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Adios Al Ciudadano EH
Adios Al Ciudadano EH
Adios Al Ciudadano EH
ADIÓS AL CIUDADANO.
J. M. Bermudo
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ÍNDICE
Presentación..................................................................................................... 3
I. La tolerancia: del liberalismo al pluralismo................................................... 6
II. Pensar sin verdad, vivir sin moral................................................................. 25
III. Confrontación sobre el pluralismo............................................................... 48
IV. Pluralismo liberal, pluralismo multicultural................................................ 71
V. Pluralismo del disenso................................................................................. 96
VI. Derechos y ciudadanía................................................................................ 118
VII. Nueva Declaración Universal de Derechos del Hombre............................ 147
VIII. El derecho olvidado................................................................................ 165
IX. Los derechos emergentes y la ciudadanía de calidad.................................. 186
X. Ciudadanía e inmigración............................................................................. 220
XI. Defensa de una ciudadanía mínima universal............................................. 245
XII. La ciudadanía en un mundo globalizado.................................................. .. 271
XII. Pacifismo ético, pacifismo estético.......................................................... ... 296
XIV. Política para hombres, política para individuos.......................................... 321
3
Presentación
Los textos que se recogen en este volumen corresponden a mis reflexiones a lo largo
de la última década sobre la problemática de la ciudadanía y la emancipación en las
contemporáneas sociedades pluralistas y multiculturales del capitalismo de consumo. Han
sido propiciadas por dos proyectos de investigación, financiados por el MICIN, y
desarrollado en el grupo de investigación “Crisis de la razón práctica”, del que soy
investigador principal. Todos estos trabajos han sido discutidos en el Seminario de
Filosofía Política, de la UB, antes de ser presentados y debatidos en distintos foros
(congresos, seminarios, jornadas) de filosofía política nacionales e internacionales. Estoy
en deuda, por consiguiente, con los miembros del SFP, tanto las ideas que me he
apropiado cuanto por su estímulo y provocación, que hacen soportable dedicarse a la
filosofía en una sociedad eminentemente postfilosófica.
El título del volumen, “Adiós al ciudadano”, es una sentencia formulada desde el
final, con el recorrido ya hecho. Por tanto, tal vez no del todo ajustada a los momentos
del recorrido, en los que de una u otra forma suele estar presente la esperanza de
regeneración. Creo que no podía ser de otra manera, ya que esa es la condición de la
reflexión filosófica: desde la sentencia final, desde la conclusión, suele hacerse
innecesario el discurso. Éste se sostiene en la esencial incerteza del final de la reflexión
filosófica, que no acostumbra a llevarnos –a diferencia del discurso del creyente- adonde
nos prometía. Hegel nos reveló con la metáfora del búho de Minerva que la historia,
cualquier historia, también la íntima historia del proceso de pensamiento individual, sólo
se nos revela al anochecer. A diferencia de los dioses, los hombres tenemos esa suerte,
pues en esa carencia reside la posibilidad misma de la historia y de la vida humana. Ser
Dios debe ser insoportable; tal vez por eso los hombres, después de haber creado su
esencia, los desfiguran en representaciones antropomórficas, para que resulten
envidiables.
Tal vez ésta se la condición del discurso filosófico: moverse en la incertidumbre y
llegar siempre a lo imprevisto. Rousseau nos proporcionó en su Discurso sobre el origen
de la desigualdad entre los hombres una metáfora de esos momentos esenciales de la
filosofía en la que ésta se juega al azar su destino (y aquí Rousseau tiene el aval especial
de ser el pensador que definió la figura paradigmática del ciudadano sensu stricto). Me
refiero a aquella estatua del dios Glauco, “que el tiempo, el mar y las tempestades habían
desfigurado de tal suerte que parecía más una fiera que un dios”. ¿Cómo, en esa
situación, recuperar la imagen originaria, el verdadero rostro del dios?. Por debajo de la
metáfora, ¿cómo recuperar la naturaleza humana, el “alma humana alterada en el seno de
la sociedad por mil causas perpetuamente renovadas”?. El intuitivo filósofo ginebrino
nos abre su alma y nos muestra su convicción en el carácter trágico del inicio del
recorrido filosófico: hay que tomar posición, hay que decidir si se opta por asumir que el
rostro originario de Glauco está definitivamente perdue, o por asumir que, bajo las
cicatrices e incrustaciones, está caché. Esa es la alternativa: la primera hace imposible,
4
innecesario, el discurso filosófico; la segunda abre una esperanza de acceso a la verdad.
Pero, para ser esperanza filosófica, y no mera fe, ha de quedar abierta la posibilidad de
que, al final del recorrido reflexivo, éste pueda revelarse fallido, ilusorio. La filosofía,
pues, parece condenada a un voluntarismo sin límites; como ya revelara Kant, se ha de
elegir entre el silencio o los postulados de la razón práctica, pero sabiendo que son
postulados, que con ello sólo se persigue esquivar el silencio; podríamos decir que al
partir de esa inexorable incerteza la filosofía se salva a sí misma, se hace posible, aunque
en ese acto pierda su sentido noético y se condene a interminable tarea crítica.
No podía partir de la pérdida definitiva del ciudadano, de su desaparición con el
mundo en que surgió como ideal posible y realizable; no podía partir de esa verdad,
aunque estuviera presente como sospecha. Sólo al final –y un final siempre provisional-
toma sentido esta sentencia. Porque, bien mirado, en los trabajos recogidos en este
volumen, incluso en los más reivindicativos, siempre está presente la pérdida de ese ideal
de ciudadanía sobre el que pivotaba la sociedad burguesa. Nuestros tiempos no son
tiempos de ciudadanos; el ideal republicano quedó en las cunetas de la historia. El
capitalismo de consumo no necesita, no soporta, individuos-ciudadanos, sólo necesita y
fomenta individuos-consumidores.
No deberían desgarrarse nuestras almas por ello. Al fin el ciudadano es una figura
histórica, correspondiente a un orden político, social y económico no exento de
desigualdades e injusticias intolerables; aunque, claro está, encajado entre los súbditos
del antiguo régimen, de las monarquías despóticas, y los ciudadanos siervos, en acertada
descripción del profesor J. R. Capella, ese ciudadano imposible del republicanismo
cívico, incluso el ciudadano razonable del liberalismo rawlsiano, puedan resultar
atractivos, como cactus en el desierto. No es una extravagancia filosófica pensar que el
ciudadano, como las demás instituciones jurídicas o políticas, se corresponden con unas
formas socioeconómicas de existencia, y que el inevitable devenir de éstas vuelve
obsoletas a las primeras. Podemos seguir resistiéndonos a su desaparición (partidos,
parlamento, identidades culturales), y tal vez subjetivamente no podamos no hacerlo,
arrastrados por determinaciones existenciales; pero sólo conseguimos su sobrevivencia
imaginaria redefiniendo la semántica de los términos hasta volverlos irreconocibles,
como la estatua de Glauco.
He dicho todo esto para justificar una idea: que ahora, después de una década, estoy
más convencido que antes de la inevitable desaparición del ciudadano en su sentido
eminente, tal como lo formularon Rousseau, Paine, Madison o Robesbierre. Y que la
nueva semántica del término, la redefinición de la ciudadanía, además de ir
frecuentemente acompañada de contradicciones conceptuales, por falta de clarificación
ideológica, tienen a una nueva manera de ser y de estar en la sociedad que no se
corresponde con el viejo ideal republicano, al que corresponde en rigor la idea de
ciudadano. Ni la sociedad de consumo, imparable y ya legitimada, ni la “globalización”,
objetivamente triunfante y subjetivamente a debate, son espacios adecuados para el
ciudadano virtuoso y participativo, celoso de su autonomía y del librepensamiento,
intransigente en la defensa de sus derechos pero consciente de que por encima de los
5
mismos está el deber cívico y el interés de la república. Si ya una monarquía hace
sospechar de la debilidad del sentimiento republicano, y hay muchas en el espacio
europeo, la institución de órdenes supraestatales hace imposible la idea de patria, sin la
cual no hay ciudadanía republicana. El capitalismo sigue su curso y no va por ahí. El
“adiós al ciudadano” va teñido, por tanto, de nostalgia (que expresa las dudas respecto al
futuro) y de expectativa (neutral invitación a asumir el presente). Es un adiós sin ira ni
desgarro.
**** **** ****
Los trabajos aquí recogidos, como ya he dicho, han sido defendidos en diversos foros,
y difundidos en diferentes publicaciones. Me he limitado a hacer las correcciones
imprescindibles para evitar errores y clarificar el texto cuando éste presentaba
oscuridades. Su origen y temática determinan que haya frecuentes solapamientos,
repeticiones de argumentos, reiteraciones de análisis; es así porque, en algunos casos, se
trataba de intervenciones en dos foros distintos sobre temáticas emparentadas; y aunque
en ningún caso se trata de dos versiones del mismo trabajo, es cierto que en varios casos
hay solapamientos y se aprovechan las mismas reflexiones.
He renunciado a reescribirlos, por dos razones. Primera, porque se perdería algo que
personalmente me agrada: visualizar las condiciones de producción teórica. Son
intervenciones en un campo de debate filosófico político mediadas por un debate, tal que
en muchos casos se abordan los mismos temas con perspectivas distintas, corrigiendo
posiciones anteriores o respondiendo a críticas. Esa dimensión de textos ligados al
momento de su producción, expresión de un contexto y de la no siempre ordenada
intervención en el mismo, incluso de su estatus de provisionalidad, me parece interesante
mantenerla. Por otro lado, y es la segunda razón aludida, porque reescribir los textos
desde la posición que ellos mismos han contribuido a generar, desde la posición del
“adiós al ciudadano”, sería tanto como vaciarlos de su alma. El volumen ganaría en
coherencia, en elegancia, en orden, pero sería otra cosa. Si mi pretensión fuera ofrecer al
lector conocimientos o verdades para su perfección y felicidad, tal vez esa opción sería
justificable; pero mi voluntad no es esa, sino la de ofrecer modos de posicionarse en
cuestiones filosófico política y maneras de enfocar los problemas por si alguien quiere
entrar en diálogo con los mismos. Por decirlo con Diderot, me preocupa que el lector
piense, no que el lector aprenda. Y para pensar las imperfecciones no son obstáculos,
sino ventanas que a veces permiten la entrada o la huída.
6
I. Tolerancia o pluralismo1.
1. El contexto y el objetivo.
1.1. (El contexto). Estamos, sin duda, en tiempos filosóficos de pensamiento débil y
de categorías blandas. El exceso de información y, sobre todo, la inflación de opiniones,
diseminan y degradan el pensamiento, cuando no lo impiden. La impotencia de la razón
para poner orden y sentido se transmuta en síntoma del desorden, de la contingencia y
del sinsentido intrínseco al mundo. Lo que en el fondo es simplemente crisis de la
conciencia, miseria de la subjetividad, se ve a sí mismo como lucidez en el espejo
encantado de la ideología. Lo que debería ser reto al pensamiento –comprender,
ordenar, pensar- es declarado conciencia obsoleta de quien, como dijera el Zaratustra
nietzscheano, aun no se ha enterado de que Dios ha muerto.
En el dominio práctico –ética, estética, política- la inexorable y sin duda justa crítica
analítica y deconstructivista, marxista, freudiana o nietzscheana, a la razón práctica no
ha provocado sólo, como sería de esperar, un desplazamiento desde la vía del
fundamento ontoepistemológico al fundamento político; su efecto más dramático, y tal
vez más perverso, ha sido la crisis de cualquier forma de racionalidad, teórica o
práctica, lógica o dialógica, pura o pragmática. Lo que debería conducir a una nueva
mañana, a una aurora limpia de absolutos, parece haber conducido a una noche donde
todos los gatos son pardos. El antiguo amor de la filosofía por el análisis, el rigor
conceptual, la claridad y distinción cartesianas, la univocidad léxica y la coherencia
argumentativa, han dado paso al elogio de la ambigüedad, de la analogía y la alusividad,
de las metáforas móviles y del lenguaje poético y poiético. Y este desplazamiento,
vivido en tonos sublimes como reconquista del contacto con el ser o en tonos patéticos
como final del sentido, apenas sirve para enmascarar lo que parece ser la marca de la
filosofía contemporánea: el retiro vergonzante de la filosofía autoderrotada.
1
Este trabajo, "La tolerancia: del liberalismo al pluralismo”, tiene su origen en una ponencia presentada en el I Congreso
Iberoamericano de Filosofía, en Cáceres (Organizado por UE-CSIF-UCM, del 21 al 26 de Septiembre de 1998). Muy revisado y
con el título "De la tolerancia al pluralismo” fue defendido en una conferencia impartida en el Ateneo de Barcelona (18 de Abril de
2001) en el ciclo Crisis de la razón práctica. El texto corregido fue publicado con el título originario, "La tolerancia. Del
liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra Francisco de Suárez, 33 (1999): 243-259. El texto con el título “Tolerancia y
pluralismo” fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003
7
En nuestro dominio, el de la reflexión ético-política, el inevitable fundamento
político ha seguido un subterráneo proceso de degradación: la racionalidad política,
acosada anteayer por Nietzsche y Weber, ayer por Wittgenstein y Heidegger, hoy por
Foucault y por Rorty, o por Feyerabend y Derrida, apenas logra autointerpretarse como
diálogo que, a su vez, apenas consigue legitimarse como búsqueda del consenso. Y, para
centrar el tema de reflexión que aquí me ocupa, la tolerancia, elemento clave de la
racionalidad práctica y, en particular, del discurso fundador del estado moderno,
sorprende ver que en esta deriva del pensamiento pierde sus perfiles y se identifica con
el pluralismo, dando así un paso de terribles consecuencias para la filosofía y de
impredecibles efectos para la política: el paso que va desde la coexistencia en conflicto
de las diferencias a la convivencia neutral de ideales y teorías. Se prostituye así el ideal
kantiano de paz perpetua, noble y bello en el ámbito de la relación entre los cuerpos,
pero que deviene silencio, parálisis y muerte al ser exportado al pensamiento, cuya
existencia fecunda pasa por dudar, oponer y negar... al instante después de afirmar,
unificar, ordenar.
No pretendo remontar esta corriente, ni mucho menos ignorarla: creo que estamos
condenados a pensar después de Marx, Nietzsche, Freud, Weber, Heidegger, Foucault y
tantos otros. Pero entiendo que esa indiscutible crisis de la razón práctica –y, en ciertos
ámbitos, crisis de la razón en general- abierta en la filosofía contemporánea no conduce
necesariamente ni a la deserción política de la filosofía ni a su vergonzante sumisión al
poder, aunque éste se presente atractivo tras las guirnaldas de flores del pluralismo
democrático. Es decir, entre la sumisión al príncipe y la deserción, entre la complicidad
y la fuga, hay -o ha de haber, o nos comprometemos a buscar- un lugar para la razón2.
1.2. (El objetivo). La tolerancia es una esas ideas blandas, usada en mil contextos,
tan universalmente aceptada y glosada que deviene sospechosa ante quienes piensan,
como es mi caso, que la filosofía es lucha inacabable contra la invencible voluntad de
creer; que el diálogo más que armonía ha de ser confrontación a muerte (simbólica); y
que el consenso no es reconciliación final y destino compartido sino tregua estratégica,
breve momento de descanso del “guerrero filosófico”, dicho con toda la ironía del
mundo. El pluralismo es igualmente una idea sospechosa para quienes, como es mi
caso, creen que la misma, inapelable en perspectiva ontológica y estética, como
reconocimiento descriptivo o axiológico de la diversidad, dista mucho de se en cambio
un ideal político indiscutible; para quienes, como es también mi caso, creen tener
argumentos de peso para considerar que el pluralismo político, tomado como fin, es un
mal, y tomado como contexto -como el error, la desigualdad, la muerte o la
imperfección- algo a soportar en tanto que intrínseco a las cosas humanas.
2 ?
Insisto: sin oponernos a la corriente de la historia. Entiendo que las verdaderas mercancías que la crítica analítica y
deconstructivista pretendían proporcionar al mercado dialógico eran conceptos de naturaleza histórica, cultural, conjetural y frágil;
pero no necesariamente ideas blandas, de contornos dúctiles y maleables, orientadas a permitir un diálogo sin comunicación y un
consenso si coincidencia; no necesariamente ideas híbridas que, como la loba capitolina, amamanten al mismo tiempo a infantes y
lobeznos. Las exigencias de fragilidad, historicidad y contextualidad que se derivan de la crítica filosófica contemporánea no
implican, sin perversión, la blandura ni la ambigüedad de las ideas. No implican, por decirlo políticamente, ni deserción y sumisión.
8
Tolerancia y pluralismo, nociones vagas e ideológicas y no conceptos, confundidas
entre sí y confundidas con otras igualmente sacralizadas (democracia, libertad,
humanismo, liberal), son categorías blandas, proteicas, con perfiles interactivos, es
decir, con los rostros propios de los nuevos ídolos sagrados de la sociedad gelatinosa del
self-service. Y aunque definan un “juego de lenguaje”, y aunque en línea
wittgensteiniana se acepte que el ejercicio del sentido sólo puede darse dentro de los
límites de un juego de lenguaje, la filosofía no puede –ni debe- dejar de aspirar a
situarse en la frontera del mismo, aunque sea acusada de imitar al “ojo de Dios”.
2ª. Puede montarse una política sobre la tolerancia; y dicha política, además, no
prescinde de la filosofía, sino que la exige; en cambio, toda política montada sobre el
pluralismo implica la marginación de la filosofía, aunque sea bajo la forma disfrazada
del recurso a una filosofía sin verdad.
En otras palabras, la tolerancia no es sólo una virtud o regla práctica, sino la regla
por excelencia, la regla de las reglas, en cuanto pone un nuevo juego del lenguaje que
afecta a la interpretación y el uso de las categorías ético-políticas. En esta función
dominadora, la regla de tolerancia incluso se extiende al ámbito de las categorías
descriptivas, imponiéndose como norma del método y del debate científicos (cada vez
se oyen más voces en favor del pluralismo, expresión grosera de la tolerancia, en las
ciencias empíricas). La tolerancia, en el uso actual, deja de ser una norma que se sitúa
en el mapa ético-político junto a otras de su rango, con las que comparte la regulación
del orden práctico, como la justicia, los derechos, la dignidad personal, o la libertad,
para devenir un referente normativo del que los derechos, la justicia, la autoestima o la
libertad son figuras, tal que todos son pensados, valorados y determinados desde la gran
regla de tolerancia en su uso flácido.
Entiendo que la tolerancia es un concepto clave del discurso del estado, en tanto se
asigna a éste como origen y función la regulación de los conflictos entre los individuos
y los grupos (étnicos, culturales, económicos, etc.). En este sentido, Robert Wolff ha
escrito que "la virtud de la moderna democracia pluralista que ha surgido en la
Norteamérica contemporánea es la tolerancia"3, y llama a pensarla como virtud política
y a estudiarla "en la teoría y la práctica del pluralismo democrático". Efectivamente, la
idea de tolerancia ocupa un lugar estratégico tanto en el discurso filosófico político
3
R. P. Wolff, "Más allá de la tolerancia", en AA.VV., Crítica de la tolerancia pura. Madrid, Editora Nacional, 1977, pág.12.
10
como en el orden institucional del concepto de "estado pluralista"; y como ésta es la
forma de estado que, un tanto clandestinamente, se está instaurando sobre los restos del
estado liberal-parlamentario con cuya ideología cohabita, lo prudente es distinguir el
sentido de la tolerancia en las concepciones de una y otra forma de estado.
2.3. (La máscara de la tolerancia). Las preguntas que hace treinta años se hacía H.
Marcuse en su provocador ensayo Tolerancia represiva, ("¿Hay condiciones históricas
en las cuales tal tolerancia impide la liberación y multiplica las víctimas que son
sacrificadas al statu quo?". "¿Puede ser represiva la garantía indiscriminada de derechos
y libertades políticas?". "¿Puede actuar tal tolerancia en el sentido de obstaculizar el
cambio social cualitativo?"), preguntas que la filosofía no puede eludir sin
deslegitimarse, hoy no parecen actuales ni pertinentes, incluso son sospechosas de
imposturas en un marco ideológico en el que se acepta como trivial y evidente (en otros
tiempos se diría "dogmáticamente") que "la tolerancia es un fin en sí misma". Y no
pongo ahora en discusión que esta tesis pueda llegar a ser razonablemente aceptada;
sólo cuestiono por dogmática e irreflexiva su aceptación coral, su acrítica aceptación
ritual. Lo que me resisto a aceptar, en definitiva, es la elevación de la tolerancia a regla
sagrada del discurso político, a un sacralizado "juego de lenguaje".
Las preguntas y sospechas de Marcuse son hoy tan pertinentes como en su tiempo,
pero mucho más urgentes de plantear; en rigor, me parecen inaplazables. Inaplazables
hoy más que nunca, cuando la imagen bella de un uso contextual de la tolerancia es
hipostasiada a norma universal de la vida práctica y teórica, ocultando su nueva función;
inaplazable hoy más que nunca en que el rostro compasivo y amoroso de la tolerancia
puede ser simple máscara de la dominación, como sugiere Marcuse.
4
Reyes Mate, De la tolerancia indiferente a la tolerancia compasiva (Dos teorías enfrentadas de la tolerancia en Natan el
Sabio, de Lessing. Madrid 1997.
5
Ver J. M. Bermudo, "La tolerancia. Del liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra F. Suárez, 33 (1999): 243-259.
12
conocimiento universal y necesario ofrecerán el complemento laico a esa concepción de
la verdad única y absoluta.
2.5. (La tolerancia y los filósofos). Sin pretender siquiera resumir la historia de la
idea de tolerancia, vale la pena llamar a la memoria de quienes, desde la filosofía,
reformularon su concepto moderno, estrechamente ligado a la definición del estado.
Entre los muchos autores que merecen esta consideración, un buen referente es el de
Bayle, quien en sus audaces Pensamientos sobre el cometa (1682) y en su Diccionario
histórico y crítico (1696-97) apuesta por la total tolerancia religiosa, defendiendo con
una audacia que pagaría cara la posibilidad de una "república de ateos honesta". Su
escepticismo epistemológico le permitía justificar, con coherencia, no sólo el "derecho
al error", tan odiado por el agustinismo, sino su inevitabilidad. La tolerancia como
norma política quedaba así, por primera vez, apoyada en una epistemología que había
renunciado a las evidencias éticas y noéticas y a las verdades absolutas. De su obra se
Esta argumentación instrumental, esta defensa de la tolerancia como estrategia en la salvación de las almas, aunque se extiende
en los medios eclesiásticos obedece cada vez más al nuevo contexto político; e irá tomando un carácter más laico y civil a medida
que se afianza el estado moderno, que se libera de sus dependencias con el Papa y sienta su neutralidad religiosa. Se mantiene la
argumentación estratégica e instrumental, pero en base a objetivos civiles, siendo la paz y el bienestar dos razones prudenciales
constantemente usadas en la reivindicación de la tolerancia. La tolerancia religiosa es vista como cuestión política; el Estado
moderno requiere cada vez más, para su estabilidad, paz, bienestar y progreso, recluir la fe religiosa en el mundo privado, en la
esfera personal.
8
Recordemos unos datos: en 1555, la Paz de Augsburgo concede la libertad religiosa a los estados y principados del Imperio,
aunque manteniéndose el intolerante principio "cuius regio, eius religio", suavizado por el "privilegium emigrandi"?; en el Edicto
de Nantes (1598), Enrique IV concede libertad religiosa a los hugonotes, aunque con restricciones para sus cultos. Son pasos en un
proceso imparable, aunque largo, con recovecos y lleno de regresiones y sangre.
14
deducen unas cuantas tesis que se convertirán en la tópica de la tolerancia ilustrada: no
es necesaria la homogeneidad religiosa para la paz social; la tolerancia crea menos
conflictos políticos que la represión ideológica; el deber de un príncipe es conservar la
paz y el bienestar, no salvar las almas. En definitiva, por primera vez se invita a
desplazar la religión al mundo privado como condición prudente para hacer posible la
convivencia pública.
Ciertamente Locke, que coincide en gran parte con Bayle, será quien de forma clara
y contundente formule los argumentos modernos para la tolerancia en su afortunada
Carta sobre la tolerancia, escrita en 1685, en su dorado exilio en Holanda, y publicada
en 1689, tras haberse difundido como panfleto clandestino. Situado el problema en el
contexto de las guerras de religión, Locke defiende la tolerancia tanto desde la
autonomía de lo político como desde la propia esencia del cristianismo10. Por eso, más
9
Pone el mal en la no separación de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y ve en ello la causa de los disturbios sociales y de
la decadencia de la verdadera fe. Su argumento clave recurre al dogma de la libre interpretación de la Biblia. Desde el mismo le
resulta evidente que ninguna creencia defendida por alguien con sinceridad tras un estudio intenso de la Biblia puede ser
anatematizada. En su perspectiva no es "hereje" quien se aparta de la ortodoxia por seguir su conciencia, sino quien sigue una
Iglesia contra su conciencia.
10
No sólo defiende esta libertad en base a los derechos de las iglesias, sino que pone la tolerancia como "la característica
principal de la verdadera iglesia", como identificación de su superioridad; para ello deriva la tolerancia de dos virtudes
genuinamente cristianas, la caridad y el amor. Frente al fanatismo, frente al uso de la tortura y la hoguera como técnicas de
purificación, redención y conversión, considera que la "verdadera iglesia" ha de recurrir a la comprensión, a la indulgencia y al
perdón, en definitiva, a la tolerancia. Frente al hierro y al yunque, el "Evangelio de paz y la santidad de las buenas costumbres";
frente el miedo y la coacción exterior, la palabra y la convicción interna. Defenderá que "tolerar a quienes difieren de los demás en
asuntos de religión es concordante con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres sean ciegos ante tal luz".
Aunque las guerras de religión sean el contexto que determina la reflexión lockeana, no es menos cierto que le interesa el
aspecto político de esa lucha, en concreto, sus efectos en la constitución de un Estado moderno. Lo que Locke anuncia bajo el
concepto de tolerancia religiosa es una idea genuinamente liberal, a saber, la conveniencia de relegar al ámbito privado todo
aquello que no es esencial para el orden económico capitalista y que, al universalizarse, genera conflictos. En particular, en sus días
se trataba de separar los asuntos religiosos y los asuntos civiles, "estableciendo las fronteras entre la Iglesia y el Estado".
Conviene describir esta perspectiva y profundizar en ella. Locke viene a decir que el Estado y la Iglesia son dos sociedades
particulares, en las cuales se ingresa libre y voluntariamente, con fines, reglas y procedimientos propios y específicos. Mientras el
Estado es "una asociación construida para conservar y organizar intereses civiles como la vida, la libertad, la salud y la protección
personal, así como la posesión de cosas exteriores, como la tierra, las riquezas, los enseres, etc.", la Iglesia es "una asociación libre
de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para venerar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a
la divinidad y provechosa para la salvación de sus almas". ¿Qué tienen que ver la libertad, el bienestar y la seguridad con la
salvación de las almas?. Si creemos a Locke, son fines distintos atendidos por sociedades distintas con reglas y procedimientos
distintos.
15
que norma moral, la tolerancia es una norma estratégica, en rigor, una metanorma
política. Locke no pide tolerancia con quienes, aun empujados por la necesidad, violan
las leyes de la propiedad; ni siquiera es tolerante con los ateos. Su "tolerancia" se
circunscribe a una regla que saque fuera del debate público cuanto pone en riesgo la
paz, la seguridad y la vida. Es decir, su concepto de tolerancia define los límites y
funciones del estado.
Ese nuevo concepto, que implica una nueva idea del orden político, supone una
redefinición precisa de la tolerancia en su contenido y en sus límites. Por un lado, el
reconocimiento o aceptación de la identidad de naturaleza queda exento de la regla de
tolerancia; lo que se reconoce como igual o legítimo no se tolera; lo que se reconoce es
el bien, y el bien no se tolera. La tolerancia siempre refiere a algún tipo de mal, algo
que no puede ser aceptado ni reconocido por la razón ilustrada. La tolerancia, por tanto,
refiere a las "diferencias" malas, al mal de las diferencias; como mal, debe ser
combatido. Tolerar una diferencia no equivale a soportarla o consentirla; sólo significa
combatirla de manera que se respeten los derechos de los portadores de diferencia, que
han sido reconocidos iguales en naturaleza.
Los ilustrados pueden declarar al hombre "ciudadano del mundo"; ese "ciudadano del
mundo" no es el francés, el británico o el canadiense, sino el hombre abstracto,
universal. La aceptación de su ciudadanía universal exige respetar su bagaje cultural y
espiritual, pero no implica reconocerlo, considerarlo como bueno o como igual de
bueno que el propio. El ilustrado deja la legitimación de las diferencias al debate
racional, con el presupuesto de que, o bien son formas erróneas u oscuras que la luz
disipará, o son formas positivas e históricas de una forma común racional y universal
que a través de ellas se abre paso.
11
? Ver también los capítulo IX y X de Del espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu.
12
? Ver Cap. XXII.
17
Una lectura plana podría llevarnos a pensar que Voltaire defiende sin más la unidad y
la universalidad de la lengua, recomendando tolerar el mal de los dialectos locales como
una especie de indulgencia con los ignorantes o de humildad ante la creencia de poseer
la verdadera o mejor de las lenguas. Tal interpretación implicaría suponer que la
tolerancia prescribe consentir el mal, en este caso los "dialectos". Pero cabe otra lectura,
que nos parece más acertada y coherente, en línea con la interpretación ya descrita y
atribuida a la ilustración, desde la que "tolerar" no es ni reconocer ni soportar
resignadamente el mal, ni consentirlo pasivamente, sino una regla que exige enfrentarse
al mismo en una lucha regulada, en los límites puestos por el reconocimiento de la
universalidad de la naturaleza humana y los derechos inherentes a ese concepto. Para
Voltaire el elogio de una normalización de la lengua italiana es incompatible con la
condescendencia o connivencia en el uso dialectal; el diccionario no puede reconocer -
considerar canónico- una variedad lingüística, a no ser que la asuma y la normativice,
con lo cual deja de ser un uso diferenciado para ser simplemente uno de los usos
normales, que ya no son "tolerados" sino "reconocidos" y exigidos. De hecho, el
diccionario se ha elaborado para fijar la lengua correcta; implica, por tanto, la
deslegitimación objetiva de cualquier otro uso. Es "una guía infalible que hay que
seguir", dice Voltaire sin dejarnos la menor ocasión de duda. No hay lugar para la
tolerancia dialectal; el académico ha de combatir los malos usos.
Ahora bien, Voltaire nos dice de forma gráfica que ese combate no ha de llegar a
"cortar la lengua" de los habitantes de Venecia y de Bérgamo. Combatir el mal uso de la
lengua tiene su legitimación en el dominio de la expresión; la norma no puede
extenderse a otros niveles y, en especial, al cuerpo de los hablantes. Hay que combatir el
mensaje tolerando al mensajero; hay que combatir el mal como producto de la
contingencia, sin pensar que su raiz está en la naturaleza de los hombres.
Con esta breve descripción del momento actual del estado pretendo poner de relieve
que el estado pluralista nace -y se desarrolla a costa suya- del estado liberal, de la idea
liberal del estado, de su concepción del ciudadano como individuo con autonomía
moral, sujeto de derechos políticos y de valores universales. Aunque oficialmente se
mantiene el discurso filosófico jurídico individualista y universalista, el funcionamiento
político es cada vez más orgánico, el tratamiento del individuo por el estado es cada vez
más como miembro de un grupo, y los derechos y privilegios que adquiere le vienen de
la capacidad o fuerza de negociación de ese grupo.
3.3. (Pluralismo y filosofía). Sin duda alguna, el "estado pluralista" es una aplicación
de una idea más genérica del "pluralismo", que en nuestros días se extiende a la ética, a
la epistemología y, en última instancia, a la ontología, de la mano de corrientes
heideggerianas y neopragmatistas. Bien pensado, el pluralismo como idea filosófica, es
la expresión del contextualismo en política, o sea, la alternativa al racionalismo
universalista, a la jerarquización de valores, a la legitimación de cualquier ordenación
de fines, modelos y estrategias. En este sentido, el contextualismo, epistemológico o
moral, expresa la crisis del fundamento, e implica el reconocimiento de la arbitrariedad
de cualquier preferencia por una u otra teoría científica, modelo de sociedad o ideal de
vida. Bajo su aparente expresión de neutralidad y complacencia, bajo su llamada al
reconocimiento universal de la diferencia, no exenta de atractivo ni de argumentaciones
persuasivas, se ocultan con frecuencia efectos políticos preocupantes. En el límite, y
21
sólo de forma abstracta, el pluralismo filosófico es compatible con modelos, doctrinas y
prácticas sociales monstruosas para la conciencia común, al carecer de instancia (de
referente) desde donde juzgarlas y condenarlas con objetividad. Sin caer en los ejemplos
perversos, tal posicionamiento, en tanto que implica indiferencia cognitiva y moral,
acaba por justificar o tolerar la fuerza, aunque ésta se enuncie como competencia
negociadora o como eficacia persuasiva. La crisis de la razón práctica que escenifica y
concreta no es políticamente inocente.
Por encima de la valoración ideológica personal que hagamos del "estado pluralista"
respecto al "estado individualista", parece obvio que el pluralismo supone que la forma
más exitosa de construir y defender el estado, una vez se ha renunciado a cualquier
proyecto universalista, es romper con la idea ilustrado-liberal, que piensa el estado
como voluntad general de ciudadanos libres, para pensarlo como "vector resultante" o
como "árbitro" (según la versión del pluralismo) de grupos pre-políticos, naturales o
culturales, donde los individuos se integran por afinidad, donde son educados y
socializados, de donde reciben su ser y su diferencia.
Parece obvio que, sea cual sea el juicio que a cada uno merezca este cambio, es
profundo y de efectos no triviales. Quiero resaltar, en primer lugar, que ya no tiene
sentido el concepto de tolerancia ilustrado-liberal. Tanto si se practica el reconocimiento
universal de la diferencia como la indiferencia universal ante ella, no puede ser objeto
de tolerancia porque ha perdido el estatus de mal, y sólo el mal (contingente) es
"tolerado". El reconocimiento del otro con su diferencia, o la indiferencia ante el
mismo, disuelven las circunstancias en que la tolerancia ilustrada tenía sentido. La
divulgación actual de la norma de tolerancia se hace con otro significado.
22
En segundo lugar, constato que un nuevo concepto de tolerancia surge en un
momento histórico en que aparece la necesidad de reconstituir o redefinir los estados
(organización plurinacional, flujos migratorios, crisis del estado-(pluri)nacional,
reactivación de las reivindicaciones étnicas y nacionales...). Ahora el problema no
cabalga sobre el conflicto entre religión y política ni entre ideologías alternativas, sino
sobre la no menos conflictiva frontera entre las identidades naturales e históricas y la
estrictamente política. Ahora la "tolerancia" no aparece como problema de circunscribir
los ámbitos y las relaciones entre lo político y lo religioso, sino entre esas diversas
formas de identidad, unas veces prepolíticas (etnias, culturas, naciones), otras veces
sociológicas (las diversidades puestas por el género, la sexualidad, las minusvalías),
profesionales (gremios, cámaras, colegios), o simplemente económicas (asociaciones de
propietarios, sindicatos, patronales, etc.), y las estrictamente políticas, pactadas en un
contrato entre supuestamente hombres libres y racionales. La variedad de esas formas de
identificación social es compleja e infinita. A los "grupos de presión" clásicos, mal
vistos por el espejo liberal, suceden hoy una rica y aceptada "pluralidad" funcional.
Es como si la ficción del pacto social, que convertía a los hombres en individuos y a
las leyes en universales, perdiera fuerza y empujara de nuevo a los individuos a
constituirse en grupos e hiciera de las leyes simples acuerdos, consensos efímeros que
expresan relaciones de fuerza contingentes, abiertas siempre a una nueva negociación
para reajustarse continuamente al poder de presión de cada uno. Tal vez el "estado
pluralista" es sólo el estado liberal sin máscara; pero, en todo caso, su máscara hacía
24
más atractivo y soportable al personaje. Tal vez el cinismo de poner la negociación en
lugar del contrato, el acuerdo en el de la justicia, y el consenso en el de la razón, sólo
sea soportable -aparte de la persistencia formal de elementos del estado liberal, como el
estado de derecho, la representación política, la responsabilidad jurídica personal, etc.,
que dulcifican su rostro- por su apropiación de la virtud de la tolerancia. Por eso me
parece importante sospechar, con Marcuse, que la tolerancia, bella virtud en usos
circunscritos, puede ocultar y ser cómplice de un orden político social que oculta bajo
sus guirnaldas de flores la indiferencia y el menosprecio del otro, tanto de su identidad
como de su diferencia. Y que un signo que debe disparar nuestra sospecha es,
precisamente, que se pida tolerancia incluso con las ideas, ignorando que el
pensamiento es el lugar idóneo para tolerar no sólo el disenso sino el conflicto.
25
“El hombre es un modo de ser tal que en él se funda esta dimensión siempre abierta, jamás
delimitada de una vez por todas, sino indefinidamente recorrida, que va desde una parte de sí
mismo que no reflexiona en un cogito al acto de pensar por medio del cual la recobra; y que, a la
inversa, va de esta pura aprehensión a la obstrucción empírica, al amontonamiento desordenado de
los contenidos, al desplome de las experiencias que escapan a ellas mismas, a todo el horizonte
silencioso de lo que se da en la extensión arenosa de lo compensado”, M. Foucault, Las palabras y
las cosas)”.
15
Ver G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona, Anagrama,
2005.
16
Ver el sugerente texto de U. Scarpelli, L’Etica senza verità. Bolonia, Il Moulino, 1982.
17
Un buen ejemplo es la interpretación de que G. Deleuze hace de Nietzsche en su trabajo Nietzsche y la filosofía. Barcelona,
Anagrama, 1993.Ver también, de este autor, Politique et psycanalyse. Paris, Des mots, 1977..
18
Un buen ejemplo es Paul Ricoeur, Tiempo y narración. México, Siglo XXI, 1987.
27
Dado que el pluralismo, filtrado en la ontología, invade todos los territorios del
discurso, no debería sorprendernos su especial forma de presencia en el terreno de la
ética y de la política. Efectivamente, no es extraño que el pluralismo sea la razón de ser,
el fundamento y el fin, de una ética y una política que han asumido su radical carencia
de verdad, que niegan en sí mismas la voluntad de ideal, reconociéndose
respectivamente en la práctica espontánea de la solidaridad bajo la compasión y en la
práctica contingente de la ingeniería social popperiana, reforzada con la arbitraria
práctica del consenso, con excesiva frecuencia cementerio de los principios. Como ya
he dicho, creo que hemos llegado a una situación insólita, en la que el pluralismo ha
dejado de ser una alternativa ética o política a argumentar para devenir fundamento y
referente de legitimación de toda argumentación ético política.
Desde esta pretensión, el primer contacto con la problemática del pluralismo nos
ofrece dos rasgos esenciales de éste, apreciables en sendas constataciones fácticas. El
primer lugar, el pluralismo se nos muestra empíricamente como la ideología de nuestro
tiempo y, en especial, la ideología política de nuestro tiempo, la ideología del estado
liberal democrático en su figura consumista. La segunda constatación, también fáctica
aunque se trate de hechos teóricos, es que el pluralismo no es pensable sino como crisis
de la razón ilustrada, como indisolublemente ligado al hundimiento del proyecto
cultural ilustrado. Efectivamente, no es difícil observar con qué intensidad y monotonía
se reafirma, hasta hacerlo pasar por realidad racional y necesaria, la indisolubilidad
entre liberalismo y pluralismo, su perfecto maridaje, presentando a éste como la
culminación y perfección de aquél, como el modelo liberal completo y redondo; y, por
otro lado, tampoco es difícil detectar en el discurso contemporáneo cómo la
argumentación pluralista ha surgido y se ha desarrollado en un eterno y omnipresente
martilleo sobre la Ilustración, sus fines, sus valores, sus tesis, sus promesas, hasta
demoler cualquier resquicio de fe en ella. Con Nietzsche y Freud en el fondo, de
Wittgenstein a Adorno y Horkheimer, de Kuhn a Gádamer, de Heidegger a Foucault y
Derrida, de Weber a Sloterdijk y de Lyotard a Deleuze y Rorty, las más lúcidas cabezas
filosóficas de nuestro tiempo han elevado el ajuste de cuentas con la Ilustración a
imperativo categórico del pensamiento, a canon de lucidez filosófica. Hasta Habermas,
última espada part time ilustrada, ha cedido tanto a la deriva pluralista, aunque sea
como estrategia de autodefensa, que puede ser incluido en este dominante “club” de la
crisis ilustrada.
Ahora bien, y aquí radica el problema particular que estoy intentando desarrollar,
esta doble tesis -la que afirma la identidad entre liberalismo y pluralismo y la que
afirma la base filosófica antiilustrada del pluralismo- encubre una paradoja. Y es una
paradoja curiosa, sutil e ilustrativa, cuyo desvelamiento nos aclarará muchas cosas, o
esa al menos es mi pretensión. La presencia de la paradoja parece poco cuestionable,
como revela el hecho de que raras veces se ponga en cuestión la alianza, si no la
identidad, entre liberalismo e Ilustración; como apoya la tradición historiográfica
dominante, que pone la filosofía ilustrada como fuente del liberalismo y, sin adversarios
19
Ver C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época. Madrid, Alianza, 2003; y D. Held, Modelos de democracia.
Madrid, Alianza, 2001.
29
relevantes, parece definitivamente consolidada. Ahora bien, al tiempo que se postula sin
reservas la identidad entre liberalismo y pluralismo, presentando éste como la
perfección de la idea liberal, al mismo tiempo se afirma sin fisura que el pluralismo
nace de la crisis y superación de la Ilustración, aliado a una filosofía de la diferencia o
del acontecimiento, genéricamente pluralistas. Y ahí se revela la paradoja de forma no
cuestionable, pues al mismo tiempo que se piensa el pluralismo como el liberalismo
“desarrollado” se rompe con su filosofía (ontología racionalista y universalista ilustrada)
y se establece una alianza con la otra filosofía (ontología de la contingencia o la
indeterminación). Giro este nada fácil de asimilar.
1.3. He titulado esta reflexión “Pensar sin verdad, vivir sin moral” precisamente
como una forma particular de enunciar esta problemática. Considero que el título
describe de forma efectiva la idea de pluralismo en dos pinceladas, con toda la
20
J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 2003.
30
imprecisión intrínseca a la necesaria esquematización. En la ideología pluralista
subyacen esas dos máximas, la de pensar sin verdad y la de vivir sin moral, que bien
mirado es una sola desdoblada en dos ámbitos de la existencia, el teórico y el práctico.
La verdad y la moral (no así las plurales creencias y las diversas formas de vida ética)
son sacrificadas en el pluralismo filosófico; al menos lo son en el sentido fuerte,
normativo, que conservaron a lo largo de los siglos. Ante esta evidencia algunos dirán
que han sido “felizmente superadas”, dejando ver así la orilla de su militancia. Pero,
aunque así fuera, aunque los argumentos en tal sentido fueran potentes, las preguntas
que se pueden plantear seguirán siendo pertinentes: ¿es posible un liberalismo sin
verdad y sin moral que no sea una farsa de su propia idea?. Y si lo fuera, ¿qué nuevas
credenciales de legitimidad podría presentar una vez hubiera renunciado a las
determinaciones que lo avalaron?.
21
J. M. Bermudo (coord.), Pluralismo filosófico, pluralismo político. Barcelona, Horsori, 2003.
22
J. M. Bermudo, Asaltos a la razón política. Barcelona, Ed. del Serbal, 2005.
31
2. Liberalismo y pluralismo.
Y si, para echar más sombras y más densas, ya que estamos entres filósofos,
queremos una cuestión, una duda, proveniente del campo filosófico, basta con recordar
dos hechos. El primero, la densa polémica entre universalistas y comunitaristas en el
seno del liberalismo23; un debate entre “hermanos políticos”, pero cuyas respectivas
posiciones filosóficas, una esencialista individualista y la otra contextualista
(culturalista) y tendencialmente pluralista, convierten su debate en diálogo de sordos. El
segundo hecho anunciado refiere a las insalvables diferencias y conflictos entre los
filósofos genéricamente antiilustrados y pluralistas; es bastante evidente que entre estos
filósofos hay muchos, y de los más coherentes, con posiciones radicalmente
antiliberales, como Heidegger, Foucault o Derrida. El mismo Rorty lo reconocía con
claridad, con su habitual cinismo, al describir sus amores y rechazos con Habermas y
Foucault: le seduce la filosofía del francés, pero no soporta su política; en cambio,
comparte el liberalismo del filósofo alemán, pero no le atrae su filosofía
(insuficientemente antiilustrada). Aunque no sean argumentos teóricamente definitivos,
cosa que acepto, al menos aportan nuevas dudas que ayudan a remover ese tópico de la
identidad entre liberalismo y pluralismo.
Aunque sea una esquematización fuerte, de la que en algún aspecto tengamos que
arrepentirnos, a efectos prácticos podemos distinguir al menos tres momentos o escenas
analítico-discursivas posibles. Un breve resumen de esos momentos analíticos me
ayudará a enunciar la idea que me propongo someter a vuestra consideración; después
pasaré al análisis y valoración de las tres perspectivas:
23
AA. VV, Liberalismo, comunitarismo y democracia. Barcelona, Piados, 1996; y R. Soriano, Interculturalismo, entre
liberalismo y comunitarismo. Córdoba, Almuzara, 2004.
33
a) En una primera escena discursiva, de perfil histórico, situada en el momento
augural del liberalismo y con la pretensión de reconstruir su origen, éste no sólo se
distingue, sino que se opone con fuerza al pluralismo; nace contra él, surge como su
otro. Efectivamente, el liberalismo parece constituirse históricamente sobre las ruinas
del pluralismo (aunque parezca sorprendente, el pluralismo político, al menos cierta
figura del mismo, es históricamente anterior al liberalismo).
b) En una segunda escena, de perfil analítico, cuando se intenta pensar la esencia del
liberalismo, su sentido, la distinción y oposición con el pluralismo se diluye y deja paso
a la identidad, que irrumpe de forma potente, representando la inseparable unidad entre
ambas ideas. Entonces parecen no sólo compatibles, sino exigiéndose una a la otra, con
eterna mutua presencia.
c) En fin, una tercera escena, de corte crítico político, que aparece cuando el discurso
pone a prueba la idea liberal y busca sus límites, cuando trata de fijar su concepto, nos
revela una nueva escisión entre ambas ideas, aparecen resistencias a dejarse unificar o
reducir. Es como si apareciera una nueva y radical diferencia que nos exigiera cambiar
de perspectiva, ampliar el léxico y distinguir “tipos” de pluralismo.
En el escenario que exige la representación liberal del contrato social solo caben dos
identidades fuertes, el individuo (sujeto de derechos) y el estado (referente de lo
universal), ambas sacralizadas, reconociéndose mutuamente y sin poder compartir
ambas el reconocimiento de ninguna otra identificación sustantiva, reducidas las demás
identificaciones a meramente instrumentales. La figura del contrato social, pues, en el
discurso liberal clausura el estado nacional y ejerce la exclusión de toda otra identidad
sustantiva que no sea la del individuo, único reconocido como sujeto de derechos ante el
estado, y la del estado, único universal reconocido como común por los individuos. Las
identidades prepolíticas son excluidas de su ámbito, relegadas a los márgenes,
secuestradas en la privacidad. Citemos como ejemplo paradigmático el caso de las
naciones sin estado, siempre en lucha por su reconocimiento, que sólo es posible en la
medida en que el estado liberal hace quiebra y se metamorfosea.
Podemos decir, pues, que el liberalismo, tanto en la descripción histórica del origen
como en el discurso fundamentador del orden político, expresa el triunfo de la identidad
sobre la pluralidad político jurídica premoderna, expresa la marginación de la pluralidad
al reino de lo privado. Dejando de lado los contagios ocasionales, en el escenario de
representación liberal el referente sagrado es el individuo. El individualismo y el
universalismo que estructuran la ontología liberal tiene como consecuencia la negación
35
política de la pluralidad; la diversidad queda relegada a las fronteras de lo político, a la
privacidad, sin que pueda ser reconocida en la esfera pública. Como bien decía el joven
Marx, el liberalismo piensa al hombre escindido en dos figuras, la de burgués
(existencia sin esencia) y la de ciudadano (esencia sin existencia). La visión pluralista
de la sociedad no cabía en la representación liberal de la misma.
Por tanto, puede afirmarse sin extravagancia que en el discurso liberal no sólo se
reconoce y se tolera la pluralidad, sino que la misma se defiende y sacraliza de forma
rotunda y necesaria. En rigor, la perfección de la ciudad liberal se mide por la pluralidad
que es capaz de generar y mantener, por la diversidad que asume constitutivamente, por
el éxito en el cultivo de las diferencias, del mismo modo que la calidad del mercado se
mide por la variedad de productos que pone en escena. Si se me permite una figura
grosera, que suelo usar más de una vez, la ontología social del liberalismo tiene como
modelo al supermercado, que actúa como su mejor metáfora. Efectivamente, el
supermercado en la sociedad capitalista constituye un escenario de la diversidad donde
cada individuo, eligiendo la cesta de su compra, define su figura económica, estética o
cultural, privatiza su perfil de consumidor, individualiza su estatus económico e
intelectual y, en definitiva, revela la diferencia o especificidad de su esencia. Si Marx
36
identificaba el ser del hombre con sus condiciones de trabajo, ahora podemos decir que
cada uno es lo que elige; hasta la cantidad de bienes-diferenciaciones compradas en el
supermercado expresa su esencia, su modo de ser en el mundo, su lugar social, su
“poder adquisitivo”. Cada elección es, pues, una determinación; la individualidad se
decide en el mercado, se construye mediante la acumulación de elecciones de compra:
la religión que uno escoge, la ideología que uno abraza, el club a que se pertenece, el
cantante con quien se emociona, el barrio donde uno vive, las opciones de valor que se
defienden..., son pasos en el inexorable camino de la individualización, en el tan
personal como condicionado proceso de constitución del sí mismo. Sin esa pluralidad de
determinaciones no habría individuo, como no es pensable el consumidor sin la
pluralidad que ofrece el supermercado, pues la individualización se gesta en la
combinación de determinaciones elegidas, es decir, y alargando la metáfora, la
individualidad se decide en la peculiaridad de cada cesta de la compra.
Por tanto, y para finalizar este apartado, desde esta perspectiva de la esencia del
individualismo como auto-determinación, la pluralidad es condición de posibilidad del
individuo y, en consecuencia, se revela como intrínseca al pensamiento liberal. La
sociedad pluralista es el escenario indispensable a la idea liberal. En esta segunda
escena, en este segundo momento del análisis, se impone, pues, la reconciliación entre
liberalismo y pluralismo, la interpretación de los mismos en claves de identidad; y así
toma sentido la tesis de que el pluralismo es, bien pensado, la culminación de la idea
individualista liberal.
Esto nos lleva de nuevo a plantear de forma radical la compatibilidad del liberalismo,
fundado como venimos diciendo en la identidad individual, con otras formas de
identidades colectivas, sean étnicas, culturales, nacionales, de género, o del tipo que
sean. Aunque no entraré en los entresijos de esta problemática, es obvio que la misma
tiene múltiple presencia en los debates ético políticos contemporáneos. De una forma u
otra está en juego en la confrontación entre universalistas, republicanistas y
comunitaristas, todos ellos disputándose un territorio en el seno o en los lindes del
liberalismo; un debate en el que también hay un ámbito para el multiculturalismo. En el
fondo de ese ya largo y clásico frente de reflexión, oculto por las alternativas positivas
que se defienden, está el mencionado problema ontológico de decidir los límites de la
pluralidad soportable por la representación liberal. Y en ese debate, en la medida en que
tanto comunitaristas como multiculturalistas hacen profesión de fe liberal, son ellos
quienes asumen la carga de la prueba, la tarea de pensar un orden político jurídico
individualista y pluralista consistente, donde el individuo pueda vivir sin desgarro dos
identidades: la identidad política que ha elegido y la prepolítica (histórica, cultural) que
soporta. La complejidad, la prolongación y el atrincheramiento que observamos en ese
debate, que da muestras de petrificación inevitable, pone de relieve las muchas
dificultades de ese proyecto y lleva a pronosticar la inevitable insatisfacción de sus
propuestas.
Desde esta grosera diferenciación, que sin duda debería ser más intensa y
precisamente matizada, se puede comprender que la pluralidad de identificaciones que
promueve el liberalismo sea exclusivamente de tipo ideológico cultural: pluralidad de
religiones, de partidos, de modos de vida, de clubes e instituciones que, eso sí, han de
ser de libre elección, abiertas a todos, sin “discriminación” de ningún tipo, reversibles,
compartibles, etc.. No podía ser de otro modo, en cuanto que el liberalismo piensa
siempre las asociaciones (políticas, culturales, económicas…) como instrumentales
para, y subordinadas a, la individualidad, y en modo alguno como sustantivas, como
determinaciones ontológicas comunes a los individuos; además, las piensa siempre con
sospecha, con cierto recelo, como riesgo inevitable que hay que asumir en un proceso de
individualización que las exige pero que, al mismo tiempo, ve en ellas la sombra de una
amenaza, sea a la identidad personal del individuo, sea a la identidad común del estado.
La pluralidad liberal, que soporta y requiere el individualismo liberal, queda así muy
delimitada; la metáfora del supermercado, que presenta las elecciones como
identificaciones coyunturales y no como identidades determinantes, vuelve a mostrarse
válida y fecunda para aludir a la idea. Circunscrito a la esfera ideológica, a la pluralidad
de origen humano, construida por los seres humanos, el discurso político liberal deviene
ciego a la diferencia sustantiva, de otro origen y función que la creación de sí mismo,
ciego a toda pluralidad esencial, sea la de orden antropológico, cultural, étnico o de
género. Y no debiera sorprendernos este límite de la pluralidad soportable por el
liberalismo, pues su atractivo de ayer, su seducción originaria, residía precisamente en
la indiferencia del estado o de la ley ante las diferencias no jurídicas, como bien
representa la postulada ceguera en las figuras icónicas de la justicia Las únicas
“identidades” (identificaciones) que el discurso liberal reconoce sin reservas, y siempre
bajo el presupuesto de que no resten predominio al estado y al individuo, siempre como
soportes de éstos, son las asociaciones político ideológicas, cuya figura más
emblemáticas son los partidos. Pero debe notarse, bajo esta oficial aceptación, la
constante sospecha vertida sobre los mismos por el discurso liberal, su constante crítica
a su burocratismo, a su escasa permeabilidad democrática, a sus limitaciones para
recoger y representar la voluntad de los individuos, etc.. En cualquier caso, a los
partidos, como entidades colectivas, no se les permite ejercer una determinación
sustantiva, autónoma; siempre han de justificarse por su servicio al estado y/o a los
individuos. La “pertenencia a un partido”, como cualquier otra identificación, carece de
relevancia jurídica, pertenece, pues, al ámbito de lo privado, de la creación de sí mismo.
Esto nos permite concluir que una cosa es el pluralismo de las identificaciones y otro
el pluralismo de las identidades. O, si se quiere, que una cosa es el pluralismo liberal,
de tipo ideológico, y otro el pluralismo ontológico, prepolítico. Aquel aparece como
condición de posibilidad de construir la individualidad: éste, como reto y obstáculo para
40
la misma y para la universalidad del espacio jurídico que la constituye. En
consecuencia, liberalismo y pluralismo no pueden pensarse como genéricamente
compatibles: y, por tanto, conviene deslindar el pluralismo soportable por el liberalismo
de aquel otro que se muestra incompatible.
Pero entre todos estos debates filosófico políticos uno de los más transcendentes y
vivos del presente es el que se da en torno a la calidad de la ciudadanía, que también es
un lugar privilegiado para analizar la consistencia y límites de la idea de un liberalismo
pluralista; con la peculiaridad de que en este caso se escenifica abiertamente el
problema del liberalismo para pensar en su seno la diferencia ontológica de la
multiculturalidad, de la diversidad étnica27.
Es bien conocido que el discurso dominante sobre la ciudadanía sigue las tesis de T.
H. Marshall28, enfoque genuinamente liberal, con el objetivo explícito de diseñar una
24
Nuestra valoración del “pluralismo razonable” de Rawls en J. M. Bermudo, “El pluralismo razonable”, en Convivium.
Segona Serie, 19 (2006).
25
La lista sería muy larga. En esta línea deberíamos situar a autores como Michael Walzer (Esferas de la justicia y
Moralidad en el ámbito local e internacional ), que monta su reflexión sobre la ciudadanía sobre las ideas de justicia compleja e
igualdad compleja, y a Charles Taylor (Multiculturalism and “The Politics of Recognition”), que la apoya en la noción de
“identidad compleja”. Sobre la la justicia como redistribución y reconocimiento, ver Nancy Fraser y A. Honneth, Redistribución o
Reconocimiento?.
26
Seyla Banhabid (Los derechos de los otros. Gedisa, 2005); Another cosmopolitanism. Oxford U. P., 2006); Iris M. Young,
(La justicia y la política de la diferencia. Cátedra, 2000); Nancy Fraser, Adding insult to injury: social justice and the politics of
recognition. Londres, Verso, 1999); Martha Minow (Partners, Not Rivals: Privatization and the Public Good. Beacon Press 2002).
27
Igual podríamos hacer con otras formas de esa diversidad, como el género en el debate sobre el feminismo, y la clase en el
debate marxista.
28
T.H. Marshall, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1998.
41
comunidad política integrada, de construir una unidad o identidad política, haciendo
abstracción de las ocasionales determinaciones naturales, étnico culturales o prepolíticas
de los individuos miembros, y sobreponiendo la identidad político jurídica como única,
intrínseca, necesaria y suficiente al orden político. Es decir, Marshall piensa la identidad
política como radicalmente diferente y ajena a otras formas de identidad, al tiempo que
moralmente superior y políticamente suficiente para garantizar el orden y la vida en
común.
