Philosophical Theories">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Adios Al Ciudadano EH

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 339

1

ADIÓS AL CIUDADANO.

J. M. Bermudo
2

ÍNDICE

Presentación..................................................................................................... 3
I. La tolerancia: del liberalismo al pluralismo................................................... 6
II. Pensar sin verdad, vivir sin moral................................................................. 25
III. Confrontación sobre el pluralismo............................................................... 48
IV. Pluralismo liberal, pluralismo multicultural................................................ 71
V. Pluralismo del disenso................................................................................. 96
VI. Derechos y ciudadanía................................................................................ 118
VII. Nueva Declaración Universal de Derechos del Hombre............................ 147
VIII. El derecho olvidado................................................................................ 165
IX. Los derechos emergentes y la ciudadanía de calidad.................................. 186
X. Ciudadanía e inmigración............................................................................. 220
XI. Defensa de una ciudadanía mínima universal............................................. 245
XII. La ciudadanía en un mundo globalizado.................................................. .. 271
XII. Pacifismo ético, pacifismo estético.......................................................... ... 296
XIV. Política para hombres, política para individuos.......................................... 321
3

Presentación

Los textos que se recogen en este volumen corresponden a mis reflexiones a lo largo
de la última década sobre la problemática de la ciudadanía y la emancipación en las
contemporáneas sociedades pluralistas y multiculturales del capitalismo de consumo. Han
sido propiciadas por dos proyectos de investigación, financiados por el MICIN, y
desarrollado en el grupo de investigación “Crisis de la razón práctica”, del que soy
investigador principal. Todos estos trabajos han sido discutidos en el Seminario de
Filosofía Política, de la UB, antes de ser presentados y debatidos en distintos foros
(congresos, seminarios, jornadas) de filosofía política nacionales e internacionales. Estoy
en deuda, por consiguiente, con los miembros del SFP, tanto las ideas que me he
apropiado cuanto por su estímulo y provocación, que hacen soportable dedicarse a la
filosofía en una sociedad eminentemente postfilosófica.
El título del volumen, “Adiós al ciudadano”, es una sentencia formulada desde el
final, con el recorrido ya hecho. Por tanto, tal vez no del todo ajustada a los momentos
del recorrido, en los que de una u otra forma suele estar presente la esperanza de
regeneración. Creo que no podía ser de otra manera, ya que esa es la condición de la
reflexión filosófica: desde la sentencia final, desde la conclusión, suele hacerse
innecesario el discurso. Éste se sostiene en la esencial incerteza del final de la reflexión
filosófica, que no acostumbra a llevarnos –a diferencia del discurso del creyente- adonde
nos prometía. Hegel nos reveló con la metáfora del búho de Minerva que la historia,
cualquier historia, también la íntima historia del proceso de pensamiento individual, sólo
se nos revela al anochecer. A diferencia de los dioses, los hombres tenemos esa suerte,
pues en esa carencia reside la posibilidad misma de la historia y de la vida humana. Ser
Dios debe ser insoportable; tal vez por eso los hombres, después de haber creado su
esencia, los desfiguran en representaciones antropomórficas, para que resulten
envidiables.
Tal vez ésta se la condición del discurso filosófico: moverse en la incertidumbre y
llegar siempre a lo imprevisto. Rousseau nos proporcionó en su Discurso sobre el origen
de la desigualdad entre los hombres una metáfora de esos momentos esenciales de la
filosofía en la que ésta se juega al azar su destino (y aquí Rousseau tiene el aval especial
de ser el pensador que definió la figura paradigmática del ciudadano sensu stricto). Me
refiero a aquella estatua del dios Glauco, “que el tiempo, el mar y las tempestades habían
desfigurado de tal suerte que parecía más una fiera que un dios”. ¿Cómo, en esa
situación, recuperar la imagen originaria, el verdadero rostro del dios?. Por debajo de la
metáfora, ¿cómo recuperar la naturaleza humana, el “alma humana alterada en el seno de
la sociedad por mil causas perpetuamente renovadas”?. El intuitivo filósofo ginebrino
nos abre su alma y nos muestra su convicción en el carácter trágico del inicio del
recorrido filosófico: hay que tomar posición, hay que decidir si se opta por asumir que el
rostro originario de Glauco está definitivamente perdue, o por asumir que, bajo las
cicatrices e incrustaciones, está caché. Esa es la alternativa: la primera hace imposible,
4
innecesario, el discurso filosófico; la segunda abre una esperanza de acceso a la verdad.
Pero, para ser esperanza filosófica, y no mera fe, ha de quedar abierta la posibilidad de
que, al final del recorrido reflexivo, éste pueda revelarse fallido, ilusorio. La filosofía,
pues, parece condenada a un voluntarismo sin límites; como ya revelara Kant, se ha de
elegir entre el silencio o los postulados de la razón práctica, pero sabiendo que son
postulados, que con ello sólo se persigue esquivar el silencio; podríamos decir que al
partir de esa inexorable incerteza la filosofía se salva a sí misma, se hace posible, aunque
en ese acto pierda su sentido noético y se condene a interminable tarea crítica.
No podía partir de la pérdida definitiva del ciudadano, de su desaparición con el
mundo en que surgió como ideal posible y realizable; no podía partir de esa verdad,
aunque estuviera presente como sospecha. Sólo al final –y un final siempre provisional-
toma sentido esta sentencia. Porque, bien mirado, en los trabajos recogidos en este
volumen, incluso en los más reivindicativos, siempre está presente la pérdida de ese ideal
de ciudadanía sobre el que pivotaba la sociedad burguesa. Nuestros tiempos no son
tiempos de ciudadanos; el ideal republicano quedó en las cunetas de la historia. El
capitalismo de consumo no necesita, no soporta, individuos-ciudadanos, sólo necesita y
fomenta individuos-consumidores.
No deberían desgarrarse nuestras almas por ello. Al fin el ciudadano es una figura
histórica, correspondiente a un orden político, social y económico no exento de
desigualdades e injusticias intolerables; aunque, claro está, encajado entre los súbditos
del antiguo régimen, de las monarquías despóticas, y los ciudadanos siervos, en acertada
descripción del profesor J. R. Capella, ese ciudadano imposible del republicanismo
cívico, incluso el ciudadano razonable del liberalismo rawlsiano, puedan resultar
atractivos, como cactus en el desierto. No es una extravagancia filosófica pensar que el
ciudadano, como las demás instituciones jurídicas o políticas, se corresponden con unas
formas socioeconómicas de existencia, y que el inevitable devenir de éstas vuelve
obsoletas a las primeras. Podemos seguir resistiéndonos a su desaparición (partidos,
parlamento, identidades culturales), y tal vez subjetivamente no podamos no hacerlo,
arrastrados por determinaciones existenciales; pero sólo conseguimos su sobrevivencia
imaginaria redefiniendo la semántica de los términos hasta volverlos irreconocibles,
como la estatua de Glauco.
He dicho todo esto para justificar una idea: que ahora, después de una década, estoy
más convencido que antes de la inevitable desaparición del ciudadano en su sentido
eminente, tal como lo formularon Rousseau, Paine, Madison o Robesbierre. Y que la
nueva semántica del término, la redefinición de la ciudadanía, además de ir
frecuentemente acompañada de contradicciones conceptuales, por falta de clarificación
ideológica, tienen a una nueva manera de ser y de estar en la sociedad que no se
corresponde con el viejo ideal republicano, al que corresponde en rigor la idea de
ciudadano. Ni la sociedad de consumo, imparable y ya legitimada, ni la “globalización”,
objetivamente triunfante y subjetivamente a debate, son espacios adecuados para el
ciudadano virtuoso y participativo, celoso de su autonomía y del librepensamiento,
intransigente en la defensa de sus derechos pero consciente de que por encima de los
5
mismos está el deber cívico y el interés de la república. Si ya una monarquía hace
sospechar de la debilidad del sentimiento republicano, y hay muchas en el espacio
europeo, la institución de órdenes supraestatales hace imposible la idea de patria, sin la
cual no hay ciudadanía republicana. El capitalismo sigue su curso y no va por ahí. El
“adiós al ciudadano” va teñido, por tanto, de nostalgia (que expresa las dudas respecto al
futuro) y de expectativa (neutral invitación a asumir el presente). Es un adiós sin ira ni
desgarro.
**** **** ****
Los trabajos aquí recogidos, como ya he dicho, han sido defendidos en diversos foros,
y difundidos en diferentes publicaciones. Me he limitado a hacer las correcciones
imprescindibles para evitar errores y clarificar el texto cuando éste presentaba
oscuridades. Su origen y temática determinan que haya frecuentes solapamientos,
repeticiones de argumentos, reiteraciones de análisis; es así porque, en algunos casos, se
trataba de intervenciones en dos foros distintos sobre temáticas emparentadas; y aunque
en ningún caso se trata de dos versiones del mismo trabajo, es cierto que en varios casos
hay solapamientos y se aprovechan las mismas reflexiones.
He renunciado a reescribirlos, por dos razones. Primera, porque se perdería algo que
personalmente me agrada: visualizar las condiciones de producción teórica. Son
intervenciones en un campo de debate filosófico político mediadas por un debate, tal que
en muchos casos se abordan los mismos temas con perspectivas distintas, corrigiendo
posiciones anteriores o respondiendo a críticas. Esa dimensión de textos ligados al
momento de su producción, expresión de un contexto y de la no siempre ordenada
intervención en el mismo, incluso de su estatus de provisionalidad, me parece interesante
mantenerla. Por otro lado, y es la segunda razón aludida, porque reescribir los textos
desde la posición que ellos mismos han contribuido a generar, desde la posición del
“adiós al ciudadano”, sería tanto como vaciarlos de su alma. El volumen ganaría en
coherencia, en elegancia, en orden, pero sería otra cosa. Si mi pretensión fuera ofrecer al
lector conocimientos o verdades para su perfección y felicidad, tal vez esa opción sería
justificable; pero mi voluntad no es esa, sino la de ofrecer modos de posicionarse en
cuestiones filosófico política y maneras de enfocar los problemas por si alguien quiere
entrar en diálogo con los mismos. Por decirlo con Diderot, me preocupa que el lector
piense, no que el lector aprenda. Y para pensar las imperfecciones no son obstáculos,
sino ventanas que a veces permiten la entrada o la huída.
6

I. Tolerancia o pluralismo1.

“Históricamente el concepto de pluralismo se desarrolla a lo largo de la trayectoria que


va desde la intolerancia a la tolerancia, de la tolerancia al respeto del disenso y después,
mediante ese respeto, a creer en el valor de la diversidad” (G. Sartori, La sociedad
multiétnica)

1. El contexto y el objetivo.

1.1. (El contexto). Estamos, sin duda, en tiempos filosóficos de pensamiento débil y
de categorías blandas. El exceso de información y, sobre todo, la inflación de opiniones,
diseminan y degradan el pensamiento, cuando no lo impiden. La impotencia de la razón
para poner orden y sentido se transmuta en síntoma del desorden, de la contingencia y
del sinsentido intrínseco al mundo. Lo que en el fondo es simplemente crisis de la
conciencia, miseria de la subjetividad, se ve a sí mismo como lucidez en el espejo
encantado de la ideología. Lo que debería ser reto al pensamiento –comprender,
ordenar, pensar- es declarado conciencia obsoleta de quien, como dijera el Zaratustra
nietzscheano, aun no se ha enterado de que Dios ha muerto.

En el dominio práctico –ética, estética, política- la inexorable y sin duda justa crítica
analítica y deconstructivista, marxista, freudiana o nietzscheana, a la razón práctica no
ha provocado sólo, como sería de esperar, un desplazamiento desde la vía del
fundamento ontoepistemológico al fundamento político; su efecto más dramático, y tal
vez más perverso, ha sido la crisis de cualquier forma de racionalidad, teórica o
práctica, lógica o dialógica, pura o pragmática. Lo que debería conducir a una nueva
mañana, a una aurora limpia de absolutos, parece haber conducido a una noche donde
todos los gatos son pardos. El antiguo amor de la filosofía por el análisis, el rigor
conceptual, la claridad y distinción cartesianas, la univocidad léxica y la coherencia
argumentativa, han dado paso al elogio de la ambigüedad, de la analogía y la alusividad,
de las metáforas móviles y del lenguaje poético y poiético. Y este desplazamiento,
vivido en tonos sublimes como reconquista del contacto con el ser o en tonos patéticos
como final del sentido, apenas sirve para enmascarar lo que parece ser la marca de la
filosofía contemporánea: el retiro vergonzante de la filosofía autoderrotada.

1
Este trabajo, "La tolerancia: del liberalismo al pluralismo”, tiene su origen en una ponencia presentada en el I Congreso
Iberoamericano de Filosofía, en Cáceres (Organizado por UE-CSIF-UCM, del 21 al 26 de Septiembre de 1998). Muy revisado y
con el título "De la tolerancia al pluralismo” fue defendido en una conferencia impartida en el Ateneo de Barcelona (18 de Abril de
2001) en el ciclo Crisis de la razón práctica. El texto corregido fue publicado con el título originario, "La tolerancia. Del
liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra Francisco de Suárez, 33 (1999): 243-259. El texto con el título “Tolerancia y
pluralismo” fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003
7
En nuestro dominio, el de la reflexión ético-política, el inevitable fundamento
político ha seguido un subterráneo proceso de degradación: la racionalidad política,
acosada anteayer por Nietzsche y Weber, ayer por Wittgenstein y Heidegger, hoy por
Foucault y por Rorty, o por Feyerabend y Derrida, apenas logra autointerpretarse como
diálogo que, a su vez, apenas consigue legitimarse como búsqueda del consenso. Y, para
centrar el tema de reflexión que aquí me ocupa, la tolerancia, elemento clave de la
racionalidad práctica y, en particular, del discurso fundador del estado moderno,
sorprende ver que en esta deriva del pensamiento pierde sus perfiles y se identifica con
el pluralismo, dando así un paso de terribles consecuencias para la filosofía y de
impredecibles efectos para la política: el paso que va desde la coexistencia en conflicto
de las diferencias a la convivencia neutral de ideales y teorías. Se prostituye así el ideal
kantiano de paz perpetua, noble y bello en el ámbito de la relación entre los cuerpos,
pero que deviene silencio, parálisis y muerte al ser exportado al pensamiento, cuya
existencia fecunda pasa por dudar, oponer y negar... al instante después de afirmar,
unificar, ordenar.

No pretendo remontar esta corriente, ni mucho menos ignorarla: creo que estamos
condenados a pensar después de Marx, Nietzsche, Freud, Weber, Heidegger, Foucault y
tantos otros. Pero entiendo que esa indiscutible crisis de la razón práctica –y, en ciertos
ámbitos, crisis de la razón en general- abierta en la filosofía contemporánea no conduce
necesariamente ni a la deserción política de la filosofía ni a su vergonzante sumisión al
poder, aunque éste se presente atractivo tras las guirnaldas de flores del pluralismo
democrático. Es decir, entre la sumisión al príncipe y la deserción, entre la complicidad
y la fuga, hay -o ha de haber, o nos comprometemos a buscar- un lugar para la razón2.

1.2. (El objetivo). La tolerancia es una esas ideas blandas, usada en mil contextos,
tan universalmente aceptada y glosada que deviene sospechosa ante quienes piensan,
como es mi caso, que la filosofía es lucha inacabable contra la invencible voluntad de
creer; que el diálogo más que armonía ha de ser confrontación a muerte (simbólica); y
que el consenso no es reconciliación final y destino compartido sino tregua estratégica,
breve momento de descanso del “guerrero filosófico”, dicho con toda la ironía del
mundo. El pluralismo es igualmente una idea sospechosa para quienes, como es mi
caso, creen que la misma, inapelable en perspectiva ontológica y estética, como
reconocimiento descriptivo o axiológico de la diversidad, dista mucho de se en cambio
un ideal político indiscutible; para quienes, como es también mi caso, creen tener
argumentos de peso para considerar que el pluralismo político, tomado como fin, es un
mal, y tomado como contexto -como el error, la desigualdad, la muerte o la
imperfección- algo a soportar en tanto que intrínseco a las cosas humanas.

2 ?
Insisto: sin oponernos a la corriente de la historia. Entiendo que las verdaderas mercancías que la crítica analítica y
deconstructivista pretendían proporcionar al mercado dialógico eran conceptos de naturaleza histórica, cultural, conjetural y frágil;
pero no necesariamente ideas blandas, de contornos dúctiles y maleables, orientadas a permitir un diálogo sin comunicación y un
consenso si coincidencia; no necesariamente ideas híbridas que, como la loba capitolina, amamanten al mismo tiempo a infantes y
lobeznos. Las exigencias de fragilidad, historicidad y contextualidad que se derivan de la crítica filosófica contemporánea no
implican, sin perversión, la blandura ni la ambigüedad de las ideas. No implican, por decirlo políticamente, ni deserción y sumisión.
8
Tolerancia y pluralismo, nociones vagas e ideológicas y no conceptos, confundidas
entre sí y confundidas con otras igualmente sacralizadas (democracia, libertad,
humanismo, liberal), son categorías blandas, proteicas, con perfiles interactivos, es
decir, con los rostros propios de los nuevos ídolos sagrados de la sociedad gelatinosa del
self-service. Y aunque definan un “juego de lenguaje”, y aunque en línea
wittgensteiniana se acepte que el ejercicio del sentido sólo puede darse dentro de los
límites de un juego de lenguaje, la filosofía no puede –ni debe- dejar de aspirar a
situarse en la frontera del mismo, aunque sea acusada de imitar al “ojo de Dios”.

Mi propósito actual, aquí y ahora, es reflexionar sobre estos usos lingüísticos,


contribuir a su deconstrucción o desmitificación –como decía antes- y tratar de sembrar
algunas dudas sobre tan evidentes verdades-valores afirmados, paradójicamente, desde
una filosofía política que ha renunciado explícitamente a la verdad y al valor. En
particular, argumentaré las siguientes tesis:

1ª. La tolerancia, aunque haya devenido una noción ambigua, es un concepto


filosófico fuerte, sobre el que se construyó con éxito la idea moderna de estado, en un
discurso filosófico con pretensión de verdad. En cambio, el pluralismo es refractario a
ese tipo clásico de filosofía, siendo un concepto sobre el que se intenta apoyar sin éxito
un orden político sin fundamento, intrínsecamente confuso e indeterminado, refractario
a la representación racional.

2ª. Puede montarse una política sobre la tolerancia; y dicha política, además, no
prescinde de la filosofía, sino que la exige; en cambio, toda política montada sobre el
pluralismo implica la marginación de la filosofía, aunque sea bajo la forma disfrazada
del recurso a una filosofía sin verdad.

2. Tolerancia, política y filosofía.

2.1. (La tolerancia como “juego de lenguaje”). Hay un uso no filosófico e


indiscriminado de la tolerancia. Se recurre a la tolerancia en los conflictos familiares,
generacionales y vecinales; se llama a la tolerancia en los conflictos étnicos, culturales y
nacionales; se pregona tolerancia en las querellas religiosas, ideológicas y axiológicas;
se pide tolerancia en las relaciones entre estados, entre partidos, entre pueblos; se
aconseja tolerancia al fuerte y al débil, a la mayoría y a la minoría, a los verdugos y a
las víctimas; se llama a la tolerancia a los enemigos, a los rivales y a los competidores,
sea en el mercado, en el foro o en las aulas. Son tantos y tan diversos los contextos que
pretenden regularse con la tolerancia, que sólo una idea multiforme e imprecisa de la
misma parece permitir tan múltiples usos y sentidos. El resultado final es la prostitución
de la idea, el travestismo ocasional, que se aleja del rigor del concepto para definir todo
un "juego de lenguaje", toda una manera de preguntar y responder, de analizar y juzgar,
la vida social.
9
Quiero decir, por un lado, que la tolerancia está afectada de ese mal general aludido,
de la blandura de las ideas, que hace que se nos presente como un pudding hecho de
perdón, amor, resignación, indulgencia, condescendencia, libertad, derechos,
reconocimiento del otro, etc.; tal que nos aparece como el nombre general de todas estas
virtudes, como la forma laica del cristiano "amaos los unos a los otros", como la versión
política de "trata al otro como desees ser tratado tú mismo". La idea de tolerancia
comparte, pues, la tibieza y debilidad de las categorías prácticas de nuestro tiempo.
Además, por otro lado, en esta confusa topología de "ideas móviles", la idea de
tolerancia es juez y parte, pues pertenece al mapa y, al mismo tiempo, a la regla de
escritura del mapa. Es decir, no sólo se presenta como una virtud más, entre la
imparcialidad, la benevolencia, la piedad o la equidad, el consenso o el pluralismo, sino
como la ley de todas ellas. Todas las categorías prácticas son hoy pensadas, construidas,
desde una racionalidad que gira en torno a la tolerancia y se somete a su dictado.

En otras palabras, la tolerancia no es sólo una virtud o regla práctica, sino la regla
por excelencia, la regla de las reglas, en cuanto pone un nuevo juego del lenguaje que
afecta a la interpretación y el uso de las categorías ético-políticas. En esta función
dominadora, la regla de tolerancia incluso se extiende al ámbito de las categorías
descriptivas, imponiéndose como norma del método y del debate científicos (cada vez
se oyen más voces en favor del pluralismo, expresión grosera de la tolerancia, en las
ciencias empíricas). La tolerancia, en el uso actual, deja de ser una norma que se sitúa
en el mapa ético-político junto a otras de su rango, con las que comparte la regulación
del orden práctico, como la justicia, los derechos, la dignidad personal, o la libertad,
para devenir un referente normativo del que los derechos, la justicia, la autoestima o la
libertad son figuras, tal que todos son pensados, valorados y determinados desde la gran
regla de tolerancia en su uso flácido.

2.2. (La tolerancia, concepto político). Si la idea de tolerancia esbozada y el


diagnóstico respecto a su uso actual y a la hegemonía de la tolerancia como idea
reguladora se consideran correctos, parece razonable preguntarse por el significado
teórico y político del concepto tanto en su uso original, en el discurso del estado liberal
moderno, como en su uso actual, en el discurso del estado democrático pluralista. Y
también parece oportuno plantearse si el desplazamiento de significado obedece a
exigencias de coherencia teórica o, por el contrario, a una adecuación pragmática al tipo
de regulación que ejerce.

Entiendo que la tolerancia es un concepto clave del discurso del estado, en tanto se
asigna a éste como origen y función la regulación de los conflictos entre los individuos
y los grupos (étnicos, culturales, económicos, etc.). En este sentido, Robert Wolff ha
escrito que "la virtud de la moderna democracia pluralista que ha surgido en la
Norteamérica contemporánea es la tolerancia"3, y llama a pensarla como virtud política
y a estudiarla "en la teoría y la práctica del pluralismo democrático". Efectivamente, la
idea de tolerancia ocupa un lugar estratégico tanto en el discurso filosófico político
3
R. P. Wolff, "Más allá de la tolerancia", en AA.VV., Crítica de la tolerancia pura. Madrid, Editora Nacional, 1977, pág.12.
10
como en el orden institucional del concepto de "estado pluralista"; y como ésta es la
forma de estado que, un tanto clandestinamente, se está instaurando sobre los restos del
estado liberal-parlamentario con cuya ideología cohabita, lo prudente es distinguir el
sentido de la tolerancia en las concepciones de una y otra forma de estado.

La estimable imagen de la "tolerancia compasiva", la bondad y razonabilidad de su


presencia en numerosos ámbitos de la vida cotidiana, no debería cegarnos y hacernos
ignorar ese traslado de lugar y de función al que alude R. Wolff. Es conveniente y
urgente la elaboración de una teoría de las "circunstancias de la tolerancia" y de las
"esferas de la tolerancia", a semejanza con lo que se está haciendo hoy (Una teoría de la
justicia, de Rawls, o Esferas de la justicia, de Walzer) en la reflexión filosófica sobre la
justicia. Mientras tanto, y es lo que aquí me propongo defender, es conveniente
distinguir entre esos dos usos de la tolerancia en las respectivas circunstancias o esferas
del estado liberal y del estado pluralista. Y, sobre todo, es urgente llamar la atención
sobre la ocultación de la función de la tolerancia en el estado pluralista bajo la bella
imagen de su función tradicional.

2.3. (La máscara de la tolerancia). Las preguntas que hace treinta años se hacía H.
Marcuse en su provocador ensayo Tolerancia represiva, ("¿Hay condiciones históricas
en las cuales tal tolerancia impide la liberación y multiplica las víctimas que son
sacrificadas al statu quo?". "¿Puede ser represiva la garantía indiscriminada de derechos
y libertades políticas?". "¿Puede actuar tal tolerancia en el sentido de obstaculizar el
cambio social cualitativo?"), preguntas que la filosofía no puede eludir sin
deslegitimarse, hoy no parecen actuales ni pertinentes, incluso son sospechosas de
imposturas en un marco ideológico en el que se acepta como trivial y evidente (en otros
tiempos se diría "dogmáticamente") que "la tolerancia es un fin en sí misma". Y no
pongo ahora en discusión que esta tesis pueda llegar a ser razonablemente aceptada;
sólo cuestiono por dogmática e irreflexiva su aceptación coral, su acrítica aceptación
ritual. Lo que me resisto a aceptar, en definitiva, es la elevación de la tolerancia a regla
sagrada del discurso político, a un sacralizado "juego de lenguaje".

Si las preguntas de Marcuse hoy suenan a sospechosa heterodoxia, algunas de las


respuestas de las que daba ("lo que se proclama y se practica hoy como tolerancia, en
muchas de sus más efectivas manifestaciones, es en realidad un servicio a la causa de la
opresión"; "el problema no es el de una dictadura educativa, sino el de romper la tiranía
de la opinión pública y de sus gestores en la sociedad cerrada"; "la tolerancia liberadora
significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha y tolerancia de
movimientos de la izquierda"; "si la tolerancia democrática hubiese sido suspendida
cuando los futuros dirigentes [nazis y fascistas] iniciaron su campaña, la humanidad
hubiera tenido la posibilidad de evitar Auschwitz y una guerra mundial"...), ¿no suenan
a peligrosas herejías marginales?.
11
Quien conoce la obra y la biografía de Marcuse sabe que este autor no tenía nada de
"intolerante"; al contrario, que en su pensamiento y su actitud vital personal se dedicó
con fuerza, convicción y éxito a romper con represiones (intolerancias) regresivas e
innecesarias. La suya fue una voz cualificada de un movimiento esencialmente
antirepresivo, liberador y antiintolerante; él mismo habla desde la "experiencia de la
intolerancia", que reclama Reyes Mate4. Marcuse sospechaba que luchar contra la
intolerancia no es lo mismo que predicar la tolerancia; que luchar contra el dogmatismo
no es luchar por el escepticismo; que luchar contra la guerra no es luchar por el
pacifismo. Venía a decirnos, en definitiva, algo tan trivial como que hay que ser
intolerante con determinadas situaciones, comportamientos o reglas; que hay que ser
intolerantes con la intolerancia; pero que también –y esto suele hacer más daño- hay que
ser intolerantes con determinadas formas de la tolerancia, cuya función social es la de
mantener un orden de explotación y represión, de desigualdad e injusticia. En definitiva,
Marcuse ponía de relieve algo tan trivial como que la tolerancia no es un fin en sí
misma, no es necesariamente buena, no es una virtud humana o política absoluta. Es
sólo un instrumento más, una norma ético-jurídica más, que hay que saber definir,
delimitar, utilizar, dosificar, en la construcción de un modelo de sociedad pensado desde
otra perspectiva, desde la perspectiva de la emancipación.

Las preguntas y sospechas de Marcuse son hoy tan pertinentes como en su tiempo,
pero mucho más urgentes de plantear; en rigor, me parecen inaplazables. Inaplazables
hoy más que nunca, cuando la imagen bella de un uso contextual de la tolerancia es
hipostasiada a norma universal de la vida práctica y teórica, ocultando su nueva función;
inaplazable hoy más que nunca en que el rostro compasivo y amoroso de la tolerancia
puede ser simple máscara de la dominación, como sugiere Marcuse.

2.4. (La tolerancia y el estado moderno). Asistimos, de manera suave, imperceptible,


pero tenaz y continua, al cambio del estado liberal parlamentario hacia el estado
pluralista; y en este movimiento la idea de tolerancia (sus cambios semánticos, sus
nuevos sentidos éticos, los juegos de ocultación entre sus diversos usos, etc.) desempeña
un papel fundamental, hasta el punto de que su biografía constituiría una buena
aportación al estudio de las metamorfosis contemporánea del estado. Por tanto, unas
pinceladas de su historia podrían resultar convenientes, si bien carecemos aquí de
tiempo para ello5. Me limitaré a subrayar, a efectos de contextualización, que la idea
clásica de tolerancia es deudora de un doble contexto. Por un lado, es deudora de un
contexto teórico, pues desde su origen parece ir ligada a la convicción de la existencia
de una visión del mundo verdadera o, al menos, más verdadera que las otras. Tal vez
por eso la tolerancia aparece en el contexto del cristianismo, que aportaba esa pretensión
de verdad absoluta y universal; y tal vez por eso se refuerza poderosamente en el
contexto del racionalismo moderno, donde el ideal de la ciencia y la filosofía como

4
Reyes Mate, De la tolerancia indiferente a la tolerancia compasiva (Dos teorías enfrentadas de la tolerancia en Natan el
Sabio, de Lessing. Madrid 1997.
5
Ver J. M. Bermudo, "La tolerancia. Del liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra F. Suárez, 33 (1999): 243-259.
12
conocimiento universal y necesario ofrecerán el complemento laico a esa concepción de
la verdad única y absoluta.

Por otro lado, la idea de tolerancia es deudora de un contexto político, característico


en la aparición del estado moderno; esta nueva forma del poder, nueva forma de orden y
unidad sociales, se constituye sobre un fuerte fraccionamiento de doble origen: el
derivado de la ruptura de la unidad de la institución eclesiástica (que hasta entonces
había puesto la unidad cultural y lingüística e incluso la idea de unidad política) 6 a causa
de la Reforma; y el fraccionamiento derivado de la dispersión heredada del heterogéneo
espacio geopolítico del feudalismo. La unidad del estado, la universalidad interna de la
ley, encontrará sus obstáculos en la diversidad de iglesias y credos, así como en la
tradición teórica cristiana de los dos poderes, de los dos cuerpos del rey; pero también
habrá de afrontar las resistencias del disperso poder feudal, reacio a subsumirse en un
orden político centralizado.

La idea de tolerancia liberal se engendrará, por tanto, en la confluencia de un


contexto teórico ideológico inductor de unidad y de un contexto político institucional
reproductor de la diversidad. Por tanto, la tolerancia como concepto filosófico y político
(único aspecto que aquí nos interesa), apareció para regular la unidad y la diversidad
enfrentadas, para instaurar el estado como un orden político articulado, tanto interna
como externamente, en la unidad de la diversidad7.
6
Idea del Sacro Imperio Romano Germánico, ideal de unidad de los poderes temporal y espiritual de rica y sangrienta historia,
que revisada persiste incluso en el De Monarquia de Dante)
7
En la antigüedad clásica no se apreciaba la tolerancia. Sólo viven juntos quienes son cultural y étnicamente idénticos. Cuando
no era así, los de fuera eran enemigos o "bárbaros"; y los de dentro, para poder vivir juntos, reconocían los dioses de los otros
clanes o naciones. No tenían que tolerarse unos a los otros porque no se consideraban portadores de la verdad o encarnación de la
universalidad; porque las diferencias no se amenazaban, eran ajenas. Tiene razón I. Fetscher cuando dice que el primer acto político
de tolerancia es el edicto del 313 del emperador Constantino. Si los cristianos fueron perseguidos por el poder político romano no
era por tener un Dios y una religión diferentes, sino por pretender imponerlo como el único y verdadero y por cuestionar desde esas
premisas la legitimidad de las instituciones. La intolerancia nacía de la pretensión objetiva de universalidad de la religión cristiana;
el cese de la persecución fue el primer acto simbólico de tolerancia. Pero fue un acto problemático de tolerancia de los intolerantes;
el poder político dictó la tolerancia de su enemigo, y pronto caería a sus pies. Este acto del poder político romano de tolerar una
doctrina intolerante puede ser visto como una forma de tolerancia perversa. La intolerancia objetiva de la religión cristiana se ve
complementada con la intolerancia subjetiva de la Iglesia. Como es sabido, el cristianismo no pagaría con la misma moneda, tal vez
porque era moneda del César, es decir, política, y ellos sólo valoraban las de Dios.
La historia del cristianismo, desde la perspectiva de la tolerancia, es larga y compleja, pasando por momentos diversos. Pero,
en general, se mantuvo vigente la idea agustiniana de que la herejía era un desorden del alma que lleva a la condena eterna. Para el
cristiano, el hombre no puede correr el riesgo de errar, de equivocarse; por tanto, el poder temporal ha de poner la espada al
servicio de la cruz. El error de fe justificaba la confiscación de bienes, la privación de derechos civiles, hasta la ritual ejecución de
expiación. Todo, eso sí, argumentado como deber de asegurar la salvación del alma del pecador. Y aunque estas prácticas irían
dulcificándose con el tiempo, aunque la ira de las Cruzadas o de la Inquisición diera paso a rituales de expiación más simbólicos, la
argumentación no cambiaría sustancialmente; prueba de ello es que en 1870, en el Primer Concilio Vaticano, se oficializa el
supuesto básico de la intolerancia, al declarar la infalibilidad del Papa.
En el cristianismo medieval, por tanto, siendo la intolerancia un dogma, no aparece el problema filosófico político de la
tolerancia, que requiere del contexto político de la construcción del Estado moderno; lo cual no quiere decir que no hubieran voces
cristianas contra la salvación por la espada y la hoguera. La primera forma de argumentarse la tolerancia la pone como una norma
estratégica conveniente. Se dirá que la herejía, espiritual, no puede ser extirpada con el hierro y el fuego; que los errores
dogmáticos deben combatirse con la palabra; que una confesión o conversión por miedo o castigo, no es válida para redimir al
pecador y salvar su alma. Erasmo llegará a decir que, en ciertas cuestiones complejas, como los dogmas de la Trinidad y de la
Concepción, es preferible tolerar ciertas desviaciones a fin de salvar la unidad de la Iglesia. En resumidas cuentas, se argumenta
que la espada y el fuego -armas arquetípicas de la intolerancia- no son eficaces para combatir el pecado y la herejía; si lo fueran,
sería un procedimiento de conversión y arrepentimiento no válido; en todo caso, su uso tiene efectos perversos, como la división de
la Iglesia. La tolerancia es así reivindicada en el seno del cristianismo como norma estratégica, no como virtud compasiva ni como
reconocimiento de la legitimidad del otro.
13
La intolerancia, inexorable aliada de una política y una filosofía de la verdad, en el
mundo cristiano recibió el soporte y la legitimidad de una teología del bien único, la
salvación. La tolerancia que surgirá como concepto político en la modernidad, habrá de
construirse también en el marco de una política y una filosofía de la verdad, pero ya no
el conformado por una teología de la salvación, por una doctrina del bien único; la
tolerancia, en su versión moderna, seguirá ligada a la idea de verdad única, pero no a la
de bien único. De ahí que en los filósofos modernos la verdad quede ligada a los
derechos universales y la justicia única e igual, pero no al bien, que queda separado de
lo público, que queda relegado a la vida privada, lugar donde se deciden los proyectos
particulares de vida, respondiendo cada uno a una particular idea de bien.

El estado moderno puede llegar a constituirse en la medida en que consigue imponer:


a) una esfera privada protegida, lugar del bien individual del hombre; b) una esfera
pública que conserva la verdad, el bien común de los ciudadanos. Se ha dicho, y con
razón, que el éxito del estado moderno reside en haber instaurado con éxito la paz
interna; y que la misma dependió de su eficacia para sacar de la esfera pública, de los
bienes compartidos, la religión. El estado, por tanto, se constituyó sobre la “tolerancia
religiosa”, símbolo histórico de la tolerancia política. Desde esta mirada la “tolerancia
religiosa” no es una simple regla moral, que el estado asuma o ponga, sino una regla
metapolítica, que marca los límites del estado al relegar la religión a la esfera privada,
que instaura el estado como orden político aceptable en tanto consigue la paz. La
“tolerancia religiosa”, así entendida, es un trascendental del estado moderno, pues lo
hace posible y determina su función: exige al estado que proteja la libertad de
conciencia y garantice la práctica privada de la religión8.

2.5. (La tolerancia y los filósofos). Sin pretender siquiera resumir la historia de la
idea de tolerancia, vale la pena llamar a la memoria de quienes, desde la filosofía,
reformularon su concepto moderno, estrechamente ligado a la definición del estado.
Entre los muchos autores que merecen esta consideración, un buen referente es el de
Bayle, quien en sus audaces Pensamientos sobre el cometa (1682) y en su Diccionario
histórico y crítico (1696-97) apuesta por la total tolerancia religiosa, defendiendo con
una audacia que pagaría cara la posibilidad de una "república de ateos honesta". Su
escepticismo epistemológico le permitía justificar, con coherencia, no sólo el "derecho
al error", tan odiado por el agustinismo, sino su inevitabilidad. La tolerancia como
norma política quedaba así, por primera vez, apoyada en una epistemología que había
renunciado a las evidencias éticas y noéticas y a las verdades absolutas. De su obra se

Esta argumentación instrumental, esta defensa de la tolerancia como estrategia en la salvación de las almas, aunque se extiende
en los medios eclesiásticos obedece cada vez más al nuevo contexto político; e irá tomando un carácter más laico y civil a medida
que se afianza el estado moderno, que se libera de sus dependencias con el Papa y sienta su neutralidad religiosa. Se mantiene la
argumentación estratégica e instrumental, pero en base a objetivos civiles, siendo la paz y el bienestar dos razones prudenciales
constantemente usadas en la reivindicación de la tolerancia. La tolerancia religiosa es vista como cuestión política; el Estado
moderno requiere cada vez más, para su estabilidad, paz, bienestar y progreso, recluir la fe religiosa en el mundo privado, en la
esfera personal.
8
Recordemos unos datos: en 1555, la Paz de Augsburgo concede la libertad religiosa a los estados y principados del Imperio,
aunque manteniéndose el intolerante principio "cuius regio, eius religio", suavizado por el "privilegium emigrandi"?; en el Edicto
de Nantes (1598), Enrique IV concede libertad religiosa a los hugonotes, aunque con restricciones para sus cultos. Son pasos en un
proceso imparable, aunque largo, con recovecos y lleno de regresiones y sangre.
14
deducen unas cuantas tesis que se convertirán en la tópica de la tolerancia ilustrada: no
es necesaria la homogeneidad religiosa para la paz social; la tolerancia crea menos
conflictos políticos que la represión ideológica; el deber de un príncipe es conservar la
paz y el bienestar, no salvar las almas. En definitiva, por primera vez se invita a
desplazar la religión al mundo privado como condición prudente para hacer posible la
convivencia pública.

El escepticismo filosófico enlaza fácilmente con ciertas tradiciones agnósticas


cristianas y, en particular, con el tratamiento intimista y personal del sentimiento
religioso de las iglesias reformadas. Es el caso de otro buen referente histórico, John
Milton (1608-1674), quien publica en 1659 su Tratado sobre la violencia estatal en
asuntos de la Iglesia, en el cual se demuestra que ningún poder de la tierra tiene
derecho a usar la violencia en cuestiones de religión. El generoso título es un
espléndido resumen de su tesis9. En 1673 publica Sobre la verdadera religión, la
herejía, el cisma y la tolerancia, donde defiende la curiosa teoría de "tolerancia para los
amigos (protestantes), intolerancia para los enemigos (papistas)". Curiosa teoría,
ciertamente, pero más extendida de lo que pudiera pensarse, y que a su modo sigue J.
Locke, tal vez el mayor referente histórico, pues su posición sirvió de canon a una rica
tradición de pensamiento liberal.. .

Ciertamente Locke, que coincide en gran parte con Bayle, será quien de forma clara
y contundente formule los argumentos modernos para la tolerancia en su afortunada
Carta sobre la tolerancia, escrita en 1685, en su dorado exilio en Holanda, y publicada
en 1689, tras haberse difundido como panfleto clandestino. Situado el problema en el
contexto de las guerras de religión, Locke defiende la tolerancia tanto desde la
autonomía de lo político como desde la propia esencia del cristianismo10. Por eso, más
9
Pone el mal en la no separación de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y ve en ello la causa de los disturbios sociales y de
la decadencia de la verdadera fe. Su argumento clave recurre al dogma de la libre interpretación de la Biblia. Desde el mismo le
resulta evidente que ninguna creencia defendida por alguien con sinceridad tras un estudio intenso de la Biblia puede ser
anatematizada. En su perspectiva no es "hereje" quien se aparta de la ortodoxia por seguir su conciencia, sino quien sigue una
Iglesia contra su conciencia.
10
No sólo defiende esta libertad en base a los derechos de las iglesias, sino que pone la tolerancia como "la característica
principal de la verdadera iglesia", como identificación de su superioridad; para ello deriva la tolerancia de dos virtudes
genuinamente cristianas, la caridad y el amor. Frente al fanatismo, frente al uso de la tortura y la hoguera como técnicas de
purificación, redención y conversión, considera que la "verdadera iglesia" ha de recurrir a la comprensión, a la indulgencia y al
perdón, en definitiva, a la tolerancia. Frente al hierro y al yunque, el "Evangelio de paz y la santidad de las buenas costumbres";
frente el miedo y la coacción exterior, la palabra y la convicción interna. Defenderá que "tolerar a quienes difieren de los demás en
asuntos de religión es concordante con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres sean ciegos ante tal luz".
Aunque las guerras de religión sean el contexto que determina la reflexión lockeana, no es menos cierto que le interesa el
aspecto político de esa lucha, en concreto, sus efectos en la constitución de un Estado moderno. Lo que Locke anuncia bajo el
concepto de tolerancia religiosa es una idea genuinamente liberal, a saber, la conveniencia de relegar al ámbito privado todo
aquello que no es esencial para el orden económico capitalista y que, al universalizarse, genera conflictos. En particular, en sus días
se trataba de separar los asuntos religiosos y los asuntos civiles, "estableciendo las fronteras entre la Iglesia y el Estado".
Conviene describir esta perspectiva y profundizar en ella. Locke viene a decir que el Estado y la Iglesia son dos sociedades
particulares, en las cuales se ingresa libre y voluntariamente, con fines, reglas y procedimientos propios y específicos. Mientras el
Estado es "una asociación construida para conservar y organizar intereses civiles como la vida, la libertad, la salud y la protección
personal, así como la posesión de cosas exteriores, como la tierra, las riquezas, los enseres, etc.", la Iglesia es "una asociación libre
de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para venerar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a
la divinidad y provechosa para la salvación de sus almas". ¿Qué tienen que ver la libertad, el bienestar y la seguridad con la
salvación de las almas?. Si creemos a Locke, son fines distintos atendidos por sociedades distintas con reglas y procedimientos
distintos.
15
que norma moral, la tolerancia es una norma estratégica, en rigor, una metanorma
política. Locke no pide tolerancia con quienes, aun empujados por la necesidad, violan
las leyes de la propiedad; ni siquiera es tolerante con los ateos. Su "tolerancia" se
circunscribe a una regla que saque fuera del debate público cuanto pone en riesgo la
paz, la seguridad y la vida. Es decir, su concepto de tolerancia define los límites y
funciones del estado.

2.6. (La tolerancia en la filosofía ilustrada). Aunque la epistemología de talante


escéptico es un elemento de la filosofía ilustrada, por sí misma no es suficiente para
producir el concepto liberal moderno de tolerancia; se necesita una nueva ontología, que
aportará la ilustración, que así consolidará la idea el concepto liberalismo de forma
definitiva. Junto al principio gnoseológico de universalidad de la verdad y de la norma
moral, y junto a la conciencia de estar en posesión de la cultura y la razón universal, la
ilustración reformula su idea universal de la naturaleza humana y el estatus de las
diferencias culturales e ideológicas. En el domino práctico, esa reformulación filosófica
se concreta en el reconocimiento del hombre como ciudadano del mundo, con identidad
de naturaleza y derechos básicos, iguales entre sí bajo sus diferencias étnicas, culturales,
religiosas, filosóficas o sociales.

Ese nuevo concepto, que implica una nueva idea del orden político, supone una
redefinición precisa de la tolerancia en su contenido y en sus límites. Por un lado, el
reconocimiento o aceptación de la identidad de naturaleza queda exento de la regla de
tolerancia; lo que se reconoce como igual o legítimo no se tolera; lo que se reconoce es
el bien, y el bien no se tolera. La tolerancia siempre refiere a algún tipo de mal, algo
que no puede ser aceptado ni reconocido por la razón ilustrada. La tolerancia, por tanto,
refiere a las "diferencias" malas, al mal de las diferencias; como mal, debe ser
combatido. Tolerar una diferencia no equivale a soportarla o consentirla; sólo significa
combatirla de manera que se respeten los derechos de los portadores de diferencia, que
han sido reconocidos iguales en naturaleza.

La tolerancia liberal-ilustrada de las diferencias es una exigencia del reconocimiento


de la identidad subjetiva, del hombre como sujeto de derechos universales. La
"tolerancia" de las diferencias significa una nueva forma de combatirlas: ya no pueden
ser la espada y la hoguera, ni siquiera la censura o cualquier otra forma de violencia,
Los argumentos que nos ofrece para la tolerancia religiosa, o sea, para la reclusión de la religión en la privacidad, no son
relevantes para nuestro propósito actual. Se basan, en general, en una concepción radicalmente individualista de la persona
(individualismo metodológico: "las creencias religiosas son algo íntimo; la coacción exterior es estéril"; individualismo ético: "la
salvación es cosa de cada uno; impuesta no tendría mérito") y de la experiencia religiosa. Es más importante para nuestro propósito
actual subrayar que la defensa lockeana de la tolerancia se hace en la perspectiva de una un análisis pragmático, como una
estrategia útil tanto para la vida política como para la religiosa. Para la política, al ser la religión desplazada a lo privado, evitando
así los conflictos evidentes que arrasaban los países; para la religiosa, en tanto que se describe como conciencia íntima y personal,
como convicción profunda y sincera, relegando la intolerancia y la coacción como procedimientos válidos de conversión y
salvación tanto por estériles e ineficaces como por perversos e ilegítimos.
La "tolerancia" es puesta como regla estratégica que impone deberes prudenciales tanto a la Iglesia como al Estado. La Iglesia
tiene derecho a "excomulgar" (por incumplimiento de sus reglas internas), a pulsar a uno de sus miembros; pero no puede privarle
de ningún derecho civil. Y es así, sea cual sea la religión del príncipe; y es así, incluso si se llegase a conocer -cosa improbable- la
verdadera religión; porque, en definitiva, la verdad no engendra derechos. La autoridad eclesiástica legisla sobre el cielo, no sobre
la tierra. Por su parte, el Estado cuida del bienestar y los derechos civiles, según las reglas de la asociación política; pero no cuenta
entre sus fines la cura del alma o la salvación. Porque el gobernante, ni conoce mejor que los otros la "vereda verdadera", ni le
corresponde legislar el alma privada; además, la conversión por simple obediencia no lleva al paraíso.
16
sino por la libre contraposición de ideas. Esta es la tolerancia ilustrada: la aceptación de
que el combate contra las ideas ha de ser un combate de ideas justo. En el marco
ilustrado la diferencia (el mal, el error, sea cognitivo, moral o político), no se reconoce,
sino que se combate; sólo se reconocen los derechos de los individuos. Por tanto, la
"tolerancia" es una estrategia, derivada de una aceptación de la confrontación en los
estrechos márgenes que deja el reconocimiento de la identidad de naturaleza entre los
seres humanos.

Los ilustrados pueden declarar al hombre "ciudadano del mundo"; ese "ciudadano del
mundo" no es el francés, el británico o el canadiense, sino el hombre abstracto,
universal. La aceptación de su ciudadanía universal exige respetar su bagaje cultural y
espiritual, pero no implica reconocerlo, considerarlo como bueno o como igual de
bueno que el propio. El ilustrado deja la legitimación de las diferencias al debate
racional, con el presupuesto de que, o bien son formas erróneas u oscuras que la luz
disipará, o son formas positivas e históricas de una forma común racional y universal
que a través de ellas se abre paso.

Voltaire es tal vez el pensador clave en la argumentación "ilustrada" de la


tolerancia11. En el artículo "tolerancia" de su Diccionario filosófico (1764) expone de
forma sistemática y resumida las ideas de su Tratado sobre la tolerancia (1763), escrito
provocado por el "affaire Calas”. En el Diccionario encontramos casi todos los
argumentos ilustrados de la tolerancia: un elogio de la tolerancia compasiva en base a
una argumentación escéptica, que nos impide creernos en posesión de la verdad: "¿Qué
es la tolerancia?. Es el patrimonio de la humanidad. Todos estamos llenos de
debilidades y de errores; perdonarnos recíprocamente nuestras majaderías es la primera
regla de la naturaleza"; también encontramos el argumento pragmático, que pone la
tolerancia como base de la paz y el progreso: "Esta horrible discordia, que dura desde
hace siglos, es una clara lección de que debemos mutuamente perdonarnos nuestros
errores; la discordia es el gran mal del género humano, y la tolerancia es su único
remedio".

Pero es en el Tratado donde encontramos el texto áureo de la genuina posición


ilustrada que estamos describiendo, el de su discurso al "dominico inquisidor":
"Hermano mío, sabéis que cada provincia de Italia tiene su dialecto, y que no se habla
en Venecia y en Bérgamo como en Florencia. La academia de la Crusca ha fijado la
lengua; su diccionario es una regla de la que no hay que apartarse, y la gramática de
Buonmattei es una guía infalible que hay que seguir; pero ¿creéis que el cónsul de la
academia, y Buonmattei en ausencia suya, hubieran podido en conciencia mandar cortar
la lengua a todos los venecianos y a los de Bérgamo que persistieran en usar su
dialecto?"12.

11
    ? Ver también los capítulo IX y X de Del espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu.
12
    ? Ver Cap. XXII.
17
Una lectura plana podría llevarnos a pensar que Voltaire defiende sin más la unidad y
la universalidad de la lengua, recomendando tolerar el mal de los dialectos locales como
una especie de indulgencia con los ignorantes o de humildad ante la creencia de poseer
la verdadera o mejor de las lenguas. Tal interpretación implicaría suponer que la
tolerancia prescribe consentir el mal, en este caso los "dialectos". Pero cabe otra lectura,
que nos parece más acertada y coherente, en línea con la interpretación ya descrita y
atribuida a la ilustración, desde la que "tolerar" no es ni reconocer ni soportar
resignadamente el mal, ni consentirlo pasivamente, sino una regla que exige enfrentarse
al mismo en una lucha regulada, en los límites puestos por el reconocimiento de la
universalidad de la naturaleza humana y los derechos inherentes a ese concepto. Para
Voltaire el elogio de una normalización de la lengua italiana es incompatible con la
condescendencia o connivencia en el uso dialectal; el diccionario no puede reconocer -
considerar canónico- una variedad lingüística, a no ser que la asuma y la normativice,
con lo cual deja de ser un uso diferenciado para ser simplemente uno de los usos
normales, que ya no son "tolerados" sino "reconocidos" y exigidos. De hecho, el
diccionario se ha elaborado para fijar la lengua correcta; implica, por tanto, la
deslegitimación objetiva de cualquier otro uso. Es "una guía infalible que hay que
seguir", dice Voltaire sin dejarnos la menor ocasión de duda. No hay lugar para la
tolerancia dialectal; el académico ha de combatir los malos usos.

Ahora bien, Voltaire nos dice de forma gráfica que ese combate no ha de llegar a
"cortar la lengua" de los habitantes de Venecia y de Bérgamo. Combatir el mal uso de la
lengua tiene su legitimación en el dominio de la expresión; la norma no puede
extenderse a otros niveles y, en especial, al cuerpo de los hablantes. Hay que combatir el
mensaje tolerando al mensajero; hay que combatir el mal como producto de la
contingencia, sin pensar que su raiz está en la naturaleza de los hombres.

En conclusión, desde el punto de vista racionalista e ilustrado la tolerancia sólo


puede ser una norma metodológica o estratégica. Sea en el campo del conocimiento, en
el de la moral o en el de la vida social, el racionalismo más exigente postula la búsqueda
de la verdad, del bien, de la justicia o de la belleza; incluso en sus formas más
moderadas y relativistas, siempre defenderá que unas verdades son más sólidas que
otras, que unos conocimientos son más creíbles que otros, que unos valores son más
dignos que otros, que unos modelos de sociedad son más defendibles que otros. En la
medida en que no renuncia a un ideal universal, ni en lo teórico ni en lo práctico; o, al
menos, en la medida en que no renuncia a un criterio universal de selección u
ordenación de los ideales cognitivos y ético-políticos, sólo puede aceptar la diferencia
como indigencia, sólo puede ser tolerante con lo otro como estrategia de discusión, de
conversión o de subordinación. Y, en algunos casos, como estrategia de defensa, de
"coexistencia pacífica". Ese es el límite de la posición racionalista: lo otro del orden
racional, logocéntrico, es error, paganismo, desviación moral, anarquía. Y aquí es
indiferente si el objeto de discordia son los ateos, los judíos, los masones, los
comunistas o los negros; aunque cada dominio tiene peculiaridades en su tratamiento, el
esquema es siempre el mismo: indulgencia ante las desviaciones, resignación ante las
18
limitaciones naturales, aceptación de los hechos cuando no se tiene fuerza para
cambiarlos.

Nuestra interpretación de la tolerancia ilustrada cuenta a su favor con las suspicacias


que levantó entre pensadores más o menos románticos, resistentes a conceder la
universalidad de naturaleza o a que las diferencias culturales fueran abstraídas del
concepto. Uno de ellos fue Goethe, quien en sus Máximas y reflexiones llegará a afirmar
que "tolerar significa ofender"; pensaba que, en el fondo, se "ofendía" al hombre al
menospreciar su cultura y su credo, al someter las diferencias culturales e ideológicas al
tamiz de la razón. Mirabeau también manifiesta su irritación ante el elitismo de la
concepción ilustrada de tolerancia. Considera tiránica la palabra "tolerancia", porque el
hombre que tolera tiene también el poder de no tolerar 13, lo que le sitúa figuradamente
por encima del otro, con cuya naturaleza acepta identificarse. La tolerancia, en su origen
ilustrado, implica el reconocimiento de los derechos del otro a pensar, ser y vivir de
manera diferente, pero sin reconocer esas ideas, esas peculiaridades o esas formas de
vida como igualmente dignas, verdaderas, honestas ante el tribunal de la razón (que se
piensa universal).

Aunque pueda parecer paradójico, el reconocimiento de la naturaleza del otro, de sus


derechos y de la legitimidad de sus elecciones, no implica reconocimiento de la
diferencia, ni del otro como ser concreto y diferente. La diferencia es, para la filosofía
ilustrada, un mal, una afrenta o un reto a la razón; aunque la propia razón aconseje
"tolerarla". La reivindicación de Goethe o de Mirabeau de un reconocimiento del otro
como ser real y concreto, con su diferencia, adelanta la idea de tolerancia del estado
pluralista y equivale, objetivamente, a recortar el campo de la tolerancia. En cuanto el
otro sea reconocido en su realidad concreta, histórico-cultural, ya no tiene sentido
hablar de tolerarlo: al reconocido igual y distinto no se le tolera, pues ha dejado de ser
símbolo del mal, de agresión a nuestra identidad.

3. Pluralismo, política y filosofía.

3.1. (Pluralismo, categoría blanda). El "pluralismo" es otra de esas categorías


blandas cuyos diversos significados, en alguna otra ocasión más propicia, deberíamos
describir y cuyas esferas y circunstancias deberíamos establecer. Unas veces alude a una
ontología o estética de la diversidad, ya que se usa como canto a la diferencia, a la
diversidad, a la lúdica coexistencia de lo múltiple, a la buena convivencia con el
prójimo. Otras, en cambio, parece ser un segundo nombre de la tolerancia entendida
como regla benevolente y compasiva, añadiendo a la neutral permisividad de ésta
ciertos tonos positivos de afirmación entusiasta de lo plural.

Nada tenemos que decir en contra de un ideal estético-moral de reconocimiento y


exaltación de la diversidad; son opciones ontológica y axiológica respetables incluso
13
    ? Cif. Iring Fetscher, Op. Cit., pág. 19.
19
bajo la figura del pluralismo folklórico propio del dominio del discurso de masas; nada
que decir, pues, siempre que se mantenga la exigencia de coherencia, la “plausibilidad
filosófica”. Tampoco tenemos nada que decir respecto a la exaltación de la benevolencia
y la compasión en el reconocimiento del otro y de lo otro, ni en la defensa permisiva ni
en la defensa sustantiva de la diversidad. Absolutamente nada, siempre que no se
invierta el prestigio acarreado por la idea en ese ámbito humanitarista, que le es propio,
en otras funciones, como la legitimación del orden político, del "estado pluralista",
forma política contemporánea de la sociedad postburguesa, cuya bondad es menos
evidente.

Prescindiendo de los disfraces, creo que el pluralismo es el discurso en que se


describe y legitima el estado capitalista postburgués; designa y encubre, por tanto, una
realidad nada inocente ni neutral, contagiando de sospecha hasta a la tolerancia con que
se recubre. Es decir, la figura relevante del pluralismo –fuera de sus escenarios
ontológico, ético o estético- es el "pluralismo político" o “democracia pluralista”,
términos con los que, como decimos, el discurso político contemporáneo no sólo se
nombra –cosa legítima- sino que se autojustifica –cosa más sospechosa. Ahora bien,
para ello cuenta con la complicidad de una filosofía que permite léxicos blandos, donde
el pluralismo se identifica con la tolerancia, la democracia, la libertad, el humanismo,
hasta devenir una especie de trascendental justificativo, un postulado indiscutible de
legitimidad y legitimación, en definitiva, un nuevo “juego de lenguaje” que acota el
campo del sentido, de lo correcto y del bien. El pluralismo, por tanto, queda así apoyado
en dos instancias con escenario único: el estado pluralista y la filosofía de la
indeterminación. Es síntoma simultáneo de dos procesos que configuran nuestra época:
la profunda crisis del estado moderno y de la filosofía moderna o, en positivo, el
afianzamiento de un orden político que desplaza su legitimación de la razón a la
voluntad y la irrupción de una filosofía que renuncia a la voluntad de verdad y gusta
sentirse efecto de lo otro.

3.2. (Pluralismo, concepto político). Si la tolerancia, en su sentido restrictivo y


político, es un principio intrínseco al estado liberal burgués, el pluralismo lo es del
nuevo estado democrático liberal postburgués. En líneas generales se trata de un estado
que coexiste con la ideología liberal del mismo (derechos individuales, contrato
constitucional, soberanía nacional, principio de legalidad, voluntad general,
representación parlamentaria, etc. etc.) e incluso con su orden institucional (elecciones,
parlamento, partidos políticos, responsabilidad jurídica personalizada); pero que, en
cambio, poco a poco va introduciendo una praxis política perversa a la ortodoxia liberal
y contaminadora de sus principios e instituciones. Por decirlo de forma muy sintética y
general, el estado va poco a poco perdiendo el rostro de su ficción liberal, su rostro de
representación de lo universal, conseguida en esa síntesis siempre difícil del debate
parlamentario y con las mediaciones de la representación electoral y del juego de
partidos; junto al rostro pierde la voz, que enuncia y promulga la ley, dura pero, y por,
imparcial; y pierde su espíritu, síntesis de las voluntades de individuos ciudadanos que
se ponen de acuerdo en vivir juntos y en ser tratados como individuos y como
20
ciudadanos, reconociéndose mutuamente la identidad política y con ella la igualdad de
naturaleza política. El estado va perdiendo todo eso, toda esa apariencia de neutralidad,
para travestirse cada vez más en un mediador en conflictos entre grupos, para cubrirse
de otra máscara de neutralidad: abandona su compromiso con la universalidad y con los
individuos para justificarse por su capacidad para conseguir que los distintos grupos
(sindicatos o patronales, gremios o colegios profesionales, cofradías o asambleas de
vecinos, clubes deportivos o fundaciones culturales, minorías marginadas o asociaciones
de damnificados, medios de comunicación o truts económicos, entidades nacionales o
asociaciones étnicas) negocien y lleguen al acuerdo, al "consenso". La sociedad política
deja de estar organizada en base a individuos y pasa a funcionar como articulación de
organizaciones; deja de ser "universal" para ser "plural". Las leyes se negocian entre los
grupos afectados, las “partes”, antes del ritual de aprobación parlamentaria por la
expresión de la voluntad general. Los individuos son compelidos a asociarse a grupos
privados, donde encuentran la "identidad", el reconocimiento, el trato igual; y a
relacionarse con los otros como los diferentes (de diferentes grupos), a veces vistos
como indiferentes y en ocasiones como el mal, según la ocasión y el azar del mercado.

Con esta breve descripción del momento actual del estado pretendo poner de relieve
que el estado pluralista nace -y se desarrolla a costa suya- del estado liberal, de la idea
liberal del estado, de su concepción del ciudadano como individuo con autonomía
moral, sujeto de derechos políticos y de valores universales. Aunque oficialmente se
mantiene el discurso filosófico jurídico individualista y universalista, el funcionamiento
político es cada vez más orgánico, el tratamiento del individuo por el estado es cada vez
más como miembro de un grupo, y los derechos y privilegios que adquiere le vienen de
la capacidad o fuerza de negociación de ese grupo.

Pues bien, ese proceso de desplazamiento se expresa de modo rotundo en la


transformación de la idea de tolerancia, de su forma moderna, fijada en la máxima de
“reconocimiento del mensajero, pero no del mensaje”, a su laxa forma actual, que
responde a la idea de “reconocimiento del mensaje e indiferencia ante el mensajero”.

3.3. (Pluralismo y filosofía). Sin duda alguna, el "estado pluralista" es una aplicación
de una idea más genérica del "pluralismo", que en nuestros días se extiende a la ética, a
la epistemología y, en última instancia, a la ontología, de la mano de corrientes
heideggerianas y neopragmatistas. Bien pensado, el pluralismo como idea filosófica, es
la expresión del contextualismo en política, o sea, la alternativa al racionalismo
universalista, a la jerarquización de valores, a la legitimación de cualquier ordenación
de fines, modelos y estrategias. En este sentido, el contextualismo, epistemológico o
moral, expresa la crisis del fundamento, e implica el reconocimiento de la arbitrariedad
de cualquier preferencia por una u otra teoría científica, modelo de sociedad o ideal de
vida. Bajo su aparente expresión de neutralidad y complacencia, bajo su llamada al
reconocimiento universal de la diferencia, no exenta de atractivo ni de argumentaciones
persuasivas, se ocultan con frecuencia efectos políticos preocupantes. En el límite, y
21
sólo de forma abstracta, el pluralismo filosófico es compatible con modelos, doctrinas y
prácticas sociales monstruosas para la conciencia común, al carecer de instancia (de
referente) desde donde juzgarlas y condenarlas con objetividad. Sin caer en los ejemplos
perversos, tal posicionamiento, en tanto que implica indiferencia cognitiva y moral,
acaba por justificar o tolerar la fuerza, aunque ésta se enuncie como competencia
negociadora o como eficacia persuasiva. La crisis de la razón práctica que escenifica y
concreta no es políticamente inocente.

Por encima de la valoración ideológica personal que hagamos del "estado pluralista"
respecto al "estado individualista", parece obvio que el pluralismo supone que la forma
más exitosa de construir y defender el estado, una vez se ha renunciado a cualquier
proyecto universalista, es romper con la idea ilustrado-liberal, que piensa el estado
como voluntad general de ciudadanos libres, para pensarlo como "vector resultante" o
como "árbitro" (según la versión del pluralismo) de grupos pre-políticos, naturales o
culturales, donde los individuos se integran por afinidad, donde son educados y
socializados, de donde reciben su ser y su diferencia.

3.4. (De la tolerancia al pluralismo). El paso del librepensamiento (tolerante)


ilustrado al pluralismo representa, en la conciencia ideológica, la transformación del
estado liberal en estado pluralista, y ha ido acompañado de un cambio radical de los
principios filosóficos en los que se define la tolerancia. Por un lado, se ha abandonado
aquel supuesto epistemológico básico de la voluntad de verdad, la convicción en la
mayor racionalidad de una representación que otras; en segundo lugar, se ha rechazado
o debilitado la tesis universalista de la identidad de naturaleza entre los hombres o, lo
que tiene el mismo efecto, se ha otorgado carácter ontológico esencial a las
determinaciones histórico-culturales; en fin, en algunos casos simplemente se ha diluido
todo en la "diseminación de sentido" (Derrida) o en la "contingencia" (Rorty). Los
resultados confusos -el pluralismo es una filosofía que hace de la confusión su método y
su ecosistema- vienen a concretarse en la siguiente prescripción práctica: todo debe ser
tolerado, porque todo es igual, porque las diferencias tienen todas la misma legitimidad,
porque toda identidad es efímera o contingente, y siempre arbitraria, porque no es
posible encontrar razones ni teóricas ni prácticas para preferir fines, jerarquizar ideales,
juzgar proyectos o negar opciones, porque la verdad, la justicia, el sentido o el bien
refieren siempre a un contexto, a una tradición etnográfica.

Parece obvio que, sea cual sea el juicio que a cada uno merezca este cambio, es
profundo y de efectos no triviales. Quiero resaltar, en primer lugar, que ya no tiene
sentido el concepto de tolerancia ilustrado-liberal. Tanto si se practica el reconocimiento
universal de la diferencia como la indiferencia universal ante ella, no puede ser objeto
de tolerancia porque ha perdido el estatus de mal, y sólo el mal (contingente) es
"tolerado". El reconocimiento del otro con su diferencia, o la indiferencia ante el
mismo, disuelven las circunstancias en que la tolerancia ilustrada tenía sentido. La
divulgación actual de la norma de tolerancia se hace con otro significado.
22
En segundo lugar, constato que un nuevo concepto de tolerancia surge en un
momento histórico en que aparece la necesidad de reconstituir o redefinir los estados
(organización plurinacional, flujos migratorios, crisis del estado-(pluri)nacional,
reactivación de las reivindicaciones étnicas y nacionales...). Ahora el problema no
cabalga sobre el conflicto entre religión y política ni entre ideologías alternativas, sino
sobre la no menos conflictiva frontera entre las identidades naturales e históricas y la
estrictamente política. Ahora la "tolerancia" no aparece como problema de circunscribir
los ámbitos y las relaciones entre lo político y lo religioso, sino entre esas diversas
formas de identidad, unas veces prepolíticas (etnias, culturas, naciones), otras veces
sociológicas (las diversidades puestas por el género, la sexualidad, las minusvalías),
profesionales (gremios, cámaras, colegios), o simplemente económicas (asociaciones de
propietarios, sindicatos, patronales, etc.), y las estrictamente políticas, pactadas en un
contrato entre supuestamente hombres libres y racionales. La variedad de esas formas de
identificación social es compleja e infinita. A los "grupos de presión" clásicos, mal
vistos por el espejo liberal, suceden hoy una rica y aceptada "pluralidad" funcional.

En tercer lugar, el discurso sobre el estado, en este contexto, redescribe el concepto


de tolerancia de forma adecuada a su función arbitral y negociadora. Como lo político
es un mercado donde se negocian bienes, servicios e intereses, el estado cuida de su paz;
su función es permitir y fomentar la negociación y conseguir que dé buenos resultados,
que haya acuerdos. La tolerancia devenida pluralismo se convierte así en la norma más
sagrada. Dado que todo se puede negociar y todo es, por naturaleza, constantemente
renegociable, la tolerancia pluralista es la condición de la política, permitiendo los
efímeros consensos y la voluntad de redefinirlos.

Marx decía que la libertad y la igualdad, defendidas en lo político-jurídico como


conquistas de la razón, en el fondo eran exigencias del mercado capitalista, impensables
ambas sin la coincidencia en el mercado del obrero y el patrón en condiciones de
libertad e igualdad para vender y comprar la fuerza de trabajo. Tal vez hoy pudiéramos
decir que la tolerancia, defendida con pasión y sin fisuras como la virtud más excelente
de la democracia, en el fondo está exigida en el nuevo mercado del estado pluralista, el
mercado de lo político, donde se requiere que los grupos negociadores asuman como
norma la redefinición infinita del consenso.

Se trata de ser tolerantes en la negociación, de convertir el diálogo en estrategia


inacabable, haciendo de su flexibilidad y capacidad de síntesis sus mejores virtudes; se
trata de poner el "consenso", paradigma del éxito político, como horizonte y criterio de
la bondad de toda negociación. Indirecta y clandestinamente, el disenso queda declarado
enemigo, visto como causa de inestabilidad, de inquietud, de peligro y, en el límite, de
barbarie. Toda forma de disenso es sospechosa de "intolerancia", venga de donde venga,
como si la norma rigiera igual para los poderosos que para los débiles, ante los males
naturales que ante los sociales.
23
Esta tolerancia, norma del mercado político social, requiere el reconocimiento
concreto, histórico-cultural, del otro; es decir, requiere que los individuos de cada grupo
reconozcan a los otros la misma legitimidad que la suya, sean cuales fueren sus avales
históricos, sus credenciales morales y sus proyectos políticos y económicos.
Aparentemente, todos quedan jurídica y moralmente igualados, todos quedan
reconocidos; y no de forma abstracta, como en el liberalismo ilustrado, sino en sus
identidades históricas y etnoculturales concretas. En rigor, se trata de una superación de
la tolerancia, al haber eliminado sus circunstancias que dan sentido moral a la norma; el
reconocimiento radical del otro quita sentido a la norma de tolerancia.

¿Por qué, entonces, la actualidad de esta norma?. En el fondo, ese reconocimiento


tiene sus perversiones. Por un lado, los otros más que reconocidos son legitimados; si se
quiere, son reconocidos como meros negociadores; se reconoce a todos el derecho a
negociar, el derecho a vivir en el mercado; y cada uno negocia con su equipo, que
mediatiza los triunfos y los fracasos. Es, por tanto, un reconocimiento del otro como
competidor, como "otro", sin implicar el reconocimiento de una identidad de naturaleza,
del otro como sujeto de derechos individuales universales. Por otro lado, las diferencias
ni son legitimadas ni son reconocidas. Son aceptadas en tanto que el contextualismo
pluralista las relativiza y contingentaliza; pero no tiene sentido hablar de su legitimidad,
a no ser como mera facticidad; y mucho menos reconocer a los diferentes como iguales
en dignidad o racionalidad. Las diferencias simplemente son toleradas con indiferencia.
Esta tolerancia de las diferencias como indiferencia ante las mismas implica la renuncia
a combatirlas, pero no conlleva incluirlas en los límites del reconocimiento del otro
como sujeto de derechos naturales; significa no combatirlas, pero en base a que no hay
razones para preferir unas a otras y a que cada grupo prefiere las suyas; significa, en
definitiva, relegarlas al espacio privado, indiferentes a su sobrevivencia o degradación.

El "pluralismo" es, así, el ropaje ideológico de un estado intrínsecamente asimétrico,


donde los ciudadanos -tras la crisis del parlamentarismo y de los partidos políticos como
formas eficaces de representación política- pueden odiarse entre sí libremente (siempre
que no lo manifiesten en exceso), o ser igualitariamente indiferentes, recibiendo a
cambio la identidad de gusto, olor y sabor de su club. Ante el estado pluralista, todos
son aceptados, pero cada cual en su lugar sociedad; todos son tenidos en cuenta, pero en
función de la fuerza de su asociación; todos son iguales, en sus jaulas grupales; todos
tienen los mismos derechos que los de su banda. Porque, de forma tolerante, plural y
negociada, cada cofradía consigue para sus abonados las ventajas legítimas que le
permitan su fuerza, su oportunidad, su audacia, en definitiva, el "azar".

Es como si la ficción del pacto social, que convertía a los hombres en individuos y a
las leyes en universales, perdiera fuerza y empujara de nuevo a los individuos a
constituirse en grupos e hiciera de las leyes simples acuerdos, consensos efímeros que
expresan relaciones de fuerza contingentes, abiertas siempre a una nueva negociación
para reajustarse continuamente al poder de presión de cada uno. Tal vez el "estado
pluralista" es sólo el estado liberal sin máscara; pero, en todo caso, su máscara hacía
24
más atractivo y soportable al personaje. Tal vez el cinismo de poner la negociación en
lugar del contrato, el acuerdo en el de la justicia, y el consenso en el de la razón, sólo
sea soportable -aparte de la persistencia formal de elementos del estado liberal, como el
estado de derecho, la representación política, la responsabilidad jurídica personal, etc.,
que dulcifican su rostro- por su apropiación de la virtud de la tolerancia. Por eso me
parece importante sospechar, con Marcuse, que la tolerancia, bella virtud en usos
circunscritos, puede ocultar y ser cómplice de un orden político social que oculta bajo
sus guirnaldas de flores la indiferencia y el menosprecio del otro, tanto de su identidad
como de su diferencia. Y que un signo que debe disparar nuestra sospecha es,
precisamente, que se pida tolerancia incluso con las ideas, ignorando que el
pensamiento es el lugar idóneo para tolerar no sólo el disenso sino el conflicto.
25

II. Pensar sin verdad, vivir sin moral14.

“El hombre es un modo de ser tal que en él se funda esta dimensión siempre abierta, jamás
delimitada de una vez por todas, sino indefinidamente recorrida, que va desde una parte de sí
mismo que no reflexiona en un cogito al acto de pensar por medio del cual la recobra; y que, a la
inversa, va de esta pura aprehensión a la obstrucción empírica, al amontonamiento desordenado de
los contenidos, al desplome de las experiencias que escapan a ellas mismas, a todo el horizonte
silencioso de lo que se da en la extensión arenosa de lo compensado”, M. Foucault, Las palabras y
las cosas)”.

1. Pluralismo filosófico y pluralismo político.

1.1. La palabra “pluralismo” nombra una de esas categorías blandas, ameboideas,


con que la filosofía contemporánea aspira a pensar el presente. Un término polisémico,
infinitamente adaptable a nuevos espacios y readaptable a nuevos significados; un
desván donde cabe de todo, en espacios multivalentes, en un orden sin exigencias; a
veces, un refugio para la complicidad, donde sentirse seguro, y otras tantas una
metáfora que enmascara el vacío de pensamiento. Ayer era la certificación de
democracia la que avalaba la bondad de una práctica o institución; hoy hasta la
democracia, para legitimarse, debe contar en su pedigrí con la credencial de pluralista.
Tanto es así, que la problemática filosófica sobre el pluralismo contagia el discurso,
todos los discursos, los más recónditos lugares de discurso. Nuestro Presidente J. L.
Rodríguez Zapatero ha hecho célebre el tópico de la “España plural”, referente pensable
de mil maneras, tal que, en la particularidad e inconmensurabilidad de sus diversas
lecturas, puede ser compartido por conservadores, liberales, socialistas, nacionalistas e
incluso por las crecientes minorías étnicas de nuestro país. Hoy nadie decente podría
renegar de una España plural.

La pluralidad religiosa y la cultural, la variedad de pueblos y de naciones, la


diversidad de géneros y opciones sexuales, de opciones éticas o estéticas, se ha
consagrado en nuestro espacio de conciencia, a fuerza de real, como ideal irrenunciable.
El pluralismo se vive como lo otro de la unidad racional, totalizadora y totalitaria, de la
pureza de raza, del dogmatismo universalista; y se siente y valora como el lado bueno
de la política, como las luces de la ciudad.

También la filosofía ha cedido a la presión imparable del ambiente social, que a su


modo reproduce y activa, si se prefiere, dinamiza. En el devenir de la filosofía
contemporánea se ha ido imponiendo una ontología pluralista o, al menos, una
ontología del ser social al servicio del pluralismo. Unas veces autonombrándose
filosofía de la diferencia, otras ontología de la indeterminación o de la contingencia, a
14
El texto de “Pensar sin verdad, vivir sin moral” procede de una conferencia impartida en la Universidad de San Marco
(Lima), en Octubre del 2006. Luego fue publicado con el mismo título en Ius et veritas Año XVI, Nº 34 (2008): 342-354. (Lima,
Perú, PUCP).
26
veces disolviendo el ser en el acontecimiento, el valor en el deseo espontáneo y el deber
en el sentimiento…, lo cierto es que se trata de distintos nombres de lo mismo puestos
en circulación por el pensamiento contemporáneo en su afán de ver el mundo en claves
de diversidad (cosa razonable) y juzgarlo y organizarlo en perspectiva de pluralidad
(cosa discutible).

La exigencia de pluralidad se impone y visualiza de forma dramática en el dominio


de la filosofía práctica, particularmente en los campos de la moralidad y de la ética
política. El pluralismo aparece en la raíz de la crisis de la metafísica moderna de los
valores. Así, el “politeísmo de los valores” weberiano, asumido por los postmodernos,
sólo es otro nombre de lo mismo que enuncia la nietzscheana “muerte de Dios” y la
foucaultiana “muerte del hombre”, todas al fin metáforas del triunfo de la pluralidad. El
pluralismo contemporáneo se muestra también indisolublemente ligado al origen y
expansión de la moral (o “postmoral”) humanitarista 15, sucesora histórica y conceptual
de la moral humanista; basta percibir que en el humanitarismo el reconocimiento de la
diversidad y contingencia del sentimiento sustituye a la exigencia de necesidad y
universalidad de las reglas de la razón16.

El pluralismo filosófico contemporáneo goza de una gran exuberancia de


performances. Se expresa en el discurso antropológico, con la reducción del ser humano
al deseo17, efecto de la sacralización del cuerpo, sin otra identidad fuerte que la que
proporciona el relato, la narración de sí mismo18. Aparece en la nueva estética, liberada
de la sumisión a la belleza, que piensa el arte como expresión fragmentada, contingente,
precaria, de la subjetividad de un sujeto que no aspira a ser origen, que renuncia a ser
autor, presentándose a sí mismo como lugar de difracción del ser. Y hace su aparición,
igualmente, en los ámbitos de la epistemología y la filosofía del lenguaje, como
evidencia la propia concepción wittgensteiniana del significado como uso, elevada a
referente sagrado del culto pluralista. Efectivamente, no resulta difícil leer en los
juegos de lenguaje, plurales e inconmensurables, la muerte ritual de la verdad o, si se
prefiere, pero que es lo mismo, la garantía de la pluralidad de las verdades, de valores,
de modos de pensamiento y de vida. El pluralismo, pues, se atrinchera y reproduce en
todas las disciplinas, en todos los discursos, prácticas e instituciones. Ha entrado ya
incluso en el recinto sagrado de la ciencia, desde que Feyerabend lanzara su panfleto
Contra el método, defendiendo la legitimidad e inevitabilidad de una pluralidad de
metodologías y epistemologías inconmensurables, hasta que el mismo autor publicara su
Adiós a la Razón, donde iguala en el límite a la magia y a la física, a la astronomía y a
las interpretaciones del tarot, sin otra razón para la jerarquía que la que reciben del
poder político (de las masas, de la “audiencia”, dirá Rorty).

15
Ver G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona, Anagrama,
2005.
16
Ver el sugerente texto de U. Scarpelli, L’Etica senza verità. Bolonia, Il Moulino, 1982.
17
Un buen ejemplo es la interpretación de que G. Deleuze hace de Nietzsche en su trabajo Nietzsche y la filosofía. Barcelona,
Anagrama, 1993.Ver también, de este autor, Politique et psycanalyse. Paris, Des mots, 1977..
18
Un buen ejemplo es Paul Ricoeur, Tiempo y narración. México, Siglo XXI, 1987.
27
Dado que el pluralismo, filtrado en la ontología, invade todos los territorios del
discurso, no debería sorprendernos su especial forma de presencia en el terreno de la
ética y de la política. Efectivamente, no es extraño que el pluralismo sea la razón de ser,
el fundamento y el fin, de una ética y una política que han asumido su radical carencia
de verdad, que niegan en sí mismas la voluntad de ideal, reconociéndose
respectivamente en la práctica espontánea de la solidaridad bajo la compasión y en la
práctica contingente de la ingeniería social popperiana, reforzada con la arbitraria
práctica del consenso, con excesiva frecuencia cementerio de los principios. Como ya
he dicho, creo que hemos llegado a una situación insólita, en la que el pluralismo ha
dejado de ser una alternativa ética o política a argumentar para devenir fundamento y
referente de legitimación de toda argumentación ético política.

Quiero resaltar esta peculiaridad del uso contemporáneo de la idea de pluralismo. Lo


relevante de la misma no es que el pluralismo sea generalmente avalado y reciba apoyos
teóricos y retóricos desde todo tipo de discursos e instituciones; lo realmente insólito y
que debería causar perplejidad, y así retar a la filosofía, es que hemos llegado a un
punto en que la fuerza y credibilidad de los discursos e instituciones, su verdad, su
justicia o su bondad, les vienen precisamente de su reconocimiento implícito y expreso
del pluralismo, de su subordinación y servicio al mismo, en definitiva, de algo tan
sospechoso como de una “profesión de fe”. Hasta a la misma racionalidad, pervirtiendo
su esencia, se le exige pluralidad como condición de ser. Hoy las dos formas de lo
sagrado moderno, la lógica y la religión, han de ser pluralistas para gozar de
reconocimiento.

1.2. Si pensar el pluralismo equivale hoy a pensar el presente, se comprende que la


tarea sea compleja, sin duda inabarcable; sólo parece razonable aspirar a
aproximaciones. La que aquí se pretende responde a una preocupación de fondo, a
saber, la de sondear la complicidad de la filosofía en la génesis de este mundo pluralista,
si se quiere, en la génesis y afianzamiento hegemónico del pluralismo, de la
representación pluralista del mundo. Desechando el falso problema de decidir si la
realidad plural es un efecto (de representación) de la filosofía o si la filosofía pluralista
es un subproducto de un mundo devenido más y más diverso y plural (que sería la
versión post del falso problema de la vieja oposición entre idealismo y materialismo),
parto de la sospecha de que se da cierta complicidad entre los dos procesos, de que hay
un feed-back entre ambos que revela una inquietante reconciliación entre pensamiento
y mundo. Y, al menos desde Horkheimer y Adorno, sabemos que toda reconciliación
con la realidad, que suele manifestarse en el culto al naturalismo y al positivismo, en la
sacralización de lo dado, es una perversión del pensamiento filosófico, nacido para
negar. Por tanto, vale la pena detener la mirada en este matrimonio más o menos secreto
entre pensamiento y positividad que se oculta cómplice en el pluralismo; vale la pena
pararse a pensar si este pluralismo que la filosofía avala, como real o como ideal, sirve a
la emancipación o al mercado.
28
Esta complicidad de la filosofía con la cultura, con el mundo de la vida y con las
instituciones política de nuestro tiempo ha borrado la oposición clásica entre filosofía y
democracia, permitiendo que esta privilegiada figura del filósofo demócrata, hoy tan
normal y ayer tan insólita e impensable, como han señalado C. B. Macpherson y D.
Held entre otros19. Hermosa y seductora figura, sin duda, pero a pesar de su belleza y su
atractivo no debiera ocultarnos la conveniencia, si no la obligación, de pensar el precio
que se ha pagado por ello. Y no con el ánimo de cuestionarla, en absoluto; sólo con afán
de clarificarla y de precisarla; con voluntad de autoconciencia, a lo que la filosofía no
puede renunciar sin suicidarse.

Desde esta pretensión, el primer contacto con la problemática del pluralismo nos
ofrece dos rasgos esenciales de éste, apreciables en sendas constataciones fácticas. El
primer lugar, el pluralismo se nos muestra empíricamente como la ideología de nuestro
tiempo y, en especial, la ideología política de nuestro tiempo, la ideología del estado
liberal democrático en su figura consumista. La segunda constatación, también fáctica
aunque se trate de hechos teóricos, es que el pluralismo no es pensable sino como crisis
de la razón ilustrada, como indisolublemente ligado al hundimiento del proyecto
cultural ilustrado. Efectivamente, no es difícil observar con qué intensidad y monotonía
se reafirma, hasta hacerlo pasar por realidad racional y necesaria, la indisolubilidad
entre liberalismo y pluralismo, su perfecto maridaje, presentando a éste como la
culminación y perfección de aquél, como el modelo liberal completo y redondo; y, por
otro lado, tampoco es difícil detectar en el discurso contemporáneo cómo la
argumentación pluralista ha surgido y se ha desarrollado en un eterno y omnipresente
martilleo sobre la Ilustración, sus fines, sus valores, sus tesis, sus promesas, hasta
demoler cualquier resquicio de fe en ella. Con Nietzsche y Freud en el fondo, de
Wittgenstein a Adorno y Horkheimer, de Kuhn a Gádamer, de Heidegger a Foucault y
Derrida, de Weber a Sloterdijk y de Lyotard a Deleuze y Rorty, las más lúcidas cabezas
filosóficas de nuestro tiempo han elevado el ajuste de cuentas con la Ilustración a
imperativo categórico del pensamiento, a canon de lucidez filosófica. Hasta Habermas,
última espada part time ilustrada, ha cedido tanto a la deriva pluralista, aunque sea
como estrategia de autodefensa, que puede ser incluido en este dominante “club” de la
crisis ilustrada.

Ahora bien, y aquí radica el problema particular que estoy intentando desarrollar,
esta doble tesis -la que afirma la identidad entre liberalismo y pluralismo y la que
afirma la base filosófica antiilustrada del pluralismo- encubre una paradoja. Y es una
paradoja curiosa, sutil e ilustrativa, cuyo desvelamiento nos aclarará muchas cosas, o
esa al menos es mi pretensión. La presencia de la paradoja parece poco cuestionable,
como revela el hecho de que raras veces se ponga en cuestión la alianza, si no la
identidad, entre liberalismo e Ilustración; como apoya la tradición historiográfica
dominante, que pone la filosofía ilustrada como fuente del liberalismo y, sin adversarios

19
Ver C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época. Madrid, Alianza, 2003; y D. Held, Modelos de democracia.
Madrid, Alianza, 2001.
29
relevantes, parece definitivamente consolidada. Ahora bien, al tiempo que se postula sin
reservas la identidad entre liberalismo y pluralismo, presentando éste como la
perfección de la idea liberal, al mismo tiempo se afirma sin fisura que el pluralismo
nace de la crisis y superación de la Ilustración, aliado a una filosofía de la diferencia o
del acontecimiento, genéricamente pluralistas. Y ahí se revela la paradoja de forma no
cuestionable, pues al mismo tiempo que se piensa el pluralismo como el liberalismo
“desarrollado” se rompe con su filosofía (ontología racionalista y universalista ilustrada)
y se establece una alianza con la otra filosofía (ontología de la contingencia o la
indeterminación). Giro este nada fácil de asimilar.

Convengamos que resulta paradójico, si no contradictorio, o al menos extraño;


aceptemos que tanta confusión reclama al menos una clarificación, pues son muchas las
preguntas que se nos vienen a la mente. Por ejemplo, un liberalismo sin filosofía
ilustrada –en rigor, sin Filosofía con mayúscula, como quieren Rawls y Rorty con sus
tesis respectivas de “política no metafísica” y “democracia sin filosofía”-, sin una
racionalidad fuerte e inequívoca que ponga el orden, la jerarquía, los criterios de
decisión, las virtudes, las verdades, los derechos..., ¿puede seguir siendo considerado un
liberalismo?. Si el fondo filosófico del liberalismo es la filosofía racionalista, de la
identidad, subjetivista y logocéntrica de la Ilustración, y si, en cambio, el fondo
filosófico del pluralismo es la filosofía antiracionalista, pluralista, de la diferencia y el
acontecimiento, ¿cómo es posible pensar el pluralismo político como liberalismo
político acabado, como hace Rawls en su célebre texto sobre El liberalismo político?20.
¿Por qué no asumir con valentía que el liberalismo cerró su ciclo, encontró su
enterrador, aunque éste no fuera el esperado y anunciado por Marx al referirse al
proletariado y la burguesía, sino un enemigo de casa, nacido en, desde y para el
capitalismo, cuyas necesidades de desarrollo imponen hoy fagocitar las instituciones,
ideas, valores y prácticas que ayer le sirvieron para instaurarse y reproducirse?. ¿Cómo
no ver el absurdo del “estado mínimo” liberal al comprobar que los gobiernos más
liberales cada año incrementan el volumen de sus presupuestos, ya en cifras de vértigo y
no obstante siempre insuficientes, para cumplir su inevitable tarea de protección social y
empresarial?. ¿Cómo no darse cuenta de la broma liberal ante una tarea legisladora
asfixiante, una extensión de la gestión y la burocracia agobiante, una presencia social
del estado alarmante incluso para la izquierda más incansablemente estatista?. Estas
tendencias sociales apreciables no son errores o desviaciones, son necesidades que
exigen ser pensadas y liberadas de la máscara del ya anacrónico discurso liberal. Sólo
con ese gesto de coraje de llamar a las cosas por su nombre podremos pensar realmente
la crisis, la inevitable crisis, de instituciones como el parlamento, los partidos políticos o
los sindicatos, y acabar con una ya demasiado larga lamentación por su creciente
inoperancia y progresivo vaciamiento funcional.

1.3. He titulado esta reflexión “Pensar sin verdad, vivir sin moral” precisamente
como una forma particular de enunciar esta problemática. Considero que el título
describe de forma efectiva la idea de pluralismo en dos pinceladas, con toda la
20
J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 2003.
30
imprecisión intrínseca a la necesaria esquematización. En la ideología pluralista
subyacen esas dos máximas, la de pensar sin verdad y la de vivir sin moral, que bien
mirado es una sola desdoblada en dos ámbitos de la existencia, el teórico y el práctico.
La verdad y la moral (no así las plurales creencias y las diversas formas de vida ética)
son sacrificadas en el pluralismo filosófico; al menos lo son en el sentido fuerte,
normativo, que conservaron a lo largo de los siglos. Ante esta evidencia algunos dirán
que han sido “felizmente superadas”, dejando ver así la orilla de su militancia. Pero,
aunque así fuera, aunque los argumentos en tal sentido fueran potentes, las preguntas
que se pueden plantear seguirán siendo pertinentes: ¿es posible un liberalismo sin
verdad y sin moral que no sea una farsa de su propia idea?. Y si lo fuera, ¿qué nuevas
credenciales de legitimidad podría presentar una vez hubiera renunciado a las
determinaciones que lo avalaron?.

Estas son preguntas de largo alcance, que cuestionan la coherencia entre


pragmatismo y liberalismo; son preguntas gruesas que no plantearé en este momento,
pero que deben tenerse presentes. En el fondo son preguntas para ir respondiéndolas en
proyectos de reflexión e investigación de largo recorrido. Es lo que intentamos hacer en
mi grupo de investigación “Crisis de la razón práctica”, en la Universidad de Barcelona.
Cuando iniciamos el programa de investigación sobre “Pluralismo filosófico, pluralismo
político”, algunos de cuyos resultados se recogen en el libro del mismo título 21,
estábamos interesados por estas cuestiones y queríamos respuestas urgentes; pero pronto
comprendimos que se trata de preguntas tan complejas de plantear como comprometidas
de responder. Recientemente he publicado un texto, no sé si bueno pero sí voluminoso,
de título Asaltos a la razón política 22, dedicado al pluralismo filosófico, a sus raíces, su
génesis y sus efectos teóricos y prácticos. En el mismo he trazado esa deriva de la
filosofía hacia resignación de pensar sin verdad; y los efectos en la cultura al afrontar el
reto de vivir sin moral, sin fundamentación de la justicia o de la solidaridad, devenidas
prácticas relativas y no exigibles.

Aquí centraré la atención en el pluralismo político y, para ser más preciso, en la


problemática articulación del pluralismo en el discurso liberal. Se trata de seguir
adelante con esa reflexión y pensar los efectos sobre el discurso liberal dominante, un
pensamiento fuertemente trabado con la filosofía racionalista moderna, efectos causados
por la aparición de otra filosofía antiilustrada, antiracionalista y, en el límite,
antifilosófica. O, para ser más tolerante con el léxico contemporáneo y más benevolente
con su propuesta, la filosofía postfilosófica. De forma especial y particularizada trato de
plantear si es pensable sin paradojas ni incoherencias la reconversión del discurso liberal
de individualista a pluralista, para ajustarse así a los nuevos tiempos socioculturales y
filosóficos; pretendo indagar y esclarecer, como corolario, si se trata de una estrategia
de enmascaramiento o si es una operación de travestismo.

21
J. M. Bermudo (coord.), Pluralismo filosófico, pluralismo político. Barcelona, Horsori, 2003.
22
J. M. Bermudo, Asaltos a la razón política. Barcelona, Ed. del Serbal, 2005.
31
2. Liberalismo y pluralismo.

Si se me acepta -y ruego al lector que lo haga porque se trata de una valoración


tópica, generalmente aceptada, aunque como todo en filosofía pueda cuestionarse- que
la cara de la filosofía contemporánea es antiilustrada y pluralista, podemos seguir con
nuestra reflexión dirigida a clarificar o disolver la paradoja que nos ocupa. De entrada
tenemos dos alternativas, dos hipótesis, que nos ofrecen vías de salida, pues la
aceptación de cualquiera de ellas disolvería la confusión:

a) Primera hipótesis: podemos pensar que la relación entre liberalismo y filosofía


ilustrada es falsa, que es una lamentable y obstinada confusión de la historiografía a lo
largo de los siglos. Es una hipótesis que al menos de entrada resulta extravagante, que
desafía tanto a la consciencia de sí de los autores modernos cuanto a la larga y fecunda
historiografía que ha dominado hasta nuestros días. Hasta R. Rorty, que declara a la
filosofía como algo externo a la política y ahora en nuestro tiempo innecesaria,
reconoce que la alianza entre ilustración y liberalismo jugó un papel esencial en el
origen de éste, tanto en la elaboración del concepto como en la instauración del orden
liberal. Por tanto, y aunque en filosofía todo puede volver a ser revisado, de momento
podemos descartar esta hipótesis sin mala conciencia. Es preferible bailar con la
paradoja que forjar alianzas con tan extravagantes salidas (huidas) hermenéuticas.

b) Segunda hipótesis: podemos postular que el liberalismo no es identificable con el


pluralismo, que éste es una representación del orden político y social diferente y opuesto
al liberal, surgiendo y alimentándose precisamente de su crisis; en suma, que son
inconmensurables y opuestos. Esta hipótesis también puede parecer prima facie
sorprendente, ante la constatación de la coincidencia generalizada de los más diversos
autores en afirmar la identidad de fondo entre liberalismo y pluralismo; pero, a
diferencia de la anterior, en este caso la historiografía no es tan homogénea ni tan
contundente, por lo que en estas brechas podemos encontrar buenas razones para la
sospecha. Por eso, por no ser esta segunda hipótesis de postular la oposición entre
liberalismo y pluralismo manifiestamente extravagante, opto por elegirla como vía de
reflexión para resolver la paradoja. En rigor, desde la misma no sólo se cuestiona que el
pluralismo sea culminación del liberalismo (y, por tanto, su identidad de esencias), sino
que induce a argumentar que son representaciones del mundo opuestas, alternativas,
fuertemente inconmensurables.

Las sospechas sobre la identidad o asimilación del pluralismo y el liberalismo son


muchas y de muy distinta índole. Baste recordar que el liberalismo pivota sobre los
individuos, sus derechos, sus elecciones, sus voluntades, mientras que el pluralismo
reconoce la subjetividad de los colectivos, las minorías, las etnias, las culturas, los
pueblos; es decir, juegan con sujetos políticos diferenciados. Recordemos también que
las instituciones políticas genuinamente liberales, el parlamento y los partidos, dan
muestras de anacronismo en el orden pluralista de nuestro tiempo, tanto porque el
principio de formación dialéctica de la voluntad y de la ley queda sustituido por el
consenso con las partes afectadas (agentes sociales, colegios profesionales, minorías,
32
movimientos cívicos o vecinales…), que proporciona acuerdos puntuales infinitamente
revisables y readaptables, cuanto porque se parte del reconocimiento de la diferencia, de
su relevancia política, cosa totalmente impensable en el pensamiento liberal moderno.
Son cuestiones políticas prácticas, de innegable presencia en nuestras sociedades
occidentales, que apoyan la sospecha sobre esa tópica e impensada asimilación del
pluralismo al liberalismo.

Y si, para echar más sombras y más densas, ya que estamos entres filósofos,
queremos una cuestión, una duda, proveniente del campo filosófico, basta con recordar
dos hechos. El primero, la densa polémica entre universalistas y comunitaristas en el
seno del liberalismo23; un debate entre “hermanos políticos”, pero cuyas respectivas
posiciones filosóficas, una esencialista individualista y la otra contextualista
(culturalista) y tendencialmente pluralista, convierten su debate en diálogo de sordos. El
segundo hecho anunciado refiere a las insalvables diferencias y conflictos entre los
filósofos genéricamente antiilustrados y pluralistas; es bastante evidente que entre estos
filósofos hay muchos, y de los más coherentes, con posiciones radicalmente
antiliberales, como Heidegger, Foucault o Derrida. El mismo Rorty lo reconocía con
claridad, con su habitual cinismo, al describir sus amores y rechazos con Habermas y
Foucault: le seduce la filosofía del francés, pero no soporta su política; en cambio,
comparte el liberalismo del filósofo alemán, pero no le atrae su filosofía
(insuficientemente antiilustrada). Aunque no sean argumentos teóricamente definitivos,
cosa que acepto, al menos aportan nuevas dudas que ayudan a remover ese tópico de la
identidad entre liberalismo y pluralismo.

3. Los tres escenarios de reflexión.

La verdad es que la tarea de pensar la relación entre liberalismo y pluralismo pone en


marcha en el analista un complejo proceso genealógico, en el que sucesivamente van
apareciendo argumentos a favor de la identidad y de la distinción, poniendo de relieve
que al menos ante una mirada atenta la relación entre ambas concepciones filosófico
políticas es más compleja y maleable de lo que pudiera parecer a simple vista. Por mi
parte, en la reflexión que he llevado a cabo al respecto, he percibido o soportado esa
complejidad. Según el escenario de reflexión (histórico o analítico), según el enfoque
metodológico, según los aspectos que centren la atención, etc., esa relación aparece con
contornos diferentes, con perfiles móviles.

Aunque sea una esquematización fuerte, de la que en algún aspecto tengamos que
arrepentirnos, a efectos prácticos podemos distinguir al menos tres momentos o escenas
analítico-discursivas posibles. Un breve resumen de esos momentos analíticos me
ayudará a enunciar la idea que me propongo someter a vuestra consideración; después
pasaré al análisis y valoración de las tres perspectivas:

23
AA. VV, Liberalismo, comunitarismo y democracia. Barcelona, Piados, 1996; y R. Soriano, Interculturalismo, entre
liberalismo y comunitarismo. Córdoba, Almuzara, 2004.
33
a) En una primera escena discursiva, de perfil histórico, situada en el momento
augural del liberalismo y con la pretensión de reconstruir su origen, éste no sólo se
distingue, sino que se opone con fuerza al pluralismo; nace contra él, surge como su
otro. Efectivamente, el liberalismo parece constituirse históricamente sobre las ruinas
del pluralismo (aunque parezca sorprendente, el pluralismo político, al menos cierta
figura del mismo, es históricamente anterior al liberalismo).

b) En una segunda escena, de perfil analítico, cuando se intenta pensar la esencia del
liberalismo, su sentido, la distinción y oposición con el pluralismo se diluye y deja paso
a la identidad, que irrumpe de forma potente, representando la inseparable unidad entre
ambas ideas. Entonces parecen no sólo compatibles, sino exigiéndose una a la otra, con
eterna mutua presencia.

c) En fin, una tercera escena, de corte crítico político, que aparece cuando el discurso
pone a prueba la idea liberal y busca sus límites, cuando trata de fijar su concepto, nos
revela una nueva escisión entre ambas ideas, aparecen resistencias a dejarse unificar o
reducir. Es como si apareciera una nueva y radical diferencia que nos exigiera cambiar
de perspectiva, ampliar el léxico y distinguir “tipos” de pluralismo.

Como he dicho, se trata de tres perspectivas o escenarios de análisis, en cada uno de


los cuales la relación entre los conceptos de liberalismo y pluralismo presenta
peculiaridades, que van de la identidad a la contraposición. Pasemos a describir y
valorar, en apartados sucesivos, estas distintas formas de la compleja relación entre las
ideas de liberalismo y pluralismo, para posteriormente mostrar que esa complejidad se
hace sentir en las insatisfactorias propuestas de sociedad pacificada del debate filosófico
político contemporáneo.

3.1. (Universalismo vs. Pluralismo).Es bien conocido que en el plano histórico el


liberalismo político responde al paradigma de la ciencia física moderna, cartesiano-
newtoniano-laplaceano. El estado representa la misma voluntad de acabar con los
“lugares naturales” en la sociedad, con la pluralidad de espacios ontológicos
diferenciados. El estado moderno es la versión político jurídica del paradigma
newtoniano, caracterizado por la uniformidad absoluta de su universo, por la absoluta
identidad de esencia en todo su ámbito. Sin entrar en detalles históricos, es bien
conocido que el barroco paisaje jurídico medieval, mosaico de diferencias, fue
sustituido por la ley igual y común en todos los rincones del reino, por la ley ciega a las
pertenencias, adscripciones, condiciones y tradiciones. En el estado liberal moderno
sólo caben individuos “iguales” ante la ley identificadora, como en el universo sólo hay
átomos sometidos a las mismas indiferentes leyes de la naturaleza. Las diferencias, en
uno y otro caso, son ignoradas por la ley, no son relevantes para ella, que se aplica sin
alma y sin sombra de particularidad. La ley civil es ciega a estandartes y libreas como la
ley natural de la mecánica es indiferente a los colores, valores y símbolos. El estado
moderno, por tanto, es la negación de la pluralidad feudal.
34
Si en el plano histórico se revela que el liberalismo nace de las cenizas de la
pluralidad feudal, en el ámbito imaginario de la fundamentación ocurre algo semejante.
En este plano de representación el liberalismo piensa el origen del orden político, su
momento augural, construido sobre un imaginario y normativo contrato social entre
individuos libres y diferentes en el que, en el acto constituyente, instauran una esfera de
igualdad, donde aparecen desvestidos de sus identificaciones particulares para crear una
inédita identidad común, artificial, político jurídica, que se superpone a las identidades
naturales, étnicas o culturales, que explícitamente quedan ocultas, dejan de tener
relevancia jurídica. Hay que recordar que el estado moderno se instaura en la medida en
que es capaz de privar de sentido y operatividad a las múltiples formas de
identificación, adscripción y pertenencia premodernas, de vaciarlas de sentido, de
eliminarlas o fragilizarlas de tal manera que permitieran y posibilitaran la nueva
ontología de la filosofía liberal: por un lado, el surgimiento de la idea de individuo
radicalmente independiente, único amo de sí mismo, es decir, sujeto (aparición de la
identidad individual); por otro, y al mismo tiempo, la idea de un universal unificador, el
estado como forma de la comunidad política, de la nueva manera de ser, persona
jurídica en la que los individuos quedan integrados, tal que despojados de sus casacas y
libreas pasaban a vestirse con una sola y única identidad colectiva universal, la de la ley.
Esta identidad político jurídica, racional y voluntaria en tanto que libremente elegida,
esta esencia formal igualitaria, se sobrepone con éxito a las identidades prepolíticas,
cuya persistencia queda relegada a la privacidad, sin reconocimiento legal. La unidad
racional se impone a la diversidad natural e histórica; la identidad política sustituye a la
pluralidad social.

En el escenario que exige la representación liberal del contrato social solo caben dos
identidades fuertes, el individuo (sujeto de derechos) y el estado (referente de lo
universal), ambas sacralizadas, reconociéndose mutuamente y sin poder compartir
ambas el reconocimiento de ninguna otra identificación sustantiva, reducidas las demás
identificaciones a meramente instrumentales. La figura del contrato social, pues, en el
discurso liberal clausura el estado nacional y ejerce la exclusión de toda otra identidad
sustantiva que no sea la del individuo, único reconocido como sujeto de derechos ante el
estado, y la del estado, único universal reconocido como común por los individuos. Las
identidades prepolíticas son excluidas de su ámbito, relegadas a los márgenes,
secuestradas en la privacidad. Citemos como ejemplo paradigmático el caso de las
naciones sin estado, siempre en lucha por su reconocimiento, que sólo es posible en la
medida en que el estado liberal hace quiebra y se metamorfosea.

Podemos decir, pues, que el liberalismo, tanto en la descripción histórica del origen
como en el discurso fundamentador del orden político, expresa el triunfo de la identidad
sobre la pluralidad político jurídica premoderna, expresa la marginación de la pluralidad
al reino de lo privado. Dejando de lado los contagios ocasionales, en el escenario de
representación liberal el referente sagrado es el individuo. El individualismo y el
universalismo que estructuran la ontología liberal tiene como consecuencia la negación
35
política de la pluralidad; la diversidad queda relegada a las fronteras de lo político, a la
privacidad, sin que pueda ser reconocida en la esfera pública. Como bien decía el joven
Marx, el liberalismo piensa al hombre escindido en dos figuras, la de burgués
(existencia sin esencia) y la de ciudadano (esencia sin existencia). La visión pluralista
de la sociedad no cabía en la representación liberal de la misma.

3.2. (Individualismo y pluralismo). Todo el pensamiento liberal está construido para


reconocer la realidad ontológica y la bondad ética del individuo; hasta la libertad está en
rigor pensada finalistamente, como condición de posibilidad de la individualidad, como
pone de manifiesto uno de los textos canónicos del liberalismo, el ensayo Sobre la
libertad, de John St. Mill. Ahora bien, esa individualidad que para constituirse exige
negar en la esfera pública la pluralidad natural e histórica, que impone hacerlas
invisibles, no puede realizarse sin ellas; paradójicamente, necesita de la diversidad, se
alimenta ella misma de la pluralidad de gustos, valores, capacidades, objetivos, etc., sin
los cuales no puede ni expresarse ni constituirse.

Un aspecto paradigmático en la constitución del estado moderno, como condición de


la paz, es el desplazamiento de la religión a la privacidad. No en vano se ha dicho que el
liberalismo es el triunfo sobre la época del cuius regio, eius religio. La ruptura con esta
máxima expresa esa exigencia de que las adscripciones o identificaciones colectivas
prepolíticas no sean político jurídicamente relevantes, de que carezcan de visibilidad en
el espacio público. Pero, al mismo tiempo, la ruptura con la máxima preliberal del
ancien régime tiene otra lectura, a saber, la de permitir al individuo que, qua individuo,
pueda tener una religión propia, una fuente de individualización. Una religión propia,
una estética propia, una moralidad propia, un plan de vida propio, son exigencias de la
idea liberal de individuo, que sólo pone como límite a la individualización que las
diferencias que la constituyen se den dentro de los límites e identidad del estado-nación.
La política liberal quedaba funcional y teleológicamente fijada en la misión de crear
esas condiciones de posibilidad de cooperar (límite de la comunidad) en libertad (límite
individualidad); de construir la individualidad en el marco de la ley; de potenciar la
individualización en el marco de la identidad constitucional.

Por tanto, puede afirmarse sin extravagancia que en el discurso liberal no sólo se
reconoce y se tolera la pluralidad, sino que la misma se defiende y sacraliza de forma
rotunda y necesaria. En rigor, la perfección de la ciudad liberal se mide por la pluralidad
que es capaz de generar y mantener, por la diversidad que asume constitutivamente, por
el éxito en el cultivo de las diferencias, del mismo modo que la calidad del mercado se
mide por la variedad de productos que pone en escena. Si se me permite una figura
grosera, que suelo usar más de una vez, la ontología social del liberalismo tiene como
modelo al supermercado, que actúa como su mejor metáfora. Efectivamente, el
supermercado en la sociedad capitalista constituye un escenario de la diversidad donde
cada individuo, eligiendo la cesta de su compra, define su figura económica, estética o
cultural, privatiza su perfil de consumidor, individualiza su estatus económico e
intelectual y, en definitiva, revela la diferencia o especificidad de su esencia. Si Marx
36
identificaba el ser del hombre con sus condiciones de trabajo, ahora podemos decir que
cada uno es lo que elige; hasta la cantidad de bienes-diferenciaciones compradas en el
supermercado expresa su esencia, su modo de ser en el mundo, su lugar social, su
“poder adquisitivo”. Cada elección es, pues, una determinación; la individualidad se
decide en el mercado, se construye mediante la acumulación de elecciones de compra:
la religión que uno escoge, la ideología que uno abraza, el club a que se pertenece, el
cantante con quien se emociona, el barrio donde uno vive, las opciones de valor que se
defienden..., son pasos en el inexorable camino de la individualización, en el tan
personal como condicionado proceso de constitución del sí mismo. Sin esa pluralidad de
determinaciones no habría individuo, como no es pensable el consumidor sin la
pluralidad que ofrece el supermercado, pues la individualización se gesta en la
combinación de determinaciones elegidas, es decir, y alargando la metáfora, la
individualidad se decide en la peculiaridad de cada cesta de la compra.

Por tanto, y para finalizar este apartado, desde esta perspectiva de la esencia del
individualismo como auto-determinación, la pluralidad es condición de posibilidad del
individuo y, en consecuencia, se revela como intrínseca al pensamiento liberal. La
sociedad pluralista es el escenario indispensable a la idea liberal. En esta segunda
escena, en este segundo momento del análisis, se impone, pues, la reconciliación entre
liberalismo y pluralismo, la interpretación de los mismos en claves de identidad; y así
toma sentido la tesis de que el pluralismo es, bien pensado, la culminación de la idea
individualista liberal.

3.3. (Pluralidad de pluralismos). Esa apuesta inevitable por el pluralismo, que en el


análisis del concepto se nos ha revelado como intrínseca al liberalismo, como condición
de posibilidad de su profesión de fe individualista, tiene en ese individualismo su razón
de ser y su límite. Quiero decir, en definitiva, que aunque necesaria e intrínseca al
liberalismo, la opción pluralista se presenta como instrumental y subordinada; dicho de
otro modo, que la pluralidad que el liberalismo exige y soporta es la necesaria, y sólo la
necesaria, para cumplir de forma óptima su principio individualista; en fin, que
cualquier pluralidad ajena a esa función resultará exterior, extraña o contrapuesta, a la
idea liberal. De esta forma, abriendo la reflexión sobre el carácter instrumental de la
condición pluralista de la sociedad, se abre una nueva problemática, a saber, la de
establecer los límites del pluralismo liberal, es decir, los límites de la pluralidad que
soporta y necesita, distinguiéndola de aquella otra pluralidad innecesaria y tal vez
insoportable.

Si el pluralismo liberal se justifica como defensa de una pluralidad que permite la


constitución de una ontología individualista, no es extravagante comenzar por sospechar
que la otra pluralidad, la ajena e incompatible con el liberalismo, será aquella cuya
presencia cuestione de uno u otro modo el individualismo ontológico, ético, político,
metodológico o estético. Si el principio esencial del liberalismo es el individualismo, y
su principio pluralista está exigido, subordinado y limitado por éste, los límites de su
37
pluralismo soportable dejan fuera aquella diversidad indiferente u obstaculizadora de su
función individualizadora. Dicho de otra manera, si el pluralismo liberal es
esencialmente un pluralismo pensado a la medida de la optimización de la
individualidad, pensado para hacerla posible y culminar su realización, el pluralismo
político liberal ha de ser una apuesta por una sociedad como pluralidad de opciones para
los individuos, en la que estos hagan posible la auto-determinación, que he descrito
como auto-elección de sus adscripciones. En consecuencia, dado que su apuesta por la
pluralidad es instrumental y subordinada a la construcción de la individualidad, su
principio sagrado, su fin absoluto, deja fuera de si, de su espacio de reconocimiento
político jurídico, cualquier otra pluralidad, estéril o nociva para ese fin constituyente.

Esto nos lleva de nuevo a plantear de forma radical la compatibilidad del liberalismo,
fundado como venimos diciendo en la identidad individual, con otras formas de
identidades colectivas, sean étnicas, culturales, nacionales, de género, o del tipo que
sean. Aunque no entraré en los entresijos de esta problemática, es obvio que la misma
tiene múltiple presencia en los debates ético políticos contemporáneos. De una forma u
otra está en juego en la confrontación entre universalistas, republicanistas y
comunitaristas, todos ellos disputándose un territorio en el seno o en los lindes del
liberalismo; un debate en el que también hay un ámbito para el multiculturalismo. En el
fondo de ese ya largo y clásico frente de reflexión, oculto por las alternativas positivas
que se defienden, está el mencionado problema ontológico de decidir los límites de la
pluralidad soportable por la representación liberal. Y en ese debate, en la medida en que
tanto comunitaristas como multiculturalistas hacen profesión de fe liberal, son ellos
quienes asumen la carga de la prueba, la tarea de pensar un orden político jurídico
individualista y pluralista consistente, donde el individuo pueda vivir sin desgarro dos
identidades: la identidad política que ha elegido y la prepolítica (histórica, cultural) que
soporta. La complejidad, la prolongación y el atrincheramiento que observamos en ese
debate, que da muestras de petrificación inevitable, pone de relieve las muchas
dificultades de ese proyecto y lleva a pronosticar la inevitable insatisfacción de sus
propuestas.

Mi particular escepticismo respecto a la posibilidad de un liberalismo multicultural, o


un multiculturalismo liberal, no implica de forma rotunda y definitiva que haya de
defenderse la incompatibilidad absoluta entre liberalismo y pluralismo. Lo que sí puede
inferirse de lo dicho hasta ahora es que si bien un cierto liberalismo pluralista, o un
cierto pluralismo político liberal, son pensables, de ahí, del reconocimiento de la
posibilidad de pensar como compatibles el liberalismo con “ciertas” formas de
pluralismo, no podemos concluir ingenuamente que liberalismo y pluralismo sean
compatible de modo universal. Confieso que mis reservas y dudas surgen, en concreto,
respecto a la posibilidad de pensar una sociedad (pluralista) multicultural bajo la forma
política del liberalismo. Me inclino a pensar que hay una diversidad ontológica
irreducible al marco liberal; que hay una pluralidad que no puede ser pensada político
jurídicamente relevante en la idea moderna del estado liberal. Considero que desde el
liberalismo, conforme a su concepto, siempre se sospechará de toda otra identidad que
38
no sea la del individuo y de toda pluralidad que no sea al servicio de la constitución de
la individualidad; y que, en consecuencia, siempre quedarán fuera, exterior, relegadas a
la privacidad, sin significación político jurídica, aquellas figuras de la pluralidad que no
caben en la metáfora del supermercado, por no ser determinaciones elegibles por el
individuo para su creación de sí, sino determinaciones que el individuo arrastra ya antes
de entrar.

Si aceptamos, sólo a efectos de claridad del análisis, la distinción entre “identidades”


e “identificaciones”, siendo las primeras determinaciones ontológicas constitutivas o
soportadas y las segundas autoconstituyentes o elegidas, podría formularse la tesis que
sostengo diciendo que la idea liberal moderna es compatible con una pluralidad de
identificaciones, pero no con una pluralidad de identidades.

Si aludimos por el momento los problemas derivados de esta distinción entre


“identidad” e “identificación”, la tesis en esta formulación parece rotunda y tratable
analíticamente. Para describirla mejor, permitidme detenerme en dos argumentos que
ponen de relieve las radicales diferencias entre los conceptos de identificaciones e
identidades. El primero se refiere a la contingencia de las identificaciones.
Efectivamente, las identificaciones cualifican a los individuos, fijan sus diferencias,
permiten la diversidad individual; las identificaciones son opciones libres de los sujetos,
idealmente hechas sin condicionamiento exterior. En tanto que adecuadas al sagrado
principio liberal de autodeterminación, han de ser de libre elección. Se elige un partido,
una religión, una corriente estética, una profesión, unas costumbres, un modo de vida…;
pero se eligen, en la idea liberal, sin necesidad. Se eligen –siempre según el liberalismo-
en una acción autoconstituyente del sujeto, en una acción que es el fin último y absoluto
del liberalismo: la creación de sí mismo. En cambio, las identidades no se eligen, se
soportan como determinaciones constitutivas; refieren a características intrínsecas del
grupo al que se pertenece, definen una “naturaleza”, (un género, una etnia, una clase),
una manera de ser objetiva y dada.

El segundo argumento se refiere a la universalidad o electividad de las


identificaciones. En tanto que las identificaciones también han de ser compatibles con el
principio de igualdad formal entre los individuos, han de ser abiertas a todos. El
liberalismo no puede pensar ni defender una diversidad que no se ofrezca igual a todos
los miembros del estado, que no esté formalmente al alcance de cada uno; no puede
aceptar colectivos, instituciones o clubes formalmente cerrados. En cambio, las
identidades son determinaciones ontológicas fuertes y exteriores a la subjetividad
individual, inapelable y ajena a la voluntad, inevitablemente cerradas.

El tercer argumento refiere a la provisionalidad o reversibilidad de las


identificaciones, si se prefiere, a su contingencia. La idea liberal de la construcción de sí
mismo define un espacio de indeterminación, en el que las elecciones han de ser
reversibles y transversales, es decir, adscripciones que pueden deshacerse y que son
39
compatibles, no planteando problemas de alternativas. Las identidades, en cambio, son
irreversibles y excluyente: no se puede pertenecer a dos géneros, a dos clases sociales, a
dos culturas.

Desde esta grosera diferenciación, que sin duda debería ser más intensa y
precisamente matizada, se puede comprender que la pluralidad de identificaciones que
promueve el liberalismo sea exclusivamente de tipo ideológico cultural: pluralidad de
religiones, de partidos, de modos de vida, de clubes e instituciones que, eso sí, han de
ser de libre elección, abiertas a todos, sin “discriminación” de ningún tipo, reversibles,
compartibles, etc.. No podía ser de otro modo, en cuanto que el liberalismo piensa
siempre las asociaciones (políticas, culturales, económicas…) como instrumentales
para, y subordinadas a, la individualidad, y en modo alguno como sustantivas, como
determinaciones ontológicas comunes a los individuos; además, las piensa siempre con
sospecha, con cierto recelo, como riesgo inevitable que hay que asumir en un proceso de
individualización que las exige pero que, al mismo tiempo, ve en ellas la sombra de una
amenaza, sea a la identidad personal del individuo, sea a la identidad común del estado.

La pluralidad liberal, que soporta y requiere el individualismo liberal, queda así muy
delimitada; la metáfora del supermercado, que presenta las elecciones como
identificaciones coyunturales y no como identidades determinantes, vuelve a mostrarse
válida y fecunda para aludir a la idea. Circunscrito a la esfera ideológica, a la pluralidad
de origen humano, construida por los seres humanos, el discurso político liberal deviene
ciego a la diferencia sustantiva, de otro origen y función que la creación de sí mismo,
ciego a toda pluralidad esencial, sea la de orden antropológico, cultural, étnico o de
género. Y no debiera sorprendernos este límite de la pluralidad soportable por el
liberalismo, pues su atractivo de ayer, su seducción originaria, residía precisamente en
la indiferencia del estado o de la ley ante las diferencias no jurídicas, como bien
representa la postulada ceguera en las figuras icónicas de la justicia Las únicas
“identidades” (identificaciones) que el discurso liberal reconoce sin reservas, y siempre
bajo el presupuesto de que no resten predominio al estado y al individuo, siempre como
soportes de éstos, son las asociaciones político ideológicas, cuya figura más
emblemáticas son los partidos. Pero debe notarse, bajo esta oficial aceptación, la
constante sospecha vertida sobre los mismos por el discurso liberal, su constante crítica
a su burocratismo, a su escasa permeabilidad democrática, a sus limitaciones para
recoger y representar la voluntad de los individuos, etc.. En cualquier caso, a los
partidos, como entidades colectivas, no se les permite ejercer una determinación
sustantiva, autónoma; siempre han de justificarse por su servicio al estado y/o a los
individuos. La “pertenencia a un partido”, como cualquier otra identificación, carece de
relevancia jurídica, pertenece, pues, al ámbito de lo privado, de la creación de sí mismo.

Esto nos permite concluir que una cosa es el pluralismo de las identificaciones y otro
el pluralismo de las identidades. O, si se quiere, que una cosa es el pluralismo liberal,
de tipo ideológico, y otro el pluralismo ontológico, prepolítico. Aquel aparece como
condición de posibilidad de construir la individualidad: éste, como reto y obstáculo para
40
la misma y para la universalidad del espacio jurídico que la constituye. En
consecuencia, liberalismo y pluralismo no pueden pensarse como genéricamente
compatibles: y, por tanto, conviene deslindar el pluralismo soportable por el liberalismo
de aquel otro que se muestra incompatible.

4. Proyecto universalista de ciudadanía.

El problema que vengo planteando es importante tanto en el plano práctico, político


(queda cuestionada nada menos que la posibilidad de que un orden liberal pueda
asimilar el multiculturalismo, reto histórico principal planteado a nuestras comunidades
políticas), cuanto en el teórico, como revela su presencia en los principales debates de la
filosofía política contemporánea. Refiriéndonos a éstos debates, basta citar como
ejemplos las dificultades que tiene Rawls para acuñar una idea de “pluralismo
razonable”, que no satisface a nadie, pero que revela el reconocimiento,
insuficientemente explicitado, de que hay formas de pluralismo, que calificaremos de
“no razonables”, que son excluidos del ámbito liberal como insoportables24. Podría
también hacer referencia al concepto de “justicia plural”, de Walzer, que expresa en qué
medida el pluralismo exige cambiar la noción liberal de justicia, liberándosela de su
contenido redistributivo y asimilándola al reconocimiento 25. Y también es oportuno citar
el debate feminista, especialmente al más radical, con su nítida opción de género 26.
Todos ellos, sin entrar en su valoración filosófica ni política, nos muestran las
dificultades del pensamiento liberal para asimilar estas formas “pre-racionales” y “pre-
políticas” de pluralidad.

Pero entre todos estos debates filosófico políticos uno de los más transcendentes y
vivos del presente es el que se da en torno a la calidad de la ciudadanía, que también es
un lugar privilegiado para analizar la consistencia y límites de la idea de un liberalismo
pluralista; con la peculiaridad de que en este caso se escenifica abiertamente el
problema del liberalismo para pensar en su seno la diferencia ontológica de la
multiculturalidad, de la diversidad étnica27.

Es bien conocido que el discurso dominante sobre la ciudadanía sigue las tesis de T.
H. Marshall28, enfoque genuinamente liberal, con el objetivo explícito de diseñar una

24
Nuestra valoración del “pluralismo razonable” de Rawls en J. M. Bermudo, “El pluralismo razonable”, en Convivium.
Segona Serie, 19 (2006).
25
La lista sería muy larga. En esta línea deberíamos situar a autores como Michael Walzer (Esferas de la justicia y
Moralidad en el ámbito local e internacional ), que monta su reflexión sobre la ciudadanía sobre las ideas de justicia compleja e
igualdad compleja, y a Charles Taylor (Multiculturalism and “The Politics of Recognition”), que la apoya en la noción de
“identidad compleja”. Sobre la la justicia como redistribución y reconocimiento, ver Nancy Fraser y A. Honneth, Redistribución o
Reconocimiento?.
26
Seyla Banhabid (Los derechos de los otros. Gedisa, 2005); Another cosmopolitanism. Oxford U. P., 2006); Iris M. Young,
(La justicia y la política de la diferencia. Cátedra, 2000); Nancy Fraser, Adding insult to injury: social justice and the politics of
recognition. Londres, Verso, 1999); Martha Minow (Partners, Not Rivals: Privatization and the Public Good. Beacon Press 2002).
27
Igual podríamos hacer con otras formas de esa diversidad, como el género en el debate sobre el feminismo, y la clase en el
debate marxista.
28
T.H. Marshall, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1998.
41
comunidad política integrada, de construir una unidad o identidad política, haciendo
abstracción de las ocasionales determinaciones naturales, étnico culturales o prepolíticas
de los individuos miembros, y sobreponiendo la identidad político jurídica como única,
intrínseca, necesaria y suficiente al orden político. Es decir, Marshall piensa la identidad
política como radicalmente diferente y ajena a otras formas de identidad, al tiempo que
moralmente superior y políticamente suficiente para garantizar el orden y la vida en
común.

Creo que esta es la clave de la propuesta de ciudadanía universalista de Marshall. En


su seno, según la relevancia que se de a uno u otro de los tres factores de la ciudadanía
(pertenencia, derechos y participación), se configurarán las posiciones que hoy se
disputan el suelo liberal: comunitarismo, liberalismo democrático y republicanismo
cívico; pero tienen la misma raíz y el mismo techo, siendo dos variantes de la llamada
ciudadanía universalista.

Frente a esta línea ha surgido en los últimos tiempos otro proyecto de ciudadanía,
que abandona la perspectiva de construcción del estado desde los individuos abstractos,
sin determinación étnico-cultural o histórica, para asumir un escenario en el que el
punto de partida son los individuos integrados en grupos, soportes de identidades
prepolíticas de diversos carácter (étnica, cultural, lingüística, religiosa, etc.). En este
nuevo escenario se rechaza la idea de ciudadanía universalista, fuertemente integradora,
que hace abstracción de la diferencia, y se reafirma la pluralidad de identidades
diferenciadas y, en las posiciones límites, inconmensurables. Unas veces se crítica la
impotencia del modelo liberal para reconocer y salvaguardar las diversas formas de
identidad prepolíticas29; otras veces, y esta es una crítica más frontal, se aportan razones
morales, negando la supremacía de la identidad política sobre la identidad étnica o
cultural, rechazando el orden de subordinación entre ambas, proponiendo un equilibrio
cuando no una inversión en la dependencia. En conjunto, estas propuestas apuntan a la
elaboración de un modelo de ciudadanía diferenciada.

De los múltiples modelos reivindicativos de la ciudadanía diferenciada el referente


actual más sólido es el promovido por W. Kymlicka y W. Norman 30, que ellos llaman a
veces “pluralismo crítico”, otras “pluralismo cultural”, y que pretende la integración de
las minorías etnoculturales en el estado sin perder sus rasgos diferenciales propios. Tal
vez la más potente descripción de esta concepción de la ciudadanía es la que nos ofrecen
los textos de W. Kymlicka, en su renovada denominación de “ciudadanía
multicultural”31. Se trata, insisto en ello, de una propuesta de sociedad política liberal,
cuyo modelo no sólo respete fuertemente las diferencias etnoculturales, sino que se
comprometa, por fidelidad a los principios liberales, con la conservación de la

29
Aquí prepolítica no significa estrictamente “natural”, sino previa y ajena al orden político sobre el que se define la
ciudadanía; es decir, puede incluir identidades que a su vez son “políticas”, cuando dicha comunidad queda integrada en otra, como
es el caso de los grupos étnicos en el estado, o de éstos en las federaciones, etc.
30
W. Kymlicka y W. Norman, “Return of the Citizen: A survey of Recent Work on Citizenship Theory”, Ethics 104/2 (1994):
352-381.
31
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship. A liberal theory of Minority Rights. Oxford, Clarendon Press, 1995.
42
pluralidad de identidades en el seno del estado. Y este compromiso es el gran reto a la
filosofía política de nuestros días.

Aquí y ahora sólo nos interesa este aspecto de la propuesta de Kymlicka, a saber, el
presupuesto que subyace a su reflexión según el cual son los mismos principios liberales
los que exigen la multiculturalidad del estado liberal, tal que el estado multicultural es
una exigencia intrínseca al concepto de liberalismo. Sólo con este presupuesto se
entienden afirmaciones suyas que, de otro modo, resultarían paradójicas. Por ejemplo,
cuando argumenta que la identidad nacional o etnocultural es más favorable a la
autonomía individual que la identidad política, nos dice: “He sostenido, sin embargo,
que la pertenencia de la gente a su propia cultura social tiene una gran importancia
porque ayuda a efectuar una elección individual significativa y a sustentar la
autoidentidad. Aunque los miembros de una nación (liberalizada) no compartan ya
valores morales o formas de vida tradicionales, están profundamente vinculados aún a
su propio idioma y a su propia cultura. De hecho, precisamente porque la identidad
nacional no se apoya en valores compartidos (como dice Yael Tamir, en Liberal
Nationalism, la identidad nacional se haya “fuera de la esfera normativa”), aporta un
cimiento firme para la autoidentidad y la autonomía individual. La pertenencia cultural
nos proporciona un marco de elección inteligible y un sentimiento firme de identidad y
pertenencia, al que recurrimos cuando nos enfrentamos a cuestiones relacionadas con
proyectos y valores personales. El hecho de que la identidad nacional no exija valores
compartidos explica por qué las naciones son unidades apropiadas para la teoría liberal,
ya que las agrupaciones nacionales proporcionan un ámbito de libertad e igualdad y una
fuente de confianza y reconocimiento mutuos que pueden conciliar la disensión y las
discrepancias inevitables respecto a las concepciones de lo bueno en una sociedad
moderna”32.

El pasaje de Kymlicka, interpretado de forma abstracta y descontextualizada, parece


negar de raíz la tesis que venimos manteniendo en este artículo de las dificultades, si no
de la incompatibilidad, entre liberalismo y pluralismo multicultural. Pero, en rigor, una
mirada más atenta nos revela que Kymlicka ha dado un nuevo giro de tuerca al
problema, abriendo un escenario de argumentación especial. En el fondo viene a decir
que si el objetivo último de un estado liberal ha de ser proporcionar a los sujetos
individuales unas condiciones de elección libre de su plan de vida, pues eso es la
autonomía, ha de garantizar que, efectivamente, en la elección pongan en juego su
subjetividad: subjetividad logocéntrica y universalista en el caso de los individuos cuyo
yo se ha tejido en la civilización occidental, y subjetividad étnica y contextualista en el
caso de los individuos que mantienen la identidad prepolítica como determinación
fuerte de su personalidad. Sólo así el estado liberal cumpliría el principio de garantizar
que cada uno elija en condiciones de igualdad –cada uno desde su identidad y opción de
valor- su proyecto de vida. Y sólo así se entiende la prima facie extraña afirmación de

32
Will Kymlicka, “Nacionalismo minoritario dentro de las democracia liberales”, en Soledad García y Steven Lukes (eds.),
Ciudadanía, justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI, 1999, 156-157.
43
Kymlicka según la cual la identidad nacional favorece la vida liberal, pues explicita el
supuesto de que la nación es el marco apropiado para ejercer la individualidad
sustantiva, es decir, la elección desde un tejido de valores.

A pesar de la novedad y del atractivo de esa nueva vía de reflexión, cara a lo que
aquí nos preocupa la propuesta de Kymlicka sólo me interesa en tanto que ejemplifica
las dificultades de pensar esa sociedad liberal multicultural. Sus disquisiciones de fina
orfebrería son una buena muestra de los equilibrios que hay que hacer para evitar las
salidas consistentes que nos asustan. Pienso que ese discurso de Kymlicka debería
llevarle en coherencia a la reivindicación de la independencia de cualquier nación o
minoría etnocultural, a su constitución en comunidad política; solo así la identidad
nacional, que en su reflexión sirve de soporte a la identidad política, puede cumplir su
papel de apoyo a la construcción de la liberalización de las relaciones y de la identidad
individualista (si dicha identidad nacional no subordina en exceso al estado volviéndolo
integrista). En el seno del estado plurinacional, en cambio, la identidad nacional no
opera necesariamente de forma individualizadora; al contrario, con frecuencia tiene el
trágico destino de acabar enfrentándose a la individualización, que es el mecanismo de
reproducción hegemónica de la identidad políticas estatal.

