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Elena Poniatowska - Frida Kahlo

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Diego, estoy sola,

Diego ya no estoy sola:


Frida Kahlo

Ésta que ves, mirándote a los ojos, es un engaño. Bajo los labios que jamás sonríen se alinean dientes
podridos, negros. La frente amplia, coronada por las trenzas tejidas de colores, esconde la misma
muerte que corre por mi esqueleto desde que me dio polio. Mira, veme bien, porque quizá sea ésta la
última vez que me veas. Mira mis ojos de vigilia y sueño, obsérvalos, nunca duermo o casi nunca,
atravieso los días y las noches en estado de alerta, capto señales que otros no ven, mírame, yo soy el
martillo y la mariposa que se congela en un instante como lo dijo Ignacio Aguirre, el pintor, mi amante.
Siempre he despertado de la fiebre nocturna empavorecida pensando que me morí durante el sueño.
¿Ves mis manos cuajadas de anillos? Esas manos las beso, las reverencio, no me han fallado, han
seguido las órdenes de mi cerebro, mientras mi cuerpo entero me ha traicionado. En esta piel que me
envuelve, la linfa, la sangre, la grasa, los humores, los sabores están condenados desde que tengo seis
años. Mi cuerpo ha sido un Judas y en México a los judas los quemamos, estallan en el cielo, quedan
reducidos a cenizas. Todos los años, cada cuaresma, cada viernes de Semana Santa, la misma
ceremonia: la quema de Judas en recuerdo de la traición. Las manos que ves trenzaron mi cabello largo,
negro, y clavaron flores en mi cabeza; así el poeta Carlos Pellicer pudo escribir «estás toda clavada de
claveles», estas manos que ves han enlazado a Diego, han podido echar el rebozo sobre mis hombros,
han acariciado el pecho femenino de Diego, mi saporana, han tomado el pezón de la mujer deseada, han
jalado la manta para protegerme del frío, pero sobre todo han detenido el pincel, mezclado el color en
la paleta, dibujado mis pericos, mis perros, mis abortos, el rostro de Diego, mi nana indígena, el
contorno de las caritas de los hijos de Cristina mi hermana, las cejas de mi padre, Guillermo; han escrito
cartas y un diario, han enviado recados amorosos, me han hecho pintora. Las manos que ves tomaron la
tijera y cortaron mi pelo, regaron los cabellos largos en el suelo, me vistieron de hombre, me
abotonaron la bragueta y escribieron la canción: «Mira que si te quise fue por el pelo, ahora que estás
pelona ya no te quiero».
Todo lo pinté, mis labios, mis uñas rojo-sangre, mis párpados, mis ojeras, mis pestañas, mis corsés, uno
tras otro, mi nacimiento, mi sueño, mis dedos de los pies, mi desnudez, mi sangre, mi sangre, mi sangre,
la sangre que salió de mi cuerpo y volvieron a meterme, los judas que me rodean, el que cuida mi sueño
en la noche, el judas que me habita y no dejo que me traicione. Al pintarlos no los exorcizaba, nunca
quise exorcizar a nadie, ni a nada. Supe desde niña que si exorcizaba mis demonios sería india muerta.
Mi padre era epiléptico, la epilepsia es una posesión. Cuando Diego me estaba cortejando mi padre lo
previno: «Tiene al demonio adentro». Era cierto; ese demonio me dio fuerza, es el demonio de la vida.
