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Pornocultura, Naief Yehya, 2013

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Naief Yehya
PORNOCULTURA
El espectro de la violencia
sexualizada en los medios

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© 2013, Naief Yehya

El autor de este libro es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte

Diseño de la colección: Estudio Úbeda


Reservados todos los derechos de esta edición para:
© 2013, Tusquets Editores México, S.A. de C.V.
Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso
Colonia Chapultepec Morales
C.P. 11570, México, D.F.
www.tusquetseditores.com

1.a edición: agosto de 2013

ISBN: 978-607-421-461-1

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a


un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de
Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

Impreso en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.


Centeno núm. 162, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F.
Impreso y hecho en México – Printed and made in Mexico

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Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Apuntes sobre imágenes


digitales extremas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
1. Sexo y paranoia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
2. Horror. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
3. El asalto mediático. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
4. Pornografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
5. Sadomasoquismo
y los dilemas del consenso. . . . . . . . . . . . . . . 137
6. Galería de monstruos sexuales. . . . . . . . . . . 157
7. La gran estafa del snuff. . . . . . . . . . . . . . . . . 199
8. Sexo como amenaza
y porno como política . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215
9. Los sitios shock . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
10. Postales necrófilas de México. . . . . . . . . . . . 259
11. Hipersexualidad y pornocultura. . . . . . . . . . 279

Notas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309
Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325
Filmografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331

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The marriage of reason and nightmare which
has dominated the 20th century has given birth
to an ever more ambiguous world. Across the
communications landscape move the specters of
sinister technologies and the dreams that mon-
ey can buy. Thermo-nuclear weapons systems
and soft drink commercials coexist in an overlit
realm ruled by advertising and pseudo-events,
science and pornography. Over our lives pre-
side the great twin leitmotifs of the 20th centu-
ry — sex and paranoia.
J. G. Ballard, Crash!*

terry: Nobody is interested in sex anymore.


They are looking for something else.
Roger Watkins (dir.), Last House
on Dead End Street**

*  «El matrimonio de la razón y la pesadilla que ha dominado el


siglo xx ha dado a luz a un mundo cada vez más ambiguo. A través del
paisaje de las comunicaciones se mueven espectros de tecnologías si-
niestras y los sueños que puede comprar el dinero. Los comerciales de
sistemas de armas termonucleares y de refrescos coexisten en un ám-
bito hiperiluminado dominado por anuncios y seudoeventos, ciencia y
pornografía. Sobre nuestras vidas presiden los grandes temas gemelos
del siglo xx: sexo y paranoia.»
** «terry: Ya nadie se interesa en el sexo; buscan algo distinto.»

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Agradecimientos

Cuando le expliqué al filósofo, investigador, escritor,


artista multimedia y extraordinario cibernauta Hervé
Fischer, el objetivo de este libro, no intentó ocultar su
horror y rechazo. «¿Para qué? ¿Por qué dedicarle tiem-
po a algo semejante?»
Quizá tenía razón. Pero en buena medida sentía que
el hecho de haber escrito sobre pornografía y sobre el
poder de las imágenes en la era digital me obligaba a re-
flexionar sobre la aparente explosión de violencia en la
pornografía. Pornocultura es, en gran parte, una res-
puesta tanto a la actitud histérica de quienes ven en la
masificación de la pornografía una inocultable señal
del Apocalipsis, así como a la reacción sobreexcitada de
quienes imaginan que este fenómeno es la redención
cultural definitiva.
Escribir este libro implicó, entre otras cosas, ver
cientos de horas de imágenes espantosas, un intermina-
ble flujo de visiones crueles, atroces y desesperanzadas.
Espero haber podido convertir mi asombro, inquietud,
repulsión y fascinación en argumentos coherentes que
sirvan para alimentar la discusión sobre este tema.
Tengo que agradecer a mi esposa Cindy, a mis hijos,
Nicolás e Isabel, por su cariño, paciencia y comprensión.

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No es fácil compartir la vida con alguien que trata de
descifrar el significado de las imágenes de pornotortura
que flotan en el ciberespacio. También quiero mencio-
nar a los amigos, colegas, familiares y cómplices que
de una u otra manera me ayudaron y apoyaron en esta
aventura, a veces sin saberlo: Antonio Sacristán, Mara
Medeiros, Pío Galbis, Carlos Gutiérrez, Huberto Bátiz,
Fabián Giménez Gatto, Alejandra Díaz, Carlos Manuel
Cruz Mesa, Lilian Paola Ovalle, Emily y Miguel Ventu-
ra, Juan Villoro, Carmen Boullosa, Mike Wallace, Jaha-
ciel G. Venegas, Mark Dery, Manuel Delanda, Verónica
Flores, Jordi Ferres, Vanessa Fuentes, Víctor Tejeda y
Víctor Altamirano; por supuesto tengo que mencionar
el invaluable apoyo del Sistema Nacional de Creadores
del Fonca, sin el que esta tarea hubiera sido casi impo-
sible.
Mientras escribía este libro perdí a dos personas
muy queridas, amigos entrañables que me influencia-
ron y fueron referencias fundamentales de maneras
completamente distintas: por un lado, mi cuate de la
infancia, el talentoso músico Oscar Menzel y, por el
otro, el gran filólogo Antonio Alatorre. Este libro está
dedicado a ellos.

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Apuntes sobre imágenes
digitales extremas:
pornografía de la violencia
y violencia de la pornografía

Del silencio al estruendo

Cuando comencé a escribir sobre pornografía a


principios de la década de los noventa había muy poca
gente que en México y el mundo hispanoparlante to-
mara en serio el tema; mucho menos que escribiera
análisis o reflexiones acerca de las implicaciones cul-
turales de un género que, por naturaleza, depende de
la transgresión. La bibliografía sobre pornografía en
castellano era mínima; con excepción de un par de li-
bros de Román Gubern y de algunas traducciones que
circulaban poco y mal, prácticamente no era posible
leer nada sobre este género. Incluso la academia es-
tadounidense —que ha invertido grandes cantidades
de recursos en el estudio de este tema— apenas co-
menzaba a aventurarse por ese terreno hostil de la cul-
tura. En general había dos tipos de respuesta ante la
pornografía: una actitud burlona que se regodeaba en
la impudicia o bien el repudio moralista y santurrón.
Ambas le negaban cualquier valor o interés como pro-
ducto cultural. Al hablar de pornografía nos referire-
mos aquí a lo que se conoce como hardcore, del cual
usaremos como sinónimo el término «porno», que se

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refiere a un tipo de representaciones que no sólo mues-
tran penetraciones explícitas (meat shots) y eyacula-
ciones externas (money shots) sino que han creado
un estilo característico identificable por sus close-ups,
ritmos narrativos y obsesiones visuales. La pornogra-
fía pertenece al grupo de géneros que la profesora de
estudios cinematográficos de la Universidad de Berke-
ley, Linda Williams, denomina corporales, ya que tra-
tan de provocar reacciones fisiológicas, o bien, re-
flejos aparentemente instintivos, aunque en realidad
estén condicionados por la cultura; al igual que sucede
con el thriller, que puede causar vértigo o sudor frío;
o con la comedia, que tiene por objetivo provocar risa.
Dentro de este grupo, la pornografía se encuentra empa-
rentada con el melodrama y el horror —los géneros de
las secreciones—, que tienen por objetivo hacernos llorar,
segregar adrenalina o provocar orgasmos.
En mi libro Pornografía. Sexo mediatizado y pánico
moral 1 de 2004, cuento la historia y origen del que aún
ahora consideramos el género fuera de los géneros. Me
interesaba hablar de la censura, del poder de las imá-
genes sexuales para transgredir los límites de lo cul-
turalmente aceptable, así como de la incesante y ver-
tiginosa capacidad de los pornógrafos de reinventarse
gracias a los progresos tecnológicos de reproducción
mediática y de su habilidad para hacer de todo apa-
rato de comunicación visual un medio pornográfico.
Especialmente explico el debate en torno a la porno-
grafía y sus protagonistas: por un lado, los pornógrafos
y, por otro, las fuerzas conservadoras del Estado y las
Iglesias, las organizaciones moralistas y más tarde,
las feministas radicales antipornografía de la década

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de los setenta del siglo xx, sus aliados de izquierda
y derecha, junto con sus descendientes intelectuales de
toda orientación ideológica y moral. El libro concluye
con la masificación del porno en internet y con una
breve exploración de las posibilidades, las amenazas
y el potencial que ofrecía la red, tanto al consumidor
como a los pornógrafos. En ese entonces era clarísimo
que el panorama de la pornografía cambiaría para
siempre, pero era difícil imaginar cómo impactaría no
sólo la abundancia sino la posibilidad de acceder prác-
ticamente a todo tipo imaginable de representaciones
sexuales sin tener que pagar nada ni, aparentemente,
correr riesgos de ningún tipo.
El porno de hoy es diferente de aquel que se des-
cribe al final de Pornografía. Sexo mediatizado y pánico
moral, esencialmente debido al brutal impacto que ha
tenido la web en la manera en que se distribuye y se
consume pornografía en línea, así como en la forma en
que se accede a ella. También podemos mencionar que
muchas de las figuras que dieron su peculiar carácter
a este género murieron después de la publicación de la
primera edición del libro, como sucedió con el legen-
dario realizador de Deep Throat (Garganta profunda),
Gerard Damiano (1928-2008), así como con el prolífico
director Henri Pachard (1938-2008), con el delirante di-
rector y fanático de los senos descomunales Russ Meyer
(1922-2004); con uno de los grandes maestros de la
era de la explotación, David Friedman (1923-2011);
con uno de los más prolíficos y controvertidos autores
de la era protopornográfica, Joe Sarno (1921-2010); a
la vez que con el actor, director y autoproclamado crea-
dor del estilo gonzo, Jamie Gillis (1943-2010). Aún más

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importante para la transformación del género fue la
descomunal proliferación de imágenes pornográficas
y en particular de material hardcore en línea, mismo
que súbitamente estaba al alcance de todos, a la es-
pera de los cibernautas curiosos y al acecho de cual-
quiera que ingenuamente tecleara en un buscador una
de las miles y miles de palabras clave con alguna carga
sexual —por vaga que esta fuera— que eran registra-
das como invocaciones de las páginas pornográficas.
Una búsqueda despistada, un accidente al teclear o un
error ortográfico podía abrir las puertas a una cascada
de invitaciones a ser testigo de toda clase de imáge-
nes y representaciones realistas de cuerpos desnudos,
tomas de genitales, coitos y una enorme variedad de
prácticas sexuales que iban de lo más mundano a lo
completamente excéntrico.
La segunda edición (2012) de aquel libro, rebautiza-
do Pornografía. Obsesión sexual y tecnológica,2 implicó
una completa reelaboración de algunos capítulos así
como una evaluación mucho más profunda y detallada
del impacto de la pornografía en línea en el consumi-
dor, la industria pornográfica y la sociedad. En ese libro
se analiza con una nueva perspectiva su geografía en el
espacio virtual y algunos de los fenómenos sin prece-
dentes que tuvieron lugar gracias a la proliferación y
abaratamiento de la pornografía en línea.
Es imposible reducir el género pornográfico a aque-
llas representaciones que tienen como fin último la
autosatisfacción del espectador. Si bien es posible se-
parar la producción especializada y directamente mas-
turbatoria del resto de las creaciones, obras y repre-
sentaciones que, incidental o marginalmente, pueden

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producir un efecto de excitación; es necesario entender
la pornografía como un fenómeno cultural poroso, una
influencia y un género hasta cierto punto abierto, tanto
a asimilar nuevas convenciones, como a impregnar la
mediósfera con sus lugares comunes, estilos visuales,
parafernalia e incluso con sus narrativas. Esto, en la
era de internet, se ha traducido en una masificación
de los clichés, iconos, modas y estilos pornográficos:
un fenómeno que se ha denominado pornificación
de la sociedad. Ahora bien, este término viene car-
gado de resonancias ominosas de pánico moral y ur-
gencia de redención. Por mi parte prefiero referirme
a dicho fenómeno como pornocultura, como un con-
junto complejo de valores, símbolos, modas, actitudes
y maneras de entender el sexo. No es de extrañar que
mucha gente se sienta agredida, insultada y alarmada
al ver el delirante espectáculo seudopornográfico que
parece acecharnos en cualquier pantalla, al ver que la
publicidad, la televisión y el mundo de la farándula pa-
recen haber adoptado la sintaxis de la imaginería hard-
core para promover sus productos, sus espectáculos y
sus personas.
Debido a que son numerosísimos y muy diversos,
no se tratan aquí todos los fenómenos que reflejan
cómo la cultura pop se ha convertido en pornocultu-
ra, ya que van desde los comerciales de perfumes, los
videos y la letras de rap, hasta la serie Sex and the City
(Sexo en la ciudad), la proliferación masiva de implan-
tes de senos y caderas o los videos de Girls Gone Wild
(Chicas enloquecidas). Más bien se traza la historia de
la sexualización de la cultura y el entretenimiento a tra-
vés de los cambios y transformaciones en la industria,

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el mercado y el consumo del cómic, el cine, los videos
e internet, así como el impacto de esta evolución en la
cultura como un todo.
El segundo objetivo de este libro es hacer un es-
tudio del incremento en las representaciones de vio-
lencia explícita y la multiplicación de registros de
violencia real en expresiones sexuales que pueden
encontrarse en la red en espacios públicos. Dado que
el elemento más preocupante, junto con la inmensa
proliferación de pornografía, es el aparente incremen-
to de actos de violencia de un carácter cada vez más
explícito en el entretenimiento, se trata aquí de revisar
los cambios de esta imaginería inquietante para en-
tender de dónde viene y la forma en que nos afecta.
De ninguna manera se presume abarcar en este libro
todas las modalidades en que la violencia y el sexo se
intersecan en el cine o en la cultura popular; por ello,
la selección de filmes, personalidades y fenómenos
relevantes incluidos aquí es limitada aunque, espero,
muy representativa. El primer epígrafe de este libro
es de James Graham Ballard, quien en la década de
los setenta postuló que el sexo y la paranoia eran los
motivos que, en el siglo xx, presidían nuestras vidas.
El tiempo y los progresos tecnológicos no han hecho
más que darle la razón. La bipolaridad de nuestra cul-
tura parece deberse a la energía que se desprende del
estira y afloja de fuerzas antagónicas. Sexo y paranoia,
placer y ansiedad, deseo y miedo son los principales im-
pulsos que recibimos del constante bombardeo de men-
sajes en los medios electrónicos, esa dualidad enciende
nuestras pasiones y nos mantiene excitados y alerta,
curiosos en permanencia y consumiendo con voracidad.

