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La Cara Oculta Del Misterio

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Hay

misterios que se nos presentan como reales y no lo son. ¿Qué hay


detrás de la leyenda de la Atlántida, de las calaveras de cristal, de las
abducciones, del espiritismo, de la cirugía psíquica o de las caras de
Bélmez? La cara oculta del misterio se ocupa de algunos enigmas de los que
casi todo el mundo ha oído hablar y que resultan seductores porque implican
la existencia de fenómenos y entes sobrenaturales.

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Luis Alfonso Gámez

La cara oculta del misterio


Un viaje desde los aeropuertos prehistóricos hasta el fin del mundo

ePub r1.2
efedoso 20.10.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: La cara oculta del misterio
Luis Alfonso Gámez, 2010
Ilustraciones: Iker Ayestarán

Editor digital: efedoso


ePub base r1.2

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A mi familia

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Pasión por el misterio
A todos nos atrae el misterio. Las películas, las series de televisión y las novelas de
intriga cuentan con seguidores por millones. Y la ciencia avanza por el ansia del ser
humano de aclarar misterios, desde de dónde venimos hasta por qué enfermamos,
pasando por qué hace que el clima cambie y cómo funciona nuestro cerebro. Cada
vez que los científicos desvelan un misterio, aprendemos algo sobre el Universo y
sobre nosotros mismos. Pero hay misterios que se nos presentan como reales y no lo
son. De esos es de los que se ocupa este libro, de algunos enigmas de los que casi
todo el mundo ha oído hablar y que resultan seductores porque implican la existencia
de fenómenos y entes sobrenaturales.
No conozco a nadie que no se sienta intrigado por un buen enigma y que no
quiera aprender más sobre él. Yo me introduje en el mundo de lo paranormal hace
treinta años, en la adolescencia, interesado por la posibilidad de que nos visitaran
seres de otros mundos. Me volqué en la lectura de libros y revistas sobre platillos
volantes. Creía entonces que lo que contaban los ufólogos, los expertos en ovnis,
tenía una base real. Con los años, me di cuenta de que esa base real existía, pero
deformada hasta tal punto que, una vez que el experto de turno entraba en escena,
cualquier fenómeno podía volverse inexplicable. Porque basta con seleccionar
cuidadosamente los datos a incluir en el relato para hacer de un suceso vulgar y
corriente, como la visión de una estrella o un sueño, algo misterioso. Eso es lo que
me llevó a desconfiar de los ufólogos, primero, y del resto de los expertos en lo
paranormal, después.
La transición de adolescente crédulo a adulto escéptico fue una rápida sucesión de
desengaños, de autores derribados de sus pedestales como las estatuas de Lenin en
Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Primero, cayeron los ufólogos.
Luego, según fui escarbando en otros misterios, les siguieron los parapsicólogos, los
arqueólogos fantásticos, los periodistas de misterios… El proceso fue más largo de lo
que puede ser hoy para un joven porque a principios de los años 80 del siglo pasado
no existía Internet y las lecturas que dejaban desnudos a los emperadores del misterio
tenían que ser localizadas en catálogos de papel y pedidas al otro lado del Atlántico
por correo convencional. Por fortuna, eso ha cambiado; pero, aún así, hay tanta
información en la Red que muchas veces es difícil diferenciar la que merece la pena
de la que no, las fuentes fidedignas de las que no lo son. Antes no había información
fidedigna accesible; ahora la hay, pero está mezclada con toneladas de basura. Es el
reto al que se enfrentan quienes en la actualidad buscan respuestas por su cuenta.
Este libro reúne 42 reportajes sobre otros tantos misterios que publiqué en el
diario El Correo durante el verano de 2008. No es habitual que un periodista que
cubre la información de ciencia escriba sobre fenómenos paranormales. Yo lo hago
siempre que puedo porque los misterios atraen la atención de mucha gente
sinceramente curiosa y porque buscar explicación a lo aparentemente inexplicado

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resulta divertido. No hay nada tan gratificante como aprender. Cuando me propuse,
por ejemplo, averiguar qué había detrás de la leyenda de la Atlántida, la historia de
las calaveras de cristal y la cirugía psíquica, sabía muy poco acerca de cada uno de
esos enigmas. Al acercarme a ellos, acabé descubriendo historias apasionantes. Es
algo que me pasó durante la redacción de cada uno de los capítulos de este libro,
estuviera intentando saber qué hay de verdad en los relatos bíblicos o en que solo
usamos el 10 % del cerebro.
Si una obra como esta tiene algún sentido, es que haya gente que pueda encontrar
en sus páginas respuestas a preguntas que todos nos hemos hecho alguna vez. No
pretendo —sería ingenuo y contraproducente— que me crean sin más. Me basta con
que sean conscientes de que las cosas no son siempre como nos las cuentan en los
medios de comunicación y en los libros, que conviene pararse a pensar de vez en
cuando para evitar que nos engañen. En el mundo del misterio, hay una ley que
funciona para identificar al mentiroso, la de la fama. Cuanto más conocido es un
ufólogo, un parapsicólogo o un periodista esotérico, menos hay que fiarse de él.
Apliquen esta máxima cuando se expongan a lo extraordinario y evitarán muchos
engaños.
Ha habido mucha gente sin la cual este libro no hubiera sido posible: mis jefes de
El Correo, que aceptaron mi propuesta de dedicar una página del diario durante más
de mes y medio a desvelar algunos conocidos misterios; mis compañeros de sección,
quienes no solo revisaron cuidadosamente los originales, sino que además me dieron
ideas de posibles temas a tratar; el equipo de diseño del periódico, que me aguantó y
resolvió las páginas de un modo fantástico; Iker Ayestarán, cuyas ilustraciones son
una maravilla; el historiador José Luis Calvo, quien me aclaró muchas dudas y
corrigió numerosos errores; Fernando L. Frías, Julio Arrieta, Ricardo Campo y Luis
R. González, que hicieron también interesantes aportaciones; Mikel Iturralde, director
de El Correo Digital y ante todo amigo, quien se leyó algunos textos e hizo oportunas
puntualizaciones; y el historiador Manuel Montero, quien creyó en este libro y me
puso en contacto con la Editorial Comares, que en 2010 publicó la versión en papel
de este libro. A todos ellos, mi más sincero agradecimiento. He contado con el
indispensable apoyo de mis padres, hermanos, esposa y amigos, que han soportado
mis excentricidades durante décadas. Además de su respaldo, la periodista Luisa
Idoate, mi esposa, tuvo la paciencia de leer todos los originales y hacer sugerencias y
correcciones que los mejoraron. Cualquier error es exclusiva responsabilidad mía.

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Un aeropuerto prehistórico
Una gran obra puede estar a la vista y que, sin
embargo, nadie la vea. Es lo que pasó con las pistas
de Nazca durante siglos. Pedro de Cieza de León
vio en el siglo XVI «señales en algunas partes del
desierto que circunda Nazca», pero la ciencia no las
descubrió hasta que el hombre empezó a volar.
Aunque se ven parcialmente desde las colinas
próximas, los primeros en distinguirlas fueron pilotos militares y civiles peruanos, y
arqueólogos como Toribio Mejía Xesspe, quien ya las investigó en 1927. Luego
llegaron el historiador estadounidense Paul Kosok, quien se encontró en 1939 con un
enigma que le entusiasmó hasta su muerte en 1959, y su discípula la matemática
alemana Maria Reiche (1903-1998), que dedicó 60 años al estudio de los geoglifos.
Las líneas y figuras de Nazca ocupan más de 500 kilómetros cuadrados del
desierto peruano, a unos 350 kilómetros al sureste de Lima. Casi solo las conocían los
historiadores hasta que el escritor suizo Erich von Däniken llamó en 1968 la atención
sobre ellas en Recuerdos del futuro, libro del cual vendió millones de ejemplares[1].
Las consideraba una de las pruebas de que el hombre había recibido en la Antigüedad
la visita de extraterrestres que habían influido en la Historia. En esa visión del mundo
y del pasado, Nazca era un complejo para el aterrizaje de las naves de unos visitantes
que el ser humano había después convertido en dioses.
«Si uno vuela sobre la llanura de Nazca, divisará unas líneas gigantescas de trazo
geométrico; algunas corren paralelamente, otras se entrecruzan o dibujan grandes
figuras trapezoidales. La arqueología dice que son carreteras incas. Absurda lógica.
¿Para qué hubieran necesitado los incas carreteras paralelas y entrecruzadas cuyo
trazado comienza y termina inopinadamente en una planicie?», se preguntaba Von
Däniken antes de concluir que el conjunto «sugiere la idea de un aeródromo».
Contemplaba la posibilidad de que se hubieran dibujado mediante el traslado a un
«gigantesco plano» de modelos a escala; pero también apuntaba a que podían haber
sido trazadas «siguiendo instrucciones transmitidas desde una aeronave». Había
nacido el aeropuerto prehistórico de Nazca.
La idea fue pronto refutada. Y es que no cuadraba con unos visitantes prodigiosos
que sus naves necesitaran de largas pistas, algo propio de los vulgares aviones
terrestres. Como recuerda el historiador William Stiebing en su obra Astronautas de
la Antigüedad, Von Däniken alude «a los aparatos de despegue vertical» en su
interpretación de la visión bíblica del profeta Ezequiel como la de una nave de otro
mundo, pero se olvida de ese tipo de vehículos en Nazca (¿será que la tecnología
alienígena sufrió entre tanto una involución?)[2]. Además, tampoco las pistas podían
garantizar aterrizajes seguros, porque se hicieron retirando a un lado las piedras

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superficiales abrasadas por el sol durante millones de años y dejando al aire el suelo
de debajo, más claro. Las rocas sobrantes están amontonadas todavía cerca de las
líneas que forman las pistas y figuras.
Tras demostrarse lo descabellado de su idea, Von Däniken —de profesión,
hostelero— reculó, pero solo parcialmente. Dijo que nunca había sostenido que
Nazca fuera un aeródromo y pasó a defender que se trataba de una obra indígena
concebida con el objeto de propiciar la vuelta de los dioses extraterrestres. Así se
explicaba que las pistas —hechas, según él, a imitación de las rodadas dejadas por las
naves alienígenas— compartieran espacio con figuras como el mono, el colibrí, la
araña, la ballena, el cóndor y el resto de animales inmortalizados en la llanura. Porque
parece bastante difícil presentar como una pista de aterrizaje la espiral de la cola de
un mono, por mucho que el simio mida 135 metros, o el zigzagueante cuello de un
gigantesco pájaro de 300 metros.
La coincidencia de los motivos de la cerámica nazca con las figuras dibujadas en
la llanura ha llevado a lo arqueólogos a concluir que las líneas fueron hechas entre
200 antes de Cristo (a. C.) y 600. Los nazcas pudieron usar cuerdas para no desviarse
en el trazo de las cerca de 1000 rectas —algunas de varios kilómetros de largo— y
dibujaron las cerca de 800 figuras animales mediante la traslación de modelos
realizados a escala a grandes cuadrículas hechas con estacas y cordeles. Luego, el
excepcional clima de la región —donde prácticamente no llueve— premió el ingenio
de aquellos humanos preservando su obra. Hoy en día, sigue casi sin llover en Nazca,
pero los dibujos, que fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en 1994, pueden
acabar desapareciendo.
«Lo que se ha conservado por tantos siglos ahora está en peligro de borrarse. Las
pampas son cruzadas por camiones que muelen la tierra compacta hasta convertirla
en fino polvo que se levanta en altas columnas blancas producidas por los
ventarrones, destruyéndose así el fondo sobre el que los dibujos pueden distinguirse»,
lamentaba en su día Reiche. La autopista panamericana cortó en los años 70 la cola
del lagarto y, en los últimos treinta años, las rodadas de todoterrenos han destrozado
también la del mono y la figura del pez. El hombre está destruyendo información que
puede ser clave para explicar este misterio; porque, aunque sin extraterrestres, el
enigma de Nazca existe.
Nadie sabe con qué fin se crearon las líneas. Se han propuesto muchas teorías,
desde la de Mejía Xesspe de que estaríamos ante caminos rituales hasta la de Kosok y
Reiche de que podía tratarse de un gigantesco calendario, pasando por la del telar de
Henri Stierlin[3]. Ninguna ha sido probada. Curiosamente, a pesar de lo que afirma
Von Däniken, los arqueólogos descartaron desde el principio que se tratara de
carreteras y que fueran incas nunca lo han contemplado, porque los incas todavía no
existían cuando fueron hechas. Es posible que los nazcas solo quisieran que su obra
se viera desde el cielo porque consideraban que en las alturas está la morada de los
dioses, idea que han compartido muchos humanos.

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Aluniza como puedas
Millones de personas no se creen que Neil
Armstrong, Buzz Aldrin y otros diez hombres
pisaron la Luna entre 1969 y 1972. El ingeniero
espacial y escritor James E. Oberg calcula que en
Estados Unidos hay un 10 % de incrédulos y, hace
seis años, una encuesta entre universitarios del país
revelaba que el 27 % duda seriamente de que las
cosas ocurrieran como las cuenta la NASA. Para
toda esa gente, los alunizajes se rodaron en un
estudio de cine porque las imágenes son demasiado
nítidas, no se ven las estrellas, las banderas ondean
y, si de verdad el hombre hubiera llegado a la Luna,
habría seguido viajando al satélite.
Resulta chocante, ciertamente, que hoy
tengamos problemas para que un puñado de
hombres vuelvan sanos y salvos de la Estación
Espacial Internacional, cuando se encuentra a solo 400 kilómetros de altura, una
milésima parte de la distancia de la Tierra a la Luna. ¿Cómo se explica que el
transbordador espacial corra peligro de desintegrarse durante la reentrada en la
atmósfera y que con ninguna cápsula Apollo pasara algo parecido? Muy
sencillamente, responden los incrédulos: el proyecto Apollo fue un montaje, y las
naves caían al Pacífico, en realidad, desde un avión.
La teoría de la conspiración fue formulada en 1974 por Bill Kaysing en su libro
We never went to the Moon (Nunca fuimos a la Luna)[4]. Empleado de Rocketdyne, la
firma que desarrolló los motores del cohete Saturno 5, decía que la farsa empezó a
urdirse cuando la NASA se convenció de que no iba a poder poner a un hombre en el
satélite antes de que acabara la década de los 60, en contra de lo anunciado por John
F. Kennedy ante el Congreso de Estados Unidos el 25 de mayo de 1961. El engaño
había culminado con la simulación de los seis alunizajes en unas instalaciones
cercanas a Las Vegas. El autor de We never went to the Moon sostiene que hubo quien
intentó contar la verdad y lo pagó con la vida, como Virgil Grissom.
Cuando el astronauta a quien debe su nombre el más popular de los forenses
descubrió lo que se tramaba en los pasillos de Washington, decidió hacerlo público.
Por eso murió, junto a Edward White y Roger Chaffee, en el incendio del Apollo 1 en
la torre de despegue el 27 de enero de 1967[5]. Otros siete astronautas que fallecieron
en accidentes de tráfico y aviación entran también dentro del grupo de víctimas
mortales de la conspiración. Para Kaysing y sus partidarios, las pruebas de que todo
fue un montaje están en los miles de fotos tomadas en el satélite, en cuyo cielo no se

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ve ni una estrella —«¿Estrellas? ¿Dónde están las estrellas?», se pregunta en su libro
una y otra vez— y en donde la bandera estadounidense ondea, algo imposible en un
mundo sin atmósfera.
Santiago Camacho, uno de los miembros del equipo del programa de televisión
Cuarto Milenio, ha sido uno de los principales promotores en España del fraude de
los alunizajes. En 20 grandes conspiraciones de la Historia (2003), sostiene que
Maria Blyzinsky, astrónoma del Observatorio de Greenwich (Reino Unido), no se
traga la historia de la NASA por la falta de estrellas en las fotos[6]. En Greenwich
dicen lo contrario. «La cita es falsa. Maria no sabe de dónde ha salido; pero no
representa de ningún modo la postura oficial del observatorio ni su punto de vista
personal. El personal del Real Observatorio de Greenwich dedica mucho tiempo a
refutar afirmaciones de los promotores del fraude lunar y de otros pseudocientíficos»,
me contó hace siete años Robert Massey, astrónomo jefe del centro.
La conspiración lunar es fácil de desmontar. Para empezar, hay un par de
argumentos demoledores que nada tienen que ver con la ciencia: el del silencio ruso y
el de la falta de pruebas. ¿Cómo es que los soviéticos no denunciaron el engaño? ¿Es
posible que el departamento de efectos especiales de la Casa Blanca engañara al
Kremlin y en Moscú optaran por callarse y no denunciar las malas artes de los
capitalistas? Además, en pleno apogeo del programa Apollo, la NASA tuvo en
nómina a 35 000 personas, y otras 400 000 trabajaban en empresas y universidades
contratadas, demasiada gente a mantener callada en un país donde sale a la luz hasta
lo que el presidente hace con una becaria en el Despacho Oval.
Aunque en las fotos parezca lo contrario, ninguna bandera ondea en la Luna:
todas cuelgan de una varilla horizontal que parte del extremo superior del mástil. Que
el cielo no esté salpicado de estrellas se debe a lo mismo por lo cual no se ven
durante la transmisión nocturna de un partido de fútbol. Las cámaras estaban
programadas con un tiempo de exposición muy corto para que las fotos no se velaran
debido a la intensa luz del Sol y su reflejo en la superficie lunar; el brillo de las
estrellas era, por el contrario, demasiado débil para impresionar la película. De hecho,
no se ven estrellas en las imágenes de ninguna misión espacial tripulada.
Los astronautas trajeron 382 kilos de piedras lunares que geólogos de todo el
mundo han autentificado como tales, y dejaron en el satélite espejos láser que se han
utilizado para medir la distancia entre los dos mundos mediante rayos láser. Por si eso
no fuera bastante, a pesar de cómo lo presentan algunos autores, Kaysing no solo
nunca fue empleado de la NASA, sino que tampoco tuvo nada que ver con el
proyecto Apollo. Es cierto que trabajó en la compañía Rocketdyne, pero como
bibliotecario, porque era licenciado en Filología Inglesa. Además, dejó la empresa en
1963, antes de que esta se implicara en la conquista de la Luna, que fue una costosa
carrera militar que se abandonó una vez que hubo un ganador y el perdedor admitió el
resultado. Las cápsulas Apollo eran de un solo uso y por eso, aunque más primitivas,
eran más seguras a la hora de la reentrada que los actuales transbordadores, y algunos

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astronautas murieron en los años 60 en accidentes de aviación porque eran pilotos de
pruebas.

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«Si eres un espíritu, da dos golpes»
Una madre de familia inventó hace 165 años un
código para comunicarse con los muertos. Se
llamaba Margaret Fox y en diciembre de 1847 se
había mudado con su esposo y sus dos hijas
pequeñas, Kate y Maggie, desde Canadá a una casa
de Hydesville, un pueblo del Estado de Nueva York.
A mediados de marzo, ella y su marido empezaron a
escuchar extraños ruidos que solo se oían cuando
las niñas estaban en la casa y que en la noche del
día 30 llegaron a ser insoportables. «No pudimos
descansar y concluí que la casa estaba encantada
por un espíritu atormentado», dejó escrito la mujer
en una declaración el 11 de abril de 1848.
A la noche siguiente, el fenómeno se repitió y
las niñas intentaron interactuar con lo que fuera que
lo ocasionaba. «Señor Splitfoot, haz lo que hago»,
pidió Kate, de 11 años, mientras daba tres
palmadas[7]. Como respuesta, sonaron tres golpes.
«Ahora, haz lo que hago yo», dijo Maggie, de 14
años, contando hasta cuatro al tiempo que daba
otras tantas palmadas. Se escucharon cuatro golpes.
Pasado el susto, la madre preguntó al ente las edades de sus hijas y, tras recibir las
respuestas correctas, se interesó por la naturaleza de su interlocutor. «¿Eres un
espíritu? Si lo eres, da dos golpes». Lo era.
La familia contó a sus vecinos lo que pasaba, y el hogar de los Fox se llenó
inmediatamente de gente que, siempre en presencia de Kate y Maggie, interrogaba al
fantasma según un simple código: tres golpes significaban sí; uno, no. Averiguaron
que quien les hablaba de ese modo era un buhonero asesinado en la casa años antes, a
quien pronto siguieron otras parlanchinas almas atormentadas. Los diálogos ganaron
en contenido cuando David, uno de los dos hermanos mayores de las niñas que ya no
vivían en el domicilio paterno, ideó un nuevo método de comunicación: recitaba el
alfabeto y pedía al espíritu de turno que señalara con un golpe la letra apropiada, con
lo que los espectros podían transmitir palabras y frases. Así fue como indicaron a
Kate y Maggie que debían compartir su don y actuar como mediadoras entre vivos y
muertos.
En cuanto supo del revuelo montado, Leah, treintañera hermana de las niñas que
vivía en Rochester, se las llevó a su casa y empezó a organizar sesiones espiritistas
abiertas al público, previo pago. Se celebraban en una habitación mal iluminada y el

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repertorio fantasmal incluía ya movimientos de la mesa alrededor de la que se
sentaban los asistentes, materializaciones de objetos, apariciones de manos blancas…
La recaudación oscilaba entre los 100 y 180 dólares por noche; traducido a dinero
actual, entre 2370 y 4266 dólares por sesión. Las niñas tenían tanto tirón que se
alquiló el salón de actos más grande de la ciudad, con capacidad para 400 personas,
para tres sesiones de espiritismo en noviembre de 1849: la entrada costaba 25
centavos —5,9 dólares de hoy—, y el lleno fue total los tres días.
Los creyentes crecían rápidamente, y uno de ellos acabó de impulsar la carrera de
Kate, Maggie y Leah. Horace Greeley dirigía el diario New York Tribune, el más
influyente de Estados Unidos entre 1840 y 1870. Era uno de los periodistas más
respetados del país cuando, en la primavera de 1850, invitó a las hermanas a
trasladarse a Nueva York. Se instalaron en un hotel y por sus sesiones pasó lo más
granado de la sociedad: novelistas, historiadores, jueces, físicos, senadores… Frente a
quienes sospechaban que en el espiritismo había gato encerrado, Greeley confiaba en
la «total integridad y buena fe» de las hermanas, destaca el filósofo Paul Kurtz en su
artículo «Spiritualists, mediums, and psychics: some evidence of fraud» (Espiritistas,
mediums y psíquicos: algunas pruebas de fraude. 1985)[8].
Las Fox hicieron escuela y, a mediados de la década de 1850, había ya 40 000
mediums en Estados Unidos. Satisfacían las necesidades de millones de creyentes a
quienes, como Greeley, no cabía en la cabeza que todo fuera un engaño. Era lo que
pensaba, sin embargo, el médico E. P. Langworthy, quien denunció en 1850 que los
ruidos procedían de los pies de las niñas o de objetos con los que estas estaban en
contacto. A la misma conclusión llegó el reverendo John Austin, para quien los
golpes eran crujidos de las articulaciones de los dedos de los pies de las pequeñas.
Tres médicos de la Universidad de Buffalo, Austin Flint, Charles A. Lee y C. B.
Coventry, coincidieron en el diagnóstico en febrero de 1851, tras ver a las niñas en
acción y someterlas a una prueba controlada para que no pudieran hacer ningún
ruido. Y una comisión de expertos de la Universidad de Harvard y otra de la de
Pensilvania también apuntaron, en 1857 y 1884, al origen podal de los ruidos.
La bomba estalló en la Academia de Música de Nueva York el 21 de octubre de
1888. «Estoy aquí esta noche, como una de las fundadoras del espiritismo, para
denunciarlo como un fraude de principio a fin, como la más enfermiza de las
supersticiones y la blasfemia más malvada que ha conocido el mundo», confesó
Maggie Fox en un repleto auditorio, antes de hacer una demostración pública de sus
trucos. «Queríamos aterrorizar a nuestra querida madre, que era una mujer muy
buena y muy impresionable». Todo había sido una broma infantil, convertida en
negocio luego por Leah.
«¡Oh, mamá! Sé lo que pasa. Mañana es el April Fools Day y alguien nos intenta
engañar», había advertido Kate la noche del 31 de marzo de 1848[9]. Su madre, quien
recoge la infantil advertencia en su escrito de abril, no la creyó y nació una nueva
religión. Las niñas llegaron a actuar en la Casa Blanca y ante la reina Victoria, en

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Londres, antes de caer en descrédito. Y la confesión de su engaño no desalentó a los
fieles del espiritismo, que en 1897 eran 8 millones en Estados Unidos.

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El tercer ojo
Tuesday Lobsang Rampa descubrió en 1956 el
mundo de los lamas a millones de occidentales con
su libro El tercer ojo[10]. Decía ser un monje
tibetano, «uno de los pocos que han llegado a este
extraño mundo occidental», y advertía a los lectores
de que algunas de sus afirmaciones podían provocar
incredulidad. La obra narraba la vida de un niño
nacido en Tíbet a principios del siglo XX, educado
como lama, estudiante de Medicina en China y
prisionero en campos de concentración rusos y
japoneses. Alcanzaba el clímax cuando a los 8 años
le abrían el tercer ojo.
La escena sobrecoge aún hoy. Un monje coloca
la cabeza del novicio Rampa entre sus rodillas, el
maestro le previene contra el sufrimiento —«Esto
es muy doloroso»— y otro lama le perfora el centro
de la frente con una lezna. «De pronto, hubo un ruido y el instrumento penetró en el
hueso», recuerda. Después, le meten en el agujero una pequeña cuña de madera «con
infinitas precauciones». Y su visión del mundo cambia. «Fue para mí una extraña
experiencia ver a aquellos hombres como envueltos en una llama dorada. Hasta más
adelante no supe que sus auras eran doradas a causa de la vida tan pura que llevaban
y que las de la mayoría de la gente tenían un aspecto muy diferente». Según su
maestro, con el tercer ojo ve «a las personas como son y no como pretenden ellas
ser».
La apertura de esa ventana a lo más íntimo del ser humano era solo uno de los
prodigios de la vida de Rampa, tal como descubrieron los lectores de la veintena de
libros que publicó hasta 1980. Las aventuras del lama incluyen encuentros con el
abominable hombre de las nieves —«he visto yetis y crías de yetis, y también
esqueletos de estos seres casi fabulosos»— y otro, más turbador si cabe, con la
momia de una de sus reencarnaciones anteriores. Sus millones de seguidores saben
que los monjes tibetanos practican amputaciones sin anestesia, con hipnosis y
enseñando a los pacientes a controlar la repiración; comen todos juntos escuchando
las escrituras sagradas; son vegetarianos; y solo montan caballos blancos.
Rampa les enseñó, además, que la cordillera del Himalaya se formó por el choque
de otro planeta contra la Tierra y que hay lamas que practican viajes astrales —se
trasladan en espíritu allá donde quieren—, se comunican telepáticamente y ven el
futuro. «El tercer ojo ha sido considerado, incluso por los especialistas en cuestiones
tibetanas, como el más impresionante testimonio de la vida y las raíces espirituales de

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aquel misterioso país», puede leerse en la contraportada de una de las últimas
ediciones españolas del libro. Originalmente publicada en inglés, la obra fue
inmediatamente traducida a otros idiomas y tuvo un gran éxito de público, pero no
entre la crítica especializada.
«Las primeras dos páginas me convencieron de que el escritor no era tibetano; las
diez siguientes, de que nunca había estado en Tíbet o India y de que no sabía
absolutamente nada del budismo en cualquiera de sus variantes», escribía
Agehananda Bharati en 1974 en el Tibet Society Bulletin[11]. Bharati había sido uno
de los orientalistas a quienes la editorial Secker & Warburg había mandado en 1956
el manuscrito de Rampa antes de su publicación. Otros expertos consultados fueron el
alpinista Marco Pallis, Heinrich Harrer, autor de Siete años en el Tíbet, y Hugh
Richardson, representante del Gobierno británico en Lhasa. En contra de lo que
sostiene aún su editorial española, el dictamen de todos ellos fue concluyente ya
entonces: El tercer ojo es un fraude.
En una crítica publicada en The Daily Telegraph and Morning Post en noviembre
de 1956, Richardson destacó que el escritor jugaba con la ventaja de que poca gente
tenía en Occidente los conocimientos necesarios para refutar sus afirmaciones. «Pero
cualquiera que haya vivido en Tíbet sentirá después de leer unas pocas páginas de El
tercer ojo que su autor, T. Lobsang Rampa, no es tibetano». Si se confundía, el
diplomático estaba dispuesto a presentar sus excusas al autor «en persona y en
tibetano», idioma en el que el presunto monje budista no le habría entendido ni
palabra.
Porque Rampa no solo no era lama, sino que tampoco era tibetano. Un detective
privado contratado por un grupo de orientalistas averiguó en enero de 1957 que El
tercer ojo había sido escrito por un tal Cyril Henry Hoskin. Era hijo de un fontanero
de Devon, Inglaterra, y nunca había visitado Tíbet ni hablado una palabra de tibetano.
A pesar de que la prensa se hizo eco del engaño, ni las ventas de la ópera prima de
Rampa ni las de sus secuelas se resintieron. Y es que Hoskin adaptó su ficticia
aventura a la realidad de su vida con una maestría digna de un guionista de
culebrones. Ya no se presentó más como un lama emigrado a Occidente, sino como
un monje que se había apoderado del cuerpo de Hoskin. Lo hizo, decía, después de
que su anfitrión se cayó de un árbol en su jardín de Surrey el 13 de junio de 1949. A
partir de ese momento, el hijo del fontanero inglés olvidó su gris vida anterior y
recordó las hazañas de un monje tibetano desde su nacimiento.
Una de las cosas que nunca recordó, sin embargo, fue su idioma natal y algunas
de las que le vinieron a la cabeza eran ficticias, como el tercer ojo, las capacidades
paranormales de los lamas, sus habilidades quirúrgicas, y sus costumbres ecuestres y
alimenticias. Los orientalistas y los lamas auténticos saben que Lobsang Rampa era
un mentiroso y que su historia es tan digna de crédito como la de Viviendo con un
lama (1966), libro que le dictó telepáticamente su gata siamesa la Señorita Fifi
Greywhiskers, y su predicción de la Tercera Guerra Mundial, que tenía que haber

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estallado en 1985. Cuatro años antes Hoskin murió en Canadá, adonde había
emigrado para pagar menos impuestos.

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Las calaveras del poder
Cuenta una leyenda atribuida a los mayas que hay
trece calaveras mágicas. Son todas de cristal. Doce
fueron talladas en los doce mundos que en el pasado
remoto habitó la Humanidad; la última, en la Tierra.
Los atlantes se las legaron a los mayas y, con el
tiempo, las joyas se dispersaron. El día en que las
reunamos otra vez, nos contarán la verdadera
historia de nuestra especie y nos transmitirán
conocimientos que cambiarán nuestra vida para
siempre. Es con lo que sueña la bella Irina Spalko,
la agente soviética de Indiana Jones y el reino de la
calavera de cristal (2008) obsesionada con
encontrar el arma definitiva para ponerla al servicio
de Stalin.
El más famoso de los cráneos de cuarzo es el de
Mitchell-Hedges, también conocido como la
Calavera del Destino. Mide 13 centímetros de alto y 18 de largo, pesa unos 5 kilos y
está hecha con dos bloques de cuarzo, uno para el cráneo y otro para la mandíbula.
Frederick Albert Mitchell-Hedges, un aventurero y escritor inglés, sostenía que su
hija adoptiva la había encontrado entre las ruinas de la ciudad maya de Lubaantún, en
Honduras Británica —hoy, Belice—, el 1 enero de 1924, día en el que la chica
cumplía 17 años. En la literatura esotérica, la joya es depositaria de poderes
extraordinarios, como el de propiciar las habilidades telepáticas.
Mitchell-Hedges fue quien primero llamó la atención sobre las calaveras de
cristal. Dejó escrito en su autobiografía, Danger my ally (El peligro, mi aliado. 1954),
que los científicos habían concluido que la de Lubaantún tenía 3600 años y había
exigido a sus creadores 150 años de trabajo, «frotando con arena un inmenso bloque
de cristal de roca hasta que finalmente emergió el cráneo perfecto». En 1970, el
restaurador de arte Frank Dorland aseguró, tras un análisis en los laboratorios de
Hewlett-Packard, que la pieza había sido tallada en contra del eje natural del cuarzo y
que no presentaba huellas de herramientas metálicas. Creía, como el explorador, que
era de origen atlante y que se habían tardado 300 años en tallarla.
El aventurero y su hija mantuvieron hasta el final —Anna falleció en 2007,
cumplidos los 100 años— que el cráneo tenía poderes sobrenaturales. En su web se
cuentan hechos sorprendentes, como lo que le sucedió a un periodista cuando
entrevistaba al explorador en su castillo. En un momento de la conversación, el
reportero se excusó para ir al baño. Tardaba tanto en volver que Anna y su padre
fueron en su busca. Se lo encontraron en otra habitación, con la calavera de cristal en
las manos, paralizado. Cuando Mitchell-Hedges le quitó la reliquia, el hombre se

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derrumbó. En otra ocasión, Dennis Conan Doyle, hijo del creador de Sherlock
Holmes, cenaba en el castillo cuando dijo que sentía un gran poder procedente de la
pieza. Anna y su padre le retaron a demostrarlo. Escondieron el cráneo en un cuarto y
le animaron a encontrarlo guiado por la energía que decía captar. Conan Doyle acertó
a la primera dónde estaba la joya.
Los aficionados a lo paranormal han achacado a la calavera cambios de color
vinculados a las posiciones de los planetas, poderes curativos, la visión de imágenes
en las cuencas de sus ojos, la captación de sonidos y de olores extraños… Todo ha
apuntado desde su descubrimiento a un origen misterioso de la reliquia, que no solo
tendría poderes sobrenaturales, sino que, además, no sería única, como advierte la
leyenda maya. Hay varias calaveras parecidas repartidas por el mundo, entre las que
destacan la del Museo Británico, la del Museo de Quai Branly de París, la de ET
—llamada así por sus grandes cuencas oculares—, Max —que está en una colección
privada en Texas— y la de la Institución Smithsoniana, que pesa 14 kilos.
La ciencia ha aprendido en los últimos años mucho de los cráneos de cuarzo. El
del Museo Británico ya no está catalogado como «probablemente azteca, de entre
1300 y 1500», como ocurría hasta mediados de los años 90. El microscopio
electrónico vio en él en 1996 huellas de torno de joyero, una herramienta desconocida
en la América precolombina. Así que ahora la pieza está etiquetada como «de finales
del siglo XIX». Se cree que fue tallada en Alemania. A la calavera de la Institución
Smithsoniana también se atribuyó en 1992 un origen reciente y un estudio publicado
en mayo de 2008 reveló que para hacerla se usó como abrasivo carburo de silicio,
compuesto químico que no se sintetizó hasta la década de 1890. Los arqueólogos
siempre han pensado que ninguna de estas joyas es de factura precolombina.
A día de hoy no hay constancia siquiera de que la Calavera del Destino fuera
descubierta en Lubaantún. Durante años, se sospechó que Mitchell-Hedges la enterró
en la ciudad maya para que la encontrara su hija como regalo de cumpleaños. Sin
embargo, tampoco hay ninguna certeza de que Anna estuviera alguna vez en
Honduras Británica. Al contrario. Ni la joven ni la calavera aparecen en ninguna de
las fotos tomadas por Lilian Mabel Alice, fotógrafa que inmortalizaba los hallazgos
del aventurero, lo que ha llevado a los expertos a concluir que todo el episodio es una
ficción.
Las pruebas documentales apuntan a que Mitchell-Hedges pagó por la joya 400
libras en 1944 a un tal Sydney Burney, que ya en 1936 era su propietario y que en
1943 la había intentado subastar en Sotheby’s, en Londres. El análisis de Hewlett
Packard demostró que el cráneo y la mandíbula procedían del mismo trozo de cuarzo;
pero nada más. Y un examen hecho en 2008 en la Institución Smithsoniana reveló
que la pieza fue tallada con herramientas que no existieron hasta finales del siglo XIX.
La leyenda maya de los trece cráneos de cristal, historia en la que se basó George
Lucas para la última aventura del arqueólogo más famoso, es una de tantas
invenciones de la literatura paranormal, equiparable a las historias sobre máquinas

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voladoras que han difundido algunos autores como traducción de inscripciones
antiguas que en realidad nadie ha descifrado.