Esta que ves, mirándose al espejo, reflejada siempre en el otro, en la tela, en el vidrio de la ventana por
donde salgo imaginariamente a la calle, ésta que ves fumando, ésta que sale de la tela y te mira
fijamente soy yo. Me llamo Frida Kahlo. Nací en México. No me da la gana dar la fecha. A mi primer
novio Alejandro Gómez Arias no le dije mi edad porque era menor que yo. Yo no quiero perder a nadie,
no quiero que nadie se muera, ni un perro, ni un gato, ni un perico, no quiero que me dejen. Que todos
estén siempre ahí para que me vean. Existo en la luz refleja de los demás. Ésta que ves nunca quiso ser
como los demás; desde niña procuré distinguirme para que me pusieran en un altar. Primero mi papá,
luego Alejandro que en verdad nunca me quiso y «los Cachuchas», mis compañeros de la Prepa. Quería
que me amara el cielo intensamente azul de México, las sandías atrincheradas en los puestos del
mercado, los ojos ansiosos de los animales. Iba yo a lograr que el mundo cayera de cabeza de tan
enamorado de la Niña Fisita.
«Los Cachuchas» éramos unos bandidos; robábamos libros en la Biblioteca Iberoamericana y los
vendíamos para comprar tortas compuestas. Anticlericales, las pasiones aún caldeadas por la
Revolución, estábamos dispuestos a todo. No queríamos estudiar, sólo pasar de panzazo. Una vez le
puse una bomba a Antonio Caso que daba una conferencia, y explotó en una de las ventanas del salón
de El Generalito. Los vidrios le rasgaron la ropa. Antonio Caso me caía regordo, por filósofo y por
chocante. El director Vicente Lombardo Toledano me expulsó de la Preparatoria, José Vasconcelos el
secretario de Educación lo mandó llamar y le dijo: «Más vale que renuncie a la dirección, si no puede
controlar a una muchachita tarambana de catorce años». Lombardo Toledano renunció.
Supe siempre que en mi cuerpo había más muerte que vida. Desde pequeña me di cuenta, pero
entonces no me importó porque aprendía combatir la soledad. A un enfermo lo aíslan. A los amigos se
les conoce en la cárcel y en la cama. A los seis años, zas, una mañana no pude ponerme de pie, zas,
poliomielitis. Diagnosticaron «un tumor blanco». Pasé nueve meses en cama. Me lavaban la piernita en
una tinita con agua de nogal y pañitos calientes. Mi padre me ayudó. Me compró colores y me hizo un
caballete especial para dibujar en la cama. La patita quedó muy delgada. Nadie sabía nada de nada. Los
doctores son unas muías. A los siete años usaba botas. «Frida Kahlo pata de palo, Frida Kahlo pata de
palo», gritaban en la escuela. Me habían hecho un verso:
Frida Kahlo pata de palo
calcetín a moda gringa
ya ni la friega.

No creí que las burlas me afectaran, pero sí, y cada vez más. Para que la pierna no se me viera tan flaca
me ponía doble calcetín. En mi cuerpo pequeño se instaló el sufrimiento físico muy pronto, y no sólo el
mío sino el de mi padre Guillermo Kahlo.
El me amó mucho, fue el primero que verdaderamente me amó, más que a nadie. Llevaba en su bolsillo
una botellita de éter. Más tarde lo acompañé a tomar sus fotografías de iglesias y monumentos y supe
cómo cuidarlo a la hora del ataque, darle a respirar el éter, meterle un pañuelo en la boca, limpiarle la
espuma, echarle agua en la frente y cuidar que los curiosos en la acera no robaran la cámara. Eso
hubiera sido lo peor, la pérdida de la cámara, porque éramos pobres y no habríamos podido comprar
otra. Después de los ataques, él no me decía nada. Muy callado mi padre. No hablaba de su
enfermedad. ¿Para qué? Todos los que iban por fotografías a la esquina de Londres y Allende lo
respetaban porque no decía ni una palabra. Sabía lo que tenía que hacer, cumplía, era muy bueno. Con
eso bastaba. A los siete ayudé a mi hermana Matilde, que tenía quince, a escapar a Veracruz con su
novio. Desde entonces, creo en el amor. A las mujeres hay que abrirles el balcón para que vuelen tras el
amor. También yo volé tras de Diego. He volado tras de todos los hombres y las mujeres que se me han
antojado. Abrir el balcón, en eso consiste el amor.
