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Cuando La Infidelidad Se Asoma

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BIBLIOTECA MUNDO HISPANO

MUJERES

CUANDO
LA INFIDELIDAD ASOMA
por Arnoldo Canclini

EDITORIAL MUNDO HISPANO


© 2006
CUANDO
LA

INFIDELIDAD

ASOMA

ARNOLDO CANCLINI
Índice
Prólogo

1. ¿De Qué Se Trata?


Desde la antigüedad
Variantes
Planos diversos
¿Dónde?
Resumiendo
2. Pero, ¿Por Qué?
Conceptos
Ambiente
Lo íntimo
Resumiendo
3. ¿Y Entonces?
¡Cuidado!
Reacciones
Pasivamente
Violentamente
Positivamente
4. ¿Y Después?
Búsqueda
Soluciones radicales
Soluciones de fondo
Conclusión
Prólogo
Aquí estamos delante de un tema delicado. La infidelidad ha sido una de las
tragedias que ha soportado la humanidad en todas las épocas, pero que se ha
acrecentado en los últimos tiempos, debido al desorden general de la vida, que
ataca las bases mismas de la organización familiar. Muchas desgracias surgen
por la falta de cumplimiento de los votos matrimoniales y muchas vidas sufren
como consecuencia.
Pero hay formas de evitarla y formas de superarla una vez que se ha producido,
por difícil que todo ello sea. Como cristianos, siempre basamos nuestros
pensamientos en la esperanza y en la confianza de que Dios tiene solución para
aquellas cosas que nos parecen irreparables. Por eso, estas páginas han sido
escritas desde una perspectiva cristiana. Podrían haber sido hechas con un
enfoque social, sicológico, histórico y de muchos otros tipos, pero lo que nos
corresponde ahora es fijarnos en el problema, conocerlo y buscarle la solución
que Dios quiere darle; por eso nadie debe buscar aquí un libro técnico o de
estudio, sino simplemente una serie de reflexiones que compartimos con el
lector, con el corazón en la mano.
Para eso nos basamos en historias imaginarias, de parejas donde la infidelidad
ha causado trastornos. Iremos conociéndolas y retomándolas hasta llegar en
muchos casos al desenlace. Son adaptadas de la vida, pero totalmente ficticias.
Por supuesto, podríamos haber contado relatos verdaderos. Pero éstos no
siempre se adaptan a las situaciones que se quieren describir en cada caso y,
además, nos hubiera resultado muy doloroso revivir esas experiencias.
En cada circunstancia, el episodio que se cuenta es ilustrativo de alguna faceta
de lo que se quiere describir, más con un relato que con una exposición. Es
cierto que algunos personajes resurgen en otro capítulo; también es cierto que
no es así con todos, con lo que queremos evitar la impresión de un final feliz
siempre presente. El lector deberá tomarlos como aparecen y dejarlos luego,
sin pretender pequeñas novelas. No se preocupe si no los reencuentra o si no se
le dice lo que pasó con algún personaje; si le ha tomado cariño o descubre
algún paralelo, aproveche para sus propias conclusiones.
Hemos dividido el trabajo en cuatro partes. La primera (“¿De qué se trata?”)
intenta explicar cómo es el fenómeno de la infidelidad. En la segunda (“Pero,
¿por qué?”), buscamos las causas y motivos que deben llevar a ello. Pasamos a
la tercera (“¿Y entonces?”) a ver cómo actuar delante del hecho, sea ante las
advertencias que tenemos como en las reacciones por sufrirlo como parte
inocente. Finalmente, en la última sección (“¿Y después?”), nos colocamos
junto a aquellos que ya han caído o soportan las consecuencias, pero que están
buscando una solución que, como dijimos, en Cristo Jesús siempre es posible.
Quizá Dios quiera usar estas páginas sencillas para bendición de aquellos que
están afligidos de esta manera tan angustiante. Y si, aunque sea sólo una
persona es librada de la tentación, o encuentra fuerzas para salir de ella, o
consuelo para la hora de la aflicción, nos sentiríamos recompensados y
agradecidos a Dios.
1. ¿De qué se trata?

Desde la antigüedad
La casa cambió cuando el joven entró a trabajar en ella. Era extranjero y tuvo
que aprender el idioma, pero al parecer, tenía una capacidad natural para
desenvolverse en cualquier ambiente. Debido a sus ocupaciones oficiales, y
quizá a que no encontraba demasiado aliciente para quedarse en ella, el dueño
de casa faltaba con frecuencia. Le fastidiaban los problemas domésticos, sobre
todo porque su mujer era posesiva y pretendía que no se ocupara de otra cosa.
La llegada de José fue una solución y con rapidez lo nombró mayordomo y le
encargó el manejo de todo en su hogar.
No tuvo en cuenta algunas cosas: José era un hombre joven, más joven que él
— en realidad, mucho más joven, — de estampa atractiva y sobre todo con un
rostro que cautivaba a las mujeres. Y la suya era de las que se dejan cautivar
por una cara hermosa. De hecho, eso de dejarse cautivar no requería
necesariamente que el poseedor de esa faz tejiera redes cautivantes. Eso
quedaba a cargo de ella, que se complacía en demostrar su poder de atracción.
Tenía pautas morales que hoy calificaríamos de muy “liberales”, y no
necesitaba andar con vueltas. Así como se compraba un vestido si le gustaba, o
reclamaba a su marido que le trajera el mueble nuevo que se le había ocurrido,
ahora daba por sentado que el atractivo mozo debía ser de su propiedad.
No le costó encontrar oportunidad, gracias a su siempre ausente cónyuge, que
parecía sugerirle que corriera alguna aventura. Un día, repentinamente, sin que
nada lo preparara fue a donde José estaba trabajando y le dijo directamente:
“Duerme conmigo”. Así, sin adornar la sugestión. O la orden quizá.
El se negó. Explicó cómo tenía la confianza de su patrón. “No se preocupa
conmigo de lo que hay en casa, y ha puesto en mi mano todo lo que tiene.”
Una sola cosa se había reservado: su mujer. La consecuencia era lógica. Si se
rendía a la seducción, traicionaba la confianza de su amo. Además, hacía otra
cosa que tenía que ver con su condición de creyente: “pecaría contra Dios”.
Era impensable.
Ella no se rindió. La negativa despertó sus instintos. Su ardiente sensualidad se
vio desafiada y fue como si un hambre de pasión le impidiera estar tranquila.
En todos los tonos, repetía su exigencia — o su súplica — día tras día. Quién
sabe a cuántos recursos apeló para vencer la resistencia de aquel que se había
transformado en una obsesión. Quizá lo amenazó con usar de su influencia
ante su marido, y aún más arriba. Quizá lloró e imploró, contando lo solitaria
que se sentía. Quizá se presentó semidesnuda, haciendo alguna exhibición
provocativa. Poco a poco, todo era legítimo y surgía naturalmente.
Llegó un momento en que perdió los estribos. El ni siquiera hablaba. Intentó
abrazarlo y, cuando José quiso apartarla, ella le arrancó una prenda de ropa.
Sin pensarlo mucho, el joven salió apresuradamente y se refugió en su propia
casa. Ella quedó maldiciendo y gimoteando alternativamente.
Así la encontró su marido. Con furor de mujer despechada, lanzó la calumnia
imaginable: el mayordomo había intentado aprovechar que estaban solos para
violar a la señora de la casa. Ella había tenido que llegar a la lucha cuerpo a
cuerpo y allí estaba la ropa para demostrarlo. Al poco rato, José estaba en la
cárcel.
Esta historia es quizá la más antigua que tengamos sobre un episodio de
infidelidad. Se encuentra en la Biblia, en el capítulo 39 del libro del Génesis.
El joven era descendiente de los grandes patriarcas (hijo de Jacob, nieto de
Isaac, biznieto de Abraham) y retenía las tradiciones y la moralidad familiar,
junto con su respeto por la voluntad de Dios, que reclamaba pureza en la vida
de los suyos.
El relato es muy breve y no ocupa más de media página. Por eso nos deja con
muchísimos interrogantes. Ni siquiera sabemos el nombre de la mujer. El
esposo se llamaba Potifar y era el capitán de la guardia del rey.
¿Cómo sería ella? Podemos forjar muchas teorías, que nos van dando un
cuadro de las situaciones que, desde el tiempo de los faraones hasta el de los
astronautas, han enmarcado las situaciones de infidelidad.
Una posibilidad es que se tratara de una mujer joven, consciente de sus
atractivos, que se sabía mirada y admirada… quizá por todos, menos por su
marido. Su sensualidad se había despertado en un país cuyo clima cálido
obligaba a una casi desnudez. Los instintos pudieron más que la razón y sobre
todo que la fidelidad que no tenía para ella mucho sentido.
O quizá era una mujer mayor. La vida conyugal se había hecho rutinaria.
Estaba sola con frecuencia y no encontraba satisfacción en las relaciones con
su esposo. De tiempo en tiempo, caía en pozos depresivos de los que creyó
salir con una aventura amorosa.
Al margen de su edad, sería de interés conocer cómo eran las relaciones con
Potifar. Sus largas ausencias para viajes oficiales y a veces en campañas
militares provocaban sus sospechas de que el infiel era él. Sea para vengarse,
sea como buscando una compensación, sea porque no podía controlar su
sexualidad, “necesitó” descargarla y el joven hebreo pareció un buen puerto al
que acudir.
Una revista musical moderna la presenta como una odalisca sensual y
provocativa, realizando un baile libidinoso alrededor de José. Dentro de la
cultura egipcia, aquello cabría bien. Posiblemente, ella no rompía demasiadas
normas, fuera del celo de su esposo. ¡Y qué atractivo era burlarse de él,
castigarlo por su torpeza cuando ella buscaba una satisfacción honda que él no
sabía o no podía darle!
Nos parece que hubiera sido muy fácil cambiar pequeños detalles y pretender
que esta historia ocurrió en el siglo XX después de Cristo. Porque en este
campo las “novedades” son pocas. ¿Por qué no mirar un poco alrededor para
comprobarlo?

Variantes

Una caída
Luis se casó con Magdalena cuando tenían una edad conveniente, después de
un noviazgo sin altibajos. La suya era una relación normal y su vida íntima no
hubiera dado material para una novela. Quizá por eso, al cabo de algunos años
las cosas se hicieron un poco rutinarias. Sobre todo ella cayó en una actitud
despreocupada: descuidó su casa primero, su vestido después, su peinado y
arreglo personal más tarde. Luis volvía a su casa sin alicientes, y hasta
temiendo las frecuentes quejas por falta de dinero o mala conducta de los hijos.
Ella accedía a unirse con él, pero sin entusiasmo, lo que hacía que Luis la
deseara cada vez menos.
Un día, una relación comercial se cruzó en el camino de Luis. Era una
empresaria que cuidaba mucho su porte, precisamente en razón de su posición.
Debieron verse con frecuencia y, poco a poco, él fue contando sus cosas sin
darse cuenta. Resultó que ella también se sentía sola, pero por ser soltera. Una
vez él tuvo que ir a casa de ella a buscar un documento. Miró como si estuviera
en otra galaxia: unas flores en un jarroncito sobre una mesa baja, una
reproducción de Van Gogh frente a la puerta, un aroma indescifrable que
hablaba de pulcritud, unos libros grandes y evidentemente de arte, en una
repisa. Eso era otro mundo diferente al suyo y le pareció lógico volver a él. El
apretón de manos automático fue intensificándose y un día que Luis se mostró
melancólico, ella le besó la mejilla. Luego siguió haciéndolo, hasta que ella le
mostró una carta donde le informaban que había muerto la tía que la había
criado. Eso provocó en Luis una ola de afectividad casi paternal, que se quedó
instalada en su relación; ninguno de los dos prestó atención a que ella dejó de
cuidar su falda, que permitía ver a Luis más de lo que mostraba normalmente.
El no habría podido explicar luego cómo, casi de repente, pensando en las
últimas horas, comprendió que había sido infiel a Magdalena. Pero había
ocurrido. Se sintió mal y lo contó a su compañero que era su confidente, a
quien jamás le había hablado de esa mujer. El le restó importancia y hasta se
ufanó de hechos parecidos en su vida, agregando cómo así era la de todos,
salvo alguno un tanto diferente, a quien los demás primero hacían burla y
luego respetaban.

Las dos casas


Era distinto el caso de don Pedro. Su relación con su esposa no tenía fases
negativas. Se entendían bien y ella se había adaptado a su forma de pretender
un manejo unipersonal del dinero. Tenían dos hijos adolescentes; había
gastado con felicidad una fortuna en la fiesta de quince años de la muchachita,
a quien tanto cuidaba. Tenía con ellos una relación fluida, aunque se daba
cuenta de que no era tan profunda como la de algunos de sus amigos con sus
familias.
Había progresado en su negocio y tenía una sucursal en los suburbios, adonde
iba una vez a la semana, a veces dos. La realidad era un poco más compleja.
Por cierto iba al comercio, pero pasaba la mayor parte del tiempo en una
pequeña habitación, donde le recibía otra mujer. Si hacia dieciocho años que
estaba casado, hacía ya trece que mantenía esa relación. Ella estaba al tanto de
lo que ocurría y, consciente de que él no dejaría su familia, nunca le había
pedido más de lo que recibía. Vivía anhelando los jueves cuando él la visitaba
y tenían escenas de amor, dignas de una primera juventud apasionada; cuando
él se presentaba otro día, era como si el cielo bajara a estar con ella. No habían
tenido hijos y en eso tenía celos de su amiga Mercedes, que compartía la
presencia del amante con dos pequeños, que aún no podían captar la
irregularidad de la situación. Don Pedro no sentía que fuera así — irregular —,
aunque lo acuciaba el hecho de que todo tuviera ese aire de secreto, pero eso le
daba un mayor encanto. Le parecía como si estuviera en una doble normalidad,
como si aquella vida fuera la que se debiera esperar en todos. A veces estaba
convencido de que su esposa legítima no notaba nada. En otras ocasiones,
algunas frasecillas de ella se le antojaban insinuaciones de que “algo sabía”.
Un amigo que estaba al tanto de las cosas le aseguraba que “las mujeres
siempre están enteradas, pero se callan”.
Máquina de amor
Este amigo era un caso distinto. Que estuviera casado o no, no hacía
diferencia. Aludiendo a un libro -era un ávido lector de André Maurois sobre
Lord Byron, decía que él también era un gran poeta y como aquél, después de
probar todas las experiencias (la aventura fugaz, el adulterio, el largo romance
apasionado, el incesto inclusive) había resuelto probar “otra experiencia: el
matrimonio”. Se sentía como el héroe de otro libro, aunque de mucha menos
jerarquía, de una novelista norteamericana, que hablaba de un individuo como
de “la maquina de amar”. (¡Pobre concepto del amor el de esa dama!) Y
entonces “amaba” a cuanta mujer encontraba. Aseguraba que era imposible
que alguna se le negara. Satisfacía a su esposa — sexualmente por lo menos —
pero él se satisfacía con toda una gama que a veces tenía cierta permanencia, a
veces era sólo de unos instantes. Así desfilaron en su historia una vecina, una
solterona de la oficina, la joven esposa del gerente, una estudiante secundaria,
tres criadas, la invitada a una fiesta (algo en copas) y muchas más, que no
viene al caso enumerar. Cínicamente decía que “en la variedad está el gusto”.
Para él, el hombre es ante todo un animal sexual. Es absurdo, decía, que la
sociedad pretenda contener los instintos naturales del cuerpo. Y entonces, así
como comía cuando tenía hambre, poseía a una mujer cuando tenía otra clase
de “hambre”. Sólo que la primera la satisfacía con unos bocados y la segunda
era cada vez más exigente. Como era un hombre brillante en su trabajo y en su
conversación, los demás le toleraban sus historias, considerándolas fantasiosas
(y lo eran a veces), pero aceptándolas como la ropa que aprieta, el aire que se
cuela por una rendija, el clima con demasiadas lluvias: una parte insalvable
aunque molesta de la vida regular. Por su parte, él se creía el centro del mundo.
Y actuaba como si lo fuera.

Planos diversos

Presiona el ambiente
Estas historias nos demuestran que la infidelidad tiene muchísimas variantes,
lo que no es necesario demostrar ya que todos conocemos casos como los
descriptos y muchos más. De las historias previas, podemos comprender que
puede tratarse de un hecho aislado, inclusive casual, o que puede ser un estado
permanente, arraigado y estable. Aun éste presenta facetas muy distintas. En
algún caso hay cierta llamativa búsqueda de honorabilidad, cuando no de un
muy particular sentido de “moralidad”. Quien está en ello siente que es fiel a
dos mujeres — que pueden ser dos hombres, y con no menor frecuencia — al
mismo tiempo, por lo cual jamás se le ocurriría introducir a una tercera (o un
tercero). Por el otro lado, se presenta el caso cuando más bien se debe hablar
de “amoralidad” que de “inmoralidad”: no se tienen pautas de conciencia, ya
que ésta no es llamada a intervenir. Más bien, la situación se rige por los
instintos y todo es una postura sólo biológica y hasta diríamos, si se nos
perdona el término, zoológica.
El último caso que hemos mencionado entra en lo que podríamos considerar
una “infidelidad social”. No hay motivaciones afectuosas, sino una concesión a
lo que se supone que el medio espera.

Diversión
El caso de Antonio era más bien lo opuesto. Estaba contento con su esposa y
sus tres hijos, que avanzaban en la infancia. La mayor era casi una adolescente
y él siempre llevaba una foto de la niña y su madre. Tenían una sentida y
sincera relación conyugal. En la oficina, soñaba con el momento de abrazarla,
y su perfume era como una leve invitación a un gozo recíproco y hondo. Había
tenido alguna relación sexual antes del matrimonio, de ésas a las que uno es
llevado por los demás o por la curiosidad, pero todo se borró — así pensaba —
con la satisfacción de la nueva etapa. Ni siquiera se planteaba la necesidad de
ser fiel a su mujer.
Una promoción en el trabajo significó que debió irse por tres días al interior.
Solo en su hotel, se dio cuenta de todo lo que representaba la compañía
nocturna de su esposa. La extrañó muchísimo y fue aún peor la segunda vez
cuando la ausencia se prolongó una semana. Un compañero de trabajo notó su
depresión y le exhortó a “divertirse”. “Yo conozco un buen lugar”, le insinuó.
Le describió someramente en qué consistían las bondades. Antonio no le
prestó mucha atención, pero tampoco se resistió a acompañarlo. Después de
muchos años entró en una “casa” y se convenció con rapidez de que no era
sino algo tan transitorio como las aventuras juveniles. Su esposa no tenía por
qué saberlo y él podría olvidarla fácilmente. Era sólo un acto físico, una
descarga de energías, que no le dejaría rastros en la mente… ni en la
conciencia. Todo fue mecánico y, cansado, se durmió sin sentir que algo
pudiera haber sido afectado.

Nunca infiel
Carlos trabajaba en la misma oficina. También estaba casado, pero su relación
con Mónica, su mujer, era muy distinta. Ambos simplemente estaban en la
casa. No se llevaban ni mal ni bien. Y ni mala ni buena era su vida conyugal.
Los satisfacía, pero no los exaltaba. Lo interesante es que los compañeros de
Carlos suponían todo lo contrario por su actitud hacia el sector femenino de la
oficina. Era el más galante: nunca dejaba de ceder el paso, corría gentilmente
la silla de las damas cuando éstas se sentaban, sonreía amablemente cuando le
hablaban. No olvidaba el cumpleaños de ninguna y esos días siempre se
presentaba con un ramito de flores (en verdad, se avergonzó cuando se le pasó
el de Mónica, pero no volvió a ocurrir). Iba bien vestido en los casos de
festejos o duelos y estrechaba entonces la mano como todo un caballero.
Porque lo era. Jamás dijo una palabra inconveniente y no rozó ni siquiera con
la mirada a sus compañeras, que se sentían cómodas y halagadas con él. Nunca
fue infiel a Mónica. Pero no se preguntó a quién era fiel. Nada había ocurrido
con las demás, simplemente porque tenía patrones mentales muy rígidos, sin
que él lo notara. Cada cosa en su lugar: un lugar — discreto — para Mónica,
otro — no menos discreto, pero distinto — para las demás. Si ser infiel tiene
que ver sólo con el sexo, no lo fue; si es algo más, se podría pensar.
¡Cuántos planos distintos tiene este problema! A veces es sólo social; no afecta
la vida íntima y se entronca con una vida que hace a un lado “prejuicios”,
“inhibiciones” y otras palabrejas. En otros casos, es un acto meramente físico.
No tiene ningún sentido afectivo, ni se lo podría relacionar con criterios
matrimoniales; por eso quizá no haya país o cultura en el mundo donde la
prostitución no tenga su lugar, salvo en los pueblos que llamamos primitivos.
En algunos casos, es “suplida” por el harén del sultán. Pero hay situaciones
como la de Carlos, en que no aparece ningún componente físico. Este es
reemplazado por la cortesía, que a veces es de alguien cortés y otras de alguien
cortesano (lo que, sorprendentemente, es tan distinto a “cortesana”). Es como
si se tratara de una sexualidad sublimada, idealizada. Sin nada material, la
espiritualización deja vacío también el ámbito matrimonial y las Mónicas
nunca saben y quizá ni imaginan lo que tal cosa puede llegar a ser.

¿Dónde?
Surge entonces otra pregunta posible: ¿Dónde se presenta este fenómeno de la
infidelidad? La respuesta podría ser que dónde no.

Las cortes
Merece notarse, por ejemplo, que fuera del caso de la mujer de Potifar — y
como para hacer un balance con él —, en la Biblia se narra en detalle sólo otro,
de contornos sumamente dramáticos. Es un conocido episodio en la agitada
vida del rey David. Parece que este gran hombre siempre habría de tener
problemas con el sexo femenino. Su primera esposa era hija de su enemigo, el
rey Saúl; fue entregada a otro cuando él debió huir, pero la recuperó, aunque
más tarde ella lo rechazó por su actitud ante el arca de Dios y su presunta
conducta impropia. La segunda no sabemos quién era. Abígail, la tercera, se
unió con él apenas muerto su marido Nabal, a quien ella había despreciado,
dejándonos un sabor amargo de sospecha.
Un día, “al caer la tarde”, David salió a su azotea y desde allí miró la de su
vecino. ¿Qué vio? “Una mujer que se estaba bañando, la cual era muy
hermosa.” Como lugar para bañarse, aquél no parecía ser el más apropiado.
Los comentaristas han querido ver en este detalle algo del carácter de ella, que
se llamaba Betsabé. El rey averiguó quién era; entre los datos que le dieron
estaba el nombre del marido, un militar llamado Urías, del pueblo heteo (o sea
un extranjero), que estaba entonces en el frente de batalla.
El relato bíblico, como siempre, es sumamente conciso. “Y envió David
mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella”. Así de simple y de
breve. ¿Habrá sido también así? Si realmente las cosas sucedieron tan
rápidamente, el cuadro no es muy favorable para ninguno de los dos. Por
supuesto, nada puede exculpar a David por unirse a la esposa del prójimo; en
aquellos tiempos de poligamia, el único problema era precisamente que el
hombre vivía. Pero de hecho la infiel fue ella. A su extraña conducta en cuanto
a su higiene personal, unió la aparente facilidad con que aceptó la invitación
del monarca.
Luego las cosas se precipitaron. Como si aquello fuera una novela, ella quedó
encinta y lo hizo saber a David. El en seguida urdió un plan. Mandó buscar a
Urías y, después de una entrevista formal, lo mandó a su casa. Pero el soldado
no fue, sintiendo que no podía disfrutar de los placeres conyugales mientras el
pueblo estuviera en guerra. El rey intentó embriagarlo, pero sólo logró mostrar
una conducta cada vez más reprobable. Ya fuera de control, ordenó a su primo
Joab, el jefe del ejército, que dispusiera las cosas de modo que el marido
engañado muriera en combate, como en efecto ocurrió. El segundo libro de
Samuel redondea así el relato:
“Pasado el luto, envió David, y la trajo a su casa; y fue ella su mujer, y le dio
a luz un hijo. Mas esto que David había hecho fue desagradable ante los ojos
de Jehová.”
El relato bíblico entra en detalles para mostrar que ocurrió así. El profeta
Natán fue a ver al rey y le contó una parábola ante la cual David reaccionó con
violencia. Entonces le dijo la frase célebre: “Tú eres aquel hombre”. El
monarca se sintió tocado y también pronunció palabras muy repetidas: “Pequé
contra Jehová”. Escribió varios salmos sobre su experiencia:
“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia… Porque yo
reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti,
contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos”.
Así como vimos que José no cayó en el adulterio, diciendo a la mujer, aunque
era pagana, que aquello constituía una violación de la voluntad divina, David
— que sí había caído — se expresaba con dolor precisamente por la misma
razón. El hecho tenía una faz material, otra moral y social, pero también tenía
un alcance espiritual. Si bien él había mezclado el asesinato, el acto sexual
ilícito ya era base suficiente como para que su relación con Dios quedara rota,
o por lo menos muy perturbada, hasta que se arrepintió. No había reparación
posible, salvo mantener a Betsabé consigo, ahora que estaba viuda por su
culpa; los usos poligámicos de la época no veían nada extraño en ello, aun
cuando nunca sabremos si aquella caída de David no tuvo relación con los
terribles problemas que tuvo luego con sus hijos, desplazados en la línea
sucesora por Salomón, el segundo hijo de aquella mujer.
Las grandes cortes han sido con frecuencia centros de corrupción. La historia
de los últimos reyes de Francia, por ejemplo, es la de sus “favoritas”. De
hecho, las amantes del rey eran las que dictaban la política del país… y así
fueron las cosas.

