguiendo este
razonamiento, la legitimidad castellana descansaba sobre los hombros del
sucesor, y con él era imprescindible tratar. Don Enrique aceptó este papel
aunque evitaba adquirir demasiados compromisos. Sus dominios construían
la plataforma territorial adecuada.
Las operaciones militares, limitadas a la frontera, se tradujeron en
reveses para el condestable. Rodrigo Manrique, a quien seguían algunos
caballeros de la Orden, y Alfonso Fajardo, alcaide de Lorca, pudieron
apoderarse de la mayor parte del reino de Murcia, incluyendo la propia
capital (marzo de 1448). Don Enrique, desde Segovia, les envió palabras de
aliento. Los rebeldes, después de haber exigido del lugarteniente de Aragón
y de Alfonso V sendos juramentos de garantía respecto a la permanencia de
Murcia dentro del reino de Castilla,[60] recibieron tropas aragonesas dentro
de sus límites. De este modo se proporcionó a la Liga una buena plataforma
militar. Para evitar que Cuenca, donde el suegro de Manrique, Diego
Hurtado de Mendoza, ostentaba la alcaldía, siguiera la misma suerte, el
obispo fray Lope Barrientos se hizo cargo de todas las fortalezas de la
ciudad. También en la frontera de Granada se registraron fuertes reveses en
Sierra Bermeja (mayo) y en Hellín (diciembre de 1448). El príncipe de
Asturias podía decir que si se hubiera aceptado la fórmula de reparto que él
proponía, esto no hubiera sucedido. Graves discordias habían estallado
entretanto en Sevilla, al vacar la sede episcopal: el condestable quería
imponer a su sobrino, Rodrigo de Luna, contra la voluntad del cabildo que
defendía la candidatura del cardenal Juan de Cervantes.[61]
El 18 de diciembre de 1448, el conde de Benavente consiguió huir de la
prisión que ocupaba en Portillo, tras haber convencido al alcaide, Diego de
Ribera, de que convenía cambiar de bando, pues el de Luna estaba
inexorablemente condenado a convertirse en perdedor. Pudo recobrar la
ciudad que servía de cabeza a su condado, alzando en armas también a Alba
de Aliste. Frontera bastante segura con Portugal en estas tierras leonesas.
Los que formaban el grupo de exiliados en Zaragoza examinaron las
condiciones que marcaban dos noticias: el príncipe de Asturias se había
definido al desobedecer las órdenes de su padre negando refuerzos a la
guarnición que los Mendoza tenían en Torija; Alfonso V había impartido ya
las órdenes definitivas para la puesta en marcha de operaciones en el
interior de Castilla. Persistiendo en la norma de que no se arriesgase su
hermano Juan, encomendaba al hijo de éste, Alfonso de Aragón, el mando
de las tropas que fuesen a intervenir. Podía y debía hacerlo en su calidad de
Maestre de Calatrava. El príncipe de Asturias debía ser admitido también en
la Liga.
Las condiciones que sellaron el compromiso de don Enrique, aunque
probablemente no estaba en intención de cumplirlas, eran cinco:

Los infantes de Aragón, esto es, Juan y su sobrino Enrique, al que se


llamaría «Fortuna» serían reconocidos en el derecho a poseer todos los
señoríos que constituían su patrimonio, con el valor de sus rentas,
incluyendo los bienes que les hubiera correspondido heredar.
Alfonso de Aragón tendría que ser restablecido en el Maestrazgo de
Calatrava o en otro oficio o posesión equivalente, aceptables en
opinión de su padre.
Todos los que hubieran sido afectados por el golpe de Záfraga tendrían
que ser liberados y restituidos en la posesión de sus estados,
devolviéndose a los partidarios de los infantes aquellas rentas de las
que hubieren sido privados.
Se reconocería al príncipe una especie de jefatura en la guerra, ya que
el objetivo de ésta consistía en expulsar al condestable devolviendo a
Castilla su legitimidad. En consecuencia serían proporcionadas tropas
que aquél debía pagar. Todos adquirían el compromiso de no cesar en
la guerra hasta que el condestable hubiera sido eliminado.
Las acciones políticas o militares que se emprendiesen no podían
afectar a las relaciones de amistad y alianza que en aquellos momentos
tenía Alfonso V con Portugal, Milán o Génova.

Se fijó, como objetivo militar, Cuenca, en donde estaba Barrientos que,


aunque amigo del príncipe, anteponía la fidelidad a la Corona a cualquier
otra consideración. Fue montada, contra su persona, una propaganda
adversa que operaba desde muy diversos sectores. Inesperadamente surgió
el problema de Toledo.

El alzamiento

Como hemos tenido la oportunidad de señalar, la ciudad imperial era objeto


de fuertes tensiones a causa del número e importancia de los conversos que
en ella vivían. Los estudios de Eloy Benito y Benzon Netanyahu nos
permiten seguir con seguridad el desarrollo de los acontecimientos.
Partimos del desánimo e irritación que los acuerdos tomados en Astudillo le
produjeron al verse despojado de parte de sus oficios frente a Pedro López
de Ayala; si éste se había caracterizado por su propósito de que los
conversos no fueran discriminados o perseguidos, él podía ahora buscar
venganza estimulando los odios de los cristianos viejos. Tuvo la suficiente
habilidad para que no fuera posible acusarle de haber acaudillado la
rebelión. Después de Astudillo, Pacheco y el de Luna habían quedado de
acuerdo en que sería necesario que ambos estudiasen de qué modo podría
dársele una indemnización que evitara los perjuicios que el retorno del
señor de Fuensalida le significaban. Esto no se hizo; al contrario, el
condestable, que había empezado a desconfiar de él, decidió privarle de la
alcaldía de las alzadas, haciendo que el rey se la pasase a él mismo. Don
Álvaro envió a Toledo en funciones de teniente, a Ruy García de
Villalpando.
Así se dio la sensación de que el valido estaba a favor de los conversos,
lo que no puede asegurarse. Lo que el valido deseaba era imponer en Toledo
su influencia, impidiendo que otros la ejerciesen. Las hostilidades con
Aragón le obligaban a buscar toda clase de medios para reforzar un poder
que sentía se le escapaba de las manos. Había dispuesto que el rey, sin su
presencia, fuera a Benavente para forzar un acto de sumisión del conde,
mientras él iba a Ocaña, principal fortaleza de su Orden, para preparar,
desde allí, una reacción.[62] Necesitaba urgentemente dinero para pagar las
tropas que era necesario concentrar en Cuenca, cerrando el paso a sus
enemigos. Al pasar por Toledo, camino de Ocaña, agobiado por sus
carencias de dinero, don Álvaro de Luna tuvo la idea de solicitar de las
familias poderosas de la ciudad un empréstito forzoso de 20.000 doblas de
oro, que sería reembolsado con futuros impuestos (25 de enero de 1449);
equivalían a un millón de maravedís. El regimiento rechazó la demanda,
que era excesiva, y nombró procuradores para justificar su negativa, que el
condestable no quiso atender, encargando al recaudador Álvaro Cota que
actuase con energía. El condestable abandonó la ciudad aquel mismo día.
Cota era mercader rico y, además, converso. Había sido escogido por ser
tesorero del concejo pero era difícil convencer a la gente de que detrás de
todo esto no estaban los cristianos nuevos, favorecidos por el poder del
condestable. Pedro Sarmiento adoptó una actitud de independencia, como si
no quisiera mezclarse en las protestas de los vecinos ni que se le
considerara demasiado adicto al valido. Pero a su lado aparece ahora un
bachiller en decretos, Marcos García de Mora, mejor conocido como
Marquillos de Mazarambroz, llegado a Toledo muy poco tiempo antes,
presumiendo de hidalguía aunque se trataba de un hijo de campesinos a
quien valieran un ascenso sus grados universitarios. Responde muy bien al
tipo humano de simplificador a quien se cree por la contundencia con que
afirma sus tesis. En aquel momento, eran dos:

los males del reino procedían de la nefasta influencia de los conversos


a quienes el condestable entregara todos los resortes del poder y que
estaban decididos a conseguir la destrucción de la sociedad cristiana;
había llegado para Sarmiento la oportunidad de declararse contra don
Álvaro de Luna, cuya ruina era visible y la caída podía darse por
inminente e inevitable.

Ahora Toledo podía convertirse en ese factor definitivo, clave para el


cambio político en Castilla. Sarmiento había perdido gran parte de su poder,
pero aún conservaba el mando de la guarnición en el alcázar, desde donde
podía ejercerse un control efectivo de sus calles. La rebelión fue preparada
por una intensa labor de propaganda que prendió fácilmente entre las clases
bajas de la población: denuncia de la prosperidad que algunos conversos
disfrutaban; y codicia de saquear los bienes que poseían. Como en 1391
estos factores actuaron como desencadenantes, pero en el fondo[63] se
estaba manifestando ya la doctrina del antisemitismo: el judío es perverso
por naturaleza y así ha sido condenado por Dios, de modo que, aunque haya
recibido el bautismo, conserva la perfidia propia de su linaje. Se señalaba
que los oficiales que servían al rey, como el Relator Fernando Díaz de
Toledo, no estaban movidos por otro propósito que el de destruir a la
sociedad cristiana.[64]
Dentro de estas perspectivas, toda aquella conspiración que con el
patrocinio de la alta nobleza, se estaba formando para derribar a don
Álvaro, pasaba a ser una defensa de la sociedad cristiana. Tiempos
próximos a nosotros han visto nacer acusaciones semejantes. Toledo era
uno de los puntos explosivos, pero había otros muchos de modo que el
fenómeno podía convertirse en contagioso.[65]
El domingo 26 de enero de 1449, habiendo circulado la noticia de que
un artesano que se negara a abonar el empréstito estaba detenido, estalló el
motín: hubo ya brotes de violencia que auguraban lo que vendría después.
Pasó una noche. Al día siguiente el alboroto se hallaba extendido por toda
la ciudad: las casas de Alfonso Cota fueron quemadas, aunque el tesorero
pudo huir; los amotinados ahorcaron a un converso, Juan de Ciudad. Luego,
bien armados, fueron a tomar las torres que guarnecían murallas y puertas,
sin que Pedro Sarmiento hiciera nada por estorbarles. En una reunión
celebrada en la catedral, dos canónigos, Pedro López de Gálvez y Juan
Alonso, explicaron los argumentos antisemitas que entonces se manejaban:
la perfidia ingénita de la sangre hebrea explicaba la perversión del
judaísmo. Salvo excepciones, ni eclesiásticos, ni caballeros, ni oficiales
públicos participaron en el motín. Tampoco se produjeron manifestaciones
de desobediencia al rey; se pedía que fuese liberado del poder tiránico del
condestable que favorecía a los conversos.[66]
No hubo resistencia. Algunos de los amenazados huyeron y otros se
encerraron en sus casas consintiendo que los insurrectos se apoderaran de la
ciudad. Pedro Sarmiento negoció con ellos, ofreciéndoles convertirse en
portavoz de sus reivindicaciones, cosa que hicieron entregándole
simbólicamente las llaves de las fortalezas de que se habían adueñado. De
este modo, sin que pudiera ser inculpado, pues no había tomado parte en la
insurrección, el repostero llegó a convertirse en autoridad única de Toledo,
situándose en condiciones de negociar, con el rey o con el príncipe, unas
condiciones que habrían de favorecerle porque implicaban el
reconocimiento de su poder. Probablemente confiaba en que las tropas
aragonesas o las de don Enrique vinieran en su ayuda, y que los sucesos allí
acaecidos serían suficientes para provocar la caída de don Álvaro. Ausente
el arzobispo, el vicario Pedro López Gálvez le prestó apoyo en esta
cautelosa política. También el teniente que operaba en nombre del alcalde
mayor de las alzadas, Ruy García de Villalpando, que actuaba por
delegación del propio condestable, se sumó a la revuelta.
El bachiller de Mora y el teniente de alcalde dieron un giro a la tuerca
para justificar lo ocurrido: hablaron de las amplias dosis de herejía
judaizante que se estaba detectando en la ciudad y consiguieron que se
nombraran tribunales dependientes del vicario para descubrirla. No tenemos
noticia de cuál fuese la actitud del príncipe de Asturias en este primer
momento, aunque es muy probable que se mostrara simplemente a la
expectativa. Tampoco el rey pudo intervenir: hasta el mes de abril de este
mismo año, estuvo ocupado en el cerco de Benavente, cuya sumisión
finalmente logró. Así pues, pasaron semanas antes de que pudieran
adaptarse medidas para corregir la situación. De hecho Toledo estaba
sustraída a cualquier autoridad.
La oferta al príncipe

Los cálculos del repostero —Toledo iba a ser el detonante decisivo para una
derrota del valido— no se cumplieron. El 25 de febrero, al frente de una
fuerte columna, que juntaba entre 6 y 8.000 hombres de armas, Alfonso de
Aragón plantaba sus tiendas delante de Cuenca. Disponía también de
artillería. Pero Lope Barrientos había tomado disposiciones que le
permitieron una defensa eficaz. Al recibirse la noticia de que el condestable
acudía con tropas suficientes, los invasores tuvieron que levantar el campo
regresando a sus bases de partida. De modo que las esperanzas de los
rebeldes toledanos se disiparon. Crecía el prestigio del valido, a quien poco
antes se diera por vencido y presentaba ahora el balance de dos éxitos: la
sumisión del conde de Benavente y el rechazo de la invasión. El vasto plan
de entrada por Cuenca, Toledo y Murcia, tenía que ser abandonado. Como
una muestra del cambio de opinión, Fajardo el Bravo inició nuevos
contactos con la Corte.
No quedaba a Pedro Sarmiento otro recurso que ponerse en contacto
con el príncipe y ofrecerle la entrega de la ciudad; esto significaba, sin
duda, que el heredero de la Corona se alineaba junto a la opinión de los
enemigos de los conversos. Probablemente esto no le convenía: la autoridad
del rey no podía distanciarse de la doctrina de la Iglesia que insistía en que
no era lícita ninguna discriminación entre cristianos. No se dio respuesta a
esta primera solicitación. En cambio don Álvaro pudo entrevistarse con
Pacheco en Palomares, cerca de Huete (11 de marzo de 1449) y con el
propio don Enrique en Montalvo, pocos días más tarde. A cambio de la
entrega del castillo de Burgos, dominio sobre esta ciudad, el príncipe y su
valido estaban dispuestos a no intervenir en Toledo. Ostensiblemente,
acompañado como siempre por ambos hermanos, el príncipe regresó al
alcázar de Segovia, dejando a los rebeldes abandonados a su suerte.
Muchos conversos habían tenido que abandonar la ciudad que se
hallaba sometida a un dominio completo de los «lindos». El 1 de mayo de
este mismo año, Juan II establecía su real en Fuensalida, casi a la vista de la
ciudad. Allí le visitaron los procuradores del regimiento para entregarle un
memorial que había sido redactado por el repostero. Se ofrecía admitir al
rey, como la obediencia les obligaba, dentro del recinto de la ciudad, pero
sin la compañía del condestable ni de sus consejeros; previamente el
repostero y los oficiales que en este momento ejercían, serían confirmados;
ninguna clase de castigo o de rectificación podría aplicarse como
consecuencia de los pasados sucesos; se daba por establecido que los
rebeldes se habían sometido a la autoridad legítima de Sarmiento. Éstas
eran, por así decirlo, las condiciones formuladas con respeto. Pero el tono
general del documento, muy áspero, carecía de él. Se recordaba a Juan II
cómo se había alterado el sentido mismo de la legitimidad pues el rey no
reinaba; otros lo hacían por él. Volviendo a lo que se dijera en 1447 los
toledanos reclamaban que, juntos, monarca y sucesor convocasen Cortes,
adoptando en ellas las medidas necesarias.
Don Álvaro era descrito, en este memorándum, como el defensor de los
falsos cristianos que no perseguían otro objetivo que el de entregar el reino
al oculto poder judío. Era la fe cristiana, la que se hallaba en peligro. Con
suficiente claridad se recordaba al soberano que si no rectificaba en esta
línea política, el reino estaría justificado para sustraerle la obediencia y
pasarla a su sucesor, en quien descansaba la legitimidad. Sin parar mientes
en los acuerdos que se establecieran en Palomares y Montalvo, que
seguramente conocía, Sarmiento envió sus mensajeros a Segovia: si el
príncipe acudía, sería recibido en Toledo con toda alegría. Y esta vez
Pacheco y Girón, olvidándose de cualquier compromiso, convencieron a
don Enrique para que aceptase, ya que tal era el bien del reino. Con fuerzas
muy superiores a las de su padre, avanzó hasta instalarse en Casarrubios del
Monte. Desde aquí envió mensajeros a Juan II, que encontraron a éste en
Illescas, adonde se había retirado el 24 de mayo.
El primogénito heredero, usando de las prerrogativas que su posición le
otorgaba, pedía el consentimiento de su padre para aceptar las propuestas de
Sarmiento y entrar en la ciudad; si tal cosa se le negaba, indudablemente el
monarca tenía que explicar cuáles eran las razones. Jugada inteligente, sin
duda, la del marqués que, entre sus más caras aspiraciones tenía siempre
anotada la posesión de Toledo. Hubo conversaciones entre ambos campos,
sin resultado alguno y al final el condestable, llevándose consigo al rey,
tuvo que levantar el campo (4 de junio). Pasando por Escalona y Ávila
fueron todos a dar con sus huesos en el caserón incómodo de Valladolid,
donde naciera Enrique. El príncipe y sus dos consejeros, que en todo le
dominaban, pudieron entrar entonces en Toledo confirmando al repostero en
la alcaldía del alcázar y como alcalde mayor de las alzadas. Para Pacheco,
era aquélla una gran victoria: recordemos cómo Segovia, Madrid, Toledo,
formaban un tríptico de posiciones clave en el dominio del reino. Para el
príncipe, un mal paso: aunque con su presencia cesaron las violencias
físicas contra los conversos, nada se les devolvió; tampoco fueron
castigados los culpables. Se daba en todo la impresión de que el heredero
estaba de acuerdo con los cristianos viejos más exaltados.

La sentencia-estatuto

Preparando la brillante jornada de la entrada del príncipe, el regimiento


toledano había celebrado una reunión plenaria (5 de junio de 1449) en la
que aprobó un documento, elaborado por Marcos García de Mora,
eliminando a los cristianos nuevos de todos los cargos. Quince regidores
alcaldes y oficiales fueron sustituidos inmediatamente por cristianos viejos;
las propiedades que como consecuencia de estas y otras medidas se
esperaba confiscar, serían empleadas en abonar indemnizaciones a los
«lindos» que hubieran experimentado pérdidas o daños en los pasados
tumultos. Ningún reparo estaba previsto para los que sufrieran los
conversos. En adelante quedaría rigurosamente prohibido a los nuevos
desempeñar oficios públicos, lucrarse de beneficios eclesiásticos o deponer
como testigos ante tribunales.
De este modo, cuando el príncipe Enrique, a la cabeza de sus 1.500
jinetes, desfilaba por las empinadas calles de Toledo, aparecía visiblemente
comprometido con aquellas disposiciones que inauguraban el
antisemitismo. Tomó posesión de las torres de la puerta Bisagra y del
puente de Alcántara y las entregó automáticamente al marqués de Villena.
Quedaban aceptados los hechos consumados. Muchos de los cristianos
nuevos quedaron confirmados en su idea de que el condestable les favorecía
mientras que con el futuro rey las cosas irían mucho peor. La estancia del
heredero en la ciudad, que se prolongó quince días, defraudó las esperanzas
que en él se pusieran. Era visible que se preparaba un simple cambio en las
personas llamadas a ejercer el poder.
El ejemplo se contagió a otras ciudades demostrando que las violencias
de 1391 no era un capítulo cerrado. Aunque no podemos perder de vista las
implicaciones sociales —se puede hablar de una subversión de artesanos y
asalariados contra los ricos instalados en puestos de dirección— el
trasfondo era eminentemente religioso: se perseguía a los conversos porque
se creía que seguían siendo judíos. Durante dos semanas, entre el 7 y el 20
de julio de 1449 tuvieron lugar en Ciudad Real saqueos y asesinatos: las
víctimas eran colgadas por los pies, demostrando de este modo que morían
como judíos. La sensación de peligro fue muy intensa y en varios sectores.
Se produjeron apelaciones y avisos al Papa, suprema autoridad religiosa,
esperando de ella una solución. Los embajadores de Juan II pedían la
nulidad de la sentencia-estatuto del 5 de junio y la excomunión para
Sarmiento y todos sus secuaces. El repostero envió a Roma a Ruy García de
Villalpando, a fin de presentar los argumentos en favor de su tesis acerca
del peligro que el judaísmo significaba para la fe cristiana. Los conversos
toledanos tuvieron su portavoz en el deán Francisco de Toledo, que había
podido escapar a las matanzas.
Nicolás V procedió con cautela: necesitaba una previa información
porque se trataba de algo que incidía en la doctrina cristiana y sus
consecuencias se reflejarían en toda la Cristiandad. Tuvo tiempo el deán
para escribir, en Roma, un tratado Apologeticus, el año 1450. No cabe duda
de que su planteamiento de la cuestión era el más correcto. El bautismo, que
borra el pecado anterior, suprime asimismo cualquier diferencia de linaje
que pueda existir. Teniendo en cuenta que Jesús, los apóstoles y discípulos
así como los primeros cristianos, todos, habían sido judíos, el converso se
encuentra potencialmente más cerca del cristianismo en su raíz que el que
procede del paganismo. La doctrina del antisemitismo era un absurdo.
Los argumentos manejados por los enemigos de los conversos aparecen
expuestos en tres documentos llegados hasta nosotros: el memorial
entregado a Juan II el 2 de mayo de 1449, la sentencia-estatuto del 5 de
junio de este mismo año,[67] y una posterior refutación de las bulas de
Nicolás V. En todos intervino el bachiller Marcos García de Mora.[68] A
ellos acudirían, en años posteriores, muchos predicadores, de modo que, por
debajo de los episodios meramente coyunturales, prendería en la sociedad
española una idea siniestra acerca de lo que el judaísmo significaba. Las
calumnias colectivas son siempre mecanismos eficaces.
Decían los enemigos de los conversos que un plan judío para la
destrucción de la Cristiandad se estaba llevando a cabo en el mayor secreto:
para llevarlo a término muchos de los suyos se habían bautizado,
penetrando de este modo en las venas de la sociedad; era preciso no dejarse
engañar por estos conversos que seguían siendo judíos, blasfemaban de
Jesús y de María y adoraban ídolos. Siempre en secreto, los conversos se
circuncidaban y seguían practicando todos sus ritos y obedeciendo las
prescripciones. Don Álvaro de Luna, para implantar su tiranía, no había
dudado en valerse de estas «personas, infieles y herejes, enemigas de
nuestra Santa Ley». En consecuencia, el gobierno establecido por el valido
y sus colaboradores no era otra cosa que una primera etapa en el desarrollo
del plan judío para destruir la sociedad cristiana.
El judaísmo —continuaban diciendo— es, en sí mismo, el gran mal,
pues la estirpe hebrea está sustancialmente afectada por una pravedad de
pueblo deicida que no se corrige con el bautismo. De ahí que en el Fuero
Juzgo, que es base consuetudinaria, y antes que él en las leyes visigodas, se
hubiera prohibido radicalmente a los conversos desempeñar oficios
públicos, de aquellos que comportan el ejercicio de potestad sobre los
cristianos. La pesquisa que, como consecuencia de las revueltas de enero,
había podido hacerse en Toledo, permitió descubrir que los conversos
negaban la divinidad de Jesucristo, afirmaban que en el Cielo habitan Dios
y una diosa[69] y, en el día que corresponde al Jueves Santo cristiano,
seguían practicando el sacrificio del cordero.
Se recordaba al rey cómo, durante la invasión musulmana del 711, los
judíos se habían declarado en favor de los conquistadores: eran
precisamente los judíos quienes entregaron Toledo a Tariq. Ahora se
estaban apoderando de esta misma ciudad, comprando todas las escribanías,
absorbiendo la recaudación de impuestos, arruinando con ellos muchas
casas y asentándose en oficios importantes, tanto del concejo como de la
Iglesia, que pensaban entregar a los enemigos de la Monarquía: a todo esto
prestaba su apoyo don Álvaro de Luna. De este modo, el príncipe, que
confirmara tácitamente con su presencia las decisiones tomadas, aparecía
comprometido con la política de los «lindos» y convertido en enemigo de
ese «linaje perverso de los judíos». Años más tarde, don Enrique trataría de
rectificar esta asignación. En definitiva, los anticonversos del siglo XV
sostenían ya una tesis que en el siglo XX se nos haría familiar: la causa del
mal no se encuentra en una doctrina sino en la estirpe maldita que la
fabrica.

Bulas de Nicolás V

Los conversos encontraron apoyo en Roma en un interlocutor de valor


excepcional: el cardenal dominico fray Tomás de Torquemada, tío
precisamente del que llegaría a ser inquisidor general con los Reyes
Católicos. Nacido en Valladolid en torno a 1388, se le ha considerado un
descendiente de conversos por parte de su madre, pero éste es un dato que
algunos investigadores rechazan. Había desempeñado muy importante
papel en los Concilios de Constanza y Basilea, y desde 1432 se hallaba al
servicio directo de la Sede romana, que le era deudora de importantes
gestiones en defensa de la doctrina del Primado de Pedro y en la unión con
la Iglesia oriental. Cardenal desde 1439 se le atribuía la victoria definitiva
del papa sobre el Concilio, de tal modo que, al producirse en 1449 la
renuncia de Félix V y la disolución de los últimos reductos del
conciliarismo, pudo ser proclamado «Defensor de la Fe». Su libro, Summa
de Ecclesia, estaba considerado como el trabajo más decisivo y
esclarecedor acerca de la estructura jerárquica de la Iglesia.
Nicolás V recurrió a sus consejos para afrontar el problema español.
Los argumentos que empleó para inspirar al papa en sus decisiones nos son
conocidos porque volvió a emplearlos en su Tratado contra los madianitas
e ismaelitas.[70] Torquemada partía de las tesis sostenidas por el deán de
Toledo: siendo judíos de estirpe Jesús, María, los Apóstoles y los discípulos
sin excepción alguna, no era posible calificar de «nuevos» a los conversos
procedentes del judaísmo ya que eran los «hijos» a quienes, según
testimonio del Evangelio, se había dirigido en primer término el
llamamiento de Cristo. Ellos eran los que tomaban posesión de la herencia
que les estaba bien dispuesta. Quienes rechazan a los conversos obedecen a
criterios opuestos a la doctrina del cristianismo y prestan un servicio al
diablo, empeñado en borrar hasta el nombre de Israel. Los hebreos que se
reconocen «fieles de Cristo» son precisamente los que anuncian y preparan
la conversión final del Pueblo, y esto es lo que molesta al diablo ya que, en
dicha conversión, resplandece la gloria de Dios.
El cardenal explicaba luego al papa cómo aquellos juicios celebrados en
Toledo durante la rebelión, por jueces indebidos y procedimientos erróneos
—el Derecho canónico tenía bien definido el procedimiento inquisitorial,
único a utilizar en tales casos— no habían conseguido demostrar nada
porque carecían de pruebas. En consecuencia, todas las sentencias entonces
dictadas tenían que declararse inicuas, carentes de valor, merecedoras de
castigo para quienes las pronunciaran. Arremetía en especial contra la tesis
de que los conversos en general eran falsos cristianos: sin duda habría entre
ellos, como entre los demás bautizados, un poco de todo, pero la fidelidad
era característica de la mayoría. Netanyahu aporta el testimonio de los
rabinos que coincidía en este punto: los maestros judíos daban por perdidos
a la inmensa mayoría de los conversos.
En Toledo se había producido una rebelión contra el rey, la cual tomó
pretexto de la religión para justificar un conflicto que vino acompañado de
robos, asesinatos y saqueos. Torquemada apelaba a ese punto esencial de la
doctrina cristiana cuando afirma que cualesquiera que sean los pecados de
la persona humana, todos se borran cuando se vuelve a Cristo y se le
entrega. Acudiendo al Salmo 94, 14 —«Pues Yahvé a su pueblo no
desechará y no abandonará a su heredad»— el cardenal seguía el hilo de la
argumentación de san Agustín: los primeros judíos que se hicieron
cristianos, y de modo especial san Pablo, fariseo, hijo de fariseo, recogieron
la herencia de Israel como se anunciaba en el mensaje de Cristo; a ellos, con
posterioridad, se incorporaron también los gentiles. De modo que el hebreo
que se convierte y se bautiza no hace otra cosa que entrar en posesión de la
herencia que le pertenece.
Uno de los argumentos más fuertes de los empleados por fray Juan de
Torquemada era éste: los cristianos viejos, al declarar maldito al linaje
judío, blasfeman de María, la Madre de Dios. Pues si el mismo Dios había
escogido, para encarnarse, a una doncella de la Casa de Israel es porque no
había otra «más digna, más santa ni más religiosa en el mundo». Los judíos
que han sobrevivido a la destrucción del Templo y a la pérdida de la tierra
de Israel están destinados a la salvación, pues ellos fueron escogidos como
vaso de elección y Dios no puede equivocarse.
El vigor de estos argumentos aparece reflejado en las tres bulas de 24 de
setiembre de 1449 con las que el papa intenta poner fin a los pretextos con
que se envolvía el confuso episodio toledano, dando de este modo respuesta
a las peticiones que Juan II le hiciera llegar. La más importante, Humani
generis enemicus era una nueva declaración de la doctrina tradicional de la
Iglesia: ninguna diferencia puede establecerse entre cristianos viejos y
nuevos; todos ellos forman una comunidad uniforme en el nombre de
Cristo. La segunda bula excomulgaba a Sarmiento y a todos sus
cooperadores, fuesen clérigos o laicos, interponiendo el entredicho
correspondiente sobre aquellos lugares que les diesen acogida. La tercera
declaraba nulas las sentencia que hubiesen pronunciado los tribunales
nombrados por Pedro López de Gálvez, que quedaba automáticamente
desautorizado.

El pacto de Coruña del Conde

Retrocedamos de nuevo hasta el mes de junio, fecha de la entrada del


príncipe en Toledo. Enrique y los dos consejeros que en él mandaban,
creían encontrarse más cerca que nunca de la victoria. Cuando se hubiera
eliminado de la escena política al Maestre de Santiago, el príncipe sería de
hecho dueño del poder, gracias a los recursos que había acumulado.
Instalado en Valladolid, con la conciencia de derrota, el condestable se
sentía desconcertado. Llegó allí la noticia de que su aliado, el duque de
Coimbra, había sido derrotado y muerto en Alfarrobeira; su hijo Pedro, para
eludir el castigo, se había refugiado en Castilla, donde se le acogió.
Pacheco y Girón se adelantaron a aconsejar al príncipe: había que lograr
a toda costa un acercamiento a Alfonso V, que parecía interesarse en la
evolución de los asuntos castellanos. Presiones ejercidas desde Lisboa
habían obligado a Juan II a devolver al conde de Benavente, de estirpe
portuguesa, su señorío.
Duras fueron, también, las nuevas que llegaban de la frontera de
Granada: por vez primera en todo el siglo, las aceifas musulmanas
alcanzaron un punto que se hallaba a sólo cinco leguas de Sevilla, y antes
de que concluyera aquella primavera tuvo Muhammad X la oportunidad de
saquear Cieza. El valido vio en este revés una oportunidad para alejar a don
Enrique y sus peligrosos mentores, encomendándole la defensa de la línea,
pero él como el hijo desobediente del Evangelio, recibió el encargo y no lo
cumplió. El 23 de diciembre de este año Juan II tuvo que resignarse a
encomendar la tarea al duque de Medinasidonia y al conde de Arcos,
dejando siempre a salvo que se trataba de un encargo provisional, hasta que
el príncipe acudiera a hacerse cargo. Era tan grande la penuria que el rey no
pudo enviar a los dos grandes otra ayuda que un cuerpo de 500 lanzas.
No cabe duda: el objetivo esencial del heredero, en aquellos momentos,
apuntaba a una exoneración definitiva de don Álvaro que, por su parte,
parecía dispuesto a resistir toda clase de presiones. El medio sugerido por el
marqués de Villena era la constitución de una Liga de grandes, haciendo
valer ante ellos la victoria que significaba la ocupación de Toledo.
Reteniendo prisionero al conde de Alba, cuyo patrimonio se negaba a
devolver, el príncipe consintió en que se usara su nombre en las
negociaciones con los condes de Haro y de Plasencia y con el marqués de
Santillana. Regresó el almirante don Fadrique, con los poderes que otorgara
Alfonso V el 27 de enero de aquel año y con la noticia de que las Cortes de
Aragón, superando su desconfianza, habían otorgado subsidios para pagar
las tropas que eran necesarias. Para ganarse la buena voluntad del conde de
Haro, aquel a quien rodeaba tanto prestigio de lealtad al rey y al reino, se le
ofreció el matrimonio del príncipe de Viana con una de sus hijas, que podría
de este modo convertirse en reina.
En definitiva, todo dependía ahora del príncipe. Solo él, desde su
legitimidad incontrovertible, estaba en condiciones de dar a la conjuración
que se preparaba, el aire de que se trataba de una nueva liberación del rey,
restableciendo las condiciones de normalidad. Aceptó la capitanía que se le
estaba ofreciendo y así nació o resucitó la Liga en un conciliábulo secreto
que celebraron Pacheco, Velasco y Mendoza en la villa de Coruña del
Conde, el 26 de julio de 1449. Aunque el capítulo fundamental atendía a
deshacer los entuertos que se cometieran en Záfraga, hubo garantías para el
marqués de Villena y para su hermano de que no serían perturbados en la
posesión y aun ampliación de los señoríos de que disfrutaban.
No se trataba ya de negociar, sino de combatir. Antes del 15 de agosto,
plazo demasiado corto,[71] todas las tropas de los grandes comprometidos
en la Liga, debían estar concentradas en Peñafiel. Aquí estaban el príncipe y
sus dos valedores antes de la fecha prevista: el 4 de agosto, usando poderes
correspondientes al rey, don Enrique urgía al conde de Haro para que
concluyese sus reclutas, empleando en ello las rentas de la Corona.[72] Pero
todo se trataba, al parecer, de un engaño. En pocas semanas los grandes
comprometidos y los rebeldes de Toledo llegarían a la conclusión de que
habían sido utilizados, una vez más, como instrumentos para afianzar
posiciones de los dos aspirantes a validos. Cuando, con fuerte
endeudamiento, el conde de Haro y el marques de Santillana pusieron en
línea las 2.000 lanzas a que se comprometieran, pudieron enterarse de que,
por medio de Carlos de Arellano,[73] don Álvaro de Luna y Pacheco, habían
entablado negociaciones que estaban a punto de culminar. En efecto, a los
pocos días fray Lope Barrientos y el marqués de Villena suscribían un
acuerdo que parecía una casi completa capitulación, en la ya conocida
localidad de Palomares, cerca de Huele. El de Luna garantizaba la entrega
del castillo de Burgos, tantas veces prometida, a Álvaro de Stúñiga y el
príncipe de Asturias se comprometía a devolver Toledo a la obediencia del
rey. La Liga saltó inmediatamente por los aires y el conde de Benavente,
que temía ser víctima de represalias, buscó refugio en Portugal.[74]
La Instrucción del Relator

¿Qué había sucedido para que el príncipe diera un giro tan completo?
¿Podía atribuirse a simple cobardía esta deserción o se trataba de algo más
profundo? La llegada de las bulas de Nicolás V colocaba a don Enrique en
una muy mala posición. Entrando en Toledo de la mano de los rebeldes
había dado legalidad a la sentencia-estatuto del 5 de junio que ahora la
Iglesia condenaba con todo rigor, amparando además con su silencio todas
las Violencias que rudamente se denunciaban. Era absolutamente contrario
a sus intereses mostrarse como defensor o aliados de herejes condenados;
ya que de herejía se calificaba la doctrina anticonversa. No le quedaba otra
salida que abandonar a tan peligrosos aliados. Pero, al darse a conocer el
acuerdo de Palomares, los otros miembros de la Liga se sintieron
traicionados y, en consecuencia, el prestigio del heredero se quebró. En
adelante será tenido por hombre de poco fiar.
En el mes de noviembre, el príncipe volvió a Toledo. Además de
Pacheco y Girón, le acompañaba fray Lope Barrientos, hombre de la
confianza del rey y garante del cumplimiento de la concordia de Palomares.
Fue recibido con festejos que se prolongaron una semana y que le
permitieron preparar con cierta calma la doble operación: suprimir la
sentencia-estatuto sometiéndose a la doctrina de la Iglesia, y cambiar el
equipo de gobierno en la ciudad. Barrientos era portador de un precioso
documento, la Instrucción que preparara por encargo del rey y de su
Consejo el Relator Fernando Díaz de Toledo, doctor en leyes, secretario del
rey, oidor en la Audiencia y referendario del mismo.
Los enemigos de don Álvaro de Luna consideraban al Relator
simplemente como un hombre del condestable, pero es cierto que había
conseguido ganarse la confianza de todas las facciones permaneciendo en
su cargo durante los períodos de alejamiento del valido. Nacido judío,
aunque bautizado a edad muy temprana, podía considerársele más como
hijo de conversos que como neófito: su educación había sido
exclusivamente cristiana, de modo que no disponemos de ningún dato que
nos permita establecer alguna relación con el judaísmo. Tomó las bulas de
Nicolás V, las tradujo directamente al castellano y entregó copias al rey, a
Pacheco y a Girón. Barrientos podía manejar el original. La Instrucción,
aprobada por el rey y su Consejo, indicaba a Barrientos y al príncipe lo que
debía hacerse en Toledo, cumpliendo los dictados de las leyes vigentes en
Castilla.
Los argumentos empleados eran fundamentalmente religiosos y no se
separaban ni una tilde de las bulas de Nicolás V. Es un bien absoluto, que
debe ser procurado, conseguir que los infieles se conviertan a la verdadera
fe. Pero si se desata una persecución contra los conversos, el proceso de
cristianización se detendrá en seco, pues judíos y musulmanes pensarán que
el bautismo les coloca en una posición peor que la que hasta entonces
tenían. Es falsa esa invocación que el Estatuto hace a las leyes visigodas.
Pero, además y sobre todo, el Derecho canónico reserva sus penas más
severas para aquellos que impiden ser buenos cristianos a los que proceden
de linaje judío. Enrique III y Juan II, es decir, los monarcas más recientes,
cuyas disposiciones gozaban de pleno favor, había promulgado leyes para
imponer absoluta igualdad entre todos los cristianos: «Creo que nuestro
señor el Príncipe es tan católico y de tanta conciencia que no permitirá ni
dará lugar que ninguno vaya contra lo que el tan sumptuoso rey don
Enrique hizo, ordenó y declaró con acuerdo del dicho señor arzobispo
(Pedro Tenorio) y otros grandes de su reino y Consejo.»
En consecuencia era preciso cumplir la doctrina de la Iglesia cuando
recuerda a los fieles la identidad que les asiste ya que no puede permitir que
nadie sea discriminado «por razón de raza». Todos los primeros cristianos
fueron judíos, ya que de los judíos viene la salvación y sobre el viejo Israel
se alza ese nuevo y definitivo que es la Iglesia. De una manera especial se
recordaba al príncipe que se estaba produciendo una radical contradicción,
con desobediencia, entre una sociedad, la castellana, que se dice cristiana, y
la Iglesia de Roma, cuando se desobedece su doctrina.
El documento entraba también en la contemplación de ese otro hecho:
había herejes judaizantes y para ésos estaba prevista la pena atroz de muerte
en la hoguera, ya que un mal tan grave debe ser extirpado. Pero la misma
pena merecen aquellos a quienes las bulas del 24 de setiembre definían
también como herejes y relapsos. Desde la más alta autoridad del reino, esto
es, el rey y su Consejo, vinculándose además a la doctrina expuesta por el
pontífice, se exigía del príncipe don Enrique una rectificación en su
conducta, alineándose entre los defensores de los conversos.

Al final, Toledo para don Pedro Girón

El patriciado urbano, que no había tomado parte en las revueltas de enero,


temía ahora que si se entregaba Toledo al rey sin pactar antes las
condiciones, se producirían represalias; también pensaba que al producirse
el retorno de los cristianos nuevos se despojaría de oficios y bienes a los
viejos a fin de ofrecer una indemnización. Por otra parte, aunque repudiasen
las violencias cometidas, no estaban descontentos del resultado, que
eliminaba competidores. Son situaciones que con frecuencia se producen en
momentos de gran tensión social. Por eso presionaron al príncipe para que
dejara las cosas como estaban. Pero cuando se convencieron de que estaba
dispuesto a cumplir su parte en el acuerdo de Palomares, trataron de
soslayarle para conseguir un acuerdo directo con el rey, obteniendo de él
garantías. El 28 de noviembre de 1449 don Enrique salió de la ciudad con
intención de permanecer cuatro días cazando jabalíes. Vinieron entonces a
avisarle de la existencia de una conjura en que entraban precisamente los
más directos colaboradores del repostero: los canónigos Pedro López de
Gálvez y Juan Alonso, con Fernando de Ávila y Marcos García de Mora. Se
proponían expulsar a Pedro Sarmiento y entregar la ciudad con sus
fortalezas a don Álvaro de Luna.
El príncipe tuvo una reacción característica de su naturaleza: regresó
inmediatamente a Toledo lleno de cólera, convocó un ayuntamiento pleno y
ordenó detener a los sospechosos. El bachiller Marquitos y Fernando de
Ávila fueron muertos cuando trataban de huir; los dos canónigos quedaron
presos en cárcel eclesiástica en espera de juicio. El movimiento quedó
ahogado en su raíz. Aunque no puede asegurarse que hubiera una toma de
postura por parte de don Enrique, en favor de los conversos, es indudable
que el bando de los cristianos viejos quedaba en posición de desfavor con
respecto a él.
El destino final del repostero, aquel que tanto mereciera cuando liberó
al rey, fue verdaderamente dramático y, en este sentido, ejemplar. Se le
ordenó abandonar la alcaldía mayor y la custodia del alcázar, oficios ambos
que don Enrique entregó a Pedro Girón, destinado a convertirse en
verdadero dueño de la ciudad. Usando a Barrientos como mensajero, el
príncipe pasó a Sarmiento, el 17 de diciembre de este mismo año, la orden
de abandonar la ciudad. El afectado se asustó: carecía de un refugio seguro,
fuera de Toledo, porque no estaba dotado de patrimonio, como los grandes;
su riqueza, mueble, era producto de las operaciones que realizara de modo
que, en cuanto saliera de la ciudad, se convertiría en presa para la codicia de
sus enemigos. Entonces los consejeros de don Enrique le ofrecieron dos
garantías mínimas: el señorío de Gumiel de Izán, doce kilómetros al norte
de Aranda, y un seguro real para viajar con toda su impedimenta hasta
Segovia.
En este momento el príncipe era dueño de Toledo. Mejor diríamos que
lo era Girón. El interés por cumplir el acuerdo de Palomares había caído en
vertical. La ciudad estaba pacificada y los conversos gozaban de seguridad.
Consintió que Sarmiento saliera con una recua de 200 bestias, portadoras
del botín de sus desmanes. Hubo protestas de los perjudicados, pero el
heredero hizo valer su protección, lo mismo que unos días antes ofreciera a
la esposa del desterrado, María de Mendoza. Los criados encargados de
conducir las mulas robaron cuanto les fue posible. Con lo que quedaba,
llegó Sarmiento a Segovia, proyectando sin duda permanecer en esta
ciudad, al amparo del alcázar. El 6 de febrero de 1450 Fernando de Luján,
obispo de Sigüenza, nuncio y colector, hizo pública la excomunión que
fulminara Nicolás V y, basándose en ella, el rey Juan II dispuso la
confiscación de sus bienes.[75] Sarmiento se había adelantado a esta
sentencia huyendo de Segovia (15 de marzo de 1450). Los oficiales del
príncipe confiscaron todos los bienes que aún conservaba en esta ciudad.
Pobre y atemorizado, el repostero halló refugio en Navarra acogiéndose a la
protección del rey don Juan. Una sentencia de muerte que contra él se dictó
(19 de agosto de 1450) no pudo ejecutarse.
Verdadero vencedor en esta etapa, el príncipe de Asturias. Pero él no
tomaba las iniciativas sino aquellos dos hermanos. Habiendo cumplido 25
años, comenzó a preguntarse si no era excesivo el poder que a éstos diera.
Vivía bajo una verdadera custodia, que muy pronto trataría de romper
buscando amigos menos interesados en el poder, aunque fuesen agradecidos
recipendiarios de medios de fortuna. Se iniciaba, en 1450, un nuevo
capítulo de su existencia.
CAPÍTULO VII

EN LA GUERRA DE NAVARRA

Enrique trata de asumir protagonismo

Los acontecimientos de Toledo sirven para poner al descubierto las fuertes


tensiones políticas que habían llegado a adueñarse de Castilla como
consecuencia de la anormalidad que significaba una situación anunciada
muchos años atrás por el canciller Ayala: «el rey no rey no reina, mas es
reinado». No se trataba, en ningún caso, de cuestionar la monarquía, como
Sicroff ha llegado a creer, sino de denuncia de una anormalidad: el
«privado» había dejado de ser eficaz servidor para convertirse en amo. Por
estos días el marqués de Santillana tomaba notas para su Doctrinal de
privados. En el espacio político castellano habían llegado a dibujarse dos
fuertes corrientes de opinión, acerca del modo como debía el rey ejercer sus
funciones: los grandes de la Liga entendían que por medio de ellos mismos,
en Consejo; los rebeldes toledanos reclamaban un cierto grado de
suficiencia para las instituciones ciudadanas. Hasta 1450 la Liga creía
contar con el príncipe heredero, y los rebeldes también. Pero nunca llegó a
producirse una conexión entre los segundos y aquélla; los grandes no
pasaron de buenas palabras. Y, con la destrucción de Pedro Sarmiento, el
príncipe demostraba que no estaba trabajando sino para incremento de su
propio poder.
La nobleza constituía ya entonces algo más que un estamento. Cuando
Diego de Valera, hijo de un converso, escribe el Espejo de la verdadera
nobleza, al filo de los acontecimientos de estos años, no iluda en destacar
que «nobleza» es un modo de pensar y de vivir, aunque su plataforma
fundamental sea la herencia; pero a ella deben los reyes incorporar también
a los más aptos. Admite que forma un verdadero cuerpo político al que
corresponden las tareas de gobernar, pero no incluye en ella a las fuertes
oligarquías ciudadanas a pesar de que éstas, concluido ya el cierre en
regimientos que se reservaban a unas cuantas familias, poseían una clara
mentalidad aristocrática, en la que ejercían predominio absoluto los
caballeros, que asumían también conciencia de linaje. Aun hoy, escuchando
los versos de Lope de Vega, tenemos el convencimiento de que el caballero
de Olmedo, como antes los padres de Melibea eran nobles. Los grandes
municipios andaluces sólo admitían caballeros en sus regimientos y, hasta
hoy, ha durado la conciencia enaltecida de los veinticuatro.
Los patrimonios agropecuarios, compatibles con la dedicación a otros
negocios lucrativos, entre los que figuraban los arrendamientos, permitían a
los miembros de estas oligarquías acceder a comodidades en su forma de
vida —habitación, vestido, fiestas— que emulaban las del sector más
elevado de la nobleza. Necesitaba, como esta última, para mantener su
status, el ejercicio del poder. Tras los graves sucesos de 1449, en que no
había participado, esa oligarquía asumió en Toledo la dirección de los
asuntos llevando a cabo las negociaciones con el rey y con el príncipe,
aplicando a todo una mentalidad conservadora, como era normal.
En el conflicto general que Castilla estaba viviendo, las ciudades se
sintieron muy especialmente vinculadas a la persona y autoridad del rey,
pues de ellas esperaban la confirmación de sus instituciones. Disponían de
dos vehículos para el diálogo, las Juntas de Hermandad y las reuniones de
Cortes,[76] ambas muy mediatizadas desde el poder central pero útiles, a
pesar de todo. Un clamor general se venía extendiendo: era imprescindible
acabar con don Álvaro para que el rey dispusiera de libertad. La presencia
del príncipe de Asturias en este escenario, compartiendo ese programa
constituía una buena noticia: él aportaba la legitimidad sustitutoria de la del
rey cautivo. Ya se había manejado este argumento contra los infantes de
Aragón con éxito. La Crónica del Halconero, que constituye la fuente de
información más importante para los últimos años del reinado de Juan II,
presenta los acontecimientos de Toledo con perfiles estrictamente políticos:
Pedro Sarmiento se había sumado a la revuelta porque veía en ella un medio
para derribar a don Álvaro; el príncipe de Asturias expulsó luego a
Sarmiento para restablecer el orden; entabló inmediatamente negociaciones
con su padre para minar el poder del Maestre de Santiago.
Una pregunta surge, inmediatamente, ante el investigador que maneja
datos muy abundantes: ¿en qué momento pudo percibirse don Enrique de
que estaba siendo conducido por aquellos dos hermanos a la misma
situación de «rey reinado» en que se encontraba su padre? Es seguro que
esto sucedió en torno a 1450. Todos los compromisos adquiridos habían
servido únicamente para que Pacheco coronara una de sus metas: su
hermano quedaba ahora como dueño en Toledo. La palabra dada en el
acuerdo de Palomares no iba a ser cumplida. A Juan II se exigió, como
condición previa para su entrada en la ciudad, un compromiso serio de no
intentar rectificaciones sobre los hechos acaecidos. Aunque se anulasen las
disposiciones no era conveniente que los conversos fuesen indemnizados.
El valido no podía admitir esta condición que le habría privado de respaldos
que necesitaba.
Respondió el rey dictando la orden de 18 de abril de 1450 que disponía
el secuestro de los bienes del repostero y empujando a Fernando de Luján,
obispo de Sigüenza a que, con refrendo del Consejo Real, hiciera públicas
las excomuniones en que Sarmiento y sus secuaces habían incurrido. Pedro
de Castilla, obispo de Palencia dictó entonces la sentencia que disponía la
restitución de oficios y bienes tal y como estaban a comienzos de enero.
Los toledanos endurecieron su postura y el príncipe también; no podía dejar
abandonados a su suerte a quienes con tanta fidelidad le sirvieran. El
príncipe trataba de tomar una iniciativa política: no se trataba de defender o
combatir a los conversos sino de afirmar su propio poder como partícipe de
la legitimidad.

Primer desacuerdo con el marqués de Villena


No se consumó en 1449, como muchos creían, la destrucción política de
don Álvaro de Luna: una serie de inesperados acontecimientos políticos le
permitieron cierto grado de recuperación que prolongaron su vida, aunque
probablemente influyeron en que el final fuera más dramático del que los
miembros de la Liga en un principio proyectaran. La guerra de bandos en
Navarra, agramonteses contra beamonteses, parecida a las que se
manifestaban en toda la orla cantábrica, trajo la ruptura franca entre el
príncipe de Viana y su padre. Carlos reclamó en su favor el Testamento
inequívoco de su abuelo, el Noble, y adquirió un compromiso que
significaba la ruptura de la unidad dinástica.[77] Enrique vio con simpatía
este gesto de su cuñado. Al mismo tiempo protagonizó el primer ensayo
para sacudirse aquella tutela que, desde temprana edad, venía ejerciendo
Pacheco sobre él. Los cronistas explican este importante episodio en
términos malévolos y hasta escabrosos; no podemos prescindir de sus
noticias, pero hemos de movernos en ellas con grandes cautelas.
La coyuntura estuvo marcada por un nuevo traslado de don Enrique,
desde Toledo a Segovia, buscando como siempre la tranquila seguridad de
su alcázar. Pedro Girón aprovechó la oportunidad para completar su
dominio sobre Toledo, mientras que su hermano trataba de alejar de la
compañía del rey a un joven de 22 años, precisamente su cuñado Rodrigo
Portocarrero, en quien el príncipe había puesto demasiada estimación y
confianza. De acuerdo con el diagnóstico clínico de Marañón y Lucas
Dubreton, la ciclotimia movía a este hombre ya de 25 años a tratar de
sacudirse el dominio que el privado estaba ejerciendo mediante la creación
de un grupo de jóvenes amigos, nada poderosos, afines a él por su edad y
sobre los que pudiera influir. Naturalmente, las dádivas entraban en esa
especial vinculación, según era norma universal de la época.
Era precisamente Pacheco quien había introducido al hermano de su
mujer en el servicio del príncipe, pero éste «tomó con él tan grande amor»
(Halconero) que se convirtió en un peligro para las ambiciones del marqués,
«ca el príncipe era mancebo y se había levantado por juveniles movimientos
que a los que son en no madura edad de ligero suelen venir e con juventud
moviase algunas veces a algunos fechos e cosas que le debian ser
excusadas» (Crónica del condestable).[78]
Lope Barrientos, siempre en la fidelidad al rey y en la amistad al
príncipe, el mariscal Payo de Ribera y Juan de Silva, perjudicados estos
últimos por los acontecimientos de Toledo, vieron, en la discordia que
estalló entre el marqués y el príncipe, una oportunidad ventajosa para
liberar a éste de la tutela en que vivía y lograr una reconciliación entre
padre e hijo. La discordia pareció a punto de ruptura cuando el marqués de
Villena metió soldados en sus casas de la calle de los canónigos en Segovia
y huyó luego a Turégano, fortificándose. Usando su habilidad de
negociador concertó el matrimonio del conflictivo cuñado con una de sus
hijas bastardas, consiguiendo para ellos el condado de Medellín y
enviándoles a Extremadura. Eliminado el obstáculo, volvió a negociar una
reconciliación con don Enrique (25 de marzo de 1450) renunciando al
mando de la guarnición del alcázar de Segovia, a cambio de una opípara
compensación: Hellín y Albacete. Las dimensiones que iba cobrando su
marquesado superaban todas las previsiones. El único consuelo que quedó a
don Enrique fue otorgar ese mando vacante en el alcázar a Rodrigo
Portocarrero.
De este modo concluyó el incidente y don Juan Pacheco volvió a
hacerse cargo de los negocios del príncipe. Pero las relaciones entre ambos
habían cambiado de forma definitiva. Para éste, el marqués era el hombre
poderoso y el político capaz ante el que era imprescindible doblegarse. Para
Pacheco había dejado de ser don Enrique el muchacho dócil cuya voluntad
era posible doblegar. En adelante buscaría el heredero, con más empeño al
convertirse en rey, nuevas amistades con jóvenes caballeros de poco lustre,
agradecidos a sus mercedes y sólo de él dependientes. Consecharía muchos
fracasos pues era inevitable que abundasen los que buscaban esta relación
como un medio de hacer fortuna. Algunos, como Miguel Lucas de Iranzo,
le serían fieles. Otros, como Beltrán de la Cueva, ascenderían hasta la
grandeza. Pero si don Enrique esperaba construir de este modo un grupo de
adictos, es indudable que no lo consiguió. En Pacheco la reacción fue
consecuente: llegó a convencerse de que su posición privilegiada de
supremo dirigente dependía de que consiguiera acumular fuerzas y
riquezas, que son la fuente misma del poder.
Preparando la nueva etapa de desarrollo político, Pacheco buscó una
alianza íntima con el conde de Benavente a quien, atendiendo a las
demandas expresas de Juan II, Alfonso V había negado residencia en
Portugal.[79] Compensaba de este modo la última ganancia que obtuviera el
Maestre de Santiago, al concertar el matrimonio de su hijo, Juan de Luna,
con una de las hijas de Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro.[80] El
príncipe solicitó de su padre perdón completo para los Pimentel. Juan II
cedió tan sólo en una parte —el Maestre no podía olvidar que su esposa
Juana era también una Pimentel— encomendando a dos oidores, Gómez
Fernández de Miranda y Juan Sánchez Urbano, que acelerasen los trámites
del pleito aún pendiente. De momento le fueron reconocidas las rentas de
Benavente y su tierra más un juro de 140.000 maravedís al año. No era
mucho pero sí suficiente para que el conde tuviera una vinculación de
gratitud con el príncipe de Asturias.
Éste, mediando todavía Pacheco, siguió negociando con el conde. El 18
de noviembre de 1450 firmaron un pacto de confederación por el que se le
garantizaba plena restitución de todos sus bienes. Mientras esta oportunidad
llegaba, el príncipe, como si ya estuviera ejerciendo el poder, le autorizaba a
percibir las rentas reales y pagar con ellas el sueldo de los soldados que le
defendían.

La encrucijada navarra

El conflicto entre Carlos de Viana y su padre implicaba a todas las


monarquías del occidente de Europa, aunque su núcleo fundamental puede
hallarse en un resentimiento heredado. La nobleza del pequeño reino,
aislado del mar, agrupada entonces para formar dos bandos, sentía recelos
ante la perspectiva de que Navarra fuera a integrarse en la Corona de
Aragón, reduciéndose de este modo su papel. Los escasos compromisos
políticos exteriores habían permitido a Carlos III acumular reservas de
dinero que tornaran muy apetitosa la corona; en su testamento, el noble rey
había tomado la precaución de disponer que ésta pasara de su hija Blanca
directamente al hijo, pero no al marido, prenda de alianza y no sustituto en
la línea de sucesión. Ahora Carlos, a quien su madre pidiera que no se
enfrentara con su padre pues el amor filial debe anteponerse a cualquier
consideración política, reclamaba el cumplimiento de dicho Testamento que
sus partidarios identificaban con una especie de liberación de Navarra. De
aquel matrimonio no hubo más varones; nacieron sin embargo dos hijas,
Blanca que todavía era princesa de Asturias, y Leonor, condesa de Foix por
su enlace con Gastón IV, cuyas ambiciones eran bien notorias. De este
modo, Enrique estaba legitimado para intervenir en la querella.
Pero había otro factor del que don Álvaro de Luna pensaba servirse para
restablecer el prestigio de su propio poder: la cuestión navarra, encrucijada
de reinos, afectaba a España, considerada como conjunto y podía insertarse
dentro de la cadena de intereses dinásticos. Por vez primera iba a dar
oportunidad a ambos, Carlos y Enrique, de presentarse a sí mismos dentro
de un esquema más amplio. Hubo un proyecto, como veremos, de casar al
príncipe de Viana con Isabel, hermana de Enrique, cuando ésta era apenas
un bebé en la cuna. Refuerzo de los vínculos: ¿contra quién? Juan Reglá[81]
supo explicarlo hace ya medio siglo. Contando con el apoyo de Carlos VII,
a quien debía complacen un retorno de la influencia francesa, Gastón de
Foix buscaba la expansión de sus estados, siguiendo un poco el ejemplo que
con tanto éxito mostrara la Casa de Borgoña. El valido castellano estaba
convencido de la necesidad de defender al príncipe de Viana, pero tenía que
andar con cautela para no poner en peligro la secular alianza con Francia.
De esta última dependían fuertes intereses económicos: al recobrar
Carlos VII Normandía, se habían establecido en Nantes y en Rouen
colonias mercantiles muy importantes, ligadas a Burgos y a la costa vasca;
consecuencia de ellas era una especie de monopolio sobre el comercio y
transporte de lana, vino y hierro. Flotas vascas habían colaborado con los
franceses en la conquista de Burdeos, Bayona y los otros puertos de
Aquitania. Una fuerte universidad de mercaderes, entre los que
predominaban los conversos, se encargaba desde Burgos de dirigir ese
espacio comercial que se hallaba en expansión.[82]
Uno de estos grandes empresarios, Íñigo de Arceo, que se inscribe en el
ámbito de un incipiente capitalismo, muy vinculado a Carlos VI de quien
era boursier, organizador de la colonia de Rouen, vino a Valladolid para
negociar con don Álvaro de Luna al comienzo del verano de 1450. Su
propuesta consistía en que, aplicando las cláusulas de la vieja alianza,
Castilla contribuyera con sus barcos a esa guerra que aún se libraba contra
los ingleses, garantizando de este modo también la ruta del golfo de
Vizcaya.
Francia podría ser uno de los instrumentos para el refuerzo político. El
príncipe de Asturias coincidió en este punto también con el valido, aunque
sin llegar a colaborar con él. Paralelamente don Álvaro, que acababa de
recibir la visita de un embajador portugués, Alfonso Pereira, trataba de
restaurar las buenas relaciones con Portugal, que se habían estrechado
durante los últimos veinte años: los intereses de ambos reinos, por encima
de las apetencias de los partidos, reclamaban el refuerzo de la paz. Aunque
no se relacione directamente con nuestro trabajo, conviene hacer aquí
somera referencia a la campaña que se había desatado contra los hijos del
duque de Coimbra, tratando de ensombrecer injustamente su memoria: el
condestable Pedro, maestre de Avis, señor de Elvas y de Marvao, tras una
breve estancia en Castilla había acabado por instalarse en Valencia; el
hermano de éste, Jaime, eclesiástico, había huido a Flandes, desde donde
pasaría a Roma y sería promovido cardenal.[83] Los enemigos del duque,
especialmente los Braganza, presionaron para que Alfonso V repudiara a su
esposa, Isabel, tercera entre los hermanos, pero el monarca, consciente
según Ruy de Pina «das muitas e limpas bondades da Rainha» se negó en
redondo. Isabel iba a ser, en la Corte portuguesa, lazo de unión con el
tiempo pasado.[84]

Alianza con el príncipe de Viana

El Maestre de Santiago se adelantó al príncipe: valiéndose de su pariente, el


conde de Haro, ofreció su apoyo al príncipe de Viana. Es evidente que
pretendía insertar este movimiento en una política enderezada a impedir que
el infante don Juan se comprometiera más a fondo con la Liga y a destruir
parte al menos del poder que, al amparo del príncipe de Asturias, Pacheco y
Girón habían conseguido acumular. Aún no había dado respuesta a la
comprometedora demanda que traía Íñigo de Arceo, cuando llegó a
Valladolid la noticia de que tropas francesas de Gastón de Foix, afirmando
que actuaba en pleno acuerdo con el lugarteniente de Aragón, habían
penetrado en Navarra, empujando decisivamente al príncipe de Viana
contra San Juan de Pie de Puerto hasta obligarle a cruzar la frontera
refugiándose en San Sebastián (julio de 1450). Desde aquí, para obtener el
apoyo de las villas mercantiles, otorgó un privilegio que las eximía de
diezmos en el transporte y venta de sus mercancías en territorio navarro.[85]
Esta noticia acabó decidiendo al ministro castellano. La respuesta
entregada a Íñigo de Arceo era que Castilla declararía guerra a los ingleses
si Francia hacía lo mismo con Aragón, incluyendo al príncipe de Viana en
las obligaciones de la alianza.[86] Se aceleraron inmediatamente las
negociaciones con Carlos de Viana. A galope tendido, mensajeros enviados
por los partidarios del rey de Aragón fueron a comunicar a Gastón de Foix
el contenido de los acuerdos a que se llegara con Íñigo de Arceo. La
cuestión le afectaba muy directamente ya que él era uno de los grandes
vasallos de Francia, de modo que si se producía la declaración de guerra de
Carlos VII contra Aragón, se vería ante la dramática disyuntiva de faltar a la
fidelidad debida a uno de ambos, su rey o su suegro; pues de ambos
esperaba importantes ganancias.
Arceo, que se hallaba en las primeras etapas del viaje a Francia, tuvo a
su vez noticia de que se estaba negociando con el príncipe de Viana; el 28
de agosto envió un despacho al rey para advertirle que estaba tomando el
camino equivocado, pues los beamonteses que apoyaban a Carlos eran
enemigos de Francia y partidarios de Inglaterra.[87] Trajo el documento uno
de los colaboradores franceses, Arnaut de Lasalle, que fue recibido en
Olmedo por Juan II. Éste no se dejó engañar; con malos modos dijo que se
trataba únicamente de una maniobra del conde de Foix, al que estaba
dispuesto a responder por otras vías.[88] La buena relación con el heredero
de Navarra no se interrumpió.
De acuerdo con los compromisos adquiridos, Castilla hizo formal
declaración de hostilidades con respecto a Inglaterra, lo que causaba
perjuicio a los marinos del litoral cantábrico que estaban ampliando las
relaciones con aquel país (10 de noviembre de 1450), pero no interrumpió
la protección a Carlos de Viana. El 9 de diciembre de este año el rey, el
maestre de Santiago y el heredero de Navarra llegaban a un acuerdo
personal directo de recíproca ayuda. El príncipe de Asturias era dejado al
margen. No se trataba de una alianza entre reinos sino de una especie de
conjura para fines particulares. Francia demoró su declaración contra
Juan II hasta el 24 de mayo de 1452. No parece que a don Álvaro de Luna
preocupase esta demora; estaba utilizando las relaciones exteriores, en
Portugal, Francia y Navarra únicamente como instrumentos para la
reafirmación de su poder. Las horas de debilidad y angustia de 1450
parecían haber pasado. Barrientos había comunicado cuán graves eran las
dificultades en las relaciones entre el príncipe y don Juan Pacheco de modo
que la fuerza de este último podía ser quebrantada.

La reacción de los hábiles hermanos

Teniendo todos estos triunfos en la mano, el de Luna llegó a convencerse de


que estaba en condiciones de empujar a los partidarios del príncipe de
Asturias, a un rincón marginal. Un día antes de que suscribiera el acuerdo
con el príncipe de Viana, había acordado con Juan de Navarra una tregua[89]
que suponía el compromiso de perdón recíproco. Los grandes implicados en
la Liga volvían a la gracia del rey y el heredero de Navarra se reconciliaba
con su padre. Se trataba de uno más, en la serie de insidiosos convenios que
es preciso considerar con atención para descubrir contra quienes podía estar
dirigido. El almirante y su hermano Enrique, huido de Langa poco tiempo
antes, el conde de Castro y Juan de Tovar, recibían su perdón. La Liga
quedaba disuelta. Y Carlos volvía a desempeñar sus funciones como
heredero. Completo sobre el papel, pero muy distinto después en la
práctica. Se había incluido en él una cláusula que permitía a Alfonso de
Aragón recobrar el Maestrazgo de Calatrava, privando de él a Pedro Girón.
[90]
Ni éste ni su hermano estaban dispuestos, en manera alguna, a
convertirse en víctimas de un despojo. Iban a demostrar al Maestre de
Santiago hasta dónde llegaba su poder sobre el príncipe heredero.
Presentaron a la firma de éste un documento que encomendaba a uno de sus
capitanes, Alfonso de Zayas, la custodia de Écija[91] y enviaron al
comendador mayor, Lope Álvarez de Hinestrosa con tropas suficientes para
asegurar la posesión. Écija iba a ser plaza fuerte esencial para el dominio
que proyectaban sobre Andalucía. De este modo la tregua del 8 de
diciembre revelaba su verdadera naturaleza: debía convertirse en
instrumento contra los colaboradores de don Enrique, beneficiarios
principales del despojo que sufrieran los infantes de Aragón y sus
partidarios, invirtiendo las posiciones, ya que eran éstos los que no podían
estar bien dispuestos hacia la paz. No podían, los partidarios del príncipe,
acceder a las devoluciones que se les requerían, ni tampoco a liberar sin
algo a cambio, a los prisioneros. Girón, levantó tropas en Almagro,
apelando a la colaboración de los otros comendadores de su Orden,
mientras que Alfonso de Aragón, los hijos del conde de Alba, y algunos
otros exiliados, llegaban al convencimiento de que sólo mediante una
victoria militar podrían recobrar lo que era suyo. La tregua había producido
nuevo rumor de armas en el interior de Castilla.
La tesis que el marqués de Villena trataba de inculcar a su señor seguía
siendo la misma: un partido, con amplias adhesiones, era el modo de
asegurarle en el acceso y mantenimiento en el poder; la habilidad del
Maestre de Santiago había consistido en aprovechar las circunstancias para
disolverlo. Llevando como cautivos al conde de Alba y a Pedro de
Quiñones, don Enrique, convencido por estas sugerencias, regresó a Toledo
donde no tardó en unírsele Pacheco. Primera gestión: ofrecer a Quiñones la
libertad con sus consecuencias, si se comprometía a trabajar con el conde de
Benavente, para entrar todos en el partido y conseguir una adhesión de
Alfonso V de Portugal. Del nuevo matrimonio del príncipe no se hablaba,
pero formaba uno de los valores entendidos.[92] Quiñones aceptó y el 31 de
enero llegaba a Benavente. Alfonso Pimentel necesitó bastante tiempo para
decidirse, y es lógico; nadie tenía confianza en los interlocutores que se
brindaban, de modo que se trataba de un juego de intereses que excluía
cualquier sinceridad.
A primeros de marzo de 1451 salió de Benavente un procurador del
conde, Martín de Salinas; era portador, entre otros documentos, de la carta e
instrucciones que el príncipe diera a Pedro de Quiñones. Alfonso V le
acogió con muchas reservas: no quería negarse, pero evidentemente
desconfiaba. Habían llegado entretanto noticias de fracaso de Alfonso de
Aragón en su intento para recobrar Calatrava. Con fuerzas bastante escasas
había conseguido penetrar hasta Pastrana, sin impedimento ni tampoco
ayuda. Únicamente la villa de Torrijos se prestó a acogerle. Todos los
comendadores de la Orden habían cerrado filas en torno a Girón y cuando
los aragoneses se retiraron, Torrijos fue víctima de dura represalia.
Desde esta perspectiva es necesario afrontar la respuesta de Alfonso V a
Salinas, en un clima en que parece haberse producido una aquiescencia
inicial al futuro matrimonio. Dijo, ante todo, que entre él y don Enrique no
eran necesarios pactos ni alianzas, dado el gran amor que recíprocamente se
profesaban; por otra parte podía estar bien seguro el príncipe de que
ninguna clase de acuerdo existía entre él y don Álvaro. Pocos días después
(16 de abril de 1451) despachaba un mensajero especial, Vasco Gómez, a
Benavente: los comprometidos castellanos podían tener la seguridad de que
si necesitaban refugio en Portugal, serían atendidos.[93] Quedaba bien
entendido que con Portugal se podía contar en las horas inmediatas si
llegaba a producirse una nueva situación difícil.

Jornada de engaños: Tordesillas

Entraba, sin duda, en los cálculos del condestable, volver a una solución
política como la que en Palomares o en Záfraga se habían esbozado, esto es,
un acuerdo entre los dos grupos, el suyo y el del príncipe, puesto que,
unidas las fuerzas, ningún otro poder podría oponerse al suyo. Estaba
pendiente la cuestión de la entrega de Toledo al rey, a cambio de la
devolución del castillo de Burgos a los Stúñiga, condiciones que se habían
ofrecido y confirmado muchas veces sin ejecutarlas nunca. La Crónica del
Condestable dice que de éste partió iniciativa de una negociación en la que,
por primera vez, tuvo la parte principal el arzobispo de Toledo, Alfonso
Carrillo, que era tío del marqués de Villena y formaba parte de ese mismo
linaje de portugueses exiliados. La propuesta incluía una entrevista personal
y directa entre el rey y su hijo. Frente a frente ambos, sólo era posible una
decisión: don Álvaro demostró que conocía muy bien el carácter del
príncipe de Asturias. Hay un fondo de bondad, interpretada muchas veces
como debilidad, que acababa imponiéndose. Sólo ella podía servir para
liberar al príncipe del poder absorbente de ambos hermanos, consiguiendo
que éstos «desistiesen de meterle en tales golfos de turbaciones».
Acudieron los dos cortejos a Santa Clara de Tordesillas el 21 de lebrero
de 1451. Hacía frío. Entre otros se hallaban presentes don Álvaro, el
marqués de Villena y su hermano, Alfonso Pérez de Vivero, que era dueño
de una hermosa capilla en aquel lugar, y Fernando de Ribadeneira. Se
celebró la misa y comulgaron en ella el rey y su hijo. Luego don Enrique,
poniendo sus manos encima de una forma consagrada, pronunció el
juramento de «guardar el servicio, honor y real estado del rey su padre en
cuanto sus fuerzas pudiesen bastar». Quedaba así restablecido el orden de
legitimidad.
Por debajo de tal ceremonia, que parecía encuadrar una perfecta vía
para resolver un conflicto latente de usurpación de funciones, volvían a
aparecer los pequeños intereses que la convertían, desdichadamente, en un
engaño. Se acordó entonces perdón con plena restitución de bienes para el
conde de Benavente, que figuraba como estrecho aliado del príncipe, y para
García de Toledo,[94] hijo del conde de Alba, aunque no para este último,
porque los consejeros de Enrique deseaban retenerle hasta que se hiciera el
reajuste del vasto patrimonio que había conseguido acumular. El príncipe
aceptaba activamente la política exterior señalada por su padre, tomando
parte directa en las operaciones militares, Navarra o la frontera de Granada,
que se le señalasen. Como de costumbre, Pacheco cobró el precio que
señalaba a cualquiera de sus concesiones: iba a redondear su Marquesado
con las villas de Jorquera, Alcalá y La Roda, indemnizándose a su actual
titular, Alfonso Pérez de Vivero precisamente con aquella que le servía de
apellido.
De este modo, aunque el condestable hubiese cubierto su objetivo de
evitar esa parcela de legitimidad que el primogénito heredero aportaba a los
nobles sus enemigos, don Juan Pacheco podía salir de Tordesillas muy
satisfecho: continuaban acumulándose sus ganancias, sin que pudiera
discutírsele en modo alguno su preeminencia. Los hijos del conde de Alba,
Pedro y García Álvarez de Toledo, decidieron negociar directamente con el
príncipe. Habían perdido la esperanza de conseguir por otra vía resultados
favorables. El 14 de diciembre de 1451 poseían un principio de acuerdo.
Fueron convocados los procuradores de las ciudades para que, en una
reunión a celebrar en Valladolid, ratificasen aquellos acuerdos iniciando de
este modo el tiempo de paz interior que de aquéllos se esperaba. Las Cortes
eran las únicas que podían elevar a decisión pública el acuerdo particular de
Tordesillas. Se intervino eficazmente en la designación de estos
representantes para evitar disensiones o querellas. Sin embargo, la actitud
de este ayuntamiento, en Valladolid, estuvo señalada por el pesimismo:
nadie parecía dispuesto a creer en las promesas; muchas muertes, robos y
daños, con quebrantamiento de las que las ciudades consideraban sus
libertades habían provocado los enfrentamientos y partidismos. La
ambición de poder empujaba a algunos grandes a adueñarse, de hecho, del
gobierno de las ciudades. El cuaderno que presentaron el 10 de marzo de
1451 giraba en torno a estas dos cuestiones: había que aliviar las cargas
económicas que el exceso en los tributos y el desorden monetario arrojaban
sobre las espaldas de la gente llana; ciudades y villas reclamaban el derecho
a que se preservasen sus derechos y jurisdicciones. Eran demandas que se
repetirían durante el reinado de Enrique IV, incrementándose el tono de
queja. Pedían, por ejemplo, que se hiciesen mejor los repartimientos, que se
pusiera freno a la venta de cartas de hidalguía porque la exención de
algunos se reflejaba en mayor carga sobre otros y que se amortizase, por lo
menos, la mitad de los juros que estaban entonces enajenados. Era cierto
que las rentas ordinarias de la Corona estaban muy mermadas. Se hicieron
promesas que nunca se cumplieron.
Entrada en Toledo y sus consecuencias

Esta vez iban a cumplirse las condiciones pactadas y los Stúñiga pudieron
tomar posesión del castillo de Burgos; su presencia en este punto
desempeñaría papel importante en el drama final de 1453. De momento don
Álvaro podía emplear estos datos como parte eficaz de una propaganda. El
mismo día 21 de febrero, apenas terminada la ceremonia, hizo despachar
cartas a las ciudades del reino, anunciando que, finalmente, se había
conseguido alcanzar la deseada paz. No había, en esta comunicación,
referencias a cuestiones concretas. Se evitaba decir que, para lograr que el
rey fuera admitido en Toledo, había tenido que admitir las condiciones
presentadas por el príncipe: en la carta de perdón extendida el 21 de marzo
se hacía expresa referencia a que se hubieran producido desmanes, pero se
otorgaba plena y absoluta amnistía, lo que dejaba a cada uno en la posición
que entonces ostentaba Entre las autoridades que entonces tenían el
gobierno de la imperial ciudad, el príncipe era objeto de abierta simpatía.
Cedía Girón un dominio que, con toda probabilidad, juzgaba lleno de
riesgos y, por tanto, incómodo.
Juntos, el rey, el príncipe y el maestre de Santiago hicieron una entrada
brillante en la ciudad, con séquito de soldados. Don Álvaro pudo tomar
posesión del alcázar, las torres de las puertas y el alguacilazgo mayor, que
no iba a regir por sí mismo sino apelando al uso de tenientes. Tal vez no se
diera cuenta plena del paso que daba: al aceptar el status quo, consecuencia
de la revuelta de 1449, los desmanes de Pedro Sarmiento y las disposiciones
conservadoras del príncipe, dejaba de ser el protector de los conversos para
convertirse en apoyo de la oligarquía dominante en la ciudad. Los cristianos
nuevos pasaron a alinearse entre los que deseaban su exoneración. El
cambio fue radical y manifiesto: «lindos» y nuevos, cada unos por su
cuenta, presentaron al rey la respectiva versión de los sucesos, solicitando el
amparo de su autoridad. Juan II atendió las razones de los viejos y no hizo
caso de los conversos.
Los embajadores castellanos en Roma recibieron encargo de presentar
al papa un informe que venía a ser un reflejo de la situación que había
podido comprobarse en Toledo: en él se sostenía la tesis de que la herética
pravedad que significaban las prácticas judías por parte de bautizados,
estaba muy ampliamente difundida entre los conversos. Ésta era,
precisamente, la que sostenían los cristianos viejos. El 20 de noviembre de
1451 el papa Nicolás V, atendiendo a instancias del rey, declaró nulas sus
anteriores sentencias de excomunión y entredicho. Para algunos de los
inculpados la rectificación llegaba demasiado tarde, pero para los conversos
significaba el abandono de cualquier esperanza de reparación. En relación
con la herejía el papa recordaba que este delito no podía ser castigado salvo
recurriendo al procedimiento inquisitorial, que no estaba específicamente
introducido en Castilla, recomendando a los obispos que lo instaurasen en
sus respectivas diócesis. Toledo podía volver a la normalidad enterrando el
pasado.
El papa, que cedía ante las razones del rey, no quiso que estas
concesiones significaran un cambio en la doctrina de la Iglesia: la bula
Considerantes ab intimis (29 de noviembre de 1451) insistía de nuevo en la
ilicitud de establecer distinciones, de cualquier tipo, entre cristianos viejos y
nuevos. De ninguna de estas bulas, la que recordaba la necesidad de recurrir
al procedimiento inquisitorial, negando a la justicia ordinaria competencia
sobre delitos de herética pravedad, y la que establecía paridad para los
conversos, se hizo entonces mucho caso. Se tuvo la impresión de que con el
cambio en la conducta de don Álvaro, triunfaban los sentimientos que
movieran las pasadas revueltas, aunque se condenasen las violencias.

Enrique toma partido por el príncipe de Viana

Podía el valido creer, en el verano de 1451, que había conseguido


restablecer plenamente su posición. Hasta el príncipe se mostraba ahora en
concordia con su padre, de modo que el acuerdo adoptado en Tordesillas
podía considerarse una buena fórmula. En el fondo sucedía que Enrique
estaba preparando ya su maniobra capital de acercamiento a Portugal,
valiéndose para ello de Alfonso Pimentel, conde de Benavente, pariente
también del de Luna. Por su mano, estando la Corte en Astudillo, se habían
concertado los acuerdos que le restituían a la obediencia del rey.[95] Los
hijos del conde, que iban a servir como rehenes, pasaban precisamente a la
custodia del príncipe de Asturias. Al devolvérsele finalmente todos sus
estados, posesiones, juros y rentas al tiempo que se devolvía al obispo de
Tuy su sede, era una gran fuerza la que Pacheco sumaba a su partido.
Tratará de conservarla.
Juntas las fuerzas de que ambos disponían, Juan II y su hijo habían
llegado a la frontera del Ebro. El 16 de agosto, estando en Navarrete, no
lejos de Logroño, recibieron noticia de que Juan de Tovar y Alfonso
Enríquez, hijo del almirante, habían tomado nuevamente las armas y, desde
sus villas de Palenzuela y Hornillos de Cerrato, andaban causando daños
por la Tierra de Campos,[96] aunque no consiguieron que los vientos de
revuelta se extendiesen; obraba en ellos la fidelidad a Juan de Navarra.
Penetrando en este reino, las tropas castellanas se apoderaron de la fortaleza
de Buradón y pusieron cerco a Estella que defendió con ahínco Juana
Enríquez, sobrina y hermana respectivamente de los dos rebeldes de
Palenzuela. El príncipe de Viana acudió entonces al campamento de los
sitiadores para firmar con ellos estrecha alianza que permitiese la retirada
de los invasores de aquel que era su reino: el acuerdo fue jurado en Puente
la Reina el 8 de setiembre de aquel mismo año.
Este acuerdo significaba una plena adhesión a las tesis de Carlos de
Viana y un freno a las aspiraciones de Gastón de Foix. Enrique, que había
roto definitivamente con su suegro, estaba «muy confederado con el
príncipe de Viana». Ambos eran los jóvenes representantes de la dinastía y
debían formar un bloque. Por eso cuando se produzca la muerte prematura
de Carlos, la mirada de sus recalcitrantes seguidores se volverá hacia el rey
de Castilla. De momento el acuerdo del 8 de setiembre significaba un
compromiso castellano para que el príncipe pudiera recobrar todo su reino,
convirtiéndose éste en aliado firme de Castilla, lo que significaba el cierre a
las penetraciones francesas. Laguardia y Viana, depositadas en manos del
rey de Castilla serían la garantía de esa seguridad. Como el príncipe no
estaba en condiciones de entregarlas en aquel momento, ofrecía Mendavia y
Larraga con la condición de cambiarlas por aquéllas.
La Corte regresó a Burgos, desde donde don Álvaro, llevando consigo
al rey, iba a trasladarse a Palenzuela para someter a los rebeldes, usando en
esta ocasión artillería. La plaza iba a prolongar su resistencia hasta el 15 de
enero de 1452. Durante el asedio llegó al campamento la noticia de que el
príncipe de Viana, derrotado en Aybar (23 de octubre de 1451) era ahora
prisionero de su padre, si bien continuaba la guerra el condestable Juan de
Beaumont. La frontera, por este lado, no corría peligro. Estaba además
encomendada al conde de Haro, cuya hija Leonor se había prometido al
príncipe, mientras que Sancho de Velasco habría de convertirse en marido
de Ana de Beaumont. Buena noticia era en cambio la que llegaba de la
frontera de Granada pues el conde de Arcos (Mataparda, 9 febrero) y
Fajardo el Bravo (Los Alporchones, 7 de marzo), gracias a sus victorias
habían conseguido finalmente imponer a Muhammad X una tregua de cinco
años que comenzarían a contarse el 1 de setiembre de 1452. La guerra se
reducía ahora a encuentros, a veces muy empeñados, en las lindes de
Aragón. Se sabía, sin embargo, que los procuradores de este reino, reunidos
en Calatayud, instaban al lugarteniente para que hiciera la paz cuanto antes.
A los gastos exigidos por estas inútiles contiendas se atribuía el malestar
económico que se generalizaba. Los procuradores castellanos compartían
esta actitud.

El final de un valido

Durante todo el año 1451 se tuvo la impresión de que se había alcanzado la


estabilidad política y que los consejeros del príncipe, satisfechos con sus
ganancias, mantenían a éste en línea de colaboración. Pero el marqués de
Villena no había modificado su línea de conducta tendente a vincular a su
persona el mayor número posible de grandes, en un juego de intereses que
le permitiese ser, sin disputa, su cabeza. Tras el éxito logrado con el conde
de Benavente se propuso lograr algo semejante con el conde de Alba; aquí
tropezaba con la dificultad de que era un prisionero del príncipe y éste tenía
sus proyectos sobre el extenso patrimonio que los antiguos señores de
Valdecorneja lograran reunir. El 14 de diciembre de 1451 logró sin
embargo, usando plenos poderes que de don Enrique recibiera, un primer
acuerdo con los hijos del prisionero, Pedro y García: de inmediato iban a
recibir Piedrahíta que, con el Barco que ya poseían, les garantizaba
plataforma adecuada de rentas. Durante un año todavía retendría el príncipe
el secuestro de los otros dominios para dar tiempo a negociaciones que
garantizasen la fidelidad del linaje a su persona. Todo esto tenía una
significación más profunda. Los grandes castellanos tenían que ser curados
de su antiguo «aragonesismo».
El Maestre de Santiago estaba recomendando a su señor otra vía que
alejara para siempre las injerencias aragonesas: un acuerdo directo, de rey a
rey, con Alfonso V el Magnánimo, a quien disgustaban mucho las querellas
de su hermano Juan con su hijo. Zurita entiende que a esto «también le
persuadía el condestable don Álvaro de Luna por la enemistad que le tenía
el príncipe don Enrique, que era inducido y solicitado del marqués de
Villena que le sacase del gobierno de aquellos reinos y aun al rey su padre».
Pero la respuesta que Alfonso entregó a los procuradores castellanos el 14
de enero de 1452 había diluido las esperanzas. Sin la devolución del
Maestrazgo de Calatrava y la restitución de todos sus bienes al almirante y
al conde de Castrogeriz no era posible hablar de reconciliación.
La documentación conocida, que es ya muy abundante, obliga a los
historiadores a reconocer que no disponemos de ninguna prueba que asocie
a don Enrique al proceso que condujo a la prisión y muerte del privado. Al
contrario: el acuerdo de Tordesillas parece haber demostrado al marqués de
Villena que aquélla era una buena vía para hacer adelantar sus propósitos.
Tampoco se trataba de prestar apoyo a don Álvaro. La Corte del sucesor
funcionaba ya como un poder autónomo dentro del reino. Después de la
rendición de Palenzuela, el príncipe volvió a entrevistarse con su padre en
Portillo, consiguiendo que la plaza cobrada le fuese transmitida en custodia,
garantizando en cambio su apoyo para que se hiciera más firme el control
sobre Toledo. Después emprendió un viaje: se trataba de asegurar la
homogeneidad del Marquesado de Villena, al que se habían incorporado
villas que no formaban parte de él, y al mismo tiempo de incrementar el
poder que ya ejercía en Jaén. Pacheco sabía que no eran el afecto y la
confianza sino otros sentimientos los que unían al príncipe a su persona.
Tenía que moverse con cautela.
Las operaciones en la frontera de Navarra ofrecían una coyuntura
favorable para el protagonismo que Enrique estaba deseando alcanzar. Los
grandes, cuyos señoríos lindaban con ella o con el territorio aragonés, se
convirtieron en parte interesada: Velasco, Mendoza y La Cerda eran los más
importantes. El lugar que el príncipe de Asturias ocupaba dentro de la
dinastía real —la fiera sangre de los godos, como recordarán pronto algunos
dirigentes catalanes— le permitía aspirar a mucho. No estamos demasiado
seguios hacia dónde se enderezaban sus propósitos en la amistad
proclamada con su cuñado, pero Zurita llega a la conclusión de que si el 13
de mayo de 1452 Carlos y su padre firmaron un acuerdo de reconciliación,
ésta se debía a «que, por parte del rey de Castilla y del príncipe don
Enrique, se hacían grandes ayuntamientos de gentes para entrar
poderosamente en Navarra y apoderarse de ella». Los procuradores de las
ciudades de Aragón sospechaban que si el segundo de ellos había reunido
1.500 hombres de armas era porque sus proyectos iban mucho más allá de
lo que proclamaba: hacer de Carlos un rey propietario de Navarra, fiel
aliado de Castilla. «Se tenía por cierto —insiste Zurita— que venía para
apoderarse de la ciudad de Pamplona y de la villa de Olite y de Lumbierre y
de todo el reino, y echar al rey de Navarra, pues la restitución que después
se haría de lo que ocupase al príncipe de Viana, estaba bien entendido que
no sería tan presto como se pensaba.»
Transcurrido el verano, don Enrique volvió a Segovia, como
acostumbraba; allí se reunía con su Consejo y almacenaba sus recursos.
Obligados el almirante y los condes de Benavente y Alba, por los
compromisos adquiridos con el príncipe, a guardar discreto silencio, Pedro
de Stúñiga, conde de Plasencia, recogió el testigo asumiendo la dirección de
la lucha contra el condestable. Éste trató de adelantarse tomando Béjar en
un golpe de mano, pero el conde, avisado por Alfonso Pérez de Vivero, a
quien don Álvaro no dudaría en considerar como un traidor, pudo tomar las
precauciones adecuadas. Fue entonces cuando Plasencia proclamó la
necesidad de crear una alianza que destruyese al valido, invitando al
príncipe a presidirla. Él era el segundo de a bordo, y compartía la
legitimidad de la Corona, no un noble más con sus posibilidades partidistas.
Por eso tampoco quiso admitir una nueva entrevista con el Maestre de
Santiago cuando éste la solicitó.
En aquellos momentos los proyectos del marqués de Villena estaban
alcanzando cotas más altas: es cierto que deseaba, con toda su alma, la
desaparición del valido. Pero había enviado un mensajero secreto a Nápoles
para recabar la aquiescencia de Alfonso V a la segunda parte del plan ya
que se trataba de que también Juan II fuese prácticamente despojado de sus
funciones, que ejercería en su nombre el primogénito heredero: era la
fórmula aplicada en algunas ocasiones, como en Castilla en 1282, y que
juristas y teólogos declaraban correcta ya que en caso de una incapacidad
del soberano, su sucesor legítimo tenía que asumir la tarea de reinar,
respetándole la titularidad de la corona. El rey de Nápoles cursó
instrucciones a Jimeno Pérez de Corella, conde de Cocentaina (10 de
febrero de 1453) para que negociase sobre esta base. Los aragoneses
exigían, desde luego, el restablecimiento de todos los exiliados en sus
posesiones, aunque estaban dispuestos a garantizar a Pacheco y su hermano
todo cuanto tenían; bastaba con fijar una adecuada indemnización en juros o
en rentas.
No hubo lugar para que este plan se desarrollase. La reina Isabel se
encargó de convencer al marido, padre ya de una niña y con la perspectiva
de un segundo vástago para fecha inmediata, de que necesitaba prescindir
del valido y recobrar su poder y autoridad. Lo demás no pertenece a esta
parte de nuestra historia, ya que don Enrique permaneció al margen de toda
aquella intriga, que había venido a torcer sus planes, y que concluyó cuando
el de Luna fue ejecutado, por orden expresa del rey, sin que mediara
sentencia, en un rincón de la plaza de Valladolid el 3 de junio de 1453.
Animado apenas con un poco de vino de la tierra y un puñado de
cerezas, el poderoso ministro subió, con pulso firme, al cadalso. Y
descubrió, entre el público, a un caballerizo de don Enrique, llamado
Barrasa. Con gran serenidad le habló: «Te ruego que digas al príncipe, mi
señor, que dé mejor galardón a sus criados que el rey mi señor mandó dar a
mí.» Don Enrique no estaba entonces muy lejos de Valladolid, pero se
ocupaba de otro asunto, para él más importante, la anulación de su
matrimonio.
CAPÍTULO VIII

DIVORCIO Y SEGUNDA BODA DEL REY

Declaración de nulidad

Ignoramos el momento preciso en que tomó don Enrique la decisión de


conseguir la nulidad de su matrimonio con Blanca de Navarra a fin de
hallarse en condiciones de contraer nuevas nupcias con una princesa que
había sido elegida, en todo caso, antes de que concluyera el año 1452: su
prima Juana, hermana de Alfonso V de Portugal, espléndida belleza de 16
años, once menos que su previsto esposo. Había actuado como mediador el
conde de Benavente, lo que significa que el proyecto entraba dentro de las
nuevas coordenadas políticas. En marzo de 1453 el soberano portugués y el
príncipe de Asturias habían llegado a un principio de acuerdo.[97] Estamos
en los días que preceden inmediatamente a la prisión y muerte de don
Álvaro de Luna, de modo que la atención estaba puesta en otra parte.
Hemos de dar a esta decisión, que implicaba riesgos políticos muy serios,
todo su alcance: se trataba de reafirmar la autoridad de don Enrique frente a
los hijos del segundo matrimonio y de sustituir la influencia aragonesa por
la de Portugal. El enlace proyectado era parte de un proceso más amplio
«cujo pensamento director, quer de un lado da fronteira, quer do outro, sería
a união das coroas dos dois paises no mesmo imperante» (A. Ribeiro). Tal
vez no debemos ser tan rigurosos: la unión era una de las posibilidades con
que había que contar, pero no era el objetivo perseguido. Una constante, en
el reinado de Enrique IV, era ese enfrentamiento entre dos tendencias
políticas que ofrecían versiones distintas en cuanto al problema de una
fuerte hegemonía sobre la Península.
El proceso que debía conducir a una sentencia que declarase la nulidad
del matrimonio con Blanca, tuvo que ser incoado como mínimo en 1452.
Mediante él era necesario probar que, siendo Enrique impotente en relación
con Blanca, estaba sin embargo en condiciones de intentar, con otra, la
empresa de proporcionar a Castilla un heredero. En 1451 había nacido la
infanta Isabel y en diciembre de 1453 vendría al mundo Alfonso que,
mientras Enrique careciera de descendientes, habría de ser considerado su
legítimo sucesor. Marañón coincide con Luis Comenge y su Clínica
egregia, publicada en 1895, que no se practicaron las pruebas fisiológicas
necesarias y, por tanto, carecemos de datos apodícticos que permitan
afirmar o negar que esta impotencia reconocida era solamente parcial.
Tenemos que partir de esta constatación, que ya estableciera Sitges.[98]
La documentación recogida con posterioridad a estos trabajos nos
obliga a hacer un examen más minucioso de las circunstancias que rodean
al segundo matrimonio. Comencemos por recordar las anomalías de la
noche nupcial del primer matrimonio. En consecuencia tenemos que
referirnos únicamente a los datos que se incluyeron en la sentencia.[99] El
proceso tuvo lugar en la diócesis de Segovia, a la sazón vacante, por lo que
correspondió sustanciarla a un administrador apostólico, Luis de Acuña,[100]
que obraba a resultas de una posterior confirmación. El lugar elegido no fue
la catedral sino la iglesia de San Pedro en la modesta villa de Alcazarén. A
ella acudieron el 11 de mayo de 1453 Alfonso de la Fuente en su calidad de
procurador de Enrique, y Pedro Sánchez de Matabuena que llevaba la
representación de Blanca. Figuraba el príncipe como demandante habiendo
aceptado la princesa las alegaciones presentadas. Dos fueron los
argumentos presentados que dieron apoyo a la sentencia:

a. Que Enrique «estaba ligado cuanto a ella» (Blanca) aunque «ha


cohabitado por espacio de tres años y más tiempo, dando obra con todo
amor y voluntad, fideliter, a la cópula carnal», y,
b. «que no (estaba ligado) cuanto a otras» pues «algunas mujeres de
Segovia con quien se decía que el dicho señor príncipe había habido
trato y conocimiento de varón a mujer», requeridas bajo juramento por
persona eclesiástica —se silenciaban cuidadosamente los nombres—
declararon que «había habido con cada una de ellas trato y
conocimiento de hombre con mujer… y que creían que si el dicho
señor príncipe no conocía a la dicha señora princesa es que estaba
hechizado».

De estos dos argumentos, el primero resulta clínicamente aceptable. Puede


darse como dato seguro que el matrimonio no había sido consumado. Se
decía que unas matronas habían examinado íntimamente a Blanca y la
hallaron virgen incorrupta. El tribunal no podía ir más allá. Pero el segundo
resulta sorprendente: el testimonio de unas mujeres anónimas, que debe
entenderse practicaban su oficio y el cuidadoso empeño de no dar nombres
que pudieran identificar a las personas, haciendo imposible cualquier
comprobación, producen sospecha. De acuerdo con las leyes de entonces
las meretrices no podían prestar testimonio. Sobre estas bases tan frágiles,
Luis de Acuña, al que veremos intervenir más tarde en importantes
acontecimientos políticos, declaró probados los hechos y dictó sentencia:
«Separamos, apartamos, hacemos divorcio… a cada uno de ellos para que
libremente puedan contraer y contraigan matrimonio… para que el dicho
señor príncipe pueda ser padre y la dicha señora princesa madre». Blanca
no volvería a casarse.
Tales son los datos de que disponemos. Es arriesgado extraer
consecuencias más allá de lo que los documentos nos dicen. Si no hubiera
una esperanza, aunque remota, de que don Enrique estaba en condiciones de
procrear, con las ayudas adecuadas, todo este episodio habría sido alarde de
cinismo. No tenemos motivo para presentar conclusiones como si fuesen
definitivas. La sentencia de Alcazarén, confirmada en Segovia el 27 de
julio, fue enviada a Roma junto con una petición de dispensa de parentesco
ya que los novios eran hijos de hermanas, María y Leonor.

Primeras capitulaciones
Hay un dato documentalmente probado: Enrique IV se confesó a sí mismo
y fue reconocido impotente. Esto no excluye la posibilidad de que dicha
impotencia pudiera ser vencida. Sabemos que estuvo sometido a
tratamiento médico muy rudimentario, causa sin duda de humillación y
sufrimiento para su esposa, ya que se trataba de corregir el principal defecto
físico que en él se detectaba: falta de vigor en la verga viril para lograr la
penetración e inseminación. Testimonios de lo que en la Corte se decía,
llegan a nosotros a través del viajero alemán Münzer («Fecerunt medici
canneam auream, quam Regina in vulvam recepit, an per ipsan semen
inicere posset; nequivit tamen. Mulgere item fecerunt eius et exivit sperme,
sed aquosum et sterile») y de un manuscrito anónimo hallado por Paz y
Meliá en la Biblioteca Nacional («Fuerunt qui seminis secum in hostia
effusi sacros penetrario posticulos affirmavere»). A esto he podido añadir la
carta firmada por Guinguelle, en 1463, tras el aborto de Juana a que nos
referiremos en el lugar debido[101] y que nos permite conocer el nombre del
maestro Samaya, médico judío que atendió a ambos esposos. La
incluiremos más adelante.
Es calumnioso emplear el calificativo «Beltraneja», que aparece
después del reinado de Isabel y su marido, porque eso supone la atribución
de la paternidad sin la menor prueba. Tampoco pasan de ser simples
difamaciones cortesanas los argumentos que pretenden probar la
ilegitimidad por esta vía, ya que una infanta puede ser concebida con ayuda
ajena y ser reconocida como tal, pues nació dentro de matrimonio. Los
testimonios que se aducen en algunas obras, como el del doctor Juan
Fernández de Soria, que nadie ha visto, corresponden a un tiempo polémico
y, por consiguiente, son interesados en favor de una determinada
argumentación política. Años más tarde, en 1470, cuando se trataba de
destruir los acuerdos de Guisando, la reina Juana, que era ya madre de un
hijo de Pedro de Castilla, juró en la catedral de Segovia que aquella infanta
«es hija legítima y natural del rey mi señor y mía». Enrique IV, según su
cronista oficial Diego Enríquez del Castillo, se limitó en esta ocasión a
decir que «creia ser hija suya y con tal certidumbre de hija la tenia y había
tenido desde que nació».
Todo esto nos conduce a profundizar meticulosamente en las
condiciones del matrimonio. En el convenio de 1468, firmado en Cadalso y
Cebreros, el argumento que se aduce para probar los derechos de Isabel es
que «el dicho señor rey es informado que no fue ni está legítimamente
casado». Fuera de los panfletos de propaganda y de los pasquines injuriosos
todo gira en torno a esta cuestión. La primera duda que surge nos induce a
buscar los motivos que impulsaron a don Enrique a dar un paso tan grave
como proveerse de una sentencia como la de Alcazarén para poder contraer
nuevo matrimonio. Si se hubiera resignado a su defecto, manteniendo la
unión con Blanca, que podía traerle derechos sobre Navarra, ninguna de las
injurias que sufrió habría tenido lugar. La sucesión en Castilla descansaba
en este hermano, Alfonso, veintiocho años más joven, de cuya educación
podía haberse ocupado directamente. Sin duda Pacheco tuvo un papel
decisivo, el mismo Pacheco que tomaría la delantera a todos los grandes
rechazando la legitimidad de Juana. Se trataba de cerrar definitivamente el
capítulo de los infantes de Aragón y poner en marcha la alianza con
Portugal.
Disponemos de dos capitulaciones distintas para la celebración de este
matrimonio. La primera corresponde al momento en que don Enrique es
todavía príncipe de Asturias, mientras que la segunda se firma después de
su llegada al trono. Abundan en ambas los detalles singulares y
sorprendentes. Negoció la primera un judío, Rabi Yucé (Joseph) y fue
posteriormente anulada y sustituida.[102] Al investigador causa extrañeza, en
una y otra, la falta de alusiones a la necesidad de dispensa pontificia,
imprescindible por ser los contrayentes hijos de hermanas. No hemos
hallado ninguna capitulación de esta época en que deje de mencionarse una
necesidad de este tipo. La carencia de tal concesión bastaba para establecer
la nulidad del matrimonio. Firmados los primeros capítulos el 20 de
diciembre, cabe suponer que los negociadores careciesen de noticia acerca
de la bula de Nicolás V, fechada el día primero de dicho mes y año, a la que
tendremos que hacer posteriormente referencia. Anotemos, pues, la
existencia de tal defecto sin dar mayor importancia al asunto.
La sorpresa surge cuando comprobamos que una semana antes de la
firma, el 13 de diciembre de 1453, don Enrique hizo a su futura esposa una
donación entre vivos de cien mil florines de oro, estando presente el mismo
administrador de Segovia, Luis de Acuña, que había dictado la sentencia y
al que encontraremos después, en su calidad de obispo de Burgos, como
uno de los más empeñados detractores de Juana. No se diga que se trata de
una donación simbólica o diferida, como a menudo registran los
documentos: el dinero, en tres grandes talegos, fue depositado el 21 de
diciembre, por Lope González, apoderado de doña Juana, en casa de un
mercader de Medina del Campo. La razones que se dieron, «gran deudo y
amor» por tratarse de la «hija de la muy alta y muy virtuosa señora la reina
doña Leonor, mi tía», no proporcionan explicación alguna. Hay razones que
no pueden ser explicadas.
No tenemos, por otra parte, antecedentes que nos ayuden. Tan sólo cabe
señalar que la dote asignada a la princesa con cargo a la tesorería de
Alfonso V era precisamente de 100.000 florines; al hacerse entrega previa
de esta suma quiere decirse que era el novio quien la aportaba, liberando a
Alfonso V de cualquier desembolso. Juana no sufría perjuicio pues aun en
el caso de que la boda no llegara a celebrarse o, por cualquier otra
circunstancia el matrimonio se interrumpiera, nada tendría que devolver,
pues se trataba de una donación previa; de este modo dispondría de un
importante capital, sin que hubiera deshonor para Enrique como sería el
caso de que se dijera que recibía a la esposa sin dote. Estas razones no
agolan el hecho de que se buscaran las monedas, se metieran en sacos y se
depositaran en un banco.
Encontramos ya en estas primeras capitulaciones un texto que pueden
darnos la clave, pues se halla en relación con la situación creada por la
propia sentencia de divorcio. «Si aconteciera que el dicho casamiento sea
partido por nuestra muerte o razón que entre nos pueda ser contecida,
puesto que al presente no sea pensada ni declarada, o si aconteciera que sea
juzgado o determinado por alguna razón, derecho o impedimento que el
dicho casamiento es ninguno», doña Juana podía conservar esos cien mil
florines porque le habían sido concedidos como de nuda propiedad. En
otras palabras, no estaba Enrique convencido de que el impedimento que
tuviera con Blanca no reapareciera. Se daba a Alfonso V plazo de un año
para regularizar el abono de la dote; un tiempo que sin duda se consideraba
suficiente para comprobar la efectividad del matrimonio.

La bula de dispensa

En toda la negociación planea un motivo por encima de todos los demás: el


deseo de tener descendencia reconocida. De modo que doña Juana aparecía
a los ojos del príncipe como una posibilidad de la que doña Blanca no
disponía. La intervención del papa en la legitimación del nuevo matrimonio
tenía que abarcar dos aspectos muy distintos: el de la nulidad del primer
matrimonio, rato pero no consumado, del que no existían precedentes, y el
del parentesco que contaba en cambio con muchos. Hemos podido
comprobar que la dispensa para el primer matrimonio, otorgada por
Eugenio IV, el 14 de diciembre de 1436, se encuentra en los Registros
Vaticanos y no ofrece duda. Una copia de la que se otorgó para el segundo,
fechada el 1 de diciembre de 1453, se encuentra en la Academia de la
Historia, procedente de la colección del marqués de Valdeflores.[103] Se han
hecho dos búsquedas minuciosas en los Registros Vaticanos sin que se
hayan encontrado. Esta circunstancia no me parece suficiente para negar su
autenticidad, aunque sería deseable dicha confirmación. Tampoco se
encuentra en los Registros la bula que se empleó para el matrimonio de
Isabel y Fernando, pero en este caso hay el convencimiento de que es falsa.
En el ejemplar conservado y publicado se acepta la sentencia dictada
por el administrador, Luis de Acuña «per sedem apostolicam deputatum»
(condición que no figura en el texto conocido de la misma) y se hace
referencia a las razones que la motivaron: «In eodem matrimonio per
duodecim annos et ultra permanssisent, pluries carnali copula in quantum in
eius fuit operam dando; tamen forsan aliquorum emulorum suorum
industria et opera adeo malificiati erant», «quod inter eos carnali copula
haberi nequibant, sicque filios procreare non potebant». Pero no se hace la
expresa confirmación de la misma. En lugar de esto, y siguiendo una norma
que se empleaba en semejantes casos de especial dificultad, el papa
otorgaba poderes en forma comisoria a tres prelados, Alfonso Carrillo,
arzobispo de Toledo, Alfonso Sánchez, de Valladolid, titular de Ciudad
Rodrigo, y Alfonso de Fonseca, a la sazón de Ávila y más tarde arzobispo
de Sevilla, para que, juntos los tres, o dos o uno de ellos, dispensasen a los
contrayentes si las razones alegadas eran, a su juicio, exactas y les parecía
conveniente otorgarlo. Veamos las palabras exactas:
«Fraternitati vestre, de qua in hiis et aliis specialem fiduciam
obtinemus, per apostolica scripta committimus et mandamus quatenus vos,
vel duo aut unus vestrum, si est ita, dictaque Johanna propter hoc rapta non
fuerit, cum eisdem Henrico et Iohanna ut impedimentis que ex
consanguinitate, affinitate et publica honestate huiusmodi proveniunt non
obstantibus, matrimonium inter se libere contrahere, et in eo postquam
contractum fuerit licite remanere valeant, auctoritate nostra dispensetis.»
En términos simples, la fórmula comisoria venía a significar que
mientras los tres obispos, dos, o, al menos, uno de ellos sin oposición de los
otros, no hiciese la ejecución correspondiente, la bula no surtía efecto. Ha
llegado a nosotros una copia de este documento, pero no del acta de
ejecución del mismo, dejando por consiguiente en el aire la cuestión de
cómo y dónde fue efectuada. En 1468 sólo vivían Carrillo y Fonseca, que
estuvieron presentes en Guisando en donde se negaba el derecho de
sucesión de Juana y se reconocía el de Isabel, apoyándose en la cláusula del
pacto que hemos mencionado.

Enrique, rey

Las capitulaciones de diciembre de 1453 no llegaron a ponerse en práctica


porque, fallecido Juan II el 22 de julio de 1454[104] y sucediéndole en el
trono Enrique IV, las cláusulas tenían que ser sometidas a revisión: Juana
vendría a Castilla como reina y no como princesa. Las relaciones entre
Castilla y Portugal se habían endurecido en aquel año que siguió a la muerte
de don Álvaro de Luna: Juan de Guzmán y Fernán López de Burgos fueron
enviados a Lisboa para presentar reclamaciones sobre el derecho de
navegación en Berbería de Poniente y Guinea.[105] Se pretendía suscitar una
cuestión que databa de años atrás y que venía a poner en peligro el status
quo que garantizaban las paces de Almeirim. Los marinos andaluces habían
conseguido descubrir el secreto de las rutas que los portugueses guardaban
celosamente y que les permitía obtener buenos beneficios de los «rescates»
de oro y esclavos negros en aquella costa. Aunque cortaron las manos al
indiscreto genovés que se fue de la lengua, no pudieron los súbditos de
Alfonso V impedir que en 1454 una flota andaluza navegara por aquellas
aguas.[106] El matrimonio de Enrique y Juana cobraba en consecuencia una
nueva dimensión: pues la amistad con Castilla, acompañada de garantías en
el mutuo respeto al espacio de cada reino era condición indispensable para
las aventuras ultramarinas.
Había un testamento, suscrito en Valladolid el 8 de julio, es decir, dos
semanas antes de su muerte por el propio rey,[107] consolidando las
respectivas posiciones de su familia directa. Enrique debía ocupar el trono.
Se le ordenaba tratar «con toda reverencia» a la reina viuda, Isabel, y a los
dos niños nacidos de este matrimonio. Carente de hijos el nuevo soberano,
se fijaba el orden sucesorio colocando a Alfonso, varón, en primer término,
y a Isabel en el segundo, aceptando el derecho consuetudinario que, en
Castilla, permite a las mujeres reinar. En el caso de las dos mujeres las
previsiones podían considerarse normales: la madre retendría el señorío de
las villas que se entregaran en arras, garantizando una renta anual de
1.400.000 mrs, y la hija recibía el señorío de Cuéllar, a cambiar por el de
Madrigal cuando éste fuese vacante y, en definitiva, por una dote adecuada
cuando contrajera matrimonio. Se preparaba para Alfonso una enorme
plataforma de poder: tendría el Maestrazgo de Santiago, el oficio de
condestable y el señorío de Huete, Escalona, Maqueda, Portillo, Sepúlveda
más Soria, Arévalo y Madrigal cuando cesasen los dominios de su madre y
hermana. En aquellos momentos se trataba de un niño de muy corta edad,
pero algunos interesados consejeros de Enrique IV mostraron a éste el
peligro que significaba tal plataforma de poder.
Proclamado rey en el convento de los dominicos de San Pablo de
Valladolid,[108] a sus 29 años de edad era don Enrique un hombre alto y
grueso, que impresionaba a sus interlocutores por la elevada estatura, la
palidez intensa de su rostro y la mirada insistente. Se movía con cierta
torpeza y llegaba al trono en edad más avanzada que sus tres antecesores.
Podía suponerse, por la trayectoria de los últimos diez años, que poseía
adecuada experiencia en los negocios públicos. Superada la etapa de
privanza de don Álvaro de Luna, despertaba en aquellos momentos grandes
esperanzas que se mantendrían durante varios años: reconocido por todos,
sin vacilaciones, sus primeras palabras estuvieron dirigidas a recordar la
necesidad de una concordia. Años más tarde el más inspirado poeta de la
centuria resumiría, en cuatro estrofas, el juicio que comúnmente se haría del
reinado:

Pues el otro, su heredero don Enrique, qué poderes alcanzaba, cuán


blando y cuál halaguero, el mundo con sus placeres se le daba.
Más verás cuán enemigo, cuán contrario y cuán cruel se le mostró,
habiéndole sido amigo cuán poco duró con él lo que le dio.
Las dádivas desmedidas, los edificios reales llenos de oro, las vajillas
tan fabridas, los enriques y reales del tesoro.
Los jaeces y caballos de sus gentes, y atavíos tan sobrados, dónde
iremos a buscarlos, qué fueron sino rocíos de los prados.

Pocas figuras de la Historia de España fueron tan vilipendiadas como la de


este desdichado rey cuya vida transcurre envuelta en difamaciones que
hacen muy difícil la tarea del historiador, cuyo oficio consiste en explicar y
no en juzgar. No le faltaron amigos y defensores, especialmente entre los
nobles de segunda fila o entre los eclesiásticos como fray Lope Barrientos o
fray Alonso de Oropesa, general de los jerónimos. Pero siempre fueron
escasos en número; en general aquellos que trataron de defender su causa
acabaron desanimándose: la ciclotimia le impedía mantener una línea recta
en sus actuaciones. Un caso singular paradigmático es el de Miguel Lucas
de Iranzo, firme en su lealtad hasta su trágico asesinato en 1472, pero que
precisamente para conservarla impoluta hubo de vivir apartado de la Corte.
Días antes del cambio de reinado, Miguel Lucas había sido nombrado
halconero mayor y corregidor de Baza. Entraba en los propósitos de
Enrique IV encomendarle la administración de la Orden de Santiago,
haciéndola depender de este modo de la Corona, otorgándole además el
oficio de condestable, lo que significaba un despojo contra su hermano de
las mandas testamentarias de Juan II. Pero el marqués de Villena también
aspiraba a la posesión del Maestrazgo, cuyas rentas y encomiendas le
convertirían en el más importante de los nobles. De modo que el protegido
del rey chocó con la animadversión del poderoso ministro y, por motivos
que no es posible precisar, huyó del peligro y acabó recluyéndose en Jaén.
Aquí prestaría al monarca el gran servicio de conservar una parcela de
Andalucía, en un trozo vital de frontera, en la obediencia exquisita.[109] No
fue un caso único: Pacheco pudo arrinconar a aquellos que hubieran podido
ser fieles colaboradores del monarca obligando a éste a someterse a sus
designios. En 1453 había en Castilla el convencimiento de que «los otros
dos hermanos, Maestres tan prosperados como reyes, a los grandes y
medianos» iban a traer «sojuzgados a sus leyes». Aunque eran ya muy ricos
no entendían haber alcanzado todavía el grado de poder que debía ponerles
a cubierto de la adversidad. Por eso continuaron una carrera de apetitos
desbordados y ganancias. No parece adecuado usar en este caso el término
«privado».
Aunque Alfonso de Palencia, clérigo al servicio de Alfonso Carrillo y
agudo cronista maledicente, califique de «injusticia abominable» el hecho
de que aquel «monstruo cruel» llegara a ser rey, no tiene más remedio que
reconocer que el reinado comenzó bajo buenos auspicios: todos los grandes
acudieron a Enrique para testimoniarle su obediencia; tenían puesta la
esperanza en que se lograría un equilibrio político que habría de
beneficiarles.[110] Solicitaron la libertad con restitución de bienes para
Fernando Álvarez de Toledo, conde de Alba, e inmediatamente lo concedió.
Diego Enríquez del Castillo, capellán y portavoz oficial[111] aunque intenta
sobresalir en los elogios, no rehúye el reconocimiento de algunos vitales
defectos, especialmente aquellos que se derivaban de una excesiva
condescendencia, calificada a veces de debilidad. Ambos cronistas están,
sin embargo, de acuerdo en atribuir al marqués de Villena y a su hermano
efectos muy negativos sobre su conducta. Una de las primeras decisiones
tomadas por Enrique IV consistió en reemplazar a Ruy Díaz de Mendoza
para dar a Pacheco el oficio de mayordomo mayor.
Dos columnas: bondad y clemencia

Hasta 1463, sin que falten los defectos capaces de suscitar críticas,
Enrique IV parece poseer una política coherente, ayudada por la
circunstancia favorable de que se habían superado los efectos de la recesión
económica. Su poder inspiraba temor en Castilla, confianza en las ciudades
y esperanza en Cataluña, donde iba creciendo la oposición a Juan II. Al
concluir los funerales por el alma de su padre, en aquella misma iglesia de
San Pablo donde fuera proclamado, pronunció ante los nobles allí
congregados una especie de discurso inaugural en que afirmó que la bondad
y la clemencia serían las dos columnas de su reinado; como prueba de
ambas anunciaba que los dos últimos prisioneros, el conde de Alba y el de
Treviño, Diego Manrique, estaban en libertad y devueltos a sus bienes y que
confirmaba en sus oficios a todos cuantos sirvieran a su padre, incluyendo
los capellanes. Puestos de rodillas, los presentes dieron gracias por tales
palabras que anunciaban, a su juicio, un reinado venturoso. Uno de estos
capellanes era precisamente el obispo de Ávila, Alfonso de Fonseca, que se
convertiría en una especie de contrapeso a la influencia de Pacheco, aunque
sin oponerse a éste. Diego Enríquez dice de él que «aunque tenía viveza de
ingenio, faltábale gravedad y perfecta discreción para gobernar» aunque se
mantuvo «siempre muy leal al rey». Repitiendo, sin duda, frases y
conceptos que oyó de labios de don Enrique el mismo cronista explica las
razones del valimiento del marqués de Villena: «Salió tan discreto y de
buen seso reposado que para cualquier debate y contratación solía hallar
muchos medios» ya que «su prudencia era más provechosa que la de otro
ninguno».
Las razones del equilibrio alcanzado en los primeros años deben
buscarse en dos razones, una económica y otra política, que Enrique IV
creyó posible alcanzar mediante sistemáticas concesiones. Además del
desarrollo comercial, favorecido por el fin de la guerra de los Cien Años,
hay que tener en cuenta que, durante su principado, había conseguido
incrementar su tesoro, fuerte reserva, y sus rentas directas, ahora
incrementadas con las de Santiago y Alcántara.[112] La desaparición de don
Álvaro y luego del rey privaba de razones de existencia a la Liga, de modo
que podía promoverse una especie de entendimiento directo entre el rey y
los grandes.[113] Sobre esta base el marqués de Villena apoyaba su nuevo
esquema de gobierno: procurando un incremento sin tregua de sus riquezas,
no quería volver a un poder personal como fuera el de Luna sino a una
proyección de la gran aristocracia, por él encabezada, sobre la Corte,
haciendo del monarca un buen instrumento para el cumplimiento de los
objetivos que aquélla marcase. De ahí arrancaba el daño que iba a ocasionar
a la Monarquía: reduciendo a Enrique a ese papel secundario, del rey que
no reina, dañaba seriamente la institución.
Demasiado débil y temeroso, como consecuencia de sus condiciones
fisiológicas, Enrique no carecía de experiencia y, aunque se plegaba a los
consejos y exigencias del ministro, tampoco confiaba demasiado en él. Por
eso hay tiempos cambiantes en la influencia de Pacheco, que no dudó en
enfrentarse incluso con violencia hasta imponer al rey sus designios. Éste
trató de buscar una compensación recurriendo al consejo de otras personas,
como fray Lope de Barrientos, el arzobispo Carrillo o Fonseca. De una
manera especial trataría, en los primeros años, de promocionar un nuevo
equipo de caballeros jóvenes, próximos a él en edad y gustos, que dieron
escaso resultado. Además del ya mencionado Miguel Lucas de Iranzo[114]
tendríamos que mencionar aquí al licenciado Andrés de la Cadena, Martín
de Vilches, el converso Diego Arias Dávila, contador mayor, Beltrán de la
Cueva, que escalara las cumbres de la alta nobleza emparentando con los
Mendoza, y Juan de Valenzuela, prior de la Orden de San Juan de
Jerusalem. Tendremos que ocuparnos de ellos.

Alianza con Francia y paz en la frontera de Navarra

Es importante señalar cómo las líneas maestras de la política exterior que


trazara don Álvaro de Luna sobrevivieron a su muerte, pasando a
Enrique IV y, luego, a los Reyes Católicos. Dio, en el primer momento,
nuevo impulso a ese propósito fundamental de mantener tranquilas las
fronteras asegurando a sus súbditos condiciones favorables para el comercio
exterior: esto significaba alianzas con Portugal y Francia y negociaciones
con Inglaterra y la Corona de Aragón. Fórmula sin duda muy realista y
acertada. Antes de que se cumpliera un mes desde su ascenso al trono,
envió a uno de sus capellanes, Fernando López de Laorden con poderes e
instrucciones para eliminar cualquier recelo y concluir, sobre nuevas bases,
su acuerdo matrimonial con doña Juana, que era todavía muy joven, aunque
en edad núbil. Por los mismos días salían hacia Francia el guarda mayor del
rey, don Juan Manuel, y el doctor Alfonso Álvarez de Paz, que se había
distinguido mucho en el Concilio de Basilea. Estos últimos no debían
limitarse a una sencilla confirmación del tratado de alianza ya existente,
pues se trataba de conseguir que Carlos VII no pusiera obstáculos a una
reactivación del comercio castellano y británico.[115]
Fueron bien recibidos en París.[116] La propuesta castellana demostraba
una fuerte dosis de seguridad: debía autorizarse a veinte barcos ingleses a
comerciar en puertos de la Península, y a otros tantos para que pudiera
acceder a Francia, pero los visados de estos últimos debían ser refrendados
por Íñigo de Arceo, que era ya bolsero de Carlos VII.[117] Aceptadas estas
condiciones se llegó también al acuerdo de que una embajada francesa se
dirigiría a Castilla para proceder a la renovación de la antigua alianza. De
modo que los intereses castellanos quedaban salvaguardados de un modo
más conveniente para los marinos de la costa cantábrica que buscaban una
penetración en los mercados británicos.
La paz con los reinos que formaban la Corona de Aragón estaba
supeditada a conseguir la renuncia del infante don Juan, lugarteniente real, a
sus injerencias en la política interior castellana. La caída de don Álvaro de
Luna no había complacido al antiguo duque de Peñafiel: las ejecuciones en
la plaza pública por mandato real solían arrastrar amargas consecuencias.
Estaba, por consiguiente, más inclinado que antes a buscar una fórmula de
arreglo, habiendo recibido ya a su hija Blanca, la virgen devuelta desde un
matrimonio fracasado. Intervino la reina María, esposa de Alfonso V y tía
de Enrique IV preconizando una fórmula de la que ya se había hablado:
evaluar el monto global de las rentas confiscadas a los infantes y establecer
sobre ellas la correspondiente indemnización; aquellos nobles que militaran
en su partido debían ser restablecidos en sus bienes. Enrique IV aceptó
ambas condiciones; no podemos decir que no estuviera obrando en buena
lógica, ya que resultaba imprescindible cerrar las puertas al pasado si se
quería construir.
Sin embargo no podemos olvidar que para el marqués de Villena y para
don Pedro Girón esta fórmula de las compensaciones, cargadas a la Corona
y no a los beneficiarios de los despojos, resultaba extraordinariamente
ventajosa, ya que su fortuna se había edificado sobre señoríos y rentas que,
en estricto sentido, pertenecían a los infantes. Dieron prisa: cinco días
después de su proclamación, el 27 de julio, Enrique IV confirmaba el
acuerdo de tregua suscrito el 7 de diciembre del año anterior, ampliando de
este modo las perspectivas negociadoras. «Prometedores augurios»[118] para
el comienzo de un reinado que, en ayuntamiento celebrado en Ávila con
algunos procuradores de las ciudades, definía como objetivo fundamental la
guerra de Granada que debía devolver al reino musulmán a las funciones
subordinadas que se asignaran en sus comienzos.
Parecía operarse una inversión total en las posiciones. «Con la sucesión
del príncipe don Enrique en el reino de su padre, todas las cosas se trocaron,
y lo que antes no se podía acabar por la contradicción que el príncipe hacía
a todo lo que quería el rey… ahora… por la instancia que hacía la reina de
Aragón su tía, hallándose en su Corte, se mostró el rey don Enrique
aficionado a reducir al almirante a su servicio y tomar alguna concordia con
el rey de Navarra» (Zurita). Don Fadrique, padre de Juana Enríquez, tuvo,
en efecto, parte muy principal en toda esta negociación. Él se encargó de
revelar con detalle los contactos que habían existido con Alfonso V y de
qué modo éste veía en las compensaciones adecuadas el vehículo
fundamental para la paz. En el curso de estas conversaciones se lanzó, por
primera vez, la idea de un matrimonio entre estos dos niños de edad pareja,
Fernando e Isabel, de dos y tres años respectivamente, porque, lejos del
trono —ambos reinos estaban dotados de sucesores convenientes— podían
recibir, como propio, aquel inmenso patrimonio que, un día, fuera la fuerza
de los infantes de Aragón. La idea no fue tomada en cuenta: en nada podía
favorecer los designios de los grandes hermanos.
Se hizo una primera estimación, evaluando las confiscaciones
ejecutadas indebidamente en un millón de florines; el reino de Castilla no
estaba en condiciones de asumir tamaña deuda y sus interlocutores,
apremiados por otros compromisos, acabaron admitiendo una rebaja. Tras
dos meses y medio de conversaciones se llegó a la firma del que podríamos
calificar de finiquito del 8 de octubre de 1454. Se otorgaba a Juan de
Navarra una renta de 3.500.000 maravedís al año, y a su hijo Alfonso, que
renunciaba al Maestrazgo de Calatrava, y a su sobrino Enrique «Fortuna»
sendas de 500.000. Además de los presuntos derechos sobre los
Maestrazgos, la renuncia se refería a villas y ciudades muy concretas y de
gran valor: Chinchilla, Medina, Olmedo, Cuéllar, Roa, Peñafiel y Aranda.
El 31 de octubre se prorrogaron indefinidamente las treguas, quitando
estorbos a las confirmaciones. El rey de Navarra puso su firma en el
documento el 19 de febrero de 1455.
La demolida villa de Atienza, que desempeñara un papel capital en la
guerra, fue objeto de una negociación especial: tasada en 70.000 florines
fue mancomunadamente adquirida por el rey, Pacheco y Girón; sorprende
un poco que no llegaran estos últimos a quedarse con ella. El rey la
conservó en el realengo indemnizando a ambos hermanos en sus
aportaciones.[119] Beneficiarios directos de esta concordia eran, en el otro
bando, el almirante don Fadrique, los hijos del conde de Castrogeriz y Juan
de Tovar, cuyo exilio y despojo debían cesar. Enrique IV recibió al primero,
reintegrado en las rentas de su oficio, «con cara alegre», pero no dejó de
amonestarle para «que de aquí adelante vos enmendéis y miréis por mi
servicio mejor que lo hicisteis contra el rey, que Dios haya» (Enríquez del
Castillo). Por su estrecho parentesco con el lugarteniente de Aragón,
correspondería a don Fadrique ser una especie de portavoz de éste.
Se cerraba un tiempo —«los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron?»— y
se consolidaba en cambio una oligarquía de nobles que a sí mismos se
consideraban grandes, antes de que esta calidad fuese institucionaliza por el
emperador. Una docena aproximadamente de linajes que multiplicaban sus
lazos de parentesco y a cuyo frente se hallaban Pacheco y Girón,
formidablemente enriquecidos.[120] Moral y mentalmente, Juan de Navarra
se sentía parte de ella; pero había dado su palabra de no entrar en Castilla
sin licencia de don Enrique e iba a cumplirla. Cuando los embajadores
castellanos viajaron a Nápoles para poner a la firma del Magnánimo el texto
de aquel acuerdo, surgió contienda verbal con los consejeros de aquel
monarca acerca de quien debía figurar en primer término. Y Alfonso zanjó
la cuestión diciendo que el rey de Castilla tenía que anteceder pues «era el
tronco de quién él y todo el linaje de los godos de España descendían»,
además de ser el hijo de su hermana María, a la que quisiera más que a
nadie. A través de la trayectoria marcada por el Humanismo, en una Corte
poblada de resabios clásicos, llegaba, pues, la coincidencia con la curiosa
tesis que estaban reflejando los cronistas: la monarquía visigoda estaba en
el origen de todo y por eso los descendientes de Alfonso I tenían una
especie de primogenitura.

La boda y sus circunstancias

Es difícil precisar las razones que movieron a Enrique IV a engolfarse en la


aventura de un nuevo matrimonio: son frecuentes los casos en que un
monarca tiene como sucesor a un hermano, máxime cuando la diferencia de
edad permite al primogénito hacerse cargo absolutamente de su educación.
Las circunstancias dificilísimas en que se había desenvuelto la declaración
de nulidad del primero auguraban complejidades jurídicas fáciles de
aprovechar y, sobre todo, recurso a tratamientos médicos siempre enojosos.
Si Enrique hubiera continuado en su matrimonio baldío con Blanca, muchos
de los argumentos que contra él se emplearon no habrían tenido lugar. La
única razón positiva que puede esgrimirse es la necesidad de romper sus
vínculos con la rama aragonesa, a fin de consolidar la alianza con Portugal.
Prescindiendo del primer acuerdo firmado siendo príncipe, se encargó a
Fernán López de Laorden y al secretario Alvar García de Ciudad Real que
negociaran en Lisboa —«dilatóse la conclusión bien por espacio de cuatro
meses» (Diego de Valera)— hasta llegar al nuevo acuerdo de 22 de enero de
1455 que se custodia en el Archivo de Simancas. Mucho más claro y
explícito que el primero, este nuevo documento comienza reconociendo
paladinamente que Juana no recibía dote. Tenía los 100.000 florines de oro
depositados en Medina del Campo y se le garantizaban otros 20.000 en
concepto de arras, más una renta anual de millón y medio de maravedís
situada en ciertas villas que quedaban bajo su jurisdicción. Se fijaban con
detenida minuciosidad todas las circunstancias posibles, incluso aquella de
que, después de celebrado, el matrimonio no pudiera llegar a su
consumación; en cambio no se hacía en el texto la menor alusión a una
dispensa, que se necesitaba por el doble defecto previo, nulidad causada por
impotencia y parentesco demasiado inmediato.
Deficiencia ésta que, desde luego, no pasó inadvertida. Cuando
Enrique IV confirmó estas capitulaciones el 25 de febrero de 1455,
reconociendo que Juana tenía derecho a conservar todas las sumas arriba
mencionadas incluso en el caso de que el matrimonio fuese declarado nulo,
ordenó incluir una nueva cláusula precautoria, a su solo nombre:

«Y por cuanto, así mismo, por virtud de ciertas letras apostólicas de nuestro muy Santo Padre, y
procesos sobre ellas fulminados, y de nuestra carta de poder especial, el dicho don Fernán López,
nuestro capellán mayor y de nuestro Consejo, recibió por mi esposa y legítima mujer por palabras
de presente que hacen matrimonio a la dicha reina doña Juana…»

Nótese la ambigüedad de la frase que contradice una norma rigurosamente


observada en todos los contratos o actas de matrimonio conservados: pues
parecía imprescindible incluir la bula de dispensa o, en su caso, la ejecución
de la misma, excepto cuando se explica también claramente que se haya en
curso de tramitación. Nos faltan, en este contexto, dos documentos
esenciales. Primero el de los «poderes especiales»; pues los que Fernán
López entregó a Alfonso V[121] le autorizaban únicamente a «contratar,
apuntar e fablar e concertar qualesquier cosas acerca del dicho casamiento,
docte e arras e lo a ella anexo». Segundo, la ejecución de la dispensa
conservada en la Academia de la Historia —si es auténtica— ya que se
encuentra redactada en forma comisoria.
En las capitulaciones matrimoniales figura una cláusula, la treceava, en
cuya virtud y so pena de 100.000 doblas de oro, Enrique IV se obligaba a
entregar al rey de Portugal una carta firmada por los grandes y prelados de
su reino y provista de sello de plomo, significando la plena aceptación del
matrimonio por parte del reino. El plazo máximo para dicha entrega era de
cincuenta días a contar del momento en que se hubieran hecho desposorios
por palabras de presente. No estamos en condiciones de precisar la fecha en
que esta ceremonia tuvo lugar, en Lisboa, presente el obispo de Coimbra
(Valera). De la carta plomada no tenemos el menor indicio. El 16 de abril
Alfonso V afirmó que aquel día había recibido la confirmación,
cumpliéndose así el plazo establecido. Sin duda se estaba refiriendo al
documento del 25 de febrero que ya hemos publicado. Pero en este
diploma, pese a que se le diera la forma de un privilegio rodado, sólo se
menciona a seis «testigos rogados y llamados que fueron presentes»,
Pacheco, Andrés de la Cadena, Juan de Valenzuela, Alvar García y Alvar
Gómez de Ciudad Real, con el contador Diego Arias, que actuó como
notario,[122] todos los cuales pertenecían al directo entourage de Enrique y,
salvo el marqués, ninguno podía ser calificado de grande ni de obispo.
Acompañada por doce jóvenes doncellas portuguesas, a las que se había
prometido acordar un matrimonio conveniente en Castilla, todas bajo
custodia de doña Beatriz de Merueña, la nueva reina de dieciséis años,
despedida por sus hermanos y parientes, hizo una corta jornada por mar,
desde Lisboa, a lo sumo tres leguas, y luego emprendió el camino de la
frontera: salieron a recibirla, en la raya frente a Badajoz, el duque de
Medinasidonia y el obispo Alonso de Madrigal, aquel a quien llamaron «el
Tostado». Estaba el rey en Écija, pues había comenzado la campaña de
Granada, cuando le avisaron de que su esposa ya estaba en el camino: con
cuatro de a caballo salió a su encuentro, hasta un lugar que llamaban Las
Posadas. La diferencia de edad, catorce años, no eran tan importante como
el contraste físico; conviene no olvidar la gran belleza de doña Juana, pues
se trata de un factor histórico importante. Durante cuatro horas estuvieron
hablando; para la reina, educada en Toledo, la lengua castellana no envolvía
dificultad. El 20 de mayo estaba en Córdoba, coincidiendo con la embajada
francesa, que pudo sumarse a las fiestas que en esta ocasión se celebraron.
Las velaciones tuvieron lugar el domingo de Pentecostés. Anota Palencia
que aquel día el rey se mostró triste y preocupado.[123]
No han llegado a nosotros actas del desposorio de Lisboa, ni de la boda,
en Córdoba, deficiencia que no puede considerarse importante; mucha
documentación naufragó en los azares de la guerra civil posterior. Del gran
acontecimiento los tres cronistas nos proponen relatos tan dispares que no
podemos utilizarlos como fuentes, salvo para comprender lo que cada
bando de los entonces constituidos tenía interés en conseguir que
creyésemos.
Dice el cronista oficial Diego Enríquez del Castillo, que tuvo que
reconstruir sus datos algunos años después. «Luego llegada (doña Juana)
los desposorios fueron celebrados por don Alfonso de Fonseca, arzobispo
de Sevilla, y pasados tres días se celebraron las bodas.»
Relata Valera, isabelino cuidadoso de señalar la ilegitimidad. «Y el día
de Pascua de Conquesma el rey se veló con la reina, su esposa, y velólos
don Alfonso, electo confirmado de la iglesia de Mondoñedo, que después
fue obispo de Jaén, y díjoles la misa baja en la Cámara; y luego el rey y la
reina cabalgaron y con ellos todos los grandes que en la Corte estaban y
fueron a oír misa solemne a la iglesia mayor, la cual dijo el arzobispo
embajador de Francia.» «Y a la noche el rey y la reina durmieron en una
cama y la reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se
recibió por todos.»
Por último, Alfonso de Palencia acentúa su mordacidad, sin detenerse
ante lo que, sin duda, es calumnia. Mal vestido y descuidado en su trato, el
rey desentonaba de aquella bandada de jóvenes damas que rodeaban a la
reina y que se mostraban, a los adustos ojos de aquel misógino
empedernido, «más inclinadas a las seducciones de lo que a doncellas
conviene.» Usaban y abusaban de trajes provocativos, aceites y perfumes,
«y no cuidaban de hacerlo en secreto, sino en público, descubriéndose
desde los pezones de los pechos hasta el ombligo, y untándose desde los
dedos de los pies, los talones y canillas hasta la parte más alta de las ingles
y muslos con blanco afeite, para que al caer de sus hacaneas como con
demasiada frecuencia ocurría, brillase en todos sus miembros una blancura
uniforme». Y, tras desplegar esta escena de liviandad, remata: «Celebró el
arzobispo de Tours la solemnidad del día de las bodas aunque sin la
dispensa apostólica; agüero que añadía otras nulidades futuras a la
anteriormente declarada, así como la experiencia del primer matrimonio
amenazaba con mayores peligros a los que iban a unirse en infecundo
consorcio.»
La disparidad que reina entre estos tres relatos, impide establecer
criterios objetivos de verdad, pero nos permite en cambio descubrir hacia
dónde apuntaban los argumentos que en torno a esta boda iban a
formularse. Enríquez del Castillo, empeñado en defender la memoria del
rey, muestra interés en hacer intervenir de alguna manera a Alfonso de
Fonseca, uno de los comisionados en la famosa bula, si bien con ello
destapa la deficiencia de los otros dos. Palencia pretende decir exactamente
lo contrario, mostrando la nulidad jurídica de este matrimonio y por ello
hace intervenir, en solitario, al embajador de Francia. Imposible para
nosotros discernir qué parte de verdad hay. El protagonismo que Fonseca
asume en la contratación de Guisando, hace nula cualquier intervención
suya en la boda de Córdoba. Enrique IV hizo suspender la bárbara
costumbre de la exhibición de la sábana: con ello proporcionó materia a los
maledicentes.
Dice también Enríquez del Castillo que, concluida la campaña de aquel
año, el rey se reunió con su esposa en Madrid y «se holgaba» con ella. ¿Qué
pretendía decir exactamente con ese término? Las palabras comedidas
tienen ese defecto, sembrar dudas. Tendrían que transcurrir más de seis años
antes de que se anunciara que aquel matrimonio iba a conseguir
descendencia. Y entonces aquellos que no estaban dispuestos a admitir la
virilidad de don Enrique, estallaron. No adelantemos acontecimientos.
Primero tendremos que asistir a importantes Cortes, cabalgar por las tierras
de Granada y descubrir los conflictos internos del reino.
CAPÍTULO IX

GUERRA EN GRANADA

Cortes generales en Córdoba

Aquel verano de 1455, la ciudad de Córdoba, transformada ya en plaza de


armas para una nueva guerra contra Granada, fue también escenario de esos
tres grandes acontecimientos inaugurales que modificaban la vida y la
política del reino: entraba en escena una nueva reina joven, ansiosa sin
embargo por ejercer protagonismo; se reunían la primeras Cortes, en un
ambiente tenso; al renovarse, íntimas y solemnes, las viejas alianzas,
Castilla reforzaba su compromiso con Francia, lo que venía a significar
aislamiento respecto a Gran Bretaña y frialdad ante Borgoña, cosas ambas
que a un sector de mercaderes perjudicaba. El primer llamamiento a las
ciudades databa de febrero de 1455,[124] esto es, de los días en que se había
llegado a la paz con Navarra[125] por lo que las ciudades pudieron entender
que se trataba, efectivamente de poner fin a todos los debates internos. El
rey parecía muy decidido a ocuparse de la guerra de Granada; los daños
experimentados en los últimos tiempos, y el retroceso desde posiciones
importantes aconsejaban una acción enérgica.
Algunos procuradores acudieron a su debido tiempo. Con ellos se
celebraron algunas reuniones, en Segovia o en Cuéllar. El marqués de
Santillana en nombre de los grandes, tomó la iniciativa de esbozar el que, a
su juicio, debiera ser adecuado plan de campaña. Los representantes de las
ciudades se asustaron: era mucho el esfuerzo económico que se iba a
reclamar. No podían dejar de mostrarse quejosos de la mala situación del
reino. Permanecieron en la Corte varios meses acompañándola, en su
desplazamiento hasta Córdoba en donde, al final, pudieron reunirse todos.
Eran diecisiete las ciudades y villas que tenían reconocido el derecho de
voto; el Consejo Real, obrando en nombre del rey, consiguió imponer
algunos nombres para hacer la Asamblea más manejable. Desde este
momento, continuando una práctica anterior, se presionaría a los
regimientos para que escogiesen sus representantes entre los altos
funcionarios de la Corona. Esta práctica no impidió, sin embargo, que las
Cortes se convirtieran en caja de resonancia para unas quejas generalizadas.
Es muy significativo que en el escrito elevado por los procuradores al
rey, descubierto por César Olivera, se formulase una queja porque el reino
no había sido ni siquiera informado de los detalles del contrato matrimonial.
Resulta indudable, como en el propio cuaderno se refleja, que a los que
gobernaban en nombre de Enrique IV sólo importaba obtener subsidios para
dar cumplimiento a los tres asuntos fundamentales, por este orden: campaña
en Granada, compromisos adquiridos en Portugal, liquidación del problema
de don Juan de Navarra. El 3 de junio las Cortes otorgaron 71 millones de
maravedís, a percibir en dos años (30 en 1455; 40 en 1456), siendo uno de
ellos para regalo de la reina Juana. Los procuradores percibirían 300.000
maravedís por su trabajo; intentaron paliar los efectos de esa carga
reclamando del rey y de los secretarios un juramento de que los fondos no
iban a ser asignados a fines distintos y exigiendo que, antes de proceder a la
nueva recaudación (noviembre de 1455 y julio de 1456), se percibiesen los
restos de las monedas anteriores, las albaquías o sumas adeudadas y no
entregadas y las rentas de las Órdenes Militares porque ningún destino más
adecuado para ellas que la guerra en defensa de la fe.
Al día siguiente, 4 de junio, el Consejo entregó la respuesta real a las 32
peticiones incluidas en el Cuaderno.[126] Aparte de las demandas generales
para que se cumpliesen todas las leyes que no hubieran sido expresamente
abrogadas, y de una especie de reclamación de respeto a los fueros, cartas,
privilegios y buenos usos, esto es, libertades juradas por el rey, asoman en
estas demandas del cuaderno que en parte pasó sin pena ni gloria, tres
motivos de queja que bastaría para explicamos esa actitud de larvada
resistencia que desempeña un papel esencial en las perturbaciones que
siguieron:
a) La pérdida de libertades ciudadanas, que se reflejaba, entre otras
cosas en la tendencia de las corporaciones de oficios a convertirse en
gremios o monopolios y en la enajenación sustanciosa del realengo. Los
procuradores filtraban ya un grave motivo de descontento pues Enrique,
mientras fuera príncipe de Asturias, se había mostrado, en este aspecto, tan
desconsiderado como cualquiera de sus nobles. Si el rey se tomaba la
licencia de indicar los nombres de los que debían ser designados
procuradores, las Cortes no serían otra cosa que una formal ampliación del
Consejo y las ciudades no representadas se considerarían inmunes a los
acuerdos tomados. Así había sucedido, en años inmediatos, con Asturias y
Galicia que no abonaron los pedidos.

El Consejo —en definitiva el rey— acrecentaba el número de regidores y


de otros oficiales, para colocar en estos puestos a sus protegidos,
aumentando el desorden. Aunque, como consecuencia de estas Cortes, se
dictó la Ordenanza del 8 de agosto de 1455 prohibiendo nuevos
incrementos y obligando a reducirlos, no tardó el propio rey en conculcar su
propia disposición.[127] Las mayores protestas se producían en torno a la
pérdida de los alfoces y jurisdicciones y también al nombramiento de
corregidores. Nadie negaba la necesidad de tales funcionarios cuando se
producían querellas banderizas, pero muchas veces su nombramiento, por el
rey o por el príncipe, no era otra cosa que remuneración de servicios
prestados. Un corregidor devengaba 200 maravedís diarios y como las
ciudades carecían de asignación precisa, se veían obligadas a practicar un
repartimiento. En consecuencia, los procuradores solicitaron a este respecto
dos medidas, que los nombramientos se produjesen a demanda de las
propias ciudades y que los corregidores recibieran su sueldo de Tesoro y no
de las arcas ciudadanas.
b) Los excesivos privilegios de los clérigos, empezando por las
obligaciones fiscales. Los procuradores denunciaban que, pese a las
disposiciones de Juan II, se negaban a pagar alcabala cuando efectuaban sus
ventas. También había abusos en la práctica judicial, invocando la
condición clerical en asuntos puramente civiles, o llevando causas
indebidas ante tribunales eclesiásticos. Monasterios y comunidades
religiosas designaban a este fin conservadores que, sin quebrantar en
apariencia su condición, les permitían intervenir en toda clase de asuntos
temporales.
c) Se entraba, con especial agudeza en el complejo tema de la
circulación de moneda. Las acuñaciones de oro y plata eran prerrogativa
real, subrogada después a las casas de moneda. Era tal el desorden a que en
este punto se había llegado que muchas piezas fabricadas fuera de los
talleres se hallaban en circulación. Y los procuradores advertían que no era
correcto calificarlas de falsas, ya que generalmente respondían a la misma
ley y talla de las correctamente emitidas. Algo semejante podía decirse de
las piezas de vellón, que se llamaban «blancas» porque cuando salían de los
talleres una leve cutícula de plata les proporcionaba este color. La
conclusión a que las ciudades querían llegar era, simplemente, que el
desorden en el reino provocaba serias alteraciones en los precios de las que
eran víctimas principales los pobres.

Para los ciudadanos allí presentes, aquellas Cortes con que se iniciaba el
reinado significaban una profunda y amarga desilusión. Los consejeros del
monarca, que asumían en su nombre el verdadero poder, no ocultaban que,
para ellos, habían dejado de ser aquel instrumento de diálogo que
significaran bajo los tres primeros Trastámara y eran dócil maquinaria
manipulada gracias a la presencia de sus oficiales, para dos cosas:
promulgación de las leyes de más elevado rango pero elaboradas por el
Consejo —el cuaderno fue escandalosamente recortado en el momento de
enviarlo a las ciudades— y voto de los subsidios económicos, que
consideraban elevados.[128] El regalo a la reina, seguramente por el deseo de
dotar su casa de suficiente liquidez, destacaba precisamente en medio de las
quejas por la falta de consulta al reino de algo tan delicado como aquel
matrimonio que los presentes habían podido contemplar.
Los nuevos hombres fuertes del Gobierno, lo mismo que harían en las
Cortes de Toledo de 1462,[129] trataban de dejar claro un extremo: lo que
entraba en juego no era otra cosa que «poderío real absoluto», emanado
directamente de Dios lo que le proporcionaba la calidad de juicio supremo y
función legislativa. De acuerdo con esta tesis la respuesta a cada uno de los
capítulos formulados en el cuaderno venía sistemáticamente acompañada de
esta excepción: «Salvo en las cosas que yo mandare proveer, cumplideras a
mi servicio y a ejecución de mi justicia». Enrique IV fue uno de los
monarcas castellanos que con mayor claridad invocó su derecho a actuar
por encima de la ley. La capacidad de las Cortes para oponerse a las
exigencias y arbitrariedades reales era muy exigua. No, en cambio, la de la
alta nobleza: en los últimos treinta años había conseguido acumular tales
medios que, si lograba unirse, estaría en condiciones de imponer al rey
sumisión y obediencia a sus demandas.

Los nuevos acuerdos con Francia

El 20 de enero de 1455 Carlos VII había otorgado a Jean Bernard, arzobispo


de Tours, Gérard le Boursier, Íñigo de Arceo, regidor de Burgos y portavoz
de los comerciantes castellanos instalados en Francia, Guillaume d’Estaign,
caballero, y Nicolás de Breuil, secretario, poderes para negociar en Castilla
un tratado de alianza que sustituyese al viejo texto de Toledo; de ahí la
importancia de los personajes escogidos. Había, evidentemente, la intención
de marginar a Borgoña, que se había convertido en molesta vecina y
discordante adversaria. Por esta razón Enrique IV hubo de adelantarse a
confirmar todos los privilegios otorgados a la «nación española de Brujas»,
recopilados por su padre Juan II.[130] Una sentencia real trataba de resolver
los pleitos pendientes entre burgaleses y vizcaínos en relación con aquellos
mercados. Formando dos cofradías diferentes, la primera de mercaderes, la
segunda de transportistas, se determinaba que cada una de ellas poseería
cuatro cónsules, correspondiendo a los ocho la dirección de la colonia. Los
tesoros permanecerían separados porque las responsabilidades eran
distintas, pero en todas las cuestiones importantes, como era la concesión de
salvoconductos, ambas partes tendrían que estar equitativamente
representadas. En la capilla de los franciscanos de Brujas, que funcionaba
como sede oficial de la «nación», sólo dos emblemas, los lobos de Vizcaya
y los castillos.
Desde la batalla de Castillon (17 de julio de 1453) la larga pugna entre
Inglaterra y Francia que llamamos guerra de los Cien Años, pudo
considerarse concluida. De sus antiguos y extensos dominios en el
Continente, los ingleses conservaban tan sólo la plaza fuerte de Calais.
Francia había recobrado su identidad territorial. Las grandes cuestiones
militares y políticas, tan importantes en otro tiempo, habían pasado a un
segundo término. Lo importante, para unos y otros, era regular las
comunicaciones en el espacio mercantil atlántico que Castilla había
conseguido convertir en su monopolio tras la victoria sobre la Hansa en
1448.
La embajada estuvo en Córdoba en las fiestas que indicaban la boda
real, negociando de modo especial entre los días 25 de mayo y 3 de junio de
1455. En presencia del rey y de la Corte el arzobispo de Tours leyó un
discurso en latín que luego entregó al Relator, Fernando Díaz de Toledo.
Francia mostraba un interés muy especial en lograr la amistad castellana
regulando todos aquellos puntos en que hubiera surgido alguna dificultad.
En opinión de los consejeros españoles[131] lo que a Castilla importaba en
aquellos momentos, era que se conservasen, ahora que la guerra había
concluido, todos los privilegios y ventajas acumulados como consecuencia
de los servicios que durante ella prestara, sin tener que ofrecer a los
franceses una contrapartida. Los acuerdos con Borgoña y con la Hansa
debían considerarse igualmente intangibles. No convenía detenerse en las
querellas menudas que surgieran en La Rochelle o en Normandía ni,
tampoco, en las quejas que suscitaba una torre levantada recientemente a
orillas del Bidasoa. Para eso estaban los tribunales de justicia.
Primera etapa en un proceso que puede calificarse de relanzamiento
diplomático, pudo considerarse como un éxito: Enrique IV encargó a Íñigo
López de Mendoza, marqués de Santillana y a Juan Pacheco, que lo era de
Villena, que revisaran el texto refundido de 1435 y cuando hubieron
terminado su trabajo él lo firmó (10 de julio) entregándolo a los
embajadores. Ese original se encuentra en los Archivos de París. Al hilo de
las confirmaciones surgió también la cuestión de los salvoconductos que
ambos países otorgaban a ingleses y que no debían ser interrumpidos.[132]
Los consejeros de Enrique IV consiguieron incluso una vaga promesa de los
embajadores, en relación con hacer extensivos a Bayona y Burdeos los
privilegios de que gozaban en otros puertos los mercaderes castellanos.
En Córdoba se había reforzado la amistad franco-castellana, incluyendo
cláusulas militares que los castellanos probablemente consideraron de
escasa utilización. De momento los franceses no reclamaban reciprocidad ni
habían aludido a los compromisos adquiridos por la Hansa, aunque quedaba
abierta siempre la cuestión de la práctica mercantil. En 1456 tuvieron lugar
conversaciones en torno a ella, llevando la representación de Enrique IV
tres expertos en diplomacia, don Juan Manuel, Fortún Vázquez de Cuéllar y
Alfonso Álvarez de Paz. Todos los países ribereños del Canal y del Golfo
de Vizcaya, incluyendo a Inglaterra donde los Lancaster iban a poder contar
con apoyo francés, mientras Ricardo de York se inclinaba en favor de
Borgoña, estaban ahora implicados en la creación de un ámbito de comercio
libre: la principal preocupación manifestada en las segundas conversaciones
guardaba relación con la piratería.
Enrique IV era nieto de una Lancaster, Catalina, y Juana descendía a su
vez de doña Felipa. Y hasta 1459, cuando menos, la Rosa Blanca parecía
gozar de mejores perspectivas que la Roja. Transcurridos casi dos años
desde el comienzo del reinado la posición de Castilla en el ámbito
internacional parecía haberse consolidado: muy lentamente, se abrían los
puertos británicos. De modo que las circunstancias favorecían el desarrollo
de una actividad mercantil atlántica que, en relación con determinados
productos básicos, en especial hierro, lana y vino, parecía revestir las
condiciones de un verdadero monopolio. Se daban las condiciones
oportunas para que reanudar la guerra de Granada, que, en 1407 y en 1429
había sido ya planteada como una gran operación.

