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Noelia Rebollo Pérez (Tesis) El Baile Como Fenomeno Sociocultural Reproductor de Los Roles de Género

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TRABAJO DE FIN DE GRADO

- Doble grado en Ciencias Políticas y Sociología-


-Sociología-

El baile como fenómeno sociocultural


reproductor de los roles de género
Una perspectiva desde su vinculación con la concepción del cuerpo y la
sexualidad de la mujer

Autora:

Noelia Rebollo Pérez


Tutora:

Melida Constanza Tobío


Getafe (Madrid), 2014/2015
ÍNDICE

0. INTRODUCCIÓN……………………………………………………............................2
1. MARCO TEÓRICO……………………………………………………………………..8
1.1. Las gramáticas de los cuerpos sexuados…………………………………………....9
1.2. Sexo versus género: el cuerpo como espejo de las construcciones sociales,
culturales y políticas……………………………………………………………….....11
1.3. Identidades contemporáneas: la artificialidad del cuerpo femenino como símbolo de
su otredad……………………………………………………...……………………..15
1.4. Una sexualidad secuestrada: el control socializador sobre los
cuerpos……….………………………………………………………………………19
2. METODOLOGÍA………………………………………………………………………23
3. LA SEMILLA AFRICANA, UNA APROXIMACIÓN DE GÉNERO A LOS RITMOS
LATINOS Y CARIBEÑOS: IDENTIDAD, COMUNICACIÓN Y SEXUALIDAD….24
3.1. La centralidad significativa de la danza en el contexto cultural
africano………….27 3.2.La cultura caribeña y su impresión en la música y el
baile…………………………………………………………………..……...............30
3.3. Dos ejemplos paradigmáticos de bailes de salón: el tango y la salsa, un breve
análisis crítico………………………………………………………………...............35
3.4. El dancehall, un caso particular: su singular evolución y su trascendencia desde una
perspectiva de género………………………………………………………………...46
4. NUEVAS TENDENCIAS MUSICALES EN LAS PISTAS DE BAILE. LOS NUEVOS
CÓDIGOS DE LA MODA JUVENIL: ¿NUEVOS ESPACIOS DE
EMPODERAMIENTO FEMENINO? .................................................................................. 56
4.1. Fundamentos en la elección de los espacios destinados al ocio y la dispersión
nocturna: las discotecas y bares musicales frente a las raves…………………………..60
4.2. Tres productos de la cultura urbana moderna: el Reggaetón, el Dembow y el
Twerking. ¿Fuentes de sometimiento o de liberación sexual
femenina? ..................................................................................................................... 67
5. MASCULINIDADES Y FEMINIDADES DECONSTRUIDAS: EL TANGO QUEER,
UNA PROPUESTA DE LIBERACIÓN NO-HETERONORMATIVA………………..88
6. CONCLUSIONES……………………………………………………………………..94
7. BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………99
8. ANEXOS
"El cuerpo grotesco del júbilo carnavalesco se opone, radicalmente, al cuerpo moderno.(...) Lo
que la cultura del medioevo y del renacimiento rechaza, justamente, es el principio de la
individuación...(...)La retirada progresiva de la risa y de las tradiciones de la plaza pública
marca la llegada del cuerpo moderno como instancia separada...(...)El cuerpo grotesco-dice
Bajtin- está formado por salientes, protuberancias, desborda de vitalidad, se entremezcla con la
multitud, indiscernible, abierto (...) insatisfecho con los límites que permanentemente
transgrede (...)El acento está puesto en las partes del cuerpo en que éste está, o bien abierto al
mundo exterior, o bien en el mundo, es decir, en los orificios, en las protuberancias, en todas
las ramificaciones y excrecencias: bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, vientres,
narices…” (Le Breton, 1990)

INTRODUCCIÓN

El papel que juega el baile en la construcción de identidades, así como la música,


con la que guarda una estrecha relación, es una cuestión central para entender este
fenómeno social, y más aún cuando se incorpora a ellas la perspectiva de género. En las
últimas décadas el “género” se ha convertido en una categoría de análisis articuladora
de investigaciones diversas, sobre todo aquellas que abordan temas relacionados con la
juventud. No obstante, el género no tiene únicamente por objeto de estudio a las
mujeres y los roles que estas desempeñan, sino que atiende a las diferentes formas en
las que las nociones de varón y mujer se construyen como elementos constitutivos de
las relaciones sociales y que se basan en las singularidades de los sexos. Estas nociones
se construyen en base a relaciones de poder y jerarquía, donde las mujeres se ubican en
posiciones de dependencia, subordinación y sumisión respecto a la figura de los
varones. De esta manera, el género emerge como un elemento estructural que
condiciona y configura las prácticas individuales y colectivas, como el baile.
Analizar danzas y bailes en los que los roles del hombre y de la mujer están muy
marcados puede aprovecharse para llevar a cabo una lectura crítica sobre las relaciones
sociales y cómo determinados prejuicios inciden en el plano interpersonal. De manera
inherente, los pasos y movimientos que se ejecutan en el baile se hallan ligados a la
música que los acompaña, aún más si se trata de canciones y no de simples melodías
instrumentales. Por tanto, un análisis de canciones tradicionales y contemporáneas,
sobre todo en el ámbito juvenil de consumo, nos conduciría al descubrimiento de
modelos convencionales, androcéntricos, patriarcales, machistas y discriminatorios que
se encuentran en el trasfondo de las mismas. Este análisis se hace aún más necesario si
tomamos conciencia del poder de la música como herramienta de control y consumo.

3
Paralelamente a este enfoque centrado en la configuración de identidades de género a
través de la música y del baile, aparece aquella correlación que se establece entre ésta
construcción identitaria y un aspecto inherente a la naturaleza de las personas: la
sexualidad. La sexualidad entendida más allá de su vertiente biológica, como un
fenómeno que connota valores y principios, emanados de una moralidad predominante,
que denota prejuicios y estereotipos y que refleja el imaginario social y cultural de una
determinada sociedad o comunidad. Se hace pertinente incorporar esta teoría
ampliamente defendida en tanto que el baile, fenómeno de estudio del presente trabajo,
se considera una práctica o actividad que desarrolla habilidades de seducción y
comunicación, que estimula la imaginación erótica o que incluso aumenta el deseo
sexual.
En consonancia con esta argumentación en este trabajo se ahondará en un análisis de
realidad corporal, no como algo natural que nos viene dado, sino como una categoría
palpable y manifiesta, fruto de la experiencia cultural. De acuerdo a esta perspectiva, el
cuerpo se concebirá no simplemente como un vehículo o instrumento a través del que se
transmite y expresa significados, sino que además y a su vez desarrolla coreografías de
signos a través de los que él mismo discurre. Este juego o dinámica corporal es
imprescindible para la producción cultural en tanto que el cuerpo y sus movimientos
irradian normatividades sociales, de género, sexuales, estéticas y, como no, también
políticas.
Todavía el baile, como práctica cultural representativa, cultiva cuerpos creativos y
disciplinados y nos permite explorar rigurosamente estrategias que descifran el
significado corporal. Se trataría de un mecanismo cultural que puede contribuir un
cambio en el orden establecido y que, por tanto, proporciona interesantes y útiles
recursos para un estudio como este. Un estudio que pretende indagar acerca de cómo
este fenómeno funciona como un resorte reproductor de los roles de género, aun
estimando como posible su trascendencia subversiva. Porque también se ahondará sobre
aquellos factores o vicisitudes que han favorecido en los últimos tiempos participar del
baile como un espacio de contracultura, que rompe con los modelos imperativos
atribuidos diferenciadamente a hombre y a mujer en lo que se refiere a impulso,
movimiento y soltura. El uso del cuerpo, dotado de cualidades espaciales y temporales,
capaz de construir y establecer patrones de formas, figuras y ritmos, se presenta como
un término crítico en las teorías contemporáneas. La sujeción corporal, disciplinar, la

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colonización y apropiación de los cuerpos, las identidades en las que éstos transitan,
pero también la movilización y la deconstrucción de las similitudes corporales, serán
objeto de tratamiento en este trabajo, como factores explicativos de la idiosincrasia de
tres categorías de baile: los bailes de salón, en concreto el ejemplo paradigmático del
tango, los bailes latinos, especialmente el reggaetón y el dembow, y los bailes
caribeños, como la salsa -la cual puede ubicarse también dentro de la primera categoría-
,el dancehall o el daggering. Todos ellos de raíz africana. Asimismo, se hará una
mención adicional a los ambientes que se recrean en los espacios festivos liberados
donde el baile proyecta nuevos significados y en donde quienes participan en él adoptan
comportamientos alternativos a los generalmente registrados.
En definitiva, se tratará de esclarecer cómo el baile legitima y reproduce los roles de
género impuestos, debido a su consideración como fenómeno artístico engendrado en el
seno de una sociedad y una cultura determinadas de las que depende y por las cuales
cobra y conserva sentido. Un sentido que se adecúa a los códigos normativos y éticos de
los que una sociedad se dota para conferir cohesión entre sus miembros. Así, este
sistema de codificación, que funciona como un manual de instrucciones para entender el
carácter y peculiaridades de las danzas y bailes, varía en función de cada contexto
histórico y sociocultural en el que se inspira. Es por ello por lo que es inevitable ofrecer
una explicación al “porqué” de determinados movimientos en un baile concibiendo
como piedra angular el modelo hegemónico que impera en una sociedad sobre los
cuerpos pero también sobre la sexualidad. Concretamente, sobre el cuerpo y la
sexualidad de la mujer, elementos fundamentales para comprender esta singular
cuestión que suele pasar desapercibida al tratarse –el baile- de un fenómeno tan
naturalizado y normalizado. Para dar respuesta a este controvertido asunto, nos
preguntaremos qué avances en términos de igualdad material y efectiva se han
registrado en las últimas décadas atendiendo a la evolución del baile y su cotidiana
puesta en práctica en ambientes de ocio y sociabilidad; qué prejuicios y estereotipos
continúan legitimándose en detrimento de la mujer a pesar de las conquistas que han
favorecido su resignificación como sujeto liberado sexualmente y cuáles son, por tanto,
los límites subrepticios a la afirmación de su sexualidad y de su empoderamiento activo
en el baile que tanto contradicen esos avances en el imaginario colectivo.
Para dar respuesta a estas cuestiones partiremos de una serie de hipótesis que iré
desentrañando a lo largo del presente trabajo. A saber:

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Hipótesis 1: en el baile en pareja, fuertemente codificados, el hombre crea, inicia y
conduce el movimiento, le atribuye forma, mientras que la mujer asume un rol de
sumisión, de respuesta y entrega a sus decisiones, siguiendo el movimiento marcado por
el varón. Esta atribución de roles es parte fundamental de la mecánica convencional del
baile, que apenas da margen de maniobra e iniciativa deliberada a la mujer, quien en
última instancia “completa” siempre el movimiento impulsado por el hombre.

Hipótesis 2: la música y el baile no son lenguajes universales y autónomos, sino


productos de un discurso cultural que mantiene una reciprocidad con el sistema
sociocultural en el que se inscribe. De este modo, los individuos que pertenecen a una
determinada cultura pueden sesgar y juzgar negativamente la idiosincrasia de bailes y
danzas que se enraízan en sociedades y culturas ajenas debido al choque cultural que se
produce con la escenificación de los mismos. Como resultado evalúan dichos bailes y
danzas en términos de lo que se concibe como ético, decoroso y aceptable y de lo que se
estima como inmoral, indecente e inadmisible, siempre desde la óptica de la cultura a la
que se pertenece.

Hipótesis 3: en el contexto de la “cultura del baile”, con el surgimiento del movimiento


juvenil, se introducen cambios en la forma en que el poder se distribuye entre los sexos,
dado que las mujeres parecen ser participantes de pleno derecho en la escena y contar
con mayores libertades de las que habían disfrutado en otros contextos de ocio
juveniles. Se advierte esta transformación atendiendo al cambio de música que se
escucha en las fiestas, al cambio en el tipo de ambiente en las mismas y al tipo de
personas que asisten a ellas.

Así, el contenido que abordará los resultados registrados se estructurará en tres


apartados. En “La semilla africana, una aproximación de género a los ritmos latinos y
caribeños: identidad, comunicación y sexualidad” haré un repaso global a la
idiosincrasia de la danza y ritmos africanos, a sus fundamentos culturales, su desarrollo
y expansión a otras áreas del mundo, como América Latina o El Caribe, debido a la
inmigración, a la colonización y al esclavismo. Así, se dio lugar a bailes como el tango

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(pese a que siempre se le ha considerado nativo de Argentina), la salsa cubana y en línea
(incluyéndose esta última junto al tango en el diverso abanico de bailes de salón), el
reggeatón, el dancehall, el dembow, etc. Asimismo, me centraré en cada uno de ellos,
haciendo una descripción de su origen y evolución, focalizándome en los roles que se
asignan en cada uno de ellos en relación a los conceptos de identidad (de género),
comunicación y sexualidad como elementos definitorios de los parámetros de estos
bailes entre otros. Atenderé a sus características técnicas y estéticas, así como a su
codificación y la explicación sociológica que la justifica de manera más o menos
explícita. En “Nuevas tendencias musicales en las pistas de baile. Los nuevos códigos
de la moda juvenil. ¿Nuevos espacios de empoderamiento femenino?” trataré acerca
de las modas juveniles musicales que se han apoderado de las pistas de baile por todo el
mundo. En concreto, del reggaetón, el dancehall, el dem bow o el socca, todos ellos
bailes de origen latino y caribeño. Sus letras y sus pasos de baile han generado una
enorme polémica por estar cargados de connotaciones sexuales y significado erótico y
han planteado importantes cuestiones acerca de su plantemiento machista, violento y
abusivo contra las mujeres, a las que se las trata como meros objetos sexuales. No
obstante, no son pocas las voces defensoras que no culpabilizan a estos géneros
musicales como “medios de difusión” machistas carentes de escrúpulos. Se resalta así el
poderío de las mujeres bailando esta música, reapropiándose de su sexualidad,
quebrando con las convenciones y la moralidad imperante. Es de esto de lo que trataré
en este capítulo, sobre las diferentes perspectivas, detractoras y defensoras, de estos
géneros musicales como lenguajes de reproducción o resistencia a los roles y
estereotipos atribuidos a hombres y mujeres, sobre todo a estas últimas. Asimismo,
integraré en esta parte un breve análisis sobre los nuevos escenarios de sociabilización
que se fraguan en fiestas de música dance y electrónica, no sin antes hacer una breve
introducción referida a los adolescentes y jóvenes y su relación con el baile y la cultura
en la que se insertan. Por último, en “Masculinidades y feminidades deconstruidas: el
tanto queer, una propuesta de liberación no-heteronormativa” haré una mención
especial al tango queer, una nueva tendencia que trata de generar un espacio liberado en
el que no se den cabida a etiquetas y roles identitarios asociados al género de quien lo
baila., poniendo en cuestión la heteronormatividad ligada al tradicional tango de salón y
proponiendo una concepción de la corporalidad alternativa y flexible.

7
1. MARCO TEÓRICO

La sociología, al igual que muchas otras disciplinas como la antropología o la


psicología, si bien no ha hecho del cuerpo uno de los objetivos principales de estudio,
ha contribuido enormemente a revelar y dilucidar los procesos que “actualizan” y
remodelan los cuerpos en el contexto de una sociedad, es decir, analizar los parámetros
socializadores que nos transforman en “cuerpo”.
El estudio del cuerpo puede tener varias dimensiones. En primer lugar, está la
dimensión subjetiva, que pone sobre la mesa el análisis de cómo los personas vivencian
su cuerpo dentro de un contexto sociocultural determinado. En segundo lugar, está la
dimensión social, que alude a las instituciones y al sistema normativo y que se centra en
la relación entre sociedad y el cuerpo de los individuos, aspecto sobre el cual existe una
amplia y fértil literatura. En tercer lugar está la dimensión simbólica, que hace hincapié
en la manera en que el cuerpo es depositario de representaciones plenas de significado.
En el caso de las sociedades contemporáneas estas significaciones viajan principalmente
a través de los medios de comunicación de masas pero también a través del arte, que es
asimismo susceptible de ser examinado desde esta perspectiva
“corporal”.
Por otro lado, existe una plena constatación y reconocimiento referido a la
construcción y disciplinamiento sobre los cuerpos y cómo actúan en sociedad, que los
modela, jerarquiza y diferencia en polos extremos según un tipo ideal de cuerpo
atribuido a cada identidad establecida: hombre-mujer, blanco - negro, etc. Diríamos que
el cuerpo es “fronterizo”, y forma parte de un ambiente sociocultural con el cual se
relaciona de manera bidireccional, es decir: participa en la configuración y
conformación de este entorno y, al mismo tiempo, es constituido por él. Es oportuno
mencionar que el campo donde la investigación acerca de la experimentación,
representación y lenguaje del cuerpo ha sido cuantitativamente mayor es la que tiene
que ver con el arte, disciplina donde se incluiría el baile. Desritualizado,
deshumanizado, abyecto, infame, visceral: los cuerpos que viajan y se manifiestan en
algunas propuestas artísticas agitan la percepción de nuestro ser en el mundo. Su

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construcción viene dada por la representación del género, y se puede decir, que el arte y
la cultura propios del mundo occidental constituyen el “estampado” de la historia de
esta construcción.
En concreto, en un estudio acerca del baile se puede llegar a comprender el
movimiento en distintas culturas basándose en semejanzas físicas superficiales entre los
cuerpos. Pero también llegar a entender por el simbolismo que de los mismos se
desprenden, de la significación atribuida al cuerpo de hombres y mujeres como espacio
socialmente construido, como objetos que pueden controlarse y son susceptibles de
estar sometidos a dominación. De este modo, en una sistema heteropatriarcal como en el
que vivimos insertos, el hombre controla y manda sobre el cuerpo de la mujer y se
apropia de su sexualidad, manejándola a su propia conveniencia y disfrute,
respaldándose y legitimándose en roles y modelos estereotipados que se reproducen
sistemáticamente a través de los procesos de socialización. Porque hoy en día, la
realidad que nos encontramos en las sociedades avanzadas es que existe un discurso
público, oficial y políticamente correcto, sobre la consecución de igualdad entre
hombres y mujeres, mientras que simultáneamente circula un discurso privado, no
oficial y políticamente incorrecto, que mantiene estas diferencias a través de los roles y
estereotipos de género. Roles que asignan a la mujer un papel de pasividad y
subordinación con respecto al hombre, exponiéndola a consideraciones denigrantes si
no se ajusta o cumple con los mismos y adjudicándola etiquetas que entrañan una
ofensa hacia su persona, su integridad psicológica, así como incluso física.

1.1. Las gramáticas de los cuerpos sexuados

La construcción del género continúa en la actualidad, tan fervientemente como en el


pasado. Y lo hace no sólo en los espacios más predecibles y básicos (escuelas, familia,
medios de comunicación), sino también, más implícitamente, en las universidades, en
las comunidades académicas o intelectuales y en las prácticas artísticas como el baile.
Aunque generalmente se valora “lo construido” con connotaciones peyorativas, son
varios los autores que se plantean por qué se entienden estas construcciones como
artificiales y prescindible y no como nociones necesarias sin las que no podríamos dar
sentido a la vida, a nivel individual y en común, y sin las cuales no podríamos definir un
“yo” o un “nosotros”. Así, concebir el cuerpo como algo construido nos obliga a volver

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a concebir y a reflexionar acerca de su construcción misma, cuestionándonos cuáles son
aquellos factores o fuerzas que esculpen los cuerpos materializándolos como
“sexuados” y cómo debemos comprender la propia “materia” del sexo y la de los
cuerpos en base a los parámetros culturales, intentando dar respuesta a qué cuerpos
llegan a importar y por qué.
En las aproximaciones críticas a los textos culturales, desde un sesgo evidente y
manifiesto de género y sexualidad, el cuerpo se presenta como espacio de inscripción
primero y último de la diferencia genérico-sexual. Hacer un repaso a las propuestas
categorizadas como feministas es tratar en vano por parte de la totalidad de la
comunidad feminista de averiguar qué es ser mujer. Sin embargo, ser o estar mujer
remitiría a “ser ostentadora” de un cuerpo sexuado en femenino, como un envoltorio que
condiciona nuestras vivencias y experiencias bajo la supervisión moral de las normas
socialmente aceptadas. El sexo, entendido como género –pese a que, como explicaré
más adelante, sexo y género hacen referencia a dos conceptos diversos y no
necesariamente correspondientes- ha sido hasta hace poco un atributo evidente y
explícito que no podía disociarse del cuerpo. Si bien es cierto que existen muchos
cuerpos diferentes entre sí, existe la irrefrenable e irresistible tendencia a etiquetarlos y
clasificarlos en cuerpos de hombre y de mujer, respectivamente, con los consecuentes
modelos ideales de identidad y comportamiento que llevan aparejados: dos únicas
posibilidades para un amplio abanico de “materializaciones corporales” diversas. O se
pertenece a una categoría u a otra; o se es mujer, o se es hombre, conceptos que se
presentan como contrarios o complementarios en tanto que el uno se define por la falta
de atributos del otro. Destacable es señalar que el cuerpo de la mujer posee un poder
identitario sexual mayor que la del hombre, es un cuerpo hipersexualizado, y es esta
característica considerada una marca de feminidad. Parece entonces que no todos los
atributos constatables o reconocibles en el cuerpo reflejan un mismo grado de evidencia
sexual-genérica. Esto es, que existe una jerarquización estructural, que está normalizada
y naturalizada y que es normatizadora en cuanto que manda sobre los cuerpos y los hace
inteligibles, de acuerdo a unos criterios que se presuponen biológicos. Es más, esta
disposición binaria de complementariedad y “enfrentamiento” sacada a colación en
líneas anteriores, consolida esta jerarquía en una dirección que genera desigualdad y
asimetría, en el sentido de que una de las dos categorías, la hegemónica (hombre) se

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erige como monolítica y sobrevive a costa de la otra (mujer), a quien se considera un
sujeto amenazador y pérfido.
De esta forma, dado este binarismo, las categorías no hegemónicas de los binarismos
como hombre/mujer, vienen a ser construidas desde dentro de los mismos como el
reflejo de lo “no deseado”, de lo imperfecto. Un ejemplo también lo encontramos en el
par homosexual/heterosexual, ya que bajo la etiqueta del primero se han englobado
identidades, realidades corporales y prácticas sexuales diferentes y diversas,
relacionadas precisamente por quebrantar la ley de la heterosexualidad imperativa. Pese
a los tiempos que corren, para la inmensa mayoría aún resulta bastante complejo asumir
y aceptar que las categorías no hegemónicas abandonen progresivamente su casilla de
relegamiento y vayan conquistando un espacio que durante tantos años se les había
negado debido a su carácter amenazante y peligroso. Carácter adjudicado por un orden
heteropatriarcal supremo establecido que trata de sobrevivir y proteger las piedras
angulares de sus cimientos aún a día de hoy, sutilmente, haciendo uso de estrategias y
métodos subrepticios, apenas explícitos a simple vista. Pese a que el orden parezca
invertirse paulatinamente, las fuerzas reaccionarias no claudican y recurren a sus
resortes de poder para conservar sus privilegios y su predominio, imponiendo que
solamente existe una posibilidad, la suya y, por lo tanto, ninguna capacidad para elegir
otra opción. La diferencia genérico-sexual binaria aparece, entonces, ligada a la práctica
de una sexualidad concreta que administra los cuerpos y sus relaciones y los dirige a
determinadas interacciones al tiempo que confina, patologiza, ataca y castiga a otras.

Para transformar en fuertes espacios identitarios y de resistencia a las categorías


como mujer u homosexual, proponen algunos autores, sería necesario construirlas en la
menor medida posible en contra de la categoría hegemónica. Este apunte se debe a que
la heterosexualidad normativa rige y gobierna sobre la sexualidad y permite al mismo
tiempo el establecimiento de este sistema binario de género-sexo, lo que se traduce en
una simplificación a las categorías hombre/mujer o, mejor dicho, al hombre versus todo
lo que no es bastantemente hombre. Por tanto, desmantelar este binomio hombre/mujer
supone desmontar la heterosexualidad que ordena la unión sexual de cada una de estas
categorías con su opuesto y complementario, deconstruyendo las identidades asociadas
a cada una, pluralizando los códigos y rearticulando estas categorías predeterminadas.

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Esta será una de las ideas centrales que inspirarán el nacimiento de uno de nuestros
fenómenos de estudio: el tango queer.

1.2. Sexo versus género: el cuerpo como espejo de las construcciones sociales,
culturales y políticas

En las últimas décadas el cuerpo ha ido ganando una posición relevante dentro de la
teoría social. Si bien, la mayoría de los teóricos se han alejado de la concepción
biologicista del cuerpo para redefinirlo como un fenómeno histórico y sociocultural).
De acuerdo a Reischer y Koo (2004), existen dos orientaciones teóricas destacadas en
torno al cuerpo y a su relación con la sociedad. Por un lado, un conjunto de autores se
centra en la naturaleza simbólica o representacional del cuerpo, es decir, en el estudio
del cuerpo simbólico, en tanto se trata de un elemento que lleva consigo el peso de un
significado social. Por otro lado, se concibe al cuerpo como un agente o participante
activo del mundo social.
Dentro de la primera perspectiva teórica, Mary Douglas (1973) fue una de las
pioneras en vertebrar el significado simbólico del cuerpo y en rechazar su concepción
naturalista. Para la antropóloga, el mismo es una potente fuente de metáforas sociales
que dejan a entrever la organización o la desorganización de la sociedad. Asimismo,
estima que las categorizaciones que modelan y definen al cuerpo poseen un origen
social, por lo que es imposible conocerlo e interpretarlo si se ignora cómo interactúa lo
físico con las construcciones simbólicas que lo revisten de significado, dado que
cualquier expresión natural está condicionada por la cultura.
Igualmente, desde una perspectiva estructuralista, Michel Foucault afirma que el
cuerpo se asemeja a un texto en donde vienen inscritas las relaciones de poder que lo
“esclavizan” y disciplinan. Su teoría de la sexualidad como «tecnología del sexo»
(1990) postula que deberíamos definir al género como el fruto de diversas tecnologías
sociales, como el cine, el teatro o la danza, así como de discursos institucionales y de
prácticas de la vida cotidiana, como el baile. Esto conduce a pensar que el género y la
sexualidad no son propiedades de los cuerpos, que nos vienen dadas por la naturaleza
por el mero hecho de nacer, sino que es «el conjunto de los efectos producidos en
cuerpos, comportamientos y relaciones sociales” (Foucault, 1977:75) como resultado
de la actuación de diversas tecnologías políticas que incumben a la esfera del poder. De

12
manera similar, en Vigilar y castigar (1975), Foucault revela cómo en la Edad Moderna
se desarrolla un sistema de normalización que recurre al uso de la disciplina como
resorte principal del poder y que designa cuál es la relación de los cuerpos con respecto
a su entorno. En otras palabras, el cuerpo se transforma en el principal objetivo de
control, por lo que las disciplinas corporales se adueñan del individuo, lo subyugan.
Para este fin el aparato de poder se empeña en crear y dirigir cuerpos dóciles y
manipulables. Asimismo, lo visual ya no se concibe como un espacio inmaculado sino
como un espacio donde las representaciones no se encuentran ordenadas y pueden dar
lugar a múltiples consecuencias. En definitiva, Foucault nos habla de un proceso más
subrepticio: el de un cuerpo conceptualizado como objeto de poder, extremadamente
moldeado y dirigido por el poder que genera una visión del mundo y de la sociedad, que
conduce a desarrollar una conciencia asimismo sometida y “corregida”.
Igualmente, Teresa de Lauretis, con Tecnologías del género (1987) y Cuerpos que
importan (1993) es también una de las primeras autoras que, en la estela de Foucault,
teoriza sobre el cuerpo y sus representaciones, entendiendo el género y la sexualidad
como el conjunto de resultados inducidos en los cuerpos y en las relaciones sociales.
En su obra, Thomas Laqueur (1994) expone cómo a finales del siglo XVII
acontecieron determinadas vicisitudes que cambiaron el modo en el que hasta el
momento se había interpretado la sexualidad. Nos cuenta como desde la Antigüedad
Clásica el modelo imperante que proporcionaba nociones a la hora de comprender la
sexualidad era aquel que se basaba en el sexo único. Esto significa que tanto los cuerpos
masculinos como los femeninos se interpretan o se leen jerárquica y verticalmente, de
acuerdo a su grado de perfección, como una ordenación de un único sexo: la mujer era
la versión imperfecta del hombre. Con el paso del tiempo y progresivamente, como
resultado de una serie de cambios y avances sociopolíticos y epistémicos, se sustituyó
este modelo por el modelo de los dos sexos, que separa y diferencia a los mismos.
Según este modelo tanto el sexo masculino como el femenino no se pueden medir, en
tanto que son dos opuestos ordenados en un eje horizontal. Por ello Laqueur aporta una
nítida explicación de cómo la ciencia ejerció su poder sobre el cuerpo de la mujer.
También dentro de las propuestas teóricas del feminismo se hizo hincapié en la
distinción entre sexo y género a efectos de contrarrestar la concepción biologicista del
cuerpo (lo evidente, lo explícito…) considerando el sexo como algo natural, biológico y
preexistente mientras se definía al género como un constructo social, algo cultural y