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1
Sexo y paranoia

Una nueva pornografía para un nuevo mundo

Una de las características más importantes del siglo


xx es que fue el primero en ser filmado. Desde sus ini-
cios las cámaras registraron el movimiento de seres hu-
manos y objetos, de animales y máquinas, de trenes
y ejércitos, de besos y golpes, de nuestro organismo y
del cosmos. Desde sus orígenes el cine cargó con la
dicotomía de ser un medio de registro documental y
científico de la realidad —que podía crear testimonios
de una fidelidad sin precedentes— y, al mismo tiempo,
un dispositivo ilusionista —que pronto demostraría
que su mayor poder residía en crear imágenes para
entretener. Esa dualidad está presente desde los tiem-
pos en que el cine se definía, por un lado, como una
herramienta para soñar en manos de Georges Méliès
y, por el otro, como una máquina para capturar la vida
al estilo de Thomas A. Edison. De hecho, resulta muy
significativo que mientras Méliès filmaba historias
fantásticas de conquista de la luna1 y sirenas en el fon-
do del océano,2 Edison y Alfred Clark filmaron la eje-
cución de María Estuardo en 1895.3 Más tarde surge la

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idea del cine como arte, que genera un acercamiento
formalista que «tiende a restar importancia e incluso a
rechazar por completo la concepción realista tradicio-
nal de las películas», escribe Joel Black.4 El cine dejó de
ser considerado algo real para convertirse en un medio
que ofrece lo que Noël Carroll define como un «“efec-
to de realismo” mediante el cual el filme da la impre-
sión de que la realidad se narra a sí misma; el filme
causa una ilusión de realidad; o parece ser natural».5
La relación entre la realidad y la ilusión de realidad es
particularmente intensa y compleja en la pornografía,
debido a la obsesión documentalista con que se filman
las escenas de sexo real y la falsificación intrínseca que
implica tratar de mostrar el placer femenino.
Los filmes pornográficos hechos antes de la deno-
minada Edad de Oro del género existían dentro de un
mercado de explotación en que la mayoría de los pro-
ductos se hacían con un mínimo de recursos e inver-
sión, casi con el único objetivo de obtener ganancias
rápidas —aunque por supuesto, siempre ha habido
excepciones y obras pornográficas iluminadas por la
pasión creativa o la locura, como aquellas de las que
hablaremos más adelante. Tras un breve periodo de
creatividad enfebrecida e iluminada, la pornografía
volvió a hundirse en la monotonía, la repetición y la
complacencia. Súbitamente, con la aparición de la web
y sus leyes extremadamente liberales, la industria por-
no adquirió una inmensa vitrina virtual en la que podía
ofrecer sus productos, bajando sus costos de promo-
ción y distribución, a la vez que corría menos riesgos
de censura. Sin embargo, mientras esto sucedía, los
productores, autores y vendedores perdían gran parte

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del control sobre su propiedad y aun aquellos que lo-
graban contratar los mejores sistemas de seguridad y
protección antipiratería debían correr el riesgo de que
los productos que subían a sus sitios de paga termina-
ran siendo «hackeados», «reposteados» y diseminados
para su descarga en docenas de espacios y sitios gra-
tuitos.
Al momento de escribir estas líneas han pasado vein-
te años desde que el Consejo Europeo para la Investiga-
ción Nuclear (cern, por sus siglas en francés) anunció,
el 30 de abril de 1993, que el World Wide Web sería
abierto y gratuito para todo usuario. Desde entonces
vivimos una realidad aumentada en la que el porno ha
dejado de ser un dominio vergonzante y un código de
solidaridad masculina para convertirse en un secreto
compartido, un chiste comunal, un atajo a memorias
excitantes y un refugio mixto para el sexo solitario del
que puede hablarse en voz alta en diversos contextos.
No obstante, las imágenes explícitas de este género
siguen estando completamente prohibidas en la tele-
visión, en las publicaciones, en el cine comercial (sal-
vo uno que otro caso) y en los medios en general; lo
que es más, cualquier vínculo con la pornografía pue-
de destruir carreras públicas y reputaciones.
Hoy es difícil para muchos jóvenes imaginar un
mundo preinternet, en donde la pornografía no era
inmediatamente accesible y la transgresión pornográ-
fica representaba un riesgo real, pues se trataba de un
género auténticamente clandestino. Así, tenemos la
situación paradójica de que el porno ha penetrado el
dominio de la vida común y aunque las imágenes
sigan estando proscritas del mainstream (o corriente

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dominante de la cultura), sus ecos, resonancias e in-
cluso valores están presentes en el cine convencional,
en las series y en las comedias televisivas, en los que se
habla abiertamente de vaginas, penes, masturbación,
vibradores y coitos.
A lo largo de la historia, las religiones organizadas,
las normas de la moral, las leyes e incluso la ciencia
han determinado que ciertas prácticas sexuales eran
inadmisibles. Así, en diferentes tiempos y lugares se ha
condenado el onanismo, la homosexualidad, el lesbia-
nismo, el sexo anal, el incesto y la pedofilia. Es cier-
to que los criterios que hacen inaceptable un tipo de
acto sexual son transitorios y caprichosos; si bien po-
demos decir que el incesto es claramente peligroso
para una comunidad, debido al factor de la endoga-
mia, es claro que las campañas de pánico moral y las
brutales purgas de homosexuales —a los que se acu-
sa de degenerados— llevadas a cabo en muchos luga-
res del mundo, carecen de sustento racional y tan sólo
son expresiones de intolerancia, miedo e ignorancia.
De la misma manera, las representaciones de la
sexualidad son objeto de una variedad de restricciones:
desde la total prohibición de cualquier imagen donde
se exponga piel —como en Arabia Saudita, Irán, Tayi-
kistán y otros países musulmanes—, hasta una gran
libertad, como sucede en Holanda, Japón y gran parte
de Europa. Las imposiciones censoras tienden a cam-
biar con el tiempo, por lo que hoy podemos ver en la
televisión por cable actos y situaciones sexuales que
hubieran sido motivo de encarcelamiento hace medio
siglo. Actualmente, la mayoría de los países occidenta-
les tiene una actitud permisiva con respecto a los actos

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sexuales que se consideran normales (una definición
que depende de valores ambiguos y transitorios), por
lo que la pornografía tiene sus propios circuitos de dis-
tribución, promoción y comercialización. Aun cuando
cada país imponga sus criterios censores, hoy se consi-
deran universalmente inaceptables dos tipos de imáge-
nes dentro del marco globalizado: la pedofilia —actos
y situaciones sexuales que involucran a menores de
edad— y las imágenes snuff, de las que hablaremos en
extenso más adelante. Ahora bien, aquellas representa-
ciones de actos sexuales en las que una de las partes es
obligada a participar (ya sea con violencia, amenazas o
aprovechándose de su vulnerabilidad) y es victimizada
para servir como estímulo erótico de un observador
futuro, son un territorio extremadamente ambiguo y
para muchos son evidencias de actos criminales. Los
actos sexuales con menores de edad siempre son consi-
derados imposiciones pues se parte de la noción de que
un menor no puede dar su consentimiento.
La esencia de la narrativa fílmica radica en «hacer-
nos creer», en pretender que lo que se muestra es real;
por tanto, resulta ingenuo asumir automáticamente
que un filme documenta la verdad simplemente porque
lo que muestra es realista. Las imágenes pornográfi-
cas violentas pueden tener un impacto estremecedor y
provocar reacciones no sólo emocionales sino físicas.
Por ello, dichas imágenes resultan controvertidas in-
cluso para los enemigos de la censura; aun cuando la
carga de violencia y la feroz misoginia que proyectan
algunos videos porno sean actuadas, es importante
considerar el efecto que estos productos pueden tener
en la sociedad.

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La violencia de la pornografía

El boom de la pornografía en línea ha traído con-


sigo un despertar del porno violento, agresivo, rudo
o rough; una pornografía del dolor, retomando el tér-
mino usado por Karen Halttunen,6 cuya provocación
radica tanto o más en la violencia que en el sexo, y
cuyo estímulo depende de que por lo menos uno de
los participantes sea humillado, torturado, golpeado
y ofendido como espectáculo y entretenimiento. Esta
es pornografía excitante para dominantes y sumisos,
sádicos y masoquistas, tops y bottoms, quienes cono-
cen y disfrutan de los rituales asociados con el control
o la renuncia a él y la aplicación o sometimiento al
dolor. Sin embargo, un observador externo no entien-
de tales imágenes como las de un juego de roles sino
como un regodeo cruel en torno a la deshumanización
—principal pero no exclusivamente de las mujeres—,
al mostrar actos brutales y agresivos con la finalidad
de excitar a cierto sector del público. La observación
superficial de esta efervescencia de imágenes de shock
ha hecho que muchas personas la atribuyan a una es-
pecie de crescendo en la necesidad de estímulos límite;
a una nueva búsqueda de transgresiones cada vez más
duras y extremas; a algo comparable con una adicción
en la que el consumidor requiere dosis cada vez más
fuertes de una droga. Dicha percepción es limitada. Es
cierto que como especie somos devotos de la novedad,
que nos hemos acostumbrado a una constante suce-
sión de cambios para mantenernos interesados y aten-
tos pero es muy poco probable que todos —o incluso
la mayoría— de los consumidores de pornografía sean

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atraídos por una fuerza de gravedad irrefrenable que
los arrastre hacia las regiones más oscuras de la re-
presentación erótica, donde los golpes, los insultos y el
abuso alternan con el sexo o lo sustituyen.
El sexo violento puede despertar la curiosidad del
consumidor común de pornografía, pero de ahí a que
se convierta en su fetichismo predilecto o en la sexua-
lidad de su elección y de sus obsesiones hay un abis-
mo de diferencia. Las preferencias sexuales podrán
ser maleables y cambiantes pero en general las trans-
formaciones responden a experiencias impactantes y
revelaciones eróticas que pueden tener lugar en los con-
textos más inesperados; de ahí a que el consumidor se
vea transformado o condicionado simplemente por un
bombardeo de imágenes particulares hay un gran tre-
cho. Ciertamente es absurdo ignorar el fenómeno, pero
también es importante diferenciar el tipo y las formas
de la violencia que aparecen en la imaginería por-
nográfica, ya que estas imágenes pueden ser muy di-
versas. Hace falta entonces elaborar una clasificación
genealógica. Por un lado tenemos los subgéneros del
sadomasoquismo y el bondage, que muestran actos
ritualizados de dominio, control, hostilidad y someti-
miento; en ellos, a pesar de que los actos puedan pa-
recer brutales, existe consenso entre los participantes,
quienes además usan palabras clave de seguridad para
interrumpir o detener el tormento sexual si rebasa los
límites de tolerancia o va más allá de lo acordado. En-
tre tales actos se encuentran los que se definen como
de «denigración consensuada» en la que el (o la) pro-
tagonista sumiso o sometido no está realmente actuan-
do sino poniendo en escena su fetichismo. La famosa

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modelo y actriz porno Sasha Grey ha expresado en nu-
merosas ocasiones que lo que muestra en las escenas
pornográficas violentas en las que ha participado son
expresiones de su sexualidad: «Soy más masoquista
que sumisa, lo que me excita es el aislamiento senso-
rial, ser ahorcada y la degradación verbal». Por otro
lado, están las películas que muestran escenas sexuales
violentas actuadas, donde la narrativa sigue un guion
y se apega a ciertos cánones. Aquí, aunque los actos
sexuales sean mostrados de forma explícita, la violen-
cia es fingida. Ejemplos de estas obras son las nume-
rosas cintas de mujeres violadas agradecidas (quienes
inicialmente no quieren tener sexo con alguien pero
después participan gozosas) o de víctimas de abuso y
maltrato que terminan disfrutando el suplicio y pidien-
do más. La pornografía japonesa es particularmente
rica en materia de subgéneros especializados en rela-
ciones de poder y órdenes jerárquicos de opresión y
dominio en el hogar, la oficina, el transporte público,
la escuela y otros entornos. Por último, existe también
una pornografía que muestra actos de violencia real y
auténticamente no consensuados, situaciones que de-
ben su energía a su crudeza y autenticidad.
Es importante señalar un tema extremadamente
controvertido: la existencia de una fantasía de viola-
ción, que, según algunos estudios, es bastante común
entre las mujeres. El simple reconocimiento de la exis-
tencia de esta fantasía resulta perturbador en un tiem-
po de corrección política, sin embargo existen nueve
estudios publicados entre 1973 y 2008 en los que se
pone en evidencia que cuatro de cada diez mujeres ad-
miten haber tenido fantasías en las que son forzadas

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a tener relaciones sexuales; tampoco es descabellado
imaginar que otras tantas que tienen esas fantasías no
las reconocerían. Jenny Bivona y Joseph Critelli hicie-
ron un metanálisis de los estudios realizados en las
décadas previas y a su vez llevaron a cabo un estudio
publicado en 2009 entre 355 estudiantes universita-
rias; encontraron que 62 por ciento de las participantes
habían tenido fantasías de ser violadas y 8 por cien-
to reportaron tener fantasías de este tipo por lo me-
nos una vez por semana. En el estudio, 52 por ciento
de las participantes tuvieron fantasías de tener sexo
forzadas por un hombre, 32 por ciento de ser viola-
das por un hombre, 28 por ciento de darle sexo oral
a la fuerza a un hombre, 16 por ciento de tener sexo
anal a la fuerza, 24 por ciento de ser incapacitadas, 17
por ciento de tener sexo forzado con una mujer, 9 por
ciento de ser violadas por una mujer y 9 por ciento de
sexo oral a la fuerza con una mujer.7 Ahora bien, esto
no quiere decir que dichas mujeres quieran pasar real-
mente por tales experiencias sino que estas fantasías
pueden tener un carácter abstracto, «glamurizado».8
Las fantasías de violación son uno de los elementos
más comunes en las novelas eróticas rosas en donde
casi siempre es el resultado no de una agresión egoísta
o del ataque de un psicópata, sino que es el producto
de un deseo tan intenso que el hombre pierde el con-
trol, con lo que nunca lastima en verdad a la mujer
sino que termina demostrándole su amor y, muy a
menudo, casándose con ella. La hipótesis más conoci-
da es que la fantasía de la violación permite a una mu-
jer evadir el complejo de culpa y autorrepresión que
puede provocar el deseo de tener relaciones sexuales

