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Virtudes y Valores

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Educación y valores

¿EXISTEN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES?

Las virtudes y los valores están presentes desde los inicios de la


humanidad, siempre han existido y siempre existirán. Valores como la
bondad, la responsabilidad, la fidelidad, la sinceridad, la honradez, o
virtudes como la prudencia, la justicia, la esperanza … siempre serán
objetivos a los que el ser humano tenderá, algo que buscará para ser feliz
y hacer felices a los demás.

Cuando se habla de crisis de valores o de virtudes, de lo que se trata es


de afirmar que no se están viviendo, que no están presentes en las
personas que nos encontramos cada día. Por eso es fundamental
plantearse no sólo educar a las generaciones futuras en los valores y
virtudes que consideramos fundamentales para la convivencia social,
sino también vivirlos y arraigarlos en la conducta diaria de cada uno de
nosotros. Es así como se educan los valores y las virtudes: viviéndolos y
mostrándolos a los demás con el comportamiento personal.

¿QUÉ SON LOS VALORES?

El valor se refiere a una excelencia o a una perfección. La práctica del


valor desarrolla la humanidad de la persona, mientras que el contra valor
lo despoja de esa cualidad. Desde un punto de vista socio-educativo, los
valores son considerados referentes, pautas que orientan el
comportamiento humano hacia la transformación social y la realización
de la persona.

¿QUÉ SON LAS VIRTUDES?

Para llegar a las virtudes tiene que existir el valor como hábito adquirido
en la persona. Santo Tomás define la virtud como un “hábito operativo
bueno". Por lo tanto, las virtudes son un tipo de cualidades estables, y
por eso son hábitos y no meras disposiciones o cualidades transeúntes.

La virtud permite al hombre hacer una obra moral perfecta y le hace


perfecto a él mismo.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la virtud es una disposición


habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar
actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas
sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca
y lo elige a través de acciones concretas.

El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios.


(S. Gregorio de Nisa, beat. 1), (Cat. 1803)

¿DÓNDE SE EDUCAN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES?

El primer entorno donde nace y se desarrolla el ser humano es la familia,


y es allí, en consecuencia, donde se han de educar y vivir los valores y
virtudes en primera instancia. Para un cristiano, además, la primera
finalidad de su matrimonio es la procreación y educación de la prole. Y,
cuando hablamos de educación, sin duda nos estamos refiriendo a
educación de virtudes y valores.

Para orientar a una familia cristiana en las virtudes y valores en los que
educar a sus hijos, iremos paso a paso y comenzaremos por describir las
virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y las
virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), para pasar después a los
valores o virtudes humanas, como la sinceridad, la responsabilidad, la
laboriosidad, el respeto, etc.

VIRTUDES CARDINALES:

PRUDENCIA: Es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en


toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos
para realizarlos. Pero no una razón cualquiera, sino la razón recta, esto
es, la razón practica perfeccionada por esta virtud, ella indica la justa
medida según la cual la voluntad y las facultades apetitivas deben actuar.
La prudencia es la "regla recta de la acción", escribe Santo Tomás. No se
confunde ni con la timidez ni con el temor, ni con el disimulo. Conduce
las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía
directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena
su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error
los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas
sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

La prudencia es la luz que dirige todos nuestros actos para llegar a Dios.
La prudencia ayuda al hombre a poner atención a la voz de su
conciencia, en vez de poner atención a lo que siente.

Es muy importante no confundir la verdadera prudencia, que es hacer lo


que Dios nos dice que es correcto, porque mucha gente cree que ser
prudente es ser hipócrita, disimular por miedo, ser cobarde o actuar por
interés

JUSTICIA: Es la virtud moral que consiste en la constante y firme


voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para
con Dios es llamada ‘la virtud de la religiónʼ. Para con los hombres, la
justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en
las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a
las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia
en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus
pensamientos y de su conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas
injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia
juzgarás a tu prójimoʼ (Lv 19, 15). ‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que
es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un
Amo en el cieloʼ (Col 4, 1).

FORTALEZA: Es la virtud moral que asegura en las dificultades la


firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución
de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral.
La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la
muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita
para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una
causa justa. ‘Mi fuerza y mi cántico es el Señorʼ (Sal 118, 14). ‘En el
mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundoʼ (Jn 16,
33).

TEMPLANZA: Es la virtud moral que modera la atracción de los placeres


y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el
dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los
límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus
apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar
‘para seguir la pasión de su corazónʼ (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza
es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus
pasiones, tus deseos refrenaʼ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es
llamada ‘moderaciónʼ o ‘sobriedadʼ. Debemos ‘vivir con moderación,
justicia y piedad en el siglo presenteʼ (Tt 2, 12).

Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda
el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a El (lo cual
pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por
miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece
a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que
ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza). (S.
Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).

VIRTUDES TEOLOGALES:

FE: Es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El


nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es
la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y libremente a
Diosʼ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la
voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la feʼ (Rm 1, 17). La fe viva ‘actúa por
la caridadʼ (Ga 5, 6).

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino


también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todos vivan
preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle
por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan
a la Iglesiaʼ (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son
requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los
cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también
ante mi Padre que está en los cielosʼ (Mt 10, 32-33).

Tener fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es


honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de toda
fe es la autoridad (el derecho de ser creído) de aquel a quien se cree.
Esta reconocimiento de autoridad ocurre cuando se acepta que el o ella
tiene conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que
no engaña.

Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe


humana cuando se cree a un ser humano.

Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente


grado. A Dios le debemos fe absoluta porque El tiene absoluto
conocimiento y es absolutamente veraz.

La fe divina es una virtud teologal y procede de un don de Dios que nos


capacita para reconocer que es Dios quien habla y enseña en las
Sagradas Escrituras y en la Iglesia. Quien tiene fe sabe que por encima
de toda duda y preocupaciones de este mundo las enseñanzas de la fe
son las enseñanzas de Dios y por lo tanto son ciertas y buenas.

Por la fe aceptamos, por la autoridad de Dios que revela, verdades que


están mas allá de la razón humana

"El acto de fe" es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado.


Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia
de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se
hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe
son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo
probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando
estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones
debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe.

Debemos:

Tener una fe informada. Para ello es necesario estudiar lo que


nuestra fe enseña.
Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin comprometerla o
apartarse de ella)
Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha revelado.
Defender la fe con valentía, especialmente cuando esta puesta en
duda o cuando callar seria un escándalo.
Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la Iglesia (No escoger
según nos guste).
"La fe es el comienzo de la salvación humana" (San Fulgencio).

ESPERANZA: Es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los


cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra
confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras
fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.
‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de
la promesaʼ (Hb 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó sobre
nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para
que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en
esperanza, de vida eternaʼ (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por


Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran
las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de
los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento;
dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de
la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación


de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las
bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la
nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las
pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de
Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza que no fallaʼ
(Rm 5, 5). La esperanza es ‘el ancla del almaʼ, segura y firme, ‘que
penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesúsʼ (Hb 6, 19-
20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación:
‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la
esperanza de salvaciónʼ (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba
misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulaciónʼ (Rm
12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del
Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

La esperanza es una virtud teológica infusa, recibida en el bautismo junto


con la gracia santificante. Tiene como objeto primario la posesión de
Dios. Por la esperanza deseamos la vida eterna, es decir la visión de Dios
en el cielo. Es por lo tanto operante en la voluntad. La esperanza nos da
confianza de recibir la gracia necesaria para llegar al cielo. El fundamento
de la esperanza esta en la omnipotencia de Dios, Su bondad y Su
fidelidad a Sus promesas. La virtud de la esperanza es necesaria para la
salvación.

Debemos confiar que Dios nos da todas las gracias necesarias para
servirlo fielmente y nos lleve a la vida eterna. Entonces debemos
colaborar plenamente con Él.

La esperanza no nos asegura nuestra fidelidad a Dios, pero si la fidelidad


de Dios para con nosotros.

CARIDAD: Es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas


las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por
amor de Dios.

Se basa en fe divina y no se adquiere meramente por esfuerzo humano.


Puede conferirse solamente por gracia divina. Por ser infusa junto con la
gracia santificante, es frecuentemente identificada con el estado de
gracia. Por lo tanto, quien ha perdido la gracia sobrenatural de la caridad
ha perdido el estado de gracia, aunque puede que aun posea las virtudes
de la fe y la esperanza.

El amor personal a Dios exige observar todos los mandamientos,


sabiendo que todo lo que el nos manda nace de su amor y todo es
bueno.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a


los suyos ‘hasta el finʼ (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha
recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús
que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: ‘Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amorʼ (Jn
15, 9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis unos a
otros como yo os he amadoʼ (Jn 15, 12).

Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigosʼ (Rm
5, 10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros
enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc
10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a
El mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad:


‘La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es
jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita;
no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1
Co 13, 4-7).

“‘Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...ʼ. Y todo lo que
es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me
aprovechaʼ (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es
la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza
y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridadʼ (1 Co
13,13). El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la
caridad. Esta es ‘el vínculo de la perfecciónʼ (Col 3, 14); es la forma de las
virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su
práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana
de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la


práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la
reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y
comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para


conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él
reposamos (S. Agustín, ep.Jo. 10, 4).

¿CÓMO EDUCAR LAS VIRTUDES Y VALORES?