La clase media, en la playa


Pero ése no es el caso de la gran mayoría. Por supuesto, no es necesario estar
en un palacio real — o en una azotea vecina — para ser víctima de la tentación
o ser causa de ella. Busquemos alguna historia moderna. Ana era una mujer
joven, a quien sus amigas le envidiaban la elegante silueta. Inconscientemente
le gustaba ir a la playa porque era una forma de lucirla. Cuando jugaba con la
arena con sus niños de dos y cuatro años, no dejaba de sonreír cuando los
jovencitos se daban vuelta a mirarla o cuando alguno, y quizá ya mayor, le
dirigían algún discreto piropo. Se movía como una muchacha de dieciocho
años, aunque lo hacía con discreción, de manera digna. Una mañana de mucho
sol, el viento se llevó el gorro de uno de sus hijitos. Ana corrió a recogerlo,
pero tuvo que ir más lejos de lo que pensaba. Se frenó a los pies de un
caballero, que parecía tener unos treinta años; como ella, exhibía un aire muy
juvenil. Las manos de los dos se encontraron, pero no hubo más comentario
que una sonrisa.
Sin embargo, a la tarde, él apareció sentado junto a ella, y al rato ya estaba
ayudando a los chicos a hacer un castillo de arena. Allí estuvo al día siguiente,
y esa noche la invitó a comer una pizza, agregando algunas frases de un sutil
cortejo. Era soltero, pero contra su voluntad. La femineidad era para él lo
mejor del mundo. Sin sensualidad vulgar, aquel ambiente veraniego, la libertad
que permitía en la vestimenta, en el trato, en las actitudes, le acercaba
gratamente al otro sexo. El año anterior ya había tenido un fugaz “romance”
del que no quedó huella alguna; recordaba la estampa de la mujer, pero no
había sabido nada de ella. Ana le impresionó fuertemente y, en un principio,
sólo pensó en disfrutar de la compañía de una joven atractiva. Los modos
graciosos de ella le envolvieron y provocaron involuntariamente que la
relación cambiara de tono. Dos noches después, ella dejó a los niños dormidos,
al cuidado de otra pareja del hotel, y fueron a comer los dos solos; él la
acompañó y se inclinó hacia ella para un simple y fugaz beso de despedida.
Pero para su sorpresa. Ana lo retuvo suavemente prolongando el contacto de
los labios que ella había ofrecido. Luego, todo sucedió rápidamente.
Cuando Ana volvió a su casa, tenía el gran interrogante. Debía reencontrarse
con Marcos, su esposo, y retomar su buena relación. Su experiencia en la playa
le oprimía el corazón y se sintió incómoda cuando él le dio el beso de
bienvenida, al volver de la oficina que le había retenido en la ciudad. Dentro
de Ana se mezclaban el recuerdo de unas horas de emotivo placer con la
conciencia de haber traicionado la confianza natural de su marido. Pero no se
sentía traidora; había sido algo fugaz, casual… y hermoso. ¡Algo tan grato no
podía ser demasiado malo! Soñó con aquel joven algunas veces, pero descartó
la idea de confesarlo. Aquello había llegado, había pasado y se había ido.
Aunque no tanto: de vez en vez el recuerdo se le asomaba. Volvió a salir de
veraneo al año siguiente, llena de prevenciones. Entre tanto, parecía que los
demás supieran algo, cuando por ejemplo le comentaban algún vestido
ajustado (“¿Qué va a decir tu esposo?”) o las ausencias de él (“Al marido hay
que cuidarlo”). Pero eran gente de clase media, donde la vida se hace rutinaria
y donde las experiencias de excepción no llegan a pasar de allí. Le hubiera
parecido ridículo que alguien usara para aquello la palabra “adulterio”…

El barrio pobre
Samuel y María se habían criado en un barrio bajo suburbano. El barro, la luz
endeble, la ropa arrugada y desparramada eran símbolos de una vida familiar
también llena de manchas y de dobleces. El “padre” de Samuel no lo era en
realidad, sino el segundo (o tercer) “hombre” de su madre, una mujer de
aspecto voluptuoso, incitante, cuyos suspiros y murmullos él había oído casi
desde niño en las horas apasionadas de un amor casi animal. María vivía en la
casilla de al lado. Allí no había una figura masculina permanente; su madre la
hacía salir casi todos los días cuando recibía una visita del otro sexo y muy
pronto ella entendió por qué. Uno de ellos la violó cuando apenas había dejado
la infancia. Cuando apareció un joven que la sedujo, sintió algo tan distinto al
primer caso, que disfrutó profundamente. Samuel también había tenido sus
“experiencias”, comenzando por una prima muy provocativa que vino de visita
desde el campo. Ni siquiera tenía idea de cuántas veces había hecho lo que le
parecía natural. Cuando se casaron, se llevaban bien, aunque su relación era
muy afectada por los altibajos de la vida. Ella se enojaba cuando él tomaba de
más y una vez le hizo un escándalo por haberse quedado sin trabajo. No era su
culpa y él se enfureció; dejó la pobre vivienda y se fue a beber, lo que hizo
cerca de una mujer que lo llevó a su casa y con quien se unió sin pensar en
María. Cuando ésta quedó embarazada, él “necesitó” descargar sus instintos
una y otra vez; sólo se sintió incómodo cuando lo hizo estando ella en el
hospital a punto de darle un hijo. Por supuesto, no hubiera permitido que su
mujer fuera “una perdida”, uniéndose con otro, aunque a menudo le entraban
las sospechas de que eso podía estar ocurriendo.

La iglesia
Algo similar, pese a la enorme diferencia en otros aspectos, fue lo que ocurrió
en el caso de Fernando y Mabel. Se habían conocido en la iglesia. Ella asistía
desde niña y a él lo invitó un amigo que le aseguró que “los evangélicos te van
a hacer bien”. Fue así. Tuvo una sincera experiencia espiritual, que dio sentido
a su vida y estableció una nueva relación con Dios. Se hizo miembro de la
iglesia y el trato con Mabel evolucionó en un noviazgo, que a su tiempo se
transformó en matrimonio.
Ella tenía escasa salud, pero por un largo tiempo sortearon las dificultades que
eso provocaba. Más difícil fue cuando el carácter de ella se fue agriando y las
relaciones íntimas se tornaron casi imposibles o al menos insatisfactorias. Por
fuera, todo seguía igual. Esas horas extras las compartía con Gloria, que tenía
un aire parecido al de Mabel, pero que afrontaba todo con una sonrisa. El se
decía que su esposa no tenía la culpa, pero no podía dejar de hacer
comparaciones. No le molestó que su compañera le palmeara la espalda o la
cabeza alentándolo. Una tarde que él estaba muy molesto, Gloria le besó la
frente y sin darse cuenta él le tomó las manos. Tampoco se dio cuenta de cómo
necesitaba aquella compañía femenina y cómo esperaba el momento en que se
quedaran solos, o cómo cambiaba imperceptiblemente el vocabulario con que
se trataban. Un día él tenía un terrible dolor de cabeza; ella le dio una
aspirina… y algunas demostraciones, que no hubieran querido que otro viera.
Por cierto. Fernando no estaba en guardia contra nada; no sabía que Gloria
había tenido un romance con otro compañero casado, que había optado por
cambiar de sección, y por otro lado, la idea de ser infiel le era totalmente
absurda. Ni siquiera se dio cuenta de que lo era en el momento en que se
deslizó rápidamente por la pendiente. Estaba muy deprimido y se sentía muy
solo; se sintió mal por hacerlo, incapaz de orar o leer la Biblia, pero se
consolaba con facilidad: Mabel tenía la culpa.
Así es la infidelidad. Se da en los palacios y en los tugurios. Ocurre a partir de
las oficinas y de los veraneos. Caen en ella los incrédulos o indiferentes, que
no tienen fuertes normas morales, pero — sería tonto negarlo — es un peligro
que acecha a los creyentes. Aunque no tiene que ver con el tema, muchas veces
se aplica la expresión de Jesús: “Ustedes tienen buena voluntad, pero su cuerpo
es débil” (Mar. 14:38, V.P.).

Resumiendo
Todas estas historias deben habernos servido para entender qué queremos decir
por “infidelidad”. De poco nos ayuda el diccionario que se limita a decirnos
que es la “falta de fidelidad” y poniendo un sentido religioso en una segunda
acepción. Posiblemente, hoy todos los que hablamos el idioma de Cervantes
demos a la palabra de inmediato el sentido de la violación de la correcta
relación matrimonial. Por ejemplo, en las viejas traducciones de la Biblia,
aparece el apóstol Pablo refiriéndose a “una esposa infiel”, donde ahora dice
“esposa no creyente”. La primera frase nos haría entender lo que debe hacer un
hombre cuya mujer ha quebrantado los lazos conyugales. No entran,
naturalmente, en nuestro tema la infidelidad a la patria, a la empresa donde se
trabaja, a una promesa cualquiera, a las tradiciones familiares y ni siquiera al
novio o la novia. Nos parece claro que entramos en una comprensión general
cuando lo tomamos como algo que ocurre en relación con una pareja
constituida como matrimonio.
Por otro lado, la infidelidad así entendida se limitaría a un solo campo. Sería
forzar el sentido decir que es infiel aquel que priva a su esposa o esposo de
afecto, de dinero, de tiempo o aun de relaciones íntimas. Para que alguien sea
infiel, no basta con que deje de hacer algo, sino que debe ser activo. Y esta
“actividad” debe darse en el campo sexual, pues no es infiel el que golpea a la
esposa o la que calumnia al marido. Dejemos absolutamente en claro que una
cosa va ligada con la otra y quizá es tan repudiable. Pero en el lenguaje
habitual, la infidelidad requiere que haya alguien casado y que ese alguien
tenga relaciones sexuales con quien no sea su cónyuge, en una de las muchas
variaciones de las que hemos dado y daremos algunos ejemplos. Puede tratarse
del vínculo con una tercera persona (el llamado “triángulo amoroso”), así
como una vida que cae en mayor o menor grado en la promiscuidad.
Asimismo, puede tratarse de algo permanente como de algo casual,
excepcional.
Dicho esto, más bien por imperio del idioma más que de la ética, queremos
hacer dos salvedades. Si bien se da por sentado que la infidelidad implica un
acto sexual, puede darse una situación en que una persona es “más fiel” a
quien no es su esposo o esposa, sin llegar a consumar una relación íntima. Una
mujer, por ejemplo, puede absorber todos los sentimientos de un hombre
casado, de tal modo que su corazón y actitudes abandonen a su cónyuge, pero
sin que se llegue a la situación carnal predicha. Vulgarmente eso se llamaría
“amor platónico”, pues se presume que es lo que describe el filósofo griego en
uno de sus “Diálogos”. No importa mucho que no sea así. Lo que queremos
preguntarnos es la medida en que allí no hay también una infidelidad. Todos
entendemos la diferencia, pero quizá hay que cuidar de no extremar la
identificación con lo sexual.
La otra es una salvedad en relación con algo ya dicho: la infidelidad se refiere
sólo a personas casadas y no se aplica, por lo mismo, a una pareja de novios.
Pero la verdad es que algo debe cambiar en el momento en que dos jóvenes se
declaran su amor pues el corazón del uno ya pertenece al otro. Cae por su peso
que no podemos concebir una relación sexual entonces fuera de los dos, como
tampoco un cristiano puede admitir que la haya entre los dos o con cualquiera
antes del vínculo de los enamorados. Sin embargo, sentimos que algo debe
diferenciar los momentos previos y posteriores. Los psicólogos dicen que en el
verdadero amor se produce un profundo respeto hacia el otro, que no incluye la
pasión carnal, aun cuando a menudo ésta llegue a aparecer con el tiempo.
Recordamos una frase que hemos oído en las ceremonias de bodas:
“reservándote para ella solo” y la contraparte femenina. Algo — que no es
exactamente la fidelidad en el sentido que estamos tratando — debe signar el
vínculo de dos jóvenes que se han prometido amor y que sueñan con su
casamiento.
Como cristianos, debemos agregar que significa la violación de la ley de Dios.
Uno de los Diez Mandamientos dice específicamente: “No cometerás
adulterio” (Exo. 20:14; Deut. 5: 8). Puede llamar la atención que se use la
palabra “adulterio”, que exige que al menos una de las partes envueltas sea
casada. Para los casos de personas solteras, la Biblia usa el término
“fornicación”, aunque ésta tiene un sentido más amplio (por ejemplo, cuando
Jesús lo menciona como causa de divorcio, en Mat. 19: 9). De todos modos,
eso nos demuestra la importancia que Dios da a la quiebra de los votos
matrimoniales, como si fuera un pecado especialmente grave.
Continuando la lectura en el Antiguo Testamento, en las especificaciones de la
ley de Moisés, encontramos un mandamiento tan enérgico como éste:
“Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el
adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos” (Lev. 20:10).
No hay ningún relato que nos diga que la pena haya sido aplicada, pero todos
recordaremos el episodio de la mujer que fue llevada ante Jesús; los que así lo
hicieron la acusaron con estas palabras:
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres” (Juan. 8: 4, 5).
Lo interesante es lo mal que habían leído lo que se decía en la ley. También en
el pasaje citado, como en uno similar en Deut. 22:22, el castigo era para ambas
partes y el hombre siempre es mencionado en primer lugar. Es importante
retener esta prescripción bíblica, que condena por igual — y se podría decir
que aún más — al hombre que a la mujer.
El tema sigue vigente en todo el Antiguo Testamento, entre otras razones
porque los cultos paganos incluían una especie de prostitución sagrada, según
la cual las mujeres de los santuarios idolátricos celebraban el culto a la
fertilidad con los que cedían a la tentación, tanto de la carnalidad como de la
idolatría. Por eso, como la comparación del matrimonio con la relación de Dios
y el pueblo, o de Dios y el alma, es muy frecuente, la idea de la infidelidad
conyugal se usa a menudo para describir la infidelidad espiritual. El capítulo
16 de Ezequiel es la historia dramática de una muchacha restaurada a la vida
honesta por el amor divino, pero que recae en vida de pecado, como cuadro del
amor divino y la flaqueza humana.
En el Nuevo Testamento, se encuentran enseñanzas similares. Al pasar el
evangelio a Grecia e Italia, también se encontraron sus predicadores con una
moral que hoy se diría muy “liberal”, pues aunque la institución matrimonial
era muy considerada, era muy frecuente una grave liviandad en las costumbres.
Las historias de la vida en la corte de los Césares son completamente
pornográficas. Por eso, las epístolas de Pablo no nos dejan lugar a dudas sobre
la condenación, no sólo del adulterio, sino también de todos los demás usos del
sexo. En varios pasajes repite la imagen de la unión conyugal como figura de
la unión con Dios, en especial en el capítulo 5 de la carta a los Efesios:
“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se
entregó a sí mismo por ella” (v. 25).
En Gál. 5:19, se nos enumeran las “obras de la carne” — para contraponerlas a
los “frutos del Espíritu” — y es interesante que la lista comience así:
“adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia”. Pero la condenación más fuerte
está en la primera carta a los Corintios. Esta iglesia desarrollaba su vida en una
ciudad muy corrompida y algunos de sus miembros se habían dejado llevar por
el ambiente. Un ejemplo de su enseñanza es cuando Pablo menciona a los que
“no heredarán el reino de Dios” y comienza con “los fornicarios, los idólatras,
los adúlteros, los afeminados”, etc.
Y si queremos comprender la amplitud de la fuerza de la Biblia en este sentido,
podemos comenzar por el Génesis, donde un rey es condenado por Dios “a
causa de la mujer que has tomado, la cual es casada con marido” (Gén. 20: 3) y
terminar con el Apocalipsis, donde casi al final se nos dice que, entre los que
quedarán fuera de los cielos, están “los que cometen inmoralidades sexuales”
(Apoc. 22:15, V.P.).
Resumiendo, podemos decir que la infidelidad constituye un grave atentado
contra la estabilidad familiar y contra la institución matrimonial que es su base,
así como una clara y definida violación de la ley y la voluntad de Dios.
2. ¿Pero, por qué?

Conceptos
Está bien, concedamos que la infidelidad es harto frecuente. Hasta se podría
admitir que es moneda corriente. Tan es así que muchos razonan que un
fenómeno que ellos creen universal — no conciben parejas o individuos
fieles— debe determinar que la mayoría establece qué es lo bueno y qué es lo
malo. Y como es tan grande la proporción infiel, ¡pues seamos infieles todos!
Bien sabemos que muchos razonan así.

¿Qué es el sexo?
Ricardo se había criado en un hogar más o menos normal. Desde joven había
tenido que compartir los estudios con un empleo y en ambos casos había
encontrado compañeros y amigos que mantenían conceptos de total libertad
sexual. Bien, no tanto, porque había unos cuantos que lo aplicaban sólo al
sector masculino del mundo. Argüían que la misma naturaleza indica que el
hombre tiene posibilidades fisiológicas con que no cuenta la mujer. Cuando el
tema se debatía, le respondían que eso ha dejado de ser así, porque “los
avances de la ciencia han permitido la liberación de la mujer”. Por supuesto, lo
de “liberación” no tenía nada que ver con el derecho al voto, con la posibilidad
de ocupar puestos o de compartir la patria potestad. Se trataba de una
liberación exclusivamente física, instintiva. Allí estaba, por ejemplo, el caso de
las muchachas de la oficina. Eran tres, jóvenes y atractivas, de aspecto común
aunque insinuantes, que no tenían reparos en dar una noche al que se la pidiera
y que se reían a carcajadas de la palabra “virgen”, igual que los hombres; sin
demasiados aspavientos, usaban de la misma “libertad” en su vocabulario, sin
retacear términos obscenos cuando lo creyeran necesario o interesante. El tema
sexual no era dominante, porque el trabajo no lo permitía, pero en los
momentos libres llegaba a serlo. Por supuesto, se iban autoembriagando ellos
mismos entre sí y, comenzando con el diálogo, no podían terminar sino en los
hechos. A ellas poco les importaba que sus amigos, aunque no se los
comentaran, visitaran a mujeres de la vida. No se guiaban para esto por afecto
alguno, sino por impulsos biológicos.
Por eso, les causó mucha gracia una historia que alguien recogió del tiempo de
la conquista del desierto en la Argentina hace un siglo. En los pequeños y
sufridos fortines de frontera, esperando los ataques de los indios, se colocaban
cuatro hombres y en los más “privilegiados”, tres mujeres. ¿Por qué cuatro
hombres y tres mujeres? “Siempre había uno de guardia”, fue la respuesta.
Naturalmente, es necesario aclarar que esos conceptos eran compartidos por
solteros y casados, aunque éstos solían hacer chistes y referencias a sus buenas
esposas, sobre las que los demás también bromeaban con libertad. No sabían
que ya hace unos miles de años los describía el libro de Job: “El ojo del
adúltero está aguardando la noche, diciendo: No me verá nadie” (Job. 24:15).
(Entre paréntesis: No creerían la conclusión que saca el libro bíblico de eso:
“Porque la mañana es para todos ellos como sombra de muerte; si son
conocidos, terrores de sombra de muerte los toman” (v. 17).
A veces, apelaban a argumentos que podríamos calificar de “teológicos”,
tratando de mezclar a Dios en sus conceptos. Si Dios nos ha dado el sexo, es
porque hay que disfrutarlo. Y por otro lado, si es una necesidad natural como
lo es comer, entonces el uso del sexo, no sólo es natural, sino también un
reclamo de la naturaleza. Por supuesto, ninguno tenía bases en la Biblia para
sus criterios. Cuando el Señor creó al ser humano sexuado (“varón y hembra
los creó”) también estableció que “el hombre… se unirá a su mujer (no a
cualquiera, a la suya), y serán una sola carne” (Gén. 2:24). Por el otro lado,
tampoco consultaban mucho sus presuntas declaraciones “científicas”. La
diferencia entre el hambre y el instinto sexual son más que evidentes. No se
conoce nadie que haya muerto — o enfermado — por llevar una vida de orden.
El hambre se satisface comiendo. Pero el que intenta satisfacer el sexo con un
contacto íntimo se encuentra con que el “hambre” se le despierta cada vez más;
en lugar de aplacarse, se agiganta.
El problema está en que el ambiente de esta época parece estar planeado para
inventar ese tipo de apetitos. Para gente como Ricardo suele ser muy difícil
enfrentar todo el medio.
Viene a cuento la opinión de J. Allan Petersen, un consejero matrimonial
norteamericano, en su libro El mito del pasto que parece más verde. Así
leemos:
“Un llamado a la fidelidad en esta década es como una voz solitaria clamando
en el desierto actual de la sexualidad. Lo que una vez fue conocido como
adulterio y producía un estigma de culpa y azoramiento, ahora es una
‘aventura’ (un affaire), palabra de buen sonido, casi invitante, envuelta en el
misterio, la fascinación y la excitación. Lo que en un tiempo estaba en la
trastienda — un secreto guardado celosamente — ahora está en los titulares,
es un tema de la televisión, un bestseller, tan común como el clima frío. Los
matrimonios son ‘abiertos’; los divorcios son algo ‘creativo’.” f1 El mismo
autor cuenta la anécdota de una mujer que describió al marido una
conversación entre sus amigas; una propuso que levantaran la mano las que
siempre habían sido fieles. “Lo hizo una. Yo no”. “Pero ¿por qué?”, preguntó
él. La respuesta fue: “Tuve vergüenza”.
Volviendo a Ricardo, debemos decir que él se dejó envolver por todo aquello.
Por eso, cuando se casó muy enamorado con Eloísa, no pensó que debía tratar
el tema con ella, ni que hacía algo reprochable cuando tenía relaciones con otra
mujer, por ejemplo, “respetando” así a su esposa cuando estaba embarazada o
enferma.