Tercera guerra de Granada


En una reunión que don Enrique celebró con los miembros de su Consejo y
los principales grandes del reino, Enrique IV explicó que estaba decidido a
emprender la campaña pues que «a Nuestro Señor había placido dar al rey
tantos y tan grandes aparejos» con «grandes tesoros para lo cumplir y
voluntad y cuerpo para lo proseguir y acabar». La grandilocuencia de la
hora llega a convencernos de que se trataba de la gran tarea nacional y,
también, de cobrar una cuenta pendiente. El ente político granadino había
nacido, a mediados del siglo XIII, no como Estado independiente sino como
reserva musulmana dentro del reino de Castilla, sometiéndose Muhammad I
a todas las condiciones que obligaban a los grandes vasallos: juramento,
tributo, asistencia a Cortes y contribución al Ejército. Las circunstancias
habían permitido a los amires nasríes conquistar una independencia de
hecho que los monarcas castellanos se negaron a reconocer. De ahí que
aceptasen treguas, con indemnización económica, de acuerdo con las
circunstancias de cada momento, pero nunca paces que significaran
reconocimiento de dicha independencia.
Deber de la cristiandad, apremiante ahora porque los turcos se
expansionaban por el Mediterráneo —el 29 de mayo de 1453 había caído
Constantinopla— esta guerra entraba también, de plano, en la romántica
caballeresca. Fernando, el abuelo de Enrique, siendo regente en Castilla se
había rodeado de la fama de Antequera. En la segunda guerra don Álvaro
de Luna montó el espectáculo de la Higueruela, mientras el marqués de
Santillana celebraba en sus versos aquel momento en que «entró Huelma a
sacomano». Las graves discordias castellanas de los últimos tiempos habían
invertido las tornas y eran los granadinos los que aparecían como
campeones. Don Enrique había esgrimido todos estos argumentos para
convencer a los procuradores de las ciudades de la necesidad de reanudar la
empresa; recordando una frase de antiguos autores latinos les dijo que, a
veces, la guerra es menos peligrosa que la paz. Se prepararon las
operaciones de un modo lógico, esto es, como una batalla de desgaste para
quebrantar la estructura económica del reino musulmán. Esto no gustaba a
la nobleza que prefería brillantes acciones y ganancias territoriales que
podían traducirse en señoríos.
Los recursos económicos necesarios serían proporcionados por: el botín
arrancado a los vencidos; la indulgencia y otros beneficios de cruzada
sistemáticamente otorgados por el papa;[133] y los subsidios que tendrían
que votar con regularidad las Cortes, calculados en torno a los 30 o 40
millones de maravedís por año. Guerra larga y tediosa, con pocos riesgos,
pero, verdaderamente eficaz. El problema radicaba en hacer comprender
esta estrategia a los brillantes caballeros que buscaban para sí el artificio de
lo heroico.
Hubo preparación moral remota desde un año antes. Siguiendo
indicaciones del Testamento que su padre dictara al Relator del Consejo,
Fernando Díaz de Toledo, se privó de legalidad a las casas de juego,
renunciando a las rentas que dicha tolerancia producía.[134] «Pelearemos por
la verdad y ellos por la mentira», dijo el rey en una de aquellas primeras
reuniones que celebró en Segovia estando presentes algunos de los
procuradores (Enríquez del Castillo). Dejando encomendado el gobierno del
reino al arzobispo Alfonso Carrillo y al conde de Haro, Pedro Fernández de
Velasco, Enrique había abandonado Segovia, en abril de 1455, no como el
que va a una boda sino como el que, alzados los gallardetes, parte a la
guerra. Se había indicado a cuantos iban a participar en ella que Córdoba
sería el punto de encuentro. Durante cuatro años el espectáculo habrá de
repetirse: soldados castellanos que corren los campos de Granada, causando
daño, a la espera de precipitar una ruina.
Las circunstancias parecían, desde luego, favorables: Granada, por
razones que sería difícil explicar, padecía los efectos de profundas
banderías, no menores que las que afectaban a Castilla, aunque en su caso
más graves. Se apreciaban en su nobleza dos partidos al parecer
irreconciliables: Alamines y Bannigas, como les conocen los cronistas
cristianos, guardaban fidelidad a la memoria de Muhammad VIII el
Chiquito, mientras que la Banu Kumasa, ‘Abd al-Barr, Mufarry y Banu
Sarray (Abencerrajes), prestaban su apoyo a Muhammad IX (Abu ‘Abd
Allah Muhammad al-Gâlib bil-lâh al-Aysar) apodado el Izquierdo. Este
segundo había reinado largo tiempo, aunque con algunas interrupciones,
hasta su muerte en 1453. En sus últimos años, el Izquierdo, consciente del
peligro que se cernía sobre el reino, había intentado una reconciliación entre
las facciones, asociando al trono a un hijo del Chiquito, llamado también
Muhammad, al que casó con su hija Fátima.
Falló el plan. En el momento de la muerte del Izquierdo los
Abencerrajes suscitaron, frente al sucesor designado por éste,
Muhammad X, un nuevo pretendiente, Abû Nasr Sa’d ben’Ali, cuyo hijo,
Abû-l-Hasan Ali es precisamente el Muley Hacen de nuestros cronistas y
romanceros. Nasr buscó la ayuda de Enrique IV, que se la prestó: de este
modo algunos soldados moros figuraron en el séquito armado del monarca,
con escándalo útil a los difamadores. «El rey encontraba gran placer en el
trato con los musulmanes, cuyas costumbres y traje, cuyo estilo entero de
vida y hasta su secta religiosa apreciaba más que ninguna otra cosa»
(Palencia). Gracias al apoyo castellano, Abû Nasr consiguió apoderarse de
Granada, dando muerte a Muhammad X, el Cojo. Para legitimar esta
posesión hizo que la viuda, Fátima, casara con su hijo Abul-Hasan:[135] ella
se dedicaría, luego, a inculcar en sus hijos el odio al marido impuesto y
usurpador.
Don Enrique, todavía siendo príncipe, había patrocinado esta política
obedeciendo con ella a un plan: Nasr, para conservar la buena relación de
amistad, sería obligado a someterse a las condiciones iniciales de
establecimiento del reino, esto es, vasallaje, tributo, recaudación del diezmo
y medio y obligación de acudir a las Cortes cuando éstas fuesen convocadas
en alguna ciudad al sur de Toledo. Condiciones que, una vez instalado en la
Alhambra, el nuevo rey rechazó, acaso porque le habrían desprestigiado
ante sus súbditos. De acuerdo con su hijo, que se movía ya con la libertad
propia de un sucesor legítimo, escogió la guerra. También en 1480 partió de
él la iniciativa.

Campañas de 1455

El 29 de marzo todavía se encontraba la Corte en Segovia.[136] Ateniéndose


al plan previsto, el rey había decidido hacer una primera entrada de tanteo
en el mes de abril, antes de celebrar su boda, reunir Cortes o negociar con la
embajada francesa, y así lo cumplió. De este modo todas las fiestas parecían
concentrarse en una: todo el reino se había reunido en Córdoba. Fonseca,
arzobispo de Sevilla, era un poco el anfitrión: a fin de cuentas el objetivo
final de la guerra podía ser la unificación de Andalucía. Viejos enemigos se
juntaron; parientes que saltaban por encima de intereses privados. Con el
almirante don Fadrique, triunfador en su retorno, estaba el conde de Alba de
Liste, y al lado de Medinasidonia cabalgaba don Juan Ponce de León, conde
de Arcos. Santillana había venido con sus hijos y con su pariente Pedro de
Mendoza, el señor de Almazán. No podían faltar Pacheco y su hermano, el
clan de los Stúñiga y de los Pimentel, ni Juan de Luna, hijo del degollado
condestable, o Juan de Acuña conde de Valencia de don Juan, el conde de
Cabra con su hijo el mariscal Diego Fernández de Córdoba, los Manrique,
condes en Osorno y en Paredes, lo mismo que otros muchos caballeros.
Dejando a un lado las discrepancias de los cronistas, hemos de convenir en
que el rey había reunido fuerzas muy considerables.[137] La exactitud de las
cifras tiene, en esta ocasión, poca importancia: había conciencia de que se
estaba haciendo un esfuerzo muy superior al de ocasiones anteriores. Los
granadinos respondieron metiendo fuertes guarniciones en los principales
castillos de la frontera.
Enrique IV se atuvo estrictamente a sus previsiones de yermar la tierra.
[138] Durante cuatro días, aprovechando la abrumadora superioridad

numérica que le ponía al abrigo de choques frontales, recorrió la Vega,


talando y saqueando hasta las inmediaciones de Moclin e Illora, pero
prohibiendo muy estrictamente los choques abiertos, «antes mandaba a sus
capitanes que jamás consintiesen ni diesen lugar a que se mezclasen con los
moros ninguno de los suyos, recelando, como era la verdad, que los moros
eran más industriosos en aquello y que saliendo a se mezclar con ellos,
habría más muertes de cristianos que de moros. Pues su voluntad era
solamente hacer la tala por tres años para ponerlos en mucha hambre y
mengua de vituallas y luego poner su cerco y estar sobre ellos hasta
tomarlos» (Enríquez del Castillo). Un modo de combatir incomprensible
para la nobleza. «Los más de los caballeros fueron mucho maravillados por
haber visto hacer tan grandes aparejos para no hacer más de lo que se hizo»
(Valera). En consecuencia, Martín de Avendaño, que con los rijosos
fronteros de Úbeda y Cazorla, entró hasta Guadix combatiendo, llegaría a
convertirse en el héroe de aquella campaña que redundó en desprestigio del
rey. Éste parece haber fijado como objetivo la escalada de Archidona pero
sufrió un retraso en el camino y hubo de suspender la operación.
Visto con mentalidad moderna, aquel plan era acertado. Dada la
conformación del territorio granadino, ninguna parcela del mismo estaba en
condiciones de sustraerse a las acciones predatorias de un enemigo superior
en número. Hacer la guerra con ciertas precauciones, para provocar en el
adversario un mínimo de odio, y destruir las bases de sustentación de una
economía primaria, era medio de acentuar el desgaste con su secuela de
descontento que se incrementaba prestando ayuda a los rebeldes. Antes de
que se anunciara la llegada de la comitiva portuguesa, Enrique IV hizo una
segunda entrada, más eficaz, entre el 30 de abril y el 13 de mayo, causando
daños en los campos que lindan con Archidona, Álora y Málaga. Fue
entonces cuando se tomó cuenta de que se necesitaba la colaboración de
algunos barcos para vigilancia de la costa y seguridad del
aprovisionamiento; los granadinos habían progresado en las operaciones
marítimas, fabricando pequeñas barcas, «albatozas» con cañones en ambas
bandas, capaces de hacer fuego rápido. De este modo, cuando salió al
encuentro de su esposa, y en Córdoba recibió a los embajadores franceses,
Enrique IV se presentaba a sí mismo como un militar que desplegaba dotes
de guerra frente a sus enemigos.
De este modo podían interpretarse los grandes episodios de la boda, las
Cortes y las negociaciones con Francia como simples intervalos en la larga
campaña. El 4 de junio, el mismo día en que los procuradores recibían su
cuaderno con las contestaciones del rey, el ejército, siempre muy numeroso,
emprendía la tercera entrada: cruzó el puerto de Alcalá la Real, hacia
Moclin. Don Enrique se acercó demasiado a la muralla de esta fortaleza y
recibió un saetazo en una estribera, que no le hirió. Por Illora y Pinos
Puente, formadas las batallas, desembocaron los Cristianos en esa feraz
Vega de Granada. Era el 11 de junio. Aquí alzaron sus tiendas porque
durante tres semanas iban a entregarse a un sistemático saqueo. Fue
entonces cuando, en solemne ceremonia, fue armado caballero Miguel
Lucas de Iranzo, destinado después a la defensa de la Frontera de Jaén.
Primer intento de golpe de Estado

Llegaban de Roma noticias importantes que favorecían la posición de


Enrique, en un momento que le era muy necesario. Desde la decisiva
intervención que los castellanos realizaran en los dos Concilios, de
Constanza y Basilea, prestando apoyo a la doctrina del Primado de Pedro y
manejando ese quinto voto, el de la nación española, que en conflictivos
momentos permitió asegurar una mayoría, el Pontificado mostraba una
línea de conducta muy favorable a sus reyes. Enrique iba a recibir
confirmación de esto cuando, muerto Nicolás V, un valenciano de Játiva,
Alfonso Borja, fue elegido con nombre de Calixto III. Se trataba de un
tránsito, ya que el nuevo Papa había cumplido ya 76 años.
Durante tres años, a partir del 8 de abril de 1455, un español iba a
ocupar la sede de Pedro. Un plazo previstamente breve, que trataría de
aprovechar en dos direcciones: comprometer a los monarcas cristianos en
una gran cruzada contra el Islam, conjurando la amenaza que los turcos,
dueños ahora de Constantinopla y parte de los Balcanes, hacían pesar sobre
el Mediterráneo; y reforzar la presencia de compatriotas en la Curia,
empezando por sus propios sobrinos. Rodrigo Borja y Juan Luis de Milá
recibieron el capelo de cardenales, mientras que Pedro Luis Borja era
nombrado capitán general de los ejércitos de la Iglesia. El mismo día de su
elección había despachado un procurador, Juan de Saboya, para que
informase a Enrique IV del feliz resultado del Cónclave. Antes de una
quincena, sin que mediara petición previa, otorgaba a todos los
combatientes de la guerra de Granada, indulgencia plenaria con posibilidad
de recibir absolución en pecados reservados al Vicario de Cristo, pudiendo
lucrarse también de las mismas gracias los que contribuyesen con 200
maravedís. La «bula de Cruzada» iba a convertirse en recurso económico
importante para esta guerra.[139] Enrique respondió a estas noticias
gratificantes despachando dos embajadores, el arcediano de Treviño,
Rodrigo Sánchez de Arévalo, autor de la Suma de la Politica y fray Alonso
de Palenzuela; se trataba de reiterar la obediencia. De hecho el apoyo de la
Iglesia romana a Enrique IV se mantendría sin fisuras.
Transcurría el verano. Aquellos grandes sucesos que debían ser una
especie de pórtico para el nuevo reinado, se habían vuelto contra el rey:
regresaban triunfantes aquellos que, como el almirante, figurara en bandos
contrarios al poder real; las campañas se presentaban como gastos inútiles y
la conducta del rey calificada de filislamismo y cobardía; de la boda pocas
cosas se esperaban; y las Cortes no habían podido ocultar el descontento de
las ciudades. Los difamadores dispusieron de medios para sembrar el
descrédito de don Enrique al que acusaban de conculcar «las costumbres, la
libertad, las leyes, la religión y las instituciones de los naturales» (Palencia).
Aquel otoño Pedro Girón, que contaba al parecer, con la complicidad de los
condes de Alba y de Paredes, ambos con motivos de queja, proyectó una
repetición de aquellos golpes que desde 1420 se venían sucediendo en
Castilla y que consistían en someter a custodia la persona del rey, aislarle de
posibles amigos, y entregar la gestión de los negocios públicos a un comité
en el que debían figurar ellos mismos. Un hijo del marqués de Santillana,
puso al monarca sobre aviso. Don Enrique no regresó a Córdoba: desde
Jaén hizo un camino esquivo de retorno a Sevilla preparando su regreso a
tierras castellanas.
Comenzaba noviembre cuando el rey y su esposa llegaban a Ávila.
Desde aquí se trasladaron a Segovia donde estaba previsto que celebrasen
las fiestas de Navidad y cabo de Año. Los difamadores tuvieron motivo
para arreciar en sus críticas. Muley Hacén iba a aprovechar el repliegue de
las tropas enemigas para lanzar una potente ofensiva: cayeron en sus manos
Vélez Blanco (27 de noviembre de 1455), Vélez Rubio, Benamaurel y
Benzalema, fortalezas que ponían en aprieto la frágil frontera murciana.[140]
De este modo podía hacerse un balance negativo: gastos, fatiga y tiempo no
habían producido ganancia alguna; de un solo golpe, el caudillo moro ponía
en situación de riesgo esa zona de Murcia tan delicadamente conflictiva.

Raíces de la discordia
Murcia, fachada mediterránea para el reino de Castilla, posición excéntrica,
servía de escenario para dos clases de contienda, íntimamente relacionadas
entre sí: la ciudad, cabecera de reino, pugnaba por defender sus libertades,
beneficiosas para oligarquía de caballeros y hombres buenos, frente a las
apetencias de los grandes linajes que buscaban el establecimiento de fuerte
poder señorial; pero en estos linajes, condensados ahora en torno al apellido
Fajardo, se había acrecentado la discordia entre Alfonso, llamado «el
Bravo», esto es, el colérico, alcaide de Lorca, y su sobrino Pedro que, por
venir por línea más directa, usaba oficio de adelantado mayor. El regimiento
albergaba partidarios de uno y de otro. Se acusaba al adelantado de que,
años atrás, y con ayuda de algunos vecinos, había asaltado las casas de
corregidor Diego de Ribera, destruyendo y robando pertrechos de guerra,
entre ellos una lombarda.[141] Inducido, seguramente, por Juan Pacheco, que
necesitaba de esta colaboración para redondear sus dominios del
marquesado, Enrique IV había dado favor al adelantado, otorgándole
amplia amnistía y obligando incluso al regimiento a designarle como uno de
sus dos representantes para las Cortes de Córdoba.
Probablemente esta decisión de don Enrique debería calificarse de
gravísimo error pues la afirmación de la autoridad real en este importante
espacio que comandaba dos fronteras, exigía que se colocase por encima de
las facciones. Pero el marqués de Villena, que proyectaba nuevas
expansiones de su señorío, necesitaba neutralizar al alcaide de Lorca. De
hecho, el adelantado de Murcia asistió a las Cortes y también a la boda del
rey: regresó a su casa disponiendo de un respaldo que, dos años atrás,
hubiera parecido imposible. Esta circunstancia incrementó el descontento.
La ciudad se quejaba de las presiones que sufría por parte de los
recaudadores de monedas y pedido votados en Cortes, así como de los
perjuicios que causaban los perceptores de diezmos y almojarifazgos al
comercio con Aragón.[142] Sólo a finales de setiembre, es decir, cuando
llegaba el aviso de la preparación del golpe de Estado, a su paso por Jaén,
se decidió el monarca a enviar al oidor Alfonso de Zayas, en compañía del
licenciado Alfonso González. Su trabajo consistía en elaborar un informe de
situación y entregarlo al Consejo.
Una sorda agitación estaba ya conmoviendo los cimientos de Castilla,
manifestándose diversas quejas acerca del mal gobierno. Los datos
anecdóticos de los cronistas no deben engañarnos. Es posible que, durante
la guerra y a causa de ella, hubiera violencia por parte de algunos capitanes,
entre los que se contaban algunos exiliados moros; también debe tenerse en
cuenta el esfuerzo económico reclamado, sin resultados brillantes, dada la
estrategia preferida; también los rumores difamatorios en torno a las
relaciones conyugales han debido jugar su papel. Pero todo esto no basta.
La clave, que de modo indirecto, nos proporcionan los cronistas, apunta en
otra dirección Durante el primer año del reinado de Enrique IV, dando por
establecidas las deficiencias de su carácter, los grandes habían pretendido
llevar a ejecución aquel programa que manifestaran ya en la operación de
acoso y derribo del condestable: el poderío real absoluto, que es esencia de
la monarquía, debía ser ejercido a través de un equipo de nobles,
incluyendo acaso prelados y algunos caballeros.
Ahora Enrique se les escapaba: trataba de promocionar algunas
personas, próximas a él por la edad, los gustos y el modo de pensar,
tomándoles de los niveles correspondientes a simple caballería. No se
trataba de un simple equipo, al modo de una camarilla, sino de una
proyección a niveles más altos, con oportunidad de dar favor a otros
parientes: Beltrán de la Cueva, que alcanzaría en pocos años la grandeza, y
Miguel Lucas de Iranzo, al que se entregaría la espada de condestable (25
de marzo de 1458),[143] pueden parecemos los ejemplos más significativos.
Aunque ninguno de ellos respondió a lo que se esperaba —el primero por
exceso de vanagloria personal, y el segundo porque, temeroso de la Corte,
fue a esconder su acrisolada lealtad en las fortalezas de la frontera de Jaén
— bastaban para suscitar recelos y temor, especialmente en aquellos dos
hermanos que todo lo habían hecho para asegurarse en el poder.
Desde esta perspectiva, la guerra de Granada crece en dimensiones: si
Enrique IV hubiera conseguido que Nasr y su hijo retornaran a las
condiciones pactadas en 1445, su prestigio podía permitirle intentar
cambios políticos. Durante la estancia en Ávila, los meses de noviembre y
diciembre de 1455, el monarca se ocupó en activar los preparativos para la
campaña del verano siguiente. La impresión que recibe el investigador es la
de que se hubiera dado un salto de treinta años, hasta situarse en la cúspide
de la conquista ejecutada por los Reyes Católicos: caballeros y escuderos de
soldada fueron puestos en estado de alerta; se dispuso que cada lugar
suficiente tuviera que proporcionar cinco ballesteros con armas completas;
y se apercibió a la tercera parte de los artilleros, médicos, cirujanos y otros
oficiales existentes.[144] En 1456 todo debía girar en torno a esta empresa.

Administrador de las Órdenes Militares

Aquel invierno muchas cosas reclamaban reflexión. El balance del primer


año de guerra no era positivo: se había causado ciertamente un gran
quebranto al reino musulmán, pero los nobles castellanos acusaban al rey de
inepcia y cobardía; el contragolpe nasrí había significado retroceso de las
líneas. Un hecho objetivo era que el gran ejército había consumido mucho
dinero, afectando incluso a las reservas del tesoro real. Don Enrique pensó
que necesitaba fortalecer sus relaciones con los otros reinos cristianos, a fin
de volver al frente sin preocupaciones a sus espaldas, y proveerse de nuevas
fuentes para obtener dinero.
En marzo de 1456 la Corte se desplazó a Badajoz: estaba previsto un
encuentro con su cuñado, Alfonso V de Portugal, instalado en Évora.
Fueron tres días brillantes, de regocijo, durante los cuales el marqués de
Villena y su hermano, que a fin de cuentas descendían de portugueses,
desempeñaron el papel principal. No se pretendía negociar ningún acuerdo
concreto sino de comunicar los planes paralelos de lucha contra el Islam.
Tampoco Alfonso escapaba a las críticas de algunos de sus nobles, por los
gastos asumidos, pero en su caso la conquista de Alcaçer (23 de octubre de
1458) le permitiría superarlas con creces: iba a ser calificado de
«Africano». También él contaba con los beneficios económicos de la bula
de cruzada. Pacheco veía, en la amistad con Portugal, ahora muy estrecha,
un medio idóneo para prevenirse de la amenaza que podía venirle de la otra
frontera. Había aprendido mucho de don Álvaro: le imitaba en la
acumulación de rentas, pues dinero es poder, pero difería de él en sus
relaciones con los grandes. Pensaba que una Liga de nobles debía ser
instrumento a su favor, nunca en contra.
De esas rentas, ninguna comparable al Maestrazgo de Santiago —
Calatrava ya estaba en poder de su hermano— reservada al infante don
Alfonso en el testamento de Juan II. Pacheco lo quería para sí. Ningún
obstáculo veía por ese lado. El rey, que no prestaba la menor atención a sus
hermanos, no se sentía ligado por aquella postrera voluntad de su padre.
Probablemente estaba cometiendo un error ya que aquel niño, en diciembre
cumpliría tres años, era su legítimo heredero mientras Dios no dispusiese lo
contrario. Aprovechando la excelente buena voluntad que demostrara
Calixto III, don Enrique obtuvo del papa que le otorgara la administración
de Santiago y Alcántara, a la sazón vacantes, lucrándose además con las
ventajas espirituales que comportaba la condición de caballero profeso (10
de enero de 1456). Ítem más: en la primera promoción de cardenales, el
papa había incluido al zamorano Juan de Mella, obispo a la sazón de su
ciudad natal, aunque residente en Curia romana. De este modo y durante
diez años, Mella iba a ser valioso vehículo de enlace entre el rey de Castilla
y dos sucesivos papas, evitándose así cortocircuitos.
Todo entraba en una lógica estudiada: los Reyes Católicos continuarán
con esta norma de colocar a las Órdenes, ricas en dinero y en gente de
guerra, bajo el control de la propia Corona. Esto no obsta para que con esta
decisión —no fue tomada la precaución de decir que quedaban a salvo los
derechos de don Alfonso— proporcionase un argumento que los nobles
iban a esgrimir en su propaganda, referido al incumplimiento del testamento
de su antecesor. No se trataba, tampoco, de una provisional custodia de
bienes eclesiásticos. En mayo de 1456 fueron despachados dos embajadores
a Nápoles, Luis González de Atienza y Enrique de Figueroa, a fin de
proponer al Magnánimo que se le reconociese el derecho de administrar las
encomiendas santiaguistas en los reinos de la Corona de Aragón,
ofreciendo, en contrapartida, un refuerzo en la amistad entre las dos
Coronas, que incluía el abandono de la causa del príncipe de Viana.
El Magnánimo necesitaba de Castilla. Estaba proyectando entregar la
herencia de Nápoles al mayor de sus bastardos, Fernando (Ferrante),
napolitano al fin, en lugar de vincular este reino a la Corona de Aragón.
Pero Nápoles era feudo de la Sede romana y por ello precisaba de la
aquiescencia del papa. Las excelentes relaciones de Enrique con Calixto III
resultaban en esta ocasión muy útiles: por eso fue enviado a Castilla un
hombre de máxima confianza, Ferrer de Lanuza. Antes de que llegara a la
Península, Enrique IV había comunicado al lugarteniente, Juan de Navarra,
por medio de Alfonso González del Espinar, que esperaba la sumisión de la
encomienda de Montalbán a la autoridad que como administrador le
correspondía. Pacheco, por su parte, se sentía defraudado: a él, y no a otra
persona alguna, debiera entregársele la Orden, porque era ya el primer
caballero del reino. Convencido de que, para defenderse de sus enemigos
«que eran muchos, de ningún príncipe tenía tanta necesidad como del rey de
Aragón» (Zurita), concertó, el 15 de noviembre de 1456, un acuerdo secreto
con Ferrer de Lanuza que bien podía ser calificado de traición. Pacto de
ayuda mutua: a cambio del compromiso escrito de que todos los recursos de
la Corona de Aragón serían puestos al servicio de su defensa, como persona
y como señor, él garantizaba que don Enrique sustraería la obediencia a
Calixto III si el Magnánimo se veía obligado a hacerlo y que, tras la muerte
de éste, no se prestaría obediencia a su sucesor sino tras un acuerdo con
Alfonso.
Hasta ese extremo insólito se había llegado en el otoño de 1456. El
marqués de Villena se sentía tan seguro de su poder que adquiría
compromisos de reino a reino, como si el monarca no tuviera otro remedio
que el de obedecer. Más aún: Pacheco ofrecía que, si el rey de Nápoles
llegaba a solicitarlo, se prohibiría a genoveses, venecianos o florentinos la
residencia en Castilla, poniendo así, en juego, todo el complejo sistema
bancario que los italianos administraban en este reino. Desde luego,
Enrique IV estaba al margen de estos compromisos. Al recibir a Ferrer de
Lanuza, le hizo ver cómo era aquélla la primera oportunidad en que un
papa, Calixto, universalmente aceptado, era español: todos los reinos de
España debían unirse en su apoyo y obediencia.

Lo que significó la conferencia de Gannat


Tampoco la decisión tomada en Córdoba de renovar el pesado paquete de
acuerdos con Francia despertaba sentimientos unánimes como no tardaría
en ser percibido. Los intereses económicos no eran monovalentes y, para los
transportistas vizcaínos —en general para los de la cornisa cantábrica—,
Inglaterra despertaba nuevas apetencias, como hemos indicado. La
presencia de Íñigo de Arceo en la embajada tenía un valor significativo: él
había reconstruido la comunidad de mercaderes castellanos en Rouen.
Había conseguido que se confirmasen los privilegios de la etapa anterior,
pero no, en cambio, que se eximiese de impuestos a la lana española. Era
evidente su interés por la primacía de estos mercados sobre los borgoñones
o británicos, alegando en su favor los pingües beneficios que reportaban.
Michel Mollat ha podido comprobar que la aportación castellana a la
recuperación económica de Normandía resultó decisiva: en 1458 los
muelles de Rouen iban a recibir 26.000 balas de lana de esta procedencia,
que se vendieron en 32.800 escudos. Además de este material los españoles
ofertaban hierro, cueros, vino, higos y pasas, proveyéndose de alimentos
entre los que destacaban las arenques y el trigo, de que la orla cantábrica era
deficitaria.
No puede ignorarse, por tanto, el valor de las relaciones con Francia.
Pero había otro aspecto: la recuperación de Normandía y Guyena había
devuelto a este reino sus dimensiones, población y recursos: era lógico que
aspirara a ejercer alguna clase de hegemonía sobre la cristiandad: la
decadencia del Imperio, reducido a un honor pero poco más, justificaba
estas pretensiones. Sin embargo, para un sector de la población castellana, y
evidentemente para el conjunto de la Corona de Aragón, dicha hegemonía
no era deseable. Francia era un país atlántico y estallaban la rivalidades:
bayoneses y guipuzcoanos disputaban por el aprovechamiento de la ría de
Fuenterrabía y se hacían víctimas de recíprocas represalias.[145] Entonces,
como ahora, los derechos de pesca eran fuente de serios conflictos.
A todos afectaba el problema de la piratería que había experimentado en
el siglo XV un recrudecimiento a causa de la llegada de barcos alemanes al
golfo de Vizcaya y por el desorden que introducía la querella dinástica en
Inglaterra. Carlos VII propuso el armamento de una flota especial,
preparada para reprimirla, pero exigió que, para sostenerla, los castellanos
renunciasen a sus exenciones tributarias y garantizasen el libre comercio a
la Hansa. En otras palabras, se trataba de suprimir las ventajas que cien
años de esfuerzo y sacrificios habían conseguido. Se produjo, en
consecuencia, una disensión entre burgaleses y vizcaínos. Los primeros, de
intereses puramente mercantiles que utilizaban a Íñigo de Arceo como
portavoz, parecían inclinarse a la aceptación; vizcaínos y guipuzcoanos,
transportistas, se sintieron perjudicados.
Las diferencias entre los puertos vascongados y la universidad de
mercaderes de Burgos, se acentuaron en el curso de estos años. La situación
—como veremos más adelante— era sumamente compleja, por la
disyunción que, en las tierras del norte, se registraba entre los moradores de
la costa y los de la Tierra Llana, en el interior. En esta segunda los linajes,
capitaneados por Parientes Mayores, se hallaban enfrentados en sangrientas
rencillas;[146] de modo que los que de entre ellos salían al mar, como fue el
caso de Juan de Arbolancha, lo veían con preferencia como escenario de
piratería. Divisiones y luchas traían mala fama al territorio y, sobre todo,
mermaban la influencia que el Señorío y la Provincia hubieran debido, en
buena lógica, ejercer.
Tras las negociaciones de Córdoba, en la primavera de 1455, el poder e
influencia de Íñigo de Arceo, crecieron: Carlos VII le otorgó el oficio y
título de bolsero. Había prestado un gran servicio a Enrique IV llevando el
peso de la negociación. A este monarca se mantendría fiel, atrayéndose
después las represalias al militar en el bando portugués durante la guerra
civil. Aunque logró ventajas para sus colegas comerciantes castellanos,
nunca prescindió de los servicios que debía al rey de Francia. Tampoco
estaba en condiciones de resolver las demandas de sus compatriotas, que
aspiraban a crear ese espacio de comercio libre entre las cuatro zonas,
ibérica, inglesa, flamenca y francesa. Desde principios del siglo XV las
autoridades francesas extendían salvoconductos para que algunos barcos
castellanos pudiesen navegar desde sus puertos a los ingleses; naturalmente
cobraban tasas que los interesados reputaban de excesivas. En dos sucesivas
sesiones del Consejo (Ávila 10 de enero, Segovia 3 de febrero) se trató esta
cuestión decidiéndose comunicar las demandas al rey de Francia.
Consecuencia de estas propuestas fue la decisión de celebrar
conversaciones bilaterales en Gannat. Castilla estuvo, en la ocasión,
representada por tres expertos diplomáticos, Fortún Velázquez de Cuéllar,
que era deán de Segovia, Juan de Villanueva y el doctor Alfonso Álvarez de
Paz. Hubo, pues, en aquellos meses de la primavera de 1456 un perfecto
acuerdo: todos los salvoconductos que Íñigo de Arceo suscribiese tendrían
el mismo valor en ambos países.[147] Podemos concluir diciendo que, desde
este momento, hasta el final del reinado de Enrique IV —no estamos
seguros de que no se produjeran interrupciones—, Íñigo de Arceo
desempeñó funciones que, en términos actuales, corresponderían a las de un
cónsul general castellano.
El estrechamiento de relaciones con Francia no parece haber afectado al
desarrollo de la «nación española» de Brujas. Aquí, como ya hemos
indicado, Enrique IV había tratado de aplicar un criterio salomónico a las
rencillas entre vizcaínos y burgaleses, o lo que es lo mismo, los lobos y los
castillos. Los dirigentes de la comunidad vizcaína no quisieron llamarse
cónsules, sin duda para destacar la diferencia, y escogieron para sí el título
de priores. Disputaban por cualquier cuestión especialmente por el precio
de los transportes pues los vascos y cántabros, alegando que eran suyos los
barcos, pretendían disponer de libertad para señalar las tasas. Los escabinos
de Brujas se declararon incompetentes: que el Consejo Real castellano
resolviera la cuestión. Al final la única solución sensata se impuso en 1467:
restablecer la unidad para así fijar, de consuno, costos y obligaciones,
conservando bien los privilegios.

La campaña del 56

Mientras el rey y la reina, concluidas las fiestas en Portugal, regresaban a


Segovia que, por aquellos días estaba cumpliendo las funciones de una
residencia real, las tropas granadinas conquistaban el castillo de Solera, de
que era alcaide un frontero de Úbeda, llamado Diego de Arraya. El conde
de Cabra avisó a Enrique IV de este suceso, enviando al propio tiempo a
Gonzalo de Ayora en calidad de procurador a Granada con una propuesta de
paz que no difería de la que en el comienzo de las hostilidades se formulara:
Granada debería retornar a la posición legal del vasallaje, con abono del
diezmo y medio, devolviendo los cautivos, cuyo número se estimaba
entonces en dos mil, y con obligación de proporcionar tropas y acudir a
Cortes cuando éstas fuesen reunidas en la mitad sur del reino. Se recordaba
a Abû-l-Hasan, que éste era el compromiso que personalmente asumiera
cuando estaba, exiliado, en tierra cristiana. Pero, según Diego de Valera,
respondió «que todo lo dieran en el año primero que el rey don Enrique
reinó, y que en el segundo que no le dieran los hijos ni las mujeres, y que
era ya el año tercero y lo habían bien conocido y que no le darían cosa de
cuanto demandaban». De este modo se alimentaban difamaciones acerca de
la incapacidad del soberano, a uno y otro lado de la Frontera. Años más
tarde, una semejante respuesta pondrán los cronistas en boca del ‘amir,
referida a Fernando el Católico, pero esta vez la consecuencia sería muy
distinta: «que te pierdas tú, y el reino, y que se pierda Granada». Los
romances son fuentes indispensables para el conocimiento de la mentalidad.
Dejando otra vez al arzobispo Carrillo y al conde de Plasencia al
cuidado de los asuntos del reino en Segovia, don Enrique volvió a la guerra.
Por el camino de Álora, pasando luego a la vista de Cártama, desembocó
por segunda vez en la Vega de Málaga. Haciendo de Estepona base
principal, el fuerte ejército cristiano permaneció dueño del campo
malagueño durante los meses de abril y mayo de 1456, pero, salvo las talas
acostumbradas, ninguna ganancia pudo registrarse. Estepona sería
abandonada. Hizo Enrique la travesía del Estrecho, hasta Ceuta, a fin de
fortalecer las relaciones con los portugueses, que allí recibían suministros
andaluces, y viajó hasta Cádiz para solazarse con la pesca del atún en las
almadrabas. Nada más. Sus críticos podían decir que había cosechado,
simplemente, fracasos. Veamos cómo Diego Enríquez, que trata de defender
su conducta, nos explica la situación: «Y puesto que los caballeros
mancebos, así generosos como hijosdalgo y otras personas señaladas, iban
ganosos de hacer algunas cosas hazañosas, famosas de varones, para ganar
honra y alcanzar nombradía según la costumbre de la nobleza de España,
cuando los moros salían a dar las escaramuzas, jamás el rey daba lugar a
ello, porque como era piadoso y no cruel, más amigo de la vida de los suyos
que derramador de sangre, decía que pues la vida de los hombres no tenía
precio ni había equivalencia, era muy gran yerro consentir aventurarla y que
por eso no le placía que los suyos saliesen a las escaramuzas ni se diesen
batallas ni combates. Y como quiera que en las tales entradas se gastaban
grandes sumas de dineros, quería más expender sus tesoros, dañando los
enemigos poco a poco, que ver muertes y estragos de sus gentes».
He aquí expuestas con precisión las dos causas que convirtieron a la
guerra de Granada en factor negativo para el prestigio del monarca:
cobardía que le vedaba entablar combate, y despilfarro de un dinero que a
nadie aprovechaba. Los nobles presentaron como contrapartida la conquista
de Jimena de la Frontera, el 14 de marzo por Rodrigo Manrique, conde de
Paredes y Alfonso Pérez de Guzmán, hermano del duque de Medinasidonia,
puesto que nunca fue abandonada. Algunos, especialmente críticos, se
atrevían a rumorear que había un acuerdo secreto del rey con los adalides de
los moros, ya que simpatizaba con la religión de éstos. A los pocos días un
cuerpo de tropas que mandaba Juan Manrique, conde de Castañeda,
sucumbió en una celada que le tendieron en el puerto de Torres: hubo 400
muertos y el propio conde cayó prisionero. Abû-l-Hasan había perdido el
miedo a los cristianos: terribles entradas por tierras de Jaén le convencieron
de que podía vencerlos, al disponer de líneas interiores de comunicación y
de reclutas abundantes en el norte de África.

Fin de la guerra

Aun a trueque de perturbar el orden cronológico que explica la evolución


del reinado, es importante incluir aquí el último tramo de esta que podemos
calificar de tercera guerra de Granada. Los nobles castellanos hicieron
cuestión de confianza ante el rey la libertad del conde de Castañeda, cuyo
cautiverio se prolongaría diecisiete meses. El plan de don Enrique consistió
en realizar una entrada tan fuerte que obligara a Nas’r a negociar la
devolución. En consecuencia, fueron cursadas órdenes para una nueva
concentración de fuerzas en la frontera antes del 15 de junio de 1457, fecha
señalada para el comienzo de la operación.[148] De hecho, en la segunda
quincena de dicho mes las tropas castellanas, que de nuevo tenían su base
en Alcalá la Real, andaban corriendo el campo de Montefrío. Llegaron más
soldados y desde el 15 de julio, una gran fuerza de 2.500 hombres de armas,
3.000 jinetes y 12.000 peones volvió a talar la Vega de Granada, obteniendo
valioso botín. La reina y sus damas seguían muy de cerca a los soldados,
seguras de no correr peligro. El 25 de julio, para complacer a doña Juana
que, como otras muchachas de su séquito, se había revestido de armadura,
hubo una marcha de aproximación hasta Cambil: y la reina disparó algunas
flechas contra aquel castillo valiéndose de una ballesta ligera. Para muchos
de aquellos adustos capitanes, todo esto significaba burla.
Nuevas entradas tuvieron lugar en agosto y setiembre, tratando de forzar
la negociación: los cronistas tratan de destacar o de ocultar protagonismos,
de acuerdo con sus preferencias políticas. Los granadinos dieron respuesta
penetrando hasta las inmediaciones de Arcos de la Frontera. El 5 de
setiembre los castellanos conquistaron y saquearon la aldea de Cogollos,
dentro de la Vega de Granada. Casi inmediatamente Enrique suspendió las
operaciones dando orden de repliegue sobre Jaén, ciudad en cuya seguridad
confiaba gracias a la presencia en ella de Miguel Lucas de Iranzo.
El 22 de setiembre fue cursada una carta que convocaba a nobles y
procuradores a fin de discutir con ellos un nuevo plan de campaña, lo que
significaba una confesión de fracaso por parte del rey. En la Junta se
enfrentaron las opiniones. Alfonso Carrillo reclamó el cambio radical en la
estrategia hasta entonces seguida pues las campañas de desgaste sólo
servían para dar la victoria a los moros; señalaba, en consecuencia, la
necesidad de montar una fuerte acción resolutiva que produjera la conquista
de Málaga ya que de esta ciudad, base fundamental para su comercio,
dependía la existencia misma del reino. Enrique IV cortó la discusión: había
concertado con Nas’r una tregua, hasta el 31 de marzo de 1458, que debía
permitirle un plazo de seis meses muy valiosos para enfrentarse con las
dificultades internas que estaban surgiendo, y se había conseguido la
liberación del conde de Castañeda, pagando, desde luego, el rescate.[149] Es
lógico que esta conducta haya despertado amargos resentimientos.
Las circunstancias habían cambiado mucho en relación con la primavera
de 1455 y una parte del cambio era debida al sesgo desfavorable de esta
guerra: querellas entre los bandos y partidos alcanzaban directamente al rey,
que veía disminuido su prestigio. En la misma frontera había estallado la
rebelión de Alfonso Fajardo, héroe de leyenda, pero capaz de abrir una
brecha que resultaba sumamente difícil llenar. Por su cuenta, el Bravo,
había concertado con Nas’r una tregua a fin de reclutar mercenarios
granadinos que empleaba contra su sobrino y contra el marqués de Villena.
El rey hubo de desautorizarla.
La guerra de Granada, sin embargo, no respondía a intereses o
propósitos particulares: formaba parte de una estrategia global de la
cristiandad, respondiendo, en consecuencia, a la política diseñada por
Calixto III. En una carta general, del 4 de febrero de 1458, publicada por
María C. Molina, Enrique IV explicaba muy bien sus razones. Había abierto
las hostilidades a fin de recobrar ciudades y tierras perdidas durante el
reinado anterior, castigando la insolencia de los granadinos, pero sobre
todo, porque el Santo Padre «visto esto y los grandes males que el Gran
Turco y los moros que con él andaban hicieron en el reino de
Constantinopla y cómo se apoderó de ella y mató tanta gente de los
cristianos y derribó todas las iglesias y quemó todas las santas reliquias y
ornamentos de ellas y las tornó mezquitas, tanto que fue a tiempo de llegar
a Roma y se apoderar de ella y de toda Italia, siguiendo guerra contra toda
la Cristiandad a fin de la destruir porque le sea fecha por estas partes de mi
conquista la mayor defensa y guerra y daños porque su mal propósito no
pueda ir adelante en menguamiento» de aquella.
En consecuencia, la bula de Cruzada formaba parte de un programa de
enfrentamiento en defensa del Mediterráneo. Este mismo planteamiento
vamos a encontrarlo, veinte años más tarde, en las conversaciones que en
Sevilla habrán de mantener Fernando e Isabel con el nuncio de Sixto IV,
Nicolás Franco. Una vez más la época de los Reyes Católicos revela que es
continuación eficaz de la etapa anterior. Granada era complemento
imprescindible, cierre del sistema de seguridad para el Mediterráneo,
defensa de Europa. De ahí que Enrique IV tratara de mantenerse en la
empresa hasta que abrumadoras circunstancias que afectaban a la propia
monarquía le obligaron a desistir.
Eneas Silvio Piccolomini, que con el nombre de Pío II sucedería a
Calixto III en 1458, volvería a insistir, confirmando de inmediato las
ventajas económicas (30 de noviembre del mismo año). Enrique IV no
desmentía las esperanzas. Todavía en el mes de junio anterior había hecho
una entrada con fuerzas más reducidas, desde Jaén: pasando por la Cabeza
de los Jinetes y por Pinos Puente, de nuevo pudo correr la Vega. Un
percance serio de esta campaña fue la muerte de Garcilaso de la Vega, a
quien alcanzó una flecha envenenada. Pero en aquella fase de la guerra,
cuando los castellanos ponían fuego a las mieses en el campo de Loja, y
destruían por el mismo medio los arrabales y la mezquita de Íllora, no era el
nombre del rey aquel que invocaban en sus gritos los soldados sino el de su
condestable, Miguel Lucas, espejo y modelo para buenas fronteras.
Contra su voluntad, Enrique IV tuvo que renunciar a aquella empresa
que marcara los comienzos del reinado. Y lo hacía sin poder evitar una
conciencia de fracaso. En diciembre de 1459 entregaría al conde de Cabra
poderes para la firma de una tregua que, aunque mal observada, iba a
hallarse presente, por medio de prórrogas, hasta el final del reinado. La
tercera guerra de Granada dejaba un lastre desfavorable para la fama del
rey.
CAPÍTULO X

FUERZAS POLÍTICAS Y SOCIALES EN PRESENCIA

Primer protagonista: la alta nobleza

El reinado de Enrique IV es una especie de momento culminante en esa


batalla entre nobleza y monarquía, en torno a la estructuración del poder
político que caracteriza a los últimos siglos medievales. Las Cortes de
Córdoba, a pesar del predominio que sobre ellas se pudo ejercer desde el
Consejo Real, no evitaron que los procuradores presentaran sus quejas por
las usurpaciones que los grandes estaban cometiendo en ciudades y villas
del realengo. Algunas de ellas, como era el caso de Guadalajara o Sevilla,
se encontraban ya absolutamente mediatizadas; miembros de la alta nobleza
habían fijado en ellas su residencia y sometían a su influjo los regimientos.
Otras, como era el caso de Murcia, se debatían entre facciones
pertenecientes a linajes enfrentados. No faltaban ejemplos, como el de
Burgos,[150] que se comportaban como verdaderos señoríos colectivos,
pugnaban por aumentar el espacio de habitación de sus vecinos («alfoz»)
[151] al tiempo que imponían su dominio a villas que sometían a su

jurisdicción. Estas villas eran consideradas esenciales para el desarrollo


económico de la ciudad, a la que proporcionaban caminos seguros y
abastecimientos. Al comienzo de este reinado, Burgos, que con Toledo y
Sevilla formaba núcleo financiero esencial, tenía ya bajo su jurisdicción
siete villas: Lara, Muñó, Pancorbo, Miranda de Ebro, Pampliega, Mazuelo y
Barbadillo de Mercado; nombraba en ellas asistentes o corregidores,
confirmaba las propuestas de oficiales del concejo, ratificaba sus
ordenanzas y recibía el juramento de fidelidad de los alcaides de sus
fortalezas. «Muy noble» era el anhelado título de estas ciudades que, de este
modo, se identificaban en su status con el de la aristocracia.
La Corte no tenía asignada una residencia permanente. Eran muy pocas
las ciudades en donde el rey poseía casas suficientes de su propiedad, de
modo que en cada ciudad a la que llegaba se planteaba un problema de
alojamiento: si alguno de los grandes se hallaba afincado, la cuestión se
resolvía cediéndole su casa. Era un signo de buena lealtad. Indirectamente
también parecía un modo de identificar al monarca con ese linaje,
supeditándole. Lo mismo sucedía con los otros miembros de la familia real.
De ahí el relieve que, en la mentalidad de Enrique IV, llegaron a adquirir
Segovia y Madrid, pues aquí, lo mismo que en Sevilla, disponía de alcázar
real con dimensiones suficientes. Sus estancias sevillanas, dificultadas
siempre por el enorme poder que el duque de Medinasidonia y el conde de
Arcos habían llegado a adquirir, fueron siempre breves. De ahí que las otras
dos ciudades, próximas a bosques de buena caza, comenzaran ya entonces a
desempeñar el papel de verdaderas capitales. Los grandes imitaban esta
línea de conducta procurando proveerse de palacios desde los que se llevaba
la administración de sus estados.
Antes de 1455 la aristocracia y las ciudades venían sosteniendo una
pugna en torno a la influencia que podían alcanzar en los asuntos públicos.
Los linajes de grandes habían conseguido ventaja al acumular, desde 1420,
rentas cada vez más cuantiosas, disponiendo de considerable fuerza militar.
Las ciudades, por su parte, habían cerrado definitivamente sus oligarquías,
que ejercían control absoluto de los regimientos[152] y se ordenaban en
linajes que prácticamente se transmitían en herencia los oficios. El número
de regidores variaba: siempre era posible obtener del rey, por gracia o por
dinero, un nombramiento «acrecentado». Era muy difícil, por ello, que
dichas oligarquías tuviesen unidad en su programa y proyectos. Su
mentalidad social les aproximaba a la nobleza. En algunas ciudades,
especialmente las andaluzas, los regimientos estaban reservados a los
caballeros; pero incluso en aquellas donde esto no sucedía, la mentalidad
noble era predominante. Los recursos que proporcionaba el comercio se
invertían en procurar el mayor lujo posible. Vivienda, vestido, alimentos,
eran las tres dimensiones que garantizaban la superioridad.
Lo mismo que sucedía con el reino, todos los vecinos y moradores de la
ciudad se consideraban miembros de una comunidad de carácter religioso:
era indispensable el bautismo para pertenecer a ella. De ahí que las juderías
y morerías, dependientes directamente de rey y de su Consejo, fuesen
elementos alógenos, dotados de su propia organización, las aljamas: no
contribuían en los impuestos directos de los demás inquilinos y, en sus
productos alimenticios, disponían de mercados aparte. Había, incluso, una
separación física para evitar conflictos, ya que todo el ritmo de vida estaba
señalado por fiestas religiosas. En época de Enrique IV se estaba
difundiendo la costumbre de que el regimiento se reuniera en las casas
propias y no, como fuera costumbre, en una iglesia. En ciertas
solemnidades estaba prescrito que los infieles tuvieran que permanecer en
sus casas.
Estos concejos disponían de dos vías distintas para hacer llegar al rey
sus demandas: las Cortes y las Juntas de Hermandad. Sólo 17 ciudades y
villas tenían reconocido el derecho de asistir a las primeras y, aunque
muchas demandas se elevaron en favor de su frecuencia y libertad, no fue
mucho lo que consiguieron. De ahí la tendencia, apoyada en ocasiones por
el monarca, a constituir Hermandades. De nuevo nos encontramos en
presencia de un precedente que desarrollarán los Reyes Católicos. En
ambos casos la crisis de 1464 constituirá un gozne en torno al cual habrán
de girar muchos intereses. Desde el Consejo Real —por esta razón
mostraron los nobles gran empeño en dominarlo—, era posible mediatizar
la vida de los concejos, por medio del nombramiento de corregidores, el
acrecentamiento artificial de los oficios o, simplemente, el uso de la
justicia. Las ciudades oponían fuerte resistencia al nombramiento de
corregidores pero no podían evitarlos: no había otro medio de poner fin a
las interminables luchas entre linajes.[153]
La nobleza se hallaba estructurada en tres niveles distintos, que
podemos definir un poco toscamente del siguiente modo: inferior, formado
por simples hidalgos o caballeros, en general pobres, que ejercían una
profesión militar, sirviendo a las órdenes de los grandes; el intermedio, en
que se situaban los titulares de algún señorío poco rentable, dueños de
algunos dominios agrícolas o designados para oficios que estaban en el
servicio del rey; y el superior, en que agrupaban los posesores de títulos que
significaban posesión de estados y que venían a constituir una verdadera
clase política. Entre estos últimos destacaban los que, gráficamente,
comenzaban a ser llamados grandes. Verdad inconcusa para el tercero y más
elevado sector de la nobleza era que el rey debía gobernar «con» ellos y en
modo alguno «sin» su colaboración. De modo que el régimen político
dentro de la monarquía requería una colaboración.
Sobre Enrique IV pesaban, en 1455, decisivos antecedentes. En su
calidad de príncipe de Asturias y durante más de un decenio, había
participado en los puntos de vista de esa alta nobleza, sirviendo incluso de
punto de referencia. No estaba legitimado para rechazar el principio de que
esos nobles pudieran unirse a fin de constituir una Liga «para el bien
público»; en otras palabras, los partidos debían ser reconocidos.[154] Él se
colocó, efectivamente, a ese nivel, tratando de reunir partidarios en torno a
su persona mediante donaciones de señoríos, rentas o, simplemente, dinero,
despertando de este modo la codicia. Es posible que no hubiera muchos
otros recursos antes de que las contiendas que surgieron a partir de 1464
provocaran el desgaste decisivo de la nobleza.

Esbozo de programa

Hemos de huir de excesivas simplificaciones como aquellas en que


incurrieron historiadores de pasados siglos colocando a un lado el poder
monárquico como un bien y, del otro, la anarquía y abusos de los nobles. El
rey, y quienes en esta tarea le ayudaban, buscaba un refuerzo del poderío
real absoluto, viendo en él la base de aplicación de la justicia. Los nobles
reclamaban garantías de cumplimiento para ese juramento que había
prestado en favor de las leyes, fueros y privilegios que garantizan la
legitimidad de ejercicio siendo ellos con sus consejos colaboradores
indispensables.
La raíz del problema debe buscarse en las reformas de Enrique II y,
después, en el programa trazado por el nieto de éste, Fernando el de
Antequera, cuando hizo coincidir a sus hijos y muy poco más, con la alta
nobleza. Estando ésta formada exclusivamente por parientes del soberano,
esto es, miembros del linaje real, debían «leyendo atentamente la Crónica
del rey Don Pedro», funcionar como un equipo natural de colaboradores a
través de los cuales, con poderosos auxilios en el Consejo, se ejercería el
poderío real que esencialmente es señoría mayor de la justicia. Pero los
«infantes de Aragón» no supieron permanecer unidos y por la brecha que
sus rencillas abrieron, cierto número de miembros de esa segunda nobleza,
comenzando por ese pequeño bastardo de gran inteligencia, don Álvaro de
Luna, encontraron la escalera del ascenso hasta instalarse en la alta nobleza
titulada. Ya no era necesario pertenecer al linaje real ni otras condiciones
objetivas para ser conde, marqués o duque: los servicios prestados, la
capacidad política, la industria maniobrera eran suficientes. Desde 1445
estaba abierto el camino para cualquier ambición.
Este proceso había introducido fuertes dosis de inestabilidad: los
partidos triunfantes repartían beneficios; los perdedores sufrían despojos.
De ahí la necesidad de establecer alianzas personales y confederaciones de
recíproca ayuda pues de este modo podían asegurarse frente al infortunio.
Más eficaces resultaban los vínculos matrimoniales que se traducían en
intereses ligados por parentesco. Los grandes señoríos jurisdicionales eran
rentables porque producían beneficios derivados directa o indirectamente
del comercio y del ejercicio de la justicia. Estas rentas, unidas a los
emolumentos de los grandes oficios[155] convertían a algunos de estos
grandes en poder incontrastable. El dinero, convertido en juros u obtenido
directamente como tal, permitía sostener y controlar la política del rey, ya
que era base para la recluta de soldados. Enrique IV tuvo que admitir desde
el primer momento esta dura realidad: si los grandes consiguiesen unir en
una todas sus fuerzas sería para él imposible resistirles; la ayuda que
pudiera obtenerse de las ciudades no sería suficiente.
Era imprescindible, pues, mantener a la nobleza dividida. Continuando
una línea esbozada ya durante su etapa de príncipe, y que respondía, sin
duda, a los consejos y advertencias de marqués de Villena, don Enrique
trató de ganarse a la parcela más importante, mediante dádivas y
confederaciones que fuesen compromiso de garantía. De este modo podía
crearse un partido interesado en la afirmación del «poderío real absoluto»
ya que del mismo dependía para su prosperidad. No estamos seguros de
hasta qué punto fue consciente de los dos graves defectos que dicha
conducta tenía: las dádivas significaban un empobrecimiento del patrimonio
real, debilitando en la práctica a la Corona; despertaban codicias
insaciables, que nunca se creían suficientemente remuneradas.
Los cronistas de todas las tendencias atribuyen al marqués de Villena y
a su hermano una influencia negativa, precisamente por su deslealtad.
Penetrando más a fondo en el examen de las actitudes que exhibieron los
grandes, se debe advertir que, en la coyuntura del cambio de reinado,
liquidados definitivamente los infantes de Aragón y alejado el recuerdo de
don Álvaro de Luna, las opiniones de la más alta nobleza no eran unánimes:
unos consideraban necesario, para sus propios intereses, lograr la
estabilidad en el ejercicio del poder real fortaleciéndolo, ya que de este
modo se conseguiría también una consolidación de los señoríos en el nivel
alcanzado; otros entendían que aún era posible obtener nuevas ganancias
debilitando ese poder y forzándole a seguir otorgando concesiones. El
marqués de Santillana que, con su aviso, impidiera la conjura de 1455,
significaba la primera opción, mientras que Pacheco y su hermano
militaban poderosamente en la segunda. La ciclotimia de Enrique IV ha
desempeñado, al respecto, importante papel. El gran defecto del marqués de
Villena fue, probablemente, haber olvidado que en política es necesario
poner límites.

Vistas de Alfaro

Puede admitirse, como dato fidedigno que en 1456, el marqués de Villena


era tenido por el primero entre los grandes; él mismo participaba de esta
opinión y, junto con su hermano o a solas, se mostraba como protagonista
en los acontecimientos políticos más sobresalientes. Se daba, en
consecuencia, la impresión de que el rey nada hacía sin consultarle. Pero
era consciente de que su influencia personal había experimentado cierto
declive, ya que don Enrique parecía decidido a promocionar esos jóvenes
caballeros a que nos hemos referido con anterioridad. En aquel año habían
crecido cuatro, que encontraremos con cierta frecuencia en páginas
posteriores: Beltrán de la Cueva, nieto de rico ganadero de Úbeda; Gómez
de Cáceres, que comenzó siendo un simple mesnadero; Juan de Valenzuela,
cuyo apellido altisonante trestaba de ocultar el origen pechero; y Miguel
Lucas de Iranzo, bien conocido como frontero, al que promocionara el
duque de Medinasidonia. Valenzuela pasaba por ser una hechura de Pedro
Girón, que le había situado en el Priorato de San Juan para evitar sombras a
su Orden de Calatrava. Don Beltrán y don Miguel suscitaron el odio de
Pacheco precisamente porque parecían seguir sus pasos.
Volvamos al punto de partida: desprestigio de la persona y planes del
monarca como consecuencia del fracaso de la guerra de Granada. Los
gastos asumidos no respondían a los resultados ya que el balance final
parecía dar ventaja a los moros. No era posible apremiar a las Cortes más de
lo que habían sido en Córdoba; por eso se recurrió a procedimientos
indirectos como el arrendamiento de las albaquías pendientes de las rentas
pasadas, y a un endurecimiento de las condiciones en que se percibía el
servicio y montazgo de los ganados.[156] Sobre esta renta se hacía pesar el
abono de la indemnización de un millón doscientos mil maravedís que se
había convenido con el rey de Navarra.
Don Juan Pacheco, casado con María Portocarrero, descendiente de
Alfonso Jofre Tenorio, señor de Moguer, tenía de este matrimonio tres hijos
para los que era necesario preparar medios señoriales convenientes. Al
mayor, Diego López Pacheco, reservaba el marquesado de Villena, con
todas las ampliaciones que para el mismo pudiera lograr. El segundo, Pedro
de Portocarrero, fue señalado para la herencia materna, Moguer, dotada de
copiosas rentas del pescado, el piñón y el alcornoque. Para el tercero,
Alfonso Téllez Girón, sería necesario buscar alguna otra clase de acomodo;
era precisa mantener abierta la senda de nuevas adquisiciones.
Llegaban a la Corte noticias desfavorables para el marqués, en el verano
y otoño de 1456. Algunos grandes, entre los que se mencionaba al
arzobispo Carrillo, marqués de Santillana, almirante Enríquez y condes de
Haro, Alba y Benavente, estaban celebrando conversaciones en las que se
aludía a los medios que sería conveniente emplear para que no se repitiera
en Castilla una situación semejante a la que protagonizara don Álvaro de
Luna. En ese momento, Martín Fernández de Portocarrero, interpuso ante el
Consejo Real una querella contra Villena diciendo que «contra todo derecho
me desapoderó clandestinamente de la dicha villa de Moguer».[157] Una
oportunidad que don Juan aprovechó cumplidamente para sus objetivos
tranquilizadores: él no pretendía imponerse a la nobleza sino, al contrario,
gobernar con y para ella. Del mismo modo tampoco pensaba engolfarse en
litigios: negociando, fue posible llegar a un acuerdo muy generoso con
Martín Fernández ya que a cambio de la renuncia a posibles derechos sobre
Moguer, recibiría Honachuelos, Peñaflor, Las Posadas y Santaella, con unas
rentas que fueron estimadas en 7.442.736 maravedís. Un pequeño detalle
que tenemos que anotar cuidadosamente: la indemnización la ponía el rey y
no el marqués. No debemos atribuir a la guerra de Granada la principal
responsabilidad en ese vacío de las arcas reales que se produjo tan
rápidamente.
Quedaba fijada la posición política de Pacheco: un equipo reducido de
grandes, siempre encabezado por él, debía ocuparse de la gestión del
poderío real, en beneficio de todos. Era importante cerrar las viejas heridas
causadas por la lucha contra los infantes de Aragón, de los que todavía un
sector de la nobleza castellana se mostraba partidario. Las discordias entre
Juan de Navarra y su hijo, el príncipe de Viana, no habían cesado, entre
otras razones porque reflejaban las divisiones y querellas entre los bandos
de este reino, agramonteses y beamonteses. Estos últimos esgrimían como
poderoso argumento el testamento de Carlos III que pasaba la corona de las
sienes de Blanca a las de su hijo, negando cualquier derecho al marido. Juan
de Beaumont, que se presentaba a sí mismo como lugarteniente del
príncipe, había celebrado una conversación con Enrique IV, recibiendo de
éste cierta seguridad de acudir en su ayuda. Provisto de este respaldo, el 16
de marzo de 1457 se decidió a proclamar a Carlos IV.
En modo alguno convenía al marqués de Villena una renovación de las
contiendas que brindara a los partidarios de don Juan la oportunidad de
reconstruir el antiguo partido. Decidió, en consecuencia, imponer al
monarca una negociación que restaurase la paz abandonando la causa del
príncipe de Viana. Aprovechando el proyecto de viaje de don Enrique a las
Vascongadas, convino con el lugarteniente de Aragón una entrevista a
celebrar entre Corella y Alfaro, en la que pudieran tomarse las decisiones
oportunas. El rey, que había llegado a Burgos el 10 de marzo de 1457,
permaneció algunos días en esta ciudad, que había dispuesto festejos para
celebrar su presencia. El 31 de marzo se encontraba en Vitoria, confirmando
fueros y procediendo a la reordenación de la Hermandad de Guipúzcoa.
Luego, por la vía de Santo Domingo de la Calzada[158] llegó a Alfaro,
donde quedó instalado a finales de abril.
Pacheco pudo presentar a su señor un paquete de medidas poco
tranquilizadoras que recomendaban no alterar el estado de paz y tregua
reinante en aquella frontera. En Galicia la nobleza mediana se estaba
haciendo dueña de la tierra, despojando de sus derechos a la mitra de
Santiago. Asturias sufría una penetración señorial que afectaba a la
existencia misma del Principado, tan valioso para la Corona. Y, en Murcia,
el adelantado de Lorca, con ayuda de mercenarios granadinos, combatía con
éxito al adelantado y a las demás autoridades reales (abril de 1457). De este
modo consiguió imponer la firma del acuerdo del 20 de mayo de 1457[159]
presentándolo como un servicio que se prestaba al reino. Ningún beneficio
comparable al de la paz. Confirmándose las condiciones anteriores,
Enrique IV se comprometía a retirar cualquier ayuda al príncipe de Viana,
presentado como un rebelde.
El resultado de las conversaciones de Alfaro era muy distinto. Pues Juan
de Navarra se comprometía a abandonar cualquier veleidad o proyecto para
la reconstrucción de su propio partido: juraba solemnemente tener como
suyos y proporcionar toda clase de ayudas a esas cuatro personas que
negociaran con él, intercambiando juramentos: Pacheco, Girón, Fonseca y
Stúñiga. Invirtiendo los términos, ellos serían, por su parte, los valedores
del superviviente de aquel anejo bando. De este modo lo que aquel 20 de
mayo se había producido no era otra cosa que el refuerzo del partido del
marqués de Villena. Los cuatro grandes, a los que muy pronto fueron
incorporados el contador Diego Arias Dávila y el conde de Benavente,
Rodrigo Alfonso Pimentel, formarían el gobierno. Enrique IV les entregó el
poder el 29 de mayo por un documento que contenía esencialmente dos
compromisos: serían tenidos por especiales vasallos y el rey juraba no
tomar en adelante decisión alguna sin consultarles.[160] De esta manera se
inauguraba una nueva forma de régimen político: el ejercicio del poderío
real absoluto sería, en adelante, compartido. La forma en que se introdujo
esta novedad parecía dejar a salvo la libertad del rey para cambiar a sus
ministros.

Problemas que afectaban a la orla litoral

Pocas veces, como en esta ocasión de la primavera de 1457, se acercaban


los monarcas castellanos a las tierras del norte. Los principales
acontecimientos tenían lugar en un espacio central, moderadamente
limitado. Allí residía el rey, como hemos tenido la oportunidad de constatar,
de modo que su presencia en Andalucía o en otras regiones extremas,
tomaba el aire de un viaje, o de un alejamiento. En la zona central estaban
las ciudades y villas que más pesaban en las Cortes, aquellas que siempre
acudían. La dilatada orla litoral, de Bayona a Bayona, como a veces es
definida, aunque fuera cuna del reino, carecía de voto en Cortes; por eso
tendía a construir sus órganos propios de representación, como eran las
Juntas, ventajosas en cuanto a la equidad de la representación.
Una de las características comunes a todo ese territorio, como explicaba
ya Lope García de Salazar en su Crónica acerca de las violencias desatadas,
era el predominio de una nobleza rural de segundo grado, aunque muy
arraigada. En relación con ella las villas o polas, en general marítimas,
aparecen como elementos contrapuestos. La villa tiende a cerrarse sobre sí
misma, buscando amparo en su carta de privilegio, mientras que la tierra es
abierta. Los primeros Trastámara habían tomado medidas para que tres de
las entidades septentrionales, Principado de Asturias, Señorío de Vizcaya y
provincia de Guipúzcoa, se convirtieran en núcleos sustanciales para el
patrimonio real, dejándolas fuera de las estructuras señoriales. No lo
consiguieron en todos los casos. La hidalguía, reconocida como condición
general en las dos Asturias y en Vizcaya, garantizaba la libertad con
privilegio aunque no podía evitar la generalización de la pobreza.
Las contiendas políticas del reinado de Juan II habían permitido, sin
embargo, intentos de penetración en todas estas zonas: Osorio y Pimentel en
Galicia, Quiñones y Villandrando en Asturias, Velasco y Manrique en
Vizcaya. Las montañas de Santander, como la tierra llana de Álava estaban
fuertemente señorializadas. El viaje de Enrique IV en 1457, a que nos
hemos referido, tuvo, entre otras cosas, el objetivo de frenar las apetencias
vizcaínas del conde de Haro. Los Velasco, cuyo nombre encierra
resonancias euskéricas, recordaban que el fundador de Bilbao, siglo y
medio atrás, se llamaba Diego López de Haro. El nombramiento de Fonseca
como arzobispo de Santiago obedecía a un proyecto de recuperar los
derechos conculcados a la mitra. La política de enemistad con los Quiñones
obedece a cambiantes proyectos para librar a Asturias de ingerencias
señoriales.

Lo que significaba Vizcaya

Comencemos este examen por Vizcaya[161] afectada en estos años por tres
claros signos de crecimiento: tendencia al alza en su índice demográfico;
desarrollo en la explotación y comercialización del hierro; mayor volumen
de su comercio marítimo, que seguía descansando con preferencia en el
transporte de mercancías. Enrique IV no alteraría el número de 21 villas,
que ya existían en 1376 cuando el señorío se integró en el realengo por
extinción del linaje antiguo, cuyos derechos recayeron en la reina Juana
Manuel. Consintió que Guernica, en 1455, y Portugalete en 1459,
modificaran las ordenanzas por las que se regían, a fin de acomodarse mejor
al crecimiento. Escasamente poblado, puede estimarse en 65.000 personas
el número de las que en este momento componían el señorío. Las villas, en
general, presentaban signos de ascenso en su prosperidad, distanciándose de
la Tierra Llana, que presentaba claros signos de arcaísmo rural.
Diferencias también en el paisaje, referidas a toda la orla litoral: en la
costa se hallaban agrupaciones urbanas, pero en el interior predominaba
absolutamente el «caserío» que servía para dar identidad al linaje. Incluso
aquellos que habían salido de la tierra para integrarse en la alta nobleza,
unían el gentilicio que les denotaba como hidalgos, López, con aquel solar
conocido que era la tierra de Mendioz (Mendoza = Montefrío) o de Ayala.
Para el rey era Vizcaya fuente de ingresos por los diezmos de la mar, y zona
de reclutamiento de soldados.
Las villas, salvo en aquellos casos en que lo aconsejaban los peligros
del mar bravo, no ocupaban lugares altos; no era la suya función militar:
bastaba por consiguiente la cerca para indicar los límites hasta donde se
extendía el privilegio de su carta de población. Los problemas a que hacen
referencia los documentos conservados, son, por este orden, peste,
incendios o robos en la mar. El viaje de don Enrique, en 1457, estuvo
relacionado con la necesidad de adoptar algunas medidas concretas como la
confirmación de fueros y cartas, la extensión de los sistemas para custodia
del orden, y el remedio de las endémicas deficiencias alimenticias. Faltaban
aún doscientos años para la aparición del maíz, de modo que la escasez que
se registraba en la producción de cereales panificables daba primacía al pan
de mijo, llamado borona. Una de las decisiones que tomarán los consejeros
de Enrique IV, aprovechando los acuerdos tomados en la conferencia de
Gannat, vendrá orientada a un incremento de las relaciones con Inglaterra,
que podían remediar algunas deficiencias. La atención a los intereses
propios de Vizcaya, que compartían también algunos grandes, para dar
salida a los bienes de sus propios señoríos, como lana o miel, fuerza un giro
en la política exterior castellana, desde antes de las vistas de Bayona de
1463: había que tomar distancias en relación con Francia, sin poner en
peligro su amistad, a fin de que ésta no impidiese el acercamiento a
Inglaterra. Entre Borgoña, unida ahora estrechamente a Gran Bretaña, y
Francia, vizcaínos y guipuzcoanos, a diferencia de los burgaleses, optaban
abiertamente por las primeras.
Cubierta de espesos bosques, Vizcaya disponía de abundante materia
prima para la arquitectura naval. Crecía el tamaño de los buques y los
astilleros no se limitaban a la fabricación de naves para el comercio: la
abundancia de hierro estaba desarrollando la industria militar. Conforme
avanza el siglo XV crece la importancia de las flotas que navegan en
convoyes protegidos por algunos barcos provistos de cañones. Nada podía
compararse, en cuanto a fuente de riqueza, con la extracción y
manipulación del hierro y el acero, que consumían ingentes cantidades de
carbón vegetal. Bilbao y Ermua eran entonces las dos principales estaciones
ferroneras; su clientela estaba fuera, a veces a gran distancia de allí.
Bilbao, disponiendo de la ría del Nervión, había llegado a convertirse ya
en cabeza del señorío, si bien otros puertos, Bermeo, Lequeitio, Ondárroa,
San Sebastián y Fuenterrabía habían alcanzado notable grado de desarrollo.
Los amplios negocios del transporte habían tenido como consecuencia la
aparición de las primeras sociedades mercantiles, con dos dimensiones,
compañías y commendas, que practicaban, además de los fletes,
operaciones tan avanzadas como los cambios, seguros marítimos y
préstamos de interés. Junto a la moneda castellana, circulaba en razón del
comercio, piezas de otros países, en especial de Bretaña, Borgoña y Francia.
Las villas marítimas habían alcanzado un grado de prosperidad que
contrastaba fuertemente con la pobreza de las zonas rurales: un contraste
que se daba en todo el litoral cantábrico.

Decisiones que se tomaron después de 1457

La breve estancia del rey en Vitoria (marzo de 1457) fue rica en


consecuencias. Se otorgó a la Hermandad del señorío —en que no entraban
los linajes— competencia para intervenir en los pleitos marítimos, y a la de
la provincia de Guipúzcoa la de reclamar extradicción de delincuentes que
se refugiasen en Navarra.[162] De este modo se cerraba el capítulo de la
Hermandad de la marisma que databa de las postrimerías del siglo XIII y se
daba un salto institucional adelante. Las villas cobraban fuerza, sirviendo
aunque con menos virulencia que en Galicia, de instrumento para la lucha
contra la anarquía y la venganza privada que predominaban en el interior.
Enrique IV fue informado también de otra circunstancia que exigía
remedio: no había verdaderos puertos pues se carecía de muelles de atraque,
de modo que las abras eran abrigo seguro para los buques que debían
servirse de embarcaciones pequeñas para el traslado de las mercancías. El
primer cay o muelle de toda la cornisa cantábrica se pondría en
funcionamiento en 1463 junto a la iglesia de San Antón en Bilbao.
Lequeitio comenzará las obras de su muelle en 1469. En otros muchos
casos habrá que esperar a la época de Fernando e Isabel, verdaderos
continuadores de esta política.
El Consejo tuvo que realizar una visión panorámica de la situación
creada. Francia había cambiado: la victoria completa permitía ahora a
Carlos VII prescindir de muchas de las antiguas concesiones, como había
podido comprobarse en la tensa conferencia de Gannat. Antes de que
transcurriesen dos años, el Consejo Real francés procedería a suprimir todos
los privilegios de que gozaban los españoles (1459). En adelante, las
condiciones otorgadas a los comerciantes dependerían de los intereses y
conveniencias de cada lugar. En tales circunstancias, ¿qué sentido tenía
seguir refiriéndose a la íntima alianza de Toledo de 1369? También
Carlos VII tenía razones para quejarse: las restricciones impuestas a la
Hansa en relación con la Península, repercutían indirectamente sobre el
comercio francés ya que privaban a los alemanes de parte del interés que
pudieran sentir por los puertos de Francia. Los castellanos eran activos
protagonistas en Flandes lo que beneficiaba la causa de Borgoña.
Muchas consecuencias, algunas muy desfavorables, se derivaron de esta
política de distanciamiento que coincidía con fuertes querellas internas:
crecía rápidamente la piratería, que a veces se mezclaba con operaciones de
corso. Las autoridades tendían a mostrarse condescendientes con los
ladrones del mar cuando se trataba de compatriotas. La salvaguardia de las
navegaciones fue una consecuencia de la nueva política. Hubo un
acercamiento sistemático a Inglaterra que conduciría a la firma de la alianza
de 1469 que otorgaba a los mercaderes y transportistas castellanos un trato
de favor en aquellos puertos. Cuando, en 1470, Enrique IV, movido por el
deseo de favorecer a doña Juana, se inclinó de nuevo en favor de Francia, la
protesta de los vascongados fue suficiente para que Vizcaya y Guipúzcoa se
colocaran al lado de Isabel. Las villas de la costa aspiraban, en definitiva, a
convertir el golfo de Vizcaya en un espacio abierto para la navegación sin
sentirse constreñidas por pactos o alianza de carácter político. En 1471
lograron un paso adelante: fue promulgado el Ordenamiento que otorgaba
seguro real a todas las villas marineras de Galicia, Asturias, Castilla Vieja,
Vizcaya y Guipúzcoa; cualquier agresión que se cometiera contra un
comerciante se equiparaba a aquella de que podía ser víctima el propio rey.
Como uno de los aspectos más positivos de este reinado, estamos
obligado a anotar esta consolidación de un área de comercio libre, con
buenas condiciones jurídicas para quienes lo practicaban. Comerciantes y
transportistas ponían a disposición de las poblaciones ribereñas lana, hierro,
vino, frutas, aceite, sal, alumbre, algodón, perfumes, mantas de lana y
papel. El balance final de este comercio, estimado en mercancías y en
dinero, era favorable a los españoles. Aunque se registrasen todavía ondas
recesivas de ciclo corto, la coyuntura larga podía contemplarse con
optimismo. Nadie imagine el tiempo de don Enrique, tan inestable desde el
punto de vista político, como ruinoso: se equivocaría. Para los extranjeros
había especialmente un negocio, el del transporte y venta de
avituallamientos.

Bandos y banderizos

Subiendo un poco desde la costa hacia la Tierra Llana, encontramos la


violencia como norma de vida. La documentación confirma cosas que
conocemos por otras fuentes. Aunque no faltaban otros pecados, como la
lujuria y la avaricia, que poblaban a la sociedad de bastardos y a los
juzgados de pleitos, predominaba siempre esa soberbia que, llena de
arrogancia, induce al hombre a tomarse la justicia por su mano. Tendremos
una nueva ocasión de comprobar sus extremos cuando tengamos que
referimos a los irmandiños gallegos. El número de «homicianos», es decir,
culpables de muertes sin alevosía, traición o sobre seguro, abundaba
especialmente en Asturias. Por ejemplo, en 1456, los moradores de la
anteiglesia de Ibargoen mataron a Sancho de la Vacuna, de Largacha.
Pasados veinte días, los de Largacha vinieron a dar muerte a Juan Ortiz de
Río Ayega. Ni unos ni otros parientes de los asesinados se conformaron, de
modo que, tomando las armas comenzaron una cadena de muertes sin fin.
Esta historia, y otras muchas, fueron examinadas por el Consejo estando el
rey en Vitoria, en marzo de 1457. La justicia real carecía de medios eficaces
para imponer la paz.
Todos los linajes, agrupados en esos dos bandos de ofiacinos y
gamboinos, se hacían la guerra. Desde sus casas fuertes los «parientes
mayores» aprovechaban esta oportunidad para saquear las aldeas. Un
lucrativo negocio, desde luego. El rey propuso, como solución favorita,
extender los poderes de las Hermandades a esta función pacificadora. La de
Guipúzcoa, que era la más sólidamente constituida, aprovechó esta
oportunidad para enviar sus cuadrillas contra las casas fuertes de los
banderizos. En sólo aquel año, 1457, fueron derribadas dieciocho de las
veinte que se contabilizaban. Enrique IV se convenció de que aquél era un
buen procedimiento.
Una extraña mezcla de religiosidad y de superstición caracterizaba a la
población de aquel vasto cordón territorial norteño.[163] La insuficiencia
estructural eclesiástica —pocos monasterios, escasísimos centros de estudio
— favorecían tal desviación. Galicia contaba con atención pastoral
suficiente, con sus cinco sedes, Compostela, Tuy, Orense, Lugo y
Mondoñedo; Asturias tenía una, Oviedo, pero a partir de aquí se hacía el
vacío: Burgos y Calahorra quedaban lejos, de modo que el verdadero poder
recaía sobre arciprestes que, muchas veces, estaban más atentos al
fortalecimiento de su poder que a la atención a las almas. Enrique IV, que
estaba en posesión de la bula de Cruzada emitida por Calixto III, montó una
vasta operación, de venta de indulgencias a 200 maravedís la pieza, y
consiguió grandes rendimientos: Juan Sánchez de Salinas fue el
arrendatario de la operación.
Florecían las supersticiones. Un mundo fantástico de fuerzas
sobrenaturales inundaba los bosques y las fuentes. Pocos eran los que se
negaban entonces a aceptar los más disparatados prodigios: nunca faltaban
testigos a la hora de certificar el vuelo de una bruja. Pues de eso se trataba,
de comercio con los espíritus diabólicos. «Sorguiñes» se la llama todavía en
Vizcaya por una corrupción del término francés «sorciére». En aquel tiempo
se señalaba como principal escenario para sus horrendas reuniones el monte
Amboto, no lejos del foco herético durangués que creara fray Alonso de
Mella y que en aquellos años estaba siendo extirpado.
Aunque el matrimonio fuese definido como sacramento, y de esta
condición nadie se permitía dudar —única forma de contraerlo era en
presencia de la Iglesia—, no era considerado como la unión de dos personas
individuales concretas sino de dos linajes. Por eso el Fuero de Vizcaya,
primera gran concesión de un rey a su Señorío, garantizaba la fusión de
bienes entre marido y mujer: lo importante era garantizar la supervivencia
de la sólida unidad familiar. De este modo se habían venido formando las
complejas parentelas que, en la época de Enrique IV, eran sinónimas de
banderías. Cada linaje se definía a sí mismo por el lugar en donde se
hallaban, sólidas, las raíces de su estirpe, en un apego a la tierra que
impedía el desarrollo hacia la modernidad. Tenía a su frente un jefe de
guerra, custodio del patrimonio común y de la sangre, que era conocido
como Pariente mayor; no siempre se trataba del agnado de más edad.
Los nombres varían, pero en lo fundamental, las estructuras sociales
gallegas y asturianas coincidían con las vascongadas. Todos los miembros
de los linajes, de uno a otro extremo de la cornisa cantábrica, en cuanto que
se les reconocía como absolutamente libres, pueden ser clasificados como
«hidalgos» aunque se hallaban en un nivel por debajo de la infanzonía. En
muchos lugares se daba el caso de que la población estuviese formada por
hidalgos, siendo pecheros apenas una reducida minoría; la pobreza o la
necesidad de vivir mediante ocupaciones agropecuarias, no estorbaba esta
condición social. La presencia de señoríos jurisdicionales era contemplada
como anomalía; en Vizcaya y Guipúzcoa se hallaba formalmente prohibida.
Los Reyes Católicos extenderían esta condición también a Asturias.
Los grandes, Osorio, Pimentel, Quiñones, Mendoza, Velasco o Ayala,
aun en aquellos casos en que podían demostrar sobradamente que el solar
de la familia se hallaba enclavado dentro de aquella tierra, fueron
considerados como elementos foráneos e incluso peligrosos por sus
apetencias señoriales: el núcleo esencial de sus estados se encontraba fuera,
a veces, incluso, lejos: los Mendoza arraigaban en Guadalajara y los Ayala
eran fuertes en Toledo. De este modo los Parientes Mayores en la tierra
vasca o los Valdés, Miranda y Bernaldo de Quitos en Asturias, se alineaban
para formar el primer rango. Enrique III, al extender al País Vasco el
derecho de «riepto» que se hallaba vigente en la vieja Castilla, proporcionó
un instrumento idóneo para las menudas guerras locales que ensangrentaban
el territorio.
Uno de los motivos principales del viaje de Enrique IV a Vitoria
radicaba en una querella presentada por el municipio de Bilbao ante el
Consejo Real, por las amenazas que, para él y otros semejantes concejos,
significaban las guerras de los banderizos. Toda Vizcaya se hallaba dividida
por la barrera de odios que separaban a los oñacinos dominadores de la
margen derecho del Nervión, desde Larrabezúa a Gatica, de los gamboinos,
firmemente asentados en Guernica, Busturia, el valle de Arratia y las
Encartaciones. Los hechos remotos que dieran origen a esta rivalidad se
habían olvidado, pero era conciencia general que se trataba de nimiedades:
la mucha sangre vertida en el camino era la que justificaba la cadena de
continuas venganzas. La pobreza impulsaba a la nobleza rural a procurar el
dominio sobre las villas, en donde descubrían verdadero desarrollo
económico, es decir, fuentes de riqueza que podían aprovechar,
sometiéndolas a una tutela rentable. Aunque Enrique IV se declaró
abiertamente en favor de las villas, la gravísima crisis en que iba a entrar la
monarquía impidió cualquier acción eficaz.

Asturias y los Quiñones

Pedro y Suero de Quiñones habían figurado en la parcialidad de los infantes


de Aragón, hasta el día mismo de la batalla de Olmedo, en que participaron.
Refugiados en Navarra, pudieron regresar acogiéndose a aquella especie de
amnistía que don Enrique, príncipe de Asturias, impuso a sus rivales. Con
sus vastos dominios leoneses, el adelantamiento, la merindad mayor de
Asturias y la directa sobre Oviedo, oficios a los que sumaban el mando
sobre las fortalezas de Oviedo y Avilés y el señorío sobre Llanes y
Ribadesella, habían conseguido establecer un espacio de poder señorial
destinado a convertirse, pronto, en condado. Las incidencias en torno a
Záfraga, que quedan explicadas en otro lugar, decantaron poco a poco a
Pedro Suárez de Quiñones hacia el bando del príncipe o, mejor, de Pacheco.
Éste hizo que, a partir de 1450, el proyecto inicial de reivindicación del
Principado de Asturias, abrigado por don Enrique, fuese sustituido por una
especie de subrogación del poder en favor de los Quiñones.
Pedro Suárez, casado con una hermana del conde de Valencia de don
Juan, Beatriz de Acuña, había conseguido entrar en aquella coalición de
grandes que desempeñó importante papel en la caída y muerte de don
Álvaro de Luna. El 10 de febrero de 1451, siendo todavía príncipe, aunque
ejerciendo funciones propias de la Corona, don Enrique ordenó a la
Hermandad de León que se pusiera a sus órdenes; reinstalado en sus
señoríos y oficios, comenzó entonces a actuar como si fuera voz y
representación del poderío real en Asturias. No cabe duda respecto a sus
proyectos e intenciones: convertir en posesión este oficio de mandatario
regio para esta parcela tan importante del Patrimonio de la Corona,
extrayendo del mismo copiosas rentas, como eran el salin de Avilés y los
diezmos de la mar en Ribadesella, que hubieran debido ingresarse en el
Tesoro Real. A pesar de todo, no se estaba produciendo aquí un proceso de
señorialización semejante al que se operaba en estos momentos con el
marquesado de Villena. Pedro Suárez era en Asturias un alto oficial del rey,
no otra cosa. Las polas contaban ya con un instrumento, la reunión de
procuradores, que acabaría consolidándose en la Junta general; a ella podía
acudir cuando se trataba de adoptar decisiones o de elevar demandas al rey.
La pequeña nobleza asturiana veía en los Quiñones un competidor no
deseable, venido de fuera.
Una de las peculiaridades que caracterizan a la situación asturiana es,
precisamente, el superávit resultante en favor de los Quiñones, al hacer
balance de sus rentas. Estaban, por consiguiente, en condiciones de invertir
ese capital en la compra de señoríos: esta política databa de algún tiempo
atrás: en 1443 habían pagado 600.000 maravedís por los derechos que
Fernando Dávalos tenía sobre Ribadesella; los intentos, por parte de este
último para recuperarlos, fueron rechazados. El parentesco con los Acuña y
con los condes de Alba de Aliste permitiría establecer estrechas relaciones
con los Enríquez, incluyendo al almirante don Fadrique, y con los Pimentel,
de Benavente. Murió Pedro Suárez en enero de 1455, contando 47 años de
edad. Su viuda, Beatriz de Acuña, hubo de hacerse cargo de la custodia de
los siete hijos nacidos en su matrimonio: Diego, Suero, Fernando, María,
Constanza, Leonor y Mencía. Tan numerosa prole iba a convertirse en
pesada carga sobre el patrimonio familiar.
El marqués de Villena entró en contacto con el linaje, garantizando al
primogénito, Diego Fernández de Quiñones, la posesión de los dominios
oficios y rentas que fueran de su padre; en esta oportunidad ya se manejó la
promesa de un título condal referido a los valles de Luna. Montes arriba, en
esa cadena que une y separa, según las estaciones, a León con Asturias, la
Casa de don Diego estaba destinada a desempeñar papel fundamental en la
política; Pacheco quería contar con ella. Pero la madre, y los que
aconsejaban o dirigían los primeros pasos en la vida pública del nuevo
titular del linaje, le indujeron a reforzar los lazos con los Enríquez y los
Pimentel, contribuyendo a formar ese sólido bloque de intereses que
afectaba a cuatro elementos, León, Galicia, Asturias y también Portugal.
Diego Fernández de Quiñones contraerá matrimonio con Juana Enríquez,
hija del conde de Alba de Liste y sobrina del almirante.
De este modo se nos presenta Asturias en el esquema político de estos
años. Enrique IV no tomará nunca directo contacto con ella: tampoco
mostró intención de transmitir el Principado al sucesor designado. Si Isabel
logra su posesión en 1468 es como consecuencia de un acuerdo impuesto.
Sin embargo el rey no descuidaba las posibilidades de un entendimiento a
través de la Junta general, y el 15 de mayo hizo expresa confirmación de
todos los privilegios y libertades de la ciudad de Oviedo[164] a la que
empujaba en el refuerzo de su capitalidad. Lo mismo haría con las dieciséis
polas existentes. A esto respondió Diego Fernández firmando un pacto
riguroso, que incluía ayuda de armas, con su primo Juan de Acuña, conde
de Valencia de don Juan; este compromiso no señalaba excepciones. Juan
de Acuña reclamaba para sí el condado de Gijón, que perteneciera en
tiempos a un bastardo de Enrique II, llamado Alfonso.
Galicia: lejanos antecedentes de la guerra irmandiña

País lejano, brumoso para la conciencia de quienes moraban en la Meseta,


poseía sin embargo una profunda significación religiosa a la que no parece
haber respondido Enrique IV: sólo allí y en Roma era posible visitar la
tumba de un Apóstol. Para toda esa Europa de las cinco naciones, el campo
de las estrellas era meta y perspectiva para una conversión de la conducta.
Las peregrinaciones, que en un alto porcentaje se realizaban por vía
marítima, fueron probablemente la causa del desarrollo del puerto de La
Coruña, con preferencia sobre los abrigos profundos que ofrecían las rías:
desde allí se alcanzaban con relativa facilidad los puertos del canal de la
Mancha. En 1456, siendo Año Santo, un testigo ocular británico registró la
presencia de 80 barcos; ningún otro lugar ofrecía condiciones tan favorables
para la comunicación con Inglaterra: perteneciente al realengo había
recibido importantes privilegios que le aseguraban el dominio de amplio
territorio circundante. Había crecido un verdadero patriciado que tenía su
apoyo económico en los negocios mercantiles marítimos.[165]
Esta prosperidad coruñesa, fomentada por la ausencia de
enfrentamientos internos —lo que no significa que dejaran de producirse
querellas entre los distintos linajes— contrastaba con la situación que se
estaba produciendo en las tierras del interior. En Galicia entraba en juego un
factor que no hemos encontrado en las otras regiones de la banda litoral: la
nobleza local era más poderosa, y los vastos dominios eclesiásticos,
producto de ganancias prolongadas en el tiempo, despertaban los apetitos de
ésta y también de aquellos grandes que mantenían alguna forma de contacto
con Galicia. La posición de los obispos se tornaba por esta causa difícil.
Presidía la sede de Tuy don Luis de Pimentel, pero tanto la ciudad como las
rentas perteneciente a la mitra estaban usurpadas por Alvar Paez de
Sotomayor.[166] En Lugo el prelado García Martínez de Vaamonde tenía que
hacer frente a un levantamiento ciudadano.
Desde 1449 era arzobispo de Santiago un sobrino de don Álvaro de
Luna, de nombre Rodrigo, a quien la muerte de su tío y protector había
privado de amparo en la Corte. Para sostenerse, se vio obligado a buscar
apoyo en la mediana nobleza local: su hermana Juana de Luna casó con
Suero García de Sotomayor, mientras que su sobrina, del mismo nombre, lo
hacía con el pertiguero mayor de la catedral, Rodrigo Sánchez de Moscoso.
Pero estos nobles no estaban movidos por el deseo de servir de muro de
defensa, como el arzobispo pensara, sino en utilizar el poder de la Iglesia
para lograr su propio crecimiento; los últimos años del pontificado de don
Rodrigo de Luna fueron, para él, muy amargos.
Para entender la situación con que los nuevos gobernantes de Castilla
tuvieron que enfrentarse, hemos de remontamos al comienzo del reinado de
Enrique II y a aquella revolución que hizo que Fernán Ruiz de Castro se
definiera a sí mismo, en un epitafio soberbio, como «toda la fidelidad de
España». Galicia entró con mal pie en la nueva situación producto de la
guerra civil. Siendo el último reducto del petrismo había oscilado entre la
fidelidad a los tiempos viejos y su aceptación de invasores portugueses. En
el invierno de 1386 a 1387 Compostela había servido de Corte a Juan de
Gante, que se titulaba rey de Castilla en nombre de su esposa, hija de
Pedro I. Poco favor, por tanto, podían mostrar los Trastámara hacia este
reino, pues desconfiaban de su fidelidad.
La estructura económica agropecuaria, apoyada sobre propiedades no
muy extensas, era un obstáculo para que la pequeña nobleza pudiera
prosperar. Los linajes, que pugnaban por abrirse caminos que les
permitieran alejarse de inveterada pobreza, veían en los dominios
eclesiásticos la perspectiva favorable. Por un momento Enrique II había
intentado establecer en Galicia esa fórmula del poder señorial extenso,
instalando a uno de los bastardos de estirpe regia, Fadrique Enríquez, como
conde de Trastámara, Cabrera y Ribera. Esta solución se mostró peligrosa
en los años siguientes porque el condado podía significar una limitación de
la propia autoridad del monarca. Cuando Fadrique Enríquez, conde de
Trastámara y duque de Arjona, falleció, don Álvaro de Luna recomendó a
Juan II la división de sus estados entre dos nobles del mismo nombre, Pedro
Álvarez Osorio, a los que convenía ascender: el primero de ellos, señor de
Villalobos, fue conde de Trastámara; el segundo, señor de Cabrera y de
Ribera, tendría que esperar al reinado siguiente para ser conde de Lemos.
Ambos veían posibilidades de consolidación y enriquecimiento si sometían
a los obispos a una especie de protectorado.
El conde de Lemos dio el primer paso: aprovechando las dificultades
por las que atravesaba don Rodrigo de Luna en sus relaciones con los
nuevos consejeros de Enrique IV,[167] le brindó amistad y apoyo, ambos
interesados; lo mismo hizo con el obispo de Lugo. Es fácil comprender que
ambos Osorios apuntaban a ese objetivo general de la nobleza de
incrementar sus señoríos y rentas. Pronto descubrieron que no estaban solos
en este programa. Los Pimentel y los Sotomayor también querían hacerse
presentes en Galicia, y cada vez en mayor medida. El conde de Benavente
pudo emplear Allariz como una especie de punto de partida: desde aquí sus
miradas se dirigían a La Coruña. Por su parte Diego Pérez Sarmiento,
descendiente de los antiguos adelantados mayores y promovido conde de
Santa Marta en 1442, estaba haciendo la guerra a los Sotomayor; Pimentel y
los Ulloa, mediano linaje en ascenso, le prestaban ayuda. Realmente habría
resultado muy difícil, desde el Consejo Real, poner orden en estos menudos
conflictos y trazar planes para el buen gobierno de Galicia.
Los obispos gallegos, dotados siempre de dominios señoriales, se
encontraban en pugna con la pequeña y mediana nobleza establecida en
ellos o en sus inmediaciones: diarios conflictos surgían a cada paso por las
obligaciones vasalláticas o el aprovechamiento de aguas y caminos.
Resultaba muy difícil establecer límites entre el fuero eclesiástico y el
común. En 1457 los caballeros de la tierra de Lugo se sublevaron contra
García Martínez de Vaamonde y le expulsaron de su sede. El conde de
Lemos supo aprovechar esta oportunidad acudiendo en auxilio del prelado y
ayudándole a restablecerse; desde este momento don García no pudo
prescindir de sus servicios, quedando en consecuencia sujeto a una especie
de protectorado. El objetivo principal de Pedro Álvarez Osorio no estaba,
sin embargo, en esa especie de manto con el que cubría al obispo sino en
fortalecer su dominio directo en la línea del Sil y del Miño, apuntando a
Orense.

El final de don Rodrigo de Luna


Surgió entonces el conflicto de Compostela. En la primavera de 1458 don
Rodrigo de Luna recibió la convocatoria general que Enrique IV cursara el
4 de febrero para acudir con sus tropas a la guerra de Granada. Vio en este
suceso una oportunidad para personarse en la Corte y mejorar las relaciones
con ésta. Cursó a todos los vasallos de la mitra la orden de movilización,
ateniéndose a las órdenes del rey; quienes no acudiesen, serían despojados
de sus beneficios. Guiados por el pertiguero, Rodrigo Sánchez de Moscoso,
los caballeros se unieron para replicar que una expedición tan lejana
quedaba fuera de las obligaciones de su vasallaje. Intervino el conde de
Lemos, haciendo valer su mediación para que se aceptase una especie de
acuerdo: todas las cuestiones y litigios se demorarían hasta que el arzobispo
regresara de la campaña,[168] ya que ésta era presentada por el papa como
servicio general a la cristiandad. Don Rodrigo, con unos pocos soldados,
pudo cumplir entonces su compromiso. Como sabemos, fue ésta la última
de las entradas en la Vega de Granada.
Los negocios no discurrían por la línea simple que aparentemente
presentaban: Pacheco había puesto a la firma del rey una orden que
entregaba al conde de Trastámara plenos poderes para restablecer en Galicia
la autoridad real. Apenas hubo salido el arzobispo, los nobles y caballeros,
que estaban informados de estas y otras cosas, convocaron una reunión, que
se celebró el 7 de junio en la iglesia de San Payo Antealtares, que se
encuentra enfrente de la catedral y a ella acudieron también muchos de los
miembros del cabildo y procuradores de las villas de Muros y Noya. Se
elaboró en esta oportunidad un manifiesto que fue elevado al rey, con
protestas de absoluta fidelidad: se trataba de presentar a don Rodrigo como
quebrantador de la obediencia debida, enemigo de quienes gobernaban en
nombre de Enrique IV y perturbador de las libertades y usos de la tierra.
La campaña del mes de junio contra Granada no permitió a don Rodrigo
de Luna lograr el restablecimiento de su prestigio. Entre otras cosas porque
se cerró con un fracaso y las tristes exequias de Garcilaso de la Vega. Sirvió
únicamente para que quedaran disipadas las sospechas que el marqués de
Villena había abrigado: no era, desde luego, un enemigo. Se le permitió
regresar a Santiago, pero lo único que pudo ver fue el despojo de su antigua
autoridad: hubo de refugiarse en Pontevedra. El conde de Trastámara, que
había acudido a Santiago, se reunió con los revoltosos tomando de este
modo la dirección de los asuntos. Los nobles le dijeron que la única
solución frente al desorden estaba en la constitución de una Hermandad. De
hecho, el Consejo Real, deficientemente informado, podía colegir, al
menos, que se había producido un grave precedente de indisciplina:
Moscoso y los suyos, contando con el respaldo, al menos pasivo, del conde
de Trastámara, que tenía poderes para actuar en nombre del rey, dominaban
la ciudad de Santiago, metiendo tropas incluso en las torres de la catedral.
El Consejo Real convocó al arzobispo para que respondiese a las
denuncias que contra él se habían presentado. Estaba la Corte entonces en
Salamanca, adonde don Rodrigo acudió: en este momento los consejeros
del rey comprendieron el peligro que la subversión gallega representaba: un
alzamiento de pequeña nobleza contra la autoridad de los prelados. Pero no
había medios materiales que permitiesen imponer la necesaria disciplina. El
23 de agosto de 1458 los vasallos rebeldes fueron también citados, pero no
se pronunció sentencia alguna a causa de los actos. El Consejo Real se
presentó a sí mismo como árbitro entre dos partes en litigio a fin de
reconocer el derecho de cada una. Mientras tanto se debían devolver a don
Rodrigo todas las rentas y derechos. El 14 de diciembre se cursaron las
órdenes oportunas. Moya, Muros, Finisterre, Mugía y Padrón se vieron
amenazadas con muy serios castigos. La amenaza se extendió también a los
miembros del cabildo que tomaran parte en la junta del 7 de junio. Los
ánimos entonces se encresparon. Fueron desobedecidas las órdenes del rey
y la ciudad de Santiago, con todos sus aledaños, se declaró en abierta
rebeldía contra su prelado y, en definitiva, contra el propio rey. Fue
nombrado un adelantado mayor de Galicia, Juan de Padilla, sustituyendo al
conde de Trastámara en la misión que se le encomendara, aunque sin
desautorizarle expresamente.
Galicia, rincón extremo pero de enorme importancia por su
significación, espiritual y económica, iba a demostrar la impotencia de
aquel gobierno creado en 1457: el Consejo Real podía adoptar
disposiciones correctas, firmando el rey las órdenes oportunas, pero no
existían medios ni voluntad capaces de establecer la disciplina. Juan de
Padilla llegó a su punto de destino el 12 de junio de 1459: ordenó de
inmediato al conde de Trastámara que suspendiera el ataque a la Rocheforte
de Compostela, que era uno de los escasos puntos de apoyo del arzobispo.
La orden fue desobedecida y nada ocurrió. Don Rodrigo, decepcionado,
decidió entonces entrar en negociaciones con sus vasallos, algunos de los
cuales eran, además, sus parientes. En el momento mismo en que los
rebeldes alcanzaban con sus manos el fruto de la victoria se reveló la
debilidad de su propia causa. Osorio no había intervenido en la contienda
porque se sintiese inclinado a favorecer a los vasallos de la mitra o
preocupado por la justicia, sino porque deseaba convertir en despojos
mostrencos los dominios de la catedral, a fin de obtener para sí mismo una
parte sustanciosa del botín. Fue entonces cuando los nobles y caballeros
comprendieron que poco favor iban a obtener del cambio. Y negociaron con
su arzobispo abriéndole las puertas de su catedral. Don Rodrigo de Luna
estaba a punto de reinstalarse en su palacio cuando murió (julio de 1460).
Un serio conflicto social quedaba abierto.
CAPÍTULO XI

EL PRIMER GOBIERNO DEL MARQUÉS DE VILLENA

Un pequeño equipo

Desde el 29 de mayo de 1457 se tuvo, en la Corte castellana, la sensación


que es, desde luego correcta, de que Enrique IV había decidido encomendar
la gestión de los asuntos no a un valido sino a un grupo de seis personas que
podían representar sectores variados: Pacheco, Girón, el conde de Alba de
Tormes, el contador Diego Arias Dávila y los obispos de Sevilla y Cuenca,
Fonseca y Barrientos respectivamente. El rey les garantizaba que ninguna
decisión tomaría sin escuchar previamente su consejo. No había, como
sucedería siglos más tarde, un reparto de funciones. El Consejo Real seguía
siendo único. Ello no obstante sí puede establecerse algunas dosis de
especialización. Por ejemplo, Diego Arias Dávila era un experto en
cuestiones monetarias y lo demostraba reuniendo creciente fortuna, de
modo que su intervención resultó más decisiva que la de los otros
miembros, en la resolución del problema más grave que estaba sobre la
mesa, la falta de recursos. No era fácil proveer al mercado de piezas
acuñadas. Por eso el 6 de junio de 1456 se habían cursado órdenes para que
siguieran en circulación las monedas de vellón conocidas como «blancas
viejas» que procedían del reinado de Enrique III.
Diego Arias, que sería fuertemente criticado, aunque no estamos en
condiciones de perfilar la justicia de estas acusaciones, realizó una tarea
concreta muy importante: el rey le otorgó poder judicial muy amplio sobre
todas las cuestiones que surgieran en las Ferias de Medina del Campo.
Transcurrido medio siglo desde su creación, tales Ferias había hecho ya del
dinero su fuente principal de actividad. En abril de 1458 Arias presentó a la
firma del rey un documento que determinaba que todos los arrendamientos
de rentas reales tuvieran que hacerse en Medina y coincidiendo con las
Ferias, a fin de aprovechar mejor las posibilidades que ofrecían las tablas de
los banqueros.
Terminadas las vistas de Alfaro, el rey había ido a instalarse en Madrid,
en el viejo alcázar cuyas balconadas permitían descubrir las nieves que
coronan la sierra en invierno: de aquí a El Pardo la distancia corta
garantizaba el solaz que le ofrecían el bosque y el cuidado de animales. La
solución dada le permitía liberarse de engorrosas tareas de gobierno. El 3 de
febrero de 1458 garantías semejantes a las del 29 de mayo se ofrecieron a
Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, y a Álvaro de Stúñiga, conde
de Plasencia.[169] No estamos muy seguros de que se tratase de ampliar el
equipo de gobierno; es probable que se pretendiera únicamente ganar
adhesiones para el pequeño equipo.
Aunque era bastante débil y descuidado, en relación con sus funciones
reales —bondadoso, prefiere decirnos Diego Enríquez del Castillo— don
Enrique tuvo que percibir lo que había en el fondo de la cuestión: se había
conseguido establecer una verdadera custodia, en torno al monarca,
mediatizándole. Necesitaba, en consecuencia, promocionar algunos de los
que consideraba como sus amigos directos a fin de disponer de puntos de
apoyo fuera del propio Consejo. Por eso había nombrado condestable a
Miguel Lucas (25 de marzo de 1458), redondeándole en sus rentas con los
señoríos de Ágreda y Vozmediano. Unos días más tarde, el 10 de abril,
promovió a Gómez de Cáceres al Maestrazgo de Alcántara, sustituyéndole
entonces don Beltrán de la Cueva en el oficio de mayordomo mayor. Estas
promociones fueron fuertemente criticadas porque mostraban un grado de
independencia en el monarca que de ninguna manera deseaban los
miembros del equipo de gobierno. Sobre los favorecidos comenzaron a
montarse toda suerte de calumnias; señal de que los grandes en el poder les
consideraban peligrosos.
Era inevitable, por otra parte, que aquellos grandes prelados o nobles
que no figuraban en la lista de ocho, se sintiesen postergados y
desfavorecidos. Entre ellos estaban los Enríquez, los Pimentel y las Casas
nobles de Andalucía. Ellos se estaban convirtiendo en oposición crítica
hacia todas las decisiones de gobierno que se estaban tomando. Comenzó a
circular, en la Corte y fuera de ella, una noticia acerca de la indolencia que
don Enrique demostraba en relación con los asuntos de Estado: «Firmaba
las provisiones que sus consejeros le enviaban» (Enríquez del Castillo). Se
estaba dejando arrastrar en la vía de las concesiones que imagina poder
comprar a los posibles enemigos por medio de dádivas, pero estaba
consiguiendo algo muy distinto, el vacío de las arcas reales y la corruptela
generada por esas mismas donaciones. Un día, el contador mayor se sintió
obligado a advertirle que con su generosidad estaba agotando todos los
recursos, con grave peligro para el futuro. Don Enrique replicó: «Habláis
como Diego Arias y yo tengo que obrar como rey» (Enríquez del Castillo).
Una respuesta que parece un remedo de la curiosa sentencia narrada por
Quinto Curcio, pero que en nada le favorecía. Uno de los secretarios del rey,
Pedro de Tiedra, fue ajusticiado porque se descubrió que, aprovechando la
irresponsabilidad con que se firmaban los papeles, sin examen cuidadoso de
su contenido, había aprendido a falsificar la firma del rey y tenía montado
un lucrativo comercio de mercedes.
Cada noticia de este tipo que saltaba al conocimiento público era una
llaga que se advertía en el prestigio de la Corona. Enrique IV contaba con
muchos difamadores; pocos eran, en cambio, los que le defendían. El nuevo
equipo de gobierno se había mostrado todavía más distante hacia aquellos
dos niños, Isabel y Alfonso, hermanos del rey, que hubieran podido rodearle
de una sensación de familia, y sobre los que se guardaba un silencio lleno
de descuido. En la casa de la reina viuda, que cuidaba de estos infantes, se
padecía escasez. Aunque en los documentos se aparentaba cierta igualdad
entre los consejeros, el rumor público no se equivocaba al señalar a Pacheco
como cabeza de aquel gobierno.
La política de Pacheco y de este equipo de gobierno entre 1457 y 1459,
desarrollándose sin grandes obstáculos, parecía dictada por una
preocupación absorbente de mantenerse en el poder, evitando el crecimiento
de posibles rivales y, de una manera especial, haciendo naufragar cualquier
esfuerzo del arzobispo Carrillo y del almirante Enríquez, vinculados con el
lugarteniente de Aragón, para resucitar la antigua Liga, que les hubiera
desplazado. Especial atención les merecían los hombres «nuevos» que
parecían dibujarse en el horizonte político. Halagos, concesiones y pactos,
eran los medios de que se valían para ganar voluntades; de este modo la
autoridad del monarca, reducida al nivel de simples particulares, quedaba
rebajada y comprometida. Según Palencia, que estaba entonces al servicio
del arzobispo de Toledo, los principales ataques se dirigieron contra éste.
Para impedirle una reconstrucción del poder en la ciudad que era su título,
Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, asumió una tarea de pacificación.
Él redactó una especie de documento base para el gobierno de la ciudad,
que fue presentado a la firma de todos los sectores, nobles, caballeros y
regidores, que debían prestar juramento de fidelidad al rey. Era un
compromiso con sello de reciprocidad puesto que Enrique IV confirmaba
en sus oficios a quienes en aquel momento los desempeñaban sin
preocuparse de su legitimidad de origen (6 octubre 1458). Alfonso de
Stúñiga actuaría como asistente, Pedro López de Ayala, alcalde mayor de
las alzadas, era aposentador, Luis de la Cerda tendría el alcázar y las torres
con sus soldados, García Álvarez seguiría siendo alguacil mayor y Juan de
Luján alcaide de la poderosa puerta del puente de San Martín.[170]

Ayuntamiento de procuradores en Madrid

Se tenía la impresión de que toda la estabilidad política se confiaba a estos


juramentos, que se cumplían mal. Murió el año 1458 don Íñigo López de
Mendoza, aquel famoso poeta que fue primer marqués de Santillana, cuyo
Doctrinal de Privados servía de pauta para la nueva política nobiliaria. Sus
hijos fueron llevados a Madrid para, en una ceremonia, dentro del alcázar,
ser confirmados por el rey en los mayorazgos que estableciera su padre, y
recibir de ellos el juramento de fidelidad. Probablemente Pacheco y Girón,
que preparaban ya una operación de despojo contra los herederos de don
Álvaro de Luna, temían que esta nueva generación fuese para ellos temible
rival. Dos cuestiones estaban surgiendo al paso de la política de Villena: no
era posible continuar indefinidamente por el camino de las donaciones pues
los recursos eran limitados; la nobleza ya asentada en su más alto nivel,
comenzaba a mostrar su preocupación por los posibles desniveles que
resultaban del enriquecimiento exclusivo de unos pocos.
El tiempo reforzaba la conciencia de esta nobleza, acostumbrada a
funcionar como cuerpo político dotado de muy especiales prerrogativas:
aceptaba que se produjeran promociones pero lentamente y dentro de sus
linajes; los saltos bruscos y el excesivo crecimiento de algunos, eran motivo
de críticas y fomentaban la oposición. El rey podía ascender a los que más
lo mereciesen, pero no quedaba a cubierto de críticas cuando se creía que
estaba guiándose únicamente por motivos personales. De esto se acusaba a
Enrique IV y, también, de que estaba quebrantando con sus donaciones, el
derecho y la costumbre de las ciudades, gravadas con tributos y
perjudicadas por la alteración que se registraba en las acusaciones.
Agotados los recursos que se votaran en las Cortes de Córdoba de 1455,
el nuevo equipo de gobierno decidió convocar a los procuradores: el
principal tema a tratar era la aportación de medios para la nueva campaña
granadina de 1458. Las cartas se expidieron desde Jaén en los meses de
setiembre y octubre de 1457 señalándose la fecha y lugar de reunión a
mediados del mes de noviembre en Madrid, donde proyectaba residir el
monarca. Como ha podido comprobar César Olivera, en la mayor parte de
los casos se indicó a las ciudades los nombres de las personas que debían
representarla; hubo menos libertad que en las Cortes de Córdoba. También
se evitaron las sesiones de Cortes en la forma acostumbrada y por eso no
hubo cuaderno. Los procuradores permanecieron junto al Consejo hasta el 1
de abril de 1458. Ayuntamiento que no Cortes, se discutió con los
procuradores el monto global de la ayuda que debían proporcionar y
también la forma en que sería distribuida. Las discusiones tuvieron lugar en
dos etapas.
El 2 de enero de 1458 Pacheco, Fonseca y el contador Diego Arias se
reunieron con los procuradores a fin de explicarles que los subsidios se
habían agotado y que sin nuevas concesiones no sería posible organizar una
nueva campaña. Sus interlocutores comentaron cómo los resultados de las
dos anteriores no respondían al considerable esfuerzo que significaran para
las ciudades los 71 millones votados. Los tres consejeros les dieron la
razón: muchas cosas más habían tenido que ser atendidas con aquellos
fondos: las mandas testamentarias de Juan II, los situados a que no
alcanzaban las rentas ordinarias de la Corona, la indemnización que hubo
de pagarse al rey de Navarra y otros muchos gastos dimanados de la
pacificación del reino. Obedientes y recelosos, los procuradores
propusieron la suma de 40 millones de maravedís, a pagar en doce monedas
y un pedido. Pareció insuficiente. Discusiones prolongadas durante cuatro
meses, que demostraron la debilidad de aquellos procuradores, que
dependían con exceso del favor de la Corte, permitieron a los tres
consejeros mencionados arrancar el consentimiento para que la cifra total se
elevara a 72 millones, uno por encima del acuerdo de Córdoba.
Este aumento se justificó con tres argumentos que manejaron los
consejeros del rey. Estaban pasando hacia Granada numerosos «voluntarios
de la fe» procedentes del Túnez y del reino Benimerin, lo que significaba
mayor peligro para la frontera cristiana. Era necesario reconstruir la villa de
Atienza que incendiara don Álvaro de Luna. Se necesitaba reunir fondos
para el rescate del conde de Castañeda, cuya cuantía aún no se había fijado
en esta fecha.
El Ayuntamiento, que no Cortes, de 1457-1458 dio abundante motivo de
queja a las ciudades y también a aquellos sectores de la nobleza y del clero
que se mostraban críticos contra el gobierno de Pacheco y sus amigos. No
parece que los procuradores de las diecisiete ciudades que tenían
reconocido el derecho de voto en Cortes (Ávila, Burgos, Córdoba, Cuenca,
Guadalajara, Jaén, León, Madrid, Murcia, Salamanca, Segovia, Sevilla,
Soria, Toledo, Toro, Valladolid y Zamora) se hubieran reunido al completo.
En el segundo de los otorgamientos faltaron bastantes, sin duda porque se
había preferido tratar con los más manejables. Desconocemos nombres e
identidad de los ausentes, si bien los treinta y cuatro, total de los
acreditados, cobraron la suma global de 1.300.000 maravedís que fue
detraída de los subsidios votados. A este ingreso habría que sumar las
enmiendas de los recaudamientos que los procuradores tenían derecho a
percibir. Las ventajas económicas que conllevaba la condición de
procurador, explican que las designaciones originaran pequeñas peleas
intestinas en los regimientos de las ciudades y villas afectadas. No podemos
afirmar que la política fuese siempre rentable, pero determinadas funciones
sí lo eran.

Equilibrio en la dificultad

La posición de don Juan Pacheco dentro de aquel gobierno era menos firme
de lo que las apariencias parecían demostrar. Podía seguir ejerciendo
poderosa influencia sobre el rey, pero los afectos de éste se desviaban hacia
otras personas. En la medida en que la reina Juana iba cobrando influencia
se destacaba más y más que no estaba supeditada al valido. Entre Villena y
el arzobispo de Sevilla, cuyo influjo se había incrementado al pacificar los
bandos en Toledo, se apreciaban también divergencias. Sin renunciar al
medro personal, Fonseca propiciaba el fortalecimiento del poder real,
mientras que los dos hermanos perseguían únicamente el incremento de sus
estados y rentas, pugnando por alcanzar aquel vigor que hiciera imposible
al monarca prescindir de sus servicios. Las tres principales empresas de esta
etapa de gobierno de tres años aproximadamente, nos lo demuestran: guerra
de Murcia para lograr la ampliación y fortalecimiento de su marquesado,
captura del patrimonio que perteneciera a don Álvaro de Luna, y
eliminación de Miguel Lucas de Iranzo no eran otra cosa que servicios que
se estaba prestando a sí mismo. Todas ellas tendrían como consecuencia
ampliar el número de sus enemigos.
Sus enemigos podían acusarle de que mostraba poco respeto por la
legalidad. Por ejemplo cuando don Álvaro de Stúñiga, conde de Plasencia
enviudó, quiso contraer matrimonio con Leonor Pimentel, hija de Villena,
que era al mismo tiempo sobrina y ahijada del futuro marido, con diferencia
de años. Como había hijos del primer enlace podía presumirse una ruptura.
Calixto III había negado la dispensa teniendo en cuenta todas estas razones.
Pacheco convenció a Enrique IV para que, saltando por encima de la
voluntad del difunto papa, autorizase por sí mismo la celebración del
matrimonio, comunicando luego a Pío II los hechos consumados (18 de
marzo de 1461). La necesidad en que se hallaba el pontífice de contar con la
obediencia castellana, le forzó a aceptarlos. Pero se había creado un
precedente que tendría después consecuencias.
De este modo, en el curso de estos años, el prestigio de que gozaba el
rey se fue desmoronando. Pocos monarcas habían despertado tantos elogios
y esperanzas, especialmente por parte de la Iglesia. El 25 de diciembre de
1457, valiéndose de un sobrino que venía a España para recibir el hábito de
la caballería de Santiago, Calixto III le dirigió estas palabras cálidas: «Si la
fe ortodoxa hubiese suscitado un atleta y defensor semejante a ti, nunca el
pueblo de Dios habría recibido de los crudelísimos turcos una herida tan
letal como la pérdida de Constantinopla, ni el universo orbe estaría afligido
con esta común calamidad.»[171] Todas las fronteras habían alcanzado la
paz. Enrique envió a sus embajadores, don Juan Manuel y el doctor Alfonso
de Paz, para que sirvieran de amigables árbitros en la discordia que
separaba a Carlos VII de su hijo y heredero el Delfín. Con Portugal las
relaciones eran amistosas, como correspondía al parentesco estrecho. En
Navarra, forzando el abandono de la causa del príncipe de Viana, al que don
Enrique se mostrara poco dispuesto, Villena había conseguido restablecer
un entendimiento con paz en la frontera.
En la primavera de 1458 se hicieron algunos tanteos para tornar más
estrechas las relaciones entre las dos ramas de la misma dinastía.
Transcurridos tres años desde su matrimonio, no había perspectivas de
descendencia y se acentuó el criterio que atribuía al rey impotencia absoluta
y no relativa. Zurita, que siempre está puntualmente informado, no precisa
las vías por donde podía llegar una propuesta de la que efectivamente se
habló: un doble matrimonio del infante Alfonso, heredero de Enrique, con
Leonor, la hija del rey de Navarra, y de Fernando, el hijo de Juana
Enríquez, con la infanta Isabel. Para un importante sector de la nobleza
castellana se trataba de una buena propuesta. Pacheco no lo veía así: no
podía olvidar que Fernando era precisamente nieto del almirante. Todo
quedó en el aire al llegar la noticia de la muerte de Alfonso el Magnánimo
(27 de junio de 1458): el antiguo duque de Peñafiel y rey consorte de
Navarra, ceñía la Corona de Aragón. No de Nápoles. Considerándola como
una ganancia personal, el difunto monarca había hecho donación de este
reino a su hijo, que los italianos llamaban Ferrante o Ferrantino.
Enrique IV dispuso que la Corte vistiera de luto y se celebraran
solemnes honras fúnebres. Se trataba de un rey que había nacido en
Castilla. Era, además, su tío.

El final de Fajardo el Bravo

Pacheco planteó a don Enrique la discordia que separaba a los dos Fajardo,
Alfonso alcaide de Lorca, y Pedro, adelantado mayor, como una cuestión de
disciplina en la que la Corona debía respaldar enteramente al segundo. Es
cierto que el Bravo había dado, con sus violencias y atropellos, motivos
más que suficientes para merecer un castigo; pero a juicio de los regidores
de Murcia no era mucho mejor la conducta de su primo. Tras la victoria
sobre los granadinos en los Alporchones (1452), galardonado con un oficio
de regidor, el alcaide de Lorca se había convertido en verdadero árbitro de
la situación, cometiendo numerosos abusos que le dieron mala fama. La
rebelión de los mudéjares de Lorca, ahogada en sangre (junio-julio de 1453)
le había permitido establecer el dominio completo sobre esta ciudad, como
antes tenía su castillo. Arriscado frontero, sus hazañas, como el saqueo de
Mojácar, le rodearon de una atmósfera legendaria, pero al mismo tiempo
iban creciendo las noticias de sus violencias y tiranías: ningún respeto a la
ley. Dueño de Alhama y de Mula, en 1455, confiando en la desgracia del
adelantado, se estaba preparando para apoderarse de la capital del reino.
Quejas y protestas acerca de la revuelta situación murciana, llegaron al
Consejo: de ellas se desprendía, entre otras cosas, que una de las ciudades
importantes del reino había perdido prácticamente su libertad y su forma de
gobierno. Enrique IV se mostró muy reacio a intervenir en aquellas peleas
entre dos bandos, ninguno de los cuales observaba el respeto debido a la
Corona. Pero el marqués de Villena se presentaba como parte interesada,
pues algunas de las agresiones de que se culpaba al alcaide pertenecían a su
jurisdicción. Acabó imponiendo su criterio: el 9 de febrero de 1457 el rey
firmó dos cartas; una perdonaba al adelantado mayor todos los delitos que
hubiese cometido, incluyendo un acto de piratería contra el comerciante
genovés Tormo de Viya; la otra era una orden al mismo don Pedro para que
combatiera a su pariente recuperando Lorca, Alhama y Mula. Para vigilar la
operación se extendió, en igual fecha, el nombramiento de Diego López de
Portocarrero, pariente de Pacheco, como corregidor de Murcia. Los bienes
del alcaide fueron confiscados (24 de mayo) y sus amigos y partidarios
privados de los oficios que desempeñaban.
Entre Pedro Fajardo y el marqués de Villena se estableció, a partir de
este momento, una estrecha alianza, acaso por la simple razón de que los
enemigos de mis enemigos deben ser mis amigos. El regimiento murciano,
en cambio, se asustó: toda aquella operación iba seguramente a conducir a
un mayor sometimiento de la ciudad. Sabiendo que el rey había llegado a
Jaén, le envió un procurador, García Alfonso, para rogarle que viajara a
Murcia para examinar sobre el terreno la complejidad de los problemas y
adoptar las resoluciones convenientes (julio de 1457). Enrique IV se negó:
no podía distraer su atención ocupada en la guerra de Granada. El alcaide
de Lorca fue, por consiguiente, condenado a destrucción.
En el verano de 1457, reiteradas las órdenes de movilización contra el
rebelde, comenzaron las operaciones. El Bravo recurrió a los servicios de
mercenarios granadinos, concertando por su parte una tregua que
desestabilizaba aquella frontera, pero no pudo alcanzar la victoria: en
setiembre el adelantado era ya dueño de Cieza y el 4 de octubre derrotó a su
rival en la batalla de Molinaseca. Enrique IV envió una carta de felicitación
a la ciudad de Murcia, como si se tratara de un feliz acontecimiento para
ella. Los planes de Pacheco parecieron llegar a un pleno éxito cuando la
ciudad de Lorca se alzó en armas, clamando contra la tiranía del alcaide.
Fue en este preciso momento cuando el monarca impuso su criterio de paz
con perdón, que seguía creyendo era la mejor línea que podía seguir. En
agosto de 1458 se iniciaron contactos con el rebelde ofreciéndole el perdón
si, capitulando, volvía a la debida obediencia.
Los días 23 y 24 de setiembre se comunicó al reino que la pequeña
guerra había terminado: Alfonso Fajardo podía conservar los señoríos de
Xiquena y Caravaca, trasladando allí todos los bienes muebles que aún
conservaba en Lorca y Mula; todos sus partidarios quedaban incluidos en la
norma del perdón. El Bravo renunció a su oficio de regidor murciano en
García de Meixa y se alejó de la ciudad. Aunque teóricamente este episodio
podía considerarse como restablecimiento del poder real, dominando a un
rebelde, había tres auténticos vencedores Pacheco, Girón y Pedro Fajardo,
al lado de un perdedor: el concejo de la ciudad de Murcia. El marqués de
Villena estaba decidido a incrementar su influencia y la de sus parientes.
Supo que había fallecido Rodrigo de Cascales y puso entonces a la firma
del rey un nombramiento como regidor de Álvaro de Arróniz, al que se
calificaba abiertamente de «criado» del marqués. La ciudad protestó: de
acuerdo con la ley promulgada en Cortes no debía haber más que dieciséis
regidores; por otra parte ella tenía establecida una alianza que prohibía que
dos hermanos —el de Álvaro se llamaba Sancho— fueran regidores
simultáneamente. La respuesta del rey, el 26 de noviembre de 1457, fue
contundente: «De mi propio motuo y cierta ciencia y poderío real absoluto,
de que quiero usar y uso en esta parte», se declaraba por encima de las leyes
y ordenanzas. El pequeño equipo de gobierno estaba decidido a usar el
poder real sin limitaciones, cambiando el significado del término absoluto.
Aún más grave: la reconciliación con perdón fue observada poco más
tiempo de un año. Es posible que el Bravo se arrojara a tomar represalias
sobre algunos de sus antiguos partidarios que le abandonaran. Esto originó
querellas interminables en Murcia, profundamente dividida. La carta de 23
de setiembre de 1458 quedó en suspenso y el 19 de diciembre de 1460
Enrique IV firmó la orden «especialmente a don Juan Pacheco… y a don
Pedro Girón» para que le combatieran hasta reducirle a prisión: se le
acusaba de traicionar la fe católica aliándose con los musulmanes. Alfonso
Fajardo resistió, con gran empeño, en Caravaca y Ceheguin que aún le
obedecían. Caravaca sucumbió el 7 de diciembre de 1461; es muy probable
que el Bravo haya fallecido durante el asedio.[172]

Objetivo: despojar a la Casa de Luna


Gestos como el de Murcia daban argumentos sobrados a la corriente de
opinión que acusaba de abusos al equipo de gobierno. Más grave era la
opinión que se estaba extendiendo: bondadoso, débil, negligente,
Enrique IV se estaba dejando dominar. El escándalo se formaría en torno a
la herencia de don Álvaro de Luna, cuando ya las represalias políticas que
acompañaran a su caída eran un hecho olvidado, porque se vio claramente
que no se trataba de otra cosa sino de satisfacer la ambición de don Juan
Pacheco. Éste pensaba que los dos principales oficios, condestable y
Maestrazgo de Santiago, que fueran un eje en la fortuna del valido, debían
serle asignados. Y, también, que las aún significativas parcelas de su
patrimonio territorial podían ser adquiridas, por vía directa o indirecta. Fue
una historia que tuvo, a veces, visos de novela de intriga. Poco romántica en
algunos de sus aspectos.
La muerte del heredero don Juan de Luna, hizo recaer el condado de
San Esteban de Gormaz en una niña, María Juana. Pacheco vio una
oportunidad semejante a la que le permitiera traer Moguer al redil de su
familia. De la tutoría de esta rica heredera hubo de hacerse cargo la abuela,
Juana Pimentel, que se titulaba condesa de Montalbán: Soria y el Infantado
de Guadalajara constituían aún parte sustancial de su patrimonio.
Necesitando de la presencia de un varón, la condesa recurrió a un hijo
bastardo de su marido, que usaba el mismo nombre, Juan de Luna, que se
hizo cargo prácticamente de la administración del señorío, incluyendo la
tenencia de los castillos. Se trataba de manifestar entera fidelidad a
Enrique IV. «Y como el marqués de Villena había gran gana de haber aquel
señorío para su hijo Diego (López) Pacheco, casándole con María»
(Enríquez del Castillo) urdió una turbia intriga a fin de eliminar al pariente
varón. Se hizo correr el rumor de que las relaciones entre doña Juana y su
hijastro no eran tan limpias como su honestidad requería. La condesa tenía,
de hecho, otros planes: integrar a su nieta en el clan de los Mendoza como
futura marquesa de Santillana, redondeando los dominios de este linaje.
Villena explicó al rey que Juan de Luna resultaba sumamente peligroso
por los contactos que mantenía con la alta nobleza, inquieta ya en estos
momentos por el gobierno del pequeño grupo. Enrique IV fue llevado a
Ayllon, donde el bastardo le recibió «con mucho amor y ganosa voluntad»
que resultaron absolutamente inútiles porque Villena, en un golpe de mano
le redujo a prisión, haciéndose cargo él mismo de la custodia de los bienes
de María de Luna. Miguel Lucas de Iranzo, que había recibido del rey la
espada de condestable, se convenció de que se le reservaba el mismo
destino: abandonó la Corte refugiándose en Valencia. Regresó a Castilla
cuando se le ofrecieron seguridades, pero no a la Corte. Instalado en Jaén
decidió ocuparse únicamente de uno de los servicios más importantes de la
Corona: defensa de la frontera granadina haciendo de Jaén su residencia y
fortaleza principal. Desde 1459 Abu-l-Hasan estaba desarrollando
continuos golpes de fuerza con ayuda de mercenarios norteafricanos. Hasta
su muerte, Lucas no abandonará esta misión.
Ahora, Pacheco creía tener la prebenda en sus manos. La prisión de
Juan de Luna no fue muy duradera: consiguió huir y, desde el destierro,
mantuvo estrecho contacto con doña Juana, que seguía firme en sus ideas.
Desde Ayllon, Enrique IV y su séquito se asomaron a Arévalo, para
comprobar directamente el estado de aquellos dos infantes sus hermanos, de
7 y poco más de 5 años de edad. No eran peligrosos. Vivían con su madre
que adolecía de una pérdida de claridad mental. Ninguna medida fue
adoptada para dar cumplimiento a las mandas testamentarias de Juan II.
«Andaba Enrique por su reino muy poderoso, todos los suyos ricos y
contentos y ganosos de su servicio, la justicia bien administrada en su
Consejo» (Enríquez del Castillo) que dictaba medidas rigurosas. En aquel
momento el equipo de gobierno pensaba en la oportunidad de un viaje a
Galicia para restablecer el orden y hacer pesar el poderío real, reinstalando
a don Rodrigo de Luna en Compostela y degollando en la plaza pública a
un puñado de aquellos hidalgüelos que se permitieran alzar rebeliones.
Añade el cronista oficial que «mientras el rey hacía tales justicias como
éstas, reinó pacíficamente con mucho amor de sus pueblos», como si el
rigor fuera causa de popularidad. Enrique llegó hasta León pero no pasó de
allí; nunca pisaría la tierra gallega. Regresó a Segovia pero fue a tener las
fiestas de Navidad de 1458 en el castillo de Escalona, residencia antaño de
don Álvaro de Luna, porque así convenía a Pacheco. Muy hermosas y
dignas fueron las ceremonias litúrgicas; el rey disponía de una buena capilla
y él mismo participaba en los cantos con su buena voz.
Juana Pimentel había seguido trabajando en su proyecto matrimonial: el
21 de marzo de 1459 concertaría con Diego Hurtado de Mendoza, marqués
de Santillana un acuerdo[173] para el enlace de María Juana de Luna con el
primogénito de aquél, Íñigo López de Mendoza, que había heredado el
nombre de su abuelo. Pacheco, informado, convenció a Enrique IV de que
aquello significaba la rebelión abierta, por lo que era preciso proceder al
secuestro militar de todos sus estados patrimoniales. Las tropas del rey
procedieron a la ocupación: don Enrique asistió personalmente al asedio de
San Esteban de Gormaz (mayo de 1459) refugio supremo para aquel linaje.
Cuando el formidable castillo capituló, la abuela y la nieta fueron llevadas
al castillo de Arenas de San Pedro. Juan de Luna fue expulsado del reino
con prohibición de volver. También los Mendoza fueron castigados por esta
conducta que iba contra los intereses directos del valido. Sobornado el
alcaide de Guadalajara, éste abrió una noche la puerta llamada del
Bramante, por donde pudieron entrar las tropas del rey. Expulsados de la
ciudad el marqués y su hermano Pedro González de Mendoza, obispo,
tuvieron que fijar su residencia en Hita.
Pocas cosas poseen la firmeza de que está dotada la voluntad de una
mujer. Pese a la estrecha vigilancia establecida —nunca faltaban personas
dispuestas a servir—, Juana Pimentel mantuvo el contacto con Juan de
Luna y con los Mendoza, preparando un plan digno de una novela. Una
tarde de julio de 1460, a escondidas, Íñigo López de Mendoza entró en el
castillo donde le aguardaban la novia, los testigos y un sacerdote. Allí se
casaron y, sin perder un instante, consumaron su matrimonio. De este modo
lo que Dios había unido no podía ser separado. Burlada la estrecha
vigilancia dispuesta por Pacheco, la condesa trató de escapar a las
represalias refugiándose en su castillo de Montalbán, adonde llegó también
Juan de Luna, dando de este modo pábulo a las denuncias acerca de su
conducta. El marqués de Villena preparó entonces un formidable alegato,
que el rey admitió, acompañándolo de un borrador, listo para la firma, en
que se la despojaba de la tutoría en favor del propio Pacheco.[174]
Las cosas no discurrieron de una manera tan radical: era mucha la
necesidad que el rey tenía de los Mendoza. Ignoramos exactamente los
pasos que se dieron, pero conocemos que el secretario Alvar Gómez de
Ciudad Real obtuvo de doña Juana la firma de una carta (3 de febrero de
1461) en que rogaba al rey que la relevase de las obligaciones de la tutoría,
poniendo ésta en manos del oidor Miguel Ruiz de Tragacete, siendo
fiadores de la misma los mayordomos del marqués de Villena. La demanda
fue aceptada el 10 de abril.[175] La condesa fue despojada de la mayor parte
de su patrimonio, pero no del Infantado de Guadalajara que pasaría a formar
núcleo sustancial de los estados de la Casa de Mendoza, base para su más
elevado título. Pacheco pudo obtener, como parte del botín, el condado de
Montalbán (24 de diciembre de 1461). Justo a tiempo, pues la reina
anunciaba ya el próximo alumbramiento de su primogénita y el poderoso
valido se estaba preparando para traicionar a su rey.
Juana Pimentel sería acogida por aquellos que se habían convertido en
sus parientes. Es conveniente recordar que el palacio de los Mendoza en
Guadalajara se llama precisamente del Infantado.
CAPÍTULO XII

SE CONFORMA UNA OPOSICIÓN

Las razones de base

La entrega del poder por parte del rey, en 1457, al equipo de gobierno que
hemos señalado, dejaba a una parte muy considerable de la alta nobleza y
del alto clero, fuera de juego. Es natural que se sintiera inclinada a actitudes
críticas, de aquellas que podemos calificar como ejercicios de oposición.
Pero los motivos de ésta no deben buscarse en criterios políticos —forma
de regir los asuntos públicos— ya que se mezclaban apetitos y codicias
muy peculiares. Por ejemplo, el arzobispo Carrillo, que en los primeros
años desempeñara funciones muy elevadas, como de regente en ausencia
del rey, sufría al verse ahora marginado. Pero otros, a la vista de lo que se
estaba haciendo con Juana Pimentel o incluso con los poderosos Mendoza
temían, sencillamente, ser víctimas de rencores o apetitos. En el invierno de
1457 a 1458 la oposición encontró una razón objetiva para denunciar a los
que desempeñaban el poder: la convocatoria de Cortes se había convertido
en un fraude; la mayor parte de los procuradores habían sido designados y
pagados desde el propio Consejo; ninguno de los asuntos pendientes se
había tratado y todo parecía reducirse al peso agobiante de los 72 millones
de maravedís para una guerra de Granada que estaba suspendida. Pacheco,
Fonseca y Diego Arias lo controlaban todo, usando de los oficiales de la
Corona como si fuesen sus propios servidores.
La fuerte presión económica desempeñaría un papel importante en la
propaganda de que se valían los partidos que pugnaban por reconstruirse.
Alfonso Carrillo utilizó, como argumento fundamental, la malversación de
los copiosos fondos que se habían obtenido con la indulgencia de la
Cruzada. Ésta había comenzado a predicarse en Palencia el 6 de enero de
1457, prolongándose en años sucesivos; en aquella ocasión, al iniciar las
predicaciones, fray Alonso de Espina había dejado claramente establecido
que aquellas limosnas sólo podían ser empleadas en la guerra de Granada.
[176] Transcurridos tres años, con un rendimiento que superaba los cien

millones de maravedís, el Consejo Real en su carta circular del 30 de marzo


de 1460 presentaba la cruzada como un ingreso ordinario. Había
malversación, sin duda, pero cometida en términos legales, ya que Pío II, al
comienzo de su pontificado, había concedido a Enrique IV libre disposición
de aquellos fondos.[177] También a Pedro Girón se había otorgado plena
disponibilidad de las rentas de su Orden, salvo aquella parte asignada a usos
litúrgicos.[178]
Las protestas del arzobispo de Toledo no fueron escuchadas. En su
calidad de primado él se consideraba, con razón, cabeza de la Iglesia en
España, pero había sido prácticamente despojado de esta condición y
privado de libertad en su propia sede por las maniobras de Fonseca. No
puede decirse que fuera un prelado ejemplar —casi ninguno lo era— pero
tampoco hemos de olvidar que poseía una sólida preparación: amante de las
letras había enriquecido la biblioteca de su catedral. Encontró, desde el
primer momento, el consenso de muy amplios sectores del clero y el apoyo
del poderoso clan que formaban los Manrique. Coincidían todos en la
necesidad de contar con el que ahora se había convertido en rey de Aragón,
porque, representando a la que podríamos llamar antigua generación, se le
consideraba el más experto dirigente. La amistad estrecha con los reinos
orientales era considerada como muy conveniente para Castilla.
La enemistad irreparable entre los Mendoza y Pacheco y la alianza de
los Manrique con Alfonso Carrillo estaban destinadas a desempeñar
importante papel en las querellas del futuro. Acababa de morir Diego
Manrique, conde de Treviño. Su hermano Rodrigo, conde de Paredes, padre
del gran poeta Jorge, quiso asumir la tutoría del joven heredero, Pedro. Pero
Pacheco no quería que este aspirante al Maestrazgo de Santiago acumulara
demasiado poder. Convenció al rey de que no era bueno tolerar la
administración de dos condados por parte de quien se estaba manifestando
pro aragonés. De este modo el rey se comprometió en favor de la viuda que
vivía en concubinato con el conde de Miranda. Tropas reales expulsaron a
Rodrigo Manrique de Treviño, iniciándose un pleito interminable; pero, en
definitiva, el rey aparecía manchado por esa protección dispensada a
quienes vivían deshonestamente.
En las luchas que se gestaron a partir de 1462 la influencia del clero
medio y bajo tendría también importancia porque se reflejaba en un
descontento hacia el papa. Alfonso de Palencia, que se erige en portavoz de
sus colegas al tiempo que se muestra defensor de Carrillo, formula juicios
muy desfavorables hacia Pío II, el gran papa humanista. Entre él y
Enrique IV hubo un entendimiento completo, en el que influyeron los
informes que fray Alfonso de Palenzuela, famoso teólogo dominico, rindió
ante Eneas Silvio cuando fue a prestar obediencia en nombre del rey. Lo
mismo que Calixto III, su antecesor, Pío pensaba del monarca castellano
que era uno de los mejores apoyos con que la Iglesia podía contar.
La guerra contra los turcos, paralela de la de Granada, era el problema
más importante, a juicio del pontífice que, en setiembre de 1457, propuso a
Enrique IV obtener un subsidio especial de 100.000 florines de oro,
detrayéndolos de los beneficios eclesiásticos en Castilla. Esta iniciativa
sentó muy mal entre el clero. Pero Pío II estaba muy decidido a emprender
la operación. Eran muchos los que temían un ataque otomano sobre Italia, a
corto plazo. Convocó el Congreso de Mantua, invitando a Enrique IV a
hacerse representar. Mientras tanto premiaba los servicios de Palenzuela
con la sede episcopal de Ciudad Rodrigo. La primera legación castellana en
Mantua fue rechazada como «indigna tanti Principi legatio» lo que quería
decir que el papa reclamaba un compromiso de más alto nivel. Enrique IV
rectificó enviando al conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza y al
obispo de León, Fortún Vázquez de Cuéllar.[179] Castilla se comprometió
plenamente en las decisiones del Congreso de Mantua, especialmente en
aquella que establecía un diezmo sobre las rentas del clero para la defensa
de la Cristiandad. Un dinero que iban a manejar los banqueros italianos
establecidos en España. Para tratar de esta cuestión fue nombrado nuncio
colector un personaje que habrá de desempeñar luego un gran papel,
Antonio de Véneris. Sus relaciones con Enrique IV serían cordiales

La incógnita de los devaneos del rey

Pasaron más de cinco años sin que se produjera la esperada noticia de que,
rompiendo el maleficio, iba a producirse el nacimiento del esperado
heredero. No hay duda de que don Enrique no se resignaba a admitir la que
podríamos llamar una solución normal: carente de hijos, el hermano, mucho
más joven, significaba la sucesión. El infante Alfonso, titular de la misma,
crecía, al cuidado de su madre, en Arévalo, rodeado del más espeso
silencio. No había sido jurado por las Cortes y no se le reconocía
oficialmente esta condición de legitimidad. La Corte de Castilla vivía en un
compás de espera que permitía toda clase de rumores y de supuestos.
Alfonso de Palencia lanza uno como si se tratara de un hecho real y
comprobado. Pulgar es más sensato: alude a esta noticia como simple
rumor, dándonos la impresión de que no creía que fuera cierto. Se trataba de
decir que Enrique IV, consciente de su debilidad sexual pero empeñado en
tener heredero propio, había tratado de inducir, primero a Blanca y luego a
Juana, a cometer adulterio con alguno de los jóvenes caballeros de su
séquito para obtener de este modo descendencia, nacida dentro de
matrimonio aunque fuese la vía torcida.[180] Ambas resistieron, pero la
segunda acabaría sucumbiendo. Los malevolentes rumores cortesanos
señalaron a don Beltrán de la Cueva como protagonista de la operación.
El examen minucioso de la documentación conservada obliga a los
investigadores a rechazar la veracidad de tal noticia, aunque no la existencia
del mencionado rumor. La reina doña Juana fue calumniada, y, al producirse
con posterioridad sus ilícitas relaciones con don Pedro de Castilla, pudo ser
acusada de liviandad. Algunas veces, refiriéndose a sí misma, llegaría a
definirse como una «triste reina», remontándose a aquella infancia, al lado
de su madre, en el destierro de Toledo, mientras sus tíos, infantes de
Aragón, libraban tensas batallas por el poder. El último superviviente de
ellos, Juan, ahora rey de Aragón, se mostraría cordial enemigo. Mujer de
espléndida belleza —dato objetivo que confirman todas las fuentes— su
matrimonio con don Enrique, mal vestido, torpe en sus modales, amigo de
animales y sometido a tratamientos para ella dolorosos y humillantes, hubo
de ser un continuo sufrimiento. Muy maquillada, como todas las damas de
su séquito, sentía inclinación por la coquetería, lo que era absolutamente
normal en las costumbres del tiempo, pero que servía para que se la tomase
por mujer ligera. Así pudo crearse un estado de opinión que no necesitaba
de la verdad para difundirse. No vale la pena que reproduzcamos algunos de
los comentarios soeces que Palencia pone en boca de personajes relevantes.
Pero para comprender el estado de ánimo en aquella Corte, en torno a los
años 60, es imprescindible recoger una frase del cronista oficial, Diego
Enríquez, al recordar el contraste entre el taciturno rey y la alegre esposa,
«a cuyo respecto parecía que toda se había gana de festejar y espender el
tiempo en cosas de placer, según el estilo y costumbre de la Corte».
En este contexto se producen los devaneos amorosos de Enrique IV con
doña Guiomar de Castro, dama de la reina «de belleza singular» (Palencia),
hija natural del conde de Monsanto, Álvaro de Castro, para la que se
procuraría más tarde un matrimonio conveniente que la convertiría en
condesa de Treviño. Diego Enríquez del Castillo se muestra comedido al
decir «que era de singular presencia y hermosura, parecer agraciado, con la
cual el rey tomó pendencia de amores, de que se le siguió asaz honra y
provecho». Palencia coincide en decir que, por esta vía, doña Guiomar
logró riqueza y poder. No debemos olvidar el papel que, dentro de la
etiqueta de aquel mundo caballeresco, se asignaba a las amantes, como
protagonistas de un amor que permanece fuera del matrimonio. «Verdad es
que ella, con el favor, tomó alguna presunción más que la razón quería, en
tal guisa que hacía muy poco acatamiento a la reina, de donde sucedió que
vista su poca mesura, la reina puso las manos en ella airadamente, de que el
rey hubo gran enojo y así mandóla apartar de la compañía de la reina y que
se aposentase a dos leguas de la Corte; pero diole estado de gran señora y
gentes de autoridad que la sirviesen y acompañasen e iba el rey muchas
veces a verla y holgar con ella» (Enríquez del Castillo).
Aqui surge la incógnita: ¿qué hemos de entender exactamente por
«pendencia de amores»? Palencia dice que se trataba, lo mismo que
sucediera con Catalina de Guzmán, promovida más tarde abadesa de San
Pedro de las Dueñas, en Toledo, de un mero alarde. De nuevo el
investigador se ve enfrentado con un muro que cierra el paso. Pudo tratarse
de exhibicionismo; según el doctor Marañón es una reacción frecuente en
personas de esta patología, recurso además para acallar unos rumores que
no podía detener. Otra cosa sería si de estas relaciones hubieran nacido
bastardos, como era normal en todos los demás casos. Falta, pues, la
comprobación efectiva, de modo que estos episodios daban pábulo a los
rumores cortesanos, que continuaron hasta el verano crucial de 1461

Los cambios acaecidos en Aragón

La noticia de la muerte de Alfonso V fue acogida en Castilla con sincera


tristeza. Lo mismo que su primo Carlos, príncipe de Viana, Enrique IV le
consideraba como eficaz valedor frente a los excesos bélicos del rey de
Navarra. Al ceñir este último la Corona de Aragón adquiría finalmente un
poder que podía volcarse sobre Castilla: eran muy conocidos los consejos
que diera a su hermano de no gastar en la empresa napolitana recursos que
podían emplearse en la recuperación del patrimonio que les fuera
arrebatado. En Nápoles, los enemigos de la Casa de Aragón acudieron a un
hijo de Renato de Anjou, llamado Juan, para que impidiera el ascenso de
Ferrante, pero este gesto sirvió únicamente para demostrar que Francia no
estaba todavía en condiciones de embarcarse en ninguna aventura contra el
complejo de reinos catalano-aragoneses. Scanderbeg, que mantenía en
Albania un gran núcleo de resistencia contra los otomanos y necesitaba de
Nápoles como punto de apoyo, ayudó decididamente a Ferrante, impidiendo
cualquier acción en su contra. De este modo Pacheco y los que gobernaban
en Castilla percibieron que frente a aquel enemigo que resurgía de sus
cenizas, tendrían que lidiar solos. Y el antiguo infante, experto en lides
políticas, contaba con muchos amigos dentro del reino, empezando por su
suegro, el almirante, que «era de sangre real, aunque de bastardía,
presuntuoso y quería ser de todos muy acatado y tenido en gran reverencia»
(Enríquez del Castillo).
Mosén Diego de Valera, observador muy agudo y con experiencia de
largos viajes por Europa, refiriéndose a lo que había sucedido en Nápoles,
anota que «el rey don Enrique quedó como atónito de este caso, porque le
parecía que la victoria habida por el rey don Fernando resultaría en favor
del rey don Juan de Navarra, a quien él quería destituir, y teniendo ya habla
con los valencianos y barceloneses y aragoneses, pensaba conseguir su
deseo». Para Pacheco, Girón y los suyos, la situación resultaba preocupante
ya que las demandas reivindicatorias, si llegaban a formularse de nuevo, les
afectaban de modo personal y directo en Villena, Calatrava y muchas cosas
más. Sin embargo las corrientes de opinión pro aragonesas, que eran muy
fuertes, no apuntaban a esta restitución del patrimonio —las
compensaciones económicas eran, en todo caso, preferibles— sino al
refuerzo de un sector político el de la antigua Liga, que aspiraba a
desarrollar el pactismo, como en los reinos vecinos. Junto al nuevo rey
estaba su esposa, Juana Enríquez, hija del almirante, castellana de
nacimiento, como lo era también su marido, dotada «de gran perfección en
muchas virtudes, muy amiga de la castidad y limpieza, abrigo de la bondad
y reparo de la nobleza en tanto grado, que más se pudo llamar madre de las
excelencias mundanas que hija de hombre humano». Cuando Enríquez del
Castillo escribe este elogio está refiriéndose a la difunta madre de su rey,
Fernando. Pero ella, en aquellos años que rondan los 60 del siglo, tenía que
buscar acomodo precisamente para ese hijo, ya que la herencia aragonesa
correspondía a Carlos de Viana.
Al ceñir la corona, Juan II tenía que usar mayor cautela en sus
actuaciones, descartando el retorno a las intrigas de antaño. En cambio
debía conseguir mayores garantías del lado castellano, en orden a la
pacificación de sus fronteras y para evitar que pudieran prestarse ayudas,
desde el otro lado, a los focos de resistencia que en sus reinos se detectaban.
Carlos no se mostraba sumiso y los beamonteses seguían en relación con
sus amigos castellanos. Aprovechando la victoria de su sobrino de Nápoles,
que evitaba un peligroso retorno de los angevinos, propuso a Francia
establecer un acuerdo de rigurosa amistad que eliminase resquemores de
tiempo pasado. Fue negociado y firmado en Valencia el 17 de junio de
1459. Pero Carlos VII se negó a confirmarlo cuando los aragoneses
exigieron que, en caso de guerra con Castilla, Francia tuviera prohibido
prestarle ayuda.[181]
Esta posibilidad no era hipotética. Hasta 1460 Margarita de Anjou,
alegando que su marido Enrique VI había recobrado la razón, e instalada en
los dominios de los Lancaster, trataba de sostenerse en Inglaterra. La
ruptura entre este país y Borgoña —los York retenían Calais— afectó a las
navegaciones perjudicando a los mareantes españoles.[182] Enrique IV tuvo
que protestar, fortaleciendo además los poderes de la Hermandad de
Vizcaya (28 marzo 1458). Era evidente que el monarca castellano no estaba
dispuesto, aunque sus consejeros opinasen de distinta manera, a abandonar
la causa del príncipe de Viana; pensaba en una alianza matrimonial
utilizando a su hermana Isabel. Carlos era un estorbo para la política de
influencia francesa que representaban en aquella zona los Foix.