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con un desconocido, ya que el sexo se le impone por
la fuerza. Numerosos pornógrafos, como publicdisgra-
ce.com, se enfocan en satisfacer este tipo de fantasías
de violación y a menudo incluyen confesiones de las
protagonistas en las que explican cómo descubrieron
que tenían esta fantasía, cuentan sus experiencias y
describen sus orgasmos.
En muchos foros especializados de internet como
«Rough Porn Scenes»9 o «Very Hard Clips! Extreme,
Rough, Violation, Deepthroat, Piss»10 los cibernautas
—ocultando su identidad en el anonimato digital—
comparten, discuten y buscan esta pornografía, princi-
palmente amateur (aunque es muy común que alternen
imágenes profesionales con otras filmadas de manera
casera o con teléfonos celulares), donde las mujeres
son objeto de abusos violentos. En las conversacio-
nes en línea de estos foros, no son pocos los que deba-
ten con entusiasmo si la protagonista de algún video
sufre en verdad, y el énfasis siempre se deposita en el
realismo del acto sexual, el orgasmo, las expresiones
de dolor, las lágrimas, la sangre y el vómito cuando un
pene es forzado profundamente dentro de una boca.
Este tipo de interés hace concluir a cualquier visitante
accidental de estos foros que las feministas antiporno-
grafía de la década de los setenta tenían razón y que
todos los hombres buscan precisamente ver eso en la
pornografía: mujeres vejadas, lastimadas y de ser po-
sible, asesinadas.
Es claro que nadie escoge sus obsesiones ni sus
filias, simplemente aparecen, producto de experien-
cias, historias personales, formación, vivencias y todo
tipo de estímulos azarosos, impactantes, fascinantes

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o traumáticos. También es claro que al exponernos a
cierto tipo de imágenes y discursos, por extremos que
sean, poco a poco se van normalizando y perdiendo su
capacidad para ofender, irritar, alarmar o provocar. Un
ejemplo son imágenes como las publicadas por la or-
ganización protransparencia Wikileaks, en las que se
muestra una matanza en que la tripulación de un he-
licóptero apache dispara sobre un grupo de hombres
desarmados en Bagdad (Asesinato colateral, 2010). Lo
que inicialmente causaba asombro y horror, poco a
poco fue volviéndose una visión más de una guerra
que se perdía entre los expedientes de la memoria con
tantos otros crímenes bélicos, así como con imágenes
fílmicas y de ciertos videojuegos como Call of Duty o
Medal of Honor.
Hoy la pornografía ha dejado en gran medida de
causar pánico por su carga sexual, pero se han vuelto
a levantar los espectros del porno como máquina del
espanto, como la proyección de los deseos más inquie-
tantes y mórbidos de dominio, maltrato y posesión de
un semejante. Ante esta presunta amenaza, es necesa-
rio ser realista y ver que la multiplicación de imágenes
sexuales violentas dista mucho de ser la epidemia que
imaginan los conservadores y los medios masivos en
su urgencia por explotar asuntos sensacionalistas. Es
innegable que estos materiales abundan y cualquiera
puede acceder a ellos de manera gratuita y hasta acci-
dental, pero esto no implica que toda la pornografía en
línea haya dado un giro violento. Queda claro que el
supuesto diluvio de imágenes de violencia que parece
anegar todo el espectro de lo pornográfico es tan sólo
una corriente marginal. En su libro A Billion Wicked

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Thoughts (Un billón de pensamientos perversos),11 Ogi
Ogas y Sai Gaddam evaluaron listas de popularidad
de las diferentes señales sexuales al analizar mil mi-
llones de búsquedas aleatorias en los buscadores de
internet. De esa manera encontraron que las señales
más populares eran: «juventud» con 13.54 por ciento,
«gay» con 4.70 por ciento y «milf» (Mothers I’d Like
to Fuck: mujeres maduras-madres con las que me
gustaría tener sexo) con 4.27 por ciento. La primera
señal que evoca agresión o violencia en la lista la
ocupa «dominación y sumisión» en el 11.o lugar, con
2.11 por ciento; en el 12.o lugar está «incesto», con 1.02
por ciento de las búsquedas; «nalgadas» está en el 32.o
lugar, con 0.52 por ciento y hasta el 36.o lugar, con
0.48 por ciento, aparece «violación», la primera señal
que, sin ambigüedad alguna, evoca la fantasía de im-
ponerse sexualmente sobre la voluntad de otra persona.
Estas cifras son el medidor más preciso de los deseos
de los cibernautas. Se trata de confesiones anónimas
hechas ante la ventana de Google, en donde lejos de
las miradas censoras y los prejuicios de otros, el usua-
rio teclea lo que realmente quiere ver. El hecho de
que la violación ocupe un lugar tan bajo en la lista
de las preferencias de los usuarios de internet es un
golpe contundente contra la ilusión de que la web es
un purgatorio irredimible de excesos atroces. Si bien
no debemos perder de vista la multiplicación de ex-
presiones de sexo violento y de humillación erótica
(consensual e impuesta) también es fundamental en-
tender la proporción, la mitificación y el verdadero
alcance del fenómeno para poder valorar su auténtico
impacto.

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Dado que el estilo pornográfico ha penetrado de
manera definitiva y contundente en el mainstream,
la pornografía —que usualmente se mantenía aislada
del resto de las expresiones y que servía como un re-
fugio para todas las transgresiones y perversiones—
ha quedado en cierta forma expuesta y hasta cierto
punto asimilada por la cultura popular en general. Al
abrirse de esa manera, la pornografía ha dejado de
ser un santuario para las expresiones de la disiden-
cia sexual y del deseo perverso, el lugar secreto al que
se acude en la soledad en busca de algo inconfesable
e incompartible. Por tanto, al perder su mística y su
aura de prohibición y censura, algunos espectadores,
consciente o inconscientemente, han optado por bus-
car materiales tabú en otros territorios, detonadores
emocionales para acelerar el pulso y segregar adre-
nalina; estímulos límite que ofrecen la oportunidad
de demostrar el valor de quien se atreve a ver todo, o
bien, de descubrir aspectos desconocidos de uno mis-
mo al confrontar el horror extremo y la atrocidad, en
particular imágenes de muertes violentas, accidentes
sangrientos y transgresiones destructivas contra el
cuerpo. Hoy es posible consumir videos de ejecucio-
nes, decapitaciones, torturas y mutilaciones perpetra-
dos por asesinos, ejércitos, narcos y por toda clase de
organizaciones criminales. Estos videos prometen el
equivalente al escalofrío de la transgresión que ofre-
cían antes los videos porno y, dada la extraña forma
en que las cosas se combinan y conviven en la red,
se trata de objetos ambiguos que interactúan con el
entorno donde se sitúan para obtener distintos signi-
ficados.

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Así, docenas de sitios de internet hoy ofrecen tanto
imágenes pornográficas como videos y fotos de muer-
tes atroces para diversión y entretenimiento. No hay
duda de que algunos cibernautas desean tal combina-
ción de estímulos aparentemente antagónicos, basta
con ver cómo estos sitios se multiplican y reciben cien-
tos de miles de visitas al día. Queda preguntarse si este
material tiene el potencial de convertirse en una nueva
clase de pornografía para las masas. ¿Es posible que
la muerte y la tortura en cámara puedan sexualizarse
de tal manera que el consumidor común de pornogra-
fía —es decir, alguien que no esté obsesionado por ese
tipo de imágenes— sienta algún tipo de excitación al
verlas? ¿Qué sucedería con una sociedad que reempla-
zara sus estímulos sexuales por actos de crueldad? En
estas páginas se intenta realizar una historia crítica
de la violencia extrema en y alrededor del porno. Para
llegar ahí haremos una revisión de la historia de las
imágenes sexuales violentas a partir de las historie-
tas y desde los orígenes del cine. También se anali-
zará la condición de la pornografía a comienzos de la
segunda década del siglo xxi, un tiempo en que el pa-
norama cambia vertiginosamente, los puntos de refe-
rencia se disuelven y reaparecen en un flujo constante
y caótico de modas, obsesiones, intereses comerciales y
reglamentos censores.

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2
Horror

Brevísima historia del miedo

Podemos imaginar que el relato de horror comien-


za en los orígenes del lenguaje cuando los miembros de
una tribu se reunían a compartir experiencias y quizás
a escuchar a los ancianos relatar historias de peligro y
sobrevivencia, de monstruos y dioses que se manifes-
taban a través de portentos naturales. Algunas de las
primeras representaciones tanto en la forma de pintu-
ras rupestres como de figuras de barro corresponden a
escenas de cacería y a bestias que sin duda provocaban
pavor por el riesgo que implicaba confrontarlas. En la
historia tampoco faltan las fuentes de peligro y terror,
como las sequías, las plagas, los desastres naturales, las
hambrunas y las guerras; la muerte por enfermedades,
en un accidente o incluso el asesinato por cualquier
motivo. Es claro que las amenazas permanentes, in-
controlables e inexplicables condicionaron al hombre
para entender el miedo como una herramienta para
su supervivencia. No existe una historia definitiva de
la evolución de la respuesta al miedo y la adaptación
del hombre a sus amenazas; es muy difícil trazar una
línea entre el tipo de desafíos y riesgos que tuvo que

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confrontar el hombre y nuestros comportamientos ac-
tuales. La tradición de representar amenazas y peligros
obviamente ha continuado a lo largo de la historia en
todos los medios, religiones y culturas. Tales relatos
han servido tanto para infundir miedo y respeto, como
para familiarizarnos y confrontar nuestros temores a
través de rituales y símbolos. Algunas historias de ho-
rror se convierten en mitos, leyendas y, posteriormente,
en literatura; sirven para prevenirnos de las amenazas
que nos acechan para, eventualmente, mostrarnos que
existe la esperanza. Y es que, si bien algunos pierden la
vida al enfrentar su miedo, ya sea por ignorancia o por
ser ingenuamente valerosos, otros sobreviven emplean-
do su ingenio, fuerza, destreza o sus creencias. El relato
de horror cumple así un papel casi evolutivo en el de-
sarrollo social del ser humano. La reacción automática
que produce el miedo casi nunca ofrece soluciones a
las amenazas a largo plazo, se requiere que el hom-
bre utilice la fortaleza adquirida mediante el entrena-
miento físico, pero más importante aún, necesita de la
razón y de la capacidad para planear. La narrativa del
horror, con sus exageraciones sobrenaturales intrínse-
cas, puede entenderse como una especie de guía para
la supervivencia, como un manual para la elaboración
de un plan. Además, el miedo puede ser entendido
como un recurso que estimula y satisface nuestra ne-
cesidad de buscar sensaciones, un rasgo que, podemos
imaginar, hemos tenido desde los orígenes de nuestra
especie. Si bien se puede asumir que el relato de horror
moderno cumple con una función equivalente al de las
historias que nuestros antepasados contaban en las ca-
vernas, no hay duda de que estos cuentos tienen un rol

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en los ritos de paso y en la maduración de los jóvenes,
como una forma de mostrar su valor en una situación
sin riesgo real. Se trata también de una forma de cana-
lizar la agresividad y la inseguridad.
Así como es difícil definir el término «pornogra-
fía», también lo es definir «horror». Sin embargo, po-
demos decir de manera muy general que el género del
horror presenta formas del mal que pueden deberse
a una fuerza sobrenatural o a un psicópata asesino.
Asimismo, el horror intenta provocar en el espectador
una reacción de miedo intenso que puede ser doloro-
so, causar rechazo, sorpresa, aversión e incluso repug-
nancia. El horror es una dramatización de la paranoia.
Aparte, el género del horror, como la pornografía, es
extremadamente ambiguo y amplio, y puede fusionar-
se con el thriller, con la ciencia ficción, el drama, la
fantasía y, por supuesto, con los cuentos de hadas. En
parte esto es así porque podemos encontrar el horror
en todos los ámbitos de la cultura y porque cada per-
sona tiene diferentes umbrales para definir lo que le
produce miedo.
El consumo de historias de horror tiene un lado
racional dado que podemos interpretarlas como alego-
rías distópicas, comentarios sobre la política, la reli-
gión o sobre cualquiera de los innumerables males so-
ciales (desde el incesto hasta la guerra). La paradoja
del horror como entretenimiento se sustenta en que de
alguna manera podemos encontrar placer en represen-
taciones, descripciones e imágenes que son desagra-
dables, angustiantes o espantosas. Buscamos el vértigo
del miedo, la repugnancia, la segregación de adrena-
lina, el sudor frío, la piel de gallina e incluso la náusea

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al entregarnos a la manipulación que hacen las narra-
tivas de horror con nuestras emociones. Ahora bien,
¿qué pasa cuando estas sensaciones van de la mano
con el estímulo sexual? ¿Cómo experimentamos la ex-
citación y el deseo cuando está conectado a imágenes
o situaciones aterradoras? Por supuesto que para ex-
plicar el fenómeno podemos evocar la ambivalencia
emocional de la que habla Freud en Tótem y tabú que
se refiere al amor y el odio que produce el objeto de
afecto sexual, y que genera los componentes de agre-
sión, hostilidad y humillación de la excitación sexual
masculina.
En un primer nivel podemos asumir que el horror
resulta placentero por su cualidad de estremecernos
sin arriesgar la vida, asimismo podemos aceptar la pro-
puesta de Noël Carroll de que la clave de la atracción del
horror reside en provocar curiosidad.1 En 1979 Robin
Wood (1931-2009) publicó su ensayo clásico An Intro-
duction to the American Horror Film (Introducción al
cine estadounidense de horror), en el que rescata un
género que se consideraba menor, al concentrar la lec-
tura de esos filmes en el concepto psicoanalítico del re-
torno de lo reprimido. De manera que la sexualidad en
el cine de horror se presenta como una perversión y lo
monstruoso refleja la reacción a la represión. La lectura
freudiana y marxista que hacía Wood no pretendió crear
una teoría universal del cine de horror, sin embargo
ofreció una interpretación política del simbolismo y de
la evolución cultural del género que provocaba pesadi-
llas colectivas. Por su parte, Jason Zinoman propone
una genealogía de teóricos que han tratado de explicar
la fascinación con el cine de horror, comenzando con

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Wood y siguiendo con la profesora de la Universidad
de Melbourne, Barbara Creed, quien considera que el
encanto del cine sangriento reside en «una nostalgia
por una época en la infancia libre de inhibiciones, antes
de que la suciedad se volviera tabú».2 Si bien el cine de
horror podía ser entendido como una expresión misó-
gina en la que el público se deleitaba con la tortura, el
asesinato y el desmembramiento de mujeres, también
era posible realizar lecturas mucho más profundas de
esas imágenes en las que se revelaban otro tipo de men-
sajes. Zinoman cita a Carol Clover y su propuesta de
1987 de que el cine de horror, en particular en las cintas
slasher,3 permite al espectador masculino identificarse
con la protagonista que logra sobrevivir al monstruo.
Esta identificación fluida y cambiante se asemeja a la
que experimentan algunos con la pornografía; poderse
identificar tanto con la modelo femenina como con el
modelo masculino.