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La aldea maldita
Toda leyenda tiene un origen. La del pueblo maldito
de Ochate, situado en el condado burgalés de
Treviño, nació en abril de 1982 en la revista
esotérica Mundo Desconocido[12]. La contó
Prudencio Muguruza, un empleado de banca
vitoriano según el cual la aldea quedó desierta tras
sufrir una epidemia de viruela en 1860, otra de tifus
en 1864 y una última de cólera en 1870. Solo sobrevivieron tres vecinos que huyeron
a tiempo. «El resto de sus habitantes sucumbió», sentenciaba Muguruza en su
artículo, titulado Luces en la puerta secreta en referencia a los ovnis y al significado
que, en su opinión, tiene el nombre vasco del pueblo: puerta del ruido, puerta secreta
o puerta del frío[13].
Lo más llamativo de la historia era que en Ochate había pasado algo parecido a lo
que sucede en la película de terror El pueblo de los malditos (1960). Si en el filme
protagonizado por George Sanders cae inconsciente —no se sabe por qué— todo
aquel que cruza una línea imaginaria alrededor del pueblo del título, en el caso
burgalés las epidemias no habían traspasado los límites de Ochate. «En ningún
pueblo ocurrió nada parecido a pesar de encontrarse relativamente cerca. Desde
entonces, quedó deshabitado y se empezó a tejer su leyenda de aldea maldita».
El artículo de Muguruza incluía «luces, ruidos y apariciones» en Ochate, y
convirtió la localidad en centro de peregrinación de los aficionados a lo paranormal,
para desgracia de los vecinos de la comarca. Porque daños en las cosechas, robos y
todo tipo de destrozos fueron el legado de los visitantes que acudieron al pueblo
durante los años 80. Con el tiempo el aura de misterio se fue desvaneciendo, y la
maldición parecía ya cosa del pasado cuando un joven periodista la revitalizó. Se
llamaba Iker Jiménez y, «tras investigar a fondo en las entrañas de la misteriosa
alquería», en 1999 dio por real la leyenda en su libro Enigmas sin resolver y en 2005
en su programa de Cuatro. Para él, lo que sucedió en la aldea «fue como una
maldición bíblica»[14].
Antes de sacar a la luz la historia del pueblo maldito, Muguruza había alcanzado
una cierta fama dentro del mundillo paranormal al fotografiar un ovni en el condado
de Treviño en el verano de 1981. La imagen protagonizó la portada de Mundo
Desconocido tres meses antes de su artículo sobre la aldea maldita, y el empleado de
banca vendió el negativo por medio millón de pesetas a un empresario que quería
hacer pósteres. Muguruza abandonó su trabajo y, durante los años 80, se dedicó a
organizar saraos esotéricos en Vitoria, donde abrió una librería ocultista. A principios
de los 90, desvió su carrera hacia la parapsicología y ahora echa las cartas en canales
de televisión locales.

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Enrique Echazarra, que le acompañaba de niño en sus excursiones tras el
misterio, tiene claro el origen de la maldición de Ochate: «¡Todo es un invento de
Muguruza! La leyenda no tiene ni pies ni cabeza. Las supuestas epidemias no constan
en ningún archivo ni en Burgos ni en Vitoria. La única enfermedad que se cebó con
los habitantes de Ochate fue la gripe española, según nos han contado antiguos
vecinos», asegura este perito de seguros. En contra de lo que siempre ha dicho
Muguruza, el pueblo no quedó desierto en 1870: vivió gente en él hasta 1934, tal
como han documentado Antonio Arroyo y Julio Corral en su libro Ochate. Realidad y
leyenda del pueblo maldito (2007)[15]. Los historiadores llegaron a esas conclusiones
hace treinta años. Entonces, nadie las aceptó entre los mismos interesados en lo
oculto que ahora las dan por buenas porque Echazarra, Arroyo y Corral son
aficionados a lo paranormal.
Muguruza sostiene todavía, a pesar de todo, que la historia de Ochate que cuenta
se basa en documentos que consultó en el Obispado de Vitoria, legajos que, por
desgracia, nadie más ha visto y que, además, contradicen otros existentes. «En las
décadas de 1860 y 1870, en Ochate hay vida. Lo demuestran los registros de
matrimonios, bautizos, defunciones… Si hubiera habido epidemias como las que dice
Muguruza, existirían documentos; no habrían pasado desapercibidas», indica
Echazarra. Las pruebas contradicen lo defendido por Muguruza desde 1982 y por Iker
Jiménez desde 1999, y no es su único patinazo compartido.
El vidente y el periodista también dijeron en 2005 en televisión que la NASA
había analizado la foto del ovni tomada por el primero en Treviño. Quien examinó la
imagen fue, en realidad, el coronel Colman S. von Kevinczky, un militar húngaro que
emigró a Estados Unidos en 1952. Estaba obsesionado con la idea de que las grandes
potencias debían unirse para hacer frente a la amenaza de una inminente invasión
alienígena. Von Kevinczky fundó en 1966 la Red Internacional de Análisis y
Búsqueda de Naves Galácticas Ovni (ICUFON) y era tan excéntrico que nunca gozó
de un mínimo crédito ni siquiera en la comunidad ufológica. Su vinculación con la
NASA era equiparable a la de Muguruza, cuyo ovni era, en el mundo real, una nube.
Es posible que haya quien hoy todavía crea ver y oír cosas raras entre las ruinas
del pueblo del condado de Treviño, ¿pero quién no lo haría con la leyenda negra que
le rodea? «Hay gente que oye en el torreón una respiración. Se trata de una lechuza.
Yo sé que es una lechuza», dice Julio Corral, quien está abierto a la posibilidad de lo
paranormal. El misterioso rostro que se intuye en una pared de la aldea abandonada
tiene, no obstante, tanto de enigmático como las caras que algunos ven en las nubes o
en los emparedados. Y otros fenómenos —como el borrado de cintas y la grabación
de voces de ultratumba— son meras invenciones de quienes hacen caja con la
credulidad ajena.

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El pueblo más marciano
«Bienvenidos a Roswell. Actualmente no es famoso
por nada». Así reza el cartel gracias al que se
enteran de dónde están los extraterrestres de la nave
Júpiter 42 al estrellarse en julio de 1947 en el
desierto de Nuevo México, en la irreverente serie de
animación para adultos Tropiezos estelares. Sesenta
años después, es mucha la gente que ha oído hablar
de Roswell y recientemente nos hemos enterado de
que hasta Indiana Jones, el aventurero por
antonomasia, participó en el examen de los restos
de lo que cayó allí.
Roswell tiene hoy unos 49 000 habitantes, casi
el doble que el 8 de julio de 1947. Aquel día, el
periódico local dio en su portada la noticia de la
recuperación de un platillo volante en un rancho de
la región por parte de los militares. Dos semanas
antes, Kenneth Arnold, un hombre de negocios que
pilotaba su avioneta, había visto sobre las montañas
Cascada nueve objetos extraños que «volaban
erráticos, como un platillo si lo lanzas sobre el
agua». Tenían forma de bumerán; pero el periodista
que cubrió la historia confundió la forma de los
objetos con la del vuelo y los bautizó como platillos volantes. La denominación hizo
fortuna y pronto las observaciones de discos se multiplicaron por Estados Unidos.
La noticia del ovni estrellado que dio The Roswell Daily Record se basaba en un
comunicado de prensa dictado por el teniente Walter Haut. «Los muchos rumores
sobre platillos volantes se hicieron realidad ayer cuando la oficina de Inteligencia del
Grupo de Bombarderos 509 de la Octava Fuera Aérea, Aeródromo de la Armada de
Roswell (RAAF), tuvo la suerte de obtener un disco gracias a la cooperación de uno
de los granjeros locales y de la oficina del sheriff del condado de Chávez», dijo Haut.
Según el periódico, el objeto había sido visto antes de estrellarse por Dan Willmot y
su esposa. Él, «uno de los más respetados y fiables» vecinos de Roswell, había
calculado que medía unos 7 metros de diámetro, volaba a 500 metros de altura e iba a
entre 600 y 800 kilómetros por hora. Tenía forma de dos platos unidos por su parte
cóncava y desapareció detrás de una colina.
Los militares rectificaron al día siguiente. Dijeron que lo recuperado no era un
platillo volante, sino piezas de un globo meteorológico, y mostraron a la prensa los
trozos de madera de barco y papel de aluminio encontrados por el ranchero Marc
Brazel, materiales que en principio parecen poco apropiados para una nave

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interplanetaria. El caso del platillo volante estrellado en Roswell se hizo añicos, y los
ufólogos olvidaron la historia durante décadas. Hasta que Charles Berlitz y
William L. Moore la resucitaron en 1980 con su libro El incidente[16]. El ufólogo Leo
Stringfield había publicado un año antes una serie de artículos sobre accidentes de
ovnis y autopsias a alienígenas en la Flying Saucer Review, una de las más
prestigiosas revistas ufológicas; pero es a Berlitz, autor de El triángulo de las
Bermudas (1974), a quien Roswell debe su fama.
Él y Moore dieron con nuevos testigos —y con viejos que contaban cosas que
habían callado durante décadas— de un suceso que ya no se limitaba al hallazgo de
restos de una nave de otro mundo: resultaba que los militares habían rescatado los
cuerpos de los pequeños tripulantes del platillo. Fue solo el principio. Otros ufólogos
volvieron la mirada a Roswell y salieron de debajo de las piedras vecinos que se
habían visto involucrados en el incidente y conservaban recuerdos
extraordinariamente vívidos. Desde 1990, no hay año sin un nuevo libro sobre el caso
que incluya sorprendentes revelaciones. A estas alturas, son tantas las versiones de
los hechos que no existe consenso sobre el día de autos —va desde el 14 de junio
hasta el 4 de julio— y media docena de lugares compiten por ser el del tortazo.
Roswell es una Disneylandia paranormal cuyo Mickey es un extraterrestre
cabezón de grandes ojos almendrados. Cuenta desde 1992 con un Centro de
Investigación y Museo Internacional Ovni que ha recibido más de 2,5 millones de
visitantes. Uno de sus fundadores es Glenn Dennis, joven trabajador de la funeraria
local en 1947. Tras cuarenta años de silencio, en 1989 se descolgó con que en su día
recibió una llamada telefónica de la base militar preguntándole cuál era el ataúd más
pequeño que tenía y sobre técnicas de embalsamamiento. Dennis ha presentado las
mismas pruebas de sus afirmaciones que los demás testigos resucitados por Berlitz,
Moore y otros ufólogos: ninguna.
Desde 1996, Roswell celebra a principios de julio un Festival Ovni en el que
conviven ufólogos y turistas disfrazados de extraterrestres. Es otro mundo en el que
no importa que nadie se creyera la historia de la nave espacial estrellada cuando
supuestamente ocurrió. Ni siquiera se la tragó Raymond Palmer, un editor de ciencia
ficción que fue el primero en explotar en los años 30 el potencial mediático de las
creencias paranormales. Es otro mundo en el que los militares han guardado un
secreto durante casi cincuenta años; aunque no el que creen los aficionados a los
platillos volantes.
Porque la de Roswell no era a finales de los años 40 una base militar cualquiera.
Allí estaba estacionado el primer escuadrón atómico del mundo, el Grupo de
Bombarderos 509. Y lo que cayó en las cercanías en 1947 no fue un globo
meteorológico, ni tampoco una nave de otro mundo. Se trató, según la información
desclasificada en 1994 por la Fuerza Aérea, del globo número 4 del proyecto
ultrasecreto Mogul, lanzado el 4 de junio desde Alamogordo, a 150 kilómetros de
Roswell. El objetivo del ingenio estratosférico era detectar las ondas sonoras

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provocadas por las esperadas pruebas nucleares soviéticas: Estados Unidos quería
saber cuándo la URSS se hacía con la bomba atómica, algo que ocurrió el 29 de
agosto de 1949 con la detonación de Joe 1. Los restos recuperados por Marc Brazel
en su rancho eran los de un globo espía.

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Conspiración en el espacio
La opinión pública mundial creía hace cuarenta
años que Washington y Moscú competían en una
carrera por la conquista de la Luna. La verdad, sin
embargo, era que colaboraban en el proyecto
espacial más grande jamás montado. Dejó de ser un
secreto el 20 de junio de 1977, cuando la ITV
inglesa emitió Alternativa 3, un documental de la serie Science Report (Informe
científico) presentado por Tim Brinton, veterano de los informativos de la BBC. Al
día siguiente, toda la prensa británica hablaba del reportaje, según el cual la vida en la
Tierra tenía los días contados.
TVE emitió Alternativa 3 seis años después dentro del programa La Puerta del
Misterio, dirigido por Fernando Jiménez del Oso, quien alertó en su presentación de
que todo lo que se dice en el documental «merece ser escuchado con atención».
Advirtió, además, de que en Reino Unido los periódicos habían dedicado al espacio
«todo tipo de comentarios» y la centralita telefónica del canal de televisión había
estado bloqueada varios días por llamadas de gente indignada, alarmada y que
preguntaba si aquello era una broma. Y dio por hecho que el programa sacaba a la luz
una inquietante verdad, algo a lo que él achacaba que no se hubiera permitido su
emisión en Estados Unidos y la Unión Soviética.
Alternativa 3 empieza con unos periodistas que preparan un reportaje sobre la
fuga de cerebros en Reino Unido y descubren que algunos científicos han
desaparecido del país sin dejar rastro y otros han muerto en extrañas circunstancias.
Uno de estos últimos es el astrofísico William Ballantine, quien, antes de fallecer,
había enviado una cinta de vídeo codificada a un amigo. Simultáneamente, el
documental se hace eco de que las sequías son las mayores de la Historia. «No ha
cundido el pánico; solo la sensación de que lo que estamos viviendo no es natural, de
que el clima está sufriendo un cambio radical», dice Brinton, antes de recordar que
los últimos terremotos de China y Oriente Próximo «han matado a más gente que un
ataque nuclear» y llamar la atención sobre las erupciones volcánicas del Caribe.
El físico Carl Gerstein, de la Universidad de Cambridge, confirma ante la cámara
que el mundo camina hacia un cambio climático fatal para la vida humana debido al
efecto invernadero provocado por la contaminación. Y explica que las superpotencias
consideraron al principio tres posibilidades: dos de ellas, abrir agujeros en la
atmósfera a bombazo atómico limpio para dejar escapar la polución y excavar
refugios para una élite, fueron descartadas y prefiere no hablar de la tercera. Los
reporteros de Alternativa 3 solo sabrán la verdad después de que Bob Grodin,
astronauta del proyecto Apollo, les cuenta que, cuando pisó la Luna en 1972, estaba
llena de gente y de ver la cinta del desaparecido Ballantine gracias a un circuito
electrónico que la descodifica.

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La película del astrofísico es la del primer aterrizaje de una nave humana en
Marte ¡el 22 de mayo de 1962!, solo cinco años después del lanzamiento del Sputnik.
Según los informantes de Brinton, la tercera alternativa, en la que soviéticos y
estadounidenses trabajan en secreto desde los años 50 y de la que Gerstein no quiere
hablar, es crear una colonia en el planeta rojo como refugio de lo mejor de la
Humanidad. Para eso, las personas que desaparecen en la Tierra son de dos tipos: los
sabios y el ganado, los esclavos que construyen en la cara oculta de la Luna la
estación de tránsito desde la que partirán los elegidos hacia el planeta rojo. «Es
posible que ya se haya establecido en Marte una colonia humana o que todavía se
estén haciendo los preparativos para su traslado desde la Luna», sentencia antes de
los créditos finales Brinton, quien lamenta que «las perspectivas sean tan poco
halagüeñas respecto al futuro de la vida en la Tierra».
Treinta años después de su estreno, Alternativa 3 salió a la venta en DVD en
Reino Unido a finales de 2007. Quien quiera puede ya revisar al detalle una
producción solo accesible hasta ahora en grabaciones de mala calidad y comprobar lo
que estaba claro desde el principio: fue una broma que, además, contenía las pistas
necesarias para que uno se diera cuenta de ello. Así, en los títulos de crédito,
figuraban los actores —solo Brinton era quien decía ser— que interpretaban a los
personajes, desde los periodistas hasta Bob Grodin, ya que no hay ningún astronauta
con ese nombre. Es cierto, no obstante, que el actor que da vida al astronauta, Shane
Rimmer, tiene experiencia espacial, aunque es en series de televisión como Ufo
(1970) y Espacio 1999 (1975), y en películas como La guerra de las galaxias (1977).
El plan inicial de los bromistas, encabezados por el director Christopher Miles y
el guionista David Ambrose, era emitir Alternativa 3 el 1 de abril —Día de los
Inocentes en el mundo anglosajón y fecha que aparece sobreimpresionada en la
última escena—, pero tuvo que posponerse al 20 de junio de 1977. Al día siguiente,
la prensa británica comentó extensamente el programa, pero sin discrepancias sobre
su naturaleza: todos los medios coincidieron en que era un remedo de la emisión
radiofónica de La guerra de los mundos dirigida por Orson Welles en 1938, algo que
Jiménez del Oso no advirtió a sus espectadores españoles años más tarde.
«Por supuesto, Alternativa 3 —el documental de televisión y el libro— fue una
broma, una farsa. Nadie en sus cabales puede haberlo visto como otra cosa», escribía
hace trece años Nick Austin, responsable de la editorial que contrató en 1977 la
edición del libro homónimo, firmado por David Ambrose, Christopher Miles y Leslie
Watkins[17]. Todos los implicados en el montaje siguen sorprendiéndose de la
credulidad de quienes vieron en el docudrama la revelación de una conspiración de
alcance planetario.

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En busca de la Atlántida
Todo el mundo sabe dónde está la Atlántida: en el
fondo del mar. Allí la mandó Zeus, después de que
sus habitantes se corrompieran e intentaran someter
por las armas al resto del mundo. Porque, aunque
popularmente la atlante suele ser presentada como
una civilización idílica, no es precisamente eso lo
que de ella nos ha transmitido Platón en sus
diálogos Timeo y Critias. Estos dos textos del
filósofo ateniense, que vivió entre los siglos V y IV
antes de Cristo (a. C.), son las referencias más antiguas al continente desaparecido, en
las que se han basado todos los que después han hablado de la civilización atlante.
Cuenta Platón que hace unos 11 000 años existía más allá de las Columnas de
Hércules —el Estrecho de Gibraltar— una isla más grande que el norte de África y
Asia Menor juntas. Era el hogar de una avanzada civilización y debía su nombre a
Atlas, rey de la isla y primogénito del dios Poseidón y la humana Cleto. Tierra de
promisión, era un paraíso en el que abundaban las materias primas, y las fachadas de
los edificios estaban cubiertas de metales preciosos. Los atlantes navegaban por todos
los mares y fueron pacíficos hasta que se corrompieron, intentaron conquistar el
mundo y acabaron chocando con los atenienses, quienes, solos, les derrotaron y
liberaron a la Humanidad. Zeus hundió entonces la isla Atlántida en el mar como
castigo a la impiedad de sus habitantes.
La Atlántida obsesiona a mucha gente casi 2500 años después de Platón. Se
calcula que se han publicado más de 25 000 libros sobre el continente perdido, en el
cual algunos sitúan el origen de los indios norteamericanos, los vascos… La
interpretación clásica del texto platónico localiza la isla en el Atlántico. Es por lo que
apostó en 1882 en su libro Atlantis: the antediluvian world (Atlántida, el mundo
antediluviano) el congresista estadounidense Ignatius Donnelly, quien sentó las bases
de la moderna atlantología. Mucho antes que Erich von Däniken y Charles Berlitz,
leyó literalmente al filósofo griego, dijo que el desaparecido continente había estado
en mitad del Atlántico y dejó escrito que fue allí donde el ser humano se civilizó.
Donnelly hizo escuela y, a pesar de que se han propuesto decenas de posibles
ubicaciones de la Atlántida —desde la Antártida hasta Groenlandia, pasando por los
Andes y Canarias—, situarla entre Europa y América es lo más habitual. La
existencia de pirámides a ambas orillas del océano se explicaría, así, porque los
supervivientes de la ira de Zeus habrían llegado hasta Egipto y Mesoamérica, y
transmitido a los indígenas la sabiduría para levantar esos edificios. A primera vista,
parece posible que el océano se haya tragado una isla del tamaño que dice Platón;
pero hay un inconveniente insalvable: hasta un niño sabe que, por mucho que lo

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intentemos, en un rompecabezas de 100 piezas, la 101 no entrará jamás. Y eso es lo
que pasa con la Atlántida, que no cabe en la Tierra.
La corteza de nuestro planeta es un rompecabezas de piezas que flotan sobre roca
fundida. Las placas que forman los continentes y los fondos oceánicos crecen por
lugares como la cordillera volcánica del centro del Atlántico, lo que hace que Europa
se aleje de Norteamérica entre 1,8 y 2,5 centímetros anuales; se reducen donde se
encuentran y una se hunde por debajo de otra o chocan entre sí para formar
cordilleras como la del Himalaya; y acumulan tensión en puntos de encuentro donde
provocan terremotos, como ocurre en California con la falla de San Andrés. Los
continentes que existen son los que siempre ha habido, si bien se mueven y hubo un
tiempo en que eran uno solo, llamado Pangea. No hay agujeros, espacio libre en el
que en un pasado remoto cupiera una isla continente.
Los atlantólogos pasan por alto, además, que hace 11 000 años no había en el
mundo ningún imperio. Solo existían grupos de cazadores recolectores como los
pintores de la cueva de Altamira. No había nada parecido al imperio de la Atlántida
ni a Atenas porque todavía no había ciudades. Por eso los historiadores leen el relato
del filósofo griego como una ficción moralizante en la que, ensalzando a su ciudad
natal, se inventa un poder que conquista el Mediterráneo hasta que topa con los
atenienses. En el fondo, como ha apuntado el arqueólogo Kenneth L. Feder, de la
Universidad Central del Estado de Connecticut, es la misma historia que la de La
guerra de las galaxias, pues ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en un sitio muy,
muy lejano, y está protagonizada por un malvado imperio que sucumbe ante un
puñado de humanos libres abandonados a su suerte[18].
Es posible, no obstante, que haya algo de verdad en la historia de Platón. No hay
que descartar, aunque probarlo sea imposible, que el filósofo se apropiara de hechos
históricos reales para elaborar el relato de la Atlántida. Así, en 373 a. C., pocas
décadas antes de que escribiese los dos diálogos, hubo una importante ciudad del
Peloponeso que se hundió en las aguas de la noche a la mañana. Se llamaba Helike,
era la capital de la Liga Aquea y desapareció en una laguna tras un terremoto, en una
catástrofe que se achacó a la ira de Poseidón. Sus restos se encontraron en 2001.
La estructura anillada de la capital de la Atlántida —en la cual se alternan canales
de agua y masas de tierra hasta la isla central, donde está el templo a Poseidón—
recuerda la de los núcleos urbanos de la cultura de Tartessos, desarrollada entre los
siglos VIII y VI a. C. al suroeste de la Península Ibérica, más allá de las Columnas de
Hércules. ¿Y el conflicto bélico entre atlantes y atenienses? Podría tratarse de una
reedición de las Guerras Médicas (498-479 a. C.). Ocurridas en vida del filósofo,
enfrentaron al poderoso Imperio Persa con los griegos y, en batallas como la de
Maratón, los atenienses frenaron a las tropas invasoras, como luego harían con el
imperio atlante en la obra de Platón.

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Cerebros reducidos
«La mayoría de nosotros empleamos solamente
alrededor de un 10 % de nuestro cerebro, si llega. El
90 % restante rebosa un potencial inexplotado y un
sinfín de habilidades por descubrir. Ello significa
que nuestra mente opera de una manera muy
limitada, y en modo alguno funciona a pleno
rendimiento», explica Uri Geller en El poder de tu
mente (1996)[19]. La creencia no es nueva. Hay
pistas que apuntan a que existe desde principios del
siglo XX. Los parapsicólogos y quienes dicen tener
poderes paranormales la suelen presentar como
prueba de la existencia de habilidades
extraordinarias agazapadas entre neuronas inactivas.
Geller sostiene que «hubo un tiempo en que
gozamos de plenos poderes sobre nuestra mente»,
pero que, con las comodidades de la vida moderna,
nos hemos vuelto cerebralmente holgazanes y «hemos ido olvidando muchas de las
habilidades que teníamos. Por ejemplo, la telepatía, la levitación y la capacidad de
vivir en plena sintonía con nuestro cuerpo han quedado en un segundo plano». Es lo
que dice la propaganda de la Iglesia de la Cienciología: «Nosotros solo usamos el 10
% de nuestra potencia mental». Tom Cruise y sus correligionarios aseguran que
podemos superar ese límite si seguimos las enseñanzas de su guía espiritual, el
escritor de ciencia ficción L. Ron Hubbard.
Algunas series televisivas de ciencia ficción se han hecho eco últimamente de la
idea de que la mayor parte del cerebro no nos sirve para nada. Así, en la comedia
juvenil Kyle XY, centrada en un adolescente superdotado de enigmático origen
—carece de ombligo—, la exploración del cerebro del protagonista revela que es
mucho más activo que el del resto de los humanos. En Stargate, la serie de
exploradores que viajan entre mundos cruzando puertas estelares, un escáner
descubre que el poder mental de un malvado alienígena se basa en que utiliza
bastante más que el 10 % del cerebro. Y hay anuncios de discos duros de ordenador
en los cuales se alaban las bondades del producto diciendo que es mucho más
eficiente que nuestro cerebro, que «solo usa una fracción de su capacidad».
No es de extrañar, por tanto, que mucha gente crea que nos bastaría con una
décima parte de la masa cerebral que tenemos para hacer lo que hacemos, aunque sea
mentira. Párese a pensar unos segundos con ese órgano del que Geller y los
cienciólogos dicen que solo utilizamos un 10 %. El cerebro humano pesa entre 1,3 y
1,5 kilos. ¿Conoce a alguien que lo tenga de 130 gramos, del tamaño del de una

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oveja? ¿Sabe de alguien a quien hayan extirpado el 90 % de ese órgano y lleve una
vida normal? ¿Ha oído a algún médico decir a un paciente cosas esperanzadoras
como: «Ha tenido suerte, el tumor es inoperable y mortal, pero está en la parte del
cerebro que no usamos»? Me imagino su respuesta a todas estas preguntas: no.
Nuestro cerebro tiene unos 100 000 millones de neuronas, con 100 billones de
conexiones entre ellas. Es el centro de mando del organismo. Lo controla todo: desde
el latido del corazón hasta nuestros odios y amores. Es una máquina
extraordinariamente compleja y delicada. Basta con una pequeña lesión neurológica
para que la vida dé un vuelco indeseado. «Golpes en el cráneo en zonas muy
concretas producen a veces grandes daños funcionales en habilidades, aptitudes o
conductas», destaca en La parapsicología ¡vaya timo! (2007) el psicólogo Carlos J.
Álvarez, quien añade que «los estudios neuropsicológicos demuestran que no existe
ninguna zona del cerebro que pueda ser dañada sin que se produzca una pérdida de
alguna función mental o conductual»[20]. Por eso, los neurocirujanos determinan
milimétricamente el tejido a extirpar antes de cada intervención para no dañar áreas
sanas.
Los sistemas de exploración por imagen —como la resonancia magnética y la
tomografía computerizada— demuestran a diario que usamos todo el cerebro; aunque
no a la vez, del mismo modo que no empleamos todos los músculos al mismo tiempo.
«El hecho de que no seamos conscientes de muchas funciones cerebrales no significa
que no estén ahí, realizando constantemente tareas. Pensemos, por ejemplo, en el
hecho de que en estado de reposo, e incluso durante el sueño, la función de
almacenamiento de la memoria no deja de trabajar», explica el neurólogo Francisco J.
Rubia en su libro ¿Qué sabes del cerebro? (2006)[21]. Si los científicos lo tienen tan
claro, si todas las pruebas indican lo contrario ¿a qué se debe el mito del 10 % y
cuándo nació?
El psicólogo Barry Beyerstein ha apuntado como posible creador involuntario a
su colega William James (1842-1910), quien en sus artículos de divulgación decía
que el ciudadano medio rara vez explota todo su potencial mental. Otros estudiosos
achacan la idea a erróneas interpretaciones de resultados científicos, así como a los
gurús de la autoayuda. Lo cierto es que nuestro cerebro es fruto de millones de años
de evolución y resulta difícil creer que la selección natural haya permitido que un
órgano tan complejo, grande y caro de mantener alcance el tamaño que tiene para
resultar inútil en su mayor parte. Porque, aunque no supone más que el 2 % del peso
corporal, consume el 20 % del oxígeno y el 25 % de los nutrientes.
Geller —quien nunca ha engañado a un ilusionista con sus trucos de magia que
simulan habilidades prodigiosas—, los parapsicólogos y los cienciólogos dicen que
los poderes paranormales permanecen latentes en la parte del cerebro que no usamos;
pero es que, en realidad, lo utilizamos todo. Además, aunque fuera verdad que no
empleamos todo el cerebro, de eso nunca podría deducirse que en la parte silenciosa
residan poderes extraordinarios, como la telepatía, la telequinesis y la precognición.

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Es como decir que en la oscuridad vive el Coco.

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Militares, secretos y platillos volantes
«El Gobierno niega todo conocimiento». Esta era
una de las máximas de la serie Expediente X. Fue
acuñada, con otras palabras, por Donald E. Keyhoe,
comandante retirado de la Infantería de Marina de
Estados Unidos y autor, en 1950, del primer libro
sobre ovnis, The flying saucers are real (Los
platillos volantes son reales)[22]. El exmilitar
publicó aquel año en la revista True un artículo que
sentó los dos pilares básicos de la ufología: el
origen alienígena de los platillos volantes y el secretismo oficial. Han sido pocos los
seguidores de los ovnis que desde entonces no han sucumbido a la obsesión por el
encubrimiento gubernamental, en parte, con razón.
La CIA se interesó por los platillos volantes poco después de verse los primeros
en 1947. Temía que supusieran un riesgo para la seguridad de Estados Unidos.
Controló de cerca los proyectos militares de investigación del fenómeno y, en 1949,
vio cómo la Fuerza Aérea descartó que tras los ovnis hubiera una potencia extranjera.
Aún así, siguió en el ajo por si la amenaza era alienígena. Mientras en el cine Klaatu
nos traía la paz interplanetaria en Ultimátum a la Tierra (1951), los militares
concluyeron que los platillos volantes no venían de otros mundos, y la CIA les
encontró una utilidad[23].
Estados Unidos vivió los años 50 con el miedo a un ataque atómico soviético y a
la infiltración comunista. Fueron los años de los simulacros nucleares en las escuelas
y de la caza de brujas del senador Joseph McCarthy. La CIA empezó en aquella
época a disponer de la más alta tecnología para el espionaje con la entrada en servicio
del avión U-2. Capaz de volar a 805 kilómetros por hora y alcanzar los 21 000 metros
de altura, despegó por primera vez el 1 de agosto de 1955 del recién creado campo de
pruebas del lago Groom, en Nevada. Estrenó las instalaciones que hoy conocemos
popularmente como el Área 51, donde Estados Unidos ha probado aviones como el
SR-71 y el F-117, y donde, según algunos ufólogos, se guardan restos de platillos
volantes accidentados y hasta de alienígenas.
Washington reconoció oficialmente la existencia del complejo militar de Nevada
cuando no le quedó más remedio, cuando una compañía estadounidense publicó en
abril de 2000 en Internet imágenes de la base tomadas por satélite. En las fotos se
veían hangares, pistas de aterrizaje, carreteras y canchas deportivas; el corazón de un
campo de pruebas de 20 000 kilómetros cuadrados. «Tenemos ahí un centro de
operaciones; pero el trabajo es materia clasificada», admitió Gloria Gales, portavoz
de la Fuerza Aérea. «Mucha gente de mi Administración estaba convencida de que
Roswell era un fraude, pero creía que lo de ese lugar de Nevada (el Área 51) iba en

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serio, que había allí un artefacto alienígena. Así que mandé a alguien a que lo
averiguara. Y se trataba realmente de una instalación de Defensa en la que se hacían
cosas aburridas que no queríamos que nadie más viera», explicaba Bill Clinton hace
siete años a la revista FinanceAsia.
Durante la guerra fría, la creencia en extraterrestres fue aprovechada por la CIA
para encubrir los vuelos de sus aviones espía desde el lago Groom y otras bases. Un
informe titulado The CIA’s role in the study of ufos, 1947-90 (El papel de la CIA en el
estudio de los ovnis, 1947-1990), obra del historiador Gerald K. Haines, desveló en
1997 que en los años 50 y 60 «cerca de la mitad» de los avistamientos de objetos
extraños en los cielos estadounidenses correspondieron a misiones del U-2 y del SR-
71[24]. La agencia de espionaje estadounidense prefería que el público creyera en
visitantes de otros mundos a destapar la existencia de sus más sofisticadas
herramientas. Al otro lado del Telón de Acero, la Unión Soviética hacía lo propio.
Algunos insomnes vecinos de Petrozavodsk, ciudad situada a orillas del lago
Onega, vieron en 1977 una gran medusa brillante que sobrevolaba la urbe antes del
amanecer. «La bola ígnea que cruzó precipitadamente el cielo de sur a norte sobre el
distrito de Leningrado y Karelia a primeras horas del 20 de septiembre también fue
observada por los astrónomos de Pulkovo. En estos momentos es todavía difícil
determinar definitivamente su origen, ya que continúan llegando informes de testigos
y observadores», dijo tres días después Vladimir Krat, director del Observatorio de
Pulkovo. En las semanas siguientes, se cruzaron en la prensa declaraciones de
científicos con explicaciones inverosímiles y de ufólogos que defendían la naturaleza
extraterrestre del fenómeno.
Fue James Oberg, un ingeniero de la NASA, quien resolvió el enigma desde
Houston. Se puso en contacto con el Centro Goddard de Vuelos Espaciales, donde le
informaron de que la URSS había lanzado aquel día un satélite desde el cosmódromo
secreto de Plesetsk, a 330 kilómetros al este de Petrozavodsk. El Comando de
Defensa Aeroespacial Norteamericano (NORAD), cuyo cuartel general está en la
montaña Cheyenne —como sabe todo seguidor de la serie de televisión Stargate—,
confirmó a Oberg que el despegue del satélite espía Cosmos 955 había ocurrido
minutos antes de la aparición del ovni, que parecía una medusa por el brillo de los
gases de escape de las toberas del cohete.
«Moscú sabe de dónde vienen los ovnis, quién los lanza, cómo se propulsan y por
qué viajan por el cielo de la URSS. Lo sabe todo y no quiere admitirlo públicamente.
Es probablemente la mayor operación de encubrimiento ovni de la historia», escribía
Oberg en 1982 en un artículo que demostraba el vínculo entre las más famosas
oleadas de ovnis tras el Telón de Acero y las actividades militares secretas[25]. Lo que
no sospechaba entonces el ingeniero de la NASA es que años después la CIA iba a
reconocer que había hecho lo mismo: aprovecharse de los platillos volantes para
camuflar operaciones de espionaje.

