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Poética y Mímesis

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UNIVERSIDAD EAFIT

ESCUELA DE HUMANIDADES
PREGRADO EN LITERATURA
CRÍTICA Y CANON

Poética y Mímesis

Por: Mauricio Vélez Upegui

Debemos a Platón la elaboración, en forma de diálogo, de una teoría de


la imitación o mímesis. Con todo, el carácter secular de esta reflexión adopta
un matiz crítico, dado que la mímesis es reconocida como imitación, calco o
apariencia. Tal es la razón por la cual Platón, antes que elogiar el acto imitativo,
lo condena con acritud. Aun limitando el acto al terreno de la creación poética,
la condena recubre varios niveles. Técnico, puesto que los poetas, en cuanto
artesanos, o mejor, en cuanto forjadores de mitos, “no fabrican lo que
realmente es (…) sino algo que es semejante a lo real mas no es real”, haciendo
creer a los oyentes que entre el modelo y la copia existe una relación de
identidad (República, X, 597a); moral, puesto que los poetas, al narrar las cosas
como no son, es decir, al proponerse contar “falsos mitos” y “mentiras
innobles” respecto de los dioses, inducen en los oyentes la falaz idea de que
aquéllos son la causa de todas las cosas malas que acontecen a los mortales, sin
detenerse a pensar “que la noción de divinidad implica lo que es bueno por sí
y, por ende, que sólo es causa de las cosas que están bien” (II, 379c); y filosófico,
puesto que, si las cosas reales del mundo sensible no son más que falsos
semblantes de las ideas, los poetas imitan, no las ideas, sino los dobles de ellas,
manteniéndose siempre a distancia de verdad. En otros términos, si a Platón le
interesa discutir -en los libros III y X de la República- las implicaciones
filosóficas de la imitación poética, y no tanto los problemas materiales de la
ilusión figurativa en general, es porque cree que la mímesis, aparte de provocar
“una asimilación emotiva a los modos de ser y de pensar de los personajes”
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caracterizados por los poetas, asimilación que “compromete la unidad de la


