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CINE, NARRATIVA Y ENSEÑANZA DE LA

FILOSOFÍA. LA INICIACIÓN AL ÁMBITO


FILOSÓFICO EN EL BACHILLERATO

por María GARCÍA AMILBURU


Universidad de Navarra

1. Qué se enseña y a quién

Antes de abordar la cuestión de la utilidad del empleo del cine


y la literatura como instrumentos para la enseñanza de la filosofía,
no parece superfluo detenerse a considerar, aunque sea brevemen-
te, la naturaleza del saber que se enseña, y las características de
las personas a quienes se enseña.
La filosofía, según la definición tradicional, es la ciencia que se
ocupa del estudio de todos los seres a la luz de sus últimas causas
o por sus primeros principios. Su objeto material es tan amplio
como la infinita apertura intencional del entendimiento humano, y
abarca por lo tanto no sólo lo real, sino también lo posible, y los
entes de razón. Sólo lo contradictorio escapa al ámbito de la filoso-
fía, y no por insuficiencia de este saber, sino por la limitación
misma de la contradicción.
Sin embargo, muchas veces la filosofía se elabora y se expone
de manera que se hace difícil entender cuál es el referente real de
aquello de lo que se habla. Así, no es extraño que la mayor parte
de las personas que no se dedican al cultivo de la filosofía conside-
ren este campo del saber como algo abstracto, que no tiene co-
nexión con la vida ordinaria, y por lo tanto se decreta la conveniencia
de su extinción a causa de su inutilidad. O, en el mejor de los
casos, la filosofía se tolera como un lujo cultural, un capricho, algo

revista española de pedagogía


año LV, n.º 207, mayo-agosto 1997, 303-316
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que interesa a un reducido grupo de personas que sólo se entien-


den entre ellos, y a los que parecen preocupar muy poco los pro-
blemas ordinarios, incluido el de la propia subsistencia, porque un
estudiante de filosofía se piensa que es, con más probabilidades
que otros, carne de paro.
Esta opinión generalizada pone de manifiesto la ignorancia de
quienes la sostienen, pero también es un toque de atención para
los que decimos dedicarnos al cultivo de la filosofía. Porque ¿a
quiénes sino a nosotros mismos se puede culpar de que sea difícil
señalar el referente real de la ciencia que estudia la totalidad de lo
real? Debería más bien suceder lo contrario, porque la filosofía
puede hacerlo con mayor o menor fortuna, pero aspira a reunir
vida y reflexión. Es oportuno insistir sobre ello, cuando se ha
creado tanta distancia frente a los problemas candentes del propio
tiempo que los filósofos olvidan con frecuencia los problemas que
les deberían concernir. Como señala Innerarity, «la filosofía no es
un asunto exclusivo de expertos, un ámbito especial vetado al
interés vulgar y al sentido común, una especie de Departamento de
Verdades Sublimes. Al menos, no debería serlo (...) El material
sobre el que reflexiona el filósofo, las piedras con las que edifica su
soberana atalaya, el valle que contempla, no son de su propiedad.
El filósofo no tiene coto de caza propio; únicamente dispone de una
licencia de cazador furtivo que le permite adentrarse en los cotos
de los demás. La mayor parte de lo que el filósofo dice no es
‘filosofía’. A veces esto es formulado como reproche, pero constitu-
ye su mejor alabanza» (Innerarity, 1995 a, 151-152).
Por lo tanto, el pensamiento filosófico, sin abandonar el rigor y
el grado de abstracción que le son propios, debe esforzarse por
operar siempre sobre los hechos. Porque declarar que algo es así
de hecho no significa haber dado una explicación, o que ya se
comprenda lo que sucede. Son precisamente los hechos los que
deben ser explicados. Y éste es el principal objeto de la filosofía:
intentar dar razón —en su máxima radicalidad y con la mayor
profundidad posible— de lo que sucede, y por qué sucede. Por ello
es muy conveniente que después de una explicación filosófica, los
filósofos seamos capaces de poder decir: esto es lo que en el len-
guaje ordinario se suele llamar X, o esto es lo que ocurre cuando
sucede X, etc.
En España, el primer contacto de los alumnos con la filosofía
se produce cuando éstos tienen alrededor de 15 ó 16 años. A esta
edad —en la que ya algunos comparten los prejuicios antifilo-