Frente a esta línea ha surgido en los últimos tiempos otro proyecto de ciudadanía,
que abandona la perspectiva de construcción del estado desde los individuos abstractos,
sin determinación étnico-cultural o histórica, para asumir un escenario en el que el
punto de partida son los individuos integrados en grupos, soportes de identidades
prepolíticas de diversos carácter (étnica, cultural, lingüística, religiosa, etc.). En este
nuevo escenario se rechaza la idea de ciudadanía universalista, fuertemente integradora,
que hace abstracción de la diferencia, y se reafirma la pluralidad de identidades
diferenciadas y, en las posiciones límites, inconmensurables. Unas veces se crítica la
impotencia del modelo liberal para reconocer y salvaguardar las diversas formas de
identidad prepolíticas29; otras veces, y esta es una crítica más frontal, se aportan razones
morales, negando la supremacía de la identidad política sobre la identidad étnica o
cultural, rechazando el orden de subordinación entre ambas, proponiendo un equilibrio
cuando no una inversión en la dependencia. En conjunto, estas propuestas apuntan a la
elaboración de un modelo de ciudadanía diferenciada.
29
Aquí prepolítica no significa estrictamente “natural”, sino previa y ajena al orden político sobre el que se define la
ciudadanía; es decir, puede incluir identidades que a su vez son “políticas”, cuando dicha comunidad queda integrada en otra, como
es el caso de los grupos étnicos en el estado, o de éstos en las federaciones, etc.
30
W. Kymlicka y W. Norman, “Return of the Citizen: A survey of Recent Work on Citizenship Theory”, Ethics 104/2 (1994):
352-381.
31
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship. A liberal theory of Minority Rights. Oxford, Clarendon Press, 1995.
42
pluralidad de identidades en el seno del estado. Y este compromiso es el gran reto a la
filosofía política de nuestros días.
Aquí y ahora sólo nos interesa este aspecto de la propuesta de Kymlicka, a saber, el
presupuesto que subyace a su reflexión según el cual son los mismos principios liberales
los que exigen la multiculturalidad del estado liberal, tal que el estado multicultural es
una exigencia intrínseca al concepto de liberalismo. Sólo con este presupuesto se
entienden afirmaciones suyas que, de otro modo, resultarían paradójicas. Por ejemplo,
cuando argumenta que la identidad nacional o etnocultural es más favorable a la
autonomía individual que la identidad política, nos dice: “He sostenido, sin embargo,
que la pertenencia de la gente a su propia cultura social tiene una gran importancia
porque ayuda a efectuar una elección individual significativa y a sustentar la
autoidentidad. Aunque los miembros de una nación (liberalizada) no compartan ya
valores morales o formas de vida tradicionales, están profundamente vinculados aún a
su propio idioma y a su propia cultura. De hecho, precisamente porque la identidad
nacional no se apoya en valores compartidos (como dice Yael Tamir, en Liberal
Nationalism, la identidad nacional se haya “fuera de la esfera normativa”), aporta un
cimiento firme para la autoidentidad y la autonomía individual. La pertenencia cultural
nos proporciona un marco de elección inteligible y un sentimiento firme de identidad y
pertenencia, al que recurrimos cuando nos enfrentamos a cuestiones relacionadas con
proyectos y valores personales. El hecho de que la identidad nacional no exija valores
compartidos explica por qué las naciones son unidades apropiadas para la teoría liberal,
ya que las agrupaciones nacionales proporcionan un ámbito de libertad e igualdad y una
fuente de confianza y reconocimiento mutuos que pueden conciliar la disensión y las
discrepancias inevitables respecto a las concepciones de lo bueno en una sociedad
moderna”32.
32
Will Kymlicka, “Nacionalismo minoritario dentro de las democracia liberales”, en Soledad García y Steven Lukes (eds.),
Ciudadanía, justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI, 1999, 156-157.
43
Kymlicka según la cual la identidad nacional favorece la vida liberal, pues explicita el
supuesto de que la nación es el marco apropiado para ejercer la individualidad
sustantiva, es decir, la elección desde un tejido de valores.
A pesar de la novedad y del atractivo de esa nueva vía de reflexión, cara a lo que
aquí nos preocupa la propuesta de Kymlicka sólo me interesa en tanto que ejemplifica
las dificultades de pensar esa sociedad liberal multicultural. Sus disquisiciones de fina
orfebrería son una buena muestra de los equilibrios que hay que hacer para evitar las
salidas consistentes que nos asustan. Pienso que ese discurso de Kymlicka debería
llevarle en coherencia a la reivindicación de la independencia de cualquier nación o
minoría etnocultural, a su constitución en comunidad política; solo así la identidad
nacional, que en su reflexión sirve de soporte a la identidad política, puede cumplir su
papel de apoyo a la construcción de la liberalización de las relaciones y de la identidad
individualista (si dicha identidad nacional no subordina en exceso al estado volviéndolo
integrista). En el seno del estado plurinacional, en cambio, la identidad nacional no
opera necesariamente de forma individualizadora; al contrario, con frecuencia tiene el
trágico destino de acabar enfrentándose a la individualización, que es el mecanismo de
reproducción hegemónica de la identidad políticas estatal.
Creo que una lectura amplia y atenta de los textos de Kymlicka, y de su misma
evolución teórica, permite ver las dificultades de su proyecto de pluralismo político
liberal, paradigma de todo modelo liberal que pretenda abarcar el multiculturalismo, es
decir, de todo planteamiento que incluya la identidad o complementariedad entre
liberalismo individualista y reconocimiento político jurídico de la pluralidad (etnia,
género o nación). El atractivo desplazamiento teórico de Kymlicka, introduciendo una
idea de autonomía comunitarista, pensando al sujeto vestido de identidades y valores, no
es la solución del problema, sino su disolución imaginaria. Dejando de lado los
malabarismos discursivos, parece poco razonable olvidar que la posibilidad de unidad
política liberal está en función directa de la capacidad del estado para tratar a los
individuos como seres abstractos, sin adscripciones. Podemos encontrar propuestas
alternativas a ese modelo liberal individualista; las hay y podríamos compartirlas con el
autor canadiense si no se aferrara al modelo imposible de la “ciudadanía diferenciada”,
que inevitablemente se teje en la red del pensamiento liberal, del que no hace intento
alguno por salir. No niego la posibilidad de una sociedad pluralista y multicultural
pacificada; pero sí cuestiono que esa sociedad pueda darse con fidelidad a los principios
individualistas del liberalismo político, es decir, en el marco del estado liberal.
Mis dudas vienen avaladas por el mero hecho de que, dentro de esa misma línea de
pensamiento regido por la idea de ciudadanía diferenciada, surgen posicionamientos
críticos nada despreciables. Así, con posiciones más sensibles al conflicto inevitable
entre determinación etnocultural e identidad política plurinacional, destaca la propuesta
de pluralismo radical de Iris M. Young33. Aunque considera, con Kymlicka, la
ciudadanía universalista e integradora como un atentado contra la genuina igualdad, en
33
Iris M. Young: La justicia y la política de la diferencia, Cátedra, Madrid, 2001. (Justice and the Politics of Difference.
Princeton U.P., 1990).
44
tanto que dicho modelo de ciudadanía niega en la práctica los derechos de las minorías
sociales y étnicas forzándolas a la homogeneización, de forma lúcida reconoce Young
las dificultades de encontrar solución en el marco liberal; aunque de forma discreta, su
reflexión induce a pensar en la imposibilidad de una sociedad liberal multicultural, lo
que parece dar razón y autoridad a la tesis que estoy defendiendo.
Pienso que estas dificultades teóricas –que sin duda se reflejan en la realidad en las
políticas siempre insatisfactorias puestas en práctica- avalan la necesidad de un
desplazamiento radical de la perspectiva, que necesariamente ha de contemplar un doble
horizonte: o bien reconocer que la sociedad consecuente y radicalmente pluralista debe
buscarse fuera del marco liberal, marco que tanto cuesta abandonar; o bien renunciar al
sueño de la sociedad pacificada, reconociendo el conflicto como inevitable e intrínseco
al orden liberal, que ayer no pudo reconciliar las clases ni las naciones y hoy tampoco
las razas, las etnias o los géneros. Comprendo la resistencia a asumir el primer
horizonte, ligado a una alternativa revolucionaria hoy inasequible incluso a la
imaginación; pero es más difícil de entender que la filosofía silencie e invisibilice el
segundo horizonte. La filosofía que ayer apostaba por la crítica y la negatividad como
sus posiciones irrenunciables, hoy opta por lanzarse a ciegas en busca de formas
positivas de pensar la armonía, la reconciliación, la paz social, olvidando que cuando el
pensamiento se reconcilia con la positividad se reconcilia con su otro, se entrega a su
otro, en definitivas, se niega a sí mismo. Me parece que el reto principal que la realidad
pone al pensamiento actual es el de asumir el conflicto intrínseco a la realidad, asumir
su esencia irreductible y, en consecuencia, pensar en un orden social necesariamente
escindido34; mientras el pensamiento esté fascinado por la reconciliación, por la armonía
y la paz, estará huyendo de la realidad, poniendo guirnaldas de flores sobre las cadenas
de hierro que ahogan la diferencia o soñando el sueño del cantonalismo en la
indiferencia. Tal vez vaya llegando el tiempo de recuperar el camino perdido, de
sustituir la visión pluralista, que mistifica y diluye el conflicto, por una recuperada
mirada dialéctica, que lo reconoce y asume, aunque así abandone el escenario de la
consolación y asuma el desgarro de su ineludible finitud.
4. Conclusiones provisionales.
No son necesarias más apelaciones para relacionar estos límites del pluralismo liberal
con la ontología de fondo de la filosofía que lo sostiene, caracterizada por la más radical
34
Creo que, a pesar de sus peculiaridades, puede ser tenida como variante de la ciudadanía diferenciada la propuesta de
“ciudadanía múltiple”? de Derek Heater. Entiende que la única manera de evitar la subordinación, de equilibrar definitivamente las
múltiples pertenencias o adscripciones del individuo, es integrándolas todas en el “cubo de la ciudadanía”, bella metáfora cuyas
tres dimensiones constituyen los tres ejes de coordenadas donde encuadrar los diversos elementos: en el eje de las X, nivel cultural,
sitúa cinco registros: identidad, virtud, legal/civil, político y social; en el eje de las Y, nivel geopolítico, cuatro registros: mundial,
continental/regional, nación-estado y provincial/local; y en el eje de las Z, nivel educativo, tres registros: educación cívica en
conocimiento, en actitudes y en habilidades.
Así construye un concepto de ciudadanía múltiple como resultado de la “identidad y lealtad múltiples” en los aspectos
psicológico, pragmático y moral que resulta de la combinación de los cinco elementos, en los cuatro niveles geopolíticos y con la
ayuda de la educación ciudadana que desarrolla el conocimiento (de los hechos, de la interpretación y del papel personal), las
actitudes (autocomprensión, respeto por los otros, respecto por los valores) y las habilidades (de entendimiento, de juicio, de
comunicación y de acción). En rigor, Heater busca una integración cultural matizada, educada; una identidad multienraizada.
45
subjetivización de la realidad. Cuando en el discurso filosófico el mundo real-objetivo
es sustituido por la representación del mundo, cuando la ley misma es vista como el acto
más sublime de la subjetividad libre y autónoma autodeterminándose, es comprensible
que en el discurso político las únicas identidades colectivas que se reconozcan sea las de
tipo ideológico, de esencia subjetiva, pues responden a distintos puntos de vista, a
distintos discursos, a distintos proyectos, a distintos deseos, etc. Lo que el discurso
liberal no puede reconocer y, en consecuencia, rechaza de plano, es cualquier identidad
que responda a una determinación exterior, no subjetiva; por eso no reconoce los
géneros, las clases, las naciones, las etnias y, en general, cualquier limitación de las
figuras jurídicas por algo que exceda y se imponga a la voluntad del individuo, algo que
no sea una creación de la subjetividad.
Establecida así la tesis de la imposibilidad del léxico liberal para pensar con
coherencia la sociedad liberal pluralista multicultural, queda sin duda en el aire la
pregunta que no deberíamos silenciar: ¿es pensable otro orden político, no liberal, en el
que esas diversidades fuertes sean reconocidas?. Dejamos la pregunta sin contestar, pero
sin silenciar, aunque ahora nos vemos forzados a silenciar las respuestas.
47
Espero que esta referencia de actualidad sirva para dar relevancia práctica al tema
que hoy nos ocupa: la filosofía y la defensa del pluralismo. Un tema complejo y
problemático, que puede abordarse en perspectivas diferenciadas, y que aquí enfocaré
comparando, valorando y criticando las posiciones de dos filósofos de nuestros tiempos,
John Rawls y Chantal Mouffe, que tienen para nosotros el atractivo común de defender
el pluralismo en nombre de posiciones políticas progresistas.
Comparto con Ch. Mouffe su preocupación por la ligereza con que se habla del
pluralismo, dado que refiere nada menos que a la forma política actual del estado. “En
general –nos dice- el pluralismo es uno de los valores a los que todos hacemos
referencia, pero que tiene un significado poco claro y una inadecuada elaboración
teórica. Esta ausencia de una teoría del pluralismo tiene graves consecuencias negativas
para nuestra comprensión de la política democrática”36. Convencido como estoy de que
el pluralismo político es la forma actual del poder, que ayer aparecía como voluntad de
verdad y hoy se disfraza de culto a la opinión, aprovecho el texto de Mouffe para seguir
indagando sobre el tema. Un texto atractivo, entre otras cosas, porque se construye
tomando posición frente Rawls, referente obligado en el debate contemporáneo sobre el
pluralismo, diseñado en su propuesta de liberalismo político. Mouffe individualiza su
posición confrontando su propuesta con la de Rawls, con quien comparte lo que
considera ideas configuradoras del talante progresista, como la distinción entre
liberalismo político y liberalismo económico, que permite pensar la propiedad privada y
el mercado como elementos contingente e inesenciales a la teoría de la justicia, tal que
ésta, de este modo, podría ser aplicada con indiferencia respecto al modelo económico,
capitalista o socialista; o la sensibilidad social de su teoría de la justicia, especialmente
la inclusión en la misma de principios de distribución igualitaristas y solidarios, aunque
siempre compatibles con la libertad individual. En rigor Mouffe se autodescribe
partiendo de una identidad provisional con la propuesta de Rawls y tejiendo sobre ella
sus diferencias, revelando sus distancias.
Creo que ve a Rawls como figura del “último hombre” (nietzscheano) del
liberalismo, tal que el nuevo paso adelante llevaría a la democracia social o al
socialismo liberal, ese terreno elegido por Mouffe como lugar de encuentro con quienes,
como ella misma, proceden del repliegue del espacio marxista. Es obvio que a Mouffe
le gusta autodescribirse como una pensadora que procede del inconcreto marco del
radicalismo político de izquierdas, empeñada en una redefinición del socialismo en
claves liberales. Así, en el artículo “De la articulación entre liberalismo y democracia “,
con Macpherson como referente, dirá: “No cabe duda de que, en un momento en que
somos testigos del comienzo de una nueva configuración política, con la inauguración
de un diálogo prometedor entre liberales de izquierda y postmarxistas, Macpherson es
un punto de referencia importante. Su tesis de que los valores éticos de la democracia
liberal nos proporcionan recursos simbólicos para librar la batalla por una democracia
liberal radical empieza a ser aceptada por muchas fuerzas de la izquierda cuyo objetivo
36
Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Barcelona, Paidós, 1999, 126.
50
es la extensión y la profundización de la evolución democrática. En efecto, quienes
deseamos redefinir el socialismo en términos de democracia radical y plural
compartimos la creencia de Macpherson en la radical potencialidad del ideal
democrático liberal”37. Mouffe tiende a pensar la democracia radical como lugar de
encuentro entre el liberalismo y el socialismo. Como si le doliera ver un paso atrás en su
renuncia al socialismo, presenta su propuesta como un paso purificador adelante en el
liberalismo. La democracia radical es pensada como el lugar sagrado y apropiado para
la reconciliación. Y para caracterizarla, entre el socialismo y el liberalismo, y frente a
ambos, se agarra con todas sus fuerzas a la categoría del pluralismo, nuevo elemento
individualizador, que según su criterio permitiría superar tanto el individualismo
particularista liberal como el universalismo abstracto y totalizante del socialismo. Por
tanto, pensar el pluralismo se convierte para ella en el principal objetivo de la filosofía
política, a saber, el de pensar la democracia radical y pluralista, orden político posible y
deseable para el presente.
Esta tarea se concreta en Mouffe en un diálogo a dos bandas: con los comunitaristas,
presos en la perspectiva holista, premoderna, incapaces para reconocer la individualidad
–y, por tanto, refractarios a la temática de los derechos individuales, a la separación
público/privado y a otros principios esenciales a la democracia-, y con los liberales tout
court, el liberalismo aferrado al individualismo. De los dos frentes, el más relevante
para esta reflexión es su diálogo crítico con el liberalismo, por dos razones: por un lado,
porque es la confrontación dominante en sus textos, dado que su preocupación esencial
es definir un “socialismo liberal” purificado del mal del liberalismo (que ya he
identificado como el individualismo); por otro lado, porque aquí y ahora me preocupa
contraponer su propuesta con la de Rawls, y éste es el referente constante de su diálogo
con el liberalismo.
Para centrar el análisis fijaré la atención en tres tesis de Mouffe que definen bien su
posición. Una más política, con menor aporte teórico, concretada en su apuesta por lo
que llama un “pluralismo agonístico”; la segunda, de mayor enjundia teórica, según la
cual el individualismo liberal es un lastre para el pluralismo democrático liberal; en fin,
la tercera enuncia los límites y relaciones entre pluralismo social y pluralismo político.
Las abordaré sucesivamente, en los siguientes apartados.
¿Es correcta esta apreciación de Mouffe?. Centrándonos en Rawls, como ella misma
hace, parece tener razón. De entrada, la problemática pluralista parece estar ausente del
liberalismo clásico, apareciendo en sus filas sólo recientemente. De hecho incluso
parece estar ausente en los primeros escritos de Rawls; e incluso en los textos de la
segunda época, como los recogidos en El liberalismo político, el pluralismo no está
específicamente tematizado, ni siquiera tratado con intensidad, pues no llega a merecer
que se le dedique un capítulo, ni siquiera un apartado del libro. Esta ausencia permite
pensar que el pluralismo no es para Rawls objeto directo de su reflexión, sino mero
paisaje donde definir la política; es el contexto, a reconocer y a asumir, pero no
explícitamente el fin a conseguir. Con el desplazamiento de la teoría rawlsiana, desde la
perspectiva de la posición original a la del overlapping consensus, el pluralismo
adquiere protagonismo: pero siempre como contexto sobre el que operar y no como
objetivo prioritario de la acción. Esta débil forma de presencia, por tanto, apoyaría la
interpretación de Mouffe.
Podría documentar ampliamente esta tesis, que Rawls repite hasta la saciedad 38. Pero
basta remitir al parágrafo 3 de la Conferencia I, explícitamente dedicado a “la idea de la
sociedad como un sistema equitativo de cooperación”, donde se puede comprobar la
38
Basten unos ejemplos: “¿cuál es la concepción más adecuada de la justicia para establecer los términos equitativos de la
cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, y considerados como miembros plenamente cooperativos de la
sociedad durante toda su vida, desde una generación hasta la siguiente” (p.33); ¿cómo es posible la existencia duradera de una
sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas,
filosóficas y morales razonables” (p.33)
52
centralidad de esta idea rawlsiana: a diferencia del liberalismo económico más clásico,
que recurría a la armonía preestablecida leibniziana, a la mano invisible smithiana o al
“vicios privados, virtudes públicas” mandevilliano, coberturas morales del laissez faire,
laissez passer, Rawls encarga a la política la función de instaurar y consolidar la
cooperación justa; encarga, por tanto, a la razón, que construya cierta unidad (deseable)
a partir de la pluralidad (dada), cierta identidad a partir de las diferencias.
40
Ibid., 14.
41
Ibid., 13.
54
preferir la activación escénica del pluralismo agónico de Mouffe a la propuesta de
cooperación en la pluralidad de Rawls; no veo argumentos decisivos para preferir la
“sociedad pacificada” del consensualismo liberal contemporáneo, aunque nos lleve al
aburrimiento político, al simulacro de conflictividad escénica controlada, tal vez más
animado pero sin duda más inauténtico. Al fin el consenso y el simulacro de conflicto
son dos figuras angélicas del pacifismo liberal contemporáneo, propias de una forma
económica que genera el antagonismo real y el conflicto amigo/enemigo con
generosidad en cualquier parte del mundo.
Por tanto, la tesis metafísica de Mouffe que afirma que la realidad reproduce de
forma inagotable la pluralidad, garantiza la existencia indefinida de ésta, pese a quien
pese, y sea cual fuere la actividad humana; a su vez, la tesis funcional de Rawls, según
la cual la práctica democrática de la racionalidad reproduce la pluralidad de puntos de
vistas y cosmovisiones, aunque a diferencia de la de Mouffe sea en el campo de la
representación y no en el del ser, viene igualmente a garantizar la reproducción infinita
de la pluralidad. Aunque se trata de tesis de diferente rango ontológico, los efectos
prácticos que persiguen y que, ciertamente, generan, son equivalente.
42
Ibid., 66-67.
43
Ibid.,, 67.
55
Ahora bien, podría pensarse que, en coherencia con esas respedctivas tesis, la
pluralidad no está peligro, sea cual fuere la actividad de la razón. En cambio, ambos
autores se sienten preocupados por salvaguardar la “pluralidad” y hacerla florecer.
Aunque de ninguna de ambas tesis se infiera con necesidad la bondad de la pluralidad, y
por tanto la legitimidad de su defensa, tampoco se infiere lo contrario. Y puede parecer
razonable que, dado que la pluralidad se reproduce de forma tan natural y profunda, es
sano ponerse del lado del ser y ayudarle (aunque sea innecesariamente) a cumplir su
destino. En ese caso lo razonable sería defender que la razón política debería estar a
favor de construir y mantener la pluralidad, de llevarla al límite. Es lo que en el fondo
piensa Mouffe, distanciándose así de Rawls, que opta por encargar a la política -a la
razón- el cuidado y respeto de lo otro (de la diversidad, de lo irracional, del pluralismo),
de construir y mantener bien ordenado y equilibrado el jardín de la diversidad; que
exige a la política -a la razón- que luche por construir un “nosotros plural”, donde la
identidad y la diferencia se articulen en una relación tan confusa como paradójica.
Pero, como ya he dicho, no está tan claro que la moral pueda o tenga que deducirse
de la ontología, y hay fuertes razones para pensar que, en coherencia con la ontología
pluralista, puede encargarse a la política -a la razón- que cumpla su intrínseca función
unificadora luchando contra lo otro, contra aquello que la niega o limita, sean cuales
fueren las máscaras o figuras con que se presenta; puede exigirse a la política -a la
razón- que luche por la identidad de la ciudad y la universalidad del ideal, contra el
fraccionamiento y el particularismo, su límite y amenaza; que trate de imponer su
voluntad de unidad de forma radical y sin concesiones.
Bien mirado el debate silencioso entre las posiciones de Mouffe y Rawls se plantea
en torno a la alternativa entre una política agonística y una política prometeica. En
ambos casos la pluralidad parece garantizada, pero con distinto estatus: en la política
agonística que propone Mouffe la pluralidad aparece como producto o fin de la política,
como su destino ideal; y en la visión prometeica la pluralidad es siempre subproducto y
límite –tanto su negación como su condición de existencia- de la política. Y si bien sería
56
difícil –pues al fin se trata de dos representaciones estratégicas- asegurar empíricamente
qué posición obtiene mejores resultados, lo cierto es que en el primer caso la política es
inexorablemente esquizofrénica, aunque en el segundo tal vez sea inevitablemente
trágica.
Obviamente, todo discurso que reivindique el derecho al disenso tiende a ser bien
recibido por las conciencias progresistas y de izquierda, sensibles a muchos siglos de
lucha por conseguir formas efectivas de libertad de expresión y formas de
44
Ibid., 16 ss.
45
Ibid., 16.
46
Ibid., 17.
57
representación desmitificadoras. Y, en los momentos actuales, aunque formalmente esos
objetivos han sido en cierta medida conseguidos, sigue sonando bien la idea de que una
“democracia radical ha de hacer posible el disenso”. En los momentos actuales, con la
homogeneización impuesta por la sociedad de consumo y los medios de comunicación
de masas, con la pérdida de perfiles ideológicos puesta en escena por la despolitización
y el nihilismo, sumidos en la oscura noche schellingiana, no puedo sino compartir la
nostalgia de Mouffe de identidades y esperanzas más fuertes. Y en cierto modo
comprendo su voluntad de recuperar la oposición izquierda/derecha, cuya difuminación,
en la deriva a la “república del centro”, impide visualizar al adversario, cosa que
disuelve el sentido de la política. Pero, a pesar de los afectos y emociones comunes, esta
situación no se combate con la cándida consigna de pensar por si mismo (que hoy se
traduce por la llamada a la disidencia), como si su ausencia fuera un simple error y no
un síntoma. En todo caso, si en realidad se huye de la actual escenificación
socio/competidor y no se quiere visualizar en términos de amigo/enemigo, sino sólo
como aliado/adversario, los márgenes son tan estrechos y subjetivos que no vemos la
diferencia política respecto a la propuesta de Rawls.
4. Individualismo y pluralismo.
47
Ibid., 135.
58
individualismo”48. Y sin pretender regresar al holismo, que considera premoderno, y sin
ocultar su reconocimiento al liberalismo por su mérito de haber salido gracias a su
alternativa individualista de la oscura noche holista, Mouffe sostiene que la hora del
individualismo ya ha pasado, que es el momento de dibujar una alternativa social que,
siendo pluralista, no sea individualista; o, al menos, que lo sea sólo tras una profunda
metamorfosis del individualismo: “El problema está en teorizar lo individual, no como
una mónada, un yo “sin trabas” que existe con anterioridad a, e independencia de, la
sociedad, sino como constituido por un conjunto de “posiciones subjetivas”, inscritas en
una multiplicidad de relaciones sociales, miembro de diversas comunidades y
participantes en una pluralidad de formas colectivas de identificación”49.
La perspectiva que introduce es interesante, pues alza sus alas del discurso político y
pone la mirada en la ontología del individuo; creemos que, efectivamente, el problema
de la relación entre individualismo y pluralismo ha de abordarse desde las distintas
propuestas de identificación o de individuación aportadas por la filosofía moderna,
aunque tal cosa desborda las pretensiones actuales de este trabajo 50. Pero la propuesta de
Mouffe es genérica, imprecisa y confusa. Genérica, por ejemplo, en su atribución al
liberalismo, sin distinción de posiciones, una idea esencialista de individuo, tomando
como referente ontológico a la mónada leibniziana, como sustancia definitivamente
cerrada, sin puertas ni ventanas, cual esencia metafísica invariable. Imprecisa, al ocultar
que si bien esta visión antropológica tiene cierta presencia en algunas concepciones
filosóficas modernas, no ha sido la única ni la idea reina del liberalismo político, que
con frecuencia ha considerado como privilegio de la individualidad precisamente la de
autodeterminarse mediante sus elecciones libres. En fin, confusa, porque induce a
pensar que el pluralismo, que en definitiva es la apuesta por la intersubjetividad, es más
socializante que el individualismo, en tanto que apuesta por lo particular, enmascarando
que las más radicales defensas del individualismo, como la antropología política de
Hobbes y la propia monadología leibniziana, eran compatibles con la apuesta por la
universalidad.
48
Ibid.,136.
49
Ibid., 136.
50
A. Renaut, L’Ère de l’individu. París, Gallimard, 1987 (En castellano en Barcelona, Destino, 1993)
59
el liberalismo político contemporáneo la libertad del individuo (su individualidad como
independencia) se piensa como capacidad de determinar su ser mediante
identificaciones y adscripciones voluntarias (como pluralidad de opciones). De ahí que
piense el pluralismo (cultural, religioso, estético, filosófico, en fin, con los diversos
rostros del mercado) como trascendental del individualismo, como su condición de
posibilidad. ¿Qué otra libertad vale la pena sino la libertad de elegir, nos viene a decir?.
Pero, si mi apreciación es correcta, la idea de individuo que maneja el liberalismo
contemporáneo, que a grandes trazos es la idealizada por Rawls, no se diferencia
objetivamente de la que maneja Mouffe, aunque subjetivamente se esfuerce en ello.
51
Ibid., 137.
52
Ibid., 137
60
posibilidad del individuo privado y sólo en nuestros tiempos reivindicada su presencia
en lo público.
Por tanto, no caben muchas dudas de que esta concepción del individuo es la misma
que explicita la obra rawlsiana. Para ilustrarlo basta remitir al parágrafo 5 de la
Conferencia I, dedicado a “la concepción política de la persona”, donde en breves trazos
nos describe el juego de la identidad en el marco de una concepción política, no
metafísica53, del individuo. Rawls señala allí que, en la sociedad liberal, los individuos
se conciben a sí mismos y unos a otros “con facultad moral de tener una noción del
bien”54; y esto incluye, sin duda, capacidad de abrazar “una particular concepción del
bien” en un momento dado, pero también capacidad de “revisar y alterar esa concepción
por motivos razonables y racionales”. O sea, Rawls piensa los individuos con capacidad
para autodeterminarse moralmente, para adscribirse a una u otra concepción moral o
religiosa; y, sobre todo, considera que los cambios de fe o de ideología, los cambios en
ese dominio de su identidad, no afectan a su identidad política, su “identidad pública, o
institucional, o su identidad como asunto del derecho básico”55. Si los cambios de
identidad religiosa o ideológica, o cultural, etc., implicaran inexcusablemente cambios
en su identidad pública, se trataría de otro tipo de sociedad (de estamento, de castas,
etc.), pero no sería una comunidad liberal.
Mouffe reconoce y ve con buenos ojos este desplazamiento 60, y lo interpreta como
cambio del escenario individualista, genuinamente liberal, hacia otro más pluralista;
pero lo considera insuficiente y critica a Rawls que, a pesar de todo, reserve un lugar
para lo universal. Cree que ese límite se debe a que Rawls piensa la sociedad justa en
claves morales, ignorando lo genuinamente político. Y ese moralismo, siempre afecto
de tentación universalista, es considerado por nuestra autora un obstáculo al nuevo
pluralismo, obstáculo que una concepción menos moral y más política de lo político
haría desaparecer.
sobrepone a todas ellas algo que, sin serles esencial ni siquiera, pueden en cambio tolerar y aceptar como límite.
60
“Las creencias religiosas y morales son ahora asunto privado sobre lo cual el estado no puede legislar, y el pluralismo es un
rasgo decisivo de la democracia moderna” (p.72). Valora, pues, éste pluralismo social y cultural, pero le parece insuficiente por no
extenderse al núcleo jurídico y constitucional de lo político.
61
Ch. Taylor, Philosophy and the Human Sciences. Cambridge, 1985; Fuentes del yo. Barcelona, Paidós, 2006; El
multiculturalismo y la “política del reconocimiento”. México, FCE, 1993.
62
M. Sandel, Liberalismo y los límites de la justicia. Barcelona, Gedisa, 2000; Filosofía pública: ensayos sobre moral en
política. Barcelona, Marbot, 2008.
63
justicia, asumible desde la pluralidad de doctrinas y culturas, unas reglas o principios
con pretensiones de neutralidad o aculturalidad, simulando situarse en el “ojo de dios”,
como dice Putnam, o en el “entendimiento divino”, como decía ya Hume hace dos
siglos y medio.
Mouffe hace suyas estas críticas comunitaristas a la tesis rawlsiana y defiende que ni
los derechos ni la justicia pueden ser concebidos previa e independientemente de
aquellas formas específicas de asociación política que implican un concepto de bien.
Los derechos y la justicia como equidad, bajo su apariencia de neutralidad y
acontextualidad, son un bien para individuos de una sociedad determinada. En
consecuencia, considera que la opción rawlsiana es falaz, que su principio de prioridad
del derecho sobre el bien simplemente enuncia que el bien propio de las sociedades
democráticas occidentales es el derecho, que ciertamente no es un bien sustancial (ético,
religioso o estético), pero sí un bien formal.
Ahora bien, junto a esta crítica de inspiración comunitarista, nuestra autora añade
otra con efectos prácticos aún más profundos, dirigida a la premisa mayor, a la
necesidad de relegar el bien a la privacidad. Como es conocido, Rawls recurría a esa
distinción jerárquica entre el derecho y el bien porque entendía que no era posible un
criterio de justicia aceptable por una sociedad pluralista si el mismo no excluía todo
contagio de cualquier idea de bien, necesariamente particular; derivar la justicia del bien
equivaldría a imponer la opción de valor de una cultura sobre las otras, lo que niega la
posibilidad de una sociedad pluralista, entendida como cooperación en paz. Mouffe, en
cambio, sostiene que es posible un criterio ético común de justicia: “Pero si Rawls tiene
razón en querer defender el pluralismo y los derechos individuales, se equivoca en creer
que ese proyecto exige el rechazo de cualquier idea posible de bien común, porque la
prioridad del derecho por la que él aboga sólo puede darse en el contexto de una
asociación política específica definida por una idea del bien común, salvo que en este
caso debe entenderse en términos estrictamente políticos, como el bien común político
de un régimen democrático liberal, esto es, los principios del régimen democrático
liberal en tanto asociación política: igualdad y libertad”63.
Mouffe, como digo, parece sumarse a la crítica, aunque deja ver sus vacilaciones.
Ve en el límite constitucional lo específico del liberalismo individualista, y en su
superación lo propio de la democracia pluralista. Caracteriza este punto de vista político
por dos rasgos, que toma del interesante trabajo de Hanna F. Pitkin 66. El primero refiere
al sujeto de la pluralidad, que en la moral será la persona y en la política el público o,
más en concreto, agrupaciones más o menos estables de ese público
(intersubjetividades), que mantienen puntos de vista diferenciados, y cuya
reconciliación (siempre temporal, parcial y provisional) es el objeto de la política. Y el
segundo refiere al carácter de la pluralidad, que la matriz moral rawlsiana presenta
como diversidad contingente y fácil de reducir mientras que la perspectiva política la
instala, según Mouffe, como irreducible y antagónica. Es decir, Mouffe piensa que
Rawls ha infravalorado lo político y en especial la pluralidad política, pues si bien ha
reconocido la pluralidad inconmensurable en la religión o la filosofía, y de ahí que las
reenvíe al espacio privado, obviando el problema, no ha dado el mismo tratamiento a lo
político, cuya irreductible pluralidad queda secuestrada u ocultada. La sustantividad del
pluralismo político cristalizaría en una sociedad dividida en intersubjetividades que,
aunque abiertas (exigencia liberal democrática), mantienen cierta estabilidad y
objetividad, que Mouffe no precisa, pero que remitirían inevitablemente a distintas
concepciones del bien.
El error de Rawls según Mouffe, y así llegamos al final de nuestro recorrido, estaría
en haber limitado el pluralismo al campo del bien, eliminándolo del campo del derecho;
de este modo, relegando el bien a la privacidad, donde puede vivir en su diferencia, lo
público, como reino del derecho, quedaba liberado del conflicto y ajeno al pluralismo.
Se consigue así la “utopía liberal perfecta”, una sociedad plural jurídica y moralmente
bien ordenada gracias a la eliminación de la idea de lo político 67, en la que lo público y
lo privado, definitivamente separado, se respetan sus respectivos monopolios de lo
universal y del pluralismo. La alternativa de Mouffe sería reintroducir el bien en lo
político, distinguiendo un bien común a la opción democrática y una pluralidad de
bienes si se piensa lo político sin excluir las opciones no democráticas.
66
Hanna Fenichel Pitkin, Wittgenstein and Justice. Berkeley, Univ. of California Press,1972, 216 (Hay tradución en Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1984).
67
Ch. Mouffe, Op. cit., 78.
66
Si esta crítica de Mouffe a Rawls fuera consistente estaríamos ante una diferencia
profunda entre ambos autores. Pero, al igual que en las otras, el discurso de Mouffe,
dotado de voluntad de confrontación, acaba diluyendo las diferencias y, al fin,
perdiendo fuerza. Por un lado, porque Mouffe no reivindica la radical pluralidad de lo
político, y por ello no insiste en incluir las posiciones no razonables; además, pone el
énfasis en la posibilidad teórica y conveniencia práctica de pensar el espacio político
democrático como el de un bien común, con lo que, en rigor, pone límites al pluralismo,
o al menos a su intensidad política. Así, comentando a Carl Schmitt y su dura crítica al
liberalismo nos dice: “Schmitt tiene razón en insistir en la especificidad de la asociación
política y creo que no debemos dejar que la defensa del pluralismo nos lleve a sostener
que nuestra participación en el Estado en tanto que comunidad política está en el mismo
nivel que nuestras otras formas de integración social. Toda la reflexión sobre lo político
implica el reconocimiento de los límites del pluralismo. Los principios antagónicos de
legitimidad no pueden coexistir en el seno de la misma asociación política; no puede
haber pluralismo en ese nivel sin que la realidad política del Estado desaparezca
automáticamente. Pero en un régimen democrático liberal esto no excluye el pluralismo
cultural, religioso y moral en otro nivel, ni una pluralidad de partidos diferentes. Sin
embargo, este pluralismo requiere lealtad al estado en tanto que “Estado ético” que
cristaliza las instituciones y los principios propios del modo de existencia colectivo que
es la democracia moderna”68. Texto relevante, que apoya rotundamente la interpretación
que venimos haciendo, pues revela que la pluralidad aceptada por el pluralismo, sea
liberal o democrático, no puede cuestionar las dos instancias esenciales del liberalismo,
el individuo y el estado, sino integrarse en su matriz y cumplir una función
instrumental: permitir, al mismo tiempo, la autocreación del individuo mediante sus
libres y voluntarias identificaciones, y la difuminación de los conflictos entre los
individuo y con el estado metamorfoseándolos en conflictos religiosos, culturales,
políticos, cuyo desarrollo se acepta en los límites del Estado, símbolo de la unidad
indiscutible. Texto que, al mismo tiempo, pone de relieve el exceso de su crítica a
Rawls, ya que ahora viene a reconocer un límite al pluralismo, ese recinto sagrado que
de una u otra forma remite a las constituciones democrático-liberales. La diferencia con
Rawls –que sólo tendría relieve como rechazo del principio de razonabilidad- se
difumina.
Me parece que, en éste como en los anteriores frentes, la crítica de Mouffe a Rawls
se diluye, pierde fuerza y no logra situarse al nivel de las expectativas suscitadas. Y en
el fondo no podía ser de otra manera, pues a pesar de todo Mouffe comparte con Rawls,
además del talante político socialdemócrata, la posición filosófica normativista, es decir,
la pretensión de ordenar la sociedad conforme a un modelo, en este caso democrático.
Desde esta posición ambos están determinados a pensar la política como creación de un
“nosotros”, por tanto, a imponer lo común a la diversidad o, si se prefiere, a subsumir la
pluralidad dentro de lo universal compartido; y con tal presupuesto las diferencias son
contingentes. Rawls parece tenerlo claro al considerar el derecho como la verdad
compartible y, en el fondo, aunque no lo diga, como un bien común; por tanto, el núcleo
constitucional no es lugar del pluralismo, sino condición de posibilidad de éste, su
trascendental. Si Mouffe quiere romper este límite y llevar la pluralidad al sancta
sanctorum de lo político, habría de reconocer que el derecho y, especialmente, su núcleo
básico, la constitución, no debe ser unitaria y cerrada, sino abierta a la inclusión de una
pluralidad de concepciones del bien, de lo justo, de lo social y de lo político, sean
racionales o no, sean razonables o no.
69
Ibid., 180.
70
Ibid., 181.
68
¿Es esto pensable?. Sí, pero desde fuera de la filosofía, desde una posición teórica
que no aspira a decir la sociedad justa o buena –sea su esencia la cooperación igualitaria
o la lucha agonal-, sino a comprender el escenario político como confrontación, incluido
el antagonismo, como procesos de dominación, como inacabable metamorfosis del
poder, como lucha sin horizonte de reconciliación, donde el “nosotros democrático” se
reconoce particular cara a cara a otras intersubjetividades con las que está condenado a
vivir y a enfrentarse. Sí, desde un discurso que no se sitúa en el ojo de Dios,
comprendiendo la totalidad, reajustando a su gusto lo mismo y lo otro, sino que acepta
su finitud, su limitación, instalándose en lo mismo, en la subjetividad, en la conciencia,
y afrontando con riesgo la lucha por la transformación de lo otro, que siempre será el
límite, que nunca será reducido.
Pero Mouffe no hace esta apuesta; su alternativa es también un orden ideal cerrado,
aunque le otorgue la ilusión de apertura que aporta el simulacro de lucha agonística en
su seno. Y no lo hace porque asume los límites de la representación liberal de la
pluralidad, en la que ésta es creación de la subjetividad, excluyendo aquella diversidad
puesta por determinaciones exteriores a la política, como la clase, la raza, la etnia, el
género y, con ciertos matices, la nación. Sólo un pluralismo que incluya estas formas de
pluralidad sería radical y garantizaría la confrontación infinitamente abierta; sólo ese
pluralismo, respetuoso y sensible a la pluralidad prepolítica, plantea retos irresolubles a
la política y a la razón; en fin, sólo ese pluralismo, no liberal, inquieta las conciencias
deseosas de paz.
69
1. Liberalismo y pluralismo.
71
El texto del trabajo “Pluralismo liberal, pluralismo multicultural” es una de las cinco sesiones de un seminario impartido en
el Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad Católica de Lima (20-25 de Octubre de 2006) sobre Pluralismo filosófico y
pluralismo político. Una versión con notables diferencia se publicó como El pluralismo razonable”, en Convivium. Segona Serie,
19 (2006). Una versión anterior había sido recogida en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad
Don Bosco, 2003
70
Sin entrar en detalles históricos, podemos asumir que la idea liberal del estado se
construye sobre el imaginario de un contrato social entre individuos libres e iguales que
aporta una identidad común, político-jurídica, que superpone a las identidades
“naturales” (históricas, étnicas o culturales), que dejan de tener relevancia jurídica. Hay
que recordar que el estado moderno se instaura en la medida en que es capaz de privar
de sentido y operatividad a las múltiples formas de identificación, adscripción y
pertenencia premodernas, de vaciarlas de sentido, de eliminarlas o fragilizarlas de tal
manera que permitieran y posibilitaran al mismo tiempo la radical independencia del
individuo (aparición de la identidad individual) y quedaran subordinadas a la misión
unificadora del estado (única identidad colectiva universal). En el escenario que exige la
representación liberal del contrato social solo caben dos identidades fuertes, el individuo
(sujeto individual de derechos) y el estado (referente de lo universal), ambas
sacralizadas, reconociéndose mutuamente y sin poder reconocer otra identificación
sustantiva que no sea mero instrumento de ellas. La figura del contrato social, pues, en
el discurso liberal clausura el estado nacional, y ejerce en el dominio político jurídico la
exclusión de toda otra identidad sustantiva que no sea la del individuo, único reconocido
como sujeto de derechos ante el estado, y la del estado, único universal reconocido
como común por los individuos.
Tal vez para compensar la debilidad de semejante vínculo negativo y abstracto, tanto
en la idea del estado liberal racional como en la de cosmopolitismo ilustrado, el discurso
liberal asimiló pronto la aportación romántica, en esencia antiilustrada. A lo largo del
XIX el estado pasa a ser estado-nación (aunque en rigor fuera multinacional), que se
constituirá en el principio identificador, organizador y movilizador durante los dos
71
últimos siglos. El estado-nación es la síntesis –no siempre armónica- entre la idea
contractualista y juridicista del estado puesta en escena por la ilustración y la idea
romántica de la nación, histórica, antropológica y culturalmente densa. El estado-nación
mantuvo su fundamento contractualista, pero le añadió otra fuente de legitimación, el
origen, cuajado en relatos épicos. Le añadió, pues, elementos prepolíticos, como el
denominador de la lengua (pre-nacional), y superpuso el “espíritu del pueblo”
(Volksgeist), es decir, con narrativas épicas construyó una historia de orígenes míticos y
forjó la conciencia de pertenencia a una patria. De este modo, y sin renunciar al marco
ilustrado del contractualismo individualista y cosmopolita, se aportaba una identidad
histórico-cultural más densa, que compensara el debilitamiento de las determinaciones
de identidad prepolíticas exigidas en la esencia del contrato liberal. Así, como
sucedáneo de la fría identidad del estado, aparecía la más cálida de la patria, en la que a
la unidad político-jurídica se le añadían algunos contenidos románticos de viejas y
anacrónicas identidades diluidas, junto a relatos épicos identificadores. Con el tiempo,
esas añoranzas de identidades cálidas se enfriarían, el patriotismo nacionalista devendría
coyuntural o folklórico y el escenario racionalista liberal recobraría sus señas de
identidad. Historia de las ideas, poco inteligible sin la historia de las condiciones de
existencia; al fin, la evolución de la idea del estado va al rimo de las metamorfosis del
capitalismo, que pone y quita sus ídolos con indiferencia.
La pluralidad liberal, por tanto, queda muy delimitada: negada en el ámbito de las
identidades políticas (el estado es soberano, o sea, uno, o no es) y reducida a repetición
en el de las identidades individuales (todos iguales en libertad y derechos). El discurso
político liberal es ciego a la pluralidad antropológica, cultural, étnica o social. Su
atractivo de ayer era precisamente ese: la postulada ceguera de la justicia, la indiferencia
del estado ante las diferencias no jurídicas. Puede reconocer otro tipo de
identificaciones (religiosas, culturales, económicas), pero sin relevancia político
jurídica, clausuradas en el espacio privado, siempre como asociaciones libres de
individuos y al servicio del mejor ejercicio de la autonomía de estos. Insisto, tales
identidades carecen de sustantividad; aparte de no tener relevancia político-jurídica, han
de estar siempre subordinadas al reforzamiento de la individualidad. Por eso han de ser
abiertas, no exclusivas, permitiendo vinculaciones reversibles y transversales.
Podríamos relacionar estos límites del pluralismo liberal con la ontología de fondo,
caracterizada por la más radical subjetivización de la realidad. Sólo existen los
individuos como subjetividades (de derechos o de deseos); hasta el estado es efecto de la
subjetividad individual y subordinado a ella (“figura del espíritu objetivo”, decía
Hegel); la ley misma es vista como el acto más sublime de la subjetividad libre y
autónoma autodeterminándose. Por eso las únicas identidades colectivas que se aceptan
73
son ideológicas, de esencia subjetiva, pues responden a distintos puntos de vista, a
distintos discursos, a distintos proyectos, etc. Lo que el discurso liberal no puede
reconocer, lo que de forma explícita u oculta rechaza, es cualquier forma de identidad
que responda a una determinación exterior: por eso no reconoce las clases, las naciones,
las etnias y, en general, cualquier limitación de las figuras jurídicas por algo que exceda
y se imponga a la voluntad del individuo.
Rawls nos sirve para ilustrar los esfuerzos y estrategias del pensamiento liberal para
apropiarse del pluralismo. Me propongo argumentar una doble tesis sobre la idea
rawlsiana de “pluralismo razonable”: a) que la misma acota un tipo de pluralismo y
excluye otros; en concreto, que acota el que llamo pluralismo liberal, que reconoce sólo
la diversidad ideológica y con excepciones; y b) que dicha idea responde a una
reformulación del contrato social que respeta el horizonte del estado nacional, es decir,
que se trata de un pluralismo consistente con la genuina idea liberal del estado.
Como ya había advertido Spinoza, la razón une a los hombres y los sentimientos los
separa. La tradición liberal hizo suya esta idea: si había que respetar los sentimientos y
gustos individualizadores, que permitían la inestimable diferenciación entre los
individuos y enriquecían la comunidad, había que hacerlo con límites, poniendo siempre
en el puesto de mando a la razón unificadora, sin dudar jamás de la posibilidad de una
identidad objetiva de fondo de los individuos, que quedaba expresada en la norma
jurídica y en la razón pública. Las diferencias eran aceptadas e incluso veneradas en la
vida privada, pero en el espacio público brillaba la unidad del estado y la identidad de
la ciudadanía. Por eso la construcción rawlsiana de la idea de la justicia simulaba la
75
búsqueda de lo que todos los individuos, razonables y egoístas, elegirían en una
situación que les forzara a la neutralidad o imparcialidad. Y, por si esa construcción
racional de lo común contenía desviaciones, se sometía el resultado (los principios de
justicia) a una prueba de contraste con la razón pública, con los principios éticos
compartidos, mediante la estrategia del equilibrio reflexivo. En el fondo se trataba de
hacer confluir dos procesos de construcción de lo común, tal que las carencias de cada
uno compensaran las del otro: por un lado, el proceso histórico objetivo de construcción
de la cultura ligada a la dialéctica de las necesidades, es decir, el proceso que Hume
encomendaba a la naturaleza, que por caminos torcidos acababa generando lo realmente
conveniente; por otro lado, la discusión racional, que puesta en un escenario
desapasionado y neutral garantizaba una identidad autolegitimada en la elección de los
fines y la estrategia. La confluencia entre el proceso natural de génesis de la cultura y el
proceso racional de libre discusión y elección, mediante la intercorrección mutua y
constante de ambos, configuraba el orden justo.
La pluralidad, por tanto, quedaba bien integrada, bien limitada, y bien valorada; se
trataba, obviamente, de una pluralidad de individuos o de identidades colectivas
(asociaciones) limitadas por la individualidad, en tanto que eran libremente elegidas y
en tanto que la legitimidad de su instauración dependía de que su función estuviese
subordinada al respeto y potenciación de la autonomía individual. Puede decirse
razonablemente que, en esos textos tempranos, Rawls no había problematizado la
verdadera cuestión del pluralismo, a saber, la posibilidad y legitimidad de reducir a
unidad normativa las diferencias ontológicas; por el contrario, mantenía una mirada
sobre el mismo, tanto de la pluralidad de individuos como de la pluralidad de
asociaciones de individuos, dentro de los límites de la diversidad ideológica que acabo
de describir, tal que no sólo podía pensarlo como compatible con el liberalismo sino
como intrínseco al mismo, de hecho, como culminación de un liberalismo maduro .
72
Usaré “consenso por coincidencia”, pues creo que recoge la idea rawlsiana de que en ningún modo se trata de un consenso
negociado.
73
J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1966.
74
Ibid., 13.
75
Ibid., 13.
76
Ibid., 33.
77
Ibid., 33.
77
doctrinas o representaciones con consistencia interna y que se ofrecen a los individuos
como propuestas diferenciadas de modos de vida. En esta visión rawlsiana del
pluralismo las opciones ideológicas han ganado sustantividad, pueblan el nuevo
escenario de representación, constituyen las identidades políticamente relevantes
posibles para el individuo.
El factum del pluralismo, así entendido, domina toda la reflexión rawlsiana sobre la
justicia de sus últimos textos. No hay dudas de que mantiene activos los dos grandes
principios liberales que dominaban en sus primeros escritos, es decir, el modelo de
legitimación contractualista y el individualismo moral y político, que le exigen construir
la legitimación de la sociedad justa en el marco de un acuerdo o negociación entre
individuos libres, “Buscamos una concepción política de la justicia para una sociedad
democrática entendida como un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos
libres e iguales, quienes, siendo políticamente autónomos (II, $6), aceptan de buen
grado los principios de justicia públicamente reconocidos que definen los términos
equitativos de la cooperación”78; pero, como muestra la continuación del párrafo que
acabo de citar, ahora introduce la peculiaridad de dar relevancia a la pluralidad de
“doctrinas comprehensivas” o concepciones del mundo: “Sin embargo, la sociedad en
cuestión alberga una diversidad de doctrinas comprehensivas, todas perfectamente
razonables. Eso sugiere dejar de lado el modo en que las doctrinas comprehensivas de la
gente conectan con el contenido de la concepción política de la justicia, y concebir el
contenido como si surgiera de varias ideas fundamentales derivadas de la cultura
política pública de una sociedad democrática. Modelaremos eso situando las doctrinas
comprehensivas de la gente detrás del velo de la ignorancia. Lo que nos permite
encontrar una concepción política de la justicia que puede ser el foco de un consenso
entrecruzado y servir así de base pública de justificación de una sociedad marcada por el
hecho del pluralismo razonable”79. Texto elocuente que resume la estrategia de reflexión
rawlsiana orientada a, y condicionada por, la obvia realidad del pluralismo ideológico
en las sociedades democráticas, a las que explícita y conscientemente limita las
pretensiones de validez de su propuesta. En el mismo podemos notar, de entrada, el
reconocimiento de que en las sociedades liberales democráticas, donde los individuos
son libres e iguales, la pluralidad es un factum a asumir y respetar. Pero también se nos
revela que ese factum condiciona toda la estrategia de justificación de la concepción de
la justicia ofrecida, pues si bien la metáfora de la posición original y el contrato
entrecruzado responden al discurso liberal individualista, Rawls introducirá matices
para responder a las exigencias derivadas del reconocimiento de la pluralidad. Por eso
insistirá, por ejemplo, en que el hecho del pluralismo afecta a la “densidad” del velo de
la ignorancia; y una y otra vez repetirá que el contenido del contrato entrecruzado viene
determinado precisamente por la pluralidad de doctrinas80.
Quiero resaltar que un rasgo esencial de esta pluralidad ideológica reconocida por el
liberalismo político rawlsiano es que no responde a determinaciones exteriores (clases,
etnias, etc.). El espacio liberal no permite esa representación, con pretensiones
ontológicas, y ha de postular la inmanencia de la pluralidad, representársela como
opciones construidas por el pensamiento libre y que se ofrecen a la libre elección de los
individuos; no pueden responder a determinaciones que trasciendan la subjetividad, tal
que la pluralidad liberal se da en el marco de la filosofía de la subjetividad. Es decir, la
pluralidad que reconoce el liberalismo se limita a un mercado de opciones ideológicas,
necesariamente abiertas a la voluntaria adscripción de los individuos, que posibilitan
agrupaciones contingentes, reversibles, no exclusivas, y transversales. En el fondo, y si
se me admite sin justificar la distinción entre identidad e identificación, el liberalismo
sólo puede pensar las identificaciones (decisiones del sujeto), y no las identidades
(constituyentes del sujeto).
Rawls no hace una apuesta pluralista sin límite, en tanto que su pluralismo no
responde a una ontología. El “pluralismo razonable” refiere a la inevitable existencia en
la sociedad liberal de una pluralidad de doctrinas razonables sobre los distintos aspectos
de la vida; y esa pluralidad de opciones, que no obedecen a ninguna determinación
exterior sino a la práctica de la libre discusión en los escenarios democráticos,
coadyuvarán la asociación libre de los individuos en una pluralidad de colectivos, pero
con identidad débil, abierta, reversible y transversal. O sea, no pondrá en riesgo ni la
individualidad, base de la verdadera pluralidad, ni la unidad del estado, límite a
cualquier pluralidad razonable.
85
Ibid., 66-67.
81
El argumento más divulgado por la historiografía liberal atribuido a Rawls consiste
en afirmar el pluralismo como factum. No dudo que Rawls lo hace así; pero creo que no
lo hace como legitimación positivista, sino por una argumentación que me merece más
respecto. El pluralismo cultural e ideológico es un factum, sin duda, pero también es un
factum de la cultura occidental la representación de “la razón como guía de la verdad y
pensar que la verdad es una”86. Tan fáctico es la constante constatación de una
pluralidad de visiones del mundo como la no menos constante evidencia de una
aspiración del pensamiento a la unidad y la verdad únicas. Lo atractivo del argumento
de Rawls, a mi entender, es precisamente que articula ambos, que entiende que la
diversidad de doctrinas morales, filosóficas, religiosas, presentes en una sociedad
democrática es intrínseca a la cultura y la práctica públicas democráticas; y que, al
mismo tiempo, la distribución concreta de la pluralidad en un momento dado es
contingente, transitoria y abierta. Rawls cree que, bajo un régimen que protege los
derechos y libertades básicas, aparecerán necesariamente una diversidad de doctrinas
comprehensivas, encontradas e irreconciliables, y todas razonables 87. Sin opresión
política, en un escenario de libertad de pensamiento, la práctica de la razón, en su
irrenunciable búsqueda de la unidad y la universalidad, engendra la diversidad, la
pluralidad. Y sin duda tiene razón. Lo terrible es que, bajo un discurso tan “razonable”,
se ignora la presencia en el espacio liberal de otras diferencias que reivindican su
legitimidad y que cuestionan que ésta deba ser determinada desde la máxima liberal
“política, no metafísica”.
¿Con qué argumentos?. Creo que Rawls aporta pocos argumentos para justificar la
legitimidad de excluir a las concepciones “no razonables”; la verdad es que ni se
preocupa de ello, sea porque intuye la dificultad, sea porque cree, acertadamente, que no
lo necesita, que apostar por un “nosotros” diverso pero manejable, que deje fuera lo
extravagante, insólito, inquietante, etc., es suficiente y siempre será bien recibido por la
conciencia liberal. Por eso dedica sus energías a organizar la pluralidad razonable, a
aislar un escenario en el que hay suficiente diversidad para satisfacer ese genérico
reconocimiento de la pluralidad como efecto de la libre individualidad, pero sin que la
cualidad de la misma cuestione las fronteras de las dos identidades básicas, el individuo
y la patria.
89
Ibid., 67.
83
Rawls, para embellecerlo, se esforzará en poner el pluralismo razonable como fruto
precisamente del ejercicio de la razón práctica y del pensamiento libre. Ahora bien, el
efecto de la vida y el pensamiento libre es el pluralismo sin determinaciones, donde
caben concepciones y proyectos no razonables e incluso irracionales. ¿Cómo logra
Rawls establecer la demarcación?. Pues con una exigencia que parece muy razonable,
porque no limita la libertad individual, pero que encubre un inmenso poder de
exclusión: dirá que la pluralidad razonable es la que surge, sí, de la libertad, pero
cuando la libertad se da en sociedades ya establecidas, democráticas y con instituciones
libres duraderas: “El liberalismo político, como ya dije, entiende esa diversidad como el
resultado del ejercicio de las facultades de la razón humana en el contexto de
instituciones libres y duraderas”90. Y también: “La cultura política de una sociedad
democrática lleva siempre la impronta de una diversidad de doctrinas religiosas,
filosóficas y morales encontradas e irreconciliables. Algunas de ellas son perfectamente
razonables, y el liberalismo político concibe esa diversidad de doctrinas razonables
como el resultado inevitable a largo plazo de las facultades de la razón humana
desarrolladas en el marco de instituciones duraderas libres” 91. El librepensamiento en
ese marco no garantiza la ausencia de alternativas irracionales, pero sí garantiza un
amplio consenso en torno a una razón pública que permite distinguir lo razonable
(ajustado a ella) de lo no razonables (contrario a la misma).