San Jerónimo de El Paso

Carlos VII encargó a Íñigo de Arceo una nueva misión: la de informar al


monarca castellano de que las exigencias aragonesas habían sido rechazadas
porque Francia anteponía su alianza con Castilla a cualquier otra
consideración. Entre líneas, y dada la significación del emisario en el
mundo de los negocios, podía leerse otro mensaje: provisto ahora, con la
recuperación de Aquitania y Normandía, de un dilatado litoral atlántico, su
reino tenía que garantizarse de las dificultades que podían surgir en el
comercio marítimo. Había que sacar todo el fruto posible de la conferencia
de Gannat y del triunfo momentáneo de la Rosa Blanca en Inglaterra.
Una embajada del duque de Bretaña coincidió en Madrid, en el verano
de 1459, con otros embajadores. Los cronistas dicen que se trataba de
establecer una confederación, pero de lo que se trataba era de canalizar a
través de Nantes una vía comercial preferente. Recordemos que la colonia
de aquella ciudad era obra personal de Arceo. Los embajadores, Bois,
Onisilre y Godelin, fueron recibidos con gran calor. Los que gobernaban en
Castilla convencieron al rey de que organizase brillantes fiestas, las cuales
podrían ahogar la noticia llegada entonces acerca de la terrible entrada que
los granadinos efectuaran hasta la misma ciudad de Jaén, el 10 de agosto.
«Y después este mismo rey de Granada, día de San Llorente año de mil y
cuatrociento y cincuenta y nueve, vino poderosamente y corrió la dicha
ciudad de Jaén hasta la puerta Barrera y en ella mataron algunos cristianos;
y ese día mataron y llevaron cautivos gran parte de los caballeros y
escuderos que en Jaén habían quedado, como quiera que estaban por
fronteras en ella hasta trescientos caballeros jinetes de la guardia del dicho
señor rey» (Hechos del condestable Miguel Lucas de Iranzo). Una derrota
que hacía saltar por los aires el poco prestigio que aún quedaba de las
campañas del 55 y del 56.
Asesorado en esto por Beltrán de la Cueva, «señorito jactancioso lleno
de vanidad» (Gregorio Marañón), Enrique IV condujo a la Corte al pabellón
de caza de El Pardo, objeto de sus especiales complacencias. Dispuso que
se celebraran cuatro jornadas distintas: primero una justa con caballeros
engualdrapados; después un juego de cañas para dar oportunidad a los
participantes de lucir su destreza; en tercer lugar una montería, desplegando
así las excelencias de sus cotos de caza; por último un paso de honor, del
más perfecto estilo caballeroso en que Beltrán de la Cueva pudo lucirse
cerrando el camino a cuantos desde El Pardo se dirigían a Madrid, en ese
punto que actualmente conocemos como Puerta de Hierro. En
conmemoración de esta hazaña nació el monasterio de San Jerónimo de El
Paso. La Orden de la reforma llegaba a Madrid. Los embajadores bretones
debieron divertirse mucho con estas fiestas que evocaban las «verduras de
las eras», recordando que algunos de los caballeros de Arturo también
venían de Bretaña. Pero no fueron obstáculo para que se negociara sobre
asuntos más prosaicos. Antes de que acabase aquel año 1459 Arias Gómez
de Silva e Íñigo de Arceo, pudieron recoger en Nantes el nuevo acuerdo: se
suprimía, para las mercancías castellanas, el impuesto de 2,5% y se
garantizaban indemnizaciones para aquellos comerciantes que fueran
víctimas de la piratería.[183]
El nuevo rey de Aragón y su sobrino castellano coincidían en más de un
aspecto, pero sobre todo en la preferencia por la negociación. Las fiestas
madrileñas habían marcado un punto culminante en la influencia de don
Beltrán de la Cueva, nada dispuesto a echarse a un lado, como los otros
jóvenes del séquito real. Y significó para Enrique IV un momento, desde
luego fugaz, en que parecía dispuesto a tomar decisiones al margen de la
voluntad del equipo de Pacheco. Antes de que acabase el año, estando en
Segorbe, Juan II recibió la visita de un simple caballero de la Casa del rey,
Nuño de Arévalo. Venía a hablarle de aquel proyecto matrimonial esbozado
tiempo atrás, entre el infante Alfonso, ahora de 7 años de edad, y la infanta
aragonesa Leonor, ya que éste sería el medio de establecer amistad. La
propuesta, si verdaderamente partía del rey y no de sus consejeros, vendría
a demostrar que don Enrique no estaba tan ajeno al destino de su hermano,
ya que significaba un reconocimiento de que él era el sucesor. También
podría ser el medio indirecto de procurarse, con Leonor, un rehén.
Juan II se mostró complacido con la idea, pero respondió por medio de
Pedro Núñez Cabeza de Vaca, que sería mejor concertar dos matrimonios
porque Fernando, su hijo, e Isabel, hermana de Enrique IV, tenían edad
pareja. Fue así cómo, años más tarde, podría la princesa afirmar, con
fundamento, que éste era uno de los candidatos al matrimonio que se le
habían propuesto. En aquellos momentos la propuesta podía encerrar un
motivo distinto: el infante, destinado a recibir señoríos importantes en los
reinos orientales, podía ser también un candidato para la inserción en la alta
nobleza castellana. Carlos de Viana seguía siendo el heredero. Pacheco y
los suyos trabajaron en contra y pudieron congratularse del éxito logrado.
Todo quedó en un juego de palabras. Sin embargo la propuesta seguiría
sobre la mesa como una posibilidad de futuro.

Raíces remotas para la formación de la Liga

Transcurridos cinco años desde la subida de Enrique IV al trono y dos


desde la entrega del poder al pequeño equipo, las huellas de un desgaste
profundo se hacían ya visibles. Pacheco no disimulaba su prepotencia,
descorazonando a quienes al principio creyeran que se trataba de establecer
la dirección de los grandes, y trataba ahora de disminuir el protagonismo de
Fonseca. El rey daba muestras de no estar contento con el poder que se le
imponía y buscaba, sin mucho éxito, nuevos amigos. Aquel verano, antes
incluso de que llegaran noticias del desastre de Jaén, Alfonso Carrillo y el
conde de Alba de Tormes cambiaron impresiones: era necesario cambiar el
estado de cosas dando mayor participación en los negocios a los grandes.
Comentaron esta idea con otros miembros de la alta nobleza. El marqués de
Santillana asintió. Pero el conde de Arcos remitió a Enrique IV la carta que
recibiera afirmando que la había rechazado.[184] En su respuesta, el monarca
se quejó con amargura de la conducta de don García Álvarez de Toledo
—«debéis considerar si beneficios y mercedes recibidas de tal calidad
merecen antes perpetuo servicio y entera obediencia de la persona que los
recibe a quien con tanta voluntad y liberalidad se los dio, que querellas no
debidas»— sin comprender que el conde blasonaba de aquella lealtad que
obliga a enmendar los errores que se cometen en nombre del señor. Esta
actitud, que significaba sometimiento del poder real al marqués de Villena,
quedó corroborada por la saña con que los Mendoza fueron perseguidos. La
«liberación» de Guadalajara parecía un acto de venganza por parte del
ministro, que se veía burlado en sus aspiraciones: la defensa de sus murallas
y fortaleza fue encomendada a Fernando de Ribadeneira, uno de los
protagonistas de los movimientos de Toledo, el regimiento fue enteramente
renovado en sus miembros y los días 24 y 25 de marzo de 1460 se
procedería a una confirmación de todos sus privilegios, como si debiera
contarse, a partir de este momento, una etapa nueva en la vida de la ciudad.
El Consejo adoptó, a lo largo del año 1459, una serie de medidas de
aparente rigor para el restablecimiento del orden: todas apuntaban al
objetivo de obtener dinero. El 11 de marzo se decretó un refuerzo en los
controles aduaneros en la frontera de Aragón. El 12 de abril se ordenó hacer
cuenta de todas las albaquías, remanentes de impuestos no cobrados desde
1428 hasta 1454. El 20 de mayo fue promulgado un nuevo cuaderno para la
recepción de las rentas del almojarifazgo, exceptuándose significativamente
el marquesado de Villena, dándose órdenes precisas para el refuerzo de los
guardas en la frontera, a fin de evitar el abundante contrabando. Y se puso
en aplicación el procedimiento recomendado por Diego Arias Dávila, que a
él personalmente beneficiaba, sacando a subasta en las Ferias de Medina el
servicio y montazgo de la rebaños.[185]
Frente a las inquietudes que se iban detectando, Enrique IV inició una
maniobra de repliegue tratando de asegurarse la adhesión de las cuatro
ciudades que consideraba fundamentales para su poder: el 17 de noviembre
de 1459 otorgó a Segovia dos Ferias anuales, una ocho días antes del
Carnaval y otra por las fiestas de San Bernabé que se celebran en junio;
Madrid fue dotada de una nueva cerca a fin de englobar en el conjunto de la
villa los cuatro barrios de afuera, es decir San Martín, Santo Domingo,
Santa Cruz y San Millán, lo que significaba notable ampliación; Toledo
quedó reforzada de acuerdo con las disposiciones tomadas por Fonseca;
Valladolid contaba con un sobrino del conde de Buelna, Alfonso Niño,
merino de la ciudad, para defender el realengo de la misma, aunque
disponía de muy escasos lugares fuertes.
El desastre de Jaén contribuyó a aumentar el desprestigio del rey: no
hubo la reacción que en aquellos momentos se precisaba. Don Enrique
autorizó a los capitanes de la frontera a ejecutar entradas que permitieran
proveerse de cautivos a fin de intercambiarlos con los prisioneros hechos
por los moros, y entregó poderes plenos al conde de Cabra, Diego
Fernández de Córdoba, para firmar una tregua por el tiempo y condiciones
que mejor le pareciesen.[186]
Las medidas que, en nombre del rey e interés del marqués de Villena
entonces se adoptaron, no bastaban para detener el crecimiento de la
oposición que dibujaba lentamente un programa: se trataba de sustituir al
equipo que ahora gobernaba por otro que fuera aceptable a todos los
grandes o a su inmensa mayoría. Desde el primer momento los Manrique,
los Enríquez, los Mendoza y los Álvarez de Toledo se adhirieron a las
propuestas de Alfonso Carrillo. Por los días en que las tropas del rey
entraban en Guadalajara, los comprometidos celebraban una junta en la casa
del arzobispo, en Alcalá de Henares y llegaban a un acuerdo: era necesario
constituir una Liga que alcanzase «el bien del reino». Esta expresión
coincide con otras que la nobleza francesa estaba utilizando, y no es mera
casualidad. Hacía pocas semanas que Enrique IV publicara las nuevas
Ordenanzas del Consejo Real, ampliando las funciones judiciales
reconocidas al mismo. En un manifiesto que hicieron público en Yepes, los
nobles exigieron tener mayor intervención en sus tareas y que se
reconociese al infante Alfonso la calidad de sucesor que le correspondía,
anotando de una manera expresa que la reina doña Juana carecía de
descendencia.
Conciencia de partido o, mejor, fuerza en la decisión de quienes se
identificaban con un estamento, a los nobles mencionados más arriba se
sumaron también aquellos que en 1457 dieran garantías sobradas al valido,
los condes de Benavente (Pimentel), de Haro (Velasco) y de Plasencia
(Stúñiga). Esto venía a demostrar que, por encima de las ventajas
personales, que indudablemente atendían, era tenido en cuenta el esquema
de gobierno que se consideraba deseable. Al rey correspondía el poderío
absoluto, pero éste era proyección del reino; de este modo su ejercicio no
debía confiarse al arbitrio personal del monarca que debía compartirlo con
aquella elite que mejor lo representaba.
Un dato singular. Juan II de Aragón, reivindicando de nuevo su
condición de noble castellano, envió a los miembros de esta presunta Liga,
el 4 de abril de 1460, su promesa de adhesión. La unidad sustancial entre
los reinos españoles se confirmaba de un modo original: la misma persona
podía actuar en calidad de rey en unos estados, de noble en otros.
Reclamaba una especie de restauración de aquel status que la nobleza tenía
en 1445, pero con la promesa solemne de no plantear ninguna cuestión
respecto a rentas y señoríos que disfrutasen Pacheco y Girón[187] si ambos
hermanos accedían al programa de cambios que iba a proponerse.

Alfonso Fonseca es proyectado a Santiago

Fue entonces cuando el marqués de Villena decidió operar un cambio de


frente sumándose a los esfuerzos de la Liga en vez de enfrentarse con ella;
era como si, entrando en filas, cambiara de partido a fin de no perder su
influencia. Para ello necesitaba de algún chivo expiatorio sobre quien cargar
las culpas de los desastres que se denunciaban, y encontró dos: el arzobispo
Fonseca, que se había mostrado siempre partidario de un refuerzo del poder
del rey, y los jóvenes amigos del monarca, en especial Beltrán de la Cueva,
derivando así las responsabilidades hacia el propio Enrique. Pedro Girón
dio el primer paso: aunque acababa de recibir la donación del señorío de
Gumiel de Izán (7 de octubre de 1459), comunicó a los conspiradores que
se adhería plenamente al manifiesto de Yepes. Entonces don Juan Pacheco
fue a hablar con el rey: era imprescindible atraer de nuevo a su hermano al
redil. Para ello sería necesario darle Fuenteovejuna, arrebatándola a la
jurisdicción de Córdoba, y Bélmez o Morón, a fin de que, permutando todo
esto con su propia Orden de Calatrava, pudiera fundar el mayorazgo de
Osuna en favor de su primogénito, nacido fuera de matrimonio, aunque en
cualquier momento podía regularizar su situación ya que disponía de una
bula papal de dispensa. Asombrosa y desvergonzada propuesta. Pero
Enrique IV la aceptó.
En la mente del rey de Aragón, la Liga que en Castilla se estaba
constituyendo no era tan sólo restablecimiento de las posiciones de aquellos
que, en otro tiempo, constituyeran el bando «de los infantes»: debía servir
también para lograr una amplia rectificación en la diplomacia europea
uniendo a todos los reinos peninsulares en un sistema de alianzas que les
apartase de la influencia francesa, tan peligrosa para la Corona de Aragón al
ser rechazado el acuerdo de Valencia. Le preocupaba especialmente la
conducta de su heredero que, en lo público y en lo privado —las relaciones
comprometidas con María de Armendáriz—, daba señales de indisciplina:
le había propuesto un matrimonio con Catalina, hermana de Alfonso V y de
la reina Juana, y él parecía inclinado a aceptar. De este modo si se arrancaba
a Enrique de la alianza francesa, ahora que los York triunfaban en Inglaterra
(10 de julio de 1460)[188] una gran alianza occidental pondría a todos,
España, Inglaterra y Borgoña, a resguardo de las aspiraciones hegemónicas
de Francia.
En sus relaciones con la Liga, el monarca aragonés hubo de usar toda
clase de precauciones, moviéndose con gran lentitud: tenía que aparecer
como el miembro de la misma dinastía real que acude en ayuda de quienes
tratan de restablecer el orden, y no como un banderizo: los firmantes del
manifiesto de Yepes, cuyo número iba creciendo, esperaban de él que
ofreciese refugio seguro con rentas adecuadas en el caso de que, vueltas las
tomas, tuvieran que exiliarse. Es verdad que, al mismo tiempo, defendían
un entendimiento sincero entre ambos reinos como el modo de garantizar la
paz. Los principales nobles comprometidos con la Liga juraron las
condiciones pactadas entre el 1 y 9 de agosto de 1460; el soberano aragonés
no lo hizo hasta el 5 de octubre y después de que se le hubieran mostrado
las pruebas fehacientes de que Enrique IV patrocinaba una nueva revuelta
del príncipe de Viana. Fue precisamente el arzobispo Fonseca quien
informó a don Enrique de los propósitos de la Liga, quiénes la integraban y
qué propósitos les movían. De ello nos informa Galíndez de Carvajal.
El rey montó en cólera: se sentía engañado por muchos de los que
prometieran fidelidad y, probablemente, traicionado. Pero el odio mayor se
dirigió contra su tío y antiguo suegro, al que envió como embajadores a
Diego de Ribera y a fray Alonso de Palenzuela, electo de Ciudad Rodrigo,
aunque su verdadera misión consistía en averiguar qué posibilidades tenía
un movimiento en favor de Carlos de Viana. El príncipe fue trabajado
durante varios meses por agentes despachados por don Enrique: Gómez de
Frías, Pedro de Fuensalida, Diego López de Stúñiga, simples caballeros que
escapaban un poco al control de los miembros del Consejo. Se trataba de
convencer a don Carlos de que su matrimonio con la infanta Isabel, una
niña que no tenía que ser consultada, resultaba para él más conveniente ya
que, faltando descendencia de Enrique, sería posible lograr la unión de los
reinos de España. De momento debía producirse el alzamiento en Navarra,
brindando una plataforma para las tropas castellanas que se estaban
preparando. La meta final tenía que ser la sustitución de Juan II, hacia el
que se manifestaban abundantes recelos.
El marqués de Villena dio noticia de toda esta trama al almirante don
Fadrique, proporcionándole pruebas documentales de cómo el príncipe
había prestado ya su asentimiento. De este modo prestaba un servicio
inestimable a los aragoneses, situándose en el polo opuesto de Fonseca, que
informara a su rey. El almirante hizo con todo esto un paquete y, por medio
de un mensajero de su confianza, lo envió a su hija la reina de Aragón.[189]
Con estas pruebas en la mano, Juan II dispuso, estando en Lérida, la prisión
de su hijo.[190] Un formidable escándalo estalló: en Cataluña,
especialmente, se produjeron denuncias contra la «tiranía» del rey; sin
intervención de los reinos el monarca carecía de potestad para aprehender al
heredero.
Pacheco necesitaba completar la maniobra eliminando a Fonseca del
escenario político, a fin de que, aislado en cualquier parte, fuera de Sevilla,
pudiera convertirse en el objeto de todos los reproches: a fin de cuentas, él
era quien denunciara al rey las intenciones torcidas de los miembros de la
Liga. Los componentes de ésta habían escogido, para presentar al rey el
manifiesto de Yepes, a uno de los suyos, el más joven y desprovisto de
antecedentes, Diego Fernández de Quiñones. El marqués de Villena trató de
ganarle para su causa, convirtiéndole en garantía de control sobre el
Principado de Asturias: le prometió que, en cuanto llegara una buena
coyuntura lograría del rey su promoción al condado de Luna.[191] Y, en
efecto, hizo esta recomendación a Enrique IV: en Asturias, como en Galicia,
era necesario establecer el orden alterado. En el segundo de ambos reinos se
había nombrado un corregidor mayor, es decir, con poderes sobre todo el
territorio, Juan de Padilla, que tomó posesión en abril de 1459.
Esta fórmula no había dado el resultado que las circunstancias
demandaban: Galicia estaba increíblemente revuelta, y ésta era la herencia
dejada por Rodrigo de Luna. Un corregidor no era un jefe de tropas sino
representante de la administración real. Frente a los grandes o a los prelados
sus únicos medios eran negociar. Ahora el conde de Lemos dominaba
Orense, haciendo naufragar todos los esfuerzos de sus moradores para que
la ciudad, sede episcopal, tornara al realengo. Y su homónimo, el conde de
Trastámara dominaba absolutamente Compostela tratando de convencer al
cabildo de la catedral para que le ayudase a conseguir la mitra para su hijo,
Luis Osorio; muchos de los que al principio le ayudaran se habían vuelto en
su contra. El propio rey Enrique IV le había amonestado severamente: la
sucesión de don Rodrigo era algo que la Corona estaba ya negociando en
Roma.
La documentación conocida no permite resolver la duda: ¿de quién
partió la extraña ocurrencia de que el arzobispo de Sevilla fuese nombrado
para Santiago, a fin de que recobrara la ciudad y la catedral, fuera sustituido
por su sobrino, del mismo nombre, para que luego, aplacadas las cosas,
permutasen las respectivas sedes, volviendo el viejo Fonseca a la
hispalense? El hecho es que tan complicado programa servía muy bien a los
designios de Pacheco pues catapultado a Galicia el prelado, quedaría en
condiciones de negociar con la Liga sin molestas interferencias. El 3 de
diciembre de 1460, obedeciendo a las demandas castellanas, el papa firmó
la bula de nombramiento. Con un ejército, Fonseca pudo pacificar Santiago
instalándose de nuevo en su catedral. El conde de Trastámara huyó de la
ciudad y falleció el 11 de junio de 1461. Corrieron rumores de que había
sido sencillamente envenenado.
CAPÍTULO XIII

LOS GRANDES CAMBIOS DEL 62

Enrique decide negociar con la Liga

La disensión entre aquellos que formaran el equipo de gobierno puso final


régimen implantado en 1457. Alfonso de Fonseca era el perdedor; alejado
de la Corte había cumplido su misión de pacificar Compostela, pero ahora
ni siquiera su sobrino estaba dispuesto a devolverle la sede sevillana, de
acuerdo con el pacto que entre sí establecieran. El cronista oficial, Diego
Enríquez del Castillo, culpa de todo este fracaso a don Juan Pacheco y a
«sus pendencias diversas, más siniestras que convenientes», mientras define
al arzobispo eliminado de la escena como «fiel consejero y leal vasallo».
Pero, en definitiva, la responsabilidad última caía sobre el rey que daba las
órdenes y protagonizaba los cambios. Pacheco quería ejecutar un cambio
que le permitiese aparecer ante la Liga como el vehículo para que las
propuestas insertas en el manifiesto de Yepes se convirtiesen en programa
de gobierno. Una cuestión clave era la de las relaciones con el príncipe de
Viana. Los miembros de la Liga, entre los que predominaban los
filoaragoneses, consideraban inaceptable que se estuviera prestando ayuda a
un hijo rebelde contra su padre, pues ello afectaba a la estructura íntima de
la legitimidad.
En este momento, diciembre de 1460, don Enrique se había
comprometido mucho en favor de esta revuelta: visitado por una delegación
de la Diputación del general de Barcelona, que le explicara la prisión del
príncipe y la protesta de los catalanes, había aceptado las razones que ésta
alegaba, disponiendo que Gonzalo de Saavedra, con una fuerza de 1.500
caballos, se dirigiera a la frontera con órdenes de intervenir. Pacheco trató
entonces de disuadirle: sin un acuerdo con los grandes no era posible
engolfarse en aquella aventura. Le recomendó, ante todo, un cambio de
escenario, viajando a Córdoba a fin de que el tiempo permitiera que las
cosas se aclarasen. Luego se vería qué convenía hacer. Lo que el marqués
ocultaba era que, con este viaje, se proponía servir los intereses particulares
de su hermano, Pedro Girón.
El viaje, iniciado a fines de diciembre, iba a durar hasta marzo de 1461.
Los catalanes acompañaron al rey, convencidos de que se trataba de ultimar
preparativos. En Córdoba les entregó respuesta positiva a sus peticiones,
explicándoles el proyecto de matrimonio de Carlos con Isabel, aunque
negando que nada se estuviera haciendo a espaldas de Juan II.[192] Durante
estos tres meses, alejado Fonseca y mantenido el conde de Plasencia a
prudente distancia, pareció que Enrique IV estaba decidido a operar en tres
frentes: mantener contactos con la Liga, utilizando en ello los servicios de
ambos hermanos, confirmar a los representantes de Cataluña que podían
contar con su apoyo, y reconocer en Carlos de Viana al verdadero titular de
Navarra, ofreciéndole su apoyo armado en cuanto candidato a la mano de la
infanta su hermana. En enero de 1461 las tropas castellanas se apoderaron
de Pomar, cerca de Sariñena y en febrero algunas unidades entraron en
Navarra en auxilio de los beamonteses que habían vuelto a sublevarse.[193]
La relación de fuerzas era enteramente favorable al monarca castellano.
Comenzaban a entrar en juego los niños que significaban una nueva
generación. La primera de las condiciones señaladas en el manifiesto de
Yepes se refería al reconocimiento del infante don Alfonso en su calidad de
sucesor. Nacido como sabemos el 15 de noviembre de 1453 llegaba ahora al
uso de razón siendo momento adecuado para que se iniciara su educación.
Sabemos que el proyecto del marqués se enderezaba a controlar los pasos
de este niño, pues la experiencia que tenía del proceso formativo de don
Enrique le convencía de la importancia que revestía este trayecto: debía ser
preparado para ejercer las funciones reales de acuerdo con el programa de
la alta nobleza. Por eso insistió cerca del rey para que esta demanda fuese
aceptada. Seguramente don Enrique aceptó porque, pasados casi seis años
desde su segundo matrimonio, las esperanzas de lograr sucesión propia se
iban debilitando.
En todo caso se trataba de una muy seria rectificación en la línea de
conducta seguida con este niño hasta entonces: ninguna de las previsiones
testamentarias de Juan II se había cumplido, de modo que carecía de rentas,
señoríos y oficios. Alejadas o fallecidas las personas a quienes su padre
confiara la educación, Isabel, la reina madre, que se movía únicamente
entre Arévalo y Madrigal, lejos de cualquier ruido y sin tomar parte alguna
en los negocios del reino, había podido conservar muy pocos servidores.
Entre ellos estaban Gonzalo Chacón, comendador de Montiel, y Gutierre de
Cárdenas, que procedían del círculo de colaboradores de don Álvaro de
Luna.[194] Ambos se estaban ocupando preferentemente de la educación de
los niños. Compañía muy poco conveniente a los ojos del marqués de
Villena. Para la futura reina Católica personas en las que podía depositar su
más absoluta confianza. Y así hasta el final de sus días.
En esta dinastía de Trastámara la escasez de vástagos podía considerarse
como preocupante deficiencia: dos varones en la generación veterana,
Enrique y Juan II, tres tan solo en la que le seguía, Carlos, Alfonso y
Fernando.[195] Hora es ya de que nos ocupemos de éste. Había nacido el 10
de marzo de 1452 en la villa de Sos, a la que, procedente de Navarra,
llegara con muchas prisas Juana Enríquez, a fin de que fuera de nacimiento
aragonés, aunque por ambos ascendientes era castellano. Recibió,
deliberadamente, el nombre de su abuelo, aquel primer Trastámara que
reinó en Aragón, cuyas empresas y también las de su tío Alfonso V, serían
para él fuente de inspiración. Tuvo únicamente una hermana menor, Juana,
que llegaría a ser, como reina de Nápoles, buena colaborara. Los dos niños
fueron educados en una atmósfera que forma excepción en el tiempo, pues
sus padres se amaron profundamente: las cartas de Juan II, que doblaba en
edad a su esposa, no dejan duda.[196] Ciertos sentimientos personales y
actitud posteriores responden a esa transmisión de afectos, lo que no
impediría que, abiertamente, Fernando discutiera muchas de las soluciones
previstas por su padre.
Alfonso había sido considerado como posible sucesión desde su
nacimiento. Fernando, no. Hijo del segundo matrimonio del rey parecía
señalado para ser cabeza de los grandes en la Corona de Aragón y, desde
luego, factor importante en la política peninsular. El 25 de julio de 1458, el
mismo día en que su padre prestaba juramento como rey en la catedral de
Zaragoza, el niño, de seis años de edad, era promovido duque de
Montblanc, conde de Ribagorza y señor de Balaguer. Se trataba de los
mismos señoríos que Juan II ostentaba cuando no se contaba con él para la
herencia. Ciertos rumores alimentados por la propaganda atribuyen a Juana
Enriquez siniestros designios contra los hijos del primer matrimonio de su
marido a fin de favorecer a este su primogénito. Debe quedar establecido
con serena claridad que la documentación fehaciente no permite
sostenerlos. El único apoyo estaría en los tanteos que Juan II hizo, en
setiembre de 1459, para desheredar a Carlos de Viana acusándole de
rebelión, en cuyo caso, desligándose Navarra del conjunto de la herencia, a
Fernando hubiera correspondido la sucesión. En Cataluña la oposición
generó odio y calumnias que, como en todos los procesos políticos
exaltados, poco tienen que ver con la realidad. Es cierto el hecho de que las
relaciones entre el rey y el príncipe de Viana se habían tornado
extremadamente difíciles, y se hacía indeseable al primero la sucesión del
segundo.

Las gestiones de Pacheco

La pérdida de la ciudad de Viana y las ondas de descontento que detectaba


en sus reinos, especialmente en Cataluña, movieron a Juan II a disponer la
libertad de su hijo el 25 de febrero de 1461. Enrique recibió la noticia el 11
de marzo siguiente, estando de regreso en Segovia, como si fuese una
victoria. Inmediatamente tomó algunas decisiones. Se trasladó a Aranda de
Duero, para estar más cerca de Alfonso Fonseca, que permanecía en
Valladolid, y también de la frontera y de sus unidades militares. Dio
poderes al marqués de Villena para negociar con la Liga, aunque estaba
decidido a no claudicar respecto al príncipe de Viana, y felicitó a la
Diputación de Cataluña por el éxito alcanzado. Juana acompañaba a su
marido. Una vez libre, Carlos se había apresurado a reanudar sus amistades:
solicitó de Enrique IV una confirmación de las favorables disposiciones;
aunque también se puso en relación con el delfín Luis, que se hallaba en
posición de rebeldía, frente a su padre, semejante a la suya.
Tiempo revuelto. Fonseca estaba definitivamente marginado, aunque
siguiera figurando entre los consejeros más apreciados del rey. El conde de
Plasencia se hizo proveer, en este mismo mes de marzo, de la carta real
declarando que su matrimonio con Leonor Pimentel obedecía a una
autorización especial del monarca. Le importaba mucho aparecer
rectamente integrado en los vínculos familiares del marqués. Juan II estaba
ahora bajo mínimos: triunfaba el hijo rebelde y tanto en Navarra como en
Cataluña era abiertamente desobedecido. Mientras se esforzaba en alcanzar
alguna clase de acuerdo con el Parlamento de Cataluña, enviaba a Pedro
Vaca, mensajero de confianza, al obispo Carrillo para que actuase como
mediador en el logro de la paz en la frontera de Castilla (18 de marzo de
1461).
De acuerdo con las oscilaciones de su carácter, Enrique IV pasaba por
una etapa de euforia: se rindió a las presiones del marqués de Villena
aceptando los buenos oficios que Pedro Girón ofrecía en nombre de la Liga
de Yepes, pero al mismo tiempo, sostenido en este punto por Fonseca, que
desde Valladolid había hecho un breve viaje a Aranda, mantuvo firmemente
su idea de prestar apoyo al príncipe de Viana, supeditándolo en todo caso a
la confirmación del compromiso matrimonial con Isabel, que por estos días
cumplía diez años de edad. El 17 de abril dijo a los procuradores de don
Carlos que la liberación de toda Navarra sería el regalo de boda que estaría
en condiciones de ofrecer. Escribió al Parlamento de Cataluña que las
acciones que proyectaba emprender iban dirigidas desde luego contra la
tiranía de Juan II pero no en perjuicio de sus reinos. El tono de las cartas,
conservadas en el Archivo de la Corona de Aragón, hizo creer a los
conselleres y diputados catalanes que Enrique IV estaba firmemente
decidido a llegar hasta el fin. Había estado concentrando tropas en Burgos.
A principios de mayo se dispusieron requisas muy rigurosas para su
aprovisionamiento porque llegaba la orden de emprender la marcha.
El rey esperaba que, negociando con la Liga y aceptando la mayor parte
de sus demandas, se la apartase de la cuestión clave de la herencia navarra y
aragonesa. Para ello entregó a Pacheco y Girón plenos poderes, disponiendo
que Fonseca permaneciera en Valladolid al margen. Los dos hermanos
parecen haber estado movidos en esta oportunidad por dos motivos: soldar
sus relaciones con la alta nobleza castellana —nunca repetir el error de don
Álvaro— y cobrar sus servicios a buen precio. Girón logró, en efecto, que
se le hiciera entrega efectiva de Fuenteovejuna y Bélmez (6 de julio de
1461), permutadas luego a la orden de Calatrava, y promocionar de
inmediato a sus tres hijos, Alfonso, Juan y Rodrigo, legitimados por el papa
dos años atrás (13 de abril de 1459). Morón, Osuna y Cazalla constituyen el
núcleo originalde la Casa de Osuna.
Durante dos meses, Aranda fue el centro de las decisiones políticas.
Enrique IV, preocupado únicamente por aquella gran empresa consistente
en poner al príncipe de Viana en posesión efectiva de su reino de Navarra,
dejó a Pacheco y Girón la iniciativa en las negociaciones; ellos le
convencieron de que las cosas marchaban por buen camino. La aceptación
de Alfonso como sucesor implicaba el traslado de este niño a la Corte. A
punto de emprender la marcha hacia la frontera, don Enrique entregó a
ambos hermanos los poderes necesarios para firmar el pacto con la Liga (5
de mayo de 1461);[197] única precaución por parte del monarca, la presencia
del comendador Juan Fernández Galindo en todas las negociaciones. En
otra línea también trabajaba don Beltrán de la Cueva, que no estaba
dispuesto a desertar. Habiendo muerto por accidente el obispo de Palencia,
Pedro de Castilla (27 de abril), el mayordomo consiguió que su hermano,
Gutierre de la Cueva, fuera promocionado para ocupar esta sede. Beltrán
perseguía en estos momentos una meta más ambiciosa todavía: entrar en el
poderoso clan de los Mendoza mediante su matrimonio con una hermana
del marqués. Para ello necesitaba ofrecerle un servicio que fuera
verdaderamente eficaz.
Expulsados de Guadalajara y vilipendiados, los Mendoza reclamaban
una restauración. Pero una primera conferencia, celebrada entre Buitrago y
Sepúlveda, a la que asistieron, con Santillana y su hermano el obispo, el
almirante, Alfonso Carrillo y dos Manrique, Íñigo y Pedro, no dio los
resultados apetecidos: Pacheco y Girón estaban dispuestos a entregar cosas
que pertenecieran al rey pero nada que a ellos personalmente les afectara.
La Liga exigía que se pusiera fin a la agresión que se estaba cometiendo en
Navarra, volviendo a las relaciones correctas con Juan II. Fue la gran
oportunidad que don Beltrán supo aprovechar: negoció con Enrique un
retorno de los Mendoza a la posesión de los bienes que se les arrebataran,
incluyendo las casas y fortalezas de Guadalajara. Entonces el obispo de
Calahorra se incorporó al Consejo y en adelante los Mendoza se mostraron
«firmes, constantes, muy leales servidores del rey» (Galíndez de Carvajal).
Don Beltrán cumplió su objetivo de incorporarse a este linaje, siendo muy
pronto promovido al rango que correspondía a la grandeza.
Otra de las demandas de la Liga que había sido aceptada por el monarca
se refería al desorden de la moneda: las piezas de plata de baja ley,
conocidas como «blancas viejas», cuyo valor real era un tanto superior al
que obtenía en el mercado, estaban saliendo del reino al ser cambiadas por
vellón; de este modo se producía un encarecimiento de los dos metales
preciosos, oro y plata. Se estaban acuñando doblas de la banda fuera de las
Casas de Moneda, de buena ley, pero sin devengar los derechos
correspondientes a la Corona. Desorden y descenso en los rendimientos
eran los efectos que se acusaban. El Consejo redactó un largo y minucioso
Ordenamiento de reajuste de la moneda, con fecha 24 de abril, que fue
mostrado a los grandes como garantía de buenas intenciones. Sólo seis
cecas, Burgos, Sevilla, Toledo, Segovia, Cuenca y La Coruña, estarían en
adelante autorizadas para acuñar moneda: enriques y medios enriques de
oro; cuartos y medios cuartos de plata de baja ley; dineros y medios dineros
de vellón. En un plazo que concluiría el 24 de agosto, todas las piezas
entonces en circulación, debían ser puestas en mano de los monederos para
ser refundidas y reajustadas. Se habían previsto disposiciones muy
minuciosas para asegurar el cumplimiento de tales medidas. Doblas, reales
y florines del cuño de Aragón podían seguir circulando, lo mismo que otras
piezas procedentes de los reinos de fuera. Se aspiraba a estabilizar los
precios: el enrique en 280 maravedís, la dobla en 180 y el florín en 150,
fijándose además la equivalencia entre las diversas piezas presentes en el
mercado. Un enrique valdría 14 reales de plata o 56 cuartos; una dobla 9 y
36; y el florín 7 y 28. El real de plata pasaba a contarse como 4 cuartos o 40
dineros.[198]

La gran noticia

Enrique IV estaba impaciente por demostrar la eficacia que, para el reino,


significaba su política de apoyo al príncipe de Viana y entendimiento con
los catalanes. Reforzado el Consejo con la presencia de don Pedro González
de Mendoza, entregó nuevos poderes a Pacheco para que, desde su
residencia de Ocaña, continuara negociando con la Liga y, acompañado de
Pedro Girón, emprendió la marcha para reunirse con sus tropas: el 13 de
mayo estaba en Logroño.[199] La reina permaneció en Aranda. De este
modo Logroño serviría de cuartel general hasta agosto. Aquí recibió la
noticia de que Laguardia, Los Arcos y San Vicente de la Sonsierra, que ya
habían conocido tiempos atrás guarniciones castellanas, estaban
nuevamente en su poder, defendidas por capitanes de su confianza, Rodrigo
de Mendoza y Gonzalo de Saavedra. A principios de julio puso cerco a
Viana que, tercamente defendida por Pierres de Peralta, acabó por rendirse.
El príncipe de Viana envió un caballero catalán, Juan Cenillas, con poderes
para negociar su matrimonio con Isabel; Enrique IV le recibió con gran
júbilo en el campamento que había alzado frente a Lerín y le encargó que
viajara a Arévalo para conocer a la infanta y poder comunicar después al
futuro marido las condiciones que la adornaban. Dentro del mes de julio
llegó la noticia de que Juan II había capitulado firmando con su hijo Carlos
la concordia de Villafranca (22 de junio de 1461): en su condición de
sucesor reconocido, el príncipe gobernaría en Cataluña como lugarteniente,
comprometiéndose el rey a no traspasar los límites del Principado sin un
permiso expreso.
Enrique IV felicitó a los catalanes por el gran éxito que obtuvieran,
garantizó al príncipe de Viana que podría seguir contando enteramente con
su apoyo, y, alzando el campamento de Lerín, emprendió el regreso para
reunirse con la reina su mujer en Aranda, a principios de agosto de 1461.
Ésta tenía una importante noticia que darle. Iba a tener descendencia. Es
preciso, llegados a este punto, analizar minuciosamente los datos de que
disponemos. «Estando allí, la reina se hizo preñada, de que el rey fue muy
alegre» (Enríquez del Castillo). Enrique IV hizo, en albricias, un regalo a su
esposa: la villa de Aranda, en donde había tenido lugar el feliz
acontecimiento. El cronista oficial enturbia las cosas: la noticia que sirve
tiende a darnos a entender que la gravidez de doña Juana se produjo
después de la llegada del rey, en agosto. Pero si tenemos en cuenta que el
alumbramiento de la niña iba a tener lugar el 28 de febrero siguiente, la
concepción hubo de producirse a fines de mayo o con preferencia a
principios de junio, esto es, en un tiempo en que Enrique IV y su esposa
residían en lugares diferentes. No estamos en condiciones de afirmar ni de
negar la posibilidad de un viaje del rey desde Logroño a Aranda —
simplemente no consta—, pero es evidente que esta circunstancia, en manos
de algunos de los que rechazaban la idea de la legitimidad, fue
aprovechada. Los nobles que, desde el primer momento, se mostraron
reticentes, tampoco proporcionan nuevos detalles.

El acuerdo de 26 de agosto de 1461

Ante la noticia, que venía a cambiar todas las perspectivas, ya que el rey iba
a poder disponer de un sucesor, varón o mujer, que permitía prescindir de
Alfonso, Enrique IV mostró un vehemente deseo de conseguir la paz
interior plegándose a las ofertas que el marqués de Villena le comunicaba.
No puede decirse que Juan II se mostrara más enérgico que él. En la
concordia de Villafranca había aceptado incluso que su segundo hijo
Fernando fuera educado en Cataluña y como catalán, lejos de su custodia. A
principios de agosto, Pacheco comunicó a don Enrique que el arzobispo de
Toledo y los demás miembros de la Liga estaban dispuestos a jurar la paz si
se daba a Alfonso Carrillo entrada en el Consejo. Para explicarlo en
términos más precisos se trataba de una remodelación en el gobierno
establecido en 1457 permaneciendo el marqués de Villena. Podemos
admitir una tesis normalmente sostenida de que don Enrique pecó por
debilidad, pero ello no obsta para que deban tenerse en cuenta dos aspectos:
el nacimiento anunciado reclamaba un cierto grado de unanimidad en el
estamento nobiliario, a la hora de reconocer y jurar al nuevo sucesor;
probablemente también fue engañado por sus propios consejeros.
La Liga ofreció seguridades al rey de Aragón. Rodrigo Manrique, en el
mes de abril, y Pedro Girón, en junio, viajaron a Zaragoza para ponerle en
antecedentes acerca de lo que se trataba y demostrarle cómo el cese de la
agresión era una parte principal del acuerdo. Juan II confió en estas
promesas: por eso el 8 de julio había dado plenos poderes a Alfonso
Carrillo para ocuparse de los asuntos en su nombre, haciéndolos luego
extensivos al almirante y a Rodrigo Manrique el 31 del mismo mes. De
modo que la modificación propuesta y aceptada en el equipo de gobierno
castellano significaba dar presencia muy significativa al que los
historiadores actuales tienden a considerar como «partido aragonés». El
término no parece demasiado feliz, pero permite entender algunas líneas del
discurrir político.
Alfonso de Fonseca, que estaba informado, comprendió bien que se
trataba de un giro radical en relación con el esquema de marzo de 1457.
Cuando supo que Enrique IV estaba de regreso en Aranda, viajó desde
Valladolid para advertirle. Todo se preparaba para traicionarle reduciendo el
poder real a mero instrumento de los grandes. Enríquez del Castillo nos
informa de que no fue atendido, porque se consideraba su aviso como
resultado de la queja personal: había sido eliminado del Consejo. A los
pocos días de su llegada, Enrique pasó a Madrid y, desde aquí, llegó a
Ocaña en donde el 26 de agosto firmó las condiciones que respondían al
manifiesto de Ocaña. De este modo Diego Fernández de Quiñones, aquel
que se había encargado, meses atrás, de entregarle el documento, pudo
gozar ahora del favor real. Entrando ya la reina en el cuarto mes de
embarazo la noticia se difundía por la Corte.
En coyunturas como la que estamos considerando se impone en el
historiador la conciencia de que su oficio consiste en explicar, no en juzgar,
ciñéndose siempre a las fuentes. No hay duda de que el convenio del 26 de
agosto debe considerarse como un hito importante en el curso de las
querellas políticas castellanas y en el proceso de estructuración política de
la Monarquía. El ingreso de Pacheco y Girón en la Liga significaba una
renuncia a las veleidades que les acometieran de aspirar a un validaje. No
habría validos: la alta nobleza cerraba filas e imponía al rey una fórmula de
gobierno compartido, irrogándose incluso la facultad de establecer
condiciones para los miembros del Consejo Real. La única perspectiva
favorable al restablecimiento del «poderío real absoluto» más allá de su
nombre, iba a radicar en el futuro en una ruptura de esta unidad finalmente
conseguida, sustituyendo esta especie de partido único, la Liga, por varios
enfrentados entre sí. De momento esta perspectiva no parecía probable:
Fonseca y Stúñiga habían sido marginados sin resistencia. El primero estaba
enzarzado en pleitos para conseguir que su sobrino accediese a la permuta
de Sevilla por Santiago y el segundo tenía conflictos familiares internos que
consumían su tiempo.
Claro es que don Juan Pacheco no había modificado su conducta: éste
es el momento que aprovecha para arrebatar a Juana Pimentel el condado de
Montalbán. Pero la solidez del estamento nobiliario no parecía ofrecer
fisuras. Desde agosto de 1461 asistimos a un cambio muy profundo en la
estructura política del reino de Castilla. Cuando los nobles hablan del «bien
del reino» son, a su modo, sinceros, pues entienden por tal ese régimen en
que a ellos correspondía el protagonismo; eran la elite política dotada de
experiencia acerca de lo que convenía hacer. La gran debilidad de todo el
sistema se hallaba en la propia persona del monarca ya que estaba siendo
difamado.
El marqués de Villena podía congratularse de haber ejecutado lo que los
franceses llaman «volte-face» sin tener que pagar precio ninguno. Tenía
más poder que antes y aparecía ahora como dirigente de aquellos mismos
que se unieran para combatir su gobierno. Alfonso Carrillo culminaba una
de sus aspiraciones máximas, pues en el Consejo se le encargaba de la
administración de la justicia: todos los viernes del año los jueces en él
integrados tendrían que darle cuenta de la marcha de los asuntos. Si
recordamos lo que en otras páginas queda anotado y cómo el poder real es
definido por los tratadistas como señoría mayor de la justicia»
comprendemos la importancia de las funciones que le eran asignadas.
Tampoco el rey podía decir que fuese aquella una mala solución. Unido
el reino y en paz, aunque hubiera tenido que hacer algunos sacrificios,
estaba en condiciones de afrontar con tranquilidad el acontecimiento más
importante de su existencia: la llegada del sucesor que iba a permitirle
prescindir del infante su hermano. La reina Juana tomó sus precauciones:
los dos niños, Alfonso e Isabel, fueron separados de su madre y llevados a
la Corte, donde quedaron bajo su custodia, para impedir que se produjeran
algunos movimientos en su favor. La infanta recordaría, años más tarde,
este episodio como uno de los más dolorosos de su existencia. ¿Por qué
tantas precauciones?

La muerte del príncipe de Viana

Enrique IV capituló, también, en lo que se refería a su política agresiva


contra Juan II, reanudando las negociaciones para el logro de una paz.
Ambos reyes convinieron en que una comisión de seis personas, tres de un
lado, Pacheco, Girón y Fernandez Galindo, y otras tres del otro, Alba,
Paredes y Alba de Aliste se encargaran de recomendar las indemnizaciones
a que la guerra debiera dar lugar. En realidad se trataba ya de una
proporción de cinco contra uno. Predominó el criterio de que se solicitasen
al rey de Navarra ciertas compensaciones a cambio de la retirada de tropas
que ocupaban una parte de aquel territorio, y de la suspensión de la ayuda
que se venía prestando al príncipe de Viana. Se hablaba de Tafalla, de
Artajona o de Mendigorría. El 11 de setiembre, residiendo en Madrid,
Enrique firmó su aquiescencia a este plan. No hubo lugar a que se llegase a
conclusión alguna pues el día 23 de dicho mes fallecía en Barcelona el
príncipe de Viana como consecuencia de una afección pulmonar que venía
padeciendo desde hacía mucho tiempo. En Cataluña se puso en circulación
la noticia de que su muerte no se debía a una causa natural sino a «hierbas
venenosas». Así la transmitiría al propio monarca castellano el enviado de
la Diputación, Juan Copons.
La muerte del príncipe de Viana, candidato a la mano de Isabel, reducía
a dos los varones de la generación nueva y daba más importancia a la
incógnita que habría de resolverse con el parto de Juana. Ésta había
asumido la custodia de su cuñada Isabel probablemente para evitar
sorpresas en la propuesta de nuevos matrimonios, dando a esta última
sensación de que se hallaba en una disimulada prisión. Ahora Fernando, con
nueve años de edad, pasaba a ser heredero de la Corona de Aragón y pieza
esencial en las relaciones políticas entre los reinos. Tal hecho afectaba de
manera directa al status de la nobleza castellana, ya que el futuro rey, que
no podía presentar derechos sobre Navarra —éstos correspondían a Blanca,
la esposa divorciada de Enrique IV— incrementaba el poder e influencia de
su familia materna, los Enríquez. Sin embargo debe anotarse que el
equilibrio logrado el 26 de agosto se mantendrá hasta marzo de 1462, es
decir, hasta después del nacimiento de Juana.
Hubo una curiosa exaltación, post mortem, de las virtudes del príncipe
de Viana. Probablemente no se correspondían con la realidad. Al lado de la
leyenda negra del envenenamiento se decía de él que había estado dotado
de poderes taumatúrgicos siendo capaz de curar a los enfermos sólo con
tocarlos. Juan II decidió responder a este movimiento adverso de sus reinos
silenciando sus relaciones con la oligarquía castellana y tratando de instalar
a Fernando en el mismo puesto de lugarteniente que antes ocupara su
hermano Carlos. Apresuró la ceremonia de su reconocimiento y jura como
primogénito (Zaragoza, 7 de octubre de 1461) e inmediatamente lo envió a
Cataluña en compañía de su madre. La acogida que a ambos dispensó la
ciudad de Barcelona, el 21 de setiembre, fue buena, tanto que pudo creerse
que la crisis se había superado. En realidad la Diputación estaba ganando
tiempo hasta conocer la respuesta del monarca castellano a la propuesta de
Copons. Éste había explicado a don Enrique que, inhabilitado Juan II con su
descendencia por los repetidos actos de tiranía, a él «por derecho divino y
humano pertenecía el reino de Aragón y señorío de Cataluña». Descendía
de Pedro el Ceremonioso y también de Fernando de Antequera, en ambos
casos por línea femenina. De acuerdo con la costumbre de aquellos reinos la
mujeres podían transmitir derechos.
La insurrección que se preparaba en Cataluña iba a convertirse en el
gran problema del Occidente europeo en los años inmediatos siguientes. El
Principado que, en la hora de Caspe, mantuviera el criterio de la Unión
indisoluble de Reinos en la Corona de Aragón, tomaba ahora una iniciativa
sin consultar con los otros aunque probablemente con la esperanza puesta
en que le siguieran. Parecía imponerse, en el primer momento, la opinión de
que siendo España solidario espacio para varios reinos, el repudio de uno de
ellos autorizaba a acudir al agnado mayor. Esto es lo que argumentó Copons
en una muy importante conversación que mantuvo en Atienza con don
Enrique: los catalanes acudían a él porque representaba «la noble cepa
gótica» (Enríquez del Castillo). Los cuatro reyes procedían de esa
legitimidad que un día Roma transmitiera a los monarcas visigodos.
Enrique IV, prescindiendo ahora de sus consejeros, aceptó la propuesta
enviando al navarro Juan de Beamonte junto con un caballero soriano, Juan
de Torres, a Barcelona. Fueron muy bien recibidos. Partiendo de este
supuesto, discutible, podía creerse que el monarca castellano estaba
facultado para reclamar toda la Corona de Aragón.
Luis XI, que acababa de suceder a su padre en el trono de Francia (22
de julio de 1461) fue el primero en medir las posibilidades que un hecho de
tanta importancia proporcionaba a su estrategia. También él podía invocar
una vieja memoria histórica, ya que la vieja Cataluña, hasta el Llobregat y a
los dos lados de la cordillera, había sido parte del Imperio de Carlomagno.
Sus antecedentes de príncipe rebelde en alianza con Carlos de Viana le
colocaban en buena posición para las maniobras de aglutinación: en la
medida en que se arruinara Juan II crecían sus posibilidades de ampliar la
penetración en el Mediterráneo. Esta política no se aferraba a criterios fijos;
se iría reajustando y cambiando de acuerdo con las circunstancias.
La primera aconsejaba un acercamiento a los catalanes. El 13 de octubre
de 1461, desde Tours, envió a las autoridades de Barcelona un mensaje de
condolencia por el fallecimiento de su gran amigo y aliado, el príncipe de
Viana.[200] Simultáneamente despachaba embajadores, Juan V conde de
Armagnac, que debía su liberación a los buenos oficios de Enrique IV,
Pedro de Oriole y Nicolás Breuil, para renovar la alianza con Castilla y, al
mismo tiempo, sondear la opinión de Enrique IV acerca de posibles
reivindicaciones francesas sobre los condados situados al norte de los
Pirineos.

Nacimiento de Juana

Mientras los embajadores franceses viajaban hacia Madrid, siendo recibidos


en todas partes con fastuosas muestras de hospitalidad, Enrique IV
encargaba a Rodrigo de Marchena que recogiese a la reina doña Juana y la
condujese a Madrid, pues era muy conveniente que el presunto sucesor
naciera en el alcázar real. Los embajadores estaban por consiguiente en la
Corte cuando nació una niña a la que se decidió imponer el mismo nombre
que a su madre. Fue un parto difícil y tuvo lugar el 28 de febrero de 1462.
[201] El 7 de marzo, Enrique IV, de acuerdo con la costumbre establecida,

comunicó a todas las ciudades del reino esta nueva usando las siguientes
palabras: «La reina doña Juana, mi muy cara y muy amada mujer, es
escaescida y alumbrada de una infante y ella quedó libre.» Precisaba que
debían celebrarse alegres fiestas «por el nacimiento de la dicha infanta, mi
hija».[202] Ese mismo día 7 de marzo se celebraba la ceremonia del
bautismo. Oficiaron Carrillo y los obispos de Calahorra, Cartagena y Osma,
siendo padrinos el conde de Armagnac y el marqués de Villena, y madrinas
la esposa de este último y la infanta Isabel: por este medio se trataba de
crear un vínculo espiritual, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, entre las
que eran declaradas como tía y sobrina. Luis XI recibió la noticia en
Poitiers y dispuso que se encendiesen luminarias en señal de júbilo.[203]
Aunque ni Enrique ni sus consejeros podían ocultar la decepción que les
producía el nacimiento de una niña en lugar de un varón, podían
congratularse de que las cosas estaban sucediendo de manera absolutamente
normal. Había una heredera nacida finalmente dentro del matrimonio.
Ninguna protesta se produjo, ninguna negativa tampoco a reconocerla como
hija del rey y de la reina. Lo que pudieran pensar los grandes en aquellos
momentos, escapa a nuestra percepción. Hubo un reparto de dádivas que
suscitaron envidias y posteriores difamaciones. Diego Fernández de
Quiñones, que fuera portavoz de la Liga que ahora cerraba filas en torno al
rey, recibió el prometido título de conde de Luna, y don Beltrán de la
Cueva, el condado de Ledesma y los opulentos señoríos de Monbeltrán y
Cabra. Esta segunda promoción sería después utilizada por los difamadores
como si se tratara de una prueba: Palencia, Valera y Pulgar coinciden en
referirse a los «especiales servicios» que el mayordomo mayor había
podido prestar gracias a su proximidad a los reyes. No deben tomarse tales
especies como si se tratara de noticias fidedignas.
El cronista oficial, empeñado en desvirtuar tales atribuciones, da la
noticia, que ninguna otra fuente recoge, de que a comienzos del año
siguiente, 1463, doña Juana volvía a estar embarazada pero que el feto, esta
vez varón, se malogró pues, estando en Aranda, un rayo de sol incendió los
cabellos de la reina provocando un aborto de seis meses. El mismo autor
nos advierte que «sobre esto hubo diversos juicios entre las personas
notables del reino pronosticando los trabajos que vinieron después sobre el
rey y sobre la reina» (Enríquez del Castillo). Ningún otro dato podemos
aportar salvo la carta de Guinguelle mencionada en páginas anteriores y que
parece relacionarse con este episodio. Conservada en Simancas la ponemos,
de nuevo, a disposición del lector:

Muy alto y muy poderoso príncipe y señor: Francisco de Tordesillas llegó aqui, hoy viernes, y me
dió una carta de Vuestra Alteza, por la cual me manda vuestra señoría que maestre Samaya no
parta de aqui. Asi como vuestra alteza lo manda, lo hace. Y por cierto, señor, él ha curado mucho
bien a la señora reina, que su señoría está mucho sana y dice maestre Samaya que pondría su
cabeza si vuestra alteza hoy viniese, con la merced de Nuestro Señor, que la señora reina sería
luego preñada. Aunque estamos aca con gran trabajo, que la infante su hermana es finada y
porque me dijo Cidi Sosa que lo había escrito a Vuestra Alteza no lo escribí a vuestra señoría.
Gran recaudo tengo puesto que nadie no lo diga a su señoría y a todas estas señoras y todos los de
la señora reina les tengo defendido que no digan a su señoría ninguna cosa, que la vida les
costará; placiendo a Nuestro Señor hasta que vuestra alteza lo diga a su señoría, no lo sabrá. La
princesa está muy gentil, guárdela Nuestro Señor. Pedro Cerezo la vió, él dirá a Vuestra Alteza
cómo está su señoría muy gentil. Los señores infantes vuestros hermanos están muy gentiles,
guardelos Nuestro Señor. La señora Brecayda besa las manos a Vuestra Alteza, ya es partido su
hermano, no ha hecho sino todo lo que Vuestra Alteza manda. Cabrera está en Aguilera cuatro
dias ha, sano está y más gentil, a las codornices se anda holgando. Badajoz fue con él y vínose
ayer y me dijo que está muy bien y que se está holgando muy bien, lo ha curado maestre Samaya
maravillosamente. Los caballeros moriscos y moros de Vuestra Alteza están bien, hoy han
tomado sueldo. Nuestro Señor acreciente la vida y real estado de Vuestra Alteza como vuestra
señoría desea. De Aranda primero dia de julio. Humil siervo de Vuestra Alteza que las reales
manos besa. Guinguelle.
Aunque no se hace referencia al aborto el contexto parece referirse
indirectamente a este episodio. No existen razones por las que debamos
rechazar la noticia oficial transmitida por el cronista áulico. Cada dato de
que disponemos no hace sino aumentar la confusión. Tampoco las Cortes de
Madrid y Toledo permiten llegar a una conclusión.
CAPÍTULO XIV

RECURSO A LAS CORTES

Juramento de doña Juana

A diferencia de lo que se hiciera con el infante Alfonso, que no había sido


reconocido y jurado por las Cortes en su calidad de sucesor, el rey y, sin
duda también su esposa, pusieron mucho interés en que, en el plazo más
breve posible, los procuradores acudiesen para otorgar a Juana esa calidad.
[204] No podían hacerlo de una manera informal: fue preciso llenar el vacío

que en la Institución misma se había producido, en especial tras la


deficientes reuniones del Ayuntamiento de Madrid de 1457. Es evidente que
en 1462 don Enrique procedió con mejores modos que en ocasiones
anteriores, dando la sensación de que se había tomado al tiempo de los tres
primeros Trastámara, cuando los grandes negocios se trataban junto con las
Cortes. En esta nueva e importante coyuntura se señalaron especialmente
dos: una mala situación económica por el desorden en la moneda y un
conflicto subterráneo que afectaba a la sociedad cristiana, por la denuncia
contra los cristianos nuevos. Por eso las sesiones tuvieron lugar
consecutivamente en Madrid, donde naciera Juana, y en Toledo donde los
conflictos alcanzaban mayor virulencia.
La carta de convocatoria fue remitida el 17 de marzo —era visible el
interés en abreviar los plazos— y de nuevo se hicieron indicaciones
respecto a las personas que el rey deseaba fuesen elegidas. El juramento de
la primogénita era expresamente mencionado, pero también otras
cuestiones, como el dinero que don Enrique necesitaba para continuar su
política en Cataluña. Las ciudades, lo mismo que la mediana nobleza,
confiaban en que se tomasen decisiones legislativas capaces de enmendar
muchos de los errores que se señalaban, en especial en relación con los
precios. Se estaba abriendo paso una doctrina que rechazaba el principio de
que debiera considerarse la moneda como una propiedad del rey, ya que se
trataba de un bien público: su ordenamiento correspondía, en consecuencia,
al reino, esto es, a las Cortes y no tan sólo al pequeño grupo de consejeros
reunidos en Aranda de Duero.[205]
El juramento de la niña, que había cumplido apenas dos meses, tuvo
lugar los días 8 y 9 de mayo de 1462. Durante el acto el arzobispo Carrillo,
primado y encargado de los asuntos de justicia en el Consejo, la tuvo en sus
brazos. Habían discutido, como tenían por costumbre, los procuradores de
Burgos y de Toledo acerca de cuál de ambas ciudades debía ostentar la
primacía; pero esta vez Enrique IV zanjó la cuestión de una manera
original, demostrando que le gustaba guiarse por preferencias personales,
pues ordenó que Segovia jurase en primer lugar. De este modo revelaba el
papel que a dicha ciudad estaba decidido a asignar. Juraron todos los
presentes.
Pero esos mismos días el marqués de Villena, llamando notarios y
testigos ordenaba redactar un documento que se conserva en la actualidad
en el Archivo de la Casa de Frías (los Velasco eran entonces condes de
Haro) protestando de que se le obligase a jurar contra su conciencia.
Alegaba que no había tenido más remedio que obedecer «porque si no lo
hiciese sería en peligro de su persona y de su estado y hacienda y
patrimonio y dignidades y honor», pero que levantaba aquel acta de nulidad
porque no estaba dispuesto a «perjudicar ni hacer perjuicio en la sucesión
de los dichos reinos a aquel o a aquellos que en la sucesión de los dichos
reinos había y tenía y debía haber y tener justicia y derecho». Se reservaba,
en consecuencia, el derecho a publicar la verdad cuando se viese libre de
peligros y amenazas. Al día siguiente, 10 de mayo, completaría esta
declaración reiterando que su juramento era inválido: carecía de libertad por
miedo a las amenazas del rey. Consta que los condes de Medinaceli y de
Plasencia se sumaron a esta actitud, lo que no sería obstáculo para que, años
más tarde, porque a sus intereses políticos así convenía, defendiesen la
candidatura de doña Juana.
Estos actos, ejecutados precisamente por quien era tenido como
ministro principal del rey, no debieron de permanecer tan secretos como en
su contexto se pretendía. Enrique IV, respondiendo a ellos, tomó dos
medidas: requerir de los nobles ausentes que prestasen también su
juramento[206] y enviar a todas las ciudades y villas del reino una carta
circular (20 de mayo de 1462) comunicando cómo debían reconocer a
Juana, «hija de mi mujer» y «mi hija primogénita», que había sido jurada
por las Cortes ya que, de acuerdo con la costumbre castellana, a las mujeres
correspondía la sucesión cuando faltaba un hijo varón.[207] Por otra parte en
los documentos del 8, 9 y 10 de mayo el marqués de Villena se olvidó de un
detalle importante: explicar cuáles eran las razones de que a otro u otros
asistían los derechos que negaba a Juana.
En el terreno de las hipótesis sólo disponemos de tres motivos: que,
pese a la costumbre castellana alegada entonces por el propio rey, ellos
sostuviesen que el hermano varón debiera preferirse a la hija hembra; que
se entendiera que doña Juana no había nacido dentro de legítimo
matrimonio; o, simplemente, que no creyeran que don Enrique pudiera ser
su verdadero padre. Los difamadores, que son los únicos que hacen llegar a
nosotros su voz, prefirieron la tercera de las opciones señalando además a
don Beltrán de la Cueva como el colaborador eficaz. A punto de celebrar su
matrimonio con una hija del marqués de Santillana, que le convertiría en
cuñado del obispo de Calahorra, se perfilaba como el gran enemigo de
Pacheco. Alfonso de Palencia, que acepta la versión del adulterio, tampoco
es más explícito: alza sus manos para lamentarse de la «frágil mujer,
instrumento viejo y principal de la desgracia del hombre, para cuya
reparación fue elegida la excelentísima Virgen y Madre singularísima»,
María, remediando el pecado de Eva, causa de todas las desdichas. Este
experto en el arte de maldecir mujeres, no se olvida de recordarnos que el
conde de Armagnac, padrino de bautismo, había sido rescatado por
Enrique IV de la gravísima acusación de incesto con su propia hermana.
Envueltas en las fiestas que de este modo celebraban la existencia, al
fin, de una infanta titular de la sucesión, se estaban tomando también
decisiones importantes. El 16 de marzo de 1462 fue confirmada la
centenaria alianza entre Castilla y Francia, lo que significaba una especie de
hostilidad o, al menos, disyunción, con la diplomacia borgoñona vinculada
a los York; significaba también un refuerzo en la decisión de combatir a
Juan II. Por esos mismos días don Beltrán de la Cueva fue investido del
condado de Ledesma, otorgado el 28 de febrero. Enrique IV «viendo los
merecimientos de su mayordomo» (Enríquez del Castillo) había decidido
ascenderle al grado de nobleza con título, dándole entrada en el Consejo, en
pie de igualdad con su cuñado Pedro González de Mendoza y con Alfonso
Carrillo y el marqués de Villena. Tendría, en consecuencia, que abandonar
la mayordomía, donde le sustituyó Andrés Cabrera, cristiano nuevo, cuyo
protagonismo en algunos episodios posteriores tendremos la oportunidad de
explicar. La decisión del rey irritó profundamente al arzobispo y a Pacheco:
el refuerzo de poder del clan de los Mendoza estaba indicando, a las claras,
un próximo relevo en el gobierno de la Monarquía.

Reformas sin programa

Las Cortes viajaron a Toledo antes de que concluyera el mes de mayo. Los
procuradores de las ciudades habían estado discutiendo con el Consejo Real
la necesidad de poner un freno a las enajenaciones del Patrimonio, porque
hacían disminuir las rentas de la Corona obligando a formular nuevas
demandas al reino. Pero entonces se les indicó, de forma perentoria, que
convenía que dirigiesen al rey una petición a fin de que las mercedes
otorgadas más recientemente a don Pedro Girón y don Beltrán de la Cueva
—sacrificios importantes— quedaran confirmadas. Y ellos así lo hicieron.
El gobierno parecía entrar en un proceso de equilibrio entre dos grandes
grupos familiares. El rey daba ya muestras de condescendiente debilidad,
que se irán acentuando en los años siguientes, como si el nacimiento de
Juana le hubiera introducido en una vereda de continuas concesiones a fin
de preparar el futuro de esta hija, discutida desde el momento mismo de su
nacimiento.
Se hablaba de la necesidad de rectificaciones y reformas, pero sin que se
elaborara previamente programa alguno. Eran más bien quejas y protestas
las que se estaban formulando. Una de las primeras decisiones de las Cortes
consistió en pulverizar la Ordenanza de la moneda que se redactara en
Aranda: el enrique era rebajado en su precio desde 280 a 210 maravedís, y a
tenor de esta rebaja se hacía el reajuste de las demás piezas, quedando la
dobla de la banda en 150 maravedís, el florín del cuño de Aragón en 103, el
real de plata en 16 y el cuarto en 4 (9 de junio de 1462). Pero todo esto era
falso y el mercado no tardaría en tomar por su cuenta las medidas
correctoras.
Las Cortes elaboraron, de acuerdo con la costumbre, un cuaderno de
peticiones que presentaron al rey y al que don Enrique dio respuesta el 20
de julio; a través de él percibimos algunas de las dificultades que el reino
estaba atravesando. Por ejemplo, denunciaron el grave daño que para el
orden público significaban las querellas entre bandos y partidos, pero sin
aclarar si se estaban refiriendo a las peleas continuas entre los linajes
ciudadanos o a la Liga creada por los nobles o a ese enfrentamiento entre
cristianos viejos y nuevos, situación explosiva de la que también iban a
ocuparse las Cortes. Entre líneas se percibe una de las deficiencias más
señaladas: esa especie de vacío de poder en que había caído la Corona, el
cual se reflejaba en el deterioro de la justicia y el aumento en el número de
delitos. De ahí la primera conclusión, a la que el propio rey iba a adherirse:
se necesitaba una ampliación de las Hermandades existentes hasta alcanzar
una organización general.
La presencia de una guardia mora o morisca, esto es, reclutada
parcialmente al menos en Granada, era uno de los motivos de crítica contra
aquella Corte, que hacía poco aprecio de su fe, mientras la Frontera ponía
en peligro a toda Andalucía. Los procuradores registraban la inversión de
posiciones producida respecto a 1455 o 1456; eran los nasríes quienes
tenían victoriosas iniciativas y toda la línea se hallaba en mal estado de
defensa. Pues los alcaides de los castillos no recibían sus emolumentos en
tiempo debido y, por consiguiente, buscaban fondos por su cuenta,
acogiendo en ellos a delincuentes o permitiendo a sus soldados cometer
tropelías en las aldeas vecinas, cristianas o no. En la propia Corte se
señalaban la corrupción: malas costumbres entre sus miembros, liviandad
en la conducta sexual, fraudes y corruptelas como las que se habían
descubierto en los aprovisionamientos a las fortalezas; las blasfemias y
groserías que se mezclaban en el lenguaje coloquial de quienes rodeaban al
rey, precisamente aquellos que estaban más obligados a dar buen ejemplo.
Sin un programa concreto y ordenado de reformas, los procuradores,
vehículo de la opinión de las ciudades, aunque hubiesen sido escogidos de
acuerdo con sugerencias venidas desde arriba, trazaban un panorama de
desorden, falta de autoridad y corrupción. Sus críticas se agudizaban al
referirse a la justicia, teóricamente dotada de dos organismos de alta
competencia: Audiencia y Consejo, siendo en este último la parcela
asumida por Alfonso Carrillo. Las ciudades señalaban tres deficiencias: la
lentitud, que alargaba los procedimientos, el abuso de los funcionarios
dependientes de los dos tribunales, pues propendían a cobrar más derechos
de los que les correspondían, y falta de imparcialidad en las sentencias. Es
cierto que se trataba de males que pueden repetirse en cualquier tiempo.
Pero la conclusión a que llegaban los redactores del cuaderno tenía un valor
singular: era preciso incrementar las atribuciones del Consejo Real en
asuntos de justicia. En otras palabras: de acuerdo con la propuesta de las
ciudades resultaba deseable un régimen autoritario.
Esto se advierte de una manera especial en las demandas de carácter
económico. La Cortes creyeron que habían impuesto el criterio de que la
moneda no es un simple instrumento de cambio, monopolio del rey que la
acuña y pone en el mercado, sino un vehículo de que el reino dispone para
garantizar el valor de las mercancías. Señalando un fenómeno concreto, el
de las oscilaciones de los precios, generalmente al alza, reclamaban una
política proteccionista. Era imprescindible que, desde el poder central, se
fijaran los precios de todos aquellos productos que son necesarios a la vida,
que se estableciera un sistema de pesas y medidas válido para todo el reino,
que se impidieran las exportaciones de aquellos bienes considerados
esenciales, y que se continuará manteniendo los privilegios de que
disfrutaba la Mesta. Una vez más insistían: era deseable que la Casa y la
Corte, esto es, el gobierno mismo, se sostuviera por medio de las rentas
ordinarias para evitar el abuso que significaba un recurso constante a las
monedas y pedidos de carácter extraordinario.

Los pérfidos hijos de Israel

Era prácticamente inevitable que, al trasladarse a Toledo, surgiese en las


Cortes el problema del judaísmo en sus dos manifestaciones, pública y
secreta. En este reinado estaba alcanzando terrible virulencia: todas las
calumnias que se dirigían contra los hijos de Israel eran creídas, incluso las
más absurdas y disparatadas. La perfidia, esto es, el rechazo de la verdadera
fe, era el principal pecado que se les atribuía. La evolución semántica de
esta palabra nos demuestra la maldad que a dicha actitud se atribuía. Se
acusaba a los judíos de, por odio a la religión cristiana, cometer espantosos
crímenes rituales, y a los que de ellos se habían bautizado, así como a sus
descendientes, de ser falsos cristianos, permaneciendo en su antigua fe. Se
daba noticia en este tiempo de dos crímenes muy sonados.
Cuenta el arcediano del Alcor que un judío de Segovia consiguió de un
corrompido sacristán que le vendiera una forma ya consagrada, a fin de
profanarla, como si el hebreo en cuestión creyese que se trataba del Cuerpo
de Cristo. La arrojó en un caldero de agua hirviendo y entonces saltó por los
aires haciendo una gran explosión. Otros judíos, asustados por aquel
prodigio, envolvieron la forma en un paño limpio y la entregaron al prior
del convento dominico de la Santa Cruz, quien la ofreció en comunión a un
novicio que murió a los tres días. Fue informado el obispo, Juan de
Tordesillas, que tomó cartas en el asunto. Este curioso cuento sirvió para
justificar un repliegue en el barrio reservado a los judíos con la confiscación
de la sinagoga que hoy sirve como iglesia cristiana bajo la advocación del
Corpus Christi. No es ésta la única versión del episodio. Todo esto habría
sucedido en fechas situadas entre 1450 y 1455.
Tres años más tarde ocho judíos de Sepúlveda fueron acusados del
asesinato de un niño cristiano, repitiendo ritualmente la crucifixión.
Abraham Zacuto y Diego de Colmenares insisten en afirmar que el proceso
concluyó con la condena y ejecución de los implicados. Sólo noticias vagas
y poco fiables pueden adscribirse a ambos episodios. Pero ejemplos como
éstos servían muchas veces a los predicadores para infiltrar en la conciencia
cristiana temores acerca de la existencia de una tenebrosa conspiración,
moviéndose entre la política y la brujería, que amenazaba la existencia de la
sociedad cristiana. De ella formaban parte principal los conversos «hombres
repugnantes, sin entrañas, sin Dios ni ley»[208] que se fingían cristianos
siendo en realidad sus enemigos. Partimos indudablemente de una realidad:
dadas las condiciones de amenaza y violencia con que se habían producido,
entre 1391 y 1420 numerosas conversiones, era natural que, entre los
cristiano nuevos, abundasen los que consideran inválida e ilegítima su
decisión. La ley no les permitía retornar al judaísmo de modo que no les
quedaba otra opción que retornar en secreto a las prácticas religiosas de su
nación. La duda surge cuando se intenta aclarar la proporción: ¿eran
mayoría los «judaizantes» o únicamente una minoría reducida? Los
investigadores, que hemos tenido ocasión de explicar, se dividen en torno a
esta cuestión. Nos movemos en el terreno de las hipótesis y ambas deben
considerarse respetables.

Los conversos como problema político

Volviendo al momento de la caída de don Álvaro de Luna hemos de


recordar que en los últimos años de su gobierno hubo, entre los cristianos
nuevos, la sensación de que el valido había decidido, en último extremo,
abandonar su política de protección y defensa a fin de asegurarse el apoyo
de importantes sectores, entre ellos la ciudad de Toledo. Tampoco el
príncipe de Asturias se había definido hasta entonces como un protector de
judíos y conversos, aunque se sirviese de personas de ambas procedencias.
La actitud de Sixto IV destacaba por su radical claridad —los conversos
eran cristianos como los demás— y en consecuencia las disposiciones
segregatorias de 1449 tuvieron que ser suprimidas y sus culpables
castigados. En el momento de redactar su Testamento, documento de
máximo valor jurídico de acuerdos con la costumbre castellana, Juan II
quiso dejar clara la política de la Corona: los judíos debían ser tolerados al
amparo de las leyes otorgadas y ninguna discriminación era aplicable a los
conversos.
El problema converso, entendido como repudio de los cristianos
«nuevos» por parte de los «viejos», estaba ampliamente difundido pero
tenía en Toledo una presencia muy esencial. En esto coinciden los mejores
conocedores del tema, Eloy Benito y Benzon Netanyahu. Enrique IV, como
hemos repetido muchas veces, otorgaba a esta ciudad una muy especial
importancia. Don Juan Pacheco aspiraba a dominarla. El arzobispo, Alfonso
Carrillo, aunque titular de la sede residía en alguna otra de las villas de su
señorío, a fin de sustraerse a los conflictos internos. Para el rey y su
ministro era esencial mantenerse dentro de la doctrina del papa, pero sin
molestar a los «lindos» cuyo apoyo necesitaban. Los linajes de la ciudad,
todos viejos, estaban divididos en dos bandos que, en aquel momento
capitaneaban el mariscal Fernando de Ribadeneira, antiguo camarero de
don Álvaro, y Pedro de Ayala, comendador de Mora, sobrino del antiguo
alcalde mayor del mismo nombre. Hasta 1458 el rey había observado una
actitud contemporizadora entre ambos, manteniendo en sus puestos a los
tres oficiales de quienes dependía el orden en la ciudad: Jofre de la Cerda,
alcaide del alcázar, Pedro López de Ayala, alcalde mayor de las alzadas y
Juan Carrillo, alguacil mayor. Esto es, los soldados, la justicia y, finalmente,
su ejecución.
En muchas ciudades, sobre la población cristiana, se estaba ejerciendo
una intensa labor de propaganda presentando a los conversos como
ambiciosos enemigos de la sociedad cristiana. No eran pocos los que se
sumaban a esta corriente de denuncias seguros de que con ello
incrementaban su popularidad. Mientras vivió Lope Barrientos, y desde su
puesto de canciller mayor, desarrolló una política en defensa de los
conversos: precisamente porque procedían del judaísmo estaban en mejores
condiciones de entender la doctrina cristiana, ya que de aquél procede. En
consecuencia, las dudas y vacilaciones que podían nacer de la conducta
pasada de don Enrique, se fueron despejando. No podía dudarse de que el
gobierno de la Monarquía estaba decidido a acudir en su defensa. Fernando
Díaz de Toledo continuó siendo Relator. Alvar García de Ciudad Real fue
designado secretario del rey (30 de octubre de 1456) y, cuando murió, le
sucedió su pariente, también «nuevo», Alvar Gómez de Ciudad Real. Diego
Arias Dávila era el contador mayor. Y ahora, justo en el momento de las
Cortes, Andrés Cabrera era mayordomo. Lo conversos estaban en el
gobierno.
Durante las alteraciones que se produjeron tras el nacimiento de doña
Juana, la propaganda contraria a Enrique IV le presentaría como un amigo
de judíos y conversos, además de aficionado a los usos y hábitos de los
musulmanes. ¿Hasta qué punto responden las acusaciones a una realidad?
Resulta difícil precisar, ya que también cristianos nuevos figuraron entre los
partidarios de su hermano Alfonso; al final conversos y judíos se
decantarían en favor de la herencia de Isabel y no por otra razón salvo que
les convenía el refuerzo de la autoridad real ya que de ella procedían las
mejores garantías. Aunque ahora los ataques se estaban dirigiendo
preferentemente contra los conversos, porque entre ellos se veían personas
más influyentes, en ningún momento cesaría el trabajo del antijudaísmo.
Este reinado coincide con una recomposición de los argumentos hasta
entonces empleados, buscando ejemplos en la realidad inmediata. Durante
la Cuaresma de 1454 fray Alonso de Espina estuvo predicando que un niño,
desaparecido efectivamente en Valladolid, había sido víctima de los judíos,
los cuales le habían arrancado el corazón para hervirlo en vino y comérselo.
No tardó en descubrirse el cadáver del niño, asesinado por unos ladrones
que le robaron la cruz de oro que llevaba al cuello. Pero el fraile no
rectificó: al contrario, dijo que esta comprobación no era otra cosa que la
cortina de humo tras la que se ocultaba el crimen ritual.
Comenzó entonces a redactar un tremendo alegato que titularía
Fortalitium Fidei, inspirándose en todos los tratados anteriormente escritos
contra el judaísmo, especialmente las obras de Ramón Martínez, Alfonso de
Valladolid y Jerónimo de Santa Fe. Llegaba a la conclusión de que los
rabinos, al rechazar la verdadera fe, se habían desviado del Antiguo
Testamento para convertir el judaísmo en una especie de materialismo
filosófico, que era el que seguían también los conversos, de modo que ni
siquiera podía admitirse que trataran de retornar a su antigua verdad
revelada. En consecuencia, eran los «nuevos» los que inyectaban en las
venas de la sociedad una especie de virus letal, peor que el que causa las
epidemias ya que afectaba al espíritu. Ciertos casos comprobados, muy
pocos en esta oportunidad, fueron abusivamente esgrimidos para demostrar
que todos los conversos se presentaban a sí mismos como judíos. El 10 de
agosto de 1461 fray Alonso, franciscano, se entrevistó con el prior general
de la Orden jerónima, fray Alonso de Oropesa, que gozaba de gran
influencia en la Corte, y le propuso una acción conjunta para extirpar el
mal. El jerónimo acudió a Enrique IV: para comprobar si las denuncias eran
ciertas y, en efecto, una herética pravedad se había extendido, resultaba
imprescindible introducir en Castilla el procedimiento inquisitorial ya que
las autoridades ordinarias eran incompetentes para apreciar tales delitos.
Es preciso matizar la propuesta. Tantas leyendas se repiten a diario
acerca de la Inquisición que corremos el riesgo de juzgar torcidamente las
intenciones. La Inquisición era, entonces, un procedimiento encomendado a
los dominicos —de ahí que fray Alonso de Espina lo rechazase— y excepto
en los casos, poco frecuentes, de que el reo no se arrepintiese, las penas
canónicas aplicables, eran solo penitenciales. Oropesa, como algunos
conversos, lo defendían porque una «inquisición» ejercida en las debidas
condiciones, pondría las cosas en su sitio demostrando que los judaizantes
no era muchos y, en general, personas que más necesitaban de instrucción
que de otra cosa. Conviene no anticiparse a hechos que después sucedieron.
Al rey se planteaba ahora, en ese momento axial de 1462, un problema
sumamente difícil, al que no podría sustraerse. Ningún reino, fuera de
España, lo tenía, de modo que no era posible acudir a precedentes que
pudieran servir de ejemplo. El número de conversos en Castilla era, sin
duda, muy elevado. Junto a ellos sobrevivía una comunidad judía en plena
actividad.
Dicha comunidad, aunque reducida en su número a causa de las
persecuciones, había experimentado profundos cambios: la documentación
todavía nos proporciona nombres de algunos arrendadores o recaudadores
de tributos, insertos también en el mundo de los grandes negocios
mercantiles, pero la inmensa mayoría estaba formada por artesanos,
tenderos, médicos, e incluso agricultores o ganaderos, aunque las leyes no
les permitiesen figurar como propietarios de la tierra. Una disposición del
Consejo Real del 28 de mayo de 1455 había reconocido a los judíos pleno
derecho sobre sus bienes inmuebles o mobiliarios, recordando a las
autoridades que tenían la obligación de protegerles.
Ello no obstante, las personas que compartían sentimientos de hostilidad
y de temor hacia aquellos que procedían del viejo tronco de la Casa de
Israel, coincidían en señalar que la verdadera causa de que se extendiese la
herética pravedad en el reino, radicaba precisamente en la existencia de una
comunidad autorizada a celebrar su culto y mantener activas sus escuelas,
ya que en éstas era en donde se formaba la perversa doctrina que era
comunicada a otros miembros de la sociedad. De modo que problema
converso y problema judío estaban íntimamente enlazados. Seguramente
Maurice Kriegel acierta cuando sospecha que la campaña antijudía que se
desató a partir de 1460, en connivencia con la anticonversa, obedece al
hecho de que la sociedad cristiana se percataba de que, en lugar de caminar
hacia su extinción, como se creyera cuarenta años antes, el judaísmo
hispánico se había reforzado. Mucho menos en número, los judíos eran
ahora más piadosos, más estudiosos y de más elevado nivel moral.

La primera Inquisición

Para Enrique IV se presentaba una cuestión extremadamente difícil. Antes


de recibir la visita de fray Alonso de Oropesa, había recibido la de los
superiores de fray Alonso de Espina en la Orden franciscana, asustados ante
las denuncias que éste y otros predicadores estaban formulando. Se dejó
convencer por los argumentos ofreciendo su ayuda. Los argumentos de
Oropesa le parecieron acertados. Se trataba de una cuestión referida a la
doctrina de la fe y, por consiguiente, sólo la Iglesia tenía competencia. El
derecho canónico reservaba a los obispos la competencia en estas materias
y tenía previsto que, antes de que un reo fuese «relajado» al brazo secular
para aplicar en él las penas que las leyes civiles tenían establecidas, era
imprescindible que jueces especiales «inquiriesen» y probasen la existencia
del delito. El rey llegó a un acuerdo con el jerónimo sobre dos puntos:
recomendar a los obispos que, cada uno en su diócesis, pusiera en marcha el
mecanismo pertinente, y encomendar a sus embajadores en Roma la misión
de solicitar del papa Pío II el nombramiento de inquisidores para todo el
reino. Se trataba de averiguar si el número de judaizantes era muy elevado.
El jerónimo visitó en primer término a Alfonso Carrillo, arzobispo de
Toledo. Éste respondió encargándole precisamente de la tarea en su propia
diócesis. Revestido entonces de autoridad, pudo fray Alonso realizar una
investigación cuyos resultados entregó a Enrique IV en mayo de 1462,
estando las Cortes reunidas en Madrid: el número de cristianos nuevos que,
en Toledo y su territorio, judaizaban, era muy reducido; las denuncias
contra ellos procedían de los cristianos viejos, movidos por la envidia y por
intereses económicos. Netanyahu ha comprobado, recientemente, que las
fuentes rabínicas coincidían con esta opinión.
Mientras tanto los embajadores castellanos en Roma presentaban, el 1
de diciembre de 1461, la demanda que se les había encargado. Pío II
decidió que el nuncio Antonio de Véneris, que se estaba convirtiendo en
una especie de experto para las cuestiones españolas, se constituyese en
inquisidor, con facultad para designar otros tres de acuerdo con el obispo de
Cartagena. Fue ésta la primera vez que el procedimiento inquisitorial fue
establecido en Castilla. El nombramiento significaba, también, quebranto de
la norma de que los inquisidores tuvieran que ser dominicos, y acuerdo
previo con el rey a la hora de efectuar los nombramientos, normas ambas
que serán mantenidas en 1480. El papa pretendía que los obispos, a quienes
competía la jurisdicción en estos delitos, tuvieran que valerse de estos
cuatro jueces y no de personas distintas. Es lo que contiene la bula Dum
fidei catholicae que Pío II firmó el 15 de marzo de 1462.[209]
Las Cortes conocieron el informe de Oropesa y la decisión pontificia;
una parte del camino había sido recorrido. Los procuradores tuvieron
tiempo para introducir en su cuaderno algunas demandas referidas a este
problema: convenía mantener las disposiciones legales que protegían a los
judíos, en la forma prevista desde 1432, suavizando en lo posible aquellas
disposiciones que estorbaban las buenas relaciones económicas entre judíos
y cristianos; en cuanto a los conversos debía proseguirse la información,
hasta saber quiénes vivían como sinceros cristianos, aislando a los
judaizantes. El superior jerónimo entendía que los errores por él detectados
en la inquisición de Toledo eran debidos sobre todo a ignorancia, de modo
que resultaba urgente una instrucción en la fe que superara tales
deficiencias. Enrique IV decidió demorar la aplicación de la bula, dando
tiempo para que los obispos completasen sus informaciones. Los graves
sucesos que acaecieron inmediatamente en Castilla impidieron el
establecimiento de la Inquisición. Las Cortes decidieron autorizar los
préstamos siempre que no incurriesen en fraude de usura.
Fray Alonso de Espina y quienes con él colaboraban, no se mostraron
conformes con las decisiones del papa ni con los acuerdos adoptados en
Cortes. Querían una solución rápida y radical para la «cuestión judía» y una
declaración que envolviese en censura a todos los conversos. Predicaba en
Madrid fray Hernando de la Plaza que estremecía a la muchedumbre
diciendo que había conseguido reunir más de cien prepucios procedentes de
las circunscisiones secretas de los judaizantes. Cuando el Consejo Real
ordenó que probara su aserto, hubo de reconocer que era falso. Pero esto no
evitó que continuara con sus predicaciones, soliviantando los ánimos.
Oropesa se desanimó. Era imposible luchar contra una corriente que no
atendía a razones. Al comienzo de las revueltas comprendió que Castilla
entraba en una etapa difícil, de violencia e intratabilidad. Se retiró a
Lupiana donde comenzó a escribir su obra Lumen ad revelationem gentium,
para ilustrar la conciencia de sus contemporáneos. Manteniendo la doctrina
que los papas recientemente recordaran, insistía en dos puntos: nadie debe
ser bautizado salvo por iniciativa libre de su voluntad, evitando de este
modo los dramas de conciencia que se producían; pero el bautismo producía
cristianos de una sola clase. En consecuencia, las acusaciones contra los
conversos debían ser castigadas.
Las Cortes de 1462 no consiguieron alcanzar un mínimo de paz. Las
predicaciones contra los conversos se extendieron por diversas regiones,
especialmente Andalucía y tierras de La Mancha, precisamente aquellas
donde las revueltas antijudías fueran más graves, y de los sentimientos de
odio se aprovecharon agitadores políticos. En 1462 Beltrán de Pareja,
alcaide de los dos castillos de Carmona, incitó a los vecinos de la ciudad a
asaltar las casas de los conversos. Enrique IV no quiso castigar este
«terrible y criminal» desmán porque Beltrán de la Cueva era el protector del
alcaide y se estaban produciendo en Carmona tensiones de otra naturaleza:
fue enviado, en consecuencia, un corregidor, Diego de Osorio, para que
restableciera la calma. Fray Alonso de Espina introdujo el episodio en sus
predicaciones, estimulando la cólera de los cristianos viejos que, a su juicio,
no estaban dispuestos a seguir tolerando la perfidia de los nuevos.
Probablemente, en 1463, la introducción del procedimiento inquisitorial era
el único arma a disposición del rey. Pero éste comenzaba a verse
desbordado por los acontecimientos. Y Fray Alonso de Oropesa había
abandonado la partida.
CAPÍTULO XV

DE SAUVETERRE A FUENTERRABÍA

Aparece un nuevo protagonista, Gastón IV de Foix

En la confusa situación que se produjo después de la muerte del príncipe de


Viana, la iniciativa parece pasar enteramente a manos de Luis XI de
Francia, pues frente a las propuestas de los catalanes, Enrique IV mostraba
fuertes dosis de indecisión: la mayor parte de sus consejeros se revelaban
contrarios a cualquier enfrentamiento con el rey de Aragón invocando el
compromiso que con ellos adquiriera el 26 de agosto y aprovechándose de
las reservas secretas que se formularan al juramento de doña Juana. Se
acudía también al argumento de la legitimidad, pues no era lícito acudir en
ayuda de súbditos rebeldes a otro rey. Al recibir el ejemplar firmado por el
monarca castellano de la confirmación de las alianzas, Luis XI comprendió
que tenía en sus manos un arma muy poderosa contra el aragonés; retrasó,
sin embargo, su propia ratificación, a fin de darse a sí mismo un margen
para la maniobra. Los pro aragoneses del Consejo Real, dirigidos por
Alfonso Carrillo, presentaron la noticia de que Juana Enríquez y su hijo
habían sido bien recibidos en Barcelona como señal inequívoca de que la
rebelión no llegaría a consumarse y recomendaron dejar sin respuesta las
proposiciones de Copons.
El monarca francés, «universal araña» como le apodaban sus enemigos,
mejor informado que su colega castellano, pudo así desplegar un tríptico de
acciones encaminadas a afirmar su hegemonía política: la alianza con
Castilla obligaba a ésta, siendo requerida, a prestar ayuda; las sugerencias
de los enviados desde Barcelona le permitían dar aliento a la revuelta que se
estaba gestando en Cataluña; estaba en condiciones de jugar una nueva baza
en Navarra por medio del conde de Foix. Juan II había vuelto a enviar a
Ferrer de Lanuza a Castilla para reforzar su postura de acuerdo con las
conversaciones mantenidas: abandono por parte de Enrique IV de aquel
bando que seguía acudiendo a la memoria del príncipe, conformándose con
alguna indemnización por los gastos realizados. Mantenía sus contactos en
Borgoña e Inglaterra, tratando de inyectar vida a esa gran alianza occidental
que mostraba en el Toisón de Oro una especie de insignia común.
Gastón IV, conde de Foix, había contraído matrimonio con la menor de
las hijas de Juan II y la reina Blanca de Navarra, Leonor. Al morir el
príncipe de Viana y siempre de acuerdo con el testamento de Carlos III, esta
infanta había dado un paso hacia el trono; sólo le separaba de él su
hermana, la «triste princesa» Blanca que, tras la anulación del matrimonio
con Enrique IV se había retirado, sin volver a casarse. De modo que sin la
sentencia de 1453 el monarca sería, en estos momentos, heredero de
Navarra. En febrero de 1462 Gastón consiguió convencer a Luis XI y a
Juan II de que sus intereses recíprocos estarían mejor servidos si él adquiría
esta condición, lo que implicaba una previa eliminación de Blanca. El rey
de Francia sopesó las ventajas que para él tendría el hecho de que el futuro
señor de Navarra fuese, al mismo tiempo, uno de sus grandes vasallos, y
comunicó a Enrique IV que estaba dispuesto a entablar negociaciones sobre
esta base con el aragonés, recomendándole proceder de la misma manera.
Enrique IV, que todavía el 8 de marzo, es decir al día siguiente del bautismo
de Juana, estaba decretando una especie de movilización «por algunas
causas y razones que a ello me mueven, cumplideras a servicio de Dios y
mio y al bien y pro común de mis reinos y señoríos y al pacífico estado y
tranquilidad de ellos»[210] rectificó sobre la marcha y, cediendo a las
presiones de sus propios consejeros, suscribió el acuerdo que éstos le
presentaron el 22 de marzo de 1462.
Es preciso anotar la coincidencia de esta decisión, que dejaba a los
beamonteses abandonados a su suerte, con la convocatoria de las Cortes que
debían jurar a Juana. El rey necesitaba de la unanimidad de sus nobles para
llevar a cabo con éxito la operación. Por el documento del 22 de marzo
aceptó que sus tropas se retirasen de Navarra, conservando únicamente
Viana, como rehén para el cumplimiento de las indemnizaciones que se
acordasen y que la renta de 3.500.000 maravedís, reconocida al antiguo
infante de Aragón, se asentase en los libros de cuenta en Castilla. En cuanto
a los beamonteses tendrían que retornar a la obediencia, solicitando de
Juan II un perdón que, sin duda, les sería otorgado.

Blanca transmite a Enrique sus derechos

Por aquellos días, en el romántico castillo de Olite, que el príncipe de Viana


erigiera en Corte para el espíritu de la caballería, Juan y su yerno se reunían
para trazar los planes de una de las tenebrosas maniobras que esmaltan la
trayectoria del siglo XV: el obstáculo que Blanca significaba en los
proyectos de Foix iba a ser removido. El monarca aragonés había
concertado una entrevista con Luis XI a celebrar en Sauveterre, a la que
acudiría en compañía de su hija, la principesa de Navarra, de grado o por
fuerza. Dramáticos documentos originales que han sobrevivido en los
archivos, nos permiten seguir paso a paso, las etapas de este drama:

El 23 de abril, residiendo en Roncesvalles, Blanca llamó a los notarios


para que levantaran acta de cómo, presa, su padre la llevaba a fin de
entregarla a Luis XI o al conde de Foix. En consecuencia, cualquier
cesión de derechos que se la hiciera firmar debía considerarse nula.
Tres días más tarde, el 26, desde el mismo lugar remitía una carta
pidiendo a Enrique IV, al conde de Armagnac, al condestable Juan de
Beaumont y a Pedro Pérez de Irurita que acudiesen en su socorro,
ayundándola a recobrar su libertad.
El 29 de abril pudo burlar la estrecha vigilancia en su tomo establecida
enviando a la Diputación del general de Barcelona una carta que ésta
recibió.
El 30 del mismo mes, convencida ya de que su destino era
irremediable, cedió a su primer marido, don Enrique, todos los
derechos que le correspondían a la herencia de Navarra.[211]

En Sauveterre, el 3 de mayo, mientras en Castilla toda la atención se


volcaba en el cambio de sucesión, se consumó el acuerdo inmoral que los
consejeros de Enrique IV dejaron pasar en silencio: Francia, olvidando las
promesas que hiciera a los catalanes, se mostraba dispuesta a proporcionar a
Juan II auxilios militares y económicos con los que pudiera aplastar
cualquier revuelta de Cataluña, recibiendo en depósito los condados de
Rosellón y Cerdaña como garantía de devolución de las inversiones; sin
mencionar para nada los derechos ni la suerte de Blanca —iba a ser
asesinada— Gastón de Foix era reconocido como heredero legítimo de
Navarra. Luis XI tenía en su poder un papel firmado por el conde el 11 de
abril, es decir, al tiempo que negociaba con su suegro. Mediante él
garantizaba que, cuando fuese propietario de Navarra, haría vasallaje por
este reino como si formara parte de la Monarquía francesa.
La Diputación del general en Barcelona consideró el tratado de
Sauveterre como una afrenta directa a los derechos, usos y costumbres del
Principado: la hermana del príncipe de Viana, infanta en su calidad de hija
del rey, había sido cruelmente entregada a sus verdugos; dos regiones
históricas catalanas, sin informe ni acuerdo previos, habían sido
constituidas en depósito de un préstamo para el rey. El estado de inquietud
y agitación derivó rápidamente en revuelta. Se planteó abiertamente la
cuestión de la tiranía: un rey que conculca las leyes y obra contra los usos y
costumbres pierde su legitimidad y se convierte en tirano. El trono debía
declararse vacante. Enrique IV aparecía ahora como el descendiente varón
más próximo en vía de legitimidad. Blanca, en trance de muerte, lo había
reconocido así. El principal obstáculo venía de la debilidad que venía
manifestando y que, desde el nacimiento de Juana, se agudizaba: cuando
fue comunicada la muerte de Blanca dispuso que se repitieran sus
velaciones con doña Juana, como si los actos de 1453 y 1455 ofreciesen
dudas. Este exceso en las precauciones daba armas a la propaganda
contraria.
Sin embargo muchas circunstancias operaban en su favor y no era la
más pequeña esa tendencia entre los súbditos descontentos de Juan II a
considerarse como cabeza de la dinastía. Se hacía referencia, en Cataluña, a
ese origen común en los monarcas godos, de los que arrancaba toda
legitimidad. El apoyo de la Iglesia, reforzado por los interesados informes
de Véneris, que había vuelto a Roma[212] parecía absolutamente
garantizado. El obispo Íñigo Manrique, frustrado aspirante a la sede
episcopal ovetense y adversario radical de Véneris, sería luego uno de los
más destacados miembros del bando que se levantó contra Enrique IV.

Gibraltar

Aquel verano de 1462 se tuvo la impresión de que los vientos políticos


giraban hacia un cuadrante que era favorable a Enrique IV. Toda la
operación de cambio de sucesor parecía haberse hecho con buen pie y doña
Juana era reconocida como princesa incluso por aquellos dos infantes que
permanecían bajo severa y firme custodia. En torno a este suceso,
considerado el más importante, el rey había desplegado una amplia acción
pacificadora, consistente, sobre todo, en el perdón de cuantos se habían
visto involucrados en querellas y revueltas, de modo especial en Asturias,
Galicia y Murcia.[213] Siguiendo las sugerencias de las Cortes se estaba
procediendo a una revisión a fondo de las albaquías. Era, sin duda, un
medio para allegar dinero, pero también para evitar presiones demasiado
fuertes del lado de las ayudas extraordinarias. Importante fue el cambio en
la marcha de las operaciones en la frontera de Granada, aunque en este caso
don Enrique era el gran ausente.
Concluidas las treguas, se decidió no renovarlas. Abu-l-Hasan ‘Ali trató
de adelantarse, como otras veces, para cimentar su fama de eficaz guerrero,
reuniendo un ejército que los cronistas cristianos, con evidente exageración,
cifran en 2.500 caballos y 10.000 peones, saqueando con ellos las tierras de
Estepa. El hijo del conde de Arcos, Rodrigo Ponce de León, que se
revelaría pronto como un gran soldado, salió de Marchena, juntando sus
fuerzas a las del alcaide de Osuna, Luis Pernía. La impedimenta significada
por el botín capturado fue un obstáculo en la marcha de los musulmanes
que fueron avistados cuando, al otro lado del río de las Yeguas, subían la
cuesta del Madroñal. El día 11 de abril las fuerzas cristianas, muy inferiores
en número —260 caballos y 600 peones— pudieron causar una seria
derrota a los granadinos.[214]
Aquel verano de 1462 también el condestable, Miguel Lucas de Iranzo,
pudo hacer tres fructíferas entradas en tierra granadina. Abd Allah ibn
Umram llevó la contrapartida corriendo tierras de Écija, pero los caballeros
calatravos de don Pedro Girón lograron otra importante ganancia con
Marchena. En resumen, aparte de las razzias, más o menos provechosas, se
estaba consiguiendo una rectificación favorable en el trazado de la frontera.
Ninguna tan significativa como Gibraltar.
Gibraltar, cuyo nombre significa «monte de la llave» porque en realidad
lo es de dos mares y había estado en manos cristianas durante unos pocos
años, durante la batalla del Estrecho. La perdieron después, y Alfonso XI
falleció en 1350 cuando la estaba sometiendo a asedio. Los granadinos, que
la recibieran de manos de los benimerines, la habían convertido en una de
sus principales fortalezas, para ellos muy necesaria pues los castellanos
disponían ya de Algeciras y de Tarifa. En agosto de aquel año 1462 los
alcaides de Tarifa y de Vejer recibieron la noticia de que la fuerte caballería
allí estacionada había salido en socorro de los abencerrajes, perseguidos por
Muley Hacen, dejando una guarnición tan pequeña que no bastaba para
asegurar su defensa.
Pedro de Basurto, alcaide de Medinaceli, avisó al duque y a los
comandantes de las guarniciones inmediatas, Vejer y Arcos, montando una
operación de conquista. Pero fue finalmente el duque quien, movilizando
incluso una pequeña flota para impedir socorros marítimos, pudo conseguir
la entrega de la plaza el 16 de agosto de 1462, y dispuso las cosas para
incorporarla a su señorío. Enrique IV se indignó, al parecer porque
consideraba esta conquista como usurpación de funciones que a él
correspondían, obligando al duque a dar la tenencia de la fortaleza a Pedro
de Porras. Prestó entonces juramento de que Gibraltar pertenecería siempre
al patrimonio real sin que pudiera ser enajenada. Este juramento es la raíz
de la famosa frase que se incluye en el Testamento de Isabel la Católica. A
pesar de todo no parece que el monarca hiciera honor a su juramento: don
Juan de Guzmán tuvo, hasta su muerte, la tenencia de la villa de Gibraltar.
Atento a los acontecimientos que tenían lugar en Cataluña, don Enrique
no estaba en condiciones de volver a enfrentarse con una guerra en la
Frontera de Granada.[215] El 20 de octubre encomendó a don Pedro Girón la
tarea de concertar nuevas treguas, que se firmaron en noviembre de este año
y fueron prorrogadas luego hasta octubre de 1463. Al menos tenía la ventaja
de que la campaña del 62 se había cerrado con éxito. El prestigio del rey de
Castilla, tomadas las cosas en conjunto, parecía más sólido que en otro
momento anterior. No es extraño, pues, que la Diputación del general
centrara en él sus esperanzas de éxito en el arriesgado paso a que se viera
arrastrada.

La propuesta formal

El 9 de junio de 1462 el Consell de Cent de la ciudad de Barcelona había


tomado la iniciativa de declarar a Juan II enemigo del Principado, lo que
conllevaba una desobediencia. Se redactó inmediatamente una especie de
informe jurídico, enviado al papa (21 de julio) en que se justificaba el acto:
frente al rey tirano asiste al reino, de donde emana la soberanía que aquél
recibe, el derecho de restaurar las libertades conculcadas. La Diputación del
general —recuérdese que no era, en principio más que una comisión
permanente para la administración del impuesto que llevaba este nombre—
asumió las funciones de gobierno en el Principado y, el 11 de agosto,
declaró que a Enrique IV correspondía la legítima sucesión de los reyes del
Casal d’Aragó, debiendo ser por tanto obedecido. Dos emisarios del
castellano, Juan de Uartegui y un capellán, habían comunicado
secretamente que estaba dispuesto a aceptar (así lo certificó la Diputación el
12 de agosto).[216]
Juan Copons regresó a Castilla con esta propuesta y con la noticia de
que la reina Juana Enríquez y su hijo Fernando habían tenido que refugiarse
en Gerona, huyendo de los exaltados barceloneses. Ahora bien, Gerona,
defendida por el Maestre de Montesa, Luis Despuig, resistió gracias a los
10.000 infantes mercenarios que envió Gastón de Foix y que eran el precio
por la confabulación de Sauveterre y la entrega de Blanca. Copons halló a
don Enrique en Atienza, atento a la frontera donde podían surgir las
hostilidades, y le entregó una carta de la Diputación, fechada el 26 de
agosto, por la que se le invitaba a trasladarse al Principado para tomar
posesión: su presencia bastaría para acabar con Juan II. Verbalmente el
procurador fue más explícito: no se trataba de que los catalanes le
escogiesen por príncipe y conde de Barcelona, sino de que «el señorío de
aquel reino es vuestro derecho». Una invocación, en suma, a la legitimidad
intrínseca de la dinastía que entonces reinaba en Castilla. Enrique estaba
informado de que había, en Aragón y en Valencia, corrientes de opinión que
circulaban en esta misma línea; pero también, sin duda, de la propaganda
que se estaba montando en sentido contrario y que le presentaba como una
especie de instrumento de los rebeldes catalanes.[217]
Se tiene la impresión, siempre difícil de confirmar a la luz de los
escuetos documentos, de que Enrique IV estuvo, en principio, dispuesto a
aceptar la oferta que se le hacía. Dispuso una especie de movilización por
tierra y por mar, si bien refiriéndola a la frontera de Granada.[218] Esta
orden fue, en muchos casos, desobedecida. Le faltó la decisión necesaria en
casos semejantes. Estaba convencido de que sin el respaldo de los grandes,
que formaban la verdadera plataforma de poder, le sería imposible obtener
éxito. Por eso envió a dos representantes personales, Juan Beaumont y el
bachiller Juan de Torres, a contactar con la Diputación en Barcelona[219]
mientras adoptaba medidas de defensa en toda la frontera (22 de octubre)
haciendo de Agreda su cuartel general. Pero la decisión final fue puesta en
manos de aquellos consejeros que, desde el reajuste, estaban ejerciendo el
poder: ¿podía invocar esa legitimidad, reconociendo la razón que pudieran
tener los catalanes para declarar a Juan II incurso en tiranía?
Alfonso Carrillo y el almirante don Fadrique se declararon radicalmente
opuestos a la empresa; no podía hablarse, en su caso, de razones jurídicas
sino personales. La mayor parte de los grandes pensaba en los costos de la
aventura y en que un crecimiento de poder por parte de don Enrique,
redundaría en detrimento suyo. En uno de esos giros en el carácter de un
ciclotímico, pareció que el rey estaba dispuesto a imponer su voluntad:
estaba enviando tropas que comenzaron a desembarcar el 24 de octubre. El
2 de noviembre los conselleres de Barcelona pidieron a la reina Juana que
les ayudase a convencer a su marido de que no había tiempo que perder,
porque los realistas tenían Tarragona. Fueron precisamente las tropas
enviadas por Enrique IV las que obligaron a Juan II a suspender una
primera amenaza sobre Barcelona, retirándose. La sublevación parecía en
este momento, final de noviembre de 1462, consolidada.

La negativa de los grandes

El estado de euforia no fue muy duradero. Influyeron, sin duda, las


características personales de don Enrique, pero no puede atribuirse a ellas
únicamente la causa: una empresa de tanta envergadura como la de
reclamar la herencia del príncipe de Viana, afectando a la totalidad
hispánica, necesitaba del compromiso absoluto del reino, ya que podía
suscitar un conflicto general en Occidente. Con tal respaldo era imposible
contar. Más difícil resulta precisar las fechas en que se produjo, en Enrique,
el cambio de decisión, quiero decir, el desánimo. En noviembre de 1462
Juan de Beaumont y Juan de Torres, en Barcelona, tomaron posesión de la
lugartenencia, anunciando que el rey había prestado juramento de
salvaguardar las libertades de Cataluña, mientras que Juan de Beorlegui
comunicaba a los conselleres que Enrique IV tenía intención de venir con
su esposa y con los infantes a pasar en Barcelona las fiestas de Navidad.[220]
Moviéndose entre dos localidades, Agreda y Almazán, Enrique IV cursaba
en los meses de diciembre y enero órdenes para que se activaran las
operaciones también en las fronteras de Aragón y Valencia.[221] De modo
que parecía dispuesto a optar por la guerra. Tenemos noticia de que las
tropas castellanas se apoderaron de algunas localidades: Vera, Veruela,
Aliaga, Alcañiz y Castellote.
Fueron semanas de gran actividad diplomática. La cuestión de Cataluña
afectaba, directa o indirectamente, a muy variados intereses, ya que ponía
en juego la posibilidad de una unión de reinos en la Península y el
equilibrio de poderes en el Mediterráneo. Ferrante de Nápoles buscó un
acercamiento a Castilla: le asaltaban constantes dudas acerca de la actitud
que podría observar Juan II en relación con la herencia del Magnánimo,
cuyo legítimo sucesor era. Para Génova y Venecia, rivales, se hallaba en
juego la prosperidad de sus negocios. El papa consideraba a Castilla como
su más firme apoyo y no tenía la misma confianza en el monarca aragonés.
Eduardo IV, el de la Rosa Roja recientemente instalado en el trono, vio una
oportunidad en el hecho de que Luis XI y Enrique IV se moviesen en
sectores enfrentados porque eso permitía desbancar a Francia de su papel de
principal aliado de los castellanos. Los marinos y transportistas del
Cantábrico mostraban preferencia por la amistad con Inglaterra, buen
mercado. De ahí que la «universal araña» decidiera captar a don Enrique
ofreciéndose como mediador: le era preciso no renunciar a ninguna de las
ventajas.
Frecuentando el séquito del rey, los procuradores catalanes tomaron
nota de que no usaba el título de rey de Aragón y príncipe de Cataluña,
como la Diputación le reconociera; y lo interpretaron como una señal de
que se plegaba a las exigencias de sus consejeros. Lo sucedido era más o
menos lo siguiente: por medio de fray Nuño de Paradinas, Juan II había
informado al conde de Alba de Tormes y, sin duda, también a otros grandes,
del acuerdo alcanzado en Olite para la sucesión en Navarra, y de todos los
acontecimientos que posteriormente habían tenido lugar. Él, Carrillo y
Pacheco convinieron que era imprescindible apartar al rey de ese mal
camino y, sin duda, otros grandes se adhiriera a esta manera de pensar.
Podían esgrimirse en este sentido dos razones: no puede un rey colocarse al
lado de los súbditos rebeldes a otro rey; a la alta nobleza castellana, llegada
al punto de maduración política, no convenía que su soberano adquiriera,
con la eventual victoria, un poder que le permitiese romper el equilibrio
establecido. Había que demostrar a Enrique la imposibilidad de gobernar
sin sus grandes.
Cerciorado de estas circunstancias, Juan II entregó a su esposa, el 23 de
noviembre de 1462, plenos poderes para establecer cuantos compromisos
fueran necesarios con los miembros de la Liga. Es indudable que él también
entraba por las sendas de la ilegitimidad, portándose como un banderizo
más. Debemos anotar otro aspecto: desde el nacimiento de Juana, el ascenso
de don Beltrán de la Cueva, inserto ahora en el poderoso clan de los
Mendoza, parecía anunciar un desplazamiento del equipo de gobierno. Era
indispensable un gesto de poder. Curiosamente se invocaba ahora la
memoria de Fernando, el de Antequera, en forma negativa. Es cierto que la
alta nobleza castellana pudo encontrar un argumento que permitiera olvidar
el lado positivo de un programa que podía conducir a que Enrique IV
alcanzara una posición hegemónico: la muy difícil situación del Tesoro, a
causa de las alteraciones en la moneda y en los precios, como se había
reflejado en la reunión de las Cortes en Toledo, desaconsejaba radicalmente
cualquier aventura de esta clase. Castilla se vería directamente perjudicada
por una empresa que no respondía a sus intereses sino al de los
desobedientes catalanes.
Con todos estos argumentos se trataba de cubrir honestamente una
renuncia. En el momento en que Copons y Cabrera se presentaron ante el
rey y su Consejo para dar cuenta de cómo, el 13 de noviembre anterior,
Enrique IV había sido proclamado en Barcelona rey de Aragón y príncipe
de Cataluña, solicitando de él que tomara ambos títulos, Carrillo y Pacheco
se opusieron abiertamente: antes de hacer tal cosa, la Diputación tendría
que enviar el dinero necesario para pagar las tropas que se necesitaban. Era
tanto como decir que Castilla no debía emplear sus recursos en este
negocio. Fue entonces cuando el arcediano de Gerona comentó, con
amargura, que si a Juan II se ofreciese la corona de Castilla, no apelaría a
ninguna clase de subterfugios para no ceñirla. Es evidente que, desde este
momento, los procuradores catalanes comprendieron que Enrique IV no iba
a despegarse de la opinión de sus consejeros. Ofrecieron que la Diputación
otorgaría 700.000 florines de oro en el momento en que tomara el título y
funciones de rey. En un momento que hemos de situar antes de mediado el
mes de enero de 1463, la decisión de no aceptar el nombramiento se hizo
firme.

La oferta francesa
Para Luis XI el acuerdo con Aragón, que no era alianza, aunque contenía
compromisos de ayuda, había significado la sustancial ganancia de los
condados pirenaicos. Era importante que de ella no se derivara la
consecuencia, poco conveniente, del quebranto de la secular alianza con
Castilla dejando el campo libre a los York. El 16 de setiembre de 1462, en
efecto, Eduardo IV había despachado sus embajadores, Tomás de Kent,
deán de Saint Severin, y Tomás Herbert, para proponer a Enrique IV un
tratado de íntima amistad que ampliase las relaciones comerciales,
extendiéndose también a otros aspectos de carácter político y militar: era el
primer tanteo en torno a una especie de alianza con Borgoña en función de
aglutinante, desde luego para impedir el expansionismo francés. Luis XI
reaccionó con rapidez: a través de sus agentes en Navarra vino a ofrecer,
como amigo y aliado que era, su mediación en el conflicto que separaba a
los monarcas peninsulares. Es muy posible —se trata de mera hipótesis—
que haya creído, en un primer momento, que tal intervención le favorecía,
dadas las antiguas relaciones de amistad.
Los agentes franceses contactaron con el arzobispo de Toledo y con el
marqués de Villena, que tenían informado a Juan II de sus pasos. El 1 de
enero de 1463 consiguieron que don Enrique firmara la autorización para
que el Consejo diera una respuesta favorable. La Corte se encontraba en
Almazán. Los catalanes procuraban insistir en el ánimo de la reina doña
Juana, a la que consideraban favorable a sus propósitos, pero estaban ya
convencidos de que los consejeros del rey eran sus enemigos. Luis XI, que
se hallaba en un lugar próximo a la frontera, fue avisado por los grandes
castellanos de que las cosas iban por buen camino y se podía pasar ya al
tramo siguiente. Éste consistió en que el monarca francés entregara poderes
a Jean de Rohan, señor de Montauban, con quien, secretamente, se
entrevistó Enrique IV en Monteagudo, muy pocos días después; en
compañía del rey, el enviado viajó luego hasta Almazán dándose así
carácter oficial a su presencia.
Las esperanzas puestas en la influencia de la reina quedaron de este
modo defraudadas. Debe anotarse que sólo en muy contadas ocasiones pudo
doña Juana intervenir con alguna eficacia en negocios de Estado. Desde
Almazán se cursaron las órdenes oportunas para que se concertase una
tregua, es decir, se suspendiesen las hostilidades. El 13 de enero Alfonso
Martínez de Ciudad Real firmó un alto el fuego con los capitanes franceses,
en Belchite, por un plazo de diez días, suficientes para efectuar la retirada.
Esta tregua, inmediatamente confirmada y prorrogada, se comunicó a todo
el reino el día 24 del mismo mes y año. Los cronistas divergen en el
momento de buscar responsables al acto que podría calificarse de traición
contra los catalanes: el marqués de Villena, según Enríquez del Castillo, o
el arzobispo Carrillo, según Palencia, que lo presenta como digno de
alabanza. Luis XI pudo anunciar jubilosamente a Gastón de Foix que muy
pronto se llegaría a una solución final en el conflicto, y en términos muy
favorables para los intereses de ambos.
Por estos mismos días, el 27 de enero, se remitieron a Girón nuevos
poderes para una prórroga de las treguas vigentes en la frontera de Granada.
Una coyuntura que Abu-l-Hasan ‘Ali aprovecharía para destronar a su
padre Sa’ad e instalarse en la Alhambra iniciando una cadena de represalias
contra sus nobles.

Sentencia arbitral

De modo que en las conversaciones preliminares se fueron perfilando dos


clases de acuerdos: que los dos reyes amigos, que nunca se vieran,
celebrarían un encuentro y que Luis XI pronunciaría un dictamen —
preferible no emplear el término sentencia pues tiene significado distinto,
en nuestros días, al que se le daba en el siglo XV— acerca del conflicto. Es
muy posible que Enrique IV, engañado por sus consejeros y por los
diplomáticos, no se percatara de lo que en el fondo ambas condiciones iban
a significar. Todavía el 9 de febrero, según descubrió Sitges, sus
procuradores estaban informando a la Diputación de que la mencionada
entrevista tenía por objeto separar a Francia de los negocios de la Corona de
Aragón. Por otra parte, el nuncio le estimulaba a negociar también con
Inglaterra, ya que la paz general en Occidente era premisa imprescindible
para una defensa eficaz contra los turcos. Siguiendo instrucciones precisas
del propio rey, Pedro Enríquez y Sancho García, se entrevistaron el 26 de
enero con los embajadores ingleses: no había motivos de preocupación; las
vistas no iban a afectar a las relaciones de amistad que se deseaba
intensificar con su reino. A esto los británicos, con mejor experiencia, se
mostraron escépticos.
No creo que sea excesivamente duro ni hipotético decir que Enrique IV
tuvo conciencia de que había sido engañado y traicionado por aquellos
mismos a los que, bajo juramento, confiara su consejo. Desde el 5 de marzo
de 1463, Carrillo y el marqués de Villena estaban en Bayona, negociando
con los consejeros de Luis XI y con los procuradores de Juan II, Pierres de
Peralta y el Maestre de Montesa, Luis Despuig, los términos a que debía
ajustarse la sentencia arbitral. Estaban presentes en aquella ciudad los
procuradores de la Diputación, nuestros conocidos Copons y el arcediano
de Gerona, pero no fueron admitidos a participar en la negociación. De todo
estaba informado Enrique IV por medio del bachiller Alvar Gómez de
Ciudad Real, a quien consideraba de su entera confianza.
En febrero don Enrique regresó desde Atienza a Segovia, para dejar allí
a la reina doña Juana, con su hija y la infanta Isabel; ella no iba a
acompañarle en su viaje a la frontera por estar entonces en los primeros
meses de aquel embarazo que se interrumpiría por accidente en Aranda
pocos meses más tarde. Sin demorarse, decidió pasar a Burgos y preparar,
desde aquí, la entrevista. Esta especie de alejamiento breve facilitó la tarea
del marqués y del arzobispo que «eran los principales por quienes las cosas
del Consejo se gobernaban» (Enríquez del Castillo). Ellos acordaron que el
dictamen de Luis XI precediese y no siguiese a las vistas, y pasaron luego
aviso a Juan II de cómo habían conseguido que todo «fuese ordenado y
capitulado… a mengua y abatimiento del rey».
Enrique IV salió de Burgos con un lujoso tren de acémilas,
ingenuamente convencido de que un despliegue de opulencia impresionaría
a sus interlocutores; en este momento seguía convencido de que primero él
y Luis XI negociarían y que, después, se haría el arbitraje, como
corresponde a los reyes estrechamente aliados. Desde Miranda, el 16 de
marzo, escribió a las ciudades del reino comunicando que se había decidido
una prórroga de la tregua hasta finales de abril «porque en este tiempo las
vistas de entre mi y el rey de Francia se han de hacer». Le encontramos en
San Sebastián el 2 de abril, día en que, con notoria ligereza, firmó el
documento que sus consejeros le presentaban comprometiéndose a aceptar
la decisión arbitral cuyo contenido desconocía. La misma promesa hizo
Juana Enríquez el 16 de abril estando en Ustaritz; la diferencia está en que
ella conocía los términos y condiciones.[222]
Un gran triunfo para Luis XI que, de este modo, se alzaba hasta
convertirse en cabeza política de Europa. En su alegato los representantes
castellanos no mencionaron el derecho que a su rey asistía sobre la Corona
de Aragón ni la renuncia que doña Blanca hiciera en él: se refirieron a los
esfuerzos hechos para defender al príncipe en Navarra, presentando una
lista de gastos de 900.000 doblas de oro, más otras 200.000 que se dieran en
dote a María cuando se casó con Alfonso el Magnánimo y que debían ser
devueltas al haber fallecido, sin hijos. De este modo se brindaba a Gastón
de Foix una oportunidad de oro para quedarse con Navarra a cambio de una
indemnización. Juan II y su esposa sí mencionaban la ilegitimidad en que
incurriera Enrique IV al socorrer a sus vasallos rebeldes y también los
daños que causaran con su intervención las tropas castellanas. Las dos
partes parecían, sin embargo, de acuerdo en algo que, años más tarde,
Fernando el Católico reprocharía a su padre considerándolo grave error:
liquidaban el pleito pendiente en torno al reino de Navarra aceptando la
política expansiva —«intento imperialista» lo ha definido Reglá— dibujada
desde Francia y tendente a una absorción del pequeño reino pirenaico.
El 23 de abril Luis XI hizo pública la sentencia arbitral que los
afectados se habían comprometido ya a aceptar y cumplir, sin discutir sus
cláusulas. Enrique IV abandonaba Navarra, devolviendo los lugares que
ocupaba, y retiraba todas sus tropas y agentes del Principado de Cataluña;
se prometía un perdón completo a los rebeldes, sin represalia, si en plazo de
tres meses, se sometían a su legítimo señor. Las encomiendas de Santiago y
Calatrava en los reinos orientales, quedarían de nuevo bajo la dependencia
de sus respectivos maestres. Amnistía completa era otorgada a aquellos
caballeros que, en Aragón y en Valencia, se habían pronunciado en favor de
los derechos de don Enrique. Como indemnización, el monarca castellano
obtendría la merindad de Estella y una indemnización de 50.000 doblas
cuyo abono se señalaba a muy largo plazo.[223]
Desde luego en este documento público y solemne no se mencionaban
otros premios. Como de costumbre, el marqués de Villena no se descuidaba
a la hora de percibir sus emolumentos. El 9 de mayo Pedro de Portocarrero,
aquel hijo para quien consiguiera el señorío de Moguer, concertaba su
matrimonio con una hija bastarda del rey de Francia, el cual asignaba a su
feliz consuegro una pensión anual de 12.000 doblas de oro. Naturalmente se
había previsto, para este convenio, riguroso secreto. Una pensión
significaba el compromiso de servir bien al rey de Francia. Así será.

Vistas junto al río Bidasoa

El tono y contenido de la sentencia arbitral sorprendió desagradablemente a


Enrique IV, que tuvo la ocasión de conocerla en las vistas inmediatas; ello
no obstante, la confirmó, según había prometido, al día siguiente de las
mismas, el 29 de abril. Tampoco fue del gusto de Juan II, pues aunque le
solucionaba un problema, translucía muy bien el tono de superioridad que,
mediante ellas, asumía el rey de Francia; firmó, también, el 4 de mayo.[224]
Alegría, y bien fundada, tuvieron Gastón de Foix y su mujer, ya que
recogían el fruto de sus intrigas que incluían un fratricidio. Consumado el
engaño se podía pasar a la entrevista concertada. Probablemente Enríquez
del Castillo, que reconstruye los sucesos desde una perspectiva posterior,
nos está transmitiendo el pensamiento del rey cuando dice que Carrillo y
Pacheco «quisieron que en aquellas vistas, o más propiamente ciegas,
quedase antes ofendido que honrado».
El 28 de abril se acercaron a la frontera que señala el río Bidasoa las dos
comitivas reales. La que acompañaba a don Enrique era especialmente
aparatosa: iban delante los cincuenta caballos portadores de los regalos que
se proyectaba intercambiar en signo de amistad, seguidos de cerca por una
compañía de cien jinetes lujosamente vestidos, la mitad de ellos a la usanza
mora. Y, tras los trompeteros, cabalgaban el arzobispo Carrillo y el marqués
de Villena, verdaderos triunfadores en la jornada, precediendo de inmediato
al rey. Cruzaron el río muchos caballeros; en una de las barcas iba don
Enrique. Luis XI, tocado con su gorro típico de imágenes de santos, estaba
en la otra orilla pisando suelo propio. «Salido el rey en tierra, el de Francia
se vino para él y quitando los bonetes a la par, se abrazaron y abrazan con
acatamiento del uno y del otro, se tomaron por las manos y juntos a la par
se fueron a una peña baja que estaba a la orilla del río, donde el rey se
arrimó las espaldas y el rey de Francia quedó delante de él, sin arrimarse.
En medio de ellos se puso un valiente lebrel y hermoso, sobre el cual tenían
entramos reyes puestas las manos» (Enríquez del Castillo). Puntualiza
Commines: «No se gustaron mucho.»[225]
La entrevista fue muy breve. Nunca pudo saberse de qué hablaron pues
lo hicieron en voz baja, sin que pudieran enterarse los circunstantes.
Aunque, a los pocos días (9 de mayo de 1463)[226] Luis XI signaría la
confirmación de la alianza con Castilla, puede decirse que en aquel
momento se cerraba ese tiempo de un siglo que la estrecha amistad entre
ambos reinos señalara. Desaparecía, por tanto, uno de los ejes de la política
europea, sin que el serio compromiso adquirido por el marqués de Villena
bastara para modificar la situación.

Decepción y desengaño

Es fácil imaginar el amargo despertar que para los procuradores catalanes


significó esta jornada del 28 de abril. Parece que se vieron sorprendidos,
como el rey, en sus esperanzas: todavía el 24 de marzo, en su carta a la
Diputación, desde Vitoria, Copons y Cabrera se expresaban en términos de
gran confianza. Dos nuevas compañías, con Juan de Torres y Mendoza —
400 hombres de armas, 400 jinetes y 180 pajes— estaban operando con
notable éxito en el Principado.[227] Llegado a Fuenterrabía, desde el
Bidasoa —ni un gesto amable entre ambos reyes, encerrados en lo que
podríamos calificar de glacial amistad— Enrique hubo de dar noticia a los
que en aquella localidad le esperaban. Juan Copons no pudo contenerse, y
su discurso fue como una premonición de lo que vendría inmediatamente:
«Pues que así le place y quiso antes creer a sus desleales servidores y
consejeros que tomar lo que Dios le daba, de tanto le certifico y téngalo
bien en su memoria, que ni a vuestra real majestad faltarán de aqui adelante
sobra de muchas guerras y persecuciones, ni a los catalanes quien los
defienda, en gran menosprecio de vuestra realeza y vituperio de su
Consejo» (Enríquez del Castillo). Si don Enrique, al percatarse del engaño,
intentó alguna clase de rectificación, era demasiado tarde. Su prestigio
había decaído.
Convencido de que su honor de rey así le obligaba, se dispuso a cumplir
las condiciones de la sentencia. El 7 de mayo, tras ordenar el regreso de
todas sus fuerzas destacadas en Cataluña, comunicó a todo el reino la tregua
indefinida. Dio poderes al arzobispo de Toledo para que en su nombre
recibiera la merindad de Estella. De nuevo se hizo trampa: el 23 de mayo,
en Zaragoza, Juan II hizo entrega a Carrillo de la carta que perdonaba todas
las acciones y delitos cometidos en Navarra; en sus manos se depositaban
también la villa de Larraga y la persona de Juana Enríquez en garantía del
cumplimiento. Pero mientras tanto, Pierres de Peralta, el hombre de más
absoluta confianza del rey, y consuegro además de Carrillo, se «sublevó» en
Estella impidiendo la entrega. ¿Qué podía hacer don Juan de Aragón frente
a un rebelde al que no estaba en condiciones de someter?
Enrique pudo entonces medir la profundidad de los abismos de la
traición. Sus breves estancia en Logroño y Lerín, esmaltadas de
negociaciones fingidas, le desazonaron: acabó regresando a Segovia, el
refugio encantado de sus decepciones, con un gesto de apatía y enfado,
dejando al marqués y al arzobispo para que rematasen la faena. Los dos
ministros concertaron lo que era una capitulación. A Juana Enríquez se la
dejó en libertad de movimientos, suprimiendo cualquier custodia; con ella
se firmó el acuerdo de Corella del 2 de marzo de 1464. No se negaba el
derecho de Enrique IV a recibir la merindad de Estella, pero Juan II era
disculpado al no poderse hacer la entrega: Pierres de Peralta la impedía con
su rebelión, que estaba siendo premiada. De modo que sólo dos lugares de
aquélla, Monjardín y Castillo, ocupados por los soldados de Enrique IV,
pudieron incorporarse al reino. En garantía de que todo lo demás habría de
serle entregado, una serie de nobles castellanos, aquellos que formaban el
partido aragonés, y entre los que se incluía el propio rey don Juan, ofrecían
algunos de sus bienes en tercería al rey. Y no era cosa de burla: el monarca
ofrecía Miranda y Larraga en Navarra; Casarrubios del Monte, la mitad de
Pinto, Arroyomolinos y las rentas toledanas, eran aportados por Carrillo; el
almirante traía Aguilar de Campoo; el conde de Alba de Liste, Bolailos; el
de Paredes la Parrilla; y don Pedro de Acuña, que de este modo hacia
manifestación de aragonesismo, su señorío de Buendía.
Enrique IV, en horas bajas, pasó por todo, confirmando el tratado de
Corella (21 de marzo de 1464) y estableciendo el 9 de julio siguiente una
tregua general con Gastón de Foix que daba a éste poder completo sobre
Navarra. Con estos documentos debemos cerrar la primera parte del
reinado. De las buenas perspectivas que se ofrecían en 1454 sólo quedaba
una profunda amargura. Más grave aún: el anuncio de tormentas. Frágil
tronco el que ofrecía aquel rey; cualquier viento podía derribarlo.
CAPÍTULO XVI

LA ALTA NOBLEZA SE PRONUNCIA CONTRA EL REY

Trasfondo de la crisis

Desde los tormentosos años en que desempeñara el Principado de Asturias,


don Enrique había utilizado, como medio principal de procurarse
adhesiones a su persona, las donaciones de rentas, en sus diversas formas,
buscando el agradecimiento y el interés. Con ello consiguió que se
despertaran en la nobleza dos sentimientos: la emulación y la codicia.
Cuando un linaje ascendía en el nivel de sus ingresos, aumentaba en poder
estimulando en sus vecinos el anhelo de crecer. La aristocracia dotada de
títulos, consciente de que ella constituía la «grandeza» del reino —una
condición que sería institucionalizada por Carlos V— estaba unida por tan
multiplicados vínculos de parentesco, que se nos hace a veces muy difícil
seguirlos.[228] Nunca llegó a constituir una oligarquía porque estaba
afectada por hondas divisiones y partidismos: contra los que en un
momento determinado ejercían el poder, surgían inmediatamente bandos y
coaliciones.
Aunque cada linaje se señalaba como objetivo prioritario el incremento
de su riqueza y poder, no prescindía tampoco de un ciato ideario político
vinculado a esa conciencia de que la nobleza constituía un modo de ser, una
forma de vida y de conducta superior; a ella correspondía guiar a la
comunidad humana, el reino, con su ejemplo, desde luego, pero también
con el ejercicio del poder y el predominio sobre todas las instituciones.
Ninguna duda en relación con la estructura monárquica de ese mismo
poder, pero criterios distintos en relación con los poderes fácticos del
soberano. Un reino bien regido era aquel en que monarca y grandes
comparten la responsabilidad de las funciones. Si el poder real se tomaba
excesivo, las estructuras nobiliarias crujían, al verse despojadas de
funciones y privadas de iniciativas. Pero si, por el contrario, se hacía
demasiado débil, las luchas políticas por el enfrentamiento de partidos
provocaban despojo de algunos linajes en beneficio de otros; en suma,
zozobra e inseguridad. Los ejemplos estaban sobre la mesa: ¿cómo no
recordar al condestable Dávalos, al conde de Castrogeriz, a don Álvaro de
Luna y a los propios infantes de Aragón? «¿Qué fue de tanto galán, qué fue
de tanta invención como trajeron?»
Desde 1464 Castilla entra en una etapa de crisis que va a prolongarse
más de diez años. Las dos iniciativas que quebrantaban principios de
legitimidad, primero la anulación con segundo matrimonio, después la
aventura catalana, se habían cerrado con un balance que, envuelto en
difamaciones, implicaba el desprestigio del rey. Era urgente una
reconstrucción de la autoridad moral de don Enrique. Pero ¿cómo y hasta
dónde? No podemos olvidar las circunstancias adversas: aumento de la
deuda pública que se traducía en mayor presión fiscal, dificultades
monetarias por acuñaciones fraudulentas, malas cosechas y brotes de
epidemias en algunos lugares. Desde 1457 se había ensayado un
procedimiento que consistía en que el rey gobernase con un pequeño equipo
de grandes que canalizaban los intereses de los demás; remodelado tres
años más tarde, había conducido a la quiebra política de 1463. Muchos
nobles, fuera de él, señalaban la ambición desatada de sus componentes
como una causa de este fracaso que, en definitiva, afectaba al reino: la
puesta en marcha de nuevos señoríos en Andalucía para los vástagos de don
Pedro Girón, el desmantelamiento de la herencia de don Álvaro de Luna, la
persecución a los Mendoza que no prosperó gracias a la intervención de don
Beltrán de la Cueva, el valimiento de éste y los golpes asestados sobre las
Órdenes militares bastaban para sembrar la inquietud.
De una manera especial las Cortes, pese a la manipulación a que se las
sometía, señalaban la peligrosa disminución del realengo; ni siquiera se
respetaba la integridad del señorío de Vizcaya y del Principado de Asturias,
indispensables para el bienestar de la Corona. Las villas poderosas, como
Almansa, Alcaraz, Trujillo, Carmona, e incluso algunas ciudades temían
perder esa condición. Los procuradores atribuían a esta práctica y al abuso
en la venta o concesión de juros, la peligrosa disminución de recursos; los
pecheros tenían después que sufrir las consecuencias por el crecimiento de
pedidos y monedas. La reina doña Juana acudía al mismo procedimiento
para retribuir a sus fieles colaboradoras.[229]
Entraba en juego la plataforma económica sobre la que se basaba el
poder de la nobleza: las rentas de la tierra y los derechos antiguos apenas
significaban nada porque la prodigiosa inflación aniquilaba cifras que la
costumbre impedía modificar; la jurisdicción, los juros y los emolumentos
unidos a los cargos significaban la garantía necesaria. Pero señoríos y
oficios eran subrogaciones del poder real: por eso había que instalarse en él,
y era peligroso debilitarlo demasiado. En este punto surgía la disyunción a
que en otro lugar nos hemos referido y que es indispensable tener en cuenta
para entender lo que sucedió en 1464: aquellos nobles que pensaban que el
fortalecimiento del poder real era buena garantía para su propio poder,
intentarían restaurar el prestigio y la autoridad de don Enrique; contra ellos
se alzaban los que esperaban de su debilitamiento nuevas y sustanciosas
ganancias. Adelantemos aquí que Fernando e Isabel propondrán desde 1475
una tercera vía: la de la fijación, por escrito, de los ámbitos de poder
económico y jurisdiccional de cada linaje. Predominaban entre los nobles
las actitudes mal definidas.
Aunque pequemos un tanto de simplificación excesiva podemos
presentar a los Mendoza, desde 1464, como los paladines de la primera
opción, y a don Juan Pacheco como el mejor intérprete de la segunda.
Pacheco era un advenedizo, tallado en la madera de los políticos que no de
los hombres de Estado: de ser un simple paje de don Álvaro de Luna había
llegado a convertirse en el marqués más rico del reino; y aspiraba a
redondear su ganancia con el Maestrazgo de Santiago. En el terreno de la
política pesaban sobre sus hombros el fracaso de Granada, la desviación de
las Cortes, la quiebra de la moneda y la vergüenza del Bidasoa. Aunque no
pudiese asegurarse su protagonismo en todos estos daños, él era
representante del poder cuando se produjeron. Los Mendoza, en cambio,
salidos de raíces euskéricas (Mendioz, solar de Álava, significa Montefrío)
tenían un muy notorio pedigree; a fin de cuentas descendían de aquel Pedro
González que diera su vida en Aljubarrota por salvar la del rey, y cuyos
restos, con honor, yacían en Batalha, al lado de los del «santo condestabre
Nun Alvares Pereira».
Más importantes aún que las raíces, estaba el tiempo presente: tras los
vástagos de aquella generación —Diego Hurtado, marqués de Santillana,
Pedro González, ahora obispo de Sigüenza y aspirante a cardenal, y los
condes de Tendilla y Coruña— se alzaba la sombra de aquel gran poeta, don
Íñigo, que escribiera el Doctrinal de privados previniendo de los abusos en
que incurre quien ejerce el poder. Con ellos un hombre nuevo, hermano
político, jactancioso y eficaz, que había conseguido gran influencia sobre el
rey. En lo íntimo de su alma, este advenedizo conde de Ledesma sabe que
debe pensar y sentir como un Mendoza, atento siempre a los consejos del
prelado que es lumbrera intelectual de la familia. Con ellos forma grupo
también el primogénito de aquel que llamaron «buen» conde de Haro,
Pedro de Velasco, de un linaje que tenía también su solar en esos valles que
desde las Encartaciones vizcaínas bajan hasta Ampuero. No muy
numerosos, tenían el valor que proporciona la cohesión.

Los Mendoza acceden al poder

La capitulación consumada en Bayona había puesto al descubierto el


programa político de Carrillo y Pacheco: con el respaldo de una Liga
amplia y poderosa, vinculada al rey de Aragón, tener la iniciativa completa
en todos los asuntos, reduciendo al rey al papel de un simple confirmador
de sus decisiones. Era inevitable que Enrique IV se sintiera herido en su
propia dignidad. Buscó un punto de apoyo dirigiéndose a Beltrán de la
Cueva. Pocos días después de la entrevista con Luis XI, le hizo el encargo
de intervenir en las negociaciones que los dos ministros llevaban a cabo
para dar cumplimiento a la sentencia arbitral; de este modo, aunque no
pudiera cambiar el curso, estaba en condiciones de suministrar informes
más fiables. La documentación, que no es escasa, nos ayuda a comprender
las dos motivaciones de la política que don Enrique estaba decidido a
seguir: evitar cualquier confrontación armada con los grandes que estaban
en condiciones de formar una Liga muy poderosa, y asegurar, mediante
negociaciones y pactos, a la niña Juana en su papel de sucesora, que
algunos de estos nobles, parecían negarle.
Enrique IV llegó a la conclusión de que aquel equipo de consejeros,
remodelado mediante el juramento del 26 de agosto de 1461, le había
traicionado, conduciéndole a pactos que lesionaban sus intereses y su
dignidad. Sin privarles de su condición, decidió marginar al arzobispo y al
marqués, de un modo semejante a como ellos hicieran con Alfonso de
Fonseca, y sustituirles en su confianza por don Beltrán y su cuñado,
encomendándoles además una misión más en consonancia con las
preferencias de la reina Juana, que temía por su hija: sólida amistad con
Portugal, Inglaterra y Nápoles, desconfiando en cambio de Luis XI y de
Juan II. «En adelante el obispo de Calahorra y el conde de Ledesma
comenzaron a entender en las cosas de la gobernación del reino» (Enriquez
del Castillo). Enrique IV no parecía capaz de contener su tendencia a
abrumar con donaciones a aquellos que mejor le servían.[230] Fue
probablemente un error el enriquecimiento vertiginoso de aquel a quien se
calumniaba: emulación y codicia entraron en funcionamiento.
Con el nuevo gobierno se reavivaron las tensiones entre la nobleza,
dando impulso a quienes añoraban el tiempo de la Liga que fuera capaz de
acabar con don Álvaro. Mosén Diego de Valera, en un artificio sin duda
literario, fecha en el 20 de julio de 1462[231] una de sus cartas en las que
explica las líneas generales de la protesta que acabaría desembocando en el
alzamiento de 1464: Enrique IV sumía al país en el desorden económico,
tenía alterada la justicia, distribuía inadecuadamente oficios y dignidades y
no se guiaba por el consejo de los nobles. Son las acusaciones que se
emplean cuando se pretende dibujar un delito de tiranía.
Madrid se convirtió, en los meses de otoño de 1463, en centro para la
toma de importantes decisiones. Con el cambio de orientación en el
gobierno la reina doña Juana había podido recobrar una parte, al menos, de
su influencia. Desde hacía meses estaba convenciendo a su marido de que el
mejor medio de asegurar la amistad con Portugal, verdadero norte de toda la
política exterior, consistía en acordar el matrimonio de su hermano,
Alfonso V, viudo desde 1455, con la infanta Isabel, que ahora cumplía 12
años y a la que la muerte del príncipe de Viana dejara libre de compromiso.
La niña seguía bajo custodia de la reina. Podía ser éste un medio indirecto
de enviar a Isabel a Portugal donde podía servir los intereses de la alianza.
Aunque había una notable diferencia de edad, ya que el monarca portugués
había nacido en 1432, aceptó la idea, enviando a Juan Fernández Silveira
como embajador para este negocio; anduvo con la Corte en el viaje a
Fuenterrabía, conociendo de cerca las vicisitudes de la política castellana.
La idea de reforzar la amistad entre ambas Coronas por medio de este
matrimonio parecía excelente.

Viajes a Sevilla y Gibraltar

Una de las preocupaciones del nuevo equipo de Gobierno estaba en resolver


el conflicto que se iniciara con el traslado de Fonseca a la sede de Santiago.
Convencido de que había cumplido su misión de pacificar Galicia, el
antiguo metropolitano de Sevilla se había visto apartado de los negocios,
retirándose cariacontecido al señorío familiar de Coca mientras reclamaba
que, cumpliéndose el acuerdo establecido, se le devolviera la mitra
hispalense. Un sobrino de su mismo nombre, Alfonso de Fonseca, que
residía en Roma, había sido consagrado arzobispo de Sevilla por Pío II y
ahora se negaba a aceptar la parte del convenio que consistía en la permuta
de esta sede por la de Santiago: una entrevista de tío y sobrino en Coca fue
verdaderamente borrascosa. A algunos de los consejeros reales tampoco
complacía el hecho de que dos de las tres sedes metropolitanas existentes en
Castilla quedaran en poder de una misma familia. El «viejo» Fonseca
dispuso la prisión de aquel «joven» ingrato y desobediente, pero él eludió la
amenaza y el 17 de enero de 1463 se presentó en la catedral para una toma
de posesión en la que descubrió que muchos nobles y caballeros le
apoyaban porque eran enemigos del duque de Medinasidonia y,
consiguientemente, de su tío.[232]
Después de haber puesto en estado de defensa todas las dependencias de
la mitra, el joven prelado viajó a la Corte, que estaba en Madrid y Segovia,
antes de las vistas de Bidasoa, y siguió insistiendo cuando Enrique IV
regresó. Carrillo y Pacheco favorecían al sobrino, pero la mayor parte del
Consejo, incluyendo desde luego a los nuevos ministros del rey, se declaró
en favor del tío, ya que el acuerdo, aceptado por el Papa, era consecuencia
de una decisión del rey. Informado el Papa Pío II, éste firmó una bula (18 de
octubre de 1463) restituyendo en su sede al antiguo arzobispo.[233] El duque
de Medinasidonia no perdió el tiempo: hizo publicar por la ciudad que ésta
volvía a tener como obispo al viejo Fonseca. Sevilla se dividió, porque
estos hechos tuvieron inmediatamente reflejo en los bandos que allí había.
Enrique IV, guiado por don Pedro González de Mendoza y don Beltrán,
decidió entonces poner en secuestro las rentas de la mitra anunciando que
pronto iría a Sevilla a resolver sobre el terreno aquel conflicto. El antiguo
arzobispo se instaló en las afueras de Sevilla confiando en que la llegada del
rey sería señal de que se le recibiría sin más impedimento.
Alfonso de Palencia, capellán del obispo, nos dice que tras aquel viaje
existía un proyecto mendaz más ambicioso, orientado a afirmar en el poder
a sus leales. Aprovechando el conflicto entre tío y sobrino, cosa de mal
ejemplo y daño para la Iglesia, era propósito del rey eliminar a ambos,
dando Sevilla a Pedro González de Mendoza y Santiago a Gutierre de la
Cueva, el hermano de don Beltrán que regía la sede de Palencia. Por eso
llevaba en el viaje, en su compañía, al «joven» con la intención de someter
a ambos a custodia, obligándoles a someterse a sus dictados. No podemos
estar absolutamente seguros de que esta conjura se haya desarrollado en los
términos que el cronista describe. A Carrillo y Pacheco se les había dado
orden de permanecer en Madrid ocupándose de los asuntos pendientes, pero
a Pedro González de Mendoza se había provisto de poderes para presidir el
Consejo.
Advertido por el secretario Alvar Gómez de Ciudad Real, el viejo
Fonseca, temeroso de ser apresado, fue a refugiarse en los dominios de
Álvaro de Stúñiga, conde de Plasencia, con quien compartiera, en tiempos,
tareas de gobierno. Quedaba, al parecer, el campo libre al conde de
Ledesma, que parecía en camino de convertirse en ministro universal. Llegó
a Sevilla en compañía del rey y pudo percatarse de la revuelta situación: la
escasez había disparado los precios del trigo; no se achacaba únicamente a
las malas cosechas sino también a exportaciones que, sin respeto a las
disposiciones vigentes, se efectuaban a África, donde podía obtenerse su
pago en oro. Torre del Oro es un nombre significativo de este especial
comercio sevillano. Enrique IV dispuso entonces la prisión del joven
Fonseca, a fin de obligarle a hacer entrega de las fortalezas a los oficiales de
la Corona. Para acabar con las banderías, causa de divisiones y
enfrentamientos, se dictó una disposición real (19 de diciembre de 1463)
que ordenaba la disolución de los bandos, prohibía la constitución de otros
nuevos y disponía el retorno de los desterrados. También en la gran ciudad
eran visibles los odios entre cristianos viejos y nuevos.
Las medidas de emergencia estaban condenadas a fracasar: aquella
metrópoli, la más poblada y activa del reino, necesitaba cambios
estructurales, pues la pequeña oligarquía de los veinticuatro caballeros
estaba dividida y dominada por dos grandes, el duque de Medinasidonia, y
el conde de Arcos, que alternaban discordias y entendimientos pero
orientados en todo caso a un dominio sobre la ciudad y sus instituciones. La
prisión del sobrino y la fuga del tío provocaba en la sede archiepiscopal un
vacío, agravado por el hecho de que las rentas de la mitra estaban bajo
secuestro. Enrique IV y sus consejeros, que pretendían forzar la vacante en
la sede, envió a Pío II una versión peculiar de los hechos, por medio de sus
procuradores, en la que se presentaba al viejo arzobispo como responsable
de desviaciones religiosas. No parece, de hecho, que su conducta fuese
demasiado ejemplar. Desde su refugio en Plasencia, el conde y Fonseca
pidieron a Alfonso de Palencia y al deán de Salamanca, Antón de Paz, que
viajaran a Roma para poner en orden las cosas. También Pacheco, Carrillo y
el joven Fonseca se hicieron representar por medio de procuradores.
De este modo la cuestión política castellana se transfería a Roma. Pío II
no tuvo tiempo de tomar decisión alguna, pues falleció aquel año siendo
sustituido por Pietro Barbo, que tomó el nombre de Paulo II, a quien
Palencia dedica descalificaciones tan graves como las que otorgara a su
antecesor. El nuevo papa, ante las noticias del levantamiento que estaban
llegando, dejó desde el principio muy clara su postura: en modo alguno era
posible proceder contra un rey legítimo, y Enrique IV lo era, de modo que
cualquier proyecto de pacificación en Castilla tendría que tener en cuenta
este punto.
Volvamos a Sevilla. Alfonso V de Portugal, «que ya meditaba muchas
intrigas para apoderarse de Castilla», para lo cual sólo temía el obstáculo de
los hijos de Juan II (Palencia) había llegado, entre tanto, a Ceuta. Los dos
reyes concertaron entonces una entrevista que tuvo lugar en enero de 1464
en la recientemente recobrada plaza de Gibraltar. El cronista castellano,
portavoz del partido «aragonés», señala como muy significativo que desde
Portugal no se haya puesto impedimento al condestable Pedro, hermano de
la primera esposa de Alfonso, para que tomara el relevo de Enrique IV en
Cataluña. Beltrán de la Cueva se encargó de organizar las fiestas, con
partidas de caza y juegos de cañas, durante los ocho días que duró el
encuentro. De acuerdo con la propuesta de la reina se estaba examinando
una doble cuestión: alianza entre ambos reinos, ampliando las paces de
Almeirim, y matrimonio. Eran muchos los aspectos que tenían que ser
tenidos en cuenta, pues había hijos del primer matrimonio y se necesitaba
regular el papel de la descendencia que pudiera producirse en Isabel, que no
renunciaba a sus derechos. Venían a plantearse cuestiones como las que, en
1383, desembocaran en la grave crisis y por eso las negociaciones
precisaban de detenida cautela.
Don Beltrán tampoco había perdido el tiempo. Aprovechando la
estancia en Gibraltar, Enrique IV arrebató la alcaidía a Pedro de Porras y la
entregó a un hombre de confianza del conde de Ledesma, Esteban de
Villacreces, que había comenzado su carrera política a las órdenes del
marqués de Villena, recibiendo en 1457 un oficio de regidor en Jerez.
Uniendo a esta fortaleza las de Úbeda y Huelma, que ya estaban en su
poder, el De la Cueva pensaba hallarse en condiciones de quebrantar la
fuerte posición que don Pedro Girón tenía en aquellas tierras. A principios
de febrero, el rey estaba en Écija: escribió desde aquí una carta breve y
colérica[234] a los consejeros que permanecían en Madrid describiendo el
deplorable estado en que se hallaban las defensas de la frontera. Era una
denuncia, en toda regla, de las gestiones encomendadas al Maestre de
Calatrava. Reuniendo tropas, volvió don Enrique a asumir el protagonismo
en la guerra de Granada, entrando una vez más en la Vega: se trataba de
obligar a los musulmanes a indemnizar por la firma de una nueva tregua.
Concluida esta breve campaña, llegó a Jaén para entrevistarse con el
condestable Miguel Lucas de Iranzo, de quien siempre se esperaban
muestras de fidelidad. Se estaban ya negociando nuevas treguas que fueron
comunicadas desde aquella ciudad el 14 de marzo. Tenían prevista la
duración de un año y llevaban consigo la correspondiente indemnización.
Había ya el proyecto de establecer una prórroga.
A Jaén llegó una noticia: en la mañana del 18 de febrero de 1464 la
ciudad de Sevilla se había visto sacudida por un tornado que causó terribles
daños en edificios, incluyendo también cierto número de víctimas mortales.
El informe enviado al rey se desenvuelve en términos estrictamente reales,
sin diferencia respecto a cualquier otro que pudiera redactarse en nuestros
días.[235] Pero el cronista Enríquez del Castillo recoge otra versión ominosa,
presagio de calamidades sin cuento. Muchos sevillanos, en medio de la
tormenta, habían visto, en el cielo, desplegadas las filas de guerreros que
entre sí se combatían era, sin duda, presagio de los duros tiempos que, a
partir de aquel año, tocaría vivir.