Como ya hemos dicho anteriormente, la educación en virtudes y valores


se inicia en la familia, y es ésta la primera y principal responsable de esta
educación, no pudiendo, por tanto, delegar esta responsabilidad en
ningún otro estamento o persona.

Es cierto que la escuela es la continuadora de la educación que los


padres han elegido para sus hijos, pero nunca puede suplantar ni
absorber el papel primordial que tenemos los padres en este sentido. Es
un derecho y un deber inalienable que los padres debemos ejercer y
mantener.

La educación en virtudes y valores es algo que no tiene fecha de


caducidad, puesto que los padres siempre estaremos influyendo en la
vida de nuestros hijos de una forma o de otra. Cuando son pequeños,
nuestro papel de orientadores para la vida se hace de una forma más
directa, más activa. Pero cuando nuestros hijos se independizan, forman
su propia familia y ya no influimos en ellos de una forma directa, siempre
estamos ahí cuando nos piden un consejo, nos hablan de sus cosas y
problemas, y siempre les estaremos dando ejemplo de vida, de ejercicio
de los valores y virtudes.

El comportamiento humano es un 99% de imitación, por consiguiente, la


manera de educar las virtudes y valores será fundamentalmente con el
ejemplo, con la vivencia personal de cada uno de los valores y virtudes
que queremos educar en nuestros hijos, “las palabras mueven, pero los
ejemplos arrastran” (adagio latino). Es importante que los hijos vean que
los padres hacen lo que dicen.

Para que el niño desarrolle valores debemos lograr que conozca el bien,
ame el bien y haga el bien. O sea que entienda los valores, que se
adhiera afectiva y emocionalmente a los mismos y que
fundamentalmente los manifieste en acciones. El secreto es que los
adultos fomenten hábitos operativos buenos en los niños, lo cual ayudará
a que se adhieran afectivamente al valor.

La educación supone crecer como persona, madurar, adquirir virtudes


que nos hagan más felices y hagan más felices a los demás. Este
proceso no es algo exclusivo de los niños, todos los seres humanos de
cualquier edad o condición estamos inmersos en un proceso de
maduración y de mejora personal.

Lo apasionante de la tarea de padres es que mientras educamos a


nuestros hijos nos educamos nosotros, mejoran ellos y podemos mejorar
nosotros. La tarea educativa supone un ejercicio de virtudes tales como
la paciencia, la fortaleza, la generosidad.

Es muy útil que los hijos vean a su padre y a su madre luchar contra sus
defectos, que pidan perdón y que les exijan. Educar es duro y a veces se
hace muy cuesta arriba pero podemos disfrutar si vemos en la tarea una
lucha conjunta de padres e hijos por ser mejores: esa es una de las
grandezas de la Familia.

Educar la Prudencia

La prudencia, como ya hemos visto, es el valor que nos ayuda a


reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras
palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en
cualquier circunstancia.
Primeramente, debemos eliminar de una vez por todas la equivocada
imagen que algunas personas tienen de la prudencia como modo de ser:
una personalidad gris, insegura y temerosa en su actuar, tímida en sus
palabras, introvertida, excesivamente cautelosa y haciendo todo lo
posible por no tener problemas... No es raro que una imagen tan poco
atractiva provoque el rechazo y hasta la burla de quienes así la
entienden.

El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la


manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que
más nos cuesta trabajo es reflexionar y conservar la calma en toda
circunstancia; la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de
decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la
precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la
realidad o la falta de una completa y adecuada información.

La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias en todos los niveles,


personal y colectivo, según sea el caso: como quienes se adhieren a
cualquier actividad por el simple hecho de que "todos" estarán ahí, sin
conocer los motivos verdaderos y las consecuencias que pueda traer; el
asistir a lugares poco recomendables, creyendo que estamos a salvo;
participar en actividades o deportes de alto riesgo sin tener la
preparación necesaria, conducir siempre con exceso de velocidad...

Es importante tener en cuenta que todas nuestras acciones estén


encaminadas a salvaguardar la integridad de los demás en primera
instancia, como símbolo del respeto que debemos a todos los seres
humanos.

La verdadera lucha y esfuerzo no está en circunstancias un tanto


extraordinarias y fuera de lo común: decimos cosas que lastiman a los
demás por el simple hecho de habernos levantado de mal humor, de
tener preocupaciones y exceso de trabajo; porque nos falta capacidad
para comprender los errores de los demás o nos empeñamos en hacer la
vida imposible a todos aquellos que de alguna manera nos son
antipáticos o los vemos como rivales profesionalmente hablando.
Si nos diéramos un momento para pensar, esforzándonos por apreciar
las cosas en su justa medida, veríamos que en muchas ocasiones no
existía la necesidad de reprender tan fuertemente al subalterno, al
alumno o al hijo; discutir acaloradamente por un desacuerdo en el trabajo
o en casa; evitar conflictos por comentarios de terceros. Parece ser que
tenemos un afán por hacer los problemas más grandes, actuamos y
decimos cosas de las que generalmente nos arrepentimos.

En otro sentido, debemos ser sinceros y reconocer que cuando algo no


nos gusta o nos incomoda, enarbolamos la bandera de la prudencia para
cubrir nuestra pereza, dando un sin fin de razones e inventando
obstáculos para evitar comprometernos en alguna actividad e incluso en
una relación. ¡Qué fácil es ser egoísta aparentando ser prudente! Que no
es otra cosa sino el temor a actuar, a decidir, a comprometerse.

Tal vez nunca se nos ha ocurrido pensar que al trabajar con intensidad y
aprovechando el tiempo, cumplir con nuestras obligaciones y
compromisos, tratar a los demás amablemente y preocuparnos por su
bienestar, es una clara manifestación de la prudencia. Toda omisión a
nuestros deberes, así como la inconstancia para cumplirlos, denotan la
falta de conciencia que tenemos sobre el papel que desempeñamos en
todo lugar y que nadie puede hacer por nosotros.

Por prudencia tenemos obligación de manejar adecuadamente nuestro


presupuesto, cuidar las cosas para que estén siempre en buenas
condiciones y funcionales, conservar un buen estado de salud física,
mental y espiritual.

La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y


tomar mejores decisiones, nos hace mantenernos alerta de lo que ocurre
a nuestro alrededor haciéndonos más observadores y críticos, lo que
permite adelantarnos a las circunstancias y prever en todos sus
pormenores el éxito o fracaso de cualquier acción o proyecto.

El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el


contrario, la persona prudente muchas veces ha errado, pero ha tenido la
habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos.
Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

Vivir la prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad


hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante,
capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y
estabilidad en quienes le rodean, seguros de tener a un guía que los
conduce por un camino seguro

Educar la prudencia, además de vivirla, también significa aconsejar a


nuestros hijos para que la apliquen en todos los aspectos de su vida
cotidiana: sus estudios, sus amistades, sus relaciones con los superiores,
su trabajo, el orden en sus cosas, su alimentación, su higiene personal…
La prudencia debe regir nuestras vidas y debemos transmitirla como un
valor fundamental a las generaciones futuras.

Educar la Justicia

En sentido amplio, el justo es el hombre bueno; así usa la palabra la


literatura antigua, por ejemplo Platón y la Biblia. En sentido estricto, la
justicia es una de las cuatro virtudes cardinales. Se la define como
«hábito moral, que inclina a la voluntad a dar a cada cual lo que es
suyo». Luego la justicia regula la satisfacción de deberes y derechos. A
su vez la “regla” para medir éstos no siempre es la ley de un Estado, lo es
también la ley moral natural y, en gran medida, las normas sociales y
costumbres.

Educar la Fortaleza

Una de las grandes carencias de la juventud de hoy es la fuerza de


voluntad, la energía interior para afrontar las dificultades, retos y
esfuerzos que la vida plantea continuamente.

El desarrollo de la fortaleza apoya el de todas las demás virtudes: no hay


virtud moral sin el esfuerzo por adquirirla. En un ambiente social como el
actual, donde el influjo familiar es cada vez más reducido, el único modo
para que los jóvenes sean capaces de vivir con dignidad es llenarles de
fuerza interior. La capacidad de esfuerzo está muy relacionada con la
madurez y la responsabilidad.

La fortaleza es «la gran Virtud: la virtud de los enamorados; la virtud de


los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal que vale la pena
son capaces de arrastrar los mayores riesgos; la virtud del caballero
andante que por amor, a su dama se expone a aventuras sin cuento; la
virtud, en fin, del que sin desconocer lo que vale su vida -cada vida es
irrepetible- la entrega gustosamente, si fuera preciso, en aras de un bien
más alto».

Hay que entender que educar la fortaleza no es educar una fuerza física,
sino educar la capacidad de proponerse metas y luchar por lograrlas
aunque cueste. O dicho de otro modo, conseguir una fuerza interior que
les haga sobreponerse al “no me apetece”.

Para que los hijos vivan la fortaleza es necesario que sepan que existen
cosas en la vida por las que merece la pena luchar, que existe el Bien y
que merece la pena luchar por conseguirlo, de ordinario a través de las
cosas pequeñas.

No se trata de realizar actos sobrehumanos; de escalar el Everest, de


llegar a la luna...; más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de
cada día una suma de esfuerzos, de actos viriles, que pueden llegar a ser
algo grande, una muestra de amor.