Se excluye, por tanto, lo ajeno al trabajo de la razón práctica, que a lo largo del
tiempo, en condiciones de libertad, ha ido tejiendo, construyendo, un marco de valores
políticos común, compartido. El pluralismo razonable, de este modo, no aparece como
decisión política de los fuertes, sino como producto de la razón práctica: “Como se
observó antes (I, $ 6.2), esta pluralidad razonable de doctrinas encontradas e
inconmensurables se concibe como la realización característica de la razón práctica a lo
largo del tiempo y bajo instituciones libres duraderas”92.
5. Pluralismo y consenso.
He insistido en que los argumentos que aporta Rawls para distinguir entre posiciones
político ideológicas razonables y no razonables son débiles, basando su potencia
persuasiva más en la complicidad de una ideología compartida que en la fuerza teórica
del argumento. Tras reconocer que en la pluralidad social, más amplia que la que cabe
en lo razonable, puede haber opciones no razonables, es decir, irreductibles al
acuerdo101, Rawls no duda en excluirlas, dejarlas fuera del pacto: “Que haya doctrinas
que rechacen una o más libertades democráticas es un hecho permanente de la vida, o al
menos eso parece. Eso nos carga con la tarea de contenerlas –como a la guerra o a la
enfermedad- para que no subviertan la justicia social”102. Por tanto, la legitimidad de la
exclusión, sin excluir la exclusión violenta, viene de la sacralización de la concepción
política de la justicia, porque es su aceptación o rechazo lo que determina ser o no
razonable, quedar dentro o fuera del pacto. Su discurso es claramente de un nosotros y
para nosotros, quienes compartimos la identidad material suficiente para poder
formalizarla.
Hemos de sospechar que si Rawls pone este límite, con las implicaciones
antiliberales señaladas, es por evitar un mal peor, implícito en el pluralismo radical. Y
la sospecha parece fundada si tenemos en cuenta el sentido del pacto como consenso por
100
Ibid., 176.
101
“Que una democracia esté marcada por el hecho del pluralismo no resulta sorprendente, pues siempre habrá muchas
concepciones irrazonables. Pero que también haya muchas doctrinas comprehensivas razonables sostenidas por personas
razonables puede parecer sorprendente: porque nos gusta ver a la razón como guía de la verdad y pensar que la verdad es una” ( El
liberalismo político, 94-95).
102
Ibid.,, 95, n.19.
86
coincidencia. Ya he insistido en que Rawls acepta que el pluralismo razonable no sea el
construido por el acuerdo entre los fuertes: “Así, aunque una concepción política de la
justicia encara el hecho del pluralismo razonable, no es política en el sentido
equivocado: es decir, su forma y su contenido no se ven afectados por el equilibrio de
poder político existente entre las doctrinas comprehensivas. Ni fragua sus principios un
compromiso entre las más dominantes”103. La razonabilidad de una doctrina procede de
asumir el principio de tolerancia y aceptar una constitución, un orden político, exterior a
la misma.
Esta exterioridad debe ser muy resaltada, porque el consenso por superposición, que
concreta su pertenencia a la pluralidad razonable, ha tenido en Rawls diversas
formulaciones, que van de pensarlo como una yuxtaposición o intersección que
condensa lo común y coherente con las diversas doctrinas presentes, en Una teoría de la
justicia, a pensarlo como algo ajeno a ellas, en El liberalismo político. En esta última
obra Rawls insiste en la tesis de la exterioridad: “la justicia como equidad se abstrae del
conocimiento de las determinadas concepciones del bien que puedan albergar los
ciudadanos, y procede partiendo de las concepciones políticas compartidas acerca de la
sociedad y de la persona que son necesarias a la hora de aplicar los ideales y los
principios de la razón práctica”104. No se construye buscando lo común a las distintas
concepciones del bien, sino a partir de posiciones políticas compartidas y de los ideales
de la razón práctica. El consenso no es un acuerdo de mínimos doctrinales: “Buscamos
un consenso entre doctrinas comprehensivas razonables (no irrazonables o irracionales).
El hecho crucial no es el hecho del pluralismo como tal, sino el del pluralismo
razonable (I, $ 6.2). Es un acuerdo sobre una concepción política de la justicia, sobre
una manera de ordenar las instituciones básicas de la sociedad, haciendo abstracción de
los principios doctrinales religiosos, filosóficos o morales”105. Rawls insiste en que en
una democracia constitucional la concepción pública de la justicia “deberías ser, en lo
posible, presentada de un modo independiente de las doctrinas comprensivas religiosas,
filosóficas y morales. Con eso daba a entender que la justicia como equidad se hallaba
en la primera etapa de su exposición como un punto de vista independiente que expresa
una concepción política de la justicia”106. Ese “punto de vista independiente” marca la
exterioridad de la concepción política con el contenido doctrinal.
¿Por qué la insistencia en esa exterioridad?. ¿No es más razonable y concorde con la
idea contractualista un acuerdo en base a mínimos doctrinales, conforme a criterios que
rigen en la practica política liberal democrática?. ¿Por qué no recurrir a la legitimidad
del principio de mayoría?. Recordemos que Rawls está situando el problema en un
punto cero, en el momento del contrato; ahí no rige el principio de mayoría, que en todo
caso se instaura en el pacto. Por tanto, el problema es que, conforme al criterio liberal,
103
Ibid., 174.
104
Ibid., 173.
105
Ibid., 176.
106
Ibid., 176. Ver también I, $$ 1.3-4.
87
nadie puede ser excluido; y, sobre todo, nadie puede quedar dentro y excluido, es decir,
sometido. En ese momento inaugural, un contrato pensado como intersección o
solapamiento, podía ser de contenido vacío, por la ausencia de cualquier coincidencia
impuesta por la presencia de concepciones doctrinales “no razonables”. Desde la
posición original, donde se construye la propuesta elegida por individuos racionales y
en posición de imparcialidad, hay una base para distinguir los buenos de los malos;
desde el escenario contractualista del consenso por superposición entre doctrinas
comprehensivas diversas, pensar lo racional o razonable como lo común, como la
intersección, exigía contemplar la posibilidad de una propuesta vacía.
Dicho de otra manera: basta pensar la dialéctica de la razón para comprender que la
pluralidad, lejos de estar amenazada por la pretensión de racionalidad, es generada por
la razón, como momento de la misma, sin que la asuma como su objetivo. Es realmente
extravagante la imagen de un mundo en el que se llame a los científicos a producir
teorías plurales y a congelar la existencia de éstas, en vez de llamarlos a contrastarlas y
decidir la mejor (la más verdadera o la más eficaz, cuestión indiferente a nuestro
problema); es ingenuo si no resultara cruel llamar a que cada cual cultive su doctrina
ética, sea solidaria, consumista o chovinista, por ser todas iguales de buenas y bellas y
porque el mosaico plural que diseñan es un fin en sí mismo, en lugar de, con fidelidad
al principio de tolerancia, instar a una confrontación dialéctica en la que cada uno,
asumiendo el riesgo democrático de ser convencido por el otro (si no es así se está
instalado en el fanatismo) se entrega al convencimiento de los demás.
89
En definitiva, quiero decir que fundar el pluralismo en la renuncia a la razón y a su
pretensión de verdad (epistémica, política y moral), no es una exigencia democrática, en
la medida en que la democracia resiste el debate a muerte entre propuestas racionales
con voluntad de verdad. Por otra parte, un planteamiento como el de Rawls no garantiza
la vida democrática, pues permite un escenario político de sectarismos fanáticos, es
decir, de agrupación de los ciudadanos en sectas, entregadas a cultivar sus orquídeas, y
que viven en la indiferencia recíproca. El fanatismo no tiene por qué ser universalista; y
bajo el respeto a la constitución pueden coexistir, en la más absoluta indiferencia (que
no equivale a tolerancia) la pluralidad de opciones doctrinales dogmáticas y “nada
razonables”. En el pluralismo razonable rawlsiano caben posiciones que, revestidas de
indiferencia ideológica, sólo son razonables ad extra, en tanto que respetan el consenso
constitucional, mientras que ad intra cultivan su diferencia, no siempre noble ni digna.
En cualquier caso, es curioso que esa defensa del pluralismo en la política, la cultura,
la moral, la ciencia…, tiene sus territorios prohibidos. El culto al pluralismo se acaba a
la entrada misma de la fábrica: la relación de explotación no permite ni la tolerancia, ni
la pluralidad, ni la indiferencia, no permite que las clases vivan en concordia de
espaldas unas a otras. Si en la producción capitalista desaparece la “bondad” del
pluralismo, aunque en su seno se reproduzca el mismo en forma de clases sociales, es
sensato pensar que, de la misma manera, la pluralidad se reproducirá aunque la razón
política trabaje con fidelidad a su destino: la unidad del todo social, la armonía o
identidad entre el bien público y el bien privado. Por tanto, no encuentro en la reflexión
de Rawls argumentos sólidos a favor de que la razón deba travestirse, prostituirse,
renunciar a su forma canónica, a sus pretensiones de unidad del conocimiento y de
verdad única, para reconocer y asumir el factum del pluralismo; éste puede reconocerse,
e incluso argumentar su inevitabilidad, sin la renuncia ontológica.
En segundo lugar, considero que otro punto débil de la descripción rawlsiana del
pluralismo liberal radica en la arbitrariedad de la restricción impuesta al reconocimiento
y defensa de la mera diversidad, restricción que permite dar entrada a particularidades
interesadas y cambiantes. Aunque Rawls pretenda que la “razonabilidad” acota el
repertorio empírico de doctrinas que “abrazan los ciudadanos razonables y a las que
tiene que dirigirse el liberalismo político”; aunque insista en que son doctrinas que no
responden a intereses particulares o de clase, sino que “son, en parte, el resultado del
trabajo de la razón práctica en el marco de las instituciones libres” 107, no logro encontrar
ni un solo argumento para la exclusión de los otros si no es desde el principio
comunitarista, que él no acepta. Quiero decir, en definitiva, que tampoco encuentro en
Rawls argumentos suficientes para que el pluralismo aceptable por la razón se limite al
“pluralismo razonable”; y, en cambio, encuentro muchos motivos de sospecha ante un
concepto tan etnocéntricamente definido.
107
Ibid., 67. Rawls reenvía a I, $$ 2 y 3, donde discute las condiciones necesarias mínimas de razonabilidad de una doctrina
comprehensiva. Pero advierte que no todas las que cumplan tales rasgos serán igualmente razonables para todos los objetivos,
limitándose a las pretensiones del liberalismo político.
90
Esta cuestión merece ser bien pensada, por sus insospechados efectos prácticos.
Deberíamos partir del presupuesto postplatónico de que el deseo no sigue como mera
determinación al conocimiento; o sea, que el reconocimiento ontológico del pluralismo
no conlleva necesariamente su racionalidad ni su moralidad, es decir, no implica que
deba ser querido por la razón. El factum del pluralismo, cuando se interpreta
positivistamente, lleva a la razón a asumir la no existencia –ni real ni posible- de una
doctrina comprehensiva compartida por todos los ciudadanos; y se deriva de ello la
necesidad de respetar la pluralidad de doctrinas existentes, razonables o no. Ahora bien,
el problema reside precisamente en ese carácter positivista de la interpretación, que
implica una arbitraria toma de posición ontológica. Cuando la pluralidad no se ve como
hecho en sí, sino como producto histórico, como praxis –que incluye en su esencia tanto
la inevitabilidad de la diversidad como la inevitabilidad de la superación de cada una de
sus formas concretas- las cosas cambian. Es la cosificación del factum la que introduce
la ilusión ontológica y acaba llamando a su sacralización; en cambio, la perspectiva
dialéctica, que al menos tiene las mismas credenciales de legitimidad, permite pensar la
necesidad de la pluralidad (de la escisión, decían Hegel y Marx) como forma del
movimiento y la historicidad o no necesidad de cada uno de sus momentos o figuras
concretos.
A mi entender, hay dos formas de pensar lo plural como límite de la razón. Una de
ellas, la que parece seguir Rawls, sitúa la pluralidad fuera de la razón, como lo otro de
la razón, un límite exterior que la clausura y somete; o sea, equivale a declarar la
pluralidad irracional. La otra forma de pensar lo plural también se lo representa como
distinto, pero en el sentido de su límite, que decreta su cierre, su negación, pero que en
el mismo acto la afirma y configura. Es decir, se trata de pensar la pluralidad como el
trascendental de la razón, como una exterioridad que la constituye. Bien mirado, la
pluralidad fáctica como tal nunca puede ser racional: los hechos no son racionales. Tal
pluralidad fáctica es lo otro de la razón, su límite exterior refractario e indiferente. Esa
pluralidad fáctica como tal no puede ser racionalizada sin ser negada, sin ser traducida a
unidad, a orden, a jerarquía. Pero, en tanto que trascendental de la racionalidad, su
negación implicaría la autodestrucción de la razón: sin pluralidad que reducir, la razón
se quedaría sin trabajo. Por tanto, la manera más razonable de pensar lo plural es
pensarlo no como factum sino como praxis, constantemente disolviéndose y
reconstituyéndose; y la forma más razonable de pensar la razón es pensarla no como
pastora de la pluralidad, sino como obrera de la misma, haciendo como aquella abeja de
Diderot que, pasando por mil flores reducía sus mil sabores al inigualable y único de la
miel.
Desde una mirada dialéctica, pluralidad como praxis, no hay razón para la exclusión,
pues todas las figuras nacen en el mismo proceso; pero tampoco hay razón para la
sacralización de algunas de ellas, pues todas son históricas. Desde una mirada liberal,
pluralidad como factum, tiene sentido plantearse la exclusión, seleccionar las buenas y
desechar las malas; pero cualquier criterio al que se recurra estará contaminado de
91
arbitrariedad. El recurso a lo razonable por Rawls, a pesar de sus suaves perfiles y de su
atractivo cultural, es una solución perversa. En rigor, llama razonables a las doctrinas
que se dejan acercar y consensuar, que tienen cierto aire de familia, que pueden
colaborar o, al menos, soportarse unas a otras. Más que un pluralismo de la diversidad
es un pluralismo de la diferencia y, como sabemos desde Aristóteles, en el dominio de
los conceptos ésta se da siempre en la unidad.
No es difícil reconocer que los principios de justicia propuestos por Rawls tienen un
contenido familiar a la cultura liberal occidental; él mismo se encarga de explicitarlo,
reconociendo que, en principio, su propuesta tiene pleno sentido sólo para las
democracias occidentales. De todas formas, en sí mismo o en sus seguidores, deja viva
la esperanza de que tal vez dichos principios pudieran gozar de una aceptación
universal. Se aliente o no esta esperanza, el resultado es inquietante. Porque, si se niega
la validez de la teoría de la justicia para espacios no democráticos, resurge el acuciante
problema de las minorías étnicas incluidas en estados liberales; si se aspira a una
expansión universalista, aunque sea prudente, de la teoría, surge la terrible sospecha de
que no sólo los principios, sino la teoría misma de la justicia, por ser genuinamente
liberal, se impone al mundo. Por tanto, no parece haber escapatoria. Dado que el
pluralismo liberal no puede reconocer la pluralidad étnica, ni ninguna pluralidad
objetivamente determinada, su propuesta no puede aportar solución a los conflictos
objetivos, sean éstos de etnia o de clase (sobre los que convendría insistir en otra
ocasión).
“El hecho de que la identidad nacional no exija valores compartidos explica por qué las naciones
son unidades apropiadas para la teoría liberal, ya que las agrupaciones nacionales proporcionan un
ámbito de libertad e igualdad y una fuente de confianza y reconocimiento mutuos que pueden
conciliar la disensión y las discrepancias inevitables respecto a las concepciones de lo bueno en una
sociedad moderna (Will Kymlicka, “Nacionalismo minoritario dentro de las democracia liberales”)
1. Diversidad y valor.
108
El texto de “Pluralismo del disenso” había sido publicado en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed.
Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
109
“El proyecto multicultural es en verdad rompedor, dado que invierte la dirección de marcha pluralista que sustancia a la
civilización liberal. Y es verdaderamente singular que esta ruptura la propugnen y legitimen filósofos que se autoproclaman
liberals “ (G. Sartori, La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus, 2001,129).
110
G. Sartori, “Los fundamentos del pluralismo”, en Agora, 2 (Verano de 1995): 7.
94
Las buenas intenciones no garantizan los fines, y el proyecto de Sartori nace
fuertemente lastrado por compartir con los teóricos a quienes critica que el pluralismo
es algo así como las señas de identidad del liberalismo, especialmente del liberalismo
desarrollado, democrático; por tanto, se exige a sí mismo pensar el pluralismo en el
marco de la democracia liberal. Su pensamiento padece los efectos de esa obstinación
en confesarse pluralista sin renunciar a la profesión de fe liberal, actitud tan tópica que
induce a menospreciar cualquier argumentación que simplemente la interrogue. Aunque
Sartori es suficientemente lúcido para detectar contradicciones y peligros en esa
identificación, opta por considerar que se deben a la contingencia de una mala
definición de pluralismo; en consecuencia, cree que un pluralismo bien definido, bien
acotado, libre de las formas degeneradas, pseudopluralistas, no sólo no implicaría
contradicciones con el discurso liberal ni peligros a la sociedad capitalista occidental,
sino que pondría el pluralismo como la ideología ajustada a la cultura democrático
liberal contemporánea. Así, en lugar de pensar el pluralismo en el escenario filosófico y
político contemporáneos, se enzarza en una redefinición imposible del mismo asimilable
a los nuevos tiempos.
122
Ibid., 62.
123
Ibid., 31.
97
caso, una opción de valor sin fundamento metafísico, legitimada y ratificada por haber
sido la elección constante y universal del mundo occidental, por constituir el eje de su
cultura. La opción por el pluralismo como cultura incluye la opción por la pluralidad
ideológica, religiosa, de formas de vidas, de costumbres, de lenguas; incluye, por tanto,
la opción por la diversidad subjetiva en todas sus manifestaciones. El pluralismo liberal
de Sartori excluye, pues, toda diferencia que no sea asimilable –razonablemente elegible
y deseable- desde el marco político, estético y moral de la cultura occidental; o sea, su
opción por el pluralismo cultural es una opción por su propia pluralidad, pero
excluyente del pluralismo multicultural, que lejos de exigir pluralidad dentro de una
cultura impone la diversidad entre ellas.
Conviene subrayar esta tesis según la cual Sartori pone el pluralismo como una
“opción de valor”. No duda en definirlo como el bien de la sociedad: “Para mí la buena
sociedad es la sociedad pluralista”124; ni en afirmarlo rotundamente como fundamento
del valor: “La creencia en el valor del pluralismo es una condición previa de todo lo
demás”125. No insiste en el factum, cuya existencia da por sentada, sino en la opción
libre y voluntaria por la diversidad: “Ante todo, el pluralismo es la creencia libre y
voluntaria en el valor de la diversidad”126. Y tampoco oculta que la sociedad pluralista
es la sociedad abierta popperiana, la sociedad libre liberal: “la sociedad abierta es, en
esencia, la sociedad libre tal como la entiende el liberalismo” 127. Todo ello me lleva a
confirmas la sospecha que vengo apuntando: Sartori apuesta por la “cultura pluralista”,
pero no por el “pluralismo cultural”; si se prefiere, apuesta por la sociedad con
“(mono)cultura pluralista”, y se enfrenta a la sociedad con “pluralidad de culturas”. Y
esta posición, insisto, no me parece específicamente sartoriana, sino ejemplarmente
liberal; Sartori sólo se ha individualizado en su afán de ser claro y coherente con sus
principios liberales.
A mi entender, Sartori escenifica una opción de valor por un pluralismo que incluye
o, en todo caso, determina el pluralismo político o cualquier otra manifestación del
mismo. La política y el orden político pasan a ser pensados desde esa opción de valor.
Puestas la diversidad como valor cultural y la disidencia como su arma estratégica, la
política queda encargada de respetar, cuidar, proteger, crear la diversidad y fortalecer la
diferencia y el disenso. Pero la opción pluralista, además de implicar una política al
servicio del pluralismo, o como parte de esa exigencia, incluye la construcción del
“pluralismo político”, de la diversidad en la esfera de lo político; lo que alude a la
“diversificación del poder” y, más en concreto, a la existencia de una pluralidad de
grupos asociativos independientes y no inclusivos. Por tanto, Sartori simplemente está
defendiendo una pluralidad necesaria para la autodeterminación de los individuos, como
escenario o contexto en el que éstos eligen y se constituyen libres (y reversibles). Y es
en ese contexto donde tiene sentido su apuesta por el disenso como forma de creación
de diversidad ideológica, cultural y política, condiciones de la individualidad liberal.
124
Ibid., 7.
125
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Ed. cit., 40.
126
G. Sartori. “Los fundamentos del pluralismo”. Edic. cit., 16.
127
Ibid., 13.
98
2. Tolerancia, disenso y consenso.
Por tanto, el pluralismo que acepta Sartori está doblemente determinado por el
principio de tolerancia, que sólo tiene sentido en la lógica de la verdad: por un lado,
porque quedan excluidas las diferencias intolerables, las que no caben en la tradición
liberal; por otro, porque la pluralidad en el ámbito de la subjetividad (ideas, derechos,
deberes, etc.) no tiene propiamente el estatus de realidad reconocida, sino simplemente
el de realidad tolerada. La otra diversidad, la ontológica o natural, al margen de la
actitud estética, ¿qué otra cosa puede hacerse que tolerarla?.
No obstante, Sartori no fija su atención en esa distancia ontológica entre los dos
principios, el de tolerancia y el pluralista. Apunta a ese escenario pero se queda a un
paso. Ese paso no dado es muy importante, pues en lo teórico le permite seguir
describiendo la semejanza-consistencia-coherencia entre tolerancia y pluralismo (con la
misma confusión que critica a sus críticos) y, en lo ideológico político, le permite seguir
defendiendo la democracia liberal pluralista.
2.2. (Disenso y pluralismo) El concepto de disenso es el otro pilar que usa para
reconstruir la idea de pluralismo. En su Teoría de la democracia, Sartori veía el
pluralismo político de las democracias actuales como resultado de la progresiva
aceptación de la tolerancia y -dando por hecho él también la conexión entre pluralismo
y democracia- como efecto del juego de la diferencia y la diversidad. Y ligaba esos
factores, sin precisar relación de causa-efecto, a la puesta en práctica del disenso.
Decía: “las democracias modernas están relacionadas y condicionadas por el
descubrimiento de que el disenso, la diversidad y las “partes” (que se convirtieron en
partidos) no son incompatibles con el orden social y el bienestar del cuerpo político. La
génesis ideal de nuestras democracias se halla en el principio de que la diferencia, no la
uniformidad, es el germen y el alimento de los estados (un punto de vista que se
extendió a continuación de la Reforma, después del siglo XVII” 133. Sartori redondeaba
su reflexión afirmando que la idea liberal sospecha de la unanimidad y que la
democracia contemporánea es el desarrollo de la democracia liberal por irrupción en
ella del pluralismo: “Pero es la democracia liberal, no la democracia de los antiguos, la
que se funda sobre el disenso y la diversidad. Somos nosotros, y no los griegos de
Pericles, quienes hemos inventado un sistema político de concordia discors, de
consenso enriquecido y alimentado por el disenso, por la discrepancia” 134. Y en esta
línea de discurso puede concluir que la democracia multicolor es la expresión política
de la opción de valor pluralista, y manifestar su orgullo de esta tradición, casi natural,
que dibuja el límite de lo humano: “La filosofía política se desarrolla a lo largo de la
133
G. Sartori, The Theory of Democracy Revisted (2 vols.). Chatham (New Jersey), Chatham House, 1987 REF¿¿??
134
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 21.
100
historia que va desde la intolerancia a la tolerancia, de ésta al respeto del disenso, y
después, mediante ese respeto, a creer en el valor de la diversidad”135.
135
Ibid., 27.
136
Ibid., 36.
137
G. Sartori. “Los fundamentos del pluralismo”. Edic. cit., 16.
138
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 39.
101
Este rasgo se convierte en un indicador distintivo del pluralismo sartoriano. Al
mismo se refiere cuando habla de pluralidad con líneas de división cruzadas (cross-
cutting cleavages), o sea, que permitan la transversalidad en la afiliación: “Una
comunidad pluralista se define por el pluralismo. Y el pluralismo tal como lo he
definido presupone –recordemos- una disposición tolerante y estructuralmente,
asociaciones voluntarias “no impuestas”, afiliaciones múltiples y, cleavages, líneas de
división, transversales y cruzadas”139. Y no hace falta decir que esto sólo es propio del
mundo occidental contemporáneo, o sea, en las democracias liberales.
La opción pluralista de Sartori viene muy marcada por esta apología del disenso.
Para un ilustrado clásico disentir formaba parte de la libertad de pensamiento, era
consustancial al ejercicio libre de la razón; pero en absoluto era bueno en sí, sino una
contingencia primero a tolerar y luego, en lo posible, a superar; su concepción
trascendental de la verdad, el derecho y la justicia así lo exigía. Sartori, por su parte, en
lugar de admitir el disenso en los límites de la práctica racional, lo convierte en un
objetivo político en sí mismo, en un bien político, en definitiva, en una opción de valor
que pone como intrínseca a la cultura liberal occidental. Y lo que en el pensamiento
liberal ilustrado era un factum a tolerar (y eso incluye no ahogarlo o silenciarlo por la
fuerza) y a superar, se convierte en una manera de ser, en una determinación
antropológica del hombre liberal, gracias a la cual crea el pluralismo y, además, lo
clausura en los límites de la práctica razonable del disentir. Disenso y pluralismo, así
referenciados, pasan a ser dos rostros de la esencia de la misma cultura. Si los límites
del pluralismo sartoriano (y, como he dicho, liberal) los pone el disenso, serán
ineludiblemente límites en el seno de la representación o concepción del mundo, límites
ideológicos; la pluralidad reconocida resulta ser la de las opciones de valor (morales,
estéticas o políticas)
Aquí es donde Sartori apoya su pluralismo del disenso, ante los peligros que pueden
derivarse del consenso. Parece temer que el consenso acabe por difuminar un pluralismo
de tan bajo relieve, e intenta un giro efectista. Entiende que la democracia es el
gobierno mediante la discusión: o sea, mediante la práctica del disenso. Disenso y
oposición son intrínsecos a la democracia. Desde esta perspectiva Sartori puede pensar
el pluralismo como objetivo de la función intrínseca del disenso, de la oposición
democrática; su no existencia daría paso a la unanimidad no democrática. Como he
dicho, parece tener miedo a esta homogeneidad. Y la verdad es que puedo
comprenderlo, pues nuestro presente pone de relieve que el peligro de discurso
uniforme no es un espejismo. Ahora bien, si tanto ama la confrontación, no debería
haber excluido de la pluralidad liberal las diferencias fuertes, como la etnia y la clase,
que le habrían garantizado larga y amenazadora disidencia, largo y potente conflicto.
El pluralismo del disenso es, pues, de bajo nivel, pues excluye a lo realmente
distinto, cuya forma de apariencia es el conflicto: “Ante todo, el pluralismo es la
creencia en el valor de la diversidad. Y creer en la diversidad, en una dialéctica de la
diversidad, es lo opuesto a creer en el conflicto. Por ello, lo que una teoría de la
democracia deriva de su matriz pluralista no es, ni puede ser, un elogio del “conflicto”,
sino, en cambio, un procesamiento dinámico del consenso basado en el principio según
el cual cualquier cosa que pretenda presentarse como legítima o verdadera debe
104
defenderse frente a la crítica y la discrepancia y revitalizarse mediante ellas” 140 . Como
puede apreciarse, se trata de un pluralismo de salón, perfectamente controlable. Y acaba
dándonos la saludable recomendación de que no hablemos de conflictos, sino de
disensos y discrepancias, y sobre sus efectos benignos para la democracia.
3. Pluralismo y multiculturalismo.
Para Sartori los seres humanos son una muchedumbre solitaria en estado de anomia,
que buscan incesantemente una identidad (koinomía) y pertenencia; la coexistencia
humana se articula en torno a centros de gravedad, antes comunidades concretas y hoy
comunidades abstractas. No acepta el Freund/Feind de Schmitt, pero lo usa
desdramatizado, domesticado, al afirmar que los hombres se articulan en identidades del
tipo nosotros/ellos. Aunque la oposición no tenga que ser belicosa, como indica Sartori,
conviene resaltar que la identidad que instaura el nosotros es una clausura y, por tanto,
pone fronteras, implica exclusión; un “nosotros” sin un “ellos” es un concepto vacío, sin
sentido ni función.
140
G. Sartori, “Los fundamentos del pluralismo”. Ed. cit., 16.
105
En esa ontología no cabe el multiculturalismo, que presupone diferencias fijas e
insuperables, establecidas por determinaciones exteriores, y que se imponen a la
subjetividad, que debe reconocerlas y plegarse a su inconmensurablidad y a su dominio.
Por eso el multiculturalismo pone a prueba la consistencia del “pluralismo del disenso”
de Sartori. Cuya tesis de combate se resume así: “Pluralismo no es ser plurales”141. Que
equivale a decir: soportar la pluralidad no es lo mismo que valorarla y desearla. El
pluralismo como factum, viene a decirnos, es trivial, pero no es fuente de valor; no
tenemos por qué sacralizarlo. Reconocer la existencia de la pluralidad es trivial, pero en
ello no consiste el pluralismo; éste consiste en valorarla positivamente y apostar por su
defensa. La diferencia ontológica, natural o cultural, es axiológicamente neutral. El
pluralismo es una opción de valor y, por lo tanto, cabe distinguir entre un pluralismo
liberal y un pluralismo multiculturalista, según las fronteras de la diversidad
políticamente aceptadas y reconocida como buena.
Para Sartori la pluralidad es la realidad fáctica, que aparece como obstáculo a una
subjetividad legitimada para negarla, para transformarla, para someterla a su
determinación. Tal negación es posible desde una filosofía de la subjetividad como la
suya, tanto si se adopta una ontología idealista como si se opta por otra realista. Lo es,
en primer lugar, desde una subjetividad idealista, en cuanto que la realidad es siempre
representación, es decir, “que las diferencias son opiniones que están en nuestra
mente”142. La subjetividad selecciona unas y no otras, considera más relevante unas y no
otras. Y no hay mejor prueba –argumenta Sartori- que la invención de la diferencia
multicultural, que primero se inventa o hace visible, luego se declara pisoteada, y al fin
se reclama ayuda y reconocimiento; nada que objetar, salvo que de este modo “el
problema es que de esta forma se arruina la comunidad política” 143. Como el valor no
está en el objeto, sino en la mirada, la valoración de la diversidad no tiene que carecer
de condiciones y límites, y el disenso no tiene que ser universal y absoluto; al contrario,
las discrepancias en valor deben darse en el seno de la unidad e identidad de fondo de la
familia. Sartori, al menos, no oculta su weberianismo, afirmando que “Sólo con el
pluralismo cabe concebir el dividirse como bueno”.
Se aprecia con claridad que Sartori no va más allá de una perspectiva ilustrada de la
tolerancia, que siempre incluye la mirada dirigida a la cima, a la reducción a la unidad.
Como, no obstante, quiere considerarse pluralista, ha de hacer malabarismos para aislar
un pluralismo que sea “una visión del mundo que valora positivamente la diversidad,
no es un “creador de diversidades”, una diversity machine”149. Pero a distancia siempre
del multiculturalismo, que siempre “es un creador de diversidades que, precisamente,
144
Ibid., 32.
145
Ibid., 34.
146
El referente teórico es el comunitarismo, especialmente las posiciones de M. Walzer (Tratado sobre la tolerancia.
Barcelona, Paidós, 1998) y Ch. Taylor, (“The Politics of Recognition”, en A. Gutmann ed.), Multiculturalism: Examining the
Politics of Recognition. Prínceton, Prínceton U.P., 1994, 25-73.
147
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Edic. cit., 83.
148
Ibid., 84.
149
Ibid., 123.
107
fabrica la diversidad, porque se dedica a hacer visibles las diferencias y a intensificarlas,
y de ese modo llega incluso a multiplicarlas”150.
¿Cómo separar el mineral de la ganga?. Es decir, ¿cuales son los límites del
pluralismo, el tipo de pluralidad asumible por éste, perfectamente diferenciada en
extensión y fundamento respecto a la que reconoce y estimula el multiculturalismo? .
Sartori recurre una vez más a su criterio del disenso, que está bien limitado por sus dos
extremos: “debe quedar bien claro que el elemento central de la Weltanschaung
pluralista no es ni el consenso ni el conflicto, sino la dialéctica del disentir y, a través de
ella, un debatir que en parte presupone consenso y en parte adquiere intensidad de
conflicto, pero que no se resuelve en ninguno de estos dos términos” 151. Como puede
apreciarse, se trata de un disentir en familia, entre gente que comparten principios y
criterios que aportan sentido al disenso; y, aunque no lo dice, seguro que apostaría por
una discusión elegante, con buenas formas, propia de sujetos que saben que sus
diferencias estéticas se dan en una identidad socioeconómica de fondo que los une y, al
final, pone a salvo del error y del mal. En ese escenario toman sentido sus lemas de
rechazo de la tiranía de la mayoría (elimina el disenso); de defensa del principio de
mayoría limitada o cualificada, para que no sea el número el decisivo; y de defensa de
una sociedad de “asociaciones múltiples” frente a una sociedad fragmentada, cantonal y
tribal.
150
Ibid., 123.
151
Ibid., 36.
152
Ibid., 71.
153
Ibid., 62.
154
Ibid., 79.
155
Ibid., 61.
156
Ibid., 123.
108
Las piruetas de Sartori en sus esfuerzos por redefinir un pluralismo ajustado al ideal
liberal democrático en los tiempos actuales y blindado contra la amenaza
multiculturalista se comprenden mejor si las situamos en un escenario filosófico político
en el que se pone en juego la idea de estado-nación y la de las categorías que implica
(soberanía, ciudadanía, derechos del hombre y del ciudadano, etc.). Lo curioso es que
Sartori apunta a ese escenario, que desde distintos abordajes ha sido reivindicado por la
crítica. Así distingue dos momentos en la historia de la ciudadanía, el de la ciudadanía
igual y el de la ciudadanía diferenciada: “Hasta ahora se ha mantenido siempre que el
principio de la ciudadanía produce ciudadanos iguales –iguales en sus derechos y
deberes civiles- y que, viceversa, sin ciudadanos iguales no puede haber ciudadanía. Lo
que implica, entre otras cosas, que la ciudadanía postula la neutralidad o “ceguera” del
estado respecto a las identidades culturales o étnicas de su demos”157. De este modo el
pensador italiano ha descrito el ayer, el momento del pluralismo liberal individualista,
tras lo cual enfrenta el hoy, donde ese pluralismo liberal ha de abordar no sólo las
fuertes tormentas de la multiculturalidad sino también los amenazantes vaivenes de la
crisis del estado nación. Efectivamente, ha de afrontar un hoy en que desde diversas
posiciones en el mundo rico occidental, tanto en el seno de las clases acomodadas como
de las populares, se empieza a defender, con argumentos vagos e indirectos, y con más
sentimientos que razones, que la tesis de la igual ciudadanía era válida antes, en otros
tiempos, en el contexto de sacralización del estado-nación, pero que tal validez pierde
sus credenciales cuando el estado nacional entra en crisis, sea porque ante los nuevos
movimientos demográficos pierde la homogeneidad cultural en que se fundaba, sea
porque esa cultura unificadora se agrieta y deja salir las voces silenciadas de las
naciones que claman contra el pseudoestado nacional. De una u otra forma esas voces
apuntan a una reconversión en estado asimétrico, verdadera herejía para quienes son
leales al modelo ideal liberal.
157
Ibid., 99.
109
creado está amenazado. El ciudadano igual nace y vive con las leyes iguales; y de la
misma manera muere con las leyes desiguales”158.
Texto espléndido, donde aparece el fondo del pensamiento de Sartori, que a veces se
tamiza por concesiones democrático pluralistas, agitado por los vientos del presente;
texto también donde se revela la raíz de su límite teórico, que no es otro que el de su
marco liberal, desde el cual el estado es una idea racional cuya constitución exige la
liberación de las casacas, incluidas las raciales, la étnicas y las nacionales. En su
argumento defiende que un estado es “nacional” cuando pone el orden político a una
nación, lo que sería un accidente empírico; pero, por encima de las determinaciones
nacionales o prepolíticas, un estado es tal en tanto que pone una “estructura liberal-
constitucional” a una agrupación de individuos; es la estructura jurídica la verdadera
seña de identidad del estado. Desde esta posición se resalta, pues, que la esencia del
estado es que hace abstracción de las determinaciones étnicas, históricas, nacionales,
culturales, para crear una patria, que sólo por inercia del lenguaje –y por motivaciones
ideológicas explicables- llamará nación. El estado moderno crea la nación (abstracta) o
patria haciendo abstracción de las determinaciones nacionales; y esta paradoja se ve con
claridad en el hecho de los estado-nación plurinacionales. La constitución liberal
expresa esa abstracción de todas las determinaciones naturales e históricas en la
construcción de una unidad jurídica. Por tanto, la crisis del estado-nación no procede del
reconocimiento de que su demos es multinacional o multiétnico, o bien de que se está
trasnsformando en multinacional o multiétnico. No es un problema de curarse de una
ceguera. La historia nos revela, según el pensador italiano, que el estado-nación no ha
entrado en crisis en momentos en que ha ampliado, mediante la conquista o la
colonización, la multinacionalidad y multuculturalidad de su demos; al contrario, son
los grandes momentos del estado nación, sus momentos imperiales (o imperialistas). La
crisis tiene otros orígenes, sin duda, pero también otro concepto; la crisis refiere a un
cambio profundo del estado (sea mono o pluri nacional, sea mono o multi étnico) en su
soberanía (y sus atributos: ejército, moneda, bandera) y en la universalidad de la
ciudadanía que lo identifica. Hoy, sea cual fuere la valoración ideológica que se haga
del proceso, asistimos a la defensa y aparición de formas de estado asimétricas, que
incluyen en su ley la diferenciación; la ley deja de ser la misma o igual para todos y la
ciudadanía deja de ser uniforme y unificadora o identificadora.
Que Sartori se inscribe en el escenario del estado nación se aprecia también en sus
reflexiones sobre diversos temas, como la que nos ofrece sobre los derechos del
ciudadano que definen la ciudadanía. Frente a cualquier figura de ciudadanía
diferenciada (para él pseudociudadanía) defiende la universalidad intrínseca a los
derechos del ciudadano, condición sine qua non para no regresar al orden medieval,
donde los derechos eran meros privilegios adscritos a cualquier forma de pertenencia
(clase, rango, estatus, corporaciones, etc.)159. Aunque esta apreciación histórica me
parece correcta, no parece ser fiel a su máxima de referenciar la ciudadanía (o el modo
158
Ibid., 99-100.
159
Ibid., 103.
110
de existencia político jurídica) a la historia. Del mismo modo que reivindica, con razón
la conveniencia en distinguir el orden feudal del propio del estado moderno, con la
misma lógica debería reconocer que, dado que el estado nación está dando paso a un
mundo globalizado y multicultural, el concepto de ciudadanía para el nuevo orden de
cosas deberá revisarse. Pero su problema radica precisamente en su resistencia a
reconocer ese cambio, en su militancia conservadora de resistirse al mismo, de oponerse
a un futuro que, como suele ocurrir, no es como era, no se presenta como lo había
soñado.
162
Ibid., 110.
163
Ibid., 110.
112
nacidos en exceso (excesivo) salvados por la medicina pero no controlados por ella” 164.
Apunta, pues, a causas estructurales interesantes. Y de ahí saca su escepticismo: no hay
manera de controlarlo: “no debemos, pues, hacernos ilusiones. El problema no se puede
resolver, ni siquiera atenuar, acogiendo más inmigrantes. Porque su presión no es
coyuntural ni cíclica. Los que han entrado no sirven para reducir el número de los que
pueden entrar: en todo caso, sirven para llamar a otros nuevos”165. Sartori reconoce con
desaliento que no se puede reducir la crecida de los ríos bebiendo agua. Y tiene razón.
Pero, desde aquí lo razonable sería una llamada a asumir el hecho y afrontarlo con el
menor costo. Sartori, en cambio, llama a la movilización en contra: a detener el proceso,
a reconvertir el capitalismo. Como todo buen liberal, cuando la libertad cuestiona su
supremacía llama a las fuerzas del orden para poner límites al progreso; como todo buen
liberal, lleva un conservador de recambio para cuando convenga.
Sartori hace una apuesta fuerte por el estado nación y por el tipo de ciudadanía que
define. “En los ordenamientos occidentales se es ciudadano por descendencia, por ius
sanguinis (en general, en los viejos países), o por ius solis, por donde se nace (suele ser
en los países nuevos, de inmigrados). En cambio, el musulmán reconoce la ciudadanía
optimo iure, a pleno título, sólo a los fieles; y a esa ciudadanía está contextualmente
conectada la sujeción a la ley coránica”166. ¿Puede Sartori negar sin más al inmigrante el
derecho a la ciudadanía?. La verdad es que no llega a tanto, no se atreve, e introduce un
discurso sobre la integración como criterio de selección. No hay que olvidar que hablar
de la integración implica excluir entre otros a un importante segmento de la humanidad,
el mundo musulmán, no integrable en sentido radical, como quisiera Sartori.
Hay una reflexión de Sartori, en que compara los casos de Estados Unidos y Europa,
que no debemos pasar por alto. Frente a los defensores del multiculturalismo que
esgrimen la experiencia del melting pot, Sartori resalta las diferentes condiciones de
ambos espacios socioeconómicos. Si el melting pot funcionó allá se debió a tres causas:
a que había “un inmenso espacio vacío”, a que “buscaban y deseaban una nueva patria y
eran felices de convertirse en americanos”, y a que no existía un estado-nación bien
fijado y estructurado167, sino in fieri. En Europa las condiciones son radicalmente
diferentes. Y, además, el melting pot al final ha fracasado168.
Comentando una tesis que considera contrario a los principios democráticos negar a
personas que trabajan, producen y pagan impuestos el derecho de ciudadanía,
manteniéndolos como súbditos, Sartori saca a relucir todo su ingenio al decir que la
ciudadanía no se compra, que los derechos no se consiguen en el mercado. En concreto,
“los impuestos no pagan la ciudadanía, sino que pagan los servicios que se reciben. Los
principios democráticos no tienen aquí nada que ver. El extranjero que, por ejemplo,
164
Ibid., 111-112.
165
Ibid., 112.
166
Ibid., 113.
167
Ibid., 51.
168
Ibid., 114-115.
113
vive y trabaja en los Estados Unidos, disfruta de carreteras, escuelas, atención médica,
protección judicial, seguros (no sólo de “bienes públicos”) que son todos gastos
norteamericanos. Por estos servicios, ¿a quién habría de pagar sino al que los
distribuye?. Por lo tanto, así como los impuestos no pagan la ciudadanía, tampoco la
compran y no son títulos para obtenerla”169.
Creo que son suficientes ejemplos para ilustrar los límites del discurso liberal.
Podría objetarse que, en todo caso, son los límites de Sartori, del liberalismo sartoriano;
pero, a mi entender, Sartori sólo aporta el pathos ideológico a unos límites teóricos de la
representación liberal de la sociedad. El pluralismo liberal, el que puede y necesita
reconocer el liberalismo, no puede ir más allá de la diversidad ideológica y, en rigor, de
una diversidad ideológica controlada por el principio democrático, excluyendo cualquier
estrategia que cuestione los derechos humanos; de ahí que el disenso tenga su límite en
el conflicto. En todo caso, ha de quedar fuera la diferencia trascendente, puesta por la
producción (clase), la historia (nación) o la biocultura (etnia). Estas diferencias no
169
Ibid., 121, n. 34.
170
Ibid., 14.
171
Ibid., 54-5.
114
pueden ser pensadas en el espacio liberal; pueden se reconocidas como cualidades
individuales privadas, pero sin relevancia política. El espacio del estado es refractario a
ellas. Cuando se intenta readaptar la idea de estado, que no es el caso de Sartori,
buscando propuestas de federalismo asimétrico, en el fondo se está superando el marco
conceptual del liberalismo y el marco político del estado. De ahí las resistencias que
tales propuestas encuentran.
“La aplicación práctica del derecho del hombre a la libertad es el derecho del hombre a la
propiedad privada (…) es el derecho a disfrutar de su fortuna y disponer de ella a su antojo, sin
preocuparse de los otros, al margen de la sociedad” (Marx, La cuestión judía).
Dado que la Segunda Guerra Mundial, las conmociones sociales que la provocaron y
los efectos conexos a estas barbaries justificaron la D-1948, los profundos cambios
actuales, aunque de otra índole, parecen a su vez avalar la redefinición de los derechos
de la humanidad. Efectivamente, el alarmante incremento de la potencia destructiva de
los estados, los potentes movimientos demográficos provocados por el capitalismo
actual, con la insoportable desigualdad anexa a los mismos, y las esperanzas de
bienestar no sostenible generadas por su potencia productiva en algunos países, son
suficientemente importantes para revisar una declaración que corresponde a otro
tiempo, a otras circunstancias. Por tanto, a la pregunta planteada sobre la oportunidad de
una nueva Declaración de derechos universales, la respuesta espontánea que se me
ocurre es que, de entrada, sí.
En primer lugar, una nueva declaración debe tener muy presente la función
histórica de las declaraciones de derechos. A la hora de pensar lo que provisionalmente
he llamado “ciudadanía mínima universal” las distintas declaraciones que se han
sucedido en la historia han oscilado entre dos concepciones límites. Por un lado, desde
las primeras declaraciones ha sido dominante la tendencia a pensar los derechos del
hombre como contenidos mínimos que debería asumir, defender y respetar cualquier
modelo de ciudadanía legítima en el marco liberal democrático; se trataba, en suma, de
unas prescripciones dirigidas fundamentalmente a los estados para que éstos las
incluyeran en su autodeterminación soberana, de modo que constituyeran como una
matriz fundamental común sobre la cual perfilar la particular forma de ciudadanía de
cada estado. La segunda tendencia, que ha ido lentamente ganando fuerza hasta nuestros
días, ha tendido a pensar los derechos universales de los seres humanos como la
definición de una ciudadanía mundial, como forma jurídica de aquella hermosa idea
ciceroniana y de los estoicos que junto a su irrenunciable consciencia de “ciudadanos de
Roma” añadían la no menos estimable de “ciudadanos del mundo”. Es decir, desde esta
segunda perspectiva se tiende a un nuevo título de ciudadanía -la experiencia in fieri de
la UE puede servirnos de símil oportuno- de los seres humanos, sea cual fuere su
nacionalidad originaria, que los distintos estados y poderes públicos no sólo han de
respetar sino defender. Pues bien, este doble concepto de ciudadanía, así como su
hibridación y su tendencia histórica, debe tenerse muy presente a la hora de responder a
la pregunta sobre la actualidad de una nueva declaración de derechos y, sobre todo, en
el momento de darle contenido; al fin, y debo seguir insistiendo en ello, las
declaraciones de derechos, sean cuales fueren, definen modelos políticos y sociales de
vida en común, es decir, que junto a su bella función de proteger a los débiles cumplen
otra no tan atractiva, cual es la de reproducción de un orden socio político y económico
determinado y no necesariamente justo o deseable.
Considero muy importante esta ruptura con la ontología iusnaturalista, ya que las
opciones ontológicas que subyacen a la filosofía práctica condicionan fuertemente el
sentido, contenido y límites de cualquier propuesta de declaración. Por ejemplo, y no es
lo más relevante políticamente, una ontología iusnaturalista de hecho privaría de sentido
la propia revisión de la D-1948, a no ser que nos otorgáramos narcisistamente el mérito
de haber descubierto derechos naturales que, como estrellas de las galaxias, nunca hasta
ahora fueron percibidos. En cualquier caso, si los derechos se fundan en una naturaleza
humana, como hacen las filosofías esencialistas, no tiene sentido referir su revisión a las
condiciones históricas; por tanto, al ligar los derechos al espacio y el tiempo se está
explicitando –se reconozca o no- el distanciamiento con el iusnaturalismo.
En su forma general las declaraciones del momento liberal describen los trazos
básicos, el boceto, de un modelo de ciudadanía basado en tres principios definidores de
la representación liberal de estado moderno. El primer rasgo afirma la existencia de una
instancia ontológica del ser humano, de una naturaleza o esencia prepolítica, que
consagra la “igualdad natural” y debe ser respetada sea cual fuere la concreción de la
ciudadanía y del orden político, pues esa instancia es el fundamento de la civitas o res
publica, obra de ese sujeto presupuesto como autor y legislador. El segundo rasgo
expresa que esa igualdad de naturaleza es efectiva en el momento constituyente, en el
punto cero del pacto, donde las diferencias biológicas, históricas o culturales son
irrelevantes, garantizando así la igualdad ante la ley y, lo que es más importante, la
igualdad (siempre cuestionada) en la elaboración de la ley; o sea, se consagra la
igualdad “formal” de los ciudadanos. Aunque resulte paradójico, la igualdad de
naturaleza entre los seres humanos no se usa para defender la igualdad de los mismos
respecto a lo que naturalmente son en el momento constituyente, individuos, sino
respecto a lo que devendrán por medio del pacto, o sea, en tanto que ciudadanos;
paradoja que expresa que la “naturaleza” postulada es un ideal a realizar. El tercer rasgo
de ese boceto revela que esa igualdad de naturaleza o de esencia no exige la disolución
de las diferencias no político jurídicas, sean naturales, sociales, económicas o culturales;
el postulado de indiferencia o insensibilidad de lo político jurídico respecto a lo otro
permite mantener esas diferencias como irrelevantes para la igualdad de esencia.
Lo dicho pretende ilustrar que los derechos del hombre y del ciudadano expresan la
revolución política liberal burguesa, que da forma al estado representativo y de derecho,
que inviste al individuo como sujeto de la ciudadanía y define a ésta como el único
ámbito de la igualdad; por eso, en su defensa de las libertades y derechos individuales
frente al estado se refleja la sospecha, intrínseca al orden económico burgués, de que la
salvaguarda de la igualdad de naturaleza irrumpa y se extienda en igualdad económica y
social176. En definitiva, una declaración de derechos describe un modelo de ciudadanía,
un modelo de vida; y, por consiguiente, un ideal de vida, que aunque sea
inevitablemente el ideal de una clase, y por tanto una forma de dominación de la misma,
ha de presentarse como universal. Es lo que señalaba Marx al decir que las
declaraciones de derechos eran la “filosofía” del estado burgués; por tanto, con su doble
rostro de emancipación y dominación.
2.2. (Los derechos naturales del hombre). La Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789 (D-1789), hecha por la Asamblea
176
Podría hacerse una fecunda lectura de la progresiva transformación democrática del estado representativo liberal desde esta
perspectiva de contaminación igualitaria de la sociedad.
120
Nacional en los albores de la Revolución Francesa, servirá de referente hasta nuestros
días. Destaca en ella el sujeto de la declaración, a saber, “los representantes del pueblo
francés constituidos en Asamblea Nacional”; y destaca la argumentación de la necesidad
política de la misma, la consideración de que “la ignorancia, el olvido o el menosprecio
de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la
corrupción de los gobiernos”. Conscientes de su legitimidad para hacerlo y conscientes
de la necesidad de hacerlo, deciden la solemne declaración de “los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre”. Derechos naturales y, por tanto, defendibles al
margen de su utilidad; pero, en todo caso, desde una fe política que no permite la
fractura entre derecho natural y utilidad pública, sino que las funde en unidad
indisociable177.
Queda, pues, claro que se trata de derechos naturales, que se afirman como
compromiso con el “Ser Supremo y bajo sus auspicios”. Esta dimensión iusnaturalista
está presente desde el primer momento en el articulado. La rotunda afirmación de que
“los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho” (Art. 1) queda refrendada
por la contundente fijación como fin de toda asociación política “la conservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre” (Art. 2). Derechos naturales, derechos
sagrados, que presentan su dimensión revolucionaria en tanto que se proponen como
fundamento de un orden social que excluye las fuentes de legitimación propias del
antiguo régimen, como la tradición, la sangre, la historia o la voluntad de Dios
descifrada por la Iglesia en los textos sagrados; pero que bajo su formulación universal e
igualitaria ocultan que, en determinadas circunstancias, pueden servir de protección al
privilegio y a la diferencia de clase, a la dominación. Aunque parezca paradójico, buena
parte de la resistencia del liberalismo a la transformación política democrática a lo largo
de los siglos XIX y XX se hizo, y se sigue haciendo hoy, en nombre de esos derechos,
aunque para mayor eficacia dejen de llamarse “derechos universales del hombre” y
pasen a denominarse “derechos de los individuos”. Ciertamente, del “hombre” al
“individuo” hay una gran distancia conceptual; saltarla ha sido un síntoma de los nuevos
tiempos, y de buena parte de sus problemas178.
En el texto de 1789 estos derechos quedan fijados en cuatro, a saber, los derechos a
la libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la resistencia a la opresión 179. Aunque en
dicha enumeración del Artículo 2 no aparece el derecho a la igualdad ante la ley,
177
La otra declaración de la Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 23 de junio
de 1793 (D-1793), introduce algunas variaciones relevantes. De entrada pone como sujeto al “pueblo francés”, y no a los
representantes, lo que alude a una mayor sensibilidad democrática. Pero el argumento que funda la conveniencia de la declaración
responde a la misma convicción, a saber, la creencia en que “el menos precio de los derechos naturales del hombre son la sola
causa de los problemas del mundo”. La alianza de los derechos naturales y el bienestar común, finalidad de la sociedad, es
firmemente establecida al declarar que “el gobierno es instituido para garantizar al hombre la vigencia de sus derechos naturales e
imprescriptibles” (Art. 1). La Declaración de Virgina del 12 de junio de 1776 (D-1776) es enunciada por un sujeto abstracto, un
“sujeto pensante” cartesiano, que sin preámbulos alguno afirma que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e
independientes”, contando con “derechos inherentes” de los que no pueden ser privados en el estado de sociedad.
178
Ver nuestro artículo “Política para hombres, política para individuos”, recogido en este volumen.
179
En la D-1793 los derechos quedan fijados en cuatro: igualdad, libertad, seguridad y propiedad (Art. 2). En la D-1776 los
derechos naturales declarados son “el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades y la
búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad” (Art. 1).
121
debemos suponer que está incluido, pues antes se ha dicho: “Los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse
en la utilidad común” (Art. 1). De todas formas, no es la igualdad el valor más presente
en la D-1789, que pivota sobre la libertad; los derechos sociales son los grandes
ausentes. Se nota que las clases sociales que protagonizaron la declaración no estaban
preocupadas por el reparto de las riquezas ni por la presencia de la miseria, sino por las
libertades de pensamiento, expresión, asociación y comercio. Por eso los derechos
naturales que se enumeran diseñan la esencia del estado liberal, donde el estado tiene
como funciones las de proteger a los individuos, sus vidas e integridad física
(“seguridad”, Art. 16), sus bienes (“propiedad”, Art. 17) y su actividad (“libertad”, Art.
4 a 11); y, frente a los excesos o desviaciones del estado, el individuo conserva el
derecho natural a resistir la opresión. En ningún momento se justifica, en nombre de
quienes sufren miseria y explotación, cierto reparto de las riquezas; por el contrario, se
afirman como derechos del individuo, derivados de los naturales, la aprobación y el
control de los impuestos (Art. 15), siempre justificados para el orden público (Art. 12 y
13) y nunca como medio de redistribución. En conjunto, pues, la D-1789 define una
ciudadanía liberal y piensa los derechos naturales como “derechos pasivos”, como se
aprecia en el texto constitucional, donde se ponen exigencias cualitativas y cuantitativas
a la ciudadanía.
Por tanto, aunque los derechos de las declaraciones liberales se postulan como
derechos del hombre, es siempre en el sentido de que los mismos deben estar recogidos
en las distintas constituciones, como elemento mínimo común; no postulan una
ciudadanía mínima común, compartida, sino un mínimo común entre sus respectivas y
diferenciadas ciudadanías particulares. La universalización de los derechos equivale a la
expansión de un modelo, no a la inclusión de los seres humanos. Es una bella
recomendación, un consejo para que cada estado, en su radical diferencia, acceda al
reconocimiento por los otros. Esto se revela con elocuente retórica cuando se llega a
afirmar que “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni
determinada la separación de los poderes, carece de Constitución” (Art. 16). Es decir,
esos elementos mínimos identifican la constitución liberal, definen los estados liberales,
cada uno con su ciudadanía, que es la cara subjetiva de su particular organización del
poder. Por tanto, cada estado es responsable de la ciudadanía que define y que lo define,
sin que ninguno tenga el compromiso -el deber- de garantizar los derechos del hombre
más allá de sus fronteras.
2.4. (Las fronteras del estado). De lo dicho hasta aquí se desprende que los derechos
universales son condiciones de la legitimidad liberal democrática de los estados, son
realmente su identificación liberal; sirven para definir los límites del poder político y
para evidenciar su subordinación a la individualidad; son la regla de oro que
históricamente ha distinguido la monarquía de la tiranía, a saber, la posibilidad de
embridar el poder absoluto del rey, unida a la certidumbre de que éste se halla siempre
sometido a la ley.
Que la D-1789 otorgue gran importancia a la ley, es decir, al papel del estado en la
efectividad de los derechos, no es un hecho trivial. Es bien cierto que también pone el
énfasis en garantizar los derechos frente al poder político y los excesos de la ley, hasta
el punto de que buena parte de su texto (casi el cincuenta por ciento de los artículos,
exactamente 8 de 17, en concreto del 4 al 11) se refieren a la defensa de las libertades
frente a la ley; pero, de todas formas, otorga un papel muy importante a la ley como
garantía de los derechos, al estado como garantía de la ciudadanía liberal democrática.
Lo cual evidencia que, junto al rostro subjetivo de la declaración de derechos, el que
define el modelo de ciudadanía, el modo de vida ideal del ciudadano, aparece siempre el
otro, el rostro objetivo, el que configura la forma del estado, el modelo del poder
político, en definitiva, la forma de la dominación. Por eso todas las referencias a la ley
como límite legítimo de los derechos, como moduladora de los mismos, no se dirigen a
una legalidad universal y abstracta, sino a la concreta de cada estado. Incluso el derecho
de propiedad, declarado especialmente “inviolable y sagrado”, queda limitado en los
casos en que “la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija de modo evidente”
(Art. 17). Esa “necesidad pública” evidencia que los derechos, sin dejar de ser
protección de los ciudadanos y conformación de su ciudadanía, son también la forma
del estado, la presencia del poder político y de la dominación.