Biología del miedo y el placer

La respuesta al miedo depende de una red neuro-


nal, el sistema subcortical límbico del cerebro, el cual
también tiene un papel preponderante en la conduc-
ta sexual. Este es el centro de las emociones y de la
memoria e incluye la amígdala, el hipocampo, el tála-
mo, sistemas que controlan la producción de hormo-
nas y neurotransmisores. Dichas estructuras cerebrales
son muy antiguas y evolucionaron para responder a
las presiones inmediatas y amenazas del medio. Este
sistema, que «seguramente apareció antes de que el

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cerebro fuera capaz de experimentar lo que los hu-
manos conocemos como miedo»,4 comprende dos fun-
ciones principales: respuestas incontrolables o autonó-
micas (estímulos emocionales y activación del sistema
nervioso simpático) y procesos cognitivos superiores
controlables. El miedo puede ser innato o aprendido,
ya que depende de nuestra herencia y nuestros genes,
pero también de actividades cognitivas como la imagi-
nación, la planeación, el comportamiento aprendido y
la evaluación. Estos elementos interactúan para crear
nuestras respuestas al horror. Durante el consumo de
horror se producen recompensas por la vía de secre-
ciones químicas y hormonales que pueden ser placen-
teras, así como castigos en forma de reacciones como
el miedo y las emociones dolorosas; estas a su vez in-
teractúan con otras recompensas y castigos que son
gobernados por una variedad de actividades cognitivas
de alto nivel (evaluación, memoria y clasificación, en-
tre otras). Según el profesor Joseph LeDoux del Centro
de Neurología de la Universidad de Nueva York,5 una
emoción considerada negativa, como el miedo, puede
estar vinculada con otras emociones positivas como el
valor y otras sensaciones de paz y orden. LeDoux ha
escrito que el sentimiento de miedo es un producto
secundario de la evolución de dos sistemas neura-
les, uno que produce un comportamiento defensivo y
otro que crea consciencia; la amígdala conecta ambos
eventos creando una memoria inconsciente a partir de
esta asociación. LeDoux ha descrito la diferencia en-
tre el miedo y la ansiedad; si el primero es la capacid-
ad de detectar y responder al peligro (una característica
que compartimos con muchos animales), la segunda

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es la habilidad de anticipar y de proyectarnos en un
futuro imaginario.6
Parece lógico considerar que, cuando un sujeto se
encuentra altamente estresado, su interés y deseo se-
xual disminuyen; sin embargo, LeDoux afirma que:

Cualquier emoción fuerte puede tener un efecto común,


ya sea positivo o negativo, y esto se traduce en secrecio-
nes hormonales como adrenalina y cortisol que permiten
una respuesta energética al estímulo, que puede consis-
tir en escapar a algún peligro o servir para interactuar
en una actividad sexual. Esas sustancias químicas pro-
ducen en el cerebro altos niveles de excitación y, depen-
diendo del contexto, este estímulo puede ser interpretado
como positivo o negativo. El estado de excitación de una
persona que, en un callejón oscuro, confronta a alguien
con un cuchillo puede ser fisiológicamente equivalente
al de una persona en un cine viendo una escena particu-
larmente tensa o muy sexual.7

Si bien hay sistemas que producen emociones


específicas de excitación para el sexo, la comida o el
miedo, entre otros, tales estímulos se combinan con
los de excitación, que no son específicos, generando
un efecto compuesto que «es más que la suma de am-
bos»; asimismo, LeDoux considera que el contexto en
el que tiene lugar el estímulo es determinante para la
interpretación del mismo. Dicha flexibilidad permite
que una situación aterradora pueda provocar una res-
puesta contradictoria ya sea de alegría, sorpresa e in-
cluso de excitación sexual. LeDoux no considera que
se pueda tener una experiencia emocional sostenida

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sin memorias a largo plazo, que son las que permiten
crear la retroalimentación sobre un marco de referen-
cia en el que pueda considerarse una situación imagi-
naria; esto es, pensar: «Esto es como si», según escribe
David Pendery.8 Por tanto es un simplismo considerar
que el hecho de gozar con una historia de horror, por
espantosa que sea, implica que el espectador padezca
de algún tipo de condición patológica, disfunción psi-
cológica, tendencia antisocial, sadismo o del narcisis-
mo compulsivo de quien disfruta viendo seres humanos
sufriendo. El vínculo entre el placer y el horror puede
tener varios niveles, desde el goce de una historia bien
contada hasta la secreción de hormonas y opiáceos a
raíz del estímulo provocado por las imágenes de terror.
Cuando Marvin Zuckerman escribe respecto de la
búsqueda de sensaciones, se refiere a un rasgo que se
define como la exploración de reacciones y experien-
cias variadas, novedosas, complejas e intensas y la vo-
luntad de tomar riesgos físicos, sociales, legales y fi-
nancieros en pos de dicha experiencia.9 La necesidad
de la búsqueda de sensaciones aparece, según Zucker-
man, para intensificar los niveles de excitación; por
eso se recurre a emociones fuertes, al vértigo de la
velocidad y al cine de horror entre otras actividades.10
Zuckerman creó una serie de escalas para medir las
sensaciones, que incluyen cuatro subescalas: búsque-
da de emociones y aventuras (el interés en correr ries-
gos físicos como los deportes extremos), búsqueda
de experiencias (amplia disposición para tratar cosas
nuevas en las artes, la música, los viajes, la amistad
o las drogas), desinhibición (búsqueda hedonista del
placer) y susceptibilidad al aburrimiento (aversión a

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la rutina y lo cotidiano). Zuckerman encontró que los
fanáticos del horror, tanto hombres como mujeres, tu-
vieron resultados altos en la medida total de la búsque-
da de las sensaciones, mostrando la correlación más
alta en la subescala de desinhibición, y una correlación
significativa en la subescala de la búsqueda de emo-
ciones y aventura. Curiosamente, según Zuckerman,
el público del horror tuvo resultados más altos en el
interés de correr riesgos físicos que en el de experi-
mentar con cosas nuevas, incluyendo expresiones ar-
tísticas. Lo anterior parece demostrar que la princi-
pal disposición de estos espectadores es a los riesgos
físicos, aunque se experimenten de manera vicaria.
El miedo y las sensaciones de amenaza o asco que se si-
enten durante el consumo del horror son interpretados
por los consumidores como estímulos fuertes, mayori-
tariamente placenteros. Pendery escribe: «Zuckerman
creó la teoría de nivel óptimo de excitación (Optimal
Level of Arousal, ola), la cual plantea que el sujeto
busca su nivel más cómodo de excitación, estímulo o
sensación, con base en sus deseos psicológicos y fisio-
lógicos, así como en necesidades arraigadas en la psi-
cobiología y la personalidad».11 Los fanáticos del ho-
rror a menudo buscan ir más allá de su ola, llevar la
tolerancia hasta niveles que otros considerarían incó-
modos.
El sexo es un territorio en el que la búsqueda de sen-
saciones puede ser un motor irrefrenable de la experi-
mentación, desde tener numerosas parejas hasta pro-
bar actos sexuales riesgosos. «El placer del orgasmo es
proporcional a la intensidad de la excitación», escribe
Zuckerman.12 La ansiedad relacionada con el sexo tiene

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numerosos orígenes, como el temor al rechazo, a ser
descubierto, al embarazo, a las enfermedades venéreas,
a la incapacidad para cumplir (tanto a no alcanzar una
erección, como a no provocar un orgasmo en la pareja),
entre otros posibles factores que dependen del género y
las preferencias sexuales. A partir de mediados del siglo
pasado, aproximadamente, los anticonceptivos, los an-
tibióticos, la educación y la tolerancia sexual hicieron
menos conflictiva la experiencia sexual, hasta la apar-
ición de la epidemia del sida. La experiencia pornográ-
fica es en general menos estresante que el sexo, sin em-
bargo produce ansiedad tanto por la posibilidad de ser
descubierto como por la confrontación con imágenes
novedosas.

El mecanismo del miedo

Un viejo cliché pregona que la pornografía muestra


lo que el erotismo insinúa. El erotismo es en realidad
pornografía tolerada, representaciones de la sexua-
lidad que han logrado desestigmatizarse y, por tanto,
han sido readoptadas en los medios convencionales.
De manera similar se afirma a menudo que el «horror
convencional oculta lo que el cine splatter revela», co-
mo escribe el doctor Jay McRoy,13 quien ha escrito am-
pliamente acerca del cine de horror japonés. El horror
gore o splatter (que debe su nombre a los excesos de
sangre y vísceras expuestas) es un verdadero festival
de la destrucción y descomposición corporal; su poder
radica en sus imágenes más que en su manejo del sus-
penso o la tensión dramática.

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Ambos géneros, tanto el horror como la porno-
grafía, emplean una sintaxis que depende de la esté-
tica de la fragmentación corporal; esta aparece en el
hardcore en forma de abundantes extreme close-ups
de genitales, rostros y secreciones, a la vez que de-
pende de una edición que acelera, avanza y retrocede
cada acto por medio de cortes abruptos, repeticio-
nes y saltos de escena sexual en escena sexual, en
una imitación de los ritmos orgásmicos del público.
La pornografía y el horror se enfocan obsesivamente
en la exploración, penetración y reconfiguración del
cuerpo. Según Linda Williams,14 el cuerpo, reducido a
una colección de piezas en el porno, tiene la función
de mostrar la invisibilidad del placer; mientras que en
el splatter se pone a prueba al espectador para que
mantenga los ojos abiertos en un desafío sensorial. El
desmantelamiento del cuerpo en partes o zonas que
requieren distintas formas de atención evoca un fun-
cionamiento maquinal y una «ciborgización» del cuer-
po; como apunta Gertrude Koch: «Consecuentemente,
las imágenes que encuentra el público muestran una
multiplicidad de máquinas deseantes, desensambladas
y amalgamadas».15
En 1960 el cine de horror cambió para siempre
con el estreno, con dos meses de diferencia, de Peep-
ing Tom (Tres rostros nos miran) de Michael Powell y
Psycho (Psicosis) de Alfred Hitchcock; si bien no eran
los primeros filmes que mostraban asesinatos crueles,
ambas cintas presentaban niveles de violencia sin pre-
cedentes además de que ofrecían una visión sórdida y
despiadada de la patología sexual. Psycho tuvo un éxito
inmenso y pasó a convertirse en uno de los filmes más

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apreciados por el público y la crítica, además de ser
un referente en términos de lo que el horror debía pro-
vocar. Por el contrario, Peeping Tom estuvo prohibida
por años y la carrera de Powell, quien gozaba de gran
prestigio, se desplomó. Psycho es un filme prodigioso
que crea un fascinante contraste entre su innovadora
propuesta narrativa y una producción de aparente
bajo presupuesto, así como con el dramático uso de
la fotografía en blanco y negro y la atrevida elimi-
nación de su principal estrella a los pocos minutos de
iniciada la cinta. En cambio, Peeping Tom ofrece una
historia estremecedora junto con una reflexión sobre
el espectáculo del horror. Un fotógrafo asesina mu-
jeres mientras las filma con un dispositivo conectado
a su cámara, esto es una paráfrasis literal en el cine
de la proverbial «amenaza de la mirada masculina».
Pero había un elemento más que hacía que el aparato
con el que el hombre filmaba fuera aún más inquietante:
tenía un espejo, de manera en que al filmar la muerte de
la víctima, esta podía verse a sí misma morir. El disposi-
tivo de Powell anticipa la noción de la cámara-ojo de los
misiles estadounidenses que filman su destrucción, así
como la de los drones, que hoy en día Estados Unidos y
otros países utilizan como ojos omnividentes en el cielo,
algunos de los cuales están armados y tienen la capa-
cidad de eliminar al enemigo a control remoto. En gran
medida, esta idea refleja la inquietud que domina este
libro, la relación entre la visión y la muerte, la visión y
el sexo, la visión y lo inmostrable. Somos una cultura
tan obsesionada con entretenernos, que convertimos el
mismo acto de morir en un espectáculo.