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ulterior. Un ejemplo ilustrativo que cabría incluir en esta línea teórica es la célebre frase
de Simone de Beauvoir «no se nace mujer, se llega a serlo”, extraída de su obra
El Segundo Sexo (Simone de Beauvoir, 1949:109).
El cuerpo es la representación del cuerpo. Tiene una existencia performativa dentro
de los marcos culturales, a través de sus códigos, que lo hacen visible. Esto significa
que, en vez de ser o tener un cuerpo, de nacer con ello de modo predeterminado, más
bien nos convertimos en uno. Así, negociamos con él en interacción con otros
individuos, siempre dentro unas coordenadas que permiten que nos reconozcan y nos
identifiquen y que a la vez nos limitan y constriñen en nuestra definición de lo que
somos.
Judit Butler es un referente de la literatura feminista que versa y ahonda sobre estas
tesituras. Indagando en este “devenir mujer”, en su obra “El género en disputa” (1990)
argumenta que no existe ninguna diferencia entre sexo y género, sino que ambos indican
una plasmación concreta de los cuerpos. Uno y otro emergen a un mismo tiempo como
producto de una distinción discursiva de carácter cultural que estipula la dualidad de
géneros y una única práctica sexual. De esta manera, el cuerpo, su materialidad, es causa
y efecto de varios procesos que se desarrollan por medio del lenguaje y de su
textualización. Esto significa que el cuerpo es un texto y es su propia representación.
Así, ser mujer o ser hombre consistiría, en principio, en tener determinado cuerpo. Sin
embargo, este discurso supuestamente universal y hegemónico ha ignorado, marginado
y desterrado a las mujeres y a otros grupos subordinados asimismo excluidos, y cuando
los ha integrado en su seno ha sido para demostrar y recalcar su inferioridad como
consecuencia de sus diferencias “materiales”, de su cuerpo con respecto al de los
hombres. En definitiva, para Butler (2001) los géneros y los cuerpos son
materializaciones político-culturales posteriores a la cultura y al lenguaje, sobre los que
no hay nada escrito de antemano y que sufren distintas alteraciones y conversiones a
través de las prácticas discursivas. De acuerdo a este planteamiento, cuerpo, género y
discurso son indisociables. No podemos elegir libremente nuestra apariencia, nuestra
identidad, nuestro yo. Todo ello es efecto del discurso y del lenguaje.
La segunda perspectiva, la de somos cuerpo, no diferencia entre el cuerpo y el yo.
Nadie puede desposeerse de su cuerpo ni alterarlo a su antojo fácilmente, porque
nuestro cuerpo refleja quiénes somos, no podemos ser quien somos en otro cuerpo, y no
podemos ser otros en nuestro propio cuerpo plenamente. Como antes he expuesto, el

14
cuerpo es como un texto: se lee, y necesita, pues, de un lenguaje y un código
intersubjetivo compartido por todos y todas para poder interpretar y ser interpretado,
trascendiendo así a la capacidad de acción de todos los sujetos. Si bien, el cuerpo no es
una hoja en blanco donde podemos escribir aquello que deseemos y se nos antoje,
partiendo de cero, sino que ya viene escrito desde el momento en el que lo reconocemos
como cuerpo. Por tanto, no es semejante tener y ser un cuerpo, así como el mismo no
puede pensarse como una figura o elemento previo ajeno a la cultura y a sus códigos.
Precisamente, una de las aportaciones más imprescindibles y elogiables de los
feminismos ha sido demostrar cómo funcionan los mecanismos de poder que tratan de
hacernos ver que determinadas prácticas son esencialmente naturales cuando
verdaderamente no lo son. El poder disciplina los cuerpos, y este enfoque disciplinador
sobre el sujeto está vinculado a una normatividad, a la legitimación y aceptación amplia
de unos actos y la prohibición de otros. Entonces, si se entiende que el cuerpo es una
materialidad que se hace y se construye, también se entiende que existen determinadas
representaciones o acciones de los cuerpos que se conciben como imposibles y/o
inaceptables. Un cuerpo no puede adoptar cualquier comportamiento en cualquier
contexto, puesto que las coordenadas socioculturales que mencioné previamente
actualizan y reconstruyen determinados cuerpos. Y esta idea es fácilmente trasladable a
cómo se codifican los bailes, los movimientos que los definen y los singularizan, que
demarcan los límites infranqueables de acuerdo a unos parámetros establecidos para el
hombre y para la mujer.
Dentro de esta línea de pensamiento que postula que el cuerpo es capaz de generar de
manera activa significados sociales como agente del mundo social, existe una corriente
teórica y metodológica proveniente del campo de la Antropología que argumenta que el
cuerpo es un “artefacto” que planta cara a la cultura, que refleja pero que también
desafía las construcciones socioculturales (valores, significados…) encauzándose hacia
la acción social. Thomas Csordas (2011) es un destacado exponente dentro de esta
corriente. Para el autor, el cuerpo es un agente activo de la cultura, no un mero
fenómeno fruto de la naturaleza, que tiene un fundamento existencial y que se implica
tanto en la percepción como en la práctica. A través del concepto de embodiment1 se

1
Este concepto puede llegar a ser definido en castellano como «encarnación» aunque hay quienes
prefieren utilizar el concepto de «corporalidad». T. Csordas trata sobre el mismo en su obra
“Embodiment as a Paradigm for Anthropology” donde postula que el cuerpo no es sólo un objeto de

15
persigue hacer frente a una consideración pasiva del cuerpo con el fin de evidenciar la
condición existencial de la vida cultural y así poder interiorizar el proceso por el cual
cada individuo “corporeiza” e incorpora las experiencias y visiones de lo que significa
“estar en el mundo”. No obstante, esta experiencia y vivencia corporal no puede
disociarse de la práctica social, dado que es evidente que el cuerpo actúa en el mundo.

1.3. Identidades contemporáneas: la artificialidad del cuerpo femenino como


símbolo de su otredad.

La identidad ha sido desde tiempos remotos un tema muy recurrente en las corrientes
de pensamiento occidental, siempre intentando dar respuesta a una incógnita compleja
de resolver, “¿Quién soy?”, cuestión que se halla estrecha y paralelamente relacionada a
la subjetividad.
La identidad, desde la óptica de la identidad personal, es relativa al cuerpo y se
concibe con respecto a un sujeto activo (en contraposición a un objeto pasivo). Así, se
define como un ser inalterable, único, exclusivo, con propia esencia. Estas condiciones
y cualidades del ser uno mismo se define como mismidad, concepto que gobernó el
debate moderno en torno a la identidad. No obstante, ya en el siglo XIX se impuso la
concepción postmoderna de la misma, donde el sujeto se transforma en un ser mutable,
heterogéneo, plural, y transitorio. Es decir, todo lo contrario que en la etapa moderna.
Ya no se define la identidad como esencia, sino como devenir. Así, el debate
postmoderno deja de centrarse en la mismidad para focalizarse en la alteridad, aun
cuando la cuestión sistemática se refiera, como entonces, al ser de quien la pregunta. La
alteridad implica que para el que piensa, intentando dar respuesta a esa pregunta, todo lo
demás es falso, simulado. Esta es la base que condujo a Descartes a verificar la ruptura
entre cuerpo e identidad. Para Descartes (1641)2, el principio de la corporeidad no
contribuye a la conformación del sujeto ni de su identidad. Esta última se construye en
función de su autoconcepción como ser pensante y racional, como idealidad. De esta
manera, la identidad no es, sino que acontece, “deviene”, designa lo que el sujeto debe
ser en un proceso de continua transformación. El sujeto es sujeto en cuanto se hace y

estudio válido para la antropología, sino que asimismo es el sujeto generador de la cultura, su base
existencial, el punto de vista en el mundo desde el cual concebimos al mismo.
2
Año 1641, fecha de la publicación de su obra “Discurso del método y Meditaciones metafísicas”,
escrito en la que trata esta cuestión.

16
construye en este proceso, en virtud de la acción lingüística; es decir, la identidad surge
en virtud del lenguaje.
En su artículo «La hermenéutica del sujeto» (1990), Foucault esgrime que la
identidad no puede consolidarse sin la diversidad de relaciones sociales que funcionan
como apoyo para la misma. Se trata, entonces de relacionarse y complacerse consigo
mismo, pero también de autogobernarse a sí mismo. Por otro lado, para el filósofo y
antropólogo Paul Ricoeur (1996) la identidad no guarda relación con la mismidad, si no
que la concibe como acción lingüística, por tanto, como un discurso vinculado más a la
alteridad. Cuando Ricoeur habla de un “sí mismo” también se está refiriendo a la
alteridad, a lo distinto de “sí mismo”, lo que significa que la identidad se construye en
un discurso en contraposición a otro que es diferente, desigual, opuesto (recordemos
hombre VS mujer o heterosexual VS homosexual).
De esta manera, se podría decir que son tres los elementos principales que
conforman la identidad contemporánea: la ética y moral, la pragmática lingüística o
lenguaje y la hermenéutica o interpretación del “texto del cuerpo”. Son estas tres
vértebras las que incorporará, como ya hemos visto, el debate feminista en torno a la
identidad. De nuevo en esta área, es ineludible sacar a colación a una de las mayores
referentes de este debate, Judith Butler, quien resalta que, debido a estas particulares
características de la identidad, la misma es potencialmente subversiva. De nuevo aquí
nos encontramos con el carácter performativo de la identidad, que se pone de manifiesto
en de diversas maneras y que transforma y recrea al sujeto sistemáticamente dentro de
un marco discursivo cultural e institucional.
Dicho todo esto, la siguiente exigencia que se nos plantea expuesta toda esta lógica
es la de asociar la identidad al cuerpo, una vez más, lo que conduce a aludir a la
experiencia en cuanto nos referimos a experiencias del cuerpos sexuados. Por tanto,
inexorablemente, la identidad en relación al cuerpo pasa a convertirse en una cuestión
política. El sujeto es objeto de sí mismo, de acuerdo a la concepción postmoderna o
postmetafísica; no obstante, como ya se ha indicado, la identidad se enmarca en un
contexto normativo -y cultural-, más o menos manifiesto, en función del cual el sujeto
se crea y recrea. Contexto y normas, condicionados y determinados por la cultura,
articulan de manera más o menos consciente nuestra identidad, en particular la de los
sujetos femeninos, en tanto que son mecanismos que favorecen u obstaculizan esta
constitución identitaria.

17
La idea que emana de esta argumentación es la de la necesidad de pensar en el
cuerpo no como fruto de este contexto, sino también como contexto y norma en sí
mismo con el fin de crear y recrear nuestra identidad. Aquí resurge de nuevo la idea del
cuerpo como agente normativo, un “arma” con la capacidad de alterar el orden
establecido y el imaginario social y cultural de los individuos. En este sentido, si la
identidad está intrínsecamente ligada a la experiencia del cuerpo sexuado y este a su vez
funciona como un contexto normativo que integra y genera normas simultáneamente,
esto significa que dicha experiencia se adapta y acata la norma que reviste al cuerpo.
Por ello, parece lógico que el cuerpo sexuado no ponga en tela de juicio su identidad
sexual y de género, como así sucede.
La mujer es un ser construido metódica y minuciosamente por un creador, que
vendría a ser el discurso hegemónico del patriarcado, que la moldea conforme a sus
deseos para posteriormente rechazarla y desdeñarla. El cuerpo “artificial” de la mujer se
asemeja al cuerpo artificial de un autómata: se convierte en un cuerpo ambiguo, en tanto
permite la creación de un ser hecho a medida y antojo, que satisface los deseos y
caprichos de dominación de su creador pero que, por otro lado, entraña el riesgo de una
sedición inabarcable, al oponerse a las normas y valores que garantizan el orden social.
Así, la mujer representa y encarna la alteridad antes mencionada, es un constructo
que supone una amenaza inquietante al mismo tiempo que despierta tentaciones en el
sentido de que satisface deseos de control y sometimiento. Esta idea de lo femenino
como símbolo de la alteridad u otredad se intensifica en la modernidad, se reconfigura
dadas determinadas condiciones sociales. Una de las vicisitudes que favorecen esta
agudización es el establecimiento del capitalismo como sistema que rige la economía y
la vida social, dado que genera de nuevo una importante contradicción en lo que se
refiere al statu quo de lo femenino: la mujer comienza a conquistar la esfera pública, un
espacio previamente no permitido, y a ganar visibilización; sin embargo, esta conquista
provoca una reacción discordante en el imaginario, que, ante esta situación, manifiesta
una urgencia por restaurar el orden previo. Este imaginario reaccionario y conservador
continua perpetuando la relación de la mujer con la naturaleza y la maternidad, lo que le
otorga un espacio y funciones determinadas en la sociedad- cuidados de hijos/as y
marido, tareas domésticas, etc. Pero también continúa legitimando su relación con lo
artificial en tanto que se mantiene y expande el ideal de mujer como construcción
masculina, consecuencia directa de la necesidad de mantenerla bajo control, dada su

18
naturaleza irracional, incivilizada, indomesticable. La mujer se “artificia” en función del
deseo masculino y se nos presenta como mero objeto, ornamentado con joyas,
maquillaje, determinada indumentaria y demás complementos “propios de una mujer”,
que estilizan su figura femenina. Esta paradoja se hace más evidente con los primeros
movimientos feministas a finales del siglo XIX, momento en el que la condición natural
y artificial de lo femenino acaban congeniando, situando a la mujer en una intersección
discursiva: mientras el cuerpo femenino se estima como perverso por su naturaleza, la
feminidad resulta atrayente y tentadora porque simboliza lo artificial, porque se ha
transformado en un objeto construido, en arte.
Sin embargo, los mismos instrumentos de control sobre el cuerpo femenino son
susceptibles de invertirse y la exhibición de éste y su adecuación al contexto que se le
impone de acuerdo al orden normativo son justamente los resortes que favorecen
desmantelar este mismo orden. Utilizar el cuerpo femenino como objeto que se expone a
los ojos de un público significaría, a priori, que el sujeto femenino es depositario de los
deseos de quienes lo observan. Sin embargo, es esa misma exposición, que aún sin
impedir que aquel inexorable y naturalizado efecto se produzca, puede “flexibilizar” y
subvertir ese imaginario de tinte conservador y reaccionario del que previamente
hablaba. Contrariamente a este planteamiento, la socióloga chilena Carla Donoso
observa que tras estas representaciones o exhibiciones del cuerpo femenino, sobre todo
si se difunden a través de los medios de comunicación de masas, se erige un trasfondo
ideológico conservador que reproduce el orden hegemónico, decimonónico y tradicional
de género, promoviendo a su vez la violencia sexual contra la mujer.
Consecuentemente, el desnudo femenino, por ejemplo, funciona como un elemento que
continúa reforzando los estereotipos, prejuicios y concepciones clásicos de género y
sexualidad y no como un mecanismo transgresor en materia sexual. Pese a que persigue
la reivindicación de un cuerpo censurado, no cuestiona ni el “deber ser” de ese cuerpo

femenino, de su inscripción en un contexto regido por la ley sobre los cuerpos3.

1.4. Una sexualidad secuestrada: el control socializador sobre los cuerpos

La historia de los estudios sobre sexualidad se encuentra interrelacionada con la de


los estudios de género. Si bien algunos de ellos proponen la ruptura de los campos

3
Donoso C. 2002, pp. 79-88

19
teóricos género y sexualidad, afirmando que aunque son dos dominios que
efectivamente se interrelacionan, esos mismos puntos de contacto varían en función de
los contextos históricos y culturales. Por lo tanto, ni las teorías de la sexualidad son
explicativas de las relaciones de género, ni las teorías de género pueden explicar la
sexualidad.
Para empezar, es oportuno señalar el origen del concepto de sexualidad tal como lo
concebimos ahora. El término aparece por primera vez en el siglo XIX con un
significado similar al que se sostiene actualmente, ya que hasta entonces la palabra sólo
se utilizaba como tecnicismo en las disciplinas como biología o zoología. No obstante,
las primeras referencias a la sexualidad se remontan mucho tiempo atrás, ya en los
antecedentes de la tradición judeocristiana, que lo circunscribe a la esfera de la
procreación. A lo largo de este siglo, la Iglesia se coaliga con la ciencia, especialmente
con la medicina, aproximándose ambas de modo reticente y desdeñoso hacia la
sexualidad. Entre otras consideraciones acerca de la homosexualidad o la masturbación,
a la mujer se la niega su capacidad de respuesta sexual.
Sin embargo, las definiciones contemporáneas de sexualidad ya no se entienden sólo
en términos de su vinculación con la reproducción biológica, puesto que se ha
demostrado a través de la ciencia social que no todas las prácticas sexuales tendrían por
qué tener ese fin. Por ello, los estudios actuales sobre sexualidad hacen hincapié en la
urgencia de recuperar en su conceptualización aquellos aspectos que transcienden lo
meramente biológico. La investigadora en temas de género, Teresa De Barbieri (1993),
por ejemplo, apunta que las relaciones sexuales no consisten exclusivamente en
procesos biológicos e intercambios químicos cuyo objetivo es la procreación humana,
sino que la sexualidad engloba una amalgama de formas muy diversas en las que las
personas se relacionan con otras como seres sexuados a través de intercambios cargados
de simbolismo y significado4. De la misma forma, otros autores remarcan que para los
individuos el significado más inmediato de la sexualidad se centra en la posibilidad de
experimentar placer, concepto pleno de sentido, ya que la sexualidad humana consiste
en la construcción social de los significados, que para los individuos es capaz de derivar
placer y de reproducirse en sus cuerpos sexuados.

4
De Barbieri, 1993, p.154

20
Los científicos Masters y Johnson (1966)5 plantean que una forma de responder a la
pregunta de qué es la sexualidad consiste en explicar las dimensiones a las que se hace
referencia cuando se habla de sexualidad. La primera dimensión sería la biológica, la
que tiene que ver con las funciones de reproducción. La segunda es la psicosocial, que
alude a la forma en la que las personas se influyen recíprocamente pero también a las
normativas que se proyectan sobre la sexualidad y que regulan la conducta sexual de
aquellas. La tercera dimensión es la conductual, que describe lo que las personas hacen,
cómo y por qué lo hacen. La dimensión clínica se refiere a los obstáculos o
complicaciones que dificultan la obtención de placer, así como las soluciones para
mitigar dichas disfunciones sexuales. Finalmente, la quinta dimensión es la dimensión
cultural, que indica la ausencia tanto de un sistema de valores sexuales universales
como de un código moral que sea incuestionablemente justo y generalizable a todas las
personas.
El género es, especialmente a finales del siglo XIX, como ya puntualicé, un
polémico tema que generó un amplio debate acerca de las configuraciones acerca de lo
femenino y de los estereotipos más extendidos alrededor de este ideal: por un lado el de
la mujer benévola y sensible, que acata los papeles de madre y esposa perfecta, cuya
sexualidad está encauzada a través del matrimonio, y la mujer fatal, pérfida, cuya
sexualidad no está gobernada por ninguna vía institucional y que, entonces, está fuera
de control. Si bien, la noción de género también se proyecta sobre la dimensión de la
masculinidad, puesto que si las diferencias entre hombres y mujeres radican en lo
cultural y no en lo biológico, las particularidades asignadas normalmente a lo masculino
tampoco responden a un “deber ser” natural, sino a las consecuencias directas e
indirectas de la socialización de género. En el campo de las relaciones interpersonales,
se afirma la necesidad de desarrollar una mayor afectividad en las relaciones que los
hombres establecen con sus seres más cercanos así como la promoción de la igualdad de
la mujer en todos los sentidos de la vida en convivencia.
La familia, la escuela, la medicina, la moda, la nutrición, los mass media socializan a
través de valores que perpetúan el control corporal, diseminando el núcleo o
procedencia del mismo e invisibilizando este proceso sibilino que, no obstante, la teoría
feminista, los estudios poscoloniales, las propuestas de deconstrucción, etc., han logrado
5
Masters y Johnson fueron los pioneros en el estudio científico de la naturaleza sexual humana, más
concretamente se dedicaron a la investigación en el campo de la respuesta sexual human, llevando a cabo
un estudio que culminó en la publicación del mismo, titulado “La respuesta sexual humana”, en
1966.

21
destapar al tiempo que pretenden neutralizar y marginar sus efectos en una batalla
contra los discursos hegemónicos. El cuerpo femenino se encuentra profundamente
demonizado, concebido como naturalmente pecador y lascivo, pero también
estigmatizado con la carga de la construcción social de la virginidad, entre otras cosas.
De hecho, algunos estudios en varones han demostrado que para éstos las mujeres cuyo
deseo no nace del amor, son enfermas y “putas”, con tendencias a la promiscuidad. En
este punto, se evidencia una contradicción en la forma en la que las mujeres
experimentan su sexualidad, ya que manifestar lo que les disgusta en el terreno sexual
podría ocasionarles conflictos con su pareja pero, por el contrario, expresar lo que les
agrada podría suponerles ser etiquetadas de mujeres “fáciles” o enormemente sexuadas.
Desde esta misma perspectiva, asimismo se sostiene que los medios de comunicación
social proceden complacientemente con los aparatos de poder y son incapaces de
mostrar y proyectar los procesos coyunturales que la sociedad desarrolla y vive, así
como de reflejar diferentes modos de experimentar la sexualidad. De esta forma, se
evidencia que desde las estructuras de poder se promociona un modelo opresor de la
sexualidad que los medios reproducen y legitiman como el modelo imperativo de la
sexualidad humana. En consonancia con este planteamiento está aquel que hace
hincapié en como históricamente la razón y la ética han abordado la sexualidad,
imponiendo una concepción moralista, sexual y cultural, que desdeña determinadas
prácticas o manifestaciones connotativas de aspectos sexuales. Esto descubre una
maniobra que permite armonizar la aparición de prácticas transgresoras, como las que
he mencionado, con un discurso represor de la sexualidad en una sociedad regida por el
conservadurismo sexual y el liberalismo económico.
Guardando relación con lo dicho, el antropólogo H. Kurnitzky (1992) en su obra “La
estructura libidinal del dinero” destacó la conexión entre la subordinación de las mujeres
en distintas culturas y el hecho de que en diversas culturas el cuerpo de la mujer se
concibiera como la representación de la sexualidad oprimida. Es decir, el cuerpo femenino
ha sido el espejo de la amenaza de la sexualidad, o lo que es lo mismo, de la libertad sexual.
Es por esta razón que el cuerpo femenino se ha convertido en un espacio beligerante a favor
o en contra de la censura y de la represión. En muchos casos, este debate se ha limitado a la
exhibición u ocultamiento del desnudo o de ciertas partes del cuerpo no deberían ser
descubiertas bajo la óptica de las lentes más conservadores debido a la ofensa que profesan
contra la moral pública, incitando al albedrío sexual.

22
Esta lucha a favor o contra la censura genera y reproduce la violencia contra las
mujeres. Sea como fuere, el cuerpo femenino es un objeto que se puede exhibir, ocultar,
tocar o censurar, en pos de la libertad o en pos de la defensa de la moralidad establecida.
En consonancia con los efectos que se derivan de esta situación, la antropóloga Sherry
Ortner considera a finales de los años noventa que, si bien determinados elementos de
dominación masculina presentes en la sociedad confirman la sumisión e inferioridad
femenina, desde ciertos ángulos estas relaciones de poder parecen más igualitarias que
desiguales. Sin embargo, asegura, este igualitarismo es complejo, vulnerable, frágil y
poco sólido y postula que la explicación de esta dominación masculina no se halla en las
relaciones entre mujer/naturaleza y hombre/cultura, sino que es el producto de una
interrelación entre juegos de poder, dinámicas corporales y contratos funcionales.

2. METODOLOGÍA

Para verificar estas hipótesis en este trabajo prevalecerá el método cualitativo a


través de la técnica de investigación de la entrevista estructurada. Los métodos
cualitativos permiten aproximarse aún más al mundo empírico ya que proporciona datos
que describen lo que la gente realmente dice y hace. La entrevista estructurada, dirigida
o guiada cumple con un procedimiento fijado de antemano, es decir, un cuestionario o
formato establecido por una serie de preguntas que inciden en lo que pretendidamente
deseo indagar. Aunque con esta herramienta no se tiene libertad para adaptar ni
reformular las preguntas, la misma será flexible y podrá adoptar características propias
de la entrevista libre, que consiste en realizar preguntas de acuerdo a las respuestas que
vayan surgiendo durante la misma, en el caso de que estas mismas respuestas aporten
datos de suma significancia e interés que requieran de un desarrollo adicional, más
elaborado y minucioso. Todo por no sacrificar la profundidad de las respuestas en pos
de la uniformidad de la entrevista. Llevaré a cabo doce entrevistas que distribuiré en tres
grupos de edad- es decir, cuatro entrevistas por grupo. El primer grupo de edad abarcará
de los 16 a los 24 años, el segundo de los 25 a los 39 años y el tercero de los 40 a los 55
años. Prestaré especial atención al grupo de edad más joven dado que el baile consiste,
para quienes en el mismo se ubican, en una actividad primordial de ocio y sociabilidad a

23
través del que imprimen su identidad en construcción, su manera de concebirse a sí
mismos y a los otros, así como sus preferencias comunicativas. Además de la distinción
por intervalos de edad, llevaré a cabo una división equitativa por sexo, es decir, de las
doce entrevistas, seis irán destinadas a mujeres y las otras seis a varones, distribuidas
igualitariamente en cada grupo de edad- dos entrevistas por sexo en cada uno de los tres
grupos de edad. Efectuando esta división se procura evitar posibles sesgos en la
investigación que puedan entorpecer el punto de vista relacional que se persigue
sostener con la adición de la categoría de género. Así, esta distinción entre varones y
mujeres es imprescindible para diagnosticar y comprender las diferencias perceptivas
que existen entre ambos respecto a determinados bailes en función de su posición como
hombre o como mujer en el mismo. Es decir, en qué medida el género que los define,
así como los procesos de socialización que de acuerdo al mismo han aprehendido e
interiorizado, influyen y condicionan el modo en el que practican el baile y la manera en
la que evalúan, de acuerdo a unos parámetros éticos, los comportamientos ajenos
practicando dicha actividad. Es más, no sólo se persigue conocer que piensan los
hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres si no también interceptar las
impresiones que manifiestan las féminas respecto de sus “semejantes genéricas” y
aquellas que plasman los hombres en lo referido al resto de varones.
Al mismo tiempo, recurriré a foros y blogs para recoger las opiniones de diversas
personas, tanto hombres como mujeres, acerca de determinados bailes y coreografías
protagonizadas por mujeres en actitud poco convencional, que, no lejos de rozar lo
considerado como indecente u ordinario, genera grandes polémicas y discrepancias en
torno al cuerpo y la sexualidad de la mujer. Asimismo, además de revisar y recoger
ideas y enunciados teóricos – así como citas textuales- de una serie de recursos
bibliográficos, hare uso de material gráfico, como videoclips de canciones o
representaciones de coreografías, para empaparme de en qué consisten los bailes a
analizar, desde qué perspectiva audiovisual se enfocan o qué planos se resaltan (sobre
todo en lo que al cuerpo de la mujer se refiere). Como se prevé que es posible que
algunos/as de los/as entrevistados/as no conozcan varios de los bailes más modernos y
recientes, ex ante a la entrevista, les mostraré algunos videos que ilustren en qué
consisten estos bailes, en el caso de que los desconozcan o tengan idea insuficiente de lo
que son.

24
El uso de la entrevista resulta idóneo para examinar las representaciones sociales ya
que permite acceder a las perspectivas de los interrogados al mismo tiempo que permite
conocer cómo éstos interpretan sus experiencias en base a determinados códigos
valorativos. Aunque bien es cierto que esta técnica puede presentar algunas
limitaciones, es una de las herramientas que favorece un mejor clima de comunicación y
empatía entre entrevistador/a y entrevistado/a.
Por último la forma de registro de las conversaciones fue la grabación por medio de
un dispositivo móvil. Posteriormente se procedió a la transcripción de las entrevistas y
al análisis de los datos a la luz del marco teórico propuesto.