En el fondo es coherente con lo antes dicho, tal que queda bien explicitado el triple
carácter de la D-1789: por un lado su fundamento iusnaturalista, poniendo los derechos
124
naturales fuera de la determinación política y por encima de ésta; por otro, su
concepción de los derechos del hombre como parte de la ciudadanía (contenidos de toda
constitución, de todo estado legítimo), como matriz que regula y limita los otros
derechos específicos del ciudadano de un estado concreto; en fin, en tercer lugar, el
carácter radicalmente estatal del escenario de efectividad de los derechos del hombre,
sin referencia alguna a una organización política transnacional con capacidad de, y
legitimidad para, garantizar los derechos universales.
Sin duda que ese universalismo de los derechos del hombre encierra también una
propuesta a los pueblos del mundo para que los asuman en sus constituciones e inspiren
la elaboración de las mismas; pero no está anunciando al mundo, como quisiera
Anarchasis Clotz, que si no quieren unirse a Francia, Francia se unirá a ellos. Cuando se
dice, por ejemplo, que “Todo hombre será considerado inocente hasta que sea declarado
culpable” (Art. 13), se expresa una exhortación que transciende la mirada local; pero en
ningún momento se cuestiona que la ley legítima para establecer la culpabilidad es la
del propio país, con la única condición de que el mismo se ordene conforme a una
constitución republicana, en definitiva, conforme a los derechos naturales del hombre.
En todo caso, lo relevante aquí es que si bien los derechos naturales han de ser
salvaguardados y desplegados en la definición de la ciudadanía, los mismos han de ser
concretados por el propio estado, por la ley. Se afirma la máxima libertad posible para
embellecer la ciudadanía, pero como hay que enmarcarla en la igualdad de derechos,
deberán fijarse límites por la ley. En esta complicada articulación entre libertad y ley, la
D-1793, más radical en la defensa de los derechos de los individuos, paradójicamente
también concede mayor protagonismo a la ley que la D-1789; es más republicana,
podríamos decir. Se afirma que “la ley debe proteger la libertad pública e individual
contra la opresión de los que la administran” (Art. 9); pero también se le encomienda
que, aún respetando el libre uso de la propiedad, debe limitar ésta en “los casos de
necesidad pública evidente, legalmente comprobada” (Art. 19); y que siendo la
educación una “necesidad de todos”, se encarga a la sociedad el máximo esfuerzo para
“favorecer el progreso de la razón pública y poner la educación pública al alcance de los
125
ciudadanos” (Art. 22). La ciudadanía que contempla la D-1793 es, sin duda, más
republicana y más social, aunque no se excede en estos contenidos 180; y lleva aparejado
el desplazamiento de la hegemonía desde los derechos hacia la ley.
La D-1948 es una revisión de las anteriores impuesta por el nuevo contexto europeo
de la postguerra. Un contexto especialmente afectado por dos tipos de hechos, bien
comunicados entre sí. Por un lado, el efecto socioeconómico y geopolítico de la
Segunda Guerra Mundial, cuya conmoción daría origen a la ONU y, en su marco, a
iniciativas destinadas a impedir que volviera a ocurrir. Por otro, la barbarie del fascismo
(y, con ciertas discreciones por haber sido aliado en la guerra, del propio estalinismo),
que reveló el riesgo infinito de un orden político no construido sobre base democráticas.
Por eso en el “Preámbulo” de la declaración se afirman las muchas bondades
económicas y culturales que se derivan del respeto a los derechos universales de los
seres humanos, así como los males debidos a su desprecio, y se indica explícitamente
que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos
de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Además de esta dimensión
humanitaria, se fija como objetivo fundamental de la declaración uno más político, a
saber, que “el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la
tiranía y la opresión”. Podemos decir, por tanto, que la filosofía de la D-1948 explicita
su dependencia de la época, se presenta a sí misma como respuesta a los desafíos de su
momento histórico.
De todas formas, la más directa manifestación de esta determinación del texto por el
contexto se revela en el sujeto de la declaración: ya no es un pueblo, ni una asamblea
constituyente en el marco de un estado, sino la Asamblea General de las Naciones
Unidas. Por tanto, un sujeto político transestatal que proclama unos derechos para la
humanidad, especialmente vinculantes para los estados que firman la Carta. Una
asamblea con vocación universalista, como la ONU, prometía ser un buen escenario
para pensar los derechos universales del hombre, incluso para instaurarlos como
definición de una ciudadanía mínima universal; al fin y al cabo la propia existencia de
un orden político internacional apunta en esa dirección. Pero las expectativas no
siempre se cumplen, como enseguida explicitaré.
180
La D-1776 es menos sensible a lo social; de hecho es la más genuinamente liberal de las tres.
126
inalienables de todos los miembros de la familia humana”, lo que permite interpretar
que el fundamento de los derechos está en el reconocimiento mutuo del otro y en la
aprobación de unas reglas de comportamiento recíproco; o sea, que la objetividad de los
derechos universales deriva de la decisión de los seres humanos de vivir y relacionarse
con unos criterios y límites, implicados en el contenido de los derechos.
181
Creo que para los derechos del ciudadano particulares de cada estado puede aplicarse esta misma representación de sus
génesis.
127
vida conforme a los derechos permanece en la etapa anterior, la de construcción de un
consenso generalizado que pueda trasladarse a las leyes. Por tanto, me parece que la D-
1948 juega con un concepto razonable y filosóficamente avanzado de “derechos del
hombre”, según el cual son instituciones morales y políticas que en su fase acabada se
constituyen en un ideal jurídico normativo de vida en común; de este modo, cosa a
resaltar, la firma de la Carta por los estados implica la obligación de éstos de garantizar
su cumplimiento, o al menos de poner en ello todos sus recursos y buena fe.
Es bien cierto, no obstante, que el vocabulario del citado “Preámbulo” sigue lastrado
por la tradición iusnaturalista, como se revela en su insistencia en hablar de “derechos
fundamentales”, expresión que introduce ambigüedad, y en la constante referencia de
los derechos a una idea abstracta de “dignidad humana”, hasta tal punto que los
derechos parecen ser meras reglas instrumentales que salvaguarden ésta. De este modo,
aunque no se diga que los derechos son naturales a la esencia humana, se viene a decir
que son condición sine qua non para salvar la intrínseca y “natural” dignidad humana.
Tendencia que se manifiesta con claridad en el articulado de la Declaración, donde se
afirma que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”
(Art. 1), fórmula retórica que transcribe casi literalmente las de las declaraciones
liberales de las revoluciones americana y francesa antes comentadas; y donde, olvidando
que se ha establecido la obligación de los estados para hacerlos efectivos en los
territorios de los firmantes de la Carta, se pasa a hablar de los derechos como
pertenecientes a las personas: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración...” (Art. 2.1). Expresiones que crean confusión y que
propician una interpretación del texto en claves de discurso iusnaturalista, ya que se
habla de derechos de las personas como seres naturales, por encima de sus adscripciones
políticas nacionales.
Por otra parte, el nuevo sujeto, y el nuevo contexto, de la D-1948 justifica que por
primera vez una declaración de derechos se plantee de forma directa el problema de la
ciudadanía, ausentes en las declaraciones americanas y francesas del XVIII. Cuando los
derechos eran enunciados desde un marco estatal, como las primeras declaraciones
liberales, no tenía sentido esta preocupación; se hablaba directamente a los ciudadanos
del estado y se anunciaba que la construcción política de la ciudadanía había de hacerse
conforme a derechos pre-políticos (naturales); como la ciudadanía era un supuesto
ontológico del sujeto, no se insistía en ella. En todo caso, en las constituciones de cada
estado, donde se fijaban los derechos de la ciudadanía en el mismo, se establecían las
condiciones de la pertenencia o nacionalidad. Ahora, en la D-1948, en cambio, el
problema de la ciudadanía se aborda aunque sólo sea en dos artículos, el 14 y el 15.
130
Pero comencemos por comentar el Art 13, que nos ayuda a ver la poca fuerza con
que esta Declaración trata el tema de la ciudadanía. Se comienza por afirmar que “Toda
persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un
Estado” (Art. 13.1), o sea, se formula un derecho de las personas que los estados deben
respetar e incluir entre los derechos de su ciudadanía. Cabe preguntarse: ¿de qué
personas?. Como casi siempre, con “todas las personas” se denota a “todos los
ciudadanos de un estado”; cada uno puede moverse libremente por el territorio del que
ya es ciudadano. La formulación es manifiestamente ambigua, tal que una lectura
optimista y muy ingenua podría interpretar que se afirma el derecho de “toda persona” a
asentarse y circular libremente por cualquier país. Lamentablemente y en rigor no se
dice que “como ciudadanos del mundo” se reconocen unos derechos a los individuos
que deben serles respetados por todos los estados; es decir, no se prescribe a nivel
mundial algo semejante a la Unión Europea, cuyos ciudadanos de los países miembros
tienen derecho a moverse libremente por los territorios de los estados que la forman.
No, la ambigüedad calculada no permite una lectura optimista e ingenua. Lo razonable y
sensato es interpretar el texto pesimistamente (respecto a la ciudadanía universal), como
mera exigencia democrática a los estados a que garanticen a sus ciudadanos las
libertades básicas o fundamentales de circular por el territorio y de elegir lugar de
residencia en el mismo; es decir, de concederles el mismo “derecho” que a las
mercancías. No creo que pueda entenderse ni siquiera en términos de un optimismo
moderado, tal que se incluya entre los sujetos de ese derecho a los “turistas”, como un
derecho a viajar por el país y elegir hotel; es decir, como derecho de los no ciudadanos
que circunstancialmente se encuentren en su territorio, cual si se tratara de una nueva
versión del “derecho humanitario” o de hospitalidad. En todo caso, tal derecho es ajeno
y marginal al derecho respecto al elegir ciudadanía; el derecho del turista es un derecho
de “no ciudadano”, mero privilegio conseguido tras el visado y los pertinentes controles,
acotado en el tiempo y siempre revisable. En conclusión, este Art. 13.1 regula la calidad
de la ciudadanía en el interior de un estado, pero no aporta nada a la cuestión del
derecho a la “ciudadanía mínima universal” que aquí nos ocupa.
En ese mismo artículo hay un segundo subapartado importante, en el que se dice que
“toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a
su país” (Art. 13.2). Y es importante no porque prescriba ningún contenido de la
ciudadanía universal, sino porque nos permite pensar los límites del tratamiento que de
la misma hace la D-1948. Aquí lo que se regula es la libertad de movimiento dentro y
fuera de las fronteras del estado del que uno es ya ciudadano (se regula, por tanto, la
calidad de esa ciudadanía). Lo que se defiende es, por un lado, el derecho de los
individuos a que los estados, ni el suyo ni los otros, le impidan salir; por otro, a que su
estado no le impida regresar. Obviamente, nada permite interpretar, sino todo lo
contrario, que el “otro” estado deba dejar entrar a todo el mundo, lo que revela que el
derecho de entrada (de inmigración, de elegir lugar donde ser ciudadano) sigue siendo
un título de privilegio que gestiona cada estado particular, sin limitación alguna; en
definitiva, que no se reconoce como un derecho del individuo, sino como un privilegio
131
del estado, Por tanto, sea cual fuere el atractivo de este artículo, que pone límites al
estado respecto a la libertad de sus ciudadanos, tampoco este apartado afecta al
problema del derecho a elegir ciudadanía. Aunque el nuevo sujeto de la Declaración es
transestatal, una organización internacional de estados, el escenario de la ciudadanía
sigue siendo estatal.
183
Evelio Moreno al leer este texto me hace la siguiente observación respecto al sentido, tal vez poco crítico, que hago del
“nosotros”: “Este “Nosotros” evanescente no es un sujeto tan neutral como lo presentas: es un sujeto plural (poco) e ilustrado
(mucho) que responde a la llamada de su amo (convocados por el Forum-2004) y se arroga casi de modo excluyente la
prerrogativa del “compromiso” con la cuestión de los DH”. Me inclino a pensar que tiene razón.
134
otro en el del género humano. De ahí que, como veremos, el texto insiste en que este
segundo pacto debe ser garantizado por los propios estados, directamente en el ámbito
de sus respectivas fronteras y mediatamente en el seno de las instituciones políticas
internacionales en que se incluye. Defensa, pues, de un referente transestatal de
efectividad de los derechos, cuyo fortalecimiento y desarrollo viene exigido como
“derecho universal” cuando se proclama en el Título VIII el curioso derecho “al derecho
internacional y al orden internacional”, de la siguiente manera: “Toda persona tiene
derecho a un sistema internacional en el que los derechos y libertades enunciados en
esta Declaración y en los demás instrumentos internacionales de protección de los
derechos humanos se hagan plenamente efectivos...” (Art. 31, 1).
Quiero decir, en definitiva, que el sujeto del B-2004 aparece situado en las
condiciones más idóneas (de transestatalidad) para defender una ciudadanía política
universal, para proponer unos derechos de los seres humanos compartibles, defendibles
y realizables en los confines de la humanidad. E insisto en ellos para resaltar que,
lamentablemente, la propuesta del articulado no está a la altura de las circunstancias, no
parece coherente con esta peculiaridad del sujeto enunciador de los derechos, al estar
contagiada de un etnocentrismo y un contextualismo superiores a lo tolerable. Veámoslo
valorando los tres criterios que hemos asumido como esquema metodológico.
4.1. (El indeleble rastro del iusnaturalismo). Aunque con ciertas ambigüedades, me
parece que en el B-2004 se renuncia conscientemente al vocabulario iusnaturalista, pues
lejos de afirmar los derechos como pertenecientes a la naturaleza humana y por fin
descubiertos por la lúcida mente del “nosotros”, se ponen como una propuesta subjetiva
a la humanidad, representada en el Forum de Barcelona, para su debate y aprobación;
una propuesta histórica y subjetiva, pero con pretensiones de universalidad, es decir, de
aceptación general.
Una somera lectura del texto permite constatar que el criterio de ciudadanía que
subyace a la propuesta es el de T. H. Marshall 184 y la tradición liberal. En ella los tres
elementos definidores de la ciudadanía de esta tradición, la pertenencia, el estatus o
repertorio de derechos y la participación, eran tratados como derechos. Desde esta
perspectiva, el primero se daba por resuelto, aplicando sea el ius solis o el ius sanguinis;
el tercero se pensaba también formalmente resuelto, definido por los derechos políticos,
dejando su efectividad, la participación efectiva, al azar de las determinaciones
sociológicas. Por tanto, el único elemento siempre abierto y un tanto problemático era el
segundo, es decir, el catálogo de derechos adscritos al título de ciudadanía de un estado.
Y puesto que, como ya he dicho, los otros dos elementos son pensados de facto como
derechos, podemos decir que la lucha por la ciudadanía liberal marshalliana era la lucha
por los derechos.
No es difícil constatar en una simple lectura del texto del B-2004 la presencia de este
enfoque. La ampliación de la lista de derechos, la inclusión en el catálogo de un
ambicioso programa de derechos sociales y hedonistas, no rompe con la matriz
marshalliana; simplemente la actualiza y moderniza con esas tonalidades
socialdemócratas intrínsecas al estado de bienestar del capitalismo de nuestro tiempo. Y
es aquí, precisamente, donde se encuentra tal vez el principal déficit del proyecto, que si
bien resulta actual en cuanto recoge la inercia de la constante ampliación del catálogo de
derechos al ritmo de las posibilidades económicas abiertas por la productividad
capitalista, fruto de ese ciego proceso acaba confundiendo calidad de la ciudadanía con
nivel de vida o de consumo; y con esta confusión cae en el anacronismo, al no poder
contemplar la necesidad que impone la nueva situación, genéricamente referenciada
como “globalización”, de una reformulación de la ciudadanía en otras claves.
Junto a este problema del etnocentrismo, el segundo aspecto aludido que afecta a la
redefinición de la ciudadanía es el relativo a la pertenencia. En otro lugar he hablado de
“el derecho olvidado”185 para referirme al derecho a elegir nacionalidad, ese derecho
que aparece en autores del XVII y el XVIII, que toma fuerza en los sectores más
radicales de la Revolución Francesa, que adquiere cuerpo jurídico en las constituciones
liberales de Iberoamérica, y que poco a poco, sigilosamente, iría perdiendo presencia en
la consciencia pública hasta nuestros días, en que de nuevo deviene actual en las nuevas
condiciones de la globalización. Pues bien, si buscamos en el B-2004 la cuestión de la
ciudadanía, en un momento en que “tener papeles” se ha convertido en símbolo de
existencia digna, nos llevamos una gran desilusión, pues apenas aparece. Desde luego
no aparece ninguna referencia a ese derecho olvidado a “elegir ciudadanía”, y sólo de
soslayo toca algunos puntos tangenciales del tema. Para ser justos, dentro del Título III,
185
J. M. Bermudo, “El derecho olvidado”, en Revista Internacional de Filosofía Política 25 (2006):89-108.
138
que trata de los “Derechos sociales y de solidaridad”, se hacen dos alusiones a la
ciudadanía que, aunque muy indirectas y marginales (y terriblemente sospechosas, pues
parecen recoger la ley de nuestro país), con generosidad podrían interpretarse como
alusivas al derecho de ciudadanía (lo cual es peor, pues sin su presencia podríamos creer
que era un simple olvido).
Eso es todo cuanto se dice sobre el derecho a la ciudadanía. Esas dos referencias y ni
una sola palabra más en un texto en el que se nos reconoce (a nosotros, los del mundo
civilizado y rico, y por fácil generalización a la humanidad entera), el derecho a “nuevas
pedagogías educativas”, a la “calidad de los productos alimenticios”, a la “identidad
cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano ordenado”, a un “urbanismo armonioso y
sostenible”. Como puede apreciarse, tales ausencias constituyen tozudos argumentos a
favor de la tesis que argumento sobre la pérdida de la calidad moral de nuestra
ciudadanía, al filo del derecho olvidado.
4.3. (El estado y la comunidad política internacional). Un segundo efecto del léxico
institucionalista o voluntarista se manifiesta en la mayor atención prestada por el B-
2004 a la efectividad político jurídica respecto a la mera exhortación moral. En la
medida en que los derechos son creaciones políticas en las que se comprometen los
estados (que escenifican el compromiso con la adhesión formal a la carta), dejan de ser
meras recomendaciones morales para devenir deberes judicialmente exigibles. Y este es
el tono del B-2004, que a lo largo del articulado insistentemente reafirma la
responsabilidad de los poderes públicos, locales, estatales e internacionales, en la
garantía de los derechos, mostrando así que la aceptación de la declaración no es un acto
noético, sino político jurídico, y que su contenido no es un credo regulador sino un
pacto sometido a la ley, un compromiso formal de construir un orden político jurídico a
nivel mundial.
139
En este sentido quiero destacar que en el texto, en líneas generales, la
responsabilidad política última no se adjudica a los estados, sino a la comunidad política
internacional. Esta relevancia del papel de un poder político internacional sin duda
responde a diversas determinaciones, de las que señalo dos. En primer lugar, un nuevo
contexto político. A mediados del siglo pasado, cuando dominaba la estrategia de la “no
intervención” y del equilibrio de poderes (bloques), pareció más oportuno no acentuar
esta responsabilidad que podía interpretarse como un deber de intervención política en
nombre de los derechos universales; esta prudencia hoy ha desapareado en el nuevo
contexto internacional y la intervención en nombre de los derechos humanos con
creciente frecuencia se usa y, a veces, se abusa. En todo caso, con todas las deficiencias
prácticas constatables, es muy significativa la idea de que asumir una declaración de
derechos universales por los estados equivale a un pacto de obligado cumplimiento,
sometido a control transestatal; es decir, se pone la declaración por encima de la
soberanía, como fundamento de la legitimidad de ésta, lo que supone una perspectiva
favorable al reconocimiento de una ciudadanía universal.
En segundo lugar, un nuevo contexto social, acuñado por el triunfo del capitalismo
del consumo y el estado de bienestar, que ha puesto en marcha un ilimitado programa
de reivindicación de derechos sociales a añadir al título de ciudadanía en los países
occidentales. El desplazamiento de la responsabilidad en la efectividad de los derechos
hacia la comunidad política internacional se revela especialmente importante cuando se
amplia el catálogo de derechos, como hace el B-2004, más allá de los derechos-
libertades y de aquellos derechos-títulos que fundan la dignidad humana; es decir,
cuando la lista de derechos universales se amplía con aquellos que se refieren a una vida
de belleza, bienestar y abundancia. En esta perspectiva, si no se quiere caer en el
cinismo, la responsabilidad de la efectividad de los derechos no puede atribuirse
meramente a los estados, sino a la comunidad internacional; de lo contrario se trataría
de derechos “particulares” del mundo capitalista occidental, pero difícilmente podrían
presentarse como derechos universales del ser humano.
Tal vez sea ésta ampliación de la responsabilidad más allá de los estados, quedando
éstos, como los individuos, sometidos a la obligación de la vigencia de los derechos, la
principal novedad del B-2004. Cuando se fija el más sagrado de todos los principios de
la ciudadanía, el de la igualdad de derechos y no discriminación (Título I, 1.1.), se
afirma rotundamente que “la comunidad internacional y los Estados garantizarán la
140
igualdad ante la ley de mujeres y hombres en todos los ámbitos, y en especial en los
ámbitos de la política, el trabajo, la educación, la familia, protección social y
formación” (I,1,3). Y en el mismo sentido se otorga a la comunidad internacional la
garantía de esa igualdad de derechos en los artículos siguientes (I,1,4 y I,1,5). Cuando
se trata de los derechos a la vida digna (Título I,2), prohibiéndose la pena de muerte y el
tráfico de personas, y garantizando alimentación y agua potable e incluso la renta básica
y la muerte digna, igualmente se atribuye a la comunidad internacional y a los estados la
efectividad de esos derechos. Es cierto que la referencia a la “comunidad internacional”
es vaga, que sería preferible hablar de la “comunidad política internacional”, aludiendo
así a un orden y a un poder político, hoy representado por instituciones como la ONU,
que sería el referente último de la efectividad de esos derechos y el horizonte político de
ese título de ciudadanía mundial. De todos modos, a pesar de su vaguedad el término
“comunidad internacional” tiene de positivo que expresa la voluntad de transcender el
marco estatal nos parece relevante; aunque también tiene de negativo que no apuesta
con firmeza por un orden político internacional democrático, nuevo, aceptable como
ámbito de la ciudadanía mundial y garante eficaz de la efectividad de los derechos
universales de los seres humanos.
Y lo que más me duele de esta sospecha es que, en el fondo, como ya dijera Marx de
los derechos de las declaraciones clásicas, se reivindica como ideal de vida humana lo
que en nuestro momento histórico es simplemente necesario, más aún, lo que en gran
medida es ya inevitable, impuesto por el modelo de producción y la cultura mass-
mediática de consumo; es decir, me temo que se reivindica como obra de la razón y la
consciencia moral un modelo de ciudadanía que viene impuesto por el mercado.
143
“Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la
ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las causas del mal público y
de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los Derechos
naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente
presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus
deberes…” (Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de Agosto de 1789).
1. El sentido de la pregunta.
Por último, la tercera consideración contiene una concepción nueva de los derechos:
“Esta Carta (...) concibe los derechos emergentes como derechos ciudadanos. Se trata de
superar el déficit político y la impotencia entre los cambios deseados y las precarias
condiciones actuales para su realización. Los derechos humanos son, sin embargo, el
resultado de un proceso inacabado y en permanente transformación. Emergen nuevos
compromisos, nuevas necesidades y nuevos derechos, pero, sobre todo, aparece una
toma de conciencia de las sociedades actuales que hacen visibles a pueblos y grupos
sociales que hoy aparecen con voz a través de la emergencia de una sociedad civil
internacional organizada. La Carta de Derechos Humanos Emergentes se inscribe en ese
marco, como respuesta a los procesos de globalización cuya naturaleza parcial y
desigual excluye de sus beneficios a amplias capas de la población mundial, en
particular en los países subdesarrollados, pero también en los desarrollados, diseñando
como marco de relación global un escenario de pobreza, violencia y exclusión”. Como
se ve, se trata siempre de revelar la originalidad de la situación histórica actual, que
146
cuestiona la actualidad del estado y hace emerger nuevos sujetos históricos (referentes
de las dos primeras consideraciones), y que también exige revisar el repertorio de
derechos, resaltando su historicidad, como ocurre en esta tercera consideración. Desde
la razonable idea de los derechos como respuestas sociales a las necesidades, como
repertorios de reglas de convivencia y relaciones sociales, la radical novedad de esta
fase de la historia de la humanidad se convierte en la razón última en favor de una
nueva declaración de derechos.
Yo comparto sin reservas los fines a los que sirven estos tres tipos de argumentos, y
asumo sin reservas la perspectiva de la vinculación de los derechos a las condiciones de
existencia; pero tengo reparos ante el esquema argumentativo que ponen en escena, el
cual no jerarquiza objetivos, no ordena ni pone límites en los derechos, y se derrama en
una inflación de descripciones que ocultan lo esencial con la proliferación de detalles
anecdóticos (aunque dramáticos); me asaltan sospechas ante descripciones cuyos
excesos retóricos banalizan la reivindicación y, sobre todo, amenazan con una
alternativa que, en expresión popular, es “más de lo mismo, pero ampliado”.
Compartiendo, como digo, el rechazo genérico del obstáculo a batir, el límite a superar,
en definitiva, compartiendo la idea de la necesidad o conveniencia de una nueva
declaración ajustada a la nueva realidad, me mantengo a distancia de esta propuesta por
desagradarme la música de la canción.
Por ejemplo, siento perplejidad al leer innecesarias reiteraciones como las siguientes:
“Hoy ante nuevos contextos y mundialización de la economía, grandes transformaciones
de la ciencia y la tecnología, la ingeniería médica, fenómenos como las migraciones
mundiales y desplazamientos de grandes núcleos de la población, aumento de la pobreza
a escala mundial y de la extrema pobreza en el tercer mundo, aparición de nuevas
formas de esclavitud, agudización del terrorismo y el narcotráfico, pervivencia e
intensificación de los conflictos interétnicos y de la hegemonía política de un país ante
bloques políticos en construcción en las configuraciones geopolíticas actuales, entre
otros grandes desafíos que enfrenta el mundo en la actualidad, surgen también nuevos
actores sociales, económicos y políticos que aparecen o se visibilizan en el siglo XXI.
Esta Carta corresponde a la idea reciente según la cual la humanidad entera formaría
una comunidad política con el deber de asumir su destino en forma compartida. Esto es
compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes. Sin
embargo, una nueva combinación se impone entre las comunidades plurales y la
comunidad política compartida a la que todos pertenecemos”. Como puede apreciarse,
el texto exhibe su falta de rigor metodológico y su exuberancia de oscuridad
hermenéutica, mezclándolo todo, igualando realidades heterogéneas, disolviendo las
diferencias cualitativas, contribuyendo, en fin, a extender ese discurso sin determinación
de raza, de sexo o de clase, discurso angélico (en el texto que comentamos) que con
frecuencia es simplemente cínico (en tantos y tantos otros discursos). No se es
consciente de que si se prescribe a los pueblos y a los seres humanos “el deber de
asumir su destino en forma compartida”, la misma reivindicación de derechos parece
147
confusa; al fin, como pensaba Aristóteles, una sociedad de amigos (¿qué otra cosa es un
destino compartido?) no se rige por la justicia; ni por los derechos, añadimos nosotros.
Tampoco se es consciente de que, declarado el estado un referente inadecuado de la
garantía de los derechos, y declarada en paralelo la crisis irreversible del estado-nación,
suena mal, desentona, la afirmación que recoge la cita: “(este destino compartido) es
compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes”. Como he
dicho, no me gusta la música que acompaña al discurso renovador, aunque comparta la
voluntad de renovación.
No es extraño que de este discurso salga un articulado, que al fin es lo decisivo, que
no parece hecho para el “mundo mundial”, como dicen los castizos españoles, sino para
nuestro mundo, un “nuestro” cálido y paternalista, nuestro amable mundo capitalista
occidental. Un mundo que no queremos realmente compartir, pues nuestra conciencia
moral sólo llega a estar dispuesta a compartir la idea de ese mundo: es decir,
cínicamente proponemos que se universalice nuestro mundo, que los otros hagan suyo
nuestro ideal y lleguen a vivir como nosotros; pero nada de repartir lo nuestro, que tal
vez exigiría grandes cambios en nuestro mundo de la vida. Les proponemos aspirar a
nuestra cima, pero eso sí, que se las arreglen por sí mismos para recorrer el camino.
¡Como si nuestro mundo no ocupara lugar!; ¡como si su existencia real no impidiera la
universalización que el discurso propone!. Por todo ello no me gusta lo que atisbo en los
márgenes, o en lo no escrito, de ese discurso de los derechos humanos emergentes del
Forum.
Pero mi reflexión no pretende ir por aquí, por el análisis crítico de la Propuesta 188.
Sólo quiero al filo de la misma plantearme la cuestión: ¿Es necesario o conveniente
luchar por una nueva Declaración de Derechos Humanos Universales?. Esta es la
pregunta que quiero responder; esta es la idea que quiero desarrollar aquí.
No es necesaria una exégesis escolástica para poner de relieve que tanto las
declaraciones liberales clásicas, al filo de las revoluciones francesa y americana, como
la democrático social de 1948 de las Naciones Unidas con el olor a culpa de la
postguerra mundial, responden a momentos distintos. En la perspectiva del análisis
político, las primeras se corresponden con la idea liberal de un proyecto de estado
representativo, esencialmente antidespótico; la segunda, que no corrige a las primeras
sino que las amplía, incorpora a su idea de estado el elemento social-democrático. Si se
149
prefiere la perspectiva del análisis economicista, las primeras responderían a los retos
impuestos por el capitalismo nacional, necesitado de disolver todos los vínculos y
adscripciones comunales para crear al individuo, y la segunda a los del capitalismo
imperialista, que necesita y puede aliviar las condiciones de vida de los ciudadanos de
los estados donde se instala su centro, de las metrópolis, gracias a las plusvalías
extraídas de las colonias; o sea, que necesita y consigue regular la explotación de clase
añadiendo la explotación de las naciones. No quiero entrar en la explicitación de este
análisis, pero me parece que las diferencias hermenéuticas que pudiera suscitar entre
nosotros no afectarían a lo sustancial de la tesis que sostiene que las declaraciones de
derechos universales se ajustan a las situaciones políticas y económicas y, en general, a
las condiciones de existencia de los individuos y los pueblos. Y si esta idea queda a
salvo, ya es suficiente para mi objetivo actual de defender una concepción radical y
consecuentemente política de los derechos.
3.1. Deficiencia por impunidad. Entiendo que el discurso sobre los derechos, tanto en
su filosofía de fondo cuanto en la forma de las declaraciones, no puede ser cuestionado
por su impotencia, por su incapacidad para imponer de facto sus reglas. El discurso no
fracasa porque, aquí o allá, se violen los derechos; esta debilidad práctica no afecta a la
bondad y a la legitimidad de la idea. En cambio, éstas sí quedan afectadas si permiten
violaciones impunes; la impunidad en la violación de los derechos pone de relieve la
inactualidad del discurso sobre los mismos.
Les ruego que no interpreten esta reflexión como una crítica a la cobardía de los
individuos ante el mal; éste no es aquí mi problema. Cuando hablo de la ineficiencia del
discurso de los derechos no me refiero a algo subjetivo, como la poca convicción
nuestra para defenderlos, o el débil compromiso actual con los mismos; me refiero a que
ya en su formulación en la D-1948 (en las declaraciones americana y francesa del XVIII
es aún más patente) la mayoría de las veces, para determinados derechos, no se fija el
referente de efectividad con suficiente claridad y fuerza. Por ejemplo, al referirse a los
derechos sociales dice el texto en el Art. 22: “Toda persona., como miembro de la
sociedad -(nótese que no se dice de la sociedad internacional, de la comunidad
internacional, o de la humanidad, indefinición sospechosa)-, tiene derecho a la
seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación
internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la
satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su
dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Desde cualquier punto de vista, sea el
de la moral común, sea el de la política democrática, éste artículo pone sobre el tapete
algunos de los derechos más importantes para el ser humano en el momento actual.
Sorprende, por tanto, que en lugar de responsabilizar de su efectividad solidariamente a
todas las comunidades políticas, de las locales a las internacionales, la declaración de
esos derechos “económicos, sociales y culturales” no pase de ser una mera exhortación a
la benevolencia y a la beneficencia, a la buena voluntad cuya finitud es de antemano
justificada con esa sorprendente doble referencia del esfuerzo solicitado: por un lado el
esfuerzo nacional se subordina a “los recursos de cada Estado”, dejando así a la suerte o
a la injusticia de la historia –con frecuencia, a la corrupción política- que decida el
destino de esos derechos; y se subordina también ese esfuerzo nacional solicitado, de
manera enigmática, cosa que nos llena de perplejidad, a “la organización” de cada
estado. Esta referencia, o es trivial e innecesaria, o sirve para legitimar la desigualdad
sangrante entre los ciudadanos de los diferentes estados. En todo caso, la otra referencia
de efectividad compensatoria, la que se hace a la comunidad internacional, no se fija
como deber de ésta ante un derecho de los seres humanos, sino que se evoca como
“cooperación”, que en el vocabulario occidental quiere decir voluntaria y humanitaria.
Por tanto, este importante artículo más que fijar derechos mínimos formula una simple
desiderata humanitaria.
152
Las carencias de la D-1948, que permiten la impunidad, y con ello la ineficiencia,
avalan así la conveniencia de una nueva declaración que deje bien claro ante qué
instancias, individuales, locales, nacionales o internacionales, la violación de estos
derechos ha de rendir inexcusablemente sus cuentas, con la misma claridad que se fija
para los crímenes de genocidio189.
3.2. Ineficiencia por perversión. Pero hay otro frente de ineficiencia de la D-1948
aún más peligroso. Me refiero a la posibilidad que encierra el propio discurso sobre los
derechos de un uso fraudulento del mismo. La reciente guerra de Irak, y la
confrontación entre Israel y los palestinos, nos ofrecen oportunas ilustraciones.
Ejemplos más finos, jurídica y moralmente, que aquellas burdas dictaduras, tan
abundantes en nuestro espacio ibero-americano, que justificaban el asesinato en masa en
nombre de la verdadera fe. El dictador Franco, digámoslo de pasada, declaró la guerra a
“comunistas, judíos y masones” en nombre del Hombre como debe ser, que al fin no era
tan extravagante, pues bastaba con ser defensor del capitalismo, católico y un poco
fascista pata obtener la credencial. Lo de Irak, digo, ha sido más refinado: para liberar a
un pueblo de un sanguinario dictador que hasta ayer fue nuestro amigo y aliado, a quien
ayer apoyamos militar y económicamente en sus barbaries, se esgrime hoy la
declaración de derechos humanos: la libertad de los iraquíes, los derechos políticos de
los ciudadanos, el derecho de los hombres a vivir en paz. Y aquí surge la paradoja: en su
nombre, en el nombre de estos derechos consagrados en la D-1948, se destruye un
estado, un país, y decenas de miles de seres humanos inocentes; en su nombre se
condena a la miseria y a la desesperación a un pueblo al que mañana, de hecho ya hoy,
sin piedad, se abandonará a su suerte. Es insoportable en nuestra tradición cultural la
existencia de “guantánamos”, tierra de hombres sin derechos, prisiones de “horror y
erotismo” ejemplares; pero es doblemente insoportable, por sumarse el absurdo de una
189
Se trata del llamado “Principio de exigibilidad de los Derechos Humanos”, que en el Diálogo de referencia “Derechos
humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos” queda así descrito: “Para que la declaración de los derechos universales
del hombre proclamada hace más de 50 años sea verdaderamente efectiva cabe también reclamar, junto a los derechos, los
instrumentos y mecanismos para la denuncia y sanción de la violación de los mismos. Desde los movimientos sociales que
demandan una reformulación y actualización de los derechos humanos se reclama el principio de exigibilidad de éstos. Este
principio entiende que la defensa de los derechos humanos tiene que comprender la búsqueda de mecanismos vinculantes para los
estados respecto a su aplicación, así como la denuncia y sanción de cualquier manifestación de obstrucción a la realización de estos
derechos. El principio de exigibilidad reivindica disponer de instrumentos, mecanismos y procedimientos de protección a los
derechos humanos, de modo que cualquier violación de los mismos no quede impune, ni cualquier víctima se quede sin una
reparación. Un primer elemento de este principio se centra en la obligación de los estados a aceptar sin reservas la jurisdicción del
Tribunal Penal Internacional. La Organización de las Naciones Unidas deberá adoptar todas las medidas necesarias para prevenir y
detener las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos allí donde se produzcan. Asimismo, los estados deberán
abstenerse de adoptar disposiciones de amnistía, prescripción y eximentes de responsabilidad que pretendan impedir la
investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos. El principio de exigibilidad entronca
con la idea de una democracia internacional y con la reclamación de la necesidad de una política mundial basada en la sociedad
civil como alternativa a la política internacional entendida únicamente como relación entre estados, en la que conceptos como
“asuntos internos” o “principio de la no injerencia” han permitido la constante impunidad de la violación de los derechos desde que
éstos fueran declarados como universales hace ya más de medio siglo”. Y se insiste en el problema de las violaciones de los
derechos en los mismos estados que firman la declaración: “Desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamara los
Derechos Universales del Hombre, hace ya más de medio siglo, muchas otras declaraciones y manifiestos se han rubricado en el
mismo sentido. A pesar de ello, estos derechos siguen siendo violados constantemente y su aplicación en el conjunto de la
humanidad sigue siendo más una excepción que una regla. Desde muchos movimientos sociales se critica el excesivo énfasis
normativo sobre los derechos en contraste con la que se considera escasa voluntad de prevenir o penalizar su violación. Muchas de
estas críticas atribuyen esta poca eficacia de las Naciones Unidas a su estructura representativa basada en los estados, estados que
en muchas ocasiones son los propios violadores de los derechos o que en otras callan y toleran las violaciones a cambio de otros
intereses económicos o militares”.
153
legitimación sin sentido, que existan precisamente en nombre de la libertad y de la
democracia.
4. Argumento de la banalización.
190
T. H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992
154
A partir de esta idea puede verse la evolución social en función de la expansión de
derechos. Claro está, en cada momento se reivindican y consiguen diferentes tipos. Las
declaraciones americana y francesa del XVIII se centran en los derechos políticos; la D-
1948 incluye un repertorio de derechos sociales; nuestras sociedades actuales han
conseguido los llamados derechos de tercera generación, los de las minorías, los de la
mujer, los de los niños, los del cuerpo, los de las futuras generaciones, etc.; en España
estamos a punto de conseguir los derechos de libertad de los primates. Lo importante
aquí y ahora no es contar esa historia sino resaltar este enfoque conforme al cual la
calidad de la ciudadanía, y por tanto de la vida humana, viene determinada por la
cantidad y amplitud de los derechos que se gozan. En la misma quedan revueltos los
derechos-libertades (libre pensamiento, libertad religiosa, asociación política) con los
derechos sociales (educación, trabajo, vivienda, sanidad, pensiones) y los llamados
emergentes (libre opción sexual, ciudades sin ruido, medio ecológico de vida) y de los
consumidores.
Estos límites, conviene decirlo, no deben ser pensados como una pérdida, se viva la
misma como renuncia moral o como restricción inevitable; sólo desde la consciencia y
perspectiva del consumidor compulsivo de derechos parecerá tal cosa, y esa consciencia
es contraria a la revisión que proponemos. Por el contrario, la vía de solución pasa por
191
Quiero aclarar que estoy a favor de estas prácticas; simplemente describo la confusión del lenguaje de los derechos.
156
una redefinición de la “calidad de la ciudadanía”, proyecto en el que estamos
comprometidos en nuestro grupo de investigación “Crisis de la razón práctica” y en el
Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona, en que los límites no
sean limitación o restricción, sino desplazamientos en las necesidades y en la forma de
satisfacerlas, en los valores éticos y en las formas de apropiarse el mundo. Pero este es
otro tema, y ciertamente muy complejo.
192
J. M. Bermudo, “El derecho olvidado” y “Ciudadanía e inmigración”, recogidos en este volumen
157
nacionalidad, es un derecho que estuvo presente en los textos político-jurídicos y en los
filosóficos, y que con el tiempo se desvaneció y fue olvidado.
En el Artículo 15 se afirma con solemnidad que “Toda persona tiene derecho a una
nacionalidad” (Art. 15.1). Algo es algo, aunque en el contexto de la declaración no sé si
es propiamente un derecho o una imposición. Porque en modo alguno se cuestiona el
hecho (no el derecho) universal de que las personas han de resignarse a la ciudadanía
158
que les concedan, habitualmente la del lugar de nacimiento, conforme a tradiciones tan
poco racionales y defendibles como el ius sanguinis y el ius solis, y excepcionalmente
como benevolencia o beneficio mutuo. Eso sí, se afirma que “a nadie se privará
arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad” (Art.
15.2); pero se silencia pertinazmente que ningún estado está obligado a concederla, con
lo cual el derecho a cambiar no es derecho a elegir sino derecho a buscar 193. Algo es
algo. La Declaración de Derechos Humanos Universales de la ONU, pues, no sólo
ignora el derecho a elegir nacionalidad, sino que de paso rebaja el ideal de la
Revolución Francesa.
193
Por otra parte, como algunos derechos sociales contemporáneos, como el derecho al trabajo, o el derecho a la vivienda
digna.
159
es peor, pues sin su presencia podríamos creer que los declarantes fueron víctimas del
olvido). La primera alusión que encontramos nos dice: “La comunidad internacional y
los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y adoptarán
políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones
excluyentes”( Art. 6).
¡Increíble!. Les ponemos las vallas y, si a pesar de eso saltan y, al fin, los usamos
para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho -¡de ellos!- a ser integrados
y dispersados para que no nos excluyan (o avergüencen) con sus guetos. ¿Lo entienden
ustedes?. Es una propuesta del ICDH. De verdad, me alegraría mucho saber que he
leído mal el texto, que me he saltado algún artículo.
La segunda alusión, en el artículo siguiente nos dice que los Estados tienen la
obligación de atender de forma “humanitaria” (luego no es un derecho) las solicitudes
hechas por padres o hijos de entrar en un Estado “a efectos de reunificación familiar”
(Art., 7).
Eso es todo. Créanme, eso es todo. Ni una sola palabra más en un texto en el que se
nos reconoce (a nosotros, los del mundo civilizado y rico, pero también a los otros, de
los otros mundos), el derecho a “nuevas pedagogías educativas”, a la “calidad de los
productos alimenticios”, a la “identidad cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano
ordenado”, a un “urbanismo armonioso y sostenible”. Estoy citando literalmente.
Como vemos, las propuestas de cambio no siempre van hacia el lado bueno. Yo creo,
con Anacharsis Clotz, que "no somos libres si las fronteras extranjeras nos detienen a diez
o veinte leguas de nuestra casa", que "no somos libres si un sólo obstáculo político detiene
nuestra marcha física en un sólo punto del globo". Me emocionan sus palabras, propuestas
–aunque rechazadas- a la Convención francesa de 1993, cuando se elaboraba una nueva
Declaración de derechos universales del hombre: "Los derechos del hombre se extienden a
la totalidad de los hombres. Una corporación, una nación, que se dice soberana hiere
gravemente a la humanidad, revolviéndose contra el buen sentido y el bienestar. Desde
esta base incontestable se deriva de forma necesaria la soberanía solidaria e indivisible del
género humano. Porque queremos la libertad plena, intacta, irresistible, no queremos otro
amo que la expresión de la voluntad general, absoluta, suprema, del género humano. Pero
si encuentro en la tierra una voluntad particular que se cruza con la universal, me opondré
a ella. Y esta resistencia es un estado de guerra y de servidumbre respecto al cual el género
humano, el Ser Supremo, hará justicia tarde o temprano".
Tal vez ya ni somos capaces de creer en estas cosas. Pero al menos deberíamos de tener
la honestidad filosófica –pues a eso nos dedicamos- de reconocer que son bellas,
verdaderas y justas. Con o sin fundamentos onto-epistemológico me parecen bellas,
verdaderas y justas. Por ello me gustaría que un día ocuparan el frontispicio de una nueva
Declaración de Derechos de los Seres Humanos.
160
“Para fundamentar los derechos del hombre Paine ofrece una justificación, que no podía ser
entonces sino religiosa. Para encontrar el fundamento de los derechos humanos se necesita, a su
juicio, no permanecer dentro de la historia… La historia comprueba nada a no ser nuestros propios
errores, de los que debemos liberarnos” N. Bobbio, El tiempo de los derechos. )
La calidad de la ciudadanía se mide, de forma genérica, por los derechos que gozan
los ciudadanos; de ahí que se considere que en las últimas décadas, debido a las nuevas
“generaciones de derechos”, dicha cualidad ha alcanzado límites sorprendentes. No
obstante, esa calidad tiene una estructura compleja, que permite avances considerables
en algunas de sus dimensiones junto a estancamientos y retrocesos en otras. En
concreto, aquí me propongo argumentar que en su aspecto moral la calidad de nuestra
ciudadanía se ha deteriorado, especialmente por el olvido de un derecho, presente en los
orígenes del capitalismo liberal y que silenciosa y paulatinamente ha sido olvidado. Me
refiero al derecho a elegir nacionalidad, en definitiva, al derecho a inmigrar, un derecho
esencial en el mundo globalizado, del cual dependen los demás derechos anexos a la
ciudadanía y que pone a prueba la conciencia moral del mundo rico y civilizado.
Reconozco, como ya he dicho, las muchas limitaciones históricas del ideal de las
revoluciones, generosamente corregidas en la democracia y el estado de bienestar
contemporáneos; y no olvido que un ideal de ciudadanía no deja de ser una forma
idealizada de poder político, y en consecuencia un tipo de dominación; pero considero
que en el ideal de ciudadanía que arraiga en la conciencia de nuestro tiempo, con su
exaltación ilimitada de la conquista fácil de todos los derechos imaginables, con sus
inagotables generaciones numeradas, lejos de avanzar por el lado bueno de la
ciudadanía (el de la emancipación) se ha derivado a la reconciliación y reproducción del
orden socio económico existente. Y como uno de los síntomas de esa deriva resalta el
hecho de que en plena floración de nuevas generaciones de derechos algunos de los más
clásicos y a mi entender esenciales en cualquier perspectiva de emancipación se han ido
perdiendo en el camino, olvidados en las cunetas de la historia, caso del derecho a elegir
ciudadanía.
Para ser más explícito, creo que en el ideal liberal de ciudadanía destacaba el
radicalismo con que eran reivindicados dos derechos, de los que depende
respectivamente su calidad política y moral: por un lado, el derecho a la radical
igualdad de derechos, que niega relevancia política y jurídica a cualquier diferencia
socioeconómica o cultural; por otro, el derecho a una ciudadanía universal que, en
ausencia de un orden político –tal vez imposible- del género humano que lo hiciera
innecesario, y mientras tanto, parece traducible por derecho a elegir nacionalidad, a
elegir lugar de ejercicio y disfrute de la ciudadanía y, por tanto, en prosa
contemporánea, derecho a inmigrar.
163
Un bello ideal y, si se quiere, sólo eso; pero en nuestra cultura subjetivista y
subjetivizante, un ideal no es poca cosa. Un ideal que, no obstante, parece haberse
escindido en dos, con desigual destino. Uno de ellos, expresado en el lema “ciudadanía
igual para todos”, aparece constantemente recordado y reivindicado en el interior de
nuestros estados, constituyendo la dignidad de nuestra ciudadanía: en cambio el otro,
que responde a la exigencia del “derecho del individuo a elegir nacionalidad”, ha tenido
una historia oscura y discontinua, quedando en la cuneta de los caminos fracasados, con
los proyectos inviables o inservibles invalidados, pero también con los simplemente
vencidos y silenciados que esperan mejores ocasiones. Ese derecho perdido u olvidado
marca hoy una importante carencia de nuestra ciudadanía, especialmente porque las
nuevas circunstancias sociales convierten su ausencia en el mayor problema social,
político y moral; el tratamiento jurídico político y cultural de ese derecho, a mi
entender, mide hoy mejor ningún otro el nivel de emancipación humana de una
sociedad.
Pues bien, a comienzos del nuevo siglo, momento en que en grandes espacios
geopolíticos hemos conseguido una ciudadanía de saludable calidad, tanto ética como
política, no sólo observamos que el envidiable celo en la defensa del derecho a igual
ciudadanía para todos (en el marco estatal) nada tiene que ver con el silencio a la hora
de pedir la apertura de las puertas de la ciudadanía, sino que tenemos la sospecha de que
el éxito en la calidad e igualdad de la ciudadanía en el interior de los estados se
consigue al precio de cerrar a los otros las puertas de la nacionalidad. Tengo la sospecha
–cosa que hiere mi consciencia- de que nuestra insaciable reivindicación de nuevos
contenidos, de nuevos derechos y privilegios, que enriquezcan la calidad de nuestra
ciudadanía particular como miembros de un estado se hace a costa de su
universalización de los derechos, al precio de negarles a los otros compartir nuestra
ciudadanía, al considerarla propiedad de un estado, cual club privado con reserva del
164
derecho de admisión; tengo la sospecha, en fin, de que en este aspecto volamos más
bajo que los hombres que en los orígenes de nuestra época iniciaron la aventura de la
libertad, la igualdad y la fraternidad, de que regresamos a tiempos oscuros en que no se
reconocía el derecho a la igualdad de derechos, cuando se aceptaba como natural que la
ciudadanía plena fuera un privilegio de unos pocos y que el resto quedara jerarquizado
en los márgenes de la ciudad, situación que ahora insensibles reproducimos a escala
transestatal respecto al derecho a elegir nacionalidad.
El Estado moderno, que es el que nos ocupa, en sus orígenes se constituyó conforme
a una idea de la ciudadanía de doble título; el título de nacionalidad y el carné de estatus
político jurídico. El primero, que certificaba la pertenencia, se obtenía con facilidad, tal
que más que un derecho era una determinación social: cuantos estuvieran dentro de las
fronteras del estado, eran fijados como súbditos, según el criterio del ius solis; si
variaban las fronteras, automáticamente los habitantes de esos territorios adquirían la
nueva nacionalidad, o la perdían y ganaban en todo caso otra 195; por otro lado, los hijos
de los miembros del estado tenían derecho a la pertenencia, conforme al llamado ius
sanguinis. Es bien conocida la tesis de John Locke, uno de los principales teóricos del
estado liberal, quien decía que en el momento del contrato social los “padres
fundadores” pactaron el derecho a que sus hijos tuvieran, desde el nacimiento, el
derecho a la ciudadanía, hasta que tuvieran uso de razón, momento en el que por sí
mismos decidirían, explícita o implícitamente, si querían mantener la nacionalidad o
renunciar a ella y abandonar el país. Locke no tenía duda alguna, pues, que llegado el
uso de razón el ser humano tenía derecho a elegir ciudadanía, fuera la de su país, la de
su nacionalidad, o fuera la de otro al que libremente se incorporara. Este planteamiento,
que suponía una función de la pertenencia poco excluyente, obedecía a un contexto
particular, demarcado por la fuerte necesidad de mano de obra en aquellas economías
agrícolas que empujaban a que las fronteras estuvieran en general abiertas a la “gente
decente”. De hecho, en aquellos tiempos sin censo estatal, habitualmente eran los
municipios los que concedían la “vecindad”, mientras que las constituciones
simplemente refrendaban como ciudadanos a los vecinos; y la “vecindad” se conseguía
fácilmente, bastando el asentamiento y cierta decencia. Era un contexto particular, si
duda, pero todos los derechos en su origen y genealogía son contextuales, lo cual no los
deslegitima.
Puede parecer sorprendente la claridad y lucidez con que Locke expone su tesis, sin
el menor condicionante; pero en el fondo es coherente con su idea de que la pertenencia
a una sociedad es una forma de sumisión, supone aceptar una dominación, la cual cosa
es intolerable si no se pone la misma como una opción libre. De ahí también su
insistencia en la pertenencia a una comunidad política, lo que les hace súbditos de la
misma, en definitiva, la servidumbre voluntaria, sea realmente voluntaria, derivada
exclusivamente del consentimiento dado por los hombres. En el fondo, pasar a
pertenecer a un gobierno es visto por Locke como una concesión del individuo, una
elección pragmática, para conseguir eliminar ciertas formas del mal social; a sus ojos
liberales en el gesto de adhesión pierde libertad natural, se deviene “súbdito” y no
200
Ibid., $ 113.
201
Ibid., $ 114.
202
Ibid., $ 116.
203
Ibid., $ 116.
167
propiamente “ciudadano”; se ceden derechos naturales, a cambio de paz y justicia.
Podríamos decir que, en el fondo, en el escenario de reflexión lockeana, el individuo
pierde más que gana o, en todo caso, implica cesiones de derechos naturales que sólo
por libre consentimiento podrían justificarse.
Es curioso al respecto que esta libertad, este derecho a elegir ciudadanía, tenga
algunas excepciones. Efectivamente, carecen de ese derecho aquellos individuos que
tienen propiedades de tierra; éstos devienen necesariamente súbditos del estado donde
radican sus propiedades, no pudiendo elegir nacionalidad a no ser que renuncien a las
mismas. En el fondo el individuo no pierde su derecho a elegir ciudadanía, aunque en su
condición de propietario de tierras tenga que elegir entre dos estatus, la nacionalidad y
la propiedad. Las propiedades y las personas van en el mismo paquete, y el propietario
ha de ser súbdito del estado al que están unidas las tierras 204. Pero incluso en este caso,
dado que Locke entiende que el gobierno sólo tiene jurisdicción directa sobre la tierra,
mientras que su jurisdicción sobre el propietario es sólo en la medida en que el mismo
reside y disfruta dichas tierras, la obligación de someterse a dicho gobierno “empieza y
termina con el disfrute mismo”, de tal modo que en cuanto el propietario se desprende
por venta o legación de sus tierras “está ya en libertad de incorporarse al Estado que
desee, y también tiene libertad de acordar con otros hombres la iniciación de un nuevo
Estado in vacuis locis, es decir, en cualquier parte del mundo que esté desocupada y no
sea poseída por nadie”205.
Podrá decirse, con razón, que en ningún momento se defiende el derecho a elegir
nacionalidad en un estado ya constituido, a pasar a formar parte de una comunidad ya
constituida; pero, aparte de que el contexto permite esa interpretación, lo que aquí trato
ahora es de argumentar es precisamente que en aquellos tiempos la adscripción o
pertenencia tenía un carácter voluntario y reversible, lo que permite pensar que el
problema de aquel momento, lo que inquietaba a la sociedad y se reflejaba en el
pensamiento, no eran los movimientos de inmigración sino las adscripciones “naturales”
a la tierra, vinculación que la burguesía necesitaba romper como condición de
posibilidad de trabajadores libres. Si, como he dicho, la génesis de los derechos
responde a necesidades históricas, el discurso de Locke a juzgar por sus inquietudes
induce a pensar que en aquél tiempo había más restricciones a la emancipación de las
relaciones feudales de adscripciones locales en los viejos países europeos que resistencia
a la inmigración en los países del nuevo mundo. De todas formas, no deja de decir algo
que merece ser leído detenidamente: “pero someterse a las leyes de un país, vivir en él
pacíficamente y disfrutar de los privilegios y protecciones que esas leyes proporcionan
no hace de un hombre miembro de esas sociedad; ello es solamente una protección local
y un homenaje que se debe a todas las personas que, no hallándose en un estado de
guerra, entran en los territorios pertenecientes a un gobierno, cuyas leyes se extienden a
cada región del mismo. Mas esto, como digo, no hace de un hombre miembro de una
sociedad, un súbdito permanente de un estado, como tampoco convertiría a un hombre
204
Ibid., $ 120.
205
Ibid., $ 121.
168
en súbdito de otro el hecho de que, durante algún tiempo, se acogiera bajo su familia, si
bien, mientras continuase acogiéndose a ella, estaría obligado a cumplir las leyes y a
someterse al gobierno que allí encontrase”206. De hecho lo que Locke está legitimando
es el derecho a la libre circulación por el mundo, a la libre elección del lugar de
residencia y trabajo, tan libre que la distingue de la nacionalización o “pacto” de
pertenencia a una sociedad civil. No se incluye en ese derecho la ciudadanía plena, pero
sí una ciudadanía mínima universal que hoy nos agradaría tener.
Anacharsis Cloots supo cantar exaltadamente lo que otros veían con más cordura, a a
saber, que la Revolución no era cosa de Francia, sino del mundo; y que muchos de los
revolucionarios franceses la tiraron adelante no como cosa propia, no como franceses,
sino como hombres libres ciudadanos del mundo. Considero afortunados a los diputados
franceses que de viva voz le escucharon decir: "no somos libres si las fronteras
extranjeras nos detienen a diez o veinte leguas de nuestra casa"..., "no somos libres si un
solo obstáculo político detiene nuestra marcha física en un sólo punto del globo" 211.
Hemos de reconocer que hoy no sentimos tan infinito deseo de libertad y universalidad,
tal vez porque nos hemos habituado a no ser libres ni universales; quizás por ello nos
cuesta compartir la fe universalista que aparece en sus palabras: "Los derechos del
hombre se extienden a la totalidad de los hombres. Una corporación, una nación, que se
dice soberana hiere gravemente a la humanidad, revolviéndose contra el buen sentido y
el bienestar. Desde esta base incontestable se deriva de forma necesaria la soberanía
solidaria e indivisible del género humano. Porque queremos la libertad plena, intacta,
irresistible, no queremos otro amo que la expresión de la voluntad general, absoluta,
suprema, del género humano. Pero si encuentro en la tierra una voluntad particular que
se cruza con la universal, me opondré a ella. Y esta resistencia es un estado de guerra y
de servidumbre respecto al cual el género humano, el Ser Supremo, hará justicia tarde o
temprano"212.
