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Crítica de La Razón Práctica - Colomer

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Eusebi Colomer – el pensamiento alemán de Kant a Heidegger (tomo I – Kant)

2.- Crítica de la razón práctica

2.1.- Introducción

(p.203) En la Crítica de la razón pura hemos respondido a la pregunta: “¿qué puedo


saber?”. Ahora nos enfrentamos a la siguiente: “¿qué debo hacer?”. Son preguntas esencialmente
distintas, que sitúan el pensamiento en dos dimensiones opuestas e intransferibles – aunque
vinculadas: la teoría y la praxis.

La filosofía moral – la ética – se ha ocupado siempre de la praxis humana. Generalmente ha sido


una ética de los bienes y los fines, que situaba la norma de la moralidad indirectamente en la
naturaleza humana y mediatamente en Dios – autor de la naturaleza y fundamento último de todo
lo existente. Pero una tal ética metafísica no implica que los valores morales dependan del querer
arbitrario de Dios; claro que Dios no puede negar el orden establecido por Él mismo en la
creación, pero las cosas no son buenas o malas porque Dios las mande o las prohíba, sino que si
las manda o las prohíbe es porque son buenas o malas en sí mismas.

En este sentido, lo ético tiene que ver con el conocimiento: la moral supone el conocimiento de
Dios y del hombre, y de lo que es bueno y malo, y un tal conocimiento se halla inscrito en la
conciencia de todo hombre, siendo objeto de un saber particular que se ocupa de todo lo que se
debe y no se debe hacer.

La concepción kantiana se opone a esta postura teórica. Para Kant, la praxis ética es algo más
primario que la ciencia; pertenece a todo hombre, y no depende del conocimiento – ello
significaría privilegiar al docto frente al ignorante, ni tampoco del conocimiento de Dios – no se
sabe si existe: la certeza a su respecto, de hecho, está ligada a la praxis ética, y brota
inmediatamente de ella. Hablaremos, pues, de una ética autónoma, que no pasa por el
conocimiento, y que tiene lugar por el hecho de que el ser humano es un ser racional, para el que
tiene sentido la determinación de la propia conducta, El hombre, en Kant, es un ser racional finito,
que precisa de principios a priori para determinar su conducta – igual que los necesita para
determinar su conocimiento.

2.2.- Preliminares – alcance y planteamiento de la Crítica de la razón práctica

(p.204) El hombre es un ser racional finito. Es razón, peor también sensibilidad. Solo para
el hombre es posible el deber. La conciencia del deber es, al mismo tiempo, expresión de su
grandeza sobrehumana y sello de su finitud esencial. Porque es razón, pero también sensibilidad,
cabe el desacuerdo entre pensamiento y voluntad – no cabe en el caso de Dios, pura razón, para
quien el querer coincide necesariamente con la ley (y no hay tal cosa como el deber): por eso el
deber tiene sentido – y así sus imperativos.

En el ser humano, entre el querer y el deber se interponen las inclinaciones de la sensibilidad, que
le mueven a acciones contrarias a los imperativos racionales. Su voluntad no es santa, sino que
ha de hacerse santa respetando en su conducta la ley santa e inviolable. Para ello, ha de
sobreponerse a sus inclinaciones, y ello no lo hace el hombre con gusto, sino que hay en su
interior una lucha con el fin de acatar la ley moral.

Los deseos y las inclinaciones descansan en causas físicas. Ellos no concuerdan con la ley moral,
porque las fuentes de ambos son totalmente diferentes. Es decir: la moralidad no es la
racionalidad necesaria de un ser infinito, sino la racionalidad posible de un ser finito – que puede
dejarse guiar por la razón o por las inclinaciones de su voluntad. La moralidad está a medio
camino entre la pura sensibilidad y la pura racionalidad. En la posibilidad de acción consiste la
libertad que hace del hombre un ser moral.
(p.205) Crítica significa examen de las posibilidades y pretensiones de una facultad, a fin de
revelar los límites dentro de los cuales su uso es legítimo. En ocasiones, la facultad en cuestión se
empeña en salir de su ámbito; ya sabemos lo que ocurre cuando esto lo hace la razón como
facultad del conocimiento en general: siendo que solo puede moverse legítimamente dentro de los
límites de la experiencia posible, cuando sale de su jurisdicción se extravía por caminos
imposibles, que no conducen a ninguna parte.