3. LA SEMILLA AFRICANA, UNA APROXIMACIÓN DE GÉNERO A LOS


RITMOS LATINOS Y CARIBEÑOS: IDENTIDAD, COMUNICACIÓN Y
SEXUALIDAD

Aunque se trata de una vicisitud relativamente reciente, las investigaciones que


versan sobre el baile se encuentran en continuo crecimiento y desarrollo, adquiriendo
profundidad y sofisticación, gracias asimismo al prolífico intercambio con otros
dominios teóricos. Estos intercambios son críticamente importantes para los estudiosos
de la danza de cara a explorar cómo y por qué los asuntos del baile son trascendentales
para las esferas de la política, de la geografía, de los jóvenes, de los sitios urbanos, etc.
E igual de importante es que esa coparticipación ha mostrado de manera más amplia
que la danza - como cualquier otro tipo de producción cultural- es un fenómeno política,
histórica y culturalmente complejo, multifacético y relevante. Precisamente, uno de los
aspectos más relevantes de este trabajo es el papel central del contexto y la teoría en la
prestación de una base para el entendimiento del qué, el por qué y el cómo de la danza,
así como su significado a través del tiempo y el espacio.
Es innegable que la danza ocupa un lugar importante en la estructura social de todas
las culturas humanas a lo largo de la historia. El término es más comúnmente definido
como una forma de expresión humana a través del movimiento. Pero la danza no puede
reducirse simplemente al movimiento. Si bien es verdad que el mismo es de hecho una
característica fundamental de la danza, porque se asienta sobre la base de los
movimientos expresivos del cuerpo humano, la danza es también mucho más que eso.
Es una manera consciente de producir movimientos rítmicos a través del cuerpo en un

25
espacio y contexto acotados, cargados de importantes aspectos simbólicos de la danza.
Aunque en muchos casos, se reduce la danza a su componente físico,- como actividad
física rítmica y estética- la danza connota diversos significados cumple múltiples
funciones y para la sociedad en la que se origina.
La danza y el baile –formando parte el segundo de la primera- inspiran en el
individuo un deseo interno por comunicar algo de sí que lo caracteriza y que contribuye
a la conformación de su identidad: su forma de vida, sus emociones, sus pensamientos.
Pero también sus costumbres, sus tradiciones o su acervo cultural en general. Ahora
bien, ¿qué motiva al individuo a bailar? Ya no sólo el simple propósito lúdico, sino
también la necesidad de generar y recrear a través de su cuerpo, una serie de
percepciones e impresiones en sí mismo y en los demás con el fin de transmitir una
idea. Y esto es así en base a que la imagen que el cuerpo crea y que expresa mediante el
baile establece una relación directa con las subjetividades simbólicas de los sujetos. En
este sentido, cuando los individuos, sean hombres o mujeres, generan este simbolismo a
través de movimientos rítmicos, están haciendo uso del baile como instrumento de
comunicación entre las personas pero también entre sociedades y pueblos.
De esta manera, desde el punto de vista antropológico, la danza podría definirse como
una práctica cultural y como una especie de ritual social por el que la misma se concibe
como un medio que genera placer estético y un medio para establecer vínculos y crear un
tejido específico dentro de una determinada comunidad. Esta clasificación de la danza como
un acto ritualista se considera y analiza a la luz de los aspectos simbólicos de una cultura
concreta y a la luz de los procesos de identificación y diferenciación a través de los
significados que produce esta cultura con los individuos que participan de ella. Es por ello
por lo que la danza depende de cómo y sobre qué bases se ha configurado la sociedad que la
engendra y alimenta. Es este fenómeno el que establece una diferenciación en cómo se
perciben determinados movimientos corporales en una u otra cultura. Así, en un baile
particular, si un hombre coloca a una mujer bajo su brazo, aunque en el sentido denotativo
este movimiento se aprecie como un paso más que transmite un determinado significado, en
el nivel connotativo y cultural más amplio, dicho acto pone en evidencia los engranajes de
un aparato machista y patriarcal que ensalza la dominación masculina por un lado y la
subordinación femenina por otro. Sin embargo, en algunas otras culturas, este movimiento
puede concebirse como un signo de superioridad femenino de servilismo de un varón con

26
respecta a una mujer. Otro ejemplo que ilustra fidedignamente este “choque” de
perspectivas culturales (que corren el riesgo de alentar comportamientos etnocentristas)
es que en un cierto segmento de las sociedades occidentales modernas, los entusiastas y
poderosos movimientos de caderas y nalgas que realizan algunas mujeres se etiquetan
como obscenos, vulgares e inmorales, mientras que, para otro segmento de esa misma
sociedad (así como para otras) estos mismos movimientos revelan confianza y
autoestima femenina. Es más, puede servir como indicador positivo de la emancipación
femenina y de un progresivo avance hacia la igualdad de género. De hecho, estos
movimientos de caderas y de nalgas soportan el significado de adoración y glorificación
del útero de la mujer y de la fertilidad en muchas danzas rituales o ceremoniales de
algunas tribus africanas. Y es aquí, en el continente africano, donde nacieron muchas de
las danzas y movimientos corporales que posteriormente se exportaron a otros lugares
del mundo como consecuencia de procesos sociales e históricos como fue la
colonización y la era del esclavismo negro. Dos de las regiones que merecen una
oportuna mención como máximas exponentes de este fenómeno de transculturación de
estas danzas originarias de África son El Caribe y Latinoamérica. No obstante, en este
trabajo sólo se estudiarán una selección de bailes, de entre las decenas que existen en
sendos territorios, como algunos de los más representativos y conocidos a nivel
mundial: el tango, originario de Argentina aunque sus raíces más primigenias también
se ubiquen en el continente africano como apuntan diversas voces; la salsa-en línea y
cubana-, que aúna diversos ritmos latinos de procedencia afrocubana; el dancehall,
nacido en Jamaica; el dembow, procedente de a República Dominicana, el reggaetón,
surgido inicialmente en Panamá y resurgido dos décadas más tarde en Puerto Rico, con
nuevos tintes rítmicos, y por último, el twerking, un baile relativamente reciente en
términos de reconocimiento público de masas, que forma parte de la cultura hip-hop y
que comparte rasgos significativos con la cultura del reggaetón.

3.1. La centralidad significativa de la danza en el contexto cultural africano

Las danzas de África pueden ser ceremoniales, sagradas, políticas o sociales pero, de
diversas maneras, todas hacen honor a la danza como una forma importante de
reconocimiento, celebración, expresión, curación y comunicación. Todas representan
continuidades e innovaciones culturales y étnicas así como afirman y perpetúan formas

27
de vida y creencias que son importantes para los pueblos específicos a los que
pertenecen. Algunas danzas de África celebran eventos familiares, propios de un clan o
de un ciclo de vida determinado; algunos son estacionales, otros se refieren a rituales
curativos; algunos tratan de alejar malos espíritus, mientras que otros recuerdan
acontecimientos bélicos particulares. La danza y el baile, junto con la música, la poesía,
el teatro, la pintura y la escultura, son “corporalizaciones” o “encarnaciones”6 de los
valores culturales e identitarios indígenas. (Williams, 2006:111)
Durante el proceso de colonización en África, los misioneros, las instituciones
gubernamentales y los educadores occidentales trataron o bien de suprimir las prácticas
africanas indígenas, o bien intentaron dirigir estas prácticas hacia la asimilación. Más
recientemente, los bailes han sido manipulados y modificados para satisfacer a las
industrias internacionales. En su momento, para los colonizadores las danzas de África
distaban mucho tanto de ser civilizadas como de resultar estéticamente atractivas y
agradables a la vista. Por otra parte, se consideraron prácticas que consumían demasiado
tiempo, tiempo que no invertían en realizar labores productivas. A veces, el baile se
convirtió en un delito punible y muchas de sus manifestaciones fueron sometidas a
prohibiciones de algún tipo. Es más, el baile en muchas ocasiones se ha condenado por
las actividades que lo preceden (beber, drogarse, etc.) y por las que le siguen (mantener
relaciones sexuales ilícitas). De nuevo aquí vuelve a salir a la palestra la
correspondencia entre el baile y una inevitable u obligada culminación del mismo en la
consumación sexual de sus participantes.
En toda África, los bailes pueden ser vistos como intentos de clasificar, categorizar y
explicar los intentos de un pueblo para “encarnar/corporizar” sus conocimientos sobre la
vida y sus experiencias haciendo uso del color en movimiento, la forma y el sonido,
todos ellos elementos metonímicamente derivados de la naturaleza. Asimismo, no existe
una única estética que identifique o defina la mayor parte de las danzas del continente
africano. En general, no existen distinciones respecto a Occidente en lo que es
“artístico” y lo que es estético. (Williams, 2006:112). Y, como se hace incuestionable,
las danzas africanas están inherentemente ligadas a la música que allí se desarrolla. De
igual modo, aunque no se pueda hablar de una sola y universal música africana sino de
diversas culturas musicales, es posible hallar en todas ellas una serie de características
comunes: guarda una estrecha relación con los acontecimientos de la vida cotidiana

6
Traducción literal de lo que definimos como “embodiments”

28
(nacimientos, ritos de iniciación, trabajo, eventos sociales y religiosos, etc.); la
comparten todos los miembros de la comunidad, quienes no sólo escuchan sino que son
partícipes de la misma de manera activa (bailan, cantan, tocan instrumentos, etc.); se
encuentra en perpetua evolución, abierta a los aportes de la música proveniente de
Occidente, lo que ha dado lugar a la gestación de nuevos y modernos estilos que han
contribuido al enriquecimiento del paisaje de la música internacional; por último, es
predominantemente rítmica en tanto que es indisociable de la danza. Danza a la que
estiman como una vía para expresar sentimientos o para comunicarse con el resto de los
miembros de la comunidad apelando al fuerte carácter narrativo de los diversos
movimientos corporales que tratan de privilegiar el contacto con la misma. Por ello, en
África el bailarín es más que un intérprete: es un narrador de historias, un maestro, un
historiador, incluso un curandero. Esta danza narrativa puede hacer referencia a
leyendas o mitos de la creación, puede relatar historias que atañan a la moralidad y a la
enseñanza ética, o puede, sencillamente, buscar un afán de entretenimiento y diversión,
además de practicarse como una actividad puramente estética.
No obstante, la danza en África parece no haber servido únicamente a estos fines que
se enmarcan más bien dentro de los límites de lo cultural en el sentido de crear y
conservar lazos comunitarios. En su trabajo “The Dance of Politics: Gender,
Performance, and Democratization in Malawi” Lisa Gilman expone, desde una
perspectiva de género, cómo las mujeres practicaban el baile como una herramienta
propia de un grupo un subrepresentado y marginado, que funcionaba como resorte para
iniciar diálogos e interaccionar con los más desfavorecidos, así como con actores
políticos formales. Así, la autora sugiere que las canciones y las danzas interpretadas
por las mujeres actuaban como un mecanismo político informal, ya que facilitaba la
participación de las mujeres en el espacio público. Gilman retrocede en el tiempo para
rastrear el surgimiento de esta cultura del baile impulsada por mujeres que deseaban
voluntariamente crear un espacio para la resistencia política, especialmente importante
en la época colonial, ya que la misma presentaba un gran contraste con respecto a la
política, los códigos y la cultura europea. No obstante, asevera que este uso de la
canción y la danza, así como de otras prácticas culturales tradicionales, como medio
para resistir a la dominación Europa no fue característico exclusivamente de Malawi,
sino que se trataba de un recurso habitual en toda la extensión del continente africano.

29
Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos por diferenciarse de la cultura occidental y
reivindicar una cultura propia, la música africana fue exportada por sus músicos a todos
los lugares del mundo, especialmente a Europa y América, como ya se ha mencionado,
dando a luz como fruto de estos contactos a estilos tan relevantes e imprescindibles para
el mundo actual de la música como el blues, el jazz, el reggae, la música cubana y latina
en general, etc. Si la música occidental colonizó en continente africano durante la
primera mitad del siglo XIX, será sobre todo en la segunda mitad del s. XX, ya durante
la época postcolonial, cuando emerja la conciencia de identidad africana y se valore en
igualdad las condiciones las tradiciones africanas y las importadas de otros contextos.
Se favoreció así la germinación de un interculturalismo que floreció en el extenso y rico
panorama musical actual, tanto en su versión más tradicional a través de las
manifestaciones culturales menos occidentalizadas, como en los géneros musicales que
nacieron de la fusión entre diferentes estilos, adquiriendo estos últimos una gran
notoriedad y popularidad en Occidente.

3.2. La cultura caribeña y su impresión en la música y el baile

Los ritmos y las danzas que hoy asociamos con la música caribeña tuvieron su origen en
las celebraciones y ritos religiosos que muchos esclavos africanos conservaron en los
territorios americanos donde se asentaron. Una de las características más significativas de
las danzas y la música del Caribe y la Diáspora es que son, en la gran mayoría de los casos,
inseparables. No obstante, es preciso señalar que algunos estudios se han empeñado en
separar ambas dimensiones artísticas analíticamente: numerosos son aquellos que se centran
en las músicas caribeñas derivadas mientras que aquellos que versan sobre la danza sólo
han ascendido a unos pocos y únicamente se han focalizado en el tema de la identidad. No
obstante, la danza propia de la Diáspora comprende otras temáticas igual de relevantes,
como el nacionalismo, el colonialismo, la resistencia, el cambio, etc. Así, La creencia de
que la cultura negra del Caribe fue la sede de una conciencia política sumergida y reprimida
fue un importante punto de partida para la creación de marcos interpretativos propios de la
región. La experiencia de las Islas bajo

30
el colonialismo visibiliza la importancia de generar una propia producción cultural
cuyos significados políticos, sociales y psicológicos se hacen a menudo explícitos. En
cierto modo, los pueblos del Caribe son beneficiarios de un sentido muy desarrollado de
lo en lo que se refiere a de la cultura y sus mecanismos interpretativos. La cultura
afrocaribeña, en particular lo que ataña a su esfuerzo por explicar y justificar sus
prácticas rituales ético-religiosas- donde cabría el baile-, genera gran incomprensión y
malentendidos como forma de expresión regional y es por ello por lo que se ha
convertido en un terreno fértil para una discusión política sobre la diferencia y la
identidad. Esos esfuerzos por alcanzar una integridad y una lógica interna en un paisaje
aparentemente confuso y caótico de la expresión cotidiana, a su vez dan forma a un
campo conceptual que presta un conjunto de mecanismos interpretativos para poder
entender las prácticas populares Afrocaribeñas.
Una de las prácticas más populares en el ámbito cultural local de Jamaica son los
concurso de belleza, a los que no se les puede disociar del baile y a la música del
dancehall, donde en muchas canciones se hacen constantes referencias a la concepción
canónica que los jamaicanos sostienen acerca de “mujeres bellas y sexys”. No obstante,
si las mujeres debían ser espectadores de las decisiones políticas y culturales en la
construcción de un nuevo cuerpo político postcolonial, la historia y la popularidad de
los concursos de belleza locales en la región confirman y contravienen la creación de un
espacio feminizado de “auto-confección” para las mujeres en esta época. Es decir, los
valores inspiradores de los concursos de belleza no hacían una apelación decorosa al
feminismo local como espacio de una alteridad femenina sumergida.
Las concursantes no tienen habilidades o talentos identificables o reconocibles, sino
que son juzgadas en su mayor parte en función de sus cualidades físicas femeninas
(belleza, atractivo, aplomo, etc.), entendidas como el resultado natural de la juventud, la
herencia y la buena educación. Las reinas de la belleza nunca son evaluadas como
“trabajadoras de la cultura”, cuyo trabajo se ejecuta con el mismo rigor deportivo que
una estrella de fútbol. Las ganadoras no tienen el mismo mérito, ya que su “rol” no
requiere del mismo esfuerzo o práctica, no han prestado una dura dedicación a su tarea.
De esta manera el “trabajo” de la reina de la belleza es un tipo de labor cultural que se
considera como un "no trabajo", una categorización que de nuevo sitúa en primer plano
las divisiones de género, es decir, las distinciones entre las identidades públicas de los
hombres como trabajadores asalariados y las identidades invisibilizadas de las mujeres

31
dedicadas a su función como esposas y madres que desempeñan tareas domésticas no
remuneradas. Durante el siglo XX, la belleza del Caribe sólo podía imaginarse según el
espectro del cuerpo de la mujer blanca, un cuerpo públicamente desplegado como
espacio civilizado surgido de la modernidad, adjetivaciones opuestas a las categorías
atribuidas a los cuerpos negros.
Como ya he reiterado repetidas veces, en todo el continente africano y en la mayoría
de las extensiones territoriales de su diáspora, incluyendo el Caribe, la danza es el
instrumento de comunicación más cotidiano y central de la vida social. En la medida en
la que los participantes se entregan a la música y al baile en un evento colectivo, se
incrementa el sentido popular de grupo y solidaridad entre los mismos. Se trata de
vicisitudes temporales que se reiteran periódicamente para general una prolongada
cohesión que beneficia positivamente al grupo de baile por completo. Asimismo, al
igual que la danza y la música son indisociables, también lo es el cuerpo con respecto a
éstas, ya que los tres elementos se suelen valorar conjuntamente en el marco de un
espectáculo estético que simboliza todo el amplio abanico de la expresión humana.
En su obra “Caribbean and Atlantic Diaspora Dance” Yvonne Daniel se centra
precisamente en la interrelación de una selección de danzas afrocaribeñas, subrayando
su africanidad compartida y su capacidad para construir comunidades locales,
nacionales y transnacionales. A lo largo del libro, la autora resalta el valor y la
capacidad de los bailarines afrocaribeños para mantener con vida el baile y las danzas
afrocaribeñas. Ella también hace hincapié en la belleza y sensualidad que caracteriza a
estas últimas, así como su función para conservar una buena salud física y un correcto
equilibrio psicológico.
Es más, Daniel lleva a cabo un análisis del movimiento de estas danzas, que consisten
en una suave flexión de rodillas y una leve inclinación hacia atrás, articulando
rítmicamente cada parte articulada del cuerpo dentro de una diversa gama de dinámicas
corporales, de manera individual o en pareja. Sin embargo, refuerza con su descripción
los estereotipos de estos bailes como inherentemente sensuales o sugerentes, ya que
utiliza estos adjetivos de manera constante. Además, no realiza un análisis crítico de los
vínculos que existen entre esta sensualidad y los cuerpos racialmente “etiquetados”.
Sea como fuere, es evidente que la sensualidad y la proximidad desinhibida de los
cuerpos danzantes son elementos centrales de la contribución africana y mulata al
paisaje cultural del baile del Nuevo Mundo.

32
Otro aspecto primordial de esta cultura del baile es que los integrantes del público o
audiencia que asisten a un espectáculo de danza caribeña o afrocaribeña habitualmente
se convierten en participantes activos del show, aplaudiendo, gritando o incluso
uniéndose a quienes ejecutan el baile. Son espectadores que quedan cautivados por los
exuberantes y exquisitos movimientos corporales de origen africano, que estimulan
estética y emocionalmente a quien lo visualiza. Ciertamente, son danzas muy festivas
que llaman tremendamente la atención y como veremos más adelante no siempre
generan impresiones positivas. Precisamente por su lógica corporal, por la seducción
que desprenden a los ojos de quien los contempla, por traspasar el horizonte de lo
éticamente aceptable, han sido objeto de críticas peyorativas y prejuiciosas.
En el siglo XX, la danza del Caribe contribuyó a la creación de beneficio económico,
así como la producción de placer estético, recreación y espiritualidad. El turismo lo
convirtió en la fuerza económica más importante del caribe, dado que era la única
actividad que proporcionó a las islas ventajas competitivas en el comercio internacional.
Asimismo, el conocimiento del baile africano o fruto de la Diáspora se ha extendido
gracias a dispositivos y medios audiovisuales, como grabaciones, televisión, radio o
Internet. Su existencia se ha globalizado, haciéndose descubrir en múltiples rincones del
mundo a través de cualquiera de sus manifestaciones de baile, algunas más conocidas y
populares que otras. Es por ello por lo que la danza africana o afrocaribeña continúa
desarrollándose, empapándose de enriquecedoras aportaciones y evolucionando en
sintonía con las diversas transformaciones que suceden en el globo. Sin duda alguna,
uno de los factores que ha favorecido que las islas del Caribe alberguen prácticas de
baile tan fascinantes es su ubicación geoestratégica entre Europa y África por un lado y
América por otro.
Por otro lado, una de las razones que favoreció el apabullante éxito de la música
caribeña es la de que estos bailes responden sin trabas a una necesidad de socialización:
son bailes normalmente en pareja que, una vez que se han aprendido, permiten
divertirse y explayarse en las pistas de locales y espacios especializados en ritmos
tropicales. Que en muchos países son la gran mayoría, dada la abrumadora acogida y
comercialización de esta música. En los ritmos caribeños, por regla general, no existen
normas fijas y rígidas o pasos o figuras codificadas que deben ejecutarse estricta y
rigurosamente, sino que cada danza puede modificarse y variar en función del tipo de
música, del contexto, e incluso de las particularidades del país en el que se baila. No

33
obstante, en general los bailes caribeños se caracterizan por el desplazamiento del peso
del cuerpo de un pie a otro ejecutando un movimiento fluido, semejante a una onda que
recorre todo el cuerpo desde los pies a la cabeza y que regresa al mismo punto de
partida haciendo el mismo recorrido.
Sin embargo, los ritmos caribeños no se circunscriben y limitan únicamente a las
Islas del Caribe sino que han constituido el pilar de lo que se conoce como ritmos
latinos. La música caribeña está presente en toda Latinoamérica, desde Venezuela y
Colombia hasta Panamá, pasando por Brasil, entre otras demarcaciones estatales. Estos
bailes, que suelen catalogarse en la gran mayoría de ocasiones dentro de los bailes de
salón, son distintos a los bailes estándar, dado que los bailes latinos son más sensuales y
expresan más sentimiento y fuerza. Además, una característica de estos bailes, así como
de los caribeños, son los movimientos de caderas que acompañan y complementan a los
pasos y figuras de baile, lo que fomenta la visión que afirma que los bailes latinos
denotan una fuerte carga de sensualidad y erotismo. Por ello, acorde con los estímulos y
sensaciones que pretende generar y transmitir, el vestuario que se asigna a la mujer en
estos bailes suelen ser corto, descubierto, descocado y pegado con el fin de marcar la
figura y las curvas. En lo que respecta al varón, es común que utilice una indumentaria
discreta y sofisticada, compuesta por un pantalón de vestir y una camisa. La selección
normalizada de este vestuario no es inocente, ya que responde a la atribución de roles
diferenciados que hombre y mujer desempeñan en el baile: el hombre es el sujeto activo
que corteja y conquista mientras que la mujer es el objeto pasivo o premio que el
primero pretende conseguir. La mujer es un cuerpo que seduce al hombre con sus
movimientos sensuales, a través de los que emite señales al hombre para llamar su
atención, y ahí es donde radica la única muestra de intencionalidad activa por parte de la
fémina. Pero su sensualidad se exprime a través no solo de sus movimientos sino de ese
mismo vestuario que es inherente a éstos, con los que forma ese todo que es más que la
suma de las partes. Es un vestuario que se adecua a su función de seductora en pos de
ser conquistada por el hombre, que estiliza la figura y las curvas de la mujer, así como
su derivada expresión corporal. Porque su cuerpo es el arma fundamental con el que
seduce, porque así se entiende que tiene que ser. Un cuerpo que se halla al mismo
tiempo estrechamente ligado a su propio movimiento incitador; incitador no sólo para
con quien baila, sino también para quien lo visualiza. Ya sea en el tango, en la salsa, en
el dancehall o en el reggaetón y sus variantes, hombres y mujeres se atienen a unos

34
parámetros estético-indumentarios establecidos y generalmente aceptados para
representar su función en el baile. La mayoría de los/as entrevistados/as,
independientemente de su sexo y edad, han evidenciado y avalan este hecho que no deja
lugar a dudas:

“La mujer siempre va enseñando chica y el hombre no. Además siempre llevan
faldas o bodies de estos que se llevan mucho, siempre enseñando pierna. En cambio el
hombre no. Las chicas siempre tenemos más…ósea... al enseñar pierna los tíos se
vuelven locos” (Mujer, 16 años)

“Ya en los videoclips puede observarse la cantidad de semi-desnudos femeninos


contra los trajes masculinos –o hasta abrigos de piel-. En las danzas de pareja –salsa y
tango- también pueden verse trajes tupidos para hombres y transparencias o telas del
color de la piel de la bailarina para al fin y al cabo buscar esa semi-desnudez
femenina. Asimismo en reggaetón, dancehall y dembow las mujeres acostumbran a
vestir con bikinis, triquinis, shorts, etc. Mientras los varones visten tejanos largos y
camisetas, si no de manga corta, de tirantes como mucho” (Mujer, 21 años)

“El vestuario de la mujer siempre ha de ser sexy y ajustado mientras que en el


hombre no ha de ser así” (Mujer, 38 años)

“Por supuesto. Si las chicas del reggaetón no llevaran pantalones cortos o las
chicas del tango no fueran con faldas y llevaran pantalones bombachos. Sería muy
distinto, al menos visualmente” (Hombre, 23 años)

“Sí es verdad que las mujeres suelen enseñar más. O al menos es a lo que os
acostumbran a ver” (Hombre, 45 años)

“Yo lo único que veo es que en ese tipo de bailes es siempre más llamativo la forma
de vestir de la mujer que la del hombre. Porque va asociado al baile de la mujer, que
siempre es más sugerente” (Hombre, 54 años)

35
3.3. Dos ejemplos clásicos y paradigmáticos de bailes de salón: el tango y la salsa,
un breve análisis crítico

Se dice que el término tango es precedente al baile y que por ya en el siglo XIX
figuraba en el diccionario de la RAE como una variante del tángano- también llamado
chito-, una pieza de madera o piedra que se utiliza para jugar al juego de ese nombre.
No obstante, a finales de siglo, la misma institución cultural introdujo una segunda
acepción del tango como "fiesta y baile de gente de origen africano o popular en
algunos países de América" y tuvieron que transcurrir otros casi 100 años para que el
diccionario incluyera una tercera definición que lo describía como “baile rioplatense,
difundido internacionalmente, de pareja enlazada, forma musical binaria y compás de
dos por cuatro”. Si bien, otros estudiosos de la música mundana han esgrimido que el
concepto es nativo de las lenguas africanas que al Río de la Plata a través de los
esclavos. De hecho, el lugar de encuentro de éstos, tanto en África como en América, se
denominaba así: tango. Y es así como nombraron los rioplatenses a las moradas situadas
en los suburbios donde, a principios del siglo XIX, los negros se reunían para bailar y
evadirse de su oprimida situación por unos instantes. Sea como fuere, su fecha y lugar
de origen son imprecisos e inciertos, ya que algunas teorías lo remiten a sus raíces
negras y otras que afirman que arribó como fruto de los flujos migratorios de las
poblaciones negras hacia Argentina.
A partir de los años ochenta, el tango fue cobrando paulatinamente protagonismos en
las academias y teatros de Buenos Aires, tanto en el arte del cante como del baile, hasta
que se consagró a nivel mundial. Estas academias únicamente funcionaban en la
periferia o arrabales y, aunque en un principio sólo se permitía bailar a hombres,
posteriormente se autorizó contratar a mujeres. No obstante, poco a poco el tango
comenzó a integrarse en el centro de la ciudad, donde músicos callejeros lo fueron
difundiendo con sus organitos por los barrios donde era habitual ver a parejas de
hombres bailando en las calles. Sin embargo, pese al éxito que había obtenido, el tango
continuaba considerándose como una música prohibida. Una música que, entre otros
lugares, comenzó a desarrollarse y a expandirse en los burdeles del país, parejo al
aumento del número de estos, donde se trataba de amenizar los espectáculos
contratando a grupos musicales que animaban al público a unirse a ellos bailando.

36
El tango nació como música instrumental, únicamente para ser bailada.
Si bien los primeros tangos no tenían letra, ocasionalmente los músicos la improvisaban
en el momento, proclamando exclamaciones de admiración cuando algún varón se lucía
alardeando con su pareja o compañera en la pista de baile. Y aquí es donde se encuentra
el origen de las letras del tango, letras que describen el entorno y la atmósfera en el que
se engendraban. Es por esta vicisitud por la que se le estigmatizó como baile prohibido,
porque sus letras eran impúdicas, indecentes, lúbricas y vulgares. Y tal carácter se
derivaba de la misma idiosincrasia del tango, que hacia referencias explícitas a
encuentros pasionales y lujuriosos entre un hombre y una mujer. Un baile provocador a
la par que sutil y elegante, que quebrantaba los preceptos y los tabús estipulados por una
moral castiza y conservadora y que, muy a pesar de determinados estratos de la
población, se estaba propagando como la pólvora. Sin embargo, en algunas partes de
Buenos Aires, muchos comenzaron a componer poesía de las letras de tango en la que se
hablaba sobre la figura del rufián o “compadrito, un tipo de hombre aficionado al
alcohol, a las mujeres y a las peleas. El tradicional arquetipo de hombre que encaja en la
categoría de “machista”, un individuo arrogante, orgulloso y prepotente, que busca
demostrar su superioridad frente a otros varones mediante el dominio sobre las mujeres
y mediante su fuerza física en altercados callejeros. Estos denominados “compadritos”
pertenecen a la clase social conocida como criolla-inmigratoria, compuesta por
marineros, artesanos, cuarteadores, peones y demás profesionales similares. Por lo
general son hombres solitarios que abandonaron a sus respectivas familias en su país
natal y que suelen acudir a las casas de baile para entretenerse.

Existe la hipótesis, sostenida por múltiples testimonios, de que el tango nació así, de
manera individual, por “compadritos” que bailando demostraban a sus amigos y a las
mujeres a las que deseaban conquistar, sus habilidades para el baile y su virilidad. No
obstante, posteriormente, el tango comenzó a ser bailado solamente entre hombres,
como ya señalé más arriba. Una realidad que muchos se niegan a aceptar. Como por
ejemplo el ensayista uruguayo Daniel Vidart, que escandalizado aseveró que el tango se
bailó siempre en pareja de hombre y mujer y que cuando bailaban dos hombres era para
aprender conjuntamente pasos complejos y nada más, porque pensar lo contrario
resultaría realmente absurdo y grotesco. Una afirmación de la que se desprenden, más

37
allá de lo puramente técnico, prejuicios y conceptualizaciones estereotipadas que se
ajustan a ese modelo heteropatriarcal del que previamente hablaba.
Retomando el hilo que abordé sobre las letras predominantes en el tango, en las que
unos de los principales ejes temáticos era la mujer, es preciso subrayar que aquellas son
producto de un discurso propio de su época que genera representaciones de acuerdo a la
misma. Por tanto, el lugar adjudicado a la mujer en el tango, depende de la subjetividad
imperante en una época determinada. En las letras de los primeros tangos, que en
mayoritariamente están compuestas por hombres, se puede encontrar un tipo de mujer
que se reitera y prolonga en el tiempo y que compendia tanto a la figura de la madre
como a la de la prostituta. Es decir, reproduciendo los dos papeles arquetípicos
tradicionalmente atribuidos a la mujer objeto, uno menos peyorativamente valorado que
el otro, pero ambos funcionando como etiquetas estigmatizantes. Esta dualidad es
producto de la elección del hombre, quien se interesa por aquellas mujeres que se
ajusten y cumplan simultáneamente con estas dos posiciones. Así, el macho porteño
consigue aunar en una misma figura a la madre, que lo alimenta y lo trata con ternura, y
a la puta, que le proporciona placer sexual.
Si bien, al mismo tiempo aparece la paradigmática mujer-amante, protagonista de
relatos dramáticos en los que el hombre se lamenta por su abandono y su pérdida. En
este caso la pérdida es doble: la de la mujer sexual, degradada a su condición de objeto
y de goce, y la de la mujer maternal, también objeto de una idealización nostálgica. De
nuevo aquí se representa a la mujer como un ser pérfido, carente de empatía y piedad,
odiado, que arrebata al hombre el sentido de su vida y lo abandona a su suerte, infeliz,
vacío. Como si la mujer fuera un apéndice imprescindible del hombre sin el cual este es
incapaz de sobrevivir, incapaz de retomar las riendas de su vida. Y por ello se la
culpabiliza y se la condena a la soledad. Es decir, a las mujeres sólo se la ofrecían dos
posibilidades: el matrimonio y con él la maternidad o dejarse arrastrar por el vicio y la
perdición.
En lo que se refiere concretamente a la técnica del baile, el tango está construido
sobre tres componentes fundamentales: el abrazo, un caminar lento y pausado y la
improvisación. Si bien, el tango debe bailarse como si se tratara de un lenguaje corporal
a través del cual la pareja expresa sentimientos y emociones. Se considera que no existe
ninguna otra danza que conecte de un de modo tan cómplice a dos personas, física y
emocionalmente, ya que se baila "escuchando el cuerpo del otro". Por ello es realmente

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relevante tanto el abrazo apretado y firme de la pareja mirando continuamente hacia el
mismo lado -la mujer hacia la derecha y el hombre hacia la izquierda-, como el
desplazamiento sobre el apoyo de la planta delantera de los pies. Esto es lo que
convierte al tango en una danza tan sensual. Así lo refleja una de las entrevistadas: “Sin
lugar a dudas, el tango es el que más llama la atención, me resulta un baile muy
sensual, bello y emocional” (Mujer, 26 años). Aun a pesar de revelarnos en un momento
de la conversación de que el baile que precisamente practica ocasionalmente no es el
tango, sino la salsa. Su visión la comparten la mayoría de los entrevistados.
En el tango la pareja debe realizar figuras, pausas y movimientos improvisados,
distintos para cada uno de ellos, permaneciendo amarrados. Precisamente, es el abrazo
lo que dificulta combinar en una misma coreografía todas las improvisaciones que se
deben llevar a cabo.
El baile lo dirige el hombre y la mujer le sigue. Sin embargo, muchos estudiosos y
profesionales del tanto aseveran que dejarse llevar por el hombre no significa
subordinarse o permitir estar bajo su dominio o sometimiento, sino aceptar su
conducción para poder bailar. Por el ello el hombre no debe ser un “mandón” estricto, ni
la mujer una mandada obediente, porque en el baile no debe haber espacio para la
vulgaridad, la ordinariez ni la brutalidad. No obstante, bajo un apunte crítico, no deben
mezclarse estos adjetivos a la hora de justificar la codificación del tango. Como siempre
volvemos al eterno debate de qué se considera vulgar u ordinario y bajo qué óptica. La
brutalidad, la violencia, sobrepasar los límites estipulados, son más fácilmente
identificables en términos generales, al menos en este contexto del baile. Así como
puntualiza interesantemente uno de los entrevistados:

“El tango, porque si bien es un baile muy estético también me da la impresión de


que se maltrata a la mujer. El que lleva el ritmo es el hombre y hay movimientos muy
bruscos en los cuales la mujer…la ves a la mujer como si fuera un muñeco. Ahí sí que
diría yo que hay una posición de relegada” (Hombre, 23 años).