A pesar de todo creo que no deberíamos ver estas palabras, aunque lo fueran, como
mero fruto de la exaltación mística de un iluminado intelectualmente mediocre y
políticamente perdedor; pues estas ideas las encontramos también en almas menos
angélicas, como la de Maximilien Robespierre, liberal radical, que en su Discurso sobre
la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano 215, critica al comité por haber
olvidado “establecer los deberes de fraternidad que uniesen a todos los hombres y a
todas las naciones, y su derecho a una asistencia mutua”. Entiende que la mirada
alicorta nacionalista “había olvidado las bases de la alianza eterna entre los pueblos
contra los tiranos”, y exclama con rabia: “Se diría que vuestra declaración ha sido hecha
por un rebaño de criaturas humanas encerradas en un rincón de la tierra, y no para la
inmensa familia a la que la naturaleza entregó la tierra como dominio y como
morada”216. Es otro tono que el de Anacharsis, pero la misma música. Y su propuesta de
una declaración alternativa, cuyo Art. 34º dice: “Los hombres de todos los países son
hermanos, y los diversos pueblos deben ayudarse mutuamente, como los ciudadanos del
mismo Estado”217, ¿es menos idealista que la de Anacharsis Cloots?. No me lo parece,
aunque en su léxico y contexto parezca más convincente.
Las mismas ideas salen de la pluma de Saint Just, líder revolucionario jacobino,
menos iluminado y muy influyente en el proceso revolucionario, que acompañó su
conocido Discurso sobre la Constitución218 con un “Ensayo de Constitución” o
213
Ibid., 162.
214
Ibid., 171.
215
El 17 de abril de 1793 la Convención comenzó la discusión del proyecto de la nueva Constitución, cuyo proyecto fue
redactado por Condorcet, y que había de ir precedida por una nueva DDHC. Robespierre presentó el 24 de abril a la Cámara su
proyecto de Declaración. El texto completo del discurso de Robespierre está recogido en Víctor Méndez, El discurso
Revolucionario: 1789-1793. Ed. cit., 173-179
216
Ibid., 175.
217
Ibid., 175.
218
Leído el 24 de abril de 1793 ante la Convención, iba acompañado de su propuesta de Constitución alternativa a la de
Condorcet. (El Discurso se encuentra en Víctor Méndez, El discurso Revolucionario: 1789-1793. Ed. cit., 181-187).
172
propuesta alternativa a la redactada por Condorcet219. En este texto articulado, en las
“Disposiciones fundamentales”, dice: “Los extranjeros, el respeto del comercio y de los
tratados, la hospitalidad, la paz y la soberanía de los pueblos son cosas sagradas. La
patria de un pueblo libre está abierta a todos los hombres de la tierra” (Art. 1. IV). Y no
se trata de una simple oferta hospitalaria, sino una neta opción de nacionalidad, como se
clarifica en el Capítulo III: “Del estado de los ciudadanos”: “Todo hombre mayor de 21
años, domiciliado desde hace un año en la misma comuna tiene derecho a votar en las
asambleas del pueblo” (Art. I). Y añade: “Todo hombre mayor de 21 años, domiciliado
desde hace un año en la misma comuna es elegible para todos los empleos” (Art. II). O
sea: tiene los derechos políticos o “activos”, y no sólo los derechos “pasivos”, por los
que clamaban hasta los conservadores de Sieyès.
Creo, pues, que estas ideas estaban bastante extendidas, y no sólo entre los más
radicales. Autores políticos como Emmanuel Joseph Sieyès, liberal moderado, las
comparten en gran medida. En su discurso Reconocimiento y exposición razonada de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano220, al final del mismo incluyó una propuesta
de Declaración de Derechos de su grupo, en la cual se incluía el siguiente artículo:
“Todo hombres es igualmente dueño de marcharse o de quedarse, de entrar o de salir,
incluso de salir del reino, y de regresar cuando y como le parezca” (Art. VII)221.
Ciertamente, nada se dice del deber de los estados de admitir a los que llegan; pero,
como ya he repetido, no era este el problema.
Para terminar, estas ideas también estaban presentes en la filosofía. Fuera de las
fronteras francesas pero con un pensamiento fuertemente motivado y comprometido con
su revolución, I. Kant, en el “Tercer artículo definitivo de la paz perpetua” apuesta
también con claridad por el derecho a elegir nacionalidad, al que pone
premonitoriamente como fuente de la paz mundial: “Tratase aquí, como en el artículo
anterior, no de filantropía, sino de derecho (...) La comunidad –más o menos estrecha-
que ha ido estableciéndose entre los pueblos de la tierra ha llegado ya hasta el punto de
que una violación del derecho, cometida en un sitio, repercute en todos los demás; de
aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una fantasía
jurídica, sino un complemento necesario del código no escrito del derecho político y de
gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la Humanidad y
favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para que pueda abrigarse la
esperanza de una continua aproximación al estado pacífico”222.
Por su parte Tocqueville, lúcido liberal conservador, sutil relator de los aspectos
sociales de la democracia americana, supo ver con envidiable claridad a mediados del
219
El texto del “Ensayo de Constitución” se encuentra en Saint-Just, Théorie politique. París, Seuil, 1976, 197-229. También se
incluye el “Discours sur la Constitution de France” (Ibid.,182-196)
220
Sieyès fue miembro del Comité Constitucional de la Asamblea Constituyente. Este discurso lo leyó el 20-21 de julio de
1789 ante la comisión que preparaba el proyecto de Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de1789.
221
El texto completo de la intervención de Sieyès está recogido en Víctor Méndez, El discurso Revolucionario: 1789-1793.
Barcelona, Sendai, 1989, 37-48.
222
I. Kant, Proyecto de paz perpetua. Madrid, Austral, 117.
173
XIX el mensaje universalista de la Revolución francesa: "Todas las revoluciones civiles
y políticas han tenido una patria y a ella se han visto circunscritas. La revolución
francesa no ha tenido territorio propio. Es más, su efecto ha sido el de borrar, en cierto
modo, del mapa todas las antiguas fronteras. Se la ha visto acercar o separar a los
hombres a despecho de las leyes, de las tradiciones, de los caracteres, de la lengua,
haciendo a veces enemigos a compatriotas y hermanos a extranjeros. Mejor dicho, por
encima de todas las nacionalidades particulares, ha formado una patria intelectual
común de la que los hombres de todas las naciones han podido hacerse ciudadanos"223.
¿Qué más podría añadir?. En la filosofía, en los textos políticos y en el alma de los
movimientos sociales estaba viva la idea del derecho de los seres humanos a elegir
ciudadanía, formulado con diversos acentos y desde distintas preocupaciones. Esa
conciencia se disolvió y el discurso desapareció de los textos. Debemos preguntarnos si
ya es hoy hora de su regreso.
Pues bien, en este texto, hasta ahora el mejor referente de los derechos universales
(es decir, reconocidos a todos los hombres), se declara ceremonialmente que: “Todos
los seres humanos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual
protección de la ley” (Art. 7). Inmediatamente a uno se le ocurre preguntar: ¿qué ley?,
¿una imaginaria ley universal, la de cualquier estado en que el individuo se encuentre o
la del estado al que pertenece?. Podríamos jugar con la ambigüedad del texto e
interpretar que se refiere a la ley del estado en que se encuentra el individuo, pues es
comúnmente aceptado que si comete delito le juzgan por la ley del país donde ha
delinquido; pero sería estéril extraer argumentos de tales ambigüedades, pues tal vez
éstas no eran casuales, sino conscientes pretensiones de dignificar sospechosos silencios.
Este artículo de la D-1948, por tanto, simplemente confirma la calidad política de la
ciudadanía en el seno de cada unidad política: el derecho del ciudadano (no del hombre)
a la igualdad de derechos con los otros súbditos del estado. Para el extranjero sólo se
afirma el derecho a ser juzgado con la misma ley que a los ciudadanos, pero no su
derecho a los privilegios de la ciudadanía; por tanto, este texto no nos ayuda en el
desciframiento del derecho a elegir nacionalidad
Por otro lado, en el Art. 22, aunque sin excesivo énfasis, se reconoce el derecho a la
“seguridad social” y a “obtener la satisfacción de los derechos económicos, sociales y
culturales, indispensables para su dignidad”. Podríamos imaginar sin extravagancia que
la protección de la dignidad y la sobrevivencia constituyen una buena base para fundar
el derecho a elegir nacionalidad, no menos noble que aquellas circunstancias que
habitualmente dan derecho al “asilo político”; pero no parecen ir por aquí las cosas,
como sugiere la limitación sutil que incluye el texto al subordinar dichos derechos al:
“esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuanta de la organización y
los recursos de cada Estado”. O sea, el derecho a los medios que garanticen la dignidad
no puede ser efectivamente exigido a nada ni a nadie, pues aparece formulado, o como
una exhortación moral a cada Estado particular, dentro de sus posibilidades, o como
una llamada a la solidaridad de la comunidad internacional, a la que se pide
colaboración. Por tanto, tampoco aquí encontramos apoyos a favor de una igual
ciudadanía.
Por tanto, en lugar de seguir indagando otros derechos que parecen en buena y
caritativa lógica apoyar el derecho encubierto a elegir nacionalidad, prefiero pasar a los
177
tres únicos artículos que parecen abordar directamente el tema de la ciudadanía. En uno
de ellos se nos dice: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su
residencia en el territorio de un Estado” (Art. 13.1). Por tanto, se afirma la libre elección
de lugar de residencia como un derecho incluido en la ciudadanía, pero no es el derecho
a elegir ciudadanía, no es el derecho a elegir el estado donde un o quiere nacionalizarse;
define si se quiere la calidad política de la ciudadanía de cada estado, pero no la calidad
moral. El mismo artículo es rotundo al añadir: “Toda persona tiene derecho a salir de
cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (Art. 13.2). Se trata, claro está,
del derecho a salir de vacaciones, o de negocios, pero no incluye el derecho absoluto a
emigrar, renunciando a la nacionalidad (no elegida) de origen; tal derecho implicaría el
deber de los estados a abrir sus puertas al emigrante, cosa que se mantiene en el
silencio, sin explicitar la ausencia de este deber, que revelaría la paradoja y los límites
de semejante derecho a emigrar.
Cualquier ambigüedad queda despejada por el Artículo 15, con dos afirmaciones
rotundas: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad” (Art., 15.1) y “Nadie puede
ser privado arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de
nacionalidad” (Art, 15.2). Podría haberse redactado la primera parte añadiendo
simplemente “la del país donde ha nacido”, o algo semejante; pero entonces, además de
revelar la trivialidad de tal derecho, se traicionaría el espíritu liberal lockeano y su
sagrado derecho a la elección de la ciudadanía. Por ello se mantiene en la indefinición:
“derecho a una nacionalidad”, formulación ambigua entre la belleza de pensarlo como
derecho a elegir dónde y con quien se quiere vivir y la sombría lectura de reconocerlo
como descripción de una condición, de llamar derecho a un hecho, de pensarlo como
determinación azarosa que fija del lugar político donde uno viene al mundo como lugar
al que se tiene derecho. Del mismo modo que, con énfasis retórico, se prohíbe a los
estados impedir a los suyos el cambio de nacionalidad, con elocuente silencio se los
libera del deber de reconocer a los otros el derecho a la inmigración.
Y esta sospecha no es infundada. En este texto que comento, tan radical y exhaustivo
en sus exigencias, si buscamos el derecho a la ciudadanía nos llevamos una gran
desilusión: no aparece. Yo he leído varias veces el texto, lo he releído dos y tres veces,
cuatro y seis, pero no he encontrado ni una sola palabra sobre nuestro “derecho
olvidado”. Bueno, para ser justos, dentro del Título III, que trata de los “Derechos
sociales y de solidaridad” se hacen dos alusiones que, aunque muy indirectas y
marginales (y terriblemente sospechosas, pues se limitan a recoger la ley de nuestro
país), con mucha generosidad podrían interpretarse como alusivas al derecho de
ciudadanía (lo cual es peor, pues sin su presencia podríamos creer que era un simple
olvido). La primera alusión la encontramos en el Artículo 14, que dice: “La comunidad
internacional y los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y
adoptarán políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones
excluyentes” (Art., 14.6). ¿No es increíble?. Les ponemos las vallas y, si a pesar de eso
saltan y, al fin, los usamos para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho
-¡de ellos!- a ser integrados y dispersados para que no nos excluyan de sus guetos.
¿Serán sólo carencias de la redacción?. Prefiero creerlo así, pues es una propuesta del
Institut de Drets Humans de Catalunya, redactado con la colaboración de numerosas
instituciones y eminentes filósofos y juristas.
La segunda alusión está en el mismo artículo, donde se dice: “Los Estados tienen la
obligación de atender, de manera positiva, humanitaria y expeditiva, toda solicitud
hecha por un niño o por sus padres para entrar en un Estado o salir de él a efectos de
reunificación familiar” (Art., 14.7). Poco cosa a objetar, excepto que el tono
humanitarista devalúa en gran medida la fuerza del derecho. El fundamento de un
derecho puede ser moral y humanitarista, pero elevado a derecho su cumplimiento no es
“por razones humanitarias”, sino por deber; no es caridad, sino derecho. En todo caso,
dejando de lado este aspecto, cabe subrayar que el derecho de inmigración o residencia
queda rigurosamente circunscrito a la función de “reunificación familiar”, sacralizada
en nuestra cultura.
180
Eso es todo cuanto se dice sobre el derecho a la ciudadanía en la propuesta del
IDHC. Esas dos referencias y ni una sola palabra más en un texto en el que se nos
reconoce (a nosotros, los del mundo civilizado y rico, y por fácil generalización a la
humanidad entera), el derecho a “nuevas pedagogía educativas”, a la “calidad de los
productos alimenticios”, a la “identidad cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano
ordenado”, a un “urbanismo armonioso y sostenible”. Como puede apreciarse, tales
ausencias constituyen tozudos argumentos a favor de la tesis sobre la pérdida de la
calidad moral de nuestra ciudadanía al filo del derecho olvidado. El olvido llega hasta
nuestros días, cuando todo parece apuntar a que se acerca el día de incluirlo en nuestra
conciencia de recuperación de la memoria histórica. No puede quedar en el olvido, a
pesar de los envolventes silencios, un derecho que, en el mundo globalizado en el que
nos sumergimos, está llamado a constituir el frente moral y político en torno al cual
tomar posición; hasta lasa viejas y desfiguradas clases sociales protagonistas en el
capitalismo parecen escindirse a la hora de asumir ese reto de defender o negar el
derecho a la ciudadanía a los zarandeados por el “desarrollo desigual y combinado” del
capitalismo. Las coordenadas derecha-izquierda parecen girar noventa grados y
travestirse en norte-sur. Y en ellas habremos de encontrarnos.
181
“Los derechos humanos son el cimiento de las sociedades libres. La sociedad globalizada debe
manifestarse por la defensa de la garantía eficaz de los derechos humanos, asegurando a todos la paz,
la justicia, la libertad y las condiciones de bienestar como base de una vida armoniosa y feliz”
(Forum de Monterrey, Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes).
Creo que el principal debate filosófico político que se está dirimiendo hoy –y digo
“dirimiendo”, no digo “teniendo lugar”, pues se da en las sombras de la filosofía, en los
oscuros dominios de la gestión política, donde real y lamentablemente suelen decidirse
estas cosas importantes- es en torno a los derechos humanos universales, si se prefiere el
vocabulario clásico, los derechos del hombre y del ciudadano. No sólo se confunden
cada vez más unos y otros, con efectos teóricos y políticos preocupantes, sino que unos
y otros, los del hombre y los del ciudadano, se ven sometidos a una silenciosa
degradación en los dos elementos más genuinos de su esencia: su voluntad de
universalidad y su pretensión de fundamentación. Creo que el no-debate filosófico
sobre los derechos –si se quiere, el silencio de la crítica filosófica-, no es accidental,
sino que forma parte de la batalla política por esa estratégica degradación. Si tenemos
en cuenta la radical inconmensurabilidad que el pensamiento liberal establece entre
derechos y poder, hay razones para pensar que la disolución de los derechos en su
esencia (en su universalidad y su referencialidad) supone la liberación del poder de
todos sus límites y subordinaciones; la fragmentación o particularización de los
derechos los subvierte en simulacros de sí mismos, en máscaras de lo otro, en nudos
privilegios. A su vez, la proliferación de derechos inesenciales que inunda nuestras
sociedades, simulacro de universalización del imaginario de la sociedad de consumo,
implica el abandono ficticio de la humilde defensa de resistencia a la crueldad inhumana
para vivir en la esperanza del otro lado inexistente del capitalismo, banalizando los
derechos al devenir ambiciones utópicas y sospechosas. Y de una y otra forma,
mediante la fragmentación que los transmuta en privilegios y la proliferación que los
vacía de dimensión ética, la gestión de los derechos aparece como la forma del poder
propia de nuestros tiempos ucrónicos.
Este trabajo responde, pues, a una preocupación filosófico política de fondo; pero
también tiene sus determinaciones próximas o causas ocasionales. Si conviniera ponerle
un origen tendría que fijarlo en 2004, en el Forum de las Culturas de Barcelona, donde
el tema de los derechos se erigió en el principal frente de reflexión. El desarrollo de los
debates, el análisis de los textos generados en los mismos y el post-forum del proyecto
me empujaron a esta reflexión, enraizada en dos sospechas: una, que los derechos
228
El texto procede de una ponencia, “Los derechos emergentes: ¿dignidad o democracia?”, leída en el XI Simposio AIFP.
Iberoamérica 200 años: democracia, comunidad e Institituciones (Bahía Blanca, Argentina, 23-26 de Septiembre de 2009).
182
volvían a ser, como en su origen (en los orígenes del estado moderno) el lugar
privilegiado del ejercicio del poder; y otra, que a diferencia de aquellos tiempos, en que
la crítica filosófica estuvo a la altura de las circunstancias (Burke, Bentham, Constant,
Babeuf, Marx), en nuestros días el pensamiento –y era el pensamiento que se veía y se
definía a sí mismo como “de izquierda”- no parecía gozar de buena salud.
debatido en las sesiones del Diálogo durante 4 días, y se incorporaron las ideas y
sugerencias que emanaron de los 6 seminarios programados al efecto, donde debatieron
más de un centenar de expertos de contrastada cualificación, y que contó con la
participación de unas 1000 personas230. Por fin, el proyecto fue aprobado en el Plenario
del Diálogo. Como ya he insinuado, lamento decir que de la cantidad y calidad de los
participantes cabía esperar algo más consistente teórica y políticamente.
Es decir, son conscientes, y lo enfatizan, que ponen a la “sociedad civil” como sujeto
agente del texto, pero que su legitimación y eficiencia pasa por la aceptación política e
institucional. Por eso, aunque en su documentos se reitera que
“El punto de partida de la Declaración es la idea de que la sociedad civil desempeña un papel fundamental a la hora de
afrontar los retos sociales, políticos y tecnológicos que plantea la sociedad global contemporánea. Para ello se dota de la
DUDHE, un instrumento adicional para facilitar el conocimiento y el debate entorno de los derechos humanos” ,
Conviene tener muy en cuenta las circunstancias y la conciencia con que se pone en
escena esta propuesta de nueva declaración de derechos. En cuanto a las circunstancias,
tal vez la primera cuestión a resaltar es la potente organización del acontecimiento; en
otro momento valoraremos si la misma es ajustada a la sensibilidad de construcción
democrática de los derechos, pero sea cual sea la conclusión no afectará al hecho del
potente despliegue de “recursos humanos”233. En cuanto a la conciencia, resalta la
232
Celebrado del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2007.
233
Basta comprobar la potente organización:
Direcció: José Manuel Bandrés, president d’honor de l’Institut de Drets Humans de Catalunya.
Direcció executiva: Jaume Saura, president de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; Carmen Márquez, professora de dret
internacional públic, Universitat de Sevilla; Gloria Ramírez, càtedra UNESCO de la Universitat Autònoma Mèxic; José Manuel
Pureza, Centre d’Estudis Socials, Universitat de Coimbra; Mireia Belil, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004; Cristina
Gabarró, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004
Direcció tècnica: Rosa Bada, directora gerent de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Secretaria tècnica: Aida Guillén, tècnica de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Comitè assessor: Josep Maria Solsona, vicepresident primer de l’Institut de Drets Humans de Catalunya ; Miguel Ángel
Gimeno, vicepresident segon de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; David Bondia, director de l’Institut de Drets Humans de
Catalunya
184
explícita manifestación del compromiso político, que plantea el problema de la
articulación de su belleza ética con su ineficiencia práctica:
“Pretendemos evidenciar los elementos ideológicos que den un impulso ético coherente al fenómeno de la
mundialización, como eje de una perspectiva para mejorar la democracia a escala planetaria, y potenciar un
marco educativo en derechos humanos en el que participen de forma activa las nuevas generaciones” 234.
Comitè científic: Victoria Abellán, catedràtica de dret internacional públic, Universitat de Barcelona; Jordi Borja, urbanista i
sociòleg; Victòria Camps, catedràtica d’ètica i filosofia de la Universitat Autònoma de Barcelona; Ignasi Carreras, director
d’Intermón Oxfam; Juan Antonio Carrillo Salcedo, catedràtic de dret internacional públic, Universitat de Sevilla; Eduardo
Cifuentes, director de la Divisió de Drets Humans i Lluita contra la Discriminació de la UNESCO; Monique Chemillier-Gendreau,
catedràtica de dret internacional públic, Universitat de París VII; Cándido Grzybowski, director de l’IBASE (Brasil); Montserrat
Minobis, directora de les Emissores de Ràdio de la Generalitat de Catalunya; Sonia Picado, presidenta de l’Institut Interamericà de
Drets Humans; Gloria Ramírez, Càtedra UNESCO, Universitat Nacional Autònoma de Mèxic; Daniel Raventós, president de
l’associació Xarxa de Renda Bàsica (RRB); Boaventura De Sousa, catedràtic d’economia i estudis sociològics, Universitat de
Coimbra; Guy Standing, copresident de la Xarxa Europea Renda Bàsica (BIEN); Joan Subirats, catedràtic de ciència política,
Universitat Autònoma de Barcelona; Xavier Vidal-Folch, director adjunt d’El País; Michael Walzer, catedràtic de ciències socials,
Institut d’Estudis Avançats, Princeton; Gita Welch, coordinadora del Grup de Desenvolupament Institucional, PNUD; Joanna
Weschler, representant de Human Rights Watch davant Nacions Unides.
234
“Presentación” a “Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos”, programada en los Diálogos del
Forum Universal de las Culturas (Barcelona 2004).
235
“Perquè tots naixem de la mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i
feliçment junts en la nostra terra comuna. Manifestem el nostre compromís pels drets humans com un missatge d’esperança als
éssers humans, que colpegen les portes dels mecanismes i institucions encarregats de la custòdia dels drets umans sense obtenir-ne
resposta. Per això reivindiquem el principi d’exigibilitat dels drets, perquè la seva universalitat significa que tots els drets humans
han de ser garantits per a tothom.
Reiterem com a activistes militants dels drets humans la nostra adhesió a la Declaració universal de drets humans i als pactes i
altres tractats internacionals, patrimoni polític i cultural de la humanitat, que ens aporta les senyes d’identitat a la nostra comunitat
política, i ens comprometem a estendre els valors de llibertat, igualtat i solidaritat i a aprofundir-hi perquè la globalització dominant
es transformi en la globalització de la dignitat i la justícia. Manifestem la necessitat de construir polítiques i estratègies globals des
d’una concepció activa de ciutadania, perquè formem part de la comunitat política global, per tal que els milers d’éssers humans
que pateixen actualment situacions extremes de fam i de pobresa puguin gaudir plenament de tots els drets i participar en les
decisions que els afecten.
Instem la comunitat internacional, els estats, entitats subestatals, regionals i locals, agents econòmics i socials per tal que
afavoreixin de manera activa el desenvolupament dels drets polítics, socials, econòmics, culturals i mediambientals de les
generacions presents i futures.
Afirmem que qualsevol manifestació d’obstrucció a la realització d’aquests drets ha de ser denunciada i sancionada.
Reivindiquem l’exigència de completar els instruments, els mecanismes i procediments de protecció dels drets humans, perquè cap
violació dels drets humans quedi impune i cap víctima quedi sense reparació. Recordem el deure dels estats de ratificar sense
reserves els tractats de drets humans i d’acceptar la jurisdicció de la cort tribunal penal internacional. I vigilarem que la promesa de
pau i l’obligació de desarmament contingudes en la Carta de les Nacions Unides es concretin en l’eliminació de la guerra i els
conflictes armats.
Reclamem el dret universal a una educació permanent en drets humans per a tots i totes i en tots els nivells d’ensenyament com
a obertura a l’exercici ple dels drets. La Carta de drets humans emergents constitueix un instrument cultural de transformació social
posat a disposició de la societat civil global per enfortir la universalitat i l’efectivitat dels drets humans. Perquè tots naixem de la
mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i feliçment junts en la nostra terra
comuna” (Aquest manifest fou llegit per en David Selvas durant la cloenda del diàleg “Dret humans, necessitats emergents i nous
compromisos" del proppassat dia 21 de setembre de 2004)
185
par de aspectos. Quiero decir que este artículo es una parte de un proyecto más amplio y
ambicioso, pero no es una mera parte, una reflexión inacabada, sino que se presenta con
voluntad de unidad y totalidad; es decir, una reflexión acabada (todo lo acabada que
puede estar una cuestión que, por filosófica, está condenada a ser siempre una open
question) sobre algunos aspectos paradigmáticos del pensamiento que está detrás de la
DUDHE. El enfoque o método de exposición que he elegido ha sido la contraposición
entre dos vocabularios del discurso sobre los derechos humanos, uno centrado en la idea
de dignidad y otro articulado sobre la idea de democracia; si se quiere, un discurso más
ético y otro más político; uno más presente en la Declaración de 1948 y otro en la
DUDHE. En todo caso, ambas posiciones que se encuadran en el marco de reflexión
democrático-liberal, insensibles a la dimensión de poder presente en toda relación
jurídica (y los derechos son antes que nada relaciones jurídicas) y en toda valoración
ética (y los derechos no transcienden una opción de valor).
Cuando los representantes de los estados en el seno de la ONU tomaron en 1948 esa
decisión de cerrar la lista de derechos universales, lo hicieron sin duda afectados por su
conflicto a dos lealtades ampliamente compartidas: entre su voluntad ética (y no
importan aquí las determinaciones de esa voluntad) de evitar futuras barbaries e
injusticias vividas recientemente como insoportables y su voluntad política de defender
y disfrutar la libre y absoluta soberanía de los estados que representaban. Puesto que
fijar un repertorio de derechos, sancionarlos y comprometerse en su cumplimiento y
defensa implica algo así como poner un límite exterior al poder del estado, a su
soberanía, incluida su libertad de legislar, se comprende que tal subordinación suscitara
recelos y que al fin se impusieran muchas cautelas al impulso ético. Tal vez por eso la
D-1948 tiene las carencias que tiene, tanto en ausencias de algunos derechos cuanto en
debilidad de los referentes de efectividad, es decir, de los compromisos de los estados
en su defensa. Tenían que optar entre dos lealtades, tenían que definir la articulación de
ambas como su compleja opción de valor, y salió lo que salió.
Por el contrario, cuando los actores del pacto no son los estados, sino un combinado
de organizaciones políticas, movimientos sociales y asociaciones culturales, como es el
186
caso del proyecto de declaración de derechos emergentes, colectivos sin compromiso
inmediato de gobierno, caracterizados más bien por su experiencia e inercia de
oposición y reivindicación, ese conflicto entre valores éticos y políticos debiera diluirse
o desaparecer, aunque puedan surgir otras contradicciones. Ciertamente, como se
aprecia en el texto de la DUDHE, aquí no está presente la lealtad a la idea de soberanía
del estado, que ponga límites al celo ético; al contrario, el arraigo entre sus miembros de
la tradición de oposición, reivindicativa –y las reivindicaciones políticas suelen hacerse
desde posiciones éticas-, arrastra a la caída en la tentación de acumular reivindicaciones
de derechos sin límites, indiscriminadamente, fieles al slogan de cuantos más mejor,
consiguiendo así una aparente identidad entre grupos y culturas en una opción de valor
compartida. Pero una unidad así construida, satisfaciendo las aspiraciones éticas,
políticas y vitales de todos los actores por el generoso procedimiento de incluir en el
paquete las reivindicaciones particulares de cada uno, no pasará de ser una totalidad
grosera y contingente, resultado de poner la reivindicación meramente ética –cuando no
meramente existencial- por encima de las posibilidades y límites políticos. La
heterogeneidad fáctica hará que el resultado ni siquiera tenga la factura de utopía, que
no es mucho pero sí algo.
Lo que quiero decir es que, en uno y otro caso, ante situaciones objetivas y subjetivas
muy diferentes a la hora de formular una propuesta de declaración de derechos, se pone
en evidencia que a la hora de la verdad, en el momento de fijar la lista de derechos
universales, se recurre inevitablemente a una opción de valor, la cual tendrá sus efectos
decisivos en la fijación de los mismos. Por ejemplo, la D-1948 asume los valores éticos
propios de la sociedad cristiano burguesa y los limita con los valores políticos
intrínsecos a la idea del estado liberal, especialmente a su idea de soberanía (pero,
curiosa y significativamente, sin tomar en cuenta la forma del estado, su condición
democrática o autoritaria); la DUDHE, en cambio, prima facie simula prescindir de los
límites políticos y recurre a un discurso altamente ético.
Y decimos “prima facie”, pues en la realidad las cosas son más complejas. Una
lectura más atenta y exhaustiva nos revela que la DUDHE sólo se ha liberado de la
determinación exterior de lo político, de la “lealtad a la soberanía del estado” (con más
precisión, al “estado soberano”), pero a cambio ha asumido una explícita subordinación
interna, al identificarse explícita y militantemente con una nueva forma de estado, con
la democracia representativa participativa; bajo el simulacro de etización del discurso
político en realidad ha politizado el discurso ético. En concreto, y adelantando el
análisis, cuando los valores éticos son identificados con los contenidos de la
democracia, elevando ésta a referente ético, en apariencia se está moralizando la
política, pero de facto se politiza la moral. Con otras palabras, cuando los derechos
humanos universales se identifican con los derechos convencionales de la democracia,
aparentemente ésta es sacralizada, pero de facto aquellos son degradados. Volveré sobre
este tema.
187
En cualquier caso, tanto en una como en otra lectura, como reivindicación ética o
como propuesta política, la DUIDHE responde también a una opción de valor, idea que
pretendía ilustrar. Este segundo enfoque me sirve, además, desde las paradojas de
fondo, para formular una de las tesis de la crítica interna que quiero realizar, a saber,
que la D-1948 es en rigor más ética y la DUDHE más política; lo que conlleva el
corolario de que la primera sea más abierta (inclusiva) y asumible. Y ello es así aunque
–como se revela a las lecturas de superficie- el discurso aparezca invertido: en la D-
1948 lleno de cautelas o límites políticos (de la soberanía legislativa a la no ingerencia
política), mientras que el discurso de la DUDHE suena libre y espontáneamente ético.
Pero yo creo que la filosofía no debe respetar los lugares sagrados, y debe afrontar
esa crítica; y creo que debe afrontarla en esa esencia bifronte de los derechos: defensa
de los débiles y estrategia de los fuertes. En cualquier caso, lo que no es filosóficamente
tolerable es que se silencie el problema por respeto del límite de lo sagrado.
Recordemos al menos la posición de E. Bloch, cuya lucidez le obligaba a reconocer la
trágica oposición entre los defensores de los derechos naturales del hombre, que
perseguía defender su dignidad salvaguardando su libertad, y los defensores de la utopía
social, que aspiraban a promover el bien del hombre creando una comunidad pacífica;
dos corrientes que veía simbolizadas en dos revoluciones, la de 1789 y la de 1917;
trágico desgarro que intentaba resolver “dialécticamente”, en tanto que “no hay
verdadera instauración de los derechos del hombre sin el fin de la explotación, y no hay
verdadero fin de la explotación sin la instauración de lo derechos del hombre” 236. No sé
si esa identidad dialéctica es posible; lo que si creo es que la reflexión sobre los
derechos ha de mantener presente esa tensión, ha de tejerse entre esos dos abismos.
La idea jánica de los derechos que he apuntado nos puede servir así para pensar la
paradoja de la DUDHE, pues nos permite valorar, por un lado, su progresismo, su
actualidad, es decir, la adecuación del repertorio de derechos que propone, la
construcción de una muralla defensiva ajustada a los nuevos tiempos (su ajuste a las
nuevas formas de dominación); y, por otro, su complicidad con la positividad, su
respeto del orden existente, su papel en el embellecimiento y consolidación objetivos de
la sociedad capitalista de consumo. En consecuencia, la crítica externa que le hago, y
que reaparecerá de tanto en tanto, es ésta: el pensamiento de la DUDHE se mueve en la
matriz del discurso de los derechos, sin traspasar el espejo que permitiera ver las
sombras de los mismos. Pero regresemos de momento a la crítica interna.
A primera vista se trata de una idea vaga y flexible; y aunque en el texto se impone
la interpretación liberal de la misma, lo cierto es que sirvió para dar cierta unidad a los
derechos recogidos en la D-1948, y para justificar el cierre, las inclusiones y las
censuras. La “vida digna” es un referente histórico y contextual, y sin duda cultural, en
sus interpretaciones concretas; por tanto, es un referente multisémico y ambiguo. Pero
su ambigüedad no le ha restado operatividad; el uso polisémico o diseminado del
término no le quita eficacia argumentativa. Nos entendemos bastante bien, a pesar de
nuestras diferencias ideológicas y culturales, cuando hablamos de “vida digna”; y sobre
todo en el diálogo somos capaces de acercarnos a una idea de “vida digna” que, por vía
negativa, marque el límite de la humanidad, el mínimo soportable por nuestra
conciencia, la indignidad, injusticia o dominación tolerables.
191
Pues bien, como digo, la dignidad es el concepto guía, el referente de valor, en la D-
1948. Ya en el “Preámbulo” declara que “el reconocimiento de la dignidad intrínseca”
está en la base de “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”, que es como decir en la
base del ideal político. Y en el Art. 1, sin esperar a más, se proclama que
237
Citando a Kant dirá que “El ser humano tiene dignidad porque no tiene precio. El ser humano tiene dignidad porque es un
fin en sí mismo y no sólo un medio para los fines de otras personas” Y citando a Pico “la dignidad humana como la posibilidad del
individuo de decidir sobre su propia vida, de poder escoger cómo vivir”. No es difícil poner de relieve la debilidad e incoherencias
de ese recurso al argumento de la tradición humanista, mucho más contaminado de liberalismo de lo que gustaría reconocer a los
redactores, al considerar que la dignidad en esencia es la libertad y que la libre elección como la figura paradigmática de la libertad,
con lo cual la dignidad se reduce a libre elección: “En ambos casos, la dignidad va intrínsecamente unida a la libertad. La dignidad
le viene dada al ser humano por su condición de agente libre. Dado que todo individuo es merecedor de la misma dignidad, ésta
debe entenderse hoy como un derecho y, a la vez, como una obligación: el derecho a ver reconocida la libertad y la obligación de
ejercer la libertad responsablemente y sin menosprecio de la libertad de los demás”.
Esta tópica identificación entre libertad y dignidad, tan tópica que parece una impostura traerla a la mesa de la crítica, tiene
efectos profundos en el discurso de los derechos, por lo cual merece ser examinada. La identificación entre dignidad y libre
elección responde a dos presupuestos que, bajo su verosimilitud cultural, esconden su contradicción junto a profundos problemas
ideológicos. Efectivamente, el primer presupuesto, según el cual la dignidad es considerada una cualidad metafísica del ser
humano (derivada-confundida con la concepción del mismo como fin en sí mismo), es discordante con el segundo presupuesto,
que concibe la dignidad derivada de la libertad, entendida ésta como capacidad de libre elección. No es fácil, aunque sea atractivo,
asumir el primer presupuesto, la concepción ontológica de la dignidad. Definir la dignidad como esencia del ser humano, y en base
a esa idea justificar los derechos como defensa y realización de esa dignidad, es realmente seductor; pero hay que asumir esa
posición filosófica metafísica, hoy poco creíble, y hay que diferir numerosos “contrafácticos”. ¿Dado que es ontológica, pueden
perderla la víctima y el verdugo? ¿Tenía Hitler dignidad o era la figura de lo inhumano? ¿Acaso la dignidad no hace referencia a
una manera de vivir, de comportarse, de actuar, con lo cual se da a entender que se conquista? Entonces, ¿es cuantificable, hay
grados, hay tipos?. No sería más coherente pensar la dignidad como el proyecto político de trato igual, como ideal u objetivo a
conseguir para el cual se necesitan normas, entre ellas los “derechos” (y otras cosas), pero también “deberes”?. Eso nos permitiría
pensar que hay condiciones de vida indignas: pobreza, tortura, marginación..., y que hay seres “humanos” sin dignidad, en tanto
ejercen la dominación, la opresión, el maltrato.... Pero nos exigiría pensar que los derechos, la justicia o el buen trato no se derivan
de la “dignidad” inscrita en la esencia humana; al contrario, los derechos, la justicia y el trato igual son las condiciones de
posibilidad de la dignidad humana.
La DUDHE, aunque por momentos se aleja del discurso metafísico de los derechos y hace suyo el fundamento político de los
mismos, con frecuencia se refugia en la idea metafísica de dignidad, en lugar de cuidar la construcción de la idea, histórica,
adaptada a las nuevas necesidades y posibilidades. Y, claro está, si los derechos describen las condiciones de la vida digna,
difícilmente pueden fijarse y ordenarse desde una idea metafísica de dignidad. Esa idea de vida digna es eso, una idea, no una
esencia humana; una idea revisable, ajustable y siempre en tensión con la realidad histórica.
Por otro lado, ¿está realmente la dignidad tan indisolublemente unida a la libertad como para considerarla su esencia?. ¿No es
esta la forma de entender la dignidad genuinamente liberal?. ¿No hay otras ideas de dignidad defendibles?. ¿Acaso ejerciendo la
libre elección no se cometen atrocidades y desvergüenzas?. ¿No puede haber dignidad en seres humanos cuyas vidas están
privadas de muchas cosas, incluso la libertad?. La verdad es que la dignidad, como el ser aristotélico, se dice de muchas maneras; a
efectos de esta reflexión lo único que queremos es mostrar que la manera liberal de decir la dignidad, reduciéndola a libre elección,
no tiene suficientes credenciales teórica ni políticas para presentarse como la única. La sociedad liberal no es la única sociedad
digna, si es que lo es. El mismo texto de la declaración sobrepasa esta reducción liberal de la dignidad que acata al decir “En
nuestro mundo, se hacen acreedores de tal dignidad muy en especial las personas y grupos más vulnerables: los que viven en la
pobreza, los que sufren enfermedades incurables, las personas con discapacidad independientemente de cuál sea la tipología de su
discapacidad, las minorías nacionales, los pueblos indígenas. A todos ellos les falta las condiciones materiales y el reconocimiento
de su capacidad de comportarse como agentes libres y de funcionar, por tanto, como seres humanos”.
Si son acreedores de la dignidad es porque la han perdido, porque la buscan; luego la dignidad en este texto no apunta a una
determinación ontológica, sino a un estatus, unas condiciones de vida aceptables. Por tanto, podemos pensar la dignidad como un
ideal mínimo de la vida humana, como el mínimo histórico de vida humana, condición y límite último de cualquier orden político.
Disfrutar de esas condiciones mínimas, de ese trato umbral de lo humano, es lo que llamamos dignidad. Y los derechos humanos
universales deberían pensarse como la configuración de esa mínima vida humana digna. Y, claro está, todo cuanto supere este
mínimo, todo cuanto haga al hombre más dueño de su destino, será más humano; y así se justificará la lucha por más derechos, que
tal vez podríamos llamar “derechos del ciudadano”, derechos para una ciudadanía más completa; pero sin caer en la bella tentación
de confundirlos con los derechos humanos universales, los derechos de la dignidad. No tienen más dignidad quienes tienen más
derechos; el referente de dignidad lo ponen los derechos humanos universales, un referente histórico, o sea, a construir.
193
sociedades contemporáneas, en las instituciones, en las políticas públicas y en las agendas de los gobernantes,
para promover y propiciar una nueva relación entre sociedad civil global y el poder” .
Es bien cierto que en otros momentos el texto vuelve a expresar la voluntad subjetiva
de pensar los derechos en un discurso ético; es justo reconocerlo. Incluso llega a decir
que esta declaración “debe de ser considerada para los individuos y los Estados como un
nuevo imperativo ético del siglo XXI”. No obstante, ese “imperativo ético”, si bien hay
que reconocer que ya no es el de la sociedad burguesa, no va más allá de la sociedad de
consumo. Y, en todo caso, en el texto domina el desplazamiento del ideal ético hacia el
ideal político o, si se prefiere, del referente de la dignidad o “vida digna” al de la
democracia. En consecuencia, la DUDHE ha relajado una de las dos funciones
históricas de los derechos, la meramente defensiva, orientada a salvaguardar lo humano,
Lo curioso es que esta idea de dignidad que postulamos también aparece en el texto, pues en el mismo, olvidándose de la
perspectiva ontológica, la dignidad también se presenta como algo adquirido por ciertas personas en función de su lugar en el
cuerpo social. Se habla de “acreedores de dignidad”, con lo cual parece que la dignidad sea un “premio” o “reconocimiento” a unas
virtudes, al sufrimiento, a las vejaciones, a las injusticias sufridas.... Claro, hay un problema: si la dignidad define un estatus, todos
esos individuos y pueblos que no pueden comportarse como “agentes libres”... carecen de dignidad?. Todo esto me hace pensar
que el concepto de “dignidad” debe salir de la ambigüedad y pasar a describir una idea de un estatus socio moral de las personas:
se tiene dignidad antes, pues se merece, responde a un acuerdo de mínimos, al pacto de los derechos, y después, cuando se vive
conforme a esos derechos, cuando se goza de ellos.
194
para dar total primacía a la otra, a la configuración de un orden social aceptable y, por
tanto, incuestionado238. Y aunque no siempre lo parezca, no es lo mismo perseguir la
maximización del bienestar y la riqueza para todos que la minimización del dolor y la
marginación de quienes lo padecen, como no es lo mismo universalizar la propiedad que
abolirla.
No deja de ser curioso que el término “democracia” no aparece usado ni una sola vez
de forma sustantiva en la D-1948; y sólo en un caso aparece la calificación
“democrático/a”, en el penúltimo artículo de la declaración.
“En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las
limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos
y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar
general en una sociedad democrática” (Art. 29.2).
Sin duda los derechos que en la misma se proclaman responden fielmente al formato
de la sociedad democrática occidental, si se quiere, de la democracia liberal; no en vano
la tradición de los derechos se identifica con el capitalismo burgués. Pero es de destacar
esta voluntad de no confundir –o, si se prefiere, de ocultar- en el discurso la
complicidad de los derechos con la democracia. Más aún, hay momentos en que se
explicita esa idea de que el discurso de los derechos no es exclusivo de las democracias,
sino aplicable a cualquier régimen político, y ahí estaría su peculiaridad. Así, tras
afirmar rotundamente la universal igualdad de derechos, en un texto ya citado, donde se
dice:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de
raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art.2.1).
238
Tal vez sería más correcto decir que ha fusionado ambas funciones, con el resultado de inversión entre ellas (merece más
reflexión).
195
en esa declaración prima facie persigue garantizar los “mínimos de democracia”
intrínsecos a la “vida digna”. Y nada más.
Si miramos la DUDHE desde el otro lado del espejo, procede de modo similar a la
D-1948. Si ésta tomaba como ideal la sociedad burguesa, y ajustaba los derechos a ese
ideal (tal vez sería más correcto decir que con él respondía a las necesidades del nuevo
orden socio económico), la DUDHE hace lo propio en los nuevos tiempos, ante nuevas
necesidades y nuevas formas sociales: hace un inventario de los derechos que ya
disfrutan los ciudadanos de los países más ricos, añade los deseos de esos ciudadanos,
196
suma algunos elementos de su conciencia (humanitarismo, sensibilidad ante el género,
multiculturalidad…), y así construye la nueva propuesta (respuesta), que concreta en
medio centenar de derechos. La exégesis crítica (pendiente) de estos derechos
seguramente nos evidenciará que la forma del orden político social que prescriben no
pasa de ser la mera idealización del presente, aunque el ideal siempre es más atractivo y
deseable.
Este procedimiento tiene, sin duda, gran fuerza persuasiva. No cabe duda de que la
decisión de identificar el discurso de los derechos con las posibilidades de las
democracias ricas suscita muchas complicidades, pues hoy parece que la democracia
representativa es el ideal de existencia universal. Lógicamente, elevar el nivel de la
“vida digna”, poner el discurso de los derechos en el nivel del estado de bienestar
(debidamente aderezado e idealizado), como derecho al estado de bienestar y a la
democracia participativa…, es en sí mismo atractivo. Si las declaraciones de derecho
aspiran fundamentalmente a asegurar una vida digna a los más débiles, ¿cómo no
sentirse embrujado por un discurso que eleve ese nivel de legitimación al de las
sociedades opulentas?. Yo entiendo este atractivo y comprendo la dificultad de oponerse
a tal pretensión, especialmente porque, fuera del ámbito del discurso de los derechos, en
el plano de la política, considero justa las luchas dirigidas a esa igualación entre los
pueblos y las clases sociales; no obstante, insisto en que proponer como carta de
derechos universales los privilegios de la sociedad capitalista de consumo tiene
implicaciones perversas. Si se asume que los derechos humanos universales han de ser
definidos e instituidos en un pacto, deben ajustarse a la idea compartible de una vida
digna, y no pueden asimilarse a un modelo de ciudadanía particular, por muchos
atractivos que presente para quienes disfrutamos del mismo.
239
Este listado genera alguna confusión, pues no queda suficientemente claro si pretende sustituir al listado de la D-1948, ya
que buena parte de aquellos derechos permanecen, aunque a veces implícitos o con nueva redacción, o si se trata de una
actualización, un apéndice, tal que las repeticiones quedarían justificadas por añadirse nuevos matices, énfasis, concreciones u
orientaciones. (En su momento tendremos que hacer una comparación literal de ambas declaraciones).
197
A pesar de este poder de seducción, este enfoque de los derechos universales encierra
al menos una doble problemática que no podemos pasar por alto por sus potentes
implicaciones teóricas y prácticas. La primera problemática, la más abstracta, es
genuinamente filosófica y surge al pretender organizar los derechos alrededor de un
ideal de ciudadanía (al fin la democracia es un modelo de ciudadanía), de una
concepción omnicomprensiva de la vida, con la consecuente confusión entre derechos y
ciudadanía, que no sólo afecta a la idea de “derechos humanos” que pone en juego, sino
al listado de los mismos que se selecciona; es decir, esta primera problemática surge por
la confusión entre la exigencia de vida digna (un ideal mínimo y susceptible de pacto
universal) y el ideal de buena vida (necesariamente particular a cada pueblo o cultura,
según sus concepciones del bien)240. La segunda problemática es más concreta e
inmediatamente política, pues se genera al concretar ese ideal de vida en la ciudadanía
democrática liberal, tal que los derechos pasan a ser pensados como la suma de
privilegios y deseos que se disfrutan en los países occidentales ricos. De este modo se
sacraliza una idea de democracia que, a pesar de sus virtudes, dicta de presentar
credenciales teóricas y avales históricos de incuestionable valor universal; y se vuelve
sospechoso el discurso de los derechos universales por su complicidad con un orden
político particular.
modelos. Puede ser que para gran parte del mundo occidental se identifique
la lucha por los derechos y la lucha por la democracia de calidad; pero ese
objetivo no es universalizable, y al identificar derechos y ciudadanía
democrática se olvida el sentido y valor más importante de las
declaraciones de derechos: ser un mínimo denominador que garantice la
dignidad incluso en países pobres, oprimidos, en guerra...
Considero, pues, que articular los derechos en seis grupos o títulos, como hace la
DUDHE, cada uno ilustrando una característica distinta de un modelo particular de
sistema democrático, se corren serios riesgos, tanto prácticos (su aceptabilidad
universal) como teóricos (la argumentación de los mismos). Porque, al fin y al cabo, la
DUDHE no ha pensado las condiciones de una idea de vida digna universalizable entre
los seres humanos de lo que llama “sociedad global”, sino que ha asumido como
referente universalizable el de los derechos del ciudadano de los países capitalistas
ricos, convenientemente idealizado y con toques de sensibilidad humanitarista. Así se
constata que, en lugar de argumentar los derechos humanos universales sobre una
concepción de la vida en la “sociedad global”, se limite a enumerar los derechos que
deberían regir en una democracia occidental bien ordenada. Y así sale lo que sale.
O sea, aunque se sueñe con la cima, siempre hay que garantizar los mínimos: interesa
en la derrota, pues protege a los derrotados del trato inhumano, y también en la victoria,
por proteger a los vencedores de caer en la figura cruel e inhumana del fascismo y la
dictadura. Por tanto, la función ética de los derechos, su defensa de los débiles, toma su
sentido de la impotencia ante la injusticia y la dominación; es siempre un límite al
poder. Un límite frágil, ideológico, pero un arma al fin con la que defenderse cuando
no se tienen otras. En cambio, los derechos como formas de un orden político ideal, tal
como los plantea la DUDHE, son cómplices de ese orden en lo bueno y en lo malo, en
la medida en que contribuyen a su reproducción. Y esto debería llevar a una crítica más
exigente de los postulados del discurso de los derechos.
En todo caso, no hay base objetiva alguna para interpretar el recurso al referente
democrático como simple modo de exposición. Al contrario, el texto da a entender de
forma reiterada que el objetivo de la declaración es la construcción de la sociedad
democrática, tal que describiendo ésta se pondría en evidencia no sólo que los derechos
humanos universales caben –o se dan necesariamente- en ella, sino que los derechos
200
propios de los ciudadanos del modelo democrático defendido constituyen –o deben
constituir- el repertorio de derechos humanos universales. O sea, para conseguir la lista
basta describir la democracia de seis rostros.
Basta un simple acercamiento a esos rostros para ver que, en conjunto, configuran la
figura ecléctica y tópica de la democracia occidental idealizada, que no constituyen una
alternativa a lo existente sino una reconciliación con la esencia de la positividad, en fin,
que ponen de relieve que un discurso de los derechos, cualquier discurso de los
derechos, sólo puede ser eso: la forma, la filosofía, de una u otra variante de la sociedad
de los derechos; por tanto, el alma de una sociedad caracterizada por la
individualización y el enfrentamiento de sus individuos, atravesada por la injusticia y la
desigualdad, máscara celeste de una existencia terrenal egoísta, ilusión de unidad
sagrada de una vida profana fragmentada.
En el rostro pluralista, tal como es descrito por medio de los derechos constituyentes
del mismo, se ve la expresión de la presencia del elemento multicultural, plenamente
asumido por nuestra cultura, aunque no siempre con claridad conceptual ni con
coherencia política, aunque sea sólo como simulacro; el pluralismo es el liberalismo de
201
nuestro tiempo, y aunque el multiculturalismo es su reto difícilmente asimilable, cabe
en el interior del ecléctico y poco exigente discurso político de nuestro tiempo, como
cabe confusa y contradictoriamente en una praxis política sin principios, que haciendo
de la necesidad virtud sacraliza la ”ingeniería social” popperiana.
El rostro paritario, contra lo que pudiera pensarse por el significado habitual del
término, no se centra en la paridad política en nuestras sociedades multiculturales; en el
texto la “paridad” sólo expresa la sensibilidad hacia el tema de género, y se vincula
exclusivamente a la igualdad de derechos entre la mujer y el hombre, pasando por alto
otras relaciones apropiadas para aplicar este derecho (derecho a voto de los
emigrantes…). Se trata de incorporar a la vieja y genéticamente machista democracia
liberal elementos para su actualización, para su perfección, para su consolidación como
ideal.
Obviamente, esos seis rostros de la democracia que describe la DUDHE son sin duda
atractivos, a fuerza de familiares, pues no hacen sino recoger lo que el modelo de
sociedad actual necesita para ser deseable y perfecta, que es exactamente lo mismo que
necesita para reproducirse en paz gracias a su total aceptación; dibujan una opción
política tendencialmente compartida por la mayoría de fuerzas políticas y sociales en el
mundo capitalista occidental (Fukuyama no se equivocaba en eso, de ahí que nos irrite);
exponen la filosofía –o una filosofía- de nuestra civilización occidental en una fase
peculiar de su desarrollo. Un análisis detenido de estos rostros nos permitiría ver el
camino recorrido por la conciencia social, pues del mismo modo que la D-1948 era la
propia de una burguesía con mala conciencia, que fiel a su moral ascética interpretaba
los derechos como vida digna mínima, así la actual declaración de derechos emergentes
refleja la conciencia de una sociedad sin “clase dirigente”, sin cultura de clase,
sustituida por una ideología populista activada por el modelo de consumo. Pero esta
idea la dejamos pendiente, para otra ocasión.
Aquí me limitaré –y con ello cerraré esta reflexión- a comentar sólo uno de ellos, el
“rostro igualitario”, que se trata en el Título I. Derecho a la democracia igualitaria, y
que me servirá –al menos así lo espero- para ilustrar cómo funciona la reducción de los
derechos a la democracia en el texto que nos ocupa. Nótese que, de los seis rostros, he
elegido el más sensible a una declaración que se autoconfiesa de izquierdas, el lugar
donde se deja ver mejor su esencia.
“Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley” .
En la mayoría de artículos se insiste, de una u otra forma, en que los derechos son los
mismos para todos. La igualdad de derechos es algo sagrado y extendido por todo el
articulado del texto de la D-1948, que no contempla excepción alguna, insensible a lo
que hoy se llaman “discriminaciones positivas”
241
Para ser rigurosos, el término aparece una sola vez en toda la declaración: “El derecho al trabajo, en cualquiera de sus
formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene
derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición de respeto a los intereses generales de la
comunidad” (Art. 1,4). Ciertamente, en la D-48 tampoco se prodigan, como si quisieran disimularlo, pero lo afrontan con toda
claridad al formular el derecho de todos a la propiedad privada: “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y
colectivamente. 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad” (Art. 17).
204
tangencialmente tienen algo que ver con el derecho clásico a la igualdad y con la idea
extendida de democracia igualitaria, siendo insatisfactorios los esfuerzos que se hacen
para encuadrarlos. Veámoslo separadamente.
Más inteligible sería afirmar que la democracia igualitarista define la dignidad; pero,
en este caso, aparte de la necesidad de argumentarlo frente a gran cantidad de
contrafácticos, está el hecho evidente de que de esta forma se defiende sin reservas un
modelo de orden político concreto, no un pacto que regule las relaciones humanas (entre
individuos, entre estados y entre individuos e instituciones) en comunidades políticas
diferentes y entre ellas.
Además de encajar mal esos cuatro derechos, y los que llevan en su vientre, con
cualquier idea de dignidad con pretensiones de ser ampliamente compartida, resta el
otro problema: ¿qué tienen que ver con la “democracia igualitaria”?. La clasificación,
como he dicho, parece obedecer más a una agrupación casual de derechos para
conseguir una tipología cerrada que a una ordenación y jerarquización de los mismos
bien razonada.
Nada tengo que objetar a tal reivindicación, pero no puedo evitar mencionar, por un
lado, que este derecho así entendido, con su porte económico, a pesar de su
reformulación es poco original, pues ya aparecía en la D-1948:
“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el
esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada
Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre
desarrollo de su personalidad” (Art. 23) .
206
Por tanto, no es un derecho nuevo. Por otro lado, resaltar que lo novedoso y raro es
presentarlo como peculiaridad de la democracia igualitaria. Hubiera sido preferible
ahorrarse estos esfuerzos de presentación y centrarse en la más intensa y clara exigencia
de explicitación de las instancias políticas responsables de su efectividad. ¿Cada Estado
o comunidad local, con la ayuda de la caridad o solidaridad internacional, o todos los
individuos e instituciones internacionales solidariamente?. ¿Ante qué tribunal se rinde
cuenta del cumplimiento?.
“Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (Art. 5).
“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el
bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales
necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u
otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad” (Art.
25.1.)
“La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de
matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social” (Art. 25.2).
Incluso se tiene en cuenta el aspecto físico del trabajo, exigiendo unas condiciones
del mismo compatibles con una vida digna del hombre.
243
“El derecho al trabajo, en cualquiera de sus formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna
y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición
de respeto a los intereses generales de la comunidad” (Art.1,4)
208
“Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración
del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas” (Art. 24).
Pues bien, hubiera sido deseable que la DUDHE, ante el debate actual sobre el
derecho de la comunidad a educar a los ciudadanos en sus valores y el de los padres de
educar a los hijos en los suyos, hubiera esclarecido esta cuestión, fijando prioridades,
en lugar de despacharla reformulando el derecho a la educación como “derecho a la
educación continuada” y guardando silencio sobre la gratuidad (la D-1948 la defendía
en la obligatoria):
“La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental” (Art.
26.1).
Es ésta una carencia que se reproduce en los principales temas candentes, que se
rodean con vaguedades en lugar de fijar las reglas y establecer jerarquías de derechos.
En cuanto al derecho a una muerte digna, la verdad, no veo mucha conexión con la
vida digna. Aunque me parezca un derecho de nueva generación, exigible en nuestros
tiempos, no debería mezclarse con los derechos al bienestar. El derecho al suicidio,
personal o asistido, corresponde a los márgenes del derecho a la libertad, cae dentro de
los límites de la privacidad que la democracia, y cualquier régimen no teológico, puede
reconocer y defender. Tal vez podría decirse: no hay existencia digna sin el derecho a
ponerla fin, sin el cual sería una existencia impuesta. Aunque me parezca una posición
asumible, considero que responde a un concepto de dignidad muy exigente, que no tiene
por qué ser fijado como derecho universal. Una cosa son los derechos a exigir a los
otros –al menos a quienes los comparten con nosotros- que respeten y promuevan las
condiciones para la vida digna y otra muy distinta defender el derecho a que nadie
coarte nuestra libertad para elegir el día y la forma de morir..., cuando esa decisión esté
244
“Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción
elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada;
el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos” (Art. 26.1). “La educación tendrá
por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades
fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o
religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz” (Art. 26.2).
209
en nuestras manos. Aquí se exige respeto a nuestra libertad; allá se reivindica ayuda,
colaboración, solidaridad.