¿Qué es el matrimonio?
En el mismo círculo, estaba Ezequiel, que visiblemente era más discreto que
los demás. No rehuía las conversaciones, pero tampoco las iniciaba. Se había
criado en una familia muy tradicional, pero había ido evolucionando hacia
criterios propios; al menos, él creía que eran propios. Se había casado con
Rosa y ambos daban por sentado que su matrimonio era cuanto debía ser. Para
su suerte o desgracia, ambos compartían el criterio a ese respecto. Para ellos, a
diferencia del caso anterior, el factor determinante no estaba en el concepto del
sexo, sino del sentido del matrimonio. Digamos que si hubieran leído el
Génesis, habrían interpretado a su manera aquella palabra de Dios, cuando al
crear a la mujer, dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda
idónea (adecuada) para él” (Gén. 2:18). Sólo habrían leído aquello de
“Fructificad y multiplicaos” (Gén. 1:28). Para ellos, el matrimonio era sólo una
forma de tener hijos. El acto sexual era, por lo tanto, la base y el eje y casi se
agotaba allí todo lo que ellos esperaban de su relación. Después, tenían
intereses que no se encontraban. El era fiel a su trabajo y luego se reunía a
conversar con amigos en un café. Ella atendía bien su casa y al margen de ello
continuaba cultivando una relación estrecha con sus padres, hermanos y
sobrinos. Después, se reunían a la noche y sentían que su matrimonio era un
éxito pues compartían esos momentos íntimos.
Su mundo entró en una crisis profunda cuando Rosa se quebró una cadera.
Vino su hermana soltera y atendió las cuestiones domésticas. Ricardo comenzó
a estar irritable y las visitas de su suegra y demás familiares le parecían una
forma de perder a su mujer, a la que, por otro lado, consideraba perdida.
Alguien le dio una dirección donde, discretamente, podía encontrar lo que le
faltaba. No se sintió culpable, pues inconscientemente descargaba la
responsabilidad en la fractura de su esposa. Infiel era la desdichada cadera y no
él.

Ambiente

Ser masculino
No podemos echar la responsabilidad de nuestras fallas al ambiente, pero sí
podemos encontrar la explicación de por qué aquéllas ocurren. La infidelidad
es un fenómeno ligado básicamente con nuestras relaciones, y por eso el
ámbito en que éstas se desarrollan es de una influencia tan grande.
Podemos ilustrarlo con el caso de Rubén. Su familia no había influido en él
cuando niño y jovencito. Pero un día su mismo padre le dio algo de dinero,
para que fuera “a divertirse por la noche” y le agregó algunas sugerencias. Eso
es lo que corresponde, según él, a un “verdadero hombre”. Hay que llegar al
matrimonio con experiencia. Hay que descargar los instintos en las mujeres
que viven para eso y no en las primas o las criadas. Le contó que alguna dama
comentaba que era bueno que aquéllas existieran para preservar la virtud de las
otras, sobre todo en los pueblos chicos.
Cuando fue entrando en otros ambientes, la presión siguió subiendo, sin que
Rubén sintiera que debía ofrecerle resistencia. Algunos hablaban de lo que “es
natural”. Otros eran más directos y desafiaban su ego con lo que sirve para
demostrar que se es “un hombre”. Entre ellos, también había los que preferían
la palabra “macho”. Sonaba un poco animal, es cierto, pero ¿a quién no le
gusta portarse así de vez en cuando? No era buen mozo ni chispeante al hablar,
pero tenía “algo” que atraía a las mujeres. Y si no las atraía, sentía que era
cuestión de honor seducirlas u obligarlas. Recordando aquella vieja idea que le
contaran cuando niño, tuvo alguna aventura con un par de primas y no hubo
criada que no fuera asediada por él; se enfureció cuando alguna prefirió dejar
la casa en silencio. ¡Una mujer le había dicho que no! ¿Qué se creía la
chiquilina? Llegó a la conclusión de que la muchacha no era normal. A su
tiempo, se casó con una joven que lo conocía, pero que pensaba dos cosas: que
ella lo cambiaría y que, por otra parte, bastaba con que ella quedara satisfecha:
no le importaba mucho lo que él hiciera más allá de la puerta.
Una de aquellas empleadas de la casa fue Raquel. Lo curioso es que ambos
creían que habían conquistado al otro. La muchacha narró la historia de su
triunfo, adornándola con detalles libidinosos, a todas las amigas que encontró.
Hasta entonces, no se le había resistido ningún joven de las casas donde
trabajó. Le sorprendió, sin embargo, que su amiga Lidia compartiera su
actitud. Esta era jovencita y estaba cursando los estudios secundarios. Pero una
sicóloga le había hablado de la “necesidad” de una vida sexual activa, se había
convencido y ahora que andaba en eso, se sentía “realizada como mujer”. Lo
notable es que Lidia y Raquel no se entendían recíprocamente, porque llegaban
al mismo fin del camino, pero por rutas diferentes.

Mensajes de los medios


Era también un poco distinto el caso de José y Eva, aunque también eran
estudiantes secundarios. El iba a esperarla a ella a la salida del colegio y
caminaban muy románticamente el camino hasta el ómnibus, desde el cual ella
le saludaba largamente con la mano. Se daban un ligero beso de despedida,
como hacen casi todos los jóvenes de las grandes ciudades, hasta que vieron a
otras parejas que lo hacían apasionadamente y, sin darse cuenta de que los
copiaban, incrementaron también ellos su expresividad. Un día, quisieron
hacer una pillería y se compraron una revista subida de color; se miraron entre
pícaros y ruborizados, mientras él sentía algo que nunca había experimentado.
Apareció una excusa, que llevó a José a la casa de ella; los padres no estaban y
se pusieron a ver televisión. En la pantalla, una pareja melosa se abrazaba y
sugería relaciones más que románticas (o menos). Eva se acurrucó en el sillón
y dejó caer su cabeza sobre el hombro del muchacho.
Continuó la historia. Ir al cine, leer revistas y compartir la televisión, cuando
había “esos” programas, se les fue haciendo una necesidad. En sus
sentimientos y luego en sus hábitos, fueron entrando cosas nuevas. Parecía que
las páginas y las pantallas los perseguían para que imitaran las experiencias. Y
eso efectivamente ocurrió sin que lo hubieran planeado.
José no se casó con Eva. Era un romance muy inmaduro y terminó casi
lógicamente. Cuando formó su hogar con Elsa, la voz de los medios adquirió
una tonalidad diferente; ahora le mostraba las delicias del adulterio: en efecto,
parecía que no había matrimonio que no lo incluyera. En todos los casos, ya
fuera del lado masculino como del femenino, siempre aparecía un tercero o
una tercera. No vale la pena entrar en detalles de cómo José entró también al
adulterio, y a la habilidad para sortear o negar las inquisitivas preguntas de
ella.
Su experiencia recordaba, en sus distintas etapas progresivas, las palabras
bíblicas del viejo Salomón:
“¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?
¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen? Así es el
que se llega a la mujer de su prójimo; no quedará impune ninguno que
la tocare” (Prov. 6:27-29).

Estilo de vida
Alejandro y Paula, por su parte, tuvieron un noviazgo feliz y se casaron con
muchas ilusiones, que comenzaron a cumplirse estrictamente, pues ambos
hacían su parte para ello. Pero la situación económica del país iba en contra de
sus planes, pese a que trataron de reducirlos. El tuvo que tomar un segundo
empleo y, aunque ella ya estaba embarazada, no pudo dejar el que tenía desde
antes de casarse y que había planeado abandonar al llegar esas circunstancias.
Se sentían ambos muy cansados a la noche, sin más deseo que acostarse a
dormir. Muy sutilmente, los nervios los fueron dominando y comenzaron a
tener problemitas, que luego se hicieron problemas. Paula se sentía deprimida
y culpable y la presencia de Alejandro le resultaba irritante. ¡Si no hubiera
pedido aquello y aquello otro! El estilo de vida en que se había criado, que sin
ser lujoso, era cómodo, planteaba exigencias devoradoras que no lo hubieran
sido en momentos normales. Para colmo de males, él no se sentía feliz en su
principal empleo y, por lo mismo, el otro era una tortura. Todo le molestaba,
hasta el momento en que Paula parecía ser una voz acusadora de que él no era
capaz de solucionar los problemas. Se hicieron extraños entre sí. No tenían
temas de conversación y la casa, antes feliz, fue transformándose en un foco de
tensiones.
En esas circunstancias, Alejandro conoció a Carlota, una joven que entró a
trabajar a su oficina. Era reposada y alegre, franca y abierta. Comenzó una
amistad que se profundizó rápidamente por una senda equivocada, hasta que él
se encontró sintiendo que la nueva relación era el puerto donde recalar su
corazón casi náufrago. Los demás detalles son superfluos.

Lo íntimo

Abandono
Por supuesto, no hay que echar toda la culpa a la vida social, con sus
concepciones desviadas, sus medios de difusión inescrupulosos y su estilo de
vida enloquecido. Nada de ello afecta al que internamente está firme. Por algo
el mismo Salomón decía que “el que comete adulterio es falto de
entendimiento” (Prov. 6:32). El entendimiento no falta sólo al tonto, al
ingenuo o al ignorante; son muchas las causas por las cuales un hombre — o
una mujer — se pueden ver privados de él temporaria o permanentemente.
Por ejemplo, en el caso anterior, dirijamos la mirada a Paula. Su marido no se
imaginaba que en su propia casa se estaba desarrollando un episodio muy
similar al que él vivía a partir de la oficina. Por supuesto, su nueva forma de
vivir lo alejaba aún más de su hogar (de alguna forma hay que llamarlo). Ella
no imaginaba el porqué, pero sentía profundamente la soledad. Los problemas
domésticos se le hacían gigantescos, sobre todo porque no tenía ninguna ayuda
o comprensión de parte del que se suponía dueño de casa. A veces refluía en
ella algún sentimiento del tiempo del noviazgo y se imaginaba que él
regresaba, le acariciaba la frente y la besaba suavemente. Otras veces, por
alguna conversación o algún programa de televisión, se sentía rejuvenecida y
soñaba una noche de pasión. En un caso u otro, se miraba al espejo, se peinaba
con cuidado y planchaba mejor la ropa de dormir. Pero él ni la miraba.
Así estaban sus cosas cuando algo se le cruzó en el camino. Ese “algo” se
llamaba Martín y era el padre de una compañerita del jardín de infantes de su
hijita. Tenía treinta y cinco años y estaba divorciado. “¿Cómo podía ser eso?”,
se preguntaba, ya que era un hombre muy apuesto y de modales finos. La
acompañó de regreso a la casa, visiblemente atraído por ella; a Paula le agradó
el hecho, pues ponía un paréntesis en su sensación de abandono. No se
preguntó si fue casual que él estuviera en la puerta de la escuela cuando ella
fue a buscar a la niña; las dos chiquillas corrían delante de ellos mientras
conversaban de intrascendencias. Se repitió el hecho y la tercera vez, el le besó
la mejilla. Todo el día ella sintió ese contacto fugaz como un calorcito que
apagaba su soledad y cuando volvieron a verse y él se inclinó hacia su rostro,
Paula se adelantó y le aplicó fuertemente los labios a los suyos. El resto de la
historia tampoco es necesario que se repita.

Orgullo
Distinta fue la raíz del problema entre Fabián y Alcira. Ella era una mujer de
carácter fuerte y soportaba bien la ausencia de su marido. Tampoco le hacían
mucha mella las bromas tontas de sus amigas que le comentaban que tenía que
“cuidarlo”, porque era muy atractivo para las mujeres y estaba rodeado de
jóvenes casquivanas. A ella le parecía que todo eso era cháchara de comadres,
hasta que una le habló confidencialmente, haciéndole ver que estaba enterada
de algo que no le hubiera querido contar. Alcira se decidió a tomar el toro por
las astas y se plantó en la esquina de la fábrica donde Fabián tenía un trabajo
administrativo. En efecto, él salió conversando con una mujer, que a la
distancia se veía como provocativa en su andar y su modo de vestir. Se le
colgó del brazo y se fue caminando con él, dándole palmaditas en la espalda o
revolviendo el dedo en sus cabellos. Alcira sintió náuseas de furia.
Con ese impulso, volvió a seguirlo y la escena se repitió como si fuera una
película que se volvía a proyectar. Una tarde, cuando él regresó a casa, le hizo
un comentario simulando ingenuidad, y sonrió por dentro al comprobar que su
marido enrojecía. El mecanismo de los celos continuó moviendo sus engranjes
y por eso al día siguiente no se limitó a verlos salir, sino que los siguió. Los
vio entrar en un viejo edificio, esperó unos minutos y fue hasta allí: era un
“hotel”, cuyos huéspedes son fáciles de imaginar.
Su rabia la cegó por completo. Algún día, pronto, lo enfrentaría con toda la
verdad que había averiguado. Pero cuando llegara esa hora, él también tenía
que sufrir, sentirse burlado y traicionado. Le vino a la mente la frase de que “la
venganza es el placer de los dioses”… y resolvió ser diosa. Se engalanó como
tal y fue a una casa amiga donde sabía que iba a encontrar a un antiguo galán,
al que había abandonado al comprobar su vida desordenada. (¡Y se había
casado con Fabián porque era diferente!) Coqueteó con él en forma agresiva.
En un nuevo encuentro, lo llevó a su casa… y se vengó de su marido.

Desarmonía
El caso de Hugo y Regina es más difícil de describir y requeriría un análisis
clínico o sicológico. Se casaron muy enamorados y con grandes expectativas.
Pero desde el comienzo surgieron problemas cuando llegaba la hora de las
relaciones íntimas. El había tenido algunas “experiencias” con mujeres de la
calle y sus patrones mentales exigían que su flamante esposa, proveniente de
una educación muy recatada, reaccionara con la misma fogosidad. Regina
comenzó a sentir una especie de temor de esos momentos y asumía una actitud
de rigidez, a lo sumo de abandono. No sentía ningún placer y no podía
disimularlo. Sin embargo, Hugo tardó en darse cuenta. Quiso ignorarlo, pero al
fin habló del tema con uno de esos amigos que siempre están dando consejos.
Este le explicó que tenía que conquistarla, que ser amable, decirle cosas
agradables, quizá llevarle algún regalito con cualquier excusa. Le dio una
breve clase sobre distintos tipos de “técnicas amatorias”. Hugo reconoció el
valor de lo que le decían y se dispuso a cambiar.
Regina respondió en forma variada; dio la impresión de que recibía bien las
nuevas actitudes de su marido… pero no podía pasar de allí. También pesaban
sobre ellas algunas palabras de origen amistoso: una mujer mayor que siempre
le hablaba de “lo único que quieren los hombres”. Se dejaba condicionar para
sentir molestia cuando deseaba sentir satisfacción; se preguntaba si era sólo
fruto de una fantasía lo que leía o veía en el cine de pasión y arrobamiento. Un
día se disponía a ello y otro su amiga le decía que “eso sólo pasa en las
novelas”.
En un momento, Hugo se asustó, porque comenzó a creer que él tampoco
“funcionaba”. ¿Es que perdería su virilidad a causa de su esposa?
Curiosamente lo que se le ocurrió es que eso podía hacer naufragar el
matrimonio que valoraba mucho. Recurrió a otro amigo y bastó una palabra
para que él se formara la idea de cuál era la “solución”. Volvió a la misma
calle que había frecuentado en su juventud y, pensando que ayudaba a su
relación con Regina, se dejó deslizar con facilidad al adulterio.

Cambios de la vida
Nada de eso ocurrió en el matrimonio de Adolfo y Rosario. Eran una buena
pareja y se llevaban bien. El atendía la contabilidad de una empresa y ganaba
cómodamente lo necesario para la casa. Dos hijos llegaron a su tiempo para dar
más alegría al ambiente familiar y estabilidad al matrimonio. Las amigas de
Rosario le comentaban la envidia que le tenían. Los hijos crecieron, se
pusieron de novios y se casaron jóvenes, como lo habían hecho ellos. Adolfo
sintió mucho su ausencia, sobre todo la de la niña, que era uno de los
principales motivos que tenía para vivir.
Entonces comenzó a fijarse en lo mucho que había cambiado Rosario. Antes le
decía que era delgada como un junco; ahora, aunque no se lo decía, la veía —
injustamente — redonda como una naranja, sobre todo cuando se colocaba un
batón de ese color. Había ido perdiendo la gracia de sus movimientos y se
dejaba estar en un sillón, sin preocuparse por su persona. Casi coincidiendo
con la salida de los hijos del hogar, ella empezó a tener accesos de llanto y
arranques de ira, lo que no le había ocurrido sino muy ocasionalmente.
Como curiosa reacción, Adolfo se propuso — inconscientemente, sin
proponérselo — reaccionar de otra manera al paso del tiempo. ¿Que su esposa
se sentía vieja, que estaba en la “edad crítica”, que se había vuelto avinagrada
por el casamiento de los hijos? ¡A él no le pasaría nada así! Se sentía joven
todavía y, aunque ya no podía correr como antes para alcanzar un ómnibus y
había tenido que cambiar los anteojos, viejo no, viejo no se estaba volviendo.
Simplemente, estaba en la edad madura, lo que algunos llaman “la plenitud de
la vida”.
La relación con Rosario se hizo un poco fría, automática. Se estaba poniendo
vieja para él… Buscando un ámbito nuevo, aceptó un ofrecimiento muchas
veces rechazado y comenzó a dar clases en un instituto para preparar
oficinistas. El contacto con gente joven lo rejuveneció a él (que no lo
precisaba, según su criterio). Varias jovencitas que rondaban los veinte años,
con sus modales despreocupados, le hacían recordar a su hija cuando lo
rodeaban bromeando y pidiéndole que no les tomara examen. Un par de ellas,
más atrevidas, le decían “papi”. Y a él le agradaba. A veces se sentía ridículo,
pero siempre le halagaba. Eran “los ardores de la vieja llama”, como decía el
poeta latino Virgilio. Volvía caminando lentamente a su casa con la imagen
elegante y grácil de una de las muchachas en la mente. “Podría ser mi hija”,
pensó un día. Pero no era lo que pensaba cuando, corriendo no mucha agua
bajo los puentes, ella llegó a ser su amante, tal como se lo había propuesto. En
la seductora mujercita, él quiso reencontrar el ardor de la juventud y por un
tiempo así fue.
Adolfo no se había dado cuenta de que no es necesario pasar una crisis como
en el caso de Saúl. La vida misma nos va cambiando y al llegar al mezzo del
camin di nostra vita, como dice el Dante al comienzo de “La Divina
Comedia”, muchos encuentran como él “un camino oscuro, donde mi senda era
perdida”. No somos a los cuarenta o cincuenta años los mismos que a los
veinte o los treinta. Así como cambiamos muy rápido en la adolescencia,
quemamos etapas en lo que se ha dado en llamar la “media vida”. Por lo
general, por motivos de mayor perceptibilidad, se piensa que se trata sólo de
un problema femenino, pero la verdad es que afecta a ambos sexos, aunque no
sea de la misma manera. Por supuesto, una crisis puede acelerar el proceso y
ésa es una etapa en que suelen presentarse crisis de salud, de trabajo, de
familia. Pero si nos afectan tanto que pueden desequilibrar nuestros patrones
de conducta, es precisamente porque ya no somos los mismos de antes.

Resumiendo
Resulta tremendamente difícil la pregunta de por qué se asoma — y a menudo
se queda — la infidelidad. Las causas son múltiples y no siempre son
perceptibles. Hemos contado historias que ejemplifican algunas de esas
posibilidades, pero de ninguna manera se ha agotado el panorama. Lo que
hemos contado puede ser una luz roja en la calle de la vida. Pero a menudo hay
vehículos que nos atropellan en las esquinas donde no hay semáforos con un
llamado de atención.
La nuestra no es una sociedad cristiana, aunque lo pretenda. Es notable cuántos
resabios quedan del paganismo lujurioso y desenfrenado, con sus conceptos
inmorales o amorales, según se quiera. Será tarea de sociólogos determinar si
ello se debe o no a constantes de la condición humana. Aunque así sea, por
supuesto, el evangelio vino para cambiar esos factores. Si no, hubiera bastado
con la moralidad de los grandes filósofos de la antigüedad, que nada lograron a
este respecto. Pero las ideas que calificaríamos de mundanas sobre lo que es la
sexualidad o lo que es el matrimonio son muchas veces el punto de arranque de
una infidelidad que no se siente como tal.
Más allá de eso, mencionado como factor general, hay otros detonantes más
concretos, que pueden venir tanto de dentro como de fuera de la vida. Vivimos
en un mundo comercializado y la mayoría no se detiene en consideraciones
morales para hacer dinero. Como se sabe, en periodismo lo bueno, lo normal
no es noticia, pero sí lo es el crimen, la irregularidad. Muy poca gente
comenta, por ejemplo, los casos de actores o cantantes que llevan una vida
matrimonial regular y que han mantenido su hogar por décadas. Pero los
alocados que cambian de pareja todos los años y entre tanto no están seguros
de quién es su marido o su mujer, ésos consiguen espacio en las revistas y en
los comentarios.
Por el otro lado, pero siempre dentro del problema de la sociedad actual, la
hombría aún se mide por el grado de actividad sexual. Por eso se ha puesto de
moda la palabra “machismo”, que los no latinos gustan de aplicarnos, aunque
las cosas no son muy diferentes en otras culturas. La mayor libertad actual de
movimientos de la mujer ha acarreado una especie de venganza y muchas
adoptan la misma postura.
La suma de esos criterios sociales, más la presión de los medios de difusión, se
hacen abrumadores. Quienes los producen saben, como hemos dicho, que un
adulterio es siempre tema atractivo. Una proporción enorme del cine gira
alrededor de lo que se llama “triángulo amoroso”, o sea una forma elegante de
denominar la infidelidad. Tan es así que, si viniera alguien de otro planeta,
creería que esa conducta es lo que nosotros consideramos como sana. Y bien
puede que no sea la norma pero sí que muchos lo consideren normal.
Si a eso le unimos el estilo de vida enloquecido de las ciudades, cuando es tan
difícil cultivar la vida de hogar, las presiones se hacen agresivas y resulta
explicable — no justificable — por qué hay tantos que ceden.
A eso se agregan las causas que vienen desde dentro. Sea por sentimientos de
abandono o de traición, sea por depresión o sed de venganza, las actitudes
erradas del otro llevan a una reacción que puede acabar en el adulterio, a veces
facultado por la forma en que se ha vivido antes del matrimonio: si entonces
las relaciones sexuales “libres” eran posibles, se razona, ¿por qué será tan
distinto ahora?
Finalmente, están los problemas que producen en nosotros un cambio, tanto en
forma de crisis, como de evolución no comprendida. Así es como nos
transformamos en un caldo de cultivo, que parece reclamar una reacción de
infidelidad.
“El que piensa estar firme, mire que no caiga”, dice el apóstol Pablo
(1 Cor. 10:12). Dejemos esa frase como punto final de este tema y pasemos a
otras facetas del problema.
3. ¿Y entonces?

¡Cuidado!

El peligro existe
Se asoma la infidelidad. Se introduce por cada rendija y como las raíces de los
árboles, empieza a crecer y a levantar los mosaicos de la acera de la vida. Se
ofrece como camino fácil para múltiples situaciones y se presenta con el
atractivo de algo feliz, disfrutable y hermoso. Es una posibilidad o un peligro,
según se lo considere, que surge a todos y siempre, aunque por supuesto en
grados muy distintos. A muchos se le abren las mismas perspectivas que a
otros, pero sus principios o su situación en la vida hacen que el conflicto sea
vencido antes de comenzar. A veces, significa que queda otra parte herida,
resentida o perturbada. Por eso, el tema no puede tomarse livianamente. Si
admitimos la realidad de esa presencia multiforme y continua, hay que
preguntarse: “¿Y entonces, qué? ¿Cómo afrontar esa realidad?”
Partamos de la base de que hay muchos que sí quieren evitar o vencer la
tentación. Por supuesto, cualquiera sabe que son legión los que, por lo
contrario, no sólo no lo hacen así, sino que buscan la oportunidad de dejarse
tentar y caer en ello. Por un momento, no será ese grupo el que nos ocupe.
Podemos imaginar una serie de historias en relación con los que tienen su
matrimonio constituido y, además, la convicción de que deben mantener
íntegra la relación que él implica.