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Mensajes en los sembrados
«No estamos solos». Esta frase —escrita en inglés y
con letras de doce metros— apareció una mañana
de 1986 en un campo de trigo cerca de Winchester,
en Reino Unido, y fue interpretada como un
mensaje extraterrestre por los estudiosos de los
dibujos que surgen cada verano en el campo inglés.
El fenómeno había empezado años antes, con
simples círculos de plantas aplastadas y el
consiguiente enfado de los agricultores. Hoy quedan lejos aquellos toscos círculos, a
los que con el tiempo sustituyeron los interconectados y, después, figuras
geométricamente cada vez más intrincadas.
Las formaciones han ganado en complejidad con los años: una de las aparecidas
en junio de 2008 en Reino Unido tenía 45 metros y codificado el número pi. Ya
saben, el cociente entre el perímetro de la circunferencia y su diámetro, un número
que tiene infinitos decimales (hasta ahora, se conocen 2,7 billones). El círculo de pi
contiene en clave sus primeros nueve decimales —3,141592654—, seguidos de tres
puntos suspensivos. Su descubrimiento conmocionó a los cereálogos, como les gusta
llamarse a los estudiosos del fenómeno. «Es una formación extraordinaria, un suceso
seminal», concluyó Lucy Pringle, autora de cuatro libros sobre los círculos. Según
The Times, los matemáticos británicos no podían ocultar su perplejidad ante un
pictograma que incluye la representación de un concepto matemático complejo.
Los dibujos de los sembrados brotaron a finales de los años 70 y alcanzaron su
auge en los 80, casi siempre circunscritos a las Islas Británicas. El fenómeno atrajo
desde el principio a excéntricos personajes, entre los cuales pronto destacaron tres
que se convirtieron en los expertos por antonomasia: los ingenieros Colin Andrews y
Pat Delgado, y el meteorólogo Terence Meaden. En treinta años, estos y otros
cereálogos han ofrecido explicaciones para todos los gustos. Algunas apuntan al cielo
—a los extraterrestres y a fenómenos meteorológicos extraños—; otras al suelo: hay
quien dice que Gaia, la Tierra, quiere transmitirnos un mensaje mediante los
pictogramas.
La cerealogía vivía su época dorada cuando en 1991 dos pensionistas ingleses
acabaron con la fiesta. O, al menos, eso parecía entonces. Dave Chorley y Doug
Bower eran pintores aficionados y se habían conocido en 1968, poco después de que
el segundo se hubiera mudado desde Australia a Reino Unido. A finales de los años
70, tras una tarde entre pintas de cerveza, paseaban hablando de ovnis cuando Bower
recordó que, en Australia, se había achacado en 1966 un círculo de hierba aplastada
al aterrizaje de un platillo volante. «¿Qué crees que ocurriría si hiciéramos un círculo
por aquí?», preguntó a su compadre. «Que la gente pensaría que un platillo volante ha
aterrizado», respondió su amigo. Dicho y hecho. Se pusieron manos a la obra; pero,

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después de dos veranos de actividad y más de una docena de creaciones, estuvieron a
punto de abandonar.
A pesar de que ponían todo su empeño, no conseguían que nadie se fijara en su
trabajo. Todo cambió en agosto de 1980 cuando el diario The Wiltshire Times publicó
la noticia del hallazgo de un círculo del cultivo —así lo llamó— en un campo de
avena cerca de Westbury. Había nacido un fenómeno. Al principio, les bastaba con
ponerse uno en el centro del futuro círculo a modo de poste, unido a su cómplice por
una cuerda: la parte móvil del compás humano aplastaba el cereal pisando un tablón
que colgaba de dos cuerdas que sujetaba con las manos. Al año siguiente, acaparaban
ya titulares e iban aprendiendo a hacer formaciones cada vez más complicadas.
Las aventuras de la extraña pareja se prolongaban en los pubs donde se reunían
los cereálogos y en las salidas al campo de los expertos. Así se enteraban de cuál
podía ser, en opinión de los especialistas, el siguiente paso lógico en la evolución del
fenómeno. Si estos especulaban con la posibilidad de encontrar dos círculos
conectados, Chorley y Bower satisfacían sus deseos: los creaban en cuanto podían.
Como los nuevos dibujos respondían a lo que esperaba, Delgado acabó por
convencerse de que detrás del fenómeno había una gran inteligencia (no humana,
claro).
Después de torear a los expertos durante años, los jubilados confesaron sus
fechorías en 1991. «La gran broma ha terminado. Dos espabilados nos han
engañado», dijo entonces Delgado. Pero no había acabado. Los sesentones habían
creado escuela. Lo habían gritado al mundo escribiendo en un cultivo en 1986 su
famoso «No estamos solos», que no era un mensaje marciano, sino de Bower y
Chorley a sus imitadores. A partir de ese momento, recuerda Carl Sagan en El mundo
y sus demonios (1995), firmaron sus creaciones con dos D a las cuales algunos
también atribuyeron significado alienígena[26].
Los dibujos siguen apareciendo todavía. En junio de 2008, lo hicieron en España
en forma de extraño pictograma que era, en realidad, el logotipo de una marca de ron.
Sus creadores fueron Rob Irving y John Lundberg, los Circlemakers (Hacedores de
círculos). Estos artistas británicos son los autores de un manual para fabricar círculos,
se ganan la vida con la publicidad y se divierten haciendo dibujos a los que los
cereálogos siguen buscando significados ocultos. El círculo de pi es una creación
suya o de otros artistas. A no ser que, como ironiza el biólogo Ángel M. Felicísimo,
de la Universidad de Extremadura, los extraterrestres usen el sistema decimal de
numeración, el punto decimal como separador y nuestros puntos suspensivos, además
de no estar muy avanzados: «Que conozcan el número pi con nueve decimales sitúa a
nuestra misteriosa fuerza al nivel de conocimientos del siglo XV, cuando el
matemático Al-Kashi lo calculó con dieciséis decimales»[27].

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Espíritus en el plató
El más famoso, y posiblemente más rico, de los
mediums contacta con los espíritus ante las cámaras
de la televisión, en estudios bien iluminados y con
público. Se llama John Edward, tiene cara de buen
chico y un programa en el Canal de Entretenimiento
para Mujeres estadounidense. Antes, su Cruzando
al Más Allá con John Edward estuvo en SciFi
Channel entre 1999 y 2004, y en España se vio en
Estilo. Los muertos hablan con él en presencia de
sus parientes vivos, a quienes Edward transmite
mensajes que son recibidos con alborozo. Los
diálogos son del estilo de:
—«Hay una referencia en la familia a un payaso
o a alguien vestido de payaso», dice Edward
mirando al público, a la espera de que alguien se dé
por aludido.
—«Tengo un sobrino que se vistió de payaso para Halloween y para su
cumpleaños, y vino a enseñárselo a los niños», responde una mujer.
—«¡Vale! ¿Aún está aquí? ¿Murió?».
—«Sí».
—«¡Vale! Creo que esto es para usted —concluye el médium en referencia al
mensaje que está recibiendo—. ¿Quién es la mujer que falleció por cáncer de pulmón
o pecho?».
—«Mi hermana».
—«¡Vale! ¿El marido también está aquí?».
—«No; era soltera».
—«¿Su marido ha fallecido?».
—«Sí».
—«Porque me dice que está con el marido. ¡Bien! Hay una conexión con el
marido. Tengo que identificar a Frank o Fran…».
Los afortunados que logran entablar contacto con sus familiares fallecidos —un
puñado del público que asiste en directo al show— ríen y lloran de alegría. Nunca
olvidan la experiencia. El reencuentro con un padre, una madre, un hermano, un tío,
una abuela, un hijo que creían haber perdido para siempre hace que se desborde la
emoción. Edward no recurre a los trucos de los viejos espiritistas, quienes en la
oscuridad y con cómplices hacían aparecer y moverse objetos. Él se comunica a plena
luz con los muertos, que le cuentan cosas que sorprenden a sus parientes vivos.
Quienes asisten al programa salen convencidos de que el médium les ha puesto en
contacto con el mundo de ultratumba, pero ¿es así?

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Relean el diálogo anterior. Es una transcripción literal de una escena de una de las
entregas de Cruzando al Más Allá con John Edward. ¿Adivina algo el médium? Más
bien, no. Su primera pregunta es el anzuelo. Ante un auditorio de más de un centenar
de personas, lanza un comentario impreciso a la espera de que alguien se identifique
con él. Nunca cosas concretas. Una vez que la víctima ha picado, sigue preguntando.
Fíjense que, en el caso del payaso, lo primero que hace es interrogar sobre si está
vivo o muerto. ¿Pero es que no lo sabe? ¿Acaso no habla con los muertos? Su
interlocutora no se lo acaba de aclarar —el sí vale tanto para una u otra posibilidad—,
así que el médium da un giro a la conversación.
Edward pregunta y pregunta, cubriendo todas las posibilidades —«¿Aún está
aquí? ¿Murió?»—, pasa rápido sobre los errores —la soltería de la hermana—, se
aprovecha de la información que le da su interlocutor cuando le pregunta
directamente —«¿Su marido ha fallecido?»— y sigue sacando generalidades con las
cuales cualquiera puede identificarse. Así, lanza al auditorio cuestiones tan vagas
como si alguien conoce a una Ellen o le pregunta a una mujer si le dice algo una A
como inicial de un conocido. Conocido quiere decir desde el marido hasta el portero
de la finca de un tío abuelo, y puede estar en el estudio o no, vivo o muerto hace
tiempo. Así, ¿quién puede fallar? Basta con ver uno de los episodios de Cruzando al
Más Allá con John Edward para detectar esas trampas, las mismas que practican
todos los adivinos, desde el prestigioso que consultan reyes y empresarios hasta el de
medio pelo de un canal de televisión local[28].
La técnica se conoce como lectura fría y permite hacer creer a un individuo que
uno sabe de él algo que en realidad no sabe, a partir de lo que el mismo sujeto dice,
de su aspecto y de generalizaciones que encajan como anillo al dedo en el 99 % de la
gente. Es lo que hacen todos los fabricantes de horóscopos con frases que se adaptan
a cualquiera como prendas de talla universal: hace todo lo posible por llevarse bien
con los demás, pero no puede evitar algunos arrebatos cuando le sacan de sus cabales;
sus parientes y amigos le tienen en alta consideración y suelen pedirle ayuda, algo a
lo que únicamente se niega por fuerza mayor…
En su libro The skeptic’s guide to the paranormal (La guía escéptica de lo
paranormal. 2004), Lynne Kelly resume en qué consiste: «Para tener éxito con la
lectura fría, todo lo que necesita hacer es dos cosas fundamentalmente: contar a la
gente que es humana —todos somos más iguales que diferentes— e incorporar lo que
ellos le cuentan, verbal o no verbalmente, a su discurso como si fuera parte de la
revelación»[29]. Si se fijan, es lo que hace Edward en el diálogo anterior. El
divulgador científico Michael Shermer llegó a contar casi una aseveración por
segundo durante el primer minuto de un episodio del show de SciFi Channel.
«Piensen en ello: en un minuto Edward dispara sesenta nombres, colores, fechas,
enfermedades, condiciones, situaciones, parientes y otros. Va tan rápido que tienes
que parar la cinta, rebobinar y volver a escucharlo para poder seguirle»[30].
Además, durante la espera —hasta de dos horas— antes de entrar en el estudio,

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los ayudantes del médium se mezclan con los invitados, conversan con ellos y les
sonsacan información que luego transmiten a Edward a través de un auricular. El
descaro llega a tal punto que, en una ocasión, un espectador facilitó información
errónea a los asistentes del psíquico y, una vez en el plató, los espíritus se la
transmitieron a Edward como si fuera cierta.

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Pirámides en Canarias
El explorador noruego Thor Heyerdahl descubrió en
1990 el nexo entre las pirámides egipcias y las
americanas. Estaba en Güímar, un pueblo de la
costa oriental de Tenerife. Era un conjunto de seis
estructuras escalonadas, hechas con roca volcánica,
que habían pasado desapercibidas para la ciencia
hasta poco tiempo antes. Las habían descubierto en
1987 los miembros de la Confederación
Internacional Atlántida, un grupo canario de
aficionados a lo paranormal, y enseguida habían
llamado la atención de los medios de comunicación.
Fue así, por la prensa, como Heyerdahl se enteró de la existencia de las pirámides de
Güímar.
«Siempre he mantenido que la civilización viajó de Oriente a Occidente,
transportada por las corrientes marinas y los vientos alisios», explicaba el aventurero
en 1999, tres años antes de su muerte. Heyerdahl era difusionista: creía que cada cosa
se ha inventado solo una vez en la Historia y después el conocimiento se ha irradiado
desde el lugar del hallazgo al resto del mundo. Eso supone que, si hay pirámides a
una y otra orilla del Atlántico, es porque la idea y la tecnología para levantarlas se le
ocurrió a alguien en uno de los dos sitios y luego viajó hasta el otro. Las pirámides de
Güímar, a medio camino, confirmaban, para el aventurero nórdico, esa visión de la
evolución de las culturas.
Heyerdahl organizó durante el siglo pasado varias expediciones para demostrar la
posibilidad de contactos transoceánicos en la Antigüedad. Veía los mares como las
autopistas por las cuales se había difundido el conocimiento a bordo de
embarcaciones como la Kon-Tiki, una balsa de juncos con la que cubrió en 1947 los
7000 kilómetros que separan Perú del archipiélago polinesio de Tuamotu. Cincuenta
años después, las estructuras de Tenerife —que para los lugareños son majanos,
meros montones de piedras— le llevaron a pensar que los navegantes que habían
cruzado el Atlántico desde Eurasia con el conocimiento necesario para construir ese
tipo de edificios pudieron no ser egipcios, sino guanches.
En su aventura canaria, tuvo el apoyo de su amigo el naviero Fred Olsen, cuyos
ferries conectan el archipiélago. El multimillonario noruego financió en 1991 unas
excavaciones en la plaza central del complejo de Güímar, que ocupa en total unos
3000 metros cuadrados. Las dirigieron los arqueólogos María de la Cruz Jiménez y
Juan Francisco Navarro, de la Universidad de La Laguna, y no encontraron restos
anteriores al siglo XIX. «La excavación arqueológica es contundente en el sentido de
ubicarlas [las pirámides] en el siglo pasado», concluyeron. Los científicos creían que

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las estructuras eran simples amontonamientos de piedras hechos por los campesinos
para liberar suelo cultivable.
Heyerdahl, sin embargo, sostuvo hasta su muerte otra cosa: «Seguramente, bajo
ellas se encuentran tumbas guanches». El ingeniero egipcio Robert Bauval, quien
visitó Tenerife en 2001, creía también que las edificaciones habían sido antiguos
lugares de culto con conexiones astronómicas. Esta última explicación se agarraba,
seguramente, a los estudios de Antonio Aparicio, Juan Antonio Belmonte y César
Esteban. Estos tres investigadores del Instituto de Astrofísica de Canarias y la
Universidad de La Laguna habían constatado a principios de los años 90 que el
conjunto arquitectónico está orientado astronómicamente; aunque en ningún
momento habían achacado las edificaciones ni a guanches, ni a atlantes, ni a nada
parecido.
Bauval y otros autores sostienen que las pirámides egipcias de la meseta de Giza
se construyeron hace 10 500 años. La misma edad se atribuye a las estructuras
canarias en el Parque Etnográfico de las Pirámides de Güímar, que abrió sus puertas
en 1998 por iniciativa de Olsen y Heyerdahl. Un vídeo explica al visitante que la
pirámide surgió como estructura hace 10 000 años, simultáneamente, en Egipto,
América y otros lugares, lo que demostraría una conexión transoceánica en la
Prehistoria. Pero es que las pirámides egipcias, que eran tumbas, se remontan a hace
solo unos 4500 años y las más antiguas americanas, que eran templos, a poco más de
2000.
Quien únicamente las conoce de oídas puede pensar, además, en las estructuras de
Güímar como equiparables a las levantadas por egipcios y mayas. La palabra
pirámide evoca imágenes de construcciones gigantescas en el desierto y en mitad de
la selva mesoamericana, colosales edificaciones de decenas de metros de alto
formadas por grandes bloques de piedra. Frente a eso, el majano más grande de
Tenerife mide 50 metros de largo por 16 de ancho, 5 metros de altura y está hecho de
roca volcánica sin trabajar. Estructuras similares existen en isla Mauricio, otro
archipiélago volcánico, y no se han achacado nunca a desconocidos contactos
culturales en la Antigüedad, entre otras cosas porque ningún ser humano vivió allí
antes de 1598.
No hacen falta ni atlantes, ni alienígenas, ni egipcios de viaje a América para
explicar el origen de las pirámides de Güímar. Son amontonamientos de piedras
hechos en el siglo XIX para limpiar un terreno y dedicarlo al cultivo de cochinilla,
algo parecido a lo que han hecho los campesinos de isla Mauricio para la caña de
azúcar, tal como explican los astrofísicos Antonio Aparicio y César Esteban en Las
pirámides de Güímar. Mito y realidad (2005), la única aproximación seria a la
historia de los majanos canarios[31]. Lo que no está claro es el por qué de la
orientación astronómica del complejo. Aparicio y Esteban sostienen que se debe a
que en el siglo XIX el propietario de la finca, el masón Antonio Díaz Flores, habría
orientado las estructuras para dotarlas de un significado simbólico ligado a la

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masonería.

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Desaparecidos sin rastro
Millones de personas corren cada año el peligro de
desaparecer para siempre. Vuelan o navegan por
una región del planeta que fue identificada hace
décadas como un agujero espacio-temporal que
engulle hombres, barcos y aviones. Fue el 16 de
septiembre de 1950 cuando un despacho de la
agencia AP firmado por E.W. Jones llamó por primera vez la atención sobre unas
misteriosas desapariciones acaecidas entre Florida y las Bermudas. Dos años después,
en la revista esotérica Fate, George X. Sand situó los hechos dentro de un triángulo
con vértices en «Florida, Bermudas y Puerto Rico». Y el periodista Vincent H.
Gaddis bautizó la zona como «el triángulo mortal de las Bermudas» en 1964 en la
revista Argosy[32].
Casi nadie se acuerda, sin embargo, de Jones, Sand y Gaddis en relación con el
misterio del triángulo de las Bermudas. La región y su enigma se asocian al fallecido
lingüista Charles Berlitz, nieto del fundador de las academias de idiomas que llevan
su apellido. Y es que publicó dos libros, El triángulo de las Bermudas (1974) y Sin
rastro (1977), de los que vendió millones de ejemplares[33]. Berlitz proponía dos
explicaciones para lo sucedido en una región en la cual, decía en 1974, «más de cien
barcos y aviones han desaparecido en medio de una atmósfera transparente»: que los
extraterrestres estén secuestrando gente o que todo se deba a una «antigua, e incluso
actual, actividad atlante en la zona».
Aunque el misterio se remontaría, según los autores que han escrito sobre él, a las
«extrañas luces danzantes sobre el horizonte» que vieron Cristóbal Colón y sus
hombres la víspera del día del Descubrimiento, el libro seminal de Berlitz se centra
en sucesos mucho más próximos en el tiempo y, supuestamente, mejor
documentados. A fin de cuentas, las luces de Colón bien pudieron ser las de hogueras
de los indios tainos. Frente a eso, él presenta casos como el del Freya, un buque
alemán que el 4 de octubre de 1902 fue encontrado en la región a la deriva poco
después de salir «desde Manzanillo, Cuba, hacia varios puertos de Chile»; y el de un
avión Globemaster que se esfumó en marzo de 1950 «en el borde norte del
triángulo».
La desaparición, en octubre de 1931 cerca de Bahamas, del carguero noruego
Stavenger y sus 43 tripulantes es una de las más impactantes. Pero la más conocida es
la del Vuelo 19, que se saldó con la pérdida de seis aviones y veintisiete hombres el 5
de diciembre de 1945. Cinco torpederos TBM Avenger, y sus catorce tripulantes, se
esfumaron aquel día —de condiciones meteorológicas ideales, dice Berlitz—
mientras participaban en un vuelo de adiestramiento en orientación sin instrumental
ni puntos de referencia. Cuando se perdió el contacto con ellos, un hidroavión Martin

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Mariner con trece hombres despegó en su búsqueda. También desapareció. Nadie ha
encontrado hasta hoy restos del Vuelo 19, cuyos aviones son hallados intactos en el
desierto de Sonora al inicio de Encuentros en la tercera fase (1977) y cuyos
tripulantes salen, al final de la película, de una gigantesca nave extraterrestre.
Se han achacado estas desapariciones y otras muchas a diferentes causas, la más
popular de las cuales es el secuestro por parte de seres de otros mundos, gracias en
parte a Steven Spielberg. Pero Berlitz apostaba por la explicación atlante: creía que es
posible que en la región haya «grandes complejos de energía, antiguas máquinas o
fuentes energéticas de una civilización anterior, que yacen en el fondo del océano» y
que «incluso ahora podrían ser ocasionalmente accionadas por aviones que, al
sobrevolarlas, crean torbellinos magnéticos y provocan perturbaciones magnéticas y
electrónicas».
Poco después de la publicación de El triángulo de las Bermudas, Lawrence David
Kusche, bibliotecario de la Universidad de Arizona y piloto, comprobó cuánto había
de cierto en los sucesos narrados por Berlitz. Descubrió, así, que el Freya no había
partido hacia Chile desde el puerto cubano de Manzanillo, sino desde uno del mismo
nombre situado en la costa pacífica de México. Según los archivos de la aseguradora
Lloyd’s, había sido encontrado a la deriva en el Pacífico —a más de 2500 kilómetros
del vértice occidental de la región maldita— el 4 de octubre después de sufrir los
efectos de un maremoto.
Ningún avión Globemaster desapareció tampoco cuando y donde sostiene Berlitz;
ni lo hizo ningún barco noruego llamado Stavenger. Y así sucesivamente. La pérdida
del Vuelo 19 se debió, por su parte, a una sucesión de errores de los jóvenes pilotos
—todos, menos uno, novatos— en un día no idílico, sino de «fuertes vientos y con el
mar muy alborotado». Desorientados, los aparatos cayeron al agua cuando se les
acabó el combustible y los aviadores murieron por el choque o ahogados. Del
hidroavión Martin Mariner —un modelo conocido como tanque de gasolina volante
— se perdió todo rastro al mismo tiempo que la tripulación del buque cisterna SS
Gaines Mills veía en el cielo una explosión. Luego, se encontraron manchas de aceite
en el mar.
La aseguradora Lloyd’s diagnostica que en la zona «las desapariciones se deben
normalmente a condiciones meteorológicas adversas». «La leyenda del triángulo de
las Bermudas es un misterio manufacturado. Empezó a causa de una investigación
descuidada y fue elaborada y perpetuada por escritores que, consciente o
inconscientemente, se sirvieron de errores, razonamientos incorrectos o simple
sensacionalismo», concluye Kusche en su libro El misterio del triángulo de las
Bermudas solucionado (1975), en el cual desmonta el enigma caso por caso[34]. El
explorador submarino Jacques Cousteau coincidía con él: «El tan comentado
triángulo de las Bermudas no es tal punto de desapariciones misteriosas, sino un
simple montaje publicitario que radica en el interés de ciertas empresas editoriales
por vender libros. Un camelo».

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Catástrofe en Siberia
Los extraterrestres sufrieron su primer
accidente en la Tierra en un paraje
deshabitado de Siberia Central el 30 de junio
de 1908. Conocido como el evento de
Tunguska porque ocurrió cerca del río de ese
nombre, se achacó en principio al choque de
un asteroide o un cometa. El ingeniero
soviético Alexander Kazantsev propuso, sin
embargo, en 1946 que había sido la explosión
del reactor nuclear de una nave de otro mundo
la que había arrasado 2150 kilómetros cuadrados de bosque, tumbado 80 millones de
árboles, provocado un terremoto de grado 5 en la escala de Richter y hecho las
noches siguientes tan brillantes que podía leerse el periódico en las calles de Londres
sin iluminación artificial.
«Sin duda alguna, los exploradores murieron durante el viaje a causa de los rayos
cósmicos, por un choque con algún meteorito o por algún otro motivo. El que vino a
la Tierra era un navío espacial sin piloto, semejante en todo a un meteoro. Por eso es
que llegó a la atmósfera sin reducir velocidad. Debido a la fricción la nave se
recalentó, tal como ocurre con los meteoros; se fundió su cubierta metálica y el
combustible atómico estalló en el aire. Así, los visitantes espaciales murieron el
mismo día en que su cohete debió haber aterrizado», escribió Kazantsev hace más de
sesenta años.
La atribución del desastre de Siberia a una nave alienígena en 1946, un año antes
de la visión de los primeros platillos volantes, no fue casual. Como recuerda el
ingeniero espacial James Oberg en UFO's and Outer Space Mysteries (Ovnis y
misterios del espacio exterior. 1982), Kazantsev había visitado las ruinas de
Hiroshima tras la bomba atómica y le había impresionado su parecido con los efectos
de la explosión de Tunguska: si en la ciudad japonesa se mantuvieron en pie algunos
árboles cerca del centro de la detonación, en el epicentro de la explosión siberiana,
señalado por millones de troncos tumbados radialmente, habían quedado en pie
algunos, pelados como postes de telégrafos[35].
Un astrónomo soviético, Felix Zigel, fue con el tiempo el principal defensor de la
teoría de la nave interplanetaria. Y un físico, Alexei Zolotov, dirigió varias
expediciones a Tunguska, tras las cuales anunció la detección de rastros anormales de
radiactividad. «Nosotros nos adheriríamos preferiblemente a la opinión de quienes
sospechan el estallido de un horno propulsor instalado en alguna nave exótica»,
escribió Erich von Däniken en Recuerdos del futuro (1968). La idea de la nave
alienígena ha sido abrazada después por Jacques Bergier, Andreas Faber-Kaiser, Juan

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José Benítez y muchos otros. Recientemente, en El enigma de Tunguska (2006), el
autor esotérico argentino Antonio Las Heras ha ido más allá: lo que explotó en
Siberia no fue una nave, sino una bomba lanzada por extraterrestres que han elegido
la Tierra como campo de pruebas nucleares con fines científicos[36].
Sea por mala memoria, por hablar de oídas o por otra razón, los partidarios de la
teoría de Kazantsev suelen olvidarse de que no la propuso en una revista científica, ni
siquiera en un libro de divulgación. El autor soviético era escritor de ciencia ficción y
la idea del Roswell siberiano es el eje argumental de su cuento «Un visitante del
espacio», publicado en 1946[37]. Von Däniken y compañía tampoco recuerdan que la
nave accidentada proviene de Marte y estalla cuando está aprovisionándose de agua
en el lago Baikal para transportarla al sediento planeta rojo; ni que los canales que
hace poco más de cien años creyó ver Percival Lowell —y que al final resultaron ser
una ilusión óptica— son en el relato «una vasta obra de irrigación»; ni que los
marcianos gozan de un «sistema social perfecto» basado en «una economía
planificada a escala total del planeta», consecuencia, sin duda, de una oportuna
revolución socialista.
Los seguidores de la idea de la nave estrellada en Siberia citan todavía a
Kazantsev como una autoridad de la ciencia soviética, como alguien que se adelantó
a su tiempo. Sin embargo, cuando después de publicar su cuento expuso su idea ante
la comunidad científica de la URSS, nadie le tomó en serio. Kazantsev se convirtió
con los años en un defensor de las visitas extraterrestres en la Antigüedad: veía, por
ejemplo, un astronauta en la losa de la tumba del rey maya Pakal, en Palenque
(México). Y acabó renegando del origen marciano del objeto de Tunguska: «Ahora
pienso que [los ovnis] vienen de otras dimensiones, incluido el que cayó en
Tunguska», declaró a la revista Más Allá en 2002, poco antes de su muerte. Añadía
que «existen hasta once dimensiones y tres mundos paralelos», y que de uno de los
últimos vienen los bigfoot y los yetis «a buscar alimentos que allí les faltan». ¿Las
pruebas? Las mismas que en el caso de la nave espacial.
Las Heras sostiene en su libro que «la ciencia oficial rusa» ha acabado
confirmando que «solamente una explosión atómica debida a presencias inteligentes
extraterrestres puede servir como explicación para esta catástrofe». La realidad, no
obstante, es que el consenso científico no va por ese camino, y ni siquiera Zigel y
Zolotov son investigadores que merezcan crédito alguno: el primero es el padre de la
ufología soviética; el segundo ha anunciado el hallazgo de radiactividad en Tunguska
tantas veces como las que ha acabado retractándose.
La explosión de Siberia es un enigma no porque hubiera alienígenas de por medio
—que no los hubo—, sino porque cien años después se ignora todavía qué la
provocó, si un asteroide o un cometa. Los últimos cálculos apuntan a que el culpable
fue un objeto de unos 20 metros de diámetro que estalló a entre 5 y 10 kilómetros de
altura. La energía liberada fue equiparable a la de 400 bombas como la de Hiroshima
y la onda de choque arrasó una superficie de bosque equivalente a Guipúzcoa. Por

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fortuna, el objeto de Tunguska cayó en una región deshabitada. Puede que la próxima
vez no sea así.

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Raquel Welch contra los dinosaurios
El terremoto de Perú de agosto de 2007 no
solo mató a casi 600 personas, sino que
también puso en peligro la conservación de
los únicos vestigios que han llegado hasta
nosotros de una Humanidad que convivió con
los dinosaurios, según algunos aficionados a
lo paranormal. Se conocen popularmente
como las piedras de Ica. Son una colección de rocas grabadas con escenas de
operaciones quirúrgicas, partidas de caza de dinosaurios y mapas de la Tierra con
Atlántida y Lemuria, que atesoró hasta su muerte, en diciembre de 2001, el médico
Javier Cabrera en su casa de Ica, ciudad situada al sur de Lima en medio del desierto.
La primera piedra se la dio a Cabrera como regalo de cumpleaños un amigo en
1966. Se veía en ella un animal alado que el médico identificó como un pterosaurio,
reptil volador que se extinguió con los dinosaurios hace 65 millones de años. Se
interesó por la procedencia de la roca y su amigo le respondió que las tallaban los
campesinos del cercano pueblo de Ocucaje. Cabrera empezó entonces a comprar
masivamente piedras grabadas a los lugareños. Uno de ellos, Basilio Uchuya, fue su
principal proveedor y, cuando falleció, el médico contaba con unas 15 000 piezas
ordenadas según sus motivos temáticos.
Robert Charroux, que con el tiempo se convertiría en uno de los principales
impulsores de la idea de que nos visitaron extraterrestres en la Antigüedad, fue quien
descubrió al mundo los grabados de Ica en El enigma de los Andes (1974)[38]. «Mis
piedras provienen de las civilizaciones de los primeros hombres cultos de nuestra
Tierra —sostenía Cabrera—. Por razón desconocida, quizá un cataclismo natural, esa
civilización desapareció, pero los hombres de la antigua Ica quisieron dejarnos un
testimonio indestructible, o al menos susceptible de superar los peligros del tiempo.
Esos archivos pertenecen a un pueblo culturalmente próximo a nosotros, pero
heredero por línea directa de los conocimientos de nuestros grandes antepasados».
El ufólogo Juan José Benítez abundaba un año después en la idea en Existió otra
Humanidad (1975)[39]. La biblioteca lítica, como llamaba Cabrera a su colección de
rocas, era el legado de una civilización de hombrecillos cabezones, narigudos, que
vestían solo con taparrabos y se cubrían con tocados de plumas, hacían trasplantes
hasta de cerebro, volaban en pájaros mecánicos, viajaban a otros mundos, habían
declarado la guerra a los dinosaurios, construyeron las pirámides de Egipto…
Aquellos humanos habían huido hacia las Pléyades en cuanto vieron la que se les
venía encima: dos de las tres lunas que, según los grabados peruanos, la Tierra tenía
entonces iban a chocar contra el planeta, lo que provocaría la extinción de los
dinosaurios y el hundimiento de la Atlántida. Benítez consideraba que las piedras de

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Ica contenían unos conocimientos «que han hecho palidecer nuestra soberbia
civilización».
El hallazgo chocó, sin embargo, desde el principio con el escepticismo de los
historiadores. Frente al entusiasmo de los partidarios de lo paranormal, los
académicos dudaban de la historia del médico peruano. Para Roger Ravínez, portavoz
en 1974 del Instituto Nacional de Cultura de Perú, todo era un cuento chino y Cabrera
deliraba. El arqueólogo basaba su veredicto en un estudio del estilo de los grabados y
en microfotografías de las incisiones. Tres décadas después, el dictamen de la ciencia
sigue siendo el mismo: las piedras de Ica son un fraude porque, aunque las rocas son
antiguas, los grabados son recientes y se han hecho con lijas, sierras y ácidos, según
han demostrado diversos análisis.
Nunca hizo en realidad falta llegar hasta el laboratorio. El engaño estaba claro
desde el principio para todo el que quisiera verlo. No solo es que los humanos no
convivieron con los dinosaurios —la extinción de los lagartos terribles y la aparición
de los homínidos están separadas por unos 60 millones de años—, sino que además el
ciclo de desarrollo de aquellos animales no tenía nada que ver con el descrito en las
piedras —según estas, los dinosaurios nacían como larvas para luego sufrir una
metamorfosis—. Ni la Atlántida y Lemuria existieron ni hubo alguna vez tres lunas, y
resulta ridículo que una civilización avanzada emprendiera una guerra contra los
dinosaurios armada con hachas y puñales. Y, lo más importante, nunca un arqueólogo
ha desenterrado una piedra de Ica en ningún lugar del mundo; todas han llegado de
manos de los indígenas de Ocucaje.
«Entre los huaqueros (saqueadores de yacimientos) de los alrededores de Lima se
dice que, si le informas de tu profesión al médico de Ica, se excusará durante quince
minutos y podrás escuchar el ruido de su torno de dentista en una habitación trasera
antes de que regrese de las profundidades de su museo con una piedra tallada, que,
por una extraña y en cierto modo artificial coincidencia, presenta un dibujo de
alguien de un distante pasado ejerciendo tu profesión», ironizaba en 1982 el experto
en desenmascarar fraudes científicos James Randi. Quienes durante cuarenta años
han tallado las piedras han sido algunos vecinos de Ocucaje que se han sacado un
dinero extra vendiéndolas a Cabrera y a los turistas[40].
Basilio Uchuya confesó en 1975 que copiaba en los grabados que hacía para el
médico los motivos decorativos de revistas ilustradas y posteriormente ha dicho en
repetidas ocasiones que es el autor de la mayoría de las piezas de su colección.
Quienes han seguido la estela de Charroux prefieren, no obstante, ignorar los
testimonios del campesino y creer que en 1966 Cabrera descubrió las pruebas de la
existencia de una remota Humanidad, de que ocurrió en la realidad algo parecido a lo
que pasa en la película Hace un millón de años, estrenada aquel mismo año y en la
cual una despampanante Raquel Welch corre en biquini de piel delante de los
dinosaurios.