Vistas de Guadalupe

Miguel Lucas, con su fidelidad absoluta al rey y su repugnancia a entrar en


el juego de los partidos, era una pieza esencial en el debate político. Tenía
que informar al rey de que, antes de la llegada de éste a Jaén, había acudido
a un encuentro con don Pedro Girón, en el lugar de Torres, inmediato a la
ciudad. Era un encuentro normal entre quienes compartían la
responsabilidad de la defensa de la Frontera. Pero en esta ocasión el
Maestre de Calatrava se había referido a la nefasta influencia que don
Beltrán estaba ejerciendo y a cómo el arzobispo Carrillo y su propio
hermano se hallaban decididos a liberar al rey de ella. Miguel Lucas liaría
bien uniéndose a este tándem: pues el valido aspiraba a tener el Maestrazgo
de Santiago, aunque mucho más conveniente sería que lo ostentase el
condestable. Miguel, según el autor de sus Hechos, había desviado la
conversación: aquél era su mundo, pequeño y firme, desde el que servía con
fidelidad, no aspiraba a más. Y nunca haría nada que pudiera arrojar dudas
sobre su obediencia a Enrique.
El monarca reaccionó de una manera que en él había llegado a
convertirse en norma de conducta: había que ganarse, con dádivas, la buena
voluntad del Maestre. Girón fue acogido en la Corte, entonces en Jaén, y el
22 de marzo quedó confirmado el trueque de Bélmez, que hasta entonces
perteneciera a su Orden, por Fuenteovejuna, arrebatada a la ciudad de
Córdoba. De este modo pudo nacer un nuevo linaje de grandes, la Casa de
Osuna: a esta villa y a Bélmez se unían Cazalla y Archidona, para formar el
señorío patrimonial de Alfonso Téllez Girón, nacido fuera de matrimonio
pero legitimado en el momento oportuno. Este gran favor no serviría sin
embargo de garantía de fidelidad.
Antes de concluir el mes de marzo, según el cuidadoso itinerario
trazado por Torres Fontes, Enrique IV estaba ya en Madrid, elaborando con
sus consejeros el programa político que se dibujaba para reparar el malestar
surgido tras las negociaciones de Bayona. Era indudable que el conde de
Ledesma aparecía ahora en el lugar más destacado entre los consejeros,
aunque no parece que estuviera dotado de las calidades necesarias para el
manejo de los asuntos. Es cierto que, por iniciativa del rey o suya, era
candidato firme al Maestrazgo de Santiago. Tenía iniciativas que podían
calificarse de inútiles jactancias como la de cambiar el nombre de la villa de
Colmenar de Arenas por el de Monbeltrán. Alardes de este tipo, visibles en
el modo de vestir, permitieron al marqués de Villena sembrar entre los
grandes la conciencia de que el poder, en manos de este advenedizo, no
podía traer más que daños.
No era así. Los cronistas coinciden en decir que, aunque en los
manifiestos se alude al bien de la república de los reinos, el espíritu de
rebelión quedaba limitado a los estratos de la alta nobleza; las ciudades se
mantenían en la fidelidad al rey, dirigiendo sus críticas a otros sectores y
reclamando el restablecimiento de su autoridad. Las propuestas que en el
Consejo se hacían eran, por otra parte, correctas: Fernando e Isabel no las
cambiarán. Reajuste monetario, guerra de desgaste en Granada hasta
conseguir su capitulación, fijación del status de colaboración
correspondiente a la nobleza, apertura hacia el Atlántico, estrechamiento de
relaciones con Portugal, creación de la Hermandad General,
establecimiento de la Inquisición, son propuestas que habrán de hacerse
efectivas en el reinado siguiente. Ferrante de Nápoles[236] y Eduardo IV de
Inglaterra se mostraban dispuestos a entrar en un sistema de alianzas.[237]
Más sugerente resulta la comprobación de personajes: precisamente los
que ahora figuraban en el partido del rey, como Pedro González de
Mendoza o los Velasco, y aquellos oficiales intermedios de gran eficacia,
iban a contarse entre los colaboradores de Isabel; incluyamos a don Beltrán
de la Cueva, aunque su papel no sería destacado. Carrillo, Pacheco y los
Stúñiga, tras haber intentado servirse de ella como de un instrumento,
cambiarán de bando al descubrir que, con Fernando de Aragón, llegaba un
verdadero rey. Lo que, sin duda, don Enrique no era: su bondad puede
servirle de disculpa a título personal; pero su incapacidad era también
manifiesta. Negociando con dádivas y concesiones, sería empujado hasta el
borde del abismo.
Comenzaba el mes de abril de 1464 y llegó, a Madrid, una noticia
importante: Alfonso V de Portugal estaba con los jerónimos en Guadalupe,
celebrando una novena; convinieron en verse en Villafranca de la Puente
del Arzobispo, donde las grandes vías cruzan el Tajo. La reina doña Juana
tomó la iniciativa: ella tenía un interés sobresaliente en llevar a término
aquel negocio de que se hablara primero en Fuenterrabía y después en
Gibraltar. Por eso llevó consigo a los infantes, sus cuñados, cuya custodia
ejercía, al parecer con rigor. «La hermosura de esta última (Isabel) cautivó
(a Alfonso) tan fuertemente que quiso hacerla de inmediato su esposa»
(Palencia). Por aquellos días cumplía la futura Reina Católica trece años y
no hay inconveniente en admitir la noticia que nos dan los cronistas de que
se trataba de una muchachita llena de gracia. Pero entonces don Enrique
retrocedió: un matrimonio que afectaba a la que, en aquellos momentos,
ocupaba el tercer puesto en la sucesión, perdida la esperanza en las
promesas del maestro Samaya, necesitaba de una previa consulta con los
grandes y el Consejo. Simplemente, el rey no se atrevió a ir más lejos.

El requerimiento

Alfonso Carrillo y el marqués de Villena hicieron correr la noticia de que


temían ser presos y destruidos y fueron a instalarse en Alcalá de Henares,
villa que el arzobispo había convertido en reducto para su seguridad. Lo que
en realidad sostenían era que tanto la fórmula de 1457 como su
modificación del 26 de agosto de 1461, incluyendo el juramento del rey, era
forma legítima para ejercicio del poder, a la que el propio Enrique quedaba
obligado, y no podía ser conculcada. Por otra parte estaban decididos a
negar que doña Juana tuviese derecho a la sucesión. Indirectamente los tiros
iban dirigidos contra doña Juana, la madre, a la que se quería presentar
como nido de intrigas e incursa en los peores pecados, capaz de urdir un
plan siniestro para permitir que su hija se convirtiese en la heredera. La
difamación de la persona y conducta del rey era una consecuencia
inevitable de este plan.
La denuncia fue puesta por escrito el 16 de mayo de 1464 en un
manifiesto que firmaron los tres, Pacheco, Carrillo y Girón. «Somos ciertos
y certificados de que algunas personas, con dañado propósito, tienen
apoderada la persona del muy ilustre señor infante don Alfonso y,
asimismo, la persona de la muy ilustre señora infante doña Isabel —en otro
lugar del mismo documento se les califica de “primogénitos y legítimos
sucesores”— y no solamente esto, mas somos cierto que tienen hablado y
acordado y asentado de matar al dicho señor infante y casar la dicha señora
infante donde no debe ni cumple al bien y honra de la corona real de estos
reinos y sin acuerdo y consentimiento de los grandes de este reino según se
acostumbra cuando los semejantes casamientos se hacen, todo esto a fin de
dar la sucesión de estos reinos a quien de derecho no viene ni le pertenece.»
De este modo las reservas expresadas dos años antes en acta notarial,
cobraban ahora estado oficial. El objeto de aquella conjuración —tomada
esta palabra en su sentido más estricto, es decir como juramento que los tres
prestaban de cumplir este propósito— no era otro que el de sacar a los dos
infantes de la custodia de la reina doña Juana para que la asumiesen los
autores del manifiesto «y no otros».[238] Ellos cuidarían de concertar el
matrimonio más conveniente. No se excluía el recurso a la fuerza para
conseguir la liberación de los que se intentaba presentar como cautivos.
Un manifiesto no es un programa; para fijarlo se necesitaba disponer de
un partido, agrupación de la grandeza. El almirante don Fadrique, el conde
de Benavente, y el de Paredes, Rodrigo Manrique, que pilotaba este vasto
linaje, se mostraron de acuerdo. Don Juan Pacheco hizo un viaje a tierras de
Salamanca y Extremadura para explicar sus proyectos a los condes de
Plasencia y de Alba de Tormes logrando la aquiescencia de ambos.
Mediando Alfonso de Palencia los dos Fonseca llegaron a un acuerdo de
reconciliación, reunidos en la cartuja de Santa María de las Cuevas.
También ellos tenían abundantes motivos de resentimiento con el rey. Como
se contaba con otros parientes y amigos era ya posible en mayor afirmar
que existía un consenso general de la alta nobleza.
Enrique IV respondió a este primer conato de agitación desde una
actitud típica en él, que sus enemigos considerarían como signo de
debilidad: envió mensajeros a Alcalá pidiendo a Carrillo y a Pacheco que
acudiesen a Madrid pues era su propósito explicarles lo que se había tratado
en Villafranca; ellos respondieron, desabridos, que si de verdad hubiera
tenido la intención de que interviniesen en el negocio les habría invitado a
acompañarle y que, de todas formas, no se entrevistarían con el rey más que
en el campo abierto o en otro lugar que ofreciese condiciones de seguridad.
Y entonces el marqués de Santillana y el primogénito del conde de Haro,
Pedro de Velasco, se ofrecieron a constituirse en rehenes para que Villena
pudiera sentirse seguro en Madrid.
Acudió en consecuencia don Juan Pacheco al viejo alcázar, sobre el
Campo del Moro. Ya no era el antiguo ministro del monarca sino portavoz
de una nobleza que exigía rectificaciones en el gobierno. Aun así la
influencia que ejercía sobre don Enrique era muy considerable. Hizo, en
consecuencia, un requerimiento compuesto por cinco puntos, sin el menor
respeto, olvidando incluso que a él se debían muchas de las medidas de
gobierno de las que protestaba:

Era imprescindible restablecer la costumbre, por Enrique suspendida,


de que notarios y testigos, en número suficiente, certificasen la
consumación del matrimonio en el caso de los reyes y príncipes, pues
de otro modo había motivos muy fundados para dudar de la
legitimidad de la sucesión. Indirectamente estaba indicando que no
creían que la unión con doña Juana se hubiese consumado por lo que la
niña no podía ser considerada legítima.
El monarca tendría que despedir a los caballeros y soldados
musulmanes que formaban parte de su séquito pues, aparte del
escándalo que significaban para la fe, eran culpables de numerosos
delitos y de extender costumbres deshonestas. En su Crónica, Palencia
nos ofrece una variada muestra de tales actos.
Beltrán de la Cueva, mal ejemplo para todos, tendría que ser alejado de
la Corte.
Era preciso ordenar la Casa del infante don Alfonso, de acuerdo con la
condición de sucesor que para él se reclamaba.
Por último, y en relación con el mal estado de las finanzas del reino, se
reclamaban tres condiciones esenciales. Que no se percibiera otros
impuestos que aquellos que la costumbre tenía establecidos o las
ayudas debidamente otorgadas por las Cortes. Que el rey se
comprometiera a no alterar el valor de la moneda. Que, asimismo, los
«situados» en los libros del rey, se abonasen puntualmente, con
exactitud. No es necesario recordar que los nobles eran principales
beneficiarios de los mismos.

Falla el golpe de mano

El comienzo de las negociaciones permitía al marqués de Villena recuperar


una parte de sus funciones en cuanto consejero del monarca, pues venía a
ser una especie de interlocutor acreditado. No era él, únicamente, quien se
guiaba por esta norma de conducta. En esta primera fase del movimiento
otros grandes buscaban posiciones al lado del monarca: el 6 de junio de
1464 el conde de Alba de Tormes juró una especie de concordia
asegurándose así sus señoríos.[239] Villena procuraba también que otros de
los importantes consejeros, como Fonseca, recobraran el favor y la
influencia. Enríquez del Castillo atribuye el aviso que movió al arzobispo a
huir a una maniobra torcida de Villena que, de este modo, colocaba de un
golpe a dos de los antiguos gobernantes en la enemistad del rey. Sin
embargo todo el proyecto, elaborado el 16 de mayo en Alcalá, necesitaba de
un acto decisivo: había que sacar a los infantes de la custodia de la reina
Juana, para ponerlos en su poder. Los condes de Benavente y de Paredes así
como el primogénito del almirante Enríquez, se declararon dispuestos a
ejecutar el golpe.
No faltaban apoyos a Enrique IV. El más importante, sin duda, el del
nuncio Antonio de Véneris, que había vuelto a Castilla con amplios poderes
de Pío II, que significaban un respaldo completo. En los últimos meses de
su vida el papa Piccolomini, había volcado toda su atención en la defensa
de la cristiandad contra los turcos y para ello necesitaba dinero. Pero
muchos predicadores de la cruzada, obrando «no según y por la forma ni al
fin que el dicho nuestro muy Santo Padre lo mandó dar y otorgar…
acrecientan en la dicha indulgencia muchas cosas y casos que en ella no
están»,[240] de tal forma que muchos entendían que no se estaba procurando
el dinero sino reclutando soldados para Italia, abonándoles un sueldo. De
hecho las noticias que de aquella península llegaban daban pie a este error,
pues el Santo Padre estaba concentrando en Ancona un ejército a cuyo
frente se puso y que no tuvo lugar porque falleció precisamente en aquella
ciudad. Paulo II no modificó las instrucciones otorgadas a Véneris. Ya
hemos indicado más arriba cómo, para él, la legitimidad de Enrique IV
quedaba fuera de duda.
Mientras los tres nobles comprometidos preparaban la operación de
rescate de los infantes, el rey dictaba orden de secuestro de los señoríos de
Coca y Alaejos que pertenecían a los Fonseca. El conde de Plasencia
movilizó sus tropas e impidió que se cumpliera la orden. Avisado, también
Pedro Girón acudió en ayuda de los grandes. Enrique IV, en un gesto de
valor, reforzó su alianza con los Mendoza otorgando al marqués de
Santillana el gobierno de Guadalajara (15 de julio de 1464).[241] No se
trataba de privarla de sus privilegios, ni del derecho de voto en Cortes, pero
sí de atribuir a don Diego una «asistencia» que permitía gobernarla en
nombre del rey. Por ejemplo, cada año, el regimiento le comunicaría los
nombres propuestos para los distintos oficios recabando su confirmación.
Don Beltrán tenía ya una firme promesa de ser el próximo Maestre de
Santiago.
Fue, probablemente, en este mismo mes de julio cuando, conseguidos
los sobornos oportunos, se produjo el intento de golpe de mano. Hombres
armados, a quienes se había franqueado una puerta, entraron en el alcázar
de Madrid. Avisado a tiempo, el rey tomó a los infantes, que en la Corte
vivían, y se refugió con ellos en una de las habitaciones reservadas que
entonces se llamaban retretes. Cuando comprendió que la iniciativa había
fracasado, compareció el marqués de Villena, recriminando a los invasores
su conducta y presentándose a sí mismo como una especie de defensor de la
persona y dignidad reales. Don Enrique no se dejó engañar y dijo a
Pacheco: «¿Paréceos bien, marqués, esto que se ha hecho a mis puertas?
Sed cierto que ya no es tiempo de más paciencia» (Enríquez del Castillo).
Palabras vanas. Pacheco, que salió rápidamente de Madrid, sabía muy bien
que su rey no era capaz de mantenerse en posiciones enérgicas.

Don Beltrán, Maestre de Santiago

Al llegar el verano de 1464 el rey de Aragón tenía certeza absoluta de que


las injerencias castellanas en Navarra y Cataluña eran un capítulo
definitivamente cerrado. Cuando Antón Núñez de Ciudad Rodrigo, con
poderes que para ello le diera el rey, firmó la tregua indefinida con Gastón
de Foix y su esposa, estaba legitimando la iniquidad cometida con Blanca.
Con independencia de esto, al día siguiente, 10 de julio de 1464, don
Enrique renunciaba también a la compensación asignada, la merindad de
Estella, conformándose con las que se le ofrecían en Casarrubios, Pinto,
Chozas de Arroyomolinos y Toledo, que ni siquiera volvían al patrimonio
real.[242] Desde esta posición de libertad, Juan II entregó a los nobles
castellanos una adhesión a sus reclamaciones (Tárrega 16 de julio): todos
los señoríos debían ser restaurados en el estado que tenían antes de las
agitaciones. Pero en este compromiso se incluían él mismo —en cuanto a la
renta compensatorio asignada— y sus parientes, en especial esos tres
sobrinos Alfonso, Isabel y Enrique «Fortuna» a los que no se reconocían las
asignaciones correspondientes. De nuevo se otorgaban garantías absolutas
para los señoríos adquiridos por Pacheco y su hermano.[243] Se trataba de
establecer un principio de legitimidad al que se adhirieron el marqués de
Santillana y el obispo, su hermano.
Pero entonces Enrique IV decidió dar un paso más que discutible. De
acuerdo con el Testamento de su padre, el Maestrazgo de Santiago
correspondía al infante Alfonso. Es dudoso que el rey tuviera legítimo
derecho a arrebatar a los freires la elección que la regla les otorgaba, pero
los precedentes establecidos en el reinado anterior, refrendados siempre por
el papa, parecían convertir ese oficio en una parte de la estructura del reino.
Así, cuando don Enrique asumió la administración de la Orden estaba
haciendo algo que no sorprendía: la vacante prolongada y las discordias
entre los comendadores parecían recomendar esta solución provisional. De
pronto el rey llamó a su capellán, Suero de Solís, y le encargó que fuera a
Roma, llevando 14.000 ducados para ganar voluntades, y consiguiera que
don Beltrán, que ni siquiera era freire de la Orden, fuera nombrado Maestre.
El secretario Alvar Gómez de Ciudad Real, que estaba presente, pasó aviso
al marqués de Villena, que avisó a sus procuradores en Roma. También
Carrillo informó al pontífice de las dificultades y abusos con que estaba
tropezando la Iglesia en España.
Pío II necesitaba dinero. Por otra parte no podía negarse ante una
petición que el rey de Castilla le hiciera, porque éste demostraba su
obediencia en todos los extremos: el 2 de agosto había prohibido a sus
súbditos viajar a Italia para enrolarse en la cruzada. Por eso, aunque
Alfonso de Palencia intentó trazar ante los papas, primero Pío, y después
Paulo, un negro panorama acerca de la situación de la Iglesia en Castilla,
ambos accedieron a los deseos del rey y el 2 de setiembre de 1464, en una
ceremonia solemne expresamente preparada, don Beltrán fue investido del
Maestrazgo. Pocas semanas antes de este acontecimiento, el conde de Alba
había llegado a un acuerdo con Pacheco, que no invalidaba el del 6 de
junio, pero le sometía a fuertes limitaciones, ya que de las obligaciones de
recíproca ayuda sólo quedaban excluidos el Maestre de Alcántara y las
«personas instituidas en dignidad real» lo que parecía indicar
exclusivamente a Enrique IV, Alfonso V de Portugal y Juan II de Aragón.
La decisión adoptada en el caso del Maestrazgo de Santiago encolerizó
al marqués de Villena: había, en el fondo, un motivo personal al que no
podía referirse, sus propios proyectos sobre aquella prebenda. Pero lo que
explicó al rey, estando en Segovia, era otra cosa: lo que se conculcaba era
un Testamento del rey, ley fundamental del reino, y esto no podía hacerse
por medio de un recurso unilateral al pontífice sino mediando un acuerdo de
los grandes en cuanto que representaban al reino. En otras palabras, acusaba
a don Enrique de haber procedido contra derecho conculcando los usos y
costumbres del reino.
Esta conversación había tenido lugar en Segovia, ciudad a la que la
Corte se había trasladado en los primeros días de agosto. La reina Juana,
que seguía custodiando a los infantes, se encontraba más segura en este
alcázar que en el de Madrid. Se habían reanudado las conversaciones entre
ambos bandos, entregando don Beltrán como rehén a su hermano el obispo
de Palencia. Girón lo había acogido, alojándole con honor y dignidad en el
castillo de Peñafiel. El marqués de Villena también se sentía seguro en
Segovia: se alojaba en ese monasterio jerónimo que estaba edificando a sus
expensas en El Parral, el cual aún conserva el perfil de una verdadera
fortaleza. Por segunda vez iba a intentar un golpe de mano para apoderarse
de los infantes y, acaso, también de la reina. Pudo sobornar a Hernán
Carrillo que, por estar casado con una dama de doña Juana, Mencía de
Padilla, tenía alojamiento en el recinto de la ciudadela. Faltaban pocas horas
para que se llevara a cabo la acción cuando el plan fue descubierto y
evitado. Una vez más, Pacheco negó haber tenido intervención alguna en el
mismo y nadie se atrevió a tomar medidas en su contra. El Parral era como
una alternativa al palacio del rey.
San Pedro de Dueñas

Se había llegado a un punto en que parecía demostrarse que mientras los


grandes se mantuvieran discretamente unidos, ninguna medida podía ser
tomada contra ellos. Cada uno levantaba tropas haciéndose en la práctica
invulnerable, aunque esto significaba un desembolso cada vez más
cuantioso. Fuertes vientos presagiaban ya la guerra y nadie podía estar
seguro de ganarla. Por eso los condes de Alba de Tormes y de Plasencia,
que podían blasonar, más que Villena, de no haber abandonado la debida
obediencia, vinieron a proponer a Enrique IV una entrevista en condiciones
de seguridad, en medio del campo, donde pudiera hallarse remedio a las
quejas que se presentaban. Y el monarca aceptó, fijándose la fecha en el 16
de setiembre de 1464 y el lugar en un punto a cuatro leguas de Segovia,
entre Villacastín y el convento dominicano de San Pedro de Dueñas. Don
Enrique, que abandonaba el seguro refugio de Segovia, proyectaba hacerse
acompañar de un buen contingente de soldados.
Parece, según las noticias de que dan cuenta los cronistas, que no se
trataba tanto de hablar como de alejar a los actuales colaboradores del rey,
volviendo a ponerle en poder de los dos hermanos. Pacheco tenía 300
caballos en Lastrilla y Girón 600 que, desde Peñafiel, se movieron a
Turégano. Se contaba, entre otras cosas, con la condesa de Treviño, que era
precisamente aquella doña Guiomar de Castro que podía decir muchas
cosas, verdaderas o falsas, como así conviene en política, acerca de la
intimidad del rey. Pues en el fondo de todo este proyecto alentaba el
designio de declarar que Juana no era hija de Enrique. Sucedió, sin
embargo, que el 15 de setiembre, es decir, la víspera de la fecha acordada,
llegó a Segovia la noticia de que Juan de Vivero y Alfonso Enríquez,
primogénito del almirante, habían intentado un golpe de mano en Valladolid
para proclamar al infante Alfonso. Un sobrino del famoso conde de Buelna,
Alfonso Niño, que desempeñaba la merindad en la villa, había conseguido
mantenerse con sus soldados en la torre que marcaba la puerta del Campo,
rechazando los ataques hasta que se produjo una reacción de sus moradores
y llegaron refuerzos de Álvaro de Mendoza que permitieron controlar la
situación.[244] Valladolid no contaba entonces, como Madrid o Segovia, con
una residencia real adecuada —las deleznables dependencias habían sido
cedidas precisamente por él a los dominicos— y por ello se cursaron
órdenes para que, en esa misma puerta del Campo, se levantara una
fortaleza de la que Alfonso Niño debería encargarse.
Ante este golpe de sorpresa, Enrique IV decidió suspender la entrevista
retornando de nuevo a Segovia. Llamó a las Hermandades y por toda la
comarca corrió la voz de apellido porque era la persona misma del rey la
que se hallaba en peligro. Con posterioridad a estos sucesos, las Cortes
establecerían la fecha del 15 de setiembre de 1464 como aquella en que
comenzaran las alteraciones en Castilla y, con ellas, una situación de
ilegalidad. El dato sería confirmado después por Fernando e Isabel. Es
oportuno, en consecuencia, para acomodarse a la mentalidad del tiempo,
establecer esta división: hasta ese día las decisiones adoptadas, desde la
legítima autoridad, no podían discutirse; todo lo posterior tendría que ser
revisado pues se había producido, por parte de la alta nobleza, un rechazo
violento de la legitimidad del reino.

Primeros núcleos para la rebelión

Se hallaba todavía el lento séquito real lejos de Segovia, en el camino de


San Pedro de las Dueñas, cuando un mensajero, lanzado al galope, vino a
advertir al rey de que el Maestre de Calatrava había dado a sus tropas la
orden de marcha. Como ya sucediera en 1420, la magia del nombre de la
monarquía mostró su tremenda eficacia: respondiendo a la voz de
Hermandad, cinco mil campesinos de una amplia zona en torno, vinieron
con armas improvisadas a defender al rey, el signo institucional de las leyes,
usos y costumbres. Con las tropas regulares de que disponía, Beltrán de la
Cueva pudo asegurar el camino; pero Enrique IV le había encarecido que
no presentara batalla; el choque armado le parecía la peor decisión. Esto no
fue obstáculo para que, desde Segovia, se cursaran órdenes para garantizar
la defensa de zonas amenazadas.[245]
Era, sin duda, el comienzo de una guerra civil. Pedro González de
Mendoza fue a entrevistarse con los condes de Plasencia y Alba para
reprocharles que, en su propuesta, se escondiese un acto de traición, y
recordarles que, con ellos y con otros grandes, tenía su familia establecidos
juramentos de seguridad que garantizaban contra cualquier atentado a la
persona del rey. A pesar de todo, don Enrique, que «antes quería pendencia
de tratos que destruir a sus enemigos» (Enríquez del Castillo) se abstuvo de
tomar decisiones que pudieran tacharse de radicales. Desde el Consejo no
podía ignorarse que el reino había comenzado a fragmentarse; se pensó
entonces que el único remedio estaba en el fomento de las Hermandades,
instituyendo a ser posible una con carácter general. Imprescindible
resultaba el restablecimiento del orden.[246]
Tres amplios sectores, en Andalucía, Asturias y el señorío de Vizcaya,
dieron señales de escapar a toda clase de control ya en el otoño de 1464. Al
dar la orden de marcha a sus tropas, Girón se había colocado fuera de
obediencia. Trató entonces de constituir un fuerte núcleo de resistencia a la
autoridad del rey utilizando para ello las fortalezas de su Orden, que le
obedecían, y las plazas del señorío de Osuna que tan generosamente se le
dieran. Frente a él, en la alta Andalucía, sólo Miguel Lucas de Iranzo
parecía dispuesto a resistir: el condestable retuvo Jaén pero no pudo impedir
que Andújar, Baeza y Úbeda cayeran en poder del Maestre, fortaleciendo su
posición. A Girón se sumó Díaz Sánchez de Benavides, nieto por su madre
de Ruy López Dávalos, y casado con María Carrillo. Este frontero típico
aspiraba a construirse un estado y, desde luego, lo consiguió, con título de
conde de Santisteban del Puerto.[247] La guerra resultaba, en esta ocasión,
rentable.
También para los Sotomayor, cercanos a Córdoba. Entre 1432 y 1453, el
viejo don Gutierre, Maestre de Alcántara y padre de abundante prole, había
aprovechado los servicios prestados para crear un señorío que contaba con
las villas de Gahete (a la que se cambiaría el nombre por Belalcázar, más
eufónico) y Puebla de Alcocer, desde las que se dominaban varios lugares
como Talarrubias, Casa de don Pedro, Fuenlabrada, Herrera y Villarta.[248]
Naturalmente este señorío molestaba a la ciudad de Córdoba de modo que
el heredero del Maestre, Alfonso I de Sotomayor, se vio en tremendas
dificultades, no sólo a causa de la ciudad y de los nobles que la defendían,
Alfonso de Aguilar y Diego Fernández de Córdoba, sino de modo especial
porque entró en el punto de mira de la ballesta de don Pedro Girón, para
quien la consolidación del señorío de Belalcázar era un obstáculo para sus
propias aspiraciones. Los golpes asestados contra Alfonso de Sotomayor
culminaron el 5 de marzo de 1464 cuando Enrique IV ordenó suspender el
pago de un juro de 98.000 maravedís que éste tenía asentado en sus libros y
dio autorización al concejo de Córdoba para que reivindicase todos los
lugares pertenecientes a su jurisdicción. La razón fundamentalmente
esgrimida en su contra era que, al haberse casado con Elvira de Stúñiga,
seguía obediente las instrucciones del conde de Plasencia. Sotomayor llegó
a la Corte para defender su causa en abril de 1464, el momento en que se
celebraban las vistas de Guadalupe y consiguió una rectificación completa.
Pero falleció durante el viaje. La viuda hubo de asumir la administración
del señorío que pasaba a manos de un niño de corta de corta edad, Gutierre
de Sotomayor. En definitiva, era el conde de Plasencia quien, de este modo,
ponía el pie en tierras cordobesas. La consigna sería elevarlas a la condición
de condado.
Río abajo llegamos a Sevilla y a Carmona, dos ciudades en que las
querellas entre bandos se habían convertido en endémicas. El paso de
Enrique IV por allí no había servido a la pacificación. El duque de
Medinasidonia y el conde de Arcos, en tensa rivalidad aunque guardando
las formas, decidieron mantenerse en la fidelidad a don Enrique, aunque
esto no significaba que estuviesen dispuestos a obedecer sus órdenes.
Siguiendo el ejemplo de los Mendoza en Guadalajara, aspiraban a ejercer el
gobierno de la ciudad. Dos eran, sin embargo, demasiados. El monarca
complicó un poco más la situación dando poderes a don Gómez Suárez de
Figueroa, conde de Feria, para gobernar en su nombre toda aquella zona. La
nobleza local se sintió herida en sus intereses. Se acentuó, en consecuencia,
el espíritu de desobediencia, que habría de prolongarse todavía por más de
diez años.
Enrique IV no podía ignorar la importancia que para su patrimonio
significaba el Principado de Asturias: con mucho empeño lo había
reclamado años atrás. Pero, en el fondo, le había sido imposible retener
durante mucho tiempo su control y proceder a una necesaria organización,
de modo que el control del mismo había sido otorgado a aquel Diego
Fernández de Quiñones, creado conde de Luna el mismo día del nacimiento
de Juana. A pesar de todo, Quiñones no gozaba de la confianza de los que
dominaban el Consejo. El marqués de Villena había propuesto a Enrique IV
una de esas confusas soluciones políticas a que constantemente se arrojaba:
neutralización de los Quiñones resucitando el antiguo condado de Noreña,
aunque sin esta villa que no podía ser arrebatada al obispo, con Gijón,
Pravia y el Castillo de San Martín, en favor de su pariente, Juan de Acuña
que ya era conde de Valencia de Don Juan. El proyecto significaba la
partición de Asturias y el retorno a la situación existente antes de la
creación del Principado.
Ni siquiera por esta vía torcida era posible garantizar la fidelidad. A
principios del año 1464 los tres condes, de Luna, de Valencia y de
Benavente, habían suscrito un pacto de seguridad recíproca equivalente a la
formulación de un principio: los intereses patrimoniales de las grandes
Casas predominaban sobre los intereses políticos generales del reino. En la
crisis que se anunciaba todos los tres, Quiñones, Acuña y Pimentel parecían
dispuestos a alinearse con los que se oponían al reconocimiento de doña
Juana y, en definitiva, a la reina y sus valedores.
La revuelta del 64 también se había reflejado en el señorío de Vizcaya,
donde la división antigua entre los banderizos quedó reforzada. Los
gamboinos de la orilla izquierda del Nervión, acaudillados por Pedro de
Avendaño, recurrieron a la ayuda de los condes de Haro y de Salinas, que
procuraban penetrar en él; a Juan Alfonso de Múgica y los oñacinos de la
ribera derecha no quedó otro recurso que recurrir a los Mendoza. A fin de
cuentas estos tres linajes también hundían las raíces solariegas en tierra
vasca. Pero los grandes enviaban tropas con la intención de afincarse en el
señorío, ganando para sí esa puerta que conducía a las rutas del golfo y del
Canal. En Vizcaya la división política se operaba a ras del suelo: venganzas
privadas, saqueos y represalias tornaban persistente la división.
CAPÍTULO XVII

LA ALTA NOBLEZA FORMULA SU PROGRAMA

Setiembre de 1464: el alegato de Burgos

La gravedad de los hechos acaecidos en el verano de 1464 no podía ser


disimulada. En tres ocasiones se había intentado, sin éxito, un golpe de
Estado para capturar la persona del rey, excluir de la Corte a sus consejeros
y restablecer el gobierno de 1461, que era continuación remodelada del de
1457. Vueltos al alcázar de Segovia y contando con medios militares, esos
mismos consejeros decidieron incorporar a su equipo a un hombre de tan
buena fama por su entender como era Lope de Barrientos, obispo de
Cuenca, en quien también Juan II confiara mucho. Barrientos aportaba
especialmente una idea, que en su propia diócesis estaba poniendo en
práctica: establecer hermandades, es decir, levantar soldados que las
ciudades y no los nobles reclutasen, señalando a estas fuerzas tres objetivos:
poner a salvo el patrimonio real, que estaba siendo invadido por los nobles,
restablecer el orden, alterado por los delitos y banderías, y asegurar el
cumplimiento de la justicia. Enrique IV mostró entusiasmo por la idea; la
documentación no nos permite dudar.
Por otra parte en el Consejo, en los días que siguieron al 16 de
setiembre —la entrevista de Pedro González de Mendoza con los condes de
Alba y Plasencia significaba el término de las negociaciones—, se tomó una
decisión trascendental: pedir a las ciudades y villas que se pusieran en
estado de alerta y que enviasen sus procuradores para una reunión (21 de
setiembre de 1464).[249] No se trataba de una convocatoria de Cortes sino de
un simple Ayuntamiento. El rey quería tener libertad para convocar a
algunas ciudades que no tenían reconocido su derecho de voto. En la
importante carta que fue cursada el 21 de setiembre con bastante premura,
se formulaba un juicio acerca de la conducta seguida por los grandes
durante la primera parte del reinado. El rey declaraba que su voluntad había
sido constantemente conciliadora, comenzando en consecuencia su
gobierno mediante gestos de perdón hacia todos cuantos se hallaban sujetos
a castigo y restableciendo a todos los nobles en sus posesiones; a este gesto
habían respondido con infidelidades que le obligaron a suspender la guerra
de Granada, principal objetivo de toda acción política. A esto no había
querido responder con castigos sino con nuevas concesiones esperando que
la gratitud engendrara fidelidad; llegó incluso a otorgarles facultad para
disponer de ciertas rentas reales, tratando de demostrar así cuánto deseaba
su fiel obediencia. Todo inútil. Al final, los grandes habían cometido dos
actos de rebeldía franca que no podían ser ignorados: el intento de
apoderarse de su misma persona y el golpe de mano fracasado de
Valladolid.
Estado de revuelta pues, que recomendaba ciertas medidas, las cuales el
Consejo quería comunicar con los procuradores. En el momento mismo en
que esta carta comenzaba a circular, el marqués de Villena convocó a los
suyos a una reunión que se celebró en Burgos entre los días 26 y 28 de
setiembre, a la que, asimismo, se invitó a procuradores ciudadanos porque
era preciso lograr un consenso de los tres estamentos que forman el reino.
Se había escogido esta ciudad porque los Stúñiga tenían la alcaidía de su
castillo, lo que permitía ofrecer condiciones de seguridad. El marqués de
Villena practicó, en las plazas e iglesias de la ciudad, una llana propaganda:
no se trataba de promover ninguna clase de rebelión sino de conseguir un
cambio de gobierno a fin de que se enderezasen los entuertos de los que el
común de los súbditos estaba pagando las consecuencias: menos cargas
tributarias y mejores precios. No faltaban quienes, al contemplar el cambio
desvergonzado y sorprendente, aplicaron a don Juan Pacheco calificativos
muy del gusto literario de la época: «Alevoso servidor», «ingrato criado» y
«vasallo traidor» eran los más suaves de cuantos circulaban. Coinciden
todos los cronistas en registrar la sorpresa: un valido que denostaba el
gobierno mismo que fuera su creación.
Como el cabildo de la catedral y el regimiento de la ciudad se sumaron
a la reunión, presentando peculiares quejas, se dio la impresión de que el
manifiesto que se redactaba era reflejo de los tres estamentos. Conviene no
perder de vista que las demandas del tercer estado corresponden únicamente
a Burgos. Presentes o representados por medio de procuradores acreditados
estuvieron: Alfonso Carrillo, Juan Pacheco y Pedro Girón, es decir los
responsables del requerimiento del 16 de mayo; los dos Fonseca,
reconciliados y conformes con sus respectivas sedes; Rodrigo Pimentel,
conde de Benavente; los Enríquez, Fadrique almirante y Enrique conde de
Alba de Liste; los Stúñiga, Álvaro conde de Plasencia y Diego, conde de
Miranda; los Manrique, Rodrigo, conde de Paredes, Gabriel que lo era de
Osorno e Íñigo, obispo de Coria, todos ellos formando compactos grupos
familiares; y luego poderosos individuos aislados, Luis de Acuña, obispo de
Burgos —autor de la famosa sentencia de nulidad cuando no era más que
administrador de Segovia—, el adelantado Juan de Padilla, el Maestre de
Alcántara, el conde de Alba de Tormes y el de Trastámara, Alvar Pérez
Osorio, Juan Sarmiento conde de Santa Marta, el adelantado de Murcia,
Pedro Fajardo, y hasta un Mendoza, Juan Hurtado, que figuraba como
adelantado de Cuenca.
El primer programa de la oposición nobiliaria, presentado como
requisitoria que formulaban los tres estamentos del reino, se caracterizaba
por el tono durísimo. Más que una propuesta de reforma parecía un pliego
de acusaciones contra los que en aquel momento desempeñaban las tareas
de gobierno. Haciendo una síntesis podríamos dividirlo en seis puntos:

Ante todo se abordan los aspectos religiosos como si se tratara de


demostrar que con Enrique se había producido una especie de toma del
poder por los conversos, pues se le acusa de guiarse por el consejo de
personas sospechosas o abiertamente enemigas de la fe, blasfemas de
Dios y de Santa María. De este modo la cuestión de los cristianos
nuevos se elevaba a razón de Estado. Se vertían aquí las calumnias
acerca de secretos pactos con Granada, simpatizando con los
musulmanes, ayudando a los renegados y contratando para su guardia
personal a moros que quebrantaban la moral, violaban a las mujeres y
practicaban abundantemente el vicio contra natura. En consecuencia,
nadie debía extrañarse de que el rey maltratara a la Iglesia y a sus
ministros.
No se administraba la justicia, que es el deber principal del poderío
real. Por defecto de esa misma justicia había regiones, como Galicia y
Asturias, que se hallaban en trance de perdición. Desde la Corte se
agravaba esta situación al otorgar indebidamente oficios a personas de
baja condición. Era el modo de designar a los jóvenes caballeros a
quienes don Enrique intentara promocionar.
Con objeto de proveerse de dinero se estaba recurriendo a impuestos
indebidos y a la alteración de la ley y valor de la moneda, con grave
daño para el común de los súbditos. Se habían cometido y cometían
aún cohechos en el arrendamiento de los impuestos, fatigándose con
exigencias indebidas a los comerciantes que acudían a las Ferias. Una
de las prácticas denunciadas era la venta de regimientos y otros oficios
«acrecentados», pues era un medio de obtener dinero.
Quebrantando la vieja costumbre de la monarquía, el rey ya no
celebraba audiencias que permitían a cualquiera de sus súbditos acudir
en demanda de justicia. Sin tener en cuenta la opinión de su Consejo,
don Enrique había decidido intervenir en Navarra y Aragón con daño
para el reino de Castilla y todos sus miembros.
El punto final encerraba el núcleo de negación de la legitimidad. Pues
se había llegado a un punto en que era necesario denunciar «la
opresión de vuestra real persona en poder del conde de Ledesma»,
verdadero usurpador de las funciones reales. Había una tácita
comparación entre la legalidad de los juramentos de 1457 y 1461 y la
situación de hecho que ellos retrotraían a 1462 atribuyendo a don
Beltrán el hecho de que se les hubiera obligado a jurar «por
primogénita heredera de ellos (los reinos) a doña Juana, llamándola
princesa, no siéndolo». La acusación revela probablemente el
contenido exacto del acta de protesta de 9 y 10 de mayo de 1462
cuando dice: «Pues a vuestra alteza y a él (don Beltrán) es bien
manifiesto ella no ser hija de vuestra señoría ni como legítima podía
suceder ni ser heredera después de sus días.» Recordaban al rey cómo
algunos grandes habían hecho levantar acta de cómo, con temor y
miedo, estaban siendo obligados a jurar.[250]

Primer paso: el pacto de Cigales

Cuando llegó el momento de firmar tan cáustico documento, no todos los


presentes, sabiendo que se iba a remitir de inmediato a las ciudades, se
atrevieron a hacerlo: lo hicieron como si se constituyesen a sí mismos en
equipo de gobierno de toda la nobleza, el marqués de Villena y su hermano,
el almirante don Fadrique y los condes de Plasencia y de Alba. Con
posterioridad lo hicieron también los de Benavente y Paredes. Sin duda se
produjeron ulteriormente otras adhesiones. Al enviarlo, los responsables del
movimiento añadieron una especie de aviso atribuyendo al propio don
Beltrán de la Cueva un proyecto para eliminar a los dos infantes, Alfonso e
Isabel, despejando así a doña Juana el camino. Aunque normalmente se
guardaba silencio en torno a la reina, no cabe duda de que ésta era peor
tratada que nadie, usando su cuerpo para dar indebida heredera a la dinastía.
En relación con el rey, primer destinatario del documento, se le presentaban
cuatro exigencias: el conde de Ledesma debía salir de la Corte y no volver a
ella; el rey estaba obligado a convocar Cortes en Burgos, para mayor
seguridad de independencia, ya que en ellas debían acometerse las
reformas; los infantes abandonarían la custodia de la reina; y ningún
matrimonio podía concertarse para Isabel sin el previo consentimiento de
los grandes.
Siempre asalta al investigador la duda: ¿cuáles pudieron ser los motivos
de que Enrique IV aceptara, sistemáticamente, negociar con quienes de tal
modo le injuriaban, atentando a algunos de los principios básicos de su
gobierno? Años más tarde, al reconstruir la narración de los sucesos, el
capellán Diego Enríquez del Castillo también se preguntó por las causas de
que siendo «tan poderoso, tan rico y prosperado», cayera en la trampa de la
debilidad pues, pudiendo destruir a los rebeldes, se sometió a sus
condiciones. Y se da una respuesta radical: carecía de «esfuerzo de varón,
osadía de caballero y atrevimiento de rey». No estamos en presencia de una
injuria lanzada por sus enemigos sino de la comprobación de un capellán
que le permaneció fiel hasta su muerte.
Del documento de Burgos se hicieron varias copias. Una de ellas fue
enviada a Segovia, asiento de la Corte. Otra llegó a Roma donde Alfonso de
Palencia, en una de sus audiencias con Paulo II, la leyó en voz alta. Enrique
consultó el contenido del mismo con las tres personas en que depositaba su
mayor confianza, don Beltrán, el obispo Mendoza y don Lope de
Barrientos. Sin tomar todavía una decisión, en octubre de 1464 se trasladó
de Segovia a Valladolid a fin de confirmar la adhesión de esta ciudad. Se
estaban recibiendo importantes testimonios de adhesión,[251] a pesar de lo
cual estaba ya decidido a entrar en negociaciones. Al pasar, en Portillo, el 6
de octubre, hizo anular las sentencias y confiscaciones que pesaban sobre
los Fonseca, los cuales, aunque presentes en la reunión de Burgos, no
habían firmado el manifiesto. Entre las adhesiones recibidas figuraba,
lógicamente, la de las comunidades judías.
El 14 de octubre de 1464 el Consejo celebró una importante reunión en
Valladolid para examinar el documento. Los tres consejeros arriba
mencionados, se mostraron unánimes: había que emplear la fuerza y
destruir la facción, porque aún era tiempo. Anciano dominico, Lope
Barrientos se mostró más categórico que los otros dos, pero el rey,
amargado y escéptico, rechazó sus consejos. «Bien parece que no son
vuestros hijos los que han de entrar en la pelea ni os costó mucho de criar»,
respondió a Barrientos, añadiendo: «sabed que de otra forma se ha de tomar
este negocio y no como vos decís y lo vetáis». Entonces el obispo hizo un
terrible y certero vaticinio: «Quedaréis por el más abatido rey que hubo en
España y arrepentimos heis, señor, cuando no aprovechare» (Enríquez del
Castillo).
Los sucesos se precipitaron. Contra el consejo de sus desolados
partidarios que atribuían esta decisión a debilidad y no a justicia, Enrique
tomó contacto con los rebeldes que de nuevo propusieron una entrevista en
campo abierto. Custodiado por sus tres consejeros, avanzó hasta Cabezón
mientras que los grandes iban a instalarse en Dueñas, donde tenía su casa el
conde de Buendía, hermano de Carrillo. Gonzalo de Saavedra y Pedro de
Fontiveros, cada uno con cincuenta de a caballo, salieron a recorrer la ancha
explanada, de viñas y trigales, carente de árboles que pudieran esconder una
celada, que tiene en Cigales su principal núcleo de habitación. Allí, con sólo
tres hombres de escolta para cada uno, celebraron Pacheco y el rey su
entrevista. La monarquía capitulaba definitivamente ante los grandes. Hábil,
y rico en experiencia, el marqués planteó tan sólo dos demandas, previas a
cualquier negociación ulterior, las cuales el rey aceptó, firmando su propia
sentencia:

El infante don Alfonso, saliendo de la custodia que sobre él ejercía la


reina doña Juana, sería entregado a Pacheco, a fin de que fuera jurado
como sucesor, si bien estableciéndose la promesa firme de contraer
matrimonio con la niña Juana. Es difícil admitir que don Enrique no
fuera consciente de que con esta concesión corroboraba el aserto de los
nobles cuando decían que no era hija suya. Se le ofrecía una
compensación: el heredero se obligaba rigurosamente a contraer
matrimonio con ella. De este modo se establecía un principio al que se
daría después muchas vueltas: era necesario buscar para quien, en
definitiva, siendo hija de la reina, resultaba víctima inocente de los
enredos, una compensación adecuada y ninguna podía serlo tanto
como aquel matrimonio que, andando el tiempo, la permitiría llegar a
ser reina, en Castilla.
Cumpliéndose el testamento de Juan II, al mismo infante correspondía
ser Maestre de Santiago, de modo que don Beltrán renunciaría a esta
magistratura, pudiéndose ofrecer a cambio alguna compensación. De
hecho el marqués de Villena pasaba a ser administrador de la Orden.
En definitiva, un paso previo al cumplimiento de sus designios.

La segunda entrevista
Cuando Enrique IV regresó a Valladolid, con estas propuestas, que no eran
sino el primer eslabón en una cadena de exigencias, los consejeros trataron
de ponerle en guardia: si entregaba al infante proporcionaría a sus enemigos
la condición que más precisaban, ya que veían la intención de proclamarle
rey. Fue entonces cuando el secretario Alvar Gómez de Ciudad Real, que
estaba ganado por el marqués de Villena, le recordó que un rey está
obligado a cumplir todos sus compromisos. Se recurrió entonces a una
fórmula que dejara a salvo el honor del monarca: el 25 de octubre de 1464
Pacheco y los Mendoza suscribieron un juramento, en la forma que había
llegado a considerarse habitual en estos encuentros y desencuentros de los
partidos. Basado en lo que don Enrique ya aceptara en la primera entrevista
de Cigales, el compromiso venía a afectar a tres decisiones que sólo el rey
podía llevar a ejecución:

El infante don Alfonso sería presentado a las Cortes para ser jurado y
reconocido como legítimo sucesor, prestando al mismo tiempo
juramento de casar con doña Juana y no con ninguna otra,
solicitándose del papa la oportuna dispensa, ya que a través de su
madre le afectaba el parentesco próximo. Cumpliéndose el testamento
de Juan II se le asignaban las villas y castillos de Huete, Sepúlveda,
Portillo, Maqueda y Escalona, si bien en este último caso el rey retenía
la fortaleza.
La indemnización ofrecida Beltrán de la Cueva por su resignación del
Maestrazgo de Santiago, era el señorío sobre cinco villas,
Alburquerque, con título de duque, Roa, Aranda, Atienza y Molina.
Abandonaría la Corte, por un plazo de seis meses, encargándose de la
defensa de los intereses de su partido, el obispo de Calahorra —a quien
se ofrecía el pronto traslado a sede más rentable— el primogénito de
los Velasco y el vizconde de Torija.
El marqués de Villena, que volvía a ocupar su puesto de influencia en
el Consejo, se hacía cargo de la custodia del joven Alfonso, de once
años. Depositaba como rehenes, en compromiso de seguridad, a su
primogénito, Diego López Pacheco y a las fortalezas de Almazán,
Iniesta y Magaña. Él y el de la Cueva se comprometían a guardar
buena amistad, para lo que el hijo que pronto nacería al nuevo duque
de Alburquerque contraería matrimonio con alguno de los numerosos
vástagos del marqués.[252]

Carecemos de noticias o razones para suponer que don Enrique no estuviera


obrando de buena fe. Retrocediendo desde las posiciones adoptadas en 1462
admitía otra clase de seguridad para aquella niña a la que consideraba como
su hija, soslayando la cuestión de la legitimidad. Beltrán de la Cueva
renunció al Maestrazgo el 29 de octubre, y el marqués de Villena pudo
poner sus manos codiciosas en aquellas pingües rentas. Pero el rey era
consciente de que ulteriores conversaciones se plantearían como una
continuación de las primeras; así lo comunicó, desde Segovia, el 4 de
noviembre, a algunos de los suyos. En aquellos momentos, algunos de los
que hasta entonces le sirvieran, como el secretario Alvar Gómez y el
comendador Gonzalo de Saavedra, se preparaban ya para pasarse con armas
y bagaje al enemigo.
Los consejeros de don Enrique, con el fin de aclarar posiciones,
prepararon un documento que significaba el compromiso de los principales
grandes de ambos bandos, estantes en la Corte, es decir, Carrillo, Pacheco,
el almirante don Fadrique, el conde de Plasencia y el marqués de Santillana,
Girón, los condes de Alba de Tormes y Alba de Aliste, los de Benavente,
Miranda y Torija, don Beltrán de la Cueva, el obispo Mendoza, don Pedro
de Velasco, los comendadores Gonzalo de Saavedra y Juan Fernández
Galindo, todos bajo juramento, de «servir y que serviremos a vos los dichos
señores rey y reina y a cada uno de vos… y a la dicha princesa doña Juana,
vuestra hija, y a otros cualesquier hijos e hijas que de hoy en adelante Dios
os diere». La doctora Carmen Morales ha descubierto el ejemplar que los
Velasco guardaron en su archivo, hoy de Frías. En él aparece solamente la
firma del rey, lo que demuestra que las otras personas en él mencionadas se
abstuvieron de hacerlo. Para decirlo de otra manera: los grandes negaban el
servicio a la reina y el reconocimiento de la calidad de princesa para su hija.
En noviembre de 1464, antes de que se produjera el segundo encuentro
en Cigales, se consumó la entrega del infante Alfonso que quedó en poder
de Villena, siendo separado de la compañía de su hermana que continuaba
en el alcázar de Segovia. Entre los días 26 de noviembre y 4 de diciembre
de este mismo año, varios encuentros tuvieron lugar en el mismo escenario
de las afueras de Cigales. Fueron jornadas mucho más amargas para el rey.
Abundantes nobles, desplegando aparato de guerra, se reunieron entonces.
Desarmado por los primeros compromisos, el rey se encontraba ahora con
nuevas exigencias, presentadas como peticiones de reforma, seguros de que
no podría rechazarlas a menos que estuviese dispuesto a afrontar las
consecuencias de una ruptura. Como simple precaución ese mismo día 26
de noviembre se despachó el diploma de nombramiento de don Beltrán
como duque de Alburquerque, asignándose con él unas rentas, 2.450.000
maravedís, desacostumbradas por su volumen. Don Enrique no podía ser
acusado de ingratitud.
Se había improvisado una casa de madera en medio del campo. Allí, el
30 de noviembre, todos los presentes juraron a don Alfonso como legítimo
sucesor, aunque sin mencionarse el título de príncipe de Asturias. De este
acto se levantó testimonio para transmitirlo a las ciudades.[253] Hubo un
compromiso firme de no aceptar la validez de este juramento sin el
compromiso matrimonial con doña Juana. Y ambas condiciones,
reconocimiento y compromiso serían exigidas también de los ausentes. Se
acordó también que la infanta Isabel abandonara la casa de la reina, donde
ahora vivía, para constituir la suya propia, en la que prestarían servicio
cinco o seis damas que el marqués de Villena escogería cuidadosamente; su
matrimonio no sería decidido por el rey sino por los grandes, los cuales
acudirían a los tres estamentos para su corroboración. El tesoro real
indemnizaría a los nobles por los cuantiosos gastos que realizaran al juntar
tropas en este servicio a la Corona que equivalía a liberar al rey: al
mencionar el destierro de don Beltrán hubo deliberado propósito de
olvidarse del plazo de seis meses al principio acordado. Quedaba en el aire
todo un plan de reformas: para concretarlas se constituía una comisión de
cuatro personas, Pedro Velasco y Gonzalo de Saavedra, representando al
rey y el marqués de Villena y el conde de Plasencia por los grandes,
actuando como moderador nuestro conocido general de los jerónimos, fray
Alonso de Oropesa, considerado entonces como la mayor autoridad moral
en el reino.[254]
Ni los Mendoza ni don Pedro Girón, por motivos distintos, habían
querido estar presentes. El maestre de Calatrava había decidido prescindir
de todo disimulo, emprendiendo una pequeña guerra por su cuenta que le
permitiese el control de toda la alta Andalucía. Se apoderó de Úbeda, una
de las ciudades que se dieran a don Beltrán,[255] desobedeció abiertamente
las órdenes del rey y, cuando le fue comunicada la tregua, prescindió de
ella: veía una oportunidad para redondear el patrimonio de su linaje,
despojando al mismo tiempo a aquellos dos enemigos que fueran don
Beltrán de la Cueva y don Miguel Lucas de Iranzo. Para los Mendoza, en
cambio, era especialmente triste la forma en que el rey decidiera prescindir
de sus servicios para aceptar luego condiciones que eran auténticos
torpedos en la línea de flotación de la monarquía: por medio de un pacto
entre contadas personas se alteraba la decisión sucesoria que se acordara y
ejecutara en las Cortes de 1462, y se confería a una simple comisión
minoritaria dominada por los enemigos del rey la tarea de redactar una
especie de texto fundamental, estando el rey comprometido a aceptarlo
cuando ignoraba paladinamente, cual iba a ser su contenido.
El 4 de diciembre se redactó el documento final de estas
conversaciones, que el rey firmó aceptando de una manera contundente que
no correspondía a doña Juana la legítima sucesión. Situándose en primera
persona declaraba que «por evitar toda materia de escándalo que podría
ocurrir después de nuestros días acerca de la sucesión de los dichos mis
reinos, queriendo proveer cerca de ello según al servicio de Dios y mío
cumple» comunicaba al reino que la herencia legítima del mismo
correspondía al infante don Alfonso «y no a otra persona alguna». No
existen indicios que nos permitan sospechar que se trataba de anteponer la
línea masculina a la femenina. En consecuencia se ordenaba a personas y
ciudades que, en un plazo de tres días desde que les fuese entregada esta
carta, procediesen a jurar al príncipe, pudiendo las Cortes proceder al
reconocimiento que los usos y costumbres recomendaban. Al mismo tiempo
debían jurar que todo su esfuerzo sería empleado en conseguir que Alfonso
casase con «la princesa doña Juana y que pública ni secretamente no serán
ni procurarán en que case con otra». La fórmula escogida excluye también
la otra posibilidad de que el infante fuera declarado sucesor en cuanto
esposo prometido de la infanta. Sin duda don Enrique llegó a percatarse de
esto pues, el 7 de diciembre, vuelto a Valladolid, enviaba otra carta a las
ciudades, suprimiendo algunas cosas de la primera y suavizando el tono de
la concesión. Si había decidido reconocer a Alfonso era porque los grandes
«juraron y prometieron que trabajarían y procurarían que el dicho príncipe
don Alfonso casaría con la princesa doña Juana y ella con él y no serían que
él casase con otra ni ella con otro».[256]
Resumiendo estos debates podemos decir que a Enrique IV se había
hecho creer que la forma de evitar una guerra civil y asegurar a doña Juana,
su hija de acuerdo con las leyes vigentes, consistía precisamente en eludir la
cuestión de la legitimidad entrando por la vía del compromiso, pues un
matrimonio con su tío le proporcionaba el mismo rango de princesa. Por eso
se convirtió en defensor de esta fórmula que le permitía dar de lado la
hiriente acusación que al principio contra él se formulara. Se conseguían a
un tiempo varios objetivos. Perdedora era la reina doña Juana, pues no se
despejaban difamaciones y calumnias contra su persona y se pulverizaba el
proyecto de unión más íntima entre Castilla y Portugal.

Tercera fase: un esbozo de Carta Magna en Medina del Campo

No hubo, al parecer, discrepancias, en el reconocimiento de don Alfonso


como sucesor. La doctora Morales ha podido, en su investigación, recoger
testimonios que confirman que el marqués de Santillana y Miguel Lucas de
Iranzo se encuentran en la lista de juramentos. Alfonso de Palencia, en
Roma, consiguió las bulas con cambio de nombre en el Maestrazgo, sin que
hubiera que abonar nuevos derechos. No debe causar extrañeza que no se
realizara la entrega del Principado de Asturias, por ser el infante todavía
muy joven. Aquellos procuradores ciudadanos que permanecían en la Corte
ocupados en diversos negocios, juraron también aunque sólo se mencionan
tres, León, Burgos y Murcia, entre las que poseían voto en Cortes. Todos
los indicios apuntan a que, en esta oportunidad, don Beltrán de la Cueva no
juró.
Se entraba ahora en la tercera fase, la más importante, del programa
elaborado: reforma en el gobierno de la monarquía. La comisión de cuatro
miembros más el árbitro, se instaló el 11 de diciembre de 1464 en Medina
del Campo. Se percibió, enseguida, que Pedro de Velasco y Gonzalo de
Saavedra estaban inclinados a someterse a la voluntad de los otros dos
miembros, sin duda porque estaban conformes con el programa de
reformas. Algunas iniciativas previas que entonces se tomaron pueden
interpretarse como un proceso de depuración de los comprometidos con el
gobierno anterior. Se dictó ya la orden de que don Beltrán hubiera de
permanecer a una distancia de más de siete leguas de la Corte; se expulsó
de su cargo al secretario Alfonso de Badajoz, mientras que García Méndez
de Badajoz era enviado a una torre del castillo de la Mota, acusado de
malversación de fondos.[257] Quedaba, pues, en el aire la noción de que
podían ejecutarse castigos.
Mientras la comisión trabajaba en el programa de reformas, Enrique IV
tomaba ciertas medidas encaminadas a conseguir que los más importantes
miembros del bando enemigo se pasaran a sus filas. Probablemente conocía
ya el aire que tomaban las conversaciones entre los cinco delegados.
Llegado a Valladolid el mismo día 7 de diciembre, fecha de la carta arriba
mencionada, en que se trataba de paliar la declaración de legitimidad,
encargó el doctor Juan Fernández de Soria un informe, que Marañón
califica de «famoso y sospechosísimo» puesto que estaba dictado por
consideraciones políticas y no clínicas.[258] De este modo se trataba de
establecer una verdad oficial: sólo desde los doce años y en relación con
Blanca, se había manifestado la impotencia del rey; de modo que no tenían
razón sus enemigos cuando negaban que doña Juana fuera hija suya. Este
informe, sin embargo, no fue público ni pudo utilizarse en ulteriores
negociaciones. Don Enrique era consciente de que Alvar Gómez de Ciudad
Real no había sido removido de su secretaría porque se hallaba enteramente
al servicio de Villena.
Así pues intentó una maniobra para aislar al marqués. Al almirante don
Fadrique le ofreció el reconocimiento del derecho de herencia a su hijo
Alfonso, el señorío de Valdenebro y el gobierno de Valladolid, dando la
espalda a Alfonso Niño que para él conservara la ciudad. Alfonso Carrillo
se mostró dispuesto a asegurar su fidelidad si se le daban dos fortalezas
clave: el cimborrio de la catedral de Ávila y el castillo de La Mota de
Medina del Campo. Atrajo al conde de Treviño, marido de doña Guiomar
de Castro, confirmándole en el despojo que ejecutara con los bienes de su
madre, que se hiciera culpable de amancebamiento. Y al conde de Alba de
Tormes se ofreció la condonación de todas sus deudas, con el regalo del
señorío de El Carpio, cerca de Salamanca. Según Diego Enríquez del
Castillo todos ellos estaban dispuestos a recoger los beneficios y
traicionarle después.
Terminados sus trabajos, la comisión pudo presentar a la firma del rey,
el 16 de enero de 1465, un documento que se conoce como «sentencia de
Medina del Campo». La reciente adquisición por el Estado español de un
ejemplar del mismo, permite confirmar algo que ya sabíamos: el rey no
firmó.[259] Sorprende su texto por la altura con que las cuestiones se
planteaban, de modo que podríamos calificarlo de verdadera Carta Magna si
efectivamente se hubiera llevado a la práctica. Nieto Soria destaca que,
partiendo todos de una frágil legitimidad, fue necesario recurrir a un fuerte
planteamiento ideológico. Decididamente el conflicto de 1464 no puede ser
reducido a un simple choque entre ambiciones. No se discutía a Enrique IV
la legitimidad de origen, sino la de ejercicio: prescindía del Consejo y de
los grandes en su gobierno; otorgaba mercedes a quienes carecían de
méritos; se estaban dejando de abonar los emolumentos, rentas y situados;
de manera especial estaba quebrantada la justicia. Una falta de legitimidad
en el ejercicio dejaba dos alternativas: la rectificación profunda o la
deposición del rey. De momento sólo se hablaba de la primera.
Se descubren también concesiones a la propaganda. Los nobles tenían
que demostrar cuanto les importaba el bienestar del reino e insistir en que
las demandas de los ciudadanos también se hallaban incluidas. La
monarquía era presentada como un reflejo del orden de la Providencia.
«Dios estableció el poderío del príncipe para remediar a las cosas graves
con claro entendimiento y mejorar y remediar las mal ordenadas a provecho
y bien público de sus súbditos y determinar las otras cosas con buenas leyes
y ordenamientos.» La comisión comenzaba por reclamar que se devolviese
a la reina viuda, Isabel, la custodia de la infanta su hija, del mismo nombre,
siendo ella la encargada de elegir a las cinco o seis damas que debían rodear
y servir a esta jovencita que pronto cumpliría los 14 años y podía
considerarse ya como mujer.
La monarquía es definida como esencialmente cristiana, reducido el
reino a ser una comunidad de bautizados. Tenía el rey que adoptar las
medidas necesarias para garantizarlo: licenciar su guardia mora «porque sus
súbditos y naturales están de ello muy escandalizados» y reanudar la guerra
de Granada hasta «destruir a los moros enemigos de la fe»; poner en marcha
el procedimiento inquisitorial según disponía la bula de Pío II, confiscando
los bienes de cuantos se hallaren incursos en delito de «herética pravedad»
y adoptando las medidas necesarias para que nadie «no sea osado por si ni
por otro, pública ni ocultamente, impedir ni perturbar el sanio negocio de la
dicha inquisición de dichos herejes»; guardar obediencia firme y fiel al
papa, sin por ello excluir la vigilancia sobre las colectas; y, en definitiva,
salvaguardar el status de la Iglesia. Pero la libertad de ésta era ya definida
como una independencia entre ambos espacios de poder: los prelados tenían
competencia absoluta sobre la reforma, absteniéndose, al mismo tiempo, de
cualquier injerencia en los asuntos temporales; ningún derecho les asistía
sobre mudejares y judíos pues ambos «son siervos del rey».
La comunicación entre rey y reino es un verdadero diálogo y como tal
se define, de modo que aquél estaba obligado a conceder audiencia a quien
se lo pidiera y a sentarse los viernes a despachar las quejas de los súbditos.
Las puertas de palacio estarían abiertas a prelados y grandes sin la menor
dificultad. Si tuviese necesidad de demandar pedidos y monedas, «no
teniendo el dicho rey nuestro señor tesoros, como ahora no tiene», esa
ayuda tenía que ser otorgada por las Cortes y regulada por los otros
estamentos a través del Consejo. Las ciudades pedían que Enrique IV
renunciase, una vez por todas, a la perniciosa costumbre de proponer los
nombres de los procuradores, sobornándolos después con dádivas y
mercedes; no protestaban en cambio del nombramiento de corregidores,
aunque exigían una previa demanda y la posterior sumisión al juicio de
residencia. Para calmar los ánimos ante las denuncias de corrupción, los tres
hermanos, García Méndez, Alfonso y Fernando de Badajoz tendrían que
responder ante la justicia de sus malversaciones.
La fuerza militar permanente a disposición del monarca, de la que
dependía, en tiempos de agitación, el ejercicio efectivo del poder, se reducía
a 600 lanzas, por razón del gasto. Contra la administración central se
lanzaban acusaciones de fraudes y cohechos, de manera especial en las
Ferias de Medina del Campo, y muy graves en cuanto a la administración
de bosques y montes en Segovia y El Pardo. Los servidores de palacio
aprovechaban esta condición para cometer abundante abusos. Ningún mal
de cuantos sufría el reino podía compararse, sin embargo, al que significaba
la alteración en la moneda, que había disparado los precios de las piezas de
oro. Es muy importante señalar que, en este punto, se trataba de imponer en
Castilla una doctrina que remontándose a Aristóteles, había sido difundida
por Nicolás de Oresmes, y consistía en afirmar que la moneda es bien
común y, como tal, pertenece al reino y no al rey. Concretamente se
reprochaba a don Enrique que hubiera modificado su valor «sin consejo y
acuerdo de vuestros reinos, según que de derecho vuestra señoría era
obligado a lo recibir».[260] La sentencia confiaba a una comisión presidida
por el conde de Haro y en la que estarían representadas las nueve ciudades
autorizadas a acuñar moneda, esto es Sevilla, Córdoba, Toledo, Burgos,
Segovia, Cuenca, León, Valladolid y La Coruña, el examen y reordenación
de aquel desaguisado.
El reino era presentado como la suma de los tres estamentos, en cuya
regulación era preciso avanzar. Los grandes debían recibir, con su
reconocimiento en cuanto tales, una especie de «habeas corpus»: no podrían
ser reducidos a prisión salvo con el informe favorable de un comité,
formado por el marqués de Villena, los condes de Haro y de Plasencia, el
arzobispo Carrillo y otros dos prelados y los procuradores de las ciudades
de Toledo, Sevilla y Burgos. La libertad de los eclesiásticos se daba por
establecida. En cuanto al estamento de ciudadanos habría libertad en la
elección de procuradores en Cortes, garantía de que no se percibiría ningún
impuesto que no fuera previamente otorgado por éstas, supresión de los
oficios acrecentados y compromiso de que sólo oficiales idóneos serían
empleados como corregidores.
De acuerdo con una línea de conducta que desde los primeros
Trastámara se venía siguiendo, el Consejo Real se definía como organismo
institucional básico en el gobierno de la Monarquía. Los grandes entendían
que su presencia al lado del monarca era el equivalente a una colaboración
directa, pero el Consejo era el mecanismo que hacía posible el
cumplimiento de las disposiciones: doce personas, cuatro obispos, cuatro
grandes y cuatro letrados debían figurar en él, repartiéndose en dos equipos
por mitad, para que cada uno se hiciera cargo de un semestre. Ellos eran los
verdaderos administradores de la justicia en los casos que correspondían al
rey, garantizando su independencia y responsabilidad. El mismo turno se
establecía en la Chancillería, donde un obispo presidía a cuatro jueces
superiores. Importa especialmente destacar una doctrina de fondo: la
libertad reconocida a todos los súbditos del rey, tenía su reflejo en el
derecho de apelación al rey que les asistía.
Los autores del importante documento de Medina del Campo
consideraban como un mal la persistencia de moradores no cristianos, ya
que causaban daños en la fe de los súbditos del rey. Exigían por
consiguiente que se aplicaran en ellos las dos normas recomendadas por los
Concilios: uno de una señal visible en su ropa exterior, y residencia
obligada en barrios especiales donde no tuviesen habitación los cristianos.
Las puertas de estos barrios permanecerían cuidadosamente cerradas en los
días de fiesta, para que no causaran perturbación con su trabajo. No podría
confiárseles ningún oficio que comportara alguna clase de autoridad o de
poder sobre los cristianos. Desde el medio día del Jueves Santo, hasta la
mañana del Sábado que era entonces llamado de Gloria por conmemorarse
en las primeras horas del alba la Resurrección, los hebreos permanecerían
encerrados en sus casas. Se prohibiría la edificación de nuevas mezquitas y
sinagogas, teniendo los almuédanos mucho cuidado de no llamar a sus
fieles a la oración en voz muy alta y de no pronunciar el nombre del
«malvado Mahoma».
Las reformas recomendadas por aquel comité restringido implicaban
una actitud de antijudaísmo y de rechazo del Islam. Se trata de una herencia
que recogen los Reyes Católicos. La perfección del reino exigía que los
infieles, elemento alógeno, fuesen eliminados. De momento se hacía pesar
sobre los judíos una seria amenaza, al ser la profesión de prestamista muy
extendida entre ellos. Pero cualquier operación de crédito, devengando los
altos intereses que eran entonces costumbre, podía ser calificada de usura;
era ésta uno de los más graves pecados que podían cometer los hombres.
Conversos y judíos eran en consecuencia presentados como fuentes de
perturbación.

El rey decide rechazar la sentencia

El programa formulado en Medina del Campo no trajo la paz, como de él se


esperaba, sino la guerra: significaba el comienzo de una reforma que
afectaba a las relaciones entre monarca y súbditos. Nada, en él, afectaba a la
sucesión, establecida en la forma que antes dijimos, y que don Enrique
había aceptado. No deja de ser sorprendente que el mismo monarca que
asintiera a las exigencias de Cigales, atentatorias a su honor, se negara
rotundamente a admitir las que no pasaban de ser disposiciones políticas en
su mayor parte aceptadas. Su rechazo no se produjo a puntos concretos del
mencionado documento, sino a su totalidad. Es verdad que se hacía
referencia a una mala aplicación en el ejercicio del poder real, pero no se
discutía, en absoluto, la oportuna legitimidad de éste. La gran mayoría,
entre la nobleza, se inclinó a favor de la sentencia, aunque hubo algunos
linajes que lo hicieron en contra, por una razón perfectamente explicable:
temían que todo aquello no fuese otra cosa que plataforma para el retorno
del marqués de Villena al poder. En todo este proceso había un punto débil:
no se explicitaban las razones por las que Alfonso y no Juana tuviera la
sucesión del reino. Si a esta segunda faltaba legitimidad no se entendía bien
aquel rigor en el compromiso de matrimonio.
En toda esta cuestión subyace una doctrina que no se consideraba
prudente poner por escrito: los nobles con título, constituyendo en su
calidad de «grandes» una verdadera clase política, se tenían por copartícipes
del poder con el rey. De este modo llegaban al convencimiento de que el
ejercicio del «poderío real absoluto», de cuya necesidad no dudaban,
correspondía al rey «con» ellos y no «sin» ellos. Por otra parte la moneda y
sus rentas eran consideradas como bien público y no como disponibilidad
del soberano y sobre ellas debía establecerse una limitación de funciones en
el rey. De ahí que los reformadores establecieron una gradación en las
obligaciones contraídas con esas rentas que las apartaba de la iniciativa
regia. Primero debía satisfacerse la «parte de Dios» como ya hacían las
grandes empresas mercantiles, es decir, las asignaciones a iglesias y
monasterios que incluían la que ahora llamamos beneficencia. En segundo
término se abonarían sueldos a los soldados y sus jefes, instalados todos en
los castillos que defienden la frontera. Venían en tercer lugar las rentas de
nobles, laicos o eclesiásticos. Y todo el poderoso remanente se asignaba a
los juros, que eran réditos para una deuda pública mal estipulada,
gratificaciones y también emolumentos para ciertos oficios. Si a todo esto
añadimos la pretensión de cerrar cuidadosamente las puertas a cualquier
alteración en el precio de los metales preciosos o en las aleaciones a
emplear en la fábrica de monedas, es preciso reconocer que muy escasa
iniciativa quedaba al rey en esta política económica.
En uno de los cambios cíclicos propios de su carácter, Enrique IV,
informado desde el principio de la marcha de las conversaciones, recobró la
energía que le faltara en las dos entrevistas de Cigales. Parece que abrigó
incluso el propósito de encomendar al maestre de Alcántara, Gómez de
Solís, que ocupara Medina y pusiera en fuga a los comisionados. Vino a
instalarse en Olmedo, ciudad vecina y desde allí, «por algunas causas y
razones muy cumplideras a mi servicio», ordenó detener a Gonzalo de
Saavedra y Alvar Gómez de Ciudad Real (6 de febrero de 1465)[261]
considerándolos en cierto modo responsables del mal sesgo que tomaran las
conversaciones. Ambos consiguieron huir, haciendo, al paso, una
advertencia al Maestre de Alcántara y al conde de Medellín que no sumasen
sus fuerzas a las del rey, pues la intención de éste no podía ser más
enemiga.
La sentencia de Medina del Campo no pasó de ser una propuesta
rechazada. Enrique IV se sintió libre de los compromisos que antes
adquiriera. Decidió afrontar la lucha devolviendo a don Beltrán de la Cueva
su protagonismo: pretendía que este pretencioso personaje se colocara al
frente de aquel partido en que deberían integrarse aquellos grandes a
quienes tratara de comprar con sus dádivas. Pero el almirante, Carrillo y el
conde de Alba, no percibían las promesas como una compra de su voluntad
sino como reconocimiento de la importancia que tenían en el gobierno de la
monarquía. El conde de Treviño, marido de doña Guiomar, cobró el 7 de
marzo de 1465 la villa de Navarrete que traía aparejada un juro de 800.000
maravedís para el pago de sus tropas; mantendría a lo sumo una actitud de
espectativa, sin romper con los otros miembros de su familia ni
comprometerse por ahora en actos de rebelión. Parece que el testimonio de
doña Guiomar era exactamente el opuesto al del médico Fernández de
Soria. De modo que el rey no disponía de suficientes apoyos.
Destaca, en esta coyuntura, la actitud de todo el linaje de los Mendoza.
Aunque debamos movernos en un terreno de hipótesis —los documentos no
suelen ser muy explícitos— es indudable que ellos se erigieron en
defensores de la autoridad y poder del rey. Sin duda porque consideraban
que así lo reclamaba la estabilidad del reino. Las relaciones familiares con
la Casa de Velasco hicieron que ésta se adhiriera también a la misma
postura. El rey otorgó al conde de Haro la custodia, prácticamente una
delegación del poder real, sobre la ciudad de Burgos, de la que tomó
posesión el 18 de marzo de 1465. A su hijo Pedro se transfirió el señorío de
Melgar de Ferramental. En Andalucía el conde de Cabra y el señor de
Aguilar también ratificaron su obediencia al rey, pero en esta ocasión por el
temor que sentían hacia el expansionismo de don Pedro Girón. Sevilla se
mantenía en ese equilibrio de fuerzas que acompañaba las relaciones del
duque de Medinasidonia y el conde de Arcos. El primogénito del conde de
Plasencia, Pedro de Stúñiga, enemigo cordial de su madrastra, se había
convertido en yerno del duque, teniendo tropas en sus señoríos de Lepe y
Ayamonte. Pero si se preguntaba a los consejeros áulicos de Enrique en
quién era preferible confiar, ellos habrían escogido sin la menor duda a los
Ponce de León, lo que no significaba que la mereciesen por completo.
Las familias no presentaban siempre un bloque compacto: ya hemos
visto cómo los hijos de dos matrimonios del conde de Plasencia se
alineaban en bandos diferentes. El conde de Treviño no seguía las banderas
de sus hermanos, aunque las relaciones familiares fuesen sólidas. Juan
Fernández de Tovar, yerno de Pacheco, juntó lanzas en sus tierras de Cevico
de la Torre, no tanto porque deseara defender la causa del rey como
combatir a su suegro que le estaba impidiendo adquirir el condado de San
Esteban de Gormaz.[262]
Engañado, tal vez, por el recuento de fuerzas que no era muy correcto
por ser quebradizas muchas adhesiones, el rey tomó, en febrero de 1465, la
decisión de romper las relaciones con los grandes rebeldes, rechazando la
sentencia y disponiendo que se suspendiesen los juramentos en favor de don
Alfonso. Con esto no mejoraba su autoridad pues daba la impresión de que
obraba movido por circunstancias coyunturales y no por un programa
definido de decisiones. Se preparó para la lucha reforzando de manera muy
especial el alcázar de Segovia, en donde iban a permanecer la reina, su hija
y la infanta Isabel. Fueron enviadas cartas a las principales ciudades del
reino ordenando cerrar las puertas a los que ya se calificaba de rebeldes.
Desde el 18 de febrero la defensa de Córdoba estaba encomendada al
mariscal Diego Fernández. Fue pasada la orden a Pedrarias Dávila de que se
apoderara de Torrejón de Velasco arrebatándosela al secretario Alvar
Gómez. Pedro de Velasco, primogénito del conde de Haro, que se había
instalado en Burgos el 19 de marzo, recibió el encargo de gobernar todo su
obispado (18 de mayo de 1465). También Valladolid permanecía en manos
de los enriqueños, no habiéndose cumplido la orden de entrega al almirante.

Se inicia la toma de posiciones

Estamos en los prolegómenos de una guerra civil que, con diversas


alternativas —no serán muchos ni muy fuertes los combates— habrán de
prolongarse casi quince años. La atención de los cronistas se siente atraída
especialmente por Andalucía, como si en ella debiera resolverse la cuestión.
Es cierto que se trataba de la región más importante, por población y
riqueza, de todo el reino. Sin embargo, la experiencia posterior nos
demuestra que las posibilidades de conservación y desarrollo de la
autoridad real dependían de que fuera posible conservar para ella las
ciudades del centro: Segovia y Madrid, que Enrique IV consideraba
adheridas fuertemente a su persona, Toledo, en donde el marqués de Villena
había conseguido introducirse, Valladolid y Burgos[263] que figuraban como
auténticas cabezas de reinos. Estas cinco ciudades disponían, además del
extenso alfoz cuyos moradores gozaban de la categoría de vecinos, de
amplios señoríos jurisdicionales, cuyas villas, siendo concejos, estaban
sometidas a vasallaje del regimiento principal. Por ejemplo, en este tiempo,
el señorío colectivo de Burgos, que podía usar el título de «muy noble»,
comprendía las villas de Lara, Muñó, Pancorbo, Miranda de Ebro,
Pampliega, Mazuelo y Barbadillo de Mercado. La diócesis era todavía más
amplia. Sobre todo ello Pedro Velasco, por delegación del rey, estaba
llamado a ejercer funciones de gobierno. La fuerza política que este
personaje iba a poseer no dependía, por tanto, del condado de Haro, en que
estaba destinado a suceder, sino de esta posición singular que, en teoría al
menos, no afectaba a la vida interna del concejo burgalés, dotado de una de
las más sólidas oligarquías de todo el reino.
Al usar el término guerra civil, tal vez estamos induciendo a confusión a
los lectores de hoy, que pueden imaginarse una división del país en dos
bloques con una línea de frente para separarlos. Lo que verdaderamente se
produjo fue una especie de descomposición del reino en sus componentes.
Cada ciudad y cada señorío aprendió a administrarse por su cuenta,
sirviéndose a veces de la autoridad real para sus fines, pero sin servirla
nunca. Afloraron los bandos locales, con viejas envidias y rivalidades.
Algunas de las villas, como fue el caso de Miranda de Ebro, aprovecharon
el desorden para reclamar su emancipación. Otras, como Alcaraz, perdieron
su independencia por la agresión de un señorío. Burgos hizo esfuerzos
económicos muy considerables para mantener a las siete villas dentro de su
señorío: no se trataba de que éste fuera directamente rentable; pero le
permitía mantener a los grandes codiciosos a distancia y, sobre todo,
controlar los caminos, vitales para su comercio.
Cada ciudad era «un mundo abreviado», como explica Adeline Rucquoi
refiriéndose a Valladolid: tenía sus problemas y necesidades peculiares que
saltaban ahora al producirse la inquietud. Valladolid contaba con dos
instrumentos, el Estudio General y la Chancillería, que le permitían ejercer
una influencia que iba más allá de su propia condición de villa dependiendo
del obispado de Palencia, y regida por 16 regidores que eran todos
«hombres buenos», formando una sólida oligarquía para los negocios.
Desde 1464 los Velasco ejercerían una gran influencia sobre Burgos, en
donde tendrían residencia propia, pero sin que se produjese una absorción
tan completa como era el caso de Guadalajara. Velasco representaba un
poder real extendido a un territorio amplio, mientras que el regimiento era
la ciudad; a ella convenía muchas veces acudir con sus querellas o con
demandas de ayuda, al primogénito de la Casa de Haro.
Si Sevilla era la puerta del oro, administrado por los fuertes banqueros
italianos, Burgos era cauce para la lana que enriquecía a los miembros de
esa oligarquía de linajes cerrados que puede considerarse un verdadero
patriciado. Casas y ropas eran signos externos de opulencia; por su modo de
vida no se distinguían de los nobles; su influencia llegaba al mismo rey.
Aunque los hijos heredaban el oficio y los negocios de sus padres,
consolidando así su linaje, esto no era obstáculo para que nuevas familias
vinieran a sumarse a la lista: Arceo, Covarrubias, Lerma, Orense, eran
nombres propios. Comenzaba ya entonces la prodigiosa carrera de Diego de
Soria, el primero que merece ser calificado de capitalista. Aunque eran
abundantes los antecedentes judíos, no se presentaba un conflicto como los
de Toledo y Sevilla acerca de los cristianos nuevos. No en vano era Burgos
aquella singular ciudad en la que un rabino, al convertirse, pasara a ser
obispo de la misma sede. Para recibir el status de caballero bastaba con ser
admitido en la cofradía de Santiago.
Hasta 1463 ningún personaje había conseguido revestir la importancia
de Íñigo de Arceo, cuyo papel en la conferencia de Gannat hemos tenido la
oportunidad de considerar. Sus tres hermanos, Pedro, Juan y Alfonso de
Arceo, permanecían en Burgos mientras él viajaba sirviendo al rey. El
fracaso de la entrevista de Bayona quebrantaría mucho de su poder, dado el
hecho de su vinculación a Luis XI. Esta circunstancia sería aprovechada por
otros linajes influyentes, Covarrubias, Burgos o Lerma, para montar una
especie de ofensiva contra su persona. Pero Íñigo se mantuvo en constante
fidelidad a Enrique IV; años más tarde, influiría en los proyectos
matrimoniales que adelantaban la candidatura del duque de Guyena.
Defendió, hasta el fin, a doña Juana como princesa heredera y esto le
acarreó pérdidas decisivas. Pero constituye un buen modelo de lo que era la
oligarquía burgalesa, poco cambiante en sus opiniones políticas. Poseer
Burgos era, por consiguiente, para el rey, una garantía.
CAPÍTULO XVIII

ÁVILA; UN DÍA DE JUNIO

Entre Plasencia y Segovia

La alta nobleza, aunque profundamente dividida, no dio señales de


renunciar a su programa político. En el documento de Medina del Campo se
había procedido con cierta moderación, no discutiendo ni la legitimidad de
don Enrique ni la práctica del «poderío real absoluto», limitándose a
«impugnar algunas decisiones que había impuesto» (Nieto Soria). El
rechazo radical, acompañado de una renuncia a las negociaciones desde su
principio, dejaron a los firmantes del manifiesto de Burgos ante una
disyuntiva: someterse sin condiciones o adelantar un paso tan grave como el
rechazo de la legitimidad de ejercicio por parte del monarca. Prometió don
Enrique hacer concesiones y mercedes a quienes se sometiesen, pero sin
hacerlas efectivas. Pacheco decidió acaudillar una opinión revolucionaria: si
no conseguían limitar las funciones del rey, obligándole a compartir con
ellos el ejercicio del poderío real, los grandes podrían ser despojados de sus
posiciones. En marzo de 1465, llevando fuertemente custodiado al infante
don Alfonso, el marqués fue a Arévalo para que el niño pudiera verse con
su madre, pero luego viajó con él a Plasencia, donde don Álvaro de Stúñiga
garantizaba la seguridad. Se señala la presencia del infante en esta ciudad
desde el 3 de abril de este año.[264] El conde de Benavente dio aviso de que
podían contar con él.
Enrique contaba, en principio, con la legitimidad de origen, muy difícil
de destruir. Pero los que rodeaban al infante le movían a defender la que,
como sucesor, le asistía. Puesto que en el esquema de la monarquía
castellana rey y sucesor formaban dualidad complementaria, la del primero
no impedía la reclamación del segundo. Disponiendo de la administración
de Santiago, estando con él Girón y habiéndose sumado a su bando el
Maestre de Alcántara, podía decir que contaba, en principio, con las tres
Órdenes Militares que eran una fuerza muy considerable. Firmó cartas
dirigidas a personas e instituciones de relieve acusando a Enrique de
pretender privarle de la herencia que le correspondían, negándose a
entregarle «su» Principado de Asturias.[265] Se intentaba crear en Plasencia
una pequeña Corte en torno al príncipe que incidía en los mismos defectos
que se criticaban en el rey: promesas de mercedes para el futuro que, de
convertirse en realidad, serían grave daño para el patrimonio real.
Veamos algunas de estas promesas: se comprometió con el conde de
Luna a obligar al rey a que le restituyera Llanes y Ribadesella con el juro de
100.000 maravedís que se necesitaba para su sostenimiento. Hizo donación
de la ciudad de Trujillo al conde de Plasencia, en realidad a la condesa
Leonor, porque este señorío se reservaba para los hijos del segundo
matrimonio.[266] Villena y Plasencia se comprometieron con el príncipe,
bajo juramento, a que, cuando este último llegara a ser rey, sería promovido
duque de Toro (13 y 26 de abril de 1465), privando de este modo de
representación en Cortes a una de las ciudades más importantes del
realengo. Por su cuenta, don Juan Pacheco estaba ofreciendo a la ciudad de
Sevilla que si optaba por su candidato, sacudiéndose la tutela de los
Guzmán y Ponce de León, sería eximida de pedidos.
Desde mediados de marzo de este año, dejando a su esposa Juana y a la
infanta Isabel en el alcázar de Segovia, con buena guardia, Enrique IV se
había trasladado a Madrid, desde donde creía posible asegurar el dominio
sobre la zona del Tajo. Habiendo rechazado la sentencia de Medina del
Campo, aparentaba, sin embargo, no desear ninguna ruptura con los que
seguían siendo sus consejeros o con aquellos otros a quienes hiciera
promesas para mantenerles en fidelidad. Antes de salir de Segovia, y
después de llegar a Madrid (5 de marzo y 6 de abril) cursó órdenes a Sevilla
y Murcia para que cesasen las bandería y todos se mantuvieran en orden
hasta que se tomaran las nuevas decisiones. Llamó a sus consejeros para
tratar con ellos sobre las decisiones que convendría tomar. Pacheco no se
atrevió a acudir personalmente y envió a su esposa, pero Carrillo y el
almirante Enríquez vinieron: su propósito, sin duda, era reconducir al rey a
la política que ellos mantenían.
A principios de abril tuvo lugar en el alcázar de Madrid la reunión del
Consejo en que, prácticamente, se apuraban las últimas posibilidades de
entendimiento. El arzobispo de Toledo tuvo la voz principal. Naturalmente
su opción se decantaba a favor de la negociación. Tenía razón el rey al pedir
que los tres coaligados de Plasencia, Pacheco, Stúñiga y Pimentel,
devolviesen al infante Alfonso, pues el sucesor en el trono debía vivir en la
Corte, pero entendiéndose bien que ese reconocimiento de legitimidad
hecho en Cigales, era ya inquebrantable, pues un monarca no puede
desdecirse de su juramento. La sentencia de Medina del Campo no había
tratado de este punto; aunque el rey la rechazara, negándose a firmar —
podía hacerlo— sus cláusulas eran negociables. Lo que recomendaba era un
retorno al sistema de equipo de gobierno como en 1457 y 1461,
procediendo a la oportuna remodelación. Para ello era importante que don
Enrique cumpliera las promesas hechas: Valdenebro y la alcaldía de
Valladolid para el almirante; los juros necesarios al sostenimiento de tropas
para el conde de Paredes; el cimborrio de Ávila, la Mota de Medina y
fondos necesarios para sostener 1.500 hombres de armas, para él mismo.
Llamó la atención sobre la ausencia del conde de Alba, cuya colaboración
en dicho equipo juzgaba muy necesaria y recomendó, en consecuencia, a
don Enrique, que realizara un viaje a Salamanca, para atraerle a su servicio
entregándole las villas prometidas de El Carpio, Abadía y Granadilla.
En otras palabras, lo que el Consejo, pilotado por grandes, continuador
del sistema que se venían ensayando desde hacía casi ocho años, proponía
no era otra cosa que sustituir el equipo de gobierno por otro, de la misma
estructura, en el que Alfonso Carrillo esperaba desempeñar un papel
directivo: de él debían excluirse ambos extremos, es decir los hermanos
Pacheco y Girón con sus partidarios y el duque de Alburquerque con los
Mendoza. No estamos en condiciones de saber cuáles fuesen los ocultos
propósitos del rey. Sólo podemos decir que aceptó la invitación que don
García Álvarez de Toledo le hacía. Pasó cuatro días en Alba de Tormes, en
medio de festejos. El conde le hizo un ruego especial: dar al olvido todas las
cosas pasadas —recordemos que le había perseguido por su enemistad
cuando era príncipe de Asturias— y emprender una nueva etapa de servicio
en fidelidad. A todo parecía asentir Enrique IV.

Cortes de Salamanca. El rey opta por la ruptura

De Alba a Salamanca. Se había escogido esta ciudad para celebrar en ella


Cortes; el medio correcto para sustituir a la comisión de reforma cuyas
conclusiones habían sido rechazadas. Apenas llegado a esta ciudad, el rey
volvió a reunir a sus consejeros que acordaron enviar a Plasencia una real
orden caminando a los tres grandes allí reunidos a devolver el infante
Alfonso y reincorporarse ellos mismos a la Corte, donde podrían tratarse los
asuntos que a todos importaban. Carrillo hizo notar en este momento al rey
que no había cumplido ninguna de las promesas que les hiciera para
asegurar su colaboración. Enrique IV dispuso entonces que se dieran 12.000
enriques al almirante y 8.000 al arzobispo para que pudiesen pagar las
2.200 lanzas que consigo traían. Pero les dio al mismo tiempo una orden
cargada de plomo: tendrían que cercar y tomar Arévalo. En otras palabras
despojar a la reina viuda, madre de los infantes, de su señorío, haciéndose
cómplices de una iniquidad.
Las Cortes de Salamanca estuvieron «dominadas por cierto espíritu de
urgencia, de prisa por recaudar fondos para reorganizar y afianzar el partido
real» (César Olivera). Faltó, absolutamente, aquello que, al llegar las
circunstancias extremas, podía neutralizar el mal efecto provocado por el
rechazo de la sentencia: un programa alternativo de reformas, que sólo el
rey estaba en condiciones de ofrecer. No puede negarse responsabilidad de
don Enrique y de quienes, desde el anonimato, le aconsejaban en el
conjunto de decisiones que vino a provocar la ruptura. Ofendió a los
procuradores demostrando que sólo le preocupaba contar con fieles
colaboradores entre ellos: hizo sustituir a Fernando de Cuenca, que
representaba a esta ciudad, por Andrés Cabrera y lo mismo en algunos otros
casos; admitió a Juan Blanco, que se decía procurador por Betanzos, que,
desde luego, carecía de derecho de voto. Todo ello para disponer el voto de
subsidios aún más cuantiosos que en las ocasiones anteriores y para
legalizar el golpe que preparaba de suprimir el sistema de equipos de
gobierno retornando al validaje.
Una vez asegurada la mayoría, se invitó a los procuradores a que
presentasen una demanda al rey solicitando la nulidad del destierro de don
Beltrán de la Cueva a quien se devolverían sus estados, acrecentándolos.
Firmaron todos entre los días 20 y 26 de mayo. De este modo el retorno del
duque de Alburquerque al favor real venía revestido de fuerte legitimidad:
las Cortes debían ser preferidas a una reunión de grandes. Al restituirle en
la posesión de los estados que formaban su copioso patrimonio, se incluían
villas tan importantes como Roa, Cuéllar, Atienza y Medina del Campo,
quebrantando los derechos que sobre ellas tenían los infantes hijos de
Juan II. La signatura de todos los procuradores fue incluida en la
confirmación.
Paralelamente, y como consecuencia de difíciles negociaciones que el
obispo de Calahorra Pedro González de Mendoza, el de Osma, el contador
Diego Arias Dávila y los doctores Pedro González Dávila y García López
de Madrid mantuvieron con los procuradores, aludiendo a la necesidad de
pacificar el reino y defender la frontera de Granada, las Cortes acordaron un
subsidio de 87 millones de maravedís para los años 1465 y 1466, lo que
otorgaba a Enrique IV un plazo de respiro en holgura económica. Las
circunstancias malversarían después tan halagüeña perspectiva. En total
dieciséis monedas, siendo el resto en pedidos. De esta cuantiosa suma se
detraían, de inmediato, 4.100.000 maravedís para repartir entre los
complacientes procuradores y millón y medio para la Casa de la reina en
que estaba incluida la infanta Isabel. No hubo, verdaderamente, un
cuaderno, pues el que se envió a las ciudades con fecha 20 de mayo,
reproducía simplemente el texto de las disposiciones que se tomaran en las
Cortes de Toledo de 1462. La principal novedad radicaba en que el rey
adquiría el compromiso serio de hacer efectivo el decreto, que ya se
acordara en Toledo, para que los corregidores fueran nombrados cuando
hubiese demanda de las ciudades y se evitase el acrecentamiento indebido
de los oficios.
Como César Olivera ha podido comprobar, examinando con cuidado la
documentación existente, en Salamanca se reflejaron las aspiraciones a una
reforma que tenían las ciudades, y de qué modo coincidía ésta con muchos
de los puntos que se abordaran en la sentencia de Medina del Campo.
Aquéllas, cada vez más semejantes en su administración a señoríos
colectivos, defendían su independencia, rechazando en principio que el
Consejo pudiera imponerles corregidores o que se establecieran vías de
justicia distintas de las acostumbradas. Consideraban a las Cortes como
expresión de su propia voz, y reclamaban el restablecimiento del patrimonio
regio para que de este modo disminuyera la presión fiscal que significaban
las ayudas extraordinarias. Protestaban de la baja calidad de la moneda,
consecuencia de la corruptela en que habían caído los talleres de acuñación.
Sus quejas, abundantes, de las que los procuradores, pese a las ingerencias
de la Corona, tenían que ser transmisores, adquirían curiosos extremos
cuando se trataba de denunciar los abusos que cometían los oficiales del
rey.
El aspecto más importante, que aparece como renovación de propuestas
que se hicieran durante la grave crisis de 1383, estaba referido a la
necesidad de que las Cortes dispusiesen de una especie de comité o
diputación permanente que asegurase la continuidad entre dos períodos de
sesiones, controlando los subsidios votados y elevando al rey las quejas o
protestas que en el intervalo surgiesen. Sin comprometerse en modo alguno,
don Enrique procurará, en adelante, retener en su Corte algunos de los
procuradores, a los que se mencionaba como consultados en ciertas
cuestiones. No era difícil: muchos de los 31 varones presentes en
Salamanca eran simples oficiales, como Andrés Cabrera, los contadores
Diego y Pedro Arias Dávila o el licenciado Antón Núñez de Ciudad
Rodrigo.
Los nobles presentes en Salamanca tuvieron la sensación de que habían
asistido a un golpe de Estado para devolver a don Beltrán de la Cueva su
poder. Y llegaron a considerarse víctimas propiciatorias de un acto de
fuerza. Alegando que la ciudad estaba profundamente dividida entre los
partidarios del conde de Plasencia y del de Alba de Tormes, el rey,
manejando la voluntad de los procuradores que esperaban retornar a sus
casas con buenas ganancias, entregó al duque de Alburquerque el mando
sobre todos sus puntos fuertes.
Flotaba en el aire la sospecha de que se preparaba un acto de fuerza.
Durante las últimas semanas de mayo de 1465 don Enrique creyó
encontrarse en condiciones de dominar la situación.

Proyectos para la represión de los rebeldes

De Salamanca a Plasencia no es mucha la distancia, de modo que las


noticias de una a otra ciudad circulaban con rapidez. En Plasencia se
hallaba el infante don Alfonso, custodiado y sostenido por el marqués, los
condes de Plasencia y Benavente y el maestre de Alcántara, que contaban
con el apoyo distante de algunos Manrique y del conde de Luna, además de
las Órdenes Militares que no formaban un bloque compacto. Antes de que
se iniciaran las sesiones de Cortes, Enrique IV, cumpliendo en esto el
acuerdo que se tomara en la reunión del Consejo arriba mencionada, les
conminó para que devolviesen la persona del infante a la custodia en que se
hallaba antes de las primeras vistas de Cigales. En lugar de obedecer,
respondieron con un alegato que se hizo público en numerosas ciudades: en
las vistas de Cigales el rey había aceptado y jurado reconocer a Alfonso
como primogénito heredero y llevar a la práctica lo que acordasen los
miembros de la comisión nombrada, con arbitraje de fray Alonso de
Oropesa; también se había comprometido a no negociar el matrimonio de
Isabel sin acuerdo de ellos cuatro y de Carrillo. Ellos habían cumplido su
parte en el compromiso; Enrique IV, no. Había rechazado el dictamen de la
comisión reunida en Medina del Campo, abriendo negociaciones para un
matrimonio poco conveniente de Isabel, ocupaba Ocaña, intentando hacer
lo mismo con Arévalo, y finalmente quería apoderarse de la persona de su
hermano para desheredarle.[267]
Ante estos hechos, y comprobando que se hallaban en caso de tiranía,
pérdida absoluta de legitimidad de ejercicio, los autores del manifiesto
decidían sustraer la obediencia, volviendo a ponerla en la persona de
Jesucristo, que es fuente de todo poder. Por su parte el rey consideraba a los
grandes que de esta manera desafiaban su poder como rebeldes y se
preparaba para combatirles. A esto obedecía la orden de combatir Arévalo:
se les requería a dar una muestra de fidelidad, aunque no de lealtad. Por
estas mismas fechas también Alfonso había comenzado a firmar órdenes
que correspondían al poder real.[268]
Enrique IV, que enviara un mensajero a Sevilla[269] recibió en mayo
noticias de que podía contar con la obediencia del duque de Medinasidonia
y del conde de Arcos, y que, con ellos, se dibujaba un amplio partido en
Andalucía, en el que figuraban el conde de Cabra y Luis Portocarrero como
principales capitanes; esto parecía asegurarle la disposición de tres fuertes
plazas de armas en el bajo Guadalquivir, Sevilla, Écija y Carmona. El 13 de
mayo escribió a Ponce de León: «Mucho placer tuve de la respuesta que
disteis a las cartas del infante mi hermano y del marqués y de los otros
caballeros que con él están.»[270] En la alta Andalucía las fuerzas estaban
más igualadas pues Girón, dotado de poderosos respaldos, contaba con
Alfonso de Aguilar[271] mientras que la causa del rey estaba servida por
Miguel Lucas de Iranzo. También contaba el monarca con las cinco cabezas
del reino, Segovia, Madrid, Valladolid, Burgos, que sujetaba ya Pedro
Fernández de Velasco, y Toledo, adonde había llegado don Beltrán de la
Cueva en el mes de abril, poniendo en cobro las fortalezas que la
guarnecían. Para ganar la voluntad de los toledanos se les había otorgado un
mercado franco a celebrar los miércoles. Tal es el origen de Zocodover.
De este modo, y durante dos meses, abril y mayo de 1465, pudo el
monarca abrigar fundadas esperanzas de hallarse en condiciones de aplastar
la revuelta que se anunciaba y que, en cierto modo, él había contribuido a
desencadenar con el rechazo de la sentencia y la devolución del poder a don
Beltrán de la Cueva. Las noticias que hasta él llegaban, estaban revelando
propósitos muy radicales en torno a la persona del infante don Alfonso,
dándole motivos de arrepentirse por haberle entregado al marqués de
Villena. Éste aparecía a sus ojos como principal responsable de una traición.
Por eso el 22 de abril de este mismo año, don Enrique firmó la orden de
confiscación de todos sus bienes. Es difícil, para el historiador, establecer
juicios de valor acerca de las responsabilidades en la ruptura, pues parece
que estaban bien repartidas entre los dos bandos.
Se sospechaba que los grandes que, desde Plasencia, formularan
declaración de desobediencia, habían preparado una especie de
levantamiento; sus agentes trabajaban en Sevilla, Córdoba, Alcaraz y
Toledo, lo que parece indicar que el marquesado de Villena debía servir de
plataforma fundamental. Diego de Sepúlveda, provisto de un nombramiento
de maestresala del infante, llegó a Sevilla, donde Pedro de Stúñiga le dio
acogida, facilitando su contacto con los regidores a los que, en nombre del
futuro rey, estaba prometiendo prebendas. En Córdoba Alfonso de Aguilar
se aprestaba a desempeñar el papel de jefe de los alfonsinos; Pacheco le
había prometido la promoción con Alcalá la Real y Locrin como bases
fundamentales. Girón, dueño ahora de Úbeda y conquistador de Carmona,
advertía a las autoridades de una y otra, que obedecía al infante, no al rey.
Sin embargo, el conde de Cabra, que contaba con numerosas adhesiones,
entre ellas la de Martín Alfonso, señor de Montemayor, pudo mantener
Córdoba en la obediencia debida. Tampoco Jaén ofrecía problemas. Un
primer intento en Toledo, pudo ser abortado por el propio monarca (20 de
abril) que desterró a los principales comprometidos; con ello no consiguió
otra cosa que fortalecer el espíritu de revuelta, en especial entre los
cristianos viejos.

Un cadalso levantado al pie de la muralla

Aunque sobre el papel tenemos la sensación de que las fuerzas de que


disponía el monarca eran superiores, los que a sí mismos se titulaban
desobedientes tenían la seguridad de arrastrar a muchos más por este
camino. Se buscaron argumentos que perfilasen la «tiranía» —quebranto
del ejercicio de la legitimidad— y se encontraron muchos: don Enrique
incumplía los juramentos prestados, quebrantaba la moneda y la justicia,
trataba de arrebatar la sucesión a quien pertenecía, y había manipulado las
Cortes obligando a elegir a las personas de su confianza. Sobre estas bases
se hizo una consulta a los grandes, que respondieron de manera diversa,
predominando las opiniones cautelosas pues era un paso muy grave el que
se anunciaba: deposición del rey, sustituyéndolo por su legítimo heredero.
Podían invocarse, en Portugal y en Castilla, como también en otros reinos,
algunos precedentes y también ciertas doctrinas de tratadistas políticos
entonces muy extendidas.
Siempre se ha concedido especial importancia a la respuesta reflexiva
de don Pedro González de Mendoza, obispo de Calahorra, que demuestra
que incluso los más fieles defensores de la monarquía reconocían los
errores cometidos por el rey: paladines de la Corona en cuanto institución,
no lo eran tanto de la persona que en esta oportunidad la ceñía. Dijo, entre
otras cosas: «Notorio es, señores, que todo el reino es tenido por cuerpo, del
cual el rey es cabeza.» «Por justicia no podemos quitar el título que no
dimos» puesto que «si los reyes son ungidos por Dios en la tierra no se debe
creer que son sujetos al juicio humano los que son puestos por voluntad
divina». De un modo práctico e inmediato ante lo que se avecinaba,
«parecería mejor consejo poner las medicinas que la razón cree, que quitar
la cabeza, que la natura defiende», pues los reinos sufren más cuando se
depone a reyes inhábiles que cuando los soportan con paciencia. «Vale más
trabajar por la paz de los muchos que caer con el mal de todos.» De
cualquier modo no creía el futuro cardenal que aquel infante, todavía con 11
años, estuviera en condiciones de asumir funciones reales.[272]
No se trataba de un movimiento secreto. Enrique IV sospechaba que en
plazo muy breve, los rebeldes iban a proclamar rey a Alfonso XII
precisamente en Arévalo, donde residía su madre Isabel y cuya guarnición
estaba firmemente adherida al marqués de Villena. Por eso decidió
apoderarse de ella cursando al almirante y a Carrillo la orden
correspondiente. Ellos aprovecharon la oportunidad para reclamar las
donaciones prometidas, a las que el rey no podía acceder porque le
reportarían en aquellos momentos gran desprestigio. Entonces Carrillo,
argumentando que si se había dado a don Beltrán todo poder en Salamanca
y se le privaba a él de seguridad en Toledo, tenía que entrar en posesión del
cimborrio de Ávila, porque así se le había reconocido. Y metió allí sus
tropas dominando el Adaja. Enrique había enviado al almirante y al
arzobispo por delante. Apenas concluidas las Cortes de Salamanca, él
mismo emprendió la marcha: el 27 de mayo de 1465 estaba ya en Medina,
aprestándose para el avance sobre Arévalo.[273] Envió desde aquí a Juan
Guillén a Segovia, para que trajese de allí a la reina y a la infanta Isabel,
porque estaban más seguras en el castillo de la Mota. La niña Juana, que
acababa de cumplir tres años, debería quedar en el alcázar, al cuidado de su
alcaide, Perucho de Monjáraz. Se hace difícil comprender las razones de
esta separación entre madre e hija.
No es mucha la distancia que separa Medina del Campo de Arévalo.
Siguiendo esta ruta, envió mensajeros a Alfonso Carrillo para ordenarle que
uniese sus fuerzas a las suyas y así culminar la empresa; hallaron al
arzobispo en el camino de Ávila. En forma desabrida respondió: «Id a decir
a vuestro rey que ya estoy harto de él y de sus cosas, y que ahora se verá
quién es el verdadero rey de Castilla» (Enríquez del Castillo). Para el
primado era un engaño todo lo transcurrido desde marzo: en lugar de un
equipo de gobierno, de acuerdo con los esquemas del 57, lo que se había
producido era una devolución del poder a Beltrán y a los Mendoza, algo
que no podía tolerar. Esta respuesta llegó a Don Enrique cuando alzaba sus
tiendas en el campo, frente a Arévalo. Y, al mismo tiempo, otra: el
almirante don Fadrique estaba aclamando a Alfonso, como rey, en
Valladolid. Puesto de rodillas, alzó las manos al cielo y pidió a Dios que lo
amparase. Inmediatamente levantó el campo y volvió a Medina para
recoger a su mujer y a su hermana. En tono de fuga se dirigió a Salamanca,
buscando amparo en los soldados de don Beltrán y, sin duda, la proximidad
de la frontera portuguesa. Moralmente se sentía derrotado. Y no había
razones objetivas para tal actitud.
El adelantado mayor, Juan de Padilla, y el obispo de Burgos, Luis de
Acuña, que podían presentar la defensa de Arévalo y de la reina Isabel
como si se tratara de un éxito personal, no estaban seguros del apoyo de la
población para un acto tan grave como declarar despuesto a don Enrique y
alzar en su lugar a Alfonso XII. Los consejeros que rodeaban al rey, en
Salamanca, sosegaron los ánimos y cursaron nuevas órdenes (4 y 5 de
junio), llamando tropas y ordenando a las ciudades hacer la guerra al
marqués de Villena y su hermano, al Maestre de Alcántara y al conde de
Plasencia, principales rebeldes. Contando ahora con Carrillo, éstos habían
decidido cambiar el escenario de la proclamación escogiendo Ávila,
probablemente porque Valladolid había rechazado los intentos del
almirante. Estaban llegando noticias que animaban a los alfonsinos. Alfonso
de Silva, conde de Cifuentes, y Pedro López de Ayala, contando con el
concurso de Payo de Ribera, Fernando de Ribadeneira y Lope de Stúñiga,
habían vuelto a Toledo, con el aplauso de los cristianos viejos que repetían
las acusaciones contra el rey. En Córdoba, Alfonso de Aguilar había
conseguido expulsar de la ciudad al conde de Cabra. Parecía, pues, que el
movimiento se hallaba en expansión.
Hay discrepancias poco importantes en el relato que hacen los cronistas
de aquel suceso acaecido en Ávila el 5 de junio de 1465, muy importante
cuando se trata de analizar la quiebra de la monarquía castellana. Entre
otros detalles no podemos disponer de la lista completa de personas que
estuvieron presentes. Fuera de las murallas, aunque protegido por el
cimborrio de la catedral, los nobles rebeldes alzaron un tablado de madera,
sobre el que colocaron un muñeco vestido de luto, con corona, manto,
espada y cetro, es decir, las insignias reales. Figurando a Enrique IV, fue
sometido a juicio. Villena no había conseguido que se formulara cargo de
herejía por la protección que dispensaba a musulmanes y judíos, de modo
que la acusación hubo de centrarse, como en Barcelona tres años atrás, en la
tiranía, es decir, quebrantamiento de sus deberes como rey. Se repitieron las
acusaciones contenidas en la requisitoria del 10 de mayo. Una vez
declarado culpable, Carrillo quitó de las sienes del muñeco la corona, el
conde de Plasencia la espada, el de Benavente el cetro y, finalmente, Diego
de Stúñiga arrojó la efigie al suelo de una patada mientras gritaba: «¡Fuera,
puto!» Se invocaron luego los precedentes de 1282 y 1366. Reconocido
Alfonso como rey, por ser el sucesor legítimo, su primer acto consistió en
entregar al conde de Paredes la espada de condestable.[274] Se trata de don
Rodrigo Manrique, aquel que habría de merecer más adelante los absolutos
elogios de su hijo Jorge, el mejor poeta castellano del siglo XV.
El cronista oficial, Diego Enríquez del Castillo, cierra el relato de este
episodio diciendo que el rey puso toda su confianza en la bondad de Dios.

Fuerzas en presencia

Ávila iba a ser una de las ciudades que, con mayor constancia,
permanecería en el servicio de Alfonso y, luego, de Isabel, probablemente
por el vigor con que, en la primera etapa, supo Carrillo dominarla. Al día
siguiente del acto —a veces llamado «farsa» porque tuvo el aire de una
representación teatral— y mientras se comunicaban al regimiento y al
cabildo los premios a que se habían hecho acreedores, se hacía firmar a
aquel niño, menor de edad y que, de acuerdo con las leyes del reino, debería
estar sujeto a tutoría, un manifiesto, mal redactado, plagado de calumnias,
que en modo alguno podía proporcionarle honor y respeto. Alfonso XII
comenzaba su discutible reinado envolviéndose en el humo de las
difamaciones de pésimo estilo.
Veamos los cinco argumentos fundamentales empleados:

Se había llegado, con Enrique IV a la completa ruina. «La santa fe


católica de Nuestro Salvador y Redentor Jesucristo ha recibido tan
gran detrimento… y la Iglesia ha sido abatida y destruida de todo
auxilio y defensión», como consecuencia de lo cual, faltando la
justicia, los hidalgos estaban deshonrados y los labradores arruinados.
De ahí que la deposición fuese único remedio.
El rey había conculcado el matrimonio. «Vino el dicho don Enrique en
tan gran profundidad de mal que dio al traidor Beltrán de la Cueva, la
reina doña Juana, llamada su mujer, para que usase de ella a su
voluntad en gran ofensa de Dios y deshonor de sus personas.» «De este
modo fue como consiguió tener una hija y por premio, la hizo jurar por
primogénita.»
A Alfonso correspondía el derecho de primogenitura «por la notoria y
manifiesta impotencia del dicho Enrique para haber generación».
Acusaba entonces al monarca de haber mandado «entregar las
personas mías y de la ilustre infanta doña Isabel… a la dicha reina y al
dicho Beltrán el traidor, siendo mis enemigos por razón de la dicha
sucesión, de que me querían privar».
Atribuía a la nobleza, como exclusiva representación del reino, el
proceso de su reconocimiento: «Los prelados, ricos hombres y
caballeros, con mucho peligro de sus personas, me libertaron»
haciendo que, mediantes las juntas de Burgos y Dueñas, el rey le
reconociera como legítimo heredero. Este juramento prestado fue
conculcado luego por don Enrique.
El acto de Ávila, según este manifiesto, había sido ejecutado con
«sabiduría de la Santa Sede Apostólica, que cerca de esto fue ya
consultada».[275] Sabemos, por el testimonio nada sospechoso de
Alfonso de Palencia, que esta afirmación es falsa. Paulo II no ocultó el
profundo disgusto que le causaba lo acaecido en Ávila, y consideró
siempre a Enrique IV como único legítimo rey.

Sobre el papel, las fuerzas estaban un poco más equilibradas que antes de la
deposición. Llevado por sus partidarios, Alfonso, que había comenzado a
ejercer sus funciones de rey firmando cartas de merced para sus partidarios
y de confiscación para los que decía raba enemigos, como era el contador
Diego Arias Dávila (6 de junio), salió de Ávila probablemente el 7 de junio
camino de Arévalo,[276] donde permaneció dos días, pasando luego a
Medina del Campo, desamparada por los enriqueños, e hizo su entrada en
Valladolid, de la que habían conseguido apoderarse las gentes del almirante,
el 12 de junio. Esta villa, muy adecuada para servir de residencia real,
permanecería en poder de sus partidarios sólo hasta setiembre. Los
enriqueños se estaban ya reorganizando fuera, a golpe de Hermandad.
Aquella Corte improvisada, en donde el proclamado rey era apenas un
instrumento, adolecía de los mismos defectos que achacaba a sus contrarios:
buscando adhesiones, malversaba las rentas y despojaba el patrimonio.
Pasado el primer momento de desconcierto y pesimismo —llegaron
noticias de cómo Toledo, Sevilla y Córdoba abandonaban la debida
obediencia— Enrique IV, que en Salamanca se había visto rodeado de fieles
partidarios, comenzó a recobrar el ánimo y la energía. Pasó de Salamanca a
Zamora, buscando siempre el resguardo de la frontera de Portugal, y desde
aquí, cursó la carta del 16 de junio[277] ordenando a las tropas movilizadas
dirigirse allí, para engrosar el ejército capaz de combatir a los rebeldes.
Presentaba a su hermano Alfonso «que es de tan tierna edad como vosotros
sabéis», más como víctima de las torcidas maniobras que como responsable
de las mismas. En su compañía, la reina Juana y la infanta Isabel, fueron
también a Ledesma, donde don Beltrán trató de disipar los pesimismos
organizando fiestas. Llegaron los primeros refuerzos que presagiaban
importantes adhesiones. Vino personalmente don García de Toledo, conde
de Alba, y con él el comendador Juan Fernández Galindo y Álvaro de
Mendoza. También llegaron el conde de Valencia don Juan de Acuña, a
quien se confirmó la oferta del condado de Gijón, restaurando así la
herencia del bastardo Alfonso, y Alvar Pérez Osorio, conde de Trastámara,
que abrigaba grandes proyectos en Galicia.
Un conjunto de decisiones importantes se adoptaron en torno al 16 de
junio. Se dispuso que la infanta Juana se incorporara a la Corte, cesando el
apartamiento en que se la había tenido en Segovia, reasumiendo su papel de
legítima sucesora. Fue ofrecido perdón completo a cuantos acudieran a
ponerse a su servicio para combatir a los rebeldes, que eran descritos como
un pequeño grupo de nombres concretos: Fadrique Enríquez, Alfonso
Carrillo, Juan Pacheco, Álvaro de Stúñiga, Alfonso Pimentel, Pedro Girón,
Gómez de Solís y Rodrigo Manrique. Esta reducción deliberada en el
elenco puede engañarnos. Aparte de que don Alfonso contaba con otras
adhesiones es preciso no olvidar que muchos de los grandes se mantenían
en actitud expectante, dispuestos a adherise al bando que consiguiera la
victoria. Enrique IV contaba con los arriba mencionados y con los
Mendoza, nada más. E incluso algunas de las adhesiones que se ofrecían
eran demasiado frágiles.
Cuando, transcurrido el mes de junio, se disiparon los nubarrones, se
pudo comprobar que el movimiento había fracasado en cuanto a su objetivo
total —provocar la huida del rey— pero disponía de suficiente fuerza para
mantenerse: en otras palabras, el reino estaba dividido. La obediencia a
Enrique IV, en definitiva legítimo, como así lo afirmaba la sede de Roma,
gozaba de bastante extensión. En Andalucía era muy firme el bloque en
torno a Jaén. Se habían declarado firmemente por el rey Madrid, Cuenca,
Segovia, Salamanca, Zamora, Astorga y Calahorra; no eran tantas las
ciudades en que sus adversarios podían confiar. Galicia, Asturias, Vizcaya y
Guipúzcoa, aunque trabajadas por discordias internas, seguían en la debida
fidelidad. Los refuerzos llegados a Zamora —las discrepancias entre los
cronistas impiden disponer de cifras fiables— garantizaban, según parece,
la superioridad numérica de los enriqueños. El movimiento de refuerzo en
las Hermandades existentes o de constitución de otras nuevas, auguraba una
recuperación.
En el bando de enfrente tampoco estaban las cosas suficientemente
claras: los que participaran en el acto de Ávila formaban una yuxtaposición
de tres corrientes políticas que tenderían a diferenciarse en los meses
inmediatos. En primer término debemos colocar aquellos que defendían el
programa político que se elaborara en Medina del Campo, y entre los que
descollaban el arzobispo Fonseca, y el poderoso linaje de los Stúñiga que se
atribuía el cambio de opinión producido en Sevilla. Su objetivo era una
reforma de la monarquía, poniendo límites al ejercicio del poder real e
incrementando el papel de la nobleza. En segundo lugar estaban los
«aragoneses», es decir, los que mantenían estrecho contacto con Juan II,
recibiendo de él orientaciones: el almirante, el arzobispo Carrillo y Rodrigo
Manrique destacaban entre ellos. Ponían como objetivo la eliminación de
Enrique IV del tablero peninsular poniendo fin al error de 1463. Por último
los dos hermanos, Pacheco y Girón, que contaban con el conde de
Benavente, estaban despechados porque se les había desplazado del poder,
que se sentían en condiciones de ejercer mejor que nadie, siendo sustituidos
por un advenedizo, Beltrán de la Cueva a quien se describía como autor de
todas las bajezas imaginables. Su objetivo final era su propio crecimiento.
CAPÍTULO XIX

UNA GUERRA CIVIL SIN VENCEDORES

Los apoyos con que contaba el príncipe

Las noticias llegadas de Corte de Roma, con la reacción favorable de


Paulo II, movieron a Enrique IV a desarrollar una iniciativa que habría de
tener profundas repercusiones: no es difícil descubrir en ella la larga mano
del Pedro González de Mendoza. Entre los días 11 y 14 de julio, estando ya
la Corte en Toro y habiéndose completado la concentración de tropas con la
llegada del marqués Santillana, del conde de Medinaceli, Luis de la Cerda,
y de Pedro de Mendoza, señor de Almazán (14.000 caballos y 80.000
peones según Diego Enríquez del Castillo), el Consejo celebró reuniones
para acordar el programa a seguir. Fue entonces cuando se decidió acudir al
papa, explicándole en detalle la iniquidad de los actos de Ávila, y
solicitando de él la aplicación de las penas canónicas correspondientes pues
se trataba de un gravísimo quebranto de juramentos solemnes de fidelidad.
De esta misión debían encargarse el nuncio Antonio de Véneris, en su
calidad de obispo de León, y los embajadores Suero de Solís y Juan de
Medina, arcediano de Almazán. Era un medio de reforzar la legitimidad.
La versión de los hechos, que se contenía en las cartas entonces
cursadas,[278] ocultaba muchas cosas, como sucede siempre en los procesos
políticos: cediendo a las propuestas de paz que se le hicieran, Enrique IV
había viajado a Plasencia con buena voluntad; no lardó en descubrir que
Pacheco, Girón, Stúñiga, Pimentel y Manrique habían urdido un plan para
asesinarle. Llegaron al extremo de empujar a Alfonso, aquel tierno infante a
quien cuidara más como a hijo que como a hermano, a sublevarse en contra
suya. De la legitimidad del matrimonio, de los juramentos prestados y de la
sentencia de Medina del Campo, ni una palabra.
Mientras vivió Paulo II, don Enrique pudo contar con el respaldo
completo del pontífice. Tampoco el sucesor de éste se mostraría contrario.
Es preciso no olvidar este aspecto: las relaciones entre Castilla y Roma se
movieron, en todo momento, dentro de un ambiente de confianza. Pero
ahora el rey iba a enfrentarse con un movimiento formidable, al que no
podría vencer. Una gran parte de la nobleza se había pronunciado en favor
de Alfonso, un rey niño que podía ser moldeado. Además de los arzobispos
de Toledo y Sevilla —también el de Compostela, aunque estuviese lejano—
y de los tres Maestrazgos de las Ordenes Militares, que permitían ejercer un
amplio dominio sobre Extremadura, Ciudad Real, la Mancha y Sierra
Morena, los rebeldes contaban con partidarios en todos los enclaves del
reino: el almirante don Fadrique Enríquez tenía Ríoseco y controlaba
Valladolid, bien apoyado por su hermano Enrique, conde de Alba de Liste;
los Stúñiga dominaban el amplio semicírculo que va de Ávila a Cáceres;
Diego Fernández de Quiñones, conde de Luna, a caballo de los montes que
unen León con Asturias, estaba recibiendo poderes que le permitían
disponer de todas las rentas del Principado, con el fin de alzar tropas que
sometiesen a sus enemigos.[279] Se oponían a este último, más por razones
personales que generales, el conde de Trastámara y el de Valencia de don
Juan, que esgrimía la promesa de don Enrique, que éste acabaría negando,
de resucitar el extinto condado de Gijón. En definitiva la existencia misma
del Principado estaba puesta en cuestión.
Los Manrique, titulares de cuatro condados, Castañeda, Osorno, Treviño
y Paredes, ejercían mucho poder desde la Tierra de Campos hasta la
Montaña de Santander. A ellos habría que sumar a Pedro de Bazán,
vizconde de Palacios de Valduerna. Pedro de Acuña, señor de Dueñas,
promovido por el propio Alfonso al condado de Buendía, estaba bien
provisto de fondos, porque era entregador de la Mesta. Juan de Vivero,
señor de Cigales, también se había declarado por el príncipe.[280] Fernando
de Rojas, emergiendo de un linaje de muy brillante pasado, tenía el
Condado de Castrogeriz. También Diego de Stúñiga, conde de Miranda,
insta lado en Osma, reconocía a Alfonso. Todo esto cerraba la mano sobre
la cuenca del Duero.
Además estaba Burgos; la presencia del joven Pedro Fernández de
Velasco no había servido de mucho. Llegada la noticia de lo sucedido en
Ávila, el obispo Luis de Acuña y Pedro de Cartagena, que representaba al
sector mas influyente de la ciudad, se declararon inmediatamente a favor de
Alfonso, si bien se retrasó hasta el 11 de julio la proclamación oficial para
asegurar la salida y embarque de las pacas de lana.[281] El regimiento envió
una procuración a Valladolid para acordar las condiciones. Alfonso nombró
a Gómez Manrique corregidor y suscribió tres importantes mercedes,
ventajosas para la ciudad: un mercado franco semanal; autorización para
cobrar o trasladar deudas que radicasen en localidades sometidas a la
autoridad de Enrique IV; independencia del regimiento respecto a los
corregidores, pudiendo los alcaldes dictar sentencias sin que estos
estuviesen presentes.[282]
En la Meseta meridional la superioridad de los partidarios de don
Alfonso se estableció muy pronto. El 10 de junio, Toledo le aclamaba como
rey; era la decisión de los cinco hombres que dominaban la ciudad, Silva,
Ayala, Ribera, Ribadeneira y Stúñiga, a quienes se otorgó un juro de
200.000 maravedís para que se lo repartieran, compensando sus gastos. A la
ciudad fueron confirmados sus fueros y privilegios, dándose la orden de
restituir la jurisdición sobre la Puebla de Alcocer, Serena y Fuenlabrada,
que don Álvaro de Luna arrebatara, obligándose Alfonso a compensar en
otra parte a la Orden de Alcántara. Hubo una importante opinión que
discrepaba: el deán Francisco de Toledo, que llegaría a convertirse en
persona de confianza de Sixto IV, y obispo de Soria en tiempos de Isabel la
Católica, el cual temía que este cambio, propiciado por los cristianos viejos,
se tradujera en una nueva revuelta contra los conversos. Preparó un alegato
para el papa Paulo II desarrollando la tesis de que no es posible quebrantar
el principio de legitimidad sin que sufra el reino. De hecho entre los
«nuevos» circuló una onda de temor; comenzaron a reunir armas y
nombraron un capitán, Fernando de la Torre, para su defensa. En los meses
siguientes, la inquietud iría creciendo.
Sin embargo sería erróneo atribuir a los partidarios de Alfonso una
política de enemistad hacia los conversos. Tanto en el bando del rey como
en el suyo propio figuraban importantes personajes de esta filiación: Alvar
Gómez de Ciudad Real fue nombrado contador mayor el 18 de julio de
1465 y el hijo de Fernán Diez fue escogido para el oficio de Relator del
Consejo que desempeñara su padre.
El modelo de Murcia es singular. Prácticamente se suspendieron las
relaciones con Enrique IV; ésta es la causa de la escasez de documentos
reales en su archivo a partir de este momento. Pero el adelantado Pedro
Fajardo, que pudo dominar todo el reino, con excepción de Lorca y
Cartagena, aunque reconoció a Alfonso, recibiendo de él plenos poderes,
[283] esperó hasta el 2 de febrero de 1466 para hacer la proclamación oficial

y aprovechó las anormales circunstancias para montar, sobre la ciudad y su


territorio, un gobierno personal que alardeaba de independencia.

Pugna por el dominio de Andalucía

La clave de una victoria completa parecía hallarse en Andalucía; su


posesión inclinaría la balanza en favor del bando que la ejerciese.
Enrique IV contaba aquí únicamente con tres núcleos de fidelidad segura: el
priorato de San Juan, que entregara en tiempo a uno de sus jóvenes
favoritos, Juan de Valenzuela, promocionado por Pacheco, las fortalezas de
Jaén que controlaba el valeroso Miguel Lucas de Iranzo, y los castillos en
torno de Andújar, refugio del conde de Cabra y de Martín Alfonso de
Montemayor, a quienes el señor de Aguilar expulsara de Córdoba. Pero los
grandes alfonsinos, aunque muy poderosos, estaban desunidos. Pedro
Girón, que pudo contar con la alianza del obispo de Jaén, refugiado en
Baeza, no trabajaba tanto por la causa como por su propio interés. Se vio
obligado a enfrentarse con las guarniciones de Bedmar, Andújar, Alcalá la
Real y Antequera, además de Jaén, todas las cuales eran muy fuertes. En un
golpe de suerte pudo hacer prisionero a Juan de Valenzuela, al que obligó a
entregar Lora y Sietefilla a cambio de su libertad. Después se apoderó de
Consuegra y de las reservas económicas del obispado. Los alfonsinos,
declarando vacante el priorato, trataron de instalar en él a Álvaro de
Stúñiga, hijo del segundo matrimonio del conde de Plasencia y nieto, por
consiguiente, de Pacheco.
Aunque la misión encomendada a Girón era la destrucción del núcleo
jiennense, sus intereses se dirigían de manera especial a otra parte, Carmona
y Écija, que podían aumentar los dominios que esperaba legar a sus hijos.
Con grandes fuerzas, atacó Jaén, desde el 22 de junio hasta el 5 de agosto
de 1465, pero como la resistencia ofrecida le hacía perder un tiempo, que
juzgaba precioso en otra parte, acabó suspendiendo la operación y firmando
una tregua (7 de setiembre) que permitió al condestable Miguel Lucas
controlar toda la zona alta del Guadalquivir. Lucas se manifestaría como
protector de los conversos.
En Sevilla Pedro de Stúñiga, hijo del conde de Plasencia, entregó al
duque de Medinasidonia y al conde de Arcos un ejemplar del manifiesto del
6 de junio que hemos resumido anteriormente. Ambos lo admitieron y, en
consecuencia, contando también con el regimiento de la ciudad, montaron
una ceremonia de proclamación de don Alfonso en el alcázar real (15 de
junio de 1465). Todo esto significó, para ellos, una buena oportunidad para
apoderarse del castillo de Triana y de las dos puertas fortificadas, de Triana
y de la Macarena, despejar Sevilla de molestos rivales como Rodrigo de
Marchena y Juan Fernández Galindo, y confiscar sus bienes. De modo que
a principios de julio, el duque y el conde podían considerarse dueños
absolutos de la ciudad. A su sombra iba creciendo un hombre nuevo,
Fernandarias de Saavedra, a quien el 11 de julio Alfonso XII otorgó el
oficio de mariscal. El conde de Arcos, que deseaba apoderarse de Carmona,
encomendó a su hijo, Rodrigo Ponce de León, la misión de preparar la
entrega negociando con el alcaide de ella, Beltrán Pareja, primo del duque
de Alburquerque, que era precisamente el autor del nombramiento. Girón
no ocultaba su propósito de apoderarse de esta plaza.
Ahora el duque y el conde consideraban a Pedro de Stúñiga como un
estorbo para sus planes, especialmente porque sus relaciones con el concejo
podían desestabilizar su poder. Estos cambios, mezclados a las acusaciones
que la propaganda lanzaba contra Enrique IV, motejándolo de amigo de
infieles y herejes, despertaron las querellas entre cristianos viejos y nuevos.
Los dos grandes, que habían recibido el 25 de julio cartas de Alfonso en que
les garantizaba sus dominios, mayorazgos y privilegios, intentaron frenar
tales amenazas, pero no pudieron evitar que los días 24 de julio y 11 de
agosto de este año se produjeran algaradas en que estaban mezcladas
también las banderías que dividían a la ciudad. Como una consecuencia de
ellas, Fernandarias fue cercado en el castillo de Triana y obligado a rendir la
fortaleza. Don Pedro Girón, que todavía seguía en campaña contra Jaén,
tranquilizó al duque y al conde firmando con ellos, el 12 de agosto, una
estrecha alianza para defensa de la causa alfonsina, en la que se incluyó
también a Pedro de Stúñiga.
Estando así descuidados los dos magnates sevillanos, Girón plantó sus
tropas en Carmona y la tomó. Los primogénitos del duque y del conde,
Enrique de Guzmán y Rodrigo Ponce de León, desconcertados, porque todo
parecía reducirse al engrandecimiento de los ambiciosos hermanos, se
volvieron a sus padres para preguntarles si no habían escogido el bando
equivocado.[284] Esta actitud fue conocida, de modo que la situación se
tornó gravemente confusa. Los partidarios de Alfonso, todavía en
Valladolid, se reunieron en Consejo para estudiar las medidas necesarias. El
conde de Plasencia y el maestre de Alcántara, preocupados especialmente
por la suerte de Pedro de Stúñiga pusieron a la firma del príncipe una carta
fechada el 6 de setiembre, advirtiendo al conde de Arcos de los peligros que
para él podían derivarse de un cambio de opinión, y comenzaron a preparar
su propio viaje a la ciudad. Pacheco avisó a su hermano: debía prescindir
por ahora de Jaén y volcar toda la atención en Sevilla impidiendo que
saliera de la obediencia. El 25 de setiembre Carrillo, Villena, Stúñiga y el
almirante, como dirigentes supremos del partido, enviaron al conde de
Arcos una seria advertencia.[285]
Quebrantando el orden cronológico de los sucesos conviene que
cerremos aquí el relato de sus sucesos sevillanos de 1465. Presionados por
el fracaso de Simancas, que colocaba a los dos bandos enfrentados en una
especie de statu quo, al que luego nos referiremos, los consejeros de
Alfonso hicieron, aquel verano, importantes esfuerzos para retener Sevilla.
Desde Arévalo se despacharon rápidamente cartas confirmando los
privilegios de la ciudad, eximiendo de pedidos y monedas y otra clase de
impuestos a todos los vecinos, incluyendo a moros y judíos y a los
moradores de los barrios de Triana, de la Cestería y de la Carretería y
ordenando medidas muy rigurosas para mejorar el abastecimiento de pan,
vino, pescado fresco y salazón.[286] Se advirtió al conde de Arcos que la
tregua del 5 de octubre no significaba un abandono de la causa[287] y se
estimuló al concejo con promesas de futura protección.
El concejo, animado con estas promesas, invitó al duque y al conde a
que se reunieran con él, en un almuerzo, el sábado 14 de noviembre; no
quería que entendiesen que se estaba operando a sus espaldas. Quería que
los grandes se uniesen para poner fin a las banderías y restablecer la paz.
Hubo una amplia negociación, buscando como escenario el convento de los
Jerónimos, entonces afueras de la ciudad. Como resultado de la misma fue
concertada una amplia y sólida confederación proclamando el servicio de
Alfonso, en la que entraban Juan de Guzmán, duque de Medinasidonia,
Álvaro de Stúñiga, conde de Plasencia Pedro Girón, maestre de Calatrava,
Juan Ponce de León, conde de Arcos, Gómez de Solís, Maestre de
Alcántara, Alfonso de Aguilar, Gonzalo de Saavedra, comendador mayor de
Montalbán, y los tres primogénitos, Pedro de Stúñiga, Enrique de Guzmán
y Rodrigo Ponce de León. Todos se comprometían a conseguir que el
municipio sevillano también reconociera con juramento a Alfonso, rey,
contribuyendo con su dinero, al sostenimiento de su causa.
Los días 11 y 13 de diciembre de 1465 fueron de singular fiesta en
Sevilla. Los caballeros veinticuatro y demás oficiales del concejo juraban
fidelidad a don Alfonso XII. De este modo la baja Andalucía se convertía
en plataforma para su obediencia. La comunicación entre este espacio tan
importante y las tierras del Duero estaban directamente aseguradas a través
de Extremadura, gracias a los Stúñiga, la condesa de Medellín y la Orden de
Álcantara. Sin comprometerse todavía abiertamente, el conde de Feria,
Gómez Suárez de Figueroa, pariente de los Mendoza, aceptó dinero
alfonsino para reclutar soldados con destino a la guarnición de algunas
fortalezas de la Orden de Santiago como los Santos de Maimona y Fuente
del Maestre.
Interpretar todo esto como una muestra de fortaleza del bando del
infante puede resultar engañoso. Alfonsismo era apenas un calificativo
cambiante: lo sustantivo era el crecimiento de las Casas de la alta nobleza.
Medinasidonia y Arcos eran ya verdaderos dueños de Sevilla: el regimiento
seguía administrando, pero dentro de los límites impuestos Lo mismo que
en otras ciudades, la guerra civil significaba en Sevilla un serio recorte de
sus facultades de autogobierno. Los primogénitos de uno y otro no parecían
tan dispuestos a mantener la estrecha colaboración que diera buenos
resultados a sus progenitores. Mientras vivió Pedro Girón los dos linajes no
tenían más remedio que estrechar filas pues el intento del Maestre de
Calatrava se orientaba a penetrar, él también, en Sevilla: en marzo de 1466
daría un paso decisivo al recibir el nombramiento de alcalde mayor de la
ciudad.

Ésta es Simancas

Alfonso de Palencia, que militaba en el bando del infante, se muestra


pesimista: «De hecho no podía atribuirse la buena fe a ninguno de los dos
partidos»; «en especial el marqués de Villena, acostumbrado a tratarlo todo
a su antojo, halló la ocasión acomodada a su carácter: por un lado
controlaba al rey infante, mientras que por otro podía contener a su capricho
al otro, a quien tan bien conocía». Esta observación de primera mano
permite entender el curso de los sucesos. Engañando a todos, presentándose
además como devoto católico —de cuando en cuando se refugiaba en el
Parral para las prácticas piadosas con sus amigos jerónimos— sólo estaba
pendiente de su retorno al poder. Tenía la soberbia de los políticos que se
creen indispensables. Mantenía contacto con ambos bandos. Alfonso era, de
momento, un instrumento; pero el futuro envolvía una incógnita: ¿seguiría
siendo igual de dócil cuando madurara? Él y su hermano compartían el
mismo convencimiento: nadie es indispensable salvo si cuenta con poder
suficiente. Por eso tenían que seguir creciendo.
Seguramente está bien informado el cronista cuando atribuye al
marqués un doble juego manteniendo contacto con Enrique IV, hasta
hacerle creer que, si volvía a depositar en él su confianza, era capaz de
sacarle del mal paso en que estaba atrapado. Una vez ocupada Valladolid
«por ser manifiesta la autoridad que adquiría el posesor de ciudad tan
importante», los dos hermanos proyectaron dos operaciones militares
tendentes a demostrar que la fuerza estaba al lado de los alfonsinos: Jaén y
Simancas. En ambas fracasaron. Simancas, con Olmedo y Medina,
constituía el glacis de seguridad indispensable si se quería que Valladolid
siguiera desempeñando el papel de capital del pretendiente. Con estas dos
operaciones se atendía además el consejo de Alfonso Carrillo que
reclamaba la pronta obtención de victorias militares para garantizar el éxito.
Los recursos de la Liga tendían a disminuir, mientras aumentaban los de
Enrique que disponía del poder real.
Ahora la reina Juana recobraba parte de su influencia junto a su marido.
Si se trataba de insistir de nuevo en la legitimidad de la infanta, la presencia
de la madre era imprescindible. Ella tenía únicamente un recurso, su
hermano. Probablemente se equivoca Palencia cuando atribuye a
Enrique IV el intento de refugiarse en Portugal: la estancia en Salamanca y
en Zamora respondía, desde luego, el designio de acercarse a las fronteras
de este reino. Desde el 6 de julio tenía la reina poderes para negociar con
Alfonso V, acelerando el matrimonio ya convenido —una diferencia de
veinte años le separaba de Isabel— y recabando de él una intervención
directa en la guerra castellana. No tenemos noticia de que la infanta se
resistiera a este enlace. Hubo un primer contacto probablemente en julio.
Pero la cuestión era difícil para el propio soberano portugués por la
oposición de algunos de sus consejeros.
Comenzaba el mes de julio cuando las tropas alfonsinas, rodeando al
pretendiente, salían de Valladolid por la puerta del Campo y, siguiendo el
curso descendente del Pisuerga, iban a establecer su campamento delante de
Simancas, donde los enriqueños habían tenido tiempo de introducir una
guarnición al mando de Juan Fernández Galindo. Una parte de este ejército,
a las órdenes de Carrillo y del Maestre de Alcántara, hizo un desvío para
apoderarse de Peñaflor de Hornija, cosa que hicieron sin dificultad porque
los vecinos expulsaron a Lope de Cernadilla y sus soldados y se entregaron.
Desde Peñaflor, sintiéndose victorioso, el 4 de julio Alfonso Carrillo envió
una carta circular a diversos lugares insistiendo en que doña Juana no era
hija legítima y que todos los derechos correspondían, por consiguiente, a
Alfonso. El 12 de julio, estando frente a Simancas, don Alfonso entregó al
conde de Benavente la custodia del sello secreto. Por estos mismos días,
Enrique IV despachaba también una carta circular anunciando que muy
pronto iría contra sus enemigos para destruirlos: aun estaban a tiempo los
que deseasen obtener el perdón, de abandonar la rebeldía y venir a su
obediencia.[288]
Durante dos meses pudo Simancas, fuertemente guarnecida, resistir el
asedio. Los mozos de espuela fabricaron un muñeco al que hicieron que
representase la imagen del arzobispo de Toledo, y lo sacaron fuera de la
puerta, mirando al real, y lo ahorcaron mientras cantaban: «Ésta es
Simancas, don Opas traidor, ésta es Simancas, que no Peñaflor» (Enríquez
del Castillo). Mientras tanto, Enrique IV reforzaba a los suyos en Toro,
mientras su esposa, llevando consigo a la infanta Isabel, intentaba acelerar
las negociaciones con Portugal. A principios de agosto, el rey salió de Toro,
remontando el Duero por Castronuño y Tordesillas. Alfonso ya no estaba
con los sitiadores: al menos una semana antes había regresado a Valladolid,
donde se comprueba su presencia el 31 de julio. Enrique IV había querido
configurar su expedición como una empresa rodeada de carácter religioso,
lucha por la justicia. Antes de salir de Toro hizo llevar sus banderas a la
iglesia del Santo Sepulcro para que fuesen bendecidas.
De este modo los alfonsinos se vieron obligados a levantar el asedio,
iniciándose negociaciones «por sobra de los tratos engañosos del marqués
de Villena» (Enríquez del Castillo). A Simancas llegaron también entonces
doña Juana y su cuñada que regresaban de Portugal. Había un principio de
acuerdo que sería menester trasladar a un escrito. Tal acuerdo, todavía en
forma de lo que podríamos considerar esquema para ulteriores
conversaciones, sería suscrito por Alfonso V en Guarda el 15 de setiembre.
Justificaba, al menos en parte, las graves acusaciones que se formulaban
contra el rey. La infanta, junto con 100.000 doblas de oro de la banda, su
dote, sería entregada a su presunto esposo en plazo de ocho meses, fijando a
partir de este momento su residencia en Portugal: aquí tendría el señorío de
aquellos estados que correspondían a las reinas de Portugal; en caso de
viudedad, podría retener para siempre Alemquer. Su primogénito sería
duque de Portalegre, Montemoro-Velho y Temtugel. Juana garantizaba que
la infanta permanecería bajo su firme custodia hasta el momento mismo de
la entrega. Cumplidas estas cosas, Alfonso V proporcionaría una ayuda
militar de 1.500 caballos y 3.000 peones.[289] Las excepciones señaladas, de
una y otra parte, Inglaterra y Francia, indicaban el común enemigo
aragonés.
Desde mediados de agosto de 1465 la situación militar de Enrique
mostraba una mejoría: habían fracasado las dos operaciones previstas contra
Jaén y Simancas. Habiendo fortificado las otras posiciones del Duero y el
Pisuerga, estaba ya a la vista de Valladolid. Faltaron entonces los medios
para arriesgar una acción resolutiva, o se impuso una vez más la voluntad
negociadora del monarca. En medio del campo se entrevistaron don Enrique
y el marqués de Villena. Parece que Pacheco le prometió —no estamos
absolutamente seguros de la versión que proporciona el cronista— que si
derramaba su gente y se retiraba, poniendo fin a los chorros de dinero que
se estaban empleando, se podría firmar una tregua mediante la cual él haría
que los negocios retomasen a la situación anterior a setiembre del 64,
volviendo todos a la obediencia debida. Cada uno regresó a su campamento
y aquí Enrique IV explicó a sus capitanes que no quería que nadie muriese
peleando por él en la batalla —es oportuno el recuerdo a las palabras que
Shakespeare pondrá en boca de Enrique V en la alborada de Azincourt— y
por eso renunciaba al enfrentamiento resolutivo. Habría, pues,
negociaciones.
La guerra civil parecía terminar sin vencedores ni vencidos, cada uno
conservando sus posiciones y sus armas. El 5 de octubre de 1465 el
marqués de Santillana y el conde de Plasencia se reunieron en el Campo de
Montejo, afueras de Arévalo para firmar ese acuerdo que conocemos
gracias a la doctora Morales. Ambos bandos se comprometían a despedir a
sus soldados conservando tan solo 700 jinetes cada uno para su elemental
seguridad, y a observar rigurosamente las condiciones que corresponden a
la tregua general. Duraría, en principio, hasta el 1 de marzo, a fin de que
hubiera tiempo para ulteriores negociaciones. Sería libre el acceso a las
ciudades y villas que cada uno controlaba. Los rebeldes tuvieron que
conformarse con este resultado, que no era desde luego un éxito: faltaban
los recursos para una acción militar sostenida y los dos objetivos señalados
para aquel verano, Simancas y Jaén sólo habían acarreado fracasos.
Enrique IV se replegó de nuevo a Simancas y de allí, por Medina del
Campo, que reconquistara para él Pedrarias Dávila, y por Olmedo, que
ordenó fortificar porque carecía de muralla, volvió al amparo de su amada
Segovia, a la espera de las noticias que debían llegar de Portugal y del
resultado de los primeros contactos. Alfonso V no mostraba la menor prisa.
Es evidente que se consideraba la situación demasiado confusa. No tenemos
datos acerca de lo que pensaba Isabel de esta negociación que de modo más
directo la afectaba. Tiempo después se referiría al cautiverio en que era
mantenida. Pero se trata ya de un recurso de propaganda.

La guerra irmandiña

En Galicia, extremo noroccidental del reino, el estallido de 1465 tendría


consecuencias muy serias: durante lustros padecería las ruinosas
consecuencias de una guerra intestina sin tregua. Resignado a la permuta
reclamada por su tío, el joven Alfonso de Fonseca había acudido a
Santiago, en compañía de su madre Catalina, dispuesto a devolver a la mitra
su poder, haciéndola servir de instrumento de pacificación. Pero entendía
esta tarea como una entrega a parientes y allegados de todos los señoríos
que de aquélla dependían. La segunda nobleza, fuerte en Galicia,
encrespada contra los magnates que venían de fuera, se agitó. Bernal Yáñez
de Moscoso tendió una emboscada en Noya, hizo preso al arzobispo, y le
alojó en su casa fuerte de Vimianzo, junto a la ría de Corcubión; allí habría
de permanecer dos años en espera de que se negociasen las condiciones
para su rescate. Catalina Fonseca se hizo cargo de la defensa de la torre de
la catedral y de los tesoros del obispo, su hijo. Bernal Yáñez murió de un
flechazo que recibió cuando subía al asalto de la mencionada torre, pero sus
herederos consiguieron imponer condiciones: Fonseca recobraba su
libertad, pero con el compromiso de abandonar Galicia durante diez años,
siendo sustituido por un administrador.[290]
De acuerdo con las demandas de los procuradores, Enrique IV, al llegar
a Medina procedente de Toro, había cursado órdenes para que se
constituyesen Hermandades en todas partes, proponiendo como modelo
aquella de los «colmeneros y ballesteros» de Toledo, Talavera y Ciudad
Real. Los municipios gallegos fueron movilizados entonces por la segunda
nobleza que se declaró a sí misma «irmandiña», es decir, partidaria de la
Hermandad.[291] Tres miembros relevantes de ella se erigieron en capitanes
de la misma: Pedro Osorio en Compostela, Alfonso de Lanzós en Betanzos,
Diego de Lemos en Orense. Ellos se adelantaron a convocar una Junta
general en Mellid, a la que acudieron otras personas del mismo nivel,
Fernán Pérez de Andrade, Gómez Pérez de Mariñas y Sancho Sánchez de
Ulloa. Allí se elaboró la consigna revolucionaria de destruir los castillos, lo
que significaba tanto como acabar con el poder de la nobleza jurisdiccional,
incluyendo la que correspondía a los obispos. Alguien pudo decir entonces
que, invirtiéndose los términos, «los gorriones habían de correr tras los
halcones».
Las violencias que entonces se cometieron fueron muy grandes y las
discordias en el seno de la sociedad gallega dejaron huellas profundas. La
Hermandad intervino también en la querella entre dos hermanos, Pedro y
Juan de Stúñiga, por la posesión del condado de Monterrey. Apoyaba al
segundo, que contaba con la ayuda de Teresa de Stúñiga, condesa viuda de
Santa Marta, administradora de este señorío en nombre de su hijo menor,
Bernardino Sarmiento. Todo el grupo militaba bajo las banderas de
Alfonso; Pedro de Stúñiga se declaró entonces por Enrique. Los Andrade,
los Mariñas y los Ulloa no tardarían a su vez en ser perseguidos,
repitiéndose en Galicia el modelo de Vizcaya.
También La Coruña, que había llegado a convertirse ya en uno de los
principales puertos del reino, se sumó al movimiento irmandiño,
contratando los servicios de Alfonso de Lanzós, al que nombró alcaide.
Muchas casas fuertes que rodeaban a dicha ciudad, siendo a veces simples
refugios de bandoleros, fueron entonces arrasadas; entre ellas la torre de los
Andrade y la de los Andeiro, viejos nombres de emperejilados. Pronto
descubrió, sin embargo, el regimiento coruñés que aquel estado de tensión
social no convenía a sus intereses: se perturbaban seriamente las
peregrinaciones a Santiago, de cuya vía marítima tenía La Coruña
prácticamente el monopolio.
Interrumpiendo su destierro, el arzobispo Fonseca regresó a Galicia en
compañía del conde de Lemos, decidido a restablecer el orden, esto es, a
que la sede compostelana recuperase su antiguo poder. Frente a los
irmandiños, que eran ahora los concejos con sus coordinadores de pequeña
nobleza, la media y alta, a la que se sumaron Juan Pimentel, el conde de
Camiña y los linajes de Andrade, Ulloa, Moscoso y Mariñas, se unieron
para constituir una Liga, es decir un partido político, a la que dieron
también el nombre de Hermandad. Es a la guerra irmandiña y no a la
Hermandad general que formarían luego los Reyes Católicos a la que
corresponden los episodios de destrucción de castillos y ejecuciones
sumarias que cubrieron de sangre las tierras gallegas. Ni Enrique, ni
Alfonso, tenían aquí medios para hacerse obedecer.

Remunerar a los parciales

La primera fase de la guerra civil terminaba, pues, el 5 de octubre de 1465


con el concierto de una tregua que no era general y no fue bien observada.
Quedaban las espadas en alto y muy poca voluntad de atenerse
rigurosamente a sus condiciones; parecía responder al deseo del marqués de
Villena de entrar en conversaciones directas con el rey. Una noche veinte
hombres armados entraron en Medina en la casa de Pedrarias, mataron al
paje que guardaba su puerta y se lo llevaron hasta dejarlo con buena guardia
en Portillo. Otra, Alfonso Carrillo consiguió meter sus soldados en Molina,
asestando de este modo un golpe muy serio a sus cordiales enemigos los
Mendoza. Hubo una pequeña guerra interior, empeñada y sangrienta, pero
la villa quedó para los alfonsinos. De este modo la tregua iba a esmaltarse
de pequeños golpes.
Se entraba ahora en una nueva obligación, la de indemnizar los gastos
asumidos y pagar los servicios prestados. Siempre se ha insistido en decir
que esta guerra civil tuvo, como principal consecuencia, la de esquilmar el
patrimonio real, creando la dramática situación que las Cortes de Toledo
tratarán de enmendar. Las últimas investigaciones nos demuestran que el
despilfarro no pertenece a uno solo de los dos bandos; ambos procedieron
de la misma manera.
Los lectores no tendrían una noción cabal de esta conducta si nos
resignásemos a aligerar nuestro texto; por eso es imprescindible la plomiza
relación que aquí se incluye. Sólo en 1465 y bajo la firma de Alfonso, como
rey, anotamos las siguientes donaciones: a don Diego Gómez Sarmiento,
conde de Salinas, un juro sobre las alcabalas del vino (17 de agosto); a don
Fadrique Enríquez la transformación en hereditario del oficio de almirante y
confirmación de sus extensos estados (20 de agosto); a Troilos Carrillo, hijo
sacrilego del primado, 97.000 maravedís (10 de setiembre); a Juan de
Ribera, señor de Montemayor, ciento cincuenta vasallos exentos donde él
quisiera (13 de setiembre); a Rodrigo Manrique los 60.000 maravedís de
juro que él mismo había confiscado (20 de setiembre); al maestresala
Gutierre de Solís licencia para recibir por vía de enajenación, cualquir
dinero, juro orenta (22 de setiembre); al conde de Benavente la villa de
Portillo con su fuerte castillo de amarga memoria (23 desetiembre); al ya
mencionado maestresala la villa de Portezuela con sesenta excusados (26 de
setiembre); a don Fadrique exención total de impuestos para su villa de
Mansilla de las Mulas (27 de setiembre); a Juan de Stúñiga, señor que se
titulaba de Monterrey, facultades para apoderarse de los bienes de su
hermano Pedro (30 de setiembre); a Rodrigo Manrique conde de Paredes las
tercias de sus villas de Nava, Cardeñosa y Villanueva del Rebollar (15 de
octubre); al mariscal García de Ayala todos los impuestos de Ampudia y su
tierra (15 de octubre); al conde de Benavente todos los bienes de Diego de
Losada, entre los que se incluía la Puebla de Sanabria (21 de octubre); a
Juan de Vivero, para indemnizarle en sus gastos, las tercias del arcedianato
de Alcor (25 de octubre); al maestresala Fernando de Covarrubias, por la
misma razón, las alcabalas y rentas del partido de Cuenca en juro de
heredad (27 de octubre); al hijo del conde de Buendía, Lope Vázquez de
Acuña un sueldo de 20.000 maravedís como guarda mayor (28 de octubre);
a Juan de Stúñiga un juro de 40.000 maravedís donde él quisiere (30 de
octubre); a Pedro Fajardo, adelantado mayor de Murcia, aparte de la
confirmación general de todas sus rentas, la facultad de establece una Casa
de Moneda en Murcia (5 noviembre). Tampoco fueron olvidados los
hombres nuevos, como Alfonso de Quintanilla y Francisco Fernández de
Sevilla; el primero de ambos iba a poder disponer en adelante de la sal de
San Vicente de la Barquera, rubro esencial en los negocios de la Feria de
Medina del Campo (5 de noviembre). Mejor todavía: a Rodrigo Pimentel,
hijo del conde de Benavente, se le otorgó un finiquito de todas las rentas
que, padre e hijo, habían robado durante los diez últimos años en
Benavente, Sanabria, Carballeda, Mayorga, Villalón y todas las tierras que
rodean estos lugares.[292]
La guerra significaba dinero; ni el rey ni el pretendiente lo tenían. Los
subsidios votados en Salamanca no pudieron cobrarse. Por eso ambos
recurrieron al despojo del patrimonio real. Las fuerzas que se habían
reunido en torno a Enrique IV en esta primera etapa habían sido más
considerables; sus gastos, en consecuencia, también. Ahora quedaba, sobre
la mesa, la factura. Los golpes asestados desde la Corona al patrimonio
fueron más considerables porque afectaban incluso a ciudades decisivas del
realengo: Santander para el marqués de Santillana; Agreda, para el conde de
Medinaceli; Ciudad Rodrigo para el de Alba, con compromiso de hacer la
entrega en veinte días a contar de la fecha del 5 de octubre; Astorga, con
título de marqués, para el conde de Paredes; el condado de Gijón con la
Pola de Pravia, para Acuña, como ya dijimos; Requena para Álvaro de
Mendoza.
En la práctica, en otoño de 1465, don Enrique no estaba en condiciones
de hacer efectivas estas mercedes; en cierto modo se hallaban en
contraposición de los supuestos de la tregua del 5 de octubre. El día 8 del
mismo mes, es decir, muy poco tiempo después de las vistas de Montejo,
Pacheco, Carrillo y los condes de Benavente y de Alba de Aliste se habían
juramentado a respetar los acuerdos tomados, que incluían un statu quo. De
modo que, salvo en el caso de Ciudad Rodrigo, que el rey se había
comprometido a entregar, los documentos que extendía la cancillería de don
Enrique no eran otra cosa que una licencia para que los beneficiarios se
posesionaran de la prebenda, si es que podían. Dos ejemplos, el de
Santander y el del Principado de Asturias, nos ayudan a comprender esta
situación.