Cuando mi madre se enteró de que su hija preferida se había largado se puso histérica. ¿Por qué no se
iba a largar Matita? Mi madre estaba histérica por insatisfacción. A veces yo la odiaba, sobre todo
cuando sacaba los ratones del sótano y los ahogaba en un barril. Aquello me impresionaba de un modo
horrible. Quizá fue cruel porque no estaba enamorada de mi padre. Cuando yo tenía once años, me
mostró un libro forrado en piel de Rusia donde guardaba las cartas de su primer novio. En la última
página escribió que el autor de las cartas, un muchacho alemán como mi padre, se había suicidado en su
presencia.
El 17 de septiembre de 1925 cambió para siempre mi vida, porque hasta entonces la piernita flaca no
me causaba dolor. Fue el accidente del tranvía y del autobús. El tranvía arrastró y aplastó contra la
pared al camión en el que íbamos Alex ―mi novio― y yo. El choque fue tremendo. A mí el pasamano
me atravesó el cuerpo como a un toro. Un hombre me cargó y me acostó en una mesa de billar. Y me
arrancó el trozo de hierro, el pasamano que me atravesaba el cuerpo de lado a lado, como lo haría un
carnicero, un torero. Alex me contó que quedé desnuda y toda cubierta de sangre y de polvo de oro, el
polvo se pegó a mi piel por la sangre, y que la gente decía: «Miren a la bailarinita, pobre de la
bailarinita». Un viajero traía polvo de oro y se regó sobre mi cuerpo en el momento del accidente. El
diagnóstico fue: «Fractura de la tercera y cuarta vértebras lumbares, tres fracturas de la pelvis, once
fracturas en el pie derecho, luxación del codo izquierdo, herida profunda en el abdomen, producida por
una barra de hierro que penetró por la cadera izquierda y salió por la vagina, desgarrando el labio
izquierdo. Peritonitis aguda. Cistitis que hace necesaria una sonda por varios días». Los médicos no
entienden aún cómo sobreviví. Perdí la virginidad, se me reblandeció el riñon, no podía orinar, y de lo
que yo más me quejaba era de la columna vertebral. De mi familia sólo Matita, mi hermana, vino a
verme. Los demás se enfermaron de la impresión. A mi madre, cuando la vi por primera vez después de
los tres meses en la Cruz Roja, le dije: «No me he muerto y, además, tengo algo por qué vivir, ese algo es
la pintura». Es cierto, la pintura fue mi antídoto, mi única verdadera medicina. Los médicos son unos
cabrones. La pintura me completó la vida. Perdí tres hijos y otra serie de cosas que hubieran llenado mi
vida. Horrible. Todo eso lo sustituyó la pintura. Yo creo que el trabajo es lo mejor. El 5 de diciembre de
1925 le escribí a Alejandro Gómez Arias: «Lo único de bueno que tengo es que ya voy empezando a
acostumbrarme a sufrir». El 25 de abril de 1927 le escribí de nuevo: «No te puedes imaginar la
desesperación que llega uno a tener con esta enfermedad, siento una molestia espantosa que no puedo
explicar y además hay a veces un dolor que con nada se me quita. Hoy me iban a poner el corsé de yeso,
pero probablemente será el martes o miércoles porque mi papá no ha tenido dinero. Cuesta sesenta
pesos, y no es tanto por el dinero, porque muy bien podrían conseguirlo; sino porque nadie cree en mi
casa que de veras estoy mala (...) No puedo escribir mucho porque apenas puedo agacharme. (...) No te
puedes imaginar cómo me desesperan las cuatro paredes de mi cuarto. ¡Todo! Ya no puedo explicarte
con nada mi desesperación». El domingo primero de mayo, Día del Trabajo, de 1927 escribí: «El viernes
me pusieron el aparato de yeso y ha sido desde entonces un verdadero martirio, con nada puede
compararse, siento asfixia, un dolor espantoso en los pulmones y en toda la espalda, la pierna no puedo
tocármela y casi no puedo andar y dormir, menos. Figúrate que me tuvieron colgada, nada más de la
cabeza, dos horas y media y después apoyada en la punta de los pies más de una hora, mientras se
secaba con aire caliente; pero todavía llegué a la casa y estaba completamente húmedo. Enteramente
sola estuve sufriendo horriblemente. Tres o cuatro meses voy a tener este martirio, y si con esto no me
alivio, quiero sinceramente morirme, porque ya no puedo más. No sólo es el sufrimiento físico, sino
también que no tengo la menor distracción, no salgo de este cuarto, no puedo hacer nada, no puedo
andar, ya estoy completamente desesperada y, sobre todo, no estás tú».