Este lenguaje es muy simple: el hombre "habla" a través del abrazo y de los
movimientos corporales mientras que la mujer debe escuchar interpretando lo que el
hombre le va indicando con su cuerpo. Mientras no se produzca esta simbiosis
armónica, el baile nunca podrá funcionar. En este sentido, hombre y mujer, con roles,

39
técnicas y posiciones diferenciadas se encuentran homogeneizados, emparejados con el
fin de crear algo que es ajeno a ambos: bailar el tango. Por tanto, se hace necesario que
se complementen y colaboren para alcanzar dicho objetivo sin perder cada uno, no
obstante, su “estatuto” y de sus diferencias en el reparto de roles. De cara a lograr un
acuerdo funcional entre las dos partes, ambos tienen que someterse a las reglas que son
imprescindibles para bailar el tango, por tanto, el mismo se compondría de tres
elementos: del hombre, de la mujer, y del propio tango, que es más que la suma de las
anteriores partes. Dada esta explicación, se podría llegar a considerar que el tango,
debido a su compleja estructura y al modo en el que se debe bailar, no es
intrínsecamente machista. Porque aunque uno de los requisitos del rol femenino sea el
de dejarse llevar por el hombre, quien dirige sus movimientos, este mismo hecho no
implica que deba someterse a sus directrices desde una posición de pasividad. Ambos
tienen la función activa de crear tango: ninguno de ellos por separado podrían llevarla a
cabo. Es por ello por lo que el tango resulta tan atractivo para tanta gente, porque exige
firmeza, elegancia y sofisticación -adjetivos opuestos a los que se suele recurrir para
describir las actuales danzas de moda como el reggaetón, el dembow, el dancehall o el
twerking. No obstante, estos requisitos suelen recaer fundamentalmente en la mujer
quien, a pesar de interpretar el papel pasivo a lo largo de prácticamente todo el baile,
resulta que es la que más emotividad despierta con su representación. “Yo creo que es
porque los bailes es una forma de relacionarse siempre con la iniciativa del hombre.
Por eso los bailes son así… pero luego en realidad no, en el tango el baile de la mujer
es más llamativo que el hombre”, dice nuestro entrevistado de cincuenta y cuatro años.
Sin embargo, aunque se pueda sostener que dejarse llevar por el hombre no implica
someterse a él sino acatar las condiciones necesarias para bailar el tango, como señalan
las últimas argumentaciones expuestas, el hecho mismo de que sea el hombre quien
conduce a la mujer esconde una serie de prejuicios e ideas preestablecidas que se
enraízan en un complejo y rígido sistema patriarcal y paternalista.
De la misma que se sitúa a la mujer en un determinado lugar en las letras del tango –
culpable, echada a perder- también en el baile se enaltece los propósitos sibilinos de
sometimiento y dominación sobre la mujer. Pese a la extendida consideración de que en
el arte del tango hombre y mujer actúan y responden en relación con lo que hace el otro,
-de lo que se deriva que la mujer no tiene por qué dejarse llevar incuestionablemente
allá donde desee el hombre- el papel de aquella no deja de ser el de acompañar al

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hombre en el movimiento. Cierto es que la disposición de la mujer condiciona la acción
del hombre, en tanto que las acciones de la pareja son interdependientes, y que su peso,
liviandad y movimientos determinan la posición del hombre. La socióloga y
psicoterapeuta austriaca Tiiu Bolzmann recurre a un fragmento del libro “Felicidad
Dual” de Gunthard Weber para explicar la idiosincrasia del hombre y de la mujer en el
tango:

“El hombre se experimenta como incompleto ante la mujer y, dado que como
hombre le falta la mujer, ésta le atrae. La mujer a su vez, se experimenta como
incompleta ante el hombre y, dado que como mujer le falta el hombre, éste la atrae.
Dado que cada uno le falta el otro, se desarrolla una atracción mutua. Este hecho
significa un gran impulso de energía para ambos […]. Para ser hombre, el hombre
tiene que renunciar a ser mujer él mismo y permitir que una mujer le dé lo femenino
como obsequio, y viceversa. Ambos tienen que aceptar sus limitaciones para así
capacitarse para una relación, ya que, de esta manera, ambos se necesitan y tienen la
posibilidad de complementarse.”

Pero la codificación del tango es una codificación mecánica y rígida, que deja poca
margen de maniobra a quien lo practica. A la mujer no le queda más remedio que
adaptarse a los movimientos del hombre, que en primera y última instancia es quien
impulsa el movimiento y guía a la mujer en todo momento. Y no parece inocente que
esta estructura se haya establecido en estos términos, con unos roles e identidades
fácilmente identificables, que responden a unos patrones que se extrapolan a más
ámbitos de la vida en sociedad. Y no exclusivamente en la dimensión colectiva, sino
también en la esfera privada de las personas, donde la dominación masculina y la
subordinación femenina, se enmascaran en procesos y dinámicas subrepticios que hacen
que sean difícilmente distinguibles para asegurar su reproducción– es aquí donde cobran
importancia los conocidos micromachismos. Así lo refleja una de las entrevistadas
cuando se la pregunta si considera que existen bailes que relegan a la mujer a un papel
de pasividad con respecto al hombre:

“Desgraciadamente vivimos en una sociedad patriarcal y machista y el baile no se


libra de conflictos. La gran mayoría de bailes tienen pasos para la mujer y pasos para

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el hombre, y es el hombre el que marca lo que debe de hacer la mujer, el tango o la
salsa son ejemplos muy característicos. Sería muy subversivo si no existieran roles en
el baile, y bueno, prácticamente en muchos factores de la sociedad.” (Mujer, 26 años).

De manera similar, este mismo esquema de atribuciones diferenciadas se reproduce


en el baile de la salsa, así como en prácticamente la mayoría de los bailes de salón. Si
bien, en la salsa se permite a la mujer un margen de maniobra más amplio y flexible
gracias a su versatilidad.
No hay duda de que la salsa es un conglomerado de ritmos afrocubanos (cha cha chá,
mambo, danzón, etc.) que se mezclaron en la década de los años setenta dando lugar a
esta danza. Pese a que el origen de estos estilos es cubano, esta mezcla se desarrolló en
los Estados Unidos, en donde la comunidad de inmigrantes cubanos y portorriqueños
asentados en New York y Los Ángeles introdujeron elementos propios del jazz
afroamericano. Es por ello por lo que se define a la salsa como una realidad musical
nacida en los barrios hispanos de la capital de Norteamérica a través de la que se trata
de reivindicar una identidad cultural -y de clase- en un entorno de acogida. Vemos
cómo la salsa surge en un contexto semejante al del tango, de mano de inmigrantes de
raíces africanas, afincados en las zonas periféricas y más humildes de las grandes
ciudades.
Con la llegada del siglo XXI la salsa ya se había convertido en una de los géneros
musicales más relevantes y populares del mundo. Desde Nueva York la salsa se
expandió en un primer momento a América Latina, sobre todo a Colombia, República
Dominicana, Panamá y Venezuela, para después exportarse al continente europeo e
incluso a Japón. Ya sobre estos años, en la década de los ochenta, la música empezó a
acompañarse con letras que contenían abundantes referencias románticas y amorosas,
pero también eróticas. Así como el tango, salsa nació principalmente para bailar dado
que las letras estuvieron ausentes hasta este momento.
En lo referente al baile aparecieron dos estilos distintos: uno, el cubano, que es más
libre y espontaneo, y otro el estilo en línea, que fue el que emergió precisamente en los
Estados Unidos. La primera, la salsa estilo cubano o casino, tiene sus raíces en el son
cubano y se caracteriza por ritmos veloces y acelerados, por los que los pasos del son se
realizan más fluidamente. En cambio, el segundo estilo – la salsa en línea- debe su
denominación a que el desarrollo de las figuras y movimientos se llevan a cabo a lo

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largo de una recta imaginaria. Con el paso del tiempo, este modo de bailar la salsa irá
adquiriendo una forma definitiva, dando lugar a los diversos estilos de salsa en línea que
actualmente coexisten en función del origen de quien lo practica. Mientras, el estilo
cubano es el más popular, porque además de su fácil ejecución admite una mayor
libertad a la hora de realizar pasos y figuras. Esta manera libre y más espontánea de
concebir el baile está más arraigada en los barrios y en el campo cubano, al contrario
que la salsa en línea, que es la preferida en las academias o escuelas de baile.
El estilo cubano como he dicho es el más bailado y normalmente es el primero que
los bailarines aprenden. Se suele bailar dentro de un círculo, con asiduos cambios de
sitio, pases y vueltas. Una de las formas más divertidas y conocidas de bailar este estilo
es la rueda casino, donde casi todas las figuras se pueden ejecutar en pareja. No
obstante, dado su carácter libre e improvisado, no se suele bailar aplicando los patrones
típicos de paso base con figuras intercaladas. Lo habitual una vez alcanzados unos
mínimos niveles de soltura es que se ejecuten figuras o elementos de las mismas de
forma espontánea, entrelazándose, en función de lo que la música le insinúe al bailarín.
Si bien, como la práctica totalidad de los bailes latinos, existen dos posiciones de baile:
la de pareja abrazada y la de los agarres de una o dos manos. En ambas, es fundamental
tener en cuenta desde un primer instante el equilibrio de la mujer y la verticalidad de su
eje de giro en las vueltas.
Así como el tango, la salsa también presenta rasgos que se inscriben perfectamente
en la definición de machista y paternalista, ya no sólo manifiestos en la técnica de baile,
sino también en sus letras, como resulta evidente. Su naturaleza, como la del tango, está
firmemente arraigada en la cultura latina y caribeña, dos culturas que entrañan en su
seno una fuerte diferencia de género y que se refleja en la gran mayoría de los procesos
de interacción y expresión sexual entre hombres y mujeres. Por eso no resulta extraño
que Cuba y Puerto Rico –este último uno de las cunas de la salsa y de géneros musicales
más tardíos como el reggaetón- padezcan este problema social, puesto que ambos fueron
colonias españolas, “víctimas” de la predicación cristiana que desplegó y consolidó el
sistema patriarcal en el cual se insertan. De hecho, en Puerto Rico la Iglesia Católica
imbuía y adoctrinaba a las niñas con las ideas de obediencia al hombre y de docilidad,
recordándolas continuamente su inferioridad y subordinación. Un claro ejemplo del
acuciante despotismo masculino impreso en la música es la canción del puertorriqueño
Ismael Miranda, “Las mujeres son”, que dice así “Oye mujer, ay mira

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oye mujer. Tu naciste para servirle al hombre en todo lo que quiera naciste pa'laborar
tu dinero debe darlo sin ninguna discusión”. Y como esta pieza, podemos encontrarnos
una infinitud que versa sobre la misma temática y que resalta las mismas “virtudes” de
la mujer.
Como ya se ha mencionado anteriormente, dentro de la sociedad patriarcal, la mujer
debe cumplir con determinados roles y por ello se la cataloga en función de los atributos
que se la adjudican de acuerdo a las necesidades requeridas por el hombre. Y al igual
que debe adecuarse a aquellos en la sociedad, también debe hacerlo en el baile.
Muchas son las voces que aseveran y esgrimen que la salsa, aunque pueda dar la
impresión de resultar un baile machista, no lo es. Las argumentaciones que tratan de
defender esta postura se aferran a la idea, así como en el tango, de que no hay nada
inscrito en el ADN del baile, ningún papel intencionada y estrictamente establecido,
porque lo que verdaderamente importa es una buena organización entre quienes lo
practican. Para alcanzar dicha alineación correcta es imprescindible que una de las
partes dirija al otro, y, pese a que reconocen que normalmente es el hombre quien se
encarga de esta dirección, no es necesario que esta situación se dé sempiternamente. Si
por ejemplo, si la mujer quiere dirigir en la posición del abrazo, que requiere sin
excepción que uno dirija y el otro reciba las instrucciones, sólo tiene que adoptar la
forma de “coger” del hombre. Y lo mismo regiría para cualquier otra mixtura de los dos
sexos -dos varones o dos mujeres. Lo único que determinaría la lógica del baile es que
una de las partes se encargue de llevar y la otra se muestre complaciente y favorable
para dejarse llevar. Lo más desaconsejable y sinsentido sería intentar “gobernar” el baile
desde la posición asumida para aceptar instrucciones. Y estas afirmaciones no carecen
de razón. Pero aunque parezca razonable pensar así, es un análisis simplista, porque
omite por qué la práctica totalidad de las veces se da por sentado que en un baile en
pareja tiene que dirigir un hombre. En las academias y escuelas es al hombre al que se
le enseña a tomar esta posición en sus movimientos. Y no exclusivamente en las
escuelas, sino también en las pistas de baile de cualquier espacio apto para el mismo.
Suele ser el chico el que pide a la chica bailar, aunque en última instancia sea ésta la que
decida acceder a su petición o no; aunque las figuras no se imponen sino que se indican,
continua siendo el varón quien tiene la iniciativa para ello, porque es al que se le ha
enseñado a adoptar ese papel. Al mismo tiempo, una de las funciones que tiene el
hombre es contribuir a que la mujer se luzca con sus movimientos, porque es a la que se

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la cede espacio para que se exprese en toda su plenitud. Pero, ¿por qué es la mujer la
que se tiene que lucir? Porque de ambos, es a quien se suele focalizar la atención por ser
depositaria de toda la carga erótica, sensual y sexual que se desprende en cualquier baile
latino y caribeño. De nuevo se nos presenta a la mujer como objeto de deseo. En
relación a este aspecto se destaca la función del baile como mecanismo de conquista y
seducción puesto que éste permite darle un significado y un papel a cada parte del
cuerpo: las caderas, las piernas y la cintura son representativas en las mujeres al hacer
movimientos sensuales, y en los hombres, son sus brazos, sus manos, sus gestos y el
cuerpo en conjunto. Esta distinción pone de manifiesto una hipersexualización y
cosificación de la mujer que no deja mucho lugar a dudas a lo argumentado
recientemente. Además, el argumento que señala que el chico tiene que irse apartando
del camino de la chica caballerosamente para permitirla el espacio que necesite y
protegiéndola del resto de bailarines, rezuma tintes un tanto paternalistas. De esta
manera se está evidenciando, como a lo largo de toda la ejecución del baile, un acto
simbólico que se revela a través de una serie de imágenes que se manifiestan por medio
de gestos expresivos.
Un fragmento extraído de un texto publicado en un blog sobre el baile, llamado “El
verdadero papel del chico” recoge en parte las ideas que se han ido plasmando a lo
largo de este sub-epígrafe:

“Si sabes más que ella, tienes que bajar tu nivel y ponerte al de ella y nunca debes
forzarla a realizar figuras y combinaciones de movimientos a los que ella no llega. Pon
mucha atención a esto: si has aprendido alguna figura que ella no sabe, no la fuerces,
puede resultar incluso que estés dirigiéndola mal en los giros o a destiempo y no sea
capaz de seguirte. No va a estar cómoda contigo. Como principio fundamental debes ir
progresivamente haciendo los pasos y figuras de menor a mayor dificultad y debes
quedarte en donde veas que la chica no da más de sí misma. Recuerda: las chicas
buscan chicos que bailen bien”

Desde el punto de vista técnico, esta enseñanza parece rigurosa, sensata y práctica.
Pero desde la perspectiva de la que parto, ilustra bien esta diferenciación de roles en la
estructura del baile. De acuerdo a la misma se invisibiliza una gran parte del saber
femenino dado que siempre se parte de la base de que es el hombre el que inicia y dirige

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el movimiento, aún adecuándose a las capacidades e improvisaciones de la mujer. El
hombre es el verdadero conocedor de la danza, el maestro polivalente que ilumina e
instruye a la mujer, quien debe saber interpretar las indicaciones corporales del primero
aunque le cueste sumo esfuerzo. Porque, el mismo hecho de que se encuentre en la
posición de “dejarse llevar” y de descifrar las instrucciones del hombre, implica que
exista el riesgo de que se produzca una errónea interpretación del paso o figura. Por eso
el hombre, siempre el hombre, debe asegurarse de ser riguroso y un buen comunicador
corporal a la hora de acometer pasos o figuras. Es llamativa asimismo la frase final que
enuncia que “las chicas buscan chicos que bailen bien”. Una frase que se asemeja
bastante a una enunciación aseverada por una de mis entrevistadas:

“Un chico que baila bien atrae a una mujer, independientemente de su estatus social
o económico” (Mujer, 38 años).

¿Por qué? Porque sin ellos jamás podrán ejecutar satisfactoriamente un baile, dado
que el chico es la piedra angular, la fuerza motriz que traza y diseña el contorno de los
movimientos y del baile en general, aunque la mujer sea la que rellene con color el
dibujo esbozado por el varón. Y esto es así porque que las mujeres han interiorizado y
aprendido en materia técnica que su papel debe ser el de dejarse llevar a merced del
hombre, dependen de él para poder bailar, puesto que es quien las guía. De lo contrario,
se verán ciertamente entorpecidas a la hora de realizar los pasos adecuados que aporten
fluidez al movimiento y a la danza en su integridad, sobre todo en aquellos casos en los
que son dos mujeres las que formen una pareja de baile. Si el chico que las saque a
bailar – sí, la mujer continúa ejerciendo, en la mayoría de los casos, el papel de sujeto
pasivo a la hora de interactuar con el hombre en los espacios de ocio y sociabilidad-
carece de los conocimientos necesarios para el baile, el mismo será un fracaso y no se
disfrutará plenamente. Efectivamente, si tomamos como ejemplo a dos mujeres que
voluntariamente decidan formar una pareja de baile lo más probable será que ambas se
equivoquen reiteradamente y el baile no funcione, a no ser que una de ellas sea una
versátil profesional del baile que haya adquirido los conocimientos suficientes como
para adoptar la posición del hombre en base a su experiencia. Si bien es cierto que no en
todos estos casos tiene que generarse una especie de frustración ante la fallida
consecución de un baile apropiado técnica y estéticamente. No hay que olvidar que

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aunque la danza se hace visible por medio de bailes, no siempre se baila para comunicar
algo en sí entre dos personas, como se entiende en el tango o la salsa, sino que se puede
bailar por alegría, diversión y desfogue de energía desde su vertiente lúdica. Como
indicaba una de las entrevistadas, “El baile es una manera más de sociabilizar, es más,
hace no mucho estuve en un bar caribeño, sonaba salsa, bachata, merengue… allí todo
el mundo bailaba, sobre todo en parejas, y se intercambiaban constantemente entre
ellos, podías estar bailando con tu amigo y en un momento dado, cuando cambiaba el
ritmo de la canción, estabas bailando con el chico de al lado, era imposible no
relacionarte. Con el baile puedes crear un vínculo social e incluso afectivo hacia otra u
otras personas, es una expresión más de nuestro cuerpo” (mujer, 26 años).
Por último, para cerrar este sub-epígrafe, podríamos preguntarnos en qué medida
están los cubanos forzados por el turismo y las demandas de consumo a ofrecer una
versión o varias de un baile al que se le considera culturalmente auténtico. Porque como
ya hemos mentado en otro momento, cada sociedad adapta a sus principios estructurales
y organizativos cada baile, en concordancia con la cultura en la que se asienta. Por ello
y como consecuencia, resulta pertinente cuestionarnos al mismo tiempo qué fuerzas y
engranajes se activan cuando determinados elementos particulares en materia cultural se
exportan al extranjero y, por tanto, cuales son las implicaciones de esta transculturación
de los bailes. Y cabe preguntárnoslo tanto con la salsa como con el reggaetón o el
dancehall y demás tendencias musicales modernas que nos llegan desde El Nuevo
Mundo. Las respuestas se irán hilvanando a lo largo de los siguientes apartados.

3.4. El dancehall, un caso interesante y particular: su singular evolución y su


trascendencia desde una perspectiva de género.

Normalmente, cuando a una se le viene a la cabeza la música caribeña, piensa en


ritmos cálidos, jocosos y divertidos. Si en concreto, te trasladas con la imaginación a la
exótica y renombrada isla de Jamaica, lo primero que se viene en mente son los sonidos
melódicos, sosegados y relajados como reggae o el ska, que te transmiten serenidad y
armonía. No obstante, en realidad, la escena de la música jamaicana actual (y en los
últimos quince o veinte años) está dominada por otro sonido descendiente del reggae,
más agresivo, machacón y caótico, sobre sampleados y ritmos electrónicos, y que está
orientado a las pistas de baile Estamos hablando del dancehall, cuya semilla se remonta

47
a finales de los años setenta como producto de un cambio de actitud en las letras de las
canciones reggae. Letras que dejaron de versar sobre el amor, la amistad o la solidaridad
para hablar de violencia, desigualdades, injusticias y sexo. Esta revolución trajo consigo
una nueva ola de nuevos artistas que dieron vida a un estilo diferenciado de la estética
del reggae tradicional que no tardaría en exportarse al resto del mundo a principios de
los noventa. Fue en la segunda mitad de esta década, cuando se ahondó en la estética
violenta, bailable, profundamente sexual y homófoba, y cuando aparecieron las
primeras estrellas cantantes femeninas, como Tanya Stephens o Lady G, del dancehall -
que pese a esta novedosa vicisitud continua siendo profundamente machista.
Precisamente, la incorporación de las mujeres a este panorama musical no ha ayudado a
alterar demasiado el orden de la estética imperante ya que el valor de la figura femenina
en el dancehall -así como en el reggaetón o cualquier otro baile latino y caribeño- sigue
recayendo en su papel como bailarina sexy y provocativa. Esta afirmación se enfrenta a
aquellos argumentos que esgrimen que el rol musical más extendido y admitido es el de
cantante, ya que la voz femenina no es un instrumento, sino un producto natural e
irracional que emana del cuerpo y cuya exhibición presenta connotaciones sexuales.
Cierto es, que los significados de las canciones escritas por mujeres no divergen en
mucho de las interpretadas por los hombres: el deseo sexual continúa siendo el eje
vertebrador de la temática del dancehall, así como la conquista o la provocación. Los
roles siguen los mismos patrones, aunque se invierta el género de quien los desempeña
y manifiesta.
A lo largo de las últimas décadas del siglo XX, la isla se funde en una profunda
crisis: el gobierno ya no puede gobernar, las personas no sienten ninguna
responsabilidad hacia ninguna entidad ajena a las propias. Para muchos isleños el
dancehall consiste en el registro simbólico de la degradación y envilecimiento de la
sociedad jamaicana contemporánea. Es el espejo inquietante de una sociedad que
encarna un conjunto de valores degradantes, -el materialismo, la violencia, el
hedonismo- que reflejan la creciente anarquía y el cinismo que afligen a la isla. Es más,
para decepción de muchos, entre los que me encuentro, la fijación del dancehall por el
dinero y la adquisición de objetos materiales de lujo, así como la ostentación de los
mismos por parte de los artistas más afamados de este panorama musical, parece
mostrar hasta qué punto el capitalismo ha permeado la estructura de valores de la clase
obrera urbana del Caribe. Y esta misma evaluación puede extrapolarse al mundo del

48
reggaetón o del dembow. Además, otro aspecto a destacar dentro de este escenario de
exhibición fastuosa es la pretensión de alardear de una compañía numerosa de mujeres
en sus videoclips. Mujeres que bailan para ellos con una actitud claramente seductora a
la par que sexual, aunque no se perciba competencia entre ellas por conquistar al
“macho”. Porque las mujeres no conquistan, sino que son las conquistadas. Véase por
ejemplo el videoclip del conocido jamaicano Konshens con su canción “Gal a bubble” o
aquel de Aidonia, “Bruki”, este último claramente machista por mostrar a una serie de
mujeres bailando dancehall mientras realizan tareas domésticas. No obstante, aunque las
modas características del guetto del dancehall puedan asemejarse e imitar la ropa, el
pelo y el estilo de los contextos urbanos americanos, muchos efectos del dancehall
jamaicano, tanto visuales como ideológicos, son únicos y exclusivos de esta cultura. Si
bien, su expresividad puede ser vista tanto como una reinvención como una
recirculación de las expresiones y prácticas hegemónicas.
Se dice que el dancehall es la voz del ghetto, ya que con sus canciones los artistas
describen lo que viven dentro de la sociedad jamaicana, narrando historias de la calle,
cotidianas, adoptado una postura reivindicativa pero también recurriendo a temas
divertidos para pasarlo bien y evadirse, dado que para ellos bailar es la mejor forma a la
que apelan para escapar de su humilde y compleja situación. Es, por tanto, una danza
social cuya práctica ano se restringe a una edad determinada, sino que está abierta a
niños/as, jóvenes, adultos/as y mayores. Existen tres tipos de bailes: en primer lugar, el
dancehall queen style, ejecutado exclusivamente por mujeres, quienes realizan
movimientos acrobáticos y eróticos con gran flexibilidad, por lo que su escenografía
desprende una tremenda sensualidad; después nos encontramos con el dancer style,
característico de las crews jamaicanas, mayoritariamente compuestas por hombres, por
lo que los pasos de este estilo son principalmente masculinos; por último, lugar cabe
añadir el twerking, rama a la que dedicaremos en el siguiente apartado una particular
atención, por tratarse, así como el primero, de un estilo fundamentalmente femenino.
En su obra “Cultural Conudrums: gender, race, nation, and the making of
Caribbean cultural politics” Natasha Barnes nos presenta un análisis de la realidad
sociocultural del contexto caribeño, analizando los diversos aspectos y fenómenos que
conforman la personalidad de esta región atendiendo a elementos asociados al género y
a la raza. Focalizando su atención en la isla de Jamaica, uno de sus descubrimientos
hallados es que, donde una vez que los jóvenes fueron socializados por la iglesia, la

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familia y la escuela, estas instituciones han perdido su autoridad moral ya que no
generan ni significantes de sanción moral ni símbolos de solidaridad social que se
entienden necesarios para dar coherencia y cohesión al orden social y político. Sino que
por el contrario, el dancehall ha sustituido a estas instituciones socializadoras como
fuente generativa de estos significantes “sancionadores” de una vida aceptable. Esta
pérdida de legitimidad institucional refleja una ruptura fundamental con las estructuras
de la sociedad civil y una desilusión con los valores propios y sustentadores del
stablishment, de la responsabilidad, del decoro sexual, de la decencia cívica, etc. Si
bien, los estándares de belleza femenina en el “racializado” Caribe no se han eliminado
nunca de las cuestiones de la política racial, propiciando la aparición de nuevas
prácticas de embellecimiento (relativas al blanqueamiento de la piel) que penetraron en
la facción más reaccionaria de la cultura dancehall asociada a la clase obrera jamaicana.
De hecho, aunque las imágenes de los rastafaris, la música reggae y los folletos
turísticos han contribuido a que muchos de nosotros asociemos la “negrura” a las
representaciones populares típicas de Jamaica, las luchas dentro de los concursos de
belleza reflejan cómo la afirmación de su identidad negra es aún un proyecto inacabado.
Efectivamente, los concursos de belleza constituyen un terreno importante para el
control hegemónico “blanco” dado que las posibilidades de salir vencedora en una de
estas competiciones aumentan en tanto más se asemeje el color de la piel de sus
participantes al de una mujer blanca.
Una de las manifestaciones culturales más ilustrativas de los cambios acaecidos en
el Caribe en lo que respecta a la escenificación social de la mujer es el Carnaval de
Trinidad y Tobago. En lo que a este fenómeno respecta cabe destacar que no resultó
novedoso para los sectores más conservadores, que se lamentaban de los males sociales,
contemplar cómo las mujeres aparecían en la escena del carnaval con máscaras bailando
calipsos sexualmente explícitos con un vestuario más bien escaso. Lo que fue mucho
más revelador fueron los significados sociales atribuidos al empoderamiento de la mujer
“juerguista” o festiva por los críticos liberales. Éstos opinaban que con el creciente
número de mujeres que ingresaban y alcanzaban el éxito en profesiones
tradicionalmente ejercidas por varones, parecía que el espectáculo de su presencia en el
carnaval era una extensión lógica de sus nuevas y modernas identidades como sujetos
feministas, resultado de su progresivo empoderamiento. Roy Boyke, editor y veterano
observador del Carnaval, vinculó ciertos espectáculos “performativos” con la

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afirmación de la dominación feminista: "Así que, en nuestra sociedad machista, la
mujer, en la década de los ochenta, una vez más ha proclamado su propia soberanía, y
se convertido de nuevo en el agresor sexual Ahora, sin embargo, no sólo hacen uso de
su lenguaje corporal para provocar o coquetear, sino que además revierten uno de los
principios de exaltación nacional que había dominado el panorama caribeño hasta el
momento: la dominación masculina sobre la mujer en la esfera pública. Son mujeres
descaradas pero sutiles, que abandonan su sitio en la oscuridad para hacerse visible a
los ojos de una sociedad fuertemente patriarcal y machista.”
Sin embargo, no todas las apreciaciones sobre estas actitudes performativas apuntan a
una dirección deseable. Es preciso señalar cómo las feministas locales de esta región se
han mostrado tremendamente escépticas y dudosas hacia los significados que se
atribuyen a este escenario de aparente autoconsciencia de la sexualidad femenina y de
autoerotismo, señalando que los mismos están imbricados en un discurso masculino de
marginalización que está ganando aceptación. De hecho, es este análisis feminista el
que pretende sacar a la luz los contextos de violación, de cosificación y explotación
sexual que a menudo estructuran la vida social y física de las mujeres en el Caribe, a
pesar de estas manifestaciones de afirmación sexual. Debido a que el Carnaval consiste
en una práctica cultural que “tiene licencia” para la reversión del orden social, la
subversión y la apropiación por las mujeres de las formas masculinas de exhibición
sexual en realidad sirven para reforzar las estructuras patriarcales. Así, recreando y
encarnando estereotipos patriarcales que representan a las mujeres como objetos
sexualmente disponibles, las propias mujeres consienten, en lugar de criticar y combatir,
su propio sometimiento. Esta observación es igualmente aplicable al dancehall
jamaicano. Una de las entrevistadas se muestra objetiva ante este hecho:

“Como bailarina y persona que disfruta el dancehall, el bailarlo como dancehall


queen puede llevar a interacciones con intenciones más sexuales e igual el dancehall
más “masculino”7 puede abrir un espacio festivo más “amigable”. Es decir en la

7
Como se expuso previamente, la mayoría de los pasos del dancehall son masculinos, aunque puedan
ser interpretados por mujeres, no tienen nada que ver con aquellos exclusivamente femeninos, dado
que carecen de connotaciones sexuales y no implican una visualización erótica, cargada de sensualidad.
Son pasos que suelen englobarse en las llamadas categorías old skool y new skool, donde los mismos se
ejecutan cuando la canción los menciona. Por eso, una persona que quiera bailar correctamente el
dancehall, tendrá que ser conocedora del amplísimo abanico de pasos que son producto de esta cultura
urbana, siempre en continuo movimiento y evolución.