La insinuación
Era, por ejemplo, el caso de Enrique. Hacía ya siete años que estaba casado
con Laura y no tenían hijos. De todos modos, seguían enamorados el uno del
otro, aunque hay que reconocer que tenían desavenencias con cierta
frecuencia. Ella tenía la manía del orden, mientras que él parecía complacerse
en dejar todas las cosas fuera de lugar; por nimiedades, cuando éstas se
acumulaban o se reunían con otros factores, habían caído en discusiones que
luego lamentaban, aunque muy pocas veces se atrevían a pedirse perdón.
Enrique tenía un trabajo más o menos bueno y satisfactorio. Le encantaba
entrar a la oficina y sentir el aroma de la madera y de la tinta. El jefe era
correcto y los compañeros agradables. Un capítulo especial eran las del sexo
femenino, que sin ser mojigatas no salían nunca de lo que corresponde. Laura,
por su parte, solía reunirse con algunas amigas que hablaban de sus hijos —
eso le incomodaba — , pero también de cine, de modas y de algún espectáculo
de cierta jerarquía. Cuando aparecía uno de los maridos, era todo un caballero.
Las palabras “infidelidad” o “adulterio” ni siquiera aparecían en las
conversaciones de ninguno de los dos en sus respectivos círculos.
Pero un día las cosas cambiaron. Enrique comenzó a tener problemas de salud,
que repercutieron en su rendimiento. Se sentía molesto al ver que los demás
siempre se le adelantaban y le resultó terrible que su jefe se lo hiciera notar.
Nunca había descubierto que era tan sensible… o estaba más sensible que
nunca. Fue al médico y éste le dio un tratamiento que tuvo un resultado muy
relativo. Quizá mejoraron los síntomas físicos, pero no disminuyó su
depresión. Dentro de ese clima moral y mental, algo fue cambiando en su
relación con las jóvenes de la oficina; las notaba más sensuales — aunque esa
palabra era demasiado fuerte, pero no tanto quizá — lo que solía molestarle,
pero que de a ratos le agradaba. Naturalmente, eso no afectaba su relación con
Laura.
La empresa era muy exigente y un día sucedió lo esperado. Cometió un par de
errores de importancia y el jefe le dijo seriamente: “Enrique, antes de irse, pase
por mi escritorio”. Con un nudo en la garganta, le escuchó informando:
“Debo serle franco. Me han llamado la atención desde la gerencia más de una
vez por su trabajo. Faltan cuatro meses para fin de año; hagamos un pacto:
usted mejora o yo tomo medidas”.
No contestó nada ni preguntó más detalles: ya se veía indefectiblemente
exonerado, llegando a su casa con la mala noticia.
Pero fue Laura la que aportó una novedad nada halagüeña. “Enrique”, le dijo
una noche al acostarse, mientras los dedos le jugueteaban con las mantas,
“tengo que contarte algo”. El levantó las cejas, sin imaginar qué podía ser. “He
estado yendo al médico, sin comentártelo. Quería seguir un tratamiento para
que tengamos un hijo. Pero no hay nada que hacer: yo no puedo tener hijos.”
¿Qué fue lo que él repuso? No se acordaba bien: ¿que de todos modos se
amaban?, ¿o que podían adoptarlo?, ¿o que debieron haberlo previsto antes?
No le venía a la mente, porque le había golpeado como un martillazo en la
nuca.
Siguió asistiendo como un robot a la oficina. Había que conocerlo bien para
darse cuenta… o revisar las planillas que llenaba con errores. Entonces
empezó a crecer la figura de Beatriz, la inquietante muchacha que compartía su
escritorio, con quien por lo mismo tenía más confianza. Como a menudo
quedaban solos, ella comenzó a coquetear con él: “Tonto, no te aflijas. Hay
muchas cosas buenas en el mundo. ¿Acaso no te alienta mi compañía?”
Diálogos o insinuaciones así eran continuos, envueltos en movimientos de
párpados y de dedos. Si él hubiera tenido los sentidos despiertos, habría notado
que Beatriz quería seducirlo. Lo rozaba al pasar, hacía movimientos
insinuantes, adoptaba un tono de voz meloso. Empezó a usar palabras como
“querido” o “amorcito”.
— Cuéntele a su mamita qué le pasa — le dijo arrobadoramente una tarde.
Y él le contó de su esposa estéril.
— Bueno, bueno, era eso, mi bien. ¿Nunca supiste que hay otras formas de
tener hijos?
El tenía tan clara su concepción de la vida matrimonial que no reaccionó a la
sugestión. Pero ella no cejó, aunque él respondió escuetamente: — Ahora no
tengo ganas de conversar. Me tengo que ir.
Molesto, al día siguiente, antes que ella llegara, preguntó a un compañero
mayor:
— Dígame, Márquez, ¿qué opina de Beatriz? El otro lo miró, como
diciéndole: “¿Para qué averigua lo evidente?” Pero le contestó en tono
paternal:
— Tenga cuidado, Enrique — agregando algunas expresiones poco
académicas como calificativos.
Curiosamente, lo gráfico de esas descripciones hicieron que Enrique se
acordara de Laura, que sufría en silencio la imposibilidad de darle un hijo.
“¿Qué me pasa? ¿Cómo no pude poner en su lugar a esa mujer el primer día?
¿Podría haberme dejado enredar por ella? Un poco más y quién sabe qué me
pasa.” Ni siquiera se atrevía a decirse a sí mismo que había introducido las
narices en el camino de la infidelidad. Pero reconoció el peligro y admitió que
no estaba exento de la tentación y entonces comenzó a sentirse moralmente
erguido. Le vino a la mente aquella frase de que “no es pecado que los pájaros
nos vuelen sobre la cabeza; el pecado es dejarlos que hagan allí su nido”. Bastó
reconocer que debía cuidar ese aspecto de la vida, para asumir una actitud
distinta. Beatriz lo notó de inmediato cuando, con una mirada y un leve gesto,
él le hizo comprender que había tenido lugar un cambio de fondo. Y así
terminó aquella historia.
La luz roja de su semáforo moral se encendió distinto en el caso de Javier.
Conoció a Celina en una fiesta familiar. Era pariente política suya en grado
lejano, pero también era una íntima amiga de Dora, su esposa, cuando eran
solteras. El encuentro las alegró mucho y Javier disfrutó de la chispeante
conversación. Se intercambiaron un par de visitas. La segunda vez, Celina se
olvidó un pequeño bolso y a él le sorprendió lo deseoso que estaba por ir a
devolvérselo a su domicilio. Otro día, cuando Dora cocinó una torta exquisita,
él sintió que el mejor halago era ofrecerse para llevar un trozo a la amiga. Esta
se mostró muy agradecida y conversaron un rato muy gratamente. La forma en
que Javier comenzó a encontrar excusas para visitar a aquella mujer fue tan
increíble que sería absurdo registrarla, porque los seres humanos hacen muchas
cosas superiores a lo que se puede poner en un libro, y caen en lo ridículo más
veces de las que piensan. Eso es de lo que se dio cuenta nuestro personaje un
día que Celina lo recibió vistiendo una bata de noche, que se entreabría cuando
ella se sentaba, dejando ver sus muslos.
Javier no reaccionó contra ella. “Que sea como se le da la gana”, razonó,
agregando para sí, “y que embrome a los tontos que quiera. Pero a mí no”. Le
sorprendió el estruendo que pareció sonar en su conciencia cuando dio un
portazo espiritual al episodio.

El comentario
Y siguiendo con esta galería de personas que se dieron cuenta a tiempo del
camino en que andaban, tenemos el caso de Liliana, una joven agradable, con
un año de casada — y sin una total integración aún — que debió comenzar a
trabajar para mejorar el presupuesto hogareño. Su jefe era un hombre maduro,
aunque no tanto, que se comportaba con mucha amabilidad y corrección. Tenía
algo que le hacía recordar a su padre, fallecido prematuramente. Así esperaba
que fuese su esposo al pasar los cuarenta. Con él todo era sencillo y ninguno
pedía demasiado del otro. En la oficina tampoco le dijeron nada, pero ella
comenzó a cuidar su arreglo más que nunca. Si antes iba a la peluquería sólo
cuando tenía que asistir a un casamiento o algo así, ahora le resultaba una
necesidad permanente. Renovó su vestuario y lo hizo cuidando mucho que sus
líneas — que no eran malas — se acentuaran. Cambió de perfume, para usar
uno bastante caro. Vivía pendiente de lo que él ordenaba y con su “sí, señor”,
cumplía rápida y eficientemente. Varias veces se sorprendió observándolo con
la mirada perdida y en un caso le pareció que él reaccionaba agradablemente al
principio, pero al contrario en cuestión de segundos. Un día que le llevó unas
copias que había hecho con prolijidad, se acercó al jefe que estaba muy
distraído y con un respetuoso, pero emotivo “señor”, le tocó el brazo
suavemente para llamarle la atención. No sucedió nada, pero a Liliana le
pareció que había tocado un ángel. “¿Le pasa algo?”, le preguntó el “ángel”
cierta vez que la notó muy abstraída ante un escritorio vacío; ella enrojeció,
porque estaba pensando en él.
Pero cuando sintió las mejillas como fuego fue en otra ocasión que, desde
dentro de otro escritorio y a través de la puerta abierta, oyó que un visitante
bromeaba a su superior: “¡Cómo te mira esa muchacha! ¡A ver si se entera tu
mujer!” Liliana pensó:
“Podría haber dicho: ‘si se entera su esposo’”. Se sintió realmente mal. ¿Tenía
que pedir disculpas al jefe? El no había hecho nada. ¿Y a su marido? ¿De qué?
No había caído en nada malo, ni siquiera lo había pensado, pero ella bien sabía
que lo había sentido y cambió sin cambiar por fuera.

La pregunta interior
A Eduardo la advertencia le llegó también por un comentario, más bien dicho
por una pregunta. A él le gustaba hacer regalos y nunca le faltaba ocasión para
llevarle algo a Elena, su esposa: cumpleaños, aniversarios, día de la madre.
Navidades, lo que fuese. Por ciertas razones familiares, su cuñadita Violeta fue
a vivir con ellos, integrándose de buena manera, pues era de trato suave y
sencillo. Eduardo le estaba muy agradecido por la ayuda que significaba para
Elena. Por eso averiguó con cuidado cuándo era el cumpleaños de la joven y le
compró un gracioso muñeco, después de pensar mucho en lo que a ella le
agradaría, prestando atención a sus conversaciones, mientras simulaba leer el
diario. Cuando llegó la Navidad, adquirió uno para cada una de las dos
mujeres, pero como le comentó a Elena, gastó “un poquito más” en el de
Violeta “porque ella debe sentirse muy sola en estas fechas”. A eso siguió una
pregunta la víspera de la llegada de los reyes magos: “¿Qué te parece si le
ponemos un juguetito a tu hermana en los zapatos? Se va a sentir bien”.
El trato espontáneo de la casa, el tuteo familiar y el beso normal de despedida
hacían que no apareciera nada como signo de alarma. Eduardo no veía aquella
sucesión de obsequios sino como algo lógico, con una explicación en cada
caso. Pero otro día que compró dos cosas parecidas y la más grande era para
Violeta, se sintió confundido cuando el vendedor le preguntó:
“¿Cómo le envuelvo el de su esposa?” Y señaló el de su cuñada. Nunca supo si
la sirena de alarma que oyó era realmente de una ambulancia que pasaba o una
ficción de su conciencia que le llamaba. Pero él la sintió allí. Y bastó.

La atracción
Lo que le ocurrió a Norberto tenía un cariz distinto porque fue en el seno de la
iglesia. Organizaron una sociedad de matrimonios y lo eligieron en la
comisión, con otros caballeros y una dama llamada Iris que gozaba de gran
popularidad, por su carácter alegre y su capacidad de organización. Se
transformó en su admirador por la forma en que ella llevaba las cosas adelante.
Se ponían de acuerdo por teléfono en muchos detalles y el grupo funcionaba
realmente bien. Había muchas llamadas antes y después de cada reunión, sea
para planear, sea para comentar. Su esposa no recelaba nada. La verdad es que
poco a poco comenzaron a llamarse por otros motivos (para pedirse algo
innecesario, por ejemplo) y aun para hacer notar al otro una noticia interesante
en el diario. No eran diálogos de tres minutos; su esposa tardaba mucho en sus
compras o visitas y él sin notarlo mucho comenzó a llenar esos vacíos con una
llamada por medio del notable aparatito. Otro tanto ocurría con ella. Las
charlas eran insustanciales, más bien tontas. Sólo se parecían, sugestivamente,
a las de los enamorados…
Esa palabra vino en un rato de honradez a la mente de Norberto por un camino
muy prosaico: cuando le llegó la factura de la compañía telefónica. Primero
pensó que había un error, pero después — descartando la posible
responsabilidad de su esposa — analizó las cosas y se dio cuenta de la causa
del gasto. “Ni que tuviera un hijo de novio”, pensó. Fue entonces cuando se le
ocurrió lo de “enamorado”.
Y sintió como una leve descarga eléctrica en el cerebro. Todo había sido
exteriormente muy ingenuo, pictórico de cristiana inocencia, pero desde las
profundidades, un ser negro y alado había sonreído. Era el momento lógico
para que se sintiera derrotado.

El sueno
¿Qué le pasó a César? El no llegó a tocar a su nueva vecina, la atractiva
Zulema, ni a cambiar con ella más que un saludo. No captó tampoco las
miradas sugestivas de la mujer, que siempre estaba en la puerta cuando él salía
y entraba. Era apasionado y la relación conyugal ocupaba mucho de sus
sentimientos más profundos. A menudo, mientras trabajaba, imaginaba formas
de seducir a su esposa; por supuesto, “seducir” no era la palabra, pero ¿cómo
decirlo? Le encantaba el verano, porque ella se vestía muy ligeramente cuando
estaban solos. Así la soñaba: quitándose lentamente la ropa y ofreciéndosele.
Luego, como ocurría en la vida real, se unía con ella como en una nube,
mientras sonreía dormido. Un día se había cruzado con Zulema seis u ocho
veces, pues había salido repetidamente para distintas diligencias. Así que la
soñó aquella noche: ella estaba muy seductora, de pie en la puerta, y lo
saludaba con una sonrisa y un gesto de la mano. ¡Qué curioso!: eso se repitió
varias veces, lo que no le preocupó. Hasta que una noche la que apareció ligera
de ropas en el sueño, no fue su esposa sino la vecina. Era como si ella lo
estuviera seduciendo mientras dormía, porque la vez siguiente, Zulema se
quitaba la ropa y él se dejaba dominar por el instinto. Como por lo general se
olvidaba de todo eso al levantarse, no pasó nada. Pero una noche, su esposa se
asustó por un trueno y lo despertó… cuando en el sueño él estaba acostado con
la vecina. Se sintió horrorizado y fue brusco: ella trató de calmarlo y aquello
fue peor. César simplemente cambió su forma de mirar cuando salía.
¿Es posible darse cuenta cuando se acerca el peligro? Generalmente sí, sí se
tiene conciencia de que se trata de un peligro, o sea de algo malo que debe ser
evitado. Cada vez que notamos que ha cambiado nuestra conducta hacia el
sexo opuesto, cada vez que sentimos “eso” -¿sensualidad? ¿atracción?-, cada
vez que alguien desplaza notoriamente a nuestro cónyuge, cada vez que
buscamos con un tercero o tercera una relación que excede lo normal, cada vez
que comprobamos que nuestra vida instintiva se está escapando de nuestro
control, sepamos que es como la luz roja en la calle ante un vehículo que es
nuestra vida. Es el momento de apretar el freno; esperar algo es como atrasarse
cuando se está conduciendo un automóvil.

Reacciones
Pero tenemos, si de reacciones hablamos, la otra cara de la moneda, o mejor
dicho las otras dos caras. Supongamos que efectivamente una de las partes del
matrimonio ha sido infiel. Se presenta entonces la posibilidad de una reacción
desde cualquiera de ellas. Una es la de que la parte culpable se dé cuenta de su
error, su pecado, y tome las decisiones y pasos necesarios para repararlo. La
otra posibilidad, naturalmente es cuando la parte traicionada llega a enterarse
de lo ocurrido, sea por el medio que fuere. Dejamos la reacción del culpable
para el capítulo próximo, y ahora nos preguntamos qué hace la parte ofendida
en caso de llegar a saber lo que está ocurriendo o ha ocurrido. Por supuesto, es
necesario para nuestro análisis, que sea realmente una “parte ofendida”, pues
bien puede ocurrir que ambos coincidan en que una vida licenciosa es la regla
y que las “escapadas” del otro, sobre todo del hombre, son cosa más o menos
normal, que puede ser prevista. Uno podría preguntarse en qué medida se lo
siente así y si, en el fondo del corazón, no existe algún grado de resentimiento;
es probable que haya casos en que no sea de ese modo, tal como hay gente que
pierde el pudor y no le cuesta mostrarse desnuda en situaciones públicas como
una filmación. Pero sería interesante que se pudiera hacer una encuesta del
fondo inconsciente del alma de los que dicen que “no importa” para saber si
realmente no hay resentimiento o angustia.

Pasivamente

Conceptos compartidos
Esos casos nos introducen a lo que llamaríamos “reacciones pasivas”, que
quizá podría llamarse “falta de reacción visible”. Contamos al principio la
historia de un hombre que pretendía ser una “máquina de amar”; era el mismo
que opinaba que “las mujeres siempre lo saben, pero se callan”. En realidad,
pareceria que no le faltaba algo de razón. Por motivos que puede determinar un
sicólogo, muchas mujeres prefieren sufrir en silencio o tratar de asumir una
actitud de que no es algo importante y su inconsciente les hace replegarse. Es
un peligroso mecanismo de defensa.
Lo que ese individuo no contaba es que él sabía muy bien por qué ella no
tocaba el tema. Por supuesto, estaba enterada de que él se sentía obligado a
seducir a cualquier mujer que se le presentara. No sería exacto decir que ella le
pagaba con la misma moneda, porque, si se comportaba de igual forma, no era
para retribuir la infidelidad a su esposo; simplemente que para ella esa era la
vida normal. Y entonces buscaba o se entregaba a cualquier hombre que se le
cruzara por el camino. Cada uno de los dos vivía su vida de licencia, sin
compartirla con el otro y, de vez en cuando, volcaba su energía en el lecho
conyugal; a su juicio, eso bastaba para mantener el matrimonio. No les
escandalizaría — y llegado el caso, no les escandalizó — llegar a un acuerdo
para el divorcio, que sería seguido de otros en ambos casos, cumpliendo las
pautas de lo que alguien llamó muy bien una “poligamia sucesiva”: se tienen
todas las mujeres que se quiere, si bien no a la vez, sí una detrás de otra.
Naturalmente es legítimo en estos casos prever que se puede pasar del
masculino al femenino en el relato.

Temor
Pero esos casos no son la mayoría, aunque así se pretenda. No fue, por
ejemplo, el ya relatado de Alejandro y Mónica. Fueron víctimas de la
inclemente vida social, con exigencias excesivas que se agotaban y alejaban.
Los dos se sentían débiles ante el cuadro de un matrimonio que se agotaba, y
eso fue lo que le llevó a una relación ilícita con una compañera de trabajo. No
faltó quién se lo contara a Mónica.
Tal vez ello no hubiera sido necesario en otros casos. Una persona con los ojos
abiertos por lo común descubre la verdad cuando la otra parte del matrimonio
anda por mal camino: reacciones extrañas, gestos de sorpresa, actitudes de
ocultamiento. Se dice inclusive que hay a menudo cierto deseo de ser
descubierto, sin querer una confesión — sea para salir del matrimonio o del
triángulo — y el inconsciente del culpable emite señales que el otro debería
captar.
Un día, Mónica recibió una llamada telefónica que le denunciaba la infidelidad
de Alejandro; quedó anónima, porque era otra joven del empleo, que se sentía
despechada. Deseándolas y rechazándolas a la vez, escuchó más
informaciones, realmente detalladas. Pensó qué debía hacer, sin contárselo a
nadie. Se le ocurrieron mil y una formas de actuar. Pero comprendió entonces
algo de lo que no se había dado cuenta plenamente: que amaba a su marido. Lo
último que quería era perderlo. Sabía del caso de una amiga que sintió algo
parecido, pero que abrigaba sólo un temor: el de la situación económica que le
sobrevendría si se producía una ruptura, pues su marido mantenía totalmente la
casa. No era eso lo que se le ocurrió a Mónica, aunque el problema podía
llegar a ser real. Pero sin Alejandro le importaba poco cómo se mantendría en
el futuro. Se hizo mil y una preguntas. Por ejemplo: ¿cómo reaccionaría él si le
dijera que sabía la verdad? Era curioso, pero eso le preocupaba más que su
propia respuesta a la situación ambigua en que estaban viviendo. Y si él se
fuera con la otra: ¿le sería posible seguir viviendo sola? ¿Podría afrontar las
miradas del barrio, los comentarios de la familia, las recriminaciones de su
madre, que siempre le echaba a ella la culpa de todo? ¿Qué haría si él se
enfurecía y negaba todo? Eran demasiadas preguntas. Su corazón se llenó de
un enfermizo temor a todo — al futuro, a la crítica, a su marido infiel, a la vida
misma — como la espuma colma la copa de gaseosa más allá del líquido
mismo. Su mente se llenó de telarañas que de materializarse hubieran
reproducido la mansión de Drácula. Aplastada, se sumió en el mutismo, hasta
que supuso que el “asunto” de Alejandro había acabado; nunca estuvo segura y
por eso nunca habló.

Debilidad
Lo que ocurrió a Magdalena fue distinto de la experiencia de Paula, aunque
exteriormente se las viera similares. Para ella, el problema no fue el temor sino
la conciencia de su debilidad. Recordemos que Luis, su esposo, había perdido
el gusto por su propia casa debido al abandono en que había caído su mujer
sobre ella y sobre sí misma… ya una damisela que apareció como relación
comercial. Esta llamó varias veces a su casa, preguntando por Luis y su
turbación al atender resultó llamativa. Magdalena comenzó a sospechar por la
forma en que él la mencionaba con tono de contenida admiración. Quiso
decirle algo de sus sospechas, pero no se atrevió, porque le pareció que
quedaría en ridículo.
Perdió el sueño, agobiada por la sensación de que no tenía fuerzas para
afrontar lo que suponía. Por el contrario, él parecía dormir con una
tranquilidad que no había tenido nunca antes. Una noche Mónica se levantó y
vio el impermeable de su marido, colgando al descuido de una silla. Resolvió
ponerlo en su lugar, sólo para no tropezar con él de nuevo. Palpó algo crujiente
en el bolsillo, metió la mano y sacó un par de papeles. Uno era un documento
comercial que no entendió. El otro estaba sujeto al primero con un broche y
decía, con letra muy firme y elegante, indiscutiblemente femenina: “Para que
lo estudie mi hombre, el más guapo del mundo”. Había una inicial, “F”, y nada
más. Pero era suficiente para que comenzara a imaginarse a “F” (¿Filomena?
¿Francisca? ¿Federa? No, ésos eran nombres muy anticuados. Más bien, podía
ser Fanny). “Fanny, pensó, era más bien alta, de cabellos sueltos y oscuros,
con una cintura muy delgada y con una armonía absorbente en toda su silueta.
Hablaba bien tres idiomas y asistía regularmente a la ópera, aunque también le
gustaba el cantor de moda que era el ídolo de Luís. Naturalmente, tenía una
firme posición económica, que le permitía gastar en perfumes y afeites. En
resumen: un adversario absolutamente imbatible por ella. Como si Andorra o
San Marino quisieran hacer la guerra a Francia o a la Unión Soviética.
Volvió a encontrar papeles acusadores en los bolsillos de su marido y una
noche tropezó con un paquetito que evidentemente era de joyería. Pensó en
abrirlo o en eliminarlo, pero no se atrevió. Luis jamás le había hecho un regalo
de ese tipo, que más bien correspondía a su imagen de “Fanny”, la absorbente,
la intrigante, la poderosa, la invencible. Para ella, la sufrida, la débil, la
agotada, sólo seguiría habiendo alguna simple prenda de vestir (para la cocina)
o una torta de bajo precio.
La existencia de “Fanny” se hizo indudable por muchos indicios. Pero
Magdalena nunca dijo nada. Simplemente, no se atrevía. Había luchado mucho
en la vida, nunca con esperanzas de vencer, y el matrimonio era lo primero que
le parecía estable. Si eso no podía ser, tendría que resignarse. Simplemente, le
faltaban las fuerzas para el combate.

