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En La Busqueda de Una Identidad Masculin

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EN LA BUSQUEDA DE UNA IDENTIDAD… MASCULINA

Subjetividad Masculina en la Psicoterapia Psicoanalítica

Lic. Darío Ibarra Casals


Asociación de Psicólogos de Buenos Aires
Buenos Aires – Argentina
dfibarra@adinet.com.uy

Como militante del movimiento masculino profeminista, me he implicado en los


estudios de género y más concretamente en los estudios de la masculinidad. Este
movimiento deconstruye el modelo masculino hegemónico, intentando erigir
masculinidades alternativas con características igualitarias, pacíficas y empáticas.
El proceso de construcción de la subjetividad masculina tiene aspectos que
cambiaron significativamente, pero otros se mantienen inmutables a través de los
siglos. Éstos últimos son los más sólidos e inflexibles, pues no han sido suficientes las
décadas ni la diversidad de culturas para lograrlo. Aunque el modo tradicional de
encarnar el género masculino ha atravesado diversas crisis, entre otras razones,
motivadas por los movimientos sociales del feminismo, en la posmodernidad los
varones nos encontramos a la deriva en un mar de incertidumbres difíciles de tramitar
a través de una lógica patriarcal. Es así por lo que en algunas oportunidades,
terminamos aferrándonos a representaciones de género que espontáneamente repiten
y legitiman relaciones de poder para ser reconocidos como “hombres de verdad”.
Algunos autores hacen referencia a las masculinidades, enfatizando en los
diferentes modelos que se construyen de manera colectiva e intersubjetiva. De una u
otra manera todos los varones representan alguno de ellos. Describiré tres grandes
grupos de prototipos masculinos, siendo el primero el hegemónico, en el cual se
incluyen los varones con una identidad de género tradicional, reproduciendo la
omnipotencia, el autoritarismo y diversos grados de violencia. Un segundo modelo, el
alternativo ambivalente, es el que fluctúa entre la desigualdad y la equidad de género,
con una impronta sexista, aunque esforzándose por abandonar el modelo I. Los
cambios de roles femeninos y masculinos, los movimientos generacionales inter e
intragénero, así como las exigencias coyunturales entre otras cosas, lograron el
surgimiento de este segundo modelo. A partir de la nueva imagen colectiva que se
valoriza en la actualidad, vemos un hombre mas comprometido en el ámbito privado.
Esto crea una tensión entre exigencias externas y las posibilidades psíquicas internas
de cada sujeto. Se observa claramente en la clínica la distancia subjetiva entre los
movimientos genéricos espontáneos con respecto de los simulados. Estos últimos
tienen el fin de crear la ilusión de pertenecer a la nueva era y ser un “hombre
moderno” que “ayuda a su mujer” y “cambia pañales”, con las recompensas narcisistas

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que esto promueve. El tercer modelo, el alternativo progresista, incluye a los varones
sensibles que respetan la diversidad de miradas de ambos géneros, los derechos
igualitarios y la libre expresión de un rico mundo afectivo no violento; una minoría.
Ante esta multiplicidad de subjetividades construidas socio-históricamente, me
pregunto: ¿cuáles varones y con que demanda consultan a terapeutas del mismo
sexo?, tomando en cuenta únicamente los conflictos relacionados con la identidad de
género. Los del primer modelo consultan por inconvenientes en comprender
demandas afectivas, dificultades empáticas con las mujeres, falla en los mecanismos
defensivos ante cambios en la conducta de sus parejas y el posterior surgimiento de
diversos grados de angustia, así como conflictos narcisistas por no lograr cumplir con
el rol de proveedores (económicos y sexuales). El fracaso en la realización de
fantasías omnipotentes imposibles de lograr, vinculadas al dominio y control, también
produce sufrimiento. Particularmente en este grupo, la felicidad es alcanzada
idealmente por el éxito profesional y el triunfo material, generalmente a costa del
distanciamiento del ámbito privado y su consiguiente ausencia de privilegios afectivos,
como participar activamente del desarrollo de la prole. En este sentido, estos varones
son víctimas del sistema patriarcal, lo que impulsa al reforzamiento del autocontrol y la
racionalización, oponiéndose a la demanda terapéutica y llegando al consultorio por
derivación de un psiquiatra o por amenazas de sus parejas.
Los varones que se identifican con el segundo modelo lo ejemplifica un
paciente que planteó en una primera entrevista: “a mí me parece que no puedo ser tan
manteca”; el cual busca abandonar ciertos atributos tradicionalmente femeninos como
la sensibilidad y la plasticidad. Las fantasías homosexuales muchas veces surgen en
ellos, porque confunden algunos aspectos subjetivos con transformarse en mujeres.
Sienten placer al desarrollar vínculos afectivos significativos, pero gradúan el
compromiso y la entrega, por sentir amenazada su identidad. También pueden
presentar ciertas dificultades para contactarse con sus propias necesidades y
diferenciarlas con las del otro/a.
Me he preguntando si realmente es posible reconstruir representaciones de
género masculino, sin esperar a la distancia que los diversos acontecimientos socio-
culturales continúen transformándolas lentamente, como ocurrió hasta el momento.
Sin desconocer y valorando los alcances que tiene el activismo feminista de muchas
mujeres y profeminista de algunos varones, mi intención es trabajar sobre un camino
que básicamente genera procesos individuales: el psicoanálisis clínico realizado desde
la perspectiva de los estudios de género.
Con este fin, intentaré deconstruir algunos aspectos del funcionamiento
intrapsíquico e intersubjetivo (Benjamin, 1996) de los varones de nuestra cultura y, en