Creo que una lectura amplia y atenta de los textos de Kymlicka, y de su misma
evolución teórica, permite ver las dificultades de su proyecto de pluralismo político
liberal, paradigma de todo modelo liberal que pretenda abarcar el multiculturalismo, es
decir, de todo planteamiento que incluya la identidad o complementariedad entre
liberalismo individualista y reconocimiento político jurídico de la pluralidad (etnia,
género o nación). El atractivo desplazamiento teórico de Kymlicka, introduciendo una
idea de autonomía comunitarista, pensando al sujeto vestido de identidades y valores, no
es la solución del problema, sino su disolución imaginaria. Dejando de lado los
malabarismos discursivos, parece poco razonable olvidar que la posibilidad de unidad
política liberal está en función directa de la capacidad del estado para tratar a los
individuos como seres abstractos, sin adscripciones. Podemos encontrar propuestas
alternativas a ese modelo liberal individualista; las hay y podríamos compartirlas con el
autor canadiense si no se aferrara al modelo imposible de la “ciudadanía diferenciada”,
que inevitablemente se teje en la red del pensamiento liberal, del que no hace intento
alguno por salir. No niego la posibilidad de una sociedad pluralista y multicultural
pacificada; pero sí cuestiono que esa sociedad pueda darse con fidelidad a los principios
individualistas del liberalismo político, es decir, en el marco del estado liberal.

Mis dudas vienen avaladas por el mero hecho de que, dentro de esa misma línea de
pensamiento regido por la idea de ciudadanía diferenciada, surgen posicionamientos
críticos nada despreciables. Así, con posiciones más sensibles al conflicto inevitable
entre determinación etnocultural e identidad política plurinacional, destaca la propuesta
de pluralismo radical de Iris M. Young33. Aunque considera, con Kymlicka, la
ciudadanía universalista e integradora como un atentado contra la genuina igualdad, en
33
Iris M. Young: La justicia y la política de la diferencia, Cátedra, Madrid, 2001. (Justice and the Politics of Difference.
Princeton U.P., 1990).
44
tanto que dicho modelo de ciudadanía niega en la práctica los derechos de las minorías
sociales y étnicas forzándolas a la homogeneización, de forma lúcida reconoce Young
las dificultades de encontrar solución en el marco liberal; aunque de forma discreta, su
reflexión induce a pensar en la imposibilidad de una sociedad liberal multicultural, lo
que parece dar razón y autoridad a la tesis que estoy defendiendo.

Pienso que estas dificultades teóricas –que sin duda se reflejan en la realidad en las
políticas siempre insatisfactorias puestas en práctica- avalan la necesidad de un
desplazamiento radical de la perspectiva, que necesariamente ha de contemplar un doble
horizonte: o bien reconocer que la sociedad consecuente y radicalmente pluralista debe
buscarse fuera del marco liberal, marco que tanto cuesta abandonar; o bien renunciar al
sueño de la sociedad pacificada, reconociendo el conflicto como inevitable e intrínseco
al orden liberal, que ayer no pudo reconciliar las clases ni las naciones y hoy tampoco
las razas, las etnias o los géneros. Comprendo la resistencia a asumir el primer
horizonte, ligado a una alternativa revolucionaria hoy inasequible incluso a la
imaginación; pero es más difícil de entender que la filosofía silencie e invisibilice el
segundo horizonte. La filosofía que ayer apostaba por la crítica y la negatividad como
sus posiciones irrenunciables, hoy opta por lanzarse a ciegas en busca de formas
positivas de pensar la armonía, la reconciliación, la paz social, olvidando que cuando el
pensamiento se reconcilia con la positividad se reconcilia con su otro, se entrega a su
otro, en definitivas, se niega a sí mismo. Me parece que el reto principal que la realidad
pone al pensamiento actual es el de asumir el conflicto intrínseco a la realidad, asumir
su esencia irreductible y, en consecuencia, pensar en un orden social necesariamente
escindido34; mientras el pensamiento esté fascinado por la reconciliación, por la armonía
y la paz, estará huyendo de la realidad, poniendo guirnaldas de flores sobre las cadenas
de hierro que ahogan la diferencia o soñando el sueño del cantonalismo en la
indiferencia. Tal vez vaya llegando el tiempo de recuperar el camino perdido, de
sustituir la visión pluralista, que mistifica y diluye el conflicto, por una recuperada
mirada dialéctica, que lo reconoce y asume, aunque así abandone el escenario de la
consolación y asuma el desgarro de su ineludible finitud.

4. Conclusiones provisionales.

No son necesarias más apelaciones para relacionar estos límites del pluralismo liberal
con la ontología de fondo de la filosofía que lo sostiene, caracterizada por la más radical
34
Creo que, a pesar de sus peculiaridades, puede ser tenida como variante de la ciudadanía diferenciada la propuesta de
“ciudadanía múltiple”? de Derek Heater. Entiende que la única manera de evitar la subordinación, de equilibrar definitivamente las
múltiples pertenencias o adscripciones del individuo, es integrándolas todas en el “cubo de la ciudadanía”, bella metáfora cuyas
tres dimensiones constituyen los tres ejes de coordenadas donde encuadrar los diversos elementos: en el eje de las X, nivel cultural,
sitúa cinco registros: identidad, virtud, legal/civil, político y social; en el eje de las Y, nivel geopolítico, cuatro registros: mundial,
continental/regional, nación-estado y provincial/local; y en el eje de las Z, nivel educativo, tres registros: educación cívica en
conocimiento, en actitudes y en habilidades.
Así construye un concepto de ciudadanía múltiple como resultado de la “identidad y lealtad múltiples” en los aspectos
psicológico, pragmático y moral que resulta de la combinación de los cinco elementos, en los cuatro niveles geopolíticos y con la
ayuda de la educación ciudadana que desarrolla el conocimiento (de los hechos, de la interpretación y del papel personal), las
actitudes (autocomprensión, respeto por los otros, respecto por los valores) y las habilidades (de entendimiento, de juicio, de
comunicación y de acción). En rigor, Heater busca una integración cultural matizada, educada; una identidad multienraizada.
45
subjetivización de la realidad. Cuando en el discurso filosófico el mundo real-objetivo
es sustituido por la representación del mundo, cuando la ley misma es vista como el acto
más sublime de la subjetividad libre y autónoma autodeterminándose, es comprensible
que en el discurso político las únicas identidades colectivas que se reconozcan sea las de
tipo ideológico, de esencia subjetiva, pues responden a distintos puntos de vista, a
distintos discursos, a distintos proyectos, a distintos deseos, etc. Lo que el discurso
liberal no puede reconocer y, en consecuencia, rechaza de plano, es cualquier identidad
que responda a una determinación exterior, no subjetiva; por eso no reconoce los
géneros, las clases, las naciones, las etnias y, en general, cualquier limitación de las
figuras jurídicas por algo que exceda y se imponga a la voluntad del individuo, algo que
no sea una creación de la subjetividad.

El pluralismo liberal, por tanto, ahogado en su inmanentismo, no puede confundirse


con el pluralismo multicultural. Aquí no se trata de reconocer la pluralidad de
individuos y la bondad de la misma, sino la pluralidad de pueblos o culturas como
realidades sustantivas que determinan la subjetividad e identidad individual. Este
pluralismo pone en escena nuevos protagonistas. El protagonismo del individuo es
desplazado por el de la etnia, como totalidad sustantiva, que impone su límite (su
identidad) al individuo y que exige un nuevo orden político, no estatal, no logocéntrico,
no estructurado en el esquema individuos/universal, sino como unidad de identidades
colectivas fuertes, objetivamente determinadas. La identidad étnica o cultural no tiene
nada que ver con la propia de una asociación ideológica; en el espacio étnico la
adscripción, la pertenencia, no se elige, no es voluntaria, no es abierta ni reversible; en
rigor, no sólo se impone al individuo como determinación exterior de su yo, relación
propia del liberalismo entre la patria y el individuo, sino como constitutiva del mismo.

Se comprende la reticencia que el multiculturalismo plantea a los pensadores


liberales. Y se comprende también que éstos se sientan descolocados, porque, por un
lado, no quieren posicionarse frente al pluralismo en ninguna de sus formas,
obstinándose en pensarlo como culminación del liberalismo democrático; pero, por otro,
no pueden aceptar una pluralidad jurídicamente relevante si ésta responde a
determinaciones de una exterioridad. De ahí que, en lugar de establecer la línea de
demarcación entre ambos tipos de pluralismo, se muevan en el discurso confuso de la
tolerancia, la integración, el reconocimiento de la diferencia en la unidad, participación
de la pluralidad en la construcción de la unidad, etc. Ambigüedad en el ámbito de la
representación potenciada, en el plano de la realidad, por la confusión que se reproduce
en la realidad social lanzada a la contradicción: su esencia capitalista determina su
necesidad de mano de obra multiétnica y su tradición cultural y estatalista le empujan a
rechazar una sociedad multiétnica.

La claridad, que siempre es un valor añadido del pensamiento, exige reconocer la


diferencia radical entre los conceptos de pluralismo liberal y pluralismo
multiculturalista. Si no se da es porque hay un factor oculto que impide esa clarificación
de posiciones, en concreto, porque está en juego la crisis del estado nacional. Una crisis
46
cuyas raíces hay que buscar en las profundas transformaciones del capitalismo que
suelen evocarse con la metáfora de la globalización, en cuyo contexto habría que situar
la aparición del multiculturalismo como opción política (pues la pluralidad cultural ha
existido, subsistido y resistido largamente sin presencia política). Una crisis que la
filosofía recoge en esa lucha tenaz por no abandonar el escenario liberal y, para ello,
hacer concesiones al multiculturalismo. Lucha ideológica confusa, en la que el
reconocimiento de la diversidad ontológica e incluso de su bondad no se traduce en
reconocimiento jurídico de la misma; lucha confusa en la que se trata de reducir u
ocultar la diferencia sustantiva entre la pluralidad puesta por la diversidad de
asociaciones políticas o culturales liberales y la que ponen en escena las naciones o
minorías étnicas; en fin, lucha confusa en la que se repite incansablemente el
reconocimiento del “otro” en la medida en que sea individuo, sin querer aceptar que su
ser otro es, precisamente, su no individualidad.

Establecida así la tesis de la imposibilidad del léxico liberal para pensar con
coherencia la sociedad liberal pluralista multicultural, queda sin duda en el aire la
pregunta que no deberíamos silenciar: ¿es pensable otro orden político, no liberal, en el
que esas diversidades fuertes sean reconocidas?. Dejamos la pregunta sin contestar, pero
sin silenciar, aunque ahora nos vemos forzados a silenciar las respuestas.
47

III. Confrontación sobre el pluralismo35.


“Toda la generación de 1960 acaba en el perspectivismo. Pero la palabra “perspectiva”
protesta ante este uso que se hace de ella. Este perspectivismo del nietzscheanismo
francés tiene el siguiente sentido: cuando los fenomenólogos arrepentidos permiten
poner en duda la ecuación entre ser y ser para mí, aceptan de buen grado sacrificar el
ser; es decir, que no están en absoluto dispuestos a denunciar al para mí. ¡Somos
nosotros los que mandamos! (Vincent Descombe, Lo mismo y lo otro).

1. Reconocer la pluralidad sin militar en el pluralismo.

Nada más frecuente en nuestros tiempos que adscribirse al pluralismo. Aparece en el


rostro renovado del liberalismo, como reconocimiento –entre tolerante y paternalista- de
la diversidad de ideologías, corrientes estéticas, religiones o axiologías, y de sus formas
prácticas, o sea, pluralidad de partidos políticos, iglesias y clubes. Se expresa también
en la más reciente pero igualmente generalizada y tópica apuesta por la biodiversidad,
sea esta cultural o ecológica. Del mismo modo, hoy el fervor pluralista se ha extendido
incluso a los hasta ayer lugares sagrados de la verdad y la razón únicas, como la
epistemología y la ontología, y bajo el manto unas veces de Wittgenstein y Heidegger,
otras de Rorty y Derrida, los más apasionados llegan a defender, frente a la totalitaria
voluntad de verdad, la igual legitimidad entre la poesía, la magia y la ciencia.

Quienes seguimos pensando, de la mano de Hume y de Diderot, que la tarea del


filósofo es sospechar siempre de la voluntad de creer, oponerse siempre a la tendencia
de la naturaleza humana a buscar refugio en la fe compartida, debemos abrir los ojos
ante este nuevo credo universal. La unanimidad en la vocación pluralista es la religión
filosófica de nuestro tiempo; pues aunque se trate de una doctrina que promulga el
rechazo de la verdad única, existencialmente promueve y sanciona la máxima que
condena, víctima de esa falacia performativa o inconsistencia existencial que se
reproduce tenaz en los pliegues del discurso. Nos hemos acostumbrado a escuchar, en el
debate público, junto a las mayores y más rotundas descalificaciones morales o técnicas
de una determinada propuesta o estrategia política, la necesidad de añadir: “por lo
demás totalmente legítima”. Un partido puede criticar a otro que su política lleva a un
país a la ruina, que aumenta la desigualdad social, que le lleva al aislamiento
internacional, que favorece la grosería moral y la banalidad cultural...., pero, a lo algo
del repertorio, ha de hacer profesión de fe pluralista repitiendo varias veces de forma
ritual el “por lo demás totalmente legítima”, condición sine qua non para que el discurso
sea admisible.

¿No resulta increíble?. El discurso de fondo compartido descansa en el principio


según el cual el pluralismo razonable es legítimo; descartada la diferencia no razonable,
que pervertiría el verdadero pluralismo, cualquier posición, por bárbara o encantada que
fuere, es considerada legítima. Los argumentos que se aporten en su contra carecen de
35
Una primera versión del trabajo fue publicado como “J. Rawls y Ch. Mouffe: confrontación sobre el pluralismo”, en José
Olimpo Suárez (ed.), Rawls y Nozick leídos por...”. Medellín, Universidad de Antioquia, 2005.
48
validez si no van rematados por el estribillo del reconocimiento de la legitimidad
absoluta de cualquier instalación en la disonancia. Porque la fuente de la legitimidad ya
no es el fin, el objetivo, el resultado, o la verdad o la racionalidad; la legitimidad se
establece dogmáticamente, fijando de forma intuitiva la línea de demarcación de lo
razonable. Déjenme recordar que en estos días de preguerra en que redacto estas páginas
he podido oír a numerosos dirigentes antibelicistas de mi país, y de otros, las más duras
críticas al gobierno por su vergonzosa alineación con los países que propician la guerra;
pues bien, esos mismos dirigentes habían de salpicar rítmicamente su discurso crítico
con la fórmula de reconocimiento de la legitimidad de la posición, por lo demás bárbara
y perversa, del Gobierno, en un obsceno esfuerzo por dejar bien claro que ante el
tribunal del convencido pluralista el demonio tiene derecho a ser demonio si permite a
los demás que no lo sean, si es pluralista.

Espero que esta referencia de actualidad sirva para dar relevancia práctica al tema
que hoy nos ocupa: la filosofía y la defensa del pluralismo. Un tema complejo y
problemático, que puede abordarse en perspectivas diferenciadas, y que aquí enfocaré
comparando, valorando y criticando las posiciones de dos filósofos de nuestros tiempos,
John Rawls y Chantal Mouffe, que tienen para nosotros el atractivo común de defender
el pluralismo en nombre de posiciones políticas progresistas.

Digamos, antes de la puesta en escena, que nuestra sospecha recae sobre el


pluralismo, entendido como posición filosófica (ética, estética, política, epistemológica,
etc.) y como proyecto político; nada, en cambio, tenemos que objetar al factum de la
diversidad, ni a su existencia ni a sus encantos. En nuestra representación del mundo
éste aparece dominado por la pluralidad en todos sus órdenes y niveles, del físico al
óntico, del fenómeno a la esencia; reconocemos incluso que esa pluralidad se reproduce
de mil maneras y con mil rostros, como obedeciendo a una determinación intrínseca a la
misma realidad. Reconozco tan radicalmente la presencia de la realidad como plural,
que mi primera sospecha surge, precisamente, ante la llamada a defenderla. ¿Por qué la
defensa acérrima de lo que nos inunda, como si se tratara de una especie en extinción?.
Me parece algo así como hacer de abogado del diablo, cuando es bien sabido que éste,
por viejo y por sabio, sabe muy bien defenderse solo. Es tan obvia y tan real la
pluralidad que no necesita nuestro reconocimiento; es tan tozuda en su reproducción que
no necesita nuestra defensa. O sea, que estando condenados a gozar y sufrir la
pluralidad, no veo necesidad alguna de militar en el pluralismo.

Para acabar con la descripción de mi posición, digamos que junto a la aceptación de


la existencia inevitable de la pluralidad en cualquier dimensión de lo real estamos
dispuestos a confesar nuestra no neutralidad afectiva o moral. No es aquí el lugar de
argumentarlo, pero reconozco el atractivo estético, ético y político de un mundo plural,
en su fauna marina y en sus culturas, en sus lenguas y en sus esperanzas, en los colores
de la piel y en las añoranzas de los ojos, y en tantas –tal vez no todas- cosas más. Pero
ni siquiera el reconocimiento de que una gran fuente del atractivo y la eficacia del zoo
49
humano mana de la presencia de la pluralidad en todos sus rincones e individuos
constituye un argumento definitivo para convertir al político y al filósofo –sobre todo al
político y al filósofo- en sacerdotes de la pluralidad. Desde mi vocación de sospecha
valoro que la diferencia es hermosa, pero recuerdo que suele esconder la exclusión.
Además, la unidad también es bella y la identidad tiene su virtud y su encanto.

2. Tres frentes de confrontación.

Comparto con Ch. Mouffe su preocupación por la ligereza con que se habla del
pluralismo, dado que refiere nada menos que a la forma política actual del estado. “En
general –nos dice- el pluralismo es uno de los valores a los que todos hacemos
referencia, pero que tiene un significado poco claro y una inadecuada elaboración
teórica. Esta ausencia de una teoría del pluralismo tiene graves consecuencias negativas
para nuestra comprensión de la política democrática”36. Convencido como estoy de que
el pluralismo político es la forma actual del poder, que ayer aparecía como voluntad de
verdad y hoy se disfraza de culto a la opinión, aprovecho el texto de Mouffe para seguir
indagando sobre el tema. Un texto atractivo, entre otras cosas, porque se construye
tomando posición frente Rawls, referente obligado en el debate contemporáneo sobre el
pluralismo, diseñado en su propuesta de liberalismo político. Mouffe individualiza su
posición confrontando su propuesta con la de Rawls, con quien comparte lo que
considera ideas configuradoras del talante progresista, como la distinción entre
liberalismo político y liberalismo económico, que permite pensar la propiedad privada y
el mercado como elementos contingente e inesenciales a la teoría de la justicia, tal que
ésta, de este modo, podría ser aplicada con indiferencia respecto al modelo económico,
capitalista o socialista; o la sensibilidad social de su teoría de la justicia, especialmente
la inclusión en la misma de principios de distribución igualitaristas y solidarios, aunque
siempre compatibles con la libertad individual. En rigor Mouffe se autodescribe
partiendo de una identidad provisional con la propuesta de Rawls y tejiendo sobre ella
sus diferencias, revelando sus distancias.

Creo que ve a Rawls como figura del “último hombre” (nietzscheano) del
liberalismo, tal que el nuevo paso adelante llevaría a la democracia social o al
socialismo liberal, ese terreno elegido por Mouffe como lugar de encuentro con quienes,
como ella misma, proceden del repliegue del espacio marxista. Es obvio que a Mouffe
le gusta autodescribirse como una pensadora que procede del inconcreto marco del
radicalismo político de izquierdas, empeñada en una redefinición del socialismo en
claves liberales. Así, en el artículo “De la articulación entre liberalismo y democracia “,
con Macpherson como referente, dirá: “No cabe duda de que, en un momento en que
somos testigos del comienzo de una nueva configuración política, con la inauguración
de un diálogo prometedor entre liberales de izquierda y postmarxistas, Macpherson es
un punto de referencia importante. Su tesis de que los valores éticos de la democracia
liberal nos proporcionan recursos simbólicos para librar la batalla por una democracia
liberal radical empieza a ser aceptada por muchas fuerzas de la izquierda cuyo objetivo
36
Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Barcelona, Paidós, 1999, 126.
50
es la extensión y la profundización de la evolución democrática. En efecto, quienes
deseamos redefinir el socialismo en términos de democracia radical y plural
compartimos la creencia de Macpherson en la radical potencialidad del ideal
democrático liberal”37. Mouffe tiende a pensar la democracia radical como lugar de
encuentro entre el liberalismo y el socialismo. Como si le doliera ver un paso atrás en su
renuncia al socialismo, presenta su propuesta como un paso purificador adelante en el
liberalismo. La democracia radical es pensada como el lugar sagrado y apropiado para
la reconciliación. Y para caracterizarla, entre el socialismo y el liberalismo, y frente a
ambos, se agarra con todas sus fuerzas a la categoría del pluralismo, nuevo elemento
individualizador, que según su criterio permitiría superar tanto el individualismo
particularista liberal como el universalismo abstracto y totalizante del socialismo. Por
tanto, pensar el pluralismo se convierte para ella en el principal objetivo de la filosofía
política, a saber, el de pensar la democracia radical y pluralista, orden político posible y
deseable para el presente.

Esta tarea se concreta en Mouffe en un diálogo a dos bandas: con los comunitaristas,
presos en la perspectiva holista, premoderna, incapaces para reconocer la individualidad
–y, por tanto, refractarios a la temática de los derechos individuales, a la separación
público/privado y a otros principios esenciales a la democracia-, y con los liberales tout
court, el liberalismo aferrado al individualismo. De los dos frentes, el más relevante
para esta reflexión es su diálogo crítico con el liberalismo, por dos razones: por un lado,
porque es la confrontación dominante en sus textos, dado que su preocupación esencial
es definir un “socialismo liberal” purificado del mal del liberalismo (que ya he
identificado como el individualismo); por otro lado, porque aquí y ahora me preocupa
contraponer su propuesta con la de Rawls, y éste es el referente constante de su diálogo
con el liberalismo.

Para centrar el análisis fijaré la atención en tres tesis de Mouffe que definen bien su
posición. Una más política, con menor aporte teórico, concretada en su apuesta por lo
que llama un “pluralismo agonístico”; la segunda, de mayor enjundia teórica, según la
cual el individualismo liberal es un lastre para el pluralismo democrático liberal; en fin,
la tercera enuncia los límites y relaciones entre pluralismo social y pluralismo político.
Las abordaré sucesivamente, en los siguientes apartados.

3. Pluralismo, agonismo y antagonismo.

El primer frente de confrontación con el liberalismo, y de forma paradigmática con


Rawls, se centra en el tratamiento del pluralismo en la teoría liberal. Mouffe entiende
que hay una contradicción o confusión en el liberalismo, entre su reconocimiento y
defensa pública del pluralismo y su tendencia teórica y política a diluirlo, a dominarlo, a
ponerle límites, en definitiva, a reducirlo a la unidad. Cree que el liberalismo no otorga
–ni puede otorgar, dados los límites que impone su teoría- sustantividad al pluralismo,
37
Ibid., 143-144.
51
dado que en el escenario de representación liberal solo caben, por un lado, individuos
privados, y, por otro, la figura abstracta y universal del ciudadano, dibujada por las
leyes. En cambio, para Mouffe, el pluralismo es la forma del nuevo orden político, la
esencia de la democracia radical, y exige añadir al escenario las colectividades, las
identidades intersubjetivas diferenciadas que constituyen la pluralidad política y social.

¿Es correcta esta apreciación de Mouffe?. Centrándonos en Rawls, como ella misma
hace, parece tener razón. De entrada, la problemática pluralista parece estar ausente del
liberalismo clásico, apareciendo en sus filas sólo recientemente. De hecho incluso
parece estar ausente en los primeros escritos de Rawls; e incluso en los textos de la
segunda época, como los recogidos en El liberalismo político, el pluralismo no está
específicamente tematizado, ni siquiera tratado con intensidad, pues no llega a merecer
que se le dedique un capítulo, ni siquiera un apartado del libro. Esta ausencia permite
pensar que el pluralismo no es para Rawls objeto directo de su reflexión, sino mero
paisaje donde definir la política; es el contexto, a reconocer y a asumir, pero no
explícitamente el fin a conseguir. Con el desplazamiento de la teoría rawlsiana, desde la
perspectiva de la posición original a la del overlapping consensus, el pluralismo
adquiere protagonismo: pero siempre como contexto sobre el que operar y no como
objetivo prioritario de la acción. Esta débil forma de presencia, por tanto, apoyaría la
interpretación de Mouffe.

Además, los textos muestran que la preocupación tópica de Rawls es la de conseguir


una sociedad estable y justa a partir de individuos libres e iguales que se hallan
divididos en adscripciones o identificaciones sociales y culturales diversas, todas ellas
razonables pero incompatibles entre sí. Dicho de otra manera, la preocupación de Rawls
es, reconociendo la pluralidad de partida (existencia de la diversidad socio cultural), y
asumiendo una posición epistemológica pluralista (inconmensurabilidad de las doctrinas
igualmente razonables), conseguir un orden social estable y justo, conseguir por tanto
cierta unidad, que suele expresar en la ida de cooperación. La tarea de la política, la
construcción de la sociedad justa, según el pensador norteamericano consistiría en
conseguir la cooperación entre los individuos con identificaciones plurales. Esta idea de
cooperación, repetida hasta la saciedad, considerada intrínseca a la idea de sociedad de
nuestra tradición democrática, es el alma de su discurso; por tanto, parece preocuparle
más la salvaguarda de la unidad que el afianzamiento de la pluralidad. Esta es un factum
a cuidar en la medida en que así se defiende la integridad moral y cultural de los
individuos, cuya realidad está constituida por sus identificaciones; pero nunca
encontramos en Rawls una defensa sustantiva y distinta de las identidades.

Podría documentar ampliamente esta tesis, que Rawls repite hasta la saciedad 38. Pero
basta remitir al parágrafo 3 de la Conferencia I, explícitamente dedicado a “la idea de la
sociedad como un sistema equitativo de cooperación”, donde se puede comprobar la
38
Basten unos ejemplos: “¿cuál es la concepción más adecuada de la justicia para establecer los términos equitativos de la
cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, y considerados como miembros plenamente cooperativos de la
sociedad durante toda su vida, desde una generación hasta la siguiente” (p.33); ¿cómo es posible la existencia duradera de una
sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas,
filosóficas y morales razonables” (p.33)
52
centralidad de esta idea rawlsiana: a diferencia del liberalismo económico más clásico,
que recurría a la armonía preestablecida leibniziana, a la mano invisible smithiana o al
“vicios privados, virtudes públicas” mandevilliano, coberturas morales del laissez faire,
laissez passer, Rawls encarga a la política la función de instaurar y consolidar la
cooperación justa; encarga, por tanto, a la razón, que construya cierta unidad (deseable)
a partir de la pluralidad (dada), cierta identidad a partir de las diferencias.

En definitiva, el análisis de los textos rawlsianos me lleva afirmar que la


interpretación de Mouffe antes descrita parece correcta; coincido con ella, pues, en la
interpretación de Rawls, pero disiento profundamente en la valoración de las tesis de
este autor. Pues no me satisfacen los motivos que aduce Mouffe para rechazar la
posición rawlsiana ni veo las razones por las cuales habría de ser su alternativa
preferible a la de Rawls. A continuación describo estos motivos de discrepancias.

Veamos primeramente la alternativa de Mouffe. Nuestra autora fija su posición


reflexionando sobre una distinción clásica, entre lo político y la política. En la misma,
lo político aparece ligado a la dimensión de antagonismo y de hostilidad que existe en
las relaciones humanas, antagonismo que se manifiesta como diversidad de las
relaciones sociales; en cuanto a la política, se la presenta como orientada a establecer un
orden, a organizar la coexistencia humana, en condiciones que son siempre conflictivas,
pues están atravesadas por lo político39. La distinción, a mi entender, circunscribe un
buen escenario de reflexión, en cuanto que está dominado por el conflicto entre lo real
(desorden, conflictividad, irracionalidad, diferencia) y lo ideal (orden, armonía, razón,
unidad). Esta representación de la realidad atravesada por el conflicto permitiría
presentar la pluralidad como garantizada por lo real, a pesar del esfuerzo unificador de
la razón, que así no tendría que optar entre ser totalitaria (efecto de su fidelidad a su
esencia unificadora) o suicida (desnaturalizarse al ponerse al servicio de la
heterogeneidad). Pero Ch. Mouffe, tras instaurar este marco de representación
conflictivista, rechaza esta línea de argumentación que fe insinuado y toma una
dirección problemática. El motivo de esa línea de reflexión no es otro que su
idealización del pluralismo: efectivamente, en la representación el pluralismo que he
dibujado éste queda del lado de lo real, de la positividad; y, por tanto, excluido del
ideal, quedando implícitamente catalogado como forma de lo irracional o, al menos,
como el objetivo a dominar y trasformar por la razón política. No puede aceptar nuestra
autora el confinamiento de la pluralidad en la esfera de lo otro de la razón, de la
naturaleza, de la necesidad, tal vez del mal; quiere instaurarlo en el lado de la razón, del
ideal, de la política.

Así se comprende el tono de su diálogo simultáneo con comunitaristas


(especialmente Ch. Taylor y M. Sandel) y liberales (J. Rawls). Critica a los primeros
por disolver el pólemos en la polis, ausentando el antagonismo, según nuestra autora
bella expresión del pluralismo, y convirtiendo la identidad en único ideal posible y
39
Ch. Mouffe, Op. cit., 14.
53
deseable; y a los segundos porque mantienen la diferencia, y por tanto la pluralidad,
pero siempre desactivada y con la unidad (consenso, convivencia, paz) al fondo, en el
marco de la cándida creencia en la armonía espontánea de intereses. Frente a ambas
posiciones, su alternativa -que no podía recibir otro nombre que el poco original de
“democracia radical”, cuya mera invocación parece proteger su proyecto de forma
rotunda-, aspira a fijar el pluralismo, con su irrenunciable fuerza disgregadora y
subversiva, en todos los dominios de la polis, encargando a la política, y a la razón, su
mantenimiento, defensa y radicalización: “El objetivo de una política democrática no
reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y
ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto
al pluralismo”40. Frente a la búsqueda rawlsiana de la cooperación y, por tanto, del
consenso y la unidad de puntos de vista, Mouffe, comprensiblemente harta de la
incolora y átona política de nuestro tiempo, cansada del discurso unificado y la casa
común, de concesiones y consensos, reivindica la definición ideológica, la libre
contraposición de alternativas, confiando a la historia la victoria de las buenas. Y lo
hace con énfasis eficiente y pathos infinitamente seductor; aun que, si miramos su texto
a fondo, vemos que Mouffe no se atreve a llegar al fondo, sintiendo vértigo ante el
abismo.

Efectivamente, la exaltada pasión por la diferencia de nuestra autora no llega a los


ritos de sangre; le agrada el conflicto, el conflicto radical, pero sólo el dialéctico o
retórico, con espadas de madera, sin llegar al enfrentamiento serio, donde se ponga en
juego la existencia; en sus propias palabras, le gusta el “agonismo”, pero no el
“antagonismo”; le gusta la lucha, pero en lo simbólico; le gusta la tensión trágica, pero
en el teatro. De ahí que nos diga, tras su reivindicación de la diferencia, la disidencia y
la confrontación: “Se requiere crear instituciones que permitan transformar el
antagonismo en agonismo”41 o, lo que es lo mismo, “transformar el enemigo en
adversario”. Entiende que frente a la “democracia deliberativa”, que busca la superación
del antagonismo por medio de la armonización, la democracia radical ha de reivindicar
su superación mediante el conflicto regenerador, agónico pero no antagónico. Lo que,
trasladado a otro escenario, equivale a proponer la sustitución de la guerra no con la paz
aburrida, sino con las narraciones bélicas o los juegos de guerra infantiles; o algo sí.

Un pensamiento como el marxista, que confiaba la reconciliación final a un proceso


dialéctico de la realidad, ponía el conflicto –el real, la lucha a muerte, la revolución- en
la base de la política; era una clara y rotunda alternativa al liberalismo, a su ficción de
reconciliar las diferencias en la unidad política del estado universalista. Cuando el
conflicto deja de ser pensado ontológicamente, para pensarse simbólicamente, tal que la
lucha es escenificación catártica de diferencias reconciliables, por mucha pasión
parlamentaria que se agregue, por mucha confrontación retórica que se simule, me temo
que no se sale del liberalismo, que se está en la misma matriz liberal. Y, en este
contexto, no aparecen con claridad las ventajas teóricas o prácticas que pudieran llevar a

40
Ibid., 14.
41
Ibid., 13.
54
preferir la activación escénica del pluralismo agónico de Mouffe a la propuesta de
cooperación en la pluralidad de Rawls; no veo argumentos decisivos para preferir la
“sociedad pacificada” del consensualismo liberal contemporáneo, aunque nos lleve al
aburrimiento político, al simulacro de conflictividad escénica controlada, tal vez más
animado pero sin duda más inauténtico. Al fin el consenso y el simulacro de conflicto
son dos figuras angélicas del pacifismo liberal contemporáneo, propias de una forma
económica que genera el antagonismo real y el conflicto amigo/enemigo con
generosidad en cualquier parte del mundo.

Situadas las propuestas de Rawls y de Mouffe en el escenario liberal, que es el suyo,


pueden ser comparadas y valoradas en base al criterio, que ambos autores aceptan, de la
bondad del pluralismo; para ello basta con preguntarnos sobre la mayor o menor
consistencia y eficacia en la defensa de la pluralidad social de ambas propuestas. En este
sentido, el discurso de Mouffe tiene a su favor una tesis que estimo fácil de compartir, a
saber, que la política como fuerza unificadora, creadora de identidad, de un “nosotros”,
está siempre condenada a un fracaso, porque la realidad es inagotable e incontrolable.
Pero esta es una tesis ontológica que tiene efectos equivalentes a otra, política y no
metafísica, de Rawls, según la cual el pluralismo es intrínseco a la sociedad democrática
occidental: “la diversidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales
presentes en las sociedades democráticas modernas no son un mero episodio histórico
pasajero; es un rasgo permanente de la cultura pública democrática. Bajo las
condiciones políticas y sociales amparadas por los derechos y libertades básicos de las
instituciones libres, tiene que aparecer –si es que no ha aparecido ya- y perdurar una
diversidad de doctrinas comprehensivas encontradas, irreconciliables y, lo que es más,
razonables”42. Por tanto, la pluralidad es intrínseca a la democracia, ya que la pluralidad
de doctrinas razonables “no son simplemente el producto de intereses individuales o de
clase, o de la muy comprensible tendencia de la gente a concebir el mundo político
desde una perspectiva limitada, sino que son, en parte, el resultado del trabajo de la
razón practicas en el marco de las instituciones libres” 43. El funcionamiento de la razón,
en su inevitable búsqueda de unidad, garantiza la inagotable presencia de la pluralidad.

Por tanto, la tesis metafísica de Mouffe que afirma que la realidad reproduce de
forma inagotable la pluralidad, garantiza la existencia indefinida de ésta, pese a quien
pese, y sea cual fuere la actividad humana; a su vez, la tesis funcional de Rawls, según
la cual la práctica democrática de la racionalidad reproduce la pluralidad de puntos de
vistas y cosmovisiones, aunque a diferencia de la de Mouffe sea en el campo de la
representación y no en el del ser, viene igualmente a garantizar la reproducción infinita
de la pluralidad. Aunque se trata de tesis de diferente rango ontológico, los efectos
prácticos que persiguen y que, ciertamente, generan, son equivalente.

42
Ibid., 66-67.
43
Ibid.,, 67.
55
Ahora bien, podría pensarse que, en coherencia con esas respedctivas tesis, la
pluralidad no está peligro, sea cual fuere la actividad de la razón. En cambio, ambos
autores se sienten preocupados por salvaguardar la “pluralidad” y hacerla florecer.
Aunque de ninguna de ambas tesis se infiera con necesidad la bondad de la pluralidad, y
por tanto la legitimidad de su defensa, tampoco se infiere lo contrario. Y puede parecer
razonable que, dado que la pluralidad se reproduce de forma tan natural y profunda, es
sano ponerse del lado del ser y ayudarle (aunque sea innecesariamente) a cumplir su
destino. En ese caso lo razonable sería defender que la razón política debería estar a
favor de construir y mantener la pluralidad, de llevarla al límite. Es lo que en el fondo
piensa Mouffe, distanciándose así de Rawls, que opta por encargar a la política -a la
razón- el cuidado y respeto de lo otro (de la diversidad, de lo irracional, del pluralismo),
de construir y mantener bien ordenado y equilibrado el jardín de la diversidad; que
exige a la política -a la razón- que luche por construir un “nosotros plural”, donde la
identidad y la diferencia se articulen en una relación tan confusa como paradójica.

Pero, como ya he dicho, no está tan claro que la moral pueda o tenga que deducirse
de la ontología, y hay fuertes razones para pensar que, en coherencia con la ontología
pluralista, puede encargarse a la política -a la razón- que cumpla su intrínseca función
unificadora luchando contra lo otro, contra aquello que la niega o limita, sean cuales
fueren las máscaras o figuras con que se presenta; puede exigirse a la política -a la
razón- que luche por la identidad de la ciudad y la universalidad del ideal, contra el
fraccionamiento y el particularismo, su límite y amenaza; que trate de imponer su
voluntad de unidad de forma radical y sin concesiones.

Esta posición filosófico política, aunque no sea propiamente la rawlsiana, a mi


entender es más próxima a la misma. Se trata de hacer compatible la racionalidad y la
pluralidad, cosa posible si se piensa que la razón no sólo la produce sino que vive de
ella: la razón se constituye con la pluralidad como su trascendental. Además, la
racionalidad es compatible con la ontología pluralista porque no es en modo alguno una
apuesta por el dogmatismo monista (ni por la unidad totalitaria). La garantía de este
límite lo pone la propia razón al autolimitarse con el principio de tolerancia, que se
autoimpone a sí misma y que define su espacio de legitimidad, renunciando en su lucha
por la unidad a cualquier alianza con la fuerza, a conseguir la unidad a sangre y fuego,
matando o silenciando al mensajero –al otro, al diferente. Mientras la razón actúe dentro
del principio de tolerancia, que garantiza su diferencia respecto a la fuerza, no sólo
actúa legítimamente contra la pluralidad intrínseca a lo otro, sino que no eliminará ésta,
siendo así compatible el uso normal de la razón y la reproducción de la pluralidad.

Bien mirado el debate silencioso entre las posiciones de Mouffe y Rawls se plantea
en torno a la alternativa entre una política agonística y una política prometeica. En
ambos casos la pluralidad parece garantizada, pero con distinto estatus: en la política
agonística que propone Mouffe la pluralidad aparece como producto o fin de la política,
como su destino ideal; y en la visión prometeica la pluralidad es siempre subproducto y
límite –tanto su negación como su condición de existencia- de la política. Y si bien sería
56
difícil –pues al fin se trata de dos representaciones estratégicas- asegurar empíricamente
qué posición obtiene mejores resultados, lo cierto es que en el primer caso la política es
inexorablemente esquizofrénica, aunque en el segundo tal vez sea inevitablemente
trágica.

La ambigüedad esquizoide de una política pensada desde las coordenadas de Mouffe


no se resuelve con artificios retóricos, como el de distinguir entre “enemigo” y
“adversario”. Mantener a lo otro dentro de lo mismo, a lo irracional dentro de lo
racional, a “ellos” dentro del “nosotros”, como propone nuestra autora 44, sólo es
pensable como instinto tanático. Para dulcificarlo, es cierto, Mouffe sugiere distinguir
dos figuras del otro: el “ellos” exterior, que toma el rostro del enemigo, y el “ellos”
interior, que dulcifica su rostro con los rasgos del adversario. De este modo logra el
prodigio de que lo otro esté, en el mismo lugar y tiempo, presente y ausente: ausente
como enemigo y presente como adversario. Está ausente –queda fuera de la ciudad- el
antagonismo; y está presente –dentro de la ciudad- el agonismo. Así, según Mouffe,
“podemos comprender por qué el enfrentamiento agonal, lejos de representar un peligro
para la democracia, es en realidad su condición misma de existencia”45.

Entiendo el cansancio que produce la homogeneización de los discursos políticos en


las democracias contemporáneas; pero las causas hay que buscarlas fuera de la política,
y las alternativas han de pasar por comprender la formación de la subjetividad en el
capitalismo contemporáneo. Llamar a los partidos a que se distingan en el vestido,
cuando éste tapa los mismos cuerpos, es tan estéril como pueril. Y, sobre todo, es una
sinrazón, pues pedir a la política que genere fraccionamientos, o a la razón que cultive
la diferencia, resulta descabellado incluso para quienes hablan prosa sin saberlo.

La propuesta de una política agonista de Mouffe es tan insostenible que la propia


autora ha de recurrir, sobre la marcha, a reparaciones y suturas. Así, ante la expectativa
de que se le pregunte cómo puede sostenerse una actividad política orientada a crear
pluralidad, tal que mida su bondad o eficacia por el éxito en la fragmentación y
dispersión social que genere, da un paso atrás y reconoce la bondad de lo idéntico: “Por
cierto que la democracia no puede sobrevivir sin ciertas formas de consenso -que han de
apoyarse en la adhesión a los valores ético-políticos que constituyen sus principios de
legitimidad y en las instituciones en que se inscriben-, pero también debe permitir que el
conflicto se exprese”46. Con lo cual uno sospecha que para este viaje no se necesitaban
alforjas. Porque, al fin, ahora nos habla de un tipo de unidad que permita expresión a la
disidencia, ámbito que el principio liberal de tolerancia garantiza con suficiencia.

Obviamente, todo discurso que reivindique el derecho al disenso tiende a ser bien
recibido por las conciencias progresistas y de izquierda, sensibles a muchos siglos de
lucha por conseguir formas efectivas de libertad de expresión y formas de
44
Ibid., 16 ss.
45
Ibid., 16.
46
Ibid., 17.
57
representación desmitificadoras. Y, en los momentos actuales, aunque formalmente esos
objetivos han sido en cierta medida conseguidos, sigue sonando bien la idea de que una
“democracia radical ha de hacer posible el disenso”. En los momentos actuales, con la
homogeneización impuesta por la sociedad de consumo y los medios de comunicación
de masas, con la pérdida de perfiles ideológicos puesta en escena por la despolitización
y el nihilismo, sumidos en la oscura noche schellingiana, no puedo sino compartir la
nostalgia de Mouffe de identidades y esperanzas más fuertes. Y en cierto modo
comprendo su voluntad de recuperar la oposición izquierda/derecha, cuya difuminación,
en la deriva a la “república del centro”, impide visualizar al adversario, cosa que
disuelve el sentido de la política. Pero, a pesar de los afectos y emociones comunes, esta
situación no se combate con la cándida consigna de pensar por si mismo (que hoy se
traduce por la llamada a la disidencia), como si su ausencia fuera un simple error y no
un síntoma. En todo caso, si en realidad se huye de la actual escenificación
socio/competidor y no se quiere visualizar en términos de amigo/enemigo, sino sólo
como aliado/adversario, los márgenes son tan estrechos y subjetivos que no vemos la
diferencia política respecto a la propuesta de Rawls.

4. Individualismo y pluralismo.

Mayor densidad teórica tiene su tesis de la incompatibilidad entre individualismo y


pluralismo, que configura el segundo frente de confrontación. Para ser más precisos, lo
que Mouffe defiende en ella es que el pluralismo político exige una redefinición del
individualismo que supere los límites liberales. Denuncia con acierto la frivolidad con
que los pensadores hablan de pluralismo, como si fuera intrínseco al liberalismo, o su
forma madura, y explicita su pretensión de redefinirlo como criterio de demarcación
entre el liberalismo clásico y la democracia radical. Así, comentando sus coincidencias
con N. Bobbio, nos dice que los acuerdos acaban “cuando (Bobbio) declara que, en un
Estado moderno, la democracia no tiene otra alternativa que ser una democracia
pluralista. Precisamente por esta razón veo el individualismo como obstáculo, porque no
nos permite teorizar que el pluralismo es una vía adecuada” 47. Es decir, Mouffe entiende
que el pluralismo, que considera intrínseco a la democracia, es incompatible con el
individualismo, que valora intrínseco al liberalismo; de ahí que liberalismo y
democracia tengan una raíz y un desarrollo paralelo, y que la tarea pendiente desde la
izquierda sea la de pensar el individualismo en los límites del pluralismo democrático.
O sea, de nuevo se trata de salvar lo bueno del individualismo (libertades y derechos
individuales) y abandonar su lastre particularista, dando entrada a la perspectiva
democrática, que también recoge lo bueno de la utopía socialista.

Lo más nítido de su proyecto es su tesis sobre la necesidad de superación del


individualismo: “Para desarrollar soluciones a los problemas que encaran hoy en día las
democracias liberales y para suministrar una articulación efectiva entre metas socialistas
y los principios de la democracia liberal, es menester trascender el marco del

47
Ibid., 135.
58
individualismo”48. Y sin pretender regresar al holismo, que considera premoderno, y sin
ocultar su reconocimiento al liberalismo por su mérito de haber salido gracias a su
alternativa individualista de la oscura noche holista, Mouffe sostiene que la hora del
individualismo ya ha pasado, que es el momento de dibujar una alternativa social que,
siendo pluralista, no sea individualista; o, al menos, que lo sea sólo tras una profunda
metamorfosis del individualismo: “El problema está en teorizar lo individual, no como
una mónada, un yo “sin trabas” que existe con anterioridad a, e independencia de, la
sociedad, sino como constituido por un conjunto de “posiciones subjetivas”, inscritas en
una multiplicidad de relaciones sociales, miembro de diversas comunidades y
participantes en una pluralidad de formas colectivas de identificación”49.

La perspectiva que introduce es interesante, pues alza sus alas del discurso político y
pone la mirada en la ontología del individuo; creemos que, efectivamente, el problema
de la relación entre individualismo y pluralismo ha de abordarse desde las distintas
propuestas de identificación o de individuación aportadas por la filosofía moderna,
aunque tal cosa desborda las pretensiones actuales de este trabajo 50. Pero la propuesta de
Mouffe es genérica, imprecisa y confusa. Genérica, por ejemplo, en su atribución al
liberalismo, sin distinción de posiciones, una idea esencialista de individuo, tomando
como referente ontológico a la mónada leibniziana, como sustancia definitivamente
cerrada, sin puertas ni ventanas, cual esencia metafísica invariable. Imprecisa, al ocultar
que si bien esta visión antropológica tiene cierta presencia en algunas concepciones
filosóficas modernas, no ha sido la única ni la idea reina del liberalismo político, que
con frecuencia ha considerado como privilegio de la individualidad precisamente la de
autodeterminarse mediante sus elecciones libres. En fin, confusa, porque induce a
pensar que el pluralismo, que en definitiva es la apuesta por la intersubjetividad, es más
socializante que el individualismo, en tanto que apuesta por lo particular, enmascarando
que las más radicales defensas del individualismo, como la antropología política de
Hobbes y la propia monadología leibniziana, eran compatibles con la apuesta por la
universalidad.

Aunque al pluralismo se le revista de colectividad y al individualismo de


particularidad, el eterno gran silenciado o sacrificado es el universalismo y su
transculturalidad; tras la crítica del esencialismo y la apuesta por identidades construidas
con una pluralidad de “posiciones subjetivas”, el individualismo lejos de diluirse se
afianza. La historia nos recuerda que el radicalismo individualista iba de la mano de la
reivindicación de la universalidad de los derechos de los individuos; y que dicha
alternativa surgía, precisamente, frente a una sociedad políticamente pluralista, como
era el Ancien Régime, y que se pensaba a sí misma en una ontología pluralista (al
determinar el ser de los individuos por su pertenencia a un estamento, linaje, gremio,
casa, etc.). Claro que no se trataba de un pluralismo democrático; ni tampoco liberal. En

48
Ibid.,136.
49
Ibid., 136.
50
A. Renaut, L’Ère de l’individu. París, Gallimard, 1987 (En castellano en Barcelona, Destino, 1993)
59
el liberalismo político contemporáneo la libertad del individuo (su individualidad como
independencia) se piensa como capacidad de determinar su ser mediante
identificaciones y adscripciones voluntarias (como pluralidad de opciones). De ahí que
piense el pluralismo (cultural, religioso, estético, filosófico, en fin, con los diversos
rostros del mercado) como trascendental del individualismo, como su condición de
posibilidad. ¿Qué otra libertad vale la pena sino la libertad de elegir, nos viene a decir?.
Pero, si mi apreciación es correcta, la idea de individuo que maneja el liberalismo
contemporáneo, que a grandes trazos es la idealizada por Rawls, no se diferencia
objetivamente de la que maneja Mouffe, aunque subjetivamente se esfuerce en ello.

La verdad es que Mouffe insiste mucho en esta redefinición del individualismo


diciendo que “lo que está en juego no es el rechazo del universalismo a favor del
particularismo, sino la necesidad de un nuevo tipo de articulación entre lo universal y lo
particular”51. Pero, a la hora de concretar la nueva forma, no se sale de las
ambigüedades de siempre: “Sin volver a una posición que niega la dimensión universal
del individuo y sólo deja espacio al puro particularismo –que es otra forma del
esencialismo- tiene que ser posible concebir la individualidad como constituida por la
intersección de una multiplicidad de identificaciones e identidades colectivas que
constantemente se subvierten unas en otras”52. Que es tanto como decir ni lo uno ni lo
otro, sino todo lo contrario; ni el liberalismo malo ni el comunitarismo malo, sino una
tercera vía que tiene algo, lo bueno, de cada posición. No se cansa Mouffe de recurrir a
Taylor y Sandel frente a Rawls, y a la inversa, para mostrar las carencias de unos y otro;
pero en ese proceso de incansables idas y venidas lo que realmente se evidencia son sus
dificultades para describir con trazos fuertes esa anunciada nueva posición (“tiene que
ser posible”) que, según nuestra autora, sigue siendo liberal, pero no individualista, que
puede ser socialista, siempre que se trate de socialismo liberal, y que, en fin, se logra el
prodigio declarándola pluralista, con lo que se conjuran los demonios del
individualismo malo del liberalismo y del universalismo malo del socialismo
totalizador.

No puedo ocultar que me resulta pintoresca esta forma de superar el individualismo


que en el fondo consiste, aunque no se explicite, precisamente en pensar al individuo
como un consumidor de determinaciones o identidades, todas de libre elección,
universalmente compatibles y no excluyentes. Como ya he dicho, pienso que este
individualismo al que apunta Mouffe es el individualismo intrínseco al liberalismo más
clásico y atractivo; y que el pluralismo que postula como antiindividualista es ese
mismo individualismo propio del orden político liberal correspondiente al momento de
la desontologización del pensamiento y la exhaustiva mercaderización de lo social.
Porque aquí la pluralidad fuerte, la ontológica (raza, etnia, género, incluso clase), que
no responden a una elección del individuo, no aparece para nada. El pluralismo de
Mouffe, pues, es el genuino pluralismo liberal, siempre pensado como condición de

51
Ibid., 137.
52
Ibid., 137
60
posibilidad del individuo privado y sólo en nuestros tiempos reivindicada su presencia
en lo público.

Por tanto, no caben muchas dudas de que esta concepción del individuo es la misma
que explicita la obra rawlsiana. Para ilustrarlo basta remitir al parágrafo 5 de la
Conferencia I, dedicado a “la concepción política de la persona”, donde en breves trazos
nos describe el juego de la identidad en el marco de una concepción política, no
metafísica53, del individuo. Rawls señala allí que, en la sociedad liberal, los individuos
se conciben a sí mismos y unos a otros “con facultad moral de tener una noción del
bien”54; y esto incluye, sin duda, capacidad de abrazar “una particular concepción del
bien” en un momento dado, pero también capacidad de “revisar y alterar esa concepción
por motivos razonables y racionales”. O sea, Rawls piensa los individuos con capacidad
para autodeterminarse moralmente, para adscribirse a una u otra concepción moral o
religiosa; y, sobre todo, considera que los cambios de fe o de ideología, los cambios en
ese dominio de su identidad, no afectan a su identidad política, su “identidad pública, o
institucional, o su identidad como asunto del derecho básico”55. Si los cambios de
identidad religiosa o ideológica, o cultural, etc., implicaran inexcusablemente cambios
en su identidad pública, se trataría de otro tipo de sociedad (de estamento, de castas,
etc.), pero no sería una comunidad liberal.

Rawls considera que vínculos personales, adscripciones, lealtades, compromisos


diversos, constituyen la “identidad moral” del individuo y dejan su huella en la vida de
las personas, por lo cual deben protegerse como estrategia irrenunciable de defensa de
las personas: “Si, súbitamente, los perdiéramos, andaríamos desorientados y seríamos
incapaces de llevar a cabo nuestros propósitos. De hecho, podría pensarse que no habría
ya nada que llevar a cabo”56. Señala que nuestras concepciones del bien cambian, a
veces abruptamente, otras lentamente. Lo importante, en todo caso, es que esos cambios
no implican “cambio en nuestra identidad pública o institucional, ni en nuestra identidad
personal, según entienden este concepto los filósofos de la mente” 57. Por tanto, el
individuo de la representación liberal rawlsiana cuenta, como contenido de su libertad,
con la facultad de decidir sus identificaciones, y de hacerlo de forma no irreversible. Y
esa diversidad de identificaciones posibles, reversibles, transversales y no excluyentes,
forma el paisaje bien delimitado del pluralismo en la sociedad liberal. En el caso de
Rawls, por lo demás caso arquetípico, ese pluralismo es la condición del individualismo
y está consecuentemente subordinado a éste, cosa que me parece de envidiable
coherencia.

En cambio, la insistencia de Mouffe en oponer individualismo y pluralismo me


parece argumentalmente muy insatisfactoria. Comprendo su insistencia, efecto de su
53
J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1996, 59, n.31.
54
Ibid., I, $5, 60.
55
Ibid., I, $5, 60.
56
Ibid., I, $5, 61.
57
Ibid., I, $5, 60.
61
posición política, en diferenciar su opción democrática respecto al liberalismo; como
ocurre a tantos intelectuales de nuestro tiempo, les gusta verse y presentarse como
liberales pero repudian ser identificados con el liberalismo. No critico a Mouffe que
intente esa demarcación, sino el escaso éxito teórico al hacerlo. Puede decir con
contundencia: “Sostendré que si queremos defender y profundizar el pluralismo que
constituye el valor clave que el liberalismo aportó a la democracia moderna, tenemos
que liberarnos del cepo del individualismo para estar en condiciones de abordar de una
nueva manera nuestras identidades como ciudadanos”58; pero, por mucha contundencia
que ponga en su discurso, sospecho que el “cepo” sigue atrapando a la democracia
radical de modo irremediable. Es decir, sospecho que el pluralismo pensado como
pluralidad de opciones de identificación, lejos de superar el individualismo lo rearticula
o redefine de forma menos esencialista y más actual, pero no lo supera. Y es así porque,
aunque desgarre el alma de los demócratas radicales liberales, de los socialistas
liberales, e incluso, si existen, de los marxistas liberales, pluralismo e individualismo
son viejos e inseparables compañeros de viaje. El pluralismo es el individualismo de
nuestro tiempo, propio de la cultura postmetafísica o, para ser más precisas, del
capitalismo postburgués. Aunque en rigor debería decir: “cierto pluralismo”.

5. Lugares del pluralismo.

Un tercer frente de confrontación se da en torno a la distinción entre pluralismo


social, político y constitucional o, si se prefiere, en torno a los límites del pluralismo, a
la demarcación de su campo de aplicación. Esta confrontación se resuelve en diferentes
debates, y uno de ellos es el que se da en torno a la idea rawlsiana de la “prioridad del
derecho sobre el bien”, que presuntamente supone la existencia de un espacio, el del
derecho o las reglas de justicia, ajeno al pluralismo, y que plantea el interrogante de si el
pluralismo en lo político tiene un límite político-jurídico, un límite constitucional.

El punto de discusión se remonta a la pretensión rawlsiana de encontrar un lugar


teórico aceptable desde donde decir legítimamente una concepción de la justicia
compatible con el hecho del pluralismo. Es sabido que Rawls ha buscado ese lugar por
dos vías argumentativas. Primero, con el recurso a la “posición original”, con explícitas
contaminaciones racionalistas y universalistas; luego, con el “overlapping consensus”,
con un claro desplazamiento hacia el contextualismo. En ambos casos el objetivo es el
mismo: legitimar la elección de los principios de la justicia como equidad y ponerlos
como reglas para ordenar la sociedad; pero la justificación de la elección es en cada caso
diferente. El recurso a la teoría de la posición original es un intento epistemológico,
basado en el supuesto rawlsiano de que las personas libres y racionales, preocupadas por
satisfacer sus intereses y situadas en posición de partida de igualdad, conocerían lo
mejor para ellos y así coincidirían en la elección. El recurso a la vía del consenso
sobrepuesto59 es un intento práctico, ajeno a la validez de la elección y sensible, en
58
Ch. Mouffe, Op. cit., 128.
59
El término “overlapping consensus” ha sido traducido al castellano de diversas formas (“consenso entrecruzado”, “consenso
por intersección”, “consenso por superposición”, etc.), todas ellas ligeramente insatisfactorias; en rigor, el propio término inglés
usado por Rawls parece poco apropiado al contenido que pretende significar. Hemos recurrido a “sobrepuesto” porque ayuda un
poco, sólo un poco, a precisar el sentido de ese curioso consenso en el que no hay nada común a las diversas partes, sino que se
62
cambio, a la presencia en los electores de intuiciones y valores fundamentales
compartidos, latentes en su sentido común, derivados de su pertenencia a una tradición
cultural compartida y encarnados en las instituciones liberal democráticas. O sea, el
objetivo de fondo no ha variado, pues sigue respondiendo a una idea de la sociedad
como reunión de personas libres e iguales que cooperan entre sí, que Rawls describe de
Una Teoría de la justicia (1971) y mantiene en “Justicia como equidad: política no
metafísica” (1985), y a un proyecto de moral pensada como el conjunto de normas a las
que deben someterse los individuos en la búsqueda de la satisfacción de sus intereses y
proyectos; pero se ha producido un fuerte desplazamiento en la argumentación, pues se
pasa de erigir la elección racional en fundamento del orden justo a instaurar la
determinación histórico cultural como base de acuerdo. Como es sabido, el mismo
Rawls reconocerá este desplazamiento, haciendo autocrítica de la contaminación
epistemológico racionalista que sufrió su primera propuesta, que le llevaba a derivar
principios de justicia de la teoría de la elección racional, y pasando a reivindicar los
mismos contenidos de justicia pero ahora desde la presencia de dichos principios en la
cultura pública democrática occidental, como históricamente decantados para hacer
posible la cooperación entre formas de vida y concepciones del bien diferenciadas..

Mouffe reconoce y ve con buenos ojos este desplazamiento 60, y lo interpreta como
cambio del escenario individualista, genuinamente liberal, hacia otro más pluralista;
pero lo considera insuficiente y critica a Rawls que, a pesar de todo, reserve un lugar
para lo universal. Cree que ese límite se debe a que Rawls piensa la sociedad justa en
claves morales, ignorando lo genuinamente político. Y ese moralismo, siempre afecto
de tentación universalista, es considerado por nuestra autora un obstáculo al nuevo
pluralismo, obstáculo que una concepción menos moral y más política de lo político
haría desaparecer.

Así se comprende que el centro del debate lo protagonice la tesis rawlsiana de la


primacía del derecho sobre el bien. Esta tesis, ciertamente, tiene sus flancos débiles,
pues en tanto tesis determinante de su idea de justicia, habría de ser válida en los dos
escenarios, el de la posición original y el del consenso sobrepuesto. Estas carencias han
sido puestas de relieves en la crítica antirawlsiana de los comunitaristas como Charles
Taylor61 y Michael Sandel62, quienes han señalado, por un lado, el carácter abstracto del
individuo liberal (occidental) rawlsiano, quien según estos autores olvida que su
producción es el resultado de todo un largo y complejo desarrollo cultural, que incluye
hábitos, valores, prácticas, instituciones, reglas, en fin, todo un modo de vida; por otro,
han denunciado igualmente la ilusión que comete Rawls al poner como criterio de

sobrepone a todas ellas algo que, sin serles esencial ni siquiera, pueden en cambio tolerar y aceptar como límite.
60
“Las creencias religiosas y morales son ahora asunto privado sobre lo cual el estado no puede legislar, y el pluralismo es un
rasgo decisivo de la democracia moderna” (p.72). Valora, pues, éste pluralismo social y cultural, pero le parece insuficiente por no
extenderse al núcleo jurídico y constitucional de lo político.
61
Ch. Taylor, Philosophy and the Human Sciences. Cambridge, 1985; Fuentes del yo. Barcelona, Paidós, 2006; El
multiculturalismo y la “política del reconocimiento”. México, FCE, 1993.
62
M. Sandel, Liberalismo y los límites de la justicia. Barcelona, Gedisa, 2000; Filosofía pública: ensayos sobre moral en
política. Barcelona, Marbot, 2008.
63
justicia, asumible desde la pluralidad de doctrinas y culturas, unas reglas o principios
con pretensiones de neutralidad o aculturalidad, simulando situarse en el “ojo de dios”,
como dice Putnam, o en el “entendimiento divino”, como decía ya Hume hace dos
siglos y medio.

Mouffe hace suyas estas críticas comunitaristas a la tesis rawlsiana y defiende que ni
los derechos ni la justicia pueden ser concebidos previa e independientemente de
aquellas formas específicas de asociación política que implican un concepto de bien.
Los derechos y la justicia como equidad, bajo su apariencia de neutralidad y
acontextualidad, son un bien para individuos de una sociedad determinada. En
consecuencia, considera que la opción rawlsiana es falaz, que su principio de prioridad
del derecho sobre el bien simplemente enuncia que el bien propio de las sociedades
democráticas occidentales es el derecho, que ciertamente no es un bien sustancial (ético,
religioso o estético), pero sí un bien formal.

Ahora bien, junto a esta crítica de inspiración comunitarista, nuestra autora añade
otra con efectos prácticos aún más profundos, dirigida a la premisa mayor, a la
necesidad de relegar el bien a la privacidad. Como es conocido, Rawls recurría a esa
distinción jerárquica entre el derecho y el bien porque entendía que no era posible un
criterio de justicia aceptable por una sociedad pluralista si el mismo no excluía todo
contagio de cualquier idea de bien, necesariamente particular; derivar la justicia del bien
equivaldría a imponer la opción de valor de una cultura sobre las otras, lo que niega la
posibilidad de una sociedad pluralista, entendida como cooperación en paz. Mouffe, en
cambio, sostiene que es posible un criterio ético común de justicia: “Pero si Rawls tiene
razón en querer defender el pluralismo y los derechos individuales, se equivoca en creer
que ese proyecto exige el rechazo de cualquier idea posible de bien común, porque la
prioridad del derecho por la que él aboga sólo puede darse en el contexto de una
asociación política específica definida por una idea del bien común, salvo que en este
caso debe entenderse en términos estrictamente políticos, como el bien común político
de un régimen democrático liberal, esto es, los principios del régimen democrático
liberal en tanto asociación política: igualdad y libertad”63.

La crítica a Rawls es un paso de rosca más de la crítica comunitarista. Desde un


contextualismo consecuente, pretender pensar el derecho como aceptable en tanto que
no está asociado a ninguna cultura o cosmovisión, es una falacia. Pensar la superioridad,
o la independencia, del derecho sobre el bien expresa ya una opción de valor que no es
universal, que va asociada a una cultura. En consecuencia, la vía rawlsiana es un
simulacro de neutralidad; la tesis de la separación entre la justicia y el bien es
contradictoria con el punto de vista inmanentista del contextualismo. Mouffe ve con
lucidez este agujero y se agarra al mismo en su crítica a Rawls. Viene a decir que la
tesis de la prioridad del derecho sobre el bien, que crea la ilusión de que una diversidad
de individuos e incluso de culturas puedan compartir unas reglas comunes de justicia al
tiempo que cada uno organiza su vida de acuerdo con su peculiar e inconmensurable
63
Ch. Mouffe, Op. cit.,72.
64
idea del bien, queda herida de muerte en cuanto se revela que esa idea de justicia no
puede escapar a la determinación cultural, es decir, no puede pensarse como enunciado
de un sujeto trascendental desencarnado.

Hasta aquí su argumentación me parece consistente. El problema surge cuando, ante


estas paradojas de la posición rawlsiana que denuncia, Mouffe opta por una fuga hacia
adelante, reivindicando una peculiar idea de democracia que asume en su fundamento
último una idea de bien, pero que, precisamente por ser democrático, puede ser
considerado común, aceptable por todos. Aunque no queda claro en el texto, supongo
que ha de entenderse que aquí “todos” es una metáfora de “los demócratas”; o sea, que
afirma la posibilidad de encontrar una idea de bien “común a todos los demócratas” (en
coherencia con la exigencia de razonabilidad que Rawls impone al pluralismo). Claro
está, esta restricción del universo del consenso implicaría, por un lado, la imposibilidad
de buscar un lugar (moral) común de reconciliación global; y, por otro, la consecuente
opción de entender lo político como inevitable espacio de enfrentamiento entre opciones
comprehensivas diversas, razonables o no, entre ellas la posición democrática. Aunque
no sé si con esta interpretación me estoy yendo más allá de Mouffe, creo que sólo así
sería coherente su crítica a Rawls, pues lo político pasa a pensarse, ciertamente, como
lugar de una irreductible pluralidad, donde mantener la lucha agónica.

La posibilidad de un pluralismo radical pasa por eliminar toda reserva universalista,


poniendo la pluralidad y el antagonismo como esencia de lo político, llevando esta
escisión o fragmentación más allá del espacio político convencional (el asociativo, las
ideologías, los partidos), hasta el núcleo constitucional; o sea, en rigor, asumiendo una
idea de lo político como enfrentamiento de posiciones (racionales o no, razonables o no)
inconmensurables. Una perspectiva de este tipo implica ciertamente una reevaluación de
lo político frente a lo moral, pues supone liberar lo político de esa exigencia de referente
moral común que supone el límite constitucional. Si tal posición fuera la de Mouffe,
tendría fundamento su critica a Rawls por el uso de una idea de lo político empobrecida,
reducida a “política de interés”64, basada en un escenario de individuos orientados a la
satisfacción de sus intereses en un marco normativo moral, tal que la sociedad es
pensada básicamente como un mercado donde se realizan los proyectos de vida
individuales y las reglas de justicias son consideradas reglas morales para poner orden y
evitar perversiones en los intercambios. Crítica tanto más justa cuanto que el mismo
Rawls no esconde esta peculiaridad al considerar que su concepción política de la
justicia es sin duda una concepción moral, si bien una concepción moral elaborada para
un tipo específico de sujeto, a saber, para instituciones políticas, sociales y económicas.
Y aunque es cierto que este moralismo se fue debilitando, y Rawls llegará a sugerir que
tal vez sería más adecuado corregir ese moralismo y comprender la teoría de la justicia
como parte de la filosofía política65, la perspectiva moralista sigue presente y se hace
acreedora de críticas como la de Mouffe, orientadas a señalar la ausencia de
64
Ibid., 75.
65
J. Rawls, Justice as Fairness. Cambridge (Mass.), Harvard U.P., n.2.
65
sustantividad de lo político. En un escenario de representación en términos de
negociación entre intereses privados contrapuestos que pueden regularse técnicamente y
en los límites puestos por la moral, se oscurece, o queda marginado, lo genuinamente
político (los conflictos, los antagonismos, las relaciones de poder, las formas de
subordinación, etc...), y ocupado su puesto por una escisión entre economía y moral,
con lo cual la política deviene gestión de los conflictos económicos desde la moral. En
el escenario liberal rawlsiano, donde el mal es mera contingencia, lamentable y evitable
violación de las reglas de juego aceptadas, la dimensión agónica, casi trágica, de lo
político se desvanece, porque en el fondo se ha desvanecido (o diluido) el pluralismo
que lo alimenta.

Mouffe, como digo, parece sumarse a la crítica, aunque deja ver sus vacilaciones.
Ve en el límite constitucional lo específico del liberalismo individualista, y en su
superación lo propio de la democracia pluralista. Caracteriza este punto de vista político
por dos rasgos, que toma del interesante trabajo de Hanna F. Pitkin 66. El primero refiere
al sujeto de la pluralidad, que en la moral será la persona y en la política el público o,
más en concreto, agrupaciones más o menos estables de ese público
(intersubjetividades), que mantienen puntos de vista diferenciados, y cuya
reconciliación (siempre temporal, parcial y provisional) es el objeto de la política. Y el
segundo refiere al carácter de la pluralidad, que la matriz moral rawlsiana presenta
como diversidad contingente y fácil de reducir mientras que la perspectiva política la
instala, según Mouffe, como irreducible y antagónica. Es decir, Mouffe piensa que
Rawls ha infravalorado lo político y en especial la pluralidad política, pues si bien ha
reconocido la pluralidad inconmensurable en la religión o la filosofía, y de ahí que las
reenvíe al espacio privado, obviando el problema, no ha dado el mismo tratamiento a lo
político, cuya irreductible pluralidad queda secuestrada u ocultada. La sustantividad del
pluralismo político cristalizaría en una sociedad dividida en intersubjetividades que,
aunque abiertas (exigencia liberal democrática), mantienen cierta estabilidad y
objetividad, que Mouffe no precisa, pero que remitirían inevitablemente a distintas
concepciones del bien.

El error de Rawls según Mouffe, y así llegamos al final de nuestro recorrido, estaría
en haber limitado el pluralismo al campo del bien, eliminándolo del campo del derecho;
de este modo, relegando el bien a la privacidad, donde puede vivir en su diferencia, lo
público, como reino del derecho, quedaba liberado del conflicto y ajeno al pluralismo.
Se consigue así la “utopía liberal perfecta”, una sociedad plural jurídica y moralmente
bien ordenada gracias a la eliminación de la idea de lo político 67, en la que lo público y
lo privado, definitivamente separado, se respetan sus respectivos monopolios de lo
universal y del pluralismo. La alternativa de Mouffe sería reintroducir el bien en lo
político, distinguiendo un bien común a la opción democrática y una pluralidad de
bienes si se piensa lo político sin excluir las opciones no democráticas.

66
Hanna Fenichel Pitkin, Wittgenstein and Justice. Berkeley, Univ. of California Press,1972, 216 (Hay tradución en Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1984).
67
Ch. Mouffe, Op. cit., 78.
66
Si esta crítica de Mouffe a Rawls fuera consistente estaríamos ante una diferencia
profunda entre ambos autores. Pero, al igual que en las otras, el discurso de Mouffe,
dotado de voluntad de confrontación, acaba diluyendo las diferencias y, al fin,
perdiendo fuerza. Por un lado, porque Mouffe no reivindica la radical pluralidad de lo
político, y por ello no insiste en incluir las posiciones no razonables; además, pone el
énfasis en la posibilidad teórica y conveniencia práctica de pensar el espacio político
democrático como el de un bien común, con lo que, en rigor, pone límites al pluralismo,
o al menos a su intensidad política. Así, comentando a Carl Schmitt y su dura crítica al
liberalismo nos dice: “Schmitt tiene razón en insistir en la especificidad de la asociación
política y creo que no debemos dejar que la defensa del pluralismo nos lleve a sostener
que nuestra participación en el Estado en tanto que comunidad política está en el mismo
nivel que nuestras otras formas de integración social. Toda la reflexión sobre lo político
implica el reconocimiento de los límites del pluralismo. Los principios antagónicos de
legitimidad no pueden coexistir en el seno de la misma asociación política; no puede
haber pluralismo en ese nivel sin que la realidad política del Estado desaparezca
automáticamente. Pero en un régimen democrático liberal esto no excluye el pluralismo
cultural, religioso y moral en otro nivel, ni una pluralidad de partidos diferentes. Sin
embargo, este pluralismo requiere lealtad al estado en tanto que “Estado ético” que
cristaliza las instituciones y los principios propios del modo de existencia colectivo que
es la democracia moderna”68. Texto relevante, que apoya rotundamente la interpretación
que venimos haciendo, pues revela que la pluralidad aceptada por el pluralismo, sea
liberal o democrático, no puede cuestionar las dos instancias esenciales del liberalismo,
el individuo y el estado, sino integrarse en su matriz y cumplir una función
instrumental: permitir, al mismo tiempo, la autocreación del individuo mediante sus
libres y voluntarias identificaciones, y la difuminación de los conflictos entre los
individuo y con el estado metamorfoseándolos en conflictos religiosos, culturales,
políticos, cuyo desarrollo se acepta en los límites del Estado, símbolo de la unidad
indiscutible. Texto que, al mismo tiempo, pone de relieve el exceso de su crítica a
Rawls, ya que ahora viene a reconocer un límite al pluralismo, ese recinto sagrado que
de una u otra forma remite a las constituciones democrático-liberales. La diferencia con
Rawls –que sólo tendría relieve como rechazo del principio de razonabilidad- se
difumina.

Lo curioso es que Mouffe defiende la bondad de ese límite y rechaza el “pluralismo


total” que fingen los defensores de la democracia procedimentalista. Como alternativa
propone una democracia que afirma algunos valores, como “libertad e igualdad”, que
toma como sus “principios políticos”; una democracia que fija una forma de
coexistencia que pasa por la separación entre lo público y lo privado, la Iglesia y el
estado, derecho civil y derecho religioso: “Estos son algunos de los logros básicos de la
revolución democrática y lo que hace posible la existencia del pluralismo. Por tanto, no
se pueden cuestionar estas distinciones en nombre del pluralismo. De aquí el problema
planteado por la integración de una religión como el Islam, que no acepta estas
68
Ibid., 179.
67
distinciones”69. Texto magnífico, que no oculta el carácter etnocéntrico de los principios
políticos de una democracia pluralista, y que marca con claridad los límites de este
pluralismo, que son los límites intrínsecos al liberalismo; texto que manifiesta una idea
de lo político cerrada y ordenada, lo que implica un límite a la pluralidad, acotando un
lugar para la identidad.

Mouffe entiende que un proyecto pluralista aportaría entusiasmo a nuestras


sociedades, inundadas de escepticismo y apatía; pero incluso cuando da relevancia a esta
terapia pluralista, ha de recurrir a los límites. Nos dice lamentando la baja intensidad de
la política en nuestras sociedades y su entrega a la gestión: “Sin embargo, para
conseguirlo hace falta instaurar un difícil equilibrio entre, por un lado, la democracia
entendida como conjunto de procedimientos necesarios para administrar la pluralidad, y,
por otro lado, la democracia como adhesión a valores que informan un modo particular
de coexistencia. Cualquier intento de dar precedencia a un aspecto sobre el otro corre el
riesgo de privarnos del elemento más precioso de esta nueva forma de gobierno” 70. Lo
que, en prosa, quiere decir que la democracia radical permite y persigue una pluralidad
consistente con el orden y los valores democráticos, y nada más, tal que cualquier
cultura o religión no democrática ha de ser o integrada o excluida. La pluralidad que
admite la propuesta de Mouffe es la diversidad de estrategias para conseguir el bien
común de la democracia liberal, la libertad y la igualdad; pero en modo alguno admitiría
una pluralidad de bienes sustantivos legítimos. En consecuencia, tampoco aquí logra
distanciarse definitivamente de Rawls y, en la escasa medida en que lo consigue, no
convence de la mayor coherencia y bondad de su propuesta.

6. El normativismo como límite del pluralismo.

Me parece que, en éste como en los anteriores frentes, la crítica de Mouffe a Rawls
se diluye, pierde fuerza y no logra situarse al nivel de las expectativas suscitadas. Y en
el fondo no podía ser de otra manera, pues a pesar de todo Mouffe comparte con Rawls,
además del talante político socialdemócrata, la posición filosófica normativista, es decir,
la pretensión de ordenar la sociedad conforme a un modelo, en este caso democrático.
Desde esta posición ambos están determinados a pensar la política como creación de un
“nosotros”, por tanto, a imponer lo común a la diversidad o, si se prefiere, a subsumir la
pluralidad dentro de lo universal compartido; y con tal presupuesto las diferencias son
contingentes. Rawls parece tenerlo claro al considerar el derecho como la verdad
compartible y, en el fondo, aunque no lo diga, como un bien común; por tanto, el núcleo
constitucional no es lugar del pluralismo, sino condición de posibilidad de éste, su
trascendental. Si Mouffe quiere romper este límite y llevar la pluralidad al sancta
sanctorum de lo político, habría de reconocer que el derecho y, especialmente, su núcleo
básico, la constitución, no debe ser unitaria y cerrada, sino abierta a la inclusión de una
pluralidad de concepciones del bien, de lo justo, de lo social y de lo político, sean
racionales o no, sean razonables o no.

69
Ibid., 180.
70
Ibid., 181.
68
¿Es esto pensable?. Sí, pero desde fuera de la filosofía, desde una posición teórica
que no aspira a decir la sociedad justa o buena –sea su esencia la cooperación igualitaria
o la lucha agonal-, sino a comprender el escenario político como confrontación, incluido
el antagonismo, como procesos de dominación, como inacabable metamorfosis del
poder, como lucha sin horizonte de reconciliación, donde el “nosotros democrático” se
reconoce particular cara a cara a otras intersubjetividades con las que está condenado a
vivir y a enfrentarse. Sí, desde un discurso que no se sitúa en el ojo de Dios,
comprendiendo la totalidad, reajustando a su gusto lo mismo y lo otro, sino que acepta
su finitud, su limitación, instalándose en lo mismo, en la subjetividad, en la conciencia,
y afrontando con riesgo la lucha por la transformación de lo otro, que siempre será el
límite, que nunca será reducido.

Pero Mouffe no hace esta apuesta; su alternativa es también un orden ideal cerrado,
aunque le otorgue la ilusión de apertura que aporta el simulacro de lucha agonística en
su seno. Y no lo hace porque asume los límites de la representación liberal de la
pluralidad, en la que ésta es creación de la subjetividad, excluyendo aquella diversidad
puesta por determinaciones exteriores a la política, como la clase, la raza, la etnia, el
género y, con ciertos matices, la nación. Sólo un pluralismo que incluya estas formas de
pluralidad sería radical y garantizaría la confrontación infinitamente abierta; sólo ese
pluralismo, respetuoso y sensible a la pluralidad prepolítica, plantea retos irresolubles a
la política y a la razón; en fin, sólo ese pluralismo, no liberal, inquieta las conciencias
deseosas de paz.
69

IV. Pluralismo liberal y pluralismo multicultural 71.

“En resumen, la noción rawlsiana de lo que es razonable limita la pertenencia a la


sociedad de los pueblos a aquellas sociedades cuyas instituciones engloban la mayoría
de los logros de occidente que han sido duramente conseguidos en los últimos siglos
desde la Ilustración” (R. Rorty, “La justicia como lealtad ampliada”) .

La literatura contemporánea sobre el liberalismo político pone de relieve, junto a su


baja densidad filosófica, una cierta inquietud. Parece como si los diversos autores se
vieran empujados a la apología del pluralismo sin estar convencidos de ello, por
suponerlo algo así como la guinda del liberalismo. De ahí que sus discursos reflejen un
forcejeo espiritual curioso, y una falta de firmeza y consistencia sospechosa. Sin duda
esas tensiones responderán a múltiples factores estructurales, junto a circunstancias
particulares que aquí no vienen al caso; me limitaré solamente a dos de ellos, que
definen el escenario de su reflexión, y que estimo de fuerte impacto teórico. El primer
factor aludido radica en la constante de pensar el pluralismo como fase final o
culminación del liberalismo; el segundo, la no menos constate tendencia a pensar el
pluralismo en los mismos límites que el liberalismo, el estado nacional. Estas dos
determinaciones teóricas, que configuran el escenario de representación, sin duda
merecen una explicación; pero aquí nos ahorraremos esa tarea, interesados sólo por los
efectos de las mismas en el discurso filosófico político actual. Para ilustrar esta doble
tendencia podríamos recurrir a una estrategia historiográfica, mediante una adecuada
selección de pensadores; pero he preferido la vía, tópica de nuestro tiempo, del diálogo
directo con J. Rawls, si no el más cualificado al menos el más referenciado, cuya
posición ha devenido paradigmática. Su idea del pluralismo del consenso nos servirá
para constatar los límites teóricos (y las aristas políticas) del pluralismo liberal. Pe todas
formas, antes de entrar a comentar su propuesta expondré mi visión general del
pluralismo como etapa final del liberalismo, esbozando así la posición teórica desde la
cual aplicaré la mirada y, no quiero silenciarlo, la posición política desde la que ejerceré
mi crítica. Porque aunque se trate de un debate filosófico –y quiero mantener ese nivel
de reflexión- lo que está en juego es un problema político, a mi entender uno de los más
inquietantes de nuestra época, a saber, la capacidad del discurso liberal para afrontar el
problema del reconocimiento de la pluralidad radical, ontológicamente determinada, de
nuestras sociedades contemporáneas.

1. Liberalismo y pluralismo.
71
El texto del trabajo “Pluralismo liberal, pluralismo multicultural” es una de las cinco sesiones de un seminario impartido en
el Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad Católica de Lima (20-25 de Octubre de 2006) sobre Pluralismo filosófico y
pluralismo político. Una versión con notables diferencia se publicó como El pluralismo razonable”, en Convivium. Segona Serie,
19 (2006). Una versión anterior había sido recogida en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad
Don Bosco, 2003
70
Sin entrar en detalles históricos, podemos asumir que la idea liberal del estado se
construye sobre el imaginario de un contrato social entre individuos libres e iguales que
aporta una identidad común, político-jurídica, que superpone a las identidades
“naturales” (históricas, étnicas o culturales), que dejan de tener relevancia jurídica. Hay
que recordar que el estado moderno se instaura en la medida en que es capaz de privar
de sentido y operatividad a las múltiples formas de identificación, adscripción y
pertenencia premodernas, de vaciarlas de sentido, de eliminarlas o fragilizarlas de tal
manera que permitieran y posibilitaran al mismo tiempo la radical independencia del
individuo (aparición de la identidad individual) y quedaran subordinadas a la misión
unificadora del estado (única identidad colectiva universal). En el escenario que exige la
representación liberal del contrato social solo caben dos identidades fuertes, el individuo
(sujeto individual de derechos) y el estado (referente de lo universal), ambas
sacralizadas, reconociéndose mutuamente y sin poder reconocer otra identificación
sustantiva que no sea mero instrumento de ellas. La figura del contrato social, pues, en
el discurso liberal clausura el estado nacional, y ejerce en el dominio político jurídico la
exclusión de toda otra identidad sustantiva que no sea la del individuo, único reconocido
como sujeto de derechos ante el estado, y la del estado, único universal reconocido
como común por los individuos.

Podemos encontrar en la filosofía ilustrada una representación más ambiciosa, algo


así como una federación de estados nacionales, un orden político mundial sobrepuesto a
la humanidad como universo de individuos libres e iguales en su seno, que permitiera el
sueño cosmopolita de sentirse “ciudadano del mundo”. Pero ese sueño cosmopolita
nunca fue una mera generalización del estado nacional, nunca tomó la forma de “estado
mundial”, pensable como una identidad político jurídica que uniera a los hombres
convertidos en individuos libres e iguales que en su seno ejercían sus particularidades.
El ideal universalista, que nunca pasaba de una federación de naciones, siempre se veía
lastrado por la sacralización del estado, unidad ilustrada adecuada para la definición de
la identidad política en los límites del “espíritu del pueblo”. El “cosmopolitismo”
escasas veces pasó de ser una idea abstracta de amor fraterno; y, por qué no decirlo,
siempre fue un sueño de ciudadanía cultural (no política) mundial muy etnocéntrico,
cuyas fronteras coincidían con las del mundo civilizado. En todo caso, tanto en la
identidad fuerte, político-jurídica, del estado, como en la identificación filosófica débil
del sueño cosmopolita, el universo de representación era el mismo: un referente
universal, expresado en la ley o en la idea filosófica, factor de identidad negativa, donde
cada individuo podía –y debía- desarrollar sus cualidades antropológicas o culturales
diferenciadas.

Tal vez para compensar la debilidad de semejante vínculo negativo y abstracto, tanto
en la idea del estado liberal racional como en la de cosmopolitismo ilustrado, el discurso
liberal asimiló pronto la aportación romántica, en esencia antiilustrada. A lo largo del
XIX el estado pasa a ser estado-nación (aunque en rigor fuera multinacional), que se
constituirá en el principio identificador, organizador y movilizador durante los dos
71
últimos siglos. El estado-nación es la síntesis –no siempre armónica- entre la idea
contractualista y juridicista del estado puesta en escena por la ilustración y la idea
romántica de la nación, histórica, antropológica y culturalmente densa. El estado-nación
mantuvo su fundamento contractualista, pero le añadió otra fuente de legitimación, el
origen, cuajado en relatos épicos. Le añadió, pues, elementos prepolíticos, como el
denominador de la lengua (pre-nacional), y superpuso el “espíritu del pueblo”
(Volksgeist), es decir, con narrativas épicas construyó una historia de orígenes míticos y
forjó la conciencia de pertenencia a una patria. De este modo, y sin renunciar al marco
ilustrado del contractualismo individualista y cosmopolita, se aportaba una identidad
histórico-cultural más densa, que compensara el debilitamiento de las determinaciones
de identidad prepolíticas exigidas en la esencia del contrato liberal. Así, como
sucedáneo de la fría identidad del estado, aparecía la más cálida de la patria, en la que a
la unidad político-jurídica se le añadían algunos contenidos románticos de viejas y
anacrónicas identidades diluidas, junto a relatos épicos identificadores. Con el tiempo,
esas añoranzas de identidades cálidas se enfriarían, el patriotismo nacionalista devendría
coyuntural o folklórico y el escenario racionalista liberal recobraría sus señas de
identidad. Historia de las ideas, poco inteligible sin la historia de las condiciones de
existencia; al fin, la evolución de la idea del estado va al rimo de las metamorfosis del
capitalismo, que pone y quita sus ídolos con indiferencia.

Dejando de lado los contagios ocasionales, en el escenario de representación liberal


el referente sagrado es el individuo. Todo el pensamiento liberal está construido para
reconocer la realidad ontológica y la bondad ética del individuo; hasta la libertad está en
rigor pensada finalistamente, como condición de posibilidad de la individualidad, como
pone de manifiesto uno de los textos canónicos del liberalismo, el ensayo Sobre la
libertad, de John St. Mill. Y esa individualidad se expresa necesariamente en la
diversidad, en la pluralidad de gustos, valores, capacidades, objetivos, etc. No en vano
se ha dicho que el liberalismo es el triunfo sobre la época del cuius regio, eius religio.
Poder tener, como individuo, una religión propia, una estética propia, una moralidad
propia, un plan de vida propio, siempre que tales diferencias se den dentro de los límites
e identidad del estado-nación, ha sido el ideario liberal. Y la política liberal quedaba así
fijada: crear esas condiciones de posibilidad de cooperar (límite de la comunidad) en
libertad (límite individualidad)

Por tanto, puede afirmarse que en el discurso liberal se reconoce y se persigue la


pluralidad; en rigor, la perfección de la ciudad liberal se mide por su pluralidad, por su
diversidad, por el cultivo de las diferencias, del mismo modo que el mercado, que sólo
es su metáfora. Pero esa apuesta por el pluralismo (empresarial, cultural, ecológico…)
intrínseca al liberalismo se basa siempre en su profesión de fe individualista y tiene en
ella su límite. Y esto quiere decir, en definitiva, que el liberalismo es incompatible con
cualquier pluralismo que cuestione o amenace el individualismo ontológico, ético,
político, metodológico o estético. O, dicho de otra manera, que el pluralismo liberal es
esencialmente un pluralismo de la individualidad; el pluralismo político liberal es una
apuesta por una sociedad como pluralidad de individuos.
72
¿Quiere esto decir que el liberalismo es incompatible con las asociaciones o
identidades colectivas?. De momento sólo pretendo defender que el liberalismo siempre
sospechará de las mismas, y que las acepta en la medida en que cumplen dos
condiciones: a) son inevitables, en una sociedad compleja, no sólo para la vida de la
comunidad sino especialmente para que los propios individuos puedan conservar su
individualidad y llevar adelante sus proyectos y planes de vida; y b) no generan una
identificación que ponga en riesgo ni la indiscutible hegemonía de la identidad político
jurídica, ni la sagrada independencia y autonomía de la individualidad. Es decir, que el
liberalismo piensa siempre las asociaciones (políticas, culturales, económicas…) como
instrumentales para, y subordinadas a, la individualidad, y en modo alguno como
sustantivas, como determinaciones ontológicas del yo de los individuos; además, las
piensa siempre con sospecha, con cierto recelo, como precio que hay que pagar, pues
siempre incluyen una amenaza tanto a la identidad personal del individuo como a la
identidad común del estado.

La pluralidad liberal, por tanto, queda muy delimitada: negada en el ámbito de las
identidades políticas (el estado es soberano, o sea, uno, o no es) y reducida a repetición
en el de las identidades individuales (todos iguales en libertad y derechos). El discurso
político liberal es ciego a la pluralidad antropológica, cultural, étnica o social. Su
atractivo de ayer era precisamente ese: la postulada ceguera de la justicia, la indiferencia
del estado ante las diferencias no jurídicas. Puede reconocer otro tipo de
identificaciones (religiosas, culturales, económicas), pero sin relevancia político
jurídica, clausuradas en el espacio privado, siempre como asociaciones libres de
individuos y al servicio del mejor ejercicio de la autonomía de estos. Insisto, tales
identidades carecen de sustantividad; aparte de no tener relevancia político-jurídica, han
de estar siempre subordinadas al reforzamiento de la individualidad. Por eso han de ser
abiertas, no exclusivas, permitiendo vinculaciones reversibles y transversales.

Las únicas identidades que el discurso liberal reconoce, y siempre bajo el


presupuesto de que no resten predominio al estado y al individuo sino como soportes de
éstos, son las asociaciones político ideológicas, cuya figura más emblemática son los
partidos. Pero debe notarse la constante sospecha de los mismos, la crítica respecto a su
burocratismo y escasa permeabilidad democrática, sus límites para recoger y representar
la voluntad de los individuos, etc.. A los partidos, como entidades colectivas, no se les
permite ejercer una determinación sustantiva; siempre han de justificarse por su servicio
al Estado y/o a los individuos.

Podríamos relacionar estos límites del pluralismo liberal con la ontología de fondo,
caracterizada por la más radical subjetivización de la realidad. Sólo existen los
individuos como subjetividades (de derechos o de deseos); hasta el estado es efecto de la
subjetividad individual y subordinado a ella (“figura del espíritu objetivo”, decía
Hegel); la ley misma es vista como el acto más sublime de la subjetividad libre y
autónoma autodeterminándose. Por eso las únicas identidades colectivas que se aceptan
73
son ideológicas, de esencia subjetiva, pues responden a distintos puntos de vista, a
distintos discursos, a distintos proyectos, etc. Lo que el discurso liberal no puede
reconocer, lo que de forma explícita u oculta rechaza, es cualquier forma de identidad
que responda a una determinación exterior: por eso no reconoce las clases, las naciones,
las etnias y, en general, cualquier limitación de las figuras jurídicas por algo que exceda
y se imponga a la voluntad del individuo.

El pluralismo liberal, por tanto, no puede confundirse con el pluralismo


multicultural. En la perspectiva multiculturalista no se trata de reconocer la pluralidad
de tipos de individuos y la bondad de la misma, sino la pluralidad de pueblos o culturas
como realidades sustantivas que determinan la subjetividad e identidad individual. Este
pluralismo cultural pone en escena una nueva ontología, con nuevos protagonistas. El
protagonismo del individuo es desplazado por el de la etnia, como totalidad sustantiva,
que impone su límite (su identidad) al individuo y que exige un nuevo orden político,
distinto al estado-nación, no estructurado en el esquema individuos/universal, sino como
unidad de identidades colectivas fuertes, objetivamente determinadas. La identidad
étnica o cultural no tiene nada que ver con la propia de una asociación ideológica. En el
espacio étnico la adscripción, la pertenencia, no se elige, no es voluntaria, no es abierta
ni reversible; en rigor, no sólo se impone al individuo como determinación exterior de
su yo, relación propia del liberalismo entre la patria y el individuo, sino como
constitutiva del mismo.

Se comprende la reticencia que el multiculturalismo plantea a los pensadores


liberales. Y se comprende también que se sientan descolocados, porque, por un lado, no
quieren posicionarse frente al pluralismo en ninguna de sus formas, obstinándose en
pensarlo como culminación del liberalismo democrático; pero, por otro, no pueden
aceptar una pluralidad jurídicamente relevante si responde a determinaciones de una
exterioridad. De ahí que, en lugar de establecer la línea de demarcación entre ambos
tipos de pluralismo. El liberal y el multicultural, se muevan en el discurso confuso de la
tolerancia, de la integración, del reconocimiento de la diferencia en la unidad, de la
participación de la pluralidad en la construcción de la unidad, etc. Ambigüedad en el
ámbito de la representación potenciada porque, en el plano de la realidad, se reproduce
la confusión: el capitalismo en occidente necesita la mano de obra multiétnica y no
quiere una sociedad multiétnica.

La claridad, que siempre es un valor añadido del pensamiento, exige reconocer la


diferencia radical entre los conceptos de pluralismo liberal y pluralismo
multiculturalista. Si no se da es porque hay un factor oculto que impide esa clarificación
de posiciones; a mi entender ese factor oculto consiste en que está en juego la crisis del
estado nacional. Una crisis cuyas raíces hay que buscar en las profundas
transformaciones del capitalismo que suelen evocarse con la metáfora de la
globalización, en cuyo contexto habría que situar la aparición del multiculturalismo
como opción política (pues la pluralidad cultural ha existido, subsistido y resistido
largamente sin presencia política). Una crisis que la filosofía recoge en esa lucha tenaz
74
por no abandonar el escenario liberal y, para ello, hacer concesiones al
multiculturalismo. Lucha confusa, en la que el reconocimiento de la diversidad
ontológica e incluso de su bondad no se traduce en reconocimiento jurídico de la
misma; en la que tratan de reducir u ocultar la diferencia entre asociaciones políticas o
culturales liberales y naciones o minorías étnicas; en la que se repite incansablemente el
reconocimiento del “otro” en la medida en que sea individuo, sin querer aceptar que su
otreidad es, precisamente, su no individualidad.

2. El factum del pluralismo

Rawls nos sirve para ilustrar los esfuerzos y estrategias del pensamiento liberal para
apropiarse del pluralismo. Me propongo argumentar una doble tesis sobre la idea
rawlsiana de “pluralismo razonable”: a) que la misma acota un tipo de pluralismo y
excluye otros; en concreto, que acota el que llamo pluralismo liberal, que reconoce sólo
la diversidad ideológica y con excepciones; y b) que dicha idea responde a una
reformulación del contrato social que respeta el horizonte del estado nacional, es decir,
que se trata de un pluralismo consistente con la genuina idea liberal del estado.

En Una teoría de la justicia (1971) Rawls se proponía elaborar un modelo de


sociedad aceptable por la pluralidad de individuos de nuestras sociedades democráticas.
Partía de un escenario de representación genuinamente liberal: individuos libres e
iguales, con diferentes intereses, sentimientos y puntos de vista, interesados en llegar a
un acuerdo en un orden social básico justo, condición de posibilidad de una cooperación
estable y con ventajas mutuas. Puesto que en ese escenario sólo aparecen diferencias
meramente ideológicas, en ningún momento se cuestiona su conmensurabilidad; asume
sin más que esa pluralidad de individuos imaginada es susceptible de compartir un
marco ético-político común; en ningún caso aparecen dudas de que si los individuos
pensaran con la razón en lugar de hablar con el corazón llegarían a coincidencias, a
verdades morales compartidas. En consecuencia, la pluralidad social, reducida a
diversidad ideológica entre los individuos, no ponía en cuestión la naturaleza y
solvencia de la identidad de la nación sino que, por el contrario, constituía su riqueza; y
la pluralidad de asociaciones ideológicas o culturales que pudiera surgir tenía el mismo
límite y el mismo aprecio.

Como ya había advertido Spinoza, la razón une a los hombres y los sentimientos los
separa. La tradición liberal hizo suya esta idea: si había que respetar los sentimientos y
gustos individualizadores, que permitían la inestimable diferenciación entre los
individuos y enriquecían la comunidad, había que hacerlo con límites, poniendo siempre
en el puesto de mando a la razón unificadora, sin dudar jamás de la posibilidad de una
identidad objetiva de fondo de los individuos, que quedaba expresada en la norma
jurídica y en la razón pública. Las diferencias eran aceptadas e incluso veneradas en la
vida privada, pero en el espacio público brillaba la unidad del estado y la identidad de
la ciudadanía. Por eso la construcción rawlsiana de la idea de la justicia simulaba la
75
búsqueda de lo que todos los individuos, razonables y egoístas, elegirían en una
situación que les forzara a la neutralidad o imparcialidad. Y, por si esa construcción
racional de lo común contenía desviaciones, se sometía el resultado (los principios de
justicia) a una prueba de contraste con la razón pública, con los principios éticos
compartidos, mediante la estrategia del equilibrio reflexivo. En el fondo se trataba de
hacer confluir dos procesos de construcción de lo común, tal que las carencias de cada
uno compensaran las del otro: por un lado, el proceso histórico objetivo de construcción
de la cultura ligada a la dialéctica de las necesidades, es decir, el proceso que Hume
encomendaba a la naturaleza, que por caminos torcidos acababa generando lo realmente
conveniente; por otro lado, la discusión racional, que puesta en un escenario
desapasionado y neutral garantizaba una identidad autolegitimada en la elección de los
fines y la estrategia. La confluencia entre el proceso natural de génesis de la cultura y el
proceso racional de libre discusión y elección, mediante la intercorrección mutua y
constante de ambos, configuraba el orden justo.

La pluralidad, por tanto, quedaba bien integrada, bien limitada, y bien valorada; se
trataba, obviamente, de una pluralidad de individuos o de identidades colectivas
(asociaciones) limitadas por la individualidad, en tanto que eran libremente elegidas y
en tanto que la legitimidad de su instauración dependía de que su función estuviese
subordinada al respeto y potenciación de la autonomía individual. Puede decirse
razonablemente que, en esos textos tempranos, Rawls no había problematizado la
verdadera cuestión del pluralismo, a saber, la posibilidad y legitimidad de reducir a
unidad normativa las diferencias ontológicas; por el contrario, mantenía una mirada
sobre el mismo, tanto de la pluralidad de individuos como de la pluralidad de
asociaciones de individuos, dentro de los límites de la diversidad ideológica que acabo
de describir, tal que no sólo podía pensarlo como compatible con el liberalismo sino
como intrínseco al mismo, de hecho, como culminación de un liberalismo maduro .

El problema del pluralismo político tomará presencia efectiva en Rawls en otros


textos posteriores, como su ensayo Justicia como equidad: Política no Metafísica
(1985). En este artículo, con nueva conciencia del problema, rectifica el excesivo
universalismo racionalista de trabajos anteriores. El desplazamiento se concreta en un
mayor reconocimiento de la sustantividad de la pluralidad y de sus diversas formas, y en
su tendencia a rebajar las a todas luces excesivas pretensiones unificadoras de la razón;
movimiento que puede parecer razonable, pero que al mismo tiempo pine la cuestión de
la coherencia con su confesada lealtad al liberalismo. En cualquier caso, este
desplazamiento o deriva contextualista no es irrelevante, sino signo de la conciencia
filosófica de nuestra época, acosada por los profundos cambios socioeconómicos y
demográficos. Se trata de un desplazamiento casi inevitable para quien, como Rawls,
entre en diálogo con la filosofía contemporánea; y, sobre todo, se trata de un
desplazamiento conveniente para quien, como Rawls, trata de definir un modelo de
justicia o de ciudad inscrito en valores eurooccidentales actualizados.
76
Este desplazamiento contextualista y pluralista se hará visible en su obra con la
creciente importancia teórica que toma en ella el tema del overlapping consensus. La
posición teórica de Una teoría de la justicia, aunque no sea oficialmente abandonada en
lo que respecta a los principios de justicia (justicia como equidad), lo será en cuanto a la
escenificación y argumentación de los mismos, abandonando el relato de la posición
original y el velo de la ignorancia como garantías de una elección racional por parte de
individuos egoístas y racionales. De una formulación de la justicia como estructura
social deseable por los individuos irá pasando a otra vía de justificación de los
principios de justicia, la del consenso por suposición (o por coincidencia, o
entrecruzado, o entreverado, que de todas estas maneras y aún otras se ha traducido al
castellano)72. Se trata de entender por justicia una concepción aceptable por las
diferentes concepciones razonables del bien de las diversas doctrinas comprehensivas
(éticas, filosóficas, religiosas) cuya presencia en las democracias occidentales dan vida
al factum del pluralismo. Este reconocimiento del consenso por coincidencia en la
determinación de la justicia es la forma rawlsiana de reconocer, asumir y legitimar el
pluralismo. Sus trabajos de la década de los 80 prosiguen esa línea; y su posición se
define de forma contundente en El liberalismo político (1993)73, texto en el que nos
centraremos.

Rawls afirma con reiteración que pensar el pluralismo es el objetivo de liberalismo


político, lo que nos permite afirmar que interpreta el pluralismo como el liberalismo
maduro de las sociedades democráticas estabilizadas, como su última fase. Una y otra
vez nos dice que el problema del liberalismo político es el de proporcionar respuesta a
preguntas del tipo: “¿cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad
estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas
religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles”74; o “¿cómo es posible
que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan
convivir y abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional” 75.
En otro momento insiste: “¿cuáles son los fundamentos de la tolerancia así entendida,
dado el hecho del pluralismo razonable como resultado inevitable de las instituciones
libres?”76. Y también: ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y
estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos
por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables”77. Preguntas que repite casi
literalmente de forma incansable y que ponen de relieve un escenario de reflexión
protagonizado por el factum del pluralismo. Un factum que ahora no es un universo de
individuos cargados con sus diferencias ideológicas o afectivas personales, sino una
diversidad de concepciones del mundo, de la sociedad y de la vida, una pluralidad de

72
Usaré “consenso por coincidencia”, pues creo que recoge la idea rawlsiana de que en ningún modo se trata de un consenso
negociado.
73
J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1966.
74
Ibid., 13.
75
Ibid., 13.
76
Ibid., 33.
77
Ibid., 33.
77
doctrinas o representaciones con consistencia interna y que se ofrecen a los individuos
como propuestas diferenciadas de modos de vida. En esta visión rawlsiana del
pluralismo las opciones ideológicas han ganado sustantividad, pueblan el nuevo
escenario de representación, constituyen las identidades políticamente relevantes
posibles para el individuo.

El factum del pluralismo, así entendido, domina toda la reflexión rawlsiana sobre la
justicia de sus últimos textos. No hay dudas de que mantiene activos los dos grandes
principios liberales que dominaban en sus primeros escritos, es decir, el modelo de
legitimación contractualista y el individualismo moral y político, que le exigen construir
la legitimación de la sociedad justa en el marco de un acuerdo o negociación entre
individuos libres, “Buscamos una concepción política de la justicia para una sociedad
democrática entendida como un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos
libres e iguales, quienes, siendo políticamente autónomos (II, $6), aceptan de buen
grado los principios de justicia públicamente reconocidos que definen los términos
equitativos de la cooperación”78; pero, como muestra la continuación del párrafo que
acabo de citar, ahora introduce la peculiaridad de dar relevancia a la pluralidad de
“doctrinas comprehensivas” o concepciones del mundo: “Sin embargo, la sociedad en
cuestión alberga una diversidad de doctrinas comprehensivas, todas perfectamente
razonables. Eso sugiere dejar de lado el modo en que las doctrinas comprehensivas de la
gente conectan con el contenido de la concepción política de la justicia, y concebir el
contenido como si surgiera de varias ideas fundamentales derivadas de la cultura
política pública de una sociedad democrática. Modelaremos eso situando las doctrinas
comprehensivas de la gente detrás del velo de la ignorancia. Lo que nos permite
encontrar una concepción política de la justicia que puede ser el foco de un consenso
entrecruzado y servir así de base pública de justificación de una sociedad marcada por el
hecho del pluralismo razonable”79. Texto elocuente que resume la estrategia de reflexión
rawlsiana orientada a, y condicionada por, la obvia realidad del pluralismo ideológico
en las sociedades democráticas, a las que explícita y conscientemente limita las
pretensiones de validez de su propuesta. En el mismo podemos notar, de entrada, el
reconocimiento de que en las sociedades liberales democráticas, donde los individuos
son libres e iguales, la pluralidad es un factum a asumir y respetar. Pero también se nos
revela que ese factum condiciona toda la estrategia de justificación de la concepción de
la justicia ofrecida, pues si bien la metáfora de la posición original y el contrato
entrecruzado responden al discurso liberal individualista, Rawls introducirá matices
para responder a las exigencias derivadas del reconocimiento de la pluralidad. Por eso
insistirá, por ejemplo, en que el hecho del pluralismo afecta a la “densidad” del velo de
la ignorancia; y una y otra vez repetirá que el contenido del contrato entrecruzado viene
determinado precisamente por la pluralidad de doctrinas80.

No se debe menospreciar el desplazamiento teórico que lleva a cabo Rawls. Del


esfuerzo por pensar aquello que individuos egoístas y racionales elegirían en situación
78
Ibid., 54-55, n.27.
79
Ibid., 54-55, n.27.
80
Ibid., Conferencia IV, 165-205.
78
de imparcialidad, su proyecto deriva hacia la búsqueda de una concepción de la justicia
compatible (en el sentido meramente político de “asumible”) con una diversidad de
doctrinas comprehensivas dadas. Y tampoco debe infravalorarse que el desplazamiento
rawlsiano ha sido impuesto por la necesidad de afrontar el pluralismo real de nuestras
sociedades, un pluralismo esencialmente multicultural, puesto en escena por la filosofía
contemporánea, mediado por su constante diálogo con comunitaristas, pragmatistas,
deconstruccionistas y comunicacionistas, e impuesto con todas sus aristas políticas por
la realidad socioeconómica (crisis del estado nacional, mundialización económica y
cultural e irrupción de la multiculturalidad). Porque Rawls no se cansa de repetirlo: “el
liberalismo político da como un hecho el pluralismo razonable (entendido) como un
pluralismo de doctrinas comprehensivas, tanto religiosas como no religiosas” 81. Pero, al
mismo tiempo que resalto la existencia de ese desplazamiento teórico y su importancia
en tanto que expresión del momento filosófico y socio político actual, debo subrayar
que Rawls siempre se refiere al pluralismo, como explícitamente afirma en la última
cita, como “pluralismo de doctrinas comprensivas”; y este límite teórico es clave para
la argumentación de nuestra tesis de que el liberalismo no puede pensar otra pluralidad
que la que describe Rawls. Y aunque en otros textos no se explicite con claridad, el
contexto nos permite afirmar que cuando se refiere genéricamente a pluralismo habla de
pluralismo ideológico, es decir, de la pluralidad propia de la idea abstracta de
democracia occidental: pluralidad de asociaciones ideológicas, sean de fondo político,
cultural o religioso.

3. El pluralismo ideológico liberal.

La filosofía contemporánea, de Nietzsche a Lakatos82, ha divulgado incansablemente


que no hay mundos, sino interpretaciones; que no hay hechos, sino teorías. El
tratamiento que hace Rawls del pluralismo no escapa a esta tesis: pone como factum lo
que es una interpretación de la realidad social contemporánea, una construcción que
selecciona, oculta, excluye y valora desde un punto de vista. Tal vez consciente de que
está acotando una forma particular de pluralismo, denominará a su objeto “pluralismo
razonable”, dejando entender que hay otros y que esos no son los buenos.

El pluralismo razonable rawlsiano es construido en un proceso de sucesivas


clausuras, y sus correspondientes exclusiones. Conforme a la primera, acota el espacio
de representación del pluralismo, limitándolo a las sociedades democráticas con
instituciones libres y duraderas; clausura que, inevitablemente, había de incluir la
exclusión, el no reconocimiento de la pluralidad de otros espacios sociales, la ignorancia
de las diferencias ontológicas (recordemos: “justicia política, no metafísica”). En ese
proceso de clausura-exclusión, propio del constructivismo teórico contemporáneo,
dominan dos ideas que considero conveniente destacar. La primera idea apunta a la
tesis, ya comentada, sobre el carácter ideológico de las diferencias. Rawls se refiere mil
81
Ibid., 20.
82
I. Lakatos, Pruebas y refutaciones: la lógica del descubrimiento matemático. Madrid, Alianza, 1982; Metodología de los
programas de investigación científica. Madrid, Alianza, 1983
79
veces a la pluralidad política, pero de manera cansina reduce la misma a “doctrinas
comprensivas religiosas, filosófica o morales razonables”83. Incluso parece reconocer la
monótona repetición al decir, una vez más, “Como de costumbre, damos por sentado
que la diversidad de doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables que ese hallan
en las sociedades democráticas es un rasgo permanente de la cultura pública, y no una
mera condición histórica pasajera”84. La afirmación por Rawls de la pluralidad en las
sociedades liberales democráticas va siempre acompañada de una caracterización o
tipificación de las mismas como pluralidad ideológica. En algunas ocasiones ha de
reconocer otros tipos de pluralidad, étnica o cultural, pero procura marginarlas,
adjudicarlas a los espacios sociales preliberales. Se esfuerza en resaltar que la pluralidad
genuinamente liberal democrática es exclusivamente una pluralidad ideológica; y, por si
hubiere ideologías religiosas, filosóficas o morales antiliberales, no duda en una nueva
clausura, con el manto protector e identificador de lo razonable. Porque lo razonable,
por un lado, acota las opciones ideológicas subjetivas y excluye cualquier diversidad de
base ontológica; por otro, y dentro de la subjetividad, excluye las opciones no liberales
y, en particular, cuantas opciones ideológicas incluyan un proyecto político no sometido
al procedimiento democrático.

Quiero resaltar que un rasgo esencial de esta pluralidad ideológica reconocida por el
liberalismo político rawlsiano es que no responde a determinaciones exteriores (clases,
etnias, etc.). El espacio liberal no permite esa representación, con pretensiones
ontológicas, y ha de postular la inmanencia de la pluralidad, representársela como
opciones construidas por el pensamiento libre y que se ofrecen a la libre elección de los
individuos; no pueden responder a determinaciones que trasciendan la subjetividad, tal
que la pluralidad liberal se da en el marco de la filosofía de la subjetividad. Es decir, la
pluralidad que reconoce el liberalismo se limita a un mercado de opciones ideológicas,
necesariamente abiertas a la voluntaria adscripción de los individuos, que posibilitan
agrupaciones contingentes, reversibles, no exclusivas, y transversales. En el fondo, y si
se me admite sin justificar la distinción entre identidad e identificación, el liberalismo
sólo puede pensar las identificaciones (decisiones del sujeto), y no las identidades
(constituyentes del sujeto).

La segunda idea apuntala la anterior y cierra la construcción de la pluralidad


democrática. Me refiero a la tesis rawlsiana sobre la peculiaridad de la pluralidad
democrática, genuina e intrínsecamente producida en la vida democrática.
Efectivamente, como justificación de la exclusión de otras formas de pluralidad Rawls
establece que la pluralidad democrática no es un hecho ciego, efecto de una
determinación exterior, sino intrínseco al marco democrático, condición de posibilidad
y producto genuino de la vida democrática. Rawls tiene mucho empeño en subrayar que
el pluralismo es un hecho democrático, una condición y un producto de la vida
democrática, que excluye cualquier trascendencia. Con insistencia dirá que un rasgo de
la cultura política de una sociedad democrática es “que la diversidad de doctrinas
83
J. Rawls, El liberalismo político. Ed. Cit., 67, 168, 176, etc.
84
Ibid., 251.
80
comprehensivas religiosas, filosóficas y morales presente en las sociedades
democráticas modernas no es un mero episodio histórico pasajero; es un rasgo
permanente de la cultura pública democrática. Bajo las condiciones políticas y sociales
amparadas por los derechos y libertades básicas de las instituciones libres, tiene que
aparecer –si es que no ha aparecido ya- y perdurar una diversidad de doctrinas
comprehensivas encontradas, irreconciliables y, lo que es más, razonables”85. Si
analizamos de cerca los textos rawlsianos podremos apreciar que ese pluralismo
razonable, constatado como intrínseco de la sociedad democrática, está perfectamente
delimitado para ajustarse al marco liberal: la diversidad contenida en este pluralismo no
responde a determinaciones prepolíticas, sino a opciones libres entre una variedad de
creencias sobre el mundo y la vida que surgen en la reflexión abierta sobre la
construcción democrática de lo social.

El carácter ideológico subjetivo y la procedencia de un debate democrático, acotan,


ponen los límites, definen un tipo de pluralismo; y lo definen frente a otros, o sea,
excluyen otras formas de pluralidad, que no son políticamente reconocidas. Los límites
se orientan a proteger la identidad del espacio liberal-democrático, que se autodefine
como espacio de libertad; pero al ejercer la clausura ejercen inevitablemente la
exclusión, negando esa libertad a los otros. Y aunque se recurra a los fuegos de artificio
en la definición de lo “razonable”, que permite excluir las opciones antidemocráticas, lo
que realmente es excluido en la acotación del pluralismo razonable no es la diversidad
no razonable sino la otra diversidad, la diversidad de la raza, la etnia o la cultural, e
incluso la del sexo y la clase, que determina unas identidades fuertes incompatibles con
las dos sagradas del imaginario liberal: el individuo y el estado. Las diferencias
admitidas en la pluralidad liberal no amenazan la individualidad, sino que la expresan:
dibujan distintas opciones que, por un lado, surgen en la discusión libre intrínseca al
liberalismo democrático, sin que respondan a determinaciones trascendentes, sino a la
simple libertad de pensamiento, creencia y opinión; y, por otro, potencian esa libertad a
ofrecer un mosaico abierto de elección. Proporcionan una identidad débil, compatible
con la máxima independencia del individuo y con la más sólida unidad del estado. Por
tanto, el pluralismo que Rawls reconoce se da en los límites del liberalismo y, como tal,
no puede reconocer otras diferencias.

Rawls no hace una apuesta pluralista sin límite, en tanto que su pluralismo no
responde a una ontología. El “pluralismo razonable” refiere a la inevitable existencia en
la sociedad liberal de una pluralidad de doctrinas razonables sobre los distintos aspectos
de la vida; y esa pluralidad de opciones, que no obedecen a ninguna determinación
exterior sino a la práctica de la libre discusión en los escenarios democráticos,
coadyuvarán la asociación libre de los individuos en una pluralidad de colectivos, pero
con identidad débil, abierta, reversible y transversal. O sea, no pondrá en riesgo ni la
individualidad, base de la verdadera pluralidad, ni la unidad del estado, límite a
cualquier pluralidad razonable.
85
Ibid., 66-67.
81
El argumento más divulgado por la historiografía liberal atribuido a Rawls consiste
en afirmar el pluralismo como factum. No dudo que Rawls lo hace así; pero creo que no
lo hace como legitimación positivista, sino por una argumentación que me merece más
respecto. El pluralismo cultural e ideológico es un factum, sin duda, pero también es un
factum de la cultura occidental la representación de “la razón como guía de la verdad y
pensar que la verdad es una”86. Tan fáctico es la constante constatación de una
pluralidad de visiones del mundo como la no menos constante evidencia de una
aspiración del pensamiento a la unidad y la verdad únicas. Lo atractivo del argumento
de Rawls, a mi entender, es precisamente que articula ambos, que entiende que la
diversidad de doctrinas morales, filosóficas, religiosas, presentes en una sociedad
democrática es intrínseca a la cultura y la práctica públicas democráticas; y que, al
mismo tiempo, la distribución concreta de la pluralidad en un momento dado es
contingente, transitoria y abierta. Rawls cree que, bajo un régimen que protege los
derechos y libertades básicas, aparecerán necesariamente una diversidad de doctrinas
comprehensivas, encontradas e irreconciliables, y todas razonables 87. Sin opresión
política, en un escenario de libertad de pensamiento, la práctica de la razón, en su
irrenunciable búsqueda de la unidad y la universalidad, engendra la diversidad, la
pluralidad. Y sin duda tiene razón. Lo terrible es que, bajo un discurso tan “razonable”,
se ignora la presencia en el espacio liberal de otras diferencias que reivindican su
legitimidad y que cuestionan que ésta deba ser determinada desde la máxima liberal
“política, no metafísica”.

4. Pluralismo razonable y tolerancia.

Ya he señalado que la clausura que ejerce el concepto de pluralismo razonable


excluye tanto a la pluralidad no razonable como a la otra pluralidad. Aunque para
nosotros la más relevante en nuestros días es la exclusión étnica, efecto de reducir la
pluralidad a diferencia ideológica, al detener la mirada en las “doctrinas
comprehensivas”, conviene decir algo sobre la exclusión política, que se ejerce al pensar
el pluralismo como razonable, poniendo fuera de juego a cuantas opciones ideológicas
amenazan el orden liberal. Rawls es consciente de esta exclusión, e intenta con mil
matizaciones justificar el límite. Dice incansablemente que habla de un “pluralismo
razonable, no meramente simple”88. Y como si fuera consciente de la arbitrariedad que
implica toda clausura, mediante repeticiones y matices intenta ganar poder de
persuasión: “Hay que distinguir este hecho del pluralismo razonable del pluralismo
como tal. No se trata solamente de que las instituciones libres tiendan a generar la gran
variedad de doctrinas y de puntos de vista previsibles dados los varios intereses de la
gente y dada su tendencia a concentrarse en puntos de vista restrictos. Se trata más bien
del hecho de que, entre los puntos de vista que se desarrollan, hay una variedad de
doctrinas comprensivas razonables. Estas son las doctrinas que abrazan los ciudadanos
razonables y a las que tiene que dirigirse el liberalismo político. No son simplemente el
producto de intereses individuales o de clase, o de la muy comprensible tendencia de la
86
Ibid., 95.
87
Ibid., 66.
88
Ibid., 13.
82
gente a concebir el mundo político desde una perspectiva limitada, sino que son, en
parte, el resultado del trabajo de la razón practicas en el marco de las instituciones
libres”89. Se aprecia el esfuerzo, pero no la consistencia del argumento. Si la pluralidad
es razonable no en sí, sino en tanto que elegida por individuos razonables, éstos parecen
ser razonables si, por encima de su determinación individual, aceptan pensar el mundo
de acuerdo con la razón práctica. Como vemos, Rawls alude a los dos procesos, esas dos
vías de servicio de la razón: abriéndose paso a través de la cultura y el orden
institucional, como el espíritu objetivo hegeliano, y configurándose en un debate
racional entre individuos.

Lo que sí es cierto es que en esta acotación del “pluralismo razonable” se juega


buena parte del éxito de su propuesta de justicia política. Porque, en el fondo, las
posiciones “no razonables” o “irracionales” son aquellas que no aceptan la propuesta de
justicia política, las que cuestionan la constitucionalidad, en definitiva, las que rechazan
el liberalismo político en su raíz: en su exigencia de separar la filosofía (doctrina
comprehensiva) de la política (orden liberal básico).

Destaquemos, de entrada, que en tanto acotación particular, el concepto de


“pluralismo razonable” implica el rechazo del pluralismo en general, que reconoce una
pluralidad efecto de múltiples determinaciones, unas con base étnica o cultural, otras de
tipo económico, psicológico, etc., entre las que se incluyen, sin duda, la pluralidad
ideológica y las propias de la libre individualidad. Tal pluralismo, que corresponde a
una opción pluralista consecuente, no parece reducible a ninguna identidad. En el
mismo habría que incluir opciones tan inconmensurables con el marco liberal como el
terrorismo, el comunismo, los diversos fundamentalismos, las diversas cosmovisiones
de las minorías étnicas, etc. Y nada de eso cabe en el cuadro liberal. Con esa pluralidad,
no sólo heterogénea sino antagónica, no es posible ni siquiera imaginariamente firmar
un contrato social e instituir una concepción política de la justicia compartida. Ante esta
impotencia, Rawls sólo tiene la salida de decretar su exclusión.

¿Con qué argumentos?. Creo que Rawls aporta pocos argumentos para justificar la
legitimidad de excluir a las concepciones “no razonables”; la verdad es que ni se
preocupa de ello, sea porque intuye la dificultad, sea porque cree, acertadamente, que no
lo necesita, que apostar por un “nosotros” diverso pero manejable, que deje fuera lo
extravagante, insólito, inquietante, etc., es suficiente y siempre será bien recibido por la
conciencia liberal. Por eso dedica sus energías a organizar la pluralidad razonable, a
aislar un escenario en el que hay suficiente diversidad para satisfacer ese genérico
reconocimiento de la pluralidad como efecto de la libre individualidad, pero sin que la
cualidad de la misma cuestione las fronteras de las dos identidades básicas, el individuo
y la patria.

89
Ibid., 67.
83
Rawls, para embellecerlo, se esforzará en poner el pluralismo razonable como fruto
precisamente del ejercicio de la razón práctica y del pensamiento libre. Ahora bien, el
efecto de la vida y el pensamiento libre es el pluralismo sin determinaciones, donde
caben concepciones y proyectos no razonables e incluso irracionales. ¿Cómo logra
Rawls establecer la demarcación?. Pues con una exigencia que parece muy razonable,
porque no limita la libertad individual, pero que encubre un inmenso poder de
exclusión: dirá que la pluralidad razonable es la que surge, sí, de la libertad, pero
cuando la libertad se da en sociedades ya establecidas, democráticas y con instituciones
libres duraderas: “El liberalismo político, como ya dije, entiende esa diversidad como el
resultado del ejercicio de las facultades de la razón humana en el contexto de
instituciones libres y duraderas”90. Y también: “La cultura política de una sociedad
democrática lleva siempre la impronta de una diversidad de doctrinas religiosas,
filosóficas y morales encontradas e irreconciliables. Algunas de ellas son perfectamente
razonables, y el liberalismo político concibe esa diversidad de doctrinas razonables
como el resultado inevitable a largo plazo de las facultades de la razón humana
desarrolladas en el marco de instituciones duraderas libres” 91. El librepensamiento en
ese marco no garantiza la ausencia de alternativas irracionales, pero sí garantiza un
amplio consenso en torno a una razón pública que permite distinguir lo razonable
(ajustado a ella) de lo no razonables (contrario a la misma).

Se excluye, por tanto, lo ajeno al trabajo de la razón práctica, que a lo largo del
tiempo, en condiciones de libertad, ha ido tejiendo, construyendo, un marco de valores
políticos común, compartido. El pluralismo razonable, de este modo, no aparece como
decisión política de los fuertes, sino como producto de la razón práctica: “Como se
observó antes (I, $ 6.2), esta pluralidad razonable de doctrinas encontradas e
inconmensurables se concibe como la realización característica de la razón práctica a lo
largo del tiempo y bajo instituciones libres duraderas”92.

¿Cuál es el contenido de esa razón pública, ampliamente compartida, creada por la


razón práctica en su ambiente liberal democrático?. Si en Una teoría de la justicia se
hablaba de unos principios ético políticos comunes, en El liberalismo político se piensa
más en negativo. El secreto del trabajo de la razón práctica está en haber impuesto el
principio de tolerancia. De la insistencia en una cultura moral común se pasa a la
insistencia en la tolerancia ante opciones ideológicas rivales. La mera tolerancia, y no la
identidad cultural, pasa a ser el eje de reflexión. Rawls hace distintas referencias a la
tolerancia, siempre como condición de posibilidad del pluralismo. Dirá que el triunfo de
éste está ligado al “triunfo de la pacífica práctica de la tolerancia en sociedades
articuladas por instituciones liberales”93.

Este desplazamiento es importante, porque implica que las distintas doctrinas


razonables no son tales porque contengan en su cuerpo doctrinal unos determinados
90
Ibid., 176.
91
Ibid., 33.
92
Ibid., 167.
93
Ibid., 20. Ver también pág. 33.
84
principios ético políticos que, cual esencia de la razonabilidad, las legitiman; también
implica que lo razonable no es algo construido con lo común a diversas doctrinas
positivas; al contrario, lo razonable es aceptar, cumpliendo el principio de tolerancia, un
orden político ajeno al cuerpo doctrinal de cada ideología pero que no cuestiona éstas,
que a su vez son razonables porque aceptan ese algo que no pertenece a su credo ni se
deduce del mismo. Y ese “algo” es, para Rawls, la concepción política de la justicia. Un
“algo” que no tiene pretensiones de verdad moral, ni de racionalidad, sino de
razonabilidad. Dirá: “Una vez aceptamos el hecho de que el pluralismo razonable es una
condición permanente de la cultura pública bajo instituciones libres, la idea de lo
razonable resulta, para un régimen constitucional, más adecuada como parte de la base
de justificación pública que la idea de la verdad moral. Sostener que una concepción
política es verdadera y, por esa sola razón, la única base adecuada de la razón pública,
es excluyente, sectario incluso, y por eso mismo un vivero de división política” 94. O sea,
una doctrina comprehensiva no es razonable si, enarbolando su verdad moral, quiere
plasmarla en el orden político; en definitiva, si no acepta la concepción política de la
justicia. En cambio, es razonable si renuncia a esa pretensión y acepta, en base a la
tolerancia, un orden político ajeno a su doctrina, expresado en dicha idea de justicia
política. Que es tanto como renunciar a salvar a los hombres; o, al menos, como
renunciar a la universalidad de su verdad.

Rawls no quiere aceptar que la opción por lo razonable implique renuncia a la


verdad95, aunque sus argumentos al respecto son débiles. En todo caso, y tiene derecho a
hacerlo, no valora como pérdida esa opción por el pluralismo razonable. Nos recuerda
que esa actitud en sus orígenes permitió la constitución del estado, desplazando la
religión a la privacidad: “Como Hegel percibió, el pluralismo posibilitó la libertad
religiosa, lo que no era ciertamente la intención de Lutero y Calvino” 96. Además, como
hemos visto, el pluralismo razonable es resultado de la razón práctica: “(El liberalismo
político) no considera ese pluralismo un desastre, sino el resultado natural de las
actividades de la razón humana en contextos institucionales perdurablemente libres.
Considerar un desastre al pluralismo razonable es considerar un desastre el ejercicio
mismo de la razón en condiciones de libertad”97; y también: “Así, pues, aunque las
doctrinas históricas no son, obvio es decirlo, mero resultado del trabajo de la razón
libre, el hecho del pluralismo razonable no es una desafortunada condición de la vida
humana”98. Más que renuncia o pérdida ve en ello un éxito: “En realidad, el éxito del
constitucionalismo liberal tiene que ver con su descubrimiento de una nueva posibilidad
social: la posibilidad de una sociedad pluralista razonablemente armoniosa y estable”99.
El mal, para Rawls, parece ser el pluralismo a secas, no el pluralismo razonable: “El
hecho del pluralismo razonable no es una condición desgraciada de la vida humana,
94
Ibid., 161.
95
Ibid., 182.
96
Ibid., 20.
97
Ibid., 20.
98
Ibid., 67.
99
Ibid., 20.
85
como podríamos decir del pluralismo como tal, el cual da margen para la existencia no
sólo de doctrinas irracionales, sino enloquecidas y agresivas”100.

5. Pluralismo y consenso.

He insistido en que los argumentos que aporta Rawls para distinguir entre posiciones
político ideológicas razonables y no razonables son débiles, basando su potencia
persuasiva más en la complicidad de una ideología compartida que en la fuerza teórica
del argumento. Tras reconocer que en la pluralidad social, más amplia que la que cabe
en lo razonable, puede haber opciones no razonables, es decir, irreductibles al
acuerdo101, Rawls no duda en excluirlas, dejarlas fuera del pacto: “Que haya doctrinas
que rechacen una o más libertades democráticas es un hecho permanente de la vida, o al
menos eso parece. Eso nos carga con la tarea de contenerlas –como a la guerra o a la
enfermedad- para que no subviertan la justicia social”102. Por tanto, la legitimidad de la
exclusión, sin excluir la exclusión violenta, viene de la sacralización de la concepción
política de la justicia, porque es su aceptación o rechazo lo que determina ser o no
razonable, quedar dentro o fuera del pacto. Su discurso es claramente de un nosotros y
para nosotros, quienes compartimos la identidad material suficiente para poder
formalizarla.

Pero, aunque Rawls no lo explicite, ni siquiera lo tenga en cuenta, hay otro


argumento a favor del sentido de la propuesta de pluralismo razonable, que refiere a la
reformulación del contrato como consenso por coincidencia, y por tanto a la
construcción de la idea de justicia política; y que, por apuntar a la misma raíz del
pluralismo político, debo prestar alguna atención. Efectivamente, el pacto social liberal
clásico no puede imponer exclusión previa alguna: no puede poner límite al “nosotros”
de los contratantes, no puede decir aquí solo entran los buenos, los puros, o los
“razonables”, puesto que el bien y el mal, lo justo y lo injusto, incluso lo razonable o
no, como ya advirtiera Hobbes, se define desde dentro y para quienes están dentro. Por
tanto, quienes quedaron fuera –que a nivel histórico quiere decir: quienes no aceptan el
pacto, el orden constitucional- mantienen intacto el derecho a la renegociación. En esta
línea de reflexión, la escisión en la pluralidad que impone la exigencia de razonabilidad,
que deja fuera del pacto a cuantos no aceptan la idea de justicia política, no cumple con
las exigencias liberales; se incurre en un anacronismo especulativo: se pone como
precondición de pertenencia, de entrada en el pacto, en la negociación, un principio que
debe ser incluido en el pacto.

Hemos de sospechar que si Rawls pone este límite, con las implicaciones
antiliberales señaladas, es por evitar un mal peor, implícito en el pluralismo radical. Y
la sospecha parece fundada si tenemos en cuenta el sentido del pacto como consenso por
100
Ibid., 176.
101
“Que una democracia esté marcada por el hecho del pluralismo no resulta sorprendente, pues siempre habrá muchas
concepciones irrazonables. Pero que también haya muchas doctrinas comprehensivas razonables sostenidas por personas
razonables puede parecer sorprendente: porque nos gusta ver a la razón como guía de la verdad y pensar que la verdad es una” ( El
liberalismo político, 94-95).
102
Ibid.,, 95, n.19.
86
coincidencia. Ya he insistido en que Rawls acepta que el pluralismo razonable no sea el
construido por el acuerdo entre los fuertes: “Así, aunque una concepción política de la
justicia encara el hecho del pluralismo razonable, no es política en el sentido
equivocado: es decir, su forma y su contenido no se ven afectados por el equilibrio de
poder político existente entre las doctrinas comprehensivas. Ni fragua sus principios un
compromiso entre las más dominantes”103. La razonabilidad de una doctrina procede de
asumir el principio de tolerancia y aceptar una constitución, un orden político, exterior a
la misma.

Esta exterioridad debe ser muy resaltada, porque el consenso por superposición, que
concreta su pertenencia a la pluralidad razonable, ha tenido en Rawls diversas
formulaciones, que van de pensarlo como una yuxtaposición o intersección que
condensa lo común y coherente con las diversas doctrinas presentes, en Una teoría de la
justicia, a pensarlo como algo ajeno a ellas, en El liberalismo político. En esta última
obra Rawls insiste en la tesis de la exterioridad: “la justicia como equidad se abstrae del
conocimiento de las determinadas concepciones del bien que puedan albergar los
ciudadanos, y procede partiendo de las concepciones políticas compartidas acerca de la
sociedad y de la persona que son necesarias a la hora de aplicar los ideales y los
principios de la razón práctica”104. No se construye buscando lo común a las distintas
concepciones del bien, sino a partir de posiciones políticas compartidas y de los ideales
de la razón práctica. El consenso no es un acuerdo de mínimos doctrinales: “Buscamos
un consenso entre doctrinas comprehensivas razonables (no irrazonables o irracionales).
El hecho crucial no es el hecho del pluralismo como tal, sino el del pluralismo
razonable (I, $ 6.2). Es un acuerdo sobre una concepción política de la justicia, sobre
una manera de ordenar las instituciones básicas de la sociedad, haciendo abstracción de
los principios doctrinales religiosos, filosóficos o morales”105. Rawls insiste en que en
una democracia constitucional la concepción pública de la justicia “deberías ser, en lo
posible, presentada de un modo independiente de las doctrinas comprensivas religiosas,
filosóficas y morales. Con eso daba a entender que la justicia como equidad se hallaba
en la primera etapa de su exposición como un punto de vista independiente que expresa
una concepción política de la justicia”106. Ese “punto de vista independiente” marca la
exterioridad de la concepción política con el contenido doctrinal.