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sóficos de los adultos— los estudiantes poseen una gran capacidad


de intuición vivencial, de interiorización de todo aquello que les
afecta o interesa, mientras que suelen estar menos habituados al
pensamiento abstracto. En palabras de Arellano, los alumnos es-
tán ávidos de realismo vivencial, necesitan que los contenidos inte-
lectuales que se les ofrecen puedan hacerse presentes en su propia
intimidad.
El funcionamiento intelectual de los jóvenes es más de tipo
sapiencial, les mueven los grandes ideales, las verdades esenciales.
Les importa menos una demostración lógica rigurosa, que el que
ellos vean que lo que se les dice es así, porque son capaces de
referirlo a su propia experiencia. En este sentido, asimilan mejor el
saber de tipo intuitivo que el experimento científico, porque éste es
algo que puede hacerse evidente a cualquier subjetividad. Para que
haya ciencia, el sujeto ha de ser intercambiable: no hay ciencia
privada. La ciencia experimental es, por tanto, la renuncia metódi-
ca a la propia subje-tividad.
Sin embargo, el tipo y el número de experiencias que se posee a
esas edades son bastante reducidos, y es éste un punto al que
volveremos al referirnos: a la necesidad de ampliarlas mediante
experiencias vicarias. En el Bachillerato y en COU el profesor pue-
de ser dispensado fácilmente de la erudición pero jamás puede
estar dispensado de la capacidad de conectar el pensamiento con
la vida, y más en concreto con aquello que pueden experimentar
como vida real sus alumnos.

2. Conocimiento teórico y experiencia vital

Es habitual distinguir entre el conocimiento de algo de modo


teórico, y conocer por experiencia propia. Así, es diferente el conoci-
miento teórico de los síntomas de una enfermedad que puede po-
seer un médico, y la experiencia de esos mismos síntomas que
tiene el enfermo. A veces, al primer modo de conocimiento se le
suele llamar saber abstracto, y al segundo vivencia. Los jóvenes, en
su mayoría, suelen considerar la vivencia mucho más importante
que el conocimiento teórico, e incluso desprecian este último cuan-
do no son capaces de ver la relación que tiene con alguna de sus
experiencias personales.
Sin embargo, esta distinción no es acertada cuando se estable-
ce de manera drástica y excluyente, pues no se puede dar propia-
mente una experiencia o vivencia a la que no acompañe de algún
modo cierto conocimiento teórico acerca de la misma. De hecho,

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los jóvenes manifiestan a menudo que se sienten raros y que no


saben lo que les pasa, y hasta que no son capaces de poner nom-
bre a eso que están experimentando, no pueden protagonizar en
sentido pleno sus propias vivencias. Quizá fuera más preciso ha-
blar de predominio del conocimiento intelectual cuando nos referi-
mos al conocimiento teórico, y de predominio del conocimiento
sensible en la vivencia. Pero, en cualquier caso, no se debe perder
de vista que, especialmente a esas edades, la presentación de un
contenido intelectual en un medio imaginativo facilita más la inte-
riorización del mismo que la presentación de ese contenido a un
nivel meramente conceptual.
De ahí, la importancia de utilizar imágenes, símbolos, ejem-
plos, que ayuden a conectar la teoría con la experiencia vital.
Todos estos símbolos pueden ser considerados como diversas espe-
cies del género común metáfora. C.S. Lewis señala que en la metá-
fora se produce la conexión entre el conocimiento intelectual y la
experiencia sensible imaginativa. La metáfora es una comparación,
una analogía en sentido amplio. «Entre los dos términos de la
comparación se establece una proporcionalidad que me permite
vislumbrar el término desconocido; a partir de una experiencia
común reordenada por la imaginación metafórica, se llega a una
experiencia nueva, generalmente más rica. Esta proporción no es
perfecta, y por eso el sentido del término nuevo no es absoluto,
sino relativo: ‘es y no es’, o ‘es como si fuera’» (Terrasa, 1993, 100-
101).
Este es —para Lewis— el más importante de los poderes del
lenguaje metafórico: «transmitirnos la cualidad de experiencias que
no hemos tenido o que incluso nunca podríamos alcanzar, utilizan-
do elementos que sí se encuentran dentro de nuestra experiencia,
de manera que se convierten en caminos hacia algo que está fuera
de nuestra experiencia» (Lewis, 1981, 169).

