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Individualismo Ético

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EL INDIVIDUALISMO ÉTICO

PROFESOR: PBRO. MARCO ANTONIO GUERRERO

TRABAJO FINAL
II SEMESTRE

IVÁN ESTEBAN BUITRAGO GIRALDO


II DE FILOSOFÍA
2020

SEMINARIO CONCILIAR INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA


SANTÍSIMA
EL INDIVIDUALISMO ÉTICO IGUAL A SOLIPSISMO BAJO LA DOBLE LUZ
DE LA FILOSOFÍA Y EL CRISTIANISMO

El contexto filosófico del problema del individualismo es, en sus albores, enteramente
metafísico, pues la individualidad, antes de convertirse en movimiento existencialmente
filosófico es, ante todo, una realidad ontológica, en principio, que luego será exagerada. De
esta manera, antes de precisar cómo es el paso de esta realidad a otra más exacerbada, como
se anunciaba, conviene aclarar qué es para la metafísica la unidad en su sentido más prístino
y perfecto. Hablar de individuo es hablar de individualidad o unicidad, con su raíz en la
reflexión del uno trascendental que pertenece a la entidad; es decir, entidad que revela el ser.
Este trascendental es vértice de la reflexión ontológica, tanto así que se afirma que “el
problema del ser es el problema de lo uno y de múltiple”, según (Raeymaeker, 1968, pág.
72), quien a su vez afirma que “el ser en cuanto ser es absoluto, es absolutamente uno:
excluye <lo otro>, es único.” De manera que la reflexión metafísica no pude pasar por la
unidad inadvertidamente, ya que ésta, más allá de una simple propiedad del ente, es un
predicamento del ser, si no parte sustancial del ser mismo que conducirá, lamentablemente,
a una reflexión que decrece en virtud y exagera terriblemente las realidades metafísicas,
convirtiéndolas en movimientos existencialmente obsoletos, pero conceptualmente robustos,
para enferman la sociedad.
Continúa Raeymaeker1 planteando lo siguiente, a propósito de la unicidad del ente, ente
que revela el ser:
La unidad se define por la identidad: es uno lo que es “uno y lo mismo”, lo que es
idéntico a sí mismo. (…) es uno lo que es indiviso en sí (es decir, lo que es enteramente
uno mismo y no en parte otro, porque es contradictorio ser a la vez otro y uno mismo)
y distinto de otra cosa (es decir, lo que no es más que uno mismo) y no al mismo
tiempo otro, porque, de lo contrario, habría una vez más contradicción. Y puesto que
el ser se caracteriza por la identidad, la idea del ser y la idea de lo uno son convertibles.
Los primeros principios, o las propiedades del ente, también son llamados como los
trascendentales del ser, pues son aquellos predicamentos que refieren al ser, lo caracterizan
e identifican de manera más directa y perfecta. Estos atributos pertenecen más propiamente
al ente, no obstante, refieren al ser en cuanto tal. Así, “lo que hace a la esencia singular,
absolutamente individual incardinándola en un sujeto, supositándola e incomunicándola a
todo otro supuesto es- decimos- la subsistencia”, precisa (Gonzáles, 1978, pág. 296). Estas
esencias son individuales, no individualistas, pues no asumen una posición moral al respecto,
sino que son fieles a su realidad ontológica. Puesto que hablamos de sustancias como
individuos, metafísicamente hablando, es relativo a decir que “la sustancia singular
perfectamente subsistente o incomunicable se llama supuesto. Es el individuo propiamente
dicho”, como precisa, desde luego, (Gonzáles, 1978, pág. 297), quien aborda esta cuestión
de manera admirable. Si nos referimos a un ente en cuanto tal, podríamos llamarlo “sustancia