Santander

No cabe duda de que cuando, en enero de 1466, Enrique IV firmó y selló


las cartas que permitían al marqués de Santillana posesionarse de la villa
marítima de Santander, asegurando a los Mendoza, ya asentados en
Santillana, una gran fachada hacia el Cantábrico, estaba conculcando las
condiciones del cuaderno que él mismo aprobara en Salamanca y que
impedían enajenaciones en el realengo.[293] Pero no tenía en sus manos otra
clase de recursos para pagar los sacrificios de un linaje que había llegado a
convertirse en sustancial plataforma de apoyo para su causa. La Cancillería,
al redactar el documento en Segovia (25 de enero de 1466) había incluido
en su texto las salvedades acostumbradas: las apelaciones en la justicia, las
rentas reales y las minas de metales preciosos, continuaban en el monopolio
de la Corona.
Los linajes que hasta entonces dominaran, en especial el de Escalante
movilizaron los recursos del municipio y decidieron oponerse a las órdenes
del rey. Se movilizaron los vecinos, especialmente los de aquel barrio de
abajo que está justamente a la orilla del mar. De modo que cuando llegaron
los agentes del marqués pudieron ocupar con facilidad la parte alta,
incluyendo la Abadía, el Castillo y la Rua mayor, pero fueron rechazados en
el resto. El concejo, instalado en las partes bajas pidió ayuda a los Parientes
mayores gamboinos, que dominaban como dijimos las Encartaciones, y
desde allí acudieron, con golpe de tropas, Juan Alfonso de Mújica y
Gonzalo de Salazar. Había el peligro de que la pequeña guerra vizcaína se
extendiese más allá de los límites del Ansón.
El primogénito del marqués de Santillana, que había sido enviado para
dominar la resistencia de la ciudad, tuvo que detenerse en Puente Arce y
volver atrás. De cualquier modo, don Diego Hurtado no quería que la
donación derivase a un enfrentamiento; prefería negociar y que el rey
hubiera de darle compensaciones en otra parte. Envió algunos procuradores,
dirigidos todos por Diego de Ceballos, para que intentasen llegar a un
acuerdo con el concejo de Santander, satisfactorio para ambas partes. Las
negociaciones iban a durar cinco años porque a los Mendoza importaba
mucho la salida al mar de sus tierras de Santillana. El 8 de mayo de 1467
Enrique IV anuló la donación, conservando a Santander en el realengo pero
dio a don Diego, en indemnización, el pleno dominio sobre Guadalajara que
no perdería su derecho de voto en Cortes. El que luego será Palacio del
Infantado se convertirá en centro de la vida ciudadana, ámbito para el
desarrollo cultural, y también una de las plataformas desde las que
elaboraba la política general del reino.
Finalmente, entre abril y mayo de 1472, se llegaría a la conclusión de
acuerdos que, en el fondo, eran concertados entre el marquesado y la villa
de Santander: el marqués conservaba todos los juros que tenía «situados» en
ella, incluyendo también los que pertenecían a su amante, Juana de Lasarte,
y percibía una indemnización para los que se manifestaran sus partidarios
en aquellos sucesos. De una manera especial se daban las condiciones para
que la tierra de Santillana pudiera utilizar ampliamente el puerto de
Santander (23 de mayo de 1472). De modo que todo el ciclo de operaciones
se saldaba con ventaja para la Casa de Mendoza.

El destino aciago del Principado de Asturias

El príncipe Alfonso no tuvo nunca la posesión del Principado de Asturias;


era demasiado joven y antes de que pudieran fructificar sus reclamaciones
en este sentido, se vio proyectado al trono. Pero como heredero reconocido
el título le pertenecía. Como arriba dejamos indicado, desde 1462 el conde
de Luna, Diego Fernández de Quiñones, en su doble calidad de adelantado
mayor de León y merino mayor de Asturias, estaba intentando establecer su
poder. Hay un paralelismo entre esta empresa y la que, con perseverancia
no menor, estaba intentando en Vizcaya el conde de Haro. Ésta es la razón
de que ambos señoríos se convirtiesen después en fuertes adheridos a la
causa de Isabel una vez que se convencieron de que en ella y su marido iban
a encontrar firmes defensores.
Desde el comienzo mismo de los movimientos, Quiñones se había
decantado en favor del infante don Alfonso. Éste, antes de que se produjera
la representación teatral de Ávila, se había comprometido con él (25 de
febrero de 1465) a conseguirles la restitución de Llanes y Ribadesella con
los 100.000 maravedís de su renta, y enseguida le entregó una especie de
delegación real o mandato sobre Avilés, aunque sin alterar el status de
ciudad libre que tenía reconocido. Avilés comportaba el alfolí de la sal, que
daba una renta de medio millón de maravedís al año. De modo que con sus
oficios y ciertas posesiones repartidas por Asturias, entre las que destacaban
las herrerías de Rales y Almaraz, los condes de Luna disponían de
numerario en abundancia.
Al producirse la proclamación real, Alfonso, afirmando que «a mí
pertenece el dicho Principado y el señorío y jurisdiciones», ordenó a don
Diego que tomara posesión del mismo administrándolo después en su
nombre. Estos poderes, que fueron confirmados el 28 de agosto de 1465,
desde Valladolid, incluían la misión de combatir a los partidarios de
Enrique IV, tomando sus fortalezas y secuestrando sus bienes. Ahora que
obraba como rey, no necesitaba recurrir a promesas: dio autorización a don
Diego para apoderarse de Llanes y Ribadesella y para elevar hasta 150.000
maravedís el juro que correspondía a su mantenimiento. Unidas a Cangas y
Tineo esas villas constituían las cuatro «sacadas» del Principado. Los
Osorio, ahora marqueses de Astorga, y los Acuña, condes en Valencia de
Don Juan, se ofrecieron a Enrique IV para combatir a ese terco y peligroso
enemigo. Naturalmente que también ellos estaban dispuestos a pasar la
factura. Don Juan de Acuña consiguió entonces que se le hiciera firme la
promesa del condado de Gijón, como antes le tuvieran Enrique de
Trastámara y su hijo Alfonso.
Informados los consejeros del pretendiente, cursaron la orden a
Fernando de Valdés para que, con la guarnición de que disponía en Cucao,
impidiese que el conde de Valencia se apoderara de Gijón y de Pravia (4 de
noviembre de 1465).[294] Valdés pertenecía a aquel linaje venido de Luarca,
que combatiera al bastardo Alfonso: tenía sus propias aspiraciones sobre la
pequeña villa que aún hoy recuerda su nombre. De este modo se puso en
estado de alarma a la pequeña nobleza del Principado, en la que no faltaban
los partidarios de Enrique IV que llegaron con sus protestas hasta el rey.
Enrique IV mintió, diciendo que no era cierta la concesión del condado.
Alfonso procedió en forma parecida pidiendo al conde de Luna que
renunciara a sus pretensiones sobre Asturias porque estaba dispuesto a darle
nada menos que Tordesillas. En definitiva, en aquellos últimos meses de
1465 estaba despertando en el Principado la conciencia de su propia unidad.
También aquí, como en el resto de la orla cantábrica, la pequeña nobleza de
linajes locales estaba poseída de gran fuerza y rechazaba la presencia de los
grandes.
Quiñones no tomó en cuenta las nuevas ofertas; tal vez pensaba que era
aquélla la gran oportunidad y que nunca volvería a tener, como ahora, el
pájaro en la mano: confirmado en la administración del alfolí de Avilés y,
con un juro de 100.000 maravedís para su esposa, Juana Enríquez, que
comprometía las alcabalas de esa ruta que, partiendo de Oviedo hacia Grao,
alcanzaba ya las tres ventanas del modesto comercio asturiano, es decir,
Pravia, Avilés y Gijón, disponía de recursos para el sostenimiento de tropas.
Aquel invierno de 1465 a 1466 Asturias iba a vivir la experiencia amarga de
una pequeña guerra civil. Algunos linajes como los Estrada de Llanes, los
Nava y los de Nevares, alzaron sus pendones por Enrique IV, porque temían
verse sometidos a la ambición del conde de Luna y convirtieron Oviedo y
Llanes en bastiones para la resistencia. Pero al lado de don Diego estaban
los Quirós, Valdés y Balbín de Villaviciosa; y al final, venció. En junio de
1466 esta pequeña guerra interior pudo darse por terminada: Oviedo, Llanes
y el castillo de San Martín, estaban en poder de los vencedores. Ninguna
fuerza, en todo el Principado, podía oponerse al conde de Luna. La condesa
intervino como mediadora, haciendo valer sus lazos de parentesco y ofreció
a los Acuña una indemnización de 600.000 maravedís si renunciaban al que
ya era un sueño imposible. Podía hacerlo: sólo de Asturias, según ha podido
comprobar César Álvarez, detraía más de un millón de maravedís cada año.
Como remuneración de los servicios prestados acababa de recibir el señorío
de las dos Babias, de suso y de yuso, y mandaciones sobre Avilés, Grado y
Pravia. El 20 de enero de 1467 el pretendiente le remitiría un juro de 70.000
maravedís para que los repartiese, como un premio, entre los que le
ayudaran.
Había guerra también al sur de la cordillera, que afectaba a las
comunicaciones, siempre difíciles, con el interior del reino. Álvaro Osorio,
que desde el 15 de julio de 1465 era marqués de Astorga, presentándose
como adalid de los intereses enriqueños, hizo entradas devastadoras a las
que sus enemigos respondieron; la tierra leonesa quedó encrespada por
estas luchas en las que los altos designios políticos pronto se olvidaban para
dar entrada a los odios familiares, el pillaje y la venganza. Alfonso parecía
contar aquí con más partidarios que su hermano: a los Enríquez, Pimentel y
Quiñones se había sumado Álvaro de Bazán, vizconde de Palacios de
Valduerna. Como enriqueños aparecían los Osorio, con los Acuña y
Gonzalo de Guzmán, señor de Toral de los Vados.
Había fuertes razones para sospechar que aquellos conflictos iban a
provocar la pérdida de identidad del Principado de Asturias. En mayo de
1466 fue convocada una Junta general de ciudades y polas, acreditadas por
sus procuradores, y ante ella presentó el conde de Luna las credenciales que
le permitían actuar como merino mayor. Los concejos no dudaron: se estaba
produciendo una maniobra tendente a convertir Asturias en tierra de
señorío, como ya lo eran otras regiones importantes como el marquesado de
Villena o el Infantado de Guadalajara. El pretendiente fue advertido y hubo
de enviar una carta tratando de apaciguar los ánimos: sabía que se estaba
diciendo «que yo he dado y enajenado de mi corona real villas, tierras y
concejo del Principado», pero debían todos de ser ciertos de que «no es
así».
La Junta no se conformó con esta promesa, y habiéndose adherido a la
causa del príncipe, decidió, en noviembre de 1466, enviar dos procuradores,
Juan de Caso y Fernando Álvarez de la Ribera, los cuales fueron recibidos
en Ocaña por el pretendiente que les dio esta vez, una respuesta
documentada (20 de enero de 1467)[295] que serviría de base para ulteriones
negociaciones:
1. Jamás sería enajenado el Principado de Asturias que debería
permanecer, para siempre, como parte del patrimonio que corresponde
a la Corona real, siendo, además, señorío del primogénito sucesor.
2. A los concejos de Asturias, reunidos en Junta, correspondería tomar la
iniciativa de establecer otros alfolís, además del de Avilés, siempre que
lo juzgasen necesario.
3. El nombramiento de un corregidor para el Principado quedaría sujeto
al consentimiento de la Junta.
4. Alfonso prometía nombrar un alcalde mayor de Asturias, pero
recabando en este caso la anuencia del conde de Luna, al que se seguía
reconociendo como merino mayor.
5. Se autorizaba la creación de una Hermandad, policía rural para
persecución de malhechores, recomendando, en este caso, utilizar
como modelo la que ya existía en Álava.

El principal paso adelante en esta verdadera negociación pactista de enero


de 1467 viene expuesto en estas pocas palabras: «Os mando que os juntáis
con el dicho conde de Luna y me enviéis hacer relación en qué manera
queréis que se establezacan los dichos procuradores de la dicha tierra y
Principado.» Se trataba de salvar el vacío de que Asturias careciera de una
ciudad o villa con voto en Cortes —no se pensó en otorgarlo a Oviedo—
mediante la institucionalización de aquel expediente que había comenzado a
funcionar con buen resultado: la Junta general del Principado. Se le
proponía ahora que fíjase el número de villas y de procuradores que debían
estar presentes. Un ensayo importante: el diálogo entre rey y comunidad
política iba a producirse a través de un organismo propio, la Junta, que
significaba una relación más directa. Todo supeditado, sin embargo, al
gobierno del conde de Luna a quien, en 1467, se otorgó que la merindad
mayor se convirtiera en hereditaria.[296]
CAPÍTULO XX

LAS INTRIGAS DEL MARQUÉS

Hermandad general

Probablemente don Juan Pacheco consideraba la tregua del 5 de octubre de


1465 como el término de una breve guerra civil sin resultado, y el paso
hacia nuevas negociaciones, en las que podía ofrecer, como máxima
concesión, el retorno de Alfonso a la posición ya reconocida de legítimo
sucesor. Es muy significativo que entrara en contacto con el arzobispo
Fonseca, retirado en su casa de Coca; el prelado siempre se había mostrado
partidario de llegar a alguna clase de acuerdo. El principal obstáculo podía
estar en la reina doña Juana, que no iba a resignarse fácilmente a que su hija
se viera despojada de la condición de infanta. Los demás grandes
aceptarían, sin duda, alguna clase de acuerdo pues, en aquella guerra, se
revelaba un peligro para sus propios estados, ya que menudeaban las
agresiones y las confiscaciones. Carrillo, por ejemplo, tuvo noticia de que
García Méndez de Badajoz, izados los pendones de Enrique IV, se
preparaba para organizar un levantamiento en tierras de Huete, despojando
a su hermano, Lope Vázquez de Acuña, de su señorío. El arzobispo acudió
con los suyos hasta Tarancón, que convirtió en plaza fuerte, recobró Huete y
después de haber restaurado a su hermano, regresó a Alcalá con García
Méndez prisionero.
Naturalmente estas contiendas con soldados eran fuente de sufrimiento
para el común de las gentes. De ahí el movimiento hacia la creación de
Hermandades que se inició en Segovia y que Enrique IV, estando en
Medina del Campo, pretendió convertir en iniciativa regia. El monarca
preconizaba la fórmula de una Hermandad general, única capaz de acabar
con las «muertes, robos y males que se hacían por todas paites». Hubo una
Junta general en Tordesillas, a la que el rey envió a su capellán y cronista,
Diego Enríquez del Castillo: se trataba de aplicar en todo el reino las
normas que figuraban en los estatutos de la Hermandad llamada Vieja de
Toledo, Talavera y Ciudad Real. De este modo se pretendía convertir la
Hermandad en institución real. El reino se dividiría en ocho
circunscripciones, conservándose también las anteriormente existentes,
estando regida por un consejo de ocho diputados, uno por distrito, que
garantizaban la unidad. Es el modelo a que recurrirán, diez años más tarde,
Fernando e Isabel.[297]
Autorizada a emplear un procedimiento sumarísimo, que incluía la pena
de muerte a golpe de saeta de aquel malhechor que los cuadrilleros
aprehendían infraganti, la Hermandad iba a desempeñar un papel
importante en los años finales del reinado de don Enrique, mal conocido por
la falta de documentos adecuados. Los nobles la temían, pero trataban al
mismo tiempo de controlarla, como en Galicia procuraran el joven Fonseca
y el conde de Lemos. También el otro Fonseca tendría que contar con ella.
Muy pocos días después de la firma de la tregua del 5 de octubre,
atendiendo a los requerimientos de Pacheco, pudo celebrar, en Coca, una
reunión a la que acudieron miembros de uno y otro bando. «Pendencia sin
conclusión y tratos sin dar remedio» (Enríquez del Castillo), respondiendo
muy bien a los designios del marqués de Villena que no ignoraba los
obstáculos que se oponían al logro de un acuerdo. El tiempo, sin embargo,
se encargaría de eliminarlos.

Los proyectos de la reina

Desde 1463 doña Juana estaba asumiendo cierto protagonismo político, que
irritaba a Pacheco y a Fonseca, decididos mentores de una negociación que
sacrificaba los posibles derechos de la niña. Es natural que la madre
mostrase empeño en defenderlos. Ella había sido principal factor en
aquellas negociaciones para el matrimonio de su hermano con Isabel. En
definitiva una alianza que podía proporcionarle soldados necesarios.
Aunque ninguno de los dos reyes mostró mucha prisa en la ejecución de
aquel proyecto firmado en setiembre, doña Juana insistió hasta lograr que
su marido, el 20 de febrero de 1466, firmara el juro de 340.000 maravedís
en favor de Isabel y que era una de las condiciones indispensables para la
realización del matrimonio. El 8 de abril, ella, personalmente, envió a Luis
de Chaves la orden de situarlo en las rentas de Trujillo, que eran la mejor
garantía.[298] Probablemente era ya demasiado tarde. Inspiró, desde luego,
al marqués de Villena y a Fonseca, la idea de que las iniciativas de la reina
eran un estorbo que les convenía eliminar.
La alianza con Portugal era tan sólo una parte en el programa, más
ambicioso, de dotar al rey de apoyos que le condujeran a una victoria. Tras
el acto de Ávila, esta victoria significaba también, a sus ojos, la destrucción
de los derechos reconocidos a Alfonso, convertido ahora en rebelde armado
contra su rey. Portugal era estrecha aliada de Inglaterra. Muy conveniente
para el refuerzo de don Enrique podía ser la extensión de la alianza a
Eduardo IV de York, y a los duques de Borgoña y Bretaña, alejándose de
Francia y, desde luego, de Aragón. Probablemente ella estaba también
conforme con la apelación al papa: todas esas dudas acerca de la
legitimidad, relacionadas desde luego con su matrimonio, podían despejarse
si el pontífice interponía su autoridad. El propio Enrique había incidido en
la cuestión de las vacilaciones y dudas: como antes dijimos, al tener noticia
de la muerte de Blanca (acaecida el 2 de diciembre de 1464, a consecuencia
de envenenamiento) había dispuesto que se celebrase una nueva misa de
velaciones con doña Juana, como si creyera que, al convertirse en viudo, se
despejaban las dudas en cuanto a la legitimidad de su matrimonio.[299] No
percibía, acaso, que de este modo complicaba más las cosas, debilitando sus
argumentos.
No era desacertada, en su conjunto, dicha política, tendente en todo caso
a presentar a Enrique IV, ante los otros reyes de la Cristiandad, como
legítimo rey y a su hermano como rebelde usurpador, mero instrumento,
dada su corta edad, de una facción rebelde. Una seria perturbación surgió en
la frontera de Navarra donde Gastón de Foix y Leonor habían conseguido
que también los beamonteses les reconocieran como legítimos sucesores
(Tafalla 10 de febrero de 1465). En un momento en que la guerra de
Cataluña cambiaba de signo, anunciando una victoria definitiva de Juan II,
se constituía, en uno de los tramos fronterizos más delicados, una especie
de cuña francesa. Los nuevos príncipes, que ejercían en Navarra una
lugartenencia, rechazaron la sentencia arbitral de 1463 y reclamaron la
integridad del territorio. Aprovechando la guerra civil castellana se
apoderaron de Calahorra, «más por traición que por largo cerco ni combate»
(Enríquez del Castillo) convirtiéndola en rehén. Inmediatamente enviaron
sus procuradores a Enrique y a Alfonso, ofreciendo a ambos una paz con
alianza.
Alfonso envió a Pedro Duque. Enrique a su capellán Diego Enríquez.
Ambos coincidieron en Calahorra donde Gastón de Foix les explicó, por
separado, que estaba dispuesto a entregar esta plaza a cambio de que los
castellanos evacuasen las plazas que aún ocupaban y renunciasen a sus
demandas acerca de la merindad de Estella. Como Pedro Duque se mostró
muy reticente al respecto, el conde de Foix continuó sus negociaciones
únicamente con el rey. Diego Enríquez, acompañado de un mensajero de
Gastón, regresó a Segovia para explicar estas condiciones: ofrecían los
príncipes de Navarra proporcionar ayuda para combatir a don Alfonso. Los
consejeros del rey decidieron aceptar pero desconfiando de la conducta de
los Foix, pidieron que éstos entregaran a sus hijos, Juan y María, en calidad
de rehenes, antes de proceder a la evacuación, para ser devueltos después de
la entrega de Calahorra.
Leonor pidió al capellán cronista que se instalase en Alfaro; ellos
fijarían su residencia en Corella y de este modo sería más fácil la
negociación. Así lo hizo. También los procuradores de Beaumont, que
desconfiaban, fueron a instalarse al lado de los agentes castellanos.
Vinieron mensajeros de los condes que les acompañaron hasta Tudela, y fue
aquí en donde Martín de Peralta y el obispo de Pamplona se encargaron de
dar la desabrida respuesta. Ya nadie sentía el menor respeto por Enrique IV.
No se entregarían rehenes: haría bien retirando sus tropas y confiando
después en la buena fe de que le devolverían Calahorra; cuando no, estaban
preparados para apoderarse de Alfaro y acaso algo más. El obispo de
Pamplona se mostró especialmente enemigo del monarca castellano. Sin
embargo cuando los navarros trataron de apoderarse de Alfaro, Alfonso de
Arellano, señor de los Cameros, les derrotó asegurando así la frontera.
Gastón tuvo que evacuar también Calahorra, al tornarse muy dificultosas
sus comunicaciones con la retaguardia.
De cualquier modo, los enriqueños hubieron de tomar constancia de que
toda la frontera oriental era enemiga. Por esta razón debían inclinarse hacia
Portugal. Pacheco coincidía con este punto de vista —a fin de cuentas su
linaje era también portugués— pero no quería que ello redundara en un
fortalecimiento de las posiciones de doña Juana. Estaba urdiendo ya un plan
muy distinto.

La decisión del papa

Aunque los dos bandos acabarían reclamando la asistencia del papa, la


iniciativa correspondió a Enrique IV. A fin de cuentas ninguna otra
autoridad podía adoptar resoluciones que fueran eficaces en un pleito en
que se estaba debatiendo la legitimidad. Se planteaban entre otras, dos
cuestiones: ¿podían los súbditos deponer a su rey?; ¿quién podía aclarar la
difícil incógnita de la legitimidad de Juana? En coyunturas anteriores se
había registrado una intervención pontificia. El deán de la catedral primada,
Francisco de Toledo, converso, que al principio favoreciera el
reconocimiento de Alfonso como sucesor, se encargó de preparar un alegato
para el papa, denunciando la injusticia que se había cometido en Ávila y
alarmando a la Corte pontificia ante la posibilidad de que fueran a desatarse
persecuciones contra los cristianos nuevos. Don Enrique había encargado
gestiones directas, como arriba se ha indicado, al antiguo nuncio Antonio de
Véneris, que era obispo de León, el arcediano de Almaraz, Juan de Medina,
y Suero de Solís.[300]
Paulo II mantuvo una actitud muy clara: reconoció que la legitimidad
correspondía únicamente a Enrique IV, al que seguiría otorgando el título de
rey, y prohibió que se le diera a Alfonso. Pero rechazó la demanda de que
suspendiera en sus funciones a los obispos de Toledo y Burgos porque las
acusaciones contra ellos tenían un carácter político. Alfonso Carrillo envió
por su parte al papa un memorándum, en que se trataba de desvirtuar los
argumentos del deán. De este juego de recíprocas acusaciones, quedó un
estado de conciencia: a pesar de que ni uno ni otro habían mostrado la
menor reticencia respecto a los «nuevos» se tuvo la impresión de que la
defensa de los conversos era asumida por los enriqueños.
A la vista de estos documentos, que no estuvieron en sus manos hasta el
otoño de 1465 y de las confusas noticias que llegaban desde la Península, el
pontífice tomó la decisión más conveniente: enviar a una persona,
conocedora de los asuntos castellanos, con plenos poderes para actuar en su
nombre, pero retrasar la partida hasta que estuviese concluida la
información que se había abierto en Roma. Escogió precisamente a Antonio
de Véneris, cuya amistad con Enrique IV era bien conocida. Natural de
Recanate, era hombre que había servido en tareas diplomáticas y con gran
eficacia a Calixto III y Pío II.[301] No se le entregaron las credenciales y
documentos pertinentes hasta mayo de 1467. Entre ellos figuraba una bula,
fechada el 13 de junio de 1466, que excomulgaba al infante Alfonso y sus
partidarios. No se había publicado. Era pues un arma de la que podría usar
si lo creía conveniente. Desde el verano de 1467 todas las decisiones
quedarían en manos de este inteligente veneciano.

Las dudas del pretendiente

Crecía el protagonismo de la reina Juana. Era una consecuencia lógica de la


inclinación hacia Portugal y de la insistencia en reconocer a su hija como
sucesora. Un crecimiento que disgustaba a algunos de los grandes porque
temían que su intervención supliera las debilidades de su marido. La
preocupación de Pacheco y Fonseca debió crecer cuando, en marzo o abril
de 1466, ella consiguió que el marqués de Santillana, el duque de
Alburquerque y el obispo de Calahorra, firmasen una estrecha
confederación con don García Álvarez de Toledo, conde de Alba, a quien se
prometió la entrega de Plasencia o de Ciudad Rodrigo, despojando de ellas
a sus actuales posesores. Pues esta adhesión significaba un refuerzo muy
considerable para el partido enriqueño. Si lograba hacer efectivo el
matrimonio de Isabel y la instalación de esta muchacha como reina en
Portugal, sin duda las relaciones con el reino vecino se reforzarían, pues la
infanta tendría que defender nuevos intereses. Por eso, en sus alegatos,
insistirían, una y otra vez, en que éste no era matrimonio conveniente.
El problema más importante, desde el punto de vista de los fieles al
monarca, nacía en la escasez de recursos. No habían podido percibirse los
subsidios votados en Salamanca. El 6 de diciembre de 1465 se cursó a los
procuradores que en aquellas Cortes estuvieran la orden de volver a
reunirse, el 6 de enero, en Segovia, con la advertencia de que la reunión
tendría lugar cualquiera que fuese el número de asistentes, pues los
«escándalos e inconvenientes» que el reino sufría no toleraban dilaciones.
Se trataba de reactivar el voto de subsidios. Pero la falta de documentos y
las noticias que proporcionan los cronista nos llevan a la conclusión de que
tales Cortes no se celebraron jamás. En consecuencia hubo que resignarse:
el estado de suspensión de la legalidad que el reino padecía, obligaba a don
Enrique a vivir de las reservas del tesoro, depositado en Segovia, que se
agotaban, y a recurrir a nuevos endeudamientos. Ni él ni su hermano
consideraban la posibilidad de obtener nuevas adhesiones salvo
aumentando la lista de mercedes que apenas eran otra cosa que licencias
para apoderarse de rentas y señoríos.
Es muy difícil hacer una estimación acerca del conjunto de los gastos
que se generaron. El rey tenía la ventaja de poseer dinero simplemente
atesorado, del que podía disponer sin que se reflejase en los registros.
Aparte de esto las cifras de los juros que nos refleja la documentación de
Simancas, para estos años que van de 1465 a 1468, es, sencillamente,
abrumadora. No era distinta la conducta del titulado Alfonso XII, con el
agravante de que sus disponibilidades eran mucho más escasas, lo que le
obligaba a generar una considerable deuda pública a fin de pagar los
servicios que se le prestaban. Los juros, verdaderos títulos de la deuda que
pesaban sobre las rentas ordinarias, ya no eran remuneraciones por
funciones públicas; se trataba únicamente de intereses devengados por las
inversiones en la causa o de transferencias para el pago de tropas. La
doctora Morales[302] estima que, entre ordinarios, situados y vitalicios, el
endeudamiento provocado por don Alfonso llegó a significar cinco millones
de maravedís. Una suma que hemos de considerar aproximada.
Mercedes simplemente otorgadas, aunque probablemente no efectivas,
habían permitido a Enrique IV alimentar las esperanzas de muchos
partidarios que tenía en Valladolid. La creación de la Hermandad, que pudo
alzar tropas fuera de la villa, también le favoreció. Considerándola poco
segura, el infante don Alfonso la abandonó poco después del 18 de enero de
1466, instalándose en Portillo, más resguardado, pero sometido también a
mayor vigilancia. Habiendo cumplido ya doce años de edad, empezaba a
despertar a una realidad desagradable. En los primeros días de febrero le
hallamos impartiendo órdenes para restablecer la situación en Tierra de
Campos: se encomendó a Rodrigo Manrique que tomara Becerril y
destruyera su castillo (2 de febrero).
Apenas alejado de Valladolid el pretendiente, la madre de Juan de
Vivero, aprovechando la ausencia de su hijo, franqueó la entrada a los
partidarios del rey que, de este modo, dispondría de la capital castellana
hasta octubre de 1467; fracasó un intento de recuperarla que llevó a cabo el
almirante. Cierto es que, bajo esta nueva fidelidad, los alfonsinos también
trabajaron buscando provocar un nuevo cambio. Era forzoso reconocer que
la pérdida de Valladolid significaba una gran ventaja para el rey, ya que
ahora las cuatro residencias reales le obedecían. Como consecuencia del
cambio de partido se registraron en aquella villa actos de crueldad que
anunciaban una derivación preocupante en la marcha del conflicto. La
fidelidad a Alfonso estaba ahora bastante reducida. Contaba en la Meseta
con Burgos, el patrimonio de su madre en torno a Arévalo y los señoríos de
sus partidarios cuya fidelidad era preciso medir por el rasero del interés.
Pacheco andaba entonces muy cerca de Portillo. Había tenido que viajar
a Peñafiel para asistir a la boda de su hija, María Pacheco, con el conde de
Benavente. Pudo seguir atentamente el desarrollo de los sucesos, detectando
especialmente las primeras vacilaciones de Alfonso que, descubriendo el
papel de mero instrumento que se le reservaba, estaba comenzando a pensar
si no le hubiera ido mejor conservando la buena relación con su hermano el
rey. Fue una muestra de descontento que le hizo pensar en un cambio en la
conducta poniéndose «a su sombra y obediencia, por el mal contentamiento
que tenía; el cual intentó de lo hacer, salvo que fue sentido y le pusieron
grandes temores diciendo que lo matarían con yerbas si se pasaba»
(Enríquez del Castillo).
Volvió el marqués de Villena a Portillo, todavía en febrero de 1466, y
tuvo una especie de reunión con sus partidarios, a la que no asistió el
arzobispo Carrillo. Explicó e impuso su criterio. Tal como estaban las cosas
se imponía la necesidad de negociar tratando de imponer a don Enrique las
condiciones que ya estuvieran pactadas en Cigales; Alfonso renunciaría a su
título de rey y los asuntos del reino volverían a ser gestionados como en
1461. Se decidió ya entonces a valerse del arzobispo Fonseca que mantenía
sus plenas relaciones con el rey y era partidario de esta solución. Los
detalles de la negociación serían acordados en una reunión de consejeros a
celebrar en Arévalo, pues era indispensable que Alfonso Carrillo asistiese.
Al salir de Portillo, camino de Arévalo, el pretendiente consiguió apartarse
un momento para hablar con Alfonso de Palencia, al cual pidió que avisara
a su señor, el arzobispo: era imprescindible que éste planteara el tema de la
composición de su Casa pues el marqués le tenía rodeado de «hombres
soeces» con la deliberada «intención de corromperle».
Este giro, en el bando que controlaba el marqués de Villena —emplear a
Fonseca para reanudar sus relaciones con el rey— tenía que preocupar
hondamente a la reina y sus estrechos aliados los Mendoza. Llegaba
precisamente en el momento en que el marqués de Santillana había
escogido un hombre de confianza, su secretario Diego García, para que,
siguiendo las indicaciones de doña Juana, redactase los términos de una
confederación al servicio del monarca. No eran muchos los fieles con
quienes, en aquel momento, se podía contar, aunque desde luego seguros:
junto a la Casa de Mendoza estaban los condes de Haro y de Trastámara, el
de Valencia de don Juan, el marqués de Astorga y los invariables don
Beltrán de la Cueva, Martín Alfonso, señor de Alcaudete, Miguel Lucas y
Pedro de Mendoza el señor de Almazán. Con ellos, en el momento en que
llegaba la noticia de la recuperación de Valladolid, se podían hacer muchas
cosas. Era, tal vez, el momento de mostrar firmeza. Pero si don Enrique se
dejaba convencer, en permanente inclinación negociadora por las ofertas de
Fonseca y sus nuevos amigos…
Llegaban noticias negativas de diversos lugares. Gibraltar, defendida
por Esteban de Villacreces, había caído finalmente en manos del duque de
Medinasidonia, aunque el castillo resistiría todavía un año, hasta enero de
1467. El Maestre de Alcántara había conseguido apoderarse de Coria,
obligando al clavero Alfonso de Monroy a refugiarse en Trevejo. Con esta
ciudad, que sería condado para su hermano Gutierre de Solís, y con
Badajoz, dominada por el tercero de los hermanos, Fernando Gutiérrez,
Extremadura se desamparaba de banderas enriqueñas. Crecían las
represalias y confiscaciones. Cierto es que, por otra parte, Alfonso había
tenido que ofrecer compensaciones al conde de Arcos para evitar que
cambiara de bando al ver el crecimiento de su rival: Enrique y Lope, los
hijos menores, recibieron título y sueldo de donceles del rey (6 de marzo);
el primogénito, Rodrigo, obtuvo el señorío de Constantina y el
nombramiento de capitán general de la caballería en la frontera de Granada
(19 de abril y 3 de mayo de 1466).

Oportuna muerte de don Pedro Girón

Arévalo, en marzo de 1466, fue escenario de tormentosas sesiones, al


descubrirse el plan negociador del marqués de Villena, que contó con
bastantes adhesiones y la oposición radical del arzobispo de Toledo, que no
salía de su asombro: ¿de modo que todo cuanto se había hecho, incluyendo
la grave decisión de negar al monarca legitimidad, no iba a servir para otra
cosa que volver al punto de partida y a las pequeñas intrigas cortesanas?;
¿dónde quedaban los grandes proyectos de liberar a Alfonso e Isabel,
casarlos con hijos de Juan II, restaurar la dignidad de los infantes y
devolver a la nobleza su papel? Pero Pacheco se sentía, aunque no siempre
lo manifestara, enemigo de cualquier restauración «aragonesa» ya que del
patrimonio de aquella Casa formaban parte las dos principales posesiones
que él y su hermano tenían, el marquesado y la mesa maestral de Calatrava.
Poniendo en juego los vínculos de parentesco y de intereses logró que se
aceptara su propuesta. Restablecer a través de Fonseca el contacto con
Enrique IV induciéndole a negociar. En la manga llevaba escondida una
carta, mucho más peligrosa.
Don Pedro Girón, convencido de que su tarea en Andalucía había
concluido, proyectaba volver a la Corte, ocupando el primer plano de la
escena. El 2 de febrero de 1466 su hermano había pasado a la firma de don
Alfonso un finiquito tan absoluto que prácticamente significaba la libre
disposición de alcabalas, tercias, pechos y derechos reales en todos los
dominios que controlaba desde su Maestrazgo.[303] Él también se sumó a la
propuesta que iba a llevar Fonseca: una reunión de delegados de ambos
bandos con el rey, para la que el arzobispo ofrecía la tranquila seguridad de
su villa de Coca, en la que se podría lograr que todo el reino volviese a la
obediencia reconociendo nuevamente a don Alfonso como sucesor. Se
consolidaba, pues, la idea de concluir la guerra sin que nadie pudiera
considerarse vencedor, retomando a los acuerdos, tomados e incluso jurados
en 1464 y compensando a don Enrique de sus desdichas mediante esa
obediencia universal. Pero el arzobispo de Sevilla tenía otra propuesta que
hacer al rey la cual no figuraba en las conversaciones de Arévalo. Si
Enrique IV entregaba a su hermana Isabel en matrimonio al Maestre de
Calatrava, éste se comprometía a poner todas sus fuerzas al servicio del
monarca, desequilibrando las fuerzas de una manera definitiva. Hombre
maduro, Girón tenía tres hijos legitimados por el papa en 1459 para que
pudieran heredar, y acababa de recibir de Paulo II una licencia para contraer
matrimonio sin perder su condición de freire calatravo.
Magnífico novio para destruir a la joven infanta y hacer saltar por los
aires los proyectos de alianza portuguesa de la reina doña Juana. Fonseca lo
propuso y el rey, sorprendentemente, lo aceptó. Para dar tiempo a las
negociaciones, que se auguraban bastante complejas, fue renovada la tregua
del 5 de octubre. Enrique IV parecía satisfecho ante la perspectiva de que el
marqués de Villena volviera a su obediencia. Viajó de Segovia a Coca a
finales de marzo, provisto de dinero y de joyas para regalar a las dos damas
que mejor podían ayudar en esta reconciliación: la marquesa y su hija que
era ya condesa de Benavente. Desde aquí volvió a dirigirse a Alba de
Tormes donde tuvo conversaciones con don García y también con el obispo
Mendoza. Todos parecían de acuerdo en que el proyecto de Fonseca era un
buen medio para restablecer la paz, tan necesaria.
Audaces fortuna adiuvat! Don Pedro Girón «se persuadió de que debía
conseguirse la majestad absoluta por la audacia, apoyándose falsamente en
aquel dicho de Virgilio de que al hombre osado la Fortuna le da la mano»
(Alfonso de Palencia). El autor de los Hechos del condestable Miguel Lucas
de Iranzo recoge la noticia de que la reina doña Juana se asustó. Ya no se
trataba de volver a un arreglo que comprometiera a su hija con el infante, su
tío, sino de algo más siniestro. Mediante este matrimonio, Girón se sentaba
al pie del trono: bastaba con que un percance cualquiera acabase con la vida
de Alfonso —¡era tan frágil su salud!— para que, mediante la eliminación
de Juana, llegara el ambicioso personaje a ceñir la corona. A la hora de
fijarse en los cambios, era imposible aspirar a más.
Todo sucedió con bastante rapidez. El Maestre ofreció a Enrique IV un
ejército de 3.000 lanzas y un depósito de 60.000 doblas de oro. Con todo
ello daría buena cuenta de cuantos intentaran resistir, devolviendo al
chiquillo que jugaba a ser rey a la custodia de donde nunca debiera haber
salido. La reina se propuso resistir: desde entonces los conspiradores se
convencieron de que tendría que ser eliminada por cualquier medio, puesto
que era el único obstáculo. Los Mendoza abandonaron la Corte, Beltrán de
la Cueva se instaló en Cuéllar y el obispo don Pedro fue a reunirse con sus
hermanos en Guadalajara después de haber advertido seriamente al conde
de Alba del peligro que se escondía tras el proyecto. Pero antes de
separarse, el 24 de marzo, mientras el rey recorría Coca y otros lugares,
doña Juana y los Mendoza intercambiaron juramentos recíprocos en defensa
de los derechos de Juana, y afirmando que consideraban justo y adecuado
para Isabel el matrimonio que la convertiría en reina de Portugal.
Importancia extrema tiene la reacción de Isabel. Durante todas las
negociaciones con Portugal —unión que calificaría luego de muy
inconveniente— no hallamos noticia de su oposición o resistencia. Había
sido informada y presentada al futuro marido. Acompañó a Juana a
Portugal, siempre en silencio. Es posible que pensara que tal es el destino a
que una infante debe resignarse. Ahora, no. Estaba aterrada: puesta de
rodillas pidió a Dios que la sacase de este mundo si no había para ella otra
solución. Y mientras tanto, el rey mostraba su entusiasmo: «Con gran
placer, deseando la venida del Maestre de Calatrava, enviole a decir que se
viniese lo más presto que pudiese» (Enríquez del Castillo).
Con un fuerte ejército, Girón partió de Almagro, fortaleza principal de
su Orden. Era el mes de abril de 1466 y se acercaba el momento de
culminación de su carrera. El día 20 llegó a Villarrubia de los Ojos, allí en
donde el Guadiana vuelve a la superficie. Enfermó de tal modo que no pudo
continuar su camino, y el 2 de mayo murió «más con poca devoción que
como católico cristiano» (Enríquez del Castillo). El avance de las tropas,
que se dispersaron, quedó cortado en seco. Difícil iba a resultar a la infanta
Isabel sustraerse a la convicción de que sus oraciones habían sido
escuchadas y de que un giro de la Providencia le otorgaba una libertad de la
que hasta entonces careciera. Aquel mes de abril cumplía quince años. Era
una mujer, en el pleno sentido de la palabra.
Gran desconcierto se produjo entre los reunidos en Arévalo; no fue
menor el que acometió a los seguidores de don Enrique IV que había
prescindido de sus fieles Mendoza sin obtener provecho alguno. La reina
doña Juana había tenido razón y la carta de juramento del 24 de marzo
volvía a ser único apoyo seguro para la Corona. Pacheco comprendió que
tenía que apresurarse si quería salvar algo de la enorme fuerza que llegara a
reunir su hermano. La menor edad de los sobrinos legitimados, Rodrigo —
en quien su padre hiciera renuncia del Maestrazgo— Alfonso, que era ya
conde de Urueña y Juan Téllez Girón, le obligaba a asumir una larga tutoría
que podía ser también muy provechosa. Alfonso Carrillo tampoco estaba en
Arévalo: ante el dislate que significaba el plan Girón, se había retirado a
Yepes, ocupándose de sus negocios personales. Pacheco tuvo que poner un
paréntesis en su alta actividad política para viajar a Almagro, reunir a los
comendadores de la Orden y conseguir que admitiesen a Rodrigo como
Maestre. Todo ello le ocupó hasta setiembre de 1466.

Las empresas de Pacheco en Andalucía


La muerte de Girón desbarataba algunos de los proyectos que abrigaban los
partidarios de la negociación. En el momento mismo en que el Maestre
yacía, enfermo, en Villarrubia de los Ojos, Fonseca comunicaba a todos sus
colaboradores (27 de abril de 1466) que tenía ya concluido su trabajo:
custodiaba un documento, firmado y sellado por Enrique IV, el marqués de
Villena y los condes de Benavente y Plasencia que implicaba el
establecimiento de un equipo de gobierno, remodelación de los anteriores,
signo de la reconciliación. «Aseguro y prometo —escribió el arzobispo—
que no lo entregaré a ninguna de las partes a quien toca, ni lo mostraré a
persona alguna hasta que, de acuerdo y consentimiento del rey nuestro
señor y de los dichos marqués y condes, sean llenos los dichos términos.»
Naturalmente en esos términos entraban los caudales y tropas que el
Maestre de Calatrava aportaba y que, por su muerte, no iban a llegar. El
estorbo principal para los conspiradores estaba en la reina; ella pensaba que
todas las garantías, para su marido y para su hija, dependían de que Beltrán
de la Cueva y su cuñado, el obispo, tuviesen parte principal en el Consejo.
El apoyo de Portugal fallaba. Las Cortes, en aquel reino, se mostraron
muy poco propicias a los compromisos de intervención: estaban demasiado
recientes los recuerdos de Aljubarrota y de las pequeñas guerras que
siguieron. Por otra parte la noticia del nuevo compromiso para Isabel,
aceptado por Enrique IV, era una bofetada para Alfonso V que, hasta 1469,
mostraría absoluto desinterés por los asuntos castellanos, poniendo toda su
atención en las empresas de África. Afortunadamente para la causa del rey
la muerte de Girón y la ausencia de Pacheco no habían servido para
devolver la concordia en las filas de los alfonsinos. Carrillo y Rodrigo
Manrique reforzaban su posición que consistía en lograr una alianza muy
estrecha con el rey de Aragón que, perfilándose como claro vencedor en
Cataluña, podía aportar la fuerza necesaria que culminase la empresa que,
para ellos, consistía esencialmente en arrebatar a don Enrique la corona.
Para ello resultaba idóneo un doble matrimonio de Alfonso e Isabel con los
hijos de Juan II, Juana y Fernando, que lo eran también de Juana Enríquez.
En opinión de los otros grandes este proyecto hubiera dado excesivo poder
al almirante, rompiendo el equilibrio en sus filas.
Los enriqueños en Andalucía vieron, en la muerte del Maestre de
Calatrava, una oportunidad para recobrarse. Juan de Valenzuela, que no
renunciaba a su priorato de San Juan, se presentó en Consuegra siendo
recibido por su guarnición, pero Úbeda y Baeza firmaron, el 5 de mayo, una
confederación comprometiéndose a seguir en la obediencia de Alfonso.
Miguel Lucas proporcionó tropas a Valenzuela para que combatiese
Andújar, mientras él mismo intentaba apoderarse de Baeza. Las dos
operaciones fracasaron: el prior fue derrotado por Fadrique Manrique y
Alfonso de Aguilar el 11 de junio de 1466. Mientras que Baeza resistía,
Pacheco, que había suscrito una alianza con Alfonso de Acuña, obispo de
Jaén (18 de junio de 1466), condujo refuerzos a Baeza y, una vez dentro,
hizo apresar al alcaide, Díaz Sánchez de Carvajal, y a su esposa, María de la
Cueva, y los envió a Belmonte y Almagro, segura prisión. Alfonso Téllez
Girón se convirtió así en el gobernador del territorio. En la alta Andalucía la
situación se había restablecido; es decir, cada bando conservaba sus
posiciones. En esta oportunidad, sin embargo, los soldados de Miguel Lucas
habían podido llevarse abundante botín, fruto del saqueo de las alquerías en
torno a Baeza.
La resistencia ofrecida por el castillo de Gibraltar durante todo este año
impedía al duque de Medinasidonia retirar las tropas allí estacionadas y
acudir con ellas a otros frentes. El conde de Cabra y Luis Portocarrero
trataron de aprovechar esta situación para combatir las grandes fortalezas
próximas a Sevilla, Écija y Palma del Río, que sucumbieron, y Carmona,
que resistió. El conde de Arcos consiguió recuperar Palma, pero la
presencia de Pacheco, que reforzaba las posiciones en Carmona, provocó de
nuevo los recelos de su primogénito, Rodrigo, que temía que el marqués
aprovechase las revueltas circunstancias para una ampliación de sus
dominios. La reina Juana, que había conseguido el retorno de sus dos
amigos, don Beltrán y don Pedro, al Consejo, trató de aprovechar la
oportunidad para reanudar los contactos: ofrecía el señorío de Tarifa y las
rentas embargadas a los hijos del comendador Gonzalo de Saavedra si
volvía a la obediencia del rey.[304] Esto obligó a los partidarios de Alfonso a
abrir la caja de la generosidad: al duque de Medinasidonia se reconoció el
señorío sobre Gibraltar, con un millón de maravedís a percibir en las rentas
reales, para la guarnición que debía conservarla; al conde de Arcos la
ciudad de Cádiz.
Verdaderamente la reina estaba consiguiendo notorios avances. Se
negociaba ya en Londres la alianza que sería firmada en Penley el 6 de
agosto, lo que implicaba el ingreso en la alianza atlántica, y se había
organizado una solemne entrada del rey en Valladolid, por estos mismos
días, en que don Beltrán de la Cueva, siempre con alardes de lujo, cabalgó
al lado de don Enrique. Doña Juana había conseguido también un nuevo
acuerdo con el conde de Alba (1 de julio de 1466) al que prometió confiar
la custodia de su hija Juana, precioso rehén para la sucesión.
El marqués de Villena no atendió a los recelos que estaba despertando
en los grandes del bajo Guadalquivir: estaba decidido a conservar Carmona
como una especie de plataforma base para refuerzo de los estados de sus
sobrinos. Hizo que don Alfonso confirmara dos importantes concesiones a
la ciudad, una feria anual y la exención del pago de monedas durante diez
años, bajo condición de que no se alterarían los oficiales instalados por
Girón.[305] Más tarde el pretendiente ordenaría aplicar a Carmona, Úbeda y
Baeza, es decir, lo reafirmado por el marqués, la tregua que se prolongaba
hasta final de año.[306] El alcaide de Carmona, Gómez Méndez de
Sotomayor, cubría los gastos de mantenimiento de su guarnición con la
libre importación de vino, lo que permitía establecer precios de choque que
rendían buenos beneficios. A la ciudad se ofrecieron ventajas considerables:
nunca saldría del realengo; sus regidores y oficiales podrían transmitir en
herencia sus cargos; podría usar el título de noble villa, con lo que esto
significaba de jurisdicción; dispondría de una dehesa en Cardejón, y se
liberaría de cualquier obligación que pesara sobre las aguas de los casos.
[307]

Todo esto significaba merma para el patrimonio real y sus rentas,


debilidad para la Corona. Aquel millón que se ofreciera para sostenimiento
de Gibraltar era una especie de licencia para obtenerlo donde pudiera. No
de otro modo procedía el conde de Arcos, cuyas confiscaciones de rentas
eran inmediatamente legitimadas porque se trataba de sostener la causa. Un
regalo mayor recibieron los dos magnates: abierto el mercado de los cueros
en Sevilla tendrían derecho a recoger todos los cueros que no se vendiesen
en los dos primeros días, pagando por ellos una tasa inferior a la corriente.
No es difícil imaginar las corruptelas a que este privilegio (16 enero 1467)
podía dar lugar.

Refuerzo de la Hermandad

Preocupaba a los nobles, especialmente los que militaban en el bando de


don Alfonso, el proceso que se advertía de un fortalecimiento de la
Hermandad que, aunque se llamaba general, agrupaba a las ciudades y
villas de la Meseta. Se celebraron al menos tres Juntas generales este año,
una en primavera, en Medina del Campo, relacionándose muy directamente
con las Ferias, y las otras dos en otoño, en Santa Olalla y Fuensalida,
respectivamente. De esta última poseemos testimonios documentales
datados el 24 de noviembre. La Hermandad operaba siempre en nombre de
Enrique IV, al que se mencionaba en todos los documentos y pretendía
extender su sistema de milicias municipales para poner orden en los
caminos. Pero podía significar un refuerzo para el rey, que no necesitaba ni
siquiera pagar a estos soldados, sostenidos con recursos municipales.
Esta evolución tendía a producir la sensación de que las ciudades
estaban a favor de Enrique IV. No son pocos los historiadores que han
recogido esta versión, que exige matizaciones. Para tratar de este tema y de
las gestiones que el nuncio Lianoro Lianoris, recaudador de rentas, pero
instruido también por el papa en una misión preparatoria de la gran tarea
encomendada a Véneris, realizaba cerca de los obispos, los principales
responsables del partido de don Alfonso celebraron una reunión en
Talavera, en julio o agosto de 1466. Se trataba de arbitrar medios que
permitieran solucionar el conflicto que parecía llegar a una fase de
estancamiento. Rodrigo Alfonso Pimentel, que tenía en aquellos momentos
la responsabilidad de la custodia de Alfonso, alojado en su fortaleza de
Portillo, tomó la dirección de la consulta, en ausencia de su suegro, pero
coincidiendo con éste y con Fonseca. No en vano había firmado la caución
que el arzobispo conservaba en su poder. No había otra vía razonable que la
negociación; claro es que los resultados de la misma serían más ventajosos
si se podían esgrimir posiciones de fuerza.
Indudablemente la pérdida de Valladolid significaba el mayor revés para
la causa del pretendiente. Éste, guiado por los consejos del almirante y de
los condes de Castañeda y Osorno, que unieron sus fuerzas a las 400 lanzas
de que disponía don Alfonso en Portillo, intentó aquel verano conseguir una
acción resolutiva que compensara aquel fracaso. Pero Beltrán de la Cueva
avanzó con los suyos hasta Tudela de Duero, mostrando una actitud
desafiante. Por un momento se tuvo la impresión de que podía producirse
un enfrentamiento: los extremistas alfonsinos y la reina coincidían en
desearlo, pues sería el medio de suspender la negociación. Acudió
rápidamente el conde de Benavente con los otros partidarios de la vía
Fonseca y obligaron al príncipe a replegarse sobre Palencia. Trató entonces
de apoderarse de Castromocho, pero fue Pimentel quien se adelantó a
cambiar la guarnición arrebatando esta villa a la viuda de Juan de Vivero.
Semejante situación se registraba en Murcia. Los partidarios de Alfonso
demostraban, muy a las claras, que lo eran sólo de nombre; otras cosas les
preocupaban. El adelantado Pedro Fajardo no obedecía, en la práctica, a
nadie. Tenía establecido un convenio con Pacheco, a quien abonaba con
puntualidad todas las rentas que éste tenía establecidas en aquel reino, y
disponía de todo lo demás a su antojo. Con unos ingresos de nueve millones
y medio de maravedís al año, no tenía necesidad de otra clase de recursos.
En 1466, aprovechando una enfermedad que le aquejó durante meses, los
comendadores santiaguistas de Moratalla Diego de Soto, y de Mula, Pedro
Lisón, trataron de provocar un levantamiento aprovechando los rescoldos
que aún alentaban del antiguo partido de «el Bravo». Se repuso el
adelantado y no tuvo problemas para restablecer su férreo dominio sobre
todo el adelantamiento. Prácticamente era como si un espacio territorial se
hubiese desprendido del reino.

Consigna: anular la influencia de la reina


A principios de setiembre de 1466, Enrique IV dio por terminada su
estancia en Valladolid para regresar a Segovia, la ciudad donde siempre se
sentía seguro. Las noticias que llegaban de todos los escenarios
confirmaban la estabilización de las posiciones que ocupaban ambos
bandos: nadie estaba en condiciones de aspirar a una victoria. El rey estaba
decidido a aceptar la solución propugnada por el arzobispo Fonseca y por
otros muchos, en su partido y en el de enfrente; las condiciones tendrían
que ser el retorno de Alfonso al nivel de príncipe con derecho de sucesión y
la garantía a Juana de un futuro satisfactorio. Para que todo esto pudiera
llegar a buen puerto, se necesitaba que los alfonsinos prescindiesen de
Carrillo y del almirante, y los enriqueños de la reina y sus colaboradores.
Desde las primeras conversaciones entre Pedro Velasco, primogénito del
conde de Haro, y el conde de Benavente, la consigna quedó perfilada.
Carrillo se refugió en Ávila. Se albergaban, en una y otra parte, sospechas
siniestras: doña Juana temía que el precio a pagar fuera el despojo de la
legitimidad a su hija, con deshonor para ella misma. El primado y el
almirante sospechaban que se trataba, nada menos, que de suprimir
físicamente al niño rey. Por eso en setiembre, mientras los contactos se
hallaban todavía en sus comienzos, Carrillo propuso, a sus compañeros de
partido, declarar la mayoría de edad de Alfonso —pronto cumpliría trece
años— y concluir el acuerdo para su matrimonio con la infanta Juana de
Aragón.
En este momento regresó a la Corte el marqués de Villena, dando por
finalizadas sus gestiones en Andalucía. Hacía dos meses que llegara a un
acuerdo directo y personal con el conde de Plasencia (20 de julio de 1466)
para repartirse los finiquitos pendientes de las rentas recaudadas hasta fines
de 1465, compensando así los gastos que ambos hicieran en defensa de la
buena causa. Por su mente pasaba la idea de un reparto del reino en dos
obediencias, la del rey y la del príncipe que a ambos sirviera de garantía y a
él mismo de fondo de maniobra. Las posiciones de muchos de estos grandes
estaban mal definidas. El conde de Benavente, sin dejar de ser uno de los
dirigentes alfonsinos estaba de nuevo en relaciones normales con
Enrique IV. El conde de Arcos también mantenía contactos cuyo contenido
no estamos en condiciones de especificar.[308] Definir estas relaciones como
un estado de guerra resulta impropio.
En el tránsito de los meses de setiembre a octubre, Fonseca hizo una
propuesta, que implicaba la marginación de la reina doña Juana y que fue
aceptada por ambas partes: convertir su villa de Coca en escenario
neutralizado para la negociación, confiando los participantes en dos
portavoces, el conde de Plasencia y el marqués de Santillana, sirviendo de
moderador entre ambos fray Alonso de Oropesa, el jerónimo que a todos
inspiraba confianza. La seguridad de ese escenario se haría depender de
ciertos rehenes que se constituirían, entre los que se mencionaban sendos
hijos de Carrillo, del almirante, del conde de Plasencia y del marqués de
Villena y, sorprendentemente, la reina doña Juana y su hija. De este modo
se pondría en poder del arzobispo de Sevilla la prenda más preciada de toda
la negociación. Para dar paso a las conversaciones se acordó una prórroga
de la tregua hasta el 1 de diciembre, quedando tácitamente entendido que se
añadirían después nuevos plazos. Fue comunicada por don Alfonso a sus
partidarios los días 7 y 8 de octubre.
Doña Juana sabía que había llegado el fin de sus esperanzas. Poniéndola
en manos de sus peores enemigos, su marido demostraba que estaba
decidido a capitular. No sabemos qué temores le asaltaron por aquellos días
del mes de noviembre, cuando se vio rodeada de tanta adversidad. Una
carta, descubierta por Dolores Carmen Morales en el archivo de los duques
de Frías, procedente por tanto de los depósitos de la Casa de Velasco, nos
permite medir su angustia: pedía socorro, recordando los viejos tiempos,
precisamente al marqués de Villena, al que consideraba árbitro de la
situación. Es imprescindible su inserción:

Yo la reina doña Juana de Castilla y de León, por la presente aseguro y prometo por mi fe real y
como reina a vos don Juan Pacheco, marqués de Villena que, ahora y en cuanto yo viva, ser
buena y fiel y verdadera amiga, aliada y confederada, y guardaré vuestra persona y casa y honra y
estado y bienes y heredamiento y de todas vuestras cosas como a mí y a lo propio mío y con mi
persona y casa y gentes y haré por vos como por mí y por lo propio mío sin alguna diferencia y os
ayudaré contra cualquier persona del mundo que mal y daño os quiera hacer, tantas cuantas veces
por vos o por vuestra parte fuere requerida y de cualquiera cosa que yo sepa o a mi noticia venga,
que se hable o trate contra vuestra persona, casa o estado, lo arredraré y estorbaré con todas mis
fuerzas y os lo haré saber lo más presto que podré. Y todo lo que en esta letra de conformidad y
confederación se contiene, se entienda no embargante cualquier otras amistades o
confederaciones o juramentos, homenajes o firmezas que yo tenga hechas con cualquier persona
del mundo, o hiciera, que a esta pueda perjudicar. De lo cual, y en prendas de nuestra amistad doy
esta letra hecha por mi mano y firmada de mi nombre y sellada con mi sello. Hecha en Coca
cuatro días de noviembre de LXVI. Yo la Reyna (rubricado).

Se trataba de una capitulación en toda regla: consciente de que era la baza


última que podía jugar reclamaba del antiguo valido alguna clase de ayuda
que le permitiera salvar el destino de la hija inocente. A partir de este
momento, perdido el protagonismo, pasaba a convertirse en objeto y no
sujeto de negociación. Esta primera estancia en Coca no fue muy
prolongada: no habían llegado todavía las negociaciones al punto que
exigiera el depósito efectivo de los rehenes. Fonseca se sentía protagonista
de todo el proyecto de negociación. Doña Juana sabía que era Pacheco
quien dominaba la escena. Alfonso, retirado a Arévalo, presionado también
por el marqués, que reclamaba la efectividad de los juros que se le
otorgaran, buscaba la compañía de su madre y el acercamiento a personas
que a ésta permanecieran fieles, como Alfonso de Cárdenas, comendador
mayor de León, Juan Ramírez de Guzmán, que lo era de Calatrava o el
conde de Miranda. Viejo zorro en política, el almirante Enríquez deslizó en
los oídos de sus correligionarios un cuento que definía crudamente la
situación: «Este buen marqués procura siempre mantener a estos dos
hermanos entre un círculo de todos los grandes del reino, algunos de los
cuales llaman rey a Enrique, como nosotros a Alfonso, y él, puesta la planta
de un pie sobre el hombro de uno de los reyes y la otra sobre el de otro, nos
riega en derredor con orina a todos los secuaces de ambas partes» (Alfonso
de Palencia).
En torno a la reina se creó una especie de custodia para impedirle
acciones políticas; ella, al parecer, renunció. La sensación de desamparo en
que debió hallarse desde entonces aquella pobre mujer, llena de angustia, a
la que primero se había obligado a un matrimonio cuyas relaciones
conyugales estaban rodeadas de detalles médicos humillantes y dolorosos,
es un factor histórico digno de tener en cuenta. Una gran parte del reino la
acusaba de adulterio. Se hallaba, finalmente, a merced de enemigos, sin que
su marido pudiera o quisiera al menos, prestarle ayuda. La situación
anímica debió de ser terrible. Palencia dice que el arzobispo trató de
seducirla. Aunque esta noticia no tiene visos de veracidad, denuncia una
situación: joven y extraordinariamente bella, estaba expuesta a todas las
tentaciones.

Carrillo recurre a Juan II

Aunque la prevista reunión de Coca no llegara a celebrarse —la reina


regresó a Segovia, aunque prefiriendo habitar fuera del alcázar— hubo
conversaciones en los últimos meses de 1466. El marqués de Villena,
contando con sus yernos, Plasencia y Benavente, disponía ya de un bloque
sólido y mantenía relaciones con el rey, dibujando una especie de proyecto
de paz: Alfonso retendría el mando sobre la Frontera, con título de príncipe
o, tal vez, de rey de Granada, lo que daría posibilidades de dominar
Andalucía, y Enrique sería reconocido por todos como único rey de
Castilla. Se tomaba poco en cuenta aquel compromiso matrimonial con
Juana. La condesa de Benavente llegó a proponer que aquel chico se casara
con una de sus hijas, que haría una excelente reina, propuesta que Alfonso
rechazó con indignación. En un momento posterior al 11 de noviembre,
Pacheco hizo un viaje para separar al príncipe de su madre y llevarle a
Ocaña, principal fortaleza de la Orden de Santiago: preparaba ya, sin duda,
una maniobra consistente en que se le confiriese el Maestrazgo, pues
Alfonso, siendo rey, no estaba en condiciones de ostentarlo. Esta codicia
implicaba una fuente de discordia con el conde de Benavente, que aspiraba
también a este oficio y contaba con el apoyo de varios comendadores,
especialmente Alfonso de Cárdenas, que era el mayor de León.
El proyecto de Alfonso de Fonseca iba más allá de una simple
mediación negociadora; aspiraba a recuperar las posiciones de influencia
que ya tuviera en otro tiempo. Propuso a don Enrique le fuera entregado el
alcázar de Madrid, a fin de celebrar en él las negociaciones, presente el
propio rey, ya que de ellas seguiría el retorno universal a la obediencia,
verdadero objetivo. La condesa de Plasencia, en garantía de buena fe,
regresó a la Corte, sirviendo al rey en ausencia de su esposa. Pacheco había
intentado atraerse al poderoso converso Pedradas Dávila, contador mayor,
con el propósito de que pusiera los recursos de la contaduría al servicio de
todo aquel proyecto. Desconfiado, Pedrarias rechazó las insinuaciones. Se
creía a cubierto de represalias pues Enrique IV tenía con él una deuda muy
especial de gratitud, ya que le había permitido recuperar Medina del Campo
y, con ella, el control de las Ferias. Villena proporcionó a Fonseca
elementos calumniosos para que convenciera a don Enrique de que
Pedradas era un peligroso traidor. Fue detenido el 20 de diciembre de 1466;
habiendo ofrecido resistencia quedó herido en un brazo y encerrado en una
torre del alcázar madrileño. La Hermandad general, que celebraba junta en
Valladolid, protestó. Los conversos se asustaron creyendo que era el
comienzo de una persecución. En consecuencia, el rey tuvo que rectificar
devolviéndole la libertad, pero no la contaduría, porque en ella estaba Juan
de Ulloa, un primo hermano del arzobispo Fonseca.
Presente el rey, el prelado hispalense recibió plena autoridad sobre el
alcázar de Madrid. Carecemos de noticias suficientes pero es seguro que,
entre enero y mayo de 1467, se celebraron allí algunas negociaciones,
aunque sin ningún resultado concreto. Regía oficialmente la tregua, a golpe
de pequeñas prórrogas, lo que no impedía enfrentamientos locales.
Desorden y anarquía, en el sentido de carencia de autoridad unificadora, son
las dos palabras que mejor pueden definir el estado del reino en aquellos
primeros meses de 1467. Casi nadie se atrevía a negar a Enrique IV la
calidad de rey legítimo. Tampoco le obedecía casi nadie. Cada región, a
veces cada comarca, intentaban resolver sus problemas absteniéndose de
otras consideraciones.
De este modo los Stúñiga ejercían control sobre Extremadura, como los
Manrique en Tierra de Campos y los valles que acceden a la cordillera
Cantábrica, y los Quiñones a los montes que unen Asturias con León. El
conde de Benavente, asentado en tierras zamoranas había conseguido que
ambos reyes, Enrique y Alfonso, le reconociesen el derecho de recibir
apelaciones y alzadas en su señorío (28 de febrero de 1467); como
compensación por no haber obtenido el Maestrazgo de Santiago se le daría
(15 de octubre y 4 de diciembre de 1467) el servicio y montazgo de los
rebaños que pasaban los puertos de Villaharta y La Perdiguera, en ambos
sentidos, con la sola obligación de respetar el juro que la marquesa de
Villena, María Portocarrero, su suegra y Diego de Ribera, hijo del mariscal
Payo tenían de 120.044 y 50.000 maravedís, respectivamente. Las
ambiciones de Pimentel le habían llevado, también, a concertar una alianza
con Alfonso de Aguilar (abril-mayo de 1467) para penetrar en tierras de
Córdoba. Los Enríquez señoreaban entre Valladolid y Salamanca, los
Velasco, cada vez más sólidamente instalados en Burgos, apuntaban a
Vizcaya, mientras que Lemos en Galicia, Guzmanes y Ponces de León en la
baja Andalucía, operaban como verdaderos virreyes.
Todos estos señores de la guerra se observaban recíprocamente con
recelo. Concertaban alianzas cambiantes, en las que sería muy difícil
descubrir criterios políticos. Las protestas en torno a la legitimidad, las
apelaciones a los usos y costumbres, las demandas del bien común de la
república de estos reinos, todo se resolvía, finalmente, en palabras vacías.
Faltaba la figura central: Alfonso era poco más que un niño, aunque diese
las primeras señales de añorar su independencia; Enrique estaba
demostrando con sus ciclotimias, incapacidad para el manejo de los asuntos
públicos. La monarquía despertaba adhesiones, pero, en la práctica,
permanecía inactiva. Sólo la Hermandad general, todavía limitada en su
extensión, parecía ir creciendo: invocaba el nombre de Enrique IV, pero
también Alfonso trataba de entenderse con ella.[309]
En estas circunstancias, Alfonso Carrillo y el almirante Enríquez,
contando siempre con algunos otros apoyos, se opusieron decididamente al
plan Fonseca. Ambos partían del principio de que Alfonso tenía que ser
reconocido como único rey. No consiguieron llevar a buen puerto el
proyecto de convocar Cortes, ante las que se planteara el tema de la
legitimidad. Entonces decidieron recurrir al pariente mayor de la dinastía,
Juan II de Aragón,[310] cuya autoridad, aunque no el poder, se extendía a
toda la Península —Enrique, Juana y Alfonso V eran sobrinos carnales, los
infantes primos en grado más lejano, Leonor de Navarra, hija—
correspondiéndole la tarea de reagrupamiento de toda la dinastía. El
primado pensaba que el doble matrimonio que preconizaba, Alfonso-Juana,
Isabel-Fernando, era el modo de cerrar el círculo, reconociéndose al
soberano aragonés una especie de tutela más elevada. Este último buscó
entre sus colaboradores un hombre en que pudiera depositar toda su
confianza, y eligió finalmente a Pierres de Peralta, agramontés, condestable
de Navarra, que habría de convertirse en consuegro de Carrillo.
Se entregaron a Peralta poderes muy completos y de gran extensión. Lo
importante, de acuerdo con las instrucciones que recibió, era constituir en
torno al primado un fuerte partido que agrupara al mayor número posible de
miembros de la alta nobleza castellana, capaz de restablecer la paz en
Castilla, remate de la que era necesaria en toda la Península, pues de ella
dependían tanto la sumisión definitiva de Cataluña como la recuperación de
su maltrecha economía. Bueno es recordar aquí que el redreç será una de las
tareas fundamentales de Fernando el Católico. No se mostraba preferencia
por Enrique ni por Alfonso; eran los dirigentes castellanos los que tenían
que decidir sobre este punto.
Al condestable se instruía de que urgente era, sobre todo, apagar la
hoguera: todo lo demás dependía de este objetivo. Naturalmente
consideraba muy deseable el matrimonio de Alfonso con Juana de Aragón,
lo que significaba, en cualquier acuerdo, la definitiva eliminación de la hija
de la reina. Ante Enrique IV debía esgrimir el argumento de que una alianza
aragonesa completaba bien el bloque formado con Portugal, Borgoña e
Inglaterra, consolidado con el acuerdo de Westminster del 6 de agosto de
este mismo año, salvaguardando los intereses peninsulares de cualquier
proyecto francés. El almirante y el arzobispo habían insinuado que un
medio para atraerse al marqués de Villena, ligándole definitivamente a la
causa del aragonesismo podía ser el matrimonio de su hija, Beatriz Pacheco,
con el heredero de la Corona de Aragón; por esta causa Peralta llevaba entre
sus papeles una carta firmada por Fernando (1 de mayo de 1466) prestando
su aquiescencia a este supuesto. Probablemente ninguna de las partes
otorgaba a este proyecto demasiada importancia. Pacheco, complacido
interiormente en su orgullo, expresó sin embargo el temor a «echarse el
reino encima», pues su transferencia al bando aragonés sería considerada
por muchos como signo de traición. Juan II había advertido a Peralta que,
sin abandonar esta posibilidad, trabajase también en el otro proyecto clave,
la boda de Fernando con Isabel, pues significaba un refuerzo de la dinastía.
Se agota, en Madrid, el proyecto Fonseca

Al conocer, a medias, estos contactos que se estaban produciendo con el rey


de Aragón, Alfonso de Fonseca recomendó al rey que buscara
especialmente el apoyo de los Stúñiga que, por vía de parentesco,
garantizaban la adhesión del linaje Pacheco y, con ella, del más amplio
sector de la alta nobleza, que necesitaba para su victoria. La condesa de
Plasencia, Leonor, mujer gordísima, madre preocupada por el destino de sus
vástagos, nacidos en segundo matrimonio, que estaba en Madrid, sirviendo
al rey, propuso a Enrique IV un plan: si se decidía a ir a Béjar con su
esposa, su hija y su hermana, gozando de la seguridad que la Casa de
Stúñiga le garantizaba, ella haría que acudiese también el pretendiente. De
este modo, en una reunión de familia, se podría alcanzar un acuerdo de
reconciliación, mucho mejor que con tantas complicadas maniobras. Para
demostrar que no había engaño, hizo que el marido, don Álvaro, viajara a
Madrid para besar las manos al rey, en signo de obediencia.
Enrique IV aceptó. Comenzó a prepararse el viaje: Pedro de Hontiveros,
hombre de confianza del conde, se encargaría de la escolta, garantizando la
seguridad del rey. Cuando la noticia corrió por la villa, se produjeron signos
de alarma. Francisco de Palencia, prior de Aroche, convocó a los
procuradores de la Hermandad a una reunión que tuvo lugar en la iglesia de
San Ginés. Estaba presente Diego Enríquez de Castillo. Se dijo allí que todo
era una celada torpemente urdida: en cuanto las personas reales llegasen a
Béjar serían reducidas a prisión estableciéndose un gobierno personal del
marqués y del conde. El cronista, con fray Arias del Río, Juan Guillén,
guarda mayor de la reina, y Martín Galindo, hijo del capitán Juan
Fernández, de acreditada lealtad, fueron los encargados de transmitir al rey
la opinión de la Hermandad: «Parece que inconsultamente, por voto de dos
o tres parciales de sus enemigos, se va a poner en manos de aquellos que
tan crudamente le han tratado con sus lenguas y disolutas obras»
entregándoles además «la cepa real de vuestra descendencia».
Enrique IV reunió a sus consejeros que llegaron a opuesta conclusión:
había que llevar a sus últimas consecuencias las negociaciones. En medio
de rumores adversos, el arzobispo Fonseca, la condesa de Plasencia y Pedro
de Hontiveros, con la escolta, salieron del alcázar y bajando por la cuesta de
la Vega cruzaron el Manzanares por el puente del Campo del Moro. Pero el
rey no pudo salir: madrileños alborotados, como en aquel otro mayo de tres
siglos más tarde, bloquearon las puertas gritando algo parecido al «nos los
llevan». Cuando llegó la noticia a los que aguardaban, ribera del
Manzanares, huyeron a Illescas, en donde estaban Pacheco y el príncipe
Alfonso.
Enrique IV volvió a Segovia: ya no era la ciudad segura de otros
tiempos; los Arias Dávila, entre los que se contaba el obispo, desconfiaban
de él. Fuese o no cierta, la especie de la siniestra conjura, lo cierto es que el
plan Fonseca fue abandonado, aunque no de una manera definitiva. Los
Mendoza decidieron responder a los ruegos y ocupar su puesto en el
Consejo; sólo ellos podían garantizar apoyo sin fisuras. Pero estaban llenos
también de desconfianza: don Beltrán no se movió de Cuéllar, y sus
parientes pidieron a Enrique que, puesto que se jugaban mucho en la
defensa de su causa, era lógico que ellos se encargasen de la custodia de la
reina Juana y de su hija. Ella asintió: en adelante consideraría los dominios
de esta Casa como el refugio extremo al que podía acudir. En junio de 1467
el marqués de Santillana estuvo en Segovia rindiendo acatamiento. El otro
gran fiel, Miguel Lucas de Iranzo no podía abandonar Jaén; había sufrido
nuestros ataques entre febrero y marzo de este mismo año.
CAPÍTULO XXI

FINAL DE UN PRETENDIENTE

Revuelta conversa en Toledo

Aunque ninguno de los dos bandos había tomado postura oficial en relación
con los cristianos nuevos, utilizando los servicios de algunas personas
relevantes de esta condición, circuló en Toledo la especie de que los
partidarios de Alfonso se mostraban hostiles a ellos. Contribuyó, a este
respecto, la toma de postura del deán, Francisco de Toledo, al defender, ante
el papa, la legitimidad de Enrique IV. En consecuencia, al consolidarse en la
ciudad el dominio de los alfonsinos, creció entre los conversos la inquietud:
la guardia reclutada por Fernando de la Torre llegó a contar con 4.000
hombres. La pequeña oligarquía que encabezaba el conde de Cifuentes,
Alfonso de Silva, temió que se produjesen, como en el pasado,
enfrentamientos perjudiciales a la larga para su propio poder. Pacheco trató
de animarles: en enero de 1467 puso a la firma de Alfonso documentos que
ofrecían refuerzos económicos, en forma de rentas, al conde, a Juan de
Vivero y a Diego de Ribera.
Por esta vía consiguió que el 30 de enero de 1467 todos los caballeros,
esto es, Cifuentes y Pedro López de Ayala, señor de Fuensalida, los
mariscales Payo de Ribera y Fernando de Ribadeneira, Lope Ortiz de
Stúñiga, Luis de la Cerda y Juan de Ribera estableciesen entre sí
conjuración para mantener Toledo en el servicio de don Alfonso. Para crear
un clima más distendido se procedió a reponer algunos oficiales que fueran
depuestos por su fidelidad a Enrique IV; tal era el caso del comendador
Íñigo Dávalos.[311]
La ausencia del arzobispo, Alfonso Carrillo, que residía de modo
permanente fuera de Toledo, daba al cabildo una mayor responsabilidad,
haciéndole víctima de divisiones. El pretendiente había premiado los
servicios del secretario Alvar Gómez de Ciudad Real —aquel que en las
primeras conversaciones traicionara a Enrique IV haciendo posible la
sentencia de Medina del Campo— con el oficio de alcalde mayor, que antes
ostentaba el hermano de Pedro López de Ayala, Fernando. Los canónigos
especialmente le acusaron de muchos abusos, comenzando por haber
confiscado al cabildo ciertas rentas que tenía en la villa de Torrijos, que era
ahora de señorío del alcalde. Según aquéllos, se había apoderado de
diezmos, primicias y otras rentas eclesiásticas, prohibiendo a los
arrendatarios pujar en ellas. En cierta ocasión, siempre según la denuncia,
había apaleado a unos judíos que se atrevieron a licitar por ellas.[312]
Los caballeros conjurados insistieron en la necesidad de que Alfonso,
que residía en estos momentos en Ocaña, hiciera acto de presencia en
Toledo para asegurar la situación. Acompañado por el conde de Plasencia
hizo su entrada el 30 de mayo de 1467. Al día siguiente, en la catedral, se
prestaron los juramentos acostumbrados a los reyes. Permaneció más de una
semana. Trataba entonces de vincular más estrechamente a su causa al
primogénito del conde de Plasencia, Pedro de Stúñiga, que continuaba
residiendo en Sevilla, pues era de temer que el enfrentamiento con su
madrastra, Leonor, le inclinase al bando opuesto: el procedimiento, como
siempre, era incrementar sus rentas: otros 60.000 maravedís y 1.000
quintales de aceite cada año en Sevilla. Los partidarios de Alfonso
consideraron fructuosa esta breve estancia en la ciudad del Tajo. No
percibieron, tal vez, que aumentaban las inquietudes de los conversos;
deseaban un cambio en la obediencia.
Ausente de nuevo Alfonso, el antiguo alcalde mayor, Fernando Pérez de
Ayala, estableció una alianza con el cabildo, renovando las protestas contra
Alvar Gómez. El vicario, Juan Pérez de Treviño, que presidía, amenazó a
este último con la excomunión si no se hacían las correspondientes
indemnizaciones. Se le presentaba como amigo y favorecedor de los
conversos, lo que le convertía en enemigo del clero de la catedral. Fernando
de la Torre le ofreció, en cambio, el respaldo de sus hombres armados.
Hubo negociaciones, más bien disputa en que se cambiaron palabras
gruesas, entre los canónigos y el alcalde. Al final éste admitió que uno de
sus subordinados, Fernando de Escobedo, como responsable de algunos
desmanes, debía ser enviado a la cárcel episcopal y se mostró dispuesto a
depositar una fianza de 10.000 doblas para responder de los daños
causados, «todo esto para restaurar la injuria del cabildo y mitigar el gran
escándalo que en esta ciudad era entre conversos y cristianos “lindos”, esto
es, cristianos viejos» (Pedro de Mesa). Acuerdos que no se pusieron en
ejecución de manera inmediata.
El domingo 19 de julio de 1467, poco antes de la misa mayor, Fernando
de la Torre fue con algunos de los suyos a la catedral, ocupando una capilla
inmediata a la de Reyes Nuevos. Acabada la misa uno de los canónigos
subió al púlpito e hizo leer la carta mediante la cual el cabildo pronunciaba
el entredicho sobre la ciudad hasta que se cumpliesen las condiciones
acordadas. Alvar Gómez estaba presente. Fernando de la Torre sacó a los
suyos y armó un gran alboroto dentro de la iglesia recomendando al alcalde
que no aceptara esta imposición. Alfonso de Palencia sospecha que todo
obedecía a un plan de este capitán de la guardia de los conversos para abrir
las puertas de la ciudad a Enrique IV, en cuya protección ponían más
confianza. Protegidos por los suyos, Alvar Gómez y Fernando de la Torre
abandonaron la catedral para reunirse con otros hombres armados de coraza
y espada, que aguardaban fuera del templo y volver a éste en son de guerra:
dos personas fallecieron y el clavero, Pedro de Aguilar, resultó gravemente
herido. La milicia municipal tenía a Escobedo detenido.
Aunque el aspecto religioso de la cuestión fue muy importante —en
esto tiene razón Netanyahu— otras muchas cuestiones intervenían en este
conflicto. Al pronunciarse el papa Paulo II en favor de Enrique IV, al que
calificaba de único legítimo, los cristianos nuevos tenían que considerar que
también para ellos era ventajoso hallarse en su obediencia y así lo
procuraron. Por su parte los Pérez de Ayala, que figuraban en el bando
alfonsino, estaban descontentos por haber sido despojados de la alcaldía
mayor: acusaban al conde de Cifuentes de favorecer a los «nuevos», pero
esto no era cierto, pues Silva tenía puesto su principal interés en el
mantenimiento de la paz interior con un statu quo que impidiese los
desórdenes, conservando de este modo su poder. Transcurrieron horas muy
tensas, el lunes 20 de julio: ambos bandos estaban reuniendo nuevos
partidarios y pudo comprobarse que los conversos disponían de algunas
piezas de artillería. En la mañana del martes 21 de julio, con la llegada de
150 hombres procedentes del señorío de Ajofrin, que pertenecía al cabildo,
éste comenzó a sentirse dueño de la situación: ordenó instalar este refuerzo
en la iglesia de San Juste y que se sirviera comida. Mucha gente con armas
acudía a la catedral.
Entonces comenzaron las campanas a tocar a rebato. Más de mil
hombres que estaban en el templo haciendo oración y cantando «Santa
María» obedecían las órdenes del cabildo. Las tres colaciones en que
predominaban los conversos, dieron la señal de echarse a la calle, portando
armas de fuego además de las blancas y estableciendo cuatro posiciones:
junto a la antigua judería mayor, llamada la alcaná; en las cuatro calles que
formaban entonces la Carnicería mayor; en las inmediaciones de la
Candelaria; y frente a las casas del obispo, que daban a la puerta de las
Ollas. Se empezó una batalla muy sangrienta pues se contaron más de cien
bajas entre muertos y heridos. Comenzó un incendio en una casa de la calle
de la Chapinería que pronto se contagió a otros muchos lugares inmediatos
a la catedral, sin comunicarse a ésta. Superiores en número y en
preparación, parecía que los conversos iban a lograr la victoria cuando, el
miércoles, vino la noticia de que sus casas y tiendas estaban siendo
saqueadas. Volvieron a sus barrios a fin de defenderlas. Pedro López de
Ayala estaba en favor de los «lindos». El conde de Cifuentes trató de
intervenir para poner la paz, pero tuvo finalmente que defender a los
conversos que llevaban la peor parte. En estos intentos el licenciado
Alfonso Franco, que mandaba la guardia del arzobispo Carrillo, fue preso
en poder de Pedro de Córdoba que se hallaba a las órdenes de Ayala. Tras
haber intentado sin éxito un contraataque, el conde de Cifuentes hubo de
refugiarse en el convento de San Bernardo, donde halló asilo también Alvar
Gómez. Los cistercienses les acogieron a sagrado.
Hasta el jueves 23 no pudieron ser sofocados los incendios. Pedro
López de Ayala tenía ahora el control de la ciudad, pero nada le convenía
menos que aparecer como el agente de las represalias de los cristianos
viejos que ya se habían atraído anteriormente las censuras de la Iglesia.
Muchos cristianos viejos, especialmente miembros de la nobleza, que no
habían tenido parte en los tumultos, procuraron proteger a los conversos.
Pero una vez desatadas las iras del populacho era muy difícil detener a los
exaltados que presentaban su victoria como «grande maravilla de Dios».
Muchas casas de los nuevos fueron saqueadas. Fernando de la Torre fue
colgado de las campanas de la torre de Santa Leocadia, y su hermano
Álvaro, regidor, ahorcado en la plazuela del Seco. Los amotinados pasearon
después los dos cadáveres desnudos, con un pregón que decía: «Ésta es la
justicia que manda hacer la comunidad de Toledo a estos traidores,
capitanes de los conversos herejes, por cuanto fueron contra la Iglesia,
mandándolos colgar de los pies, cabeza abajo: quien tal hace, que tal
pague.» Hasta el sábado 25 continuaron los saqueos.
Vergonzoso desorden, sin duda. Las cartas del príncipe Alfonso,
ordenando la puesta en libertad del licenciado Franco, ni siquiera fueron
tenidas en cuenta. Los días 27 y 30 el regimiento despachó cartas
comunicando al pretendiente que la ciudad estaba completamente
pacificada, y en su obediencia. Falso. El 6 de agosto fue convocado una
especie de concejo abierto, en la plaza, y la multitud reunida se dirigió a la
cárcel para exigir la entrega de Alfonso Franco. Ayala y los caballeros que
le asistían se negaron, refiriéndose a las cartas que habían recibido de quien
era acatado como rey y también del arzobispo y del marqués de Villena.
Los toledanos entonces asaltaron la cárcel, tomaron al prisionero y lo
ahorcaron. Fue un gran perjuicio para don Alfonso que parecía implicado
en el programa de quienes preconizaban la eliminación de los conversos.
Los sucesos inmediatos siguientes acentuaron este clima. Estando ya «la
gente muy atemorizada», el regimiento se reunió para acordar medidas de
emergencia. Y éstas consistieron en dar licencia a los conversos para que,
tomados sus bienes, se fuesen, y para poner nuevamente en vigor las
disposiciones que les prohibían desempeñar oficios, civiles o eclesiásticos.
Muchos lugares rechazaban ya a los conversos, como si fueran réprobos,
«en manera, señor —explicaría unos días más tarde el canónigo Pedro de
Mesa a Enrique IV que quiere parecer cuando salieron los hijos de Israel del
cautiverio de Faraón». Sin embargo el informante no dudaba en cargar
sobre ellos las culpas «por su gran soberbia de esta gente salen de la tierra y
se van al cautiverio con permisión de Dios y justicia».
Todavía el 9 de agosto los amotinados toledanos consiguieron capturar
en el campo de Ocaña al lugarteniente de Fernando de la Torre, llamado
Juan Blanco: era un antiguo esclavo, hijo de converso aunque de madre
«linda», a quien los nuevos habían comprado para dedicarle a esas labores
militares. Fue ahorcado al día siguiente, aunque él afirmó en todo momento
que quería morir siendo cristiano. «Ahora, señor —concluía el informe que
Pedro de Mesa envió a Enrique IV el 17 de agosto— esta ciudad ha
asentado en esto: que en oficios ni beneficios no hayan ni tengan parte (los
conversos) por las muchas cosas y maldades que contra esta gente se
hallaron: especialmente en casa de Fernando de la Torre, capitán y cabeza
de esta gente, se hallaron más de quinientas pellas de alquitrán, tan grueso
como grandes toronjas, y esto para el fuego, y muchas alcancías llenas de
cal viva; esto para echar a la gente en las pellas y otras maneras de armas de
traición. Y halláronse más un saco de guadaifines que es una prisión que los
moros tienen para los cristianos y las usan ellos, y otras maneras de engaños
para matar a la gente.» Se dijo también que, en el saqueo de la casa de
Fernando de la Torre, se habían encontrado pruebas abundantes, por textos
hebreos, de que había vuelto al judaísmo. «De todo esto hacer grande
inquisición, que no quedará lo uno ni lo otro.»

Vuelven las hostilidades

El motín madrileño y los gravísimos sucesos acaecidos en Toledo, aunque


fracasados en el intento de devolver la ciudad a la obediencia de don
Enrique, no produjeron una recuperación visible en el bando del
pretendiente, que perdió la confianza que en él hubiesen podido depositar
los conversos. Se daba la impresión de que había una agitación popular en
favor del legítimo rey. Los partidarios de Alfonso habían querido dar a la
ceremonia de juramento del 31 de mayo en Toledo, un aire de seria
legitimidad que no había tenido la farsa montada en Ávila; por eso habían
estado presentes Carrillo, Villena, Plasencia, Benavente, Paredes,
Castañeda, Osorno, Cifuentes, Urueña y Ribadeo, junto con los obispos de
Burgos y Coria, revistiéndose de gran solemnidad. Habiendo fracasado el
plan del arzobispo Fonseca, no estaba dispuesto el marqués de Villena a
renunciar a las negociaciones. Buscaba sólo la coyuntura oportuna.
De Toledo, el pretendiente regresó a Ávila y más tarde a Arévalo, en el
mes de junio de 1467, porque aquí se sentía en su casa. Aunque no se
produjesen operaciones militares de importancia, la tregua había dejado de
observarse. Desde Arévalo los alfonsinos dibujaban una maniobra tendente
a aislar Valladolid, donde los ánimos comenzaban a decaer, de Segovia y
también de Guadalajara. Por eso se hizo un tanteo sobre Roa, que fracasó
por la rapidez con que Beltrán de la Cueva acudió al reparo desde Cuéllar.
Pero en cambio el alcaide de Olmedo, Pedro de Silva, abrió las puertas de
esta villa, en la que comenzaron a reunirse tropas que aclamaban al
pretendiente. Silva, nombrado inmediatamente consejero y guarda del rey,
fue premiado otorgándole, junto con su esposa, todas las rentas reales
correspondientes a Olmedo. Al real de Olmedo acudió también, desde
Coca, el arzobispo Fonseca, que culpaba a Enrique IV, y desde luego a los
Mendoza, del fracaso de las negociaciones.
Muy poco tiempo antes, los alfonsinos habían experimentado una
importante ganancia, al adherirse Luis de la Cerda, conde de Medinaceli.
Siguiendo la norma, cobraba también su premio: confirmación de todos sus
estados y licencia para situar sus juros en el Puerto de Santa María, lo que
significaba el manejo de todas las rentas de esta villa. Para evitar que
siguiera reclamando Huelva se intercambiaban sus derechos allí por 700
vasallos en Cuenca y un juro de 700.000 maravedís a situar donde más le
conviniese.
La entrega de Olmedo había tenido lugar pocos días antes del 20 de
junio. Casi inmediatamente, tras una escaramuza a orillas del río don
Alfonso pudo tomar Tudela de Duero: lentamente se estaba produciendo un
acercamiento a Valladolid. La noticia de estos reveses, que indicaban el
retorno a las hostilidades, obligó a Enrique IV a solicitar de los Mendoza
que movilizasen en su favor. El marqués de Santillana pidió dos cosas: que
se les entregara, para su custodia, la niña Juana, como se había pedido
varias veces; y que fuera el rey a residir en alguna de las villas de su señorío
para que el reino tuviera constancia de su identificación con el linaje. Como
de costumbre, esta reconciliación con los Mendoza, manifestada
abiertamente, trajo reacciones dispares. Con el mayor secreto el conde de
Alba viajó a Olmedo para celebrar una entrevista con Pacheco.
El 1 de julio el conde y el marqués se juramentaron, estando en esta
ciudad, a fin de colocar sus compromisos de amistad por encima de sus
partidismos políticos. De este modo si el bando de Alfonso resultaba
derrotado, Pacheco cuidaría de que la vida, bienes y libertad del amigo no
sufrieran detrimento; y lo mismo a la inversa. No había excepciones: para
cumplir sus compromisos estaban dispuestos a ir contra personas de
dignidad real, descendientes de aquella misma estirpe o tales «que no se
puedan comprender bajo esta escritura». En otras palabras, la garantía
personal quedaba por encima de la fidelidad debida al rey. «Os aseguro y
prometo que si entrar quisieredes en el partido del rey don Enrique, en
donde yo, estoy, os haré, recibir y que, os haga, aquel partido y honra que a
vuestra persona y estado se deba hacer y seais guardado en él como yo
mismo.» «Y si esto no bastare a poder acabar con el dicho señor rey que yo
así sigo y con los de su partido, me juntaré con vos con mi casa y estado y
seguiré el partido que vos quisieredes así como vos mismo lo seguiréis.»
Llegaban a comprometerse a recurrir a las armas en el caso de que el
príncipe o el rey tratasen de tomar represalias. Y convergían en la necesidad
de guardar profundo secreto «porque en saberse lo susodicho traería gran
peligro a nuestras personas, vidas y casas y estados».[313]
Pacheco, pues, estaba maniobrando de una forma muy hábil para
colocarse en posición de árbitro o, como en el desvergonzado chascarrillo
del almirante, tener sus pies uno sobre el hombro de cada uno de los reyes.
Era, sin duda, considerado por muchos como el hombre fuerte. Había
dejado de referirse al matrimonio de la niña Juana con Alfonso. Imposible
es percibir el objetivo de estas complejas maniobras. Lo único que puede
asegurarse es que, en esta nueva etapa, confiaba en convertirse en Maestre
de Santiago. Enrique IV, probablemente, estaba informado a medias. Por
estos días había decidido aceptar las condiciones que le exigían los
Mendoza viajando a Cuéllar, donde se reunieron, con las de don Beltrán, las
tropas que trajeron el marqués de Santillana y Pedro de Velasco. El 6 de
agosto, en el puerto que precisamente se llama así, Malagosto, la niña Juana
fue entregada al conde de Tendilla, que la tomó en sus brazos y la puso en
seguridad en su fortaleza de Buitrago.

Segunda batalla de Olmedo

La reina y la infanta Isabel no habían acudido a Cuéllar; permanecían en


Segovia, de cuya obediencia no se tenían dudas. Se trataba, además, de
emprender una acción de guerra. El conde de Alba dio la primera evidencia
del giro que estaba dispuesto a ejecutar absteniéndose de acudir con las
tropas que había prometido; se excusó alegando no habérsele enviado el
dinero. Los Mendoza propusieron dos acciones de guerra igualmente
eficaces para restablecer la seguridad de Valladolid: el socorro del castillo
de La Mota o la reconquista de Olmedo, condiciones ambas que permitían
asegurar el dominio del curso medio del Duero. Había que aprovechar «el
divulgado favor del pueblo común» hacia Enrique IV, en quien veía
representada la legitimidad, y también la circunstancia de que Pacheco
estaba lejos, ocupado en someter a los comendadores de Santiago, el conde
de Plasencia había vuelto a reunirse con Leonor y «entregado con su mujer
a la lascivia» (Alfonso de Palencia) mientras que el Maestre de Alcántara
estaba retenido en Extremadura por sus propios problemas. Ahora o nunca,
pues: había llegado el momento de arriesgar una acción resolutiva.
Las fuerzas que salieron de Cuéllar eran indudablemente muy
superiores a las que Alfonso Carrillo mandaba en Olmedo en nombre de
Alfonso. Pero muy pronto estas últimas recibieron refuerzos, especialmente
los que trajeron un hijo del almirante y un hermano del arzobispo Fonseca,
de nombre Fernando; a mediados de agosto las proporciones se habían
equilibrado, en torno a las 1.500 lanzas para cada bando. Marchando hacia
Medina, los enriqueños acamparon en Íscar el 18 de agosto. Remaba fuerte
calor. Todo el mundo parecía jugar con cartas marcadas: el arzobispo
Fonseca envió un mensajero para advertir a don Beltrán que se guardase ya
que cuarenta caballeros habían jurado darle muerte. El duque de
Alburquerque rechazó la idea de disfrazar su persona: el artificio de lo
heroico es lo que caracteriza al buen caballero.
El miércoles 19 de agosto, víspera de la festividad de San Bernardo, se
avistaron delante de Olmedo los dos ejércitos: mandaba las vanguardias
alfonsinas el clavero de Alcántara, García López de Padilla. Beltrán se
adelantó para conversar con uno de sus caballeros y hacerle la apuesta de
que no se atreverían a reñir batalla. Enrique IV pidió a Pierres de Peralta, el
embajador aragonés, que ordenara sus filas ya que tenía mucha confianza
en sus conocimientos. Terrible fue el combate si lo medimos con las
proporciones de la época, pues murieron, según Palencia, 40 soldados en el
bando de Enrique y 5 en el de Alfonso, entre ellos Fernando de Fonseca
que, habiendo perdido el yelmo, recibió dos heridas mortales en la cabeza.
La espléndida armadura del caballo de Beltrán salvó también al jinete. El
hijo del almirante, Enrique Enríquez, que ocupaba la punta de vanguardia,
perdió un ojo, y Pedro de Hontiveros el movimiento de una pierna. El
resultado fue tácticamente favorable a los enriqueños, pero como el rey se
retiró a Pozaldez y Alfonso quedó dueño del campo y de la villa, pudo decir
que suya era la victoria. De modo que cada bando la celebró, encendiendo
luminarias en Medina y en Olmedo simultáneamente. Algunos centenares
de prisioneros tuvieron que negociar y pagar rescate.
Los Mendoza tenían abundantes razones para manifestar sus quejas: a
su juicio se estaba perdiendo la mejor oportunidad para resolver la guerra
civil con acciones más enérgicas. La batalla había causado un efecto moral
favorable: villas y ciudades alzaban sus milicias en el servicio del rey;
algunos nobles, como el conde de Treviño, casado con Guiomar de Castro y
Pedro Mendoza, señor de Almazán, cambiando de bando, vinieron a servir
a don Enrique. Pero éste temía, probablemente con razón, que si todos los
que se habían abstenido en aquella jornada movilizaban sus fuerzas y las
unían a los alfonsinos, los términos de la confrontación militar podían
invertirse. Eran los compromisos, las negociaciones más o menos
encubiertas, causa de debilitación para el bando del príncipe. Olmedo era,
sin duda, un episodio afortunado, que a él daba mayor fuerza, pero nada
más. Tras la batalla se instaló en Medina del Campo, tratando de hacer más
fuerte su presencia en esta villa, custodiando Valladolid.
Una de las ciudades en donde la batalla fue celebrada como si de una
victoria alfonsina se tratara, es Toledo. Los vencedores de la contienda
contra los conversos aprovecharon esta oportunidad, que coincidía con el
refuerzo de sus posiciones, para enviar al pretendiente una delegación
presidida por el bachiller Fernando Sánchez Calderón, en solicitud de que
confirmara los acuerdos tomados por el regimiento, que incluían la
aceptación de los hechos consumados. Alfonso recibió una sorpresa que le
disgustó: se le estaba pidiendo que legitimara los robos y violencias así
como una política en contradicción con la doctrina cristiana. Hubo entonces
una velada amenaza: el concejo estaba a tiempo de ofrecer su obediencia a
Enrique IV que, sin duda, aceptaría aquellas condiciones. De modo que dio,
el 31 de agosto, una respuesta matizada y ambigua; los autores de las
violencias podían estar seguros de que no serían castigados.

Llega Antonio de Véneris

A finales de agosto, procedente de Burgos, donde había vuelto a tomar


contacto con los asuntos castellanos, llegó a Medina del Campo Antonio
Jacobo de Véneris. Su presencia revestía mucha importancia, ya que los dos
bandos habían recurrido a la autoridad del papa. Cuestiones entonces
planteadas como el derecho de sucesión, discutido en torno a la legitimidad
de un matrimonio, la idoneidad de ciertas disposiciones en especial en torno
al problema de los conversos, la participación de obispos en las grandes
luchas políticas y las dispensas de parentesco en aquellos matrimonios de
que se venía hablando, tornaban indispensable la intervención de la Sede
romana. Paulo II, maltratado por los humanistas precisamente porque se
trataba de un hombre piadoso al modo tradicional, atento a su deber, es
retratado por sus contemporáneos como reservado, tímido y receloso. No
quiso precipitarse en relación con estos asuntos españoles, máxime cuando
se le estaban solicitando dispensas en términos imprecisos. De ahí que
decidiera, al escoger a Véneris, otorgarle poderes tan amplios que,
prácticamente, pudiese obrar en su nombre.
El nuevo nuncio, «cum plena potestate legati a latere» conocía, como
hemos indicado repetidamente, los reinos españoles. Era obispo de León y,
lo mismo que Paulo II, estaba considerado como un decidido partidario de
Enrique IV, cuya legitimidad se le había ordenado defender. Entre los
amplios poderes que se le habían otorgado figuraba la facultad de dispensar
al sobrino de Pacheco, Rodrigo Téllez Girón, de todos los impedimentos
que pudieran obstaculizarle en la posesión del Maestrazgo de Calatrava.[314]
Mayor importancia revestía la de disolver cuantos juramentos fuera
necesario a fin de conseguir el restablecimiento de la paz. De hecho, salvo
en aquellos casos que estaban reservados con exclusividad al pontífice, sus
poderes pueden considerarse equivalentes a los de éste. Las amplias
instrucciones, fruto de consultas y deliberaciones prolongadas, dejaban
enteramente en sus manos los medios que habrían de aplicarse para lograr
un acuerdo entre los partidos.
Es natural que la presencia del legado fuese mal recibida por los
alfonsinos. Iniciaba su tarea en Medina, pocos días después de la batalla de
Olmedo, llevando en su equipaje documentos que debían permitirle
imponer la obediencia al legítimo rey, Enrique, contra quien se habían
movido y movían aún «escándalos y disensiones». De este modo su misión
consistía esencialmente en restablecer el principio de legitimidad; quedaban
enteramente a su arbitrio los medios de que hubiera de valerse para
conseguir este objetivo, aunque «fuesen tales que exigiesen mandato más
especial y no se comprendieran en una comisión general». Deliberadamente
desplegó mucha pompa en su entrada en Medina, cosa que a muchos
pareció mal. Enrique IV, al recibirle, se adelantó a decir que aunque eran
muchas las ofensas recibidas, él estaba dispuesto a perdonar a los rebeldes.
A partir de este momento y durante dos años, la autoridad de la Iglesia
descansó sobre los hombros de este legado, que daría un vuelco
espectacular a la situación interna de Castilla.
Regresaba al campo de los alfonsinos el marqués de Villena. También él
necesitaba de la autoridad de la Iglesia. Había conseguido que los
comendadores le reconocieran como Maestre de Santiago —el
nombramiento tenía que venir de Roma— y proyectaba ceder el
marquesado a su primogénito, Diego López Pacheco. Con áspero rigor
reprochó a los otros dirigentes de su partido que hubieran cometido el error
de dar la batalla, pues de ella no podían cosecharse más que malos
resultados. Había que hacer otra cosa: trabajar el ánimo de los otros
grandes, aprovechando el desprestigio que acarreaba al monarca la
presencia de don Beltrán y sus parientes Mendoza entre sus consejeros.
Podía establecer el cotejo entre los malos resultados de aquella acción y los
últimos logros que él y su yerno, el conde de Plasencia, alcanzaran. En
enero, Gutierre de Solís, Maestre de Alcántara, y Álvaro de Stúñiga habían
conseguido un acuerdo con Alfonso de Monroy, clavero de la Orden,
mediante dinero ciertamente, 100.000 maravedís y una encomienda menor
en Santiago para alguno de sus hijos, pero de este modo tenían ya completo
el dominio de Extremadura.[315] Y ahora mismo, como consecuencia de las
conversaciones secretas iniciadas en junio,[316] y mediante la donación de la
encomienda de Montalbán y el depósito de Villafranca de la Puente del
Arzobispo en garantía de su derecho a recibir Ciudad Rodrigo, Toro o
Magrigal (28 agosto y 4 setiembre 1467), se había conseguido que el conde
de Alba de Tormes cambiara de bando. De hecho don García había enviado
a uno de sus hombres de confianza, Pedro Barrientos, para comunicar al rey
que abandonaba su servicio. Y en la Corte le dedicaron este estribillo:
«Quién da más por el conde de Alba, que se vende a cada cantón»
(Enríquez del Castillo). De hecho se trataba de un cambio muy bien
remunerado, pues el 3 de noviembre don Alfonso añadió, a la confirmación
general de sus privilegios y estados, tres oficios especialmente
remunerativos: juzgado sobre la paga de las guarniciones de la Frontera de
Granada, alcaldía mayor de sacas del obispado de Cuenca y validación de
todos los títulos del reino. Este último significaba que por cada uno de los
que se extendiese, un marco de plata venía a ingresar en los cofres del
conde. Ello no obstante Pacheco podía afirmar, con razón, que sus
procedimientos ayudaban mejor que las espadas al crecimiento de la causa.
La presencia del legado, contando amplios poderes, fue considerada por
Pacheco y Carrillo como fuertemente perturbadora. Véneris no ocultó que
venía a restaurar la obediencia al rey e hizo referencia a las cartas patentes
que le permitían fulminar la excomunión contra quienes no estuviesen
dispuestos a deponer las armas. Los obispos amenazados le replicaron que,
cada uno en su sede, estaba dotado de autoridad máxima y no respondían de
sus actos salvo ante el papa en persona. Alfonso Carrillo y Fonseca
recordaron que eran metropolitanos y, como tales, no estaban sujetos a la
jurisdicción de ningún obispo. Muy pocos días después de su incorporación
a la Corte, Véneris celebró una entrevista con los principales líderes en la
Mejorada de Olmedo: Pacheco tuvo, para él, palabras fuertemente
descompuestas. Se acordó, sin embargo, celebrar una conferencia más
amplia, en Montejo de la Vega, también próximo a Olmedo, el 13 de
setiembre de 1467: estaban, con los dos arzobispos y el flamante Maestre de
Santiago, los condes de Paredes y de Luna, Pedro de Hontiveros, el
primogénito del almirante y otros muchos nobles. Resultó más desastrosa
aún que la primera; el legado estuvo a punto de sufrir una agresión. Pacheco
hubo de cuidarse personalmente de su seguridad, acompañándole a Arévalo
donde estaba don Alfonso. Una oportunidad para reflexionar: si quería tener
éxito en la misión encomendada, tenía que ser más prudente y escuchar las
razones de ambas partes.

Enrique pierde Segovia

Hasta este momento, setiembre de 1467, la infanta Isabel, que había


cumplido ya 16 años, una edad en la que los reyes era mayores de edad, se
había mostrado sumisa a su hermano Enrique; no tenemos noticia de que
haya puesto en duda su legitimidad. La única señal de resistencia que
detectamos se encuentra en relación con el repulsivo matrimonio que, pocos
meses antes, habían tratado de imponerle con don Pedro Girón. Las
esperanzas de que iba a ser tratada con el respeto y consideraciones que
merecía su elevado rango de infanta situada en el tercer lugar en línea de
sucesión, sufrieron entonces un rudo golpe. En la Corte se hallaba ahora
Pierres de Peralta, apuntando en sus instrucciones a otro enlace, más
correcto y, sobre todo, más satisfactorio para ella, con Fernando, futuro rey
de Aragón. Dos años más tarde la princesa insistiría en que éste era uno de
los matrimonios que se le habían propuesto.
El condestable de Navarra estaba acreditado ante Enrique IV. Por eso
tomó parte como asesor en la batalla de Olmedo. Siguiendo, sin embargo,
las instrucciones recibidas, procuraba mantener contacto con Carrillo y los
«aragoneses» que figuraban en el bando del príncipe. Su amistad con el
arzobispo adquirió dimensiones muy personales cuando, pocos días después
de aquella jornada, acordaron el matrimonio de sus hijos, Troilo Carrillo y
Juana de Peralta. El regalo de boda de don Alfonso consistió en un juro de
10.000 mrs (28 de agosto de 1467). La boda se celebró el 22 de noviembre
del mismo año. Desde entonces la colaboración entre ambos personajes se
hizo muy estrecha.
La reina Juana, la infanta Isabel, rodeada siempre de las damas a las que
se encargara su vigilancia, y la duquesa de Alburquerque, vivían en
Segovia. Los alfonsinos, tras el revés que para ellos significara Olmedo,
maduraron un proyecto que, sin duda, iba a significar un golpe muy fuerte
para don Enrique: apoderarse de aquella ciudad, capturando de paso tan
preciados rehenes. Dada «la grande afición que con ella tenía» (Enríquez
del Castillo) dicha pérdida sería un golpe moral tan fuerte que le obligaría a
la negociación. Pues el rey pensaba «que no había en el mundo otra ciudad
que pudiera igualarse a ella en grandeza, riquezas abundantes de bienes o
demás dotes de la Naturaleza o de la Fortuna» (Alfonso de Palencia). Los
bosques, a que tanta afición demostraba, hacían la grandeza de una ciudad
cuyo nombre aparece ligado a la existencia del monte Gobia —«Cobia be
uxta iugum Dorii»— en el que Hispano, hijo de Hércules, hizo el puente
que hasta hoy se conserva. Y, del lado de acá del mito, allí estaba el alcázar,
con el tesoro real, custodiados ambos por Perucho de Monjaraz. Justo
enfrente de la fortaleza, donde hoy se abre la pequeña explanada de
jardines, estaba la vieja catedral, en la que era obispo Diego Arias Dávila,
de estirpe de conversos, un hombre virtuoso que prefería vivir en Turégano
para no tener demasiado contacto con las depravadas costumbres de la
Corte.
Hermano del obispo era Pedrarias Dávila, víctima de denuncias
mentirosas que había perdido la fe en su antiguo señor. Cinco personas, el
antiguo contador, el obispo, el provisor que era maestro de Prexamo, el
prior jerónimo de El Parral y el alcaide Perucho, urdieron un plan: si se
abrían las puedas de Segovia al infante Alfonso, sin retirar por ello la
obediencia a Enrique, y se hacía buena cosecha de preciados rehenes,
Enrique IV no tendría más remedio que capitular. Y la guerra concluiría
mediante una reconciliación condicionada. Tropas salidas de Olmedo y de
Portillo, que disimulaban su objetivo, marcharon sobre Segovia: entraron
primero los soldados del conde de Plasencia, que equivocaron su papel y
provocaron el tumulto: los vecinos tomaron armas para defenderse y costó
mucho trabajo a Pedradas calmarlos. Sólo entonces pudo entrar Alfonso
afirmando voluntad pacificadora. Estos hechos tuvieron lugar el 17 de
setiembre, exactamente cuatro días desde las fracasadas vistas de Montejo.
Avisada, doña Juana se refugió en la catedral, desde donde pasó al
alcázar, pero Isabel «no quiso ir con la reina, antes se quedó en el palacio
real con sus damas». Y cuando llegó su hermano Alfonso le «recibió con
semblante alegre» (Enríquez del Castillo). Las relaciones entre ambos
habían estado señaladas por un especial afecto. Los investigadores suelen
calificar el episodio como liberación de Isabel, pero este término
probablemente nos engaña. Ganancioso era en realidad el infante, porque su
hermana significaba para él un apoyo de que hasta entonces careciera. Ella
no se sintió «liberada»; simplemente cambiaba su residencia dejando de
depender de la reina. Pero con gran energía exigió que Carrillo, Pacheco y
el conde de Alba, firmaran un documento garantizándola que no le sería
impuesto ningún matrimonio que ella no deseara, y de Alfonso, puesto que
se titulaba rey, una carta, corroborada por el Maestre de Calatrava y el
conde de Alba, garantizando que podría instalarse en Arévalo, en casa de su
madre, sin ser perturbada.[317] En cambio doña Juana, en el alcázar,
separada ya de su hija y desprovista de toda influencia, era casi una
prisionera, a la espera de que otros decidiesen por ella. Perucho de
Monjáraz tenía la fortaleza en nombre de Enrique. Se esperaba que viniera
allí y comenzaran las negociaciones directas.
Es importante señalar que, si bien Isabel aparece en los meses
siguientes, al lado de su hermano, en asistencia muy continuada, no se
conocen de ella declaraciones o actos que indiquen que afirmaba la
ilegitimidad de Enrique. Aceptó la nueva situación conservando el silencio.
Nuevas tropas traídas por el conde de Alba aseguraron la ciudad para el
pretendiente. No se produjo ningún acto de hostilidad entre ella y el alcázar,
de acuerdo con lo que estaba pactado. Parecía establecido el espacio
necesario para la negociación.
La pérdida de Segovia constituyó, para Enrique IV, un terrible golpe; de
nuevo quedó desconcertado. Los Arias Dávila sentarían el principio de que
no habían hecho otra cosa que defender la justicia de su propia causa. Pedro
pasaba a desempeñar, en el Consejo del rey Alfonso, la contaduría mayor
junto con la escribanía de los privilegios (10 de octubre de 1467), oficios
ambos que devengaban buenos emolumentos. Todos los bienes y rentas de
la familia fueron naturalmente confirmados. El 24 de octubre se cursó a
Gómez Manrique, que tenía el gobierno de Ávila, la orden de restablecer a
esta familia también en esta ciudad, y el 1 de diciembre se dio fin al pleito
que los tres hermanos, Pedro, Diego e Isabel sostenían en torno a la
herencia de su padre, Diego Arias Dávila, que veinte años más tarde sería
condenado como judaizante por la Inquisición.
Medina del Campo imitó la conducta de Segovia, proclamando a
Alfonso. Los que se habían sumado a don Enrique tendieron ahora a
abandonarlo; hizo este último un tanteo sobre Olmedo pero la guarnición se
mantuvo firme. Pasando por Íscar, de regreso a Cuéllar —siempre Beltrán
de la Cueva parecía firme apoyo— vino el conde de Treviño a denunciar el
escándalo que significaba que su propia madre viviese en concubinato con
el conde de Miranda, Diego de Stúñiga, y don Enrique autorizó una especie
de justicia doméstica consistente en que Manrique tomara el castillo de los
adúlteros y lavara su honor encerrando a su deshonesta madre en una de las
casas fuertes que él poseía. Diego Enríquez del Castillo se separó de la
Corte para ir desde Cuéllar a Segovia, tratando de recoger sus papeles. Fue
inmediatamente preso y condenado a muerte por los alfonsinos, que le
indultaron teniendo en cuenta su condición de clérigo. Al saquear la casa de
su manceba encontraron un ejemplar de la Crónica que estaba escribiendo.
Carrillo tuvo entonces ocasión de leer el capítulo referente a la batalla de
Olmedo y reprochó al capellán su osadía por contar tales mentiras. Alfonso
de Palencia tuvo en su poder dichos cuadernos y los devolvió luego al
arzobispo que ordenó que fuesen destruidos. Ésta es la razón de que los
investigadores actuales encuentren serias deficiencias en la primera parte de
la Crónica: los acontecimientos anteriores a 1468 tuvieron que ser
reconstruidos de memoria y adolecen de graves defectos en su cronología.

Retorno a los proyectos de Fonseca

Los cálculos de Pacheco se cumplieron. La pérdida de Segovia tuvo sobre


el rey un efecto moral tan grande que aceptó sus consejos de volver
nuevamente a la negociación, interrumpida por los incidentes de Madrid.
Los Mendoza regresaron a su señorío y sólo el obispo don Pedro
permaneció en el Consejo. Era todavía el mes de setiembre cuando don
Enrique llegó a Coca para reconciliarse con Fonseca y recabar su
intervención. El arzobispo exigió el cumplimiento del compromiso previo:
la reina Juana tendría que ser colocada bajo su custodia. El monarca aceptó
esta condición. La cláusula no afectaba a la niña, que seguiría en poder de
los Mendoza. Se iba a cumplir también el propósito de los que concertaran
la entrega de Segovia.
Ahora todos confluían a la ciudad del acueducto. Primero lo hizo el
legado Véneris que, desde el 26 de setiembre, montó en El Parral una
especie de cuartel general; de él dependían muchas decisiones, sin las que
sería imposible restablecer la paz. Fonseca aseguró entonces a don Enrique
que podía ir a Segovia con toda seguridad, pues los grandes estaban
dispuestos a recibirle, estando todos conformes con los dos puntos
esenciales de la negociación, esto es, reconocimiento de Alfonso como
legítimo sucesor, y sometimiento de los hasta ahora rebeldes a la obediencia
debida a su legítimo rey. La entrega de Juana garantizaba contra cualquier
desviación o maniobra en contrario. Rodeado de muy menguada escolta, el
monarca llegó a la vista de Segovia el 28 de setiembre; le dieron la
bienvenida el Maestre de Alcántara y el conde de Alba. Sin entrar en la
ciudad pasó directamente al alcázar para reunirse con su mujer. El alcaide
Perucho le «recibió de mala gana y con peor gesto» (Enríquez del Castillo).
Al día siguiente fiesta de San Miguel, tuvo lugar la solemne investidura de
don Juan Pacheco como Maestre de Santiago; Rodrigo Manrique aparecía
ahora como su hombre de confianza dentro de la Orden.
El 1 de octubre de 1467 la reina fue sacada del alcázar y entregada a
Fonseca que la llevó primero a Coca y luego a Alaejos; la forma cortés de
que se rodeó esta custodia no impide que se reconozca en ella su fondo
político de sometimiento a vigilancia. En términos políticos, doña Juana
había sido eliminada. La documentación fehaciente nos revela que, desde
1467, se dejó seducir por un sobrino del arzobispo don Pedro de Castilla,
descendiente también de Pedro I. No se trataba, en este caso, de una
relación ocasional, debilidad que cede ante la tentación, sino de algo más
profundo, una relación estable para expresarla en términos que se usan en
nuestros días, algo que las costumbres del tiempo rechazaban. Si en un
varón las amantes podían considerarse objeto de vanagloria, en una mujer
equivalían al deshonor. Tal vez estaríamos más cerca de la verdad si
pensamos en un acto de rebeldía, compensatorio de las humillaciones que
había tenido que sufrir. Los cronistas llegan a decir que Pedro de Castilla la
trataba duramente, pero esto no significa otra cosa que sumisión al nuevo
vínculo entonces establecido: en varias ocasiones trataría él de rescatarla
del poder de sus enemigos. Un amor apasionado de este tipo, en una mujer
que alcanzaba en aquellos momentos 27 o 28 años de edad, tenía que
producir fruto; ella trató de ocultar su embarazo, mediante una armadura en
sus vestidos que se llamaría guardainfante, pero no pudo evitar que el
adulterio se convirtiera en dato público averiguado. Las consecuencias de la
deshonra que llegaba al rey alcanzarían aspectos políticos. Nacieron
sucesivamente dos hijos, Andrés y Apóstol, a los que encontramos después
mencionados en las rentas de Isabel la Católica.
Aquel mismo día, poco después de la marcha de la reina, Enrique IV,
fuertemente custodiado por soldados del Maestre de Alcántara y del conde
de Alba, cruzaba el pequeño espacio que la separaba del alcázar entrando en
la catedral; en ella le esperaban, además de los dos grandes arriba
mencionados, el almirante y su hijo, los condes de Cifuentes y de Paredes y
los dos hermanos, García y Gómez Manrique. Todos ellos constituían una
especie de junta asesora que el Maestre de Santiago y el conde de Plasencia
habían designado. Alfonso no asistió a esta reunión: le custodiaban Carrillo
y el conde de Miranda en una casa cercana. Enrique IV comenzó el
discurso, recordando los males que trae la guerra y los bienes, en cambio,
de la paz; para lograrla se había separado de sus amigos poniéndose al lado
de la nobleza. Rodrigo Manrique respondió que también ellos, fieles a
Alfonso, estaban dispuestos a buscar alguna forma de entendimiento. No
hubo más puntualizaciones que aquellas que se referían a la forma de
continuar la conversación. Ambas partes se comprometieron a mantener el
status alcanzado pero con una modificación: el alcázar de Segovia sería
entregado a don Juan Pacheco; el tesoro real, aligerado de ciertas piezas y
objetos valiosos que se entregarían al arzobispo Fonseca y al conde de
Plasencia, se trasladaría al alcázar de Madrid, siendo Perucho de Monjáraz
custodio de ambas cosas.
Los acontecimientos que siguen, hasta concluir el año 1467, resultan
bastante confusos; no estamos seguros de poder exponerlos con correcta
exactitud. Desde luego el número de ciudades que proclamaban su
obediencia no nos ayuda a establecer la correlación de fuerzas pues era muy
escaso el dominio que sobre ellas los titulados reyes podían ejercer. En los
dos bandos se registraba el mismo fenómeno de capitulación de la
monarquía ante los poderes fácticos que representaban los grandes señores.
La Junta general de la Hermandad, que por aquellos días se hallaba reunida,
declaró que no podían considerarse como de su competencia las acciones
derivadas de la guerra civil.[318] Tampoco los nobles ausentes de las
conversaciones de Segovia se sintieron vinculados con los compromisos allí
adquiridos. Valladolid fue como una clara muestra.
El almirante y Pedro Manrique venían reuniendo tropas en toda la
comarca a fin de mantener el orden frente a los bandidos que proliferaban
como consecuencia de la guerra. Al amparo de esta situación, Juan de
Vivero, que se había rearmado y mantenía contacto con sus partidarios
dentro de la villa, penetró en ella en la madrugada del 8 de octubre,
aprovechando el vado del Esgueva, deficientemente vigilado. Los
enriqueños tuvieron que huir, refugiándose como en otro tiempo en
Simancas, que tampoco resistió mucho tiempo. En su castillo se alzaron
pendones por don Alfonso. Los condes de Plasencia y de Alba, y
especialmente Pacheco, cobraron gran indignación por este golpe de fuerza,
que quebrantaba las seguridades que ellos dieran al rey y, en adelante, aun
sin cambiar de bando, manifestaron profunda enemistad hacia Carrillo y
quienes, como él, procuraban llevar las cosas a término de ruptura. Don
Fadrique, instalado en Simancas, volvía a controlar la situación en aquella
zona. Él trabajaba especialmente en favor del rey de Aragón.
A pesar de este revés, Enrique IV se dispuso a cumplir su parte en las
negociaciones: el día 12 de octubre entregó el alcázar de Segovia y,
saliendo de esta ciudad, con el alma partida, por la puerta de Santa Olalla,
tomó el camino de Madrid que iba a ser, en adelante, la preferida. Perucho
de Monjáraz custodió el traslado de lo que quedaba de tesoro real y se hizo
cargo de la guarnición del palacio madrileño. El derrumbamiento de la
monarquía estaba dejando paso a una situación de vacío.

La infanta Isabel obtiene Medina del Campo

Murió entonces Fernando de Luján, obispo de Sigüenza, una sede que


codiciaban los Mendoza, para cerrar el círculo en torno al dominio del
Infantado de Guadalajara. El deán de la catedral, Diego López de Luján,
que se proclamaba partidario de Alfonso, reunió al cabildo y se hizo elegir,
adelantándose a las gestiones del obispo de Calahorra. Ni el papa ni el rey
atendían ya a los usos electorales establecidos por el Derecho canónico.
Paulo II, anticipándose a su vez a las posibles gestiones, había otorgado esta
sede acumulándola a la de Zamora, de que era titular Juan de Mella,
cardenal de Santa Prisca. De consolidarse la solución propuesta por el
pontífice, otras dos sedes escaparían al control de la monarquía, esto es,
carecerían de obispo residente. Todos protestaron: el cabildo porque quería
que se respetase la elección a sus hábitos, Enrique IV intentó negociar: dijo
a Diego López de Luján, que si cedía, sería presentado para la nueva
vacante de Zamora. Pero el deán sabía muy bien que las vacantes
producidas «en Corte de Roma» eran cubiertas por el papa en alguno de sus
protegidos o de los altos oficiales de la Curia. Los Mendoza fueron más
expeditivos: una noche Pedro de Almazán y Gonzalo Bravo, con gente
armada, tomaron al asalto el castillo de Sigüenza, prendieron al deán e
instalaron a don Pedro en su lugar. El nuevo obispo, que sería confirmado
en Roma, premiaría el importante servicio prestado haciendo al de Almazán
canónigo de su nueva catedral y alcaide del castillo de Atienza. Una buena
combinación en el uso de la cruz y de la espada.
Algunas veces los historiadores, siguiendo la pauta que marcara Jaime
Vicens Vives, hemos insistido en que, con el tránsito hacia el nuevo asilo,
se produjo una visible recuperación en el bando de don Enrique, que tan
malparado quedara en setiembre-octubre de 1467. Se impone, sin embargo,
la necesidad de hacer algunas matizaciones. Con el alejamiento de los
Mendoza, reinstalados en sus señoríos, lo que se había producido era una
corriente de acercamiento de aquellos prohombres del alfonsismo, en
discordia con los pro aragoneses y deseosos de ocupar el hueco que quedara
al lado del rey, pero imponiendo a éste su fórmula de solución. Crecía la
influencia de Fonseca porque el rey se inclinaba más y más en favor de la
negociación. Se detectaba el descontento a causa de las ambiciones de
Pacheco. Por ejemplo, el conde de Benavente se sentía profundamente
defraudado: él y no su suegro debía ostentar el Maestrazgo. Lo que
verdaderamente crecía era la opinión de quienes deseaban detener el estado
de guerra civil y llegar a una paz que, reconociendo a Enrique como rey y a
Alfonso como sucesor, y eliminando a la reina y sus amigos, permitiera
consolidar las mercedes que de uno y otro se habían recibido. A todos
asustaba la posibilidad de un retorno de los aragoneses. Por eso sobraban el
arzobispo de Toledo y el almirante. Los Stúñiga necesitaban urgentemente
la paz para consolidar su dominio sobre Extremadura.
Quien se consolidaba en su posición de infanta era precisamente aquella
muchacha, Isabel, que salida de la custodia de la Corte, daba ya señales de
independencia, en medio de una religiosidad muy acentuada. Unos meses
antes, el 22 de abril, estando todavía en Segovia, y con ocasión de su
decimosexto cumpleaños, fray Martín de Córdoba le había regalado un libro
que compusiera precisamente para ella, El jardín de las nobles doncellas.
De él estaba sirviéndose como de una especie de manual para la regulación
de su existencia. Ahora vivía en Arévalo, al lado de su madre. Cuando llegó
la ocasión de otro natalicio, el de su hermano Alfonso (17 de diciembre)
que cumplía entonces 14 años, ella se encargó de organizar la fiesta,
pidiendo a Gómez Manrique que compusiera las ocho coplas que sirvieron
de base a una representación, «momos», como entonces se decía. Ella se
disfrazó de musa con otras sus damas. Por estas fechas había conseguido de
su hermano que, cumpliendo el testamento del padre de ambos, le hiciera
entrega efectiva de la villa de Medina del Campo, garantía de
independencia para un futuro inmediato que podía tomarse borrascoso.
Todo ello sin prisa, aunque con evidente seguridad. Aunque el acta de
entrega se firma el 7 de diciembre, deja pasar tres meses, para llevar al
ánimo de los vecinos la convicción de que aquello era bueno para la villa y
también para sus Ferias, a las que más de una vez concurriría. El 14 de
marzo de 1468 entregó a Gonzalo Chacón —siempre absoluta confianza en
este hombre, salido del entorno de don Álvaro de Luna, fiel a su memoria—
los poderes para llevar a cabo la toma de posesión: juraron ambas partes,
pues Isabel comenzó garantizando los privilegios y libertades; los oficiales
resignaron sus cargos y ella volvió a nombrarlos, sin excepción alguna. De
modo que todo iba a seguir igual, salvo un pequeño detalle. En la plaza y no
en el castillo, tendría en adelante un rincón de su propiedad, para vivir, y
también para morir.[319]

Navidades en Plasencia

Mientras Alfonso celebraba la pequeña fiesta familiar, don Álvaro de


Stúñiga, conde de Plasencia, dio la señal del cambio de postura: anunció
que consideraba el plan de Fonseca como el medio mejor para acabar la
guerra puesto que nada podía servir a los intereses del reino que una
restauración de Enrique IV a quien, bajo estas condiciones, estaba dispuesto
a ayudar con todas sus fuerzas. Le ofreció que si se trasladaba a sus
señoríos para tener allí las Navidades, no sólo le acogería con plena
obediencia sino que se trazarían todos los detalles necesarios para llevar a
cabo el plan. Enrique aceptó y, en prenda de gratitud, dio al arzobispo de
Sevilla el señorío de Olmedo y al conde el de Trujillo. Palabras en el viento:
cuando don Álvaro trató de entrar en posesión de Trujillo sus vecinos, en
terca resistencia, lo impidieron.
Desde Extremadura se podía entrar en contacto con Andalucía. Las
noticias que de aquí llegaban al rey no eran ciertamente tranquilizadoras:
vigente todavía la tregua, el número de obedientes a don Enrique era mucho
menor que el de los que hacían bandera de Alfonso para campar por sus
respetos. Este último, para conservar una obediencia de nombre, había
tenido que mostrarse generoso: fue así como un noble mediano de Frontera,
Fernandarias de Saavedra, pudo crearse un señorío con Alcalá de Guadaira
(30 de marzo de 1467) a la espera de ganancias mayores, mientras los
grandes, Medinasidonia y Arcos, con Gibraltar y Cádiz, se hacían más
grandes aún; el pago a las guarniciones de estos nuevos dominios
significaba transferencia de fondos, en merma de la renta real. Pacheco, en
nombre de sus sobrinos, había conseguido fortificarse en Carmona y
contaba allí con los servicios, bien remunerados, de Díaz Sánchez de
Carvajal.
El 28 de setiembre de 1467 Alfonso había comunicado a Alfonso de
Aguilar la obligación que tenía de observar los términos de la tregua que
concertaran el marqués de Santillana y el conde de Plasencia pocos días
antes en las vistas de Montejo de la Vega. Esta tregua fue luego prorrogada
introduciéndose en ella modificaciones: el 26 de diciembre, desde
Plasencia, Enrique IV comunicó al conde de Cabra que debía observarla
porque en ella se había incluido el retorno de los enriqueños que habían
tenido que salir de Córdoba. Alfonso de Aguilar no hizo el menor caso de
las reclamaciones: tenía Córdoba en su poder y a él correspondía decir
quién podía vivir en ella. Y el pretendiente hubo de confirmarle en esa
plenitud de poder (11 de abril de 1468). Era la misma de que disfrutaba
Luis de Portocarrero, hijo de don Juan Pacheco, en Écija.
Por otra parte era muy difícil que, pese a militar en el mismo bando, se
mantuvieran las buenas relaciones entre Guzmán y Ponce de León: los dos
coincidían plenamente en querer el dominio sobre Sevilla: si una de las dos
Casas obtenía una ganancia, estallaba la alarma en la otra. Una grave
discordia estalló en la primavera de 1468 a causa de Jimena de la Frontera.
Mandaba la guarnición de esta fortaleza, en nombre del duque, Pedro de
Vera. Medinasidonia convenció al pretendiente para que le entregara una
orden cargando los gastos sobre las rentas de Jerez. La discordia trajo como
consecuencia una pequeña guerra entre alcaides. Una hija bastarda del
duque pretendió entonces casar con Fernandarias de Saavedra, para atraerle
a su bando, pero cuando éste consultó con su tío, Gonzalo de Saavedra,
comendador de Montalbán, éste le recordó cómo su familia había sido
perseguida por la casa de Guzmán, de modo que sería preferible emparentar
con el conde de Arcos. Así lo hizo. Sevilla estaba ahora encrespada a cuenta
de las rivalidades. Los primogénitos, que esperaban la sucesión para un
tiempo próximo, Enrique de Guzmán y Rodrigo Ponce de León, apenas
disimulaban la inquina que recíprocamente se profesaban.
Cuatro meses duró la estancia de Enrique IV en tierras de Plasencia. La
reconciliación con los Stúñiga y la sospecha de que era tan sólo un primer
paso para el retorno de Pacheco al poder, ahondó las disensiones entre la
nobleza. No podemos precisar con exactitud el momento en comenzaron a
circular las noticias del apasionado romance de la reina Juana con Pedro de
Castilla. Llegaban a Roma los primeros informes del legado Véneris: no
podía ocultar que la nobleza rebelde le había recibido con malos modos.
Con ellos se fortalecía la opinión de Paulo II en favor de Enrique, a quien
envió un breve tratando de consolarle: también Cristo había tenido a Judas
entre sus apóstoles. Otro del mismo tiempo, ordenaba a Alfonso Carrillo y a
los nobles de su bando que desamparasen al pretendiente pues no «tenían
autoridad para quitar al que según las leyes divinas y humanas de la religión
cristiana, era el verdadero rey de Castilla y de León». Paulo no se negó a
recibir a los procuradores que Alfonso le enviara, Pedro de Solís, abad de
Parraces y el comendador Hernando de Arce, pero adoptó ante ellos una
actitud meridiana: «único soberano legítimo era don Enrique porque
solamente al infinito poderío de Dios pertenece quitar y poner reyes cuando
quiere» (Enríquez del Castillo).

Vistas de Bracamonte

A pesar de que Alfonso otorgó al conde de Benavente un juro de medio


millón de maravedís, que se sumaban a los 660.000 que rendía el puerto
seco de Villaharta (15 de enero y 25 de febrero de 1468), no pudo retenerlo
en su bando. Nada tenía que ver su conducta con las altas consideraciones
políticas: Pimentel odiaba a su suegro porque le había defraudado en las
esperanzas que tuviera de alcanzar el Maestrazgo de Santiago. Las cosas
fueron tan lejos que corrieron por la Corte rumores de que estaba
organizando un plan para darle muerte. Las noticias que llegaban acerca de
la desintegración de los bandos, que en definitiva, abarcaba al reino entero,
eran cada vez más graves. Las discordias sevillanas anunciaban el retorno
de las hostilidades. Carrillo parecía haber perdido toda esperanza y se había
entregado a la tarea de refuerzo de sus dominios, extendiéndolos a Molina.
Surgía, al lado de Enrique, una estrella en ascenso, que parecía capaz de
suplantar a don Beltrán: Pedro de Hontiveros, cojo desde la acción de
Olmedo, y a quien el rey prometiera el condado de Monleón, que nunca
llegó a ostentar. Las nuevas Juntas generales de la Hermandad, en
Tordesillas y en Valladolid, muy concurridas, mostraban una actitud
contraria a los grandes, blasonando de fidelidad a Enrique, pero
manteniéndose al margen de aquellas contiendas: un tono de discordia
social, que anuncia de lejos las Comunidades, presidía en aquellas
reuniones.
Pacheco, ahora Maestre de Santiago, vuelto al diálogo con don Enrique
aunque sin renunciar por ello al papel dominante que ostentaba entre los
alfonsinos, había llegado desde tiempo atrás a la conclusión de que era
imprescindible negociar la paz volviendo a los pactos que se establecieran
en Cigales y enmendando el error que constituyera la farsa de Ávila. Para
ello resultaba imprescindible insistir en el procedimiento de las reuniones a
fin de diluir entre todos la responsabilidad. A Enrique IV se le garantizaba
la devolución de la obediencia, si consentía en las pocas condiciones que se
le estaban proponiendo. Hubo dos en aquella primavera. La primera, en
Peñaranda de Bracamonte, fue la principal: con Pacheco, Fonseca y
Stúñiga, sus promotores, estuvieron los condes de Alba de Tormes y de
Alba de Aliste, el Maestre de Alcántara, el obispo de Coria y Antonio
Jacopo de Véneris, elemento clave. No se trataron muchas cosas, pero una
de ellas quedó expuesta con meridiana claridad: era imprescindible
someterse a la condición requerida por el papa: sin el reconocimiento de la
legitimidad de don Enrique, nunca sería posible alcanzar ese mínimo de
estabilidad que impide las guerras.
Muy confortado por estas perspectivas, el rey pasó a Guadalupe, para
tener allí el comienzo de la Cuaresma —«carnes tollendas»— que aquel año
coincidía con el 1 de marzo. Conviene destacar que Enrique IV acomodaba
siempre su conducta a la fidelidad al cristianismo, siguiendo la línea
marcada por los Trastámara. Por el camino de Béjar, siempre acompañado
por el arzobispo de Sevilla, llegó a Alaejos, donde residía la reina doña
Juana, custodiada por Pedro de Castilla. Seguramente iban llegando
entonces noticias de cómo, en todas partes, subía la marea contra los
conversos, estimulada por el desorden generalizado: entre ellos se extendía
el convencimiento de que sólo en el retorno a la legitimidad podían hallar
amparo.
La prevista conferencia de Alaejos, complemento y remate de la de
Peñaranda, se interrumpió o, probablemente, nunca tuvo lugar. Un grupo de
jóvenes, distanciados de la política que sus linajes, Guzmán, Manrique,
Rojas y Stúñiga, seguían, se sumaron al conde de Benavente en el propósito
de impedir, a cualquier precio, que don Juan Pacheco pudiera aprovechar la
coyuntura de las negociaciones para reinstalarse en el poder. Enrique avisó
entonces al Maestre que corría el peligro de ser asesinado, haciéndole salir
de la Corte. En adelante se rodearía de fuerte escolta, tomando medidas
muy rigurosas en torno a su persona; éstas reducirían un tanto su libertad de
movimientos.
Toledo vuelve a la obediencia del rey

Dueño ya del alcázar de Segovia, don Juan Pacheco preparaba una


maniobra semejante que le permitiera apoderarse del de Madrid, explotando
los recelos de Enrique IV. En abril de 1467, cuando éste regresó a la Villa
del oso no quiso instalarse en el antiguo palacio, porque no confiaba en el
alcaide, Perucho de Monjáraz, y buscó alojamiento en las casas del concejo,
junto a la iglesia de San Salvador. El regimiento ofrecía suficientes
garantías. Los condes de Plasencia y de Benavente, imitando a Pacheco,
habían vuelto a la directa relación con el rey, sin romper por ello sus
relaciones con Alfonso, antes al contrario, tratando de hacerlas compatibles:
alejados los que podríamos considerar más radicales en uno y otro bando, la
solución del problema parecía encaminarse definitivamente hacia esa
especie de término medio, devolviendo a don Enrique la debida obediencia,
pero reconociendo éste a don Alfonso como su sucesor. Dos imprevistos
sucesos, la revuelta de Toledo y la muerte del príncipe interrumpieron este
proceso, sin invalidarlo.
Como hemos explicado en su lugar eran los cristianos viejos toledanos,
guiados por esos cinco relevantes caballeros, Cifuentes, Ayala, Payo de
Ribera, Ribadeneira y Lope de Stúñiga, los que habían hecho que la ciudad
abrazara la causa de Alfonso. Esperaban de él una aceptación completa de
las decisiones tomadas, incluyendo las ordenanzas que prohibían oficios a
los conversos. Pero el joven príncipe, aunque manifestó a estos cinco
personajes su completa confianza, negó su aserto a tales disposiciones
porque contrariaban la doctrina y las leyes de la Iglesia. De este modo
quedaba en el aire la validez de las medidas que dieran fin a la revuelta de
1467. El obispo de Badajoz, fray Pedro de Silva, y su hermana María,
casada con Pedro López de Ayala, vieron una oportunidad para conseguir
que la ciudad cambiara de bando volviendo a la obediencia de Enrique IV.
De los cinco caballeros arriba mencionados, sólo Fernando de Ribadeneira,
que residía en la Corte, fue informado y dio su conformidad. El plan quedó
perfilado en Madrid, el mes de mayo: el rey dio su conformidad al olvido de
los delitos pasados y la confirmación de las ordenanzas contra los
conversos.
En la noche del 3 de junio de 1468 don Enrique, rodeado por un
pequeño grupo que le servía de escolta pudo entrar en Toledo por la puerta
del Cambrón, yendo a instalarse en secreto en la casa del obispo, que estaba
junto a la iglesia de San Pedro Mártir. Sucedió que un criado de Payo de
Ribera reconoció al rey y advirtió a su amo. Sonaron las campanas y
vecinos «lindos» armados, convergieron ante la casa. Acudieron también
Payo de Ribera y Pedro López de Ayala que le convencieron de que debía
abandonar la ciudad en evitación de males mayores. María de Silva no tuvo
más remedio que explicar a su marido todo el plan y de qué modo convenía
a ambos que prosperase a fin de asegurar su posición. Los partidarios de
Alfonso, puestos en minoría, se refugiaron en la catedral. Payo de Ribera y
su hijo Perafán huyeron. El pretendiente fue tardíamente informado: sus
últimas órdenes a Toledo, fechadas en Arévalo el 14 de junio,
encomendaban a Ayala y Ribera que impidiesen los tratos que se estaban
detectando entre la ciudad y Enrique IV. Éste había regresado a Madrid.
El 16 de junio, desde esta ciudad, el monarca, rechazando las
acusaciones que contra él se vertieran de que «yo estaba de propósito de no
mirar las cosas que a vosotros como mis súbditos y leales vasallos
cumplían, y quebrantaras los privilegios», y habiéndose «certificado como
lo por vosotros hecho fue con legítima causa dando fe a aquellos a quien yo
tenía a mi voluntad cercanos»[320] aprobaba y confirmaba todo cuando se
había hecho en los meses de julio y agosto del año anterior, reputándolo
servicio a la Corona. Concluía el mes de junio cuando pudo hacer
oficialmente su entrada en Toledo, en medio de aclamaciones, yendo a
alojarse en casa de Ayala. Volvió a producirse una manifestación: los
toledanos reclamaban la confirmación de todos sus privilegios. Enrique IV
salió al balcón y trató de calmar los ánimos anunciando un privilegio que
otorgaba a la ciudad exención en todos los productos derivados de la uva, lo
que significaba tanto como canalizar hacia la ciudad la producción
manchega (30 junio 1468).
Aquella noche, el alcalde mayor hizo preparar las armas, de modo que
cuando, al día siguiente, volvieron los manifestantes, pudo repartir entre
ellos buenos golpes, tomar algunos cabecillas y colgarlos en la plaza. De
este modo Pedro López de Ayala pudo convertirse en dueño absoluto de
Toledo. Sus servicios fueron generosamente premiados: un millón de
maravedís en juros, la mitad de los derechos que devengara la moneda
labrada en Toledo, otro juro pequeño de 90.000 maravedís al año para su
hijo, y el señorío de Fuensalida con título de conde, que le fue extendido el
20 de noviembre de 1470.
También se acordaron otros privilegios para la ciudad. En cuanto a los
conversos, el 3 de julio firmó Enrique IV la carta en que decía que «es mi
merced de consumir y que sean consumidos los oficios de regimiento que
los conversos vecinos de esa ciudad tenían» para que nunca pudieran
ocuparlos personas de su estirpe. Toledo, ahora en manos de un solo dueño,
que había conseguido alejar a los otros miembros de la cerrada oligarquía,
pasaba a convertirse en una ciudad de predominio absoluto para los
cristianos viejos. Estaba preparada para imponer el principio de la
«limpieza de sangre».

Muerte de don Alfonso

Las paulatinas defecciones de nobles habían permitido a don Juan Pacheco


convencer a los dos hermanos, rey y príncipe, de que nada podía hacerse
fuera de su intervención y, en consecuencia, que les convenía guiarse por su
consejo. De Alaejos se había trasladado a Arévalo, donde comprobamos su
presencia entre los días 23 de abril y 16 de mayo; aquí se había detectado
un brote de epidemia que aconsejaba el traslado del príncipe a otro lugar.
Durante esta estancia, el antiguo marqués, que al convertirse en Maestre
había transmitido el título a su hijo, se había provisto de los documentos
necesarios para asegurar, y también a su esposa, María Portocarrero, las
rentas que antes disfrutara, poniéndolas ahora a cargo del tesoro real. Llegó
hasta el extremo de apropiarse de los 130.000 maravedís que hasta entonces
tuviera situados la reina doña Juana en Segovia. En estos documentos se
hace figurar la frase propagandística de que Pacheco era el autor de la
liberación de los infantes Alfonso e Isabel «que estábamos en poder de la
reina doña Juana con gran peligro de nuestras vidas y personas». No hay
razones para creer en la exactitud: la propaganda no se detiene ante las
calumnias, y en este momento, convenía mucho presentar a doña Juana
como un personaje siniestro.
Llegaron a Arévalo noticias de lo que estaba sucediendo en Toledo,
referentes a la primera entrada de Enrique IV, su huida y los motines que
asomaban. La primera reacción fue de mover las fuerzas disponibles y
acudir en socorro de los partidarios que en aquella ciudad se tenían. Pero
también llegaron ofertas reservadas de Perucho de Monjáraz, disgustado
definitivamente con Enrique y Pacheco, que veía en ellas la oportunidad de
cumplir sus objetivos, comenzó a frenar el movimiento de avance. El
cronista Alfonso de Palencia nos introduce una noticia que, careciendo de
confirmación por otras fuentes, es necesario rechazar: según ella el Maestre
de Santiago, que veía la posibilidad de recuperar su poder junto a
Enrique IV decidió que era necesario eliminar al pretendiente y recurrió,
para ello, al veneno.
Los datos de que disponemos con absoluta fiabilidad son los siguientes:
el 30 de junio, cuando Enrique IV se hallaba ya dentro de Toledo, Alfonso
salió a Arévalo con sus tropas tomando el camino de Ávila; su hermana
Isabel viajaba en su compañía. Decidieron pernoctar en la villa de
Cardeñosa. Aquí le sirvieron una trucha empanada para cenar y aquella
noche tuvo un sueño muy anormal. Al día siguiente era incapaz de
pronunciar una sola palabra. En torno al lecho, aquella tarde del 1 de julio,
se agruparon Carrillo, Pacheco, el obispo de Coria, que había acudido
rápidamente, y su hermana, Isabel. Los médicos ordenaron practicar una
sangría, pero no consiguieron extraerle sangre.[321] El diagnóstico era
pesimista.
La expedición a Toledo fue suspendida. Enrique IV, que carecía de
noticias, tomó el 4 de julio disposiciones para refuerzo de las defensas
entregando «la gobernación, guarda y defensa de esa dicha ciudad y de su
tierra» a Pedro López de Ayala, en quien hizo plena subrogación de
autoridad. Sólo presente en persona y obedeciendo las órdenes que le diera,
podría en adelante reunirse el concejo. Todos los oficiales y las milicias
ciudadanas quedaban a sus órdenes.
Se disiparon las esperanzas de que el príncipe pudiera sobrevivir. El 4
de julio Isabel se decidió a tomar la iniciativa de escribir a algunas
ciudades[322] comunicando la noticia. «Viniendo el muy esclarecido señor
rey don Alfonso, mi señor hermano, y yo con él desde la villa de Arévalo a
la ciudad de Ávila, con propósito de pasar allende los puertos, plugo a
Nuestro Señor que el viernes pasado en la noche, estando en este lugar de
Cardeñosa, le dio una nascida con tan grandes accidentes que, según lo que
todos los físicos dicen, la vida suya por pecados de este reino, está en
peligro que se duda poder escapar. Y ya vosotros sabeis que en la hora que
Nuestro Señor de su vida dispusiese, la sucesión de estos reinos y señoríos
de Castilla y de León pertenecen a mí como su legítima heredera y sucesora
que soy.»
Alfonso murió en la madrugada del 5 de julio de 1468.
CAPÍTULO XXII

LA EXPLANADA DE GUISANDO

¿Sucesión masculina o femenina?