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especial, de aquellos que llegaron a la consulta demandando un cambio. Varones en
crisis, con los que intento (re) construir respuestas a complejas interrogantes, con a
prioris estigmatizantes y estereotipados. Esto no implica borrar la historia de la
subjetividad, sino potenciar las herramientas vigentes para responder saludablemente
a la pregunta con la que llegan algunos a la consulta: ¿que tengo que sentir, pensar,
decir y hacer para ser un hombre en la actualidad?
No es casual que éstos consulten menos que las mujeres, vale decir, que no se
pregunten tanto el porque de sus conflictos y la forma de resolverlos. Porque ¿cómo
cuestionarse el modelo masculino hegemónico si sólo se tiene uno? Los que fuimos
educados en la posmodernidad estamos desorientados, inseguros y perplejos,
buscando la identidad perdida, un referente identificatorio fuerte, pero no basado en la
inequidad y la violencia. En los tiempos que corren, la construcción de la subjetividad
es compleja, porque nos tocó montar a caballo entre dos paradigmas, el viejo y el
nuevo. Esta es la consecuencia del resquebrajamiento de la masculinidad tradicional,
la producción de un nuevo desequilibrio en dichas subjetividades, mientras que las
femeninas se ordenan y toman forma.
Las representaciones de género se han modificado mas abruptamente de lo
que el colectivo masculino fue capaz de asimilar, por tanto el modo en que éstas
inciden a nivel individual genera malestar. Producimos múltiples formas de vivenciar
un malestar subjetivo (Burin, 2000) que puede derivar en variados síntomas y/o tomar
el camino de la egosintonía. El concepto de malestar rompe con la lógica dicotómica
clásica que posiciona a las personas en la dualidad salud/enfermedad, introduciendo
este tercer término. Al decir de Burin, el malestar implica entonces una noción
transicional a medias subjetiva y objetiva, externa e interna a la vez, que trasciende el
orden binario “sano-normal” por un lado y “enfermo, patológico, anormal” por otro.
Mujeres y varones han naturalizado algunos síntomas, atribuidos al estrés por
exceso laboral, ausencia de empleo o dificultades económicas. Difícilmente un
paciente traiga como motivo de consulta dolencias “normales” de la época, que
generan malestar pero “no matan” a corto plazo, que pueden manifestarse en estados
soportables de ansiedad frente a exigencias internas y externas, alexitimia ante
reclamos de la pareja, sensación de extenuación, desorientación respecto al
reordenamiento de los roles intrafamiliares, disminución del deseo sexual frente a una
mujer activa y algunos síntomas depresivos “llevaderos”. Así como otros, llegan
derivados de un psiquiatra o enviados por su pareja: “me mandó el médico porque dice
que somatizo todo” o “yo estoy bien pero me dijo que si no venía se divorciaba, así
que acá estoy”. Un camino más escabroso nos espera en estos casos, también por el
plus transferencial de la competencia que establecerán con nosotros, intentando

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demostrarnos que ellos tienen las cosas claras. Nuestro trabajo inicial consistirá en
promover la egodistonía y para ilustrarlo presento a Joaquín, un paciente de 38 años,
profesional exitoso y de clase media, quien planteaba que se “sentía eficaz” frente a su
esposa, extremadamente demandante de dinero, a la cual protegía y cuidaba,
sacrificándose en extremo por ella. Lo hacía sentir enérgico e imprescindible para que
ella pudiera desarrollarse profesionalmente; pero a su vez le creaba cierto malestar
que no me reconocía a mí ni a sí mismo. Asocié este malestar a su autoexigencia de
tener que “estar siempre bien” y “responder de forma efectiva” a su pareja, para no
abandonar el lugar de proveedor y sostén, a partir de sus multi-empleos que le
generaban un estrés mayor. Luego de trabajar un tiempo en psicoterapia, la
autoexigencia y el intento de control resultaron egodistónicos, analizándola juntos
como síntoma de su condición de género.
A partir de esta introducción, me hago algunas preguntas que podrán
responderse en este trabajo, solo en parte, ¿cuales son los cimientos que sustentan
los estereotipos de género masculino?, ¿de que manera y cuando comienzan a
reproducirse socialmente?, ¿de que manera los varones construyen su identidad de
género en función de la dinámica intrafamiliar? y ¿cuáles son los alcances de la
psicoterapia psicoanalítica?.

(DE) CONSTRUYENDO LA IDENTIDAD


A partir del vínculo primario que el niño establece con su madre, padre y otras
personas, se constituye la identidad nuclear de género. Ese marco de referencia
interno de pertenencia al sexo masculino y no al femenino, que es a la vez conciente e
inconciente y se organiza antes de la etapa fálica (Dio Bleichmar, 1985). Condición
necesaria para que el niño transite de manera saludable, un proceso edípico y sus
consiguientes identificaciones, con un yo flexible pero fuerte como para soportar y
elaborar decepciones, amenazas y contradicciones.
Freud (1924) describió el complejo de Edipo masculino de una manera más
simple que el femenino. A partir del apego preedípico del niño con su madre, comienza
a sentir deseos hostiles hacia su padre y lo vive como un rival respecto al amor de su
madre, deseando reemplazarlo. Empieza a fantasear con eliminar a su padre y
apoderarse de su pene, con el temor de que éste lo castigue por desear a su madre.
Es aquí cuando tiene que elegir entre mantener su pene conservación de la identidad
narcisista) y el amor a su madre. Comienza a reprimir el fuerte amor hacia la madre y
lo transforma en sentimientos afectuosos. Tras la amenaza de castración el varón sale
del complejo de Edipo, identificándose con el padre e instaurando el superyo, para que