1
Ibid.
individual”, sustancia que, desde luego, podría definirse como persona, ya que la “definición
de persona (es): sustancia individual de naturaleza racional”. Al implicar la personeidad, es
decir, la idea de persona que cohabita en las personas, estamos reconociendo la unicidad de
la idea, y, al mismo tiempo, abriendo la posibilidad de una reflexión ética al respecto, pues
la persona es exclusivamente ética en todo su hacer. Asimismo, las implicaciones éticas al
respecto, son subsidios de reflexión importantísimos.
Con este ambiente, hablar del ser, entonces, es hablar también de persona con toda licitud,
pues las personas son, como es el ser, como son los entes y todas las esencias que, ya vimos,
son individuales y reales. Así, el ser es más ser en tanto que otros, que solo por sí mismo.
Además, si no hubiera otros, no podría hablarse de uno, pues, ¿cómo se podría saber que hay
uno si no se conoce lo otro y viceversa? La singularidad es sumamente importante, el ser, la
naturaleza, lo que es, es lo más importante de todo. Sin embargo, el ser puede ser más ser en
tanto que seres, o bien, ser es mejor en tanto que somos. La unidad, pues, se conocerá más
perfectamente cuando se precise estudiar la otredad, la pluralidad, para así descubrir el ser
para los otros. El problema surge cuando se ignora este principio y se absolutiza el ser de
manera egoísta. La unidad, al absolutizarse de tal manera que excluya la unidad de los otros,
es decir, que niegue la alteridad, es cuando se deforma para convertirse en individualismo
abstracto. Este individualismo, al menos en este sentido, no es tan peligroso como el
individualismo práctico, el cual sí tiene implicaciones éticas coyunturales de por medio.
Este entramado metafísico dilucida perfectamente la cuestión de la individualidad
ontológica, resolviendo así la puesta en escena del individualismo como conceptualización
metafísica, pero abriendo la posibilidad de un análisis ético al respecto, que es el fin último
de esta investigación. Se sabe, entonces, que el ser en cuanto ser goza de su individuación
que consiste en el ser para sí, indiviso e irrepetible. Cada ser posee su individualidad y, por
ende, una propiedad indiscutible de sí. La pregunta, entonces, es, ¿se puede hacer un juicio
ético al respecto? ¿Es posible que la metafísica posea una dimensión ética inalienable? Una
respuesta negativa es optar por la disyuntiva ontológica de la individualidad trascendental;
mientras, la respuesta positiva del asunto es solipsista, con el ánimo de establecer una
variante ética en todo el aparataje discursivo de la metafísica. Este solipsismo ontológico, si
es posible, convendrá al individualismo ético, no por ético en cuanto tal, sino por el análisis
ético que de él proviene, más que de su aceptación moral.
Ahora bien, este ser taxativamente individual está en relación con otros. Esta relación es
discutida por la discrepancia solipsista que, al respecto, menciona (Aristizábal, 2012, pág.
33), quien considera lo siguiente:
Si el ser es lo que yo percibo, se reabsorbe en el conocimiento que de él tengo, se
reduce a mi representación. De esta manera, si restringimos cualquier ser a un
conjunto de sensaciones, estamos ignorando que nuestros datos de los sentidos están
relacionados con algo independiente de nosotros y en consecuencia somos solipsistas.
Esta es la consideración más básica que se puede tener del solipsismo, una individualidad
exagerada que orienta las almas por un camino disperso, inconexo y, quizás, absurdo.
Convendría decir también que “este solipsismo lleva a desconocer la existencia de algo
independiente del sujeto percipiente”, con lo que se incrementan las razones para sostener la
posibilidad de una existencia independiente, una que ignore la diversidad y se convenza de
que solo tal exista, y no la alteridad: una negación radical del otro. En esta línea conceptual,
el otro es tan solo una reafirmación de mí mismo, una percepción tautológica, pues los demás,
si existen los demás, son un espejo de mí mismo, una proyección individual, ilusión de
alteridad, mientras que son yo mismo. De esta manera (Aristizábal, 2012, pág. 34) añade que
“podemos afirmar que, si el otro es mi representación, se limita a ser un conjunto de
sensaciones auditivas, táctiles visuales, etc.; y es por lo tanto el mero resultado de mis
configuraciones intelectivas.” En este discurso no entra lo alterno, lo ulterior; no hay
yuxtaposición ontológica, pues todo es una constante afirmación de mi propia existencia, de
mi propio ser, de mi razón, de mi voluntad, de mi todo.
Lo único real, lo único que cuenta, vale y tiene sentido, es la propia conciencia que, en esta
línea, es solo una: la mía que escribo, y la de usted que lee. Es decir, tanto la del escritor
como la del lector son una misma conciencia que se percibe a sí misma. Si parece que percibe
otra, en realidad no es otra esencia, otra realidad, otra persona o conciencia, mejor, sino que
es la misma que percibe la que cree ser percibida y percipiente. De esta manera, continúa el
autor diciendo que “el yo y sus propias representaciones son la única realidad que puede
conocerse, y esto en principio es negación de la alteridad”. No pudo haber otra sentencia más
rigorista y exageradamente arbitraria como ésta. La radicalidad ontológica que presume esta