51
interacción uno puede llevar a relaciones más jerárquicas/patriarcales y el segundo
una relación más “igualitaria”” (Mujer, 21 años)

Existe una distribución desigual de poder incrustada en las divisiones de género entre
el deejay de dancehall y su público femenino, partes entre quienes se establece una
relación simbiótica que representa espectros de empoderamiento femenino. No obstante,
este empoderamiento puede ser ilusorio en tanto que las bailarinas, más que bailar con
afán de afirmarse sexualmente, están haciéndolo para estimular el placer de los
hombres, tanto de su deejay como del resto de varones espectadores. Por ello, esta
misma representación produce las usuales trampas implícitas de la visibilidad: la
vigilancia, el fetichismo, el voyeurismo (y en casos muy extremos, a veces la violencia
y la muerte). Por eso es pertinente preguntarse si las muchachas que bailan dancehall
son conscientes de su performance y de su reproducción. La performance puede
observarse una vez que los espectadores se han adentrado en ese espacio experiencial
del dancehall, donde la danza se transforma en un encuentro asimismo simbiótico entre
el público y la bailarina (o bailarín). Sin embargo, esta relación entre quien observa y es
observado se ve alterada cuando el primero no es testigo in situ de la performance y ésta
se representa por medio de videos. La simbiosis disminuye y al público le resulta más
complejo identificarse o “empatizar” con la danza. La amalgama de emociones y
sensaciones de espectacularidad que se despiertan cuando un espectador está
presenciando un baile de dancehall son inigualables a las impresiones que se proyecta
cuando se contemplan reproducidas a través del material gráfico. La transmisión de
emotividad entre público y bailarín/a desaparece, por mucho asombro que se genere en
el espectador al verlo. Ciertamente, la relativa escasez de imágenes de vídeos que
exhiben a las mujeres en los dancehalls jamaicanos organizados en la calle tiene mucho
que ver con la negativa de estas bailarinas a dejarse captar por las cámaras de vídeo "de
forma gratuita". Este comportamiento ofrece una interesante distinción en lo que
respecta a la performatividad como acto “en directo” frente a aquella que queda
capturada en una reproducción de vídeo. Por ello, considero que todavía queda mucho
por replantearnos acerca de esa concepción dual del talento de las mujeres como medio
para alcanzar su auto-empoderamiento, así como placer, en el contexto del dancehall.
Además, afirmar que las maniobras adoptadas por las mujeres para luchar por su
visibilidad y su autonomía en la era dancehall son retrógradas y reaccionarias se olvida

52
del complejo terreno en que estas mujeres lidian para sobrevivir en un entorno hostil a
las comunidades pobres a las que pertenecen.
Por otra parte, los individuos mestizos o conocidos como “browns" (marrones)
simbolizaban la imagen idealmente “criollizada” de los registros sociales y estéticos
fruto de la unión afroinglesa. En este sentido, la apropiación por la cultura dancehall de
los marcadores étnicos “marrones” o mestizos responde a las formas en que se ha
recuperado y socavado simultáneamente los principios que históricamente vertebraron
el espíritu de la nación. Los hombres mestizos son los herederos de las emergentes
instituciones políticas y mercantiles de la nación mientras que las mujeres mestizas (o
marrones) son aquellas más probabilidades tenían de vencer en los concursos de belleza.
Todo esto en detrimento de las comunidades negras, cuya denominación como
“bongos” o “naygas” (similar al término americano niggas) simboliza el grado en el que
su africanización les relega a un plano marginal. Ciertamente, la ascendencia de la
cultura dancehall en la década de los noventa coincidió con la erosión de la hegemonía
de los “mestizos”; por ello las letras juguetonas del dancehall expresan el deseo por lo
“browning”, redundando en una reificación del término como categoría de identidad
feminizada y sexualizada. De esta manera, y como resultado, la tendencia al blanqueo
de la piel por parte de las mujeres jamaicanas muestra cómo la conciencia racial se
interioriza a través de las preferencias individuales por determinadas características
físicas que contribuyen a fomentar el atractivo y cómo estas mismas preferencias
configuran el sistema de valores de las comunidades de clase obrera negra. En el
imaginario de la clase media jamaicana, la dancehall queen representa la inversión de lo
que se concibe como bello: mujeres gordas, negras, vulgares, que adornan su cuerpo
para resaltar estas cualidades degradantes. Y lo cierto es que el estilo dancehall ha
hecho que muchos jamaiquinos se cuestionen la notoriedad de la isla como tierra de
mujeres preciosas, exóticas y despampanantes.
Las intrincadas dinámicas del dancehall socavan algunos principios fundamentales de
la ideología estética post-colonial, ya que este género musical evita la convergencia
ideológica de la política y el arte, convergencia que ha sido durante mucho tiempo el
sello distintivo de la cultura crítica del Caribe descolonizado. Así, el dancehall desafía
uno de los valores fundamentales de la crítica estética postcolonial: la expresividad
subyacente es principalmente social en sus modalidades e imaginario. Sin embargo, tal
como se puede intuir dada la idiosincrasia de su desarrollo, el discurso del dancehall ha

53
ofendido y creado malestar en los colectivos feministas y homosexuales, así como en
los círculos de críticos de izquierdas debido a sus mensajes misóginos y homófobos.
Viene a colación de este aspecto introducir la aportación de una de las entrevistadas,
buena conocedora de la música dancehall:

“Es cierto que muchas de las letras que hay detrás de esos bailes hacen apología a
la homofobia, por ejemplo en el dancehall hay infinidad de canciones que dicen
literalmente: “Bun Chi Chi Man” o “Bun Batty Bwoy” (Quema al homosexual/gay),
“Faggot Corection” (Corrige al Homosexual), “Shot a Batty Bwoy” (Dispara al gay),
“Dem Haffi Dead” (Ellos tienen que morir)… Jamaica es uno de los países que tiene
las leyes contra la homosexualidad más duras del mundo y el dancehall es uno de los
bailes más bailados allí, se convierte en un cóctel difícil de digerir” (Mujer, 26 años).

A lo que añade un apunte crítico especialmente interesante:

“Me llamó un día mucho la atención que mujeres y hombres, e incluso amigos y
amigas mías, estaban bailando esas letras homófobas, y después iban a una
manifestación en favor de los derechos LGTB+, existe mucha ignorancia”

A este respecto cabe aludir al musicólogo Philips Tagg (1989), quien aseveró que la
música es un medio de comunicación intrínsecamente colectivo que transmite o
subvierte las identidades de género. De esta manera, estima esencial la influencia de la
música en nuestra percepción del espacio, especialmente en la música instrumental,
indeterminada por el significado verbal. Porque la mayoría de la gente baila al son de la
música, del compás, del ritmo, sin atender estrictamente a la letra de la canción. Se
dejan llevar por lo que la música les transmite, por su estado de ánimo, etc. No obstante,
el hecho de que este funcionamiento de los códigos patriarcales en la música surja en un
nivel inconsciente asegura su continuidad y supervivencia, viéndose reforzado además
por la llamada ideología del conocimiento, de acuerdo a la cual la música es sinónimo
de entretenimiento y, por lo tanto, no transmite significados. Esta teoría iría de la mano
con aquellas definiciones teóricas de la danza que la determinan únicamente como una
manera consciente de movimientos rítmicos corporales en un espacio acotado,
olvidándose de sus muchos aspectos simbólicos.

54
Es cierto que las características de la cultura dancehall que parecen políticamente
más conservadoras -la conquista sexual machista y la apelación a la violencia y al uso
de armas- pueden interpretarse alternativamente como formas de resistencia de la clase
obrera contra los prevalecientes valores afro- saxo8 que deslegitiman las expresiones
populares de la sexualidad. Pero, en términos críticos, la defensa de que el machismo y
la retórica sexual dancehall deben entenderse como una táctica política de oposición
alimenta la problemática de medir el valor de la expresión cultural de la clase obrera por
el grado en que desafía los valores hegemónicos del grupo social en el poder, cuando no
siempre es así. Como ya se ha reiterado anteriormente, los temas narrativos
predominantes de este género musical jamaicano son la bravuconería masculina y su
deseo sexual hacia la mujer, que conforman la tradición del deejaying o también
conocido toasting9 y que, tal como he descrito, parece que constituyen “la zona cero”
de los actos “ritual-discursivos” autóctonos en el continente africano y en el Nuevo
Mundo. No obstante, las letras de las canciones no son producto de su expresión
ideológica, sino que la gran mayoría deben responder a un conjunto de juicios estéticos
sobre lo que debe ser una canción. Es decir, las letras musicales tienen que sonar bien.
Si bien, es cierto que las letras malsonantes y atrevidas del dancehall, así como su
sonido repetitivo y fatigoso, han desafiado a lo que universalmente se suele concebir
como música, a los cánones rítmicos y melódicos que la gente suele estimar como tal.
La lírica del dancehall está muy vinculada a su intérprete, a sus pensamientos, a sus
emociones, a sus pasiones y a su estado de ánimo. En este respecto, su moderno
discurso simboliza ese abandono hacia el compromiso político a efectos de adentrarse
en un mundo imaginativo más estetizante. Su aparición en un contexto de agitación
social y económica, su desentendimiento de las agendas políticas tradicionales y su
estilo lingüístico exuberante hacen del dancehall un fenómeno jamás visto en la historia
precedente de Jamaica. A estas singularidades se debe el impactante espectáculo que su
representación proyecta a los ojos de quien lo presencia. Exotismo, extrema

8
Término que hace referencia a un individuo que, pese a ser descendiente africano, tiende a adoptar
comportamientos tradicionalmente atribuibles a personas “blancas”. Son personas desarraigas de la
herencia cultural africana que se sienten atraídas por situaciones y prácticas típicamente occidentales.
9
Es la acción de hablar o cantar, normalmente de manera monótona, sobre un ritmo. Tradicionalmente,
este método se originó a partir de los narradores de historias africanos (los griots) cantando sobre un
ritmo de batería y en el Caribe se conoce sobre todo por su impronta en la música jamaicana. Se
encuentra en la mayor parte de los estilos que se enmarcan dentro de esta categoría (dancehall, reggae,
ska, dub, etc.). Esta técnica combina frases habladas con otras cantadas, por lo que se cree que está en
las raíces del rap.

55
sensualidad, fogosidad, ímpetu y una insaciable sed de movimiento son algunas de las
características que imbuyen a quienes lo bailan, de ahí que despierten tanto asombro a la
par que rechazo en quienes lo visualizan. Por ello no resulta chocante que ante su
escenificación afloren prejuicios y actitudes estereotipadas, sobre todo si se trata de
alguien al que le resulta realmente complejo fundirse en las dinámicas de la danza y
comprender su razón de ser. De hecho, el dancehall nació más para ser bailado que para
ser escuchado, así como sucedió con el tango o la salsa. Es más, el fenómeno deejay,
entre sus muchos impactos, ha restaurado la preeminencia del ritmo en las
consideraciones estéticas de la música popular. Como en el rap, entender la evolución
del dancehall, donde a los intérpretes vocales se los consideraba un complemento
adicional al sonido, puede ofrecer una explicación a los diferentes modos que las letras
“dancehalleras” han adoptado en oposición al resto de música vernácula y popular.
Uno de los conceptos o figuras más identificativos y particulares del estilo
dancehallero es la “slackness”. El término, que en el contexto dancehall se traduce
como vulgaridad, se ha convertido en la más célebre figura metafórica de éste género
musical y de baile, representando una confrontación radical contra la ideología
patriarcal y la moral piadosa de la sociedad jamaicana más fundamentalista. Por
consiguiente, esta hipérbole exclusiva del dancehall puede convertirse en su peor
enemigo, ya que la vulgaridad en sí misma contribuye a socavar la masculinidad
normativa que se esfuerza en construir con su expresión, arrojando asimismo dudas
acerca del conservadurismo que trata de propugnar. Un conservadurismo que trata de
legitimar, reproducir y mantener la hiperdominación masculina sobre la mujer y que
parece estar tirando piedras contra su propio tejado. Porque el estilo slack es
performativo en tanto que permite a las mujeres recurrir al movimiento corporal para
afirmar su sexualidad, para desinhibirse sin importarles las opiniones que enjuicien su
actitud de poderío en el baile, para disfrutar del mismo aun siendo conscientes de las
miradas lascivas que se depositan sobre sus cuerpos contoneándose.
Y las mismas dinámicas y entresijos que se desarrollan en la escenografía del
dancehall pueden trasladarse, como ya se ha mencionado en reiteradas ocasiones, al
contexto latinoamericano del reggaetón y del dembow, dos tendencias musicales que
han sufrido una transculturación abrumadora en numerosas áreas geográficas del
mundo, con especial intensidad en algunas de ellas. España se señala como uno de estos
casos en los que la música reggaetón se escucha en cualquier discoteca, fiesta popular o

56
verbena. Su impacto en nuestro país ha ido aplastante, sobre todo una vez comenzado el
segundo milenio, no sólo en la conformación de los gustos musicales de las
generaciones más jóvenes sino también en la reinvención y reproducción de los
modelos de feminidad. De manera paralela y coetánea, el dancehall se fue
paulatinamente asentando comercialmente en EE.UU, gracias a artistas como Shaggy o
Sean Paul, que consiguieron elevar al dancehall al top de los géneros musicales de
éxito, tanto en las pistas de baile como en las radios y cadenas de música. Mientras
tanto, en Jamaica se desarrollaba un sonido más agresivo y políticamente incorrecto,
menos comercial que aquel que sonaba y triunfaba en EE.UU. La misma trayectoria ha
seguido el reggaetón y algunas de sus variantes menos conocidas –aunque no menos
polémicas- como el dembow. Sobre estos bailes pasaremos a hablar en los siguientes
apartados, con especial hincapié en el primero, dada su relevante transcendencia en la
configuración de un imaginario colectivo y cultural que se construye en base a la
concepción interiorizada de las relaciones de género que, a su vez, son relaciones de
poder. Así, principalmente focalizaré mi atención en el impacto de éstos fenómenos
musicales entre la población joven, dado que es entre ésta donde más ha recolectado
simpatizantes y donde más han incidido en su función de agentes socializadores. Se
trata la suya de una socialización alternativa que, por un lado, legitima y reproduce, y
por otro, quebranta y subvierte el proceso de socialización infundido por actores
tradicionales como la familia o la escuela. Ante todo, en lo que a conformación de
identidades de género se refiere, así como la perpetuación de los roles que se derivan de
éstas.

4. NUEVAS TENDENCIAS MUSICALES EN LAS PISTAS DE BAILE. LOS NUEVOS


CÓDIGOSDELA MODA JUVENIL:¿NUEVOSESPACIOSDE
EMPODERAMIENTO FEMENINO?

Del terreno de la sexualidad –que es una de las diversas dimensiones posibles que
nos sirve para indagar sobre la corporalidad- también se puede hacer una lectura desde
una perspectiva de género, ya que nos revela con nitidez los rígidos y exigentes canales
que la sociedad pauta para los sujetos, estableciendo roles y expectativas esperables- y
deseables- tanto para hombres como para mujeres respectivamente. Como ya se ha
explicado, esta es una construcción que parte principalmente de un modo determinado
de entender las diferencias sexuales de nuestros cuerpos. Es por ello por lo que merece

57
la pena cuestionarnos de qué manera los y las jóvenes rinden cuenta, en sus prácticas y
representaciones, de estas presunciones circulantes sobre la sexualidad otorgada para el
hombre y aquella estipulada para la mujer. Estas representaciones sociales se
entenderían como producciones o ideaciones mentales colectivas que dota a las mismas
de objetividad y estabilidad y que, además, se imponen a las personas de modo
coercitivo. Esto tiene como consecuencia que los hechos sociales se conciban como
fenómenos ajenos a los individuos, quienes actúan como si se trataran de un reflejo
pasivo de la sociedad. Asimismo y por consiguiente, la sociedad construye imperativos
orientados a establecer gustos, interdicciones, capacidades y actitudes para mujeres y
varones, dirigiendo tanto su conducta objetiva como subjetiva en base a sus diferencias
sexuales. De esta manera, las relaciones de género son relaciones asimétricas, y como
resultado de estas dinámicas de dominación/subordinación surgen las subjetividades y
los posicionamientos sociales y culturales que cada sujeto es “apto” para desarrollar y
representar. Así, al mismo tiempo aquellos juegos de poder favorecen la emergencia y
reproducción de un marco que encierra una amenaza de castigo discriminatorio a todo
aquel/la que no se adecúe a esa complementariedad que se considera válida en todas las
esferas de la vida pública -y privada. Estas representaciones que se transmiten en los
numerosos espacios en los que se desenvuelven los sujetos de manifiestas en las
prácticas cotidianas que desarrollan. Prácticas como el baile, en donde los sentidos
atribuidos a la sexualidad y al cuerpo están traspasados por complejas ideas sobre la
moral, la ética, el amor, etc.
En este campo de la sexualidad al que nos referimos, pues, prepondera una doble
moral: por un lado, a los hombres se les garantiza la libertad de ejercer su sexualidad, un
ejercicio que deriva en una aceptación y fortalecimiento de la masculinidad; por otro, se
prohíbe a las mujeres disfrutar de su sexualidad más allá de su función procreativa. De
forma que esta desigualdad entre géneros se exterioriza eminentemente en el control
social y moral del cuerpo y de la sexualidad femenina en los casos en los que no está
destinada a la reproducción humana. En este sentido, los estereotipos clásicos de género
articulan la sexualidad de las mujeres en torno a las ideas de amor y compromiso,
mientras que vertebran la de los hombres en asociación a la búsqueda del deseo y placer
sexual. Y así lo demuestran algunas de las contestaciones de los entrevistados que
respondían a la pregunta de si creían que el baile es un mecanismo que facilita la

58
sociabilidad entre personas o que favorece la proximidad entre los participantes del
mismo y bajo qué presupuestos:

“Sí…A ver…si tú te arrimas a un tío bailando reggaetón se le hacen los ojos


chiribitas, se emociona mucho, demasiado. Los chicos nunca suelen bailar, siempre
están sujetando la copa y no hacen nada. Pero cuando se animan suelen ser los que se
acercan a las chicas, y las perrean. Eso sí.” (Mujer, 16 años)

“Sí, claro que lo creo. En el baile lo que estás haciendo es primero construir una
imagen. Estás proyectando una imagen porque los bailes al fin y al cabo… Si acudes a
ejemplos naturales, los animales que ejecutan bailes lo hacen por condiciones de
apareamiento. No es lo mismo en el caso humano pero existen similitudes. Aunque hay
gente que se junta por el mero hecho de bailar, hay otras que lo hacen por esa afinidad
corporal, aunque creo que es más lo segundo por el primero. Pero por lo que he dicho
un poco antes, todo lo que conlleva el baile es como un teatro: no sólo importa cómo se
mueven las personas sino también como se miran.” (Hombre, 23 años).

“El método sería sencillo puesto que con el acercamiento y la interacción usando la
danza, la relación está establecida; eso sí, depende del estilo de danza y el de la música
la interacción puede tener varias intenciones” (Mujer, 21 años).

“Sí, sí lo creo. Porque el baile es una cosa…eeh…es una actitud de la gente que las
aproxima. Normalmente en el baile el hombre lo tiene...como para relacionarse más
fácilmente, para ligar con la mujer. Normalmente es el hombre el que pide salir a
bailar a la mujer” (Hombre, 54 años)

“En un lugar donde se puede bailar las personas entran más en contacto. Se
relacionan más. De qué manera….no sé, hablando, acercándose a otra persona para
pedirla bailar, o bailando con ella directamente. Como normalmente las que más
bailamos somos las chicas son los hombres los que suelen acercarse…no estoy diciendo
que sea específicamente para ligar, también para pasarlo bien. Pero bueno, pueden
darse ambas cosas” (Mujer, 49 años)

59
La preguntaba trata de indagar acerca de la iniciativa que toman hombres y mujeres a
la hora de propiciar una aproximación en espacios de ocio nocturno y con qué fines,
siempre recurriendo al baile como medio para ello. La mayoría de las respuestas dadas
coinciden en considerar al hombre como iniciador por excelencia de estos
acercamientos. Asimismo, los/as entrevistados/as también señalan que la principal
intención, más o menos explícita, que motiva a los individuos a aproximarse a otra
persona en estos entornos con la excusa de iniciar un baile es la de la seducción y la
satisfacción sexual. Si bien existen excepciones a esta norma, el baile,
independientemente de si connota significados sexuales o no, se instrumentaliza para
lograr ciertos propósitos que van más allá de la mera evasión o del simple
entretenimiento, con todo lo que ello implica tanto para hombres como para mujeres.
Por otro lado, es fácil comprender que la edad funciona como un criterio
clasificatorio de las distinciones más básicas de cualquier orden social. Normalmente,
estas categorías no son absolutas, sino que más bien presentan una diversidad
heterogénea en función del contexto histórico y de los estratos sociales a los que se
refiere. Por su parte, la categoría de juventud nos permite replantearos sobre una etapa
vital que es fruto de una construcción histórica y sociocultural de la que proliferan
múltiples experiencias, por lo que es más pertinente referirse a la juventud en plural:
como juventudes. No es igual la juventud que habita y se desarrolla en un país de
América Latina, que la que lo hace en un país escandinavo, mediterráneo o asiático. Por
ello, la edad cronológica es sirve para referirse a este periodo de la vida en que el sujeto
transita en un curso de progresiva autonomización, en el que el individuo moldea su
identidad en diversas dimensiones, en el que se configura como persona y, más allá,
como hombre o como mujer dadas unas directrices de comportamiento. Y este
planteamiento es el que nos sirve asimismo de base a la hora de sacar a la palestra la
emergencia del tango-queer, sobre el que hablaré en el apartado cinco, donde se
reivindica y se hace necesaria la deconstrucción de los géneros con el fin de paliar los
efectos perversos que trae consigo esta distribución de roles.
Además, la expansión del sistema educativo favoreció en gran medida la aparición de
esta categoría, puesto que proveyó de un espacio y tiempo comunes en el que los
individuos crean y comparten prácticas culturales, lenguajes y vivencias. Paralelamente,
la implosión del mercado orientada a la conformación de los jóvenes como potenciales

60
consumidores también ha ayudado a la configuración de rasgos peculiares y singulares
de este colectivo.

4.1. Fundamentos en la elección de los espacios destinados al ocio y la dispersión


nocturna: las discotecas y bares musicales frente a las raves

La cuestión que nos concierne es la recíproca construcción entre los nuevos espacios
urbanos de sociabilidad y los cuerpos que lo habitan. Se parte de considerar que todo
proceso de creación de estos espacios conlleva una adecuación ideológica y corporal
que se manifiesta a través de una batería de mecanismos de control disciplinario sobre
los cuerpos. Es por esto por los que nos interesa conocer cómo estos escenarios moldean
y normalizan la forma de expresión corporal que en este trabajo nos ataña: el baile.
Es importante saber para analizar estas dinámicas que existe una configuración
social del cuerpo basada en los usos sociales que éste desempeña. Además, tal como
apunta el sociólogo francés Luc Boltanski, a medida que se reduce la fuerza corporal en
el conjunto de factores de producción, el cuerpo se concierte en el pretexto de un
creciente número de consumos ya que el mismo requiere satisfacer necesidades. Esto se
traduce en que el consumo de ofertas que persiguen esta satisfacción de necesidades
corporales se encuentra estrechamente ligado a la pertenencia de género y de edad.
El vigente proceso de modernización, bajo los influjos de la globalización, está
contribuyendo a la creación de espacios para la interacción corporal que está vinculada
a las nuevas dinámicas de la vida urbana derivada de la lógica del beneficio y el lucro.
La cultura somática, que consiste en el orden que regula las conductas físicas de los
sujetos a través de normas, se ha visto afectada por estos cambios. En el gran mercado
en el que actualmente interaccionamos los unos con los otros, el cuerpo mismo se ha
transformado en una mercancía, aunque esta consideración no es estrictamente un
producto de la globalización. Ya se daba siglos atrás, sólo que ahora se ha intensificado
y se ha vuelto más acuciante. Por ello, cabe preguntarse si la globalización está
favoreciendo la aparición de escenarios de libertad en estos espacios para el baile y
mayores posibilidades de expresión corporal, reconocimiento y comunicación con el
propio cuerpo y con los de nuestro entorno o si está contribuyendo a todo lo contrario.
Ya Erasmo de Rotterdam escribió en el siglo XVI acerca del comportamiento que se
debe tener en cuanto al decoro del cuerpo, las actitudes adoptadas, los movimientos y la

61
vestimenta, criterios que servían para identificar y distinguir a los individuos respetables
de los vulgares.
Por lo que a este trabajo respecta, se quiere hacer hincapié en una serie de
consecuencias sobre las condiciones sociales e imágenes culturales modernas de la
adolescencia y la juventud. Una de ellas es que la creación, consolidación y creciente
complejidad de un mercado de consumo específicamente juvenil sitúa a los jóvenes
como sujetos (y objetos) de consumo de bienes no sólo materiales sino también
simbólicos. Al mismo tiempo, los jóvenes son objeto de prescripciones socializadoras
del Estado, de su familia, de sus grupos de pares, de los medios de comunicación, etc.
Este espacio de consumo supone el surgimiento de una verdadera cultura juvenil con la
articulación de un lenguaje universal difundido por los medios de comunicación de
masas: aquel que privilegia la música y la estética. Si bien, este mercado de consumo
juvenil se ha hecho tan complejo que progresivamente ha abarcado a más grupos de
edad y asimismo ha conllevado a que la creación de patrones de movimiento para el
baile se rijan por una lógica mercantil. Es estrecha relación a este dibujo de la realidad,
cabe añadir también la trascendencia de la televisión y de Internet como canales de
transmisión cultural de las modas musicales y los estereotipos corporales, tanto a nivel
general como en ámbitos específicos como el baile.
Lo que hemos podido asimismo registrar como resultado de los procesos
homogeneizadores desplegados por la globalización es que, los bailes tropicales, que
décadas atrás eran una práctica exclusiva de las clases populares en los salones de baile,
ahora se pueden encontrar en cualquier discoteca o local de ocio nocturno destinado al
baile y regido por una lógica comercial. Aunque continúen existiendo lugares de
encuentro para bailar que se especializan en la emisión de una música determinada –
como los pubs para aprender a bailar salsa y bachata, los más extendidos y conocidos
por el público-, ahora se puede asistir a la gran mayoría de los locales para la recreación
colectiva y ver a quienes allí acuden, bailando una variada batería de géneros musicales
comerciales, entre los que se encuentran los caribeños y latinos. Y es más, son
efectivamente los más afamados porque son los que más arrancan a la gente a
“menearse”, los más divertidos, los más rítmicos y los que “mejor se pueden bailar”. “El
baile que más me gusta es el reggaetón porque tiene mucha marcha, es un muy
activo y tiene mucho ritmo” nos señala una joven entrevistada de dieciséis años.
Además, el alto volumen de sonido que alcanza la música en estos lugares hace que la

62
misma se convierta en un enervante o agente excitador, lo que dificulta la comunicación
verbal entre las personas, que interaccionan entre ellas recurriendo al propio baile.
Muchas de las percepciones de las que nos hacemos eco hoy en día no distan mucho
de poder haberse contextualizado otrora, cuando los sectores más conservadores se
escandalizaban al ver a mujeres ejecutar movimientos de cadera y de piernas que
denotaban una influencia africana, tachándolos de convulsiones lúbricas que ensuciaban
las buenas costumbres de jóvenes que en su día llegarían a ser madres. Son estos
movimientos que trajo consigo la llegada de la modernidad y que, pese a las críticas que
generaban, también atrajeron a aquellos sectores que estaban dispuestos a consumir
todo lo que se presentara como novedoso.
Verificando lo recientemente expuesto, la mayoría de los/as entrevistados/as han
apuntado que los espacios que suelen escoger para acudir a bailar son discotecas y bares
musicales, a excepción de aquellos que pertenecen al tercer grupo de edad (40-55 años).
No obstante, tanto los que asisten a estos lugares de ocio nocturno como los que no son
asiduos ni suelen frecuentarlos, son conscientes de “lo que se cuece” y gesta en su
interior, de la finalidad (o finalidades) más inmediata/s que subyacen a las interacciones
que se establecen:

”En la discoteca va muchísima gente, igual que a las otras fiestas Si es una fiesta
más pija no pega ni con cola la música del reggaetón….en una discoteca si...es menos
formal. Pero la música que se lleva ahora se puede escuchar en todos los lados. A los
dos sitios van a ligar seguro, tanto chicas como chicos, y a pasárselo bien
claramente…Van a las dos cosas” (Mujer, 16 años)

“Las mismas entradas a las discotecas ya incitan el interés sexual con entradas
gratuitas a mujeres y de pago para hombres, con propagandas de mujeres semi-
desnudas, etc”. (Hombre, 23 años)

“Mucha gente acude a una discoteca para mirar o para ligar, y cuando digo mirar no
me refiero a la mirada en sí, sino lo que hay detrás de esa mirada, siempre con un
toque de persuasión”. (Mujer, 26 años)

63
“Una discoteca es como un coto de caza dejas entrar primero a los animalillos, luego
a los cazadores, que es lo que suele pasar con algunas ofertas de chicas gratis hasta X
hora […] Una discoteca al fin y al cabo es un contexto de negocio basado en el ocio
nocturno…busca que la gente beba lo máximo posible…que la gente pague por entrada
y consumición. Va a haber un público por cada género musical pero no deja de tener
esa muestra más oscura, mas turbia, más pernoctativa, más de desinhibición” (Hombre,
23 años)

“En la discoteca como he dicho se baila muchas veces buscando algo en la otra
persona. Los hombres somos muy babosos para eso además” (Hombre, 31 años)

Si bien, alguno/a que otro/a asimismo indicó que también suele frecuentar centros
sociales para bailar y divertirse, espacios a los que se puede acceder normalmente
gratuitamente, sino pagando un único módico precio que atiende a las necesidades de
autogestión del centro. Por regla general, el tipo de gente que acostumbra a asistir a
estos lugares difiere notablemente de la que acude a las discotecas aunque, como es
obvio, las preferencias por unos y otras no sean excluyentes en todos los casos. Sea
como fuere, aquellas personas que defienden una cultura de la música y del baile en esta
última modalidad de contexto, son aquellas que, al mismo tiempo, son más proclives a
decantarse por fiestas organizadas en espacios liberados al aire libre (las conocidas
raves10) –aun dando ya por hecho que los mismos centros sociales entrarían en la
categoría de espacios liberados. Puede intuirse, pues, que el carácter de las relaciones y
de los vínculos que se establecen en uno y otro ámbito por medio del baile es más bien
disímil: en las discotecas son más bien asimétricas, debido a la intencionalidad
estereotipada y prejuiciosa que motiva las mismas, mientras que en los espacios
alternativos el tipo de trato que prima es de un corte más igualitario entre hombres y
mujeres.
La cultura de la rave o de la música electrónica alternativa y no comercial nace a
finales de la década de los ochenta como un baluarte de sociabilidad y ocio que favorece
enormemente la liberación de las mujeres que participan en ella. Resulta llamativo por
entonces que las mismas destacaban por adoptar unas actitudes novedosas, irreverentes,

10
Las raves podrían definirse como fiestas multitudinarias que tienen lugar en grandes espacios, la
gran mayoría de las veces al aire libre, y que suelen durar más de veinticuatro horas ya que el after-
hour que sigue a la fiesta nocturna puede llegar a prolongarse hasta el anochecer del día posterior.