Cuando mi padre tomó mi fotografía en 1932 después del accidente vi que un campo de batalla de
sufrimiento estaba en mis ojos. A partir de entonces empecé a mirar derecho a la lente. Sin sonreír, sin
moverme, determinada a mostrar que yo iba a pelear hasta el fin.
La Frida que yo traigo adentro, sólo yo la conozco. Sólo yo la soporto. Es una Frida que llora mucho.
Siempre tiene calentura. Está en brama. Es feroz. El deseo la embarga. El deseo del hombre y de la
mujer, el deseo que la cansa. Porque el deseo desgasta mucho, vacía, inutiliza. La vida la perdí muchas
veces pero también la recobré; volvía gota a gota en una transfusión, un beso de Diego, su boca sobre la
mía, y luego se salía en una nueva operación. A lo largo de treinta años me hicieron treinta y nueve
operaciones; en la última me cortaron la pata. «Pies para qué los quiero si tengo alas pa' volar».
También cuando Diego me dejaba se me iba la vida, pero eso me gustaba. A Diego quería yo darle mi
vida. Amarlo hasta morir.
Mi vida para que él viviera. A Diego lo quiero más que a mi vida. Yo las cosas no puedo guardármelas, no
he podido jamás. Siempre he tenido que echarlas fuera, decirlas de algún modo, con el pincel, con la
boca. Para decirme, para que otros me entendieran empecé a pintar. Mi cara. Mi cuerpo. Mi columna
rota. Las saetas en mi envoltura de venado. Vestí a mis judas con la ropa de Diego y la mía y los colgué
de la cama de baldaquino, al igual que los doctores me colgaban con bolsas de arena amarradas a las
patas, dizque para estirarme También le colgué un cascabel en agosto de 1953 a la pata postiza de
celuloide, la cabrona prótesis, y pedí que la calzaran con una botita de cuero rojo.
Mis corsés. Cuántos corsés. Los corsés los pinté primero con violeta de genciana, con azul de metileno,
los colores de la farmacia Después quise adornarlos, volverlos obscenos, porque mi enfermedad era una
porquería de enfermedad, una chingadera. Me jalaban del pescuezo, me estiraban las vértebras con
tracción, y mi columna se hacía cada vez más frágil, mi espinazo cada día más inútil, oía yo tronar los
huesitos como de pollo. Me inmovilizaban meses y meses para salir con que no había servido de nada,
pinches matasanos. Muchas veces me quise morir, pero también, con furia, quise vivir. Y pintar. Y hacer
el amor. Y pintar que era como hacer el amor. No tenía otra cosa más que yo. Yo era lo mejor para mí. Y
Diego. Cuando me casé con Diego me llegó una felicidad caliente. Reíamos. Jugábamos. Él recordaba
todas las travesuras que yo le hice, cómo lo maloreaba en los patios de la Secretaría de Educación. «Los
Cachuchas» admirábamos mucho a los pintores y defendíamos los murales de Rivera, de Orozco, de
Siqueiros, de todos. En el Anfiteatro le pregunté: «Maestro, ¿le molesta que lo vea pintar?». Contestó
que al contrario. En otra ocasión al verlo pasar, le grité: «¡Qué ganas de tener un hijo de Diego Rivera!».