sentencia es tan absurda como la propia filosofía. Es como quien escribe un libro, pero
pregona la soledad como fuente de perfección. Si este escritor creyera realmente lo que
escribe, ni siquiera lo escribiría, pues está convencido de que la soledad es el camino. De esta
manera, los solipsistas no necesitarían escribir absolutamente nada, pues no habría a quién
ilustrar, ya que todas las conciencias que percibe son realmente él mismo. De esta manera,
es absurdo escribir, pues el arte de la literatura es un arte para los otros, no solo para sí mismo.
Las reflexiones personales pueden escribirse en grandes y elaborados cuadernos, es cierto,
pero de aquí a ser publicadas es una distancia considerable que sostiene el absurdo solipsista
como un contrasentido en el vivir real y en el pensar abstracto.
Esto es lo que se denominará como soledad ontológica, por establecer una conjunción
poética-filosófica, la cual, continúa exponiendo (Aristizábal, 2012, pág. 35), ocurre cuando
“la conciencia pone en el mundo solamente lo que ella misma pone”, es decir, se sirve a sí
misma, pues, ¿a quién le servirá, si solo existe ella? Si acaso se sirviera, en este contexto se
estaría sirviendo a sí misma, pues esta conciencia existe solo para sí, y la aparente diversidad
no es más que expresión de sí misma. En este sentido, la filantropía, la caridad y la
generosidad humanas no existirían bajo ninguna forma, pues sería un egoísmo asolador, nada
más. Lo ético, lo moral en este aspecto, se ve patentemente cuando se mencionan términos
que tienen que ver con la acción, y más aún, con la acción para los otros. Este ser que es
individual, es decir, dueño de sí mismo e irrepetible, es un ser que sale de sí para darse a los
otros, además de dar lo suyo, se da a sí mismo. En esto estriba, entonces, la visión ética del
individualismo. Si se convierte en corriente filosófico-pragmático, entonces es un solipsismo
que conlleva una soledad ontológica desoladora. Pero si solo se sostiene como reflexión
metafísica, es reconocer una propiedad del ser, para luego de saberse, entregarse como don.
A propósito, sobre la soledad ontológica ¿es posible que alguien piense de esta manera? Pues
el mismo preponderante de estas ideas alcanza a afirmar que “nadie es absolutamente
solipsista”, con lo que se cabría esperar que es un absurdo en sí mismo. Nadie se pasea por
las calles de la ciudad y se plantea con toda la seriedad que en realidad está solo y solo existe
él. Que todo lo demás es él mismo y que todo lo que parece alterno a él, en realidad es
expresión de su propia conciencia que percibe y es percibida en su cualidad, o mejor, realidad
de ser. Todo este discurso es epistemológico, discursivo, retórico, pero nunca podrá tener el
peso ontológico que sí tiene el discurso metafísico, religioso y ético. Lo más bajo que pudo
caer el solipsismo, y esto para analizar el factor ético del asunto, es haber afirmado que esta
filosofía es vivencial, es decir, propia de la experiencia humana. No es pues una filosofía
conceptual y abstracta, sino que también tienen ímpetus de experiencial, cosa amarga y
aciaga, pues no convendría en las relaciones de intersubjetividad. Así, (Aristizábal, 2012,
pág. 36) concluye que “el solipsismo vivencial, entonces, en sus consecuencias
intersubjetivas, significa que el otro no me afecta en mi ser, puesto que siempre lo encuentro
al exterior como un objeto, y en esa medida tampoco está en mi experiencia vital”. Palabras
más, palabras menos, esta sentencia se resumiría perfectamente en el desligue total de la
otredad, la inmersión profunda y casi irreversible en la mismidad. Una objetivación del otro,
es decir, utilizar a los demás como recursos nuestros, y no esencias a parte de nosotros. Aquí
no cabría la ayuda mutua, la solidaridad, sino que se oscurecería el horizonte del ser para
ensimismarse, que es igual que anonadarse si se precisa saber que el ser es más ser en tanto
que otros seres, y no en sí mismo.2
Visto esto, no pudo estar más equivocado Juan Fernando Velasco cuando cantó “el amor no
es algo que se busque en otro” en Chao Lola3, una canción hermosa, pero incompatible con
la visión ética de este ensayo. El amor nace en Dios, génesis y principio de todo cuanto existe,
más aún del amor, pues ya es sabido que “Dios es amor”4. En esta canción se percibe la
proliferación de pensamientos individualistas, cargados de búsquedas de sí, con olvidos del
otro. Sabemos que el amor, y más aún el amor cristiano, tiene su origen, no en nosotros, sino
en el otro supremo: Dios, con el sublime fin de darse a los individuos que se aman. Si en
nosotros puede nacer algún amor, no proviene de nosotros, sino del otro supremo que es
Dios. Dios se excita, es decir, sale de sí por nosotros. El ser que subsiste por sí mismo nos da
ejemplo y se hace paradigma de entrega, aun sin necesitarnos. ¡Cuánto más nosotros que nos
necesitamos mutuamente deberíamos hacerlo!
Recoger todos estos argumentos filosóficos y darles respuesta acertada bajo la sombra y
amparo del cristianismo es, además de laudable, muy fácil de hacer, pues la ética es asunto
de la Iglesia, más que de nadie. Sin embargo, antes de acuñar las objeciones y propuestas
eclesiales, hay que resaltar el maravilloso aporte filosófico-cristiano de Kierkegaard, quien
en sus ímpetus religiosos y filosóficos establece una ética maravillosa, a propósito del