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en un futuro lejano, pueda salir fuera del círculo familiar y elegir otra mujer que no sea
su madre.
Esta es la lógica con la que hemos pensado hasta el momento el desarrollo
psíquico del niño, vinculándose con madre y padre o sustitutos, pero otorgándole
mayor trascendencia al binomio madre – hijo, lo que relativizaré prominentemente.
Michael Kimmel (1992) plantea la existencia de dos posturas en torno al vínculo
madre - hijo. Una de ellas va en la línea de lo que plantean Robert Bly, Sam Keen y
Robert Moore y Douglas Gillette, los que argumentan que los hombres de los
noventas, eran menos listos y menos vividos, porque no lograron separarse de sus
madres de forma completa y adecuada. Paradójicamente, las psicoanalistas feministas
como Nancy Chodorow y Dorothy Dinnerstein entre otras, plantean que el problema
radica en que los hombres se han separado demasiado. Pero estas dos posiciones
serían contradictorias si pensamos en un colectivo masculino homogéneo. En este
sentido intento desanudar este conflicto, adhiriéndome al concepto de masculinidades,
en el que queda implícita la subjetividad de cada varón, que también se construirá a
partir de las cualidades vinculares con madre y padre, por tanto, algunos podrán
separarse demasiado, otros separarse de forma incompleta y estarán los que podrán
hacerlo adecuadamente.
Se comienza a definir la identidad por lo que no se es y las madres tienden a
empujar a sus hijos al complejo de Edipo antes que a sus hijas (Greenson, 1968) con
la intención ilusoria de que no se feminicen y convertirnos en hombrecitos lo antes
posible, disminuyendo así la angustia homofóbica de ambos padres. Se comienza a
conseguir la individuación, des-identificándose de la madre, de lo femenino, del mundo
de las mujeres. En este punto, creo importante explicitar que la des-identificación y la
separación son procesos diferentes, el primero se produce a nivel intrapsíquico y el
otro requiere el nivel intersubjetivo.
Con el advenimiento de los nuevos padres que participarán activamente de los
cuidados primarios de sus hijos, éstos últimos no tendrán que des-identificarse de
ellos, en tanto que varones. Pero, como hasta el momento la mujer ha sido la
encargada de estos cuidados y el esencial objetivo narcisista masculino seguirá siendo
convertirse en hombre, los varones tienen esta dificultad identitaria, a diferencia de la
mujer, que no tiene el trabajo de des-identificarse de su madre, aunque sí el de
independizarse de ella (Chodorow, 1984). Entonces, si para des-identificarse hay que
tomar distancia, ¿quién o quienes promoverán este movimiento?, ¿el hijo?, ¿la
madre?, ¿el padre?.
En este separarse de la madre, el varón oscila entre dos fuerzas
complementarias, traicionar a la madre amada - buena y liberarse de la mala madre

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frustrante y todopoderosa (Badinter, 1992). Philip Roth (citado por Badinter, 1992)
plantea que no se puede ser hombre sin traicionar a la propia madre, cortando los
lazos de amor que establecimos en la infancia. Es así para lo que algunos pacientes
llegan a la consulta, para ayudarlos a decirle que no a sus madres, a traicionar a sus
madres, que algunas veces aprietan fuerte y no sueltan. Y me he preguntado: ¿todas
las madres hacen lo mismo con sus hijos?, ¿todos los hijos y sus madres, necesitan
de otro que los ayude a separarse?, ¿cual será el lugar del padre en este proceso?,
¿pueden los psicoanálisis generalizar, planteando una sola modalidad de maternar y
paternizar?.
Para profundizar en este análisis, planteo un caso clínico que entre otros
aspectos, refuerza la premisa de pensar la construcción de la identidad masculina
socio-históricamente y con una lógica intersubjetiva.
Roque, un paciente de 22 años, presenta rasgos de carácter como la
psicoplasticidad, sugestibilidad, mitomanía y una falsificación de la existencia (Ey,
1985). Al momento de la primera entrevista hacía deporte y estudiaba Trabajo Social
en la Universidad. En esos tiempos, un importante proyecto a mediano plazo,
implicaba una operación estética del maxilar inferior, “para ser más lindo… para
gustarle mas a las mujeres”. Su madre tenía 64 años y su padre 86 años, ambos
viudos del primer matrimonio y con una historia anterior a su nacimiento que era
desconocida para su único hijo; le producía miedo indagar demasiado porque cuando
lo intentó, sintió que le mentían y no quería enterarse que su madre había salido con
otros hombres en su juventud. Roque siempre fue un chico sobreprotegido e invadido
por sus padres en todas las actividades. Por ejemplo, su madre le dio la mamadera
hasta los 14 años, compartió el dormitorio con sus padres hasta los 15 años, su padre
lo avergonzaba en el baby – fútbol durante y después de los partidos, hablando con
los entrenadores para que valoraran lo bueno que era para él, y hasta un año después
de iniciado el tratamiento dormía con la puerta abierta de su dormitorio, porque si la
cerraba, su madre sentía que él se “asfixiaba”. Me consultó por ansiedad y miedo ante
posibles encuentros sexuales con chicas de su edad, a diferencia de la desenvoltura
sexual que manifestaba en sus relaciones con prostitutas. Tampoco lograba mantener
una “relación de pareja” por más de una semana y le aterraba la posibilidad de que su
madre le descubriera una novia. En la primera fase del tratamiento cierto grado de
insight lo llevó a poner en palabras algunos aspectos relacionales: “mamá me trata
como si fuera un bebé…nunca puedo decirle que no… no quiero que sufra…, mi viejo
no existe…”. Una madre insaciable, que se ubicaba en posición de víctima ante el
potencial abandono de su hijo, logrando la renuncia a propuestas laborales y
cercenándole los nuevos vínculos con mujeres que percibía como amenazadoras. Un