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Lincoln y JFK, presidentes clónicos
«Las coincidencias solo significan lo que nosotros
queremos que signifiquen», dice el narrador de
Mobius Dick (2004), una novela de Andrew
Crumey[41]. El comentario tiene su origen en dos
personajes que se conocen en el comedor de una
universidad cuando uno lee a Thomas Mann y el
otro un libro de física sobre la ecuación de Erwin
Schrödinger. El primero recuerda que La montaña
mágica trata de un personaje que va a un sanatorio
de los Alpes suizos, se publicó en los años 20 del
siglo pasado y, «poco tiempo después», Mann ganó
el Nobel. El segundo indica que, al año siguiente de
la publicación del libro de Mann, Schrödinger
«visitó un establecimiento parecido e hizo su
famoso descubrimiento». «Ambos obtuvieron el
premio Nobel por sus trabajos, y se convirtieron en respetados filósofos de su tiempo.
¿Existe alguna conexión entre ambos? Absolutamente ninguna», concluye el
narrador.
Los paralelismos entre Mann y Schrödinger recuerdan a los existentes entre John
F. Kennedy y Abraham Lincoln que destacó Iker Jiménez en su programa Cuarto
Milenio hace seis años y repitió hace cuatro. Con su teatralidad habitual, aseguró en
2006 al público de Cuatro que se trataba de «una historia increíble», que ambos
mandatarios «parecen estar ligados por un hilo invisible durante cien años». Y lo
demostró.
«Abraham Lincoln fue elegido congresista en 1847. Un siglo exacto después, cien
años después, Kennedy es elegido», destacó Jiménez, quien añadió que los dos
llegaron a la presidencia de Estados Unidos con cien años de separación. «Por cierto,
que ambos medían 1,83 y, como habrán comprobado, sus apellidos, por los que son
célebres, tienen siete letras». Jiménez continuó diciendo que a los dos se les alertó de
que no fueran al lugar donde luego les asesinaron. «Más curioso todavía es pensar
que el secretario general de John Fitzgerald Kennedy se llamaba Lincoln y que, cien
años antes, el secretario de Lincoln se llamaba Kennedy».
¿Les parece poca coincidencia? Pues, vean lo que pasa con los magnicidas: «El
asesino de Lincoln disparó desde un teatro, el teatro Ford, y se escondió en un
almacén. El asesino supuesto de Kennedy disparó desde un almacén y se escondió en
un teatro», apuntó Jiménez. ¡Ah!, y no se olviden de que Kennedy sufrió las heridas
mortales cuando iba en un Ford Lincoln, los nombres de los asesinos tenían quince
letras —John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald— y «habían nacido también con

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un vínculo exacto de cien años». El periodista esotérico recordó, para acabar, que los
vicepresidentes de Lincoln y Kennedy habían nacido también con cien años de
diferencia y que los dos se apellidaban Johnson. «¿Casualidad, azar, juegos del
destino? Que cada uno piense lo que quiera», concluyó. Pensemos, pues.
Abraham Lincoln —catorce letras, el nombre completo— nació en 1809 y murió
en 1865. John Fitzgerald Kennedy —veintiún letras, el nombre completo— nació en
1917 y murió en 1963. Sus nombres completos no tienen el mismo número de letras,
y tampoco hay un siglo de diferencia exacta entre sus nacimientos y muertes. Lincoln
fundó el Partido Republicano; Kennedy era demócrata. Sí fueron elegidos con cien
años de diferencia como congresistas y presidentes, pero mientras la carrera de
Lincoln se contó por fracasos en las urnas entre 1846 —no 1847— y 1860, la de
Kennedy fue ascendente desde 1946 —no 1947— hasta 1960. Lincoln, además, fue
reelegido para el cargo, mientras que Kennedy no acabó su primer mandato en la
Casa Blanca.
Aunque Kennedy tuvo una secretaria llamada Evelyn Lincoln, no hubo secretaria
de Lincoln que se apellidara Kennedy. Oswald se escondió en un cine, y no en un
teatro, y asesinó al presidente a distancia, mientras que Booth lo hizo de cerca. Es
falso que los dos magnicidas nacieran «también con un vínculo exacto de cien años»,
porque Booth lo hizo en 1838 y Oswald, en 1939. Que los vicepresidentes se
apellidaran Johnson es tan sorprendente como que, dentro de cien años, haya habido
dos González o Rodríguez como presidentes españoles. Y podíamos seguir
recorriendo la vida de ambos mandatarios encontrando algunas similitudes y muchas
diferencias. Pasa lo mismo con todo el mundo: al comparar la vida de dos personas, si
seleccionamos solo en lo que coinciden, acaba creándose la sensación de que estamos
ante algo sorprendente, cuando en realidad no es así.
Busque puntos en común entre usted y un vecino, y verá que hay muchos. Busque
diferencias, y verá que hay muchas más. ¿Pero qué pasa si solo se fija en las
coincidencias? Es lo que hacen los defensores de la conexión entre Lincoln y
Kennedy. El químico Bruce Martin, de la Universidad de Virginia, publicó en 1998
en la revista The Skeptical Inquirer un artículo en el que desmontan las presuntas
coincidencias presidenciales y recuerda que los dos mandatarios no nacieron ni
murieron el mismo día ni el mismo mes, no fallecieron a la misma edad y los
nombres de pila de sus esposas no eran el mismo, entre otros detalles olvidados por
Jiménez[42].
Lo mismo pasa con Thomas Mann y Erwin Shrödinger. El escritor era alemán y el
físico, austriaco; y, contado como lo cuentan los personajes de Mobius Dick, parece
que tenían una conexión secreta, pero sus biografías fueron muy diferentes. Basta
convertir las fechas aproximadas en exactas para que las similitudes se difuminen.
Mann nació en 1875 y murió en 1955, mientras que la vida de Schrödinger discurrió
entre 1887 y 1961. La obra más famosa de Mann, La montaña mágica, se publicó en
1924 y recibió el Nobel en 1929; Schrödinger desarrolló su célebre ecuación en 1925

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y ganó el Nobel en 1933. ¿Dónde están las coincidencias?, ¿en que un escritor
centroeuropeo ambientase una novela en un sanatorio de los Alpes suizos y un físico
centroeuropeo pasase una temporada en un centro de ese tipo?

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Los extraterrestres más españoles
Los extraterrestres están entre nosotros desde el 28
de marzo de 1950. Aquel día, una oawolea uewa
oem —nave lenticular, en el idioma de sus
ocupantes— aterrizó en el departamento francés de
los Bajos Alpes, a unos 8 kilómetros del pueblo de
La Javie. Seis de los expedicionarios se quedaron en
la Tierra para mezclarse entre nosotros y estudiarnos. Los científicos alienígenas
procedían del planeta Ummo, en órbita alrededor de la estrella Wolf 424, y llevaron
su misión en secreto hasta que decidieron presentarse al mundo mediante cartas
dirigidas a un grupo de aficionados españoles a los platillos volantes.
Fernando Sesma decía mantener contacto con seres de otros mundos y lideraba en
Madrid desde 1954 la Sociedad de Amigos de los Visitantes del Espacio BURU. El
grupo mantenía una tertulia en el sótano del Café Lion, un local conocido como La
Ballena Alegre que es hoy el almacén de una taberna irlandesa. En 1966, después de
una llamada telefónica de un supuesto extraterrestre, Sesma comenzó a recibir cartas
de los ummitas y a leerlas en las reuniones semanales del grupo. Así nació el que fue
durante tres décadas el más grande de los misterios de la ufología española.
Frente al mesianismo de otros extraterrestres —que llevaban alertando del peligro
nuclear desde que Klaatu lo había hecho por primera vez en la película Ultimátum a
la Tierra (1951)—, los textos ummitas abarcaban un amplio espectro de disciplinas, y
sus autores insistían una y otra vez en que no se les creyera. «Esto es lo único que
postulamos: no nos crean. Acojan con desconfianza estos conceptos. No los
divulguen por ahora en los medios de comunicación de masas. Muéstrense incluso
escépticos ante los oemii —hombre, en ummita— no familiarizados con su ciencia (la
que analiza los hechos), pero no destruyan estas hojas impresas. Con algunos millares
más distribuidos secretamente, constituyen el precedente histórico de las relaciones
primigenias entre nuestras dos redes homínidas», decían en una de sus primeras
misivas.
Los visitantes eran de apariencia nórdica, sufrían de atrofia de los órganos del
habla y tenían capacidad de ver a través de la piel en manos y muñecas. En los
mensajes, hablaban de su avanzadísima ciencia, organización social y filosofía. La
confirmación de su presencia en nuestro planeta fue la aparición de un platillo volante
que el 1 de junio de 1967 sobrevoló el barrio madrileño de San José de Valderas con
el símbolo ummita en la panza, una escena inmortalizada en varias fotografías. El
avistamiento era un caso perfecto, según Antonio Ribera, el entonces más reputado
experto nacional en platillos volantes[43]. Demostraba que tras las cartas ummitas no
había una broma, sino inteligencias de otro mundo. Era lo que en 1979 todavía
pensaba Fernando Jiménez del Oso, según declaró a la revista Garbo: «Con un poco

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de suerte, confío dentro de poco entablar contacto personal con seres de Ummo».
Para tranquilidad de la España nacionalcatólica de los años 60, los exploradores
alienígenas creían en la divinidad (woa). Esa bendita coincidencia fue explorada por
el sacerdote sevillano Enrique López Guerrero en Mirando a la lejanía del Universo
(1978), libro en el cual defiende que Dios se ha encarnado solo una vez, pero su
sacrificio como Jesús en el Gólgota ha servido para liberar del pecado a todos los
seres inteligentes del Universo, incluidos los ummitas[44]. Ya en 1968, las
declaraciones en esa línea del clérigo andaluz a la prensa habían hecho que el
misterio de Ummo traspasara nuestras fronteras, aunque la comunidad ufológica
internacional no se lo tomó nunca en serio.
Algunos ummólogos calculan que la correspondencia de los visitantes abarca
unas 6000 páginas; pero no hay constancia real de más de 1000, a partir de las cuales
ha habido quien ha elaborado un diccionario español-ummita. Ha quedado claro,
además, que el, según Ribera y otros, extraordinario contenido intelectual de los
informes tampoco es tal. «Los documentos nunca ofrecieron algo realmente
novedoso. Por ejemplo, las teorías cosmológicas podrían derivarse de los trabajos de
Arthur Eddington, y el material restante resultaba fácil de obtener en las revistas
científicas de la época», asegura el estudioso escéptico Luis R. González, para quien
«el verdadero misterio es por qué tantas personas creyeron en ellos durante tanto
tiempo». Porque toda la historia fue un engaño.
Los ummitas y sus informes fueron creaciones del psicólogo industrial José Luis
Jordán, uno de los participantes en la tertulia de Sesma. El sector más sensato de la
ufología española le había identificado como autor del montaje ya en los años 70,
aunque no fue hasta su confesión por escrito en 1993 cuando el globo reventó[45].
Jordán, exvicepresidente de la Sociedad Española de Parapsicología, había tomado el
pelo no solo a sus contertulios, sino también a algunos de los más conocidos ufólogos
españoles, que nunca se lo han perdonado. ¿Por qué lo hizo? Nadie lo sabe a ciencia
cierta. Cabe la posibilidad de que se tratara de una broma que se le fue de las manos o
de una venganza por algún tipo de ofensa.
Lo que ha sobrevivido en la cultura popular ha sido el símbolo pintado en la
panza de la maqueta de platillo volante que había literalmente colgado de hilos para
las fotos de San José de Valderas. Es el mismo )+( estampado en las misivas enviadas
por los ummitas y que algunos ufólogos han considerado desde entonces una prueba
de la autoría extraterrestre de las cartas, no se sabe muy bien por qué. Fue el símbolo
con que los líderes de la secta española Edelweiss marcaron a fuego en la axila a los
menores con los que mantenían relaciones sexuales. Es el que Juliet Burke, una de
Los Otros, nos descubre grabado en un árbol en el decimosexto episodio de la tercera
temporada de la serie de televisión Perdidos.

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Las huellas del Éxodo
Una multitud de desharrapados dejó en
ridículo hace más de 3000 años al imperio
más poderoso de la Tierra. Su dios, Yahvé, les
liberó de la esclavitud a la que les sometía la
gran potencia; aunque con ocasionales
arrebatos de ira, les protegió y alimentó
mágicamente durante la larga huida por el
desierto; y les condujo hasta la Tierra Prometida. La epopeya de Moisés y los
israelitas rebosa de prodigios, desde la supervivencia del bebé llamado a liderar al
pueblo elegido hasta la caída de los muros de Jericó, pasando por las diez plagas con
que el dios de los hebreos castiga a los egipcios, la apertura del mar Rojo, la zarza
ardiente, el maná y el Arca de la Alianza.
«Esta historia de la liberación de los israelitas de la servidumbre es tan importante
que los libros bíblicos del Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio —nada
menos que cuatro quintas partes de las escrituras fundamentales de Israel— están
dedicados a los trascendentales acontecimientos vividos por una sola generación en
poco más de cuarenta años», apuntan los arqueólogos Israel Finkelstein y Neil A.
Silberman en La Biblia desenterrada (2001)[46]. Milenios después, la autenticidad del
relato es incuestionable para el nacionalismo hebreo, que ve en él el pilar de sus
derechos históricos sobre el terreno que ocupa el actual Israel. ¿Pero ocurrió en algún
momento lo que cuenta la Biblia?
La historia de los israelitas en Egipto arranca con José. Hijo de Jacob, nieto de
Isaac y biznieto de Abraham, llega a la tierra de los faraones como esclavo, después
de haber sido vendido por sus hermanos. Acaba, sin embargo, siendo un personaje
influyente en la corte —llega a ser visir— y ofreciendo asilo a sus hermanos cuando
el hambre castiga Canaán. Los descendientes de Jacob se asientan entonces en Egipto
y se multiplican durante más de 400 años hasta que un faraón los esclaviza por miedo
a que le traicionen. El monarca ordena ejecutar a todos los niños hebreos; pero uno se
salva milagrosamente en una cesta que recoge del Nilo una de las hijas del faraón: se
llama Moisés, se educará en la corte y liderará la revuelta de los israelitas, a los que,
como intermediario con Yahvé, guiará hasta la Tierra Prometida.
Al igual que sucede con el relato del Diluvio, los orígenes del liberador de los
hebreos son una copia de una leyenda mesopotámica anterior, de finales del tercer
milenio antes de Cristo (a. C.). A Sargón de Acad, el creador del primer imperio de la
Historia, su madre lo tuvo en secreto y lo puso en una cesta que depositó en el río
Éufrates. Recogido de las aguas y criado por un jardinero, con el tiempo se ganó el
favor del rey Ur-Zababa, a quien se cree que usurpó el trono. Las similitudes entre los
orígenes de Moisés, cuyas peripecias se sitúan hacia 1300 a. C., y el rey de Acad no

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invalidan, no obstante, la posible existencia histórica del primero. Son muchos los
personajes de carne y hueso, como el propio Sargón, cuyos orígenes se han
embellecido con leyendas increíbles; Moisés podía ser simplemente uno más.
La estancia de los israelitas en Egipto está documentada solo en la Biblia, donde
se dice que eran más de 600 000 cuando emprendieron el Éxodo. La huida suele
situarse cronológicamente en tiempos de Ramsés II, el más poderoso de los faraones.
Sin embargo, a pesar de que los egipcios lo documentaban todo, no hay ni una
referencia en sus textos a la presencia masiva de hebreos en el país, lo que resulta tan
extraño como que Moisés y los suyos consiguieran dar esquinazo al ejército más
poderoso del mundo. ¿Podría un grupo de desheredados huir hoy en día de las tropas
estadounidenses a través de un desierto plagado, además, de instalaciones militares?
Los autores bíblicos recurren a prodigios para que el pueblo elegido se imponga a
la superpotencia. Primero, las diez plagas obligan al faraón a prometer que los dejará
marchar; luego, cuando el rey incumple su palabra, el mar Rojo se abre para facilitar
la huida de los fugitivos y cerrarse sobre las tropas egipcias. La Historia no entiende
de milagros —son cosa de la religión— y, aunque ha habido quienes han intentado
encontrar explicaciones naturales a estos prodigios vinculándolos, por ejemplo, con la
erupción de Santorini, la opinión más extendida es que estamos ante hechos
inventados. Y no solo en el caso de las plagas y la apertura de las aguas del mar Rojo.
A la ausencia de documentos escritos que confirmen el cautiverio en Egipto y la
improbabilidad de que las huestes de Moisés eludieran al ejército del faraón, se suma
la carencia de restos materiales. Durante los cuarenta años que, según el relato, los
descendientes de Jacob vagaron por la península del Sinaí, no solo evitaron todas y
cada una de las fortificaciones egipcias que salpicaban el territorio, sino que además
consiguieron no dejar huellas para la posteridad. La misma arqueología que ha
encontrado vestigios de nuestros antepasados en Atapuerca ha sido incapaz de dar
con el menor resto del calvario de décadas que sufrió la multitud que seguía a
Moisés.
La conclusión es evidente: el Éxodo no sucedió. Es una invención de los
redactores del Antiguo Testamento que responde a la necesidad de dotar de un pasado
glorioso a los israelitas. No hay constancia histórica de la existencia de Moisés, como
tampoco la hay de las de Abraham, Isaac, Jacob y otros personajes bíblicos. Los
encuentros de Moisés con Yahvé en lo alto del monte Sinaí, donde recibe las Tablas
de la Ley con los Diez Mandamientos, la caída de los muros de Jericó a los sones de
las trompetas y la prodigiosa Arca de la Alianza forman parte de una narración
mítica, salpicada de elementos históricos reales como hacen desde siempre los
novelistas para dar verosimilitud a sus tramas.

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Pasión marciana
Marte nos obsesiona desde que en el siglo XIX el
astrónomo aficionado Percival Lowell lo cartografió
desde el observatorio de Flagstaff (Arizona), que
fundó en 1894. Miembro de una acaudalada familia
estadounidense, se había sentido atraído por el
planeta rojo tras saber de la existencia de las líneas
descubiertas en su superficie por Giovanni
Schiaparelli en 1877. El científico italiano había
visto lo que consideraba vías de agua naturales.
Lowell las convirtió en un producto del ingenio
marciano: después de quince años de observaciones,
concluyó que eran canales artificiales, una obra de
ingeniería a escala planetaria para luchar contra la
desertización.
El Marte decimonónico estaba sediento.
Agonizaba, y una red de acequias que transportaba el agua almacenada en los polos
hasta las regiones ecuatoriales era la solución a la que habían recurrido sus habitantes
para sobrevivir. Lowell popularizó la idea en tres libros: Mars (Marte. 1895), Mars
and its canals (Marte y sus canales. 1906) y Mars as the abode of life (Marte como la
morada de la vida. 1908). Escribía artículos, daba conferencias… «Era el Carl Sagan
de su tiempo», dice Robert Mills, director del Observatorio Lowell. La crítica
situación que vivían los habitantes de Marte caló hasta el punto de que
protagonizaron la primera invasión extraterrestre, la de La guerra de los mundos
(1898) de Herbert George Wells[47].
Los marcianos siguieron siendo una amenaza mucho tiempo después de la
publicación de la novela de Wells. El 31 de octubre de 1938, sus ansias de conquista
les llevaron hasta la primera página de The New York Times. La noche anterior, un
joven Orson Welles había escenificado La guerra de los mundos para la CBS en una
sesión de radioteatro con formato de docudrama: científicos, políticos, periodistas y
gente de la calle vivían en directo el ataque por parte de «espíritus que son a los
nuestros lo que nuestros espíritus a los de las bestias de alma perecedera;
inteligencias vastas, frías e implacables». Miles de personas tomaron la ficción por
una invasión marciana, especialmente en Nueva Jersey y Nueva York, y hasta
creyeron oír los disparos y ver las llamas del campo de batalla.
Aún no habían aparecido en los cielos los primeros platillos volantes —lo
hicieron en junio de 1947—, pero la opinión pública estadounidense ya consideraba
posible la llegada de seres de otros mundos. Después de ver los restos de Hiroshima
tras la primera bomba atómica, el escritor soviético de ciencia ficción Alexander

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Kazantsev planteó en 1946, en un cuento, que el objeto que había explotado en
Tunguska en 1908, y arrasado 2150 kilómetros cuadrados de bosque, no había sido ni
un cometa ni un asteroide, sino una nave espacial accidentada. Los visitantes
procedían del planeta rojo de Lowell y habían venido a recoger agua del lago Baikal
para paliar la sed de sus congéneres.
Los canales y la visión de Marte como hogar de una civilización agonizante
fueron destruidos por las primeras sondas espaciales que sobrevolaron el planeta. La
Mariner 4 envió a la Tierra en 1965 veintiún fotos de un mundo desértico, muerto.
Las conducciones de agua habían sido una creación del cerebro humano, como los
animales en las nubes. Cuando nuestros emisarios mecánicos llegaron al planeta rojo,
se fueron al garete también las ensoñaciones de los ufólogos que —como los
españoles Eduardo Buelta, Manuel Pedrajo, Óscar Rey Brea y Antonio Ribera—
habían situado en Marte el origen de los platillos volantes. Pero pronto volvió a
rodear el planeta un halo de misterio.
El orbitador de una de las sondas Viking —los primeros ingenios humanos que
pisaron la roja arena marciana— fotografió en julio de 1976 unas extrañas
formaciones en la región de Cydonia: parecían una cara que miraba al cielo, unas
pirámides y otras construcciones. Robert Bauval y Graham Hancock, herederos
intelectuales de Erich von Däniken, propusieron en 1998 que se trataba del
equivalente alienígena a las edificaciones de la meseta de Giza (Egipto). «Cuanto más
detenidamente se examina, más evidente resulta que realmente podría tratarse de un
conjunto de enormes monumentos en ruinas sobre la superficie de Marte».
La foto, tomada desde 1873 kilómetros de altura, fue durante un cuarto de siglo
esgrimida por algunos ufólogos como la prueba de que la NASA ocultaba la
existencia de vida inteligente extraterrestre. Los científicos decían, sin embargo, que
se trataba de meros accidentes orográficos. «Esas figuras merecen mayor atención
con mayor resolución. Seguramente, unas fotos mucho más detalladas de la cara
resolverán dudas acerca de la simetría y ayudarán a esclarecer el debate entre
geología y escultura monumental», auguró Carl Sagan en El mundo y sus demonios
(1995). Esas imágenes las consiguió en 2001 la Mars Global Surveyor y dejaron a
Marte sin cara y sin pirámides. Había pasado lo mismo que con los canales, pero con
una diferencia.
«Mientras que quienes vieron los canales eran generalmente astrónomos
profesionales, los que vieron la cara eran vividores, oportunistas que querían hacer
dinero con la credulidad de la gente. La cara y las pirámides de Marte son inventos.
En realidad, son restos de una superficie plana que se erosionó, que quedaron ahí con
formas diversas y en los que, según la iluminación, uno puede ver cualquier cosa»,
explica el planetólogo español Francisco Anguita. Hay, no obstante, quienes persisten
en su deseo de ver lo que no hay. Richard Hoagland, un escritor que consideraba
Cydonia un gran complejo arquitectónico, ve ahora animales, columnas, grabados y
máscaras en imágenes tomadas por la Mars Pathfinder en 1997. Y, en enero de 2008,

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otros expertos encontraron una sirenita sentada en una roca en una panorámica del
todoterreno Spirit, prueba indiscutible de que en Marte hubo en un pasado mares. ¿O
no?

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El efecto Geller
Cientos de españoles se despertaron el primer
domingo de septiembre de 1975 con habilidades
paranormales. Horas antes, habían doblado cucharas
y arreglado relojes con el poder de la mente
siguiendo las indicaciones de Uri Geller.
«Estábamos viendo la televisión cuando mis hijos
decidieron participar en el número de los cubiertos.
Todos lo intentamos, pero solo yo logré el
propósito. Mis hijos se reían; yo también. He
tratado otra vez de conseguir los mismos efectos y siempre con resultados positivos»,
explicaba días después una mujer[48]. Otros espectadores pusieron en marcha viejos
relojes que hacía tiempo habían dejado de funcionar.
Más de 10 millones de españoles siguieron en la única cadena de entonces (TVE)
la entrevista que José María Íñigo hizo a Geller en el magacín sabatino Directísimo el
6 de septiembre de 1975. El joven decía tener poderes sobrenaturales que le permitían
romper cubiertos y reparar relojes mágicamente. Por si a alguien le cupiera duda,
demostró ambas habilidades en vivo ante un asombrado Íñigo. El lunes siguiente,
10 000 personas hicieron cola en unos grandes almacenes de Madrid para conseguir
una copia firmada de la autobiografía del dotado.
Geller es hoy multimillonario. Vive en Reino Unido, publica libros y kits de
autoayuda sobre cómo desarrollar el poder mental, y de vez en cuando aparece en
programas de televisión. A los 66 años continúa alardeando de su capacidad para
doblar cucharas, arreglar relojes frotándolos entre las manos, adivinar lo que alguien
ha dibujado y guardado en un sobre opaco, mover la aguja de una brújula con el
pensamiento… Su biografía incluye, además, contactos con extraterrestres —que son
quienes le otorgaron sus superpoderes cuando tenía 3 años—, haber trabajado como
psíquico para la CIA y haber usado sus poderes para descubrir, por encargo de
multinacionales, importantes reservas minerales. Y sigue teniendo un éxito desigual a
la hora de demostrar sus habilidades: le funcionan con los parapsicólogos, pero se
esfuman delante de los magos.
El más famoso doblador de cucharas evita a los ilusionistas desde que en 1973
hizo una demostración de sus dotes en la redacción de la revista Time sin saber que
actuaba ante James Randi, un mago azote de todo tipo de charlatanes que reprodujo
sus poderes, «demostrando —según el periodista científico Leon Jaroff— que solo
eran necesarias unas manos rápidas y psicología». Pero ni eso, ni que Geller
empezara su carrera como prestidigitador en salas de fiestas israelíes, ni que en 1974
confesara que recurría al ilusionismo a veces «con objeto de aumentar la fama y el
dinero», ni que su agente reconociera en 1978 que empleaba trucos y cómplices en

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sus actuaciones, mina la fe de sus fieles, quienes sostienen que recurre a trucos solo
cuando le fallan sus poderes extraordinarios.
Dos años antes de su primera aparición en TVE, su debut en la televisión
estadounidense fue un fiasco, como puede comprobar cualquiera en YouTube para
desgracia del dotado. «Fallé delante de 40 millones de personas», admite. Lo hizo en
el Tonight Show de Johnny Carson, por una razón muy simple: el presentador le
sometió a un estricto control para evitar trampas. Ayudado por Randi, dio el
cambiazo a las cucharas y los otros objetos que Geller había llevado al estudio, y este
no pudo ejecutar ninguno de sus prodigios. Lo mismo le pasó en España en ETB en
1986 cuando se dejó su cubertería en el hotel de San Sebastián donde se alojaba.
Tampoco arreglará nunca un reloj digital. Tiene que ser mecánico y no estar averiado,
solo parado. El calor de las manos hace que se licúe el aceite solidificado y la
maquinaria vuelva a funcionar, aunque solo durante unos minutos. Por eso el dotado
puso en Directísimo los relojes boca abajo poco después de que echaron a andar.
«Puedo repetir todos los efectos de Uri Geller», asegura el mago español Jorge
Blass. Hace casi cuarenta años, su colega José Luis Ballesteros viajó por toda España
demostrando que simular habilidades paranormales está al alcance de cualquier mago
y se dedicó durante un tiempo a la caza de ilusionistas camuflados de tipos con
superpoderes, como asesor de la Sociedad Española de Parapsicología. El presidente
de la entidad, Ramos Perera, publicó en 1975 un libro, Uri Geller al descubierto, en
el que prueba que el psíquico no es tal[49]. Pese a ello, ninguno de quienes desde
entonces han compartido en nuestro país plató con él ha tomado las mínimas
precauciones para evitar ser engañado, así que han seguido produciéndose milagros.
La carrera de Geller como asesor de gobiernos y empresas es tan real como sus
poderes. «Recuerdo que hizo algún tipo de maniobra mental que dio como resultado
una cuchara doblada. Sin embargo, que me leyera la mente y otras cosas que él dice
que tuvieron lugar, simplemente, no es verdad», sentenciaba hace años Henry
Kissinger. Al igual que el exsecretario de Estado norteamericano, la CIA y directivos
de Pemex y de la sudafricana Anglovaal Corporation han negado cualquier relación
con el psíquico. «Nadie puede dudar de los poderes sobrenaturales de Geller para la
autopromoción», admite el periodista Matti Friedman.
El efecto Geller, sin duda, existe, aunque no consiste en la habilidad de doblar
cucharas mediante poderes sobrenaturales —algo nunca demostrado ante quien mejor
está preparado para detectar trampas, un prestidigitador—, sino en otra mucho más
sorprendente destacada por Arthur C. Clarke. Para el fallecido autor de ciencia
ficción, «la habilidad de un ilusionista capaz, pero quizá no excepcional (aunque solo
sus colegas pueden juzgarlo), de tener un impacto mundial tan extraordinario y de
convencer a miles de personas inteligentes de su autenticidad merece una seria
consideración»[50].

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La tumba del faraón
La Gran Pirámide es la más antigua y la única de las
Siete Maravillas del Mundo que ha llegado hasta
nuestros días. Se levanta en la meseta de Giza, a las
afueras de El Cairo, dentro de un complejo
funerario vigilado por una gigantesca esfinge. No es
única —hay decenas de pirámides en Egipto y solo
en Giza existen once—, pero sí la más grande: de
base cuadrada, con 230 metros de lado, fue durante
3800 años el edificio más alto del mundo. Sus 146,6
metros originales —ahora mide 138,8, debido a la
erosión y la desaparición de la piedra piramidal que
la coronaba— fueron el techo de la arquitectura
hasta que en el siglo XIV los superó la catedral de
Lincoln (Reino Unido).
Considerada por los historiadores la tumba del
faraón Keops, que reinó entre 2551 y 2528 antes de Cristo (a. C.), hay autores que
sostienen, sin embargo, que no fue obra de los antiguios egipcios. «Se hallaban
todavía en la Edad de Piedra, con un precario desarrollo agrícola y un incipiente
pastoreo. Sus herramientas eran groseras, basadas fundamentalmente en la industria
lítica», argumenta Juan José Benítez en su serie Planeta Encantado[51]. Resulta
ciertamente difícil de creer que «gentes primitivas que ni siquiera conocían la
escritura» construyeran un edificio tan complejo, con pocos centímetros de diferencia
entre sus lados, milímetros de desviación respecto a la horizontal y sus caras
orientadas casi perfectamente hacia los puntos cardinales.
«La pirámide de Keops tiene esta particularidad, entre otras muchas: su altura en
metros multiplicada por mil millones equivale a la distancia Tierra-Sol, es decir,
149,5 millones de kilómetros», destaca Erich von Däniken en Recuerdos del futuro
(1968). Quienes, como el autor suizo, mantienen que no la hicieron por sus medios
los súbditos del faraón de la IV Dinastía, apuntan a la ayuda de seres de otros mundos
y atlantes que les habrían transmitido los conocimientos para acometer la empresa.
Una de esas técnicas sería la del ablandamiento de la piedra, que habría ahorrado la
extracción y posterior transporte de los más de 2 millones de bloques de unas 2,5
toneladas que se calculan para la Gran Pirámide.
Los piramidólogos dicen que, sin naves extraterrestres, máquinas atlantes o
técnicas como la del ablandamiento de la piedra, los antiguos egipcios no podían
levantar el edificio. «La tecnología aplicada en esa construcción es tan increíble que
sería imposible realizarla con la que utilizamos en la actualidad, y mucho menos con
las herramientas de madera y de cobre que existen en el Museo de El Cairo

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provenientes de la IV Dinastía», sentencia Manuel José Delgado, un habitual de las
revistas esotéricas españolas para quien la Gran Pirámide «ni fue una tumba ni fue
construida por Keops»[52]. ¿Qué fue entonces?
Hubo en los años 70 del siglo pasado una fiebre piramidológica como
consecuencia de la publicación de El poder mágico de las pirámides (1974), de Max
Toth y Greg Nielsen[53]. El libro incluía una pequeña pirámide roja de cartón —a
escala de la de Keops— para poner debajo de la cama y descansar mejor, meter
cuchillas de afeitar en su interior y que duraran más tiempo afiladas o incrementar la
potencia sexual. «Sin duda alguna, los próximos años han de aportar un gran avance
en la recuperación de la sabiduría extensiva e intensiva de las pirámides», auguraban
Toth y Nielsen a mediados de los años 70. El tiempo ha pasado y ahora se venden
casas piramidales con el mismo fundamento con que se quitan méritos a los humanos
de otras épocas.
El Egipto de Keops no era el país atrasado que describe Benítez. Era un Estado
con una compleja organización política, económica y social, que conocía la escritura
desde hacía siglos. Los habitantes del valle del Nilo disfrutaban hace 4600 años de
grandes obras de canalización y riego, y habían redactado el primer tratado de
cirugía. La Gran Pirámide fue la obra cumbre de un largo proceso que había
empezado siglos antes con los enterramientos bajo un montón de tierra, arena o
piedras; continuado con la construcción en adobe de mastabas —edificios funerarios
de techo plano—; ascendido hacia el cielo con la superposición de mastabas de piedra
en la Pirámide Escalonada de Saqqarah; y culminado con la de Keops.
El egiptólogo Mark Lehner calcula que los trabajadores —no esclavos— que
construyeron la Gran Pirámide tuvieron que poner «un bloque mediano cada dos o
tres minutos en una jornada de diez horas»[54]. Herodoto (484-425 a. C.) escribió que
se levantó en 20 años con 100 000 hombres. Lehner piensa que «es posible —y más
creíble— que (el geógrafo e historiador griego) se refiera a un total anual, con
equipos de 25 000 trabajando en turnos de tres meses, más que al número total en
Giza en un momento dado». Los arqueólogos saben de qué canteras salían los
bloques, cómo se trabajaban y cómo se transportaban. Bastaba con el ingenio humano
y la tecnología de la época, aunque sí había algo extraordinario: la planificación de
todo, desde las cuadrillas en Giza y las canteras hasta el transporte de las piedras,
pasando por el suministro de alimentos para los trabajadores, la organización de los
almacenes… Un esfuerzo gigantesco para garantizar la vida eterna al faraón.
Ningún estudio ha demostrado, por el contrario, que las piedras de la pirámide de
Keops sean artificiales, que platillos volantes las colocaran en su sitio o que echaran
una mano a los antiguos egipcios los supervivientes de una civilización desaparecida
que pasaban por allí. El poder mágico de las pirámides de Toth y Nielsen sigue
siendo, treinta años después, tan esquivo para la ciencia como el monstruo del lago
Ness. Y, para encontrar una relación entre cualquier dimensión de un objeto y la
distancia de la Tierra al Sol, solo hay que elegir el dato apropiado: un bolígrafo Bic

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mide 15 centímetros, la billonésima parte de los 150 millones de kilómetros que nos
separan de nuestra estrella. ¿Significa esa mágica relación que es un artilugio
extraterrestre?