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3
El asalto mediático

El cómic: delinear pasiones carnales


y obsesiones criminales

La combinación de imágenes y palabras en secuen-


cias de viñetas tiene un poder narrativo contundente. El
cómic se vale de una serie de convenciones gráficas, ti-
pográficas y espaciales para contar una historia par-
ticipativa que hace del lector un cómplice. El cómic
cuenta con recursos versátiles, como una flexibilidad
extraordinaria que permite que las acciones en una es-
cena puedan acelerarse, comprimirse o detenerse en
el tiempo. Imágenes y textos (descriptivos, diálogos o
efectos de sonido) pueden complementarse, yuxtapo-
nerse o establecer contrapuntos para ofrecer un máxi-
mo de información y de intensidad emocional. Estos
elementos componen un ritmo, un tono, una atmósfe-
ra y un flujo singular. El cómic comparte con el cine
el uso de un lenguaje visual que comprende close-ups,
planos generales y medios, pero también tienen en co-
mún una obsesión con las imágenes prohibidas, con
las transgresiones y los tabúes.
La edad de oro del cómic estadounidense comien-
za en 1938 con Superman y la oleada de superhéroes,

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personajes viriles que encarnaban los ideales de mas-
culinidad y caballerosidad dominantes. Sin embargo,
estos héroes comenzaron a cambiar hacia la Segun-
da Guerra Mundial, adquirieron un tono patriótico
y se popularizaron enormemente entre los soldados
(los cómics se vendían más en las bases militares que
cualquier otra publicación). Hacia 1942 comienzan a
irrumpir en las historietas tramas e imágenes carga-
dos de sexualidad y, a finales de la guerra, los cómics
abordaban temas cada vez más adultos; si bien no
eran entonces extraordinariamente explícitos (no ha-
bía desnudos ni actos sexuales), había una notable
sexualización de los personajes femeninos (las curvas
de sus pechos y caderas aparecían extremadamente
pronunciadas, llevaban vestidos reveladores, entalla-
dos o con escotes pronunciados y adoptaban poses
sugerentes). Al mismo tiempo, comienza a destacar
un regodeo extremo con el horror, la crueldad, el cri-
men y la tortura, elementos que invariablemente apa-
recen en la cultura durante tiempos bélicos. La Segun-
da Guerra Mundial fue un factor importante en la
liberación femenina, ya que ante la ausencia de los hom-
bres, que se encontraban en el frente de combate, millo-
nes de mujeres salieron al mercado de trabajo, donde
no sólo ocuparon puestos tradicionalmente destinados
a la mujer en las oficinas, las cocinas y los hospitales,
sino también en la industria y en los trabajos pesa-
dos y peligrosos —en particular fabricando municio-
nes, armas, tanques y aviones. De ahí que el famoso
póster de Rosie the Riveter (Rosie la Remachadora) en
el que una mujer flexiona el bíceps mientras dice: we
can do it! (¡Podemos hacerlo!) se convirtió en un icono

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cultural y en un emblema feminista. Inicialmente la
política de integración de la mujer tenía un carácter
temporal, por lo que se esperaba que al término de la
guerra regresaran a ser amas de casa o a empleos más
convencionales, pero muchas, tras haber demostra-
do que podían hacer un «trabajo de hombre» optaron
por luchar para conservar esos puestos mejor paga-
dos; así comenzó a cambiar de manera definitiva la
demografía de la fuerza laboral y a desplomarse los
estereotipos femeninos. Este cambio tuvo impactos a
largo plazo en el Zeitgeist de la nación. Contrastando
con la imagen de esta obrera musculosa estaban las
chicas de Alberto Vargas, los dibujos altamente sexua-
lizados de mujeres atractivas con poca ropa y poses
seductoras que aparecían en numerosas revistas y que
durante la guerra decoraban las narices de los aviones
estadounidenses. Vargas, el artista de origen peruano
que decidió radicar en Estados Unidos desde 1916, se
convirtió en una superestrella, primero entre los sol-
dados y más tarde entre el gran público gracias a su
imágenes del ideal de la belleza femenina: cosmética,
deseable, frágil y sexualmente disponible.
A su regreso de Europa y del Pacífico, muchos de
los excombatientes se encontraron con que, por un
lado, no era fácil readaptarse a la vida civil, a la vez
que extrañaban la camaradería de los compañeros, y,
por el otro, con que las mujeres habían «usurpado»
roles masculinos y dejado de ser las frágiles doncellas
que tan sólo podían esperar el regreso de su hombre.
Lo anterior coincide con la proliferación de damas en
peligro en los cómics; mujeres semidesnudas cautivas
de nazis, japoneses, nativos de piel oscura en taparrabo

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o monstruos diversos que amenazaban con mutilarlas,
marcarlas al fuego, devorarlas o descuartizarlas.
El tema de la damisela en apuros tiene sus orígenes
en la antigüedad. Se encuentra en numerosos mitos
griegos, relatos persas y árabes, también aparece regu-
larmente en los cuentos de hadas, se convierte en pro-
tagonista de las novelas románticas, es heroína atri-
bulada de la literatura gótica y carne experimental en
la obra del Marqués de Sade —quien lleva el tormen-
to hasta las últimas consecuencias del desmembra-
miento sexual. Asimismo, esta víctima de los perversos
deseos de villanos cobardes y traicioneros ha poblado
toda clase de productos fílmicos desde los inicios del
cinematógrafo. Además de ser una figura omnipre-
sente, la doncella en peligro se convirtió en uno de los
fetiches dominantes del sadomasoquismo y principal-
mente del bondage o la práctica de las ataduras-encor-
damientos eróticos realizados sobre una persona que
es inmovilizada total o parcialmente en un juego de
roles, posesión, crueldad y dominio.
Al final de la Guerra Mundial comenzó una nueva
guerra doméstica en Estados Unidos, provocada por un
orden social incipiente, donde la perspectiva de igual-
dad entre los géneros fue recibida por los veteranos
que volvían a casa como una injusta compensación
por su sacrificio. Habían dejado una nación donde la
mujer era sumisa y servicial, y regresaron a otra don-
de la mujer era autosuficiente y reclamaba un lugar de
igualdad en la sociedad. Esta nueva realidad fue difícil
de digerir y se tradujo en resentimiento, rupturas y
violencia sexual. Podemos especular que esta tensión
entre los sexos despertó o estimuló aún más el deseo

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de la imaginería sexual violenta y agresiva que vendían
los cómics de la época, que se promocionaban con es-
tridentes portadas en las que abundaban las mujeres
atadas a punto de ser lastimadas por sus captores. Era
irrelevante que en muchas ocasiones su contenido no
tuviera mucho que ver con las imágenes de las por-
tadas; los consumidores caían una y otra vez, y com-
praban las revistas quizá felizmente engañados por las
visiones de venganza misógina.
Maxwell Gaines fue uno de los pioneros del cómic,
trabajó con The Eastern Color Printing Company, la
empresa responsable de algunos de los precursores
más relevantes del cómic estadounidense moderno,
como Funnies on Parade y Famous Funnies: A Carnival
of Comics (ambas de 1933), y con Dell Publishing. En
1944, Gaines fundó Educational Comics con la idea
de imprimir historietas sobre la Biblia, así como so-
bre ciencias e historia. Tres años más tarde, Maxwell
murió en un accidente de lancha y su hijo William,
quien acababa de regresar de la fuerza aérea, heredó
la compañía. A William le interesaba la cultura popu-
lar y decidió introducir líneas de cómics enfocados en
el horror, la ciencia ficción, el suspenso, el crimen y la
guerra. Para ello reclutó a dos editores y escritores ex-
cepcionales, Al Feldstein y Harvey Kurtzman, quienes
a su vez contrataron los servicios de algunos de los
mejores dibujantes de la época como Johnny Craig,
Reed Crandall, Jack Davis, Will Elder, Frank Frazetta,
Graham Ingels, Jack Kamen, Bernard Krigstein, John
Severin, Al Williamson y Basil Wolverton, entre otros.
Así nació Entertainig Comics (ec), que, por un lado,
puso gran énfasis en el trabajo artístico y, por el otro,

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se esmeró en escribir historias de calidad. El resulta-
do fue una serie de cómics muy osados, exitosos y so-
bresalientes, entre los que destaca la aún famosa se-
rie Tales from the Crypt (Cuentos de la cripta), que sería
llevada al cine años más tarde.
A finales de la década de los cuarenta los cómics
sobre crimen eran los más populares mientras que los
de horror apenas comenzaban a aparecer. A partir de
la siguiente década, se invirtieron los papeles y el ho-
rror se volvió el género dominante. Jim Trombetta pro-
pone que la diferencia entre los géneros no es obvia
y que no radica en la cantidad de violencia ni en la
aparición de lo sobrenatural (la cual puede resultar in-
cluso superflua) sino que el horror aparece cuando: «la
violencia es menos explícita pero más amenazante».1
Trombetta señala que en el horror destaca la ausencia
de un héroe, de alguien que llegue a tiempo al rescate
así como el hecho de que la víctima es un personaje
con el que el lector se identifica, un inocente, mientras
que en los cómics de crimen tanto las víctimas como
los villanos solían ser gánsteres o malvivientes.
Si bien ec sólo representaba el 3 por ciento de toda
la producción nacional de cómics, su fórmula fue muy
imitada por otras editoriales; esto llegó al punto en que
el mercado comenzó a saturarse de historietas con la
publicación de entre cincuenta y cien títulos de horror
por semana en la que puede decirse fue la era del auge
del horror en el cómic; un periodo que va de 1947
hasta 1955 y que, como señala Trombetta, «es para-
lelo al surgimiento de Estados Unidos como una po-
tencia económica y militar sin comparación».2 En los
cómics de horror, crimen y weirdness (o extrañezas),

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lo que se volvía evidente era un malestar en la cul-
tura que provenía de una nación que había ganado la
guerra quedando prácticamente intacta en su integri-
dad territorial, que apenas había dejado atrás la Gran
Depresión de 1929 y que asumía su nuevo papel como
potencia mundial con ambición e incertidumbre. Es-
tas historietas ofrecían una visión cruda de la psique
popular, de los prejuicios, del racismo (esta era una
nación aún segregada y dividida) y otras actitudes
reaccionarias; al mismo tiempo, contaban con un li-
gero sabor liberal que contrastaba con una carga re-
vanchista con obvios ecos del Antiguo Testamento. Es
necesario señalar que si bien había grandes dosis de
violencia en contra de las mujeres, también las había
en contra de los hombres; por tanto, más que ser pu-
blicaciones misóginas eran misántropas. En los co-
mics de ec, a menudo las víctimas merecían su casti-
go, las ingeniosas atrocidades que les ocurrían eran el
justo tributo que cobraban seres de ultratumba a sus
asesinos o a quienes habían pecado de soberbia, ava-
ricia, ira, lujuria, gula, pereza y envidia. Las tramas
solían reivindicar a los débiles, los incapacitados y los
vulnerables. La mujer, en cambio, pertenecía a una
clase aparte; en innumerables ocasiones era castigada
por no someterse al rol tradicional de su sexo, por bus-
car su independencia, por sus deseos transgresores,
por ignorar o engañar a sus maridos, por descuidar a
sus hijos o por dar más importancia a su trabajo que
a su hogar. Carmine Sarracino y Kevin Scott propo-
nen en su libro The Porning of America (La pornifica-
ción de Estados Unidos) que, si bien estos cómics no
pueden considerarse invitaciones a cometer actos de

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violencia reales en contra de las mujeres —los actos
de crueldad presentados en esas páginas son tan ex-
tremos y delirantes que pueden considerarse caricatu-
ras—, es necesario señalar que se publicaron en una
época en que la masculinidad se encontraba en crisis
y, en cierta forma, se culpaba a la mujer de ello.3
En 1954, la industria del cómic en Estados Uni-
dos pasaba por un momento de gran esquizofrenia;
mientras que, por un lado, era uno de los medios más
populares y exitosos, por el otro, padecía de extrema
vulnerabilidad. Las historietas habían dejado de estar
dirigidas exclusivamente a niños y su público aumen-
taba exponencialmente en casi todos los estratos de
la sociedad (jóvenes y adultos, obreros y profesionis-
tas, hombres y mujeres). En 1947 el 41 por ciento de
los hombres adultos y el 28 por ciento de las mujeres
leían cómics con regularidad, y para 1950, antes de
que la industria alcanzara su punto más alto, el 54
por ciento de todos los cómics eran leídos por adultos
mayores de veinte años, de los cuales prácticamente
la mitad eran mujeres.4 Curiosamente, entre todos los
grupos de lectores destacaban los «trabajadores de
cuello blanco», lo que dejaba claro que una buena par-
te de los lectores eran profesionistas, ejecutivos o em-
pleados administrativos. Ello rompió con el mito de
que este era un medio dirigido a niños, a las clases
bajas y a la población ignorante. Así, la circulación de
cómics en 1954 alcanzó los 150 millones de ejemplares
al mes, con seiscientos cincuenta títulos, por lo menos
la cuarta parte de los cuales eran de horror.
La libertad sin precedentes con que se abordaban
temas controvertidos en las historietas atraía cada día

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a más lectores. No obstante, las seccciones más con-
servadoras de la sociedad estaban escandalizadas por
el trabajo de los artistas del cómic, mismo que, estaban
convencidos, conducía a los jóvenes a «la violencia, la
pornografía, la disfuncionalidad sexual (incluyendo
la homosexualidad) y la vida de crimen»,5 como se-
ñalan Sarracino y Scott; esta crítica escandalosa es
además idéntica a la que a principios del siglo xxi
se hace a la pornografía en línea. El senador demócrata
de Tennessee, Estes Kefauver (quien literalmente murió
en el podio en 1963), fue un legislador progresista que
se destacó por su lucha en contra de los monopolios y
del crimen organizado, pero que también encabezó la
lucha en contra de la industria del cómic.
Este ataque era en gran medida ridículo y carecía
de bases científicas, a pesar de que el gurú espiritual de
la ofensiva anticómics fuera el psiquiatra Fredric Wer-
tham, quien escribió el libro The Seduction of the In-
nocent (La seducción de los inocentes, 1954); una obra
histérica que veía peligros apocalípticos en las viñe-
tas de las historietas que él denominaba crime comics,
aquellas que trataban sobre gánsteres y asesinatos,
aunque también incluyó los cómics de horror y de
ciencia ficción. En su comparecencia ante el Sena-
do, Wertham se presentó con su bata de doctor, co-
mo si fuera a curar a la nación. Wertham no era un
reaccionario, de hecho era un intelectual progresista
cuyo testimonio sobe el daño psicológico de la se-
gregación racial fue utilizado como referencia en el
caso de Brown vs. Board of Education. El fallo de la
Suprema Corte de Justicia del 17 de mayo de 1954 de-
terminó que las escuelas públicas racialmente segre-