Sorprende que, desde posiciones de izquierda, se defienda la objeción de conciencia pacifista y se silencien otras formas de
objeción, que hoy aparecen en el escenario público. La declaración de derechos no pede confundirse con una profesión (particular)
210
de fe pacifista. Es en condiciones de conflicto, tal vez de conflictos irremediables, donde tiene sentido el discurso de los derechos. Si
se cae en la tentación de soñar con la posibilidad de
“un sistema social en el que los valores de paz y solidaridad sean esenciales y en el que los conflictos se
resuelvan mediante el diálogo y otras formas de acción social pacíficas” (Art. 2),
en tal caso no hay que proponerlo como derecho, ni hay ya necesidad de ningún
derecho. Una sociedad donde todo se soluciones con el diálogo, y por tanto con el
acuerdo, ¿no es una sociedad de amigos?. Y tiene sentido entre amigos protegerse unos
de los otros fijando derechos?. La DUDHE, en su deriva utopista a la ciudad ideal,
olvida algo básico: los derechos sólo tienen sentido en un mundo en conflicto, donde
hay desigualdad, dominación, violencia, injusticias. Es en ese contexto, y como
pretensión de fijar unos límites a las diversas formas del mal social y político, como
mínimos de existencia de una vida digna entre enemigos, donde cobran vida y eficiencia
los derechos. En el cielo, en cualquier cielo imaginable, no se necesitan derechos
humanos; allí todo debe ser divino. Por eso, si se sueña con una sociedad celeste,
aunque sea sólo un sueño, no vale la pena imaginarla como ciudad de los derechos, sino
como ciudad donde los derechos ya no son necesarios.
no queda mal... como sueño final de la historia, al menos como sueño de nuestra
sociedad consumista, que no puede silenciar el efecto de su potente consumo y genera
reflejos éticos étnicos y ecológicos. Podríamos pensar con benevolencia e interpretar
que, aunque silenciado e implícito, en este derecho a habitar el planeta se proclama lo
que hemos llamado en otro lugar “el derecho olvidado”, es decir, el derecho a elegir
ciudadanía, a elegir el lugar y la comunidad en la que integrarse y construir una vida en
común. Pero tanta benevolencia hermenéutica no es soportable ante la evidencia de la
primera gran ausencia de la declaración: los nuevos derechos prescribibles alrededor del
211
tema de la ciudadanía global, ante la inevitabilidad de enormes movimientos
demográficos y de la irreversible multiculturalidad de amplias zonas de nuestras
sociedades.
Ahora bien, tras la formulación abstracta que aquí se hace (“ Todos los seres humanos y
toda comunidad tienen derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva ”) se pasa a darle
contenido, describiendo los diferentes derechos subsumidos, y las cosas de nuevo se
confunden. Por ejemplo, podemos pensar que el “derecho a la igualdad de
oportunidades” es un corolario del derecho a la igualdad de derechos, que conlleva el
rechazo de toda discriminación
“por razón de raza, etnia, color, género u orientación sexual, características genéticas, idioma, religión,
opiniones políticas o de cualquier índole, origen nacional o social, pertenencia a una minoría, fortuna,
nacimiento, discapacidad, edad, o cualquier otra condición” (Art. 4.1);
pero no queda tan claro que la igualdad de derechos sea consistente con las muchas
referencias del texto a “discriminaciones positivas”, o políticas sociales de corrección de
las desigualdades reales, etc. Proteger a los débiles (inmigrantes, minusválidos, niños...)
son sin duda políticas igualitarias, que hablan de la calidad de la ciudadanía de una
sociedad, pero no debieran confundirse con el derecho a la igualdad de derechos. Del
mismo modo me parece que la no-discriminación, exigida por el derecho a la igualdad
de derechos, no puede llegar a la discriminación positiva y utópica de pretender que
“para la realización de la igualdad, se tomará en consideración la existencia y superación de las desigualdades
de hecho que la menoscaban, así como la importancia de identificar y satisfacer necesidades particulares de
grupos humanos y comunidades, derivadas de su condición o situación, siempre que ello no redunde en
discriminaciones contra otros grupos humanos” (Art. 4.1).
El salto del nivel del discurso de los derechos al de la ciudadanía celestial puede ser
tentador, e incluso éticamente defendible; pero traducir a derecho universal las
necesidades o voluntades de particulares, creo que es superar la barrera de lo razonable.
Considero que este es un problema teórico y político grave de la declaración, que unas
veces lleva a proclamar derechos éticamente compartibles, aunque políticamente
inviables, y otras a defensas angélicas de situaciones innombrables. Así ocurre, por
ejemplo, con el llamado “derecho a la protección de los colectivos en situación de
riesgo o de exclusión”, que pretende reconocer
“a toda persona perteneciente a una comunidad en riesgo o a un pueblo en situación de exclusión el derecho a
una especial protección por parte de las autoridades públicas” (Art. 4.2).
212
Así formulada, de forma abstracta, nada que objetar; pero una vez se concreta nos
encontramos con casos triviales, que poco o nada tienen que ver con la igualdad, como
“los niños, las niñas y los adolescentes tienen derecho a la protección y cuidados necesarios para su bienestar y
pleno desarrollo”; o “las personas mayores tienen el derecho a una vida digna y autónoma, así como los
derechos a la protección de su salud y a participar en la vida social y cultural”, o que “las personas con
discapacidad (...) tienen derecho a participar y formar parte activa de la sociedad...”) ,
con otros tan obvios como el derecho de los inmigrantes, cualquiera que sea su estatuto
legal en el Estado de inmigración,
“al reconocimiento y disfrute de los derechos proclamados en esta Declaración, así como a la tutela efectiva
por parte del Estado de inmigración de los derechos y libertades fundamentales establecidos en la Declaración
Universal de Derechos Humanos” .
Pues, obviamente, la declaración trata de los “derechos humanos”, que deben ser
respetados por todos los firmantes del pacto.
Como vemos, una y otra vez aparece en la DUDHE esta confusión conceptual de una
declaración de derechos como descripción de la ciudad ideal (eurocéntrica), y no como
ideal mínimo para la existencia de una ciudad que garantice a sus ciudadanos una vida
digna. Claro está, desde la conciencia ética de quienes nos preocupamos por estas cosas
es fácil caer en la tentación de considerar que, en “derechos humanos, cuanto más,
mejor”; al fin, no sólo estamos comprometidos con sacar adelante el discurso de los
derechos de la forma más progresistas, incluyendo su mayor efectividad, sino que nos
sentimos militantes en la lucha por un mudo más igualitario y justo; no sólo estamos
comprometidos con la dignidad, sino con la justicia e incluso con la bondad. Por tanto,
tenderemos a asumir con más satisfacción psicológica las propuestas máximas, las
declaraciones de derechos que se acerquen a nuestra idea política del mundo. Ahora
bien, siendo conscientes de esta tentación, y sobre todo siendo conscientes de que si
tiene interés la lucha por una declaración de derechos es sólo en la medida en que el
mundo ideal se mantiene siempre alejado, inasequible, hemos de imponer un límite
político a nuestra exigencia ética; hemos de asumir que una declaración de derechos no
es un ideal máximo, sino un ideal mínimo. “Mínimo”, sin duda, pero al fin “ideal”: es
decir, enormemente difícil de conseguir. La vida digna no es la vida perfecta; pero se
nos muestra tan lejana que a veces resulta casi la única utopía razonable.
Lo que quiero decir es que una declaración actualizada no pasa necesariamente por
añadir derechos, en la deriva hacia una ciudadanía óptima (entre otras cosas porque
desde posiciones pluralistas, y esta declaración asume esta perspectiva, no hay manera
de decidir teóricamente el ideal de ciudadanía); pasa por identificar estratégicamente las
necesidades y posibilidades actuales y centrar la mirada en la efectividad. Es sin duda
más fácil aprobar en nuestras sociedades desarrolladas una declaración de derecho a la
ciudad ideal que conseguir que en amplias capas del mundo se hagan efectivos los
derechos humanos más básicos; y es un gran error, si no una máscara cínica, considerar
213
que son dos procesos paralelos, que no tiene nada que ver la ampliación de derechos en
occidente y la pertinaz negación de los derechos elementales en otras partes del mundo.
Por tanto, una declaración de derechos no es indigna por renunciar a la ciudad ideal; lo
es, en cambio, si por no renunciar hace irrealizable la expansión universal de los
mismos.
Pues, en definitiva, no todo el bien tiene que estar registrado en derechos, como
tendemos a presentar en el seno del “estado de bienestar”, que acaba confundiendo los
privilegios que concede el poder con derechos del hombre. Los derechos definen un
espacio de relaciones éticas; pero luego la sociedad contiene también negocios,
políticas, gestión de cosas y sentimientos y emociones, etc.. La vida no queda inscrita en
el marco regulador de los derechos humanos universales, quedando fuera de los mismos
un amplio espectro de relaciones y prácticas, unas reguladas por el derecho positivo de
cada país, otras mantenidas como zonas de libre transacción, y algunas, me temo,
condenadas a ser gestionadas por formas ocultas y seductoras del poder.
En fin, como comentario final, creo que los redactores de la DUDHE han silenciado
absolutamente la otra función de los derechos, la de reproducción de un modelo
particular de sociedad, la sociedad capitalista. Al ignorarlo, su discurso reivindicativo
optimista contribuye a fortalecer la creencia en que los males de este orden social son
accidentales y superables, invitando así a mejorar la sociedad, a reproducir su sistema de
dominación; se cierra así la puerta a un discurso crítico dirigido a mostrar, primero, que
la lucha por los derechos, en el plano de la vida digna, es justa e insuficiente, y se da en
los límites del orden existente, para resistirlo mientras no se cuenta con fuerzas para
subvertirlo; segundo, que la lucha por la sociedad de los derechos, que convierte a los
derechos en medida de la calidad de la ciudadanía, es contradictoria y objetivamente
cómplice de la consagración y reproducción del sistema. Eso es, al menos, lo que creo.
214
“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un
espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de
islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas.
Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su
cara” (José Luis Borges)
245
El trabajo “Ciudadanía e inmigración” fue elaborado originariamente como ponencia en un congreso internacional de
Geografía Humana, y está recogido en las actas (H. Capel (ed.), Actas del III Coloquio internacional de Geo Crítica sobre
“Migración y cambio social” . Barcelona, Dept. Geografía Humana, 2001). El texto sirvió de base de una conferencia en el
Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), y posteriormente se publicó como artículo en la
revista de dicho centro universitario (“Ciudadanía e inmigración”, en Estudios políticos 19 (2002): 9-33). El texto fue recogido en
J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
246
Vid. Brubaker, Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, Nueva York-Londres, University
Press of America, 1989; y Citizenship and Nationhood in France and Germany. Cambridge (Mass.), Harvard U.P, 1992; Frank
Moderne y otros, Ciudadanía y extranjería. Madrid, McGraw, 1998; F. Colom, Razones de identidad. Pluralismo cultural e
integración política. Barcelona, Anthropos, 1998; J. Rubio Carracedo y otros, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos.
Valladolid, Trotta, 2000.
247
Javier Peña, “La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía”. Ponencia en el Seminario Historia y naturaleza de
la ciudadanía hoy. Madrid, UNED, 2-6 Abril, 2001.
248
Ver F. Quesada (Director) Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy. Madrid, UNED Ediciones, 2002.
215
La consecuencia más inmediata de ese olvido de la pertenencia es pensar la
ciudadanía desde su cualidad, como un repertorio de derechos, de los meramente
pasivos a los políticos, cuyo progresivo y ampliado disfrute compone la figura del buen
ciudadano249. En su pleno desarrollo, que se conquista a lo largo de la historia, la
ciudadanía constituiría un ideal de vida política, el rostro del buen ciudadano, que
además de sujeto de derechos es sujeto que participa en la construcción de la ciudad. La
ciudadanía, en este enfoque, es un ideal que representa al individuo propietario de un
cada vez más amplio repertorio de privilegios o derechos que la comunidad política ha
de garantizar a sus miembros.
1.1. (La tesis de Marshall) La idea de la ciudadanía como ideal político, de fuerte
arraigo liberal, debe mucho a las influyentes tesis de T. H. Marshall, difundidas por el
pensamiento neoliberal conservador contemporáneo250. Definen una idea de ciudadanía
como repertorio de derechos que ponen la igualdad formal suficiente entre los
miembros de una comunidad política sin cuestionar la desigualdad real; derechos que
corrigen ciertas perversiones del mercado sin afectar esencia de éste y para reproducir y
garantizar su existencia. Pero la influencia de esta teoría va más allá –o más acá- del
pensamiento conservador y autoritario, y se filtra y contagia el más progresista, con lo
cual gana espacio y, de hecho, hegemonía. Por eso intentaré resituarla para, desde la
crítica a la misma, sugerir perspectivas de construcción de una alternativa.
249
Vid. M. Pérez Ledesma (comp..) Ciudadanía y democracia. Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2000.
250
El Peterhouse Group, la Salisbury Review, el Adam Smith Institute y el Institute for Economic Affairs son algunos de sus
centros.
251
A. Marshall, “The future of working classes”, en A. C. Pigou (ed.), Memorials of Alfred Marshall. Londres, Macmillan,
1925.
216
conocimiento, a la formación y, en consecuencia, que pueden ser incorporados a jugar
papeles sociales y políticos sin riesgos, por tratarse de personas autodisciplinadas y con
creciente cultura.
Por tanto, la conclusión que podemos sacar es que la defensa por A. H. Marshall del
derecho a la educación sea hace en una lúcida reflexión de las necesidades del
capitalismo y de la sociedad británica en la era victoriano. La expansión de la
ciudadanía, pensada como acceso de las clases trabajadoras educadas, formadas,
autodisciplinazas, en fin, “civilizadas”, está pensada desde las necesidades y
posibilidades del orden político y económico: el orden capitalista (y las desigualdades
que le son intrínsecas) podía perfectamente subsistir en un sistema liberal democrático
que asumiera el principio de igualdad de derechos; y la austera y disciplinada cultura
vitoriana no se vería amenazada por el demos grosero y anárquico, imagen tópica de la
democracia hasta entonces, sino fortalecida por la incorporación a la forma de vida
burguesa de las capas de trabajadores más formados, que para A. H. Marshall eran los
artesanos y la incipiente “aristocracia obrera”, en términos marxistas. En cualquier caso,
252
Ibid., 102.
217
la igualdad que aportarían los nuevos derechos, la ciudadanía, la inclusión plena en la
comunidad, tendría la virtud de legitimar ésta, haciéndola más justa y potente, al tiempo
que justificaría el otro tipo de desigualdades, intrínseco al capitalismo, como las de
clase, que serían desactivada.
1.2. (La tesis de Bottomore) Algunas de estas críticas las ha abordado Tom
Bottomore en su ensayo Ciudadanía y clase social, cuarenta años después260; comentaré
brevemente las que se refieren al escenario de representación. Para Bottomore “la
ciudadanía plantea un conjunto de interrogantes que deberíamos examinar en un marco
mucho más amplio, hasta el punto de que lo más adecuado sería hacerlo a escala
mundial”261. Y, en esta perspectiva, que me parece la correcta, la ciudadanía aparece en
el presente por primera vez como problema o, al menos, como problema con
características peculiares. Para Bottomore la nueva problemática es fruto de la guerra,
en rigor, de las condiciones socioeconómicas de la postguerra, con el desplazamiento de
millones de trabajadores de sus países de origen y con el endurecimiento de las
exigencias para acceder a la ciudadanía formal262en sus países de destino; el efecto
inmediato se concreta en la aparición de muchos y numerosos núcleos residentes
extranjeros legales, nuevos súbditos sin ciudadanía (en cuanto sometidos a la ley del
país y con derechos pasivos y limitados), lo que los alemanes llamaban “trabajadores
invitados”, fruto de la internacionalización del empleo y de la producción. Esta
situación fáctica tiene como consecuencia política el surgimiento de problemas a la hora
de distinguir y fijar las condiciones y rasgos de dos figuras civiles, próximas pero
inconfundibles: la “residencia”, que es una primera e incompleta forma de pertenencia,
y por tanto una ciudadanía mínima o limitada, y la “ciudadanía” en sentido estricto,
como ciudadanía plena o absoluta, estatus de goce de la igualdad máxima de derechos.
259
Ibid., 23.
260
T. Bottomore, “Ciudadanía y clase social, cuarenta años después”, en T.H. Marshall y Tom Bottomore, Op. Cit, 83-137.
261
Ibid., 100.
262
La distinción “ciudadanía formal”, o pertenencia a un estado-nación, y “ciudadanía sustantiva”, o conjunto de derechos
civiles, políticos y sociales que garantizan la participación en los asuntos de gobierno, es de W. Rogers Brubacker.
220
La distinción, nos recuerda Bottomore, da entrada a la sospecha de que tal vez “el
Estado-nación no sea el único o principal espacio donde localizar esta última en el
sentido sustantivo”263.
263
Ibid., 109.
264
Ibid., 111.
221
a preocuparse más de sobrevivir que a vivir con dignidad; y que, en consecuencia se
preocupen más del estatus que les garantice la residencia, el trabajo y algunos derechos
sociales pasivos que luchar por la igualdad de derechos; y que incluso lleguen a
renunciar a su lucha por éstos a cambio de garantizar aquéllos. Pero la tarea del
pensamiento no es legitimar lo dado, y mucho menos sacralizar la positividad; por tanto,
considero que sigue siendo pertinente la defensa de un nuevo escenario de debate sobre,
y de lucha por, la igual ciudadanía; y ese escenario requiere romper con el supuesto
implícito del estado-nación para instaurarse como ámbito universal.
Hoy hay pocos problemas sociales –tanto políticos y económicos como morales y
culturales- tan apremiantes, inaplazables y determinantes como el de los fuertes flujos
migratorios desencadenados en la última década y que no parecen tener fin. Y entre el
repertorio de problemas que ese ya inevitable mundo globalizado plantea a la idea de
justicia, el más determinante y urgente es el de repensar la ciudadanía como elemento
de ésta. En nuestros tiempos, la ciudadanía ya no puede ser pensada descriptivamente
265
Vid., S. García y S. Lukes (comps.), Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI, 1999.
222
como un estatus o condición de pertenencia a una comunidad que da derechos y, entre
ellos, a un trato justo en su seno; es decir, no puede ser pensada como una
determinación exterior de la justicia, tal que divida el ámbito de lo justo en dos regiones
con cánones diferentes, de modo que algo pueda ser injusto en el dominio de los
ciudadanos y justo (aunque moralmente se rechace) en el de los meros súbditos
excluidos. Hay en cambio buenos argumentos para pensar la ciudadanía como un
contenido más de justicia, como un bien objeto de distribución justa.
Pero no basta con este desplazamiento del escenario de reflexión, desde el ideal
político a la justicia, desde la ciudadanía como una condición a la ciudadanía como un
derecho. Al mismo tiempo hay que situar la justicia en un escenario mundial, es decir,
asumir la perspectiva de lo que suele llamarse “justicia internacional”267. Ya no
podemos encerrar la justicia en la regulación de la distribución interna a cada estado,
como si los bienes a distribuir nada tuvieran que ver con lo que pasa más allá de las
fronteras; como si las riquezas se quedaran allí donde son producidas. Hoy más que
266
Sobre este tema ver J. Rawls, “Justice as Fairness: Political not Metaphysical”, en Philosophy and Public Affairs, 14 /3
(verano 1985); B. Barry, La justicia como imparcialidad. Barcelona, Paidós, 1997, 171-260; Ch. Taylor, Philosophy and the
Human Sciences. Cambridge U.P., 1955; y M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge U.P., 1982. Un tratamiento
sintético del problema se encuentra en Ch. Mouffe, El retorno de lo político. Barcelona, Piados, 1999, Caps. 4-6.
267
Brian Barry, Teorías de la justicia. Barcelona, Gedisa, 1995, 197-220.
223
nunca la justicia requiere el mundo como su universo adecuado de aplicación. Es una
contradicción afirmar la mundialización de la economía como un dato al tiempo que
secuestramos la justicia, y en especial la que refiere a la distrfribución de las riquezas y
bienes, en las fronteras políticas de los estados.
Estos dos criterios de justicia (su prioridad sobre el bien y la dimensión mundial de
su universo) nos ayudan a conceptualizar la ciudadanía como contenido de la misma: la
ciudadanía, por un lado, tiene prioridad respecto a cualquier bien (nuestra economía,
nuestra cultura o nuestros dioses); más aún, es inconmensurable con cualquier bien; por
otro, no se aplica sólo en el interior de un estado –distribuyendo allí derechos y
privilegios- sino en un marco que transciende las fronteras. Estas son las dos
condiciones teóricas de un nuevo discurso sobre la ciudadanía, si no queremos quedar
prendidos en la red marshalliana, en la trama discursiva liberal nacional. Aunque, en
rigor, ambas condiciones son necesarias pero no suficientes.
Walzer concede que el mundo es, y debe ser hoy, el horizonte distributivo, el
referente de reflexión de una justicia distributiva; considera ceguera o mala fe hacer
abstracción de la mundialización del intercambio –y la justicia trata de regular la
distribución. Por otra parte, entiende que la ciudadanía es un bien y que, como tal, debe
distribuirse de acuerdo con criterios de justicia; más aún, Walzer considera la
ciudadanía un bien básico, lo cual exige su distribución igualitaria. Ambos
presupuestos, un escenario de la justicia mundializado y una idea de la ciudadanía como
bien, deberían conducir a la defensa de una ciudadanía universal, es decir, de un reparto
igualitario del bien de la ciudadanía, como cualquier otro bien del mundo.
Pero, sea por la carga ideológica liberal, que empuja a sustituir la igualdad por el
mérito como criterio de justicia, sea por su militancia filosófica comunitarista, que le
lleva a negar cualquier criterio racional universal, Walzer aceptará que la distribución
justa quede afectada por determinaciones extrínsecas y exteriores a la justicia, al tomar
como referente axiológico la comunidad política. Así, el escenario deja de ser un mundo
poblado de individuos abstracto (verdadero punto de vista mundial) para ser un mundo
dividido en comunidades políticas que, a su vez, están constituidas por individuos entre
268
M. Walzer, Esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México, FCE, 1983, 41 ss.
224
los que existen poderosos vínculos de identidad etnoculturales e históricos. La
ciudadanía queda como un bien a distribuir mundialmente entre los individuos, pero por
la mediación de la comunidad política, que gestiona su contenido, sus usos y sus límites.
Bien mirado, lo que está en el fondo del debate es el estatus de moralidad que se
reconoce a la pertenencia o nacionalidad. Es una cuestión fáctica incuestionable que los
individuos viven en el mundo adscritos a comunidades, con una nacionalidad; pero es
una cuestión moral el significado a otorgar a dicha adscripción o pertenencia, ponerla o
no como fuente de derechos. Todo, pues, se juega en el escenario de representación
elegido, que apenas logra esconder la opción de valor, la voluntad (de poder) a la que
sirve. Walzer reconoce que hay otros escenarios de representación posible, como los por
él denominados “liberalismo global” y “socialismo global”, dos figuras del
universalismo, que hacen abstracción de las determinaciones étnicas e históricas y sitúan
269
Ibid., 41.
225
la reflexión sobre la justicia en un mundo sin pertenencias o adscripciones: “Podríamos
optar –nos dice- por un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas,
donde nadie fuera miembro o donde cada uno perteneciera a un único Estado global.
Ambas son formas de la igualdad simple respecto a la pertenencia. Si todos los seres
humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en
el desierto o en algún lugar junto al camino, entonces no habría pertenencia alguna para
ser distribuida. La política de admisiones no sería tema alguno. Dónde, cómo y con
quién viviríamos, dependerían primero de nuestros deseos individuales y más tarde de
nuestras relaciones personales y de nuestros negocios. La justicia no sería otra cosa que
no-coerción, buena fe y buen samaritanismo –una cuestión íntegramente de principios
externos. Si por contraste todos los seres humanos fueran miembros de un estado global,
la pertenencia ya habría sido distribuida, a saber, de forma igualitaria, y no habría más
que hacer. La primera de estas circunstancias implica una especie de liberalismo global;
la segunda, una especie de socialismo global. Ambas son condiciones bajo las cuales la
distribución de la pertenencia nunca se daría. O no habría un estatus así para ser
distribuido, o bien éste simplemente llegaría (a cada cual) con el nacimiento” 270. Pero no
le falta tiempo para predecir que “ninguna de tales circunstancias es factible en un
futuro previsible”, y para argumentar que “mientras los miembros y los extraños sean
dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la
admisión, y entonces hombres y mujeres serán aceptados o rechazados” 271. Parece
olvidar que está hablando de la justicia, es decir, que ha situado su discurso en el nivel
de la razón práctica, que lejos de describir o someterse a los hechos, a las situaciones
reales, tiene el objetivo de afirmar o negar su legitimidad. La obvia necesidad de
reconocer un estado de cosas, e incluso de operar y gestionar un estado de cosas, no
afecta lo más mínimo a la moralidad de dicho estado y de dicha gestión.
270
Ibid., 46-47.
271
Ibid., 47.
272
Ibid., 41.
273
Ibid., 41.
226
que se trata de un bien al que han de subordinarse los derechos y los criterios de justicia,
y no a la inversa.
276
Abundantes argumentos a favor se encuentran en la antología de G. González, Ciudadanía universal: textos básicos.
Barcelona, Bellaterra, 1999.
228
a quién asignaremos bienes y servicios”277. Nada que objetar, estoy de acuerdo en que
así funcionan los estados; me complace que no oculte el lado oscuro de un mundo
dividido en comunidades étnicas o políticas, que describa la pertenencia como algo
concreto, explicitando que además de pertenecer a un país se pertenece a uno pobre o
rico, desarrollado o atrasado; y admiro su realismo al reconocer que la pertenencia, al
mismo tiempo que pone en marcha fuerzas unificadoras, consagra la desigualdad y
genera desequilibrios y conflictos, al verse los países prósperos y libres asediados por
los pobres como las universidades de elite.
277
Ibid., 44.
278
Ibid., 45.
229
políticas que tienen una diferencia esencial: la de natalidad sólo actúa –de momento y
salvo casos excepcionales- sobre la cantidad; la migratoria, sobre la cualidad y la
cantidad. Una buena política de admisión, destinada, claro está, a salvar los derechos de
los socios o la identidad cultural, según convenga, apoyada en tres factores
coadyuvantes: el mercado y el destino histórico del país anfitrión, y el carácter de los
diversos grupos demandantes. Ya se sabe, hay intereses y afinidades.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con la justicia?. El presupuesto del derecho del autor a
su obra, al que enseguida me referiré, está lejos de ser un principio de justicia
universalmente aceptado; que la producción otorgue derechos de propiedad, es más que
discutible en tanto no pueda legitimarse la apropiación primitiva de los medios de
producción. Por un lado, porque tal perspectiva subordina los derechos y la justicia a
referentes externos, en particular, al mercado. Por otro, porque presupone precisamente
lo que está en cuestión: da por resuelto el problema de la pertenencia. Y de la misma
manera que, en el plano estatal, es difícil no reconocer al trabajador en paro algún
derecho a participar en la distribución, aunque contra su voluntad no participe en ella,
de forma análoga puede ignorarse a quienes, por razones contingentes y no imputables a
ellos mismos, están fuera de esas fábricas del bienestar que son nuestras democracias
occidentales. El estado y sus fronteras es un conjunto tan artificial como una fábrica y
su nómina; puede haber para ellas razones de eficacia, pero no de justicia; razones
prudenciales, pero no morales.
3. El horizonte de la pertenencia.
279
Ver Joan Bestard y Jesús Contreras, Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos. Barcelona, Barcanova, 1987.
230
pertenencia. Tanto en el mundo antiguo como en el moderno será la pertenencia la que
determine el título de ciudadanía: ser ciudadano y pertenecer a una comunicad política
se tienen de forma laxa por equivalentes. El reconocimiento como miembro de la
comunidad se pone como fundamento de derecho, como legitimación política y como
límite del espacio de intervención de la justicia.
Esto ha sido siempre así. Es un error leer en los textos Aristóteles una ciudadanía
fundada en la participación. La participación de facto, lejos de fundar la ciudadanía, la
expresaba: sólo podían de facto participar quienes de jure eran reconocidos como
ciudadanos. En realidad Aristóteles ponía la participación como rasgo del ciudadano
para restringir la pertenencia: no pertenecen a la polis quienes no pueden participar en
la vida política, sea porque no pertenecen a la unidad étnico-cultural (metecos), sea
porque no gozan de las condiciones materiales para ello (jornaleros, mujeres). Estos
grupos no son ciudadanos porque no pertenecen a la polis; a los metecos se les concede
la residencia porque pertenecen a la ciudad como unidad productiva y se le conceden los
derechos necesarios para esa función; y a jornaleros y mujeres se les concede la
pertenencia a la ciudad como asociación de tribus para la defensa y reproducción,
compartiendo el mismo êthos; pero ninguno de ellos es necesario para la ciudad como
organización de la vida política, para la polis en sentido funcional.
280
Ver D. Zolo, "La ciudadanía en una era poscomunista" en La Política, nº 3 (1997).
231
3.2. (Ciudadanía y estado moderno) Con la institución del estado moderno los
criterios de pertenencia acabarán cambiando sustancialmente, efecto tanto de la idea
misma que subyace a su instauración como a las circunstancias en que nace y se
desarrolla. El estado moderno, es bien sabido, surge en un espacio social de
fragmentación: fragmentación cultural (lenguas nacionales), religiosa (Reforma),
política (poder feudal). La idea que lo funda es la de instaurar una unidad de los
diferentes, ajena sin duda a la homogeneidad propia de la comunidad antigua, pero
también a la ausencia de diferencias etnoculturales fuertes, tras los efectos
homogeneizadores de la cultura romana y del cristianismo. El último obstáculo a
superar sería, precisamente, la diferencia religiosa (una diferencia menor, por darse en
la identidad del cristianismo). El estado se instaura eficazmente en la medida en que
reenvía a lo privado, a la particularidad, los factores etnoculturales y religiosos,
presentándose como espacio público universal, neutral en cuanto a determinaciones
étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, etc. Por tanto, todas aquellas cualidades que
antes habían servido para fundar la pertenencia, ahora son neutralizadas políticamente
en la idea del estado. La pertenencia a la comunidad política, en consecuencia, deja de
definirse por cualidades objetivas etnoculturales para hacerse por decisiones subjetivas,
la libre aceptación del pacto social.
El discurso político que inaugura el estado moderno presenta a éste como resultado
de un pacto entre sus miembros. Es decir, supone en el origen un mundo poblado de
individuos, sin presencia de determinaciones políticas y sin eficacia de determinaciones
etnoculturales; en ese escenario grupos de individuos, haciendo abstracción de sus
determinaciones e identidades prepolíticas, deciden ligarse mediante un pacto social,
que instaura al mismo tiempo un espacio social, económico y cultural y un orden
político. En dicho contrato, como ponen de relieve las formulaciones más canónicas del
mismo, de Hobbes a Rousseau, nadie es automáticamente excluido, ni en el presente ni
en el futuro. En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social,
pertenecen al estado quienes suscriben el mismo, es decir, quienes deciden jugar con las
reglas de juego que en el mismo se instauran. En la medida en que el pacto queda
siempre imaginariamente abierto, al mismo pueden sumarse cuantos opten por aceptar
el juego político. En rigor, desde el “individualismo” liberal, desde esa idea del hombre
desencarnada, descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, es
imposible negar con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos
aspiren a ello. Sólo sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso,
algunas exigencias protocolarias orientadas al orden y estabilidad del proceso, es decir,
a evitar disfunciones contrarias al sentido del pacto.
Este discurso liberal fue ampliamente respetado, en esencia, durante siglos; en sus
figuras más marginales, como la libre elección de residencia, la ciudadanía sería
ampliamente respetada . El discurso liberal se mantuvo bastante coherente mientras la
clase burguesa necesitaba mano de obra de otros lugares y países; las necesidades del
capitalismo ayudaban la coherencias con el discurso universalista. El lastre residual de
las antiguas formas de identificación y exclusión era soportable. No obstante, pesaba en
232
contra la conciencia o el instinto de clase, que empujaba a pensar el estado como un
espacio económico natural, al modelo de una fábrica, donde los bienes producidos se
repartieran entre los productores y de forma desigual entre ellos.
El gran reto que asume Locke es el de fundamentar la propiedad –es decir, mostrar
su justicia- sin considerarla natural. No puede considerarla natural por diversos tipos de
razones. Por un lado, por respeto al texto bíblico (David, Salmos, CXV, 16), donde se
dice que Dios ha dado la tierra a los hombres. Por tanto, se la ha dado en común. No les
ordenó ni les prohibió repartírsela; sólo se afirma que, en el origen, todos tenían derecho
a ella. Por otro lado, la razón exige pensar un origen sin propiedad, es decir, un tiempo
de ausencia, de inexistencia, y una aparición justificada.
El derecho del autor a su obra remite, en definitiva, a la idea del hombre como ser
propietario: propietario de sí mismo, de su cuerpo y de su alma, y de cuanto haga, cree
u obtenga con ellos. Se trata de la figura del hombre que Macpherson ha llamado
“individualismo posesivo”282. Un ser propietario de su persona: "Aunque la tierra y las
criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, cada uno tiene propiedad sobre
su persona"; o "Todos los hombres tienen la propiedad de su persona. Nadie, fuera de él,
tiene derecho alguno sobre ella". Propietario por tanto de sus acciones y, en
consecuencia, de los productos de sus acciones: "El esfuerzo de su cuerpo y el trabajo
de sus manos, podemos decirlo, son su propiedad, y cualquier cosa que él saque del
282 ?
C.B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1979.
235
estado en que la dejó la Naturaleza, ya mezclada con su esfuerzo, tiene algo de él y por
ello se convierte en su propiedad". Insiste incansable en la idea, que sabe persuasiva:
"Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son propiedad
suya"283.
En este contexto plantea la gran alternativa; uno de los dos grandes principios
naturales ha de ser violado. O bien se acepta, contra el mandato divino y los criterios de
la razón, que la tierra pueda ser repartida y apropiada privadamente, tal que los frutos de
la misma sean para quien la trabaja con su cuerpo y su alma; o bien se acepta, con lo
que se vulnera el sagrado principio del derecho del autor a su obra, un usufructo
colectivo de la misma, la ilegitimidad por tanto de la propiedad privada.
Locke, como es bien sabido, intenta resolver esta paradoja de forma hábil e
imaginativa: al tiempo que se inclina por salvar el principio del derecho de autor,
establece unas “cláusulas de la apropiación justa” que tratan de salvar la adecuación al
espíritu, ya que no a la letra, del principio de uso común de la naturaleza. De las tres
cláusulas o límites nos interesa sólo uno: "Esta apropiación es válida –nos dice- cuando
existe la cosa en cantidad suficiente y quede de igual calidad en común para los
otros"284. Puesto que cada hombre tiene derecho a sobrevivir, nadie puede justificar
moralmente la apropiación de una propiedad común para sobrevivir uno mismo y que
implique la vida de los otros.
283
J. Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Secc. 27.
284
Ibid., Secc. 27.
285
Ibid., Secc. 36.
236
Un liberal consecuente de nuestros tiempos ya no podría ser optimista respecto a la
infinitud de la tierra como medio de producción; pero recurriría a un discurso más
abstracto y consistente, aplicando la regla a los "medios de producción", e incluso a los
“medios de subsistencia”. Pues es en este argumento en el que se basa la defensa del
estado de bienestar, cuando las prestaciones sociales se piensan como derechos de los
individuos y no como caridad. Por tanto, la cláusula lockeana de la apropiación justa,
debidamente actualizada, debería decir algo así: la apropiación privada, individual o
estatal, es justa cuando dejan a los demás bienes de producción suficientes en cantidad
y de similar cualidad. Locke pensaba en el ideal de una sociedad de pequeños y
honrados propietarios trabajadores; el modelo correspondiente a nuestro tiempo sería
una sociedad muy igualitaria en la repartición del trabajo y la pertenencia. En todo caso,
lo que queda deslegitimado en el propio discurso liberal constituyente es una
apropiación particular de los bienes que condene a los otros a la miseria. La espontánea
creencia en la legitimidad del estado para distribuir sus bienes entre sus miembros, no
tiene respaldo racional, ni tampoco moral286.
288
H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona, Gedisa, 1990, 76.
238
289
Este trabajo procede de una ponencia, con el mismo título de “Defensa de una ciudadanía mínima universal” leída en el
marco del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, en el Simposio sobre Ciudadanía e inmigración (Universidad
de Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002). El texto fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín,
Ed. Fundación Ciudad Don Bosco, 2003.
239
Apresurémonos a decir que esta distinción, que puede implicar de facto una
diferenciación entre ciudadanos, no responde en mi caso a un ideal antiigüalitarista, ni a
razones de estrategias posibilistas; responde a la idea de que en el mundo actual dicha
distinción supone una profundización en la libertad de los individuos al poder elegir
entre la ciudadanía plena y la ciudadanía mínima. La ciudadanía plena, a mi entender,
como forma de vida, además de contener derechos implica o exige a los individuos el
compromiso de una mayor identidad ética y cultural; la misma tiene sentido en el
escenario del estado-nación, en el que surgió como su alma. La ciudadanía mínima, en
cambio, refiere exclusivamente a un derecho ajustado al mundo globalizado, que
posibilita al ser humano, por ejemplo, trabajar en cualquier estado, de forma temporal o
estable, al tiempo que mantiene su adscripción vital a otra comunidad, conservando los
derechos propios de la ciudadanía plena en un estado distinto (normalmente el de
nacimiento o identidad étnica)290. Creo que la ciudadanía mínima deriva del derecho a
elegir ciudadanía, tema sobre el que volveremos reiteradamente; pero también puede
argumentarse, tarea que aquí me propongo, desde el contexto propio del actual
capitalismo global.
292
Lo hemos hecho en “Ciudadanía e inmigración”, en H. Capel (ed.), Actas del III Coloquio internacional de Geo Crítica
sobre “Migración y cambio social”. Barcelona, Departamento de Geografía Humana, 2001 (Recientemente en Estudios Políticos
19 (2002): 9-23.
241
reflexión y acción como algo cerrado y bien delimitado; hoy la cuestión urgente es
recuperar el tema de los límites de los estados, de la legitimidad de la apropiación
particular-nacional de los recursos, en definitiva, de la arbitrariedad de las fronteras.
Podría decirse que los dos problemas están relacionados y pueden jugarse en la
misma batalla. Tal vez, pero no estoy seguro de que se ganen o pierdan juntos y al
mismo tiempo. En todo caso creo que, al menos hoy, dada la confusión existente, el
problema importante es el de la pertenencia, y la separación de los escenarios no sólo
facilita el análisis sino que implica clarificación ideológica y demarcación de los
compromisos políticos. Sólo con una nueva topografía podremos liberarnos del contagio
y la presión de una línea de reflexión que, pensada desde dentro del estado nacional,
continúa contaminando el discurso actual sobre la ciudadanía, incluso a quienes
subjetivamente adoptan dentro del mismo una opción universalista.
Ahora bien, estas sospechas o discrepancias son irrelevantes para el objetivo que aquí
me ocupa; afectan solo a la verdad o consistencia de las interpretaciones históricas. Si a
pesar de todo traigo a colación este debate es para mostrar que el planteamiento, el
hecho de compartir el mismo escenario, al forzar una comparación entre los interiores
295
Se instaura con la Constitutio Antoniniana, de 212 d.C..
296
Cf. G. Crifò, Civis. La cittadinanza tra antico e moderno. Bari, Laterza, 2000.
297
Cicerón, Sobre la República, I, 25,39.
298
Th. Hobbes, Leviatán, II, xvii.
299
J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, VII, $ 87.
300
J-J. Rousseau, Del contrato social, I, vi.
243
de los dos modelos presuntamente clausurados por un vínculo jurídico, contribuye a
ocultar el problema de la institución o del origen. Si, en cambio, pusiéramos la mirada
en el momento cero de ambos, en el momento constituyente, en lugar de las semejanzas
destacarían las diferencias, centradas en el hecho incuestionable de que el orden
imperial romano no es pensado, ni legitimado, como fruto de un contrato; y, por tanto,
la pertenencia en el orden imperial romano, el derecho a quedar fuera o dentro de la
ciudad, incluso el derecho abierto a salir o entrar, tiene en cada caso un trato muy
diferente, me atrevo a decir esencialmente contradictorio.
Estas reflexiones sólo pretenden ilustrar que la carencia principal del debate sobre la
ciudadanía es el olvido de la pertenencia; insistir en que la misma se decide en el estado
moderno mediante un vínculo jurídico en lugar de determinaciones prepolíticas, no dice
nada sobre el verdadero problema, y contribuye a ocultar la existencia o no de
exclusiones en el origen y la legitimidad de las mismas. El cambio de la determinación
del estatus de ciudadano será sin duda relevante para la evolución del estatuto de
ciudadanía; pero silencia y enmascara el problema del “derecho a la ciudadanía”.
Cuando Jean Bodin, uno de los primeros teóricos del estado moderno, afirma con
naturalidad que el ciudadano es "el súbdito franco dependiente de la soberanía de otro"
y considera un gran error "definir al ciudadano como quien tiene acceso a las
magistraturas y voz y voto en las asambleas del pueblo" 301, está advirtiéndonos que lo
importante es estar adentro, aunque sea como ciudadano-súbdito. Para el jurisconsulto
francés, el ciudadano es "el súbdito libre que depende de la soberanía de otro", y
considera que "error sumo es aceptar que sólo es ciudadano el que tiene acceso a las
magistraturas y voz deliberante en las asambleas del pueblo"302, de acuerdo con la
definición aristotélica.
301
J. Bodin, Los seis libros de la República, I, 6: "Le franc subject tenant de la souveraineté d'autrui". Cito por la traducción de
P. Bravo Gala en Tecnos, Madrid, 1985.
302
Ibid., I, 6, 123.
244
Creo que hay un acuerdo general en atribuir a los seres humanos el derecho a la
ciudadanía en tanto el sentido del mismo sea el de “derecho a una patria”; por eso los
estados democráticos y humanitarios, para expulsar a un ilegal, han de encontrar
previamente otro estado que los acoja. En cambio, no existe ese acuerdo en cuanto el
derecho de la ciudadanía se entienda como “derecho de cada uno a elegir su patria”, a
decidir la comunidad política en la que quiere realizar su vida. Se considera la
ciudadanía un bien, por tanto objeto de apropiación, y en buena lógica se reconoce a
todo el mundo el derecho abstracto y no vinculante a poseerlo, como la vivienda o el
automóvil; aunque obviamente cada uno el suyo y si lo compra en el mercado. Y como
ese mercado lo controlan los estados, en rigor se niega al hombre-no-nacional el
derecho a la ciudadanía, aunque para mitigar el olor a inmoralidad se dejan abiertas las
puertas con derecho reservado de admisión. Se niega, por tanto, la ciudadanía como un
derecho del hombre y, en cambio, se aprueba la misma como un bien particular,
nacional, que el estado gestiona como mercancía y, a veces, concede como
beneficencia. A fin de cuentas se piensa la ciudadanía como un bien y una propiedad, no
como un derecho universal del hombre303.
El profesor Francisco Laporta nos describe con énfasis este escenario, tratando de los
problemas ético-políticos planteados al mundo occidental por la emigración, que nos
exigen respuestas urgentes: “Para empezar hay dos respuestas que pocos parecen
animados a dar: la primera es la de abrir de par en par las fronteras de nuestros países
para que inmigre todo aquel que lo desee sin obstáculo ni limitación alguna; la segunda
es atrancar esas puertas por dentro para que no entre nadie, cualquiera que sea su
situación”304. La tercera vía, la que postula Laporta, tal vez necesaria en política pero
que siempre ha de ser sospechosa para la filosofía, incorpora una idea del derecho de
303
No es necesario aclarar que hay una forma cínica de afirmar la vigencia y respeto del “derecho universal a la ciudadanía”,
como ocurre al afirmar que ya de facto –y añadiríamos, lo quiera o no lo quiera- todo hombre tiene una ciudadanía. Lo cual es
cierto, la tiene; pero no como un derecho, sino como una determinación sociopolítica, como una condición o marca; y eso no es un
derecho.
304
F. J. Laporta, “Inmigración y respeto”, en Claves de la Razón Práctica, 114 (Julio/Agosto 2001): 64-68, 64.
245
ciudadanía compleja, matizada y siempre revisable, procurando la armonía universal,
que siempre es más fácil de conseguir por la sumisión de los débiles. Yo creo que esa
tercera vía la expresaba bien, hace unas semanas, un dirigente político catalán cuando,
interpelado sobre el tema, contestaba con inolvidable cara de mala conciencia: “Si
llaman a mi puerta (los emigrantes) la abro; pero haré lo posible para que no llamen”.
Que, traducido a nuestro juego de lenguaje, viene a ser: no les considero con derecho,
pero sí objetos de mi benevolencia y bonhomía. Tal vez esta respuesta sea una exigencia
de la ética de responsabilidad, en que buscan refugio weberiano los políticos; por suerte
en filosofía aún podemos fingir que en nuestro universo moral está aún activa la ética de
la convicción, o sea, que aún podemos plantearnos el problema de la inmigración en
términos de derechos, donde no caben matices ni escalas, donde la escasez o la
razonabilidad no tienen legitimidad alguna.
305
J. M. Rosales, Op. Cit., 164.
306
Ibid., 164.
246
días, es precisamente esta idea de que la universalidad sea intrínseca a los derechos, tan
propia del discurso liberal, la que está abierta y radicalmente cuestionada, al menos
respecto a “algunos” derechos. La conciencia de nuestro tiempo es menos sensible a la
inmoralidad intrínseca del particularismo. Sin pudor se reivindica la diferencia y la
asimetría, los derechos nacionales, comunitarios y contextuales, y el óptimo paretiano
configuran un mundo de derechos de minorías, donde cada grupo tenga su específico
repertorio de derechos-privilegios. Sea con indiferencia, sea con complicidad, con
frecuencia presenciamos discursos que bajo la cobertura legitimadora de la defensa de
discriminaciones positivas presuntamente justas oculta una metodología peligrosa al
habituar a la conciencia y al pensamiento a aceptar como natural la particularidad, el
trato distinto a los diferentes, las distinciones meritocráticas de hábitos y conductas
virtuosas, etc..
Acabaré este apartado con un par de reflexiones sobre la idea del carácter abierto del
estatuto de ciudadanía. En el contexto en que se formula parece referirse
248
fundamentalmente al estatuto y, mediatamente, al estatus, en tanto que el carácter
abierto posibilita e implica cambios en el universo de asociados; pero no veo que así
planteado afecte al derecho a la ciudadanía. Y sería difícil sostener, por un lado, ese
derecho universal y, por otro, un estatuto abierto a negociaciones según contingencias
históricas. Es éticamente impensable la escena de individuos con derecho a la
ciudadanía haciendo colas esperando los papeles de la benevolencia o la negociación.
Creo, no obstante, que es una bella idea la de una ciudadanía intrínsecamente abierta,
en su contenido y en su universo, como estatuto y también como derecho (aunque
parezca una hipótesis demencial) ajustándose a los cambios estructurales del mundo. Y
ello exige, de inmediato, fijar bien su sentido, evitar confusiones y ambigüedades. Por
ejemplo, no se trata sólo de una exigencia hecha desde la sociología y la economía. Es
obvio que, a lo largo del tiempo, el estatuto de ciudadanía ha ido cambiando al ritmo de
los cambios en el orden político, que la ciudadanía en cada momento expresa y
condensa las relaciones y el destino del orden político. Y es igualmente palmario que el
acceso a la ciudadanía ha estado y está fuertemente determinado por la evolución del
mercado, y en especial del mercado de trabajo. Pero esa apertura dependiente de las
condiciones históricas, esencial para la política en tanto gestión, carece de interés desde
el punto de vista normativo en el que nos situamos. Estamos hablando de derechos, no
de mercancías; y lo que afirmo, aunque suene a paradoja, es que los derechos y la
justicia, que al fin son prescripciones de la razón (sin entrar en la problemática de ésta),
también se ajustan a los tiempos. Quiero decir que el derecho a la ciudadanía universal,
al igual que el estatuto de ciudadanía, está afectado de determinaciones históricas, como
enseguida mostraré; es un derecho que en el discurso liberal aparece en el tiempo, en
determinadas condiciones. Y, por tanto, para cumplir ese requisito de ajuste contextual,
para que sea legítima la reformulación de la ciudadanía, conviene precisamente
otorgarle una naturaleza abierta.
Además de este argumento de “autoridad” (de buena autoridad), también hay a favor
de la tesis un argumento racional, fundado en la coherencia exigible al discurso. Para el
liberalismo la única base de legitimación es la decisión libre del individuo; por eso, para
308
En todos los textos claves el escenario del pacto describe a los hombres en general en situación de estado de naturaleza.
Puede apreciarse en Hobbes (Leviatán, I, xiv y xv); Locke (Segundo tratado sobre el gobierno civil, $$ 77-122); o Rousseau (Del
contrato social, I, vi)
250
legitimar el contrato, los pensadores liberales han de imaginarlo obra de decisiones
individuales libres y concertadas. No puede excluir a nadie, pues no hay ni puede haber
ningún principio o criterio de exclusión considerado legítimo antes del contrato, antes
de la decisión colectiva; no hay ni puede haber ningún referente transcendente y ningún
principio trascendental al que someter la voluntad del individuo; no se acepta ninguna
instancia objetiva exterior desde donde poner el límite a su inmanencia. Sólo después
del pacto, y como efecto suyo, aparece un adentro y un afuera; sólo después aparece la
escisión ciudadano/extranjero. Por tanto, en el punto cero, en el momento
constitucional, el contrato social pensado por el liberalismo tenía que estar abierto a
todos. Que la historia nos muestre que las comunidades políticas incluyen desde su
origen la selección y la exclusión simplemente revela que las mismas nos se
constituyeron mediante un pacto; la doctrina contractualista, ya se sabe, no es
descriptiva, sino normativa o legitimadora; sirve para definir un modelo de comunidad
razonable, con el que juzgar las existentes, al que tender en nuestra práctica.
Por tanto, y como la figura del contrato no tiene pretensiones descriptivas sino
legitimadoras, tampoco puede poner límites temporales, no puede excluir a los que no
se incorporaron en el origen, como si hubiera un momento histórico de la firma en la
verde pradera, quedando excluidos los que no pasaban por allí en tan sublime momento.
En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social, pertenecen a un
estado quienes suscriben el pacto que lo constituye, es decir, quienes en cualquier
momento deciden jugar con las reglas de juego que en el mismo se instauran. En la
medida en que el pacto queda siempre imaginariamente abierto, pueden entrar cuantos
opten por aceptar el juego político y salir cuantos prefieran buscar otro lugar del pacto.
En rigor, desde el “individualismo” liberal, desde esa idea del hombre desencarnada,
descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, parece imposible negar
con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos aspiren a ella. Sólo
sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso, algunas exigencias
protocolarias orientadas al orden y estabilidad del mismo, es decir, a evitar disfunciones
contrarias al sentido del pacto309.
4.2. (La patria, instancia de exclusión). La paradoja del contrato liberal es que, si
bien en el origen no puede ejercer la exclusión y, por ser instancia legitimadora y
valorativa, y no descriptiva, ha de repetirse sin solución de continuidad a lo largo del
tiempo, no es menos cierto que su resultado, la instauración de un estado ideal, de una
identidad político-jurídica idealizada (pues la sociedad real obviamente no es una
creación del contrato), es una clausura que implica una exclusión, crea un adentro y un
afuera, un nosotros y un ellos, lo mismo y lo otro. Es decir, la identidad jurídica, aunque
309
Podríamos añadir otro frente de argumentación, poniendo en relación el derecho a la ciudadanía con derechos tan sagrados
para el liberalismo como la libertad y la igualdad. Restringir al individuo la elección de la comunidad política a la que pertenecer,
en cuyo pacto inscribirse, en la que buscar la realización de sus planes de vida, parece limitar su libertad natural y violar su derecho
a la igualdad natural. Es decir, antes del pacto, como hombres, los individuos del discurso liberal han de tener igual libertad para
elegir, por encima de sus determinaciones etnoculturales y contra ellas, la comunidad política a la que pertenecer. Pero esta vía de
reflexión nos alejaría de nuestros objetivos actuales.
251
viene a silenciar las diferencias prepolíticas, instaura a su vez la diferencia política. El
vínculo político-jurídico, tan abstracto y universal a nivel interno del estado, es también
una figura de la clausura y la exclusión, al sustituir la tribu o la nación por la patria.
Se sustituye una identidad por otra, una forma de exclusión por otra. Si en el fondo
de las viejas identidades operaba el instinto de tribu, en la nueva opera el instinto de
mercader, que empuja a pensar el estado como un espacio económico natural, al modelo
de una fábrica, donde los bienes producidos se repartieran entre los productores y de
forma desigual entre ellos. La patria, por tanto, pasó a ser un referente de identificación
y, por lo tanto, de exclusión; las formas de identidad-exclusión prepolíticas fuertes
fueron sustituidas por otras más débiles, integradas ideológicamente en torno a la idea
de patria. La patria, como referente político-jurídico, libre de determinaciones
etnoculturales, es la metáfora de una gran empresa cuyos socios son los propietarios;
bajo las representaciones simbólicas se oculta el verdadero vínculo de identidad: el
interés económico. Un vínculo débil, azotado por los tiempos, que ha hecho que las
patrias liberales sean identidades frágiles y ejerzan una exclusión de baja potencia.
310
Basta recordar el devenir de tres símbolos de la soberanía: el ejército ya es profesional, una empresa de servicio entre otras;
además, con tendencia a disolverse en estructuras internacionales, como las empresas con futuro. La moneda, se disolvió en una
unión globalizadora. Y la bandera, pierde fuerza entre la comunitaria y las de las comunidades.
252
“defender la madre patria”, como sin duda clamaría el republicanismo progresista de los
siglos pasados, suena a viejo, obsoleto y residual.
Ahora bien, el contrato que funda el estado soberano, por no ser legitimable por
referencia a una instancia exterior determinante del mismo, no puede ser mercantil y su
311
J. M. Rosales, “El coste de los derechos cívicos y la inversión de la inmigración”, en N. Fernández Sola y M. Calvo García
(coords.), Inmigración y derechos. Zaragoza, Mira Editores, 61-82.
254
legitimidad debe responder a otras exigencias. Sólo podríamos considerar el estado
como un gran club estatal privado, propietario de su suelo, subsuelo, aire, costas,
industria, riquezas, paz, cultura, clima, etc., acotado dentro de sus fronteras, si los otros
“clubes estatales” lo reconocen como tal, reconocen sus fronteras, su soberanía. Pero,
como ponen de relieve los teóricos del estado moderno en sus orígenes, la legitimación
de la posesión, expresada en el reconocimiento por los otros, requería el recurso a la
firma imaginaria de un contrato que fijaba el derecho internacional. Mientras no fue así,
o en la medida en que aún hoy no es del todo así, los estados se imaginaban en guerra
de todos contra todos, o al menos de unos contra otros, como en el estado de naturaleza.
4. Ciudadanía y propiedad.
4.1. (Teoría liberal de la propiedad) Para tratar el problema con cierto rigor debemos
analizar la teoría liberal de la propiedad o, para ser más precisos, de la apropiación
justa. Y para ello el referente canónico es Locke, como ya he dicho, pues no hay ningún
otro autor que haya teorizado con más claridad y profundidad la apropiación justa; hasta
los más agresivos neoliberales (Richard Nozick, David Friedman o Murray Rothbard,
entre otros313) asumen el enfoque y los límites fijados por Locke, retocando la teoría
para adaptarla a una economía donde la tierra ya no es el medio de producción
determinante.
El gran reto que asume Locke es el de fundamentar la propiedad –es decir, mostrar
su justicia- sin considerarla un derecho natural. No puede considerar su posesión un
derecho natural por dos tipos de argumentaciones de hondura filosófica. Por un lado,
argumentaciones teológicas, mediadas por el respeto al texto bíblico314, donde se dice
con claridad, rotundidez y reiteración que Dios ha dado la tierra en común a los
hombres para su sobrevivencia; según la Biblia no les ordenó ni les prohibió
repartírsela, pero en ella se afirma de forma inequívoca que, en el origen, todos tenían
derecho a ella. La argumentación teológica, pues, lleva al reconocimiento de un derecho
natural del hombre al usufructo de la tierra, y nada más. Pero, junto a éstas hay otras
argumentaciones de tipo racional, pues la razón exige pensar –nos dice Locke- un
origen de todas las cosas, por tanto, nos exige pensar un origen de la propiedad, y en
consecuencia un momento histórico sin propiedad; la razón impone la necesidad de
312
G. Sartori, La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus, 2001, 54
313
Ver D. Friedman, Capitalismo y libertad. Chicago U.P., 1962; Free to Choose. Harmondsworth, Penguin Books, 1973; y M.
Rothbard, For a New Liberty. The Libertarian Manifest. Nueva York, Collier, 1978
314 ?
. David, Salmos, CXV, 16.
256
pensar un tiempo de ausencia, de inexistencia de la propiedad, y una aparición
justificada, por necesidad, de la misma.
De los dos argumentos que usa Locke, el más importante según mi criterio es el que
se sustenta en el principio del derecho del autor a su obra315, pues el mismo reformula
el principio liberal más sagrado. El derecho del autor a su obra, por decirlo de forma
sintética, remite a la idea del hombre como ser propietario: propietario de forma
inmediata de sí mismo, de su cuerpo y de su alma, y de manera mediata de cuanto haga,
cree u obtenga con ellos. Se trata de la figura del hombre que C. B. Macpherson ha
llamado “individualismo posesivo”316, y que Locke describe como un ser propietario al
menos de su persona: "Aunque la tierra y las criaturas inferiores sean comunes a todos
los hombres, cada uno tiene propiedad sobre su persona"; o "Todos los hombres tienen
la propiedad de su persona. Nadie, fuera de él, tiene derecho alguno sobre ella". De esta
propiedad sobre sí mismo -según el autor inglés- se deriva su condición de propietario
de sus acciones y, en consecuencia, de los productos de sus acciones: "El esfuerzo de su
cuerpo y el trabajo de sus manos, podemos decirlo, son su propiedad, y cualquier cosa
que él saque del estado en que la dejó la Naturaleza, ya mezclada con su esfuerzo, tiene
algo de él y por ello se convierte en su propiedad”. Locke insiste incansable en la idea,
que sabe persuasiva, del hombre propietario de su labor y su obra, de su esfuerzo y su
imaginación: "Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son
propiedad suya"317.
315
El otro argumento, derivado de la máxima racional según la cual la necesidad genera derecho, no es definitivo, pues
fundamenta la apropiación (hecho físico) no la propiedad (hecho jurídico).
316 ?
C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1979.
317
J. Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Secc. 27.
257
la obra; y así se llega, en el fondo, a una trágica contraposición entre dos derechos
naturales.