3. Recursos lógicos y recursos retóricos en la enseñanza

Recogiendo la tradición aristotélica, C. Naval señala en su libro


Educación, Retórica y Poética (Naval, 1992) que la doctrina desarro-
llada lógicamente no es capaz de influir de modo determinante en
el comportamiento humano. Para hacerse cargo del alcance de esta
afirmación es conveniente recordar la noción aristotélica de hábito,
y las diferencias que, desde el punto de vista de la educación,
distinguen a los hábitos intelectuales de los morales [1].
Hay una irreductibilidad real entre el orden intelectual y el

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volitivo [2]. Por eso, a pesar de lo que sostenía Sócrates, los razona-
mientos no bastan para hacer buenos a los hombres: para obrar
bien no es suficiente la ciencia sino que es necesaria asimismo la
rectitud en el apetito (Aristóteles, II, 9, 1179 b 4-11)
Así pues, la enseñanza lógica y los recursos retóricos deben
utilizarse de modo complementario en la educación, ya que estos
últimos pueden ser utilizados como causa instrumental del apren-
der y suscitadores de la formación moral [3].
Este procedimiento también ha sido empleado por C.S. Lewis,
uno de los escritores británicos de nuestro siglo más comprometi-
dos con la educación moral, aunque su especialidad fuera princi-
palmente la crítica literaria. Lewis escribió novelas de un género
que él denominó mythopoeic —como Mientras no tengamos rostro,
o El gran divorcio—, una serie de relatos para niños —Los cuentos
de Narnia— y algunas obras de ciencia-ficción —La Trilogía cósmi-
ca— con el fin de contribuir a la formación moral de sus lectores
(Watkin, 1992).
La comunicación metafórica que utiliza como recurso retórico
la narración de historias, es un medio muy apto para facilitar la
interiorización y la conexión de los contenidos expuestos con la
experiencia vital de quien los lee o escucha. Por ello, la narración
de historias puede ser un aliado eficaz para la enseñanza de la
filosofía a personas jóvenes. Esta es la tesis que quiero desarrollar
a continuación.

4. La narración

Narrar es contar una historia: situar una serie de aconteci-


mientos según una secuencia temporal (Cohan y Shires, 1988). En
este sentido la narración se distingue de la descripción, porque
para que pueda hablarse de narración deben relatarse acciones,
sucesos y no solamente hacer una enumeración de objetos: la
narración tiene, esencialmente, una dimensión temporal. La pre-
sencia de estructuras y técnicas narrativas en la Historia, Filosofía,
y en la Ciencia, además de en la Literatura, subraya el poder de la
forma narrativa como modo de conocimiento. Es comúnmente ad-
mitido que contar historias nos ayuda a entender el mundo (La-
marque, 1990, 131-155). Pero también, nos ayuda a comprendernos
a nosotros mismos.
La cuestión no es sólo «que el hombre sea el único animal que