Se podría decir que la virtud de la fortaleza es muy de los adolescentes


porque, por naturaleza, son personas de grandes ideales que quieren
cambiar el mundo. Si estos jóvenes no encuentran cauces para estas
inquietudes, si sus padres no les presentan con fines adecuados y con
criterios rectos y verdaderos, esta energía latente puede dirigirse hacia la
destrucción de lo que nosotros hemos creado. Concretamente, si
educamos a nuestros hijos a esforzarse, a dominarse pero no les
enseñamos lo que es bueno, pueden acabar buscando lo malo con una
gran eficacia.
Existen muchas oportunidades en la vida cotidiana de la familia para que
los niños se ejerciten en resistir un impulso, soportar un dolor o molestia,
superar un disgusto, dominar la fatiga o el cansancio, como - por ejemplo
- acabar las tareas encomendadas en el colegio o cumplir el tiempo de
estudio previsto antes de ponerse a jugar, cumplir su encargo con
constancia, etc.

Hemos de valorar positivamente y reconocer su interés y sus esfuerzos,


como "aguantar la sed" en una excursión o viaje, comer de (casi) todo o
no comer entre horas, terminar bien un trabajo, dejar la ropa preparada
por la noche,... De este modo fomentamos la motivación interna: la
satisfacción de la obra bien hecha, la alegría del deber cumplido.

Tradicionalmente se ha dividido la virtud de la fortaleza en dos partes:


«resistir» y «acometer ».

Resistir un dolor, un esfuerzo físico, soportar unas molestias para


conseguir un bien personal, como cuando les llevamos al dentista o al
entrenamiento de su deporte favorito. Cuando este bien personal es
inmediato o cercano en el tiempo, y es visto así por nuestros hijos, la
capacidad de resistir se hace más fácil de educar. La dificultad viene
cuando se trata de un bien lejano en el tiempo, algo que les beneficiará a
largo plazo, cosa que los hijos (hasta pasada la adolescencia) no
contemplan como algo real, presente en sus vidas. Ahí es cuando la
paciencia y la autoridad de los padres deberán hacerse presentes,
sabiendo explicarles la importancia de resistir esa molestia, ese esfuerzo,
aunque el resultado no les sea visible en su presente inmediato.

Algunas veces, los padres pretenden evitar a sus hijos, con un cariño mal
entendido, los esfuerzos y dificultades que ellos tuvieron que superar en
su juventud: los protegen y sustituyen, llevándoles a una vida cómoda,
donde no hay proporción entre el esfuerzo realizado y los bienes que se
disfrutan. No se dan cuenta de que más que proteger a los hijos para que
no sufran, se trata de acompañarles y ayudarles para que aprendan a
superar el sufrimiento.
Por otra parte, está claro que quejarse o permitir a los hijos que se
quejen es crear un ambiente en contra del sentido de la fortaleza.
Lamentarse del trabajo o de los esfuerzos que es preciso realizar
contribuye a crear un ambiente familiar contrario a la fortaleza: hay que
esforzarse porque no hay más remedio, porque la vida te obliga.

Es importante insistir a los padres en la importancia de la reciedumbre, o


capacidad de realizar esfuerzos sin quejarse.

La fortaleza supone aceptar lo que nos ocurre con deportividad, no


pasivamente, con deseos de sacar algo bueno de las situaciones más
dolorosas.

En cuanto a la segunda parte de la división de la fortaleza, “acometer”,


podemos decir que hace referencia a todo lo que hay que realizar para
alcanzar un bien superior, ya sea rebatir algún mal o desarrollar algo en sí
positivo. Para conseguirlo se necesita tener iniciativa, decidir y luego
llevar a cabo lo decidido, aunque cueste un esfuerzo importante.

Ese momento de crear la iniciativa, de imaginar lo que podría ser mejor


sin soñar, supone una actitud hacia la vida que los padres pueden
estimular en sus hijos desde pequeños. No se trata de resolver los
problemas que pueden resolver los hijos por su cuenta, ni tampoco se
trata de descubrirles los problemas cuando los niños mismos deberían
darse cuenta de la situación. En todo caso, se puede insinuar que existe
algún problema que convendría resolver. Por ejemplo, si los niños pierden
el autobús que les lleva al colegio varias veces, los padres pueden
ocuparse directamente de despertarles, vestirles, llevarles a la parada y
meterles en el autobús. Sin embargo, para los niños, que hasta ahora han
centrado la atención en cómo llegar al colegio cuando ya han perdido el
autobús, esta actitud de los padres no les ayuda a tener iniciativa y
resolver el problema. Los padres podrían plantearles el problema. ¿Por
qué no pensáis en organizaros de tal modo que lleguéis a la parada a
tiempo? Y luego volver a preguntarles para asegurarse que han
encontrado una solución.
En general, acometer cuando se trata de aprovechar una situación
positiva para mejorar supone iniciativa y luego perseverancia. Y, para que
esta perseverancia sea constante, es fundamental tener una motivación
adecuada. Los hijos tienen que ver el esfuerzo que luego van a realizar
como algo necesario y conveniente.

Hay que tener en cuenta que los enemigos de la fortaleza son el temor, la
osadía y la indiferencia. Educando la capacidad de resistir una molestia,
un dolor o un esfuerzo continuado, favorecemos que nuestros hijos dejen
de tener miedo a ser fuertes ante las dificultades que la vida les presente
o ante el trabajo que tienen que realizar para mejorar como personas.

Tener decisión y empuje, de modo que los "miedos" infundados no


atenacen la personalidad y sean capaces de "dar la cara" cuando sea
necesario sin acobardarse por el "que dirán" o por vergüenzas tontas.

Templamos la osadía a base de prudencia, de la que ya hemos hablado


en capítulos anteriores. Y vencemos la indiferencia, educando la
capacidad de acometer con fortaleza y perseverancia cualquier trabajo o
esfuerzo que les conduzca a mejorar como personas.

En definitiva, la fortaleza dota a la persona de señorío sobre sí mismo, de


autodominio (vencerse a sí mismo es la batalla más importante de la
vida).

Resumiendo, podemos decir que para educar la fortaleza en la familia:

1) Habrá que destacar la conveniencia de proporcionar a los hijos


posibilidades no sólo para que hagan cosas con esfuerzo, sino también
para que aprendan a resistir.

2) Convendrá estimular a los hijos para que, por propia iniciativa,


emprendan caminos de mejora que supongan un esfuerzo continuado.

3) Habrá que enseñarles algunas cosas que realmente valen la pena, que
les «caldean» por su importancia.
4) Habrá que enseñarles a tomar una postura, a aceptar unos criterios, a
ser personas capaces de vivir lo que dicen y lo que piensan. Es decir,
enseñarles a ser congruentes.

5) Los padres no deben olvidarse de la necesidad de la superación


personal, como ejemplo, para los hijos y por el bien propio.

Como ya hemos visto, esta virtud tiene unas consecuencias especiales


para los adolescentes. Cuando el adolescente empieza a tomar
decisiones rechazando las propias, puede caer en la indiferencia,
rechazar las opiniones de sus padres pero sin ser capaz de llegar más
allá del rechazo. Así cualquier persona con intención no siempre lícita le
puede mover, porque no será fuerte. Por otra parte, si no tiene
desarrollados los hábitos en relación con la fortaleza, aunque quiera
mejorar, emprender acciones en función de algún bien reconocido, no
será capaz de aguantar las dificultades. La fuerza interior tiene que
basarse en la vida pasada.

Si los adolescentes son fuertes en este sentido, es el momento de su


vida en que tienen más posibilidades de ser generosos, de ser justos,
etc., aparte de otras cosas, porque están movidos por naturaleza, por un
fuerte idealismo. Es el momento de «conquistar el mundo» o, mejor
dicho, de conquistar su mundo, el de cada uno.

El desarrollo de la virtud de la fortaleza apoya el desarrollo de todas las


demás virtudes. En un mundo lleno de influencias externas a la familia,
muchas de ellas perjudiciales para la mejora personal de nuestros hijos,
la única manera de asegurarnos de que los hijos sobrevivan como
personas de bien, dignas de este nombre, es llenarles fuerza interior, de
tal modo que sepan reconocer sus posibilidades, y reconocer la situación
real que los rodea para resistir y acometer, haciendo de sus vidas algo
noble, entero y viril.

“Lo suyo” es el objeto de la justicia, en sentido objetivo. No se trata de


los deseos, opciones o pretensiones de otros, sino de lo que realmente
les pertenece. Por eso la justicia supone el derecho en sentido objetivo,
esto es, la existencia de otra persona y sus propiedades. De ahí que sólo
metafóricamente quepa la justicia para consigo mismo; en propiedad, la
justicia es virtud social.

La justicia y su contrario sólo se dan en las relaciones sociales. A


diferencia de las otras virtudes cardinales, sólo con otros se puede ser
justo o injusto. El hombre específicamente justo es el que se preocupa
por el otro, y tiene voluntad de dar a cada uno lo suyo y de no dañar a
ninguno. El hombre justo es el que trata bien a los demás: contribuye a
su dignidad respetando sus derechos.

La justicia muestra que los derechos y deberes son correlativos; pero el


primer paso es que cada uno asuma sus deberes con respecto a los
demás.

Es bueno entonces partir del conocimiento de nuestros propios derechos


y nuestros deberes como seres humanos.