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El hombre mono norteamericano
La existencia de un hombre salvaje en los bosques
de Norteamérica occidental era una leyenda hasta
hace medio siglo. Fue en 1958 cuando la criatura
conocida hasta entonces por los indios como
Sasquatch se hizo carne. Ocurrió en California.
Jerry Crew, operario de excavadoras en las obras de
una carretera del condado de Humboldt, encontró una mañana de agosto unas huellas
de grandes pies desnudos cerca de sus útiles de trabajo. Al día siguiente, la noticia
estaba en la primera página del diario The Humboldt Times, que bautizó a la criatura
que había dejado las huellas como bigfoot (‘pie grande’).
El monstruo se ha ganado desde entonces un lugar destacado en el panteón de la
criptozoología —literalmente, el estudio de los animales ocultos— junto al inquilino
del lago Ness y al yeti. Esquivo como ellos, mide entre 2 y 3 metros, es cuellicorto y
tiene el pelo oscuro, grandes ojos y una cresta en lo alto del cráneo. Rara vez ha
agredido al hombre y, aunque tímido, ha sido capturado en fotos y hasta en alguna
película, si bien no con la suficiente claridad como para que su existencia haya
quedado demostrada fuera de toda duda. Ha tenido su serie de televisión —Bigfoot y
los Henderson, con una película del mismo título—, y un joven ejemplar, Quatchi, es
una de las mascotas de los Juegos Olímpicos de Invierno de Vancouver 2010.
El bigfoot es la variante norteamericana de una familia compuesta por el yeti del
Himalaya, el Orang Pendek indonesio, el Basajaun vasco y otros hombres salvajes.
Estos seres serían, según algunos criptozoólogos, ancestros nuestros con los cuales
todavía compartiríamos la Tierra. Una posibilidad apasionante. En ese escenario, el
peludo habitante de los bosques americanos ha sido identificado como un posible
Paranthropus —homínido que vivió en África entre hace 2,7 y 1,2 millones de
años—, un Gigantopithecus —simio de 3 metros y 400 kilos que vivió en el Sudeste
Asiático hasta hace 500 000 años— e incluso un Homo erectus, antepasado nuestro
que se extinguió hace unos 400 000 años.
Las especulaciones de los criptozoólogos chocan, no obstante, con la ausencia de
pruebas concluyentes de la existencia del bigfoot. «Para que una población de estos
animales resultara viable, debería haber un mínimo de 500 individuos», explica
Eduardo Angulo, biólogo y miembro del Círculo Escéptico[55]. Mientras que una
docena de grandes antropoides podría pasar desapercibida en el gran oeste americano,
una comunidad de medio millar dejaría tras de sí numerosos restos biológicos, desde
heces hasta cadáveres, que delatarían su presencia. Es algo que no ocurre ni con el
bigfoot ni con sus criptoparientes.
Los cazadores de monstruos atesoran multitud de pruebas, pero con eso no basta.
«Lo importante no es la cantidad, sino su calidad», destacaba recientemente

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Benjamin Radford, coautor del libro Hoaxes, myths, and manias: why we need
critical thinking (Fraudes, mitos y manías: por qué necesitamos el pensamiento
crítico. 2003)[56]. Los testimonios, las fotografías, los moldes de las huellas y las
muestras de pelo y sangre del bigfoot recogidas en los últimos cincuenta años son de
una fragilidad tal que, paradójicamente, han servido a los críticos para poner al
hombre mono americano contra las cuerdas.
La mejor filmación de la bestia es la película de Patterson-Gimli. Fue rodada el
20 de octubre de 1967 en Bluff Creek (California) por los vaqueros Roger Patterson y
Bob Gimli. Se ve en ella un homínido que, sorprendido en un claro, huye hacia el
bosque a paso ligero al tiempo que vuelve la cabeza hacia la cámara. En su día,
algunos criptozoólogos dedujeron de las imágenes que se trataba de una hembra; pero
otros muchos sospecharon desde el principio que había hombre encerrado. La
confirmación llegó en 2004 de la mano de Greg Long. Periodista y colaborador de
Discovery Channel, averiguó que dentro del disfraz de bigfoot estaba metido un tal
Bob Heironimus, trabajador de Pepsi a quien Patterson había prometido por su
interpretación mil dólares que nunca pagó a pesar del dinero que ganó con la película.
Ninguna de las muestras de pelo y fluidos atribuidas al misterioso morador de los
bosques norteamericanos ha superado, por su parte, la prueba del laboratorio. Hace
siete años, por ejemplo, David Coltman, genetista de la universidad canadiense de
Alberta, analizó un mechón de pelo recogido en Yukon por testigos de una aparición
de un bigfoot que había dejado huellas dos veces más grandes que las de un ser
humano. «El perfil de ADN de la muestra de pelo que recibimos de Yukon encaja con
el de referencia del bisonte norteamericano», concluyó el biólogo. Cómo dejó un
bóvido pisadas de apariencia humana es un misterio que, seguramente, podrían
aclarar los testigos de la aparición.
El bigfoot tiene los pies de barro. Sus primeras huellas, las de 1958 que le dieron
el nombre, fueron hechas en realidad con unas plantillas de madera por el constructor
Ray Wallace, responsable de las obras junto a cuya maquinaria se descubrieron. Lo
reveló la familia del empresario después de su muerte y lo confirmó John Auman,
uno de sus empleados. Según el trabajador, Wallace creó al homínido americano por
razones prácticas: como los vándalos se cebaban por las noches con las herramientas,
se sacó de la manga un monstruo que les metiera el miedo en el cuerpo. Luego,
durante años, bromista, se dedicó a fabricar grabaciones de vídeo y fotografías del
monstruo con las que deleitar a los criptozoólogos. «La realidad es que el bigfoot ha
muerto», dijo Michael Wallace, su hijo, cuando el corazón del constructor dejó de
latir el 26 de noviembre de 2002.

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Los dogones y el enigma de Sirio
Sirio es la estrella más brillante y era muy
importante para los antiguos egipcios: después de
meses bajo el horizonte, su reaparición en el cielo
vespertino marcaba el inicio de la crecida anual del
Nilo. Tiene una compañera, Sirio B, invisible a
simple vista y que no se descubrió hasta mediados
del siglo XIX. Sin embargo, forma parte, algunos
dicen que desde tiempo inmemorial, del sistema de
creencias de los dogones, un primitivo pueblo de
Mali (África occidental) cuya cosmogonía se presenta como una de las mejores
pruebas de contactos con extraterrestres en la Antigüedad.
Los conocimientos astronómicos de los dogones asombraron en la primera mitad
del siglo pasado a los antropólogos franceses Marcel Griaule y Germaine Dieterlen.
El primero había establecido contacto con la tribu en 1931, y los dos publicaron en
1950, en el Journal de la Société des Africanistes, un artículo en el cual sostenían que
los mitos dogones de la creación del mundo giraban alrededor de Sirio y su estrella
compañera. No aventuraban cómo podía haber llegado una cultura precientífica, sin
telescopio, a conocer esa estrella; pero el enigma estaba ahí: ¿cómo sabían los
dogones que Sirio tiene una pareja?
Griaule y Dieterlen explicaban que, vinculada al periodo orbital de Sirio B, los
dogones celebran la ceremonia Sigui, «cuyo propósito es la renovación del mundo».
A partir de sus hallazgos, Robert K. G. Temple propuso en 1976, en El misterio de
Sirio, que hombres-peces procedentes de ese sistema estelar no solo habían trasmitido
a los dogones sus conocimientos astronómicos, sino que además habían fundado su
civilización[57]. Para el escritor estadounidense, los visitantes «se parecerían un poco
a las sirenas y los tritones, y podrían asemejarse, de alguna manera, a nuestros
inteligentes amigos los delfines». La idea fue acogida con júbilo por Erich von
Däniken y otros, y todavía hoy es defendida por ufólogos como Juan José Benítez,
para quien hace mil años los extraterrestres seleccionaron a los dogones más
capacitados, los secuestraron y los adiestraron «como superhombres, como hombres
santos»[58].
La tribu africana sabía, según Griaule y Dieterlen, que Sirio tiene una compañera
y también que esa estrella invisible es muy densa y completa una órbita alrededor de
su hermana cada 50 años. La astronomía ha confirmado ambos extremos. Sirio B fue,
de hecho, la primera enana blanca identificada como tal. Una enana blanca es una
estrella tan densa que un centímetro cúbico de su materia pesa una tonelada. «A
primera vista, la leyenda de Sirio elaborada por los dogones parece ser la prueba más
seria en favor de un antiguo contacto con alguna civilización extraterrestre

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avanzada», escribió Carl Sagan en su libro El cerebro de Broca (1974)[59].
Suelen citar esta frase quienes abogan por un origen alienígena de la cosmogonía
dogon, olvidando que va seguida de una puntualización que hace que cambie de
significado: «No obstante —continúa el astrofísico—, si examinamos con más
atención el tema, no debemos pasar por alto que la tradición astronómica de los
dogones es puramente oral, que con absoluta certeza no podemos remontarla más allá
de los años 30 y que sus diagramas no son otra cosa que dibujos trazados con un palo
en la arena». La clave es que no hay constancia de la cosmogonía siriaca de los
dogones con anterioridad al artículo de Griaule y Dieterlen de 1950.
A principios del siglo pasado, Sirio B era ya una vieja conocida de los
astrónomos. Su existencia había sido propuesta en 1844 por el alemán Friedrich
Bessel. Creía que los bamboleos que sufría Sirio en su movimiento se debían a la
presencia de una estrella compañera y calculó que el dúo tardaba unos 50 años en
completar una órbita alrededor de su centro de masas. Dieciocho años después, el
astro invisible fue visto por el estadounidense Alvan G. Clark mientras probaba un
nuevo telescopio. Quedaba claro que Sirio era un sistema binario, compuesto por dos
estrellas. Y también parece claro ahora que los dogones no sabían nada de Sirio B
hasta la llegada de los antropólogos franceses.
Los visionarios más entusiastas suelen olvidar que la cosmogonía de esta tribu
africana está llena de errores. Los dogones creen, según Griaule y Dieterlen, que Sirio
B es la estrella más pequeña y pesada del Universo, algo que era cierto en los años 30
del siglo pasado; pero no ahora. Desde entonces se han descubierto centenares de
enanas blancas más pesadas y las estrellas de neutrones, objetos todavía más densos.
En el universo de los dogones, Júpiter tiene cuatro satélites y Saturno, con sus anillos,
es el planeta más lejano; pero el primero tiene más de 60 lunas y el segundo no es el
planeta más lejano: más allá están Urano y Neptuno.
Resulta poco creíble atribuir todos esos errores y omisiones a unos avanzados
visitantes interplanetarios cuando hay a mano una explicación más lógica: que la
historia de Sirio B y los dogones es un ejemplo de contaminación cultural, de
transmisión por parte de los investigadores de conocimientos que los investigados
acaban incorporando a su acervo como propios. El antropólogo Walter van Beek
descubrió hace veinte años, cuando habló con los informantes dogones de Griaule,
que el conocimiento que tenían de la estrella compañera de Sirio se lo había
transmitido el antropólogo francés, quien era aficionado a la astrononomía. «Todos
los interrogados coincidían en que todo lo que sabían de la estrella procedía de
Griaule», concluyó Van Beek[60]. Y el resultado de una investigación antropológica
chapucera se convirtió con los años en la mejor prueba de visitas alienígenas en el
pasado.

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América vikinga
Cristóbal Colón no descubrió América. Ni siquiera
fue el primer europeo en pisarla. El continente fue
descubierto por los cazadores recolectores
siberianos que cruzaron el estrecho de Bering hace
22 000 años. Por eso había indios en América en
1492. Y un grupo de vikingos fueron los primeros
en llegar desde Europa cinco siglos antes que el
Almirante, aunque su logro no tuvo ninguna
repercusión histórica. Al contrario de lo que ocurrió
con la llegada de Colón y sus naves, a partir de la
cual se vivió un choque de culturas, España creó un
imperio en el cual no se ponía el Sol y las potencias
europeas se lanzaron a la conquista del Nuevo
Mundo. La presencia vikinga en América desde el siglo X está documentada por la
arqueología y por la Saga de Groenlandia y la Saga de Erik el Rojo.
Cuentan estas obras literarias que Erik Thorvaldson, llamado el Rojo, fue
desterrado de Islandia en 982 por el asesinato de dos hombres, la misma razón por la
que su padre había sido expulsado años antes de Noruega. Erik el Rojo navegó
entonces hacia el oeste y llegó a un territorio que, para atraer a sus compatriotas,
bautizó como Groenlandia (tierra verde). Una exageración, ya que la isla estaba
helada y solo había un par de valles verdes al sur. «Constituye el primer caso de
propaganda engañosa», ironiza el arqueólogo Kenneth L. Feder, de la Universidad
Central del Estado de Connecticut, en Fraudes, mitos y misterios (1990).
Los vikingos desembarcaron en Groenlandia en una época de temperaturas
superiores a las actuales, conocida como Óptimo Climático Medieval. La colonia
prosperó hasta contar con 5000 habitantes repartidos en 250 granjas. «La de la
Groenlandia noruega era una población con un marcado carácter comunitario en la
que una persona no podía marcharse y vivir apartado con esperanza de sobrevivir»,
indica el geógrafo Jared Diamond en Colapso (2005)[61]. La aventura acabó cuando,
hacia 1300, un cambio climático marcó el inicio de la Pequeña Edad del Hielo, un
periodo frío que duró hasta el siglo XIX. Los vikingos groenlandeses fueron incapaces
de adaptarse a las nuevas y duras condiciones ambientales y se extinguieron. Pero
antes pisaron más territorios desconocidos.
Poco después de llegar a Groenlandia, Leif Erikson, hijo de Erik el Rojo, se
perdió cuando navegaba hacia el oeste. Fue así a parar a un lugar que llamó Vinlandia
(tierra del vino), donde los vikingos establecieron un asentamiento hacia 1022.
Vinlandia era rica en recursos inexistentes en Groenlandia; pero los indígenas
hicieron que los nórdicos duraran poco allí. «La expedición descubrió entonces que, a

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pesar de todo lo que aquella tierra podía ofrecerles, sufrirían la constante amenaza de
los ataques de sus antiguos habitantes», cuenta la Saga de Erik el Rojo. Y los colonos
volvieron a Groenlandia desde una Vinlandia que debía de encontrarse entre la isla de
Terranova, al norte, y Cape Cod, al sur. Siglos después, los arqueólogos han excavado
restos de un campamento vikingo de la época en la costa septentrional de Terranova,
demasiado al norte para el vino y las nueces de Vinlandia, cuya búsqueda continúa.
La Universidad de Yale anunció el 12 de octubre de 1965, aniversario del
Descubrimiento, la existencia de un mapa fechado en 1440 en el que aparecía una isla
llamada Vinlandia al oeste de Groenlandia. Se presentó como la primera cartografía
del Nuevo Mundo, un documento al que habría tenido acceso Colón. Era una
donación del magnate Paul Mellon, quien lo había comprado en Génova en 1957. El
mapa incluía una leyenda según la cual, hacia el año 1000, Leif Erikson había
descubierto «una nueva tierra», Vinlandia. Encajaba con las sagas nórdicas, y el
documento pasó a formar parte de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y
Manuscritos de Yale a pesar de que muchos expertos dudaban de su autenticidad.
El carbono 14 dictaminó en 2002 que el pergamino sobre el que está dibujado el
mapa de Yale data de 1434 ± 11 años. La prueba no zanjó, sin embargo, la polémica
sobre la antigüedad del manuscrito por una razón obvia: el soporte puede ser anterior
a Colón, pero la inscripción no tiene por qué. Es lo que indica otro estudio publicado
el mismo año por los químicos Robin Clark y Katherine Brown, de la Universidad de
Londres, que confirma lo que el microanalista forense Walter McCrone ya dijo en
1973. Según sus análisis, la tinta contiene anatasa, sustancia que no se sintetizó hasta
1917 y que no se da en tintas anteriores a 1923. «Es la prueba definitiva de que el
mapa se dibujó después de 1923», sentencia Clark, y coinciden la mayoría de los
expertos.
Una hipótesis plausible es la de la historiadora noruega Kirsten A. Seaver, para
quien el autor de la falsificación habría sido el jesuita y cartógrafo alemán Josef
Fischer. El clérigo era un estudioso convencido de que los vikingos habían llegado a
América antes que Colón —publicó un libro sobre el tema en 1902— y llegó a
escribir un artículo sobre mapas falsos del Renacimiento[62]. Seaver mantiene que el
mapa de Vinlandia se debe a que Fischer no pudo aguantar el uso propagandístico
que hacían los nazis de la historia vikinga y decidió vengarse de ellos.
Para ello, explica la historiadora, el jesuita compró en una subasta a principios de
la década de 1930 dos libros del siglo XV y desmontó parte de uno. Así consiguió el
lienzo, el pergamino antiguo sobre el que dibujar un mapa que demostraría que el
descubrimiento de América había sido, en última instancia, una empresa cristiana.
Porque en el texto del mapa de Vinlandia se lee: «Eric, legado del Observador
Apostólico y obispo de Groenlandia y las regiones vecinas, llegó a esta
verdaderamente inmensa y muy fértil tierra, en el nombre de Dios Omnipotente…».
«Parece muy plausible. Pudo ser arrogancia intelectual o simplemente un juego, pero
él (Fischer) estaba en el lugar idóneo, en el momento idóneo y disponía de la

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información necesaria. Todo cuadra», piensa Robert W. Karrow, conservador de
colecciones especiales y mapas de la Biblioteca Newberry, de Chicago.

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Ruinas lunares
Miles de espectadores de TVE vieron el 11 de enero
de 2004 a Neil Armstrong y Buzz Aldrin
explorando edificios en ruinas en el Mar de la
Tranquilidad, en la Luna. Imágenes inéditas, se leía
sobreimpresionado. Y Juan José Benítez decía:
«Esta fue la verdad, la única y secreta verdad.
Aquel 21 de julio de 1969, Armstrong y Aldrin se
alejaron escasos metros del módulo, filmando esta
increíble construcción. Esta película, de 14 minutos,
jamás fue difundida por la NASA». Numerosas
copias del fragmento de la filmación emitido por
TVE pueden verse en la actualidad en YouTube,
bajo títulos como Vídeo censurado del viaje a la
Luna y Construcciones en la Luna ocultadas por la
NASA.
El ufólogo navarro sostiene que hace 43 años
«el mundo, una vez más, fue engañado», que nos ocultaron el hallazgo de ruinas
alienígenas en el satélite terrestre. A él se lo contó «un alto militar norteamericano»,
ya fallecido, cuya identidad nunca ha revelado y que consiguió hacerse con una copia
de la película rodada en el Mar de la Tranquilidad, la que muchos creen todavía que
se vio en TVE hace seis años. Un documento único porque los vestigios
extraterrestres ya no existen: Washington los destruyó con bombas atómicas. Pero el
militar desconocido no es el único que afirma que los astronautas encontraron
construcciones en la Luna.
Quien primero habló a Benítez de las ruinas lunares fue Carlos Paz Wells, un
peruano que en los años 70 decía estar en contacto con seres de otros mundos.
«Tenemos constancia de que los norteamericanos también conocen la existencia de
las antiguas instalaciones de la Confederación [una unión planetaria al estilo de Star
Trek]. Y, según los guías, los lanzamientos realizados por los distintos Apollos de
pequeñas bombas nucleares contra la superficie de la Luna no tenían la única
finalidad de medir los posibles movimientos telúricos del satélite. Muy al contrario.
La verdadera intención de los norteamericanos era destruir dichas instalaciones,
cuyas posiciones conocían de antemano», afirmaba Paz en Ovnis: SOS a la
Humanidad (1975), la obra de Benítez dedicada a las andanzas del Instituto Peruano
de Relaciones Interplanetarias (IPRI)[63].
Otra fuente, terrestre, confirmó poco después a Benítez la pasada presencia
alienígena en la Luna. En 1979 llegó a las librerías españolas la obra Bases de ovnis
en la Tierra[64]. Su autor, Douglas O’Brien, decía ser un espía de la CIA arrepentido

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afincado en nuestro país. El libro era en realidad una novela firmada con pseudónimo
por Javier Esteban, entonces un joven de veintiún años. «Para escribir la novela era
preciso crear historias con fechas, lugares, etcétera. Para evitar la tarea de inventar
miles de datos, acudí a las hemerotecas y tomé nota de miles de diversas fuentes:
periódicos, revistas… De esta forma, incluía datos auténticos de sucesos ocurridos,
tales como accidentes de aviones militares, expulsiones de diplomáticos, detenciones
de espías, etcétera»[65].
Esteban salpicó su relato del espía arrepentido de accidentes de ovnis y
asesinatos. Varios ufólogos contactaron con él creyendo que hablaban con un
exagente de la CIA, y el joven les siguió el juego. Algunas de sus historias acabaron
publicadas en periódicos, revistas esotéricas y libros de platillos volantes como
hechos reales. Revelaba en su libro, entre otras cosas, que, tras descubrirse «cinco
bases o lugares de estacionamiento distintos de ovnis en la Luna», Estados Unidos las
había destruido con bombas atómicas. «Lo gracioso del asunto es imaginar a personas
en su sano juicio investigando la verosimilitud de tales disparates», recuerda el autor
de Bases de ovnis en la Tierra.
Como en toda conspiración que se precie, en esta también hay de por medio un
presunto empleado de la NASA. Se llamaba Alan Davis y murió en Sevilla hace unos
años. Decía ser ingeniero de telecomunicaciones y que, en la noche de la llegada del
hombre a la Luna, había visto en la estación de la NASA de la isla de Antigua unas
imágenes que ocultó al resto del mundo. Según varios ufólogos, era el encargado en
la base caribeña de cortar la señal de televisión si sucedía algo inconveniente, y es lo
que hizo cuando los astronautas del Apollo 11 se dieron de bruces con los edificios
extraterrestres. «Es mentira. Nadie podía cortar la señal. Todo eso de las ruinas en la
Luna no son nada más que tonterías», sentencia Luis Ruiz de Gopegui, director de la
Estación de Seguimiento de Fresnedillas de la NASA en tiempos del proyecto Apollo.
La instalación madrileña era una de las tres estaciones claves en las
comunicaciones con los astronautas, junto con las de California (Estados Unidos) y
Canberra (Australia). «En el momento del alunizaje, correspondió a Fresnedillas estar
en contacto con la nave. Cuando Armstrong y Aldrin abandonaron el módulo lunar,
era California», indica Ruiz de Gopegui. Los conspiranoicos argumentan que la
NASA ocultó —¿para qué?— la existencia de los edificios y que hay que creer a
Alan Davis. «¿Por qué se va a dudar de una persona que tiene esa valentía?», dice
uno de sus amigos. Por una razón muy simple, porque ni él ni nadie ha presentado
nunca una sola prueba que respalde sus extraordinarias afirmaciones, equiparables a
las de quienes sostienen que ningún avión se estrelló contra el Pentágono el 11-S.
Y es que la película que mostró Benítez en la penúltima entrega de la serie
Planeta Encantado no es un documento grabado en la Luna, a pesar de que
apareciera sobreimpresionada la leyenda Imágenes inéditas. La filmación es una
recreación, un encargo del ufólogo a Dibulitoon Studio, una firma de animación
radicada en Irún. Los astronautas que recorrían edificios en la Luna eran

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guipuzcoanos. Esa es la verdad, la única y pública verdad.

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El embajador de la galaxia
El primer encuentro cara a cara entre un humano y
un extraterrestre se produjo en 1952. No ocurrió en
Washington, Moscú, Londres o París, sino en el
desierto de California. El interlocutor terráqueo
tampoco fue un alto mandatario; ni siquiera el
entonces secretario general de la ONU, el noruego
Trigve Lie: se llamaba George Adamski y trabajaba en las inmediaciones del
observatorio astronómico de monte Palomar. Nacido en Polonia en 1891, había
emigrado a Estados Unidos de niño y dedicó los últimos trece años de su vida a
difundir el mensaje de los visitantes por América, Europa y Oceanía.
«Fue a las 12.30 horas del jueves, 20 de noviembre de 1952, cuando establecí
contacto en persona con un hombre de otro mundo. Había venido a la Tierra en una
nave espacial, un platillo volante», explica Adamski en Flying saucers have landed
(Los platillos volantes han aterrizado. 1953)[66]. Había ido al desierto con otras seis
personas, ansiosas todas de encontrarse con los extraterrestres. El grupo vio «una
gigantesca nave plateada con forma de puro, sin alas ni apéndices de ningún tipo». Se
movía en silencio y, cuando salió de ella un disco volante, el elegido se separó de sus
acompañantes con la esperanza de hablar con la tripulación de la pequeña nave e
incluso hacer un viaje en ella.
El platillo que aterrizó en el desierto estaba pilotado por Orthon, un venusiano
rubio y de excelente facha que impresionó al hombre. «Me sentía como un niño en
presencia de alguien poseedor de una gran sabiduría y mucho amor». Mediante gestos
y telepatía, el visitante, que venía en son de paz, le informó de la creciente
preocupación en el vecindario cósmico por la radiación producida por nuestras
pruebas nucleares. Adamski quiso hacerle una foto; pero Orthon se negó a ello,
aunque le dejó fotografiar el disco volante. Por desgracia, a pesar de llevar encima
dos cámaras de fotos y durar la conversación una hora, todas las pruebas de la
histórica entrevista se reducen a una imagen borrosa en la cual, tras una colina, asoma
una mancha: parte de «la pequeña nave de Venus».
El encuentro con Orthon fue solo el primero de los que mantuvo Adamski con
seres de otros planetas. Con el tiempo, hizo realidad sus sueños y viajó por el espacio
a bordo de platillos volantes. En la cara oculta de la Luna, vio ríos y florecientes
ciudades pobladas por paisanos de Orthon, además de por marcianos y saturnianos.
El Sistema Solar en pleno estaba preocupado por el futuro de la Humanidad y,
consciente de la trascendencia de su misión, Adamski se dedicó a partir de entonces a
escribir libros sobre sus experiencias y viajar por el mundo dando conferencias y
concediendo entrevistas. Hizo una gira por Nueva Zelanda, tuvo una audiencia
privada con la reina Juliana de Holanda y decía haber mantenido otra con Juan XXIII.

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Adamski murió de un ataque cardiaco en 1965. Desde entonces, las sondas
automáticas han fotografiado al detalle la cara oculta de la Luna sin ver nada de lo
dicho por el contactado[67]. Tampoco han encontrado rastro de civilización alguna en
Venus, Marte y Saturno, ni en ningún otro lugar del Sistema Solar. «Era hombre de
exiguos logros académicos, pero compensaba tal deficiencia con una excelente
imaginación, una agradable personalidad y una provisión aparentemente inagotable
de desfachatez», escribió el periodista Frank Edwards en Platillos volantes… aquí y
ahora (1967)[68].
Al profesor Adamski —como firmaba sus cartas— hay que reconocerle el mérito
de haber sido el primero en aprovecharse de los extraterrestres para escapar de una
vida gris. En su caso, un puesto de la carretera del observatorio de monte Palomar
donde preparaba hamburguesas. Había intentado sin éxito dejar los fogones en 1949,
con una novela de ciencia ficción titulada Pioneers of space. An imaginary trip to the
Moon, Venus and Mars (Pioneros del espacio. Un viaje imaginario a la Luna, Venus y
Marte), pero el fracaso se convirtió en oportunidad, y Adamski el contactado nació
cuando una escritora le animó a presentar la ficción como si fuera una experiencia
real e ilustrarla con fotos de platillos volantes.
Los dos libros posteriores en los que contó sus aventuras fueron sendos éxitos y
convencieron a miles de personas de las visitas de seres de otros mundos. Pero
algunos fueron más allá. Frank Edwards identificó, por ejemplo, el modelo al que
correspondía el platillo en el que Adamski había hecho su primer viaje a Venus. «Tras
ocho años de pacientes investigaciones —recordaba en 1967—, llegué, finalmente, a
la conclusión de que su nave espacial era en realidad el extremo superior de una
aspiradora fabricada en 1937. Y dudo que se pueda viajar a través del espacio
montado en una aspiradora». Además, aunque la entrevista con Juliana de Holanda sí
se produjo —y le costó a la reina sus críticas—, la de Juan XXIII es tan histórica
como la de Orthon.
Cuentan sus seguidores que la audiencia de Adamski con el Pontífice se celebró
el 31 de mayo de 1963. Aquel día, el contactado visitaba el Vaticano con dos
admiradoras cuando se separó de ellas para volver una hora después. Al regresar, les
dijo que había estado con el papa y les enseñó como prueba una medalla con la efigie
de Juan XXIII, como las que podían comprarse en los alrededores de la basílica de
San Pedro. Las mujeres creyeron que un papa agonizante —murió tres días
después— no tenía nada mejor que hacer que charlar con un vendedor de
hamburguesas que decía viajar a otros planetas y a quien, además, el venusiano
Orthon no había contado nada nuevo en 1952 en el desierto de California: un año
antes, otro extraterrestre bien parecido, Klaatu, había descendido con su platillo
volante en Washington en la película Ultimátum a la Tierra para convencer a las
grandes potencias de que abandonaran las armas nucleares.

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Los gigantes de Pascua
Es un pequeño triángulo de tierra en medio de una
inmensidad azul. La isla de Pascua está considerada
uno de los lugares más remotos de nuestro planeta:
se encuentra en mitad del Pacífico, a 3700
kilómetros —cinco horas en avión— al oeste de
Chile y a 1900 al este del archipiélago de las
Pitcairn. A pesar de ese aislamiento y de sus
reducidas dimensiones —tiene 163 kilómetros
cuadrados, una cuarta parte que la ciudad de
Madrid—, es famosa en todo el mundo gracias a los
moáis, las casi 900 estatuas que la salpican desde el
volcán en cuya ladera fueron talladas hasta los
altares costeros desde los cuales miran al mar.
De origen volcánico, la isla debe su nombre a
que fue descubierta por el holandés Jakob
Roggeveen el 5 de abril de 1722, domingo de
Pascua de Resurreción. Los tres barcos de la
expedición habían partido de Chile y tardado diecisiete días en llegar a Pascua, donde
se encontraron con un grupo humano de la Edad de Piedra. ¿Cómo habían llegado
hasta allí con unas simples canoas? Y lo más llamativo: ¿cómo habían levantado las
estatuas? «En un principio las imágenes de piedra nos llenaron de asombro porque no
podíamos comprender cómo estas gentes, que carecían de madera fuerte y pesada
para construir cualquier tipo de maquinaria, así como de sogas resistentes, habían
conseguido, no obstante, erigir unas imágenes semejantes, que al menos tenían 10
metros de alto y eran proporcionalmente gruesas», escribió el navegante en su diario.
El tamaño medio de los moáis es de 4 metros y el peso de 13 toneladas, aunque
hay figuras de hasta 82 toneladas. «De ninguna manera se puede admitir que tan
enormes trozos de lava hayan sido despejados con primitivas y diminutas hachas de
piedra», plantea Erich von Däniken en su libro El mensaje de los dioses (1973)[69].
Para el autor suizo, «cosmonautas de otro mundo visitaron a los nativos y les
suministraron herramientas perfeccionadas, que podían manejar los sacerdotes o
hechiceros». Cuando los visitantes se marcharon, explica Von Däniken, sus
herramientas acabaron estropeándose y de ahí las figuras a medio esculpir que
invaden la ladera del volcán Rano Raraku, la cantera de donde salieron los moáis.
Juan José Benítez sostiene que las estatuas son una obra humana hecha con útiles
de piedra, como dicen los arqueólogos; pero añade que hay un enigma: cómo se
transportaron hasta sus ubicaciones definitivas. «El gran fallo de cuantos han
intentado explicar el traslado de los moáis de forma convencional aparece al echar

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mano de la madera», argumenta el ufólogo, para quien dar por hecho que esta fue
alguna vez «un bien abundante en la isla» es un «grave error». Y dice que el único
árbol existente en Pascua, el toromiro, no podía ayudar en una tarea para la cual se
necesitarían «cientos o miles de hombres». «Era el poder más excepcional del rey, o
de los sacerdotes, el que levantaba las estatuas en la cantera, desplazándolas por el
aire», asegura en la serie Planeta Encantado.
Tras una visita a Pascua en 1877, el etnólogo francés Alphonse Pinart describió
todo el proceso de talla y traslado de los moáis en el Bulletin de la Société de
Géographie de París, sin recurrir ni a extraterrestres ni a superpoderes. Seis años
después, el geógrafo Ricardo Beltrán y Rózpide se hacía eco del hallazgo de Pinart en
el Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid: «Escogían siempre una roca en
plano inclinado; en la misma roca tallaban la escultura, perforaban después la piedra
por debajo de la estatua con tantos agujeros como fueran necesarios para separarla de
la roca, y la hacían resbalar sobre la pendiente hasta el lugar en que debía erigirse,
donde habían ahondado lo suficiente para enterrar la parte inferior de la estatua,
quedando solo el busto al exterior».
Los hallazgos de esquirlas de piedra y útiles de obsidiana junto a las figuras a
medio tallar del Rano Raraku confirman la hipótesis de Pinart. Porque los moáis no
son tan duros como los pinta Von Däniken. No solo es que la toba volcánica se puede
trabajar con piedra, sino que, además, es extraordinariamente frágil. Tanto que en
marzo de 2008 un turista finlandés arrancó una oreja a una de las estatuas ¡solo con
sus manos! ¿Y el transporte? Es cierto que hoy en día no hay madera en Pascua; pero
sí la hubo en el pasado y, en contra de lo que mantiene Benítez, era apta para
construir trineos sobre los que llevar las figuras a kilómetros de distancia.
El explorador noruego Thor Heyerdahl visitó Pascua en 1955 y puso a prueba las
ideas de Pinart[70]. Con una docena de hombres, levantó un moái de 25 toneladas en
la playa de Anakena en dieciocho días. Utilizó para ello cuerdas, palancas y piedras,
lo mismo que tuvieron a su alcance los antiguos pascuenses. Levantaban un poco la
que iba a ser la parte superior de la figura con las palancas y metían piedras bajo ella
para sostenerla en esa posición inclinada; volvían a levantarla otro poco con las
palancas y metían más piedras; y así sucesivamente hasta que alcanzaba la vertical.
Heyerdahl calculó que una docena de indígenas podría tallar con sus herramientas de
piedra una estatua mediana en un año. Luego, se transportaba hasta su emplazamiento
sobre trineos de madera de los que decenas de hombres tiraban con cuerdas.
Porque en Pascua había madera en abundancia cuando llegaron a la isla los
primeros humanos hacia 1200, según la datación de muestras del yacimiento más
antiguo de la isla. Los análisis de pólenes han revelado que en aquella época crecían
en la isla árboles de hasta 30 metros de altura; aunque duraron poco. Los recién
llegados empezaron a esculpir estatuas y a talar masivamente árboles y palmeras para
calentarse, construir canoas y transportar las figuras. La febril actividad les llevó a
diezmar los recursos naturales de la pequeña isla y al declive cultural. Cuando

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desembarcó Roggeveen en 1722, solo las gigantescas esculturas quedaban como
prueba de la extraordinaria cultura de los talladores de moáis.