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cuenta historias, sino que es el único que necesita contar su vida


para poder vivirla como propia: comprendiéndola. Hace ya tiempo
que la filosofía de la vida y la hermenéutica han llamado la aten-
ción sobre lo que denominan la estructura narrativa de la existen-
cia humana. La vida humana segrega y recibe el sentido en forma
de historias, de relatos con los que la vida se expresa al tiempo que
se hace aprehensible en un preciso sentido: como mía y como
humana. El acto de la comprensión —también el de la autocom-
prensión— está mediado por historias. Como ha dicho Jorge Vicen-
te Arregui, ‘el solo procedimiento que tienen los mortales para
establecer su identidad es contársela, narrarse a sí mismos su
vida’» (Marín, 1995, 118).
Y es que cualquier narración, se parece más a la vida de un ser
humano que un tratado científico, porque se da una corresponden-
cia entre la narración y un aspecto radical de la biografía humana:
la imprevisibilidad de lo que va a suceder después, pues tanto en
la vida humana como en las narraciones, el futuro no se puede
deducir a partir de lo ya dado (Choza, 1980, 59-76).

4.1. Los elementos de la narración


La serie de eventos o historia que se relata en la narración
puede ser contada por medio de acciones sin palabras —como es el
caso del mimo—; con palabras, bien sean éstas escritas —en un
libro— o pronunciadas por una o varias personas; y también por la
combinación de palabras y acciones —como sucede en el teatro y el
cine— (Armes, 1994, 10 y ss.)
Siguiendo la distinción que hace Ryle entre to know that y to
know how, podemos decir que se diferencian en toda narración dos
elementos: la historia que se cuenta, y el modo como es contada: el
argumento (story) y la estructura narrativa (plot). El argumento nos
ofrece siempre la promesa de un sentido, pues tiende hacia un
final. Nos dice lo que pasa (that) en una serie cronológica de co-
nexiones causa-efecto, que tienen una determinada duración y ocu-
rren en un espacio particular. La estructura narrativa de una
historia es la manera concreta como ésta se nos presenta (how). Es
la novela, la película, la obra de teatro particular con la que toma-
mos contacto. Como ya hemos dicho, la misma historia se puede
presentar de muchas maneras, incluso dentro del mismo medio —
novela, cine, teatro—. El modo de presentarlo depende directamen-
te de la voluntad del autor del libro, o el director de la obra teatral
o la película.
C. S. Lewis afirma que la estructura literaria es como una red

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que se utiliza para atrapar un contenido: el argumento que se


quiere comunicar. Muchas veces el argumento no lo constituye
tanto la serie de acontecimientos que se narran, sino algo más
parecido a un estado o cualidad. Esta tensión interna entre el
argumento y la estructura narrativa constituye otra semejanza en-
tre las narraciones y la vida humana, porque también en nuestras
vidas estamos intentando constantemente atrapar en nuestra red
de momentos sucesivos algo que no es sucesivo: el sentido de la
existencia (Lewis, 1982 a, 45).

4.2. Las narraciones como ampliación de la experiencia


Antes hemos mencionado que a los 15 ó 16 años los alumnos
dan una gran importancia al conocimiento vivencial, adquirido por
la propia experiencia; y sin embargo, sus experiencias son aún
muy escasas, porque apenas han tenido tiempo para vivir.
Pero si sólo viviendo se aprendiera a vivir, se aprendería cuan-
do ya es demasiado tarde, y no quedaría tiempo para aprovechar lo
que se acaba de aprender. Sin embargo, ¿cómo se puede adquirir
la experiencia de lo que aún no se ha vivido? Sólo si se adquieren
estas experiencias de modo virtual (Grimaldi, 1994, 65). Por ello, es
importante proporcionar a los jóvenes la oportunidad de adquirir-
las, y esto se consigue en gran medida por medio de la lectura y el
cine.
Así, se puede decir que el arte es una potenciación de la vida,
que ilumina dimensiones de la realidad aún no estrenadas, y abre
cauces para vivir lúcidamente lo que sólo oscuramente se presentía
(Choza, 1980). Los buenos relatos son expansiones de la vida, algo
sobreañadido que, igual que algunos sueños, nos hacen sentir
cosas que no habíamos experimentado antes, y agrandan nuestro
concepto de las posibilidades de la experiencia (Lewis, 1982 b, 80-
96). No intentan convencer, sino que invitan a tomar parte en una
imagen del mundo (Innerarity, 1995 b, 23-33).
Julián Marías afirma que la lectura de novelas y relatos, la
contemplación de ficciones escénicas o cinematográficas son el me-
dio de adquisición de situaciones vitales y modos de reaccionar
ante ellas; y constituyen así una preparación para la vida real. El
amor, el honor, los celos, la ambición, el heroísmo, el engaño, nos
son accesibles sin haberlos vivido realmente gracias a la fantasía;
sabemos lo que son, los entendemos, nos movemos en su ámbito,
sabemos reaccionar a ellos porque hemos hecho el ensayo irreal de
vivirlos. Nuestra vida es mucho más compleja y rica porque la