Esto vale para el uso teórico de la razón, pero, ¿qué hay del práctico? Teoría y práctica son, a
decir de Kant, dos funciones de la misma facultad, que procede siempre por principios a priori, y
que es, por tanto, siempre pura – independiente de toda experiencia sensible. Si la razón teórica
se ocupa de lo conocido, la razón práctica se va a ocupar de lo querido o lo decidido: no pretende
conocer, sino ponerse al servicio de la acción – dirigir la voluntad.

(p.206) Estamos ante la distinción clásica entre saber y saber hacer. Por ello los actos propios de
la razón práctica son imperativos: a su través la razón dicta sus normas a la voluntad y señala el
camino del buen hacer moral.

Ahora bien, la crítica no parece estar justificada en el caso de la razón pura práctica. En el de la
razón teórica sí, porque pretendía aplicar sus funciones trascendentales – los hechos puros de la
razón – a objetos distintos de ella; la función teórica de la razón se lleva a cabo sobre la
experiencia, y en seguida engendraba desconfianza, porque pretendía referirse a una realidad en
sí, más allá de las fronteras de la experiencia. Pero la razón pura práctica ni tiene ni puede tener
tal pretensión: su misión consiste en dirigir la voluntad desde sí misma, sin contar con experiencia
alguna. Tiene, pues, la razón pura práctica pleno derecho a conducirse del modo en que lo hace:
por sí misma demuestra su realidad y la de sus conceptos, no habiendo, pues, lugar para
cuestionar su posibilidad – quedando, pues, libre de toda crítica.

En la primera Crítica se somete a juicio el uso puro teórico de la razón, ilegítimo en tanto
trascendente; en la segunda Crítica se enjuicia el uso empírico práctico de la razón, también
ilegítimo, en tanto trascendente. Es decir: no estamos ante una crítica de la razón pura-práctica –
la cual, si se demuestra que es posible, no requiere de crítica alguna, pues ella misma contiene la
regla para su uso, sino ante una crítica de la razón práctica. Se establece la relación inversa a la
que se establecía en el caso del uso especulativo de la razón pura: lo que hemos de suprimir es la
pretensión de la razón empíricamente condicionada de querer proporcionar ella sola el
fundamento de determinación de la voluntad – solo el uso de la razón pura, una vez decidido que
la hay, es inmanente; el empíricamente condicionado, que se arroga el dominio exclusivo, es
trascendente, manifestándose en exigencias y mandatos que exceden totalmente su esfera.

(p.207) A la luz de lo anterior, resulta que la razón pura teórica tiene la posibilidad de adentrarse
en el mundo nouménico-inteligible – inaccesible para la razón pura práctica – sin salirse de su
esfera propia de realidad. Lo que faltaba a las ideas trascendentales para realizarse legítimamente
era la posibilidad de recurrir a una intuición – posibilidad que quedaba fuera del alcance de la
razón teórica, por carecer de intuición intelectual (y por no haber intuición sensible posible de la
realidad nouménica de las tres ideas trascendentales – si es que una tal realidad existe). Era
imposible para la razón pura teórica sacar a las tres ideas trascendentales de su indeterminación
objetiva; ante la realidad trascendente de sus objetos hipotéticos, a la razón teórica le quedaban
solo dos opciones: 1) abstenerse de toda posibilidad teórica; 2) afirmarla por un motivo extraño al
conocimiento. Se trata de un problema sin solución desde el punto de vista teórico, pero no así
desde el práctico – donde la solución se halla en el plano de las exigencias de la acción moral.
Claro que la acción no suple el defecto de una intuición, y, por tanto, las ideas trascendentales no
van a recibir ninguna determinación teórica nueva, pero sí que van a ser investidas de la realidad
inmediata de la propia acción, y entonces podrán ser puestas no hipotética, sino asertóricamente,
en el plano inteligible del noúmeno. La praxis nos permite dar el paso que separa la simple
posibilidad lógica de la realidad objetiva.

Lo anterior es válido en caso de que la acción no sea determinada por condiciones empíricas; en
tal caso, sería una acción puramente subjetiva y condicionada, cuyo valor se limitaría a las
conveniencias del sujeto agente. La objetividad de las ideas trascendentales viene dada por la
acción a priori y la absolutez de las condiciones que la determinan: este es el supuesto de la
Crítica de la razón práctica – que la razón pura determina a priori y absolutamente la voluntad al
margen de motivaciones empíricas (como el agrado y el desagrado). Una tal acción no necesita
justificación: se justicia a sí misma haciéndose real. Por ello, la acción pone en la realidad a su
objeto y sus condiciones de posibilidad, y, en la medida en que las ideas trascendentales se
manifiesten como condiciones de posibilidad de la acción moral, participan del mismo valor de
realidad que ella – hallando, así, en el plano práctico la determinación objetiva que no pudieron
hallar en el teórico.