¿Por qué la insistencia en esa exterioridad?. ¿No es más razonable y concorde con la
idea contractualista un acuerdo en base a mínimos doctrinales, conforme a criterios que
rigen en la practica política liberal democrática?. ¿Por qué no recurrir a la legitimidad
del principio de mayoría?. Recordemos que Rawls está situando el problema en un
punto cero, en el momento del contrato; ahí no rige el principio de mayoría, que en todo
caso se instaura en el pacto. Por tanto, el problema es que, conforme al criterio liberal,

103
Ibid., 174.
104
Ibid., 173.
105
Ibid., 176.
106
Ibid., 176. Ver también I, $$ 1.3-4.
87
nadie puede ser excluido; y, sobre todo, nadie puede quedar dentro y excluido, es decir,
sometido. En ese momento inaugural, un contrato pensado como intersección o
solapamiento, podía ser de contenido vacío, por la ausencia de cualquier coincidencia
impuesta por la presencia de concepciones doctrinales “no razonables”. Desde la
posición original, donde se construye la propuesta elegida por individuos racionales y
en posición de imparcialidad, hay una base para distinguir los buenos de los malos;
desde el escenario contractualista del consenso por superposición entre doctrinas
comprehensivas diversas, pensar lo racional o razonable como lo común, como la
intersección, exigía contemplar la posibilidad de una propuesta vacía.

En consecuencia, la alternativa será cambiar el contenido del contrato por


superposición. Por eso Rawls insistirá en repetir que el acuerdo se logra cuando se
abandona como exigencia de aceptabilidad la adecuación de la idea de la justicia
propuesta a los principios de la doctrina ético política propia y se asume un criterio de
aceptabilidad de la misma más generoso, como la coherencia de la propuesta con
“varias ideas fundamentales derivadas de la cultura política pública de una sociedad
democrática”. Ese contrato por consenso se parece mucho, formalmente y en contenido,
al contrato de renuncia hobbesiano, pues éste venía a decir: renuncio a mi derecho
natural, si tu renuncias, y acepto esa autoridad de un soberano (un soberano cuya figura
no cabe en la representación de mi libertad natural). Ahora Rawls viene a decir: cada
doctrina comprehensiva renuncia a traducirse en orden político, si las demás renuncian,
y acepta el imperio de la justicia política (una figura exterior a la doctrina y no
reconocible desde ella). Y como esta exterioridad no es negociada, no se excluye a
nadie; se autoexcluyen quienes no la aceptan. Como esa exterioridad es un factum de las
sociedades democráticas con instituciones libres, no hay arbitrariedad: simplemente se
dice que el pacto solo tiene sentido en sociedades democráticas que ya han generado
suficiente identidad entre sí para poder fijar la diferencia entre razonable y no
razonable. O sea, es un pacto ajustado a los límites y sentido del estado nación.

6. Límites del pluralismo liberal.

Para acabar esta reflexión sobre la propuesta pluralista de Rawls me detendré en


comentar algunos puntos débiles de la misma. En primer lugar, un supuesto o postulado
clave del pluralismo liberal rawlsiano deriva de su idea de justicia política, que se
concreta en renunciar a cualquier tentación de fundamento metafísico, trascendente o
trascendental, para asumir la política (en el sentido de decisión colectiva) como
instancia de elección; o sea, su propuesta considera como única y suficiente fuente de
legitimación de los principios de justicia su presumible elegibilidad. A ese supuesto
responde su tesis de que el pluralismo liberal tiene origen democrático, es decir, refiere
a una diversidad de propuestas doctrinales o concepciones del mundo surgidas en el
proceso de debate democrático y en las relaciones existenciales de los seres humanos
entre sí y con las cosas. Con esta formulación nada tendría que cuestionar; mis
sospechas comienzan desde el mismo momento en que Rawls liga la posibilidad de
coexistencia de una pluralidad de doctrinas comprensivas a la renuncia a toda
88
fundamentación racional. La pluralidad no se desvanece -¿y qué, si así fuera?- por el
ejercicio de la racionalidad. No es una extravagancia, sino una obviedad, que aun
siendo lo propio de la razón la búsqueda de unidad, la reducción de la diversidad a
unidad, su ejercicio libre y democrático, como el mismo Rawls ha señalado, lejos de
amenazar la pluralidad la reproduce de mil modos y formas. Es razonable admitir que la
razón, en su forma y su resultado, reproduce incansable la oposición, la disidencia, la
construccion de opciones alternativas todas ellas no ya razonables, sino con pretensiones
de verdad; es razonable incluso aceptar que la pluralidad política es el trascendental de
la razón política, pensada desde su irrenunciable pretensión de unidad y armonía.
Entiendo que el reconocimiento de esta pluralidad no exige la renuncia a la racionalidad
en sentido fuerte, a una racionalidad con pretensiones de exclusividad; para ello basta
reconocer que la pretensión de verdad absoluta es inalcanzable, que en su intrínseco
movimiento de construcción de la unidad la razón ofrece inevitablemente propuestas
alternativas, sujetas a la determinación histórica y social. En definitiva, basta aceptar el
muy razonable postulado de que la razón, tanto en su uso teórico como práctico, es de
este mundo, actúa desde puntos de vista determinados por instancias exteriores a la
razón (determinaciones históricas, económicas, étnicas, de clase...). Preocuparse en
filosofía por la desaparición de la pluralidad en un dominio democrático, amenazada por
la voluntad de verdad (de unidad) de la razón, es tan gratuito e inocente como
preocuparse en agricultura por la desaparición de las malas hierbas que con buen sentido
deben ser arrancadas y con el mismo buen sentido debe esperarse su reaparición. La
pluralidad de posiciones y doctrinas, como las malas hierbas, está más que asegurada: lo
está por encima de la razón, que puede seguir con su destino unificador sin riesgos de
totalitarismos (estos proceden de otros caminos). La pluralidad es para la razón como el
aire para la paloma: su obstáculo y su condición de posibilidad. Pero se prostituye la
razón cuando, desde un escenario perverso, se le asigna el papel de consolidar la
pluralidad, cuando lo suyo es luchar contra ella, reducirla, buscar la unidad, aunque sea
con la conciencia de que es imposible, de que lo uno se divide en dos tan
inexorablemente como los opuestos acaban por reconciliarse.

Dicho de otra manera: basta pensar la dialéctica de la razón para comprender que la
pluralidad, lejos de estar amenazada por la pretensión de racionalidad, es generada por
la razón, como momento de la misma, sin que la asuma como su objetivo. Es realmente
extravagante la imagen de un mundo en el que se llame a los científicos a producir
teorías plurales y a congelar la existencia de éstas, en vez de llamarlos a contrastarlas y
decidir la mejor (la más verdadera o la más eficaz, cuestión indiferente a nuestro
problema); es ingenuo si no resultara cruel llamar a que cada cual cultive su doctrina
ética, sea solidaria, consumista o chovinista, por ser todas iguales de buenas y bellas y
porque el mosaico plural que diseñan es un fin en sí mismo, en lugar de, con fidelidad
al principio de tolerancia, instar a una confrontación dialéctica en la que cada uno,
asumiendo el riesgo democrático de ser convencido por el otro (si no es así se está
instalado en el fanatismo) se entrega al convencimiento de los demás.
89
En definitiva, quiero decir que fundar el pluralismo en la renuncia a la razón y a su
pretensión de verdad (epistémica, política y moral), no es una exigencia democrática, en
la medida en que la democracia resiste el debate a muerte entre propuestas racionales
con voluntad de verdad. Por otra parte, un planteamiento como el de Rawls no garantiza
la vida democrática, pues permite un escenario político de sectarismos fanáticos, es
decir, de agrupación de los ciudadanos en sectas, entregadas a cultivar sus orquídeas, y
que viven en la indiferencia recíproca. El fanatismo no tiene por qué ser universalista; y
bajo el respeto a la constitución pueden coexistir, en la más absoluta indiferencia (que
no equivale a tolerancia) la pluralidad de opciones doctrinales dogmáticas y “nada
razonables”. En el pluralismo razonable rawlsiano caben posiciones que, revestidas de
indiferencia ideológica, sólo son razonables ad extra, en tanto que respetan el consenso
constitucional, mientras que ad intra cultivan su diferencia, no siempre noble ni digna.

En cualquier caso, es curioso que esa defensa del pluralismo en la política, la cultura,
la moral, la ciencia…, tiene sus territorios prohibidos. El culto al pluralismo se acaba a
la entrada misma de la fábrica: la relación de explotación no permite ni la tolerancia, ni
la pluralidad, ni la indiferencia, no permite que las clases vivan en concordia de
espaldas unas a otras. Si en la producción capitalista desaparece la “bondad” del
pluralismo, aunque en su seno se reproduzca el mismo en forma de clases sociales, es
sensato pensar que, de la misma manera, la pluralidad se reproducirá aunque la razón
política trabaje con fidelidad a su destino: la unidad del todo social, la armonía o
identidad entre el bien público y el bien privado. Por tanto, no encuentro en la reflexión
de Rawls argumentos sólidos a favor de que la razón deba travestirse, prostituirse,
renunciar a su forma canónica, a sus pretensiones de unidad del conocimiento y de
verdad única, para reconocer y asumir el factum del pluralismo; éste puede reconocerse,
e incluso argumentar su inevitabilidad, sin la renuncia ontológica.

En segundo lugar, considero que otro punto débil de la descripción rawlsiana del
pluralismo liberal radica en la arbitrariedad de la restricción impuesta al reconocimiento
y defensa de la mera diversidad, restricción que permite dar entrada a particularidades
interesadas y cambiantes. Aunque Rawls pretenda que la “razonabilidad” acota el
repertorio empírico de doctrinas que “abrazan los ciudadanos razonables y a las que
tiene que dirigirse el liberalismo político”; aunque insista en que son doctrinas que no
responden a intereses particulares o de clase, sino que “son, en parte, el resultado del
trabajo de la razón práctica en el marco de las instituciones libres” 107, no logro encontrar
ni un solo argumento para la exclusión de los otros si no es desde el principio
comunitarista, que él no acepta. Quiero decir, en definitiva, que tampoco encuentro en
Rawls argumentos suficientes para que el pluralismo aceptable por la razón se limite al
“pluralismo razonable”; y, en cambio, encuentro muchos motivos de sospecha ante un
concepto tan etnocéntricamente definido.

107
Ibid., 67. Rawls reenvía a I, $$ 2 y 3, donde discute las condiciones necesarias mínimas de razonabilidad de una doctrina
comprehensiva. Pero advierte que no todas las que cumplan tales rasgos serán igualmente razonables para todos los objetivos,
limitándose a las pretensiones del liberalismo político.
90
Esta cuestión merece ser bien pensada, por sus insospechados efectos prácticos.
Deberíamos partir del presupuesto postplatónico de que el deseo no sigue como mera
determinación al conocimiento; o sea, que el reconocimiento ontológico del pluralismo
no conlleva necesariamente su racionalidad ni su moralidad, es decir, no implica que
deba ser querido por la razón. El factum del pluralismo, cuando se interpreta
positivistamente, lleva a la razón a asumir la no existencia –ni real ni posible- de una
doctrina comprehensiva compartida por todos los ciudadanos; y se deriva de ello la
necesidad de respetar la pluralidad de doctrinas existentes, razonables o no. Ahora bien,
el problema reside precisamente en ese carácter positivista de la interpretación, que
implica una arbitraria toma de posición ontológica. Cuando la pluralidad no se ve como
hecho en sí, sino como producto histórico, como praxis –que incluye en su esencia tanto
la inevitabilidad de la diversidad como la inevitabilidad de la superación de cada una de
sus formas concretas- las cosas cambian. Es la cosificación del factum la que introduce
la ilusión ontológica y acaba llamando a su sacralización; en cambio, la perspectiva
dialéctica, que al menos tiene las mismas credenciales de legitimidad, permite pensar la
necesidad de la pluralidad (de la escisión, decían Hegel y Marx) como forma del
movimiento y la historicidad o no necesidad de cada uno de sus momentos o figuras
concretos.

A mi entender, hay dos formas de pensar lo plural como límite de la razón. Una de
ellas, la que parece seguir Rawls, sitúa la pluralidad fuera de la razón, como lo otro de
la razón, un límite exterior que la clausura y somete; o sea, equivale a declarar la
pluralidad irracional. La otra forma de pensar lo plural también se lo representa como
distinto, pero en el sentido de su límite, que decreta su cierre, su negación, pero que en
el mismo acto la afirma y configura. Es decir, se trata de pensar la pluralidad como el
trascendental de la razón, como una exterioridad que la constituye. Bien mirado, la
pluralidad fáctica como tal nunca puede ser racional: los hechos no son racionales. Tal
pluralidad fáctica es lo otro de la razón, su límite exterior refractario e indiferente. Esa
pluralidad fáctica como tal no puede ser racionalizada sin ser negada, sin ser traducida a
unidad, a orden, a jerarquía. Pero, en tanto que trascendental de la racionalidad, su
negación implicaría la autodestrucción de la razón: sin pluralidad que reducir, la razón
se quedaría sin trabajo. Por tanto, la manera más razonable de pensar lo plural es
pensarlo no como factum sino como praxis, constantemente disolviéndose y
reconstituyéndose; y la forma más razonable de pensar la razón es pensarla no como
pastora de la pluralidad, sino como obrera de la misma, haciendo como aquella abeja de
Diderot que, pasando por mil flores reducía sus mil sabores al inigualable y único de la
miel.

Desde una mirada dialéctica, pluralidad como praxis, no hay razón para la exclusión,
pues todas las figuras nacen en el mismo proceso; pero tampoco hay razón para la
sacralización de algunas de ellas, pues todas son históricas. Desde una mirada liberal,
pluralidad como factum, tiene sentido plantearse la exclusión, seleccionar las buenas y
desechar las malas; pero cualquier criterio al que se recurra estará contaminado de
91
arbitrariedad. El recurso a lo razonable por Rawls, a pesar de sus suaves perfiles y de su
atractivo cultural, es una solución perversa. En rigor, llama razonables a las doctrinas
que se dejan acercar y consensuar, que tienen cierto aire de familia, que pueden
colaborar o, al menos, soportarse unas a otras. Más que un pluralismo de la diversidad
es un pluralismo de la diferencia y, como sabemos desde Aristóteles, en el dominio de
los conceptos ésta se da siempre en la unidad.

El tercer punto débil de la propuesta rawlsiana que quiero destacar refiere,


precisamente, a la arbitrariedad en la elección del criterio de lo razonable. En el
escenario liberal la teoría del pluralismo o liberalismo político incluye un factum, una
tesis y una opción de valor que deben ser reveladas. El pluralismo, por un lado, describe
la experiencia empírica de que en las condiciones de libertad de conciencia y expresión
garantizadas en una democracia liberal suelen darse siempre una pluralidad de doctrinas
comprehensivas diferenciadas y contrapuestas (cuestión de hecho). Por otro lado, dota a
esta experiencia inmediata de necesidad, poniendo una tesis ontoepistemológica fuerte
según la cual, en ausencia de opresión, la práctica pública de la razón genera una
pluralidad de doctrinas comprensivas (cuestión teórica). En fin, en tercer lugar, de
forma más o menos disimulada encubre una opción axiológica, a saber, el
reconocimiento de esa pluralidad de doctrinas como un bien (cuestión de valor), o como
distintos modos del bien que, en todo caso, comparten elementos comunes, recogidos
bajo el concepto de “razonable”.

Ahora me interesa reflexionar sobre la opción de valor, es decir, sobre la reflexión


moral que lleva a Rawls a adherirse al pluralismo. El respeto, la adhesión, el
reconocimiento del hecho del pluralismo como valor se manifiesta en el desplazamiento
teórico rawlsiano desde la búsqueda de un fundamento universalista, dominante en la
Una teoría de la justicia, a otro contextualista, hegemónico en El liberalismo político.
En este desplazamiento, como he dicho, se emerge como figura central de la teoría el
overlapping consensus. La hipótesis del mismo es que “las concepciones razonables”
del bien no pueden ser abiertamente hostiles a una concepción de la justicia social que
se base en los principios fundamentales de la cultura política de la justicia liberal. Por
tanto, los individuos adheridos a unas doctrinas estarán más inclinados a los principios
de la justicia política, otros serán neutrales e incluso reticentes, pero ninguno la
rechazará. En cada caso el lazo entre la doctrina comprehensiva y los principios de la
justicia política será diferente. Tal vez en los comienzos se acepte como modus vivendi,
o como mal menor, pero la vida en común bajo los principios de la justicia liberal,
piensa Rawls, les permitirá ver a todos las ventajas de tal sociedad regida por la
tolerancia y el respeto de los derechos. Y esas ventajas les harán cambiar tanto sus
cálculos estratégicos como sus ideas morales, con un aprecio creciente de la tolerancia y
los derechos. Por tanto, cada vez más se irán limando los conflictos y ampliando las
coincidencias morales; cada vez será más aceptada la justicia liberal; cada vez será más
estable la sociedad.
92
En el límite, la esperanza rawlsina es que los principios de justicia así justificados
lleguen a ser ampliamente compartidos, hasta constituir una lengua franca moral que
permita las relaciones entre las distintas concepciones del bien y la resolución de los
conflictos entre ellas. En esa situación, la teoría de la justicia habría devenido el
fundamento de la “razón pública”, neutra respecto a las diferentes concepciones
razonables del bien, a la que recurrirían los individuos en sus conflictos con los otros,
haciendo abstracción de la doctrina del bien a la que se adscriben. Los conflictos, pues,
se resuelven en el dominio de la razón pública, que ha desplazado a la privacidad las
cuestiones religiosas, metafísicas o éticas.

No es difícil reconocer que los principios de justicia propuestos por Rawls tienen un
contenido familiar a la cultura liberal occidental; él mismo se encarga de explicitarlo,
reconociendo que, en principio, su propuesta tiene pleno sentido sólo para las
democracias occidentales. De todas formas, en sí mismo o en sus seguidores, deja viva
la esperanza de que tal vez dichos principios pudieran gozar de una aceptación
universal. Se aliente o no esta esperanza, el resultado es inquietante. Porque, si se niega
la validez de la teoría de la justicia para espacios no democráticos, resurge el acuciante
problema de las minorías étnicas incluidas en estados liberales; si se aspira a una
expansión universalista, aunque sea prudente, de la teoría, surge la terrible sospecha de
que no sólo los principios, sino la teoría misma de la justicia, por ser genuinamente
liberal, se impone al mundo. Por tanto, no parece haber escapatoria. Dado que el
pluralismo liberal no puede reconocer la pluralidad étnica, ni ninguna pluralidad
objetivamente determinada, su propuesta no puede aportar solución a los conflictos
objetivos, sean éstos de etnia o de clase (sobre los que convendría insistir en otra
ocasión).

Acabo, pues, reafirmándome en las limitaciones de la propuesta rawlsiana, pero


reconociendo que sus límites están vinculados al marco teórico liberal, al cual es fiel.
Por tanto, son límites comunes a la mayoría de propuestas filosófico-política con
temporáneas; límites que ponen en cuestión la capacidad del discurso liberal y, lo que es
más inquietante, del orden político liberal democrático, para asumir esas otras formas de
pluralidad, las objetivas, las ontológicamente determinadas, las realmente importantes
en nuestras sociedades.
93

V. El pluralismo del disenso 1 0 8 .

“El hecho de que la identidad nacional no exija valores compartidos explica por qué las naciones
son unidades apropiadas para la teoría liberal, ya que las agrupaciones nacionales proporcionan un
ámbito de libertad e igualdad y una fuente de confianza y reconocimiento mutuos que pueden
conciliar la disensión y las discrepancias inevitables respecto a las concepciones de lo bueno en una
sociedad moderna (Will Kymlicka, “Nacionalismo minoritario dentro de las democracia liberales”)

Las tesis defendidas recientemente por el profesor Sartori, han provocado


apasionadas reacciones. No pretendo ser neutrales ante ellas, como se reflejará en el
texto; pero mi pretensión aquí es de mayor calado teórico, aunque en el horizonte estén
en juego las posiciones políticas. Me propongo argumentar, al filo del discurso de
Sartori, que el pluralismo liberal no puede pensar el multiculturalismo, que la única
diferencia que el liberalismo político puede reconocer es la puesta por la subjetividad, y
en modo alguno la determinación ontológica, exterior y ajena a la elección de los
individuos. Y, en consecuencia, defenderé que la idea de estado nación, y la de
ciudadanía que le acompaña, que constituyen piezas fuertes de la teoría liberal, no
pueden responder al desafío multicultural puesto en juego por esta etapa de capitalismo
transnacional que suele designarse con la metáfora de la globalización.

1. Diversidad y valor.

1.1. (Pluralidad y diversidad). En el haber de Sartori hemos de poner la lucidez con


que ha visto que el debate sobre el pluralismo es la clave del debate filosófico político
de nuestro tiempo. La pasión con que afirma su posición, si bien le lleva a lamentables
simplificaciones, expresa lo mucho que está en juego. Si le creemos –y en buena medida
comparto su creencia, aunque no el pathos con que la vive- está en juego la cultura
liberal y el estado nacional democrático. De ahí su irritación con sus colegas, con el
pensamiento liberal que habitualmente coquetea con el multiculturalismo, que con sus
sucesivas concesiones ideológicas empuja inconscientemente al desbarrancadero al
mundo occidental109. Dice enfadado que la mayoría de los politicólogos debaten sobre el
pluralismo sin tener un concepto del mismo 110. Les critica que caigan en la trampa
mortal de identificar sin más pluralismo y democracia, convirtiendo el término
“pluralismo” en un comodín que sirve para embellecerlo todo. De ahí que su
intervención filosófica pretenda, ante el degenerado y abusivo uso de la palabra, una
reconstrucción y fijación del concepto.

108
El texto de “Pluralismo del disenso” había sido publicado en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed.
Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
109
“El proyecto multicultural es en verdad rompedor, dado que invierte la dirección de marcha pluralista que sustancia a la
civilización liberal. Y es verdaderamente singular que esta ruptura la propugnen y legitimen filósofos que se autoproclaman
liberals “ (G. Sartori, La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus, 2001,129).
110
G. Sartori, “Los fundamentos del pluralismo”, en Agora, 2 (Verano de 1995): 7.
94
Las buenas intenciones no garantizan los fines, y el proyecto de Sartori nace
fuertemente lastrado por compartir con los teóricos a quienes critica que el pluralismo
es algo así como las señas de identidad del liberalismo, especialmente del liberalismo
desarrollado, democrático; por tanto, se exige a sí mismo pensar el pluralismo en el
marco de la democracia liberal. Su pensamiento padece los efectos de esa obstinación
en confesarse pluralista sin renunciar a la profesión de fe liberal, actitud tan tópica que
induce a menospreciar cualquier argumentación que simplemente la interrogue. Aunque
Sartori es suficientemente lúcido para detectar contradicciones y peligros en esa
identificación, opta por considerar que se deben a la contingencia de una mala
definición de pluralismo; en consecuencia, cree que un pluralismo bien definido, bien
acotado, libre de las formas degeneradas, pseudopluralistas, no sólo no implicaría
contradicciones con el discurso liberal ni peligros a la sociedad capitalista occidental,
sino que pondría el pluralismo como la ideología ajustada a la cultura democrático
liberal contemporánea. Así, en lugar de pensar el pluralismo en el escenario filosófico y
político contemporáneos, se enzarza en una redefinición imposible del mismo asimilable
a los nuevos tiempos.

La línea de demarcación que traza Sartori persigue dejar fuera el (no)pluralismo


multiculturalista; y la motivación más concreta y activa procede de la específica
diferencia cultural que pone en escena el africano-árabe-musulmán 111. Pero su
tratamiento del tema, aunque lleno de referencias a los puntos sangrantes del conflicto
social, pone en juego una problemática filosófico política general, que parte de la
distinción entre pluralidad y diversidad. El factum de la diversidad, nos dice, carece de
relevancia ético política. Podemos encontrar razonable, nos dice el pensador italiano, el
respeto de esa diversidad, pero no constituye un precepto moral y siempre hay que tener
a punto los límites de su conveniencia: “está claro que el pluralismo está obligado a
respetar una multiplicidad cultural con la que se encuentra, pero no está obligado a
fabricarla”112. El pluralismo que defiende Sartori es una concepción del orden político
social, un modelo de sociedad: “es un tipo específico de estructura social” 113. Los
elementos que asistemáticamente nos presenta como propios de esa estructura social son
en líneas generales los tópicos de la democracia liberal, como la diversificación del
poder, el respeto a las minorías114, la autonomía de las esferas115, la diversidad cultural
que permite la identidad estatal116. En general, Sartori se esfuerza en mostrar su máximo
reconocimiento de la diversidad (exterior al orden político) y de la pluralidad (interior al
mismo) con tal que no cuestionen ni pongan en riesgo el recinto sagrado del estado
nacional. Y, en todo caso, dejando bien clara la distinción entre la pluralidad interna al
estado, que afecta a la idea del pluralismo, y la diversidad sociológica, económica,
111
“la xenofobia europea se concentra en los africanos y en los árabes, sobre todo sin son y cuando son islámicos” (SM., 53)
112
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 32.
113
Ibid.. 35.
114
“el pluralismo rechaza la tiranía de la mayoría”, en Ibid, 37)
115
“la ciudad pluralista presupone que las distintas esferas de la vida –los terrenos de la religión, de la política y de la
economía- están adecuadamente separadas; y éstos son presupuestos que ha sostenido el pluralismo” (Ibid.,38).
116
“Una sociedad fragmentada no es por ello una sociedad pluralista” (Ibid., 38-39)
95
étnica, etc., exterior al mismo. Así, la fragmentación tribal, la división en castas o en
clases, la estructura de estamentos, rangos y corporaciones medievales, expresan
diversidades, pero nada tiene que ver con el pluralismo, según nuestro autor.

Desde el punto de vista político ideológico el pluralismo para Sartori equivale a la


apuesta por una sociedad abierta liberal. Ésta, en cuanto a opciones ideológicas y
culturales, puede ser casi infinitamente abierta, pero en lo político hay que poner unos
límites. Siempre es conveniente preguntarse, nos dice, hasta qué punto debe ser
“abierta” una sociedad abierta, ya que razonablemente “siempre habrá alguna
frontera”117. Sin ese cierre razonable, sin esa clausura/exclusión recomendable, nuestro
filósofo considera que no hay identidad posible. Y a ese extremo no se puede llegar o, al
menos, él no está dispuesto a ello. “¿Puede llegar a incluir, por ejemplo, una sociedad
multicultural y multiétnica basada en la “ciudadanía diferenciada?”, se pregunta con
referencia al concepto acuñado por Young y Kymlicka 118. Un pluralismo bien definido
marca los límites de la sociedad abierta, es decir, de la diversidad posible o soportable:
“Porque es el pluralismo el que descifra mejor que cualquier otro concepto las creencias
de valor y los mecanismos que han producido históricamente la sociedad libre y la
ciudad liberal y por ello el que mejor permite precisar y profundizar las “aperturas” que
vamos a debatir”119. Acotar bien el concepto de pluralismo es una necesidad urgente y
transcendente.

En cualquier caso, el pluralismo no es una apuesta indiferenciada por la diversidad,


una abertura indefinida a las diferencias; por el contrario, es un concepto-cierre, es una
concepción política de la sociedad que diseña a ésta con límites precisos. El problema
teórico político, por tanto, está en la fijación de esos límites, y aquí Sartori se muestra
tan inconcreto en el concepto como exigente en el resultado práctico. De entrada, nos
dice, una cosa es respetar lo que hay (la diversidad dada, el factum) y otra cosa muy
distinta potenciarla temerariamente; una cosa es soportar lo que ya está, lo
irr5emediable, parece decirnos, y otra buscarnos inútilmente problemas: “Si una
determinada sociedad es culturalmente heterogénea, el pluralismo la incorpora como tal.
Pero si una sociedad no lo es, el pluralismo no se siente obligado a multiculturalizarla.
El pluralismo aprecia la diversidad y la considera fecunda. Pero no supone que la
diversidad tenga que multiplicarse, y tampoco sostiene, por cierto, que el mejor de los
mundos posibles sea un mundo diversificado en una diversificación eternamente
creciente”120. Y recurre a un ejemplo, el de la diversidad de partidos políticos, que a mi
entender muestra los estrictos límites del pensamiento liberal de Sartori: “Un partido
único es “malo”; pero dos partidos ya son “buenos”, y tanto la teoría como la praxis del
multipartidismo condenan la fragmentación de partidos y recomiendan sistemas que no
sobrepasen los cinco o seis partidos”121. Sí, concede cinco o seis, pero creo que le
117
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 13.
118
M. I. Young, Justice and the Politics of Difference. Princeton, Princeton U.P., 1990; y W. Kymlicka, Multicultural
Citizenship. Oxford U.P., 1995 (Traducción castellana en Barcelona, Paidós, 1996), y The Rights of Minority Cultures. Oxford U.P.,
1995.
119
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 15.
120
Ibid., 61-62.
121
Ibid., 63.
96
hubiera gustado decir que, en este orden de cosas, “tres son muchedumbre”; con dos
partidos, y lo más homogéneos y sincronizados posibles, ya hay bastantes. ¡Para qué
más!,

No creo incurrir en malevolencia al atribuirle este pensamiento silenciado por


prudencia; al contrario, se lo atribuyo por coherencia. Porque, en el fondo, un liberal
racionalista como Sartori no puede en coherencia considerar un bien la diversidad de
pensamiento político, la diversidad ideológica; ésta posición puede mantenerla un
pluralista pragmatista, desde un subjetivismo de la voluntad, pero no un pluralista
ilustrado, desde un subjetivismo del trascendental. Y prueba de ello es que nos recuerda:
“El pluralismo, no se olvide, nace en un mismo parto con la tolerancia, y la tolerancia
no ensalza tanto al otro y a la alteridad: los acepta” 122. Desde una política de la
tolerancia se acepta la pluralidad del ser, pero no de la verdad, del derecho o del deber.
Las cosas pueden ser diferentes, y suelen serlos; pero no es necesariamente bueno que lo
sean; y, en todo caso, unas son mejores que otras, más verdaderas o deseable. Esta es la
idea de pluralismo que cabe en una mente ilustrada como la de Sartori; por tanto, no hay
malevolencia en mi valoración, al menos no excesiva.

1.2. (Pluralismo y opción de valor). Sartori hace algunas incursiones en la dimensión


ontológica del pluralismo, como se aprecia en su tipología del mismo, distinguiendo
entre pluralismos cultural, ideológico (creencias), social y político123. En dicha tipología
parece implícito el reconocimiento de su presencia en los distintos niveles de la
realidad, como determinaciones de ésta. De todas formas, lejos de presentar la
diversidad humana como determinación ontológica que los individuos soportan y
arrastran, para bien o para mal, insistirá en proponerla como una opción, como un
programa ideal, concretado en el modelo de la democracia pluralista, que no sólo exige
el pluralismo en el orden político, sino en los demás escenarios de la vida (cultural,
religioso, estético, etc.). Es decir, en concreto, Sartori piensa las diferencias entre los
seres humanos como meras diferencias ideológicas, y por tanto con origen en sus
elecciones voluntarias, contingentes y reversibles; las otras, las determinaciones fuertes,
las invisibiliza y silencia conforme al más estricto discurso liberal, que gusta
representarse a los hombres sin casacas.

Este límite de la idea de pluralismo de Sartori es ni más ni menos que el límite


propio del discurso liberal, que sólo puede pensar el pluralismo multicultural como
coexistencia de ideologías o cosmovisiones diferenciadas. Se trata, pues, de pensar el
pluralismo como una apuesta libre y voluntaria por la “cultura pluralista”, que implica,
según Sartori, una visión del mundo en la que la diferencia, el disenso y el cambio, y no
la semejanza, la unanimidad y la inmutabilidad, son los motores de la buena vida. El
pluralismo cultural es en esencia una opción de valor; un valor tal vez subordinado a
una idea de bien, que en última instancia refiere a una metafísica; pero, en cualquier

122
Ibid., 62.
123
Ibid., 31.
97
caso, una opción de valor sin fundamento metafísico, legitimada y ratificada por haber
sido la elección constante y universal del mundo occidental, por constituir el eje de su
cultura. La opción por el pluralismo como cultura incluye la opción por la pluralidad
ideológica, religiosa, de formas de vidas, de costumbres, de lenguas; incluye, por tanto,
la opción por la diversidad subjetiva en todas sus manifestaciones. El pluralismo liberal
de Sartori excluye, pues, toda diferencia que no sea asimilable –razonablemente elegible
y deseable- desde el marco político, estético y moral de la cultura occidental; o sea, su
opción por el pluralismo cultural es una opción por su propia pluralidad, pero
excluyente del pluralismo multicultural, que lejos de exigir pluralidad dentro de una
cultura impone la diversidad entre ellas.

Conviene subrayar esta tesis según la cual Sartori pone el pluralismo como una
“opción de valor”. No duda en definirlo como el bien de la sociedad: “Para mí la buena
sociedad es la sociedad pluralista”124; ni en afirmarlo rotundamente como fundamento
del valor: “La creencia en el valor del pluralismo es una condición previa de todo lo
demás”125. No insiste en el factum, cuya existencia da por sentada, sino en la opción
libre y voluntaria por la diversidad: “Ante todo, el pluralismo es la creencia libre y
voluntaria en el valor de la diversidad”126. Y tampoco oculta que la sociedad pluralista
es la sociedad abierta popperiana, la sociedad libre liberal: “la sociedad abierta es, en
esencia, la sociedad libre tal como la entiende el liberalismo” 127. Todo ello me lleva a
confirmas la sospecha que vengo apuntando: Sartori apuesta por la “cultura pluralista”,
pero no por el “pluralismo cultural”; si se prefiere, apuesta por la sociedad con
“(mono)cultura pluralista”, y se enfrenta a la sociedad con “pluralidad de culturas”. Y
esta posición, insisto, no me parece específicamente sartoriana, sino ejemplarmente
liberal; Sartori sólo se ha individualizado en su afán de ser claro y coherente con sus
principios liberales.

A mi entender, Sartori escenifica una opción de valor por un pluralismo que incluye
o, en todo caso, determina el pluralismo político o cualquier otra manifestación del
mismo. La política y el orden político pasan a ser pensados desde esa opción de valor.
Puestas la diversidad como valor cultural y la disidencia como su arma estratégica, la
política queda encargada de respetar, cuidar, proteger, crear la diversidad y fortalecer la
diferencia y el disenso. Pero la opción pluralista, además de implicar una política al
servicio del pluralismo, o como parte de esa exigencia, incluye la construcción del
“pluralismo político”, de la diversidad en la esfera de lo político; lo que alude a la
“diversificación del poder” y, más en concreto, a la existencia de una pluralidad de
grupos asociativos independientes y no inclusivos. Por tanto, Sartori simplemente está
defendiendo una pluralidad necesaria para la autodeterminación de los individuos, como
escenario o contexto en el que éstos eligen y se constituyen libres (y reversibles). Y es
en ese contexto donde tiene sentido su apuesta por el disenso como forma de creación
de diversidad ideológica, cultural y política, condiciones de la individualidad liberal.
124
Ibid., 7.
125
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Ed. cit., 40.
126
G. Sartori. “Los fundamentos del pluralismo”. Edic. cit., 16.
127
Ibid., 13.
98
2. Tolerancia, disenso y consenso.

2.1. (Tolerancia y pluralismo) La mejor aproximación de Sartori al concepto de


pluralismo la lleva a cabo desde dos conceptos referenciales, la tolerancia y el disenso.
A mi entender, la tolerancia, que es el concepto clave del liberalismo ilustrado, el que
pone sus límites y su sentido, lo es también del pensamiento de Sartori, quien repite
incansable que “el pluralismo presupone la tolerancia y, por consiguiente, que el
pluralismo intolerante es un falso pluralismo”128. No hace falta decir que sus intuiciones
de fondo remiten al fanatismo fundamentalista y a la visión teocrática del mundo
islámico129; pero también es cierto que la tolerancia es un claro principio ético político
liberal, cuyo marco respeta el pensador italiano sin condiciones.

Sartori ha puesto de relieve que la relación entre los principios de tolerancia y de


pluralismo no es tan trivial como suele parecer, y que nociones imprecisas de los
mismos pueden ser insostenibles; por eso afina la distinción y la redefinición de ambos
conceptos para que puedan estar presentes en la sociedad liberal democrático pluralista.
Unas veces certifica la diferencia entre ambos: “La diferencia está en que la tolerancia
respeta valores ajenos, mientras que el pluralismo afirma un valor propio. Porque el
pluralismo afirma que la diversidad y el disenso son valores que enriquecen al individuo
y también a su ciudad política”130. Otras veces los alinea como fases o figuras de una
misma idea: “desde la intolerancia a la tolerancia, de la tolerancia al respeto al disenso y
después, mediante ese respeto, a creer en el valor de la diversidad”131. Es decir, Sartori
insinúa una tesis muy atractiva que no acaba de enunciar, sea por cierta ambigüedad en
la definición de ambos conceptos, sea porque trata de evitar las implicaciones teóricas y
prácticas de la misma. Porque, en rigor, la tolerancia liberal no respeta las creencias o
valores ajenos, sino a los individuos sujetos que las detentan; la tolerancia no impide
combatir las ideas, sino que exige, por respeto a los derechos del individuo, combatirlas
sin matar al mensajero, sin violentar a la persona. Y esa prescripción de la regla de
tolerancia es compatible, y de hecho presupone, creer en la legitimidad de la razón para
encontrar o construir la verdad moral. En cambio el pluralismo, que implica no solo
creer en el valor de la diversidad sino en la diversidad inconmensurable de valores, lleva
necesariamente a la indiferencia moral y al pragmatismo político.

A veces incluso parece defender una idea de tolerancia no pluralista, aunque la


aplique confusamente al pluralismo, como al decir: “la vitalidad progresiva del
pluralismo reside, en realidad, en las tensiones entre creencias y tolerancia, y no en las
mansas aguas de la indiferencia o el relativismo” 132. Esas tensiones, esa confrontación
entre creencias, es la tolerancia; el campo del conflicto de representaciones y teorías es
el campo de la tolerancia; el pluralismo sería el fin de esas tensiones y, en rigor, el fin
128
Ibid., 18-19
129
Ibid., 53.
130
Ibid., 19.
131
Ibid., 27.
132
Ibid., 14.
99
del disenso. El disenso se mueve en la lógica de la verdad única y la tolerancia; no tiene
sentido el disenso, por ejemplo, en el seno del perspectivismo nietzscheano o de la
filosofía de la contingencia rortyana, donde “disentir” es la forma universal de
afirmación. En el marco del relativismo epistemológico y del pluralismo el disenso es
sustituido por la (in)diferencia.

Por tanto, el pluralismo que acepta Sartori está doblemente determinado por el
principio de tolerancia, que sólo tiene sentido en la lógica de la verdad: por un lado,
porque quedan excluidas las diferencias intolerables, las que no caben en la tradición
liberal; por otro, porque la pluralidad en el ámbito de la subjetividad (ideas, derechos,
deberes, etc.) no tiene propiamente el estatus de realidad reconocida, sino simplemente
el de realidad tolerada. La otra diversidad, la ontológica o natural, al margen de la
actitud estética, ¿qué otra cosa puede hacerse que tolerarla?.

No obstante, Sartori no fija su atención en esa distancia ontológica entre los dos
principios, el de tolerancia y el pluralista. Apunta a ese escenario pero se queda a un
paso. Ese paso no dado es muy importante, pues en lo teórico le permite seguir
describiendo la semejanza-consistencia-coherencia entre tolerancia y pluralismo (con la
misma confusión que critica a sus críticos) y, en lo ideológico político, le permite seguir
defendiendo la democracia liberal pluralista.

2.2. (Disenso y pluralismo) El concepto de disenso es el otro pilar que usa para
reconstruir la idea de pluralismo. En su Teoría de la democracia, Sartori veía el
pluralismo político de las democracias actuales como resultado de la progresiva
aceptación de la tolerancia y -dando por hecho él también la conexión entre pluralismo
y democracia- como efecto del juego de la diferencia y la diversidad. Y ligaba esos
factores, sin precisar relación de causa-efecto, a la puesta en práctica del disenso.
Decía: “las democracias modernas están relacionadas y condicionadas por el
descubrimiento de que el disenso, la diversidad y las “partes” (que se convirtieron en
partidos) no son incompatibles con el orden social y el bienestar del cuerpo político. La
génesis ideal de nuestras democracias se halla en el principio de que la diferencia, no la
uniformidad, es el germen y el alimento de los estados (un punto de vista que se
extendió a continuación de la Reforma, después del siglo XVII” 133. Sartori redondeaba
su reflexión afirmando que la idea liberal sospecha de la unanimidad y que la
democracia contemporánea es el desarrollo de la democracia liberal por irrupción en
ella del pluralismo: “Pero es la democracia liberal, no la democracia de los antiguos, la
que se funda sobre el disenso y la diversidad. Somos nosotros, y no los griegos de
Pericles, quienes hemos inventado un sistema político de concordia discors, de
consenso enriquecido y alimentado por el disenso, por la discrepancia” 134. Y en esta
línea de discurso puede concluir que la democracia multicolor es la expresión política
de la opción de valor pluralista, y manifestar su orgullo de esta tradición, casi natural,
que dibuja el límite de lo humano: “La filosofía política se desarrolla a lo largo de la

133
G. Sartori, The Theory of Democracy Revisted (2 vols.). Chatham (New Jersey), Chatham House, 1987 REF¿¿??
134
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 21.
100
historia que va desde la intolerancia a la tolerancia, de ésta al respeto del disenso, y
después, mediante ese respeto, a creer en el valor de la diversidad”135.

El disenso acaba por convertirse en el rasgo identificador del pluralismo defendido


por Sartori; se trata de una demarcación sutil, que se sitúa a distancia de las dos tópicas
y enfrentada posiciones metodológicas: la que enfoca la sociedad con la mirada en el
consenso (que resulta insoportable al filósofo por aburrida) y la que mira la misma
desde el conflicto (que deviene inquietante por trágica): “Por tanto, debe quedar claro
que el elemento central de la Weltanschauung pluralista no es ni el consenso ni el
conflicto, sino, en cambio, la dialéctica del disentir, y a través de ella un debatir que en
parte presupone consenso y en parte adquiere intensidad de conflicto, pero que no se
resuelve en ninguno de estos dos términos”136. Aunque postula la equidistancia, en el
fondo no es posible, y su posición queda objetivamente desplazada hacia el consenso.
Su distanciamiento respecto del conflicto expresa que se pone de lado de la
subjetivización del mundo, rechazando las determinaciones objetivas; toda visión
conflictivista de la sociedad se hace desde una ontología del ser y la diferencia. Y, para
Sartori, “creer en la diversidad, en la dialéctica de la diversidad, es lo opuesto a creer en
el conflicto. Por ello, lo que una teoría de la democracia deriva de su matriz pluralista,
no es, ni puede ser, un elogio del conflicto, sino, en cambio, un pensamiento dinámico
del consenso basado en el principio según el cual cualquier cosa que pueda presentarse
como legítima o verdadera debe defenderse frente a la crítica y la discrepancia y
revitalizarse mediante ella”137.

Su distanciamiento del consenso nos hace sospechar que, en el fondo, añora el


pluralismo propio de la subjetividad trascendental, genuinamente liberal, donde la
confrontación abierta y tolerante (disenso) de las ideas era la forma de construir la
verdad o acercarse a ella. Sartori se mueve entre esas dos figuras de la subjetividad, y su
teoría del disenso pone en escena su añoranza racionalista frente al voluntarismo de la
democracia pluralista. En cambio, en otros momentos, cuando describe su modelo
pluralista de sociedad, insiste en pensar ésta como efecto de decisiones libres y
meramente voluntarias. Así, cuando dice que si bien el pluralismo postula una sociedad
de “asociaciones múltiples”, la mera multiplicidad, puesto que podría responder a
determinaciones no inmanentes de la subjetividad, no basta; las diversas asociaciones
han de ser: “en primer lugar, voluntarias (no obligatorias o dentro de las cuales se nace)
y, en segundo lugar, no exclusivas, abiertas a afiliaciones múltiples”138. Aquí la
voluntariedad se predica frente a toda determinación trascendente (natural o histórica) y
transcendental (criterios racionales o morales). Por ello insiste en que dichas
adscripciones no pueden ser ni excluyentes ni exclusivas, sino que han de estar abiertas
a todos y ha de permitir a sus miembros una pluralidad de pertenencias frágiles.

135
Ibid., 27.
136
Ibid., 36.
137
G. Sartori. “Los fundamentos del pluralismo”. Edic. cit., 16.
138
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 39.
101
Este rasgo se convierte en un indicador distintivo del pluralismo sartoriano. Al
mismo se refiere cuando habla de pluralidad con líneas de división cruzadas (cross-
cutting cleavages), o sea, que permitan la transversalidad en la afiliación: “Una
comunidad pluralista se define por el pluralismo. Y el pluralismo tal como lo he
definido presupone –recordemos- una disposición tolerante y estructuralmente,
asociaciones voluntarias “no impuestas”, afiliaciones múltiples y, cleavages, líneas de
división, transversales y cruzadas”139. Y no hace falta decir que esto sólo es propio del
mundo occidental contemporáneo, o sea, en las democracias liberales.

La opción pluralista de Sartori viene muy marcada por esta apología del disenso.
Para un ilustrado clásico disentir formaba parte de la libertad de pensamiento, era
consustancial al ejercicio libre de la razón; pero en absoluto era bueno en sí, sino una
contingencia primero a tolerar y luego, en lo posible, a superar; su concepción
trascendental de la verdad, el derecho y la justicia así lo exigía. Sartori, por su parte, en
lugar de admitir el disenso en los límites de la práctica racional, lo convierte en un
objetivo político en sí mismo, en un bien político, en definitiva, en una opción de valor
que pone como intrínseca a la cultura liberal occidental. Y lo que en el pensamiento
liberal ilustrado era un factum a tolerar (y eso incluye no ahogarlo o silenciarlo por la
fuerza) y a superar, se convierte en una manera de ser, en una determinación
antropológica del hombre liberal, gracias a la cual crea el pluralismo y, además, lo
clausura en los límites de la práctica razonable del disentir. Disenso y pluralismo, así
referenciados, pasan a ser dos rostros de la esencia de la misma cultura. Si los límites
del pluralismo sartoriano (y, como he dicho, liberal) los pone el disenso, serán
ineludiblemente límites en el seno de la representación o concepción del mundo, límites
ideológicos; la pluralidad reconocida resulta ser la de las opciones de valor (morales,
estéticas o políticas)

Ya he advertido que ambos concepto, el pluralismo y el disenso, en Sartori se dan


perfectamente limitados. A Sartori parece que le gusta que discrepemos entre nosotros,
pero sin reñir, sin llegar a las manos, sin romper la baraja. Nos hace pensar que su
opción filosófico política por la diversidad es estética y controlada, no ontológica. Su
amor a la pluralidad tiene límites precisos, como indica el hecho de que considere la
conveniencia de, como máximo, cinco o seis partidos políticos; sobrepasar estos límites
sería un caos insoportable. El pluralismo sartoriano parece una pincela exótica en una
estética racionalista. Ese moderado disentir es innecesario si se tiene en cuenta la
naturaleza de la razón, que avanza afirmando y negando; en el fondo es, como he dicho,
un liberal ilustrado que, aunque enfurecido contra el multiculturalismo, hace algunas
concesiones modulando la eterna profesión de fe liberal por el pluralismo. La alternativa
del pluralismo del disenso es sólo una modulación del pluralismo razonable.

2.3. (Consenso y puralismo). Es muy difícil desligar el pluralismo del consenso. La


política consensualista es la alternativa actual y exitosa a la política pensada desde el
reconocimiento de la inevitabilidad del conflicto. La diferencia filosófica entre las dos
139
Ibid., 50.
102
grandes opciones políticas modernas, liberalismo y marxismo, refiere a las ontologías
de Kant y Hegel: o se piensa con Kant que las oposiciones son trágicas, insuperables, tal
que la vida moral y la práctica política quedan ancladas en el esfuerzo por soportarlas; o
se piensa con Hegel en una dialéctica de la negación de la negación, que pone la
esperanza en la objetividad. En términos políticos esto se expresa así: o se piensa el
conflicto como intrínseco a la vida social, tal que la política sólo puede controlarlo para
evitar la disgregación (ahí enraíza la idea moderna del estado), o se piensa el conflicto,
la guerra, como negación creadora, como madre de todas las cosas. Desde ambas
perspectivas el pluralismo político como ideal a construir no tenía sentido: el pluralismo
era pensado como el obstáculo de la política, su reto, algo a superar mediante la
instauración del estado de derecho o de la sociedad sin clases; podía insistirse en su
anomalía o en su necesidad en la marcha de la historia; podía reconocerse que siempre
reaparecía, aunque con formas nuevas, en el horizonte; pero no se tenían dudas de que
la política era lucha contra el pluralismo, intento penelopeano de reducirlo a unidad. Y
así se entiende la vida política, desde la voluntad de mayoría absolutas a alianzas,
pactos, construcción parlamentaria de la “voluntad general”, etc.). Por eso el pluralismo,
base del conflicto, exigía el estado, era fuente del estado, reino de lo común, como su
trascendental.

La especificidad de la democracia actual es que –al menos en el discurso- ha


desactivado el conflicto que el pluralismo implica, reduciéndolo a mera diversidad,
cuyos desajustes y disfunciones pueden ser perfectamente reconducidos por el acuerdo
mutuo. La política ya no tiene por escenario la confrontación –parlamentaria o
extraparlamentaria- de modelos de vida, concepciones del mundo y del hombre
contrapuestas que se disputan a muerte, que se enfrentan y se niegan recíprocamente, y
de cuya “superación” o “síntesis” continuada, escenario de la historia, va surgiendo la
vida. Ahora esas diferencias, convertidas en valores de la diversidad, son cultivadas en
lo privado, dejando la esfera pública liberada de lo irreducible, de lo inconmensurable.
En lo público se difuminan las diferencias, y sobre todo las diferencias conflictivas; en
lo público se manifiestan las diferencias articulables, reducibles a un consenso. El
pluralismo, por tanto, no es político, no es fin o resultado de la política; si acaso, de la
mala política, de su fracaso. El “pluralismo político” es un engañoso nombre para
designar la nueva democracia postparlamentaria, postpartidista y postsindicalista;
nombre de un orden político que consagra la diversidad en lo privado (y habría mucho
que decir de la presencia aquí de la ilusión) e impone la uniformidad en lo público.

Esto se manifiesta en el cambio de perspectivas desde posiciones con la mirada en el


conflicto (aunque sea conflicto de ideologías, y no necesariamente de clases) al punto de
vista del consenso. Consenso que en el mejor de los casos no es mero consentimiento
pasivo (aceptación, acuerdo frágil, vago, difuso), sino consentimiento activo (apoyo,
aprobación, acuerdo). Pero que es el mejor signo de la superfluidad, del carácter
ilusorio, del pluralismo: del conflicto de clases, que refería a una pluralidad escasa pero
radical e insuperable, y que se manifestaba en la política como imposible reconciliación,
103
se ha pasado al consenso como norma democrática, que refiere a un escenario donde
una generosa y banal diversidad en lo superficial es reducida a homogeneidad política.

El liberalismo contemporáneo ha diseñado una teoría del consenso apropiado para la


nueva democracia. El principio sagrado es poner el consenso como única fuente de
unidad, de vinculación, de lazo social, de solidaridad (para usar términos de Durkheim);
esto quiere decir que se menosprecian o subordinan otros factores de unidad
(prepolíticos). Este principio sagrado debe manifestarse, por tanto, en los tres niveles en
los que se articula habitualmente la institución democrática del poder: el de los valores
fundamentales, el de las reglas o procedimientos y el de las políticas gubernamentales.
Eaton ha señalado, en esta línea, tres formas de consenso: consenso a nivel de
comunidad o básico; consenso a nivel de régimen o procedimental; consenso a nivel de
acción política o político. Pues bien, el liberalismo contemporáneo tiende a pensar que
el consenso básico no es una condición sine qua non de la democracia, aunque sí una
condición que la facilita y fortalece; de hecho no hay democracia exitosa si, con el
tiempo, no consigue una cierta conciencia básica, sobre valores y fines. El consenso
instrumental refiere a la pluralidad de reglas, pero, en especial, a una de ellas: la que
regula el modo de resolverse los conflictos, sin la cual no hay paz ni comunidad. En la
democracia es la regla de la mayoría, condición sine qua non de la democracia. La
democracia se basa en el consenso sobre las reglas para la discrepancia, sobre sus
formas de expresarse y de procesarse, y en la protección del desacuerdo dentro de esas
reglas. Por último, el consenso político no es imprescindible, según Eaton; ni siempre
conveniente.

Aquí es donde Sartori apoya su pluralismo del disenso, ante los peligros que pueden
derivarse del consenso. Parece temer que el consenso acabe por difuminar un pluralismo
de tan bajo relieve, e intenta un giro efectista. Entiende que la democracia es el
gobierno mediante la discusión: o sea, mediante la práctica del disenso. Disenso y
oposición son intrínsecos a la democracia. Desde esta perspectiva Sartori puede pensar
el pluralismo como objetivo de la función intrínseca del disenso, de la oposición
democrática; su no existencia daría paso a la unanimidad no democrática. Como he
dicho, parece tener miedo a esta homogeneidad. Y la verdad es que puedo
comprenderlo, pues nuestro presente pone de relieve que el peligro de discurso
uniforme no es un espejismo. Ahora bien, si tanto ama la confrontación, no debería
haber excluido de la pluralidad liberal las diferencias fuertes, como la etnia y la clase,
que le habrían garantizado larga y amenazadora disidencia, largo y potente conflicto.

El pluralismo del disenso es, pues, de bajo nivel, pues excluye a lo realmente
distinto, cuya forma de apariencia es el conflicto: “Ante todo, el pluralismo es la
creencia en el valor de la diversidad. Y creer en la diversidad, en una dialéctica de la
diversidad, es lo opuesto a creer en el conflicto. Por ello, lo que una teoría de la
democracia deriva de su matriz pluralista no es, ni puede ser, un elogio del “conflicto”,
sino, en cambio, un procesamiento dinámico del consenso basado en el principio según
el cual cualquier cosa que pretenda presentarse como legítima o verdadera debe
104
defenderse frente a la crítica y la discrepancia y revitalizarse mediante ellas” 140 . Como
puede apreciarse, se trata de un pluralismo de salón, perfectamente controlable. Y acaba
dándonos la saludable recomendación de que no hablemos de conflictos, sino de
disensos y discrepancias, y sobre sus efectos benignos para la democracia.

3. Pluralismo y multiculturalismo.

Para Sartori los seres humanos son una muchedumbre solitaria en estado de anomia,
que buscan incesantemente una identidad (koinomía) y pertenencia; la coexistencia
humana se articula en torno a centros de gravedad, antes comunidades concretas y hoy
comunidades abstractas. No acepta el Freund/Feind de Schmitt, pero lo usa
desdramatizado, domesticado, al afirmar que los hombres se articulan en identidades del
tipo nosotros/ellos. Aunque la oposición no tenga que ser belicosa, como indica Sartori,
conviene resaltar que la identidad que instaura el nosotros es una clausura y, por tanto,
pone fronteras, implica exclusión; un “nosotros” sin un “ellos” es un concepto vacío, sin
sentido ni función.

En este contexto asumido por Sartori, ¿cómo incide el pluralismo en la concepción


de la comunidad?. Una comunidad impone siempre a sus miembros unas reglas y les
otorga unos derechos, unas y otros basados en su pertenencia fáctica (vives aquí, hablas
nuestra lengua, compartes nuestros ídolos, luego…). La resistencia a cumplir estas
reglas por los individuos o subcomunidades plantea el problema de la subsistencia de la
comunidad. Si la comunidad es pluralista, argumenta Sartori, tenderá a minimizar las
reglas; pero, en la misma medida, aumentará la fragilidad de su estructura. Ante las
migraciones (xenotemor, xenofobia, racismo) ¿qué hacer?. ¿Prescribe el pluralismo ser
tolerante con los extraños culturales? ¿Y con los enemigos culturales?. ¿Ha de permitir
la democracia pluralista su propia destrucción?.

Como vengo sosteniendo, para un pluralismo liberal, basado en una ontología de la


subjetividad trascendental, la posición multiculturalista aparece como su enemiga
irreconciliable. Sartori ahora, como antes Rawls, no sirve de ejemplo. Como gran
liberal, tiende a pensar que la diversidad es puesta por las diferencias individuales, no
por las determinaciones colectivas, y que la misma es respetable y deseable en el
espacio privado, pero no en el ético político. Puede haber puntos de vista distintos y
contrapuestos sobre el valor o el derecho; de hecho, es inevitable que los haya por la
naturaleza misma de la razón; más aún, incluso es bueno que los haya –de ahí la apuesta
por el disenso- porque es la forma de potenciar el trabajo de la razón; pero toda esa
diversidad pertenece al plano previo a la instauración del derecho y la moral. Cuando
llega este momento, el trabajo de la diferencia se resuelve en la unidad y la
universalidad; en el momento de la verdad se impone la trascendentalidad que opera en
cada subjetividad individual.

140
G. Sartori, “Los fundamentos del pluralismo”. Ed. cit., 16.
105
En esa ontología no cabe el multiculturalismo, que presupone diferencias fijas e
insuperables, establecidas por determinaciones exteriores, y que se imponen a la
subjetividad, que debe reconocerlas y plegarse a su inconmensurablidad y a su dominio.
Por eso el multiculturalismo pone a prueba la consistencia del “pluralismo del disenso”
de Sartori. Cuya tesis de combate se resume así: “Pluralismo no es ser plurales”141. Que
equivale a decir: soportar la pluralidad no es lo mismo que valorarla y desearla. El
pluralismo como factum, viene a decirnos, es trivial, pero no es fuente de valor; no
tenemos por qué sacralizarlo. Reconocer la existencia de la pluralidad es trivial, pero en
ello no consiste el pluralismo; éste consiste en valorarla positivamente y apostar por su
defensa. La diferencia ontológica, natural o cultural, es axiológicamente neutral. El
pluralismo es una opción de valor y, por lo tanto, cabe distinguir entre un pluralismo
liberal y un pluralismo multiculturalista, según las fronteras de la diversidad
políticamente aceptadas y reconocida como buena.

Para Sartori la pluralidad es la realidad fáctica, que aparece como obstáculo a una
subjetividad legitimada para negarla, para transformarla, para someterla a su
determinación. Tal negación es posible desde una filosofía de la subjetividad como la
suya, tanto si se adopta una ontología idealista como si se opta por otra realista. Lo es,
en primer lugar, desde una subjetividad idealista, en cuanto que la realidad es siempre
representación, es decir, “que las diferencias son opiniones que están en nuestra
mente”142. La subjetividad selecciona unas y no otras, considera más relevante unas y no
otras. Y no hay mejor prueba –argumenta Sartori- que la invención de la diferencia
multicultural, que primero se inventa o hace visible, luego se declara pisoteada, y al fin
se reclama ayuda y reconocimiento; nada que objetar, salvo que de este modo “el
problema es que de esta forma se arruina la comunidad política” 143. Como el valor no
está en el objeto, sino en la mirada, la valoración de la diversidad no tiene que carecer
de condiciones y límites, y el disenso no tiene que ser universal y absoluto; al contrario,
las discrepancias en valor deben darse en el seno de la unidad e identidad de fondo de la
familia. Sartori, al menos, no oculta su weberianismo, afirmando que “Sólo con el
pluralismo cabe concebir el dividirse como bueno”.

A Sartori le encanta la pluralidad de individuos; también la pluralidad de grupos o


asociaciones ideológicas, de nosotros intersubjetivos abiertos y móviles; pero es
intransigente ante la determinación objetiva, ante la pluralidad de grupos objetivamente
determinados y por tanto inconmensurables, sean las clases o las etnias. Defiende sin
cortapisa las diferencias entre individuos, porque todas caben en la unidad de un
trascendental; pero se pone en guardia ante las disidencias colectivas. O sea, defiende el
pluralismo liberal, rawlsiano, pero le inquieta el multicultural que se avecina.

Y también es posible, en segundo lugar, negar la pluralidad desde una ontología


realista, desde una subjetividad que reconozca la realidad. Sartori insiste al respecto en
que una cosa es tolerar o soportar la diferencia y algo muy distinto es amarla y
141
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 29.
142
Ibid., 87.
143
Ibid., 89.
106
propiciarla. Entiende que “el pluralismo está obligado a respetar una multiplicidad
cultural con la que se encuentra; pero no está obligado a fabricarla” 144. Incluso entiende
que sería suicida amar sin límites la pluralidad: “un multiculturalismo que reivindica la
secesión cultural, y que se resuelve en una tribalización de la cultura, es
antipluralista”145. La diversidad ética y políticamente neutral, que enriquece el paisaje y
estimula los sentimientos y el ingenio de los individuos, es un hecho natural y deseable;
la diversidad de concepciones, de puntos de vista, de aspiraciones, es intrínseca a la vida
del espíritu e irrenunciable desde la opción liberal; pero una diversidad puesta e
impuesta por la exterioridad, que pretende hacerse valer en la definición de la verdad
moral y jurídica, es una extravagancia perversa. Pertenece a la subjetividad, concluye,
poner el límite, acotar las diferencias relevantes en la esfera ético política.

Una concreción de esta argumentación de Sartori la encontramos en su toma de


posición ante las políticas de corrección de las discriminaciones. Distingue al respecto
entre las políticas de trato preferencial (affirmative action), que acepta con reservas, y
las política de reconocimiento146 de la diferencia, de las que sospecha polémicamente.
Interpreta que la acción afirmativa o discriminación positiva parte de un conocimiento
fáctico de la diferencia y trata de corregirla, de restablecer el “ciudadano
indiferenciado” y el espacio de igualdad de oportunidades. “Por tanto, dice Sartori, el
objetivo de la affirmative action es borrar las diferencias que perjudican para después
restablecer la difference blindness (la ceguera a las diferencias) de la ley igual para
todos”147. En cambio el multiculturalismo, que persigue la política de reconocimiento,
quiere mantener y proteger las diferencia, no eliminarlas, pues no las considera injustas.
Lo único injusto es, para ellos, “ignorar las diferencias”, no aislarlas y conservarlas. “El
objetivo aquí es precisamente establecer el ciudadano diferenciado y un Estado
difference sensistive, sensible a las diferencias, que separa y mantiene separados a los
ciudadanos”148. La discriminación positiva discrimina para borrar discriminaciones; la
política de reconocimiento discrimina para diferenciar y conservarlas.

Se aprecia con claridad que Sartori no va más allá de una perspectiva ilustrada de la
tolerancia, que siempre incluye la mirada dirigida a la cima, a la reducción a la unidad.
Como, no obstante, quiere considerarse pluralista, ha de hacer malabarismos para aislar
un pluralismo que sea “una visión del mundo que valora positivamente la diversidad,
no es un “creador de diversidades”, una diversity machine”149. Pero a distancia siempre
del multiculturalismo, que siempre “es un creador de diversidades que, precisamente,

144
Ibid., 32.
145
Ibid., 34.
146
El referente teórico es el comunitarismo, especialmente las posiciones de M. Walzer (Tratado sobre la tolerancia.
Barcelona, Paidós, 1998) y Ch. Taylor, (“The Politics of Recognition”, en A. Gutmann ed.), Multiculturalism: Examining the
Politics of Recognition. Prínceton, Prínceton U.P., 1994, 25-73.
147
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 83.
148
Ibid., 84.
149
Ibid., 123.
107
fabrica la diversidad, porque se dedica a hacer visibles las diferencias y a intensificarlas,
y de ese modo llega incluso a multiplicarlas”150.

¿Cómo separar el mineral de la ganga?. Es decir, ¿cuales son los límites del
pluralismo, el tipo de pluralidad asumible por éste, perfectamente diferenciada en
extensión y fundamento respecto a la que reconoce y estimula el multiculturalismo? .
Sartori recurre una vez más a su criterio del disenso, que está bien limitado por sus dos
extremos: “debe quedar bien claro que el elemento central de la Weltanschaung
pluralista no es ni el consenso ni el conflicto, sino la dialéctica del disentir y, a través de
ella, un debatir que en parte presupone consenso y en parte adquiere intensidad de
conflicto, pero que no se resuelve en ninguno de estos dos términos” 151. Como puede
apreciarse, se trata de un disentir en familia, entre gente que comparten principios y
criterios que aportan sentido al disenso; y, aunque no lo dice, seguro que apostaría por
una discusión elegante, con buenas formas, propia de sujetos que saben que sus
diferencias estéticas se dan en una identidad socioeconómica de fondo que los une y, al
final, pone a salvo del error y del mal. En ese escenario toman sentido sus lemas de
rechazo de la tiranía de la mayoría (elimina el disenso); de defensa del principio de
mayoría limitada o cualificada, para que no sea el número el decisivo; y de defensa de
una sociedad de “asociaciones múltiples” frente a una sociedad fragmentada, cantonal y
tribal.

Su anticulturalismo, ciertamente, responde a motivos que van más allá de lo teórico.


Llega a decir barbaridades, como que el multiculturalismo es “racista”152, o que sus
orígenes intelectuales son “marxistas”153; y expresa su convicción profunda de que no
todas las culturas merecen el mismo respeto porque no todas tienen igual valor 154. No, al
menos, dice apasionadamente, hasta que todas nos proporcionen un Tolstoi o un Van
Gogh (no sé si salva a los hispanos al contar con un Cervantes entre sus ancestros).
Todo ello revela que el enemigo a batir es el multiculturalismo, no cuando se le presenta
como “situación de hecho”, como “una expresión que simplemente registra la existencia
de una multiplicidad de culturas”, en cuyo caso no plantea problema alguno, sino
cuando “se considera como un valor, y un valor prioritario”, en cuyo caso “el discurso
cambia y surge el problema”, entrando en colisión pluralismo y multiculturalismo 155.
Sartori, por tanto, pugna por la patente pluralista, y se afana en mostrar que el
multiculturalismo no es pluralismo: “El multiculturalismo no es, como he subrayado en
muchas ocasiones, una continuación y extensión del pluralismo sino que es una
inversión, un vuelco que lo niega”156.

4. La ciudadanía y el estado nación.

150
Ibid., 123.
151
Ibid., 36.
152
Ibid., 71.
153
Ibid., 62.
154
Ibid., 79.
155
Ibid., 61.
156
Ibid., 123.
108
Las piruetas de Sartori en sus esfuerzos por redefinir un pluralismo ajustado al ideal
liberal democrático en los tiempos actuales y blindado contra la amenaza
multiculturalista se comprenden mejor si las situamos en un escenario filosófico político
en el que se pone en juego la idea de estado-nación y la de las categorías que implica
(soberanía, ciudadanía, derechos del hombre y del ciudadano, etc.). Lo curioso es que
Sartori apunta a ese escenario, que desde distintos abordajes ha sido reivindicado por la
crítica. Así distingue dos momentos en la historia de la ciudadanía, el de la ciudadanía
igual y el de la ciudadanía diferenciada: “Hasta ahora se ha mantenido siempre que el
principio de la ciudadanía produce ciudadanos iguales –iguales en sus derechos y
deberes civiles- y que, viceversa, sin ciudadanos iguales no puede haber ciudadanía. Lo
que implica, entre otras cosas, que la ciudadanía postula la neutralidad o “ceguera” del
estado respecto a las identidades culturales o étnicas de su demos”157. De este modo el
pensador italiano ha descrito el ayer, el momento del pluralismo liberal individualista,
tras lo cual enfrenta el hoy, donde ese pluralismo liberal ha de abordar no sólo las
fuertes tormentas de la multiculturalidad sino también los amenazantes vaivenes de la
crisis del estado nación. Efectivamente, ha de afrontar un hoy en que desde diversas
posiciones en el mundo rico occidental, tanto en el seno de las clases acomodadas como
de las populares, se empieza a defender, con argumentos vagos e indirectos, y con más
sentimientos que razones, que la tesis de la igual ciudadanía era válida antes, en otros
tiempos, en el contexto de sacralización del estado-nación, pero que tal validez pierde
sus credenciales cuando el estado nacional entra en crisis, sea porque ante los nuevos
movimientos demográficos pierde la homogeneidad cultural en que se fundaba, sea
porque esa cultura unificadora se agrieta y deja salir las voces silenciadas de las
naciones que claman contra el pseudoestado nacional. De una u otra forma esas voces
apuntan a una reconversión en estado asimétrico, verdadera herejía para quienes son
leales al modelo ideal liberal.

Ante la crisis de la ciudadanía (pues, en rigor histórico, ésta va indisolublemente


ligada a la figura del estado liberal), en la que Sartori, liberal ilustrado, no puede sino
ver la crisis del ciudadano, nuestro autor reacciona con extraordinaria contundencia,
defendiendo la idea de estado a base de desligarla de sus contingencias históricas (su
carácter nacional o multinacional, monocultural o pluricultural): “Si el Estado-nación
está en crisis, de ahí no se deduce que el estado en sí y por sí esté en crisis. Las dos
cosas -estado y nación- no sobreviven y caen juntas. Un Estado no debe ser nacional
para ser Estado: basta que sea una organización con potestad soberana provista de
adecuados aparatos coercitivos. Por tanto no se entiende por qué de la crisis del estado
nacional (o del reconocimiento de su multinacionalidad) se derive que también el
ciudadano entra en crisis. El destino del ciudadano igual no depende de la naturaleza
nacional o no del estado, sino de la estructura liberal-constitucional o no del estado. Y,
por consiguiente, si el ciudadano está hoy amenazado es porque el Estado que lo ha

157
Ibid., 99.
109
creado está amenazado. El ciudadano igual nace y vive con las leyes iguales; y de la
misma manera muere con las leyes desiguales”158.

Texto espléndido, donde aparece el fondo del pensamiento de Sartori, que a veces se
tamiza por concesiones democrático pluralistas, agitado por los vientos del presente;
texto también donde se revela la raíz de su límite teórico, que no es otro que el de su
marco liberal, desde el cual el estado es una idea racional cuya constitución exige la
liberación de las casacas, incluidas las raciales, la étnicas y las nacionales. En su
argumento defiende que un estado es “nacional” cuando pone el orden político a una
nación, lo que sería un accidente empírico; pero, por encima de las determinaciones
nacionales o prepolíticas, un estado es tal en tanto que pone una “estructura liberal-
constitucional” a una agrupación de individuos; es la estructura jurídica la verdadera
seña de identidad del estado. Desde esta posición se resalta, pues, que la esencia del
estado es que hace abstracción de las determinaciones étnicas, históricas, nacionales,
culturales, para crear una patria, que sólo por inercia del lenguaje –y por motivaciones
ideológicas explicables- llamará nación. El estado moderno crea la nación (abstracta) o
patria haciendo abstracción de las determinaciones nacionales; y esta paradoja se ve con
claridad en el hecho de los estado-nación plurinacionales. La constitución liberal
expresa esa abstracción de todas las determinaciones naturales e históricas en la
construcción de una unidad jurídica. Por tanto, la crisis del estado-nación no procede del
reconocimiento de que su demos es multinacional o multiétnico, o bien de que se está
trasnsformando en multinacional o multiétnico. No es un problema de curarse de una
ceguera. La historia nos revela, según el pensador italiano, que el estado-nación no ha
entrado en crisis en momentos en que ha ampliado, mediante la conquista o la
colonización, la multinacionalidad y multuculturalidad de su demos; al contrario, son
los grandes momentos del estado nación, sus momentos imperiales (o imperialistas). La
crisis tiene otros orígenes, sin duda, pero también otro concepto; la crisis refiere a un
cambio profundo del estado (sea mono o pluri nacional, sea mono o multi étnico) en su
soberanía (y sus atributos: ejército, moneda, bandera) y en la universalidad de la
ciudadanía que lo identifica. Hoy, sea cual fuere la valoración ideológica que se haga
del proceso, asistimos a la defensa y aparición de formas de estado asimétricas, que
incluyen en su ley la diferenciación; la ley deja de ser la misma o igual para todos y la
ciudadanía deja de ser uniforme y unificadora o identificadora.

Que Sartori se inscribe en el escenario del estado nación se aprecia también en sus
reflexiones sobre diversos temas, como la que nos ofrece sobre los derechos del
ciudadano que definen la ciudadanía. Frente a cualquier figura de ciudadanía
diferenciada (para él pseudociudadanía) defiende la universalidad intrínseca a los
derechos del ciudadano, condición sine qua non para no regresar al orden medieval,
donde los derechos eran meros privilegios adscritos a cualquier forma de pertenencia
(clase, rango, estatus, corporaciones, etc.)159. Aunque esta apreciación histórica me
parece correcta, no parece ser fiel a su máxima de referenciar la ciudadanía (o el modo

158
Ibid., 99-100.
159
Ibid., 103.
110
de existencia político jurídica) a la historia. Del mismo modo que reivindica, con razón
la conveniencia en distinguir el orden feudal del propio del estado moderno, con la
misma lógica debería reconocer que, dado que el estado nación está dando paso a un
mundo globalizado y multicultural, el concepto de ciudadanía para el nuevo orden de
cosas deberá revisarse. Pero su problema radica precisamente en su resistencia a
reconocer ese cambio, en su militancia conservadora de resistirse al mismo, de oponerse
a un futuro que, como suele ocurrir, no es como era, no se presenta como lo había
soñado.

Sartori se esfuerza con argumentos en restringir el uso correcto del término a la


ciudadanía liberal moderna; y tiene razón en que la figura tópica del ciudadano está
indisolublemente ligada a esa idea del estado. Pero, con ese u otro nombre, el problema
que se niega a reconocer es que las figuras políticas son también históricas, y que los
nuevos tiempos requieren e imponen nuevas formas. Y ese problema no se resuelve
ignorándolo, no sumergiéndolo en un debate nominalista. Decir que “en Europa el
multiculturalismo es de importación”, ajeno a su esencia, como una mera novedad que
“gusta porque es nueva”160, expresa mucha y enardecida más pasión pero escasos y
pobres argumentos. Comparar la “servidumbre de la gleba”, abolida por la ciudadanía
universal, con la “servidumbre de la etnia” 161, que reinstauraría los derechos-privilegios
locales en nuestro tiempo, puede ser efectista, pero no ayuda a comprender el proceso,
que no es mera moda sino determinación sociológica del capitalismo. Al estado liberal
moderno, por muy bella que sea su idea, por muy sagrada que haya sido, no se le
defiende parando idealmente la historia; los datos ya han sido lanzados y si unas
condiciones económicas lo hicieron posible y necesario, incluso lo sacralizaron, otras
nuevas, igualmente imparables, han decretado su sentencia de muerte. Y, en su
inevitable metamorfosis, arrastrará a todas las otras figuras políticas, jurídicas y éticas
que lo configuraban, entre ellas al modelo de ciudadano (o de no-ciudadano) que
sustituirá al de la escarapela roja, que sólo en su defunción parece ser añorado.

El ciudadano que describieran Condorcet o Robespierre era, ciertamente, miembro


de un estado, de una patria, no de una etnia o nación histórica. Y Sartori añora esa
figura y la reivindica hoy que está a punto de desaparecer. Su pluralismo liberal le exige
pensar al individuo en condiciones de crearse a sí mismo mediante elecciones
voluntarias y reversibles; por tanto, le exige liberarlo de cualquier determinación o
límite ontológico. Por eso se esfuerza en reivindicar un Rousseau liberal, frente al
esfuerzo de Taylor por comunitarizarlo. Recuerda las palabras de Rousseau: “la libertad
sigue siempre la suerte de las leyes, que reina o perece con ella”; “cuando la ley es
sometida a los hombres, no quedan más que esclavos y amos”; el problema de la
política es “colocar la ley por encima del hombre”; “allí donde disminuye el vigor de las
leyes (…) no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie”; “todos temen las
excepciones, y quien teme la excepción ama la ley”. Sartori tiene razón al defender que
160
Ibid., 103.
161
Ibid., 195.
111
para Rousseau en el seno de una comunidad ha de regir sólo una ley, igual para todos;
pues la libertad consiste en servir solo a las leyes, y no a ninguna voluntad particular. Y
tiene razón al decir que así Rousseau defiende el constitucionalismo liberal, con sus tres
principios: estado neutral, carácter simbólico del poder (despersonalización de cargos y
funciones) y generalidad u omniinclusividad de las leyes. Rousseau no es asimilable al
comunitarismo; es, como dice Sartori, un liberal, si bien convendría matizar que se trata
de un liberal republicano, matiz relevante. En todo caso, la defensa que del mismo hace
Sartori muestra una vez más su instalación en la filosofía de la subjetividad
trascendental, pues reivindica un Rousseau que pone la voluntad general como
trascendental ético político.

Otro lugar áureo para comprender la posición de Sartori nos lo ofrece en su


interpretación histórico económica de la emigración en Europa. Este continente habría
pasado de ser tierra de emigración a territorio de fuerte atracción para inmigrantes.
¿Qué ha pasado?. Según Satori, fue tierra de emigrantes por desequilibrio demográfico,
que les llevaba a buscar espacios vacíos; hoy, en cambio, la inmigración tiene otro
sentido: vienen de los países menos poblados a los más poblados. Y eso no es lo mismo:
“el hecho sigue siendo que Europa está asediada y que hoy recoge inmigrantes, sobre
todo porque no sabe cómo frenarlos. Y no sabe cómo pararlos porque la marea está
subiendo”162. Curiosamente, nuestro autor no parece capaz –o no está interesado en ello-
de pensar que la fuerza de fondo siempre ha sido la misma: los movimientos
demográficos siempre han tenido por destino los lugares donde había trabajo, donde se
creía posible vivir con dignidad, o meramente sobrevivir. Lo otro, que unas veces esos
lugares estuvieran despoblados y otras superpoblados, es algo contingente. Además, el
concepto de población es relativo: si se mide como relación a la superficie, como hace
Sartori, se llega a esa paradoja: ayer se emigraba a Latinoamérica o a Australia, hoy a
Europa o California. Pero si la población se mide referida a los “puestos de trabajo”, la
paradoja se disuelve: nunca ha existido emigración de los lugares con más posibilidades
a otros con menos. La “Europa” de Sartori está asediada, según nos dice; pero la Europa
capitalista necesita esa emigración. Claro que sería preferible que pudiera controlarla,
seleccionarla, tenerla siempre disponible….; incluso muchos, entre ellos Sartori,
preferirían que no sus servicios nos los prestaran a distancia, sin contaminarnos
culturalmente. Pero como el capitalismo sabe que todo se ha de pagar, le precio de la
emigración es soportable. Cuando pudo, tuvo esclavos; ahora que ya no es posible, hay
que pagar el precio político de la ciudadanía, aunque se regatee para conseguir el mejor
precio

Si creemos a Sartori, hoy la razón de la emigración a Europa no es la pobreza en el


origen; ésta ha existido siempre y no ha habido tales trasvases163. La clave está en tres
actores: “los flujos migratorios que asedian a Europa se incrementan con tres nuevos
ejércitos: el de los inmóviles del pasado (las poblaciones agrícolas), el de los
urbanizados que se mueren de hambre en las ciudades y, claro está, el de los recién

162
Ibid., 110.
163
Ibid., 110.
112
nacidos en exceso (excesivo) salvados por la medicina pero no controlados por ella” 164.
Apunta, pues, a causas estructurales interesantes. Y de ahí saca su escepticismo: no hay
manera de controlarlo: “no debemos, pues, hacernos ilusiones. El problema no se puede
resolver, ni siquiera atenuar, acogiendo más inmigrantes. Porque su presión no es
coyuntural ni cíclica. Los que han entrado no sirven para reducir el número de los que
pueden entrar: en todo caso, sirven para llamar a otros nuevos”165. Sartori reconoce con
desaliento que no se puede reducir la crecida de los ríos bebiendo agua. Y tiene razón.
Pero, desde aquí lo razonable sería una llamada a asumir el hecho y afrontarlo con el
menor costo. Sartori, en cambio, llama a la movilización en contra: a detener el proceso,
a reconvertir el capitalismo. Como todo buen liberal, cuando la libertad cuestiona su
supremacía llama a las fuerzas del orden para poner límites al progreso; como todo buen
liberal, lleva un conservador de recambio para cuando convenga.

Sartori hace una apuesta fuerte por el estado nación y por el tipo de ciudadanía que
define. “En los ordenamientos occidentales se es ciudadano por descendencia, por ius
sanguinis (en general, en los viejos países), o por ius solis, por donde se nace (suele ser
en los países nuevos, de inmigrados). En cambio, el musulmán reconoce la ciudadanía
optimo iure, a pleno título, sólo a los fieles; y a esa ciudadanía está contextualmente
conectada la sujeción a la ley coránica”166. ¿Puede Sartori negar sin más al inmigrante el
derecho a la ciudadanía?. La verdad es que no llega a tanto, no se atreve, e introduce un
discurso sobre la integración como criterio de selección. No hay que olvidar que hablar
de la integración implica excluir entre otros a un importante segmento de la humanidad,
el mundo musulmán, no integrable en sentido radical, como quisiera Sartori.

Hay una reflexión de Sartori, en que compara los casos de Estados Unidos y Europa,
que no debemos pasar por alto. Frente a los defensores del multiculturalismo que
esgrimen la experiencia del melting pot, Sartori resalta las diferentes condiciones de
ambos espacios socioeconómicos. Si el melting pot funcionó allá se debió a tres causas:
a que había “un inmenso espacio vacío”, a que “buscaban y deseaban una nueva patria y
eran felices de convertirse en americanos”, y a que no existía un estado-nación bien
fijado y estructurado167, sino in fieri. En Europa las condiciones son radicalmente
diferentes. Y, además, el melting pot al final ha fracasado168.

Comentando una tesis que considera contrario a los principios democráticos negar a
personas que trabajan, producen y pagan impuestos el derecho de ciudadanía,
manteniéndolos como súbditos, Sartori saca a relucir todo su ingenio al decir que la
ciudadanía no se compra, que los derechos no se consiguen en el mercado. En concreto,
“los impuestos no pagan la ciudadanía, sino que pagan los servicios que se reciben. Los
principios democráticos no tienen aquí nada que ver. El extranjero que, por ejemplo,
164
Ibid., 111-112.
165
Ibid., 112.
166
Ibid., 113.
167
Ibid., 51.
168
Ibid., 114-115.
113
vive y trabaja en los Estados Unidos, disfruta de carreteras, escuelas, atención médica,
protección judicial, seguros (no sólo de “bienes públicos”) que son todos gastos
norteamericanos. Por estos servicios, ¿a quién habría de pagar sino al que los
distribuye?. Por lo tanto, así como los impuestos no pagan la ciudadanía, tampoco la
compran y no son títulos para obtenerla”169.

No pongo en duda que es conveniente sacar del mercado el fundamento de los


derechos, aunque, en lo que concierne al derecho de ciudadanía, el argumento liberal
acaba remitiendo a la propiedad de la patria por los socios padres fundadores. De todas
formas, y en primer lugar, parece razonable valorar el hecho de vivir, trabajar y pagar
impuestos como unas circunstancias favorables al reconocimiento del derecho por
quienes se resisten a aceptar su universalidad abstracta. Además, y en segundo lugar, lo
sorprendente es que Sartori salga con ésta cuando acaba de defender el derecho del
patrón a exigir reciprocidad y que el huésped acepte las reglas del anfitrión 170; o sea,
cuando ha situado la ciudadanía en una negociación mercantil. El texto, que reproduzco
en su integridad, no deja espacio para la duda: “El que una diversidad cada vez mayor y,
por tanto, radical y radicalizante, sea por definición un “enriquecimiento”, es una
fórmula de perturbada superficialidad. Porque existe un punto a partir del cual el
pluralismo no puede y no debe ir más allá; y mantengo que el criterio que gobierna la
difícil navegación que estoy narrando es esencialmente el de la reciprocidad, y una
reciprocidad en la que el beneficiado (el que entra) corresponde al benefactor (el que
acoge) reconociéndose como beneficiado, reconociéndose en deuda. Pluralismo es, sí,
un vivir juntos en la diferencia y con diferencias; pero lo es, insisto, si hay
contrapartida. Entrar en una comunidad pluralista es, a la vez, un adquirir y un
conceder. Los extranjeros que no estén dispuestos a conceder nada a cambio de lo que
obtienen, que se proponen permanecer como “extraños” a la comunidad en la que entran
hasta el punto de negar, al menos en parte, sus principios mismos, son extranjeros que
inevitablemente suscitan reacciones de rechazo, de miedo y de hostilidad. El dicho
inglés es que la comida gratis no existe. ¿Debe y puede existir una ciudadanía gratuita,
concedida a cambio de nada?. Desde mi punto de vista, no. El ciudadano “contra”, el
contraciudadano, es inaceptable”171.

Creo que son suficientes ejemplos para ilustrar los límites del discurso liberal.
Podría objetarse que, en todo caso, son los límites de Sartori, del liberalismo sartoriano;
pero, a mi entender, Sartori sólo aporta el pathos ideológico a unos límites teóricos de la
representación liberal de la sociedad. El pluralismo liberal, el que puede y necesita
reconocer el liberalismo, no puede ir más allá de la diversidad ideológica y, en rigor, de
una diversidad ideológica controlada por el principio democrático, excluyendo cualquier
estrategia que cuestione los derechos humanos; de ahí que el disenso tenga su límite en
el conflicto. En todo caso, ha de quedar fuera la diferencia trascendente, puesta por la
producción (clase), la historia (nación) o la biocultura (etnia). Estas diferencias no

169
Ibid., 121, n. 34.
170
Ibid., 14.
171
Ibid., 54-5.
114
pueden ser pensadas en el espacio liberal; pueden se reconocidas como cualidades
individuales privadas, pero sin relevancia política. El espacio del estado es refractario a
ellas. Cuando se intenta readaptar la idea de estado, que no es el caso de Sartori,
buscando propuestas de federalismo asimétrico, en el fondo se está superando el marco
conceptual del liberalismo y el marco político del estado. De ahí las resistencias que
tales propuestas encuentran.

VI. Derechos y ciudadanía172.

“La aplicación práctica del derecho del hombre a la libertad es el derecho del hombre a la
propiedad privada (…) es el derecho a disfrutar de su fortuna y disponer de ella a su antojo, sin
preocuparse de los otros, al margen de la sociedad” (Marx, La cuestión judía).

1. Derechos universales y ciudadanía mínima.

Ante una propuesta de declaración universal de derechos humanos como la recogida


en el “Borrador de Proyecto de artículos para una Declaración Universal de Derechos
Humanos emergentes”173 cuyo comentario nos ocupa, la primera cuestión a valorar es la
de su actualidad, es decir, la de la necesidad, conveniencia y oportunidad de plantear la
revisión de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948
(D-1948), a la que pretende completar y que aparece siempre como el gran referente
contemporáneo de los derechos universales de la humanidad. Siglo y medio después de
las primeras declaraciones de derechos174, al hilo de la constitución de los estados
liberales en la sociedad capitalista, se sintió la necesidad de una nueva versión elaborada
en el marco de las Naciones Unidas, bajo la conmoción de los terribles efectos de la
Segunda Guerra Mundial y sus bárbaros episodios de destrucción y genocidio; ahora,
más de medio siglo después, ¿ha llegado el momento de una nueva versión del eterno
sueño de la humanidad occidental?.

No es difícil encontrar argumentos a favor del sí, en apoyo de la conveniencia e


incluso necesidad de redefinir lo que en el fondo es una propuesta de pacto de la
172
El texto tiene su origen en una conferencia, “Ciudadanía y globalización”, impartida en la Federación de Asociaciones
extremeñas en Catalunya (Noviembre del 2004). Posteriormente sirvió de texto base de una de las cinco sesiones de un seminario
impartido en el Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad Católica de Lima (20-25 de Octubre de 2006) sobre Pluralismo
filosófico y pluralismo político. En la versión actual ha sido ligeramente corregido.
173
Versión del Institut de Drets Humans de Catalunya (29 de Marzo de 2004), en la que han colaborado como ponentes
destacados estudiosos, como Bandrés, Márquez, Chemillier, Picado, Standing, Weschler, Grzybowsky...), en el marco del reciente
Forum de las Culturas de Barcelona.
174
La más antigua es la Declaración de Derechos de Virginia (12-VI-1776), si dejamos de lado la Carta de Derechos de
Inglaterra, de 1689.
115
humanidad, que comprometa a los seres humanos y a las instituciones sociales y
políticas en la instauración y defensa de una ciudadanía mínima compartida.
Ciertamente, las declaraciones de derechos universales del hombre pueden ser
enunciadas desde léxicos muy dispares; pero a estas alturas de los tiempos lo más
razonable es pensarlas como proyecto de una ciudadanía compartida y mutuamente
respetada. No otra cosa son los derechos universales del ser humano, sino compromisos
de reconocimiento recíproco; unos compromisos que respetan –o soportan- las
diferencias en las formas socio culturales de vida e incluso la diversidad de
ordenamientos económicos y políticos. La absoluta igualdad de los “derechos del
hombre” tiende a pensarse compatible con la diversidad de los “derechos del
ciudadano”, homogéneos sólo en el marco de cada estado; si la igualdad de éstos es la
esencia de la ciudadanía democrática de los estados, la igualdad de aquellos dibuja la
ciudadanía universal compartida por el género humano.

Dado que la Segunda Guerra Mundial, las conmociones sociales que la provocaron y
los efectos conexos a estas barbaries justificaron la D-1948, los profundos cambios
actuales, aunque de otra índole, parecen a su vez avalar la redefinición de los derechos
de la humanidad. Efectivamente, el alarmante incremento de la potencia destructiva de
los estados, los potentes movimientos demográficos provocados por el capitalismo
actual, con la insoportable desigualdad anexa a los mismos, y las esperanzas de
bienestar no sostenible generadas por su potencia productiva en algunos países, son
suficientemente importantes para revisar una declaración que corresponde a otro
tiempo, a otras circunstancias. Por tanto, a la pregunta planteada sobre la oportunidad de
una nueva Declaración de derechos universales, la respuesta espontánea que se me
ocurre es que, de entrada, sí.

De todas formas, la necesidad objetiva no es suficiente para conseguirlo; la historia


está llena de necesidades objetivas insatisfechas, y en nuestros días la situación
geopolítica dista mucho de ser la apropiada para la esperanza. Por otro lado, la
necesidad objetiva ni siquiera me parece suficiente por sí misma para justificar su
reivindicación, para entregarnos a una lucha política por su conquista. Ésta sólo se
justifica si estamos en condiciones de poner en práctica un nuevo tipo de reflexión sobre
los derechos, que perfile bien el sentido, contenido, límites y función de una nueva
Declaración; sin esta condición, creo que no vale la pena plantearlo, pues hay tareas
urgentes –como la cuestión de la efectividad de los derechos básicos recogidos en la D-
1948- más razonables que la poética entrega a imaginar mundos perfectos que, con
frecuencia, sólo sirve para la reproducción del presente. Si la propuesta consiste en la
adecuación de la D-1948, y si por adecuación se entiende simplemente una ampliación
del catálogo de derechos inventariados en la misma, con los mismos criterios,
confusiones y sesgo ideológico, sin otra innovación que la reivindicación insaciable de
lo que sólo puede llegar a estar al alcance de un limitado sector geopolítico del
mundo…; si ésa es la propuesta, en ese caso me temo que no vale la pena, que es mejor
dejar las cosas como están y esperar mejor ocasión.
116
Quiero decir, en definitiva, que la posibilidad subjetiva que justificaría poner a la
orden del día una estrategia de lucha por una nueva declaración de derechos universales
del hombre pasa por la puesta en práctica de un nuevo discurso de los derechos, que
ajuste sus cuentas con el anterior (actual) dominante y dé un paso hacia otro orden de
vida; sin ese nuevo discurso, la propuesta difícilmente se justifica. Y para argumentar
mi reticencia a tal reivindicación, no tanto respecto a la necesidad sino a la oportunidad,
basten dos ejemplos que pueden ayudar a ilustrar de forma genérica el tipo de
exigencias teóricas y práctica que a mi entender hemos de imponer a la reflexión sobre
los derechos para que tenga sentido una nueva declaración de los derechos universales
de los seres humanos.

En primer lugar, una nueva declaración debe tener muy presente la función
histórica de las declaraciones de derechos. A la hora de pensar lo que provisionalmente
he llamado “ciudadanía mínima universal” las distintas declaraciones que se han
sucedido en la historia han oscilado entre dos concepciones límites. Por un lado, desde
las primeras declaraciones ha sido dominante la tendencia a pensar los derechos del
hombre como contenidos mínimos que debería asumir, defender y respetar cualquier
modelo de ciudadanía legítima en el marco liberal democrático; se trataba, en suma, de
unas prescripciones dirigidas fundamentalmente a los estados para que éstos las
incluyeran en su autodeterminación soberana, de modo que constituyeran como una
matriz fundamental común sobre la cual perfilar la particular forma de ciudadanía de
cada estado. La segunda tendencia, que ha ido lentamente ganando fuerza hasta nuestros
días, ha tendido a pensar los derechos universales de los seres humanos como la
definición de una ciudadanía mundial, como forma jurídica de aquella hermosa idea
ciceroniana y de los estoicos que junto a su irrenunciable consciencia de “ciudadanos de
Roma” añadían la no menos estimable de “ciudadanos del mundo”. Es decir, desde esta
segunda perspectiva se tiende a un nuevo título de ciudadanía -la experiencia in fieri de
la UE puede servirnos de símil oportuno- de los seres humanos, sea cual fuere su
nacionalidad originaria, que los distintos estados y poderes públicos no sólo han de
respetar sino defender. Pues bien, este doble concepto de ciudadanía, así como su
hibridación y su tendencia histórica, debe tenerse muy presente a la hora de responder a
la pregunta sobre la actualidad de una nueva declaración de derechos y, sobre todo, en
el momento de darle contenido; al fin, y debo seguir insistiendo en ello, las
declaraciones de derechos, sean cuales fueren, definen modelos políticos y sociales de
vida en común, es decir, que junto a su bella función de proteger a los débiles cumplen
otra no tan atractiva, cual es la de reproducción de un orden socio político y económico
determinado y no necesariamente justo o deseable.

En segundo lugar, como segunda exigencia, cualquier propuesta de declaración


universal de derechos contemporánea debe evitar el terrible contagio del etnocentrismo
y no cometer la ingenuidad de convertir un modelo idealizado de existencia social en
opción ética y propuesta universal de vida. Proclamar el derecho universal del hombre a
una sociedad de lujo y opulencia, cuando nos consta que el planeta no resistiría la
117
igualación del nivel de vida mundial con el nivel medio de vida occidental, además de
etnocéntrico podría sonar tan cínico que es preferible no proponerlo como ideal común;
proclamar hoy la igualdad de derechos fundamentales, elevando a esa categoría los
privilegios del capitalismo occidental e interpretando que cada estado se encargue de los
suyos, podría parecer tan ingenuo que se sospecharía de su mala fe. Por tanto, junto a la
necesidad objetiva que avala una nueva Declaración (y que legitima iniciativas como la
del Borrador del Forum que ha promovido esta reflexión) deberíamos poner en escena
un nuevo léxico que aportara garantías contra el anacronismo de la propuesta, que nos
permitiera la esperanza de que la misma estaría a la altura de los tiempos.

Estoy convencido de la necesidad y urgencia de definir con rigor el concepto de


“calidad de la ciudadanía”, que nada tiene que ver con la calidad de vida (y mucho
menos en el uso bienestarista contemporáneo de “nivel de vida” o “nivel de consumo”)
ni siquiera con el disfrute de una lista de derechos abierta e ilimitada, sino que ha de
articular en una idea compleja los aspectos morales, éticos, políticos, antropológicos,
ecológicos, etc.175. En los límites asumidos en este artículo es suficiente con dar algunos
pasos en esta elaboración teórica, con la más plena consciencia de que se trata sólo de
eso, de algunos insuficientes y revisables pasos en un proyecto de largo alcance. A tal
efecto, en esta reflexión me limitaré a señalar y comentar tres criterios que estimo
necesarios para el tratamiento teórico adecuado de un proyecto de declaración de
derechos universales de los seres humanos. Estos criterios son: 1) el abandono radical y
consciente del vocabulario iusnaturalista; 2) la sustitución del marco de referencia
estatal por el mundial; y 3) la concepción coherente de los derechos universales del
hombre como definición de una ciudadanía mínima universal. Aunque no son, ni mucho
menos, los únicos criterios a tener en cuenta, entiendo que en conjunto constituyen un
marco que permite una mirada fecunda para captar el sentido y la función de cualquier
declaración universal de derechos de los seres humanos a la altura de nuestro tiempo.

2. La ciudadanía mínima en las revoluciones burguesas.

2.1. (El vocabulario iusnaturalista). El hecho mismo de plantearnos la cuestión de la


pertinencia de una reformulación de la declaración de derechos universales debería
significar que hemos abandonado el horizonte iusnaturalista como marco de
pensamiento, que pensamos los derechos del ser humano ligados a la historia, a las
condiciones políticas y económicas, a las luchas y reivindicaciones sociales y políticas,
a la conciencia social dominante; en definitiva, que pensamos los derechos como
instituciones humanas que deben ser revisados y adaptados a los nuevos tiempos. Si no
es así, si seguimos pensando en el marco iusnaturalista, sólo haremos variaciones sobre
el mismo tema, adecuaciones a la nueva situación, pero no un discurso para
sobrepasarla. Un proyecto de nueva definición del catálogo de derechos, de su jerarquía
interna y sus límites implica de suyo el reconocimiento de los mismos como obra
humana, como reglas o pactos ligados a las necesidades y posibilidades de la
convivencia y a la propia consciencia de sí de los ciudadanos; por tanto, cualquier
175
Este proyecto lo ha iniciado recientemente nuestro grupo de investigación “Crisis de la Razón Práctica”, y confiamos en sus
resultados.
118
iniciativa de este tipo implica abandonar la vieja idea de los derechos naturales, como
cualidades de una esencia humana eterna e inmutable, dada a los hombres por su autor,
fuera éste Dios o la Naturaleza.

Considero muy importante esta ruptura con la ontología iusnaturalista, ya que las
opciones ontológicas que subyacen a la filosofía práctica condicionan fuertemente el
sentido, contenido y límites de cualquier propuesta de declaración. Por ejemplo, y no es
lo más relevante políticamente, una ontología iusnaturalista de hecho privaría de sentido
la propia revisión de la D-1948, a no ser que nos otorgáramos narcisistamente el mérito
de haber descubierto derechos naturales que, como estrellas de las galaxias, nunca hasta
ahora fueron percibidos. En cualquier caso, si los derechos se fundan en una naturaleza
humana, como hacen las filosofías esencialistas, no tiene sentido referir su revisión a las
condiciones históricas; por tanto, al ligar los derechos al espacio y el tiempo se está
explicitando –se reconozca o no- el distanciamiento con el iusnaturalismo.

Quiero resaltar, no obstante, que mi rechazo del discurso iusnaturalista no es


dogmático, pues no está formulado en nombre de la verdad. Reconozco que siento una
indeleble simpatía por las primeras declaraciones de derechos del “hombre y del
ciudadano”, las cuales se hicieron en nombre de los derechos naturales de los seres
humanos; en ellas el explícito discurso iusnaturalista era intrínseco a su dimensión
revolucionaria o, si se prefiere, exigido por las condiciones y el carácter de la alternativa
socio política que fundaba. Frente al trono y al altar, fuentes tópicas de legitimación, el
pensamiento moderno puso el hombre como idea o esencia universal; frente al respeto a
la historia, a la tradición, a la condición, a la clase o a la casta, el discurso liberal
revolucionario enarboló el culto a la razón y en base a la misma reivindicó la libertad y
la igualdad naturales de los hombres, en un gesto que instituía la dignidad humana como
determinación ontológica, como cualidad pre-biológica y pre-política, anterior y ajena a
las diferencias derivadas de la vida natural y social. En aquel contexto el iusnaturalismo
y, nos guste o no, la ontología en que se fundaba, respondía a una consciencia
progresista y tenía efectos políticos emancipadores que hoy no deberíamos ignorar;
aunque se hicieran en nombre de una metafísica del sujeto, las declaraciones de
derechos que surgieron al filo de las revoluciones americanas y francesa fueron
políticamente revolucionarias y antropológicamente liberadoras.

En el fondo, el carácter iusnaturalista del discurso sobre los derechos universales


dominante en las declaraciones y textos constitucionales en los orígenes del estado
moderno, ahistórico y esencialista, mirado con detenimiento se nos revela adecuado al
contexto; aunque resulte paradójico, su falsa conciencia esencialista y ahistórica nos
parece hoy contextual y, por tanto, no contraria con el contextualismo hermenéutico que
aquí reivindico, sino coherente con el mismo. Aunque se expresaran en un discurso
iusnaturalista, y aunque esa fuera la conciencia de sus teóricos, nosotros podemos
pensar hoy aquellas declaraciones, tanto su contenido como el lenguaje filosófico en que
se formularon, como determinaciones teórico prácticas del contexto. Los derechos
119
nacen siempre como trazos de un ideal de vida fragmentado alternativo a lo existente,
expresando reivindicaciones políticas y sociales, reglas y valores conforme a los cuales
desean vivir los miembros de una comunidad más masacrados por la misma; y las
declaraciones de derechos americana y francesa recogen y dan forma institucional a esa
realidad material y espiritual de la revolución burguesa y de los orígenes del estado
moderno.

En su forma general las declaraciones del momento liberal describen los trazos
básicos, el boceto, de un modelo de ciudadanía basado en tres principios definidores de
la representación liberal de estado moderno. El primer rasgo afirma la existencia de una
instancia ontológica del ser humano, de una naturaleza o esencia prepolítica, que
consagra la “igualdad natural” y debe ser respetada sea cual fuere la concreción de la
ciudadanía y del orden político, pues esa instancia es el fundamento de la civitas o res
publica, obra de ese sujeto presupuesto como autor y legislador. El segundo rasgo
expresa que esa igualdad de naturaleza es efectiva en el momento constituyente, en el
punto cero del pacto, donde las diferencias biológicas, históricas o culturales son
irrelevantes, garantizando así la igualdad ante la ley y, lo que es más importante, la
igualdad (siempre cuestionada) en la elaboración de la ley; o sea, se consagra la
igualdad “formal” de los ciudadanos. Aunque resulte paradójico, la igualdad de
naturaleza entre los seres humanos no se usa para defender la igualdad de los mismos
respecto a lo que naturalmente son en el momento constituyente, individuos, sino
respecto a lo que devendrán por medio del pacto, o sea, en tanto que ciudadanos;
paradoja que expresa que la “naturaleza” postulada es un ideal a realizar. El tercer rasgo
de ese boceto revela que esa igualdad de naturaleza o de esencia no exige la disolución
de las diferencias no político jurídicas, sean naturales, sociales, económicas o culturales;
el postulado de indiferencia o insensibilidad de lo político jurídico respecto a lo otro
permite mantener esas diferencias como irrelevantes para la igualdad de esencia.

Lo dicho pretende ilustrar que los derechos del hombre y del ciudadano expresan la
revolución política liberal burguesa, que da forma al estado representativo y de derecho,
que inviste al individuo como sujeto de la ciudadanía y define a ésta como el único
ámbito de la igualdad; por eso, en su defensa de las libertades y derechos individuales
frente al estado se refleja la sospecha, intrínseca al orden económico burgués, de que la
salvaguarda de la igualdad de naturaleza irrumpa y se extienda en igualdad económica y
social176. En definitiva, una declaración de derechos describe un modelo de ciudadanía,
un modelo de vida; y, por consiguiente, un ideal de vida, que aunque sea
inevitablemente el ideal de una clase, y por tanto una forma de dominación de la misma,
ha de presentarse como universal. Es lo que señalaba Marx al decir que las
declaraciones de derechos eran la “filosofía” del estado burgués; por tanto, con su doble
rostro de emancipación y dominación.

2.2. (Los derechos naturales del hombre). La Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789 (D-1789), hecha por la Asamblea
176
Podría hacerse una fecunda lectura de la progresiva transformación democrática del estado representativo liberal desde esta
perspectiva de contaminación igualitaria de la sociedad.
120
Nacional en los albores de la Revolución Francesa, servirá de referente hasta nuestros
días. Destaca en ella el sujeto de la declaración, a saber, “los representantes del pueblo
francés constituidos en Asamblea Nacional”; y destaca la argumentación de la necesidad
política de la misma, la consideración de que “la ignorancia, el olvido o el menosprecio
de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la
corrupción de los gobiernos”. Conscientes de su legitimidad para hacerlo y conscientes
de la necesidad de hacerlo, deciden la solemne declaración de “los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre”. Derechos naturales y, por tanto, defendibles al
margen de su utilidad; pero, en todo caso, desde una fe política que no permite la
fractura entre derecho natural y utilidad pública, sino que las funde en unidad
indisociable177.

Queda, pues, claro que se trata de derechos naturales, que se afirman como
compromiso con el “Ser Supremo y bajo sus auspicios”. Esta dimensión iusnaturalista
está presente desde el primer momento en el articulado. La rotunda afirmación de que
“los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho” (Art. 1) queda refrendada
por la contundente fijación como fin de toda asociación política “la conservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre” (Art. 2). Derechos naturales, derechos
sagrados, que presentan su dimensión revolucionaria en tanto que se proponen como
fundamento de un orden social que excluye las fuentes de legitimación propias del
antiguo régimen, como la tradición, la sangre, la historia o la voluntad de Dios
descifrada por la Iglesia en los textos sagrados; pero que bajo su formulación universal e
igualitaria ocultan que, en determinadas circunstancias, pueden servir de protección al
privilegio y a la diferencia de clase, a la dominación. Aunque parezca paradójico, buena
parte de la resistencia del liberalismo a la transformación política democrática a lo largo
de los siglos XIX y XX se hizo, y se sigue haciendo hoy, en nombre de esos derechos,
aunque para mayor eficacia dejen de llamarse “derechos universales del hombre” y
pasen a denominarse “derechos de los individuos”. Ciertamente, del “hombre” al
“individuo” hay una gran distancia conceptual; saltarla ha sido un síntoma de los nuevos
tiempos, y de buena parte de sus problemas178.

En el texto de 1789 estos derechos quedan fijados en cuatro, a saber, los derechos a
la libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la resistencia a la opresión 179. Aunque en
dicha enumeración del Artículo 2 no aparece el derecho a la igualdad ante la ley,
177
La otra declaración de la Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 23 de junio
de 1793 (D-1793), introduce algunas variaciones relevantes. De entrada pone como sujeto al “pueblo francés”, y no a los
representantes, lo que alude a una mayor sensibilidad democrática. Pero el argumento que funda la conveniencia de la declaración
responde a la misma convicción, a saber, la creencia en que “el menos precio de los derechos naturales del hombre son la sola
causa de los problemas del mundo”. La alianza de los derechos naturales y el bienestar común, finalidad de la sociedad, es
firmemente establecida al declarar que “el gobierno es instituido para garantizar al hombre la vigencia de sus derechos naturales e
imprescriptibles” (Art. 1). La Declaración de Virgina del 12 de junio de 1776 (D-1776) es enunciada por un sujeto abstracto, un
“sujeto pensante” cartesiano, que sin preámbulos alguno afirma que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e
independientes”, contando con “derechos inherentes” de los que no pueden ser privados en el estado de sociedad.
178
Ver nuestro artículo “Política para hombres, política para individuos”, recogido en este volumen.
179
En la D-1793 los derechos quedan fijados en cuatro: igualdad, libertad, seguridad y propiedad (Art. 2). En la D-1776 los
derechos naturales declarados son “el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades y la
búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad” (Art. 1).
121
debemos suponer que está incluido, pues antes se ha dicho: “Los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse
en la utilidad común” (Art. 1). De todas formas, no es la igualdad el valor más presente
en la D-1789, que pivota sobre la libertad; los derechos sociales son los grandes
ausentes. Se nota que las clases sociales que protagonizaron la declaración no estaban
preocupadas por el reparto de las riquezas ni por la presencia de la miseria, sino por las
libertades de pensamiento, expresión, asociación y comercio. Por eso los derechos
naturales que se enumeran diseñan la esencia del estado liberal, donde el estado tiene
como funciones las de proteger a los individuos, sus vidas e integridad física
(“seguridad”, Art. 16), sus bienes (“propiedad”, Art. 17) y su actividad (“libertad”, Art.
4 a 11); y, frente a los excesos o desviaciones del estado, el individuo conserva el
derecho natural a resistir la opresión. En ningún momento se justifica, en nombre de
quienes sufren miseria y explotación, cierto reparto de las riquezas; por el contrario, se
afirman como derechos del individuo, derivados de los naturales, la aprobación y el
control de los impuestos (Art. 15), siempre justificados para el orden público (Art. 12 y
13) y nunca como medio de redistribución. En conjunto, pues, la D-1789 define una
ciudadanía liberal y piensa los derechos naturales como “derechos pasivos”, como se
aprecia en el texto constitucional, donde se ponen exigencias cualitativas y cuantitativas
a la ciudadanía.

2.3. (La ciudadanía mínima universal). En la D-1789 los representantes de la


Asamblea que se instituyen en sujetos de la declaración confiesan dos finalidades de la
misma: una, que los ciudadanos, los miembros del cuerpo social, recuerden
constantemente sus derechos y sus deberes; otro, que “los actos del poder legislativo y
del poder ejecutivo” puedan valorarse y respetarse con facilidad. En otras palabras,
ambos objetivos definen la matriz de la ciudadanía, definiendo los derechos y deberes
que toda constitución digna debe contener y respetar; los demás derechos, los
genuinamente “derechos del ciudadano”, que diferencian las distintas constituciones de
los diferentes estados, quedan todos afectados de ese ideal común, exigencia de la
común naturaleza humana.

La D-1793, en un momento de radicalización de la revolución, es más contundente,


pues deja muy claro que los derechos del hombre, “sagrados e inalienables”, son
solemnemente asumidos y declarados para defensa del ciudadano: para que los
ciudadanos puedan comparar y valorar los actos de gobierno y las instituciones y para
que “no se deje jamás oprimir y abatir por la tiranía”. Con toda claridad afirma el
“Preámbulo” que la finalidad de la Declaración es que “el pueblo tenga siempre delante
de sus ojos las bases de su libertad y de su bienestar; el magistrado, las reglas de sus
deberes; el legislador, el objeto de su misión”. Por su parte, en el texto paradigmático de
la Revolución Americana, la D-1776, también se derivan los derechos de ciudadanía (a
elegir y revocar gobiernos, a resistir al tirano, a la igualdad ante la ley, al juicio con
jurado, etc.) de estos derechos naturales prepolíticos, que revelan la esencia del orden
liberal, y que aparecen como matriz universal de la ciudadanía de los estados liberales.
122
Por tanto, en las tres constituciones comentadas, las dos francesas y la americana, los
derechos del hombre se ponen como regla y matriz de los derechos y valores que
constituyen la ciudadanía; constituyen unas reglas mínimas que todo estado que
pretenda ser reconocido por la gente de bien (hoy se diría por la “comunidad
internacional”) debe asumir, que toda constitución debe incluir. La universalidad de
estos derechos del hombre no apunta a crear un título de “ciudadano del mundo”, sino a
garantizar que todos los individuos del mundo disfruten de una ciudadanía estatal que
incluya esos derechos y respete las implicaciones políticas y jurídicas de los mismos.

Por tanto, aunque los derechos de las declaraciones liberales se postulan como
derechos del hombre, es siempre en el sentido de que los mismos deben estar recogidos
en las distintas constituciones, como elemento mínimo común; no postulan una
ciudadanía mínima común, compartida, sino un mínimo común entre sus respectivas y
diferenciadas ciudadanías particulares. La universalización de los derechos equivale a la
expansión de un modelo, no a la inclusión de los seres humanos. Es una bella
recomendación, un consejo para que cada estado, en su radical diferencia, acceda al
reconocimiento por los otros. Esto se revela con elocuente retórica cuando se llega a
afirmar que “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni
determinada la separación de los poderes, carece de Constitución” (Art. 16). Es decir,
esos elementos mínimos identifican la constitución liberal, definen los estados liberales,
cada uno con su ciudadanía, que es la cara subjetiva de su particular organización del
poder. Por tanto, cada estado es responsable de la ciudadanía que define y que lo define,
sin que ninguno tenga el compromiso -el deber- de garantizar los derechos del hombre
más allá de sus fronteras.

2.4. (Las fronteras del estado). De lo dicho hasta aquí se desprende que los derechos
universales son condiciones de la legitimidad liberal democrática de los estados, son
realmente su identificación liberal; sirven para definir los límites del poder político y
para evidenciar su subordinación a la individualidad; son la regla de oro que
históricamente ha distinguido la monarquía de la tiranía, a saber, la posibilidad de
embridar el poder absoluto del rey, unida a la certidumbre de que éste se halla siempre
sometido a la ley.

Esta concepción de los derechos universales y de la ciudadanía es deudora de las


fronteras. Del mismo modo que las fronteras físicas, geográficas, marcan los límites y
fijan la identidad de los estados, así en el pensamiento político liberal el discurso está
gestionado por los límites del escenario de reflexión, que se corresponden con la idea de
estado. Cuando espontáneamente se habla de justicia, igualdad, bienestar o equilibrio, se
da por sentado que es a nivel interno del estado donde se definen estas relaciones; del
mismo modo se piensa el estado como el referente político de los derechos universales.
Y es así en este caso por un doble motivo. De un lado, porque efectivamente los
derechos universales, como vengo insistiendo, se proponen como definición de los
límites y de la función del estado, como matriz de la ciudadanía que ha de construir (y,
123
por tanto, de su ordenamiento del poder); pero, por otro lado, porque en el discurso de
las declaraciones liberales de derechos del hombre se encarga a los estados el cuidado y
efectividad de esos derechos de los individuos. Es bien cierto que no se insiste mucho
en ello en el articulado (al contrario de lo que pasa en las declaraciones posteriores más
sensibles a los derechos sociales), pero el contexto hace innecesaria tal insistencia, pues
queda claro que son declaraciones hechas como exhortaciones a los estados para que
asuman esos mínimos de ciudadanía y los garanticen a sus propios y respectivos
ciudadanos.

Se aprecia muy bien en la D-1789 cuando se declara que el “principio de toda


soberanía reside esencialmente en la Nación” (Art. 3), fuente de toda autoridad. Y se
evidencia de forma irrefutable cuando se recurre al mismo estado, a la ley, pensada
como voluntad general, para determinar los límites de los derechos naturales que hagan
posible su universalidad. Por ejemplo, dado que la igualad de derechos es el derecho
más sagrado, se fijan límites a la libertad “que garantizan a los demás miembros de la
sociedad el goce de estos mismos derechos”; y se dice explícitamente que “tales límites
sólo pueden ser determinados por la ley” (Art. 4). Y al hablar del derecho a la libre
comunicación de pensamiento, igualmente se refiere al control de los abusos “en los
casos determinados por la ley” (Art. 1); y a la libertad de opinión y de religión se le
pone la condición de que “no perturbe el orden público establecido por la ley” (Art. 10).
La ley es siempre moduladora de los derechos y puesta al servicio de éstos, y
especialmente reguladora de la igualdad de derechos.

Que la D-1789 otorgue gran importancia a la ley, es decir, al papel del estado en la
efectividad de los derechos, no es un hecho trivial. Es bien cierto que también pone el
énfasis en garantizar los derechos frente al poder político y los excesos de la ley, hasta
el punto de que buena parte de su texto (casi el cincuenta por ciento de los artículos,
exactamente 8 de 17, en concreto del 4 al 11) se refieren a la defensa de las libertades
frente a la ley; pero, de todas formas, otorga un papel muy importante a la ley como
garantía de los derechos, al estado como garantía de la ciudadanía liberal democrática.
Lo cual evidencia que, junto al rostro subjetivo de la declaración de derechos, el que
define el modelo de ciudadanía, el modo de vida ideal del ciudadano, aparece siempre el
otro, el rostro objetivo, el que configura la forma del estado, el modelo del poder
político, en definitiva, la forma de la dominación. Por eso todas las referencias a la ley
como límite legítimo de los derechos, como moduladora de los mismos, no se dirigen a
una legalidad universal y abstracta, sino a la concreta de cada estado. Incluso el derecho
de propiedad, declarado especialmente “inviolable y sagrado”, queda limitado en los
casos en que “la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija de modo evidente”
(Art. 17). Esa “necesidad pública” evidencia que los derechos, sin dejar de ser
protección de los ciudadanos y conformación de su ciudadanía, son también la forma
del estado, la presencia del poder político y de la dominación.

En el fondo es coherente con lo antes dicho, tal que queda bien explicitado el triple
carácter de la D-1789: por un lado su fundamento iusnaturalista, poniendo los derechos
124
naturales fuera de la determinación política y por encima de ésta; por otro, su
concepción de los derechos del hombre como parte de la ciudadanía (contenidos de toda
constitución, de todo estado legítimo), como matriz que regula y limita los otros
derechos específicos del ciudadano de un estado concreto; en fin, en tercer lugar, el
carácter radicalmente estatal del escenario de efectividad de los derechos del hombre,
sin referencia alguna a una organización política transnacional con capacidad de, y
legitimidad para, garantizar los derechos universales.

La D-1793 no difiere en esencia de su precedente en cuanto al límite estatal de su


escenario de reflexión, como se aprecia en su solemne afirmación de que “Todos los
hombres son iguales por naturaleza y ante la ley” (Art. 3), donde el universalismo
aludido por “todos los hombres” quiere decir, en rigor, “todos los franceses”. En el
artículo siguiente se explicita este límite estatal al afirmar que la ley, “expresión libre y
solemne de la voluntad general” (de los franceses), ha de ser “la misma para todos” (los
franceses). Aunque sabemos que en la Asamblea Constituyente había líderes políticos
que abrían las puertas de Francia al mundo entero, el texto aprobado se refiere
simplemente a la igualdad de los ciudadanos de un país (de Francia) ante la ley de ese
país. La universalidad del texto, en su sentido concreto, llega hasta su límite inevitable,
las fronteras del estado.

Sin duda que ese universalismo de los derechos del hombre encierra también una
propuesta a los pueblos del mundo para que los asuman en sus constituciones e inspiren
la elaboración de las mismas; pero no está anunciando al mundo, como quisiera
Anarchasis Clotz, que si no quieren unirse a Francia, Francia se unirá a ellos. Cuando se
dice, por ejemplo, que “Todo hombre será considerado inocente hasta que sea declarado
culpable” (Art. 13), se expresa una exhortación que transciende la mirada local; pero en
ningún momento se cuestiona que la ley legítima para establecer la culpabilidad es la
del propio país, con la única condición de que el mismo se ordene conforme a una
constitución republicana, en definitiva, conforme a los derechos naturales del hombre.

En todo caso, lo relevante aquí es que si bien los derechos naturales han de ser
salvaguardados y desplegados en la definición de la ciudadanía, los mismos han de ser
concretados por el propio estado, por la ley. Se afirma la máxima libertad posible para
embellecer la ciudadanía, pero como hay que enmarcarla en la igualdad de derechos,
deberán fijarse límites por la ley. En esta complicada articulación entre libertad y ley, la
D-1793, más radical en la defensa de los derechos de los individuos, paradójicamente
también concede mayor protagonismo a la ley que la D-1789; es más republicana,
podríamos decir. Se afirma que “la ley debe proteger la libertad pública e individual
contra la opresión de los que la administran” (Art. 9); pero también se le encomienda
que, aún respetando el libre uso de la propiedad, debe limitar ésta en “los casos de
necesidad pública evidente, legalmente comprobada” (Art. 19); y que siendo la
educación una “necesidad de todos”, se encarga a la sociedad el máximo esfuerzo para
“favorecer el progreso de la razón pública y poner la educación pública al alcance de los
125
ciudadanos” (Art. 22). La ciudadanía que contempla la D-1793 es, sin duda, más
republicana y más social, aunque no se excede en estos contenidos 180; y lleva aparejado
el desplazamiento de la hegemonía desde los derechos hacia la ley.

3. La Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU.

La D-1948 es una revisión de las anteriores impuesta por el nuevo contexto europeo
de la postguerra. Un contexto especialmente afectado por dos tipos de hechos, bien
comunicados entre sí. Por un lado, el efecto socioeconómico y geopolítico de la
Segunda Guerra Mundial, cuya conmoción daría origen a la ONU y, en su marco, a
iniciativas destinadas a impedir que volviera a ocurrir. Por otro, la barbarie del fascismo
(y, con ciertas discreciones por haber sido aliado en la guerra, del propio estalinismo),
que reveló el riesgo infinito de un orden político no construido sobre base democráticas.
Por eso en el “Preámbulo” de la declaración se afirman las muchas bondades
económicas y culturales que se derivan del respeto a los derechos universales de los
seres humanos, así como los males debidos a su desprecio, y se indica explícitamente
que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos
de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Además de esta dimensión
humanitaria, se fija como objetivo fundamental de la declaración uno más político, a
saber, que “el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la
tiranía y la opresión”. Podemos decir, por tanto, que la filosofía de la D-1948 explicita
su dependencia de la época, se presenta a sí misma como respuesta a los desafíos de su
momento histórico.

De todas formas, la más directa manifestación de esta determinación del texto por el
contexto se revela en el sujeto de la declaración: ya no es un pueblo, ni una asamblea
constituyente en el marco de un estado, sino la Asamblea General de las Naciones
Unidas. Por tanto, un sujeto político transestatal que proclama unos derechos para la
humanidad, especialmente vinculantes para los estados que firman la Carta. Una
asamblea con vocación universalista, como la ONU, prometía ser un buen escenario
para pensar los derechos universales del hombre, incluso para instaurarlos como
definición de una ciudadanía mínima universal; al fin y al cabo la propia existencia de
un orden político internacional apunta en esa dirección. Pero las expectativas no
siempre se cumplen, como enseguida explicitaré.

3.1. (Residuos iusnaturalistas). Si bien es obvio que la D-1948 ha abandonado en


gran medida el vocabulario iusnaturalista en sentido estricto, no obstante se mantienen
implícitos algunos de sus presupuestos y, puntualmente, su léxico introduce una
ambigüedad hermenéutica pensada tal vez para contentar a todos. Ciertamente, en el
“Preámbulo” no se afirma en ningún momento ese carácter iusnaturalista de los
derechos del hombre que he resaltado como propio de las declaraciones pioneras; al
contrario, se parte de la lúcida idea de que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales

180
La D-1776 es menos sensible a lo social; de hecho es la más genuinamente liberal de las tres.
126
inalienables de todos los miembros de la familia humana”, lo que permite interpretar
que el fundamento de los derechos está en el reconocimiento mutuo del otro y en la
aprobación de unas reglas de comportamiento recíproco; o sea, que la objetividad de los
derechos universales deriva de la decisión de los seres humanos de vivir y relacionarse
con unos criterios y límites, implicados en el contenido de los derechos.

Considero que la letra de la D-1948 supone un gran avance en el abandono de la


perspectiva iusnaturalista y en la afirmación del fundamento subjetivo de los derechos,
presentándolos como construcciones humanas, como instituciones resultado de un
proceso que enraíza en la necesidad, en la reivindicación de un pacto de vida, que
compromete a quienes lo asumen y que toma visos de universalidad en su creciente
afianzamiento en la consciencia social; un proceso que acaba en la sanción por la ley en
sus diversos dominios de generalidad. Esa génesis de los derechos “universales”181, que
de reivindicaciones subjetivas parciales pasan a ser propuestas de pacto de convivencia
entre toda la “familia humana”, y que de meras aspiraciones morales ideales pasan a
institucionalizarse como normas positivas de derecho, encierra el rechazo de todo
elemento naturalista y abre un nuevo marco de interpretación de los derechos que
pondrá un límite no inocente a los contenidos.

Esta nueva concepción contextualista de los derechos en la D-1948, como ya he


dicho, se explicita en su “Preámbulo”, donde se expone la idea de los derechos como “la
aspiración más elevada del hombre”, interpretando la Declaración como “ideal común”
que se propone a los pueblos y naciones con la exhortación a que promuevan “por
medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y
aplicación universales y efectivos”. Es decir, la declaración piensa los derechos como
un ideal a construir, basado en la voluntad y en el compromiso progresivamente
ampliado e institucionalizado entre los hombres y las naciones.

En correspondencia con ello el mismo “Preámbulo” resalta que “los Estados


Miembros” de las Naciones Unidas, que firman la Carta, “se han comprometido a
asegurar, en cooperación con la ONU, el respeto universal y efectivo a los derechos y
libertades fundamentales del hombre”, así como a hacer todo lo necesario para su
“reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los
estados miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”. De
este modo no sólo se resalta ese tránsito de los derechos de la mera exhortación moral al
estatus de efectividad jurídica, al que hemos aludido, sino que se limita el espacio
humano de esta efectividad al de los estados que firman el reconocimiento de la Carta.
Por supuesto que no se renuncia a una mayor expansión del ideal común de vida, es
decir, a que se vayan adscribiendo los restantes estados, pero se distingue que a partir de
este momento hay un dominio político de los derechos, donde éstos han quedado
consolidados y sancionados por la ley, y otros espacios en que la construcción de una

181
Creo que para los derechos del ciudadano particulares de cada estado puede aplicarse esta misma representación de sus
génesis.
127
vida conforme a los derechos permanece en la etapa anterior, la de construcción de un
consenso generalizado que pueda trasladarse a las leyes. Por tanto, me parece que la D-
1948 juega con un concepto razonable y filosóficamente avanzado de “derechos del
hombre”, según el cual son instituciones morales y políticas que en su fase acabada se
constituyen en un ideal jurídico normativo de vida en común; de este modo, cosa a
resaltar, la firma de la Carta por los estados implica la obligación de éstos de garantizar
su cumplimiento, o al menos de poner en ello todos sus recursos y buena fe.

Es bien cierto, no obstante, que el vocabulario del citado “Preámbulo” sigue lastrado
por la tradición iusnaturalista, como se revela en su insistencia en hablar de “derechos
fundamentales”, expresión que introduce ambigüedad, y en la constante referencia de
los derechos a una idea abstracta de “dignidad humana”, hasta tal punto que los
derechos parecen ser meras reglas instrumentales que salvaguarden ésta. De este modo,
aunque no se diga que los derechos son naturales a la esencia humana, se viene a decir
que son condición sine qua non para salvar la intrínseca y “natural” dignidad humana.
Tendencia que se manifiesta con claridad en el articulado de la Declaración, donde se
afirma que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”
(Art. 1), fórmula retórica que transcribe casi literalmente las de las declaraciones
liberales de las revoluciones americana y francesa antes comentadas; y donde, olvidando
que se ha establecido la obligación de los estados para hacerlos efectivos en los
territorios de los firmantes de la Carta, se pasa a hablar de los derechos como
pertenecientes a las personas: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración...” (Art. 2.1). Expresiones que crean confusión y que
propician una interpretación del texto en claves de discurso iusnaturalista, ya que se
habla de derechos de las personas como seres naturales, por encima de sus adscripciones
políticas nacionales.

No obstante, insisto en ello, aunque el discurso del texto es en algunos momentos


confusos y arrastra cierto lastre iusnaturalista, en el mismo está mucho más presente la
idea construccionista o institucionalista de los derechos, como puede apreciarse leyendo
el artículo citado en su totalidad. Efectivamente, cuando dice que “Toda persona tiene
todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna
de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen
nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art.
2.1), puede pensarse que enuncia una naturaleza humana que iguala a los individuos por
encima de las fronteras y debe ser respetada por el orden político, pero me parece que
también puede interpretarse que el texto del artículo enuncia precisamente que la
igualdad de derechos, clave de cualquier ciudadanía, en el estado liberal moderno se
postula sobre la irrelevancia de la cuestión natural, es decir, sobre la explícita ignorancia
de las determinaciones naturales. La igualdad de derechos, que define al ciudadano, se
sobrepone a las diferencias naturales; la igualdad del ciudadano se impone a la
inevitable desigualdad natural.
128
2.2.(Derechos del hombre y ciudadanía). En todo caso, dado que la D-1948 no
define con claridad una ciudadanía universal, el significante “toda persona” no refiere a
los individuos del género humano, sino contextualmente a totalidades concretas, a los
individuos agrupados en estados. O sea, son derechos que le han de ser garantizados a
las personas fundamentalmente por sus propios estados, constituyen el mínimo común
de la ciudadanía prescrita en el pacto de adhesión a la carta. Prueba de ello es que
enseguida añade que “además, no se hará distinción alguna (entre las “personas”)
fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya
jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un
territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra
limitación de soberanía” (Art. 2.2). Lo cual revela que se sigue fiel a aquél párrafo del
“Preámbulo” donde se limitaba la responsabilidad de los estados y organizaciones
internacionales para hacer efectivos los derechos a los pueblos de los estados miembros
y a los “territorios colocados bajo su jurisdicción”. Lo que el Art.2.2 afirma es la
igualdad de todas las personas de esos territorios en cuanto a los derechos recogidos en
la Carta, o sea, una igualdad como personas que se les niega como ciudadanos.

La confusión a la que aludo no es irrelevante. Una “Declaración Universal de


Derechos Humanos” debería ser una propuesta de convivencia para todo el género
humano. Y, en cierto sentido, así aparece en buena parte de los artículos de la propia D-
1948, como al afirmar “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la
seguridad de su persona” (Art. 3), o al negar la esclavitud y la servidumbre (Art. 4), la
crueldad, vejaciones y torturas (Art. 5). Cuando se habla de estos derechos se refieren
sucesivamente a “toda persona”, “todo individuo”, “todo ser humano”, “nadie”, “todos”,
etc., lo que da a entender que el escenario de ese ideal común es la humanidad. Pero
enseguida vemos que, en otros momentos, los derechos que se prescriben son como
exigencias a los estados que han firmado la Carta a la hora de fijar los derechos de
ciudadanía de cada país. Así, al decir que “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin
distinción, derecho a igual protección de la ley” (Art. 7), no se afirma que todos los
individuos deben ser tratados con la misma ley, sino que se afirma como derecho del ser
humano a que, sea cual fuere su estatus de ciudadanía en su país, se le garantice la
igualdad ante la ley.

Cuando se afirma que “Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena


igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e
imparcial” (Art. 10), o a la presunción de inocencia (Art. 11), o a la intimidad (Art. 12),
a nuestro entender se pone claramente de relieve el sentido preciso de la presente
Declaración: no es tanto el de definir un ideal común de vida del género humano, en
cuya construcción y defensa se corresponsabilizaran y comprometieran progresivamente
todos los individuos, las organizaciones civiles, los estados y las asociaciones
internacionales, cuanto la de poner unas reglas mínimas a la configuración de las
ciudadanías estatales, la ciudadanía de cada régimen político, respetando la diferencia
(que se manifestará en la lista de derechos sociales de cada ciudadanía) pero
129
garantizando cierta uniformidad formal que, bien mirada, no es otra que la prescrita por
el ideal del estado liberal democrático; en otros términos, la pretensión de la
Declaración no es la de definir un ideal de ciudadanía mínima universal compartida por
el género humano sino la de fijar unos mínimos que deberán ser recogidos y respetados
en la redacción particular de la ciudadanía de las constituciones de cada estado liberal
democrático. El texto obliga a los estados que firman la Carta, como certificado de
garantía liberal; es el mínimo a cumplir para conseguir el título.