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multiplicamos por un factor considerable mediante la ficción. La


narración, en su sentido más amplio, es un instrumento que nos
permite enriquecer fabulosamente la vida, que sin ella sería de
increíble simplicidad y pobreza. De ahí el error de quienes piensan
que se pierde el tiempo leyendo novelas o yendo al cine; cuando es
precisamente tiempo lo que se gana, tiempo condensado y compri-
mido, centenares de años, de posibles vidas, mágicamente resumi-
dos y abreviados en las páginas o en la pantalla. Esas gentes que
olvidan que la forma suprema de educación, de paideia, fue entre
los griegos la poesía homérica; y hoy es paideia también, y de la
más profunda, la novela que se lee en el Metro y hasta el cine de
sesión continua (Marías, 1971, 32).

4.3. Realidad y ficción


Es también importante señalar una cuestión a la que aún no
hemos hecho referencia explícita: la ficción. La crítica literaria
distingue entre las narraciones que cuentan historias reales, es
decir, que han sucedido en el mundo real, y aquellas ficticias, que
han sido inventadas.
Aunque para un historiador esta diferencia es esencial, para
los fines que ahora nos proponemos, la distinción es irrelevante.
No quiere decirse con ello que se pretenda hacer pasar lo ficticio
por real, sino que siempre que se tenga clara esta distinción es
posible sacar partido a cualquier narración, sea real o ficticia. Sólo
hace falta que sea verosímil en su género.
Porque tal como lo entendemos, la ficción no es presentada
para ser creída, sino como soporte para transmitir un cierto men-
saje. La ficcionalidad reside en una especie de relación institucio-
nalizada entre el escritor, el texto y el lector, que tiene unas reglas
propias. En las historias reales se nos informa de lo que pasó; en
la ficción se nos informa acerca de una cualidad, situación, reac-
ción humana, etc. (Lamarque, 1990).
Por ello, Marías afirma: «El aprendizaje de la vida, la ‘experi-
mentación’ sin apenas riesgos, el ‘ensayo’ de posibilidades huma-
nas se hace mediante la ficción, desde los poemas homéricos a las
películas actuales. Y es además el modo de ganar tiempo, de ad-
quirir en pocas horas una virtual experiencia que en la vida real
llevaría meses conseguir. Es conveniente que los niños y mucha-
chos lean novelas, vean películas y contemplen la televisión; no
hay que ‘tolerarlo’ de mala gana, sino aceptarlo, y acaso estimular-
lo» (Alonso, 1994, 30).