(p.208) La segunda Crítica, publicada en 1788, tras la Fundamentación de la metafísica de las


costumbres (1785), es una metafísica de las costumbres – igual que la filosofía crítica era una
metafísica de la naturaleza. La primera metafísica habla de las leyes de lo que es; la segunda, de
las leyes de lo que debe ser conforme al deber moral,

Se divide la Crítica de la razón práctica en analítica – sobre los principios a priori prácticos – y
dialéctica – sobre la autonomía de la razón práctica. No hay estética, porque la razón pura
práctica procede al margen de la experiencia. El planteamiento de ambas Críticas es paralelo: en
la primera, supuesta la realidad de las ciencias físico-matemáticas, Kant se pregunta por sus
condiciones de posibilidad – el problema se concreta en la pregunta por la posibilidad de los
juicios sintéticos a priori teóricos; en la segunda partimos también de la existencia de un hecho de
la razón pura – la obligación moral, que pesa sobre cada hombre, prescribiendo un imperativo
racional; la cuestión es cómo es posible una tal obligación moral – y, dado que el imperativo moral
reúne las características de un juicio sintético a priori práctico, nos preguntaremos cómo son
posibles tales juicios. La diferencia es que en la primera Crítica partimos de un hecho que nos da
a conocer algo que ya es (la certeza de las ciencias), mientras que en la segunda Kant parte de
un hecho que nos impera algo que debe ser o hacerse – la obligación moral. En la primera Crítica,
decía Kant: “es, luego puede ser; en la segunda: “debo, luego puedo”.

En las dos obras resolvemos el problema mediante el método trascendental: se parte de un hecho
dado y se buscan sus condiciones de posibilidad. Pero el alcance de un tal método es distinto en
cada una de las Críticas, según el punto de partida respectivo – la teoría o la praxis. La primera
Crítica nos emplazaba en el plano fenoménico; la segunda, en el nouménico; la acción
fenoménica – relativa – carece de sentido: ha de ser absoluta (la praxis es siempre real, y solo se
ejerce sobre realidades).

2.3.- El hecho de lo moral

(p.209) La analítica de la razón pura teórica investigaba los principios a priori del
conocimiento; la de la razón práctica, los de la praxis ética – el imperativo moral. La moral
kantiana no se apoya en ningún principio teórico, sino en un faktum: el hecho moral (de la pura
razón). Por medio del imperativo moral, la razón pura práctica puede determinar por sí misma, con
independencia de todo dato empírico, la voluntad.

La razón pura teórica nos remitía también a un faktum – la función trascendental del sujeto; este
hecho contenía las condiciones de posibilidad del conocimiento, pero solo en tanto podía recurrir a
la intuición sensible – solo, pues, para objetos de la experiencia. La ley moral, en cambio, no
proporciona ninguna visión de realidades que trasciendan la experiencia, pero sí un hecho
absoluto que escapa a la jurisdicción de la razón teórica y los datos sensibles, y que no solo
anuncia un mundo puro del entendimiento, sino que lo determina positivamente, dándonos a
conocer algo de él: la ley. La ley moral no necesita ser deducida teóricamente ni comprobada por
la experiencia; es un hecho puro de la razón, que se impone por sí mismo a la conciencia del
hombre libre, y del cual tenemos conciencia a priori – que es cierto apodícticamente, a pesar de
los pesares.

(p.210) El elemento fundamental de la ley moral viene dado por la conciencia del deber: la
necesidad de obrar respetando la ley. El deber es la expresión del hecho moral originario, que se
manifiesta como un imperativo – es decir, que obliga, al margen de toda inclinación sensible. No
hay deber – deber ser – en la naturaleza, pues en ella, dominada por la ley férrea de la causalidad
(por la necesidad), las cosas son siempre lo que son y lo que han de ser. Precisamente por ello, la
presencia del deber en el hombre es un hecho que lo eleva por encima del mundo sensible – que
lo acerca a la esfera de lo inteligible. El deber brota de la libertad y de la propia razón, y redime al
hombre, desvinculándole de las determinaciones naturales, situándole a medio camino entre dos
mundos.