2
Cabe resaltar que la excepción de las excepciones es “el ser que subsiste por sí mismo” que sin necesitarnos
nos ama, nos crea y nos sustenta. Dios es el ser que es por sí mismo, y no necesita de nadie, aún así, este ser se
entrega a otros y les expresa su amor.
3
Velasco, 2017, min. 0.57.
4
1 Jn 4, 8,
individualismo. (Kierkegaard, 2006, pág. 319) abre uno de sus discursos diciendo: “no, el
amor no busca lo suyo; ya que buscar los suyo no es otra cosa sino amor de sí, egoísmo,
embeberse en sí mismo, o sean cuales sean los nombres que tenga la disposición poco
afectuosa”. El ser del cristiano no es un ser para sí mismo, sino un ser que, después de saberse
suyo, es decir, de enterarse de su mismidad, no se aliena de los otros, no se excluye, sino que
hace de su propiedad un darse a los otros. En palabras más cristianas: se hace ofrenda y don.
El cristiano tiene un ser en sí, un ser para sí y un ser para los otros. Nunca deja de
pertenecerse, pues si no se pertenece tampoco puede darse. Pero al pertenecerse, no se reviste
de sí mismo y se embebe, como se expresa Kierkegaard, sino que se entrega a los demás,
pues su ser tiene origen en el amor, pues el ser supremo es sumamente amor, amor que se da:
paradigma del amor que debemos dar nosotros. Considerando esto, y acogiéndonos bajo una
perspectiva ética-cristiana, y al mismo tiempo doctrinal, el Sínodo (2018, pág. 105) explica:
En las relaciones- con Cristo, con los demás, en la comunidad- es donde se transmite
la fe. También con vistas a la misión, la Iglesia está llamada a asumir un rostro
relacional que ponga en el centro la escucha, la acogida, el diálogo, el discernimiento
común, en un camino que transforme la vida de quien forma parte de ella.
No se puede pensar, a estas alturas, en una fe solitaria, solariega, ensimismada. El peor
germen es ése. Los medievales concebían esta soledad como un manantial de amor, cuando
en realidad el manantial de amor estaba en el corazón del otro, además del de sí. La fe alcanza
la plenitud cuando se comparte, pues en los demás está la realización nuestra. La plenitud
está en la perfecta relación con los demás. Cuando el papa (Francisco, 2019, pág. 99) habla
de sendas de fraternidad en la Christus Vivit dice de manera hermosa que:
Cuando un encuentro con Dios se llama “éxtasis”, es porque nos saca de nosotros
mismos y nos eleva, cautivados por el amor y la belleza de Dios. Pero también
podemos ser sacados de nosotros mismos para reconocer la belleza oculta en cada ser
humano, su dignidad, su grandeza…
Una preciosa y perfecta articulación entre la vida espiritual y la vida humana, que no se
escatiman ni son hurañas la una con la otra. Ya no es la visión medieval de la soledad, donde
el éxtasis era un sentimiento, un esclavizar el cuerpo, golpearlo y maltratarlo, sino una
entrega. El éxtasis es salir de sí para darse a los demás. La experiencia mística conlleva,
entonces, a la acción misionera, que será le fin último de la evangelización de la Iglesia.
Todos los axiomas eclesiales tienen esta inclinación a la misión, pues fuera de ella no tiene
nada qué hacer en este mundo. El papa (Francisco, 2019, pág. 158) que “esta vocación