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Víctimas del diván
El día de su 44 cumpleaños, un tío recordó a
Elizabeth Loftus uno de los episodios más
dramáticos de su vida: cómo a los 14 años había
encontrado a su madre ahogada en una piscina. Ella
no se acordaba de nada, pero los detalles afloraron
durante los días siguientes hasta angustiarla. Loftus
es psicóloga. Sabe cómo funciona la memoria: es una de las mayores expertas
mundiales en la materia. Sus investigaciones han revelado que recordar algo no
significa que haya sucedido, que la memoria puede manipularse hasta extremos
increíbles, como ocurre en las películas Blade runner (1982) y Desafío total (1990).
Hay quienes, entre nosotros, están convencidos de haber tenido vidas anteriores,
haber sido secuestrados por extraterrestres y haber participado en rituales satánicos.
¿Qué pasa cuando no hay más prueba de un hecho traumático que el recuerdo sacado
del olvido por un terapeuta? ¿Tener memoria de algo demuestra que pasó? No. Y
creer lo contrario puede tener dramáticas consecuencias. «El mayor de los escándalos
de la psiquiatría norteamericana del siglo XX es la creciente manía de miles de
terapeutas ineptos, consejeros familiares y trabajadores sociales de provocar falsos
recuerdos de abusos sexuales infantiles», sentenciaba en 1994 el divulgador científico
Martin Gardner[71].
Cientos de familias se rompieron en Estados Unidos y Canadá, en los años 80 y
90, tras convencer terapeutas y psiquiatras a muchos pacientes de que de niños habían
sufrido abusos y reprimido los recuerdos, a modo de autoprotección. No existían más
pruebas que los testimonios de unas víctimas que habían empezado a revivir sus
dramas bajo hipnosis, los efectos del suero de la verdad y otras cuestionables técnicas
de sugestión. Hubo casos que llegaron a los tribunales y se zanjaron con largas
condenas de cárcel para unos padres o educadores hasta entonces modélicos. Se
convirtieron en villanos de la noche a la mañana y, aunque al principio negaron las
acusaciones, al final muchos acabaron por admitir la culpa.
Científicos como Loftus han probado, sin embargo, que la recuperación de
recuerdos perdidos es poco fiable, que recreamos el pasado cada vez que lo
revivimos, añadiendo nuevos detalles. «Los participantes [en un experimento] vieron
un accidente de automóvil en un cruce con una señal de stop. Después, se sugirió a la
mitad de ellos que se trataba de un ceda el paso. Cuando más tarde les preguntamos
qué señal de tráfico había en la intersección, aquellos que habían sido sugestionados
tendieron a decir que un ceda el paso. Los que no recibieron información falsa fueron
mucho más precisos en su recuerdo de la señal», explica la psicóloga.
Stephen Lindsay, de la Universidad de Victoria (Canadá), probó en 2002 que
verse en una escena lleva a muchas personas a pensar que la han vivido. En un

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experimento, se enseñaron a veinte individuos fotos de su niñez procedentes del
álbum familiar y una manipulada digitalmente con el protagonista montado en un
globo aerostático, algo que nunca había pasado. Al ver la foto trucada, la mitad de los
sujetos recordó la vivencia inventada. A finales de 2007, un grupo de psicólogos
liderado por Loftus demostró que fotos de sucesos históricos retocadas pueden alterar
nuestro recuerdo de esos hechos: solo con incluir un encapuchado y un antidisturbios
en una imagen de una manifestación pacífica de la que tuvimos noticia en su día, se
convierte en nuestra memoria en una protesta violenta y con heridos.
A diferencia de las abducciones, los abusos sexuales en la infancia son reales. El
debate científico se centra en si bastan las rememoraciones obtenidas mediante
hipnosis y otras técnicas de sugestión para condenar a alguien, como ha pasado en
Estados Unidos. ¿Por qué? Porque, como demuestran las pruebas de laboratorio, los
recuerdos pueden tergiversarse. «La información errónea puede invadir nuestra
memoria cuando hablamos con otros, somos interrogados o leemos o vemos en los
medios información sobre algo que hemos experimentado», indica Loftus. Así se
explica que haya mujeres que recuerden, en la consulta del terapeuta, haber sido
víctimas de abusos y sufrido abortos a pesar de que un examen médico demuestre que
son vírgenes, y que inocentes acaben confesando crímenes que nunca cometieron.
El suceso protagonista de los recuerdos del paciente depende de las inclinaciones
del hipnólogo: los ufólogos tienden a descubrir abducciones; los parapsicólogos,
experiencias de vidas pasadas; los clérigos, rituales satánicos; algunos psiquiatras y
terapeutas, abusos sexuales infantiles… Es lo que cada uno de ellos busca y hacia lo
que dirige sus tendenciosas preguntas. «La hipnosis es una mala herramienta para
averiguar la verdad porque es un estado en el que uno es especialmente sugestionable
y puede dar lugar a confusiones y a la creación de falsos recuerdos», asegura Susan
Clancy, psicóloga de la Universidad de Harvard y autora del libro Abducted. How
people come to believe they were kidnapped by aliens (Abducidos. Cómo llega la
gente a creer que ha sido secuestrada por alienígenas. 2005)[72].
Tras su 44 cumpleaños, Elizabeth Loftus recordó traumáticamente el hallazgo,
cuando era una niña, de su madre muerta. Rememoró el descubrimiento del cuerpo
flotando boca abajo en la piscina, el coche patrulla con sus luces, la camilla con el
cadáver cubierto por una sábana blanca… Hasta que días después su hermano la sacó
del error: su tío se había confundido; ella no había encontrado a su madre muerta. Un
comentario inocente de un pariente había bastado para convencer a la psicóloga
estudiosa de la memoria de que había vivido una experiencia que en realidad nunca
vivió. «La idea más horripilante es que aquello que creemos con todo nuestro corazón
no es necesariamente la verdad», advierte Loftus.

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Operando sin bisturí
Filipinas es el Houston de una rama de la cirugía
casi sin practicantes en el mundo desarrollado.
Enfermos de Estados Unidos, Europa y Oceanía
viajan al archipiélago asiático desde hace décadas
con la esperanza de recuperar la salud gracias a
intervenciones en las cuales no se emplean ni bisturí
ni anestesia. Los cirujanos psíquicos, como se
conoce a quienes las practican, tienen la habilidad de meter las manos en el cuerpo
del paciente y extraerle un tumor o corregir una malformación sin más auxilio que el
de algodón para empapar la sangre. Tras la operación, no quedará siquiera una
minúscula cicatriz, aunque torrentes de sangre hayan manado del cuerpo del enfermo.
«La cuna donde nació y donde se sigue alimentando la cirugía psíquica es una
iglesia sincrética, la Unión Espiritista Cristiana de Filipinas, fundada en 1905 por
Juan Alvear en la región de Panganisán, siguiendo la doctrina espiritista de Allan
Kardec», explica el antropólogo español Ignacio Cabria[73]. Eleuterio Terte, miembro
de la confesión, empezó a realizar operaciones sin bisturí por mandato divino en los
años 40 del siglo pasado. Con el tiempo, otros siguieron sus pasos. «Fue Tony
Agpaoa quien popularizó la técnica de las operaciones tal como hoy se practican, con
abundante despliegue de sangre y extracción de objetos, y el cierre de la herida con
un simple masaje», indica Cabria.
Más de 1,3 millones de españoles presenciaron un espectáculo de ese tipo el 12 de
julio de 1993 en Telecinco. Sucedió en Otra Dimensión, programa que presentaba y
dirigía Félix Gracia, fundador de la revista esotérica Más Allá. El invitado estrella de
la noche era Stephen Turoff, un carpintero inglés que decía caer poseído por el
espíritu de un médico alemán fallecido en 1912 y practicar en trance operaciones
quirúrgicas sin bisturí, anestesia, cicatriz ni dolor. Después de explicar a Gracia sus
habilidades, Turoff las demostró en el plató. Se transmutó en el doctor Kahn como
Clark Kent en Superman, quitándose las gafas. Con el ceño fruncido, una visible
cojera y hablando inglés con acento alemán, se puso a operar pacientes: una mujer
con un glaucoma en un ojo recuperó gran parte de la visión, según la cadena, y otro
hombre que había entrado al estudio con muletas salió sin ellas.
El cirujano psíquico trató durante el programa a 24 enfermos, incluida una niña
con parálisis cerebral a cuyos padres consoló con que Dios les había bendecido con el
mal de la pequeña y pidiéndoles que no miraran su cuerpo, sino su espíritu. «Esta
noche la visitará un ángel», dijo a la angustiada pareja tras bendecir a la niña. Los
críticos de televisión lo tuvieron claro desde el principio, el doctor Kahn había
hollado la cima de la telebasura, una cota que en aquel momento parecía insuperable
y que años después sobrevuelan con holgura otros programas.

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Telecinco explotó el filón y volvió a emitir el programa el sábado siguiente. Ante
las críticas generalizadas, Gracia y su equipo alegaron en los medios que el Centro de
Oftalmología Barraquer había certificado el aumento de la agudeza visual de la
paciente con glaucoma después de la intervención del doctor Kahn: era del 80 % en el
ojo izquierdo y del 95 % en el derecho, frente a los anteriores 10 % y 30 %,
respectivamente. Los responsables de Otra Dimensión se olvidaron de contar que la
enferma se había sometido a dos intervenciones quirúrgicas convencionales desde
1986, que su agudeza visual no había dejado de mejorar desde entonces, que los
informes médicos presentados como inmediatamente anteriores al show televisivo
correspondían a un reconocimiento oftalmológico de 1988 y que, en octubre de 1992,
su agudeza visual era ya del 60 %.
Nada diferencia a Stephen Turoff, quien en 1993 tenía consultorio en Fuengirola
(Málaga), de los cirujanos psíquicos filipinos. Todos actúan del mismo modo, se
presenten como intermediarios divinos o espíritus. La intervención típica se
desarrolla con el paciente tumbado en una camilla. El curandero coloca una de sus
manos en vertical sobre la zona a operar y mete bruscamente sus dedos dentro del
cuerpo del enfermo. Empieza a brotar sangre y, después de hurgar un rato, el
curandero saca trozos de carne que presenta como el tumor o lo que sea.
Seguidamente, frota la zona y la descubre al público sin cicatriz alguna. ¿Milagro?
No, truco.
Cualquier ilusionista es capaz de duplicar el efecto visual logrado por un cirujano
psíquico. Basta con doblar los dedos por los nudillos bruscamente, al tiempo que se
oculta la maniobra a los espectadores con la otra mano, como hacen los curanderos.
Así parece que hemos penetrado en el cuerpo del paciente. La indispensable sangre
procede bien de un falso pulgar —un dedal de plástico que cubre el dedo a modo de
capuchón— bien de globos disimulados entre el algodón que el sanador pide
constantemente a su asistente. El ayudante también facilita los trozos de carne de ave
o de vacuno que se presentan como extirpados. Una vez consumado el engaño, la
víctima se cree curada y hace un generoso donativo o paga una factura que puede
ascender a cientos de euros. Y eso por algo en lo que no creen ni sus practicantes y
que puede llevarte a la muerte por la vía rápida al abandonar el tratamiento médico
convencional.
Al cirujano psíquico Tony Agpaoa, que falleció en 1982, «le quitaron el apéndice
en San Francisco en un hospital», recuerda en su libro Fraudes paranormales (1982)
el ilusionista James Randi, quien añade que, cuando uno de sus hijos enfermó, el
curandero no dudó en confiar su salud a médicos corrientes y molientes. Es lo que
tenía que haber hecho Peter Sellers, haberse sometido a un bypass urgente cuando se
lo recomendó su cardiólogo. Por desgracia, el genial comediante confió más en un
cirujano psíquico filipino que simuló curarle la dolencia que poco después le mataría
a los 54 años.

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Caras de cemento
El gran fenómeno de la parapsicología española se repite
desde hace casi cuarenta años en una humilde vivienda del
pueblo jienense de Bélmez de la Moraleda. Se manifestó
por primera vez el 23 de agosto de 1971, cuando María
Gómez Cámara descubrió una cara en el suelo de cemento
de su cocina. La mujer se asustó y alertó del hecho a sus
paisanos. Durante los días siguientes, los vecinos de
Bélmez y de los pueblos próximos peregrinaron hasta la
casa para ver la imagen. Al final, la familia se hartó de
tanto curioso y uno de los hijos destrozó la cara a golpes de
pico. Pero la tranquilidad duró poco. El 9 de septiembre
apareció otro rostro, bautizado como La Pava y que aún se
conserva empotrado en la pared y protegido por un cristal en la casa de las caras.
El enigma llegó a la prensa siete días después del descubrimiento de La Pava,
cuando el diario granadino Ideal reveló la existencia en Bélmez de «un rostro que
aparece y desaparece en un fogón». La familia de María Gómez Cámara y Juan
Pereira ya había empezado a cobrar la voluntad por la entrada a su cocina y vendía
fotos de la cara a 10 pesetas la unidad (el periódico costaba 5 pesetas entre semana y
6 los domingos). El fenómeno alcanzó su clímax cuatro meses más tarde: el 31 de
enero de 1972, el diario Pueblo sacaba las caras a su primera página. «Este caso lo
monta realmente Emilio Romero (director de Pueblo)», explicaba recientemente
Ramos Perera, presidente de la Sociedad Española de Parapsicología a comienzos de
los años 70.
Romero encomendó el seguimiento de la historia a un joven reportero, Antonio
Casado. «Yo era entonces lo que llamamos un becario», recuerda el periodista. Con
24 años, aterrizó en Bélmez al mismo tiempo que quien con el tiempo se convertiría
en la estrella del caso: Germán de Argumosa. Este parapsicólogo creía que las caras
tenían su origen en el Más Allá e inmediatamente intentó grabar voces de ultratumba
en la casa. Lo consiguió. Otro parapsicólogo, Joaquín Grau, defendía que el
fenómeno se debía a una concentración de energía que canalizaba la dueña de la casa,
idea que perduró hasta la muerte de la mujer en febrero de 2004. «Cualquier
afirmación, por estrafalaria que fuera, merecía ser publicada», indican Javier
Cavanilles y Francisco Máñez en Los caras de Bélmez (2007)[74].
El enigma elevó la tirada de Pueblo en 50 000 ejemplares y eso atrajo a otros
medios. Después de tres semanas en las que la localidad se mutó en una especie de
Roswell a la española, el diario de Romero y El Alcázar dejaron caer que todo era un
engaño. Las altas esferas del régimen franquista se habían empezado a poner
nerviosas por el entusiasta tratamiento del caso en Pueblo. «Me llamó Emilio Romero

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al despacho y me dijo: “Antonio, me ha llamado el ministro y esto hay que pararlo”»,
rememora Casado. El diario reveló entonces que las caras habían sido pintadas con
nitrato de plata. A pesar de que no se presentaron pruebas concluyentes, el caso cayó
en el olvido. Fue degradado de fenómeno extraordinario a anécdota folclórica de la
España tardofranquista y ahí se habría quedado de no ser por Iker Jiménez.
«Transcurrido un cuarto de siglo, demostramos con documentos oficiales y en
rigurosa exclusiva la autenticidad de esas caras sobrenaturales, un misterio que aún
espera una explicación en el rincón más apartado de Andalucía», escribía Jiménez
con su colega Lorenzo Fernández en 1997 en la revista Enigmas[75].
Sorprendentemente, siete años después de haber mostrado al mundo «la prueba
definitiva de que los rostros de Bélmez de la Moraleda no son un fraude», Iker
Jiménez pedía a finales de 2004 en su web a sus colegas «pruebas físicas,
científicas», del origen misterioso de las imágenes. ¿Qué había pasado con su
«prueba definitiva» de la autenticidad de las caras? Lo mismo que con las de visitas
extraterrestres, fantasmas, conspiraciones y otros misterios que presentan todas las
revistas y programas esotéricos.
En los últimos años, se han publicado varios libros sobre el fenómeno de Bélmez.
El más vendido es Tumbas sin nombre (2003), en el cual el director de Cuarto
Milenio y Luis Mariano Fernández defienden que algunos de los rostros corresponden
a parientes de María Gómez Cámara muertos en 1936, en el ataque republicano al
santuario de la Virgen de la Cabeza (Jaén)[76]. Para demostrarlo, manipulan las caras
con un programa de tratamiento de imágenes hasta que encajan con lo deseado: así,
para que La Pava se parezca al guardia civil Miguel Chamorro, cuñado de la mujer,
cogen el bigote con las puntas hacia arriba del militar y le vuelven las puntas hacia
abajo.
«Esas caras no son mi familia. ¡No pueden ser! Es como si mi cara la ponen
comparándola con otra. Con esto de los ordenadores igual todo es posible», dijo
María Gómez Cámara cuando los dos periodistas esotéricos le presentaron la
comparativa. La chapuza es equiparable a la de las grabaciones de voces del Más Allá
de Germán de Argumosa, que se hicieron en habitaciones llenas de gente hablando.
¿En qué queda entonces el gran fenómeno parapsicológico de Bélmez? «Es un
misterio ridículo, divertido, curioso, cutre… Es todo muy loco. Son 37 años de
tonterías», dice Cavanilles. «Es una típica trola de colegio», afirma Máñez.
En el origen hubo una mancha de grasa en el suelo en la que una mujer creyó ver
una cara como podemos verla en una mesa de mármol o en las nubes. Después,
surgieron otras a partir de manchas retocadas o directamente pintadas por diferentes
personas a lo largo de la historia. Lo que seguramente nunca sospecharon quienes
hicieron las primeras es que su broma iba a desembocar en el mayor misterio
paranormal de España, un enigma que se reactivó tras la muerte de María Gómez
Cámara en 2004. Oleadas de turistas llegaron entonces a Bélmez atraídos por
programas esotéricos de radio y televisión. La alcaldesa, la socialista María

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Rodríguez, anunció que iba a convertir la casa de las caras en un centro de
interpretación para atraer al turismo paranormal; pero el precio del inmueble se
disparó. Oportunamente, empezaron a aparecer rostros en otra casa mucho más
barata.

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Las hadas de Arthur Conan Doyle
Las hadas abandonaron nuestros bosques hace
décadas. Pero antes, entre 1917 y 1920, dos
adolescentes se fotografiaron con varias de ellas en
una zona boscosa del norte de Inglaterra. Las
imágenes cautivaron a Arthur Conan Doyle, quien
dedicó al fenómeno su obra El misterio de las hadas
(1921)[77]. «Es posible que los hechos que vamos a
contar en este libro saquen a la luz la estafa más
fabulosa jamás hecha al público, pero tal vez el
futuro, por el contrario, muestre que estos hechos
constituyen un hito de la historia de la Humanidad»,
indicaba al comienzo del ensayo el padre de Sherlock Holmes[78].
Conan Doyle creía que las instantáneas correspondían a un fenómeno real, ya
que, «antes incluso del descubrimiento de las fotografías de hadas, se habían recogido
gran número de testimonios irrefutables sobre la vida de estas pequeñas criaturas».
Espiritista confeso, investigó el caso junto al teósofo Edward Gardner. Para el
novelista, era cuestión de tiempo que la existencia de los seres del bosque, como la de
los espíritus, fuera admitida por la ciencia. «Habrá cada vez más cámaras
fotográficas. Aparecerán otros casos bien autentificados. Estos pequeños seres que
parecen vivir a nuestro lado, que no se distinguen de nosotros más que por una ligera
diferencia de vibración, nos resultarán familiares», auguraba.
Elsie Wright y Frances Griffiths tenían 16 y 10 años, respectivamente, cuando se
encontraron con las hadas en el bosque de Cottingley, cerca de casa de los padres de
la primera. Frances acababa de llegar a Reino Unido desde Sudáfrica, donde se había
criado, y le estaba costando adaptarse a la vida en las islas. Por fortuna, tenía a su
prima Elsie, con quien en julio de 1917 pasaba horas jugando en el arroyo próximo a
la residencia familiar. Un día, después de decir a sus madres que les gustaba ir al
bosque porque allí se encontraban con las hadas, ante la incredulidad de las mujeres,
Elsie cogió prestada la cámara de fotos de su padre, Arthur Wright, para demostrar
que era verdad. Cuando las niñas regresaron, en el cuarto oscuro apareció la imagen
de Frances con cuatro pequeñas hadas aladas bailando en primer plano sobre la
maleza.
Arthur Wright, ingeniero eléctrico y fotógrafo aficionado, no se dejó llevar por el
entusiasmo de las pequeñas y achacó la presencia de las hadas a la habilidad artística
de su hija. Creía que todo era una broma, que las hadas las había dibujado ella y
luego había puesto las siluetas recortadas delante de su prima. No le faltaban razones
para sospechar. Elsie llevaba años dibujando hadas —le apasionaban—, iba desde los
13 a la Escuela de Bellas Artes de Bradford y trabajaba en un laboratorio fotográfico

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haciendo montajes para las familias de los soldados caídos en las trincheras europeas.
Las madres de las chicas no lo tenían tan claro. Y lo tuvieron mucho menos cuando
en septiembre las niñas consiguieron la segunda imagen de un ser del bosque.
Los protagonistas, en esta ocasión, eran la mayor de las primas, sentada en la
hierba, y un duende. «Elsie jugaba con el gnomo y lo invitaba a que subiese sobre sus
rodillas. El gnomo saltaba en el preciso momento en que Frances, que tenía la cámara
fotográfica, apretó el disparador. Se describe al gnomo con leotardos, jersey marrón
tirando a rojo y gorro rojo puntiagudo. Las alas, suaves y cubiertas de plumón, de
color neutro, se parecen más a las de los coleópteros que a las de las hadas. Cuando
no hay ruido, se oye de cuando en cuando la música de la flauta de Pan que tiene en
su mano izquierda, poco más que un tintineo», explica Conan Doyle. A partir de ese
momento, Wright no volvió a dejar la cámara a las chicas.
La historia de las hadas de Cottingley habría acabado ahí de no ser porque Polly
Wright, la madre de Elsie, era aficionada al ocultismo. En 1919, en una conferencia
de la Sociedad Teosófica, organización esotérica fundada por Helena Blavatsky, Polly
Wright comentó al conferenciante que había visto fotos de hadas reales. La noticia
llegó al líder teósofo Edward Gardner y de este a Conan Doyle en mayo de 1920. El
escritor estaba preparando entonces un artículo sobre las hadas para el número de
Navidad de The Strand Magazine. Cuando la revista salió a la venta, las hadas del
bosque de Cottingley se convirtieron en una atracción periodística.
Tras consultar a varios especialistas, Conan Doyle y Gardner concluyeron que las
fotos eran auténticas. Querían ver confirmadas sus creencias en seres extraordinarios.
Por eso, restaron importancia a los testimonios de quienes sospechaban que las
imágenes eran trucajes. Así, en el prefacio de El misterio de las hadas, el novelista
advertía: «A los escépticos les pido que no se dejen engañar por el sofisma
consistente en decir que, puesto que un profesional del fraude que sea diestro en el
arte de la falsificación puede reproducir un objeto semejante al original, también este,
por consiguiente, se ha conseguido de manera fraudulenta».
Conan Doyle prefería creer que dos adolescentes habían fotografiado hadas a
seguir las pistas que apuntaban a una de las niñas como autora del engaño, que tuvo
una segunda parte con tres fotos más obtenidas en 1920. Porque fue Elsie quien dio
vida a los seres del bosque de Cottingley. La composición formada por las cuatro
hadas que bailan frente a Frances es una copia de una ilustración de un libro infantil
de 1915: dibujó las hadas, les puso unas alas, recortó las siluetas y las sujetó delante
de su prima con alfileres de sombrero. A los 80 años, Elsie confesó a la revista The
Unexplained que las cinco fotos eran montajes; Frances puntualizó que solo lo eran
las cuatro primeras. Como había adelantado el 5 de enero de 1921 el diario
australiano The Truth, y antes Arthur Wright, «para explicar estas fotografías de
hadas lo que se requiere no es un conocimiento de los fenómenos ocultos, sino de los
niños». Gardner y Conan Doyle demostraron que carecían de ese conocimiento;
aunque andaban sobrados de fe.

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El milagro de Guadalupe
Veinte millones de personas entran cada año en la
basílica de Santa María de Guadalupe, el santuario
más visitado de la cristiandad. La imagen de la
Virgen que se venera allí es uno de los ejes de la
mexicanidad, y su culto, un ejemplo de fusión de
religiosidad y nacionalismo. «No se puede entender
México sin Guadalupe», dice el rector del templo,
monseñor Diego Monroy Ponce. La guadalupana es
la devoción americana por excelencia. Su origen fue
un milagro protagonizado en el primer tercio del
siglo XVI por el indio Juan Diego, quien se convirtió
en el primer santo indígena en julio de 2002, cuando
Juan Pablo II lo elevó a los altares.
La historia de Juan Diego se recoge por primera
vez en un libro en español y otro en náhuatl
publicados casi simultáneamente: Imagen de la Virgen María (1648), del presbítero
criollo Miguel Sánchez, y Huey tlamahuicoltica (1649), del sacerdote —también
criollo— Luis Lasso de la Vega[79]. Los hechos se remontan a 1531, diez años
después de que Hernán Cortés conquista Tenochtitlán, la capital azteca que se
levantaba donde ahora está México. Juan Diego, un indio convertido al cristianismo,
pasea por el cerro del Tepeyac cuando se le aparece la Virgen y, en la mejor tradición
mariana, le pide que le consagre un templo en el lugar. El vidente acude a fray Juan
de Zumárraga, obispo de Nueva España, quien no le cree y le reclama pruebas.
Después de varias apariciones, la Virgen pide a Juan Diego que recoja rosas en su
manta y, cuando la despliega ante el obispo, caen las flores al suelo y aparece en la
tela la imagen de la Madre de Dios.
El lienzo de la guadalupana es una manta —o tilma, o ayate— de algodón y
cáñamo. Tiene 1,7 metros de alto y 1 metro de ancho, y puede considerarse la sábana
santa del Nuevo Mundo, ya que, de acuerdo con la tradición, la imagen se imprimió
milagrosamente. La Virgen se ve rodeada de un halo, con las manos unidas frente al
pecho por las palmas, cubierta por un manto azul de estrellas, con los pies sobre la
Luna y un ángel sosteniendo esta. Son motivos típicos de la iconografía mariana y,
ante la incongruencia de que la Virgen se pliegue en sus apariciones a los cánones
artísticos, quienes creen que hubo una imagen inicial inexplicable optan por
considerar esos elementos añadidos posteriores. La realidad, sin embargo, es que la
imagen actual se corresponde con la de las primeras copias —que datan de principios
del XVII— y, como mucho, ha sido retocada en algunas zonas para frenar su deterioro.
Los partidarios de la explicación milagrosa añaden que, si se amplían lo

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suficiente, los ojos de la Virgen de Guadalupe proporcionan las pruebas de su
sobrenaturalidad. En 1929, el fotógrafo mexicano Alfonso Marcué dijo ver un busto
humano en uno de ellos; en 1962, el físico nuclear Charles Wahlig aseguraba que las
figuras eran dos; y, desde 1979, el informático José Aste-Tonsmann ha identificado
en el ojo derecho catorce personajes —incluidos el obispo Zumárraga y Juan
Diego—, muchos de los cuales están también en el otro ojo. ¿Un milagro? No. Lo
realmente milagroso sería que alguien a la busca de figuras no encontrara nada en una
mancha de pintura ampliada miles de veces.
Ni el testigo principal creyó en su tiempo en el milagro de Guadalupe. «Ya no
quiere el Redentor del mundo que se hagan milagros, porque no son menester»,
escribió en 1547 fray Juan de Zumárraga, quien tampoco menciona en ninguno de sus
escritos el episodio de las rosas. Por si eso fuera poco, en 1556, fray Francisco de
Bustamante, provincial de los franciscanos, lamenta en un sermón que algunos estén
animando a los nativos a adorar «una imagen pintada ayer por un indio llamado
Marcos» y que se diga que la tela hace milagros.
Los historiadores consideran en la actualidad que todo el episodio del Tepeyac y
la tilma es una leyenda. «Es una ficción pía. De los más de cuarenta documentos que
se dice que apoyan la existencia de Juan Diego, ninguno soporta una crítica histórica
seria», sentencia el sacerdote y paleógrafo Stafford Poole. Para el padre Manuel
Olimón, profesor de la Universidad Pontificia de México y autor de La búsqueda de
Juan Diego (2002), estamos ante «un cuento, como el de Cenicienta»[80]. El objetivo
sería sustituir entre los indígenas el culto a la diosa azteca Tonantzin, adorada en
cerro del Tepeyac, por el de la Virgen María. De ahí que fray Bernardino de Sahagún
se refiriera en 1570 a la devoción guadalupana como una «invención satánica para
paliar la idolatría».
Juan Diego sería el mediador ideal entre la nueva divinidad foránea y los
indígenas. «Moisés baja del Sinaí con las Tablas de la Ley; Juan Diego, del Tepeyac
con las flores», apunta el historiador David Brading, exdirector del Centro de
Estudios Latinoamericanos de Cambridge. «En vías de canonización, se encuentra
más un mito y un símbolo que un ser de carne y hueso», advertía el padre Olimón
antes de que Karol Wojtyla santificara al vidente en 2002. El abad emérito de la
basílica mexicana, Guillermo Schulenburg, el arcipreste del templo, Carlos
Warnholtz, y el bibliotecario, Esteban Martínez de la Serna, vieron recompensada su
preocupación por la falta de rigor histórico que implicaba canonizar a un «legendario
indio» con una dimisión forzada, una expulsión y una depresión, respectivamente.
Los conservadores que han examinado la imagen de la Virgen de Guadalupe
tienen claro que es una obra humana. Y los historiadores, que se trató de un encargo
de fray Alonso de Montúfar, sucesor de Zumárraga durante cuyo mandato se levantó
el templo mariano del Tepeyac. El pintor habría sido el indio Marcos Cipac de
Aquino, el Marcos que cita fray Francisco de Bustamante en su sermón ante el virrey
Luis de Velasco del 8 de septiembre de 1556. En la ficción y en la realidad, un

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indígena habría estado en el origen del más venerado símbolo mexicano.

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Sexo interplanetario
Antes de ponerse a secuestrar humanos para
experimentar con ellos, los tripulantes de los
platillos volantes ya se aprovechaban sexualmente
de los terrícolas. Sabían —no pregunten cómo—
que el mono desnudo del tercer planeta de un
sistema solar situado en los arrabales de la Vía
Láctea era apto para procrear con ellos y, en vez de
fecundar en el laboratorio óvulos extraterrestres o
terrestres con esperma terrestre o extraterrestre,
respectivamente, optaron a finales de los años 50
del siglo pasado por la directa, las relaciones
sexuales a pelo. El primer elegido fue un joven
macho humano, al que con el tiempo siguieron
varias hembras. Una de ellas se quedó embarazada
de un alienígena y dio a luz al hijo de ambos, el
Adán o la Eva de una nueva Humanidad.
El granjero brasileño Antonio Villas Boas tenía
23 años en 1957 cuando gozó de su encuentro
sexual interplanetario. Ocurrió el 15 de octubre,
cuando araba de noche con su tractor un terreno
familiar en São Francisco de Sales, en el estado de
Minas Gerais, para evitar laborear bajo el Sol. Hacia
la medianoche, llamó su atención una extraña luz que cruzaba el cielo. El ovni llegó
hasta la vertical del campo de labranza y empezó a descender cerca de donde estaba
él. Intentó huir, pero el motor del tractor se paró y presenció el aterrizaje de un
aparato, «en forma de ave», de 10,5 metros de largo y 7 de ancho, que desprendía una
luz cegadora. Varios seres vestidos con monos grises y escafandras bajaron del
aparato, capturaron al agricultor cuando escapaba a la carrera y lo metieron por la
fuerza en la nave.
Los visitantes, de alrededor de metro y medio de altura, llevaron al hombre a una
pequeña estancia circular de unos 2 metros de diámetro y algo menos de altura, desde
la que luego lo condujeron a otra en la que solo había un diván. Le desnudaron, le
extrajeron sangre de la barbilla y le lavaron con una esponja húmeda antes de dejarle
solo durante unos veinte minutos. Tras el preámbulo, y después de que la habitación
fuera inundada con gas, entró en ella una mujer desnuda, de ojos azules rasgados. Era
rubia, aunque pelirroja en el pubis y las axilas. Tenía, según el hombre, el cuerpo más
hermoso que nunca había visto.
«La mujer se acercó a mí en silencio… y de pronto se apretó contra mí y empezó
a frotar su cabeza contra la mía. Al mismo tiempo, noté su cuerpo pegado al mío

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como una ventosa… y me sentí incontrolablemente excitado, como nunca lo había
estado en mi vida… Terminamos sobre el diván, donde nos acostamos por primera
vez. Fue un acto sexual normal y ella reaccionaba como lo hubiera hecho cualquier
mujer. Después nos acariciamos un poco mutuamente y volvimos a hacerlo, pero
ahora había empezado a mostrarse más esquiva, deseosa de acabar pronto»,
recordaría el joven.
Tras el doble coito, la mujer abandonó la habitación, no sin antes señalar su
vientre y luego al cielo. Los ufólogos interpretaron después ese gesto como una
alusión a que la visitante tendría en su planeta al hijo producto de aquella noche de
sexo. Villas Boas contó días más tarde lo ocurrido a un periodista de la revista O
Cruzeiro que escribía sobre platillos volantes y se convirtió así en el primer ser
humano que confesaba sus relaciones sexuales con un extraterrestre, algo de lo que
no se retractó ni siquiera cuando a finales de los años 70 era ya un respetable abogado
y feliz padre de familia.
Del hijo alienígena del agricultor de Minas Gerais nunca más se ha sabido, como
tampoco del que gestó la australiana Marlene Travers. «Créame o no, ¡fui retenida
cautiva en un platillo volante, violada y fecundada por un hombre del espacio
exterior!», declaró la mujer a The New York Chronicle el 21 de noviembre de 1966.
La joven, de 24 años, decía haber sido llevada a bordo de un ovni y forzada por «un
hombre alto y apuesto vestido con una especie de guerrera verde metálica, no rígida».
El embarazo fue confirmado después por un médico, aunque del niño se perdió el
rastro. Es lógico porque hoy en día algunos expertos en platillos volantes sospechan
que este caso fue una invención periodística, aunque otros nunca han descartado que
puedan haberse producido casos similares.
Antonio Ribera, el padre de la ufología española, creía que la historia de Shane
Kurz, joven de 26 años que decía haber sido violada por un extraterrestre el 2 de
mayo de 1968 en Westmoreland (Nueva York), tenía «todos los visos de ser cierta».
Dudaba, sin embargo, de la autenticidad del vis a vis de Elizabeth Klarer, una
sudafricana que aseguraba haber tenido en 1957 un hijo con Akon, vecino de un
planeta del sistema de Alfa Centauri. En todos estos casos, incluido el de Villas Boas,
los terrícolas nunca se hacen con una prueba de su excepcional encuentro, ni
denuncian los hechos a las autoridades y se someten a un reconocimiento médico
inmediato.
Los visitantes se arriesgan, por su parte, a contraer o propagar una enfermedad
sexual por no recurrir a la fecundación in vitro para su programa de hibridación. Esa
técnica y otras solo las empiezan a usar en los años 80, y no todos. Quizá sea porque,
como ironiza el estudioso escéptico Luis R. González, «algunas razas alienígenas
parecen disfrutar con el procedimiento clásico y resultan ser amantes mejores que los
humanos». O eso o están tan atrasadas como nosotros hace unas décadas a pesar de
sus portentosas naves. Los frutos de esas relaciones interespecies se van a veces con
su progenitor alienígena al espacio; otras, se quedan aquí. Pero nunca vuelve a

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saberse de ellos. Como se pregunta Carl Sagan en El mundo y sus demonios (1995):
«Se habla de números ingentes de casos de este tipo. ¿No es raro que no se haya visto
nunca nada anómalo en las ecografías habituales de estos fetos, o en la amniocentesis,
y que nunca haya habido un aborto que fuera un híbrido extraterrestre? ¿O es que los
médicos son tan idiotas que echan una ojeada al feto, ven que es medio humano y
medio extraterrestre y pasan al siguiente paciente?». Tampoco se ha detectado un
aumento significativo de niños con antenas o tres ojos en las guarderías durante el
último medio siglo.