2.4.- Los principios del orden moral

(p.211) La razón, según Kant, puede determinar la voluntad por medio de principios
prácticos – unos principios que, aquí, equivalen a los juicios sintéticos a priori de la primera
Crítica. El análisis de estos principios es el objeto de la primera parte de la obra.

Los principios prácticos de la razón son proposiciones que encierran una determinación universal
de la voluntad. Son subjetivos (máximas) cuando implican una condición que el sujeto considera
como válida solo para su voluntad, y objetivos (leyes) cuando la condición implicada sirve para
todo ser racional. La máxima se la impone a sí mismo un sujeto, a sabiendas de que no puede ser
elevada a la categoría de ley, pues carece de universalidad y necesidad; la ley, por el contrario,
expresa la necesidad objetiva de la acción, de modo que, en caso de que la razón determinase
totalmente la voluntad, la acción ocurriría indefectiblemente.

(p.212) A la ley necesaria la denomina Kant imperativo. Las máximas no son leyes en caso
alguno. En el caso de los imperativos hay que introducir una distinción: cuando son condicionados
(cuando comandan la voluntad solo en función de un determinado efecto) tampoco llegan al nivel
de la ley - son imperativos hipotéticos, que ordenan una acción con arreglo a un fin, pero no
porque sea en sí misma buena (se trata de una necesidad relativa: para conseguir B es
necesariamente preciso obrar de la forma A). Solo cuando la regla se refiere no a un fin concreto y
a los medios precisos para su consecución, sino únicamente a la propia voluntad, podemos hablar
de un imperativo categórico – un mandato que prescribe un determinado modo de actuar a la
voluntad de manera absoluta e incondicional, como objetivamente necesario en sí mismo. Los
principios prácticos del orden moral solo pueden ser imperativos categóricos, a juicio de Kant,
porque solo el imperativo categórico tiene el carácter de absolutez incondicionada propio de la ley
moral

(p.213) Ahora la cuestión es determinar el imperativo categórico, para que sea verdaderamente
una regla de acción con validez universal y necesaria. Paradójicamente, Kant empieza por afirmar
que la clave de la determinación del imperativo consiste en su indeterminación (objetiva): para que
pueda mandarlo todo no ha de mandar propiamente nada. Para comprender tal afirmación hemos
de examinar la materia y la forma de la ley moral.

Kant va a formular ahora dos teoremas – con una consecuencia final: 1) todos los principios
prácticos que implican una materia de la facultad de desear (un objeto que es apetecido) como
fundamento de la determinación de la voluntad (como precedente de la norma y condición para
adoptarla) son empíricos, y no pueden erigirse en ley práctica; 2) todos los principios prácticos
materiales pertenecen al principio universal del amor propio o de la propia felicidad (lo que busco
obrando con arreglo al deseo es placer de alguna clase). El anhelo de felicidad es connatural al
hombre, pero incompatible con la universalidad de la ley – la necesidad que impone, en caso de
hacerlo, es subjetiva, pero objetivamente lo impuesto será contingente, pues se fundamenta en el
placer, y carece de significación moral.

(p.214) Además, tratar de convertir el anhelo de felicidad en ley moral con valor universal
conduciría al enfrentamiento entre los hombres. La consecuencia que se extrae de los dos
teoremas anteriores es que en la facultad de desear hay una división fundamental: las reglas
prácticas materiales ponen el fundamento de la determinación de la voluntad en la facultad inferior
de desear, mientras que la ley (meramente formal) de la voluntad que la determina subjetivamente
implica una facultad superior de desear. La facultad inferior de desear es aquella que determina el
querer de la voluntad a posteriori, por el sentimiento de placer – no hay en ella objetividad alguna,
independientemente de si las representaciones enlazadas con el sentimiento de placer tienen su
origen en la sensibilidad o en el entendimiento y la razón; la facultad superior de desear es la que
lo hace a priori, en base a un principio de la pura razón.

Entonces, si hemos de pensar las máximas como leyes prácticas universales, solo podemos
hacerlo como principios que contengan el fundamento de determinación de la voluntad según la
forma – no según la materia. De la materia de los objetos del deseo extraemos solo principios
subjetivos que determinan el querer de la voluntad en función del sentimiento de placer;
descartada la materia solo queda la forma – la mera forma – de la ley: la ley moral no puede tener
por contenido más que la propia forma – su propio carácter de ley, pues cualquier determinación
material sometería a la voluntad a condiciones empíricas, destruyendo la universalidad y la
necesidad que son propias de la ley – y de aquí la afirmación paradójica de que la determinación
del imperativo categórico consiste en su indeterminación.