64
desviadas de los roles femeninos tradicionales, ya que se aproximaban más a las de los
varones que aquellas féminas que participaban en otras escenas juveniles. Por ejemplo,
un indicador de esta rebaja en la dicotomización de los hábitos y comportamientos de
las mujeres respecto a los de los hombres se hace patente en el consumo de drogas
ilegales, tan frecuente en este tipo de fiestas. Se produce así un cambio de tendencia en
favor de una “feminización del uso de las drogas” que condiciona significativamente los
patrones del baile, así como el carácter de la interactividad que emerge del mismo.
No obstante, como nos asegura la investigadora y profesora Nuria Romo Avilés,
“Los factores asociados a la incorporación femenina en las primeras fases de la escena
juvenil desaparecen y con ellos la ilusión de una mayor igualdad con los varones […]
Ser “fiestera” sigue así suponiendo asumir roles de género tradicionales y participar
en minoría en espacios públicos de ocio como los de las fiestas”. De acuerdo a la
experta, en sus orígenes este movimiento “ravero” otorgó un espacio predilecto y
privilegiado para las mujeres; no obstante, algunos de los procesos que propiciaron la
consolidación exitosa de esta cultura llevaron consigo la regresión de la identidad de
estas mujeres “fiesteras” hacia la identidad femenina tradicional.
Innovación tecnológica y musical y sustancias químicas estupefacientes son algunos
de los elementos más importantes en el desarrollo de esta “la cultura del baile”. Este es
un concepto con el que Collin (1997) designa a una nueva cultura juvenil que permite
ofrecer experiencias y vivencias que han contribuido a cambiar la mentalidad de
algunos/as jóvenes pertenecientes a diversas generaciones desde el fin de la década de
los ochenta.
En este sentido, una de las distinciones principales del movimiento “rave” con otros
movimientos juveniles antecedentes como los hippies o los punkis está en la fuerte
democratización que se imprime en elementos asociados al desarrollo de nuevos modos
de dispersión entre los/as jóvenes. Como diversos autores y autoras han aseverado, al
menos en sus orígenes, el sexo, la edad, la clase social o la orientación sexual no han
funcionado como criterios discriminatorios en esta nueva cultura. Como resultado, se
producen determinados cambios en la manera en la que se configuran las relaciones de
poder entre los sexos. Se genera de esta forma un nuevo espacio de diversión y de
comunicación entre los distintos grupúsculos asistentes que constituye una modificación
en los patrones de ocio preexistentes y por tanto, en las relaciones de género. Las

65
mujeres accedieron a este panorama como participantes de pleno derecho, disfrutando
de mayores libertades que en otros contextos de recreo juvenil.
Según la ya mentada investigadora N. Romo, en una primera etapa de este
movimiento la violencia y el acoso sexual contra las mujeres era imperceptible y
minúscula; sin embargo, en una etapa posterior -ya en los años noventa-, las relaciones
de género vuelven a perpetuar los roles clásicos, dado que los varones comienzan a
incurrir en conductas poco respetuosas con las asistentes del sexo opuesto. Así, se
refuerza la identidad femenina configurada sobre relaciones de despotismo de los
varones, acabando con los intentos de construir identidades paralelas y más simétricas.
En la primera etapa, la escasa violencia contribuye a generar en las mujeres una
sensación de comodidad y seguridad por la que no perciben acoso sexual alguno, muy al
contrario del que podrían llegar a sufrir en otros espacios de ocio nocturno. Este
fenómeno cobra especial relevancia en la inclusión de las mujeres en esta cultura
juvenil, dado que en el tipo de discotecas y demás clubs que nacen con la misma se
aprecia un ambiente que no propicia causalmente la búsqueda de un encuentro sexual.
Ni en lo que respecta a mujeres, tanto heterosexuales como lesbianas, ni en lo que
respecta a varones homosexuales. Es este estadio el que aún parece reproducirse en el
imaginario de la mayoría de nuestros/as entrevistados/as. Entre algunas de las
respuestas que apoyan esta premisa encontramos las siguientes:

“[…] en un espacio liberado probablemente las personas sean conocidas o


conocidas de conocidas por lo que la intención sexual es más indirecta y
“controlable”” (Mujer, 16 años)

“[…] mucha gente acude a una discoteca para mirar o para ligar, y cuando digo
mirar no me refiero a la mirada en sí, sino lo que hay detrás de esa mirada, siempre
con un toque de persuasión. En cambio, es un espacio libre, el respeto es lo que prima,
no te vas a sentir observada, por ejemplo. El baile no es el precursor de esa diferencia,
pero sí lo son las personas, sin lugar a dudas, el respeto, la tolerancia y la educación
son imprescindibles” (Mujer, 26 años)

“La música es diferente, normalmente en los espacios liberados no ponen reggaetón


y demás. Son más de poner música electrónica. Entonces el baile te obliga a

66
relacionarte de otra forma. Hay menos gestos deshonestos. La gente va más a su rollo.
También….porque van a….bueno, a drogarse, en muchos casos. La gente que acude a
un sitio y a otro también es distinta. A las discotecas va más gente pijita, y a las otras
fiestas gente más alternativa, con otros valores.” (Hombre, 20 años)

“[…] en una rave, la gente va más a su rollo, principalmente a drogarse… es gente


que tiene una mentalidad diferente. Puedes encontrarte de todo, está claro. El ligoteo
está en todas partes hoy en día, pero la intención es menos explícita en este caso”
(Hombre, 27 años).

“En las discotecas se va más a ligar….vas a saco, a con la que quieras bailar. En los
otros espacios aunque vayas a bailar…también vas más a conversar, a bailar todos con
todos. A pasarlo bien en definitiva.” (Hombre, 45 años)

Sin embargo, con el comienzo de la década de los noventa, este movimiento juvenil
se populariza y se masifica y diversifica debido a la inclusión de otros sectores juveniles
(Gamella y Alvarez Roldán, 1997). Esta popularización conlleva a que se produzcan
cambios permanentes en las relaciones que se establecen en estos ambientes, tanto
sociales como sexuales. De acuerdo al modelo de Sheila Henderson (1997), estos
cambios se refieren al tipo de música que se emite y escucha, al tipo de personas que
acuden a ellas, y a un incremento en el recurso a la violencia como consecuencia, entre
otras cosas, del consumo de drogas de síntesis. Toda esta amalgama de factores conduce
a una división más nítida entre los roles de género y a la contextualización de una
escena más sexuada y sexual, y por tanto, menos atractiva para las mujeres, quienes
dejaron de frecuentar estos entornos durante unos años. Además, comenzaron a
diagnosticarse actitudes discriminatorias contra ciertos colectivos que en un principio
no habían sido objeto de rechazo, como los homosexuales.
En definitiva, la cultura del baile ha permitido a las mujeres adoptar un estilo de vida
incomparable al de las generaciones precedentes así como favoreció su acceso a
espacios públicos y de dispersión inimaginables para otras féminas, asistiendo de esta
forma a un presunto cambio de tendencia en sus pautas de ocio y diversión. Presunto
porque las culturas juveniles como la descrita, ayudan a construir identidades pasajeras
y efímeras que ciertamente ponen de manifiesto determinados cambios socioculturales

67
pero que no son suficientes para combatir las diferencias de género que estructuran la
vida social de las “fiesteras” y que, por tanto, restringen su inclusión en ciertos entornos
de ocio juveniles. Esta sensación de ausencia de diferencias entre entornos – a saber,
una discoteca y una fiesta rave- que suelen considerarse más bien disímiles en lo que se
refiere al tipo de música que se escucha y al tipo de gente que acude a los mismos – y
por tanto, al tipo de relaciones que se establecen en ellos- se ha plasmado también en las
apreciaciones de algunas de los/as entrevistados/as:

“En la discoteca va muchísima gente… pero también a las otras fiestas […] La
música que se lleva ahora se puede escuchar en todos los lados. A los dos sitios van a
ligar seguro, tanto chicas como chicos, y a pasárselo bien claramente…Van a las dos
cosas.” (Mujer, 16 años)

“Sí, en cualquiera de los casos se mezclan las circunstancias de necesidades de


divertirse y relacionarse con gente de sexos opuestos independientemente de la música
o el espacio para bailar. En fin, lo que comúnmente se llama relacionarse” (Mujer, 38
años)

4.2. Tres productos de la cultura urbana moderna: el Reggaetón, el Dembow y el


Twerking. ¿Fuentes de sometimiento o de liberación sexual femenina?

Como se viene repitiendo a lo largo de los últimos epígrafes, el reggaetón ha


impactado con gran fuerza en el panorama musical actual debido a su enorme poder de
convocatoria y convirtiéndose en uno de los himnos de la sexualidad juvenil y
adolescente, cada vez más explícito e irreverente. Su popularidad no solo se da en
América Latina sino también en muchas otras partes del mundo; si bien, ha cobrado
auge en las regiones del Caribe.
Aunque algunos consideran que surgió como producto de una alteración en las
pautas rítmicas del dancehall jamaicano, el reggaetón se engendró en el intercambio
cultural y musical entre los territorios de Panamá y Puerto Rico en los años ochenta,
inicialmente en el primero y más tarde en el segundo, con un aire renovado. Al principio
se llevó a cabo una adaptación del reggae jamaicano, y progresivamente, alrededor ya

68
de los años setenta, se fueron incorporando grabaciones de reggae latinoamericano
producidas en Panamá. En este período era usual traducir las letras de las canciones
reggae al español y no fue hasta los años ochenta que el rapero puertorriqueño, Vico C,
sacó a la venta una serie de discos en las que mezclaba sonidos reggae con música hip
hop. Fue este el hito que inició la larga trayectoria del género reggaetonero, su irrupción
en la cultura musical industrial así como su posterior difusión masiva.
A mediados de la década de los noventa se comenzaron a producir las primeras
canciones propiamente de reggaetón, como género independiente, denominadas under,
en su asociación con el movimiento underground o contracultural. Es un género que
presenta una amplia diversidad de estilos, entre las que podríamos incluir el ya citado
Dem Bow, con el que guarda con una estrecha relación y con el que se le suele asemejar
como baile paralelo. De hecho, aunque se traten de dos géneros que difieran en algunas
de sus características técnico-musicales y melódicas, en la praxis del baile vienen a
representarse de manera similar, sino equivalente, las mismas figuras con alto contenido
sexual. Es decir, el análisis que se hará sobre el reggaetón podrá ser igualmente
aplicable al del Dem Bow11. Respecto a este último, aunque nació como género y baile
en Santo Domingo a lo largo de la década anterior, su génesis está estrechamente
vinculada con las raíces y arranques del reggaetón. Así, el contoneo de este baile ha sido
muy bien representado por el denominado doggy style - el perreo- en el que los chicos,
ataviados con una indumentaria semejante a la de los reggaetoneros en un afán por
parecerse a los jóvenes hip-hoperos de los barrios del Bronx, ejecutan piruetas y
cabriolas tan agresivas y sexuales como las propias canciones que escenifican con sus
movimientos.
La práctica totalidad de estas canciones incluyen y presentan un manifiesto léxico
erótico y sexual, con fuertes contenidos, donde se eleva a la mujer como objeto sexual.
Concepto que se intrinca en una cultura machista que se ve reforzada sobre todo entre la
población más joven, aquella que se muestra más abierta y complaciente a escuchar y
bailar estos géneros. Y sin embargo, es precisamente la que más inocencia e ignorancia
refleja a la hora de hacer una lectura crítica de los mismos, que, como se verá, puede ser
tanto positiva como negativa. Así, como producto cultural que es, se puede afirmar que
el reggaetón y sus derivados son medios de transmisión ideológicas compartidas por

11
Al igual que ocurre con el reguetón, el funk de favela o brasileño y demás productos del tropical bass,
esta corriente musical latinoamericana también ha sido criticada por sus canciones, que narran con
ímpetu y violencia el entorno en el que surgen y principalmente por su discurso explícitamente sexual.

69
una multitud de individuos que pese a que no conformen un colectivo como tal,
contribuyen a que se difundan determinados valores patriarcales y discriminatorios.
En el baile del reggaetón, la mujer es quien hace un despliegue más intensivo y
amplio de movimientos, moviendo las caderas, la cintura y los glúteos al son de la
música, representando posturas sexuales, sugerentes, cargadas de simbolismo erótico.
Aun así, también es frecuente el baile en pareja, donde se imitan formas que se asemeja
al aparecimiento canino: el hombre detrás de la mujer, agarrándola de las caderas,
mientras ella se contorsiona, restregando su cuerpo contra el de él. Si bien, es posible
resaltar el carácter irreverente de este género, que ha calado profundamente en múltiples
sectores de la sociedad, especialmente entre jóvenes y adolescentes, estas formas
asimismo pueden tildarse como formas de dominación masculina, a través de las que se
fortalece la hipersexualización de la mujer.
En este sentido, identifica un conflicto tradicional en la visión que los varones tienen
sobre las mujeres, en donde éstas son consideradas al mismo tiempo objetos sexuales y
elementos domésticos, y en donde se espera que sean sexualmente atractivas pero no
sexualmente experimentadas. Los padres y madres aún transmiten patrones sexistas y
machistas con respecto al ejercicio de la sexualidad, depositando la libertad de este
ejercicio en los hombres y la represión del mismo en las mujeres. El comportamiento de
los hombres en este sentido, alardeando sobre el éxito con las mujeres, sirve para
demostrar su heterosexualidad y reafirmar su virilidad. Además, se piensa que la
exigencia de tener relaciones sexuales, esas que se recrean y representan en la
escenografía del reggaetón, es señal de que a esta dinámica subyace el imperativo de
una heterosexualidad vinculada a la masculinidad hegemónica y al papel que se espera
de estos varones: se presupone que experimenten un deseo natural por las mujeres y de
esta manera hagan uso de su sexualidad de modo consecuente con el mismo, es decir,
que se muestren dispuestos a dar la iniciativa sexual con ellas. Por ello, si las relaciones
se piensan como una elección que corresponde a una demanda personal, se deduce que
no sólo se califican negativamente aquellas relaciones tempranas, que se dan antes de lo
previsto y “aceptado”, especialmente en el caso de las mujeres, sino también que la
virginidad para los hombres tiene “fecha de caducidad”.
Esto implica que, si después de este vencimiento, el hombre no emprende ni toma la
iniciativa sexual las sucesivas ocasiones en las que tenga oportunidad de ello, será
objeto burlas y dudas acerca de su capacidad sexual. Sin embargo, en el caso de las

70
mujeres, resulta esencial salvaguardar su integridad y su valor “como mujeres” para
evitar crearse una fama indeseada al mantener relaciones esporádicas, fuera de la pareja.
Porque la promiscuidad en la mujer entraña un conjunto de estigmas denigrantes,
dañinas con su dignidad como persona. Porque antes que ser mujer, es persona. Así
como me explicaba uno de los entrevistados, en referencia al baile:

“Yo creo que en los dos es coincidente la autoestima, lo que les induce el sistema
social –en lo que respecta al impulso que motiva a hombre y mujer para ejecutar
movimientos desinhibidos como en el reggaetón- .Y después para la mujer sería su
sexualidad y su atractivo y para el hombre sería una afirmación de su rol superior.
Porque al fin y al cabo es el hombre el que escoge a la mujer en ese baile. Yo me
imagino que la mujer que tenga la iniciativa de bailar es alocada y atrevida mientras
que un hombre no tendría tanta expectación porque el hombre se da por hecho que es
más atrevido o más estúpido. El tipo que no se lanza es un poco como un segundón, una
especie de primo que está en la sala pero que no es un competidor potencial para el
resto de machos alfa que están en el lugar. Eso lo he visto mucho” (Hombre, 23 años).

Por consiguiente, la concepción que se crea en el imaginario sobre la sexualidad


femenina, y que se refuerza continuamente en la esfera familiar, no es equivalente al
valor que se le otorga a la del hombre, porque su iniciación sexual es uno de los rituales
de tránsito hacia la adultez más relevantes. Siempre se ha defendido que, para los
varones, mantener relaciones sexuales es necesario y esencial, mientras que la
sexualidad de las mujeres queda relegada al servicio de este deseo masculino y, por
tanto, merece un insuficiente reconocimiento. Así, es la evaluación de las percepciones
externas la que va a aprobar o desaprobar el carácter de los encuentros sexuales:
mientras se valorará positivamente el pavoneo de las experiencias sexuales de los
hombres, la mujer será víctima de una satanización que le acarreará una reputación
negativa y deshonrosa si alardea de su erotismo y su sexualidad.
Porque que las mujeres se luzcan en el baile y cuiden su imagen tan minuciosamente,
llevando una indumentaria determinada y haciendo gala de una estética adecuada al
atrezo del baile, refleja el lugar que debe ocupar el cuerpo de la mujer en el mismo, así
como las ideas expuestas anteriormente sobre su entrega al hombre, quien refuerza la

71
propia masculinidad al demostrar la adecuación de la mujer a los estereotipos
dominantes.
En la estructura binaria público/privado el espacio que han ocupado tradicionalmente
las mujeres y al que se les ha relegado ha sido precisamente el segundo. Esta dicotomía
está directamente relacionada con la polarización de los modelos con los que se
categoriza usualmente a la mujer: el de virgen y el de puta. Una mujer que desee
practicar una actividad pública como el baile, aún con más razón de peso si se trata de
un baile con altas connotaciones sexuales, tendrá que hacer frente a las críticas y
valoraciones que, de manera más o menos consciente o intencionada, enjuician su libre
expresión corporal debido a las implicaciones eróticas de su puesta en escena. Es
relevante dar a conocer que estas críticas no provienen únicamente del sector masculino,
sino que son las propias féminas las que desprecian y denigran a otras mujeres que
parecen “estar provocando al personal”. El machismo no es sólo cosa de hombres, y esto
se debe a que sus dinámicas reproductoras abarcan a todos/as por igual, dado que las
mujeres también son socializadas con valores patriarcales y modelos imperativos,
estereotipados y prejuiciosos, a la par que conservadores.
Resulta llamativo a la par que discordante cómo algunas jóvenes dicen ser
simpatizantes y aficionadas de la música del reggaetón, del dancehall, o el twerking,
dado que es aquella que más las motiva para bailar. No obstante, no dudan en admitir
que las mujeres que se desinhiben por completo y se lanzan a bailar sin miramientos ni
ataduras merecen ser calificadas de putas por su actitud díscola y provocadora.
“Siempre en los videos salen con pantalones que parecen bragas. Supongo que será
parte de la coreografía. Parecen putas. Y sé que la gente pensaría lo mismo de mí, pero
por eso mismo no lo haría…tan a lo bestia…ni con el vestuario tan corto”, explica una
de las entrevistadas, de dieciséis años. Resulta tan contradictorio como el
comportamiento de aquellos varones que se jactan de esa contemplación, que les causa
tanta estupefacción y a la vez los excita y les otorga el derecho incluso a aproximarse y
“aprovecharse” de la fémina danzante. Dado que tanto el reggaetón como el dembow, e
incluso el dancehall, son bailes que ofrecen la posibilidad de bailar en pareja –de hecho
la mayoría de los/as entrevistados/as coincide en afirmar que son bailes que se ejecutan
preferentemente en pareja12- el margen de beneplácito que se les concede a los

12
Un ejemplo ilustrativo que defiende esta argumentación es la que hace nuestro entrevistado de
veintitrés años: “La actitud para bailar en pareja opino que está bastante clara, son bailes que se pueden

72
muchachos que se arriman sin escrúpulos a una mujer para “perrearla” es amplio, y en
raras ocasiones se les niega. Ya sea porque la mujer está disfrutando del baile, porque su
disfrute es tan apto como el del hombre, ya sea porque no tiene el carácter suficiente
para no condescender ese acercamiento que le incomoda, la impresión que causa a
quien está presenciando esa escena suele ser negativa y despectiva. No para el hombre,
que está cumpliendo con su rol de conquistador desplegando todas esas tácticas que le
sugiere su instinto sexual avalado socialmente. Se adueñan y aprovechan de ese
empoderamiento de la mujer, que lejos de querer provocar al hombre, también baila
porque le resulta liberador, a la par que festivo. Abusan de su “indecencia”, les excita
que se muevan como putas y se restrieguen, porque pueden beneficiarse de esta
conducta corporal, aun cuando la creen deshonrosa e infamante. Es esta misma vicisitud
la que al mismo tiempo genera rechazo entre los/as espectadores/as, especialmente entre
el sector femenino. Nuestra entrevistada de veintiún años atestigua que:

“La verdad es que me resulta poderoso pero a su vez incómodo verlo con un hombre
alrededor y sobretodo el contexto en que se baile me produce sentimientos distintos.
Con esto quiero decir que la danza en sí, la veo sensual y potente, muy enérgica; pero a
su vez, la interpretación que le dan los hombres, los vídeos dónde se bailan o en sí, los
comentarios acerca de los movimientos, me resultan tan extremamente machistas y
relacionados con una jerarquía de géneros, en la que los hombres son el centro y todo
lo que hacen las mujeres es para servirles, que acabo por rechazar las danzas bailadas
por mujeres en espacios públicos. Por otro lado, creo que a las jóvenes las puede dar
una visión de seducción y amor de pareja machista y patriarcal.”

La británica Lucy Green ha sido una de las investigadoras que ha incorporado este
planteamiento tan controvertido en su obra, Música, Género y Educación (1997). En la
misma nos introduce el concepto de display, que viene ser lo que nosotros entendemos
como exhibición, un elemento imprescindible para entender cómo los individuos
perciben e interpretan la escenificación pública de la mujeres en el arte de la música,
que bien puede trasladarse a la esfera del baile. La autora inglesa asevera que esta
exhibición se presuponen dos enfoques: la del displayer y la del espectador, dos

bailar en solitario, pero les faltaría algo. Me cuesta imaginar una pista de dancehall sin gente
arrejuntándose, sería extraño para el propio estilo”.

73
subjetividades entre las que se establece siempre una relación de poder, algo similar a lo
que explicábamos en el apartado del dancehall. Este poder, teóricamente, puede
ejercerse tanto desde la posición de displayer, que puede decidir lo que quiere
representar y ofrecer al público, como desde la de espectador, quien tiene la posibilidad
de detentar el poder de la mirada, atravesando y vulnerando la fachada bajo la que el/la
displayer se refugia. En lo que ataña a las mujeres que bailan, su posición del displayer
como papel sobresaliente en un ámbito público, conlleva a que a la mujer se la relacione
con el modelo de prostituta, robusteciéndose las connotaciones sexuales peyorativas por
la presencia y desenvoltura del cuerpo femenino.
En la estela de esta problemática, la crítica cubana Verónica Vega afirmó hace un par
de años que:

“He palpado y sentido en nuestra sociedad también un sustrato machista, peligroso


potencial como presente y como legado futuro. Por supuesto, las venideras
generaciones, con los patrones que ha incorporado el reguetón, que ha “liberado” a la
mujer confinándola al papel de objeto, son ideales discípulos del machismo”.

Del mismo modo, el CCIES (Continuum Complete International Encyclopedia of


Sexuality) llevó a cabo un estudio en Puerto Rico sobre la sexualidad que postulaba que:

“Una buena mujer estaba siempre lista para su hombre, pero nunca debe estar
cómoda con temas sexuales o con la relación sexual. Hacer otra cosa sugiere una falta
de virtud femenina. Todas estas expectativas y valores son parte de la historia de la
represión sexual de las mujeres puertorriqueñas. Es evidente que en ambos países
todavía existe el machismo socialmente pero este problema social ya no se presenta en
la Salsa del presente se presenta en otro género musical llamado Reguetón que hoy día
es el género musical que se destaca más culturalmente de ambos países”

No obstante, el fenómeno reggaetonero ha sufrido una transculturación importante.


Su origen se enmarca en una sociedad profunda y abiertamente machista. Pero su
adaptación a contextos que, aunque con menos transparencia, se hallan insertos en un
sistema estructural de patriarcado. La sociedad española, que acoge en su seno a un

74
número elevado de inmigrantes latinoamericanos y caribeños, es uno de los países
“receptáculo” más importantes de la cultura musical autóctona de estos colectivos.
Nuestra sociedad se caracteriza por haber avanzado en los últimos años en materia de
derechos en favor de la mujer, aunque aquellos que tienen que ver con la salud
reproductiva o con las condiciones laborales pueden generar aún serias dudas. En
general, los españoles consideran que en el imaginario colectivo se ha progresado en
términos de igualdad y libertad, pero ambas nociones distan mucho, en numerosas
ocasiones, de materializarse efectivamente en la realidad, en los quehaceres y prácticas
cotidianas.
Con algunas excepciones, el machismo y el heteropatricarcado continúan
subyaciendo a las relaciones e interacciones que se establecen entre hombres y mujeres.
Y como en cualquier otra esfera de la vida en sociedad, el baile no se libra de padecer
esta problemática acuciante. Además, como ya se ha sugerido, es una patología que no
sólo afecta a hombres con respecto a mujeres, sino también a hombres con respecto a
congéneres varones y a las mujeres con respecto a sus semejantes féminas. Incluso se
han dado casos de mujeres que experimentan perplejidad y rechazo al ver a dos
hombres bailar. Así lo expresó uno de los entrevistados cuando nos hablaba de las
implicaciones que comporta desinhibirse en el baile:

“Yo en el cibergoth, si bailaba con un chico, las chicas nos miraban raro. Hay
momentos en que yo creo que…porque cierta sexualidad…ciertos comportamientos, en
ciertos contextos como es este que te digo, no gustan tanto porque hombre y mujer se
acepta, mientras que cualquier otra combinación se sale del sentido común: es la gran
obviedad de la sociedad.” (Hombre, 23 años)

De nuevo, cabe aludir al ya mencionado Philipp Tagg (1989) a colación de este


fenómeno. El musicólogo defiende que, durante la escucha, la música connota espacios
y, al mismo tiempo, connota el tipo de personas que se encuentran en éstos. Es un
proceso que emerge de manera inconsciente, por lo que las atribuciones del género que
caracterizan a esas personas y espacios se fusionan en estereotipos y prejuicios que se
hallan completamente arraigados en nuestra cultura, descubriendo, por tanto, en qué
medida se han interiorizado en su seno los valores patriarcales.