Puede fácilmente observarse en todo el articulado de la Declaración que los derechos


de las personas o de los individuos o de los seres humanos recogen exhaustivamente los
contenidos en la más genuina tradición ideológica del estado liberal, añadiendo los
nuevos derechos de la propuesta socialdemócrata intrínsecos a las democracias
modernas. Así, se sanciona como derecho universal “la libertad de opinión y de
expresión” (Art. 19), la “libertad de reunión” (Art. 20), los derechos políticos clásicos
(Art. 21), a la educación (Art. 26), a la participación en la vida cultural (Art. 27); y se
añaden el “derecho a la seguridad social” (Art. 22), el derecho “al trabajo, a la libre
elección de su trabajo”, a la protección contra el desempleo, al “salario igual por trabajo
igual” (Art. 23), a las vacaciones retribuidas (Art. 24), a un bienestar adecuado (Art. 25).
Y todos estos derechos se siguen atribuyendo al género humano usando expresiones
como “toda persona”, “todo individuo”, “todo ser humano”, lo que sin duda debe leerse
seguido de “en su país”. Porque lo que se postula como ideal común es simplemente un
orden político liberal uniforme en su esencia pero respetuoso con las diferencias
económicas y sociales entre “la personas” y entre “los estados”. Si Marx tenía razón al
pensar los derechos como exigencias del mercado, podría decirse que esos derechos
universales corresponden a la esencia económica del estado capitalista, compatibles con
la diferencia de ciudadanía en cada estado. Y se comprende bien esta idea si recordamos
un párrafo del “Preámbulo” que suele pasar desapercibido. Efectivamente, los derechos
se defienden en el mismo no sólo en nombre de la dignidad humana, sino en nombre de
la paz y la prosperidad, para que los hombres, “liberados del temor y de la miseria,
disfruten de la libertad de palabra y de creencias”.

Por otra parte, el nuevo sujeto, y el nuevo contexto, de la D-1948 justifica que por
primera vez una declaración de derechos se plantee de forma directa el problema de la
ciudadanía, ausentes en las declaraciones americanas y francesas del XVIII. Cuando los
derechos eran enunciados desde un marco estatal, como las primeras declaraciones
liberales, no tenía sentido esta preocupación; se hablaba directamente a los ciudadanos
del estado y se anunciaba que la construcción política de la ciudadanía había de hacerse
conforme a derechos pre-políticos (naturales); como la ciudadanía era un supuesto
ontológico del sujeto, no se insistía en ella. En todo caso, en las constituciones de cada
estado, donde se fijaban los derechos de la ciudadanía en el mismo, se establecían las
condiciones de la pertenencia o nacionalidad. Ahora, en la D-1948, en cambio, el
problema de la ciudadanía se aborda aunque sólo sea en dos artículos, el 14 y el 15.
130
Pero comencemos por comentar el Art 13, que nos ayuda a ver la poca fuerza con
que esta Declaración trata el tema de la ciudadanía. Se comienza por afirmar que “Toda
persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un
Estado” (Art. 13.1), o sea, se formula un derecho de las personas que los estados deben
respetar e incluir entre los derechos de su ciudadanía. Cabe preguntarse: ¿de qué
personas?. Como casi siempre, con “todas las personas” se denota a “todos los
ciudadanos de un estado”; cada uno puede moverse libremente por el territorio del que
ya es ciudadano. La formulación es manifiestamente ambigua, tal que una lectura
optimista y muy ingenua podría interpretar que se afirma el derecho de “toda persona” a
asentarse y circular libremente por cualquier país. Lamentablemente y en rigor no se
dice que “como ciudadanos del mundo” se reconocen unos derechos a los individuos
que deben serles respetados por todos los estados; es decir, no se prescribe a nivel
mundial algo semejante a la Unión Europea, cuyos ciudadanos de los países miembros
tienen derecho a moverse libremente por los territorios de los estados que la forman.
No, la ambigüedad calculada no permite una lectura optimista e ingenua. Lo razonable y
sensato es interpretar el texto pesimistamente (respecto a la ciudadanía universal), como
mera exigencia democrática a los estados a que garanticen a sus ciudadanos las
libertades básicas o fundamentales de circular por el territorio y de elegir lugar de
residencia en el mismo; es decir, de concederles el mismo “derecho” que a las
mercancías. No creo que pueda entenderse ni siquiera en términos de un optimismo
moderado, tal que se incluya entre los sujetos de ese derecho a los “turistas”, como un
derecho a viajar por el país y elegir hotel; es decir, como derecho de los no ciudadanos
que circunstancialmente se encuentren en su territorio, cual si se tratara de una nueva
versión del “derecho humanitario” o de hospitalidad. En todo caso, tal derecho es ajeno
y marginal al derecho respecto al elegir ciudadanía; el derecho del turista es un derecho
de “no ciudadano”, mero privilegio conseguido tras el visado y los pertinentes controles,
acotado en el tiempo y siempre revisable. En conclusión, este Art. 13.1 regula la calidad
de la ciudadanía en el interior de un estado, pero no aporta nada a la cuestión del
derecho a la “ciudadanía mínima universal” que aquí nos ocupa.

En ese mismo artículo hay un segundo subapartado importante, en el que se dice que
“toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a
su país” (Art. 13.2). Y es importante no porque prescriba ningún contenido de la
ciudadanía universal, sino porque nos permite pensar los límites del tratamiento que de
la misma hace la D-1948. Aquí lo que se regula es la libertad de movimiento dentro y
fuera de las fronteras del estado del que uno es ya ciudadano (se regula, por tanto, la
calidad de esa ciudadanía). Lo que se defiende es, por un lado, el derecho de los
individuos a que los estados, ni el suyo ni los otros, le impidan salir; por otro, a que su
estado no le impida regresar. Obviamente, nada permite interpretar, sino todo lo
contrario, que el “otro” estado deba dejar entrar a todo el mundo, lo que revela que el
derecho de entrada (de inmigración, de elegir lugar donde ser ciudadano) sigue siendo
un título de privilegio que gestiona cada estado particular, sin limitación alguna; en
definitiva, que no se reconoce como un derecho del individuo, sino como un privilegio
131
del estado, Por tanto, sea cual fuere el atractivo de este artículo, que pone límites al
estado respecto a la libertad de sus ciudadanos, tampoco este apartado afecta al
problema del derecho a elegir ciudadanía. Aunque el nuevo sujeto de la Declaración es
transestatal, una organización internacional de estados, el escenario de la ciudadanía
sigue siendo estatal.

El Art. 14 tampoco se relaciona de forma directa con el problema de la ciudadanía


universal. En el mismo se afirma que “En caso de persecución, toda persona tiene
derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país” (Art. 14.1). Con ser muy
importante, creo que no es un derecho que pertenezca al individuo qua ser humano, sino
derivado de una condición especial contingente: la situación de persecución política;
tiene sin duda un gran interés humanitario, pero, en todo caso, nada tiene que ver con la
libre elección de ciudadanía.

En consecuencia, en todo el texto sólo el Art. 15 aborda frontalmente el tema del


derecho a la ciudadanía universal. Y veamos cómo lo hace. De sus dos apartados, el
primero afirma con solemnidad que “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad”
(Art. 15.1). Dicho así, y si no se reconoce la libertad de elección de nacionalidad, más
que un derecho es una imposición: la de estar condenado al país de nacimiento o, si es
afortunado, la de resignarse a la del país que voluntariamente se la conceda. En todo
caso, nada de elección de nacionalidad, única expresión transparente del derecho a
elegir ciudadanía, sino aceptación de una condición fortuita, habitualmente conforme a
tradiciones tan poco racionales y defendibles como el ius sanguinis y el ius solis, y
excepcionalmente como benevolencia o beneficio mutuo. Aunque no lo parezca, pues el
sentido común, hijo del contexto, nos lo oculta, tan solemne declaración del derecho de
toda persona a una nacionalidad es tan humillante como declarar que toda persona tiene
el deber de aceptar la misma profesión de sus padres, y tan cínica como prescribir que
toda persona tiene el derecho a un trabajo (y que cada cual se lo busque como pueda).

En este escenario, en el cual cada uno tiene su nacionalidad, efecto de la fortuna, se


afirma solemnemente que “a nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del
derecho a cambiar de nacionalidad” (Art. 15.2). No sé si en todos los casos el derecho a
no ser privado de la nacionalidad es favorable a las personas; sospecho que hay
situaciones en que tal derecho es equivalente al de no ser expulsado de una prisión. En
todo caso, sí sé que reconocer el derecho a cambiar de nacionalidad sin el de elegir
nacionalidad es una burla insoportable, que explicita que los individuos son tratados
como mercancías, que sólo tienen destino si hay demanda de las mismas. Basta ver el
cinismo con que se venden títulos de nacionalidad a deportistas relevantes y se niegan a
quienes nada tienen que vender. Cuando, como ocurre en el texto, se silencia que
ningún estado está obligado a conceder la nacionalidad, que es su privilegio gestionar
sus títulos, el reconocimiento del derecho a cambiar de nacionalidad es hiriente; en el
mejor de los casos no es derecho a elegir sino derecho a buscar; en situación normal es
el derecho a vender su fuerza de trabajo en el mercado internacional, poca cosa para
quienes no tienen nada peculiar que ofrecer.
132
Y eso es todo, ni una palabra más sobre el tema, ni una consideración más sobre tal
vez el mayor problema del momento, el que más exige la revisión actual de la
Declaración. Creo, en consecuencia, que la D-1948 no estuvo a la altura de las
circunstancias. Un escenario como el de la ONU parece el apropiado no sólo para
proponer, como las anteriores declaraciones, unos derechos del hombre a incluir entre
los derechos de ciudadanía de los estados firmantes (y reconozco que, en este sentido, y
aparte del ambicioso catálogo de derechos sociales que incluye, supuso un refuerzo
importante en la vocación de extender a los títulos estatales de ciudadanía unos mínimos
“humanos”), sino para instaurar una “ciudadanía mínima universal”, un nuevo título de
ciudadanía de ámbito mundial; o sea, la ONU me parece el marco más adecuado
existente para haber declarado unos derechos de las personas que todos los estados se
obligaran a respetar y garantizar no sólo con los suyos, sino con el género humano, tal
que cada individuo gozara de una ciudadanía mínima en cada estado, que fuera
ciudadano nato de todos los estados (pudiendo elegir aquél en que quiere la ciudadanía
plena). Aunque la comparación sea grosera, un título con una eficacia político jurídica
similar a la de las tarjetas de crédito internacionales, efectivas y ejecutables en cualquier
parte.

3.3.(La sustitución del marco de referencia estatal por el mundial).


Lamentablemente, la D-1948 no superó el marco estatal; no pasó de ser un impulso,
aunque poderoso y de importante efectividad, de la incorporación de los derechos del
hombre a los registros de derechos de los títulos de ciudadanía estatales, ayudando a
impulsar la construcción universal del estado liberal democrático. Esto se ve
manifiestamente cuando, hablando de los derechos sociales, se dice: “Toda persona,
como miembro de la sociedad182, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener,
mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la
organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos,
sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su
personalidad” (Art. 22). Desde cualquier punto de vista, sea el de la moral común, sea el
de la política democrática, éste artículo pone sobre el tapete algunos de los derechos
más importantes para el ser humano en el momento actual. Sorprende, por tanto, que en
lugar de responsabilizar de su efectividad solidariamente a todas las comunidades
políticas, de las locales a las internacionales, la declaración de esos derechos
“económicos, sociales y culturales” no pase de ser una mera exhortación a la
benevolencia y la beneficencia, a la buena voluntad cuya finitud es de antemano
justificada con esa sorprendente doble referencia del esfuerzo solicitado: por un lado el
esfuerzo nacional se subordina a “los recursos de cada Estado”, dejando así a la suerte o
a la injusticia de la historia que decida el destino de esos derechos; y se subordina
también ese esfuerzo nacional solicitado, de manera enigmática, cosa que nos llena de
perplejidad, a “la organización” de cada estado. Esta referencia, o es trivial e
innecesaria, o sirve para legitimar la desigualdad sangrante en los estados. En todo caso,
la otra referencia compensatoria, la que se hace a la comunidad internacional, no se fija
182
Nótese que no se dice de la sociedad internacional, de la comunidad internacional o de la humanidad
133
como deber de ésta ante un derecho de los seres humanos, sino que se evoca como
“cooperación”, que en el vocabulario occidental quiere decir voluntaria y humanitaria.
Por tanto, este importante artículo que aborda los derechos sociales, la modalidad de
derechos más novedosa, que responde sin duda al contexto socio económico, más que
fijar derechos mínimos formula una simple desiderata humanitaria. Esta tentación es
peligrosa, pues sirve para enmascarar el otro rostro de los derechos: un estado que
reconoce generosamente derechos a sus ciudadanos, incluso si no los hace efectivos,
será visto como un orden social en esencia bueno y justo, en esencia un orden político a
defender; las críticas se dirigirán, por tanto, a sus carencias, a sus imperfecciones, a las
disfunciones coyunturales y contingentes, o sea, no serán crítica contra dicho orden, que
queda así definitivamente protegido, sino por su reforma y perfeccionamiento. Y tal
perspectiva no siempre es emancipadora.

4. Los derechos emergentes.

En el Borrador del Forum Mundial de las Culturas de Barcelona (B-2004), que se


postula como nueva propuesta de declaración de derechos universales, es muy
esperanzador el sujeto que enuncia la declaración, pues no se identifica con la Asamblea
nacional de un país, o con el pacto internacional de una pluralidad de estados. En este
caso se trata de un “nosotros” con aparente voluntad de transestatalidad, como se
manifiesta en su “Preámbulo”, que parte de un contundente “Nosotros, ciudadanas y
ciudadanos del mundo, como miembros de la sociedad civil comprometidos en los
Derechos Humanos, formando parte de la comunidad política universal, reunidos en
Barcelona, convocados por el Forum Mundial de las Culturas, Barcelona-2004”. Esa
caracterización del “nosotros”183 como miembros de una “comunidad política universal”
nos anuncia el escenario adecuado para definir un derecho de ciudadanía universal, un
título común compartido por todos los seres humanos sin perjuicio de sus diferencias en
el otro título de ciudadanía, el estatal. Se trata, por tanto, de un discurso enunciado al
margen de las fronteras, por un sujeto colectivo que no se presenta como ciudadano de
un estado que proclama un estatus adecuado de ciudadanía y lo propone como modelo
para el resto de estados; se trata del discurso de un sujeto que se postula con doble
título de ciudadanía, el mundial y el estatal. Como ciudadano del mundo reivindica una
ciudadanía “mínima” (aunque no menos esencial) común a los seres humanos, o sea, la
igualdad de derechos a escala mundial; como ciudadano de un estado reivindica una
ciudadanía contextual, común a los miembros de ese país, o sea, la igualdad de derechos
a escala estatal.

Por supuesto que esta doble ciudadanía no responde a la pertenencia a “dos


ciudades”, como las agustinianas; es decir, no se trata de distinguir una ciudadanía
política (de los hombres) y otra moral (de Dios). Se trata de dos ciudadanías que se
corresponden con dos pactos de igualdad de derechos: uno en el ámbito del estado y

183
Evelio Moreno al leer este texto me hace la siguiente observación respecto al sentido, tal vez poco crítico, que hago del
“nosotros”: “Este “Nosotros” evanescente no es un sujeto tan neutral como lo presentas: es un sujeto plural (poco) e ilustrado
(mucho) que responde a la llamada de su amo (convocados por el Forum-2004) y se arroga casi de modo excluyente la
prerrogativa del “compromiso” con la cuestión de los DH”. Me inclino a pensar que tiene razón.
134
otro en el del género humano. De ahí que, como veremos, el texto insiste en que este
segundo pacto debe ser garantizado por los propios estados, directamente en el ámbito
de sus respectivas fronteras y mediatamente en el seno de las instituciones políticas
internacionales en que se incluye. Defensa, pues, de un referente transestatal de
efectividad de los derechos, cuyo fortalecimiento y desarrollo viene exigido como
“derecho universal” cuando se proclama en el Título VIII el curioso derecho “al derecho
internacional y al orden internacional”, de la siguiente manera: “Toda persona tiene
derecho a un sistema internacional en el que los derechos y libertades enunciados en
esta Declaración y en los demás instrumentos internacionales de protección de los
derechos humanos se hagan plenamente efectivos...” (Art. 31, 1).

Quiero decir, en definitiva, que el sujeto del B-2004 aparece situado en las
condiciones más idóneas (de transestatalidad) para defender una ciudadanía política
universal, para proponer unos derechos de los seres humanos compartibles, defendibles
y realizables en los confines de la humanidad. E insisto en ellos para resaltar que,
lamentablemente, la propuesta del articulado no está a la altura de las circunstancias, no
parece coherente con esta peculiaridad del sujeto enunciador de los derechos, al estar
contagiada de un etnocentrismo y un contextualismo superiores a lo tolerable. Veámoslo
valorando los tres criterios que hemos asumido como esquema metodológico.

4.1. (El indeleble rastro del iusnaturalismo). Aunque con ciertas ambigüedades, me
parece que en el B-2004 se renuncia conscientemente al vocabulario iusnaturalista, pues
lejos de afirmar los derechos como pertenecientes a la naturaleza humana y por fin
descubiertos por la lúcida mente del “nosotros”, se ponen como una propuesta subjetiva
a la humanidad, representada en el Forum de Barcelona, para su debate y aprobación;
una propuesta histórica y subjetiva, pero con pretensiones de universalidad, es decir, de
aceptación general.

Ahora bien, la conciencia antinaturalista no evita que la inercia del vocabulario


juegue malas pasadas. Así, a pesar de esta consciente toma de posición institucionalista
y constructivista de los derechos, los residuos metafísicos se obstinan en perseverar en
el ser, que diría Spinoza, y se resisten a desaparecer filtrándose por las grietas del
discurso y dejando su sospechosa huella. Por ejemplo, cuando se reconoce la “plena
vigencia y aplicabilidad” de la D-1948 y de otros pactos internacionales, no se muestra
el más mínimo distanciamiento respecto a la filosofía de fondo de esos textos y a la
calculada ambigüedad de su articulado, que como ya hemos visto permite interpretar los
derechos del hombre en claves iusnaturalistas y en los límites precisos de la ideología
liberal. Por otro lado, cuando se confiesa compartir la misma inspiración que la D-1948,
el “respeto a la dignidad del ser humano, libertad, justicia, igualdad y solidaridad”;
cuando se resalta promover los mismos valores comunes, como el “reconocimiento de
la dignidad intrínseca de todos los miembros de la familia humana, así como la igualdad
e inalienabilidad de sus derechos, son el fundamento de la libertad, la justicia y la paz
en el mundo”; en fin, cuando se enfatiza que se asume la misma idea según la cual “los
135
derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes”…; en todos estos
casos no se fijan las distancias que siempre debe haber entre una ontología de la
naturaleza humana como fundamento moral y jurídico que reclama la idea de los
derechos universales del hombre como derechos naturales y otra que los piense como
construcción humana de un ideal mínimo razonable de vida en común. Por tanto, el B-
2004 no realiza una ruptura consecuente con el iusnaturalismo, no es coherente con su
profesión de fe antinaturalista, olvidada en su obstinada (y estratégica) reafirmación de
su voluntad de presentarse como simple actualización de la carta de derechos ya
declarados en la D-1948. Incluso en la lectura más caritativa, es difícil ocultar que el
texto mezcla confusamente diversos léxicos que contribuyen a darle una ambigüedad no
deseable.

Esta voluntad de continuidad del B-2004 con las declaraciones de derechos


anteriores, y que es una fuente de su lastre iusnaturalista, no es meramente contingente,
sino que deriva del hecho de compartir buena parte de los valores liberales que inspiran
la D-1948 (aunque los redactores sin duda prefieran ver estos valores liberales como
democráticos, y así legitimen su adhesión). Su fundamento político es el mismo, pues se
parte de un similar diagnóstico del origen y presencia del mal en el mundo y del
presupuesto común de que ese mal tiene su terreno abonado en la ausencia del
reconocimiento y la efectividad de los derechos. De ahí que se resalte enfáticamente la
constatación de que “millones de personas padecen violaciones flagrantes y sistemáticas
de los derechos humanos, sufriendo condiciones inhumanas y sometidos a situaciones
de guerra, hambre, pobreza y discriminación”, diagnóstico ya enunciado por la D-1948.
En este sentido, el B-2004 puede autopresentarse como una actualización de la D-1948,
como se explicita al describir las motivaciones políticas y justificaciones pragmáticas
que están en su origen, pues se parte del reconocimiento de que “los retos y desafíos de
nuestro tiempo requieren una permanente actualización y puesta al día de los derechos
humanos y las libertades fundamentales, y reforzar los valores que son inherentes a la
constitución”. Actualización, sin duda, que se manifiesta en el repertorio de derechos
que incorpora al catálogo, pero también en cuanto implica una tendencia al abandono
(como decimos, tal vez no suficientemente radical) de la idea iusnaturalista y una clara
apuesta por la concepción histórica e institucionalista de los derechos universales.

De todas formas, y a pesar de esos límites, es obligado reconocer que en el B-2004 se


tiende a sustituir el vocabulario iusnaturalista por el propio de una concepción
voluntarista e institucionalista de los derechos, lo cual tiene efectos relevantes y genera
posibilidades esperanzadoras. Efectivamente, desde la nueva perspectiva se abre la
mirada a la calidad de la ciudadanía; y aunque en el texto esta mirada se hace sólo con
la mentalidad liberal (libertades y derechos individuales) a la que se suma la
sensibilidad socialdemócrata (bienestarismo), ambas en la matriz capitalista, es obvio
que en esa línea cabe una reflexión diferenciada que se habrá de hacer. Además, esta
nueva perspectiva institucionalista favorece la tendencia a reforzar la idea de efectividad
político jurídica de los derechos y a reponsabilizar de la misma al derecho internacional
y al orden político transestatal, como enseguida veremos. Estos dos tipos de efectos del
136
distanciamiento del iusnaturalismo, uno en la concepción de la ciudadanía y otro en la
superación del marco estatal como escenario de reflexión, nos abren dos puertas en la ya
urgente tarea de definir una ciudadanía de calidad.

4.2. (Déficit en la ciudadanía). La redefinición de la ciudadanía en el B-2004 merece


un mejor y más amplio análisis que el que aquí puedo llegar a realizar; en todo caso,
hay dos aspectos que considero importante resaltar y someter al comentario crítico: por
un lado, el etnocentrismo de la descripción de la ciudadanía que el documento pone en
escena, y, por otro, el sospechoso olvido del derecho a elegir ciudadanía, que me parece
la clave de cualquier reformulación actual de una declaración de derechos universales,
en la medida en que afecta al problema más extenso y grave que la humanidad tiene hoy
planteado, a saber, el de los enormes desplazamientos demográficos y la irreversible
multiculturalidad de las sociedades.

Una somera lectura del texto permite constatar que el criterio de ciudadanía que
subyace a la propuesta es el de T. H. Marshall 184 y la tradición liberal. En ella los tres
elementos definidores de la ciudadanía de esta tradición, la pertenencia, el estatus o
repertorio de derechos y la participación, eran tratados como derechos. Desde esta
perspectiva, el primero se daba por resuelto, aplicando sea el ius solis o el ius sanguinis;
el tercero se pensaba también formalmente resuelto, definido por los derechos políticos,
dejando su efectividad, la participación efectiva, al azar de las determinaciones
sociológicas. Por tanto, el único elemento siempre abierto y un tanto problemático era el
segundo, es decir, el catálogo de derechos adscritos al título de ciudadanía de un estado.
Y puesto que, como ya he dicho, los otros dos elementos son pensados de facto como
derechos, podemos decir que la lucha por la ciudadanía liberal marshalliana era la lucha
por los derechos.

No es difícil constatar en una simple lectura del texto del B-2004 la presencia de este
enfoque. La ampliación de la lista de derechos, la inclusión en el catálogo de un
ambicioso programa de derechos sociales y hedonistas, no rompe con la matriz
marshalliana; simplemente la actualiza y moderniza con esas tonalidades
socialdemócratas intrínsecas al estado de bienestar del capitalismo de nuestro tiempo. Y
es aquí, precisamente, donde se encuentra tal vez el principal déficit del proyecto, que si
bien resulta actual en cuanto recoge la inercia de la constante ampliación del catálogo de
derechos al ritmo de las posibilidades económicas abiertas por la productividad
capitalista, fruto de ese ciego proceso acaba confundiendo calidad de la ciudadanía con
nivel de vida o de consumo; y con esta confusión cae en el anacronismo, al no poder
contemplar la necesidad que impone la nueva situación, genéricamente referenciada
como “globalización”, de una reformulación de la ciudadanía en otras claves.

La perspectiva de una ciudadanía universal, garantizada por la comunidad


internacional, no puede instaurarse desde la sensibilidad y conciencia política etno-
184
Ver T. H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992.
137
occidental, sino que debe asumir criterios de calidad de la ciudadanía (morales,
culturales, antropológicos, ecológicos) sin los cuales la declaración se condena a ser la
proyección gratuita y arbitraria en el ámbito mundial de las reivindicaciones de un
modelo social a medida de la conciencia crítica interna al capitalismo occidental. Así,
cuando se dice que la propuesta de declaración se inspira en “el derecho a una existencia
que permita desarrollar estándares uniformes de bienestar y de calidad de vida para
todos”, se olvida que esa uniformidad bienestarista, incluso si fuera tan evidente su
bondad absoluta, tal vez no la resistirá el planeta. Aunque a mi entender cualquier nueva
declaración de derechos debería centrarse en este aspecto de mejor reparto de las
riquezas del mundo, la idea no pasa por la optimista e ingenua universalización de
nuestros estándares de vida occidental. Y digo “optimista e ingenua” no porque
considere que una declaración de derechos por la que valga la pena luchar debe ser
“realista”, ajustándose al posibilismo político; estoy hablando de otros límites, como el
de la sostenibilidad en un planeta finito y, en otro plano, el de la racionalidad que ha de
poner en su sitio el etnocentrismo de la ideología bienestarista.

Efectivamente, una declaración de derechos universales tendría que mantenerse en


los límites de lo universalizable; y la sostenibilidad habría de ser el marco adecuado
para su desarrollo. Pero, además de la sostenibilidad, una declaración de derechos con
pretensiones de universalización ha de evitar el contagio contextualista y etnocentrista.
Creo que la demanda de “un desarrollo urbanístico ordenado y previamente programado
que garantice una relación armónica entre asentamientos residenciales, servicios
públicos, zonas verdes y estructuras destinadas a unos colectivos” (Art. 25, 1); o la
petición de “sosiego y tráfico ordenado y respetuoso con el medio ambiente” (Art.
26,1); o la exigencia de control de “toda clase de ruidos y vibraciones” (Art. 26, 3); o
incluso el deseo de promoción de “habilidades para usar las telecomunicaciones e
internet, los medios y la alfabetización digital”, constituyen todas ellas pretensiones
razonables de bienestar en los países desarrollados, pero instituir estos objetivos en
derechos universales, en componentes esenciales de la ciudadanía universal, es una
forma de banalizarla.

Junto a este problema del etnocentrismo, el segundo aspecto aludido que afecta a la
redefinición de la ciudadanía es el relativo a la pertenencia. En otro lugar he hablado de
“el derecho olvidado”185 para referirme al derecho a elegir nacionalidad, ese derecho
que aparece en autores del XVII y el XVIII, que toma fuerza en los sectores más
radicales de la Revolución Francesa, que adquiere cuerpo jurídico en las constituciones
liberales de Iberoamérica, y que poco a poco, sigilosamente, iría perdiendo presencia en
la consciencia pública hasta nuestros días, en que de nuevo deviene actual en las nuevas
condiciones de la globalización. Pues bien, si buscamos en el B-2004 la cuestión de la
ciudadanía, en un momento en que “tener papeles” se ha convertido en símbolo de
existencia digna, nos llevamos una gran desilusión, pues apenas aparece. Desde luego
no aparece ninguna referencia a ese derecho olvidado a “elegir ciudadanía”, y sólo de
soslayo toca algunos puntos tangenciales del tema. Para ser justos, dentro del Título III,
185
J. M. Bermudo, “El derecho olvidado”, en Revista Internacional de Filosofía Política 25 (2006):89-108.
138
que trata de los “Derechos sociales y de solidaridad”, se hacen dos alusiones a la
ciudadanía que, aunque muy indirectas y marginales (y terriblemente sospechosas, pues
parecen recoger la ley de nuestro país), con generosidad podrían interpretarse como
alusivas al derecho de ciudadanía (lo cual es peor, pues sin su presencia podríamos creer
que era un simple olvido).

La primera alusión la encontramos en el Artículo 14. que dice: “La comunidad


internacional y los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y
adoptarán políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones
excluyentes” (Art. 14.6). ¿No es increíble?. Les ponemos las vayas y, si a pesar de eso
saltan y, al fin, los usamos para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho
-¡de ellos!- a ser integrados y dispersados para que no nos excluyan de sus guetos.
¿Serán sólo carencias de la redacción?. Prefiero creerlo así, pues es una propuesta del
Institut de Drets Humans de Catalunya, redactado con la colaboración de numerosas
instituciones y eminentes filósofos y juristas.

La segunda alusión en el mismo artículo dice: “Los Estados tienen la obligación de


atender, de manera positiva, humanitaria y expeditiva, toda solicitud hecha por un niño
o por sus padres para entrar en un Estado o salir de él a efectos de reunificación
familiar” (14.7). El tono humanitarista devalúa la fuerza del derecho que, en todo caso,
queda circunscrito a la “reunificación familiar”, siempre sagrada.

Eso es todo cuanto se dice sobre el derecho a la ciudadanía. Esas dos referencias y ni
una sola palabra más en un texto en el que se nos reconoce (a nosotros, los del mundo
civilizado y rico, y por fácil generalización a la humanidad entera), el derecho a “nuevas
pedagogías educativas”, a la “calidad de los productos alimenticios”, a la “identidad
cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano ordenado”, a un “urbanismo armonioso y
sostenible”. Como puede apreciarse, tales ausencias constituyen tozudos argumentos a
favor de la tesis que argumento sobre la pérdida de la calidad moral de nuestra
ciudadanía, al filo del derecho olvidado.

4.3. (El estado y la comunidad política internacional). Un segundo efecto del léxico
institucionalista o voluntarista se manifiesta en la mayor atención prestada por el B-
2004 a la efectividad político jurídica respecto a la mera exhortación moral. En la
medida en que los derechos son creaciones políticas en las que se comprometen los
estados (que escenifican el compromiso con la adhesión formal a la carta), dejan de ser
meras recomendaciones morales para devenir deberes judicialmente exigibles. Y este es
el tono del B-2004, que a lo largo del articulado insistentemente reafirma la
responsabilidad de los poderes públicos, locales, estatales e internacionales, en la
garantía de los derechos, mostrando así que la aceptación de la declaración no es un acto
noético, sino político jurídico, y que su contenido no es un credo regulador sino un
pacto sometido a la ley, un compromiso formal de construir un orden político jurídico a
nivel mundial.
139
En este sentido quiero destacar que en el texto, en líneas generales, la
responsabilidad política última no se adjudica a los estados, sino a la comunidad política
internacional. Esta relevancia del papel de un poder político internacional sin duda
responde a diversas determinaciones, de las que señalo dos. En primer lugar, un nuevo
contexto político. A mediados del siglo pasado, cuando dominaba la estrategia de la “no
intervención” y del equilibrio de poderes (bloques), pareció más oportuno no acentuar
esta responsabilidad que podía interpretarse como un deber de intervención política en
nombre de los derechos universales; esta prudencia hoy ha desapareado en el nuevo
contexto internacional y la intervención en nombre de los derechos humanos con
creciente frecuencia se usa y, a veces, se abusa. En todo caso, con todas las deficiencias
prácticas constatables, es muy significativa la idea de que asumir una declaración de
derechos universales por los estados equivale a un pacto de obligado cumplimiento,
sometido a control transestatal; es decir, se pone la declaración por encima de la
soberanía, como fundamento de la legitimidad de ésta, lo que supone una perspectiva
favorable al reconocimiento de una ciudadanía universal.

En segundo lugar, un nuevo contexto social, acuñado por el triunfo del capitalismo
del consumo y el estado de bienestar, que ha puesto en marcha un ilimitado programa
de reivindicación de derechos sociales a añadir al título de ciudadanía en los países
occidentales. El desplazamiento de la responsabilidad en la efectividad de los derechos
hacia la comunidad política internacional se revela especialmente importante cuando se
amplia el catálogo de derechos, como hace el B-2004, más allá de los derechos-
libertades y de aquellos derechos-títulos que fundan la dignidad humana; es decir,
cuando la lista de derechos universales se amplía con aquellos que se refieren a una vida
de belleza, bienestar y abundancia. En esta perspectiva, si no se quiere caer en el
cinismo, la responsabilidad de la efectividad de los derechos no puede atribuirse
meramente a los estados, sino a la comunidad internacional; de lo contrario se trataría
de derechos “particulares” del mundo capitalista occidental, pero difícilmente podrían
presentarse como derechos universales del ser humano.

El B-2004 refiere los derechos a un marco de responsabilidad mundial, pero no lo


hace con suficiente firmeza en algunos casos y, sobre todo, en ocasiones lo hace con
cierta frivolidad. De todas formas, y como ya he indicado, se afirma con fuerza la
“inexcusable exigencia” de que “la comunidad internacional y los poderes públicos
estatales, regionales y locales, así como los agentes no gubernamentales” se
comprometan en la salvaguarda de los derechos humanos y libertades fundamentales,
que procuren su “plena efectividad”; y también se constata la necesidad de reforzar la
ONU y la Corte Penal Internacional.

Tal vez sea ésta ampliación de la responsabilidad más allá de los estados, quedando
éstos, como los individuos, sometidos a la obligación de la vigencia de los derechos, la
principal novedad del B-2004. Cuando se fija el más sagrado de todos los principios de
la ciudadanía, el de la igualdad de derechos y no discriminación (Título I, 1.1.), se
afirma rotundamente que “la comunidad internacional y los Estados garantizarán la
140
igualdad ante la ley de mujeres y hombres en todos los ámbitos, y en especial en los
ámbitos de la política, el trabajo, la educación, la familia, protección social y
formación” (I,1,3). Y en el mismo sentido se otorga a la comunidad internacional la
garantía de esa igualdad de derechos en los artículos siguientes (I,1,4 y I,1,5). Cuando
se trata de los derechos a la vida digna (Título I,2), prohibiéndose la pena de muerte y el
tráfico de personas, y garantizando alimentación y agua potable e incluso la renta básica
y la muerte digna, igualmente se atribuye a la comunidad internacional y a los estados la
efectividad de esos derechos. Es cierto que la referencia a la “comunidad internacional”
es vaga, que sería preferible hablar de la “comunidad política internacional”, aludiendo
así a un orden y a un poder político, hoy representado por instituciones como la ONU,
que sería el referente último de la efectividad de esos derechos y el horizonte político de
ese título de ciudadanía mundial. De todos modos, a pesar de su vaguedad el término
“comunidad internacional” tiene de positivo que expresa la voluntad de transcender el
marco estatal nos parece relevante; aunque también tiene de negativo que no apuesta
con firmeza por un orden político internacional democrático, nuevo, aceptable como
ámbito de la ciudadanía mundial y garante eficaz de la efectividad de los derechos
universales de los seres humanos.

Esta ambigüedad se mantiene, en líneas generales, cuando se habla del “derecho a la


paz” y del de objeción de consciencia, o de los derechos a la libertad y a la seguridad
personal. Curiosamente –y así justifico mis reticencias antes señaladas- cuando se habla
de “prevenir y detener las violaciones masivas de los derechos humanos” se menciona
explícitamente a la ONU, es decir, se alude a un poder político efectivo. En concreto se
dice que “la comunidad internacional, a través de los órganos apropiados de las
Organización de las Naciones Unidas” (I, 4, 3), se responsabilizará de impedir tales
crímenes. Como esto no es lo frecuente, como en la mayoría de los casos sólo se usa la
referencia a la “comunidad internacional”, podríamos sospechar que hay un tratamiento
diferenciado de los derechos, según su efectividad se remita a la “comunidad
internacional” o a la ONU. Es decir, que unos derechos se encomiendan a la comunidad
internacional pensada como humanidad solidaria o cooperativa, y en otros casos a la
comunidad internacional organizada (ONU), como instancia político jurídica legítima.
Esta sospecha se refuerza ante la innecesaria repetición, derecho tras derecho, de esta
referencia a las instancias responsables. Hubiera bastado, en el “Preámbulo”, una
declaración explícita de que todos los derechos universales son, por definición,
competencia de todos los individuos e instituciones por ellos formadas, desde las locales
a las internacionales, lo que habría evitado cualquier distinción sospechosa.

Es curioso que incluso cuando se habla de los derechos referentes al “respeto de la


vida privada y familiar”, contenidos tan particulares como la “asociación sentimental
con la persona elegida” o la “libertad de las mujeres a controlar su fertilidad” quedan
fijados como derechos universales cuya efectividad se encarga a la responsabilidad de la
comunidad internacional y del estado. En cambio, cuando se habla del “derecho a una
sociedad y administración democráticas” (Título II), aunque se dice que “toda persona
141
tiene derecho a vivir en una sociedad libre y democrática” (II, 7, 1) se encarga sólo al
estado la garantía de la democracia “mediante la celebración de elecciones libres en los
distintos niveles de la administración, con escrutinio secreto...” (II, 7, 3); sorprende que
en estos casos no aparezca la “comunidad internacional” como garantía última de esos
derechos. La verdad es que no aparece ni una sola referencia a la misma en todo el
Subtítulo 7 dedicado al “Derecho a la democracia”, con lo que los ciudadanos a los que
se les reconoce ese derecho quedan abandonados a su suerte cuando el azar les haya
colocado bajo regímenes despóticos. En cambio, la comunidad internacional aparece de
nuevo referenciada al hablar del asociacionismo, pero no para garantizar “el derecho de
asociación y reunión” a toda persona (II, 9, 1), sino para favorecerlo como factor de
desarrollo de la personalidad y medio para satisfacer necesidades colectivas sin
intermediación burocrática” (II, 9, 2).

En definitiva, la “comunidad internacional y el Estado” es la fórmula habitual y


reiterada del B-2004 para insistir en la efectividad de los derechos universales. Aparece
como garantía del derecho a la información y a la comunicación (“accesible, eficaz,
transparente” (II, 10, 3). Pero, curiosamente, esta responsabilización, que responde a la
idea de que los derechos (o la mayoría de ellos) son títulos que han de estar respaldados
por una autoridad político jurídica, se desvanece en ciertos apartados relevantes del
proyecto. Así, en el de los “derechos sociales y de solidaridad” (Título III), cuando se
habla del “derecho al empleo” y a ejercer actividades remuneradas, ni los estados ni la
comunidad internacional aparecen obligadas a hacer efectivo ese derecho; se les cita, en
cambio, como animadores de políticas tendentes a ese objetivo, instándoles a que “en la
medida de sus posibilidades” planifiquen con la mirada puesta en la búsqueda del pleno
empleo (y como garantías de no discriminación, cosa razonable). Entiendo que
proclamar el “derecho al trabajo”, o el “derecho a la vivienda”, en el actual modelo
económico sólo puede ser una exhortación o declaración de voluntad; pero, entonces, es
más sano que no figure en el catálogo (lo que no excluye el compromiso y el deber de
los poderes públicos para promoverlo, pues para eso han sido instaurados). Poner este
tipo de derechos es un alarde narcisista de buena voluntad, que confunde y defrauda. Y
decir, para justificarlo, que hay que considerarlos como “derechos desiderativos” es un
burla ingenua; el “derecho a buscar trabajo” es más triste y perverso que el de la D-1976
cuando afirmaba el “derecho a buscar la felicidad”.

En el fondo, en todos estos derechos sociales no hay referente de efectividad; la


comunidad internacional y el estado aparecen emplazados a promover el ocio, internet,
la vivienda o el consumo, sin que se les pueda exigir responsabilidades por su parcial
incumplimiento. Del mismo modo aparecen como promotores de una ciudad sin
contaminación ni basuras, con desarrollo urbanístico ordenado, con un tráfico amable y
respetuoso, sin ruidos ni vibraciones y tantas otras cosas, en una descripción de la
ciudadanía que ha perdido la cordura que impone la exigencia de universalización.
Claro, si se trata de títulos que no podemos reclamar a nadie, pueden regalarse
gratuitamente, cuantos más mejor, en una fuga hacia adelante en la que olvidamos si
realmente estamos defendiendo que los otros, los que no necesitan derecho a reciclar
142
porque no tienen qué reciclar, se incorporen a nuestros estándares de vida –cosa sin
duda insostenible- o simplemente defendemos para nosotros un paraíso del consumo
(paz para consumir, libertad para consumir, tranquilidad para consumir, ocio para
consumir, seguridad para consumir...) sin más límites que los de la imaginación.

Y lo que más me duele de esta sospecha es que, en el fondo, como ya dijera Marx de
los derechos de las declaraciones clásicas, se reivindica como ideal de vida humana lo
que en nuestro momento histórico es simplemente necesario, más aún, lo que en gran
medida es ya inevitable, impuesto por el modelo de producción y la cultura mass-
mediática de consumo; es decir, me temo que se reivindica como obra de la razón y la
consciencia moral un modelo de ciudadanía que viene impuesto por el mercado.
143

VII. Nueva declaración universal de derechos del hombre186.

“Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la
ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las causas del mal público y
de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los Derechos
naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente
presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus
deberes…” (Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de Agosto de 1789).

1. El sentido de la pregunta.

¿Tiene sentido plantearse la necesidad o conveniencia de una nueva Declaración de


Derechos del Hombre?. Esta cuestión apareció en uno de los simposios o “diálogos” del
Foro de las Culturas de 2004, de Barcelona. No faltaron quienes, como la autorizada
voz de Jéröme Bindé, alto cargo de la UNESCO, expresaron sus dudas sobre la
conveniencia de reescribir la declaración de derechos. Basaban generalmente su
posición en razones de oportunidad (mejor, de inoportunidad) y en la convicción de que
la actual no está agotada. «Vivimos tiempos de amenazas, riesgos y miedos, -decía
Jéröme Bindé. Hay que buscar el momento histórico adecuado para redactar nuevos
textos”. E invitaba a trabajar en la línea de hacer realidad la norma vigente.

De todas formas, la inmensa mayoría de asistentes al acto no pensaba lo mismo. La


propuesta del Institut de Drets Humans de Catalunya, redactada en colaboración con
cientos de estudiosos y militantes distinguidos187, de borrador de una “Carta de
Derechos Humanos Emergentes” gozó de buena acogida y salió adelante. En ella, de
forma explícita y decidida, se venía a reconocer la conveniencia de propiciar la
movilización en torno a una nueva declaración de derechos universales ajustada a un
mundo globalizado. Así se enuncia en la reflexión preliminar del texto, donde se
expresa la pretensión de “contribuir a diseñar un nuevo horizonte de derechos que
oriente los movimientos sociales y culturales de las colectividades y de los pueblos y, al
mismo tiempo, se inscriba en las sociedades contemporáneas, en las instituciones, en las
políticas públicas y en las agendas de los gobernantes desde una nueva relación entre
sociedad civil global y el poder”. Pensando su propuesta de Declaración como heredera
de la vigente Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (D-1948), los
autores consideran que ha llegado el momento de la renovación de ésta: “En los
cincuenta y seis años transcurridos desde que el 10 de diciembre de 1948 la Asamblea
General de las Naciones Unidas proclamó solemnemente la Declaración Universal de
186
El texto “Razones para una nueva Declaración Universal de Derechos del Hombre”, procede de una ponencia del mismo
título presentada en el IX Simposio de la AIFP ( Universidad de Unisinos, Porto Alegre, 19-22 de Octubre de 2005). El texto
corregido y ampliado fue leído en la Facultad de Derecho (Universidades do Minho. Braga, 19-05-06). Posteriormente se publicó
en M. Bermudo (coord..), Hacia una ciudadanía de calidad. Barcelona, Horsori, 2007, 15-30.
187
Pueden verse todos los textos e intervenciones de las sesiones en la web del Forum de Barcelona.
144
Derechos Humanos, se han producido cambios políticos, sociales, ideológicos,
culturales, económicos, tecnológicos y científicos que han incidido de manera profunda
en el saber de los derechos humanos, en los mecanismos para su garantía y en la fuerza
e impacto de las voces y movimientos que desde la sociedad civil global demandan su
respeto”.

Cambios sociales de todo tipo parecen aconsejarlo; las reivindicaciones subjetivas


también lo demandan. Parece, pues, llegada la hora de una nueva declaración de
derechos ajustada a las nuevas circunstancias objetivas y demandas subjetivas. Las
discusiones del Forum de Barcelona y los textos que de las mismas salieron ponen de
relieve, de forma inequívoca, el surgimiento de cierta consciencia de la conveniencia de
instituir una nueva declaración que relevara a la del 1948. Entre las consideraciones
orientadas a revelar la oportunidad de tal iniciativa destacamos las tres siguientes, que
recogemos casi literalmente y en extenso.

La primera de ellas se refiere a la cuestión de la exigibilidad, es decir, al referente de


efectividad. Dicho en otras palabras, el primer argumento a favor de una nueva
declaración se apoya en que la D-1948 confiaba la garantía de los mismos a los estados,
y éstos se han revelado impotentes cuando no sospechosos al respecto. Se considera que
el estado, que en la D-1948 aparece como garante privilegiado de los derechos que en
ella se formulan, se ha revelado de forma general ineficiente, carencia que crece en el
mundo globalizado: “El mundo se ordenó alrededor del reparto entre Estados soberanos,
cada Estado con la responsabilidad del grupo a quien representaba. En el siglo XXI, sin
embargo, asistimos inevitablemente, a un mundo de una complejidad más grande. Las
relaciones interestatales y los movimientos transnacionales se entrelazan y se cruzan con
enfrentamientos entre los Estados, conflictos que persisten y violencias sociales que
alcanzan regiones enteras. Numerosos Estados se encuentran debilitados y con signos de
inestabilidad y corrupción. La pobreza aparece como una de las violaciones de los
derechos humanos más flagrantes en este siglo. La efectividad de los derechos se pone
en entredicho como tampoco se resuelve la cuestión de las violaciones cometidas por los
propios Estados. Éstas últimas, lejos de reducirse, se multiplican en un contexto
marcado por la obsesión de la seguridad. Junto a ello, las relaciones transnacionales
crean situaciones que escapan al control de los Estados y a la aplicación efectiva de los
derechos cuya proclamación tanto ha costado”. Reflexión ésta que, sin duda, no ve la
situación como algo transitorio, sino como algo que amenaza eternidad por responder a
un cambio estructural de hondo calado político: “La noción de Estado-nación –dice el
texto- en la que se construyen las bases de la doctrina liberal de los derechos humanos
ha cambiado. Asistimos no solo al debilitamiento del Estado-nación sino al
fortalecimiento del mercado transnacional y de actores financieros que a través de
empresas o alianzas multinacionales y consorcios económicos definen políticas
económicas que inciden en todo el planeta. El credo liberal, signo del pensamiento
único, se consolida ante nuevos e inciertos escenarios en el marco de la globalización
económica y política. Esta situación aparece al mismo tiempo que los peligros aumentan
145
en el mundo. Algunos provienen de representaciones ideológicas mezcladas con
fanatismos religiosos, en que aquellos que pertenecen a otra identidad nacional,
religiosa o cultural son considerados enemigos. Otros están ligados a los avances
tecnológicos no controlados: desarrollo de medios de control y vigilancia en la vida
individual; armas cada vez más peligrosas e indiscriminadas que alcanzan el medio
ambiente y la diversidad biológica; intervenciones sobre el ser humano, manipulación
de las libertades”. Descripciones, como puede apreciarse, de una situación nueva y
diferenciada, estructural y nada transitoria, que justifica la necesidad de una nueva
declaración, que en buena lógica habría de revisar tanto los contenidos como el
referente de garantía de los derechos.

La segunda consideración aludida se refiere al cambio de sujeto de la declaración.


Aunque la Carta de Derechos Humanos Emergentes reconoce y se inspira en el espíritu
y principios de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, tiene
consciencia de su propia diferencia, al decir: “Mientras que la Declaración Universal de
Derechos Humanos (de 1948) surge de una Asamblea de Estados, la Carta de Derechos
Humanos Emergentes se construye desde las diversas experiencias y luchas de la
sociedad civil global, recogiendo las reivindicaciones más perfiladas de sus
movimientos sociales. Asimismo, mientras que la Declaración Universal de Derechos
Humanos es una resolución adoptada solemnemente por las Naciones Unidas, como
documento fundador de una ética humanista del siglo XX y el “ideal común a alcanzar”
desde una óptica individualista y liberal, la Carta de Derechos Humanos Emergentes
surge desde la experiencia y las voces de la sociedad civil global en los inicios del siglo
XXI”. Lo que significa, en lo que respecta a nuestro tema, que la necesidad y
conveniencia de una nueva declaración proviene también de una nueva realidad
sociopolítica, en la que “los movimientos sociales” se erigen en protagonistas de la
historia, sustituyendo a los Estados, y reivindican en consecuencia una declaración que
reconozca, visualice y sancione este cambio. Sea esta mutación del sujeto histórico real
o imaginaria, me parece un buen argumento, al que sin reservas me adhiero.

Por último, la tercera consideración contiene una concepción nueva de los derechos:
“Esta Carta (...) concibe los derechos emergentes como derechos ciudadanos. Se trata de
superar el déficit político y la impotencia entre los cambios deseados y las precarias
condiciones actuales para su realización. Los derechos humanos son, sin embargo, el
resultado de un proceso inacabado y en permanente transformación. Emergen nuevos
compromisos, nuevas necesidades y nuevos derechos, pero, sobre todo, aparece una
toma de conciencia de las sociedades actuales que hacen visibles a pueblos y grupos
sociales que hoy aparecen con voz a través de la emergencia de una sociedad civil
internacional organizada. La Carta de Derechos Humanos Emergentes se inscribe en ese
marco, como respuesta a los procesos de globalización cuya naturaleza parcial y
desigual excluye de sus beneficios a amplias capas de la población mundial, en
particular en los países subdesarrollados, pero también en los desarrollados, diseñando
como marco de relación global un escenario de pobreza, violencia y exclusión”. Como
se ve, se trata siempre de revelar la originalidad de la situación histórica actual, que
146
cuestiona la actualidad del estado y hace emerger nuevos sujetos históricos (referentes
de las dos primeras consideraciones), y que también exige revisar el repertorio de
derechos, resaltando su historicidad, como ocurre en esta tercera consideración. Desde
la razonable idea de los derechos como respuestas sociales a las necesidades, como
repertorios de reglas de convivencia y relaciones sociales, la radical novedad de esta
fase de la historia de la humanidad se convierte en la razón última en favor de una
nueva declaración de derechos.

Yo comparto sin reservas los fines a los que sirven estos tres tipos de argumentos, y
asumo sin reservas la perspectiva de la vinculación de los derechos a las condiciones de
existencia; pero tengo reparos ante el esquema argumentativo que ponen en escena, el
cual no jerarquiza objetivos, no ordena ni pone límites en los derechos, y se derrama en
una inflación de descripciones que ocultan lo esencial con la proliferación de detalles
anecdóticos (aunque dramáticos); me asaltan sospechas ante descripciones cuyos
excesos retóricos banalizan la reivindicación y, sobre todo, amenazan con una
alternativa que, en expresión popular, es “más de lo mismo, pero ampliado”.
Compartiendo, como digo, el rechazo genérico del obstáculo a batir, el límite a superar,
en definitiva, compartiendo la idea de la necesidad o conveniencia de una nueva
declaración ajustada a la nueva realidad, me mantengo a distancia de esta propuesta por
desagradarme la música de la canción.

Por ejemplo, siento perplejidad al leer innecesarias reiteraciones como las siguientes:
“Hoy ante nuevos contextos y mundialización de la economía, grandes transformaciones
de la ciencia y la tecnología, la ingeniería médica, fenómenos como las migraciones
mundiales y desplazamientos de grandes núcleos de la población, aumento de la pobreza
a escala mundial y de la extrema pobreza en el tercer mundo, aparición de nuevas
formas de esclavitud, agudización del terrorismo y el narcotráfico, pervivencia e
intensificación de los conflictos interétnicos y de la hegemonía política de un país ante
bloques políticos en construcción en las configuraciones geopolíticas actuales, entre
otros grandes desafíos que enfrenta el mundo en la actualidad, surgen también nuevos
actores sociales, económicos y políticos que aparecen o se visibilizan en el siglo XXI.
Esta Carta corresponde a la idea reciente según la cual la humanidad entera formaría
una comunidad política con el deber de asumir su destino en forma compartida. Esto es
compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes. Sin
embargo, una nueva combinación se impone entre las comunidades plurales y la
comunidad política compartida a la que todos pertenecemos”. Como puede apreciarse,
el texto exhibe su falta de rigor metodológico y su exuberancia de oscuridad
hermenéutica, mezclándolo todo, igualando realidades heterogéneas, disolviendo las
diferencias cualitativas, contribuyendo, en fin, a extender ese discurso sin determinación
de raza, de sexo o de clase, discurso angélico (en el texto que comentamos) que con
frecuencia es simplemente cínico (en tantos y tantos otros discursos). No se es
consciente de que si se prescribe a los pueblos y a los seres humanos “el deber de
asumir su destino en forma compartida”, la misma reivindicación de derechos parece
147
confusa; al fin, como pensaba Aristóteles, una sociedad de amigos (¿qué otra cosa es un
destino compartido?) no se rige por la justicia; ni por los derechos, añadimos nosotros.
Tampoco se es consciente de que, declarado el estado un referente inadecuado de la
garantía de los derechos, y declarada en paralelo la crisis irreversible del estado-nación,
suena mal, desentona, la afirmación que recoge la cita: “(este destino compartido) es
compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes”. Como he
dicho, no me gusta la música que acompaña al discurso renovador, aunque comparta la
voluntad de renovación.

No es extraño que de este discurso salga un articulado, que al fin es lo decisivo, que
no parece hecho para el “mundo mundial”, como dicen los castizos españoles, sino para
nuestro mundo, un “nuestro” cálido y paternalista, nuestro amable mundo capitalista
occidental. Un mundo que no queremos realmente compartir, pues nuestra conciencia
moral sólo llega a estar dispuesta a compartir la idea de ese mundo: es decir,
cínicamente proponemos que se universalice nuestro mundo, que los otros hagan suyo
nuestro ideal y lleguen a vivir como nosotros; pero nada de repartir lo nuestro, que tal
vez exigiría grandes cambios en nuestro mundo de la vida. Les proponemos aspirar a
nuestra cima, pero eso sí, que se las arreglen por sí mismos para recorrer el camino.
¡Como si nuestro mundo no ocupara lugar!; ¡como si su existencia real no impidiera la
universalización que el discurso propone!. Por todo ello no me gusta lo que atisbo en los
márgenes, o en lo no escrito, de ese discurso de los derechos humanos emergentes del
Forum.

Pero mi reflexión no pretende ir por aquí, por el análisis crítico de la Propuesta 188.
Sólo quiero al filo de la misma plantearme la cuestión: ¿Es necesario o conveniente
luchar por una nueva Declaración de Derechos Humanos Universales?. Esta es la
pregunta que quiero responder; esta es la idea que quiero desarrollar aquí.

La referencia al Forum de Barcelona me ha permitido, al menos, dar dos pasos


adelante: uno, mostrar que la cuestión que planteo no es una preocupación maniática
personal y anacrónica, sino avalada por un debate que comienza a abrirse espacio, a
tener actores; el otro paso, poner de relieve que el Forum, con una numerosa y
cualificada representación del pensamiento, de la política y de los movimientos sociales,
parece inclinarse por el sí. Lo cual, aunque no comparta todas sus razones ni todas sus
propuestas, me anima a seguir esta reflexión, sabiéndome acompañado. “Mal
acompañado”, podríamos decir a juzgar por lo antes dicho. Tal vez, pero acompañado,
que ya es algo; es bueno sumar adhesiones a este empeño, ampliar el movimiento de
quienes comparten ese objetivo; aunque simultáneamente tengamos que disputarnos con
ellos dialécticamente el trazado del camino y el diseño del horizonte. O sea, aunque
tengamos que confrontar nuestros discursos, que es, en el fondo, lo que aquí hacemos.
188
Lo he hecho en otros escritos, como: “Ciudadanía e inmigración”, en Estudios políticos 19 (2002): 9-33 (Instituto de
Estudios Políticos, Universidad de Antioquia); “Reflexionando sobre la ciudadanía”, en Revista Internacional de Filosofía Política
(2004); “La ciudadanía en un mundo globalizado”, en Actas del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política.
Universidad de Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002; “Defensa de una ciudadanía mínima universal”, en Actas del I
Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política. Universidad de Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002; “El
derecho olvidado”, en Revista Internacional de Filosofía política 25 (2006): 89-108. ISSN 1132-9432.
148
Creo que no sólo es necesaria una declaración de derechos, sino un nuevo discurso
sobre los derechos. Sin un cambio conceptual, que afecte a los fundamentos ocultos del
mismo discurso, no se verán con claridad las razones esenciales de la necesidad de una
nueva declaración; y tampoco, lo que es peor, se garantizará que el contenido de la
misma no resulte exótico y arbitrario, lo que la condenaría a la esterilidad. Mi reflexión,
por tanto, se enmarca en una argumentación de la necesidad de una nueva declaración,
radicalmente nueva, es decir, no sólo una declaración revisada, ampliada o remozada,
sino profundamente transformada en su esencia, en su sentido, en sus conceptos. Esta
nueva propuesta, por tanto, no debe limitarse a superar las limitaciones tópicas de la D-
1948, sino que debe partir de la crítica al discurso dominante de los derechos que la
funda.

2. Argumento del desplazamiento ontológico o del giro político.

El primer argumento, en coherencia con lo que acabo de decir, se basa en la nueva


concepción de los derechos exigida por el “giro político” de la filosofía, implicado en la
crisis de la ontología esencialista; le llamaré argumento del desplazamiento ontológico o
del giro político. Ya la D-1948 daba algunos pasos en este sentido, rompiendo con la
posición netamente iusnaturalista de las declaraciones de derechos americana y francesa
de finales del XVIII y anunciando una concepción de los derechos como acuerdos,
como compromisos de vida, entre los hombres y los pueblos. En los inicios del siglo
XXI esa tendencia debería estar radicalmente consolidada, sin residuo esencialista
alguno.

Este desplazamiento ontológico no es inocente. La concepción metafísica de los


derechos, que los deriva de la naturaleza humana, exige pensarlos como eternos e
inmutables, descubiertos de una vez y para siempre; su obvia historicidad se enmascara,
desde esta perspectiva, como evolución del conocimiento de los mismos, como avance
del pensamiento que va descubriendo y sumando a la lista algún derecho hasta entonces
ignorado. En cambio, la concepción política de los derechos, que los interpreta como
compromisos reguladores de nuestras prácticas sociales, lleva a pensarlos como
creaciones históricas, revisables y ajustables a las condiciones de vida. Si la tradición
esencialista plantea los derechos como objetos de conocimiento a descubrir en una
ontología teórica, la concepción política los considera como ideales de vida en común a
construir en una ontología práctica.

No es necesaria una exégesis escolástica para poner de relieve que tanto las
declaraciones liberales clásicas, al filo de las revoluciones francesa y americana, como
la democrático social de 1948 de las Naciones Unidas con el olor a culpa de la
postguerra mundial, responden a momentos distintos. En la perspectiva del análisis
político, las primeras se corresponden con la idea liberal de un proyecto de estado
representativo, esencialmente antidespótico; la segunda, que no corrige a las primeras
sino que las amplía, incorpora a su idea de estado el elemento social-democrático. Si se
149
prefiere la perspectiva del análisis economicista, las primeras responderían a los retos
impuestos por el capitalismo nacional, necesitado de disolver todos los vínculos y
adscripciones comunales para crear al individuo, y la segunda a los del capitalismo
imperialista, que necesita y puede aliviar las condiciones de vida de los ciudadanos de
los estados donde se instala su centro, de las metrópolis, gracias a las plusvalías
extraídas de las colonias; o sea, que necesita y consigue regular la explotación de clase
añadiendo la explotación de las naciones. No quiero entrar en la explicitación de este
análisis, pero me parece que las diferencias hermenéuticas que pudiera suscitar entre
nosotros no afectarían a lo sustancial de la tesis que sostiene que las declaraciones de
derechos universales se ajustan a las situaciones políticas y económicas y, en general, a
las condiciones de existencia de los individuos y los pueblos. Y si esta idea queda a
salvo, ya es suficiente para mi objetivo actual de defender una concepción radical y
consecuentemente política de los derechos.

Efectivamente, nadie podrá cuestionar la profunda transformación de la sociedad de


nuestro tiempo. Lo apreciamos, sin duda, en la crisis de la democracia parlamentaria,
basada en la idea de la búsqueda de la verdad y la justicia por la vía de la confrontación
dialéctica, hoy banalizada y reducida a forma legitimadora por la confusión de la
práctica política con la búsqueda de consensos y acuerdos de las partes; no es difícil
comprender que la complicada estrategia de construcción de la “voluntad general”, en
cuyo marco tomaban sentido las instituciones de la democracia clásica (Parlamento,
partidos políticos, sindicatos, instituciones vecinales, civilistas y culturales, etc.) ha sido
simplificada por las encuestas sobre la marcha de los mass-media en esa parodia
consentida que es hoy la democracia de opinión (que seguramente el marxismo clásico,
pero también el liberalismo clásico de Mill o Tocqueville, habrían llamado “dictadura
de la opinión”).

Por otro lado, si fijamos la mirada en el orden económico, las profundas


transformaciones se agigantan; el término “globalización”, constantemente
sobredimensionado, más metáfora que concepto, de momento nos sirve para denotar esa
nueva metamorfosis del modelo capitalista, cuya presencia notamos y cuyo destino se
nos oculta. Sería una lamentable ceguera reducir su esencia a meros cambios
cuantitativos, por colosales que estos sean; sería un perezoso simplismo pensar el
mundo globalizado solamente como límite anunciado de la socialización de la
producción que convierte la totalidad en una gigantesca fábrica sin muros cuya deriva
nos afecta a todos. Creemos que la globalización, a veces de modo inconsciente, designa
no sólo la universalización geopolítica del proceso de socialización del trabajo, como
culminación de esa voluntad infinita de expansión y dominio del capitalismo, sino
también la universalización ontológica, la culminación de su otra voluntad, igualmente
infinita, de convertir todas las esferas de las práctica humanas, todas las formas de
existencia, en procesos normalizados, disciplinados, patentados por la racionalidad
instrumental y evaluados según el único criterio del valor de cambio. Si Lukács y
Adorno, entre otros, ya anunciaban la irrupción de la forma del capital en la producción
artística, hoy ese proceso se culmina y se amplia al pensamiento, a los sentimientos, a
150
los sueños, e incluso a lo que hasta entonces, en línea marcusiana, se revestía de
irreversible: el gesto de rebelión, la negación absoluta, la posición antisistema.

En estos tiempos de “individualismo gregario”, de “rebeldes integrados”, de éticas


indoloras, de políticas sin verdad, de moralidad sin deber y, lo que nos interesa más, de
inflación de derechos, ¿no parece necesario un nuevo compromiso entre hombres y
pueblos que oriente nuestra actitudes, que nos permita distinguir a los amigos de los
enemigos; que nos proporcione una bandera, a los de la rivera izquierda del gran río,
para estos tiempos sin fe ni esperanza; que posibilite un tipo de unidad y de escisión
alternativas a la que fijan las religiones, etnias, culturas y adscripciones prepolíticas,
topografía ésta de la diferencia objetiva cuya hábil gestión es hoy un eficaz frente de
reproducción del nuevo capitalismo globalizado?. El capitalismo de ayer concretó su
ideal político en las declaraciones universales de derechos; aquel ideal simulado de
uniformidad, que tanta sangre costó a los pueblos, hoy tiende a ser sustituido por el
ideal disimulado de la consagración de la diferencia. Y ese desplazamiento puede ser
vivido como una victoria contra ese estado al que Nietzsche llamaba “el más frío de los
monstruos fríos” por quienes no sepan ver el cambio de naturaleza del capitalismo que,
diestro en la estrategia maquiavélica, hoy necesita disimular el ideal que ayer simulaba.

3. Argumento de la ineficiencia actual.

El segundo argumento deriva directamente de la experiencia del fracaso del discurso


de los derechos. Por una parte, resulta obvio que el discurso se ha generalizado: los
individuos y los pueblos se creen sujetos de derechos y los estados se confiesan vasallos
a su servicio. Si excluimos los momentos históricos de locura, que sin duda los hay,
hemos de reconocer que hasta las más sanguinarias dictaduras asumen públicamente el
discurso. De forma simultánea y generalizada se ha simulado la sacralización de los
derechos del hombre y se ha disimulado la práctica de genocidios y barbaries. A todas
luces el discurso se revela ineficiente, tanto porque puede ser impunemente violado
cuanto porque puede ser usado como legitimación de estrategias perversas de
destrucción de seres humanos y pueblos. Doble frente de ineficiencia que conviene
distinguir:

3.1. Deficiencia por impunidad. Entiendo que el discurso sobre los derechos, tanto en
su filosofía de fondo cuanto en la forma de las declaraciones, no puede ser cuestionado
por su impotencia, por su incapacidad para imponer de facto sus reglas. El discurso no
fracasa porque, aquí o allá, se violen los derechos; esta debilidad práctica no afecta a la
bondad y a la legitimidad de la idea. En cambio, éstas sí quedan afectadas si permiten
violaciones impunes; la impunidad en la violación de los derechos pone de relieve la
inactualidad del discurso sobre los mismos.

En nuestro tiempo esta impunidad hace acto de presencia lamentablemente con


excesiva frecuencia. Dos son los escenarios más comunes, aunque no los únicos, de esta
aparición. El primer escenario, cuando la violación manifiesta de los derechos es
151
consentida con conciencia de impotencia; cuando entre perplejos y resignados no
aprobamos la barbarie pero nos refugiamos en la consolación del oportuno “¿qué
podemos hacer?”. Recuerdo la experiencia de Sarajevo de nuestra Europa Occidental,
tan adicta al discurso de los derechos. Recuerdo que, entre perplejos y entregados,
discutíamos si era preferible seguir contemplando el genocidio con nuestra mala
conciencia, con conciencia de culpa, o apoyar lo que se veía inevitable: que interviniera
el ejército de los EE. UU. para acabar con la barbarie. Hoy, con el terrible espectáculo
de las pateras hundidas en nuestras costas y de las alambradas en serie alzadas en tierra
firme en nuestras fronteras, se reproduce la misma conciencia desgraciada. Nos
sentimos culpables, pero, “¿qué podemos hacer?”.

Les ruego que no interpreten esta reflexión como una crítica a la cobardía de los
individuos ante el mal; éste no es aquí mi problema. Cuando hablo de la ineficiencia del
discurso de los derechos no me refiero a algo subjetivo, como la poca convicción
nuestra para defenderlos, o el débil compromiso actual con los mismos; me refiero a que
ya en su formulación en la D-1948 (en las declaraciones americana y francesa del XVIII
es aún más patente) la mayoría de las veces, para determinados derechos, no se fija el
referente de efectividad con suficiente claridad y fuerza. Por ejemplo, al referirse a los
derechos sociales dice el texto en el Art. 22: “Toda persona., como miembro de la
sociedad -(nótese que no se dice de la sociedad internacional, de la comunidad
internacional, o de la humanidad, indefinición sospechosa)-, tiene derecho a la
seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación
internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la
satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su
dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Desde cualquier punto de vista, sea el
de la moral común, sea el de la política democrática, éste artículo pone sobre el tapete
algunos de los derechos más importantes para el ser humano en el momento actual.
Sorprende, por tanto, que en lugar de responsabilizar de su efectividad solidariamente a
todas las comunidades políticas, de las locales a las internacionales, la declaración de
esos derechos “económicos, sociales y culturales” no pase de ser una mera exhortación a
la benevolencia y a la beneficencia, a la buena voluntad cuya finitud es de antemano
justificada con esa sorprendente doble referencia del esfuerzo solicitado: por un lado el
esfuerzo nacional se subordina a “los recursos de cada Estado”, dejando así a la suerte o
a la injusticia de la historia –con frecuencia, a la corrupción política- que decida el
destino de esos derechos; y se subordina también ese esfuerzo nacional solicitado, de
manera enigmática, cosa que nos llena de perplejidad, a “la organización” de cada
estado. Esta referencia, o es trivial e innecesaria, o sirve para legitimar la desigualdad
sangrante entre los ciudadanos de los diferentes estados. En todo caso, la otra referencia
de efectividad compensatoria, la que se hace a la comunidad internacional, no se fija
como deber de ésta ante un derecho de los seres humanos, sino que se evoca como
“cooperación”, que en el vocabulario occidental quiere decir voluntaria y humanitaria.
Por tanto, este importante artículo más que fijar derechos mínimos formula una simple
desiderata humanitaria.
152
Las carencias de la D-1948, que permiten la impunidad, y con ello la ineficiencia,
avalan así la conveniencia de una nueva declaración que deje bien claro ante qué
instancias, individuales, locales, nacionales o internacionales, la violación de estos
derechos ha de rendir inexcusablemente sus cuentas, con la misma claridad que se fija
para los crímenes de genocidio189.

3.2. Ineficiencia por perversión. Pero hay otro frente de ineficiencia de la D-1948
aún más peligroso. Me refiero a la posibilidad que encierra el propio discurso sobre los
derechos de un uso fraudulento del mismo. La reciente guerra de Irak, y la
confrontación entre Israel y los palestinos, nos ofrecen oportunas ilustraciones.
Ejemplos más finos, jurídica y moralmente, que aquellas burdas dictaduras, tan
abundantes en nuestro espacio ibero-americano, que justificaban el asesinato en masa en
nombre de la verdadera fe. El dictador Franco, digámoslo de pasada, declaró la guerra a
“comunistas, judíos y masones” en nombre del Hombre como debe ser, que al fin no era
tan extravagante, pues bastaba con ser defensor del capitalismo, católico y un poco
fascista pata obtener la credencial. Lo de Irak, digo, ha sido más refinado: para liberar a
un pueblo de un sanguinario dictador que hasta ayer fue nuestro amigo y aliado, a quien
ayer apoyamos militar y económicamente en sus barbaries, se esgrime hoy la
declaración de derechos humanos: la libertad de los iraquíes, los derechos políticos de
los ciudadanos, el derecho de los hombres a vivir en paz. Y aquí surge la paradoja: en su
nombre, en el nombre de estos derechos consagrados en la D-1948, se destruye un
estado, un país, y decenas de miles de seres humanos inocentes; en su nombre se
condena a la miseria y a la desesperación a un pueblo al que mañana, de hecho ya hoy,
sin piedad, se abandonará a su suerte. Es insoportable en nuestra tradición cultural la
existencia de “guantánamos”, tierra de hombres sin derechos, prisiones de “horror y
erotismo” ejemplares; pero es doblemente insoportable, por sumarse el absurdo de una
189
Se trata del llamado “Principio de exigibilidad de los Derechos Humanos”, que en el Diálogo de referencia “Derechos
humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos” queda así descrito: “Para que la declaración de los derechos universales
del hombre proclamada hace más de 50 años sea verdaderamente efectiva cabe también reclamar, junto a los derechos, los
instrumentos y mecanismos para la denuncia y sanción de la violación de los mismos. Desde los movimientos sociales que
demandan una reformulación y actualización de los derechos humanos se reclama el principio de exigibilidad de éstos. Este
principio entiende que la defensa de los derechos humanos tiene que comprender la búsqueda de mecanismos vinculantes para los
estados respecto a su aplicación, así como la denuncia y sanción de cualquier manifestación de obstrucción a la realización de estos
derechos. El principio de exigibilidad reivindica disponer de instrumentos, mecanismos y procedimientos de protección a los
derechos humanos, de modo que cualquier violación de los mismos no quede impune, ni cualquier víctima se quede sin una
reparación. Un primer elemento de este principio se centra en la obligación de los estados a aceptar sin reservas la jurisdicción del
Tribunal Penal Internacional. La Organización de las Naciones Unidas deberá adoptar todas las medidas necesarias para prevenir y
detener las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos allí donde se produzcan. Asimismo, los estados deberán
abstenerse de adoptar disposiciones de amnistía, prescripción y eximentes de responsabilidad que pretendan impedir la
investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos. El principio de exigibilidad entronca
con la idea de una democracia internacional y con la reclamación de la necesidad de una política mundial basada en la sociedad
civil como alternativa a la política internacional entendida únicamente como relación entre estados, en la que conceptos como
“asuntos internos” o “principio de la no injerencia” han permitido la constante impunidad de la violación de los derechos desde que
éstos fueran declarados como universales hace ya más de medio siglo”. Y se insiste en el problema de las violaciones de los
derechos en los mismos estados que firman la declaración: “Desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamara los
Derechos Universales del Hombre, hace ya más de medio siglo, muchas otras declaraciones y manifiestos se han rubricado en el
mismo sentido. A pesar de ello, estos derechos siguen siendo violados constantemente y su aplicación en el conjunto de la
humanidad sigue siendo más una excepción que una regla. Desde muchos movimientos sociales se critica el excesivo énfasis
normativo sobre los derechos en contraste con la que se considera escasa voluntad de prevenir o penalizar su violación. Muchas de
estas críticas atribuyen esta poca eficacia de las Naciones Unidas a su estructura representativa basada en los estados, estados que
en muchas ocasiones son los propios violadores de los derechos o que en otras callan y toleran las violaciones a cambio de otros
intereses económicos o militares”.
153
legitimación sin sentido, que existan precisamente en nombre de la libertad y de la
democracia.

Es peligroso que una declaración de derechos, un acuerdo entre hombres y pueblos,


tenga lagunas que permitan la impunidad; pero es aún más terrible que permita en su
nombre la masacre de los derechos de los individuos y los pueblos. Tan necesario es que
el texto que fija los derechos establezca con claridad los referentes de efectividad como
que dicho texto fije los límites procedimentales de los mismos, impidiendo que la hybris
de los jueces de ocasión, travestidos en ángel exterminador, violen los derechos en
nombre de otros derechos, que contingentemente establecen como principales. Ambas
razones juntas constituyen, a mi entender, un argumento redoblado para promover una
nueva declaración en que la simulación y la disimulación no tengan cabida.

4. Argumento de la banalización.

No acaban aquí las carencias de la Declaración de 1948, que revelan su vejez e


inactualidad. A la lista debemos sumar también la banalización del discurso sobre los
derechos que se ha extendido en las dos últimas décadas. Banalización que considero
tanto más grave cuanto que forma parte de la degradación de la idea de ciudadanía, a la
que asistimos impávidos e impotentes, cuando no simplemente inconscientes. La
ciudadanía es la idea que concentra el ideal político de los pueblos. Definir el modelo de
ciudadano equivale a dictar las reglas de construcción de la república y de
funcionamiento de la misma. Por tanto, si hablamos de degradación de la idea de
ciudadanía estamos apuntando también a la crisis de la república, de la comunidad
política. Y, a mi entender, en esa crisis incide de forma relevante la banalización del
discurso sobre los derechos. No sería difícil, y tal vez valdría la pena hacerlo, pensar y
valorar las declaraciones americana y francesa del XVIII y la D-1948 desde el modelo
de ciudadano que proponen. Pero no es ésta la tarea que aquí me propongo.

No nos parece exagerado decir –y lo he argumentado en otros momentos y lugares-


que el discurso filosófico político contemporáneo sigue viviendo de la idea de
ciudadanía que definiera T. H. Marshall en Ciudadanía y clase social190. De las tres
dimensiones que distinguía en la misma, pertenencia, participación y derechos, la
principal la constituía esta última; con el tiempo, este enfoque acentuaría esta vertiente,
tal que la calidad de la ciudadanía se confundiría con el repertorio de derechos que se
gozaban. La cosa era muy simple: el ciudadano se distingue del súbdito (que
simplemente pertenece a la comunidad política) en que goza de derechos; y es tanto más
ciudadano, suele razonarse, tiene tanta mayor calidad su ciudadanía, cuantos más
derechos goce. La lucha política tomará y hará suyo este referente de lucha por más y
más amplios derechos; la evolución política de nuestros estados se medirá por el
abanico de derechos que consiguen para sus miembros; la calidad política de una
sociedad, por tanto, se medirá por los derechos que se gozan en ella.

190
T. H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992
154
A partir de esta idea puede verse la evolución social en función de la expansión de
derechos. Claro está, en cada momento se reivindican y consiguen diferentes tipos. Las
declaraciones americana y francesa del XVIII se centran en los derechos políticos; la D-
1948 incluye un repertorio de derechos sociales; nuestras sociedades actuales han
conseguido los llamados derechos de tercera generación, los de las minorías, los de la
mujer, los de los niños, los del cuerpo, los de las futuras generaciones, etc.; en España
estamos a punto de conseguir los derechos de libertad de los primates. Lo importante
aquí y ahora no es contar esa historia sino resaltar este enfoque conforme al cual la
calidad de la ciudadanía, y por tanto de la vida humana, viene determinada por la
cantidad y amplitud de los derechos que se gozan. En la misma quedan revueltos los
derechos-libertades (libre pensamiento, libertad religiosa, asociación política) con los
derechos sociales (educación, trabajo, vivienda, sanidad, pensiones) y los llamados
emergentes (libre opción sexual, ciudades sin ruido, medio ecológico de vida) y de los
consumidores.

El resultado es lo que hemos llamado banalización del discurso de los derechos,


pues, por un lado, se tiende a pensar que se tiene derecho a todo lo que se imagina
posible conseguir en el estado en que vivimos, sea o no realmente posible y sea o no
razonable perseguirlo; por otro lado, de forma ligera e hipócrita aceptamos que dichos
derechos del ciudadano de países ricos y poderosos puedan ser universalizados y
gozados por todos los seres humanos. Es decir, instauramos una redescripción del
discurso sobre los derechos en claves de consumidores compulsivos, inconscientes y
frívolos. “Compulsivos”, en cuanto convertimos nuestra existencia política en una
carrera por acumular títulos de derechos de toda índole, incluso los derechos negativos,
figuras perversas de esta degeneración (por ejemplo, derecho a “no votar”, a “no
pensar”, a “no trabajar”); “inconscientes”, porque no nos paramos a pensar la
sostenibilidad del orden social que implican, sostenibilidad que para ser un concepto
éticamente digno y económicamente serio ha de incluir la posibilidad real de su
universalización; y “frívolos”, porque no asumimos el compromiso de su efectividad a
nivel global, sino que proclamamos la desiderata y dejamos que cada uno se las arregle
como pueda allí donde esté.

Quiero enfatizar la inevitabilidad de la figura del consumidor compulsivo de


derechos, habitual del llamado mundo occidental, lugar privilegiado del capitalismo del
consumo al que dicha figura es intrínseca. El ciudadano del “primer mundo” (y la
clasificación se hace sobre la base de los registros de derechos de que consta su
ciudadanía) colecciona derechos como mercancías, como si fueran –y de hecho lo son-
formas del capital. Derechos como títulos de propiedad de objetos, mercancías,
facultades o funciones, que podamos usar, guardar o negociar, como propiedades
absolutas que nos protegen de los otros y no nos obligan a nada respecto a ellos.
Derecho a votar, pero sin obligación de hacerlo y, sobre todo, sin obligación de hacerlo
con honestidad e información, pensando en el bien común; derecho a la paz, pero sin la
obligación de participar en la defensa nacional, encargada a mercenarios, figura
155
socialmente rehabilitada, y sin mala conciencia de mantener el bienestar interior
promoviendo guerras en el exterior; derecho a la propiedad, a que nos la respete y
proteja el estado (la totalidad, o sea, los otros), pero sin el compromiso de repartirla o,
al menos, de usarla para el bien común en situaciones límites. Incluso estamos a un paso
de conseguir, junto al derecho a destruir nuestro cuerpo (¡al fin somos sus
propietarios!), el derecho a que las tabacaleras nos indemnicen por ellos. Nuestra
sociedad de consumo compulsivo tiene su propia lógica: se comienza reivindicando en
claves “liberales” el derecho-libertad al consumo de droga y sin solución de continuidad
se pasa a claves socialdemócratas y se reivindica su gratuidad a cargo de la seguridad
social. Al fin, ¿por qué no?. Los derechos parecen un género invisible a la
contradicción: puede coexistir el derecho a mutar la especie con la ingeniería genética al
tiempo que canonizamos las especies en vías de extinción191.

Estas reflexiones me llevan a concluir la necesidad de una nueva declaración de


derechos en un nuevo discurso sobre los derechos. Una declaración que fije y ordene los
derechos universales, que revise críticamente su doble función, que revele sus luces y
sombras. Una declaración que ponga límites, diversos tipos de límites, los necesario,
abandonando la idea consumista de los derechos según la cual cuantos más mejor.
Límites exigidos por nuestra existencia en un mundo finito en recursos, que tengan en
cuenta la sostenibilidad; límites derivados de una ética más igualitaria, capaz de valorar
la paz y la convivencia por encima del bienestar; límites puestos por una idea del ser
humano que, aunque sometido a la evolución, tiene al menos la dignidad de resistirse al
cambio ciego.

Creo, pues, en la conveniencia de una nueva declaración, pero generada por un


nuevo discurso sobre los derechos, enmarcada en otro cuadro de valores y objetivos.
Esa nueva declaración universal no puede ser la universalización imaginaria del
horizonte de derechos del ciudadano de los países capitalistas poderosos; al contrario,
deberá ser una declaración que ponga límites a esas pretensiones infinitas de estos
consumidores de derechos compulsivos: los límites necesarios para la universalización
efectiva de los derechos del hombre fijados por la nueva declaración. Ya no podemos
ser ingenuos, la historia no nos lo permite. La historia de la filosofía no nos permite
asumir el discurso sobre los derechos humanos como una instancia ética y políticamente
neutral, como el discurso hecho desde el entendimiento divino. Como todo otro
discurso, tiene su raíz y su origen en la tierra, en las sombras y las miserias humanas;
toda propuesta de declaración está afectada de subjetividad y de contexto. En otras
palabras, si no acotamos el discurso, si no ponemos límites, simplemente nos impondrán
otro, con otros límites.

Estos límites, conviene decirlo, no deben ser pensados como una pérdida, se viva la
misma como renuncia moral o como restricción inevitable; sólo desde la consciencia y
perspectiva del consumidor compulsivo de derechos parecerá tal cosa, y esa consciencia
es contraria a la revisión que proponemos. Por el contrario, la vía de solución pasa por
191
Quiero aclarar que estoy a favor de estas prácticas; simplemente describo la confusión del lenguaje de los derechos.
156
una redefinición de la “calidad de la ciudadanía”, proyecto en el que estamos
comprometidos en nuestro grupo de investigación “Crisis de la razón práctica” y en el
Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona, en que los límites no
sean limitación o restricción, sino desplazamientos en las necesidades y en la forma de
satisfacerlas, en los valores éticos y en las formas de apropiarse el mundo. Pero este es
otro tema, y ciertamente muy complejo.

6. Argumento de la ciudadanía mínima universal.

El último argumento que expondré aquí se refiere directamente a una falta de


contenido que, si ya me parece una lamentable carencia de la D-1948 por no
contemplarlo, hoy se me antoja insufrible no reivindicarlo. Me refiero al derecho a la
ciudadanía, es decir, el derecho de cada hombre a elegir la comunidad política en la que
quiere realizar su vida (si se prefiere, a elegir nacionalidad). He defendido esta tesis, con
más erudición histórica y extensión argumentativa en otros textos192; aquí me limitaré a
exponer brevemente las líneas maestras de la reflexión.

Parto de un supuesto empírico fácil de compartir, a saber, que el momento


geopolítico actual está caracterizado por potentes flujos demográficos que ponen a la
orden del día el tema de los “sin papeles”. Esta situación, que no me paro a describir,
lanza a nuestra cara el reto de pensar radicalmente el tema del derecho a la ciudadanía.
Si ustedes repasan las constituciones liberales de los pueblos iberoamericanos,
elaboradas al conquistar su independencia, podrán apreciar que en enorme medida en
ellas se recogía el derecho de cualquier hombre, originario de cualquier parte, a
incorporarse a la nueva república; bastaba que quisiera vivir allí, que eligiera aquella
tierra como lugar donde asentarse. Esta idea no sólo estaba presente en los textos
constitucionales, sino en los discursos filosóficos. Expresaba una concepción de los
seres humanos, sus vínculos y sus relaciones con la naturaleza, si se quiere, una
concepción de los derechos, que filósofos como Locke y Kant teorizaron y
revolucionarios como Saint Just, Robespierre o Anacharsis Clotz defendieron, aunque
no lograran incorporarlas a los textos constitucionales franceses. Puede pensarse que esa
“generosidad” era interesada, que respondía a una situación demográfica y económica
particular, que lo posibilitaba e incluso lo exigía; no lo pongo en duda, pero eso no resta
mérito alguno. Los derechos no son defendibles por su origen divino, sino por resolver
problemas humanos; no hace falta que sean obra de la razón práctica o del sentido
moral, y basta que sean humanos. Por otro lado, hoy también estamos en una situación
económica y demográfica particular, y también por ello hoy comienzan a resurgir ideas
de defensa del “derecho olvidado” (el derecho a elegir nacionalidad). Los derechos
siempre van vinculados a situaciones económicas y político sociales determinadas, y eso
lejos de invalidar su dignidad y legitimidad les aporta su sentido, su esencia. Por tanto,
volvemos al problema: el derecho a la ciudadanía, en el sentido precisado de elegir

192
J. M. Bermudo, “El derecho olvidado” y “Ciudadanía e inmigración”, recogidos en este volumen
157
nacionalidad, es un derecho que estuvo presente en los textos político-jurídicos y en los
filosóficos, y que con el tiempo se desvaneció y fue olvidado.

I. Kant, en el “Tercer artículo definitivo de la paz perpetua” se refiere a este derecho


a la ciudadanía diciendo: “Tratase aquí (…) no de filantropía, sino de derecho”. Y
añade: “de aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una
fantasía jurídica, sino un complemento necesario del código no escrito del derecho
político y de gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la
Humanidad y favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para que pueda
abrigarse la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico” [I. Kant,
Proyecto de paz perpetua]. Saint Just, líder revolucionario jacobino, propuso un modelo
de Constitución (leído en la sesión del 24 de Abril de 1789, en la Convención Nacional)
que al leerlo me produce envidia. En las “Disposiciones fundamentales”, dice: “Los
extranjeros, el respeto del comercio y de los tratados, la hospitalidad, la paz y la
soberanía de los pueblos, son cosas sagradas. La patria de un pueblo libre está abierta a
todos los hombres de la tierra” (Art. 1).

En la Constitución del 24 de junio de 1793, momento de Robespierre, se dice en su


Art. 4: “Todo hombre nacido y domiciliado en Francia, con veintiún años cumplidos;
todo extranjero de veintiún años cumplidos y que, domiciliado en Francia durante un
año, viva de su trabajo, o adquiera una propiedad, o se case con una francesa, o adopte
un niño, o sostenga a un viejo; todo extranjero, en fin, que el Cuerpo legislativo
considere que ha merecido la humanidad, está admitido al ejercicio de los derechos de
los ciudadanos franceses”. Pues bien, estos ideales no tardaron en diluirse y ocultarse.
En la D-1948 el tratamiento del derecho a la ciudadanía es manifiestamente mejorable.
Tres artículos recogen lo poco que se dice sobre el tema.

El Artículo 13 se aproxima a nuestro problema al decir: “Toda persona tiene derecho


a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (Art. 13.2). No
sabemos si se trata del derecho a unas vacaciones internacionales, de viajes de negocio,
o del derecho a emigrar. En este último supuesto, que se acerca a nuestro tema, sólo se
nos ocurre pensar: ¿qué sentido tiene otorgar a los hombres el derecho a emigrar sin el
correspondiente derecho a inmigrar?. Pero, no busquen ustedes en el texto; este derecho
ni se menciona. Tienen derecho a salir, pero no tienen lugar adonde ir.

El Artículo 14 no afecta a nuestra reflexión, pues se refiere al “derecho de toda


persona a buscar asilo, y a disfrutar de él en cualquier país” (Art. 14.1); es decir, no se
afirma como un derecho universal, del individuo qua ser humano, sino derivado de una
condición especial, contingente: la situación de persecución política; por tanto, aunque
tiene para nosotros un gran valor, nada tiene que ver con la libre elección de ciudadanía.

En el Artículo 15 se afirma con solemnidad que “Toda persona tiene derecho a una
nacionalidad” (Art. 15.1). Algo es algo, aunque en el contexto de la declaración no sé si
es propiamente un derecho o una imposición. Porque en modo alguno se cuestiona el
hecho (no el derecho) universal de que las personas han de resignarse a la ciudadanía
158
que les concedan, habitualmente la del lugar de nacimiento, conforme a tradiciones tan
poco racionales y defendibles como el ius sanguinis y el ius solis, y excepcionalmente
como benevolencia o beneficio mutuo. Eso sí, se afirma que “a nadie se privará
arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad” (Art.
15.2); pero se silencia pertinazmente que ningún estado está obligado a concederla, con
lo cual el derecho a cambiar no es derecho a elegir sino derecho a buscar 193. Algo es
algo. La Declaración de Derechos Humanos Universales de la ONU, pues, no sólo
ignora el derecho a elegir nacionalidad, sino que de paso rebaja el ideal de la
Revolución Francesa.

Me parece este un poderoso argumento en defensa de una nueva declaración; un


símbolo de los nuevos derechos que exige la situación actual. Ahora bien, por tratarse
de un argumento de contenido, que no plantea meramente la exigencia de una
renovación que adapte lo viejo a lo nuevo, en cuya formulación abstracta pueden
coincidir los opuestos, sino que abre una línea de concreción política, sin duda tendrá
más resistencias. El discurso meramente renovador puede ser una forma de disimular lo
que está en juego. Podemos apreciarlo en el comentado texto del Forum Mundial de las
Culturas de Barcelona, en su citada propuesta de una Declaración Universal de
Derechos Humanos Emergentes, que apuesta por una nueva declaración pero olvida,
tanto o más que la D-1948, la problemática de la ciudadanía, cuya relevancia y urgencia
actuales parece incuestionable. De ese modo, bajo la llamada al cambio de declaración
se corre el riesgo de que lo esencial quede intocado, silenciado.

Efectivamente, en la citada propuesta de derechos emergentes se recogen y se


postulan como derechos universales del hombre todo lo imaginable en las sociedades
capitalistas opulentas, desde el derecho al “agua potable y una alimentación adecuada”,
a una “renta básica” universal y a la paz, hasta el “derecho a vivir en un medio
ambiente sano, equilibrado y seguro”, a “disfrutar de la biodiversidad” y a que no haya
“contaminación acústica”. Desde el derecho al “ahorro energético”, a la “gestión de
residuos, reciclajes, reutilización y recuperación”, hasta el derecho a “espacios verdes en
las ciudades” y el “derecho a la información medioambiental”. Desde el derecho a la
democracia, a “ser consultados”, y a la información, hasta el “derecho a ser
administrados eficazmente”, el “derecho a la verdad”, y el “derecho al descanso, al ocio
y a disfrutar del tiempo libre”. Pues bien, en esta apetitosa lista inacabable, donde se da
rienda suelta a la imaginación (aunque, como sabemos desde Foucault, la imaginación
también está gestionada por el poder y a su servicio, y cuanto más suelta más servil) si
buscamos el derecho a la ciudadanía nos llevamos una gran desilusión: no aparece. Sí,
lo que oyen, ni una sola palabra. Bueno, para ser justos, dentro del título de “Derechos
sociales y de solidaridad” se hacen dos alusiones que, aunque muy indirectas y
marginales (y terriblemente sospechosas, pues parecen recoger la ley de nuestro país),
con generosidad podrían interpretarse como alusivas al derecho de ciudadanía (lo cual

193
Por otra parte, como algunos derechos sociales contemporáneos, como el derecho al trabajo, o el derecho a la vivienda
digna.
159
es peor, pues sin su presencia podríamos creer que los declarantes fueron víctimas del
olvido). La primera alusión que encontramos nos dice: “La comunidad internacional y
los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y adoptarán
políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones
excluyentes”( Art. 6).

¡Increíble!. Les ponemos las vallas y, si a pesar de eso saltan y, al fin, los usamos
para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho -¡de ellos!- a ser integrados
y dispersados para que no nos excluyan (o avergüencen) con sus guetos. ¿Lo entienden
ustedes?. Es una propuesta del ICDH. De verdad, me alegraría mucho saber que he
leído mal el texto, que me he saltado algún artículo.

La segunda alusión, en el artículo siguiente nos dice que los Estados tienen la
obligación de atender de forma “humanitaria” (luego no es un derecho) las solicitudes
hechas por padres o hijos de entrar en un Estado “a efectos de reunificación familiar”
(Art., 7).

Eso es todo. Créanme, eso es todo. Ni una sola palabra más en un texto en el que se
nos reconoce (a nosotros, los del mundo civilizado y rico, pero también a los otros, de
los otros mundos), el derecho a “nuevas pedagogías educativas”, a la “calidad de los
productos alimenticios”, a la “identidad cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano
ordenado”, a un “urbanismo armonioso y sostenible”. Estoy citando literalmente.

Como vemos, las propuestas de cambio no siempre van hacia el lado bueno. Yo creo,
con Anacharsis Clotz, que "no somos libres si las fronteras extranjeras nos detienen a diez
o veinte leguas de nuestra casa", que "no somos libres si un sólo obstáculo político detiene
nuestra marcha física en un sólo punto del globo". Me emocionan sus palabras, propuestas
–aunque rechazadas- a la Convención francesa de 1993, cuando se elaboraba una nueva
Declaración de derechos universales del hombre: "Los derechos del hombre se extienden a
la totalidad de los hombres. Una corporación, una nación, que se dice soberana hiere
gravemente a la humanidad, revolviéndose contra el buen sentido y el bienestar. Desde
esta base incontestable se deriva de forma necesaria la soberanía solidaria e indivisible del
género humano. Porque queremos la libertad plena, intacta, irresistible, no queremos otro
amo que la expresión de la voluntad general, absoluta, suprema, del género humano. Pero
si encuentro en la tierra una voluntad particular que se cruza con la universal, me opondré
a ella. Y esta resistencia es un estado de guerra y de servidumbre respecto al cual el género
humano, el Ser Supremo, hará justicia tarde o temprano".

Tal vez ya ni somos capaces de creer en estas cosas. Pero al menos deberíamos de tener
la honestidad filosófica –pues a eso nos dedicamos- de reconocer que son bellas,
verdaderas y justas. Con o sin fundamentos onto-epistemológico me parecen bellas,
verdaderas y justas. Por ello me gustaría que un día ocuparan el frontispicio de una nueva
Declaración de Derechos de los Seres Humanos.
160

VIII. El derecho olvidado194.

“Para fundamentar los derechos del hombre Paine ofrece una justificación, que no podía ser
entonces sino religiosa. Para encontrar el fundamento de los derechos humanos se necesita, a su
juicio, no permanecer dentro de la historia… La historia comprueba nada a no ser nuestros propios
errores, de los que debemos liberarnos” N. Bobbio, El tiempo de los derechos. )

La calidad de la ciudadanía se mide, de forma genérica, por los derechos que gozan
los ciudadanos; de ahí que se considere que en las últimas décadas, debido a las nuevas
“generaciones de derechos”, dicha cualidad ha alcanzado límites sorprendentes. No
obstante, esa calidad tiene una estructura compleja, que permite avances considerables
en algunas de sus dimensiones junto a estancamientos y retrocesos en otras. En
concreto, aquí me propongo argumentar que en su aspecto moral la calidad de nuestra
ciudadanía se ha deteriorado, especialmente por el olvido de un derecho, presente en los
orígenes del capitalismo liberal y que silenciosa y paulatinamente ha sido olvidado. Me
refiero al derecho a elegir nacionalidad, en definitiva, al derecho a inmigrar, un derecho
esencial en el mundo globalizado, del cual dependen los demás derechos anexos a la
ciudadanía y que pone a prueba la conciencia moral del mundo rico y civilizado.

1. La calidad moral de la ciudadanía.

La historia de la humanidad, en su dimensión ético política, es la historia de la


conquista de la ciudadanía. En el momento de la Revolución francesa (1789), cuando se
produce un salto de gigante –tal vez el primer paso en la larga carrera de liberación de
la marca de súbdito- en la conquista de esa condición, la palabra “ciudadano” se
populariza y pasa a expresar un ideal de vida compartido. Llamar al otro ciudadano –
incluso al general o al dirigente, y por supuesto al noble y al Rey- equivalía a afirmar la
libertad y la igualdad de la forma más práctica y contundente. Aún en nuestros días hay
pocas expresiones más bella que la de “ciudadano presidente”; su aroma se percibe
nostálgico al compararla con las que en nuestros días se usan para dirigirnos a los
próceres de las magistraturas, como “excelencia”, “ilustrísima”, “molt honorable”,
“alteza”, “majestad” o “santidad”, palabras todas que invocan y sacralizan distancias y
lejanías. En la Revolución Francesa, por primera vez en la historia, y aunque sólo sea en
la idea, la ciudadanía deja de ser un privilegio reservado a unos pocos para convertirse
en un ideal asequible y universalizable de vida en común; por primera vez se contrapone
de forma radical a la existente comunidad de súbditos la alternativa de la república de
ciudadanos, figura del individuo pensado como sujeto de derechos.

Es una bella historia esta de la ciudadanía democrático liberal, que en esencia se


confunde con la creciente conquista de los derechos del individuo y de los pueblos;
podíamos decir que es la cara humana de la historia. Las luchas por la libertad de
194
Este texto sobre “El derecho olvidado” fue publciado en Revista Internacional de Filosofía política. 25 (2006): 89-108.
161
expresión, por la igualdad ante la ley, por el salario justo, por la educación, por la
participación democrática, por la seguridad social, por la igualdad de razas y sexos,
todas luchas sangrientas pero con resultados progresivos, forman parte de un modo u
otro de la batalla por la ciudadanía, que responde a la aspiración de los seres humanos a
poner límites a quienes escriben el guión de su vida y, a la postre, a ser los autores del
mismo. Así descrita, la lucha por la ciudadanía viene a ser las luces de la ciudad, entre
tantas y tantas páginas que la ensombrecen y obstaculizan.

Si he puesto la Revolución Francesa como referente simbólico, se debe a que la


misma formuló el ideal de ciudadanía en su forma más radical; para dar a cada uno lo
suyo, deberíamos extender la referencia a la Revolución Americana, cuya idea estaba
igualmente llena de contenidos igualitaristas. Ambas revoluciones, dejando al lado
diferencias que para nuestra reflexión no son relevantes, se unifican en cuanto al
radicalismo, nunca hasta entonces alcanzado, en la reivindicación de la ciudadanía igual
y para todos. Sin duda se trataba de una ciudadanía de baja calidad respecto a los
estándares actuales, una ciudadanía limitada a escasos (aunque fundamentales) derechos
y que olvidaban algunos, como los referentes a la mujer, que hoy consideramos básicos.
Pero, reconociendo estas y otras limitaciones históricas, nos parece admirable el gesto
de aquellos filósofos y políticos que tuvieron la audacia de reconocer y exigir un
derecho (que motiva esta reflexión) que hoy parece olvidado, el derecho a elegir
nacionalidad, incluido en su reivindicación de ciudadanía igual y para todos, que
incluía tanto la igualdad de derechos en el seno del estado, por encima de las diferencias
sociales, cuanto la extensión de la ciudadanía a la totalidad de la humanidad. La idea de
“ciudadanía igual”, tanto formal como efectivamente, rompía los dos límites que el
gobierno representativo liberal imponía a la democracia, debido, respectivamente, a la
supresión de toda referencia de los derechos políticos al estatus económico (criterio
censitario) y al establecimiento de un salario político sin el cual las clases populares no
podían ejercer la participación democrática; pero la “ciudadanía para todos”,
proclamada en medio de la exaltación universalista e igualitaria, apostaba por
transcender las fronteras políticas de los estados y así extender la ciudadanía al género
humano. Pensadores de gran lucidez, como Condorcet, clamaban: "soy francés, pero antes
que nada soy hombre"; y escritores de tanta influencia como Voltaire repetía incansable:
"políticamente soy ciudadano de Francia, pero filosóficamente soy ciudadano del mundo".
Se trata, sin duda, de fórmulas abstractas y vagas, pero que contribuyen a diseñar el ideal
cosmopolita ilustrado de ciudadanía universal; el que suele hablar el hombre libre cuando
deja hablar libremente a la razón; el que, como diría Diderot, hablan los seres humanos
cuando sueñan. Un ideal ingenuo, tal vez, pero con algo más de belleza que el cínico
realismo político actual, protegido con su manto positivista.

La generalización de los derechos de ciudadanía en el interior de los estados y la


enunciación de una ciudadanía universal son argumentos suficientes para tomar las
revoluciones francesa y americana como referente privilegiado de cualquier discurso
sobre la ciudadanía, y especialmente si se pretende reflexionar sobre la evolución de la
calidad de la idea de ciudadanía en el devenir de las democracias liberales de la
162
sociedad capitalista. Aunque no pretendo sacralizar el contenido del ideal de ciudadano
en los momentos de las dos revoluciones, y aunque tampoco compartimos su
fundamento filosófico, el cual se argumenta en términos de “derechos naturales e
imprescriptibles”, aprecio en aquel ideal de ciudadanía elementos de calidad que con el
tiempo han desaparecido. No se trata, claro está, de la calidad ética y antropológica,
referente a la “vida buena” (o la “buena vida”), en cuya dimensión se ha dado un
incuestionable progreso, como pone de relieve la ambiciosa y creciente lista de derechos
que consideramos propia de la ciudadanía de nuestro tiempo en nuestras ricas
democracias capitalistas; tampoco aludimos a la calidad política, que tiene que ver con
la participación en la construcción y cuidado de lo público, y cuyos avances y retrocesos
merecen un estudio aparte; el retroceso que apreciamos se refiere a la calidad moral,
que tiene que ver con la universalización de los derechos por encima de los límites
culturales y políticos. Entiendo que en el movimiento ideológico abierto por las dos
revoluciones burguesas se formuló un ideal de ciudadanía, como aparece en las varias
declaraciones de “derechos del hombre y del ciudadano” y en los textos
constitucionales, con una calidad moral que se hay ido perdiendo en el tiempo, pérdida
silenciosa pero efectiva, amparada por las mejoras de la idea en otras dimensiones de la
misma.

Reconozco, como ya he dicho, las muchas limitaciones históricas del ideal de las
revoluciones, generosamente corregidas en la democracia y el estado de bienestar
contemporáneos; y no olvido que un ideal de ciudadanía no deja de ser una forma
idealizada de poder político, y en consecuencia un tipo de dominación; pero considero
que en el ideal de ciudadanía que arraiga en la conciencia de nuestro tiempo, con su
exaltación ilimitada de la conquista fácil de todos los derechos imaginables, con sus
inagotables generaciones numeradas, lejos de avanzar por el lado bueno de la
ciudadanía (el de la emancipación) se ha derivado a la reconciliación y reproducción del
orden socio económico existente. Y como uno de los síntomas de esa deriva resalta el
hecho de que en plena floración de nuevas generaciones de derechos algunos de los más
clásicos y a mi entender esenciales en cualquier perspectiva de emancipación se han ido
perdiendo en el camino, olvidados en las cunetas de la historia, caso del derecho a elegir
ciudadanía.

Para ser más explícito, creo que en el ideal liberal de ciudadanía destacaba el
radicalismo con que eran reivindicados dos derechos, de los que depende
respectivamente su calidad política y moral: por un lado, el derecho a la radical
igualdad de derechos, que niega relevancia política y jurídica a cualquier diferencia
socioeconómica o cultural; por otro, el derecho a una ciudadanía universal que, en
ausencia de un orden político –tal vez imposible- del género humano que lo hiciera
innecesario, y mientras tanto, parece traducible por derecho a elegir nacionalidad, a
elegir lugar de ejercicio y disfrute de la ciudadanía y, por tanto, en prosa
contemporánea, derecho a inmigrar.
163
Un bello ideal y, si se quiere, sólo eso; pero en nuestra cultura subjetivista y
subjetivizante, un ideal no es poca cosa. Un ideal que, no obstante, parece haberse
escindido en dos, con desigual destino. Uno de ellos, expresado en el lema “ciudadanía
igual para todos”, aparece constantemente recordado y reivindicado en el interior de
nuestros estados, constituyendo la dignidad de nuestra ciudadanía: en cambio el otro,
que responde a la exigencia del “derecho del individuo a elegir nacionalidad”, ha tenido
una historia oscura y discontinua, quedando en la cuneta de los caminos fracasados, con
los proyectos inviables o inservibles invalidados, pero también con los simplemente
vencidos y silenciados que esperan mejores ocasiones. Ese derecho perdido u olvidado
marca hoy una importante carencia de nuestra ciudadanía, especialmente porque las
nuevas circunstancias sociales convierten su ausencia en el mayor problema social,
político y moral; el tratamiento jurídico político y cultural de ese derecho, a mi
entender, mide hoy mejor ningún otro el nivel de emancipación humana de una
sociedad.

Efectivamente, reconocido que los derechos se generan como reivindicaciones de


reglas de vida que responden a necesidades históricas, las cuales del mero
reconocimiento creciente entre los individuos y los pueblos, que aceptan adecuar a las
mismas sus conductas, pasan a ser sancionadas político jurídicamente por los estados y
por las organizaciones internacionales legitimadas mediante leyes positivas que
garantizan su efectividad, cabe pensar que algunos de los ideales vencidos ayer puedan
ser hoy rescatados. Es obvio –y las abundantes teorías actuales de las “generaciones de
derechos” lo avalan- que nuestras sociedades van construyendo derechos, que responden
a sus necesidades, y que tras la conquista del reconocimiento popular, más o menos
costosa, acaban sancionados por las oportunas leyes; y es también razonable y frecuente
que, cuando se trata de derechos específicos, esa pretensión de reconocimiento no aspira
sólo a la sanción legal estatal, no se contenta con sumarlo al catálogo de derechos de la
ciudadanía, sino que tiene voluntad de reconocimiento universal, aspira a que sea un
“derecho del hombre”, es decir, a que figure en el catálogo de todas las formas de
ciudadanía, o sea, a que sea reconocido por el mundo y sancionado por las instituciones
políticas, estatales e internacionales, de todo el mundo.

Pues bien, a comienzos del nuevo siglo, momento en que en grandes espacios
geopolíticos hemos conseguido una ciudadanía de saludable calidad, tanto ética como
política, no sólo observamos que el envidiable celo en la defensa del derecho a igual
ciudadanía para todos (en el marco estatal) nada tiene que ver con el silencio a la hora
de pedir la apertura de las puertas de la ciudadanía, sino que tenemos la sospecha de que
el éxito en la calidad e igualdad de la ciudadanía en el interior de los estados se
consigue al precio de cerrar a los otros las puertas de la nacionalidad. Tengo la sospecha
–cosa que hiere mi consciencia- de que nuestra insaciable reivindicación de nuevos
contenidos, de nuevos derechos y privilegios, que enriquezcan la calidad de nuestra
ciudadanía particular como miembros de un estado se hace a costa de su
universalización de los derechos, al precio de negarles a los otros compartir nuestra
ciudadanía, al considerarla propiedad de un estado, cual club privado con reserva del
164
derecho de admisión; tengo la sospecha, en fin, de que en este aspecto volamos más
bajo que los hombres que en los orígenes de nuestra época iniciaron la aventura de la
libertad, la igualdad y la fraternidad, de que regresamos a tiempos oscuros en que no se
reconocía el derecho a la igualdad de derechos, cuando se aceptaba como natural que la
ciudadanía plena fuera un privilegio de unos pocos y que el resto quedara jerarquizado
en los márgenes de la ciudad, situación que ahora insensibles reproducimos a escala
transestatal respecto al derecho a elegir nacionalidad.

2. El derecho a la ciudadanía en la revolución americana.

El Estado moderno, que es el que nos ocupa, en sus orígenes se constituyó conforme
a una idea de la ciudadanía de doble título; el título de nacionalidad y el carné de estatus
político jurídico. El primero, que certificaba la pertenencia, se obtenía con facilidad, tal
que más que un derecho era una determinación social: cuantos estuvieran dentro de las
fronteras del estado, eran fijados como súbditos, según el criterio del ius solis; si
variaban las fronteras, automáticamente los habitantes de esos territorios adquirían la
nueva nacionalidad, o la perdían y ganaban en todo caso otra 195; por otro lado, los hijos
de los miembros del estado tenían derecho a la pertenencia, conforme al llamado ius
sanguinis. Es bien conocida la tesis de John Locke, uno de los principales teóricos del
estado liberal, quien decía que en el momento del contrato social los “padres
fundadores” pactaron el derecho a que sus hijos tuvieran, desde el nacimiento, el
derecho a la ciudadanía, hasta que tuvieran uso de razón, momento en el que por sí
mismos decidirían, explícita o implícitamente, si querían mantener la nacionalidad o
renunciar a ella y abandonar el país. Locke no tenía duda alguna, pues, que llegado el
uso de razón el ser humano tenía derecho a elegir ciudadanía, fuera la de su país, la de
su nacionalidad, o fuera la de otro al que libremente se incorporara. Este planteamiento,
que suponía una función de la pertenencia poco excluyente, obedecía a un contexto
particular, demarcado por la fuerte necesidad de mano de obra en aquellas economías
agrícolas que empujaban a que las fronteras estuvieran en general abiertas a la “gente
decente”. De hecho, en aquellos tiempos sin censo estatal, habitualmente eran los
municipios los que concedían la “vecindad”, mientras que las constituciones
simplemente refrendaban como ciudadanos a los vecinos; y la “vecindad” se conseguía
fácilmente, bastando el asentamiento y cierta decencia. Era un contexto particular, si
duda, pero todos los derechos en su origen y genealogía son contextuales, lo cual no los
deslegitima.

Si miramos la Constitución de los Estados Unidos de América (17-9-1787) podremos


constatar que no pone exigencia alguna para la pertenencia, dejando pensar, cosa
razonable, que el estatus de ciudadanía de los EE. UU. derivaba de la pertenencia a uno
de los estados miembros. Había, ciertamente, algunas exigencias para la obtención del
título de plena ciudadanía, fijando unos plazos para el acceso a los diversos derechos
195
Si abrimos la Relictio de Indis, de Francisco de Vitoria, comprenderemos también algunos aspectos del problema que nos
ocupa. En ella se reconoce a los españoles a “recorrer los territorios de los indios y a domiciliarse allí a condición de que no
perjudiquen ni hagan daño a los naturales del país” (CHP 2, 77).
165
políticos: se exigían siete años de ciudadanía para el acceso a la máxima magistratura, la
presidencia de los EE.UU; y nueve para el acceso a Senador pero el acceso libre a la
nacionalidad parece darse por sobreentendido. Las condiciones de la ciudadanía, por
tanto, debemos buscarlas en las constituciones o declaraciones de independencia
particulares de los estados. Así, en la “Declaración de derechos de Virgina”, del 12 de
Junio de 1776, que serviría de modelo a los sucesivos Bills of Rights antepuestos a las
constituciones de los diferentes estados a medidas que conquistaban su independencia,
no se menciona directamente este derecho196, pero al hablar de las elecciones de
representantes del pueblo se dice que “todos los hombres que den suficientes pruebas de
permanente interés por la comunidad, y de vinculación con ella, poseen el derecho de
sufragio” (Art. VI), junto a los demás derechos del individuo. Lo cual permite
interpretar que bastaba una vinculación fáctica para que le fueran reconocidos al
individuo los derechos políticos, y que la pertenencia (naturalización o nacionalización)
no planteaba exigencia alguna197.

Es fácil encontrar, si se buscan, apoyos empíricos a esta interpretación; basta


investigar los textos constitucionales y las declaraciones de derechos de la época. Pero si
tenemos en cuenta la fuerte dependencia ideológica de todos ellos respecto al Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil, de J. Locke, puede ser oportuno y decisivo extraer
algunos argumentos de este texto. Efectivamente, en una de sus secciones más
relevantes del mismo, titulada “Del origen de las sociedades civiles”198, en el momento
de argumentar a favor de la fundamentación contractualista del estado, de la que como
se sabe deriva todo el diseño del orden político moderno y, en particular, los derechos
del individuo que constituyen su esencia, Locke reconoce que hay dos tipos de
objeciones críticas que debilitan u obstaculizan su credibilidad. La segunda de estas
críticas, relevante cara a lo aquí nos ocupa, objetaría que “es imposible que los hombres
tengan derecho a hacer esto (a constituir contractualmente una sociedad civil) puesto
que todos nacen bajo un gobierno al que han de someterse, careciendo, por tanto, de
libertad para comenzar de nuevo”199. Pues bien, la réplica de Locke, que enseguida
resumiré, nos deja ver un escenario en el que la elección de nacionalidad es algo tan
potestativo del individuo, tan intrínseco a su libertad, que no parece necesario
reivindicarlo como un derecho específico, sino más bien argumentar la ilegitimidad de
cualquier gobierno que lo impida u obstaculice. Veámoslo.

Locke lucha contra la idea de una nacionalidad impuesta, sufrida como


determinación exterior, cosa que subordinaría el ser social del individuo al orden
196
Tampoco hay referencias en las Declaraciones de Massachusetts, Maryland, North-Carolina y New-Hampshire (Cif. G.
Jellinek y otros, Orígenes de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Madrid, Editora nacional, 1984, 80-87).
Aunque reconocemos la necesidad de un estudio empírico más exhaustivo, que pudiera hacernos revisar esta tesis de la escasa
presencia de este derecho en los textos constitucionales de aquella época, con la información que disponemos nos parece bien
fundada.
197
En la Constitución de Virginia Occidental se afirma como requisito de ciudadanía que “All persons residing in this state,
born, or naturalized in the United States, and subject to the jurisdiction thereof, shall be citizens of this state” (Art. 2.3). Lo normal
es que se otorgue poca importancia al tema y que los textos dejen pensar que el acceso a la ciudadanía era automático para la
“gente honesta” (o sea, con independencias económica, religiosidad y moralidad probadas).
198
J. Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Cap. 8.
199
Ibid., $ 100.
166
político, al ser de la ciudad; pensar de este modo la nacionalidad sólo es compatible si el
hombre se piensa como súbdito, no como ciudadano, no como ser libre. Frente a esta
disolución del individuo social en la exterioridad, el pensador inglés argumenta en favor
de la tesis de que “quien nace bajo el dominio de otro puede ser libre y convertirse en
gobernante o en súbdito de un gobierno separado y distinto” 200; argumenta contra la
sujeción natural por nacimiento y a favor de la sujeción sólo por consentimiento 201.
Entiende que pertenece a la libertad natural, prepolítica, la independencia y, por tanto,
la elección de la comunidad en la que vivir. La nacionalidad pensada como lugar de
nacimiento es algo contingente, que dura hasta que el ser del individuo adquiere el uso
de razón, es decir, hasta que está en condiciones de ejercer su elección libre. En ese
momento pasa a gozar del derecho a elegir la comunidad donde quiere ejercer su
ciudadanía.

Y aunque este derecho deriva de su concepción del individuo, de su naturaleza


prepolítica, que determina una idea de la existencia social como algo contingente e
instrumental, el argumento de Locke no es meramente filosófico, sino que refiere a la
práctica histórica, a los hábitos y tradiciones, cosa obviamente relevante en esta
argumentación. Dice al respecto que “este separarse del gobierno en el que se nace ha
sido práctica común en el mundo, desde sus orígenes hasta el día de hoy. Y en el
momento presente, el haber nacido en el seno de regímenes políticos de larga tradición,
con leyes establecidas y con formas fijas de gobierno, no impide la libertad del género
humano; pues los hombres son hoy tan libres como lo fueron los que nacieron en las
selvas y, sin restricción alguna, corrían libremente por ellas” 202. Cree nuestro autor que
esa libertad natural, que garantiza el libre desplazamiento territorial, no puede
subordinarse al hecho de nacer en un gobierno o en una familia. Locke es intransigente
con esta tesis, dejando bien claro que el compromiso de los padres (de instituir un
estado) no obliga a los hijos, quienes con la mayoría de edad devienen “tan libre como
el padre”, y ningún acto del padre puede eliminar la libertad de su hijo, como tampoco
la de ningún otro hombre”203.

Puede parecer sorprendente la claridad y lucidez con que Locke expone su tesis, sin
el menor condicionante; pero en el fondo es coherente con su idea de que la pertenencia
a una sociedad es una forma de sumisión, supone aceptar una dominación, la cual cosa
es intolerable si no se pone la misma como una opción libre. De ahí también su
insistencia en la pertenencia a una comunidad política, lo que les hace súbditos de la
misma, en definitiva, la servidumbre voluntaria, sea realmente voluntaria, derivada
exclusivamente del consentimiento dado por los hombres. En el fondo, pasar a
pertenecer a un gobierno es visto por Locke como una concesión del individuo, una
elección pragmática, para conseguir eliminar ciertas formas del mal social; a sus ojos
liberales en el gesto de adhesión pierde libertad natural, se deviene “súbdito” y no
200
Ibid., $ 113.
201
Ibid., $ 114.
202
Ibid., $ 116.
203
Ibid., $ 116.
167
propiamente “ciudadano”; se ceden derechos naturales, a cambio de paz y justicia.
Podríamos decir que, en el fondo, en el escenario de reflexión lockeana, el individuo
pierde más que gana o, en todo caso, implica cesiones de derechos naturales que sólo
por libre consentimiento podrían justificarse.

Es curioso al respecto que esta libertad, este derecho a elegir ciudadanía, tenga
algunas excepciones. Efectivamente, carecen de ese derecho aquellos individuos que
tienen propiedades de tierra; éstos devienen necesariamente súbditos del estado donde
radican sus propiedades, no pudiendo elegir nacionalidad a no ser que renuncien a las
mismas. En el fondo el individuo no pierde su derecho a elegir ciudadanía, aunque en su
condición de propietario de tierras tenga que elegir entre dos estatus, la nacionalidad y
la propiedad. Las propiedades y las personas van en el mismo paquete, y el propietario
ha de ser súbdito del estado al que están unidas las tierras 204. Pero incluso en este caso,
dado que Locke entiende que el gobierno sólo tiene jurisdicción directa sobre la tierra,
mientras que su jurisdicción sobre el propietario es sólo en la medida en que el mismo
reside y disfruta dichas tierras, la obligación de someterse a dicho gobierno “empieza y
termina con el disfrute mismo”, de tal modo que en cuanto el propietario se desprende
por venta o legación de sus tierras “está ya en libertad de incorporarse al Estado que
desee, y también tiene libertad de acordar con otros hombres la iniciación de un nuevo
Estado in vacuis locis, es decir, en cualquier parte del mundo que esté desocupada y no
sea poseída por nadie”205.

Podrá decirse, con razón, que en ningún momento se defiende el derecho a elegir
nacionalidad en un estado ya constituido, a pasar a formar parte de una comunidad ya
constituida; pero, aparte de que el contexto permite esa interpretación, lo que aquí trato
ahora es de argumentar es precisamente que en aquellos tiempos la adscripción o
pertenencia tenía un carácter voluntario y reversible, lo que permite pensar que el
problema de aquel momento, lo que inquietaba a la sociedad y se reflejaba en el
pensamiento, no eran los movimientos de inmigración sino las adscripciones “naturales”
a la tierra, vinculación que la burguesía necesitaba romper como condición de
posibilidad de trabajadores libres. Si, como he dicho, la génesis de los derechos
responde a necesidades históricas, el discurso de Locke a juzgar por sus inquietudes
induce a pensar que en aquél tiempo había más restricciones a la emancipación de las
relaciones feudales de adscripciones locales en los viejos países europeos que resistencia
a la inmigración en los países del nuevo mundo. De todas formas, no deja de decir algo
que merece ser leído detenidamente: “pero someterse a las leyes de un país, vivir en él
pacíficamente y disfrutar de los privilegios y protecciones que esas leyes proporcionan
no hace de un hombre miembro de esas sociedad; ello es solamente una protección local
y un homenaje que se debe a todas las personas que, no hallándose en un estado de
guerra, entran en los territorios pertenecientes a un gobierno, cuyas leyes se extienden a
cada región del mismo. Mas esto, como digo, no hace de un hombre miembro de una
sociedad, un súbdito permanente de un estado, como tampoco convertiría a un hombre

204
Ibid., $ 120.
205
Ibid., $ 121.
168
en súbdito de otro el hecho de que, durante algún tiempo, se acogiera bajo su familia, si
bien, mientras continuase acogiéndose a ella, estaría obligado a cumplir las leyes y a
someterse al gobierno que allí encontrase”206. De hecho lo que Locke está legitimando
es el derecho a la libre circulación por el mundo, a la libre elección del lugar de
residencia y trabajo, tan libre que la distingue de la nacionalización o “pacto” de
pertenencia a una sociedad civil. No se incluye en ese derecho la ciudadanía plena, pero
sí una ciudadanía mínima universal que hoy nos agradaría tener.

Es interesante su descripción del habitual estatus de los extranjeros, que pueden


disfrutar de la protección y los privilegios de un estado sin convertirse en súbditos de
este estado, aunque tienen en conciencia obligaciones de cumplir las leyes que respetan
los demás ciudadanos. Ese escenario descrito parece de fronteras abiertas y la tesis
defendida se orienta a argumentar que nada, sino la libre elección, convierte al
individuo en súbdito permanente. Lo que da a entender que el problema no es el
derecho a la nacionalidad o pertenencia, que aparece como “natural” y ligado a la
libertad de elegir; el problema subyacente es la adscripción natural a una condición, un
límite a la libertad natural contra el que nuestro autor clama. El ius solis y el ius
sanguinis, que luego se invocarán como derechos del individuo y fuentes de la
pertenencia, en el discurso de Locke parecen argumentos del gobierno para forzar la
adscripción.

3. La ciudadanía en la revolución francesa.

En la francesa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26


Agosto de 1789)207, donde se fijan como “derechos naturales” del hombre la libertad, la
propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión (Art. 2), tras haber afirmado que
“los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho” (Art. 1), no se hace
mención alguna a la nacionalidad. Lo mismo ocurre con la Declaración de 1793208, que
también enumera como “derechos naturales e imprescriptibles” del hombre la igualdad,
la libertad, la seguridad y la propiedad (Art. 2), insistiendo en la igualdad entre los
hombres “por naturaleza y ante la ley” (Art. 3). Sin duda podría hacerse una
interpretación generosa y concluir que, puesto que se trata de derechos del hombre, el
derecho a elegir nacionalidad está implícito en la libertad e igualdad naturales; pero lo
cierto es que el mismo no se menciona explícitamente. Me inclino a pensar que, como
antes en el mundo anglosajón, se debe a que en aquel contexto no era un problema a
reivindicar, lo que lleva a que sea silenciado como derecho.

Sorprende, en todo caso, que tampoco se haga referencia alguna en ambas


declaraciones al derecho a cambiar de nacionalidad, es decir, a emigrar, pues éste sí era
constatado como problema. De hecho preocupaba mucho más reivindicar el derecho de
206
Ibid., $ 132.
207
Incorporada como Preámbulo de la Constitución francesa de 1791.
208
Votada por la Convención Nacional el 23 de junio de 1793 e incorporada como preámbulo a la Constitución de 24 de junio
de 1793.
169
los individuos a abandonar el país propio o cambiar de nacionalidad que el de elegir
país y nueva nacionalidad. Basta repasar los grandes flujos migratorios hasta mediados
del siglo XX para constatar que iban de los países “ricos” a los pobres, con frecuencia
colonias, y éstos necesitaban de mano de obra. Tal vez por eso son más frecuentes las
reivindicaciones del derecho a emigrar, como hemos visto aparecer en Locke, que del
derecho a inmigrar, que parece reconocido en la libertad. Por ejemplo, en el artículo
“súbdito”, de la Enciclopedia, se dice de los súbditos-ciudadanos: “en todos los pueblos
libres existe el derecho natural de todo súbdito y ciudadano a la libertad de emigrar a
otro lugar, si lo juzga conveniente, para procurarse allí el bienestar, las necesidades y
comodidades de la vida, que no encuentra en su país natal”. Y esta idea, de constante
presencia en las sucesivas declaraciones de derechos hasta nuestros días, nunca va
acompañada de una explícita referencia al derecho del individuo a elegir nacionalidad (y
el correspondiente deber de los estados a concederla). Es bien sabido que los derechos
se han reivindicado siempre como autodefensa de los oprimidos y se han concedido
como forma apropiada de mantener el orden y la dominación; si la inmigración no era
problemática, ni para los individuos ni para el poder político, no es extraño que no se
pensara en convertirla en derecho.

En la Constitución francesa de 1791, en el, se fija el derecho de ciudadanía para los


extranjeros a partir de cinco años de residencia continuada en Francia, no precisando
ninguna condición para el goce de tal residencia (Art.,3). La Constitución francesa de
1793, momento de Robespierre, dice que “Todo hombre nacido y domiciliado en
Francia, con veintiún años cumplidos; todo extranjero de veintiún años cumplidos y
que, domiciliado en Francia durante un año, viva de su trabajo, o adquiera una
propiedad, o se case con una francesa, o adopte un niño, o sostenga a un viejo ; todo
extranjero, en fin, que el Cuerpo legislativo considere que ha merecido la humanidad,
está admitido al ejercicio de los derechos de los ciudadanos franceses” (Art. 4).
Robespierre creía que un hombre no puede ser realmente libre, ni gozar de la igualdad
de derechos, si no cuenta con los medios de subsistencia para una vida humana digna; y,
en coherencia, abría a su país a cuantos lo necesitaran. Sin duda las circunstancias eran
distintas a las de nuestro tiempo, pero la idea no pierde por ello belleza; tal vez por eso
fue pronto derrotado, pero la derrota tampoco afecta a la justicia de su idea.

De todas formas, la escasa presencia explícita del derecho a elegir nacionalidad en


los textos constitucionales de la Francia revolucionaria no certifica la ausencia del ideal
de la conciencia de la gente; si acaso significa la derrota del mismo, su carácter
minoritario, pues las reivindicaciones de este derecho estaban presentes en el debate
público y en los mismos ámbitos del legislativo; la abundancia de textos con propuestas
a las comisiones y asambleas de debate legislativo, aunque éstas fueran rechazadas,
muestran que había movimientos políticos y sociales que habían incorporado el derecho
a elegir nacionalidad a su ideal político. El caso más evidente es el de Anacharsis
Cloots, político radical e intelectual iluminado, que gustaba presentarse a sí mismo
como mandatario del género humano, quien en su Discurso sobre las bases
170
constitucionales de la República del Género Humano209 dice cosas de gran belleza. Se
trata, es cierto, de un autor extravagante y muy desconocido pero le cupo el mérito de
saber convertir en poesía la sangre misma de la guillotina. Anacharsis Cloots, henchido de
pasión mesiánica, sintiéndose llamado a "laborar las vastas llanuras del genio como los
campesinos las tierras y los artesanos el hierro", soñaba con que "todos los pueblos pedirán
unirse departamentalmente a Francia", y lleno de fervor revolucionario añadía:
"Pondremos la primera piedra de nuestra pirámide constitucional sobre la roca
inquebrantable de la soberanía del género humano. La Convención no puede olvidar que
somos mandatarios del género humano; nuestra misión no se circunscribe a los
departamentos de Francia; nuestros poderes están avalados por la naturaleza entera"210.

Anacharsis Cloots supo cantar exaltadamente lo que otros veían con más cordura, a a
saber, que la Revolución no era cosa de Francia, sino del mundo; y que muchos de los
revolucionarios franceses la tiraron adelante no como cosa propia, no como franceses,
sino como hombres libres ciudadanos del mundo. Considero afortunados a los diputados
franceses que de viva voz le escucharon decir: "no somos libres si las fronteras
extranjeras nos detienen a diez o veinte leguas de nuestra casa"..., "no somos libres si un
solo obstáculo político detiene nuestra marcha física en un sólo punto del globo" 211.
Hemos de reconocer que hoy no sentimos tan infinito deseo de libertad y universalidad,
tal vez porque nos hemos habituado a no ser libres ni universales; quizás por ello nos
cuesta compartir la fe universalista que aparece en sus palabras: "Los derechos del
hombre se extienden a la totalidad de los hombres. Una corporación, una nación, que se
dice soberana hiere gravemente a la humanidad, revolviéndose contra el buen sentido y
el bienestar. Desde esta base incontestable se deriva de forma necesaria la soberanía
solidaria e indivisible del género humano. Porque queremos la libertad plena, intacta,
irresistible, no queremos otro amo que la expresión de la voluntad general, absoluta,
suprema, del género humano. Pero si encuentro en la tierra una voluntad particular que
se cruza con la universal, me opondré a ella. Y esta resistencia es un estado de guerra y
de servidumbre respecto al cual el género humano, el Ser Supremo, hará justicia tarde o
temprano"212.

Y aunque aún fuéramos sensibles a la belleza de esa idea, seguramente ya no


excitaría en nosotros la enardecida pasión de Anarchasis, sino más bien una tibia
melancolía. Tal vez la mayor grandeza de esta idea resida en que fue formulada y
deseada cuando era imposible; y tal vez la mayor miseria de nuestro tiempo sea el
ignorarla o rechazarla cuando es inevitable. Lo cierto es que Anacharsi Cloots podía
poner la República del Género Humano como único lugar donde es posible la libertad y
el amor, en los que veía sendos símbolos de la igualdad. Porque, como él dice, estas
cosas son atributos de los dioses, y "sólo el género humano como totalidad es Dios". Da
209
Leído ante la Convención el 24 de abril de 1794, en la discusión del nuevo proyecto constitucional republicano. Texto
completo en Víctor Méndez, El discurso Revolucionario: 1789-1793. Ed. cit., 161-171.
210
Ibid., 162.
211
Ibid., 162.
212
Ibid., 162.
171
gusto oír su ingenuidad: "La soberanía reside esencialmente en el género humano
entero; es una, indivisible, imprescriptible, inmutable, inalienable, imperecedera,
ilimitada, sin fronteras, absoluta y omnipotente. (...) Un rey que se obstina en conservar
su corona y un pueblo que se obstina en aislarse de los otros son rebeldes que es preciso
domar, o vagabundos que es preciso corregir con la antorcha de los derechos del
hombre en el seno de la Asamblea, de la asociación universal" 213. Extraña locura ésta de
Anacharsis Cloots que le lleva a decir algo así como “si Mahoma no va a la Montaña...”.
En sus propias palabras: "Si Ginebra no quisiera unirse a nosotros rogaríamos a Ginebra
que nos una a ella". Así de sencillo. Demasiado para nuestra época, que siempre
sospecha de lo simple, que a menudo rechaza la virtud, como la verdad, por parecer
ingenuas. ¿Quien osaría hoy proponer una Constitución encabezada por estos dos
Artículos: "Art. 1. No hay otro soberano que el género humano. Art. 2. Todo individuo,
toda comunidad que reconozca este principio luminoso e inmutable será recibido de
pleno derecho en nuestra asociación fraternal, en nuestra república de los Hombres, de
los Hermanos, de los Universales?"214. Son ideales perdidos; locuras cuya extravagancia
nos hace sentirnos cuerdos.

A pesar de todo creo que no deberíamos ver estas palabras, aunque lo fueran, como
mero fruto de la exaltación mística de un iluminado intelectualmente mediocre y
políticamente perdedor; pues estas ideas las encontramos también en almas menos
angélicas, como la de Maximilien Robespierre, liberal radical, que en su Discurso sobre
la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano 215, critica al comité por haber
olvidado “establecer los deberes de fraternidad que uniesen a todos los hombres y a
todas las naciones, y su derecho a una asistencia mutua”. Entiende que la mirada
alicorta nacionalista “había olvidado las bases de la alianza eterna entre los pueblos
contra los tiranos”, y exclama con rabia: “Se diría que vuestra declaración ha sido hecha
por un rebaño de criaturas humanas encerradas en un rincón de la tierra, y no para la
inmensa familia a la que la naturaleza entregó la tierra como dominio y como
morada”216. Es otro tono que el de Anacharsis, pero la misma música. Y su propuesta de
una declaración alternativa, cuyo Art. 34º dice: “Los hombres de todos los países son
hermanos, y los diversos pueblos deben ayudarse mutuamente, como los ciudadanos del
mismo Estado”217, ¿es menos idealista que la de Anacharsis Cloots?. No me lo parece,
aunque en su léxico y contexto parezca más convincente.