misionera tiene que ver con nuestro servicio a los demás. Porque nuestra vida en la tierra
alcanza su plenitud cuando se convierte en ofrenda” La naturaleza de la Iglesia es la misión,
y en la misión de ser para los otros es cuando alcanzamos la plenitud definitiva. De esta
manera, el papa Juan Pablo II, quien tuve un interés especial por los laicos, quienes son
mayoría en la Iglesia, identifico lo más admirable en la comunidad de fe: el misterio y la
comunión como intrínsecos a la naturaleza eclesial. Exclamó que “esta comunión es el
misterio de la Iglesia”, al mismo tiempo que decía que “la comunión de los cristianos con
Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don
del Espíritu Santo” (2009, pág. 49). No somos seres indivualistas, sino individuales. Esa
individuación nos hace ser dueños de nosotros mismos, ya que solo se da lo que es propio.
Al ser dueños de sí, tenemos la libertad y el precioso privilegio de darnos a los demás, a los
otros individuos, personas, esencias. Así, L¿lo más coyuntural en todo este respecto es la
misión, pues es la garante de la expansión del Reino y, además, la fórmula absoluta para el
proceder apostólico que, sin misión, no tendría sentido, con el agravante de infértil. La
comunión misionera es, al parecer, una tautología, ya que el papa identifica (2009, pág. 80)
la naturaleza de la Iglesia con su misma misión. Es decir, la Iglesia es comunión, como misión
y como carácter. “La comunión con Jesús, de la cual deriva la comunión de los cristianos
entre sí, es condición absolutamente indispensable para dar fruto.” Ese fruto es el resultado
de la misión. Una Iglesia misionera es una Iglesia unida, como los sarmientos a la mies. No
se puede pensar en una comunión si no hay misión, pues “la comunión y la misión están
profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto
que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión”, al punto de identificar
una sinonimia imperceptible solo por la ignorancia, mas para la razón espiritual, es decir, la
fe, una realidad evidente. El llamado es a ser don para los otros. Que la individualidad no se
convierta en individualismo. Para esto es crucial unirnos a la carta (1Tesalonicences 3, 12)
que dice: “el Señor los haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros”, para
que de esta manera aprendamos a ser don y misterio, tal cual es la Iglesia, nuestra madre.

BIBLIOGRAFÍA
- Sínodo de los Obispos XV Asamblea General Ordinaria. (2018). Los jóvenes, la fe y
el discernimiento vocacional. Madrid: BAC.
- Francisco. (2019). Christus Vivit. Bogotá: San Pablo.
- Juan Pablo II. (2009). Christifideles Laici. Bogotá: San Pablo.
- Kierkegaard, S. (2006). Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme.
- Velasco, J. (2017). Chao Lola. Recuperado de: https://youtu.be/-WyaUbpJ76g
- Biblia de Jerusalén. (2009). Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouwer.
- Aristizábal, P. (2012). El solipsismo y las relaciones de intersubjetividad. Bogotá:
San Pablo.
- Gonzáles, Á. (1978). Tratado de metafísica ontología. Madrid: Editorial Gredos.
- Raeymaeker, L. (1968). Filosofía del ser. Ensayo de síntesis metafísica. Madrid:
Biblioteca Hispánica de Filosofía.

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