2.4.- Formulaciones del imperativo moral

(p.215) El imperativo categórico es la ley fundamental de la razón práctica. Determina la


voluntad al margen de todo contenido material, por la mera forma de la ley – por la mera norma de
obrar de acuerdo a una ley universal y necesaria. La formulación del imperativo categórico es la
siguiente: obra de tal como que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, a la vez, como
principio de una legislación universal. La única determinación de esta ley es su indeterminación,
que la hace universal y necesaria; lo único que impone es que toda acción se conforme a la ley
moral.

(p.216) En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant justifica el imperativo


categórico a partir de la idea de buena voluntad. A diferencia del juicio, el valor, el poder, el
autodominio, la salud, la inteligencia, etc., la buena voluntad es absolutamente buena – no solo
deseable, y no cabe la posibilidad de su perversión (por ejemplo, en el caso de un uso malvado).
La buena voluntad toma de sí misma – del mismo querer – todo su valor; ha de ser considerada
como el bien supremo, y por ello la razón, en tanto facultad práctica que ha de dirigir la voluntad,
se orientará a la producción de la buena voluntad – no como medio, sino como fin en sí misma. Es
a través del deber que la razón puede lograr tal cosa, pues el cumplimiento del deber es lo que
hace a una voluntad buena.

(p.217) Pero no basta obrar con arreglo al deber. Hay que hacerlo por mor del deber, siendo el
deber no una referencia, sino una causa. El valor de una acción radica exclusivamente en la
medida en que se hace por deber, y solo la voluntad que obra por respeto a la ley puede llamarse
buena absolutamente. Y dado que no hay en la voluntad otro principio de acción que no sea el
mero respeto a la ley, dicha ley la habremos de formular de esa manera indeterminada – obra de
tal como que puedas querer que tu máxima se convierta en ley universal. La voluntad se ha de
dirigir por el único principio de la conformidad de la acción con una ley universal.

La moral está, pues, al alcance de todo hombre juicioso, pues el único principio de determinación
de una acción es la exigencia de universalidad. Pero, cuidado (p.218): la cosa no se reduce a si la
máxima de la acción en cuestión, al universalizarse, plantea o no contradicciones. Kant va a
distinguir entre: 1) las contradicciones intrínsecas a la misma máxima – acciones tales que la
máxima que las preside no puede pensarse sin contradicción como ley universal de la naturaleza,
en cuyo caso, la contradicción afecta a la propia máxima, en cuanto es formulada universalmente;
2) contradicciones que afectarían más bien a la voluntad que las toma como norma – la
imposibilidad intrínseca falta, pero, aún así, sigue siendo imposible universalizar la máxima como
ley de la naturaleza, porque la voluntad entraría en contradicción consigo misma. Veamos.

El que pudiera querer suicidarse, harto de las desgracias de la vida, encontraría que, al
universalizar una tal máxima de la acción, ésta se destruiría a sí misma, porque establecer como
ley la destrucción de la vida es una contradicción en los términos. Por otro lado, universalizar una
máxima tal como la inacción ante la desgracia no comprometería la misma vida humana, y por
tanto no estaríamos ante una contradicción de la propia máxima, pero es evidente, sin embargo,
cualquier voluntad que aceptase una tal máxima como ley se contradiría a sí misma – la máxima
puede universalizarse sin contradicción lógica, pero la voluntad que la afirmase como universal
caería en una contradicción consigo misma (p.219).