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padre excluido por esta díada, que intenta hacerse presente en la familia,
trayéndomelo de esta manera: “mi viejo es un personaje, agranda todo, le da color a
todo, mas del que tiene, es un chanta… (se ríe) cada vez que cuenta sus historias de
superhéroe y sus aventuras con mujeres en la juventud, nos reímos detrás de él con
mis amigos”. Un padre con dificultades narcisistas, necesita engrandecerse porque se
siente devaluado y tercero excluido, aunque también es objeto de identificaciones para
su hijo. Un hijo con deseos de ocupar su lugar pero con culpa y vergüenza por sentir
que ya lo está haciendo. Este padre inventa historias extraordinarias, como el
personaje del padre en la película “Big Fish” de Tim Burton (2003), una forma curiosa
de amar, a través de la fabulación toma contacto con el mundo e intenta comunicarse
con su hijo. Roque niega el nombre de su padre, “no sabe” su nombre de pila, cree
que se llama como él, pero no esta seguro. Cuando lo enfrento a la imposibilidad de
conocer su nombre después de 22 años de convivencia, con ejemplos mediante, me
asegura que no sabe. Negación histérica que sumado a otras negaciones similares y
otros mecanismos, me hicieron pensar inicialmente en la psicosis histérica (Freud,
1895).
Después de un tiempo de trabajar la relación con la madre controladora e
intrusiva, pudimos entender y elaborar de forma limitada la culpa y el sentimiento de
traición que implicaba para él llevar una novia a su casa. Luego de recorrer un camino
terapéutico sinuoso, con varias amenazas de abandonar el tratamiento, se enamoró
de una chica de su edad, con la cual estableció y mantuvo en el tiempo por primera
vez, una relación de pareja. A partir de ese momento abandona sus estudios y el
deporte, dedicándose únicamente a su novia, a sus padres y asistir a terapia. Por
iniciativa propia utilizó Sildenafil durante meses, por la ansiedad que le generaba cada
encuentro sexual. Interpreté en diversas oportunidades la ansiedad de castración que
le generaba penetrar esa vagina dentada que amenazaba con castrarlo si hacía gozar
a otra mujer que no fuera su madre. Comienzan a lograr encuentros sexuales
placenteros, pero la imperiosa necesidad de generarle placer lo lleva a obsesionarse
con el tema, su único objetivo en su vida se convirtió en complacerla sexualmente. Me
pedía reiteradamente información sobre la sexualidad femenina para “hacerla gozar lo
máximo posible”, pero sentía que a ella no le alcanzaba, como le pasaba con su
madre. Aparece en Roque la disociación mujer buena – mujer mala, comenzando a
enamorarse de esa “hermosa mujer, inteligente y compañera”, pero también sintiendo
que era “una atorranta y una zorra”, porque “gozaba como una perra, siempre quería
más y más… tenía miedo que me mintiera y se hiciera coger por otros locos”. Esta
sensación de engaño la compensaba con furtivas salidas con otras mujeres que él
consideraba “unas atorrantas”, aunque no llegaban al acto sexual por miedo a la

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disfunción eréctil. Meler (1998) plantea la tendencia a la disociación del objeto de
amor, como “un relicto del complejo de Edipo masculino, cuya difícil resolución es
frecuente en los hogares donde el vínculo madre-hijo fue exclusivo, aislado e
hiperintenso”. La re-instauración de la prohibición del incesto en este paciente a través
de la psicoterapia, me parece de vital importancia, tanto en un sentido proscriptivo
como en su dimensión habilitadora del crecimiento, lo que promoverá el intercambio,
vale decir, superar la posición narcisista para tener la posibilidad de acceder al vínculo
objetal (Meler, 2000).
Al tiempo, Roque se enfrenta a la madre, cambia su posición en el sistema
familiar, le presenta a su novia y ella la acepta con dificultad al inicio, hasta que logran
una buena relación entre ambas, aunque distante. La madre real hace un movimiento
de cambio, pero su imago materna continúa angustiándolo, manteniéndolo alerta,
inseguro y haciéndolo sentir “poco hombre”. Roque ejecuta mecanismos
compensatorios de esta frágil estructuración yoica, como la fabulación imaginaria que
presenta a su novia, haciéndole creer a ella que es administrador y entrenador de un
gimnasio de musculación, que esta cursando la mitad de su carrera universitaria y que
ayuda a sus padres en el negocio, según sus palabras, “para ella soy un hombre
exitoso”. Pero, por el contrario, vive en su casa, esperando todo el día las llamadas y
los mensajes de su novia. Necesita sentirse controlado por ella y la reproducción del
vínculo madre-hijo calma su ansiedad, aunque acumula tensión en tanto ella no se
comunique con él, tranquilizándose cuando se contactan durante el día vía mensajes
de texto, por pedido de él. Implica un gran monto libidinal el mantenimiento de dos
mundos paralelos, uno infantilizado intrafamiliar desconocido para su novia, y el otro,
el desempeño de un rol masculino tradicional para un hombre de su edad, secreto
para padre y madre. Fue en el espacio de la terapia, en ese mundo clandestino, donde
estas entidades se ponían en contacto, sintiendo Roque que era el único lugar donde
podía ser él mismo. Podía ser un hombre con miedos, deseos y necesidades,
permitiéndose después de un lago transitar, la tristeza, también generada por el duelo
por los padres de la infancia y la identidad infantil (Aberastury, 1971), elaborando el
miedo-deseo de dañarme, la confianza en nuestro vínculo y las fantasías de
abandono.
También me he interpelado sobre la demanda implícita de este paciente, ¿qué
vino a pedirme Roque?. Desde la perspectiva que vengo desarrollando, la petición
implicaba que lo ayudara a crecer, a dejar de ser “un bebé” para convertirse en un
hombre adulto. Pero para eso había que traicionar a su propia madre y abandonar el
deseo de ocupar el lugar del padre, recorriendo un camino de angustia y culpa. ¿Por
qué este paciente buscó a otro hombre para recuperar la potencia que madre y padre