Las mismas ideas salen de la pluma de Saint Just, líder revolucionario jacobino,
menos iluminado y muy influyente en el proceso revolucionario, que acompañó su
conocido Discurso sobre la Constitución218 con un “Ensayo de Constitución” o
213
Ibid., 162.
214
Ibid., 171.
215
El 17 de abril de 1793 la Convención comenzó la discusión del proyecto de la nueva Constitución, cuyo proyecto fue
redactado por Condorcet, y que había de ir precedida por una nueva DDHC. Robespierre presentó el 24 de abril a la Cámara su
proyecto de Declaración. El texto completo del discurso de Robespierre está recogido en Víctor Méndez, El discurso
Revolucionario: 1789-1793. Ed. cit., 173-179
216
Ibid., 175.
217
Ibid., 175.
218
Leído el 24 de abril de 1793 ante la Convención, iba acompañado de su propuesta de Constitución alternativa a la de
Condorcet. (El Discurso se encuentra en Víctor Méndez, El discurso Revolucionario: 1789-1793. Ed. cit., 181-187).
172
propuesta alternativa a la redactada por Condorcet219. En este texto articulado, en las
“Disposiciones fundamentales”, dice: “Los extranjeros, el respeto del comercio y de los
tratados, la hospitalidad, la paz y la soberanía de los pueblos son cosas sagradas. La
patria de un pueblo libre está abierta a todos los hombres de la tierra” (Art. 1. IV). Y no
se trata de una simple oferta hospitalaria, sino una neta opción de nacionalidad, como se
clarifica en el Capítulo III: “Del estado de los ciudadanos”: “Todo hombre mayor de 21
años, domiciliado desde hace un año en la misma comuna tiene derecho a votar en las
asambleas del pueblo” (Art. I). Y añade: “Todo hombre mayor de 21 años, domiciliado
desde hace un año en la misma comuna es elegible para todos los empleos” (Art. II). O
sea: tiene los derechos políticos o “activos”, y no sólo los derechos “pasivos”, por los
que clamaban hasta los conservadores de Sieyès.

Creo, pues, que estas ideas estaban bastante extendidas, y no sólo entre los más
radicales. Autores políticos como Emmanuel Joseph Sieyès, liberal moderado, las
comparten en gran medida. En su discurso Reconocimiento y exposición razonada de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano220, al final del mismo incluyó una propuesta
de Declaración de Derechos de su grupo, en la cual se incluía el siguiente artículo:
“Todo hombres es igualmente dueño de marcharse o de quedarse, de entrar o de salir,
incluso de salir del reino, y de regresar cuando y como le parezca” (Art. VII)221.
Ciertamente, nada se dice del deber de los estados de admitir a los que llegan; pero,
como ya he repetido, no era este el problema.

Para terminar, estas ideas también estaban presentes en la filosofía. Fuera de las
fronteras francesas pero con un pensamiento fuertemente motivado y comprometido con
su revolución, I. Kant, en el “Tercer artículo definitivo de la paz perpetua” apuesta
también con claridad por el derecho a elegir nacionalidad, al que pone
premonitoriamente como fuente de la paz mundial: “Tratase aquí, como en el artículo
anterior, no de filantropía, sino de derecho (...) La comunidad –más o menos estrecha-
que ha ido estableciéndose entre los pueblos de la tierra ha llegado ya hasta el punto de
que una violación del derecho, cometida en un sitio, repercute en todos los demás; de
aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una fantasía
jurídica, sino un complemento necesario del código no escrito del derecho político y de
gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la Humanidad y
favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para que pueda abrigarse la
esperanza de una continua aproximación al estado pacífico”222.

Por su parte Tocqueville, lúcido liberal conservador, sutil relator de los aspectos
sociales de la democracia americana, supo ver con envidiable claridad a mediados del
219
El texto del “Ensayo de Constitución” se encuentra en Saint-Just, Théorie politique. París, Seuil, 1976, 197-229. También se
incluye el “Discours sur la Constitution de France” (Ibid.,182-196)
220
Sieyès fue miembro del Comité Constitucional de la Asamblea Constituyente. Este discurso lo leyó el 20-21 de julio de
1789 ante la comisión que preparaba el proyecto de Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de1789.
221
El texto completo de la intervención de Sieyès está recogido en Víctor Méndez, El discurso Revolucionario: 1789-1793.
Barcelona, Sendai, 1989, 37-48.
222
I. Kant, Proyecto de paz perpetua. Madrid, Austral, 117.
173
XIX el mensaje universalista de la Revolución francesa: "Todas las revoluciones civiles
y políticas han tenido una patria y a ella se han visto circunscritas. La revolución
francesa no ha tenido territorio propio. Es más, su efecto ha sido el de borrar, en cierto
modo, del mapa todas las antiguas fronteras. Se la ha visto acercar o separar a los
hombres a despecho de las leyes, de las tradiciones, de los caracteres, de la lengua,
haciendo a veces enemigos a compatriotas y hermanos a extranjeros. Mejor dicho, por
encima de todas las nacionalidades particulares, ha formado una patria intelectual
común de la que los hombres de todas las naciones han podido hacerse ciudadanos"223.
¿Qué más podría añadir?. En la filosofía, en los textos políticos y en el alma de los
movimientos sociales estaba viva la idea del derecho de los seres humanos a elegir
ciudadanía, formulado con diversos acentos y desde distintas preocupaciones. Esa
conciencia se disolvió y el discurso desapareció de los textos. Debemos preguntarnos si
ya es hoy hora de su regreso.

4. La ciudadanía en las constituciones liberales.

Soy conscientes de la necesidad de un estudio más exhaustivo de las constituciones


liberales europeas y americanas224, especialmente éstas, elaboradas en contextos
políticos muy radicalizados; pero, mientras llegue el día de llevar a buen puerto ese
ambicioso estudio, si no para demostrar nuestra tesis sí al menos para mostrar la
razonabilidad de nuestra hipótesis, me contentaré con hacer algunas referencias a
algunas de las primeras constituciones de los países latinoamericanos, en general
bastante sensibles al reconocimiento del derecho a la inmigración que aquí nos ocupa.

La Constitución de Argentina de 1853225, en su artículo 20, de forma explícita y


rotunda dice: “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos
civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes
raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas: ejercer libremente su culto;
testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía ni a
pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen nacionalización residiendo dos
años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acortar estos términos a favor del
que lo solicite, alegando y probando servicios a la República”. El texto apoya clara y
ampliamente la tesis aquí defendida, pues reconoce el derecho a inmigrar, la libre
elección de residencia, y ni siquiera fuerza la nacionalización, que en todo caso queda
como una libre elección del individuo tras dos años de residencia.

Es bien cierto que tan generoso reconocimiento de este derecho no es ajeno a la


política de inmigración del momento, lo que viene avalado por el artículo 25, que dice:
223
A. Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución. 2 vols. Madrid, Alianza, 1982.
224
Por lo que respecta a las Constituciones españolas, en la primera constitución liberal, la de 1812, se declara que “Son
españoles todos los hombres libres nacidos y afincados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos. Los extranjeros que
hayan obtenido de las Cortes carta de naturaleza. Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley, en cualquier
pueblo de la Monarquía” (Art. 5). La Constitución de 1845, de Isabel II, mantiene los términos, pero sin los 10 años. En los mismos
términos se expresan las Constituciones de 1856, 1869, 1873 y 1876. Las de 1929 y 1931 simplemente extiende el derecho a la
nacionalidad a “la mujer casada con ciudadano español”
225
Sancionada por el Congreso Nacional Constituyente el 1 de mayo de 1853, reformada por la onvención Nacional el 25 de
septiembre de 1860.
174
“El gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir ni gravar
con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan
por objeto labrar tierras, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las
artes”. Pero que el reconocimiento del derecho se basara en una necesidad social no
afecta a la tesis, pues no pienso los derechos desde una ontología de corte iusnaturalista,
sino como construcciones sociales históricamente determinadas. Lo relevante es que se
constata que en esas fechas el derecho a elegir nacionalidad era reconocido en algunas
partes del mundo. Y, hasta donde llegan mis conocimientos, la reforma de la
Constitución argentina llevada a cabo en 1994 no revisó el citado artículo 20.
Ciertamente, y aunque como digo no ha sido modificada la redacción de la constitución
al respecto, tal vez haya sido revisada la reglamentación; pero, si así fuera, no afectaría
a lo esencial de mi argumentación, a saber, que hubo un tiempo y un país donde estaba
reconocido sin límite el derecho universal a elegir residencia. El modelo argentino es
emblemático del liberalismo radical, como se aprecia en el hecho de que el sujeto
referente de los derechos que se menciona en el texto suele ser los “hombres”, los
“individuos”, los “habitantes”, y no los “ciudadanos” o los “argentinos”; me parece que
respira un aire liberal radical consecuente. Por otro lado, la Constitución de la Provincia
de Buenos Aires, en su Artículo 34 dice: “Los extranjeros gozarán en el territorio de la
Provincia de todos los derechos civiles del ciudadano y de los demás que esta
Constitución les acuerda”, lo que abunda en la expansión del reconocimiento de ese
derecho.

En la llamada Constitución de Apatzingán 226, en su artículo 14 se dice: “Los


extranjeros radicados en este suelo que profesaren la religión católica, apostólica,
romana, y no se opongan a la libertad de la Nación, se reputarán también ciudadanos de
ella, en virtud de carta de naturaleza que se les otorgará, y gozarán de los beneficios de
la ley”. La condición de religiosidad que se impone al derecho, con ser jugosa, no es
implica para mi argumentación un límite relevante al derecho a la nacionalidad, aunque
sin duda es otra forma de exclusión. La idea de un derecho universal a elegir lugar
ciudadanía pertenecía al espíritu de la época, y ese espíritu, en su acabada versión laica,
aparece pocos años después, en el Reglamento provisional político del Imperio
Mexicano (de 18 de diciembre de 1822), cuyo artículo 7 fija así el derecho a la
nacionalidad: “Son mexicanos, sin distinción de origen, todos los habitantes del
Imperio, que en consecuencia del glorioso grito de Iguala han reconocido la
independencia; y los extranjeros que vinieren en lo sucesivo, desde que con
conocimiento y aprobación del Gobierno se presenten al ayuntamiento del pueblo que
elijan para su residencia y juren fidelidad al emperador y a las leyes”. Y en su artículo 8
define las exigencias del derecho a la plena ciudadanía para los extranjeros: “Los
extranjeros que hagan, o hayan hecho servicios importantes al Imperio; los que puedan
ser útiles por sus talentos, invenciones o industria, y los que formen grandes
establecimientos, o adquieran propiedad territorial por la que paguen contribución al
Estado, podrán ser admitidos al derecho de sufragio. El emperador concede este
226 ?
Decreto constitucional para la libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán, el 22 de Octubre de 1814.
175
derecho, informado del ayuntamiento respectivo, del ministro de relaciones y oyendo al
Consejo de Estado”. Condiciones que, en líneas general, expresan la fuerte sensibilidad
respecto al reconocimiento de la ciudadanía universal.

No sería difícil seguir acumulando ejemplos, de igual calibre, de otras muchas


constituciones y países; pero, para mi propósito actual de mostrar que hubo un tiempo
en que el liberalismo radical reconocía el derecho a elegir nacionalidad me parecen
suficientes ejemplos los ya expuestos. Creo, por tanto, más conveniente pasar a plantear
ahora el incuestionable hecho de su progresiva e insonora desaparición.

5. El silencio del olvido.

Los textos constitucionales de la época de la independencia de los países


latinoamericanos, como vengo diciendo, permiten afirmar que, en general, el
pensamiento liberal que las inspira contenía un amplio reconocimiento del derecho a la
naturalización, a la elección de residencia; pues bien, siguiendo la historia de los textos
puede apreciarse que ese derecho en las sucesivas reformas constitucionales tenderá a
restringirse discreta y paulatinamente, al mismo tiempo que el liberalismo jovial se
contamina de doctrina de estado, se compromete con la gestión del estado capitalista.
Las condiciones en las que se produce ese desplazamiento, e incluso esa inversión,
merecen ser examinadas con mayor detenimiento, pero parece evidente que a mediados
del pasado siglo la tendencia ya estaba consolidada, con la siguiente particularidad: por
un lado, se mantenía viva y potente la profesión de fe individualista, la reivindicación
de los derechos y libertades de los individuos, y en especial su derecho a emigrar, a
salir de su país, e incluso a renunciar a su nacionalidad; pero, al mismo tiempo, puede
apreciarse que poco a poco, a medida que el liberalismo filosófico deviene liberalismo
político, se va matizando cada vez con más fuerza que su elección de otra nacionalidad
no es un derecho suyo, sino un privilegio dependiente de la potestad de los estados. Este
desplazamiento conceptual es esencial, pues la ciudadanía deja de verse como un
derecho de los individuos y pasa a verse como un título que otorgan los estados; es
decir, el derecho toma la forma de un título de propiedad, y como tal negociable en el
mercado.

Este cambio aparece perfectamente ejemplificado en el texto de la Declaración de


Derechos Humanos de 1948, de la ONU, que actualmente sirve de referente principal a
todo discurso sobre los derechos. Texto muy significativo, pues en principio supera la
distinción entre “derechos del hombre” y “derechos del ciudadano”, y ofrece un
catálogo amplio, que rebautiza como “derechos humanos” y que presenta como
propuesta a los estados para que los hagan suyos, los constitucionalicen, sancionen y
hagan efectivos; tal que, en consecuencia, pasen a ser idealmente derechos comunes de
los ciudadanos de todos los estados. La legitimidad de este repertorio de derechos
humanos procede de su extenso reconocimiento, individual e institucional, en el seno de
la humanidad; y su efectividad deriva de que, en coherencia, cuantos estados firmen la
carta se comprometen a positivizarlos en sus leyes y a defenderlos en el mundo. La D-
176
1948 supondrá un punto de inflexión en el discurso de los derechos; por tanto, un
referente obligado de los mismos.

Pues bien, en este texto, hasta ahora el mejor referente de los derechos universales
(es decir, reconocidos a todos los hombres), se declara ceremonialmente que: “Todos
los seres humanos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual
protección de la ley” (Art. 7). Inmediatamente a uno se le ocurre preguntar: ¿qué ley?,
¿una imaginaria ley universal, la de cualquier estado en que el individuo se encuentre o
la del estado al que pertenece?. Podríamos jugar con la ambigüedad del texto e
interpretar que se refiere a la ley del estado en que se encuentra el individuo, pues es
comúnmente aceptado que si comete delito le juzgan por la ley del país donde ha
delinquido; pero sería estéril extraer argumentos de tales ambigüedades, pues tal vez
éstas no eran casuales, sino conscientes pretensiones de dignificar sospechosos silencios.
Este artículo de la D-1948, por tanto, simplemente confirma la calidad política de la
ciudadanía en el seno de cada unidad política: el derecho del ciudadano (no del hombre)
a la igualdad de derechos con los otros súbditos del estado. Para el extranjero sólo se
afirma el derecho a ser juzgado con la misma ley que a los ciudadanos, pero no su
derecho a los privilegios de la ciudadanía; por tanto, este texto no nos ayuda en el
desciframiento del derecho a elegir nacionalidad

Por otro lado, en el Art. 22, aunque sin excesivo énfasis, se reconoce el derecho a la
“seguridad social” y a “obtener la satisfacción de los derechos económicos, sociales y
culturales, indispensables para su dignidad”. Podríamos imaginar sin extravagancia que
la protección de la dignidad y la sobrevivencia constituyen una buena base para fundar
el derecho a elegir nacionalidad, no menos noble que aquellas circunstancias que
habitualmente dan derecho al “asilo político”; pero no parecen ir por aquí las cosas,
como sugiere la limitación sutil que incluye el texto al subordinar dichos derechos al:
“esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuanta de la organización y
los recursos de cada Estado”. O sea, el derecho a los medios que garanticen la dignidad
no puede ser efectivamente exigido a nada ni a nadie, pues aparece formulado, o como
una exhortación moral a cada Estado particular, dentro de sus posibilidades, o como
una llamada a la solidaridad de la comunidad internacional, a la que se pide
colaboración. Por tanto, tampoco aquí encontramos apoyos a favor de una igual
ciudadanía.

Claro que podríamos forzar la interpretación de éste y otros artículos de la D-1948 y


defender con buenas razones que quien quiere el efecto en coherencia ha de querer la
causa; pero el fundamento de los derechos no es la lógica, sino el reconocimiento
efectivo, y nada conseguiremos resaltando las incoherencias y limitaciones de la
voluntad política que refleja el articulado.

Por tanto, en lugar de seguir indagando otros derechos que parecen en buena y
caritativa lógica apoyar el derecho encubierto a elegir nacionalidad, prefiero pasar a los
177
tres únicos artículos que parecen abordar directamente el tema de la ciudadanía. En uno
de ellos se nos dice: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su
residencia en el territorio de un Estado” (Art. 13.1). Por tanto, se afirma la libre elección
de lugar de residencia como un derecho incluido en la ciudadanía, pero no es el derecho
a elegir ciudadanía, no es el derecho a elegir el estado donde un o quiere nacionalizarse;
define si se quiere la calidad política de la ciudadanía de cada estado, pero no la calidad
moral. El mismo artículo es rotundo al añadir: “Toda persona tiene derecho a salir de
cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (Art. 13.2). Se trata, claro está,
del derecho a salir de vacaciones, o de negocios, pero no incluye el derecho absoluto a
emigrar, renunciando a la nacionalidad (no elegida) de origen; tal derecho implicaría el
deber de los estados a abrir sus puertas al emigrante, cosa que se mantiene en el
silencio, sin explicitar la ausencia de este deber, que revelaría la paradoja y los límites
de semejante derecho a emigrar.

Cualquier ambigüedad queda despejada por el Artículo 15, con dos afirmaciones
rotundas: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad” (Art., 15.1) y “Nadie puede
ser privado arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de
nacionalidad” (Art, 15.2). Podría haberse redactado la primera parte añadiendo
simplemente “la del país donde ha nacido”, o algo semejante; pero entonces, además de
revelar la trivialidad de tal derecho, se traicionaría el espíritu liberal lockeano y su
sagrado derecho a la elección de la ciudadanía. Por ello se mantiene en la indefinición:
“derecho a una nacionalidad”, formulación ambigua entre la belleza de pensarlo como
derecho a elegir dónde y con quien se quiere vivir y la sombría lectura de reconocerlo
como descripción de una condición, de llamar derecho a un hecho, de pensarlo como
determinación azarosa que fija del lugar político donde uno viene al mundo como lugar
al que se tiene derecho. Del mismo modo que, con énfasis retórico, se prohíbe a los
estados impedir a los suyos el cambio de nacionalidad, con elocuente silencio se los
libera del deber de reconocer a los otros el derecho a la inmigración.

En el contexto actual declarar como derecho universal tener una nacionalidad es un


anacronismo; lo cierto es que hoy la nacionalidad es impuesta, como una nueva
condición de adscripción. Sería significativo si contáramos con el derecho a renunciar a
la nacionalidad que tenemos, en cuyo caso, en virtud del derecho de la persona a tener
una nacionalidad, parecería implicado el derecho a elegirla, pues ¿quién, si no, podría
imponernos una?. Pero la redacción de la segunda parte del artículo afirma el derecho a
“cambiar de nacionalidad”, sin solución de continuidad, lo que quiere decir que, para
hacerla efectiva, deberíamos gozar simultáneamente de los derechos a emigrar y a
inmigrar. El primero –aunque el derecho a emigrar es un triste derecho, y por ello no se
nombra- se nos reconoce implícitamente; pero queda subordinado a que al individuo le
haya sido concedido de facto el derecho a inmigrar; o sea, permanece como un
privilegio arbitrariamente concedido por los estados. En buena lógica se diría que no se
puede querer la causa sin querer el efecto: si se quiere el derecho a renunciar a la
nacionalidad y el derecho a tener una nacionalidad, hay que querer el derecho a elegir
nacionalidad. Pero, paradójicamente, no es así entendido. La nacionalidad sigue siendo
178
un título de propiedad de los socios que gestiona su consejo de administración: el
estado.

Mi conclusión es que la Declaración de Derechos Humanos de 1948, de la ONU,


rebaja en lo moral el ideal de las revoluciones Americana y Francesa y el de las
primeras constituciones liberales. Actualmente, medio siglo después, parece que los
vientos siguen soplando en contra, y vamos a peor, volando cada vez más bajo, como
puede apreciase en el documento que a continuación comentaré.

El Institut de Drets Humans de Catalunya presentó al reciente Forum Mundial de las


Culturas de Barcelona un Borrador de Proyecto de artículos para una Declaración
Universal de Derechos Humanos emergentes (29-3-2004)227. Se presenta el redactado
como “nosotros, ciudadanas y ciudadanos del mundo”, que forman parte “de la
comunidad política universal”. Por tanto, se hace ostentación de que no hablan desde un
“Estado”, no hablan de “derechos de los ciudadanos de un estado”, lo cual es
esperanzador. Pues bien, en esa propuesta figuran todos lo derechos imaginables, en un
inventario tan meticuloso y pormenorizado que levanta la esperanza. Se llegan a
considerar derechos universales el “agua potable y una alimentación adecuada”, una
“renta básica” universal y el derecho a la paz. Incluso el “derecho a vivir en un medio
ambiente sano, equilibrado y seguro”, o el derecho a “disfrutar de la biodiversidad” y a
que no haya “contaminación acústica”. También el derecho al “ahorro energético”, a la
“gestión de residuos, reciclajes, reutilización y recuperación” y a “espacios verdes en las
ciudades”. Sin olvidar el relevante “derecho a la información medioambiental” ni, por
supuesto, los derechos a la democracia, a “ser consultados”, a la información. En fin, se
ensancha tanto el inventario que, ávido de exhaustividad, añade otros, como el “derecho
a ser administrados eficazmente”, el “derecho a la verdad”, y el relajante “derecho al
descanso, al ocio y a disfrutar del tiempo libre”.

La lista es tan compulsivamente elaborada que junto al vértigo de metamorfosear


deberes en derechos provoca la inquietante sensación de ver los derechos tratados como
bienes de consumos artífices del bienestar. ¿Es despreciable la propuesta?. Ceo que no,
en absoluto, o al menos no del todo. A mi entender expresa dos interesantes tendencias
que convendría diferenciar: una, la respetable preocupación por la calidad ética, política
y antropológica de la ciudadanía, que en buena medida debe incluirse en un discurso
actual universalista sobre los derechos; otra, una preocupación más contextualista, más
propia de la “calidad” de la ciudadanía de las sociedades capitalistas ricas, en definitiva,
la preocupación por la calidad hedonista. La primea preocupación puede encuadrarse en
una perspectiva de emancipación, ilustrando la función liberadora de los derechos y su
rostro humano de defensa d los débiles; la asegunda, en cambio, expresa un retrato
psicológico de la sana avidez de bienestar de los socios de nuestras democracias
capitalistas, e ilustra el rostro sombrío de los derechos, su función de reproducción de
un orden político, en definitiva, su complicidad con el poder, su realidad de figura de la
227
Este “Borrador”, recorrida su aventura, acabará en un texto formal, la Carta de Monterrey.
179
dominación (aunque sea una bella dominación confrontada con otras, como las
dictaduras o los totalitarismo). Yo creo que esas dos preocupaciones están presentes en
el discurso de los derechos emergentes; y tal vez sea algo intrínseco a todo discurso
sobre los derechos la articulación a su manera de las dos caras de los derechos. Por
tanto, no menosprecio el texto del borrador; al contrario, me alegro de constatar que
aquí, en estos terrenos de la calidad de la ciudadanía, se mantiene una alta exigencia e
incluso se mira a la cima, a la utopía. Pero no puedo dejar de lado la sospecha de que
esta exigente reivindicación de derechos se hace, en el fondo, desde y para nosotros, los
miembros de la sociedad del consumo; no puede alejar de mi pensamiento la sospecha
de que hay sociedades donde reivindicar para sus habitantes el “derecho al reciclaje” es
cuando menos una broma grosera de muy mal gusto. Ni siquiera como deber, que sería
más sensato prescribirlo, tendría sentido allí donde la escasez tiene frontera con la
muerte.

Y esta sospecha no es infundada. En este texto que comento, tan radical y exhaustivo
en sus exigencias, si buscamos el derecho a la ciudadanía nos llevamos una gran
desilusión: no aparece. Yo he leído varias veces el texto, lo he releído dos y tres veces,
cuatro y seis, pero no he encontrado ni una sola palabra sobre nuestro “derecho
olvidado”. Bueno, para ser justos, dentro del Título III, que trata de los “Derechos
sociales y de solidaridad” se hacen dos alusiones que, aunque muy indirectas y
marginales (y terriblemente sospechosas, pues se limitan a recoger la ley de nuestro
país), con mucha generosidad podrían interpretarse como alusivas al derecho de
ciudadanía (lo cual es peor, pues sin su presencia podríamos creer que era un simple
olvido). La primera alusión la encontramos en el Artículo 14, que dice: “La comunidad
internacional y los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y
adoptarán políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones
excluyentes” (Art., 14.6). ¿No es increíble?. Les ponemos las vallas y, si a pesar de eso
saltan y, al fin, los usamos para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho
-¡de ellos!- a ser integrados y dispersados para que no nos excluyan de sus guetos.
¿Serán sólo carencias de la redacción?. Prefiero creerlo así, pues es una propuesta del
Institut de Drets Humans de Catalunya, redactado con la colaboración de numerosas
instituciones y eminentes filósofos y juristas.

La segunda alusión está en el mismo artículo, donde se dice: “Los Estados tienen la
obligación de atender, de manera positiva, humanitaria y expeditiva, toda solicitud
hecha por un niño o por sus padres para entrar en un Estado o salir de él a efectos de
reunificación familiar” (Art., 14.7). Poco cosa a objetar, excepto que el tono
humanitarista devalúa en gran medida la fuerza del derecho. El fundamento de un
derecho puede ser moral y humanitarista, pero elevado a derecho su cumplimiento no es
“por razones humanitarias”, sino por deber; no es caridad, sino derecho. En todo caso,
dejando de lado este aspecto, cabe subrayar que el derecho de inmigración o residencia
queda rigurosamente circunscrito a la función de “reunificación familiar”, sacralizada
en nuestra cultura.
180
Eso es todo cuanto se dice sobre el derecho a la ciudadanía en la propuesta del
IDHC. Esas dos referencias y ni una sola palabra más en un texto en el que se nos
reconoce (a nosotros, los del mundo civilizado y rico, y por fácil generalización a la
humanidad entera), el derecho a “nuevas pedagogía educativas”, a la “calidad de los
productos alimenticios”, a la “identidad cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano
ordenado”, a un “urbanismo armonioso y sostenible”. Como puede apreciarse, tales
ausencias constituyen tozudos argumentos a favor de la tesis sobre la pérdida de la
calidad moral de nuestra ciudadanía al filo del derecho olvidado. El olvido llega hasta
nuestros días, cuando todo parece apuntar a que se acerca el día de incluirlo en nuestra
conciencia de recuperación de la memoria histórica. No puede quedar en el olvido, a
pesar de los envolventes silencios, un derecho que, en el mundo globalizado en el que
nos sumergimos, está llamado a constituir el frente moral y político en torno al cual
tomar posición; hasta lasa viejas y desfiguradas clases sociales protagonistas en el
capitalismo parecen escindirse a la hora de asumir ese reto de defender o negar el
derecho a la ciudadanía a los zarandeados por el “desarrollo desigual y combinado” del
capitalismo. Las coordenadas derecha-izquierda parecen girar noventa grados y
travestirse en norte-sur. Y en ellas habremos de encontrarnos.
181

IX. Los derechos emergentes y la ciudadanía de calidad 228.

“Los derechos humanos son el cimiento de las sociedades libres. La sociedad globalizada debe
manifestarse por la defensa de la garantía eficaz de los derechos humanos, asegurando a todos la paz,
la justicia, la libertad y las condiciones de bienestar como base de una vida armoniosa y feliz”
(Forum de Monterrey, Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes).

1. Nuevos derechos contra viejas injusticias.

Creo que el principal debate filosófico político que se está dirimiendo hoy –y digo
“dirimiendo”, no digo “teniendo lugar”, pues se da en las sombras de la filosofía, en los
oscuros dominios de la gestión política, donde real y lamentablemente suelen decidirse
estas cosas importantes- es en torno a los derechos humanos universales, si se prefiere el
vocabulario clásico, los derechos del hombre y del ciudadano. No sólo se confunden
cada vez más unos y otros, con efectos teóricos y políticos preocupantes, sino que unos
y otros, los del hombre y los del ciudadano, se ven sometidos a una silenciosa
degradación en los dos elementos más genuinos de su esencia: su voluntad de
universalidad y su pretensión de fundamentación. Creo que el no-debate filosófico
sobre los derechos –si se quiere, el silencio de la crítica filosófica-, no es accidental,
sino que forma parte de la batalla política por esa estratégica degradación. Si tenemos
en cuenta la radical inconmensurabilidad que el pensamiento liberal establece entre
derechos y poder, hay razones para pensar que la disolución de los derechos en su
esencia (en su universalidad y su referencialidad) supone la liberación del poder de
todos sus límites y subordinaciones; la fragmentación o particularización de los
derechos los subvierte en simulacros de sí mismos, en máscaras de lo otro, en nudos
privilegios. A su vez, la proliferación de derechos inesenciales que inunda nuestras
sociedades, simulacro de universalización del imaginario de la sociedad de consumo,
implica el abandono ficticio de la humilde defensa de resistencia a la crueldad inhumana
para vivir en la esperanza del otro lado inexistente del capitalismo, banalizando los
derechos al devenir ambiciones utópicas y sospechosas. Y de una y otra forma,
mediante la fragmentación que los transmuta en privilegios y la proliferación que los
vacía de dimensión ética, la gestión de los derechos aparece como la forma del poder
propia de nuestros tiempos ucrónicos.

Este trabajo responde, pues, a una preocupación filosófico política de fondo; pero
también tiene sus determinaciones próximas o causas ocasionales. Si conviniera ponerle
un origen tendría que fijarlo en 2004, en el Forum de las Culturas de Barcelona, donde
el tema de los derechos se erigió en el principal frente de reflexión. El desarrollo de los
debates, el análisis de los textos generados en los mismos y el post-forum del proyecto
me empujaron a esta reflexión, enraizada en dos sospechas: una, que los derechos

228
El texto procede de una ponencia, “Los derechos emergentes: ¿dignidad o democracia?”, leída en el XI Simposio AIFP.
Iberoamérica 200 años: democracia, comunidad e Institituciones (Bahía Blanca, Argentina, 23-26 de Septiembre de 2009).
182
volvían a ser, como en su origen (en los orígenes del estado moderno) el lugar
privilegiado del ejercicio del poder; y otra, que a diferencia de aquellos tiempos, en que
la crítica filosófica estuvo a la altura de las circunstancias (Burke, Bentham, Constant,
Babeuf, Marx), en nuestros días el pensamiento –y era el pensamiento que se veía y se
definía a sí mismo como “de izquierda”- no parecía gozar de buena salud.

Dado que algunos oyentes/lectores pueden no estar familiarizados con estos


documentos, parece obligado recordar el contexto y posibilitar el acceso a los mismos.
En el marco del Forum Universal de las Culturas Barcelona 2004, el Institut de Drets
Humans de Catalunya (IDHC), como organizador del diálogo “Derechos Humanos,
Necesidades Emergentes y Nuevos Compromisos, constituyó en 2003 un Comité
científico formado por académicos, activistas, políticos y miembros de organizaciones
internacionales de reconocido prestigio. Durante un año debatieron y redactaron los
anteproyectos que sirvieron de base para presentar un texto provisional de la entonces
llamada “Carta de Derechos Humanos Emergentes” (CDHE) . El proyecto fue 229

debatido en las sesiones del Diálogo durante 4 días, y se incorporaron las ideas y
sugerencias que emanaron de los 6 seminarios programados al efecto, donde debatieron
más de un centenar de expertos de contrastada cualificación, y que contó con la
participación de unas 1000 personas230. Por fin, el proyecto fue aprobado en el Plenario
del Diálogo. Como ya he insinuado, lamento decir que de la cantidad y calidad de los
participantes cabía esperar algo más consistente teórica y políticamente.

Desde ese momento se abrió lo que llamaron un “periodo de consultas con la


sociedad civil”, con el objetivo de involucrar en la discusión de la CDHE a los agentes
sociales, políticos, culturales y económicos que quisieran implicarse, y así conseguir
primero su participación en las discusiones y enriquecimiento del texto con sus
diferentes perspectivas y luego su apoyo político. El objetivo estratégico final era
aprobarlo en la siguiente edición del Forum Internacional de las Culturas, que tendría
lugar en Monterrey en 2007231. Y, efectivamente, después de tres años de consultas y
búsqueda de apoyos a la Carta, a finales de 2007, el IDHC participó en el Forum de las
229
El proyecto de la CDHE fue elaborado por un Comité de Redacción a partir de los anteproyectos realizados por el Comité
Científico.
230
El Diálogo sobre los derechos emergentes se llevó a cabo del 18 al 21 de septiembre del 2004, bajo el formato de
Conferencia Internacional estructurada en seis Seminarios de debate en paralelo:
Seminario I: Derecho a la renta básica: democracia igualitaria
Seminario II: Adelanto de los derechos políticos y sociales de la mujer: democracia paritaria
Seminario III: Derecho a la identidad individual y colectiva: democracia plural
Seminario IV: Derecho a la ciudad: democracia participativa
Seminario V: Derecho al desarrollo: democracia solidaria
Seminario VI: Derecho a la protección jurídica internacional: democracia garantista.
231
Així doncs, oferim com a resultat del Diàleg un projecte de “Carta de Drets Humans Emergents”; un catàleg de valors,
principis i drets humans emergents, per ser debatuts per la societat civil internacional. Obrim el projecte de Carta a tots els
participants en el Diàleg i els animem a fer aportacions, tant metodològiques com de contingut, per fer possible l’adopció final de la
Carta en la propera sessió del Fòrum Social Mundial, a Porto Alegre, el gener de 2005. (Institut de Drets Humans de Catalunya)
En realidad la pretensión era más ambiciosa, pues se aspiraba a un viaje con final (imaginario) político institucional: la
aprobación en la ONU. Así lo manifestaría Joan Saura, presidente del Instituto de Derechos Humanos de Cataluña y director de este
diálogo, en su discurso de clausura. Y así se infiere de la idea defendida por Joan Clos, alcalde Barcelona, de la necesidad de una
reforma de la ONU que contemple la jurisdicción obligatoria del Tribunal Penal Internacional y de la Corte Internacional de
Justicia que vele por el cumplimiento de las declaraciones de derechos humanos por encima de la soberanía de los estados.
183
Culturas Monterrey (México) en el marco del diálogo Gobernabilidad y
2007
232

participación. Derechos Humanos y justicia, donde se aprobó el texto definitivo. En el


Forum de Monterrey se realizaron algunos cambios sencillos pero sustantivos en la
CDHE, incorporando las conclusiones de las consultas realizadas con la sociedad civil.
El más importante es el cambio de nombre, que de Carta de los Derechos Humanos
Emergentes pasó a ser llamada Declaración Universal de los Derechos Humanos
Emergentes.

No obstante, hay que destacar que la DUDHE es solo un punto de partida en un


proceso normativo amplio y aún sin conclusión. La pretensión manifiesta de los
redactores era que el texto se constituyera en hoja de ruta o guía reivindicativa de una
sociedad civil global comprometida con el objetivo de alcanzar un mundo más justo y
solidario. Los patrocinadores lo ven como
“un instrumento programático de la sociedad civil internacional dirigido a los actores estatales y a otros foros
institucionalizados para la cristalización de los derechos humanos en el nuevo milenio” .

Es decir, son conscientes, y lo enfatizan, que ponen a la “sociedad civil” como sujeto
agente del texto, pero que su legitimación y eficiencia pasa por la aceptación política e
institucional. Por eso, aunque en su documentos se reitera que
“El punto de partida de la Declaración es la idea de que la sociedad civil desempeña un papel fundamental a la hora de
afrontar los retos sociales, políticos y tecnológicos que plantea la sociedad global contemporánea. Para ello se dota de la
DUDHE, un instrumento adicional para facilitar el conocimiento y el debate entorno de los derechos humanos” ,

se acaba con un “pero”:


“La DUDHE no pretende sustituir ni cuestionar los instrumentos nacionales o internacionales de protección de los
derechos humanos existentes en la actualidad. No pretende negar ni descalificar la vigencia general de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos. Más bien, pretende actualizarla y complementarla desde una nueva perspectiva, la
de la ciudadanía participativa”.

Conviene tener muy en cuenta las circunstancias y la conciencia con que se pone en
escena esta propuesta de nueva declaración de derechos. En cuanto a las circunstancias,
tal vez la primera cuestión a resaltar es la potente organización del acontecimiento; en
otro momento valoraremos si la misma es ajustada a la sensibilidad de construcción
democrática de los derechos, pero sea cual sea la conclusión no afectará al hecho del
potente despliegue de “recursos humanos”233. En cuanto a la conciencia, resalta la

232
Celebrado del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2007.
233
Basta comprobar la potente organización:
Direcció: José Manuel Bandrés, president d’honor de l’Institut de Drets Humans de Catalunya.
Direcció executiva: Jaume Saura, president de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; Carmen Márquez, professora de dret
internacional públic, Universitat de Sevilla; Gloria Ramírez, càtedra UNESCO de la Universitat Autònoma Mèxic; José Manuel
Pureza, Centre d’Estudis Socials, Universitat de Coimbra; Mireia Belil, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004; Cristina
Gabarró, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004
Direcció tècnica: Rosa Bada, directora gerent de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Secretaria tècnica: Aida Guillén, tècnica de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Comitè assessor: Josep Maria Solsona, vicepresident primer de l’Institut de Drets Humans de Catalunya ; Miguel Ángel
Gimeno, vicepresident segon de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; David Bondia, director de l’Institut de Drets Humans de
Catalunya
184
explícita manifestación del compromiso político, que plantea el problema de la
articulación de su belleza ética con su ineficiencia práctica:
“Pretendemos evidenciar los elementos ideológicos que den un impulso ético coherente al fenómeno de la
mundialización, como eje de una perspectiva para mejorar la democracia a escala planetaria, y potenciar un
marco educativo en derechos humanos en el que participen de forma activa las nuevas generaciones” 234.

Ese compromiso tiene en sí su propio atractivo; lo cuestionable es la oportunidad de


su exhibición en el contexto de elaboración de una declaración de derechos. Si se leen
con atención las Conclusiones del diálogo y, sobre todo, el Manifiesto de Barcelona:
Derecho a un orden internacional justo y a la democracia global 235, se comprenderá
mejor lo que quiero decir.

A pesar de la brevedad del texto, propio de una declaración de derechos como la


DUDHE, si se tiene en cuenta la reflexión que generó y, sobre todo, la ambición y
oportunidad del proyecto, resulta acreedora de un análisis de extensión generosa; y en
ello estamos comprometidos. Aquí, en esta ocasión, solo pretendo analizar y valorar un

Comitè científic: Victoria Abellán, catedràtica de dret internacional públic, Universitat de Barcelona; Jordi Borja, urbanista i
sociòleg; Victòria Camps, catedràtica d’ètica i filosofia de la Universitat Autònoma de Barcelona; Ignasi Carreras, director
d’Intermón Oxfam; Juan Antonio Carrillo Salcedo, catedràtic de dret internacional públic, Universitat de Sevilla; Eduardo
Cifuentes, director de la Divisió de Drets Humans i Lluita contra la Discriminació de la UNESCO; Monique Chemillier-Gendreau,
catedràtica de dret internacional públic, Universitat de París VII; Cándido Grzybowski, director de l’IBASE (Brasil); Montserrat
Minobis, directora de les Emissores de Ràdio de la Generalitat de Catalunya; Sonia Picado, presidenta de l’Institut Interamericà de
Drets Humans; Gloria Ramírez, Càtedra UNESCO, Universitat Nacional Autònoma de Mèxic; Daniel Raventós, president de
l’associació Xarxa de Renda Bàsica (RRB); Boaventura De Sousa, catedràtic d’economia i estudis sociològics, Universitat de
Coimbra; Guy Standing, copresident de la Xarxa Europea Renda Bàsica (BIEN); Joan Subirats, catedràtic de ciència política,
Universitat Autònoma de Barcelona; Xavier Vidal-Folch, director adjunt d’El País; Michael Walzer, catedràtic de ciències socials,
Institut d’Estudis Avançats, Princeton; Gita Welch, coordinadora del Grup de Desenvolupament Institucional, PNUD; Joanna
Weschler, representant de Human Rights Watch davant Nacions Unides.
234
“Presentación” a “Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos”, programada en los Diálogos del
Forum Universal de las Culturas (Barcelona 2004).
235
“Perquè tots naixem de la mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i
feliçment junts en la nostra terra comuna. Manifestem el nostre compromís pels drets humans com un missatge d’esperança als
éssers humans, que colpegen les portes dels mecanismes i institucions encarregats de la custòdia dels drets umans sense obtenir-ne
resposta. Per això reivindiquem el principi d’exigibilitat dels drets, perquè la seva universalitat significa que tots els drets humans
han de ser garantits per a tothom.
Reiterem com a activistes militants dels drets humans la nostra adhesió a la Declaració universal de drets humans i als pactes i
altres tractats internacionals, patrimoni polític i cultural de la humanitat, que ens aporta les senyes d’identitat a la nostra comunitat
política, i ens comprometem a estendre els valors de llibertat, igualtat i solidaritat i a aprofundir-hi perquè la globalització dominant
es transformi en la globalització de la dignitat i la justícia. Manifestem la necessitat de construir polítiques i estratègies globals des
d’una concepció activa de ciutadania, perquè formem part de la comunitat política global, per tal que els milers d’éssers humans
que pateixen actualment situacions extremes de fam i de pobresa puguin gaudir plenament de tots els drets i participar en les
decisions que els afecten.
Instem la comunitat internacional, els estats, entitats subestatals, regionals i locals, agents econòmics i socials per tal que
afavoreixin de manera activa el desenvolupament dels drets polítics, socials, econòmics, culturals i mediambientals de les
generacions presents i futures.
Afirmem que qualsevol manifestació d’obstrucció a la realització d’aquests drets ha de ser denunciada i sancionada.
Reivindiquem l’exigència de completar els instruments, els mecanismes i procediments de protecció dels drets humans, perquè cap
violació dels drets humans quedi impune i cap víctima quedi sense reparació. Recordem el deure dels estats de ratificar sense
reserves els tractats de drets humans i d’acceptar la jurisdicció de la cort tribunal penal internacional. I vigilarem que la promesa de
pau i l’obligació de desarmament contingudes en la Carta de les Nacions Unides es concretin en l’eliminació de la guerra i els
conflictes armats.
Reclamem el dret universal a una educació permanent en drets humans per a tots i totes i en tots els nivells d’ensenyament com
a obertura a l’exercici ple dels drets. La Carta de drets humans emergents constitueix un instrument cultural de transformació social
posat a disposició de la societat civil global per enfortir la universalitat i l’efectivitat dels drets humans. Perquè tots naixem de la
mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i feliçment junts en la nostra terra
comuna” (Aquest manifest fou llegit per en David Selvas durant la cloenda del diàleg “Dret humans, necessitats emergents i nous
compromisos" del proppassat dia 21 de setembre de 2004)
185
par de aspectos. Quiero decir que este artículo es una parte de un proyecto más amplio y
ambicioso, pero no es una mera parte, una reflexión inacabada, sino que se presenta con
voluntad de unidad y totalidad; es decir, una reflexión acabada (todo lo acabada que
puede estar una cuestión que, por filosófica, está condenada a ser siempre una open
question) sobre algunos aspectos paradigmáticos del pensamiento que está detrás de la
DUDHE. El enfoque o método de exposición que he elegido ha sido la contraposición
entre dos vocabularios del discurso sobre los derechos humanos, uno centrado en la idea
de dignidad y otro articulado sobre la idea de democracia; si se quiere, un discurso más
ético y otro más político; uno más presente en la Declaración de 1948 y otro en la
DUDHE. En todo caso, ambas posiciones que se encuadran en el marco de reflexión
democrático-liberal, insensibles a la dimensión de poder presente en toda relación
jurídica (y los derechos son antes que nada relaciones jurídicas) y en toda valoración
ética (y los derechos no transcienden una opción de valor).

2. El rostro jánico de los derechos.

Cualquier propuesta de declaración de derechos tiene el difícil problema final de fijar


una lista de derechos necesariamente limitada y bien argumentada; por tanto, de una
forma u otra ha de recurrir a un criterio desde donde seleccionar y justificar la elección.
Y aunque en nuestros días damos por sentado que se renuncia a cualquier fundamento
transcendente, y que el repertorio final se legitimará desde el acuerdo, para que éste sea
posible a través del diálogo se necesita cierta vecindad cultural que posibilite el recurso
a referentes compartidos y a argumentos razonables. Por tanto, toda declaración de
derechos responderá a una opción de valor compartida; y tratándose de una declaración
de derechos humanos universales, esa opción de valor será tanto más legítima cuanto
mayor sea su aceptabilidad real y potencial; es decir, será más y más difícil
consensuarla.

Cuando los representantes de los estados en el seno de la ONU tomaron en 1948 esa
decisión de cerrar la lista de derechos universales, lo hicieron sin duda afectados por su
conflicto a dos lealtades ampliamente compartidas: entre su voluntad ética (y no
importan aquí las determinaciones de esa voluntad) de evitar futuras barbaries e
injusticias vividas recientemente como insoportables y su voluntad política de defender
y disfrutar la libre y absoluta soberanía de los estados que representaban. Puesto que
fijar un repertorio de derechos, sancionarlos y comprometerse en su cumplimiento y
defensa implica algo así como poner un límite exterior al poder del estado, a su
soberanía, incluida su libertad de legislar, se comprende que tal subordinación suscitara
recelos y que al fin se impusieran muchas cautelas al impulso ético. Tal vez por eso la
D-1948 tiene las carencias que tiene, tanto en ausencias de algunos derechos cuanto en
debilidad de los referentes de efectividad, es decir, de los compromisos de los estados
en su defensa. Tenían que optar entre dos lealtades, tenían que definir la articulación de
ambas como su compleja opción de valor, y salió lo que salió.

Por el contrario, cuando los actores del pacto no son los estados, sino un combinado
de organizaciones políticas, movimientos sociales y asociaciones culturales, como es el
186
caso del proyecto de declaración de derechos emergentes, colectivos sin compromiso
inmediato de gobierno, caracterizados más bien por su experiencia e inercia de
oposición y reivindicación, ese conflicto entre valores éticos y políticos debiera diluirse
o desaparecer, aunque puedan surgir otras contradicciones. Ciertamente, como se
aprecia en el texto de la DUDHE, aquí no está presente la lealtad a la idea de soberanía
del estado, que ponga límites al celo ético; al contrario, el arraigo entre sus miembros de
la tradición de oposición, reivindicativa –y las reivindicaciones políticas suelen hacerse
desde posiciones éticas-, arrastra a la caída en la tentación de acumular reivindicaciones
de derechos sin límites, indiscriminadamente, fieles al slogan de cuantos más mejor,
consiguiendo así una aparente identidad entre grupos y culturas en una opción de valor
compartida. Pero una unidad así construida, satisfaciendo las aspiraciones éticas,
políticas y vitales de todos los actores por el generoso procedimiento de incluir en el
paquete las reivindicaciones particulares de cada uno, no pasará de ser una totalidad
grosera y contingente, resultado de poner la reivindicación meramente ética –cuando no
meramente existencial- por encima de las posibilidades y límites políticos. La
heterogeneidad fáctica hará que el resultado ni siquiera tenga la factura de utopía, que
no es mucho pero sí algo.

Lo que quiero decir es que, en uno y otro caso, ante situaciones objetivas y subjetivas
muy diferentes a la hora de formular una propuesta de declaración de derechos, se pone
en evidencia que a la hora de la verdad, en el momento de fijar la lista de derechos
universales, se recurre inevitablemente a una opción de valor, la cual tendrá sus efectos
decisivos en la fijación de los mismos. Por ejemplo, la D-1948 asume los valores éticos
propios de la sociedad cristiano burguesa y los limita con los valores políticos
intrínsecos a la idea del estado liberal, especialmente a su idea de soberanía (pero,
curiosa y significativamente, sin tomar en cuenta la forma del estado, su condición
democrática o autoritaria); la DUDHE, en cambio, prima facie simula prescindir de los
límites políticos y recurre a un discurso altamente ético.

Y decimos “prima facie”, pues en la realidad las cosas son más complejas. Una
lectura más atenta y exhaustiva nos revela que la DUDHE sólo se ha liberado de la
determinación exterior de lo político, de la “lealtad a la soberanía del estado” (con más
precisión, al “estado soberano”), pero a cambio ha asumido una explícita subordinación
interna, al identificarse explícita y militantemente con una nueva forma de estado, con
la democracia representativa participativa; bajo el simulacro de etización del discurso
político en realidad ha politizado el discurso ético. En concreto, y adelantando el
análisis, cuando los valores éticos son identificados con los contenidos de la
democracia, elevando ésta a referente ético, en apariencia se está moralizando la
política, pero de facto se politiza la moral. Con otras palabras, cuando los derechos
humanos universales se identifican con los derechos convencionales de la democracia,
aparentemente ésta es sacralizada, pero de facto aquellos son degradados. Volveré sobre
este tema.
187
En cualquier caso, tanto en una como en otra lectura, como reivindicación ética o
como propuesta política, la DUIDHE responde también a una opción de valor, idea que
pretendía ilustrar. Este segundo enfoque me sirve, además, desde las paradojas de
fondo, para formular una de las tesis de la crítica interna que quiero realizar, a saber,
que la D-1948 es en rigor más ética y la DUDHE más política; lo que conlleva el
corolario de que la primera sea más abierta (inclusiva) y asumible. Y ello es así aunque
–como se revela a las lecturas de superficie- el discurso aparezca invertido: en la D-
1948 lleno de cautelas o límites políticos (de la soberanía legislativa a la no ingerencia
política), mientras que el discurso de la DUDHE suena libre y espontáneamente ético.

Ahora bien, de poco sirve insistir en la dependencia de toda declaración de derechos


de una opción de valor, de un criterio ideológico de selección y argumentación de la
lista de derechos; lo importante es mostrar y valorar la ideología que está en la base de
las dos declaraciones que aquí confrontamos. En este sentido, y esta es la clave de la
crítica externa, desde fuera, ambas declaraciones comparten la voluntad de ordenar el
mundo conforme a los derechos; ambas asumen en público someter el orden político –
incluso la soberanía, la capacidad legisladora del estado- a una legislación superior,
transcendente, de una forma u otra identificada como garantía del bien (o contra el mal),
que se deposita en el discurso de los derechos.

Esta posición es hoy tan dominante que la encontramos natural, y en consecuencia no


se exige que pase la prueba de la crítica. Marx decía que la doctrina de los derechos del
hombre y del ciudadano es la filosofía del estado burgués. En consecuencia, abría otra
perspectiva teórica al sembrar la sospecha de que los derechos humanos eran una forma
de organizarse el poder, la propia del estado capitalista moderno. Por supuesto que
podía valorar positivamente, y así lo hacía, el reinado temporal de los derechos; del
mismo modo que reconocía que el modo de producción capitalista era un salto adelante
en la historia. Así como el desarrollo del capitalismo era condición de posibilidad de la
sociedad comunista, tanto porque creaba al proletariado como porque extendía la
socialización (¿globalización?) del trabajo, así el estado burgués acabado, poder
estructurado conforme a la doctrina de los derechos, era defendible frente a las
anacrónicas figuras oligárquicas, autoritarias y parafeudales del mismo. Pero la
presencia en su crítica de estos reconocimientos a la función de los derechos que
justificaban la apuesta por la defensa de los mismos, no le arrastraban a su legitimación
abstracta y absoluta, ni silenciaban su crítica a la explotación y su llamada a la
superación, ni caía en la tentación babeuvista de negar los derechos porque eran
“formales”, “vacíos”, abstractos”, es decir, ficticios (lo que revelaba que su apuesta era
por los derechos reales, por hacer realidad los derechos); nada de esto, sino todo lo
contrario, insistía en que los derechos eran la forma del estado burgués, ajustado a la
realidad del mercado y a la vida en el capitalismo, jugando un papel esencial en la
reproducción del sistema, por lo cual también debían se superados. Por decirlo con
rudeza: Marx pensaba que el comunismo no era la sociedad de los derechos realizados,
como suele entenderse; al contrario, la sociedad que hace efectivos los derechos del
188
hombre y los derechos del ciudadano (incluidos los derechos sociales, económicos, del
cuerpo….) es el capitalismo (ideal) de consumo.

Yo comprendo que en nuestro tiempo nos parezca insoportable la mera insinuación


de que los derechos son cómplices de la dominación y la explotación; especialmente
porque somos conscientes de que las mayores barbaries que nos ha regalado la historia
de los estados modernos se han realizado como violación de los derechos humanos. Es
decir, que tendemos a pensar que éstos son la única barrera defensiva, aunque débil y
vencible, contra el poder, pensamiento que comparto. Pero creo que no es contradictorio
pensar que los derechos humanos son, al mismo tiempo, una defensa protectora
(vulnerable) de los débiles contra el (abuso del) poder y un mecanismo de dominación
y reproducción del sistema. Más aún, creo que esta idea, que revela el doble rostro de
los derechos, es la que corresponde a una crítica filosófica radical, y aporta una mirada
innovadora en el presente debate sobre los derechos humanos.

Tenemos tendencia, en este tema, a representarnos la dominación como obra de las


fuerzas del mal (poderes económicos nacionales o internacionales, fuerzas políticas
fascistas o despóticas); en los últimos tiempos se ha extendido la sospecha a otros
agentes más dulces y soportables (medios de comunicación) e incluso seductores
(consumo). Incluso, en la filosofía postnietzscheana, se ha apuntado al conocimiento, al
saber, a la razón como lugares o agentes de la dominación. Foucault ha llevado la crítica
hasta el límite, al extenderla al derecho, al discurso juridicista. Pero pocas veces se llega
al sancta sanctorum del poder del estado, a los derechos, a pesar de que es su horma
normal (siendo el recurso a la violencia y a la manipulación estrategias excepcionales).

Pero yo creo que la filosofía no debe respetar los lugares sagrados, y debe afrontar
esa crítica; y creo que debe afrontarla en esa esencia bifronte de los derechos: defensa
de los débiles y estrategia de los fuertes. En cualquier caso, lo que no es filosóficamente
tolerable es que se silencie el problema por respeto del límite de lo sagrado.
Recordemos al menos la posición de E. Bloch, cuya lucidez le obligaba a reconocer la
trágica oposición entre los defensores de los derechos naturales del hombre, que
perseguía defender su dignidad salvaguardando su libertad, y los defensores de la utopía
social, que aspiraban a promover el bien del hombre creando una comunidad pacífica;
dos corrientes que veía simbolizadas en dos revoluciones, la de 1789 y la de 1917;
trágico desgarro que intentaba resolver “dialécticamente”, en tanto que “no hay
verdadera instauración de los derechos del hombre sin el fin de la explotación, y no hay
verdadero fin de la explotación sin la instauración de lo derechos del hombre” 236. No sé
si esa identidad dialéctica es posible; lo que si creo es que la reflexión sobre los
derechos ha de mantener presente esa tensión, ha de tejerse entre esos dos abismos.

Eso es lo que podía esperarse de la DUDHE, una propuesta alternativa a la D-1948


tras una crítica seria y radical de la misma y coherente con esa crítica. No lo ha hecho y
236
E. Bloch, Derecho natural y dignidad humana. Madrid, Aguilar, 1980, 15.
189
con ello no sólo ha perdido una gran ocasión, sino que ha reforzado el discurso acrítico
de los derechos. Subjetivamente pretendía una alternativa al capitalismo neoliberal y,
por su ceguera crítica, ha perfeccionado el discurso del capitalismo contemporáneo; o
sea, ha combatido a un fantasma y se ha puesto al servicio del capitalismo real. Por eso
no es una alternativa teórica a la D-1948, cosa que ni siquiera pretende con fe, pues a
veces parece que se postula alternativa y otras dice recoger su herencia y seguir en su
espíritu (que, en rigor, es lo que hace). En realidad es una variante del mismo modelo,
pero atrapada en la misma matriz; sigue siendo, en analogía con lo que dijo Marx de las
viejas declaraciones liberales, la filosofía del estado postburgués.

Se presenta, ciertamente, como una propuesta de izquierdas. Sinceramente, no veo en


ella los rasgos clásicos de la izquierda; tal vez pudiera decirse que es una propuesta más
“progresista”, y aunque en apariencias lo parece, y contiene elementos que la avalan, no
estoy seguro de que merezca esta valoración, al menos antes de hacer un análisis
exhaustivo. Parece, es cierto, que es progresista porque se adapta a los nuevos tiempos;
pero se adapta tan bien a la positividad que en vez de propiciar su cambio está
comprometida en su perfección y mantenimiento. No es “la filosofía del estado
burgués”, pero, como he insinuado, se parece mucho a “la filosofía del estado de
consumo”.

La idea jánica de los derechos que he apuntado nos puede servir así para pensar la
paradoja de la DUDHE, pues nos permite valorar, por un lado, su progresismo, su
actualidad, es decir, la adecuación del repertorio de derechos que propone, la
construcción de una muralla defensiva ajustada a los nuevos tiempos (su ajuste a las
nuevas formas de dominación); y, por otro, su complicidad con la positividad, su
respeto del orden existente, su papel en el embellecimiento y consolidación objetivos de
la sociedad capitalista de consumo. En consecuencia, la crítica externa que le hago, y
que reaparecerá de tanto en tanto, es ésta: el pensamiento de la DUDHE se mueve en la
matriz del discurso de los derechos, sin traspasar el espejo que permitiera ver las
sombras de los mismos. Pero regresemos de momento a la crítica interna.

3. La dignidad y los derechos.

Cualquier proyecto de declaración de derechos ha de cumplir con una tarea esencial,


ineludible: la de fijar un repertorio de derechos, la de cerrar una lista. Y la verdad es
que, bien pensado, no es nada fácil cumplir esa tarea. Aunque se tenga la tentación –y al
final se acabe cediendo a ella- de elaborar un inventario que recoja los tópicos culturales
más aceptados y proponerlos como el repertorio de los derechos humanos universales; y
aunque este método pueda parecer razonable a quienes asumen que la lista de derechos
universales es el resultado de un pacto (entre los estados o entre la sociedad global, es
indiferente al caso), lo cierto es que nuestra tradición argumentativa, antidogmática,
logocéntrica, arrastrará a los autores a buscar –y encontrar- un criterio, un valor
referencial, que ayude a ordenar, jerarquizar y, sobre todo, argumentar, las presencias y
las ausencias; o sea, que permita el simulacro de una selección racional. Esta necesidad
dialógica parecía incuestionable cuando se pensaba en el seno de filosofías
190
transcendentales, con su exigencia de fundamentación metafísica; los “derechos
naturales” no se elegían o pactaban, sino que se descubrían y se asumían. Pero incluso
ahora que no queda otra vía que el fundamento político, es decir, el pacto, no parece
posible renunciar al simulacro de un referente moral, de validez o legitimidad; para que
el dicho pacto no deje ver su verdadera faz –el interés, la benevolencia limitada, la
piedad redentora...- ha de presentarse como resultado de un diálogo racional, respetuoso
con las culturas e identidades de los sujetos. Sólo así, como pacto coherente con la
aceptación de un criterio moral casi absoluto, su rostro resulta aceptable, e incluso
amable. Y esta exigencia de un referente compartido es tanto más necesaria y discutible
cuanto más voluntad de inclusión tiene el pacto; en el caso que nos ocupa, ha de ser
voluntad de inclusión universal, pues se aspira a que la lista de derechos sea asumida
por la inmensa mayoría del género humano.

Ciertamente, la simple enumeración de un repertorio de derechos, como hace la D-


1948, sin criterio explícito, como mero resultado de un acuerdo positivo en torno a un
discurso ético político ampliamente compartido por homogeneidad cultural de los
estados hegemónicos que participan en la redacción del texto, no podía resultar
satisfactoria; por eso desde su origen se alzaron protestas y denuncias al texto acordado
por su no neutralidad cultural. Una lista de derechos que aparezca como mero acuerdo
contingente, posibilitado por vecindad cultural, será siempre sospechosa de mero pacto
político en pos de intereses mutuos. Si la D-1948, siendo en-sí un simple pacto político,
llegó a trascender el horizonte de los meros intereses comunes de los firmantes del pacto
se debió a que estaba presente una opción de valor común a los países hegemónicos, a
que la lista respondía a referentes éticos ampliamente compartidos; no respondía a
valores culturalmente neutrales y políticamente no contaminados, no respondía a una
especie de escrupuloso overlapping consensos rawlsiano a nivel internacional, pero
giraba en torno a un valor que, aunque multisémico, aunque interpretable en formas
diversas desde distintas culturas y diversos proyectos políticos, presentaba potentes
credenciales de universalidad. Ese valor es el de la dignidad.

A primera vista se trata de una idea vaga y flexible; y aunque en el texto se impone
la interpretación liberal de la misma, lo cierto es que sirvió para dar cierta unidad a los
derechos recogidos en la D-1948, y para justificar el cierre, las inclusiones y las
censuras. La “vida digna” es un referente histórico y contextual, y sin duda cultural, en
sus interpretaciones concretas; por tanto, es un referente multisémico y ambiguo. Pero
su ambigüedad no le ha restado operatividad; el uso polisémico o diseminado del
término no le quita eficacia argumentativa. Nos entendemos bastante bien, a pesar de
nuestras diferencias ideológicas y culturales, cuando hablamos de “vida digna”; y sobre
todo en el diálogo somos capaces de acercarnos a una idea de “vida digna” que, por vía
negativa, marque el límite de la humanidad, el mínimo soportable por nuestra
conciencia, la indignidad, injusticia o dominación tolerables.
191
Pues bien, como digo, la dignidad es el concepto guía, el referente de valor, en la D-
1948. Ya en el “Preámbulo” declara que “el reconocimiento de la dignidad intrínseca”
está en la base de “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”, que es como decir en la
base del ideal político. Y en el Art. 1, sin esperar a más, se proclama que

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

No es aquí el lugar apropiado para hacer el análisis y la crítica de la D-1948, pero


podemos aceptar no sólo que la dignidad humana es el valor de referencia en torno al
que giran los derechos, cosa visible en la lectura del texto, sino que éste, aunque no se
diga explícitamente, parece responder a la idea de que los derechos están al servicio de
la dignidad de los seres humanos. La dignidad aparece como una determinación
esencial, “intrínseca”, de los seres humanos; y los derechos universales la garantizan y
la definen. Por eso se insiste en la igualdad de dignidad y derechos, en que
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color,
sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica,
nacimiento o cualquier otra condición” (Art.2),

pues el conjunto de los derechos humanos es la descripción normativa de esa


dignidad. Es decir, si sobrepasamos la literalidad del texto y las contaminaciones
metafísicas esencialistas que arrastran a sustantivar la dignidad, se nos abre la
posibilidad de pensar ésta como un conjunto de normas que regulan las relaciones y
prácticas de los seres humanos. Podemos decir, por tanto, que la D-1948 ya apunta a la
idea de que los derechos humanos universales delimitan y describen la vida digna (que
no es la vida feliz, ni la vida perfecta, ni la buena vida, ni la vida ideal…); sólo la
humilde vida digna, la que marca el límite de lo humano, la que cae bajo el manto de la
dignidad.

La DUDHE también concede un gran valor a la dignidad. De hecho su redactado


tiene muy presente el de la D-1948. Así, en la “Primera Parte. Marco general: valores y
principios”, comienza con estas palabras:
“Todos los seres humanos, libres, iguales y dotados de dignidad, somos acreedores de más derechos de los que
tenemos reconocidos, protegidos y garantizados” .

Aunque no se proclama explícitamente la “igualdad en dignidad”, ésta se afirma


contextualmente. La dignidad aparece también aquí como una cualidad metafísica y
sirve de referente de los derechos: si somos “acreedores” de derechos no es porque
seamos libres e iguales (suponemos “que quiere decir iguales en derechos”), sino porque
tenemos dignidad, nos la presuponemos recíprocamente. A pesar de su mejorable
redacción, creo que no forzamos el texto al pensarlo en estos términos. Por tanto, la
dignidad aparece afirmada en la DUDHE casi en los mismos términos esencialistas que
en la D-1948. Pero, como enseguida veremos, no está llamada a jugar el mismo papel
referencial.
192
Dejemos de lado las carencias teóricas del concepto de dignidad que usa, y los
efectos perversos del mismo, especialmente al reducir la dignidad a libre elección237; ese
sería tema de otra reflexión aparte, y lo menciono porque está en línea con la anterior
crítica hecha a la DUDHE de compartir la misma matriz ideológica liberal. Lo cierto es
que, inmediatamente, ese valor netamente ético de la dignidad es desplazado por otro,
de naturaleza política, el de la democracia. Comienza ese desplazamiento cuando, tras la
afirmación anterior, sin solución de continuidad se dice:
“La Declaración de Derechos Humanos Emergentes nace desde la sociedad civil global en los inicios del siglo
XXI, con objeto de contribuir a diseñar un nuevo horizonte de derechos, que sirva de orientación a los
movimientos sociales y culturales de las colectividades y de los pueblos y, al mismo tiempo, se inscriba en las

237
Citando a Kant dirá que “El ser humano tiene dignidad porque no tiene precio. El ser humano tiene dignidad porque es un
fin en sí mismo y no sólo un medio para los fines de otras personas” Y citando a Pico “la dignidad humana como la posibilidad del
individuo de decidir sobre su propia vida, de poder escoger cómo vivir”. No es difícil poner de relieve la debilidad e incoherencias
de ese recurso al argumento de la tradición humanista, mucho más contaminado de liberalismo de lo que gustaría reconocer a los
redactores, al considerar que la dignidad en esencia es la libertad y que la libre elección como la figura paradigmática de la libertad,
con lo cual la dignidad se reduce a libre elección: “En ambos casos, la dignidad va intrínsecamente unida a la libertad. La dignidad
le viene dada al ser humano por su condición de agente libre. Dado que todo individuo es merecedor de la misma dignidad, ésta
debe entenderse hoy como un derecho y, a la vez, como una obligación: el derecho a ver reconocida la libertad y la obligación de
ejercer la libertad responsablemente y sin menosprecio de la libertad de los demás”.
Esta tópica identificación entre libertad y dignidad, tan tópica que parece una impostura traerla a la mesa de la crítica, tiene
efectos profundos en el discurso de los derechos, por lo cual merece ser examinada. La identificación entre dignidad y libre
elección responde a dos presupuestos que, bajo su verosimilitud cultural, esconden su contradicción junto a profundos problemas
ideológicos. Efectivamente, el primer presupuesto, según el cual la dignidad es considerada una cualidad metafísica del ser
humano (derivada-confundida con la concepción del mismo como fin en sí mismo), es discordante con el segundo presupuesto,
que concibe la dignidad derivada de la libertad, entendida ésta como capacidad de libre elección. No es fácil, aunque sea atractivo,
asumir el primer presupuesto, la concepción ontológica de la dignidad. Definir la dignidad como esencia del ser humano, y en base
a esa idea justificar los derechos como defensa y realización de esa dignidad, es realmente seductor; pero hay que asumir esa
posición filosófica metafísica, hoy poco creíble, y hay que diferir numerosos “contrafácticos”. ¿Dado que es ontológica, pueden
perderla la víctima y el verdugo? ¿Tenía Hitler dignidad o era la figura de lo inhumano? ¿Acaso la dignidad no hace referencia a
una manera de vivir, de comportarse, de actuar, con lo cual se da a entender que se conquista? Entonces, ¿es cuantificable, hay
grados, hay tipos?. No sería más coherente pensar la dignidad como el proyecto político de trato igual, como ideal u objetivo a
conseguir para el cual se necesitan normas, entre ellas los “derechos” (y otras cosas), pero también “deberes”?. Eso nos permitiría
pensar que hay condiciones de vida indignas: pobreza, tortura, marginación..., y que hay seres “humanos” sin dignidad, en tanto
ejercen la dominación, la opresión, el maltrato.... Pero nos exigiría pensar que los derechos, la justicia o el buen trato no se derivan
de la “dignidad” inscrita en la esencia humana; al contrario, los derechos, la justicia y el trato igual son las condiciones de
posibilidad de la dignidad humana.
La DUDHE, aunque por momentos se aleja del discurso metafísico de los derechos y hace suyo el fundamento político de los
mismos, con frecuencia se refugia en la idea metafísica de dignidad, en lugar de cuidar la construcción de la idea, histórica,
adaptada a las nuevas necesidades y posibilidades. Y, claro está, si los derechos describen las condiciones de la vida digna,
difícilmente pueden fijarse y ordenarse desde una idea metafísica de dignidad. Esa idea de vida digna es eso, una idea, no una
esencia humana; una idea revisable, ajustable y siempre en tensión con la realidad histórica.
Por otro lado, ¿está realmente la dignidad tan indisolublemente unida a la libertad como para considerarla su esencia?. ¿No es
esta la forma de entender la dignidad genuinamente liberal?. ¿No hay otras ideas de dignidad defendibles?. ¿Acaso ejerciendo la
libre elección no se cometen atrocidades y desvergüenzas?. ¿No puede haber dignidad en seres humanos cuyas vidas están
privadas de muchas cosas, incluso la libertad?. La verdad es que la dignidad, como el ser aristotélico, se dice de muchas maneras; a
efectos de esta reflexión lo único que queremos es mostrar que la manera liberal de decir la dignidad, reduciéndola a libre elección,
no tiene suficientes credenciales teórica ni políticas para presentarse como la única. La sociedad liberal no es la única sociedad
digna, si es que lo es. El mismo texto de la declaración sobrepasa esta reducción liberal de la dignidad que acata al decir “En
nuestro mundo, se hacen acreedores de tal dignidad muy en especial las personas y grupos más vulnerables: los que viven en la
pobreza, los que sufren enfermedades incurables, las personas con discapacidad independientemente de cuál sea la tipología de su
discapacidad, las minorías nacionales, los pueblos indígenas. A todos ellos les falta las condiciones materiales y el reconocimiento
de su capacidad de comportarse como agentes libres y de funcionar, por tanto, como seres humanos”.
Si son acreedores de la dignidad es porque la han perdido, porque la buscan; luego la dignidad en este texto no apunta a una
determinación ontológica, sino a un estatus, unas condiciones de vida aceptables. Por tanto, podemos pensar la dignidad como un
ideal mínimo de la vida humana, como el mínimo histórico de vida humana, condición y límite último de cualquier orden político.
Disfrutar de esas condiciones mínimas, de ese trato umbral de lo humano, es lo que llamamos dignidad. Y los derechos humanos
universales deberían pensarse como la configuración de esa mínima vida humana digna. Y, claro está, todo cuanto supere este
mínimo, todo cuanto haga al hombre más dueño de su destino, será más humano; y así se justificará la lucha por más derechos, que
tal vez podríamos llamar “derechos del ciudadano”, derechos para una ciudadanía más completa; pero sin caer en la bella tentación
de confundirlos con los derechos humanos universales, los derechos de la dignidad. No tienen más dignidad quienes tienen más
derechos; el referente de dignidad lo ponen los derechos humanos universales, un referente histórico, o sea, a construir.
193
sociedades contemporáneas, en las instituciones, en las políticas públicas y en las agendas de los gobernantes,
para promover y propiciar una nueva relación entre sociedad civil global y el poder” .

La nueva declaración de derechos, por tanto, no tiene por objetivo inmediato


garantizar la “vida digna”, sino servir de orientación en la lucha política. Es cierto que
afirma que la defensa de los derechos es la mejor garantía para todos de “la paz, la
justicia, la libertad y las condiciones de bienestar como base de una vida armoniosa y
feliz”. Pero esos resultados, aparte de no ajustarse con precisión a la idea común de
“vida digna”, son vistos como mediatos, sólo son asequibles cambiando la sociedad,
rediseñándola con los derechos humanos emergentes. Éstos se presentan, pues,
conforme a su esencia, como la forma -la filosofía, decía Marx- del nuevo estado, o del
nuevo orden político global.

Yo no cuestiono la legitimidad de buscar un proyecto político compartible por los


pueblos, las culturas, los movimientos sociales, en fin, el mundo de la izquierda del gran
río; incluso comparto la idea de que la justicia, la paz y la vida buena (dejemos de lado
la buena vida) sólo se conseguirá con un profundo cambio social, con una sociedad
nueva y un orden político nuevo. Lo que trato de momento de poner de relieve es que,
así planteado, el proyecto se vuelve cuestionable al menos por dos razones:
primeramente, y manteniéndome en los límites de la crítica interna, ese proyecto ha
abandonado el humilde horizonte de la vida digna y lo ha sustituido por una opción
(utópica?) política; y en segundo lugar, desde una crítica exterior, ese nuevo repertorio
de derechos no son la forma de un orden alternativo, sino si la forma idealizada del
orden político del capitalismo de consumo.

Esta interpretación, me parece poco cuestionable en lo que respecta a la crítica


interna, pues unos párrafos más adelante se recalca esta idea:
“Esta Declaración corresponde a la idea reciente según la cual la humanidad entera formaría una comunidad
política con el deber de asumir su destino en forma compartida” .

Es bien cierto que en otros momentos el texto vuelve a expresar la voluntad subjetiva
de pensar los derechos en un discurso ético; es justo reconocerlo. Incluso llega a decir
que esta declaración “debe de ser considerada para los individuos y los Estados como un
nuevo imperativo ético del siglo XXI”. No obstante, ese “imperativo ético”, si bien hay
que reconocer que ya no es el de la sociedad burguesa, no va más allá de la sociedad de
consumo. Y, en todo caso, en el texto domina el desplazamiento del ideal ético hacia el
ideal político o, si se prefiere, del referente de la dignidad o “vida digna” al de la
democracia. En consecuencia, la DUDHE ha relajado una de las dos funciones
históricas de los derechos, la meramente defensiva, orientada a salvaguardar lo humano,
Lo curioso es que esta idea de dignidad que postulamos también aparece en el texto, pues en el mismo, olvidándose de la
perspectiva ontológica, la dignidad también se presenta como algo adquirido por ciertas personas en función de su lugar en el
cuerpo social. Se habla de “acreedores de dignidad”, con lo cual parece que la dignidad sea un “premio” o “reconocimiento” a unas
virtudes, al sufrimiento, a las vejaciones, a las injusticias sufridas.... Claro, hay un problema: si la dignidad define un estatus, todos
esos individuos y pueblos que no pueden comportarse como “agentes libres”... carecen de dignidad?. Todo esto me hace pensar
que el concepto de “dignidad” debe salir de la ambigüedad y pasar a describir una idea de un estatus socio moral de las personas:
se tiene dignidad antes, pues se merece, responde a un acuerdo de mínimos, al pacto de los derechos, y después, cuando se vive
conforme a esos derechos, cuando se goza de ellos.
194
para dar total primacía a la otra, a la configuración de un orden social aceptable y, por
tanto, incuestionado238. Y aunque no siempre lo parezca, no es lo mismo perseguir la
maximización del bienestar y la riqueza para todos que la minimización del dolor y la
marginación de quienes lo padecen, como no es lo mismo universalizar la propiedad que
abolirla.

4. La democracia y los derechos.

No deja de ser curioso que el término “democracia” no aparece usado ni una sola vez
de forma sustantiva en la D-1948; y sólo en un caso aparece la calificación
“democrático/a”, en el penúltimo artículo de la declaración.
“En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las
limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos
y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar
general en una sociedad democrática” (Art. 29.2).

Sin duda los derechos que en la misma se proclaman responden fielmente al formato
de la sociedad democrática occidental, si se quiere, de la democracia liberal; no en vano
la tradición de los derechos se identifica con el capitalismo burgués. Pero es de destacar
esta voluntad de no confundir –o, si se prefiere, de ocultar- en el discurso la
complicidad de los derechos con la democracia. Más aún, hay momentos en que se
explicita esa idea de que el discurso de los derechos no es exclusivo de las democracias,
sino aplicable a cualquier régimen político, y ahí estaría su peculiaridad. Así, tras
afirmar rotundamente la universal igualdad de derechos, en un texto ya citado, donde se
dice:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de
raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art.2.1).

en el mismo artículo se precisa sin ninguna ambigüedad:


“Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o
territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un
territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”
(Art. 2.2).

Esa “no distinción” expresa la conciencia de que el discurso de los derechos no


persigue prima facie la creación de sociedades democráticas en el mundo, sino
garantizar la vida digna en cualquier orden político de cualquier condición. Y, si se
quiere, dada esa aparente indisolubilidad entre la instauración del reino de los derechos
y el de la democracia (insisto, mera apariencia, evidencia derivada de la identificación
en nuestra cultura de ambos discursos); si se prefiere, digo, el discurso de los derechos

238
Tal vez sería más correcto decir que ha fusionado ambas funciones, con el resultado de inversión entre ellas (merece más
reflexión).
195
en esa declaración prima facie persigue garantizar los “mínimos de democracia”
intrínsecos a la “vida digna”. Y nada más.

De esa débil pretensión política implícita en la D-1948 a la confesa y reiterada


voluntad de una democracia global, que asume la DUDHE, hay un trayecto que sólo se
recorre a base de inconsistencias teóricas y aventuradas propuestas políticas. Ese
recorrido es el que he identificado como el paso de un discurso de los derechos –y una
propuesta ética- basado en la dignidad y con la voluntad explícita de defensa de los
débiles a otro discurso –y otra propuesta política- basado en la democracia y con la
explícita voluntad de organizar la sociedad global.

Como hemos visto, ya en sus prolegómenos la DUDHE insiste de tal manera en la


conveniencia de profundizar la democracia que confirma la sospecha de que la intención
originaria de elaborar una nueva declaración de derechos se asume como estrategia de
un proyecto de llevar adelante una idea política particular y concreta. Pero donde
realmente se hace visible este posicionamiento es en lo que podríamos llamar “método
de exposición” de la lista de derechos. Como suele ocurrir, el método, con su simulacro
de asepsia ética y política, siempre es esclavo de un patrón. En este caso, el patrón tiene
rostro atractivo y amable, pues se trata nada menos que de la democracia. Pero si hay
puntos privilegiados a los que dirigir la sospecha filosófica, creo que son los lugares de
seducción, y la democracia es hoy uno de ellos, un lugar sacralizado en cuyo nombre se
sueña, se juzga y se mata.

Conviene insistir, contra nuestra tradición cultural, en la no identidad entre la


sociedad de los derechos y la democracia. En la D-1948, que de nuevo tomamos como
fondo de comparación, tras los considerandos, se presenta una lista lineal de unos
cuarenta derechos recogidos en treinta artículos, aparentemente de igual rango, que
deben ser reconocidos a todos los individuos; por tanto, se hace abstracción del régimen
político en que éstos estén incluidos, en modo alguno exige que sea un régimen
democrático, como acabamos de ver; más bien al contrario, aparecen claramente
orientados a garantizar una vida digna en cualquier tipo de país, especialmente los de
regímenes no democráticos (porque, claro está, a la democracia le es intrínseco el
respeto de buena parte de los derechos humanos). Aunque el respeto a los derechos
humanos implica pasos importantes hacia la democracia (pues, como ya he dicho, el
discurso de los derechos nace y se desarrolla al ritmo de la democracia liberal), la D-
1948 no pretende con su repertorio de derechos clonar los regímenes democráticos
occidentales idealizados; al contrario, mientras ese proceso se da, plantea unas
condiciones mínimas para la vida digna.

Si miramos la DUDHE desde el otro lado del espejo, procede de modo similar a la
D-1948. Si ésta tomaba como ideal la sociedad burguesa, y ajustaba los derechos a ese
ideal (tal vez sería más correcto decir que con él respondía a las necesidades del nuevo
orden socio económico), la DUDHE hace lo propio en los nuevos tiempos, ante nuevas
necesidades y nuevas formas sociales: hace un inventario de los derechos que ya
disfrutan los ciudadanos de los países más ricos, añade los deseos de esos ciudadanos,
196
suma algunos elementos de su conciencia (humanitarismo, sensibilidad ante el género,
multiculturalidad…), y así construye la nueva propuesta (respuesta), que concreta en
medio centenar de derechos. La exégesis crítica (pendiente) de estos derechos
seguramente nos evidenciará que la forma del orden político social que prescriben no
pasa de ser la mera idealización del presente, aunque el ideal siempre es más atractivo y
deseable.

Pero, si en el fondo hay esa coincidencia, el modo de exposición es radicalmente


diferente. La DUDHE toma explícitamente como objetivo el modelo democrático
occidental contemporáneo y, por tanto, como instancia de legitimación; y ese modelo le
sirve para la selección y ordenación de los derechos humanos universales. En la segunda
parte del texto se relacionan, agrupados en seis títulos, que en conjunto formulan-
describen una particular idea de la democracia, un catálogo de alrededor de medio
centenar de derechos humanos emergentes239. En el método de exposición los derechos
aparecen como exigencias de la democracia, despliegue o desarrollo de esta idea, hasta
el punto de que su legitimación es esa y sólo esa: los derechos se fundamentan por su
función, en su calidad de normas configuradoras de la democracia. Por eso insistía
antes en la tesis de la politización del discurso de los derechos al subordinarlo al
discurso de la democracia: al fin la bondad de ésta no deriva de su función exitosa en
garantizar los derechos, sino al contrario, la bondad de los derechos deriva de su
función en la construcción de la democracia.

Este procedimiento tiene, sin duda, gran fuerza persuasiva. No cabe duda de que la
decisión de identificar el discurso de los derechos con las posibilidades de las
democracias ricas suscita muchas complicidades, pues hoy parece que la democracia
representativa es el ideal de existencia universal. Lógicamente, elevar el nivel de la
“vida digna”, poner el discurso de los derechos en el nivel del estado de bienestar
(debidamente aderezado e idealizado), como derecho al estado de bienestar y a la
democracia participativa…, es en sí mismo atractivo. Si las declaraciones de derecho
aspiran fundamentalmente a asegurar una vida digna a los más débiles, ¿cómo no
sentirse embrujado por un discurso que eleve ese nivel de legitimación al de las
sociedades opulentas?. Yo entiendo este atractivo y comprendo la dificultad de oponerse
a tal pretensión, especialmente porque, fuera del ámbito del discurso de los derechos, en
el plano de la política, considero justa las luchas dirigidas a esa igualación entre los
pueblos y las clases sociales; no obstante, insisto en que proponer como carta de
derechos universales los privilegios de la sociedad capitalista de consumo tiene
implicaciones perversas. Si se asume que los derechos humanos universales han de ser
definidos e instituidos en un pacto, deben ajustarse a la idea compartible de una vida
digna, y no pueden asimilarse a un modelo de ciudadanía particular, por muchos
atractivos que presente para quienes disfrutamos del mismo.
239
Este listado genera alguna confusión, pues no queda suficientemente claro si pretende sustituir al listado de la D-1948, ya
que buena parte de aquellos derechos permanecen, aunque a veces implícitos o con nueva redacción, o si se trata de una
actualización, un apéndice, tal que las repeticiones quedarían justificadas por añadirse nuevos matices, énfasis, concreciones u
orientaciones. (En su momento tendremos que hacer una comparación literal de ambas declaraciones).
197
A pesar de este poder de seducción, este enfoque de los derechos universales encierra
al menos una doble problemática que no podemos pasar por alto por sus potentes
implicaciones teóricas y prácticas. La primera problemática, la más abstracta, es
genuinamente filosófica y surge al pretender organizar los derechos alrededor de un
ideal de ciudadanía (al fin la democracia es un modelo de ciudadanía), de una
concepción omnicomprensiva de la vida, con la consecuente confusión entre derechos y
ciudadanía, que no sólo afecta a la idea de “derechos humanos” que pone en juego, sino
al listado de los mismos que se selecciona; es decir, esta primera problemática surge por
la confusión entre la exigencia de vida digna (un ideal mínimo y susceptible de pacto
universal) y el ideal de buena vida (necesariamente particular a cada pueblo o cultura,
según sus concepciones del bien)240. La segunda problemática es más concreta e
inmediatamente política, pues se genera al concretar ese ideal de vida en la ciudadanía
democrática liberal, tal que los derechos pasan a ser pensados como la suma de
privilegios y deseos que se disfrutan en los países occidentales ricos. De este modo se
sacraliza una idea de democracia que, a pesar de sus virtudes, dicta de presentar
credenciales teóricas y avales históricos de incuestionable valor universal; y se vuelve
sospechoso el discurso de los derechos universales por su complicidad con un orden
político particular.

Si la primera problemática señalada proviene de confundir derechos con ciudadanía


(unas exigencias de vida digna con un ideal sustantivo de vida), la segunda es el efecto
de identificar derechos con democracia, es decir, unas condiciones de de vida aptas para
resistir sin degradación humana y un ideal político particular; ambas confusiones
plantean importantes problemas teóricos, éticos y políticos, como iremos viendo. En
particular, y en la perspectiva de una nueva declaración, el efecto más inmediato y
problemático derivado de la identificación de democracia y derechos, por decirlo con
palabras radicales, es la sobrepolitización de los derechos. Cuando se reconoce que la
declaración no tiene ni puede tener un fundamento exterior, absoluto, sino que su
legitimidad se basa en su aceptación, en un pacto por los derechos con pretensiones de
universalidad, la sobrepolitización será un obstáculo insalvable para la génesis de una
declaración universalmente aceptada y efectiva. Si todos tenemos consciencia de que el
mayor déficit de la D-1948 no procede del listado de derechos ausentes sino de la muy
limitada efectividad en la universalización de los presentes, sería una burla plantear una
nueva declaración de derechos opulenta sin asumir contingentemente las coordenadas de
posibilidad. Por eso, aunque en una buena parte del mundo parezca obvio que
“en los inicios de este siglo XXI parece demostrada la necesidad de profundización de nuestros sistemas
democráticos haciendo incidencia en la mejora de su calidad y en la garantía de sus preceptos” ,

para una declaración que se declara sensible a la pluralidad y al


multiculturalismo debería también ser evidente que los derechos no agotan
los modelos de ciudadanía, y que la democracia es sólo uno de estos
240
En cierto modo estamos aquí ante el tema clave del pluralismo rawlsiano: la necesidad de distinguir lo correcto o justo
(universalizable, compartible) del bien (irreductiblemente plural).
198

modelos. Puede ser que para gran parte del mundo occidental se identifique
la lucha por los derechos y la lucha por la democracia de calidad; pero ese
objetivo no es universalizable, y al identificar derechos y ciudadanía
democrática se olvida el sentido y valor más importante de las
declaraciones de derechos: ser un mínimo denominador que garantice la
dignidad incluso en países pobres, oprimidos, en guerra...
Considero, pues, que articular los derechos en seis grupos o títulos, como hace la
DUDHE, cada uno ilustrando una característica distinta de un modelo particular de
sistema democrático, se corren serios riesgos, tanto prácticos (su aceptabilidad
universal) como teóricos (la argumentación de los mismos). Porque, al fin y al cabo, la
DUDHE no ha pensado las condiciones de una idea de vida digna universalizable entre
los seres humanos de lo que llama “sociedad global”, sino que ha asumido como
referente universalizable el de los derechos del ciudadano de los países capitalistas
ricos, convenientemente idealizado y con toques de sensibilidad humanitarista. Así se
constata que, en lugar de argumentar los derechos humanos universales sobre una
concepción de la vida en la “sociedad global”, se limite a enumerar los derechos que
deberían regir en una democracia occidental bien ordenada. Y así sale lo que sale.

5. Los seis rostros de la democracia.

En el texto de la declaración el listado de derechos universales se concreta en seis


derechos básicos o fundamentales: Derecho a la Democracia igualitaria, Derecho a la
Democracia plural, Derecho a la Democracia paritaria, Derecho a la Democracia
participativa, Derecho a la Democracia solidaria y Derecho a la Democracia
garantista. O sea, se mire como se mire, puesto que los seis derechos afectan a otros
tantos rasgos de una idea particular de democracia, se trata de proclamar que los seres
humanos tienen un sólo derecho: derecho a una idea particular (la nuestra) de
democracia. De este modo, la selección de la lista de derechos, y su distribución en los
seis títulos, acaba por ser la expresión de la suma de lo que ya tenemos (derechos de los
ciudadanos de los países ricos), mejorado y perfeccionado con el complemento ideal
proveniente de las reivindicaciones de los movimientos sociales, ONGs, instituciones
humanitarias, voluntariado cívico, etc.; en definitiva, de todos aquellos que luchan por
una sociedad mejor y más justa. El resultado de esta mezcla de derechos positivos y
reivindicaciones o, dicho de una manera más polémica, el resultado de la mezcla entre
el ideal realizado y el ideal (aún) negado por la sociedad de consumo, implica el
abandono de los límites del discurso de los derechos para irrumpir en el de la lucha
política.

Obviamente, en el terreno de la lucha política es oportuno, yo diría que inevitable,


que cada sujeto colectivo marque sus objetivos, conforme a su idea del bien, en
confrontación con los otros; en la lucha política tiene sentido –aunque no aval filosófico
199
o ético absoluto- la pretensión de generalizar la sociedad de consumo y la democracia
de opinión. Pero, no obstante, la lucha política, especialmente la lucha política de
izquierdas –que la entiendo al modo clásico como defensa de las clases populares-, no
debiera olvidar la experiencia histórica, que aconseja dos cosas cuyo olvido suele ser
trágico: una, que cuando no se tiene fuerza para construir la sociedad ideal, para
implantar la ciudad justa y la vida buena, es conveniente mientras tanto defender y
garantizar la vida digna con la efectividad de los derechos humanos universales; y otra,
que cuando se tiene fuerza para hacer la revolución e imponer la propia verdad, como
siempre habrá otros que no la compartan, seguirá siendo política y éticamente necesario
seguir garantizando esos derechos.

O sea, aunque se sueñe con la cima, siempre hay que garantizar los mínimos: interesa
en la derrota, pues protege a los derrotados del trato inhumano, y también en la victoria,
por proteger a los vencedores de caer en la figura cruel e inhumana del fascismo y la
dictadura. Por tanto, la función ética de los derechos, su defensa de los débiles, toma su
sentido de la impotencia ante la injusticia y la dominación; es siempre un límite al
poder. Un límite frágil, ideológico, pero un arma al fin con la que defenderse cuando
no se tienen otras. En cambio, los derechos como formas de un orden político ideal, tal
como los plantea la DUDHE, son cómplices de ese orden en lo bueno y en lo malo, en
la medida en que contribuyen a su reproducción. Y esto debería llevar a una crítica más
exigente de los postulados del discurso de los derechos.

Desde cualquier punto de vista razonable parece una excesiva exigencia


sistematicista del discurso reducir el repertorio de derechos de una declaración con
pretensiones de universalidad a un modelo particular de democracia, por muy atractivo
y seductor que nos resulte este modelo. Sin entrar en el problema genealógico del
discurso de la DUDHE, para aclarar si el modelo de democracia descrito se ajusta a los
derechos seleccionados como valores contextuales dominantes o si, por el contrario, se
seleccionan desde una idea formal de democracia, problema tal vez insoluble; y
sospechando que se genera en un feedback o “equilibrio reflexivo” rawlsiano, lo cierto
es que al agrupar los derechos en el orden adecuado para mostrar su inclusión en la
democracia de seis rostros, se fuerza su sentido y se comete un lamentable vicio: el
vicio “imperialista” de universalizar el modelo cultural propio, si se prefiere, el
eurocentrismo. Efectivamente, parece que el objetivo final no es garantizar de forma
directa unas condiciones de vida digna de los seres humanos, la vida humana de los
seres humanos, sino expandir de forma inmediata el ideal absoluto de la democracia de
seis rostros, pluridefinida como igualitaria, plural, paritaria, participativa, solidaria y
garantista.

En todo caso, no hay base objetiva alguna para interpretar el recurso al referente
democrático como simple modo de exposición. Al contrario, el texto da a entender de
forma reiterada que el objetivo de la declaración es la construcción de la sociedad
democrática, tal que describiendo ésta se pondría en evidencia no sólo que los derechos
humanos universales caben –o se dan necesariamente- en ella, sino que los derechos
200
propios de los ciudadanos del modelo democrático defendido constituyen –o deben
constituir- el repertorio de derechos humanos universales. O sea, para conseguir la lista
basta describir la democracia de seis rostros.

Así se entiende que la declaración se resuma en seis derechos, que en conjunto


configuran uno sólo: derecho a la democracia; y así se entiende que fuera de la
democracia (completada) no tenga sentido hablar de vida digna. El discurso de los
derechos queda así identificado a un modelo político; y, en la práctica, se acaba por
confundir lo humano con la vida privilegiada en la sociedad (democrática) de consumo.
Al mismo tiempo se cierra el sentido último del discurso de los derechos, que desde su
origen estaba menos dirigido a defender a los ciudadanos que gozan de la democracia
que a aquellos que sufrían sus carencias o su ausencia. Y al ignorar ese destino y tejerse
con fibras muy occidentales, se complica su posibilidad y su efectividad: posibilidad de
ser asumido amplia e interculturalmente y efectividad sólo garantizada por la suma de
las diferentes comunidades políticas al pacto. En consecuencia, al problema conceptual
(filosófico), derivado de que el cierre del discurso de los derechos en el de la
democracia occidental no sirve para clarificar ni la vida digna ni el ideal de vida, pues
esa democracia de seis rostros dista mucho de ser un modelo claro, se añade el
problema estratégico (político) de la dificultad para universalizar la propuesta; o sea, a
la no pertinencia, derivada de la parcialidad, se suma el no compromiso, derivado de la
inviabilidad.

Basta un simple acercamiento a esos rostros para ver que, en conjunto, configuran la
figura ecléctica y tópica de la democracia occidental idealizada, que no constituyen una
alternativa a lo existente sino una reconciliación con la esencia de la positividad, en fin,
que ponen de relieve que un discurso de los derechos, cualquier discurso de los
derechos, sólo puede ser eso: la forma, la filosofía, de una u otra variante de la sociedad
de los derechos; por tanto, el alma de una sociedad caracterizada por la
individualización y el enfrentamiento de sus individuos, atravesada por la injusticia y la
desigualdad, máscara celeste de una existencia terrenal egoísta, ilusión de unidad
sagrada de una vida profana fragmentada.

En ese sentido, no es difícil leer en el rostro igualitarista, siempre en los límites de la


igualdad “formal” (igualdad de derechos, de trato, de oportunidades…), la vieja idea
democrática liberal clásica, hoy menos cuestionada que nunca, más arraigada y
triunfante, de la igualdad ante la ley, que delimita los espacios de libertad y propiedad
privados; de igualdad de los hombres en su aislamiento, en su yo definido-conquistado
en un heroico acto de ruptura con la comunidad.

En el rostro pluralista, tal como es descrito por medio de los derechos constituyentes
del mismo, se ve la expresión de la presencia del elemento multicultural, plenamente
asumido por nuestra cultura, aunque no siempre con claridad conceptual ni con
coherencia política, aunque sea sólo como simulacro; el pluralismo es el liberalismo de
201
nuestro tiempo, y aunque el multiculturalismo es su reto difícilmente asimilable, cabe
en el interior del ecléctico y poco exigente discurso político de nuestro tiempo, como
cabe confusa y contradictoriamente en una praxis política sin principios, que haciendo
de la necesidad virtud sacraliza la ”ingeniería social” popperiana.

El rostro paritario, contra lo que pudiera pensarse por el significado habitual del
término, no se centra en la paridad política en nuestras sociedades multiculturales; en el
texto la “paridad” sólo expresa la sensibilidad hacia el tema de género, y se vincula
exclusivamente a la igualdad de derechos entre la mujer y el hombre, pasando por alto
otras relaciones apropiadas para aplicar este derecho (derecho a voto de los
emigrantes…). Se trata de incorporar a la vieja y genéticamente machista democracia
liberal elementos para su actualización, para su perfección, para su consolidación como
ideal.

El rostro participativo, parece innecesario decirlo, recoge como su seña de identidad


la constante reivindicación de las posiciones democráticas de izquierda, compensación a
los riesgos de la mera representación que conviene a la posición liberal. Curiosamente
se clama por la participación en una época en que sectores y fuerzas sociales, empujados
a los márgenes, asumen políticamente su marginalidad, la exhiben y esgrimen como
arma de lucha contra el sistema capitalista de consumo (antisistemas, barrios periféricos
de París, de Atenas…), revelando así que su “participación” no es posible, ya que las
reglas que la rigen excluyen a quienes no las respetan, como manifiesta la teoría del
“pluralismo razonable” de Rawls, que sirve de fondo a la argumentación inclusivista. En
la DUDHE la participación se considera un fin en sí mismo, un objetivo; no aparece la
menor sospecha de que sea una estrategia, a usar y delimitar contextualmente, y mucho
menos sospecha que pueda llegar a ser un mecanismo de dominación. Y esa falta de
conciencia crítica es tanto más sorprendente cuanto que está a la orden del día la
sustitución de la política liberal burguesa clásica, parlamentaria y de partidos (o sea,
regida por la confrontación de posiciones y juego de las mayorías), por una política
postliberal basada en el diálogo y el consenso (el diálogo es bueno en sí mismo, se dice,
y el consenso es el referente de verdad en una política postmoderna sin verdad).

El rostro solidario, muy destacado en la democracia prescrita en la DUDHE, es el


tic de la nueva cultura humanitarista, sensible a las catástrofes y al dolor, generosa en
compasión y gestos indoloros, que se objetiva en movimientos sociales apolíticos, en
ONGs, en activismo del voluntariado, etc.., generando así toda una cultura que ha hecho
del pacifismo su bandera y de la compasión su única estrategia. Una solidaridad sin
deber, como argumentaban Rorty o Lipovetsky; solidaridad líquida, a lo Bauman,
apropiada a tiempos antropológicos de erosión del carácter (que resalta R. Sennet) e
incluso del ser (como teoriza Vattimo desde el “pensamiento débil”). Una solidaridad
que, como decía un viejo amigo a quien no le gustaría verse nombrado, tolera el “no
llevo suelto”.

Por último, el rostro garantista, oportuno a la hora de escribir una declaración de


derechos, de la que se sabe que su gran riesgo es el de ser estéril. Pero que junto a esa
202
conciencia lúcida recoge también, tal vez confusamente, esa generalizada necesidad de
la sociedad capitalista opulenta de seguridad absoluta; por tanto, el rostro garantista de
la democracia es la expresión de la creciente exigencia de tutela por la ley del individuo
occidental, que exige el riesgo cero, que aspira a que cualquier contingencia esté
sancionada por el estado. Esta sensibilidad, trasladada al marco internacional, se
concreta en la declaración de derechos emergentes –y en el discurso reivindicativo
cotidiano- en la exigencia y reclamación por parte el individuo de todo tipo de derechos,
incluido el derecho a que el mundo se organice políticamente de forma que no sólo
garantice los derechos a una vida digna en cualquier parte del mundo, sino que garantice
una larga vida y una completa felicidad.

Obviamente, esos seis rostros de la democracia que describe la DUDHE son sin duda
atractivos, a fuerza de familiares, pues no hacen sino recoger lo que el modelo de
sociedad actual necesita para ser deseable y perfecta, que es exactamente lo mismo que
necesita para reproducirse en paz gracias a su total aceptación; dibujan una opción
política tendencialmente compartida por la mayoría de fuerzas políticas y sociales en el
mundo capitalista occidental (Fukuyama no se equivocaba en eso, de ahí que nos irrite);
exponen la filosofía –o una filosofía- de nuestra civilización occidental en una fase
peculiar de su desarrollo. Un análisis detenido de estos rostros nos permitiría ver el
camino recorrido por la conciencia social, pues del mismo modo que la D-1948 era la
propia de una burguesía con mala conciencia, que fiel a su moral ascética interpretaba
los derechos como vida digna mínima, así la actual declaración de derechos emergentes
refleja la conciencia de una sociedad sin “clase dirigente”, sin cultura de clase,
sustituida por una ideología populista activada por el modelo de consumo. Pero esta
idea la dejamos pendiente, para otra ocasión.

6. El rostro igualitario de la democracia.

Aquí me limitaré –y con ello cerraré esta reflexión- a comentar sólo uno de ellos, el
“rostro igualitario”, que se trata en el Título I. Derecho a la democracia igualitaria, y
que me servirá –al menos así lo espero- para ilustrar cómo funciona la reducción de los
derechos a la democracia en el texto que nos ocupa. Nótese que, de los seis rostros, he
elegido el más sensible a una declaración que se autoconfiesa de izquierdas, el lugar
donde se deja ver mejor su esencia.

Pues bien, para contextualizar el tratamiento de la igualdad como rostro de la


democracia que hace la DUDHE, tendremos que compararla una vez más con el que
hace la D-1948. En principio podríamos pensar que el “derecho a la democracia
igualitaria” no debería distinguirse del “derecho a la igualdad” de la D-1948; pero no
parece que sea así. En ésta ese derecho se formulaba directa e inmediatamente, desde el
principio, en el Art. 1, al afirmar simultáneamente la igualdad en dignidad (identidad de
esencia) y derechos (igualdad política)

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” ;


203
En el Art. 2 se reitera la igualdad en derechos al decir que
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de
raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición” .

Y el Art. 7 insiste y especifica el igual trato ante la ley:

“Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley” .

En la mayoría de artículos se insiste, de una u otra forma, en que los derechos son los
mismos para todos. La igualdad de derechos es algo sagrado y extendido por todo el
articulado del texto de la D-1948, que no contempla excepción alguna, insensible a lo
que hoy se llaman “discriminaciones positivas”

En el texto de la DUDHE, en cambio, para definir el derecho a la igualdad como


rasgo propio de la democracia igualitaria, se elige un recorrido más sofisticado y
complejo. Comienza por dividir ese derecho a la democracia igualitaria en cuatro
derechos “fundamentales”, cada uno formulado en un artículo de la declaración:
derecho a la existencia en condiciones de dignidad (Art. 1), derecho a la paz (Art. 2),
derecho a habitar el planeta y al medio ambiente (Art. 3) y derecho a la igualdad de
derechos plena y efectiva (Art. 4). De entrada sorprende esta caracterización de la
democracia igualitaria, esta manera de pensar la igualdad, y hace sospechar que se está
forzando la clasificación para sacar adelante una tipología forzada, sin otra ventaja que
la estética de la teoría; es decir, parece como si se tuviera el listado de derechos en un
cajón y hubiera que distribuirlos entre estos seis rostros de la democracia, tal que se
forzaran sus límites y devinieran máscaras. Había que repartirlos, y al rostro igualitario
le han tocado esos. Porque, o bien es una distribución arbitraria de los mismos, o bien se
está poniendo en escena una idea de democracia muy peculiar, pensando en ella la
igualdad fuera del discurso compartido. Porque en nuestra tradición cultural la
“igualdad” suele presentarse, bien en su figura liberal o republicana, como igualdad
formal (igualdad de derechos, igualdad ante la ley, de participación y acceso a lo
público…), bien en su figura socialista, que añade la voluntad de igualación económica.
Esta última es la que cabía esperar expresada en el “rostro igualitario”, pero
sorprentendemente no se dice ni una sola palabra sobre la propiedad privada 241 y la
redistribución de las riquezas; por eso digo que la idea de democracia igualitaria que
expresa el texto es realmente genuina. Incluso sorprendente.

De los cuatro derechos que la concretan (a la dignidad, a la paz, a habitar el planeta


y la igualdad de derechos), realmente heterogéneos entre sí, sólo este último parece
adecuarse correctamente a la idea común de igualdad; los otros tres sólo muy

241
Para ser rigurosos, el término aparece una sola vez en toda la declaración: “El derecho al trabajo, en cualquiera de sus
formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene
derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición de respeto a los intereses generales de la
comunidad” (Art. 1,4). Ciertamente, en la D-48 tampoco se prodigan, como si quisieran disimularlo, pero lo afrontan con toda
claridad al formular el derecho de todos a la propiedad privada: “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y
colectivamente. 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad” (Art. 17).
204
tangencialmente tienen algo que ver con el derecho clásico a la igualdad y con la idea
extendida de democracia igualitaria, siendo insatisfactorios los esfuerzos que se hacen
para encuadrarlos. Veámoslo separadamente.

El derecho a la existencia en condiciones de dignidad se explicita como el derecho


de todos los seres humanos y todas las comunidades “a vivir en condiciones de
dignidad”. No dudo que la dignidad humana incluya el derecho a la igualdad y que, si el
discurso de los derechos tiene como sentido último la garantía de una vida digna, la
igualdad es una exigencia irrenunciable. Lo que resulta más cuestionable es la
identificación de la dignidad con la “democracia igualitaria”, cosa sólo evidente a
quienes compartan el ideal de vida de la democracia de los seis rostros. Quiero decir que
si bien hay razones para considerar “la existencia en condiciones de dignidad” un
derecho fundamental, hay pocas para poner este derecho como un apartado del más
amplio y básico “derecho a la democracia igualitaria”. La “vida digna” no es
propiamente un derecho, sino el objetivo último y general del discurso de los derechos;
más que un derecho es en el fondo el efecto global que esperamos de la instauración y
respeto a los derechos humanos; es decir, la dignidad más que una norma de vida es un
efecto global esperado de esas normas que llamamos derechos humanos universales. En
cualquier caso, admitido como derecho peculiar o como paquete de derechos, como
norma o como objetivo, lo que no resulta fácil es su identificación como contenido
específico de la “democracia igualitaria”. En rigor la “vida digna” debe proponerse
como límite (derecho u objetivo) de cualquier orden político; es el límite a respetar
incluso en regímenes distantes de la democracia igualitarista....

Más inteligible sería afirmar que la democracia igualitarista define la dignidad; pero,
en este caso, aparte de la necesidad de argumentarlo frente a gran cantidad de
contrafácticos, está el hecho evidente de que de esta forma se defiende sin reservas un
modelo de orden político concreto, no un pacto que regule las relaciones humanas (entre
individuos, entre estados y entre individuos e instituciones) en comunidades políticas
diferentes y entre ellas.

La confusión conceptual en torno a la vida digna, en torno a la “existencia en


condiciones de dignidad”, como norma o como objetivo, se expresa al reconocer que se
trata de una especie de derecho compuesto, o sea, un derecho que encierra, como las
matrioskas rusas, otros varios en su seno. Efectivamente, la DUDHE reconoce que este
derecho humano fundamental a la existencia en condiciones de dignidad comprende
nada menos que otros siete derechos, que configurarían las condiciones de dignidad.
Estos son: derecho a la seguridad vital (1.1), derecho a la integridad personal (1.2),
derecho a la renta básica (1.3), derecho al trabajo (1.4), derecho a la salud (1.5),
derecho a la educación (1.6) y derecho a la muerte digna (1.7). O sea, un paquete
complejo y heterogéneo, de difícil articulación con la idea misma de dignidad,
especialmente si, como hemos dicho, ha quedado anteriormente definida como libertad
de elección: “La dignidad le viene dada al ser humano por su condición de agente
205
libre”. Y aunque es cierto que la idea de agente libre pueda entenderse en sentido
material, en cuyo caso la libertad exige lo que Kant llamaba “independencia”
(económica, civil, ideológica…), la verdad es que de este modo la dignidad se identifica
con la revolución:
“quienes viven en la pobreza, quienes sufren enfermedades incurables, las personas con discapacidad
independientemente de cuál sea la tipología de su discapacidad, las minorías nacionales, los pueblos indígenas.
A todos ellos les falta las condiciones materiales y el reconocimiento de su capacidad de comportarse como
agentes libres y de funcionar, por tanto, como seres humanos”.

Además de encajar mal esos cuatro derechos, y los que llevan en su vientre, con
cualquier idea de dignidad con pretensiones de ser ampliamente compartida, resta el
otro problema: ¿qué tienen que ver con la “democracia igualitaria”?. La clasificación,
como he dicho, parece obedecer más a una agrupación casual de derechos para
conseguir una tipología cerrada que a una ordenación y jerarquización de los mismos
bien razonada.

El derecho a la seguridad vital es, como propuesta de derecho humano universal,


fácil de aceptar. En su sentido originario, de “derecho a la vida”, ha sido constantemente
reconocido a lo largo de la historia de los derechos, y seguramente merece encabezar
cualquier lista de una declaración de derechos universales. En la D-1948 se asumía sin
consideración ni límite alguno:

“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (Art. 3) .

Por tanto, junto a la libertad y a la seguridad, es un derecho postulable al margen de


la democracia igualitaria, como deben ser los derechos. Ahora bien, si nos fijamos en la
formulación que del mismo hace la DUDHE, de nuevo nos genera sospechas. Por un
lado, parece fundir los clásicos derecho a la vida y a la seguridad en el nuevo enunciado
de “derecho a la seguridad vital”, sin duda más confuso y almibarado. Por otro, lo
rellena de otra serie de derechos que muestran que más que esa “seguridad vital” se
interpreta menos como seguridad político-jurídica que como exigencia de unas dignas
condiciones materiales de existencia. Es decir, se interpreta como es un derecho
económico, tendente a garantizar los medios básicos de subsistencia:
“el derecho de todo ser humano y toda comunidad, para su supervivencia, al agua potable y al saneamiento, a
disponer de energía y de una alimentación básica adecuada, y a no sufrir situaciones de hambre. Toda persona
tiene derecho a un suministro eléctrico continuo y suficiente y al acceso gratuito a agua potable para satisfacer
sus necesidades vitales básicas” .

Nada tengo que objetar a tal reivindicación, pero no puedo evitar mencionar, por un
lado, que este derecho así entendido, con su porte económico, a pesar de su
reformulación es poco original, pues ya aparecía en la D-1948:
“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el
esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada
Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre
desarrollo de su personalidad” (Art. 23) .
206
Por tanto, no es un derecho nuevo. Por otro lado, resaltar que lo novedoso y raro es
presentarlo como peculiaridad de la democracia igualitaria. Hubiera sido preferible
ahorrarse estos esfuerzos de presentación y centrarse en la más intensa y clara exigencia
de explicitación de las instancias políticas responsables de su efectividad. ¿Cada Estado
o comunidad local, con la ayuda de la caridad o solidaridad internacional, o todos los
individuos e instituciones internacionales solidariamente?. ¿Ante qué tribunal se rinde
cuenta del cumplimiento?.

El derecho a la integridad personal, cuyos objetivos más relevantes según aparece en


el texto son la condena de la tortura y la supresión de la pena de muerte y de cualquier
forma de crueldad, también es defendible como derecho universal, pues en torno al
mismo hay un amplio consenso; lo que encuentro arbitrario es considerarlo uno de los
cuatro derechos que definen la dignidad. Conforme a lo antes dicho, la dignidad es un
concepto histórico, cultural, y su forma prescriptiva queda circunscrita por el conjunto
de los derechos humanos universales. En todo caso, no veo la manera de incluirlo como
propio de la democracia igualitaria. De hecho, la D-1948, que no identificaba discurso
de los derechos y discurso democrático, y mucho menos con democracia igualitaria, ya
reconocía el derecho a la vida (Art. 3, ya citado), así como la seguridad y la integridad:
“Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre, la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en
todas sus formas” (Art. 4).

“Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (Art. 5).

La única novedad, y me parece razonable, es la interpretación del derecho a la vida


en forma radical, incluyendo la abolición de la pena de muerte. La D-1948 silencia este
aspecto, que sin duda habría dificultado mucho la aprobación del texto por algunos de
los estados más influyentes. Creo que las circunstancias han cambiado y que hoy es
legítimo presentar el derecho a la vida como límite de la ley positiva, o sea, excluir la
condena a muerte de las legislaciones positivas.

La inclusión en el seno de la dignidad del derecho a la renta básica y del derecho al


trabajo, aunque sorprendente, es propia del discurso de la DUDHE, de su tendencia a
incluir la diversidad de reivindicaciones sin pararse a pensar en su consistencia. Claro, a
nivel superficial siempre se puede decir: un derecho es sólo un título de propiedad, el
propietario no está obligado a ejercerlo; por tanto, son exigibles ambos derechos: a la
renta básica y al trabajo, para que cada cual los ejerza a conveniencia. Pero tal
respuesta, además de insoportablemente liberal sería excesivamente frívola.

A mi entender, el derecho a la renta básica242 no puede tener hoy por hoy


pretensiones de universalización; lo ven claro algunas corrientes intelectuales
242
El derecho a la renta básica o ingreso ciudadano universal, que asegura a toda persona, con independencia de su edad, sexo,
orientación sexual, estado civil o condición laboral, el derecho a vivir en condiciones materiales de dignidad. A tal fin, se reconoce
el derecho a un ingreso monetario periódico incondicional sufragado con reformas fiscales y a cargo de los presupuestos del
Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro residente de la sociedad, independientemente de sus otras fuentes de renta,
que sea adecuado para permitirle cubrir sus necesidades básicas” (Art. 1,3)
207
minoritarias, pero sus argumentaciones no están suficientemente extendidas y están
lejos de ser convincentes. Aunque pueda presentarse atractivo en determinadas
propuestas políticas, es mucha pretenciosidad pensar que debe ser asumido por todos
como norma universalizable. Hoy por hoy cuenta con más aceptación la idea de que la
forma digna de ganarse la vida es el trabajo, de ahí que el derecho al trabajo243 me
parezca más aceptable como derecho humano universal. Pues, incluso si nos
adentráramos en la problemática ontológica que se juega –y normalmente se silencia- en
el debate sobre el derecho a la renta básica, que afecta al tipo de hombre que deseamos
construir, hay muchas razones para pensar que fortalece más los vínculos comunitarios
y la participación efectiva en la sociedad la “inclusión” forzada en el proceso de trabajo
que la “elección” de la marginalidad respecto a mismo. Quiero decir que lo
sorprendente es que sean las fuerzas de izquierda las que se suman a una propuesta tan
exquisitamente liberal divulgada por Ph. van Parijs (Pero reconozco que el tema se
merece mejor debate).

De todas maneras, dejando de lado la originalidad de la formulación “seguridad


vital”, el contenido de estos dos derechos tampoco es nada original, pues ya aparece en
la D-1948, sin la exigencia de la democracia igualitaria. Efectivamente, allí se proclama
el derecho al trabajo
“Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y
satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo” (Art. 23.1).

Incluso se especifica, sin relacionarlo con la exigencia de la democracia igualitaria,


que:
“Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual” (Art. 23.2)

Y si bien no hay referencia alguna a la “renta básica”, que ciertamente responde a


otra idea del ser y de la vida humana, además de a otra situación económica y social, se
recoge como elemento de dignidad una remuneración satisfactoria:
“Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como
a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por
cualesquiera otros medios de protección social” (Art. 23.3).

“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el
bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales
necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u
otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad” (Art.
25.1.)

“La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de
matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social” (Art. 25.2).

Incluso se tiene en cuenta el aspecto físico del trabajo, exigiendo unas condiciones
del mismo compatibles con una vida digna del hombre.
243
“El derecho al trabajo, en cualquiera de sus formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna
y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición
de respeto a los intereses generales de la comunidad” (Art.1,4)
208
“Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración
del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas” (Art. 24).

En cuanto al derecho a la salud y el derecho a la educación, en su formulación en la


DUDHE responde a objetivos asumibles en el capitalismo desarrollado y, dada la
interconexión económica y social del mundo globalizado, es razonable plantearlos como
derechos universales. Nada relevante que objetar, excepto que, una vez más, estos
derechos socioeconómicos, que afectan al bienestar, se proclaman con excesiva alegría,
y en una retórica que, si bien los hace aceptables, al mismo tiempo silencia lo que afecta
a su efectividad, al no fijar las instituciones responsables. El derecho a la educación ya
se recogía en la D-1948244. Y allí se añadía:
“Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” ( Art.
26.3).

Pues bien, hubiera sido deseable que la DUDHE, ante el debate actual sobre el
derecho de la comunidad a educar a los ciudadanos en sus valores y el de los padres de
educar a los hijos en los suyos, hubiera esclarecido esta cuestión, fijando prioridades,
en lugar de despacharla reformulando el derecho a la educación como “derecho a la
educación continuada” y guardando silencio sobre la gratuidad (la D-1948 la defendía
en la obligatoria):
“La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental” (Art.
26.1).

Es ésta una carencia que se reproduce en los principales temas candentes, que se
rodean con vaguedades en lugar de fijar las reglas y establecer jerarquías de derechos.

En cuanto al derecho a una muerte digna, la verdad, no veo mucha conexión con la
vida digna. Aunque me parezca un derecho de nueva generación, exigible en nuestros
tiempos, no debería mezclarse con los derechos al bienestar. El derecho al suicidio,
personal o asistido, corresponde a los márgenes del derecho a la libertad, cae dentro de
los límites de la privacidad que la democracia, y cualquier régimen no teológico, puede
reconocer y defender. Tal vez podría decirse: no hay existencia digna sin el derecho a
ponerla fin, sin el cual sería una existencia impuesta. Aunque me parezca una posición
asumible, considero que responde a un concepto de dignidad muy exigente, que no tiene
por qué ser fijado como derecho universal. Una cosa son los derechos a exigir a los
otros –al menos a quienes los comparten con nosotros- que respeten y promuevan las
condiciones para la vida digna y otra muy distinta defender el derecho a que nadie
coarte nuestra libertad para elegir el día y la forma de morir..., cuando esa decisión esté

244
“Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción
elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada;
el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos” (Art. 26.1). “La educación tendrá
por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades
fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o
religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz” (Art. 26.2).
209
en nuestras manos. Aquí se exige respeto a nuestra libertad; allá se reivindica ayuda,
colaboración, solidaridad.

En todo caso, y volviendo a la cuestión de fondo, estos derechos no son, en su


totalidad y como quedan descritos, elementos intrínsecos e individualizadores de la idea
de “vida digna” ni de la noción común de democracia igualitaria. Su mayor o menor
aceptabilidad, pues, debe asumirse en otra argumentación; el recurso de declararlos
intrínsecos a la democracia igualitaria (aunque sea a costa de hacer de ésta su máscara),
para así elevarlos a derechos humanos universales, es artificioso e ingenuo, y
políticamente irrelevante.

El segundo derecho fundamental incluido en el derecho a la democracia igualitaria es


el derecho a la paz (Art. 2). Pienso que la paz, como la dignidad, no son propiamente
derechos, sino objetivos o ideales que legitiman los derechos y en gran medida efectos
de los mismos. La D-1948 no trata la paz como derecho, sino como un beneficio
derivado de su cumplimiento. Hasta Kant, en cuya obra encontramos las raíces
históricas del discurso de los derechos, había de reconocer al fin que la guerra está
siempre en el horizonte, como ideal inalcanzable que da sentido a nuestra condición
ética. Aún así, considerando la paz un objetivo (incluso, si se prefiere, un valor
universal), habría que distinguirla del pacifismo esteticista que nos acosa. ¿Cómo se
puede luchar contra determinadas formas de opresión y de dominación, incluso de
ocupación del territorio por otro estado, o de usurpación del poder político por un
dictador, con el diálogo?. Respeto las estrategias de resistencia pacífica contra las
diversas figuras del mal político y social, pero no creo que tengan suficientes avales
para ser consideradas las únicas legítimas. Creo, por tanto, que habría de plantearse con
valentía si no hay derechos cuya exigencia y efectividad, en determinados contextos,
hacen inevitable el recurso a la violencia y la guerra. Si mi percepción es correcta, en la
DUDHE no aparece en absoluto explicitado el “derecho a la rebelión”; la D-1948 al
menos hacía una referencia, en uno de sus considerandos, y si bien no lo formulaba
como un derecho, lo contemplaba como un legítimo “recurso supremo”:
“considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el
hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” ;

La DUDHE reconoce que en el mundo hay violencia, guerras, opresión…, pero no


contempla que en esos escenarios los seres humanos tengan derecho al recurso a la
violencia, a la lucha armada, a la rebelión. Y no considero que se trate de una omisión
casual, pues, en cambio, dentro del derecho a la paz incluye el derecho a la objeción de
conciencia frente a las obligaciones militares:
“Este derecho humano fundamental comprende el derecho de toda persona a la objeción de conciencia frente a
las obligaciones militares. Toda persona integrada en un ejército tiene derecho a rechazar el servicio militar en
operaciones armadas, internas o internacionales, en violación de los principios y normas del derecho
internacional humanitario, o que constituyan una violación grave, masiva y sistemática de los derechos
humanos” (Art. 2).

Sorprende que, desde posiciones de izquierda, se defienda la objeción de conciencia pacifista y se silencien otras formas de
objeción, que hoy aparecen en el escenario público. La declaración de derechos no pede confundirse con una profesión (particular)
210
de fe pacifista. Es en condiciones de conflicto, tal vez de conflictos irremediables, donde tiene sentido el discurso de los derechos. Si
se cae en la tentación de soñar con la posibilidad de

“un sistema social en el que los valores de paz y solidaridad sean esenciales y en el que los conflictos se
resuelvan mediante el diálogo y otras formas de acción social pacíficas” (Art. 2),

en tal caso no hay que proponerlo como derecho, ni hay ya necesidad de ningún
derecho. Una sociedad donde todo se soluciones con el diálogo, y por tanto con el
acuerdo, ¿no es una sociedad de amigos?. Y tiene sentido entre amigos protegerse unos
de los otros fijando derechos?. La DUDHE, en su deriva utopista a la ciudad ideal,
olvida algo básico: los derechos sólo tienen sentido en un mundo en conflicto, donde
hay desigualdad, dominación, violencia, injusticias. Es en ese contexto, y como
pretensión de fijar unos límites a las diversas formas del mal social y político, como
mínimos de existencia de una vida digna entre enemigos, donde cobran vida y eficiencia
los derechos. En el cielo, en cualquier cielo imaginable, no se necesitan derechos
humanos; allí todo debe ser divino. Por eso, si se sueña con una sociedad celeste,
aunque sea sólo un sueño, no vale la pena imaginarla como ciudad de los derechos, sino
como ciudad donde los derechos ya no son necesarios.

En cuando al “derecho a la objeción de consciencia”, que aquí se introduce de la


mano del derecho a la paz, también requeriría mejores argumentos. Yo veo coherente
una posición política que abogue por el fin de los ejércitos y de las armas; coherente
aunque angélica. No veo coherencia, y a veces responde al mero cinismo, en defender o
consentir los ejércitos (que supone aceptar la posibilidad de una guerra justa o
necesaria) al tiempo que se exime a los ciudadanos del compromiso de empuñar las
armas. Si la decisión es democrática, la decisión de ir a la guerra expresa la voluntad del
pueblo, como cualquier ley; pertenecer a una comunidad exige un precio no convertible
en dinero. Otra cosa es la legitimad de la defensa de una ley que reconozca la objeción
de conciencia o la insumisión. Pero, mientras no sea reconocida, poner la conciencia por
encima de la voluntad del pueblo no me parece realmente muy “igualitarista”.

Más exótico, respecto a la igualdad, es el “derecho a habitar el planeta y al medio


ambiente”. Decir que
“todo ser humano y toda comunidad tienen derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro, a
disfrutar de la biodiversidad presente en el mundo y a defender el sustento y continuidad de su entorno para las
futuras generaciones” (Art. 3)

no queda mal... como sueño final de la historia, al menos como sueño de nuestra
sociedad consumista, que no puede silenciar el efecto de su potente consumo y genera
reflejos éticos étnicos y ecológicos. Podríamos pensar con benevolencia e interpretar
que, aunque silenciado e implícito, en este derecho a habitar el planeta se proclama lo
que hemos llamado en otro lugar “el derecho olvidado”, es decir, el derecho a elegir
ciudadanía, a elegir el lugar y la comunidad en la que integrarse y construir una vida en
común. Pero tanta benevolencia hermenéutica no es soportable ante la evidencia de la
primera gran ausencia de la declaración: los nuevos derechos prescribibles alrededor del
211
tema de la ciudadanía global, ante la inevitabilidad de enormes movimientos
demográficos y de la irreversible multiculturalidad de amplias zonas de nuestras
sociedades.

En cuanto al cuarto derecho, el “derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva”,


la verdad es que se trata del derecho igualitario por excelencia. Si algo hay moralmente
indigno es un orden social que consienta en la desigualdad de derechos de sus
ciudadanos; y si algo hay inaceptable en el contexto de una declaración de derechos
humanos universales que piensa los mismos como pacto o acuerdo, es una desigualdad
en derechos. Igualdad formal, por supuesto; pero requisito imprescindible para aceptar
un proyecto común entre hombre libres.

Ahora bien, tras la formulación abstracta que aquí se hace (“ Todos los seres humanos y
toda comunidad tienen derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva ”) se pasa a darle
contenido, describiendo los diferentes derechos subsumidos, y las cosas de nuevo se
confunden. Por ejemplo, podemos pensar que el “derecho a la igualdad de
oportunidades” es un corolario del derecho a la igualdad de derechos, que conlleva el
rechazo de toda discriminación
“por razón de raza, etnia, color, género u orientación sexual, características genéticas, idioma, religión,
opiniones políticas o de cualquier índole, origen nacional o social, pertenencia a una minoría, fortuna,
nacimiento, discapacidad, edad, o cualquier otra condición” (Art. 4.1);

pero no queda tan claro que la igualdad de derechos sea consistente con las muchas
referencias del texto a “discriminaciones positivas”, o políticas sociales de corrección de
las desigualdades reales, etc. Proteger a los débiles (inmigrantes, minusválidos, niños...)
son sin duda políticas igualitarias, que hablan de la calidad de la ciudadanía de una
sociedad, pero no debieran confundirse con el derecho a la igualdad de derechos. Del
mismo modo me parece que la no-discriminación, exigida por el derecho a la igualdad
de derechos, no puede llegar a la discriminación positiva y utópica de pretender que
“para la realización de la igualdad, se tomará en consideración la existencia y superación de las desigualdades
de hecho que la menoscaban, así como la importancia de identificar y satisfacer necesidades particulares de
grupos humanos y comunidades, derivadas de su condición o situación, siempre que ello no redunde en
discriminaciones contra otros grupos humanos” (Art. 4.1).

El salto del nivel del discurso de los derechos al de la ciudadanía celestial puede ser
tentador, e incluso éticamente defendible; pero traducir a derecho universal las
necesidades o voluntades de particulares, creo que es superar la barrera de lo razonable.
Considero que este es un problema teórico y político grave de la declaración, que unas
veces lleva a proclamar derechos éticamente compartibles, aunque políticamente
inviables, y otras a defensas angélicas de situaciones innombrables. Así ocurre, por
ejemplo, con el llamado “derecho a la protección de los colectivos en situación de
riesgo o de exclusión”, que pretende reconocer
“a toda persona perteneciente a una comunidad en riesgo o a un pueblo en situación de exclusión el derecho a
una especial protección por parte de las autoridades públicas” (Art. 4.2).
212
Así formulada, de forma abstracta, nada que objetar; pero una vez se concreta nos
encontramos con casos triviales, que poco o nada tienen que ver con la igualdad, como
“los niños, las niñas y los adolescentes tienen derecho a la protección y cuidados necesarios para su bienestar y
pleno desarrollo”; o “las personas mayores tienen el derecho a una vida digna y autónoma, así como los
derechos a la protección de su salud y a participar en la vida social y cultural”, o que “las personas con
discapacidad (...) tienen derecho a participar y formar parte activa de la sociedad...”) ,

con otros tan obvios como el derecho de los inmigrantes, cualquiera que sea su estatuto
legal en el Estado de inmigración,
“al reconocimiento y disfrute de los derechos proclamados en esta Declaración, así como a la tutela efectiva
por parte del Estado de inmigración de los derechos y libertades fundamentales establecidos en la Declaración
Universal de Derechos Humanos” .

Pues, obviamente, la declaración trata de los “derechos humanos”, que deben ser
respetados por todos los firmantes del pacto.

Como vemos, una y otra vez aparece en la DUDHE esta confusión conceptual de una
declaración de derechos como descripción de la ciudad ideal (eurocéntrica), y no como
ideal mínimo para la existencia de una ciudad que garantice a sus ciudadanos una vida
digna. Claro está, desde la conciencia ética de quienes nos preocupamos por estas cosas
es fácil caer en la tentación de considerar que, en “derechos humanos, cuanto más,
mejor”; al fin, no sólo estamos comprometidos con sacar adelante el discurso de los
derechos de la forma más progresistas, incluyendo su mayor efectividad, sino que nos
sentimos militantes en la lucha por un mudo más igualitario y justo; no sólo estamos
comprometidos con la dignidad, sino con la justicia e incluso con la bondad. Por tanto,
tenderemos a asumir con más satisfacción psicológica las propuestas máximas, las
declaraciones de derechos que se acerquen a nuestra idea política del mundo. Ahora
bien, siendo conscientes de esta tentación, y sobre todo siendo conscientes de que si
tiene interés la lucha por una declaración de derechos es sólo en la medida en que el
mundo ideal se mantiene siempre alejado, inasequible, hemos de imponer un límite
político a nuestra exigencia ética; hemos de asumir que una declaración de derechos no
es un ideal máximo, sino un ideal mínimo. “Mínimo”, sin duda, pero al fin “ideal”: es
decir, enormemente difícil de conseguir. La vida digna no es la vida perfecta; pero se
nos muestra tan lejana que a veces resulta casi la única utopía razonable.

Lo que quiero decir es que una declaración actualizada no pasa necesariamente por
añadir derechos, en la deriva hacia una ciudadanía óptima (entre otras cosas porque
desde posiciones pluralistas, y esta declaración asume esta perspectiva, no hay manera
de decidir teóricamente el ideal de ciudadanía); pasa por identificar estratégicamente las
necesidades y posibilidades actuales y centrar la mirada en la efectividad. Es sin duda
más fácil aprobar en nuestras sociedades desarrolladas una declaración de derecho a la
ciudad ideal que conseguir que en amplias capas del mundo se hagan efectivos los
derechos humanos más básicos; y es un gran error, si no una máscara cínica, considerar
213
que son dos procesos paralelos, que no tiene nada que ver la ampliación de derechos en
occidente y la pertinaz negación de los derechos elementales en otras partes del mundo.
Por tanto, una declaración de derechos no es indigna por renunciar a la ciudad ideal; lo
es, en cambio, si por no renunciar hace irrealizable la expansión universal de los
mismos.

Pues, en definitiva, no todo el bien tiene que estar registrado en derechos, como
tendemos a presentar en el seno del “estado de bienestar”, que acaba confundiendo los
privilegios que concede el poder con derechos del hombre. Los derechos definen un
espacio de relaciones éticas; pero luego la sociedad contiene también negocios,
políticas, gestión de cosas y sentimientos y emociones, etc.. La vida no queda inscrita en
el marco regulador de los derechos humanos universales, quedando fuera de los mismos
un amplio espectro de relaciones y prácticas, unas reguladas por el derecho positivo de
cada país, otras mantenidas como zonas de libre transacción, y algunas, me temo,
condenadas a ser gestionadas por formas ocultas y seductoras del poder.