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gadas eran inherentemente desiguales y, por lo tanto,
anticonstitucionales. Sin embargo, el rigor científico
que había mostrado en otros trabajos estaba ausente
en The Seduction of the Innocent; aunque pensaba que
los cómics estaban repletos de mensajes racistas, por-
nografía sádica y propaganda homosexual (su famosa
conclusión de que los lectores de Batman tenían ten-
dencias homosexuales es ahora parte inseparable del
legado del justiciero de Ciudad Gótica), no pidió que
fueran censurados sino más bien restringidos y con-
trolados. Sin embargo, su libro era tan alarmista que
parecía pedir a gritos su prohibición. Wertham anun-
ciaba en él que los cómics eran la muerte de la lec-
tura,6 una afirmación apocalíptica que reaparece cada
vez que un nuevo género o medio de comunicación
conquista espacios y mentes, como sucede en la actua-
lidad con los juegos de video y con internet.
Por su parte, Maxwell Gaines fue el único editor
que se ofreció a declarar a favor de su industria en
las audiencias de Kefauver; en ellas defendió el trabajo
que publicaba, a diferencia de sus competidores que en
su mayoría argumentaban ignorancia de lo que esta-
ban publicando. Sin embargo, los esfuerzos de Gaines
por describir los méritos de la estética de sus cómics
fueron contraproducentes: explicar que mostrar una
cabeza cortada de cierta manera indicaba mejor gus-
to que enseñarla de otra, sólo lo convirtió en el villano
perfecto del panel, mostrándolo como un individuo
irresponsable o desequilibrado.
Gaines supo que su industria estaba en peligro
por lo que organizó a sus colegas y competidores para
formar la Comics Magazine Association of America

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(cmaa), que sustituyó a la inoperante e ignorada Asso-
ciation of Comic Magazine Publishers (acmp). También
con Gaines se formó la Comics Code Authority (cca),
que retomó y extendió las restricciones que la acmp in-
tentó imponer a finales de la década de los cuarenta.
El cca no tenía autoridad legal pero fue adoptado por
los distribuidores como requisito indispensable. A par-
tir de 1954 los editores decidieron autoimponerse un
severo código censor con el fin de evitar la interven-
ción del gobierno; una estrategia semejante a la que la
industria cinematográfica se aplicó a sí misma en
la forma del código Hays en 1930. Entre las prohibi-
ciones destacaba que ya no era posible escribir las
palabras horror, terror o weird en los títulos, ni in-
cluir escenas de «violencia excesiva, excesivo derra-
mamiento de sangre, perversión, depravaciones, sa-
dismo y masoquismo».7 Copiando al código Hays, en
este también se prohibía la glorificación del crimen y
se imponía el uso de finales felices. Ninguna revista
que no llevara el sello de aprobación del cca podía
venderse en los locales autorizados. A pesar de haber
sido instrumental en la creación del cca, Gaines cam-
bió de opinión y trató de luchar contra esta forma de
censura; siguió publicando sin ese sello, por lo que sus
revistas no fueron distribuidas. Tal estrategia resultó
ser un golpe devastador y casi mortal para la industria.
El 14 de septiembre de 1954, Gaines dejó de publicar
sus tres series de cómics de horror, culminando así
una de las épocas más fascinantes y provocadoras de
las historietas.

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Revistas de aventuras para hombres:
la masculinidad amenazada y las fantasías de acción

Al igual que Maxwell Gaines, el editor y empresario


Martin Goodman comenzó como vendedor durante la
Gran Depresión y supo aprovechar la oportunidad que
ofrecía el naciente negocio de las historietas. Goodman
diversificó su empresa al crear numerosos sellos edi-
toriales independientes que agrupó bajo el nombre
Timely Publications. En octubre de 1939, lanzó el pri-
mer número de Marvel Comics, donde aparecen por
primera vez la Antorcha Humana y el Submarino.
Goodman vendió 80 mil ejemplares e hizo una reim-
presión que a su vez vendió 800 mil ejemplares. Gracias
a este éxito, su empresa creció vertiginosamente. Hacia
el final de la guerra, el interés en los superhéroes dismi-
nuyó y Goodman, como Gaines, se dedicó a imprimir
historietas de crimen, de horror, westerns, de guerra y
de humor. Asimismo, a comienzos de la década de los
cincuenta, en su afán por diversificar su producción,
también comenzó a publicar las que habrían de deno-
minarse «revistas masculinas».
En abril de 1954 el cómic de horror fue el primer
producto cultural censurado en Estados Unidos. Su
desaparición dejó un hueco en la cultura popular que
ocuparon las llamadas Men’s Adventure Magazines
(mam), men’s sweats (sudores de hombres) o simple-
mente the sweats (sudores), publicaciones masculinas
como Stag (quizás la primera de su género, que apa-
reció por primera vez en 1937 y reapareció en 1949),
así como Male y For Men Only, publicadas por Good-
man. Con estas aparecieron muchas otras como Man’s

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World, World of Men, Man’s Book, Man’s Story, True
Men, Man’s Life, New Man, Men’s Adventure y Man’s
Magazine, situadas a medio camino entre la revista
para caballeros y la literatura pulp. Dichas revistas de
aventuras masculinas fusionaban estudios fotográfi-
cos de modelos en lencería o bikini, junto con artícu-
los sobre diversos temas escritos por autores de gran
calidad como Mario Puzo —autor de El padrino— o
el novelista, dramaturgo y actor Bruce Jay Friedman.
Pero un elemento que las hacía peculiares era su ob-
sesión con publicar historias de aventuras (real life fic-
tions, o bien ficciones de la vida real) que rebozaban
de tortura, abusos sexuales y asesinatos grotescos.
Buena parte del enfoque de estas revistas era ima-
ginar torturas originales para mujeres semidesnudas a
manos de oficiales nazis. A medida en que los cómics
para adultos desaparecían de los puestos de periódi-
cos, aumentaba la circulación de revistas masculinas
que, al menos inicialmente, estaba dirigidas al públi-
co militar y exmilitar con la intención de explotar la
nostalgia por las experiencias en el frente de combate
—ya fuese en la Guerra Mundial o en la Guerra de
Corea, ocurrida entre 1950 y 1953. También, por su-
puesto, servían para estimular fantasías de heroísmo y
aventura en aquellos que no pelearon en las guerras
y, más importante aún, eran publicaciones propagan-
distas que glorificaban el mito de la guerra y el nacio-
nalismo.
Las situaciones imposibles que presentaban las
ilustraciones de estas revistas parecen hoy jocosas y
resulta difícil creer que alguien hubiera podido tomar-
las en serio o sentirse indignado por ellas. Baste como

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ejemplo la portada de World of Men de marzo 1970 en
la que aparecen dos jóvenes voluptuosas, en negligés
desgarrados estratégicamente para ofrecer atisbos de
su cuerpo (sin mostrar pezones ni vello púbico), que
reciben latigazos de un nazi musculoso y descamisa-
do que convenientemente conserva la suástica en el
brazo para evitar cualquier confusión. Más estridente
aún es la portada de Man’s Story de septiembre 1964
en la que se observa la imagen de un doctor nazi
(claramente identificado también por su bata blanca
y la cruz gamada en su brazalete) sujetando el brazo
de una joven en ropa interior negra para cortarlo con
una sierra, mientras un gorila enjaulado contempla
la escena; en primer plano, un soldado nazi sujeta un
brazo peludo (¿del gorila?) con la probable intención
de un trasplante interespecie de extremidades. Dicha
escena parece haber inspirado una de las secuencias
de uno de los filmes más representativos del género
que habría de denominarse nazixploitation (del que
hablaremos más adelante): La bestia in calore (La bes-
tia en celo, Luigi Batzella, alias Ivan Kathansky, 1977).
Las revistas masculinas de esta era dependían en
gran medida de las ilustraciones: dibujos dramáticos
que eran su vínculo con el cómic y que permitían dis-
parar la imaginación de manera más aguda que las fo-
tos, por realistas que estas fueran. Inicialmente las
imágenes de portada y las ilustraciones que acompa-
ñaban a los textos mostraban a gallardos soldados es-
tadounidenses blancos en situaciones desesperadas,
en combate, defendiéndose de horrendos salvajes o de
animales enormes. A mediados de la década de los cin-
cuenta las imágenes comenzaron a cambiar, entonces

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se mostraba principalmente a villanos que atacaban
o atormentaban a mujeres indefensas, medio desnu-
das o cubiertas de harapos. No parecía haber límite
para las expresiones de violencia en contra de la mu-
jer, nada era lo suficientemente atroz para invitar a
la censura. De cuando en cuando el torturado era un
hombre anglosajón con el que se podía identificar el
lector, pero entonces era común que quienes lo victi-
mizaban fueran mujeres nazis. Hacia la década de los
sesenta, cuando la Guerra Mundial comenzaba a verse
como un conflicto remoto y los nazis perdían su poder
de imponer miedo y crear rechazo, se los comenzó a
reemplazar por hippies y pandilleros en motocicletas.
En el imaginario de estas publicaciones no había dife-
rencia entre los guardias fascistas, los greñudos que
predicaban paz y amor, y los rebeldes sin causa que re-
corrían el país en moto; todos eran presentados como
criminales despiadados que buscaban violar, torturar
y asesinar a muchachas atractivas.
Ahora bien, es posible distinguir dos corrientes
muy claras en las historias que llenaban las páginas de
este tipo de revistas. Por un lado aparecían las ilustra-
ciones mencionadas, en las que personajes con indu-
mentaria o insignias principalmente nazis —pero en
ocasiones también niponas, chinas y soviéticas— apa-
recían sometiendo, torturando y asesinando mujeres
atractivas que, en su desconsuelo mostraban gestos de
éxtasis. Por otro lado, los titulares eran meras provo-
caciones a la virilidad del lector: «Autoexamen: ¿Qué
tan realmente viril es usted?» (Man’s Book, agosto de
1967), «Autoanálisis: diez maneras de saber si es usted
un fraude sexual» (Man’s Story, septiembre de 1964),

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«Cómo dominar a las mujeres obsesionadas con el
sexo» (Man’s Story, junio de 1968).
La guerra aquí no era un conflicto por ideologías ni
territorio sino una puesta en escena de fantasías sado-
masoquistas. En parte, eran escenarios para fantasear
con rescates imposibles y con el heroísmo de confron-
tar a puño limpio a seres deleznables. Pero más que
eso eran historias de ficción en las que triunfaba el
mal para enardecer e indignar. El realismo no tenía
nada que ver aquí. La finalidad de la guerra era esti-
mular el resentimiento por la situación en que vivía el
país y poner en evidencia que el sacrificio de los solda-
dos estadounidenses en las guerras extranjeras había
sido en vano. Las aberraciones nazis se presentaban
como abusos crueles de mujeres inocentes y no como
la aplicación de una política expansionista y de exter-
minio masivo. En vez de imágenes del holocausto, de
soldados martirizando a seres humanos esqueléticos y
esclavizados o en tránsito para ser exterminados —en
las que ningún glamur puede ser posible— las ilus-
traciones de estas revistas mostraban a villanos ator-
mentando cautivas saludables, bien alimentadas, con
dentaduras perfectas, curvas generosas, grandes senos,
piel blanquísima, rasgos anglosajones (probablemente
arios) y, por si fuera poco, cuidadosamente maquilladas;
siguiendo a Sarracino y Scott: «En las mam, los hombres
y mujeres eran ciudadanos de países diferentes, en gue-
rra permanente».8
Asimismo, abundaban los artículos que trataban de
mostrar que el país y el mundo estaban hundiéndose
en el caos de la perversión. Los títulos de portada in-
variablemente incluían mensajes contradictorios; por

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un lado, escandalizados y con tono de denuncia, «La ob-
scenidad: el gran problema de la televisión» (Man’s Life,
mayo de 1954), y, por otro, excitados con la promesa de
ofrecer contenido sexual: «Sexo experimental: la locura
del “todo se vale” de 1969» (Man’s Illustrated, mayo de
1969), «Clubes de apareamiento donde las solteras van
a pecar» (Man’s Illustrated, julio de 1967), «Usted puede
disfrutar del sexo más excitante más a menudo» (Man’s
World, febrero de 1970), «La práctica sexual americana
más extraña» (Man’s, octubre de 1963), «Fotorreportaje
exclusivo. Escuela para strippers» (Man’s Illustrated, di-
ciembre de 1956).
Aparte del contenido editorial, estas revistas fun-
cionaban como «portales»9 de acceso al territorio del
deseo, ya que en sus páginas se anunciaban publica-
ciones que sugerían ofrecer pornografía explícita (dis-
frazada de materiales educativos y manuales sexua-
les), lencería e incluso juguetes sexuales, así como
armas que también aparecían extremadamente sexis.
Es necesario señalar que también aquí había un es-
fuerzo artístico por parte de los ilustradores pero sin
duda estaba muy lejos del fascinante imaginario de
la era de los cómics de horror. Estas revistas parecen
obsesionadas con la nostalgia de un tiempo ideal ya
pasado y con la frenética urgencia por asir un mundo
fuera de control y reimponer un orden marcial.
Las mam eran collages conservadores de temores xe-
nófobos, de patriotismo exaltado, inseguridades emo-
cionales y desplantes de machismo. Como señala Sa-
rracino, en gran medida eran la otra cara de la moneda
de la sexualidad alegre, desparpajada, burguesa y ele-
gante que pregonaba la revista Playboy, fundada en