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le quitaron?. Para él, sólo un mentor podía iniciarlo en el camino de la virilidad. A mi
entender, la ruptura de este tipo de vínculo con la madre y el padre, en estas etapas
evolutivas, no es posible si no es con ayuda terapéutica. Si Roque hubiese sido un
Sambia de Nueva Guinea (Herdt y Stoller, 1982), su tratamiento lo hubiesen llevado a
cabo los hombres de la aldea, en su pubertad lo habrían arrancado de los brazos de la
madre, del universo femenino y se habría iniciado con sus congéneres masculinos.
Una forma violenta, pero más eficaz que el resultado del vínculo con una madre que
no pudo separarse/lo, a la espera de un padre que no pudo establecer un vínculo más
cercano con su hijo. Un padre vulnerable, “un hombre de mentira”, con el cual se
identifica y a partir del modelo que utiliza para adulterar su propia realidad,
presentándosela a su novia para sentirse querido y deseado por ella. Sintiendo que
derrotaba al padre día a día y ocupaba su lugar, cuando le interpreto que nunca
lograra reemplazarlo y le señalo los costos que tiene para él la ilusión de mantenerse
en esa posición, se molesta y me dice: “yo soy el rey… al menos me tratan como tal”.
Después de un largo período, tras la quiebra del negocio familiar, el padre comenzó a
escuchar las ideas y propuestas que por primera vez planteaba Roque, que apuntaban
a un nuevo emprendimiento empresarial, para solventar económicamente a la familia.
Una empresa construida entre padre e hijo, en la que éste último comienza a asumir
un rol co - protagónico, pero desde una posición adulta, menos rivalizada y mas
saludable.

LA PARENTALIDAD COMO CONSTRUCCION SOCIO-CULTURAL


Si pensamos a la maternidad como una construcción socio-cultural, diversas
autoras sitúan su ejercicio en una modalidad histórica. Badinter (1981) describe a la
madre abandonante del siglo XVII y XVIII, que entregaba a sus hijos a nodrizas para el
amamantamiento y otros cuidados primarios. A fines del siglo XVIII y el XIX, plantea
que se construye el concepto: “amor maternal”, como un valor natural y social a la vez.
Ambos términos “amor” y “maternal”, promocionaron ese sentimiento pero también la
representación de mujer = madre. Por casi dos siglos, las mujeres fueron seducidas
por la promesa de la felicidad y la igualdad: “sed buenas madres y seréis felices y
respetadas. Volveos indispensables en la familia y conseguiréis derecho de
ciudadanía”. Llega así la madre del siglo XX y con los planteos iniciales del
psicoanálisis, ésta se convirtió en la “gran responsable” del “inconciente y los deseos
de sus hijos”. Freud reafirmó lo que había elaborado Rousseau ciento cincuenta años
antes, o sea, el sentido de abnegación y sacrificio que caracterizaba a la mujer normal.
Poco tiempo transcurrió para que la responsabilidad se transmutara en culpa, no sólo
en relación a los conflictos de los hijos, sino también de los familiares.

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En el capítulo sobre Parentalidad (Meler, 1998), del libro “Género y Familia”,
Meler hace un recorrido histórico de los estilos parentales. En esta línea ubicamos a
Roque, en una familia conservadora, posindustrial y funcionando con una lógica
patriarcal, caracterizada por la división sexual del trabajo, donde el hijo tuvo un
excesivo contacto con su madre y una carencia de contacto emocional y físico con su
padre, el que vivió siempre enajenado en el mundo del trabajo. Tradicionalmente en
los años sesentas y setentas era un emblema de respetabilidad ser “una mujer de la
casa”, mientras otras pocas gozaban de trabajos remunerados y ejercicios
profesionales exitosos, aunque bajo la condición de la doble jornada laboral. En cuanto
a la paternidad, en la época premoderna ser padre estaba instituido por la sangre o el
linaje, en la modernidad por el amor o el deseo hacia la madre, pero en la
posmodernidad, surge la capacidad de construir una buena calidad vincular con los
hijos y de optar por ser padre (Meler, 2000).
Hoy en día, las familias “modernas” insertas en la posmodernidad, generan un
defasaje entre su propio sistema genérico y las exigencias coyunturales, entre las que
se incluyen prestigio y valor a madres realizadas también en el ámbito público y
padres ejerciendo cuidados y teniendo mayor contacto con sus hijos. En este período
de transición que vivenciamos, se redistribuye el poder entre los géneros y se
entrecruzan dimensiones subjetivas, intersubjetivas, institucionales, así como las
nuevas representaciones genéricas sociales de mujer y de varón, y por tanto, de la
maternidad y la paternidad. Se producen entonces grandes beneficios y un incremento
en la calidad de vida, que implican necesariamente diferentes modalidades de
elaboración de las contradicciones y los dobles discursos entre el adentro y el afuera
familiar y generacional, pero no podemos dejar de reconocer la diversidad de sistemas
familiares disfuncionales y el malestar que estas crisis generan.
A diferencia de Roque, muchos varones viven con sus madres instaladas en su
mundo interno, permitiéndoles funcionar productivamente pero generándoles un
elevado costo libidinal, ocupándose de ellas hasta el final de la vida. Otros, logran
establecer una relación saludable con ellas, y es a partir de esta diversidad vincular
madre-hijo que retomo la interrogante, ¿invariablemente se torna necesario que un
otro – hombre, oficie de corte entre madre e hijo?. La primera respuesta brota sin
esfuerzo cuando pensamos en algunas madres solteras, separadas y viudas en
etapas tempranas del desarrollo del niño, siendo que no todos estos pequeños tendrán
problemas para masculinizarse. Aunque no faltarán psicoanalistas que refuten esta
respuesta, planteando que si el padre esta ausente físicamente, de todas maneras se
hace presente en el discurso de la madre.