Cálculo
Son muy numerosos los casos de reacción simplemente pasiva, confiando en
que todo será superado a corto o largo plazo. Mabel, la joven creyente, que se
encontró enfrentada a la inesperada infidelidad de Fernando, su esposo, asumió
otra táctica, porque tenía otra meta: recuperarlo. Se cuidaba detalladamente de
su persona: de día andaba siempre bien arreglada y de noche — o simplemente
cuando estaban solos — adoptaba actitudes que antes hubiera calificado de
provocativas: ropas más abiertas, caricias prolongadas, ubicarse en sus
rodillas, todo tranquilamente, sin que él se diera cuenta de que algo pasaba.
Comenzó el curso de guitarra, para lo que no tenía condiciones, pero que él le
había insistido que cursara: apenas pudo rasguear una cancioncita, le pidió que
él cantara mientras ella tocaba. Se interesó más por sus cosas, a las que antes
había sido extraña. Femando notó el cambio y el resultado fue positivo.
Violentamente

Escándalo
Esa reacción de Mabel no fue pasiva ciertamente, pero no es fácil clasificarla
entre las “activas” porque éstas casi siempre tienen un carácter violento. Eso es
lo que ocurrió en la historia bíblica de José y la mujer de Potifar, con la que
empezamos estas páginas. Cuando el joven rechazó a la intrigante que quería
mantener relaciones con él, ésta actuó con extremo despecho, calumniándolo
de lo mismo que ella había intentado y provocando que su marido lo mandara a
la cárcel. Quizá no fue sólo por despecho sino por algo más: la venganza.
Ya encontramos un caso de ésos en la historia de Fabián y Alcira unas páginas
atrás. Ella descubrió la infidelidad de su cónyuge y buscó un enredo con un
antiguo galán. No tenía hambre de sexo; sólo sentía la necesidad de castigar a
su marido. Si se lo diría o no, era un tema que rumiaría después. Pero
consideraba que era muy distinto enfrentar las cosas desde un plano de
igualdad; hasta podía ufanarse de lo que había hecho.
Pero la sucesión de hechos pudo haber sido distinta. No nos cuesta nada
hacerlo, ya que Fabián, Alcira y todos los demás son hijos de nuestra
imaginación. Y éstos son más fáciles de reconstruir que los hijos de la sangre o
del espíritu.
Entonces olvidemos lo que escribimos que Alcira se buscó un “romance” para
cobrarse la deuda de su marido con ella. No, ella no recurrió a un camino
sensual: no se rebajaría como él, cerdo manejado por sus apetitos animales
(Alcira no hacía estos razonamientos, pero así lo sentía). Debía buscar algo
más elaborado y que realmente fuera un castigo. Porque un castigo tiene que
doler. Si ella fuera juez, nunca condenaría a la pena de muerte, sino que
apelaría a las leyes musulmanas: al ladrón le cortaría la mano y al corrupto
sexual lo castraría.
Con paciencia benedictina — pero por cierto que con fines nada benedictinos
— acumuló evidencias y datos. Siguió otras veces a su marido y al fin
encontró a alguien que le diera informaciones exactas y fidedignas. Y un
domingo, cuando él se levantó a mediodía, se encontró con que ella ya había
almorzado y no había comida para él.
— ¿Qué pasa? — preguntó sin sospechar nada.
— ¡Yo te voy a decir lo que pasa, puerco asqueroso! ¡Que te cocinen en el
chiquero donde te espera la cochina…!
El resto de su perorata no es apto para menores, ni para mayores con
vergüenza. En resumen, le espetó todo lo que sabía, el concepto que tenía de él
y las penas que a su juicio merecía, lo que le haría ella que era una mujer
decente.
El se fue aplastando hasta que le oyó gritar:
— ¡Y te advierto que ya lo saben todos!
— ¿Qué es eso? ¿Quiénes son “todos”? — gritó él a su vez.
Pues bien, “todos” eran realmente “todos”. Era difícil explicar cómo Alcira se
las había arreglado en sólo dos días para hacer conocer la “hazaña” de Fabián.
Primero lo había contado a sus propios padres, poniendo expresión de mujer
dolorida. Pero después, con su “complejo de mujer de Potifar” (aunque ella no
era culpable) fue cumpliendo etapas para que aquello fuera un escándalo.
Visitó a la familia de su marido y, agregando algún ingrediente picante dejó
escandalizada a su madre y a su hermana jovencita que idolatraba a Fabián.
Las amigas comunes supieron que trataban con un monstruo. Hasta fue al
partido político donde él actuaba y, consciente de que la verdad no
impresionaría demasiado a esa gente, la condimentó con elementos de su
invención, en forma tal que la humilde candidatura que él anhelaba quedó más
hundida que un galeón español naufragado en el Caribe, sólo que nadie tenía
intención de buscar los tesoros que contenía. No dejó pisada de su marido que
no siguiera para ensuciarlo, siempre insistiendo que no le dijeran que estaba
enterada. Quería tener el morboso placer de ser ella misma la que se lo hiciera
saber. Qué hizo con lo que quedó de su venganza en su marido hecho harapos
es otra historia que no viene a cuento.

Amémonos
No llegó a tanto Amalia, la esposa de Saúl, de quien ya contamos cómo cayó
en el adulterio por la depresión que le causaron varios hechos, que culminaron
con la muerte de su madre. La esposa había tomado una actitud reservada,
aunque habían comenzado a surgir los celos, como enredadera que se trepa
despaciosamente por una pared. El fallecimiento de su suegra fue un detonante
también para ella; fue como un despertar a la realidad de la situación. Sólo
entonces comprendió lo que pasaba en su casa y justo en esa situación una
amiga llegó para contarle las escapadas de Saúl, que había repetido, como
hechizado, la experiencia del día de duelo. Ella esperó un poco de tiempo,
siempre ratificando que aquello continuaba. Estaba presa de la situación, así
como Saúl se había dejado envolver por la red de la sensualidad más vulgar.
Una tarde, cuando él volvía a su casa, dos horas después de lo que había hecho
siempre, Amalia lo increpó. Sabía a qué se debía, pero quería hacerle sufrir.
No le dijo que estaba enterada, pero lo dejó intrigado. Sin dar pausa, un par de
días después volvió a la arremetida: “¡Te corto la cabeza si sé que hay otra en
tu vida!” Ese fue el sonsonete por un tiempo, hasta que lo modificó,
intercalando otros como: “¡Si me estás engañando, me mato, pero primero te
dejo maltrecho!”
Dado que aquello no bastaba para reformar a Saúl, fue variando de repertorio,
como para que él se diera cuenta de lo que sabía; a su amenaza criminal
agregaba la posible decapitación de “ella”. Lo castigaba negándole sus propios
favores conyugales, lo que al parecer a él le afectaba mucho. Así lo creía
Amalia.
El método se le agotó pronto. No era como en la situación de su prima, que
había pasado una experiencia así. Pero la diferencia era que había una persona
bien concreta en el tercer extremo del triángulo: la esposa de un amigo de la
familia. La amenaza de contárselo a éste y a los demás surtía un efecto más
contundente. A su tiempo, produjo el cambio esperado, aunque presumía que
era por algo que ocurriera en el lado oculto para ella de aquella relación triple.
Cómo culminó la historia de Amalia y Saúl ni ellos mismos lo podían explicar.

Adiós
Una de las amenazas habituales es la del abandono o el divorcio. Fue lo que
hizo la esposa de don Pedro, aquel hombre a quien vimos con una doble vida:
dos hogares paralelos “perfectamente constituidos”. Es muy difícil que una
cosa así no se sepa. Cuando la esposa legítima se enteró, no fue con
cuentagotas; toda la realidad se le desplomó encima como si le hubiera echado
en los hombros las cataratas del Niágara. Quedó imposibilitada de pensar,
abrumada y enardecida a la vez. Sintió que en una hora se acababa su
matrimonio presuntamente arraigado y más que tomar una decisión, tuvo un
arranque. No tenía una maleta a mano, como se ve siempre en la televisión,
pero imitando a tanto personaje de novela barata, fue a lo de una vecina y le
pidió una en préstamo. La llenó al azar, metiendo ropa que tomaba de aquí y
de allá; después se dio cuenta de que no había llevado más calzado que el de
entrecasa y nada de ropa para dormir. Pero se fue con todo a la casa de su
madre viuda, a quien le derramó todo lo que le pasaba, como si fuera un
cántaro que la esperaba. Había muchas cosas que no podía contestar a las
preguntas de la atribulada mujer, que siempre había confiado en su yerno,
aunque a veces le parecía que... En fin, “todos los hombres son iguales”.
Esa es la reflexión que hacía a su hija en medio de sus tumultuosas lágrimas de
pena y rabia. “No me gusta hablar del finado, tu padre — que Dios lo tenga en
su gloria — pero la verdad es que él también… Allí se interrumpía; le
gustaban los puntos suspensivos en el diálogo. Por eso la instaba a perdonar a
su Pedro y volver con él; había que admitir las cosas, lo que era, a su juicio, la
única forma de remediarlas. Pero ella no quería saber nada; cuando el hombre,
honradamente afligido fue a buscarla donde era obvio que se había ido, ella ni
siquiera lo quiso recibir. Se encerró en el baño y ordenó a su madre que le
dijera que se fuese, que lo echara como a una rata.
Pero después comenzó a sentirse vacía; era como una habitación a la que de
pronto le sacan todos los muebles y hasta la estufa: una sensación de muros
silenciosos y aullantes a la vez. Fue a espiarlo por una calle donde él siempre
pasaba. Y al día siguiente, tomó el áspero camino a su casa; Pedro la recibió
sin hablar, con un abrazo, pero sin pedirle perdón como ella esperaba. En
respuesta, ella tampoco le dijo todo lo que había pensado: primero, que lo
odiaba por lo que había hecho (¿podría hablar en pasado?); segundo, que él
aún era su marido, al que quería ser fiel, al que seguía amando. Le costó
decirlo, pero al fin salió de su boca a través de una densa maleza mental.
A pesar de lo duro que le había resultado ese paso, las cosas no volvieron a ser
como antes. Ella no estaba segura, pese a que él le había jurado (por su madre,
por Dios, por su propia vida) que había renunciado a la otra mujer y hasta que
había comprobado que ella no era lo que él suponía; inventó la historia de que
recibía a un segundo “marido” en aquel domicilio que él le había provisto. De
todos modos, ni las mentiras ni las verdades tuvieron mucho efecto,
Pese a las protestas de inocencia, ella declaraba que no le creía, que por algo
necesitaba tanto dinero, que nunca explicaba en qué se le iba el tiempo, que no
reaccionaba a sus aproximaciones conyugales. “Esta vez no me voy a lo de mi
madre: ¡me divorcio!” Como ella no había pisado jamás la oficina de un
abogado, él no la tomó en serio. “Pedro, ¡me divorcio!”, era como un blue en
la música desarmónica de la casa: iba y volvía la amenaza, surgiendo de en
medio de cualquier circunstancia.
Y la verdad es que un día fue a conversar con un pariente político que era
abogado y que, desde su casa, llamó a un colega especializado en asuntos
familiares, sin preocuparse por hacerla cambiar de idea. No dijo nada a su
marido; quería tener el placer cruel de que recibiera la noticia con una citación.
Y así fue. El no opuso demasiada resistencia, sospechosamente poca por lo
contrario.
De ese modo, aquella mujer se separó legalmente de su marido, simplemente
para castigarlo por su inveterada infidelidad. Ella sufrió también en el proceso.
Si Pedro se refugió en su segunda mujer, si formó otra pareja, si ellos
volvieron a reunirse, no lo sabemos.

Positivamente
Naturalmente, no sería auténtico si nos limitáramos a las reacciones negativas.
Hay muchos casos en que son positivas y debe mencionárselo, aunque es más
difícil describirlas, quizá porque son exteriormente menos dramáticas.

Silencio
Fue el caso de Adolfo y Rosario, que cayeron en el pozo de la infidelidad,
cuando ya sus hijos eran mayores, en plena crisis de la media vida. Ella
conocía bien a su marido, aunque esa confianza fue lo que permitió que
ocurriera lo que ocurrió. Pero por esa vía llegó a darse cuenta de lo que pasaba
(cambios súbitos en el dialogo, miradas que se desviaban, lapsos inexplicables,
negación de haber ocupado el teléfono) y también de que aquello se fue como
había venido. Sintió que su amor al compañero de tantos años se trasmutaba en
una gran ternura, en la que ocupaba un lugar lógico el más amplío perdón. Fue
una reacción suave, aunque no sin el ardor de un estilete en las entrañas. Lo
sacó lentamente, sin alardes, sin dejárselo ver a Adolfo, y recibió su regreso
moral como el padre recibió al hijo pródigo, interrumpiendo el discursito que
él se preparaba. De hecho, la interrupción se producía antes de que comenzara
a expresarlo. Por eso, no tiene demasiada importancia saber si él confesó su
falla o no. En las miradas dulces de ella, tranquilamente feliz de recuperarlo, él
se alojó como en un nido y la última etapa, una todavía larga etapa, de vida
matrimonial se enriqueció con aquel perdón, que fue secreto para los hijos y
para los nietos que pronto vinieron a indicar con bulla infantil el comienzo de
un nuevo estadio de la existencia.

Perdón
En el fondo fue igual, pero distinto en los métodos, lo que ocurrió en el hogar
de Marcos y Ana, aquella hermosa joven que salió sola a veranear y que se
deslizó a una infidelidad casual. Ella no volvió a ver al galán de la playa, pero
no estaba segura de que lo habría rechazado; en una revista leyó la historia de
un hogar que se deshizo, precisamente porque la protagonista siguió
encontrándose con su amor furtivo. Tampoco supo cuándo Marcos se enteró.
Suele ocurrir que en esos lugares aparezcan los conocidos en el momento
menos pensado. No muy lejos de ella, se ubicaba detrás de una gran sombrilla
un matrimonio con el que tenían cierta vinculación. Ana era inconfundible,
estuviera en ropa de calle o de baño, pero no era así con los otros a quienes ella
no vio. Seguros de hacer un bien, un día fueron a ver a Marcos los dos juntos y
le contaron la historia tratando de suavizar sus asperezas. Su actitud positiva
tuvo mucho que ver con la forma en que él lo tomó: sorprendido, pero
dispuesto a echar toda la culpa al tercer intruso, o a las circunstancias, o a él
mismo por no tener otro empleo que le diera más libertad. No se ocultaba a sí
mismo que ella, aunque era joven y algo ingenua, no debió haber caído y que
ese deslizamiento no era justificable. Pero se esforzó por hacerlo explicable,
aunque eso le costó accesos de insomnio y lágrimas y alguna dificultad para
retomar la vida conyugal con Ana, que por supuesto tampoco disfrutaba de
gran tranquilidad.
Un día Marcos le dijo que fuera a visitar a sus padres; a ella le extrañó que él
insistiera y, sin saber qué pensar, fue. Regresó ya comenzada la noche,
sabiendo que sus hijitos estarían en cama; Marcos se ocupaba de eso con
gusto. La noche fría y ventosa se le metió adentro mientras caminaba los
quinientos metros desde el ómnibus a su casa, sintiéndose desasosegada. La
puerta estaba cerrada por dentro. Tocó el timbre y, después de unos instantes
que le hicieron repetir el llamado, su esposo abrió la puerta. Dentro había poca
y movediza luz. Miró fijamente y vio que sobre la mesa, totalmente preparada,
había un par de velas encendidas. Después descubrió unas flores a modo de
decoración, con un aroma muy fuerte que llenaba el aire del líving. En el
centro humeaba una fuente con la comida china que, sin duda, él había traído
de un restaurante cercano; su olor interfería por momentos con el perfume de
los pétalos blancos y rosados, como a ella le gustaban. Marcos le tomó el
abrigo con llamativa deferencia, y le dijo algo así como: “Después de que se
lave las manos, señora, su marido la espera a comer”.
Ana hizo lo que le indicaba. Dejó correr el agua y se suavizó el rostro,
quebrado por las ráfagas heladas, que sólo eran un recuerdo dentro de la cálida
vivienda; desde allí oyó que él había puesto música, también la predilecta de
ella. No se daba cuenta de qué pasaba: su cumpleaños o el aniversario de bodas
estaban lejos y por otro lado, él nunca los había festejado así. ¿Habría recibido
un aumento de sueldo? ¿Se habría sacado un premio en un sorteo que ella
ignoraba? Se dijo que ella no encontraría la respuesta y que debía esperar a que
Marcos hablara. Se sentó a la mesa, esperándolo mientras él traía una bebida
desde la cocina. Entonces él se sentó y la miró con las pupilas temblorosas.
Se hizo un silencio de pocos y largos segundos. Al fin ella lo rompió: “¿Qué
celebramos?” Marcos no bajaba los ojos, hasta que dejando caer los párpados,
contestó con voz muy baja: “Que nos tenemos uno al otro… “Parecía que
quería decir algo, pero por un instante sólo se oyó la melodía que renovaba
experiencias del noviazgo. Ella notó que dos lágrimas comenzaban a correr por
las mejillas de su esposo, que seguía callado. Apenas si pudo musitar un
“Pero…”, cuando él la interrumpió, diciendo con dolorido afecto: “Ana, sé lo
de la playa”. Y volvió a hacer silencio, dominado por la emoción. A ella le
brotó una sola palabra: el nombre de él. Sintió deseos de llorar, de explicar, de
ponerse de rodillas, de besarlo, todo tan a la vez que quedó tontamente
sentada. Además, Marcos le había hecho una seña que ella interpretó como que
debía hacer eso mismo; un poco más fuerte, sólo un poco para que el disco no
se impusiera sobre su voz. Marcos agregó: “Pero quería demostrarte que te
quiero como siempre, que estoy seguro de que lo que pasó, ya pasó… “Ana
extendió el brazo, le tomó la mano por encima de la mesa y la atrajo hacia sus
labios húmedos; así la retuvo hasta que sus lágrimas también mojaron aquella
palma que le había acariciado con un contenido que ningún otro le podía dar.
Nunca pronunciaron la palabra “perdón”.
Pero gracias a Dios, pronunciada o no, la palabra “perdón” y la
inconmensurable riqueza de su significado merece que nos detengamos un
momento en lo que, para un cristiano, es la respuesta a la infidelidad.
Antes que nada, subrayemos que se debe buscar el perdón de Dios. En primer
lugar, porque es posible repetir lo del hijo pródigo: “He pecado contra el cielo
y contra ti”, que en este caso es el cónyuge. En segundo lugar, porque el poder
del perdón de Dios es regenerador, es la fuente de una nueva vida, es el único
camino posible hacia lo que es tan difícil para el hombre y su comunidad: la
restauración. Quizá nunca se debe buscar el perdón de la otra parte si antes no
se tiene la seguridad del perdón de Dios. Y sabemos que éste no se conseguirá
si no hay un profundo arrepentimiento (dolor por el pecado), una decisión de
no caer más y, en lo que sea necesario, la reparación del mal que haya podido
causarse. ¿Acaso no se atribuyen a la hora del regreso espiritual de David,
después de su caída, las palabras del Salmo 32: “Mi pecado te declaré, y no
encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú
perdonaste la maldad de mi pecado” (v. 5)?
¿Qué diremos en cuanto al perdón que debe otorgar la parte lastimada?
Miremos el análisis que hace el ya citado J. Allen Petersen, que señala algunas
condiciones:f2
Primero, el perdón es necesario. Es preferible que sea declarado de viva voz. A
veces las circunstancias no lo hacen necesario, pues los que se aman tienen
muchas otras formas de “decir” las cosas. Pero debe ser claro y definido. No es
posible rehacer nada si no es seguro que ambos hayan perdonado lo que deba
perdonarse; por supuesto, quien ha adulterado necesita recibir la certeza de que
se le reabren las puertas del corazón herido. Pero no olvidemos que con
frecuencia también hay algo que debe ser corregido y perdonado en el otro
lado.
En segundo lugar, el perdón es una experiencia dura. Con frecuencia, se cae en
el adulterio por sobrestimación de sí mismo. La búsqueda del perdón implica
reconocer una debilidad y una humillación. Por el otro lado, quien debe
otorgarlo posiblemente deba superar reacciones negativas, más o menos
lógicas, pero que Dios siempre puede ayudar a superar. El amor hace más fácil
aquello que, de otro modo, sería imposible.
En tercer lugar, el perdón debe estar basado en una decisión determinada. La
Biblia nos ordena perdonar, pero los sentimientos no se manejan con
mandamientos, sino con la voluntad. Hay que resolverse a perdonar. Y a
perdonar realmente. Por supuesto, eso no significa que, de un momento a otro,
toda herida se cicatrizará, pero precisamente allí yace la raíz del perdón
verdadero.
Porque, podemos continuar, hay una relación muy especial entre el perdón y el
olvido. Si fuéramos capaces de pasar un borrador sobre lo ocurrido, el perdón
sería sumamente fácil. Pero en la infidelidad hay cosas concretas que
reaparecen, como por ejemplo el tercer elemento del triángulo que no se puede
eliminar, al menos de los pensamientos. Pero, por supuesto, hay formas y
formas de recordar. Tener todo siempre presente, por ejemplo para usarlo
como recriminación, no es perdonar. Mantenerlo como un lejano recuerdo, en
forma de advertencia, puede ser una vía de solución aceptable. Para algunos —
y en esto hay que dejar que fuerzas inconscientes (o divinas) lo resuelvan — el
adulterio quedará en la historia como el sarampión de la niñez, los fracasos de
la escuela, las penurias del servicio militar. Para ello, Dios usa el tiempo que
va cerrando las heridas cuando no nos cuidamos de reabrirlas.
Y, finalmente, nos dice el citado autor, el perdón siempre debe estar listo para
ser ofrecido. “No lo puedo perdonar”, como se oye a menudo, no es una
reacción cristiana. Tampoco lo es el que enumera una serie de condiciones más
o menos humillantes, aunque por supuesto es necesario no ser estrictamente
emotivos, pues puede no ser ayuda suficiente para el que ha caído y precisa
puntos claros de apoyo.
Es necesario agregar algunos pensamientos. Por ejemplo, que el perdón debe
ser esperado. Si tenemos realmente “el sentir que hubo también en Cristo
Jesús” (el que oró por lo que Pedro iba a hacer “una vez vuelto” de su
negación), el que nos ha hecho tanto mal debe saber, debe entender que de
nosotros se espera una actitud de perdón, de una reanudación plena de la
relación anterior y no de un simple “piadoso manto de olvido”. Si el culpable
se acerca con temor, es probable que una palabra mal entendida le lleve a una
reacción negativa que destruya su deseo de rehabilitación.
Además, el perdón es definitivo. Aun cuando sabemos que quien ha caído una
vez en cualquier pecado puede recaer, el que está realmente arrepentido suele
recibir una especie de antídoto contra el tóxico de la infidelidad. La actitud de
la esposa o esposo que luego se la pasa preguntando el porqué de un atraso de
minutos, el con quién ha hablado por teléfono en voz baja, lo que hay en un
saludo que se le ocurre demasiado sentido y tantas otras cosas, esa actitud
decimos es una invitación a la huida de quien ya tiene bastante con la intensa
lucha que posiblemente ha tenido y sigue teniendo en su propio interior. Esto
se aplica también a que no se deben preguntar detalles morbosos sobre la
experiencia pasada, por mucha que sea la curiosidad.
Agreguemos que el perdón debe ser amplio. Con esto queremos decir que ha
de abarcar a todas las partes implicadas: el tercero o tercera en discordia, los
que dieron malos consejos, los que proveyeron las circunstancias, los que
hicieron de encubridores. Por supuesto, perdón no es justificación. Si, como
ocurre más a menudo de lo que se piensa, es una amistad cercana la que
podemos reconocer como culpable, es difícil que podamos reanudar esa
amistad como antes. Pero, ¿qué sí él o ella fallecen? ¿Iremos a su entierro? Si
bien a menudo el nuevo camino exige la quiebra de relaciones anteriores, ésta
debe hacerse sobre la base de la decisión reflexiva y no por imposiciones
condicionantes y nuevas amenazas. No debe quedar resentimiento y el
verdadero cristiano es el que se conoce porque no mantiene “ninguna raíz de
amargura”. No estamos pensando que debe haber amistad o afecto, pero por lo
menos sí la capacidad de llevar a todos aquellos otros a formar parte de la
enorme masa de la humanidad que nos es indiferente, que no influye en nuestra
vida.
Digamos finalmente, que el perdón cristiano no es el que dirige la mirada al
pasado para borrarlo, sino el que se proyecta hacia adelante para extraer una
nueva vida, una sensación de triunfo positivo sobre la base de lo que ha
ocurrido y que ya puede mencionarse en pasado. Perdono para ser perdonado o
perdonada, para construir una relación que no tenga riesgos de ser
resquebrajada de nuevo. Si antes no demostré mi afecto, si cometí torpezas, si
produje heridas al otro, ahora me decido por amor a que, al decir “Te amo”, no
sólo estoy diciendo “te perdono”, sino también, “y yo cambiaré lo necesario
para demostrarlo”.
Es imposible predecir cuál será la reacción de la parte herida. La infidelidad es
una espada que se clava tan profundamente que hace dar un vuelco a todas las
personalidades involucradas, que por lo mismo, pueden estallar en cualquier
dirección, aun la más desconocida hasta entonces. Pretender predecirlas es un
riesgo excesivo y una pretensión ingenua. Lo único que puede decirse es que
quizá abarque alguna de las posibilidades que hemos esbozado y muchas otras
variantes que requerirían demasiados libros para contenerlas.
Es posible que sean pasivas, calladas, silenciosas, sea por temor a lo que pueda
ocurrir (o a la ira de la parte culpable), sea por sentido de debilidad o
simplemente por cálculo en espera del momento de hacer un mal mayor como
castigo.
Cuando llevan a una acción, ésta suele ser más una reacción que el fruto de
una reflexión. El escándalo o simplemente las amenazas son formas de castigo,
sea al cónyuge culpable, sea al tercer factor que interviene en el drama. Otras
modalidades en que todo desemboca son demasiado dramáticas para narrarlas
sin caer en lo que pueda parecer folletinesco. Pero es real que muchos casos
acaban en divorcio y que otros llevan al suicidio, al asesinato, a la mutilación o
desfiguramiento y a cientos de otros desenlaces trágicos.
Para que no parezca que declaramos que la sangre es lo que debe esperarse,
recordemos que también hay reacciones positivas, difíciles, duras, no siempre
bien respondidas. El perdón silencioso o la iniciativa en las explicaciones están
en el fondo de todos esos caminos. ¿No dijo Jesucristo, al enseñar a orar a los
suyos que debemos decir:
“Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos
perdonado a los que nos han hecho mal”, y agregó: “Porque si ustedes
perdonan a otros el mal que les han hecho, su Padre que está en el cielo
los perdonará también a ustedes, pero si no perdonan a otros, tampoco
su Padre les perdonará a ustedes sus pecados” (Mat. 6:12, 14, V.P.).
Y será bueno citar también al apóstol Pablo:
“Echen fuera la amargura, las pasiones, los enojos, los gritos, los
insultos y toda clase de maldad. Sean buenos y compasivos unos con
otros y perdónense unos a otros, como Dios los perdonó a ustedes en
Cristo”.
Sí, aunque lo que haya que perdonar sea la infidelidad. (Ef. 4:31, 32, V.P.)
4. ¿V después?