Los adolescentes, por su propia naturaleza, tienden a ser muy idealistas,


buscando grandes soluciones para problemas importantes y
preocupándose por la justicia como ideal más que como un conjunto de
actos con el vecino.

A nuestros hijos, desde que son pequeños, hay que formarles en lo que
es su deber como hijos, hermanos, amigos, alumnos, compañeros... para
que llegue a haber una relación adecuada entre sus preocupaciones y su
actuación de todos los días.

Después de los estudios de Piaget, varios psicólogos han seguido el


estudio del concepto de justicia y de moralidad en los niños y en los
jóvenes. En uno de los estudios, llega a sugerir seis etapas en la
capacidad de enjuiciamiento moral. Las últimas dos etapas solamente
pueden ser alcanzadas a partir de los diecisiete años aproximadamente.

El desarrollo de estas etapas hace referencia a un primer estado en que


el niño aprende como consecuencia de una actitud obediente hacia los
adultos. Esto se traduce, en una segunda etapa, en la comprensión de
que conviene establecer acuerdos con los demás; que puede existir un
deber y una cosa debida por ambas partes. Pero esto sólo como un
simple intercambio. A continuación, se reconoce que para convivir con
los demás hace falta actuar justamente con ellos y llega a haber un
esquema básico de colaboración entre unos y otros. Esto, luego, pasa a
la cuarta etapa en que el individuo reconoce la ley y su deber hace el
orden social. Las siguientes etapas vienen a coincidir con la
adolescencia.

Estos estudios apoyan la idea de que, en la adolescencia, conviene


formar a los hijos en lo que es la ley. Pero habría que añadir que no sólo la
ley civil, sino también la ley natural. Los adolescentes necesitan criterios
para ayudarles a tomar una postura respecto al sinfín de problemas de
justicia que surgen todos los días.

Tengamos en cuenta que lo que pretendemos es que nuestros hijos,


futuros adultos, adquieran el valor de la justicia no sólo para que actúen
bien en el seno de la familia, la vida académica y con sus amigos, sino
también como personas de bien que van a actuar responsablemente. Y
en este sentido debemos tener en cuenta que el oponerse y el criticar
por principio, el censurar y el tachar a ciegas, sin previa consideración de
ningún género, es un acto de injusticia, un atentado contra la justicia.
Buscamos la voluntad para ser justos, la comprensión de lo que es justo
en cada momento y con cada persona.

En resumen, ser justo significa jugar siguiendo las reglas, seguir los
turnos, compartir y escuchar lo que dicen los demás. Las personas justas
no se aprovechan de los otros, no “hacen trampas” para tener ventaja
sobre otras. Antes de decidir toman en consideración a todos y no
culpan a otros por algo que ellos no hicieron.

Los niños desde pequeños, se vuelven muy sensibles con respecto a


asuntos de justicia, sobre todo cuando se refiere a algo que les afecta
personalmente. Para algunos niños, justicia es simplemente tener lo que
desean, y hemos de asegurarnos de enseñarles que ser justo es
importante tanto para dar como para recibir. Hacerles ver el punto de
vista del otro, desarrollar en ellos la capacidad de “empatía”, puede ser
muy útil para educar la virtud de la justicia.

Sobre todo hay que ser muy escrupuloso e intentar tratar siempre
equitativamente a los hijos y no mostrar favoritismo.

Escuchar a los hijos denota justicia y respeto. Hemos de tener mucho


cuidado de no acusar o castigar injustamente a un hijo; así como impartir
un castigo demasiado severo puede resultar también injusto, según sea
la conducta que queramos corregir.

Educar la Templanza

Cuando hablamos de las virtudes -no sólo de estas cardinales, sino de


todas o de cualquiera de las virtudes-, debemos tener siempre ante los
ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto,
distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene "raíces" profundas
en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida
del hombre, en sus acciones y en su comportamiento. De lo que se
deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de
la virtud cuanto del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos
del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, ahora hablamos del
hombre "moderado", “templado”, o también "sobrio".

Todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de


cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente.
Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni
auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la
virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona
indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también
que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre
pueda ser "moderado", “templado” o "sobrio".

La templanza es la virtud que modera y ordena la atracción de los


placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura
el dominio de la voluntad sobre los instintos.
La templanza implica diferentes virtudes como son: la castidad, la
sobriedad, la humildad y la mansedumbre.

Puede ser definida como el hábito recto que permite que el hombre
pueda dominar sus apetitos naturales de placeres de los sentidos de
acuerdo a la norma prescrita por la razón. En cierto sentido, la templanza
puede ser considerada como una característica de todas las virtudes
morales, pues la moderación que ella trae aparejada es central para cada
una de ellas. También santo Tomás (II-IIv141v2) la considera una virtud
especial.

La virtud de la templanza hace que el cuerpo y nuestros sentidos


encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser
humano. El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en el que
las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el
"corazón". Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan
fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta
nada menos que indispensable para que el hombre "sea" plenamente
hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser "víctima" de las
pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón
(como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos
claramente que "ser hombre" quiere decir respetar la propia dignidad y,
por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la
templanza.

Nuestra meta es ayudar a nuestros hijos a conseguir una virtud que les
será muy útil a lo largo de su vida, ya que vivir la templanza les ayudara a
dominar sus impulsos, pasiones, y apetitos a través de su voluntad.

También debemos lograr que se conozcan mejor a si mismos y de esta


manera aprendan a utilizar adecuadamente cada aspecto, sentimiento y
deseo de su cuerpo.

Que se autodeterminen libremente hacia su fin último, que es Dios.

Nos interesa fomentar la virtud de la templanza:


- Porque las personas templadas son más libres, y por lo tanto más
felices.

- Porque la falta de templanza genera vicios entre los cuales se


distinguen los pecados capitales.

- Porque se llega a ser feliz y se alcanzan metas insospechadas, cuando


uno mismo es dueño de sus actos.

- Porque la templanza se apoya en la humildad, la sobriedad,


mansedumbre y la castidad, virtudes necesarias para imitar a Jesús.

- Porque somos seres racionales que debemos ordenar nuestras


pasiones hacia nuestro fin para ser realmente felices.

- Porque toda actitud iracunda y descompuesta es claro indicio de que,


en lugar de dominar la situación, somos su víctima.

Vivir la templanza significa:

- Esforzarse diariamente por ser mejor.

- No ceder ante los gustos, deseos o caprichos que pueden dañar mi


amistad con Dios.

- Estar alegre al saber que puedo dominarme y ser mejor.

- Ser dueño de sí mismo, del propio actuar.

- Congruente con lo que pienso, digo y hago.

- No justificarse ni dar falsos pretextos.

- Conocer las propias debilidades y evitar caer en circunstancias que


pongan en peligro mi voluntad.

- Vencer el deseo del placer y la comodidad por amor y con inteligencia.

- La persona moderada orienta y ordena hacia el bien sus apetitos


sensibles, no se deja arrastrar por sus pasiones

¿Qué facilita la vivencia de esta virtud?

- La humildad que le ayuda a reconocer sus propias insuficiencias y


cualidades y aprovecharlas sin llamar la atención.

- La sobriedad que le ayuda a distinguir entre lo que es razonable y lo


que es inmoderado y le ayuda a utilizar adecuadamente sus sentidos, sus
esfuerzos, su dinero, etc. de acuerdo a criterios rectos y verdaderos.

- La castidad que le ayuda a reconocer el valor de su intimidad y a


respetarse a si mismo y a los demás.

- La mansedumbre que le ayuda a vencer la ira y a soportar molestias


con serenidad.

- El conocimiento de las propias debilidades.

- La formación de una conciencia recta y delicada.

- El avance de la capacidad moral que ayuda a distinguir entre lo


realmente necesario y los caprichos.

- El diálogo en familia que le ayude a comprender mejor la forma en que


se debe actuar ante las diferentes situaciones.

- El conocimiento de los propios dones y capacidades.

- El hacer sacrificios y mortificaciones por Dios y los demás.

- Carácter reflexivo que le invita a pensar antes de dejarse llevar pos sus
emociones deseos o pasiones.

¿Qué dificulta la vivencia de esta virtud?

- La sociedad materialista y utilitaria que nos lleva a conseguir todo lo


que deseamos.
- El egoísmo.

- El permisivismo que nos deja actuar pasando sobre los derechos de los
demás.

- El deseo de comodidad que nos lleva a buscar una vida fácil y sin
compromiso.

- Falta de conocimiento de las propias debilidades.

- No encontrar a Dios como Fin ultimo de nuestra vida.

- No contar con la virtud de la Fortaleza. Fuerza de voluntad.

- Egoísmo que lleva a querer tener y hacer de todo, sin pensar que eso
no es lo mejor para la propia naturaleza.

- El desorden que me impide distinguir entre lo realmente necesario y lo


superficial y evita que ordenemos rectamente las pasiones a la voluntad.

- Clima de nerviosismo que lleva a desahogar la tensión a través del


exceso en ciertos aspectos.

- Conciencia laxa, permisiva, o mal formada

Cómo educar la virtud de la templanza a nuestros hijos en casa.

1. Ayudarlos a reconocer sus sentimientos y a reflexionar en las razones


por las cuales se siente así.

2. No sobreprotegerlos, no darles todo lo que piden, ni consentirlos en


exceso.