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En este sentido Lacan y Freud plantean dos padres que operan en niveles
diferentes (Schneider, 2003), el que representa la “interdicción” y el que resalta la
dimensión de “efectuación”, respectivamente. La propuesta freudiana, establece que el
padre prohíbe el incesto al hijo, a partir del cual surgirán reacciones de odio a su
respecto, lo que implicara la emergencia de una relación de rivalidad y por lo que la
autoridad del padre ejercerá un efecto castrador sobre el hijo. La interdicción de Lacan
propone dos formulaciones, una para el hijo que implicará la prohibición del incesto
(“no te acostarás con tu madre”) y otra para la madre que implicará la prohibición de la
antropofagia materna (“no reintegrarás tu producto”), ubicando a la madre del lado de
la naturaleza y el padre del lado de la cultura. Un modelo de pareja que descansa
sobre una versión maniquea, una mujer-madre que tiende naturalmente a devorar y
engullir, y un padre que libera a sus hijos de esta tendencia “instintiva materna”
(Schneider, 2003). La misma autora plantea que “si el padre asume todo aquello que
en la palabra se funda sobre la ley, se consolida entonces una esperanza
fantasmática; la madre, sin dejar de indicar un orden situado mas allá de ella, quedaría
profundamente anclada en un universo puesto al abrigo de la regulación cultural y su
censura obligada”. Schneider también pone en relieve el análisis que hace Lévi-
Strauss a partir de sus estudios antropológicos, planteando que es el hombre al que se
le dirige la prohibición del incesto y que el conjunto de sistemas de intercambios no
descansa tanto en la prohibición, sino en la “alianza”.
Entonces, ¿la madre por sí sola, con su propia feminidad podría separarse de
su hijo y dejarlo crecer, convirtiéndolo en un ser independiente y masculino? Hoy en
día hay más y más mujeres empoderadas en todas sus condiciones, por tanto y
también dependiendo de la salud mental individual y familiar, podrán en la
intersubjetividad afirmar y reconocer a sus hijos, para luego diferenciarse/los,
ayudándolos a crear una representación psíquica del si-mismo autónomo en su deseo.
Igualmente continuará existiendo y esperemos que con menos frecuencia, la variante
materna de la perversión y su consiguiente usufructo de los hijos como fetiches
(Kaplan, 1994); quedando en manos de los chicos la capacidad de separarse de ellas.
Estas son las madres que refiere Stoller cuando plantea en su concepto de
“protofeminidad” (Stoller, 1982), la necesidad de un padre para interrumpir la condición
que produce la placentera simbiosis madre-hijo.
A pesar de la joven edad de Roque, éste proviene de una familia “moderna”,
cuya madre poseería la “tendencia espontánea” de retener a su hijo, con un padre que
falla en el vínculo con él y su pareja. Claramente este fue un padre que encarnó una
masculinidad hegemónica, con grandes dificultades para establecer un vínculo
cercano y tierno con su hijo; y una madre con escaso desarrollo en el área social,