La ética de Kant es, pues, formalista. El formalismo de la moral kantiana ha recibido innumerables
críticas, sobre todo vinculadas a la imposibilidad de dar contenido a los principios éticos. Hegel es
uno de los autores que más duramente critica a Kant en este punto; en la Fenomenología del
espíritu acusa al formalismo kantiano de ser una mera pirueta lógica: la razón de Kant no es
legisladora, como él quería, sino en verdad tan solo examinadora, y el examen que lleva a cabo,
en tanto meramente formal, es también tautológico. Kant pone como ejemplo, en un momento
dado, el caso de la apropiación de un depósito propiedad de alguien que muere y no deja escrito
quién ha de ser su nuevo dueño. Hegel afirma que la reflexión kantiana presupone ciertas
determinaciones dadas, como, en este caso, el derecho de propiedad, y que lo único que habría
de hacer quien quisiese apoderarse sin contradicción moral de ese depósito en el limbo es dejar
de considerarlo ajeno (p.220). No obstante, y aunque la apreciación de Hegel podría darse por
buena, pero podríamos decir, en defensa de Kant, que el formalismo compromete a quien quiere
comprometerse: de acuerdo, admitiendo la propiedad es contradictorio apoderarse del depósito, y
cambiar de opinión al respecto nos salvaría de la contradicción, pero el que obra así demuestra
carecer de compromiso moral.

Hay, por otro lado, en la Fundamentación… dos formulaciones alternativas del imperativo
categórico, que implican, dicho sea de paso, la introducción de la noción de fin en sí. La primera
formulación habla de la voluntad como una facultad solo presente en los seres racionales, y que
consiste en determinarse a sí misma para obrar conforme a la representación legal. Un fin es
aquello que sirve de objetivo a la voluntad autónoma; un medio, en cambio, aquello que solo
contiene el principio de posibilidad de la acción pretendida. Los fines materiales, efectos que un
ser racional propone para su acción, son relativos: no pueden proporcionar principios universales
y necesarios – leyes prácticas – al querer, y por ello solo conducen a imperativos hipotéticos – el
fundamento del imperativo categórico habría de buscarse en algo que tenga valor absoluto en sí
mismo.

Los seres cuya existencia no depende de la voluntad, sino de la naturaleza, y que no son
racionales, tiene tan solo valor relativo, como medios, y por eso se les llama cosas. La
denominación de persona solo vale para aquellos cuya naturaleza crea en sí sus fines; las
personas no pueden concebirse como medios, y su libertad se erige como objeto de respeto. Las
personas son fines objetivos (en sí), con una existencia valiosa en sí misma – como fin que no
puede subordinarse a otro y convertirse en un medio. De ahí la máxima: obra de tal modo que
trates siempre a la humanidad, ya en tu persona, ya en la de los demás, no solo únicamente como
medio, sino también al mismo tiempo como fin (p.221). La formulación no es arbitraria: tenemos
que usar a las personas como medio, como cuando contratamos a un pintor, pero, a la vez, hemos
de respetarlas como fines en sí mismas.

A la luz de lo dicho, Kant se plantea el grado de moralidad del ejército, pero también, y sobre todo,
el problema del suicidio – que Kant, dicho sea de paso, trata con una originalidad inusitada. El
suicidio implica tomarse a uno mismo como fin, y no como medio, y por lo tanto es inmoral. Se
trata de un fenómeno exclusivamente humano, pues, entre otras cosas, el hombre es el único que
da valor a su vida – los animales no lo hacen y Dios está más allá del valor. El hombre es, pues, el
único ser llamado a dar sentido a su vida; puede suicidarse, pero eso implicaría una contradicción,
una enajenación de su personalidad, pues de hecho vive, existen deberes para él, y no puede
desligarse de sus obligaciones – no es esa la manera adecuada de ejercer la libertad y la
responsabilidad. El suicidio implica reducir a la nada el sujeto de la moralidad, expulsarla del
mundo, disponer de sí mismo como un simple medio en orden a un fin – degradar al homo
noumenon a la categoría de homo phaenomenon (la persona y la humanidad al hombre).

(p.222) La tercera formulación del imperativo categórico es una prolongación de las anteriores.
Según la primera, el principio de toda legislación práctica reside en la forma universal que le da su
carácter legal; según la segunda, el sujeto de todos los fines es la persona como fin en sí. De aquí
surge la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora: la
voluntad no es esclava de una ley extraña, sino que se la da a sí misma, y se somete a ella por
reverencia a su autoría y a la magnanimidad de su obra. La tercera fórmula reza: obra de tal
suerte que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma como legisladora universal.
Toda norma de conducta que no concuerde con la autolegislación universal de la voluntad ha de
rechazarse.

2.5.- La autonomía de la voluntad

Estamos pensando la voluntad como independiente de condiciones empíricas, de fines


particulares como móviles de la acción. La voluntad es determinada por la mera forma de la ley, y
he aquí la suprema condición de todo imperativo. La razón pura se revela como legisladora
originaria, y, por lo tanto, autónoma.

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