personalidad y la dispersa en una multiplicidad desordenada y contradictoria
que corrompe las costumbres” (Reale, 2002, pp. 62-63), se ve forzada a concebir
enunciados cuyos contenidos presentan imágenes de las cosas, pero no formas
auténticas, inteligibles y verdaderas. Por eso en el Estado ideal platónico que
Sócrates intenta construir discursivamente con ayuda de Glaucón y Adimanto,
los poetas sólo serían admitidos como miembros del cuerpo cívico, a condición
de que su actividad, sin duda importante dado que con ella es posible modelar
el alma de ciudadanos, se ponga al servicio de una finalidad educativa cuyo
núcleo no debe ser otro que el amor desinteresado por la verdad. Es claro en
Platón, pues, que la mímesis no será más que expresión de la doxa (de la
opinión), mientras no satisfaga el ideal epistémico del conocimiento.
A pesar de que Aristóteles no refuta las ideas platónicas acerca de la
mímesis, por lo menos no explícitamente, sí proporciona, según Ross,
materiales para elaborar una nueva concepción, “pues [para el Estagirita] el
arte mimetiza caracteres, emociones y acciones; es decir, no el mundo sensible,
sino el espíritu del hombre” (2013, p. 307).
El punto de partida de Aristóteles es la definición de su maestro Platón:
el arte es, en esencia, cosa de imitación. De suerte que pintores, escultores,
músicos, poetas, etc., participan de un elemento común: todos realizan una
actividad específica cuya forma y contenido técnicos los hace imitadores de
algo. La idea puede expresarse de otro modo: según el objeto que elijan, los
artistas se sitúan en un ámbito de acción que pertenece al género de la
imitación. Al inclinarse por un objeto propio, los poetas -épicos o dramáticos-
encarnan la misma condición.
Sólo que Aristóteles no condena el arte poético a la manera platónica.
En lo que atañe a la técnica, deja claro que los poetas, en lugar de servirse sólo
del lenguaje o de la unión del ritmo con la armonía (como es el caso,
respectivamente, de los hacedores de mimos o los músicos), utilizan el ritmo,
el lenguaje y la armonía, tres medios diferentes que se asocian para un mismo
fin: “imitar tal como eran o son las cosas, o como dicen o parece que son o tal
como deben ser” (Poética, 1, 1447a; 24, 1460b).
Respecto de la moral, lejos está Aristóteles de pronunciarse
peyorativamente. Su conciencia de que el arte poético comporta una dimensión
ficticia que es irreductible a la realidad, tal vez sea lo que lo mueva a afirmar
que es incorrecto echarle en cara “a un poeta la objeción de que no ha
representado cosas verdaderas”, ya que la objeción se puede resolver
replicando que “así se dicen…las cosas relativas a los dioses” (Poética, 25, 1460b
30-35).
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Por lo que toca al aspecto cognoscitivo del arte, Aristóteles expresa que
éste no sólo produce un “placer particular” sino también que es fuente de
aprendizaje para quienes lo contemplan (Poética, 4, 1448b 4-24).
Y, por último, en lo que concierne a la vida afectiva, o, más bien, a la
asimilación afectiva de la que habla su maestro, “Aristóteles rechaza total y
absolutamente la opinión platónica de que la vida sentimental sea algo malo”
(Düring, 2010, p. 258). Como componentes naturales del alma, y por ende como
elementos que no son el producto de la costumbre o la educación, los
sentimientos (o las pasiones del alma) carecen de valor en sí mismos. Si se nos
elogia o nos censura al momento de obrar, no es por tener alguna clase de
sentimientos sino por comportarnos de cierta manera en relación con ellos
(Ética Nicomáquea, II, 1105b 1-30; 1106a 5-10). El juicio ético, en palabras de
Aristóteles, reside menos en la manifestación espontánea de los sentimientos
que en el deseo deliberado de la acción. En esa medida, es tarea del poeta
despertar en el auditorio la vivacidad de ciertos sentimientos y producir un
“intenso efecto emocional” (Poética, 14, 1453b 12 y b 26).
Más que asumir el término mímesis en el sentido de representación, y
así poder tener –según la exigencia platónica- “algún juicio sobre si es exacta o
desacertada, o si es correcta o si está bien hecha” (Leyes, 668c ss), Aristóteles se
apropia de él y lo usa, en la Poética, con una significación diferente. Sólo que es
necesario construir dicha significación.
Permítasenos sospechar que la palabra mímesis se apoya, de un lado, en
el vocabulario de la ilusión figurativa y, de otro, en la idea, aceptada en la
época, de “que el ser no puede surgir del no-ser” (Düring, 2010, p. 266). Luego,
la imitación poética no sería tanto un acto de copia, de simple apariencia,
cuanto un acto de génesis o generación. Quien imita produce, o, si se prefiere,
re-produce, es decir, hace ver, en un plano no natural o artificial, algo de lo real.
Lo real hace las veces de fundamento de lo artificial mimético, así como lo
artificial mimético es el soporte de la actividad artística. Por eso, a juicio de
García Bacca, la escala natural, artificial, artístico subyace al concepto de
mímesis aristotélico (2000, p. 24).
Aclaremos lo dicho con un ejemplo sencillo. Como ser que procede de
la phýsis, el hierro es natural porque, en sí mismo, detenta una vinculación
ontológica de las causas material, formal, eficiente y final. Un principio innato
de movimiento, cambio y composición de los minerales que existen en la
naturaleza hace que se forme como metal dúctil, flexible y fuerte, y no como
metal duro, inflexible y frágil, sin que en principio una causa externa
intervenga en el proceso. De ahí que en el sistema aristotélico el hierro pueda
ser llamado ser primario (Física, B, 192 b).
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Una espada de hierro, en cambio, deviene artificial, que no natural, dado