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4.4. La lectura, el teatro y el cine


Como ya señalamos anteriormente, el lenguaje narrativo tiene
como finalidad contar, es decir, transmitir una serie de hechos
(verídicos o ficticios) con la finalidad de que sean acogidos por una
conciencia que pone en juego toda una serie de mecanismos de
recepción. También señalamos que el mismo argumento puede ser
narrado de casi infinitas maneras, utilizando diversos géneros na-
rrativos.
Una novela, una obra de teatro, una película, tienen en común
presentar unos personajes a los que les pasan una serie de even-
tos, y a través de ellos, transportan al receptor a un universo
absoluto de referencias, equivalente al suyo, pero mucho más am-
plio, con unas posibilidades ilimitadas de indagación, valoración y
análisis de la conducta humana y sus particulares actitudes (Gó-
mez Redondo, 1994, 125 y ss).
Pero también hay elementos esenciales que distinguen la lectu-
ra de la asistencia a una representación teatral o a una proyección
cinematográfica. El teatro y el cine son más semejantes entre sí
que cualquiera de ellos y la lectura. En aras de la brevedad, exami-
naremos sólo las diferencias entre la lectura y el cine, pues son los
medios narrativos que están más al alcance de la mano del gran
público. Para ello, nos basaremos en el análisis que realiza Nicolás
Grimaldi en el artículo que ya hemos citado.
Imaginemos que analizamos un mismo argumento: leerlo en un
libro y verlo en una película ¿pueden considerarse dos modos dife-
rentes de experimentar lo mismo, o se trata más bien de dos expe-
riencias distintas?
Vayamos por pasos. Al leer, somos nosotros los que tenemos
que suscitar, crear, inventar las imágenes sólo apuntadas en el
texto. El libro evoca: la lectura exige que todo el trabajo tengamos
que hacerlo nosotros. Sólo somos capaces de extraer del texto lo
que nosotros mismos hemos proyectado en él. Nuestra propia afec-
tividad se refracta tantas veces cuantos personajes aparecen, so-
mos nosotros quienes construimos el personaje, página a página.
Por el contrario, una película presenta. Cada personaje se nos
impone desde el primer momento completamente constituido. En
el cine, cada personaje es alguien concreto —encarnado por un
actor particular— que va y viene por sí mismo, que se escapa a
nuestro control, y que nosotros no podemos más que observar.
Toda la actividad que se necesita para la lectura se hace pasivi-

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dad en el cine. En el cine contemplamos la vida de otros desde


fuera, somos simples espectadores, mientras que en la lectura so-
mos nosotros quienes debemos construir los significados. Leer es
por tanto esquematizar: prepararnos para imaginar pero sin llegar
a formular la imagen, es disponerse a vivir y a sufrir, más aún, es
haber vivido activa e interiormente esa situación mil veces.
Sin embargo, tanto en las novelas como en las películas, se
trata de experiencias vicarias, y además experiencias puras, por-
que en ellas los sentimientos se presentan sin añadidos —al con-
trario de lo que sucede en la vida real, en la que no percibimos
ningún sentimiento químicamente puro, sino imbricado con el res-
to de nuestra vida—. Nunca en la vida real somos capaces de
experimentar sentimientos tan puros y tan absolutos como en las
novelas. Por ello, Grimaldi sostiene que no es por habernos enamo-
rado en la vida real por lo que somos capaces de entender el amor
de las novelas, sino al contrario: es al habernos enamorado tantas
veces en las novelas como hemos aprendido a querer.
El cine nos procura a menudo la ilusión de poder hacer nues-
tra vida parecida a lo que vemos en las películas. Pero puesto que
el cine nos relaciona sólo con la exterioridad de las imágenes, es
sólo lo exterior de nuestra imagen lo que nos incita a cambiar. Se
admiran los detalles físicos exteriores de un individuo particular,
que se convierte en ídolo. El cine nos introduce de manera subrep-
ticia en una ontología idolátrica: quiero ser percibido como lo perci-
bí, y corro el riesgo de convertirme en la imagen de una imagen.
Los modelos del cine son meramente ídolos, y lo que se imita son
actitudes externas, los gestos, el modo de hablar o de vestir, etc.
Por el contrario, la lectura no nos ofrece ninguna imagen, no
hay nada exterior de los personajes que podamos imitar. Al leer
nos ponemos en contacto con una esencia humana, un sentido de
la existencia, un carácter. Lo que se nos proporciona como modelo
es un tipo, no un individuo. Imitarlo consistirá en construir una
relación con el mundo semejante a la suya. La lectura puede ayu-
darnos a elegir un estilo de vida que puede hacer nuestra existen-
cia más digna, más intensa, más bella.
Por ello, considero que la lectura es un medio más idóneo para
lograr los fines que hemos señalado al inicio. Pero por razones de
orden práctico, la proyección de películas puede resultar más efi-
caz. Por una lado, los jóvenes están poco acostumbrados a leer, y
si se sugiere la lectura de un libro para comentarlo después en
clase, es posible que no todos los alumnos lo hayan leído, debido a