3. Que ofrezcan pequeñas mortificaciones o sacrificios por el bien de


alguno de la familia, por un amigo, por Dios.

4. Establecer horarios para comer, dormir, etc. y respetarlos, si no se


cumplen imponer un castigo que implique sacrificio o renuncia.
5. Ayudarles a dar las gracias por todo lo que tienen y a aprovechar sus
cualidades para ser mejores cada día.

6. No permitir justificaciones o pretextos al incumplir con sus


responsabilidades.

7. Evitar el exceso de comodidades en la casa.

8. Enseñarles a expresarse correctamente de los demás y a moderar su


vocabulario. No permitir malas palabras o frases insultantes o burlonas
hacia los demás.

9. Enseñarles a vestirse adecuadamente, respetándose a si mismos y a


los demás. Enseñarles el significado de la verdadera elegancia.

10. Enseñarles desde pequeños a moderarse en la comida y en la bebida,


no permitirles excesos.

Educar la Fe

Educar no es fácil y cuando nos planteamos educar en la fe, el asunto


todavía se complica más. Pero también depende de la perspectiva que
adoptemos.

Cuando los padres queremos educar a nuestros hijos en el seguimiento


de Jesús, quizás tengamos una cierta ventaja porque partimos de una
orientación de fondo que nos permite hacer un planteamiento educativo
sobre qué queremos transmitir a nuestros hijos. Pero los padres sabemos
por experiencia que, a menudo, aquello que hacemos y vivimos es más
referencia para nuestros hijos que aquello que les decimos y, por lo tanto,
es importante mirar cómo vivimos: aquí tiene un gran peso la coherencia.
En definitiva, educamos por lo que somos, no por lo que decimos. Por
ello, tenemos que procurar que se vaya poniendo de manifiesto nuestra
orientación de fondo. Aunque a veces tengamos que reconocer que las
situaciones en que nos hallamos parecen frágiles o contradictorias.

Esto también significa que todo lo que vive el niño en casa está
impregnado de un estilo y de una manera de hacer, lo que incluye unos
valores que favorecen el propio crecimiento personal, el respeto a los
demás y la apertura a lo trascendente.

Es cierto que una cosa es una declaración de principios y otra cómo se


va haciendo todo esto en el día a día. No podemos caer en la tentación
de buscar recetas que funcionen de manera mágica. Las referencias y la
experiencia tienen que estar dentro de cada uno, porque las referencias
externas en el ámbito religioso son cada vez más escasas y,
seguramente, menos susceptibles de generalización. Se está
produciendo un cambio profundo y la iglesia de nuestros hijos, cuando
sean adultos, será fruto de la iglesia que hayamos sido capaces de
construir.

El gran reto que tenemos como padres es plantearnos seriamente qué


queremos transmitir a nuestros hijos, qué es lo que consideramos
irrenunciable para que lleguen a ser personas en el sentido pleno de la
palabra, personas que sean portadoras de amor, del amor que Jesús nos
enseñó.

Si decimos que queremos educar en el seguimiento de Jesús,


seguimiento personal y creativo y no una simple imitación o repetición de
la vida de Jesús, significa que, por un lado, nuestra vida como padres
también quiere estar orientada y ser vivida desde esta perspectiva y que
quiere responder a una voluntad de transformación humanizadora de
nuestra realidad concreta y cercana. Significa que nosotros, los padres,
somos un referente cristiano para nuestros hijos.

La fe es un don. No podemos tener garantías de que nuestros hijos


tendrán fe, ni forzarlos a tenerla. Lo que sí podemos hacer es favorecer
un entorno que sea propicio para que puedan recibir este don y educar
en ellos la sensibilidad para que lo puedan acoger. Existen una serie de
aspectos que favorecen la apertura a lo trascendente. Es difícil vivir la
experiencia de un Dios amoroso para quien no ha vivido en su vida
personal este amor. Es difícil abrirse a la vida del Espíritu si uno vive sólo
en un contexto materialista o racionalista: una persona no dará
importancia al sentido que tienen las cosas que hace, si no la han
educado en la capacidad de reflexión y de interiorización. Es difícil
sentirse atraído por los valores del Evangelio si uno no vive en un
contexto que los haga naturales para la persona, etc. Por ello, todo lo que
se haga para asegurar estos elementos previos facilitará que la semilla
de la fe crezca y se desarrolle.

Ante la equivocada creencia de que educar a los hijos en la fe es algo


que coarta su libertad, que les “obliga” a tener unos principios religiosos
y morales que quizás no quieran continuar en su vida adulta, podemos
afirmar que no educar a los hijos en la fe es condenarlos al ateísmo, es
obligarles a vivir en la falta de esos valores religiosos y morales sin darles
opción a elegir libremente. Sólo si conocen lo que es vivir una vida de
piedad y de fe, podrán en un futuro decidir libre y responsablemente si
quieren asumir esos valores en su vida personal o no.

La vida familiar está llena de momentos significativos que pueden


estimular y hacer presente la experiencia cristiana. Situaciones que nos
permiten trabajar:

• La confianza en Dios y en los otros.

• La honestidad.

• La verdad.

• El perdón.

• No hacer trampas.

• Ponerse en el lugar del otro.

Los padres de familia, antes que nadie, son los verdaderos protagonistas
de la educación cristiana de sus hijos. Por lo tanto, es necesario que las
primeras prácticas religiosas que se enseñan a los hijos reúnan dos
condiciones: que sean fruto de una piedad sincera por parte de los
padres y que estén adecuadas a la capacidad y edad del niño.
Una de las primeras actitudes que hay que despertar en el niño es la
confianza en Dios. Esto se logrará cuando los padres reflejan en los hijos
su confianza en el Todo Poderoso ante los pequeños y grandes sucesos
de la vida ordinaria.

Algunas pautas que nos pueden orientar en la educación en la fe de


nuestros hijos pueden ser:

1. Mostrar a Dios como padre amoroso.

2. Cuidar que las devociones y actos de piedad, desde pequeños, tengan


un contenido teológico que van entendiendo poco a poco.

3. Enseñar a rezar, pero explicar también a quién se reza y por qué se


reza.

4. No abandonar nunca el "seguimiento" de los niños en las oraciones


diarias, tales como las plegarias al acostarse y al despertarse.

5. Que el rezo en familia se haga con respeto. Cuidar las posturas. No es


lo mismo rezar que jugar o ver la tele. La actitud debe ser otra.

6. Explicarles desde pequeños el significado de las distintas fiestas


litúrgicas.

7. Ayudarles cuando llegan a los 11-13 años a superar los respetos


humanos, la vergüenza a que les vean rezar.

8. Hacerles notar que la piedad se debe mostrar en la conducta de todo


el día. Rezar y mal comportamiento no deben ir juntos.

9. Animar a ofrecer a Dios las clases y las tareas. Es otra forma de hacer
oración.

10. Enseñarles a encomendarse a su Ángel de la Guarda y tenerlo por


compañero de vida en todo momento.

11. Aprender a dar gracias por lo que hemos recibido y por lo que
recibimos cada día.

12. Aprender a pensar en los demás antes que en uno mismo y a tratar a
los demás como queremos que nos traten a nosotros.

Un paso más es encontrar momentos de oración personal y en familia,


momentos como el de bendecir la mesa, guardar un momento del día
para rezar el rosario en familia, leer y comentar la Palabra de Dios para
cada día… etc. El hecho de ir a Misa y participar en las celebraciones de
la comunidad, seguir los ciclos litúrgicos con todo su simbolismo,
especialmente Navidad y Pascua, nos ayuda a encontrar el sentido de
celebrar y compartir. Tenemos que encontrar espacios eclesiales a la
medida de los niños, donde se sientan a gusto.

En concreto, dos momentos esenciales para educar en la fe a nuestros


hijos pueden ser la Eucaristía del domingo y el rezo del rosario en familia.

La Misa Dominical, una ocasión especial

Acudir en familia a la Santa Misa debe convertirse en una de las


ocasiones más importantes de la semana. Debemos hacer de este
momento algo especial; es la oportunidad para darle gracias a Dios por la
semana que ha pasado y pedirle por la que vendrá. Es una ocasión tan
importante, que merece vestirse bien para alabar a nuestro Padre por
todas sus bondades.

Si los hijos son pequeños, es bueno ir explicándoles, poco a poco, los


fines y las partes de la liturgia de la Misa para que se acostumbren y
aprendan a valorarla. Si no llevamos a nuestros hijos pequeños a la
Eucaristía del domingo, por temor a que enreden o hagan ruido, cuando
vayan creciendo nos será mucho más difícil pretender que nos
acompañen. Hay que intentar controlar su comportamiento en la Iglesia,
pero no apartarlos de ella porque su edad les impida participar como es
debido. La Gracia de Dios está presente en cada Eucaristía y siempre
tiene efecto sobre el alma de nuestros hijos, por pequeños que sean.

Debemos cuidar especialmente la compostura en la Iglesia. Hay que


hacer notar a los hijos que el Señor está real y verdaderamente presente.
Es importante también preocuparse de que los niños guarden el ayuno
eucarístico.

Cuando ya han hecho la Primera Comunión, es importante enseñarles a


prepararse para ir a comulgar, con actos de contrición y de amor de Dios,
y a dar gracias después de la comunión. Permanecer dando gracias un
rato, ya que el Señor está todavía dentro de nosotros realmente. Como
siempre, el ejemplo es fundamental.