que no es producto del impulso consustancial de la naturaleza misma del
metal, sino de una acción humana basada en cierta clase de técnica. Esa acción
supone el uso de herramientas, también artificiales, y, por supuesto, la
presencia del fuego, producido no naturalmente sino por medios artificiales. Si
la espada fuera natural, viviente como los vivientes, “los ímpetus o eficiencias
naturales del hierro” podrían darse a sí mismos una configuración final
diferente a la de la espada, e irrumpir intrínsecamente como disco o eje de un
carruaje de guerra. Y la evidencia nos prueba que tal fenómeno no se da de
manera voluntaria o mecánica. De ello se sigue que las obras de arte
corresponden a la clase de seres que Aristóteles denomina artificiales o
secundarias, y no a la clase de los seres naturales o primarios. Lo artístico, como
coronación de este proceso, surge allí donde las cosas quedan reducidas a su
pura “presentación, sin ser realmente lo que parecen y sin hacer lo que según su
ser debieran” [hacer] (García Bacca, 2000, p. 35).
Así, la espada de hierro que porta un combatiente en un cuadro no es,
en verdad, el instrumento ofensivo que fabrica un armero en su taller, y, lo más
importante, dicha espada no hace, en realidad, aquello para lo cual es
construida, a saber, cortar el cuerpo del enemigo o acabar definitivamente con
su vida. Sin embargo, la espada que vemos pintada en el cuadro, quizás
sombreada de azul grisáceo y refulgente ante los rayos del sol, se asemeja tan
bien al arma real, se le parece tanto, que a menudo tendemos a considerarla
como si fuera real, e incluso más real que al arma que palpamos, olvidando
que ella está allí, sobre la superficie del lienzo, sin tener sustancia física o
consistencia natural.
Si arriba escribíamos que la imitación, en tanto re-producción, hace ver,
entonces no sobra preguntar ¿qué?, hace ver ¿qué?
La pregunta se justifica desde el momento en que admitimos que toda
re-producción evoca los matices semánticos de un “abrir”, “tender delante”,
“desplegar a la vista” algo. El énfasis no recae en una suerte de repetición
monótona, carente de relieves significativos, sino en una especie de mostración
que seduce la mirada. Y no sólo eso: en este “dar a la visión” que envuelve el
término imitación, está comprometido alguien más, aparte del agente que
realiza el acto: el oyente o espectador. Lo que un individuo imita, conforme a
medios, objetos y formas diferentes, lo imita siempre para otro. Si no fuera así,
si el acto imitativo se regodeara sólo en sí mismo o en los afanes íntimos de su
hacedor, quizás Aristóteles, al intentar precisar los orígenes naturales de la
poesía, se hubiera privado de decir que el placer proporcionado por la
imitación deriva del hecho de que, gracias a ella, estamos en capacidad de
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“deducir qué es cada cosa” (Poética, 4, 1448b 15-18). Como advierte Redfield, la
palabra clave, aquí, es “deducir” (syllogízesthai). Por consiguiente, no es sólo
placer espiritual lo que origina una imitación consumada; también se trata de
un placer cognoscitivo, pues Aristóteles, a quien se le ha atribuido un cierto
intelectualismo estético, concibe el arte como un vehículo de aprendizaje
(máthesis). Gozar aprendiendo podría ser un modo de glosar este pasaje.
Tal estado se daría a partir de la naturaleza propia de la imitación.
Resulta innegable que el objeto real y su imitación no son una y la misma cosa.
Si fueran iguales, o idénticas, una de las dos sobraría. Y este principio de no
identidad vale para todas las producciones artísticas. Afirmamos de algo que
es una imitación porque, aunque se le parezca, no es -en propiedad- la cosa real
o natural. Respecto del objeto real que le sirve de modelo, la imitación
comporta siempre un desajuste, alguna clase de disimilitud, en todo caso una
no-identidad. Y supone un desarreglo, no porque la imitación esté mal hecha
o confeccionada de cualquier manera, sino porque la reducción es inherente a
la captación mimética. En otros términos, “la esencia de la imitación es la
reducción formal” (Redfield, 2012, p. 93). Esto significa que el proceso de
imitación va menos tras la aprehensión del objeto como un todo, que de los
rasgos formales que lo constituyen y distinguen de otro objeto imitable. Desde
este punto de vista, “la imitación es el descubrimiento de la forma de las cosas”
(Redfield, 2012, p. 94). El que imita retira el manto que cubre, si cabe la
expresión, la obstinada apariencia de las cosas y revela, hace ver, “presenta” (no
olvidemos que esta es la palabra empleada por García Bacca) sus partes
constitutivas, o, mejor, sus rasgos distintivos, a quienes fungen de oyentes o
espectadores. Por supuesto, sin un previo conocimiento del objeto es difícil que
se produzca el reconocimiento, pues éste tiene por fundamento a aquél1.
En el ejemplo arriba descrito, la espada reproducida pictóricamente
gana nuestra comprensión porque la reconocemos formalmente en su
configuración básica o subyacente. Lo mismo vale para una práctica artística
más cercana a nuestros hábitos de observación y consumo.
Como parte de los nuevos medios de comunicación masiva (llámense
prensa, periodismo digital, revista de variedades, etc.), el buen caricaturista es
aquél que, luego de trazar unas cuantas líneas sobre una determinada
superficie, las necesarias para registrar la quintaesencia de aquello que se ha

1 Se podría impugnar la idea aduciendo que la atribución de identidad es imposible a menos

que el oyente o el espectador conozca con anterioridad el objeto o la situación imitada. Pero Aristóteles,
que no olvida el componente de placer proporcionado por la obra, se apresurar a contener la objeción
afirmando que, si “uno no ha visto antes al retratado [y en general a las cosas que son objeto de mímesis,
agregaríamos nosotros], no producirá placer como imitación, sino por la ejecución, o por el color, o por
alguna causa semejante” (Poética, 4, 1448b 15-19).
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propuesto captar, nos da a contemplar el personaje o la situación que es