En este contexto plantea la gran alternativa: uno de los dos grandes principios
naturales ha de ser violado. O bien se acepta, contra el mandato divino y los criterios de
la razón, que la tierra pueda ser repartida y apropiada privadamente, tal que los frutos
de la misma sean para quien la trabaja con su cuerpo y su alma, respetando así el
derecho del autor a su obra; o bien se acepta un usufructo colectivo de la tierra (que
contextualmente tiene el significado de los medios de producción), declarando la
absoluta ilegitimidad de la apropiación privada de la misma, decisión que conlleva la
frontal vulneración del sagrado derecho del autor a su obra. Alternativa radical, que el
filósofo inglés plantea con valentía e intenta resolver con finura y lucidez, de la cual ha
bebido el pensamiento dominante en el capitalismo.
Locke, como he dicho y es bien sabido, intenta resolver esta paradoja de forma hábil
e imaginativa, en un discurso no exento de honestidad. Al tiempo que se inclina por
salvar el principio del derecho de autor, signo de los nuevos tiempos y que exige tanto
poner en su lugar a la teología como a la razón, hace una defensa de su propuesta llena
de ponderación y razonabilidad, lo que ayuda a su poder de seducción. En concreto, en
lugar de hacer una defensa sin más del derecho del autor, tras describir la inevitabilidad
del conflicto entre ambos derechos propone que, dada esa inevitabilidad de violar uno
de ellos, el derecho universal del hombre al usufructo igualitario de la tierra, establece
unas “cláusulas de la apropiación justa” que tratan de moderarla y, en cierto sentido, de
salvar la adecuación al espíritu, ya que no a la letra, del principio de uso común de la
naturaleza. De las tres cláusulas o límites me interesa sólo uno: "Esta apropiación es
válida –nos dice- cuando exista la tierra en cantidad suficiente y quede de igual calidad
en común para los otros"318. Puesto que cada hombre tiene derecho a sobrevivir, nadie
puede justificar moralmente la apropiación privada de lo que era un bien común para
sobrevivir uno mismo y que amenace la vida de los otros.
318
Ibid., Secc. 27.
258
acuerdo tácito de los hombres de atribuirle un valor, no hubiera introducido (por
consenso) posesiones mayores y un derecho a ellas"319.
Nozick asume la teoría lockeana, y la incluye como uno de los dos principios que
configuran su concepción de la justicia, el de la apropiación originaria legítima (el otro
es el de la libre transferencia de la propiedad)321. Es muy consciente de que el punto
débil de su teoría es, precisamente, la sospecha de que toda apropiación, aunque se
realice en un acto legítimo, está contaminada de ilegitimidad en la larga cadena histórica
de intercambios de la propiedad. Por eso ha de añadir a su teoría de la justicia un
principio de rectificación, que corrija las violaciones históricas de los dos anteriores
principios. Obviamente, la historia es tan larga y densa en violaciones, que es imposible
una rectificación ad casum; por tanto, Nozick se ve obligado a admitir algún tipo de
compensación a los desposeídos como reparación de injustas apropiaciones pasadas que
permita pensar legítimo el presente.
Aunque no creo que esta estrategia sirva para que se cumpla la cláusula lockeana,
mucho más exigente y que condicionaba el modelo productivo a una sociedad de
pequeños propietarios, al menos sirve para mostrar que hasta el pensamiento liberal más
radical de nuestros días asume reconoce su mala conciencia y asume la obligación de
319
Ibid., Secc. 36.
320
Vid. Ph. Van Parij, ¿Qué es una sociedad justa?. Barcelona, Ariel, 1993, 95-104.
321
R. Nozick, Anarchy, State and Utopia. Oxford, Blackwell, 1974, 178-182. (Traducción castellana en México, FCE, 1988)
259
compensar del expolio histórico. La propuesta de Nozick, por otro lado, viene a ser un
simple ejemplo de la estrategia propia del paternalismo occidental, dispuesto a
compensar a posteriori de sus sucesivos expolios (así, el del “tercer mundo”, que ahora
reconoce y simula compensar de diversos modos). La de Locke, pienso, respondía a
otro vocabulario, tal que cuando prohibía la apropiación privada de la tierra si con ello
otros quedaban abandonados a la miseria, entendía que entre los “otros” se incluían
obviamente a todos los hombres de todas las partes a lo largo del tiempo. La justicia en
Locke exigía reparar el mal, restablecer el equilibrio originario de derechos; la de
Nozick se contenta con paliar algunos efectos mínimos, manteniendo definitivamente la
escisión entre propietarios y desposeídos, y manteniéndola ahora no como cuestión
fáctica, resultado de la violencia, sino como realidad legitimada, y por tanto
reconciliada.
322
Henry Sidgwick, Elements of Politics. Londres, 1881.
261
óptimo de felicidad. Sólo se me ocurre añadir, si no es así, si no es el óptimo de
felicidad, al menos apunta al óptimo de justicia.
Alguien puede decir: “¿qué ganamos con este discurso?. Denunciar la ilegitimidad o
contradicciones del discurso liberal es perder el tiempo. Lo que se necesitan son
estrategias exitosas para vencerlo o extirparlo”. No lo dudo; pero me temo que esas
estrategias no pueden ser protagonizadas por la filosofía; quitar al estado-nación el
poder y el monopolio de la gestión de los derechos de ciudadanía no es tarea filosófica,
sino política, tal vez revolucionaria. Lo que sí puede hacer la filosofía es robarle al
323
H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona, Gedisa, 1990, 76.
262
poder la palabra, quitarle la razón, desvestirle para que aparezca como lo que es: fuerza
y silencio.
Yo, desde la filosofía, siguiendo la lección del Guillo, me esfuerzo en seguir esa
humilde tarea de quitarles la palabra.
263
1. Cambio de escenario.
324
Este trabajo procede de una ponencia, con el mismo título de “La ciudadanía en un mundo globalizado”, leída en el marco
del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, en el Simposio sobre Globalización y democracia (Universidad de
Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002). El texto fue recogido en J. M. Bermudo, Filosofía y Globalización. Medellín, Ed.
Fundación Ciudad Don Bosco, 2003
264
Si la representación liberal de lo político ha devenido anacrónica se debe a que el
mundo empírico que le servía de referente, sólido y ordenado, se hunde bajo nuestros
pies; no es un anacronismo enunciado desde la ficción del punto de vista del
entendimiento divino, sino el reconocimiento del éxito del proyecto capitalista liberal en
su voluntad de transformar el mundo, un éxito tan rotundo que ha dejado atrás a la idea,
volviéndola anacrónica. La crisis de la idea no es otra cosa que el abrirse paso de su
esencia, que condena a la finitud sus formas anteriores y así da paso a un universo de
prácticas, relaciones, instituciones y estatus más indefinido, reversible, proteico y
provisional, cuya peculiaridad es la de ser hoy más apropiado que el ayer omnipotente
orden de la seguridad, la regla y la inflexible razón instrumental. Y en ese nuevo
escenario de representación del mundo se reclama a gritos una representación
actualizada de la ciudadanía, que espontáneamente y de momento se configura en torno
a dos metáforas sin concepto, dos nociones intrínsecamente vagas e imprecisas,
indefinidas y maleables. Nos referimos al pluralismo y a la globalización. Dos
expresiones de desigual fortuna ideológica pero que, en rigor, son respectivamente las
figuras socioculturales de lo político y lo económico del capitalismo del siglo XXI 325. El
pluralismo político aparece como la alternativa al individualismo liberal en el orden
institucional, pero también en el ético y el estético; las tímidas pero cada vez más
alentadas propuestas de federaciones asimétricas y ciudadanías diferenciadas en
politicólogos progresistas sólo son los síntomas del derrumbamiento del viejo orden
conceptual y de su creciente aceptación en el plano teórico e ideológico 326. Por su parte,
el confuso referente enunciado como “mundo globalizado” si en última instancia alude a
algo es precisamente al final de una época, pensada como superación de la hegemonía
del capital nacional, con la aparición de un capitalismo sin patria. Si la idea de
pluralismo, con o sin autoconciencia, anuncia el cambio de modelo de estado en el
capitalismo, la globalización apunta a la metamorfosis en el seno del capitalismo desde
una forma de capital nacional, cómplice indisoluble del estado nacional, a un capital
nómada y apátrida, tan potente que puede exhibir con cinismo la legitimidad de su
existencia sin vinculación a una comunidad política, sin el más mínimo compromiso
con lo humano.
325
Aunque no podremos evitar referencias a ambas figuras, aquí centraré la mirada en la globalización, es decir, en la
dimensión económica de un escenario de representación de la ciudadanía adecuado a los nuevos tiempos; aunque pertenezca al
espacio de representación política, la ciudadanía es impensable –como el mismo espacio político- sin fijar la mirada en las
metamorfosis del capital.
326
Entre las múltiples propuestas destacamos las de: “ciudadanía multicultural” (W. Kymlicka, Multicultural Citizenship. A
liberal theory of Minority Rights. Oxford, Clafrendon Press, 1995); “pluralismo radical” (M. Young, Justice and the Politics of
Difference. Princeton U.P., 1990); “ciudadanía múltiple” (Derek Heater, Citizenship. Londres, Longman, 1990); “igualdad
compleja” (M. Walzer, The Spheres of Justice. A Defense of Pluralism and Equality. Nueva York, Basic Books, 1983; y Moralidad
en el ámbito local e internacional. Madrid, Alianza, 1996); “identidad compleja” (Ch. Taylor, Multiculturalism and “The Politics
of Recognition”. Princeton U.P., 1992); “ciudadanía compleja”, (J. Rubio Carracedo, “Ciudadanía compleja y democracia”, en J.
Rubio Carracedo, J. M. Rosales y M Toscano, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos. Valladolid, Trotta, 2000, pp. 21-46);
“federalismo asimétrico” y “federalismo plural” (Ferran Requejo, “Pluralisme polític i legitimitat democràtica”, en Ferran Requejo
(ed.), Pluralisme nacional i legitimitat democràtica. Barcelona, Proa, 1999, 9-20; y “Legitimidad democrática y pluralismo
nacional”, en Ferran Requejo (coord..), Democracia y pluralismo nacional. Barcelona, Ariel, 2002, 157-173), o “federalismo
pluralista” (Miquel Caminal, El federalismo pluralista. Barcelona, Paidós, 2002)
265
La idea de ciudadanía clásica, articulada sobre el individualismo liberal, no puede
sino devenir anacrónica y hundirse con su autor, el modelo liberal de estado. Y ese
hundimiento no es accidental o contingente, tal que diera sentido y razonabilidad a una
reivindicación de su sobrevivencia, aunque fuera en formas rectificadas y actualizadas;
al contrario, el estado liberal nacional, y su cultura ilustrada, muere a manos de su
demiurgo, el capitalismo, y con la misma necesidad y legitimidad con que fueron
instauradas, la de su reproducción. La crisis o transformación del estado nacional es el
rostro político cultural de la crisis o transformación del capital nacional. El pluralismo –
como forma política, pero también como opción cultural, ética y estética- es el rostro de
la nueva configuración y del nuevo modo de ejercer el poder, el rostro (post)moderno
de la verdad de la nueva cultura del gran consumidor pasivo. Y en paralelo la
globalización hay que pensarla como la metáfora aún sin concepto (aún en movimiento)
de un capital sin vinculación cultural o política, desterritorializado, absolutamente
indiferente a todo referente cultural o moral. Por tanto, para pensar la ciudadanía hoy –
sea como forma de existencia política posible o como forma deseable- hemos de situarla
en el escenario de crisis del estado nacional y el surgimiento del orden político
pluralista, cuyo fondo y determinación últimos se revelan en las metamorfosis del
capitalismo, particularmente en eso que se nombra como “globalización”, y que en
esencia expresa su particularidad de devenir un capital cada vez más insensible a las
determinaciones políticas nacionales, culturales e incluso civilizatorias, cada vez con
forma de presencia más desterritorializada y apátrida, más ilocalizable y difuso, y cada
vez más indiferente a las determinaciones político-jurídicas.
La ciudadanía es la esencia ideal del estado; tanto en sus versiones más lockeanas o
liberales (insistencia en los derechos) como en sus versiones más rousseaunianas o
republicanas (insistencia en la participación), la ciudadanía es el rostro político moral
del estado. La ciudadanía es la idealidad del estado y, con frecuencia, el pretexto de la
existencia empírica de éste. Por tanto, definir la ciudadanía implica siempre describir el
modelo de estado. Cuando se persigue una ciudadanía como repertorio de derechos
ampliados en cantidad y calidad, o cuando se insiste en la efectividad del ejercicio y
disfrute de los mismos, al mismo tiempo que se describe un ideal de ciudadanía (un
ideal tipo de ciudadano) se implica un ideal de estado (un ideal tipo de ciudad o
república). Visto desde fuera, desde el orden institucional, un estado u orden político
concreto marca unos límites a la ciudadanía, especifica una forma de ésta, dibuja con
precisión y determinación su campo de posibilidades. El ciudadano y el estado, pues, se
juegan en la misma partida, se afirman y niegan en el mismo combate.
Por decirlo con más claridad, esos dos derechos definidores de la pertenencia pasan,
en el estado liberal democrático de la alta modernidad (tras las revoluciones americana
y francesa), a definir el estatus de ciudadano, en rigor de la “ciudadanía mínima”, de la
mera nacionalidad, que más que un derecho era una determinación, una condición
exterior; pero, en el estado del antiguo régimen y la baja modernidad, la pertenencia no
definía la condición de ciudadanía sino la de súbdito. Y así, el pensamiento político
progresista, que no podía reconocer como ciudadanía sustantiva ni la condición de
“súbdito” ni la “ciudadanía mínima”, acabaría pensando la ciudadanía en un proceso
histórico largo y complejo, de luchas, derrotas y conquistas. En consecuencia, la
ciudadanía deja de ser pensada como una condición geopolítica y pasa a ser pensada
como un ideal político social de vida, tal que la mirada se orientará a describir su
conquista (la conquista de los derechos) y su ejercicio (participación en la vida de la
ciudad) y dejará en la sombra el problema de la “pertenencia”. Pero hay cosas que en las
sombras se conservan bien, esperando la ocasión de su presencia.
3. La ciudadanía liberal.
327
T. H. Marshall, Class, Citizenship and Social Development. Nueva York, Anchor, 1950.
328
A. Marshall, “The future of working classes”, en A.C. Pigou (ed.), Memorials of Alfred Marshall. Londres, Macmillan,
1925.
329
Nótese que no apuesta por conceder la ciudadanía a cuantos la quieran, es decir, por concederle derecho a elegir ciudadanía;
sino que, dando por supuesto el cerrado universo del estado nacional, que reconoce como súbditos conforme al ius solis y al ius
sanguinis, piensa la ciudadanía como el acceso a los derechos. Y esa es la cuestión pragmática que se plantea: ¿es preferible, para
la paz social y el buen orden capitalista de la propiedad, generalizar la ciudadanía o seguir manteniendo a los súbditos en su
puesto?.
270
las desigualdades socioeconómicas. T. H. Marshall en Ciudadanía y clase social (1950)
recupera la pregunta y confirma la respuesta. Entiende que sigue vigente en lo
fundamental la idea según la cual la sociedad actual se conforma con la igualdad
aportada por la ciudadanía, compatible con múltiples y fuertes desigualdades reales,
especialmente tras haber sido aquélla enriquecida con una larga lista de derechos 330.
Para la defensa de su tesis elabora una idea de ciudadanía que, si bien entiende su
contenido formado por tres dimensiones (pertenencia, derechos y participación), en el
contexto de su discurso queda absorbida por una de ellas, el repertorio de derechos, pues
al fin es la base del conflicto político que intentan abordar. En ese repertorio de
derechos, como reglas o privilegios de comportamiento público, distingue tres
elementos, que le sirven para dividir el campo de esos derechos: el elemento civil,
compuesto por “los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la
persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer
contratos válidos y derecho a la justicia”331; el elemento político, cuyo contenido es “el
derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo
investido de autoridad política o como elector de sus miembros” 332; y el elemento social,
que abarca un amplio espectro de derechos, desde “el derecho a la seguridad y a un
mínimo de bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la
vida de un ser civilizado conforme a estándares predominantes en la sociedad”333.
330
Citamos sobre la edición castellana del texto: T.H. Marshall, “Ciudadanía y clase social”, en T.H. Marshall y Tom
Bottomore, Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza, 1992, 21.
331
Ibid., 22-23.
332
Ibid., 23.
333
Ibid., 23.
334
Bodin, Los seis libros de la República, I,6: "Le franc subject tenant de la souveraineté d'autrui". Cito por la traducción de
P. Bravo Gala en Tecnos, Madrid, 1985. Volveremos sobre esta definición.
271
acuerdo con la definición aristotélica335. El jurisconsulto francés previene a los lectores
contra una definición "fuerte" de la ciudadanía, que sólo sería válida para el gobierno
popular y que encaja mal en su doctrina de la soberanía.
Marshall parece aceptar que nada hay fuera del estado. En su discurso sólo cabe la
preocupación por la ampliación progresiva de la ciudadanía –del repertorio de derechos
y del ejercicio efectivo de los mismos-, que irá consiguiendo elementos de igualdad; la
ciudadanía plena, máxima generalización de los derechos, significa la máxima igualdad
contemplada en el ideal, compatible con otras muchas formas de desigualdad ante las
que dicho ideal es insensible. Además, la ciudadanía así definida afirma la hegemonía
de la identidad político-jurídica sobre otras formas de identificación y adscripción
premodernas. Frente al sentimiento, el parentesco, la ficción de una descendencia
común, en definitiva, los vínculos etnoculturales que constituyen el lazo de unión de la
comunidad (que F. Tönnies llama Gemeinshaft y E. Durkhein “solidaridad mecánica”),
la ciudadanía pasa a ser un elemento de la Gessellshaft o “solidaridad orgánica”, propio
de sociedades mercantiles y, en especial, capitalistas: “La ciudadanía requiere otro
vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado
en la lealtad a una civilización como patrimonio común. Es una lealtad de hombre
libres, dotados de derechos y protegidos por un derecho común”336.
335
Ibid..,123.
336
T.H. Marshall, Op. cit., 46-47.
272
actor político; dos figuras no excluyentes, pero diferenciadas; dos modelos de orden
político y de vida que coexisten en disputa; en fin, dos proyectos universalistas de
integración de los individuos en el Estado. De ahí que puedan considerarse como
variantes de la llamada ciudadanía universalista.
Conforme a lo dicho, una nueva noción de ciudadanía habrá de tener por referente
negativo la crisis del estado nacional y, en positivo, el nuevo orden político, las nuevas
relaciones de poder que poco a poco se van configurando. Una descripción detenida de
la crisis del estado nacional sin duda ayudará a ir modelando la nueva idea de
ciudadanía; pero no se llega al fondo a cumulando datos, manteniéndonos en la
fenomenología de lo político, sin comprender su necesidad objetiva. Me parece un
hecho poco cuestionable que asistimos a la configuración de un nuevo orden político
sobrenacional338; pero, como decía Vico, la conciencia no es ciencia; ni la evidencia es
comprensión. Dar razón de estos procesos es el reto de la teoría social actual, si es capaz
de salir de su culto a la positividad y su enmascaramiento en el positivismo
pseudomatematizado con irrelevantes y contingentes estadísticas.
A mi entender, la comprensión de la crisis del estado nacional hunde sus raíces, y sus
determinaciones, en la crisis del capital nacional; es decir, la metamorfosis del estado
hay que verla en paralelo y condicionada por la metamorfosis del capital, que está
perdiendo a grandes saltos su esencia nacional, su adscripción y vinculación nacionales.
Considero que el capitalismo en las últimas décadas está dando un salto cualitativo, en
gran medida sorprendente y no previsto; está emergiendo una figura nueva y carecemos
del adecuado marco de representación. No se piensa esa metamorfosis del capitalismo
con la simple caracterización, de forma genérica y meramente metafórica, de “mundo
globalizado”; el recurso a las metáforas, y sin menospreciar su papel lanzador, expresa
la carencia de conceptos. Y tampoco se piensan esas metamorfosis ocultando su
338
Uso el término “sobrenacional” a falta de otro mejor, que habrá que acuñar un día. Un equivalente más frecuente es
“transnacional”, pero no me parece apropiado en la medida en que en su uso habitual su significado implica la superación de lo
nacional. Por semejantes motivos tampoco nos ha parecido correcto usar “postnacional” porque parece implicar un tiempo sin
naciones, tesis que aquí no abordamos; “sobrenacional” refiere a un tiempo en que la nación, aunque exista, no es el referente
político-jurídico del capital). En todo caso, “sobrenacional” no refiere propiamente al ámbito del poder político, sino a su esencia.
Sin duda alguna tiene sentido hablar de “un nuevo orden político mundial”, por su extensión y estructura; pero hay que añadir que
ese orden en su esencia ya no será de esencia o referencia nacional, no será asociación, federación o unión de estados-nación, en
cuyo caso habríamos usado “internacional” o “multinacional”; sobrenacional alude a una nueva esencia sobrepuesta a la nacional.
274
novedad para que tenga cabida en una teoría confortable, como la del imperialismo; tal
reduccionismo, si bien revela una en nuestros días apreciable voluntad de concepto, al
mismo tiempo expresa las deficiencias en la construcción efectiva de un nuevo marco de
representación. No parece satisfactorio, por tanto, ni el refugio de la asimilación teórica
ni la fuga metafórica; una realidad nueva exige un aparato conceptual nuevo que capte
su diferencia y, mientras carezcamos del mismo, es preferible reconocer esta carencia
que buscar simulacros de conocimiento e innovación teórica. La tarea crítico negativa
no sólo es siempre necesaria sino a veces la única posible, aunque desafíe nuestra
vanidad.
En este sentido, para llegar a pensar la esencia del mundo globalizado me parece
productivo argumentar en contra de la tentación de asimilarlo al concepto marxista de
“capitalismo imperialista”. Si el marxismo, en sus voces más autorizadas, definió el
imperialismo como “fase superior del capitalismo”, sin duda pensando que era la fase
final, el capitalismo sobrenacional aludido como mundo globalizado está fuera de esa
fase. Creo que hay suficientes elementos nuevos para distinguirlo del referente
imperialista y que empujan a pensarlo como una fase más del capitalismo, una nueva
figura en una metamorfosis que perece no tener final. Sin duda alguna las relaciones
imperialistas siguen vivas, y tal vez sean aún cuantitativamente dominantes; pero
expresan lo viejo del capitalismo, sobre lo cual van apareciendo nuevas formas que se
extienden y que, por anticipar el futuro, han de atraer la mirada del pensamiento.
Es bien conocido que Lenin (El imperialismo, fase superior del capitalismo) pensó el
imperialismo –tema sobre el que habían escrito K. Kautsky y Rosa Luxemburgo como
una nueva fase, la “fase superior”, del capitalismo; suponía que era la última fase, el
final de la aventura. En realidad la idea la encontramos ya en Marx, quien había
anunciado la tendencia a la concentración del capital y a la centralización de la gestión
de la producción y había previsto la formación de los monopolios, rasgos esenciales del
momento imperialista. De hecho Marx pronosticó ese momento imperialista como fase
superior del capitalismo, derivándolo de las leyes de la concurrencia y el crédito en el
capital financiero, de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia y de las necesidades
de rotación del capital; en base a esas leyes o tendencias, la concentración y
centralización del capital acumularían todas las contradicciones del capitalismo, dando
lugar a una nueva y última fase. Engels escribía a Bebel en 1886: “No tenemos duda
ninguna de que la situación ha cambiado de forma fundamental si se la compara con la
situación anterior: hemos entrado en una fase mucho más peligrosa para la vieja
sociedad que la de los últimos decenios: las crisis devendrán crónicas”.
Pero Marx (muerto en 1883) y Engels (en 1895), aunque previeron la tendencia
económica, apenas pudieron presenciar los primeros desperezos políticos del
imperialismo; en cambio Lenin pudo asistir a ese desarrollo y pensarlo con más datos.
En el Congreso de Berlín de 1885 las potencias europeas se reparten África; y las
guerras de colonización se disparan: Francia se asienta en África e Indochina; Italia
275
mete la cabeza a sangre y fuego en Etiopía; Inglaterra pugna contra los Boers por el
África meridional, y hasta España se obstina en la posesión imposible de las Filipinas
contra los norteamericanos. La realidad superó la imaginación teórica marxista, y Lenin
se esforzó en pensar aquella realidad subrayando la novedad de los cambios, la
originalidad de la nueva fase, pero manteniendo su ortodoxia marxista al esforzarse en
pensarla como fase del capital; es decir, conceptualizó la fase imperialista desde la
teoría marxista del capitalismo. En esas coordenadas se comprende su definición del
imperialismo como “el estadio monopolista del capitalismo”, cuya esencia queda
desgranada en cinco aspectos bien conocidos: 1) Concentración del capital y
centralización de la producción en tal grado que aparecen los monopolios como función
decisiva de la vida económica; 2) Fusión del capital bancario con el capital industrial,
apareciendo así el “capital financiero” y la correspondiente “oligarquía financiera y
monopolista”; 3) Importancia creciente de la exportación de capitales respecto a la
exportación de mercancías; 4) Surgimiento de asociaciones monopolistas
internacionales de capitalistas, que se reparten el mundo; y 5) Reparto del planeta entre
las grandes potencias capitalistas.
Bien mirado, el primer aspecto de la tesis que he propuesto, el que afirma que en la
teoría del imperialismo se conserva la idea del carácter nacional del capital, en rigor no
276
debiera llamar la atención, pues Lenin puso de relieve que el momento imperialista era
el de mayor politización del capital, el de mayor identidad entre el capital y el estado; y
así pronosticaba, creo que acertadamente, que el imperialismo llevaría inevitablemente a
conflictos bélicos entre estados. El otro aspecto de mi tesis, el que atribuye a la nueva
figura capitalista la desnacionalización del capital, es más bien una cuestión empírica y
tampoco debería plantear grandes problemas. Esta aceptabilidad de ambos aspectos de
la tesis es clave en mi argumentación, pues defiendo que la globalización, metáfora de
esta fase del capitalismo sobrenacional, se caracteriza por la pérdida de nacionalidad del
capital, por su desterritorialización; y que tal cosa implica que la expansión del capital
sobrenacional impone la crisis del estado nacional, a diferencia del imperialismo, cuyo
concepto incluye la su máxima afirmación, la máxima unificación funcional y la mayor
legitimación del estado nacional. Por tanto, insistiré con mayor detalle en este aspecto
comentando uno a uno los cinco rasgos de la idea leninista del imperialismo.
Poco o nada tiene que ver esa realidad del imperialismo con lo que pasa en nuestros
días, en que las fusiones financieras diluyen o diseminan sus adscripciones, donde el
capital financiero opera ajeno a la territorialidad, donde las Cajas B se cuidan y
desarrollan clandestinamente, con mala conciencia de adulterio; donde el capital sólo
pide del estado que le libere de las servidumbres contraídas en las fases anteriores, sin la
contrapartida de construcción de un proyecto nacional compartido; en fin, donde los
“paraísos fiscales”, atractivos incluso en sus nombres exóticos, revelan la esencia
aventurera y apátrida del capital, que por fin consigue, aunque sea ilusoriamente, su
eterno e inconfesable fin, el de la conquista de la impunidad.
5.3. La exportación de capital, tercer rasgo del imperialismo en la idea de Lenin, por
sí misma habla de la territorialidad del mismo. No se trata de un exilio a paraísos
fiscales, como ocurre en nuestros días, tal que el capital deviniera nómada y apátrida; ni
siquiera se trata de una fuga de capitales en busca de lugares áureos, en cuyo caso habría
al menos cambio de nacionalidad del capital, si bien manteniendo éste su esencia
nacional. Por el contrario, se trata simplemente de exportación temporal de capitales,
sean financieros, tecnológicos o knowledge capital, que producen satisfactorios
beneficios que regresan indefectiblemente a la metrópolis. Esta es la esencia del capital
imperialista, que aunque ambulante sigue siendo un capital localizado, con referente
político fijo y preciso. En todos estos intercambios desiguales el capital tiene patria,
vuelve a su patria, reintegra en ella sus beneficios, y así la mantiene y reconstruye en
una simbiosis perfectamente gestionada. En la fase imperialista los miembros de los
278
países colonizados saben muy bien quiénes ostentan la titularidad del capital que opera
en sus países, saben quienes son sus enemigos inmediatos. Las compañías o holdings
que exportan capital financiero siguen teniendo una adscripción nacional neta; y cuando
hay acuerdos monopolísticos o asociaciones transnacionales entre ellas no se pierde la
multiplicidad nacional, lo que evidencia que el capital sigue adscrito a fronteras.
Hoy, en cambio, el capital sobrenacional opera de otra forma; hoy nada es más
deseable para los grandes capitalistas que lograr que se reconociera el carácter apátrida
de sus capitales. Y juegan a conseguirlo de mil formas, unas veces en los agujeros de la
ley y otras en sus márgenes, aquí burlando y allá sobornando a los estados. Las formas
de presencia –por tanto, sus formas de ser- del nuevo capital son nuevas y móviles,
difíciles de describir y mucho menos de prever sus metamorfosis; pero creo que todos
tenemos unas intuiciones suficientes para comprender que, efectivamente, el capital
sobrenacional de nuestro tiempo tiene personalidad propia frente al capitalismo
imperialista, hasta el punto de que ha de ser pensado como una forma alternativa e
inquietante, que amenaza llevarse consigo el “viejo” orden imperialista. Y aunque pueda
parecer extravagante llamar “viejo” a algo tan presente y tan hegemónico (pues no
tengo la menor duda de que en la actualidad las relaciones imperialistas son las
dominantes en el capitalismo), lo cierto es que representa el pasado y el presente que se
consume; el futuro parece ser de ese nueva figura del capital, tan nueva que aún parece
metáfora móvil, que no se deja reducir a concepto.
5.4. Los rasgos cuarto y quinto que Lenin atribuye al imperialismo evidencian aún
más que el capital imperialista es nacional en su esencia. El carácter internacional de las
asociaciones monopolistas, como ya he dicho, en modo alguno difuminan la referencia
nacional, aunque sea plurinacional; además, ese tipo de asociaciones monopolistas
internacionales implican la presencia de los estados, cosa que visualiza el estatus
nacional del capital, al hacerse abstracción de su mera dimensión privada. Aunque en
análisis que persiguen explicar otros aspectos se tiende a enfatizar el poder de esos
monopolios internacionales capaces de desafiar a los estados (cosa por otro lado,
evidente), en el fondo resulta impensable pensar esas formas del capital sin la mediación
de los estados, hasta el punto de que la potencia de esas entidades no es otra que la de
los estados en que se inscribe su capital. Y aunque se tenga la tentación de pensar que
todo ese proceso parece culminar en el “reparto del planeta entre las grandes
multinacionales”, en el fondo el marco imperialista es el “reparto del planeta entre las
grandes potencias capitalistas”; y ese reparto del mundo entre los estados-nación es el
mejor argumento de que los referentes eran nacionales. Como sabe muy bien cualquier
ciudadano de las colonias, aunque la United Fruits, aquí mero ejemplo, hubiera
permitido que parte de sus acciones se repartieran entre propietarios de las diversas
naciones de su campo de operaciones, tal gesto no afectaría lo más mínimo a la idea
expuesta, pues en su titularidad y función era una empresa de “capital nacional”; y la
formal multinacionalidad del capital de una empresa monopolista internacional no hace
sino ratificar la idea, a saber, que cada “parte” del capital está nacionalmente adscrita.
279
La implicación directa del estado en la defensa del capital imperialista –frente a la
neutralidad con que gusta presentarse ante la propiedad y el mercado interiores-, que le
lleva a afrontar conflictos bélicos en los que implica a la totalidad de la nación, es para
mí la más indiscutible prueba empírica de que el capitalismo imperialista, lejos de
perder o diluir las referencias nacionales, es en su esencia un capitalismo nacional. Todo
lo contrario al capital sobrenacional que, vuelvo a insistir, se está abriendo paso a
marchas forzadas en nuestros tiempos y lo hace sobre la determinaciones de nómada y
apátrida.
5.5. Soy consciente de que debería hacer una más amplia y estructurada descripción
del capitalismo sobrenacional; y tal vez también podría exigírseme cierta
conceptualización o elaboración teórica del mismo, en lugar de limitarme a relatar unas
cuantas intuiciones. Sí, ese sería mi deber, pero hoy por hoy me siento incapaz de ello.
No obstante, mis carencias no deberían utilizarse para desautorizar mi propuesta; me
gustaría, al contrario, que otros con mayor formación en teoría económica se sintieran
tentados de emprender ese viaje. Sé muy bien que me he limitado a exponer sospechas;
pero al menos creo haber expuesto suficientes sospechas como para tomar en serio mi
hipótesis de que asistimos a una nueva metamorfosis del capital caracterizada por el
abandono de sus referencias nacionales; y mi llamada a centrar la mirada en el carácter
no nacional, sin patria, del capital. Este es un proceso imparable. Incluso a nivel local
aparecen hechos paradigmáticos: en España, la pugna entre las ciudades por disputarse
las “sedes sociales” de las empresas; la pugna por el cobro del IVA en el lugar donde se
produce; la indeterminación de las sedes fantasmas del Pacífico… Son muchas
imágenes las que anuncian que el capital está perdiendo su nacionalidad de múltiples
forma. El capitalista tal vez sigue teniendo patria –cada vez menos, como prueban
Miami o Mallorca-, pero el capital ya no tiene adscripciones.
Incluso se me ocurre un excurso ontológico que tal vez no sea banal. Parece como si
la nueva esencia del capital sobrenacional fuera lo que Heidegger llamaba “voluntad de
voluntad”, que está al final de todo, más allá –más acá- de la “voluntad de poder”
nietzscheana, que conservaba algo de referente, algo de centro, algo de sentido. Esa
voluntad de voluntad, que Heidegger extrae, no lo olvidemos, del mundo de nuestra
época, del mundo de la técnica (que no es exactamente la tecnología), parece una
hipóstasis metafísica de este capitalismo ilimitado e indefinido, que después de traspasar
las fronteras nacionales necesita borrarlas, diluirlas, para quedarse sin ningún referente
político-jurídico (los referentes éticos los había dejado ya hace tiempo en el camino).
Cuando se intenta pensar las nuevas formas del poder, como en la tentativa del
“imperio”, se mira en la buena dirección, pero a ciegas: esas nuevas formas del poder no
son pensables sino desde nuevas figuras del capital. De ahí el atractivo teórico –y el
interés práctico- de pensar esta irrupción en nuestra vida del capital sobrenacional.
En el plano empírico se constata esa crisis, abundando los procesos ejemplares. Así,
la confusa e impredecible configuración de la Unión Europea, o la lenta, arbitraria,
costosa y confusa construcción de un cierto “orden internacional”. En estos procesos
barrocos y un tanto ciegos se van sembrando acuerdos multilaterales que poco a poco
van hipotecando la celosa soberanía del estado liberal moderno. Aquel modelo de estado
semejante al mundo newtoniano –uno, uniforme, con leyes universales y fijas,
predecible, imperturbable, homogéneo en su actuar…- va poco a poco siendo sustituido
por una red del poder, que Foucault intenta describir con su microfísica y Deleuze con
su metáfora del rizoma. En cualquier caso, redes de poder subsumidas en otras más
extensas y formadas por otras más locales; pero, sobre todo, estructuras reticulares, sin
posiciones privilegiadas, sin orden, jerarquía ni sentido, tan ambiguas como las profusas
relaciones de vasallaje y servidumbre de la noche feudal.
Yo creo que esta visión es lúcida, aunque en la práctica sufre de momento graves
contaminaciones ideológicas; es lúcida y ajustada a un factum que permite pensar en su
éxito, y no sería difícil recurrir a ejemplos que ilustraran que los logros de las naciones
sin estado en su autogobierno han estado siempre en función de su distanciamiento de
una estrategia en claves de estado nacional –contra un estado y aspirando a un nuevo
estado- y de su acercamiento a una estrategia de poder político globalizado. Ahora bien,
esa lucidez mostrada en el análisis político de la crisis del estado nacional contrasta con
la ingenuidad de presumir que la deriva no afecta a la cultura nacional y, por tanto, a la
identidad nacional. Sospecho que la contradicción surge de que, efectivamente, para
ellos la crisis del estado nacional es simple factum, sin interpretación. No lo piensan
como efecto de la metamorfosis del capitalismo, perspectiva que permite sospechar que
la crisis del capital nacional no sólo arrastra al estado nacional sino también a la cultura
nacional. Por eso, al tiempo que los nacionalistas ven con esperanza ese fin del estado,
ven con inquietud no ya la invasión cultural imperialista, la American way of life, sino
el temible multiculturalismo que se va haciendo notorio de forma aún puntual en
algunos lugares sociales. No quiero entrar en detalles anecdóticos, pero hay suficientes
argumentos para afirmar esa insoluble contradicción entre apoyar la disolución del
estado nacional y defender la cultura y la identidad nacional.
Tal descripción sería, de momento, parcial y negativa. Habrá sin duda un proceso de
transición en el que ir construyendo esa idea, de una forma abierta a otra mas cerrada y
definida, conforme a poder fijarla como esencia ideal del nuevo orden político que aún
no tiene esencia. La ciudadanía moderna, la filosofía de los derechos del hombre y del
ciudadano, apareció cuando el capitalismo nacional y el estado nacional quedaron
fijados; y aun así la idea de ciudadanía –el ideal, y no solo su realidad- siempre estuvo
abierto, permitiendo una redefinición ampliada (incluyendo nuevos derechos, fijando
285
nuevas formas de participación) e incluso un debate interno respecto a su contenido. No
es extraño que así fuera, pues una idea de ciudadanía es un ideal de hombre y un ideal
de ciudad. Por tanto, parece razonable pensar que la nueva idea será, por un lado,
resultado de un proceso abierto, con sucesivas modulaciones, al ritmo de los cambios y
exigencias económicas y políticas; en segundo lugar, resultado de un proceso complejo
y conflictivo, como enfrentamiento ideológico, ético o estético.
Yo creo que ahora no es el momento de forzar los nuevos ideales, pues el nuevo
orden político económico emergente no nos deja ver los límites en los que tejer los
ideales de vida. Sin dejar de reconocer el esfuerzo teórico y la buena voluntad política
de algunos autores, dudo de la adecuación de sus propuestas. Así, tanto las propuestas
en claves liberales de Habermas y Rawls, como las de Sandel y Taylor, de enfoque
comunitarista, arrastran el pesado lastre del ideal de ciudadanía nacional, se mire al
futuro o al pasado, se haga en perspectiva de identidad universalista o de identidad
etnocultural. Más actual en muchos aspectos, la “utopía liberal” de Rorty también
adolece de ese límite. Parece cumplirse aquí aquella tesis de Marx según la cual la
consciencia puede adelantarse sólo un paso a la realidad nueva, y sólo cuando las
condiciones para el surgimiento de dicha realidad están dadas. Tal vez aún estemos en el
momento anterior la aurora, el más oscuro.
No creo, por tanto, que hoy pueda elaborarse una idea de ciudadanía con
pretensiones de duración, porque el orden emergente aún no tiene esencia.
286
Personalmente no estoy interesado en esa tarea, que deberán hacer quienes se
identifiquen, aunque sea idealmente, con el nuevo rostro del capital nómada y apátrida,
es decir, los defensores del nuevo orden, que de momento están en vías de adquirir su
equivalente a la “conciencia de clase”; tampoco me siento tentado a reivindicar el
modelo perdido de ciudadanía, liberal o republicana, aunque instintivamente me sienta
empujado a creer que vamos a peor (ya se sabe, el instinto rema siempre contra la
historia). Me parece que interpretar y oponerse al capitalismo como si perviviera el
modelo del capital nacional, es tan anacrónico como añorar ese capitalismo y en su
nombre oponerse a los nuevos cambios económicos, sociales y culturales. Mientras la
flecha del tiempo apunte en la dirección que lo hace, nos conformamos con dedicarnos a
aquella función que Marx tan bien ejerció fingiendo que la odiaba: a intentar
comprender el mundo, detectar por dónde van los tiempos, intentar salir del
anacronismo a que nos condena la historia en sus momentos cruciales, de grandes
cambios
Dicho todo esto, y sin pretensiones de hacer una propuesta, aunque sea mínima, sino
con el único objetivo de no defraudar del todo al lector que pudiera esperar una
alternativa positiva, me atrevo a acumular, en un abierto esfuerzo de representación,
algunos rasgos que creo ya se vislumbran de la nueva idea de ciudadanía que parece ir
abriéndose paso, en hueco o negativo, entre las fracturas del resquebrajamiento del
orden cultural y político nacional. En este sentido creo que la nueva ciudadanía,
ajustada al orden político económico que se está configurando, parece estar fundada más
en la mera pertenencia que en la pertenencia plena; es decir, en términos normativos,
parece responder más al simple y formal derecho a elegir ciudad que a un modelo de
vida ética y políticamente denso, basado en el disfrute de derechos y participación. Un
segundo rasgo de esa ciudadanía in fieri sería el de estructurarse como adscripciones
múltiples, fluidas y contingentes, todas reversibles y revisables, referenciadas más a
pactos o compromisos concretos y delimitados que a opciones fuertes de vida, a
pretensiones de identidades sólidas, sean éstas etnoculturales o cívico-republicanas. Un
tercer aspecto de la misma sería su estar más centrada en los “nuevos derechos”, que
podemos renombrar derechos al consumo, que en los derechos clásicos (civiles y
políticos), lo que en otras palabras equivale a decir que se tratará esencialmente de una
ciudadanía pasiva. El cuarto rasgo la caracteriza como más mediatizada por una
participación mas-mediática, propia de una democracia de opinión, que por mediación
de los sistemas de representación e instituciones propios de la democracia
parlamentaria. Además, considero que será una ciudadanía flexible y multiforme, que
habrá de permitir identificaciones débiles y diversas, pilotando más sobre la idea de
multiculturalismo que sobre la idea de integración. En todo caso, y por último, sólo será
interpretable en el marco geopolítico generado por un capital sobrenacional que ya no
necesita el estado, ni el imaginario de identidades colectivas como la nación o la patria,
y que forzará sin duda una movilidad de la fuerza de trabajo que acabará con las últimas
adscripciones e identificaciones que en sus fases anteriores le fueron útiles.
287
La lista de rasgos está abierta, y será revisable; pero es efectiva para apuntar la nueva
dirección t la flecha del tiempo y, por tanto, para cuestionar la tenaz persistencia en
mantener el discurso en la reivindicación de la anacrónica ciudadanía liberal idealizada.
El modelo de sociedad comprometido con ese ideal ya ha cumplido su ciclo, ha pasado
sin realizar su promesa; y ya se sabe, se saca poca leche ordeñando al chivo. En la
representación del individuo lo que se está hundiendo no es un estatus o una condición,
algo accidental y recuperable; por el contrario, vive el proceso como pérdida de su
esencia. Y no es extraño que así sea: la esencia del ciudadano es la identidad que aporta
la ciudadanía. Por tanto, ante su irreparable pérdida, en el momento actual parece
insoslayable la siguiente alternativa: o bien vivir como meros individuos, de forma
inesencial, aceptando con Foucault la muerte del hombre; o bien morir como
ciudadanos en defensa de la identidad amenazada. Pero entre esa dos figuras tanáticas
cabe la expectativa (conscientemente no digo esperanza) de que al filo del nuevo mundo
globalizado surgirá un nuevo tipo de ciudadano, aunque no sea el que aparece en el
espejo encantado de nuestras ideologías, aunque nos horrorice el rostro que en el mismo
vislumbramos en este prolongado ocaso.
288
“A la paz perpetua”. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra
de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los
“hombres” en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo
a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?. Quédese sin respuesta la pregunta”
(I. Kant, Sobre la paz perpetua).
Este discurso del pacifismo ético, y los movimientos por la paz que lo vehiculan,
con su triple denuncia de la guerra como mecanismo de dominación de los pueblos,
como estrategia del capital y como rostro bárbaro de la irracionalidad humana, se han
revitalizado en las últimas décadas en nuestro mundo globalizado, ganando en poder de
convocatoria y en capacidad de agitación. Aunque la eficacia de los movimientos por la
paz haya sido limitada, y aunque coyunturalmente puedan entrar en conflicto con otras
vías de lucha por la emancipación e incluso con otras políticas de paz, el pacifismo ético
me parece conveniente y legitimado, y en todo caso tan asentado en nuestra cultura que
forma parte del paisaje de la vida política democrática de nuestro tiempo.
Ahora bien, a caballo del cambio de milenio ha hecho acto de presencia otro tipo
de pacifismo, con otro discurso, otra actitud y otros objetivos, con una función práctica
bien diferenciada. Se trata de lo que llamaré sin ánimo peyorativo pacifismo estético.
No deseo radicalizar el conflicto ético/estético en esta esfera del pacifismo; no pretendo
forzar su incompatibilidad; al contrario, pienso que la conciencia propia del pacifismo
estético no tiene por qué excluir todo contenido moral. Además, entiendo que esta “no-
incompatibilidad” teórica queda especialmente reforzada en nuestros días, cuando la
339
Una primera versión del texto fue presentado con el título “Humanismo, pacifismo, humanitarismo” y leído en el IX
Simposio de la AIFP sobre “Los desafíos de la justicia” (Universidad de Unisinos, Porto Alegre, 19-22 de Octubre de 2005).
Posteriormente, con un texto muy corregido, fue publicado con el título “Pacifismo ético, pacifismo estético” en M. Polo, Ética y
Asuntos Públicos. Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2009.
289
moral dominante es obstinada y genuinamente esteticista. Por tanto, al llamar a este
pacifismo “estético” apunto más allá de una simple devaluación académica, centrando la
mirada en una problemática más honda y esencial de nuestra época, a saber, la
distinción entre un pacifismo humanista, que responde a las prescripciones de la moral
ilustrada, prima facie kantiana, del deber, y un pacifismo humanitarista, concordante
con el discurso de la moral indolora o la ética sin deber, tan del gusto postmoderno.
2. Pacifismo político.
340
Gandhi es un caso excepcional.
290
movimientos por la paz. El objetivo inmediato de los mismos, en opinión del filósofo
español, no era tanto el rechazo inmediato y espontáneo de la guerra, sino algo más sutil
y políticamente mediatizado, lo que ha llegado a ser en nuestros días el símbolo
contemporáneo de la presencia de la misma en el horizonte: la OTAN. Aunque el
artículo que comento, “El fundamentalismo y los movimientos por la paz” 341, es un
texto de modestas pretensiones teóricas, y cuyo contenido estaba fuertemente
mediatizado por la coyuntura, particularmente por la cuestión de la entrada de España
en este organismo militar, que se decidiría en el ya mítico “referéndum sobre la
OTAN”, me sirve para ilustrar un momento histórico de la conciencia pacifista, una
figura de su fenomenología, la que no sin reservas he llamado pacifismo político.
En el contexto de reflexión del artículo, esta distinción entre dos figuras del
pacifismo, el fundamentalista y el pragmático, confrontaba dos posiciones políticas en
el seno mismo del comunismo. Conviene recordar al respecto que los partidos
comunistas europeos, y en particular el PCE 343, en esas fechas ya se habían liberado
formalmente de la confesionalidad marxista-leninista y centraban su debate estratégico
y de objetivos en la “vía pacífica al socialismo democrático”, popularmente conocido
como debate sobre el “eurocomunismo”. O sea, el desplazamiento doctrinal respecto a
la ortodoxia marxista, giro que incluía la renuncia a la lucha de clases, había de tener y
tuvo en la cuestión del pacifismo una de sus confrontaciones más decisivas. En el fondo,
la decisión sobre el pacifismo afectaba tanto a la estrategia (“vía democrática” versus
lucha de clases), cuanto al orden social a construir (“socialismo democrático” versus
comunismo).
341
Publicado vez en el Journal of European Nuclear Disarmement, nº 19 (1986): 21 ss., y antes en Mientras tanto, 22 (1986)
43-48. Recogido en M. Sacristán, Pacifismo, ecología y política alternativa. Barcelona, Icaria, 1987, 169-175 (Citamos sobre esta
edición)
342
Ibid., 171.
343
Y el PSUC, indiferenciado a los efectos que aquí trato.
291
corresponden respectivamente con las aspiraciones a la paz perpetua y a la sociedad
pacificada. Correspondencia que me parece razonable, pues no es necesario forzar los
conceptos para relacionar el pacifismo “fundamentalista” con el ideal clásico kantiano
de paz perpetua y el pacifismo “pragmático” con la propuesta hobbesiana más
contingente y modesta de sociedad pacificada, que mantiene el ruido de la barbarie en
su más o menos lejano horizonte. El propio M. Sacristán nos ha facilitado los
argumentos definitivos para establecer esta correlación al insistir, por un lado, en que
“para los fundamentalistas sólo tiene sentido luchar por lo que podríamos llamar paz
esencial, auténtica, basada en la supresión de las causas de una guerra posible” 344, lo
que a todas luces se ajusta perfectamente a la definición del ideal kantiano de paz
perpetua; y al explicar, por otro lado, que los pragmáticos sospechan “que la causa de la
búsqueda y abolición del Mal puede ser cosa larga, y breve el tiempo disponible”, y que
en esa perspectiva vale la pena “la esperanza de que sea posible hacer algo útil
combatiendo síntomas particularmente peligrosos ellos mismos por su capacidad de
realimentar positivamente el proceso que conduce al desastre, la esperanza de que sea
útil intentar frenar la enfermedad aunque todavía no se sepa curarla”345. Dos ideales que
en Sacristán, como en Kant, no se excluyen; pero dos ideales que, a la luz de la
seductora metáfora médica, que permite desear a un tiempo la curación final y definitiva
y, mientras tanto, las intervenciones paliativas o de choque, no logran silenciar del todo
la sospechosa oportunidad ocasional de defensa de la “paz armada”, de los “ejércitos de
paz”, y otras inquietantes expresiones que hacen mal incluso al lenguaje.
344
Ibid., 171
345
Ibid., 173.
292
articularse en una estrategia “pacífica”. Sería a todas luces una estrategia perversa –
piensa Sacristán- denunciar a la OTAN como maquinaria de guerra esgrimiendo las
armas o movilizando la violencia. La lucha política por (el objetivo de) la paz imponía,
según nuestro autor, el posicionamiento (estratégico) pacifista, en su forma de
“pragmatismo sensato”. Sacristán enfatizaba la estrategia pacifista en cuanto entendía
que en ello se juega la credibilidad del pacifismo: la sinceridad y honestidad de la lucha
debía avalarse con las credenciales de la estrategia; en coherencia, creía que en la
estrategia pacifista se ponía en juego la eficacia de la lucha contra la OTAN.
Encontramos en Sacristán, por tanto, una defensa del pacifismo subordinado a una
estrategia política. Tal vez algunos acentos del texto, que no podía dejar de reflejar el
viejo y eternizado problema interno al marxismo de decidir entre la lucha armada
revolucionaria y la democracia como vías alternativas al socialismo, pueden forzar una
lectura del mismo que exalte la universalización de la estrategia pacifista; pero una
lectura atenta y contextualizada revela que el recurso de Sacristán al pacifismo es
estratégico y contextual; es decir, no es una opción política dictada desde una posición
meramente ética, como avala el hecho de que la alternativa se argumenta desde una
exigencia estratégica de la lucha política y no desde una prescripción ética universal.
Sea como fuera, pacifismo político o políticas por la paz, lo cierto es que la
posición de Sacristán pone la lucha política en el puesto de mando. Esto se aprecia en el
radicalismo con que distingue y fija la contraposición entre ambos tipos de pacifismo,
manifiestamente forzada. Su radical rechazo del pacifismo fundamentalista parece
intempestivo, e incomprensible sin la perspectiva estrictamente política del conflicto
interno entre eurocomunismo y marxismo-leninismo346. Es perfectamente imaginable (y
pensable) compartir, con Sacristán, una posición pragmática de lucha por una sociedad
pacificada, al mismo tiempo que se mantiene la firme convicción de que la paz será
frágil sin profundas transformaciones económicas y sociales, si se quiere, sin
revolución, que tiendan a eliminar las condiciones de posibilidad de la guerra; y
tampoco es extravagante, sino todo lo contrario, militar en ese fustigado “pacifismo
346
Ver también, en el mismo texto, su artículo “Los partidos marxistas y el movimiento por la paz” (Ibid., 179-184).
293
fundamentalista” y, al mismo tiempo, ser lo suficientemente razonable para comprender
la conveniencia estratégica de luchar por objetivos parciales, por la paz finita, por la
pacificación precaria, e incluso por las simples treguas. Al fin y al cabo, lo que quiero
decir es que, caricaturas aparte, el pacifismos fundamentalista al que alude
peyorativamente Sacristán responde a la idea, de recio raigambre marxista, según la cual
la reconciliación entre los hombres requiere negar las condiciones materiales de
existencia que los enfrentan, -idea ésta que tan bellamente expresara el propio Marx,
siguiendo a Hegel, en su metáfora de la violencia como partera de la historia-, y que no
es una impostura ser radicales en los principios e inamovibles en los objetivos finales al
tiempo que se rinde culto a la flexibilidad, la concreción y la adecuación a las
condiciones objetivas en el momento de definir las estrategias.
3. Pacifismo ético.
Ahora bien, si como vengo diciendo los movimientos por la paz pueden –y
suelen- tener una fuerte componente ética, y los movimientos pacifista pueden –y
suelen- tener relevantes efectos político, se comprende las dificultades para su
conceptualización bien diferenciada. Dificultades que se acentúan por la ambigüedad
añadida por las figuras históricas que los expresan, que complican la comprensión a
294
diferencia de otros muchos casos en que ayudan en la clarificación conceptual. Un caso
paradigmático es el pacifismo de Gandhi, referente de todo pacifismo ético, en el que la
no violencia es elevada a principio moral absoluto que determina cualquier estrategia
legítima de acción política, pero que al mismo tiempo –y así acabaría siendo
interpretado, especialmente por sus enemigos- en su existencia real no era ni podía ser
políticamente neutral. Ciertamente, el pacifismo ético cuando transciende la posición
personal y deviene un movimiento social se sitúa siempre en la frontera de la política,
tanto por el ideal de sociedad pacífica que postula cuanto por la estrategia pacífica de
reivindicación que impone.
Conviene prestar alguna atención más a esta doble caracterización del pacifismo.
El pacifismo ético incluye tanto el ideal de paz perpetua kantiano como la estrategia de
no violencia, norma moral que se prescribe a cada individuo (Recordemos que Kant
estaba convencido de que la paz perpetua tenia su realización en la historia, es decir, se
construía con recurso a la violencia). No puede confundirse con el genérico deseo de
paz universal, mucho más amplio y mucho menos sagrado, que recoge tanto el genérico
y ennoblecido amor (cultural) a la paz, en el que confiaba Kant, cuanto el pregnante e
instintivo deseo (natural) de paz, contaminado de deseo de vivir, de mera sobrevivencia,
en el que insistía Hobbes. Deseo o amor que parecen presentes a lo largo de la historia,
del majestuoso proyecto de Pax romana a la más banal pero igualmente reveladora
propuesta del mayo parisino de “Hacer el amor y no la guerra”. Sacralizado o
naturalizado, el deseo de paz está incluido en todos los movimientos por la paz, sean o
no pacifistas; aunque parezca una burla, no podemos ignorar que hasta los dictadores lo
incluyen oficialmente en su proyecto, oprimen y exterminan en nombre de la paz,
aunque se trate de la “paz de los cementerios”: imagen ésta, no lo olvidemos, que
295
inspiró el texto programático del pacifismo, el manifiesto “A la paz perpetua”, de Kant.
El poder también aspira a la paz, aunque la interpretada como sometimiento, como
silenciosa sumisión; y es en su capacidad de imponer la paz -¡esta paz!-, de hacer
absoluto el sometimiento, donde se reconoce y satisface.
Lo que intento enfatizar es que, por un lado, hay deseos de paz y formas de paz
perversos, basados en la más obscena de las violencias, la violencia invisibilizada (sin
guerra) que reproduce la sumisión silenciada; y, por otro lado, el genérico deseo
humano de paz, aunque noble y espontáneo, no es un componente esencial de la
conciencia “pacifista” contemporánea; aunque acompañe y esté presente en alguna
lucha de los movimientos pacifistas, no es lo esencial al concepto, no es determinante de
su acción. En otras palabras, el mero deseo de paz no cuestiona el recurso a la guerra:
en pos de la paz en Sarajevo los pueblos europeos, con sus intelectuales más
cualificados al frente, clamaban por la intervención armada, aunque fuera, como así fue,
como no podía ser de otra manera, la intervención de los norteamericanos. En el caso
del pacifismo político, diferenciado de la mera voluntad de paz, y que supone la apuesta
por una estrategia de lucha pacífica, lo característico es que la voluntad de luchar por la
paz se determina circunstancialmente como voluntad de luchar pacíficamente por la paz
(recordemos el caso mencionado de Manuel Sacristán). Aquí lo relevante es el carácter
circunstancial, contextual, del recurso a la estrategia pacifista, pues no es pensable una
política que haga del pacifismo un principio eterno. El pacifismo político, pues, sólo es
genuinamente pacifista de forma aparente y condicional; el recurso a la estrategia
pacífica es “estratégico”, no programático.
Por eso decía más arriba que el “pacifismo sensato” y “pragmático” de Sacristán
no era pacifista en este sentido. Nada tiene que ver con la apuesta genuinamente ética de
296
la opción de Gandhi, elevada a canon del pacifismo ético. En éste la dimensión política
de la lucha, que sin duda hace su aparición contaminando la acción, está al menos
idealmente subordinada a la toma de posición pacifista, a la sacralización de la no
violencia.
Tal vez Gandhi perseguía ambas cosas. Pero, de facto, consiguió –o dio grandes
pasos en esa dirección- la liberación nacional, y no así la paz interna. Lo cual parece
llevarnos a la siguiente paradoja: la estrategia pacifista de Gandhi puede considerarse
exitosa si la aislamos del objetivo (ético) de paz y la valoramos (políticamente) con
referencia a la liberación nacional; en cambio, es un (relativo) fracaso si incluimos la
paz como objetivo esencial y valoramos la liberación nacional como objetivo político
297
secundario. Lo que me lleva a concluir que, en rigor, el pacifismo sólo se define desde
la estrategia de no violencia, y no desde el objetivo de paz. Podemos afirmar que la
estrategia pacifista de Gandhi tuvo éxito, y de ahí su sacralización canónica del
pacifismo, sólo en cuanto la aislamos de los objetivos de paz, tanto del ideal de paz
perpetua, como del ideal más humano de una India pacificada; tuvo éxito porque sirvió
para la emancipación política de la India, no para su pacificación.