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1953, por Hugh Hefner; la que proyectaban las mam era
una sexualidad dolorosa, culpable y reprimida, protago-
nizada por bestias humanas, en las que el lector era de-
safiado, puesto a prueba, insultado, provocado y deni-
grado, como si se tratara de hacerlo reaccionar a una
condición injusta.
En marzo de 1941, Timely Comics lanzó al Capitán
América (de Joe Simon y el talentoso Jack Kirby), este
superhéroe de historieta surge cuando Steve Rogers,
un joven debilucho, es transformado en un ser inven-
cible mediante un suero experimental con el único fin
de luchar contra el Eje, de ahí su uniforme patriótico.
El Capitán América es un cyborg militar y una fantasía
sobre la recuperación de la masculinidad perdida. Es
el superhéroe que abandona su condición de medio-
cridad física gracias a la química y ofrece la promesa
de la reinvención tecnológica del individuo.
A finales de la década de los cincuenta, había más
de cincuenta revistas masculinas que seguían esta fór-
mula y que gozaban de la ventaja de una distribución
casi universal ya que, a diferencia de Playboy y de las
revistas más osadas, no eran censuradas por distribui-
dores ni vendedores. Este tipo de publicaciones que
en sus años de gloria vendían por lo menos 100 mil y
hasta 250 mil ejemplares, no pudieron sobrevivir a la
apertura que siguió a la eliminación de las leyes anti-
pornografía. Al estar dirigidas a adultos, las mam fueron
relativamente toleradas por los grupos censores; sin
embargo, de cuando en cuando organizaciones cató-
licas, como la Catholic National Organization for De-
cent Literature, y grupos puritanos femeninos como la
General Federation of Women Clubs, presionaban a los

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establecimientos, las cadenas de tiendas y los distribui-
dores para que rechazaran dichas publicaciones. Estos
grupos censores eran dirigidos a menudo por mujeres,
quienes sin duda se horrorizaban ante el espectáculo
de las doncellas torturadas en sus ilustraciones.
En 1965, Robert Redrup vendía periódicos, libros y
revistas en un puesto en Times Square, en Manhattan;
un agente encubierto se hizo pasar por cliente y pidió
a Redrup dos novelas sexuales pulp de la editorial de
William Hamling, Lust Pool y Shame Agent, y al com-
prarlas, lo arrestó. El propio Hamling pagó parte de la
defensa de Redrup; la Suprema Corte determinó que
cualquier obra de ficción, sin importar su contenido,
que no se vendiera a menores de edad ni fuera impues-
ta a un público, estaba protegida por la Constitución.
Esta nueva libertad se tradujo en la aparición de series
fotográficas de modelos completamente desnudas. Con
la publicación a principios de los años setenta de revis-
tas que se dedicaban exclusivamente a mostrar mujeres
desnudas —las llamadas skin magazines—, las revistas de
aventuras masculinas comenzaron a desaparecer y con
ellas parecían irse las expresiones más extremas de mi-
soginia en la cultura popular. Las mam se volvieron irre-
levantes, y fueron desplazadas de su nicho cultural por
revistas masculinas más atrevidas y de mayor calidad,
tanto en su contenido como en su diseño y sus fotografías.

Cine: la era de la explotación

El cine siempre ha contado con un elemento de


shock, con la fascinación de estremecer y seducir. Su

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poder de sorprender radica en ofrecer cosas nunca an-
tes vistas, en burlar los límites de lo aceptable y de lo
permisible moral, social y legalmente. El cine depende
de la novedad, de la originalidad y de su capacidad
para hacernos ver de maneras diferentes. Sin embar-
go, desde los orígenes del cinematógrafo, una parte de
los cineastas enfocaron su trabajo exclusivamente a
explotar el morbo del espectador mostrando temas
sórdidos y tabú que evitaban los cineastas con ambi-
ciones artísticas así como quienes buscaban construir
una industria legítima. Interesa aquí principalmente
la historia del cine estadounidense debido a que es el
que llegaría a consolidarse como la principal indus-
tria fílmica, y su influencia se ha sentido en todas las
cinematografías del mundo. La explotación de temas
salaces no es patrimonio exclusivo de Estados Unidos,
pero la manera singular en que esta nación definió la
estética, el consumo y el mercado de este tipo de fil-
mes —además de la forma en que sus productos han
sido y son imitados en el mundo— lo vuelve un caso
único que debe estudiarse en sí mismo.
Los productores del cine comercial estadounidense
han tenido desde siempre una extraña obsesión auto-
censora. Bajo la justificación de que nada debe inte-
rrumpir el negocio del cine, aceptaron que valía más
autoimponerse estándares censores antes de que el Es-
tado los impusiera. Por tanto, la industria asumió có-
digos y reglamentos explícitos e implícitos para auto-
limitarse y sancionarse preventivamente. Los grandes
estudios hollywoodenses optaron por participar en el
juego censor en vez de oponerse a él; no trataron de
combatirlo ni de defender su libertad creativa o sus

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productos. Ahora bien, no debemos imaginar que no
había censura antes de dichos códigos; existía y, en
menor grado, sigue existiendo. En un inicio, cada es-
tado aplicaba la censura de acuerdo con sus propios
criterios, por lo que un filme aprobado en California
podía ser prohibido en Kansas. Esta situación difi-
cultaba la planeación a nivel nacional y requería de
una constante y costosa elaboración de versiones distin-
tas de cada cinta editadas específicamente para cada
región. Así, pensando en sus ganancias, la industria
decidió aplicarse a sí misma un reglamento, con la
ferocidad del más intolerante burócrata. Inicialmente
trataron de emplear una lista de «don’ts and be care-
fuls» (los no y los ten cuidado) adoptada a partir de
octubre de 1927 por la Motion Picture Producers and
Distributors of America; en ella enlistaban once cosas
prohibidas (don’ts): desnudos, tráfico de drogas, perver-
sión sexual, trata de blancas, higiene sexual y enferme-
dades venéreas, nacimientos y genitales infantiles, entre
otras. A esto se sumaban otras veinticinco que debían
ser tratadas con mucho cuidado (be carefuls). En 1930
dos religiosos, el editor católico Martin Quigley, hijo, y
el profesor y sacerdote jesuita Daniel Lord, convirtieron
esta lista en el primer código de producción. Este fue el
código que el censor en jefe elegido por los estudios
de cine Will H. Hays impuso a la industria y que pasó
a conocerse como el código Hays, mismo que tiene la
característica de definir el cine como entretenimiento
y no como propaganda. Este código de producción co-
menzó a aplicarse en 1934 cuando Hays dejó su pues-
to a Joseph Breen, quien se convirtió en un censor
más severo que su antecesor. El código cuenta con doce

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puntos específicos que determinan lo que puede y lo
que no puede mostrarse en materia de crímenes, sexo,
vulgaridad, obscenidad, groserías, vestuario, bailes, re-
ligión, locaciones, sentimientos nacionales, títulos y
temas repelentes; finalmente fue abandonado en 1968
cuando ya era una reliquia absurda y anacrónica. Re-
sulta interesante que el cine de un país segregado ra-
cialmente (el código prohibía expresamente mostrar
«relaciones sexuales entre personas de raza blanca y
negra») hubiera tenido consideración para respetar a
«los ciudadanos de todas las naciones» y prohibir la
ridiculización de «cualquier fe religiosa».10 En 1977
aparece una versión revisada del código de autorre-
gulación, que por primera vez toma en consideración
«Alentar la expresión artística y expandir la libertad
creativa». Asimismo, la Motion Picture Association of
America expresa en él que «la censura es una empresa
odiosa» e impone el sistema de clasificación por edades
que se usa hasta la fecha.
Desde sus orígenes, en la primera década del si-
glo xx, el control y el poder del cine estadounidense
comienzan a consolidarse básicamente en cinco es-
tudios; entonces los pequeños productores de cine se
enfrentan a la imposibilidad de competir contra estos
grandes estudios, que podían bloquear la exhibición
de cualquier película que no obtuviera su visto bueno.
De esta manera no sólo se censuraba el contenido de
ciertas películas sino que se bloqueaba el acceso a
cualquier filme hecho fuera de la industria, con lo que
se estableció algo cercano al monopolio de los princi-
pales estudios, conocidos como los majors. Como me-
canismo de defensa algunos cineastas independientes

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comenzaron a ofrecer en sus películas temas tabú que
los grandes preferían no tocar. De esta manera nace el
cine que se denomina de explotación, del inglés exploi-
tation cinema, que «explotaba» los temas de escándalo
y al público al manipular sus expectativas. Este cine se
constituye como una entidad aparte del cine comercial
por su rechazo de códigos censores y mecanismos de
regulación como el Motion Picture Production Code.
El cine de explotación se caracterizaba por mostrar
relatos cautelares acerca de jóvenes fuera de control
así como de víctimas de las drogas, los excesos o las
enfermedades venéreas; mujeres que caían presas de
la lujuria y se convertían en prostitutas, en madres
solteras, en jóvenes que se practicaban abortos o que
se enamoraban de hombres de otras razas. También se
mostraba la vida en los campos nudistas (subgénero
muy exitoso en los años treinta que tuvo un revival
en los años cincuenta), los espectáculos lúbricos de las
stripteasers, las bailarinas exóticas de burlesque (que se
volvieron muy populares a partir de la década de los
cuarenta) y otros personajes de los bajos mundos que
eran usados para dar moralejas y sembrar pánico mo-
ral. Como escribe Eric Schaefer: «las películas clásicas
de explotación se centraban en una forma de espec-
táculo prohibido que servía como su sensibilidad orga-
nizadora».11 En su libro, Schaefer propone que el ori-
gen de este cine se remonta, por un lado, a la oleada de
películas sobre trata o comercio de personas (que en
este caso era trata de blancas) de la primera década del
siglo xx, y por otro, a los filmes sobre higiene sexual.
Ambos pretendían ser un servicio social al prevenir al
público sobre amenazas con connotaciones sexuales,

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pero a la vez tenían un no tan discreto poder de es-
tímulo erótico.
En Estados Unidos, las enfermedades venéreas,
después de la Primera Guerra Mundial, pasaron a ser
estigmas sociales que implicaban inmoralidad y pro-
miscuidad pero también se las imaginaba, como el su-
cio bagaje que traían los inmigrantes, con el que con-
taminaban y pervertían a la población. Las narrativas
de estos filmes usualmente presentaban a un persona-
je educado de la clase alta que en un momento de de-
bilidad, a menudo a causa del alcohol, tenía relaciones
con una prostituta —ser emblemático de las clases ba-
jas— que lo infectaba de sífilis; él a su vez contami-
naba a su esposa y a menudo a un bebé que al nacer
«cargaba con el pecado del padre». Así, las historias
hacían una carambola de tres bandas ya que venían
inoculadas con elementos sexuales, raciales y clasis-
tas. El cine de explotación siempre tiene un tono de
condena y de nostalgia por un pasado imaginario
de buenas costumbres. En sus orígenes estos filmes
no eran objeto de censura ya que eran obras conser-
vadoras que defendían los valores de la burguesía
y denunciaban la promiscuidad de las clases bajas.
Obviamente no había desnudos ni imágenes que vio-
laran directamente las normas implícitas de lo que se
consideraba obsceno en la pantalla. Tales películas de-
pendían de un espectáculo que presentaba imágenes
sugerentes pero impresionantes, capaces de escanda-
lizar, extrañar y estimular, pero evitando antagonizar
con el público.
No hay duda de que había un gran interés en ver eso
que solía estar oculto y que los poderosos prohibían;

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la prueba es que, en sus orígenes, estos filmes se vol-
vieron extremadamente exitosos; tanto que eran vis-
tos por un público muy diverso que no discriminaba
entre estas obras y los productos prestigiosos y alta-
mente promocionados de la incipiente industria holly-
woodense. Debido a que usaban un tono presunta-
mente educativo, en un principio estos filmes no eran
sujetos de censura. No obstante, a partir de 1919 en
varios estados del país comenzaron a despertar sos-
pechas entre las autoridades y los grupos moralistas
que consideraban peligroso que estos temas fueran
vistos en auditorios mixtos, por lo que empezaron a
exigir proyecciones para hombres y otras para mu-
jeres. A las autoridades les inquietaba que hombres
y mujeres pudieran ver, juntos, transgresiones ina-
ceptables a la moral, pero se sentían particularmente
horrorizados por el hecho de que se mostraran grá-
ficamente, y en close-up, los efectos y la devastación fí-
sica que producían las enfermedades venéreas, y, sin
duda, les preocupaba mucho que el público llenara
las salas de exhibición. Sin embargo, es la industria
del cine la que se movilizó para limitar y eliminar a
los cineastas de explotación al percibirlos como com-
petencia desleal.
El cine de explotación no era cine documental y
aunque pretendía exponer problemas reales es por
definición maniqueo y artificioso. Debido a sus bajos
presupuestos usualmente contaba con una selección li-
mitada de personajes que representaban posturas mo-
rales, las cuales Schaefer identifica como: el / la inocen-
te, el / la corruptor(a), los padres, el charlatán y el re-
dentor. Las combinaciones posibles eran limitadas y

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en todas, el o la inocente era arrastrado a la vía de la
perdición por el corruptor. Al no escuchar los consejos
de los padres o al desafiarlos (en otras narrativas los
padres eran parte del problema por ser demasiado pu-
ritanos), el charlatán ofrece curas y remedios milagro-
sos para las enfermedades o para abortar, que siempre
fracasan y complican más el problema; finalmente, el
redentor aparece en forma de un médico, un periodis-
ta o un ciudadano con consciencia que ofrece la ayuda
que realmente necesita el inocente y dicta la lección
moral para el público.12
Este cine es esquizofrénico por naturaleza, ya que
ofrecía lecciones educativas y moralistas al tiempo
que suministraba una dosis de provocación y estímu-
lo sexual. Sus tramas, sensacionalistas en extremo,
predicaban valores morales, a la vez que condenaban
a los mojigatos y los puritanos, por lo que parecían
agresivas a los valores imperantes en su momento. Era
un cine hipócrita pero que —como comenta Schae-
fer— reflejaba, paradójicamente y con enorme hones-
tidad, a la cultura que lo producía: «Eran una masa
de contradicciones, ansiedades y miedos envueltos en
una exposición descarada de ostentación y exceso, en-
trelazada con altos ideales… Tanto en la forma como
en la práctica, la explotación era, en el último análisis
un fenómeno profundamente americano».13
Uno de los elementos imprescindibles del cine de
explotación era una justificación inicial, denominada
square-up. Esta presentación usualmente breve servía
para anunciar que el tema tratado era incómodo, ver-
gonzoso y difícil de abordar, aunque era un mal so-
cial que debía ser confrontado. Este texto servía para