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El poder del Zodiaco
«Necesita que los demás le quieran y le admiren;
pero es crítico consigo mismo. Aunque tiene ciertas
debilidades de carácter, generalmente es capaz de
compensarlas. Posee considerables capacidades que
no ha utilizado aún en su propio beneficio. La
cuadratura del Sol con Neptuno muestra que suele
desestimar su propia capacidad para triunfar y, por
ello, a veces no hace realidad sus ideas. Es
disciplinado y demuestra autocontrol exteriormente,
pero tiene tendencia a ser inquieto e inseguro
interiormente. En ocasiones, tiene serias dudas
sobre si ha tomado la decisión correcta. Prefiere un
poco de cambio y variedad, y no está satisfecho cuando se encuentra bloqueado por
restricciones o limitaciones».
Esta descripción de la personalidad ha sido hecha por un astrólogo para un grupo
determinado de lectores de este libro, los de un signo del Zodiaco concreto que luego
desvelaré. Y continúa así: «Marte hace que sea independiente, entusiasta y a menudo
autodidacta. Se siente orgulloso de sí mismo como pensador independiente y no
acepta las declaraciones de los demás sin pruebas suficientes. Necesita tiempo para
aceptar ideas nuevas, aunque una pequeña vertiente bohemia y literaria hace que a
veces actúe sin pensar y lamente después las consecuencias. A pesar de que sabe que
no debe ser siempre así, no le gusta enfrentarse a los hechos de una forma fría y
objetiva, y su sensibilidad le ocasiona dificultades de relación. Saturno eclipsa
parcialmente las posibles tendencias científicas que pueda tener, aunque a veces
surgen inesperadamente. Considera imprudente ser demasiado sincero, mostrándose a
los demás tal como es».
¿Encaja con la visión que tiene usted de sí mismo? Lo comprobaremos más tarde.
De momento, puntúe cómo se siente respecto a ella de 0 (nada identificado) a 10
(totalmente), y anótelo en un papel. Todos hemos leído alguna vez el horóscopo.
Suele publicarse en la sección de pasatiempos de los diarios y clasifica a los seres
humanos en doce grupos según el momento del año en que han nacido: Aries, Tauro,
Géminis, Cáncer… Todo el mundo sabe cuál es su signo del Zodiaco y leer en el
periódico lo que le depara el día es algo que hace mucha gente cada mañana.
El horóscopo es la manifestación más común de la idea de que el destino está
escrito en las estrellas, el dogma de la astrología, una creencia muy extendida en
nuestro país. En 1999, un estudio dirigido por el sociólogo Javier Elzo estableció que
el 41 % de los jóvenes españoles cree en ella. Cuando en 2005 nació la infanta
Leonor, la agencia de noticias Efe destacó que era Escorpio y, en 2007, que la recién
llegada infanta Sofía había venido al mundo bajo el signo de Tauro, como Salvador

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Dalí, Juan Pablo II, William Shakespeare y Leonardo da Vinci. Hay que alabar el
gusto a los astrólogos porque Tauro, como Sofía de Borbón, también fueron el
pedófilo y caníbal Albert Hamilton Fish y Herman Webster Mudgett, autor de
veintisiete asesinatos. Su hermana Leonor es del mismo signo que Charles Manson,
el asesino de Sharon Tate, y Coral Eugene Watts, que mató a decenas de mujeres en
Estados Unidos.
A pesar de los criminales con los que comparten signo, no hay que poner bajo
vigilancia a las infantas Leonor y Sofía. Más o menos, una duodécima parte de los
criminales es Tauro, otra Escorpio, otra Cáncer… Y pasa lo mismo con los
futbolistas, los médicos, los cantantes, los informáticos… Por eso, es una tontería
destacar a Dalí, Juan Pablo II, Shakespeare y Leonardo como ejemplos de lo que
puede llegar a ser en la vida un bebé nacido bajo el mismo signo que esos personajes.
El horóscopo es un engaño. Da igual que lo redacte un astrólogo famoso —como
en algunas revistas— o no; es igual de acertado. Veteranos periodistas reconocen en
privado que, ante el extravío de la columna del horóscopo del día, ha habido
tradicionalmente dos soluciones más efectivas y baratas que llamar a un astrólogo de
guardia: recuperar una anterior cualquiera o inventarse el vaticinio de cada signo. Lo
último está al alcance de cualquiera: solo hay que hacer afirmaciones vagas, como
comprobó el psicólogo Bertram Forer en 1948. Un día, dio a cada uno de sus alumnos
universitarios una descripción supuestamente basada en un test de personalidad que
habían hecho días antes, y les pidió que la puntuaran de 0 (totalmente incorrecta) a 5
(perfecta). La nota media fue un 4,26 a pesar de que todas las descripciones eran la
misma, una sucesión de generalidades. El experimento se ha repetido desde entonces
cientos de veces en todo el mundo y la nota media siempre ha superado el 4,2.
¿Qué nota ha dado usted a la descripción personal del principio? La verdad es que
no ha sido hecha por un astrólogo para los lectores de un signo del Zodiaco concreto,
sino que la redactó Bertram Forer en 1948 con la idea de reunir una colección de
vaguedades que se adapten a cualquiera y yo le he añadido un par de referencias
astrológicas. Si ha creído que encajaba bien con usted, no se avergüence. Es lo
normal. Es lo que han hecho en los últimos años decenas de personas que se han
sometido a esta prueba. Esa tendencia a asumir como dirigidas a uno descripciones
tan generales que pueden casar con cualquiera es lo que se conoce en psicología
como el efecto Forer, en honor del psicólogo que lo descubrió.
El efecto Forer es la clave del éxito del horóscopo; explica por qué la gente sigue
cayendo en el engaño del Zodiaco. «Los astrólogos pueden presentar cualquier
tontería y, con tal de que esta sea lo suficientemente vaga y halagadora, la mayoría de
la gente marcará el casillero altamente preciso», sentencia el psicólogo Richard
Wiseman en su libro Rarología (2007)[81]. Puede experimentarlo en casa en la
próxima reunión familiar. Coja el periódico, ábralo por el horóscopo y pida a sus
parientes, uno a uno, que le digan cuál es su signo. Luego, lea a cada uno una
predicción que no corresponda a su signo: a Aries la de Tauro, a Capricornio la de

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Leo… Ya verá como nadie se queja. Que se sepa, tampoco nadie lo ha hecho cuando
en un periódico o revista se ha repetido una columna astrológica o las predicciones
las han inventado los redactores.

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La gran inundación
Llovió a mares durante cuarenta días y cuarenta noches.
«Subió el nivel de las aguas mucho, muchísimo sobre la
tierra, y quedaron cubiertos los montes más altos que hay
debajo del cielo». (Génesis 7, 19). No se recuerda una
tragedia igual; las aguas tardaron 150 días en retirarse.
«Yahvé exterminó todo ser que había sobre la faz del
suelo, desde el hombre hasta los ganados, hasta los
reptiles y hasta las aves del cielo: todos fueron
exterminados de la tierra, quedando solo Noé y los que
con él estaban en el arca». (Gén. 7, 23). El dios del
Antiguo Testamento inundó el mundo para castigar al ser
humano por su maldad, pero antes avisó a un hombre con
la antelación necesaria para que pusiera a salvo a su familia y gran número de
animales. Para quienes creen en la literalidad de la Biblia, el Diluvio Universal es un
suceso histórico.
Según el Génesis, poco después de la Creación, la corrupción se generalizó entre
los hombres hasta tal punto que Yahvé se arrepintió de su obra y decidió acabar con
todos los seres vivos. Sin embargo, mostró piedad hacia Noé —«el varón más justo y
cabal de su tiempo». (Gén. 6, 9)— y le dio instrucciones para que construyera una
embarcación de tres cubiertas en la que encontraran refugio él, su mujer, sus tres hijos
y las esposas de estos. Además, le pidió que metiera en ella una pareja «de todo ser
viviente». (Gén. 6, 19) —posteriormente, le dijo que fueran siete parejas de cada ave
y animal puro, y una de cada impuro—, después de lo cual empezó a diluviar.
Cuando bajaron las aguas, el arca encalló «sobre los montes de Ararat». (Gén. 8, 4),
desde donde los supervivientes —animales y seres humanos— partieron para
repoblar la Tierra. Hasta aquí, el relato bíblico; pero ¿hubo un Diluvio Universal?
Quienes consideran la Biblia un libro de historia dicen que sí. Son millones de
personas en Occidente. Otros muchos millones creen que la narración del Antiguo
Testamento se refiere a lo ocurrido durante una inundación en Mesopotamia, la
región del Tigris y el Éufrates, y también hay quien piensa que todo es un mito: que
nunca hubo un arca, ni un Noé, ni nada parecido. La idea de una inundación universal
se ve aparentemente respaldada porque existen en el mundo más de 250 relatos de
esta naturaleza, desde Mesopotamia hasta los pueblos indígenas americanos, pasando
por India y China. Así, pues, examinemos si fue posible.
No se conoce ningún mecanismo natural por el cual pueda quedar sumergido todo
el planeta, hasta las montañas más altas. Además, ¿dónde fue a parar después toda esa
agua? Cabe aducir que cayó de la nada y fue a parar a la nada gracias a sendos
milagros divinos; pero la historia y la ciencia no entienden de milagros, fenómenos
que, por cierto, han ido desapareciendo según ha ido avanzando el conocimiento

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humano. Desde el punto de vista logístico, tampoco resulta factible que Noé y los
suyos —cuatro hombres y cuatro mujeres— afrontaran con éxito la tarea que Yahvé
encargó al primero.
El dios del Antiguo Testamento pide a Noé que construya un arca de madera de
140 metros de largo, 23 de ancho y 14 de alto. Un navío grande; pero no lo suficiente
como para meter en él a una pareja de cada especie viviente. Porque en 2005 había
identificadas en la Tierra 1 085 000 especies de insectos, 400 000 de bacterias,
270 000 de plantas, 72 000 de hongos, 19 000 de peces, 9700 de aves, 6300 de
reptiles, 5000 de virus, 4300 de mamíferos y 4200 de anfibios, según el Programa de
Medio Ambiente de Naciones Unidas. Y se cree que hay muchas más que no
conocemos.
«Noé contaba 600 años cuando acaeció el diluvio». (Gén. 7, 6) y, aun ayudado
por su mujer, sus hijos y sus nueras, nunca pudo construir una embarcación capaz de
acoger una pareja de todo bicho viviente. Nadie podría hacerlo. Además, había que
disponer a los animales estratégicamente —el león lejos de la gacela o cualquier otra
sabrosa presa; los pájaros, de los insectos…— y contar con miles de metros cúbicos
para almacenar el alimento para que subsistieran todos hasta la retirada de las aguas.
Eso por no hablar de cómo llegaron hasta el arca los pingüinos, los dragones de
Komodo, los canguros, los pandas…; y de cómo repoblaron luego el mundo de tal
manera que, nada más salir, el lobo no se merendara al conejo o este no se comiera la
zanahoria recién brotada.
Los geólogos no han encontrado ni rastro de una inundación planetaria hace miles
o millones de años. Las pruebas contra la veracidad histórica del relato bíblico son
tan sólidas que mucha gente se inclina por un fenómeno local ocurrido en
Mesopotamia para explicar lo vivido por Noé. ¿Pero cómo va a acabar Yahvé con
todos los seres vivos de la Tierra inundando solo una región? ¿Por qué Noé construye
un arca cuando podía, simplemente, haberse ido con los suyos caminando a otra
parte? ¿Por qué tiene que coger una pareja de cada especie, incluidas aves que podían
salir volando más allá de la zona anegada?… Demasiadas preguntas sin respuesta. La
que lo tiene es la de por qué existen múltiples tradiciones diluviales.
La narración más antigua del Diluvio Universal está en el Poema de Gilgamesh,
un relato mítico mesopotámico —posiblemente inspirado en una gran inundación—
que adaptaron los autores del Génesis a sus necesidades. Con el paso de los siglos,
como apunta el geólogo Xabier Pereda Suberbiola, el relato de Upnapishtim, el Noé
sumerio, pasó de pueblo en pueblo y, ya transformado en su versión bíblica, fue
divulgado por los misioneros cristianos hasta que acabó siendo asimilado y adaptado
a su realidad por distantes culturas. Así pudo universalizarse una historia poco
ejemplarizante, en la cual un padre omnipotente decide ahogar a todos sus hijos
porque uno de ellos —el hombre— no se porta como es debido.

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La prueba de la Resurrección
No es previsible que la reliquia más estudiada
vuelva a someterse a exámenes científicos en
mucho tiempo. Y es que la última vez que el
Vaticano autorizó un análisis de la sábana santa,
lienzo que supuestamente envolvió el cuerpo de
Jesús, los resultados distaron de ser satisfactorios
para la Iglesia. Hace veinticuatro años, tres
laboratorios de Estados Unidos, Reino Unido y
Suiza concluyeron que la tela de lino había sido
confeccionada entre mediados del siglo XIII y finales
del XIV, así que difícilmente podía ser el sudario de
Jesús. El 13 de octubre de 1988, el cardenal
Anastasio Ballestrero anunció el resultado del
análisis del carbono 14 —que luego se publicó en la
revista Nature—, pero la polémica sigue abierta por
parte de quienes defienden que es más que una obra de arte.
En la tela —de 4,32 metros de largo y 1,10 de ancho— se ven las improntas
frontal y dorsal del cuerpo de un hombre barbado que parece presentar las heridas
que, según los Evangelios, sufrió Jesús durante su martirio. Conocida desde hace más
de seis siglos, fue presentada a finales de los años 70 como la prueba del principal
dogma católico. «Científicos y técnicos de la NASA —después de tres años de
estudio— han aportado datos suficientes como para deducir que Cristo resucitó»,
escribió Juan José Benítez en la revista Mundo Desconocido en 1978[82]. Era un
notición: la misma agencia espacial que había puesto al hombre en la Luna avalaba
una de las verdades fundamentales del cristianismo.
La sábana santa apareció a mediados del siglo XIV en la localidad francesa de
Lirey. Se exhibía en una colegiata fundada por un caballero, Geoffroy de Charny, que
supuestamente había donado la reliquia al templo, aunque lo más probable es que
fuera una donación de su viuda. Era un objeto sagrado más en una Europa rebosante
de ellos desde que el Segundo Concilio de Nicea decretó, en 787, que no podía
consagrarse un templo sin reliquias. Tres décadas después de la aparición de la tela,
Pierre d’Arcis, obispo de Troyes, alerta a Clemente VII, papa de Avignon, del origen
fraudulento del sudario. D’Arcis escribe en 1389 al antipapa una carta en la que le
explica que su antecesor, el obispo Henri de Poitiers, había descubierto quién había
pintado la sábana, además de cómo los canónigos de Lirey simulaban milagros de lo
que presentaban como la mortaja de Cristo.
Una bula de Clemente VII autoriza en enero de 1390 la exhibición de la tela con,
entre otras condiciones, la de que se advierta de que «la figura o representación no es

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el verdadero Sudario de Nuestro Señor, sino que se trata de una pintura o un cuadro
de la Sábana Santa». A mediados del siglo XV, Marguerite de Charny, nieta de
Geoffroy de Charny, vuelve a hacer circular el rumor de que el lienzo envolvió el
cuerpo de Jesús. La jugada le acabará saliendo bien. Arruinada, dona la sábana a los
Saboya, quienes se lo agradecen regalándole dos castillos y solucionándole la vida.
Los Saboya rodean la tela de un halo milagroso —la llevan en sus viajes a modo
de protección contra los ataques de bandidos— y acaban depositándola en la catedral
de San Juan Bautista de Turín en 1578. Allí es donde el abogado Secondo Pía la
fotografía en 1898: dirá que se trata de un negativo fotográfico. Pía fue incapaz de
darse cuenta de que las manchas de sangre de la imagen son rojas —¿desde cuándo lo
son en un negativo?— y la barba del personaje negra, lo que implicaría que el cuerpo
original era de un anciano de barba blanca. La idea del negativo ganó, sin embargo,
adeptos durante el siglo XX y se convirtió, para muchos, en una verdad científica
cuando un ordenador utilizado en la exploración espacial determinó que la imagen es
tridimensional.
Los exámenes de la sábana santa hechos por la NASA en los años 70 solo tienen
un problema: nunca se realizaron. En contra de lo que se sostiene en la mayoría de los
libros dedicados al sudario, este jamás ha merecido la mínima atención por parte de la
agencia espacial estadounidense. Quienes la estudiaron hace treinta años fueron
miembros de la Hermandad del Santo Sudario, un grupo de creyentes entre los que
había dos que habían trabajado para la NASA y que emplearon equipo informático de
la agencia en su estudio. Partían del presupuesto de que la imagen se había imprimido
durante la Resurrección y tenía que ser tridimensional. Lógicamente, esa fue la
conclusión a la que llegaron. Pasaron por alto, entre otras cosas, que las manchas de
sangre son de pintura, según determinó el microanalista forense Walter McCrone
antes de que le expulsaran del equipo. Y optaron por una explicación milagrosa nunca
confirmada por la ciencia.
McCrone, científico de prestigio mundial, auguró en 1980 que, si se realizaba, la
prueba del carbono 14 —que permite conocer la edad de restos orgánicos de menos
de 60 000 años— dataría la tela «el 14 de agosto de 1356, diez años más o menos».
Cuando ocho años después se hizo el análisis, se fechó «entre 1260 y 1390 (±10
años), con una fiabilidad del 95 %»[83]. Era lo previsible. La estética de la imagen se
corresponde con la iconografía de la época y, además, no hay ninguna prueba de que
la tela existiera antes de su aparición en Lirey. Que es de manufactura humana no
solo lo admitieron en su época obispos y altos mandatarios de la Iglesia, sino que
también resulta evidente: los genitales están convenientemente tapados por las manos
—imposible en un cadáver estirado—; la melena no cae hacia la nuca como en
cualquiera tumbado, sino que flota mágicamente; las piernas están estiradas en la
imagen frontal, pero se ve la planta del pie izquierdo en la dorsal…
Las críticas y los trabajos de los sindonólogos —como se autodenominan los
expertos en la reliquia— nunca han superado el filtro de la ciencia, a pesar de que el

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sudario hace auténticos milagros. Poco después de la publicación de los resultados
del carbono 14, Celestino Cano, presidente del Centro Español de Sindonología,
destacó en 1989 que el físico Willard Libby, que ganó el Nobel en 1960 por la
invención de ese método de datación, decía que la prueba no se había hecho bien en
el caso de la tela de Turín. Libby llevaba muerto nueve años: la sábana santa lo había
resucitado.

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El mapa de los dioses astronautas
«Una astronave sobrevuela El Cairo y orienta el
objetivo de su cámara hacia abajo, verticalmente.
Una vez revelado el negativo, se nos ofrece el
siguiente cuadro: todo cuanto se encuentra en un
radio de 8000 kilómetros, más o menos, bajo el
objetivo fotográfico aparece reproducido
correctamente, pues se halla en los planos verticales
de la lente. Cuanto más se aleja nuestra mirada del
punto central, tanto más desfigurados vemos los países y continentes». La escena,
descrita por Erich von Däniken en su libro Recuerdos del futuro (1968), habría
sucedido hace miles o millones de años. La prueba de ello sería el mapa del almirante
turco Piri Ibn Haji Mehmed, una cartografía del siglo XVI en la cual se ven la
Península Ibérica, la Bretaña francesa, el abombamiento de África Occidental, el
océano Atlántico, la costa oriental americana y numerosas islas.
El documento fue descubierto en el palacio de Topkapi de Estambul en 1929,
cuando estaba siendo convertido en museo. Es parte de un mapamundi desaparecido
en dos terceras partes. El fragmento que queda es lo que se conoce como mapa de Piri
Reis (reis significa ‘almirante’). Está dibujado sobre piel de gacela, mide 90
centímetros de largo y 65 de ancho, y está centrado en el Atlántico. Lo más llamativo
es que la costa americana se conecta al sur con unas tierras que parecen corresponder
a la Antártida, continente que no fue descubierto hasta 1819. Las inscripciones
informan de que el autor es el almirante Piri y lo hizo en el año 919 después de la
Hégira, nuestro 1513, a partir de cartografías anteriores.
El mapa de Piri Reis es uno de los primeros en incluir América. Su fama actual se
debe al cartógrafo Arlington H. Mallery y al historiador estadounidense Charles H.
Hapgood, quienes se interesaron por él a mediados de los años 50 del siglo pasado.
Mallery dictaminó que la posición de África y Sudamérica eran extraordinariamente
precisas para la época y creía que las tierras del sur eran la Antártida antes de que se
cubriera de hielo hace 14 millones de años. Casi al mismo tiempo, Hapgood, profesor
de la Universidad Estatal de Keene (New Hampshire, Estados Unidos), llegó a las
mismas conclusiones después de un examen del mapa «sin ideas preconcebidas» y
llamó la atención sobre una cordillera que identificó como los Andes. ¿Pero cómo
podían figurar los Andes en una cartografía de 1513 cuando Pizarro no los avistó
hasta 1527?
Para Hapgood, la respuesta a esa pregunta y a la presencia de la costa antártica
libre de hielo era que Piri Reis había bebido para su mapa de otros muy anteriores,
levantados por alguien capaz de volar. La idea fue popularizada por Louis Pauwels y
Jacques Bergier en El retorno de los brujos (1960)[84]. «¿Será copia de mapas todavía

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más antiguos? ¿Habrá sido trazado partiendo de observaciones hechas a bordo de una
nave volante o espacial? ¿O serán notas tomadas por visitantes venidos de Fuera?»,
se preguntaban hace cincuenta años quienes pusieron de moda la búsqueda de
visitantes de otros mundos en el pasado.
Los defensores de su origen extraordinario argumentan que el mapa de Piri Reis
es de una exactitud increíble. Von Däniken dice que para su elaboración se usó
tecnología espacial, las máquinas voladoras de los extraterrestres que, según él, se
ocultan tras los dioses de las antiguas tradiciones. Solo eso explica, a su juicio, la
inclusión de la Antártida y que tanto las costas como el interior de los continentes
estén reflejados con «singular precisión; las cadenas de montañas, los picos, ríos,
lagos y altiplanicies están diseñados con absoluta exactitud».
Los historiadores ven en el documento algo muy distinto, detalles que pasan
desapercibidos a los lectores de obras en las que nuestro pasado no se entiende sin la
benéfica intervención de alienígenas. «No es necesario apelar a los astronautas o
navegantes de una civilización desconocida anterior a la era glaciar para explicar el
mapa de Piri Reis», indica en Astronautas de la Antigüedad (1984) el historiador
William Stiebing. Para este experto, la cartografía del navegante turco es lo que dice
su autor en una nota al margen, una recopilación basada en mapas anteriores. De la
misma opinión es el cartógrafo Gregory C. McIntosh en The Piri Reis map of 1513
(2000)[85]. ¿Y la Antártida sin hielo, los Andes, la extraordinaria precisión
geográfica…?
Una mirada desapasionada, que no busque extraterrestres ni avanzadísimas
civilizaciones desaparecidas —como propuso Hapgood en Maps of the Ancient Sea
Kings (Los mapas de los antiguos reyes del mar. 1966)—, ve muchas cosas que no
casan con la exactitud atribuida al mapa de Piri Reis: faltan el estrecho de Magallanes
y el océano Pacífico; no hay nada parecido al istmo de Panamá, el golfo de México y
la península de Florida; el Caribe no existe y las islas de la región están desplazadas;
los Andes discurren por mitad de la selva del Amazonas y llegan hasta el sur no más
allá de la latitud de La Paz; faltan casi 1500 kilómetros de la costa sudamericana…
Tampoco la Antártida se ve en el mapa. La costa que Hapgood identifica con la
del continente helado es la de Sudamérica doblaba por el dibujante hacia el este por
debajo del Río de la Plata. Y los Andes mal colocados no son los Andes:
corresponden a las montañas que dibujan a veces los cartógrafos medievales y del
Renacimiento en el interior de los continentes al tuntún. Si se suma a eso la presencia
de animales imaginarios, queda claro que el mapa de Piri Reis —cuyo autor atribuye
a Colón el descubrimiento de América— presenta errores propios del siglo XVI y de
las cartografías anteriores en las que se inspiró el dibujante. O eso o los tripulantes de
la astronave que, según Von Däniken, sobrevoló El Cairo en un pasado remoto para
hacer un mapa de la Tierra eran unos chapuceros de tomo y lomo.

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El terror de las cabras
La videocámara de un coche patrulla grabó en
agosto de 2008 al chupacabras a la carrera por un
camino de tierra de Texas. Ha sido una de las
últimas apariciones de un monstruo desconocido
para el ser humano hasta marzo de 1995, cuando
debutó en Puerto Rico: mató a ocho ovejas, una
vaca y un toro en Orocovis, en el centro de la isla.
Los cuerpos de los animales presentaban
mordeduras en cuello y patas. La policía y las
autoridades sospechaban que los ataques habían
sido obra de perros asilvestrados; pero algunos
lugareños decían haber visto algo raro. En agosto,
la matanza de 150 animales de granja en
Canóvanas, al nordeste de la isla, desató la histeria.
Los cadáveres no tenían, según los ganaderos, ni
gota de sangre: aparentemente, había sido extraída
por unos pequeños orificios. Medio país se lanzó entonces a la caza de un animal que,
por su inclinación por las cabras y sus tendencias vampíricas, fue bautizado como
chupacabras.
El monstruo de origen portorriqueño sigue siendo hoy en día un enigma. Poco se
sabe de él, más allá de sus gustos gastronómicos. No está claro si es bípedo o
cuadrúpedo; si es un cánido o una mezcla de canguro y gris —el extraterrestre
cabezón típico—; si tiene manos palmeadas o garras; si es peludo o de piel de reptil;
si mide 60 centímetros o 1,5 metros; si chupa la sangre al estilo de Drácula o usa para
ello una lengua aguijón… A pesar de las numerosas batidas organizadas tras los
ataques de Canóvanas, nunca se ha capturado un ejemplar ni se ha dado con restos de
él. Ni siquiera hay una foto decente del monstruo. Y eso que pronto traspasó los
límites de la pequeña isla caribeña y se expuso abiertamente al mundo.
Jorge Martín era un ufólogo prácticamente desconocido fuera de Puerto Rico
hasta que se cruzó en su camino el chupacabras en noviembre de 1995. Fue quien
primero habló de él como de una mascota de los tripulantes de los platillos volantes o
el producto de experimentos genéticos terrestres o extraterrestres. Gracias a Martín, el
monstruo dejó de ser una superstición campesina y se convirtió en un personaje que
protagonizaba camisetas, llaveros y portadas de revistas. Menos de dos años después
de su primer ataque, Fox Mulder y Dana Scully se enfrentaban al chupacabras en «El
mundo gira», episodio de Expediente X estrenado en Estados Unidos el 12 de enero
de 1997. Para entonces, la bestia ya hacía de las suyas fuera de Puerto Rico.
El monstruo saltó a México, Costa Rica y Estados Unidos (Florida) a principios
de 1996. Su primera víctima humana fue Teodora Ayala Reyes, una mujer de 25 años

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del Estado mexicano de Sinaloa que mostró a todo el país por televisión unas marcas
en el rostro y el cuello que parecían quemaduras. Lo había predicho el alcalde de
Canóvanas, José Soto, cuando organizó las primeras batidas en octubre de 1995:
«Hoy ataca animales, pero mañana podría atacar a la gente». Los dictámenes
científicos apuntaban en México a que los causantes de los ataques eran coyotes,
felinos o perros asilvestrados; pero el terror se apoderó de las comunidades
campesinas cuyo ganado aparecía muerto de la noche a la mañana.
La llegada del indeseado visitante a España no se demoró. Entró en la Península
por el País Vasco en el verano de 1996, según revelaron en las revistas Año Cero y
Más Allá los periodistas esotéricos Bruno Cardeñosa y Javier Sierra[86]. La prueba era
medio centenar de ovejas muertas en la comarca vizcaína de Las Encartaciones. Año
y medio después, su colega Iker Jiménez achacaba a la bestia la muerte de decenas de
ovejas en Valle de Tabladillo, Segovia.
Con la excepción de los ataques registrados en Brasil, el chupacabras actúa solo
en comunidades donde se habla español, incluso en Estados Unidos. Es un monstruo
genuinamente hispano, un producto de la superstición campesina portorriqueña.
«Parece ser un fenómeno caribeño, especialmente de las islas hispanas. Es parte de
nuestro folclore. Es interesante que no se encuentre en las islas angloparlantes, y que
solo migre a lugares donde la población hable español», dice Marvette Pérez,
conservadora del Museo Nacional de Historia Americana de la Institución
Smithsoniana, y de origen portorriqueño.
No se trata del primer ser misterioso que sale de las selvas de Puerto Rico. Al
contrario. El chupacabras es el último de una larga estirpe. Todo comenzó con el
vampiro de Moca, que en los años 70 chupaba la sangre a animales de granja y a
quien salió un hijo vegetariano, el comecogollos, que devoraba plataneros. El tercer
miembro del linaje fue conocido como comepantis, por ser un insaciable consumidor
de las medias que las mujeres ponían a secar en los colgadores. Lo del comepantis
parece demasiado hasta para quienes creen en los poderes de Rappel, ¿pero a qué se
debe el éxito del chupacabras cuando, a fin de cuentas, hace lo mismo que su
bisabuelo?
A que en su momento su existencia vino bien a los políticos de países como
Puerto Rico y México para desviar la atención sobre asuntos realmente graves.
«Desde que apareció la fiebre del chupacabras, los sufridos mexicanos tuvieron otro
tema de plática diaria, y luego, cuando se le restó gravedad, lo transformaron en un
factor X, un recurso para el albur facilón y el chiste bobo, como representar a Carlos
Salinas, que absorbe mucho del descontento popular», apuntaba en 1996 el sociólogo
mexicano Roger Bartra. Quienes viven de escribir sobre fantasmas y hombrecillos
verdes vieron en vulgares ataques de alimañas acciones de seres misteriosos. En
España, por ejemplo, las muertes de ovejas registradas en Vizcaya y Segovia se
debieron a perros asilvestrados o a lobos; pero llevaron al monstruo a la portada de
las revistas esotéricas. Y en América ha pasado lo mismo. El chupacabras grabado

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por la policía en Texas parece ser un ejemplar de un raro tipo de coyote que ya ha
sido tomado otras veces por el monstruo de hábitos vampíricos.