Un día también enjaboné tres escalones de la escalera central para que al pisarlos Diego resbalara y
cayera, pero le avisaron y descendió por otro lado. Le pedí que me dijera sin tapujos lo que pensaba de
mi pintura. Orozco vio lo que yo pintaba y le gustó. A Diego también. Ya casados, viajamos, me convertí
en la distinguida señora doña Frida Kahlo de Rivera. Nos enlazamos como plantas de frijol, echamos
raíces, y mis heridas florecieron. Viajamos a los Estados Unidos, nos pitorreábamos de los gringos. Son
como pan a medio cocer, salen crudos del horno. Y luego quieren que uno los quiera. Siempre hay un
negrito en el arroz de la felicidad y Diego era muy enamorado, Diego era un macho, Diego tenía otras
viejas, y tuve que apechugar, toda la vida amante tras amante, una vieja y otra vieja. Muchas amantes.
Dicen que Diego es inmoral. No es cierto. Él no cree en la moral, no tiene moral. Vive para su trabajo y se
entusiasma con las viejas cachondas apestosas a pescado podrido. Cuando se enamoró de María Félix,
sufrí mucho, pero luego ella lo rechazó y yo lo defendí. Yo también tuve otros amores, fui una
devoradora, tomé y deseché, vámonos a la basura, chancla vieja que yo tiro, no la vuelvo a recoger. Fui
tras del que me gustaba o de la que me gustaba, fui una amante violenta y tierna. Yo nací para fregar
pero la vida me fregó. Todavía creo en mí y en la vida. En mí mientras viva y en todo lo que vive. «Diego,
estoy sola, Diego, ya no estoy sola».
En Gringolandia tuve exposiciones, los gringos enloquecieron con mis muestras, de todos modos están
locos de tanto beber cocacola. Me volví exhibicionista, quería ser espectacular donde quiera que
entrara, pero dentro de mí, cada paso que daba era una chingadera. Reía como burro, echando mi
cabeza hacia atrás para que nadie viera mis dientes escondidos por mi lengua. El diablo adentro. Reía a
carcajadas para no llorar de dolor. Soy una vieja muy chingona. De adolescente me vestí con traje de
hombre. Aun sin tacones era yo más alta que mis cuatro hermanas y mi madre; también más inteligente.
Lo dijo mi padre. De grande me cubrí con faldas largas para no mirarme las patas, no me fuera a pasar lo
que a los pavorreales, que se mueren del coraje y de vergüenza cuando se las ven.
Cuando tuve mi exposición en la Galerie Pierre Colle, organizada por André Bretón en París, asistieron
muchos franchutis. Allá en París me eché entre pecho y espalda litros y litros de trago, coñac tras coñac,
botella tras botella, todas las noches para poder dormir, para aguantar los dolores en el espinazo. A mí
siempre me gustó estar delgada pero no tanto. Empecé a flotar. Se me olvidaba que estaba tullida.
Imagínense, en París, los modistos son tan payasos que al verme tropezar por las calles en medio de mis
holanes inventaron para su colección un vestido al que le pusieron, háganme el condenado favor, Robe
Madame Rivera. Me dio gusto aparecer en Vogue. Los pinches franceses dijeron que era yo
extravagantemente hermosa. En México ni quien me volteara a ver en la calle, para México y para
Coyoacán no era yo sino una coja.
Alguna vez, en una de mis fotografías, marqué el mapa de mi vida, los cuatro puntos cardinales con
leyendas en cada lado, como si el dolor, el cariño, el amor y la pasión fueran los dioses de un códice
oaxaqueño. Al norte, el dolor: vive en todas partes, me reconstruye en todo lugar. Al sur, el amor: es luz
y música, un gran desgarramiento del corazón. Al oriente, la pasión: pirámide de la humanidad, dolor y
esperanza. Y al poniente, el cariño. Cuando mi vida parta ―porque debe partir―, yo, Frida, me quedaré
para inmortalizarla. Yo soy una y mi vida es otra.