4. Pacifismo estético.
Hace un par de años Gustavo Bueno publicó, en plena campaña contra la guerra
de Irak, su artículo “Síndrome del Pacifismo Fundamentalista” 347. Quien sea capaz de
leer el texto olvidándose de la biografía de su autor, cosa nada fácil, posiblemente
llegue a la conclusión de que es un fino paño para un burdo sayo. Con ello quiero decir
que me parece una crítica lúcida, brillante, que inicia la apertura de un nuevo campo a la
reflexión filosófico política; pero que, al mismo tiempo, cosa sólo comprensible por las
obsesiones personales del autor, dilapida su potencial analítico y crítico convirtiendo el
texto, paradójicamente, en un repetido gesto de rechazo de “las izquierdas” (como él
mismo dice, la dispersa, la divagante y la extravagante) y en una defensa de algo tan
347
G. Bueno, “Síndrome de Pacifismo Fundamentalista”, en El Catoblepas. Revista crítica del presente, 14 (abril 2003):2-18.
298
indecente e indefendible como la decisión bélica de las Azores.
Creo que esta mirada incisiva es un buen punto de partida desde el que
preguntarnos cómo y por qué se ha llegado a esta espontánea y universal adhesión al
“no a la guerra” que se filtra por el tejido social, a esta evidencia de la bondad absoluta
de la paz, de toda paz, de cualquier paz, de la paz perpetua. Y así lo hace Bueno, que se
pregunta: “¿Cómo se ha llegado a la situación, que consideramos característica del SPF,
según la cual el no a la guerra concreta del Irak se identifica, por parte de millones y
millones de personas, con un no a la guerra en general y, por tanto, con un sí a la Paz, a
una paz perpetua universal y transcendental, que se justifica, al modo fundamentalista,
en nombre de la Humanidad, es decir, con una exigencia que dice proceder de las
mismas entrañas del Género Humano?”. La pregunta tiene tanto más oportunidad y
sentido si, como indica G. Bueno, recordamos que el síndrome arraiga especialmente en
sociedades de tradición secular belicista, todas ellas con ejércitos permanentes, lanzadas
a una voraz carrera armamentística que no excluye las armas atómicas, organizadas en
eficaces alianzas militares (OTAN). Y podemos añadir, para incrementar la perplejidad
ante este síndrome pacifista, que estamos en sociedades que han hecho bandera de la
crítica, del antidogmatismo, del antifundamentalismo, de la duda escéptica contra “todo
tipo de evidencias axiomáticas o de revelaciones arcangélicas”. Esta doble vía de
perplejidad, es decir, que el nuevo fundamentalismo pacifista surja y crezca en
sociedades a la vez belicistas y escépticas, contribuye a dar relevancia y atractivo a la
pregunta. Porque, en definitiva, nos invita a dirigir la mirada filosófica a la aparición de
una nueva conciencia social, mejor aún, al surgimiento de una nueva ética que pugna
348
Ibid., 2.
299
por hegemonizar la existencia humana del inaugurado milenio; nueva conciencia que
presumimos generada por nuestras sociedades pero que, al menos aparentemente, parece
rebelarse contra sus propios principios.
349
Ibid., 6.
350
Ibid., 7.
300
coyuntura. Que no es fundamentalista, y por tanto necesita de otra interpretación, lo
prueba el hecho de que ya está olvidado, de que en Irak sigue la guerra, hoy más cruel y
destructiva que antes, y los gestos se han retirado; más que fundamentalista, que
supondría responder a una concepción ideológico política fuerte, cerrada, de base
ontológica esencialista, es un sentimiento efímero, fragmentado, ocasional, que se
esconde y reaparece con efectos y ritmos que hay que describir e interpretar con
sutileza. Y que no es mero efecto de coyuntura lo muestran, precisamente, sus
frecuentes reapariciones ante distintos escenarios, su diseminación por el dominio de las
prácticas, su presencia en formas metamorfoseadas en los vericuetos del espacio
público, lo que invita a pensarlo como acontecimientos que si bien no responden a una
esencia, sí expresan una nueva forma de ser en el mundo. Es decir, necesitan ser
pensados desde otra ontología del ser social, no una ontología de la esencia sino de la
contingencia, no de la regla sino de la voluntad, no del deber sino del sentimiento.
5. Pacifismo contemporáneo.
Las reflexiones anteriores nos permiten extraer algunas ideas favorables a esta
tentativa de pensar el pacifismo en el nuevo contexto del capitalismo del consumo.
Parece obvio que hoy la oposición a la OTAN, que al menos formalmente mantiene el
pacifismo político remanente, tiene poco o nada que ver con los presupuestos y los
sentimientos del pacifismo contemporáneo. No es, ciertamente, una prueba definitiva,
pero es un argumento empírico fuerte el hecho de que hoy la OTAN aparece más
aceptada e incuestionada que nunca. Como es un argumento fuerte que la guerra de
Irak, que tantas movilizaciones en contra suscitara, continúa con tanta muerte y
destrucción como en los días de “guerra clásica”, en los momentos de la invasión,
mientras que el pacifismo del “no a la guerra” ha perdido presencia en la escena pública,
mutándose en reapariciones fragmentadas y diseminadas en que la espontaneidad y
discontinuidad en lugar de expresar su miseria expresa su esencia.
Rorty expresa toda la actualidad del momento cultural al proponer una ética
basada en un solo principio: el rechazo del dolor, que entiende natural al ser humano,
que por tanto es espontáneo y no necesita ser prescrito como deber, cosa hoy
inaceptable, según el norteamericano, en una filosofía desepistemologizada y
definitivamente contextual. El pacifismo contemporáneo se funda en el rechazo
universal del dolor, en su expulsión de nuestro espacio de conciencia, es decir,
especialmente del espejo mass-mediático donde lo visualizamos, sea en imágenes de
Afganistán, Irak o Txetxenia, sea en pateras naufragadas o trópicos desbaratados por el
seísmo. ¿Muros de exclusión? ¡Ni en Berlín ni en Palestina!. Y menos las alambradas
de Ceuta y Melilla, que irritan nuestra alma humanitaria, pero que siguen allí,
creciendo, multiplicándose, legitimadas con el ritual de rechazos emocionales
ocasionales.
Para mostrar la pertenencia del pacifismo a la nueva ética y, por tanto, para
presentarlo en el contexto del humanismo, argumentaré dos tesis. Con la primera
defenderé que el humanismo moderno no fue pacifista, no excluyó de la estrategia
política la violencia y el dolor; su amor a la paz, su apuesta decidida por ella, no
conllevaba la asunción de una estrategia pacifista, del mismo modo que el espacio que
su ética reservaba a la caridad, la piedad o la compasión, contenidos genuinamente
humanitaristas, no afectan la esencia de su humanismo. Con la segunda tesis defenderé
que el pacifismo es el componente esencial del humanitarismo, en el sentido de que
expresa con más intensidad su contenido ético y su función política.
6. Humanismo no pacifista.
Textos como estos aparecen con abundancia en las páginas de sus escritos. Todos
ellos sirven para ilustrar que Rousseau no apuesta de forma incondicional por la
sociedad pacificada; hay cosas más importantes que la vida, parece decirnos, tales como
la vida digna, la vida humana, la vida en libertad. Ni siquiera manifiesta entusiasmo
351
J-J. Rousseau, Du contrat social. Libro I, cap. iv.
303
alguno por la paz perpetua. Para sospechar de ella no necesitaba el ginebrino nuestro
contexto actual de la ingeniería genética, en el que A. Huxley sitúa su “mundo feliz”, en
el que de forma efectiva pueden eliminarse las condiciones de posibilidad de todo
conflicto, de toda lucha, de toda guerra, convirtiendo a los individuos en seres
condenados a la paz. Son suficientes sus sospechas del papel seductor de la razón, capaz
de “tender guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro” que atan a los hombres,
capaz de conseguir el prodigio de que, nacidos para la libertad, se acostumbren y acaben
amando su servidumbre. Le basta al filósofo ginebrino la imaginación para no soñar con
un orden político en el que la guerra sea imposible y para aspirar, en cambio, al ideal de
sociedad justa, reino de la libertad y la igualdad, aunque la aventura se tome su precio
en dolor y sangre; una sociedad en la que la paz, ¡qué duda cabe!, tiene reservado un
lugar de privilegio, pero a la que el pacifismo no le es intrínseco, ni en su génesis
(estrategia) ni en su propia esencia (derecho a la guerra como derecho de gentes).
Bien mirado, el estado definido por el contrato social hace las veces de sociedad
pacificada, y se caracteriza porque ha desaparecido la guerra, aunque no la posibilidad
de la misma, siempre amenazante en el horizonte. Aunque el estado que instaura el
contrato social, eliminando la dominación de los seres humanos por otras voluntades
particulares, supone la expulsión de la guerra del seno de la comunidad política, la
violencia no desaparece de su horizonte. Por un lado, porque el riesgo de violencia
interior, e incluso de guerra civil, está siempre abierto, ya que la esencia misma del
estado, la voluntad de imponer la voluntad general sobre voluntades particulares, nunca
se consolida definitivamente; por otro lado, porque resta la perspectiva de la guerra
entre estados, auténtica forma de la guerra moderna, pues “la guerra no es una relación
de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la que los particulares
sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres y ni siquiera como ciudadanos,
sino como soldados”.
No sabemos qué pensaría el ginebrino de esta guerra contra Bin Laden o contra
Al-Qaeda, ya que pensaba que “cada Estado no puede tener como enemigos sino otros
Estados, y nunca a hombres, nunca a particulares”. Lo que sí sabemos es que el
pacifismo fundamentalista, como principio ético absoluto, universal y evidente, no
forma parte de su ideario. Y como la propuesta rousseauniana de hombre emancipado,
política y económicamente liberado, dueño de su destino de la única forma que puede
serlo, como ciudadano de una república independiente, es una propuesta genuinamente
humanista, parece que podemos concluir que al humanismo, al menos al de Rousseau, el
pacifismo no le es intrínseco el pacifismo.
6.2. (Kant, historia y guerra). Tampoco Kant, que tuvo la fortuna de teorizar el
ideal de paz perpetua, y a quien se le reconoce con justicia haber definido el humanismo
moderno, el ideal ilustrado de hombre que piensa por sí mismo y que autodetermina su
voluntad autónoma de acuerdo con el deber, fue un pacifista en el sentido estricto que
hemos definido. De hecho el título de su folleto, como es bien sabido, tiene su cara
irónica, pues está inspirado en la inscripción “A la paz perpetua” que figuraba bajo una
304
representación pictórica de un cementerio. Bien podríamos tomar esta anécdota como
referencia irónica a que tal vez sea ése el lugar natural de la paz perpetua. De hecho
Kant, comentando la inscripción, deja en el aire la respuesta de si la misma se dirigía
provocadoramente a los gobernantes, “nunca hartos de guerras”, ajenos a esa diosa
seductora, o a los filósofos, “entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz” 352,
proclamando una eterna profesión de fe a un fantasma. Seguramente no falta ironía en
esa doble referencia: al cinismo de los gobernantes, recurriendo a la guerra en nombre
de la paz, y a la tentación angélica de la filosofía, refractaria a asumir la legitimidad de
recurrir al mal (y el mal político es la guerra y la violencia) para conseguir y defender el
bien (y el bien político es la comunidad ética de hombres libres). En cualquier caso, lo
que aquí pretendo resaltar es que el folleto de Kant, incluso interpretado como una
declaración de amor a la paz perpetua, lo relevante es que incluye una estrategia nada
pacifista para conseguirla, y una situación final de paz perpetua que, tal vez a su pesar,
sólo es pensable manteniendo el conflicto y la violencia en su horizonte, cosa que
empaña el ideal. Y esta tesis no necesita sofisticaciones hermenéuticas de sus textos,
sino simplemente una lectura atenta y exhaustiva.
Ya en los artículos preliminares, que tratan “de una paz perpetua entre los
Estados”, concretamente en el 3º, tras afirmar que “los ejércitos permanentes –miles
perpetuus- deben desaparecer por completo con el tiempo”, por ser una incesante
amenaza de guerra y por ser inmoral “tener a gente a sueldo para que mueran o maten”,
nos dice: “Muy otra consideración merecen, en cambio, los ejercicios militares que
periódicamente realizan los ciudadanos por su propia voluntad, para prepararse a
defender su patria contra los ataques del enemigo exterior”. Lo que quiere decir, en
definitiva, es que mientras exista el horizonte de guerra, la voluntad de paz no excluye
el recurso a la violencia; o, dicho de otro modo, el pacifismo genuino está excluido de la
propuesta kantiana.
Creo conveniente insistir en esta tesis e ilustrarla con más intensidad y extensión.
Kant acepta que, mientras la historia llega a su final, el estado de guerra es intrínseco a
la relación entre estados; y ya sabemos que la historia es el lugar donde se realizan, por
la fuerza, la violencia y la sangre, los preceptos de la razón práctica que los hombres no
escuchan y, cuando lo hacen, no obedecen. Por tanto la guerra no sólo es inevitable,
sino que en la dimensión histórica de la existencia humana es necesaria. Tan necesaria y
útil que Kant la pone como origen de las instituciones políticas más sagradas para él,
como el derecho y el estado. En el fondo es la guerra la que hace realmente necesaria la
organización política del mundo conforme a la paz perpetua; la guerra responde, pues, a
la astucia de la razón.
Que la paz perpetua incluye una estrategia (y, como vemos, una estrategia que no
excluye la violencia, sino que la exige, y por tanto la legitima) se revela también de
forma iluminadora en los “Artículos definitivos de la paz perpetua entre Estados”. En el
artículo primero se postula que “la constitución política debe ser en todo los Estados
republicana”353. Una constitución, como Kant dice, que añade “la pureza de su origen,
que brota de la clara fuente del concepto de derecho”. El papel que otorga a los estados
es la clave de su pensamiento respecto a la paz, y donde se nos desvela el secreto de su
“pacifismo”, con su figura y sus límites. De hecho, conviene recordarlo, la paz perpetua
aparece en su pensamiento como una estrategia de instauración de un nuevo orden
internacional, basado en la “federación de Estados libres”. Y en ese momento mismo, al
afirmar la racionalidad y bondad de la “federación de estados”, que piensa como
realización del derecho internacional, Kant recalca que esa nueva unión sería “una
Sociedad de naciones, la cual sin embargo no debería ser un Estado de naciones”. Tesis
muy importante, que merecería especiales consideraciones, y que nos llevaría a ver sus
múltiples implicaciones, muchas de ellas con resonancias actuales en nuestro país.
Limitándonos al interés de esta idea para nuestra reflexión sobre el pacifismo, es fácil
comprender que si el objetivo final, el “ideal” civil, fuera la paz absoluta y definitiva, es
decir, si Kant fuera consecuente con su propia idea de paz perpetua, habría de haber
sacrificado el estado nacional en un estado mundial, en vez de salvarlo en la figura de
una federación de naciones, como acertadamente le reprocharía Hegel.
Kant tiene el mérito de al menos no eludir los problemas, cosa que muestra al
decir coherentemente que “la manera que tienen los Estados de procurar su derecho no
puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de
ser la guerra” (Art. 2º). Además, a diferencia de los individuos, sometidos a la “máxima
de derecho natural” de salir del estado de guerra y anarquía, los estados no están
sometidos a una máxima semejante. Las naciones no están obligadas por derecho
natural a buscar la paz: “los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por
tanto, no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran rededucirlos a una
constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho”. O sea, no
hay una prescripción del derecho de gentes de formar un estado universal; la paz
perpetua no es, como parecía, y como él mismo dice a veces, una máxima de la razón
práctica que, metamorfoseada en ley de la naturaleza, realiza la historia al precio que
sea. En tanto que opción libre de los estados para realizar la voluntad de paz de éstos,
tomará la forma de alianzas y pactos contingentes en la dirección de una federación de
naciones, forma política que permite esa identidad difícil entre realizar la paz perpetua y
salvar la soberanía de los estados.
Kant insiste, tal vez consciente de que es un punto débil en su propuesta, en que
esta federación no es un mero tratado de paz, en cuyo caso sólo aplazaría las
hostilidades; la federación, nos dice, las disuelve, las hace imposibles. Pero, a pesar de
esta insistencia, y tal vez por ella, no logra despejar las sospechas de que la paz no
puede derivarse del concepto mismo de federación tal como el filósofo alemán la
307
define. Porque, como él mismo dice, “esta federación no se propone recabar ningún
poder del Estado”; pretende sólo “mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí
mismo, y también la de los demás estados federados, sin que éstos hayan de someterse
por ello… a leyes políticas y a una coacción legal”. Con esa ilimitada reserva de
soberanía estatal, ¿cómo convencernos de la desaparición de la posibilidad de guerra?.
Aunque Kant sitúa esta federación en un proceso histórico acumulativo, creciente, por
convencimiento de las ventajas de la misma, la guerra no parece desaparecer del
horizonte ni siquiera acabado y universalizado el proceso: la autonomía de los estados,
la ausencia de un poder exterior a los mismos, principio sagrado de la propuesta
kantiana de federación, hace que la paz se asiente en terreno inestable.
Hegel entendía la guerra como un procedimiento para dirimir los conflictos ajeno
a cualquier regulación moral o jurídica; en este sentido, la guerra empieza donde y
cuando la moral y el derecho guardan silencio. Su teoría al respecto, expuesta en sus
Principios de Filosofía del Derecho, deriva de su concepción del derecho internacional,
que en lo que aquí nos interesa es coincidente con Hobbes, Rousseau o Kant. Entiende
que puesto que la relación entre los estados “tiene como principio su soberanía”,
esencial, constitutiva e irrenunciable, de ello resulta que “los Estados están entre sí en
estado de naturaleza, y sus derechos no tienen su realidad efectiva en una voluntad
universal que se constituye como poder por encima de ellos, sino sólo en su voluntad
particular. Aquella determinación universal permanece por lo tanto como un deber ser,
y la situación real será una sucesión de relaciones conforme a los tratados y de
308
aboliciones de los mismos”354. O sea, la ausencia inevitable de ese poder supraestatal
hace que los estados estén entre sí como en “estado de naturaleza”, relacionándose entre
ellos según su interés particular. Sin duda puede existir en ellos una voluntad de paz,
incluso una moralización de ese ideal, pensándolo como “deber ser”; pero de facto su
relación mantiene la guerra y la violencia en el horizonte. La idea kantiana de paz
perpetua, sustentada en el orden de una federación de Estados, que actuaría de árbitro en
las disputas, previniendo de este modo la guerra, presupone un acuerdo de los estados, o
sea, presupone la soberanía de la voluntad particular de cada estado. Por tanto, sentencia
Hegel, sería una paz afectada siempre por la contingencia. Y tiene toda la razón del
mundo.
O sea, en la medida en que no haya acuerdos, “las disputas entre Estados sólo
pueden decidirse por la guerra”355, y esto es lo que hasta el propio Kant llama ausencia
de paz, sobre cuya situación propone la alternativa de la paz perpetua. Entre seres
soberanos la guerra está siempre en el horizonte, sea cual fuere el atractivo para ellos
del ideal de paz. Los motivos de conflicto serán múltiples, variados y relativos a la
individualidad de cada estado, y como los estados soberanos no pueden resolver esos
conflictos recurriendo a un derecho exterior, que sería una limitación de su soberanía,
no tienen otro recurso que la fuerza, sea la negociación desde posiciones de fuerza, sea
la simple guerra. Como dice Hegel, en cuanto “entidad espiritual”, un Estado “no puede
contentarse con considerar meramente la realidad de la lesión, sino que como causa de
sus desavenencias se agrega la representación de un peligro que amenaza desde otro
Estado, con la evaluación de la mayor o menor verosimilitud, las suposiciones acerca de
los fines que se persiguen, etc.” 356. Es decir, será cada estado quien valore y decida la
conveniencia de la agresión o la respuesta, sin que haya tribunal moral o jurídico desde
donde legitimar o deslegitimar su acción; en estado de naturaleza, como dijera Hobbes,
se está por definición fuera del escenario de la moralidad, de la justicia o de la
legitimidad. Hegel lo dice con contundencia: “El bienestar sustancial del Estado es su
bienestar en cuanto Estado particular, con su situación y sus intereses determinados y en
las peculiares circunstancias exteriores… El gobierno es, por tanto, una sabiduría
particular y no la providencia universal; y el fin en la relación con otros Estados y el
principio para determinar la justicia de la guerra y los tratados no es un pensamiento
universal (filantrópico), sino el bienestar efectivamente afectado o amenazado en su
particularidad determinada”357.
7. La deriva humanitarista.
Yo creo que estos dos modelos, el del brigadista y el del telemarathoniano, están
en el fondo del debate actual sobre la crisis del humanismo, uno en ocaso y otro en
ascenso. Los textos de G. Lipovetsky describen ese proceso de nuestra cultura hacia una
ética sin deber y sin dolor, dos rostros de la misma figura 358. Y dentro de su descripción
incluye como componente de la nueva ética precisamente “la escalada del pacifismo”.
Entiende que los sentimientos pacifistas van de la mano de la creciente
individualización, del retraimiento del individuo, de su ruptura con la comunidad y de
su indiferencia por los otros. Así dirá que “es la inversión de la relación inmemorial del
hombre con la comunidad lo que funcionará como el agente por excelencia de
358
G. Lipovetsky, La era del vacío. Barcelona, Anagrama. 1986; El crepúsculo del deber. Barcelona, Anagrama, 1994.
311
pacificación de los comportamientos. En cuanto la prioridad del conjunto social se
diluye en provecho de los intereses y las voluntades de las partes individuales, los
códigos sociales que ligaban a los hombres a las solidaridades de grupo ya no pueden
subsistir: cada vez más independiente en relación a las sujeciones colectivas, el
individuo ya no reconoce como deber sagrado la venganza de sangre…”359.
Ese contexto de desplazamiento hacia una ética sin deber ni dolor, que en el límite
incluye la indiferencia hacia los otros, aunque Lipovetsky la denomine “un nuevo
humanismo” que culmina y supera el humanismo clásico ilustrado 363, a nuestro entender
359
G. Lipovetsky, La era del vacío. Ed. cit., 193.
360
Ibid., 193.
361
Ibid., 199.
362
Ibid., 200.
363
He abordado la crítica de esta tesis en J. M. Bermudo, Asaltos a la razón política. Barcelona, Ed. del Serbal, 2005. Cap.
312
es un síntoma más de la liquidación del humanismo y el surgimiento del humanitarismo
como nueva conciencia ética. Una ética que, aunque de entrada pudiera resultar
paradójico, excluye la moral; es una ética sin moral, o de moral mínima. No voy aquí a
entrar en los esfuerzos actuales para distinguir la ética de la moral, en el sentido de
circunscribir sus respectivos campos a los problemas relacionados con las dos siguientes
preguntas kantianas: “¿Qué debo hacer?” y “¿Qué me es dado esperar?”. La primera
referiría a la moral, como disciplina inevitablemente trascendental, y apuntaría a esa
“vida buena” como ideal a seguir, al que sacrificarnos en espera de la beatitudo o,
simplemente, porque sí, porque seguir el deber es lo esencialmente humano; la segunda
referiría a la ética, como reflexión sobre la salvación, que en los tiempos actuales,
desteologizados, sería una salvación en este mundo, es decir, una “buena vida” como
plenitud de sentimientos y satisfacción de necesidades o deseo364.
1. El diagnóstico y el guión.
Por otro lado, -y ésta es una justificación añadida de la elección del escenario- un
enfoque orientado a representar la génesis psico-sociológica del mal se ve fatalmente
abocado al silencio o a la reiteración obstinada. Podemos ilustrarlo con un ejemplo
paradigmático. Rousseau comienza su obra Del contrato social con una explicitación
metodológica ejemplar: “Quiero ver si en el orden civil puede existir alguna regla de
administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y las leyes tal
como pueden ser. Procuraré siempre unir en esta indagación lo que el derecho permite
con lo que prescribe el interés, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen en
conflicto”366. Con su habitual lucidez el pensador ginebrino nos advierte del gran
problema: articular la razón instrumental y la razón práctica, aceptar los límites de
ambas. Y enseguida plantea la cuestión que ha pasado a ser el horizonte de todo
pensamiento liberador: “El hombre nació libre, y en todas partes se le encuentra
encadenado. Hay quien se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser
tan esclavo como ellos. ¿Cómo ha podido acontecer este cambio?. Lo ignoro. ¿Qué
puede legitimarlo?. Voy a intentar resolver esta cuestión” 367. Hoy ya sabemos la
respuesta: nada puede legitimarlo. Pero los hechos están ahí, tozudos, retando al
derecho. Dos siglos y medio después la razón instrumental sigue mostrando su
perversión (como aliada del poder) o su impotencia (como aliada del derecho). La
cuestión rousseauniana sigue planteada, pero de forma más inquietante, pues su
reformulación ya incluye la sombra de una derrota: la alternativa “reforma o
revolución” ha dado paso a “reforma o deserción”. Y dado que el reformismo de los
intelectuales más lúcidos se apresura siempre a matizarse de “reformismo escéptico” o
“escepticismo activo”, en sus paradójicas autorepresentaciones aparecen las sombras de
una segunda y definitiva derrota, aún no confesada por el lúcido temor de quien sabe
que el silencio definitivo es complicidad. Y ahí nos encontramos todos.
Tal vez haya llegado el momento de revisar la última368, de las Tesis sobre Feuerbach
de Marx; tal vez hayamos regresado a una situación en la que lo importante –¿lo único
posible?, ¿lo revolucionario y audaz?- sea la pretensión de comprender el mundo. Tal
vez la impotencia práctica esté afectada por la debilidad especulativa; tal vez la
obstinación escéptica en la afirmación del ideal sea la última figura, la del último
hombre, de la modernidad. Tal vez la deserción política de la filosofía, en versiones
melancólica o cínica, no sea más que la contrafigura de la obstinación moralista de la
conciencia derrotada: una buscando la impunidad, aboliendo simbólicamente en su
decreto de fin de la historia el “Juicio Final”, metáfora de la responsabilidad ante los
demás; la otra buscando la inocencia, afirmando hasta el último momento su yo público
lo que su yo privado no puede creer: que Dios no ha muerto. ¿Estamos condenados a
366 ?
J-J. Rousseau, Del contrato social. I, “Introducción”.
367 ?
Ibid., I, i.
368 ?
“Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; ahora se trata de transformarlo” (Tesis XI).
316
esta alternativa?. Pensar los efectos de la deriva antisubjetivista en la deriva
individualista nos puede permitir un doble registro de respuestas: uno, las referentes a la
responsabilidad de la filosofía en el mal político; otro, las posibilidades aún no cerradas
de pensar la política fuera de esa alternativa reformismo moral/deserción cínica.
369 ?
El meritorio esfuerzo de L. Ferry y A. Renaut por revisar la lógica impuesta por la interpretación de Heidegger en la
filosofía de la subjetividad, envidiable en rigor analítico, a nuestro entender se resiente de la añoranza ilustrada en la forma de un
retorno a Kant que dificulta plantearse la pregunta kantianamente, es decir, plantearse las condiciones de posibilidad de la razón –y
en especial de la razón práctica- después de la deriva postheideggeriana (Cif. L. Ferry y A. Renaut, La pensée 68. Essais sur l’anti-
humanisme contemporain. París, Gallimard, 1989; A. Renaut, L’ère de l’individu. París, Gallimard, 1989, cap. I-III)
370 ?
A. Badiou, “Contre la philosophie politique”, en Abrégé de métapolitique. París, Seuil, 1998, págs. 19 ss.; R. Exposito,
Confines de lo político. Madrid, Trotta, 1996, págs. 19-38; P. Birnbaum, La fin du politique. París, Seuil, 1975, págs. 9-25.; y
AA.VV., Le retrait du politique. París, 1993.
371 ?
R. Rorty, “Prioridad de la democracia sobre la filosofía”, en Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos I.
Barcelona, Paidós, 1966, págs. 239-266.
317
2. Confusión en el discurso político moderno.
372 ?
“Una ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrada por la razón por la cual se le prohíbe al
hombre hacer aquello que sea destructivo para su vida, o que le prive de los medios de preservar la misma, y omitir aquello que
considera más apropiado para preservarla” (Leviathan, I, xiv). Las 19 leyes se describen en los capítulos xiv y xv.
373
“La causa final, meta o designio de los hombres (que aman naturalmente la libertad y el dominio sobre los otros) al
introducir entre ellos esa restricción de la vida en repúblicas es cuidar de su propia preservación y conseguir una vida más dichosa
[…] Sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre” (Th. Hobbes,
Leviathan, Cap. XVII).
318
pacto niega su individualidad para conseguir la identidad colectiva 374. El acto de
asociación suprime “la persona particular de cada participante” y pone en su lugar “un
cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea”375. Se trata de una forma fuerte de construcción de una subjetividad, un yo
común, con voluntad, con responsabilidad, con vida y destino: una persona pública.
Rousseau no hace sino seguir un principio sagrado del pensamiento moderno, bien
fijado por Spinoza: la razón, que es lo común, une a los hombres; los sentimientos y
pasiones, que es lo particular, los separan. Pero ni siquiera en el modelo rousseauniano,
de identidad fuerte, desaparece el individuo; al fin, el pacto se hace para vencer los
obstáculos a la sobrevivencia; la enajenación de “cada asociado con todos sus derechos
a toda la comunidad” se justifica tanto en la razón instrumental, en la mejor defensa
frente a los particulares, como en la razón práctica, en la igualdad, “pues dándose cada
cual a todos no se da a nadie”. Rousseau entiende que la pertenencia a la ciudad o
república, lejos de ser una sumisión a lo otro, es la única forma de ser libres e iguales:
libres de cualquier voluntad arbitraria privada e iguales en la construcción de la
voluntad general. Es la única forma, por tanto, de ser individuo y ciudadano, súbdito y
soberano; en definitiva, la única forma de ser hombre.
Son bien conocidas las críticas que ambos modelos han recogido a lo largo de los
siglos; pero la confusión y la tensión se ha reproducido. Y, visto en perspectiva, bajo su
radicalismo existencial, el debate quedaba controlado por esa hibridación conceptual.
Los textos de B. Constant, de A. De Tocqueville o de J. St. Mill 376, por poner sólo
algunos de los más brillantes autores políticos modernos revelan esa confusión entre el
individuo humanizado y el hombre individualizado. Las tradiciones liberal y
republicana, insistentemente contrapuestas pero resistentes a una diferenciación radical,
es una forma de escenificación del problema. Los reiterados debates entre bien
individual/bien común, privado/público, son otras tantas manifestaciones. Los
pensadores más lúcidos se verán llevados a una distinción radical entre las opciones
seguida de una coordinación sofisticada o genuina: la “mano invisible” de A. Smith, o
los vicios privados/virtudes públicas” de B. De Mandeville; o, en registros más
teleológicos, la “insociable sociabilidad” de Kant y la “astucia de la razón” de Hegel.
Una larga tradición que, como hemos dicho, se mantiene hasta nuestros días, donde
reaparecen los esfuerzos de demarcación entre liberalismo y comunitarismo, entre una
idea de la ciudad como simple asociación mercantil y voluntaria de socios para obtener
374
“En suma, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el que no se adquiera el mismo
derecho que se le otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se
tiene. Así, pues, si eliminamos del pacto social lo que no le es esencial, nos lo encontramos reducido a los términos siguientes:
Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo”.(J-J. Rousseau, Del contrato social, I, vi).
375
Ibid., I, vi.
376
Puede verse en los textos clásicos de B. Constant (De la liberté chez les modernes. París, Hachette, 1980), A. de
Tocqueville (La democracia en América, 2 vols. Madrid, Alianza, 1980) o J. St. Mill (Sobre la libertad. Madrid, Alianza, 1979).
Ver también P. Manent, Les libéraux. París, Hachette, 1986, 2 vols.
319
ventajas mutuas, y otra idea de la ciudad como comunidad de esencia, necesaria para
una vida humana, a la cual hay que sacrificar cuotas de instinto y espontaneidad377.
David Gauthier, en The Best of Times378, puede imitar a Leibniz y afirmar que
"Vivimos en el mejor de los tiempos". ¿Por qué?. Porque asistimos a una
"transformación casi milagrosa" que está haciendo posible "que cada persona viva como
un individuo autónomo en una comunidad sin ataduras"379. Lo curioso es que Gauthier
reconoce que "no podemos saber ahora si nuestro logro inaugurará una época de
florecimiento humano, o si nos excederemos, empobreceremos nuestro medio ambiente
y pondremos en peligro la supervivencia". ¿Qué importan estas pequeñas cosas?. Lo que
cuenta en nuestra "afortunada posición", lo que hacen de ella "el mejor de los tiempos",
es que "se abre la posibilidad de una nueva forma de comunidad humana profundamente
sustentadora de la individualidad"380. Una comunidad que rompe con las formas
culturales, religiosas, lingüísticas que ya son "mordazas en lugar de herramientas", que,
en todo caso, "impiden más que estimulan la realización de la individualidad
humana"381.
Reconozco no saber muy bien qué es una "individualidad humana", tal como no
entiendo qué significa un "individuo autónomo". Me inclino a pensar que hay
confusión, si no contradicción en los términos, en estas expresiones. No es evidente que
pueda reivindicarse la individualidad en el seno de un paradigma que se aferra a los
derechos del hombre; y es sorprendente la hibridación retórica en expresiones como
"doctrina de la democracia y de los derechos individuales". ¿Tiene sentido una
democracia de individuos?. ¿Tiene sentido la expresión "derechos individuales?”. En las
Declaraciones modernas los derechos se predicaban, con mayor consistencia, "del
hombre y del ciudadano"382; no eran derechos derivados de la individualidad, sino de su
esencia humana o su condición francesa o virginiana. No dudo que Gauthier lo entiende
377
Textos como los de D. Gauthier (La Moral por acuerdo. Barcelona, Gedisa, 1994) y Ph. Pettit (Republicanismo. Barcelona,
Paidós, 1999), que podrían simbolizar la alternativa, evidencian la escasa distancia conceptual entre ambas posiciones.
378
Telos. Revista Iberoamericana de estudios utilitaristas VIII, 1 (Junio 1999): 119-140. Conferencia impartida en la
Universidad de Santiago de Compostela el 28 de mayo de 1998.
379
Ibid., 119-120.
380
Ibid., 120.
381
Ibid., 120.
320
así; sólo pongo de manifiesto la confusión no inocente, derivada aquí de la pretensión
de situarse mirando al liberalismo, mirando a Hobbes, sin ser capaces de dar el paso
final y apostar por el estado de naturaleza, por el “hombre lobo para el hombre”.
No le gusta la cláusula de Rousseau, que acepta la definición sólo en los casos en que
el hombre quiera hacer o poseer lo que debe querer hacer o poseer. Van Parijs renuncia
a cualquier determinación del deseo en nombre de una instancia exterior al mismo
(voluntad general o interés público). Si para el ginebrino una sociedad es libre si
permite a los hombres hacer lo que deben hacer, a Van Parijs le parece que la libertad
del individuo no puede determinarse desde ninguna virtud cívica compartida, pues una
sociedad libre, nos dice, incluye en su concepto la discutibilidad de cualquier norma
moral, la pluralidad de ideologías inconmensurables.
Le gusta más una tercera vía, de raíz berliniana, en la que para ser libre no cuenta
tanto la ausencia de obstáculos a un deseo actual, que enreda en el problema del esclavo
satisfecho seducido, como la ausencia de obstáculos al deseo potencial, a lo que uno
pueda llegar a querer. De este modo puede reafirmar que "el ideal de una sociedad libre,
que tratamos de detallar, queda ahora aclarado con mayor amplitud: la soberanía
individual en relación con la cual hablamos de una sociedad libre es la libertad de hacer
cualquier cosa que uno pudiera querer hacer"385.
382
Estas tesis ya están teorizadas en Moral por acuerdo. Barcelona, Gedisa, 1994. Ver también “Contractualismo político”, en
Egoismo, moralidad y sociedad liberal. Barcelona, Paidós, 1988.
383
Ph. Van Parijs, Libertad real para todos. Barcelona, Paidós, 1995, pág. 36.
384
Ibid., pág. 39. Una excelente crítica comunitarista al liberalismo puede verse en Ch. Taylor, Fuentes del yo. Barcelona,
Paidós, 1996.
385
Ibid., 39.
321
Increíblemente, uno no es libre si puede hacer lo que quiere, sino sólo en el caso en
que pueda hacer todo aquello que pueda llegar a querer. ¿Y dónde llega este poder
querer?. En rigor, al infinito, pues cualquier limitación histórica es eso, un obstáculo.
En todo caso, tenemos de nuevo al individuo libre, con su libertad referida al deseo y
agrandada al deseo potencial, para evitar perversiones. Si alguien preguntara por el
lugar del hombre, seguramente darían una respuesta inspirada en Zaratustra: este
ingenuo idealista aún no se ha enterado de que el hombre ha muerto 386. Ciertamente, el
hombre no puede vivir tras la muerte de Dios; la cuestión es, no obstante, si puede
sobrevivir el individuo tras la muerte del hombre387.
386
“¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra.
Prólogo, 2.
387
Sería interesante una lectura de J. Rawls desde esta perspectiva. Su “constructivismo humanista” del hombre, con pasajes
tan excelentes como “la concepción política de la persona” (El liberalismo político, Conferencia 1ª, $ 5), y propuestas tan
esforzadas como el “consenso entrecruzado”, coexisten con un confesado individualismo que tiene su presencia incluso en el
ámbito metodológico.
388
La tendencia a pensar la filosofía moderna como un discurso antropológico sobre el mundo y el hombre nos parece un
enfoque parcial y un obstáculo. Un buen ejemplo lo encontramos en L. Ferry (Homo aestheticus. París, Grasset, 1990, Cap. 3 y 5;
Philosophie politique 1. Le droit: la nouvelle querelle des anciens et des modernes. París, PUF, 1984, págs. 147-180) quien, al
antropologizar en exceso la subjetividad, la reduce a una dimensión de del hombre.
322
La filosofía de la subjetividad, en sus formas más acabadas, equivale a un cierre
ontológico del sujeto sobre sí mismo, a un olvido radical de la transcendencia, de la
exterioridad. El sujeto ha de sacar de sí la verdad, el valor, la belleza, el sentido e
incluso la ley. El conocimiento pasa de ser lectura de la esencia en el ser, en el objeto
como exterioridad, a constituirse como escritura de la esencia en la inmanecia. El
mundo deviene representación; el conocimiento deviene autoconsciencia; el sujeto es el
autor de una realidad sin exterioridad.
Concluimos, pues, resaltando que las diferencias entre las distintas filosofías de la
subjetividad de la época moderna, y entre el humanismo y el individualismo en
particular, surgen en torno a la concepción del sujeto como actor y como autor, es decir,
como agente de lo real (en la construcción del mundo, de la historia, de la ciudad) y
agente del sentido. Las referencias de Hegel al “espíritu de un pueblo” y las de Marx a
la clase como sujeto de la historia, como totalidad de sentido, en la cual el sujeto
individual se revelaba ilusorio, mero instrumento, son ilustrativas de una concepción de
la subjetividad alternativa tanto al humanismo como al individualismo. La diferencia
resalta aún más si las comparamos con la representación lockeana del sujeto, tal vez la
más equilibrada síntesis entre humanismo e individualismo. En el sujeto bifronte
lockeano, mitad hombre y mitad individuo, mitad súbdito y mitad ciudadano,
conciencia escindida ilusoriamente unida en la figura del burgués, es precisamente su
esencial carácter de autor la fuente de legitimación, en forma casi sublime, del derecho
de propiedad393.
Dado que aquí nos interesa acentuar las diferencias entre individualismo y
humanismo, hemos de resaltar su distinta manera de pensar al sujeto como autor.
Podríamos decir que, mientras el humanismo afirma un hombre autor en sentido fuerte,
en el doble sentido de actor y guionista, y por tanto absolutamente responsable de sí
mismo y del mundo, el individualismo sólo parece reivindicar su carácter de actor sin
guión, de agente libre y, por tanto, sin responsabilidades derivadas ni de la acción ni del
proyecto. Tras conseguir la condición humanista (reducción del mundo a
representación, negando la objetividad como transcendencia, librándose del límite de la
cosa en sí) la filosofía de la subjetividad se encuentra ante la exigencia individualista
(librar al sujeto de sí mismo, de su esencia, del riesgo de que su infinita tentación de
determinar el mundo le arrastre a autodeterminarse, a cosificarse; liberarlo, en fin, de su
pasión de ser (algo).
H. Arendt ha descrito con belleza la distinción entre hacer la historia y ser su autor,
es decir, entre ser autor y ser meramente actor. Aunque Arendt argumenta esta tesis en
otro contexto y con otro sentido394, pues en el fondo parece exculpar a los hombres de
393 ?
“Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, sin embargo, cada hombre
tiene la propiedad de su propia persona, a la que nadie tiene derecho, excepto él. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por
sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la
modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es por tanto suya. Pues al sacarla del estado común en el que la
naturaleza la había puesto, agrega algo a ella con su trabajo, lo que hace que ya no tengan derecho a ella los demás hombres…” (J.
Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, $ 27).
394
"Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es
autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historia, resultados de la acción y el discurso,
revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la
palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor. En consecuencia, los resultados no pueden controlarse, siempre serán
diferentes a los esperados; la acción introduce la incertidumbre en el mundo (H. Arendt, La condición humana. Barcelona, Paidós,
327
cuanto acontece en el mundo, podemos redescribirla para nuestro propósito. La
concepción arendtiana del hombre es claramente no-humanista: les otorga el poder de
creación, pero no les reconoce el control del guión, la autoría del sentido. Producen la
historia pero ésta no es su obra; la crean pero no le dan sentido; son actores, pero no
autores. En consecuencia, no son responsables de ella, no son responsables de sus
acciones. Arendt regala así la impunidad a los hombres. El humanismo, en cambio,
acepta la muerte de Dios y carga a los hombres con el poder de legislar y poner sentido;
y, en correspondencia, con la responsabilidad y la culpa.
6. Humanismo y modernidad.
En el universo newtoniano las leyes son fijas y los modos contingentes, abriendo así
un espacio a la creación humana, un lugar para el humanismo. Algo semejante ocurre
401
También el individualismo piensa los "derechos del individuo" como subjetivos. Sería interesante al respecto comparar,
dentro del subjetivismo jurídico, el racionalismo jurídico y el voluntarismo jurídico, pues a primera vista aparecen como las
opciones respectivas del humanismo y el individualismo.
402 ?
Dado que el contractualismo también es compartido por el individualismo, sería sugerente profundizar en la
contraposición entre los modelos rousseauniano y hobbesiano como respectivamente representantes del humanismo y del
individualismo.
403 ?
A. Koyré constata la ambigüedad, al escribir: "Su universo no es infinito (infinitum) sino indeterminado (indeterminatum),
lo cual significa no sólo que carece de fronteras y no está limitado por una capa externa, sino también que no está "terminado" por
lo que atañe a sus constituyentes; es decir, que carece expresamente de precisión y determinación estricta. Nunca alcanza el
"límite"; es indeterminado en el pleno sentido de la palabra. Por consiguiente, no puede ser objeto de conocimiento preciso o total,
sino tan solo de un conocimiento parcial" (Op. Cit., pág. 12).
404
Ver las sugestivas reflexiones de K. Popper en El universo abierto: un argumento a favor del indeterminismo. Madrid,
?
Tecnos, 1986
405 ?
J. M. Bermudo,"Vico: del verum-factum al verum-certum (I y II)", en Convivium 1 (1990): 79-104 y Convivium 2 (1991):
9-58.
330
con la representación de la ciudad: unas leyes fijas para todos, que dejan en sus huecos
espacios para la realización personal. Las religiones, los sistemas de moralidad, las
ideologías, fijan lo intersubjetivo, pero dejan en su seno espacios para la diferencia, para
la libertad. Si el orden del universo está garantizado por las leyes generales de la
naturaleza, el orden moral tiene su base en unos valores y derechos naturales,
universales, de los que el hombre no es autor, a los que debe someterse. El postulado de
que los mismos no son transcendentes, que la razón los encuentra en sí misma gracias a
su autotransparencia, no afecta al hecho de que son representados como objetivos y
fijos; por tanto, como objetividad y limitación del sujeto como autor libre. La razón
sólo puede leer y prescribir esos valores, establecerlos como esencia humana. Esta
esencia sigue siendo un deber.
Decretó al fin el supremo Artesano que, ya que no podía darle nada propio, poseyera
en común lo que en propiedad a cada cual había otorgado. Así, pues, dio al hombre la
hechura de una forma indefinida y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta
manera: "No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh
Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti los tengas y
poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraía dentro
de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún angosto cauce,
definirás tu naturaleza según tu propio arbitrio, al que te entregué. Te coloqué en el
406
Génesis, cap. 1 y 2; Platón, Timeo, 41 b y ss.
331
centro del mundo para que volvieras más cómodamente tu vista a tu alrededor y miraras
todo lo que hay en este mundo. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni inmortal ni mortal,
para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te
forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos;
podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión"407.
Ese camaleón, ese Proteo, es el hombre del humanismo moderno. La idea de ese
hombre, descrita en el texto, aparece en el escenario de una ontología de la
indeterminación, donde el hombre, autor y actor, está en condiciones de elegir su
mundo, su rostro y su destino. Ese escenario, hay que reconocerlo, es neutral en la
confrontación entre el hombre y el individuo. Tal vez por ello Pico, militante de un
humanismo más clásico que moderno, dejará poco espacio a la elección humana; tras
concederle la libertad, tras declarar al hombre autor de sí mismo, le dicta el modelo.
Recuperando el cosmos teológico cristiano se apresurará a decir al hombre lo que debe
elegir, de definir su esencia y su destino entre los coros angélicos de serafines,
querubines y tronos. Un hombre renacentista no podía ir más lejos; en rigor, todos los
modernos sucumbieron a ese límite, aunque revisaran la esencia y la alejaran poco a
poco de la iconografía cristiana. Incluso Mills, que explícitamente otorgaba al sujeto la
posibilidad de optar entre Sócrates insatisfecho y un cerdo satisfecho, implícitamente
defendía que esta última opción no es humana.
Heidegger, es bien conocido, entiende que todas las formas de humanismo están
afectadas del mismo error: cargar al hombre con el deber de realizar un ideal conocido.
Considera que todas las formas del humanismo son metafísicas porque se representan al
hombre como sujeto y amo de sí mismo y del mundo y porque valoran como lo más
eminente del ser humano su dominio sobre el ser (sobre la naturaleza, sobre los hombres
y sobre sí mismo). De ahí sus críticas a esas representaciones del hombre lanzado a la
conquista de su esencia armado del saber y del poder; de ahí que pueda poner el
humanismo como el rostro ideal de la técnica, es decir, de la acción humana como
control y dominio.
8. Humanismo e indeterminación.
410
Ver C. Delacampagne, La philosophie politique aujourd’hui. París, Seuil, 2000; A. Reanut, Les philosophies politiques
contemporaines Vol. 5. París, Calmann-Lévy, 1999; y L. Ferry y A. Renaut, Heidegger et les Modernes. París, Grasset, 1988
335
disolución en la indeterminación y la contingencia411. El fin del sentido es, por tanto, el
efecto inevitable del fin de la subjetividad.412
Pero el triunfo contemporáneo de las figuras individuales del sujeto frente a las
colectivas, que parece reproducir el espacio de la modernidad, no debe ocultar la batalla
más profunda contra cualquier forma de subjetividad. No es trivial que el tema estrella
de la filosofía contemporánea haya sido la “muerte del Hombre”; el escenario de
confrontación ha sido el humanismo. Si la deriva individualista es el rostro político de
la postmodernidad y conlleva la quiebra radical del republicanismo, su expresión
filosófica, la deriva antisubjetivista, es la disolución del sujeto y el silenciamiento
definitivo del humanismo. Las batallas filosóficas contra el sujeto414, los discursos sobre
la muerte del hombre415, los debates sobre el humanismo tanto en ámbitos filosóficos
liberales como marxistas416, son páginas destacadas de esta historia, que merecen ser
repensadas y redescritas.
411
R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991; y Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores
contemporáneos. Barcelona, Paidós, 1993.
412
Ver J-B. Foucault y D. Piveteau, Une société en quête de sens. París, O. Jacob, 1995; y Z. Laidi, Un monde privé de sens.
París, Fayard, 1995.
413
K. Popper, La ciudad abierta y sus enemigos. Barcelona, Paidós, 1992; y La miseria del historicismo. Madrid, Alianza,
1973.
414
“De la edad clásica a la modernidad vamos de un estado en que el hombre no existe a otro en que el hombre ya ha
desaparecido” (G. Deleuze: “L’Homme, une existence douteuse”, en Le Nouvel Observateur, 1 Junio 1966). “El sujeto no sabe lo
que dice, entre otras mejores razones, porque no sabe lo que es” (J. Lacan, Le Séminaire, II. París, Seuil, 1986, pág. 286). Sobre la
invención del sujeto y su muerte ver M. Foucault, Historia de la sexualidad, 2º vol. Madrid, S. XXI, 1989). Cif. L. Ferry y A.
Renaut, La pensée 68. Essais sur l’anti-humanisme contemporain. París, Gallimard, 1989
415
"Donde se habla, el hombre ya no está" (M. Foucault, "L'Homme est-il mort?", en Ars 15 (Junio, 1966); “No hay más
señor que el significante. El hombre es […] una suerte de peón en el juego del Se” (J. Lacan, Escritos, 2 vols. México, S. XXI,
1984); “El humanismo de los tres o cuatro últimos siglos es secretamente, y cada vez menos secretamente, totalitario, y el hombre
muere en él” (M. Clavel, Le Nouvel Observateur, 27 Diciembre 1976). Ver sobre el tema R. Legros, L'idée d'humanité. París, Grasset,
1990; y A. Finkielkraut, L'humanité perdue. Le Seuil, 1996.
416
Para el debate entre marxistas, L. Althusser y otros, Polémica sobre marxismo y humanismo. México, XXI, 1968. El punto
de vista católico en P. Bigo, Marxisme et humanisme. París, PUF, 1953.
336
No se trata de una reedición del debate moderno hombre/individuo, aunque
reaparezca en algunas posiciones; ahora ambas figuras se juegan en la misma partida.
La representación moderna de la muerte de Dios cargaba al sujeto con la construcción
del mundo y de sí mismo; pero éste podía recurrir a su inmanencia, donde guardaba la
huella divina en forma de verdad y valor transcendentales. La validez de la norma
estaba ontológicamente garantizada por la universalidad de la forma de la subjetividad,
sea la del cogito, la del sujeto transcendental o la de la voluntad general. La liberación
de ese resto de transcendencia implica el deslizamiento del humanismo al
antihumanismo, que no es sólo individuo sin humanidad, sino sin subjetividad. Ese
desplazamiento se concreta en la ejecución y ritualización de la “muerte del Hombre”.
Tal vez sea éste uno de los aspectos más escondidos de la historia de la subjetividad:
la lucha entre sus distintas figuras conduce a un final trágico, a la disolución de todas
sus formas. El triunfo del “individuo” es sólo aparente, tanto en el discurso ontológico
como en el político. La filosofía lo reducirá primero a efecto de las estructuras (R.
Barthes, C. Lévi-Strauss, L. Althusser421), privándole de subjetividad; la arqueología y
la genealogía acentuarán el proceso, restándole sustancialidad y constancia ontológica,
hasta culminar en su dispersión ante la mirada de la diseminación y de la
contingencia422. La arqueología foucaultiana pondrá el individuo como un “invento
simbólico”, un efecto de la episteme subyacente, privándole de toda subjetividad,
417
“Escribimos este libro como un rizoma. Lo hemos compuesto con mesetas. El libro no es imagen del mundo […] Forma
un rizoma con el mundo” (G. Deleuze y F. Guatari, Mil mesetas. Valencia, Pretextos, 1994).
418
M. Foucault, Microfísica del poder. Barcelona, La Piqueta, 1992; Vigilar y castigar. Madrid, S. XXI, 1990. G. Deleuze, El
Anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Paidós, 1995.
419
J-F. Lyotard, Economía libidinal. Madrid, Saltes, 1980.
420
J. Lacan, El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Barcelona, Paidós, 1983.
421
Ver A. Bolivar, El estructuralismo de Lévi-Strauss a Derrida. Madrid, Cincel, 1986; y A. Bonomi y otros, Estructuralismo
y filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión, 1969.
422
Ver K. Baynes y J. Bohman, After-Philosophy. Cambridge (Mass.), MIT Press, 1996: A. Hesnard, De Freud a Lacan.
Barcelona, Martínez Roca, 1976; F. Laruelle, Les philosophes de la différence. París, PUF, 1986.
337
aunque conservando su sustancialidad. A Deleuze le parece que un yo, aunque sea
simple efecto de lo otro (inconsciente edípico, episteme de la época o infraestructura
socioeconómica), no deja de ser un yo, es decir, una realidad con sustancialidad y
consistencia; por tanto, aspira a ir más allá en ese camino imparable de indeterminación.
Así, sustituye el psicoanálisis edipizante (constructor del yo) por su “esquizoanálisis”,
donde las “máquinas deseantes” ponen el soporte a los “cuerpos sin órganos”, pura
energía-deseo sin límites, fines, leyes o formas. El esquizo confunde los códigos, se ríe
de los dualismos y las diferencias, se mueve en lo polimorfo y lo amorfo, en definitiva,
consigue deshacer hasta el último residuo del yo 423. Pero el discurso político, a pesar de
su pertinaz insistencia en poner el individuo como referente, ha renunciado a su
construcción: la difusión acelerada del gregarismo el plano sociológico y la defensa
teleológica del consenso, las dos formas más relevantes de constitución de la
subjetividad contemporánea, ponen de relieve la muerte del individuo. La paradoja se
ha cumplido: de la muerte de Dios en nombre del Hombre se pasa a la muerte del
Hombre en nombre del Individuo; pero así se llega, de forma inquietante, a la
disolución del individuo en lo otro. Tal vez era inevitable: en perspectiva
antropocéntrica subjetividad y humanidad parecen indisociables; un individuo sin
humanidad parece impensable como subjetividad.
Dejemos la historia abierta, pues sin duda hay páginas por escribir. Nuestros residuos
ilustrados nos empujan a cerrar el discurso recuperando la cuestión inicial de los
efectos de la deriva antisubjetivista de la filosofía en los males éticos de la política.
Confiamos, al menos, en haber avanzado en el segundo objetivo: comprender un poco
mejor la deriva individualista, la tentación neoliberal; pero también hemos avanzado en
el primero. La crisis de la subjetividad implica la desautorización de la razón práctica;
por tanto, pone a la política ante una alternativa dramática: establecer fines moralmente
arbitrarios o gestionar los deseos sin otro fin que la optimización en su satisfacción. En
ese contexto no es sorprendente que la razón instrumental acabe reificándose e
instaurándose como instancia moral.
Si aceptamos que esa situación no es contingente, sino que responde a una ontología
de la indeterminación (cuya necesidad habríamos de constatar poniéndola en relación
con las nuevas formas de producción material y con la nueva manera de relacionarse los
hombres con los productos), las salidas parecen ser escasas y poco convincentes. La
primera pasaría por olvidarnos de esta historia y recuperar el horizonte de la
modernidad, es decir, insistir en la vigencia de los sujetos clásicos (clases, nación,
partidos, organizaciones). En este caso sólo tenemos que seguir insistiendo en que la
política es el instrumento de la filosofía para realizar el bien moral y político; y si las
cosas no funcionan, como suele ocurrir, insistir en que el mal está en el instrumento, en
que la culpa corresponde al Príncipe que es opaco a la filosofía. Es el camino fácil, bien
trillado, en el que siempre encontramos compañeros de viaje dispuestos a la
423 ?
G. Deleuze, Mil mesetas. Edic. cit..
338
complicidad. No obstante, es también el largo camino del escepticismo, que amenaza
con llevarnos de los males de la política a la política como mal, punto de no retorno.
Una segunda salida, llena de dificultades, pasaría por aceptar el fin de siglo y buscar
una redefinición de las figuras de la subjetividad posibles en el nuevo escenario de la
ontología de la indeterminación. Es decir, aceptar como definitiva la crisis de la razón
práctica, propia de subjetividades fuertes, y buscar una nueva racionalidad y una nueva
subjetividad. Creemos que en esta vía se sitúa Habermas. La razón comunicativa, el
sujeto como comunidad de hablantes, aunque tenga ciertos residuos modernos (no
despreciables) se ajusta bastante a la nueva ontología. La razón comunicativa, en la
medida en que se libere de toda sombra transcendental y aspire a ser una racionalidad
sin subjetividad ontológica, sin ontología teórica ni práctica, constituye una apuesta
atractiva, aunque difícil. Creo que también podemos incluir en esta perspectiva el
proyecto rawlsiano, en sus últimas versiones, con sus acentos contextualistas. Se trata,
en definitiva, de pensar subjetividades no sustanciales, como conjunto de reglas
procedimentales, suficientes para llegar a acuerdos compartidos, revisables pero no
efímeros, sin fundamento ontológico pero con legitimidad. Ambas tienen, a nuestro
entender, el mérito de la lucidez: saben lo que ya no puede ser pensado. El peligro es
que, en su traducción al discurso político y cambiar de referentes (del contrato al
consenso, de la ley a la negociación) pueden servir de cobertura al reinado de la fuerza,
metamorfoseada en formas de dominio elegante.
Una tercera salida que se nos ofrece pasaría por aceptar la crisis definitiva de las
subjetividades sustantivas, capaces de poner sentido y fines, aceptando el marco general
de incertidumbre y confiando a la espontaneidad las tareas históricas. Se trata, en
definitiva, de pensar las nuevas formas de organizar la subjetividad en movimientos no
institucionalizables, frágiles, discontinuos, locales, insuficientes para la mirada
universalista y eterna del pensador ilustrado, pero posible y nada despreciable en una
época en la que los hombres se acostumbran con rapidez a vivir sin horizontes, sin
destino, sin sentido.
Sin duda hemos de seguir pensando en éstas y otras salidas, que aquí hemos descrito
de forma balbuceante y sin convicción. Pero no debemos olvidar que mientras tanto el
mercado, espacio sin subjetividad, muestra su creciente poder y suficiencia para hacer
posible la vida, aunque sea una vida inesencial; y que la metáfora deleuziana “el Capital
es el cuerpo sin órganos del ser capitalista” es cada vez menos profética y más
descriptivas. Esperemos que las dificultades no nos arrastren ni a la deserción ni a la
repetición.
339