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dedicando gran energía a su doble maternidad, la del hijo y cónyuge. A modo de
hipótesis, si viviéramos en un sociedad matriarcal y los varones tuvieran a cargo los
cuidados iniciales y la primera infancia de los hijos e hijas, siendo la paternidad la
única fuente de realización personal, y las madres permaneciesen ausentes del hogar
y alejadas afectivamente de sus hijas, hijos y pareja, algunos padres también tendrían
la “tendencia espontánea” a que les sucediera algo semejante con sus hijas, vale
decir, cierta dificultad para separarse/las, para dejarlas crecer y para habilitar el
desarrollo de una feminidad adulta, fenómeno que en ocasiones igualmente sucede.
Los hechos están mostrando que los padres hoy en día tienen otras funciones
que “oficiar de corte” y “salvar” a sus hijos de “los deseos” de las madres y viceversa.
Pero el psicoanálisis ha tenido un considerable poder, fueron cien años de producción
de subjetividad a nivel colectivo, lo que implicará tomarnos algunas décadas para la
elaboración de esta crisis genérica, que implicará la revisión de premisas que se han
instaurado fuertemente en el engranaje social.
Algunos psicoanalistas como Lacan, más allá de su clara tendencia a
reproducir la dominación masculina, tuvieron quizá la intención de hallarles un rol
productivo a los padres y generalizarlo, inutilizando una vez mas a la mujer y
anulándole atributos yoicos que remiten a la fortaleza, así como al criterio y la
autonomía; inutilizando también al padre en su capacidad para establecer un vínculo
saludable con su hijo y poder ser un referente identificatorio fuerte para el mismo.
Aunque sí acuerdo con que la función de corte muchas veces la tiene que oficiar el
padre u otra persona, pero no advierto que haya que generalizarla como “natural”
incapacidad femenina. Las mujeres con dificultad para diferenciarse de otro – hijo,
tenderán a buscar y conseguir parejas que no impliquen amenaza alguna y
necesariamente van a quedar por fuera de la díada, ocupando el lugar de tercero
excluido, siendo que no se comprometerán en el vínculo con su hijo. Pero las mujeres
que eligen ser madres “no pertenecen a un colectivo homogéneo”, la modalidad
depende de la subjetividad individual y del ámbito sociocultural en el cual se ejerza la
maternidad (Meler, 2000).
Concuerdo con la debatible premisa de Jessica Benjamin (1996) que plantea
que padres y madres podrían ser figuras tanto de apego como de separación para sus
hijos e hijas, utilizando las identificaciones con ambos, sin confundirse acerca de su
identidad de género, sobre todo en la fase preedípica, donde hay una mayor
plasticidad y fluidez.
Irene Fast (Fast, 1984) plantea que los varones, así como las niñas, transitan
por una fase en la cual agotan su identificación con el progenitor del otro sexo,
pudiendo renunciar luego a ella y reconocerla como prerrogativa del otro. Pero si la

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renuncia se produce antes de tiempo, sin el logro de una completa identificación, se
verá comprometida por el desprecio o la idealización (Benjamin, 1996). Ésta podrá ser
la plataforma donde se asiente la futura idealización de las mujeres (madre incluida) o
su formación reactiva, la denigración. En términos generales, podemos considerar que
el dominio masculino se basa en la defensa contra la madre infantil y el miedo a las
mujeres (Flax, 1995).
Entonces, como Benjamin (1996) considera crucial para la adquisición de la
identidad de género la coexistencia de identificaciones masculinas y femeninas,
postula la necesidad del desarrollo de un “Nuevo Edipo”, a partir de la prolongación del
período bisexual del preedipo. Instar el ingreso prematuro del Edipo clásico, conlleva a
poner en funcionamiento defensas como el control y la falsa diferenciación de la
madre, en lugar del reconocimiento de ella.
Estos planteamientos también los pienso en la línea de lo que propuso
Christian David, “la disposición mas o menos desarrollada de identificarse con el polo
masculino y con el polo femenino, una consecuencia particular de la estructura
bisexual” (David, 1964). Lo que no implica eliminar el género ni la diferencia de los
sexos, sino que los varones deberíamos integrar y poder expresar tanto aspectos
masculinos como femeninos, definidos por cada cultura. Esto favorece ponerse en el
lugar del otro, comprendiendo necesidades, miedos y expectativas.
Christian David (1964) en su artículo “Una mitología masculina acerca de la
feminidad”, plantea el caso de Philippe, un paciente con una neurosis histérica con el
que trabaja sus síntomas fóbicos y perversos. A partir de Roque y Philippe me he
interrogado: ¿qué genera mayor patología a los hijos: un madre fuerte y un padre débil
o viceversa? Podríamos decir que ambos generan funcionamientos psíquicos
disfuncionales, no obstante un padre muy débil afectaría aspectos identificatorios
sustanciales y si es depreciado por la madre como en caso de Philippe podría aparejar
diversas perversiones, así como trastornos en la identidad sexual (Stoller, 1982) y
trastornos de personalidad (DSM IV). En caso contrario, una madre débil influiría en la
formación de estereotipos de género, que entre otros conflictos disminuirían la calidad
de relacionamiento con las mujeres en general, en particular con futuras parejas, así
como promoverían diversos grados de misoginia, entre otros déficit. Esta segunda
variante traería dificultades en la calidad vincular intergénero y no trastornos en la
identidad como en el primer caso.
Pero para desarrollar la disposición de identificarse con “lo masculino” y “lo
femenino” a la vez, es imprescindible que estas entidades estén presentes en la
cotidianeidad, poniendo el cuerpo de forma comprometida y no a través del discurso
de uno de los cónyuges. Madre y padre participando activamente en la crianza de los

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hijos, desde el nacimiento mismo, con análogo poder intrafamiliar y equivalente
desarrollo personal (laboral y/o profesional), trascendiendo la dicotomía fuerte – débil,
indistintamente. Un camino entre otros, que parece guiar a la sanidad familiar y el
adecuado desarrollo de la masculinidad de los hijos. Es el momento de plantear una
pregunta para la cual no tengo la respuesta: ¿será posible en un futuro lejano lograr
que madre y padre sean fuertes y sensibles a la vez, logrando una equilibrio en el
manejo del poder intra y extra-familiar?
No es poca cosa, que estemos transitando un momento de la historia en el que
podemos trascender la lógica patriarcal, en la teoría tanto como en la clínica
psicoanalítica. Ahora sí, poder pensar al padre y a la madre, como equivalentemente
promotores de la salud mental de sus hijos e hijas.