Búsqueda
Toda acción humana tiene un “después”. Inclusive el suicidio, que es sólo una
forma de acelerar la llegada a la presencia de Dios. Pero pocas cosas pueden
ser hechas que tengan consecuencias más amplias que la infidelidad. Esta
afecta todas las esferas de la vida del hombre y por lo tanto tiene derivaciones
morales, mentales, físicas, sociales, matrimoniales, familiares, etc. Es posible
que muchos de los que incurren en ella no lo hicieran si de antemano supieran
todo lo que viene después.
Pero la triste verdad es que son muchos los que toman ese atajo para disfrutar
de la vida. Junto con esa dolorosa realidad, hay otra tan imponente como ella y
es la posibilidad del perdón, de la restauración, de la regeneración por medio
de la obra redentora de Jesucristo, o si se quiere de la acción transformadora
del Espíritu Santo. Por supuesto, la posibilidad de superar una de esas
situaciones no es estrictamente dentro del campo cristiano, pues dado que
muchas veces su raíz es meramente psicológica, cabe esperar una respuesta
puramente psicológica. Sin embargo, la acción del mensaje evangélico que
cambia las profundidades del hombre (y la mujer) tiene alcances mucho más
hondos y definitivos.

Decisión
Al contar nuestras historias, a menudo hemos usado expresiones como “sin
darse cuenta”, “involuntariamente” o “sin quererlo”. Eso es válido en cuanto al
proceso que lleva al adulterio, pero es obvio que el hecho mismo responde a un
definido acto de la voluntad, salvo el caso de una persona embriagada; el libro
del Génesis cuenta la reprobable acción de las hijas de Lot, que dieron de
beber a su padre para cometer incesto con él; se habían formado en la escuela
de Sodoma y Gomorra y fue uno de los precios que tuvo que pagar ese hombre
por radicarse en un lugar corrupto.
Si hay un acto de la voluntad en el camino de ida al pecado, es lógico que deba
esperarse que haya uno también en el de regreso. ¿Recordamos la historia de
Javier? El había permitido que las redes de una mujer fueran tejiéndose sobre
su conciencia, hasta que dio lo que hemos llamado un “portazo espiritual”. No
sirve la idea de “probar”, de “dejar poco a poco”, de “seguir siendo sólo
amigos”, con todo el reconocimiento del placer que se ha disfrutado y de la
dificultad para renunciar a él. Dios nos reclama una decisión formal, clara y
profunda, que produzca un cambio radical. Es como estar dentro y fuera del
agua, o dentro y fuera de la casa, o antes y después de cruzar las puertas del
Registro Civil. (De paso, sea dicho, que la excusa de algunos de que “mi
matrimonio no fue bendecido por Dios”, pues fue sólo civil, es una
argumentación muy pobre, que sólo convence al que lo dice.)
A Javier le mostraron la Biblia. Allí aprendió que, ante la infidelidad, sólo
cabe una actitud de sí y no, de diferencia absoluta. Así le leyeron:
“Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo
de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se
oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis… Y manifiestas (bien
conocidas) son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación… “No
precisó leer más, pero, sin embargo, captó que el fruto del Espíritu es amor,
gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”
(Gál. 5:16-19, 22, 23).
Decidió que todo eso es lo que debía a su esposa, en sus propios pensamientos
o en su relación.

Honradez
Antes de dejar a esta pareja, hay algo que es necesario reconocer en ella: la
actitud de Dora, la esposa que apenas hemos nombrado. Cuando ella se dio
cuenta de lo que pasaba, de los malos caminos de su marido, por supuesto se
sintió afectada como si hubiera perdido un miembro o un ojo. Pero se
preocupó, no tanto por preguntar quién había lanzado el dardo que la hirió,
sino por cuestionarse si ella no había puesto su rostro como para esperarlo. Le
vino a la mente una expresión que había oído muchos años antes cuando se
discutía un caso similar: “La culpa nunca está toda de un solo lado”. Se le
ocurrió lo que también hemos dicho ya: lo que había hecho Javier no era
justificable, pero ¿no habría cosas que pudieran explicarlo? Ella no había
hecho absolutamente nada que le diera motivos para la infidelidad. Pero ¿le
había dado motivos para la fidelidad?
Como tanta gente, tenía un tío mayor, muy respetado, a quien la familia solía
acudir en busca de consejo. Ella se atrevió a ir, segura de que recibiría
comprensión y discreción. La pregunta que le planteó fue doble: “¿Qué puedo
haber hecho para que mi marido caiga en eso?”, pero más importante: “¿Qué
puedo hacer para que vuelva?”
El buen hombre admitió que no lo sabía, pero agregó: “Vamos a tratar de
averiguarlo los dos juntos”. Comenzó por hacerle una pregunta: ¿Qué es lo que
le disgusta a Javier? Dora no entendía bien y entonces él le puso un ejemplo:
Cuatro hombres pasaron un año solos y encerrados en una base de la Antártica.
Fue un año de martirio; a tres de ellos les disgustaba que se golpearan las
puertas y el cuarto tenía la costumbre de hacerlo. La necesidad de la
convivencia hacía que el detalle adquiriera dimensiones cósmicas e hizo
fracasar su trabajo. Como no era un matrimonio, al cabo del año se separaron,
sin consecuencias, pero precisamente no es en separación que se espera que
culmine una pareja.
“Veamos algunos ejemplos de cosas que no le gustan a los hombres.” Y
empezó una larguísima lista de ejemplos como: Ver a la gente despeinada.
Comer un guiso quemado. No tener la comida lista a la hora. No ser atendido
por causa de terceros, incluyendo su familia política. Tener que buscar todas
las noches sus pantuflas. No saber cómo se va el dinero, aunque la inflación
tenga la culpa. Encontrar el diario desarmado. Recibir lamentos por no poder
tener algo que tiene una cuñada. Llegar tarde o demasiado temprano a todas
partes. Oír más gruñidos que palabras. Encontrar cabellos en el peine.
A esa altura. Dora reaccionó: “Por favor, ¡no me diga que los cabellos en el
peine, las pantuflas o el diario justifican que un hombre se vaya con otra!” El
la miró y dijo tranquilamente:
“Nadie ha dicho eso. Solamente estamos viendo qué cosas pueden ir
acumulándose para que un hombre no sienta hacia su esposa lo mismo que
cuando se casó. Son tonterías, pero todas juntas van pesando y, cuando llega
algún momento especial (una crisis, una tentación, un problema), sirven para
un estallido.”
Como para ayudarla a entender, le dijo:
“Y lo mismo es del otro lado. Muchas mujeres van sintiendo que su marido no
es el novio de su juventud, por minucias como aquéllas”.
Y entonces hizo la otra lista: Presentarse siempre sin afeitar. Llegar a menudo
a deshora y negarse a decir por qué. Vivir hablando por teléfono con sus
amigos. Ser tacaño en el uso del dinero. Preocuparse con exceso de la ropa.
Olvidarse de la fecha de casamiento (todos los meses, por ejemplo). Comprar
libros que le interesen sólo a él.
Dora no escuchaba mucho esta serie. No se había sentido aludida por la
primera, ya que no le correspondía ninguno de los ejemplos, pero sabía que
había “algo” que sí le hubiera tocado. Ni siquiera escuchó cuando el tío
continuaba: “Por supuesto, puede haber cosas más serias: infidelidad del otro
lado, coqueteo, secretos de antiguos deslices, atenciones excesivas al otro
sexo, crueldad, embriaguez”… Ella no le prestaba atención, pues no era su
caso, pero sí el de una vecina, que había debido seguir de cerca, por las
confidencias de la mujer.
“No siempre es así. A veces, hombres o mujeres actúan sin razón alguna. No
todo lo que hacemos tiene explicación. Hay muchos que se hacen infieles sin
que se les haya dado motivo alguno, pero siempre es nuestro deber averiguar
si, aunque sea mínimo y lejano, no hemos cometido o descuidado algo que
provocó, o al menos aceleró o influyó, en la catástrofe final.”
Cuando Javier regresó de su vagabundeo moral, el hogar estaba listo para
esperarle y también su esposa muy especialmente porque había sabido corregir
las cosas grandes y pequeñas que debían ser corregidas. La verdad es que él
tardó mucho tiempo en darse cuenta.
Así hemos visto un par de pautas importantes para la búsqueda de la solución.
Una es la necesidad de una decisión definida para encontrarla. La segunda es
la honradez en la actitud de la parte afectada, tanto como de la parte culpable.
Pero estamos hablando desde un punto de vista cristiano y, por lo tanto, no
podemos dejar de decir que la solución final estará en un aplicación total y
honrada del mensaje bíblico.

Lo bíblico
Este tiene una potencialidad que no se encuentra en ningún otro medio: la
superación de los instintos y de la herencia del medio. Esas capas de nuestra
vida inconsciente, que tantas veces son la causa de la infidelidad, son
regeneradas por el poder de Dios al mismo tiempo que aquellas otras de las
que sí tenemos conciencia. Esa es la explicación de lo que ocurrió en el
matrimonio de Samuel y María, aquellos dos jóvenes que crecieron en un
ambiente muy bajo social y moralmente; la pobreza, la embriaguez, la falta de
enseñanza, todo se había confabulado para traer la infidelidad a aquella casa.
Un día llegó al barrio otra pareja. No hacía mucho que se habían casado y
demostraban una gran felicidad en ayudar al prójimo, en el espíritu de la
iglesia evangélica que les mandara a trabajar allí. Aunque eran bastante
jóvenes, la gente les confiaba sus problemas y por eso, lógicamente, algún día
Samuel y María les contaron su historia. Ellos respondieron con la de su propia
relación, sobre todo contando el día de su casamiento. Explicaron cómo, al
presentarse delante de la autoridad civil, habían hecho un compromiso ante la
sociedad y que, al ir al templo a pedir la bendición de Dios, se habían
comprometido delante del Señor. Por lo tanto, quebrar la fidelidad a esa unión
doblemente consagrada era falta a las promesas hechas a la sociedad y a Dios.
Mencionaron el pasaje bíblico que se les leyó en aquel día inolvidable. En
Efesios 5, les mostraron palabras como éstas:
“Someteos unos a otros en el temor de Dios. Las casadas estén sujetas a
sus propios maridos, como al Señor… Maridos, amad a vuestras
mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por
ella, para santificarla… a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia
gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que
fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus
mujeres como a sus mismos cuerpos” (vv. 21 — 28).
Aplicaron el pasaje al caso que tenían por delante: El cuerpo incluye la vida
sexual, que es propiedad común de ambos. Su relación entre sí debía ser fuerte
como la que de quien está sometido. Eso se fortifica con el amor. Dios mismo
es el ejemplo de que eso es posible. El marido — y por supuesto la mujer —
debe estar dispuesto al sacrificio (por ejemplo de sus impulsos). La finalidad es
que ambos sean “santos” (de acuerdo con la voluntad de Dios) y que no
aparezca en sus vidas ni una mancha ni una arruga. Por cada arruga que
aparezca en la cara del otro, remataron, Dios le pedirá cuentas al culpable.
Para Norberto, que era creyente, la búsqueda no fue tan larga, pues conocía
bien la Biblia y oía regularmente su exposición. Tampoco lo fue para Iris, la
mujer a quien el diablo usó como medio para que ambos cayeran. En realidad,
a ella le llegó de una forma insólita, por un trozo de la Escritura que no parecía
tener que ver con ella. Fue durante un estudio bíblico que lo oyó leer y se
sintió afectada.
“Que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia;
no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino
con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad”
(1 Tim. 2: 9, 10).
Creía ser eso último y no le parecía que tuviera mucho que ver con ella la
primera parte, pues no tenía con qué pagarse joyas o vestidos de alta costura,
aunque bien sabía que la seducción no está en ello sino en la forma de usarlo.
Pero sí estaba segura de que aquel vínculo no formaba parte de las “buenas
obras”.
Esa misma noche, el mensaje bíblico tocó el corazón de Norberto, que se
sentía muy indigno de todo, inclusive de ocupar un asiento en el templo. Como
de lejos oyó al predicador anunciando la lectura. Las palabras se le acercaron
poco a poco y de pronto le entraron al corazón.
“Si decimos que tenemos comunión con él (con Dios), y andamos en
tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero sí andamos en
luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre
de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está
en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1: 6-9).
La boca del joven estaba pastosa y con un sabor acre. Los que le rodeaban se
sorprendieron de que inclinara la cabeza, la apoyara en las manos y se quedara
así. Había admitido que andaba en tinieblas, estaba confesando sus pecados
para estar en comunión con su esposa, gracias a que Dios le había limpiado de
su mal. Ella que estaba a su lado le preguntó si no se sentía bien. El contestó:
“Sí, querida; estoy mejor que nunca”.

Reconocimiento
Era muy distinto el caso de Rubén, aquel “macho” que se enorgullecía de que
no hubiera mujer que se le resistiera. Un día ésa apareció en una sencilla
mucamita y él se enojó tanto que se lo contó a un amigo con quien no solía
tratar esos temas, porque lo conocía en su seriedad. Pero estaba tan enojado
que se descargó en el primero que encontró ¡y éste lo invitó a la iglesia! Fue
insistente y Rubén aceptó para sacárselo de encima.
Apenas el pastor comenzó a hablar, se le pusieron rojas las mejillas. Sabía que
no era la calefacción, sino la idea peregrina de saberse descubierto: sin duda su
amigo había contado su caso; por supuesto, no sabía que eso pasa con
impresionante frecuencia. “Perdonarán que lea estos pasajes, que tienen mucha
crudeza, pero así los cuenta la Biblia y estoy seguro de que así se aplican en la
actualidad hoy”, sonaba la voz desde el pulpito. La historia era la de David: el
gran hombre tenía un lado flaco, pues siempre se enredaba con alguna mujer,
hasta que le ocurrió el problema con Betsabé — nadie decía que no al rey — y
se derrumbó su mundo cuando descubrió que había estado viviendo de acuerdo
con sus instintos biológicos y no con su razón y su mente, capaz de las cosas
más elevadas. La fuerza casi violenta del lenguaje bíblico era lo que él
precisaba, como cuando Dios dijo al monarca:
“He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus
mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con
tus mujeres a la vista del sol” (2 Sam. 12:11).
Pero también oyó que le describían y le mostraban una puerta iluminada
cuando oyó leer el Salmo 51:
“Ten piedad de mí, oh Dios... He aquí, en maldad he sido formado, y en
pecado me concibió mi madre… Esconde tu rostro de mis pecados, y
borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y
renueva un espíritu recto dentro de mí” (vv. 1, 5, 10).
Al salir, pidió una entrevista al pastor; dos días después, su vida había
cambiado y sólo lamentaba no poder encontrar a aquellas que habían sufrido
de su descontrol para pedirles perdón, un perdón difícil pues en muchos casos
el mal era irreparable.
Lo que Rubén entendió sin que nadie se lo explicara fue que el camino para
dejar esa vida, que en el fondo no le satisfacía, sino que abría más sus apetitos,
comenzaba por el reconocimiento de que ello estaba mal. Estaba mal por ser
contra la voluntad de Dios y también contra la esencia del hombre y de la
sociedad. Habiéndolo reconocido, había que arrepentirse. Sí, confesarlo a Dios
y si era posible a las personas afectadas. Era preciso retomar un nuevo camino
en el que una relación matrimonial pura y firme eliminara aquella “necesidad”
innoble.
La segunda parte de su experiencia fue en aquella conversación privada. El
pastor le citó varios pasajes bíblicos. Le tocó el que dice: “De modo que si
alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas
son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17). ¡Todo, todo nuevo! Sí, era posible, porque
“la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado”. La imagen de un Salvador
derramando su sangre en la cruz para lavar sus faltas, y la de un Señor glorioso
que resucitó para mostrarle qué vida se ofrecía, produjeron en él un impacto
transformador. No seamos deshonestos y reconozcamos que la tentación se
presentó y a veces con mucha fuerza. Pero Rubén supo lo que significa ser
“más que vencedores” (Rom. 8:37).

Nueva conciencia
Pero hay más cosas que considerar. A veces es necesario tomar la conciencia
como si fuera arcilla y remodelarla. Por ejemplo en el caso de Eugenio y Rosa,
el problema radicaba en una mala concepción de lo que es el sexo de parte de
él, que sólo veía en el matrimonio un cauce para su vida sexual. Lo demás era
tan accesorio que nunca se había cuidado de cultivarlo. Mientras ella fuera un
buen vehículo, bien; si no, habría que buscar quien la reemplazara. Su carretera
mental tenía lugar para una sola vía y por eso siempre había motivos para
salirse de ella. Naturalmente, sabía distinguir entre lo legítimo y lo ilegítimo,
sólo que consideraba que esto era ineludible.
Un cuñado, que le conocía las debilidades, comenzó a asistir a una iglesia
evangélica y un día se le presentó con un Nuevo Testamento, diciéndole:
— Encontré algo que te viene bien.
Entonces le leyó:
“La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de
fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en
santidad y honor; no en pasión de concupiscencia… Pues no nos ha
llamado Dios a inmundicia, sino a santificación.” (1 Tes. 4: 3-5, 7).
— ¡No me hables de inmundicia, viejo! — repuso.
— Un momento. Según esto, eso es tu vida. No preciso explicarte lo que es la
fornicación, ¿verdad? De eso hay que apartarse. La compensación está en que
tengas a tu esposa como dice aquí: en santidad y honor.
Si la hubiera conocido, quizá le habría leído el mismo pasaje en la Versión
Popular: “Cada uno sepa portarse con su propia esposa en forma santa y
respetuosa, no con pasión y malos deseos.”
A Eugenio aquello le tocó muy adentro. Sintió que alguien lo acusaba,
poniendo un gran signo de interrogación sobre la vida que había llevado hasta
entonces o, aun más profundamente, sobre los conceptos con que la había
manejado. Tomó decisiones, hizo planes y se formó nuevas ideas. Con todo, no
fue tan fácil. Cambiar su conciencia no era suficiente; como vimos en un caso
anterior, su inconsciente ya había sido afectado. Pero una búsqueda sincera de
la voluntad de Dios, intensificada por la lectura de su Palabra y conversaciones
orientadoras, obraron el milagro. Su vida interior había sido reorientada y su
esposa recuperó al marido con que soñaba cuando se casó.