En fin, como comentario final, creo que los redactores de la DUDHE han silenciado
absolutamente la otra función de los derechos, la de reproducción de un modelo
particular de sociedad, la sociedad capitalista. Al ignorarlo, su discurso reivindicativo
optimista contribuye a fortalecer la creencia en que los males de este orden social son
accidentales y superables, invitando así a mejorar la sociedad, a reproducir su sistema de
dominación; se cierra así la puerta a un discurso crítico dirigido a mostrar, primero, que
la lucha por los derechos, en el plano de la vida digna, es justa e insuficiente, y se da en
los límites del orden existente, para resistirlo mientras no se cuenta con fuerzas para
subvertirlo; segundo, que la lucha por la sociedad de los derechos, que convierte a los
derechos en medida de la calidad de la ciudadanía, es contradictoria y objetivamente
cómplice de la consagración y reproducción del sistema. Eso es, al menos, lo que creo.
214

X. Ciudadanía e inmigración 245.

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un
espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de
islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas.
Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su
cara” (José Luis Borges)

1. La ciudadanía y el ideal político.

El debate contemporáneo sobre la ciudadanía, extenso e intenso 246, suele plantearse


en el escenario del ideal político. En el mismo, el título de ciudadanía, el estatus que
describe o propone, alude a los privilegios que adornan o deben adornar la vida digna de
un hombre. Y esos privilegios, en nuestras democracias liberales, tienden a reducirse a
un repertorio de derechos. En una ponencia presentada recientemente en un Seminario
de Filosofía Política, Javier Peña afirmaba en un intento de acotar la idea de ciudadanía:
“A mi juicio, las notas más destacadas del concepto de ciudadanía son participación,
derechos y pertenencia. Un ciudadano es alguien que pertenece plenamente a la
comunidad (no es un extranjero, ni un mero residente), que tiene en virtud de ello
ciertos derechos (y los deberes correspondientes), y que de algún modo toma parte en la
vida pública. Es el modo en que se conjugan y la importancia relativa que en un
momento dado o en un discurso se atribuye a uno u otro lo que determina la idea de
ciudadanía que se mantiene en cada caso”247. Poner en el mismo nivel –como contenidos
de la ciudadanía- la pertenencia, los derechos y la participación, supone alinearse
acríticamente con la clásica posición marshalliana y, en consecuencia, compartir con la
misma un error conceptual que a mi entender tiene efectos relevantes. Uno de esos
efectos es, precisamente, la tendencia a dejar de lado la “pertenencia” para centrarse en
los otros dos contenidos, los “derechos” y la “participación”, cosa que aparece
explícitamente en el trabajo de Javier Peña (y que se repite igualmente en las demás
ponencias del citado Seminario y, en gran medida, en el debate general sobre el tema en
nuestro espacios académicos)248.

245
El trabajo “Ciudadanía e inmigración” fue elaborado originariamente como ponencia en un congreso internacional de
Geografía Humana, y está recogido en las actas (H. Capel (ed.), Actas del III Coloquio internacional de Geo Crítica sobre
“Migración y cambio social” . Barcelona, Dept. Geografía Humana, 2001). El texto sirvió de base de una conferencia en el
Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), y posteriormente se publicó como artículo en la
revista de dicho centro universitario (“Ciudadanía e inmigración”, en Estudios políticos 19 (2002): 9-33). El texto fue recogido en
J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
246
Vid. Brubaker, Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, Nueva York-Londres, University
Press of America, 1989; y Citizenship and Nationhood in France and Germany. Cambridge (Mass.), Harvard U.P, 1992; Frank
Moderne y otros, Ciudadanía y extranjería. Madrid, McGraw, 1998; F. Colom, Razones de identidad. Pluralismo cultural e
integración política. Barcelona, Anthropos, 1998; J. Rubio Carracedo y otros, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos.
Valladolid, Trotta, 2000.
247
Javier Peña, “La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía”. Ponencia en el Seminario Historia y naturaleza de
la ciudadanía hoy. Madrid, UNED, 2-6 Abril, 2001.
248
Ver F. Quesada (Director) Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy. Madrid, UNED Ediciones, 2002.
215
La consecuencia más inmediata de ese olvido de la pertenencia es pensar la
ciudadanía desde su cualidad, como un repertorio de derechos, de los meramente
pasivos a los políticos, cuyo progresivo y ampliado disfrute compone la figura del buen
ciudadano249. En su pleno desarrollo, que se conquista a lo largo de la historia, la
ciudadanía constituiría un ideal de vida política, el rostro del buen ciudadano, que
además de sujeto de derechos es sujeto que participa en la construcción de la ciudad. La
ciudadanía, en este enfoque, es un ideal que representa al individuo propietario de un
cada vez más amplio repertorio de privilegios o derechos que la comunidad política ha
de garantizar a sus miembros.

1.1. (La tesis de Marshall) La idea de la ciudadanía como ideal político, de fuerte
arraigo liberal, debe mucho a las influyentes tesis de T. H. Marshall, difundidas por el
pensamiento neoliberal conservador contemporáneo250. Definen una idea de ciudadanía
como repertorio de derechos que ponen la igualdad formal suficiente entre los
miembros de una comunidad política sin cuestionar la desigualdad real; derechos que
corrigen ciertas perversiones del mercado sin afectar esencia de éste y para reproducir y
garantizar su existencia. Pero la influencia de esta teoría va más allá –o más acá- del
pensamiento conservador y autoritario, y se filtra y contagia el más progresista, con lo
cual gana espacio y, de hecho, hegemonía. Por eso intentaré resituarla para, desde la
crítica a la misma, sugerir perspectivas de construcción de una alternativa.

La tesis de T. H. Marshall sobre la ciudadanía es, no hay que olvidarlo, una


propuesta en la línea de la tesis sostenida por Alfred H. Marshall, sin parentesco con el
anterior, en The future of working classes251, en 1873. Este pensador exquisitamente
liberal, economista destacado e influyente de la era victoriana, trataba de responder en
su libro-informe la posibilidad y conveniencia de abrir un poco el cerrado circuito del
modelo liberal del “gobierno representativo”, concediendo los derechos políticos, la
ciudadanía plena, a los sectores artesanos de la pequeña burguesía y a ciertas capas de
trabajadores asalariados. En tiempos políticos revueltos, de crecientes reivindicaciones y
movilizaciones obreras, este representante del liberalismo lúcido estaba convencido de
la posibilidad y conveniencia de conceder las reivindicaciones políticas democráticas
para seguir conservando el poder político y el mejor funcionamiento del sistema
capitalista. Su convicción se basa en dos argumentos, uno económico y otro político.
Conforme al primero, cree que el capitalismo victoriano ha alcanzado una potencia
económica y tecnológica suficiente para mejorar la situación de las clases trabajadoras,
disminuyendo ciertas desigualdades, sin menoscabo del desarrollo del capital. Por tanto,
consideraba que se podían conceder ciertas reivindicaciones que, además, eran
convenientes en cuanto contribuirán a la paz social, o sea, a la estabilidad del estado y a
la riqueza de la nación. De acuerdo con el argumento político, dirá que el desarrollo
tecnológico posibilita y exige, al mismo tiempo, el acceso de los trabajadores al

249
Vid. M. Pérez Ledesma (comp..) Ciudadanía y democracia. Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2000.
250
El Peterhouse Group, la Salisbury Review, el Adam Smith Institute y el Institute for Economic Affairs son algunos de sus
centros.
251
A. Marshall, “The future of working classes”, en A. C. Pigou (ed.), Memorials of Alfred Marshall. Londres, Macmillan,
1925.
216
conocimiento, a la formación y, en consecuencia, que pueden ser incorporados a jugar
papeles sociales y políticos sin riesgos, por tratarse de personas autodisciplinadas y con
creciente cultura.

Quiero insistir en que el análisis de Alfred H. Marshall no es nada moralista ni


excede los límites del discurso liberal. En su trabajo insiste en que no el objetivo real de
su propuesta no es el de disminuir las desigualdades, sino el de “civilizar” a la clase
obrera, incorporándola a las buenas prácticas sociales y económicas. Esa civilización ya
era posible, porque gracias a la tecnología el trabajo podía dulcificarse, ser menos rudo,
y podía remunerarse mejor, y cambiar las condiciones y jornadas de trabajo. Es decir,
los trabajadores podrían tener acceso a la educación, que Alfred H. Marshall proponía
como un derecho básico, insistiendo en que era el propio sistema capitalista el que
exigía esa educación, requería mejor formación profesional. Pero, además, la idea de
“civilizar” a los trabajadores respondía a exigencias y límites de los más sagrados
valores victorianos. En esta cultura los dos valores más preciados eran la respetabilidad
(respectability) y el autoperfeccionamiento (self-improvement), valores propios de las
clases medias, trabajadores, ahorradoras, comprometidas con el orden y la higiene
pública. La sociedad quedaba subjetivamente dividida en dos grandes bloques, según
cultivaran o no estos valores, según vivieran o no conforme a ellos. Para Alfred H.
Marshall las condiciones económicas y tecnológicas del capitalismo permitían, e incluso
exigían, que ciertas capas de trabajadores pasaran a formar parte de la sociedad
respetable, virtuosa y esforzada; era hora de que ciertas capas de los “roughs”, ásperos y
embrutecidos trabajadores, pasaran a ser “gentleman citizens”, ciudadanos honestos
comprometidos con el bien de la nación y el orden público. Dice A.H. Marshall: “La
cuestión no es si todos los hombres al fin serám iguales –que sin duda llegarán a serlo-
sino si el progreso puede continuar con ritmo regular, auque sea lentamente, hasta que
la oficial distinción entre trabajador (working man) y hombre civilizado (gentleman)
haya sido superada; hasta que, al menos por lo que respecta a la ocupación, cada
hombre sea un gentleman”. Yo sostengo que eso puede ser y que lo será”252.

Por tanto, la conclusión que podemos sacar es que la defensa por A. H. Marshall del
derecho a la educación sea hace en una lúcida reflexión de las necesidades del
capitalismo y de la sociedad británica en la era victoriano. La expansión de la
ciudadanía, pensada como acceso de las clases trabajadoras educadas, formadas,
autodisciplinazas, en fin, “civilizadas”, está pensada desde las necesidades y
posibilidades del orden político y económico: el orden capitalista (y las desigualdades
que le son intrínsecas) podía perfectamente subsistir en un sistema liberal democrático
que asumiera el principio de igualdad de derechos; y la austera y disciplinada cultura
vitoriana no se vería amenazada por el demos grosero y anárquico, imagen tópica de la
democracia hasta entonces, sino fortalecida por la incorporación a la forma de vida
burguesa de las capas de trabajadores más formados, que para A. H. Marshall eran los
artesanos y la incipiente “aristocracia obrera”, en términos marxistas. En cualquier caso,
252
Ibid., 102.
217
la igualdad que aportarían los nuevos derechos, la ciudadanía, la inclusión plena en la
comunidad, tendría la virtud de legitimar ésta, haciéndola más justa y potente, al tiempo
que justificaría el otro tipo de desigualdades, intrínseco al capitalismo, como las de
clase, que serían desactivada.

Pues bien, bastantes décadas después, T. H. Marshall en Ciudadanía y clase social


(1950) entiende que esa idea sigue vigente en lo fundamental, que la sociedad actual
sigue aceptando la suficiencia de la igualdad aportada por la ciudadanía, considerándola
compatible con múltiples y fuertes desigualdades reales, especialmente tras haber sido
dicha ciudadanía enriquecida con una larga lista de derechos sociales y políticos 253. Para
la defensa de su tesis elabora una idea de ciudadanía que tendrá gran incidencia teórica
y, sobre todo, una gran hegemonía política; tal idea distingue tres elementos, que en
conjunto constituyen su homogéneo contenido: el elemento civil, compuesto por “los
derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de
pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y
derecho a la justicia”254; el elemento político, cuyo contenido es “el derecho a participar
en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad
política o como elector de sus miembros”255; y el elemento social, que abarca un amplio
espectro de derechos, desde “el derecho a la seguridad y a un mínimo de bienestar
económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser
civilizado conforme a estándares predominantes en la sociedad”256.

La ciudadanía plena es puesta como el ideal político liberal, realizable en el tiempo, a


medida que los individuos vayan ganando competencias, a medida que conquisten la
“pertenencia plena”. Para Marshall la “pertenencia” no se plantea en el escenario
abstracto del “derecho a elegir ciudadanía”, (lo que carece de sentido en cuanto se parte
del escenario del estado-nación, tal que si no ciudadanos en sentido estricto, todos los
que allí nacen son al menos súbditos), sino en la línea de su homónimo antecesor de
incorporación a la clase honesta, disciplinada y responsable, de pertenecer a los
educados y cívicos “gentleman”. Supone, por tanto, un escenario nacional, en el que
todos gozan de la de la pertenencia (mínima) como súbditos, y sólo las clases selectas,
educadas, con capacidad de autodeterminarse, gozan de la ciudadanía plena. Le
preocupa sólo el desarrollo histórico de esa ciudadanía, que irá introduciendo elementos
de igualdad al incorporar a su contenido nuevos derechos y al incorporar al estatus de
ciudadano a nuevas capas sociales. Pero, en todo caso, la ciudadanía plena, la máxima
generalización de los derechos, la que significa la máxima igualdad contemplada en el
ideal social liberal, siempre será compatible con otras muchas formas de desigualdad
ante las que dicho ideal o bien es insensible, o bien las legitima como generadoras de
virtudes privadas o públicas. Por tanto, la concepción de T. H. Marshall de la
ciudadanía o plena pertenencia a una comunidad se reduce a un repertorio de derechos,
253
T.H. Marshall, “Ciudadanía y clase social”, en T.H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid,
Alianza, 1992, 21.
254
Ibid., 22-23.
255
Ibid., 23.
256
Ibid., 23.
218
pero el derecho a la ciudadanía no es un derecho previo a la comunidad, no es un
derecho del hombre; en rigor, ni siquiera es un derecho de los miembros de la
comunidad, pues la pertenencia a la misma no garantiza la ciudadanía plena, que
aparece siempre como ideal a conquistar.

Para T. H. Marshall la ciudadanía es “aquel estatus que se concede a los miembros de


pleno derecho de una comunidad”257; por tanto, en cuanto concesión, implica la
desigualdad de estatus, la presencia de miembros de la comunidad sin plenos derechos.
En rigor, funciona como un estatus ideal a conseguir por los miembros-súbditos del
estado. Es un título que iguala a sus beneficiarios en derechos y obligaciones; pero un
título que se conquista y se rellena progresivamente de contenido, ejerciendo una
clausura y la consiguiente exclusión. Y, sobre todo, es una institución no sólo
históricamente insensible a la desigualdad formal, distinguiendo jerarquías entre estatus
de ciudadanía, sino que incluso cuando se universaliza en el estado democrático excluye
de la misma la igualdad real, se reconoce compatible con la misma: “su evolución –dice
Marshall- coincide con el auge del capitalismo, que no es un sistema de igualdad, sino
de desigualdad”. La ciudadanía, pues, desarrolla un tipo de igualdad compatible con
otros tipos de desigualdad, en una relación compleja con ellos; pone un tipo de igualdad
en un modelo ideal antiigualitario. Su legitimación, aunque pueda parecer paradójico,
reside en su función integradora de lo desigual, pues tiende un lazo solidario y de
identidad por encima de la desigualdad que tolera y supone. Frente al sentimiento, el
parentesco, la ficción de una descendencia común, en definitiva, los vínculos
etnoculturales que constituyen el lazo de unión de la comunidad (Gemeinshaft), lo que
Durkhein llamaba “solidaridad mecánica”, la ciudadanía pasa a ser un elemento de la
“solidaridad orgánica”, propio de sociedades mercantiles y, en especial, capitalistas: “La
ciudadanía requiere otro vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de
pertenencia a la comunidad basado en la lealtad a una civilización como patrimonio
común. Es una lealtad de hombre libres, dotados de derechos y protegidos por un
derecho común”258. Como puede apreciarse, sigue siendo cuestión de “gentleman”

Como era de esperar, a pesar del esfuerzo teórico universalista de T. H. Marshall, su


idea de ciudadanía acaba por identificarse con el ideal liberal de sociedad política. De
un modo u otro, un modelo de ciudadanía es una alternativa sociopolítica, y la posición
de Marshall es explícitamente liberal. Por ello no es, ni puede ser, un derecho del
hombre, como ya reconocieran los revolucionarios liberales al distinguir entre
“derechos del hombre y del ciudadano”. Es un derecho concedido por la comunidad
política, que en su institución histórica y concreta va definiendo y reajustando el cuadro
de derechos que se conceden a los distintos tipos de hombres que conviven en ella,
según pertenezcan o no a la comunidad política y según el tipo de pertenencia o lugar
que ocupan en ésta. Y del mismo modo que la ciudadanía marshalliana no es ni puede
ser un derecho del hombre, tampoco es una cuestión de justicia, no se identifica con la
257
Ibid., 37.
258
Ibid., 46-47.
219
idea de justicia; al contrario, ella misma contiene en su repertorio el derecho a la
justicia, que no significa derecho a un trato justo en un escenario universalista, del
hombre como ciudadano del mundo, sino que “se trata del derecho a defender y hacer
valer el conjunto de los derechos de una persona en igualdad con los demás, mediante
los debidos procedimientos legales”259.

Ni un derecho del hombre ni un modelo de justicia; la ciudadanía marshalliana se


define como un estatus, como una condición, en rigor, como un privilegio, que pone los
límites a la distribución de derechos, excluyendo a los extraños a la comunidad y
diferenciando en su seno la escala de jerarquía ciudadano-súbdito. Es bien cierto, como
señala T. H. Marshall, que a lo largo del siglo XX se ha conseguido una distribución
igualitaria de la ciudadanía en el interior de los estados capitalistas, al margen de las
diferencias reales de clase o de género; pero no es menos cierto, primero, que el
repertorio ampliado de derechos no ha logrado igualar las profundas diferencias reales;
segundo, que los “éxitos” de la extensión de la ciudadanía no han afectado, si no es
negativamente, a la idea de una ciudadanía mundial, es decir, a una distribución
mundializada de los derechos y los bienes. Y estos son dos límites de la ciudadanía
liberal democrática que deberían hacernos pensar en la sacralización de la misma en
nuestras sociedades.

1.2. (La tesis de Bottomore) Algunas de estas críticas las ha abordado Tom
Bottomore en su ensayo Ciudadanía y clase social, cuarenta años después260; comentaré
brevemente las que se refieren al escenario de representación. Para Bottomore “la
ciudadanía plantea un conjunto de interrogantes que deberíamos examinar en un marco
mucho más amplio, hasta el punto de que lo más adecuado sería hacerlo a escala
mundial”261. Y, en esta perspectiva, que me parece la correcta, la ciudadanía aparece en
el presente por primera vez como problema o, al menos, como problema con
características peculiares. Para Bottomore la nueva problemática es fruto de la guerra,
en rigor, de las condiciones socioeconómicas de la postguerra, con el desplazamiento de
millones de trabajadores de sus países de origen y con el endurecimiento de las
exigencias para acceder a la ciudadanía formal262en sus países de destino; el efecto
inmediato se concreta en la aparición de muchos y numerosos núcleos residentes
extranjeros legales, nuevos súbditos sin ciudadanía (en cuanto sometidos a la ley del
país y con derechos pasivos y limitados), lo que los alemanes llamaban “trabajadores
invitados”, fruto de la internacionalización del empleo y de la producción. Esta
situación fáctica tiene como consecuencia política el surgimiento de problemas a la hora
de distinguir y fijar las condiciones y rasgos de dos figuras civiles, próximas pero
inconfundibles: la “residencia”, que es una primera e incompleta forma de pertenencia,
y por tanto una ciudadanía mínima o limitada, y la “ciudadanía” en sentido estricto,
como ciudadanía plena o absoluta, estatus de goce de la igualdad máxima de derechos.
259
Ibid., 23.
260
T. Bottomore, “Ciudadanía y clase social, cuarenta años después”, en T.H. Marshall y Tom Bottomore, Op. Cit, 83-137.
261
Ibid., 100.
262
La distinción “ciudadanía formal”, o pertenencia a un estado-nación, y “ciudadanía sustantiva”, o conjunto de derechos
civiles, políticos y sociales que garantizan la participación en los asuntos de gobierno, es de W. Rogers Brubacker.
220
La distinción, nos recuerda Bottomore, da entrada a la sospecha de que tal vez “el
Estado-nación no sea el único o principal espacio donde localizar esta última en el
sentido sustantivo”263.

¿Qué implica este cuestionamiento del escenario de representación, pasando del


nacional al mundializado?. Ni más ni menos que la necesidad de plantearse “si los
derechos de los ciudadanos son derechos humanos que conciernen a los individuos en
tanto que miembros de una comunidad, al margen de su pertenencia formal a un Estado-
nación”264. Es decir, si el derecho a la ciudadanía (que lleva aparejado los demás
derechos activos y pasivos), ha de ser considerado un derecho del hombre o un
privilegio de los miembros de comunidades particulares. Este planteamiento radical
pone el primera línea el “derecho a elegir ciudadanía”, distinguiéndolo de los derechos
incluidos en la ciudadanía; y exige teóricamente hacer abstracción de la pertenencia a
una nación como determinación del ser humano, como límite o carga que haya de
arrastrar en su biobrafía.

Tengo que conocer y resaltar que Bottomore no plantea abierta y radicalmente la


cuestión de si la ciudadanía es un derecho del hombre, aunque en cierto modo abra ese
camino; su planteamiento es más matizado y prudente. Viene a decirnos que, por una
parte, la nueva situación económica de la postguerra mundial, con los desplazamiento
demográficos forzados, refuerza el interés por la ciudadanía formal, es decir, por la
pertenencia legal a un estado-nación en el que se resida. Puesto que esta ciudadanía
formal o legal garantiza el acceso a los derechos que este estado reconoce a sus
miembros, será un objetivo inmediato de aquellos emigrantes que antes se contentaban
con el permiso de residencia (que era una especie de ciudadanía pasiva limitada). Por
otra parte, siguiendo las tesis de W. R. Burbaker, Bottomore señala nuevas figuras,
como la del permiso de residencia (“no-ciudadanos privilegiados”) y la de doble
nacionalidad, que relativizan la importancia de la ciudadanía formal a costa de la
ciudadanía limitada efectiva. De todas formas, lo cierto es que “los derechos civiles y
sociales, e incluso los políticos, con ciertas limitaciones, se garantizan cada vez con más
facilidad a los que viven y trabajan (o están jubilados) en un determinado país, al
margen de su ciudadanía formal nacional. La ciudadanía formal, concluye Bottomore,
tiende a perder peso, o al menos urgencia, en la conciencia de los no-ciudadanos
respecto al problema real de la ciudadanía limitada sustantiva.

Ahora bien, el tono descriptivista y sociologizante de Bottomore, aunque con una


carga normativa ausente en Marshall, le impide llegar al fondo del problema; a mi
entender el reconocimiento del acercamiento o intercambio pragmático entre ciudadanía
formal y sustantiva no debería silenciar la legitimidad de plantearnos la ciudadanía
como un derecho universal del hombre y/o como una cuestión de justicia universal. Es
comprensible que la situación de los emigrantes o de ciertas minorías étnicas les lleven

263
Ibid., 109.
264
Ibid., 111.
221
a preocuparse más de sobrevivir que a vivir con dignidad; y que, en consecuencia se
preocupen más del estatus que les garantice la residencia, el trabajo y algunos derechos
sociales pasivos que luchar por la igualdad de derechos; y que incluso lleguen a
renunciar a su lucha por éstos a cambio de garantizar aquéllos. Pero la tarea del
pensamiento no es legitimar lo dado, y mucho menos sacralizar la positividad; por tanto,
considero que sigue siendo pertinente la defensa de un nuevo escenario de debate sobre,
y de lucha por, la igual ciudadanía; y ese escenario requiere romper con el supuesto
implícito del estado-nación para instaurarse como ámbito universal.

La teoría de la ciudadanía de Marshall, como la de Bottomore, están afectadas por su


orientación a la construcción del ideal político, sea éste pensado de forma ideal o con
realismo posibilista, sea definido en claves liberales o socialdemócratas. Por eso valoran
la ciudadanía por su contenido, por los derechos que incluye y por su reparto entre los
miembros de la comunidad. Mi propósito, en cambio, es cambiar de espacio de
representación: pensarla como derecho del hombre, como cuestión de justicia
universal265. Y, desde esta perspectiva, lo esencial no es describir los “derechos de la
ciudadanía”, midiendo la calidad por la cantidad, sino el “derecho a elegir ciudadanía”,
poniendo la dignidad del hombre (y la “dignidad” no es un concepto revolucionario,
sino exigencia ideal del discurso liberal democrático) como máximo referente.

2. La ciudadanía y la teoría de la justicia.

2.1. (Cambio de escenario) Sin menospreciar el debate sobre la cualidad de la


ciudadanía, es decir, sobre los derechos que incluye y su distribución en el seno de un
estado, entiendo que la situación ha cambiado y el orden de los problemas se ha
invertido. Afirmo, primero, que la situación ha cambiado: en el mundo actual es
ingenuo, cuando no inmoral, plantearse los problemas de la justicia –y el de la
ciudadanía es hoy el principal problema de la justicia, pues establece el límite de
quienes son acreedores de ella frente a quienes sólo son objetos de caridad- en el marco
de los estados, como si su producto a distribuir justamente fuera ajeno a lo que hay más
allá de sus fronteras; segundo, que hay una nueva jerarquía de problemas: las
deficiencias en cuanto a la realización del ideal del ciudadano en nuestras democracias
parecen insignificantes al lado del dramatismo con que se están presentando los
problemas de la inmigración; las carencias de la ciudadanía en los países capitalistas
occidentales no son comparables con la miseria y marginación de quienes en ellos no
tienen este estatus.

Hoy hay pocos problemas sociales –tanto políticos y económicos como morales y
culturales- tan apremiantes, inaplazables y determinantes como el de los fuertes flujos
migratorios desencadenados en la última década y que no parecen tener fin. Y entre el
repertorio de problemas que ese ya inevitable mundo globalizado plantea a la idea de
justicia, el más determinante y urgente es el de repensar la ciudadanía como elemento
de ésta. En nuestros tiempos, la ciudadanía ya no puede ser pensada descriptivamente

265
Vid., S. García y S. Lukes (comps.), Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI, 1999.
222
como un estatus o condición de pertenencia a una comunidad que da derechos y, entre
ellos, a un trato justo en su seno; es decir, no puede ser pensada como una
determinación exterior de la justicia, tal que divida el ámbito de lo justo en dos regiones
con cánones diferentes, de modo que algo pueda ser injusto en el dominio de los
ciudadanos y justo (aunque moralmente se rechace) en el de los meros súbditos
excluidos. Hay en cambio buenos argumentos para pensar la ciudadanía como un
contenido más de justicia, como un bien objeto de distribución justa.

En este sentido, es urgente plantear el silenciado pero activo rostro feo de la


ciudadanía, su función de clausura, de separación, de exclusión, de diferenciación, de
oposición, de injusta distribución. Suele pasar con los derechos que, reconociéndose su
función positiva, la defensa de los débiles, se oculta su rostro feo, su papel en la
reproducción del orden político social y, en consecuencia, de las injusticias y
desigualdades inherentes al mismo. Con la ciudadanía ocurre lo mismo: sacralizada
como bien absoluto, se invisibilizan sus funciones menos dignas; puesta la mirada en la
identidad nacional que crea, se oscurece la exclusión que ejerce. En este sentido, creo
conveniente criticar la ingenua creencia de pensar como obvio el derecho a constituir un
nosotros desde el que expulsar a los otros; hay que revelar la oposición nosotros/ellos
cultural o político con que legitimamos la exclusión como forma enmascarada de la
inquietante distinción amigo/enemigo de C. Schmitt; hay que lanzar sombras sobre la
ciega creencia en al legitimidad de la apropiación colectiva por un estado de un
territorio, sus riquezas, su cultura, su paz y su libertad, al menos las mismas sombras
que se han proyectado sobre la apropiación privada de los medios de producción.

Todo esto se resume, a mi entender, en aparcar la reflexión sobre la ciudadanía en el


escenario del ideal político y desplazarla al escenario de la justicia. Es decir, pensar la
ciudadanía no como una fuente de derechos sino como uno, el más fundamental, de los
derechos. Por tanto, una cuestión en la que no se debe poner en primer plano el bien (su
bienestar, su felicidad, su identidad, su cultura, sus derechos) de los individuos o los
estados, sino las relaciones de justicia entre ellos, en línea con la tesis de J. Rawls de
“prioridad de la justicia sobre el bien”266.

Pero no basta con este desplazamiento del escenario de reflexión, desde el ideal
político a la justicia, desde la ciudadanía como una condición a la ciudadanía como un
derecho. Al mismo tiempo hay que situar la justicia en un escenario mundial, es decir,
asumir la perspectiva de lo que suele llamarse “justicia internacional”267. Ya no
podemos encerrar la justicia en la regulación de la distribución interna a cada estado,
como si los bienes a distribuir nada tuvieran que ver con lo que pasa más allá de las
fronteras; como si las riquezas se quedaran allí donde son producidas. Hoy más que

266
Sobre este tema ver J. Rawls, “Justice as Fairness: Political not Metaphysical”, en Philosophy and Public Affairs, 14 /3
(verano 1985); B. Barry, La justicia como imparcialidad. Barcelona, Paidós, 1997, 171-260; Ch. Taylor, Philosophy and the
Human Sciences. Cambridge U.P., 1955; y M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge U.P., 1982. Un tratamiento
sintético del problema se encuentra en Ch. Mouffe, El retorno de lo político. Barcelona, Piados, 1999, Caps. 4-6.
267
Brian Barry, Teorías de la justicia. Barcelona, Gedisa, 1995, 197-220.
223
nunca la justicia requiere el mundo como su universo adecuado de aplicación. Es una
contradicción afirmar la mundialización de la economía como un dato al tiempo que
secuestramos la justicia, y en especial la que refiere a la distrfribución de las riquezas y
bienes, en las fronteras políticas de los estados.

Estos dos criterios de justicia (su prioridad sobre el bien y la dimensión mundial de
su universo) nos ayudan a conceptualizar la ciudadanía como contenido de la misma: la
ciudadanía, por un lado, tiene prioridad respecto a cualquier bien (nuestra economía,
nuestra cultura o nuestros dioses); más aún, es inconmensurable con cualquier bien; por
otro, no se aplica sólo en el interior de un estado –distribuyendo allí derechos y
privilegios- sino en un marco que transciende las fronteras. Estas son las dos
condiciones teóricas de un nuevo discurso sobre la ciudadanía, si no queremos quedar
prendidos en la red marshalliana, en la trama discursiva liberal nacional. Aunque, en
rigor, ambas condiciones son necesarias pero no suficientes.

2.2. ( Distribución de la pertenencia) Michael Walzer268 ha abordado su reflexión


sobre la ciudadanía en un texto destinado a hablar de la justicia, llegando a afirmar que
la ciudadanía es hoy la gran cuestión de la justicia; su planteamiento presenta además el
atractivo añadido de situar la justicia en las coordenadas de la internacionalización. No
sólo plantea la ciudadanía como cuestión de justicia, sino que confronta los dos
universos de la misma en disputa: el clásico de la comunidad política estatal y el más
reciente que exige una perspectiva mundial. Ahora bien, este interesante planteamiento,
conforme a los dos desplazamientos señalados, se verá afectado por su tendencia a
privilegiar la mirada comunitaria, estatal, respecto a la mirada internacional sobre la
justicia, lo que a mi entender le aleja de una solución satisfactoria.

Walzer concede que el mundo es, y debe ser hoy, el horizonte distributivo, el
referente de reflexión de una justicia distributiva; considera ceguera o mala fe hacer
abstracción de la mundialización del intercambio –y la justicia trata de regular la
distribución. Por otra parte, entiende que la ciudadanía es un bien y que, como tal, debe
distribuirse de acuerdo con criterios de justicia; más aún, Walzer considera la
ciudadanía un bien básico, lo cual exige su distribución igualitaria. Ambos
presupuestos, un escenario de la justicia mundializado y una idea de la ciudadanía como
bien, deberían conducir a la defensa de una ciudadanía universal, es decir, de un reparto
igualitario del bien de la ciudadanía, como cualquier otro bien del mundo.

Pero, sea por la carga ideológica liberal, que empuja a sustituir la igualdad por el
mérito como criterio de justicia, sea por su militancia filosófica comunitarista, que le
lleva a negar cualquier criterio racional universal, Walzer aceptará que la distribución
justa quede afectada por determinaciones extrínsecas y exteriores a la justicia, al tomar
como referente axiológico la comunidad política. Así, el escenario deja de ser un mundo
poblado de individuos abstracto (verdadero punto de vista mundial) para ser un mundo
dividido en comunidades políticas que, a su vez, están constituidas por individuos entre

268
M. Walzer, Esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México, FCE, 1983, 41 ss.
224
los que existen poderosos vínculos de identidad etnoculturales e históricos. La
ciudadanía queda como un bien a distribuir mundialmente entre los individuos, pero por
la mediación de la comunidad política, que gestiona su contenido, sus usos y sus límites.

El argumento más convincente para defender este escenario –y el más falaz- es el


positivista: “así son las cosas desde siempre”; y, ciertamente, siempre o casi siempre ha
sido así, que el derecho a la ciudadanía refería a la comunidad política de origen. Pero la
fidelidad al argumento positivista habría llevado a decir que, puesto que durante
milenios los hombres eran súbditos, no ciudadanos, no tenía legitimidad reivindicar el
derecho de ciudadanía, y a contentarse con cualquier contenido de ésta. Pero, como he
dicho, la esencia del pensamiento es rebelarse contra la positividad, negar la realidad,
luchar por imponer un ideal. El “así ha sido siempre” puede contar a favor con la
resignación fruto de una prolongada derrota, pero no con la razón; los derechos y
deberes no pertenecen al plano del ser, no están sometidos formalmente a la historia.

Pero Walzer es contundente, y refuerza su argumento positivista con buenas dosis de


naturalismo, sosteniendo que las cosas son y han sido así no por contingencia, sino por
naturaleza; y cerrando su reflexión afirmando dogmáticamente que “lo natural es
bueno”, es referente del valor. Este tipo de reflexión tiene a su favor el pesimismo
histórico; por ello no le resulta difícil a Walzer argumentar tal cuestión de hecho, ya que
es obvio que la comunidad política ha ejercido y ejerce aún una poderosa mediación en
la distribución en el mundo de bienes y esfuerzos, de privilegios y castigos. Dice
textualmente: “los bienes sociales son compartidos, divididos e intercambiados a través
de fronteras políticas”. Reconoce, claro está, que “las cosas son movidas y la gente se
mueve de aquí para allá atravesando las demarcaciones territoriales”; pero, no obstante,
persistirá en remarcar que “la comunidad política es el entorno adecuado a esta empresa
(de definir la justicia)” 269. Para Walzer, por tanto, el escenario apropiado para tratar la
justicia es la idea de un mundo global pero dividido en comunidades políticas; mantiene
una perspectiva mundial, pero reconoce a las comunidades políticas un peso
determinante en la definición de lo justo y lo injusto; y, en el tema que nos preocupa,
otorga a las comunidades la legitimación de los criterios de distribución “justa” de la
ciudadanía.

Bien mirado, lo que está en el fondo del debate es el estatus de moralidad que se
reconoce a la pertenencia o nacionalidad. Es una cuestión fáctica incuestionable que los
individuos viven en el mundo adscritos a comunidades, con una nacionalidad; pero es
una cuestión moral el significado a otorgar a dicha adscripción o pertenencia, ponerla o
no como fuente de derechos. Todo, pues, se juega en el escenario de representación
elegido, que apenas logra esconder la opción de valor, la voluntad (de poder) a la que
sirve. Walzer reconoce que hay otros escenarios de representación posible, como los por
él denominados “liberalismo global” y “socialismo global”, dos figuras del
universalismo, que hacen abstracción de las determinaciones étnicas e históricas y sitúan
269
Ibid., 41.
225
la reflexión sobre la justicia en un mundo sin pertenencias o adscripciones: “Podríamos
optar –nos dice- por un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas,
donde nadie fuera miembro o donde cada uno perteneciera a un único Estado global.
Ambas son formas de la igualdad simple respecto a la pertenencia. Si todos los seres
humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en
el desierto o en algún lugar junto al camino, entonces no habría pertenencia alguna para
ser distribuida. La política de admisiones no sería tema alguno. Dónde, cómo y con
quién viviríamos, dependerían primero de nuestros deseos individuales y más tarde de
nuestras relaciones personales y de nuestros negocios. La justicia no sería otra cosa que
no-coerción, buena fe y buen samaritanismo –una cuestión íntegramente de principios
externos. Si por contraste todos los seres humanos fueran miembros de un estado global,
la pertenencia ya habría sido distribuida, a saber, de forma igualitaria, y no habría más
que hacer. La primera de estas circunstancias implica una especie de liberalismo global;
la segunda, una especie de socialismo global. Ambas son condiciones bajo las cuales la
distribución de la pertenencia nunca se daría. O no habría un estatus así para ser
distribuido, o bien éste simplemente llegaría (a cada cual) con el nacimiento” 270. Pero no
le falta tiempo para predecir que “ninguna de tales circunstancias es factible en un
futuro previsible”, y para argumentar que “mientras los miembros y los extraños sean
dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la
admisión, y entonces hombres y mujeres serán aceptados o rechazados” 271. Parece
olvidar que está hablando de la justicia, es decir, que ha situado su discurso en el nivel
de la razón práctica, que lejos de describir o someterse a los hechos, a las situaciones
reales, tiene el objetivo de afirmar o negar su legitimidad. La obvia necesidad de
reconocer un estado de cosas, e incluso de operar y gestionar un estado de cosas, no
afecta lo más mínimo a la moralidad de dicho estado y de dicha gestión.

Rechazado el universalismo, y las dos figuras políticas derivadas (liberalismo global


y socialismo global), la alternativa que nos propone es el escenario de las múltiples y
diferenciadas pertenencias. Junto al argumento empírico de su existencia fáctica, como
hecho de vida (“Concebido como un conjunto mental fijo y permanente, el carácter
nacional es obviamente un mito; pero el compartir sensibilidades e intuiciones por los
miembros de una comunidad histórica es un hecho de la vida” 272), Walzer aporta otros
basados en elogios de las virtudes de un mundo dividido en comunidades políticas (“la
comunidad política es lo que más se acerca a un mundo de significados comunes. El
lenguaje, la historia y la cultura se unen, aquí más que en ningún otro lado, para
producir una conciencia colectiva”273). Bien analizados, todos sus argumentos tienen
que ver con los bienes, no con los derechos; en rigor, con la primacía del bien sobre el
derecho. En concreto, su reflexión gira en torno a un presupuesto explícito: que la
ciudadanía es un bien de y para una comunidad política, cuyos contenidos, la identidad
etnocultural, lingüística e histórica, constituyen un bien en sí mismo; y otro subyacente:

270
Ibid., 46-47.
271
Ibid., 47.
272
Ibid., 41.
273
Ibid., 41.
226
que se trata de un bien al que han de subordinarse los derechos y los criterios de justicia,
y no a la inversa.

Junto a un argumento epistemológico (verdad como opiniones o valores


compartidos), y otro ético (“la política establece sus propios vínculos de comunidad” en
los que los hombres y mujeres se esfuerzan en modelar su destino como un nosotros
frente a los otros), Walzer se apoya fundamentalmente en la tesis de que “la comunidad
es un bien en sí misma” 274. Sería extravagante negar a la comunidad el estatus de bien;
lo que estamos cuestionando es la legitimidad de la propiedad estatal del mismo. Ni
siquiera problematizamos que el criterio legítimo de acceso a los bienes de la
comunidad política, y a la comunidad política como bien en sí, sea la pertenencia. Lo
que ponemos en cuestión son los postulados que se aceptan con excesiva frivolidad: a)
que la ciudadanía sea considerada como un bien entre otros de la comunidad política, en
lugar de un título de derechos; y b) que las credenciales únicas para la pertenencia,
condición de la ciudadanía, vengan dadas por identidades no políticas (étnicas,
culturales, históricas, etc.).

Dejando el b) para un tratamiento posterior, queremos aquí responder a las frecuentes


confusiones entre comunidad política, pertenencia y ciudadanía. Ya hemos aceptado que
la comunidad política está constituida por un conjunto de bienes, entre ellos la
efectividad de los derechos y la posibilidad de la vida moral; de ahí que tenga sentido la
tendencia a considerarla un bien en sí mismo. La pertenencia, en cambio, es un bien
meramente instrumental, es una circunstancia fáctica, desglosable en un repertorio
arbitrario de condiciones administrativas. Enfatizo: arbitrario, pues los hechos
naturales, por muy importantes que sean sociológicamente, carecen de pertinencia moral
y jurídica, y no tienen cualidad política intrínseca, como pone de relieve la existencia
empírica de etnias, naciones y culturas diferentes a veces unificadas en una comunidad
política, a veces fragmentadas y dispersas en varias de ellas. El carácter políticamente
no intrínseco de las condiciones etnoculturales de la pertenencia se aprecia igualmente
en el hecho de que el acceso a la misma es contemplado y regulado, aunque sea de
forma restrictiva, en todos los estados275 .

2.3. (Ciudadanía, derecho universal) La pertenencia o nacionalidad, pues, es un


conjunto de determinaciones circunstanciales que fundan el derecho positivo a la
ciudadanía. Como tal, el derecho positivo al estatus de ciudadano de un estado es una
cuestión fáctica, fundado en la autoridad, no en la razón; en la fuerza, no en la
moralidad. En la ausencia de un estado global, como el aludido por Walzer, las fuentes
del derecho positivo serán los estados particulares; estos serán, por tanto, los que
legítimamente otorguen el derecho de ciudadanía. Como derecho positivo de un estado,
la ciudadanía es sólo un bien repartido por ese estado, una propiedad que se reparte en
el escenario de la justicia nacional.
274
Ibid., 42.
275
El “derecho de residencia” sería una figura de la pertenencia, pero no la única. Preferimos mantener la reflexión en un nivel
de máxima abstracción, pues las figuras políticas son desigualmente formuladas en los diversos estados.
227
Ahora bien, podemos pensar la ciudadanía como un derecho universal del hombre 276,
con el mismo rango que otros derechos fundamentales presentes en ls Declaraciones de
Derechos y que poco a poco los estados van asumiendo como su determinación,
obligándose a reconocernos, defenderlos y extenderlos. En este sentido, como derecho
moral, la ciudadanía deja de ser un bien propiedad de un estado, que éste crea y
administra entre sus miembros (criterio de pertenencia), para ser una regla moral que
limita y regula la práctica política, que impone al estado su obligación de legislar
teniendo en cuenta la justicia internacional y el derecho universal de ciudadanía.

Esta concepción de la ciudadanía como un derecho universal del hombre es


compatible con la tesis de Rawls sobre la prioridad de la justicia respecto al bien; así
evitamos que la justicia se subordine al cuadro de valores de una comunidad y
distribuya sus bienes en un marco nacional y según criterios culturales; más aún,
entendemos que desde el punto de vista moral la justicia es el bien para una comunidad,
cuando el bien es el nombre del derecho, y no la máscara del deseo. Es sin duda
razonable considerar que la comunidad, por ser un bien, debe ser también objeto de
distribución; y es tal vez insalvable que dicha distribución responda a la condición de
pertenencia. Pero precisamente por ello la pertenencia no puede limitarse a una
determinación fáctica, sino regularse conforme al derecho universal a la ciudadanía,
como exige una justicia pensada en coordenadas de internacionalidad. Distribuir
justamente el valor de la comunidad es abrirlas a una distribución mundial; distribuir
justamente el valor añadido –en libertad, paz, bienestar, progreso, racionalidad- de las
comunidades políticas democrático occidentales es abrirlas al mundo. Y como no es un
bien transportable, que se pueda dispersar, la manera material de distribuirlo será,
precisamente, permitiendo el desplazamiento de los individuos, acogiéndolos en ella.
Walzer dice: “los individuos deben ser físicamente admitidos y políticamente
recibidos”; yo prefiero decir: los individuos deben ser físicamente aceptados y
políticamente reconocidos. Ambos elementos, aceptación física y reconocimiento
político constituyen la pertenencia; ambos son, por tanto, las credenciales para el
ejercicio del derecho a la ciudadanía.

No propongo un rechazo frontal de la tesis de Walzer. Reconozco la sustantividad de


las comunidades políticas (en particular los estados), esas agrupaciones de hombres y
mujeres donde tiene lugar la distribución de los bienes, donde se da división,
intercambio y compartimiento de los bienes sociales entre ellos mismos. Pero, en vez de
pensarlas como referente último del valor, las reconozco como un nosotros que, al
mismo tiempo que producen bienes y valores, evita compartir los primeros con los
demás e intenta imponerles los segundos. Reconozco con Walzer que el bien primario
de una comunidad política es la pertenencia: “el bien primario que distribuimos entre
nosotros es el de la pertenencia en alguna comunidad humana. Y lo que hagamos
respecto a la pertenencia estructurará toda otra opción distributiva: determina con quién
haremos aquellas opciones, de quién requeriremos obediencia y cobraremos impuestos,

276
Abundantes argumentos a favor se encuentran en la antología de G. González, Ciudadanía universal: textos básicos.
Barcelona, Bellaterra, 1999.
228
a quién asignaremos bienes y servicios”277. Nada que objetar, estoy de acuerdo en que
así funcionan los estados; me complace que no oculte el lado oscuro de un mundo
dividido en comunidades étnicas o políticas, que describa la pertenencia como algo
concreto, explicitando que además de pertenecer a un país se pertenece a uno pobre o
rico, desarrollado o atrasado; y admiro su realismo al reconocer que la pertenencia, al
mismo tiempo que pone en marcha fuerzas unificadoras, consagra la desigualdad y
genera desequilibrios y conflictos, al verse los países prósperos y libres asediados por
los pobres como las universidades de elite.

Pero la fuerza descriptiva del discurso de Walzer no aporta nada a la justificación de


su posición ético política ni a la fundamentación del escenario de representación
elegido. En cuanto a su posición, su pretensión incondicionada de poner la comunidad
como un bien en sí absoluto le aboca a defender el control de la pertenencia y, tal vez a
su pesar, a aceptar un estado que funciona a veces como un club, que ejerce el derecho
de elegir a sus miembros (aunque no les impide la salida). El Walzer comunitarista
coincide aquí con el pensador liberal: el estado-club se defiende eligiendo a sus
miembros, si bien el liberal diría que protege los derechos y privilegios de los socios y
el comunitarista que así se defienden los significados compartidos, la identidad cultural,
los valores comunes, etc. Pero el efecto es el mismo, a saber, el reconocimiento de que
“como ciudadanos de un país así (de elite) tenemos que decidir a quien podríamos
admitir, si deberíamos dejar la admisión abierta, si podríamos escoger entre los
solicitantes, y cuáles serían los criterios adecuados para distribuir la pertenencia”278.

En cuanto al escenario de representación, el presupuesto de fondo no explicitado es


la idea de la ciudadanía como un título de propiedad de los socios, derivado de ser
productores de ese bien en que consiste la comunidad. Ésta, por tanto, parece seguir las
reglas de la mercancía: el valor que tiene es su valor de cambio (hay pertenencias
rechazadas: países pobres o tiránicos) y su gestor legítimo es el propietario. Como tal,
puede venderse a quien y en la proporción y precio que le parezca oportuno. En ese
proceso de negociación-venta, habrá preferencias, incluso cuando no se conozca de nada
a los demandantes. En general, cada comunidad valora al otro desde sus propios valores,
gustos y ventajas mutuas. La ciudadanía funciona como un título de propiedad de un
valor de cambio que se rige por el sagrado derecho del autor a su obra.

La pertenencia se manipula como la cualificación de la fuerza de trabajo; deviene un


bien instrumental cuya escasez aumenta su valor de cambio. Los socios del club,
admitidos por su cualificación, miembros de plantilla, pasan a ser titulares del derecho a
participar en el producto. Y en esa fábrica-comunidad, los trabajadores-ciudadanos,
junto al privilegio de participación, detentan el de admisión de nuevos socios. Walzer
habla de su intervención en la regulación de las dos fronteras de la ciudad, la
inmigración y los nacimientos, con sus dos políticas, de extranjería y de natalidad. Dos

277
Ibid., 44.
278
Ibid., 45.
229
políticas que tienen una diferencia esencial: la de natalidad sólo actúa –de momento y
salvo casos excepcionales- sobre la cantidad; la migratoria, sobre la cualidad y la
cantidad. Una buena política de admisión, destinada, claro está, a salvar los derechos de
los socios o la identidad cultural, según convenga, apoyada en tres factores
coadyuvantes: el mercado y el destino histórico del país anfitrión, y el carácter de los
diversos grupos demandantes. Ya se sabe, hay intereses y afinidades.

Pero, ¿qué tiene que ver esto con la justicia?. El presupuesto del derecho del autor a
su obra, al que enseguida me referiré, está lejos de ser un principio de justicia
universalmente aceptado; que la producción otorgue derechos de propiedad, es más que
discutible en tanto no pueda legitimarse la apropiación primitiva de los medios de
producción. Por un lado, porque tal perspectiva subordina los derechos y la justicia a
referentes externos, en particular, al mercado. Por otro, porque presupone precisamente
lo que está en cuestión: da por resuelto el problema de la pertenencia. Y de la misma
manera que, en el plano estatal, es difícil no reconocer al trabajador en paro algún
derecho a participar en la distribución, aunque contra su voluntad no participe en ella,
de forma análoga puede ignorarse a quienes, por razones contingentes y no imputables a
ellos mismos, están fuera de esas fábricas del bienestar que son nuestras democracias
occidentales. El estado y sus fronteras es un conjunto tan artificial como una fábrica y
su nómina; puede haber para ellas razones de eficacia, pero no de justicia; razones
prudenciales, pero no morales.

3. El horizonte de la pertenencia.

La ciudadanía suele entenderse como un título de propiedad de derechos y


privilegios; y al mismo se accede por la pertenencia, por el reconocimiento del
individuo como miembro de la comunidad. Es aquí, por tanto, donde debemos centrar la
mirada si pretendemos plantear la ciudadanía como objeto de la justicia. Hemos de
decidir si es justa la exclusión que instaura. Pues la pertenencia es la determinación que
pone la diferencia entre dos identidades políticas: quienes están dentro y los otros, los
miembros de la tribu racional y política y los marginales, esos que a lo largo de la
historia han recibido distintos nombres, como bárbaros, paganos, salvajes, primitivos279
o, en otros momentos, moros, judíos, pies noires, espaldas mojadas; o, de forma más
neutra pero con los mismos efectos, inmigrantes.

3.1. (Determinación etnocultural) Una parcial y desenfocada interpretación de


ciertos textos de la Política de Aristóteles le atribuye la tesis que pone la participación
política como fundamento de la ciudadanía; frente a esa idea se opone la moderna, que
vería la ciudadanía como repertorio de derechos. Se instaura así el juego del doble
concepto cuya confrontación, de B. Constant a I. Berlin en línea liberal, y de Rousseau a
Ph. Pettit en enfoque republicanista, escenifica la búsqueda del ideal de orden político.
En ese escenario, el enfoque ausente es el de la justicia. La ciudadanía, con sus derechos
y privilegios, oculta su fondo fondo irracional, prepolítico, prejurídico, de la

279
Ver Joan Bestard y Jesús Contreras, Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos. Barcelona, Barcanova, 1987.
230
pertenencia. Tanto en el mundo antiguo como en el moderno será la pertenencia la que
determine el título de ciudadanía: ser ciudadano y pertenecer a una comunicad política
se tienen de forma laxa por equivalentes. El reconocimiento como miembro de la
comunidad se pone como fundamento de derecho, como legitimación política y como
límite del espacio de intervención de la justicia.

Esto ha sido siempre así. Es un error leer en los textos Aristóteles una ciudadanía
fundada en la participación. La participación de facto, lejos de fundar la ciudadanía, la
expresaba: sólo podían de facto participar quienes de jure eran reconocidos como
ciudadanos. En realidad Aristóteles ponía la participación como rasgo del ciudadano
para restringir la pertenencia: no pertenecen a la polis quienes no pueden participar en
la vida política, sea porque no pertenecen a la unidad étnico-cultural (metecos), sea
porque no gozan de las condiciones materiales para ello (jornaleros, mujeres). Estos
grupos no son ciudadanos porque no pertenecen a la polis; a los metecos se les concede
la residencia porque pertenecen a la ciudad como unidad productiva y se le conceden los
derechos necesarios para esa función; y a jornaleros y mujeres se les concede la
pertenencia a la ciudad como asociación de tribus para la defensa y reproducción,
compartiendo el mismo êthos; pero ninguno de ellos es necesario para la ciudad como
organización de la vida política, para la polis en sentido funcional.

La pertenencia ha sido siempre la determinación del título de ciudadanía. El


pertenecer, el formar parte de un “nosotros”, el ser admitido como miembro de una
comunidad política, ha adoptado múltiples figuras históricas. Pero su función ha sido
siempre la misma: dividir y jerarquizar. Dividir a los hombres en comunidades
diferenciadas y con frecuencia enfrentadas; y dividir a los de una misma comunidad en
estatus igualmente diferenciados y contrapuestos. La pertenencia sustituía a la justicia;
si se prefiere, ponía los límites de la justicia, secuestrándola en los de la comunidad
política.

No está a nuestro alcance, ni consideramos relevante para nuestra reflexión, hacer


una historia de la ciudadanía y de las cualidades que en cada momento y lugar histórico
se han exigido a los individuos ara ser considerados miembros de la comunidad política.
Lo que sí podemos afirmar, de forma general, es que a lo largo de la historia la
pertenencia a una comunidad política se conseguía por determinaciones muy variadas,
naturales (raza, lugar de nacimiento), culturales (lengua, costumbres) o ideológicas
(religión); y que, en el proceso histórico, esas determinaciones han ido cediendo el
lugar a otras de tipo funcional (económicas y jurídicas). Además, en ese proceso el
estado moderno supone un salto sin retorno, en que lo etnocultural queda como residuo,
aunque pueda ser activado instrumentalmente280. Veamos, pues, la cuestión de la
ciudadanía en el estado capitalista.

280
Ver D. Zolo, "La ciudadanía en una era poscomunista" en La Política, nº 3 (1997).
231
3.2. (Ciudadanía y estado moderno) Con la institución del estado moderno los
criterios de pertenencia acabarán cambiando sustancialmente, efecto tanto de la idea
misma que subyace a su instauración como a las circunstancias en que nace y se
desarrolla. El estado moderno, es bien sabido, surge en un espacio social de
fragmentación: fragmentación cultural (lenguas nacionales), religiosa (Reforma),
política (poder feudal). La idea que lo funda es la de instaurar una unidad de los
diferentes, ajena sin duda a la homogeneidad propia de la comunidad antigua, pero
también a la ausencia de diferencias etnoculturales fuertes, tras los efectos
homogeneizadores de la cultura romana y del cristianismo. El último obstáculo a
superar sería, precisamente, la diferencia religiosa (una diferencia menor, por darse en
la identidad del cristianismo). El estado se instaura eficazmente en la medida en que
reenvía a lo privado, a la particularidad, los factores etnoculturales y religiosos,
presentándose como espacio público universal, neutral en cuanto a determinaciones
étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, etc. Por tanto, todas aquellas cualidades que
antes habían servido para fundar la pertenencia, ahora son neutralizadas políticamente
en la idea del estado. La pertenencia a la comunidad política, en consecuencia, deja de
definirse por cualidades objetivas etnoculturales para hacerse por decisiones subjetivas,
la libre aceptación del pacto social.

El discurso político que inaugura el estado moderno presenta a éste como resultado
de un pacto entre sus miembros. Es decir, supone en el origen un mundo poblado de
individuos, sin presencia de determinaciones políticas y sin eficacia de determinaciones
etnoculturales; en ese escenario grupos de individuos, haciendo abstracción de sus
determinaciones e identidades prepolíticas, deciden ligarse mediante un pacto social,
que instaura al mismo tiempo un espacio social, económico y cultural y un orden
político. En dicho contrato, como ponen de relieve las formulaciones más canónicas del
mismo, de Hobbes a Rousseau, nadie es automáticamente excluido, ni en el presente ni
en el futuro. En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social,
pertenecen al estado quienes suscriben el mismo, es decir, quienes deciden jugar con las
reglas de juego que en el mismo se instauran. En la medida en que el pacto queda
siempre imaginariamente abierto, al mismo pueden sumarse cuantos opten por aceptar
el juego político. En rigor, desde el “individualismo” liberal, desde esa idea del hombre
desencarnada, descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, es
imposible negar con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos
aspiren a ello. Sólo sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso,
algunas exigencias protocolarias orientadas al orden y estabilidad del proceso, es decir,
a evitar disfunciones contrarias al sentido del pacto.

Este discurso liberal fue ampliamente respetado, en esencia, durante siglos; en sus
figuras más marginales, como la libre elección de residencia, la ciudadanía sería
ampliamente respetada . El discurso liberal se mantuvo bastante coherente mientras la
clase burguesa necesitaba mano de obra de otros lugares y países; las necesidades del
capitalismo ayudaban la coherencias con el discurso universalista. El lastre residual de
las antiguas formas de identificación y exclusión era soportable. No obstante, pesaba en
232
contra la conciencia o el instinto de clase, que empujaba a pensar el estado como un
espacio económico natural, al modelo de una fábrica, donde los bienes producidos se
repartieran entre los productores y de forma desigual entre ellos.

Queremos decir que las formas de identidad-exclusión prepolíticas fuertes fueron


sustituidas por otras más débiles, integradas ideológicamente en torno a la idea de
patria. La patria, como referente político-jurídico, libre de determinaciones
etnoculturales, es el único factor de identidad que mantiene el liberalismo; y tal cosa no
es trivial. No nos parece sorprendente la idea de Rousseau expuesta en el Emilio, según
la cual no puede haber ciudadanos donde ya no hay patria, que apuntaba directamente al
corazón del estado moderno, bajo la añoranza de una patria comunitaria donde tuvieran
su peso y su expresión las identidades culturales y religiosas. Sí parece sorprendente, en
cambio, que el propio liberalismo mantenga la idea de patria y la tome como referente
de la ciudadanía. Sorprendente porque el liberalismo, en su discurso sobre el Estado
moderno, ha roto simultáneamente con la idea clásica de ciudadanía y con la de
pertenencia que la fundaba. No será sólo Marx quien afirme que “los proletarios no
tienen patria”, sino los hombres del 89, con Condorcet a la cabeza, quienes se
proclamen “ciudadanos del mundo”.

La idea clásica de ciudadanía refería a un título sustantivo, a una condición finalista


del hombre; ser ciudadano era la manera de realizar y culminar la esencia humana, la
manera de adquirir y ejercer las virtudes más eminentes del hombre; y a dicha
condición, a dicho título, se accedía mediante la determinación de la pertenencia,
entendida en sentido étnico cultural, en sentido genuinamente ético (compartir carácter,
costumbres, historia, lengua, tal vez raza, etc.) Pero el liberalismo ha roto con ese
horizonte de significación; por tanto, si sustituye la comunidad etnoética por la patria,
es a costa de eliminar de ésta todo contenido ético y reducirla a referente político
jurídico. No podrá ir más allá de una “patria” que a medida que irrumpe en una historia
contemporánea homogénea y banal acaba perdiendo su sentido. Hoy “defender la
patria”, como sin duda clamaría el republicanismo progresista de los siglos pasados,
resulta obsoleto.

De todas formas, el factor económico que favorecía la flexibilización del sentimiento


patriótico, al mismo tiempo reconstruía una nueva identidad excluyente. El conflicto se
solucionaba con el recurso a figuras subordinadas de la ciudadanía. Del simple permiso
de residencia al ciudadano pleno, se extendían los diversos estatus definidos por el
repertorio progresivo de derechos que disfrutaban. Los derechos políticos quedan
reservados a los hombres de la clase burguesa, propietarios de la patria: el censo, figura
despiadada de la desigual ciudadanía, dejaba sin participación efectiva a los pobres y a
las mujeres, si bien les reconocía como ciudadanos-súbditos.

No entraremos en la larga historia de la lucha por el sufragio universal, y por las


luchas por la igualdad política de la mujer y el hombre. Basta, de momento, fijar esta
233
idea: el Estado moderno instaura una escala de ciudadanía. Y cuando ha de ceder al
sufragio universal, la sigue reproduciendo de facto, aunque no de jure, sea poniendo
obstáculos a la participación, sea no corrigiendo los obstáculos que la misma sociedad
pone. Sus restricciones se centran en los niveles de privilegio, siendo más permisivo en
los estatus bajos, en la permisividad ante la mera residencia. En definitiva, tanto en su
cualidad como en su extensión, el título de ciudadano pivota sobre las funciones y
necesidades económicas. Textos no faltan. D´Holback, en su Política natural (1774)
podía ligar la ciudadanía plena al propietario de la tierra, limitándosela a los asalariados:
“ Todo hombre que puede subsistir honestamente con los frutos de sus posesiones, todo
padre de familia que tiene tierras en un país, debe ser considerado como ciudadano. El
artesano, el tratante, el empleado, deben ser protegidos por el estado al que sirven
útilmente a su manera, pero no son verdaderos miembros más que cuando, por su
trabajo y su industria, han adquirido bienes fondarios. Es la gleba quien hace al
ciudadano"281. Y Jefferson, en sus Notas sobre Virginia (1791) podía generalizarla a
cuantos por propiedad o por cualificación gozaran de independencia económica: “Aquí
todo el mundo puede tener un terreno que labrar por sí mismo, si lo desea; o si prefiere
el ejercicio de cualquier otra industria, puede exigir por ella tal compensación que no
sólo se puede permitir una subsistencia cómoda, sino los medios para compensar el cese
del trabajo al llegar la vejez. Todos por sus propiedades o por su situación satisfactoria,
están interesados en defender las leyes y el orden. Y esos hombres pueden conservar,
con seguridad y provecho, un sano control de los negocios públicos y un grado de
libertad que en manos de la canaille de las ciudades de Europa se verán
instantáneamente pervertidos y usados en la demolición y la destrucción de todas las
cosas públicas, y privadas”. Ambos, D’Holbach y Jefferson, montan la ciudadanía
sobre las espaldas de la propiedad, no sobre determinaciones etnoculturales.

En el capitalismo contemporáneo, postburgués, las condiciones cambian,


especialmente en dos aspectos. Primero: el exceso de población (juego de la demografía
y la tecnología a escala nacional; de la globalización económica y la aldea cultural
global, junto a la universalización de los medios de transporte y comunicación, a escala
mundial); la mano de obra ya no es necesaria (para ser más correctos, su necesidad no
es ya indiscriminada, necesita regularse como cualquier mercancía del mercado:
comprarse y venderse en cantidad, cualidad y tiempos precisos y variables). Segundo:
la generalización de los derechos, incluidos los sociales. Las conquistas sociales
encarecen de manera insoportable el mantenimiento del “ejército de reserva” (el
permiso de residencia implica un costo excesivo).

No es extraño que estas nuevas circunstancias se manifiesten –junto a formas más


rigurosa de control y gestión de la inmigración- como rechazo etnófobo o xenófobo; es
decir, que lo que se había mantenido como lastre residual se vuelva operativo para
defender, en nombre de la identidad, los privilegios económicos y sociales de los de
casa nostra. Sea cual fuere la valoración que se haga al respecto, lo que nos parece
irrefutable es que así se traiciona el discurso liberal; es decir, así se cae en una defensa
281
D’Holbach, Politique naturelle, II, Ed. Cit., 54.
234
arbitraria, irracional e inmoral de unos intereses a los que seguramente no somos
insensibles. No es pequeña paradoja que cuando la misma idea de “patria” pierde fuerza
identificadora a manos de la mundialización económica y cultural, renazca como
referente legitimador de un rechazo de la inmigración, que en rigor es un efecto del
mismo proceso.

4. Ciudadanía, propiedad y justicia.

La patria refiere a la propiedad, en un doble sentido. Como ámbito donde se ejerce y


protege la propiedad privada efectiva y como forma colectiva de propiedad de un
espacio de vida, cultura, paz, libertad, derecho. Por tanto, la legitimidad y justicia de la
limitación de la pertenencia depende de la legitimidad y justicia de esa apropiación. El
problema reenvía a las posibilidades teóricas de pensar una apropiación justa. Por tanto,
reenvía a Locke, que sentó sus bases.

El gran reto que asume Locke es el de fundamentar la propiedad –es decir, mostrar
su justicia- sin considerarla natural. No puede considerarla natural por diversos tipos de
razones. Por un lado, por respeto al texto bíblico (David, Salmos, CXV, 16), donde se
dice que Dios ha dado la tierra a los hombres. Por tanto, se la ha dado en común. No les
ordenó ni les prohibió repartírsela; sólo se afirma que, en el origen, todos tenían derecho
a ella. Por otro lado, la razón exige pensar un origen sin propiedad, es decir, un tiempo
de ausencia, de inexistencia, y una aparición justificada.

El problema filosófico-político derivado de este origen, teológica o


genealógicamente fundamentado, consiste en "mostrar cómo los hombres pueden llegar
a tener una propiedad particular de lo que Dios dio a la humanidad en común y sin que
sea necesario pacto expreso entre ellos". Pues dicho pacto no es verificable en el tiempo
y, en todo caso, sería inválido para la humanidad en su devenir. De los dos argumentos
que usa Locke, el más relevante para nosotros es el que se sustenta en el principio del
derecho del autor a su obra. El otro argumento, derivado de la máxima racional según
la cual la necesidad genera derecho, no es definitivo, pues funda la apropiación (hecho
físico) no la propiedad (hecho jurídico)

El derecho del autor a su obra remite, en definitiva, a la idea del hombre como ser
propietario: propietario de sí mismo, de su cuerpo y de su alma, y de cuanto haga, cree
u obtenga con ellos. Se trata de la figura del hombre que Macpherson ha llamado
“individualismo posesivo”282. Un ser propietario de su persona: "Aunque la tierra y las
criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, cada uno tiene propiedad sobre
su persona"; o "Todos los hombres tienen la propiedad de su persona. Nadie, fuera de él,
tiene derecho alguno sobre ella". Propietario por tanto de sus acciones y, en
consecuencia, de los productos de sus acciones: "El esfuerzo de su cuerpo y el trabajo
de sus manos, podemos decirlo, son su propiedad, y cualquier cosa que él saque del
282 ?
C.B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1979.
235
estado en que la dejó la Naturaleza, ya mezclada con su esfuerzo, tiene algo de él y por
ello se convierte en su propiedad". Insiste incansable en la idea, que sabe persuasiva:
"Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son propiedad
suya"283.

Desde esta antropología, subsistir en la tierra y de la tierra es apropiarse de ella,


hacerla suya físicamente, convertirla en su cuerpo (comer, digerir); trabajar la tierra es
también hacerla suya, metafóricamente, convertirla en su obra, en la objetivación de su
alma, porque en ella proyecta su acción; mediante el trabajo la humaniza, la mezcla con
su ser, la riega con su sudor y su imaginación, la convierte en parte de su vida, en
prolongación de sí mismo.

En este contexto plantea la gran alternativa; uno de los dos grandes principios
naturales ha de ser violado. O bien se acepta, contra el mandato divino y los criterios de
la razón, que la tierra pueda ser repartida y apropiada privadamente, tal que los frutos de
la misma sean para quien la trabaja con su cuerpo y su alma; o bien se acepta, con lo
que se vulnera el sagrado principio del derecho del autor a su obra, un usufructo
colectivo de la misma, la ilegitimidad por tanto de la propiedad privada.

Locke, como es bien sabido, intenta resolver esta paradoja de forma hábil e
imaginativa: al tiempo que se inclina por salvar el principio del derecho de autor,
establece unas “cláusulas de la apropiación justa” que tratan de salvar la adecuación al
espíritu, ya que no a la letra, del principio de uso común de la naturaleza. De las tres
cláusulas o límites nos interesa sólo uno: "Esta apropiación es válida –nos dice- cuando
existe la cosa en cantidad suficiente y quede de igual calidad en común para los
otros"284. Puesto que cada hombre tiene derecho a sobrevivir, nadie puede justificar
moralmente la apropiación de una propiedad común para sobrevivir uno mismo y que
implique la vida de los otros.

Al ser la tierra un bien escaso –y toda la reflexión sobre la propiedad se ciñe a la


tierra, medio de producción central en su época- podría plantearse la inaplicabilidad de
tal cláusula a medida que creciera la población. De todas formas, Locke siempre pensó
en la infinitud de la naturaleza, porque incluso en su época, como decía, existían
amplias extensiones de tierra sin ser explotadas. Así, la privatización absoluta de la
tierra en la Europa del XVII no incumplía la regla de aplicación justa. Locke escapaba a
la crítica afirmando y creyendo que aún quedaban tierras vírgenes en América: "La
regla de apropiación, es decir, que cada hombre posea tanto cuanto pueda aprovechar,
podía seguir siendo válida en el mundo, sin que nadie se sintiera estrecho y molesto,
porque hay en él tierra bastante para mantener al doble de sus habitantes, si la invención
del dinero, y el acuerdo tácito de los hombres de atribuirle un valor, no hubiera
introducido (por consenso) posesiones mayores y un derecho a ellas"285.

283
J. Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Secc. 27.
284
Ibid., Secc. 27.
285
Ibid., Secc. 36.
236
Un liberal consecuente de nuestros tiempos ya no podría ser optimista respecto a la
infinitud de la tierra como medio de producción; pero recurriría a un discurso más
abstracto y consistente, aplicando la regla a los "medios de producción", e incluso a los
“medios de subsistencia”. Pues es en este argumento en el que se basa la defensa del
estado de bienestar, cuando las prestaciones sociales se piensan como derechos de los
individuos y no como caridad. Por tanto, la cláusula lockeana de la apropiación justa,
debidamente actualizada, debería decir algo así: la apropiación privada, individual o
estatal, es justa cuando dejan a los demás bienes de producción suficientes en cantidad
y de similar cualidad. Locke pensaba en el ideal de una sociedad de pequeños y
honrados propietarios trabajadores; el modelo correspondiente a nuestro tiempo sería
una sociedad muy igualitaria en la repartición del trabajo y la pertenencia. En todo caso,
lo que queda deslegitimado en el propio discurso liberal constituyente es una
apropiación particular de los bienes que condene a los otros a la miseria. La espontánea
creencia en la legitimidad del estado para distribuir sus bienes entre sus miembros, no
tiene respaldo racional, ni tampoco moral286.

La posición de Locke es paradigmática del pensamiento liberal consecuente. Henry


Sidgwick287 un brillante pensador liberal utilitarista del siglo XIX, entendía que no
podía encontrar ninguna razón para justificar el control del acceso a la ciudadanía. La
máxima utilitarista de “la mayor felicidad para el mayor número”, entendida en
términos progresistas –es decir, ponderando los menores costos marginales para
incrementar la satisfacción de los pobres que para elevar la de los ricos- le llevaba a
oponerse a la idea del estado-club y acercarse a la idea del estado-vecindad, es decir,
una asociación más débil, abierta, sin más exigencia que el respeto de los otros.
Consideraba que el estado sólo tenía que garantizar el orden en el territorio, dejando el
mercado abierto a toda migración. No consideraba legítimo que el poder político
controlara la ciudadanía y mucho menos que determinara la cualidad de los nuevos
socios. Tales políticas pueden hacerse en base a intereses particulares o de grupos, pero
no con respeto al principio utilitarista. Y ante las críticas de que tal permisividad
reportaría serios perjuicios económicos y de identidad, tanto a los individuos como a la
armonía del estado, sólo podía contestar: la identidad no es un tema político en el estado
moderno y el bienestar hay que dejarlo en manos del mercado. Si el valor de cambio de
una comunidad baja, efecto de esos flujos migratorios, disminuirán estos, que se
orientarán a otros lugares. El Estado no tiene derecho –aunque tal vez sí fuerza- para
controlar el mercado de trabajo internacional; a no ser que se le asigne la capacidad
inmanente de autolegitimación, en cuyo caso se ha abandonado la perspectiva
universalista del liberalismo y se ha adoptado la del comunitarismo.

No deberíamos despreciar estas reflexiones de Sidgwick. No era ciego a los efectos


negativos del libre tránsito de fronteras. Sin duda sufriría el ideal patriótico (falta de
cohesión interna, vecinos extraños entre sí); y la homogeneidad de la comunidad (la
286
Vid. Ph. Van Parij, ¿Qué es una sociedad justa?. Barcelona, Ariel, 1993, 95-104.
287
Henry Sidgwick, Elements of Politics. Londres, 1881.
237
población heterogénea y móvil sería refractaria a la promoción moral y cultural); e
incluso podía afectar de forma inmediata a la regla utilitarista de “elevar el nivel de
vida de los más pobres”. Pero, no obstante, Sidgwick sabía que los más pobres son los
otros, y que si Bentham hubiera conseguido fijar su cálculo de la felicidad, podría
mostrarse la validez de la siguiente regla universal: la distribución más igualitaria y
universal es el óptimo de felicidad. Nosotros simplemente añadimos: y si no es así,
seguro que es el óptimo de justicia.

Es curioso –y así cerramos de momento la reflexión- cómo se niega al estado


legitimidad para controlar el mercado interior, y se confía a éste la asignación de
recursos –es decir, la realización de la justicia-, al tiempo que se le atribuye el deber de
control de la ciudadanía. Y esta paradoja es mayor hoy, en que se impone la
liberalización creciente del mercado internacional, en definitiva, la globalización. ¿No
es una paradoja sangrante que se defienda la globalización económica y se rechace la
que es su inevitable envés, la ciudadanía universal?. Más aún, ¿no es sorprendente que,
en general, quienes claman con consciencia por el control de la ciudadanía son
conversos de la mundialización, mientras que quienes se enfrentan con consciencia a
ésta defienden la ciudadanía universal?.

Encuentro pocos argumentos para no defender la ciudadanía como un derecho


universal del hombre; encuentro pocos argumentos para defender como patria o
patrimonio una realidad construida desde los otros, a veces desde la destrucción de los
otros; encuentro pocos argumentos para defender identidades culturales y axiológicas en
mundo que ha hecho de la fragmentación y la contingencia su condición de vida; y
encuentro pocas razones para una apropiación estatal de los bienes en un mundo
globalizado. Encuentro, en cambio, ciertos atractivos en la defensa de un derecho
universal a la ciudadanía, a la que considero figura actual de la lucha por la igualdad.

H. Arendt ha escrito que “Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía


del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre, hablándose a sí
mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablándose y comunicándose entre sí, los
que habitan la tierra”288. Simplemente añadir, para evitar confusiones, que son hombres
de distintas razas, lenguas, culturas y religiones quienes hablan y se comunican; y
precisar, para que no haya lugar a engaños, que hablan y se comunican mientras
trabajan juntos y se reparten con justicia los bienes de la tierra.

288
H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona, Gedisa, 1990, 76.
238

XI. Defensa de una ciudadanía mínima universal289.

“Tercer artículo definitivo de la paz perpetua: “El derecho de ciudadanía mundial


debe limitarse a las condiciones de una universal hospitalidad”. “Tratase aquí, como en
el artículo anterior, no de filantropía, sino de derecho. Significa hospitalidad el derecho
de un extranjero a no recibir un trato hostil por el mero hecho de haber llegado al
territorio de otro. Éste puede rechazarlo si la repulsa no ha de ser causa de la ruina del
recién llegado; pero mientras el extranjero se mantenga pacífico en su puesto no será
posible hostilizarlo. No se trata aquí de un derecho por el cual el recién llegado pueda
exigir el trato de huésped –que para ello sería preciso un convenio especial benéfico que
diera al extranjero la consideración y trato de un amigo y convidado-, sino simplemente
de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste: el derecho a presentarse en
una sociedad. Fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la tierra; los
hombres no pueden diseminarse hasta el infinito por el globo, cuya superficie es limitada,
y, por tanto, deben tolerar mutuamente su presencia, ya que originariamente nadie tiene
mejor derecho que otro a estar en determinado lugar del planeta” (SN)(…) “La
comunidad –más o menos estrecha- que ha ido estableciéndose entre los pueblos de la
tierra ha llegado ya hasta el punto de que una violación del derecho, cometida en un sitio,
repercute en todos los demás; de aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía
mundial no es una fantasía jurídica, sino un complemento necesario del código no escrito
del derecho político y de gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho
público de la Humanidad y favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para
que pueda abrigarse la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico” [I.
Kant, Proyecto de paz perpetua].

1. La tesis y los límites de la argumentación.

Me propongo argumentar que el discurso liberal no puede, sin entrar en


contradicción con sus principios básicos, negar el derecho universal a la ciudadanía
mínima. El derecho a la ciudadanía lo entiendo no como derecho de cada individuo a
tener una patria, sino a elegir la comunidad en que desarrollar su vida. Por ciudadanía
mínima entiendo algo parecido a la nacionalidad, la adscripción o pertenencia a una
comunidad política, que sin duda conlleva un repertorio de derechos, pero que no exige
ni la participación política ni la identidad étnica o cultural. Soy consciente de las
necesidad de elaborar este concepto, pero como punto de partida puede servir esta
noción, suficiente para distinguirla de la ciudadanía plena, o ciudadanía convencional
en nuestras sociedades, que refiere al ideal de vida democrático y que, sin duda,
conlleva formas diversas de identidad. Así planteado, el derecho a la ciudadanía mínima
no se presenta como modelo alternativo al derecho de ciudadanía; pero puede ser
conceptualmente distinguido y diferenciado, y me parece políticamente conveniente. La
defensa del derecho a una ciudadanía mínima es, en el fondo, la defensa al derecho a
elegir nacionalidad, a elegir la comunidad política donde ser ciudadano; la ciudadanía
plena, en cambio, es un ideal de vida, un objetivo abierto y constantemente redefinible.

289
Este trabajo procede de una ponencia, con el mismo título de “Defensa de una ciudadanía mínima universal” leída en el
marco del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, en el Simposio sobre Ciudadanía e inmigración (Universidad
de Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002). El texto fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín,
Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
239
Apresurémonos a decir que esta distinción, que puede implicar de facto una
diferenciación entre ciudadanos, no responde en mi caso a un ideal antiigüalitarista, ni a
razones de estrategias posibilistas; responde a la idea de que en el mundo actual dicha
distinción supone una profundización en la libertad de los individuos al poder elegir
entre la ciudadanía plena y la ciudadanía mínima. La ciudadanía plena, a mi entender,
como forma de vida, además de contener derechos implica o exige a los individuos el
compromiso de una mayor identidad ética y cultural; la misma tiene sentido en el
escenario del estado-nación, en el que surgió como su alma. La ciudadanía mínima, en
cambio, refiere exclusivamente a un derecho ajustado al mundo globalizado, que
posibilita al ser humano, por ejemplo, trabajar en cualquier estado, de forma temporal o
estable, al tiempo que mantiene su adscripción vital a otra comunidad, conservando los
derechos propios de la ciudadanía plena en un estado distinto (normalmente el de
nacimiento o identidad étnica)290. Creo que la ciudadanía mínima deriva del derecho a
elegir ciudadanía, tema sobre el que volveremos reiteradamente; pero también puede
argumentarse, tarea que aquí me propongo, desde el contexto propio del actual
capitalismo global.

Restringiré mi argumentación en defensa de este derecho a la ciudadanía mínima al


escenario del discurso liberal; por tanto, dejo abierta la posibilidad de que, desde otros
discursos, con otros principios ontológicos y axiológicos, pueda afirmarse o negarse ese
derecho. Mi posición aquí y ahora es que, pueda o no fundamentarse convincentemente
este derecho, el discurso liberal no tiene legitimidad teórica para negarlo o no
reconocerlo. Y restrinjo mi reflexión al universo liberal porque la situación actual
determina que sean las democracias liberales y capitalistas los lugares donde de facto se
ejerce la resistencia a reconocer el derecho universal a la ciudadanía mínima; el discurso
liberal es, pues, el obstáculo (el discurso y otras cosas, pero contra ellas puede poco la
filosofía). En fin, para no engañar a nadie, explicito que asumo conscientemente una
línea de reflexión negativa, pues ni siquiera aspiro a mostrar la exigencia moral de la
inclusión del derecho de ciudadanía mínima en el corpus ético jurídico liberal, sino la
más humilde tarea filosófica de mostrar la inconsistencia o arbitrariedad de su exclusión
en el discurso de los derechos humanos. Es poco, pero tal vez sea lo único que la
filosofía puede hacer por esta causa; en todo caso, no impide que alguien haga más por
ella.

2. Renovación del debate.

El escenario en el que habitualmente se sitúa la reflexión sobre la ciudadanía sigue


siendo el del trabajo de T. H Marshall, Ciudadanía y clase social (1950)291. Como es
sabido, Marshall estableció dos tesis sobre la ciudadanía que han tenido fortuna. La
290
Esta idea debe perfilarse en el marco de una revisión a fondo del estatuto de ciudadanía que contemple una diversidad de
figuras ajustadas a la crisis del estado nacional y la aparición de formas de pertenencias múltiples y cruzadas. Ver W. Rogers
Brubacker, Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, Nueva York-Londres, University Press of
America, 1989; y Citizenship and Nationhood in France and Germany. Cambridge (Mass.), Harvard U. P, 1992; Frank Moderne y
otros, Ciudadanía y extranjería. Madrid, McGraw, 1998. También alude al tema de las ciudadanías múltiples y diferenciadas
Bottomore, en T.H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992.
291
Puede encontrarse en T.H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social, edic. cit..
240
primera define su esencia constituida por tres elementos: pertenencia, participación y
derechos; la segunda describe la evolución histórica de su contenido como creciente
hegemonía de los derechos, tanto en sentido absoluto, por la incesante ampliación de los
mismos que incluye (civiles, políticos, sociales), como en sentido relativo, en cuanto la
preocupación por mera titularidad de derechos arrincona a la llamada a la participación.
De aquí saca Marshall unas consecuencias que aquí me propongo valorar292. En cambio,
sí pretendo subrayar que este enfoque, en sí mismo interesante y atractivo cuando se
piensa la ciudadanía mirando desde dentro, es decir, cuando se pretende definir el buen
orden político, el buen ciudadano, la vida política ideal, etc.; ese enfoque, digo, implica
duros obstáculos cuando se pretende pensar la ciudadanía desde fuera, desde el lado de
la emigración; obstáculos especialmente difíciles y perversos en cuanto aparecen
enmascarados, con el neutral disfraz de mera perspectiva. Dicho efecto, en resumen,
consiste en acotar subrepticiamente el problema de la ciudadanía a problemas internos a
un universo cerrado, el del estado nacional. Impuesto el escenario, el debate en el
mismo acaba siendo, con cuantos matices e imaginación quieran aportarse, una
confrontación entre dos concepciones: una que llama a intensificar el elemento de
participación, y que suele tener más atractivo para políticos y pensadores progresistas, y
otra que se limita a reivindicar más y más amplios derechos, de la que suele apropiarse
el discurso liberal. Pero el tercer elemento de la idea marshalliana, la pertenencia, acaba
siendo sacrificado, olvidado o simplemente menospreciado. Como los protagonistas del
debate siempre han estado adentro, su problema ha sido siempre el de la calidad de la
ciudadanía dentro del estado, dentro de cada estado; el problema de la pertenencia, del
derecho a la ciudadanía, del derecho a elegir una comunidad política donde vivir,
quedaba muy marginalizado, y apenas salía a la superficie en momentos excepcionales y
ante condicionantes exteriores.

Bien mirado, la pretensión de diseñar al buen ciudadano, de describir el ideal de


ciudadanía casi como modo de vida buena y beata, exige precisamente hacer abstracción
de los problemas hoy candentes, como la emigración, la multiculturalidad, los
nacionalismos, etc., y encerrarse imaginariamente en el mundo acabado y cerrado del
estado, con fronteras bien definidas, con la mirada puesta en los problemas internos, es
decir, en la estructuración del orden político. Pero hoy, cuando el estado nacional sufre
esas y otras muchas presiones exteriores, cuando se trata de prestar atención a las
inestables y confusas fronteras que acotan el adentro y el afuera de la ciudadanía, pierde
actualidad el debate “derechos versus participación”, que configura la lucha política en
el seno del estado nacional, y gana inevitable presencia la pertenencia, es decir, la
tensión “inclusión versus la exclusión”, que acabará por configurar el nuevo orden
político del mundo. Dicho de forma más rotunda: hoy la cuestión filosófica y
políticamente relevante no es solucionar el viejo problema de la ciudadanía propia del
estado moderno, que asumía espontánea y acríticamente la legitimidad de su universo de

292
Lo hemos hecho en “Ciudadanía e inmigración”, en H. Capel (ed.), Actas del III Coloquio internacional de Geo Crítica
sobre “Migración y cambio social”. Barcelona, Departamento de Geografía Humana, 2001 (Recientemente en Estudios Políticos
19 (2002): 9-23.
241
reflexión y acción como algo cerrado y bien delimitado; hoy la cuestión urgente es
recuperar el tema de los límites de los estados, de la legitimidad de la apropiación
particular-nacional de los recursos, en definitiva, de la arbitrariedad de las fronteras.

Podría decirse que los dos problemas están relacionados y pueden jugarse en la
misma batalla. Tal vez, pero no estoy seguro de que se ganen o pierdan juntos y al
mismo tiempo. En todo caso creo que, al menos hoy, dada la confusión existente, el
problema importante es el de la pertenencia, y la separación de los escenarios no sólo
facilita el análisis sino que implica clarificación ideológica y demarcación de los
compromisos políticos. Sólo con una nueva topografía podremos liberarnos del contagio
y la presión de una línea de reflexión que, pensada desde dentro del estado nacional,
continúa contaminando el discurso actual sobre la ciudadanía, incluso a quienes
subjetivamente adoptan dentro del mismo una opción universalista.

La influencia de la teoría de Marshall causa estragos al imponer un escenario de


análisis que, cual tela de araña, atrapa al discurso 293. Ha conseguido, por ejemplo, que la
descripción histórica de la ciudadanía se haga en claves de participación/no
participación, de súbditos/ciudadanos, es decir, en el enfoque de la lucha por los
derechos civiles, políticos, sociales o laborales, de tercera o de séptima generación. Una
historia sin duda apasionante; una historia a cuya reconstrucción no debemos renunciar,
dejando que nos la escriban otros. Pero una historia que ha ocultado otra, otra historia
de la ciudadanía, ésta en claves de inclusión/exclusión. Si aquella iluminaba la justicia y
moralidad en el seno de un estado nacional soberano, dentro de sus fronteras, ésta
pretende iluminar la injusticia y la inmoralidad en la constitución de la soberanía, en la
aparentemente trivial e incuestionable acción de fijar de esas fronteras.

Un ejemplo de la potente influencia de la perspectiva marshalliana y de la


reconstrucción histórica que impone nos lo ofrece la tópica aceptación, entre los
estudiosos de la ciudadanía, de una línea de demarcación entre la ciudadanía en el
mundo griego y en el romano. La idea es ampliamente compartida en nuestro ámbito
universitario294. Con impecable rutina se insiste en distinguir entre los modelos de
ciudadanía griega y romana, aquella refiriendo a un modo de vida comunitario y ésta a
un vínculo jurídico, abstracto y racional, entre el individuo y la comunidad civil. La
ciudadanía romana es tratada como el acceso de los individuos a una condición jurídica
igualitaria y universalista, quitando significado a los lazos comunales que operaban en
el modelo griego, sustituidos por una simple relación contractual. O sea, vienen a
distinguir entre una ciudadanía casi identificada con la participación y fuertemente
determinada por factores éticos y/o étnicos (culturales, sociales, históricos, biológicos,
etc.) y otra que pasa a constituirse como relación jurídica y a identificarse con los
derechos que pone en juego el contrato.
293
Creo que un buen ejemplo nos lo ofrecen varios de los trabajos recogidos en Fernando Quesada (ed.), Naturaleza y sentido
de la ciudadanía hoy. Madrid, UNED Ediciones, 2002. Así lo he argumentado en mi recensión del libro, que con el título
“Reflexionando sobre la ciudadanía” ha sido publicado en la Revista Internacional de Filosofía Política (2004).
294
Ver J. M. Rosales, Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal. Madrid, CEPC, 1998, 163 ss;
A. Monsalve, “Ciudadanía multicultural”, en ACTAS del 3CSIEU; Javier Peña, “La formación histórica de la idea de ciudadanía”,
en Fernando Quesada (ed.), Op. Cit., 3976.
242
¿Es correcta esta interpretación?. De entrada parece que la distinción entre dos
modelos de ciudadanía, uno ateniense (más que griego) y otro romano-imperial 295, no es
ni verdadero ni falso, y puede ser hermenéuticamente fecundo. Destacar la importancia
que en el modelo romano tenía el derecho, parece innegable y suficiente para oponerlo
al ateniense, más comunitario que asociativo. Afirmar que en el estado moderno el
derecho juega también un papel determinante de la identidad civil, que sustituye a las
identidades prepolíticas, seguramente es razonable. Parece cierto que la ciudadanía
moderna descrita en el discurso liberal es una ciudadanía definida más por los derechos
que por una pertenencia étnica o territorial, y que el vínculo político jurídico desplaza y
silencia al histórico cultural, hecho que ha llevado a que algunos romanistas hablen de
un retorno al civis romanus296. Hay que reconocer que si Cicerón define la sociedad
política -res publica- como asociación de hombres unidos por un ordenamiento
jurídico297, los modernos parecen seguir con la idea del estado como libre y voluntaria
asociación. Hobbes define la civitas o república como “una persona cuyos actos ha
asumido como autora una gran multitud, por pactos mutuos de unos con otros”298,
destacando así el carácter voluntario y contractual de la institución. Locke, en la misma
dirección, dice que “aquellos que están unidos en un cuerpo y tienen una establecida ley
común y una judicatura a la que apelar, con autoridad para decidir entre las
controversias y castigar a los ofensores, forman entre sí una sociedad civil” 299. Y
Rousseau, con mayor fuerza comunitaria, tras señalar que por el pacto social cada uno
pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, dirá que “este acto de asociación produce inmediatamente, en lugar de la
persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos
miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su
yo común, su voluntad y su vida. Esta persona pública que así se constituye con la unión
de todas las demás tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad, y ahora el de República
o cuerpo político”300. Todo, pues, parece avalar esa línea de interpretación romanista de
la modernidad capitalista. No obstante, sigo sospechando que todas estas semejanzas no
permiten un acercamiento entre los dos modelos; sospecho que la identidad entre los
“individuos” del Imperio Romano era muy diferente a la proporcionada por la patria
moderna; sospecho que allí no existían los “sujetos de derecho” ni los “patriotas” del
estado moderno.

Ahora bien, estas sospechas o discrepancias son irrelevantes para el objetivo que aquí
me ocupa; afectan solo a la verdad o consistencia de las interpretaciones históricas. Si a
pesar de todo traigo a colación este debate es para mostrar que el planteamiento, el
hecho de compartir el mismo escenario, al forzar una comparación entre los interiores

295
Se instaura con la Constitutio Antoniniana, de 212 d.C..
296
Cf. G. Crifò, Civis. La cittadinanza tra antico e moderno. Bari, Laterza, 2000.
297
Cicerón, Sobre la República, I, 25,39.
298
Th. Hobbes, Leviatán, II, xvii.
299
J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, VII, $ 87.
300
J-J. Rousseau, Del contrato social, I, vi.
243
de los dos modelos presuntamente clausurados por un vínculo jurídico, contribuye a
ocultar el problema de la institución o del origen. Si, en cambio, pusiéramos la mirada
en el momento cero de ambos, en el momento constituyente, en lugar de las semejanzas
destacarían las diferencias, centradas en el hecho incuestionable de que el orden
imperial romano no es pensado, ni legitimado, como fruto de un contrato; y, por tanto,
la pertenencia en el orden imperial romano, el derecho a quedar fuera o dentro de la
ciudad, incluso el derecho abierto a salir o entrar, tiene en cada caso un trato muy
diferente, me atrevo a decir esencialmente contradictorio.

Estas reflexiones sólo pretenden ilustrar que la carencia principal del debate sobre la
ciudadanía es el olvido de la pertenencia; insistir en que la misma se decide en el estado
moderno mediante un vínculo jurídico en lugar de determinaciones prepolíticas, no dice
nada sobre el verdadero problema, y contribuye a ocultar la existencia o no de
exclusiones en el origen y la legitimidad de las mismas. El cambio de la determinación
del estatus de ciudadano será sin duda relevante para la evolución del estatuto de
ciudadanía; pero silencia y enmascara el problema del “derecho a la ciudadanía”.
Cuando Jean Bodin, uno de los primeros teóricos del estado moderno, afirma con
naturalidad que el ciudadano es "el súbdito franco dependiente de la soberanía de otro"
y considera un gran error "definir al ciudadano como quien tiene acceso a las
magistraturas y voz y voto en las asambleas del pueblo" 301, está advirtiéndonos que lo
importante es estar adentro, aunque sea como ciudadano-súbdito. Para el jurisconsulto
francés, el ciudadano es "el súbdito libre que depende de la soberanía de otro", y
considera que "error sumo es aceptar que sólo es ciudadano el que tiene acceso a las
magistraturas y voz deliberante en las asambleas del pueblo"302, de acuerdo con la
definición aristotélica.

La historia del estatuto de la ciudadanía, que es la historia del estado liberal


democrático, es sin duda una historia a no olvidar; pero también la otra, la de las
exclusiones que implica el estado como espacio de identidad clausurado, debe
mantenerse presente. Prefiero, pues, elegir el escenario configurado por la pertenencia,
y no por los contenidos o calidad de la ciudadanía. Y puesto que el contrato es el origen
del estatus de ciudadano y del estatuto de ciudadanía, parece razonable interesarse en
cuestiones como si también puede decidir sobre el derecho a la ciudadanía, si éste es
previo al modo de los derechos naturales, si es un trascendental del contrato; en fin,
parece justificado el interés especial por la relación entre el formato político tipo
contrato y la figura de la pertenencia a una comunidad política, siempre en los límites
del discurso liberal.

3. La doble naturaleza de la ciudadanía.

301
J. Bodin, Los seis libros de la República, I, 6: "Le franc subject tenant de la souveraineté d'autrui". Cito por la traducción de
P. Bravo Gala en Tecnos, Madrid, 1985.
302
Ibid., I, 6, 123.
244
Creo que hay un acuerdo general en atribuir a los seres humanos el derecho a la
ciudadanía en tanto el sentido del mismo sea el de “derecho a una patria”; por eso los
estados democráticos y humanitarios, para expulsar a un ilegal, han de encontrar
previamente otro estado que los acoja. En cambio, no existe ese acuerdo en cuanto el
derecho de la ciudadanía se entienda como “derecho de cada uno a elegir su patria”, a
decidir la comunidad política en la que quiere realizar su vida. Se considera la
ciudadanía un bien, por tanto objeto de apropiación, y en buena lógica se reconoce a
todo el mundo el derecho abstracto y no vinculante a poseerlo, como la vivienda o el
automóvil; aunque obviamente cada uno el suyo y si lo compra en el mercado. Y como
ese mercado lo controlan los estados, en rigor se niega al hombre-no-nacional el
derecho a la ciudadanía, aunque para mitigar el olor a inmoralidad se dejan abiertas las
puertas con derecho reservado de admisión. Se niega, por tanto, la ciudadanía como un
derecho del hombre y, en cambio, se aprueba la misma como un bien particular,
nacional, que el estado gestiona como mercancía y, a veces, concede como
beneficencia. A fin de cuentas se piensa la ciudadanía como un bien y una propiedad, no
como un derecho universal del hombre303.

No es fácil argumentar la ciudadanía como derecho universal, pues la filosofía hoy


no puede caer en el anacronismo de reivindicarla con referencia a una esencia común a
los seres humanos. En todo caso, no está claro que en el discurso liberal se atribuya a
los hombres el derecho universal a la ciudadanía. En las sucesivas declaraciones de
derecho pueden encontrarse algunas referencias ambiguas e implicaciones mediatas a
favor, pero en ningún caso aparece de forma explícita y contundente; tampoco
conocemos ninguna constitución política positiva contemporánea en la que se afirme tal
derecho. La moral común, por su parte, no lo prescribe con precisión, por lo que en
modo alguno puede hablarse de un acuerdo generalizado o compartido a favor del
reconocimiento de la ciudadanía universal. Dada esta situación se comprende que el
debate se transforme en una prolongada confrontación entre quienes persisten en
afirmar la evidencia racional del derecho de ciudadanía universal y quienes insisten en
tratar el problema como asunto de benevolencia que, como se sabe, es siempre limitada.

El profesor Francisco Laporta nos describe con énfasis este escenario, tratando de los
problemas ético-políticos planteados al mundo occidental por la emigración, que nos
exigen respuestas urgentes: “Para empezar hay dos respuestas que pocos parecen
animados a dar: la primera es la de abrir de par en par las fronteras de nuestros países
para que inmigre todo aquel que lo desee sin obstáculo ni limitación alguna; la segunda
es atrancar esas puertas por dentro para que no entre nadie, cualquiera que sea su
situación”304. La tercera vía, la que postula Laporta, tal vez necesaria en política pero
que siempre ha de ser sospechosa para la filosofía, incorpora una idea del derecho de

303
No es necesario aclarar que hay una forma cínica de afirmar la vigencia y respeto del “derecho universal a la ciudadanía”,
como ocurre al afirmar que ya de facto –y añadiríamos, lo quiera o no lo quiera- todo hombre tiene una ciudadanía. Lo cual es
cierto, la tiene; pero no como un derecho, sino como una determinación sociopolítica, como una condición o marca; y eso no es un
derecho.
304
F. J. Laporta, “Inmigración y respeto”, en Claves de la Razón Práctica, 114 (Julio/Agosto 2001): 64-68, 64.
245
ciudadanía compleja, matizada y siempre revisable, procurando la armonía universal,
que siempre es más fácil de conseguir por la sumisión de los débiles. Yo creo que esa
tercera vía la expresaba bien, hace unas semanas, un dirigente político catalán cuando,
interpelado sobre el tema, contestaba con inolvidable cara de mala conciencia: “Si
llaman a mi puerta (los emigrantes) la abro; pero haré lo posible para que no llamen”.
Que, traducido a nuestro juego de lenguaje, viene a ser: no les considero con derecho,
pero sí objetos de mi benevolencia y bonhomía. Tal vez esta respuesta sea una exigencia
de la ética de responsabilidad, en que buscan refugio weberiano los políticos; por suerte
en filosofía aún podemos fingir que en nuestro universo moral está aún activa la ética de
la convicción, o sea, que aún podemos plantearnos el problema de la inmigración en
términos de derechos, donde no caben matices ni escalas, donde la escasez o la
razonabilidad no tienen legitimidad alguna.

Hay muchos autores, de talante progresista, que no dudan en afirmar la universalidad


de la ciudadanía y que con más o menos éxito intentan argumentarla. Uno de ellos es
nuestro compañero J. M. Rosales, a quien tomamos como referente por estar presente en
estas sesiones del congreso y con el ánimo de provocar un debate largo y profundo.
Rosales ha defendido lo que me atrevo a llamar una teoría de la doble naturaleza de la
ciudadanía. Parte de una tesis muy extendida conforme a la cual la relación jurídica que
instaura el orden político –romano y moderno- aporta una nueva identidad, que se
sobrepone a las diferencias étnicas, históricas, culturales, entre los pueblos del imperio o
del estado; la relación jurídica constituía la identidad civil, una nueva condición del
hombre, “un tipo de identidad que se sumaba a cualquier otra identidad ostentada por
los individuos”305. Esa nueva identidad es de naturaleza nueva (jurídica y no ética o
étnica) e inmanente o independiente de toda exterioridad (derivada del pacto, que
presupone la libertad, y no de las relaciones de adscripción o pertenencia). Y teniendo
en cuenta la naturaleza escindida del individuo moderno, afectado por esa doble
pertenencia étnico-cultural y político-jurídica, miembro de una nación y ciudadano de
un estado –representación que pertenece al imaginario liberal- Rosales podrá situar la
ciudadanía como resultado de un contrato: “Al estar basada en un acceso contractual, la
ciudadanía exigía de cada individuo la libre adopción de los principios de la condición
civil”306. Si la pertenencia étnica respondía a determinaciones naturales, la pertenencia
político jurídica aparece como resultado de una decisión voluntaria entre individuos
libres, como fruto de un contrato. Queda así establecida la naturaleza contractual de la
ciudadanía.

Pero, además de esa naturaleza contractual, Rosales afirma también de la ciudadanía


su naturaleza “universalista”. Lamentablemente, la universalidad suele atribuirse a la
ciudadanía de forma muy normativa, casi como exigencia del imperativo moral
kantiano. Parece que un derecho no universal es mero privilegio; repugna a nuestra
tradición cultural la defensa de derechos particulares, de grupos, etc. Esto es cierto, y es
una buena razón a favor de una ciudadanía universal. Lo que ocurre es que, en nuestros

305
J. M. Rosales, Op. Cit., 164.
306
Ibid., 164.
246
días, es precisamente esta idea de que la universalidad sea intrínseca a los derechos, tan
propia del discurso liberal, la que está abierta y radicalmente cuestionada, al menos
respecto a “algunos” derechos. La conciencia de nuestro tiempo es menos sensible a la
inmoralidad intrínseca del particularismo. Sin pudor se reivindica la diferencia y la
asimetría, los derechos nacionales, comunitarios y contextuales, y el óptimo paretiano
configuran un mundo de derechos de minorías, donde cada grupo tenga su específico
repertorio de derechos-privilegios. Sea con indiferencia, sea con complicidad, con
frecuencia presenciamos discursos que bajo la cobertura legitimadora de la defensa de
discriminaciones positivas presuntamente justas oculta una metodología peligrosa al
habituar a la conciencia y al pensamiento a aceptar como natural la particularidad, el
trato distinto a los diferentes, las distinciones meritocráticas de hábitos y conductas
virtuosas, etc..

Y de la doble naturaleza de la ciudadanía Rosales –para acabar de esbozar su tesis-


extrae la contingencia del estatuto de ciudadanía, que ha de permanecer siempre
inacabado, abierto, a negociar. Nos dice: “en razón de su naturaleza contractual y
universalista, el estatuto de ciudadanía no era nunca una condición definitiva, sino que,
al contrario, se encontraba sujeto a los cambios de extensión e intensidad que
eventualmente se pudieran producir en su configuración jurídica” 307. No sabría decir
ahora si ese carácter abierto, esencialmente inacabado, del estatuto de ciudadanía puede
derivarse de la doble naturaleza, contractualista y universalista, de la misma, o bien si
habría que hablar de la triple naturaleza de la ciudadanía. Pero sí creo que la intuición
de que el estatuto de ciudadanía ha de estar abierto en extensión e intensión, ajustado a
los ritmos históricos, apunta una tesis clave de este debate, sobre la que habremos de
volver.

Esta teoría de la doble o triple naturaleza de la ciudadanía moderna merece un


comentario detenido, que confío me ayude a precisar mi posición. Comenzaré por la
dimensión contractual, que en su afirmación general me parece irrefutable. En el
liberalismo el vínculo jurídico o identidad civil sustituye y desplaza a las adscripciones
naturales o históricas, étnicas o culturales; pero, además, y a diferencia del modelo
romano de ciudadanía, en el modelo liberal la relevancia del vínculo jurídico proviene
del carácter contractual del mismo, del hecho de tener su origen en decisiones libres de
los individuos; es decir, la condición de ciudadano presupone la libertad del individuo
en tanto que la naturaleza contractual de la ciudadanía implica que el acceso a la misma
sea una decisión voluntaria concretada en un contrato. Ahora bien, aprecio algunas
imprecisiones o ambigüedades en la argumentación de la naturaleza contractual de la
ciudadanía: no se precisa si del contrato, además de derivarse el estatus de ciudadano y
el estatuto de la ciudadanía, se deriva también el derecho a la ciudadanía; en la
argumentación se silencian los límites del universo contratante, si está o no legitimada
la exclusión; al acentuar el carácter de la ciudadanía como derivada o constituida en el
contrato social, se oculta el problema del derecho a la pertenencia, a estar presente en el
307
Ibid., 164.
247
pacto, etc.. Creo que estas confusiones dejan ver la contaminación del discurso por la
teoría marshalliana, que no permite –o dificulta- distinguir con claridad entre: a) el
derecho a la ciudadanía, es decir, a elegir la pertenencia a una comunidad política; b) el
estatus o condición de ciudadano, que no prejuzga las condiciones del mismo, y que se
identifica con el hecho fáctico de la pertenencia a una comunidad política, situación a la
que se llega mediante el pacto social; y c) el estatuto o contenido de la ciudadanía, es
decir, los derechos, deberes y privilegios de los ciudadanos, en los límites del pacto y
que recogen las conquistas civiles, políticas y sociales en el seno del mismo.

A mi entender, es esta distinción la que permite pensar el derecho a la ciudadanía


como derecho (prepolítico) del hombre y, al mismo tiempo, mantener la tesis de la
naturaleza contractualista de la ciudadanía, pero ahora bien delimitada. Esta naturaleza
contractual, en primer lugar, es clara respecto al estatus de ciudadano y al estatuto de la
ciudadanía, porque ambos remiten al contrato social, ambos se derivan del mismo: la
titularidad se otorga en el contrato, es decir, solo los contratantes devienen ciudadanos,
y el contenido del contrato –derechos, deberes, privilegios, relaciones- pasa a ser el
contenido de la ciudadanía. Pero es igualmente clara, en segundo lugar, respecto al
derecho a la ciudadanía, aunque pueda parecer paradójico por ser pre-político, previo al
contrato. Efectivamente, el derecho a la ciudadanía en el universo liberal, que aparece
como derecho a elegir una comunidad política sin sujeción a determinaciones o límites,
en el fondo es un derecho a firmar el contrato social, mecanismo de elección del orden
político que éste instaura y de la comunidad política en la que ser ciudadano. Parece
obvio, por tanto, que en el universo liberal el contrato es la puerta y la vía de la
ciudadanía; y que el derecho universal a la ciudadanía deriva del presupuesto de ese
contrato como infinitamente abierto a todos y a lo largo del tiempo. Lo que implica que,
en coherencia y buena fe, nadie puede ser excluido del contrato, porque éste exige
prescindir de todas las determinaciones particulares, de todas las casacas, en el momento
constituyente.

Considero más insuficiente la argumentación de la segunda naturaleza, la que postula


la universalidad de la ciudadanía; y creo que este es el frente caliente del debate. Desde
luego no basta postularla y, como he dicho, hoy no forma parte de la “razón pública”,
pues en el espacio liberal no hay acuerdo sobre el derecho universal a la ciudadanía. Por
tanto, mientras no se encuentren mejores argumentos, la apuesta ideológica por una
ciudadanía universal seguirá ofreciendo flancos débiles. Aunque, por otro lado, negar
ese derecho desde el universo liberal tampoco es fácil sin caer en inconsistencias. De ahí
que, como ya he advertido, mi estrategia no aspire a argumentar la pertenencia
intrínseca al discurso liberal del derecho universal a la ciudadanía, sino a mostrar que,
aunque no fuera así, aunque no estuviera incluido en el inventario liberal de derechos
del hombre, no puede negarse sin contradicción con su teoría contractualista y su
legitimación de la apropiación privada.

Acabaré este apartado con un par de reflexiones sobre la idea del carácter abierto del
estatuto de ciudadanía. En el contexto en que se formula parece referirse
248
fundamentalmente al estatuto y, mediatamente, al estatus, en tanto que el carácter
abierto posibilita e implica cambios en el universo de asociados; pero no veo que así
planteado afecte al derecho a la ciudadanía. Y sería difícil sostener, por un lado, ese
derecho universal y, por otro, un estatuto abierto a negociaciones según contingencias
históricas. Es éticamente impensable la escena de individuos con derecho a la
ciudadanía haciendo colas esperando los papeles de la benevolencia o la negociación.

Creo, no obstante, que es una bella idea la de una ciudadanía intrínsecamente abierta,
en su contenido y en su universo, como estatuto y también como derecho (aunque
parezca una hipótesis demencial) ajustándose a los cambios estructurales del mundo. Y
ello exige, de inmediato, fijar bien su sentido, evitar confusiones y ambigüedades. Por
ejemplo, no se trata sólo de una exigencia hecha desde la sociología y la economía. Es
obvio que, a lo largo del tiempo, el estatuto de ciudadanía ha ido cambiando al ritmo de
los cambios en el orden político, que la ciudadanía en cada momento expresa y
condensa las relaciones y el destino del orden político. Y es igualmente palmario que el
acceso a la ciudadanía ha estado y está fuertemente determinado por la evolución del
mercado, y en especial del mercado de trabajo. Pero esa apertura dependiente de las
condiciones históricas, esencial para la política en tanto gestión, carece de interés desde
el punto de vista normativo en el que nos situamos. Estamos hablando de derechos, no
de mercancías; y lo que afirmo, aunque suene a paradoja, es que los derechos y la
justicia, que al fin son prescripciones de la razón (sin entrar en la problemática de ésta),
también se ajustan a los tiempos. Quiero decir que el derecho a la ciudadanía universal,
al igual que el estatuto de ciudadanía, está afectado de determinaciones históricas, como
enseguida mostraré; es un derecho que en el discurso liberal aparece en el tiempo, en
determinadas condiciones. Y, por tanto, para cumplir ese requisito de ajuste contextual,
para que sea legítima la reformulación de la ciudadanía, conviene precisamente
otorgarle una naturaleza abierta.

4. Ciudadanía y contrato social.

4.1. (Textos y razones). En lugar de intentar argumentar en positivo la universalidad


del derecho a la ciudadanía, prefiero plantear su relación con la teoría del contrato
social; y me contentaría con poder mostrar de forma convincente que la negación de tal
derecho genera desajustes y contraposiciones en el seno de la teoría contractualista,
transgrede el uso habitual y razonable de sus principios, aunque soy consciente de que el
derecho a la ciudadanía no puede deducirse sin más de los mismos. Es decir, aunque se
admitiera que el derecho a la ciudadanía, como lo estoy describiendo, no aparece
reconocido en las teorías canónicas del contrato social, lo cierto es que su negación sí
plantea problemas de coherencia interna en esta teoría. Por tanto, si consiguiera
demostrar satisfactoriamente que el estado entra en contradicción consigo mismo, viola
sus principios liberales, al negar los papeles a un emigrante sin reconocer su derecho a
elegir ciudadanía, habríamos abierto un nuevo escenario de representación donde habría
que asumir la alternativa de, o bien reconocer que tal negación es un simple acto de
249
poder, un recurso a la fuerza bruta, o bien de renegociar la teoría fundacional y
legitimista del contrato social. Vamos, pues, a ello.

Se acepta con generalidad que el estado moderno se instaura eficazmente en la


medida en que reenvía a lo privado, a la particularidad, los factores etnoculturales y
religiosos, presentándose como espacio público universal, neutral en cuanto a
determinaciones étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, etc. Por tanto, todas aquellas
cualidades que antes habían servido para fundar la pertenencia a una tribu, ciudad o
nación, ahora son neutralizadas políticamente en la idea del estado. La pertenencia a la
nueva comunidad política, en consecuencia, deja de definirse por cualidades objetivas
etnoculturales para fundarse en un vínculo político jurídico artificial y abstracto,
derivado de la libre aceptación por los individuos. En la representación legitimadora el
discurso liberal piensa el establecimiento del estado moderno bajo la figura del contrato
social en un contexto imaginario de decisiones subjetivas, voluntarias y libres. El
menosprecio de las determinaciones naturales e históricas, y el carácter de decisión libre
y voluntaria son dos rasgos esenciales del discurso liberal; el estatus de contratante es
universal, sin restricciones -¿cómo podrían imponerse si las mismas habrían de ser
jurídicas y en el momento constituyente aún no existe el derecho?. El escenario que
hace pensable el contrato social está poblado de individuos con derecho natural al pacto;
o, al menos, por individuos a quienes no se les puede sin arbitrariedad manifiesta
impedir entrar en el pacto. El pacto se piensa como ilimitadamente abierto a todos y a lo
largo del tiempo; su originalidad y su grandeza residen en que es un pacto sin límites de
espacio, de tiempo, de naturalezas y de condición. No encuentro otra manera razonable
de pensar el contrato social liberal sino siéndole intrínseca la ausencia de cualquier
clausura, de cualquier exclusión; como norma fundamentadora del momento
constituyente de la comunidad política sólo reconoce las diferencias (las inclusiones y
exclusiones) que el mismo establece, pero ninguna determinación exterior, ningún
límite transcendente.

Hay un argumento empírico a favor de esta tesis, derivado de la autoridad de los


teóricos liberales del contrato social. Al describir el momento constituyente todos ellos
hacen abstracción de cualquier determinación (histórica, étnica, cultural, social,
espacial) de los contratantes. El discurso contractualista supone un escenario de
hombres libres e iguales donde grupos contingentes de individuos, haciendo abstracción
de sus determinaciones e identidades pre-políticas, deciden ligarse mediante un pacto
social, que instaura al mismo tiempo el correspondiente espacio social, económico y
cultural y un orden político comunes308. Ni un solo teórico del contrato recoge una sola
idea de limitación del universo del mismo; ni uno solo.

Además de este argumento de “autoridad” (de buena autoridad), también hay a favor
de la tesis un argumento racional, fundado en la coherencia exigible al discurso. Para el
liberalismo la única base de legitimación es la decisión libre del individuo; por eso, para
308
En todos los textos claves el escenario del pacto describe a los hombres en general en situación de estado de naturaleza.
Puede apreciarse en Hobbes (Leviatán, I, xiv y xv); Locke (Segundo tratado sobre el gobierno civil, $$ 77-122); o Rousseau (Del
contrato social, I, vi)
250
legitimar el contrato, los pensadores liberales han de imaginarlo obra de decisiones
individuales libres y concertadas. No puede excluir a nadie, pues no hay ni puede haber
ningún principio o criterio de exclusión considerado legítimo antes del contrato, antes
de la decisión colectiva; no hay ni puede haber ningún referente transcendente y ningún
principio trascendental al que someter la voluntad del individuo; no se acepta ninguna
instancia objetiva exterior desde donde poner el límite a su inmanencia. Sólo después
del pacto, y como efecto suyo, aparece un adentro y un afuera; sólo después aparece la
escisión ciudadano/extranjero. Por tanto, en el punto cero, en el momento
constitucional, el contrato social pensado por el liberalismo tenía que estar abierto a
todos. Que la historia nos muestre que las comunidades políticas incluyen desde su
origen la selección y la exclusión simplemente revela que las mismas nos se
constituyeron mediante un pacto; la doctrina contractualista, ya se sabe, no es
descriptiva, sino normativa o legitimadora; sirve para definir un modelo de comunidad
razonable, con el que juzgar las existentes, al que tender en nuestra práctica.

Por tanto, y como la figura del contrato no tiene pretensiones descriptivas sino
legitimadoras, tampoco puede poner límites temporales, no puede excluir a los que no
se incorporaron en el origen, como si hubiera un momento histórico de la firma en la
verde pradera, quedando excluidos los que no pasaban por allí en tan sublime momento.
En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social, pertenecen a un
estado quienes suscriben el pacto que lo constituye, es decir, quienes en cualquier
momento deciden jugar con las reglas de juego que en el mismo se instauran. En la
medida en que el pacto queda siempre imaginariamente abierto, pueden entrar cuantos
opten por aceptar el juego político y salir cuantos prefieran buscar otro lugar del pacto.
En rigor, desde el “individualismo” liberal, desde esa idea del hombre desencarnada,
descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, parece imposible negar
con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos aspiren a ella. Sólo
sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso, algunas exigencias
protocolarias orientadas al orden y estabilidad del mismo, es decir, a evitar disfunciones
contrarias al sentido del pacto309.

4.2. (La patria, instancia de exclusión). La paradoja del contrato liberal es que, si
bien en el origen no puede ejercer la exclusión y, por ser instancia legitimadora y
valorativa, y no descriptiva, ha de repetirse sin solución de continuidad a lo largo del
tiempo, no es menos cierto que su resultado, la instauración de un estado ideal, de una
identidad político-jurídica idealizada (pues la sociedad real obviamente no es una
creación del contrato), es una clausura que implica una exclusión, crea un adentro y un
afuera, un nosotros y un ellos, lo mismo y lo otro. Es decir, la identidad jurídica, aunque

309
Podríamos añadir otro frente de argumentación, poniendo en relación el derecho a la ciudadanía con derechos tan sagrados
para el liberalismo como la libertad y la igualdad. Restringir al individuo la elección de la comunidad política a la que pertenecer,
en cuyo pacto inscribirse, en la que buscar la realización de sus planes de vida, parece limitar su libertad natural y violar su derecho
a la igualdad natural. Es decir, antes del pacto, como hombres, los individuos del discurso liberal han de tener igual libertad para
elegir, por encima de sus determinaciones etnoculturales y contra ellas, la comunidad política a la que pertenecer. Pero esta vía de
reflexión nos alejaría de nuestros objetivos actuales.
251
viene a silenciar las diferencias prepolíticas, instaura a su vez la diferencia política. El
vínculo político-jurídico, tan abstracto y universal a nivel interno del estado, es también
una figura de la clausura y la exclusión, al sustituir la tribu o la nación por la patria.

Se sustituye una identidad por otra, una forma de exclusión por otra. Si en el fondo
de las viejas identidades operaba el instinto de tribu, en la nueva opera el instinto de
mercader, que empuja a pensar el estado como un espacio económico natural, al modelo
de una fábrica, donde los bienes producidos se repartieran entre los productores y de
forma desigual entre ellos. La patria, por tanto, pasó a ser un referente de identificación
y, por lo tanto, de exclusión; las formas de identidad-exclusión prepolíticas fuertes
fueron sustituidas por otras más débiles, integradas ideológicamente en torno a la idea
de patria. La patria, como referente político-jurídico, libre de determinaciones
etnoculturales, es la metáfora de una gran empresa cuyos socios son los propietarios;
bajo las representaciones simbólicas se oculta el verdadero vínculo de identidad: el
interés económico. Un vínculo débil, azotado por los tiempos, que ha hecho que las
patrias liberales sean identidades frágiles y ejerzan una exclusión de baja potencia.

Pero, insisto, la idea de la patria encaja contradictoriamente en los presupuestos del


contrato liberal; en cierto sentido el patriotismo es extraño al liberalismo. No debiera
parecernos sorprendente la idea de Rousseau expuesta en el Emilio, según la cual no
puede haber ciudadanos donde ya no hay patria, que apuntaba directamente al corazón
del estado moderno, bajo la añoranza de una patria comunitaria donde tuvieran su peso
y su expresión las identidades culturales y religiosas. Sí parece sorprendente, en cambio,
que el propio liberalismo mantenga la idea de patria y la tome como referente de la
ciudadanía. Sorprendente porque el liberalismo, en su discurso sobre el estado moderno,
ha roto simultáneamente con la idea clásica de ciudadanía y con la de pertenencia que la
fundaba. No será sólo Marx quien afirme que “los proletarios no tienen patria”, sino los
hombres del 89, con Condorcet a la cabeza, quienes se proclamen “ciudadanos del
mundo”.

La idea clásica de ciudadanía refería a un título sustantivo, a una condición finalista


del hombre; ser ciudadano era la manera de realizar y culminar la esencia humana, la
manera de adquirir y ejercer las virtudes más eminentes del hombre; y a dicha
condición, a dicho título, se accedía mediante la determinación de la pertenencia,
entendida en sentido étnico cultural, en sentido genuinamente ético (compartir carácter,
costumbres, historia, lengua, tal vez raza, etc.) Pero el liberalismo, en su discurso
teórico político, ha roto con ese horizonte de significación; por tanto, si sustituye la
comunidad etnoética por la patria, es a costa de eliminar de ésta todo contenido ético y
reducirla a referente político-jurídico con densidad económica de fondo. No podrá ir
más allá de una patria que a medida que irrumpe en una historia contemporánea
homogénea y banal y de economía globalizada acaba perdiendo su sentido 310. Hoy

310
Basta recordar el devenir de tres símbolos de la soberanía: el ejército ya es profesional, una empresa de servicio entre otras;
además, con tendencia a disolverse en estructuras internacionales, como las empresas con futuro. La moneda, se disolvió en una
unión globalizadora. Y la bandera, pierde fuerza entre la comunitaria y las de las comunidades.
252
“defender la madre patria”, como sin duda clamaría el republicanismo progresista de los
siglos pasados, suena a viejo, obsoleto y residual.

El patriotismo, a pesar de su presencia y su juego, no es intrínseco al discurso liberal;


su presencia, salvo momentos coyunturales, ha sido débil. En la vieja querella entre los
antiguos y los modernos, en el XVIII, aquellos denunciaban que el progreso implicaba,
entre otras cosas, la pérdida del patriotismo. No obstante, la patria ha sido el referente
liberal de la exclusión y la gestión de la ciudadanía, ejercida en nombre del interés
sacralizado de la patria. Las exigencias del capitalismo han ido marcando los vaivenes
del discurso sorbe la ciudadanía, según algo tan pragmático como las necesidades del
capital: ora favoreciendo la entrada de fuerza de trabajo ora restringiéndola. A veces el
derecho de pertenencia se concedía con tanta facilidad que parecía mero protocolo de
formalización de un derecho universal; otras, en cambio, se acentuaba el carácter del
derecho como concesión estatal restrictiva y selectiva. Durante siglos los cambios de
nacionalidad, los flujos migratorios, se han dado fluidamente, casi como si se tuviera
derecho a elegir estado. Al menos ha sido así mientras la clase burguesa necesitaba
mano de obra de otros lugares y países; las necesidades del capitalismo ayudaban una
vez más a la coherencia con el discurso universalista. El lastre residual de las antiguas
formas de identificación y exclusión, que persistía, era soportable y la discriminación
que ejercía afectaba más a la igualdad interior que al acceso a la pertenencia

En el capitalismo contemporáneo, postburgués, las condiciones han cambiado,


especialmente en dos aspectos. Primero: el exceso de población (juego de la demografía
y la tecnología a escala nacional; de la globalización económica y la aldea cultural
global, junto a la universalización de los medios de transporte y comunicación, a escala
mundial); la mano de obra ya no es necesaria (para ser más correctos, su necesidad no
es ya indiscriminada, necesita regularse como cualquier mercancía del mercado:
comprarse y venderse en cantidad, cualidad y tiempos precisos y variables). Segundo:
la generalización de los derechos, incluidos los sociales. Las conquistas sociales
encarecen de manera alarmante el mantenimiento del “ejército de reserva” y hacen
insoportable una “legión extranjera” (el permiso de residencia implica un costo
excesivo). Tener parias en el territorio era barato e incluso rentable económicamente;
tener ciudadanos, aunque sean súbditos, con derechos humanos, hoy tiene un costo que
el capital considera excesivo.

4.3. (Contrato mercantil y contrato social) Retomemos la cuestión principal. El


discurso liberal, por un lado, ni en sus textos ni en su práctica histórica, afirma el
derecho universal a la ciudadanía en sentido estricto; por otro, el escenario y la
formulación de la idea del contrato inducen a pensar la necesidad racional de
presuponer ese derecho, sin el cual el pacto pierde coherencia y fuerza de legitimación;
y, en tercer lugar, la práctica del estado moderno y el juego simbólico de la patria
responden a la idea de que el derecho de ciudadanía es un privilegio concedido por el
estado o, si se prefiere, por el grupo de asociados.
253
Este último elemento tiene una poderosa fuerza persuasiva, y amenaza con decidir la
cuestión sin permitir plantearla. En gran medida dicha persuasión procede del
desplazamiento de la genuina idea del contrato social por una representación mercantil
del mismo. Si la patria es una propiedad común, como cualquier otra, parece razonable
aplicar los mismos usos y criterios que en el mercado; si el estado es un gran club
privado, parece razonable ejercer la reserva del derecho de admisión.

En “El coste de los derechos cívicos y la inversión de la inmigración” 311, J. M.


Rosales trae a colación la pregunta “¿Quiénes son los dueños legítimos del estado?” de
Andrew Oldenquist; y parece tentado a responder con él: los ciudadanos. En un
escenario político interior, esa respuesta significa una opción por la democracia frente al
estado, la burocracia, los grupos de presión, etc.; pero en el escenario socio económico
de la emigración, la repuesta traduce el rechazo y la exclusión de los otros. Bien mirado,
la idea de que los ciudadanos son legítimos dueños del estado responde a una
concepción de éste como club privado, cuyos socios son propietario de la
infraestructura, de los bienes muebles e inmuebles, de la imagen, del ambiente de sus
salones, e incluso del buen gusto de los gestos, maneras y ademanes de los asociados; y,
por supuesto, con derecho a decidir sobre admisiones y vetos. Y se comprende que, en
ese escenario, desde la ocasional dirección a la perentoria conserjería tengan el derecho
y el deber de vigilancia de entradas y salidas y control de permisos, licencias e
invitaciones. Pero la imagen del estado como club social, bien avalada por la práctica de
los estados liberales, no encaja bien en el discurso filosófico liberal. De hecho, esa
imagen trata de ocultarse, se siente como inmoral o frívola, se disfraza tras sentimientos
patrióticos más nobles, etc.; y ese rechazo moral y estético induce a sospechar que no se
ajusta bien al ideario liberal.

Junto al rechazo ideológico hemos de poner la inconsistencia de la misma idea del


estado-club, que se corresponde con una interpretación del pacto social como contrato
mercantil. Los asociados de un club son propietarios del mismo y, por tanto, detentan el
derecho de adquisición y veto sobre nuevos socios, sólo porque es reconocida por los
otros su posesión efectiva privada del club; y tal reconocimiento se expresa en la ley –
no la del club, sino la del estado, aceptada por los otros- de otra asociación a la que el
club y sus miembros pertenecen y en la que, junto a los miembros del estado que no lo
eran del club, han firmado el contrato social que regula la propiedad y otras relaciones
entre ellos. O sea, la legitimidad de las reglas de un contrato cerrado requiere de su
adecuación a una ley, que pertenece a una institución –unos contratantes- en la que sus
partes se incluyen. Los clubes privados pueden ser cerrados, pero siempre sometidos a
una ley –de otra asociación- que legitima y pone los límites de su clausura/exclusión; el
contrato que los autodetermina es mercantil, y todo contrato mercantil refiere a un
estado, todo derecho privado refiere a un derecho público, como decía Kant.

Ahora bien, el contrato que funda el estado soberano, por no ser legitimable por
referencia a una instancia exterior determinante del mismo, no puede ser mercantil y su
311
J. M. Rosales, “El coste de los derechos cívicos y la inversión de la inmigración”, en N. Fernández Sola y M. Calvo García
(coords.), Inmigración y derechos. Zaragoza, Mira Editores, 61-82.
254
legitimidad debe responder a otras exigencias. Sólo podríamos considerar el estado
como un gran club estatal privado, propietario de su suelo, subsuelo, aire, costas,
industria, riquezas, paz, cultura, clima, etc., acotado dentro de sus fronteras, si los otros
“clubes estatales” lo reconocen como tal, reconocen sus fronteras, su soberanía. Pero,
como ponen de relieve los teóricos del estado moderno en sus orígenes, la legitimación
de la posesión, expresada en el reconocimiento por los otros, requería el recurso a la
firma imaginaria de un contrato que fijaba el derecho internacional. Mientras no fue así,
o en la medida en que aún hoy no es del todo así, los estados se imaginaban en guerra
de todos contra todos, o al menos de unos contra otros, como en el estado de naturaleza.

A la hora de pensar el derecho internacional un liberal tiene la siguiente alternativa.


O bien se imagina un universo abierto de individuos libres e iguales que negocian el
pacto, es decir, un escenario original que incluye a todos los individuos con derecho a
pactar, con derecho a elegir estado, con derecho a la ciudadanía; o bien defiende que un
grupo particular de individuos, previamente unificados por alguna determinación de la
identidad, pactan entre sí y frente a los otros y se erigen en poseedores efectivos de una
parte del mundo. Y aunque sin duda esta imagen se aproxima más a la histórica, carece
de toda fuerza legitimadora, por fundar el pacto en un acto de fuerza que, para un buen
liberal, no genera derecho. Por tanto, la respuesta: “los propietarios del estado son sus
ciudadanos” no es consistente con la doctrina liberal. La legitimación de la propiedad
reside siempre en el reconocimiento por los otros; lo que implica que, en el origen, en el
momento contractual, todos son actores, no hay posibilidad alguna de exclusión
legítima. Por eso Locke, el primer liberal que sentó las bases teóricas de la moderna
propiedad privada, entres sus tres famosas “cláusulas lockenas” fijó que la apropiación
(de la tierra) había de hacerse de tal manera que se dejara a cada uno de los otros tierra
igual en cantidad y calidad. La suya fue al menos una honesta defensa de la apropiación
privada de los recursos del mundo; aunque no previera los resultados.

4. Ciudadanía y propiedad.

En el ideario liberal la patria no es sólo el espacio de identidad del contrato


mercantil; al mismo tiempo es el referente de la propiedad. Referente normativo en
tanto que ámbito de legitimación, de reconocimiento colectivo de la apropiación;
referente práctico en tanto que lugar donde se ejerce y protege la propiedad privada
efectiva; y referente político en tanto que dimensión de una forma paradigmática de la
propiedad colectiva, constituido por un espacio de vida, cultura, paz, libertad, bienestar,
derechos, proyectos y esperanzas poseídos en común. La ciudadanía, como estatus y
como estatuto, forma parte de esos bienes de propiedad colectiva. Y en tanto que el
derecho a la ciudadanía significa poder ingresar en el inventario de socios
copropietarios, se comprende bien las resistencias a su reconocimiento. Nada más
concordante con el sentido común liberal que otorgar a los socios de un club o empresa
el privilegio de admitir o rechazar nuevos socios y fijar las condiciones de entrada. De
ahí que G. Sartori pueda afirmar sin vergüenza que la ciudadanía, más que una
255
negociación en beneficio mutuo, es una obra de beneficencia, una “acogida”
paternalista, por lo cual el patrón ha de tener la última palabra: “mantengo que el
criterio que gobierna la difícil navegación que estoy narrando es esencialmente el de la
reciprocidad, y una reciprocidad en la que el beneficiario (el que entra) corresponde al
benefactor (el que acoge) reconociéndose como beneficiado, reconociéndose en
deuda”312.

La idea de Sartori no s extravagante, pues está ampliamente arraigada en nuestras


sociedades liberales, aunque se la matice y enmascare cuando se manifiesta
públicamente (lo que es síntoma de desajuste con la propia moral liberal). Nada más
habitual en el propio pensamiento liberal que pensar el estado, la patria, como un club
privado legítimamente poseído. En estas representaciones se expresa con toda evidencia
la idea liberal según la cual se reconoce en abstracto el derecho a la ciudadanía como
derecho del ser humano, equivalente político del derecho abstracto a elegir club, pero al
mismo tiempo en concreto se niega tal derecho al pensarlo más como un privilegio que
el estado concede, equivalente político a privilegio de cada club de elegir selectivamente
a sus socios. La cuestión que quiero plantear es si esta idea es coherente con los
principios del liberalismo.

4.1. (Teoría liberal de la propiedad) Para tratar el problema con cierto rigor debemos
analizar la teoría liberal de la propiedad o, para ser más precisos, de la apropiación
justa. Y para ello el referente canónico es Locke, como ya he dicho, pues no hay ningún
otro autor que haya teorizado con más claridad y profundidad la apropiación justa; hasta
los más agresivos neoliberales (Richard Nozick, David Friedman o Murray Rothbard,
entre otros313) asumen el enfoque y los límites fijados por Locke, retocando la teoría
para adaptarla a una economía donde la tierra ya no es el medio de producción
determinante.