plasmada estéticamente y así poder llevar a cabo su reconocimiento. Un solo
rasgo, firme, hábilmente contorneado y apoyado en una aguda aprehensión y
mejor diseño, basta para capturar lo que distingue a un individuo o a una
circunstancia. Si el caricaturista se excede en las líneas, el sujeto u objeto
bosquejado corre el riesgo de no ser identificado; y si resulta que la pincelada
escamotea más de lo debido, la obra se torna defectuosa. No queda más
alternativa artística, difícil de conseguir por lo demás, que una imagen cuya
potencia expresiva es inversamente proporcional a la cantidad de marcas
empleadas. Por supuesto, en el límite de esta concepción aparece la música
instrumental, juzgada por Aristóteles también como manifestación de las artes
imitativas (por no hablar del arte denominado no figurativo)2.
Pero al margen de lo que un músico de profesión o un pintor abstracto
puedan subrayar al respecto, es claro que este modo de comprender la mímesis
como un “hacer brotar” guarda relación con el término griego poíesis (núcleo
lexical del título de la obra aristotélica).
Ya lo señalaba Heidegger: la poíesis es, en una de sus más caras
dimensiones, “el artístico-poetizante traer-a-la-luz y poner-en-la-imagen”
(1986, p. 51). Y Rodríguez Adrados, examinando la etimología, nos explica que
el verbo poíesis denota a aquél que es capaz de crear algo que antes no existía a
partir de elementos preexistentes, tradicionales (1981, p. 30).
Detrás de las dos expresiones que hacen parte de la poética aristotélica
late, pues, el sentido de una reproducción artística fundamentada en la
reducción formal del objeto imitado. Y es reconociendo los rasgos formales de
dicho objeto como el oyente o el espectador pueden comprender el contenido
de este. El oyente o espectador, como partícipe de la obra, es movido a la
comprensión porque en su alma se da una operación mental que sigue los
lineamientos de un razonamiento lógico (de un silogismo).
Si parafraseamos a Redfield, y volvemos a nuestro ejemplo, podemos
afirmar que el razonamiento adoptaría la siguiente forma: “Todo lo que tiene
estos rasgos es en algún sentido una espada. Esta cosa tiene esos rasgos. Por lo
tanto, esta cosa es en cierto sentido una espada” (2012, p. 93). El desafío de

2 “Aristóteles clasifica la música instrumental como género especial. Puesto que Platón concibe

la mousiké como unión de palabra y sonido, y considera el arte musical puro como degeneración (Leyes,
669c), se dice que Aristóteles fue el primero que reconoció aquí la música pura como forma artística
especial, equiparable a la poesía …pues ciertamente la escritura en notas de la música instrumental es
también mucho más antigua que la de la música vocal…La música instrumental, que Platón describe con
colores tan vivos y que condena, es la nueva ´música´ introducida por Timoteo. Aristóteles registra,
solamente como un hecho, que también la música pura puede ser re-producción, es decir, poesía musical”
(Düring, 2010, p. 268).
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captar los rasgos formales del objeto imitado no implica postular que éste sea
tributario de una forma absoluta. Si creyéramos lo contrario (empujados por
una suerte de ideal platónico), estaríamos negando la posibilidad de que se
dieran prácticas miméticas diferentes y, de contera, sostendríamos que la única
imitación válida es aquella que reemplaza exactamente el modelo original
(Redfield, 2012, p. 94). Pero es justamente porque Aristóteles concibe la
mímesis en términos no metafísicos, por lo que tiene sentido pensar el acto
mimético en sus relaciones con la vida práctica.

Bibliografía

Aristóteles. (1999). Poética. Versión trilingüe por Valentín García Yebra.


Madrid. Gredos.
____________. (2003). Ética Nicomáquea. Ética Eudemia. Madrid: Gredos.
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Düring, I. (2005). Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento.
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García Bacca, J.D. (2000). “Introducción a la Poética”. En: Aristóteles. Poética.
México: Bibliotheca scriptorum graecorum et romanurun mexicana.
Heidegger, M. (1986). “La pregunta por la técnica”. Traducción de Jorge Mario
Mejía. En: Revista Universidad de Antioquia, 205.
Platón. (1996). República. Introducción, traducción y notas por Conrado Eggers
Lan. Madrid: Gredos.
Platón. (1999). Leyes. Introducción, traducción y notas de Francisco Lisi.
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Reale, G. (2002). Platón. En búsqueda de la sabiduría secreta. Barcelona: Herder.
Redfield, J. (2012). La Ilíada. Naturaleza y cultura. Madrid: Gredos.
Rodríguez Adrados, F. (1981). El mundo de la lírica griega antigua. Madrid:
Alianza Editorial
Ross, D. (2013). Aristóteles. Madrid: Gredos.

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