75
Podríamos establecer una especie de conexión entre el reggaetón y el rock, en tanto
que ambos han generado un debate fructífero acerca de la amenaza que suponen para la
moralidad establecida y socialmente aceptada y para las buenas costumbres. El rock lo
fue en sus inicios principalmente, y el reggaetón aún continúa siéndolo. El primero se
abanderó como uno de los defensores de la libertad sexual, consideración que podría
asimismo atribuírsele al segundo. Pero el mensaje sexual de ambos y la presunta
liberación que propugnan tienen una caracterización fuertemente masculina. Por tanto,
pese a que ambos se presenten como una forma de rebeldía en contra del sistema de
valores establecido, como lo es el dancehall a su vez, no dejan de ser una práctica
cultural e ideológica que participa de los valores del patriarcado. Consecuentemente,
favorece la expansión y consolidación de los estereotipos de género tradicionales.
De hecho, hace un año una conocida fotógrafa colombiana, Lineyl Ibáñez, presentó
una campaña crítica para denuncia cuán misóginas, violentas y denigrantes son las letras
del reggaetón. La autora advierte en ella de que, intencionada o desintencionadamente,
hombres y mujeres escuchan sus letras de forma constante sin pararse a pensar en las
ideas que se transmiten. Unas letras que, interpretadas literalmente, no sólo son
machistas y tratan a la mujer como un mero objeto sexual, sino que incluso hablan de
una forma más literal que metafórica de maltrato físico. En las fotografías, bajo las que
se puede leer “Usa la razón”, la artista quiso ilustrar escenas en las que se representan de
forma literal los versos de algunas canciones de reggaetón Las fotos nos muestran a un
hombre “comiéndose” a una mujer, a una chica “clavada” contra la pared, etc.13
En este contexto, el varón conoce muy bien qué posición ocupa en la relación de
género. Se hace muy evidente que las figuras y las formas de este género musical son
mayoritariamente patriarcales y tienden a normalizar y cotidianizar los códigos
relacionales entre los jóvenes. Ellas lo bailan, ellos también, aunque cuando lo hacen,
saben que se tienen la potestad para lo que su naturaleza les inspira: conquistar a las
féminas para imponer su satisfacción sexual. De esta manera, utilizan a las mujeres
como medios para dicho fin, generando relaciones asimétricas entre los unos y las otras
y atentando así contra las ideas de igualdad y respeto que se supone deben fundamentar
estas relaciones. De esta manera y paradójicamente, las mujeres por su parte, serán
objeto de escarnio y crítica si acometen aquello que se les prescribe, séase: satisfacer los

13
Véanse las fotos en: Una campaña en Colombia denuncia la violencia machista en el reggaetón,
Actualidad RT (Russia Today en español), 2015. Sitio web: http://actualidad.rt.com/sociedad/175125-
fotos-campana-colombia-violencia-machista-reggaeton

76
deseos sexuales masculinos. Y esto parece estar a la orden del día: todas las “mujeres”
que en la discoteca se atrevan a entregarse al hombre, al cual en muchas ocasiones ni
conocen14, serán consideradas unas presumidas provocadoras, carentes de decencia y
vergüenza.
Sin embargo para el hombre apenas existe reprimenda, ya que ellos están
legitimados para disfrutar, conquistar, mantener relaciones sexuales y satisfacerse. Esto
implica perder el miedo y la vergüenza, algo que sólo pueden ofrecerles las mujeres ya
que sin ellas “no hay perreo”. Su hombría y su poder falocéntrico, es el principal
baluarte y resorte en el mundo sexual al que apela en las discotecas. Además, en
aquellas discotecas que cuentan con la presencia de un animador, el “perreo” se vuelve
más más potente y agresivo: hombres y mujeres enloquecen y se excitan más, bailando
en diversas posturas y ayudándose de las paredes, de barras de metal o de sillas, muy
semejante al estilo que suele adoptarse también en el dancehall. Asimismo, mientras los
chicos pueden optar por cualquiera de los dos polos del binarismo masculino (agresivo-
dulce), según crean conveniente, las identidades atribuidas a las mujeres son
inamovibles, dado que su papel de virgen y de prostituta no deben mezclarse entre ellos.
Puesto que las identidades de género son inestables y variables porque dependen, tal
como asegura Butler, de una adecuada interpretación de éstas, si se incurre en un error
de conducta que no se adecúe a los modelos de feminidad y masculinidad imperantes,
las consecuencias de esta equivocación son realmente negativas.
Son muchas las voces que opinan que hoy en día, este baile está legitimando los
comportamientos que tradicionalmente han violentado la libertad sexual de las mujeres.
Sin embargo, en este caso son ahora las mujeres las que parecen dar el beneplácito a los
mismos. Ahora el escenario predilecto para que se dé este fenómeno consiste en una
discoteca, donde la música se convierte en la excusa perfecta para que los cuerpos no
cesen su movimiento: el perreo se estima como el resorte de salvación de los deseos no
resueltos. Ahora ya no hay pretexto que valga: las mujeres esperan que algún hombre
las saque a bailar. En algunos casos selectivos, puede intuirse que muchas deseen que lo
hagan aquellos chicos cumplen con el arquetipo de “reggeatonero”, que tanto se ha

14
Cabe aludir, para secundar esta puntualización, a una estrofa de la canción “Mírala bien” del dúo
reggaetonero Wisin&Yandel (2006), que dice así: “Mírala bien, ella es la que rompe el suelo y no le
importa con quién, a esa tú le suelta el pelo y se lo jala también, pero mírala bien. Y no le importa con
quién bailotea, con quién coquetea, con quién sandunguea, con quién”. Este es un ejemplo que ilustra
bastante bien como la mujer danzante se vuelve el centro de atención del lugar, de numerosas miradas
que cosifican su cuerpo, que lo hipersexualizan y que emiten juicios alrededor de su atrevida y
promiscua conducta.

77
extendido entre la moda juvenil, a saber: que vistan al gorra al revés, polos tamaño
XXL, pantalones caídos, zapatillas anchas y arillas. Una tendencia que pusieron de
moda los jóvenes latinoamericanos de clase humilde y que hoy también imitan muchos
jóvenes españoles. De esta manera lo refrenda uno de los entrevistados:

“En Dembow, reggaetón y demás bailes principalmente latinos, la mujer va medio


desnuda y denigrada, a mi entender. Y en el caso del hombre con pinta de gallo de
corral, con cadenas de oro, gorra plana, pantalones caídos... pinta de matones baratos
de barrio, vamos” (Hombre, 27 años).

Las mujeres entonces, siguiendo la estela de lo anteriormente expuesto, acuden a


las discotecas –y bares musicales- simplemente a bailar, teniendo la seguridad de que
bailando no van a hacer nada que esté fuera de lugar, amparadas por la oscuridad y la
clandestinidad del lugar y por la atmósfera tórrida que se recrea. Se atreven a bailar con
unos y con otros, y asimismo las es indiferente lo que ellos puedan llegar a pensar; al fin
y al cabo es lo que todo el mundo hace allí. Esta idea queda reflejada en la respuesta de
nuestro entrevistado de cincuenta y cuatro años:

“Lo que provoca a estas mujeres a hacer esos movimientos…es para intentar
conquistar al hombre que le gusta. Igual que el hombre con respecto a la mujer. Pero
lo hacen por gusto, no creo que tenga que haber ninguna implicación. Ese tipo de
bailes está impuesto en…su forma de vida. Es gente que está desinhibida y que no les
importa. Ya ves lo que le va a importar a una chica que baile eso el que le llamen
cualquier cosa”

Relacionada está asimismo la contestación del varón entrevistado de veintisiete años


cuando le pregunto qué sensaciones le produce la visualización de bailes como el
reggaetón, el dembow, el dancehall o el twerking, aunque su valoración sea más
prejuiciosa que la del anterior interrogado:

“Un poco de vergüenza, pero bueno es la elección de la persona. Eso depende de la


situación y el sitio donde se escenifique: si es un sitio donde se realicen esos bailes,
estará bien…..en otro lado, estaría fuera de lugar”

78
Podría decirse que se produce así una reciprocidad de roles, donde todos satisfacen
para ser satisfechos. Este paisaje idílico donde nadie las juzga y denigra, donde tienen la
posibilidad de transgredir los límites morales da lugar a muchas interpretaciones
controvertidas. ¿En qué medida esta legitimación y normalización de lo inmoral
continúa reforzando los preceptos machistas, en tanto que el varón es vanagloriado por
su “manada de machos” al demostrar su hombría “poseyendo” al mayor número de
féminas posibles, y en qué medida esta misma vicisitud favorece que la mujer se
desmarque y libere de los roles que la oprimen?
Si se atiende a la segunda premisa, se puede esgrimir que la mujer efectivamente se
aleja de los imperativos sociales que recaen sobre su género, dado que atenta contra la
moralidad hegemónica que rige las normas de convivencia entre los individuos y que
tanto la determinó en la imaginación colectiva. Aunque se pueda llegar a pensar que
cede a la instrumentalización de su cuerpo por parte del hombre, es también posible
considerar que esta instrumentalización está motivada por la satisfacción de sus deseos
reprimidos. En este caso, no sería cuestión de un determinado convencimiento moral,
sino de la animosidad sexual, que va acompañado de la proscripción social que niega a
la mujer desempeñar un rol masculino, en el que no se la tache de “puta. De esta
manera, el perreo no sólo permitiría la resolución de las tensiones sexuales reprimidas,
sino que además otorgaría a la mujer la posibilidad de desentenderse de su rol femenino
y de transgredir todas aquellas prescripciones que la sociedad le impone. En definitiva,
la permite liberarse sexualmente, y enfrentarse a los diversos tabúes que históricamente
le fueron atribuidos.
Con el reggaetón se pierde todo tipo de recato, se olvidan los buenos modales. Al
igual que en el dancehall, el término slackness cobra también protagonismo y
relevancia, aún a pesar de tratarse de un signo exclusivo del género jamaicano. Al fin y
al cabo, no dejan de estar unidos por sus más ancestrales orígenes. Al igual que el
dembow, no son bailes ni finos ni elegantes, que pueden bailar mujeres de cualquier
condición. Es llamativo cómo, sobre todo en el dancehall pero también en los otros dos
géneros, puede verse a mujeres que no se ajustan al canon de belleza universal bailando
estos bailes, agitando orgullosas sus grandes muslos y sus nalgas, sin reparo de su
celulitis y de sus numerosas curvas. Un ejemplo podemos encontrarlo en el videoclip de
la canción del jamaicano Busy Signal, “Gyal Yuh Good”, grabado en las calles de

79
Jamaica y donde se exhiben a múltiples mujeres de diversas edades, de diferente tono
cutáneo y de variadas dimensiones, “moviendo el trasero” sin tapujos y haciendo gala
de su cuerpo ante las cámaras, especialmente de su culo. Es posible que al igual que en
Jamaica, en Latinoamérica se esté fomentando y extendiendo la hipersexualización y la
cosificación de las mujeres, lo que iría en contra de su empoderamiento. Pero también
resulta relevante el hecho mismo de que esa misma vulgaridad despreocupada de la que
ya hemos hablado se configure como un elemento que favorece la consecución de dicho
empoderamiento. Como apunta la resonada feminista June Fernández en su blog:

“Para mucha gente, el contacto físico es algo íntimo, reservado para la pareja y la
familia. A veces ni para la familia. […]Así que me gusta, me sienta bien romper con esa
concepción del cuerpo como un ente fortificado. El reguetón es un espacio consensuado
en el que pongo mi cuerpo a disposición total de la pareja de baile (a menudo
desconocida). Me puede agarrar de donde quiera, puede sentir con todo su cuerpo todo
mi cuerpo.”

De hecho, una de las cosas que se deben tener presentes es que, la finalidad de bailar
este tipo de bailes no parece ser el mismo para un jamaicano, un puertorriqueño o un
español. Los dos primeros están acostumbrados a practicarlos desde la infancia, forman
parte de su estilo de vida, de su acervo cultural –precisamente por el fuerte contenido
machista y patriarcal que lo fundamentan. Si bien no quita para que puedan excitarse
durante el mismo, su actitud respecto al baile y respecto a la mujer divergen a la de
aquellos varones que no pertenecen a estas culturas. Como hemos podido comprobar a
través de las respuestas de los/as entrevistados/as, la entera totalidad de ellos/as
españoles/as, la mayoría apunta a que detrás de estos bailes se ocultan intenciones
libidinosas y lascivas del hombre hacia la mujer, a la par que irrespetuosas y
degradantes. Pero, ¿por qué? De nuevo, es interesante apelar a las palabras de June
Fernández para dar una explicación plausible a esta incógnita, así como a las de otra
conocida feminista y bloguera colombiana, Catalina Ruiz Navarro:

“Alguna vez comenté que el acoso machista en las calles de La Habana se hace muy
pesado. Pero creo que la diferencia respecto al de aquí es que no hay sexofobia. Lleve
minifalda, vaya sin sujetador […] o esté bailando desatada, ningún hombre cubano me

80
ha devuelto esa lascivia turbia de quien te ve como a una golfa a la que puede humillar.
Por muy tórrida que se haya puesto la cosa, rara vez un cubano (digo cubano porque es
en lo que me he centrado reguetoneramente hablando) ha aprovechado el momento
para mover ficha. Eso llegaba en todo caso cuando terminaba el baile. El baile es baile
[…] Va de compartir el placer de bailar. Va de comunicación. Y no siempre es sexual.
Una vasca va a Cuba y se escandaliza viendo a madres perreando a sus hijos, por
ejemplo. Pero es que no es sexo, es baile. Es un baile con carga erótica, como tantos
otros la tienen en el Caribe”. (Fernández J.)

"Según el contexto decir “hacer el amor” puede ser algo cruel, y “clavar” algo
tierno. O ¿según quién el 'twerking' es algo violento? Son muchos los bailes que tienen
la función social de cortejo, desde el vals hasta el reguetón. A mí me gusta mover el
culo al bailar, 'perreo' que llaman, y no creo que hacerlo deba ser tomado como una
invitación a propasarse, de la misma manera que una minifalda y un escote no son una
invitación. Qué tan 'explícito' es un baile es algo que depende del contexto cultural"
(R.N. Catalina)

Lo que parece razonable en la estela de lo planteado, es considerar que existen


disonancias paradójicas en las preferencias de los individuos a la hora de decantarse por
un baile. La práctica totalidad de los/as entrevistados/ as ha escogido el tango como el
baile que más les gusta de entre los propuestos (tango, salsa, reggaetón, dancehall o
dembow), por tratarse, bajo su percepción, de un baile elegante, sofisticado y hermoso
estéticamente. Solamente tres entrevistadas –todas ellas mujeres-, una la más joven de
los/as entrevistados/as (16 años) y las otras dos, sorprendentemente de mediana edad
(38 y 42 años respectivamente), se han inclinado favorablemente por el reggaetón, por
sus ritmos bailables y lúdicos en el primer y tercer caso, y porque se puede bailar muy
pegada a la pareja, en el segundo. Sin embargo, y como cabía esperar, todos aquellos
que se decantaron positivamente por el tango, lo hicieron negativamente respecto al
reggaetón, eligiéndolo como la opción que menos les agradaba. Entre algunos de los
adjetivos que usaron para describir esta danza en las argumentaciones que esgrimieron
fueron “violento”, “vejatorio”, “machista”, “tosco” y “vulgar”. Sólo nuestro
interrogado de cincuenta y cuatro años argumentó que su rechazo hacia al reggaetón se
debe a que no le gusta “ni su melodía ni cómo suena”. Un argumento válido y coherente

81
si se considera que se trata de una música demasiado moderna que rechina y rompe con
los esquemas de las melodías clásicas, como pudiera ser una balada.
Igualmente, una de las entrevistadas del primer grupo de edad, de veintiún años, fue
la única en inclinarse por el dancehall, porque adapta movimientos de danzas africanas,
como bien se ha ya explicado. Por el contrario, señala que el que menos le gusta es el
dembow, hermanastro del reggaetón, “por la manera en la que se baila en pareja y por
el contenido de sus letras”. Si bien, reconoce que comparte muchas de sus
características con el dancehall, que también “tiene su qué”, lo cual pudiera parecer
contradictorio. Asimismo, introduce un apunte innovador cuando nos menciona el
daggering, un baile originario de Jamaica estrechamente vinculado al dancehall, como
ejemplo ilustrativo de la codificación machista de algunos bailes. Esta técnica, como
correctamente ella explica, “consiste para el hombre en saltar sobre la mujer la cual
yace en el suelo para recibir el impacto… O recibir golpes en el culo por la pelvis del
hombre”. Y añade: “¿Qué hay más pasivo que eso?”. No obstante, frente a esta
consideración, es destacable introducir la perspectiva enfrentada de una de las más
reconocidas bailarinas del panorama dancehall español, Prima Cali – llamada así por su
nombre artístico- quien admite que aún a menudo se sigue cosificando a las mujeres que
bailan esta música como “simples trozos de carne” que se contonean indecentemente
para provocar al público masculino. Una de las causas a las que apunta y que se
encuentra detrás de este hecho es la de que generalmente los hombres lo conciben como
un baile estrictamente femenino, disociado de la cultura en la que se inserta y cuyos
movimientos, en realidad, distan mucho de seducir expresamente al hombre. Además,
afirma que es asimismo machista el enfoque que se le está dando al daggerin en algunos
foros donde se suscita el debate sobre si es denigrante para la mujer bailarlo o si por el
contrario le concede una amplia libertad, dado que por fin puede bailar cómo, con quién
y cuándo lo desee. Recalca que esta danza posee un carácter teatral donde se interpreta
la práctica sexual con variedad de posiciones, donde a veces domina el hombre y en
otras la mujer y al mismo tiempo reconoce lo problemático que resulta que en nuestra
sociedad se llegue a comprender que es sólo un baile, lejos de tener una función de
provocación y seducción.
Entonces, si lo que más molesta de este tipo de danzas como el dancehall, el
daggering o el reggaetón -aparte de su composición instrumental- es la misoginia y
demás temáticas narrativas machistas e indecorosas, se hace evidente que también se

82
rechacen otros géneros musicales como el rock o el pop, que, aunque no invitan a
realizar frenéticos movimientos de cadera, también contienen fuertes connotaciones
patriarcales. Como ya hemos visto, en el tango es el varón quien dirige los
desplazamientos y quien controla el espacio, muy semejante a la salsa, donde asimismo
es el hombre la parte que marca el ritmo, la que decide cuándo efectuar los giros y
cuándo alejar o aproximar a la mujer y estrecharla contra su cuerpo. Sin embargo, en el
reggaetón la mujer goza de un margen de maniobra aún más amplio que en la salsa, no
depende de los movimientos del hombre, de que le marquen un ritmo determinado, sino
que ella misma baila bajo las directrices que ella misma se impone, que la apetecen y la
inspiran. Es ella y sólo ella la que decide si quiere restregarse, si quiere pegarse a la otra
persona o tirarse al suelo o apoyarse en una pared. Ella es dueña de su cuerpo y de sus
movimientos, y sólo ella los controla a no ser que consensue coordinarse con la otra
parte para bailar en pareja. Aunque este acuerdo de respeto no está libre de quebrantarse
en el desarrollo del baile, en todo caso la mujer puede asimismo desplegar en este arte
sus instintos sexuales, y dar cabida a la afirmación de una sexualidad históricamente
negada y reprimida. Porque el hombre se restriega con el cuerpo de la mujer, sí, pero
también lo inverso se hace factible: la mujer puede obtener placer del roce con el
hombre. Y es en estos contextos donde se gesta el caldo de cultivo para propiciar una
liberación y empoderamiento de la mujer, aun a pesar de las críticas que estas actitudes
lleven aparejadas.
“¿Por qué los bailes en los que la mujer tiene cero margen de maniobra no han sido
tachados de machistas? Porque del reguetón, estoy convencida, lo que escuece no es el
machismo, es que nos sonroja. Estoy convencida de que si nos reímos, si bailamos, si
perdemos la compostura, si nos entregamos al desenfreno, seremos seres menos
rígidos, más libres, capaces de hacer un activismo más transformador”. Esta propuesta
de June Fernández trata de reivindicar el desarrollo de un reggaetón queer, donde los
roles de género puedan intercambiarse. Donde las mujeres puedan bailar con otras
mujeres sin ser objeto de miradas lascivas por parte de los hombres; donde los varones
puedan bailar con otros varones sin importarles que esta conducta esté “atentando
contra su masculinidad” y su orientación sexual; donde las féminas no sean las únicas
que restrieguen su trasero contra el cuerpo del hombre, sino que también sea el hombre
el que ofrezca el suyo a la mujer. Es decir, se trataría de promover un reggaetón que se
deshaga de su carácter falocéntrico y presté a la mujer la posibilidad de alzar su voz y

83
plasmar sus deseos, lejos de continuar siendo el objeto sexual que proclaman
habitualmente las letras reggaetoneras compuestas por sus “célebres artistas” varoniles.
El hombre dedica a la mujer adjetivos denigrantes en sus canciones y le invita a un
encuentro sexual. No obstante, ¿qué ocurre cuando son las mujeres las que se dirigen a
los hombres en este sentido, manifestando sus deseos y describiéndoles cómo les
gustaría que las tocaran? Es esta cuestión la que nos hace replantearnos la compositora
argentina y lesbiana conocida como Chocolate. En su primer sencillo, "Lo que las
mujeres quieren", se dirige expresamente a los machos reggaetoneros para aclararles lo
que realmente las mujeres desean en el contexto de una relación sexual: "Hey
reguetonero macho, escucha lo que digo. Que de mujeres no sabes, ahora aprenderás
conmigo. Empezaremos erradicando algunos conceptos. Lo del tamaño no es clave
vamos a ser honestos. Una mujer prefiere dos dedos bien puestos.” Chocolate adopta un
tono desenfadado, directo y franco en sus canciones, y en sus videoclips aparece
acompañada por mujeres que bailan con gran sensualidad. Por ello, pueda
considerársela una de las pioneras en potenciar un reggaetón feminista que defiende a
esta polémica música como instrumento de empoderamiento de las mujeres. De esta
manera, una incremental presencia de mujeres en el panorama musical contribuya a
combatir la presión social a la que están sometidas en este contexto gracias a la
naturalización de su actividad como compositoras de reggaetón. Igualmente, además de
proporcionar un nuevo modelo más auténtico y saludable de cara a las relaciones entre
mujeres, la irrupción de estas nuevas artistas femeninas ayudan a subvertir los
elementos patriarcales que se encuentran en la mayoría de las dimensiones de la música
popular, ya que introducen una perspectiva novedosa que da voz a la siempre silenciada
experiencia de las mujeres. De este modo, por medio de la rabia o el sarcasmo, la
música y las letras de estos nuevos grupos femeninos favorecen la deconstucción de los
estereotipos que tradicionalmente les han reprimido, pero sin dimitir de aquellas
cualidades típicas de la identidad femenina que estiman positivas: no buscan imitar y
reproducir el rol de los chicos. En consecuencia, las mujeres actuarían como sujetos
activos dotados de voz propia que, desde su posición en un grupo musical, se dirigirían
a sus semejantes construyendo un nuevo espacio femenino y legítimo en la esfera
pública. Si bien, debemos señalar que una mayor visibilidad no conduce
irremisiblemente a una situación de equilibrio más igualitario, al menos en el corto
plazo. Por ello, la opción más pragmática y subversiva para las mujeres en general, y

84
para las músicas en concreto, sería la de extender el concepto de la feminidad
tradicional dotando a las estructuras musicales de una nueva significación de género.

Por otra parte, es oportuno hacer una breve mención a un baile que, en la estela de lo
analizado recientemente, ha levantado asimismo una gran controversia en los últimos
dos años a raíz de una polémica y desenfadada actuación de la joven cantante Miley
Cyrus: el twerking. El Diccionario de Oxford define el concepto twerk, aceptado en el
2013, como "bailar música popular de forma sexualmente provocativa que involucra
movimientos de cadera hacia adelante, así como en cuclillas”.

No obstante, aunque este baile se popularizó gracias a la famosa cantante, su origen


se remonta dos décadas atrás, cuando algunos grupos de hip hop incluían estos
movimientos en sus coreografías improvisadas. En concreto, el twerking llegó a EE.UU
gracias a las comunidades afroamericanas15 de Nueva Orleans y suele atribuirse sus
primeros inicios en este país a un conocido Dj de Nueva Orleans, Jubilee, quien
reiteraba varias veces la palabra twerk rítmicamente mientras las jóvenes movían sus
traseros al son de la música. Según un estudio llevado a cabo por la periodista y
fotógrafa Glennisha Morgan, los motivos por los que estas comunidades tribales
bailaban esta danza eran más bien religiosos y sanitarios –dado que favorecía una mejor
articulación en las piernas y los glúteos. De hecho, en varias regiones ya se ha
introducido este baile como ejercicio aeróbico en muchos centros de disciplinamiento
corporal y en algunos salones de baile, dado que ayuda a quemar hasta seiscientas
calorías en una sola sesión.
Como ya se ha señalado, el twerking es un término anglosajón que define el acto de
mover la pelvis de manera provocativa y con evidentes connotaciones eróticas. Así, el
baile consiste en flexionar de manera más o menos pronunciada las rodillas, apoyar las
manos en los muslos o en las caderas, sacar los glúteos hacia fuera y mover la cadera
exuberantemente al ritmo de la música. Es por ello por lo que suele asociarse a este
baile con el perreo proveniente del reggaetón, y es por ello también por lo que ha
sufrido las mismas críticas que su análogo, llegando incluso a designarlo como “el baile
prohibido”. Si bien el twerking ha ganado tanta fama como para haberse producido una
proliferación de numerosos tutoriales en Youtube para aprender a bailarlo, su técnica y

15
Muchos investigadores y antropólogos llegaron a la conclusión de que el twerking tiene una clara
ascendencia de danzas africanas como el mapouka, una danza oriunda de Costa de Marfil atribuida a
varias tribus y etnias como los Aizi. El mapouka lo bailan predominantemente mujeres de todas las
edades, quienes mueven con vehemencia sus glúteos y sus caderas de espaldas al público.

85
la actitud que se imprime en la ejecución de la misma no se han librado de un debate
que como cualquier otro, tiene sus defensores y sus detractores. Al igual que al
reggaetón, son varios los calificativos peyorativos que se han dedicado al twerking,
entre ellos los de denigrante, sexista y machista.
“Casi todo el mundo está de acuerdo en que la actuación de Cyrus fue ofensiva y
vulgar. No es que no hayamos visto nada similar antes, pero esta actuación en
particular fue hecha con muy mal gusto y creo que se pasó de la raya […] Miley Cyrus
es libre de hacer lo que quiera con su carrera, pero su actuación fue obscena y cargada
de contenido sexual y eso es preocupante teniendo en cuenta que es una antigua
estrella infantil que tiene millones de seguidores que son muy jóvenes”, comentó la
editora Shirley Halperin para el BBC Mundo. Un discurso que incide de nuevo en el
peligro de infringir la moralidad predominante, una moralidad que trata de proteger los
fundamentos éticos de una sociedad que aún hace del sexo un tabú, un tabú que se halla
estrechamente relacionado con algunos de los preceptos patriarcales más consabidos en
este texto. Es relevante asimismo la declaración de la cantante puesta en entredicho con
ánimo de defender este baile que tantas críticas ha sufrido por su componente machista.
La joven Miley aseguró que el movimiento desenfrenado de caderas ya lo inventó otrora
Elvis Presley, un símbolo sexual de su época que no fue víctima de los mismos
comentarios desdeñosos por el mero hecho de tratarse de un hombre, poniendo en
evidencia otro ejemplo de una doble moral.
Independientemente de los vituperios que se dirigen a este baile, su popularidad ha
ido en alza y son muchas las cantantes y bailarinas profesionales que lo han introducido
en sus coreografías, contribuyendo a hacerlo viral sobre todo vía Internet. Se ha
convertido en el nuevo baile de moda, de tal forma que una universidad de la República
Checa, concretamente la Universidad de Economía de Praga, organizó un concurso para
los estudiantes con el fin de premiar al grupo que mejor ejecutara su técnica. El
espectáculo generó una gran indignación entre algunos estudiantes y profesores, de tal
modo que la más alta responsable de la institución prohibió terminantemente que se
volviera a celebrar un concurso como tal. Semejante suceso ocurrió en San Diego
(EE.UU) cuando un grupo de chicas estudiantes de secundaria de la sonada comunidad
costera Scripps Ranch, fueron suspendidas temporalmente por subir a Internet un vídeo
escenificando una coreografía de twerking.