El Rosario en familia

El rezo del Santo Rosario en familia es una forma eficaz de fomentar la


piedad en los niños. Es esa media hora del día en la que toda la familia
deja a un lado sus labores cotidianas y se recoge en torno a la oración.

Se debe buscar la manera, sin ahorrarse sacrificios, de rezar el Rosario


en familia. Para encontrar el momento apropiado es bueno organizar
horas para el estudio, para el descanso y la tertulia, para comer y por
supuesto, para el rezo del Rosario.

Una forma de hacer de este momento algo atractivo para los más
pequeños, es invitarlos a rezar algunos misterios, de acuerdo con su
edad y contarles brevemente la historia de cada misterio, invitándoles a
que lo ofrezcan por alguna intención particular.

Podemos compartir la formación religiosa de la catequesis o de la


escuela. Pero no podemos pretender que nadie nos sustituya en lo que
se refiere a la experiencia religiosa y la expresión litúrgica. Nuestros hijos
han de ver en nosotros signos de esta voluntad de seguimiento de Jesús,
de esta voluntad de formar comunidad, han de vernos rezar, han de
vernos participar en las celebraciones, han de vernos comprometidos.

Por otro lado, los niños, a medida que crecen, van exigiendo más
respuestas y más explicaciones que, a menudo, nos resultan difíciles. El
diálogo con otros padres, la asistencia a charlas y la lectura de algún
libro, además del propio camino de fe, nos puede ayudar a encontrar las
respuestas adecuadas para nuestro hijo.

Debemos buscar ayudas en la educación en la fe de nuestros hijos, como


pertenecer a una Asociación o Movimiento de Apostolado Familiar que
haga que nuestros hijos compartan con otros niños y adolescentes, con
otras familias, la fe que vivimos y queremos educar. Cuando la influencia
que los padres podemos ejercer en vida de nuestros hijos se reduce o se
minimiza, sobre todo en la adolescencia, es el momento de favorecer
entornos juveniles donde se continúe la vivencia de la fe que hemos
iniciado en la familia.

Educar sobre la fe, en la fe y con fe

Para concretar lo dicho distingamos los siguientes tres aspectos de la


educación. Importa comprender bien la relación entre ellos para
cultivarlos armónicamente, ya que los niños perciben con gran lucidez la
coherencia de vida en el educador.

● Educar sobre la fe: quiere decir enseñar los rudimentos del dogma y la
moral, haciéndolo de modo acomodado a la edad y circunstancias. Se
requiere, como sabemos, buena dosis de imaginación, paciencia, sentido
del humor, etc, pero también —no lo olvidemos— el hábito escuchar a
los pequeños y tomarlos rigurosamente en serio.

● Educar en la fe significa vivir lo que creemos, encarnar lo que


profesamos, demostrar que recurrimos a la Gracia de Dios habitualmente
y que la celebramos con gozo. Las manifestaciones son muy diversas:
asistir a Misa juntos, confesarnos, rezar en familia alguna oración, por
ejemplo el ángelus, decorar las habitaciones con imágenes de Nuestra
Señora, etc. La fe debe ser ambiente que se respira y nunca formalidad
muerta.

● Educar con fe significa creer en las personas: en primer lugar en


Nuestro Señor, lógicamente, pero también en aquellos a quienes
queremos educar. Necesitamos creer que ese niño al que hablamos
madurará, entenderá, se superará, se sacará de dentro a esa persona
maravillosa que promete ser, llegará a ser el que Dios quiere, es decir
santo. Y también hemos de creer en nosotros mismos, en que Dios
obrará a través de nosotros si le somos dóciles, que hará milagros a
pesar de nuestros pecados, que seremos instrumento e imagen de su
Hijo si nos fiamos de Él.

Educar la Esperanza

La virtud teologal de la esperanza se define como "hábito sobrenatural


infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena
certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella,
apoyados en el auxilio omnipotente de Dios".

De la definición se deducen las propiedades de esta virtud:

a) Es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,v.13;
1v.Cor v.13,v.13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier
exigencia o fuerza natural. El Concilio de Trento afirma que en la
justificación viene infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad.

b) Se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a


otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,33);

c) Es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para
alcanzar el fin; no es mera pasividad;

d) Es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina


de salvación (cfr. Rom 8,35; Philp 4,13); ni siquiera la pérdida de la gracia
santificante puede quitar la esperanza (Santo Tomás).

Un elemento de la esperanza es la confianza: en el auxilio divino, seguro


de que Dios da los medios para alcanzar la vida eterna.

No basta la fe ni basta la caridad; es necesario que Dios nos dé también


la seguridad de alcanzarle. Esta virtud lleva a buscar efectivamente los
medios de salvación y a superar los obstáculos. Además, nadie se salva
sin la gracia.
La fe y la esperanza están unidas entre sí a través de la común actividad
de la inteligencia y de la voluntad: las dos se apoyan en la Palabra de
Dios, las dos tienden al bien particular del hombre, las dos se viven en el
tiempo; pero se distinguen esencialmente:

1) Por su actividad: la fe es formalmente acto del entendimiento, la


esperanza lo es de la voluntad.

2) Por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la esperanza en


Dios en cuanto Bondad no poseída (cfr. S.Th. II-II, q. 17, a. 6).

3) Por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto
entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en
la esperanza no se tiene "infalibilidad" de conseguir la salvación.
Precisamente el error de Lutero fue ver, en esa certeza infalible de la
salvación personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas
virtudes. Por eso Trento definió que "acerca del don de la
perseverancia... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza,
aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme
esperanza" (Dz-Sch 1541). Por lo demás ésa es la enseñanza de la
Sagrada Escritura que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, pero
pone condiciones morales para la eficacia de la redención y habla
también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp
2,v.12; 1v.Cor 4,v.4; 10,v.12; etc.).

La virtud de la esperanza se opone a las concepciones materialistas


(marxismo, teología de la liberación) que ponen la esperanza en una
perfección intramundana o en un progreso material. La esperanza
cristiana corresponde al anhelo de felicidad del hombre (asume la
esperanza humana y la eleva). Se trata de una esperanza escatológica (la
gloria futura en el cielo) que no merma la importancia de lo temporal,
sino que le da su pleno sentido y perfección (este mundo se ordena a los
"nuevos cielos y a la tierra nueva", al Reino de Dios; cfr LG 48).

Pecados contra la esperanza pueden ser:


DESESPERACIÓN: alejamiento voluntario de la felicidad eterna, que se
juzga imposible de alcanzar. La desesperación quita el freno al vicio,
cierra las puertas al arrepentimiento y a la gracia, rechazando o
desconfiando de la misericordia divina. La Sagrada Escritura lo llama
"pecado grave contra el Espíritu Santo". Por la desesperación, el hombre
deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella
o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia
y a su Misericordia.

PRESUNCIÓN: esperar de Dios cosas que no ha prometido o medios


que no ha previsto para nuestra salvación. Hay dos clases de presunción:
O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder
salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de
la misericordia divina, (esperando obtener su perdón sin conversión y la
gloria sin mérito).

El Catecismo de la Iglesia nos enseña en el numeral 2090: “Cuando Dios


se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al
amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la
capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los
mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la
bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor
de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo”.

La virtud de la esperanza protege del desaliento, sostiene en todo


desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza
eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la
dicha de la caridad. Es también un arma que nos protege en el combate
de la salvación: "Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el
yelmo de la esperanza de salvación" (1 Tesalonicenses 5, 8). Nos procura
el gozo en la prueba misma: "Con la alegría de la esperanza; constantes
en la tribulación" (Romanos 12,12). Se expresa y se alimenta en la
oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que
la esperanza nos hace desear.

Santa Teresa de Jesús decía: "Espera, espera, que no sabes cuándo


vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con
brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve,
largo. Mira que mientras mas peleares, mas mostrarás el amor que tienes
a tu Dios y mas te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no
puede tener fin" (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3).

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los
que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda
circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, ‘perseverar
hasta el finʼ (cf Mt 10, 22; cf Cc. Trento: DS 1541) y obtener el gozo del
cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas
con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que ‘todos los
hombres se salvenʼ (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a
Cristo, su esposo.

Cómo educar la Esperanza:

Para educar cristianamente a nuestros hijos, los padres debemos ser


educadores esperanzados, es decir educar con esperanza y educar la
virtud de la esperanza en nuestros hijos. Y esto de varias maneras:

1. Estando atentos a "los signos de los tiempos", para responder con una
postura activa desde el Evangelio a los retos de la educación. El Concilio
Vaticano II, en la Gaudium et Spes, nos recuerda que: "es deber
permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e
interpretarlos a la luz del evangelio, de forma que, acomodándose a cada
generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la
humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura" (nº 4).
Esa es misión también de los padres como educadores cristianos.

2. Siendo realistas y comprometidos. A los padres se nos pide realismo


porque la educación de nuestros hijos no acontece en el vacío. Los
valores siempre se transmiten en una familia, en una sociedad, con un
entramado de experiencias ambientales, históricas y culturales que
hacen de filtro y rémora o de trampolín e impulso para la tarea de educar.
El realismo así, lejos de ser pesimismo, debe de ser el resorte necesario
para implicarse y vivir la tarea cotidiana sin evasión, con vocación, como
misión.