El gran reto que asume Locke es el de fundamentar la propiedad –es decir, mostrar
su justicia- sin considerarla un derecho natural. No puede considerar su posesión un
derecho natural por dos tipos de argumentaciones de hondura filosófica. Por un lado,
argumentaciones teológicas, mediadas por el respeto al texto bíblico314, donde se dice
con claridad, rotundidez y reiteración que Dios ha dado la tierra en común a los
hombres para su sobrevivencia; según la Biblia no les ordenó ni les prohibió
repartírsela, pero en ella se afirma de forma inequívoca que, en el origen, todos tenían
derecho a ella. La argumentación teológica, pues, lleva al reconocimiento de un derecho
natural del hombre al usufructo de la tierra, y nada más. Pero, junto a éstas hay otras
argumentaciones de tipo racional, pues la razón exige pensar –nos dice Locke- un
origen de todas las cosas, por tanto, nos exige pensar un origen de la propiedad, y en
consecuencia un momento histórico sin propiedad; la razón impone la necesidad de

312
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus, 2001, 54
313
Ver D. Friedman, Capitalismo y libertad. Chicago U.P., 1962; Free to Choose. Harmondsworth, Penguin Books, 1973; y M.
Rothbard, For a New Liberty. The Libertarian Manifest. Nueva York, Collier, 1978
314 ?
. David, Salmos, CXV, 16.
256
pensar un tiempo de ausencia, de inexistencia de la propiedad, y una aparición
justificada, por necesidad, de la misma.

Desde estos supuestos, el problema filosófico-político derivado de este origen,


teológica o genealógicamente fundamentado, consiste en “mostrar cómo los hombres
pueden llegar a tener una propiedad particular de lo que Dios dio a la humanidad en
común y sin que sea necesario pacto expreso entre ellos". Pues dicho pacto no es
verificable en el tiempo y, en todo caso, sería inválido para la humanidad en su devenir,
ya que el mandato bíblico no otorgaba la tierra a los existentes, sino a su estirpe, a la
humanidad, a las “futuras generaciones”, como suele decirse hoy. Justificar la necesidad
de violar un derecho natural, una prescripción divina, no es tarea fácil; de ahgí la
relevancia del discurso lockeano al respecto.

De los dos argumentos que usa Locke, el más importante según mi criterio es el que
se sustenta en el principio del derecho del autor a su obra315, pues el mismo reformula
el principio liberal más sagrado. El derecho del autor a su obra, por decirlo de forma
sintética, remite a la idea del hombre como ser propietario: propietario de forma
inmediata de sí mismo, de su cuerpo y de su alma, y de manera mediata de cuanto haga,
cree u obtenga con ellos. Se trata de la figura del hombre que C. B. Macpherson ha
llamado “individualismo posesivo”316, y que Locke describe como un ser propietario al
menos de su persona: "Aunque la tierra y las criaturas inferiores sean comunes a todos
los hombres, cada uno tiene propiedad sobre su persona"; o "Todos los hombres tienen
la propiedad de su persona. Nadie, fuera de él, tiene derecho alguno sobre ella". De esta
propiedad sobre sí mismo -según el autor inglés- se deriva su condición de propietario
de sus acciones y, en consecuencia, de los productos de sus acciones: "El esfuerzo de su
cuerpo y el trabajo de sus manos, podemos decirlo, son su propiedad, y cualquier cosa
que él saque del estado en que la dejó la Naturaleza, ya mezclada con su esfuerzo, tiene
algo de él y por ello se convierte en su propiedad”. Locke insiste incansable en la idea,
que sabe persuasiva, del hombre propietario de su labor y su obra, de su esfuerzo y su
imaginación: "Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son
propiedad suya"317.

Desde esta antropología, subsistir en la tierra y de la tierra es apropiarse de ella,


hacerla suya físicamente, convertirla en su cuerpo (comer, digerir); trabajar la tierra es
también hacerla suya metafóricamente, convertirla en su obra, en la objetivación de su
alma, porque en ella proyecta su acción; mediante el trabajo la humaniza, la mezcla con
su ser, la riega con su sudor y su imaginación, la convierte en parte de su vida, en
prolongación de sí mismo. Y así se viene a afirmar el derecho natural a la propiedad de
cuanto uno produce y del soporte material de esa producción indisolublemente ligado a

315
El otro argumento, derivado de la máxima racional según la cual la necesidad genera derecho, no es definitivo, pues
fundamenta la apropiación (hecho físico) no la propiedad (hecho jurídico).
316 ?
C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1979.
317
J. Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Secc. 27.
257
la obra; y así se llega, en el fondo, a una trágica contraposición entre dos derechos
naturales.

En este contexto plantea la gran alternativa: uno de los dos grandes principios
naturales ha de ser violado. O bien se acepta, contra el mandato divino y los criterios de
la razón, que la tierra pueda ser repartida y apropiada privadamente, tal que los frutos
de la misma sean para quien la trabaja con su cuerpo y su alma, respetando así el
derecho del autor a su obra; o bien se acepta un usufructo colectivo de la tierra (que
contextualmente tiene el significado de los medios de producción), declarando la
absoluta ilegitimidad de la apropiación privada de la misma, decisión que conlleva la
frontal vulneración del sagrado derecho del autor a su obra. Alternativa radical, que el
filósofo inglés plantea con valentía e intenta resolver con finura y lucidez, de la cual ha
bebido el pensamiento dominante en el capitalismo.

Locke, como he dicho y es bien sabido, intenta resolver esta paradoja de forma hábil
e imaginativa, en un discurso no exento de honestidad. Al tiempo que se inclina por
salvar el principio del derecho de autor, signo de los nuevos tiempos y que exige tanto
poner en su lugar a la teología como a la razón, hace una defensa de su propuesta llena
de ponderación y razonabilidad, lo que ayuda a su poder de seducción. En concreto, en
lugar de hacer una defensa sin más del derecho del autor, tras describir la inevitabilidad
del conflicto entre ambos derechos propone que, dada esa inevitabilidad de violar uno
de ellos, el derecho universal del hombre al usufructo igualitario de la tierra, establece
unas “cláusulas de la apropiación justa” que tratan de moderarla y, en cierto sentido, de
salvar la adecuación al espíritu, ya que no a la letra, del principio de uso común de la
naturaleza. De las tres cláusulas o límites me interesa sólo uno: "Esta apropiación es
válida –nos dice- cuando exista la tierra en cantidad suficiente y quede de igual calidad
en común para los otros"318. Puesto que cada hombre tiene derecho a sobrevivir, nadie
puede justificar moralmente la apropiación privada de lo que era un bien común para
sobrevivir uno mismo y que amenace la vida de los otros.

Al ser la tierra un bien escaso –y toda la reflexión sobre la propiedad se ciñe a la


tierra, medio de producción central en su época- podría plantearse la inaplicabilidad de
tal cláusula a medida que creciera la población. De todas formas, Locke no podía prever
el desarrollo demográfico y siempre pensó en la infinitud de la naturaleza, porque
incluso en su época, como decía, existían amplias extensiones de tierra sin ser
explotadas. Así, la privatización absoluta de la tierra en la Europa del XVII no
incumplía la regla de aplicación justa, y Locke escapaba a la crítica afirmando y
creyendo que aún quedaban tierras vírgenes en América: "La regla de apropiación, es
decir, que cada hombre posea tanto cuanto pueda aprovechar, podía seguir siendo válida
en el mundo, sin que nadie se sintiera estrecho y molesto, porque hay en él tierra
bastante para mantener al doble de sus habitantes, si la invención del dinero, y el

318
Ibid., Secc. 27.
258
acuerdo tácito de los hombres de atribuirle un valor, no hubiera introducido (por
consenso) posesiones mayores y un derecho a ellas"319.

Un liberal consecuente y con conciencia social de nuestros tiempos ya no podría ser


optimista respecto a la infinitud de la tierra (léase infinitud de los medios de
producción); pero recurrirá, como suele hacerse, a sustituir el derecho a la tierra por el
derecho a los “medios de subsistencia”. Este desplazamiento en la interpretación
justifica la propiedad privada de los medios de producción al tiempo que defiende el
derecho de todos los individuos (trabajadores, parados, jubilados…) a una remuneración
o subsidio que le permita una vida digna. Este es el argumento en el que se basa la
defensa del estado de bienestar, cuando las prestaciones sociales se piensan como
derechos de los individuos a una compensación por la expropiación de que han sido
objeto de su originario derecho natural al usufructo de la tierra, y no como mera
caridad. Por tanto, la cláusula lockeana de la apropiación justa, debidamente
actualizada, debería decir algo así: la apropiación privada, individual o estatal, es justa
cuando dejan a los demás bienes de producción o subsistencia suficientes en cantidad y
de similar cualidad. Locke pensaba en el ideal de una sociedad de pequeños y honrados
propietarios trabajadores; el modelo correspondiente a nuestro tiempo sería una
sociedad muy igualitaria en la repartición del trabajo y la pertenencia. Las cosas no
fueron así y el capitalismo se desarrolló por el lado oscuro de la desigualdad. En todo
caso, lo que queda deslegitimado en el propio discurso liberal constituyente es una
apropiación particular de los bienes que condene a los otros a la miseria. En
consecuencia, la espontánea creencia en la legitimidad del estado para distribuir sus
bienes entre sus miembros, no tiene respaldo racional, ni tampoco moral320.

Nozick asume la teoría lockeana, y la incluye como uno de los dos principios que
configuran su concepción de la justicia, el de la apropiación originaria legítima (el otro
es el de la libre transferencia de la propiedad)321. Es muy consciente de que el punto
débil de su teoría es, precisamente, la sospecha de que toda apropiación, aunque se
realice en un acto legítimo, está contaminada de ilegitimidad en la larga cadena histórica
de intercambios de la propiedad. Por eso ha de añadir a su teoría de la justicia un
principio de rectificación, que corrija las violaciones históricas de los dos anteriores
principios. Obviamente, la historia es tan larga y densa en violaciones, que es imposible
una rectificación ad casum; por tanto, Nozick se ve obligado a admitir algún tipo de
compensación a los desposeídos como reparación de injustas apropiaciones pasadas que
permita pensar legítimo el presente.

Aunque no creo que esta estrategia sirva para que se cumpla la cláusula lockeana,
mucho más exigente y que condicionaba el modelo productivo a una sociedad de
pequeños propietarios, al menos sirve para mostrar que hasta el pensamiento liberal más
radical de nuestros días asume reconoce su mala conciencia y asume la obligación de
319
Ibid., Secc. 36.
320
Vid. Ph. Van Parij, ¿Qué es una sociedad justa?. Barcelona, Ariel, 1993, 95-104.
321
R. Nozick, Anarchy, State and Utopia. Oxford, Blackwell, 1974, 178-182. (Traducción castellana en México, FCE, 1988)
259
compensar del expolio histórico. La propuesta de Nozick, por otro lado, viene a ser un
simple ejemplo de la estrategia propia del paternalismo occidental, dispuesto a
compensar a posteriori de sus sucesivos expolios (así, el del “tercer mundo”, que ahora
reconoce y simula compensar de diversos modos). La de Locke, pienso, respondía a
otro vocabulario, tal que cuando prohibía la apropiación privada de la tierra si con ello
otros quedaban abandonados a la miseria, entendía que entre los “otros” se incluían
obviamente a todos los hombres de todas las partes a lo largo del tiempo. La justicia en
Locke exigía reparar el mal, restablecer el equilibrio originario de derechos; la de
Nozick se contenta con paliar algunos efectos mínimos, manteniendo definitivamente la
escisión entre propietarios y desposeídos, y manteniéndola ahora no como cuestión
fáctica, resultado de la violencia, sino como realidad legitimada, y por tanto
reconciliada.

4.2. (La distribución internacional de la plusvalía) Hemos podido ver que en la


propia teoría liberal de la propiedad, con fuerza en sus orígenes y más matizada en
nuestros días, suele asumirse la ilegitimidad de cualquier apropiación que dejara a los
otros sin medios de vida. Pero, además, el sagrado derecho del autor a su obra,
consagrado en la segunda cláusula lockeana, que limita la apropiación a la tierra que
uno pueda trabajar con sus manos -lo que en la práctica equivale a condenar la
explotación- plantea un problema añadido. La forma de producción cada vez más
internacionalmente socializada y globalizada (desterritorialización del capital) pone en
evidencia algo que el pensamiento liberal en los primeros tiempos del capitalismo no
previó. En aquellos orígenes no se tuvo consciencia de que la riqueza no se acumula en
las arcas de quienes la producía, tesis que el marxismo revelaría con especial énfasis,
tanto si se plantea en términos de agentes productivos como de clases, regiones o países;
el auge de la teoría del desarrollo desigual y combinado del capitalismo en los años
sesenta lo ha puesto bien de manifiesto; hoy más que nunca se pone de relieve que,
efectivamente, el capital se reproduce ajeno a lealtades de lugares o naciones,
empeñándose en violar la tendencia a que las riquezas se acumulen donde se produce.
No cuesta trabajo constatar que el bienestar de las ciudades o países europeos –material,
cultural, lúdico, democrático- se hace con plusvalor producido de forma dispersa por el
resto del mundo.

Lo que debería llevarnos a asumir que el estado-club privado no es legítimamente


propietario de su bienestar, según el discurso liberal del derecho del autor a su obra,
porque la riqueza de que goza y que gestiona no es de producción propia, si no que en
gran medida ha sido y es producida por los otros, en otros lugares, tal vez allí donde su
gente es empujada a la emigración. En consecuencia, hay pocas razones liberales para
negar a los emigrantes la participación en las riquezas –incluida la paz, las expectativas,
el reinado del derecho, etc.- de un club que no es autor de las mismas y, por tanto, no es
legítimo propietario.

No puedo -ni lo creo necesario- extenderme en la descripción socio-histórica de este


decalage; creo que en lo esencial ha quedado bien fijado y argumentado. Acabaré con
260
una reflexión sobre una atractiva idea de Henry Sidgwick 322, un brillante pensador
liberal utilitarista del siglo XIX, que entendía que no podía encontrar ninguna razón
para justificar el control del acceso a la ciudadanía. La máxima utilitarista de “la mayor
felicidad para el mayor número”, entendida en términos progresistas –es decir,
ponderando los menores costos marginales para incrementar la satisfacción de los
pobres y para elevar la de los ricos- le llevaba a oponerse a la idea del estado-club y
acercarse a la idea del estado-vecindad, es decir, una asociación más débil, abierta, sin
más exigencia para la pertenencia que el respeto de los otros. Consideraba que el estado
sólo tenía que garantizar el orden en el territorio, dejando el mercado abierto a toda
migración. No consideraba legítimo que el poder político controlara la ciudadanía y
mucho menos que determinara la cualidad de los nuevos socios; entendía con lucidez
envidiable que tales políticas pueden hacerse en base a intereses particulares o de
grupos, pero no con respeto a los principios liberales y utilitaristas. Y ante las críticas de
que tal permisividad reportaría serios perjuicios económicos y de identidad, tanto a los
individuos como a la armonía del estado, con exquisita finura intelectual podía contestar
con una doble máxima que nos gustaría escuchar hoy día: “la identidad no es un tema
político en el estado moderno y el bienestar hay que dejarlo en manos del mercado”.
¡Qué envidiable coherencia con los principios del discurso liberal!. Por un lado propone
dejar al mercado el protagonismo en la distribución de las riquezas, tesis más que
cuestionable pero exquisitamente liberal. Pensaba al respecto que los movimientos
migratorios son efecto y condición de posibilidad del mercado: si el valor de cambio de
una comunidad baja, efecto de esos flujos migratorios, disminuirán éstos, que se
orientarán a otros lugares, pensaba Sidgwick. El Estado no tiene derecho –aunque tal
vez sí fuerza- para controlar el mercado de trabajo internacional; a no ser que se le
asigne la capacidad inmanente de autolegitimación, en cuyo caso se ha abandonado la
perspectiva universalista del liberalismo y se ha adoptado la del comunitarismo y quién
sabe si la del totalitarismo. Pero, por otro lado, su máxima también afirma de forma
rotunda que “la identidad no es tema político”, es decir, que el estado traiciona el
discurso liberal asumiendo el papel de delimitar las inclusiones y las exclusiones, de
definir los límites de la pertenencia. Así no se defiende una idea, ni una sociedad; sólo
se defienden los intereses de unos grupos, nos dice este genuino liberal.

No deberíamos despreciar estas reflexiones de Sidgwick. No era ciego a los efectos


negativos del libre tránsito de fronteras. Reconocía que sin duda sufriría el ideal
patriótico, ante la falta de cohesión interna, la presencia de vecinos extraños entre sí; y
quebraría la homogeneidad de la comunidad, ya que la población heterogénea y móvil
sería refractaria a la promoción moral y cultural; e incluso afectaría al nivel de
bienestar, afectando de forma inmediata a la regla utilitarista de “elevar el nivel de vida
de los más pobres”. Pero, no obstante, Sidgwick sabía que los más pobres son los otros,
y que si Bentham hubiera conseguido fijar su cálculo de la felicidad, podría mostrarse la
validez de la siguiente regla universal: la distribución más igualitaria y universal es el

322
Henry Sidgwick, Elements of Politics. Londres, 1881.
261
óptimo de felicidad. Sólo se me ocurre añadir, si no es así, si no es el óptimo de
felicidad, al menos apunta al óptimo de justicia.

Es curioso –y así cerraré de momento la reflexión- cómo el pensamiento


hegemónico en el capitalismo niega al estado legitimidad para controlar el mercado
interior, y se confía a éste la asignación de recursos –es decir, la realización de la
justicia-, al tiempo que se le atribuye el deber de control de la ciudadanía. Ahí surgen
evidentes contradicciones y paradojas que se manifiestas con fuerza en nuestros días, en
que se impone la liberalización creciente del mercado internacional, en definitiva, la
globalización, al tiempo que se mantienen como resistencia posiciones cómplices de la
xenofobia. ¿No es una paradoja sangrante que se defienda la globalización económica y
se rechace la que es su inevitable envés, la ciudadanía universal?. Más aún, ¿no es
sorprendente que, en general, quienes claman con consciencia por el control de la
ciudadanía son conversos de la mundialización, mientras que quienes se enfrentan con
consciencia a ésta defienden la ciudadanía universal?.

Encuentro pocos argumentos para no defender la elección de ciudadanía como un


derecho universal del hombre; encuentro pocos argumentos para defender como patria o
patrimonio una realidad construida desde los otros, a veces desde la destrucción de los
otros; encuentro pocos argumentos para defender identidades culturales y axiológicas en
un mundo que ha hecho de la fragmentación y la contingencia su condición de vida; y
encuentro pocas razones para una apropiación estatal de los bienes en un mundo
globalizado. Encuentro, en cambio, ciertos atractivos en la defensa de un derecho
universal a elegir ciudadanía, a la que considero figura actual de la lucha por la
igualdad.

H. Arendt ha escrito que “Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía


del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre, hablándose a sí
mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablándose y comunicándose entre sí, los
que habitan la tierra”323. Simplemente añadir, para evitar confusiones, que sí, que son
hombres, pero hombres de distintas razas, lenguas, culturas y religiones quienes hablan
y se comunican; y precisar, para que no haya lugar a engaños, que sí, que es elogiable
que hablen y se comuniquen, pero que pueden hacerlo mientras trabajan juntos y se
reparten con justicia los bienes de la tierra.

5. Ante los críticos.

Alguien puede decir: “¿qué ganamos con este discurso?. Denunciar la ilegitimidad o
contradicciones del discurso liberal es perder el tiempo. Lo que se necesitan son
estrategias exitosas para vencerlo o extirparlo”. No lo dudo; pero me temo que esas
estrategias no pueden ser protagonizadas por la filosofía; quitar al estado-nación el
poder y el monopolio de la gestión de los derechos de ciudadanía no es tarea filosófica,
sino política, tal vez revolucionaria. Lo que sí puede hacer la filosofía es robarle al

323
H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona, Gedisa, 1990, 76.
262
poder la palabra, quitarle la razón, desvestirle para que aparezca como lo que es: fuerza
y silencio.

Es lo único que me siento capaz de hacer: robarles su palabra y su razón. Ya Engels


advertía que llegaría el día en que el proletariado habría de salir a la calle a defender la
democracia burguesa frente a la burguesía. Lukács describió cómo la filosofía renegaba
de la razón cuando la razón negaba el orden capitalista. Quitémosles la palabra.

Esto me lo enseñó un colombiano, un artista, un poeta: Guillermo Villegas Mejía, el


Yurayaco Tiene instalada una de sus obras, Perennidad, en El Picacho, un montículo de
la ladera nord-occidental, barrio de sicarios, desde donde Medellín aparece más bella,
frágil y amenazada. Es un relato donde se cuenta el destino trágico de la familia paisa
de las comunas: la "cucha" contempla firme la muerte de sus hombres. Y allí, junto a su
obra, un día de hace unos años, Yurayaco me contaba su sueño de convertir el
montículo, lugar de amor y de sangre en las temerosas noches de El Picacho, en una
obra de arte y en un símbolo de la libertad de la ciudad. Con palabras concisas y gestos
de manos seguros, expresiones de la claridad de la idea, dibujaba en el viento, con
acentos egipcios y precolombinos, formas arquitectónicas que enmarcarían la ciudad.
"Una ciudad enmarcada es una ciudad conquistada. Así la hacemos nuestra", decía.
Quería que la comuna viera e hiciera suya la ciudad; que la comuna fuera y se sintiera
también ciudad. Y soñaba con un espeso telón de crotos, esas bellas flores amarillas
antioqueñas, forrando la pendiente bañada por el sol, "para que desde allí abajo, al
mirar, vean que les hemos robado el oro, que el oro es nuestro". Quería quedarse con los
valores de la ciudad para la comuna; quería que se viera en la comuna el valor de la
ciudad. Quería robarles la belleza. ¿Qué mejor manera de derrotarlos?.

Yo, desde la filosofía, siguiendo la lección del Guillo, me esfuerzo en seguir esa
humilde tarea de quitarles la palabra.
263

XII. La ciudadanía en un mundo globalizado324.

“Hablar de derechos universales, naturales o humanos es vincular


el respeto hacia la vida y la integridad humanas con la noción de autonomía. Es
considerar a las personas cooperantes activos en el establecimiento e implementación del
respeto que le es debido. Y ello expresa un rasgo esencial de la perspectiva moral
occidental moderna” (Ch. Taylor, Fuentes del yo)

1. Cambio de escenario.

Nuestra presunción es que el tema de la ciudadanía se está planteando de forma


anacrónica, atrapados en las redes de las tesis de Marshall. El anacronismo se concreta
en la adopción del mismo escenario de representación de la ciudadanía que el
liberalismo clásico, y que responde a una ontología política centrada en tres
determinaciones: es un universo radicalmente pluralista (individualismo), jurídicamente
cerrado (estado nacional) y teleológicamente fundado (optimización del bienestar de los
asociados). Es el modelo que corresponde al capitalismo nacional, que exige que la
sociedad funcione como una fábrica y se ordene según la regla del beneficio de sus
propietarios.

Pensar la ciudadanía de forma actual requiere un cambio radical de escenario. Un


cambio que, en lugar de reproducir el escenario propio del estado liberal, lugar de orden
y claridad, con su identidad, su ley, su frontera, su verdad y su ciudadanía, ha de asumir
precisamente la crisis de este modelo, o al menos la profunda transformación del mismo
exigida por la deriva del estado-nación liberal. Ha de ser un escenario dirigido a pensar
la crisis de esa poderosa representación del orden político social que configura el
liberalismo, con su universo de individuos-sujetos libres, resultados de la abstracción de
sus determinaciones naturales o histórica, dotados de esa nueva identidad político-
jurídica que expresa la ley y que constituye la ciudadanía nacional; ha de ser un
escenario que recoja el fin del reinado de la exquisita simplicidad de esa representación
de individuos iguales sometidos a una misma ley universal en los precisos límites
sociológicos, jurídicos y físicos de las fronteras de la nación; en fin, ha de ser un
escenario de representación que rinda cuenta de la crisis de ese magnífico ideal liberal
de individuos libres e independientes, identificados por la igualdad de los derechos del
hombre que le son atribuidos, y que a nivel nacional reproduce la identidad cósmica de
la humanidad, lo que les permite pensarse a sí mismos al mismo tiempo individuos
libres, ciudadanos de una nación y ciudadanos del mundo, tal vez la más bella
representación de un o mismo que la imaginación puede llegar a alcanzar.

324
Este trabajo procede de una ponencia, con el mismo título de “La ciudadanía en un mundo globalizado”, leída en el marco
del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, en el Simposio sobre Globalización y democracia (Universidad de
Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002). El texto fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed.
Fundación Ciudad Don Bosco, 2003
264
Si la representación liberal de lo político ha devenido anacrónica se debe a que el
mundo empírico que le servía de referente, sólido y ordenado, se hunde bajo nuestros
pies; no es un anacronismo enunciado desde la ficción del punto de vista del
entendimiento divino, sino el reconocimiento del éxito del proyecto capitalista liberal en
su voluntad de transformar el mundo, un éxito tan rotundo que ha dejado atrás a la idea,
volviéndola anacrónica. La crisis de la idea no es otra cosa que el abrirse paso de su
esencia, que condena a la finitud sus formas anteriores y así da paso a un universo de
prácticas, relaciones, instituciones y estatus más indefinido, reversible, proteico y
provisional, cuya peculiaridad es la de ser hoy más apropiado que el ayer omnipotente
orden de la seguridad, la regla y la inflexible razón instrumental. Y en ese nuevo
escenario de representación del mundo se reclama a gritos una representación
actualizada de la ciudadanía, que espontáneamente y de momento se configura en torno
a dos metáforas sin concepto, dos nociones intrínsecamente vagas e imprecisas,
indefinidas y maleables. Nos referimos al pluralismo y a la globalización. Dos
expresiones de desigual fortuna ideológica pero que, en rigor, son respectivamente las
figuras socioculturales de lo político y lo económico del capitalismo del siglo XXI 325. El
pluralismo político aparece como la alternativa al individualismo liberal en el orden
institucional, pero también en el ético y el estético; las tímidas pero cada vez más
alentadas propuestas de federaciones asimétricas y ciudadanías diferenciadas en
politicólogos progresistas sólo son los síntomas del derrumbamiento del viejo orden
conceptual y de su creciente aceptación en el plano teórico e ideológico 326. Por su parte,
el confuso referente enunciado como “mundo globalizado” si en última instancia alude a
algo es precisamente al final de una época, pensada como superación de la hegemonía
del capital nacional, con la aparición de un capitalismo sin patria. Si la idea de
pluralismo, con o sin autoconciencia, anuncia el cambio de modelo de estado en el
capitalismo, la globalización apunta a la metamorfosis en el seno del capitalismo desde
una forma de capital nacional, cómplice indisoluble del estado nacional, a un capital
nómada y apátrida, tan potente que puede exhibir con cinismo la legitimidad de su
existencia sin vinculación a una comunidad política, sin el más mínimo compromiso
con lo humano.

325
Aunque no podremos evitar referencias a ambas figuras, aquí centraré la mirada en la globalización, es decir, en la
dimensión económica de un escenario de representación de la ciudadanía adecuado a los nuevos tiempos; aunque pertenezca al
espacio de representación política, la ciudadanía es impensable –como el mismo espacio político- sin fijar la mirada en las
metamorfosis del capital.
326
Entre las múltiples propuestas destacamos las de: “ciudadanía multicultural” (W. Kymlicka, Multicultural Citizenship. A
liberal theory of Minority Rights. Oxford, Clafrendon Press, 1995); “pluralismo radical” (M. Young, Justice and the Politics of
Difference. Princeton U.P., 1990); “ciudadanía múltiple” (Derek Heater, Citizenship. Londres, Longman, 1990); “igualdad
compleja” (M. Walzer, The Spheres of Justice. A Defense of Pluralism and Equality. Nueva York, Basic Books, 1983; y Moralidad
en el ámbito local e internacional. Madrid, Alianza, 1996); “identidad compleja” (Ch. Taylor, Multiculturalism and “The Politics
of Recognition”. Princeton U.P., 1992); “ciudadanía compleja”, (J. Rubio Carracedo, “Ciudadanía compleja y democracia”, en J.
Rubio Carracedo, J. M. Rosales y M Toscano, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos. Valladolid, Trotta, 2000, pp. 21-46);
“federalismo asimétrico” y “federalismo plural” (Ferran Requejo, “Pluralisme polític i legitimitat democràtica”, en Ferran Requejo
(ed.), Pluralisme nacional i legitimitat democràtica. Barcelona, Proa, 1999, 9-20; y “Legitimidad democrática y pluralismo
nacional”, en Ferran Requejo (coord..), Democracia y pluralismo nacional. Barcelona, Ariel, 2002, 157-173), o “federalismo
pluralista” (Miquel Caminal, El federalismo pluralista. Barcelona, Paidós, 2002)
265
La idea de ciudadanía clásica, articulada sobre el individualismo liberal, no puede
sino devenir anacrónica y hundirse con su autor, el modelo liberal de estado. Y ese
hundimiento no es accidental o contingente, tal que diera sentido y razonabilidad a una
reivindicación de su sobrevivencia, aunque fuera en formas rectificadas y actualizadas;
al contrario, el estado liberal nacional, y su cultura ilustrada, muere a manos de su
demiurgo, el capitalismo, y con la misma necesidad y legitimidad con que fueron
instauradas, la de su reproducción. La crisis o transformación del estado nacional es el
rostro político cultural de la crisis o transformación del capital nacional. El pluralismo –
como forma política, pero también como opción cultural, ética y estética- es el rostro de
la nueva configuración y del nuevo modo de ejercer el poder, el rostro (post)moderno
de la verdad de la nueva cultura del gran consumidor pasivo. Y en paralelo la
globalización hay que pensarla como la metáfora aún sin concepto (aún en movimiento)
de un capital sin vinculación cultural o política, desterritorializado, absolutamente
indiferente a todo referente cultural o moral. Por tanto, para pensar la ciudadanía hoy –
sea como forma de existencia política posible o como forma deseable- hemos de situarla
en el escenario de crisis del estado nacional y el surgimiento del orden político
pluralista, cuyo fondo y determinación últimos se revelan en las metamorfosis del
capitalismo, particularmente en eso que se nombra como “globalización”, y que en
esencia expresa su particularidad de devenir un capital cada vez más insensible a las
determinaciones políticas nacionales, culturales e incluso civilizatorias, cada vez con
forma de presencia más desterritorializada y apátrida, más ilocalizable y difuso, y cada
vez más indiferente a las determinaciones político-jurídicas.

No podría –ni sabría- entrar en la conceptualización de esta metamorfosis del capital;


ni siquiera cuento con la información suficiente para describirla con ciertos detalles;
otros podrán y deberán hacerlo. Pero, aunque sea al nivel de las meras intuiciones, creo
contar con algunas ideas para dar alguna solidez y verosimilitud a este postulado. Por
ejemplo, hoy es frecuente que los propietarios efectivos del capital pertenezcan a
ciudadanos de diversos países, desarrollado y subdesarrollados; ciudadanos árabes,
alemanes o suizos que viven regularmente en Mallorca, Marbella o Miami; que operan
con cuentas bancarias en las Bahamas, las Caimanes, las Fidjis y otros exóticos paraísos
fiscales perdidos en el Pacífico; que juegan en red en las bolsas de Nueva York, Tokio y
Seúl; que invierten en empresas con domicilios dispersos por Corea, Filipinas o
Indonesia… ¿Vale la pena seguir relatando lo obvio?. La idea que trato de ilustrar, a
saber, que el capitalismo actual opera cada vez más sin centro y sin adscripción político-
jurídica, es tan obvia que no es necesario acumular muchos ejemplos; es trivial que
hasta las entidades más dignas juegan con contabilidades múltiples, negocian con
“dinero negro” (o sea, sin color, lo que sugiere sin culpa), y que complejas redes
jurídico-mercantiles camuflan las trayectorias y difuminan la titularidad nacional de la
propiedad; las plusvalías, cuando no son simplemente clandestinas, tienen una
existencia nómada, con domicilios de tránsito y sin vinculación a procesos de
reproducción nacionales estables. No sólo se enmascara la titularidad privada de la
propiedad, para evadir la ley; lo importante es que el capital funciona sin adscripción a
proyectos nacionales y, por tanto, sin sumisión al estado nacional. Lo relevante aquí no
266
es la inmoralidad o ilegalidad, sino la quiebra de una alianza estado-capital que anuncia
una nueva época que desconocemos y tememos.

2. La ciudadanía, esencia del estado.

La ciudadanía es la esencia ideal del estado; tanto en sus versiones más lockeanas o
liberales (insistencia en los derechos) como en sus versiones más rousseaunianas o
republicanas (insistencia en la participación), la ciudadanía es el rostro político moral
del estado. La ciudadanía es la idealidad del estado y, con frecuencia, el pretexto de la
existencia empírica de éste. Por tanto, definir la ciudadanía implica siempre describir el
modelo de estado. Cuando se persigue una ciudadanía como repertorio de derechos
ampliados en cantidad y calidad, o cuando se insiste en la efectividad del ejercicio y
disfrute de los mismos, al mismo tiempo que se describe un ideal de ciudadanía (un
ideal tipo de ciudadano) se implica un ideal de estado (un ideal tipo de ciudad o
república). Visto desde fuera, desde el orden institucional, un estado u orden político
concreto marca unos límites a la ciudadanía, especifica una forma de ésta, dibuja con
precisión y determinación su campo de posibilidades. El ciudadano y el estado, pues, se
juegan en la misma partida, se afirman y niegan en el mismo combate.

La reivindicación, en el seno de un estado, de un ideal de ciudadanía, prometido y no


cumplido, tal vez expresado en sus principios (orden constitucional) pero no realizado
en su función (realidad efectiva), expresa al mismo tiempo la fractura en la idea del
estado y los límites del reformismo razonable. Puesto que parece intrínseco al estado
disfrazar su realidad bajo la idealidad de su esencia, el espacio de reivindicación política
reformista viene limitado por esa ocultación. Conocer esos límites posibilita, por
consiguiente, ajustar la idea de la ciudadanía a la idealidad (no a la realidad) del estado;
ese es el espacio de un discurso reformista razonable y con sentido. Otra cosa es limitar
la idea de ciudadanía a la realidad del estado, en cuyo caso se renuncia al pensamiento
sometiéndole al poder fáctico. Y, en fin, cosa muy distinta a ambas, al reformismo
razonable y al entreguismo vergonzante, es considerar el ideal de una forma de estado,
su campo de posibilidad de construcción de la ciudadanía, un ideal mezquino, alicorto e
incluso anacrónicos, lo que implica la crítica a todas las formas de ciudadanía que caben
en su seno y lleva consecuentemente a cuestionar el modelo de estado (y el de
ciudadano) en una alternativa revolucionaria. Es decir, hay modelos de ciudadanía que
no caben en el estado liberal clásico, ni en el estado pluralista contemporáneo; por lo
tanto, la apuesta por esos modelos de ciudadanía debería llevar, consecuentemente, a la
apuesta por el cambio de las formas de poder político coherentes con el capitalismo. Lo
otro, reivindicar lo imposible, suele tener efectos prácticos ilusorios y perversos.

La idea de ciudadanía dominante, lo hemos dicho, es la de matriz marshalliana. Las


tres miradas a la ciudadanía que concentra la propuesta de Marshall, desde los derechos,
desde la participación y desde la pertenencia, pueden verse como esfuerzo de sintetizar
tres modelos de estado (respectivamente el genuinamente liberal, fundado en los
267
derechos de los individuos; el republicano, apoyado en la idea de comunidad política
participativa; y el nacionalista, que hace del origen histórico o de la identidad de espíritu
su principal referente); síntesis que, en rigor, reproduce la génesis de la civilización
occidental, donde los tres elementos de la ciudadanía se aglutinan como valores
esenciales universales. Es fácil de comprender que esos valores configuradores de la
idea de ciudadanía dominante en nuestra cultura capitalista occidental -los derechos, la
participación y la identidad de origen o espíritu- constituyen la esencia misma del orden
político liberal democrático, con esa variedad de rostros que caben en el flexible
entorno delineado por los modelos hobbesiano, lockeano, rousseauniano, kantiano,
hegeliano y benthamiano, entre otros. Pero, en cualquiera de sus versiones y mixturas,
el elemento ontológico común a todos ellos es que el orden político se piensa siempre,
inequívocamente, sobre el fondo de una sociedad escindida. Ese universo social
dominado por la fragmentación y el conflicto es la constante de los diversos modelos de
estado (de ciudadanía) que sintetiza la propuesta marshalliana de las tres miradas, tal
que cada una de ellas enfoca y revela una dimensión de esa escisión y propone un tipo
de sutura a la misma. Cuando, en el estado moderno, se insiste en el ideal de los
derechos negativos (casi siempre derechos contra o frente a nuestro enemigo, el estado),
se dibuja un escenario hobbesiano de individuos enfrentados, aunque prefiramos
denominarlos bajo el eufemismo de “sociedad civil”, que enmascara la particularidad y
parece anular la vergüenza de la insolidaridad; individuos que reclaman el estado como
instrumento exterior, necesario pero peligroso, a usar y controlar. En cambio, cuando al
pensar la ciudadanía se insiste más en la participación, o en aquellos derechos que
implican el reconocimiento de los otros, el escenario escogido resalta la fractura entre
una sociedad desgarrada y fracturada y un estado que profundiza y reproduce esas
fracturas y conflictos. No podía ser de otro modo, dado que cada ideal de ciudadanía
supone un ideal político y, en consecuencia, una forma de organizar y limitar el poder
político, un tipo de estado. Pues bien, sobre este supuesto quiero reivindicar la
perspectiva de la mirada desde la pertenencia, la pariente pobre en la reflexión
marshalliana –y en el debate contemporáneo, en la medida en que el mismo es
fuertemente deudor de dicha interpretación-, y que a mi entender revela zonas oscuras
del estado.

La reflexión actual sobre la ciudadanía se ha mantenido rigurosamente, con escasas


excepciones, en el marco del estado nacional, propio del capitalismo liberal burgués; y
es constatable que los discursos progresistas sobre la ciudadanía se han ido montando,
respetando ese espacio político nacional, sobre un proyecto histórico constante: el
acceso a la verdadera o plena ciudadanía de todos los miembros del estado. Por razones
complejas, algunas de las cuales aparecerán en esta reflexión, el discurso sobre la
ciudadanía ha tendido a constituirse en torno al doble problema de definir la buena
ciudadanía y de proponer el acceso a la misma. Aunque se tenía presente el juego
político del ius solis y el ius sanguinis, o quizás por ello, el aspecto de la pertenencia
parecía inesencial; aunque tales derechos operaban como definición de un no
conceptualizado “derecho a la ciudadanía”, tal que acotaban el universo de ciudadanos
268
de una nación, en el fondo es como si simplemente crearan la mera condición de
posibilidad de la ciudadanía.

Por decirlo con más claridad, esos dos derechos definidores de la pertenencia pasan,
en el estado liberal democrático de la alta modernidad (tras las revoluciones americana
y francesa), a definir el estatus de ciudadano, en rigor de la “ciudadanía mínima”, de la
mera nacionalidad, que más que un derecho era una determinación, una condición
exterior; pero, en el estado del antiguo régimen y la baja modernidad, la pertenencia no
definía la condición de ciudadanía sino la de súbdito. Y así, el pensamiento político
progresista, que no podía reconocer como ciudadanía sustantiva ni la condición de
“súbdito” ni la “ciudadanía mínima”, acabaría pensando la ciudadanía en un proceso
histórico largo y complejo, de luchas, derrotas y conquistas. En consecuencia, la
ciudadanía deja de ser pensada como una condición geopolítica y pasa a ser pensada
como un ideal político social de vida, tal que la mirada se orientará a describir su
conquista (la conquista de los derechos) y su ejercicio (participación en la vida de la
ciudad) y dejará en la sombra el problema de la “pertenencia”. Pero hay cosas que en las
sombras se conservan bien, esperando la ocasión de su presencia.

La mirada liberal se constituye así como descripción de la ciudadanía como relato de


la conquista del ideal político. Desde la misma un ser humano deviene ciudadano stricto
senso en la medida en que accede a los derechos (mirada liberal) y, además, los hacía
efectivos con su participación política (mirada republicana). La pertenencia, en la
sombra, expresaba dos escenarios diferentes: por un lado, como condición de
posibilidad del acceso a la ciudadanía o “ciudadanía mínima”, refería a lo cualitativo, a
la ciudadanía plena y efectiva; por otro, como simple inclusión de los miembros del
estado, de los circunscritos por sus fronteras o sometidos a su ley (nacionalidad), aludía
a la condición de súbdito. Se podía pertenecer como súbdito al estado y no tener la
condición, el privilegio, de ciudadano. Aristóteles ya distinguía entre quienes eran
necesarios para sostener la polis (jornaleros, metecos, esclavos, etc., que vivían como lo
que eran) y los que constituían la polis (los hombres libres que participaban en la
política); en los primeros tramos del estado moderno, con los debidos ajustes históricos,
esa distinción seguía vigente. De ahí que la crítica del estado moderno –en cuya esencia
ideal reconocía libres e iguales a todos sus miembros- se orientara siempre a la
generalización de la ciudadanía, a acabar con la escisión entre quienes pertenecen como
súbditos y quienes pertenecen como ciudadanos. Y de ahí que, en la medida en que ese
objetivo se ha ido consiguiendo, con las imperfecciones y límites propio de lo empírico,
el estado ha podido presentarse más idealizado. En todo caso, para lo que aquí nos
ocupa, la mirada de la ciudadanía desde la pertenencia deja ver las escisiones y
conflictos históricos en el estado (conflictos de clase, de sexo, de culturas o religiones);
seguir la huella de la pertenencia, de la forma de distribuirse históricamente la
ciudadanía, me parece una genuina y fecunda manera de pensar nuestra historia.
269
En nuestros días la mirada de la ciudadanía desde la pertenencia tiene otro atractivo.
Paradójicamente, cuando parece que la pertenencia ha superado su ambigüedad, al
quedar al menos formalmente abolida la condición de súbdito sin ciudadanía o, si
preferimos recordar la metáfora de Rousseau, al quedar sancionada la doble condición
del ciudadano, a un tiempo súbdito y soberano...; paradójicamente, decía, la pertenencia
se desplaza del interior del estado a sus fronteras político-jurídicas: ahora que quienes
están dentro han sido todos igualados en su condición aparecen los que están fuera, los
que no pertenecen ni como ciudadanos ni como súbditos. Aunque este nuevo rol de la
pertenencia debe ser abordado en un nuevo escenario, cosa que haré después, quisiera
aquí subrayar que sólo desde esta perspectiva podemos ver hoy los nuevos conflictos
sociales, las nuevas formas de escisión y enfrentamiento social, que ya no pasan por las
propias del escenario estatal (pobres/ricos, proletarios/burgueses, hombres/mujeres,
trabajo manual/trabajo intelectual), sino por el nuevo orden político que el capital, ayer
nacional y hoy globalizado, lenta pero inexorablemente va imponiendo. Un nuevo orden
político, pues, que exige e implica una nueva idea de ciudadanía, que le sirva de
idealidad o esencia, aunque sea para no cumplirla.

3. La ciudadanía liberal.

De acuerdo con la tesis que acabo de formular, conforme a la cual la idea de


ciudadanía es la esencia del estado, no parece razonable una reflexión sobre la
ciudadanía que no tenga presente la situación de éste. En particular, no parece razonable
una reflexión sobre la ciudadanía en los límites de la ya aludida teoría sobre la misma
que formulara hace medio siglo T. H. Marshall 327. Esta concepción de la ciudadanía ha
tenido un merecido reconocimiento en cuando se adaptaba perfectamente al modelo de
estado liberal nacional; conservarla hoy implica anacronismo y, en rigor, deserción del
espíritu del propio Marshall.

Efectivamente, la ontología política individualista que sustenta toda su reflexión


responde a la más pura concepción liberal del estado. En su escenario de representación
sólo aparecen individuos desencarnados, deshistorizados, desetnizados, sin más
identidad que la proporcionada por la abstracta universalidad de la ley sacralizada en el
estado moderno. Conviene recordar que la tesis de T. H. Marshall sobre la ciudadanía es
una respuesta a la tesis sostenida por Alfred Marshall en The future of working
classes328, en 1873. Este pensador liberal defendía que la igualdad que aportaba la
ciudadanía, la pertenencia plena, sin exclusiones, a una comunidad, era suficiente para
legitimar ésta, justificando así otro tipo de desigualdades, como las de clase; defendía en
consecuencia la generalización de la ciudadanía329 como estrategia para mantener en paz

327
T. H. Marshall, Class, Citizenship and Social Development. Nueva York, Anchor, 1950.
328
A. Marshall, “The future of working classes”, en A.C. Pigou (ed.), Memorials of Alfred Marshall. Londres, Macmillan,
1925.
329
Nótese que no apuesta por conceder la ciudadanía a cuantos la quieran, es decir, por concederle derecho a elegir ciudadanía;
sino que, dando por supuesto el cerrado universo del estado nacional, que reconoce como súbditos conforme al ius solis y al ius
sanguinis, piensa la ciudadanía como el acceso a los derechos. Y esa es la cuestión pragmática que se plantea: ¿es preferible, para
la paz social y el buen orden capitalista de la propiedad, generalizar la ciudadanía o seguir manteniendo a los súbditos en su
puesto?.
270
las desigualdades socioeconómicas. T. H. Marshall en Ciudadanía y clase social (1950)
recupera la pregunta y confirma la respuesta. Entiende que sigue vigente en lo
fundamental la idea según la cual la sociedad actual se conforma con la igualdad
aportada por la ciudadanía, compatible con múltiples y fuertes desigualdades reales,
especialmente tras haber sido aquélla enriquecida con una larga lista de derechos 330.
Para la defensa de su tesis elabora una idea de ciudadanía que, si bien entiende su
contenido formado por tres dimensiones (pertenencia, derechos y participación), en el
contexto de su discurso queda absorbida por una de ellas, el repertorio de derechos, pues
al fin es la base del conflicto político que intentan abordar. En ese repertorio de
derechos, como reglas o privilegios de comportamiento público, distingue tres
elementos, que le sirven para dividir el campo de esos derechos: el elemento civil,
compuesto por “los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la
persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer
contratos válidos y derecho a la justicia”331; el elemento político, cuyo contenido es “el
derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo
investido de autoridad política o como elector de sus miembros” 332; y el elemento social,
que abarca un amplio espectro de derechos, desde “el derecho a la seguridad y a un
mínimo de bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la
vida de un ser civilizado conforme a estándares predominantes en la sociedad”333.

La ciudadanía plena, pensada como el acceso al repertorio máximo de derechos, es


puesta como el ideal político liberal, realizable en el tiempo, a medida que los
individuos vayan ganando competencias, a medida que conquisten la pertenencia plena.
Se supone, sin cuestionamiento alguno, un escenario nacional, en el que todos los
individuos pertenecen al estado y, en consecuencia, gozan de la ciudadanía mínima, de
la pertenencia o nacionalidad; aunque algunos no sobrepasen la condición de súbditos,
nadie queda fuera, nadie es excluido. En tal escenario de representación no aparece la
cuestión del derecho a la ciudadanía; y es razonable que así sea, pues en el espacio
cerrado del estado la condición de ciudadano-súbdito no se elige, sino que se acata, es
impuesta; el universo de individuos que se tiene en cuenta cae dentro de las fronteras
del estado, todos gozan del título de ciudadanos, aunque circunstancialmente puedan ser
ciudadanos imperfectos o inacabados, si se quiere, meros súbditos. Como ya señalara
Bodin, rompiendo así con la concepción de la ciudadanía política clásica, el ciudadano
es "el súbdito libre que depende de la soberanía de otro"334. Nos advierte que, entre otras
definiciones erróneas del concepto, "error sumo es aceptar que sólo es ciudadano el que
tiene acceso a las magistraturas y voz deliberante en las asambleas del pueblo", de

330
Citamos sobre la edición castellana del texto: T.H. Marshall, “Ciudadanía y clase social”, en T.H. Marshall y Tom
Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992, 21.
331
Ibid., 22-23.
332
Ibid., 23.
333
Ibid., 23.
334
Bodin, Los seis libros de la República, I,6: "Le franc subject tenant de la souveraineté d'autrui". Cito por la traducción de
P. Bravo Gala en Tecnos, Madrid, 1985. Volveremos sobre esta definición.
271
acuerdo con la definición aristotélica335. El jurisconsulto francés previene a los lectores
contra una definición "fuerte" de la ciudadanía, que sólo sería válida para el gobierno
popular y que encaja mal en su doctrina de la soberanía.

Marshall parece aceptar que nada hay fuera del estado. En su discurso sólo cabe la
preocupación por la ampliación progresiva de la ciudadanía –del repertorio de derechos
y del ejercicio efectivo de los mismos-, que irá consiguiendo elementos de igualdad; la
ciudadanía plena, máxima generalización de los derechos, significa la máxima igualdad
contemplada en el ideal, compatible con otras muchas formas de desigualdad ante las
que dicho ideal es insensible. Además, la ciudadanía así definida afirma la hegemonía
de la identidad político-jurídica sobre otras formas de identificación y adscripción
premodernas. Frente al sentimiento, el parentesco, la ficción de una descendencia
común, en definitiva, los vínculos etnoculturales que constituyen el lazo de unión de la
comunidad (que F. Tönnies llama Gemeinshaft y E. Durkhein “solidaridad mecánica”),
la ciudadanía pasa a ser un elemento de la Gessellshaft o “solidaridad orgánica”, propio
de sociedades mercantiles y, en especial, capitalistas: “La ciudadanía requiere otro
vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado
en la lealtad a una civilización como patrimonio común. Es una lealtad de hombre
libres, dotados de derechos y protegidos por un derecho común”336.

Esta concepción de T. H. Marshall es muy atractiva. En su estructura, pero también


en la manifestación subjetiva de su autor, aparece explícita la finalidad fuertemente
integradora (aunque sería excesivo considerarla integracionista y, mucho menos,
integrista). Su objetivo explícito es la integración de los individuos en el estado, la
construcción de una unidad o identidad política, que no sólo hace abstracción ocasional
de las determinaciones naturales, etnoculturales o prepolíticas de los individuos
miembros, sino que pone esa abstracción como intrínseca y necesaria al orden político.
Es decir, piensa la identidad política como radicalmente diferente, ajena y excluyente de
otras formas de identidad, que pueden vivir en su seno subsumidas a los límites
políticos.

Otra fuente de atracción proviene de su diseño de un escenario de reivindicaciones


diversas dentro del ideal de ciudadano. Basta recordar, por un lado, la lucha por la
ampliación de los derechos y, sobre todo, de distintas minorías por la igualdad de
derechos; el ideal de ciudadanía se presenta así como el ideal político democrático
liberal. Por otro lado, deteniendo la mirada ora en los derechos, ora en la participación,
ambos elementos puestos por Marshall como contenido de la ciudadanía, de su matriz
han salido dos modelos de ciudadanía con pretensiones hegemónicas en nuestros días.
Por aquí el modelo liberal, que interpreta la ciudadanía poniendo el énfasis en el estatus
legal del individuo frente al estado; por allá el republicanismo cívico, que enfatiza la
participación, el ejercicio de los derechos. O sea, se trata de dos lecturas del ciudadano,
que acentúan respectiva y alternativamente su dimensión de titular de derechos o de

335
Ibid..,123.
336
T.H. Marshall, Op. cit., 46-47.
272
actor político; dos figuras no excluyentes, pero diferenciadas; dos modelos de orden
político y de vida que coexisten en disputa; en fin, dos proyectos universalistas de
integración de los individuos en el Estado. De ahí que puedan considerarse como
variantes de la llamada ciudadanía universalista.

El atractivo de la propuesta de Marshall radica en que permite esas lecturas


diferenciadas que garantizan el debate en el espacio liberal democrático. Pero contiene
una debilidad teórica y otra debilidad política que conviene no pasar por alto. La
debilidad teórica reside en que, de hecho, se olvida de lo que él mismo llama tercer
elemento de la ciudadanía, es decir, la pertenencia, con lo cual acota el debate sobre la
ciudadanía a la lucha por los derechos y la participación política, interesante pero no
suficiente; deja fuera del mismo el gran problema ético-político contemporáneo: el de la
exclusión de los extranjeros. Reconocida como dimensión sustantiva de la ciudadanía, la
pertenencia en realidad queda secuestrada como mera condición del ciudadano dentro
del estado, sin referencia al derecho a la ciudadanía, a ese momento de paso de fuera a
dentro. La ciudadanía es un estatus, ciertamente, “aquel estatus que se concede a los
miembros de pleno derecho de una comunidad”337, dice Marshall; pero no se dice
quiénes tienen derecho a ser miembro. Este olvido es coherente con la propia idea
contractualista del estado que el liberalismo reclama para sí. Todos los filósofos
modernos, de Hobbes a Kant, pasando por Spinoza, Locke o Rousseau, cuando
formulan la idea contractualista se abstienen de establecer ningún criterio de exclusión –
que sería prepolítico y, por tanto, no legítimo- dando por supuesto que son los que están
y están los que son. Si dichos textos filosóficos fueran constitucionales, ningún estado
tendría ninguna razón para excluir del pacto a cualquiera que pidiera firmarlo. El
contrato social era, en su esencia, permanentemente abierto a todos. Y tal ilimitación no
es meramente accidental; los filósofos liberales eran conscientes de que esa absoluta
apertura era el precio para justificar la apropiación nacional de la tierra.

El olvido de la pertenencia en la teoría marshalliana, que permite que ésta se


solucione con las reglas propias de un club privado (ius solis o ius sanguinis para los de
casa y reservado el derecho de admisión para los extranjeros, sin excluir de la
negociación todo tipo de avales y créditos mercantiles), es muy significativo. Aunque se
atribuye en abstracto a todos, ese “todos” viene limitado por el escenario, por las
fronteras del estado nacional. No se reconoce como un derecho del hombre; sino como
un título de propiedad que, como tal, es gestionado por sus propietarios, que
voluntariamente deciden la admisión de nuevos socios.

Esa concepción de la ciudadanía ha funcionado en el estado liberal. Pero hoy, con la


crisis del estado nacional, resaltan sus inconsecuencias. Cuando se están redefiniendo
fronteras en un orden político complejo, se hace más patente la arbitrariedad de
cualquier exclusión del pacto; o, si se prefiere, se hace patente que el pacto es ilegítimo,
un mero acto de deseo y de fuerza. Y cuando la mundialización económica pone de
337
Ibid., 37.
273
relieve que la riqueza no se acumula donde se produce, se hace más difícil seguir
considerando el recinto nacional (su riqueza material, su tecnología, su paz, su
libertad…) como propiedad nacional legítima.

El olvido de la pertenencia, por tanto, resulta esencial en la teoría marshalliana de la


ciudadanía. Porque, por un lado, permitía pensar ésta como una conquista, en el límite
igualitaria, de progresivos derechos y libertades, que el desarrollo del capitalismo iba
permitiendo; y, por otro, permitía ignorar las dos flancos débiles del discurso liberal,
que espontánea y naturalmente cerraba el pacto, clausurando el derecho a la ciudadanía
en los límites del estado, y gestionaba el derecho a la ciudadanía como una mercancía
de la que los socios del club se sentían propietarios. Hoy estos olvidos son imposibles.
La soberanía se resquebraja, diversifica, fragmenta, reparte, suma y resta, y con ella la
legitimidad del estado para decidir quiénes están dentro y quiénes fuera, y quién es
propietario de lo que las fronteras acotan.

4. Capital imperialista y capital sobrenacional.

Conforme a lo dicho, una nueva noción de ciudadanía habrá de tener por referente
negativo la crisis del estado nacional y, en positivo, el nuevo orden político, las nuevas
relaciones de poder que poco a poco se van configurando. Una descripción detenida de
la crisis del estado nacional sin duda ayudará a ir modelando la nueva idea de
ciudadanía; pero no se llega al fondo a cumulando datos, manteniéndonos en la
fenomenología de lo político, sin comprender su necesidad objetiva. Me parece un
hecho poco cuestionable que asistimos a la configuración de un nuevo orden político
sobrenacional338; pero, como decía Vico, la conciencia no es ciencia; ni la evidencia es
comprensión. Dar razón de estos procesos es el reto de la teoría social actual, si es capaz
de salir de su culto a la positividad y su enmascaramiento en el positivismo
pseudomatematizado con irrelevantes y contingentes estadísticas.

A mi entender, la comprensión de la crisis del estado nacional hunde sus raíces, y sus
determinaciones, en la crisis del capital nacional; es decir, la metamorfosis del estado
hay que verla en paralelo y condicionada por la metamorfosis del capital, que está
perdiendo a grandes saltos su esencia nacional, su adscripción y vinculación nacionales.
Considero que el capitalismo en las últimas décadas está dando un salto cualitativo, en
gran medida sorprendente y no previsto; está emergiendo una figura nueva y carecemos
del adecuado marco de representación. No se piensa esa metamorfosis del capitalismo
con la simple caracterización, de forma genérica y meramente metafórica, de “mundo
globalizado”; el recurso a las metáforas, y sin menospreciar su papel lanzador, expresa
la carencia de conceptos. Y tampoco se piensan esas metamorfosis ocultando su
338
Uso el término “sobrenacional” a falta de otro mejor, que habrá que acuñar un día. Un equivalente más frecuente es
“transnacional”, pero no me parece apropiado en la medida en que en su uso habitual su significado implica la superación de lo
nacional. Por semejantes motivos tampoco nos ha parecido correcto usar “postnacional” porque parece implicar un tiempo sin
naciones, tesis que aquí no abordamos; “sobrenacional” refiere a un tiempo en que la nación, aunque exista, no es el referente
político-jurídico del capital). En todo caso, “sobrenacional” no refiere propiamente al ámbito del poder político, sino a su esencia.
Sin duda alguna tiene sentido hablar de “un nuevo orden político mundial”, por su extensión y estructura; pero hay que añadir que
ese orden en su esencia ya no será de esencia o referencia nacional, no será asociación, federación o unión de estados-nación, en
cuyo caso habríamos usado “internacional” o “multinacional”; sobrenacional alude a una nueva esencia sobrepuesta a la nacional.
274
novedad para que tenga cabida en una teoría confortable, como la del imperialismo; tal
reduccionismo, si bien revela una en nuestros días apreciable voluntad de concepto, al
mismo tiempo expresa las deficiencias en la construcción efectiva de un nuevo marco de
representación. No parece satisfactorio, por tanto, ni el refugio de la asimilación teórica
ni la fuga metafórica; una realidad nueva exige un aparato conceptual nuevo que capte
su diferencia y, mientras carezcamos del mismo, es preferible reconocer esta carencia
que buscar simulacros de conocimiento e innovación teórica. La tarea crítico negativa
no sólo es siempre necesaria sino a veces la única posible, aunque desafíe nuestra
vanidad.

En este sentido, para llegar a pensar la esencia del mundo globalizado me parece
productivo argumentar en contra de la tentación de asimilarlo al concepto marxista de
“capitalismo imperialista”. Si el marxismo, en sus voces más autorizadas, definió el
imperialismo como “fase superior del capitalismo”, sin duda pensando que era la fase
final, el capitalismo sobrenacional aludido como mundo globalizado está fuera de esa
fase. Creo que hay suficientes elementos nuevos para distinguirlo del referente
imperialista y que empujan a pensarlo como una fase más del capitalismo, una nueva
figura en una metamorfosis que perece no tener final. Sin duda alguna las relaciones
imperialistas siguen vivas, y tal vez sean aún cuantitativamente dominantes; pero
expresan lo viejo del capitalismo, sobre lo cual van apareciendo nuevas formas que se
extienden y que, por anticipar el futuro, han de atraer la mirada del pensamiento.

Es bien conocido que Lenin (El imperialismo, fase superior del capitalismo) pensó el
imperialismo –tema sobre el que habían escrito K. Kautsky y Rosa Luxemburgo como
una nueva fase, la “fase superior”, del capitalismo; suponía que era la última fase, el
final de la aventura. En realidad la idea la encontramos ya en Marx, quien había
anunciado la tendencia a la concentración del capital y a la centralización de la gestión
de la producción y había previsto la formación de los monopolios, rasgos esenciales del
momento imperialista. De hecho Marx pronosticó ese momento imperialista como fase
superior del capitalismo, derivándolo de las leyes de la concurrencia y el crédito en el
capital financiero, de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia y de las necesidades
de rotación del capital; en base a esas leyes o tendencias, la concentración y
centralización del capital acumularían todas las contradicciones del capitalismo, dando
lugar a una nueva y última fase. Engels escribía a Bebel en 1886: “No tenemos duda
ninguna de que la situación ha cambiado de forma fundamental si se la compara con la
situación anterior: hemos entrado en una fase mucho más peligrosa para la vieja
sociedad que la de los últimos decenios: las crisis devendrán crónicas”.

Pero Marx (muerto en 1883) y Engels (en 1895), aunque previeron la tendencia
económica, apenas pudieron presenciar los primeros desperezos políticos del
imperialismo; en cambio Lenin pudo asistir a ese desarrollo y pensarlo con más datos.
En el Congreso de Berlín de 1885 las potencias europeas se reparten África; y las
guerras de colonización se disparan: Francia se asienta en África e Indochina; Italia
275
mete la cabeza a sangre y fuego en Etiopía; Inglaterra pugna contra los Boers por el
África meridional, y hasta España se obstina en la posesión imposible de las Filipinas
contra los norteamericanos. La realidad superó la imaginación teórica marxista, y Lenin
se esforzó en pensar aquella realidad subrayando la novedad de los cambios, la
originalidad de la nueva fase, pero manteniendo su ortodoxia marxista al esforzarse en
pensarla como fase del capital; es decir, conceptualizó la fase imperialista desde la
teoría marxista del capitalismo. En esas coordenadas se comprende su definición del
imperialismo como “el estadio monopolista del capitalismo”, cuya esencia queda
desgranada en cinco aspectos bien conocidos: 1) Concentración del capital y
centralización de la producción en tal grado que aparecen los monopolios como función
decisiva de la vida económica; 2) Fusión del capital bancario con el capital industrial,
apareciendo así el “capital financiero” y la correspondiente “oligarquía financiera y
monopolista”; 3) Importancia creciente de la exportación de capitales respecto a la
exportación de mercancías; 4) Surgimiento de asociaciones monopolistas
internacionales de capitalistas, que se reparten el mundo; y 5) Reparto del planeta entre
las grandes potencias capitalistas.

Aunque el debate sobre el concepto de imperialismo, en el que se jugaba la estrategia


de lucha obrera, fue complejo, podemos tomar la idea leninista como referente. En este
sentido, el capitalismo imperialista cuya esencia Lenin describe con esos cinco rasgos
no se corresponde con el capitalismo sobrenacional emergente en nuestros días. Sin
sentirme capacitados para un análisis técnico, y ni siquiera para una descripción
exhaustiva, de las formas y funciones del capital de nuestro tiempo, aprecio una
diferencia esencial en apoyo de la tesis que propongo a favor de la novedad del
momento sobrenacional del capital. Esta diferencia consiste en que la concepción del
capitalismo imperialista piensa el capital en su dimensión nacional, mientras que el
capitalismo actual ha perdido -o está perdiendo- esa determinación esencial. Los textos
de Lenin permiten afirmar que en el imperialismo el capital activa y acentúa la
hegemonía de su dimensión nacional respecto a su dimensión privada; parece como si,
en tanto que imperialista, el capital funcionara como “nacional” y no como “privado”.
Esa inversión de dominio se corresponde con el desplazamiento de funciones: el papel
que los propietarios privados juegan en el marco del estado nacional, en el capitalismo
no imperialista, queda subyugado y subordinado al que juegan los estados como
verdaderos propietarios en la lucha imperialista por el reparto del mundo. Sin duda
alguna el capital sigue siendo privado, cosa obvia dentro del capitalismo; pero, en el
análisis, el escenario imperialista implica que los capitales se enfrentan y funcionan
como nacionales, bajo la determinación de la nacionalidad, quedando silenciada su
dimensión privada. Y esa figura, aunque todavía viva y dominante, no incluye las
relaciones del capital sobrenacional.

5. Hacia el capital sin patria.

Bien mirado, el primer aspecto de la tesis que he propuesto, el que afirma que en la
teoría del imperialismo se conserva la idea del carácter nacional del capital, en rigor no
276
debiera llamar la atención, pues Lenin puso de relieve que el momento imperialista era
el de mayor politización del capital, el de mayor identidad entre el capital y el estado; y
así pronosticaba, creo que acertadamente, que el imperialismo llevaría inevitablemente a
conflictos bélicos entre estados. El otro aspecto de mi tesis, el que atribuye a la nueva
figura capitalista la desnacionalización del capital, es más bien una cuestión empírica y
tampoco debería plantear grandes problemas. Esta aceptabilidad de ambos aspectos de
la tesis es clave en mi argumentación, pues defiendo que la globalización, metáfora de
esta fase del capitalismo sobrenacional, se caracteriza por la pérdida de nacionalidad del
capital, por su desterritorialización; y que tal cosa implica que la expansión del capital
sobrenacional impone la crisis del estado nacional, a diferencia del imperialismo, cuyo
concepto incluye la su máxima afirmación, la máxima unificación funcional y la mayor
legitimación del estado nacional. Por tanto, insistiré con mayor detalle en este aspecto
comentando uno a uno los cinco rasgos de la idea leninista del imperialismo.

5.1. Los primeros fenómenos imperialistas, concentración, centralización y


monopolio, forman parte del paisaje de nuestro tiempo, lo que puede ser usado para
equiparar el mundo globalizado al imperialismo. Pero, bien mirado, ninguno de estos
procesos implica la desnacionalización del capital. En las descripciones de Lenin de la
aparición de pools (acuerdos de fijación precios), carteles (asociaciones permanentes de
empresarios), trusts (concentración de empresas) o los konzern o holdings (auténticos
super-trusts), no encontramos una sola línea en que se insinúe la desnacionalización o
desterritorialización del capital. La concentración y centralización del capital,
fenómenos propios de la fase monopolista del capitalismo, se dan en gran medida en el
seno del estado y, cuando se realiza a nivel mundial, reconocidos y protegidos por el
estado. La internacionalidad del capital en algunas empresas no rompe con la
nacionalidad del capital; la plurinacionalidad de los propietarios no impide la
adscripción nacional de éstos y de sus participaciones en la propiedad. Cuando los
acuerdos o asociaciones, los trusts o los holdings, alcanzan la transnacionalidad, no
afecta a la jurídicamente definida nacionalidad del capital. En su dimensión monopolista
el campo de operaciones del capital puede sobrepasar las fronteras, pero, por un lado,
siempre con el reconocimiento político-jurídico y la protección del estado nacional; y,
en segundo lugar, sin perder la adscripción ni el referente fiscal.

La concentración y centralización monopolistas, por tanto, no diluyen la


nacionalidad del capital; en rigor ocurre todo lo contrario: potencian el carácter nacional
frente al carácter privado del capital en el interior del estado. Efectivamente, en la
producción capitalista clásica, es decir, en la producción interna propia del capitalismo
burgués, el capital era en primera instancia privado y en segunda nacional; de hecho el
estado había de simular neutralidad ante los diversos productores privados, justificando
su intervención en el bien de todos, en la optimización de la producción en general. En
cambio, en la producción imperialista, donde los capitales nacionales cruzan sus
fronteras y operan, aliados o en conflicto, con los de otros países, el estado deja de
verlos como “privados” para considerarlos en su conjunto “capital nacional” de interés
277
nacional. Así el capital deviene nacional en su esencia y sólo de forma mediata y
subordinada es capital privado. En rigor, sólo podía ser nacional el capital de los países
imperialistas; las “metrópolis” siguen siendo referentes en la fase imperialista, y ahí
están, como pruebas irrefutables, las guerras entre estados por el dominio del mundo, en
que el estado nacional interviene en defensa del capital nacional.

5.2. En cuanto al segundo rasgo, la figura hegemónica del capital financiero,


tampoco cuestiona la nacionalidad del capital, sino todo lo contrario. Es bien conocido
que, con el desarrollo tecnológico que el capitalismo imperialista exige, crece la
relación entre capital constante (medios de producción) y capital variable (fuerza de
trabajo). Por tanto, la iniciativa capitalista requiere de un capital inicial muy fuerte para
dar su salto imperialista. Sin duda esa necesidad será satisfecha por la aparición de la
gran banca, que pasa a ocupar un papel esencial en el sistema productivo (Morgan,
Chase Manhattan Bank); las propias exigencias del sistema impondrán la fusión entre
capital industrial y bancario en el capital financiero. Pues bien, ese proceso, lejos de
afectar negativamente a la nacionalidad del capital, la reforzará radicalmente. Así puede
apreciarse en que, por un lado, los grandes bancos seguirán siendo nacionales, actuando
desde y para su nación, teniendo a ésta como referente fiscal y económico en general; y,
por otro, en que esos proyectos, tanto para iniciarse como para consolidarse y
protegerse, exigen la mediación inevitable del estado. Por eso los estados débiles,
incapaces de imponer su voluntad, quedarían fuera del grupo de países imperialistas .

Poco o nada tiene que ver esa realidad del imperialismo con lo que pasa en nuestros
días, en que las fusiones financieras diluyen o diseminan sus adscripciones, donde el
capital financiero opera ajeno a la territorialidad, donde las Cajas B se cuidan y
desarrollan clandestinamente, con mala conciencia de adulterio; donde el capital sólo
pide del estado que le libere de las servidumbres contraídas en las fases anteriores, sin la
contrapartida de construcción de un proyecto nacional compartido; en fin, donde los
“paraísos fiscales”, atractivos incluso en sus nombres exóticos, revelan la esencia
aventurera y apátrida del capital, que por fin consigue, aunque sea ilusoriamente, su
eterno e inconfesable fin, el de la conquista de la impunidad.

5.3. La exportación de capital, tercer rasgo del imperialismo en la idea de Lenin, por
sí misma habla de la territorialidad del mismo. No se trata de un exilio a paraísos
fiscales, como ocurre en nuestros días, tal que el capital deviniera nómada y apátrida; ni
siquiera se trata de una fuga de capitales en busca de lugares áureos, en cuyo caso habría
al menos cambio de nacionalidad del capital, si bien manteniendo éste su esencia
nacional. Por el contrario, se trata simplemente de exportación temporal de capitales,
sean financieros, tecnológicos o knowledge capital, que producen satisfactorios
beneficios que regresan indefectiblemente a la metrópolis. Esta es la esencia del capital
imperialista, que aunque ambulante sigue siendo un capital localizado, con referente
político fijo y preciso. En todos estos intercambios desiguales el capital tiene patria,
vuelve a su patria, reintegra en ella sus beneficios, y así la mantiene y reconstruye en
una simbiosis perfectamente gestionada. En la fase imperialista los miembros de los
278
países colonizados saben muy bien quiénes ostentan la titularidad del capital que opera
en sus países, saben quienes son sus enemigos inmediatos. Las compañías o holdings
que exportan capital financiero siguen teniendo una adscripción nacional neta; y cuando
hay acuerdos monopolísticos o asociaciones transnacionales entre ellas no se pierde la
multiplicidad nacional, lo que evidencia que el capital sigue adscrito a fronteras.

Hoy, en cambio, el capital sobrenacional opera de otra forma; hoy nada es más
deseable para los grandes capitalistas que lograr que se reconociera el carácter apátrida
de sus capitales. Y juegan a conseguirlo de mil formas, unas veces en los agujeros de la
ley y otras en sus márgenes, aquí burlando y allá sobornando a los estados. Las formas
de presencia –por tanto, sus formas de ser- del nuevo capital son nuevas y móviles,
difíciles de describir y mucho menos de prever sus metamorfosis; pero creo que todos
tenemos unas intuiciones suficientes para comprender que, efectivamente, el capital
sobrenacional de nuestro tiempo tiene personalidad propia frente al capitalismo
imperialista, hasta el punto de que ha de ser pensado como una forma alternativa e
inquietante, que amenaza llevarse consigo el “viejo” orden imperialista. Y aunque pueda
parecer extravagante llamar “viejo” a algo tan presente y tan hegemónico (pues no
tengo la menor duda de que en la actualidad las relaciones imperialistas son las
dominantes en el capitalismo), lo cierto es que representa el pasado y el presente que se
consume; el futuro parece ser de ese nueva figura del capital, tan nueva que aún parece
metáfora móvil, que no se deja reducir a concepto.

5.4. Los rasgos cuarto y quinto que Lenin atribuye al imperialismo evidencian aún
más que el capital imperialista es nacional en su esencia. El carácter internacional de las
asociaciones monopolistas, como ya he dicho, en modo alguno difuminan la referencia
nacional, aunque sea plurinacional; además, ese tipo de asociaciones monopolistas
internacionales implican la presencia de los estados, cosa que visualiza el estatus
nacional del capital, al hacerse abstracción de su mera dimensión privada. Aunque en
análisis que persiguen explicar otros aspectos se tiende a enfatizar el poder de esos
monopolios internacionales capaces de desafiar a los estados (cosa por otro lado,
evidente), en el fondo resulta impensable pensar esas formas del capital sin la mediación
de los estados, hasta el punto de que la potencia de esas entidades no es otra que la de
los estados en que se inscribe su capital. Y aunque se tenga la tentación de pensar que
todo ese proceso parece culminar en el “reparto del planeta entre las grandes
multinacionales”, en el fondo el marco imperialista es el “reparto del planeta entre las
grandes potencias capitalistas”; y ese reparto del mundo entre los estados-nación es el
mejor argumento de que los referentes eran nacionales. Como sabe muy bien cualquier
ciudadano de las colonias, aunque la United Fruits, aquí mero ejemplo, hubiera
permitido que parte de sus acciones se repartieran entre propietarios de las diversas
naciones de su campo de operaciones, tal gesto no afectaría lo más mínimo a la idea
expuesta, pues en su titularidad y función era una empresa de “capital nacional”; y la
formal multinacionalidad del capital de una empresa monopolista internacional no hace
sino ratificar la idea, a saber, que cada “parte” del capital está nacionalmente adscrita.
279
La implicación directa del estado en la defensa del capital imperialista –frente a la
neutralidad con que gusta presentarse ante la propiedad y el mercado interiores-, que le
lleva a afrontar conflictos bélicos en los que implica a la totalidad de la nación, es para
mí la más indiscutible prueba empírica de que el capitalismo imperialista, lejos de
perder o diluir las referencias nacionales, es en su esencia un capitalismo nacional. Todo
lo contrario al capital sobrenacional que, vuelvo a insistir, se está abriendo paso a
marchas forzadas en nuestros tiempos y lo hace sobre la determinaciones de nómada y
apátrida.

5.5. Soy consciente de que debería hacer una más amplia y estructurada descripción
del capitalismo sobrenacional; y tal vez también podría exigírseme cierta
conceptualización o elaboración teórica del mismo, en lugar de limitarme a relatar unas
cuantas intuiciones. Sí, ese sería mi deber, pero hoy por hoy me siento incapaz de ello.
No obstante, mis carencias no deberían utilizarse para desautorizar mi propuesta; me
gustaría, al contrario, que otros con mayor formación en teoría económica se sintieran
tentados de emprender ese viaje. Sé muy bien que me he limitado a exponer sospechas;
pero al menos creo haber expuesto suficientes sospechas como para tomar en serio mi
hipótesis de que asistimos a una nueva metamorfosis del capital caracterizada por el
abandono de sus referencias nacionales; y mi llamada a centrar la mirada en el carácter
no nacional, sin patria, del capital. Este es un proceso imparable. Incluso a nivel local
aparecen hechos paradigmáticos: en España, la pugna entre las ciudades por disputarse
las “sedes sociales” de las empresas; la pugna por el cobro del IVA en el lugar donde se
produce; la indeterminación de las sedes fantasmas del Pacífico… Son muchas
imágenes las que anuncian que el capital está perdiendo su nacionalidad de múltiples
forma. El capitalista tal vez sigue teniendo patria –cada vez menos, como prueban
Miami o Mallorca-, pero el capital ya no tiene adscripciones.

Incluso se me ocurre un excurso ontológico que tal vez no sea banal. Parece como si
la nueva esencia del capital sobrenacional fuera lo que Heidegger llamaba “voluntad de
voluntad”, que está al final de todo, más allá –más acá- de la “voluntad de poder”
nietzscheana, que conservaba algo de referente, algo de centro, algo de sentido. Esa
voluntad de voluntad, que Heidegger extrae, no lo olvidemos, del mundo de nuestra
época, del mundo de la técnica (que no es exactamente la tecnología), parece una
hipóstasis metafísica de este capitalismo ilimitado e indefinido, que después de traspasar
las fronteras nacionales necesita borrarlas, diluirlas, para quedarse sin ningún referente
político-jurídico (los referentes éticos los había dejado ya hace tiempo en el camino).
Cuando se intenta pensar las nuevas formas del poder, como en la tentativa del
“imperio”, se mira en la buena dirección, pero a ciegas: esas nuevas formas del poder no
son pensables sino desde nuevas figuras del capital. De ahí el atractivo teórico –y el
interés práctico- de pensar esta irrupción en nuestra vida del capital sobrenacional.

6. Estado sin nación.

El capital sobrenacional no sólo vuela sobre el estado; necesita transfrormarlo,


negarlo en su forma concreta, es decir, en la forma en que se constituyó en el
280
capitalismo nacional. Un capital sin patria exige un poder político desnacionalizado;
pero sigue exigiendo un poder político, y es impensable su ausencia. No asistimos al fin
del orden político, al fin de la dominación; asistimos sólo al fin del estado nacional y su
forma de dominación específica; asistimos, por tanto, a la crisis de un modelo de
soberanía cuyo rostro subjetivo era un modelo de ciudadanía. A la soberanía una,
indivisible, absoluta, le sustituye una red de poderes, jerarquías, dependencias, en
múltiples frentes. Y no puede ser diferente con la ciudadanía, que al fin es la figura
subjetiva de un orden político.

En el plano empírico se constata esa crisis, abundando los procesos ejemplares. Así,
la confusa e impredecible configuración de la Unión Europea, o la lenta, arbitraria,
costosa y confusa construcción de un cierto “orden internacional”. En estos procesos
barrocos y un tanto ciegos se van sembrando acuerdos multilaterales que poco a poco
van hipotecando la celosa soberanía del estado liberal moderno. Aquel modelo de estado
semejante al mundo newtoniano –uno, uniforme, con leyes universales y fijas,
predecible, imperturbable, homogéneo en su actuar…- va poco a poco siendo sustituido
por una red del poder, que Foucault intenta describir con su microfísica y Deleuze con
su metáfora del rizoma. En cualquier caso, redes de poder subsumidas en otras más
extensas y formadas por otras más locales; pero, sobre todo, estructuras reticulares, sin
posiciones privilegiadas, sin orden, jerarquía ni sentido, tan ambiguas como las profusas
relaciones de vasallaje y servidumbre de la noche feudal.

En el seno de los estados, la red centralizada moderna también se metamorfosea en


una red rizomática, sea a ritmo de las reivindicaciones de autogobierno de las
comunidades nacionales, sea en nombre de la descentralización administrativa y de
gestión, a las que hay que sumar la reivindicación de cuotas de poder por las
corporaciones locales, departamentales, etc. Aunque con discursos ideológicos o
fundamentadores diversos, en rigor la fuerza que han tomado en las últimas décadas
responden a un mismo proceso: la metamorfosis del estado nacional, centralizado,
jacobino, en una estructura de poder con descentramientos, policéntricas, con
solapamientos y movilidad, con desplazamientos y, sobre todo, reversibilidad, con
suficiente indefinición de fronteras o competencias para mantener la provisionalidad,
para dar fe de la contingencia de lo político. Todo, pues, manifiesta esa entrada en crisis
del estado nacional y su orden de poder político-jurídico centralizado.

Ahora bien, la crisis del estado nacional no es meramente político-jurídica; arrastra


también la crisis de la cultura nacional y, como ya advertía Hegel, la cultura es la forma
objetiva de la identidad. La crisis del estado nacional se manifiesta en la crisis de
identificación fija, definida, absoluta, radicalmente diferenciadora. En el pensamiento
liberal moderno la identidad de un pueblo bebía de dos fundamentos: por un lado, del
referente político-jurídico, es decir, de la unidad del estado soberano; por otro, de la
cultura compartida. La primera raíz se resquebraja al ritmo que el estado difumina los
límites de su soberanía y acepta la determinación desde el exterior y desde el interior; la
281
segunda raíz se difumina con la invasión de una postcultura que permite mil formas de
identificaciones grupales o tribales, pero no la aportada por la nación.

En lugar de insistir en la descripción de diversos aspectos de esta metamorfosis de la


cultura nacional y de sus formas de identificación, cuya constatación está al alcance de
todos, creo preferible hacer referencia a dos movimientos políticos, muy actuales y muy
relevantes de nuestro tiempo, y que cada uno a su manera pone en escena el problema
de la ciudadanía. En realidad, aunque de forma muy diversa, se trata de dos reacciones
defensivas, dos miradas al pasado, dos formas de atrincheramiento ante la nueva forma
de ciudadanía que ya llama a nuestras puertas y que nos coge desprevenido, sin la
sensibilidad educada y sin conceptos para, al menos, como diría Spinoza, gozar del
consuelo de la comprensión de lo irremediable.

Uno de estos movimientos políticos es el de los procesos autonómicos, las


reivindicaciones de autogobierno de las naciones sin estado hechas en nombre de una
identidad diferenciada. Estas reivindicaciones tienen una historia que no siempre es
descifrada, y a veces ni siquiera leída. Poco a poco se ha ido silenciando la vieja
reivindicación en claves de “estado nacional”, que ponía en escena un proyecto de
ruptura, revolucionario, con un punto cero o día de la independencia o de la
constitución, en el que cobraba vida oficial un nuevo estado, con su ritual simbólico de
nueva bandera, nueva moneda, nuevo ejército, nuevas instituciones, etc.; es decir, se ha
ido debilitando la reivindicación autonomista o independentista en claves de estado
nacional, que necesitaba su día inaugural, su asalto a la Bastilla o al Palacio de Invierno,
que sirviera de referente, de origen absoluto de un nuevo sentido. Y aunque tal
perspectiva no ha desaparecido del todo –la historia, ya se sabe, siempre arrastra sus
cenizas-, parece un hecho que está pasando a ser residual. Pero la reivindicación
nacionalista no ha desaparecido, ni se ha debilitado; simplemente, se ha
metamorfoseado, adecuándose al nuevo momento histórico y cultural. En los estados
plurinacionales de las democracias liberales de capitalismo desarrollado la estrategia de
autogobierno nacionalista se ha modificado, y sigue modificándose, de forma sustancial,
pero sin debilitarse. Hoy se expresa en la representación de un proceso sin ruptura, sin
momento inaugural; aunque se permite e instiga a las juventudes nacionalistas a que
sigan con su representación romántica, es sólo a efectos de afirmación ideológica que
conviene mantener viva; los mayores, que dirigen la estrategia, han optado por una
nueva vía al autogobierno.

¿Cuál es esa estrategia?. Su discurso parte del factum de la progresiva disolución o


pérdida de importancia –dicen pérdida de soberanía- del estado nacional. En ese
escenario, en el que aparecen nuevas instituciones de poder político transestatales y
subestatales, en el que está apareciendo una red del poder político compleja, cada vez
más policéntrica o descentrada, las “comunidades autónomas históricas” o “naciones”,
pueden aspirar a su cuota de autogobierno en un mundo en el que ya no tiene sentido la
vieja imagen de la independencia, pues la Red lo ocupa todo y nada existe fuera de ella.
Visto así, desaparece la necesidad de institución inaugural y ruptura con el estado, tanto
282
porque éste ha dejado de ser referente único del poder subyugador cuanto porque se
acepta que en el nuevo orden de cosas no tiene sentido aspirar a ser estado, perseguir la
a soberanía total. Tal aceptación del factum histórico permite una estrategia gradual,
siempre abierta, infinitamente revisable, sin cierre ideal; supone, en definitiva, pensar en
claves de una realidad cambiante, contingente, siempre redefiniéndose, en la que hay
que saber moverse, aprovechar las circunstancias, pero sin aspirar a modelos cerrados y
acabados. La reivindicación de la independencia pasa a relatarse en un proceso infinito,
incansable y sin cierre.

Yo creo que esta visión es lúcida, aunque en la práctica sufre de momento graves
contaminaciones ideológicas; es lúcida y ajustada a un factum que permite pensar en su
éxito, y no sería difícil recurrir a ejemplos que ilustraran que los logros de las naciones
sin estado en su autogobierno han estado siempre en función de su distanciamiento de
una estrategia en claves de estado nacional –contra un estado y aspirando a un nuevo
estado- y de su acercamiento a una estrategia de poder político globalizado. Ahora bien,
esa lucidez mostrada en el análisis político de la crisis del estado nacional contrasta con
la ingenuidad de presumir que la deriva no afecta a la cultura nacional y, por tanto, a la
identidad nacional. Sospecho que la contradicción surge de que, efectivamente, para
ellos la crisis del estado nacional es simple factum, sin interpretación. No lo piensan
como efecto de la metamorfosis del capitalismo, perspectiva que permite sospechar que
la crisis del capital nacional no sólo arrastra al estado nacional sino también a la cultura
nacional. Por eso, al tiempo que los nacionalistas ven con esperanza ese fin del estado,
ven con inquietud no ya la invasión cultural imperialista, la American way of life, sino
el temible multiculturalismo que se va haciendo notorio de forma aún puntual en
algunos lugares sociales. No quiero entrar en detalles anecdóticos, pero hay suficientes
argumentos para afirmar esa insoluble contradicción entre apoyar la disolución del
estado nacional y defender la cultura y la identidad nacional.

El segundo tipo de movimiento político aludido como ilustrativo de la crisis del


estado nacional es el surgimiento de tendencias políticas de ultraderechas asociadas a la
reivindicación de la identidad nacional. El caso Le Pen es paradigmático, y resulta
superficial identificarlo sin más, como suele hacerse, con el resurgimiento del fascismo;
tales interpretaciones son frívolas y meramente psicológicas. Le Pen, haciendo suya la
Marsellesa, reivindicando la grandeur de la France, es la mejor expresión del rechazo
de un proceso que se le viene encima: la disolución de lo nacional, tanto en el orden
institucional como en el simbólico. Su fuerza no está en los elementos fascistoides que
incluye, que son anecdóticos y anacrónicos -el fascismo es una forma de estado de
excepción capitalista, y el movimiento lepeniano, y otros afines, no cuestionan el
sagrado capital-, sino en la adhesión nostálgica de una población heterogénea que sufre
los efectos –económicos, ideológicos, de estatus- derivados sin duda de la
mundialización geográfica del capitalismo, pero también de su mundialización
ontológica, si la expresión tiene sentido. Y es precisamente esta dimensión orgánica la
que nos permite pensar que esos movimientos diversos, dispersos e inconsistentes, se
283
acentuarán en las próximas décadas; pero, en coherencia, también deberíamos pensar
que, al final, serán barridos por la historia –aunque falta saber el precio que se cobrarán
por ello- como alternativas anacrónicas y, literalmente, reaccionarias. No han
comprendido, y seguramente nunca comprenderán –les sobra voluntad de creer y les
falta voluntad de pensar- que ya no pueden negar al otro en nombre de la identidad
aportada por el estado nacional, y que ya no pueden sentirse propietarios de una
ciudadanía cuyos contenidos y privilegios se engendran de forma tan dispersa como los
componente de cualquier equipo tecnológico sofisticado.

Confío en que estas interpretaciones críticas de ambos movimientos políticos sirvan


para poner a prueba la potencia explicativa del modelo o escenario de reflexión que
sugerimos, la perspectiva de crisis del estado nacional en el horizonte de crisis del
capital nacional; y que permitan abundar en que los cambios en el capitalismo
contemporáneo afectan tanto al estado nacional como a la cultura nacional y, por tanto,
a todas las formas de identidad arraigadas en ese estrecho ámbito y en su simbología. El
profuso discurso que desprenden los movimientos antiglobalización rinde cuentas del
hundimiento de las viejas banderas nacionales e internacionales. Pero la globalización,
si queremos que tras ser una fecunda metáfora deje paso a un concepto operativo, ha de
instaurar un lenguaje político propio, con nuevos nombres para las nuevas relaciones y
nuevos ideales para la nueva situación. No estoy en condiciones de ofrecer ese nuevo
vocabulario, pero sí en condiciones de reivindicarlo; creo que en ello nos va la
posibilidad misma de un pensamiento verdadero de la única forma que aún tiene sentido
hoy hablar de verdad: como pensamiento a la altura de su tiempo.

Sigo pensando, aunque estemos en un mundo de pensamiento débil y de realidades


efímeras, que las cuestiones teóricas no son banales; más aún, que la banalización de la
teoría es una estrategia perversa y lamentablemente exitosa de dominio. No creo que
haya habido ninguna época con tanta sensibilidad ante la injusticia como la nuestra,
hasta el punto de haber cargado el discurso popular de moral blanda y lastimera, de
prête-á-porter. Pero al mismo tiempo creo poder decir sion extravagancia que, en
términos relativos, nunca ha habido una sociedad con tanta impotencia para pensar. Y
los hechos, aunque nos irriten y subleven, cuando no se comprenden tienen todas las
cartas para seguir reproduciéndose.

Un ejemplo, en línea con las anteriores reflexiones sobre el resurgimiento de


tendencias ultraderechistas y fascistoides, puede ayudarnos a poner de relieve las
carencias del envejecido discurso en claves nacionales. Me refiero a la xenofobia. De
entrada, habría unanimidad en la afirmación del resurgimiento inquietante de la misma,
como una realidad incuestionable. Y, ciertamente, como en la superficie –es decir, en la
vida real- es manifiesto su peligro y su barbarie, toma sentido la llamada contra la
misma; y ello es sin duda política y éticamente correcto. Ahora bien, constatar su
presencia, por muy inminente y monstruosa que sea, no equivale a su comprensión.
Recelos y prejuicios aparte, la barbarie xenófoba es factualmente similar a la que
aparece en otros espacios, algunos tan vulgares como en el fútbol y las discotecas; y su
284
mayor continuidad y extensión no es una diferencia cualitativa. No creo que sea
necesario recordar que, en determinados momentos de nuestra historia, ser judío,
comunista o masón eran tres condiciones equivalentes a la hora de “justificar” el odio y
el asesinato.

Quiero decir, en definitiva, que en el momento actual la xenofobia, la discriminación


étnica, toma inevitablemente el significado de su contexto socioeconómico: expresa el
rechazo de una identidad nacional a un mundo globalizado, de una cultura nacional a un
mestizaje cultural. O, para decirlo en términos de una confrontación activa: el
enfrentamiento de una convivencia basada en la exclusión, el control y las políticas de
integración y otra que aspira a constituirse sobre la coexistencia multicultural, la
indiferencia identitaria y las políticas de coordinación de la diversidad. Y estas cosas
son excesivamente serias para dejarlas en mano de los moralistas; a estas alturas de la
historia de la razón no podemos fingir que ignoramos que el error se cura con la verdad
y el mal con el conocimiento de la norma moral. Sin pensar el mundo en que hemos de
vivir no podremos ni transformarlo ni siquiera resistirlo.

6. Ciudadanos sin patria.

Enunciada e ilustrada la crisis de la cultura nacional, llego al tramo final de mi


reflexión, donde quiero situar la posibilidad de una redescripción de la ciudadanía. No
es fácil, ni aconsejable, fijar prescriptivamente una idea nueva de ciudadanía que, en
gran parte, se anticiparía utópica y dogmáticamente a su tiempo. Aunque se partiera de
una disciplinada voluntad de realismo, no dejaría de ser una gratuita anticipación de la
esencia del nuevo hombre del capitalismo globalizado, que apenas está viendo la luz; y
si optáramos por una desenfadada propuesta en claves del ideal, cumpliendo con la
exigencia crítica intrínseca al pensamiento, más que negación de lo real devendría
simulacro de rebelión. El orden globalizado, me parece, aún no es del todo presente, y
por tanto no deja ver su esencia; no creo, pues, que seamos capaces de imaginar, sea
como científicos, sea como utopistas, ese nuevo orden en la totalidad de sus relaciones
económicas y políticas, y mucho menos en sus representaciones culturales y en sus
formas de identidad. Por tanto, ¿cómo construir una nueva idea de ciudadanía que,
como ya hemos dicho, es la esencia ideal del orden político?. ¿Cómo imaginar un
modelo de vida cívica realista (en el espacio de posibilidades del nuevo orden político)
e ideal (que agote esas posibilidades)?

Tal descripción sería, de momento, parcial y negativa. Habrá sin duda un proceso de
transición en el que ir construyendo esa idea, de una forma abierta a otra mas cerrada y
definida, conforme a poder fijarla como esencia ideal del nuevo orden político que aún
no tiene esencia. La ciudadanía moderna, la filosofía de los derechos del hombre y del
ciudadano, apareció cuando el capitalismo nacional y el estado nacional quedaron
fijados; y aun así la idea de ciudadanía –el ideal, y no solo su realidad- siempre estuvo
abierto, permitiendo una redefinición ampliada (incluyendo nuevos derechos, fijando
285
nuevas formas de participación) e incluso un debate interno respecto a su contenido. No
es extraño que así fuera, pues una idea de ciudadanía es un ideal de hombre y un ideal
de ciudad. Por tanto, parece razonable pensar que la nueva idea será, por un lado,
resultado de un proceso abierto, con sucesivas modulaciones, al ritmo de los cambios y
exigencias económicas y políticas; en segundo lugar, resultado de un proceso complejo
y conflictivo, como enfrentamiento ideológico, ético o estético.

Yo creo que ahora no es el momento de forzar los nuevos ideales, pues el nuevo
orden político económico emergente no nos deja ver los límites en los que tejer los
ideales de vida. Sin dejar de reconocer el esfuerzo teórico y la buena voluntad política
de algunos autores, dudo de la adecuación de sus propuestas. Así, tanto las propuestas
en claves liberales de Habermas y Rawls, como las de Sandel y Taylor, de enfoque
comunitarista, arrastran el pesado lastre del ideal de ciudadanía nacional, se mire al
futuro o al pasado, se haga en perspectiva de identidad universalista o de identidad
etnocultural. Más actual en muchos aspectos, la “utopía liberal” de Rorty también
adolece de ese límite. Parece cumplirse aquí aquella tesis de Marx según la cual la
consciencia puede adelantarse sólo un paso a la realidad nueva, y sólo cuando las
condiciones para el surgimiento de dicha realidad están dadas. Tal vez aún estemos en el
momento anterior la aurora, el más oscuro.

Estamos acostumbrados a pensar la historia cabalgando sobre sujetos que se suceden


en la dirección hegemónica. Sujetos que, como tales, se identificaban con un proyecto o
una misión, que servían de base para idear el orden político futuro y delinear en su seno
el modelo de ciudadano. En el momento actual parece como si no existiera un sujeto
protagonista de este salto hacia adelante del capitalismo; al menos no hay un sujeto
homogéneo, objetiva y subjetivamente formado, que haga suyo el proyecto. Al
contrario, la conciencia ideológica dominante es resistente y refractaria a ese nuevo
orden, en el que suelen verse indigencias y miserias interminables. Incluso los
neoliberales más cínicos ponen condiciones y límites, resucitan el repliegue y el
proteccionismo, lo que refleja el peso del lastre cultural nacional. De ahí las
contradicciones y las confusiones en los discursos políticos, que unas veces parecen
enmascaradores y otras ingenuos, en su pretensión de una globalización económica sin
la globalización política, cultural o moral. ¡Cuántos discursos, cándidos o cínicos,
defendiendo la construcción de Europa... en beneficio del terruño! Luego, un día, nos
damos cuenta que de este modo, luchando cada uno por lo local, servimos a una deriva
que inexorablemente nos absorbe y mundializa. Y cuando, por prejuicios y tópicos, los
muy conservadores y muy nacionalistas líderes políticos e intelectuales británicos
deciden guardar la distancia, sospechando que el juego contagia y corrompe, vuelve
objetivamente europeísta a los más recalcitrantes y torvos nacionalistas, el vendaval,
que no les consulta, acaba por forzarlos a sospechar que la corriente va en serio, que la
barca se aleja y hay que tirarse al agua tras ella.

No creo, por tanto, que hoy pueda elaborarse una idea de ciudadanía con
pretensiones de duración, porque el orden emergente aún no tiene esencia.
286
Personalmente no estoy interesado en esa tarea, que deberán hacer quienes se
identifiquen, aunque sea idealmente, con el nuevo rostro del capital nómada y apátrida,
es decir, los defensores del nuevo orden, que de momento están en vías de adquirir su
equivalente a la “conciencia de clase”; tampoco me siento tentado a reivindicar el
modelo perdido de ciudadanía, liberal o republicana, aunque instintivamente me sienta
empujado a creer que vamos a peor (ya se sabe, el instinto rema siempre contra la
historia). Me parece que interpretar y oponerse al capitalismo como si perviviera el
modelo del capital nacional, es tan anacrónico como añorar ese capitalismo y en su
nombre oponerse a los nuevos cambios económicos, sociales y culturales. Mientras la
flecha del tiempo apunte en la dirección que lo hace, nos conformamos con dedicarnos a
aquella función que Marx tan bien ejerció fingiendo que la odiaba: a intentar
comprender el mundo, detectar por dónde van los tiempos, intentar salir del
anacronismo a que nos condena la historia en sus momentos cruciales, de grandes
cambios

Dicho todo esto, y sin pretensiones de hacer una propuesta, aunque sea mínima, sino
con el único objetivo de no defraudar del todo al lector que pudiera esperar una
alternativa positiva, me atrevo a acumular, en un abierto esfuerzo de representación,
algunos rasgos que creo ya se vislumbran de la nueva idea de ciudadanía que parece ir
abriéndose paso, en hueco o negativo, entre las fracturas del resquebrajamiento del
orden cultural y político nacional. En este sentido creo que la nueva ciudadanía,
ajustada al orden político económico que se está configurando, parece estar fundada más
en la mera pertenencia que en la pertenencia plena; es decir, en términos normativos,
parece responder más al simple y formal derecho a elegir ciudad que a un modelo de
vida ética y políticamente denso, basado en el disfrute de derechos y participación. Un
segundo rasgo de esa ciudadanía in fieri sería el de estructurarse como adscripciones
múltiples, fluidas y contingentes, todas reversibles y revisables, referenciadas más a
pactos o compromisos concretos y delimitados que a opciones fuertes de vida, a
pretensiones de identidades sólidas, sean éstas etnoculturales o cívico-republicanas. Un
tercer aspecto de la misma sería su estar más centrada en los “nuevos derechos”, que
podemos renombrar derechos al consumo, que en los derechos clásicos (civiles y
políticos), lo que en otras palabras equivale a decir que se tratará esencialmente de una
ciudadanía pasiva. El cuarto rasgo la caracteriza como más mediatizada por una
participación mas-mediática, propia de una democracia de opinión, que por mediación
de los sistemas de representación e instituciones propios de la democracia
parlamentaria. Además, considero que será una ciudadanía flexible y multiforme, que
habrá de permitir identificaciones débiles y diversas, pilotando más sobre la idea de
multiculturalismo que sobre la idea de integración. En todo caso, y por último, sólo será
interpretable en el marco geopolítico generado por un capital sobrenacional que ya no
necesita el estado, ni el imaginario de identidades colectivas como la nación o la patria,
y que forzará sin duda una movilidad de la fuerza de trabajo que acabará con las últimas
adscripciones e identificaciones que en sus fases anteriores le fueron útiles.
287
La lista de rasgos está abierta, y será revisable; pero es efectiva para apuntar la nueva
dirección t la flecha del tiempo y, por tanto, para cuestionar la tenaz persistencia en
mantener el discurso en la reivindicación de la anacrónica ciudadanía liberal idealizada.
El modelo de sociedad comprometido con ese ideal ya ha cumplido su ciclo, ha pasado
sin realizar su promesa; y ya se sabe, se saca poca leche ordeñando al chivo. En la
representación del individuo lo que se está hundiendo no es un estatus o una condición,
algo accidental y recuperable; por el contrario, vive el proceso como pérdida de su
esencia. Y no es extraño que así sea: la esencia del ciudadano es la identidad que aporta
la ciudadanía. Por tanto, ante su irreparable pérdida, en el momento actual parece
insoslayable la siguiente alternativa: o bien vivir como meros individuos, de forma
inesencial, aceptando con Foucault la muerte del hombre; o bien morir como
ciudadanos en defensa de la identidad amenazada. Pero entre esa dos figuras tanáticas
cabe la expectativa (conscientemente no digo esperanza) de que al filo del nuevo mundo
globalizado surgirá un nuevo tipo de ciudadano, aunque no sea el que aparece en el
espejo encantado de nuestras ideologías, aunque nos horrorice el rostro que en el mismo
vislumbramos en este prolongado ocaso.
288

XIII. Pacifismo ético, pacifismo estético 339.

“A la paz perpetua”. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra
de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los
“hombres” en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo
a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?. Quédese sin respuesta la pregunta”
(I. Kant, Sobre la paz perpetua).

1. Figuras del pacifismo.

El deseo de paz hemos de imaginarlo tan viejo como la existencia humana; el


ideal de vivir en paz, al menos por quienes nada esperan de las guerras, es tal vez el más
compartido de los ideales. En cambio, los movimientos por la paz, la organización y
movilización contra la guerra, han surgido recientemente, en el seno de las democracias
occidentales –me atrevería a decir de los países ricos-, como lucha política de
emancipación de los pueblos contra el más insoportable elemento de su existencia, la
violencia. El pacifismo ético, así entendido, expresado en el discurso contra la guerra
(antibelicismo), contra sus instituciones (antimilitarismo) y contra sus instrumentos
(antiarmamentismo), tomó fuerza tras las dos guerras mundiales y se articuló en torno a
la negación de la idea de “guerra justa”, que había servido durante siglos para legitimar
moralmente la barbarie.

Este discurso del pacifismo ético, y los movimientos por la paz que lo vehiculan,
con su triple denuncia de la guerra como mecanismo de dominación de los pueblos,
como estrategia del capital y como rostro bárbaro de la irracionalidad humana, se han
revitalizado en las últimas décadas en nuestro mundo globalizado, ganando en poder de
convocatoria y en capacidad de agitación. Aunque la eficacia de los movimientos por la
paz haya sido limitada, y aunque coyunturalmente puedan entrar en conflicto con otras
vías de lucha por la emancipación e incluso con otras políticas de paz, el pacifismo ético
me parece conveniente y legitimado, y en todo caso tan asentado en nuestra cultura que
forma parte del paisaje de la vida política democrática de nuestro tiempo.

Ahora bien, a caballo del cambio de milenio ha hecho acto de presencia otro tipo
de pacifismo, con otro discurso, otra actitud y otros objetivos, con una función práctica
bien diferenciada. Se trata de lo que llamaré sin ánimo peyorativo pacifismo estético.
No deseo radicalizar el conflicto ético/estético en esta esfera del pacifismo; no pretendo
forzar su incompatibilidad; al contrario, pienso que la conciencia propia del pacifismo
estético no tiene por qué excluir todo contenido moral. Además, entiendo que esta “no-
incompatibilidad” teórica queda especialmente reforzada en nuestros días, cuando la
339
Una primera versión del texto fue presentado con el título “Humanismo, pacifismo, humanitarismo” y leído en el IX
Simposio de la AIFP sobre “Los desafíos de la justicia” (Universidad de Unisinos, Porto Alegre, 19-22 de Octubre de 2005).
Posteriormente, con un texto muy corregido, fue publicado con el título “Pacifismo ético, pacifismo estético” en M. Polo, Ética y
Asuntos Públicos. Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2009.
289
moral dominante es obstinada y genuinamente esteticista. Por tanto, al llamar a este
pacifismo “estético” apunto más allá de una simple devaluación académica, centrando la
mirada en una problemática más honda y esencial de nuestra época, a saber, la
distinción entre un pacifismo humanista, que responde a las prescripciones de la moral
ilustrada, prima facie kantiana, del deber, y un pacifismo humanitarista, concordante
con el discurso de la moral indolora o la ética sin deber, tan del gusto postmoderno.

En esta dilucidación sobre estas dos formas de pacifismo, el ético y el estético,


pretendo abordar, de forma particular y concreta, el debate más amplio y complejo,
presente en nuestros días, sobre la crisis o metamorfosis del humanismo. Y dado que
concibo el humanismo como el proyecto de vida humana configurador de la
modernidad, ropaje ideológico del capitalismo productivista o burgués, resulta que
estamos metidos de lleno en la tarea de comprender la esencia de nuestra época, cuya
manifestación fenomenológica se aprecia en el hundimiento de la civilización del
capitalismo productivo y nacional desplazada por la del capitalismo global y del
consumo.

No plantearé la cuestión, en sí atractiva, de la dependencia y comunicación entre


los dos discursos del pacifismo señalados; al contrario, a pesar de reconocer el contagio
de facto, me contentaré aquí con llamar la atención sobre su inconmensurabilidad de
iure. Me interesa, ciertamente, revelar la ingenuidad filosófica y los riesgos políticos de
confundir sus conceptos, tentación nada ingenua potenciada en nuestra sociedad mass-
mediática. Los movimientos del pacifismo ético, casi siempre minoritarios y de
izquierdas340, se ven hoy envueltos en esta nueva ilusión que recorre el mundo, ilusión
del pacifismo universalizado, estetizante y confesionalmente apolítico. Este nuevo
pacifismo, más estético que moral, más sentimental que racional, más fenómeno de
superficie que compromiso existencial de honduras, sean cualesquiera los efectos que
tenga en los movimientos por la paz (pacifismo ético), e incluso coyunturalmente en las
estrategias políticas de paz (que provisionalmente llamaremos pacifismo político), tiene
su propio sentido y su propia función, y debe aislarse conceptualmente. Confundir estas
diversas formas de reivindicar y actuar por la paz, aunque compartan el manto trivial
del rechazo radical a la guerra, no sólo imposibilita la comprensión de la subjetividad de
nuestro tiempo, sino que conlleva efectos políticos y éticos perversos.

2. Pacifismo político.

No estoy seguro, como acabo de sugerir, de poder hablar con rigor de un


pacifismo político; tal vez sería más apropiado limitarnos a hablar simplemente de
políticas pacificadoras o estrategias políticas por la paz. No obstante la presencia de esa
duda, y aunque sea con carácter provisional, usaré esta expresión para describir ciertos
tratamientos de la paz en la lucha política que deben diferenciarse, aunque no sea una
tarea fácil, de los meramente éticos o estéticos. En esta dirección, hace veinte años
Manuel Sacristán constataba con buenos ojos la irrupción en la escena política de los

340
Gandhi es un caso excepcional.
290
movimientos por la paz. El objetivo inmediato de los mismos, en opinión del filósofo
español, no era tanto el rechazo inmediato y espontáneo de la guerra, sino algo más sutil
y políticamente mediatizado, lo que ha llegado a ser en nuestros días el símbolo
contemporáneo de la presencia de la misma en el horizonte: la OTAN. Aunque el
artículo que comento, “El fundamentalismo y los movimientos por la paz” 341, es un
texto de modestas pretensiones teóricas, y cuyo contenido estaba fuertemente
mediatizado por la coyuntura, particularmente por la cuestión de la entrada de España
en este organismo militar, que se decidiría en el ya mítico “referéndum sobre la
OTAN”, me sirve para ilustrar un momento histórico de la conciencia pacifista, una
figura de su fenomenología, la que no sin reservas he llamado pacifismo político.

En su artículo Sacristán distinguía dos posiciones diferenciadas en el seno de los


movimientos pacifistas, que según nuestro autor no vendrían determinadas tanto por la
peculiaridad contextual (nacionalidad, tradición, información, herencia histórica) cuanto
por el fondo filosófico sobre el que se apoyan: “La principal (diferencia) –nos dice- es
otra, a propósito de la cual cuentan menos las fronteras de los Estados o los bloques que
las de las tradiciones políticas, culturales y filosóficas: es la diferencia entre quienes
creen que la lucha por la paz se tiene que plantear desde los fundamentos y los que
piensan que se puede empezar atacando el mal por donde el síntoma es más visible; se
podría llamar fundamentalistas a los primeros y pragmáticos a los segundos”342.

En el contexto de reflexión del artículo, esta distinción entre dos figuras del
pacifismo, el fundamentalista y el pragmático, confrontaba dos posiciones políticas en
el seno mismo del comunismo. Conviene recordar al respecto que los partidos
comunistas europeos, y en particular el PCE 343, en esas fechas ya se habían liberado
formalmente de la confesionalidad marxista-leninista y centraban su debate estratégico
y de objetivos en la “vía pacífica al socialismo democrático”, popularmente conocido
como debate sobre el “eurocomunismo”. O sea, el desplazamiento doctrinal respecto a
la ortodoxia marxista, giro que incluía la renuncia a la lucha de clases, había de tener y
tuvo en la cuestión del pacifismo una de sus confrontaciones más decisivas. En el fondo,
la decisión sobre el pacifismo afectaba tanto a la estrategia (“vía democrática” versus
lucha de clases), cuanto al orden social a construir (“socialismo democrático” versus
comunismo).

En este contexto, la reflexión de Sacristán sobre el pacifismo aborda tanto el tipo


de ideal social (ideal pacifista) a construir como a la estrategia política (estrategia
pacifista) para conseguirlo. Efectivamente, su distinción analítica entre pacifismo
fundamentalista y pacifismo pragmático pone en escena, diferenciados y contrapuestos,
dos auténticos ideales de paz, dos propuestas finales de vida social, que a mi entender se

341
Publicado vez en el Journal of European Nuclear Disarmement, nº 19 (1986): 21 ss., y antes en Mientras tanto, 22 (1986)
43-48. Recogido en M. Sacristán, Pacifismo, ecología y política alternativa. Barcelona, Icaria, 1987, 169-175 (Citamos sobre esta
edición)
342
Ibid., 171.
343
Y el PSUC, indiferenciado a los efectos que aquí trato.
291
corresponden respectivamente con las aspiraciones a la paz perpetua y a la sociedad
pacificada. Correspondencia que me parece razonable, pues no es necesario forzar los
conceptos para relacionar el pacifismo “fundamentalista” con el ideal clásico kantiano
de paz perpetua y el pacifismo “pragmático” con la propuesta hobbesiana más
contingente y modesta de sociedad pacificada, que mantiene el ruido de la barbarie en
su más o menos lejano horizonte. El propio M. Sacristán nos ha facilitado los
argumentos definitivos para establecer esta correlación al insistir, por un lado, en que
“para los fundamentalistas sólo tiene sentido luchar por lo que podríamos llamar paz
esencial, auténtica, basada en la supresión de las causas de una guerra posible” 344, lo
que a todas luces se ajusta perfectamente a la definición del ideal kantiano de paz
perpetua; y al explicar, por otro lado, que los pragmáticos sospechan “que la causa de la
búsqueda y abolición del Mal puede ser cosa larga, y breve el tiempo disponible”, y que
en esa perspectiva vale la pena “la esperanza de que sea posible hacer algo útil
combatiendo síntomas particularmente peligrosos ellos mismos por su capacidad de
realimentar positivamente el proceso que conduce al desastre, la esperanza de que sea
útil intentar frenar la enfermedad aunque todavía no se sepa curarla”345. Dos ideales que
en Sacristán, como en Kant, no se excluyen; pero dos ideales que, a la luz de la
seductora metáfora médica, que permite desear a un tiempo la curación final y definitiva
y, mientras tanto, las intervenciones paliativas o de choque, no logran silenciar del todo
la sospechosa oportunidad ocasional de defensa de la “paz armada”, de los “ejércitos de
paz”, y otras inquietantes expresiones que hacen mal incluso al lenguaje.

En cualquier caso, las dos figuras, la fundamentalista y la pragmática, lo son de lo


que he llamado pacifismo político; no se circunscriben al discurso moral, sino que tejen
su sentido en la confrontación política. Por eso la comparación y valoración de ambas
figuras se hace en claves de estrategia y de objetivos políticos, no meramente con
referentes éticos y mucho menos estéticos. Las dos opciones se diferencian en sus
respectivas ideas de paz social, una ligada a la sociedad sin clases y otra a la democracia
real, que implican sendas ideas estratégicas bien diferenciadas. El pacifista
fundamentalista, que aspira a la paz perpetua, ha de montar su estrategia directa e
inmediatamente dirigida a eliminar las condiciones de la misma (que, en el seno del
pensamiento comunista, se concreta en las relaciones capitalistas de producción); el
pacifista pragmático (referenciable al eurocomunista), que se resigna – a menos en un
plazo sine die- al ideal de la sociedad pacificada, se contenta con eliminar o neutralizar
en lo posible los instrumentos de guerra más inquietantes y presentes.

Conforme al discurso del pacifismo político pragmático, que hace suyo


Sacristán, lo importante en aquel contexto era la lucha contra la OTAN, y de ahí su
propuesta de generar un amplio movimiento social por la paz que tuviera efectos
políticos inmediatos: la movilización contra la OTAN y, en especial, la no entrada de
España en dicha organización militar, de guerra. Además, esa llamada al pacifismo, que
pasa por eliminar sus principales obstáculos –las principales armas de la guerra- debía

344
Ibid., 171
345
Ibid., 173.
292
articularse en una estrategia “pacífica”. Sería a todas luces una estrategia perversa –
piensa Sacristán- denunciar a la OTAN como maquinaria de guerra esgrimiendo las
armas o movilizando la violencia. La lucha política por (el objetivo de) la paz imponía,
según nuestro autor, el posicionamiento (estratégico) pacifista, en su forma de
“pragmatismo sensato”. Sacristán enfatizaba la estrategia pacifista en cuanto entendía
que en ello se juega la credibilidad del pacifismo: la sinceridad y honestidad de la lucha
debía avalarse con las credenciales de la estrategia; en coherencia, creía que en la
estrategia pacifista se ponía en juego la eficacia de la lucha contra la OTAN.
Encontramos en Sacristán, por tanto, una defensa del pacifismo subordinado a una
estrategia política. Tal vez algunos acentos del texto, que no podía dejar de reflejar el
viejo y eternizado problema interno al marxismo de decidir entre la lucha armada
revolucionaria y la democracia como vías alternativas al socialismo, pueden forzar una
lectura del mismo que exalte la universalización de la estrategia pacifista; pero una
lectura atenta y contextualizada revela que el recurso de Sacristán al pacifismo es
estratégico y contextual; es decir, no es una opción política dictada desde una posición
meramente ética, como avala el hecho de que la alternativa se argumenta desde una
exigencia estratégica de la lucha política y no desde una prescripción ética universal.

El discurso de Sacristán, al menos en la interpretación que acabo de hacer del


mismo, sirve para caracterizar lo que he llamado pacifismo político. Como en el fondo
se trata de un uso estratégico del pacifismo, subordinando el mismo a una política bien
definida que, si bien incluye el trivial objetivo de la paz va más allá y lo concreta en la
emancipación económica y social, su posición difícilmente puede ser considerada como
pacifismo genuino, que arropado en el manto sagrado de la paz, elevada a bien absoluto,
no se compromete con las formas reales de existencia; el pacifismo esbozado por
Sacristán poco o nada tiene que ver, a mi entender, con el pacifismo ético tout court,
que hace de la neutralidad ante los órdenes políticos y económico su principio sagrado,
nueva formulación del “mi reino no es de este mundo”. Por eso he manifestado mis
reservas a la hora de hablar de pacifismo político, pues tal vez fuera preferible hablar de
políticas por la paz, que usan el pacifismo como algo instrumental.

Sea como fuera, pacifismo político o políticas por la paz, lo cierto es que la
posición de Sacristán pone la lucha política en el puesto de mando. Esto se aprecia en el
radicalismo con que distingue y fija la contraposición entre ambos tipos de pacifismo,
manifiestamente forzada. Su radical rechazo del pacifismo fundamentalista parece
intempestivo, e incomprensible sin la perspectiva estrictamente política del conflicto
interno entre eurocomunismo y marxismo-leninismo346. Es perfectamente imaginable (y
pensable) compartir, con Sacristán, una posición pragmática de lucha por una sociedad
pacificada, al mismo tiempo que se mantiene la firme convicción de que la paz será
frágil sin profundas transformaciones económicas y sociales, si se quiere, sin
revolución, que tiendan a eliminar las condiciones de posibilidad de la guerra; y
tampoco es extravagante, sino todo lo contrario, militar en ese fustigado “pacifismo
346
Ver también, en el mismo texto, su artículo “Los partidos marxistas y el movimiento por la paz” (Ibid., 179-184).
293
fundamentalista” y, al mismo tiempo, ser lo suficientemente razonable para comprender
la conveniencia estratégica de luchar por objetivos parciales, por la paz finita, por la
pacificación precaria, e incluso por las simples treguas. Al fin y al cabo, lo que quiero
decir es que, caricaturas aparte, el pacifismos fundamentalista al que alude
peyorativamente Sacristán responde a la idea, de recio raigambre marxista, según la cual
la reconciliación entre los hombres requiere negar las condiciones materiales de
existencia que los enfrentan, -idea ésta que tan bellamente expresara el propio Marx,
siguiendo a Hegel, en su metáfora de la violencia como partera de la historia-, y que no
es una impostura ser radicales en los principios e inamovibles en los objetivos finales al
tiempo que se rinde culto a la flexibilidad, la concreción y la adecuación a las
condiciones objetivas en el momento de definir las estrategias.

En cualquier caso, en el texto que comento la política determina el tratamiento del


pacifismo, sin que en ningún momento se caiga en su sacralización. Las exigencias
políticas de aquella mítica coyuntura del referéndum impulsaban la conveniencia de la
acumulación de fuerzas y voluntades contra la definitiva consolidación de la OTAN;
este debía ser el objetivo prioritario para lo que Sacristán llama el “pacifismo sensato”.
Y con esa voluntad de generar un movimiento amplio por la paz apreciaba como
obstáculo, o como enemigos, a aquellos “fundamentalistas” que querían ligar la lucha
contra la OTAN a la realización de la paz perpetua, es decir, que querían unir la
conquista de la paz con la revolución.

3. Pacifismo ético.

Si he traído a examen el texto de Sacristán no es para enjuiciarlo, sino en tanto


que sirve para fijar una idea del pacifismo político o tratamiento político del pacifismo,
y así nos ayuda a acercarnos a la topografía de esta idea, cuyo uso desenfadado y
maleable, al gusto de nuestro tiempo, tiene como resultado un concepto proteico que
sirve para cualquier menester. Con esta pretensión, al hilo de su reflexión, he
distinguido los dos lugares esenciales del pacifismo: el del ideal social y el de la
estrategia política. Esta distinción permite, a su vez, diferenciar los conceptos de
“movimientos por la paz” y “movimientos pacifistas”, conveniente en esta
argumentación que llevo a cabo. El primero alude a posicionamientos políticos que,
surgidos como defensa inmediata de la paz, no asumen como principio la naturaleza
intrínsecamente pacifista de la estrategia, aunque coyunturalmente puedan recurrir a una
estrategia política que haga de su carácter pacífico su rasgo determinante; el segundo
concepto, el de movimiento pacifista, designa una actitud ética, tenga o no una
proyección política; es decir, los movimientos pacifistas a mi entender no responden a
posiciones necesariamente políticas, aunque pueden tener relevantes efectos políticos.

Ahora bien, si como vengo diciendo los movimientos por la paz pueden –y
suelen- tener una fuerte componente ética, y los movimientos pacifista pueden –y
suelen- tener relevantes efectos político, se comprende las dificultades para su
conceptualización bien diferenciada. Dificultades que se acentúan por la ambigüedad
añadida por las figuras históricas que los expresan, que complican la comprensión a
294
diferencia de otros muchos casos en que ayudan en la clarificación conceptual. Un caso
paradigmático es el pacifismo de Gandhi, referente de todo pacifismo ético, en el que la
no violencia es elevada a principio moral absoluto que determina cualquier estrategia
legítima de acción política, pero que al mismo tiempo –y así acabaría siendo
interpretado, especialmente por sus enemigos- en su existencia real no era ni podía ser
políticamente neutral. Ciertamente, el pacifismo ético cuando transciende la posición
personal y deviene un movimiento social se sitúa siempre en la frontera de la política,
tanto por el ideal de sociedad pacífica que postula cuanto por la estrategia pacífica de
reivindicación que impone.

Las dificultades de conceptualización diferenciada no han de ser un argumento


para permanecer en la confusión, sino todo lo contrario, han de verse como un reto para
un análisis más sutil. En este sentido, conviene destacar que, efectivamente, este
pacifismo ético propone un ideal de sociedad al cual le es intrínseco la paz perpetua,
menospreciando la mera “ausencia de guerra”, infravalorando la pacificación social o
tregua; como ideal moral, es absoluto e irrenunciable, por lo cual es ajeno a toda
transacción pragmática e indiferente a toda forma política. De hecho, el pacifismo ético
no piensa la paz perpetua de la sociedad como construcción política, sino como mero
resultado del cumplimiento de una norma moral individual de no violencia, de tratar a
los otros como fines y no como medios; de ahí su carácter absoluto e innegociable; de
ahí la no relevancia de la sociedad meramente pacificada; de ahí su neutralidad
institucional y social. Y de ahí también que la estrategia sea intrínsecamente pacifista,
pues la exigencia deriva de la moral individual y no del ideal social. Creo que no es
comparable a la defensa de Sacristán de una estrategia pacifista en la lucha contra la
OTAN basada en que no se entendería políticamente una lucha violenta en nombre de
de la paz; en el caso de Gandhi la exigencia de la resistencia pacífica deriva directa e
inmediatamente de la prescripción moral absoluta dirigida al individuo.

Conviene prestar alguna atención más a esta doble caracterización del pacifismo.
El pacifismo ético incluye tanto el ideal de paz perpetua kantiano como la estrategia de
no violencia, norma moral que se prescribe a cada individuo (Recordemos que Kant
estaba convencido de que la paz perpetua tenia su realización en la historia, es decir, se
construía con recurso a la violencia). No puede confundirse con el genérico deseo de
paz universal, mucho más amplio y mucho menos sagrado, que recoge tanto el genérico
y ennoblecido amor (cultural) a la paz, en el que confiaba Kant, cuanto el pregnante e
instintivo deseo (natural) de paz, contaminado de deseo de vivir, de mera sobrevivencia,
en el que insistía Hobbes. Deseo o amor que parecen presentes a lo largo de la historia,
del majestuoso proyecto de Pax romana a la más banal pero igualmente reveladora
propuesta del mayo parisino de “Hacer el amor y no la guerra”. Sacralizado o
naturalizado, el deseo de paz está incluido en todos los movimientos por la paz, sean o
no pacifistas; aunque parezca una burla, no podemos ignorar que hasta los dictadores lo
incluyen oficialmente en su proyecto, oprimen y exterminan en nombre de la paz,
aunque se trate de la “paz de los cementerios”: imagen ésta, no lo olvidemos, que
295
inspiró el texto programático del pacifismo, el manifiesto “A la paz perpetua”, de Kant.
El poder también aspira a la paz, aunque la interpretada como sometimiento, como
silenciosa sumisión; y es en su capacidad de imponer la paz -¡esta paz!-, de hacer
absoluto el sometimiento, donde se reconoce y satisface.

Lo que intento enfatizar es que, por un lado, hay deseos de paz y formas de paz
perversos, basados en la más obscena de las violencias, la violencia invisibilizada (sin
guerra) que reproduce la sumisión silenciada; y, por otro lado, el genérico deseo
humano de paz, aunque noble y espontáneo, no es un componente esencial de la
conciencia “pacifista” contemporánea; aunque acompañe y esté presente en alguna
lucha de los movimientos pacifistas, no es lo esencial al concepto, no es determinante de
su acción. En otras palabras, el mero deseo de paz no cuestiona el recurso a la guerra:
en pos de la paz en Sarajevo los pueblos europeos, con sus intelectuales más
cualificados al frente, clamaban por la intervención armada, aunque fuera, como así fue,
como no podía ser de otra manera, la intervención de los norteamericanos. En el caso
del pacifismo político, diferenciado de la mera voluntad de paz, y que supone la apuesta
por una estrategia de lucha pacífica, lo característico es que la voluntad de luchar por la
paz se determina circunstancialmente como voluntad de luchar pacíficamente por la paz
(recordemos el caso mencionado de Manuel Sacristán). Aquí lo relevante es el carácter
circunstancial, contextual, del recurso a la estrategia pacifista, pues no es pensable una
política que haga del pacifismo un principio eterno. El pacifismo político, pues, sólo es
genuinamente pacifista de forma aparente y condicional; el recurso a la estrategia
pacífica es “estratégico”, no programático.

En cambio, el pacifismo ético asume como principio sagrado el pacifismo de la


estrategia, corolario de la norma moral de la no violencia sobre los otros. El pacifismo
ético es genuino pacifismo, pues lo que define a los movimientos pacifistas es la
voluntad de buscar la paz, de comprometerse en la construcción de la paz social, sin
recurrir a la violencia en ninguna circunstancia. En rigor, el pacifista ético no tiene
como objetivo principal la paz social, sino la purificación del individuo de cualquier
tendencia a la violencia, tal que la paz social sería una consecuencia inmediata. El
pacifista ético no sólo prefiere la propia muerte antes de matar a otro sino, lo que es más
importante y heroico, renuncia absolutamente a que otros maten por salvarnos. Desde
este punto de vista, clamando por la intervención en Sarajevo los europeos no nos
comportábamos como genuinos pacifistas éticos. Posición que, como vemos, incluye la
idea de que hay en la existencia humana cosas por las que vale la pena morir, si fuere
necesario. El pacifismo ético incluye –y exige- la convicción de la absoluta bondad de
la estrategia pacifista: sea porque se sublima la no violencia como un valor absoluto,
religioso o místico, sea porque se está persuadido de que el menosprecio al dolor y a la
vida que incluye una estrategia pacifista acaba siendo un arma más eficaz contra la
voluntad de dominio de quienes ejercen el poder que su sofisticado armamento.

Por eso decía más arriba que el “pacifismo sensato” y “pragmático” de Sacristán
no era pacifista en este sentido. Nada tiene que ver con la apuesta genuinamente ética de
296
la opción de Gandhi, elevada a canon del pacifismo ético. En éste la dimensión política
de la lucha, que sin duda hace su aparición contaminando la acción, está al menos
idealmente subordinada a la toma de posición pacifista, a la sacralización de la no
violencia.

Ahora bien, no me parece trivial señalar que la consolidación de esta sacralización


del pacifismo ético o de la estrategia de no-violencia, y su recorrido ciertamente exitoso,
se ha debido en gran medida a sus efectos políticos, es decir, a que de facto ha podido
ser interpretada como una estrategia que triunfó políticamente, lo que está a medio paso
de su interpretación como una estrategia política exitosa. Curiosamente, también la
estrategia política de la violencia de masas, de la lucha armada, fue en gran parte
sacralizada por el éxito del leninismo en la revolución bolchevique. No obstante, creo
que la simetría entre ambos casos no es total. En el caso de Lenin (o de Mao, o de
Castro…) si no hubiera triunfado habría pasado a la historia como ejemplo
paradigmático de que, contra la idea básica de Maquiavelo, del mal no puede derivarse
el bien; en cambio, sospecho que si la estrategia de Gandhi no hubiera triunfado sería
dominante la creencia de que, simplemente, el mal es muy poderoso y se necesitan
nuevos intentos. Y es comprensible que sea así, pues al fin se trata de valorar la “lucha
armada” en el marxismo en términos políticos, que se corresponde con el concepto de la
misma como estrategia política, y la “no violencia” de Gandhi en términos morales,
como una máxima de la razón práctica cuya legitimidad y valor no está sometida a la
historia.

Ahora bien, en contra de la idea comúnmente aceptada, ¿tuvo realmente éxito la


estrategia pacifista de Gandhi?. La pregunta no es retórica, ni expresa deseos de rizar el
rizo. Para ver su sentido deberíamos plantearnos: ¿Qué se entiende por “tener éxito”
cuando hablamos del pacifismo de Gandhi?. Lo lógico es que tal éxito refiriera a los
objetivos, a los fines. Ahora bien, ¿cuáles eran estos fines?. Si suponemos que el
objetivo del movimiento pacifista de Gandhi era una India justa y pacificada, es difícil
cerrar los ojos y no reconocer el fracaso; y, claro está, este fracaso es más obvio y
previsible si perseguía, lo que parece ser intrínseco a un movimiento pacifista, el ideal
de paz perpetua para su país (o para el mundo). Si, en cambio, suponemos que el
objetivo de Gandhi era una India independiente y emancipada del dominio político
británico, entonces sí que hay argumentos para aceptar la validez de su estrategia
pacifista, aunque en este supuesto su pacifismo formaría parte de la lucha política, sería
un “pacifismo político”.

Tal vez Gandhi perseguía ambas cosas. Pero, de facto, consiguió –o dio grandes
pasos en esa dirección- la liberación nacional, y no así la paz interna. Lo cual parece
llevarnos a la siguiente paradoja: la estrategia pacifista de Gandhi puede considerarse
exitosa si la aislamos del objetivo (ético) de paz y la valoramos (políticamente) con
referencia a la liberación nacional; en cambio, es un (relativo) fracaso si incluimos la
paz como objetivo esencial y valoramos la liberación nacional como objetivo político
297
secundario. Lo que me lleva a concluir que, en rigor, el pacifismo sólo se define desde
la estrategia de no violencia, y no desde el objetivo de paz. Podemos afirmar que la
estrategia pacifista de Gandhi tuvo éxito, y de ahí su sacralización canónica del
pacifismo, sólo en cuanto la aislamos de los objetivos de paz, tanto del ideal de paz
perpetua, como del ideal más humano de una India pacificada; tuvo éxito porque sirvió
para la emancipación política de la India, no para su pacificación.

Esto nos muestra la dificultad de caracterizar el pacifismo de Gandhi como


simplemente ético; y también la dificultad igualmente de pensar la estrategia de no
violencia orientada simplemente a la paz. El problema filosófico y político del
pacifismo es, a mi entender, el problema de la estrategia pacifista; o, para formularlo de
forma más general, el problema del recurso político a la violencia y a las armas. La
guerra, tal como nos la representamos en nuestro imaginario colectivo, no es lo otro de
la paz, no agota el objeto a batir por el pacifismo; el pacifismo extiende su rechazo y
enfrentamiento a cualquier forma de presencia de la violencia en política, en cualquiera
de sus escenarios, incluso en aquél en que se gesta la lucha contra la violencia.

Este desplazamiento de la reflexión sobre el pacifismo desde el horizonte de la


guerra al de la violencia no es trivial. Desde la aparición de los estados, y salvando las
situaciones de guerra civil, la paz quedó garantizada en su interior y la guerra continuó
en el horizonte exterior, legitimada por el derecho de gentes. En esta perspectiva, el
pacifismo quedó proyectado a las relaciones entre estados, perdiendo definitivamente
los lugares interiores como campo para su intervención, excepto cuando, en una crisis
interna con fraccionamiento y guerra civil, toma sentido el pacifismo intraestatal. Este
desenfoque, aunque comprensible, no es favorable para la autoconciencia. Por eso
conviene enfatizar la idea de que el pacifismo es el rechazo de toda estrategia de
violencia en política, siendo su actual dimensión internacional y focalizada en la guerra
una mera contingencia. En otras palabras, creo que la problemática del pacifismo es una
variante del problema maquiaveliano de recurrir al mal (estratégico, fuera del control
ético) para garantizar el bien (la comunidad civil y ética). Este es, en el fondo, el único
problema filosófico atractivo en relación con el pacifismo.

4. Pacifismo estético.

Hace un par de años Gustavo Bueno publicó, en plena campaña contra la guerra
de Irak, su artículo “Síndrome del Pacifismo Fundamentalista” 347. Quien sea capaz de
leer el texto olvidándose de la biografía de su autor, cosa nada fácil, posiblemente
llegue a la conclusión de que es un fino paño para un burdo sayo. Con ello quiero decir
que me parece una crítica lúcida, brillante, que inicia la apertura de un nuevo campo a la
reflexión filosófico política; pero que, al mismo tiempo, cosa sólo comprensible por las
obsesiones personales del autor, dilapida su potencial analítico y crítico convirtiendo el
texto, paradójicamente, en un repetido gesto de rechazo de “las izquierdas” (como él
mismo dice, la dispersa, la divagante y la extravagante) y en una defensa de algo tan

347
G. Bueno, “Síndrome de Pacifismo Fundamentalista”, en El Catoblepas. Revista crítica del presente, 14 (abril 2003):2-18.
298
indecente e indefendible como la decisión bélica de las Azores.