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que no han dedicado el tiempo que requiere esta tarea. Sin embar-
go, la proyección de una película puede hacerse en el horario
lectivo, y así aseguramos que en un par de horas todos los alum-
nos hayan participado de la misma experiencia. Por ello, en el
siguiente epígrafe vamos a centrarnos en la exposición de algunos
aspectos prácticos de la utilización de películas para la enseñanza
de la filosofía.

5. Aspectos prácticos de la utilización del cine en el aula

La proyección de películas como parte del desarrollo del progra-


ma de la asignatura de filosofía puede cumplir tres objetivos: a) la
transmisión y fijación de conocimientos, con lo que esto supone de
refuerzo del aprendizaje, b) el fomento del espíritu crítico y c) de la
capacidad de diálogo.
La elección de la película es un tema que requiere una selec-
ción cuidadosa por parte del profesor, y que está condicionada
fundamentalmente por el primero de los fines que se señalan: la
transmisión y fijación de conocimientos. Así, por ejemplo, si el
tema que corresponde exponer son las relaciones entre naturaleza
y cultura en el hombre, pueden resultar apropiadas películas como
El pequeño salvaje, y Nell; para explicar las relaciones entre len-
guaje y pensamiento puede ser útil El milagro de Ana Sullivan; en
relación con el desarrollo de la afectividad Matrimonio de conve-
niencia, etc.
En la clase o clases anteriores a la proyección de la película se
deben explicar los contenidos correspondientes al tema del progra-
ma en cuestión, para que los alumnos dispongan de un marco
conceptual sistemático en el que poder encuadrar el mensaje au-
diovisual. No hay inconveniente en que los alumnos hayan visto ya
la película. Incluso la acción educativa que se persigue es más
eficaz si no es la primera vez que los alumnos la ven. En cualquier
caso, es conveniente contar el argumento de la misma antes de su
proyección, incluyendo cuál es el desenlace final. Así, el interés de
los alumnos, en vez de quedar atrapado en el descubrimiento de
qué es lo que pasa o cómo va a acabar, puede liberarse para fijarse
en el cómo, el por qué, o el para qué de lo que sucede.
También hay que señalar de manera explícita antes de ver la
película la relación que ésta tiene con el tema que se está tratando,
poniendo de relieve aquellos aspectos, pasajes o diálogos especial-
mente importantes y en los que conviene prestar una mayor aten-
ción. Esto es preferible a interrumpir la proyección para hacer

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comentarios o dar explicaciones, porque con ello se perdería el