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¿Hay alguien ahí?
El Universo es muy grande. Hay cientos de miles de
millones de galaxias, cada una de ellas formada por
cientos de miles de millones de estrellas. En un
hipotético reparto de la Vía Láctea —una de esas
muchas galaxias, aunque especial porque es la
nuestra— entre los 6800 millones de seres
humanos, tocaríamos a casi 15 estrellas por cabeza.
Hay muchos soles y, seguramente, muchos tienen
planetas alrededor, algunos de ellos como la Tierra.
Así pues, ¿por qué no puede haber miles, si no
millones, de civilizaciones avanzadas únicamente en nuestra galaxia?
Lo mismo que nosotros estamos aquí, es posible que haya otra gente ahí fuera;
aunque de momento carezcamos de pruebas. Estamos a la expectativa de que un día
aparezcan en el cielo —como en la película Independence Day y en la serie V,
aunque esperemos que con mejores pulgas— o de captar sus señales de televisión
—confiemos en que sus programadores tengan mejor gusto que los terrícolas—.
Nosotros dimos ya el primer paso en esa dirección hace casi 80 años, con la
transmisión televisiva de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Berlín
de 1936. La inauguración de las Olimpiadas del nazismo fue la primera emisión con
suficiente potencia como para traspasar la atmósfera terrestre y es, nos guste o no,
nuestra tarjeta de visita ante posibles telespectadores de otros mundos, como refleja el
fallecido Carl Sagan en su novela Contacto (1985)[87].
Las estrellas están tan alejadas unas de otras que la unidad de medida utilizada es
el año luz, la distancia que recorre la luz en un año a 300 000 kilómetros por
segundo: unos apabullantes 10 billones de kilómetros. La estrella más cercana al Sol
es Próxima Centauri; está a solo 4,2 años luz. De ir en esa dirección, las sondas
Voyager, que viajan a unos 60 000 kilómetros por hora, tardarían 76 000 años en
llegar allí. Frente a esa lentitud, las ondas de radio viajan a la velocidad de la luz. Por
eso, ya en 1928 se intentaba conectar por radio con los habitantes de Marte, planeta
que en aquel entonces se consideraba hogar de una avanzada civilización. La
exploración espacial ha descartado, sin embargo, la existencia de vida inteligente en
otros mundos del Sistema Solar, por lo que desde hace décadas la búsqueda de otras
civilizaciones apunta a otras estrellas.
El primer rastreo del cielo a la escucha de señales alienígenas fue el proyecto
Ozma, llamado así en honor a la princesa del país de Oz. Lo puso en marcha el
astrónomo estadounidense Frank Drake el 8 de abril de 1960, cuando apuntó la
antena del radiotelescopio de Green Bank a Epsilon Eridani y Tau Ceti, estrellas
como el Sol distantes 10,5 y 12 años luz, respectivamente. Ozma duró 200 horas y no

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captó ninguna señal de otro mundo. Medio siglo y cientos de miles de horas de
escucha después, el silencio sigue siendo total, aunque haya habido falsas alarmas,
presuntas emisiones inteligentes que luego no han sido tales.
Dos astrónomos soviéticos anunciaron en 1963 la detección de una rara señal
procedente de CTA-102. Sospechaban que había sido enviada por una inteligencia
alienígena. Al final, CTA-102 resultó ser un cuásar, un objeto que emite enormes
cantidades de energía. Cuatro años después, científicos británicos captaron otra señal
que bautizaron como LGM-1, de Little Green Men (pequeños hombres verdes).
LGM-1 era un púlsar, los restos de una estrella colapsada.
La más famosa de todas las emisiones recibidas es la señal Wow! La captó el 15
de agosto de 1977 un radiotelescopio de la Universidad del Estado de Ohio. Cuando
Jerry Ehman, investigador del proyecto de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre
(SETI), revisaba los registros en papel de impresora de lo captado aquel día descubrió
una señal anormalmente intensa, la enmarcó con el bolígrafo y escribió al margen una
sola palabra: Wow! (¡vaya!). Duró solo 72 segundos, llegó a ser 30 veces más intensa
que el ruido de fondo, no parecía de origen terrestre y no ha vuelto a escucharse.
El primer saludo humano dirigido a las estrellas es el llamado mensaje de
Arecibo. Contiene información sobre la química de la vida, la estructura del ADN,
nuestra especie y nuestra situación en el Sistema Solar. Fue enviado en 1974 desde el
radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico) hacia M13, un cúmulo de estrellas situado a
25 000 años luz, en lo que se trató más de una demostración de capacidad tecnológica
que de un intento de comunicación con extraterrestres. Porque el cúmulo M13 ya no
estará dentro de 25 000 años en el lugar del cielo hacia donde se dirige nuestro
mensaje. Nadie sabe cuándo puede producirse el primer contacto, si es que ocurre
alguna vez. El Universo es inmenso; pero eso, por sí solo, no es una razón a favor de
la existencia de otras civilizaciones. Puede que la vida inteligente no sea rara, pero
esté condenada a la autodestrucción, amenaza que pende sobre el ser humano desde
la bomba atómica de Hiroshima. O puede ser que llevemos aquí demasiado poco
tiempo.
La historia humana es una mínima fracción de la del Universo, que nació hace
unos 13 700 millones de años. Los primeros homínidos aparecieron en África hace
solo entre 6 y 7 millones de años. Si reducimos toda la vida del Cosmos a un año y
situamos el Big Bang en el primer segundo del 1 de enero, los homínidos no habrían
aparecido hasta entre las siete y las ocho de la tarde del 31 de diciembre, y en el
último segundo del año habría pasado todo lo ocurrido en los últimos cuatro siglos.
Hace cincuenta años que empezamos a escuchar al cielo y un poco más que
comenzamos a enviar señales de televisión. Quizás nuestras emisiones involuntarias,
como la de los Juegos Olímpicos de 1936, hayan llegado a alguien y no se haya dado
cuenta, las esté descifrando, las respuestas estén en camino o tengamos sintonizado el
canal equivocado. Nadie lo sabe. Pero merece la pena seguir escuchando porque igual
no estamos solos.

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Y el mundo se acabó
Si está leyendo estas líneas, es que ha sobrevivido a
varios fines del mundo. Pero no se confíe. El último
tenía que haber ocurrido, según algunos, cuando
entró en funcionamiento en septiembre de 2008 un
nuevo acelerador de partículas. La máquina del
Juicio Final ha costado más de 4000 millones de
euros. Se llama Gran Colisionador de Hadrones
(LHC) y es el instrumento científico más grande del
mundo: su principal elemento es un túnel circular de
27 kilómetros, excavado a entre 50 y 175 metros de
profundidad cerca de Ginebra. Los físicos esperan
recrear en él, en miniatura, las condiciones del
Universo billonésimas de segundo después del Big
Bang. Los agoreros de turno temen que se
desencadenen fuerzas incontrolables —como un
agujero negro—, y aquí paz y después nada.
El temor al fin del mundo resurge cada pocos años. La más reciente oleada
apocalíptica la vivimos poco antes del cambio de centuria. Paco Rabanne anunció que
la estación espacial rusa Mir iba a caer sobre París el 11 de agosto de 1999, en
coincidencia con el último eclipse total de Sol del milenio, que —según una peculiar
lectura de las Centurias de Nostradamus— iba a suponer la aparición del Gran Rey
del Terror. La tragedia de la capital francesa —«ciertos barrios recordarán
Hiroshima»— iba a marcar, dijo el diseñador, el principio del fin. «No podía guardar
un secreto tan terrible. He cumplido mi deber. Estoy aquí para avisar a los humanos»,
advertía un mes antes. Pasó el 11 de agosto de 1999 sin que sucediera nada. Así que,
cuando después alguien le ha preguntado por su profecía, Rabanne ha respondido que
nunca habló del fin del mundo, sino del de una era, signifique eso lo que signifique y
digan lo que digan las hemerotecas.
La historia se repite desde hace siglos. En la Edad Media se sucedieron las
predicciones del fin del mundo a partir de la interpretación de los textos bíblicos.
Julián de Toledo, el desconocido autor de la Crónica mozárabe y el Beato de
Liébana, en su Comentario al Apocalipsis, coincidieron en señalar el año 800 como el
del fin de los tiempos. Pasó la fecha y también 992, año fatídico para el eremita
Bernardo de Turingia. La noche del 31 de diciembre de 999 tampoco ocurrió nada, y,
a partir de ese momento, los ocultistas se sumaron en masa a los intérpretes de la
Biblia.
Una conjunción —coincidencia en una región del cielo— de los planetas entonces
conocidos en la constelación de Libra llevó a algunos a temer lo peor en 1186. Los
religiosos Arnaldo de Vilanova y Vicente Ferrer demostraron sus dotes profetizando

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el fin del mundo para 1370 y 1412, respectivamente. El astrólogo Johannes Stöfler lo
vaticinó para el 20 de febrero de 1524, basándose en la cercanía en el cielo de Marte
y Júpiter. Como falló, su discípulo Johann Carion rehizo los cálculos y apuntó al 15
de julio de 1525. Y así de éxito en éxito… hasta Paco Rabanne.
En el siglo XIX, se incorporaron al club de los visionarios apocalípticos los líderes
de algunas recién nacidas confesiones cristianas. Demostraron que a los creyentes no
les importa mucho que sus profetas fallen en sus predicciones una y otra vez. William
Miller, fundador de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, calculó un primer fin del
mundo, según la Biblia, para el 21 de marzo de 1843 y, como no llegó, un segundo
para el 22 de octubre de 1844. Pero quienes se han llevado la palma apocalíptica son
los Testigos de Jehová, organización nacida en 1870: Charles Russell, su fundador,
predijo el fin de los tiempos para 1874 y 1914; su sucesor, Joseph Rutherford, para
1918, 1925 y la década de 1940; y el sucesor de Rutherford, Nathan Knorr, para
1975.
Los nuevos dioses llegados del espacio a mediados del siglo pasado han aportado
en las últimas décadas varias fechas al imaginario apocalíptico. Sixto Paz, un peruano
que dice tener encuentros personales con extraterrestres, anunció en 1975 que los
visitantes le habían revelado que «la constante amenaza de una guerra atómica pasará
pronto a convertirse en un holocausto vertiginoso y sangriento. Todo ello, además,
coincidirá con el paso del cometa Halley». En 1986, el cometa pasó cerca de la
Tierra, y aquí estamos.
Tampoco ocurrió una catástrofe planetaria en septiembre de 1991, cuando, según
el estigmatizado italiano Giorgio Bongiovanni, un meteorito iba a chocar contra
nuestro planeta. Discípulo del contactado Eugenio Siragusa, decía que se lo habían
confirmado nada menos que Jesucristo y la Virgen. Seis años después, 39 miembros
de la secta de La Puerta del Cielo se suicidaron en California para ser recogidos en
espíritu por una nave extraterrestre y eludir las desgracias que se iban a abatir sobre la
Humanidad, según sus guías alienígenas. «Una de las principales fuentes generadoras
de profecías apocalípticas durante el siglo XX es la mitología de los platillos
volantes», sentencia el filósofo canario Ricardo Campo, quien recuerda que el
anuncio de desastres planetarios se remonta a los contactados de los años 50 y que
grupos como los raelianos consideran que estamos viviendo «la edad del
Apocalipsis» desde las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki[88].
Los que ahora advierten del peligro del LHC también lo hicieron a finales de los
90 respecto al Colisionador Relativista de Iones Pesados del Laboratorio Nacional de
Brookhaven (Nueva York), en funcionamiento desde 2000. Como ya ocurrió con el
acelerador de partículas estadounidense, sus temores sobre el LHC han sido
desmentidos en sesudos informes científicos. ¿Cuál será la próxima fecha
apocalíptica? Vaya preparándose para el 21 de diciembre de 2012, cuando se acabará
el mundo según predicciones mayas tan dignas de crédito como el resto de las
citadas[89]. Predecir el fin del mundo es, en el fondo, una estupidez: si fallas, vas a ser

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el hazmerreír por los siglos de los siglos; si aciertas, no va a quedar nadie para
reconocerte el mérito. Así que, una vez pasados los quince minutos de gloria
warholianos, llevas todas las de perder.

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LUIS ALFONSO GÁMEZ (Bilbao, 1962). Periodista, trabaja en el diario El Correo,
donde ha cubierto la información de ciencia durante años y actualmente coordina el
proyecto Ciencia, que incluye un suplemento y una página web dedicados a la
divulgación. Ha conducido Escépticos (ETB 2), la primera producción española de
televisión dedicada a la divulgación del pensamiento crítico, y tiene colaboraciones
con Radio Nacional, Radio 3 y Punto Radio Bizkaia, que pueden escucharse en
cualquier sitio gracias al podcast «Magonia».
Mantiene desde junio de 2003 Magonia, un blog dedicado al análisis escéptico de los
presuntos misterios, y firma desde octubre de 2010 una columna en español,
¡Paparruchas!, en la web del Comité para la Investigación Escéptica (CSI), la
organización científica más importante dedicada al estudio de lo extraordinario, de la
que es consultor. Además, es fundador del Círculo Escéptico, activa organización
racionalista española de la que forman parte destacados científicos y divulgadores.
Ha escrito el libro La cara oculta del misterio (2010) y ha coordinado la obra
colectiva Misterios a la luz de la ciencia (2008), publicada por la Universidad del
País Vasco y en la cual destacados investigadores examinan la posibilidad de vida
extraterrestre y la existencia de monstruos, entre otros asuntos. Y fue el único autor
español participante en el libro Skeptical Odysseys. Personal Accounts by the World’s
Leading Paranormal Inquirers (Odiseas escépticas. Reflexiones personales de los
principales investigadores mundiales sobre lo paranormal. 2001), editado por el
filósofo Paul Kurtz.

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Si quiere informarle de algo relacionado con los temas de este libro o entrar en
contacto con él, puede hacerlo a través del correo electrónico, Twitter, Facebook o
Google+.

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Notas

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[1]
Däniken, Erich von [1968]: Recuerdos del futuro. Recuerdos insondables del
pretérito [Erinnerungen an die zukunft]. Traducción de Manuel Vázquez. Editorial
Plaza & Janés (Col. «Otros Mundos»). Barcelona 1970. 254 páginas. <<

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[2] Stiebing, William H. [1984]: Astronautas de la Antigüedad. Colisiones cósmicas y

otras teorías populares sobre el pasado del hombre [Ancient astronauts, cosmic
collisions and other popular theories about man’s past]. Traducción de Alberto
Coscarelli. Tikal Ediciones (Col. «Eleusis»). Gerona 1994. 198 páginas. <<

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[3] Stierlin, Henri [1983]: Nazca. La solución de un enigma arqueológico [Nazca. La

cle du mystere]. Traducción de Joaquín Adsuar. Editorial Planeta (Col. «Al Filo del
Tiempo», n.º 45). Barcelona 1985. 187 páginas. <<

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[4] Kaysing, Bill [1974]: We never went to the Moon. America’s thirty billion dollar

swindle. Health Research. Pomeroy 2002. 87 páginas. <<

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[5] Gil Grissom, el forense de la serie de televisión CSI interpretado por William

Petersen, se llama así en honor al malogrado comandante del Apollo 1. <<

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[6] Camacho, Santiago [2003]: 20 grandes conspiraciones de la Historia. La Esfera

de los Libros. Madrid. 350 páginas. <<

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[7] Señor Splitfoot es un nombre coloquial dado al Diablo. <<

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[8] Kurtz, Paul (Ed.) [1985]: A skeptic’s handbook of parapsychology. Prologado por

Paul Kurtz. Prometheus Books. Buffalo. xxvii + 727 páginas. <<

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[9] El April Fools Day es el Día de los Inocentes anglosajón; se celebra el 1 de abril.

<<

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[10] Rampa, T. Lobsang [1956]: El tercer ojo. Autobiografía de un lama tibetano.

[The third eye]. Traducción de Rafael Vázquez Zamora. Ediciones Destino (Col.
«Destinolibro», n.º 2). Barcelona 1998. 255 páginas. <<

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[11]
Bharati, Agehananda (1974): «Fictitious Tibet: the origin and persistence of
rampaism». Tibet Society Bulletin (Bloomington, Estados Unidos), Vol. 7, 1-11. <<

ebookelo.com - Página 127


[12] Muguruza, Prudencio [1982]: «Luces en la puerta secreta». Mundo Desconocido

(Barcelona), n.º 70 (abril), 31-38. <<

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[13] El pueblo aparece como Gogate en la Reja de San Millan (1025); será Chochat en

la nómina calagurritana (1257) y Ochate a partir del siglo XVI. Gogate podría derivar
de goi (alto en euskera) y ate (puerta), y significar puerta de arriba, paso alto o algo
por el estilo. El significado que le da Muguruza carece de fundamento lingüístico. <<

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[14] Jiménez, Iker [1999 y 2001]: Enigmas sin resolver. Los 30 «expedientes X» más

sorprendentes e inexplicables de España. Edaf (Col. «Mundo Mágico y Heterodoxo»,


n.º 19). Madrid 2001. 655 páginas. <<

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[15] Arroyo, Antonio; y Corral, Julio [2007]: Ochate. Realidad y leyenda del pueblo

maldito. Aguilar (Col. «Milenio»). Madrid. 207 páginas. <<

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[16] Berlitz, Charles; y Moore, William L. [1980]: El incidente [The Roswell incident].

Traducción de Lorenzo Cortina. Editorial Plaza & Janés (Col. «Realismo Fantástico»,
n.º 114). Barcelona 1983. 240 páginas. <<

ebookelo.com - Página 132


[17] Watkins, Leslie; Ambrose, David; y Miles, Christopher [1978]: Alternativa 3

[Alternative 3]. Traducción de Horacio González Trejo. Ediciones Martínez Roca


(Col. «Fontana Fantástica»). Barcelona. 218 páginas. <<

ebookelo.com - Página 133


[18]
Feder, Kenneth L. [1990]: Fraudes, mitos y misterios [Frauds, myths and
mysteries. Science and pseudoscience in archaeology]. Traducción de… Editorial
Atlántida. Buenos Aires 1991. 309 páginas. <<

ebookelo.com - Página 134


[19] Geller, Uri; y Struthers, Jane [1996]: El poder de tu mente [Uri Geller’s mind-

power book]. Prologado por David Frost Obe. Traducción de Marina Widmer
Caminal. Ediciones Martínez Roca. Barcelona 1997. 153 páginas. <<

ebookelo.com - Página 135


[20] Álvarez, Carlos J. [2007]: La parapsicología ¡vaya timo! Editorial Laetoli (Col.

«¡Vaya Timo!», n.º 3). Pamplona. 132 páginas. <<

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[21]
Rubia, Francisco J. [2006]: ¿Qué sabes de tu cerebro? 60 respuestas a 60
preguntas. Ediciones Temas de Hoy (Col. «Tanto Por Saber»). Madrid. 254 páginas.
<<

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[22] Keyhoe, Donald E. [1950]: The flying saucers are real. Fawcett Publications

(Col. «Gold Medal Books», n.º 107). Nueva York. 175 páginas. <<

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[23] El protagonista de Ultimátum a la Tierra, la película de Robert Wise, es el primer

extraterrestre salvador del cine y de la Historia. Klaatu, que llega a la Tierra en un


platillo volante, amenaza a la Humanidad con destruirla si no abandona las armas
nucleares inmediatamente. <<

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[24] Haines, Gerald K. (1997): «The CIA’s Role in the Study of UFOs, 1947-90».

Studies in Intelligence (Washington), n.º 1, 67-84. <<

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[25] Oberg, James [1982]: «The great Soviet ufo cover-up». The MUFON Ufo Journal

(Seguin, Estados Unidos), n.º 176-177 (octubre-noviembre). <<

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[26] Sagan, Carl [1995]: El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la

oscuridad [The demon-haunted world]. Traducción de Dolors Udina. Editorial


Planeta (Col. «La Línea del Horizonte»). Barcelona 1997. 493 páginas. <<

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[27] Felicísimo, Ángel M. [2008]: «El “pi-crop circle” y sus consecuencias para la

Humanidad». Golem Blog, 6 de julio. <<

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[28] Gámez, Luis Alfonso (2012): «Un incrédulo en el espectáculo de Anne
Germain». Magonia. 24 de mayo. Crónica de mi asistencia entre el público a uno de
los shows teatrales de la médium de Tele 5. <<

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[29] Kelly, Lynne [2004]: The skeptic’s guide to the paranormal. Allen & Unwin.

Crows Nest (Australia). viii + 261 páginas. <<

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[30] Shermer, Michael [2001]: «Deconstructing the dead. “Crossing over” to expose

the tricks of popular spirit mediums». Scientific American (Nueva York), Vol. 284, n.º
2 (agosto), 29. <<

ebookelo.com - Página 146


[31]
Aparicio Juan, Antonio; y Esteban López, César [2005]: Las pirámides de
Güímar. Mito y realidad. Centro de la Cultura Popular Canaria. Santa Cruz de
Tenerife. 151 páginas. <<

ebookelo.com - Página 147


[32]
Gaddis, Vincent H. (1964): «The deadly Bermuda triangle». Argosy (Nueva
York), Vol. 358, n.º 2 (febrero), 28-29 y 116-118. <<

ebookelo.com - Página 148


[33] Berlitz, Charles [1974]: El triángulo de las Bermudas [The Bermuda triangle].

Traducción de José Cayuela. Editorial Plaza & Janés (Col. «Los Jet», n.º 7).
Barcelona 1982. 254 páginas. <<
Berlitz, Charles [1977]: Sin rastro [Without trace]. Con la colaboración de J. Manson
Valentine. Traducción de Traductores Diorki. Mundo Actual de Ediciones. Barcelona
1978. 243 páginas.

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[34]
Kusche, Lawrence David [1975]: El misterio del triángulo de las Bermudas
solucionado [The Bermuda Triangle Mystery Solved]. Traducción de Carme Collell.
Ediciones Sagitario. Barcelona 1977. 320 páginas. <<

ebookelo.com - Página 150


[35]
Oberg, James E. [1982]: UFO's and Outer Space Mysteries: A Sympathetic
Skeptic’s Report. Donning Company Publishers. Virginia Beach. 192 páginas. <<

ebookelo.com - Página 151


[36]
Las Heras, Antonio [2006]: El enigma Tunguska. Ediciones Nowtilus (Col.
«Investigación Abierta»). Madrid. 228 páginas. <<

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[37] Kazantsev, Alexander [1946]: Alguien vino del futuro [Vzryv]. Prologado por

Antonio Las Heras. Traducción de Julio Vacarezza. Editorial Rodolfo Alonso.


Buenos Aires 1978. 67 páginas. El segundo párrafo de este capítulo es, de hecho,
parte de lo que dice uno de los personajes de «Un visitante del espacio» y lo he
presentado aquí como hacen habitualmente en las revistas y libros esotéricos, sin
advertir de que procede de un cuento. <<

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[38] Charroux, Robert [1974]: El enigma de los Andes. Las pistas de Nazca. La
biblioteca de los atlantes [L’enigme des Andes]. Traducción de R. M. Bassols.
Editorial Plaza & Janés (Col. «Otros Mundos»). Barcelona 1976. 270 páginas. <<

ebookelo.com - Página 154


[39] Benítez, Juan José [1975]: Existió otra Humanidad. Editorial Plaza & Janés (Col.

«Otros Mundos»). Barcelona. 250 páginas. <<

ebookelo.com - Página 155


[40] Randi, James [1982]: Fraudes paranormales. Fenómenos ocultos, percepción

extrasensorial y otros engaños [Flim-flam! Psychic, esp, unicorns and other


delusions]. Prologado por Isaac Asimov. Traducción de Alejandro G. Tiscornia. Tikal
Ediciones (Col. «Eleusis»). Gerona 1994. xv + 348 páginas. <<

ebookelo.com - Página 156


[41]
Crumey, Andrew (2004): Mobius Dick [Mobius Dick]. Traducción de Jordi
Mundó Blanch. Elipsis Ediciones. Barcelona 2006. 368 páginas. <<

ebookelo.com - Página 157


[42] Martin, Bruce [1998]: «Coincidences: remarkable or random?». The Skeptical

Inquirer (Buffalo). Vol. 22, n.º 5 (septiembre-octubre), 23-28. <<

ebookelo.com - Página 158


[43] Ribera, Antonio; y Farriols, Rafael [1973]: Un caso perfecto. Editorial Plaza &

Janés (Col. «Otros Mundos»). Barcelona 1976. 245 páginas. <<

ebookelo.com - Página 159


[44] López Guerrero, Enrique [1978]: Mirando a la lejanía del Universo. Editorial

Plaza & Janés. Barcelona. 618 páginas. <<

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[45] Jordán Peña, José Luis [1993]: «Ummo: otro mito que hace “crash”». La
Alternativa Racional (Zaragoza), n.º 29 (verano), 18-21. <<

ebookelo.com - Página 161


[46] Finkelstein, Israel; y Silberman, Neil Asher [2001]: La Biblia desenterrada. Una

nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados
[The Bible unearthed. Archaeology’s new vision of ancient Israel and the origin of its
sacred texts]. Prologado por Gonzalo Puente Ojea. Traducción de José Luis Gil
Aristu. Siglo Veintiuno de España Editores. Madrid 2003. 414 páginas. <<

ebookelo.com - Página 162


[47] Wells, Herbert G. [1898]: La guerra de los mundos [The war of the worlds].

Traducción de Ramiro de Maeztu. Apéndice de Constantino Bértolo Cadenas.


Ilustrado por Mario Lacoma. Anaya (Col. «Tus Libros», n.º 44). Madrid 1984. 210 +
xix páginas. <<

ebookelo.com - Página 163


[48] Gil, María José; y Martínez, Florencio [1975]: «Uri Geller echó a andar decenas

de relojes en toda la región». El Correo Español - El Pueblo Vasco (Bilbao). 9 de


septiembre. <<

ebookelo.com - Página 164


[49] Perera, Ramos [1975]: Uri Geller al descubierto. Prologado por Vintila Horia.

Sedmay Ediciones. Madrid. 228 páginas. <<

ebookelo.com - Página 165


[50] Randi, James [1995]: An encyclopedia of claims, frauds, and hoaxes of the occult

and supernatural. Prologado por Arthur C. Clarke. St. Martin’s Griffin. Nueva York
1997. xviii + 284 páginas. <<

ebookelo.com - Página 166


[51] TVE emitió Planeta Encantado, producción dirigida y presentada por Juan José

Benítez, dos veces: a finales de 2003 y principios de 2004, con el PP en el Gobierno


de España, y durante el verano de 2004, con el PSOE en el poder. En la serie, que
costó 8 millones de euros, Benítez asegura que Jesús se sentó en las gradas del
Coliseo romano, cuando el edificio no acabó de construirse hasta el año 80 de nuestra
era, medio siglo después de la Crucifixión; presenta una película de animación como
si fuera una cinta grabada por los astronautas en la Luna; atribuye a seres de Orión las
pirámides de Egipto; dice que hay pruebas de la convivencia de seres humanos y
dinosaurios; sostiene que un poder mágico facilitó el transporte de los moáis de la isla
de Pascua; y afirma que el Arca de la Alianza era un arma de destrucción masiva,
entre otros disparates. <<

ebookelo.com - Página 167


[52] Entrevista de Juan Marsella a Manuel José Delgado publicada en el portal Madrid

Oculto. <<

ebookelo.com - Página 168


[53] Toth, Max; y Nielsen, Greg [1974]: El poder mágico de las pirámides [Pyramid

power]. Traducción de J. A. Bravo. Ediciones Martínez Roca (Col. «Nueva


Fontana»). Barcelona 1977. 223 páginas. <<

ebookelo.com - Página 169


[54]
Lehner, Mark [1997]: Todo sobre las pirámides [The complete pyramids].
Traducción de Esther Roig. Ediciones Destino. Barcelona 2003. 256 páginas. <<

ebookelo.com - Página 170


[55] El Círculo Escéptico es una asociación dedicada al análisis de las afirmaciones

extraordinarias y el fomento del pensamiento crítico. <<

ebookelo.com - Página 171


[56]
Bartholomew, Robert E.; y Radford, Benjamin [2003]: Hoaxes, myths and
manias. Why we need critical thinking. Prometheus Books. Buffalo. 229 páginas. <<

ebookelo.com - Página 172


[57]
Temple, Robert K. G. [1976]: El misterio de Sirio [The Sirius mystery].
Traducción de Jordi Beltrán. Ediciones Martínez Roca (Col. «Fontana Fantástica»).
Barcelona 1982. 304 páginas. <<

ebookelo.com - Página 173


[58]
Benítez, Juan José [2003]: Planeta encantado. Editorial Planeta DeAgostini.
Barcelona. 376 páginas. <<

ebookelo.com - Página 174


[59] Sagan, Carl [1974]: El cerebro de Broca. El apasionante mundo de la ciencia [

Broca’s brain]. Traducción de Domenec Bergadá y José Chabas. Ediciones Grijalbo


(Col. «Biología y Psicología de Hoy», n.º 4). Buenos Aires 1982. 428 páginas. <<

ebookelo.com - Página 175


[60] Beek, Walter van [1991]: «Dogon restudied: a field evaluation of the work of

Marcel Griaule». Current Anthropology (Chicago), Vol. 32, n.º 2 (abril), 139-167. <<

ebookelo.com - Página 176


[61] Diamond, Jared [2005]: Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras

desaparecen [Collapse: how societies choose to fail or succeed]. Traducción de


Ricardo García Pérez. Editorial Debate (Col. «Historias»). Madrid 2006. 747 páginas.
<<

ebookelo.com - Página 177


[62] Seaver, Kirsten A. [2004]: Maps, myths, and men. The history of the Vínland

map. Stanford University Press. Stanford. 480 páginas. <<

ebookelo.com - Página 178


[63] Benítez, Juan José [1975]: Ovnis: SOS a la Humanidad. La insólita experiencia

de un periodista español en Perú. Editorial Plaza & Janés (Col. «Otros Mundos»).
Barcelona. 232 páginas. <<

ebookelo.com - Página 179


[64] O’Brien, Douglas [1979]: Bases de ovnis en la Tierra. Editorial Álvarez Esbec.

Zaragoza. 223 páginas. <<

ebookelo.com - Página 180


[65] Esteban, Javier [1996]: «La verdad está ahí fuera… pero los ufólogos no la ven».

La Alternativa Racional (Zaragoza), n.º 39, 27-33 <<

ebookelo.com - Página 181


[66]
Leslie, Desmond; y Adamski, George [1953]: Flying saucers have landed.
Werner Laurie. Londres 1954. 232 páginas. <<

ebookelo.com - Página 182


[67]
Un contactado es, entre los ufólogos, aquel individuo que dice estar en
comunicación con seres de otros mundos. <<

ebookelo.com - Página 183


[68] Edwards, Frank [1967]: Platillos volantes… aquí y ahora [Flying saucers: here

and now]. Traducción de Adolfo Martín. Editorial Plaza & Janés (Col. «Otros
Mundos»). Barcelona 1972. 259 páginas. <<

ebookelo.com - Página 184


[69] Däniken, Erich von [1973]: El mensaje de los dioses [Meine welt in bilbern].

Traducción de J. López. Ediciones Martínez Roca (Col. «Nueva Fontana»).


Barcelona 1976. 255 páginas. <<

ebookelo.com - Página 185


[70] Heyerdahl, Thor [1957]: Aku-Aku. El secreto de la isla de Pascua [Aku-Aku.

Paskeöyas hemmelighet]. Traducción de Antonio Ribera. Editorial Juventud.


Barcelona 1981. 367 páginas. <<

ebookelo.com - Página 186


[71]
Gardner, Martin [1994]: «The tragedies of false memories». The Skeptical
Inquirer (Buffalo), Vol. 18, n.º 5 (otoño), 464-470. <<

ebookelo.com - Página 187


[72]
Clancy, Susan A. [2005]: Abducted. How people come to believe they were
kidnapped by aliens. Harvard University Press. Cambridge. 179 páginas. <<

ebookelo.com - Página 188


[73] Cabria, Ignacio [2002]: «Cirujanos psíquicos filipinos: reinvención de una
tradición». Dios! (Portal de Internet sobre creencias contemporáneas dirigido por el
periodista argentino Alejandro Agostinelli). <<

ebookelo.com - Página 189


[74] Cavanilles, Javier; y Máñez, Francisco [2007]: Los caras de Bélmez. Redactors i

Editors. Valencia. 382 páginas. <<

ebookelo.com - Página 190


[75] Fernández Bueno, Lorenzo; y Jiménez, Iker (1997): «Las caras de Bélmez son

auténticas». Enigmas (Madrid), Año III, n.º 6 (septiembre), 42-51. <<

ebookelo.com - Página 191


[76] Jiménez, Iker; y Fernández, Luis Mariano [2003]: Tumbas sin nombre. Edaf (Col.

«Mundo Mágico y Heterodoxo», n.º 25). Madrid. 214 páginas. <<

ebookelo.com - Página 192


[77] Conan Doyle, Arthur [1921]: El misterio de las hadas [The coming of the fairies].

Prólogo y epílogo de Christopher y Letitia Clemens. Traducción de Jerónimo


Sahagún. José J. de Olañeta, Editor (Col. «Hesperus»). Palma de Mallorca 1998. 140
páginas. <<

ebookelo.com - Página 193


[78] Arthur Conan Doyle era un crédulo irredento. Creía en el espiritismo, al que

dedicó un grueso volumen, y que Harry Houdini, de quien fue amigo, tenía poderes
paranormales. Tras la muerte de la madre de Houdini, Jean Leckie, médium y
segunda esposa de Conan Doyle, pretendió entrar en contacto con ella. El supuesto
espíritu se comunicó a través de la mujer en inglés, cuando siempre hablaba con su
hijo en yiddish, no recordó que el día de la sesión era el de su cumpleaños y olvidó
mencionar a su también difunto marido. Para Houdini, aquello demostró que la
mediumnidad de Leckie era como la del resto de espiritistas que había sometido a
examen: una patraña. <<

ebookelo.com - Página 194


[79] Se llamaba criollos a los nacidos en las colonias de padres españoles o de origen

español. <<

ebookelo.com - Página 195


[80] Olimón, Manuel [2002]: La búsqueda de Juan Diego. Editorial Plaza & Janés.

México. 207 páginas. <<

ebookelo.com - Página 196


[81] Wiseman, Richard [2007]: Rarología. La curiosa ciencia de la vida cotidiana

[Quirkology]. Traducción de Santiago Feely. Ediciones Temas de Hoy (Col. «Tanto


Por Saber»). Madrid 2008. 318 páginas. <<

ebookelo.com - Página 197


[82] Benítez, Juan José [1978]: «Cristo resucitó. Sensacionales descubrimientos de la

NASA». Mundo Desconocido (Barcelona), n.º 20 (febrero), 11-18. <<

ebookelo.com - Página 198


[83] Damon,
P. E.; y otros [1989]: «Radiocarbon dating of the shroud of Turin».
Nature (Londres), Vol. 337, n.º 6208 (16 de febrero), 611-615. <<

ebookelo.com - Página 199


[84] Pauwels, Louis; y Bergier, Jacques [1960]: El retorno de los brujos [Le matin des

magiciens]. Traducción de J. Ferrer Aleu. Editorial Plaza & Janés (Col. «Otros
Mundos»). Barcelona 1981. 486 páginas. <<

ebookelo.com - Página 200


[85] McIntosh, Gregory C. [2000]: The Piri Reis Map of 1513. Prologado por Norman

J. W. Thrower. The University of Georgia Press. Athens. 230 páginas. <<

ebookelo.com - Página 201


[86] Cardeñosa, Bruno [1996]: «El chupacabras ataca en el País Vasco». Año Cero

(Madrid), n.º 75 (octubre), 40-42.


Sierra, Javier [1996]: «¿Ha llegado el chupacabras a la Península Ibérica?». Más Allá
(Madrid), n.º 92 (octubre), 50-56. <<

ebookelo.com - Página 202


[87]
Sagan, Carl [1985]: Contacto [Contact]. Traducción de Raquel Albornoz.
Editorial Plaza & Janés. Barcelona 1986. 316 páginas. <<

ebookelo.com - Página 203


[88] Campo, Ricardo [2006]: «Apocalipsis: crónica de un final anunciado». Pensar

(Buffalo). Vol. 3, n.º 1 (enero-marzo). 16-19. <<

ebookelo.com - Página 204


[89] El fin del mundo de 2012 es un invento para vender libros y revistas basado en el

calendario maya, cuyo actual ciclo de la Cuenta Larga —que abarca 5125 años—
acabará el 21 de diciembre de 2012. Vendedores de misterios y videntes anuncian
para esa fecha una amplia gama de catástrofes que van desde la explosión del Sol
hasta la emisión de un rayo de la muerte desde el centro de la galaxia, sin importarles
que los propios mayas nieguen la posibilidad de cualquier catástrofe. El 21 de
diciembre de 2012 acabará un ciclo maya de 5125 años y al día siguiente comenzará
otro, al igual que pasa con cada año, siglo y milenio en nuestro calendario el 31 de
diciembre correspondiente. <<

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