En otras publicaciones me he ocupado, por extenso, de la importancia que


tienen las complejas y singulares negociaciones que condujeron a los actos
de Guisando, preocupándome sobre todo de explicar el punto de vista de los
partidarios de Isabel. Aquí, por cuanto que se trata de narrar el reinado de
Enrique IV, será necesario que nos ocupemos, ante todo, de las razones que
pudieron mover a éste a una decisión tan importante como la que estableció
el derecho de las mujeres a reinar, atribuyéndolo a la costumbre castellana.
Se hallaba en Madrid cuando los correos trajeron la noticia del
fallecimiento de su hermano. En las cartas que escribió al reino el día 6,
expresó su condolencia por medio de una frase muy significativa —«morir
en tan tierna e inocente edad»— que nos revela las esperanzas fundadas que
existían acerca de la posibilidad de llegar a un acuerdo. Truncado éste, el
rey consultó con los condes de Plasencia, Benavente y Miranda, así como
con los obispos de Sevilla y Sigüenza, acerca de lo que cabía hacer respecto
a la sucesión ahora vacante. Y ellos recomendaron la convocatoria de
Cortes pues en ellas se podrían encontrar las vías de solución.
No hubo, por tanto, la decisión simple y directa que cabía esperar: pues
Alfonso ha muerto, nada se opone ya al reconocimiento de Juana. Respecto
al derecho que en Castilla se otorgaba a las mujeres para ostentar la
sucesión, ningún problema podía plantearse; todos los precedentes
apuntaban en ese mismo sentido. Por otra parte, prescindir en aquellos
momentos de la sucesión femenina significaba recurrir a Fernando, el hijo
de Juan II, nieto del almirante, único varón en su línea generacional. Por su
parte, Alfonso de Fonseca, que tenía más motivos que nadie para conocer el
adulterio reciente de la reina doña Juana, parecía dispuesto a seguir adelante
con su plan: reconocimiento universal de Enrique IV y asignación de la
herencia a su hermana, la infanta Isabel. Hacía mucho tiempo que de la
condición matrimonial impuesta al principio a don Alfonso había dejado de
hablarse. Los Mendoza, custodios de la hija de la reina, eran prácticamente
los únicos que se mostraban radicalmente opuestos a esta solución. Las
Cortes eran indispensables para el juramento de cualquier heredero.
Dada la posición que ocupaba en el conjunto de la dinastía, Fernando de
Aragón se convertía automáticamente en protagonista. La muerte de su
madre Juana (13 de febrero de 1468) a la que tan unido permaneciera hasta
entonces, aunque significó un rudo golpe, aumentó el protagonismo político
de este muchacho de 16 años, precoz incluso en sus relaciones femeninas.
La coyuntura era decisiva en ambos extremos. Cataluña acababa de cometer
la que Vicens llama «traición al geni de la terra» al entregarse a un príncipe
francés, Renato de Anjou, que significaba el abandono de todo lo que se
construyera desde 1282. Podía temerse un entendimiento entre Enrique IV y
Luis XI que permitiera la incorporación del Principado a Francia, y dejando
a los otros reinos a merced de las ambiciones castellanas. Para frenar las
conspiraciones angevinas, Juan II había entregado a Fernando el título de
rey de Sicilia (19 de junio de 1468), sin que ello significara merma en la
Unión de Reinos que formaban la Corona de Aragón. Apenas supo la
muerte de Alfonso, envió instrucciones precisas a Pierres de Peralta: por
cuantos medios fuese posible había que ganar a los nobles castellanos en
favor de un matrimonio de Isabel con Fernando, pues de esto «se esperaba
el remedio de todo» (Ángel Sesma). No se trataba de cambiar el programa
sino solamente las personas. De este modo el rey de Sicilia podría, un día,
reinar también en Castilla, un reino que, como a varón, le pertenecía. Así lo
creía también Alfonso Carrillo.
Isabel, en sus cartas a las ciudades de los días 4 y 8 de julio, que don
Enrique conocía, también se mostraba partidaria de acudir a las Cortes en
busca de respaldo. Pacheco y Carrillo la habían llevado de Cardeñosa a
Ávila, sin tener en cuenta, al parecer, que también en esta ciudad se
señalaban brotes de epidemia. «Por acuerdo del Maestre y del Arzobispo se
callaba el título de reina hasta ir conociendo por medio de las cartas en que
se participaba la muerte del rey Alfonso el ánimo de los pueblos que habían
obedecido al rey difunto» (Alfonso de Palencia). En Madrid, que seguía
siendo residencia de Enrique IV, «no dejaba de extrañar la dilación del
arzobispo de Toledo, que nada decía de la exaltación al trono y sólo le daba
título de Princesa» (Enríquez del Castillo). La coincidencia entre cronistas y
documentos, nos confirma en la noticia de que Isabel no tomó, como
Alfonso, título real, aunque no mostró la menor vacilación en afirmar que la
sucesión era suya. Es importante no confundirse en este punto: en Castilla
había dos oficios complementarios y subsistentes, el de rey y el de sucesor.
Esto no fue obstáculo para que, en Sevilla, el duque de Medinasidonia y
el conde de Arcos procediesen a proclamar a Isabel como reina el 18 de
julio de 1468, siendo imitados por Jerez y Córdoba. El conde de Cabra hizo
dos intentos para apoderarse de esta ciudad, el 26 de julio y el 1 de agosto
respectivamente, pero Alfonso de Aguilar no tuvo muchas dificultades en
rechazarlos. El gesto sevillano quedó pronto sumido en el silencio. En
general puede decirse que la nobleza de Andalucía se redujo a conservar el
statu quo que permitía acomodarse a las nuevas condiciones que pudieran
surgir.
La infanta, pues, no quiso llamarse reina. Un dato favorable, desde el
punto de vista de Enrique IV. En el nombramiento que el 20 de julio
extendió en favor de Gonzalo Chacón, como su mayordomo y contador, se
titula «por la gracia de Dios princesa y legítima heredera y sucesora en
estos reinos». Cada una de las palabras había sido cuidadosamente medida.
La misma titulación aparece en los documentos posteriores. Partiendo de
este punto, Enrique IV, que se había desembarazado de Perucho de
Monjáraz, poniendo el alcázar de Madrid al cuidado de Juan Fernández
Galindo, tenido por muy adicto al Maestre de Santiago, pudo comentar con
sus consejeros más íntimos la conveniencia de negociar. Galindo se mostró
contrario, pero el mayordomo Andrés Cabrera recomendó hacerlo pues
antes de conocerse las condiciones que el enemigo está dispuesto a ofrecer
no es posible decidir entre aceptarlas o rechazarlas.[323]
Fuga de la reina

Una misión diplomática, compuesta por tres letrados de la mayor confianza


del rey, García López de Madrid, Rodrigo de Ulloa y Antón Núñez de
Ciudad Rodrigo, viajó hasta Ávila para tantear los ánimos y halló el mismo
espíritu proclive a la negociación. En realidad no veían, Pacheco y los
suyos —aunque Carrillo se mostrase opuesto—, ningún motivo para
retroceder en el camino que de la mano de Fonseca se había recorrido:
bastaba con el reconocimiento de los derechos de Isabel y todos irían a
besar la mano a don Enrique como rey legítimo. Puede considerarse muy
significativo, en esa línea, que nadie usara ya el título real; tácitamente se
reconocía que no había en Castilla más que un rey. Al cabo de cuatro años
de división se había llegado a dos conclusiones: a nadie beneficiaba aquella
guerra y ninguno de los dos bandos estaba en condiciones de ganarla.
Coincidían, pues, en la necesidad de negociar. La principal dificultad estaba
precisamente en la reina, que afirmaba que doña Juana era hija del rey tanto
como suya y no podía ser privada de sus derechos porque los hijos preceden
a los hermanos. Dos mujeres excluían la fórmula que se negociara en 1464.
Isabel decidió entonces afirmarse en la ilegitimidad de Juana,
refiriéndola a la nulidad del matrimonio. Su actitud resulta de una lógica
aplastante si tenemos en cuenta la línea de conducta que, desde el principio,
y a diferencia de sus hermanos, había decidido asumir: quería ser reina, de
esto no puede caber la menor duda, y por ello reclamaba para ella la
sucesión, pero serlo en el pleno sentido de la palabra, y no un instrumento
en manos de los grandes. Esto explica por qué los que al principio
contribuyeran a la defensa de su causa cambiaron luego de bando, al ver
que no se consumaba el proceso político que ellos deseaban. La
negociación, fórmula indispensable, tropezaba ahora con fuerte obstáculo:
ya no eran posibles las fórmulas ambiguas. Si se reconocía a Isabel había
que declarar la ilegitimidad de Juana. Alfonso de Palencia, que debía a
Carrillo su promoción, atribuye al arzobispo la decisión de callar el título de
reina. Mosén Diego de Valera y Fernando del Pulgar nos transmiten la
versión que llegaría a hacerse oficial: Isabel fue la autora, aunque contando
con el consejo de Carrillo y Pacheco.
La segunda versión parece más correcta. Consecuente con este
pensamiento la infanta no tenía otro remedio que reconocer en Enrique
único y verdadero rey, de cuya legitimidad procedían sus propios derechos.
En la documentación conservada este reconocimiento no se desmiente ni
una sola vez. Pero, al mismo tiempo y con igual firmeza, tenía que afirmar
la ilegitimidad de Juana, bastando para ello con la constatación de que el
segundo matrimonio era tan inválido como el primero, y allí estaba Véneris,
con los plenos poderes que le permitían pronunciar la última palabra. Para
daño moral y desprestigio del monarca, estalló en este momento el
escándalo en torno a la reina doña Juana.
El adulterio de la esposa de Enrique IV con el bisnieto de Pedro I de
Castilla, que era al mismo tiempo sobrino de Fonseca, no podía ser ocultado
precisamente porque, como hemos insistido en recordar, no se trataba de un
incidente pasajero sino de una relación profunda, una especie de cambio
que marca el final de la vida de la reina. Al escoger la vía de la negociación,
que incluía necesariamente compensaciones para su hija, el retorno de doña
Juana a la Corte parecía indispensable. Pero ella estaba entrando en el
séptimo mes de embarazo y no podría ocultarlo volviendo a la Corte. A
Rodrigo de Ulloa, Francisco de Tordesillas y Juan de Porras, que fueron a
buscarla a Alaejos, respondió que, tras el cautiverio, ella necesitaba del
séquito correspondiente a una reina, para retornar con la dignidad que su
ocupación requería. El 15 de agosto de 1468, habiendo llegado ya las
negociaciones a un punto de madurez, Enrique IV insistió: era
imprescindible su presencia.[324] La reina había tenido tiempo de preparar
su fuga. Una noche, pocos días después, contando con la complicidad de un
criado del alcaide, Juan de Torres, y de tres damas de su compañía, fue
descolgada por los adarves de la muralla, sufriendo una caída. Pedro de
Castilla que, con unos amigos, la esperaba al pie de la muralla, se encargó
de recogerla para llevarla a Cuéllar, residencia de Beltrán de la Cueva.
Recordemos que los Mendoza cuidaban de su hija Juana, la cual había sido
alojada en Buitrago; contaba entonces 6 años de edad.

Lo que se acordó en la Junta de Castilnovo


La situación económica había empeorado y los recursos que aún conservaba
Enrique IV se veían afectados por un encarecimiento en el precio de las
monedas de oro y plata: el rey tuvo que llamar la atención de las ciudades
para que obedeciesen la tasa fijada por las Cortes (20 de julio de 1468).[325]
En estos momentos, transcurridas dos semanas desde el fallecimiento de
don Alfonso, sus antiguos partidarios habían fijado ya sus posiciones:
Carrillo y Pacheco enviaron a Sancho de Rojas y a Alfonso de Quintanilla
para comunicar al concejo de Valladolid su resolución y confirmar el
dominio que el almirante y Juan de Vivero ejercían sobre ella, el cual debía
continuar «en tanto que, con la ayuda de Dios se daba asiento en los hechos
de su alteza, heredera y sucesora, y del reino».
En este orden de cosas, «ahora que plugo a Nuestro Señor de llevar para
sí» a don Alfonso, aquellos que hasta entonces le siguieran estaban
resueltos a «procurar con el rey don Enrique y con los otros grandes de los
reinos y con todas las ciudades y villas y lugares de ellos, que den la dicha
sucesión a la dicha señora pacíficamente y le den herencia y casamiento
cual cumpla a ella y al bien del reino con acuerdo de los tres estados de él
según que las leyes disponen; y así mismo que el rey don Enrique quiera
regir y gobernar estos reinos por justicia a consenso de los procuradores del
reino».[326]
La opción por una heredera presentaba este matiz peculiar: había una
diferencia entre el derecho aragonés y el castellano, pues de acuerdo con
este último las mujeres podían regir la corona; pero había funciones
inherentes a este oficio, como el ejercicio de la guerra, que reclamaban la
presencia de un varón. El matrimonio de la heredera no podía enfocarse
como cuestión privada. En este punto Pacheco y Carrillo, que todavía el 20
de julio parecían obrar al unísono, disentían muy seriamente: para el
arzobispo no había otro candidato que el rey de Sicilia; para el Maestre de
Santiago cualquiera, menos Fernando y sus parientes. Tratando de ganarse
la voluntad de don Juan Pacheco, en una fecha que no podemos determinar
con exactitud, Juan II de Aragón y su hijo habían propuesto por medio de
Pierres de Peralta, un pacto, incluyendo a los hijos y sobrinos del Maestre,
garantizando que no se haría ninguna reclamación de los bienes que
hubieran pertenecido a los infantes sus hermanos.[327] Tal compromiso no
sería escuchado.
Alfonso de Fonseca, continuando sus gestiones de mediador, transmitió
a don Enrique las condiciones que los reunidos en Ávila, incluyendo a
Isabel, presentaban: se prestaría obediencia al rey si éste reconocía a la
infanta como sucesora. Los Mendoza acudieron entonces a Madrid en un
último intento para conseguir que la propuesta se rechazara; podía
atribuírseles un interés particular en esta gestión ya que la reina y su hija,
rehenes en sus manos, carecían de valor si se las despojaba de sus derechos.
Aunque la propuesta del arzobispo de Sevilla «fue cosa muy molesta para el
rey, porque iba contra su voluntad, como ya estaba harto de muchas
congojas y de poco reposo» (Enríquez del Castillo), la aceptó. Los Mendoza
regresaron a Guadalajara y no tomaron parte en la negociación. Parecían
dispuestos a jugar en defensa de los derechos de doña Juana, las bazas
extremas de que disponían. En noviembre de 1468 la reina dio a luz un
niño, al que se impuso nombre de Andrés.
Siguiendo en esto los deseos de Isabel, entre los días 17 y 22 de agosto
estuvieron reunidos en Castilnovo los más prominentes miembros del bando
isabelino, Carrillo, Pacheco, el almirante, los condes de Alba de Tormes y
de Aliste, el adelantado mayor Pedro López de Padilla, los obispos de
Burgos y de Coria, los procuradores del maestre Gómez de Solís, y algunos
otros cuyos nombres nuestras fuentes no mencionan. «Animó a todos vivo
anhelo de encontrar algún término de conciliación que evitase la ruina
universal con que amenazaba discordia y así se resolvió que, para atajar
más fácilmente el mal, se aceptase la entrevista que los condes de Plasencia
y Benavente y el arzobispo de Sevilla intentaban celebrar con el arzobispo
de Toledo, los obispos de Burgos y Coria y el Maestre de Santiago»
(Alfonso de Palencia).
La significación final de esta Junta y del asentimiento que prestó
Enrique IV a las propuestas que se le dirigieron hemos de hallarla en el
hecho de que los miembros de la nobleza optaban por la suspensión de
divisiones y hostilidades, pagando por ella el rey aquel precio que se le
exigía: reconocer la ilegitimidad de doña Juana. Es difícil no llegar a la
conclusión de que si la mayor parte de los implicados no estuviera
convencida de dicha ilegitimidad se hubiera atrevido siquiera a proponer
esta terrible humillación al rey. En el caso de don Enrique la explicación
resulta más difícil: la conducta de doña Juana en los últimos meses puede
haber ejercido su influencia. Una vez establecido el acuerdo habría que
buscar una fórmula que, en los documentos, dejase a salvo su maltrecha
honra. Los difamadores se inclinaban por emplear los términos más crudos.
La utilidad del reino exigía otra clase de expresiones.

El pacto de Cadalso-Cebreros

Se volvía, pues, a las condiciones que ya se pactaran en Cigales el 4 de


setiembre de 1464, suprimiendo de ellas el compromiso matrimonial
inaplicable, aunque sustituyéndolo por otro no menos riguroso. La falta de
documentos nos impide fijar con precisión el momento en que Pacheco
convenció a Enrique IV de que en esta cláusula tenía él la solución para sus
desdichas: si se casaba a Isabel con Alfonso V de Portugal, y a Juana con el
heredero de éste, Juan, «lo príncipe perfeito», ambas serían reinas en
Portugal y, eventualmente, también en Castilla. De este modo el despojo
que ahora se producía, quedaría compensado con creces, alejándose además
a la molesta infanta que, por su nuevo oficio, se vería obligada a residir en
Portugal. De este proyecto no fueron informados «el marqués de Santillana
y el obispo de Sigüenza y los otros sus hermanos» que «fueron muy
descontentos así por la mengua del rey como por la perdición de su hija que
tenían en rehenes, y así, en son de muy enojados, se partieron de Madrid
para Guadalajara» (Enríquez del Castillo). Algo debió barruntar Alfonso
Carrillo, pero ya su pariente le había tomado la delantera: en definitiva, fue
Pacheco quien llevó la voz de los isabelinos en una nueva entrevista
negociadora con Andrés Cabrera, los condes de Plasencia y Benavente y el
arzobispo Fonseca.
Al concluir el mes de agosto de 1468 existía ya un acuerdo del que sólo
tenemos referencias, pues su texto sería más tarde desechado. Quedaba
establecido que Isabel y Enrique IV se reconciliarían en una entrevista
directa y personal, que el monarca perdonaría a todos los rebeldes,
retornados a su servicio, y reconocería a la infanta como su legítima
heredera. Dicho encuentro se realizaría en un lugar entre Cebreros y
Cadalso, lugares en que ambos fijarían su residencia. Este texto, como ya
precisara Sitges, fue aprobado por los isabelinos en Ávila, el 2 de setiembre,
cuando ya se preparaba el equipaje para el traslado a Cebreros. Carrillo era
opuesto a este viaje, porque Ávila, donde él tenía soldados, era más segura.
Pacheco alegó que en esta ciudad había brotes de epidemia y que la
princesa corría peligro de contagio. El arzobispo, con 200 lanzas, se hizo
cargo de la escolta de Isabel a la que, durante el viaje estuvo tratando de
convencer para que no confiase en Pacheco y sus amigos, que sin duda
estaban meditando alguna traición. «La princesa, sin embargo, se había
dejado ya convencer por las promesas del Maestre que le había asegurado
sería única heredera del trono con asentimiento de don Enrique» y que
«ella, casada con algún poderoso príncipe podría consagrarse con él a la
reforma de las costumbres y a velar por la observancia de las leyes».
Curioso juego de interesadas advertencias. Pacheco recomendaba a la
princesa que no se fiase de Carrillo, «terco por naturaleza y de dura cerviz».
Éste, a su vez, advertía que ese poderoso príncipe de que le hablaban, no era
otro que Alfonso V, viudo y con hijos y que lo que impulsaba al Maestre a
rechazar la candidatura idónea de Fernando no era otra cosa que «por
pertenecer de derecho al rey de Aragón muchos lugares de su señoríos»
(Alfonso de Palencia). Isabel escuchaba a uno y otro: estaba ya en una edad
en que podía tomar sus propias decisiones.
Las negociaciones que tuvieron lugar estando los dos principales
interlocutores, Enrique y su hermana, en Cadalso y Cebreros,
respectivamente, se tradujeron en importantes modificaciones por lo que
hubo de declararse nula y sin valor aquella «otra escritura, en que se
contienen algunas cosas de las aquí contenidas en diversa forma e como
aquí se contienen». El nuevo convenio, directo entre dos personas, aunque
asistidas por sus partidarios se firmó el domingo 18 de setiembre de 1468.
[328] Las «cosas concordadas y asentadas» pueden agruparse en la forma

siguiente:
«Por el bien y paz y sosiego», a fin de «atajar las guerras», «y
queriendo proveer cómo estos reinos no hayan de quedar ni queden sin
legítimos sucesores del linaje del dicho señor rey y de la dicha señora
infante» —era difícil encontrar una expresión que del modo más claro,
sin incurrir en términos injuriosos, declarase la ilegitimidad de Juana
— y porque Isabel, «según la edad puede casar y haber generación» y
especialmente por el «gran deudo y amor que el dicho señor rey con
ella tiene», todos debían considerarla como princesa sucesora. En
calidad de tal debía incorporarse a la Corte y vivir en ella con el rey, el
arzobispo Fonseca, el Maestre don Juan Pacheco y don Álvaro de
Stúñiga conde de Plasencia, hasta que hubiese contraído matrimonio.
La concesión por parte de don Enrique era abrumadora pero creía
compensarla con esta custodia que a la princesa se imponía.
En el momento en que entrara en la Corte, acto previsto para el
siguiente día, sería jurada por el rey como princesa, haciendo lo mismo
cuantos se hallaran presentes; en el plazo de otros cuarenta días
jurarían los otros grandes, los procuradores de las ciudades y los de la
Hermandad. Enrique se comprometía a «procurar cualesquiera
provisiones y relajaciones de los “anteriores juramentos sobre la
sucesión” obteniéndolas del Santo Padre o de su legado», Antonio de
Véneris, que estaría presente y disponía, como sabemos, de poder
suficiente.
Se constituía su Casa como correspondía a hermana sucesora de tal
hermano, dándole el Principado de Asturias y las ciudades de Ávila —
Carrillo se comprometería luego a entregar el cimborrio a cambio de
medio millón de maravedís—, Huete, Úbeda, Alcaraz, y las villas de
Molina, Medina del Campo y Escalona, cumpliéndose de este modo el
testamento del padre de ambos. Si Escalona no pudiera serle
entregada, por hallarse en otras manos, se le daría Ciudad Real o
Tordesillas u Olmedo. Todos los juros situados en las rentas de los
mencionados lugares que dataran de setiembre de 1464 «en que estos
movimientos comenzaron» serían anulados. Y los 870.000 maravedís
que a ella correspondía percibir en Soria y San Vicente se asignarían
en adelante en el servicio y montazgo de los rebaños y en las rentas de
Casarrubios del Monte. Todos los documentos necesarios para estas
transmisiones le serían entregados en cuando estuviera incorporada a
la Corte.
El compromiso más fuerte que se imponía a la princesa, ligado en este
caso al cumplimiento de los demás, pero que permitía a Pacheco decir
al rey que la tenía bien sujeta, era el referido al matrimonio pues se
concertaba que «haya de casar y case con quien el dicho señor rey
acordare y determinara, de voluntad de la dicha señora infante, y de
acuerdo y consejo de los dichos arzobispo, maestre y conde, y no con
otra persona alguna». Tenía razón Alfonso Carrillo cuando afirmaba
que el pacto cerraba el camino a Fernando de Aragón. La salvedad
principal estaba en esa voluntad que parecía indicar que, respetando las
normas de la Iglesia, no podría obligársela a contraer matrimonio;
cualquier matrimonio impuesto es, por su propia naturaleza, nulo.
Respecto a la reina doña Juana, que todos parecían tener interés en
eliminar, se daba constancia al hecho de que «de un año a esta parte no
ha usado limpiamente de su persona», esto es, desde el momento en
que había sido constituida en rehén para Fonseca. Se decía además que
el rey «es informado que no fue ni está legítimamente casado con
ella», no especificándose si se trataba de la falta de dispensa a que
alude Palencia o a la nulidad que provoca la impotencia. Por ambas
razones, conducta deshonesta y nulidad del matrimonio, «a servicio de
Dios, descargo de la conciencia del rey y bien común de los dichos
reinos» cumplía que se hiciera divorcio y separación de las personas,
siendo ella devuelta a Portugal. Pero su hija no la acompañaría;
quedaría en la Corte bajo custodia.

Éstos fueron los cinco acuerdos pactados, que deberían llevarse a


cumplimiento; el resto del documento es meramente formulario, de acuerdo
con la costumbre. En cuanto al gobierno del reino, se volvía a la fórmula de
1457: el arzobispo, el maestre y el conde, posesionados del alcázar de
Madrid y custodios del tesoro, se encargarían del ejercicio del poder, no por
delegación del monarca sino como miembros más conspicuos de la
aristocracia. De esta forma Pacheco podía decir, con exactitud, que no había
cambiado sino que había sabido reconducir las cosas al punto en que
estaban. Eliminando a la reina Juana y a los que pretendieran ayudarla, se
hallaría en condiciones de manejar la voluntad del rey al que prometía
hallar una adecuada solución para aquella niña que se arrojaba ahora fuera
del camino. Una cosa es la letra de los pactos y otra muy distinta el
resultado práctico de su cumplimiento. Isabel sería obligada a casarse con
Alfonso V, como años atrás ya se propusiera, y tendría que salir de Castilla;
un matrimonio con el príncipe don Juan convertiría a Juana prácticamente
en su sucesora.

Los actos de Guisando

Conocemos ahora, sin la menor duda, cómo se desarrollaron en la mañana


del lunes 19 de setiembre los actos de reconocimiento de la princesa. Juan
Torres Fontes ha descubierto el acta que se elevó y que fue enviada a
Murcia y a las otras ciudades importantes. En Guisando no se firmó papel
alguno: se trataba de ejecutar compromisos que se habían concluido el día
anterior[329] participando en ellos el legado apostólico para eliminar
cualquier juramento anterior y dar mayor profundidad a las decisiones que
ahora se tomaban. Antes de salir de Cebreros, acabada la misa, Isabel
entregó a Carrillo un documento en que le prometía lograr, en plazo de
cinco días, que Enrique y los triunviros garantizasen al arzobispo y a todos
sus seguidores, la persona, los bienes y los oficios; en garantía de su
palabra, la princesa entregaba la villa de Cornago y el depósito de la villa,
tierra y castillos de Molina.[330]
La princesa, que llevaba una escolta de 200 caballos, iba acompañada
por tres obispos, Toledo, Burgos y Coria. Enrique llegaba con 1.200 jinetes
y un séquito muy lucido, pues a los tres consejeros designados se habían
unido los condes de Benavente, Miranda y Osorno, el obispo de Calahorra y
el adelantado mayor de Castilla. De este modo un observador ajeno a las
circunstancias podía entender que se trataba de un pequeño grupo que venía
a rendir acatamiento a su señor. Alfonso Carrillo llevaba de las riendas la
mula en que cabalgaba Isabel. Se encontraron los dos hermanos. Ella,
descabalgando, fue a besar la mano al rey, lo que en Castilla es signo de
vasallaje pero don Enrique, siguiendo también la costumbre, no lo
consintió. Carrillo se negó a hacer ninguna señal de acatamiento hasta que
Isabel hubiera sido jurada.
Enrique IV volvía a ocupar el centro de la escena, como aquel a quien
correspondía el poderío real absoluto. Presidió tres actos que vendrían a
cambiar el curso de la Historia de España y, sin duda, también la de Europa.
Primero ordenó que se diera lectura a la carta firmada por él mismo
ordenando reconocer a Isabel para que no quedara el reino sin
descendientes legítimos de su linaje. Era tal la contundencia del lenguaje
que Palencia se sirvió de él para redactar una de sus frases difamatorias:
«Amigo ya de la verdad y enemigo de la perfidia, afirmaba con la autoridad
de libre y espontáneo juramento, ante Dios y los hombres, que aquella
doncella no era hija suya sino fruto de ilícitas relaciones de su adúltera
esposa.» Estamos en presencia de una malintencionada tergiversación.
Siguiendo el Acta, el monarca pidió a todos los presentes que jurasen a
Isabel. En este momento intervino Véneris para, en uso de los poderes de
que se hallaba investido, declarar nulo cualquier juramento que se hubiese
prestado acerca de la sucesión. Todos los presentes, incluso Carrillo,
hicieron el acatamiento debido a Enrique IV que quedó de esta manera
reconocido como legítimo e indiscutido rey. Los actos concluyeron con la
lectura de dos cartas:

Isabel, tras reconocer lo mucho que a Alfonso Carrillo debía por sus
trabajos y desvelos al defender sus derechos, le eximió de cualquier
juramento de fidelidad que le hubiera prestado, excepto el que retenía
en su condición de princesa sucesora, y le pidió que volviese a la
obediencia de don Enrique, sirviéndole como fiel vasallo.
El legado Véneris, en nombre del papa, absolvió a los obispos
presentes de cualquier censura eclesiástica en que hubiesen podido
incurrir, desligándoles además de cuantos juramentos hubiesen
prestado.

Concluido el reconocimiento, Isabel comenzó a ejercer sus nuevas


funciones incorporándose a la Corte, donde, en teoría, estaba llamada a
ocupar el lugar inmediato al del rey. Con ella fue a Cadalso, para pasar
luego a Casarrubios del Monte, donde el rey iba a demorarse unos días.
Probablemente no estaba demasiado segura de las intenciones de los nuevos
gobernantes, porque, desde aquí, envió al bachiller Fernán Sánchez
Calderón que fuese a Valladolid con todos los papeles a fin de que dos
notarios apostólicos levantasen testimonio de los compromisos adquiridos
en Cadalso-Cebreros (23 de setiembre de 1468). De este modo las escrituras
previas a la entrevista cobraban carácter oficial.
El resultado de las vistas de Guisando pudo considerarse satisfactorio
por cuantos tomaran parte en ellas, excepto Carrillo, que aparecía como el
despojado de toda clase de poder. Se retiró en consecuencia a Yepes,
ocupándose en los negocios de su sede, tanto tiempo descuidados, Pacheco
recobraba el poder mediante aquella fórmula de gobierno tripartito que no
entraba en sus cálculos abandonar. La reina doña Juana parecía
definitivamente eliminada, aunque no quedaba fuera de sus cálculos
utilizarla, en caso necesario. Concluía la guerra civil con el reconocimiento
de que había un solo rey en Castilla y una sola sucesora, Isabel, que en
Casarrubios, el 24 de setiembre, había sido provista de una carta de la «que
nadie puede dudar» (Vicens Vives) pues ha llegado a nosotros su original
depositado en Simancas[331] y en la que se incluía la frase decisiva de «que
estos dichos mis reinos no queden sin haber en ellos legítimos sucesores de
nuestro linaje». Se había cerrado el camino a cualquier otro pretendiente.
Ninguna razón se dio acerca de los motivos de este rechazo a Juana, que
en 1462 fuera reconocida y jurada como primogénita heredera. En el
acuerdo de Cadalso-Cebreros se había propuesto una explicación: que
Enrique «no está ni pudo estar legítimamente casado». Al no existir
matrimonio no podía alegarse que Juana había nacido dentro de él,
cualquiera que fuese su origen. La presencia de Véneris en aquella jornada,
esgrimiendo sus amplísimos poderes, adquiere de este modo plena
significación ya que en sus manos estaba la potestad de disipar cualquier
defecto, impedimento o inconveniente, y no lo hizo. Antes al contrario,
afirmando que obraba al servicio de la paz y de la obediencia al rey, había
suspendido los juramentos prestados a Juana, ordenando a todos reconocer
a Isabel.
La reina, que había pasado a Buitrago junto a su hija, esperando ya el
próximo alumbramiento, rechazó los actos de Guisando encomendando a
Luis Hurtado de Mendoza la tarea de formular ante el legado «una, dos y
tres veces, según formas de Derecho» (Enríquez del Castillo) la
correspondiente apelación. Con ello reconocía también el valor clave que
debía otorgarse al legado. Desde Casarrubios, por estas mismas fechas,
Enrique IV había despachado cartas a todo el reino para que, en plazo de
quince o treinta días, según la distancia, todos los lugares prestaran
acatamiento.[332] En ellas anunciaba su propósito de reunir de inmediato
Cortes para continuar las tareas que en 1466 quedaran interrumpidas.

Pacheco pacta con los Mendoza

El Maestre de Santiago había tranquilizado al rey respecto a sus


intenciones. Lo importante era conseguir la anulación política de la infanta,
que podía conseguirse por medio del matrimonio. Probablemente no
concedía demasiada importancia a la resistencia que pudiese oponer una
muchacha de 16 años. Maestre de Santiago y administrador absoluto de los
bienes de sus hijos y de sus sobrinos, controlando las dos Órdenes Militares
más importantes del reino,[333] disponía de una enorme fuerza. La soberbia
le dominaba. Concluido el despacho de los documentos de 23 y 24 de
setiembre, orientados a lograr la unidad que se estableciera en Guisando,
comenzó a dar los pasos que debían conducir a su objetivo. Se dio orden a
Isabel de que permaneciera en Casarrubios, esperando el regreso del rey,
que iba a buscar esparcimiento en su deporte favorito, la caza. Fue, en
efecto, a El Pardo y, desde allí a Rascafría, para entrar en Segovia el 30 de
setiembre y disponer el destierro de Pedro Arias Dávilas y su hermano, el
obispo. Andrés Cabrera debía ocuparse, en adelante, de la custodia de la
ciudad.
La convocatoria de Cortes era indispensable para dar cumplimiento a lo
acordado: pues la sucesión tenía que ser reconocida y jurada por ellas. Se
indicó Ocaña como lugar más conveniente, disponiéndose el traslado de
Isabel a esta villa que, por pertenecer a la Orden de Santiago, reconocía la
autoridad del Maestre. La princesa podría más adelante decir que se la tenía
en una especie de cautividad. Desde luego sería fácil para Pacheco ejercer
allí presión sobre los procuradores. Dos primeros pasos había dado ya en
estos días: estableció contacto con los Mendoza firmando un pacto con
Lorenzo Suárez de Figueroa, vizconde de Torija (25 de setiembre)
restableciéndole en la posesión de la encomienda de Azuaga; obtuvo del rey
una carta circular, fechada el 30 de setiembre, ordenando a las ciudades que,
en cuanto al juramento que debía prestarse a la princesa, se atuviesen a las
instrucciones que les daría el Maestre.[334]
Los Mendoza rechazaron los actos y acuerdos tomados en Cebreros y
ejecutados en Guisando: tenían motivos personales ya que reducían a sus
huéspedes, la reina y su hija, al nivel de prendas sin valor. El 28 de
setiembre, en Buitrago, procedieron a redactar un documento, acta de
protesta por el reconocimiento de Isabel como heredera, la cual fue
conocida porque, el 24 de octubre, al paso de la Corte por Colmenar de
Oreja, una copia de la misma fue colocada a la puerta de su iglesia.[335] Tres
eran los argumentos que se manejaban:

Porque, según es notorio y por tal lo alego —figuraba como autor el


conde de Tendilla— la dicha señora princesa, mi parte, como hija
legítima del dicho señor rey, fue habida ante mucho tiempo, al tiempo
de su nacimiento, y recibida por princesa y primogénita heredera de
estos reinos.
Porque, según es notorio y por tal lo alego, la dicha señora princesa mi
parte, fue y es hija legítima del dicho señor rey y de legítimo
matrimonio nacida y aprobado por nuestro muy Santo Padre Pío, de
notable memoria y recordación y por el nuestro muy Santo Padre
Paulo II.
No pudo ser por el dicho señor rey privada del dicho su derecho de
primogenitura sin consentimiento del nuestro muy Santo Padre, pues
de él emanó la aprobación del matrimonio donde ella nació y ella fue
habida por legítima heredera para la dicha sucesión.

De este modo se producía una coincidencia entre el alegato del conde de


Tendilla y los términos en que fuera redactado el pacto de setiembre: toda la
cuestión giraba en torno a la legitimidad del matrimonio, dando al legado,
por los poderes que para ello tenía, un protagonismo sustancial. Sólo el
papa podía rectificar las decisiones de éste. Llama, sin embargo, la atención
el hecho de que en el documento arriba señalado no se mencione a
Nicolás V, que había extendido la bula de dispensa en forma comisoria, ni a
Calixto III, papa reinante en el momento en que la boda fue celebrada. En
aquel momento sobrevivían dos de los tres comisarios designados en 1453 y
ambos, presentes y protagonistas en Guisando, parecían confirmar lo que
aquí se había decidido. La única esperanza para los partidarios de Juana
estaba en Paulo II, cuya posición en favor de don Enrique era bien
conocida, pues podía desautorizar a Véneris obligando a una rectificación.
En octubre de 1468 el Maestre de Santiago, asistido por sus dos colegas
en el gobierno, arzobispo Fonseca y conde de Plasencia, propició una
entrevista con el marqués de Santillana, el obispo de Sigüenza y el
primogénito del conde de Haro en Villarejo de Salvanés. La reina Juana,
lógicamente, no estaba en condiciones de intervenir aunque sin duda sería
informada. Permanecía en Buitrago a la espera de su próximo
alumbramiento, acompañada por su amante, que se había incorporado al
servicio de la Casa de Mendoza, y por los padres de éste, Pedro de Castilla
y Beatriz Fonseca. Pacheco explicó a sus interlocutores el plan convenido
con Enrique IV: casar a Isabel con Alfonso V, como se había tratado años
atrás, y compensar sobradamente a Juana mediante su matrimonio con el
príncipe heredero de Portugal, a quien se otorgarían derechos supletorios
sobre Castilla. Bajo estas condiciones se atenuó la dura resistencia del clan
guadalajareño y el obispo de Sigüenza y don Pedro Velasco aceptaron
reincorporarse a la Corte.
La línea de conducta marcada por Juan II

La Corte aragonesa permanecía absolutamente al margen de los


acontecimientos que culminaron en Guisando, aunque la afectaban de una
manera decisiva como a los otros reinos de España: se abría la posibilidad
de obtener para Fernando la mano de Isabel, como ya se intentara años
atrás. La princesa había anotado cuidadosamente aquella frase inserta en el
compromiso de Cadalso-Cebreros: habría de tenerse en cuenta su voluntad
a la hora de contraer matrimonio. Para Enrique IV esto significaba una
cuestión difícil, pues ¿cómo obligarla en el caso de que rechazara la
propuesta convenida entre ambos bandos? El rey decidió dejar en manos de
los tres ministros la solución de este conflicto. Ayudaban a la princesa, que
aún no se había decidido por ningún pretendiente, Gutierre de Cárdenas y
Gonzalo Chacón, que se habían convertido en personas de su absoluta
confianza precisamente porque no demostraban voluntad de poder y sí, en
cambio, espíritu de servicio.
Para Juan II el matrimonio de su hijo con la heredera de Castilla se
había convertido en la cuestión más importante. Depositó su plena
confianza en Alfonso Carrillo que, a su vez, tomó el encargo con todo calor
y entusiasmo. Al verse complicado Pierres de Peralta en el asesinato de
Nicolás de Chávarri, obispo de Pamplona,[336] las posibilidades de gestión
de éste quedaban bastante mermadas. No era únicamente el futuro de la
monarquía española el que se estaba jugando con este matrimonio, sino
algo más: las posibilidades francesas de restablecer la hegemonía sobre la
cristiandad, como ya ejerciera antes de la gran guerra de 1328. Desde
setiembre de 1467, obedeciendo a las presiones de las villas del Cantábrico,
Castilla era aliada de Inglaterra y, por primera vez en un siglo, se había
dado orden a los barcos españoles de hostilizar a los franceses.[337]
Moviéndose en la misma línea el monarca aragonés había decidido
confirmar su tratado de amistad con Eduardo IV (20 de octubre de 1468). Si
Castilla y Borgoña se incluían en el sistema, podría hablarse de una gran
alianza occidental en condiciones de frenar los apetitos franceses.
Significativamente una de las maniobras proyectadas por don Juan Pacheco
consistirá en convencer a los procuradores reunidos en Ocaña, de que
elevasen al rey una petición solicitando el retorno a la tradicional alianza
con Francia.
Juan II no retiró a Pierres de Peralta, persona de su confianza, de la
negociación castellana; le encomendó una tarea que no era menos
importante: crear, entre los grandes castellanos, la plataforma de opinión
conveniente en favor del matrimonio de Fernando. La necesidad de
negociar con el nuncio Véneris le proporcionaría una oportunidad para
gestionar la absolución que necesitaba. El monarca aragonés, partiendo de
su propia experiencia de antiguo banderizo, señalaba que, a su juicio, todo
dependía de que se consiguiese la aquiescencia de Pacheco y de los
Mendoza, puesto que en aquellos momentos eran los linajes más poderosos.
Peralta trabajó en esta línea y durante años, antes y después de la boda:
pudo contar, desde el primer momento, con los Enríquez, los Manrique y
los Guzmán, de amplias ramificaciones familiares, aunque era consciente de
que todos anteponían sus intereses egoístas a las consideraciones del bien
público. Don Juan de Guzmán, duque de Medinasidonia, falleció el 2 de
diciembre de 1468. Pocos días antes de su muerte había contraído
matrimonio con la madre de su primogénito varón, Enrique, a fin de
procurar a éste una legitimidad que le permitiera ser su sucesor. Esta
fórmula creó conflictos con el almirante que tenía aspiraciones sobre el
condado de Niebla.
Aunque puso el mayor empeño en conseguirla, no pudo Peralta lograr la
reconciliación con los Mendoza; éstos seguían manteniéndose en línea de
defensa de los derechos de Juana contra los de Isabel. A través de Carrillo
pudo entrar en contacto con don Juan Pacheco, que se mostró bastante
receptivo. Como no era posible seguir ofreciendo a Fernando para marido
de Beatriz Pacheco, se propuso al Maestre aquel hijo del infante don
Enrique, de su mismo nombre, al que apodaban «Fortuna»[338] por la escasa
que tenía, pero que estaba llamado a hacer una gran carrera en el servicio de
la Monarquía. Pacheco fingió sentirse interesado en el proyecto: buscaba,
sobre todo, disponer de una fuente adecuada de información que le
permitiese conocer la marcha de las gestiones.
Se incumplen los compromisos

Es indudable que, ante la independencia de que Isabel estaba dando


pruebas, Pacheco, una vez conseguido el acuerdo de Villarejo de Salvanés,
decidió suspender el cumplimiento de aquella parte de los acuerdos no
ejecutada todavía, a fin de tener en sus manos recursos capaces de doblegar
su voluntad. Más o menos para colocarla en la disyuntiva siguiente: si no
aceptáis el matrimonio que os imponemos, os convertís en desobediente,
justificando que no se hagan las cosas acordadas. Con anterioridad a la
entrevista, estantío en Colmenar de Oreja, Enrique IV había extendido el
documento de donación de Medina del Campo, pero en este caso se trataba
de una villa que estaba ya en poder de la princesa de modo que podemos
reconocer el acto como confirmación simple de la posesión. Isabel
encomendaría a Alfonso de Quintanilla una especie de gobierno de esta
villa con el encargo de recobrar para ésta los términos y privilegios que la
correspondían. El asturiano, que fijaría en Medina su residencia,
interviniendo directamente en las Ferias, cumplió estas instrucciones.
No tenemos noticia de que se hayan extendido los documentos de
donación correspondientes a Ávila, Úbeda, Huete, Alcaraz, Molina y
Escalona o sus alternativas, de modo que puede muy bien sospecharse que,
desde comienzos de noviembre de 1468, se estaba produciendo por parte de
quienes obraban en nombre del rey, deliberada falta de cumplimiento de los
extremos pactados. El 30 de octubre Isabel cedió —probablemente
deberíamos decir que vendió— una mina de alumbre situada en términos de
Alcaraz a Diego López de Haro, pero se trataba, en este caso, de unos
derechos y no de una entrega. Sin que mediaran mandatos desde la Corte, el
conde de Luna, Diego Fernández de Quiñones y Juan Rodríguez de Baeza
ejercían en Asturias el poder que correspondía a la princesa. Por su parte los
triunviros, esto es, Pacheco, Fonseca y Stúñiga, habían atraído de nuevo a
su alianza a Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de Benavente, apartándolo de
una posible adhesión a Isabel, con la garantía de fuertes compensaciones en
tierras, Vivero y Portillo, y también en dinero, pues le garantizaron, en
nombre del rey, que sus rentas globales no serían inferiores a las del
marqués de Santillana.[339]
Cuando Luis de Velasco, en virtud de cartas de Isabel fechadas el 25 de
octubre de 1468, intentó tomar posesión de las fortalezas que formaban el
señorío de Molina, Zafra, Fuentelsaz, Peña de Mesa y el Villel, a partir del
11 de diciembre de este mismo año, se encontró con una resistencia armada
que se lo impidió. Los alcaides de las dos primeras le explicaron que «había
carta revocatoria del dicho señor rey por la cual decía» que las expedidas
desde Casarrubios «fuesen obedecidas y no cumplidas». En consecuencia
los comisionados tuvieron que certificar que Enrique IV estaba faltando a
los compromisos por él firmados.
En vísperas del comienzo de las sesiones de las Cortes de Ocaña, los
partidarios de Isabel señalaron en forma expresa que se habían producido ya
tres graves quebrantos en los acuerdos, justificando cualquier medida que la
princesa tomara: no se había hecho el depósito de Baeza, Carrión y
Olmedo, que garantizaban la entrega de Écija, Alcaraz y Escalona que a
Isabel pertenecían; la reina Juana no había sido devuelta a Portugal sino que
continuaba en Buitrago, en seguridad; no se habían extendido los
documentos de donación de las otras ciudades y villas que debían formar la
Casa de la heredera.
Más tarde el Maestre de Santiago y sus colaboradores justificarían esta
línea de conducta alegando que Isabel era la que había incumplido los
acuerdos al tomar la decisión de casarse con Fernando, contrariando así la
voluntad del rey. Sería importante, para establecer las responsabilidades de
la ruptura, en qué momento concreto se produjo dicha decisión, pues la
conducta de Isabel parece justificada si se trataba de incumplir condiciones
fijadas en un acuerdo que la otra parte hacía nulo. No estamos en
condiciones de dar una respuesta precisa. Por las decisiones que toma
Fernando el 7 de enero de 1469, al extender en Cervera dos cartas
importantes, una asegurando a Pacheco su mejor voluntad y la otra
prometiendo a Gonzalo Chacón el señorío de Casarrubio cuando él fuese
rey, podríamos colegir que en esta fecha contaba con la aceptación de
Isabel. Pero esto tampoco puede considerarse seguro: en hipótesis se
trataba, acaso, de ganar voluntades para conseguir convencer a la princesa.
Ésta, que había llegado a Ocaña en diciembre de 1468, se alojó en la
casa que allí tenía Gutierre de Cárdenas, buscando un mínimo de seguridad.
Respondiendo sin duda a una consulta, Cárdenas le entregó una especie de
dictamen por escrito, que se ha conservado, sobre la cuestión del
matrimonio. Este documento carece de fecha. Comienza diciendo que al
honor e interés de una muchacha convenía guiarse por el consejo de sus
padres, pero en este caso, habiendo muerto Juan II, adoleciendo la madre de
una enfermedad que la incapacitaba, y comprobado el hecho de que «el rey
vuestro hermano no sólo tiene poco cuidado del cumplimiento que os
cumple, mas tiene gran estudio para casaros donde a él place y a vos no
viene bien», a Isabel no quedaba otro remedio que decidir por su cuenta.
Entraba en juego la cuestión del acuerdo y consejo del rey y de los tres
nobles mencionados en el pacto de Cadalso. De hecho sólo se habían
formulado tres nombres: Alfonso V de Portugal, el duque de Berri, hermano
del rey de Francia —esta mención obliga a retrasar la fecha del documento
— y el rey don Fernando de Sicilia; no se podía entrar en la consideración
de otros candidatos ya que no habían sido propuestos. En conclusión para
Cárdenas el tercero de ellos el más conveniente «porque es príncipe de edad
igual con la vuestra, y porque espera la sucesión de Aragón y de los otros
reinos del rey su padre, y porque estos reinos y señoríos juntos con ellos
ponen bajo vuestro señorío la mayor parte de España».
Podemos concluir que fue en Ocaña, y en casa de Gutierre de Cárdenas,
que le garantizaba su libertad[340] donde Isabel tomó esa decisión
trascendental para el futuro de España: me caso con Fernando y no con otro
alguno. Esto no pudo suceder antes de enero de 1469. En las semanas
siguientes se esperaba la gestión más decisiva: las Cortes tendrían que
jurarla como princesa. Si el rey no se cuidaba de que se hiciera así, se hacía
responsable de quebrantar los acuerdos que formaban el amparo de la paz
en aquella explanada de Guisando.
CAPÍTULO XXIII

EL MAESTRE DE SANTIAGO INTENTA COGER LAS


RIENDAS

La princesa rechaza al novio portugués

Vuelto a la Corte, demostrando bien a las claras que tenía a Fonseca y a los
condes de Plasencia y de Benavente como verdaderos subalternos, don Juan
Pacheco intentaba una operación que le permitiese asumir la plenitud del
poder en Castilla. Para ello necesitaba reducir el papel que ambas mujeres,
la reina y la princesa, pudiesen desempeñar. Escogió como escenario
Ocaña, porque siendo comendaduría de Santiago, le estaba supeditada. Allí
fueron convocados los procuradores el 23 de setiembre de 1468, aunque no
llegaron hasta enero del año siguiente. Allí llegó el rey don Enrique,
serenado el ánimo merced a una estancia entre Madrid y El Pardo, con el
acostumbrado solaz que los árboles y las bestias le proporcionaban, que el
amor por los animales es, muchas veces, descanso de las almas atribuladas.
El ministro, que había conseguido que el monarca firmase los documentos
que transmitían a su hijo, Diego López, el marquesado de Villena, ya no era
otra cosa que Maestre de Santiago. Desde esta posición de validaje iba a
ejercer, durante los próximos cinco años, hasta que la muerte viniera en su
busca, un gobierno que trató de reforzar imponiendo a las Cortes un
retroceso en favor del poderío real absoluto, seguro de que él, y no don
Enrique, estaba en condiciones de ejercerlo.
Las Cortes iban a estar reunidas entre enero y abril de 1469. Las últimas
investigaciones, en especial de Olivera, nos permiten movernos con
seguridad en este terreno. Sólo once ciudades estuvieron representadas,
Burgos, León, Zamora, Toro, Salamanca, Segovia, Ávila, Soria, Valladolid,
Cuenca y Madrid, abarcando una parcela reducida del territorio.
Predominaban, entre los 22 procuradores, aquellos que eran oficiales de la
Corona: muy manejables, se procuró que fuesen bien remunerados. Con
cargo a los subsidios votados se repartieron entre ellos 4,1 millones de
maravedís, lo que nos arroja una media de 200.000 por cabeza. Puede
suponerse que hubo deliberado propósito de estimular la asistencia. Pero la
ausencia de representantes de Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia, Toledo y
Guadalajara, reducía drásticamente su representatividad.
Las esperanzas depositadas en estas Cortes formaban un amplio
abanico. Isabel pensaba que, cumpliendo el compromiso programado, se la
iba a jurar como sucesora sustituyéndose así el juramento en favor de Juana
de 1462, el cual había sido anulado por el legado. Enrique IV pretendía
alcanzar una solución a sus graves problemas financieros, ya que las ayudas
votadas en Salamanca nunca se habían cobrado. Y los procuradores, por su
parte, confiaban en que la experiencia recogida en la guerra civil
enmendase la línea de conducta devolviendo a las ciudades funciones y
facultades de las que habían sido despojadas. El programa de Pacheco se
ajustaba a las promesas que hiciera al rey: un matrimonio portugués servía,
al mismo tiempo, para anular a la princesa Isabel y para resolver la
injusticia cometida con la hija de la reina.
Es importante señalar, para una más correcta comprensión de los
sucesos, en sus variados matices, que años más adelante a la propia Reina
Católica se plantearía, como caso de conciencia, el destino de esta niña
Juana, víctima inocente de unas circunstancias en que no tomara parte y que
fue doña Juana, contra la voluntad de Isabel, quien decidió encerrarse en un
monasterio. En este momento, y como consecuencia de sus conversaciones
con el marqués de Santillana y algunos otros miembros de esta familia,
supo Peralta cómo el obispo de Sigüenza y don Pedro Velasco que los
Mendoza prestaban su asentimiento al plan aragonés, y así comunicó a su
rey que «han jurado a la ilustre doña Isabel, princesa de Castilla y
primogénita» y «de secreto, que case toda vez con el rey de Sicilia». Lo
primero es cierto: tras la entrevista de Villarejo se trataba de cumplir las
órdenes del rey; pero lo segundo resulta altamente problemático.
Juana y su hija permanecían en Buitrago. Ignoramos qué domicilio se
había asignado a aquel niño Andrés, nacido en noviembre. La
documentación muy posterior nos sitúa a éste y a su hermano, en
Guadalupe, atendidos sus gastos desde la tesorería de Isabel. Las relaciones
entre la reina y Pedro de Castilla pueden definirse acudiendo a un
eufemismo muy de nuestros días como pareja afectiva en relación estable.
El 8 de enero de 1469, la reina entregó al conde de Tendilla una carta con
contraseña a fin de que le fuese entregada la fortaleza riojana de Laguardia;
de este modo abonaba los gastos que llevaba consigo la atención de la niña.
[341] No sabemos hasta qué punto estaba la soberana interesada en ese

proyecto de doble matrimonio portugués, porque cuando, tres años atrás,


negoció con su hermano el acuerdo finalmente concertado de Guarda,
estaba pensando en otra cosa, alejar a su cuñada, a la que consideraba
peligrosa; el proyecto esbozado en Villarejo implicaba también el
alejamiento de Juana. De hecho lo que los Mendoza habían prometido al
Maestre era conducir a la niña a la frontera de Portugal y entregarla allí para
que contrajera el matrimonio; si la reina «no quisiere dar lugar» a este
concierto, ellos se sentirían liberados de cualquier otra obligación respecto a
su persona.
El Maestre se consideraba muy seguro de sus fuerzas. Todos los hilos
habían venido a parar a sus manos: quedaban fuera Carrillo, el almirante y
algún que otro Manrique, no los suficientes para inquietarle. Se había
reforzado la alianza con el conde de Benavente prestándole apoyo injusto
contra Inés de Guzmán que se negaba a entregar la villa de Villalba de los
Alcores.[342] Algún tiempo atrás había contactado con el monarca portugués
dándole la sensación de que el matrimonio era cosa acordada; era suficiente
cubrir los trámites acostumbrados.
En enero de 1469 una embajada presidida por el arzobispo de Lisboa,
Alfonso Nogueira, a quien acompañaba «pomposo y magnífico» séquito,
vino a pedir la mano de Isabel, alojándose en Ciempozuelos, durante veinte
días, para tener Madrid y Ocaña más al alcance de sus negociaciones.
Pacheco la recibió con menos entusiasmo que el rey quien, según el cronista
oficial, manifestó «no poco gozo». Es comprensible, ya que se trataba del
primer paso importante para enderezar los daños que le causara la
contratación de Guisando. Sin embargo Isabel advirtió a su hermano «que
no entendiese en casarla con el rey de Portugal, ni se lo mandase, porque
ella en ninguna manera no lo entendía hacer ni consentir en ello» (Enríquez
del Castillo). Obrando dentro de los términos del acuerdo la princesa
manifestaba que no era su voluntad ceder en este punto. Los tres consejeros
mencionados en aquel no vieron otra opción que obligarla, disimulando la
presión si acaso con la alusión a candidatos menos recomendables, como
eran el duque de Berri o aquel Ricardo de Gloucester que será protagonista
de una de las más terroríficas tragedias de Shakespeare.
Los Mendoza se alejaron cautelosamente de la Corte, para no incluir su
complicidad en el acto de fuerza que se preparaba, ya que el rey encargó a
Pedro de Velasco que «la amenazase con la reclusión si en asunto de tanta
monta como el matrimonio no sometía su voluntad a la de su señor y
hermano y a la de los magnates que le acompañaban» (Alfonso de
Palencia). El Maestre de Santiago en esta como en otras ocasiones, revelaba
su talante político turbio y confuso, quebrantando acuerdos firmados y
jurados y comprometiendo el honor del rey en ello. Parece que existió el
proyecto de reducir a prisión a Isabel encerrándola en el alcázar de Madrid
y que Alfonso Carrillo puso en pie sus lanzas, preparado a entrar en Ocaña
y liberar a la princesa si las circunstancias así lo requerían. El diálogo entre
Pedro Velasco e Isabel nos da la clave de las respectivas posturas y de las
razones que explican que se llegara, por parte de Enrique IV a la decisión
de romper el pacto de Cadalso-Cebreros. El primogénito del conde de Haro
recordó a la princesa que había prometido casarse con el consentimiento del
rey, y ella replicó que sí, pero correspondiéndole a ella tomar la iniciativa,
según esa «voluntad» que se le había reconocido.
En este momento, la decisión estaba definitivamente tomada. Ferrer de
Lanuza escribió a Juan II el 30 de enero que la princesa había decidido unir
su destino al del «rey de Sicilia y éste ha de ser y nunca otro ninguno».[343]
Es indudable que esta voluntad, translúcida aunque no fuese oficialmente
declarada, pudo utilizarse después como argumento jurídico, pues «el rey,
vista la voluntad de la princesa su hermana, mandó que los procuradores del
reino se partiesen sin jurarla por princesa y se fueron a sus casas» (Enríquez
del Castillo). A los chasqueados embajadores portugueses se dio una
explicación menos hiriente, tratando de convencerles de que, aunque el
negocio no estaba aún suficientemente maduro, podían estar seguros de que
la meta no tardaría en alcanzarse. Aunque los consejeros del rey dijeran a
éste que, siendo Isabel desobediente, cesaban con ella los compromisos,
quedaba en pie aquella carta firmada por el monarca el 24 de setiembre que
reducía a Isabel la posibilidad de que no quedasen los reinos sin
descendencia legítima. Un príncipe, en caso de graves delitos, puede ser
despojado de sus derechos, pero esto no sirve para devolver legitimidad a
quien carece de ella. Probablemente Pacheco y los nobles que operaban con
él se sentían influidos por la costumbre tan extendida entre ellos de
legitimar los productos adulterinos.

El pacto de Colmenar de Oreja

Pacheco trataba ahora de hacer saltar por los aires el acuerdo de Cadalso-
Cebreros como un paso previo al retorno a 1462. Despidiendo a los
procuradores sin jurar a Isabel se daba un paso decisivo. Dominadas las
Cortes, recomendaba a don Enrique formar un frente en que participasen los
grandes de una manera tan abrumadora que pudiera decirse que rey y reino
formaban una sola cosa. A este objetivo debía tender también el cuaderno
de los procuradores, que en él estaban trabajando con el Consejo. Entre
febrero y abril de 1469 el Maestre se esforzó en este sentido, reforzando el
poder del triunvirato y tratando de ampliarlo mediante la incorporación de
los dos miembros más activos del clan mendozino: el obispo de Sigüenza y
Pedro de Velasco. Para evitar nuevas deserciones en Toledo, se procedió a
reforzar los poderes de Pedro López de Ayala y de Fernando de
Ribadeneira.[344] Fonseca, con todos los suyos, había suscrito un acuerdo
comprometiéndose a seguir y a poyar con todas sus fuerzas la política del
Maestre.[345]
La negociación más importante tuvo lugar con los Mendoza, ya que
significaban plenamente el antiguo partido del rey. Un largo documento
recogido y publicado por Isabel del Val, nos permite conocer al detalle el
resultado de la reunión que, el 18 de marzo de 1469, celebraron los tres
consejeros, Pacheco, Fonseca, Stúñiga, con el marqués de Santillana,
Beltrán de la Cueva, y Pedro González de Mendoza. El horizonte que
ofrecían las Cortes de Ocaña, que seguían sus trabajos, formaba un respaldo
importante. Se acordó en primer término que el rey recobrase su plena
potestad, funciones y patrimonio, como estaban hasta el 14 de setiembre de
1464, fecha en que comenzaron las discordias y abusos. Adelantemos aquí
un recuerdo de que este criterio fue también aceptado por Fernando e Isabel
en las Cortes de Toledo de 1480. A los grandes allí reunidos se hacía
extensiva también esa misma garantía. Despejando los equívocos que
pudieran haberse creado, todos declararon que «por servicio de Dios y del
dicho señor rey… es cumplidero que la señora princesa doña Isabel haya de
casar y case con el rey de Portugal» y, asimismo, que «la dicha señora
princesa hija del dicho señor rey haya de casar y case con el príncipe de
Portugal».
Cualquier medida que, directa o indirectamente, pudiera afectar a los
intereses de alguno de los firmantes tendría que ser jurada por todos. La
fórmula escogida en el documento no podía ser más comprometida contra
Isabel, pues tanto ella como Juana eran tituladas princesas, añadiéndose a
esta última la condición de hija del rey.
Logrado el acuerdo era necesario pasar ahora al capítulo de las
compensaciones por los servicios prestados. Éstas fueron objeto de nuevas
y delicadas conversaciones que tuvieron lugar entre el 29 de marzo y el 5 de
abril de 1469. Enrique IV entregó a Pedro Fernández de Velasco, conde de
Haro, la segunda de las rentas del reino, diezmos de la mar, referida al
señorío de Vizcaya.[346] Una grave amenaza para este señorío, según sus
moradores, unida a la que significaba el acuerdo de volver a la alianza con
Francia, apartándose de Inglaterra en donde se estaban abriendo
perspectivas mercantiles muy provechosas. Se acordó, también, que Diego
López Pacheco, marqués de Villena, casara con Juana de Luna, condesa de
San Esteban de Gormaz, hija del marqués de Santillana y nieta de don
Álvaro de Luna, cerrando así los inveterados pleitos en torno a la herencia
del gran valido. La rama mayor de los Mendoza, en compensación de
gastos y desvelos en el servicio del rey, sería premiada con nuevo y
opulento señorío. Enrique IV puso en manos del marqués una carta firmada
con la fecha en blanco, que le autorizaba a posesionarse de Guadalajara,
separándola del realengo, si, en plazo de sesenta y cinco días, no se le hacía
entrega efectiva de uno de éstos: Soria, con mil vasallos; Santander, en la
forma que hemos explicado; Torija con Cobeña, Daganzo y Maqueda; o el
Infantado de Guadalajara.[347] El 28 de abril Lorenzo Suárez de Figueroa,
hermano de Santillana, cambiaría su título de vizconde de Torija por el de
conde de Coruña, no lejos de Osma.

La tarea de las Cortes de Ocaña

Fueron meses de importancia decisiva, aquellos que transcurrieron en


Ocaña, y nos equivocaríamos si creyésemos que se redujeron a hechos
consumados. Pacheco y el rey coincidían en afirmar que era preciso
restaurar, en su plenitud de sentido, el «poderío real absoluto», sin el que la
monarquía no estaba en condiciones de ofrecer orden y paz. De ahí la
importancia que se otorgó al trabajo de las Cortes. Habían transcurrido
cuatro años desde la última reunión de esta Asamblea de procuradores de
las ciudades, pues la guerra civil lo había impedido. Aunque la lista final de
participantes incluye las once ciudades que hemos mencionado, no parece
que hayan estado simultáneamente en las reuniones más de diez. Hubo un
defecto de quorum, para expresarnos en términos actuales. Al comienzo de
las sesiones leyó el discurso regio el arzobispo Fonseca; a través de él y de
las orientaciones que se fueron dando a los procuradores, podemos conocer
que se pretendía hacer una revisión completa de la política seguida en los
cinco últimos años, incluyendo las relaciones exteriores.
Se procuró tranquilizar al reino mediante una Ordenanza (14 de febrero
de 1469)[348] que prohibía fundir moneda de curso legal para fabricar otra
de menor ley, pero en el fondo esta prohibición significaba poco ya que era
el propio rey quien acudía a tales prácticas. Tampoco pudo significar gran
cosa la respuesta favorable a la moción presentada por las ciudades el 15 de
marzo solicitando que no se mermara el patrimonio real. Pocos días más
tarde, en Colmenar de Oreja, se asestaría un buen mordisco al mismo. A
desgana, se dieron algunas respuestas positivas a otras peticiones, pero es
evidente que en ningún momento hubo la menor intención de cumplir las
promesas: tendría que mejorarse la recaudación en especial de aquellas
rentas que las Cortes otorgaban; era imprescindible reformar a fondo la
emisión y circulación de moneda, en especial la de vellón, instrumento de
los pobres; debían suprimirse las cartas de hidalguía vendidas desde 1464,
pues dado el sistema de reparto a la estima, la exención conquistada por
unos vecinos significaba aumento del gravamen para los demás.
El Cuaderno, que lleva la fecha del 10 de abril de 1469, nos permite
medir la distancia entre las aspiraciones y las realidades que en Ocaña se
consiguieran. Lánguido en los primeros meses, el trabajo se intensificó en
abril, es decir, concluido el pacto con los Mendoza y consolidado el partido
que Pacheco estaba construyendo para refuerzo del poderío real. Entiéndase
bien: no se trataba de que Enrique IV lo ejerciera sino de que fuera
asumido, en nombre de los grandes del reino, por ese equipo ampliado con
la incorporación del conde de Benavente, Pedro de Velasco y Pedro
González. Ningún obstáculo se oponía a que pudiera ampliarse en el futuro:
el Maestre de Santiago trataba de huir del peligroso individualismo en que
incurriera don Álvaro de Luna. Se trataba de manejar a las Cortes: por eso
en las cartas de convocatoria se solicitó de las ciudades que enviasen a las
mismas personas que estuvieran presentes en Salamanca. Las seis
ausencias, Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia, Toledo y Guadalajara, responde,
sin duda, a deliberado propósito. Presiones, ausencias y pequeñas
corruptelas nos explican muy bien que se dudara, entonces, de la
legitimidad de esta Asamblea. La oposición a la política de Pacheco, tanto
como la sumisión de las ciudades a ciertos linajes de grandes, pueden
explicar la ausencia deliberada de Sevilla a Guadalajara. En otros casos
como Toledo o Murcia los poderes lácticos allí establecidos, Ayala, Fajardo,
no deseaban que las ciudades sometidas a tutela ejerciesen esta parcela de
libertad.
Tras los desórdenes vividos, era preciso reajustar el funcionamiento de
la Monarquía, poniendo orden en la administración. Se señalaron en los
trabajos de confección del Cuaderno tres aspectos principales: los órganos
de gobierno, comenzando por las propias Cortes, debían funcionar con
normalidad; el rey tenía que recobrar esa señoría mayor de la justicia, que
define su poder; debía cambiarse el sentido que se daba a la moneda, valor
de cambio universal y no simple propiedad que se entrega a los súbditos
para su empleo. Los procuradores, que solicitaban medidas para obligar a
todas las ciudades provistas de voto a asistir a las Cortes, rechazaron en
principio cualquier posible ampliación de este derecho. Nada de burgos
podridos como era la costumbre inglesa, apta para la manipulación de
voluntades. La validación de las cartas de procuradoría no era un derecho
que pudieran ejercer las mismas Cortes; correspondía a la justicia del rey,
que decidía incluso en aquellos casos en que varias personas pretendían
tener mandamiento otorgado por una misma ciudad. Los procuradores
tendrían que prestar juramento de guardar secreto sobre los asuntos que se
tratasen. Todas aquellas cuestiones que fuesen comunicadas por el
escribano y el letrado, por los propios procuradores o, desde fuera,
mediante súplicas o cartas elevadas con este propósito al rey, tenían que ser
examinadas, pudiendo constituirse comisiones en el caso de que fuesen
tantas que obligaran a repartirlas. Las Cortes trabajaban de este modo tres
días de la semana, lunes, miércoles y viernes, pudiendo sin embargo el
presidente disponer de cualquier otro para las sesiones extraordinarias. Es
fácil comprender que, en este sistema, el trabajo fundamental era callado y
silencioso; las sesiones solemnes eran meramente protocolarias.
En Ocaña, las voces más insistentes se referían a la conservación del
patrimonio real y de sus rentas, pues cuanto mayor fuese el detrimento de
éstas, más crecería la carga sobre las espaldas de los pecheros. La
experiencia acumulada de años anteriores, remontándose a los primeros de
Juan II, demostraba que cada cambio en los equipos de gobierno venía
acompañado de enajenaciones que en muchos casos no eran otra cosa que
ventas disimuladas que disparaban, con los juros, la deuda pública. Ésta es
cuestión que hallará remedio en las Cortes de Toledo de 1480. En una
sesión anterior, la de Valladolid de 1442, los procuradores habían
compensado a Juan II a cambio de una ley que prohibiese las enajenaciones,
la cual Enrique IV, al ser promovido al Principado de Asturias, había jurado
respetar, quebrantándola luego sin el menor respeto. Las protestas tomaban,
en este punto, el tono crítico que sirviera a los nobles para justificar su
levantamiento de 1464. Un documento, fechado el 15 de marzo, y
entregado al rey cuando éste se hallaba en Villarejo de Salvanés, usaba del
argumento de que por no haber cumplido con su deber, el monarca era
responsable de los desórdenes pasados.
Enrique IV recibió la queja, pasó al papel al secretario Juan de Oviedo,
y prometió contestarlo más tarde, cuando lo hubiera estudiado. De hecho,
en el cuaderno del 10 de abril, al pasar sobre esta cuestión de las
enajenaciones y de la ley de 1442, rehuyó todo compromiso. De modo que
los procuradores pudieron entender que era propósito de los que por el rey
gobernaban, continuar sirviéndose del patrimonio real para obtener nuevos
partidarios. En cambio Isabel que, en su calidad de princesa de Asturias,
también recibió a los procuradores, les prometió que haría cuanto estuviese
en su mano para convencer a su hermano el rey de que cumpliera esta
demanda. Fue, para ella, este compromiso, punto de apoyo para su conducta
posterior en cuanto soberana. El reino reclamaba que se devolviese a las
ciudades todo cuanto de su patrimonio les hubiese sido arrebatado.
Treinta peticiones componen el Cuaderno fechado el 10 de abril. Se
transparenta en ellas una conciencia: aquellos mismos grandes que
ejecutaran en 1465 la vergonzosa ceremonia de deposición del monarca
eran ahora los que, en su nombre, ejercían el poder. Resultaba imposible
que esta contradicción dejara de tener efectos morales muy negativos.
Descendiendo a un aspecto concreto, los procuradores presentaban las
mercedes, donaciones y ventas, ejecutadas desde setiembre de 1464 como
un verdadero saqueo del patrimonio real, al que debían restituirse. No se
trataba de una simple distribución de bienes pertenecientes al rey, sino que
eran muchos los vasallos que arrojaban «lágrimas, querellas y maldiciones»
al verse despojados de sus rentas. De nuevo Enrique IV, como pocos días
atrás haría en Villarejo de Salvanés, rechazó la demanda: si ahora revocaba
las mercedes otorgadas, se derivarían males mucho mayores; igual
respuesta en relación con los oficios acrecentados. Si queremos entender el
drama posterior de Fuenteovejuna y otros lugares, tenemos que
remontarnos a estas raíces de tiempos lejanos.
El Consejo Real tenía constancia de que el agotamiento de las rentas
correspondientes a la Corona, traía como consecuencia que muchos juros
situados en ellas quedasen sin pagar, defraudando con ello a una pequeña
nobleza o a clérigos para quienes estos títulos de la deuda eran producto de
sus inversiones o de sus servicios. Pero no se sentía en condiciones de
poner remedio. Tanto el pretendiente don Alfonso como el rey legítimo, al
no poder percibir pedidos y monedas acordados en Cortes habían acudido al
procedimiento de cobrar un servicio y montazgo de carácter extraordinario,
porque, en la práctica, quien domina el puerto o el camino con sus soldados,
puede hacerlo. Los daños eran muy considerables. Algunos grandes eran, en
la práctica, dueños de los puertos y percibían la renta como si fuese suya.
Lo mismo cabría decir de la pesca, del comercio o de las almadrabas. La
Hermandad, idea que los procuradores aplaudían, construida desde
iniciativas privadas, no había podido resolver el problema. Las sumas
recaudadas para su sostenimiento estaban malversadas y los abusos
cometidos por tropas y bandos, siendo los más fuertes, imponían a la
población sencilla un estado de temor.
Muy negro el panorama que los procuradores de las ciudades
presentaban a los colaboradores del rey. Insistían especialmente en la
necesidad de poner al día las cuentas, pues muchos de los arrendadores y
recaudadores, aprovechando la confusión creada por la pequeña guerra
interior retenían muchas sumas o dejaban de ingresar en el tesoro las
albaquías. El rey, urgido en sus apuros financieros, había despachado cartas
de finiquito a cambio de dinero. De hecho los 87 millones votados en las
Cortes de Salamanca no se habían percibido; sumisos, los procuradores
accedieron a concederlos de nuevo, añadiendo otros seis para que con ellos
se atendiese a la puesta en marcha de la princesa Isabel, al gasto que
significaba la labra de nueva moneda, a sus propias gratificaciones —el rey
manifestó la intención de retener en la Corte algunos de ellos— y al envío
de la embajada en Corte de Roma, una mención que transparenta el otro
propósito de cambiar el sentido de las gestiones del legado Véneris.
Era un enorme monto de dinero. Evidencia, sin duda, el crecimiento
económico experimentado por el país, aunque también el grado de presión
que el nuevo equipo de gobierno había llegado a alcanzar. Las Cortes, que
necesitaban justificarse ante las ciudades, volvieron a reclamar autorización
para designar dos tesoreros, al norte y sur de los puertos respectivamente,
que se encargasen de vigilar la administración de los fondos. Enrique
prometió incorporar a su equipo de contadores y recaudadores dos de los
presentes. Promesa vana: abundaban entre ellos los funcionarios. El
Consejo Real tomó en sus manos el asunto y designó una comisión
especialmente encargada del negocio: estaban en ella el Maestre de
Santiago, Fonseca, Velasco, el obispo de Sigüenza y cuatro ciudadanos bien
integrados en la Corte, Íñigo de Arceo, el artífice de la conferencia de
Gannat, que venía a garantizar la francofilia, Alfonso de Deza, Rodrigo de
Valderrábano, al que pocos años después la villa de Madrid rechazaría
como corregidor, y Pedro de Ayala.
Las Cortes de Ocaña volvieron a plantear un problema que, para las
ciudades, era fundamental: la consideración de la moneda como una parte
de la economía de mercado.[349] Aplaudieron la Ordenanza del 14 de
febrero porque ella marcaba el primer paso para una rectificación en errores
que se habían cometido de manera especial en el quebranto del valor
intrínseco de las piezas. Señalaron que el principal efecto de esta práctica se
traducía en el aumento de los precios —el mercado reacciona siempre por sí
mismo— y de ello son víctimas los pobres y no los ricos. Los procuradores
pedían que se diera efectividad a una propuesta anterior: que se constituyese
la comisión de expertos monederos presidida por el conde de Haro a fin de
elaborar un programa que permitiera resolver esta cuestión. El rey se
abstuvo de responder a esta demanda.

Clausura de las Cortes

Aunque las Cortes estuviesen dominadas, sin que los nuevos árbitros de la
situación política tuviesen que temer ninguna desviación en cuanto a las
decisiones, no podía evitarse la manifestación, en las quejas, de un lenguaje
fuerte que denunciaba el mal gobierno, llevando hasta el mismo rey la
demanda de responsabilidades. El sustratum ideológico del pactismo
aparecía claramente expresado: al monarca cumple que se le exija el
cumplimiento de un deber porque «el oficio de rey, así por su primera
invención como por su nombre, es regir, y hase de entender bien regir,
porque el rey que mal rige no rige, mas disipa»; y este regimiento no es otra
cosa que un pacto con el reino para cumplimiento de la ley pues «está
obligado, por contrato calladolo a tener y mantener en justicia» a sus
súbditos. No había, en el plano teórico o doctrinal, ninguna diferencia entre
Castilla y los otros reinos españoles, aunque los que formaban entonces la
Corona del Casal d’Aragó tuviesen en la práctica más posibilidades de
resistencia.
Como una consecuencia de este planteamiento se formularon también
algunas peticiones concretas. Por ejemplo, que se reforzase la Audiencia
cuya eficacia todos reconocían, encargándose al Consejo Real y a algunos
de los procuradores el nombramiento de los oficiales de ella dependientes.
Que fuesen publicados los Cuadernos de las Cortes de Salamanca
reconociendo la legitimidad de éstas. Y que se volviese a la política
tradicional de confederación con Francia, demanda esta última que fue un
triunfo directo de Íñigo de Arceo, que ostentaba la condición de procurador
de Burgos y traducía por tanto los intereses de un sector. Las amplias zonas
marítimas del Cantábrico carecían de representación en Cortes y no estaban
en condiciones de hacer oír su voz.
A pesar de todo los grandes ministros del rey no se mostraron
demasiado tranquilos. Una denuncia, como la que en las Cortes se
formulara, describiendo con tanto pesimismo la situación reinante, no podía
ser factor de tranquilidad. Por eso decidieron que, antes de clausurar aquella
Asamblea, la más importante y prometedora de las hasta entonces
realizadas, era necesario cerrar el pacto de ellas con el rey y, en último
término, con ellos mismos, que en su nombre ejercían el poder. El 25 de
abril de 1469, en un acto que carecía de precedentes, Pacheco, Fonseca,
Velasco y el obispo Mendoza, dejando claro que ellos representaban al
monarca y a su Consejo, comprometieron el poder real en los seis puntos
siguientes:

Todas las demandas incluidas en el Cuaderno, serían estudiadas y


respondidas, para lo cual se designarían comisiones adecuadas. Lo
mismo se haría con aquellas peticiones que se hubiesen formulado
fuera del mismo.
Sería saneada de manera eficaz la moneda. Para ello el rey ordenaría
labrar enriques de oro de 23 quilates y 1/50 de peso, cuartos de plata
de 54 granos y 1/70 de peso, y blancas de vellón de 11 granos y 1/160
de peso, teniendo abastecido el mercado y manteniéndose de este
modo los precios.
En un plazo máximo de diez días comenzaría a funcionar la comisión
designada desde el Consejo Real y que habría de ocuparse de la
reforma de la justicia, incluyendo la Audiencia.
Se cursarían las órdenes oportunas para que en la recaudación del
pedido y moneda por aquellas Cortes otorgado se tuvieran
cuidadosamente en cuenta las observaciones y demandas que habían
presentado los procuradores.
Se garantizaba a los procuradores que percibirían todos los
emolumentos a que tenían derecho, especialmente los atrasos que se
habían producido en Salamanca.
Por último se garantizaba que los correspondientes a la actual sesión,
serían despachados por la tesorería antes del próximo día 5 de mayo.

Con estas promesas, más las ganancias particulares que para sus ciudades
hubieran podido conseguir, los procuradores estaban en condiciones de
rendir cuenta de su gestión ante sus representados. Al día siguiente
volvieron a reunirse ellos solos en la capilla de Chacón de la iglesia de San
Juan, que era la que habían utilizado normalmente para sus trabajos, y aquí,
juramentados, toman a su vez tres acuerdos. Primero, garantizar que sólo
pudieran concurrir a Cortes las ciudades y villas con derecho de asistencia,
rechazando a todas las demás. Si una de las rectamente convocadas no
acudiese, perdería el derecho a obtener mercedes, mantenimientos, ayudas
de costa o enmiendas por los recaudamientos. Segundo, se daría a los
libramientos de los procuradores que estuviesen situados en su lugar de
origen, preferencia absoluta sobre cualquier otra renta. Tercero, Juan Díaz
de Alcocer ejercería, con carácter vitalicio, el cargo de letrado de las Cortes.
Con mucha claridad demostraban los procuradores que también ellos
estaban ganados por el espíritu de las oligarquías.
Las Cortes celebraron la última sesión el 28 de abril, confirmando en
ella todos los acuerdos adoptados. No se hizo la menor referencia al
juramento debido a la princesa a pesar de que era una de las razones de la
convocatoria. Tres procuradores, Íñigo de Arceo, Gonzalo de Villafañe y
Juan de Villamizar, se incorporaron al Consejo. El acuerdo de Cadalso-
Cebreros quedaba sepultado definitivamente tras un muro de
incumplimiento y de silencio. Isabel, en consecuencia, desasistida en los
compromisos que con ella se firmaran, quedaba moralmente en libertad
para decidir lo que a ella pareciera más conveniente.

Los actos del 30 de abril

Concluidas las Cortes, y habiéndose alcanzado el objetivo que el Maestre


de Santiago fijara, pensó éste en la elaboración de un plan que colocara a
Isabel y sus pocos amigos en la necesidad de sublevarse: sería fácilmente
aplastada, liquidándose de este modo el problema que esta insumisa
muchacha representaba al negarse a ser mero instrumento en sus
combinaciones políticas. Estos meses, de abril a julio de 1469 fueron, sin
duda, los más altos en la autoestima de don Juan Pacheco. Para reforzarse
todavía más en su posición, había sugerido al rey de Francia, al tiempo que
le comunicaba el retorno a la alianza, que formulase la candidatura de su
hermano el duque de Berri para marido de esta terca princesa; de este modo
podía decir que se le permitía cierta opción para ejercicio de «su voluntad».
En todo caso lo importante era lograr la sumisión de todo el reino.
Ahora que él estaba al lado de Enrique IV el fracaso de cualquier revuelta
podía darse por descontado. Contando con los Mendoza para mantener en
sumisión la mitad norte del reino, quería llevar al monarca consigo a
Andalucía para recuperar el poder en ésta, destruyendo a los recalcitrantes,
si precise fuera, con ayuda de los amigos. El 30 de abril de 1469, todavía en
Ocaña, entre las varias decisiones que se tomaron figura una[350]
encomendando al conde de Benavente, Beltrán de la Cueva y Pedro de
Velasco, futuro conde de Haro, una delegación del poder real muy completa
sobre todo el reino, arriba de los puertos. Instalados en Valladolid su misión
consistía en asegurar la sumisión de todas las ciudades y villas, otorgando
perdón para todos los delitos y sometiendo por la fuerza a los recalcitrantes.
Era precisamente la zona en donde los amigos de Isabel, Carrillo, el
almirante, el conde de Luna y pocos más, podían causar algunos problemas.
Decisión todavía más grave. Los nobles presentes y comprometidos en
la operación de despojo de Isabel, redactaron un documento que confirmaba
la alianza con Alfonso V —sin contar desde luego con éste aunque otra
cosa creyeran— tomando como base los antecedentes de Guarda.
Garantizaban al rey de Portugal que se haría el matrimonio y que si Isabel
lo rehusase, «según que de razón lo debe hacer y como lo tiene jurado y
prometido» —se prescindía de su voluntad— todos los presentes le harían
la guerra hasta destruirla, cooperando Portugal con aquella fuerza de 5.000
caballos y 2.000 peones que en otro tiempo prometiera.[351] La principal
novedad de este documento era que, tras la boda, Isabel, mujer al cabo,
sería reducida al papel de consorte, siendo su marido príncipe de Asturias
sin que este título se alterara en el caso de una prematura muerte de la
infanta. Ítem más, prometían aquellos conjurados que si Enrique IV no
lograba doblegar la voluntad de su hermana, sería expulsada del reino,
siendo entonces Juana la que se casase con Alfonso en las mismas
condiciones. Y si, consumado el matrimonio de Isabel, ésta tenía un hijo, tal
sería el marido propuesto para Juana siendo ambos considerados como
sucesores en Castilla.
Primera fórmula, pues, para reducir a la nada los actos de Guisando. La
princesa, que sin duda conocía muchas más cosas de las que imaginaban sus
cordiales enemigos, tuvo conciencia de que todo había sido una maniobra
de Pacheco para encerrarla en una trampa. Se abría, en su conciencia, una
sola esperanza en torno a un nombre, Fernando. Y éste, ni su padre, no se
desanimaron ante aquella montaña de obstáculos, entre otras razones
porque si de varones y no de mujeres se trataba, era indudable que le
asistían derechos sobre Castilla. De ahí, también, que los gobernantes de la
hora, sabiéndose poco asistidos por fórmulas de derecho, tuvieran que
recurrir al procedimiento de la conjuración, es decir, en sentido muy
estricto, adquirir compromisos para la acción política bajo juramento.
Aquella tarde del 30 de abril pusieron sobre una mesa el papel, con
espacio suficiente para que todos firmasen. Se adelantó Alfonso de
Fonseca, y firmó. Luego lo hicieron Pacheco y el conde de Plasencia.
Tocaba el turno al primogénito de la Casa de Haro; tomó la pluma y
estampó estas palabras: «Yo no juro ni hago pleito homenaje, Pedro
Velasco». Sin embargo el obispo de Sigüenza, llamado luego a convertirse
en el más importante consejero de la reina Isabel, juró y firmó. El Maestre
de Santiago tuvo que tragarse el sapo de la negativa de un hombre de honor.
Lo que hizo, al día siguiente, 1 de mayo, fue jurar con Santillana, Velasco y
el obispo, una promesa de ser buenos y leales amigos ayudándose contra los
enemigos. Este dramático episodio permite comprender muchos de los
acontecimientos que después tuvieron lugar. El primero de todos que, a
partir de ese momento —clausura de las Cortes sin jurar a la princesa, pacto
para destruirla—, los compromisos adquiridos el 18 de setiembre de 1468
habían cesado.

Razones y logros de un viaje a Andalucía

Una de las ciudades ausente de las Cortes fue Toledo, precisamente la que
se hallaba más próxima a la localidad en donde éstas se celebraban. Se
trataba, pues, de razones profundas relacionadas con la política interior.
Merced a las gestiones de María de Silva había tenido lugar, como sabemos,
el retorno de Toledo a la obediencia de Enrique IV, la consolidación del
linaje de Ayala y la promoción de éste al condado de Fuensalida
(20 noviembre 1470), pero dejaba pendiente una cuestión muy grave: el
exilio de caballeros y ciudadanos con su secuela de secuestros y de
confiscaciones. En las Cortes de Ocaña se había aprobado una disposición
prohibiendo el destierro sin mandato del rey o sentencia de juez
competente, y aunque las autoridades toledanas podían afirmar que
Enrique IV había confirmado todas las decisiones tomadas, era dudoso si
esto se refería también a los fugitivos que deseaban volver. Apenas llegada
a Toledo, Isabel demostró hacia qué lado se inclinaban sus preferencias,
pues exigió que se suspendiera la pena impuesta a uno de sus
colaboradores, Juan Rodríguez de Baeza.[352] Los desterrados, por medio de
Lope de Stúñiga, intentaron en el mes de marzo de 1469, provocar un
alboroto en la ciudad, forzando de este modo la intervención del rey, pero
fracasaron. Tampoco tuvo éxito Rodrigo Manrique, yerno del señor de
Fuensalida para atraerle al bando isabelino donde él militaba. Pedro López
de Ayala creía que, mientras tuviera el firme apoyo de Pacheco, nada tenía
que temer.
Centrado absolutamente en su poder recobrado, el Maestre de Santiago
no se percataba, tal vez, de que la sumisión que el rey ahora le demostraba
era fruto del temor, no del afecto ni de la confianza. Seguía contando con
otros fieles, como era el caso de don Beltrán o de Miguel Lucas, y trataba
de promover otros caballeros que le sirvieran de apoyo. Crecía lentamente
en influjo, merced a los servicios prestados, el converso Andrés Cabrera,
mayordomo mayor,[353] cuya ambición parecía más sujeta a límites. Como
ya indicamos, Enrique IV le había confiado, el 30 de setiembre de 1468, el
gobierno de Segovia. En enero o febrero de 1469, habiendo fallecido Juan
Fernández Galindo, otro de los fieles, el monarca le encomendó el alcázar
de Madrid, que incluía la custodia del tesoro. Desde este momento, Pacheco
comenzó a poner en él su atención; no le gustaban las sombras.
Tampoco las ciudades andaluzas habían enviado sus procuradores a
Ocaña. La lejanía, unida a la confusión política reinante, provocaba un
aislamiento. Tanto el duque de Medinasidonia como el conde de Arcos
habían prestado el juramento a Isabel como sucesora al ser requeridos, pero
sin preocuparse más de la cuestión. Lo mismo estaba haciendo Pedro
Fajardo en Murcia: ni siquiera cuidaba de que las cartas del rey fuesen
registradas. En estas condiciones, sumida Andalucía en pequeñas querellas
internas, se brindaba a Abu-l-Hasan ‘Ali una oportunidad para labrarse el
prestigio militar que necesitaba para poderse sostener en la Alhambra.
Aquel invierno hizo una fructuosa correría por tierras de Úbeda y Baeza y
costó no poco trabajo al adelantado de Cazorla evitar que pudiera hacerse
dueño de Quesada. Pacheco encargó a Agustín de Spinola una gestión
tendente a conseguir que la nobleza andaluza, retornando a la obediencia
debida, aceptara también las decisiones que se estaban adoptando en
Madrid y en Ocaña. El enviado regresó diciendo que sólo la presencia del
rey podía enderezar los enmarañados asuntos de aquella región.
Fue entonces cuando Pacheco se decidió a emprender un viaje que, de
tiempo atrás, venía preparando: sólo la sumisión de Andalucía podía
completar el trabajo de reasunción del poder que desde un año antes venía
realizando. Es imposible suponer que el Maestre ignorara que en aquel
momento los acuerdos matrimoniales de Isabel con Fernando estaban
prácticamente concluidos:[354] los movimientos de Chacón y Cárdenas y las
idas y venidas de emisarios a la residencia de Carrillo en Yepes eran del
dominio público. En estas circunstancias prescindir de la princesa en este
viaje, ordenándola permanecer en Ocaña hasta el regreso del rey, sólo pudo
responder a estas dos alternativas: no creía el Maestre que Isabel se
decidiera a ejecutar un acto contrario a la voluntad del rey, o, por el
contrario, trataba de inducirla a dar un paso que permitiese acusarla de
desobediencia y rebeldía. A esto responde el hecho que se la obligara a
prestar un juramento de no abandonar su residencia ni innovar cosa alguna
en su casamiento, pues de él habría de tratarse cuando, de nuevo, don
Enrique se reuniera con ella. El juramento exigido fue posterior, en pocos
días, al compromiso del 30 de abril que apuntaba a su destrucción. «Este
compromiso creyeron el rey y el Maestre que bastaría para desgracia de la
princesa, confiados en esta sutileza, a saber: que si en algo traspasaba el
juramento se la despojaría del derecho que hasta entonces le había
favorecido; y si no intentaba novedad alguna, de tal manera parecería haber
renunciado su autoridad en D. Enrique que pronto volverían a la obediencia
de éste cuantos habían seguido el partido de su hermana» (Alfonso de
Palencia). El cronista piensa que Pacheco prefería la primera de estas dos
alternativas.
El defecto principal que aquejaba al poderoso ministro era su
incapacidad para mover cualquier negocio público sin buscar al mismo
tiempo su personal provecho. Así sucedió en esta ocasión; despertaba con
ello fundados recelos entre los partidarios del rey que tenían motivo para
sospechar de sus verdaderas intenciones. Antes de emprender el viaje trató
de atraerse la buena voluntad de Véneris, ofreciéndole la sede de Cuenca,
mejor remunerada que la de León (2 de mayo de 1469) y, junto con los
otros cinco signatarios del documento de 30 de abril, envió al rey Alfonso V
un compromiso serio, garantizándole su apoyo en el terreno de la política.
Ambos documentos de la misma fecha. Y al día siguiente, 3 de mayo, puso
a la firma de Enrique IV un papel que asignaba un juro de 30.000 maravedís
a Lope de Valdivielso, maestresala de la princesa. Se procuraba que ésta se
hallase rodeada de personas de confianza.

Un viaje de buenos resultados

Para el equipo de gobierno los logros que se derivaron de esta expedición


fueron bastante significativos. Partieron el 7 de mayo, acompañando al rey,
el Maestre, el arzobispo Fonseca y don Pedro González de Mendoza. A
Fonseca lo dejaron en Ciudad Real. Por el camino ordinario, de Úbeda y
Baeza, llegó Enrique IV a Jaén el 11 o 12 de este mismo mes. Miguel Lucas
de Iranzo dijo en voz alta, que no estaba dispuesto a recibir a los traidores,
de modo que saludó al obispo de Sigüenza, rechazó al Maestre, y amenazó
con el cuento de su lanza a Rodrigo de Ulloa antes de cerrar la puerta en sus
narices. Seguramente temía que todo estaba ocultando una maniobra de
Pacheco para despojarle del gobierno de la ciudad. En consecuencia,
mientras don Enrique pasaba cuatro días en Jaén, como rey, el Maestre tenía
que dirigirse a Osuna, señorío de uno de sus sobrinos. Estaba juntando
tropas. Cuando el rey y su ministro se reunieron de nuevo en Castro del
Río, orillas del río Guadajoz, contaban con 2.500 caballos y 5.000 peones.
[355] Aquel día, que era 25 de mayo, comenzaron a venir procuradores de

Alfonso de Aguilar, del duque de Medinasidonia, del conde de Cabra y del


adelantado Pedro Manrique, con actos y protestas de completa sumisión. El
30 de mayo una carta circular a las ciudades daba cuenta de haberse
pacificado toda Andalucía.
Júbilo prematuro pero correctamente calculado. Al entrar en Córdoba
(26 de mayo), escenario de tantos recuerdos, se daba la impresión de que
don Enrique estaba, como en 1456, recuperando su poder. Entre las tropas
que por las estrechas calles desfilaban, había soldados vestidos a la usanza
mora: los había enviado Ibn Sa’ad, que se mantenía en Almería tras su
deposición. De este modo disponía también del recurso eficiente para
volver a tomar en sus manos la guerra de Granada.[356] Ninguna ciudad o
villa ofrecía resistencia. Estableciendo una norma de pacificación que sería
continuada, el 13 de junio de 1469 otorgó al conde de Arcos y a sus dos
hijos, Rodrigo y Manuel, una especie de borrón y cuenta nueva para todos
los acontecimientos pasados. Significaba esto que los grandes podrían
conservar sus posiciones, incluyendo las ligas que entre ellos hubiesen
constituido. El principal factor negativo estaba en la presencia de don Juan
Pacheco: ¿hacia dónde se dirigía ahora su apetito irrefrenable?
Los suspicaces no se equivocaban. Con fuerte sentido dinástico, como si
el linaje estuviese destinado a conservarse permanentemente unido, buscaba
el crecimiento de sus sobrinos, como el de sus hijos, valiéndose de pactos y
acuerdos particulares en que utilizaba siempre el nombre de Enrique IV.
Logró de este modo imponer una reconciliación entre Alfonso de Aguilar y
el conde de Cabra, obligando a ambos a despojarse de algunas fortalezas y
derruir otras en el alfoz de Córdoba, defraudando a los dos, que no recibían
el premio que esperaban. Según el autor de los Hechos el condestable, llegó
a un acuerdo con Miguel Lucas para recobrar Arjona, Menjíbar y Porcuna,
fortalezas de que se había apoderado don Fadrique Manrique, hermano del
conde de Paredes, para, enseguida concertar con el segundo la
incorporación de las mismas al señorío de los Girón, mediante entrega de la
alcaidía de Écija y de las rentas confiscadas a Pedrarias Dávila en Córdoba.
Enrique IV fue arrastrado a Écija (3 al 7 de julio) para despojar de la
alcaidía a un hijo del conde de Cabra y dársela a Manrique.
Las turbias negociaciones despertaban descontento que había que
apagar recurriendo, como siempre, a donaciones que significaban merma
del patrimonio real. La demolición de fortalezas en el alfoz de Córdoba
encendió los ánimos en esta ciudad, porque no recobraba los términos
jurisdicionales de que fuera despojada. El regimiento invocaba el acuerdo
de las Cortes de Ocaña, a que no asistiera, pero que coincidía con el
Cuaderno de Salamanca. Viejos enemigos, Alfonso de Aguilar, Martín
Alfonso de Montemayor y el conde de Cabra, coincidieron en esta misma
cólera y abandonaron la ciudad a la que comenzaban a llegar noticias del
interior del reino que aconsejaban que don Enrique no se demorase
demasiado tiempo en Andalucía.
CAPÍTULO XXIV

FERNANDO SE INSTALA EN CASTILLA

El compromiso matrimonial

Prudentemente aconsejada, Isabel siguió una línea de conducta que excluía


radicalmente cualquier acto de rebelión. Para ello dio muestras de que
examinaba la idoneidad de los candidatos que le eran propuestos y, una vez
tomada la decisión conforme a su «voluntad», la comunicó al rey su
hermano para que se dignase aceptarla. Roto el 30 de abril el compromiso
de Cadalso-Cebreros, no se sentía obligada a más. Enrique se sintió un poco
desconcertado por esta actitud; no se le negaba su autoridad de rey ni se
lanzaban proclamas como en tiempos todavía recientes. Nada justificaba,
pues, actos de violencia. Y esa especie de desazón le hizo perder un tiempo
precioso. La princesa insistiría luego en que tres eran los nombres que se le
habían propuesto, Alfonso V, el duque de Berri y el rey de Sicilia y que,
habiéndoles examinado, halló que Fernando era «el más conveniente». Al
primero le conocía sobradamente pues había celebrado con él varias
entrevistas. Comenzando el año 1469 había encomendado a su capellán,
Alfonso de Coca, que se entrevistase con el duque Carlos y con el rey
Fernando y la informase luego. El clérigo dijo que el mal estado de salud
del pretendiente francés —de hecho moriría dos años más tarde—
desaconsejaba absolutamente este enlace.
Tales gestiones pueden ser calificadas de fingimiento; no tenemos, sin
embargo, pruebas de que lo fuesen. De cualquier modo la princesa lograba,
por esta vía, sentar el principio de que su decisión estaba bien pensada y no
era fruto de ningún sentimiento. Alfonso Carrillo, que desde mucho antes,
había sostenido la conveniencia de este matrimonio, trabajó intensamente
desde Yepes, partiendo de un convencimiento: resultaba imprescindible
crear, entre la nobleza, un estado de opinión tan amplio que impidiera a
Enrique IV y a Pacheco y sus colaboradores llevar a la práctica la maniobra
de privación de derechos a Isabel. Por otra parte, veía en Fernando no un
consorte sino el portador de aspiraciones personales en cuanto varón más
próximo dentro de la dinastía. En los primeros tanteos, de agosto a octubre
de 1468, Pierres de Peralta pudo decir que había recogido muchas opiniones
favorables a este matrimonio, convenciendo a su rey de que era la vía
oportuna: la inclusión de Castilla en esa peculiar estructura que era la Unión
de Reinos llamada oficialmente Corona del Casal d’Aragó, permitiría
superar los dañinos efectos de la reciente crisis. Peralta pudo comunicar que
Véneris estaba de acuerdo: «el legado está en todo», fueron las palabras que
utilizó para comunicar esta buena noticia. El parentesco próximo reclamaba
la intervención de la Santa Sede.
Es difícil conocer con detalle los motivos de cada uno de los
participantes en la operación. Conviene destacar, sin embargo, estos dos: el
futuro de la Monarquía formada por la Unión de reinos, y la posición que
Fernando ocupaba al converger en él las varias líneas de la Casa de
Trastámara. Como sucediera ya en Cataluña en 1462, Castilla ofrecía
perspectivas económicas suficientes para asegurar algunos de los grandes
proyectos como la recuperación catalana y el restablecimiento de la
talasocracia mediterránea. En todo caso, el rey de Sicilia y su padre
aceptaron las condiciones que Gutierre de Cárdenas les transmitió, en
nombre de Isabel, y que aparecen ya en ese primer borrador que lleva la
fecha del 7 de enero de 1469 y que Juan II confirmó el día 12: en él se
expresaba, por parte de Fernando, la esperanza de que Enrique IV las
admitiera también. Eran, en síntesis: obediencia debida al legítimo monarca
reinante; cumplimiento de todos los acuerdos firmados entre éste y su
hermana; reconocimiento de que a Isabel correspondía el derecho de
sucesión; aceptación de la preeminencia que en el Consejo se había
reconocido a Carrillo, Pacheco, Fonseca y conde de Plasencia, así como los
privilegios que correspondieran a los grandes. Se comprometía a fijar su
residencia en Castilla, donde serían educados sus hijos, asignando a su
esposa el señorío de aquellas villas que eran patrimonio de las reinas de
Aragón, más una renta anual de 100.000 florines.
Sin entrar en detalles que podrían inducimos a error, hemos de señalar
que se trataba, todavía, de un boceto primitivo. Fernando confiaba
especialmente en tres personas para que consiguiesen llevarlo a buen
puerto, haciéndoles promesas de remuneración cuando dispusiera de los
resortes adecuados: Gonzalo Chacón, Gutierre de Cárdenas y Antonio
Jacopo de Véneris. Como ya indicara hace años Vicente Rodríguez Valencia
tomando el punto de vista de los eclesiásticos, la intervención del legado era
imprescindible, pues la vía directa hacia Paulo II, al conceder éste la
dispensa a Alfonso V, resultaba impracticable.[357] Mediado el mes de enero
de 1469 Juan II puso en manos de Troilo Carrillo para que éste lo entregara
a su padre el arzobispo un texto que halló tan favorable acogida entre los
consejeros de Isabel que pudo convertirse en definitivo.[358] El 3 de febrero,
usando de los poderes que del monarca aragonés recibieran, el arzobispo y
Peralta juraron, en nombre de éste y de su hijo, que cumplirían todas las
obligaciones allí contenidas. A partir de aquí podemos asegurar, con toda
certeza, que la decisión de Isabel se hizo firme e irreversible. La etapa de
tanteos y conversaciones había terminado.

Los obstáculos

Dos jóvenes, poco más que adolescentes, se adelantaban al primer plano de


la escena. Nacido el 10 de marzo de 1452, y reconocido heredero de la
Corona de Aragón en 1462, Fernando era unos meses menor que su futura
esposa, aunque tenía precoz experiencia sexual que le proporcionaría dos
bastardos, Alfonso, futuro arzobispo de Zaragoza, y Juana, que llegaría a
ser duquesa de Frías. La princesa, radicalmente religiosa, se distinguía
precisamente por el valor que, siguiendo a sus maestros, otorgaba a la
castidad, lo que no sería obstáculo para que atendiese también a los
vástagos ilegítimos de su marido, consecuencias inocentes del pecado de
sus mayores. Juan II, como el arzobispo de Toledo o el condestable Peralta
pensaban que, tras el matrimonio, sería el momento de colocar a Isabel,
portadora de los derechos, en una posición semejante a las que Berenguela,
o Petronila, o Juana Manuel ya ocuparan. Se equivocaba. Las dificultades,
en aquellos momentos, podían parecer insuperables. Durante el resto de
febrero y marzo, instalados en Ocaña, Cárdenas y Chacón se encargaron de
sostener el ánimo de Isabel. El conde de Paredes, Rodrigo Manrique —«qué
amigo de sus amigos, que señor para criados y parientes, qué enemigo de
enemigos, qué Maestre de esforzados y valientes», como diría luego su hijo
Jorge— llevó sus soldados a Yepes, junto al primado, preparados para
cualquier eventualidad.
Algunos magnates aragoneses mostraron su disconformidad con este
matrimonio, pues temían que la diferencia de efectivos, supeditara su reino
y su rey al predominio de Castilla; no veían ventajas en la desaparición de
la frontera en Ariza. Isabel, siguiendo precisamente la pauta de los reinos
orientales, pidió que se incluyese en las capitulaciones una cláusula que
garantizaba a su madre, la reina viuda, posesión de las villas y rentas que
formaban su patrimonio. Un sector importante de la nobleza castellana
contemplaba, con preocupación la perspectiva de que un hijo de uno de los
infantes de Aragón viniera a ceñir la corona, planteando una especie de
revisión de aquellas confiscaciones y reparto de bienes que se habían
producido.
Nubes oscuras flotaban en el aire. Conforme pasaban los días y se
confirmaba la negativa de los que gobernaban en nombre del rey, crecían
los temores a que la desaparición del acuerdo de Cadalso-Cebreros pudiera
significar un retomo a la guerra civil. Los isabelinos necesitaban tres cosas
difíciles de conseguir: dinero y tropas para reconstruir el partido que en
setiembre disolvieran; calmar los ánimos convenciendo a la gente de que no
iban a ser los autores del primer disparo; convencer al rey de que le
convenía aquella solución mejor que ninguna otra para salvaguardar la paz.
Isabel había adoptado una línea de resistencia muy firme: ninguna duda en
cuanto a la legitimidad de don Enrique, excluyendo absolutamente el
recurso a la guerra. Por debajo del optimismo que respiraban los despachos
de Peralta y Ferrer de Lanuza, cuando afirmaban que hasta los Mendoza
eran partidarios del matrimonio aragonés, la realidad era muy distinta.
Pedro de la Cavallería estuvo en Guadalajara hablando con el marqués de
Santillana y los suyos: era verdad que no estaban dispuestos a alzar el grito
contra el matrimonio, pero de ningún modo lo aceptarían expresamente.
El 5 de marzo de 1469, estando en Cervera, Fernando firmó el
documento definitivo que incluía las modificaciones propuestas por Isabel,
que le trajera Gómez Manrique, el segundón y gran poeta. Se trataba de un
texto «lleno de prevención y recelo» (Vicens Vives) que garantizaba que
ella reinaría junto con su marido. Éste tendría que dar, de inmediato, 20.000
florines, un collar valorado en otros 40.000, más 100.000 en el plazo de
cuatro meses. Se obligaba a acudir a Castilla con 4.000 lanzas para defender
la causa de su esposa si fuera necesario. Juan II leyó y firmó el documento
el 12 de marzo. Ahora todo dependía de que la novia recobrara la libertad.
Pierres de Peralta envió a dos de sus hombres, Arguinaz y Guillermo Garro,
para que recibiesen el collar y el dinero, pero tuvieron que regresar con las
manos vacías. La tesorería de la Corte aragonesa estaba absolutamente
apurada.

La gran maniobra de Luis XI

La presencia de Íñigo de Arceo en las Cortes de Ocaña y su incorporación


posterior al Consejo pueden considerarse como el producto de un proyecto
esbozado por Luis XI: utilizando a Renato de Anjou, trataba ahora de
apoderarse de Cataluña. Aceptando la petición de los procuradores, Pacheco
y sus colegas habían decidido, como ya explicamos, invertir los términos de
la alianza volviendo a colocar a Castilla al lado de Francia. No sabemos
hasta qué punto jugó la iniciativa del Maestre de Santiago en la decisión
tomada por Luis XI de solicitar la mano de Isabel para su hermano, que en
abril de 1469 había cambiado su título de duque de Berri por el de Guyena.
Este proyecto no gustaba a la reina Juana, firme en la idea del matrimonio
portugués; ella había intervenido en las gestiones que se llevaron en Roma
con el resultado de que Paulo II firmara el 23 de junio la bula de dispensa
en favor de su hermano Alfonso V.[359]
En ese mismo mes de abril, mientras las tropas francesas preparaban la
operación que les permitiría apoderarse de Gerona, una gran embajada
presidida por Jean Jouffroy, obispo de Albi, había salido de Tours; figuraba
en ella el señor de Torcy, considerado un experto en cuestiones españolas.
Llegó a Córdoba, en el mes de junio, declarando que de este modo se
respondía a las iniciativas de don Juan Pacheco. De hecho, dos acuerdos se
firmaron en aquella capital andaluza. Por el primero se confirmaba la
antigua alianza comprometiéndose Enrique IV a «publicar guerra contra los
ingleses». «Esto pareció, sin duda, cosa muy fea porque sin necesidad
alguna que por entonces tuviera la Casa de Francia, sin haberle errado los
ingleses, tan presto hicieron al rey quebrantar su palabra» (Enríquez del
Castillo). De hecho el 10 de julio se comunicó a Londres la derogación del
tratado de Westminster, perjudicando gravemente los intereses de los
marinos cántabros. Cuando el 4 de noviembre se publicó en París la
declaración del estado de guerra, Castilla figuraba oficialmente como
beligerante.
El segundo tratado, que se haría público en Barcelona el 8 de agosto,
reconocía en Renato de Anjou el legítimo príncipe de Cataluña,
comprometiéndose Castilla a la prestación de una ayuda que se quedó en
mero nombre, pero que alineaba a Enrique IV como si estuviera al servicio
de los intereses de Francia. No se trató del matrimonio de Isabel; para el rey
la única opción válida seguía siendo la de Portugal, que contaba además con
las condiciones eclesiásticas necesarias. Pero el Maestre autorizó a los
embajadores a que visitasen a la princesa y le hiciesen la propuesta.
Encontraron a Isabel en Madrigal, adonde había llegado huyendo de Ocaña,
en el mes de agosto, pero ella rechazó la oferta «con tal menosprecio que el
cardenal quedó muy sentido y tomó gran enemistad contra ella».
Conviene, en este punto, una matización. Es muy probable que Isabel
entendiera que la oferta que el obispo de Albi presentaba había partido del
entorno de Enrique IV, pero seguramente se equivocaba. La propuesta de
Enrique IV seguía siendo única y para su cuñado Alfonso V. Ni siquiera
estamos seguros de que si Isabel hubiera aceptado al duque de Guyena, su
hermano el rey la hubiera recibido con buen semblante. Pues el matrimonio
portugués significaba la salida de la princesa y una ventana para remedio de
doña Juana, mientras que la opción francesa permitiría a un príncipe del que
se tenían malas referencias instalarse en Castilla. De cualquier modo las
noticias de los embajadores confirmaban el dato de que la princesa había
huido.

El «salto» de Ocaña

El 9 de mayo de 1469 Juan II, agobiado a causa de la invasión francesa,


había despachado a Pedro de la Cavallería con instrucciones de cultivar a
los Mendoza y algún dinero que permitiera atender las necesidades más
inmediatas de la princesa y de sus partidarios. Pero cuando este emisario
entró en Castilla supo que Isabel, alegando que tenía que asistir a los
funerales de aniversario por el alma de su hermano, había dado el «salto»
desde Ocaña —la expresión es de Vicens Vives— tratando de volver a
Arévalo, junto a su madre. Halló esta ciudad ocupada por los soldados del
conde de Plasencia que proyectaba apoderarse de ella, y por eso tuvo que
refugiarse en Madrigal. Las cosas se precipitaban. Nos hallamos en meses
de junio y julio. Carrillo sacó a Alfonso de Palencia de su residencia, en
Sevilla, y lo envió con urgencia a Cataluña.
Fernando estaba en Cervera, Juan II en Tarragona. Los franceses habían
rendido Gerona y todo el Principado era un frente de guerra en que
buscaires y bigaires, todos catalanes, militaban en frentes distintos. También
los payeses de remensa tomaban las armas al servicio del rey. Pocos días
después del 18 de julio Palencia llegó a Tarragona convenciendo a los
consejeros del rey de que ya no había tiempo que perder. Se acordó que
Juan II fuera a sustituir a su hijo en Cervera para que éste preparara el viaje
a Castilla, y que Palencia se trasladara a Valencia para desempeñar el collar
y lograr algún préstamo. Los valencianos eran, en aquellos momentos, los
ricos, y de la apertura castellana al Mediterráneo podían obtener ganancias.
El 19 de julio estaban en su poder el collar y 19.000 florines. No era todo lo
prometido pero bastaba para empezar. Llegaba ahora la noticia de cómo
Isabel había rechazado la oferta francesa.
Con rapidez y decisión, el arzobispo Carrillo tomó la dirección de aquel
partido que renacía de sus cenizas. Llegaban las primeras noticias de cómo
acudía dinero desde Aragón. En este momento dinero significaba sueldo
para las tropas que se juntaban en Alcalá de Henares. Desde aquí podía
vigilar los movimientos de los Mendoza, que tenían a la reina y su hija,
pero no daban señal de movimiento alguno. Y envió a Sancho de Rojas y a
Alfonso de Quintanilla a Valladolid, para que negociaran con Juan de
Vivero y los suyos una acogida segura de la princesa.[360] Pasado julio,
Alfonso de Palencia y Pedro de la Cavallería estaban de regreso: traían el
collar y el dinero. De todo se hizo cargo el arzobispo. Se supo que
Enrique IV había enviado órdenes a Fonseca para que, tomando consigo
suficientes fuerzas, ocupara Madrigal, apresando allí a Isabel. Al lado de
ésta, sosteniendo su ánimo, estaba fray Alonso de Burgos; ayuda importante
porque tranquilizaba su conciencia.
Para el rey y su ministro era llegado el momento de abandonar
Andalucía. Le hemos dejado en Écija el 7 de julio. Desde aquí continuó
hasta Archidona y Antequera, las dos grandes avanzadas fronterizas como
si hubiera intención de reanudar la guerra aprovechando las divisiones
internas con que tropezaba Abu-l-Hasan. Esto no era posible porque la fuga
de la princesa reclamaba su presencia en el interior del reino. Antes de
emprender el retomo, el Maestre quiso completar sus ganancias personales,
llevando a don Enrique a Carmona: tenía aquí dos de las fortalezas de la
ciudad y quería que le fuese entregada la tercera. Pero el duque de
Medinasidonia sostuvo al alcaide, Gómez Méndez de Sotomayor, y los
propósitos de Pacheco se vieron defraudados. El 24 de julio la Corte estaba
en Alcalá de Guadaira preparando su entrada en Sevilla. Como en Jaén,
Enrique IV tuvo que aceptar, como una de las condiciones para ser acogido
en la ciudad, que Pacheco se abstuviera de acompañarle. El 19 de agosto el
ministro se retiró a Cantillana mientras el rey hacía su entrada en Sevilla.
Las noticias que llegaban desde Arévalo y lugares cercanos eran
alarmantes. Había fracasado la operación de reducir a la princesa a prisión.
Por eso, y porque se estaba sintiendo desplazado, el Maestre de Santiago
urgió al rey para que, haciendo concesiones, emprendiera el regreso. El 24
de agosto pudo darse por terminada la gestión en Andalucía: ese día fue
confirmado plenamente el mayorazgo de Enrique de Guzmán, duque de
Medinasidonia, salvando los defectos de su nacimiento. Lo mismo se hizo
con el conde de Arcos a quien se perdonaron todas las ilegalidades
cometidas. Inmediatamente después se emprendió el retomo, que iba a
ocupar mayor tiempo del previsto, pues era necesario asegurar la paz en
Extremadura, tan importante para los Stúñiga. Tanto el conde de Plasencia
como el Maestre de Alcántara estaban muy dispuestos y deseosos de servir
al rey, si se les daba recompensa suficiente. Gómez de Solís garantiza la
sumisión de Cáceres y Badajoz, pero su hermano Gutierre fue promovido
conde de Coria, y el rey se desprendió, en su favor, de una de sus rentas
personales, la cabeza de pecho de los judíos de la aljama de la primera de
ambas ciudades. Don Álvaro de Stúñiga pedía lo que siempre codiciara:
Trujillo. El alcaide García de Sesé defendió la ciudad y las tropas reales no
pudieron tomarla. Entonces, como había mucha prisa, el rey ofreció al
conde de Plasencia una permuta: Arévalo con título de duque a cambio de
Trujillo. Esto significaba despojar a la reina viuda Isabel de un señorío que
le pertenecía por razón de casamiento, confirmado en la última voluntad de
su marido. Pacheco, como de costumbre, empujaba a su rey a cometer
ilegalidades. Isabel no toleraría nunca este despojo.
El 20 de octubre Enrique IV y su ministro estaban de regreso en
Segovia. Hacía justamente veinticuatro horas que la princesa era, de
derecho y de hecho, la esposa del rey de Sicilia.

Justificación de una conducta

Volvamos atrás, a los calurosos días de agosto de 1469 en la cuenca del


Duero. Carrillo, informado de que la princesa estaba en Madrigal y se había
dado orden de reducirla a prisión, avisó al almirante para que trajesese
soldados y él emprendió la marcha con 300 lanzas; otras 200 sacó el
primogénito de los Enríquez de Ríoseco. Cuando llegó a Talamanca, el
arzobispo encontró a un mensajero de la esposa de Pacheco, María
Portocarrero, que le rogaba se detuviese para evitar la ruptura. Respondió
don Alfonso que era demasiado tarde; no podía fiarse de su marido, y
estaba en juego la libertad de la persona reconocida como sucesora.
Llegado a Pozaldez, instaló allí su campamento y remitió a Isabel el collar,
que no tardaría en ser empeñado de nuevo, y 8.000 florines a fin de que
pudiera devolver a Chacón y su esposa parte de lo que en su servicio habían
gastado.
No eran buenas las relaciones entre el almirante y el arzobispo. Muchos
de los partidarios de Isabel sospechaban de este último que estaba buscando
únicamente la afirmación de un poder personal. Íñigo Manrique, obispo de
Coria, y su hermano Gabriel, acudieron al campamento de Pozaldez para
tratar de convencer a Carrillo de que la mejor solución para la causa era que
él se retirase dejando al conde de Alba de Tormes la custodia de la princesa.
Él se negó: había razones políticas muy serias, especialmente el concierto
del matrimonio de que él se había encargado, y tampoco podía convertirse a
Isabel en una especie de prenda entre los bandos cambiantes. Alfonso de
Palencia miente o exagera cuando atribuye al arzobispo otra razón, pues
siendo el conde de Alba «joven y tan propenso a la liviandad como a la
tiranía», o bien «se dejaría arrastrar a una pasión ilícita o, por lo menos,
daría motivo a las hablillas del vulgo reteniendo en su poder a una doncella
de extremada hermosura».
La casa de Juan de Vivero, sobrino de Carrillo por su esposa, ofrecía las
mejores condiciones de seguridad, porque, habiendo sido preso en Curiel
por las intrigas de Juan de Stúñiga, su dueño, se ofrecía en completa
disposición. Llegaron a Pozaldez y a Madrigal noticias de que Alfonso de
Fonseca se había puesto en marcha desde Coca, para cumplir la orden de
prisión. Las lanzas del arzobispo y del almirante se movieron también y en
la pequeña corte que rodeaba y vigilaba a Isabel se produjo una
desbandada: entre las fugitivas hay que mencionar a Beatriz de Bobadilla y
Mencía de la Torre, que habían estado trabajando contra la candidatura de
Fernando porque pensaban que esto perjudicaba a la princesa. Una vez
liberada, completó el despeje, prescindiendo de cuantos servidores se le
impusieran y buscando ella por su cuenta otros más fieles, y emprendió el
camino de Valladolid donde estaba el 30 de agosto, alojada en casa de los
Vivero.
Juan II, informado de la alianza franco-castelllana, temió, seguramente,
una maniobra de Luis XI para impedir el matrimonio. Por eso concertó una
alianza entre los condes de Foix y de Armagnac, sellada también con boda,
a fin de que cerraran el sudoeste francés a las tropas reales. Consolidaba, de
este modo, el dominio feudal ultrapirenaico sobre Navarra. Probablemente
se trataba de una precaución excesiva. Engañado por los informes de Jean
de Jauffroy, Luis XI no creyó que pudiera tener lugar un matrimonio que la
Corte española aborrecía, y volcó sus esfuerzos en la frontera norte, donde
la situación se había tornado muy peligrosa.
En Valladolid se preparó cuidadosamente la carta que, fechada y
firmada el 8 de setiembre de 1469,[361] Isabel remitió a Enrique IV, su rey y
su hermano, explicando las razones de su decisión. Aunque no cabe duda de
que varias personas intervinieron en la redacción del documento, hay en él
detalles de tipo personal que acreditan la inspiración de la princesa.
También debe llamarse la atención sobre el entramado de los argumentos.
Comenzaba atribuyéndose a sí misma la decisión de rechazar el título de
reina «por el muy grande y verdadero amor que yo siempre tuve y tengo a
vuestro servicio y real persona y al bien y paz y sosiego de estos vuestros
reinos». Se eliminaba, pues, cualquier gesto de desobediencia o rebeldía.
Luego «en las vistas acordadas y hechas entre Cadalso y Cebreros, donde
vuestra majestad personalmente quiso venir y yo vine, interviniendo el
obispo de León, nuncio apostólico y con poderío de legado de nuestro muy
Santo Padre», se acordó: a) reconocerme la legítima sucesión, y b) decidir
con consejo de los grandes y caballeros y prelados que se escogiese el más
conveniente entre los cuatro matrimonios que se me ofrecían, Fernando,
Alfonso V, el duque de Berri y Ricardo de Gloucester, siempre conforme a
mi voluntad.
Sin embargo, «no solamente dio lugar vuestra majestad a la dilación y
quebrantamiento de las cosas a mí prometidas en las escrituras y actos
públicos solemnizados y corroborados» sino que, sin consultar a grandes ni
prelados, concertasteis por vía privada el matrimonio portugués, llamando a
algunos procuradores y obligándoles con amenazas a admitirlo, privándome
a mí de la libertad de elegir que era condición primera de lo acordado. A
continuación, partiendo de ese plural incumplimiento de lo acordado, Isabel
se justificaba a sí misma: había consultado a los grandes y prelados que la
rodeaban, todos los cuales coincidieron en recomendar la candidatura de
Fernando. El duque de Berri no resultaba conveniente: podía convertirse en
rey de Francia sucediendo a su hermano, y entonces Castilla quedaría
reducida a «provincia sufragánea» de aquélla; de inmediato era un
instrumento contra Juan II de Aragón, el consanguíneo. En definitiva,
«considerada la edad (de Fernando) y dignidad de nuestra antigua
progenie» y los méritos de su homónimo abuelo, que fue hermano del
nuestro (Enrique III), yo «como hermana menor y obediente hija, deseosa
de vuestro servicio y de verdadera paz y tranquilidad en vuestros reinos»,
manifesté a vuestra majestad cuál era mi voluntad. Pero en lugar de darse
una respuesta, vino el embajador francés, cardenal Atrebatense, a
presionarme y se alejaron las damas que me servían y se cursaron órdenes
para reducirme a prisión en Madrigal. Iba camino de mi villa de Ávila,
llegando hasta Hontiveros, pero por la epidemia reinante en aquella ciudad
hubo de desviarme instalándome en Valladolid.
Esta carta no tuvo respuesta, debilitando futuras posiciones pues si no
hay prohibición expresa, tampoco existe desobediencia. Enrique IV la
recibió estando en el combate de Trujillo, y se sometió a los consejos de
Pacheco, que no quería, en modo alguno, que el posible matrimonio
aragonés se convirtiera en tema de debate, ya que podía contar con mayoría
de opiniones favorables. Lo más conveniente, desde este punto de vista, era
tender manto de silencio, insistir en la rebeldía de la princesa y despojarla.
Isabel esperó unos días, y el 20 de setiembre escribió a nobles y a ciudades
pidiéndoles que interviniesen para convencer a don Enrique de que
cumpliera lo pactado en Cadalso, en lugar de «condescender a la voluntad
de algunos».[362] La reacción de Pacheco ante estas gestiones constituyó
seguramente un error: buscaba cómplices más que otra cosa. Hizo
concesiones a Fernando de Monroy, señor de Belvis, y a García de Sese,
alcaide de Trujillo, que acababa de resistir al rey con las armas (10 octubre)
y, sobre todo, implicó a su señor en la injusticia de privar de sus bienes a su
madrastra. A veces es Cenicienta la perversa en estas aventuras del
siglo XV.
Es importante precisar este punto: Isabel establecía como principio
jurídico de su conducta el cumplimiento de los acuerdos de Cadalso-
Cebreros, que daban iniciativa a su voluntad, ya que el rey y los consejeros
hacían propuestas y aprobaciones. Éstos podían alegar que ellos no habían
propuesto, en fecha reciente, a Fernando, aunque sí en otra más remota,
pero no les convenía, en modo alguno, abrir un debate en torno a esta
cuestión.

Azares y riesgos en un viaje necesario

Para que el matrimonio pueda convertirse en realidad, es necesaria la


reunión de los contrayentes. Y Fernando estaba todavía en Zaragoza.
Partiendo de la convicción de que don Juan Pacheco haría todo lo imposible
para impedir la venida del rey de Sicilia, Isabel encomendó a Gutierre de
Cárdenas, en compañía de Alfonso de Palencia, la difícil misión de
concertar con Fernando el viaje. Fueron en etapas nocturnas, burlando la
vigilancia de sus enemigos, hasta Burgo de Osma, para cuyo obispo
llevaban cartas de recomendación de Carrillo. Pero al llegar a este punto
supieron que tanto el prelado como los Mendoza de Almazán y Luis de la
Cerda conde de Medinaceli, habían sido ganados por el adversario y
estaban de acuerdo en impedir la entrada del príncipe. Sobre la marcha
cambiaron las instrucciones y explicaron su misión diciendo que se trataba
de aclarar el alcance de aquella bula de dispensa que otorgara Calixto III al
heredero de Aragón para contraer matrimonio con pariente hasta el tercer
grado. Por el camino de Gómara, y después de haber comunicado a Isabel
sus impresiones, llegaron a Zaragoza convencidos de que el camino se
había cerrado a sus espaldas. Era imprescindible llevar tropas hasta el
Burgo de Osma para que diesen adecuada escolta. Pero, incluso salvada esta
etapa, quedaban otros cien kilómetros hasta la frontera, erizados de
peligros.
Los dos enviados se reunieron a escondidas con el príncipe en una celda
del convento de los franciscanos para trazar el plan de viaje. Como se
trataba de asumir un riesgo para la Corona de Aragón, Fernando decidió
consultar con su padre, aunque adelantando su opinión de que era necesario
correrlo ya que era mucho lo que se jugaba en el envite.[363] Mientras
llegaba la respuesta, urdieron lo siguiente: Pedro Vaca podía viajar en
calidad de embajador de Juan II a Enrique IV, provisto de regalos y con la
misión de procurar un arreglo de las cuestiones surgidas entre ambos reinos;
paralelamente se haría correr el rumor de que Cárdenas había fracasado en
su intento y Fernando regresaba al lado de su padre para atender a las tareas
de la guerra en Cataluña. Gutierre de Cárdenas, que «quiso ocultarse,
deseoso de alcanzar luego la gloria de aparecer como principal compañero
de viaje del príncipe» (Alfonso de Palencia), se instalaría en Verdejo,
donde, con disfraz de criado, Fernando se incorporaría al séquito de la
embajada.
De este modo se hizo el viaje: los espías y avisadores no podían
reconocer al futuro rey en un muchacho de 17 años que servía la cena en las
paradas. Pasada Berlanga, ya en tierras del Duero, llegaron los primeros
soldados de la escolta. El 7 de octubre el conde de Treviño —recuerden, el
marido de doña Guiomar— acogió al rey de Sicilia en Burgo de Osma,
poniendo fin a cuarenta y ocho horas de peligro. De aquí el caballo podía
galopar sin miedo. El 9 de octubre, el joven príncipe llegaba a Dueñas.
Estaba en su casa: pudo saludar a su tía Teresa Enríquez, hermana de su
madre y nuera del conde de Buendía. Y allí llegó la noticia de que «por la
buena voluntad de cierta joven» Juan de Vivero estaba en libertad.
Como en otros lugares he intentado explicar con más detenimiento, es
necesario desterrar muchas ideas, vertidas con ligereza por quienes tratan de
convertir la Historia en novela romántica. Lo que en estos días se estaba
jugando era el futuro de Europa, la posibilidad de que se construyera una
gran monarquía española. Y esto no podía producirse sin que se
manifestaran intereses encontrados. A pesar de los minuciosos acuerdos
firmados y del juramento que el 1 de octubre, puesto el pie en el estribo,
prestara Fernando en Zaragoza, de que no otorgaría merced alguna sin el
consentimiento de Isabel y que a ésta reconocería como verdadera reina,
Fernando encontró abundantes recelos. Sobre él gravitaba la sombra de un
pasado de «infantes de Aragón». Carrillo tuvo que recurrir a la Epístola a
los Efesios para oponerse a los que pretendían que besase la mano de su
mujer en señal de sumisión. «Puso freno a la procaz e injuriosa adulación
haciendo manifiesta la insolencia con que pretendían inficionar el ánimo de
la esposa, que había de obedecer en todo al marido y otorgar al varón las
insignias del poder» (Alfonso de Palencia) aparte de recordar que era él, en
cuanto rey de Sicilia, quien elevaba en un grado el honor de la princesa. Ni
el cronista ni el arzobispo parecen haber tenido un gran concepto acerca del
papel de las mujeres.

Y pusieron su amor en uno

El 12 de octubre —faltaban exactamente veintitrés años para que un pendón


morado se clavara en la arena de la isla de Guanahaní— Isabel firma dos
cartas decisivas. La primera está dirigida a Enrique IV para comunicarle
que Fernando había llegado a Dueñas y «no por cierto como algunos a
vuestra señoría quieren decir, a poner ni meter escándalos y males en
vuestros reinos ni turbar vuestros señorío, como yo a vuestra excelencia
envié decir».[364] La segunda contiene el compromiso, usando también el
nombre de su futuro esposo, de guardar a Alfonso Carrillo toda honra, casa
y estados, «teniendo conocimiento de los grandes y leales servicios y
buenas obras que nos y cada uno de nos recibimos y habernos recibido y de
cada día recibimos».[365] Es posible que el arzobispo entendiera que este
documento significaba, como los que firmaba Enrique IV, una promesa de
entrega del poder.
El rey recibió la carta a él dirigida en el camino desde Trujillo e insistió
en su actitud de no pronunciarse. Dijo al mensajero que se la entregaba, que
respondería cuando estuviese en Segovia, pudiendo consultar el tema con
sus consejeros. Pasó en silencio una dura acusación que en aquella se
contenía: el hecho de que «con mandamiento y con autoridad de vuestra
señoría, menospreciando los huesos y nombre del muy esclarecido rey don
Juan, padre de vuestra alteza y mío» su madre hubiese sido inicuamente
despojada del señorío de Arévalo. Es bastante difícil conjeturar las razones
que movían a Pacheco en este empeño de no dar respuesta, pues brindaba a
los príncipes una baza importante: iban a casarse sin que hubiese una
expresa prohibición.
En la noche del 14 de octubre, mientras el monarca andaba su camino
hacia Segovia, Isabel y Fernando se vieron por vez primera en esa casa de
Valladolid que sería después Chancillería. Acompañaban al príncipe cinco
personas y fue Gutierre de Cárdenas quien se encargó de indicarlo a su
futura esposa: «ése es», en recuerdo de cuyas palabras la princesa le mandó
poner dos eses en el escudo. El 18 volvió Fernando a Valladolid para
celebrar los desposorios, actuando en ellos el capellán de Carrillo, Pedro
López. Se levantó acta incluyendo en la misma una bula, probablemente
falsificada, pero en todo casi inservible, pues se atribuía a Pío II y a una
fecha lejana (28 de mayo de 1464).[366] Sobre ella había hecho el obispo de
Segovia, Juan Arias Dávila (4 de enero de 1469), la ejecución
correspondiente pues venía en forma comisoria. Palencia, que parece estar
bien informado, explica cómo este documento fue presentado por Carrillo,
que lo tenía en su poder. Su inclusión parecía inexcusable, dado el defecto
que se señalaba en el matrimonio de don Enrique con doña Juana. Isabel
acababa de hacer a Troilo Carrillo una importante donación, las salinas de
Atienza (17 de octubre): de este modo recogía el premio a que su padre y su
suegro eran acreedores.
Como es bien conocido, el 19 de octubre, en las mismas casas de Juan
de Vivero, fue celebrada la misa de velaciones: aquella noche los novios
consumaron matrimonio, restableciendo la dura costumbre de la sábana. A
los siete días una larga comitiva acudió a la colegiata de Santa María,
sepultada hoy bajo la catedral, para recibir las bendiciones acostumbradas.
De modo que Enrique IV, en Segovia, fue informado de que todo se había
consumado.

Una postura firme: acatamiento y no rebelión


La Corte, en Segovia, no mostró reacción alguna, como si los hechos
acaecidos no fuesen tomados en consideración. Perdió, con ello, mucho
tiempo. Durante varios meses, hasta la primavera de 1470, se produjo
aquello que podríamos calificar de compás de espera. Pacheco, Stúñiga y
los otros consejeros insistían en presentar las cosas como si, con su
conducta, Isabel hubiese provocado la nulidad de los acuerdos y actos que
se realizaran el año anterior. Los príncipes rechazaban esta tesis: era
Enrique quien había dejado de cumplir los compromisos adquiridos,
mientras que ellos habían comunicado reiteradamente su propósito sin
recibir respuesta; nadie podía atribuirles actos de rebeldía o desacato. Ahora
mismo solicitaban permiso para ir a besar las manos a su rey. En esta
postura coincidían con las instrucciones que enviaba Juan II: había que
mantener a toda costa la paz con don Enrique y atraer la buena voluntad de
la Casa de Mendoza. Ambas partes forzaban desde luego sus argumentos.
El matrimonio —hombre y mujer ponen su amor en uno, según la
expresión que se utilizaba en aquella época— hacía nacer una nueva
entidad en el espacio político castellano: la Casa de los Príncipes, versión
reducida de la Corte del rey. Se despertaban las ambiciones. El mayordomo
de Fernando, Ramón de Espés, y su capellán, Ximeno de Embún,
pretendieron asumir en ella los oficios que antes tenían. Pero Fernando dio
a todos la sensación de que se atendría a la condiciones pactadas cuando
nombró secretario suyo al que ya lo era de su mujer, Alfonso Dávila (9 de
noviembre de 1469). Querellas menudas al lado de la gran ambición que
desplegaba Alfonso Carrillo. Creía que todos los negocios debían pasar
inexcusablemente por sus manos.
El 22 de octubre, cuando aún duraban las magras fiestas de aquella
boda, los príncipes reunieron el que podríamos llamar su Consejo privado a
fin de contrastar opiniones en torno a lo que convenía hacer. Un centenar de
kilómetros aproximadamente separa Segovia de Valladolid. Se entendió
necesario aumentar las reclutas hasta disponer de mil hombres de armas
para lo que se precisaba que el rey de Aragón hiciera entrega de las villas
prometidas y de la renta de la Cámara de Sicilia. El arzobispo hizo entonces
un gesto de disgusto: aquel mozuelo estaba actuando ya como verdadero
príncipe; escuchaba y tomaba decisiones sin esperar a que otros lo hicieran
por él. Decidió ponerlo en conocimiento de Juan II, para que conociera la
falta de gratitud. También se acordó en aquella reunión comunicar a
Alfonso V de Portugal la boda ya celebrada demostrando interés por
conservar los lazos de amistad entre ambos reinos que databan de las paces
de Almeirim, «lo cual acordamos de le notificar siendo ciertos habrá de ello
placer», «certificándole que él tendrá en nosotros aquella gran parte que el
deudo y buena vecindad requiere». Juan de las Casas iría a recabar de los
nobles andaluces el aplauso para el matrimonio.[367] Lo más importante:
serían enviados al rey procuradores que le informasen detalladamente
acerca de los actos celebrados.
Isabel tomó una iniciativa tendente a demostrar que seguía dispuesta a
lograr entendimiento. Escribió a la gordísima Leonor, condesa de Plasencia
—no podía, en modo alguno llamarla duquesa de Arévalo— para que
moviese a las tres personas sobre las que influía, su marido, su padre y el
rey, a que se diese respuesta a las cartas de 8 de setiembre y 12 de octubre.
Pero tampoco esta carta del 30 de octubre tuvo respuesta. Don Álvaro de
Stúñiga había tomado posesión de Arévalo, sujetándola fuertemente por
medio del corregidor Juan Ruiz de la Fuente, al que se había provisto de
fuerte guarnición.[368]
Pedro Vaca, que seguía ostentando el título de embajador de Juan II,
acompañado de Diego de Ribera y Luis de Altozano, fue el encargado de
llevar a Segovia las noticias, servidas con una oferta de «amor, acatamiento
y obediencia de hijo» para Enrique IV. Los compromisos que, por propia
iniciativa, asumía Fernando ante el rey, congruentes con las capitulaciones
de Cervera, eran: obediencia, por este orden, a la Sede romana, al Vicario
de Cristo y a don Enrique a quien «todos los días de su vida le tendrá por
rey y lo acatará», esforzándose en conseguir que todo el mundo obre de la
misma manera; tratar como a madre a la reina viuda; obedecer a su esposa
en cuanto princesa; educar en Castilla a sus hijos; guardar los oficios a los
naturales; no reclamar nunca el patrimonio que fuera de su padre o de sus
tíos; acrecentar la dote; y, en definitiva «hacer guardar la justicia y todos
buenos usos y costumbres de estos susodichos reinos y señoríos». El
conocimiento que ahora poseemos de su reinado permite asegurar que
efectivamente, Fernando cumplió su palabra.
No se trataba ya de una carta que pudiera dejar en silencio. Enrique IV
hubo de dar respuesta: Pacheco estaba ahora en Ocaña, aquejado de fiebres
y el arzobispo Fonseca fuera de la Corte; sin asistencia de sus ministros no
se atrevía a manifestar su opinión. Cuando el arzobispo regresó pudo
explicar a Vaca y sus colegas que, siendo asunto de tanta envergadura, no se
daría respuesta sin recabar antes la opinión del Maestre de Santiago y de los
otros grandes. Y en esta postura se encerró. Por su parte los príncipes se
abroquelaron en la legalidad. Así lo explicaron en una carta al conde de
Arcos del 21 de noviembre: «Enviamos a notificar al señor rey cómo
nuestro propósito había sido y es de le obedecer y enteramente reconocer su
preeminencia real y hacer todo aquello a que somos obligados como
obedientes hijos y sus menores hermanos.» Los historiadores contrarios a la
memoria de los Reyes Católicos prefieren ver en ello un gesto de
hipocresía. Cualesquiera que fuesen las intenciones íntimas de los príncipes,
que no podemos conocer, demostraban con esta postura una gran
coherencia: si se volvía a las discordias pasadas, y aun suponiendo que
lograsen la victoria, habrían destruido aquello que más querían, la
legitimidad que lleva consigo la monarquía. Pacheco iba a empujar a
Enrique IV a nuevos traspiés en este sentido, hasta sumir el país en una
carencia absoluta de autoridad, y ello daría a Isabel la victoria.
Los Mendoza comenzaron a darse cuenta y a modificar poco a apoco su
postura, pasando primero a una actitud de independencia. El 2 de
noviembre de 1469 el obispo de Sigüenza llegó a un acuerdo con Alfonso
Carrillo de Acuña, sobrino homónimo del arzobispo, entregándole Maqueda
y sus derechos sobre la alcaldía mayor de Toledo a cambio de Jadraque y
Alcorlo, con más de mil vasallos redondeando sus señoríos.[369] Una mera
operación comercial, ciertamente. Pero también algo más: el primer eslabón
que permitiría ulteriores conversaciones.
CAPÍTULO XXV

VALDELOZOYA

Plan de batalla de don Juan Pacheco

El programa que el Maestre de Santiago presentara al rey en el camino de


retomo desde Andalucía, destinado a sustituir al del 30 de abril,
prescindiendo de Portugal, y que don Enrique aceptó, tenía la ventaja de su
simplicidad aunque, como sucedía con frecuencia en los designios políticos
de aquel ambicioso, se hacía caso omiso de cualquier noción de derecho y
legitimidad. Puesto que Isabel había desobedecido al monarca en asunto tan
grave como el de su matrimonio, debía ser despojada de sus derechos,
pasándolos a Juana. Pero este razonamiento encerraba un sofisma: la
sucesión no es algo que el rey puede dar o quitar a su antojo, sino la
consecuencia del lugar que se ocupa en la línea dinástica, y lo que, en
Cadalso, en Guisando y en Casarrubios del Monte, reiteradamente aquél
había afirmado era que tenía que reconocer a Isabel porque no quedaban
otros descendientes legítimos de su linaje. La desobediencia del sucesor
podía ser castigada, recurriendo desde luego a las Cortes y a un proceso en
regla, pero ese castigo no podía devolver derechos a quien carecía de ellos.
La versatilidad de Pacheco le había acostumbrado a afirmar hoy lo que
negaría mañana, pero no es posible construir un buen edificio político sobre
tales premisas.
Eran muchos los nobles que se percataban de los defectos de aquel
planteamiento. Aunque no abundasen las adhesiones al príncipe aragonés,
predominaban las actitudes frías y distantes. El Maestre de Santiago
confiaba en reforzar su posición mediante el estrechamiento de relaciones
con Fonseca y Stúñiga[370] mediante compromisos que les obligaran a
permanecer en su bando y convenciendo además a los grandes de que no les
convenía un rey aragonés. Más valía buscar otro personaje como el duque
de Guyena, cuya fama de «frondeur» estaba sólidamente apoyada. Los
meses de su enfermedad en Ocaña ayudaron al ministro a ahondar en estas
y otras muchas cosas. Había que comprar voluntades para culminar con
éxito la operación de montar un nuevo Guisando, con otros protagonistas.
El éxito de las gestiones en esta línea estaba destinado a durar tanto
como las rentas a repartir. Produjo una etapa de desaliento entre los
isabelinos que dura hasta finales de 1470. Desde aquella reunión del 22 de
octubre de 1469, que fue una especie de toma de conciencia, dos puntos
habían quedado claros en el programa de Fernando, coincidente con su
esposa: restaurar «un poder monárquico fuerte, indiscutible y siempre
situado por encima de cuestiones privadas»; y no jugar el papel de una
alternativa partidista a la legitimidad, sino el de sucesor de esa misma
legitimidad (Ángel Sesma). Por eso hubo, desde aquel mismo momento, un
distanciamiento respecto a Carrillo, hombre esencialmente de partido. El 23
despachó a Gabriel Sánchez con noticias detalladas de cuanto se había
hecho, para su padre. En aquel momento aún abrigaba esperanzas de llegar
a un acuerdo con Enrique IV, interpretando su silencio de modo favorable.
En diciembre, tales perspectivas se habían disipado. Alfonso de Palencia
fue enviado en demanda de auxilio porque escaseaban los recursos.
Llegaban a Valladolid noticias que no eran muy propicias a crear nuevos
ánimos. Las adhesiones que se registraban adolecían siempre de
compromisos poco oportunos. Al confirmarse la obediencia de Medina del
Campo (11 y 12 de diciembre de 1469) se hizo constar, muy expresamente,
que seguía en la obediencia debida a su rey y como parte de ese mismo
realengo. Vinieron a ofrecerse el hijo y el nieto del conde de Castrogeriz,
Fernando y Diego de Sandoval y Rojas (4 de diciembre de 1469), pero
retornaban con ellos viejos rencores y deseos de recobrar los bienes que
perdieran por causa de don Álvaro de Luna, y también el señorío de Denia,
puesto en secuestro por Juan II. El 11 de diciembre los príncipes se
comprometieron formalmente a esta restauración; pero entre tanto había que
atenderles con dinero y las disponibilidades eran muy escasas.
Muy sintomáticas las señales de eclipse que, durante estos meses largos,
se detectaron en Asturias. Alfonso de Quintanilla se entrevistó con el conde
de Luna, el 13 de noviembre de 1469, y le mostró la carta circular de Isabel
del 12 de octubre. Estaban ambos en la casa que el conde poseía en lugar
tan apartado como Laguna de Negrillos. Don Diego no pudo ocultar sus
dudas: aquel retorno a las contiendas intestinas podía perjudicar sus
intereses. Hubo, incluso, sospechas de que estaba dispuesto a reconocer a
doña Juana. De hecho es a partir de marzo de 1471 cuando adopta la
postura de firme partidario de los príncipes, manteniendo en el futuro esta
línea. El 9 de febrero anterior Isabel había confirmado dos juros, uno para la
condesa, de 100.000 maravedís, otra para el hermano don Suero, el del Paso
Honroso sobre el puente del Órbigo, de 50.000.

Los cimientos que se conmueven

Enrique IV tenía, ante sí, dos opciones: aceptar los hechos consumados, ya
que se le ofrecía obediencia, imponiendo condiciones favorables, en
especial para Juana, a quien se debía una compensación, o volver al punto
de partida como si la negociación de Guisando pudiera darse por no
existente. Guiado por Pacheco escogió la segunda. En consecuencia se
deshizo la precaria paz que en setiembre de 1468 se había conseguido y
sordas agitaciones sacudieron los cimientos de la sociedad cristiana.
Rebrotaba, ahora con una extensión mucho mayor, el odio entre cristianos
viejos y conversos que sería empleado con motivos políticos y también
como ingrediente de la revuelta social. Ese odio era más que suficiente para
amenazar las estructuras mismas del reino, que se definía como comunidad
de bautizados: el sacramento ya no garantizaba la integración. El
antijudaísmo había perdido mucho de su carácter religioso para revestirse
de antisemitismo: de modo que si a los conversos se definía como
«hombres repugnantes, sin Dios ni ley», esta calidad se atribuía a su linaje
hebreo, no a sus creencias.
En 1471 se imprime el Fortalitium fidei, que es uno de los primeros
libros reproducidos en España por el ingenio de Gutenberg. Su autor, fray
Alonso de Espina, palentino, pertenecía a la observancia franciscana del
Abrojo, siendo desde 1454 el superior de esta corriente reformada.
Conociendo el hebreo, aunque sin dominarlo suficientemente, este cristiano
viejo —es, sin duda, erróneo atribuirle la condición de converso— tuvo que
valerse de Ramón Martínez, Alfonso de Valladolid y Jerónimo de Santa Fe,
para allegar la información que precisaba para sus argumentos. Habiendo
descubierto la existencia de ciertas doctrinas que se aproximaban al
materialismo filosófico, llegó a la conclusión, errónea, de que éste formaba
parte de las enseñanzas rabínicas; en consecuencia definía a los conversos
como portadores de un virus que era epidemia al introducirlo en las venas
de la sociedad cristiana. El Fortalitium no era un libro deleznable, aunque
estuviese armado en torno a un eje falso; por eso pudo ejercer gran
influencia.
Podemos concluir, como hace Benzo Netanyahu, que la población
conversa, núcleo entonces bien definido dentro de la sociedad cristiana, que
gozaba de influencia superior a la que por su número le hubiera
correspondido, estaba distribuida en tres sectores: aquellos que veían en el
cristianismo la Verdad, que resolvía dudas y vacilaciones cumpliendo las
expectativas, integrándose en la Iglesia, donde llegaban a ocupar puestos de
relieve; aquellos que, formando la mayoría, consideraban el bautismo como
vehículo de normalización social, otorgando valor secundario a la doctrina,
tanto judía como cristiana; y una minoría formada por quienes, rechazando
en lo íntimo de su alma la fe cristiana que les fuera impuesta, querían volver
al judaísmo. No es posible hacer una valoración cuantitativa de estos tres
sectores. Pero en la obra de fray Alonso de Espina estas distinciones no
eran tenidas en cuenta. Aparecen en él algunos de los estigmas de odio que
tan perniciosas consecuencias llegarían a alcanzar: pueblo deicida, Israel ha
sido condenado definitivamente por Dios —«caiga su sangre sobre nosotros
y sobre nuestros hijos» (Mt. 27, 25)— y vuelve por ello su rabia contra los
cristianos, buscando en la sangre de éstos un medio de purificación de la
suya, podrida.
Nada de esto era admitido por la Iglesia, que reiteradamente condenaba
tales doctrinas. Este argumento explicaba la famosa leyenda del libelo de
sangre: el día de Jueves Santo los judíos necesitan el corazón de un niño
para cocerlo en vino y alimentar su propia sangre con la bebida lograda
mediante este procedimiento. La muerte de una niña en Zamora, aunque
posteriormente se descubrió que era la víctima de unos malhechores, sirvió
a fray Alonso de argumento. Peor aún: en la Navidad de 1468 circuló en
Segovia la noticia de que se había producido uno de estos asesinatos
rituales y, en él, se hallaba implicado el rabino mayor Samuel Pichó. La
calumnia no necesita de verosimilitud para ser creída.
En definitiva se llevó a la sociedad cristiana, para la que la fe era eje
sustancial, al convencimiento de que judíos y conversos eran un peligro
para su propia existencia. No menos de catorce herejías se asignaron a los
nuevos como consecuencia de su relación con el judaísmo. Según los
predicadores más exaltados, judíos y conversos adoraban ídolos
atribuyendo a Dios una compañera femenina y, aunque negaban la vida
eterna, estaban convencidos de que los poderes taumatúrgicos de la Forma
consagrada permitían utilizarla en ritos de magia negra. Todas las
tenebrosas leyendas que rodean a los aprendices de brujos, expertos en el
empleo de los signos cabalísticos, se habían formado ya. En medio de este
clima asistimos a enfrentamientos en escalada durante estos cuatro últimos
años del reinado de don Enrique. Poco después de 1467, aunque en fecha
que para nosotros permanece imprecisa, fue compuesto el Libro del
Alborayque. El título responde al calificativo que se daba al animal que
transportara a Mahoma en su excursión al cielo, que no era caballo ni mulo
sino un híbrido muy especial. Alboraiques iban a ser llamados los
conversos pues, ni judíos ni cristianos, ¿alguien podría con precisión decir
qué son?
Fray Alonso de Oropesa, general de los jerónimos y autor de la primera
inquisición en Toledo, intentó dar una respuesta a las denuncias
calumniosas mediante el Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis
Dei Israel, obra incompleta a causa de la muerte de su autor el 28 de
octubre de 1468. La permanencia de la Iglesia le parecía verdad inconcuso:
existe desde el origen del hombre por medio de la Ley natural. A los judíos
asignó Dios la Ley escrita convirtiéndoles en transmisores de la Verdad
revelada a toda la Humanidad. Sólo con Jesucristo impera, con la Ley de
gracia, la plenitud de la Revelación. Los judíos, dejándose dominar por el
diablo, han cometido tales errores y maldades que no hay más remedio que
considerarles pervertidos por su doctrina. Ellos odian el nombre cristiano.
Por esta misma razón los conversos constituyen el bien: son los que han
sabido rectificar, dejando de ser judíos, pasando de la perversión a la
rectitud, de las tinieblas a la verdad. El jerónimo, por mucho que ahora
pueda sorprendemos, operaba con rectitud desde el pensamiento cristiano
imperante en aquella época. Su reflexión le llevaba a una rotunda defensa
de los «nuevos» —su conocimiento de la Escritura les da ventaja sobre los
«viejos», y su decisión al pasar del error a la verdad les acredita en su
calidad moral— pero también a una condenación de los judíos. De acuerdo
con las recomendaciones de Ramon Lull, veía la solución del problema en
la expulsión de aquellos que, debidamente instruidos, se negaran a
abandonar su fe.
Éste era uno de los más graves problemas que afectaban a la monarquía
castellana, y aparece mezclado, como veremos, en muchos de los episodios
de la nueva etapa de querellas internas. Enrique IV y también los príncipes,
tendrán que enfrentarse con él. Marcaba, además, la diferencia entre las dos
mitades del reino. Al norte de los montes, siendo más escasos los
conversos, aparecían mejor integrados en la sociedad cristiana; en tierras de
Toledo, Ciudad Real y Andalucía, las tensiones irían creciendo hasta
desatarse en las violencias a que nos referiremos. Era fácil atizar la
concupiscencia de los viejos pobres cuando se les mostraba la riqueza de
que disfrutaban los nuevos.

La amenaza para las ciudades


La presión de la alta nobleza se dirigía, en esta nueva etapa, a conseguir
establecer su dominio sobre las ciudades, tratando de convertirlas en
verdaderas capitales para sus dominios, como los Mendoza hicieran en
Guadalajara, o Medinasidonia en Sevilla o, más bien, como Miguel Lucas
de Iranzo había conseguido en Jaén. Podría decirse que esto significaba ya
el ocaso en la forma de gobierno que constituyeran los grandes concejos.
No siempre era posible conseguir éxito. El conde de Luna, aunque fijara
una de sus residencias en León fracasó en el intento de someterla. Don
García de Toledo, conde de Alba, intentó un golpe de mano sobre
Salamanca, pero los linajes de la ciudad movilizaron a sus moradores y le
rechazaron con sangrientas pérdidas. Enrique IV acudió con tropas
andaluzas y fortaleció el realengo. Los Velasco estaban ya en Burgos,
aunque sus procedimientos eran más sutiles: buscaban comunidad de
intereses con los grandes comerciantes de la zona: el conde de Haro tendría
barcos en la mar con las flotas que iban a Flandes.
Córdoba, despojada de algunas de sus villas y fortalezas, era manzana
de discordia entre el conde de Cabra y Martín Alfonso de Montemayor. El
primero, Diego Fernández de Córdoba, había recibido de Enrique IV el
mando sobre la guarnición, que incluía también esa torre del puente llamada
la Calahorra. Por medio de su hijo, mariscal de Baena, inició una maniobra
tendente a dominar el regimiento mediante el proyecto de expulsar a los
conversos y fortalecer el poder de los cristianos viejos. De ahí que los
«nuevos» influyentes por sus medios de fortuna, se ofreciesen a los señores
de Montemayor para intentar un cambio. Una de las reuniones del concejo
degeneró en tumulto: fue la oportunidad para que los soldados de Martín
Alfonso entrasen en la ciudad, se apoderasen del alcázar y de la fortaleza
del puente, reduciendo a prisión a los dos hijos del conde de Cabra. El
rescate de estos jóvenes fue fijado en la entrega de la villa de Alcalá la
Real. Córdoba había cambiado de mano, simplemente, sin encontrar la paz:
los bandos, enconados, afilaban en ella las espadas.
En Extremadura predominaban los Stúñiga, que aún no habían
cambiado su apellido por Zúñiga, más acorde con el ceceo de aquellas
latitudes. Pero los hijos mayores, Álvaro y Fernando, no ocultaban su
repulsión a la madrastra, Leonor, hija de Pacheco, porque estaba buscando
acomodo opulento para sus hijos. Elvira, condesa viuda de Belalcázar, no
siguió el criterio de sus hermanos porque, convertida en tutora de sus hijos,
necesitaba ayuda y se mostró dispuesta a prestarla también en ese objetivo
que la nueva duquesa de Arévalo se había fijado: el Maestrazgo de
Alcántara. Creía contar con el «valiente y afortunado clavero», Alfonso de
Monroy. Éste, sin renunciar a la alianza con la condesa Elvira, que pudo
proporcionarle soldados venidos de la Frontera, tenía su propio programa:
había organizado un alzamiento de los comendadores de la Orden contra el
Maestre, Gómez de Solís, que debía su oficio al favor personal de
Enrique IV, asustándolos con la idea de que podía hacerse de Alcántara una
simple dependencia señorial. Con toda lógica aspiraba a ser elegido Maestre
ya que ocupaba entonces el segundo puesto. Monroy, pese a los auxilios de
la condesa, fue derrotado en Zalamea. Solís, al que los isabelinos querían
retener a su lado, había recibido auxilios del conde de Alba, del arzobispo
de Toledo y de Beltrán de la Cueva, heterogeneidad que nos explica cómo
los intereses privados estaban saltando por encima de los públicos. A pesar
de todo el clavero repuso sus fuerzas, tomó la fortaleza de Alcántara y
expulsó de aquí al Maestre.
Sobre Valladolid se proyectaban tres ambiciones paralelas en discordia:
el almirante, el conde de Benavente y Juan de Vivero, que sentía también la
acucia de ser elevado a la grandeza. Pero allí estaban los príncipes que
parecían dispuestos a servirse de ella como de un centro político para su
facción. La gran villa del Pisuerga y la Esgueva no era ninguna fortaleza,
aunque disponía de tres elementos capitales: la Chancillería, el Estudio
General y la abadía madre de los benedictinos reformados. La cuestión fue
abordada en aquella junta del 22 de octubre a que hemos aludido y se llegó
a la conclusión de que para mantenerse en las actuales posiciones sería
preciso contar con una fuerza de mil hombres de armas. Y no había dinero.
El 11 de febrero de 1470 Fernando propuso a su padre vender el señorío de
Gandía para obtener los fondos necesarios. No pudo hacerse. Al mismo
tiempo, cuando se anunciaba ya el primer embarazo de Isabel, surgían las
dificultades internas en aquella pequeña Corte. El almirante invocaba los
méritos de su sangre para mandar. Carrillo, los servicios prestados. Y en
medio el joven rey de Sicilia trataba de dejar claro que él había venido a
Castilla a mandar y no a ser mandado. En el calor de una disputa, el
príncipe llegó a decir al primado «que no entendía ser gobernado por
ninguno».
La época de los validos debía darse por terminada. Se necesitaban
ministros en el estricto sentido que tiene esta palabra, instrumentos.
Carrillo, muy enojado, abandonó Valladolid como si estuviera decidido a no
volver, y bombardeó con sus quejas al rey de Aragón. Juan de Vivero estaba
preparando en aquella ciudad un movimiento de cristianos viejos,
repitiendo lo que se hiciera en Toledo. Fernando e Isabel llegaron a la
conclusión de que aquella residencia no era segura y comenzaron a buscar
un acomodo más propicio.