ritmo de la narrativa cinematográfica, y si se pretende formar tam-
bién el hábito del sentido crítico en el alumno para que lo ejercite
no sólo cuando está viendo una película en clase con el profesor,
es preferible que se encuentre en una situación semejante a la que
se halla cuando ve cine por su cuenta, o con sus amigos.
Tras la proyección, hay que dedicar un tiempo al comentario de
la película. Esto puede hacerse inmediatamente después, o si se
considera que la sesión va a resultar muy larga, se pueden sugerir
algunas preguntas y cuestiones para que los alumnos las piensen
por su cuenta o las comenten entre ellos, y hacer el cine-forum en
la siguiente hora lectiva de que se disponga.
La función del profesor en el cine-forum se asemeja a la del
moderador en una mesa redonda: introducir brevemente el tema,
formular alguna pregunta y dejar que los alumnos respondan y
manifiesten sus opiniones. No se permitirá hacer uso de la palabra
hasta que ésta le sea concedida por el profesor: así aprenden a
dialogar y a respetar a quien está hablando. Cuando el alumno
expresa su opinión conviene pedirle que explique las razones que le
llevan a sostenerla, y apuntarlas en la pizarra. Después se puede
preguntar si hay alguien que no esté de acuerdo o quiera comple-
tar lo que ha dicho su compañero, exponiendo también sus razo-
nes. Al final, el profesor puede hacer un resumen de las diferentes
intervenciones, volviendo a remarcar los puntos que hacen referen-
cia al tema que se está explicando (González Martel, 1996).
Además, conviene ayudarles a descubrir los medios del lengua-
je cinematográfico de los que se ha servido el director de la película
para transmitir su mensaje: detalles de ambientación, enfoque,
diálogo, música, etc., que van describiendo el carácter de los perso-
najes, y configuran el clima en el que se desarrolla la acción:
inseguridad, terror, ternura, rutina, etc. También se deben mostrar
los diversos recursos técnicos que pueden ser utilizados para exal-
tar o denigrar a determinados personajes —tales como el ángulo
desde el que se efectúa la toma, etc.— induciendo así a que el
espectador, casi de manera inconsciente, formule una valoración
de los mismos.
La primera vez, quizá pueda resultar más difícil conseguir la
intervención de un número elevado de alumnos en el diálogo, pero
conforme va pasando el tiempo, y los estudiantes van aprendiendo
a leer el texto cinematográfico, y a vencer su timidez para exponer
sus opiniones ante sus compañeros, la participación se hace cada

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vez más activa, y ellos mismos confirman que han entendido me-
jor, y han asimilado con mayor facilidad y profundidad los temas
cuya explicación ha sido acompañada de una película; y además,
han adquirido criterios para enjuiciar las películas que suelen ver.

Dirección del autor: María García Amilburu. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de
Navarra. 31080 Pamplona.

Fecha de recepción de la versión definitiva de este artículo: 15.IV.1997

NOTAS

[1] El estudio de la virtud humana en relación con el alma y sus dos partes es objeto
del último capítulo del libro I de la Ética a Nicómaco. Las virtudes del carácter son
estudiadas en los libros II-V, las virtudes del intelecto son objeto del libro VI y
la virtud suprema o contemplación es estudiada especialmente en los últimos
capítulos del libro X.
[2] Aunque se da esta irreductibilidad entre los dos ámbitos, hay un elemento
articulante entre ambos que es la prudencia, hábito intelectual por su sujeto y
moral por su objeto, cuya función es realizar el bien en el orden práctico previo
conocimiento de la verdad. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 47,
a. 5, ad 3.
[3] He desarrollado más ampliamente la necesidad del empleo de medios retóricos
en la enseñanza en Kierkegaard and Aristotle on Rhetoric as a Means for
Education, en Papers of the Philosophy of Education Society of Great Britain
(Oxford), 1994, pp. 17-20.

BIBLIOGRAFÍA

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SUMMARY: CINEMA, NARRATIVE AND THE TEACHING OF PHILOSOPHY.

Before turning to the question to the usefulness of film and narrative as aids in
the teaching of philosophy —which is the main purpose of this paper— I briefly
consider the nature of the knowledge that is imparted and the characteristics of the
people we teach. I then consider the convenience of employing rhetoric means, as well
as logical resources in teaching, to follow with an analysis of narrative —both realistic
and fictional, read in books or watched in films—. I finish with some practical aspects
of the use of film in the classroom.

KEY WORDS: Intellectual and Moral Habits. Teaching of Philosophy. Cinema in the
Classroom. Narrative. Fiction.

rev. esp. ped. LV, 207, 1997

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