3. Esperanzados y perseverantes. Los padres y educadores cristianos


caminamos "entre el realismo y el ideal". Entre el "ya" y el "todavía no".
Tras todo ideal de existencia late un deseo de conversión y renovación
personal y social que aguarda y procura la coyuntura propicia para
hacerse realidad. Tras el ideal del educador cristiano están la esperanza
en el Reino de Dios, que no defrauda, que camina hacia su plenitud y un
día alumbrará un mundo nuevo y una humanidad nueva victoriosa sobre
el pecado y sobre la muerte; está la propuesta de las bienaventuranzas
como promesa de felicidad y forma eminente y fecunda de compromiso
moral y social; está la persona de Jesús, su mensaje, su vida, su muerte y
su Resurrección: realización plena del plan salvador de Dios sobre el
hombre; fuente, norma y paradigma último de toda educación.

4. Con la esperanza que nace de la fe. La juventud hoy pide razones para
creer y razones para esperar; pero necesita sobre todo ver en sus padres
y educadores signos y testigos de esperanza. Un educador con
esperanza es un indicador fiable para el camino y el sentido de la vida; un
educador sin esperanza deja de ser educador. Educar con esperanza,
desde la esperanza y para la esperanza es, en los tiempos que corren,
una inestimable aportación. Esta esperanza se aviva mirando al mundo y
a la humanidad con los ojos limpios de la fe y el gozo teologal del amor
cristiano, que es el que nace de la certeza de que Dios ama al ser
humano y de que nuestra historia es una historia de salvación. Y se
proyecta en ser "luz del mundo", "sal de la tierra", "fermento en la masa",
"ciudad sobre el monte"...; basta haber descubierto y acogido el don del
Reino de Cristo para que la vida toda del creyente comience a iluminar, a
irradiar, a sazonar y a transformar el mundo en que le toca vivir.

Educar la Caridad

Qué es la Caridad

Caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que la persona puede amar


a Dios sobre todas las cosas, por El mismo, y amar al prójimo por amor a
Dios. Es una virtud basada en fe divina o en creer en la verdad de la
revelación de Dios. Es conferida solo por gracia divina. No es adquirida
por el mero esfuerzo humano. Porque es infundida con la gracia
santificante, frecuentemente se identifica con el estado de gracia. Por lo
tanto, quien ha perdido la virtud sobrenatural de la caridad ha perdido el
estado de gracia, aunque aun posea las virtudes de esperanza y caridad.

Caridad - no significa ante todo el acto o el sentimiento benéfico, sino el


don espiritual, el amor de Dios que el Espíritu Santo infunde en el
corazón humano y que lleva a entregarse a su vez al mismo Dios y al
prójimo (Benedicto XVI).

Caridad es nuestra respuesta al amor de Dios. Dios nos amó primero y


reveló su gloria. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre
todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de É - Jesús. La caridad
es la virtud más excelente de todas por ser la primera de las teologales,
que son las virtudes supremas. Cuando se viven de verdad, todas las
virtudes están animadas e inspiradas por la caridad. Como dice San
Pablo, la caridad es "vínculo de perfección" (Colosenses 3,14), la forma
de todas las virtudes. enseña que en esto se resume toda la ley.

Es una virtud en la que su objeto material está dividido (Dios, nosotros,


prójimo) y el objeto formal es único: la Bondad de Dios.

Si el motivo del amor no es Dios nos salimos del ámbito de la caridad


(entramos en filantropía...). Esta infundida por Dios y no puede ser
alcanzada por las propias fuerzas naturales.

El amor a Dios ha de ser el motivo de todos los demás amores, y ha de


prevalecer sobre ellos, a Dios se le ama por sí mismo por ser nuestro
último fin. A nosotros y a los demás deberá ser por Dios para que haya
autentica Caridad.

La caridad vivifica y da forma a todas las demás virtudes y actos de la


vida cristiana.
La Caridad le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para
que éstas se dirijan a Dios, por ejemplo, y Yo puedo ser amable, sólo con
el fin de obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la
amabilidad, se convierten en virtudes que se practican
desinteresadamente por amor a los demás. Sin la caridad, las demás
virtudes están como muertas. La caridad no termina con nuestra vida
terrena, en la vida eterna viviremos continuamente la caridad. San Pablo
nos lo menciona en 1 Cor. 13, 13; y 13, 87.

Al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor “no es un


sentimiento bonito” o la carga romántica de la vida. El amor es buscar el
bien del otro.

Existen dos tipos de amor:

- Amor desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del


otro aunque no proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor
para el otro.

- Interesado: amar al otro por los beneficios que esperamos obtener.

¿Qué es, pues, la caridad? La caridad es más que el amor. El amor es


natural. La caridad es sobrenatural, algo del mundo divino. La caridad es
poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar como Dios ama, con su
intensidad y con sus características. La caridad es un don de Dios que
nos permite amar en medida superior a nuestras posibilidades humanas.
La caridad es amar como Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero
sí con el estilo que Él tiene. A eso nos referimos cuando decimos que
estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la
capacidad de amar como Dios.

Pecados contra el amor a Dios:

El odio a Dios, que es el pecado de Satanás y de los demonios. Y se


manifiesta en las blasfemias, las maldiciones, los sacrilegios, etc.

La pereza espiritual, que es cuando el hombre no le encuentra el gusto a


las cosas de Dios, es más las consideran aburridas y tristes. Aquí se
encuentra la tibieza y la frivolidad o superficialidad.

El amor desordenado a las criaturas, que es cuando primero que Dios y


su Voluntad están personas o cosas. En todo pecado grave se pierde la
caridad.

El amor al prójimo

El amor al prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar


el bien de los demás por amor a Dios.

Las características del amor al prójimo son:

- Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial


como hijo de Dios.

- Universal: comprende a todos los hombres porque todos son creaturas


de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que hacen el mal.

- Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que lo
necesite más. Ej. A el esposo, que al hermano, al hijo enfermo que a los
demás.

- Interna y externa: para que sea auténtica tiene que abarcar todos los
aspectos, pensamiento, palabra y obras.

Las obras de misericordia:

La caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta


caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a
colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser con la
inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma concreta de
caridad es la de palabra, es decir, hablar siempre bien de los demás. Y la
caridad de obra que se resumen en las obras de misericordia, ya sean
espirituales o materiales. Siendo las más importantes las espirituales, sin
omitir las materiales. De ahí la necesidad de la corrección fraterna, el
apostolado y la oración.
La corrección fraterna nos obliga a apartar al otro de lo ilícito o
perjudicial. Siempre haciéndola en privado para no poner en peligro la
fama del otro. El no hacerlo por cobardía, por falso respeto humano, sería
una ofensa grave. Pero, siempre hay que tomar en cuenta la gravedad de
la falta y la posibilidad de apartar al prójimo de su pecado.

Estamos obligados al apostolado porque cualquier bautizado debe de


promover la vida cristiana y extender el Reino de Dios, llevando el
Evangelio a los demás. Si yo amo a Dios, es lógico querer que los demás
lo hagan también. El apostolado se desarrolla según las circunstancias
de cada quien. Puede ser que en algunos casos el cambiar los pañales
de un hijo sea una forma de apostolado o el escribir, o el predicar, etc.

Ahora bien, la causa y el fin de la caridad está en Dios no en la filantropía


(amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre desinteresada,
cuando hay interés siempre se cobra la factura, “hoy por ti, mañana por
mí”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no bastan los buenos
deseos. Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior
a todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los
hombres.

Pecados contra el amor al prójimo:

El odio: desearle el mal al prójimo, ya sea porque es nuestro enemigo


(odio de enemistad) o porque no nos es simpático (odio por antipatía). La
antipatía natural no es pecado, salvo cuando la fomentamos, es decir es
voluntaria y la manifestamos en acciones concretas.

La maldición: cuando expresamos el deseo de un mal para el otro que


nace de la ira o del odio.

La envidia: entristecerse o enfadarse por el bien que le sucede al otro o


alegrarse del mal del otro. Es un pecado capital porque de él se derivan
muchos otros: chismes, murmuraciones, odio, resentimientos, etc.

El escándalo: acción, palabra u omisión que lleva al prójimo a ocasión de


pecado. Y puede ser directo cuando la intención es hacer que el otro
peque o indirecto cuando no hay la intención, pero de todos modos se
lleva al otro al pecado.

La cooperación en un acto malo que es participar en el pecado de otro.

Otros pecados: los altercados, riñas, vandalismo, etc.

No olvidemos que es mucho más importante la parte activa de esta


virtud. Hay que aplicarse a hacer cosas concretas, no tanto en los
pecados en contra. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando de
destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que
amamos, no por lo que dejamos de hacer. Mt 25, 31-46

Para educar la Caridad en la familia:

El fin último es lograr que el amor sea el motor y el sentido de los actos,
pensamientos y actitudes de nuestros hijos, entendiendo que la fidelidad
al nuevo mandamiento de Jesús dará verdadera coherencia a nuestra
vida.

Formar el corazón de nuestros niños y transformarlo de tal manera que


funcione en sintonía con el Corazón de Cristo. De nada nos servirá todo
lo que hagamos por ellos en otros aspectos de su desarrollo si éste no se
sustenta en la capacidad de amar, vivir el bien de manera habitual y firme
y atender las necesidades de los demás.