La propuesta de paz de Alfonso Carrillo

Enrique IV no se había demorado mucho tiempo en Segovia. Trasladó su


residencia a la otra capital, Madrid, donde iba a permanecer hasta mayo de
1470. Buscaba una mayor proximidad a Pacheco, convaleciente en Ocaña,
en quien depositaba, de nuevo, toda su confianza, aunque es dudoso que le
tuviera en alta estima. Sólo el Maestre se le mostraba dispuesto a ejecutar
un plan que restableciera los derechos de Juana. Y ahora, el monarca
parecía estar obsesionado por el destino de esa hija de su matrimonio, que
vivía aún en la casa del conde de Tendilla. Marginada la reina Juana y
abandonado el proyecto portugués, ya que Alfonso V se sentía frustrado y
maltratado, Pacheco pensaba en un refuerzo de la alianza francesa,
utilizando en favor de doña Juana a ese mismo duque de Guyena que fuera
pensado para la destrucción de Isabel, con el agravante de que se aumentaba
la diferencia de edad. Enrique IV aceptó el proyecto entregando a Pacheco
en remuneración por los nuevos servicios que de él se esperaban, el castillo
de Escalona. Siempre, como un trasfondo, la herencia de don Álvaro de
Luna.
Pasaban lentos, y con escasa actividad en lo que al reinado concierne,
los meses del invierno. Fernando e Isabel abandonaron Valladolid buscando
acogida en Ríoseco, fortaleza segura. Con ello aumentó el desvío de
Canillo. Trataban los príncipes de ganarse la buena voluntad de Pedro
Fernández de Velasco, que acababa de heredar el condado de Haro, pero no
pudieron lograrlo porque, en aquellas fechas, hubiera significado tal vez el
abandono del condado de Vizcaya.
Superada la enfermedad, aunque nunca recobraría completamente su
salud, Pacheco estaba poniendo en marcha los prolegómenos de su plan,
reanudando conversaciones con Francia y buscando agradecidos
recipendiarios dentro del reino. Por ejemplo, estrechó sus relaciones con
Ayala, Silva y Ribadeneira, asegurándoles el dominio de Toledo e incluso
enviándoles tropas para mejor sujetar a los moradores.[371] Hizo efectivo el
ducado de Arévalo a Álvaro de Stúñiga, adornado con un juro de un millón
de maravedís, sabiendo que una reconciliación de éste con Isabel se
vinculaba a la devolución de la ciudad. Y dio licencia al conde de Haro para
que se posesionase de los diezmos de la mar así como del gobierno de
Vizcaya y Guipúzcoa, sin separar, de derecho, del patrimonio real.[372]
Ordenó que Salamanca fuese preparada como residencia para la reina doña
Juana y compensó la decepción de don García Álvarez de Toledo
haciéndole duque de Alba, marqués de Coria y conde del Barco. Ésta fue la
vía por la que el antiguo linaje del alcaide de las torres de Toledo por el rey
don Pedro, se instaló en la cúspide de la jerarquía de la nobleza.
De este modo, buscando al mismo tiempo el alejamiento de la reina —
no iba a ser enviada a Portugal pero sí a su frontera—, Pacheco podía
convencer al rey de que no había necesidad alguna de negociar. Alfonso
Carrillo comunicó a Juan II, no sólo su disgusto por el trato que los
príncipes le daban —éstos accedieron a regresar a Dueñas, señorío del
hermano del arzobispo, hasta que naciera el hijo que esperaban—, sino la
preocupación por el mal sesgo que tomaba la causa de sus hijos. El monarca
aragonés envió a Pedro Vaca con objeto de proponer a Pacheco y a los
Mendoza acuerdos ventajosos con matrimonios bien recompensados.
Pacheco, como de costumbre, dio una respuesta vaga que podía
interpretarse de modos bien diferentes. Pero los Mendoza propusieron una
fórmula que significaba toda una capitulación: que el niño que iba a nacer,
ocho años y pico más joven que ella, casara con doña Juana. Fernando e
Isabel renunciarían los derechos que pudieran asistirles en este vástago, y se
irían después de Castilla. Tenía, al menos, esta propuesta, un mínimo
respeto a los usos y costumbres, de que carecía el proyecto del Maestre de
Santiago. De cualquier modo no sería un varón, sino una niña la que
vendría al mundo el 1 de octubre de 1470.
Carrillo y los príncipes tenían sus propuestas de paz. La de Fernando e
Isabel aparece formulada en carta del 4 de marzo, y es muy conforme con
sus modos de pensar y de sentir: por tratarse de un caso de conciencia, en
torno a la legitimidad que Dios otorga a los reyes, pedían que se reuniesen
los cuatro superiores de las grandes Órdenes, dominicos franciscanos,
cartujos y jerónimos para que, estudiando las alegaciones, diesen sentencia.
Ellos, por su parte, prometían respetarla. Hay aquí una postura moral a la
que Isabel repetidas veces se referiría: si no estuviese convencida de que le
asistía el derecho, jamás habría reclamado la Corona. No hay razones para
creer que mentía.
El arzobispo se mostró más político y menos religioso; no era su
conciencia, sino la de los miembros de la dinastía real, la que entraba en
juego. Envió a Pacheco un procurador, oficialmente para comunicar con el
rey, señalando los cuatro grandes males que padecía el reino y a los que era
necesario y urgente poner remedio:

«A su merced es manifiesto el estado en que se ha puesto su real


dignidad y cómo estos sus reinos están en total perdición por falta de
justicia, que en ellos no hay ninguna, salvo aquella que la necesidad ha
puesto y pone en algunos pueblos, aunque pocos, que en las otras
partes no parece que hay otro derecho salvo la fuerza.»
El quebranto y falsificación de la moneda de que se hacían
responsables incluso algunos de los grandes, cuyo resultado era una
verdadera anarquía de los precios con daño muy especial para los más
pobres.
La endemia agudizada de las pequeñas guerras locales, que asolaban
ya todas las zonas de la Montaña, y Asturias, y Galicia, con especial
gravedad en Extremadura, Sevilla y Córdoba.
Por último, Andalucía entera estaba a punto de perderse pues el rey de
Granada acababa de hacer una entrada «adonde ha muy largos tiempos
que moros no llegaron».

Encargaba el arzobispo a su procurador: «Y diredes que como nos seamos


constituido en esta dignidad que es la mayor de sus reinos —era Toledo
sede primada— y llegado en tal edad», a él correspondía, más que a nadie,
preocuparse por el bien común. Desde esta posición proponía que el
Maestre de Santiago, los duques de Arévalo y de Alburquerque, el marqués
de Santillana, los condes de Haro, Alba, Benavente y Treviño, el almirante,
el nuncio Véneris, y los obispos de Sevilla, Sigüenza, Coria y Burgos, bajo
su presidencia, se reuniesen en un lugar santo y seguro como era San
Vicente de Ávila, y allí acordasen las medidas que debían tomarse.[373]
Demasiado tarde. La decisión de Enrique IV estaba tomada. Regresaba
a Segovia con la esperanza puesta en la embajada que Luis XI ya
despachara. Preparando la recepción y las negociaciones se encomendó a
Cabrera la custodia del alcázar de esta ciudad. No sabemos qué temores
asaltaron en este momento a la reina que veía probablemente en su envío a
Salamanca una maniobra para separarla definitivamente de su hija y a ella
de la Corte. Convenció a Pedro de Castilla para que intentara un golpe de
mano sobre Trijueque, donde a la sazón moraba la niña, bajo la custodia de
Tendilla. Pero el golpe fracasó, el autor quedó prisionero y la vigilancia en
torno a doña Juana se hizo tan estrecha, que era equivalente a una prisión.
Triste reina de amargos destinos.
Los «aragoneses» abrigaban otra clase de temores: si Luis XI se decidía
a volcar su poder en la Península las perspectivas de victoria eran
prácticamente nulas. Todo esto a pesar del fracaso que los franceses estaban
registrando en Cataluña. De cualquier modo era imprescindible cerrar
Navarra al enemigo inveterado. Juan II, utilizando en este caso las
preferencias masculinas, intentó arrebatar la lugartenencia a su hija Leonor
y al marido de ésta, Gastón de Foix, reconociendo como heredero a un niño,
hijo de ambos, Gastón V, comprometido ya con una hermana de Luis XI,
Magdalena.[374] De este modo sería preciso construir una regencia de siete
miembros, con equilibrio entre agramonteses y beamonteses, que el rey
podría manejar. Para el caso de que se produjera alguna resistencia,
Fernando y su padre arreglaron el matrimonio de Ana de Navarra, hija del
príncipe de Viana, con Luis de la Cerda, conde de Medinaceli,
comprometiéndose a pagar la dote de la novia (13 de julio y 3 de agosto de
1470). Bastaba con reconocer que había existido matrimonio entre Carlos y
María de Armendáriz para poder contar con un adecuado pretendiente.
Los dados estaban ya sobre la mesa. Había, sin embargo, en ambos
lados, la misma postura: aunque la mano estuviera ya sobre el disparador de
la ballesta, era firme la decisión de no soltar la flecha. En Segovia
confiaban en que los embajadores del rey, apoyados en esta ocasión por los
franceses, convencieran a Paulo II para que no confirmara las actas de la
gestión de Véneris en España. Difícil alternativa, que tampoco daría
resultado. El 18 de junio, desde Dueñas, Fernando e Isabel, conscientes ya
de la tormenta que se avecinaba, escribieron a Enrique IV una última carta
dejando muy claras sus intenciones: no discutían en modo alguno su
autoridad; pero defendían sus derechos de los que no podían ni querían ser
despojados.

Vizcaya da la vuelta

Había muerto, a principios de 1470, aquel a quien sus contemporáneos


llamaron el «buen conde de Haro», porque, alejado de menudas querellas,
había trabajado en favor de la paz, «así que podremos decir por él que dejó
perdurable memoria para certidumbre de su salvación» (Enríquez del
Castillo). Le sucedía su primogénito, Pedro, que había militado entre los
fieles a la Corona, junto a los parientes de su mujer. Esperaba, en la
coyuntura presente, consolidar una especie de dominio sobre Vizcaya y,
acaso, Guipúzcoa, aprovechando que se le había dado el gobierno del
Señorío y de la Provincia, con las copiosas rentas que procuraban los
diezmos de la mar. Los Velasco, de apellido euskérico, procedentes de las
tierras altas de Ampuero, estaban firmemente asentados en Burgos. Ahora
recibían el encargo de acabar con las guerras banderizas, aunque
probablemente el objetivo mayor venía dado por el establecimiento de
alguna clase de dirección y desarrollo de ese gran eje mercantil que
significaba el enlace entre el patriciado burgalés y los transportistas que
utilizaban la ría de Portugalete, puerta de acceso a las rutas del mar. El
primer muelle (cay) de que fuera dotado Bilbao, junto a la iglesia de San
Antón, databa de 1463.
Desde la extinción, a mediados del siglo XIV, de las últimas ramas de los
López de Haro, el señorío de Vizcaya, recogido como herencia por Juan,
hijo de Enrique II, luego rey, se había declarado pieza inseparable del
patrimonio de la Corona. Ésta le había proporcionado una estructura
jurídica y administrativa completa, culminando en el Fuero de 1452, que ha
sido traducido al vascuence en nuestros días porque, entonces, esta lengua
no se utilizaba para ningún documento. Puede suponerse, según precisos
estudios de Ángel García de Cortázar, que en el momento de que nos
ocupamos, el señorío contaba con unos 65.000 habitantes, existiendo entre
ellos dos formas de vida: la de las 21 villas —equivalentes a las Polas
asturianas— y la de la Tierra Llana, poblada de caseríos y dominada por los
Parientes mayores de los arriscados linajes. La diferencia se refería, ante
todo, al modo de vivir: las villas, aunque en su mayoría de economía
agrícola, eran agrupaciones de casas adosadas; en la Tierra Llana el modelo
de habitación estaba constituido por ese conjunto grandes de vivienda y
aditamentos, que aún conocemos como caserío.
Se registraban carencias alimenticias, pues la falta de cereales no era
suficientemente compensada por la nuez y la castaña. Resultaban
imprescindibles las importaciones de vituallas. Aunque los gastos
producidos por estas compras en el exterior se compensasen con hierro,
transportes y arquitectura naval, esta ventaja alcanzaba únicamente a
determinadas zonas, siendo fuertes los contrastes entre la costa y el interior.
Desde hacía algunos años, probablemente tras la victoria sobre la Hansa en
1443, se había hecho visible el desarrollo económico del Señorío:
prosperaban Bilbao, Bermeo, Ondárroa y Plencia aunque no en la misma
medida que los puertos guipuzcoanos. La alianza con Inglaterra había
significado un impulso hacia adelante; se explica pues que la decisión de las
Cortes de Ocaña fuese presentada como un serio perjuicio. Marinos y
comerciantes, en toda la orla cantábrica, buscaron el modo de seguir
manteniendo contactos con Gran Bretaña. La inclinación de los príncipes en
favor de la gran alianza occidental tenía que despertar necesariamente
simpatías.
Vizcaya estaba dotada de una organización eclesiástica muy peculiar:
formaba parte del obispado de Calahorra, del que fuera titular durante
muchos años Pedro González de Mendoza, aunque sin fijar allí su
residencia. De todas formas la acción de los prelados era prácticamente
nula. Cada uno de los nueve arciprestazgos, Uribe, Bermeo, Bilbao,
Lequeitio, Busturia, Arratia, Durango, Tavira y Orozco, ejercían plena
autoridad sobre fieles y clérigos. La diferencia social entre los hombres de
la Tierra Llana, «comúnmente hidalgos», como sucedía en las dos Asturias,
y los moradores de las villas, se reflejaba también en la vida religiosa: la
iglesia rural era una comunidad de funciones muy variadas, penetrada
también de supersticiones. Abundaba la creencia en hechicerías y cosas
semejantes: las sorguiñes (del francés sorcière) de la peña de Amboto,
dieron trabajo a los jueces eclesiásticos.
En este mundo, vinculado directamente al rey, sin jurisdiciones
interpuestas, las facciones políticas encontraron oportunidades para
instalarse. Manrique y Sarmiento trataron de cerrar filas ante la presencia de
los Velasco; en el fondo, unos y otros se sentían atraídos por la posibilidad
de obtener ganancias. Estalló una guerra local entre los Zaldívar, que
contaron con el apoyo de Juan Alfonso de Mújica, el oñacino, fuerte en
Guernica y en Busturia, y los Avendaño, gamboinos, que poseían Elorrio y
contaban con una fuerte retaguardia en las Encartaciones y el valle de
Arratia. Los Avendaño pudieron contar con soldados de oficio,
proporcionados por los condes de Salinas y los Velasco. El marqués de
Santillana, que no podía olvidar que la raíz topónima de su apellido estaba a
corta distancia de allí, en Mendioz, tierra de Álava, también proporcionó
refuerzos a Juan Alfonso de Mújica. «Éstos fueron los primeros caballeros
que primeramente entraron en Vizcaya desde memoria de los nacidos, los
cuales entraron por mucho mal en ella» (Lope García de Salazar). Se
produjo una batalla que costó muchas muertes, semilla para venganzas
futuras, pero los Zaldívar y Oñaz, no pudieron tomar Elorrio y tuvieron que
retirarse seriamente derrotados.
Enrique IV pudo decir que el nombramiento del conde de Haro como
gobernador de aquellos territorios en 1470 se había hecho en atención a las
demandas de los mercaderes de Burgos y de los transportistas de las villas
marítimas que se quejaban de las violencias que Juan Alfonso de Mújica, en
tierra, y Pedro de Avendaño con sus barcos en la mar cometían contra sus
intereses. Pedro Fernández de Velasco, contando con el apoyo de algunos
pequeños linajes gamboinos, formuló un plan consistente en decretar el
destierro de los principales cabecillas de los bandos y conminar a éstos a
suspender las hostilidades. Pero demostró pronto una segunda intención:
partiendo de unas torres de su propiedad en Luchana intentaba establecer
una nueva villa, Baracaldo, intermedia entre Portugalete y Bilbao, capaz de
entorpecer o dominar las comunicaciones a lo largo de la ría. Surgió la idea
de que, invocando la memoria de los López de Haro, pretendiese
restablecer, en su beneficio, el señorío de Vizcaya, como si él fuese el
continuador de la vieja dinastía.
Este proyecto, en perjuicio del Fuero recientemente consolidado, fue
contemplado por los vizcaínos como una amenaza a la libertad. Avendaño y
Mújica decidieron unirse, invirtiendo los papeles. Ellos defendían las
libertades de la tierra contra los abusos jurídicos de un rey que no era capaz
de defender su patrimonio. Los príncipes aparecían bajo una nueva luz:
ellos podían ser los defensores de esa integridad, como eran también los
aliados de Inglaterra frente a Francia. A finales de 1470 las espadas estaban
en alto.

Llega la embajada francesa: primera decepción

Suspendidos los acuerdos de Cadalso-Cebreros, el problema sucesorio


volvía a plantearse con especial acritud: Isabel y Fernando nunca dudaron
en la corrección de los actos de Guisando, pues el reconocimiento de sus
derechos era resultado de la constatación de que Juana era ilegítima; el
Maestre de Santiago sostenía ahora lo contrario de cuanto entonces dijera,
que Enrique IV había nombrado sucesora a Isabel para conseguir la paz y
que la desobediencia de ésta le permitía retirar el nombramiento y
otorgárselo a la otra muchacha. Pero para que las Cortes aceptasen este
razonamiento era imprescindible demostrar que doña Juana había nacido
dentro de legítimo matrimonio, lo que obligaba una vez más a recurrir al
Papa. Paulo II se inclinaba a una actitud neutral, ni desautorizó a Véneris
como los enriqueños querían, ni tradujo en documento público la dispensa
del parentesco entre los príncipes que el legado prácticamente diera. Las
perspectivas no mejoraron con la llegada de los embajadores franceses —de
nuevo el cardenal— que pretendían que Castilla ayudase a Luis XI para
forzar la convocatoria de un Concilio que garantizase las libertades
galicanas. «A esto respondió el rey, sin consultar con los de su Consejo, que
los reyes de Castilla, sus antepasados, jamás habían sido cismáticos contra
la Sede Apostólica, mas siempre en su favor, y que él no quería quebrantar
lo que aquéllos habían guardado, mayormente que él era en mucho cargo al
papa, porque en las turbaciones pasadas siempre le había sido muy parcial y
ayudador contra los prelados y caballeros que lo habían deshonrado, por
tanto que le rogaba que en este caso no curase de insistir porque antes había
de ayudar al papa que ser contra él» (Enríquez del Castillo).
Anotemos: cuando se libraba de sus consejeros, Enrique IV sabía
mostrarse tan coherente con la línea de sus antecesores como lo serían,
después de él, los Reyes Católicos. Pacheco convertía a doña Juana en
instrumento, como antes hiciera con don Alfonso, afirmándose en una
política antiaragonesa y de sometimiento del poder real a la oligarquía de
los grandes. Debe reconocérsele el mérito de haber descubierto antes que
otros muchos, que con Isabel y su marido llegaba el refuerzo de la autoridad
real. De ahí el proceso de inversión: los que en 1468 estaban dispuestos a
proclamar a la princesa se convertirían en defensores de Juana. El Maestre
fué el primero en ejecutar esta lógica volte-face.
Cuando el almirante Fadrique Enríquez insistió, cerca del rey, en que
éste aceptase la solución propuesta por el obispo Carrillo, a fin de que una
reunión de grandes formulase los medios de lograr la paz, recibió la
respuesta de que «se dará presto tal medida y orden cual él verá; y esto lo
decía porque ya esperaba la embajada de Francia» (Enríquez del Castillo).
Nadie, en su entorno, parece haberse percatado de que Luis XI supeditaba
el problema castellano a sus propios intereses: utilizaba a su hermano el
duque de Guyena, de quien deseaba librarse para destruir la gran alianza
occidental —Inglaterra, Aragón, Borgoña— a la que Castilla había estado
inclinada a adherirse. En estos momentos estaba preparando, con Margarita
de Anjou, la restauración de los Lancaster, que ejecutaría en octubre de este
mismo año. Pero la Junta general de Guipúzcoa había elevado a Enrique IV
un memorándum recordándole los perjuicios que a la provincia acarreaba la
alianza francesa.
Presidida por el cardenal de Albi, la embajada estaba compuesta por
muchas personas: Jean de Estouteville, señor de Torcy, Olivier le Roux y
Jerome de Tours. Figuraban también los procuradores encargados de
representar al duque de Guyena en los esponsales previstos: Bertrand,
conde de Boulogne, Jean d’Albi, señor de Malicorne, Jean de Merochox,
señor de Uré y Juan de Arbolancha. La presencia de este último disgustó
profundamente al conde de Haro y motivó una protesta del señorío de
Vizcaya, pues ¿qué pintaba un gamboino como él en una embajada
francesa? Se anunció a don Enrique, a mediados de julio, que ya se
encontraban todos descansando un poco de las fatigas del largo viaje. Aquí,
el día 16, llegó la noticia de que, habiendo nacido a Luis XI un hijo varón,
el duque de Guyena ya no era el heredero de Francia.
La Corte salió al encuentro de los embajadores, a los que encontró en
Medina del Campo: el rey había dado orden a Rodrigo de Ulloa y Álvaro de
Bracamonte para que guarneciesen esta villa suspendiendo el pago de sus
rentas a la princesa. Pacheco, Fonseca y el obispo de Sigüenza se
encargaron de negociar el acuerdo, cosa que no resultó demasiado difícil.
La euforia dominaba ahora el bando de los enriqueños. Euforia e insultos,
conviene añadir, pues en su discurso inicial, el cardenal, que se vengaba así
del menosprecio con que fuera tratado en Madrigal un año antes, «disparó
algunas palabras contra la princesa Isabel, tales que, por su desmesura son
más dignas de silencio que de escritura» (Enríquez del Castillo). Tampoco
mostró especial afecto y respeto hacia los españoles a los que llamó
«desleales y perezosos» (Alfonso de Palencia). El desasosiego que tales
discursos crearan obligó a Enrique IV a publicar una ordenanza exigiendo
de sus súbditos que tratasen a los franceses con todo respeto.

Hora muy baja: nace Isabel

La conclusión de los acuerdos de Medina del Campo, a los que debían


seguir los actos de reconocimiento y desposorio de doña Juana, fueron
considerados como una gran victoria diplomática por parte de Luis XI que,
desde Pontoise, despachó una carta fechada el 7 de setiembre en que
aseguraba a Pacheco y Fonseca que siempre podrían contar con su amistad.
Pudo desencadenar con Warwick —siempre ha sorprendido la semejanza en
la conducta entre éste y Pacheco, siendo ambos fabricantes de reyes— la
operación que en octubre de 1470, mientras tenía lugar la ceremonia de
Valdelozoya, restauraba al pobre loco, Enrique VI, en el trono. Victoria
efímera y muy ilustrativa para los príncipes: en marzo de 1471, ayudándole
en esta ocasión también los comerciantes de la nación española de Flandes,
Eduardo IV, vencedor en Barnet y en Tewkesbury, recuperaba la corona.
Unas victorias que, indirectamente, Fernando podía considerar suyas.
Precisamente son los meses en que todo parece funcionar en favor de
los proyectos del Maestre de Santiago. En Valladolid Juan de Vivero[375]
desencadenó finalmente el movimiento anticonverso que debía darle el
control sobre la ciudad, pero no consiguió otra cosa que provocar un
movimiento en que el almirante y los príncipes eran tratados como
enemigos. Fernando e Isabel acudieron con tropas instalándose en aquella
casa que consideraban suya con intención de pacificar los ánimos y
provocar un movimiento de adhesión. Arreciaron los tumultos amenazando
la seguridad en torno a la morada de los Viveros y el presidente de la
Chancillería, Gonzalo de Vivero, obispo de Salamanca, vino a
recomendarles que se fueran.[376] De este modo Enrique IV pudo hacer su
entrada en Valladolid el 25 de setiembre. De nuevo un grave error: entregar
esta villa, clave del realengo, al conde de Benavente, que se encargaría de
despachar los procuradores que iban a jurar a doña Juana. El gobierno de
los Pimentel, amenazador para los privilegios vallisoletanos, provocaría un
cambio de opinión en favor de los príncipes que se manifestaría en el
momento de la muerte de Enrique IV.
Dueñas era una especie de refugio supremo, para un partido en declive,
contra el que nadie se atrevía a aplicar medidas de fuerza. Allí, «con grave
zozobra por el peligro que corrió la princesa» (Alfonso de Palencia) nació,
como ya indicamos, en la noche del 1 al 2 de marzo, esa preciosa niña que
llegaría a ser reina de Portugal, aunque su vocación fuese otra cosa, rubia y
de ojos azules, a quien se puso nombre de Isabel. Para evitar que Ávila
corriera la misma suerte que Medina, Isabel hubo de enviar a Gonzalo
Chacón, con las fuerzas de que disponía, para asegurarla. En aquel
momento, mediado el mes de octubre de 1470, los príncipes apenas si
podían contar, en aquel espacio que constituía la médula del reino, con la
ciudad de Ávila, los señoríos del almirante, los dominios de los Manrique
—sin incluir al conde de Treviño que navegaba al pairo— y las rentas
disminuidas de Alfonso Carrillo. Vuelto a Segovia, Enrique IV respiraba un
ambiente de euforia.

Los actos del 25 de octubre de 1470

Desde agosto se estaban dando pasos decisivos para asegurar el


reconocimiento y desposorios de doña Juana, que contaba ya 8 años de edad
y seguía bajo custodia de los Mendoza. Se redactó un documento, firmado
por el rey, garantizando al duque de Guyena que, tras el matrimonio, sería
titulado príncipe de Asturias y también de Castilla y León, otorgándosela
los honores y rentas que correspondían a un sucesor. Los embajadores
entregaron entonces al Maestre de Santiago una carta, fechada en Burdeos
el 2 de octubre de este mismo año, en que el duque de Guyena se
comprometía formalmente a no hacer nada sin consejo y acuerdo de los tres
ministros, Pacheco, Fonseca y duque de Arévalo. El Maestre lo guardó en
su archivo. Era mucho, pero no bastaba para aliviar las preocupaciones que
sentían en estos momentos. El conde de Benavente, fuera de la ley, estaba
haciendo acuñar en Villalón moneda de muy baja ley, dañando los precios
del mercado y comprometiendo a sus colegas en el gobierno. Y don Álvaro
de Stúñiga contemplaba cómo su familia se rompía definitivamente. Los
hijos del primer matrimonio buscaban un acercamiento a los príncipes y el
mayor de ellos, llamado como su padre, acababa de recibir un importante
premio: el Maestre de Rodas le había nombrado prior de San Juan, en lugar
de Juan de Valenzuela, de modo que la cuarta de las Órdenes Militares
presentes en Castilla escapaba al control de Pacheco. Al mismo tiempo la
derrota de Gómez de Solís, cerca de Guadalupe, a manos de Alfonso de
Monroy, cambiaba el status reinante en la Orden de Alcántara.
Ni la Casa de Mendoza ni la de Velasco, ausentes ahora del Consejo,
consideraban deseable una solución francesa para el problema de la
sucesión castellana: era muy peligroso romper el esquema de unidad
dinástica que desde Enrique II se venía practicando. Por otra parte, las
medidas previstas afectaban directamente a dos de sus huéspedes, la reina
Juana, que tendría que asistir a los actos, y su hija, que dejaría de estar bajo
su custodia. Pacheco iba a aprovechar las circunstancias para instalarse de
nuevo en el papel de custodio de la princesa sucesora. La tranquila
serenidad con que aceptaron todas estas cosas nos mueve a suponer que
aquel poderoso linaje no se sentía disgustado por el cambio: la entrega de
doña Juana les liberaba de más de un compromiso. Cobraron sus servicios:
el marqués de Santilla se convirtió en duque del Infantado con las tres villas
de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas; al conde de Tendilla se otorgaron 700
vasallos en Huete.
Deliberadamente se quiso rodear a los actos de una formalidad
coincidente con la que se utilizara en Guisando, escogiéndose para ello
fechas en que resonaba el eco favorable de la reconquista de Valladolid.
Como no era posible contar con la presencia de un legado se dio gran
relieve al hecho de que el embajador francés era un cardenal, aunque
carecía de cualquier clase de atribuciones pontificias. Enrique IV iba
acompañado de sus tres ministros, el conde de Miranda y otros nobles
cuando salió de Segovia el día 20 de octubre, yendo a acomodarse a la
cartuja de El Paular, al pie del monte Gobia, vinculado a la leyenda, porque
allí estaba concertado que los Mendoza trajesen a la madre y a la hija. El
rey tomó entonces la decisión de adelantarse hasta Valdelozoya. Era el 25
de octubre.[377]
Comenzó la ceremonia dando lectura el licenciado Antón Núñez de
Ciudad Rodrigo a un documento firmado por el rey en que éste explicaba
que aunque la legítima sucesión correspondiese a Juana, siendo jurada por
las Cortes, él, para lograr la paz y porque Isabel había aceptado guiarse en
todo por las órdenes del rey y casarse «con quien yo acordase y determinase
de acuerdo y consejo de ciertos prelados y caballeros que conmigo estaban»
—se suprimía la esencial referencia a la voluntad de la princesa, sin la que
todo matrimonio canónico es nulo— había ordenado que se la reconociese
por princesa. Pero ahora y como consecuencia de la desobediencia de su
hermana al casar con Fernando, «la desheredaba y daba por ninguna
cualquier sucesión de princesa heredera que así le hubiese dado y que en
adelante todos tuviesen por princesa, legítima heredera y sucesora a su muy
amada hija doña Juana» (Enríquez del Castillo). Faltando todo tipo de
autoridad eclesiástica, el monarca invocó su «poderío real absoluto», del
que había usado también al establecer el principio de que era él quien
reconocía o negaba legitimidades, para revocar y declarar nulo el juramento
que a Isabel se hubiese prestado.
El cardenal Jouffroy tomó en sus manos un crucifijo e hizo que,
adelantándose, la reina doña Juana lo tocara con sus manos mientras
pronunciaba estas palabras: «Hago juramento a Dios y a Santa María y a la
señal de la Cruz que con mi mano derecha corporalmente toque que yo soy
cierta que la dicha Princesa doña Juana es hija legítima y natural del dicho
señor rey y mía y por tal la reputo y trato y tuve siempre y la tengo y reputo
ahora.» Luego se retiró cediendo el puesto al rey que, más escuetamente,
dijo que «siempre la tuve y reputé por hija legítima», lo que puede
interpretarse como prudente ambigüedad, pues pudo él creer que era su hija
no siéndolo. A continuación tuvieron lugar los desposorios en que el conde
de Boulogne tuvo la representación del duque de Guyena. El cardenal
Atrebatense exhibió una bula, falsa, de la que nada ha sobrevivido, que le
permitía absolver de juramentos prestados.
Juraron a doña Juana todos los presentes. Pero debemos hacer notar que
los que a sí mismos se identifican como procuradores de seis ciudades,
Burgos, Salamanca, Ávila, Guadalajara, Valladolid y Soria son nombres
bien conocidos como funcionarios de la Corte, Íñigo de Arceo, bolsero de
Luis XI, Antón Núñez de Ciudad Rodrigo, contador mayor, Álvaro de
Bracamonte, capitán del rey, García López de Madrid, miembro del
Consejo y Rodrigo de Morales. No pueden considerarse representantes de
sus regimientos. Los que participaran en los actos se retiraron al Paular, en
donde hubieron de permanecer tres días porque una fuerte tormenta de agua
y nieve cerró el puerto de Malagosto. El 30 de octubre, instalado ya en el
alcázar, Enrique IV firmó la carta del 30 de octubre ordenando hacer la
guerra a los ingleses. Esto acabó decidiendo la postura de los puertos
cantábricos.
Valdelozoya debe considerarse, desde el punto de vista de Enrique IV,
como un golpe fallido, fruto de las erróneas orientaciones que lo planearon.
En primer término porque, tratándose de una cuestión relacionada con la
legitimidad de origen, la iniciativa tenía que haberse tomado a través de las
Cortes. Probablemente se temió que las ciudades no concurrieran. Pero de
este defecto fue consciente el rey cuando, el 24 de diciembre de 1470,
comprobados los nulos efectos de la maniobra, convocó a las ciudades a
una reunión que tampoco llegó a tener ese carácter.[378] En segundo lugar
porque escoger como candidato a un príncipe que Isabel rechazara con
desprecio y no con un razonamiento sereno como en el caso de Alfonso V,
constituía un error: el reino no era partidario de la alianza francesa. Se había
convenido que Luis XI enviara tropas para expulsar a los príncipes,
recibiendo en garantía de su sueldo algunas villas guipuzcoanas en
depósito. En el País Vasco la reacción fue negativa: creció decisivamente la
opinión favorable a doña Isabel. El duque de Guyena no hizo el menor caso
de los desposorios en su nombre contraídos con aquella niña de ocho años;
se trataba de una maniobra de su hermano y enemigo: andaba ahora
buscando un posible matrimonio con María de Borgoña, convirtiéndose en
el heredero de Borgoña e integrándose en la gran alianza occidental, que
lograba recobrar Inglaterra. Era un personaje tan turbio que, cuando murió,
el 24 de mayo de 1472, indudablemente de enfermedad, el rumor público
quiso colgar a Luis XI la atribución de haberle envenenado.
El destino de la reina y el alegato de Isabel

El problema sucesorio absorbe, durante los cuatro últimos años del reinado
de don Enrique, la atención universal. Valdelozoya colocó a «la muchacha»,
como preferían llamarla los documentos isabelinos, en una posición todavía
peor que antes: recipendiaria de unos derechos que nadie reconocía y
desposada con un hombre que, haciéndola objeto del más radical desvío, no
tardaría en desaparecer. De este modo, el golpe que se pretendía asestar a
Fernando e Isabel, padres ya de una niña, se tornó plataforma para su
recuperación y su victoria. La impresión que los cronistas y los documentos
nos dan es la de que la reina Juana había sido más elemento pasivo que
activo: la habían llevado a Valdelozoya y ahora la separaban de su hija,
precioso y supremo rehén para el Maestre de Santiago. Es muy importante
comprobar cuál fue, a la hora del reparto de las recompensas, la que a ella
se asignara.
No volvería a la Corte, montando su vida en forma independiente. Para
sostener su Casa se le darían Cáceres y la fortaleza de Ciudad Rodrigo, con
todas sus rentas, es decir, dos zonas colindantes con Portugal. Tendría que
renunciar a Olmedo, porque esta ciudad era el premio a los Fonseca por sus
muchas complacencias. De la operación se encargaba Agustín de Spínola,
de la conocida familia de banqueros genoveses, que había adquirido
naturaleza en Castilla. Era necesaria su participación porque se necesitaban
depósitos y garantías ya que se especulaba con que no se pudieran dar las
rentas de Cáceres y Ciudad Rodrigo debiendo cambiarse por las de Soria.
Por extraño que parezca, se tiene la impresión de que el rey admitía el modo
de vida de su esposa, ya que en el acuerdo que estableció con ella, doña
Juana se obligaba a poner las cartas de renuncia a aquellas dos ciudades «en
manos y poder de don Pedro de Castilla, el Mozo (esto es, el amante) para
que las haya de tener y tenga a tal postura y condición que luego como el
dicho señor rey cumpliere con la dicha señora reina lo contenido en el
capítulo de suso contenido que habla de entregamiento de la ciudad de
Soria, el dicho don Pedro haya de entregar y entregue la dicha escritura de
renunciación de la dicha villa de Olmedo al arzobispo de Sevilla y la dicha
escritura de renunciación de Ciudad Rodrigo al dicho señor rey».[379]
Enrique IV cumplía 45 años en 1470 y padecía mala salud. Su padre
había muerto a los 50 y sus antecesores mucho más jóvenes. De modo que,
fracasado el gran proyecto de Pacheco, la sucesión era un problema que se
demoraba, con amenaza de guerra civil, hasta el momento de su
fallecimiento. Esta especie de interinidad se refleja en auténtico desorden,
sin guerra, aunque no faltasen los encuentros armados locales, pero también
sin obediencia. Curiosamente no se trataba de una época de declive
económico: el tesoro del rey estaba agotado y los tributos se cobraban mal,
pero el comercio se desarrollaba, arrastrando tras de sí otros sectores.
Resulta casi imposible seguir una línea cronológica en la exposición de los
acontecimientos, ya que nos perderíamos en medio de una gran confusión:
rota la autoridad en sus verdaderos fundamentos —¿quién podía asegurar,
sin vacilaciones, dónde residía la legitimidad?— cada uno de los poderes
locales tendía a operar de acuerdo con su propia iniciativa. Los grandes
parecían acuciados por la urgencia de apoderarse de la mayor cantidad
posible de señoríos y rentas; concertaban entre si alianzas según la medida
de sus intereses particulares y las deshacían con la misma presteza.
Cada uno de los bandos se ocupó de explicar al reino las razones que le
asistían. Después de la carta circular del 3 de noviembre de 1470, narrando
lo que había sucedido en Valdelozoya, Enrique IV redactó una especie de
alegato, más fundado en términos de derecho, del que conocemos dos
ejemplares, que se enviaron al señorío de Vizcaya y a la ciudad de Valencia
—ésta por medio de Juan de Haro— siendo ambos salida al mar de los
productos castellanos. Se trataba de explicar cómo Isabel había perdido los
derechos que pudieran asistirle y, por consiguiente, su marido no tenía
derecho a residir en Castilla. Éstos eran los argumentos jurídicos, según los
consejeros del rey:

La infanta había incumplido el acuerdo tomado en Guisando de


someterse a la obediencia del rey y de sus consejeros.
Había contraído matrimonio con un príncipe extraño que era odioso
para Castilla.
Lo había hecho, además, sin licencia de su hermano, para ella
necesaria, pues se trataba de una menor de edad.
Los consejeros de Isabel se tomaron bastante tiempo antes de remitir a las
ciudades y villas del reino, el 1 de marzo de 1471, la respuesta a este
manifiesto. Puede haber influido en el retraso una seria enfermedad
padecida por Fernando, de la que se recuperó. Es indudable que en la
redacción intervinieron varias manos, pero hay en ella afirmaciones que
denuncian la intervención de Isabel, como aquella que insiste en los
aspectos morales que revisten las acusaciones entre hermanos. Pues, según
ella, el alegato del 8 de noviembre estaba redactado «mirando muy mal por
mi honra, pues no se puede ofender la una sin que la otra quede mancillada,
siendo como somos hijos del mismo padre». Pero, habiendo incumplido el
rey los acuerdos tomados y siendo pronunciado desheredamiento por el
cardenal de Albi, «muy odioso y sospechoso para mí», no le quedaba otro
remedio que responder, atenazada por la angustia, «porque ni puedo callar
sin ofender y dañar a mí, ni hablar sin ofender y desagradar al dicho señor
rey mi hermano, lo cual todo es, a mí, grave». No trataba de pedir perdón
sino de explicar el daño a que se veía empujada.
Establecido el principio de la indiscutido legitimidad del monarca,
Isabel y Fernando, juntos, presentaban sus cuatro argumentos:

Cuando Juana fue jurada en Madrid, los grandes levantaron acta de


protesta de que lo hacían contra su voluntad, ya que no consideraban a
Juana hija de Enrique. Se suprimen, pues, las expresiones justificativas
para Enrique.
Afirma la princesa a continuación que ella, al negarse a ser proclamada
reina a la muerte de Alfonso, evitó lo ruptura del reino.
No se le dieron las cartas y provisiones prometidas en el plazo
señalado de tres días, ni se hizo apartamiento y divorcio del
matrimonio reconocido como ilegítimo. En Guisando, y después de
este acto, Enrique había declarado de Juana «que no era su hija ni por
tal la tenía y que la legítima heredera y sucesora en estos reinos para
después de sus días era yo».
No se le dieron las ciudades y villas previstas ni se respetó el acuerdo
de casarla, según su voluntad, recabando el consejo del Maestre,
Arzobispo y Conde, sino que se había pretendido imponerle un
matrimonio contra su voluntad.

Explicaba luego, más ampliamente, cómo durante más de nueve meses, en


Ocaña, estuvo requiriendo que se cumpliese lo pactado. Al contrario, sin
contar con ella, organizaron su matrimonio con el rey de Portugal y el de
Juana con el hijo de éste, «el cual casamiento ya vedes cuánto a mí era
peligroso; porque si a todas las madrastras son odiosos los alnados y las
nueras, cuánto más lo fuera yo de quien tan gruesa herencia se esperaba».
Intentaron encerrarla en prisión en el alcázar de Madrid. Y cuando supo que
habían jurado sobre la Hostia consagrada al arzobispo de Lisboa que, de
grado o por fuerza, sería casada con Alfonso V, hubo de huir. Negaba Isabel
haber prometido, como Enrique afirmaba, permanecer en Ocaña. No pudo
instalarse en Arévalo con su madre, para las honras fúnebres de Alfonso
porque Álvaro de Bracamonte se la arrebató a la reina para dársela al conde
de Plasencia quebrantando el testamento de Juan II contra todo derecho. Por
eso se refugió en Madrigal.
Allí vino el cardenal de Albi a proponer el matrimonio con el duque de
Guyena, que hubo de rechazar por estas dos razones:

Habiendo comunicado a los grandes del reino cuáles eran los


matrimonios que se le proponían, todos respondieron en favor de
Fernando, «por ser tan natural de estos reinos que si Dios de mí
dispusiese alguna cosa —de este modo revelaba el secreto profundo de
su decisión— a él de derecho pertenecía la sucesión de ellos, y por ser
su edad conforme a la mía y porque los reinos que él espera heredar
eran tan comarcanos y por otras muchas razones».
Pero, además, por ser odiosa la nación francesa a los castellanos. Y
aquí el documento se remontaba, ni más ni menos, a la leyenda de
Bernardo del Carpio y a la batalla de Roncesvalles.

Hasta aquí nos movemos en una argumentación de tono objetivo, aunque


rechazable para sus adversarios. Pero al entrar en el relato de los sucesos se
mostraba como mujer herida. No era cierta su orfandad: quedó al cuidado y
en poder de su madre, del que fue arrancada con violencia por la reina
Juana, «que esto procuró porque ya estaba preñada y como aquélla sabía la
verdad, proveía para lo advenidero». Tampoco era cierto que en Guisando
se pusiera en poder del rey, pues era princesa heredera con Casa propia y
sus propios señoríos. Enrique IV había herido su honor diciendo que «yo,
pospuesta la vergüenza virginal, hice el dicho casamiento». Ella responde
que «he dado muy buena cuenta como convenía a mi real sangre». «Yo
podría, sin duda, tener licencia para responder por mi honra y fama y ésta
clarificando, oscurecer la suya; pero por la mayoría de edad que su merced
sobre mí tiene y porque de su mengua a mí cabría muy gran parte, y aun
porque esta materia a las nobles mujeres es vergonzosa y aborrecible,
pasaré por ella, que las obras de cada uno han dado y darán testimonio de
nosotros ante Dios y el mundo». «Cuanto a lo que su merced dice por la
dicha letra que yo me casé sin dispensación, a esto no conviene larga
respuesta pues su señoría no es juez en este caso y yo tengo bien saneada mi
conciencia, según podrá parecer por bula y escrituras auténticas donde y
cuando necesario fuere». Seguía diciendo que era aberrante llamar a
Fernando odioso, pues no había nadie con mejores condiciones ni más
aceptado.
La ruptura llegaba, pues, bajo unas condiciones muy singulares que
desarmaban algunas de las intenciones del Maestre de Santiago, pues no
había negativa en reconocer que Enrique IV era único y legítimo rey de
Castilla; no se registraba ninguna revuelta que hubiese que reprimir. Los
príncipes le pedían que examinase su conciencia antes de jurar que siempre
había tenido a la «sobredicho niña» por hija suya, pues otras muchas veces
había jurado exactamente lo contrario.[380]
CAPÍTULO XXVI

SE DISUELVE LA AUTORIDAD REAL

Causas profundas en la crisis

De este modo al comenzar el año 1471, como Pérez Bustamante y Calderón


Ortega han señalado un «nuevo desorden» en Castilla, que no afectaba
solamente a los aspectos externos, precios, paz pública, falta de justicia,
inadecuados compromisos en el exterior, sino a la base de sustentación, la
autoridad real. No cabe duda de que Fernando e Isabel procedieron con
coherencia: no se puede destruir aquello mismo que se desea conseguir.
Para defender su propia legitimidad necesitaban afirmar la de Enrique IV, y
eso hicieron, aunque negasen al poderío real tanta extensión que fuera
posible ir contra las leyes, usos y costumbres del reino. Desde esta base
intentaban construir un régimen de autoridad en que el rey reinara y no
fuese «reinado», como años atrás enseñaba el canciller Pedro López de
Ayala. Iba creciendo, lentamente, el número de nobles que veía en el
restablecimiento de dicha autoridad un seguro para su propia posición. El
nacimiento de la infanta primogénita y la enfermedad de Fernando pusieron
un breve compás de espera, pero a partir de marzo de 1471 vemos cómo los
príncipes despliegan de nuevo su actividad. Y van ganando a aquellos que
defendieran a Enrique IV precisamente por ser el rey. La nueva fórmula
será: fidelidad a don Enrique hoy y a don Fernando mañana. En la cual los
príncipes eran los primeros en mostrarse conformes.
Transcurridos estos pocos meses se vio que el plan que condujera a
Valdelozoya había sido un error y un perjuicio para los enriqueños. Si se
trataba de defender la causa de Juana, esto es, sus derechos como heredera,
hubiera debido buscarse un campeón eficaz. Isabel lo había hecho. Guyena
era apenas un producto engañoso de la política francesa que no estaba
dispuesto a convertirse en caballero de honor para esa dama, probablemente
porque carecía de esos sentimientos. Y Luis XI se había valido de este
artilugio para sumar Castilla al círculo de sus aliados y ponerla en guerra
con los ingleses, una contienda antipática y perjudicial para los intereses
castellanos.
La reina lo había visto con meridiana claridad: el marido conveniente
para su hija era su sobrino Juan, «príncipe perfeito» como le llamarían
después sus súbditos. Por la edad y por las circunstancias dinásticas —él
también descendía de Fernando el de Antequera— constituía la alternativa.
Pero Pacheco había trabajado para eliminar a doña Juana del escenario
político, y había ofendido a Alfonso V, al utilizarle como instrumento
haciéndole creer que la mano de Isabel estaba disponible. Los portugueses
se enfadaron y tendrían que pasar años —y desaparecer don Juan Pacheco
—, para que se calmase su irritación. Don João, abandonando los proyectos
castellanos, aceleró los trámites para el matrimonio con su prima Leonor y
casó ese mismo año 1471. Se perdía así la única alternativa eficaz contra los
«aragoneses». Cuando Alfonso V intente rectificar será demasiado tarde.

Reajuste de la moneda

Mientras tenían lugar los acontecimientos políticos explicados en el


capítulo anterior, estallaba con virulencia la grave cuestión de los precios,
que se arrastraba desde el comienzo mismo del reinado: afectaba
especialmente a los campesinos cuyos productos no bastaban para
compensar la elevación en los otros bienes de consumo y creaba en el
conjunto de la población conciencia de que las cosas iban mal. Crecían las
diferencias entre los diversos sectores de población, siendo los pobres los
que notaban más sus efectos. A la circulación de moneda de baja ley o,
incluso, fraudulenta, se sumaban otros tres factores: malas cosechas, peligro
en los caminos, abusos de las autoridades locales, falta de control. Se hacía
general el descontento contra los que gobernaban en nombre del rey. Fueron
serias las repercusiones en Andalucía y el País Vasco; en no pocas
ocasiones los conversos fueron víctimas propiciatorias.
Las Cortes habían insistido en decir que la moneda era bien público y
como tal tenía que ser tratada. Al comienzo del reinado, el bachiller
Fernando de la Torre había elevado al rey un memorándum explicando que
la causa fundamental se hallaba en que Juan II, quebrantando el principio
del monopolio real, había vendido a particulares el derecho de fabricar
moneda. Con esto se daba pie a que se introdujesen alteraciones serias en la
ley de los metales: no era tan sólo la moneda de vellón la que sufría serio
percance; también las piezas fuertes de oro y plata. Entre 1440 y 1470
Castilla registró fuerte escasez de metales preciosos, especialmente plata, de
tal manera que, siendo la proporción en la naturaleza de 1/10, se había
situado en 1/12,29. Este encarecimiento de más de dos puntos era
consecuencia, entre otras cosas, de la salida de piezas: era negocio sacar del
reino moneda «de blancas» trayendo en cambio barras de plata para
alimento de las cecas locales que estaban fuera de control.[381]
El 24 de setiembre, horas antes de emprender su viaje a Valladolid,
Enrique IV había firmado la orden suspendiendo todas las licencias de
fabricación de moneda. Los informes recibidos durante este viaje y al
retomo a Segovia, denunciaban un empeoramiento de la situación. De modo
que el 7 de diciembre de 1470 se pidió a ciertas ciudades que enviasen a la
Corte dos procuradores entendidos en cuestiones monetarias. Se estableció
la fecha del 3 de enero siguiente para esta reunión, en Segovia. Una medida
de emergencia hubo de ser tomada el 24 de diciembre, bajando a dos
maravedís el precio del cuarto.[382] Se denunciaba la multiplicación de
cecas como «causa de la gran corrupción de la moneda que en ellas se ha
labrado y labra».
No puede decirse que se celebraran Cortes, aunque a su necesidad se
había aludido en las órdenes para el reconocimiento de doña Juana. En el
Ordenamiento de moneda publicado el 10 de abril de 1471[383] se dice que
éste fue resultado de los trabajos de un comité de once personas,
representando a otras tantas ciudades y villas, pero que eran, como en
ocasiones inmediatamente anteriores, altos funcionarios de la Corona. Se
trataba de realizar un esfuerzo muy serio hacia el establecimiento de un
patrón oro, con piezas de las que entraban 50 en cada marco. Eran los
enriques, anchos y delgados, que debían acuñarse en nueve valores
diferentes: 1/2, 1, 2, 5, 10, 20, 30, 40, 50, llevando siempre en el anverso un
castillo con la leyenda, Enricus quartus Dei gratia rex Castelle et Legionis,
y en reverso un león rodeado por las tres frases, Christus vincit, Christus
regnat, Christus imperat. La moneda de plata sería el real, entrando 67 en
un marco, y la de vellón blanca. El enrique se tasaba en 420 maravedís y la
blanca en medio.
Tan sólo seis ciudades, Sevilla, Segovia, La Coruña, Madrid, Burgos y
Toledo, tendrían el monopolio de la fabricación de moneda, siendo
establecidas penas terribles, con frecuencia de muerte, para los que
quebrantasen esta prohibición. Aunque el Ordenamiento, si se hubiera
aplicado con el rigor que se enunciaba, puede considerarse como un gran
paso adelante, no lograba encubrir el defecto principal: las casas de moneda
no eran emisoras de dinero sino simples factorías, a las que las personas
particulares podían acudir con piezas o metal en bruto, recibiendo a cambio
las unidades de buena ley; por este trabajo cobraban, desde luego, un
precio. Era fuerte la tentación de alterar la ley o los ponderales establecidos
para lograr beneficios extraordinarios. Las abundantes quejas que se
registran en los años siguientes nos demuestran que el Ordenamiento no fue
aplicado de modo correcto.

Oportunidades para algunos grandes

Entre los más fieles a Enrique IV cundía el desaliento: reiteradas


deficiencias en las cosechas agrarias, se sumaron a los muy escasos
resultados del Ordenamiento del 10 de abril. Aunque esto no significaba la
aparición de otros pretendientes, menudeaban las críticas. Se acusaba al rey
de permanecer demasiado tiempo en Segovia y sus bosques, como si se
desentendiera de los asuntos públicos que dejaba en manos de don Juan
Pacheco. De estas corrientes de opinión se hace eco el cronista áulico,
Enríquez del Castillo. Pueden considerarse como signos distintivos de esos
años finales. Algunos grandes aprovecharon esta atonía para crecer. Basta
mencionar ciertos ejemplos sobresalientes para comprender la naturaleza
del fenómeno.
Los Quiñones contaban con el respaldo de los príncipes aunque, en
realidad, operaban por cuenta propia. El 27 de noviembre de 1470, cuando
tuvo constancia de que Valdelozoya no pasaba de ser un gran fiasco, Diego
Fernández de Quiñones se juramentó con Isabel comprometiéndose a no
reconocer a doña Juana, como Enrique IV le ordenaba;[384] en reciprocidad,
la princesa hubo de otorgarle plenos poderes para gobernar su Principado de
Asturias (17 de enero de 1471). Pero es evidente que, como César Álvarez
ha precisado, el conde de Luna perseguía el objetivo de introducir en él su
propia jurisdicción señorial. El 31 de agosto de este mismo año llegaría a
una especie de férreo pacto con el conde de Benavente y su hermano
Rodrigo Pimentel, señor de Mayorga y Villalón, a fin de asegurarse, con
recíproca ayuda, el espacio que cada uno, y también sus amigos, pretendía
dominar. Los enemigos mencionados eran, naturalmente, los vecinos,
Trastámara, Juan de Vivero, los Acuña y el conde de Lemos. Pero los
amigos eran, nada menos, que el almirante y el Maestre de Santiago. De
modo que las facciones políticas tenían muy escasa significación. Fueron
vitales aquellos años para el señor de las tierras altas, pero dramáticos para
el Principado de Asturias, que estuvo a punto de perder su unidad.
Galicia y gran parte de Andalucía carecían hasta de la más leve sombra
de control. En Vizcaya, aunque como veremos se alzaba la marea de
adhesión a los príncipes, éstos no se atrevían a manifestar abiertamente sus
designios y buscaban una negociación con Pedro Fernández de Velasco,
conde de Haro. En Murcia, la falta casi completa de documentos reales de
estos años, nos indica una situación. Inmediatamente después de Guisando,
el adelantado mayor Pedro Fajardo había protagonizado un auténtico golpe
de Estado haciéndose nombrar regidor perpetuo de la ciudad. Comunicó a
todos los lugares que estaban bajo su autoridad que, en adelante, debían
abstenerse de dar «obediencia alguna a rey alguno».[385] Pacheco,
valiéndose de los servicios de Lope de Chinchilla, trataría, en diciembre de
1471, de convertir a Xiquena en una gran plaza fuerte, porque temía ya
posibles agresiones contra el marquesado de Villena y las fortalezas de la
Orden de Santiago.
Ninguna familia extrajo tantos beneficios de estos años de anarquía
como los Stúñiga. No en vano la condesa de Plasencia, ascendida a duquesa
de Arévalo, era hija de don Juan Pacheco. Les beneficiaba, sobre todo, el
desvío de los Mendoza que, tras la entrega de Juana, parecieron retirarse a
una especie de espléndido aislamiento en sus extensos dominios, que
empezaban en la Alcarria y concluían a orillas del Cantábrico. Tan sólo el
obispo de Sigüenza seguía participando en los asuntos generales del reino.
Leonor, que quería que su hijo Juan, todavía un niño, fuera Maestre de
Alcántara, había apoyado con tropas y dinero la revuelta del clavero
Alfonso de Monroy. La ayuda que el duque de Alba, el almirante, el
arzobispo Carrillo y Beltrán de la Cueva le prestaron, no impidió la derrota
definitiva de Gómez de Solís. Tras la desaparición de éste y de su hermano,
Fernando, Extremadura se convirtió en palenque para una especie de partida
a tres bandas: Alba, Stúñiga y Monroy. El duque de Arévalo, a quien Isabel
nunca daba este título pues lo consideraba inicua usurpación, consiguió, a
través de los embajadores castellanos, una bula otorgando a su hijo Juan la
sucesión en el Maestrazgo. Pero el clavero, que como consecuencia de la
pequeña guerra local, ejercía control sobre las fortalezas de la Orden, no
parecía dispuesto a soltar su presa. De ahí la ferviente adhesión de los
duques a Enrique IV y su discutida hija.
Pero Álvaro de Stúñiga, hijo del primer matrimonio, se había enfrentado
espada en mano, al poderoso padre de su madrastra. Había conseguido el
nombramiento como prior de San Juan por la vía correcta del Maestre de la
Orden. Pacheco no estaba dispuesto a consentir que, en La Mancha, se
formara un enclave enemigo. Llegó a un acuerdo con el duque: a cambio de
manos libres en Extremadura se comprometió a no dar asistencia a su hijo.
La distancia que entrambos ya existía, se convirtió en ruptura. El joven
Álvaro se insertó en las filas de los isabelinos, recibiendo ayuda de Alfonso
Carrillo y Rodrigo Manrique. Fue de este modo como el gran poeta, Jorge,
hizo sus primeras armas combatiendo a los partidarios de Juan de
Valenzuela entre Ajofrín y Alcázar de San Juan el 7 de diciembre de 1470.
Consuegra y Alcázar, dos excelentes fortalezas de la Orden de San Juan,
iban a servir de apoyo a los isabelinos.

Se rompe Sevilla

La Andalucía cristiana había llegado a convertirse en campo de lucha


dividido en tres sectores y amenazado por un sustratum de odio a los
conversos. Por fortuna para ella eran igualmente fuertes las querellas en el
reino musulmán. En el alto Guadalquivir, en torno a Jaén, Miguel Lucas de
Iranzo, que se titulaba aún condestable, mantenía a duras penas el orden.
Las tierras cordobesas servían de escenario para la vieja querella entre los
Montemayor (Casa de Aguilar) y las dos ramas de Fernández de Córdoba.
La baja Andalucía, muy extensa, había conocido un fuerte sobresalto con la
llegada de la joven generación: Enrique de Guzmán y Rodrigo Ponce de
León, no estaban dispuestos a mantener aquel difícil equilibrio entre las dos
Casas que lograran sus progenitores. Don Juan Pacheco proyectaba servirse
de estas discordias para incrementar el espacio que dominaba su linaje en
esta zona. También Carrillo aspiraba a poner de alguna manera el pie en
aquellas zonas, tan apetitosas: entregó el adelantamiento de Cazorla, que
pertenecía a la mitra toledana a su sobrino, Lope Vázquez de Acuña, futuro
conde de Buendía.[386]
El 7 de noviembre de 1470, mientras Castilla estaba revuelta por las
consecuencias de Valdelozoya, el duque de Medinasidonia firmaba una
alianza con los de la Cerda, fuertes en Gibraleón y Huelva[387] que el
heredero del conde de Arcos consideró una amenaza para su persona y
estados. Don Juan Pacheco vio en esta querella una oportunidad para
penetrar en Sevilla y ofreció a Rodrigo Ponce de León toda su ayuda si se
casaba con aquella Beatriz, su hija, que fuera señalada en tiempos como
posible esposa de Fernando de Aragón. Él aceptó. Murió el anciano conde
de Arcos (1 de enero de 1471), heredó Rodrigo y, apenas transcurrido el
tiempo de los funerales celebró la boda (20 de enero). La novia traía un
buen regalo, ascenso al marquesado de Cádiz. De modo que a las dos
estirpes, elevadas por encima de los demás títulos nobiliarios andaluces,
sólo separaba un grado: pronto llegaría la plena equiparación. Además se
legitimaba la posesión, discutible, de la gran ciudad marítima y de sus
almadrabas.
Esta discordia entre el duque y el marqués dividió Andalucía en dos
bandos: Pedro Enríquez, adelantado mayor y partidario indiscutible del
duque, se vio sin embargo envuelto en un escándalo que perjudicó a su jefe.
Viudo de Beatriz de Ribera, consiguió, mediante generoso desembolso, una
bula de dispensa que le permitió casarse con su cuñada, Catalina. Fue
considerado como una inmoralidad. Con él estaba Pedro de Stúñiga.
También los Ortiz estaban encrespados contra el marqués, por causa
distinta: un hermano de don Rodrigo, nacido de una esclava negra, había
dado muerte a Fernando Ortiz en una pelea de taberna, no lejos de
Carmona.
Todos los odios afloraron, junto a las ambiciones de poder, convirtiendo
los días 29 a 31 de julio de 1471 en jornadas de sangre en Sevilla. Las
gentes del marqués subieron al asalto de la casa del corregidor, Pedro de
Guzmán. Acudieron los dos grandes tratando de aplacar los ánimos, pero no
lo consiguieron, porque cada uno de ellos reclamaba el alejamiento de su
rival para quedarse como dueño único. Desde las torres de las iglesias,
ocupadas por soldados del duque, las campanas tocaron a rebato y sus
partidarios vinieron a tomar por la fuerza el barrio de Santa Catalina,
reducto de las gentes de Ponce de León. Fueron rotas las puertas, robadas
las casas: «hasta las hebreas, que raras veces transpasaban los umbrales de
sus casas, subieron aquel día al saqueo» (Alfonso de Palencia). Rodrigo
hubo de retirarse a Alcalá de Guadaira, donde recompuso sus fuerzas y,
simulando que marchaba sobre Utrera, se apoderó de Jerez el 3 de agosto
del mismo año, compensando de este modo su fracaso en el ámbito
sevillano. Alzó entonces pendones por doña Juana y mostró las cartas en
que Enrique IV le nombraba gobernador de aquel territorio.
La división entre ambas obediencias, la de doña Isabel y doña Juana,
dio a la ruptura entre los nobles carácter definitivo. No estaban sirviendo a
sus señoras sino empleándolas para sus propios apetitos expansivos. Ningún
poder, ninguna autoridad, salvo los que se desprenden del filo de sus
espadas. Ninguno de los contendientes estaba en condiciones de eliminar a
su rival. El duque era fuerte en Sevilla y en Huelva, pero el marqués, bien
asentado en fuertes posiciones, Jerez, Cádiz, Arcos, Carmona, Écija y
Morón, pudo apoderarse también de Medinasidonia que daba título a su
rival. Aquellos enfrentamientos provocaban una secuela creciente de
represalias, muertes, saqueos y destrucciones; una pequeña guerra, en suma,
con todo el dolor que lleva consigo.
Alentado por los consejos del Maestre de Santiago, Enrique IV
encomendó al conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, que viajara a
Sevilla a poner paz. Consiguió que los dos grandes se reuniesen con él en
un lugar neutral, Machinilla, perteneciente a Alfonso de Velasco. Logró que
concertaran una tregua hasta marzo de 1472. Tiempo precioso para Pacheco
que proyectaba repetir, como en 1469, el viaje del rey.

La frágil frontera del nordeste

Recordemos que Pedro Fernández de Velasco había recibido, sobre Vizcaya


y Guipúzcoa, un mandamiento tan amplio que le permitía confirmar
privilegios. Disponiendo de los diezmos de la mar podía contar con
recursos suficientes para el armamento de soldados. De este modo,
justificando además las reclutas con la necesidad de proceder a una
pacificación, ejercía un control militar sobre el estrecho pasillo que
constituía la comunicación entre Castilla y Francia, y sobre una parte de la
frontera de Navarra. Desde comienzos del verano de 1470 había
establecido, en Vitoria y Valmaseda, dos bases de acción. Luis XI no dejó
de apreciar el peligro que podía significar para sus propios intereses y para
los Foix, que habían vuelto a su obediencia. Fue precisamente el rey de
Francia, en el momento mismo en que operaba la gran maniobra hacia
Valdelozoya, quien recomendó a Gastón IV que operara una reconciliación
con su suegro que le garantizase la sucesión en Navarra, ya que era muy
sospechosa aquella doble maniobra de pretender establecer una regencia
sobre este reino y proteger al conde de Medinaceli en su matrimonio con la
hija del príncipe de Viana.
Todas estas maniobras, y el visible acercamiento de Gastón y Leonor a
Luis XI, ante el que insistían en su condición de vasallos, tenían que
sembrar la alarma en las poblaciones del País Vasco, que se sentían
obligadas por su rey a suspender las fructíferas relaciones con Inglaterra.
Los condes de Foix, que se titulaban lugartenientes en Navarra porque así
habían sido reconocidos por Juan II, pudieron estrechar sus relaciones con
Francia casando a su heredero, Gastón V, con una hermana de Luis XI,
Magdalena. Este matrimonio daría luego frutos, Francisco Febo y Catalina.
En 1470 Leonor enviaría a uno de sus hombres de confianza, Fernando
Vaquedano, para sondear la opinión de aquel rey acerca de las posibilidades
que le asistían para reclamar la herencia de la Corona de Aragón por ser
hija del primer matrimonio del rey; en el fondo se trataba de averiguar hasta
qué punto estaba dispuesto a llegar aquel monarca en la persecución de esta
aventura.
Mientras tanto habían decidido ponerse de acuerdo con los beamonteses
para destruir la resistencia que el mariscal Pedro de Navarra, sobrino del
condestable Pierres de Peralta, había conseguido preparar reforzando un
núcleo territorial de fuertes castillos, Tudela, Sangüesa, Peralta, Falces,
Funes y Azagra. Peralta pudo ser tomada, y Leonor garantizó a sus
habitantes que permanecería siempre en el realengo, suprimiéndose
definitivamente el señorío.[388] Su hijo Gastón vivía en Francia, como un
caballero más. Lo que los Foix estaban brindando a Luis XI era la creación
de un gran estado feudal, incluyendo a Navarra dentro de la «mouvance» de
la Corona francesa: sorprendentemente los beamonteses habían sido
arrastrados a una política contraria a sus intereses por el odio entre bandos.
Pero el joven Gastón V, padre de dos niños demasiado jóvenes, sufrió
graves heridas cuando participaba en un torneo en Libourne el 18 de
octubre y murió el 23 de noviembre de 1470. Luis XI, usando de la
soberanía otorgó a su hermana Magdalena la tutoría de sus hijos y el
gobierno de todos los feudos que a éstos pudieran pertenecer. Gastón IV y
Leonor se encolerizaron por esta injerencia que ponía al descubierto sus
planes y en peligro el futuro gobierno de sus estados. Suspendiendo las
hostilidades, buscaron un acuerdo con Juan II y los agramonteses: «segundo
tratado de Olite» (30 de mayo de 1471). Se intentaba, mediante él, poner en
olvido todas las querellas, violencias y represalias pendientes entre ambos
bandos. No trajo la paz. Los breamonteses lo rechazaron con toda energía
(11 de agosto de 1471) esgrimiendo de nuevo el recuerdo de la princesa
Blanca, víctima de las intrigas de su hermana.
La guerra interior de Navarra, «intento imperialista de Gastón de Foix»,
como lo llamó Juan Reglá, y la ruptura de relaciones con Inglaterra,
causaron fuerte impacto en Vizcaya, que contemplaba con ansiedad los
proyectos del conde de Haro. Defendían los vizcaínos su fuero de 1452, en
que se recogían costumbres antiguas, que ellos consideraban sus libertades,
enraizadas en un pactismo riguroso que se expresaba mediante la ceremonia
del juramento: el rey-señor debía llegarse a Guernica, lanzar un venablo a la
encina, arrancarlo después con propia mano y jurar el mantenimiento de las
leyes del Fuero. El único impuesto general era ese diezmo sobre las
mercancías que ahora tenía el conde de Haro. Don Pedro Velasco organizó
una marcha pomposa sobre Bilbao, a fin de establecer allí su poder.
El juego salió mal.[389] Juan Alfonso de Mújica, el oñacino, y Pedro de
Avendaño, el gamboino, se pusieron de acuerdo, suspendiendo las viejas
querellas y fueron a pedir a Pedro Manrique, conde de Treviño que les
ayudase. Les recibió en San Zoilo de Carrión. Pacheco estaba tratando de
jugar a dos bandas, procurando que nadie venciera. Convenció a Enrique IV
de la conveniencia de trasladarse a Burgos. El conde de Haro había dividido
sus fuerzas en dos cuerpos, uno en Villarreal de Álava, combatiendo la línea
del Zadorra, y el otro en Valmaseda; estas últimas cruzaron el Nervión y
sitiaron a Mújica en una de sus torres. Las milicias vizcaínas bajaron por las
peñas de Urquiola, combatiendo Villarreal, a la espera de reunirse con
Manrique. El rey, en Burgos, no se movió. De este modo, en mayo de 1471,
cerca de Munguía, pudo Manrique, unido ya a las milicias vascongadas,
lograr una sangrienta victoria sobre Pedro Velasco: murió en la batalla,
Álvaro, hijo de Pedro de Cartagena. Aquel día, dijo la propaganda, se
habían salvado las libertades del señorío.
Los príncipes propugnan el retorno a la alianza occidental

Para las poblaciones vascongadas el panorama político se presentaba bajo


perspectivas distintas: Juana parecía significar la alianza con Francia que a
ellos nada convenía; los príncipes Fernando e Isabel, en cuyas filas
militaban los Manrique, ofrecían mejores perspectivas. Estos últimos
habían tomado además la iniciativa de enviar a Juan Ramírez de Lucena a
Inglaterra y Borgoña para conseguir que, respetándose las cláusulas de
aquellos tratados que la embajada francesa consiguiera denunciar, se
reconocieran a marinos y comerciantes cantábricos las ventajas para ellos
conseguidas. Llegó en un momento favorable: eran los días posteriores a la
victoria York en Tewkesbury y del derrumbamiento francés en Cataluña.
Como si fuera una consecuencia de aquella batalla, Lucena pudo anunciar
que había logrado completo éxito en su misión. Con muy escasa diferencia
de tiempo los príncipes conseguirían un tratado en Abbeville (7 de agosto)
con Borgoña, y en Westminster (29 de agosto de 1471) con Inglaterra[390]
que, prescindiendo por ahora de Enrique IV, ponían firmemente en pie la
gran alianza occidental marcada por el Toisón de Oro. El primer objetivo no
era oponerse a los designios franceses sino garantizar el predominio de las
navegaciones por el golfo de Vizcaya.
Beneficiarios directos de esta maniobra diplomática eran los
transportistas vascos, que conseguían que se mantuviese su equiparación
con los súbditos británicos en cuanto las «customs» que gravaban el
comercio. Don Juan Pacheco había reaccionado con lentitud y poca
inteligencia al desastre del conde de Haro. Hizo que el rey avanzara hasta
Orduña, ciudad vizcaína rodeada de tierra alavesa, y desde allí ordenó a
Velasco y Manrique que abandonaran el señorío, que se restituyese la
libertad sin rescate a los prisioneros, y que fueran restablecidos los usos y
costumbres de la tierra.
En los meses siguientes estos dos linajes como aquellos otros que se
sentían vinculados por su origen a la tierra vasca, evolucionaron para
acercarse a los príncipes, que habían dado muestra de conocer dónde
estaban los verdaderos intereses del reino. El cambio en la Sede romana,
que transfirió también a éstos, por la vía de Rodrigo Borja el apoyo de la
Iglesia, acabó por decidir a muchos que lo sensato era seguir la línea por
éstos marcada: fieles a Enrique IV, mientras viviera, porque la legitimidad
no se discute, resistiendo o eludiendo decisiones ingratas de sus ministros,
reconocimiento de que, cuando él faltara, Isabel y Fernando debían ocupar
su lugar. Las condiciones personales del príncipe juegan un gran papel.
Veremos cómo acabaron impresionando también al propio monarca. Ésta
fue la postura que adoptaron las Juntas de Vizcaya, de Guipúzcoa y de
Álava, como también el mariscal García de Ayala, que se sentía un poco
portavoz de la segunda nobleza en aquellos territorios.
En setiembre de 1473, cerrando el círculo, los procuradores de las Villas
y Tierra Llana del señorío de Vizcaya, reunidos en Bilbao, redactaron una
carta que pronto pusieron en manos de Isabel, en la que, con vehemencia le
juraban «morir antes que abandonar su obediencia». Ella, llamando
entonces a Gómez Manrique, de quien tanto fiaba, juró en sus manos
conservar Fuero, privilegios y libertades del señorío, con las Encartaciones
y el Duranguesado, englobando a todos. Y prometió que, llegado el
momento, su marido iría a Guernica para lanzar el venablo contra la encina.
Promesa que, como sabemos, fue cumplida en los primeros años del
reinado.

Y, además, Fernando se inclina por Beaumont

La estancia de don Enrique en estas tierras norteñas no fue muy larga:


quedaban lejos de los proyectos de Pacheco. Por otra parte, desde el verano
de 1471, Enrique IV se encontraba ante un nuevo y grave problema que, en
las condiciones de soledad a que el apartamiento de la reina le condenaba,
hubo de producirle decaimiento: los franceses se habían burlado de él pues
el duque de Guyena no tenía la menor intención de acordarse de aquella
desposada, Juana, que despertaba a los negocios públicos con gran
amargura. Regresó a Segovia dando plenos poderes al conde de Treviño,
fuertemente asentado en Nájera, de donde acabaría titulándose duque, para
ordenar las cosas en la frontera de Navarra. Casado con Guiomar de Castro,
que tantos favores recibiera del rey, Pedro Manrique no vacilaba en cuanto
al deber de obediencia, pero la solidaridad con sus hermanos y sobrinos le
empujaba a alinearse también bajo las banderas de los príncipes. Fue él
quien marcó la línea de retomo a la alianza con los beamonteses, que eran
herederos y continuadores del príncipe de Viana.[391]
Juan de Beaumont, conde de Lerín, estaba casado con una hermana
bastarda de Fernando. De este modo los dos aliados hallaron motivos
personales para buscar el acercamiento al rey de Sicilia, príncipe de
Asturias. Los beamonteses esgrimieron diestramente aquella parte de su
programa que afirmaba que Navarra, por encima de todo, tendría que ser un
reino de España, mientras que sus rivales agramonteses estaban entrando en
el peligroso juego del afrancesamiento. Objetivamente ésta era la única
política que convenía al rey de Castilla, presente o futuro. Fernando no tuvo
inconveniente en acoger esta tesis: como explicaría a su padre dos años más
tarde, no podía dejar de registrar el hecho de que los Foix trabajaban, como
franceses, en favor de su nación. Pierres de Peralta, que no podía escapar a
los odios banderizos, alertó a Juan II el 6 de febrero de 1472: el príncipe se
estaba haciendo beamontés. El conde de Lerín dominaba en aquellos
momentos Pamplona, y disponía del sello real. El condestable hubo de
encargar la fabricación de uno nuevo para que de él se sirviese la
lugarteniente Leonor.
De hecho, el heredero de Castilla y de la Corona de Aragón, estaba
informado de cuáles eran los planes del conde de Foix, porque a ellos se
refirió Gastón IV, el 26 de marzo de 1472, hablando ante los Estados
Generales del Bearne. Guardaban significativo paralelismo con los de
Carlos el Temerario, en la frontera opuesta. Pues se trataba de fundir en un
gran espacio político todos los dominios que habían llegado a manos de
Foix y Bearne, asignándoles título real gracias a la posesión de Navarra. Y
reveló, también, que Juan II, su suegro, estaba poniendo toda su influencia
en conseguir que su hermano, Pedro de Foix, gran figura dentro de la
Iglesia, fuese promovido obispo de Pamplona, proporcionando así
estructura unitaria adecuada a la jerarquía. Para él lo más urgente, y por ello
reclamaba la ayuda económica de los Estados, era liquidar la facción
beamontesa, que había rechazado sus propuestas de sumisión y se le había
declarado enemiga.
Comenzaba el verano de 1472 cuando el conde de Foix, al frente de un
gran ejército, emprendió la marcha sobre Pamplona; aquella iniciativa
afectaba a Manrique, además de a los beamonteses, pues se ignoraba el
verdadero alcance de sus proyectos y hasta qué punto podían afectar a la
frontera castellana. Acaeció un serio percance: Gastón IV, que venía
enfermo, murió en Roncesvalles el 10 de julio. Su herencia pasaba a su
nieto, Francisco Febo, que vivía con su madre, Magdalena de Francia. El
gobierno de los amplios dominios, al ser el nuevo conde de tan corta edad,
se dividió entre su madre y su abuela. Magdalena, que contaba con los
poderes que le reconociera su hermano Luis XI, se instaló en Pau y asumió
la administración de los feudos franceses. Leonor de Aragón, que se titulaba
princesa de Viana, comenzó a ejercer la lugartenencia en Navarra. Tanto el
padre, Juan II, como el hermano, Fernando, guardaron silencio ante esta
nueva situación. El 10 de setiembre de este mismo año de 1472, en una
Asamblea celebrada en Olite, a la que intentó calificar de Cortes o Estados
Generales, Leonor anunció que iba a continuar la política de su difunto
esposo, pues era preciso reunificar Navarra destruyendo a los beamonteses.
Consiguió apoderarse de Caparroso, Santacara y Milagro, pero no pudo ir
más lejos. Ningún poder en Navarra era ya capaz de superar a las facciones.
Los Beaumont se unieron más estrechamente a los príncipes de Asturias de
los que recibieron garantías de ejercer su protección. Leonor no tuvo más
remedio que suspender las hostilidades comenzando negociaciones de paz.
Al margen de lo que pensaran Enrique IV y Juan II de Aragón,
Fernando había conseguido introducir su propia política, que uno y otro
acabarían reconociendo como la más conveniente: sujetar al País Vasco
dentro del patrimonio de la Corona, alejando los apetitos señoriales,
sostener a los beamonteses y hacer girar a Navarra, reino español, en la
órbita de los intereses castellanos.

Regreso a Toledo
En diciembre de 1470 Luis González de Atienza, por encargo de
Enrique IV, había visitado al duque de Guyena para instarle a que,
instalándose en Castilla, asumiese la jefatura del bando de la que ya era su
esposa; no quiso hacerlo, demostrando con absoluta claridad que no estaba
dispuesto a asumir cualquier compromiso. Era, pues, el reverso de la
medalla respecto a Fernando, que no sólo había fijado su residencia dentro
del reino cuando las circunstancias eran muy difíciles, sino que estaba
dando la sensación de ser hábil y firme político. Refugiado ahora en
Ríoseco, con los parientes de su madre, había perdido, con gran disgusto de
Juan II,[392] la compañía de Alfonso Carrillo; pero esto no significaba
especial perjuicio para su causa, ya que el arzobispo contaba con
adversarios y críticos, que podían haber influido desfavorablemente.
Instalado en Alcalá de Henares, se dedicó a negociar con los Mendoza, sus
vecinos y adversario, una fijación de límites entre los estados de éste y el
señorío de la mitra.[393] No estaba en condiciones de fijar su residencia en la
ciudad de que era titular. Trataba de regresar a ella.
Toledo seguía siendo el gran objetivo de don Juan Pacheco, que
aspiraba a dominarla. Tiempo atrás había establecido una primera forma de
control mediante el pacto con Pedro López de Ayala y Fernando de
Ribadeneira, que la devolviera a la obediencia de don Enrique. Ayala
consiguió, al fin, los pergaminos que le hacían conde de Fuensalida;
fortificando, además, los castillos de Manzaneque, Mascaraque, Noez y
Huecas, ejercía dominio sobre el espacio que formaba la jurisdicción
toledana. Rechazó, al principio, la idea de que se autorizase a los
desterrados a regresar ocupando sus antiguas posiciones de influencia; uno
de ellos, Diego Ortiz de Stúñiga, que había tratado de organizar la
resistencia en Polán, pudo ver, en el otoño de 1470, cómo su casa era
derruida y la villa saqueada.[394] Pacheco había conseguido introducir, en el
cuaderno de las Cortes de Ocaña de 1469, un artículo que prohibía
cualquier destierro que no fuese resultado de sentencia de juez o de
mandato real; con él en la mano, pudo convencer a Ayala y a Ribadeneira
que les convenía ser obedientes, y ayudarle contra las aspiraciones
señoriales del arzobispo, pues un mandato regio, como él lo manejaba, era
arma de dos filos. En consecuencia ambos firmaron con el Maestre, el 12 de
febrero de 1470, una estrecha alianza, comprometiéndose a marchar en todo
de acuerdo con él.
En este momento Enrique IV, demostrando hasta qué grado de
impotencia había llegado, despachó a su capellán y cronista, Diego
Enríquez del Castillo, para que advirtiera secretamente a Fuensalida que no
se fíase: todo aquello encerraba una de las acostumbradas trampas del
Maestre. Muerta la esposa del conde, María de Silva, el hermano y
colaborador de ésta en el retomo de Toledo a la obediencia del rey, obispo
de Badajoz, recomendó a su cuñado un cambio de política reconstruyendo
la oligarquía que, en otro tiempo, gobernara la ciudad, haciendo para ello
pactos con Juan de Silva, conde de Cifuentes, su pariente, y con Juan de
Ribera: el mejor vínculo sería el matrimonio del primero de ambos con
Leonor de Ayala, hija de Fuensalida. Al amparo de esta reconciliación, los
desterrados podrían volver a la ciudad. Este acuerdo trajo una especie de
refuerzo de la facción dominante, pero no la paz. Las viejas cuentas volvían
con los desterrados.
Para el Maestre de Santiago era un primer paso. Estaba tratando de
arrebatar a Alfonso Carrillo algunas de las fortalezas que formaban el
opulento dominio señorial de la mitra. Puso la vista especialmente en
Canales y Perales de Tajuña, villas de las que se apoderaron las compañías
del rey mandadas por Juan Guillén y Cristóbal Bermúdez; el castillo de
Perales resistió. El peligro amenazaba en este caso también a los Mendoza
que no dudaron en comprometerse con Carrillo para prestarle ayuda, de
modo que cuando el arzobispo, en diciembre de 1470, decidió acudir en
auxilio de los cercados, un hijo del marqués de Santillana vino con 30
caballeros para sumarse a la hueste. Lo importante, en este caso, no era el
número, sino el gesto. Pacheco obligó al rey a intervenir, obligando al
arzobispo a suspender la operación (7 de enero de 1471).[395] Esto dio a
Diego Hurtado de Mendoza la oportunidad de convertirse en mediador
logrando que el rey, bajo ciertas condiciones, accediera a que se restituyeran
a la mitra las dos fortalezas de Canales y Perales.

Carrillo acusado ante el papa


Se trataba, nuevamente, de un acuerdo en vacío, que probablemente no
hubo nunca intención de cumplir. Disueltas las tropas, el arzobispo recurrió
entonces a pronunciar un entredicho sobre su propia diócesis, que no le
obedecía. El Maestre de Santiago decidió que había llegado el momento de
colocar al arzobispo ante una amenaza de proceso canónico, buscando la
colaboración del regimiento toledano[396] para convencer al papa de que
eran tales los abusos del prelado, mezclado en la revuelta de los príncipes,
que era digno de ser sometido a juicio. Paulo II, decidido siempre en favor
de Enrique IV, otorgó el breve que le era solicitado. De este modo se
intentaba colocar al arzobispo ante una disyuntiva: o abandonaba la causa
de los príncipes sometiéndose a los dictados del equipo de gobierno, o sería
juzgado y suspendido de sus funciones. Cuatro canónigos toledanos fueron
llamados a Madrid: Hernán Pérez de Ayala, hermano bastardo del conde de
Fuensalida, Diego Delgadillo, Marcos Pérez y Francisco de Palencia, prior
de Aroche. Comparecieron ante el Consejo.
Fue el secretario, Antón Núñez de Ciudad Rodrigo, quien explicó a los
canónigos de qué se trataba. Tras darles cuenta de cómo se había apelado a
Roma y se contaba con respuesta favorable, quedó indicado que un
caballero y un notario irían a conminar a Carrillo para que, a menos que
retirase su obediencia a Isabel, declarándose en contra de sus pretendidos
derechos, sería procesado. Fue, una vez más, Diego Enríquez del Castillo,
el encargado de dorar este chantaje ofreciendo tres mil vasallos con sus
correspondientes señoríos para los dos hijos del prelado, Troilo Carrillo y
Lope Vázquez de Acuña. Carrillo respondió ante los canónigos que él
consideraba válido el juramento, que siguiendo las órdenes del rey, se
prestara en Guisando y que no cedería ante los ruegos ni las amenazas.
Cuando los canónigos regresaban a Toledo desde Alcalá de Henares, salió a
su encuentro en Torrejón de Velasco Pedrarias Dávila con soldados, y les
prendió: sólo Hernán Pérez de Ayala pudo huir.
Faltó a Pacheco entonces la decisión necesaria: un proceso al primado
de España significaba un escándalo de tal magnitud que, seguramente, no
hubiera favorecido en nada la causa del rey. Mientras vacilaba acerca de la
conducta a seguir, se producía el relevo en Roma: Sixto IV (Francesco della
Rovere) subía al solio pontificio. A su lado un cardenal, sobrino de
Calixto III, Rodrigo Borja, nacido en Játiva, se convertía en la fuerza
principal de la diplomacia pontificia. Tras estos acontecimientos, el retorno
de Carrillo al lado de los príncipes no se hizo esperar mucho. Por medio de
un enviado especial, Juan de Gamboa, el monarca aragonés, que volvía a
tener el control de sus reinos, insistió cerca de sus hijos porque estaba
convencido de que sin el apoyo del poderoso arzobispo no estarían en
condiciones de llevar su proyecto a buen puerto. De hecho el almirante y
sus parientes habían fracasado en la empresa de proporcionar nuevas
dimensiones al bando isabelino. El linaje de los Cepeda, en Tordesillas,
rival de los Alderete, se pusieron en relación con Alfonso Enríquez, el
primogénito, proponiéndole un plan para apoderarse de la ciudad: mil
hombres enviados desde Ríoseco se apostarían en las inmediaciones
esperando el momento de la apertura de las puertas; los conjurados
atravesarían un carro grande, cargado de aldeanos que impediría cerrarlas.
Pero Alfonso Enríquez se precipitó, haciendo que se adelantase un pelotón.
Los Alderete le descubrieron y pusieron en fuga cerrando las puertas, de
modo que el golpe de mano fracasó.
Mientras tanto, Carrillo había enviado al arcediano Tello de Buendía a
los príncipes y regresó con buenas noticias: estaban dispuestos a abandonar
Ríoseco fijando su residencia en lugar más aceptable para él. El conde de
Paredes ofreció esta villa, título de su señorío, como lugar seguro. El
arzobispo reunió tropas y comunicó al rey que iba a su encuentro «para
conocer con más exactitud las causas que habían movido a los príncipes a
llamarle», pero que no tuviese preocupación alguna pues todo era en
servicio de la Corona. Fue entonces cuando Enrique IV tuvo que suspender
un nuevo viaje a Andalucía del que Pacheco tantas ventajas esperara. Isabel,
Fernando y Carrillo se entrevistaron en Dueñas probablemente en diciembre
de 1471 o los primeros días de enero. Isabel se mostraba muy reticente.
Gracias a los Manrique se logró que el arzobispo y los Enríquez se
reconciliaran en Torremormojón. La princesa ofreció a Carrillo una
indemnización de 1.600.000 maravedís, disfrazándola de dote para su
criada, Mencía Fajardo. Reinaba entre todos estos partidarios de los
príncipes una fría cordialidad. Pero ellos estaban decididos a no entregar el
poder a nadie, por poderoso que fuera. Aceptaron la invitación del
arzobispo para que se instalaran en Torrelaguna, donde aquél poseía una
casa suficientemente grande. Hacía más de treinta y cinco años que, en
aquella villa, naciera Cisneros.

Destino final de Toledo

«Entre tanto que estos males y plagas corrían por el reino, siempre el rey se
estaba retraído en Segovia, no porque faltase seso y discreción para sentir y
conocer los trabajos de sus reinos, mas porque estaba tan sojuzgado al
querer y voluntad del Maestre don Juan Pacheco, que no se acordaba de ser
rey ni como señor tenía poder para mandar, ni como varón libertad para
beber, en tal manera que, procurados indicios, se sospechaba que por
hechicería o bebedizos estaba enajenado de su propio ser de hombre porque
ninguna resistencia ni contradicción hacía al grado y querer de aquél; por
esta causa todos los grandes del reino habían gana de estarse en sus casas y
no andar en la Corte» (Enríquez del Castillo). No puede explicarse con
mejores palabras el vacío de autoridad que había llegado a producirse.
Pacheco seguía prestando especial atención a Toledo.[397] Trataba de
convencer a don Enrique de la necesidad de paliar los malos efectos
pasados mediante la salida de los Ayala de aquella ciudad y la entrega de
sus fortalezas a personas que fuesen de absoluta confianza del monarca,
esto es, sus propios partidarios. En junio de 1471 el rey comunicó a los
toledanos que había fijado su residencia en Madrid, estando en disposición
de trasladarse a Toledo si era necesario, y confirmó a todos los oficiales en
sus respectivos puestos, debiendo amortizarse los acrecentados pero sólo
cuando se produjeran vacantes naturales. Ordenaba también la apertura de
un proceso por los sucesos acaecidos en Polán. El conde de Cifuentes
interpretó la expulsión de su suegro como desgracia definitiva y se apresuró
a romper su matrimonio con Leonor Ayala alegando el parentesco que entre
ambos existía. El doctor García López de Madrid, a quien hemos visto
intervenir en numerosos asuntos, siempre a favor del Maestre, sentó sus
reales en el alcázar, preparándose para procesar a Fuensalida y sus
partidarios.
Los bandos, dentro de la ciudad, eran demasiado fuertes: por eso el
Maestre aspiraba a establecer sobre ella lo que bien podemos calificar de
ocupación militar. El conde de Cifuentes y su tío Juan de Ribera entendían
que todo el cambio ejecutado al comienzo del verano de 1471 debía servir
de antesala para que ellos recobrasen el poder y, en junio de 1472, contando
con la colaboración de Lope Ortiz de Stúñiga, Arias Silva y Pedro González
Barroso, intentaron un levantamiento que obligó incluso a los canónigos a
defender la catedral contra los insurrectos. García López de Madrid, con la
guarnición del alcázar, aplastó la revuelta. Pacheco acudió con tropas,
asegurándose el dominio de la ciudad aunque se presentaba como
pacificador. El 27 de junio de 1472 Enrique IV dispuso que el maestresala,
García de Busto, fuese a tomar en su nombre posesión de las fortalezas.
Tras la entrada del rey en Toledo, Pacheco dispuso que, en su nombre, Juan
Osorio se hiciera cargo de ellas. Por medio de severas ordenanzas (16 de
octubre de 1472) se intentaba prohibir en la ciudad el uso de armas, incluso
en aquellos vecinos que participaban en los servicios de vigilancia y vela
nocturna.
El Maestre de Santiago no podía permanecer indefinidamente en la
ciudad. Por eso hubo de llegar a un acuerdo con el conde de Fuensalida, en
fecha que desconocemos; sus condiciones no se hacían extensivas a
Fernando de Ribadeneira, antiguo aliado de los Ayala, porque se trataba de
asegurar el poder del ministro. Los decepcionados por este giro —un poder
personal como delegación del omnipotente valido— formaron un bando
cuya meta consistía en expulsar a Fuensalida y los suyos. En noviembre de
1473, mientras sangrientas batallas tenían lugar en las calles de Toledo,
Pacheco hubo de llevar al rey a esta ciudad para intentar enderezar las
cosas. Claro es que tampoco perdió la oportunidad de procurarse una
ganancia, esta vez la ciudad de Alcaraz, que pretendía incorporar al
marquesado de Villena. La ciudad y Pedro Manrique, hijo del conde de
Paredes, trataron de oponerse pero la resistencia de Pedro de Haro y la
llegada del joven marqués con refuerzos, aseguraron un dominio que
duraría menos de dos años. Tampoco en el caso de Toledo: en 1474 el
conde de Cifuentes y Lope de Stúñiga, con el apoyo de los demás
desterrados, lograron recuperarla.
CAPÍTULO XXVII

BUSCAR A DOÑA JUANA UN DESTINO CONVENIENTE

El relevo de Paulo II

Entre los partidarios de Enrique IV aquella reconciliación de Carrillo con


los príncipes, cuando mayores eran las esperanzas de someterle, significaba
un serio revés de la fortuna: circulaban rumores, recogidos más tarde por
Zurita en medios aragoneses, de que proyectaba repetir el acto de Ávila
proclamando reyes a Fernando e Isabel. Pero esto no pasó nunca por la
imaginación de los príncipes. Éstos comprendían ahora que nada les
convenía tanto como saber esperar; desde la primavera de 1471 eran
visibles las señales de un ascenso en las perspectivas de victoria. Juana
había sido desairada por los aliados franceses y sus partidarios sabían ahora
que necesitaba de un marido comparable a Fernando. Diego de Saldaña,
famoso poeta, hizo en 1471 una operación de tanteo en Nápoles, donde otro
Fernando, bastardo de Alfonso V, tenía tantas razones de temer a los
aragoneses como sus lejanos parientes castellanos. Pero Ferrante, como le
llamaban los napolitanos, no se atrevió a intentar la aventura: prefería
buscar un entendimiento con su tío.
De modo que al llegar el verano de 1471 Enrique IV vio, con claridad,
que la causa de Juana, si pretendía conseguir que siguiera siendo princesa
sucesora, reclamaba dos condiciones: un golpe de fuerza para expulsar a
Fernando e Isabel de Castilla, y un retorno a la alianza con Portugal, como
siempre recomendara su esposa. Ya no era posible contar con el adecuado
príncipe don Joáo, porque había contraído matrimonio, pero Alfonso V,
viudo, podía ser una solución de repuesto. A principios de julio, sacudiendo
esa apatía que hemos recordado antes, tomó dos decisiones: concentrar sus
tropas en Medina del Campo, a corta distancia de Simancas, donde moraban
en aquel momento los príncipes, y enviar una embajada a Lisboa para
proponer a su cuñado que fuera el marido de aquella sobrina de nueve años,
sin que le asustara la diferencia de edad, pues se trataba de ceñir una
corona.
Pacheco y Fonseca acudieron con sus presiones: nunca combatir,
siempre negociar. Enrique regresó a Segovia, hundiéndose de nuevo en el
tedio de aquel alcázar al que había ordenado que trasladaran nuevamente el
tesoro desde Madrid. Allí llegaron noticias de Lisboa: Alfonso V había
recibido a los embajadores castellanos en el momento en que preparaba la
expedición que le daría la plaza de Arcila y no pudo, ni quiso,
comprometerse a nada; entre sus consejeros abundaban los que se
mostraban opuestos a emprender esta aventura llena de riesgos. Puede
decirse que el Maestre cometió aquel año errores decisivos para la causa de
los derechos de Juana, en la que se había comprometido, como fueron dar
preferencia a la falaz negociación con Francia por encima de la de Portugal,
y detener a Enrique IV en el momento en que, contando con superioridad,
en fuerzas y en legitimidad, estaba decidido a emprender la guerra. Sobre
todo se enajenó, de múltiples maneras, la buena voluntad de los Mendoza.
El obispo de Sigüenza aspiraba al cardenalato, confiando, sin duda, en el
favor con que, en Roma, eran siempre acogidas las demandas de
Enrique IV. Pero Pacheco, repitiendo constantemente sus promesas, demoró
las gestiones hasta que murió Paulo II (24 de julio de 1471) y cambió el
sentido de las influencias ejercidas sobre la Corte de Roma. Sixto IV,
aunque inició su Pontificado comunicando a Pacheco su designación (25 de
agosto), iba a depender, para los asuntos de España, de la opinión de
Rodrigo Borja, que había tenido parte decisiva en el conclave. Sintiéndose
burlado, don Pedro González de Mendoza abandonó la Corte y fue a
instalarse en Guadalajara, al lado de su hermano.
Se trataba de una ocasión que Fernando e Isabel no podían desperdiciar:
ofrecieron a don Pedro poner en juego todas las nuevas influencias que la
Corona de Aragón podía emplear para conseguir este objetivo que juzgaban
importante, es decir, que un prelado castellano viniese a cubrir una parte del
hueco que Torquemada, Carvajal y Mella habían creado con su
fallecimiento. Era un principio objetivo el que manejaban; en todo caso
dejaba la puerta abierta a una sola cuestión: ¿por qué Mendoza y no Carrillo
u otro? Pero en esta cuestión de méritos siempre hay una materia opinable.
Como consecuencia de esta especie de acuerdo se produjo un vuelco en la
situación. Cuando Enrique IV, siguiendo la sugerencia de Pacheco, propuso
al obispo de Sigüenza que se reincorporase al Consejo porque se estaban
preparando nuevas vistas con Alfonso V de Portugal, escuchó la para él
inesperada sorpresa de que «dudaba si la princesa doña Juana era hija del
rey, visto el disoluto vivir de la reina su madre» (Enríquez del Castillo). En
esta línea de conducta iban a seguirle otros miembros del poderoso linaje.
Es un hecho cierto que, apartada definitivamente de su marido y de los
negocios del reino, doña Juana había encontrado en sus relaciones con don
Pedro de Castilla una razón de su existencia. Por este tiempo nacía el
segundo hijo de esta relación que los Mendoza habían tenido la oportunidad
de seguir de cerca.
Los príncipes, que se habían instalado en Simancas desde el 7 de enero
de 1472, seguían paso a paso estas vicisitudes sin dar demasiada
importancia a los detalles. Pacheco estaba presionando al rey: para
mantener a los Mendoza en fidelidad, había hecho importantes sacrificios
como eran Magaña, que se entregó al obispo, y Coruña para permitir al
vizconde de Torija Lorenzo Suárez de Figueroa ascender al condado.
Enrique IV tuvo que aceptar: consintió en la permuta de Requena con Mira,
beneficiando así a la marquesa de Villena, que era nieta de don Álvaro de
Luna y otorgó a Pacheco la villa de Sepúlveda, «según la tuvieron siempre
los reyes de Castilla», con justicia alta y baja, reservándose únicamente las
alcabalas y también las ayudas y pedidos cuando fuesen votados por las
Cortes.[398]
Provisto de esta carta de donación (16 de enero de 1472), el Maestre
llevó a Enrique IV hasta la vecina localidad de Castilnovo; trataba de
conseguir la entrega mediante la presencia del rey. Pero los sepulvedanos
habían contactado con Fernando, que se mostró dispuesto a garantizar su
permanencia en el realengo, enviando además a Pedro Arias Dávila para
reforzar la guarnición. De modo que cuando el monarca y su valido llegaron
a las puertas de la ciudad, las hallaron cerradas, y se vieron obligados a
retirarse. Fue éste un buen motivo de propaganda pues se daba la impresión
de que situándose en el bando de los príncipes se garantizaba el status
jurídico. El 27 de febrero Fernando llegó a Sepúlveda y procedió a
confirmar sus privilegios. Moya y Aranda no tardaron en seguir el ejemplo.

Una vez más la ribera de Caia

Muy pocas personas parecían ocuparse ya de «la muchacha». Llegaba la


noticia de que Sixto IV había otorgado a los príncipes una dispensa
matrimonial (1 de diciembre de 1471)[399] dotándola además de un efecto
retroactivo, lo que venía a significar que no se trataba de enmendar algo
mal hecho sino de confirmar lo que Véneris de palabra admitiera: las
acusaciones que vertiera Jean Jouffroy en Medina y en Valdelozoya caían
por los suelos. Sixto IV, que había creado cinco legados, uno para cada
nación, encomendaba a Rodrigo Borja los asuntos de España: él traería la
bula y se encargaría de tomar las otras decisiones que hiciesen falta. La
tarea principalmente confiada a estos legados era despertar la conciencia
europea acerca del peligro turco, pues la caída de Constantinopla no había
sido término de llegada sino plataforma para emprender acciones ofensivas
en los Balcanes y el Adriático, directamente amenazadoras para Italia. Se
necesitaba dinero para organizar la defensa.
Sólo la adversidad continuada pudo convencer a Pacheco de algo tan
obvio como que Portugal era el único aliado con quien podía contar en
aquellas circunstancias. Para Alfonso V la incorporación de Castilla a la
Unión de Reinos que era la Corona de Aragón significaba un tremendo
desequilibrio de fuerzas dentro de la Península. Fernando e Isabel habían
intentado tranquilizarle, asegurándole que ninguna intención les movía
contra él, pero las promesas en boca de políticos inspiran escasa seguridad.
Los consejeros portugueses tenían grandes dudas también en otro aspecto,
pues si el remedio consistía en unir a Castilla con Portugal, revivían los
fantasmas de 1383 ya que las dimensiones de ambos reinos eran muy
distintas. En marzo de 1472 el Maestre dispuso que Juana, fuertemente
custodiada, fuera llevada a su castillo de Escalona. De nuevo el
protagonismo.
Hacía pocos meses que muriera María Portocarrero, esposa del Maestre:
fue inhumada en el Parral de Segovia. Poco antes de su fallecimiento,
pidiendo humildemente a Dios perdón, la marquesa había reconvenido a su
marido por las traiciones y malbaratos que cometiera, exhortándole a
enmendar su conducta, ya que todos, al final, han de dar cuenta al Señor de
sus actos. Todo inútil. Hasta el último día, don Juan Pacheco pareció
inexorablemente arrastrado por esa vorágine que constituyen la riqueza y el
poder. Preparaba una nueva maniobra para afirmarse en él, induciendo a
Enrique IV a un nuevo viaje por Extremadura y Andalucía, al que ya nos
hemos referido con dos objetivos principales: las vistas con Alfonso V y el
refuerzo de la alianza con tres linajes, Pimentel, Stúñiga y Ponce de León,
que podían suplir la ausencia de los Mendoza, que parecían ya decididos a
mantener su fidelidad a Enrique IV mientras durara su existencia, pero no
más allá.
El 20 de febrero de 1472 el rey entregó poderes completos al duque de
Alba y al arzobispo Fonseca para que gobernasen la mistad norte del reino
durante su ausencia, y se trasladó a Guadalupe para una corta estancia. El 7
de marzo estaba en Trujillo despachando la donación de La Codosera a
Beltrán de la Cueva. No pudo entrar en el recinto amurallado de Badajoz
porque el conde de Feria cerró sus puertas, desconfiando de las intenciones
de sus cortesanos. Desde el campamento, armado en las afueras de la
ciudad, fue a entrevistarse con su cuñado en un lugar muy conocido, Ribera
de Caia, mitad del camino a Elvas, muy mal elegido, sin duda, pues a los
portugueses tenía que recordar los encuentros de 1383. El duque de Arévalo
estuvo presente a la entrevista y el conde de Benavente envió su
asentimiento y conformidad a lo que en ella se tratase. Alfonso V no se dejó
convencer: varias veces había sido burlado por aquel inveterado embrollón;
por otra parte su edad, 47 años, le hacía poco apto para un matrimonio con
aquella sobrina que acababa de cumplir 10. De modo que se habló de
amistad y alianza, un tema que también los Príncipes querían tomar en sus
manos.
Concluidas las vistas, la Corte pasó a Mérida y, sin entrar en Sevilla,
llegó a Córdoba. Aquel viaje no ofrecía las buenas perspectivas de tres años
atrás: duque y marqués se hallaban enzarzados en una rivalidad sin
esperanzas y no convenía que el rey se mezclara en ella. Tampoco era capaz
de lograr una reconciliación. Regresando a Castilla conoció la rebelión que
había estallado en Toledo y hubo de enderezar sus pasos a esta ciudad,
instalándose en el monasterio jerónimo de la Sisla, porque tampoco era
prudente alojarse en el interior de sus muros.
Pudo parecer que, pese al desánimo del rey, tan bien recogido por su
cronista, Enríquez del Castillo que, en estos años demuestra una gran
precisión, Pacheco no había perdido ninguna de sus cualidades de
negociador. Empujó a don Enrique a un nuevo esfuerzo de reconciliación
con los Mendoza, propiciando un encuentro entre Segovia y Pedraza. Los
guadalajareños, que en ningún momento se desviaran de la obediencia al
rey, aunque buscaran distancias en relación con la Corte, aceptaron: de
modo que Pacheco y el obispo de Burgos tuvieron la oportunidad de
reunirse con el marqués de Santillana, los condes de Medinaceli y de Haro
y los obispos de Sigüenza y Palencia. De la cuestión política esencial —
sucesión en la Corona— no se habló; las decisiones estaban al parecer
tomadas. Se acordó únicamente operar una reconciliación entre los fuertes
linajes, sellándola con un nuevo matrimonio de Pacheco con una hija del
conde de Haro. Todos se comprometieron a trabajar, sin desmayo y sin
demora, en la promoción de don Pedro González de Mendoza. La boda tuvo
lugar inmediatamente, en Peñafiel, dentro del mes de setiembre de aquel
mismo año. Quedaban a Pacheco dos años de vida.

Rodrigo Borja llega a Castilla

Algunas semanas antes de la entrevista, llegó a Segovia la noticia de que el


cardenal Rodrigo Borja, con brillante séquito, había desembarcado en el
Grao de Valencia (17 de junio de 1472), ciudad de la que era obispo y en
cuyas inmediaciones había nacido. El Consejo Real decidió que fuera
precisamente don Pedro González de Mendoza el encargado de darle la
bienvenida. Fernando se había adelantado. En el curso de un viaje a
Cataluña, tras celebrar una larga conferencia con su padre en Pedralbes,
había llegado a Valencia para entrevistarse con el legado. Éste descubrió, en
aquel joven de veinte años, cualidades políticas excepcionales. También él
veía para la Corona de Aragón una indeclinable tarea de refuerzo y
seguridad en el Mediterráneo occidental. Por encima de afinidades —
estaban muy cerca de Játiva— alentaba la comprensión de un problema
común. Cuando llegó Pedro González de Mendoza, los tres, príncipe,
legado y obispo tuvieron la oportunidad de estrechar sus relaciones,
quedando claro que Mendoza debía ser el «cardenal de España». Por otra
parte, Enrique IV comisionó a Diego Enríquez del Castillo para que
preparara las etapas del viaje del legado a Madrid, intercambiando con él
sus impresiones.
Borja llegó a la Corte, preparado para una estancia de varios meses, el
25 de octubre de 1472; se reunió con Enrique IV en el monasterio de San
Jerónimo de El Paso. En aquellas conversaciones, que se repitieron durante
las fiestas de Navidad, Pacheco pudo llegar a tener la impresión de que
había conseguido atraerse la buena voluntad del legado que, en diciembre,
pudo escribir a Sixto IV que también el rey y los que le rodeaban querían
que se otorgase a don Pedro González el capelo de cardenal. Sin embargo,
el ministro era consciente de que la partida en favor de doña Juana estaba
perdida, pues la legitimación reconocida al matrimonio de Fernando e
Isabel era tanto como aceptar a ambos como sucesores. Propuso entonces,
en uno de sus cambios de opinión, que esta cuestión fuese encomendada a
una comisión formada por cuatro personas, él mismo, Mendoza, Carrillo y
el almirante, que no ofrecía dudas en cuanto a resultados.
El 27 de diciembre de 1472 Fernando escribió a su padre: había que
rechazar tal disparate. La legitimidad es algo que se posee y que Dios
atribuye por el nacimiento, no el resultado de una elección por un colegio
de nobles. Tal legitimidad había sido reconocida por medio de un legado a
Isabel y sólo cabía que el papa reconociese la validez de los actos
ejecutados por Véneris. Actitud ésta que es jurídicamente correcta. Puestos
ya en el umbral de su victoria, los príncipes defendían uno de los aspectos
esenciales en una monarquía que no es electiva. Borja, que había presidido
en Segovia una especie de Asamblea de obispos, tratando de comunicarles
el mensaje de la Iglesia de Roma acerca del peligro que atenazaba al
Mediterráneo, fue luego a Alcalá, para conocer a Isabel y pasar tres
semanas en compañía de la princesa y su marido. Para que no quedara duda,
administró el sacramento de la confirmación a la niña Isabel, de dos años.
Cumplía, de este modo la otra misión que había concertado con el papa:
cómo eran aquellos que podían convertirse, en un futuro no muy lejano, en
reyes de España. El legado tuvo entonces el convencimiento de que una y
otro constituían los candidatos más adecuados.
Borja pasó luego a Guadalajara, siendo huésped de los magnificentes
Mendoza. Allí estaba cuando correos lanzados al galope trajeron el breve (7
de marzo de 1473) que confería el capelo al obispo de Sigüenza. España
contaba con un cardenal residente en ella. Don Pedro, que estaba entonces
en Madrid con el rey, se trasladó a Guadalajara para dar las gracias.
Importante debió de ser la conversación entre ambos cardenales, ya que el
26 de marzo, el legado avisó a los príncipes que, si se acercaban a
Guadalajara, serían públicamente reconocidos como sucesores por todo el
clan mendocino. Fernando, que ya había hecho una estancia en Hita, el más
antiguo de los señoríos de los Mendoza, estaba dispuesto a aceptar la
invitación, pero se opuso radicalmente Carrillo, amenazando con una nueva
ruptura. Esta vez los príncipes se plegaron: Juan II les había advertido
seriamente que tenían que conservar al primado en sus filas. Pero éste había
demostrado claramente sus dimensiones en política: no estaba dispuesto a
admitir a nadie que pudiera hacerle sombra.

Enrique, hijo de infante, apellidado Fortuna

El Maestre de Santiago, midiendo las cosas por su propio rasero, creyó que
los príncipes jamás le perdonarían. No quedaba, pues, otra solución que
prepararse para una resistencia utilizando la autoridad del rey para poner en
pie una Liga, como en los viejos tiempos. En los dos años últimos del
reinado parece haberse desentendido de la suerte de doña Juana, como si
hubiera perdido la esperanza en sus derechos, provocando, desde luego, la
desazón del monarca. Intentaba poner en estado de alerta a los grandes,
comunicándoles lo peligroso que para ellos y sus posesiones podía resultar
el retorno de «los aragoneses». Contaba indudablemente con los Stúñiga,
cuyo ducado de Arévalo era reclamado por Isabel para su madre, sin la
menor duda, con el conde de Benavente, amenazado en muchos de sus
dominios por los Enríquez, parientes de Fernando, y sin duda también con
el marqués de Cádiz, dada la índole de algunas de sus últimas
adquisiciones. Esperaba que los Álvarez de Toledo, recientemente
ascendidos, los Velasco, ahora que su mujer pertenecía al linaje, e incluso
los Mendoza, se sumaran a esa Liga. No comprendió que, con esta política,
hería al rey que le había entregado el poder precisamente a causa de las
seguridades que se le dieran de resolver la delicada cuestión suscitada en
torno a su hija. Tampoco que para la mayor parte de los grandes, alzados
hasta la cumbre máxima de la jerarquía, resultaba conveniente la
estabilización y refuerzo del poder real, garantía también para el suyo, de
tal manera que la estrategia asumida por Fernando e Isabel —don Enrique
hoy, nosotros mañana— podía resultar satisfactoria. Conforme pasaba el
tiempo, crecían las adhesiones a los príncipes, y disminuían los
compromisos con doña Juana; esta fórmula final iba creciendo en
posibilidades. Esto no significa que Fernando no se sintiese obligado a
responder con promesas, a tales maniobras: el 22 de diciembre de 1472, al
dar las gracias al conde de Treviño por lo que hiciera en Vizcaya y en la
frontera de Navarra, le aseguraba que tales servicios no serían olvidados.
Por ejemplo, los príncipes se sintieron en la necesidad de asegurar la
sumisión de Sevilla. Fernando encargó al licenciado Pedro de la Cuadra la
misión de establecer contacto con el duque de Medinasidonia: el resultado
fue el concierto de una alianza formal con este grande (19 de febrero de
1473), cuyo contenido explicó después a su padre, tratando de disipar
preocupaciones.[400] Pues se habían prometido al duque tres cosas: ayudarle
a que consiguiera el Maestrazgo de Santiago, proporcionarle ayuda militar
contra el marqués de Cádiz, y disponer que una flota de cuatro galeras
asumiera de modo permanente la vigilancia en el Estrecho. Bajo estas
condiciones don Enrique de Guzmán hizo acto público de acatamiento a
Isabel como princesa de Asturias y comunicó, además, a los Mendoza, las
razones objetivas que explicaban que fuese ésta la mejor solución. Por su
parte los príncipes podían presentar la cuestión del Maestrazgo de Santiago
como una de las vías para enderezar los entuertos que a la Orden se hicieran
devolviendo a los comendadores la elección. La mayor parte de éstos y,
desde luego, los tres mayores, Rodrigo Manrique, Alfonso de Cárdenas y
Gabriel Manrique, estaban de acuerdo en que el duque ostentara el
Maestrazgo.
Hay un detalle que no debe descuidarse en este informe que rindió
Fernando a su padre el 13 de marzo de 1473: la situación interna en
Andalucía no estaba tranquila: había signos claros de un crecimiento en la
inquietud y, esta vez, la cuestión de los conversos proporcionaba resortes de
mayor gravedad.
En el momento en que se estaban haciendo las gestiones para la
creación de la Liga, el conde de Benavente, con o sin el apoyo sincero de
Pacheco, lanzó una propuesta: del segundo matrimonio de aquel infante don
Enrique, hijo de Fernando el de Antequera, y fallecido como consecuencia
de las heridas recibidas en la primera batalla de Olmedo, quedaba un hijo,
que lo era también de su hermana Beatriz Pimentel. Más castellano que
aragonés, sin vinculaciones que le impidieran instalarse en Castilla, Enrique
«Fortuna» era, sin duda, el marido que doña Juana necesitaba. Dividía,
además, lo que aún quedaba del antiguo bando de los infantes. Fernando y
su padre se encolerizaron pero no se adoptaron medidas de prisión contra
este muchacho y su madre, que llegaron a Requena en enero de 1473 y de
allí, siguiendo instmcciones de Pacheco, pasaron al castillo de Garci
Muñoz. Enrique IV parece haber aceptado la fórmula. Nada podía aportar,
salvo su persona: ni dinero, ni alianzas ni señorío. Indudablemente al
Maestre de Santiago no complacía reconocer como príncipe a un sobrino de
Pimentel.
Cuando, en el otoño de 1472, se lanzó por primera vez la idea de tal
matrimonio, don Juan Pacheco cogió al vuelo la oportunidad que se le
ofrecía de utilizarla para conseguir otro de sus objetivos. Dijo al rey que
estaba dispuesto a trabajar en su ejecución, pero que era preciso establecer
previamente dos condiciones: sacar a Juana de Escalona —algunos
murmuraban que era casi una prisión— e instalarla en el alcázar de Madrid,
llevando allí también a su madre, y sacar del tesoro una suma de 15
millones de maravedís, para que pudieran comprarse voluntades[401] y
atenderse los gastos de esta negociación. En resumen: que Andrés Cabrera
tendría que transmitirle la alcaidía del alcázar, pues toda garantía debía
quedar en su propia persona, compensándole esta pérdida con la promesa
del señorío de Moya y de tres millones de maravedís (17 setiembre 1472).
[402] Y Enrique IV aceptó estas condiciones que estaban enderezadas a

privarle de uno de los pocos fieles que aún le quedaban y a engrosar el


tesoro particular de su ministro. Cabrera no se llamó a engaño respecto al
alcance de la maniobra.
Enrique IV parece haber tenido verdadero interés en este matrimonio.
Las dos Juanas, madre e hija, fueron llevadas a Madrid, alojadas en el
alcázar y puestas al cuidado del Maestre. Se dio orden al pretendiente de
que viniera también a la Corte, pero fijó su residencia primero en Getafe y
luego en Villaviciosa de Odón, donde pudo demostrar que la suya era una
candidatura vacía. Una vez rotas sus relaciones con Juan II carecía incluso
de medios de vida. El rey había enviado a Roma a Fernando del Pulgar para
obtener la dispensa, pero Rodrigo Borja garantizó a Fernando que no se
otorgaría.[403] El conde de Benavente acabó descubriendo el engaño:
logrados sus dos objetivos, alcaidía y dinero, Pacheco, que se preparaba
también a despojar a Cabrera de sus oficios en Segovia, había perdido todo
interés por aquel matrimonio. Desconcertado, Enrique Fortuna acabó
refugiándose en casa de su tío, en Benavente. La ruptura entre el conde y el
Maestre se hizo muy radical.

El desencadenante: matanza de conversos


Andrés Cabrera pertenecía al linaje de los cristianos nuevos; Beatriz de
Bobadilla, su esposa, que fuera dama de la princesa Isabel, no. La familia
estaba firmemente asentada en Segovia, precisamente el blanco al que
apuntaba don Juan Pacheco. Una vez más, Enrique IV se sentía defraudado
en sus esperanzas. Habiendo entregado el alcázar de Madrid, en aquel otro
castillo, alzado en la confluencia del Eresma y del Clamores, parecían
centrarse las últimas claves para el sostenimiento de la Monarquía. Pacheco
estaba decidido a apoderarse de ellas pues, siendo dueño de esas tres
ciudades que eran capitales del reino, Toledo, Madrid y Segovia, estaría en
condiciones de dictar capítulos para cualquier acuerdo. Tenía que destruir a
Cabrera, cosa difícil, pues el monarca sabía bien de su recia lealtad. Para
ello trató de servirse de ese argumento poderoso: el odio a los conversos
que, como una epidemia, se estaba extendiendo por todo el reino.
Se acusaba a los cristianos nuevos de continuar con las actividades
económicas que desempeñaban siendo judíos, a las que se atribuían las
alteraciones de precios en el mercado. El Ordenamiento del 10 de abril de
1471, al ser aplicado en circunstancias especialmente difíciles, había
contribuido a incrementar los daños en lugar de paliarlos. En muchas
ciudades de la mitad meridional del reino las querellas políticas derivaban
hacia enfrentamientos sociales en los que los conversos estaban siendo
acusados. El viaje a Andalucía, en abril de 1472, no había conseguido
calmar los ánimos ni aumentar el prestigio del rey, sino todo lo contrario.
Uno de los hombres de confianza de Miguel Lucas, Pedro de Escavias, que
era alcaide en Andújar, explicó a Enrique IV con claridad que no podía
consentir la entrada de sus cortesanos en esta ciudad porque Pacheco no
pretendía otra cosa que apoderarse de ella. Usando precisamente de la
virtud de la lealtad tenía que advertir al rey que era un esclavo en manos de
sus consejeros.
Probablemente fue en esta oportunidad cuando Pacheco descubrió hasta
qué extremos de gravedad había llegado el temor de los conversos: éstos
sacrificaban en Córdoba grandes sumas de dinero para que Alfonso de
Aguilar reclutase tropas que les defendiesen del asalto de los cristianos
viejos, a quienes protegía el obispo de la ciudad, Pedro de Córdoba.
También Carmona había sufrido, el 26 de marzo anterior, los efectos del
odio. Y la cuestión se mezclaba con los bandos sevillanos. Aquí ya hemos
indicado de qué modo el duque de Medinasidonia había fortaleció su
dominio colocándose al lado de los príncipes en una actitud tal, que
Pacheco no se había atrevido siquiera a recomendar al rey una visita a la
ciudad. Un dominio que podía considerarse derrota de los Ponce de León.
Pero éstos, firmemente asentados ahora en Cádiz y su comarca, gozando de
buenas rentas, estaban fortaleciendo su propio ámbito de poder, manejando
su condición de enriqueños. Manuel Ponce, hermano del marqués, se había
apoderado de la fortaleza fronteriza de Cardela en 1472. Moviendo tropas,
marqués y duque se disputaban ahora las villas de Alanís y Alcalá de
Guadaira.
Cualquier chispa podía provocar un gran incendio: la endemia belicista
que Andalucía estaba padeciendo así lo predecía. Alfonso de Palencia, que
recoge las noticias y rumores anticonversos, sin que tengamos oportunidad
de contrastarlos, dice que los «nuevos» alardeaban de su inclinación al
judaísmo y, en Córdoba, los «viejos» se vieron obligados a fundar una
cofradía de la Caridad para defender su cristianismo puro. Tensiones entre
los dos grupos eran frecuentes. El 16 de marzo de 1473, cuando una imagen
de la Virgen desfilaba en procesión por una de las estrechas calles
cordobesas, una muchacha conversa, sin darse cuenta de lo que hacía,
arrojó agua por una ventana manchando con ella el palio que cubría la
estatua. Un herrero, que se había distinguido mucho por su piedad, dijo que
se trataba de orines, como frecuentemente sucedía y que había un propósito
deliberado de injuria. Estalló el motín. Un caballero, Torreblanca, que trató
de intervenir para calmar los ánimos, fue arrollado por la muchedumbre que
le causó serias heridas. Acudieron entonces los soldados de Alonso de
Montemayor y la batalla se generalizó. No era un enfrentamiento tan solo
entre cristianos de los dos linajes sino peleas entre los bandos. El herrero y
sus secuaces se refugiaron en el convento de San Francisco, ante cuya
fachada colocó sus tropas el señor de Aguilar. Salió luego a parlamentar
pero en tono tan insultante, que el noble no pudo contenerse y le asestó un
lanzazo dejándole malherido. Corrió por la ciudad la noticia de que el
herrero había muerto.
Creció el tumulto desatándose las peores violencias. Gentes de afuera
llegaban a Córdoba porque se creía que era la oportunidad para saquear las
casas de los ricos conversos. Durante dos días, Córdoba fue cámara de
horrores: robos, saqueos, estupros e incendios se derramaron por la ciudad.
Los desalmados violaban hasta los cadáveres de las doncellas. El
regimiento, que no estaba en condiciones de dominar la situación, trató de
satisfacer las demandas de los viejos poniendo en vigor, como en Toledo,
ordenanzas que prohibían a los conversos ocupar oficios que llevaban
alguna clase de función sobre los cristianos.
Otras localidades sufrieron a continuación violencias, especialmente
Montoro, Adamuz, Bujalance, La Rambla y Santaella. La existencia de una
siniestra amenaza judaizante contra la sociedad cristiana fue admitida como
si se tratara de una realidad. Los grandes vieron, en esta onda de revueltas,
una amenaza para su propio sistema de administración: por eso Rodrigo
Girón, el marqués de Cádiz, el conde de Cabra y el duque de Medinasidonia
intentaron contener los tumultos. Miguel Lucas, acusado de favorecer a los
conversos, tomó precauciones en Jaén; pero el 22 de marzo de 1473,
cuando se arrodillaba en la misa mayor, los conjurados, que contaban con el
alguacil Gonzalo Mejía, le asesinaron, dejando el cadáver mutilado en el
suelo de la iglesia. La viuda, Teresa de Torres, pudo salvarse con sus hijos
buscando refugio en el castillo. Las autoridades trataron de imponer
castigos que fueron, en todo caso, insuficientes.
La sensación global era de una pérdida definitiva, en Andalucía, de
cualquier poder que no fuera estrictamente local. De ahí las desigualdades
profundas. Muchos conversos trataron de hallar refugio en Sevilla,
colocándose bajo la protección del duque de Medinasidonia. Nació aquí un
proyecto singular: que Gibraltar, recientemente reconquistada, se
convirtiera en reserva para los conversos, excluyéndose a los cristianos
viejos de su población. Las tensiones se contagiaron a Sevilla donde los
nuevos despertaban las mismas sospechas y odio que en otras ciudades
andaluzas. Temiendo que los tumultos desembocaran en rebelión abierta, el
duque pidió a Fernando que acudiera con hombres de armas, pues sólo la
presencia del poder real, en cualquiera de sus dimensiones, podía aportar
una solución.
El príncipe había comenzado a reunir soldados en Talamanca, donde en
aquel momento residía, cuando le llegaron noticias de que los franceses
habían invadido el Rosellón, poniendo cerco a Perpignan el 21 de abril de
1473. Juan II reclamaba su presencia.[404] Obligado a elegir entre dos
peligros alternativos, el heredero de la Corona de Aragón se sintió obligado
a posponer el conflicto de Andalucía y, tomando las 400 lanzas que seguían
entonces sus pendones, emprendió la marcha hacia Cataluña. Andalucía
tendría que esperar otros tres años.

Cortes en Segovia

Las matanzas de conversos en Andalucía revelaron la existencia de fuertes


tensiones religiosas y sociales que no se limitaban a determinadas ciudades.
Los partidarios de Pacheco iban buscando el favor de los cristianos viejos,
más numerosos, y por consiguiente más fuertes también, que podían darles
poder en las ciudades, mientras que la alta nobleza señorial, con apoyo de
los príncipes, trataba de conservar el orden, protegiendo a los nuevos. Se
fue creando así un estado de opinión. El Maestre de Santiago, que disponía
en Segovia de una buena base de operaciones con el monasterio de El
Parral, por él construido para los jerónimos, pensó valerse de esta coyuntura
para alcanzar la meta que se había fijado: a fin de cuentas se trataba de
destruir al mayordomo Andrés Cabrera, que era converso. Éste entregó a
Pacheco el alcázar de Madrid, instalando en él a la reina y su hija, recibió
una promesa sobre Moya que no había intención de cumplir, pero consiguió
garantizarse la indemnización de los tres millones haciendo intervenir al
Rab mayor de los judíos, Abraham Seneor, opulento banquero que tenía el
depósito de pedidos y monedas en Osma, Segovia, Medina, Olmedo,
Madrigal, Madrid, Salamanca y su tierra, Zamora, Toro y la merindad de
Burgos.[405] De este modo se estrechó la relación entre ambos; una
oportunidad para que se comunicaran las respectivas preocupaciones.
Con notable retraso, Enrique IV había conseguido reunir Cortes en
Segovia. Trabajaron entre febrero y mayo y tras un período de descanso
continuaron sus trabajos en Santa María de Nieva. Esta circunstancia
parecía facilitar las intrigas de don Juan Pacheco, pues la atención del rey
tenía que dirigirse a estas reuniones en las que debían examinarse dos
cuestiones de importancia vital: el desastroso estado de la moneda en
circulación y la reordenación de las Hermandades para evitar que se fuesen
de la mano. Por debajo de estos grandes problemas, y como compensación
de sus desvelos, el rey esperaba encontrar ayuda en asuntos que le tocaban
mucho más de cerca, como eran el reaprovisionamiento de su tesoro,
enflaquecido, y el respaldo para el reconocimiento de Juana como heredera.
Por ello tenía interés en que las Cortes no fueran exclusivamente reuniones
del tercer estado, incorporándose a sus trabajos la nobleza y el clero,
aunque fuese de manera indirecta.
El cardenal-legado que, como dijimos, había tenido en Segovia una
reunión con los obispos, accedió a promulgar un decreto (15 de febrero de
1473) fulminando la excomunión contra todos los que fabricasen moneda
falsa o de ley contrahecha. De este modo la cuestión monetaria se elevaba
de nivel adquiriendo perfiles religiosos. Se ha repetido que las Cortes
demostraban de qué modo las ciudades estaban prestando su apoyo a
Enrique IV frente a sus enemigos, pero César Olivera ha podido demostrar
lo contrario: «No existía un apoyo incondicional de las ciudades al rey.»
Debemos, ciertamente, hacer una distinción entre la autoridad del monarca,
cuyo restablecimiento estaban reclamando y la conducta personal de don
Enrique. El 18 de mayo los procuradores remitieron a los obispos un escrito
concebido en términos de gran dureza, atribuyendo al rey y a sus ministros
el desgobierno que padecían y rogándoles que interviniesen en nombre de
Dios, para frenarlo. Muchas promesas se habían hecho, pero el tiempo
pasaba sin que llegasen los remedios. A pesar de las aprensiones que en
algún momento Isabel sintiera, teniendo en la memoria lo ocurrido en
Ocaña, las de Segovia no trataron para nada de los derechos o el destino que
debiera darse a Juana.
Se tiene la impresión de que en este primer período de sesiones,
interrumpidas, sin duda por los graves sucesos que tuvieron lugar en
Segovia, sólo la cuestión monetaria fue tratada con alguna eficacia. El
respaldo otorgado por Rodrigo Borja fue importante. Se tomaron tres
disposiciones en orden sucesivo. El 26 de marzo el rey firmó la orden para
que en todas las cecas reconocidas se labraran reales, medios reales y
cuartos, de modo que se pusiera remedio a la escasez, aunque sin indicar las
fuentes que debían proporcionar el metal precioso. Un primer
Ordenamiento del 12 de mayo disponía que se diese cumplimiento a todas
las disposiciones que las Cortes hubiesen adoptado en relación con esta
materia. El 22 de mayo se promulgó el segundo Ordenamiento, saliendo al
paso de un rumor que habían puesto en circulación los especuladores
haciendo creer a la gente que se iba a disminuir el valor de las piezas de oro
y plata, moviendo así a los poseedores a desprenderse de ellas. Se
garantizaba la permanencia de los valores del Ordenamiento del 10 de abril
y se encargaba a los municipios para que dos regidores revisasen las
monedas en circulación, cortando todas las piezas que no respondiesen a
buena ley; sus propietarios tendrían que recoger el metal, llevarlo a la ceca
y ordenar que fabricasen con él buena moneda.
Ninguna condición nueva fue elaborada en relación con las
Hermandades. De modo que cuando el 12 de julio de 1473, estando los
procuradores en sus casas, Enrique IV firmó el Ordenamiento, no hizo otra
cosa que confirmar los acuerdos que había tomado la Junta general, reunida
en Villacastín. Sobre este tema volverían a ocuparse las Cortes de Madrigal,
tras el cambio de reinado. Se definían, con claridad, los seis delitos que
debían considerarse «casos de Hermandad»; fabricación o tráfico de
moneda falsa, robo en despoblado, incendios provocados, toda clase de
abusos contra mujeres, homicidios perpetrados en caminos o despoblados, y
prisiones arbitrarias.

Golpe fallido en Segovia

Don Juan Pacheco pensó que, como había sucedido en Toledo, si estallaban
disturbios en Segovia, él estaría en condiciones de imponer en ella su
dominio pacificador eliminando a Cabrera y sus parientes. Se puso de
acuerdo con uno de los viejos linajes de la ciudad, cuyo cabeza era Diego
Tapia, que abrigaba el convencimiento de que judíos y conversos habían
adquirido en la ciudad excesivo poder. Previamente, el Maestre se había
puesto en posesión de una carta real (abril de 1473) que le encomendaba
aplacar los disturbios que habían vuelto a registrarse en Toledo. Se fijó la
fecha del alzamiento para el 16 de mayo, durando aún las Cortes. Ese día se
concentrarían grupos armados en San Martín y San Miguel, los cuales, al
oír cinco repiques de campana en San Pedro de los Pinos, se lanzarían al
asalto de las casas de los conversos.
Valiéndose todavía de la candidatura de Enrique Fortuna, Pacheco había
presionado al rey: era preciso que no sólo Madrid sino también el alcázar de
Segovia, que incluía la custodia del tesoro real, estuviesen en sus manos.
Una vez más, don Enrique cedió. Y Cabrera, obediente, llegó a un acuerdo
con el ministro (8 de mayo) para hacerle entrega del alcázar, como le
ordenaban, reteniendo en cambio la custodia de las torres y de las murallas,
que garantizaban la seguridad de los moradores. Justo en este momento
Rodrigo Borja, que había tenido conocimiento del plan, avisó al rey y a
Pedro González de Mendoza. Éste informó a Cabrera que pudo de este
modo retrasar la entrega y preparar a sus hombres. De modo que cuando el
motín estalló se produjo una batalla campal con abundantes muertos y
heridos pero triunfó Cabrera. Diego Tapia falleció de un tiro de ballesta en
la cabeza. Pacheco buscó refugio en el Parral sin atreverse a ir a la ciudad ni
al alcázar. Tenía conciencia de haber escapado a un peligro mortal.
Enrique IV regresó rápidamente a Segovia, en compañía del marqués de
Santillana y del conde de Benavente, anuló la orden de entrega del alcázar y
confirmó a Cabrera en su oficio de alcaide. Ahora todos estaban de acuerdo
en culpar al Maestre de felonía y en recomendar al monarca que pusiese fin
a las turbias maniobras del valido. Pedro Fernández de Velasco, conde de
Haro, que había sucedido a Miguel Lucas en el oficio de condestable, pidió
a Isabel que moraba en Talamanca una entrevista y ella le contestó el 18 de
mayo que con mil amores. Los Mendoza aclaraban su posición respecto al
orden sucesorio. Enrique IV se instaló en Segovia, contando con sus
bosques de Balsaín; no quería volver a Madrid «porque ya desamaba a la
reina y ya no la quería ver por su disoluto vivir» (Enríquez del Castillo).
Estas palabras nos indican un estado de ánimo de decaimiento profundo,
semejante al de los días que antecedieran a Guisando. Todos, en su entorno,
se iban inclinando en favor de los príncipes. El cardenal Mendoza «ya en
secreto estaba confederado con la princesa doña Isabel» (Enríquez del
Castillo).
Del fondo de la conciencia del rey y de otros muchos, surgía como
entonces la preocupación: qué hacer con esa «muchacha» de once años, de
la que, en definitiva, era responsable. Porque ella estaba destinada a ser la
víctima inocente de tantos errores como cometieran sus mayores. Andrés
Cabrera, junto con su esposa Beatriz de Bobadilla, lanzó una idea, partiendo
del mismo punto que tan turbiamente manejara Pacheco, años atrás: buscar,
en concordia con su hermana y sucesora, un matrimonio que asegurase un
futuro conveniente a doña Juana. El 15 de junio de 1473, interviniendo
Alfonso de Quintanilla como procurador, Cabrera e Isabel firmaban el
convenio que implicaba un compromiso definitivo. Durante veinte días el
mayordomo trabajaría asiduamente el ánimo de don Enrique, ahora que
estaba fuera de la influencia de Pacheco, para lograr una reconciliación
entre los dos hermanos.
En virtud de este acuerdo, Isabel garantizaba al rey y a quienes le
servían, toda seguridad. «Al dicho señor rey tendrá como a verdadero señor
y padre, y le obedecerá y servirá, queriéndose él conformar con ellos a vista
de dos religiosos de buena vida o de otras dos personas fiables al dicho
señor rey y a los dichos señores príncipes, haciéndose los correspondientes
juramentos.» En el momento en que el mayordomo la avisara de que la
concordia estaba hecha, la princesa se trasladaría a Segovia. Si, a pesar de
todo, Enrique IV escogía la mala parte, esto es, someterse a la voluntad del
Maestre de Santiago, Cabrer a pondría el alcázar y los tesoros en él
custodiados a la disposición de Isabel.[406] No puede decirse que Cabrera,
que contaba siempre con el apoyo de Seneor, fuera un personaje versátil que
estuviera cambiando de bando. De acuerdo con la tesis que sostenía el
cardenal Mendoza, era preciso convencer al rey de que lo mejor para él y
para el reino, era reconocer a los príncipes como sucesores, reinando seguro
y firme el tiempo que aún le diese Dios de vida.
La postura se percibe muy clara cuando pasamos a la compensación que
Isabel ofrecía a este servidor: hacer efectiva la donación de Moya, que
Enrique IV le otorgara. Ella estaba en condiciones de hacerlo porque tropas
aragonesas, mandadas por Juan Fernández de Heredia, ocuparon la
localidad el 13 de agosto de 1473, rechazando un intento de Pacheco y su
hijo el marqués, que naturalmente la querían para sí.
Llegaban a Castilla noticias de la victoria que, en 22 de junio de 1473,
había obtenido Fernando sobre las tropas francesas, la cual permitió la
liberación de Perpignan. Desde Guadalajara se cursaron nuevas invitaciones
a Isabel: allí podría estar como en su casa. El cardenal, cuya influencia
cerca del rey había vuelto a crecer, respaldaba los proyectos de Cabrera.
Una reconciliación entre ambos hermanos sería la base fundamental para la
búsqueda de un destino conveniente para la hija de la reina. Nunca se pensó
en enviarla a un monasterio; éste sería la decisión que tomaría en 1479, por
propia iniciativa, en un gesto de dignidad.

Villacastín y Santa María de Nieva

Los trabajos de Andrés Cabrera se vieron facilitados por la necesidad que


tuvieron el rey y don Juan Pacheco, de prestar principal atención a la Junta
general de la Hermandad, reunida en Villacastín, y a las Cortes, que habían
suspendido sus trabajos sin haber decidido la cuantía del subsidio a otorgar.
Tanto el legado como algunos de los grandes se mantenían en contacto con
los procuradores haciéndose eco de las quejas por ellos formuladas. El
duque de Alba hizo una oferta concreta para trabajar juntos en orden al
restablecimiento de la paz. Pero los acuerdos de la Junta del 8 de julio, que
promulgó, como dijimos, el propio rey en forma de Ordenamiento el día 12,
apuntaban a otro objetivo, como creación de una especie de ejército interior
sostenido y controlado por las ciudades que se encargase de mantener el
orden.
Probablemente el Maestre de Santiago estuvo informado, al menos
parcialmente, del apoyo que Cabrera estaba recibiendo del cardenal
Mendoza, ya que hizo un esfuerzo para atraer a este último: vacante la sede
de Sevilla por muerte de Fonseca, le propuso su nombramiento. El duque de
Medinasidonia, que controlaba una parte del cabildo, se opuso
decididamente: buscaba que esta sede se proveyese en su tío Fadrique,
obispo de Mondoñedo, cerrando así el dominio que su linaje ejercía sobre la
ciudad. A Roma llegaron dos propuestas encontradas y Sixto IV anunció su
propósito de resolverlas mediante un expediente empleado en ocasiones
semejantes: nombrar un tercero que defraudase ambas expectativas sin dar
la razón a ninguna. Sólo que, en esta oportunidad, el elegido era su propio
sobrino, Pedro Riario; significaba que la gran sede iba a ser fuente de rentas
para un nepote. La muerte de Pedro Riario permitiría al cardenal Mendoza
llegar a ser arzobispo.
Pasado el verano pudieron las Cortes reanudar sus trabajos en Santa
María de Nieva. Esta vez había mayoría suficiente, pues catorce ciudades y
villas estuvieron representadas, anotándose la ausencia de Sevilla, Córdoba
y Murcia. Don Juan Pacheco parecía de nuevo el protagonista. Hablaba,
actuaba y discutía con los procuradores como si fuese el encargado de usar
la voz del rey. Y prometía enmiendas que no estaba dispuesto a cumplir.
Pues las ciudades presentaron una lista de abusos para demostrar cómo se
arruinaba las rentas reales a causa de las excesivas donaciones. Se habían
concedido muchas exenciones en las alcabalas, principal renta, y con ellas
se mermaba el total de ingresos obligando a recurrir a peticiones
extraordinarias. Las pujas en el arrendamiento de las rentas se prestaban a la
corrupción y al favor de los amigos. Los precios de ganados y mercancías
habían experimentado crecimiento como consecuencia de los impuestos que
se percibían en puertos y caminos.
Las discusiones en torno a los subsidios ocuparon todo el mes de
octubre. Los procuradores protestaban porque, habiendo estado en servicio
mucho tiempo, aún no habían percibido los emolumentos que les
correspondían; por eso acordaron reservar 518 millones de maravedís de la
cantidad otorgada para satisfacerlos. El 26 de octubre, como acto final,
antes de que cada uno se fuese a su casa, se otorgaron, bajo presión del
Maestre y del Cardenal, dos subsidios: el ordinario, de 93 millones, que
debería quedar bajo control de una especie de diputación emanada de las
propias Cortes, y el extraordinario de 30 que quedaba a la libre disposición
del Consejo. Fue entonces cuando la princesa Isabel remitió a los
procuradores su protesta. Aquella cifra —127 millones de maravedís—
superaba todos los límites hasta ahora fijados, y debía considerársela un
abuso. Se estaba legitimando además la costumbre adquirida por los
grandes de tomar rentas reales en su territorio, para sostener con ellas sus
lanzas. Pero Enrique IV ya nada podía hacer para enmendar estos errores:
sólo le seguían quienes estaban recibiendo mercedes.

Navidad en Segovia

Cabrera, el converso, y Seneor, Rab mayor de los judíos de Castilla, estaban


desacuerdo: la solución más conveniente para aquellas tensiones y
violencias que creaba el antisemitismo naciente era que Enrique IV se
reconciliase con Fernando e Isabel, aceptándolos como sucesores, ya que
ellos garantizaban el orden. No era demasiado difícil convencer al monarca,
proclive siempre a la negociación, de que se necesitaba el diálogo. El
escollo fundamental estaba en Juana. La documentación de que disponemos
no permite en modo alguno dar respuesta acerca de si Enrique creía o no
que fuera biológicamente su hija; pero nacida dentro de su matrimonio con
doña Juana de Portugal, se hallaba firmemente asentada sobre su
conciencia. Muy escasa convivencia se había producido entre padre e hija;
convertida ésta desde muy pronto en precioso rehén, era tenida bajo
custodia. Es, en consecuencia, inadecuado hablar de afectos. Pero el
monarca, que muchas veces hacía ostentación de sentimientos de
misericordia, no podía dejar de plantearse ese gravísimo problema de que
los hijos tengan que pagar las culpas de sus padres.
Cabrera y el cardenal pensaron que precisamente Enrique «Fortuna»
podía ser la adecuada solución. En Santa María de Nieva se habían
producido algunas noticias en torno a este matrimonio, sin que se llegara a
decisión tangible. Se estableció contacto con el conde de Benavente, en
cuya casa moraba ahora su sobrino y, el 4 de noviembre, se llegó a un
acuerdo: Enrique, que no era infante, ni rico, ni poderoso jefe de facción,
desengañado ya de las maneras turbias de Pacheco, podía ser «matrimonio
conveniente», pues nieto y primo de reyes, estaba en condiciones de recibir
un oficio o nombramiento del más alto nivel. Conviene recordar que
Fernando le nombraría, años más tarde, lugarteniente real en Cataluña. De
este modo, garantizándose a los príncipes contra cualquier rivalidad, se
elevaría a doña Juana al rango más elevado de la escala social. No se estaba
proponiendo algo que no hubiera intención de cumplir.
Ausente su marido, Isabel había venido a instalarse en Aranda de
Duero, ciudad que acababa de alzar sus pendones por los príncipes,
rechazando los esfuerzos de Pedro de Stúñiga. Desde aquí, el 18 de
diciembre de 1473, escribió a Fernando, rogándole que acelerase el retorno,
porque todo estaba ya concertado. Juan II había dado a su hijo un consejo:
que hiciera todo lo necesario para llegar a un acuerdo con Pacheco, pues sin
él no podía llegar el negocio a buen término. Carrillo se había mostrado
opuesto al plan de Cabrera, porque entendía que todo estaba pensado para
favorecer los designios del cardenal Mendoza, su enemigo cordial. Los
datos que proporciona Palencia acerca de estos sucesos, siempre de acuerdo
con la opinión del arzobispo, pueden equivocamos si no prescindimos de
sus juicios de valor. Muchas veces se han descrito desde el punto de vista de
la princesa. Es necesario, dada la índole de nuestro trabajo, que nos
preguntemos cuáles eran las razones que movían al rey a aceptar esta
negociación que, de manera definitiva, parecía negar los derechos de
sucesión de doña Juana.
El autor de la Crónica llamada Incompleta que posee al parecer
información directa muy precisa, concede gran importancia a las
conversaciones que Beatriz de Bobadilla mantuvo con el rey. Ella tenía
acceso a noticias íntimas, de las que no figuran en los documentos, y le
convenció de que esta solución —instalar a la hija de la reina, mediante
matrimonio, en cómoda opulencia y elevado rango social— podía ser más
conveniente para ella que los ingratos azares de una política que le obligaba
unirse a un hombre sin las adecuadas condiciones. Otras muchas cosas
podríamos señalar que nos explican la aceptación de don Enrique: las
tremendas dificultades y hostilidad que en las Cortes y en la Junta general
de la Hermandad había tenido que afrontar; las protestas de los
procuradores que describían un cuadro negativo del reino; el penoso viaje
que se le había obligado a realizar, siempre al servicio del valido; la
turbulencia negativa que rodeara al proyecto francés; y sobre todo, la
negativa de Pacheco a subir con él hasta el alcázar, porque tenía miedo,
yendo a encerrarse en El Parral que, desde las ventanas del alojamiento real,
se alzaba como una verdadera fortaleza. La propuesta del conde de
Benavente parecía la adecuada: la diferencia de edad entre los contrayentes
estaba en términos más correctos y, a fin de cuentas, aquel muchachito era
su primo carnal. Ahora también los príncipes aceptaban que fuese una
solución conveniente.
Enrique confirmó por escrito el plan de su mayordomo.[407] Fernando,
vuelto al lado de su esposa, también saltando por encima de la cerrada
oposición de Carrillo que, una vez más, temía perder su protagonismo. Por
mucho agradecimiento que hacia él sintieran, los príncipes no podían
anclarse en una política frondista de tiempo pasado: tenían que apuntar al
futuro. Así pues, las dos partes estuvieron de acuerdo en este programa que
tenía dos etapas. Llegaban las fiestas de Navidad: nadie podía preveer que
eran las últimas que don Enrique podría celebrar El rey fue a Balsaín para
una partida de caza, única que podía proporcionarle paz en aquellas
circunstancias. Beatriz de Bobadilla, vestida como las ricas aldeanas del
contorno avisó a Isabel y fue luego a buscarla a Aranda. La princesa llegó al
alcázar, guardado por los soldados de Cabrera, el 28 de diciembre de 1473.
Fue avisado el rey, que inmediatamente regresó a Segovia. Pacheco,
atemorizado, huyó de El Parral buscando refugio más seguro en Ayllon. En
todo momento don Enrique se mostró abiertamente cordial, como si aquel
encuentro resolviera muchas de las angustias que atenazaban el fondo de su
conciencia. Débil ante sus ministros y sus consejeros, este desdichado
monarca parece haber conservado siempre esos deseos de bondad que le
reconoce, una y otra vez, su capellán Enríquez del Castillo. No parece que
tengamos razones para rechazar este dato. Encontró en Isabel una perfecta
correspondencia. Se vieron, tras siete años de separación, y ella fue a
besarle la mano, como debía hacerse al rey, pero él no lo consintió: la
abrazó, como un hermano. Juntos presidieron un banquete, al que dieron
aire de reunión familiar. Enrique, dotado de buena voz, como indicamos,
cantó. Isabel danzó para él. Luego recorrieron juntos las calles de Segovia,
haciendo pública la reconciliación que implicaba reconocimiento, llevando
el rey las riendas de la hacanea en que cabalgaba su hermana. Fue llamado
Fernando, que llegó el día 1 mientras el arzobispo clamaba que era meterse
en la trampa del lobo y el rey le abrazó con todo afecto; ¿no era, a fin de
cuentas, de su propia sangre? Cualquiera que estuviese dispuesto a
prescindir de torcidas intenciones, tenía que reconocer que esos actos
segovianos del tránsito de 1473 a 1474 constituían un mensaje al reino: don
Enrique se había reconciliado con sus hermanos reconociéndoles en el
puesto de sucesores que ocupaban.
No hubo constancia documental de todo esto, probablemente porque no
se consideraba necesario: el gesto público y el afecto demostrado tenían
más valor que los compromisos escritos, tantas veces quebrados. El proceso
quedó interrumpido porque el 6 de enero el rey se sintió enfermo. Era el
primer anuncio de que la muerte estaba llamando a su puerta. No se pasó,
en consecuencia, a la segunda parte del acuerdo, el matrimonio de Juana,
que permitía además jugar, en su beneficio, con aquel concepto en que se
apoyara Isabel en Cadalso-Cebreros: pues si el matrimonio de sus padres
era ilegítimo, ninguna necesidad había de recurrir a otras circunstancias
menos honorables. Se dieron pasos en esta dirección. Los príncipe visitaron
a Enrique, deseándole una pronta recuperación e insistiendo en su afecto y
obediencia. Entonces se pasó a poner por escrito lo esencial del acuerdo.
El 11 de enero de 1474 Andrés Cabrera, el conde de Benavente y el
doctor García López de Madrid, que tenía poderes e instrucciones del rey,
se reunieron en un salón del alcázar para redactar el documento en que se
especificaban los tres compromisos siguientes:

Guardar la vida, persona y estado del rey don Enrique, existiendo ya


relación de concordia con la princesa Isabel, su sucesora.
Mantenerse unidos en todas las eventualidades futuras los cuatro
personajes presentes o representados, esto es Cabrera, Pimentel, el
doctor y Beltrán de la Cueva que había querido expresamente
participar.
«Y asimismo que serán conformes para que los dichos señores
Príncipes del infante con la princesa doña Juana.»[408]
Esto, no se olvide, con pleno conocimiento del rey y de los príncipes,
juraron todos.

Pacheco no desmaya

El 16 de febrero de 1474 Fernando abandonó Segovia, dejando en ella a


Isabel, que no la abandonaría, en adelante, salvo para salidas muy cortas.
Era la primera capital de la que tomaba posesión. Las posiciones no estaban
tan claras como en el primer momento pareciera. Superada la primera fase
de su enfermedad, y vuelto a Madrid, Pacheco recobraba su influencia.
Había, en ambos bandos, personas interesadas en denunciar el acuerdo
como si se tratara de un engaño falaz. Alfonso de Palencia nos da una
noticia, sólo por él conocida, acerca de cierta conversación que, estando
escondido, oyó al conde de Benavente y al licenciado de Ciudad Rodrigo:
se explicaba la felonía del rey, que estaba utilizando a Cabrera para
apoderarse de los príncipes y de su única hija, acabando de un golpe con los
tres. Gracias a esta circunstancia, él pudo poner en guardia a los príncipes.
¿En guardia? Como arriba dijimos, Isabel permaneció en el alcázar,
ganancia sustanciosa, y Fernando hacía frecuentes viajes a Segovia porque
importaba mucho mantener las relaciones conyugales.
Dejando a un lado las siniestras sospechas, es evidente que la
reconciliación de Segovia tenía dos perdedores: Alfonso Carrillo y Juan
Pacheco. Ambos eran políticos, es decir, convencidos de que su misión era
ejercer el poder, pues nadie estaba en mejores condiciones para ello, y no
hombres de Estado, con grandes programas para el crecimiento del reino. El
primero de ambos se convenció, desde este momento, de que militaba en el
bando equivocado y que, habiendo creado una princesa, también podía
fabricar una reina con persona distinta. El segundo aplicó sus energías a
destruir lo que Cabrera y el cardenal habían conseguido, y que él tenía esa
persona distinta, Juana, en su poder. Lo urgente, tanto en uno como en otro
caso, era reorganizar un partido. Las discordias sevillanas, que salpicaban
también al cardenal, ofrecían una buena oportunidad. El 27 de diciembre de
1473 el marqués de Cádiz, yerno de Pacheco, se había apoderado de
Medinasidonia, dando muerte al alcaide de aquella fortaleza, Bartolomé de
Basurto. De modo que el odio entre Enrique de Guzmán y Rodrigo Ponce
de León ya no tenía límites ni remedio.
Desde Ayllon, refugio para los días difíciles, el Maestre de Santiago
había ido a Cuéllar, donde fue acogido por Beltrán de la Cueva; este último
era uno de los cuatro comprometidos en el pacto del 11 de enero. De este
modo se sembraban sospechas acerca de la conducta que los Mendoza iban
a seguir. Fernando pidió una explicación al marqués de Santillana y éste
respondió que no tenía motivos para preocuparse: don Beltrán no podía
negar hospitalidad al yerno de su querido amigo el conde de Haro ni de
darle ayuda personal. Pero tanto Velasco como el cardenal, reincorporados
al Consejo, sostenían ya la tesis sobradamente conocida de que, en el
presente, la obediencia y servicio a Enrique IV eran indiscutibles, y, en el
futuro, también la sucesión de Isabel.
Era prácticamente inevitable que en los últimos meses del reinado,
mientras la enfermedad de don Enrique introducía un nuevo factor de
desasosiego, se produjeran reajustes en los partidos. Hay cierta lógica que
conviene no perder de vista: aquellos que en 1464 y 1468 defendieran con
más ahínco a Enrique IV, porque veían en él la encamación del poderío real,
tendían ahora a agruparse al lado de Fernando e Isabel, porque esto mismo
significaban, mientras que los que creyeran contar con instrumentos dóciles
para consolidar el poder de la alta nobleza, buscaban en los derechos de
Juana un remedio para su equivocación. En política nada es inconmovible y
el peor enemigo de hoy puede ser el íntimo amigo de mañana. Juan II de
Aragón, sin embargo, entendía mal este proceso: envió a Pedro Vaca con
largas instrucciones, el 26 de enero de 1474, insistiendo en que en modo
alguno se desprendiesen del arzobispo; para mejor sujetarle a su causa
estaba dando a Troilo Carrillo señoríos en Valencia y Cataluña. También el
conde de Luna se ofreció para hacer gestiones que recondujeran al Maestre
de Santiago al partido de los príncipes.
Desde el 16 de febrero Isabel quedaba como dueña en aquel alcázar
solitario, poblado de recuerdos. Su marido se había instalado en Turégano,
bastante cerca pero evitando los peligros de un golpe de mano que afectara
a los dos. Enrique IV había vuelto a Madrid, aunque prefería siempre el
pabellón de El Pardo, y sin reunirse ya con su mujer. Todos sabían que
Pacheco había rechazado radicalmente la candidatura de Fortuna y trataba
de convencer a Enrique IV de que había que volver la vista a Portugal.
Frente a la amenaza firme que significaban los aragoneses, el único remedio
era, volviendo a sus propias raíces, despertar los recelos lusitanos ante la
creación de una gran monarquía, Unión de Reinos, al otro lado de su
frontera.