Profesionales
¿Recordamos el caso de don Pedro? Era aquel hombre serio, que tenía dos
casas montadas a la vez, cada una con una mujer, aunque por supuesto sólo
una era legítima. Esta lo descubrió, le hizo un escándalo y se divorció. El no se
quedó satisfecho. La relación paralela no funcionaba estando sola; servía de
refugio en lo que era para él el puerto seguro de su hogar. ¿Qué podría hacer?
Su viacrucis fue largo, porque eran muchas las cosas que debía solucionar;
mientras lo recorría, cuidó que su esposa supiera de los esfuerzos que estaba
haciendo, con la esperanza de que ella reflexionara. Si hubiera sido creyente,
hubiera dedicado mucho tiempo a la oración.
Tuvo que pasar por distintos tipos de profesionales. El primero, gustarle o no,
debió ser el abogado. Acudió a la citación, pero luego fue a buscar uno de su
confianza, para que le explicara qué podía hacer. Cuando las cosas llegan a ese
nivel, quizá un hombre de leyes pueda hacer un aporte, aunque no de tipo
curativo.
Pero hay otros profesionales. Es curioso que citamos a uno de ellos al decir
que una pareja debe hacer todo lo posible por arreglar las cosas entre sí antes
de buscar ayuda fuera. A don Pedro, su amigo le recomendó un psicólogo. Le
explicó que las leyes no le solucionaban el problema, porque la historia
volvería a repetirse. No tenía una enfermedad física, sino síquica, de la mente
y el corazón. El hombre atendió la opinión y fue a ver un buen profesional.
Tenía personalmente prejuicios sobre ellos, quizá por ignorancia, quizá porque
le había tocado en suerte (o en desgracia) conocer de cerca dos malas
experiencias: un sicólogo que recomendó a una jovencita inocente que tuviera
relaciones sexuales con cualquiera y otro que se ofreció él mismo para cumplir
esa función con una mujer traicionada. Pero el abogado le explicó que en esa
esfera encontraría buenos y malos profesionales como también encontraría
malos y buenos médicos. El conocía uno de principios morales sólidos y a ése
lo remitió. Fue un verdadero compañero de peregrinación, que le ayudó
mucho, ya que él también hacía su parte y fue entregándose por completo. No
es del caso describir el tratamiento, pues ello entra en una fase técnica.
Don Pedro fue sintiéndose cada vez más fuerte interiormente y consideró que
ya era la hora de buscar a su esposa, para lo cual había recibido muy buena
orientación. Para su sorpresa, el sicólogo le dijo: “Quizá le conviene esperar un
poco más. Su problema no es sólo síquico: es también espiritual. Usted tiene
que poner su vida en orden con Dios. Así como me buscó a mí, busque a un
pastor (yo puedo recomendarle uno), y entonces sí podrá enfrentar con éxito la
recuperación de su esposa; por lo menos, haga las dos cosas juntas; quizá ella
quiera acompañarlo.”
Se dijo que podía esperar un día más. Hablaría con un ministro religioso y
después se acercaría a su señora. Llamó por teléfono al número que le dio el
sicólogo y acordaron una entrevista. Le sorprendió que el pastor no
reaccionara como si estuviera escandalizado; más bien fue como si le resultara
normal que alguien actuara según las pautas del mundo, si vivía en el mundo,
aunque él daba a esa palabra no sólo el sentido de “ambiente” sino el de lo que
está lejos de Dios. Le aseguró que su problema tenía solución — el suyo, el de
su propio corazón — y que confiaba que también lo tendría el de su
matrimonio. Le explicó cuál es la voluntad de Dios para nuestra vida y le
aseguró que en él se pueden encontrar las fuerzas necesarias para cumplirla.
Sobre ese Dios, le dijo: “podemos leer en la Biblia”. Y en efecto, tomó un
ejemplar y dio lectura:
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su
grande misericordia, nos hizo renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia
incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos
para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios, mediante la fe,
para alcanzar salvación” (1 Ped. 1: 3-5).
“Inmarcesible quiere decir que no se marchita”, le explicó.
“He conocido muchos casos parecidos al suyo, y el Señor siempre ha dado
una solución cuando se la ha buscado con honestidad. ¿Sabe que en la Biblia
esa quiebra de la fidelidad es un ejemplo de la ruptura con Dios, y que él
siempre quiere rehacer su relación con el hombre?” Luego agregó: “Alguna
vez que conversé del mismo tema con una mujer joven, le leí unos versículos
del profeta Isaías que me resultan emocionantes. Permítame compartirlos con
usted”.
Dio vuelta las páginas de la Biblia y en otra parte del volumen, leyó así:
“Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu
Redentor, el Santo de Israel; Dios de toda la tierra será llamado” (Se
interrumpió para acotar, levantando los ojos: “Nótelo: usted tiene que ocupar
el lugar de un señor, de un hacedor, de un redentor”. Luego siguió).
“Porque como a mujer abandonada y triste de espíritu te llamó Jehová,
y como a la esposa de la juventud que es repudiada, dijo el Dios tuyo…
Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo; he aquí que yo
cimentaré tus piedras sobre carbunclo, y sobre zafiros te fundaré… Con
justicia serás adornada; estarás lejos de opresión, porque no temerás, y
de temor, porque no se acercará a ti.” (Isa. 54: 5, 6, 11, 14).
Don Pedro escuchaba mudo. Sólo oía la lectura; no prestó atención a un perro
que ladraba más bien cerca. Con la cabeza que afirmaba suavemente,
acompañó sus labios que murmuraron: “Pobrecita, fatigada… pobrecita mi
esposa.”
Había llegado al fin de su odisea. Como el héroe griego, había ido de isla en
isla hasta llegar a su esposa. El había comenzado por el abogado, que le hizo
mucho bien y que era el único que podía aclararle algunas cosas. Luego había
recalado en el psicólogo, que le había ayudado aún más, sobre todo en
profundidad. Finalmente, había tocado puerto cuando, de la mano espiritual del
pastor, la Biblia le había expresado el llamado de Dios.

Soluciones radicales

Distanciamiento
Dijimos páginas atrás que había algunas pautas que seguir y mencionamos tres
(una decisión definida, el conocimiento de lo que pueda tocar a ambas partes y
la aplicación del mensaje bíblico). Hemos agregado otras dos: el ordenamiento
de la conciencia (y el inconsciente) y la apelación a los profesionales que sean
necesarios: de las leyes, de la vida psíquica o del alma.
Por supuesto, lo antedicho no ofrece muchas perspectivas concretas. Es tan
difícil superar una situación así, que es necesario recurrir a soluciones
radicales.
Es lo que ocurrió en el ejemplo de Antonio, cuya historia era realmente simple.
Bendecido con un buen matrimonio, no pudo soportar la soledad de un hotel al
que llegó por razones de trabajo y salió a la búsqueda de una mujer fácil, sólo
para satisfacerse, sin pensar en que engañaba a su esposa. Una noche,
regresando de aquella experiencia — que se había repetido — notó que en el
cajoncito de la mesa de luz de su alojamiento había una Biblia. Sin otra cosa
que hacer, la tomó y la abrió al azar. Leyó arriba la palabra “Gálatas”, que no
le dijo mucho. Miró en un lugar cualquiera de la página y lo que encontró le
hizo mirar alrededor, como si tuviera miedo de tener testigos. Decía así:
“Ustedes, hermanos, fueron llamados a ser libres. Pero no usen esta
libertad para dar rienda suelta a sus instintos. Más bien sírvanse los
unos a los otros por amor.” (Gál. 5:13, V.P.).
Volvió casi con fuerza la página acusadora: su esposa le había dado libertad,
pero él, por cierto, no le pagaba con amor. El libro se abrió en otra parte y,
como para no darse por vencido, volvió a leer. Ahora decía:
“La mujer ajena habla con dulzura y su voz es más suave que el aceite;
pero termina siendo más amarga que el ajenjo y más cortante que una
espada de dos filos. Andar con ella conduce a la muerte; sus pasos
llevan directamente al sepulcro. A ella no le importa el camino de la
vida, ni se fija en lo inseguro de sus pasos” (Prov. 5: 3-6, V.P.).
Se sintió enojado, aunque no sabía con quién; mejor dicho, no quería
reconocer que era consigo mismo. Pero había algo en el libro que lo atraía,
como el encantamiento de una serpiente: Miró la misma página, intentando
vencerla. Ahora decía así:
“Calma tu sed con el agua que brota de tu propio pozo. No derrames el
agua de tu manantial; no la desperdicies derramándola por la calle.
Pozo y agua son tuyos, y de nadie más; ¡no los compartas con extraños!
¡Bendita sea tu propia fuente! ¡Goza con la compañera de tu juventud,
delicada y amorosa cervatilla! ¡Que nunca te falten sus caricias! ¡Que
siempre te envuelva con su amor! ¿Por qué enredarte, hijo mío, con la
mujer ajena? ¿Por qué arrojarte en brazos de una extraña? El Señor está
pendiente de la conducta del hombre; no pierde de vista ninguno de sus
pasos.” (Prov. 5:15-21, V.P.).
Sintió una compulsión casi frenética, como si las mantas estuvieran
electrizadas. Miró el reloj: eran las once de la noche. Sabía que cuarenta
minutos después pasaba un tren por allí y le bastaron tres o cuatro para
empacar sus pocas cosas, siete para arreglar sus cuentas en la recepción y diez
para llegar a la estación. Su esposa se sorprendió cuando se presentó de
madrugada. “Después te explico”, le dijo Antonio; “me pasó algo y no vuelvo
más allí”.
Al día siguiente, fue a ver a su jefe apenas éste llegó a la oficina.
— Señor, tengo algo que decirle.
El jefe notó una tonalidad de decisión en la voz de su empleado.
— No quiero volver más a Quintana.
— Pero, ¿por qué? Eso le trae buenos dividendos.
— Lo sé. Pero no quiero pisar Quintana más en mi vida. Es algo personal; le
ruego que no me pregunte.
El problema se arregló. Antonio había llegado a una conclusión: aquella
ciudad era para él sinónimo de adulterio. Estar allí era casi necesariamente caer
en ello. Si hubiera leído todo el capítulo bíblico, hubiera encontrado este
mandato divino por medio de la pluma de Salomón: “Aleja de ella tu camino, y
no te acerques a la puerta de su casa” (Prov. 5: 8). Eso es lo que había resuelto
hacer: no volvería más al lugar que le recordaba — y le incitaba — al pecado.
Después hizo más, porque pidió que no lo mandaran de viaje, al menos por un
tiempo.
La infidelidad es un pecado que no se puede cometer sino dentro de ciertas
condiciones. Asimismo por lo general sólo hay determinadas circunstancias
que llevan a ello. Si se es capaz de reconocerlas, es necesario huir de
inmediato de ellas. Para algunos es inevitable irse de la ciudad o del país; vale
la pena el precio si se recupera el hogar, sobre todo cuando los hechos han sido
rodeados por el escándalo. Poner distancia entre la tentación y nuestra
debilidad a menudo es el único camino.
Por supuesto, no siempre es necesario algo tan extremo. En aquella historia de
José y Eva, los dos estudiantes secundarios, el camino estaba en no ir más al
cine o no prender más el televisor, al menos para ciertas películas. Por
supuesto, podrían ver noticiosos, documentales, historias del Lejano Oeste y
mil más sin problema. Pero apenas el “problema” se presentaba en la pantalla,
era necesario que dejaran la sala o apagaran el televisor. Si eso les llevaba por
mal camino, pues sencillamente había que acabar con eso, sea lo que fuere que
eso fuese.
Contamos la historia de Enrique, el marido de Laura, que se deprimió
profundamente por una serie de causas, que culminaron con la noticia de que
su esposa nunca tendría hijos propios. Entonces apareció Beatriz, su
compañera coqueta, que lo rodeó como una medusa con su flirteo y lo hizo
caer. Cuando él reaccionó, supo en seguida qué tenía que hacer, aunque en el
primer momento no podía decir cómo: debía alejarse de esa mujer… o debía
alejarla a ella. Lo comentó con alguien, diciéndole la verdad; era un hombre
serio, que no le discutió los motivos, sino que, de alguna forma, arregló que
Beatriz trabajara en otra oficina. Dijimos que él había reaccionado; realmente
fue así, pues la situación no volvió a repetirse y recuperó la plenitud de su
hogar.
Pero uno podría preguntarse cómo encontró fuerzas un espíritu endeble como
el suyo. Aquel que le solucionó el problema le puso en las manos un Nuevo
Testamento, con un señalador adentro. Abrió allí y encontró un trozo marcado:
“No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros…
heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido
lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios… Huid de la
fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera
del cuerpo; más el que fornica, contra su propio cuerpo peca. — O
ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en
vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros” (1 Cor. 6: 9,
11, 18-20).
“Huid”, decía allí. Y Enrique se dio cuenta de lo que significaba. Desde
entonces, huyó, no por cobardía, sino porque, ayudado por aquel amigo, llegó
a entender también que era propiedad de Dios y no de sí mismo.
Puede darse el caso de que la necesidad no sea “huir de”, sino “huir hacia”. En
cierta forma, sí no hay un “hacia”, una meta definida, no será posible alcanzar
una solución. Por supuesto, la meta será la reconstrucción de la vida familiar
normal, pero puede ocurrir que, al menos aparentemente, ésta no haya sido
dañada, sino que el mal está, como está siempre en alguna medida, en el
interior del que ha fallado.

Soluciones de fondo
Es un trastorno profundo, y realmente es necesario comprender que algo que
cala tan hondo en la personalidad y la vida de relación como es la infidelidad
requiere soluciones que no sólo sean radicales, sino también de fondo. Y al
decir “de fondo” estamos diciendo también difíciles a menudo, duras con
frecuencia.
Comencemos citando un pasaje bíblico.
“Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para
que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por
la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta y
respetuosa… Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas
sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a
coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no
tengan estorbo” (1 Ped. 3: 1, 2, 7).

Diferencias enfrentadas
Esto tiene su aplicación para la primera pareja que encontramos en estas
páginas, la de Luis y Magdalena. El cayó en la tentación porque su hogar dejó
de serle atractivo por el abandono de su esposa. Cuando llegó la crisis y ella se
enteró, debió dejar pasar las cosas, simplemente porque carecía de fuerza de
voluntad. Aun cuando era “casta y respetuosa”, no hacía nada por ganar a su
marido, con o sin palabras. De la misma manera, él había querido racionalizar
aquella comparación antigua de la mujer como “vaso más frágil”, diciendo que
la ciencia ahora muestra que fisiológicamente la mujer es más fuerte que el
hombre. Por supuesto, la ciencia ha avanzado para decirnos que no es así en lo
emocional y que la infidelidad, por ejemplo, la afecta de una manera mucho
más radical que a un hombre, dejándola con frecuencia sin energías.
Cuando Luis se dio cuenta de que debía cambiar de conducta se preguntó si
quería volver a la vida anterior. No, no era ese su ideal: necesitaba que aquello
cambiara y la crisálida tenía que hacerse mariposa. ¿Cómo transformar a su
esposa en mariposa? ¿Y cómo dejar de ser oruga él mismo? Un sábado a la
tarde, cuando tenían mucho tiempo por delante, dijo a Magdalena: “Tenemos
que comentar algo.” Ella lo miró asombrada, pero aquello fue sólo el
comienzo, pues no podía creer lo que estaba oyendo. Luis le propuso un trato:
él le explicaría qué debían cambiar en la casa a su juicio, inclusive en lo que le
correspondía a ella; ella, por su parte, le diría con franqueza cuál era su criterio
al respecto.
Comenzó a hablar cuando ella asintió. Lo hizo en tono suave y positivo.
Incluyó muchas cosas en las que tenía que cambiar él primero; estuvo a punto
de tratar el tema de fondo, pero se dio cuenta de que estaba implícito y que era
mejor hacer las cosas paulatinamente. Muy pronto. Magdalena lo interrumpió
y le agradeció por reconocer algo; como habiendo tomado valor, hizo lo
mismo, dándole la razón en lo que él ya había mencionado. Pusieron todas las
cartas sobre la mesa, desde el arreglo de las habitaciones hasta su vida
conyugal, desde el horario de las comidas hasta las relaciones con las
respectivas fámulas. Ciertas cosas eran duras de recibir y hubo algunas
reacciones, pero así lograron formar un diagnóstico de los males que padecía
su matrimonio y comenzar un tratamiento que los curara. Luis encontró una
casa donde se sentía feliz y comprobó también que en muchas cosas el cambio
debía comenzar por él.

Perdón y humildad
Por lo general, las circunstancias no son tan llanas; diríamos que casi nunca,
sobre todo cuando la fidelidad ha sido un valor que se daba por concedido. Así
fue en cuanto a Fernando y Mabel, los jóvenes miembros de una iglesia
evangélica, cuyo matrimonio entró en crisis por la caída de él. Ella reaccionó
positivamente, tratando de recuperarlo, yendo inclusive a estudiar guitarra.
Cierto día, dejó como al descuido un libro cristiano sobre el hogar. Uno de los
capítulos — donde el volumen se abrió “por casualidad” — tenía como
encabezamiento un trozo bíblico:
“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza,
pasiones desordenadas malos deseos, y avaricia, que es idolatría; cosas
por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en
las cuales también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas…
Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable
misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si
alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó,
así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de
amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros
corazones” (Col. 3: 5-7, 12-15).
Para Fernando fue como si la habitación se llenara de un enorme resplandor.
Sólo que no encandilaba, sino que iluminaba las cosas más profundas. Se dio
cuenta de que aquello era cosa de Mabel, que ella había dejado el libro para
que él lo encontrara y que así le daba un mensaje que era difícil dar
verbalmente: “Te amo y te perdono. Pido a Dios que dejes lo que tienes que
dejar para que su paz venga a nuestra casa.”
Se fue a otra habitación y se puso de rodillas. Temblaba mientras pedía la
ayuda de Dios. Le golpeaban en la mente las palabras que Jesús puso en boca
del pródigo:
“He pecado contra el cielo y contra tí”. No se levantó hasta que sintió
que le llegaba el perdón del cielo; la montaña que le había estado
aplastando se levantó de sus espaldas… pero quedó pendiente. Era que
él sabía que faltaba la segunda etapa. Porque “el que no ama a su
hermano (o a su esposa) a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a
quien no ha visto?” (1 Jn. 4:20).
¿Era realmente necesario? ¿Debía ver la expresión de su esposa cuando oyera
su confesión? ¿Cómo se presentaría ese rostro sobre el que ya caía la primera
cana, sin duda por su culpa? ¿Podría enfrentar un acceso de ira... o un silencio
de misericordia? ¡Era tan duro! Pero sin la confesión, el pródigo no habría
recibido el abrazo del padre.
Fue al dormitorio. Mabel estaba sentada en el borde de la cama. La figura de la
joven delgada, con los cabellos sueltos, cubierta por un largo camisón blanco,
se le ocurrió a Femando que era la imagen de un ángel; más que eso, de una
diosa griega, el símbolo de la pureza y de la bondad. Nunca la había visto así;
más que hermosa, era celestial. ¡Y él, él era un gusano! Como tal se echó de
rodillas. Había pecado contra el cielo y contra ella; se arrodilló ante el Señor
del cielo y le resultó lógico hacerlo ante la señora de su hogar. Clavando su
cabeza entre las rodillas de ella, derramó su angustia, humillado con el dolor
más agudo. Ella reaccionó; no todo fue como Fernando esperaba, pero al fin se
hizo la luz.
Esa sombra que hemos dejado al final del relato oculta una de las preguntas
más acuciantes: ¿Siempre es necesaria la confesión? O, ¿no hay casos en que
el silencio de la parte culpable o el de ambas, acompañado del olvido, es
suficiente camino para la reparación? No es posible señalar un solo camino. Es
cierto que siempre sigue en pie el mandato: “Confesaos vuestras ofensas unos
a otros”, pero es verdad que el mismo versículo agrega: “Orad unos por otros”
(Stg. 5:16). Son tantas las causas que llevan a la infidelidad, tantas las
circunstancias en que se desenvuelven, tan diversos el carácter y personalidad
de la parte afectada y la parte culpable, que es honradamente imposible señalar
un camino exclusivamente. Jamás debe buscarse el más fácil, como puede
serlo callarse o confesar según el caso. Siempre hay que preguntar en oración
si no es necesario el reconocimiento de la caída y hay que estar convencido de
que la voluntad de Dios es otra cosa para no hacerlo. Por supuesto, puede no
ser hecho en el primer momento, pero la postergación debe ser medida,
controlada y no ser tampoco una excusa que dilate indefinidamente lo que
debería hacerse. Para callar, creemos que hay que poder contestar
afirmativamente estas preguntas (supongamos que él es la parte culpable):
¿Estoy seguro de que obrando así el problema quedará no sólo superado sino
también enterrado?
¿No es una puerta abierta para una recaída, que ella puede ayudarme a evitar
si sabe que soy débil?
¿Ella realmente lo ignora por completo, sin sospecha alguna, o en caso
contrario, estoy absolutamente seguro de que su perdón es completo, aunque
silencioso?
¿Ella no sólo me ha perdonado, sino que se ha sanado la herida de su
corazón?
¿Me siento yo realmente en orden delante de Dios y de la sociedad, en
particular mi familia, tranquilo en mi conciencia y firme en cuanto al futuro?
¿No se relaciona mi silencio con el temor a que ella reaccione de manera
negativa y cruel, lo que no estoy dispuesto a enfrentar?
¿No hay terceros que han sido heridos por los hechos y que necesitan que
todo quede definitivamente claro?
¿Estoy seguro, en un aspecto muy práctico, de que la otra parte y cualquier
otro informado también callarán y que ella no se enterará por otra vía?
¿Es la voluntad de Dios?
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que
presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios,
que es nuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino
transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento,
para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y
perfecta” (Rom. 12: 1, 2).

Profundización
Pero si las soluciones tienen que ser profundas, lo que se necesita es
profundizar. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero no lo es tanto. Por
ejemplo, ¿profundizar qué? La respuesta es amplia: todo. Cada caso debe ser
analizado para ver en qué aspecto la existencia se ha tornado superficial, de
modo de permitir que corrientes subterráneas socaven la personalidad y la vida
a modo de infiltración.
Contamos páginas atrás la historia de Alejandro y Paula. Tenían una vida
difícil, que no conseguían abarcar del todo; en especial en los aspectos
económicos. Por eso, él debía tener dos empleos. Pasaba gran parte de la vida
fuera de la casa y regresaba en estado de tensión, con poco gusto por conversar
con su esposa. Así las cosas, ambos se vieron llevados a relaciones indebidas.
En cierta ocasión, un hermano de Alejandro vino a visitarlos desde otra ciudad.
No podía dejar de observar la forma como pasaban las cosas en esa casa:
durante los cuatro días que estuvo con ellos, no tuvo un momento para
conversar con su pariente y cuando lo intentó con Paula, el diálogo no fue
feliz.
Se iba un domingo y todos estaban en casa. Alejandro se levantó temprano ese
día, sólo por cortesía, ya que siempre lo aprovechaba para descansar un poco
más, mientras su esposa acumulaba fastidio. El hermano le dijo que tenía algo
que comentarle a solas. “Te estás matando por gusto, Alejandro”, le dijo
directamente. Y cuando vio que el otro estaba por reaccionar, continuó:
“Perdón por meterme en tus cosas. Pero soy tu hermano y no me perdonaría si
me callo: no pueden seguir con esta vida que está destruyendo tu hogar”. No se
dio cuenta de que entre tanto el otro meditaba que eso ya ocurría. Le dio
algunas ideas. Aunque no podía ser demasiado concreto por no conocer los
detalles de su rutina y necesidades: en eso fue sabio porque es muy fácil
pontificar sobre la vida ajena.
Pero dio a Alejandro bastante en qué pensar, tanto que él se lo contó a Paula.
Ella comentó: “Creo que tiene razón. Y pienso que los dos tenemos la culpa.”
Entonces comenzaron a analizar los distintos aspectos de su sistema de vida.
En primer lugar, se dieron cuenta de que era cualquier cosa menos un sistema.
A cada situación habían respondido con una reacción apresurada, sin meditarla
y sin volver jamás a ella. Por ejemplo, el segundo empleo de él: ¿era realmente
necesario? Lo había tomado cuando debieron participar en gastos serios en la
familia de ambos y cuando a la vez se produjeron desperfectos grandes en la
casa. Pero ahora eso afortunadamente había pasado y los ingresos adicionales
se gastaban en pequeños lujos de los que no disfrutaban. La pregunta era si
estaban dispuestos a pasarse sin ellos. “Con tal de tenerte contento en casa,
cualquier cosa”, dijo Paula.
La conclusión de él fue distinta. Dos meses antes, se había negado a que ella
aceptara el ofrecimiento de una amiga para que trabajara tres horas diarias en
un negocio de ropa femenina y había seguido diciendo que no cada vez que se
lo reiteraba; como ella no tenía deseos de luchar, las cosas quedaron allí.
Entonces Alejandro sugirió: “¿Te gustaría el trabajo en lo de Florencia? Si de
veras no tienes problemas con el horario de los chicos… Al menos, por un
tiempo.” Lo importante es que acordaron un plan de acción, una forma de
regular su tiempo de tal modo que les quedó algo interesante para usar entre sí.
La verdad es que al principio no sabía bien qué hacer con él y pasaban una
buena parte mirando televisión como dos extraños que compartieran la casa.
Pero surgió una relación que los invitó a acompañarle a salir con su familia
para conocer un nuevo parque de la ciudad, y fueron. A la semana siguiente,
fueron ellos solos y lo hicieron luego varias veces. Cuando llegó el invierno,
ya que no podían quedarse al aire libre, entraron al museo que estaba enfrente;
Paula recordó sus primitivos intentos pictóricos y quiso conocer otros lugares
como ése. Una tarde que había mejor clima se quedaron escuchando una banda
que tocaba en el parque.
Las novedades después se fueron introduciendo en la casa. Alejandro comenzó
a jugar con sus criaturas como lo había hecho antes. También llevó un
entretenimiento para mayores y lo compartió con su esposa; después invitaron
a otras parejas a tomar algo y distraerse juntos. Uno de ellos era músico y los
hizo ir a un concierto, lo que fue la manera de que descubrieron su gusto por el
arte sonoro; así surgieron otras salidas, pero sobre todo una buena colección de
grabaciones, de música que llenaba la casa y les daba tema para hablar…
aunque económicamente era un sacrificio.
De esas vinculaciones con otra gente, fue surgiendo un nuevo panorama de
posibilidades. Así fue como un día uno de ellos ofreció a Alejandro un buen
empleo y él pudo dejar el que le fastidiaba y Mónica dedicarse por completo a
la casa. Había salido del caparazón y la vida ya no caminaba como una tortuga.