EL VINCULO TERAPEUTICO COMO MODELO INTERSUBJETIVO


Cansados de un padre que intentó masculinizar a través de “golpes”, dureza y
distancia afectiva, llegan algunos pacientes a la consulta y muchos analistas continúan
reproduciendo esta forma relacional.
En general, los varones tuvieron que identificarse con una figura paterna
distante, con dificultades para tomar contacto afectivo, expresar emociones y
necesidades, así como con resistencias para que los cuerpos masculinos se
relacionaran tiernamente.
Tras algunas reglas que utilizamos en psicoanálisis como la neutralidad y la
abstinencia (Freud, 1912), me pregunto: ¿cual será la manera en que los
psicoterapeutas oficiamos de modelo identificatorio genérico a nuestros pacientes
varones? Coincido con los analistas lacanianos cuando plantean la importancia de no
responder a la demanda del paciente, en cuanto al encuentro de un vínculo que lleve a
cabo satisfacciones sustitutivas mediante la repetición. No de forma contradictoria,
creo que el terapeuta puede comprometerse como otro masculino, que se acerque lo
suficiente como para reconocerlos como otro varón, manteniendo la asimetría
terapéutica suficiente para salvaguardar la transferencia.
Philippe, paciente de David (1964), mejoró significativamente tras el
tratamiento, y una hipótesis posible que propone Meler plantea que a partir del
análisis, logró reformular su modelo de padre, su modelo masculino, ya que su padre
fue un hombre débil, con un gran déficit en detrimento de su madre, mujer fuerte,
exitosa y aristócrata. Es interesante observar como Philippe se fue masculinizando con
respecto a su pareja, atrayéndole como mujer con deseo y no como objeto que
satisfacía sus fantasías perversas. Re-construir al padre como una de las funciones
del psicoterapeuta implicaría tomarnos “el trabajo teórico de bajar al padre del caballo

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de lo simbólico para hacerlo aparecer en lo real” (Meler, 1991, citada por Volnovich,
1996).
Robert Bly (1990) plantea que la solución para los hombres ante la inadecuada
separación de sus madres, y yo agregaría, el insuficiente acercamiento de sus padres,
es el refugio en una homosocialización, lo que implicaría validarse unos con otros,
aumentando el propio sentimiento de masculinidad. Sin llevar a cabo alianzas sexistas,
este también sería un resultado del vínculo terapéutico que vengo planteando; y no
sólo con nosotros, sino con sus imagos paternas y hasta con sus propios padres.
La búsqueda de una figura paterna que los reconozca y que los habilite a
convertirse en hombres como rito de iniciación y les brinde el holding masculino que
poco tuvieron, son las propiedades que transferencialmente colocan en nosotros.
Intentaremos no “paternizar” al estilo interdictor, así como no competir con ellos
perpetuando un vínculo de dominación y poder, otra forma de repetir mecanismos
patriarcales.
En este sentido también acuerdo con Meler (2000) en cuanto a la “necesidad
de discriminar entre las funciones iniciáticas del padre mentor, las que permiten el
acceso a los emblemas de la comunidad masculina, y la transmisión de los códigos de
dominio que permiten ser reconocido por el grupo de pares, regulador definitivo
respecto de si el sujeto es todo un hombre, o sea diferente y superior a las mujeres y
los niños”. Fomentar que el paciente reconozca la diversidad y la pluralidad de
sentidos, sin sentir amenazada su identidad.
Hugo Bleichmar (1999) en su artículo “Del apego al deseo de intimidad: las
angustias del desencuentro”, plantea que el sentimiento de intimidad es una
construcción subjetiva que surge en relación a un otro al que se reconoce como
separado del sujeto, en tanto manteniendo el sentimiento de diferencia, surge
simultáneamente la vivencia de estar compartiendo algo importante de la mente del
otro, sean estos ideas, emociones e intereses y se le hacen vivir los propios. Este
sentimiento de intimidad está regulado por los deseos, las angustias, las defensas de
cada participante, y al mismo tiempo, creadas entre ambos.
Los objetivos terapéuticos implicarán que el paciente logre el insight sobre su
conflictiva, consiga cambios reales que apunten a una mejor calidad de vida, pero
también planteo la necesidad del encuentro intersubjetivo, así como favorecer el
desarrollo del deseo de “estar con” el otro (Bleichmar, 1999), logrando un sentimiento
de intimidad. El deseo del psicoterapeuta también deberá ser “estar con”, y aquí es
donde se continúa poniendo en juego la subjetividad de ambos participantes. Esto
implicaría, no escondernos detrás del velo interpretativo, y si ofrecer los aspectos de
nuestra subjetividad que cada paciente necesita. De cuatro dimensiones que plantea

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Bleichmar, la afectiva, la cognitiva, la instrumental y la corporal, sólo podemos utilizar
las tres primeras.
Que otro varón (terapeuta) deconstruya la normalidad masculina es altamente
aliviador para muchos pacientes y a su vez terapéutico. Éste siente que hay un otro –
adulto – hombre – reconocido por él mismo, que lo habilita a sentir diferente, que
entiende empáticamente lo que siente y critica, que puede hablar de sus emociones
sin sentirse “mujercita".
Habilitar a la contra-hegemonía, requiere necesariamente implicar nuestra
propia subjetividad, y el trabajo psicoterapéutico también contendrá una alianza
intragénero, no sexista, que fomente en el paciente la reciprocidad de sí mismo y el
reconocimiento del otro como alguien diferente, apartándolos de una forma vincular
donde el otro se convierte en otro especular, a partir del cual se es, vale decir: se es a
través de otro-objeto.

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