Tengo mis manos hundidas en naranjas.
En 1940, en San Francisco el doctor Eloesser me prohibió las bebidas alcohólicas y me quitó una
posibilidad de evasión. Ya para entonces mis dolores eran tantos que la pintura ya no me abstraía como
antes, me costaba sostener el pincel, concentrarme. Nunca hice nada al aventón, nunca pinté con
descuido, así nomás. Todo lo repasaba una y otra vez hasta que cada tono saliera a la superficie
exactamente como yo lo quería. Pinté cada uno de los pelitos de mis changos con sus pulgas encima,
cada uno de los pelitos más finos de mi bigote. Tracé con esmero cada glándula y cada vena en el pecho
de mi nana, cargado de leche. Las raíces y las flores entretejieron su savia y encontraron su camino
dentro de la tierra. Las frutas eran tentadoras, llenas de agua, cachondas, lujuriosas.
Ésta que ves fue a recibir a Trotsky a Tampico. Diego me pidió que le diera la bienvenida a la pareja y la
acogiera en mi casa de Coyoacán, la Casa Azul. Trotsky vivió entre mis fuertes paredes hasta que nos
hicimos vecinos. Trotsky y Natalia, su vieja desabrida, en la calle Viena, Diego y yo, a la vueltecita, en la
calle Londres. Él se chifló por mí. Ésta que ves los va a dejar con la curiosidad encendida.
A mí las alas me sobran.
En 1946, el doctor Philip D. Wilson fusionó cuatro vértebras lumbares con la aplicación de un injerto de
pelvis y una placa, de quince centímetros de largo, de vitalio. Permanecí en la cama tres meses, pero
mejoré. Mejoré mucho. Pero como mejoré sentí que podía hacer una vida casi normal; él me había
dicho que no, que reposara, pero yo no podía desaprovechar mi mejoría, no me quedé en cama como lo
indicó, me entró el nerviosismo de la vida, fui y vine sin parar, y las consecuencias de mi desobediencia
fueron terribles. Pero así es mi carácter. Nunca fui prudente, nunca obediente, nunca sumisa, siempre
rebelde. De no serlo, ¿habría aguantado mi vida y pintado además?
Sentí que mis fuerzas regresaban. Tan es así que cuando inauguraron la pulquería La Rosita que pintaron
mis alumnos, «los Fridos», en la calle Francisco Sosa, dije: «No más corsé, esta noche, ando sin corsé».
Caminé sola como pude, temblando, tambaleándome, llena de fiebre, y me lancé a la calle para celebrar
la apertura de la pulquería La Rosita, me aventé al griterío de la calle, a los cohetes, a los Judas, me lancé
con el pelo desatado, grité: «¡Ya basta, ya basta!» y seguí aunque me cayera, aunque esa misma noche
muriera, aunque nunca más volviera a levantarme de la cama, aunque esa noche terminara toda mi
fuerza vital, aunque se me saliera el demonio que me mantenía pintando. Esa noche la gente en la calle
me siguió, a todos les hablaba, hablé mucho, hablar es combatir la tristeza; hablé hasta por los codos a
vecinos que ni conocía, me dirigía caras que jamás había visto. Por un solo día quise ser libre, libre, sana,
entera, como los demás, una gente normal, no una fregada.
El gran vacilón.
Ésta que ves, en su silla de ruedas, junto al doctor Juan Farill que me cortó la pata, es la madre de Diego,
su amante, su hija, su hermana, su protectora, su guía, la que lo lleva de la mano, al lado de José
Guadalupe Posada, en Un domingo en la Alameda. Ésta que ves, no cree que Dios exista, porque si
existiera no habría sufrido tanto, ni hubiera pasado mi vida en cochinos hospitales sino en la calle,
porque siempre fui pata de perro aun con mi pata tiesa. Si Dios existiera, los mexicanos no estarían tan
amolados, mi padre no habría tenido epilepsia, mi madre habría sido una campanita de Oaxaca que sabe
leer, Diego nunca me habría puesto los cuernos ni yo a él y ahora tendría un hijo suyo.