Que nuestros hijos aprendan de nuestro ejemplo la necesidad de vivir la


caridad de manera efectiva y constante en cada momento de nuestra
vida y sin excepciones, tratando a los demás como quisiéramos que nos
trataran a nosotros. En muchas ocasiones la caridad se expresa de un
modo sencillo, con gestos aparentemente triviales e intrascendentes,
pero nacidos de la bondad del corazón.

Transmitir a nuestros hijos la esperanza que surge de la caridad,


conscientes de que la vivencia de esta virtud es exigente porque no
busca la propia satisfacción, sino ante todo el bien de las otras personas.
La caridad no es una utopía, sino una posibilidad real de cambio personal
y de la sociedad en general.

Ayudar a nuestros hijos a descubrir en la Eucaristía la mejor manera de


fortalecer la caridad y a reconocer que nos ayuda a vivir esta virtud de
manera heroica.

Ofrecerles a nuestros hijos un mundo mejor y más humano, en el que la


regla de oro sea la caridad.

¿Por qué es importante fomentar la virtud de la caridad en nuestros


hijos?

- Porque la caridad se vive amando. No debe ser sólo un buen deseo.


“Obras son amores y no buenas razones…”

- Porque no se debe esperar a que se presenten situaciones para vivir


actos espectaculares de caridad, sino vivirla de manera heroica en cada
momento del día como una actitud habitual y firme. No hacer actos de
caridad, sino vivir la caridad y en la caridad.

- Porque la caridad es una gran fuerza, nuestra principal arma para


mejorar la sociedad, y el amor debe ser el motor de transformación,
comenzando por la transformación del propio corazón.

- Porque la caridad debe dar sentido al desarrollo de los talentos, al


trabajo, esfuerzo y mejoramiento personal en nuestros hijos, atendiendo
a saber no tanto cuánto los desarrolla, sino porqué lo hace.

- Porque es el único mandamiento nuevo que nos da Jesucristo, y todas


sus enseñanzas se derivan de él.

- Porque el amor es lo que nos debe distinguir. Seremos discípulos de


Cristo en la medida del amor que nos tengamos los unos a los otros,
cumpliendo la voluntad de Dios por encima de gustos, caprichos y
preferencias personales.

- Porque es la gran novedad del mensaje de Jesucristo contra la antigua


ley del talión y vivir cada día de acuerdo a la caridad marcará la diferencia
en el mundo.

- Porque la caridad debe vivirse siempre y con todos,


independientemente del grado de simpatía o amistad que tengamos con
ellos.

- Porque del amor surgen el perdón y la paz.

- Porque el niño comprenderá y experimentará la capacidad de


desprenderse de lo que tiene, y será capaz de sacrificarse para aliviar las
penas de la gente que sufre.

- Porque el niño experimentará que el corazón que acostumbra dar amor


se suaviza, purifica y crece en la capacidad de amar.

Vivir la caridad significa:

- Dar un saludo amable y trato bondadoso a los demás aunque estemos


cansados o de mal humor.

- Ayudar a quien lo necesite. Estar pendiente de las necesidades de los


demás antes que de las propias. Tener más tiempo para los demás que
para sí mismo.

- Ser constructivo, optimista y alegre.

- Superar el propio cansancio o mal humor en el trato con los demás para
no contagiárselo.

- Ser generoso con nuestro tiempo y persona ante las necesidades de


los demás.

- Hablar siempre bien de los demás.

- Descubrir las cosas buenas de los demás: virtudes, cualidades y


aciertos, y no fijarnos en las cosas malas o defectos.

- Nunca hablar mal ni hacer notar a otras personas lo malo de una


persona. Si no tengo algo bueno que decir, mejor quedarme callado.

- Disculpar siempre y con paciencia los errores ajenos, recordando que


nadie es perfecto y que nosotros también fallaremos muchas veces.

- Nunca juzgar y menos condenar a una persona, aunque objetivamente


se pueda tener razón para hacerlo. Saber condenar el hecho, pero no a la
persona.

- Analizar en el examen de conciencia y en la confesión si vivimos la


caridad en concreto y poner los medios para vivirla o reparar el mal
cometido por faltar a ella.

- Vivir el bien de manera constante; no únicamente hacer actos buenos


ocasionalmente.

- Tener pensamientos, proyectos y deseos positivos que sean fuente de


unidad y paz. Pensar de manera constante en cómo hacer mejor el bien.

- Ser tolerante, saber escuchar con interés lo que los demás tienen que
decir. Dedicar tiempo a los otros, a pesar de restar tiempo a mi persona.

- Ser comprensivos, saber ponernos en el lugar de los demás.

- Hacer sacrificios en favor de los otros.

- Responder con amor al odio y con paz a la violencia. Actuar de manera


pacífica, solucionar los problemas con actitudes positivas.

- Visitar a un enfermo o consolar a alguien que está triste.

- Rezar por los demás.

- Enseñar a los que no saben.

- Llevar el mensaje de Jesucristo a los demás.

- Corregir caritativamente al que está equivocado y cuyo error puede


causarle daño a sí mismo o a otros.
- Contribuir a crear un ambiente alegre para los demás, evitando quejas y
críticas.

- Tratar a los demás como quiero que me traten a mí.

- Respetar y aceptar a los otros como son, y no cómo yo quisiera que


fueran.

- Perdonar de corazón y de buena manera a los que me ofenden.

- Ayudar a los demás en sus necesidades materiales. Estar pendientes


de los más necesitados.

Qué facilita la vivencia de esta virtud:

- La propia naturaleza humana pues estamos hechos para amar y buscar


la paz.

- El ambiente cordial, tranquilo, en donde el diálogo sea fundamental y


los puntos de los demás sean respetados.

- El amor de la familia, ya que en ella se ama y se acepta de manera


desinteresada a la persona como es.

- El ejemplo de amor que los padres den a sus hijos.

- Corregir con amor, buscando siempre el bien de la persona.

- La reflexión, examen de conciencia y confesión frecuente.

- La paciencia, el respeto, la comprensión.

- La sencillez.

- El ser y saberse aceptado y amado como uno es, porque permite amar
a los demás como a uno mismo.

- La práctica del servicio a los demás, porque otorga satisfacciones


personales que llevan a desear repetirlo.
- El esfuerzo de ponerse en el lugar del otro

- El trato siempre amable e igual con todos sin favoritismos.

- El compartir trabajos y actividades, metas y luchas porque une en torno


a un objetivo común.

Qué dificulta la vivencia de esta virtud:

- El egoísmo, origen de todas las faltas a la caridad.

- Actitudes de rencor, poca capacidad de perdonar y temperamentos


violentos.

- Esconder la soberbia en actitudes de caridad cuando en realidad


solamente estamos pensando en nosotros mismos, nuestro bien, auto
alabanza, etc.

- El afán egoísta de desarrollar al máximo nuestras cualidades pero


pensando en nosotros mismos.

- El ruido tanto externo como interno que no me permite reflexionar


sobre mi conducta.

- Pereza, apatía.

- Los prejuicios sociales. Actuar por el qué dirán, más que por
convicción.

- Mal humor, venganza, discusión, envidia, dureza de corazón,


individualismo.

- Discriminación, odio, racismo y rechazo social.

- La omisión. No ser capaces de sacrificarnos por los demás.

- El “espíritu del mundo” que hace de las demás personas meros objetos
al servicio de los propios intereses.
Para promover la virtud de la caridad en casa:

1. Ayudarnos a vivir la virtud de la caridad hablando de cosas positivas y


no permitiendo la crítica bajo ninguna circunstancia. Si se llega a decir
algo malo de una persona, obligarse a decir tres cosas buenas de ella.

2. Acostumbrarnos a ver por las necesidades de los demás fomentando y


facilitando las actitudes de servicio. Buscar maneras de servir en familia
participando activa y comprometidamente en actividades de
participación social o evangelización a través de las misiones, visitas a
familiares enfermos, apoyo a la comunidad, etc.

3. Dedicar en familia tiempo y bienes para obras de misericordia y ayuda


material a los más necesitados: hacer una alcancía familiar, privarse en
familia de alguna diversión y destinar ese dinero a ayudar a otros, etc.

4. Evitar pleitos en casa, y si se dan, buscar que se disculpen y se


perdonen el mismo día en que surjan. Fomentar que las dificultades se
arreglen mediante el diálogo y el respeto.

5. Rezar en familia por las necesidades específicas de los demás.

6. Fomentar la alegría, que es fuente de caridad. Evitar insultos, gritos o


malos modos al pedir las cosas. Cuidar los detalles de educación y
amabilidad con todos los miembros de la familia o personas que vivan o
trabajen con nosotros.

7. Animar a cada miembro de la familia a desarrollar al máximo sus


talentos, pero siempre con la conciencia de que no debe hacerlo
solamente por su bien personal, sino como una manera de vivir la caridad
al poner estos dones al servicio de los demás.

8. Hacer ver y sentir a todos que se les acepta como son y que tienen
muchas cualidades, nunca permitir comparaciones entre hermanos.

9. Recibir siempre con alegría a todos los que vienen a casa. Hacer que
se sientan bien en ella.
10. Hacer como familia y con frecuencia un examen de conciencia para
analizar cómo se vive la caridad y qué medios concretos se pueden
poner para crecer en ella.

Carmina García-Valdés. Pedagoga

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