Huesos ilustres de Carrión de los Condes

Estalló un conflicto en torno a la posesión de la villa de Carrión, uno de los


descansaderos en la ruta de los peregrinos a Santiago. Antiguo solar de los
Mendoza, que allí tenían aún tumbas de sus antepasados, había pasado a
formar parte del señorío del conde de Treviño, a quien le fue confiscada por
el rey como castigo por haber reconocido a los príncipes. Entregada en
1472 al conde de Benavente, Rodrigo Alfonso Pimentel, éste tomó posesión
de la misma al año siguiente, comenzando la construcción de un castillo.
Informado el cardenal Mendoza, pidió que detuviera las obras porque
afectaban a los sepulcros de su linaje. Según Diego Enríquez del Castillo, el
conde respondió, con altanería, que «aquellos huesos de sus antepasados los
mandaría coger en una esportilla y se los enviaría». La injuria conmovió a
todo el clan mendocino. Hubo ruido de espadas.
En favor del marqués de Santillana movieron sus gentes los Manrique,
los Enríquez, los Velasco y, desde luego, también Beltrán de la Cueva.
Junto a los Pimentel estaban sus parientes, el marqués de Villena y su padre.
La sorpresa vino cuando, desde Turégano, en aquel mes de abril, acudió
Fernando con las 400 lanzas que eran su guardia disponible, y barras y
águilas de Sicilia se unieron a los pendones de la Casa de Mendoza. Los dos
ejércitos estaban frente a frente, desplegados en la llanura delante de
Becerril, cuando acudió el rey plantando su tienda en medio y obligando a
los dos bandos a negociar. Un buen gesto de paz, que el Maestre pudo
utilizar en su provecho. La villa de Carrión sería incorporada al realengo,
derribándose la fortaleza y restaurándose los enterramientos que quedaron
en propiedad de la Casa de Mendoza; ésta transfería al conde de Benavente,
en concepto de indemnización, la villa de Magaña. Pero en aquel
documento del 10 de mayo Enrique IV sorprendía a todos atribuyendo a
«mi bien amado don Juan Pacheco» el éxito obtenido. La Corona corrió con
los gastos: 5,7 millones de maravedís fueron detraídos de los 93 otorgados
en Santa María de Nieva para que Mendoza, Pimentel y Pacheco pagaran
sueldo a sus soldados.
Regresaba don Diego Hurtado de Mendoza, marqués de Santillana, a
Guadalajara, cuando le salió al encuentro la princesa Isabel. Fue entonces
cuando ambos convinieron en que «fortuitamente», el marqués y los suyos
encontrarían al príncipe Fernando en un lugar cualquiera entre Monzón de
Campos y Palencia. Fue aquí donde tuvo lugar la ceremonia en que todo el
linaje besó la mano del aragonés, comprometiéndose a una completa
fidelidad, ahora como sucesor y luego como rey. De este modo se estableció
un vínculo de unión que el tiempo revelaría como inquebrantable.

Pacificación de Tordesillas

El reencuentro con los Mendoza provocó la definitiva oposición y ruptura


de Carrillo. Se mezclaba una cuestión personal. El primado no estaba
dispuesto a militar en el mismo bando en que se encontrara el odioso
cardenal. En mayo o junio de 1474, por medio de uno de sus servidores,
Enciso, remitió a Juan II una larga carta, haciendo exposición de sus quejas.
A ellas respondió el monarca aragonés por medio de Pedro de Vaca;
ampliando las ofertas de beneficios para sus familiares, le invitaba a
ponerse al frente de una Liga de nobles que defendiese la causa de los
príncipes. Fernando, que respondió a estas preocupaciones de su padre el 15
de junio, sustentaba ya distinta opinión. Él no necesitaba de Ligas ni de
partidos: iba a ser rey y, como tal, se situaba por encima de ambos. No veía
motivos de especial preocupación. Estaba desde luego dispuesto a hacer
todo lo posible para retener a Carrillo, menos someterse a sus dictados.
En aquellos momentos el príncipe estaba preparando la primera
operación pacificadora, una especie de muestra para las decisiones que
vendrían después. La población de Tordesillas, esta villa que corona uno de
los recodos del Duero, había pedido ser liberada del dominio que sobre ella
ejercía Pedro de Mendaño, alcaide de Castronuño. Fernando, el duque de
Alba y el almirante juntaron sus fuerzas y, en una rápida operación (18-20
de junio de 1474) tomaron la ciudad devolviéndola al gobierno de su
regimiento. Toda la operación fue presentada como de restablecimiento del
orden. Enrique IV envió mensajes coléricos ordenando que se restituyese al
alcaide en aquella posesión, pero naturalmente, no fue atendido.
Comenzando el verano de 1474 la fama militar de Fernando había
crecido. Incluso al-Nayar, el «infante de Almería» acudió a él, pidiéndole
una asistencia en la lucha que había emprendido con Abu-l-Hassan.[409]
Tras el acto de acatamiento, los Mendoza, conscientes de que era ya
mayoría absoluta el número de grandes, prelados y ciudades que aceptaban
a Isabel y Fernando como futuros reyes, trataron de promover una especie
de asamblea de la alta nobleza en Cuéllar, que ofrecía condiciones de
seguridad suficientes. No pudieron conseguirlo. El Maestre de Santiago,
que estaba de nuevo al lado del rey, trabajaba febrilmente para deshacer los
pactos de Segovia.

Muerte de don Juan Pacheco

Carrillo y Pacheco habían vuelto a establecer una alianza personal,


recordando el parentesco que les unía: al fin coincidían en descubrir que
Isabel, y aún menos su marido, no era el dócil instrumento manejable que
imaginaran. Así suele suceder con aquellos varones que se empeñan en
afirmar la debilidad de la mujer. El plan que ahora forjaron fue convencer a
Alfonso V de Portugal de que no tenía otro remedio que tomar la defensa de
su sobrina, casándose con ella a fin de ser reconocido como rey, y evitando
así el grave peligro que amenazaba a su propio reino. El monarca, que
carecía de medios para contrastar estas versiones, les creyó. En la práctica
necesitaban poder ofrecerle dos cosas: un partido fuerte, que pudiera
conducirle a la victoria y una base territoral amplia para acogida de las
tropas que viniesen del otro lado de la frontera. Para el partido querían
contar con el conde de Benavente y el duque de Arévalo, parientes del
Maestre y con Beltrán de la Cueva, que fuera en tiempos el gran valedor de
la reina en sus proyectos de amistad con Alfonso.
En julio de 1474 los nuevos aliados pidieron a Enrique IV que regresara
a Madrid, sin demorarse en Segovia, porque querían explicarle todos estos
planes que culminarían en la proclamación de su hija. El momento era
favorable: los franceses habían vuelto a invadir el Rosellón, con fuerzas
muy considerables y se reclamaba con urgencia la presencia de Fernando. A
principios de agosto hubo de emprender el viaje, haciendo etapas en Alcalá
de Henares, para despedirse de Carrillo, y en Guadalajara, donde el
marqués de Santillana le garantizó su adhesión. El primado estaba
ocultando a todos este nuevo camino que había decidido emprender. De este
modo, el 24 de octubre Gutierre de Cárdenas tranquilizaba al príncipe
escribiéndole que aquellos coqueteos con el adversario carecían de
importancia. El propio Carrillo, tres semanas antes de la muerte del rey, el
20 de noviembre, enviaba a Juan II una carta agradecida porque su sobrino
homónimo había sido elevado a la silla episcopal de Pamplona.
Base militar idónea para una entrada desde Portugal era,
indudablemente, Extremadura. Pacheco convenció a su yerno Álvaro de
Stúñiga, y sobre todo a su hija Leonor, de que si los príncipes triunfaban
experimentaría dos pérdidas sustanciales: el Maestrazgo de Alcántara,
parcela asignada a su hijo, y el ducado de Arévalo, cuya existencia misma
era negada por Isabel. Con su apoyo pudo trabajar en la consecución de una
alianza (3 de setiembre de 1474) en la que entraban también don Gómez
Suárez de Figuera, conde de Feria, Fernando de Monroy, señor de Belvis,
Juan de Sotomayor, señor de Alconchel, Pedro Ponce de León, señor de
Villagarcía, y Luis de Chaves. Al conde de Benavente se encargaría la
misión de abrir el otro camino, aquel que remonta el Duero. Seguramente,
Rodrigo Alfonso, que había sufrido varias veces los efectos de los tortuosos
planes de su pariente, no estaba dispuesto a entrar en el juego. En diciembre
no dudaría ni un momento en reconocer a Isabel.
Extremadura estaba segura en su mano. Sólo le faltaba instalarse en
Trujillo para garantizar a Alfonso V de que podía contar con esta
plataforma. Por eso pidió Pacheco al rey que le acompañara a Extremadura
olvidándose de lo que prometiera o jurara en Segovia. Advirtieron a
Enrique que el Maestre estaba enfermo[410] aunque no se temía que fuera de
gravedad. En lugar de detenerse atendiendo al cuidado de su salud, el
ministro redobló sus esfuerzos. Pudo llegar a acuerdos con Gracián de Sese,
alcaide de Trujillo, y con Fernando de Monroy para que cediesen esta plaza
a cambio de buenas indemnizaciones, pues era el lugar que se necesitaba
para la boda de Juana y la proclamación de Alfonso V. Una vez más, lo
imprevisto asomaba la nariz: Pacheco murió, el 4 de octubre de este mismo
año en Santa Cruz, a dos leguas escasas de aquella fuerte ciudad.

Triste final: la muerte del rey

Grande y pesada herencia dejaba tras de sí aquel hombre que, durante


treinta años, fuera protagonista principal en el escenario de la política
castellana, elevándose hasta el grado más alto de la nobleza, para caer
después. Su primogénito heredero, Diego López Pacheco, educado en la
Corte y en el espíritu de la caballería, no tenía las grandes dotes políticas de
su padre, como tampoco el desprecio a la palabra dada; estaba decidido, sin
embargo, a conservar íntegro el patrimonio que para él se construyera,
incluyendo el Maestrazgo de Santiago, fuente de conflicto. Enrique IV
pidió a Sixto IV que invistiera a Pacheco. El duque de Medinasidonia
recordó las promesas que recibiera para ocuparlo. Isabel escribió a su
marido para que desde Cataluña se pusieran en movimiento todas las
influencias a fin de que el papa le encargara una administración provisional
que permitiese ejecutar las oportunas reformas y arrancarlo de la codicia de
los validos. Por su parte los comendadores de la Orden convocaron un
capítulo: de los trece miembros que se reunieron, ocho votos fueron para
Rodrigo Manrique, y cuatro para Alfonso de Cárdenas. Los dos
comenzaron a titularse Maestres esperando una decisión que habría de venir
de Roma.
El marqués de Villena trató de llegar a un acuerdo con Gabriel
Manrique, conde de Osorno, uno de los comendadores, y acudió a una
entrevista que escondía una añagaza. Poco antes del 25 de octubre fue preso
y llevado a Fuentidueila. Enrique IV ordenó poner en seguridad el
patrimonio del prisionero[411] y movilizó sus tropas recibiendo ayuda en
esta ocasión de Alfonso Carrillo. Pudo, mediante un golpe de fuerza,
apoderarse de la condesa y de su hija: con estos rehenes en la mano fue fácil
conseguir un intercambio de prisioneros.
Aquélla fue la última empresa. Había llegado el mes de noviembre de
1474. Instalado en Madrid hizo algunas salidas a El Pardo, aquellas pocas
que la enfermedad le consentía, porque en aquellos bosques encontraba el
reposo y la paz que sus dolores le recomendaban. Todavía el 11 de
diciembre de dicho año, con traje de caza, desaliñado, salió del alcázar, para
llegar allí, pero el sufrimiento le obligó a regresar; tumbado en un camastro,
sin quitarse siquiera las altas botas, atendido espiritualmente por fray Juan
de Mazuelo, que fue llamado desde San Jerónimo de El Paso, el triste rey
falleció en las primeras horas del 12 de diciembre, cuando faltaban unas
pocas semanas para que cumpliera cincuenta años. La causa de la muerte,
«flujo de sangre» como entonces se dijo, no está demasiado clara. Los
síntomas que proporcionan los cronistas apuntan a una enfermedad dolorosa
del vientre, acaso una litiasis renal o hepática, una nefritis o un cáncer de
colon. «Mas es lo cierto —escribe Marañón— que mucho mejor que a
cualquiera de ellos se acoplan los trastornos descritos a los de un
envenenamiento; tal vez el arsénico, el más usado por entonces, en cuya
fase final hay una intensa gastroenteritis sanguinolento y anasarca.»
La opinión del ilustre patólogo no puede ser ignorada. Pero es preciso
advertir que ningún dato documental poseemos que aliente esta conclusión.
En vida, don Enrique había descuidado abiertamente su salud, no fiándose
de médicos, abusando de purgas y vomitivos como medio de buscar alivio a
sus dolores. «Quedó tan deshecho», dice Enríquez del Castillo, «que no fue
menester embalsamarlo». Meses más tarde, en el manifiesto que Juana
envió a las ciudades del reino aludió a la tesis del envenenamiento. Pero si
tuviéramos que creer las tesis sustentadas desde la propaganda política,
ninguno de los grandes personajes del siglo XV habría fallecido de muerte
natural.
No pudo, o no quiso, en aquellos últimos instantes, hacer referencia a su
sucesión. Falleció sin dejar testamento. De hecho el problema de doña
Juana debió pesar mucho sobre su conciencia en aquellas horas finales,
pues lo que se había acordado en Segovia a principios del año había sido
desconcertado por las maniobras del Maestre de Santiago que dejaban la
herencia de una guerra civil. Triste muerte para un triste reinado. Sin
amigos, pues casi todos desertaron en la última hora, el cadáver quedó
prácticamente solo. «Miserable y abyecto, dice Alfonso de Palencia —que
tampoco era capaz de deponer su odio—, fue el funeral. El cadáver,
colocado sobre unas tablas viejas, fue llevado sin la menor pompa al
monasterio de Santa María de El Paso, a hombros de gente alquilada.»
Entonces el cardenal Mendoza tuvo el gesto de oficiar en esta postrera
ceremonia. Y sólo cuando el difunto estuvo en tierra, en aquella sepultura
provisional que guardaría sus restos hasta el traslado a Guadalupe, fue el
cardenal a Segovia para colocarse al lado de Isabel.
Nacido en Valladolid, muerto en Madrid, entre las dos posibles capitales
del reino se cerraba medio siglo de vida española. La más certera lección de
aquella tumba sin nombre era la conciencia de que, por encima de sus
debilidades, Enrique careció de verdaderos defensores. Estuvo siempre
rodeado de difamadores que, en lugar de ocultar o superar la debilidad de
un enfermo, se sirvieron de ella, publicándola, para hacer su fortuna. No
deben engañamos los acontecimientos negativos: en aquellos decenios del
corazón del siglo XV, Castilla estaba experimentando un crecimiento
económico que la preparaba para asumir protagonismo en la vida europea.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
[1]Gregorio Marañón, Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su
tiempo, 14.ª ed., Madrid, 1997 pp. 26-27, concede mucha importancia a este
accidente porque repercutió en algunos aspectos de la salud del niño. El
estrecho parentesco entre los padres es un factor que debe ser tenido en
cuenta. <<
[2]Un ejemplar del acta de juramento de estas Cortes se conserva en AGS.
P. R. leg. 7, núm. 73. Es importante para los historiadores comprobar la
existencia de documentos cotejándolos con la falta que en muchos casos se
registra. <<
[3]
R. Pérez Bustamante y José A. Calderón Ortega, Enrique IV, 1454-1474,
Burgos, 1998. Este libro de síntesis ha sido tomado cuidadosamente en
cuenta para la elaboración del presente trabajo. <<
[4] En su Crónica, Galíndez de Carvajal (ver con preferencia la ed. de J.
Torres Fontes, Estudio sobre la Crónica de Enrique IV del doctor Galíndez
de Carvajal, Madrid, 1946) nos ofrece la lista completa del personal que
componía esta primera Casa del príncipe: Pedro Fernández de Córdoba, que
se encargaba de la crianza del niño, era su cabeza; como asistente y
camarero era Alvar García de Villaquirán. Dos maestros, fray Lope de
Barrientos, dominico, personaje clave en los acontecimientos del reinado, y
Gerónimo, llamado el Bohemio. Seis donceles, Juan y Pedro Delgadillo,
Gonzalo y Gómez de Ávila, Alonso de Castillejo y Diego de Valera, que
llegaría a ser famoso cronista y caballero. Cuatro guardas, Juan Rodríguez
Daza, Juan Ruiz de Tapia, Gonzalo Pérez de los Ríos y Pedro de
Torquemada. Un aposentador, Gil de Peñafiel, cuatro reposteros de camas,
dos para la plata y diez monteros de Espinosa para su guarda. <<
[5] J. Vicens Vives, Monarquía y revolución en el siglo XV, Juan II de
Aragón, Barcelona, 1953. Se trata de uno de los mejores análisis de los
acontecimientos del siglo XV. Resulta imprescindible para el conocimiento
de todo el proceso. <<
[6]Las cédulas en que se comunicó al Concilio de Basilea el compromiso
matrimonial y también la reclamación de un derecho inalienable de los
infantes de Aragón sobre su patrimonio, en AGS. K-1711, fols. 90r y 474r.
Otros documentos esenciales en Manuel Bofarul y de Sartorio, Guerra entre
Castilla, Aragón y Navarra: compromiso para terminarla (Col. doc. ined.
Aragón, XXXVII, Barcelona, 1869, pp. 459-489. Se trata de documentación
bien comprobada y conocida. <<
[7] La dispensa necesaria para este primer matrimonio se encuentra
comprobada sin el menor género de duda. Desde Bolonia, el 26 de mayo de
1436 Luis Álvarez de Paz escribía a Juan II comunicándole que la había
solicitado (AGS. Estado. Castilla, leg. 1-10, fol. 122). La bula de
Eugenio IV se halla debidamente registrada en A. V. Reg. Vat. 365,
fols. 135v-136. <<
[8]Marañón, loc. cit., p. 62, recomienda no tomar demasiado en serio estas
noticias, pues forman parte de una argumentación movida por determinada
intencionalidad. No podemos, en consecuencia, saber cuánta parte de
verdad hay en ella, pues indudablemente hubo añadidos e invenciones. <<
[9]Este Códice contiene el relato del viaje que Jorge de Ehingen hizo a
España en 1457; su autor tomaba apuntes acerca de las personas a las que
visitaba. Uno de ellos debió servir para confeccionar este retrato que, en lo
esencial, no difiere de lo que los restos mortales permiten conjeturar. <<
[10]
Sobre el significado de esta ciudad ver Jorge Javier Echagüe Burgos, La
Corona y Segovia en tiempos de Enrique IV, Segovia, 1993, pp. 50 ss. <<
[11]
Los datos precisos acerca de este personaje clave pueden ampliarse en
Alfonso Franco Silva, Don Pedro Girón, fundador de la Casa de Osuna
(1423-1468), Albacete, 1988. <<
[12]
El papa confió a don Gutierre la vigilancia y eliminación de los focos de
conciliarismo que aún subsistían en la Península. Al mismo tiempo
suspendió en 1440 las elecciones en los Maestrazgos de Santiago, Calatrava
y priorato de San Juan, porque se proponía atenerse a las directas
propuestas del rey. Los documentos en A. V. Reg. Vat. 362, LXV/LXVI,
365,269/270 y 367, LXXXVIII/LXXXIX. <<
[13]
La opinión de Pérez Bustamante y Calderón, op. cit., pp. 38 ss., es que
quedan muy escasas dudas acerca del verdadero compromiso que en 1441
adquirió el príncipe en relación con el bando significado por los infantes de
Aragón. En este momento su matrimonio con Blanca parecía firme, de
modo que la ruptura posterior presenta una faceta política, por lo menos. <<
[14]Ver sobre estas cuestiones J. Manuel Nieto Soria, Orígenes de la
Monarquía hispánica. Propaganda y legitimación (c. 1400-1520), Madrid,
1999. Se trata de un trabajo en equipo, muy sugerente, del que se ha hecho
abundante uso en este libro. <<
[15]En la obra mencionada en nuestra nota anterior contiene un capítulo
especial, titulado «Nobleza», que constituye una aportación esencial en
línea con los magistrales trabajos de Salvador de Moxó, recientemente
recogidos por la Academia de la Historia en Feudalismo, señorío y nobleza
en la Castilla Medieval, Madrid. <<
[16]El autor de la Crónica de don Álvaro de Luna, ed. J. de M. Carriazo,
Madrid, 1945, probablemente Gonzalo Chacón, según este autor, tuvo sin
duda acceso directo a noticias que nos permiten conocer el punto de vista
del condestable. <<
[17] Los acontecimientos que tuvieron lugar en esta ciudad han sido
cuidadosamente analizados y expuestos por Eloy Benito Ruano, Toledo en
el siglo XV, Madrid, 1961. Publica, además, la documentación esencial. <<
[18]«Los avances de los conversos no merecen otro calificativo que el de
fenomenales», B. Netanyahu, Los orígenes de la Inquisición, traducción
española, Barcelona, 1999, pp. 193. Se trata, en este caso, de una
voluminosa obra de síntesis en que se recogen muchas de las
investigaciones anteriores del autor. Naturalmente los acontecimientos
políticos tienen para este autor un valor marginal, pues el trabajo se asienta
sobre un eje esencial, de gran importancia desde el punto de vista de la
cultura judía. Los rabinos sostuvieron que los conversos se habían apartado
definitivamente del judaísmo y por consiguiente no podían ser considerados
como judíos. Pero ¿eran verdaderos cristianos o tenía razón el autor del
Libro del Alborayque cuando afirmaba que se habían quedado a mitad del
camino? <<
[19]Me ocupo más ampliamente de esta cuestión en mi Expulsión de los
judíos de España, Madrid, 1992. <<
[20] Los registros del reinado de Enrique IV señalan la existencia de 224
aljamas distribuidas en 250 lugares de habitación. Por ejemplo,
J. Rodríguez Fernández, Las juderías de la provincia de León, León, 1976,
pp. 15-29, ha podido precisar que los judíos de esa provincia formaban, en
la estima para los impuestos, 700 casas repartidas entre 23 aljamas, lo que
nos proporciona una media de poco más de 30 familias por aljama. Parece
ser ésta la norma general. <<
[21]Enrique Cantera Montenegro, «Judíos y conversos en Torrelaguna en
tiempos de la expulsión», en La España medieval. Homenaje a Moxó, II,
1982, pp. 233-251. <<
[22]
Narciso Hergueta, La judería de Haro en el siglo XV, B.R.A.H., XXVI,
1895, pp. 467-475. Estaba considerada como una de las más importantes.
<<
[23] Don Gutierre tuvo la precaución de proveerse de una bula
(1 diciembre 1443), que le autorizaba expresamente para formar parte de
este consejo. A. V. Reg. Vat. 362, fols. XLIV-XLV. <<
[24] Las confirmaciones de 27 julio 1444 en A. H. N. Osuna, leg. 1784,
núms. 1 y 3, y leg. 1790, núms. 1 y 2. Ver sobre este linaje la importante
obra de F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendoza en los
siglos XV y XVI, I, Madrid, 1942 p. 212. <<
[25]El original de este precioso documento se encuentra en A. G. S.
Patronato Real, leg. 58, núm. 27. Fue publicado por el P. Risco en España
Sagrada, XXXIX, Madrid, 1795, pp. 294-302. <<
[26]César Álvarez Álvarez, El condado de Luna en la Baja Edad Media,
León, 1982, realiza un estudio completo del linaje. Sobre el tema referido al
Principado debe acudirse a J. Ignacio Ruiz de la Peña, Historia de Asturias,
Ayalga, tomo V, Oviedo, 1979. <<
[27]Pedro Porras Arboledas, «El Príncipe don Enrique señor del obispado
de Jaén», en Estudios Giennenses, CXLII (1990). <<
[28]Como era costumbre en aquella época, se esparcieron rumores en torno
al fallecimiento de la reina María, que incidía directamente en los asuntos
públicos como si hubiera sido envenenada. Sobre esta cuestión puede
acudirse a R. Pérez Bustamante y Calderón, op. cit., p. 55. <<
[29]Aquí es en donde Palencia, Décadas, pp. 15-16, coloca el episodio que
sólo mencionamos como muestra de las extrañas vías imaginadas por los
cronistas, según el cual el conde de Castrogeriz habría venido a advertir al
príncipe que sus tíos estaban preparando la muerte de Juan II intentando
culparle luego de ella. De este modo pensaban privarle de sus derechos al
trono: el emisario recomendaba a Enrique que no se fiara ni siquiera de su
madre. <<
[30]M. A. Ladero, Hacienda real castellana en el siglo XV, La Laguna,
1973, calcula que el Principado rendía a los fondos de Enrique 1.640.000
mrs al año. <<
[31] G. Argote de Molina, Nobleza de Andalucía, ed. Jaén, 1957, p. 719. <<
[32]«Los señoríos andaluces del Príncipe de Asturias», en Orígenes del
Principado de Asturias, Oviedo, 1998, pp. 183-207. <<
[33]Juan Torres Fontes, Fajardo el Bravo, Murcia, 1944. Importante
también para el conocimiento de la frontera de Granada. <<
[34]
Este importante documento, que marca un cambio en la política del
Magnánimo, ha sido descubierto y publicado por I. Pastor, op. cit., p. 41. <<
[35]Análisis de Vicens Vives, Monarquía y revolución, p. 121. Poniendo la
vista en aquella segunda década del siglo XV, cuando Fernando I de Aragón
había podido dirigir con destreza todos los ámbitos de la nación española,
creando además buenas condiciones de paz y desarrollo, la unidad entre los
reinos era invocada como una especie de meta deseable a alcanzar. <<
[36]
A. de la H., Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, III,
Madrid 1889, pp. 439-456. <<
[37]La mejor descripción de la batalla de Olmedo, guiándose especialmente
por el Halconero Pedro Carrillo de Huete, la ha conseguido Pastor, op. cit.,
I, pp. 67-72. Lo que importa anotar para nuestro trabajo es que el príncipe
no dio sensación de valor o destreza en la lucha. <<
[38]Salustiano del Campo, Sobre la génesis y los caracteres del Estado
absolutista en Castilla (Studia Historia Moderna, III, 1985, p. 36), advierte
cómo este poder absoluto «es necesario instrumento para producir la
condición privilegiada de la nobleza». Tendríamos que añadir que también
para las ciudades que estaban operando como una especie de señoríos
colectivos. <<
[39]
Importante el estudio de J. M. Nieto Soria, «El poderío real absoluto de
Olmedo (1445) a Ocaña (1469): 1 Monarquía como conflicto», en La
España medieval, 21, 1998, pp. 163-168. <<
[40]Se encuentra en el A. V. Reg. Vat. 377, CCLXIV. Tampoco en este caso
se ofrecen dudas. <<
[41]El 20 de junio de 1445, estando en esta villa, Enrique certificó que
Pacheco había recibido en su nombre las villas de Ríoseco, Aguilar,
Torrelobatón y Palenzuela, en depósito y como garantía de que el almirante
abandonaría la causa de Juan de Navarra, siéndole reconocidas a cambio
todas las preeminencias y honores que le correspondían. <<
[42]Las bulas confirmatorias del Maestrazgo de Pedro Girón en Calatrava
son de 6 y 11 de enero de 1446. A. V. Reg. Vat. 364 fols. CCXLVIII y CCVII.
<<
[43]El título fue expedido el 8 de agosto de 1445. F. Layna, op. cit., I,
p. 218. <<
[44]F. R. Uhagón, Órdenes Militares. Discurso ingreso en la R. A. de la
Historia, 1898, pp. 51-54. Falta una biografía de don Pedro Girón,
personaje clave de estos años. <<
[45]Debemos el conocimiento de esta cuestión a la tarea exploratoria en
archivos de I. Pastor, op. cit., I, pp. 83-84. <<
[46]B. Netanyahu, op. cit., p. 262, aporta el testimonio de las fuentes
rabínicas que insisten en que la mayoría de los conversos querían vivir
como verdaderos cristiano; cree, en consecuencia, que los judaizantes eran
minoría. Difiere en esto de la opinión de Nicolás López Martines, Los
judaizantes castellanos en la época de Isabel la Católica, Burgos 1954 y de
Antonio Domínguez Ortiz, Los judeoconversos de España y América,
Madrid, 1971. <<
[47] E. Benito Ruano, Toledo en el siglo XV, Madrid, 1961, en un análisis,
por otra parte muy profundo, señala cómo entraban en juego tres cuestiones
distintas: el enfrentamiento entre cristianos viejos y nuevos, en que se
mezclaban aspectos religiosos y sociales, las luchas internas entre linajes,
que tenían que contar con el poderoso clero de la catedral y buscaban el
establecimiento de su dominio, y la pugna entre los grandes partidos del
reino. <<
[48]Ha sido editado por J. Torres Fontes, Los condestables de Castilla en la
Edad Media (Anuario Historia del Derecho Español, Madrid, 1971,
pp. 107-110). <<
[49] Cartas de Alfonso V, de 19 mayo y junio 1446, publicado por
A. Jiménez Soler, Itinerario del rey don Alfonso V, Zaragoza, 1909, pp. 229-
234. <<
[50] De hecho tal bula, que mezclaba la disciplina eclesiástica con los
asuntos políticos, fue otorgada el 5 de noviembre de 1446. A. V. Reg.
Vat. 379 folios LXXXIV-LXXXV. <<
[51]Para todas las cuestiones referentes a las relaciones entre Castilla y los
nazaríes, es recomendable M. A. Ladero, Granada, Historia de un país
islámico (1232-1571), Madrid, 1969, ya que proporciona una visión de
conjunto que permite comprender muchas de las circunstancias
coyunturales. <<
[52]En Astudillo el príncipe de Asturias había sido garante de que Juana
Enríquez fuera entregada a la custodia de su padre el almirante «en tanto
que él haga las seguridades bastantes, como susodicho es, de la no dar ni
entregar al rey de Navarra ni consentir que ella se vaya ni sea llevada por él
sin licencia del rey nuestro señor y complacimiento del señor príncipe».
Carta de 16 de junio de 1446, publicado por Isabel Pastor II, p. 184. Se
había prescindido de esa complacencia. <<
[53]Juana fue entregada el 6 de julio de 1447 y el 13 del mismo mes se
solemnizó y consumó el matrimonio. Ver Nuria Coll Juliá, Juana Enríquez,
lugarteniente real en Cataluña, I, Madrid, 1953, p. 76. Los novios no
habían recibido todavía la dispensa, que está fechada en Roma el 3 de
agosto de este mismo año (A. V. Reg. Vat. 385 fol. XXXVIII), aunque en este
caso el parentesco era demasiado lejano para que pudiera producir
preocupación. <<
[54] Vizconde de Santarem, Quadro elementar das relaçoes politicas e
diplomaticas de Portugal com as diversas potencias do mundo, París, 1842,
I, 344-345. Las actas notariales de 22 julio, 2 agosto y 9 setiembre en AGS.
P. R. leg. 29, fols. 29, 30 y 31. <<
[55] Se había comunicado a Sarmiento el 15 de mayo de 1446 desde
Madrigal este cambio en la alcaldía mayor. El repostero llamó a un notario
y el 8 de junio le hizo levantar acta de cómo obedecía la carta, pero no la
cumplía porque el mandato le resultaba dudoso. Juan II firmó entonces
órdenes perentorias los días 28 de junio y 15 de julio, exigiendo el
cumplimiento, que tampoco acató. E. Benito Ruano, pp. 176-182. <<
[56]Un extenso cuaderno fue respondido el 20 de enero de 1447. Cortes, III,
pp. 496-575. <<
[57]Ordenanza sobre rentas del 20 de abril de 1448. AGS. Mercedes y
Privilegios, leg. 1, fol. 19. <<
[58]Manuel Calderón Ortega, Los riesgos de la política en el siglo XV: la
prisión del conde de Alba, 1448-1454, Historia. Instituciones. Documentos,
21. Sevilla, 1994, pp. 41-63. <<
[59]
Únicamente nos da noticia de este episodio J. Zurita, Anales de la
Corona de Aragón, III, fol. 316 v. <<
[60]Alfonso V la ratificó el 16 de octubre de 1448. J. Torres Fontes, Fajardo
el Bravo, 36-40. <<
[61]Diego Ortiz de Zúñiga, Anales eclesiásticos de Sevilla, Madrid, 1677,
pp. 331-332. <<
[62] En este momento el condestable estaba proyectando una transmisión del
Maestrazgo a su hijo Juan de Luna, en quien había renunciado ya la parte
más sustancial de sus estados, buscando un refuerzo en el patrimonio del
linaje. Nicolás V autorizó dicha transmisión el 28 de abril de 1449 y la
ratificó el 10 de agosto del mismo año. A. V. Reg. Vat. 388, fols. 276-277 y
Reg. Vat. 394 fols. CXXX-CXXXI. <<
[63]Como ya indicara Derek Lomax, antes de que E. Benito y B. Netanyahu
lo explicaran en sus estudios muy documentados. <<
[64]
Nicholas G. Round, La rebelión toledana de 1449, Archivum XVI,
Oviedo, 1966, pp. 415-417. <<
[65]Nicolás López Martínez, Los judaizantes castellanos y la Inquisición en
tiempos de Isabel la Católica, Burgos, 1954, hace un examen muy detallado
del tema explicando de manera especial el punto de vista y los sentimientos
de los enemigos de los conversos. <<
[66]Albert Sicroff, Les controverses des statuts de «pureté de sang» en
Espagne du VX au XVII siècle, París 1960, atribuyó la revuelta a un «latente
sentimiento antimonárquico». No hay el menor indicio documental que nos
permita sostener esta tesis. Incluso en los apasionados escritos del bachiller
Marquitos se insiste una y otra vez en la legitimidad del poder soberano, el
cual debe ser liberado y correspondiendo al príncipe su ejercicio cuando el
rey se encuentra incapacitado o impedido. Nicholas G. Round, loc. cit.,
pp. 404-407. <<
[67]Ambos se encuentran ampliamente resumidos y comentados por
Netanyahu, op. cit., pp. 317-346. <<
[68]
E. Benito Ruano, El Memorial contra conversos del bachiller Marcos
García de Mora, Sefarad XVII, 1957. Fue el primero en percatarse de la
importancia que tenía y de la necesidad de publicarlo. <<
[69]Esta curiosa afirmación parece proceder de la errónea interpretación de
la shekina de los qabbalistas: «gramaticalmente femenina, en hebreo, la
Shekina (presencia divina) se concibe en la Cábala como la última de las
diez Sephirot y como el elemento femenino de la divinidad». B. Netanyahu,
op. cit., p. 336. <<
[70] Resumen en B. Netanyahu, op. cit., p. 389 ss. <<
[71]J. Vicens, op. cit., p. 139, ya entendía que esta deliberada brevedad era
fruto de la política malevolente de Pacheco, que quería servirse de la Liga
como de un rehén para obtener nuevas concesiones, justificándose con que
no se habían cumplido los compromisos militares. <<
[72] Documento importante ed. por I. Pastor, II, pp. 252-253. <<
[73]
En su carta al conde de Arcos de 9 de octubre, Juan II anunciaba a éste
que la nueva concordia se hallaba a punto de firma. Memorias, II, p. 24. <<
[74]Conocemos una disposición de Alfonso V del 7 de agosto de 1449 por
la que se daba acogida en Portugal a cuantos viniesen reclamando auxilio.
Memorias, II, p. 23-24. <<
[75] La carta confiscatoria de bienes de 18 abril (Memorias, II, pp. 26-38)
que se hace una relación pormenorizado de los sucesos, es comienzo del
proceso que conduce a la pena de muerte dictada el 19 de agosto y conocida
a través de la Crónica del Rey. <<
[76]
Sobre estos aspectos ver la ponencia de María Asenjo González incluida
en Orígenes de la Monarquía hispánica, dirigida por Nieto Soria, pp. 107-
121. <<
[77] Carlos de Viana, al iniciar sus relaciones con María Armendáriz, le
había entregado una carta (2 de mayo de 1451, A. H. Col. Salazar M-92,
fol. 194 r), por la que se comprometa a casarse con ella si de estas
relaciones nacía un hijo, sin especificar si debía tratarse de varón. El
matrimonio no tuvo lugar pero nació una niña que contrajo matrimonio con
el conde de Medinaceli, garantizando su dote los príncipes Fernando e
Isabel. <<
[78] Las vidriosas expresiones de Palencia y los otros cronistas nos
introducen en una cuestión difícil, la posible homosexualidad de don
Enrique. Palencia es el único que se atreve a referirse abiertamente a ella al
calificar las «corrompidas costumbres», «obscenidades» y «depravada
vida» del príncipe como inversión sexual. Según este crudo maledicente,
Pacheco habría sido el primero de los amantes, sustituido luego por Gómez
de Castro. Explica cómo Francisco Valdés fue encarcelado por resistirse a
los deseos del rey y cómo la huida a Valencia de Miguel Lucas de Iranzo no
se debía, como todos creemos, al temor que las intrigas cortesanas le
inspiraban, sino a la negativa a incurrir en un vicio tenido entonces por
abominable, aunque en nuestros días goce de la protección de las
autoridades. Añade que, años después, cuando Pedro Arias Dávila trató de
apoderarse de la persona de Enrique en la aldea de Mayalmadrid, éste
«huyó en camisa con los pies y piernas desnudos», dejando en su cama a
Alfonso de Herrera, a quien los rebeldes confundieron con el rey.
Historiadores modernos más respetuosos, como Pérez Bustamante y
Calderón, op. cit., pp. 80-81, prefieren eludir la cuestión. Pero admitiendo
que todo se trata de un calumnioso invento del malévolo capellán y
cronista, es imprescindible tenerlo en cuenta, ya que formaba parte de esa
arma política difamatoria que destruyó su reinado. El juicio de Marañón es,
como de costumbre, el más ecuánime: dada su contextura biológica puede
Enrique haber tenido tendencias homosexuales pero esto no significa que se
dejara arrastrar por ellas. Esa tendencia explica cómo las relaciones con
ciertos jóvenes se tradujeron en especial amistad e influencia política. <<
[79] Évora 10 de febrero de 1450. Memorias, II, p. 26. <<
[80]Bula de dispensa otorgada por Nicolás V el 17 de marzo de 1450. A.
V. Reg. Vat. 393, fol. 158. <<
[81]J. Reglá, «Un intento imperialista de Gastón de Foix», en Estudios de
Historia Moderna, I, Barcelona, 1951. Se trata de un trabajo esencial para
el conocimiento de todas estas cuestiones. <<
[82]R. Sidney Smith, The spanish Guild merchant. A history of the
Consulado, 1250-1700, Durham, 1940. <<
[83]
Angelo Ribeiro, Historia de Portugal, III, Afonso-o-Africano, Oporto,
1931. <<
[84]La reina iba a dar tres hijos a Alfonso V: Juan, nacido en 1451, que
murió muy pronto; Juana, nacida en 1452, que profesó como dominica en
Aveiro y fue beatificada en el siglo XVII, y otro Juan, nacido en 1455,
conocido como «Principe perfeito» por la fiel colaboración que mantuvo
con su padre, al que sucedió. Isabel murió en diciembre de 1455 y, como de
costumbre, no faltaron rumores de que había sido envenenada. <<
[85]
Copia del privilegio de setiembre de 1450 en A. H. Col. Vargas Ponce,
XXXIV, s. fol. <<
[86]Dos documentos de la misma fecha, 24 de agosto de 1450, en B.
N. París, mss. lat. 6024 fol. 90 y 59589, fol. 211. <<
[87]
G. Leseur, Gaston IV, comte de Foix, ed. Courteault, S. H. F. II, París,
1896. <<
[88] Ver documentos de 1450 y 1452 en B. N. P. mss. lat. 6024, fols. 79 y 91.
<<
[89]Sería pregonada en Burgos el 18 del mismo mes. L. Serrano, Los
conversos don Pablo de Santa María y don Alonso de Cartagena, Madrid,
1942. <<
[90]
Todos los aspectos del gobierno de la Orden por Girón en Emma Solano
Ruiz, La Orden de Calatrava en el siglo XV, Sevilla, 1978. <<
[91]
La orden del 7 de diciembre de 1450, reiterada el 30 de enero de 1451,
publicado por I. Pastor, op. cit., II, pp. 290-291 y 296-297. <<
[92]
Los poderes a don Pedro Quiñones, publicado por I. Pastor, II, pp. 295-
296, fueron otorgados el 13 de enero. Hemos de convenir por tanto que
procedió con rapidez. <<
[93]Documentos de 19 marzo y 16 abril de 1451, en Memorias, II, pp. 38-
39. <<
[94]Pocos días después de la reunión de Tordesillas, el 3 de marzo el rey
firmaba la promesa de perdón a García Álvarez de Toledo, I. Pastor, II,
pp. 299-300. <<
[95]Los acuerdos de Astudillo fueron firmados el 28 de junio de 1451. El
príncipe juró su cumplimiento pocos días después, el 4 de julio del mismo
año. <<
[96]L. Serrano, Colección diplomática de San Salvador de El Moral,
Valladolid 1906. <<
[97]
Carta de Alfonso V al conde de Benavente, 27 de marzo de 1453,
Memorias, II, p. 40. <<
[98]Como ya hemos indicado es importante tener en cuenta el libro de J.
B. Sitges, Enrique IV y la excelente señora llamada vulgarmente doña
Juana la Beltraneja, Madrid 1912. Maneja documentación abundante y
expone los argumentos en sentido desfavorable a los futuros Reyes
Católicos aclarando de este modo muchos puntos. <<
[99]Se conservan dos ejemplares de esta sentencia, el que se encuentra en
Simancas y ha sido publicado en Codoin XL, 1862, pp. 444-470 y la copia
auténtica del siglo XVI que se halla en la Academia de la Historia, publicado
en Memorias, II, 61-66. También Sitges hizo una buena edición de la
misma. <<
[100]Una sentencia de divorcio de esta naturaleza excedía las competencias
de un obispo y más de un administrador apostólico; era imprescindible la
confirmación del papa. Una circunstancia que entraría en juego en el caso
de Enrique VIII de Inglaterra, cuando todos los obispos del reino, excepto
Fisher, estaban dispuestos a secundarle en sus deseos. <<
[101] Orestes Ferrara, Un pleito sucesorio, Enrique IV, Isabel de Castilla y la
Beltraneja, Madrid 1945, empeñado en defender la legitimidad de doña
Juana sobre el argumento de la capacidad genésica del rey, emplea este
aborto, del que sólo habla Diego Enríquez como una prueba. La carta de
Guinguelle no da detalles acerca de la dolencia de que Samaya «ha curado»
a la reina. <<
[102]Original en Simancas, publicado en Memorias, II, pp. 103-110. Para
toda la documentación que en adelante se menciona, acúdase a A. de la
Torre y L. Suárez, Documentos relativos a las relaciones con Portugal
durante el reinado de los Reyes Católicos, I, Valladolid 1959. <<
[103] Memorias, II, pp. 102-103. <<
[104]La fecha no ofrece duda. La noticia fue comunicada a Murcia el mismo
día 22 de julio. María C. Molina, Documentos de Enrique IV, Murcia, 1988,
pp. 1-2. <<
[105] Santarem, Quadro elementar, I, p. 353. <<
[106]
Sobre estas cuestiones ver R. Konetzke, El Imperio español, Madrid
1946. Es una buena visión de conjunto. <<
[107] Memorias, II, pp. 111-125. <<
[108]
Excelente descripción en Diego de Valera, Memorial de Diversas
Hazañas, ed. Carriazo, Madrid, 1941. De este modo comienza esta Crónica.
<<
[109]Gobernaría Jaén, Alcalá la Real, Linares y Baños, creando así un
núcleo muy sólido de partidarios del rey. Manuel González Jiménez, Los
señoríos andaluces. <<
[110]La excelente edición, abundante en notas de B. Tate y J. Lawrence,
Gesta Hispaniensia ex annalibus suorum dierum collectae, realizada por la
Academia de la Historia, Madrid, 1999, no está aún completa. Abarca los X
primeros libros. De ahí que a partir de 1468 tengamos que acudir a la
edición de Paz, que es también muy cuidada. <<
[111]Diego Enríquez del Castillo, Crónica de Enrique IV, ed. Aureliano
Sánchez Martín, Valladolid, 1994, es por ahora la más cuidada. El autor
afirmó que su propósito era conservar memoria de los hechos «en tal
manera que ni la antigüedad los olvide ni el transcurso los consuma»,
«tratando su pujanza y grandeza, diciendo sus infortunios y trabajos,
recontando con testimonio de verdad… lo que vieron mis propios ojos, las
cosas que sucedieron, las causas de donde manaron y, también, el fin que
tuvieron». Constituye un testimonio indispensable. Pero es preciso tener en
cuenta que el primer manuscrito de esta obra fue destruido en la toma de
Segovia, y su autor hubo de reconstruirlo memorizando, por lo que los
datos cronológicos de la primera parte del reinado están sometidos a
tremendos errores. <<
[112]El 10 de enero de 1456 el papa Calixto, respondiendo a su petición,
otorgaría a don Enrique la administración de ambas Órdenes. J. Rius Serra,
Regesto Iberico de Calixto III, 1, Barcelona, 1947, pp. 439-444. <<
[113]Ver las cartas enviadas a Murcia de 24 marzo y 15 agosto 1454
publicado por María C. Molina, Documentos de Enrique IV, pp. 3-6. <<
[114]
Fue solemnemente armado caballero el 12 de junio de 1455, durante la
campaña y a la vista de Granada. Se le otorgó escudo cuartelado con dos
leones y dos bandas. Memorias, II, pp. 141-143. <<
[115]
Wendy R. Childs, Anglo-castilian trade in the later Middle Ages,
Manchester, 1978. Es libro básico para el conocimiento de las relaciones
mercantiles entre ambos países. <<
[116] Diego de Valera diseña gráficamente la audiencia. Hubo un
intercambio de palabras corteses en torno al cambio producido en el trono
de Castilla, y el rey de Francia dijo dos cosas: «Placerle mucho la sucesión
del rey don Enrique» y, también, «que le placía tener la confederación y
alianza que con el rey don Juan su padre había tenido». <<
[117] Sobre estas cuestiones ver Lorenzo Galíndez de Carvajal, Crónica de
Enrique IV, ed. Torres Fontes, Murcia, 1946, y G. Daumet, Étude sur
llalliance de la France et de la Castille au XIV et au XV siècles, París, 1898.
<<
[118]
M. A. Ochoa Brun, Historia de la diplomacia española, I, Madrid,
1990, p. 276. El documento de 27 julio, procedente de Simancas en Codoin,
XL, Madrid, 1862. <<
[119] F. Layna Serrano, Historia de la villa de Atienza, Madrid, 1945. <<
[120]Francisco R. Uhagón, Órdenes Militares, Madrid, 1898, pp. 55 y
73-76. <<
[121]El original de dichos poderes se encuentra depositado en la Torre do
Tombo y coincide ad pedem litterae con el incluido en los acuerdos
publicados en Torre-Suárez, I, 26-28. <<
[122]Orestes Ferrara, poco experto en documentación medieval e ignorando
lo que significan las columnas de confirmantes en un privilegio rodado,
llegó a creer que todos los mencionados en esas listas habían estado
presentes, incluyendo al infante de Almería Abu Sa’ad, que se titulaba rey
de Granada, o al cardenal Juan de Carvajal, que residía a la sazón en Roma.
El documento nos explica claramente que esos seis testigos fueron los
únicos llamados y presentes. La versión que Enríquez del Castillo, muchos
años después y memorizando, nos proporciona, está plagada de errores.
Dice que después de la tercera guerra de Granada el rey reunió a los
grandes y prelados de su Corte y les explicó cómo convenía que se casase
«por el bien de la generación» y porque «mi real estado con mayor
autoridad se represente», y que fue después de esto cuando despachó sus
embajadores para pedir la mano de Juana. <<
[123]G. Marañón, op. cit., p. 40, entiende que estos signos pueden coincidir
con la realidad de su estado anímico. <<
[124]
Seguimos punto por punto el trabajo de César Olivera. La carta de
convocatoria para el mes de marzo, fechada el 12 febrero 1455 en María C.
Molina, pp. 16-17. <<
[125]La renuncia de Juan de Navarra a sus antiguas posesiones se produjo el
19 de febrero; la de su hijo Alfonso al Maestrazgo de Calatrava es del 4 de
marzo. Enrique IV prestó juramento de todas estas condiciones el 29 mayo.
Zurita, IV, pp. 39-40. <<
[126]
Una muestra de poder alcanzado sobre las Cortes es que el cuaderno de
4 de junio (publicado en Cortes, III, pp. 676-700) fue cercenado por el
propio Consejo cuando el 13 de agosto se comunicó a las ciudades para su
cumplimiento. El Consejo era árbitro de lo que debía ser aplicado o no. <<
[127]Veamos un ejemplo concreto. El 26 de enero de 1457 el marqués de
Villena consiguió que Enrique IV firmara una carta otorgando a Esteban de
Villacreces un regimiento en el concejo de Jerez. Los otros regidores
protestaron alegando que eran ya muchos los oficios de esta naturaleza
acrecentados en ese municipio, pero el rey insistió en que su poderío real
absoluto debía prevalecer. En realidad era Pacheco quien imponía su
voluntad. Juan Abelló Pérez, «Divisiones del cabildo jerezano ante el
nombramiento de Esteban de Villacreces como voz de asistente (1457)», en
Homenaje a Torres Fontes, I, Murcia, 1987, pp. 13-24. La consecuencia de
episodios como éste no podía ser otra que difundir el convencimiento de
que Enrique IV carecía de libertad. <<
[128]La forma de pago establecida de acuerdo con las instrucciones dictadas
en Sevilla el 2 de agosto (Memorias, II, pp. 143-147, y María C. Molina,
pp. 37-44), consistente en 13 monedas a dividir en dos plazos más un
pedido hasta completar la suma requerida, seguía estableciendo la
diferencia entre los 8 maravedís de cada moneda en el reino de León y los 9
en el de Castilla. <<
[129]Detalles más precisos en J. M. Nieto Soria, El poderío real absoluto, p.
187. <<
[130]
Documentos de 29 y 30 agosto, en el Cartulaire de llancien consulat
d’Espagne á Bruges, Brujas 1901, pp. 65, 68-73. <<
[131]
Hay un acta de estas discusiones en la B. N. París, mss. lat. 6024, fols.
57-58. <<
[132]Un caso significativo: el senescal de Rouen decretó la prisión de cinco
marinos vascos, Martín Yáñez de Urquiza, Martín Ruiz de Olea, Pedro Ruiz
de Deva, Pedro Ruiz de Zamudio y Lope de Unzueta, acusándoles de haber
tomado un barco británico provisto de salvoconducto francés. Se decretó su
libertad cuando probaron que no habían tenido parte en el desmán. Ver
también las respuesta del Consejo de Castilla a las demandas francesas,
todo en B. N. París, mss. 6024 fols. 51-52 y 92. <<
[133]
La bula de Calixto III de 20 abril 1455 en J. Rius, I, 67-69. Otra fue
expedida en 1457. L. Serrano, Los Reyes Católicos y la ciudad de Burgos,
Madrid, 1943, pp. 54-55. <<
[134] La carta de 13 noviembre 1454 en María C. Molina, pp. 9-11. <<
[135]José Enrique López de Coca, De la frontera a la guerra final
(Incorporación de Granada a la Corona de Castilla, Granada, 1993), p. 711.
<<
[136]Ese día Enrique IV despachaba la carta circular anunciando que se
había logrado la paz con Aragón y que, al mismo tiempo, se había
prorrogado la tregua existente con Juan de Navarra, originada en la ayuda
que se prestara al príncipe de Viana, hasta el 1 de agosto de este mismo año.
<<
[137]Según Galíndez de Carvajal se habían reunido 3.000 hombres de
armas, 8.000 jinetes y 30.000 peones que, en su mayor parte, procedían de
las ciudades andaluzas. Enríquez del Castillo eleva las cifras a 3.000,
14.000 y 80.000 respectivamente. <<
[138]La existencia de este plan de guerra no ofrece dudas: fue remitido en
carta de 30 de abril, pub. en María C. Molina, p. 23. J. B. Sitges ha
publicado un importante documento de Pedro de Escavias, Repertorio de
los príncipes de España, en donde todo esto se explica con claridad. Se
trataba de una estrategia bien meditada. <<
[139]Ver los documentos publicado por J. Rius Serra, pp. 2, 67-69, 143-144
y 162-164. El 3 de mayo Calixto III otorgó a Enrique IV facultad para
cubrir ciertos beneficios eclesiásticos, como ya tuviera su padre. Fue
pronunciada excomunión contra quienes en Galicia habían atentado contra
personas y lugares eclesiásticos. <<
[140] J. Torres Fontes, Fajardo el Bravo, Madrid, 1944, pp. 35-36. <<
[141]
Cartas a Murcia, 18 de julio y 8 de agosto haciendo descripción de los
sucesos. María C. Molina, pp. 36-37, 44-45. <<
[142]Cartas a Murcia, 11 y 14 de julio, 6 y 26 de noviembre de 1455.
Ibídem. <<
[143]Este personaje cuenta con un cronista oficial anónimo, que intenta
presentarle como un héroe para la caballería, Hechos del condestable
Miguel Lucas de Iranzo, ed. J. M. Carriazo, Madrid, 1940. <<
[144] Cartas circulares a todo el reino de 26 noviembre y 6 diciembre 1455.
<<
[145]La documentación de estos pleitos se conserva en B. N. París, mss. lat.
59569, fol. 233. Desde Ávila, el 27 de noviembre de 1455 fue enviada una
carta del rey a Carlos VII protestando del robo de una nao de doscientos
toneles, cargada de vino bordelés y perteneciente a Pedro García de
Arriaga, cometido por barcos bretones en La Palisse, cerca de la Rochela.
Ibídem, 6024, fol. 108. <<
[146] Una idea acerca de la realidad de esta situación puede formarse
partiendo de la lectura del confuso libro de Lope García de Salazar,
Bienandanzas y fortunas, ed. Bilbao, 1955. <<
[147] Las actas de la conferencia se conservan en B. N. París, mss. lat.
5956A fol. 227-230 y 6024, fols. 54-55. Sobre esta cuestión es
imprescindible acudir a Michel Mollat, Le commerce maritime normand A
la fin du Moyen Age, París, 1952. <<
[148] Carta del 18 de marzo e informes sobre la movilización en Memorias,
II, pp. 148-149 y 154-155. <<
[149]La tregua fue comunicada al reino el 16 de octubre de 1457. Según
Galíndez de Carvajal el acuerdo resultó un pésimo negocio, pues el rey de
Granada fue obligado a pagar 12.000 doblas en concepto de parias y 600
cautivos cristianos menudos, pero cobró 60.000 doblas por el rescate del
conde de Castañeda, de las que Enrique tuvo que aportar la tercera parte. <<
[150]Yolanda Guerrero Navarrete, Organización y gobierno de Burgos
durante el reinado de Enrique IV de Castilla, 1453-1476, Madrid, 1986. <<
[151]Un análisis y definición de las diferencias entre alfoz y jurisdicción en
J. Gautier Dalché, Historia urbana de León y Castilla, Madrid, 1979. <<
[152]
Véase el excelente artículo de María Asenjo González en Orígenes de
la Monarquía hispana, antes mencionado, pp. 111 ss. <<
[153]El ejemplo concreto de Cuenca, donde ha sobrevivido importante
documentación, es analizado por Yolanda Guerrero Navarrete, La política
de nombramiento de corregidores en el siglo XV: entre la estrategia regia y
la oposición ciudadana, en Anales de la Universidad de Alicante,
10, 1994-1995. <<
[154]
Yolanda Guerrero Navarrete, Los bandos nobiliarios durante el reinado
de Enrique IV, en Hispania, núm. 130, 1975. <<
[155]Un documento de 6 de febrero de 1456, en A. H. Colección Pellicer, I,
pp. 144-175, nos informa de las atribuciones de los almirantes de Castilla
que tenían derecho a cobrar un franco de oro por cada cahiz de trigo y una
dobla por el de semillas que se embarcasen en Sevilla y Cádiz. <<
[156]Según el cuaderno de arrendamiento del 14 de febrero de 1457,
publicado por María C. Molina, pp. 113-139, cada mil reses de ganado
vacuno tenían que entregar tres, 5 por el ovejuno y, en dinero, 3 maravedís
por cada millar. Pero al venderse las reses en la feria, la vaca o toro
devengaban dos dineros, y uno la res menor. Se pagaba dos veces, a la
entrada y a la salida del puerto. <<
[157]
Antonio González Gómez, Moguer en la baja Edad Media, Huelva,
1977. <<
[158]El 19 de abril, desde Santo Domingo, se remitieron cartas a algunas
ciudades haciendo urgentes peticiones de dinero. María C. Molina, pp. 144-
145. <<
[159]El documento del 20 de mayo que se conserva original en Simancas,
Patronato Real, leg. 12, núm. 48, se ha publicado en Memorias, II y en
Codoin, XLI, Madrid, 1862, pp. 23-27. <<
[160] Memorias, II, pp. 151-153. <<
[161]
Fundamentalmente seguimos a J. A. García de Cortázar, Bizcaya en la
Edad Media, I, San Sebastián, 1985. <<
[162]
Copias de las cartas de confirmación de la Hermandad de 31 de marzo
de 1457, en A. H., Colección Vargas Ponce, XXIII, pp. 10-12 y 13-15. <<
[163]Sobre estos aspectos referentes a la mentalidad de las poblaciones
cantábricas es importante acudir a Julio Caro Baroja, Los vascos, Madrid,
1958, y Juan Uria Riu, Miscelánea asturiana, Oviedo, 1980. <<
[164]G. M. de Jovellanos, Colección de Asturias, II, Madrid, 1948, pp. 305-
306. <<
[165]Importante es el trabajo de J. García Oro, Galicia en los siglos XIV y XV,
II, Santiago, 1985, en que se recogen investigaciones anteriores. <<
[166] Carta de Enrique IV, 22 de febrero de 1456, Memorias, II, pp. 147-148.
<<
[167]Según el Arcediano del Alcor, Silva Palentina, Palencia, 1976, p. 307,
Rodrigo de Luna se enfrentaba con una denuncia ante el Consejo: una
novia, inmediatamente después de su boda, habría sido raptada por él y
retenida tres días en su casa. <<
[168]Tratado de 20 de mayo de 1458, en López Ferreiro, Historia de la
Santa A. M. Iglesia de Santiago, VIII, Compostela, 1900, pp. 115-116. <<
[169] Memorias, II, pp. 157-159. <<
[170]Documentos y análisis minuciosos de esta cuestión en Memorias, II,
pp. 206-209, y E. Benito Ruano, Toledo…, pp. 86-87, 228-231. <<
[171] Memorias, II, pp. 155-156. <<
[172]Se puede reconstruir el episodio con gran detalle gracias a la excelente
colección de documentos murcianos publicada por María C. Molina y a los
dos trabajos de J. Torres Fontes, Fajardo el Bravo y Don Pedro Fajardo
adelantado mayor de Murcia. <<
[173]Indispensable para la trayectoria de este linaje el libro de F. Layna
Serrano, Historia de Guadalajara y de sus Mendozas en los siglos XV y XVI,
II, Madrid, 1942. <<
[174]Memorias, II, pp. 212-219. Los dos documentos insertos en esta
colección proceden significativamente del archivo de la Casa de Villena. <<
[175]Los documentos del cambio de la tutoría (10 abril) y de la entrega del
condado de Montalbán a Pacheco (24 diciembre 1461), en Memorias, II,
pp. 219-234. <<
[176]Alcor, Silva Palentina, pp. 306-307, y María C. Molina, op. cit.,
pp. 286-289. <<
[177] 30 de noviembre de 1458, Memorias, II, pp. 209-210. <<
[178] Carlos Ayala, Comendadores y encomiendas, p. 147. <<
[179]Tendilla consiguió, durante esta embajada, una indulgencia en favor de
la ermita de Santa Ana en la villa que daba título a su condado. Se
convertiría, más tarde, en monasterio jerónimo. <<
[180]Una vez más es necesario recurrir al dictamen de Marañón (op. cit.,
pp. 99-100). Desde su experiencia de patólogo estaba seguro de que la
inducción al adulterio del cónyuge se manifiesta en débiles y homosexuales.
<<
[181]
A. Fernández Torregrosa, «Aspectos de la política exterior de Juan II
de Aragón», en Estudios de Historia Moderna, II, Barcelona, 1952. <<
[182]Cartas de Enrique VI de 22, 23 de febrero, 18 de marzo y 3 de mayo
1458 —en realidad se trata de Margarita de Anjou que gobernaba en
nombre de su marido—, en Calendar of Patent Rolls, Henry VI, VI,
pp. 435-438. <<
[183] Cesáreo Fernández Duro, La marina de Castilla, Madrid, 1891. <<
[184]
La respuesta de Enrique IV al conde de Arcos fue despachada desde
Arévalo el 10 de julio de 1459. Memorias, II, pp. 210-211. <<
[185] No era fácil encontrar arrendatarios que pujasen. En 1459 dicha renta
fue adjudicada en subasta a Luis González del Castillo, mercader de
Medina; no pudo dar los recaudos a que estaba obligado y la renta hubo de
salir a segunda licitación: Pedro Sánchez de Aguilar, vecino de Carrión,
quedó con dos tercios y Ruy González de San Martín, regidor de Toledo,
con el tercio restante (22 de setiembre). Seneor Bienveniste figuraba como
recaudador de las albaquias de tiempos pasados. <<
[186]Los poderes fueron enviados el 24 de diciembre de 1459. El 15 de
enero siguiente el conde de Cabra comunicaba a las ciudades que había
firmado tregua hasta final de marzo. A. M. Murcia, Registro, fols. 90-92.
<<
[187]Todos estos extremos han sido aclarados por J. Vicens Vives,
Monarquía y revolución en la España del siglo XV. Juan II de Aragón,
Barcelona 1953, p. 158. <<
[188]
Un curioso poeta inglés afecto a la Rosa Roja, recordaba en sus versos
a Eduardo, futuro rey, que a él le asistían derechos a la Corona de Castilla
ya que Enrique IV carecía de descendencia, «To Casteil and to Lion also ye
been // then heritour and verie heire // by right of bloode discended clere
and clene», Cora L. Scofield, The life and reign of Edward the Fourth, I,
Londres 1923 p. 154, nota 1. <<
[189]
Núria Coll, Doña Juana Enríquez, lugarteniente real en Cataluña, I,
Madrid, 1953, p. 89. <<
[190]
J. Calmette, Louis XI, Jean II et la révolutíon catalanne (1461-1473),
Toulouse, 1903 p. 44. <<
[191]Será promovido conde de Luna —no implicaba otorgarle un señorío
nuevo— el 28 de febrero de 1462 con ocasión del nacimiento de Juana.
Cesar Álvarez, op. cit., p. 187, entiende que de este modo se procuraba
borrar la impresión de que don Beltrán era el único galardonado. Es cierta,
sin embargo, la diferencia porque al de la Cueva se le otorgaban señoríos
nuevos. <<
[192]
Esta respuesta, que se conserva en los Archivos de la Corona de
Aragón, puede verse en Codoin, ACA, XV, 151. <<
[193]El 1 de febrero de este año se había ordenado en Burgos una
movilización de los vasallos del rey. L. Serrano, Los Reyes Católicos y la
ciudad de Burgos, pp. 45-46. <<
[194]T. Azcona, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y reinado,
Madrid, 1964, p. 47, piensa que fueron elegidos por la reina precisamente
para disipar los rumores de que ella había tenido algo que ver en la caída y
muerte del valido. J. M. Carriazo ha podido establecer que Chacón es el
más probable redactor de la Crónica de don Álvaro. <<
[195] Disponemos actualmente de tres trabajos que, contemplando al
personaje desde variadas perspectivas, permiten disipar cualquier duda
acerca de su política, línea de conducta y acontecimientos. J. Vicens Vives,
Fernando el Católico. Historia crítica de la vida y reinado de Fernando II
de Aragón, Zaragoza, 1962; J. A. Sesa, Fernando de Aragón, Hispaniarum
rex, Zaragoza, 1992; y Enric Belenguer, Fernando el Católico, Barcelona,
1999. <<
[196] Es Núria Coll quien mejor ha sabido penetrar documentalmente en
estas relaciones entre marido y mujer. <<
[197] Memorias, II, pp. 225-226. <<
[198] Ordenamiento publicado por María C. Molina, pp. 349-365. <<
[199]La cuestión de las fechas, minuciosamente establecidas por J. Torres
Fontes, Itinerario de Enrique IV, Madrid 1953, p. 118, reviste en estas
circunstancias un interés muy especial por lo que luego tendremos que
considerar. <<
[200]
J. Calmette, La question des Pyrenées et la Marche d’Espagne au
Moyen Age, Dijon, 1947, p. 73. <<
[201]
La fecha no ofrece dudas. Se encuentra confirmada en los Anales de
García Sánchez, jurado de Sevilla, ed. Carriazo, Sevilla 1953, p. 45. <<
[202]Conocemos ejemplares de estas cartas que fueron dirigidas a Murcia
(publicado por María C. Molina, 393, y J. Torres Fontes, Don Pedro
Fajardo, p. 209) y a Burgos, identificada por L. Serrano, op. cit., p. 50. <<
[203]Las disposiciones adoptadas por Luis XI, publicado en Lettres de
Louis XI, ed. Vaesen-Chavary, II, París, 1885, pp. 36-37. <<
[204]
Vamos a seguir para este apartado el capítulo IX de la obra de César
Olivera, Las Cortes de Castilla y León y la crisis del reino (1445-1474),
Burgos, 1986. Es innecesario repetir las citas. <<
[205]
Angus Mackay, «Las Cortes de Castilla y León y la Historia monetari»,
en Cortes de Castilla y León en la Edad Media, Valladolid, 1988, pp.
386 ss. <<
[206]
Conocemos la carta del rey al conde de Benavente, 16 de mayo de
1462, pero no poseemos la respuesta, Memorias, II, pp. 247-248. <<
[207]
La carta circular del 20 de mayo se conserva en los archivos de Murcia
(María C. Molina) y de Burgos (L. Serrano). <<
[208] Para el examen de todo este problema, especialmente en las
repercusiones que alcanzó en la mentalidad de los eclesiásticos, es
imprescindible acudir a Nicolás López Martínez, Los judaizantes
castellanos en tiempos de Isabel la Católica, Burgos 1954. <<
[209]
Vicente Beltrán de Heredia, Las bulas de Nicolás V acerca de los
conversos en Castilla (Sefarad, XI, 1961, pp. 35 y 44-45). <<
[210] María C. Molina, pp. 394-395. <<
[211] Toda esta documentación recogida en Memorias, II, pp. 237-247. <<
[212]Se había prometido al nuncio otorgarle la sede de León, que era objeto
de controversia entre dos aspirantes, el cardenal de San Sixto, designado
por Pío II, e Íñigo Manrique, propuesto por el cabildo. Véneris iba a ser ese
tercero que, de acuerdo con la costumbre romana, permite resolver una
disputa de esta naturaleza. Es muy significativa la carta que Íñigo Manrique
escribió a Enrique IV el 15 de febrero de 1462, conservada en Simancas
(Estado. Castilla, leg. 1-12, fol. 128). Presumía Véneris de tener «tanto
favor» con el rey. Manrique advertía a don Enrique que no se fiase porque
el nuncio «trabaja para tomar allá diciendo que todos los hechos del papa se
perderán y que si va allá procurará infinitos provechos al papa y tendrá a
mandar vuestros reinos y no se hará allá cosa que de acá no avisara como
avisa en gran deservicio vuestro y daño irreparable de vuestros reinos». <<
[213]El perdón fue especialmente amplio en el caso de Murcia, donde la
desaparición de Fajardo el Bravo reforzaba el poder del adelantado y el de
Pedro Girón en cuanto Maestre de Calatrava. Cartas de 15 enero
perdonando a los antiguos secuaces del alcaide y de 28 de mayo apoyando a
Girón para que pudiera posesionarse de Abanilla expulsando a Diego
Fajardo. María C. Molina, p. 379-380 y 413-414. <<
[214] Ver Eduardo Ponce de León y Freyre, El marqués de Cádiz,
1443-1492, Madrid, 1949. Se apoya fundamentalmente en la «Historia de
los hechos de don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz», incluida en
Codoin, CVI, pp. 162 ss. <<
[215]De estas cuestiones me he ocupado con más detalle en Juan II y la
frontera de Granada, Valladolid, 1955. La documentación sobre la tregua
en María C. Molina, pp. 434-435. <<
[216] Documentos recogidos en Memorias, II, pp. 248-255. <<
[217]
Derek W. Lomax, «Un poema político de 1462», en Homenaje a Torres
Fontes, II, pp. 891-899 consiguió localizar en la Biblioteca Real de
Copenhague un poema de muy mala calidad, escrito probablemente en
agosto de 1462, en que se advierte a don Enrique que los catalanes no son
gente de fiar y que ya maltrataran a su abuelo Fernando, porque el modelo
de organización al que Barcelona desearía adherirse no responde al de las
monarquías sino al que ofrecen las ciudades italianas, como Florencia: «Tú
quieres mostrar pujanza contra los buenos cristianos y descubres la tu lanza
contra los reinos hermanos. Vuelve, vuelve contra moros, por servir al
Salvador, y harás mucho mejor, no te metas entre toros.» <<
[218]Desde Ágreda el 9 de setiembre se ordenaba al adelantado de Murcia,
Pedro Fajardo, reunir un ejército. Otras, de 27 de setiembre y 12 de octubre
aclaran que la flota que se había juntado en Cartagena tenía la misión de
llevar tropas a Barcelona. Los comendadores de Aledro, Pedro Vélez de
Guevara, y de Ricote, Alfonso Lisón, de la Orden de Santiago,
desobedecieron la movilización. María C. Molina, pp. 423-430. <<
[219] El 14 de setiembre de 1462 la Diputación del general comunicó
oficialmente a Juan de Beaumont, que Enrique IV había sido proclamado
rey y príncipe. <<
[220]Importantes las cartas derogadas a Enrique IV y su esposa el 24 de
noviembre de 1462. Memorias, II, pp. 257-259. <<
[221]María C. Molina, pp. 438-444, ha publicado cartas de 22 de diciembre
de 1462, y 18 de enero siguiente, en que se ordena proceder a la invasión.
Aunque el mando supremo correspondía a Pedro Fajardo, la ejecución de
las órdenes se encomendaba a Juan de Cardona y Alfonso de Zayas. <<
[222] María C. Molina, pp. 457-458, Memorias, II, pp. 261-267; Zurita, IV,
fol. 123. <<
[223] Memorias, II, pp. 290-291. <<
[224] Memorias, II, pp. 288-289. <<
[225] Philippe de Commines, Memoires, ed. Calmette, I, París, 1924, p. 137.
<<
[226]El original de esta confirmación se encuentra en Simancas. Estado.
Francia. K-1638 fol. 24. <<
[227]El retraso en las comunicaciones era causa de que se ignorasen en
Barcelona las decisiones tomadas en Fuenterrabía todavía a mediados de
mayo. El 12 de este mes y año la Diputación comunica a Enrique IV los
buenos resultados que sus compañías estaban obteniendo, Memorias, II,
pp. 291-295. <<
[228]I. del Val Valdivieso, «Los bandos nobiliarios durante el reinado de
Enrique IV», en Hispania, núm. 130, 1975, pp. 249-283. <<
[229]
Documentos de Simancas, Mercedes y Privilegios, 1, pp. 118-120, 360
y 361 nos permiten comprobar que en 1463/4 había «situado» a Briseida
20.000 maravedís, a Margarita de Meneses 70.000 y a Isabel Cortina
60.000, que significaban el doble de los que tenía su marido Juan de Vivero.
<<
[230]En pocos meses los estados de don Beltrán experimentaron un gran
crecimiento: el 29 de noviembre de 1463, regalo de boda, el marqués de
Santillana le transmitió Huelma; el 6 de marzo de 1464 le fueron
transmitidas las rentas que la reina de Aragón, Juana Enríquez, había tenido
en Toledo. A. Rodríguez Villa, Bosquejo histórico de don Beltrán de la
Cueva tercer duque de Alburquerque, Madrid, 1881. Más adelante le serían
otorgados Colmenar, La Adrada y Mijares, completando de este modo el
proyecto que los Mendoza abrigaban de dominar todo el Real de
Manzanares, estableciendo límites estrechos al monte de El Pardo. <<
[231] Diego de Valera, Epístolas, Madrid, 1878, pp. 3-9. <<
[232]
Anales de Garci Sánchez, jurado de Sevilla, ed. J. M. Carriazo, Sevilla,
1953. <<
[233]Diego Ortiz de Zúñiga, Anales eclesiásticos y seculares, de la ciudad
de Sevilla, Madrid, 1677, p. 352. <<
[234] La carta del 9 de febrero se encuentra en Simancas. Estado. Castilla,
leg. 1-1.º, fol. 126. <<
[235] El informe del mismo día 18 de febrero en Memorias, II, pp. 295-296.
<<
[236]Ferrante a Enrique IV, 3 de mayo de 1464. Simancas. Patronato Real,
leg. 41, fol. 13. <<
[237]
Poderes a Bernard la Force, el 9 de octubre de 1464, para confirmar los
acuerdos negociados, en Rymer, XI, fol. 534. <<
[238] Memorias, II, pp. 302-304. <<
[239] Importante. Publicado por duquesa de Alba, Documentos, pp. 5-6. <<
[240] La carta de 22 de junio de 1464, en María C. Molina, pp. 522-524. <<
[241]La documentación pertinente ha sido recogida y comunicada en
F. Layna Serrano, II, pp. 447-448. <<
[242] Memorias, II, pp. 304-321. <<
[243] Memorias, II, pp. 321-326. <<
[244]Adeline Rucquoi, Valladolid en la Edad Media, el mundo abreviado,
II, Valladolid 1987. <<
[245]Las cartas a Murcia de 21 y 24 de setiembre, publicado por María C.
Molina, pp. 538-539, nos indican que se encargó a Juan de Torres, Diego de
Riquelme y Juan Pérez de Valladolid que garantizasen la permanencia del
adelantado Pedro Fajardo en la legalidad. <<
[246] La orden a Barrientos el 22 de setiembre consistía en organizar
Hermandad con Cuenca, Huete, Uclés, Requena, Moya y Huélamo.
Itinerario, p. 160. <<
[247]
M. Concepción Quintanilla Raso, La Casa señorial de Benavides en
Andalucía (Historia. Instituciones. Documentos, I), Sevilla, 1974. <<
[248] Emilio Cabrera Muñoz, El condado de Belalcázar, Córdoba, 1977. <<
[249] La carta del rey del 21 de setiembre fue llevada a Toledo por Íñigo de
Guevara; leída el domingo 23 ante el regimiento logró una consolidación de
la fidelidad. E. Benito, op. cit., pp. 232-233. <<
[250] El documento de 26 de setiembre en Memorias, II, pp. 327-334. <<
[251]Muy importantes para el rey fueron estas dos: Juan de Guzmán, duque
de Medinasidonia, y Juan Ponce de León, conde de Arcos, se juramentaron
para mantenerse en la obediencia a Enrique (Memorias, II, pp. 336-336);
estando en Valladolid, el 24 de octubre, recibió el rey la adhesión que le
enviaba la Junta de Guipúzcoa (A. de la H. Col. Vargas Ponce, XXIII, 19
v-19 v). <<
[252] Memorias, II, pp. 337-340. <<
[253]
Este juramento fue comunicado después a las ciudades. Ver María C.
Molina, pp. 541-542, y Memorias, II, pp. 340-345. <<
[254] Memorias, II, pp. 340-345. <<
[255]Úbeda fue tomada en noviembre; su castillo resistió hasta el 11 de
diciembre de 1464. <<
[256]Las cartas de 4 y 7 de diciembre publicadas en Memorias, II, pp. 326-
327, 346-348, y María C. Molina, pp. 542-544. <<
[257] Memorias, II, pp. 348-355. <<
[258]Desconocido el original de este documento. Los investigadores que,
como Sitges, deciden otorgarle una gran importancia, tienen que recurrir al
resumen que hizo Diego de Colmenares para su Historia de Segovia. La
opinión de G. Marañón, op. cit., pp. 3638, más autorizada, es que se trata de
algo fabricado por puras razones políticas sin valor probatorio. <<
[259]La prensa se ha ocupado mucho de este ejemplar, sin tener en cuenta
que el documento se hallaba ya publicado en Memorias, II, pp. 355-479, y
era bien conocido de los investigadores. <<
[260] A. Mac Kay, loc. cit., pp. 389-393. <<
[261] Carta publicada por E. Benito, Toledo en el siglo XV, pp. 233-234. <<
[262]
Su propio suegro le ganaría la partida en este empeño, disminuyendo
en consecuencia sus entusiasmos enriqueños. Alfonso Franco Silva,
«Señores y campesinos en tierras de Soria a fines del siglo XV», en
Homenaje a Torres Fontes, I, pp. 518-519. <<
[263]
Poseemos suficientes elementos de juicio sobre estas cuestiones gracias
a los trabajos de dos investigadoras: Yolanda Guerrero Navarrete,
Organización y gobierno en Burgos durante el reinado de Enrique IV de
Castilla (1453-1476), Madrid 1986 y la ya mencionada obra de Adeline
Rucquoi sobre Valladolid. <<
[264]
Ese día despacha una carta a Luis de Chaves urgiéndole su presencia
como si de algo importante se tratara. Memorias, II, pp. 480. <<
[265]Carta al Principado de Asturias, 29 de abril de 1465, Memorias, II,
pp. 482-483. <<
[266] Memorias, II, pp. 480-482. <<
[267]
El manifiesto de 10 de mayo en Memorias, II, pp. 485-488, fue
conocido y valorado ya por Zurita, op. cit., IV, 138 v. <<
[268]El 10 de mayo Alfonso firmó dos documentos como si tuviera poderío
real: confiscación de bienes de Gonzalo Guzmán y Gonzalo de Ulloa,
donándolos al conde de Benavente, Memorias, II, p. 488. <<
[269] El mensajero era Pedro de Pinos y su gestión parecía estar
directamente relacionada con la guerra de Granada. La ciudad respondió el
28 de abril por medio de dos procuradores, Diego Ruiz de Marval y
Alfonso de Trujillo, que iban a solicitar mercedes, manteniendo desde luego
la fidelidad. <<
[270] Memorias, II, pp. 484 y 489. <<
[271]
La carta del infante a Alfonso de Aguilar el 13 de abril de 1465, en
A. Paz y Meliá, Documentos del archivo y biblioteca del duque de
Medinaceli, I, Madrid, 1915, pp. 70-71. <<
[272] Memorias, II, pp. 489-490. <<
[273] Por carta de Fernando Castillo conservada en Simancas, Estado.
Castilla, 1-1.º, 24, sabemos que el 27 de mayo había llegado a Medina del
Campo donde estaba disponiendo la concentración de tropas. <<
[274] Anales de García Sánchez, p. 50. <<
[275]Puede verse este documento de 6 de junio en Memorias, II, pp. 490-
492. Se trata en el fondo de un panfleto, pero firman ocho de los grandes:
Plasencia, Villena, el Maestre de Alcántara, Carrillo, Rodrigo Manrique, el
obispo de Coria y Gonzalo de Saavedra. Es imposible discernir cuáles son
los elementos verdaderos que en él se manejan. <<
[276]En Arévalo estaba los días 9 y 10 de junio, otorgando a Pedro de
Acuña, hermano de Carrillo, el título de conde de Buendía y enviando
plenos poderes a Pedro Manrique para actuar en Murcia. <<
[277] Publica esta carta de 16 de junio Layna Serrano, op. cit., pp. 449-450.
<<
[278] Las cartas de 11 y 14 julio, en Memorias, II, pp. 493-500. <<
[279]
Cartas de 10 julio y 28 de agosto en marqués de Alcedo, Los marinos
mayores de Asturias, Madrid, 1918, pp. 132-137. <<
[280]El 2 de octubre Alfonso le daría en juro de heredad 12.000 quintales de
aceite sobre la renta de Sevilla, garantía de que un día se le daría la villa de
Vivero. <<
[281]Las cartas de 25 y 26 junio publicado por Yolanda Guerrero. Véase L.
Serrano, op. cit., pp 77-78. <<
[282]Yolanda Guerrero, La política de nombramiento de corregidores en el
siglo XV: entre la estrategia regia y la oposición ciudadana (Anales de la
Universidad de Alicante, 10, 1994-1995, pp. 115-117). <<
[283]
Las cartas de 25 julio en J. Torres Fontes, El Príncipe don Alfonso,
1465-1468, Murcia, 1971, pp. 143-146 y 228-229. <<
[284]
Es indudable que hubo contactos del conde de Arcos con Enrique IV
como revela la carta del 6 setiembre 1465, en Memorias, II, pp. 502-503.
<<
[285] Memorias, II, pp. 514-517. <<
[286] A. Villaplana, Documentación del Príncipe don Alfonso referida a
Sevilla, pp. 320-333. <<
[287] Carta de 24 octubre 1465, Memorias, II, pp. 517-518. <<
[288] Memorias, II, pp. 500-501. <<
[289] Memorias, II, pp. 503-514. <<
[290]
Sobre todo cuanto se refiere a la historia de Galicia en estos años debe
acudirse a la obra de J. García Oro, en especial pp. 311 ss. <<
[291]
Sobre esta cuestión el trabajo más importante sigue siendo J. Couselo
Bouzas, La guerra hermandina, Santiago, 1926, a completar con Isabel
Beceiro, La rebelión irmandina, Madrid, 1977. <<
[292]
Veamos, por ejemplo, donaciones de Alfonso en 1467. El 15 de mayo
650 doblas de oro situadas en Sevilla y confiscadas a Juan Fernández
Galindo, capitán del rey. 30.000 maravedís en juro situado en Burgos a
Guiomar de Castro, condesa de Treviño. El 26 de agosto a Pedro Manrique,
como indemnización por la batalla de Olmedo todos los maravedís que los
Velasco tenían situados en la comarca de Santa Gadea. El 23 de octubre a la
marquesa de Villena las tercias de Moguer en juro de heredad. <<
[293]El tema ha sido exhaustivamente tratado por R. Pérez Bustamante, La
resistencia de la villa real de Santander al dominio señorial. Concesión y
revocación de la villa por Enrique IV al marqués de Santillana, 1466-1472,
Altamira, 1975. <<
[294]Ciriaco Miguel Vigil, Asturias monumental y epigráfica, Oviedo, 1887,
pp. 417-418. <<
[295] Memorias, II, pp. 528-536. <<
[296] Marqués de Alcedo, op. cit., pp 139-141. <<
[297]Konrad Haebler, Der Kastilischen Hermandades zur Zeit Heinrichs IV
(1454-1474) (Historische Zeitschrift, LVI, p. 40 ss.), fue el primero en
llamar la atención sobre el hecho de que sea éste el precedente
indispensable para la creación de la Hermandad de los Reyes Católicos. <<
[298] Memorias, II, pp. 518-520. <<
[299]«Todos los discretos hacían burla, conociendo ser tan vana la boda
tercera como la segunda y la primera» (Diego de Valera). Sobre este punto
es importante G. Marañón, op. cit., pp. 46-47. <<
[300] Cartas de 11, 14 y 17 de julio de 1465, en Memorias, II, pp. 493-502.
<<
[301]
Justo Fernández Alonso, «Los enviados pontificios y la colectoria de
España de 1466 a 1475», en Anthologica Annua, 2, 1954. <<
[302]Dolores Carmen Morales Muñiz, «La política de mercedes del rey
Alfonso de Castilla. El sostenimiento de su causa (1465-1468)», en
Homenaje a Torres Fontes, II, Murcia, 1985, pp. 1125-1130. <<
[303]Se mencionan, en el documento, los siguientes lugares: Santibáñez de
Valbuena, Villamayor, Sanfelices de los Gallegos, Huerta de
Valdecarábanos, Villafranca de Córdoba, Peñafiel, Urueña, Villardefrades,
Pastrana, Zorita de los Canes, Almaguer, Auñón, Berninchas, Collado,
Samantes, los dos Piñel, de arriba y de abajo, Briones, Fuentovejuna,
Bélmez y todas las villas y lugares del Campo de Calatrava y de Jaén. <<
[304] Carta de 6 de julio de 1466, en Memorias, II, pp. 520-521. <<
[305]
Esteban Collantes de Terán, Colección diplomática de Carmona,
Carmona, 1941, pp. 64-67. <<
[306]La carta a Úbeda y Baeza de 30 setiembre en Miguel Ruiz Prieto,
Historia de la ciudad de Úbeda, Úbeda 1982, pp. 646-647. <<
[307]
Torrijos, 8 de mayo de 1467, en J. M. Carriazo, Col. diplomática de
Carmona, pp. 67-71. <<
[308] Carta Enrique IV, 26 de agosto de 1466, Memorias, II, pp. 521. <<
[309]No sólo en nombre de Enrique; también de Alfonso. El 14 de marzo de
1467, desde Ocaña, éste ordenó a los diputados de la Hermandad de León,
Gonzalo de Valderecianos y Juan de la Fuente, que rescataran la villa y
fortaleza de Cea, que era de Fernando de Rojas, conde de Castrogeriz, y la
tuviesen en su poder hasta que, reunida la Junta general, a mediados de
abril, según estaba previsto, en Medina del Campo, se decidiera lo más
conveniente. <<
[310]
Núria Coll, Doña Juana Enríquez, lugarteniente real en Cataluña, I,
Madrid, 1953, p. 191. <<
[311]Sobre los sucesos toledanos es importante acudir a E. Benito Ruano,
op. cit., p. 238 ss. <<
[312]Importante informe de Pedro de Mesa a Enrique IV, fechado el
17 agosto 1467, Memorias, II, pp. 545-551. <<
[313]Este acuerdo se encuentra en la Academia de la Historia, Colección
Salazar. <<
[314] Bulas de 18 abril, 11, 14, 15 de mayo, 7 y 13 de junio en A. V. Reg.
Vat., 519, fols. 251-256. También ver Memorias, II, pp. 536-539. <<
[315] Cartas de 2 y 3 de enero de 1468, en Memorias, II, pp. 521-527. <<
[316]El 16 de junio don Alfonso había firmado ya una primera carta en
favor del conde de Alba en la que dejaba sin efecto cualquier disposición,
suya o de Enrique IV, que le impidiera usar el oficio de juez de las pagas a
las guarniciones de la Frontera. <<
[317]
Publicado por Duquesa de Berwick y Alba, Documentos escogidos de
la Casa de Alba, Madrid 1891, pp. 8-9. <<
[318]Julio Puyol, Las Hermandades de Castilla y León, Madrid, 1913,
véanse pp. 107-135. <<
[319]
A partir de este punto empleamos copiosamente el trabajo ya
mencionado de Isabel del Val, Isabel la Católica princesa, Valladolid, 1975.
<<
[320] Memorias, II, pp. 551-553. <<
[321] Lucas Dubreton, El rey huraño. Enrique IV de Castilla y su tiempo,
trad. esp., Madrid, 1945, p. 157, rechaza la idea del envenamiento y cree
que los datos transmitidos indican la epidemia, ya que se detectó un punto
doloroso en la axila izquierda. La doctora Morales cree en cambio en la
posibilidad de que fuera envenenado. <<
[322]Conocemos dos ejemplares de esta carta, ambos publicados, uno que
procede del archivo de Murcia y el otro de Carmona. No existe diferencia
alguna entre ambos. <<
[323]
Estas opiniones han sido publicadas por Francisco García Fresca, Votos
de dos consejeros de Enrique IV de Castilla sobre la sucesión de esta
Corona de la infanta Isabel, Rev. Arch. Bib. Museos, 1873, pp. 122-126.
<<
[324]La carta en A. Millares Carlo, Contribuciones documentales a la
Historia de Madrid, Madrid, 1971, pp. 200-201. <<
[325]
Los precios fijados eran: 340 maravedís para el Enrique, 240 la dobla,
180 el florín y 20 el real, Memorias, II, pp. 556. <<
[326]
Memorias, II, pp. 603-605. Hay error en la fecha pues se asigna la de
1469 cuando se trata de 1468. <<
[327] Memorias, II, pp. 557-561. <<
[328] No es posible seguir dudando de su autenticidad como propusieran
Sitges y Vicens Vives. Las investigaciones realizadas por Isabel del Val (op.
cit., pp. 365-383) han dado por resultado no menos de seis ejemplares de
este importante documento. Sería un error llamarlo tratado de Guisando; se
trataba del compromiso previo entre ambas partes acerca de lo que, al día
siguiente y en fechas ulteriores, debería ejecutarse. <<
[329]Absolutamente decisiva fue la publicación de J. Torres Fontes, «La
contratación de Guisando», en Anuario de Estudios Medievales, Barcelona,
2, 1965, pp. 399-428. Véase también Baltasar Cuartero y Huerta, El pacto
de los Toros de Guisando, Madrid, 1952. <<
[330] Memorias, II, pp. 566-570. <<
[331]Hace años he publicado este documento que se halla en Simancas,
Patronato Real, leg. 7, fol. 112. <<
[332] Carta de 23 setiembre, Memorias, II, pp. 571. <<
[333] El 3 de octubre de 1468 su sobrino Rodrigo Téllez Girón será
confirmado Maestre de Calatrava. Francisco R. Uhagón, p. 63. Moriría
relativamente joven en la guerra de Granada. <<
[334]Conocemos un detalle que puede resultar significativo, ya señalado por
I. del Val. Cuando las dos cartas de 24 y 30 setiembre llegaron a Baeza, el
alcaide Alfonso Téllez Girón, sobrino de Pacheco, organizó un acto
público: pero en el momento de jurar a la heredera, hubo error en el nombre
y se dijo «muy ilustre señora doña Juana por princesa y primogénita
heredera». ¿Azar o intención? <<
[335] Memorias, II, pp. 573-578. <<
[336]
J. Goñi Gaztambide, «Don Nicolás de Echávarri obispo de Pamplona»,
en Hispania Sacra, VIII, 1955, pp. 35-84. <<
[337]El acuerdo en A. H., Colección Vargas Ponce, XXIII, pp. 29-30.
Cesáreo Fernández Duro, La marina de Castilla, Madrid, 1891, p. 242. <<
[338]Sobre estas instrucciones publicado por Paz y Melia, op. cit., pp. 77-
78, ver Zurita, IV, fol. 162 v. <<
[339] Conocemos el acuerdo de Colmenar de Oreja, 14 de noviembre, por
I. del Val, Los bandos…, pp. 284-289. <<
[340]Leopoldo Barón y Torres, Don Gutierre de Cárdenas, íntimo consejero
y confidente de los Reyes Católicos, Madrid, 1945. <<
[341] Carta de 8 enero 1469, Memorias, II, pp. 578-582. <<
[342]
Cartas de 11 enero y 8 febrero 1469, Memorias, II, pp. 582-583 y
594-595. <<
[343] Paz y Meliá, p. 85. <<
[344]
E. Benito Ruano, op. cit., ha publicado importantes cartas de 18 de
marzo y s. f., pp. 254-256. <<
[345] El acuerdo de 29 febrero 1469 en AHN. Frías, 12, núm. 7, 12, 13 y 37.
<<
[346]Tendremos ocasión de volver sobre las consecuencias que se derivaron
de esta donación. <<
[347]Layna Serrano, II, pp. 146-147. Publica los documentos en pp. 454-
458. <<
[348] Memorias, II, pp. 595-596. <<
[349] El mejor análisis en Angus Mackay, loc. cit., pp. 394-396. <<
[350] Memorias, II, pp. 597-600. <<
[351] De nuevo es cuestión aclarada por I. del Val, pp. 440-449. <<
[352]La carta de 18 de diciembre de 1468, publicado por E. Benito Ruano,
op. cit., p. 254. <<
[353]Cabrera supo cuidar siempre de su buena fama. Hay una curiosa e
importante biografía de Francisco Pinel y Monroy, Retrato del buen
vasallo, copiado de la vida y hechos de don Andrés Cabrera, Madrid, 1677.
<<
[354]Carrillo y Peralta garantizaron el cumplimiento en carta de 6 de febrero
1469, que puede verse en Memorias, II, pp. II, 585-590, e I. del Val, op. cit.,
pp. 424-428. <<
[355]Véase cartas de 27 mayo a Murcia y de 30 mayo a todas las ciudades,
en María C. Molina, pp. 566-67, I. del Val, pp. 454-455 y Memorias, II,
pp. 600-601. <<
[356]Carta de Enrique IV a Ibn Sa’ad de 7 de junio de 1469, Memorias, II,
pp. 601-603. <<
[357]No es necesario entrar aquí en detalles. Muy minuciosamente lo hizo,
años atrás, el canónigo y doctor en Derecho canónico Vicente Rodríguez
Valencia, El matrimonio de Isabel la Católica. La dispensa apostólica y el
nuncio de Paulo II, Valladolid, 1960. Volveremos sobre esta cuestión más
adelante. <<
[358] En su discurso de ingreso en la Academia, en 1829, Elogio de Isabel la
Católica, Diego Clemencín hizo observaciones que siguen teniendo gran
utilizadad para la comprensión del proceso. <<
[359]
Esta bula fue publicada ya por A. de la Torre y L. Suárez, Documentos
acerca de las relaciones de los Reyes Católicos con Portugal, I, Madrid,
1956, pp. 66-67. <<
[360] La carta de 20 de julio de 1469, en Memorias, II, pp. 604-605. <<
[361] Memorias, II, pp. 605-609. <<
[362]El ejemplar enviado al conde de Benavente en Memorias, II, pp. 639-
640; el dirigido a Toledo en I. del Val, pp. 459-460. <<
[363]
Podemos fijar con precisión la fecha en que Fernando tomó la decisión
de hacer el viaje sirviéndonos de la fecha que escribió a Jimeno Pérez de
Urrea, y que ha sido publicada por I. del Val, pp. 460-461. <<
[364] Memorias, II, pp. 610-611. Enríquez de Castillo confunde esta carta
con la del 8 de setiembre, lo que parece revelar la confusión en que se tuvo
a los cortesanos sobre este punto. <<
[365] El texto de esta carta en I. del Val, pp. 463-465. <<
[366]Una edición prácticamente inmejorable del acta matrimonial fue hecha
por la Universidad de Valladolid que contaba entonces con Filemón
Arribas, maestro de paleógrafos. Aunque no afecta directamente a este
trabajo conviene decir algo sobre esta bula de dispensa. Extendida a nombre
de Pío II, el 5 de junio de 1464 encomendaba a los obispos de Segovia y
Cartagena que pudieran dispensar a Fernando en cualquier matrimonio con
este defecto de parentesco. Por eso fue ejecutada por Arias en Turégano el 5
de enero. Ha sido publicada por V. Balaguer, «Los Reyes Católicos», en la
Historia de España, de Cánovas del Castillo, Madrid, 1892, pp. 195-196.
Aunque la opinión general es que fue una falsificación no estamos en
condiciones de presentar pruebas. Nada hay en la documentación de la
época salvo que el cardenal de Arras, que sí falsificó una, presentó la
denuncia. Pero es muy posible que se trate de un documento sencillamente
inválido a causa del tiempo transcurrido y del relevo en la Sede de Pedro,
necesitado por tanto de una renovación. Tanto Rodríguez Valencia, en la
obra citada, como Juan Meseguer Fernández, «La dispensa del
impedimento de consanguineidad en la boda de los Reyes Católicos», en
Archivo Iberoamericano, 1967, pp. 351-354, piensan que la intervención de
Véneris bastaba para tranquilizar las conciencias. Hubo, hasta la muerte de
Paulo II, temor en los aragoneses de que el papa anulase todas las
decisiones tomadas por Véneris, ya que podía hacerlo y su actitud favorable
a Enrique IV no había variado. Juan II estaba muy nervioso: el 28 de
diciembre de 1469 ordenó al obispo de Sessa que insistiese, recordando al
papa las promesas que hiciera, pero los príncipes le pidieron que no
insistiera por no ser necesario. Es en febrero de 1470, cuando Véneris
preparaba su regreso a Roma, el momento en que Fernando encarga a los
embajadores de su padre que vigilen muy de cerca para que todos los actos
del legado fuesen confirmados. Paulo II, aunque no hizo ninguna
confirmación expresa, no invalidó ninguno de los actos de su legado. Esta
cuestión ha sido documentalmente analizada por I. del Val, op. cit., pp. 196-
200. <<
[367] Memorias, II, pp. 611-612. <<
[368]Dato curioso e importante: el 7 de noviembre el corregidor Juan Ruiz
de la Fuente, ordenó hacer un pregón expulsando de Arévalo a los rufianes,
para impedir la explotación de las mujeres públicas, Memorias, II, pp. 613.
<<
[369]F. J. Villalba Ruiz de Toledo, «Reajuste de señoríos en el siglo XV: el
trueque de Jadraque por Maqueda», en Homenaje a Torres Fontes, II,
pp. 1763-1768. <<
[370]Desde Ocaña, 18 de noviembre de 1469, se asignarían al nuevo duque
rentas por valor de un millón de maravedís, Memorias, II, pp. 613. <<
[371]La confederación del 12 de febrero y la carta de Enrique IV del 2 de
setiembre publicado en E. Benito Ruano, Toledo…, pp. 256-262. <<
[372]Documento de Enrique IV fechado el 19 de julio de 1470 en
F. Labayru, Historia general del señorío de Vizcaya, III, Bilbao, 1898,
p. 262. <<
[373] Memorias, II, pp. 657-659. <<
[374]
Ampliación sobre este tema en J. Reglá, Intento imperialista, p. 28, y J.
M. Lacarra, Navarra, III, pp. 325-328. <<
[375] Detalle de los sucesos en Adeline Rucquoi, op. cit., pp. 182-184. <<
[376]En carta de 25 setiembre del príncipe a su padre atribuiría esta pérdida
a las rivalidades entre sus partidarios. Paz, pp. 106-107. <<
[377] El Acta publicada en Memorias, II, pp. 619-620. <<
[378]Desde Segovia, el 3 de noviembre, el rey comunicaría a las ciudades
del reino el cambio efectuado y cómo la anulación de los actos de Guisando
garantizaba la legitimidad de Juana. De este documento hay testimonio
fehaciente en Simancas. Los embajadores fueron fuertemente escoltados en
su regreso a Francia. El 24 de diciembre se cursó a las ciudades la orden de
jurar a la princesa, Memorias, II, pp. 625-626. <<
[379] Memorias, II, pp. 626-628. <<
[380]El documento que se custodia en A. de la H. Salazar M-35, 87 v,
publicado en Memorias, II, pp. 630-639. <<
[381]
Detalles importantes sobre esta cuestión en la ponencia citada de
Angus Mackay, pp. 401-408. <<
[382] Memorias, II, pp. 622-629. <<
[383] El Ordenamiento de 10 de abril, en Memorias, II, pp. 639-656. <<
[384]
El juramento del 27 de noviembre se encuentra publicado en Codoin,
XV, 421-423. Los poderes entregados por Isabel el 17 de enero en
Jovellanos, Colección, II, pp. 47-48. <<
[385]Cartas de 3 junio 1469 en Torres Fontes, Pedro Fajardo, 232-234, y de
10 de diciembre de 1470, y 20 de diciembre de 1471, en María C. Molina,
pp. 568-574. <<
[386]
Para este nombramiento Carrillo contaba con una Bula del papa y una
aceptación de los príncipes. A. H. Salazar, D-13, 105, 106, 108 v-109. <<
[387]Publicado por A. Paz y Meliá, Series de documentos más importantes
del archivo y biblioteca del excmo. duque de Medinaceli elegidos por su
encargo y publicados a sus expensas, I, Madrid, 1915. <<
[388]Acuerdo de 18 setiembre 1470 garantizando a la villa su permanencia
en el patrimonio real. AGN, caj. 162, núm. 3. <<
[389]Sobre estas cuestiones ver Modesto Sarasola, Vizcaya y los Reyes
Católicos, Madrid, 1950. <<
[390]El tratado de Abbeville se conserva en AGS, Patronato Reak, leg. 12,
54. El de Westminster en Th. Rymer, XI, 720. <<
[391]El 30 de noviembre, dueño ya de Barcelona, Juan II prohibiría que se
destruyesen los registros del príncipe de Viana, Memorias, II, pp. 687-688.
<<
[392]La carta de Fernando a su padre del 12 noviembre en Paz, op. cit.
pp. 110-111. <<
[393]El 16 de noviembre de 1469 se había establecido ya un acuerdo entre
Carrillo y Mendoza para restituir Maqueda al arzobispado, a cambio de
Cario y otros lugares. B. N. mss. 6388, pp. 425-427. <<
[394]
Toda esta cuestión con detalle en E. Benito, Incidente en Polan (1470),
Toledo, 1976. <<
[395] Carta de Enrique IV a Toledo 8 enero 1471 en B. N. mss 13110, p. 35.
<<
[396] La segunda carta del rey, 27 de enero de 1471, ibídem, fol. 37. <<
[397] En toda esta cuestión seguimos a E. Benito Ruano, Toledo…,
pp. 115 ss. <<
[398] Memorias, II, pp. 661-683. <<
[399]La dispensa en A. H. Salazar A-l, 11, fue publicada por Sitges, op. cit.,
pp. 199-201. <<
[400]Cartas de 19 de febrero y 13 de marzo de 1473, en Codoin, XXI,
pp. 553-562 y Paz, op. cit., p. 126. <<
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abadía,
Abbeville,
‘Abd al-Barr,
Abencerrajes, hijos de ibn Sarrach, el Talabartero,
Abraham Bienveniste, Rab mayor,
Abraham Seneor, Rab mayor,
Abraham Zacuto,
Abrojo,
Abu ‘Abd Alah Muhammad X, el Cojo, véase Muhammad X,
Abû Nasr Sa’d ben’Ali,
Abû-l-Hasan Ali, véase Muley Hacen,
Academia de la Historia,
Acuña, condes de Valencia de don Juan,
Acuña, los,
Adaja, río,
Adamuz,
Adriático,
África,
Ágreda,
Aguilar,
Aguilar de Campoo,
Aguilera,
Agustín de Spínola,
Agustín, San,
Ajofrin,
Alaejos,
Alamines,
Alanís,
Álava,
Alba de Aliste,
Alba de Tormes,
Alba, casa de,
Albacete,
Albania,
Alburquerque,
Alcaçer, batalla de,
Alcalá de Guadaira,
Alcalá de Henares,
Alcalá la Real,
Alcántara, maestrazgo de,
Alcántara, orden de,
Alcántara, puente de,
Alcañiz,
Alcaraz,
Alcarria,
Alcázar de San Juan,
Alcázar de Toledo,
Alcazarén,
Alcocer,
Alconchel,
Alcor,
Alcorlo,
Alderete, los,
Alemquer,
Alfaro,
Alfarrobeira,
Alfonso Álvarez de Paz,
Alfonso Álvarez de Toledo,
Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo,
Alfonso Carrillo de Acuña,
Alfonso Cota,
Alfonso Dávila,
Alfonso de Acuña, obispo de Jaén,
Alfonso de Aguilar,
Alfonso de Aragón,
Alfonso de Arceo,
Alfonso de Arellano, señor de los Cameros,
Alfonso de Ávila, llamado Alfonso XII,
Alfonso de Badajoz,
Alfonso de Cárdenas,
Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos,
Alfonso de Coca,
Alfonso de Cuenca,
Alfonso de Deza,
Alfonso de Fonseca, obispo de Ávila, arzobispo de Sevilla,
Alfonso de la Fuente,
Alfonso de Lanzós,
Alfonso de Monroy,
Alfonso de Palencia,
Alfonso de Palenzuela,
Alfonso de Pimentel, véase conde de Benavente,
Alfonso de Quintanilla,
Alfonso de Silva, conde de Cifuentes,
Alfonso de Stúñiga,
Alfonso de Trastámara,
Alfonso de Valladolid,
Alfonso de Velasco,
Alfonso de Zayas,
Alfonso Enríquez, almirante de Castilla,
Alfonso Fadrique, señor de Valdenebro,
Alfonso Fajardo, el Bravo, alcaide de Lorca,
Alfonso Franco,
Alfonso Girón,
Alfonso González,
Alfonso González del Espinar,
Alfonso I de Asturias,
Alfonso I de Sotomayor,
Alfonso Jofre Tenorio, señor de Moguer,
Alfonso Martínez de Ciudad Real,
Alfonso Niño, conde de Buelna,
Alfonso Niño, sobrino del conde de,
Alfonso Nogueira, obispo de Lisboa,
Alfonso Pereira,
Alfonso Pérez de Guzmán,
Alfonso Pérez de Vivero,
Alfonso Pimentel, véase conde de Benavente,
Alfonso Sánchez, obispo de Ciudad Rodrigo,
Alfonso Téllez Girón, hijo de Juan,
Alfonso Téllez Girón, padre de Juan,
Alfonso V de Aragón, el Magnánimo, rey de Nápoles,
Alfonso V de Portugal, el Africano,
Alfonso VII,
Alfonso XI de Castilla,
Alfonso, bastardo de Enrique II,
Alfonso, bastardo de Fernando el Católico,
Algeciras,
Alhama,
Alhambra,
Aliaga,
Aljubarrota,
Allariz,
Aller,
Almagro,
Almansa,
Almaraz,
Almazán,
Almeirim,
Almería,
al-Nayar, el Infante de Almería,
Alonso de Burgos, fray,
Alonso de Espina, fray,
Alonso de Madrigal,
Alonso de Mella,
Alonso de Montemayor,
Alonso de Oropesa, fray,
Alonso de Palenzuela,
Alonso Fajardo, el Bravo, alcalde de Lorca,
Álora,
Alporchones,
Alvar García de Ciudad Real,
Alvar García de Santa María,
Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario,
Alvar Páez de Sotomayor,
Alvar Pérez Osorio, conde de Trastámara,
Álvarez de Toledo, los,
Álvarez, César,
Álvaro Cota,
Álvaro de Arróniz,
Álvaro de Bazán, vizconde de Palacios de Valduerna,
Álvaro de Bracamonte,
Álvaro de Cartagena,
Álvaro de Castro, conde de Monsanto,
Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca,
Álvaro de Luna, maestre de Santiagol,
Álvaro de Mendoza,
Álvaro de Stúñiga, véase también conde de Plasencia,
Álvaro Osorio, marqués de Astorga,
Amboto, monte,
Amieva,
Ampudia,
Ampuero,
Ana de Beaumont,
Ana de Navarra,
Andalucía,
Andeiro, los,
Andrade, los,
Andrés Cabrera,
Andrés de la Cadena,
Andrés, hijo de Juana de Portugal y Pedro,
Andújar,
Ansón, río,
Antequera,
Antiguo Testamento,
Antón de Paz,
Antón Núñez de Ciudad Rodrigo,
Antonio Jacobo de Véneris, nuncio y obispo de León,
Antonio Nogueras,
Año Santo,
Apologeticus,
Apóstol, hijo de Juana de Portugal y,
Apóstoles,
Aquitania,
Aragón,
Aragón, Unión de Reinos de la Corona de,
Aranda,
Aranda de Duero,
Arcediano de Gerona,
Arceo, los,
Archidona,
Archivo de Frías,
Archivo de la Casa de Frías,
Archivo de la Corona de Aragón,
Archivo de Simancas,
Archivos de París,
Arcila,
Arcos de la Frontera,
Arenas,
Arenas de San Pedro,
Arévalo,
Argüelles, los,
Arguinaz,
Arias Dávila, los,
Arias del Río, fray,
Arias Gómez de Silva,
Arias Silva,
Ariza,
Arjona,
Arnaut de Lasaile,
Arratia,
Arroyomolinos,
Artajona,
Arturo, Rey,
Arzobispo de Lisboa,
Arzobispo de Tours,
Asamblea,
Astorga,
Astudillo,
Asturias,
Ataquines,
Atienza,
Atlántico,
Audiencia,
Avendaño, los,
Ávila,
Avilés,
Ayala, el Canciller,
Ayala, los,
Ayamonte,
Aybar,
Ayllón,
Ayllón, leyes de,
Ayuntamiento,
Ayuntamiento de Madrid,
Azagala,
Azagra,
Azincourt,
Azuaga,

Babia de Suso,
Babia de Yuso,
Babias,
Badajoz,
Baena,
Baeza,
Balaguer,
Balbín de Villaviciosa,
Balcanes,
Balsaín,
Bannigas,
Banu Kumasa,
Banu Sarray,
Baracaldo,
Barbadillo de Mercado,
Barcelona,
Barco,
Barnet, batalla de,
Barrasa,
Barrera, puerta,
Bartolomé de Basurto,
Basilea,
Batalha,
Bayona,
Baza,
Bearne,
Beatriz de Acuña,
Beatriz de Bobadilla,
Beatriz de Merueña,
Beatriz de Ribera,
Beatriz Fonseca,
Beatriz Pacheco,
Beaumont,
Becerril,
Bedmar,
Béjar,
Belalcázar,
Belchite,
Bélmez,
Belmonte,
Belmonte de Cuenca,
Belorado,
Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque,
Beltrán de Pareja,
Benamauriel,
Benavente,
Benimerin, reino,
Benito, Eloy,
Benzalema,
Berbería de Poniente,
Berenguela,
Berlanga,
Bermeo,
Bernal Yáñez de Moscosa,
Bernaldo de Quirós,
Bernardino Sarmiento,
Bernardo del Carpio,
Bertrand de Boulogne, conde de Boulogne,
Betanzos,
Biblioteca Nacional,
Bidasoa,
Bilbao,
Bisagra, puerta de la,
Blanca de Navarra,
Blanca II de Navarra,
Bois,
Bolailos,
Borgoña,
Borja, Alfonso, véase Calixto III,
Borja, Rodrigo,
Borja, Pedro Luis,
Bracamonte,
Braga,
Bramante,
Brecayda,
Bretaña,
Briones,
Briviesca,
Brujas,
Buendía,
Buitrago,
Bujalance,
Buradón,
Burdeos,
Burgo de Osma,
Burgos,
Burgos, linaje,
Busturia,

Caballero de Olmedo,
Cabeza de los Jinetes,
Cabezón,
Cabia,
Cabra,
Cabrales,
Cabrera,
Cáceres,
Cadalso,
Cadalso-Cebreros, pacto de,
Cádiz,
Caia,
Calahorra,
Calais,
Calatayud,
Calatrava,
Calatrava, maestrazgo de,
Calatrava, orden de,
Calderón Ortega,
Calixto III, papa,
Cámara de Sicilia,
Cambil,
Camões,
Campo de Montejo,
Campo del Moro,
Canal de la Mancha,
Canales,
Cancillería,
Candelaria,
Cangas,
Cantábrico,
Cantillana,
Capanoso,
Caravaca,
Caravia,
Carballeda,
Cardejón,
Cardenal Atrebatense,
Cardeñosa,
Caridad,
Carlos de Arellana,
Carlos el Temerario,
Carlos III, el Noble, rey de Navarra,
Carlos V de España,
Carlos VI de Francia,
Carlos VII de Francia,
Carlos, Príncipe de Viana,
Carmona,
Carnaval,
Carnicería Mayor,
Carreño,
Carretería,
Carrión,
Carrión de los Condes,
Carta Magna,
Cartagena,
Cartagena, familia,
Cártama,
Casa de Aragón,
Casa de don Enrique,
Casa de don Pedro,
Casa de Francia,
Casa de la reina,
Casa de los Príncipes,
Casa del infante don Alfonso,
Casal de Soma,
Casarrubios del Monte,
Casas de Moneda,
Caso,
Caspe, Compromiso de,
Castañeda,
Castellote,
Castilla,
Castilla Vieja,
Castillo,
Castillo de San Martín,
Castillo de San Servando,
Castillón, batalla de,
Castilnovo,
Castro del Río,
Castromocho,
Castronuño,
Castronuño, acuerdos de,
Catalina,
Catalina de Castilla,
Catalina de Foix,
Catalina de Guzmán,
Catalina de Lancaster,
Catalina de Ribera,
Catalina Fonseca,
Cataluña,
Cazalla,
Cazorla,
Cea de Pisuerga,
Cebreros,
Cedillo,
Ceheguin,
Centón,
Cepeda, los,
Cerdaña,
Cervera,
Cervico de la Torre,
Cestería,
Ceuta,
Chancillería,
Chapinería,
Chinchilla,
Chinchillaa,
Chozas de Arroyomolinos,
Cidi Sosa,
Cielo,
Ciempozuelos,
Cien Años, guerra de los,
Cieza,
Cigales,
Ciriza, véase Muley Zad Cisneros,
Ciudad Real,
Ciudad Rodrigo,
Clamores, río,
Clínica egregia,
Cobeña,
Coca,
Códice de Sttutgart,
Cogollos,
Coimbra, obispo de,
Colegiata de Santa María,
Coll, Nuria,
Colmenar de Arenas,
Colmenar de Oreja,
Colunga,
Comenge, Luis,
Commines,
Compostela,
Comunidades,
Concilio,
Concilios,
Cónclave,
Conde de Alba,
Conde de Alba de Aliste,
Conde de Alba de Liste, véase también Enrique Enríquez,
Conde de Alba de Tormes,
Conde de Arcos, véase también Juan Ponce de León,
Conde de Armagnac,
Conde de Benavente, véase también Rodrigo Pimentel,
Conde de Buelna,
Conde de Buendía,
Conde de Cabra,
Conde de Camiña,
Conde de Castañeda,
Conde de Castro,
Conde de Castrogeriz,
Conde de Cifuentes, véase también Alfonso de Silva,
Conde de Coruña,
Conde de Feria,
Conde de Haro, véase también Pedro Fernández de Velasco,
Conde de Ledesma,
Conde de Lemos, véase también Pedro Álvarez Osorio,
Conde de Luna,
Conde de Medellín,
Conde de Medinaceli, Luis de la Cerda,
Conde de Miranda,
Conde de Niebla,
Conde de Osorno, véase también Gabriel Manrique,
Conde de Paredes, véase también Rodrigo Manrique,
Conde de Plasencia,
Conde de Ribadeo,
Conde de Salinas,
Conde de Torija,
Conde de Trastámara, véase también Pedro Álvarez Osorio,
Conde de Treviño, véase también Pedro Manrique,
Conde de Urueña,
Conde de Valencia de Don Juan, véase Juan de Acuña Condes de Foix,
Condesa de Benavente,
Condesa de Medellín,
Condesa de Plasencia,
Consejo,
Consejo del Príncipe,
Consejo del Rey Alfonso,
Consejo Real,
Consejo Real, ordenanzas del,
Consell de Cent,
Considerantes ab intimis,
Constantinopla,
Constanza,
Constanza de Alba,
Consuegra,
Continente,
Convento de los Dominicos de San Pablo,
Convento de San Bernardo,
Convento de San Francisco,
Convento de San Francisco de Oviedo,
Copons, Juan,
Corcubión, ría de,
Cordillera Cantábrica,
Córdoba,
Corella,
Coria,
Cornago,
Corona,
Corte,
Cortes de 1427,
Cortes de Briviesca,
Cortes de Córdoba,
Cortes de Madrid,
Cortes de Madrigal,
Cortes de Ocaña,
Cortes de Salamanca,
Cortes de Toledo,
Cortes de Valladolid,
Cortes de Zaragoza,
Coruña del Conde,
Corvera,
Covarrubias, los,
Cristiandad,
Cristóbal Bermúdez,
Crónica «Incompleta»,
Crónica del Condestable,
Crónica del Halconero,
Crónica del Rey,
Crónica del rey don Pedro,
Cruzada,
Cuaderno,
Cuaderno de las Cortes de Ocaña,
Cuaderno de Salamanca,
Cuadernos de las Cortes de Salamanca,
Cuaresma,
Cucao,
Cuéllar,
Cuenca,
Cuerpo de Cristo, Corpus Christi,
Cuesta de la Vega,
Curia,
Curiel,

Daganzo,
De la Cerda, los,
Defensor de la Fe,
Delfín,
Denia,
Derecho canónico,
Díaz Sánchez de Benavides,
Díaz Sánchez de Carvajal,
Diego Arias Dávila, contador mayor,
Diego Arias Dávila, hijo,
Diego de Arraya,
Diego de Ceballos,
Diego de Colmenares,
Diego de Lemos,
Diego de Losada,
Diego de Osorio,
Diego de Ribera,
Diego de Saldaña,
Diego de Sandoval y Rojas,
Diego de Sepúlveda,
Diego de Soria,
Diego de Soto,
Diego de Stúñiga, conde de Miranda,
Diego de Valera, Mosén,
Diego Delgadillo,
Diego Enríquez,
Diego Enríquez del Castillo,
Diego Fernández de Córdoba, mariscal, conde de Cabra,
Diego Fernández de Quiñones, véase también conde de Luna,
Diego García,
Diego Gómez de Sandoval, Adelantado Mayor de Castilla,
Diego Gómez Manrique, Comendador mayor de León,
Diego Gómez Sarmiento, conde de Salinas,
Diego Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Santillana,
Diego López de Haro,
Diego López de Luján,
Diego López de Portocarrero, corregidor de Murcia,
Diego López de Stúñiga,
Diego López Pacheco, marqués de Villena,
Diego Manrique, conde de Treviño,
Diego Ortiz de Stúñiga,
Diego Pérez Sarmiento, conde de Santa Marta,
Diego Sánchez,
Diego Tapia,
Dios,
Diputación,
Diputación de Cataluña,
Diputación General de Barcelona,
Doctrinal de Privados,
Domingo de Resurrección,
Duarte de Portugal,
Dubreton, Lucas,
Dueñas,
Duero, río,
Dum fidei catholicae,
Duque de Alba,
Duque de Alburquerque,
Duque de Arévalo,
Duque de Berri,
Duque de Coimbra, véase Pedro, duque de coimbra Duque de Guyena,
Duque de Medinasidonia, véase también Juan y Enrique de Guzmán,
Duque de Peñafiel, véase Juan de Aragón,
Duque de Portalegre,
Duque de Toro,
Duque del Infantado, véase también Diego Hurtado de Mendoza,
Duquesa de Alburquerque,
Durango,
Duranguesado,

Ebro, río,
Écija,
Eduardo IV de Inglaterra, de York,
Ejército,
El Carpío,
El Grao de Valencia,
El jardín de las nobles doncellas,
El Pardo,
El Parral,
El Paular,
Elorrio,
Elvas,
Elvira, condesa viuda de Belalcázar,
Elvira de Stúñiga,
Encartaciones,
Enciso,
Enrique, Infante de Aragón,
Enrique «Fortuna»,
Enrique de Figueroa,
Enrique de Guzmán, véase también duque de Medinasidonia,
Enrique de Trastámara,
Enrique de Villena,
Enrique el Navegante,
Enrique Enríquez, conde de Alba de Liste,
Enrique II de Castilla,
Enrique III de Castilla,
Enrique Ponce de León,
Enrique V,
Enrique VI de Inglaterra,
Enríquez del Castillo, véase Diego Enríquez del Castillo,
Enríquez, los,
Eresma, río,
Ermua,
Escalante,
Escalona,
Escritura,
Esgueva, río,
España,
Espejo de la verdadera nobleza,
Espíritu Santo,
Estado Español,
Estados Generales,
Estados Generales del Bearne,
Esteban de Villacreces,
Estella,
Estepa,
Estepona,
Estrada de Llanes,
Estrecho,
Estudio General,
Eugenio IV, papa,
Europa,
Eva,
Evangelio,
Évora,
Extremadura,

Fadrique, duque de Arjona,


Fadrique Enríquez, almirante de Castilla,
Fadrique Enríquez, conde de Trastámara,
Fadrique Manrique,
Fajardo,
Falces,
Faraón,
Fátima,
Felipa de Lancaster,
Félix V, papa,
Ferias,
Ferias de Medina,
Fernán Diez,
Fernán López de Burgos,
Fernán Pérez de Andrade,
Fernán Ruiz de Castro,
Fernán Sánchez de Calderón,
Fernandarias de Saavedra,
Fernández de Soria,
Fernández del Pulgar,
Fernando,
Fernando Álvarez de la Ribera,
Fernando Álvarez de Toledo,
Fernando Dávalos,
Fernando de Ávila,
Fernando de Badajoz,
Fernando de Covarrubias,
Fernando de Cuenca,
Fernando de Escobedo,
Fernando de Fonseca,
Fernando de Gutiérrez,
Fernando de la Torre,
Fernando de Luján, obispo de Sigüenza,
Fernando de Monroy, señor de Belvis,
Fernando de Ribadeneira,
Fernando de Rojas, conde de Castrogeriz,
Fernando de Sandoval y Rojas,
Fernando de Solís,
Fernando de Valdés,
Fernando del Pulgar,
Fernando Díaz de Toledo, relator,
Fernando I de Aragón,
Fernando II de Aragón, rey de Aragón, rey de Sicilia,
Fernando López de Ayala,
Fernando López de Laorden,
Fernando Ortiz,
Fernando Sánchez Calderón,
Fernando Vaquedano,
Ferrante de Nápoles, Fernando, bastardo de Alfonso V el,
Ferrer de Lanuza,
Ferrol,
Finisterre,
Flandes,
Fonseca, los,
Forma,
Fortalitium Fidei,
Fortún Vázquez de Cuéllar,
Fortún Velázquez de Cuéllar, deán de Segovia,
Fortuna,
Francia,
Francisco de Palencia, prior de Aroche,
Francisco de Toledo, obispo de Soria, deán de Toledo,
Francisco de Tordesillas,
Francisco Febo,
Francisco Fernández de Sevilla,
Frontera,
Fuenlabrada,
Fuensalida,
Fuente del Maestre,
Fuentelsaz,
Fuenteovejuna,
Fuenterrabía,
Fuentidueña,
Fuero de Bilbao,
Fuero de Toledo,
Fuero de Vizcaya,
Fuero Juzgo,
Funes,

Gabriel Manrique, conde de Osorno,


Gabriel Sánchez,
Gahete,
Galicia,
Galíndez de Carvajal,
Gandía,
Gannat,
García Alfonso,
García Álvarez,
García Álvarez de Toledo, conde de Alba,
García de Ayala, mariscal,
García de Busto,
García de Cortázar, Ángel,
García de Meixa,
García de Sesé, alcaide de Trujillo,
García de Toledo, véase también conde de Alba,
García López de Madrid,
García López de Padilla, clavero de Alcántara,
García Manrique,
García Martínez de Vaamonde,
García Méndez de Badajoz,
Garcilaso de la Vega,
Gastón IV de Foix,
Gastón V de Foix,
Gatica,
Génova,
Gerard le Boursier,
Gerona,
Getafe,
Gibraleón,
Gibraltar,
Gijón,
Girón, los,
Gobia, monte,
Gobierno,
Godelin,
Gómara,
Gómez de Cáceres,
Gómez de Frías,
Gómez de Solis, maestre de Alcántara,
Gómez Fernández de Miranda,
Gómez Méndez de Sotomayor,
Gómez Moreno, Manuel,
Gómez Pérez de Mariñas,
Gómez Suárez de Figueroa, conde de Feria,
González Giménez, Manuel,
Gonzalo Bravo,
Gonzalo Chacón, comendador de Montiel, señor de, Gonzalo de Ayora,
Gonzalo de Guzmán, señor de Toral de los Vados,
Gonzalo de Saavedra, comendador mayor de Montalbán,
Gonzalo de Salazar,
Gonzalo de Villafañe,
Gonzalo de Vivero, obispo de Salamanca,
Gonzalo Mejía,
Gonzalo Rodríguez de Argüello,
Gozón,
Gracián de Sese, alcaide de Trujillo,
Gran Bretaña,
Gran Turco,
Granada,
Granadilla,
Grao,
Guadajoz, río,
Guadalajara,
Guadalquivir,
Guadalupe,
Guadamur,
Guadiana,
Guadix,
Guanahaní,
Guarda,
Guernica,
Guillaume d’Estaign,
Guillermo Garro,
Guinea,
Guinguella,
Guinguelle,
Guiomar de Castro, condesa de Treviño,
Guipúzcoa,
Guisando,
Gumiel de Izán,
Gumiel de Izáns,
Gutenberg,
Gutierre de Calderón,
Gutierre de Cárdenas,
Gutierre de la Cueva,
Gutierre de Solis, maestre de Alcántara, conde de Coria,
Gutierre de Sotomayor, maestre de Alcántara,
Gutierre de Toledo,
Guyana,
Guzmán, los,

Hansa, La,
Haro,
Haro, casa de,
Hechos,
Hechos del Condestable Miguel Lucas de,
Hellín,
Hércules,
Hermandad,
Hermandad de Guipúzcoa,
Hermandad de León,
Hermandad de Santiago,
Hermandad de Vitoria,
Hermandad de Vizcaya,
Hermandad General,
Hermandad Vieja,
Hermandades,
Hernán Carrillo,
Hernán Pérez de Ayala,
Hernando de Arce,
Hernando de Plaza, fray,
Herrera,
Higueruela,
Hispano,
Hita,
Hontiveros,
Hornachuelo,
Hornillos de Cerrato,
Hostia consagrada,
Huecas,
Huélamo,
Huelgas de Burgos,
Huelma,
Huelva,
Huéscar,
Huete,
Humanes,
Humani generis enemicus,
Humanidad,
Humanismo,

Ibargoen,
Ibn Isma’il, véase Muley Zad,
Iglesia,
Iglesia de San Antón,
Iglesia de San Antón de Bilbao,
Iglesia de San Ginés,
Iglesia de San Juan,
Iglesia de San Pablo de Valladolid,
Iglesia de San Payo Antealtares,
Iglesia de San Pedro,
Iglesia de San Pedro Mártir,
Iglesia de San Salvador,
Iglesia de Santa María,
Iglesia del Santo Sepulcro,
Illescas,
Illora,
Imperio,
Imperio de Carlomagno,
Inés de Guzmán,
Infantado de Guadalajara,
Infantes de Aragón,
Inglaterra,
Iniesta,
Inquisición,
Instrucción,
Íñigo Dávalos,
Íñigo de Arceo,
Íñigo de Bolea,
Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, conde del Real de,
Íñigo López de Mendoza, conde de,
Iñigo Manrique, obispo de Coria,
Isabel Arias Dávila,
Isabel de Castilla, hermana de Enrique IV,
Isabel de Portugal,
Isabel I de Castilla, La Católica,
Isabel, primera esposa de Alfonso V de,
Isabel, primera hija de los Reyes Católicos,
Íscar,
Islam,
Israel,
Italia,

J. B. Sitges,
Jadraque,
Jaén,
Játiva,
Jean Bernard, arzobispo de Tours,
Jean d’Albi, señor de Malicorne,
Jean de Estouteville, señor de Torcy,
Jean de Merochox, señor de Uré,
Jean de Rohan, señor de Montauban,
Jean Jouffroy, obispo de Albi,
Jerez,
Jerome de Tours,
Jerónimo de Santa Fe,
Jerónimo Münzer,
Jerónimos, convento de los,
Jesús,
Jimena,
Jimena de la Frontera,
Jiménez Soler,
Jimeno Pérez de Corella, conde de Cocentaina,
Jofre de la Cerda,
Jorge Manrique,
Jorquera,
Juan Alfonso de Mújica,
Juan Alonso,
Juan Arias Dávila,
Juan Blanco,
Juan Carrillo,
Juan Cenillas,
Juan de Acuña, conde de Valencia de Don Juan,
Juan de Alarcón,
Juan de Anjou,
Juan de Arbolancha,
Juan de Arceo,
Juan de Beaumont, conde de Lerín,
Juan de Beorlegui,
Juan de Caso,
Juan de Cerezuela,
Juan de Cervantes, cardenal, obispo de Ostia,
Juan de Ciudad,
Juan de Foix,
Juan de Gamboa,
Juan de Gante,
Juan de Guzmán, véase también duque de Medinasidonia,
Juan de Haro,
Juan de Íjar,
Juan de las Casas,
Juan de Lujan,
Juan de Luna,
Juan de Majuelo, fray,
Juan de Medina, arcediano de Almazán,
Juan de Mella, cardenal de Santa Prisca,
Juan de Oviedo,
Juan de Padilla, adelantado mayor de Galicia,
Juan de Porras,
Juan de Ribera, señor de Montemayor,
Juan de Saboya,
Juan de Silva,
Juan de Stúñiga,
Juan de Sotomayor, señor de Alconchel,
Juan de Tordesillas,
Juan de Torres,
Juan de Torres y Mendoza,
Juan de Tovar,
Juan de Uartegui,
Juan de Ulloa,
Juan de Valenzuela,
Juan de Villamizar,
Juan de Villanueva,
Juan de Vivero, señor de Cigales,
Juan Díaz de Alcocer,
Juan Fernández,
Juan Fernández de Heredia,
Juan Fernández de Soria,
Juan Fernández de Tovar,
Juan Fernández Galindo,
Juan Fernández Pacheco,
Juan Fernández Silveira,
Juan Girón,
Juan Guillén,
Juan Hurtado de Mendoza, adelantado de Cuenca,
Juan I de Castilla,
Juan II de Aragón, Juan de Aragón, lugarteniente de Aragón,
Juan II de Castilla,
Juan II de Portugal, el Perfecto,
Juan Luis de Milá,
Juan Manrique, conde de Castañeda,
Juan Manuel de Lando,
Juan Manuel, don,
Juan Ortiz de Río Ayega,
Juan Pacheco, marqués de Villena, maestre de Santiago,
Juan Pariente,
Juan Pérez de Treviño,
Juan Pimentel,
Juan Ponce de León, conde de Arcos,
Juan Ramírez de Guzmán, clavero, comendador de Calatrava,
Juan Ramírez de Lucena,
Juan Ramírez Guzmán,
Juan Rodríguez de Baeza,
Juan Ruiz de la Fuente,
Juan Sánchez de Salinas,
Juan Sánchez Urbano,
Juan Sarmiento, conde de Santa Marta,
Juan V, conde de Armagnac,
Juan, infante de Portugal,
Juana, Reina de Nápoles,
Juana de Aragón,
Juana de Lasarte,
Juana de Luna, condesa de San Esteban de Gormaz,
Juana de Peralta,
Juana de Portugal,
Juana Enríquez,
Juana Manuel,
Juana Pimentel,
Juana, duquesa de Frías,
Juana, la Beltraneja,
Juarros de Voltoya,
Judas,
Jueves Santo,
Junta,
Junta de Castilnovo,
Junta General,
Juntas,
Juntas de Álava,
Juntas de Guipúzcoa,
Juntas de Hermandad,
Juntas de Vizcaya,

Kriegel, Maurice,

La Cerda,
La Codosera,
La Coruña,
La Mancha,
La Parrilla,
La Perdiguera,
La Rambla,
La Rioja,
La Rochelle,
La Roda,
Ladero Quesada, Miguel Ángel,
Laguardia,
Laguna de Negrillos,
Lancaster, casa de,
Langa,
Lara,
Largacha,
Larrabezúa,
Larraga,
Las Posadas,
Las Villas,
Lastrilla,
Laviana,
Ledesma,
Lemos,
Lemos, familia,
León,
Leonor de Alburquerque,
Leonor de Aragón,
Leonor de Ayala,
Leonor de Haro,
Leonor de Navarra, condesa de Foix, princesa de Viana,
Leonor Pimentel,
Leonor, condesa de Plasencia y duquesa de,
Lepe,
Lequeitio,
Lérida,
Lerín,
Lerma, los,
Ley,
Ley XXV de la Partida Segunda,
Lianoro Lianoris,
Libro del Alborayque,
Liga,
Lisboa,
Llanes,
Llobregat, río,
Locrin,
Logroño,
Londres,
Lope Álvarez de Hinestrosa,
Lope Barrientos, obispo de Cuenca,
Lope de Cernadilla,
Lope de Chinchilla,
Lope de Stúñiga,
Lope de Valdivieso,
Lope de Vega,
Lope García de Salazar,
Lope González,
Lope Ortiz de Stúñiga,
Lope Ponce de León,
Lope Vázquez de Acuña, conde de Buendía,
López de Haro, los,
Lora,
Lorca,
Lorenzo Suárez de Figueroa, véase también vizconde de Torija, conde de,
Los Alporchones,
Los Arcos,
Luarca,
Luchana,
Lugo,
Luis de Acuña, obispo de Burgos,
Luis de Altozano,
Luis de Chaves,
Luis de la Cerda, véase también conde de Medinaceli,
Luis de Pimentel,
Luis de Velasco,
Luis Despuig, maestre de Montesa,
Luis González de Atienza,
Luis Hurtado de Mendoza,
Luis Osorio,
Luis Portocarrero,
Luis XI de Francia,
Lumbierre,
Lumen ad revelationem gentium et,
Luna,
Luna, casa de,
Lunas,
Lupiana,

Macarena,
Machinilla,
Madre de Dios,
Madrid,
Madrigal,
Maestrazgos,
Maestre de Montesa,
Magaña,
Magdalena de Francia,
Magrigal,
Mahoma,
Málaga,
Malagosto,
Manrique, los,
Mansilla de las Mulas,
Mantua, congreso de,
Manuel Ponce de León,
Manzanares,
Manzaneque,
Maqueda,
Marañón y Posadillo, Gregorio,
Marchena,
Marcos García de Mora, «Marquillos» de,
Marcos Pérez,
Margarita de Anjou,
María Carrillo,
María de Aragón,
María de Armendáriz,
María de Borgoña,
María de Castilla,
María de Foix,
María de la Cueva,
María de Mendoza,
María de Portocarrero,
María de Silva,
María Juana de Luna,
María Pacheco,
María Téllez,
Mariñas, los,
Marqués de Cádiz,
Marqués de Santillana, véase Íñigo López de Mendoza y Diego Hurtado de
Mendoza,
Marqués de Villena, véase Juan Pacheco y Diego López,
Martín Alfonso, señor de Montemayor y de Alcaudete,
Martín de Avendaño,
Martín de Córdoba, fray,
Martín de Peralta,
Martín de Salinas,
Martín de Vilches,
Martín Fernández de Portocarrero,
Martín Galindo,
Martín Muñoz de las Posadas,
Mascaraque,
Mataparda,
Mayorga,
Mazuelo,
Medellín,
Medina de Ríoseco,
Medina del Campo,
Medina Sidonia, ducado de,
Medinasidonia,
Mediterráneo,
Mejorada de Olmedo,
Melgar de Ferramental,
Melibea,
Mellid,
Mencía de la Torre,
Mencía de Padilla,
Mendavia,
Mendigorría,
Mendioz,
Mendoza, los,
Menjíbar,
Mérida,
Meseta,
Mesta, la,
Michel Mollat,
Miguel Lucas de Iranzo, halconero mayor,
Miguel Ruiz de Tragacete,
Milagro,
Milán,
Miño, río,
Mira,
Miraflores,
Miranda,
Miranda de Ebro,
Moclin,
Moguer,
Mojácar,
Molina,
Molina C., María,
Molinaseca, batalla de,
Monarquía,
Monasterio de la Sisla,
Monasterio de San Benito,
Monbeltrán,
Mondoñedo,
Monjardín,
Monleón,
Montalbán,
Montalvo,
Montaña de Santander,
Montblanc,
Monteagudo,
Montefrío,
Montejo,
Montejo de la Vega,
Montemayor, familia, casa de Aguilar,
Montemoro-Velho,
Monterrey,
Montiel,
Montoro,
Monzón de Campos,
Morales Muñiz, María Dolores-Carmen,
Moratalla,
Morón,
Moróns,
Moscoso,
Mota, castillo de la,
Moya,
Mufarry Sarray,
Mugía,
Muhammad I,
Muhammad IX,
Muhammad VII al-Hayzari, el Izquierdo,
Muhammad VIII,
Muhammad X,
Mula,
Muley Hacen,
Muley Zad,
Muñera,
Munguía,
Münzer,
Muñó,
Murcia,
Muros,

Nájera,
Nantes,
Nápoles,
Nava,
Navarra,
Navarrete,
Navia,
Navidad,
Navidades,
Nervión,
Netanyahu, Benzon,
Nevares,
Nicolás de Breuil,
Nicolás de Chávarri, obispo de Pamplona,
Nicolás de Oresmes,
Nicolás Fernández de Villamizar,
Nicolás Franco,
Nicolás V, papa,
Niebla,
Nieto Soria,
Noez,
Noreña,
Normandía,
Nova,
Novoa,
Nun Alvares Pereira,
Nuño de Arévalo,
Nuño de Paradinas, fray,

Obispo de Badajoz,
Obispo de Burgos, véase también Luis de Acuña,
Obispo de Calahorra, véase también Pedro González de Mendoza,
Obispo de Cartagena,
Obispo de Coria,
Obispo de Jaén,
Obispo de Mondoñedo,
Obispo de Osma,
Obispo de Palencia,
Obispo de Pamplona, véase también Nicolás de Chávarri,
Obispo de Sevilla,
Obispo de Sigüenza,
Obispo de Tuy,
Ocaña,
Occidente,
Occidente de Asturias,
Olite,
Olite, segundo tratado de,
Olivera,
Olivera Serrano, César,
Olivier le Roux,
Olmedo,
Olmedo, Batalla de,
Olmedo, segunda batalla de,
Ondárroa,
Onisilre,
Oñaz,
Órbigo, río,
Orden Jerónima,
Ordenamiento de 12 de mayo de 1473,
Ordenamiento de 22 de mayo de 1473,
Ordenamiento de la moneda de 24 de abril,
Ordenamiento de la moneda de 10 de abril,
Ordenamiento de Valladolid,
Ordenanza de 14 de febrero de 1469,
Ordenanza del 8 de agosto de 1455,
Ordenanza Real de 20 de abril de 1448,
Órdenes militares,
Órdenes religiosas,
Orduño,
Orense,
Orense, los,
Orozco,
Ortiz, los,
Osma,
Osorio, marqueses de Astorga,
Osorio, Juan,
Osorno,
Osuna,
Osuna, Casa de,
Oviedo,

Pablo de Santa María, obispo de Burgos,


Pablo, San,
Pacheco, los,
Padrón,
País Vasco,
Palacio del Infantado,
Palencia,
Palenzuela,
Palma del Río,
Palomares,
Pampliega,
Pamplona,
Pancorbo,
Papa, Santo Padre, vicario de Cristo,
Papado, Primado de Pedro,
Paredes,
Pariente, los,
Parientes Mayores,
París,
Parlamento de Cataluña,
Pascua de Conquesma,
Paso Honroso,
Pastor Bodmer, Isabel,
Pastrana,
Patrimonio de la Corona,
Pau,
Paulo II,
Payo de Ribera, mariscal,
Paz y Meliá,
Pedralbes,
Pedrarias Dávila,
Pedraza,
Pedro, infante de Aragón,
Pedro Álvarez Osorio,
Pedro Barrientos,
Pedro Carrillo de Huete, halconero,
Pedro Cerezo,
Pedro de Acuña, señor de Dueñas,
Pedro de Aguilar,
Pedro de Almazán,
Pedro de Arceo,
Pedro de Avendaño,
Pedro de Ayala, comendador de Mora,
Pedro de Basurto, alcaide de Medinaceli,
Pedro de Bazán, vizconde de Palacios de Valduerna,
Pedro de Cartagena,
Pedro de Castilla, obispo de Palencia,
Pedro de Castilla, amante de Juana de,
Pedro de Córdoba,
Pedro de Escavias,
Pedro de Foix,
Pedro de Fontiveros,
Pedro de Fuensalida,
Pedro de Guzmán,
Pedro de Haro,
Pedro de Hontiveros,
Pedro de la Cavallería,
Pedro de la Cuadra,
Pedro de Mendaño,
Pedro de Mendoza, señor de Almazán,
Pedro de Mesa,
Pedro de Navarra,
Pedro de Oriole,
Pedro de Porras,
Pedro de Portocarrero,
Pedro de Silva, alcaide de Olmedo,
Pedro de Silva, fray, obispo de Badajoz,
Pedro de Solís, abad de Parraces,
Pedro de Stúñiga,
Pedro de Tiedra,
Pedro de Velasco,
Pedro de Vera,
Pedro Díaz de Toledo,
Pedro Duque,
Pedro Enríquez,
Pedro Fajardo, adelantado mayor de Murcia,
Pedro Fernández,
Pedro Fernández de Córdoba,
Pedro Fernández de Velasco, véase también conde de Haro,
Pedro García de Toledo,
Pedro Girón, maestre de Calatrava, hermano de Juan,
Pedro González, fundador del linaje Mendoza,
Pedro González Barroso,
Pedro González Dávila,
Pedro González de Mendoza, cardenal, véase también obispo de Calahorra,
Pedro I de Castilla,
Pedro Lisón,
Pedro López,
Pedro López de Ayala, señor de Fuensalida,
Pedro López de Gálvez,
Pedro López de Padilla,
Pedro Manrique, adelantado mayor,
Pedro Núñez Cabeza de Vaca,
Pedro Osorio,
Pedro Pérez de Irurita,
Pedro Riario,
Pedro Sánchez de Matabuena,
Pedro Sarmiento, repostero mayor,
Pedro Suárez,
Pedro Suárez de Quiñones,
Pedro Suárez de Quiñones, hijos de,
Pedro Tenorio,
Pedro Vaca,
Pedro y García de,
Pedro Yáñez,
Pedro, duque de Coimbra, regente de Portugal,
Pedro, infante hijo del duque de Coimbra,
Península Ibérica,
Penley,
Pentecostés,
Peña de Mesa,
Peñafiel,
Peñaflor,
Peñaflor de Hornija,
Peñaranda de Bracamonte,
Perafán de Ribera,
Perales de Tajuña,
Peralta,
Pérez Bustamante,
Pérez de Ayala, los,
Perpignan,
Perucho de Monjaraz,
Petronila,
Phillipe de Commynes,
Piedrahita,
Pierres de Peralta,
Pimentel, los,
Pinos Puente,
Pinto,
Pío II,
Pirineos,
Pisuerga,
Plasencia,
Plazuela del Seco,
Plencia,
Poitiers,
Pola de Pravia,
Polán,
Polas,
Pomar,
Ponce de León, los,
Pontoise,
Porcuna,
Portezuela,
Portillo de Mojados,
Portugal,
Portugalete,
Pozaldez,
Pragmática de 13 de julio de 1444,
Pravia,
Prexamo,
Primado de Pedro,
Principado de Asturias,
Príncipe de Viana, véase Carlos, príncipe de Viana,
Providencia,
Puebla de Alcocer,
Puebla de Sanabria,
Puente Arce,
Puente de San Martín,
Puente la Reina,
Puentedeume,
Puerta de Hierro,
Puerta de las Ollas,
Puerta de Santa Olalla,
Puerta del Cambrón,
Puerta del Campo,
Puerto de Santa María,

Quesada,
Quintanilla, Concepción,
Quinto Curcio,
Quiñones, los,
Quirós, los,

Rab mayor,
Rabi Yucé,
Rales,
Rámaga,
Ramón Cerdán,
Ramón de Espés,
Ramón de Palomar,
Ramon Lull,
Ramón Martínez,
Rascafría,
Recanate,
Registros Vaticanos,
Reglá, Juan,
Renato de Anjou,
Requena,
Revelación,
Reyes Católicos,
Reyes Nuevos,
Ribadesella,
Ribagorza,
Ribeiro, A.,
Ribera,
Ribera de Caia,
Ricardo de Gloucester,
Ricardo de York,
Ríoseco,
Roa,
Rocheforte de Compostela,
Rodas, maestre de,
Rodrigo Alfonso Pimentel, véase también conde de Benavente,
Rodrigo Borja,
Rodrigo de Cascales,
Rodrigo de Luna,
Rodrigo de Marchena,
Rodrigo de Mendoza,
Rodrigo de Rebolledo,
Rodrigo de Ulloa,
Rodrigo de Valderrábano,
Rodrigo Girón,
Rodrigo Manrique, véase también conde de Paredes,
Rodrigo Pacheco,
Rodrigo Pimentel, señor de Mayorga y Villalón,
Rodrigo Ponce de León, véase también conde de Arcos,
Rodrigo Portocarrero,
Rodrigo Sánchez de Arévalo, arcediano de Treviño,
Rodrigo Sánchez de Moscoso,
Rodrigo Téllez Girón, maestre de Calatrava,
Rodríguez Valencia, Vicente,
Rojas, los,
Roma,
Roncesvalles,
Rosellón,
Rouen,
Rua,
Ruy de Pina,
Ruy Díaz de Mendoza, mayordomo Mayor,
Ruy García de Villalpando,
Ruy López Dávalos, conde de Santisteban del Puerto,

Sábado de Gloria,
Salamanca,
Salmerón,
Salvaleón,
Salvatierra,
Samaya,
Samuel Pichó,
San Bernabé,
San Bernardo,
San Esteban de Gormaz,
San Jerónimo de El Paso,
San Juan de Jerusalem, orden de,
San Juan de Pie de Puerto,
San Juan, orden de,
San Juan, priorato de,
San Llorente,
San Martín,
San Martín de Valdeiglesias,
San Martín, castillo de,
San Miguel,
San Millán,
San Pedro de Dueñas, convento dominico,
San Pedro de las Dueñas, monasterio de,
San Pedro de los Pinos,
San Sebastián,
San Vicente,
San Vicente de Ávila,
San Vicente de la Barquera,
San Vicente de la Sonsierra,
San Zoilo de Camón,
Sanabria,
Sancho de Arróniz,
Sancho de la Vacuna,
Sancho de Rojas,
Sancho de Velasco,
Sancho García,
Sancho Sánchez de Ulloa,
Sangüesa,
Santa Catalina, barrio de,
Santa Clara de Tordesillas,
Santa Cruz,
Santa Cruz de Campezu,
Santa Cruz, convento dominico de,
Santa María de El Paso,
Santa María de las Cuevas, monasterio,
Santa María de Nieva,
Santa María la Mayor,
Santa Marta,
Santa Olalla,
Santa Sede,
Santacara,
Santaella,
Santander,
Santiago,
Santiago, maestrazgo de,
Santiago, orden,
Santillana,
Santo Domingo,
Santo Domingo de la Calzada,
Santo Tomé,
Santos de Maimona,
Sariego,
Sariñena,
Sarmiento, los,
Sauvaterre,
Scanderberg,
Segovia,
Sentencia-Estatuto,
Señor de Aguilar,
Señor de Torcy,
Sepúlveda,
Serena,
Sesma, Ángel,
Sevilla,
Shakespeare,
Shlomo ha-Levi, véase Pablo de Santa María,
Sicilia,
Sicroff,
Siero,
Sierra Bermeja,
Sierra Morena,
Sietefilla,
Sigüenza,
Sil, río,
Silva, los,
Simancas,
Sitges,
Sixto IV, papa,
Solera,
Sorguiñes,
Soria,
Sos,
Sotomayor, los,
Stúñiga,
Suero de Solís,
Suero Fernández de Quiñones,
Suero García de Sotomayor,
Suma de la Política,
Summa de Ecclesia,

Tafalla,
Tajo, río,
Talamanca,
Talarrubias,
Talavera,
Tarancón,
Tarifa,
Tariq,
Tarragona,
Tárrega,
Tate, Robert B.,
Tavira,
Tello de Buendía,
Templo,
Temtugel,
Teresa de Stúñiga, condesa viuda de Santa Marta,
Teresa de Torres,
Teresa Enríquez,
Teresa Gil,
Tesoro,
Testamento de Carlos III, el Noble,
Testamento de Isabel la Católica,
Testamento de Juan II,
Tewkesbury, batalla de,
Tiedra,
Tierra de Campos,
Tierra Llana,
Tineo,
Toisón de Oro,
Toledo,
Tomás de Kent, deán de Saint Severin,
Tomás de Torquemada,
Tomás Herbert,
Tordesillas,
Torija,
Tormo de Viya,
Toro,
Torre de Santa Leocadia,
Torre del Oro,
Torreblanca,
Torrejón de Velasco,
Torrelaguna,
Torrelobatón,
Torremormojón,
Torres,
Torres Fontes, Juan,
Torrijos,
Tortosa,
Tours,
Trastámara, casa de,
Tratado contra los madianitas e ismaelitas,
Trevejo,
Treviño,
Triana,
Trijueque,
Trinidad Santísima,
Troilo Carrillo,
Trujillo,
Tudela,
Tudela de Duero,
Túnez,
Turégano,
Tuy,

Úbeda,
Ulloa,
Uribe,
Urquiola, penas de,
Urueña,
Ustaritz,
Utiel,
Utrera,

Val Valdivieso, Isabel del,


Val, Isabel del,
Valdecorneja, señores de,
Valdeflores, marqués de,
Valdelozoya,
Valdenebro,
Valdeolivas,
Valdés, los,
Valencia,
Valladolid,
Valmaseda,
Vasco Gómez,
Vascongadas,
Vega,
Vega de Granada,
Vega de Málaga,
Vejer,
Velasco, los,
Vélez Blanco,
Vélez Rubio,
Venecia,
Vera,
Verdad,
Verdejo,
Veruela,
Viana,
Vicens Vives, Jaime,
Villacastín,
Villafranca de la Puente del Arzobispo,
Villafranca, concordia de,
Villaharta,
Villalba,
Villalba de Alcores,
Villalobos,
Villalón,
Villandrando,
Villanueva de Alcaraz,
Villanueva de Barcarrota,
Villanueva del Rebollar,
Villarejo de Salvanés,
Villarreal de Álava,
Villarrubia de los Ojos,
Villarta,
Villaverde de Medina,
Villaviciosa,
Villaviciosa de Odón,
Villel,
Villena,
Villena, marquesado de,
Vimanzo,
Virgen María,
Virgilio,
Vitoria,
Vivero, los,
Vizcaya,
Vizcaya, golfo de,
Vizconde de Torija,
Vozmediano,

Walia,
Warwick, «the Kingmaker»,
Westminster,
Westminster, tratado de,

Xiquena,

Yahvé,
Yepes,
York, casa de,
Yusuf IV,

Zafra,
Záfraga,
Zaldívar,
Zamora,
Zaragoza,
Zocodover,
Zúñiga,
Zurita.
[401]El 24 de marzo de 1473 Fernando tranquilizaba a su padre: el legado le
había asegurado que dicha dispensa no se concedería, Memorias, II,
pp. 689-690. <<
[402] Memorias, II, pp. 698-700. <<
[403] Memorias, II, pp. 684-687. <<
[404]
El 29 de abril Isabel comunicaba a su suegro que Fernando había
emprendido la marcha. Paz, pp. 129-130. <<
[405] Memorias, II, pp. 698-700. <<
[406] Memorias, II, pp. 693-697. <<
[407]
Desgraciadamente el documento que pasó al archivo real y se conserva
en Simancas. Estado. Castilla, 1-2.º, fol. 8 carece de fecha lo que nos
impide fijar cronológicamente esta prueba tan esencial. <<
[408] Memorias, II, pp. 700-703. <<
[409] La carta, de 27 junio, en Memorias, II, pp. 703. <<
[410]
Carta desde Armedilla, fechada el 14 de setiembre, de un desconocido
a Enrique IV. AGS. Estado. Castilla, 1-1.º, fol. 7. <<
[411]
Carta de Enrique IV a Luis de Chaves, 25 de octubre de 1474.
Memorias, II, pp. 704-705. <<

También podría gustarte