La tesis de G. Bueno articula diversas ideas que en conjunto describen lo que


llama el “síndrome del pacifismo fundamentalista” (SPF). Una de ellas es la específica
novedad del fenómeno, que supone un verdadero salto cualitativo respecto al tópico
deseo de paz. Viene a decir que, si bien al culto a la paz es tan antiguo como la
existencia política de la especie humana, cual proyección ideal negadora de lo eterna e
intrínsecamente presente en la sociedad, nunca ha adquirido una relevancia como en los
tiempos actuales, en que asistimos a un salto cualitativo en la génesis del sentimiento
por la paz. Salto cualitativo por la intensidad con que se vive: “Pero nunca ha habido
una serie de manifestaciones públicas a favor de la Paz y con el No a la Guerra, tan
intensas, masivas, continuadas y extendidas por las más diversas ciudades del planeta
como las que se están produciendo en los meses del invierno y primavera del año 2003.
Se trata por sus características de un fenómeno nuevo, sin perjuicio de los “brotes
precursores”, suscitado por la guerra del Irak, y que se hace presente durante algunas
horas del día (a veces también del anochecer), y con gran riqueza de sintomatología fija
y variante”348. Y salto cualitativo por la “heterogeneidad de los sujetos afectados”,
uniendo a profesiones, sexos, edades, partidos políticos, opciones religiosas,
presentándose por tanto como un fenómeno por encima de las diferencias sociales,
políticas y de clase.

Creo que esta mirada incisiva es un buen punto de partida desde el que
preguntarnos cómo y por qué se ha llegado a esta espontánea y universal adhesión al
“no a la guerra” que se filtra por el tejido social, a esta evidencia de la bondad absoluta
de la paz, de toda paz, de cualquier paz, de la paz perpetua. Y así lo hace Bueno, que se
pregunta: “¿Cómo se ha llegado a la situación, que consideramos característica del SPF,
según la cual el no a la guerra concreta del Irak se identifica, por parte de millones y
millones de personas, con un no a la guerra en general y, por tanto, con un sí a la Paz, a
una paz perpetua universal y transcendental, que se justifica, al modo fundamentalista,
en nombre de la Humanidad, es decir, con una exigencia que dice proceder de las
mismas entrañas del Género Humano?”. La pregunta tiene tanto más oportunidad y
sentido si, como indica G. Bueno, recordamos que el síndrome arraiga especialmente en
sociedades de tradición secular belicista, todas ellas con ejércitos permanentes, lanzadas
a una voraz carrera armamentística que no excluye las armas atómicas, organizadas en
eficaces alianzas militares (OTAN). Y podemos añadir, para incrementar la perplejidad
ante este síndrome pacifista, que estamos en sociedades que han hecho bandera de la
crítica, del antidogmatismo, del antifundamentalismo, de la duda escéptica contra “todo
tipo de evidencias axiomáticas o de revelaciones arcangélicas”. Esta doble vía de
perplejidad, es decir, que el nuevo fundamentalismo pacifista surja y crezca en
sociedades a la vez belicistas y escépticas, contribuye a dar relevancia y atractivo a la
pregunta. Porque, en definitiva, nos invita a dirigir la mirada filosófica a la aparición de
una nueva conciencia social, mejor aún, al surgimiento de una nueva ética que pugna
348
Ibid., 2.
299
por hegemonizar la existencia humana del inaugurado milenio; nueva conciencia que
presumimos generada por nuestras sociedades pero que, al menos aparentemente, parece
rebelarse contra sus propios principios.

Lamentablemente para nosotros, la reflexión de G. Bueno toma el derrotero de


caracterizar este pacifismo como “falsa consciencia” y denunciarlo “conciencia
culpable”, en vez de afrontar la tarea de pensar qué cambios sociales, culturales y
representacionales se están dando, hacia adonde van y a quienes sirven. De ahí que le
preocupe más “plantear el problema de la génesis y rápida cristalización, al menos
aparente, durante estos meses, de ese nuevo consenso universal en torno a la paz
perpetua, en la medida en que es vivido precisamente como una evidencia inmediata e
indiscutible por todo aquel que cree representar los intereses mismos del Género
Humano”349, que pensar la universalización y absolutización de la consciencia pacifista
como un proceso histórico estructural de más calado, que responde a procesos sociales y
culturales más complejos y constantes, irreductibles a coyunturas políticas por
relevantes que éstas hayan sido para nosotros. Me parece que poner la guerra de Irak,
incluso las teleguerras de las últimas décadas, como causa determinante del cambio de
consciencia ética, es una ilusión inmediatista; del mismo modo que denunciar la nueva
posición ética porque se hace a costa de sacrificar la consciencia política equivale a
quedarse en la mera constatación del fenómeno, como si las fugas éticas no pudieran ser
formas sofisticadas de la dominación. Nuestra tarea como filósofos –que Bueno
abandona para servir, ignoro las razones pero sinceramente no creo que sean
mercenarias, a Aznar y a Bush- ha de consistir en pensar los movimientos de fondo que
posibilitan que, efectos de superficie como Irak, simbolicen la aparición de una nueva
época; la tarea que a mi entender hoy compete a la filosofía es, precisamente,
comprender por qué la política, el sistema de dominación y reproducción del
capitalismo contemporáneo, determina que sea lo ético (y, con más rigor, un
determinado tipo de ética, estetizante y sin moral) la expresión de los posicionamientos
políticos, y las implicaciones de esos desplazamientos para quienes soportan sobre sus
hombros los efectos de la estructura. Si no se hace así, si se elige el camino de G.
Bueno, se llega al sitio maldito de donde se pretendía huir, al ojo de Dios, condenando a
la realidad, a los seres humanos, porque no van por donde deberían ir. Y eso es así
aunque se cite a Indalecio Prieto, a su afortunada idea durante la guerra franquista:
“Nada puede hacerse ante un batallón de requetés recién comulgado”. Y es así aunque
G. Bueno añada con sutiliza y gracia: “Nada puede argumentarse ante una procesión de
artistas, cristianos, comunistas, socialistas, estudiantes, “recién comulgados” con la
evidencia de la paz perpetua de la humanidad. Sólo puede esperarse a que la fase aguda
del síndrome comience a calmarse, a que los manifestantes y los políticos dejen de
gritar “¡Paremos la guerra!” incluso después de la toma de Bagdad”350.

Creemos que Bueno comete un lamentable doble error, al caracterizar este


pacifismo contemporáneo simultáneamente de fundamentalista y de efecto de

349
Ibid., 6.
350
Ibid., 7.
300
coyuntura. Que no es fundamentalista, y por tanto necesita de otra interpretación, lo
prueba el hecho de que ya está olvidado, de que en Irak sigue la guerra, hoy más cruel y
destructiva que antes, y los gestos se han retirado; más que fundamentalista, que
supondría responder a una concepción ideológico política fuerte, cerrada, de base
ontológica esencialista, es un sentimiento efímero, fragmentado, ocasional, que se
esconde y reaparece con efectos y ritmos que hay que describir e interpretar con
sutileza. Y que no es mero efecto de coyuntura lo muestran, precisamente, sus
frecuentes reapariciones ante distintos escenarios, su diseminación por el dominio de las
prácticas, su presencia en formas metamorfoseadas en los vericuetos del espacio
público, lo que invita a pensarlo como acontecimientos que si bien no responden a una
esencia, sí expresan una nueva forma de ser en el mundo. Es decir, necesitan ser
pensados desde otra ontología del ser social, no una ontología de la esencia sino de la
contingencia, no de la regla sino de la voluntad, no del deber sino del sentimiento.

5. Pacifismo contemporáneo.

Las reflexiones anteriores nos permiten extraer algunas ideas favorables a esta
tentativa de pensar el pacifismo en el nuevo contexto del capitalismo del consumo.
Parece obvio que hoy la oposición a la OTAN, que al menos formalmente mantiene el
pacifismo político remanente, tiene poco o nada que ver con los presupuestos y los
sentimientos del pacifismo contemporáneo. No es, ciertamente, una prueba definitiva,
pero es un argumento empírico fuerte el hecho de que hoy la OTAN aparece más
aceptada e incuestionada que nunca. Como es un argumento fuerte que la guerra de
Irak, que tantas movilizaciones en contra suscitara, continúa con tanta muerte y
destrucción como en los días de “guerra clásica”, en los momentos de la invasión,
mientras que el pacifismo del “no a la guerra” ha perdido presencia en la escena pública,
mutándose en reapariciones fragmentadas y diseminadas en que la espontaneidad y
discontinuidad en lugar de expresar su miseria expresa su esencia.

Esto me lleva a pensar que el pacifismo de hoy en día no es político (aunque


pueda tener ocasionalmente efectos políticos), no responde a una estrategia política
pacifista, que implicara posiciones antibelicistas, antimilitaristas, anti-armamentistas,
anti-OTAN, y con la mirada puesta en una sociedad alternativa. También considero que
este pacifismo no responde a la idea antes descrita del pacifismo genuinamente ético,
aunque contenga elementos de una conciencia moral cuya ontología deberíamos
descifrar con más precisión. Por último, pienso que no puede reducirse simplistamente a
ese pacifismo del “síndrome” que el profesor Bueno describiera, aunque parece
innegable la presencia en el mismo de huellas de banalidad. El pacifismo de hoy es otra
cosa, tiene otra etiología y otra función, le gusta verse apolítico, no responde a
estrategia ni a fines bien definidos, se comporta con valores y exigencias éticas muy
peculiares, es discontinuo y fragmentado... En definitiva, precisa de una caracterización
actual.
301
En esta perspectiva, más allá de la oportunidad política, y para realmente
comprender el juego político del pacifismo contemporáneo, creo que es necesario
situarlo como una manifestación más, muy significativa y relevante, del desplazamiento
de la consciencia ética que anuncia y culmina la crisis del humanismo. Creo que
conviene situar la reflexión sobre el pacifismo en el peculiar contexto ético-político y
cultural contemporáneo, resultado del progresivo e implacable declive del humanismo
moderno, moralista y ascético (proyecto ilustrado del capitalismo productivista,
burgués), ante el auge de una ética estetizante que toma forma social en el
humanitarismo, (forma de conciencia del capitalismo del consumo, postburgués, de
nuestros días). Aparición, por tanto, de una nueva conciencia ética, que abandona su
dimensión moralizante y se metamorfosea en figuras estéticas; que renuncia a las reglas
y se viste de sentimientos. Una nueva conciencia que, al mismo tiempo, con su atavío
apoliticista escenifica el simulacro de primacía de lo ético sobre lo político,
enmascarando así el necesario realismo político, ayer defendido y hoy insoportable, de
un orden socioeconómico que no puede existir sin la dominación, la exclusión y, en
definitiva, la violencia.

Si precisamos la mirada, hoy el pacifismo es menos rechazo de la violencia


(aunque sea su eslogan habitual) que rechazo del dolor. Nuestra sociedad soporta bien la
violencia, que ejerce insensible como lógica de supervivencia; lo que nuestra conciencia
no soporta es el dolor, ni en nosotros mismos ni en los otros. Si rechaza la violencia es
sólo en tanto que genera dolor; y como el dolor es “visible” o no es, la única violencia
que se rechaza es la que está en la base del dolor visible. El dolor que produce la guerra
es más visible que el de la exclusión; el de la violencia doméstica más visible que el de
la silenciada desigualdad en la familia.

Rorty expresa toda la actualidad del momento cultural al proponer una ética
basada en un solo principio: el rechazo del dolor, que entiende natural al ser humano,
que por tanto es espontáneo y no necesita ser prescrito como deber, cosa hoy
inaceptable, según el norteamericano, en una filosofía desepistemologizada y
definitivamente contextual. El pacifismo contemporáneo se funda en el rechazo
universal del dolor, en su expulsión de nuestro espacio de conciencia, es decir,
especialmente del espejo mass-mediático donde lo visualizamos, sea en imágenes de
Afganistán, Irak o Txetxenia, sea en pateras naufragadas o trópicos desbaratados por el
seísmo. ¿Muros de exclusión? ¡Ni en Berlín ni en Palestina!. Y menos las alambradas
de Ceuta y Melilla, que irritan nuestra alma humanitaria, pero que siguen allí,
creciendo, multiplicándose, legitimadas con el ritual de rechazos emocionales
ocasionales.

No me propongo aquí, al menos como objetivo explícito, argumentar un juicio de


valor sobre esta apuesta general por el pacifismo como rechazo del dolor; de todas
formas no cesaré de ejercer mi derecho a la sospecha sobre el imperativo pacifista que
domina la escena, sobre la elevación de la paz y la no violencia a valor ético evidente,
inmediato y absoluto, preguntándome si su aureola de santidad no es la máscara de una
302
forma de conciencia histórica, contextual, como toda moral dictada desde fuera, que
pinta el espejo que no queremos ver. La intensidad con que se viven los imperativos
pacifistas, la indiscutibilidad con que se asume su certeza, incluso la universalidad de la
heterogénea audiencia que los comparte, lejos de ser avales inefables de su verdad
pueden ser meras figuras del valor de cambio que esconden la finitud y la particularidad
a que sirven.

Para mostrar la pertenencia del pacifismo a la nueva ética y, por tanto, para
presentarlo en el contexto del humanismo, argumentaré dos tesis. Con la primera
defenderé que el humanismo moderno no fue pacifista, no excluyó de la estrategia
política la violencia y el dolor; su amor a la paz, su apuesta decidida por ella, no
conllevaba la asunción de una estrategia pacifista, del mismo modo que el espacio que
su ética reservaba a la caridad, la piedad o la compasión, contenidos genuinamente
humanitaristas, no afectan la esencia de su humanismo. Con la segunda tesis defenderé
que el pacifismo es el componente esencial del humanitarismo, en el sentido de que
expresa con más intensidad su contenido ético y su función política.

6. Humanismo no pacifista.

Puesta la esencia del pacifismo en la máxima moral que determina la estrategia


política, creo que podemos argumentar que el humanismo moderno, ilustrado, no fue
pacifista. Es innecesario insistir en que no es incompatible con el ideal de paz; pero el
rechazo absoluto de la violencia en la búsqueda del ideal no forma parte de sus
principios. Ilustraré esta tesis al hilo de la reflexión de algunos autores.

6.1. (Rousseau: el humanismo del hombre emancipado). Las idea de Rousseau


sobre la paz y la guerra están bellamente sintetizadas en un capítulo de su obra Del
contrato social, que no arbitrariamente trata “De la esclavitud” 351, es decir, de la
situación de máxima violencia ejercida por unos hombres sobre otros. Comentando
aquella curiosa idea de Grocio según la cual si un particular puede enajenar su libertad y
hacerse esclavo de un señor, del mismo modo puede ocurrir con un pueblo entero, el
ginebrino se pregunta: “un hombre que se hace esclavo de otro no se da, se vende, se
vende al menos por su subsistencia; pero un pueblo, ¿a cambio de qué se vendería?”. La
paz, viene a decirnos, puede ser la paz de los cementerios, ¿y qué valor tendría?.
“También se vive tranquilo en las mazmorras: ¿basta para sentirse feliz en ellas?. Los
griegos encerrados en la cueva del Cíclope vivían en paz, esperando el turno de ser
devorados”.

Textos como estos aparecen con abundancia en las páginas de sus escritos. Todos
ellos sirven para ilustrar que Rousseau no apuesta de forma incondicional por la
sociedad pacificada; hay cosas más importantes que la vida, parece decirnos, tales como
la vida digna, la vida humana, la vida en libertad. Ni siquiera manifiesta entusiasmo

351
J-J. Rousseau, Du contrat social. Libro I, cap. iv.
303
alguno por la paz perpetua. Para sospechar de ella no necesitaba el ginebrino nuestro
contexto actual de la ingeniería genética, en el que A. Huxley sitúa su “mundo feliz”, en
el que de forma efectiva pueden eliminarse las condiciones de posibilidad de todo
conflicto, de toda lucha, de toda guerra, convirtiendo a los individuos en seres
condenados a la paz. Son suficientes sus sospechas del papel seductor de la razón, capaz
de “tender guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro” que atan a los hombres,
capaz de conseguir el prodigio de que, nacidos para la libertad, se acostumbren y acaben
amando su servidumbre. Le basta al filósofo ginebrino la imaginación para no soñar con
un orden político en el que la guerra sea imposible y para aspirar, en cambio, al ideal de
sociedad justa, reino de la libertad y la igualdad, aunque la aventura se tome su precio
en dolor y sangre; una sociedad en la que la paz, ¡qué duda cabe!, tiene reservado un
lugar de privilegio, pero a la que el pacifismo no le es intrínseco, ni en su génesis
(estrategia) ni en su propia esencia (derecho a la guerra como derecho de gentes).

Bien mirado, el estado definido por el contrato social hace las veces de sociedad
pacificada, y se caracteriza porque ha desaparecido la guerra, aunque no la posibilidad
de la misma, siempre amenazante en el horizonte. Aunque el estado que instaura el
contrato social, eliminando la dominación de los seres humanos por otras voluntades
particulares, supone la expulsión de la guerra del seno de la comunidad política, la
violencia no desaparece de su horizonte. Por un lado, porque el riesgo de violencia
interior, e incluso de guerra civil, está siempre abierto, ya que la esencia misma del
estado, la voluntad de imponer la voluntad general sobre voluntades particulares, nunca
se consolida definitivamente; por otro lado, porque resta la perspectiva de la guerra
entre estados, auténtica forma de la guerra moderna, pues “la guerra no es una relación
de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la que los particulares
sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres y ni siquiera como ciudadanos,
sino como soldados”.

No sabemos qué pensaría el ginebrino de esta guerra contra Bin Laden o contra
Al-Qaeda, ya que pensaba que “cada Estado no puede tener como enemigos sino otros
Estados, y nunca a hombres, nunca a particulares”. Lo que sí sabemos es que el
pacifismo fundamentalista, como principio ético absoluto, universal y evidente, no
forma parte de su ideario. Y como la propuesta rousseauniana de hombre emancipado,
política y económicamente liberado, dueño de su destino de la única forma que puede
serlo, como ciudadano de una república independiente, es una propuesta genuinamente
humanista, parece que podemos concluir que al humanismo, al menos al de Rousseau, el
pacifismo no le es intrínseco el pacifismo.

6.2. (Kant, historia y guerra). Tampoco Kant, que tuvo la fortuna de teorizar el
ideal de paz perpetua, y a quien se le reconoce con justicia haber definido el humanismo
moderno, el ideal ilustrado de hombre que piensa por sí mismo y que autodetermina su
voluntad autónoma de acuerdo con el deber, fue un pacifista en el sentido estricto que
hemos definido. De hecho el título de su folleto, como es bien sabido, tiene su cara
irónica, pues está inspirado en la inscripción “A la paz perpetua” que figuraba bajo una
304
representación pictórica de un cementerio. Bien podríamos tomar esta anécdota como
referencia irónica a que tal vez sea ése el lugar natural de la paz perpetua. De hecho
Kant, comentando la inscripción, deja en el aire la respuesta de si la misma se dirigía
provocadoramente a los gobernantes, “nunca hartos de guerras”, ajenos a esa diosa
seductora, o a los filósofos, “entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz” 352,
proclamando una eterna profesión de fe a un fantasma. Seguramente no falta ironía en
esa doble referencia: al cinismo de los gobernantes, recurriendo a la guerra en nombre
de la paz, y a la tentación angélica de la filosofía, refractaria a asumir la legitimidad de
recurrir al mal (y el mal político es la guerra y la violencia) para conseguir y defender el
bien (y el bien político es la comunidad ética de hombres libres). En cualquier caso, lo
que aquí pretendo resaltar es que el folleto de Kant, incluso interpretado como una
declaración de amor a la paz perpetua, lo relevante es que incluye una estrategia nada
pacifista para conseguirla, y una situación final de paz perpetua que, tal vez a su pesar,
sólo es pensable manteniendo el conflicto y la violencia en su horizonte, cosa que
empaña el ideal. Y esta tesis no necesita sofisticaciones hermenéuticas de sus textos,
sino simplemente una lectura atenta y exhaustiva.

Ya en los artículos preliminares, que tratan “de una paz perpetua entre los
Estados”, concretamente en el 3º, tras afirmar que “los ejércitos permanentes –miles
perpetuus- deben desaparecer por completo con el tiempo”, por ser una incesante
amenaza de guerra y por ser inmoral “tener a gente a sueldo para que mueran o maten”,
nos dice: “Muy otra consideración merecen, en cambio, los ejercicios militares que
periódicamente realizan los ciudadanos por su propia voluntad, para prepararse a
defender su patria contra los ataques del enemigo exterior”. Lo que quiere decir, en
definitiva, es que mientras exista el horizonte de guerra, la voluntad de paz no excluye
el recurso a la violencia; o, dicho de otro modo, el pacifismo genuino está excluido de la
propuesta kantiana.

Creo conveniente insistir en esta tesis e ilustrarla con más intensidad y extensión.
Kant acepta que, mientras la historia llega a su final, el estado de guerra es intrínseco a
la relación entre estados; y ya sabemos que la historia es el lugar donde se realizan, por
la fuerza, la violencia y la sangre, los preceptos de la razón práctica que los hombres no
escuchan y, cuando lo hacen, no obedecen. Por tanto la guerra no sólo es inevitable,
sino que en la dimensión histórica de la existencia humana es necesaria. Tan necesaria y
útil que Kant la pone como origen de las instituciones políticas más sagradas para él,
como el derecho y el estado. En el fondo es la guerra la que hace realmente necesaria la
organización política del mundo conforme a la paz perpetua; la guerra responde, pues, a
la astucia de la razón.

Tanto es así que buena parte de su reflexión se orienta no a deslegitimar la guerra,


sino a poner límites a su barbarie; límites que, contra lo que cabría esperar, no
responden a una conciencia moral pacifista, sino que vienen exigidos por la necesidad
352
I. Kant, Lo bello y lo sublime y La paz perpetua. Madrid, Espasa Calpe, 1984, 89.
305
de posteriormente construir la paz. Así nos dirá que, en la guerra entre estados, éstos no
deben hacer “uso de hostilidades que imposibiliten la recíproca confianza en la paz
futura” (Art. 6). Es decir, no deben recurrir a estrategias de crueldad o indignidad que
hagan imposible la confianza necesaria mañana para la paz. Kant aspira a que no se vea
en la guerra un simple acto conforme al derecho de gente, legitimado en sí mismo, sino
a que se la interprete como mecanismo de la historia para llevar a los hombres por
senderos sombríos y tortuosos hacia una vida racional. Desde este punto de vista se
justifica su consejo de intentar conseguir la victoria sin recurrir a medios que nieguen su
sentido histórico y la conviertan en simple e intrascendente acto de fuerza.

Podría argumentarse, en todo caso, que eso es correcto en un escenario de guerra


(de posibilidad de guerra), pero no en el de la paz perpetua; en esta perspectiva, podría
objetarse, el pacifismo podría pensarse como la conciencia propia de e intrínseca al
ideal de la paz perpetua. Pero creo que no es así, y en consecuencia paso a
argumentarlo.

Que la paz perpetua incluye una estrategia (y, como vemos, una estrategia que no
excluye la violencia, sino que la exige, y por tanto la legitima) se revela también de
forma iluminadora en los “Artículos definitivos de la paz perpetua entre Estados”. En el
artículo primero se postula que “la constitución política debe ser en todo los Estados
republicana”353. Una constitución, como Kant dice, que añade “la pureza de su origen,
que brota de la clara fuente del concepto de derecho”. El papel que otorga a los estados
es la clave de su pensamiento respecto a la paz, y donde se nos desvela el secreto de su
“pacifismo”, con su figura y sus límites. De hecho, conviene recordarlo, la paz perpetua
aparece en su pensamiento como una estrategia de instauración de un nuevo orden
internacional, basado en la “federación de Estados libres”. Y en ese momento mismo, al
afirmar la racionalidad y bondad de la “federación de estados”, que piensa como
realización del derecho internacional, Kant recalca que esa nueva unión sería “una
Sociedad de naciones, la cual sin embargo no debería ser un Estado de naciones”. Tesis
muy importante, que merecería especiales consideraciones, y que nos llevaría a ver sus
múltiples implicaciones, muchas de ellas con resonancias actuales en nuestro país.
Limitándonos al interés de esta idea para nuestra reflexión sobre el pacifismo, es fácil
comprender que si el objetivo final, el “ideal” civil, fuera la paz absoluta y definitiva, es
decir, si Kant fuera consecuente con su propia idea de paz perpetua, habría de haber
sacrificado el estado nacional en un estado mundial, en vez de salvarlo en la figura de
una federación de naciones, como acertadamente le reprocharía Hegel.

La idea kantiana de federación muestra muchos puntos frágiles. La federación, en


tanto que propuesta estratégica de paz, pues está llamada a garantizar el derecho y la paz
entre los estados como estos hacen en su interior respecto a sus particulares, no puede
eludir cierta similitud funcional con el estado. Si eéstos son puestos como la forma
política de la paz interior, parece razonable que la forma política de la paz exterior fuera
similar, fuera el estado mundial. Pero, para salvar la soberanía del estado nacional,
353
Pasemos por alto la distinción kantiana entre republicanismo y democracia, que aquí no es relevante.
306
cuestión teórica y prácticamente irrenunciable en Kant, ha de definir dicha federación
de forma ambigua, como una federación en la que, conservando cada estado-nación su
soberanía, no desaparece la guerra del horizonte.

Esta era la alternativa de Kant a la hora de pensar la forma institucional de la paz


perpetua: o sacrificaba la soberanía de los estados, o negaba performativamente el ideal
de paz perpetua al materializarlo en la federación. Porque ésta, por un lado, es una
autoridad supraestatal, exterior, que determina a los estados; pero, por otro, ha de ser
distinta en esencia y fundamento a la autoridad del estado en el interior, pues éste no
reserva soberanías para sus partes y aquella ha de respetarla de forma absoluta. La
eficacia pacificadora de la federación parece que le vendría de su dimensión de estado,
es decir, de aquello que en ella es semejante al estado; pero, al tratar de salvar la
absoluta soberanía de los estados que integran la federación, perpetuando la posibilidad
del conflicto entre ellos, se acentúan las sombras de su eficacia pacificadora.

Este problema no es una laguna de su teoría; es su teoría. La arquitectura de su


federación no es, ni puede ser, un estado universal o mundial; es una Federación de
estados libres y soberanos, que tienen en su derecho interior su fundamento y su
legitimación, tal que en el lazo federativo sólo buscan una estrategia útil para dirimir los
conflictos sin violencia.

Kant tiene el mérito de al menos no eludir los problemas, cosa que muestra al
decir coherentemente que “la manera que tienen los Estados de procurar su derecho no
puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de
ser la guerra” (Art. 2º). Además, a diferencia de los individuos, sometidos a la “máxima
de derecho natural” de salir del estado de guerra y anarquía, los estados no están
sometidos a una máxima semejante. Las naciones no están obligadas por derecho
natural a buscar la paz: “los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por
tanto, no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran rededucirlos a una
constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho”. O sea, no
hay una prescripción del derecho de gentes de formar un estado universal; la paz
perpetua no es, como parecía, y como él mismo dice a veces, una máxima de la razón
práctica que, metamorfoseada en ley de la naturaleza, realiza la historia al precio que
sea. En tanto que opción libre de los estados para realizar la voluntad de paz de éstos,
tomará la forma de alianzas y pactos contingentes en la dirección de una federación de
naciones, forma política que permite esa identidad difícil entre realizar la paz perpetua y
salvar la soberanía de los estados.

Kant insiste, tal vez consciente de que es un punto débil en su propuesta, en que
esta federación no es un mero tratado de paz, en cuyo caso sólo aplazaría las
hostilidades; la federación, nos dice, las disuelve, las hace imposibles. Pero, a pesar de
esta insistencia, y tal vez por ella, no logra despejar las sospechas de que la paz no
puede derivarse del concepto mismo de federación tal como el filósofo alemán la
307
define. Porque, como él mismo dice, “esta federación no se propone recabar ningún
poder del Estado”; pretende sólo “mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí
mismo, y también la de los demás estados federados, sin que éstos hayan de someterse
por ello… a leyes políticas y a una coacción legal”. Con esa ilimitada reserva de
soberanía estatal, ¿cómo convencernos de la desaparición de la posibilidad de guerra?.
Aunque Kant sitúa esta federación en un proceso histórico acumulativo, creciente, por
convencimiento de las ventajas de la misma, la guerra no parece desaparecer del
horizonte ni siquiera acabado y universalizado el proceso: la autonomía de los estados,
la ausencia de un poder exterior a los mismos, principio sagrado de la propuesta
kantiana de federación, hace que la paz se asiente en terreno inestable.

Por tanto, y cierro ya este comentario, Kant no es pacifista en el sentido de


pacifismo genuino tal y como lo he descrito anteriormente, es decir, no defiende una
estrategia pacifista por la paz, no persigue hacer de la no violencia el alma de los
individuos y de las relaciones entre ellos y entre los estados, sino algo muy distinto y
circunstancialmente contrario; además, la paz perpetua, casi más que un ideal final es
una estrategia política de construcción de una federación, proceso y objetivo que en sí
mismos no son pacifistas. Por último, destacar que si la federación no borra del
horizonte la guerra, tal cosa implica en coherencia que no se pueden asumir estrategias
absolutas de desarme. Y así lo hace Kant, que si bien cuestiona los ejércitos mercenarios
no ponen en duda, como buen republicano, la legitimidad de las milicias de ciudadanos.

6.3. (Hegel: el Estado universal). Acabaré este recorrido a través de varios


pensadores que, encuadrables en la tradición humanista no son en cambio pacifistas con
un breve comentario sobre Hegel, mostrando igualmente su indiferencia hacia el
pacifismo. Podría objetarse esta inclusión en cuanto no es pertinente para la
argumentación general de este capítulo, pues Hegel no es propiamente un filósofo
humanista y esta reflexión estaba destinada a mostrar cómo el humanismo moderno no
incluye el pacifismo como uno de sus principios éticos. Acepto la objeción. No
obstante, la propuesta hegeliana de un estado universal, que corrige a la federación
kantiana, sirve para completar y dar relieve a la posición de Kant que he descrito.

Hegel entendía la guerra como un procedimiento para dirimir los conflictos ajeno
a cualquier regulación moral o jurídica; en este sentido, la guerra empieza donde y
cuando la moral y el derecho guardan silencio. Su teoría al respecto, expuesta en sus
Principios de Filosofía del Derecho, deriva de su concepción del derecho internacional,
que en lo que aquí nos interesa es coincidente con Hobbes, Rousseau o Kant. Entiende
que puesto que la relación entre los estados “tiene como principio su soberanía”,
esencial, constitutiva e irrenunciable, de ello resulta que “los Estados están entre sí en
estado de naturaleza, y sus derechos no tienen su realidad efectiva en una voluntad
universal que se constituye como poder por encima de ellos, sino sólo en su voluntad
particular. Aquella determinación universal permanece por lo tanto como un deber ser,
y la situación real será una sucesión de relaciones conforme a los tratados y de
308
aboliciones de los mismos”354. O sea, la ausencia inevitable de ese poder supraestatal
hace que los estados estén entre sí como en “estado de naturaleza”, relacionándose entre
ellos según su interés particular. Sin duda puede existir en ellos una voluntad de paz,
incluso una moralización de ese ideal, pensándolo como “deber ser”; pero de facto su
relación mantiene la guerra y la violencia en el horizonte. La idea kantiana de paz
perpetua, sustentada en el orden de una federación de Estados, que actuaría de árbitro en
las disputas, previniendo de este modo la guerra, presupone un acuerdo de los estados, o
sea, presupone la soberanía de la voluntad particular de cada estado. Por tanto, sentencia
Hegel, sería una paz afectada siempre por la contingencia. Y tiene toda la razón del
mundo.

O sea, en la medida en que no haya acuerdos, “las disputas entre Estados sólo
pueden decidirse por la guerra”355, y esto es lo que hasta el propio Kant llama ausencia
de paz, sobre cuya situación propone la alternativa de la paz perpetua. Entre seres
soberanos la guerra está siempre en el horizonte, sea cual fuere el atractivo para ellos
del ideal de paz. Los motivos de conflicto serán múltiples, variados y relativos a la
individualidad de cada estado, y como los estados soberanos no pueden resolver esos
conflictos recurriendo a un derecho exterior, que sería una limitación de su soberanía,
no tienen otro recurso que la fuerza, sea la negociación desde posiciones de fuerza, sea
la simple guerra. Como dice Hegel, en cuanto “entidad espiritual”, un Estado “no puede
contentarse con considerar meramente la realidad de la lesión, sino que como causa de
sus desavenencias se agrega la representación de un peligro que amenaza desde otro
Estado, con la evaluación de la mayor o menor verosimilitud, las suposiciones acerca de
los fines que se persiguen, etc.” 356. Es decir, será cada estado quien valore y decida la
conveniencia de la agresión o la respuesta, sin que haya tribunal moral o jurídico desde
donde legitimar o deslegitimar su acción; en estado de naturaleza, como dijera Hobbes,
se está por definición fuera del escenario de la moralidad, de la justicia o de la
legitimidad. Hegel lo dice con contundencia: “El bienestar sustancial del Estado es su
bienestar en cuanto Estado particular, con su situación y sus intereses determinados y en
las peculiares circunstancias exteriores… El gobierno es, por tanto, una sabiduría
particular y no la providencia universal; y el fin en la relación con otros Estados y el
principio para determinar la justicia de la guerra y los tratados no es un pensamiento
universal (filantrópico), sino el bienestar efectivamente afectado o amenazado en su
particularidad determinada”357.

No estamos obligados, sin duda, a asumir el punto de vista hegeliano como


criterio de autoridad; pero sí lo estamos, qua filósofos, a pensar el reto que nos ha
lanzado. Desde un mundo como el nuestro, que ha renunciado felizmente a la
trascendencia, y en que no cuestionamos de forma suficiente la soberanía de los estados,
la guerra en abstracto no puede ser pensada como ilegítima; puede pensarse como
354
Hegel, Principios de Filosofía del derecho, $ 333.
355
Ibid.,, $ 334.
356
Ibid., $ 345.
357
Ibid., $ 337.
309
indeseable, pero no como ilegítima. La ilegitimidad sólo sería pensable desde un estado
universal, (o, al menos, desde una idea de derecho universal transcendente) en cuyo
escenario la guerra entre estados particulares sería una guerra civil, y tan ilegítima como
en el derecho particular de un estado. Ese estado universal, lejano e indeseable, deja el
“derecho universal transcendente” como única esperanza. Ahora bien, ni la filosofía
contemporánea, confesionalmente autoreferencial e inmanentista, ni los procesos reales
de construcción de la Federación (valgan los ejemplos de la ONU o la UE), parecen
favorables a esa sumisión del Estado a un orden político internacional que, asumiendo la
legitimidad del monopolio del uso de la fuerza, diera un paso a la paz perpetua. Digo
explícitamente “un paso”, pues en ese Orden Internacional, como en el estado actual, el
ejercicio del poder no excluye la violencia.

7. La deriva humanitarista.

Argumentada la tesis de que el pacifismo político no es intrínseco al humanismo


moderno ilustrado, se trata ahora de valorar si el nuevo pacifismo se corresponde con el
humanitarismo, forma de conciencia ética de nuestro tiempo que brota entre las piedras
del antihumanismo teórico y práctico. Para situar la reflexión, ruego se me permita
relatar una experiencia reciente, cuando reflexionaba en una clase de Filosofía Política
sobre la crisis del proyecto humanista. Intentaba hacer comprender a mis alumnos que el
proyecto sartreano de un “humanismo sin esencia” había sido el último intento para
salvar lo insalvable del naufragio, el último gesto de resistencia antes de que el
antihumanismo se instalara en el palacio de invierno de la filosofía. Y trataba de
explicarles que la imposibilidad de pensar el proyecto humanista una vez se abandonaba
la ontología de la esencia simplemente anunciaba la imposibilidad de una conciencia
empírica humanista en las nuevas condiciones de vida que impone el capitalismo
contemporáneo. Entre preguntas y matizaciones recurrí a una imagen, que se me ocurrió
espontáneamente, y que a pesar de su tosquedad sirvió al menos para ordenar el
escenario de reflexión. Vine a decir: “La moral humanista puede representarse por la
figura de las Brigadas Internacionales; la ética humanitarista por la del telemaratón
solidario”.

No ignoro la componente retórica de la imagen, pero debidamente matizada la


sigo considerando propedéuticamente adecuada para situar el problema y
estratégicamente útil para reflexionarlo. Las dos figuras de la imagen sirven para
escenificar la tensión entre dos formas de consciencia que pugnan por la primacía
práctica. El gesto del militante de las Brigadas Internacionales, del brigadista,
ejemplifica bien la moral humanista, ilustrada, kantiana, del deber con uno mismo y con
los demás, con la propia excelencia, con la del prójimo y con la de los otros (distantes
en la diferencia); responde a una nítida consciencia de compromiso con una idea del ser
humano, de su libertad, igualdad e independencia. Se trata de un gesto que incluye la
consciencia de que el deber moral es una forma de autodeterminarse (la única humana)
y una forma de existir (la única digna): y por ello justifica que se ponga en riesgo la
propia vida por una idea y, sobre todo, que uno esté dispuesto a morir y a matar por
310
ella. La moral del brigadista implica una idea de autoconstrucción del sí mismo
comprometida con los otros; implica la certeza de que el acceso a la humanidad se juega
en una amplia, compleja, ilimitada partida en la que sólo hay victorias y derrotas
colectivas, universales, en las que no cabe la salvación personal. Por eso la paz perpetua
sólo es pensable en un mundo articulado en federación universal de estados; por eso el
internacionalismo era un principio estratégico esencial del socialismo, cuya existencia
sólo podía ser pensada en su forma universalizada.

El gesto, por el contrario, del participante en el telemaratón solidario (como el de


quien ejerce la solidaridad consumiendo en tiendas de “comercio justo” o mediante el
consumo de Coca-Cola, un céntimo de solidaridad por cada unidad, un céntimo de
alivio del dolor del otro mientras se disfrutan unos minutos de placer, ¿quién da más?),
sea enviando algún dinero a una cuenta corriente, sea, si se es famoso, enviando una
corbata, un bastón o cualquier atavío personal subastable, responde sin duda a otra
conciencia del compromiso con las ideas y con los hombres, consigo mismo y con los
otros. Se trata de una nueva conciencia que, se explicite o no, presupone a los seres
humanos como individuos sin deberes más allá de la ley, ni para consigo mismo ni para
con los otros (y mucho menos, lo veremos, para con la patria o con la humanidad); sin
deberes con la propia excelencia ni con la de los demás. Se trata de una representación
de la vida humana sin destino que cumplir ni esencia que realizar, sin compromiso con
las personas o con las ideas, más allá de los libremente asumidos en los pactos
mercantiles, sin cuyo respeto se quebraría el sistema productivo. Se trata, por tanto, de
una representación de lo social en la que se interpreta el gesto solidario como una
donación gratuita, ocasional, espontánea, que no está motivada por una regla moral, y
mucho menos por el reconocimiento del derecho de los otros a vivir dignamente, sino
por un sentimiento de amor (sinónimo de compasión, piedad, misericordia) que, ya se
sabe, se tiene o no se tiene, pero no puede exigirse; un sentimiento que se alaba, que la
nueva conciencia ética elogia y estimula, pero sin prescribirlo como deber, sin exigirlo;
un sentimiento cuya posesión puede considerarse incluso gratificante, por lo cual vale la
pena cuidarlo y evitar la sequía del alma, pero cuya ausencia no implica mala
conciencia, remordimiento, culpa. Se trata, en fin, de una nueva conciencia ética
emancipadora, liberadora de los últimos fantasmas de la sumisión y el resentimiento.

Yo creo que estos dos modelos, el del brigadista y el del telemarathoniano, están
en el fondo del debate actual sobre la crisis del humanismo, uno en ocaso y otro en
ascenso. Los textos de G. Lipovetsky describen ese proceso de nuestra cultura hacia una
ética sin deber y sin dolor, dos rostros de la misma figura 358. Y dentro de su descripción
incluye como componente de la nueva ética precisamente “la escalada del pacifismo”.
Entiende que los sentimientos pacifistas van de la mano de la creciente
individualización, del retraimiento del individuo, de su ruptura con la comunidad y de
su indiferencia por los otros. Así dirá que “es la inversión de la relación inmemorial del
hombre con la comunidad lo que funcionará como el agente por excelencia de
358
G. Lipovetsky, La era del vacío. Barcelona, Anagrama. 1986; El crepúsculo del deber. Barcelona, Anagrama, 1994.
311
pacificación de los comportamientos. En cuanto la prioridad del conjunto social se
diluye en provecho de los intereses y las voluntades de las partes individuales, los
códigos sociales que ligaban a los hombres a las solidaridades de grupo ya no pueden
subsistir: cada vez más independiente en relación a las sujeciones colectivas, el
individuo ya no reconoce como deber sagrado la venganza de sangre…”359.

Puede entenderse que la ruptura con la comunidad intrínseca al proceso de


individualización y personalización se traduzca en una indiferencia esencial ante los
otros. Esto se manifiesta, según Lipovetsky, en la quiebra de los códigos de honor, que
para el tema que aquí nos ocupa tiene interés en tanto que plantea un rasgo que me
parece esencial de la nueva consciencia ética, a saber, la neta superioridad del valor de
la vida sobre el de la dignidad: “La vida se convierte en valor supremo, se debilita la
obligación de no perder la dignidad”360. La vida digna es un ideal que sólo tiene sentido
en el seno de conciencias comunitarias y fuertemente republicanas, y que no excluye el
conflicto ni la guerra; la personalización implica un distanciamiento de la preocupación
por la dignidad, sustituida por una sublimación de la dimensión hedonista de la
existencia, de la cual la paz deviene el contexto necesario. Puede haber vida digna tanto
en la paz como en la guerra, pero los valores del consumo requieren de la paz. Por eso
me parece acertada la descripción que hace Lipovetsky de la nueva individualidad
avocada al rechazo de todo deber, todo dolor y toda inquietud: “cada vez más absortos
en preocupaciones privadas, los individuos se pacifican no por ética sino por hiper-
absorción individualista: en sociedades que impulsan el bienestar y la realización
personal, los individuos están más deseosos de encontrarse consigo mismos, de
auscultarse, de relajarse en viajes, música, deportes, espectáculos, antes que enfrentarse
físicamente. La repulsión profunda, general, de nuestros contemporáneos por las
conductas violentas es función de esa diseminación hedonista e informacional del
cuerpo social realizada por el reino del automóvil, de los mass media, del ocio”361. Por
tanto, Lipovetsky viene a derivar el pacifismo de la conciencia personalista y hedonista
que impone la sociedad de consumo; y no cae en la tentación de interpretar la
conciencia pacifista contemporánea como efecto de sentimientos de amor hacia el otro,
sino como efectos secundarios del narcisismo y de la absoluta indiferencia hacia los
demás: “Esa es la paradoja de la relación interpersonal en la sociedad narcisista: cada
vez menos interés y atención hacia el otro y, al mismo tiempo, un mayor deseo de
comunicar, de no ser agresivo, de comprender al otro. Deseo de convivencia psi e
indiferencia a los otros se desarrollan a la vez, ¿cómo en esas condiciones no iba a
disminuir la violencia?”362.

Ese contexto de desplazamiento hacia una ética sin deber ni dolor, que en el límite
incluye la indiferencia hacia los otros, aunque Lipovetsky la denomine “un nuevo
humanismo” que culmina y supera el humanismo clásico ilustrado 363, a nuestro entender
359
G. Lipovetsky, La era del vacío. Ed. cit., 193.
360
Ibid., 193.
361
Ibid., 199.
362
Ibid., 200.
363
He abordado la crítica de esta tesis en J. M. Bermudo, Asaltos a la razón política. Barcelona, Ed. del Serbal, 2005. Cap.
312
es un síntoma más de la liquidación del humanismo y el surgimiento del humanitarismo
como nueva conciencia ética. Una ética que, aunque de entrada pudiera resultar
paradójico, excluye la moral; es una ética sin moral, o de moral mínima. No voy aquí a
entrar en los esfuerzos actuales para distinguir la ética de la moral, en el sentido de
circunscribir sus respectivos campos a los problemas relacionados con las dos siguientes
preguntas kantianas: “¿Qué debo hacer?” y “¿Qué me es dado esperar?”. La primera
referiría a la moral, como disciplina inevitablemente trascendental, y apuntaría a esa
“vida buena” como ideal a seguir, al que sacrificarnos en espera de la beatitudo o,
simplemente, porque sí, porque seguir el deber es lo esencialmente humano; la segunda
referiría a la ética, como reflexión sobre la salvación, que en los tiempos actuales,
desteologizados, sería una salvación en este mundo, es decir, una “buena vida” como
plenitud de sentimientos y satisfacción de necesidades o deseo364.

No nos meteremos, pues, en esta problemática filosófica. Pero sí quiero enfatizar


que la aparición de la misma, del esfuerzo por conceptualizar la ética y la moral como
territorios del saber diferenciados, discontinuos, revela ella misma, como síntoma, el
desplazamiento de la conciencia del humanismo hacia el humanitarismo, al que me
estoy refiriendo. Y es en ese contexto, en ese desplazamiento de la moral a la ética (o de
una ética con moral a otra sin ella, o de una ética moralizante a una ética estétizante), en
el que debemos situar la aparición del pacifismo apolítico contemporáneo. Pacifismo
que no se estructura en movimientos, en estrategias y en objetivos, sino que se expresa
como figura relevante de esa forma de conciencia humanitaria, que rechaza toda
violencia y todo mal físico, que se aparece como gestos de compasión o caridad, que no
exige su desaparición sino sólo su ausencia. Conciencia superficial, sin duda, pues no
hace tanto tiempo que asistimos al simulacro de guerra de las Malvinas, que hinchó de
celo patriótico a los británicos; no está tan lejos la barbarie de Sarajevo, cuando toda
europa clamaba por una intervención bélica que diera fin a la violencia genocida de las
armas serbias y croatas. Y, como he dicho, ahí está Irak, con una guerra que sólo
esporádicamente logra convulsiones estériles y dispersas; y ahí sigue la OTAN, con la
que convivimos en paz y sin amor.

Este pacifismo humanitario, solidario, compasivo, narcisista, merece más atención


de la que hasta ahora le ha prestado la filosofía. Comprender su “lógica borrosa”, su
esencia dispersa y contingente, su complicidad con las ausencias, en fin, su función
política bajo su expresión estetizante, su juego en el dominio y la seducción en la
sociedad de consumo, me parece que es hoy una forma de practicar la pasión -¿el
deber?- filosófica de pensar nuestro presente.

XIII: “Del humanismo al humanitarismo”, 487-524.


364
Remito al diálogo que sobre el tema mantienen André Comte-Sponville y J-L. Ferry en su libro conjunto La sagesse des
Modernes París, Ed. Robert Laffont, 1998. Ver la 2ª Parte, especialmente el Capítulo 4º, 257- 346.
313

XIV. Política para hombres, política para individuos365.

“Desde el Polítikos y desde la Politeia [República] hay en el


mundo discursos que hablan de la comunidad humana como si se tratara de un parque
zoológico que al mismo tiempo fuese un parque temático. A partir de entonces, el
sostenimiento de los hombres en parques o en ciudades se revela como una tarea
zoopolítica. Aquello que se representa como una reflexión política es, en realidad, una
declaración de principios sobre las normas para la gestión empresarial de parques
humanos. Si existe una dignidad del hombre que merezca ser articulada en palabras con
conciencia filosófica, ello es debido a que los hombres no sólo son sostenidos en los
parques temáticos políticos, sino que se autosostienen ellos mismos ahí dentro. Los
hombres son seres que se cuidan y se protegen por sí mismos y, vivan donde vivan,
generan alrededor suyo el entorno de un parque. Parques urbanos, parques nacionales,
parques cantonales, parques ecológicos, en todas partes el hombre debe formarse una
opinión sobre el modo de regular su autosostenimiento” (P. Sloterdijk, Normas para el
parque humano).

1. El diagnóstico y el guión.

En esta reflexión partimos de un diagnóstico ampliamente compartido sobre los


males de la política. No sería difícil elaborar un inventario abierto de problemas graves,
tal vez irresolubles, con referencia a la crisis del gobierno representativo y sus
instituciones tópicas (parlamento, partidos, sindicatos, magistraturas), a las desviaciones
perversas en el modelo democrático, a las dificultades para asumir el multiculturalismo
o la voz del sur; a los efectos incontrolables de la globalización económica, a los retos
de la nueva economía o de la revolución tecnológica. Y podemos añadir el holocausto
ecológico, la crisis del Estado-Nación, la vulnerabilidad ante el terrorismo urbano o el
fin del futuro, que no de la historia, de la periferia geopolítica del mundo. Incluso, en
dominios más cálidos, habríamos de incluir la imparable despolitización de la sociedad,
la inevitable inmersión en el gregarismo y la repetición, la cultura de la magnificación
de lo obvio y de la sacralización de lo precario.

Dejemos el repertorio abierto e interactivo, como gusta a nuestra época. En tal


descripción conviene el amplio abanico de pensadores escépticos en los que, con
desigual confianza, late aún la llama del reformismo. Es decir, establecemos una línea
de demarcación entre dos diagnósticos, el de los males de la política, que tomamos por
referente, y el de la política como mal, que dejamos para otra ocasión. Y, en el
escenario elegido, trazamos una línea imaginaria que ponga la diferencia entre aquellos
males del dominio de la razón instrumental (miseria intrínseca del poder y contingente
de los políticos, carencias institucionales o estratégicas, errores, ignorancias o
perversidades) y los enraizados en la razón práctica (debilidad en el establecimiento de
los fines y en la jerarquización de los valores y los derechos, impotencia argumentativa
365
Este trabajo procede de una conferencia impartida con el título “Política para hombres, política para individuos” en el
Simposio de Filosofía Política "Alberto Saoner" (Govern de les Illes Balears, 26 al 28 de Abril de 2000). Fue publicado con el
mismo título en Fernando Quesada (ed.), Siglos XXI: ¿un nuevo paradigma de la política?. Barcelona, Anthropos, 2004, 257-
292. El texto fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003
314
o fundamentadora, sospechas de subjetivismo o arbitrariedad, y cosas de este estilo).
Dejamos los primeros a sus cualificados gestores, al cuidado de las ciencias sociales; y a
las víctimas de los mismos, es decir, a las existenciales opiniones de los miembros de la
gran tribu globalizada; los mantenemos, no obstante, como fondo de intuiciones, pues
no podemos ni queremos ignorarlos. Es decir, nos quedamos con los males éticos de la
política, abstrayéndolos a efectos analíticos de los males instrumentales; nos quedamos
con la política como disciplina filosófica práctica y, en lo posible, nos distanciamos de
la política como disciplina técnica. Esta opción es meramente metodológica, no es la
máscara de una opción de valor, de una jerarquización de los males.

Fijado nuestro referente, los males éticos de la política, vamos a introducir un


postulado que aquí no podemos argumentar; lo hacemos con la consciencia de su
discutibilidad, pero con la convicción de que, a fortiori, será considerado razonable.
Dicho postulado enuncia que todos esos males de la política contemporánea expresan o
están relacionados con la deriva individualista. Como argumento retórico a favor de este
postulado mencionemos la estrecha identificación en la representación de lo político
entre el neoliberalismo, nombre político de nuestra época, y el individualismo;
identificación ésta compartida por la izquierda y la derecha, por los apocalípticos y por
los integrados.

La oportunidad de este postulado podrá comprenderse desde la pretensión teórica que


anima nuestra reflexión. Ésta consiste en poner en relación los males éticos de la
política con el desarrollo de la filosofía. Parece obvio que tal relación se hace más
visible si reducimos los males reales y empíricos a discurso, quedando el objetivo
teórico reformulado como puesta en relación entre el debilitamiento del discurso
práctico y la autodisolución del discurso onto-epistemológico, entre los asaltos a la
razón práctica y el suicidio de la razón. Ahora bien, esta tentación tanática de la
filosofía contemporánea ha tomado sus formas más expresivas en la metáfora de la
muerte del hombre, es decir, en la tenaz y variada crítica al sujeto; por ello, y por la
exigencia de límites en un trabajo como éste, podemos reformular definitivamente
nuestro objetivo de relacionar los males éticos de la política con la filosofía como
confrontación entre la deriva individualista y la deriva antisubjetivista.

En absoluto pretendemos ignorar que la explicación de los males de la política, del


contundente afianzamiento del individualismo, debe hacerse en otro escenario, donde el
referente principal fuera el nuevo estatus ontológico de los productos (materiales o
intelectuales), cuya “naturaleza” y sentido se han diluido respectivamente en la
existencia y en la contingencia. Estamos convencidos que ese enfoque, que ha de partir
de las nuevas formas de relacionarse de los hombres con los objetos, con el mundo y
entre sí, derivados de los cambios en la producción y en el consumo, ofrece un enfoque
explicativo más fuerte. Ahora bien, entendemos que el reconocimiento de la
determinación socio-económica en la deriva individualista no deslegitima una reflexión
que aspire a constatar la presencia en ella de otra fuente de determinación; en todo caso,
315
sin necesidad de la hipótesis de una causación de los males sociales por la filosofía,
podemos aspirar a que la puesta en relación de ambas “derivas” ayude al menos a
conceptualizar y comprender mejor los males de nuestra época.

Por otro lado, -y ésta es una justificación añadida de la elección del escenario- un
enfoque orientado a representar la génesis psico-sociológica del mal se ve fatalmente
abocado al silencio o a la reiteración obstinada. Podemos ilustrarlo con un ejemplo
paradigmático. Rousseau comienza su obra Del contrato social con una explicitación
metodológica ejemplar: “Quiero ver si en el orden civil puede existir alguna regla de
administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y las leyes tal
como pueden ser. Procuraré siempre unir en esta indagación lo que el derecho permite
con lo que prescribe el interés, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen en
conflicto”366. Con su habitual lucidez el pensador ginebrino nos advierte del gran
problema: articular la razón instrumental y la razón práctica, aceptar los límites de
ambas. Y enseguida plantea la cuestión que ha pasado a ser el horizonte de todo
pensamiento liberador: “El hombre nació libre, y en todas partes se le encuentra
encadenado. Hay quien se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser
tan esclavo como ellos. ¿Cómo ha podido acontecer este cambio?. Lo ignoro. ¿Qué
puede legitimarlo?. Voy a intentar resolver esta cuestión” 367. Hoy ya sabemos la
respuesta: nada puede legitimarlo. Pero los hechos están ahí, tozudos, retando al
derecho. Dos siglos y medio después la razón instrumental sigue mostrando su
perversión (como aliada del poder) o su impotencia (como aliada del derecho). La
cuestión rousseauniana sigue planteada, pero de forma más inquietante, pues su
reformulación ya incluye la sombra de una derrota: la alternativa “reforma o
revolución” ha dado paso a “reforma o deserción”. Y dado que el reformismo de los
intelectuales más lúcidos se apresura siempre a matizarse de “reformismo escéptico” o
“escepticismo activo”, en sus paradójicas autorepresentaciones aparecen las sombras de
una segunda y definitiva derrota, aún no confesada por el lúcido temor de quien sabe
que el silencio definitivo es complicidad. Y ahí nos encontramos todos.

Tal vez haya llegado el momento de revisar la última368, de las Tesis sobre Feuerbach
de Marx; tal vez hayamos regresado a una situación en la que lo importante –¿lo único
posible?, ¿lo revolucionario y audaz?- sea la pretensión de comprender el mundo. Tal
vez la impotencia práctica esté afectada por la debilidad especulativa; tal vez la
obstinación escéptica en la afirmación del ideal sea la última figura, la del último
hombre, de la modernidad. Tal vez la deserción política de la filosofía, en versiones
melancólica o cínica, no sea más que la contrafigura de la obstinación moralista de la
conciencia derrotada: una buscando la impunidad, aboliendo simbólicamente en su
decreto de fin de la historia el “Juicio Final”, metáfora de la responsabilidad ante los
demás; la otra buscando la inocencia, afirmando hasta el último momento su yo público
lo que su yo privado no puede creer: que Dios no ha muerto. ¿Estamos condenados a
366 ?
J-J. Rousseau, Del contrato social. I, “Introducción”.
367 ?
Ibid., I, i.
368 ?
“Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; ahora se trata de transformarlo” (Tesis XI).
316
esta alternativa?. Pensar los efectos de la deriva antisubjetivista en la deriva
individualista nos puede permitir un doble registro de respuestas: uno, las referentes a la
responsabilidad de la filosofía en el mal político; otro, las posibilidades aún no cerradas
de pensar la política fuera de esa alternativa reformismo moral/deserción cínica.

No podemos ignorar la contundente crítica (nietzscheana) a la modernidad,


atrincherándonos en figuras (kantianas) de la resistencia. Nuestra época tiene que hacer
un esfuerzo por pensar después de Heidegger y de Foucault, como ya se ha
acostumbrado a pensar después de Marx y de Freud 369. La alternativa
modernidad/postmodernidad es un planteamiento de confrontación, de guerra, de
transición. Las abundantes llamadas a la deserción política de la filosofía y a su refugio
en los espacios privados de la literatura - sea por considerar, con A. Badiou 370, que en su
relación con el poder se vuelve necesariamente cómplice perverso o instrumento servil;
sea por entender, con R. Rorty 371, que su presencia en el espacio público es estéril,
innecesaria o peligrosa- encubren, bajo su aparente búsqueda de neutralidad, un
inquietante anhelo de impunidad. Pero seguir proyectando el mal sobre la racionalidad
instrumental, mantener secretamente la fe en Platón y en Kant, equivale a un obsceno
culto público a los dioses por si existieran. La filosofía no garantiza su inocencia
renunciando a su pecado original, su pasión de filósofo-rey; tampoco con su figura
renacentista de espejo de príncipes, que con sus virtudes ejemplares guíen a los
hombres; ni tampoco con su ideal de príncipe moderno, a quien se dicta el bien y la
justicia y se encarga la regeneración moral y la emancipación del género humano. Este
escenario, articulado en la linealidad filosofía-política-ciudad, hoy se revela anacrónico.
En la democracia de opinión el político no puede cargar con el proyecto ético de crear
una ciudad, en tanto que está inapelablemente sometido al mercado electoral; y ni
siquiera está legitimado para ello, en tanto que está comprometido a escuchar los deseos
de los individuos y gestionarlos con eficacia; su función no puede sobrepasar la
salvaguarda de los derechos-libertades (proyecto liberal), la optimización del bienestar
(proyecto utilitarista) y la gestión de la paz (proyecto humanitarista) entre los socios.
Cualquier otro proyecto que requiera representaciones estables y amplias de
intersubjetividad, de identidad, de socialización, encontraría el obstáculo de la
objetividad y la opacidad de las consciencias. Describir el espacio y las formas de
intervención política de la filosofía que quedan abiertas tras la deriva individualista y la
muerte del hombre se nos revela, por consiguiente, una tarea urgente y actual.

369 ?
El meritorio esfuerzo de L. Ferry y A. Renaut por revisar la lógica impuesta por la interpretación de Heidegger en la
filosofía de la subjetividad, envidiable en rigor analítico, a nuestro entender se resiente de la añoranza ilustrada en la forma de un
retorno a Kant que dificulta plantearse la pregunta kantianamente, es decir, plantearse las condiciones de posibilidad de la razón –y
en especial de la razón práctica- después de la deriva postheideggeriana (Cif. L. Ferry y A. Renaut, La pensée 68. Essais sur l’anti-
humanisme contemporain. París, Gallimard, 1989; A. Renaut, L’ère de l’individu. París, Gallimard, 1989, cap. I-III)
370 ?
A. Badiou, “Contre la philosophie politique”, en Abrégé de métapolitique. París, Seuil, 1998, págs. 19 ss.; R. Exposito,
Confines de lo político. Madrid, Trotta, 1996, págs. 19-38; P. Birnbaum, La fin du politique. París, Seuil, 1975, págs. 9-25.; y
AA.VV., Le retrait du politique. París, 1993.
371 ?
R. Rorty, “Prioridad de la democracia sobre la filosofía”, en Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos I.
Barcelona, Paidós, 1966, págs. 239-266.
317
2. Confusión en el discurso político moderno.

El problema político, sin menospreciar su complejidad, desde la perspectiva que


estamos diseñando puede reducirse a una alternativa simple que, variantes y
matizaciones aparte, se concreta en la siguiente opción: a) pensar la política como
gestión o administración de los deseos de los individuos; o b) pensar la política al
servicio de una idea de hombre (construir hombres con tête et coeur, que decía Diderot).

Ambas opciones estuvieron presentes en el pensamiento político moderno, pero no se


presentaron como alternativas; al contrario, más bien fueron pensadas como los dos
extremos, en sí mismos rechazables, de un espacio escalar donde fijar el ideal político.
Salvo en posiciones provocadoras o extravagantes, los individuos eran pensados con
algunas capacidades y sentimientos humanos, y sobre todo dotados de algunos derechos
del hombre; del mismo modo, salvo en minoritarias reproducciones del ideal religioso
de “comunidad de los santos”, la representación del hombre en el discurso político
moderno incluía la individualidad. El resultado de esta insuficiente distinción fue, junto
a la confusión conceptual, la contraposición permanente de representaciones osmóticas.
Ahora bien, las carencias en cuanto a claridad, distinción y consistencia no implicaron
problemas prácticos; las representaciones híbridas se mostraron capaces para organizar
la subjetividad y la vida en torno a ideales y proyectos dinámicos; incluso no es gratuito
sospechar que esa confusión teórica aportaba por sí misma estabilidad y sentido a la
política.

Ese espacio político desigualmente contaminado de individuo y de hombre permitió


organizar la subjetividad en torno a polos o modelos que se disputaron la hegemonía.
Simplificando mucho la historia, una de las configuraciones más arquetípicas sería la
articulada en torno a dos concepciones de gran fuerza, cada una de ellas apuntando a un
extremo, representadas por Hobbes y Rousseau. En el modelo hobbesiano aparecen
representados individuos exteriores entre sí, ontológica, epistemológica y moralmente
incomunicados; la única intersubjetividad a la que tienen acceso, la única figura de la
universalidad que comparten, son las reglas del pacto, dictadas por la razón
instrumental372 y sin más objetivo que la sobrevivencia; reglas, por tanto, exteriores, que
no aportan identidad sustantiva, que no articulan una cultura interiorizada, que sólo
instauran una exterioridad abstracta donde luchar por la vida con menos riesgo de
muerte que en el estado de naturaleza (metáfora que refiere a un escenario de seres
independientes y totalmente indiferentes)373. En el modelo rousseauniano aparecen
hombres identificados en la “voluntad general”, lo que supone una profunda identidad
de esencia. Aunque en el origen aparece el individuo, sujeto del pacto social, en dicho

372 ?
“Una ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrada por la razón por la cual se le prohíbe al
hombre hacer aquello que sea destructivo para su vida, o que le prive de los medios de preservar la misma, y omitir aquello que
considera más apropiado para preservarla” (Leviathan, I, xiv). Las 19 leyes se describen en los capítulos xiv y xv.
373
“La causa final, meta o designio de los hombres (que aman naturalmente la libertad y el dominio sobre los otros) al
introducir entre ellos esa restricción de la vida en repúblicas es cuidar de su propia preservación y conseguir una vida más dichosa
[…] Sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre” (Th. Hobbes,
Leviathan, Cap. XVII).
318
pacto niega su individualidad para conseguir la identidad colectiva 374. El acto de
asociación suprime “la persona particular de cada participante” y pone en su lugar “un
cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea”375. Se trata de una forma fuerte de construcción de una subjetividad, un yo
común, con voluntad, con responsabilidad, con vida y destino: una persona pública.

Rousseau no hace sino seguir un principio sagrado del pensamiento moderno, bien
fijado por Spinoza: la razón, que es lo común, une a los hombres; los sentimientos y
pasiones, que es lo particular, los separan. Pero ni siquiera en el modelo rousseauniano,
de identidad fuerte, desaparece el individuo; al fin, el pacto se hace para vencer los
obstáculos a la sobrevivencia; la enajenación de “cada asociado con todos sus derechos
a toda la comunidad” se justifica tanto en la razón instrumental, en la mejor defensa
frente a los particulares, como en la razón práctica, en la igualdad, “pues dándose cada
cual a todos no se da a nadie”. Rousseau entiende que la pertenencia a la ciudad o
república, lejos de ser una sumisión a lo otro, es la única forma de ser libres e iguales:
libres de cualquier voluntad arbitraria privada e iguales en la construcción de la
voluntad general. Es la única forma, por tanto, de ser individuo y ciudadano, súbdito y
soberano; en definitiva, la única forma de ser hombre.

Son bien conocidas las críticas que ambos modelos han recogido a lo largo de los
siglos; pero la confusión y la tensión se ha reproducido. Y, visto en perspectiva, bajo su
radicalismo existencial, el debate quedaba controlado por esa hibridación conceptual.
Los textos de B. Constant, de A. De Tocqueville o de J. St. Mill 376, por poner sólo
algunos de los más brillantes autores políticos modernos revelan esa confusión entre el
individuo humanizado y el hombre individualizado. Las tradiciones liberal y
republicana, insistentemente contrapuestas pero resistentes a una diferenciación radical,
es una forma de escenificación del problema. Los reiterados debates entre bien
individual/bien común, privado/público, son otras tantas manifestaciones. Los
pensadores más lúcidos se verán llevados a una distinción radical entre las opciones
seguida de una coordinación sofisticada o genuina: la “mano invisible” de A. Smith, o
los vicios privados/virtudes públicas” de B. De Mandeville; o, en registros más
teleológicos, la “insociable sociabilidad” de Kant y la “astucia de la razón” de Hegel.
Una larga tradición que, como hemos dicho, se mantiene hasta nuestros días, donde
reaparecen los esfuerzos de demarcación entre liberalismo y comunitarismo, entre una
idea de la ciudad como simple asociación mercantil y voluntaria de socios para obtener

374
“En suma, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el que no se adquiera el mismo
derecho que se le otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se
tiene. Así, pues, si eliminamos del pacto social lo que no le es esencial, nos lo encontramos reducido a los términos siguientes:
Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo”.(J-J. Rousseau, Del contrato social, I, vi).
375
Ibid., I, vi.
376
Puede verse en los textos clásicos de B. Constant (De la liberté chez les modernes. París, Hachette, 1980), A. de
Tocqueville (La democracia en América, 2 vols. Madrid, Alianza, 1980) o J. St. Mill (Sobre la libertad. Madrid, Alianza, 1979).
Ver también P. Manent, Les libéraux. París, Hachette, 1986, 2 vols.
319
ventajas mutuas, y otra idea de la ciudad como comunidad de esencia, necesaria para
una vida humana, a la cual hay que sacrificar cuotas de instinto y espontaneidad377.

3. Confusión en el discurso político contemporáneo.

En el pensamiento político liberal contemporáneo, afectado de un fuerte


desplazamiento hacia el individualismo, hacia el “modelo hobbesiano”, se sigue
apreciando la confusión, ahora con más claridad, pues es manifiestamente paradójico
que la máxima fragmentación e individualización de la conciencia y la existencia
coexista con la generalización del discurso de los “derechos humanos”, de la dignidad y
la autoestima humanas. Sería sin duda muy elocuente una indagación, con esta
perspectiva, de los textos de pensadores liberales relevantes; aquí sólo haremos una
breve referencia, a título de ilustración, a dos autores.

David Gauthier, en The Best of Times378, puede imitar a Leibniz y afirmar que
"Vivimos en el mejor de los tiempos". ¿Por qué?. Porque asistimos a una
"transformación casi milagrosa" que está haciendo posible "que cada persona viva como
un individuo autónomo en una comunidad sin ataduras"379. Lo curioso es que Gauthier
reconoce que "no podemos saber ahora si nuestro logro inaugurará una época de
florecimiento humano, o si nos excederemos, empobreceremos nuestro medio ambiente
y pondremos en peligro la supervivencia". ¿Qué importan estas pequeñas cosas?. Lo que
cuenta en nuestra "afortunada posición", lo que hacen de ella "el mejor de los tiempos",
es que "se abre la posibilidad de una nueva forma de comunidad humana profundamente
sustentadora de la individualidad"380. Una comunidad que rompe con las formas
culturales, religiosas, lingüísticas que ya son "mordazas en lugar de herramientas", que,
en todo caso, "impiden más que estimulan la realización de la individualidad
humana"381.

Reconozco no saber muy bien qué es una "individualidad humana", tal como no
entiendo qué significa un "individuo autónomo". Me inclino a pensar que hay
confusión, si no contradicción en los términos, en estas expresiones. No es evidente que
pueda reivindicarse la individualidad en el seno de un paradigma que se aferra a los
derechos del hombre; y es sorprendente la hibridación retórica en expresiones como
"doctrina de la democracia y de los derechos individuales". ¿Tiene sentido una
democracia de individuos?. ¿Tiene sentido la expresión "derechos individuales?”. En las
Declaraciones modernas los derechos se predicaban, con mayor consistencia, "del
hombre y del ciudadano"382; no eran derechos derivados de la individualidad, sino de su
esencia humana o su condición francesa o virginiana. No dudo que Gauthier lo entiende
377
Textos como los de D. Gauthier (La Moral por acuerdo. Barcelona, Gedisa, 1994) y Ph. Pettit (Republicanismo. Barcelona,
Paidós, 1999), que podrían simbolizar la alternativa, evidencian la escasa distancia conceptual entre ambas posiciones.
378
Telos. Revista Iberoamericana de estudios utilitaristas VIII, 1 (Junio 1999): 119-140. Conferencia impartida en la
Universidad de Santiago de Compostela el 28 de mayo de 1998.
379
Ibid., 119-120.
380
Ibid., 120.
381
Ibid., 120.
320
así; sólo pongo de manifiesto la confusión no inocente, derivada aquí de la pretensión
de situarse mirando al liberalismo, mirando a Hobbes, sin ser capaces de dar el paso
final y apostar por el estado de naturaleza, por el “hombre lobo para el hombre”.

Incluso un pensador como Ph. Van Parijs, de liberalismo matizado, se siente


obligado a reconocer que "el ideal sigue siendo una sociedad de individuos libres para
quienes la libertad de la sociedad no es nada más que un medio" 383. ¿Qué son esos
individuos libres para Van Parijs?. Lo dice muy claro, en voz hobbesiana y de la mano
de Voltaire: individuos libres son aquellos que hacen lo que quieren hacer. Y para
impedir una interpretación perversa de la máxima que permita llamar libre a quien
manipulando restrictivamente sus deseos los ajusta a sus posibilidades, caso
paradigmático del "esclavo satisfecho", ha de buscar una corrección. Y ha de buscarla
entre Hobbes y Rousseau.

No le gusta la cláusula de Rousseau, que acepta la definición sólo en los casos en que
el hombre quiera hacer o poseer lo que debe querer hacer o poseer. Van Parijs renuncia
a cualquier determinación del deseo en nombre de una instancia exterior al mismo
(voluntad general o interés público). Si para el ginebrino una sociedad es libre si
permite a los hombres hacer lo que deben hacer, a Van Parijs le parece que la libertad
del individuo no puede determinarse desde ninguna virtud cívica compartida, pues una
sociedad libre, nos dice, incluye en su concepto la discutibilidad de cualquier norma
moral, la pluralidad de ideologías inconmensurables.

Tampoco le agrada la concepción kantiana, que identificaría libertad con autonomía,


en el sentido en que Elster dice que "Ser un hombre libre es ser libre de hacer todo lo
que uno automáticamente quiere hacer"384. Al pensar la autonomía como mera
independencia, considerará que el esclavo integrado en el orden esclavista gracias a una
estrategia de seducción sería más libre que el inadaptado y rebelde.

Le gusta más una tercera vía, de raíz berliniana, en la que para ser libre no cuenta
tanto la ausencia de obstáculos a un deseo actual, que enreda en el problema del esclavo
satisfecho seducido, como la ausencia de obstáculos al deseo potencial, a lo que uno
pueda llegar a querer. De este modo puede reafirmar que "el ideal de una sociedad libre,
que tratamos de detallar, queda ahora aclarado con mayor amplitud: la soberanía
individual en relación con la cual hablamos de una sociedad libre es la libertad de hacer
cualquier cosa que uno pudiera querer hacer"385.

382
Estas tesis ya están teorizadas en Moral por acuerdo. Barcelona, Gedisa, 1994. Ver también “Contractualismo político”, en
Egoismo, moralidad y sociedad liberal. Barcelona, Paidós, 1988.
383
Ph. Van Parijs, Libertad real para todos. Barcelona, Paidós, 1995, pág. 36.
384
Ibid., pág. 39. Una excelente crítica comunitarista al liberalismo puede verse en Ch. Taylor, Fuentes del yo. Barcelona,
Paidós, 1996.
385
Ibid., 39.
321
Increíblemente, uno no es libre si puede hacer lo que quiere, sino sólo en el caso en
que pueda hacer todo aquello que pueda llegar a querer. ¿Y dónde llega este poder
querer?. En rigor, al infinito, pues cualquier limitación histórica es eso, un obstáculo.
En todo caso, tenemos de nuevo al individuo libre, con su libertad referida al deseo y
agrandada al deseo potencial, para evitar perversiones. Si alguien preguntara por el
lugar del hombre, seguramente darían una respuesta inspirada en Zaratustra: este
ingenuo idealista aún no se ha enterado de que el hombre ha muerto 386. Ciertamente, el
hombre no puede vivir tras la muerte de Dios; la cuestión es, no obstante, si puede
sobrevivir el individuo tras la muerte del hombre387.

4. Confusión en el discurso filosófico moderno.

La confusión vista en el discurso político no hace sino reflejar la existente en la


filosofía. La articulación confusa e inestable que dominó la modernidad entre
liberalismo y republicanismo reproduce en el discurso político la compleja y nada
armoniosa relación entre individualismo y humanismo en la filosofía moderna. Es bien
conocido que desde Hegel, y tras la potente interpretación heideggeriana, la filosofía
moderna es leída como filosofía de la subjetividad. Efectivamente, la constitución de la
subjetividad será el objetivo del discurso filosófico moderno. Pero, a nuestro entender,
pensar la subjetividad y pensar el mundo desde la subjetividad y como subjetividad no
es reducible a pensar el hombre o a pensar el mundo como humano 388. La
antropologización que la filosofía padece en algunos autores modernos no debe
ocultarnos que la deriva subjetivista es eminentemente ontológica.

Entendemos, pues, que el humanismo y el individualismo son dos figuras de la


filosofía de la subjetividad, que no se agota en ellas. Dos figuras potentes, sin duda, y
enfrentadas, disputándose la representación del espacio antropológico, pero también del
espacio civil. Si la filosofía moderna gira en torno a la construcción del sujeto,
humanismo e individualismo son dos formas particulares de abordar y resolver ese
objetivo; dos formas culturales, en rigor, dos filosofías de la subjetividad, pero no las
únicas. Es decir, no son simplemente rostros ético-políticos de la filosofía de la
subjetividad, sino dos versiones de la subjetividad pensada en coordenadas
antropológicas. No son dos maneras de pensar la esencia del hombre (debate
antropológico) sino dos maneras de pensar el sujeto (debate ontológico). La confusión
de planos es efecto de la mirada política sobre la filosofía.

386
“¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra.
Prólogo, 2.
387
Sería interesante una lectura de J. Rawls desde esta perspectiva. Su “constructivismo humanista” del hombre, con pasajes
tan excelentes como “la concepción política de la persona” (El liberalismo político, Conferencia 1ª, $ 5), y propuestas tan
esforzadas como el “consenso entrecruzado”, coexisten con un confesado individualismo que tiene su presencia incluso en el
ámbito metodológico.
388
La tendencia a pensar la filosofía moderna como un discurso antropológico sobre el mundo y el hombre nos parece un
enfoque parcial y un obstáculo. Un buen ejemplo lo encontramos en L. Ferry (Homo aestheticus. París, Grasset, 1990, Cap. 3 y 5;
Philosophie politique 1. Le droit: la nouvelle querelle des anciens et des modernes. París, PUF, 1984, págs. 147-180) quien, al
antropologizar en exceso la subjetividad, la reduce a una dimensión de del hombre.
322
La filosofía de la subjetividad, en sus formas más acabadas, equivale a un cierre
ontológico del sujeto sobre sí mismo, a un olvido radical de la transcendencia, de la
exterioridad. El sujeto ha de sacar de sí la verdad, el valor, la belleza, el sentido e
incluso la ley. El conocimiento pasa de ser lectura de la esencia en el ser, en el objeto
como exterioridad, a constituirse como escritura de la esencia en la inmanecia. El
mundo deviene representación; el conocimiento deviene autoconsciencia; el sujeto es el
autor de una realidad sin exterioridad.

Ahora bien, no es posible un pensamiento filosófico sin una escisión sujeto/objeto,


“lo mismo!”/ “lo otro”389. La filosofía del sujeto ha de reinventar el objeto encerrado en
su inmanencia. Si en la filosofía premoderna, en la metafísica del ser, la objetividad (del
conocimiento, de las representaciones del sujeto) exigía la exterioridad, al ser pensada
desde una concepción de la verdad como adecuación de la idea a la cosa, en la filosofía
de la subjetividad la objetividad de las representaciones debe ponerla el sujeto sin
transcender su inmanencia. Así, tanto en el cogito cartesiano como en el sujeto
transcendental kantiano (y aquí sus notables diferencias no son relevantes) refieren la
objetividad -y por tanto la verdad- de las representaciones a la esencia del sujeto, es
decir, a las reglas o categorías del pensamiento. En ambos casos los errores o las
ilusiones no son efectos del pensar, sino del no pensar, de las impurezas, de las
determinaciones de la res extensa, del yo psicológico De ahí el rechazo cartesiano de la
imaginación, hasta el punto de prohibir el uso de figuras y de ejemplos empíricos en la
enseñanza de las matemáticas: su algebraización de la geometría es la más bella
expresión de esa idea según la cual si la “cosa pensante” piensa –y no sueña, imagina,
alucina, etc.- su obra es la verdad.

Tanto en el cogito cartesiano, como en el sujeto transcendental kantiano aparece la


diferencia entre el individuo empírico y el sujeto pensante. Y aparece como
contraposición: la garantía del pensamiento reside en el silenciamiento del yo
psicológico. Pensar, ser sujeto en sentido ontológico, requiere desindividualizarse,
autodeterminarse desde la identidad, desde la universalidad. El “yo pienso”,
paradójicamente, requiere que el yo empírico guarde silencio. O sea, la identidad se
consigue mediante la espiritualización del sujeto, mediante la salida idealista; el sujeto
es así reducido a esencia desencarnada, abstracta, sin individualidad; y la individualidad
a determinación empírica, sin consciencia, inesencial.

Cuando este problema se aborda en claves antropológicas o, al menos, ético-


políticas, fácilmente se traduce esa escisión en términos de la contraposición
“hombre”/”individuo” y se identifica la humanidad con el pensamiento, con la esencia
universal, y la individualidad con el sentimiento y la pasión, con la irreductible
particularidad. De ahí que Spinoza pueda fundar la democracia en el atributo del
pensamiento, en la razón como, elemento de unidad e identidad entre los hombres,
mientras que el atributo de la extensión (imaginación, pasión y deseo) es considerado
389
Ver el excelente libro de V. Descombe, Lo mismo y lo otro. Madrid, Cátedra, 1988.
323
elemento de fragmentación e individuación. En todas las concreciones históricas de la
filosofía de la subjetividad, en su cara práctica, aparece esa fisura en el sujeto: como
hombre y como individuo, como universalidad y como particularidad, como identidad y
como diferencia. Como veremos enseguida, en tanto que el sujeto se piensa como actor,
agente creador, ha de representarse como individualidad; en tanto que autor, agente del
sentido, ha de representarse como identidad.

Conviene, no obstante, destacar que el sujeto que aspira a instaurar la filosofía


moderna no es el hombre390, aunque con frecuencia se presente en su traducción
antropológica. Un ejemplo paradigmático nos lo ofrece Hegel, en cuya metafísica las
dos figuras antropológicas del sujeto moderno, el hombre y el individuo, quedan
profundamente subordinados a la dialéctica de una sustancia-sujeto en que aquéllos son
meros momentos, irreales en su representación abstracta. Cuando, desde posiciones
liberales, se critica a Hegel la disolución del sujeto (del hombre y su individualidad) en
la totalidad, se pone una vez más de relieve la doble confusión: primero, porque Hegel
no sacrifica el sujeto, sino que lo eleva a absoluto segundo, porque contra la totalidad
hegeliana se reivindica de forma indistinta al hombre humano y al hombre individuo.

No es aquí el lugar para reconstruir, ni siquiera en forma esquemática, una historia de


la subjetividad; aunque sería interesante hacerlo desde perspectivas diferentes a la
heideggeriana, construida en claves muy reduccionistas y antropologistas. La breve
alusión a Hegel nos permite destacar que la modernidad se esforzó en pensar la
subjetividad de formas muy variadas; Marx también nos serviría de argumento; incluso
el YO fichteano parece una apuesta por la desantropolgización, la desindividualización
y la deshumanización del sujeto. A nuestro entender, cada gran filosofía de esta época
ofrece una forma de instituir la subjetividad; la diferencia entre las distintas filosofías
modernas se expresa en la diversidad de los rostros (más o menos universales, más o
menos antropomórficos) de sus respectivos sujetos. Nos limitaremos, para cerrar este
apartado, a comentar un elemento de identidad y otro de diferenciación útiles para el
empeño que nos ocupa.

El elemento de identidad, común a las distintas representaciones modernas del sujeto,


es su sustancialidad. Todas las propuestas coinciden en la postulación de figuras
estables, consistentes, de la subjetividad. Podemos encontrar diferencias de grado, pero,
si exceptuamos el evanescente sujeto humeano, que parece una anticipación
postmoderna391 al confiar su entidad a los hábitos y la memoria (a los relatos, diríamos
hoy), todos piensan la subjetividad como referencia estable. Unas veces será el
390
En las recientes sesiones del I Simpòsium de Filosofía Política “Alberto Saoner”pude apreciar las fuertes coincidencias
entre mi interpretación de la problemática de la subjetividad en la filosofía moderna y la mantenida por Juan Morán en su brillante
ponencia “Frágil idea de humanidad” (recogida en este volumen); coincidencia potenciada por la tradición historiográfica en la que
nos inspiramos. Una vez leído su artículo “Retorno al sujeto” (En F. Quesada (ed.), La filosofía política en perspectiva. Barcelona,
Anthropos, 1998, págs. 17-38), donde anticipaba sus tesis, confieso mi satisfacción por compartir la inquietud por el problema y la
similitud de enfoque. No obstante, aprecio una diferencia de fondo, que algún día deberemos contrastar: creo que Morán tiende a
pensar el sujeto y el individuo como dos figuras del hombre, y de ahí que pueda hacerse preguntas como “¿No existirá una
dicotomía entre sujeto e individuo?” (Ibid., pág. 30); para mí, “hombre” e “individuo” son dos rostros del “sujeto”. La diferencia es
profunda, pues toda mi reflexión se apoya en esta tesis; pero ahora no estoy en condiciones de revisarla.
391
Ver G. Deleuze, Empirismo y subjetividad. Barcelona, Granica, 1977
324
estructurado sujeto kantiano, afirmado en la transcendentalidad, con las fijas y
universales máximas de la razón práctica; otras veces será la más individualizada
mónada leibniziana, atada a su punto de vista; o la “conciencias de clase” marxista, o el
“espíritu de un pueblo” hegeliano y romántico, sin pretensiones de universalidad, pero
definidos como intersubjetividades bien determinadas. Lo interesante a destacar es esa
suficiente consistencia ontológica, necesaria para pensar el sujeto del que depende la
verdad y el valor, el saber y el sentido, y el derecho, la moral y la ciudad.

El elemento de diferenciación es el ya mencionado grado de universalidad del sujeto.


En el ámbito del conocimiento, la escisión se da entre aquellas posiciones que piensan
un sujeto universal y un saber universal y las que introducen variantes historicistas. En
el ámbito práctico, la escisión se da entre las formas más universalistas del sujeto como
“hombre”, otras más locales como “nación”, otras contextuales como “clase”, etc.
Tampoco deberíamos olvidar, junto a estas subjetividades ontológicamente fuertes, que
llegan a ser pensadas como naturales (efectos de reificación), otras más instrumentales y
artificiales, como las religiones y las ideologías, que atraviesan en diagonal los
universos de las anteriores, y que son formas sólidas de organizar la intersubjetividad y
de construir sujetos prácticos (iglesias, partidos, sindicatos, etc.), llegando a
naturalizarse en procesos de cosificación altamente extendidos.

De estas provisionales y fragmentarias reflexiones sobre las maneras de construir la


subjetividad en las filosofías modernas queremos extraer algunas consecuencias. La
primera, que podemos constatar que la modernidad pensaba el mundo, la historia y la
vida humana en términos de subjetividades autoconscientes, que se daban fines y
medios, que ejercían de autor y de actor; en suma, que el sujeto era el referente
indispensable para poner el sentido. En segundo lugar, que no ha habido
homogeneidad, sino diferencia y a veces confusión entre las diversas alternativas,
enfrentándose en cuanto a la universalidad del sujeto y en cuanto a su contaminación
antropológica. Y, en fin, en tercer lugar, que al menos en el ámbito práctico la tensión
se ha dado especialmente a la hora de establecer el grado de universalidad del sujeto, tal
vez por los efectos políticos inmediatos y visibles. No es trivial que aún hoy tanto el
hombre-individuo como el hombre-universal se reivindican frente a la clase o a la
nación como el marco y el límite adecuados de la subjetividad; no es trivial que el
pensamiento liberal, tolerante y laxo en la hibridación entre el individualismo y el
humanismo, siempre se ha mostrado riguroso y contundente ante la figura del enemigo,
es decir, ante cualquier representación política que pusiera la subjetividad en la clase o
en la nación.

5. Confusión entre el autor y el actor.

Las distintas figuras de la subjetividad modernas coinciden en pensar el sujeto como


el lugar de la autoconsciencia, de la representación y de la voluntad libres de toda
determinación. Es decir, el sujeto es pensado como fundamento (fuente de legitimación
325
y otorgación de valor) y como autor392 (fuente del sentido), tanto en el ámbito
epistemológico, como en el estético, moral y político, e incluso en el ontológico. Autor
de la verdad, del valor y de la belleza; autor del mundo, reducido a representación para
sí; y, sobre todo, autor de sí mismo, de su esencia (y, en consecuencia, como propietario
de su obra). El sujeto se revela autor del mundo a través de la ciencia (representación) y
la técnica (construcción); y se revela autor de la ciudad a través de la ética
(representación) y de la política (construcción). O sea, todas incluyen un ideal y una
estrategia, esencialmente diferentes, radicalmente contrapuestas, sin mediación posible,
dado el rechazo común a toda exterioridad; las síntesis y articulaciones son, en ese nivel
filosófico, meras ilusiones.

El humanismo y el individualismo, que centran nuestro interés actual, ilustran bien


estos rasgos. En ambas filosofías se piensa la subjetividad como actor y autor; es decir,
como actividad, cognitiva o volitiva, sin sumisión a ninguna exterioridad o
transcendencia. Las diferencias se revelan en la manera de entender la voluntad libre, la
actividad legisladora del sujeto; y, en particular, la tarea de autodeterminación. El
humanismo piensa su sujeto, el hombre, orientado a su autodeterminación, a la
construcción de una esencia transcendental, universal y a priori; es decir, un sujeto
dotado de razón práctica, cuya libertad se realiza determinando su voluntad conforme a
los preceptos de dicha razón (el ejemplo más canónico es el sujeto kantiano, con su
esencial autonomía de la voluntad). El individualismo, en cambio, piensa su sujeto, el
individuo, enfrentado a cualquier determinación, rehuyendo incluso la
autodeterminación, en tanto que su efecto sería la fijación de su esencia, su
naturalización, su reificación; es decir, un sujeto que interpreta su libertad como
espontaneidad y su esencia como indeterminación. Podríamos decir que el humanismo
acepta la muerte de Dios y asume la hora del hombre; y como su representación de Dios
era leibniziana, es decir, un Dios sometido a la lógica, a los principios de la razón,
omnisciente pero no omnipotente, la hora del hombre equivale a trasladar el mundo
platónico de las ideas al interior de su inmanencia. La muerte de Dios es, a nivel
filosófico, intrascendente; el sujeto sigue sometido a la razón, pero ahora sabe que es la
forma de su esencia y no la prescripción de una transcendencia. El individualismo, en
cambio, con la idea de un Dios omnipotente, interpreta su muerte como la hora de la
arbitrariedad, de la libertad como independencia, sin más límites que los necesarios para
evitar el caos y la destrucción; en todo caso, límites provisionales, sin que se fijen en
una cultura o una moral, siempre revisables, excepto aquellos principios sagrados que
protegen al individuo: vida, libertad, independencia, seguridad y propiedad. Humanismo
e individualismo, por tanto, se articulan en torno a dos maneras de pensar la esencia del
sujeto humano: el humanismo, como hombres orientados a construir la identidad con los
demás hombres en una cultura, en una moral, en una ciudad; el individualismo, como
individuos orientados a cuidar su diferencia, en un marco político-jurídico común, pero
mínimo y exterior, meramente instrumental. El hombre del humanismo se identifica
por su voluntad racional, que paradójicamente niega su singularidad; el individuo del
392
De ahí que M. Foucault a veces centre y concrete la crítica al sujeto en una dura crítica al autor. Cf. M. Foucault, “Qu’est-
ce qu’un auteur?”, en Bulletin de la Société francaise de philosophie. Sesión del 22 de Febrero de 1969.
326
individualismo se libera de esta voluntad racional, y paradójicamente pierde con ello
cualquier identidad. Sólo en la unidad confusa entre humanismo e individualismo podía
constituirse ese hombre individual y autor de sí mismo.

Concluimos, pues, resaltando que las diferencias entre las distintas filosofías de la
subjetividad de la época moderna, y entre el humanismo y el individualismo en
particular, surgen en torno a la concepción del sujeto como actor y como autor, es decir,
como agente de lo real (en la construcción del mundo, de la historia, de la ciudad) y
agente del sentido. Las referencias de Hegel al “espíritu de un pueblo” y las de Marx a
la clase como sujeto de la historia, como totalidad de sentido, en la cual el sujeto
individual se revelaba ilusorio, mero instrumento, son ilustrativas de una concepción de
la subjetividad alternativa tanto al humanismo como al individualismo. La diferencia
resalta aún más si las comparamos con la representación lockeana del sujeto, tal vez la
más equilibrada síntesis entre humanismo e individualismo. En el sujeto bifronte
lockeano, mitad hombre y mitad individuo, mitad súbdito y mitad ciudadano,
conciencia escindida ilusoriamente unida en la figura del burgués, es precisamente su
esencial carácter de autor la fuente de legitimación, en forma casi sublime, del derecho
de propiedad393.

Dado que aquí nos interesa acentuar las diferencias entre individualismo y
humanismo, hemos de resaltar su distinta manera de pensar al sujeto como autor.
Podríamos decir que, mientras el humanismo afirma un hombre autor en sentido fuerte,
en el doble sentido de actor y guionista, y por tanto absolutamente responsable de sí
mismo y del mundo, el individualismo sólo parece reivindicar su carácter de actor sin
guión, de agente libre y, por tanto, sin responsabilidades derivadas ni de la acción ni del
proyecto. Tras conseguir la condición humanista (reducción del mundo a
representación, negando la objetividad como transcendencia, librándose del límite de la
cosa en sí) la filosofía de la subjetividad se encuentra ante la exigencia individualista
(librar al sujeto de sí mismo, de su esencia, del riesgo de que su infinita tentación de
determinar el mundo le arrastre a autodeterminarse, a cosificarse; liberarlo, en fin, de su
pasión de ser (algo).

H. Arendt ha descrito con belleza la distinción entre hacer la historia y ser su autor,
es decir, entre ser autor y ser meramente actor. Aunque Arendt argumenta esta tesis en
otro contexto y con otro sentido394, pues en el fondo parece exculpar a los hombres de
393 ?
“Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, sin embargo, cada hombre
tiene la propiedad de su propia persona, a la que nadie tiene derecho, excepto él. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por
sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la
modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es por tanto suya. Pues al sacarla del estado común en el que la
naturaleza la había puesto, agrega algo a ella con su trabajo, lo que hace que ya no tengan derecho a ella los demás hombres…” (J.
Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, $ 27).
394
"Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es
autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historia, resultados de la acción y el discurso,
revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la
palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor. En consecuencia, los resultados no pueden controlarse, siempre serán
diferentes a los esperados; la acción introduce la incertidumbre en el mundo (H. Arendt, La condición humana. Barcelona, Paidós,
327
cuanto acontece en el mundo, podemos redescribirla para nuestro propósito. La
concepción arendtiana del hombre es claramente no-humanista: les otorga el poder de
creación, pero no les reconoce el control del guión, la autoría del sentido. Producen la
historia pero ésta no es su obra; la crean pero no le dan sentido; son actores, pero no
autores. En consecuencia, no son responsables de ella, no son responsables de sus
acciones. Arendt regala así la impunidad a los hombres. El humanismo, en cambio,
acepta la muerte de Dios y carga a los hombres con el poder de legislar y poner sentido;
y, en correspondencia, con la responsabilidad y la culpa.

6. Humanismo y modernidad.

Establecida, aunque de forma no exhaustiva ni sistemática, la correspondencia entre


el discurso ontológico y político en la modernidad, nos parece el momento de
profundizar en el estatus teórico del humanismo y el individualismo. Para ello nos
serviremos de un modelo interpretativo que, aunque convencional, en sus tesis
implícitas nos parece ampliamente aceptado. Dicho modelo se adapta a los tres
momentos tópicos de la historia de la filosofía, pero caracterizándolos de una forma
sistemática y con alguna aportación que estimamos novedosa395. Distinguimos, pues,
tres grandes representaciones, cada una incluyendo una descripción del mundo y de la
ciudad, postulando en las representaciones una fuerte correspondencia formal interna y
una radical discontinuidad entre ellas. La representación clásica se concretaría en las
ideas de “cosmos” y “polis”, o mundo cerrado y ciudad cerrada; la moderna, en las
ideas de “universo infinito” y de “estado-nación” o gobierno representativo; la
contemporánea, en fin, en las de “orbe indeterminado” y “democracia de opiniones” 396.
Las tres representaciones del modelo se diferencian por una pluralidad de criterios, pero
cara a lo que aquí nos preocupa tomaremos como referencia uno de ellos: el grado de
indeterminación de sus respectivas ontologías. Es decir, el espacio que cada una deja
para pensar el sujeto.

Es un tópico muy extendido que el humanismo individualista aparece con la


modernidad397, con la muerte de Dios, con la ruptura con la tradición y con el
derrumbamiento del cosmos y de la ciudad cerrada, en definitiva, con la quiebra del
sentido. Por decirlo en palabras de A. Koyré, con la sustitución de la representación del
mundo cerrado por la del universo infinito 398. Debemos, por tanto, preguntarnos por los
1993 $$ 25, 208).
395
Exponemos aquí el modelo de forma muy simplificada. Su desarrollo corresponde a un trabajo de próxima aparición en
Ediciones del Serbal, de Barcelona, con el título Filosofía Política II: La idea de comunidad política.
396
Resaltamos que no se trata de la idea filosófica de democracia, tan bellamente expresada por Spinoza, que presupone
individuos sin dueños, libres tanto de las otras voluntades particulares como de sus propias pasiones, que piensan por sí mismos y,
por ello, coinciden con los demás en lo racional. Se trata de las democracias reales, que asumen la legitimidad -aunque no la
conveniencia- de elegir con el corazón y con vísceras más inestables.
397
“Se cree que el humanismo es una invención muy antigua, que se remonta a Montaigne y aun más allá. Todo esto es
ilusorio. En primer lugar, el movimiento humanista data del XIX. En segundo lugar, cuando se mira más de cerca las culturas del
XVI, XVII y XVIII, se percibe que el hombre no tiene en ellas literalmente ningún lugar. La cultura está en esas épocas ocupada
por Dios, por el mundo, por la semejanza entre las cosas, por las leyes del espacio, y también por los cuerpos, por las pasiones, por
la imaginación. Pero el hombre mismo está de hecho ausente!”; “Los grandes responsables del humanismo contemporáneo son
evidentemente Hegel y Marx” (Arts, 15 Junio 1966).
398
A. Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito. Madrid, Siglo XXI, 1979.
328
rasgos específicos del humanismo que lo hacen compatible con la filosofía moderna de
la subjetividad y que, en cambio, no permiten su aparición en la representación antigua
del mundo y del hombre.

El paso de la representación clásica del mundo a la moderna supone una ruptura


profunda Las tesis de Koyré, en líneas generales compartidas por la historiografía,
describen ese corte como el fin de una representación en la que el mundo aparecía
como totalidad acabada, ontológica y moralmente jerarquizada, unidad de sentido,
donde el hombre ocupaba un lugar natural, fijo y bien determinado. El cosmos, como ha
señalado Cassirer399 aportaba jerarquía y orden metafísico, físico y moral. Su
representación otorgaba al hombre un lugar privilegiado, en cuanto a su perfección
ontológica: su capacidad de representación y de desciframiento del mundo, su capacidad
de leer su orden y su destino; y, sobre todo, la de encontrar en ese orden, en esa
totalidad armoniosa, el sentido de la vida humana, su fin y su perfección, su esencia y su
destino. El conocimiento del orden del cosmos, el desciframiento de la verdad, el valor
y la belleza, permitía al hombre dar sentido a su discurso y su acción; desde dicho orden
podía decir el bien y el mal, lo justo y lo injusto. El hombre, de este modo, derivaba su
dignidad de su privilegiado lugar culminante de la creación, o sea, de su capacidad de
leer o reflejar la ley del ser, de pensar y vivir conforme a la naturaleza.

Ahora bien, en tal representación la esencia y el destino del hombre le estaban


definitivamente asignados; había de encontrar la norma o el fin fuera de sí, en un objeto
exterior, descifrando la voz de Dios en la naturaleza, la Biblia o el corazón; la ley del
ser estaba dada, y con ella la verdad; su deber estaba fijado; por tanto, en esa
representación del cosmos el hombre, a pesar de la dignidad derivada de su privilegiada
posición, no era verdadero sujeto, no era autor del mundo, ni de la historia, ni de sí
mismo. Aunque ocupara un lugar de privilegio en el orden natural, estaba ligado a ese
lugar y sometido a ese orden. No era dueño. No había lugar para el humanismo, en
ninguna de sus versiones. Como tampoco se pensaba a sí misma autor de la ciudad, de
las leyes, de la moral, referidas siempre a momentos inaugurales, mitológicos, o a
grandes legisladores personalizados (Solón, Licurgo), o a tradiciones bien consolidadas.
Y cuando la ciudad deja de ser pensada desde la mirada de la ley divina, desde la physis,
y pasa a serlo desde la convención, desde el nomos, ésta no es pensada como decisión
arbitraria, subjetiva, sino refiere siempre a un logos, a una racionalidad compartida, a
una esencia400.

Por tanto, si el humanismo y el individualismo son dos filosofías del sujeto, y si


piensan a éste como autor, no caben en el paradigma clásico. El afianzamiento
consecuente de una perspectiva humanista exige romper dos obstáculos: la ley del ser y
la ley de la esencia; o, si se prefiere, exige acabar con la pretensión de verdad objetiva y
399
E. Cassirer, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento. Buenos aires, Emecé, 1951.
400
Por eso Heidegger, como después veremos, al considerar el humanismo como la doctrina que se representa al hombre
persiguiendo su esencia, no verá otra distinción entre el humanismo romano y el moderno que el contenido de las respectivas
concepciones de la esencia.
329
con la pretensión de valor objetivo. El humanismo, por tanto, apunta a una ontología de
la indeterminación, confiando a la creatividad humana, a su esencial autonomía, la
puesta en orden del caos y la autodeterminación. La máxima dignidad humana en
perspectiva humanista no es ocupar el último escalón de la creación divina, sino hacer el
mundo (mundo como representación) y hacerse a sí mismo, ser causa sui; en definitiva,
el humanismo consiste en instaurar un hombre que haga de dios. Liberado del orden
natural, de la tradición y de Dios, ha de sustituirlos en su función legisladora. Sartre lo
verá con lucidez: "El hombre no tiene otro legislador que él mismo"; y añadirá que no
puede librarse de esa tarea legisladora. No hace falta indicar que aquí enraíza la
concepción de los derechos subjetivos401 y del contractualismo, alternativa a las
legitimaciones teológicas, tradicionales o carismáticas, y que se representa la ciudad
como obra humana402.

La segunda representación del modelo refiere al universo infinito de Newton y


Laplace, que ensancha el campo de posibilidades para la perspectiva humanista, pero de
forma insuficiente, pues no introduce una ontología de la indeterminación 403. El
universo infinito sigue siendo un universo cerrado en sus formas generales (leyes fijas e
inmutables del mundo, aunque sólo fueran conocidas por el “demonio de Laplace” 404);
la indeterminación sólo se introduce en los modos particulares, en las cosas finitas. Este
mundo de los modos particulares puede pensarse como contingente, manejable,
humanizable; es un espacio de libertad conquistada para la acción humana, el dominio
del autor. Pero, con la vista en la totalidad, la representación del mundo se presenta
como orden legal, fijo y bien determinado. El verum factum viquiano expresa con
perfección los límites: los hombres pueden conocer la historia porque la hace; no así el
mundo, del que no son autor, y del que sólo pueden tener conocimiento verosímil,
gracias a la “segunda creación”, es decir, a la reproducción mediante el experimento.
Porque, si no hemos hecho el mundo, aunque sepamos reproducirlo en el laboratorio
nunca sabremos si su creación siguió otro camino. Por tanto, podemos dar sentido a la
historia, a la ciudad, pero no al mundo405.

En el universo newtoniano las leyes son fijas y los modos contingentes, abriendo así
un espacio a la creación humana, un lugar para el humanismo. Algo semejante ocurre

401
También el individualismo piensa los "derechos del individuo" como subjetivos. Sería interesante al respecto comparar,
dentro del subjetivismo jurídico, el racionalismo jurídico y el voluntarismo jurídico, pues a primera vista aparecen como las
opciones respectivas del humanismo y el individualismo.
402  ?
Dado que el contractualismo también es compartido por el individualismo, sería sugerente profundizar en la
contraposición entre los modelos rousseauniano y hobbesiano como respectivamente representantes del humanismo y del
individualismo.
403 ?
A. Koyré constata la ambigüedad, al escribir: "Su universo no es infinito (infinitum) sino indeterminado (indeterminatum),
lo cual significa no sólo que carece de fronteras y no está limitado por una capa externa, sino también que no está "terminado" por
lo que atañe a sus constituyentes; es decir, que carece expresamente de precisión y determinación estricta. Nunca alcanza el
"límite"; es indeterminado en el pleno sentido de la palabra. Por consiguiente, no puede ser objeto de conocimiento preciso o total,
sino tan solo de un conocimiento parcial" (Op. Cit., pág. 12).
404
Ver las sugestivas reflexiones de K. Popper en El universo abierto: un argumento a favor del indeterminismo. Madrid,
?

Tecnos, 1986
405 ?
J. M. Bermudo,"Vico: del verum-factum al verum-certum (I y II)", en Convivium 1 (1990): 79-104 y Convivium 2 (1991):
9-58.
330
con la representación de la ciudad: unas leyes fijas para todos, que dejan en sus huecos
espacios para la realización personal. Las religiones, los sistemas de moralidad, las
ideologías, fijan lo intersubjetivo, pero dejan en su seno espacios para la diferencia, para
la libertad. Si el orden del universo está garantizado por las leyes generales de la
naturaleza, el orden moral tiene su base en unos valores y derechos naturales,
universales, de los que el hombre no es autor, a los que debe someterse. El postulado de
que los mismos no son transcendentes, que la razón los encuentra en sí misma gracias a
su autotransparencia, no afecta al hecho de que son representados como objetivos y
fijos; por tanto, como objetividad y limitación del sujeto como autor libre. La razón
sólo puede leer y prescribir esos valores, establecerlos como esencia humana. Esta
esencia sigue siendo un deber.

Este carácter imperfecto o inacabado del humanismo moderno podemos verlo en el


De hominis dignitate de Pico della Mirandola, a quien suele atribuirse la primera
descripción del hombre como sujeto autónomo de esencia indeterminada. En rigor, se
trata de una redescripción del mito de la creación del hombre por Dios, hecha en
perspectiva humanista-moderna, si bien enmarcada en un escenario sumamente tópico y
tradicional. El pasaje merece por sí mismo la reproducción completa: “Ya el gran
Arquitecto y Padre, Dios, había fabricado con arreglo a las leyes de su arcana sabiduría
esta morada del mundo que vemos, templo augustísimo de la divinidad; ya había
embellecido la región superceleste con las inteligencias, animado los orbes etéreos con
las almas inmortales y henchido las zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con
una caterva de animales y bichos de toda laña. Pero, concluido el trabajo, buscaba el
Artífice alguien que apreciara el plan de tan grande obra, que amara su hermosura y
admirara su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos Moisés y el Timeo406), pensó
al fin crear al hombre. Pero ya no quedaban modelos ejemplares de ninguna nueva raza
que forjar, ni en las arcas más tesoros que legar como herencia al nuevo hijo, ni en los
escaños del orbe entero un sitial donde asentar al contemplador del universo. Todo
estaba lleno, todo distribuido por sus órdenes sumos, medianos e ínfimos. De todas
formas, no iba a fallar ahora, por ya agotada, la potencia creadora del Padre en este
último parto. No iba a fluctuar la sabiduría como privada de consejo en cosas tan
necesarias. No podía sufrir el amor dadivoso que aquél (el hombre) que iba a ensalzar la
divina generosidad en los demás se viera obligado a condenarla en sí mismo.

Decretó al fin el supremo Artesano que, ya que no podía darle nada propio, poseyera
en común lo que en propiedad a cada cual había otorgado. Así, pues, dio al hombre la
hechura de una forma indefinida y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta
manera: "No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh
Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti los tengas y
poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraía dentro
de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún angosto cauce,
definirás tu naturaleza según tu propio arbitrio, al que te entregué. Te coloqué en el
406
Génesis, cap. 1 y 2; Platón, Timeo, 41 b y ss.
331
centro del mundo para que volvieras más cómodamente tu vista a tu alrededor y miraras
todo lo que hay en este mundo. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni inmortal ni mortal,
para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te
forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos;
podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión"407.

Ese es el relato. Pico elogia la inigualable generosidad de Dios y la dicha del


hombre, "al que le fue dado tener lo que deseare y ser lo que quisiere". Mientras que los
brutos, como dice Lucilio, nada más nacidos ya traen consigo del vientre de su madre lo
que han de poseer; mientras que los espíritus superiores, desde el comienzo, o poco
después, ya fueron lo que han de ser por eternidades sin término, "al hombre, en su
nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo género de
vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto dentro de él. Si lo
vegetal, se hará planta, si lo sensual, se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un
viviente celestial; si lo intelectual, en un ángel y en un hijo de Dios"408.

Ese camaleón, ese Proteo, es el hombre del humanismo moderno. La idea de ese
hombre, descrita en el texto, aparece en el escenario de una ontología de la
indeterminación, donde el hombre, autor y actor, está en condiciones de elegir su
mundo, su rostro y su destino. Ese escenario, hay que reconocerlo, es neutral en la
confrontación entre el hombre y el individuo. Tal vez por ello Pico, militante de un
humanismo más clásico que moderno, dejará poco espacio a la elección humana; tras
concederle la libertad, tras declarar al hombre autor de sí mismo, le dicta el modelo.
Recuperando el cosmos teológico cristiano se apresurará a decir al hombre lo que debe
elegir, de definir su esencia y su destino entre los coros angélicos de serafines,
querubines y tronos. Un hombre renacentista no podía ir más lejos; en rigor, todos los
modernos sucumbieron a ese límite, aunque revisaran la esencia y la alejaran poco a
poco de la iconografía cristiana. Incluso Mills, que explícitamente otorgaba al sujeto la
posibilidad de optar entre Sócrates insatisfecho y un cerdo satisfecho, implícitamente
defendía que esta última opción no es humana.

7. Del humanismo esencialista al antihumanismo.

Los límites del humanismo de Pico se reproducen en los demás autores de la


modernidad. No es extraño que Heidegger, en su Carta sobre el humanismo, pueda
definir éste como la representación del hombre en busca de su esencia. Las diversas
figuras del humanismo vendrían fijadas por las diversas formas de pensar la esencia del
hombre. La forma clásica del mismo la encuentra en el mundo romano, en el homo
humanus frente al homo barbarus; en este escenario el hombre aparece en su esfuerzo
por determinar su esencia conforme a la virtus romana, mediante la paideia griega (De
ahí el ligamen del humanismo con la eruditio et institutio in bonas artes). El
humanismo romano, según Heidegger, reaparece en el renacimiento (renascentia
407
Pico della Mirandola, De la dignidad del hombre. Madrid, Editora Nacional, 1984, págs. 104-105.
408
Ibid., pág. 106.
332
modernitatis), siempre ligado a la formación del hombre en disciplinas y artes clásicas.
En el humanismo cristiano la estructura persiste, si bien con un cambio en el repertorio
de virtudes.

El enfoque, según Heidegger, persiste en la modernidad, donde la esencia sigue


siendo transcendente; sólo cambian las virtudes constitutivas de la misma. En Marx el
homo humanus es el hombre social; su dignidad no reside ya en su formación
humanista, sino en la cualidad de sus relaciones sociales, amo de sí mismo y libre de
toda sumisión. La novedad introducida por el humanismo existencialista sartreano sería
la del rechazo de una esencia fija previa a la existencia; la dignidad del hombre no
consistiría ya en conseguir ningún estatus moral o social, sino en el poder de optar,
decidir, comprometerse, proyectarse.

Heidegger, es bien conocido, entiende que todas las formas de humanismo están
afectadas del mismo error: cargar al hombre con el deber de realizar un ideal conocido.
Considera que todas las formas del humanismo son metafísicas porque se representan al
hombre como sujeto y amo de sí mismo y del mundo y porque valoran como lo más
eminente del ser humano su dominio sobre el ser (sobre la naturaleza, sobre los hombres
y sobre sí mismo). De ahí sus críticas a esas representaciones del hombre lanzado a la
conquista de su esencia armado del saber y del poder; de ahí que pueda poner el
humanismo como el rostro ideal de la técnica, es decir, de la acción humana como
control y dominio.

Denunciado el humanismo como filosofía de la subjetividad, queda puesto como el


rostro práctico, ético-político, de la metafísica y de su efecto técnico, la racionalidad
instrumental; por tanto, cómplice de la barbarie y causa directa de la vida ilusoria e
inesencial del hombre, de espaldas a la verdadera esencia. El hombre, en el enfoque
heideggeriano, no puede descubrir su esencia mientras ignore su relación con el ser,
mientras mire la realidad con ojos medidores y calculadores, mientras piense que el
dominio sobre las cosas y los hombres es la realización de su esencia, mientras cargue al
ser con el peso de principios racionales, de la lógica o de la moral; en definitiva,
mientras se represente el mundo como el lugar donde realizar sus fines y sus ideales. El
humanismo, en visión heideggeriana, es en realidad un antihumanismo, pues al
prescribir al hombre determinarse conforme a una esencia exterior le exige una
violencia sobre sí mismo. El humanismo se revela, pues, como dominio de la
racionalidad estratégica.

En Heidegger encontramos una denuncia radical del humanismo metafísico en


nombre de lo que llama verdadero humanismo. Invita a "pensar y cuidar de que el
hombre sea humano y no inhumano", a una vida conforme a la verdadera esencia.
Heidegger viene a decir que si el humanismo consiste en pensar la humanidad del homo
humanus, entonces su filosofía es "humanismo en sentido eminentísimo" 409. Pero en ese
409
M. Heidegger, Carta sobre el humanismo. Madrid, Taurus, 1970.
333
nuevo juego del lenguaje se ha cambiado el sentido de la esencia, tal que exige
renunciar precisamente a lo más esencial del humanismo clásico: la idea de hombre
liberado de los dioses, de la tradición, de la cosa en sí; un hombre amo de sí mismo,
autor de sí mismo y de la historia, enfrentado al mundo en una batalla de dominio y
autocontrol. El homo humanus heideggeriano es el que renuncia a ser autor y actor, el
que escucha el ser, el que le deja hablar a su través; no es el autor del mundo, es el
pastor del ser; no es el señor del ente, es el vecino del ser. Si ante la mirada
heideggeriana el humanismo de la esencia se revelaba como el antihumanismo de la
técnica, ante una mirada ilustrada el humanismo del Dasein es el antihumanismo
nihilista de la impunidad.

El antihumanismo heideggeriano nos trae un mensaje inquietante, que no deberíamos


esconder. Heidegger censura a los 2500 años de filosofía el terrible error de haber
creado al hombre. Nos lo dice con mucha gracia y seducción, enmascarando el mensaje
en el juego de la diferencia, de la sustitución de la pregunta sobre el ser por la del ente.
Pero en el fondo está desautorizando al hombre para cargar al mundo con una ontología
teórica, es decir, de pensar el mundo en claves lógicas (principios de identidad, no
contradicción, tercero excluido); y está censurando la legitimidad de cargar al mundo y
a la historia con una ontología práctica, es decir, de pensar el mundo en claves de
progreso, de esperanza, de fines e ideales. Y cuando se deconstruye como ilusión
perversa, como vida inesencial, la pretensión del hombre de liberarse de la exterioridad
y de imponer su ley (teórica o moral), se está desarmando al hombre.

Pero no podemos menospreciar este mensaje. En el fondo, Heidegger ha llevado al


absurdo la pretensión humanista del sujeto-autor. Primero, le ha exigido radicalismo y
coherencia: que elimine todos los límites externos e internos, todas las esencias.
Equivale a exigir al humanismo clásico que confiese su verdad: la secreta pasión del
hombre por ser Dios; en consecuencia, que sustituta al Dios muerto, que declare al
hombre omniscente y omnipotente, es decir, arbitrario. Segundo, le ha exigido que
asuma el absurdo de un Hombre-Dios arbitrario y las perversiones derivadas del mismo
(la barbarie de la técnica, el vértigo de la voluntad de voluntad). Tercero, en fin, que
renuncie al desvarío y vuelva al principio, no ya a la situación anterior a la muerte de
Dios, sino a la anterior a la creación platónica de los dioses en forma de ideas
transcendentes, a la situación anterior a la sumisión de la existencia a las esencias. O
sea, exige al hombre que renuncie a ser sujeto y a pensar el mundo desde la
subjetividad; le propone constituirse en lugar inocente donde aparecer el ser.

Lo más inquietante es que Heidegger no es la culminación del antihumanismo. En


Heidegger aún persisten ciertos residuos del hombre, aunque ya no sea el sujeto
autoconsciente, transparente a sí mismo, fundamento de la verdad y el valor, autor de la
historia; persiste al menos como Dasein, como lugar del lenguaje y casa del ser, donde
334
éste se revela. Estos restos se perderán en la deriva postheideggeriana, con la pérdida
definitiva de la subjetividad410.

8. Humanismo e indeterminación.

Si aceptamos a Heidegger como el referente tópico de la deriva individualista, por su


deconstrucción de la tradición humanista, de la filosofía de la subjetividad,
comprendemos el abandono de su primer proyecto (Ser y tiempo), en el horizonte de
una nueva ontología, que siempre resultaría sospechosa de estar contaminada de logos;
y su definitiva opción por una (no)ontología que prescinda de la razón, ya que ésta se
muestra intrínsecamente matrizada por la identidad, tanto al pensar el mundo desde la
lógica (con sus principios de identidad, no-contradicción y tercero excluido), como al
construir sus representaciones reduciendo la diversidad del fenómeno a la unidad del
concepto o de la ley. Ha de ser una (no)ontología que piense el ser sin reducirlo a los
entes o al ente general, sin someterlo a determinaciones transcendentes ni inmanentes, a
poderes lógicos o morales. Por tanto, ha de ser una (no)ontología de la indeterminación.

Es fácil, por tanto, interpretar el pensamiento heideggeriano como entrada a la última


fase de nuestro modelo, que tiene sus referentes cosmológicos privilegiados en las
representaciones de la física relativista einsteiniana y de la mecánica cuántica, que han
ido consolidando una cosmovisión del universo y de la realidad cada vez más
indeterminada. La indeterminación ante el problema de la localización espacio-temporal
de las partículas, o ante el estado de la materia, son ejemplos tópicos de una
representación de la realidad que debe dar cabida a la incertidumbre, a la contradicción,
al caos. El espontáneo y mimético embellecimiento de los modelos interactivos en las
ciencias humanas simplemente formaliza este desplazamiento. La indiferencia cultural,
el nihilismo, la anomia, la despolitización, la inesencialidad de toda esencia, parecen
figuras subjetivas adecuadas a la nueva (no)ontología. El espectáculo “El gran
hermano”, que estos días convulsiona a televidentes y sociólogos, sería el producto
cultural más adecuado a este universo: sin guión, sin finalidad, sin reglas, sin
imaginación ni concepto, todo incertidumbre, espontaneidad, indeterminación.

En ese escenario de un mundo intrínsecamente abierto e indeterminado cualquier


figura de la subjetividad resulta ilusoria por impensable; ese espacio de la
incertidumbre y la contingencia es refractario a la mirada teleológica, excluyendo toda
idea de la historia, todo orden de sentido. En consecuencia, cualquier representación del
sujeto resulta extravagante. Rorty, el más lúcido historiógrafo de este fin de etapa, ha
puesto de relieve cómo el sujeto ya estaba herido de muerte en las embestidas de Marx,
Freud, Nietzsche, Dewey, Weber, Wittgenstein y Heidegger; Foucault, Derrida y
Deleuze sólo tenían que escenificar, en bellos relatos, las diversas formas de su

410
Ver C. Delacampagne, La philosophie politique aujourd’hui. París, Seuil, 2000; A. Reanut, Les philosophies politiques
contemporaines Vol. 5. París, Calmann-Lévy, 1999; y L. Ferry y A. Renaut, Heidegger et les Modernes. París, Grasset, 1988
335
disolución en la indeterminación y la contingencia411. El fin del sentido es, por tanto, el
efecto inevitable del fin de la subjetividad.412

En el primer momento de la deriva antisubjetivista, de la batalla contra el sujeto, el


discurso buscó el refugio antropológico contra las figuras colectivas del sujeto. Basta
con recordar la dura rebelión contra la subjetividad hegeliana y marxista, en nombre del
individuo o la persona, ahogados en las totalidades y totalitarismos de la dialéctica, la
más identitaria de las lógicas. Nietzsche y Kierkegaard inspirarán esa batalla por el
individuo. En los ámbitos de pensamiento socialista puede apreciarse este
desplazamiento antropológico en la historia ya escrita de la recuperación del Hegel de la
Fenomenología y del Marx de los Manuscritos de 1844, textos más apropiados para
seguir pensando en claves humanistas. Sin duda alguna, de forma indirecta, esta
reivindicación del humanismo servirá de cobertura a la permanencia del discurso
liberal, refractario a la filosofía, en su postulación de la subjetividad individual; los
esfuerzos de K. Popper contra Hegel y contra Marx constituyen el arquetipo 413.El efecto
político de este definitivo desplazamiento filosófico a la defensa de figuras individuales
de subjetividad, a costa de las colectivas (clase, nación, pueblo), sería el afianzamiento
del liberalismo.

Pero el triunfo contemporáneo de las figuras individuales del sujeto frente a las
colectivas, que parece reproducir el espacio de la modernidad, no debe ocultar la batalla
más profunda contra cualquier forma de subjetividad. No es trivial que el tema estrella
de la filosofía contemporánea haya sido la “muerte del Hombre”; el escenario de
confrontación ha sido el humanismo. Si la deriva individualista es el rostro político de
la postmodernidad y conlleva la quiebra radical del republicanismo, su expresión
filosófica, la deriva antisubjetivista, es la disolución del sujeto y el silenciamiento
definitivo del humanismo. Las batallas filosóficas contra el sujeto414, los discursos sobre
la muerte del hombre415, los debates sobre el humanismo tanto en ámbitos filosóficos
liberales como marxistas416, son páginas destacadas de esta historia, que merecen ser
repensadas y redescritas.

411
R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991; y Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores
contemporáneos. Barcelona, Paidós, 1993.
412
Ver J-B. Foucault y D. Piveteau, Une société en quête de sens. París, O. Jacob, 1995; y Z. Laidi, Un monde privé de sens.
París, Fayard, 1995.
413
K. Popper, La ciudad abierta y sus enemigos. Barcelona, Paidós, 1992; y La miseria del historicismo. Madrid, Alianza,
1973.
414
“De la edad clásica a la modernidad vamos de un estado en que el hombre no existe a otro en que el hombre ya ha
desaparecido” (G. Deleuze: “L’Homme, une existence douteuse”, en Le Nouvel Observateur, 1 Junio 1966). “El sujeto no sabe lo
que dice, entre otras mejores razones, porque no sabe lo que es” (J. Lacan, Le Séminaire, II. París, Seuil, 1986, pág. 286). Sobre la
invención del sujeto y su muerte ver M. Foucault, Historia de la sexualidad, 2º vol. Madrid, S. XXI, 1989). Cif. L. Ferry y A.
Renaut, La pensée 68. Essais sur l’anti-humanisme contemporain. París, Gallimard, 1989
415
"Donde se habla, el hombre ya no está" (M. Foucault, "L'Homme est-il mort?", en Ars 15 (Junio, 1966); “No hay más
señor que el significante. El hombre es […] una suerte de peón en el juego del Se” (J. Lacan, Escritos, 2 vols. México, S. XXI,
1984); “El humanismo de los tres o cuatro últimos siglos es secretamente, y cada vez menos secretamente, totalitario, y el hombre
muere en él” (M. Clavel, Le Nouvel Observateur, 27 Diciembre 1976). Ver sobre el tema R. Legros, L'idée d'humanité. París, Grasset,
1990; y A. Finkielkraut, L'humanité perdue. Le Seuil, 1996.
416
Para el debate entre marxistas, L. Althusser y otros, Polémica sobre marxismo y humanismo. México, XXI, 1968. El punto
de vista católico en P. Bigo, Marxisme et humanisme. París, PUF, 1953.
336
No se trata de una reedición del debate moderno hombre/individuo, aunque
reaparezca en algunas posiciones; ahora ambas figuras se juegan en la misma partida.
La representación moderna de la muerte de Dios cargaba al sujeto con la construcción
del mundo y de sí mismo; pero éste podía recurrir a su inmanencia, donde guardaba la
huella divina en forma de verdad y valor transcendentales. La validez de la norma
estaba ontológicamente garantizada por la universalidad de la forma de la subjetividad,
sea la del cogito, la del sujeto transcendental o la de la voluntad general. La liberación
de ese resto de transcendencia implica el deslizamiento del humanismo al
antihumanismo, que no es sólo individuo sin humanidad, sino sin subjetividad. Ese
desplazamiento se concreta en la ejecución y ritualización de la “muerte del Hombre”.

No podemos detenernos a describir este cuadro; pero es en él donde toma todo su


sentido la deriva individualista y antihumanista de la segunda mitad del XX. Si la
muerte de Dios dejaba paso a un humanismo limitado y siempre bajo amenaza
controlada de individualismo, la muerte del Hombre abre definitivamente y al mismo
tiempo las puertas a un humanismo consecuente y a su máximo riesgo de disolución en
el mero individualismo. La máxima liberación del hombre parece pasar por superar la
simple autonomía de su voluntad, que le exige autodeterminación, y conquistar la total
independencia del deseo, que le exige arbitrariedad; pero, paradójicamente, en esa
liberalización pierde su determinación de ser humano. Más aún, pierde su condición de
sujeto. La muerte del hombre parece implicar la muerte del sujeto; y, por tanto, del
individuo como sujeto. Del desastre de la subjetividad moderna sólo se salva el
individuo sin sustancia, reducido a simple rizoma417, a nudo en una red de poder418 o de
deseo419, a simple efecto arbitrario de una huella ciega420.

Tal vez sea éste uno de los aspectos más escondidos de la historia de la subjetividad:
la lucha entre sus distintas figuras conduce a un final trágico, a la disolución de todas
sus formas. El triunfo del “individuo” es sólo aparente, tanto en el discurso ontológico
como en el político. La filosofía lo reducirá primero a efecto de las estructuras (R.
Barthes, C. Lévi-Strauss, L. Althusser421), privándole de subjetividad; la arqueología y
la genealogía acentuarán el proceso, restándole sustancialidad y constancia ontológica,
hasta culminar en su dispersión ante la mirada de la diseminación y de la
contingencia422. La arqueología foucaultiana pondrá el individuo como un “invento
simbólico”, un efecto de la episteme subyacente, privándole de toda subjetividad,
417
“Escribimos este libro como un rizoma. Lo hemos compuesto con mesetas. El libro no es imagen del mundo […] Forma
un rizoma con el mundo” (G. Deleuze y F. Guatari, Mil mesetas. Valencia, Pretextos, 1994).
418
M. Foucault, Microfísica del poder. Barcelona, La Piqueta, 1992; Vigilar y castigar. Madrid, S. XXI, 1990. G. Deleuze, El
Anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Paidós, 1995.
419
J-F. Lyotard, Economía libidinal. Madrid, Saltes, 1980.
420
J. Lacan, El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Barcelona, Paidós, 1983.
421
Ver A. Bolivar, El estructuralismo de Lévi-Strauss a Derrida. Madrid, Cincel, 1986; y A. Bonomi y otros, Estructuralismo
y filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión, 1969.
422
Ver K. Baynes y J. Bohman, After-Philosophy. Cambridge (Mass.), MIT Press, 1996: A. Hesnard, De Freud a Lacan.
Barcelona, Martínez Roca, 1976; F. Laruelle, Les philosophes de la différence. París, PUF, 1986.
337
aunque conservando su sustancialidad. A Deleuze le parece que un yo, aunque sea
simple efecto de lo otro (inconsciente edípico, episteme de la época o infraestructura
socioeconómica), no deja de ser un yo, es decir, una realidad con sustancialidad y
consistencia; por tanto, aspira a ir más allá en ese camino imparable de indeterminación.
Así, sustituye el psicoanálisis edipizante (constructor del yo) por su “esquizoanálisis”,
donde las “máquinas deseantes” ponen el soporte a los “cuerpos sin órganos”, pura
energía-deseo sin límites, fines, leyes o formas. El esquizo confunde los códigos, se ríe
de los dualismos y las diferencias, se mueve en lo polimorfo y lo amorfo, en definitiva,
consigue deshacer hasta el último residuo del yo 423. Pero el discurso político, a pesar de
su pertinaz insistencia en poner el individuo como referente, ha renunciado a su
construcción: la difusión acelerada del gregarismo el plano sociológico y la defensa
teleológica del consenso, las dos formas más relevantes de constitución de la
subjetividad contemporánea, ponen de relieve la muerte del individuo. La paradoja se
ha cumplido: de la muerte de Dios en nombre del Hombre se pasa a la muerte del
Hombre en nombre del Individuo; pero así se llega, de forma inquietante, a la
disolución del individuo en lo otro. Tal vez era inevitable: en perspectiva
antropocéntrica subjetividad y humanidad parecen indisociables; un individuo sin
humanidad parece impensable como subjetividad.

9. Después del individuo.

Dejemos la historia abierta, pues sin duda hay páginas por escribir. Nuestros residuos
ilustrados nos empujan a cerrar el discurso recuperando la cuestión inicial de los
efectos de la deriva antisubjetivista de la filosofía en los males éticos de la política.
Confiamos, al menos, en haber avanzado en el segundo objetivo: comprender un poco
mejor la deriva individualista, la tentación neoliberal; pero también hemos avanzado en
el primero. La crisis de la subjetividad implica la desautorización de la razón práctica;
por tanto, pone a la política ante una alternativa dramática: establecer fines moralmente
arbitrarios o gestionar los deseos sin otro fin que la optimización en su satisfacción. En
ese contexto no es sorprendente que la razón instrumental acabe reificándose e
instaurándose como instancia moral.

Si aceptamos que esa situación no es contingente, sino que responde a una ontología
de la indeterminación (cuya necesidad habríamos de constatar poniéndola en relación
con las nuevas formas de producción material y con la nueva manera de relacionarse los
hombres con los productos), las salidas parecen ser escasas y poco convincentes. La
primera pasaría por olvidarnos de esta historia y recuperar el horizonte de la
modernidad, es decir, insistir en la vigencia de los sujetos clásicos (clases, nación,
partidos, organizaciones). En este caso sólo tenemos que seguir insistiendo en que la
política es el instrumento de la filosofía para realizar el bien moral y político; y si las
cosas no funcionan, como suele ocurrir, insistir en que el mal está en el instrumento, en
que la culpa corresponde al Príncipe que es opaco a la filosofía. Es el camino fácil, bien
trillado, en el que siempre encontramos compañeros de viaje dispuestos a la
423 ?
G. Deleuze, Mil mesetas. Edic. cit..
338
complicidad. No obstante, es también el largo camino del escepticismo, que amenaza
con llevarnos de los males de la política a la política como mal, punto de no retorno.

Una segunda salida, llena de dificultades, pasaría por aceptar el fin de siglo y buscar
una redefinición de las figuras de la subjetividad posibles en el nuevo escenario de la
ontología de la indeterminación. Es decir, aceptar como definitiva la crisis de la razón
práctica, propia de subjetividades fuertes, y buscar una nueva racionalidad y una nueva
subjetividad. Creemos que en esta vía se sitúa Habermas. La razón comunicativa, el
sujeto como comunidad de hablantes, aunque tenga ciertos residuos modernos (no
despreciables) se ajusta bastante a la nueva ontología. La razón comunicativa, en la
medida en que se libere de toda sombra transcendental y aspire a ser una racionalidad
sin subjetividad ontológica, sin ontología teórica ni práctica, constituye una apuesta
atractiva, aunque difícil. Creo que también podemos incluir en esta perspectiva el
proyecto rawlsiano, en sus últimas versiones, con sus acentos contextualistas. Se trata,
en definitiva, de pensar subjetividades no sustanciales, como conjunto de reglas
procedimentales, suficientes para llegar a acuerdos compartidos, revisables pero no
efímeros, sin fundamento ontológico pero con legitimidad. Ambas tienen, a nuestro
entender, el mérito de la lucidez: saben lo que ya no puede ser pensado. El peligro es
que, en su traducción al discurso político y cambiar de referentes (del contrato al
consenso, de la ley a la negociación) pueden servir de cobertura al reinado de la fuerza,
metamorfoseada en formas de dominio elegante.

Una tercera salida que se nos ofrece pasaría por aceptar la crisis definitiva de las
subjetividades sustantivas, capaces de poner sentido y fines, aceptando el marco general
de incertidumbre y confiando a la espontaneidad las tareas históricas. Se trata, en
definitiva, de pensar las nuevas formas de organizar la subjetividad en movimientos no
institucionalizables, frágiles, discontinuos, locales, insuficientes para la mirada
universalista y eterna del pensador ilustrado, pero posible y nada despreciable en una
época en la que los hombres se acostumbran con rapidez a vivir sin horizontes, sin
destino, sin sentido.

Sin duda hemos de seguir pensando en éstas y otras salidas, que aquí hemos descrito
de forma balbuceante y sin convicción. Pero no debemos olvidar que mientras tanto el
mercado, espacio sin subjetividad, muestra su creciente poder y suficiencia para hacer
posible la vida, aunque sea una vida inesencial; y que la metáfora deleuziana “el Capital
es el cuerpo sin órganos del ser capitalista” es cada vez menos profética y más
descriptivas. Esperemos que las dificultades no nos arrastren ni a la deserción ni a la
repetición.
339

También podría gustarte