Lo espiritual
Así llegó también la iglesia, que dio sentido al día domingo. Oyeron explicar y
creyeron sinceramente que el primer día de la semana, hecho para el descanso
bien utilizado y el culto a Dios, era una bendición traída por el cristianismo al
mundo; antes era sólo una jornada aburrida, simbolizada por una larguísima
siesta. Un día oyeron leer un pasaje bíblico y ella le tomó la mano en pleno
servicio, sonriendo. Decía:
“Por Jehová son ordenados los pasos del hombre, y él aprueba su
camino. Cuando el hombre cayere, no quedará postrado porque Jehová
sostiene su mano” (Sal. 37:23, 24).
Tal vez ellos no se dieron cuenta de cómo ese Dios estaba utilizando su iglesia
para la finalidad curativa, sanadora que es una de sus funciones. Dios sana el
alma pecadora y le da vida eterna. Dios puede sanar un cuerpo enfermo. Pero
olvidamos con frecuencia la acción restauradora en las relaciones, de las cuales
la más importante es la matrimonial. Si una congregación no tiene sentido de
esa responsabilidad y no se goza en triunfos de ese tipo, podemos decir que no
cumple su misión en forma plena.
Por supuesto, la acción debe comenzar desde el pulpito y la enseñanza. Ha de
exponerse la Biblia con la claridad que ella usa para condenar la infidelidad,
sin atenuantes. Debe haber advertencias sin mojigaterías sobre las formas en
que la tentación se desliza en nuestro medio. Parecería que muchos cristianos
conservan pruritos de otras épocas, adecuados para entonces, pero superados
por la realidad que nos circunda. No es necesario escandalizar a nadie ni usar
lenguaje o ejemplos más vívidos de lo que se requiera, pero tampoco hay que
“licuar” el mensaje. Hemos oído a un maestro de escuela dominical
comentando el mandamiento “No adulterarás”, haciendo referencia a un
episodio policial sobre nafta adulterada. Lo que era adulterado allí era la
Biblia.
Sin embargo, debemos tener el cuidado complementario. Muchas
congregaciones se contagian del espíritu condenatorio de la sociedad. Tal vez
quisieran volver a aquellos tiempos en que una adúltera debía llevar en el
pecho una gran A mayúscula, como cuenta Nathaniel Hawthorne en “La Letra
Escarlata”. La actitud de la iglesia ha de ser la del perdón y la restauración. En
la primera carta a los Corintios, Pablo enfrenta un pecado sexual, aunque no es
el de infidelidad. Pero en la segunda epístola, exhorta a recibir al que ya se
había arrepentido.
“Vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea
consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis
el amor para con él” (2 Cor. 2: 7, 8).
El ideal de una iglesia ha de ser el de restaurar al que ha caído. Naturalmente,
hay algunas precauciones que se deben tomar, sobre todo porque estamos en
medio de un mundo que asume actitudes hipócritamente moralistas para juzgar
a los cristianos. Pero el que ha caído y la pareja o familia que han sido
afectadas deben sentirse cómodos en la iglesia y no captar miradas de doble
sentido o comentarios en voz baja o cualquier otra forma que le haga sospechar
que es vista con recelo. Por lo contrario, la congregación debe ser el ámbito
donde los heridos por el pecado sientan que son recibidos afectuosamente, en
el espíritu de perdón que describimos antes. Si se trata realmente de una
familia, ha de percibirse que el dolor causado por el descubrimiento del mal es
sólo la reacción ante la voluntad de Dios quebrada y la esperanza y oración
para que él restituya lo que ha sido lastimado. Por supuesto, debe tenerse la
mayor de las reservas. Cada congregación tiene su forma de aplicar la
disciplina, pero se ha de recordar que en estos temas las heridas públicas
difícilmente se cierran. Es necesario llevar a los responsables a una
autodisciplina más que buscar actitudes públicas condenatorias, que
generalmente alejan no sólo a los involucrados sino también a familiares y
amigos.
Sí una iglesia — o mejor aún, sus líderes — está convencida de que Dios ya ha
juzgado y perdonado, no tiene derecho a agregar más castigos por su cuenta.
La disciplina que pedía Pablo para el incestuoso era sólo lo necesario para su
rehabilitación. ¿Y si ésta ya se ha producido? Recordemos que “No
adulterarás” es uno de los Diez Mandamientos, pero sólo uno, y que nuestro
deber al enfrentar a los que lo han quebrantado no puede ser muy distinto del
que aplicamos a quienes han transgredido otros mandatos divinos: no hurtar,
no mentir, no codiciar, honrar al padre y a la madre.
No era en aquellos aspectos que residía el problema de Hugo y Regina, que no
tenían dificultades económicas, al menos graves. Lo que sí era grave era el
hecho de que el conflicto de su matrimonio estaba en los aspectos más íntimos,
de los que consideraban que no debían hablar con terceros. No habían
conseguido armonizar la teoría y la práctica de las relaciones conyugales y ésa
fue la fuente de donde brotaba el agua maleada. Habían tratado de mejorar esos
otros aspectos, pero la insatisfacción en algo que ambos consideraban
importante debía ser fácilmente el sendero hacia la infidelidad como
“solución”.
A sólo cien metros de su casa había un templo evangélico. Sin saber realmente
por qué, a veces sí y otras veces no, asistían muy irregularmente, quizá
alrededor de una vez por mes. Por eso les sorprendió cuando allí encontraron
el camino para enfrentar su problema. También fue extraña la forma en que lo
encontraron. El pastor anunció la lectura bíblica, en 1 Corintios 3 y él entendió
“siete”. Como no tenía ninguna práctica, se aturdió bastante buscando, hasta
que al fin encontró, aunque la encontró mal. Por supuesto, quizá Dios no
pensaba que era realmente mal. Porque leyó esto:
“El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la
mujer con el marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio
cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su
propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por
algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente
en la oración, y volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás
a causa de vuestra incontinencia” (1 Cor. 7: 3-5).
Hugo se dio cuenta de que debía interrumpir allí. ¿Así que era cosa de
Satanás? No creía en el diablo como una vecina que se pasaba el tiempo con
curanderas y adivinos, pero que había un poder del mal estaba listo para
admitirlo. ¡El había sido llevado así por el mal camino! Si su esposa era la
dueña de su cuerpo, él no podía compartirlo con otra; esta verdad le golpeó
antes que la complementaria, que él era dueño del cuerpo de su esposa, pero
como era el dueño de su casa: no para abusar de ella, no para imponerse, sino
para vivir felizmente dentro de ese vínculo.
A la salida, pidió prestada una Biblia y en su casa leyó esos versículos a su
esposa. Ella le confesó entonces que en una ocasión anterior se había sentido
aludida por otro pasaje, que dice:
“Las ancianas … que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus
maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa,
buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea
blasfemada” (Tito. 2: 3-5).
Ella no tenía a ninguna “anciana” así, pero en realidad no lo precisaba, pues su
madre la había educado bien.
Pero ¿en realidad había cuidado de su casa y de su marido, digamos de su
marido como marido? Claro que había sido “casta” — lo son siempre las
mujeres como ella — pero ¿bastaba eso? ¿No ser infiel era ser una buena
esposa? (Para entonces, ella no sabía de las “aventuras” de él.)
Entonces atacaron el problema por ambos lados. Por una parte, analizaron su
vida íntima. Compraron un buen libro, comentaron el tema con un par de
personas serias y reservadas y al final recurrieron a un profesional, que en su
caso fue un médico, pues localizaron el problema en un aspecto clínico. Las
cosas empezaron a funcionar mejor, aunque lentamente. Ella descubrió una
satisfacción que nunca había disfrutado y esa respuesta de su mujer abrió
nuevos horizontes para Hugo. Ambos buscaban ahora que el otro gozara
cuanto fuera posible — porque mi cuerpo es suyo, razonaban ambos — y así el
placer era mutuo, recíproco y profundo.
Por el otro lado, Regina comenzó a ordenar su vida hogareña. Fue una suma de
pequeños detalles, pero que tenían mucho significado. Puso en un lugar visible
un objeto, recuerdo de un viaje que compartieron, y en otro un regalito que le
trajo él para su cumpleaños. Le pidió un artefacto para la cocina y, cuando lo
tuvo, le dio mucha importancia. Era una forma de prolongar su intimidad en lo
que podía ser visible a otros de su identificación interior; ella nunca dijo, por
supuesto, que ese obsequio fue solicitado luego de un momento de mucho
placer conyugal, inclusive porque, más que un requisito, fue como una forma
compartida de continuar visiblemente su dicha. Hugo no se dio cuenta de cómo
era envuelto en esa vida y gozaba de ella. Muy pronto comenzó a hacer aportes
y gastar bromas inocentes a su esposa. La relación que antes fue motivo de
tensión llegó a ser de sonrisa. Ella se divertía diciéndole que tal o cual ropa
eran para seducirlo y él se la festejaba. Hugo trajo a casa una revista con un
artículo sobre “métodos” y lo leyeron juntos, entre caricias. La vida sexual se
les hizo espontánea y feliz, una parte importante de su vínculo, pero no la
única. Tampoco se limitaba a un rato, sino que se proyectaba en muchas
formas sutiles y alegres, que sólo ellos entendían o compartían y en lo cual,
rejuvenecidos, se complacían. No sólo daban al otro su cuerpo, sino también su
corazón, la sonrisa de sus labios y el beso que nunca era simple cortesía.
Un día Hugo pasó por “la calle”. Era imposible decirse a sí mismo si aquello le
resultó sucio o ridículo, si era una mancha o una broma de Satanás. Pero
curiosamente, en ese momento vio a Regina de una manera feliz y encantadora
que sólo él podía captar. Y se rió de sí mismo, porque sintió la tentación de
sacar pecho al seguir caminando.
La Biblia
También comenzaba en la parte sexual de la vida la crisis entre César y su
esposa, más específicamente en los sueños eróticos que llenaban las noches de
él, donde alguna vez apareció la imagen de Zulema y a él le pareció que esa
imagen era uno de esos hombres que sacudían los faroles en noche de tormenta
para avisar a los barcos que había peligro de naufragio.
Se afligió realmente y buscó ayuda. Preguntó por un psicólogo y un conocido
le recomendó a “una persona que no es profesional, pero sabe muchísimo, que
a mí me ha hecho mucho bien”. Lo llevó a un pastor, que efectivamente tenía
mucha experiencia, lo que le permitía ser buen sicólogo, pues había unido a
ella una abundante lectura. Tomó su Biblia y, mientras la abría, le explicó: “Le
voy a leer unas palabras del apóstol Pablo: no se aflija si no las entiende del
todo al principio. Aplíquelas a su caso, y luego veremos cómo aclaramos
todo.” Entonces con voz que demostraba su respeto por el texto, hizo oír lo
siguiente:
“Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que
eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para
muerte. Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para
aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el
régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra”
(Rom. 7: 5, 6).
El predicador miró tranquila pero seriamente a César. “Vamos a ver si te das
cuenta de lo que dice aquí”, agregó. La visible diferencia de edad justificaba el
trato de confianza. Aclaró:
“Frutos para muerte en otra traducción son los malos deseos. A mí me parece
que el apóstol Pablo fue un psicoanalista genial casi dos mil años antes que
Freud. Me has contado honradamente — y te lo agradezco — que has tenido
lo que él llamaría ‘pasiones pecaminosas’ que se te presentan en la parte de tu
mente que no te es posible controlar: los sueños, que vienen allí en el
inconsciente, o el subconsciente como dicen otros. Pablo dice ‘nuestros
miembros’ porque se relaciona con cosas del cuerpo, físicas. ¿Nos
entendemos?”
El tono pedagógico a veces se hacía curiosamente paternal.
Continuó explicando que si eso ocurre es por el tipo de vida que llevamos.
“Mientras estábamos en la carne”, dice la Biblia, o sea mientras vivimos
simplemente como seres de carne y hueso. Eso no es malo, pero es incompleto.
También tenemos un espíritu que debe ser el que controle nuestra vida; señaló
que en lo que había leído se menciona “el régimen nuevo del Espíritu”. “Es el
Espíritu de Dios”, aclaró, que puede entrar en nuestras vidas y dominarlas,
desplazando, por supuesto, las otras cosas que se introducen en ella. El secreto
está, por lo tanto, no en pretender una falsa libertad, sino en dejar que el Señor
entre a manejar nuestra vida.”
Le guió lentamente por ese camino. Leyó:
“Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el
cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al
pecado” (Rom. 6: 6).
Le habló de una vida victoriosa en Cristo, que implica que así como él murió
en la cruz, nosotros debemos morir, “porque si fuimos plantados juntamente
con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su
resurrección” (v. 5). Y de allí desarrolló la senda en la que aquel viador
preocupado se transformó en un espíritu triunfante.

Restauración
En la iglesia que pastoreaba aquel sabio, eran miembros Fernando y Mabel, de
quienes vimos la caída y también la recuperación a través de una confesión
sincera y un perdón amplio. Ellos no se quedaron satisfechos y fueron a hablar
con su padre espiritual. ¿Qué podían hacer ahora? ¿Cómo evitar otro traspié?
Como siempre, tomó la Biblia y recorriéndola con mano hábil, se detuvo en
una página y leyó:
“Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros con el entrañable
amor de Jesucristo. Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde
aun más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo
mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo,
llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria
y alabanza de Dios” (Fil. 1: 8-11).
Sonreía ampliamente cuando levantó la mirada. “Vayamos por partes”,
comenzó. Fernando y Mabel le clavaban los ojos, teniéndose las manos. “En
primer lugar, me comprometo a orar por ustedes; mejor dicho a orar por lo que
me han contado, pues siempre lo hice en general y creo que mis oraciones han
tenido algo que ver con lo último que pasó. Pero ustedes deben hacer su parte.
Pablo habla de ‘vuestro amor’ y la verdad es que no sé si se refiere al amor
entre ellos o hacia Dios. Supongamos que las dos cosas. Eso tiene que
‘abundar más y más en ciencia’, o sea que es necesario que ustedes cultiven y
profundicen no sólo su relación uno con el otro, sino también con Dios para
que las cosas que aprueben sean ‘lo mejor’, para que tengan una vida ‘llena de
frutos’ como quiere el Señor.”
Casi al unísono, ellos le pidieron que fuera concreto, práctico. “Bien, no basta
que ore yo. Analicen su vida de oración, a solas y en conjunto. Vean cómo
puede mejorar. Analicen el lugar que tiene la Biblia en la vida y en el
matrimonio. ¿Y la iglesia? ¿Es un camino para esos frutos que decíamos? ¿La
comparten y se alegran en el servicio? Pensemos, por ejemplo, en las
conversaciones; se me ocurre que quizá les pase como a tantos, que tienen una
rara vergüenza de mencionar las cosas espirituales con la gente de confianza.
¿Qué pueden hacer juntos? ¿Se puede usar su casa para algo?”
Hizo una pausa. Se dio cuenta de que les había dado demasiadas cosas en que
pensar. Pero como ellos no hablaban, agregó:
“Lo que importa, lo que les han demostrado los hechos es que deben
profundizar la vida cristiana, no quedarse en algo rutinario y superficial; si
nunca fue así, pues entonces todo les ha hecho ver que tampoco bastaba y que
deben, como dije, profundizar, buscar una relación más estrecha con el Señor,
sentir más de cerca su presencia, gozarse más con las cosas que él tiene para
darles, como personas y como matrimonio.”
Fernando y Mabel reflejaban la gratitud en los leves movimientos de su rostro.
A todo debían responder que sí. La lectura bíblica sugerida para aquel día
decía:
“Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las hace, os indicaré
a quién es semejante. Semejante es al hombre que al edificar una casa,
cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una
inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo
mover, porque estaba fundada sobre la roca” (Luc. 6:47, 48).
Cuando inclinaron la frente para orar, les pareció que tocaban con ella el frío
de una roca en la que estaban sumergidos y también creyeron oír un ruido de
un río arrasador que se iba alejando cada vez más de ellos.
La última lección debe ser la idea de que, por grave que sea la infidelidad, por
difíciles que sean de borrar sus heridas, el perdón y la restauración siempre son
posibles. No dejemos que se nos vaya de la mente el simbolismo que Dios ha
extraído de ello: es un ejemplo del hombre que se aleja del Señor y recurre a
falsos “amantes” (tentación, corrupción, pecado, mundo). La idea es tan
continua en las páginas bíblicas que debe quedarnos grabada para el momento
en que necesitemos el otro mensaje, al que la Palabra gusta llamar
“reconciliación”. Por supuesto, si este término es usado en la relación
Dios-Hombre es porque la relación hombre-mujer tiene tal magnitud y tal
esperanza implícita que presenta el mejor símil posible.
“Te recibiré de nuevo”
Por eso, posiblemente la mejor forma de terminar sea con uno de esos tocantes
ejemplos de la Escritura, el de Oseas. Nadie puede afirmar con certeza
absoluta qué es lo que Dios quiso decir cuando ordenó al profeta:
“Vé, tómate una mujer fornicaria, e hijos de fornicación, porque la
tierra fornica apartándose de Jehová” (Ose. 1: 2).
Si fue una experiencia real o simbólica es un debate que no terminará. No tiene
mucha importancia para nosotros. Si fue histórico, es un gran ejemplo. Si fue
simplemente una parábola, se demuestra la fuerza de la idea. No podemos
trascribir todo el pasaje — que por otra parte tenía una intención nacional que
no es nuestro caso — de modo que haremos un relato paralelo, que todos harán
bien en ratificar en los primeros tres capítulos del libro bíblico.
Fue, pues Oseas y tomó por mujer a Gomer, la cual le dio dos hijos. Pero
después se vio obligado a decirles:
“¡Acusen a su madre, acúsenla, pues ella ya no es mi esposa, ni yo su marido!
¡Que deje esa vida de mujer perdida, que deje de andar exhibiéndose con
amantes! Si no lo hace, le arrancaré la ropa que le he regalado: quedará como
el día en que nació. Dará la impresión de un desierto, de una tierra seca. Ella
se perdió el día que dijo: ‘Iré en busca de mis amantes, que me dan comidas y
bebidas, ropas y joyas’. Pero yo le pondré espinas y cercos en el camino.
Confío que así volverá a mí, que fui su primer marido legítimo”.
Pero ella no reconoció que el profeta era el que realmente le daba los alimentos
y los adornos. El seguía enojado:
“La dejaré desnuda ante sus amantes y se le acabarán la alegría y las fiestas.
Haré pedazos los regalos de aquellos individuos y resultará castigada por el
tiempo que pasó entre ellos”.
Ella anduvo de aquí para allá. Se ofrecía a uno y otro y parecía como que
quemaba perfume a la peor corrupción. Se colocaba anillos y collares, con los
que atraer a otros hombres y tratar de olvidar a su marido.
Pero, un día, éste tomó una decisión.
“La voy a invitar a acompañarme a un lugar solitario y allí le hablaré de
corazón a corazón, bien sentidamente para despertar en ella su amor.”
Estaba convencido de que ella respondería como cuando eran jóvenes y de sus
labios saldrían otra vez las palabras que decía con dulzura: “Marido mío”, lo
que era de mucho más valor que la forma en que pronunciaba el nombre de su
perdición. “¡Yo voy a sacarle esos nombres de la boca!” exclamaba
apasionado. “Y cuando eso ocurra, le devolveré los regalos que le he hecho.”
Soñaba, endulzando sus propios pensamientos:
“Vamos a hacer un trato que nadie va a romper: serás mi verdadera esposa y
lo serás para siempre, una esposa legítima con todas las de la ley, todo por una
sola razón: te quiero entrañablemente. Te recibiré de nuevo como esposa,
dispuesto a serte siempre fiel, y entonces me conocerás de veras, como se
conoce a Dios.”
Aquellos pensamientos, transformados en decisión, fueron interrumpidos por
la voz misma de Dios que decía como al principio:
“Vé y ama a esa mujer que ha caído en el adulterio, pese a lo mucho que la
amaba su compañero, tú mismo. Ha caído en la esclavitud, como un día el
pueblo de Israel fue cautivo por sus rebeliones. Ella se ha hundido tan
profundamente que ha quedado sin nada; ni posesiones ni prestigio. Y la han
vendido: está en el mercado, esperando alguien que la compre, o se pierde
para siempre.”
Entonces el profeta fue a la plaza pública, llevando su dinero. Miró a Gomer
derrotada y humillada. Y la amó más que nunca. Pagó su rescate, porque todo
precio era poco para su afecto. La llevó a su casa, le dio nuevas ropas y le
devolvió sus joyas. Y entonces le habló al corazón:
“Ahora serás mía, mía por mucho tiempo. Amada mía, no vuelvas a andar por
mal camino, no vuelvas a entregarte a otro. Séme fiel, que yo lo seré siempre”
(cf. cap. 1-3. Paráfrasis del Autor).
“Vengan todos y volvámonos al Señor. El nos destrozó, pero también
nos sanará; nos hirió, pero también nos curará. En un momento nos
devolverá la salud, nos levantará para vivir delante de él.
¡Esforcémonos por conocer al Señor! El Señor vendrá a nosotros, tan
cierto como que sale el sol, tan cierto como que la lluvia riega la tierra
en otoño y primavera.” (Ose. 6: 1-3, V.P.)
Conclusión
Hemos terminado, dejando de lado por supuesto una larga serie de ejemplos,
de posibilidades, de caminos para la solución. Pero no se trata de abundar sino
de desafiar al pensamiento, sobre todo de quienes no ven con temor el peligro,
de quienes se enfrentan a la tentación y de quienes ya han caído. Hagamos un
brevísimo resumen de lo que hemos estado tratando de exponer.
1. La infidelidad es un pecado muy difundido, que se presenta de muchísimas
maneras, en realidad casi a todos; nadie puede decir que está totalmente libre
de ser tentado (lo cual es muy distinto de caer).
2. Esa tentación no respeta posiciones sociales, ni pautas morales, ni siquiera
posición espiritual, pues afecta a pobres y ricos, a desorbitados y decentes, a
incrédulos y creyentes, por citar algunos ejemplos.
3. Es severamente condenada por toda la Sagrada Escritura, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamentos, a partir de los mismos Diez
Mandamientos. Es comparada con la idolatría, con el abandono del Dios
verdadero por un culto pagano y corrompido.
4. Esa diversidad se manifiesta también en el origen, que puede ser muy
variado. A veces es fruto de malas concepciones personales e íntimas. Puede
ser el resultado de un largo proceso, como también algo rápido y menos
controlable. Sin embargo, suelen producirse señales de alarma, que deben
tomarse con mucha seriedad.
5. Al enterarse, la parte herida ha de reaccionar de alguna forma. También
debe tenerse en cuenta que puede ser de muchas maneras, según haya sido el
hecho mismo y según la personalidad de los envueltos en él. Con frecuencia,
hay algún grado de responsabilidad aun en la parte inocente.
6. La infidelidad es un escollo grave en el matrimonio, que generalmente deja
cicatrices, pero que siempre puede ser superada.
7. La recuperación no es fácil de lograr. Se necesita una decisión bien definida,
así como soluciones radicales, que afecten el fondo de la situación y la vida.
8. Muchas veces es necesario contar con ayuda ajena, en forma de un
profesional o consejero.
9. No es posible quedarse en soluciones superficiales, sino que debe alcanzarse
la profundidad de la vida íntima, del orden en el hogar y de la vida espiritual,
en la relación con Dios.
10. Dios siempre está dispuesto a perdonar y reparar. Su Espíritu puede
cambiar al hombre o a la mujer de caminos más desviados, así como puede
consolar al alma más herida. Así como Cristo vino para mostrar que él reclama
el regreso del corazón alejado para sanarlo y perdonarlo, él también busca al
hombre o a la mujer infiel para que alcance una vida personal y matrimonial
plena y feliz. Y entonces oramos con el apóstol Pablo:
“para que (Dios el Padre) os dé… el ser fortalecidos con poder en el
hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en
vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor seáis
plenamente capaces… de conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. Y a
Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más
abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que
actúa en nosotros, a él sea gloria… por todas las edades, por los siglos
de los siglos. Amén” (Ef. 3:16-21).
Notas
ft1
J. Allan Petersen. The Myth of the Greener Grass (El mito del pasto que
parece más verde) (Wheaton, Illinois: Tyndale House Publishers, 1983)
Pág. 13, 14. Usado con permiso.
ft2
Ibid. pág. 142-147.

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