Yo soy la desintegración.
Esta que ves, engaño tras engaño, murió el 14 de julio de 1954 y fue incinerada. La Frida de las calaveras
de azúcar con su nombre escrito en la frente: «Frida», la del pincel de colores, la de los collares de barro
y plata, la de los anillos de oro, la doliente, la atravesada por el pasamano, la que flameó, recuperó su
cuerpo sano y grande en el momento en que lo envolvieron las llamaradas. La otra, la que yo inventé y
pinté, la del rostro mil veces fotografiado, es la que permanece entre ustedes.
Nada vale más que la risa.
Ésta que ven ha regresado al polvo Han desaparecido sus olores, sus calzones, el espesor de su carne, el
rojo de sus uñas, la brillantez, la fijeza de sus ojos, su única ceja ala de cuervo a lo largo de la frente, su
bigotito, su saliva, sus aceites y sus juguitos, el grosor de sus cabellos, sus lágrimas calientes, sus huesos
rotos, su paleta, sus cigarritos, su guitarra, su modo de ser canto y agua y carcajada. Su dolor andando.
Porque fui dolor en los corredores de geranios y heléchos, frente a los murales de Diego, en la cocina
cuajada de jarritos, en la mesa del comedor donde jamás comí a gusto, en la cama de baldaquino con su
espejo arriba para poder verme pintar.
Soy perro burlón.
Ésta que ahora te mira es la primera de las dos Fridas.
Queda la que pinté en las telas, la bienamada por la vida, aquélla con la que dialogarán dentro de su
corazón. Nunca he conocido a una mujer más cobarde que yo, nunca he conocido a una mujer más
valiente que yo, nunca he conocido a una mujer más viva, nunca una más cochina, más cabrona, nunca
una tan tirada a la desgracia. Nunca debe quedarse nada sin probar. Desde mi cama, desde mis corsés
de yeso, de hierro, de barro, desde la tela, desde el papel fotográfico, les digo mujeres, hermanas,
amigas, no sean pendejas, abran sus piernas y no ahorquen a los hijos por venir, duerman atadas al
hombro de! amado o de la amada, respiren en su boca, tengan el mismo vaho; en el dolor, los
movimientos son energía perdida, oigan el latir de su corazón, ese misterioso, ese mágico reloj que
todos traemos dentro.
Odio la compasión.
Escribí en mi diario unos cuantos días antes de mi muerte: «Espero alegre la salida y espero no volver
jamás».
Dibujé al ángel negro de la muerte.
Viva la vida.
Se equivocó la paloma.
El cuerpo de Frida envuelto en llamas fue cremado el 14 de julio de 1954, mientras los asistentes
entonaban La Internacional. Frida de los demonios, Frida la de Mr. Xólotl, Frida de los pinceles rojos
mojados en su propia sangre, Frida la de los collares de piedra, Frida la de las cadenas, Frida la doliente,
la crítica, la picara, Frida cubierta al final con la bandera rojinegra, el martillo rojo, la hoz roja y la estrella
blanca siguió siendo una comunista absolutamente apasionada en el cielo. Una Frida se ha ido, la otra
queda.
La que se va es la coyona.
Ésta que ven ahora, yo misma, Friduchita, Friduchín, Frieda, la Niña Fisita de Diego, le prende fuego a su
envoltura humana, quema al Judas de cartón, lo hace lumbre, escucha con sus orejas y sus aretes cómo
estalla en el cielo llenándolo de luz, asombroso fuego artificial, escucha pegada a la tierra los corridos de
Concha Michel, el rasgueo de su guitarra tata chun, tata chun, oye cantar La Internacional, se queda
para siempre entre ustedes, ella-yo la chingona, Frida Kahlo.

Elena Poniatowska
Incluido en Las siete cabritas, Ediciones Era, México, 2000.

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