86
Tal es la polémica que los jóvenes se encuentran divididos entre quienes lo critican y
quienes lo defienden y promueven. Al igual sucede con los más mayores, quienes se
considera que suelen ser más propenso a tildarlo de inmoral y vulgar. Sin embargo, es
curioso que los/as entrevistados/as de mayor edad no consideran peligroso ni intolerable
que sus descendientes, aun tratándose de féminas, decidan bailar estos bailes con fuerte
carga sexual o erótica. Por el contrario, han sido los/as más jóvenes los/as que han
manifestado más reticencias cuando se les ha preguntado si verían con buenos ojos que
su hijo o hija practicara este tipo de bailes en su tiempo de ocio, replanteándose si cree
que influye en su percepción el hecho de que sea varón o fémina:

“Me da igual. Cada uno que exprese su forma de bailar como quiera, inclusive mi
hija. Para mí no importa que sea hombre o mujer, en absoluto.” (Hombre, 54 años)

“Si lo vería bien, y eso que tengo tres niñas. Así que no influiría su sexo en mi
percepción.” (Mujer, 38 años)

“Sí, lo vería con buenos ojos. Qué más da que sea chico o chica. Hoy en días los ves
a ambos así. No entiendo por qué la gente se escandaliza” (Hombre, 45 años)

“Quizás si se trata de mi hija me daría más reparo, por todo lo que hay detrás de
que sea mujer y baile esos bailes. Se las respeta menos que a los hombres. Pero bueno,
si la gusta, no sería yo quien la diga que no” (Hombre, 20 años)

“Depende que tipo de baile, los bailes de tipo zorreo, no me parecen ni baile.
Incluyendo su música, también que me parece un insulto a la inteligencia y que
agilipolla a la sociedad. Yo creo que no ni me gustaría ni por parte de mi hijo ni de mi
hija.” (Hombre, 27 años)

“Depende del baile y de la edad, no me parece correcto sexualizar la infancia. Y me


resulta indiferente si es niño o niña. Pero ante todo, decir que existe un gran problema
en la educación sexual que se da a los niños y niñas hoy en día, hay que tomar más
conciencia de ello” (Mujer, 26 años)

87
Una explicación a esta divergencia de respuestas en relación a la edad puede ser la de
que son los más jóvenes los que visualizan más habitualmente este tipo de bailes en su
tiempo de ocio, ya sea in situ, ya sea a través de la reproducción del material gráfico que
colma actualmente la red y que muestra principalmente a mujeres, pero también a hombres,
bailar en diferentes contextos este afamado y singular baile. De esta manera, tienen más
posibilidades de ser testigos de actitudes y comportamientos que estiman denigrantes,
infamantes y primitivos. Conductas que pueden vulnerar y poner en riesgo un normal
desarrollo de la personalidad de los más jóvenes, interfiriendo en sus códigos éticos y en sus
prioridades. Como se puede comprobar en múltiples videoclips oficiales de cantantes o
vídeos caseros de particulares, son cada vez más las mujeres que se desinhiben intentando
practicar estos movimientos que resultan más complejos de lo que puede parecer a simple
vista. Ya sea por una motivación lúdica, por ejercitar el cuerpo o sentirse seguras de sí
mismas y obtener una satisfacción personal –sin descartar la opción de potenciar una
exhibición de la propia sensualidad- lo cierto es que muchas mujeres se han atrevido a
probar con este baile. A diferencia del reggaetón, el twerking se practica en la gran mayoría
de los casos a título individual, con un margen de maniobra muy amplio y completamente
deliberado, al antojo de quien lo baila. Suele asociarse principalmente a la mujer, pero
también es cierto que muchos hombres han querido lanzarse a disfrutar de este baile que se
suele considerar como estrictamente femenino, aun sabiendo que pueden ser objeto de
burlas y de calificativos humillantes por hacer “cosas de chicas”. Afrentas a las que
asimismo se hallan expuestas las mujeres aun con mayor incidencia, dado que la
estigmatización que se proyecta sobre cualquier forma de liberación sexual se ensaña
especialmente con ellas. Como en el reggaetón, el twerking favorece la hipersexualización y
cosificación de la mujer en base a unos estereotipos que continúan reproduciéndose aun
cuando es la propia cultura de masas la que alienta e insta a “consumir” sus “productos”.
Una trampa que resulta de una evolución hipócrita de la sociedad, que trata de avanzar y
abrirse hacia un horizonte más liberador acorde a los tiempos que corren, pero que al mismo
tiempo no facilita esa misma apertura a las mentalidades total o parcialmente retrógradas de
quienes la integran. Entendiendo el término retrógrado en su asociación con los valores
machistas, sexistas y patriarcales que a día de hoy sobreviven en el sistema en el que nos
integramos y que se hacen explícitos –entre otras cosas- en la distribución de los roles de
género y en las implicaciones inexorables que de la misma se deriva. Un ejemplo de

88
cómo el fenómeno twerking sirve como “líquido revelador” de estas contradicciones
sustentadas en estereotipos y prejuicios es una de las respuestas de nuestra entrevistada
más joven:

“A mí sobre todo en los videoclips cuando sale una chica haciendo twerking me
entran ganas de bailar y de hacer mismo…pero como no sé…Pues nada. Y al resto creo
que lo mismo. Todas mis amigas que ven eso intentan probarlo. Al menos mis amigas,
los demás no sé. En el caso de mis amigos dicen…”menudo culo”…o “¡cómo mueve el
culo!”” (Mujer, 16 años)

Sea como sea, el debate en torno al empoderamiento o al sometimiento


condescendiente de la mujer en la pista de baile está servido, y lejos de resolverse
parece tornarse cada vez más complejo y controvertido según se hace más acuciante el
logro de un igualitarismo material entre hombres y mujeres. Tarea ésta ardua al verse
intrincada en un largo y lento proceso que se sostenga en una apuesta contundente por
una educación real, efectiva, justa y no discriminatoria.

5. MASCULINIDADES Y FEMINIDADES DECONSTRUIDAS: EL TANGO QUEER,


UNA PROPUESTA DE LIBERACIÓN NO-HETERONORMATIVA

Con el fin de concluir este trabajo, voy a dedicar este epígrafe final a hacer una
breve alusión a un irreverente e innovador fenómeno en el panorama del baile: el tango
queer16. Una nueva e interesante tendencia que trata de promover un espacio liberado
en el que no se den cabida a etiquetas y roles identitarios asociados al género de quien
lo baila. Una actividad artística subversiva que asimismo persigue cuestionar la
heteronormatividad ligada tradicional y obligatoriamente al tango de salón y que

16
El término queer es un vocablo inglés que se traduce como extraño, excéntrico o ridículo con el que
se designaba desdeñosamente a todas aquellas personas que se desviaban de la heterosexualidad
obligatoria (Butler, 2001). Así, el movimiento queer surge hacia los años noventa como vía para
canalizar y gestionar los conflictos y divergencias que atravesaba el movimiento homosexual, en el que
la tradicional etiqueta de “homosexual” estigmatizaba y “patologizaba” la orientación sexual de quienes
se adscribían a esta categoría. Así, estos colectivos queer decidieron posicionarse contra de la
normalización impuesta desde la heterosexualidad pero también contra la normalización que se
desprendía de las propuestas presentadas dentro del movimiento homosexual. De esta manera,
aquellas divergencias políticas entre lo “gay” y lo “queer” parecen disolverse en el terreno del tango
porteño que incluye y contiene lo “gay” y lo queer en un marco común.

89
propone una concepción de la corporalidad alternativa y flexible. La práctica del tango
queer cuestiona una serie de presupuestos rígidos y codificados que se dan en la gran
mayoría de las clases de tango y que asocian roles a una posición de género definida:
hacer de hombre o hacer de mujer según la posición que se ocupe. El tango queer se
convierte así en un espacio alternativo de reencuentro y refugio para participantes que
se identifican como”queer”, gays o lesbianas, puesto que se les ofrece un espacio en el
que danzar con naturalidad y desde sus propias experiencias.
Tal como nos asegura la socióloga e investigadora argentina Sofia Cecconi (2009),
gracias al resurgimiento del tango en la capital rioplatense se ha favorecido en la
actualidad la emergencia de esta innovación prometedora y transgresora adaptada a las
exigencias queer de gays y lesbianas. Un sector de la población que trata de transformar
el género en un espacio liberado donde se supere el encasillamiento identitario. La
experta nos explica que en Argentina no se han realizado estudios fecundos que
ahonden en las dinámicas de lo queer en lo que se refiere al contexto de la danza social.
No obstante, señala que es conveniente apuntar que sí existen investigaciones que han
examinado los procesos que se dan en las discotecas desde un punto de vista
perteneciente a la sociología de la cultura. Entre las cuales, se pueden mencionar el
trabajo de Urresti (1994), quien postula que las discotecas fomentan la exclusión en
tanto tienden a la unisexualización. Del mismo modo, cobra relevancia el estudio de
Buckland (2002), dado que centra su atención en la escenificación de diversas danzas
sociales, especialmente las que se desarrollan en clubes de baile donde la coreografía
está determinada por la improvisación. De acuerdo a la autora, el club queer se presenta
como un espacio de utopía para quienes asisten a él, dado que acuden al mismo para
refugiarse del mundo hostil exterior con el fin de reinventar creativamente los códigos
impuestos por medio de un lenguaje subversivo y nuevas formas de comunicación. Si
bien, reconoce que estos lugares también están atravesados en ocasiones por la lógica
imperante del mundo del que pretenden evadirse en cuanto a jerarquías y diferencias de
clase raza e incluso género. Continuando en la estela de lo anterior, Rivera-Servera
(2004) elabora su tesis acerca del potencial performativo que genera el baile en los
clubes de latinos/as queer. Propone que los movimientos corporales improvisados y los
intercambios entre los cuerpos danzantes que surgen de ellos, fomentan un espacio que
alienta la utopía, creando un ámbito liberado de la opresión que somete a las personas
que no desean acatar las directrices heteronormativas compulsivas.

90
El tango queer consiste en bailarlo sin atenerse a las normas que gobiernan el tango
clásico, reglas defendidas por los sectores más conservadores y que rigen la
conformación de las parejas de baile en base a los roles tradicionales atribuidos a
hombres y mujeres en el transcurso del baile. Por ello, aquellos/as que se defienden esta
propuesta argumentan que el baile no tiene por qué ser ejecutado exclusivamente por
una pareja heterosexual, donde el hombre sea quien dirija los movimientos y la mujer se
limite a ser la conducida. Frente a esta lógica, quienes se adscriben a este fenómeno,
apuestan por formas más liberadas en este sentido, apoyando que tanto el varón como la
mujer puedan guiar y ser guiados/as y que las parejas puedan componerse con personas
del mismo sexo. Lo básico y esencial en esta “microescena urbana” es que se aboga por
valores afines, como los de la integración y la tolerancia por la diversidad (social,
sexual, de género, etc.). Así, el hecho de calificar como queer o gay al tango está
relacionado en parte con el conato de alcanzar a un público específico y con la intención
expresa de llegar a potenciales asistentes de que se trata de una propuesta accesible para
todo el/la que busque practicar un tango más liberado de los roles más tradicionales.
Como bien nos explica S. Cecconi (2009), “[…] las performances de género que se
aprecian en las milongas queer se basan en un programa coreográfico que no oculta
sus intereses políticos, poniendo en cuestión la articulación de las parejas de baile
tradicionales y las normas explícitas e implícitas que le subyacen, algo que abre
posibilidades de juego en la danza, pero también en la actuación misma que se asocia
con la posición de baile. Así, dislocan la mirada tradicional, la locomoción habitual del
cuerpo y ciertos automatismos que dicha gramática produce entre los que bailan. El
tango queer resulta ser un ejercicio en el que se transgreden diversas fronteras
tradicionales del género dancístico y corporal, con sus tácitos esquemas binarios en la
concepción de partida y su indirecta naturalización de los roles de género, un
cuestionamiento lúdico que promueve una multiplicación de posibilidades no
contempladas en la forma tradicional.” Como puede entreverse en lo expuesto, con el
desarrollo del tango queer se insta a tanto a pensar a través del cuerpo como un guión
como a través de las matrices de género, pero también pensar al cuerpo como
perspectiva de negociación y resistencia respecto a las normas que rigen en un
determinado tiempo y lugar y a las formas de expresión corporal altamente codificadas.
Ya se había mencionado en el apartado dedicado a los orígenes y desarrollo del tango
que son muchos los autores que afirman que en sus comienzos el tango era bailado en

91
entre varones, más concretamente en la antesala del burdel, mientras aguardaban su
turno con la prostituta. Incluso algunos, como Salessi (1997 y 2000) aseguran que la
coreografía del tango no solo la protagonizaban hombres, sino que generalmente se
trataba de homosexuales. Asimismo, están también quienes aseveran que el baile lo
practicaban las prostitutas en sus ratos libres y quienes afirman que desde siempre se ha
tratado de un baile heterosexual. Y pese a que no existe unanimidad en esta discusión,
lo que resulta relevante es esta misma significativa variedad de versiones y rumores en
torno al sexo de las personas que se atrevieron con el “primer” tango, pues contemplan
todas las combinaciones de parejas de baile: varón-varón, varón-mujer y mujer-mujer.
De algún modo, la propuesta del “tango queer” actual recupera la disidencia y
transgresión de los orígenes del tango, aquel que nació en los prostíbulos, lugar donde
los cuerpos “abyectos” de prostitutas y homosexuales se cruzaban entre sí con aquellos
cuerpos de jovencitos de clase alta, que durante un breve espacio de tiempo, se
despojaban de su legítima y respetable posición para saltar las fronteras de lo permitido.
Como ya vimos anteriormente, la clase de coreografía que se consagra con la evolución
del tango y su llegada a los espacios y locales del centro urbano distaba bastante de la
que se desarrolló en el arrabal: la forma del baile se adecenta y se pule de sus
expresiones más sexualizadas, eliminando los cortes y las quebradas por estimarse bajo
la óptica de la moral dominante como excesivamente libidinosas e inadmisibles. En este
escenario, la configuración de la pasividad femenina implicaba un estilo de baile
templado y lento, sin ornamentos, en el cual los gestos debían basarse en la discreción
femenina para ser objeto de una estigmatización social (Liska,-). No obstante, este tango
contenía y contiene un alto componente sexista que se manifiesta en los códigos de la
técnica del baile y en sus letras, que contribuyeron a reproducir los esquemas clásicos en
lo referido a la concepción de las relaciones de género. Además, durante mucho tiempo
el tango supuso para las nuevas generaciones un estilo vinculado al pasado, a lo clásico,
a la rigidez en los patrones de interacción, a la moralidad y a la melancolía, un universo
radicalmente opuesto a aquel vigente, más lúdico, liberalizado, progresista y
sexualmente abierto. Si bien, este panorama desolador comienza a restituirse con el
nuevo siglo con propuestas como la del tango queer, principalmente en el contexto
rioplatense, cuna de todas las vertientes del tango hasta ahora vistas.
Tanto en este como en otros escenarios a nivel global, y gracias los esfuerzos y a la
lucha de los colectivos homosexuales por hacerse paulatinamente visibles en la escena

92
pública, organizándose contra la discriminación y el reconocimiento de sus derechos, el
grado de aceptación social y tolerancia hacia otras formas y orientaciones desmarcadas
del régimen heterosexual han ido en aumento exponencial. Así se demuestra de manera
prácticamente unánime a través de las respuestas de los/as entrevistados/as, que
independientemente de su sexo o edad, han asegurado no importarles ver a dos personas
del mismo sexo coreografiando bailes que tradicionalmente se han protagonizado por
hombres y mujeres de manera conjunta.

“Me parece perfecto, no me desagrada en absoluto. Cada cual puede bailar con
quien le apetezca o convenga independientemente de su sexo” (Mujer, 38 años)

“Ah, eso me parece perfecto. ¿Por qué no? Ya estamos acostumbrados a ver
combinaciones de este tipo. No me resultaría extraño ni mal bajo ningún concepto.”
(Hombre, 31 años.)

“Me resulta extraño pero necesario, la mayoría tenemos en el subconsciente la idea


de parejas heterosexuales y definitivamente tiene que cambiar y abrir el amplio
abanico de parejas posibles” (Mujer, 21 años)

“Me produce la misma impresión que me produce ver a dos personas de sexo
distinto. Me parece estupendamente, y si son pareja más” (Mujer, 42 años)

“A mí particularmente me da lo mismo. Hoy en día además por lo general está bien


visto” (Hombre, 54 años)

Un aspecto que se considera relevante para atender a las condiciones que intervienen
en la emergencia del tango queer es la significativa presencia de jóvenes que se
adscriben a esta propuesta (Cecconi, 2009). Tanto en Buenos Aires como en muchas
otras partes del mundo, los jóvenes de clase media que se han socializado en un entorno
de mayor aceptación y reconocimiento de la pluralidad de opciones sexuales, se han
transformado en un sector de la población más abierto, liberal y menos prejuicioso en lo
que respecta a la sexualidad y a las relaciones amorosas. Por ello, las generaciones más
jóvenes parecen ser quienes mejor impulsan y se adaptan a estos cambios, en
connivencia con las minorías sexuales que han puesto en cuestionamiento la

93
categorización identitaria obligatoria, contribuyendo a que fenómenos como el tango
queer hayan podido irrumpir en la escena local.
Por otra parte, una de las principales diferencias que se pueden identificar entre el
tango tradicional y el tango queer se halla en la indumentaria de los actores que
participan en ellos. En el primero, el vestuario responde a la forma de la corporalidad
definida, es decir, a unos esquemas corporales que se vinculan a la elegancia, tanto del
hombre como de la mujer, y que se manifiesta en la forma firme y garbosa de caminar,
girar y moverse, así como en la seriedad plasmada en el rostro. Así, los hombres llevan
camisa y pantalones largos, mientras que las mujeres portan vestidos ceñidos o faldas
largas y tacones altos. Sin embargo y por otro lado, en el tango queer los códigos
tradicionales asociados a la manera de vestir son diferentes: las mujeres y los varones
asisten en vaqueros y zapatillas o zapatos sin tacón, visten ropas no estrechas y optan
por un look más suave y flexible que en el tango clásico. Este componente de la
representación se relaciona con la técnica de baile que al postular el intercambio de
roles exige que los bailarines lleven un calzado adecuado para que puedan adaptarse
cómodamente a ambas posiciones.
Además, en las milongas queer se derogan algunas de las reglas más características
del tango clásico, como la que estipula que el hombre debe invitar a bailar a la mujer o,
en general, todas aquellas que normalizan cómo deben establecerse las relaciones entre
hombres y mujeres en la pista de baile. Por consiguiente, predomina en este contexto
una corporalidad más flexible, donde el cuerpo sirve como arma para cuestionar y
desmantelar las dinámicas heteronormativas de la danza de salón. Así, esta propuesta de
circular por las distintas posiciones sin atender al sexo de sus participantes se concibe
como una vía para expresar la diferencia, cuestionando las convenciones que rigen en el
tango tradicional. Este planteamiento que defiende la libertad de elección de roles trae
consigo importantes consecuencias: así como lo sostienen sus protagonistas, tener la
posibilidad de alternar la posición en el baile encierra una metáfora mediante la que se
discuten y critican las posiciones normativas y legítimas que gobiernan la vida cotidiana
de los sujetos. De manera que lo que busca el tango queer no es solamente cuestionar en
la esfera del baile del tango lo que Butler (2001) llama “el orden obligatorio
sexo/género/deseo” sino también llevarlo a cabo a través de un despliegue corporal
deconstruido. Por consiguiente, en las clases de tango queer no se hablar de posiciones
propias del varón o de la mujer, y aún menos de cualidades masculinas y femeninas

94
asociadas a estos roles. En lugar de hablar en estos términos se suelen utilizar los de
“conductor/a” o “guía” y “conducido/a” o “guiada/o”17, de cara a aludir a las posiciones
en la danza que enfatizan el desafuero con el que se manifiestan convencionalmente
estos roles, roles que contienen una carga simbólica que perpetua el régimen
heteronormativo y patriarcal. Por tanto, se trata de una actividad de reaprendizaje que
requiere un cambio radical corporal en el modo ordinario de ejecutar los movimientos,
deconstruyendo los patrones convencionales y habituales que se despliegan durante la
danza. Se pasa de conductor a conducido y de conducida a conductora, y es este
transitar entre roles el que implica integrar todo el universo simbólico que se asocia a
esta práctica, corporalizando esta singular experiencia. Sirven para resumir estas ideas y
finalizar este epígrafe algunas de las conclusiones extraídas por la también académica
argentina Mercedes Liska formuladas en su trabajo de campo sobre el tango queer:

“Así se abren diferentes posibilidades: la relación pasividad-feminidad trasciende


las condiciones históricas de imposición social; las mujeres que asumen un rol activo
en la danza no lo asumen necesariamente desde una identificación con la
masculinidad; para los varones la adopción de un rol pasivo puede considerarse el
desafío de los mandatos de actividad y racionalidad de la masculinidad […]Lo cierto es
que al utilizar el cuerpo como soporte clave de participación y conocimiento, se pone
en juego el sistema de disposiciones y regularidades prácticas que trascienden la
conciencia y el posicionamiento disciplinar (Bourdieu 1999). A la vez, la experiencia de
baile con otrxs crea un conocimiento carnal de los otros cuerpos y los modos en que se
comportan se convierten en experiencia vivida”

6. CONCLUSIONES

La música y el baile juegan en un papel tremendamente significativo en la creación


de identidades, por lo que tiene una potencial capacidad reproductora y performativa a
su vez a la hora de perpetuar o transformar las relaciones de género que ordenan nuestra
sociedad. En esta construcción identitaria la sexualidad constituye una parte importante

17
Por ejemplo, se desecha el típico de agarre característico del tango, el abrazo, sino que la
persona conducida apoya sus manos en el pecho de la persona que le conduce (M. Liska,-)

95
para muchas personas, mientras que para otras no es tan significativa, y esta diferencia
va a marcar también las percepciones y las prioridades que se establezcan en el marco
interactivo que se crea en las pistas de baile.
Los movimientos corporales, las figuras de baile y los propios estilos de danza
existentes no son indecentes o inapropiados por sí mismos, si no que la carga semántica
y valorativa que recae sobre los mismos la deposita la misma sociedad en la que
aparecen. Su creación y evolución son el reflejo de la sociedad en la que nacen, de todas
aquellas vicisitudes y códigos que la caracterizan y definen. Se hace necesario entonces
no estigmatizar a una música o a un baile como machista o sexista, ya que ambos
únicamente son formas de expresión de una sociedad que se ha estructurado sobre unos
preceptos morales y colectivos que sí podrían calificarse como tal. Son palmarias
entonces las contradicciones que se derivan de ciertas actitudes y percepciones que
manifiestan algunos individuos, tanto hombres como mujeres, cuando demonizan un
baile con estos adjetivos. Porque las diferencias de género se proyectan en todos los
ámbitos de la vida pública y privada, nadie se libra de su lógica. La mujer
principalmente, pero también el hombre, continúa siendo víctima de las dinámicas del
patriarcado. Aún con todos los logros alcanzados en ciertos ámbitos de la vida pública y
privada todavía persisten determinadas prescripciones sobre cómo debe ser el cuerpo de
la mujer, cómo debe actuar sexualmente y como deben moverse. Todavía sobreviven
los prejuicios que reprimen la libre expresión de su sexualidad y sensualidad, cuyo
propio disfrute se tiende a negar en favor del deseo del hombre.
Del mismo modo, no se puede incurrir en el error de adjetiva de machista al hombre
que toma una posición de dominación en el baile. Como hemos dicho, el baile mismo es
víctima de un sistema patriarcal y de una cultura machista, en los que se enmarca y por
los que sobra significado, ya que a mediante el movimiento corporal evidencia y
legitima la organización social de la que surge. El baile tiene un objetivo rítmico pero
también educacional, y posee un importante valor estético para quienes lo presencian,
en función de unos preceptos y normas determinados por la cultura a la que pertenece.
Con la danza se exteriorizan sentimientos y emociones culturales pero estos no son los
mismos en un contexto que en otro, por tanto el valor estético que se sugiere entre los
individuos depende asimismo de la sociedad o cultura a la que estos pertenezcan. La
danza encierra preconcepciones que esconden la relevancia de examinar las
dimensiones de la interacción humana y de cómo está se configura. Es en este punto

96
donde se extrae que en nuestras sociedades occidentales no existe una categoría
comparable al concepto africano, latino y caribeño del movimiento en la danza, el cual
suele contener en prácticamente todas sus manifestaciones una fuerte connotación
sexual y erótica. Esta idiosincrasia es difícilmente asumible en la mayoría de los casos
por muchos individuos que recurren a argumentaciones en ocasiones simplistas, y
muchas veces contradictorios, para describir a estos bailes. Demonizar
compulsivamente un baile calificándolo como machista porque en él la mujer, que tiene
un amplio margen de maniobra y no se tiene por qué ceñir a rígidos códigos de
ejecución en los que domina el varón, aparentemente está despertando el deseo
masculino, significa incurrir en el prejuicio que se intenta denunciar criticando dicho
baile. La total mayoría de los/as entrevistados/as eran de nacionalidad española, por lo
que su percepción acerca de determinados bailes ha estado determinada en muchos
casos por un marcado desdeño a las expresiones culturales que son radicalmente
distintas a la lógica cultural que se ubica dentro de las fronteras de lo socialmente
aceptable para ellos/as. Una lógica cultural que consiste en manifestaciones visuales de
las relaciones sociales y, por tanto, de las relaciones de género. Si bien es cierto que
para entender un baile se debe entender el contexto en el que surgen ya que, por tanto,
están construidos social y culturalmente por un sector de la población que trata de
preservar determinados valores, esto no significa que no se deba hacer un esfuerzo por
diagnosticar y combatir los males estructurales que asolan estas sociedades.
Tanto en El Caribe, como en Latinoamérica o España, el patriarcado y el machismo
siguen condicionando el inicio y desarrollo de muchas prácticas sociales, como el baile,
así como las interacciones que surgen dentro de ellas y las representaciones que se
elaboran en torno a estos procesos. El cuerpo femenino continúa estando cargado de
significados sociales asociados al erotismo y a la satisfacción del deseo masculino, idea
ésta que se plasma en la técnica de algunos de los bailes analizados, en mayor o menor
medida. Un cuerpo disciplinado y sometido a las relaciones de poder y dominación que
se derivan de la distribución de los roles de género, donde se afirma la superioridad
masculina frente a la subordinación femenina. Un cuerpo condenado aún a la
invisibilización, esclavo de las construcciones que lo definen como “femenino”, que
cuando se hace más visible de la cuenta es víctima de la lógica voyerista: se cuestiona,
se interpela, se recrimina, se defiende.

97
Tanto hombres como mujeres han sido educados/as desde una perspectiva en
muchas vertientes machista. De esta manera, en la mayor parte de los casos, es a la
mujer a la que se culpabiliza y estigmatiza si decide lanzarse a bailar exuberantemente,
realizando movimientos pélvicos sugerentes. Porque si el hombre se cree con el derecho
a aprovecharse de su cuerpo en busca de la satisfacción de sus deseos sexuales es
porque ella le ha provocado con su actitud en la pista del baile. Esta es una creencia que
mantienen tanto hombres como las propias mujeres, todos ellos/as víctimas de un
sistema patriarcal en el que aun supone un esfuerzo reconocer a las mujeres como
sujetos activos e independientes y no como objetos sexuales y pasivos. Así se demuestra
cuando aún se piensa que es el hombre es quien se aproxima a la mujer en busca de un
encuentro sexual con la excusa del baile en los lugares destinados al ocio nocturno,
donde las facilidades de sociabilidad propician estos acercamientos, más frecuentes en
las discotecas que en las fiestas organizadas en espacios liberados.
En este sentido, es en las discotecas donde se hacen más patentes estás asimetrías en
las relaciones de género, debido en parte el tipo de música que preferentemente se elige
reproducir en ellas. Estilos musicales entre los que se encuentra el reggaetón o el
dancehall, que invitan a bailar desinhibidamente tanto a mujeres como a hombres, a
título individual o en pareja y que, por tanto, comporta una serie de implicaciones
valorativas para ambos de cara a quienes las/los observan. Implicaciones despectivas y
negativas para las mujeres y más inocuas o incluso triunfales para los hombres. Pese a
que estos nuevos géneros musicales que han logrado su mayor éxito principalmente
entre los jóvenes, ofrecen mayores posibilidades a las mujeres de liberarse y
empoderarse sexualmente, de afirmar su sexualidad gracias a la libre opción de
movimientos, su performance continúa evaluándose en términos prejuiciosos y
estereotipados. En cambio, bailes como el tango o la salsa, que poseen un fuerte
contenido sexista en tanto que conceden al hombre la acción directiva de los
movimientos, mientras que relegan a la mujer al papel de conducida, reciben
valoraciones más positivas. Y esto aun cuando se reconoce que su codificación
mecánica efectivamente atribuye a la mujer el rol de pasiva. Sobre todo en el caso del
tango, el mejor juzgado de entre los estudiados, su atracción radica en la elegancia y la
sofisticación que imprimen sus movimientos, cualidades que se estiman en
contraposición al carácter vulgar y soez que se suele adjudicar al reggaetón, al dembow,
al dancehall o al twerking. Sin embargo, aquellos/as que han manifestado que el tango

98
es el baile que menos les llama la atención de entre estos han argumentado este rechazo
en base a que se trata de un baile monótono, estático o tedioso, sin referirse al carácter
sexista que rige su técnica. Solamente cuando se les ha preguntado si consideran que
existen bailes que relegan a la mujer a un papel de pasividad o respecto al hombre han
aludido sin mucho titubeo al tango. En la estela de esta línea argumentativa, resulta
interesante que, de entre los/as entrevistados/as, sólo han sido mujeres las que se han
decantado por el reggaetón como uno de los bailes que más les atrae y que más
disfrutan. Del mismo modo, el hecho de que todas las entrevistadas mujeres hayan
asegurado rotundamente que sí las gusta bailar, mientras que a la mayoría de los
hombres no les gusta o simplemente nos les atrae en exceso, legitima que el baile se
atribuya predominantemente a las féminas y se constituya como una práctica
esencialmente femenina, en todas sus vertientes y manifestaciones.
Otras de las conclusiones que se extraen es que la mujer todavía se encuentra
atrapada en la violencia simbólica que genera el binarismo virgen/puta, por la que
generalmente son concebidas como entes claramente sexuados, carentes de todo
contenido o importancia que no sea su estricta capacidad genésica. Por ello, las
transgresiones al orden están siempre suelen asociarse a la sexualidad.
Al mismo tiempo, con las respuestas recogidas por los/as interrogados/as,
especialmente aquellos/as que tienen descendientes, se infiere que los hogares ya no se
enmarcan, al menos generalmente, en discursos conservadores sobre la sexualidad, dado
que nos les importa que sus hijos e hijas decidan coreografiar bailes con fuertes
contenidos eróticos y sexuales. Esta realidad se contradice con algunas prácticas
socializadoras que aún persisten el ámbito familiar, que diferencian entre varones y
féminas y que contribuyen a la perpetuación de las desigualdades de género aun de
manera inocente.
En definitiva, cuando cantamos, bailamos o escuchamos música asociada a ciertas
actividades comunicamos ciertos roles de género, dado que las canciones que
identifican a cada sexo con una función social o bailes en los que se distribuyen roles
asociados a hombres o mujeres nos lo hacen perceptible. Por ello se hace necesario
educar desde la diferencia y por la igualdad, sin olvidarse de los valores sexistas que en
la música y el baile se transmiten para que no sigan legitimando determinados
estereotipos.

99
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