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preparar al espectador, despertar sus expectativas y
establecer que lo que estaba a punto de ver no era un
filme de entretenimiento más, sino uno que pretendía
mostrar un problema grave de la vida real que debía
ser atendido por el público. Este tipo de introduccio-
nes o conclusiones (según el lugar donde se situaban
en relación con la historia contada) no eran del todo
desconocidas en el cine convencional —se usaban de
cuando en cuando en el cine bélico y en ciertos thrillers
para tratar de contrarrestar la glorificación de gáns-
teres y villanos—, pero en el cine de explotación eran
una especie de certificado de legitimidad.
Paralelamente al cine de higiene sexual aparecen,
desde mediados de la primera década del siglo xx, los
filmes antinarcóticos, siguiendo una fórmula similar a
las películas sobre sexo. En estas cintas, las drogas ilí-
citas representan un peligro para las clases altas (edu-
cadas y anglosajonas) que se origina en las clases bajas
(en particular en los inmigrantes chinos y mexicanos).
Usualmente se mostraban abogados, doctores y ciu-
dadanos decentes que caían en las redes de la droga y
se veían esclavizados por la adicción. O bien las drogas
desatan una epidemia en la que las personas de bajos
recursos, en particular los afroamericanos, se convier-
ten en bestias criminales y sexuales que amenazan con
violar mujeres blancas (el viejo temor al poder sexual
del negro, que proviene de los orígenes de la esclavi-
tud en Estados Unidos, se explotaba sin pudor). Otros
subgéneros de la explotación eran los filmes de vicios,
exotismo y atrocidad. El cine que explotaba el vicio
estaba muy vinculado con el de la higiene sexual, con el
tema de la prostitución y la trata de blancas; sin em-

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bargo, mientras aquel tiene un enfoque en el aspecto
biológico de las enfermedades venéreas y el embarazo,
este se concentra en «el impacto social de la prosti-
tución en sí misma», como escribe Schaefer.14
La explotación del exotismo era otra muestra fla-
grante del racismo, la ignorancia y el total desinterés
de las complejidades culturales del mundo por parte de
cineastas mercenarios sin escrúpulos. Estos filmes pre-
tendían mostrar imágenes de regiones remotas en donde
los pueblos tenían tradiciones distintas, primitivas, pro-
vocadoras, risibles o escandalosas. Las cintas exóticas
usualmente presentaban a un equipo de filmación que
se adentraba en una región de la selva o en cualquier
zona agreste del África subsahariana para observar
a los nativos. Gran parte de estas películas consistían
en pietaje tomado de otros documentales al que se
añadían secuencias filmadas en California donde apa-
recían hombres disfrazados de gorilas o de monstruos
salvajes, junto con mujeres afroamericanas disfrazadas
de nativas con los senos al aire. Este último elemento
era quizás el principal atractivo de los filmes exóticos,
ya que, si bien había graves restricciones sobre mostrar
senos blancos, los estándares se relajaban cuando se
trataba de senos de mujeres «de color». Otro atractivo
era la búsqueda de imágenes de escándalo y chocantes,
como el shock de los animales peligrosos o los rituales
sangrientos, el canibalismo, el bestialismo, los sacrifi-
cios, las mutilaciones y la poligamia, así como el ma-
trimonio y el sexo entre niños, entre otros asuntos que
eran mostrados a medias, insinuados y en su mayor
parte, falsificados. Estos filmes triunfaron en taquilla
durante la depresión de los años treinta cuando el de-

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sempleo y la brutal crisis económica empujaba a los
estadounidenses al escapismo y, en particular, a sentirse
atraídos por paraísos primitivos donde los valores de la
modernidad no tenían lugar.
El subgénero del cine de explotación más enfocado
en asustar y provocar la repugnancia del espectador era
el cine de lo atroz, el cual aparece como tal a media-
dos de la década de los treinta. Schaefer escribe que el
primer filme de este tipo fue probablemente The Hick-
man Case (El caso Hickman, ca. 1928), que trata sobre
el caso del secuestro de la niña de doce años, Marion
Parker, a manos de William Edward Hickman, en Los
Ángeles en diciembre de 1927; quien, tras cobrar al
padre un rescate de 1 500 dólares, entregó el cadáver
de la niña descuartizado y sin órganos. El caso pro-
vocó un enorme escándalo no sólo en California sino
en todo el país, algo que los productores de este filme
aprovecharon.
Décadas más tarde, el régimen nazi dio una canti-
dad enorme de material para hacer filmes sobre atro-
cidades; lo mismo ocurrió con la ocupación japonesa de
Manchuria, Corea y las islas del Pacífico. Temas como
los campos de la muerte, los experimentos con sujetos
humanos y la destrucción de comunidades fueron ex-
plotados sin recato por cineastas oportunistas. La apa-
rición de mejores cámaras, portátiles y relativamen-
te accesibles, permitió que se documentaran cada vez
más horrores durante la guerra y la posguerra; algunos
cineastas fueron consolidando este material en docu-
mentales con imágenes espantosas y grotescas de tra-
gedias en el frente de combate, ciudades bombardeadas
y numerosos abusos militares en contra de poblaciones

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civiles. A partir de los años sesenta los filmes de atro-
cidades evolucionaron en lo que vendría a llamarse
el cine «mondo», del que hablaremos más adelante.
Este cine estridente, desgarbado y sin glamur era
visto con desprecio por la naciente industria fílmica de
Hollywood, que lo consideraba degradante, además
de un peligro latente pues atraía la atención indesea-
ble de los censores. El cine de explotación era usual-
mente incompetente en términos técnicos, y pobre en
materia narrativa. Sin embargo, tenía muy claro su ob-
jetivo de manejar los temas tabú desde un punto de vis-
ta sensacionalista, al tiempo en que impartían lecciones
morales a la cámara, en las que se prevenía al espec-
tador sobre las amenazas presentadas en la pantalla.
Usualmente los cineastas de explotación recurrían a
pietaje existente y de relleno, mientras que las esceno-
grafías, actuaciones, fotografía, iluminación y edición
solían ser de pobrísima calidad. Muchas veces hacían
varias versiones de un mismo filme al cortar o añadir
las imágenes más atrevidas y rebautizaban un mismo
filme de varias maneras. No contaban con estrellas
reconocidas y la mayoría de la distribución se hacía a
través de exhibidores itinerantes que llevaban copias
del filme en su auto; rentaban teatros y salones, pega-
ban pósteres y distribuían panfletos, mientras ellos
mismos organizaban las funciones. A veces los filmes
eran material de entrenamiento sobre temas difíciles o
incómodos, como la higiene sexual o los riesgos del
uso de drogas, dirigidos al personal médico o militar
que, al ser exhibidos a auditorios generales, se trans-
formaban en obras provocadoras por el simple hecho
de estar en un espacio público.

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Muchas cosas cambiaron tras la Segunda Guerra
Mundial. El código censor se volvió obsoleto con rapi-
dez. En 1952 la Suprema Corte de Justicia determinó
que el cine debía ser protegido constitucionalmente
por la Primera Enmienda, que defiende la libertad de
expresión. Con esto, los temas vedados que antes eran
patrimonio del cine de explotación dejaron de serlo y co-
menzaron a ser abordados por el cine comercial. Así, en
Estados Unidos se empiezan a distribuir filmes europeos
y películas de arte ofreciendo nuevas opciones que am-
pliaron los horizontes del espectador. La mayoría de los
jerarcas del cine de explotación no pudieron reinventarse
ni competir contra un cine más propositivo, fascinante y
atrevido, por lo que fueron desapareciendo; finalmente,
los veteranos del género se retiraron o murieron.
En 1956, el código de producción dominante ya
había cambiado, ahora los únicos temas prohibidos
eran las perversiones sexuales en sentido estricto y las
enfermedades venéreas. Esos cambios dieron lugar a
que la era del cine de explotación culminara en 1959 con
el estreno de The Immoral Mr. Teas (El inmoral señor
Teas) de Russ Meyer, el famoso debut cinematográfico
del autor de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (¡Más rápido,
gatita! ¡Mata! ¡Mata!, 1965) y de otros clásicos. The
Immoral Mr. Teas era una comedia nudista en la que
el señor Teas se dedica a vender equipo para dentistas
de puerta en puerta, a bordo de su bicicleta; adquiere
accidentalmente (o así lo imagina) visión de rayos x lo
que le permite ver a través de la ropa femenina (aunque
la ropa masculina es impenetrable para su poder).
Este filme inaugura el género denominado nudie cutie
o simplemente nudie, que se caracteriza por mostrar

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desnudos femeninos sin los pretextos que hasta enton-
ces se usaban para mostrar senos, como el de docu-
mentar las costumbres de pueblos remotos y exóticos
o la vida en los campamentos nudistas o naturalistas.
Este género de desnudos desexualizados volvió obso-
leto el género del filme de burlesque, que para la década
de los sesenta ya parecía rancio y agotado.
The Immoral Mr. Teas anticipa la liberación sexual
de la década de los sesenta, que no tardaría en tener
lugar y estremecer no sólo a Occidente sino a buena
parte del mundo con su cuestionamiento de los valo-
res sexuales tradicionales y la apertura a los anticon-
ceptivos, así como la legalización del aborto, el sexo
prenupcial y la homosexualidad. Uno de los efectos
secundarios de esta revolución fue el surgimiento de lo
que se ha llamado el cine de «sexplotación», que siguió
algunas de las fórmulas que guiaban al cine de explo-
tación aunque con diferencias significativas, como el
hecho de que no requería de explicaciones ni justifica-
ciones para mostrar desnudos, situaciones con carga
sexual o coitos simulados. La sexplotación se diversi-
ficó en una serie de subgéneros entre los que destacan
dos que menciona Schaefer: los roughies (de rough o
brusco) y los kinkies.15 Los primeros (de los que habla-
remos más adelante) exploraban el lado violento del
sexo mientras que los segundos se enfocaban en per-
versiones y fetichismos diversos. Estos filmes escanda-
lizaron y fascinaron al público por una década, hasta
que en 1970 se legitimó la exhibición pública de filmes
pornográficos hardcore.
Los puntos prohibidos por el código Hays son casi
un catálogo del rango de intereses de los filmes de

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explotación. Por tanto, era claro que las cintas de sex-
plotación no podían obtener el sello de aprobación
necesario para ser distribuidas en las salas afiliadas
(que usualmente eran las de mayor prestigio). Para
tratar de defender sus filmes, los cineastas de este gé-
nero optaron por enfatizar la naturaleza educativa de
su trabajo. Para nulificar los reclamos de los «explota-
dores», los majors señalaban que en el código se de-
terminaba que el cine era entretenimiento y no propa-
ganda. Independientemente de la honestidad más que
cuestionable de estos cineastas en su esfuerzo por pa-
recer decentes y responsables, la industria respondió
anunciando que la educación no tenía nada que hacer
en la pantalla; un giro vital en la conformación del cine
hollywoodense que explica los caminos que siguieron
estudios y productores.
Tras la Segunda Guerra Mundial se añade una no-
vedosa obsesión por los pechos femeninos a la lista
de los tópicos de los filmes de explotación. Los senos
siempre ocuparon un lugar fundamental en el imagi-
nario erótico fílmico, como pone en evidencia la cen-
sura que se aplicaba a cualquier exhibición de esa par-
te del cuerpo que resultara demasiado reveladora; lo
cual iba desde prohibir la insinuación de los pezones
en forma de sombras en un suéter demasiado entallado
hasta la exhibición de brasieres. Es en esa época que
comienzan a aparecer varias técnicas para desarrollar
o agrandar los senos tanto con terapias hormonales co-
mo con dispositivos mecánicos de succión y más tarde
con cirugías e implantes de silicón y solución salina.
La tecnologización cultural afectó a la sexualidad en la
posguerra; el funcionamiento genital era comprendido

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un poco mejor por el público general, y los estudios
del doctor Alfred Kinsey fueron despejando los mie-
dos, confusiones y tabúes que imposibilitaban el en-
tendimiento más elemental de los misterios del orga-
nismo. Asimismo, enfermedades venéreas consideradas
devastadoras como la sífilis y la gonorrea de pronto
podían ser curadas, con lo que dejaban de conside-
rarse estigmas sociales capaces de destruir individuos,
sociedades o «razas» enteras, como anunciaban varios
filmes de higiene sexual. Esto dio lugar también a que
pudiera hablarse con franqueza y mayor conocimiento
de algunas prácticas sexuales, como la masturbación
(que en pleno siglo xxi ha vuelto a ser objeto de páni-
co moral), filias (como el travestismo y el sadomaso-
quismo) y presuntas desviaciones consideradas per-
versas (entre ellas, la homosexualidad).

Nazis al acecho

La imagen del nazi como monstruo aún conserva


un gran poder de seducción y repulsión; en gran me-
dida esto se debe a la mitología creada en torno a la
singular crueldad de sus políticas y creencias, pero en
alto grado también a sus emblemas, uniformes, disci-
plina mecanizada y perversiones legendarias. El nazis-
mo convirtió, como han mencionado varios autores, la
política en espectáculo. El nazi es sinónimo de la peor
vileza y depravación, es el representante de una vena
del mal con evocaciones casi metafísicas, que la cultu-
ra popular explota con las presuntas conexiones de esa
ideología con lo oculto, la magia negra, el satanismo, así

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como con la experimentación con sujetos humanos y la
bioingeniería social. Los nazis aparecen inicialmente en
el cine en un contexto histórico, bélico y político pero
en la posguerra regresan como seres infernales, bestias
irredimibles con una sexualidad sádica y voraz. Como
señala Nicholas Goodrick-Clark, el Tercer Reich «apa-
rece frecuentemente como un interludio extraño en la
historia moderna […] considerado generalmente tanto
monstruoso como prohibido con respecto al mundo
familiar de las instituciones liberales».16 El terror nazi
se imagina como una amenaza que nunca llega a desa-
parecer, siempre está palpitando bajo la piel de algunos
individuos y organizaciones poderosas que conspiran en
secreto y que en cualquier momento pueden dar rienda
suelta a su naturaleza monstruosa e inhumana para en-
gendrar un Cuarto Reich.
De ahí que apareciera, dentro del cine de bajo pre-
supuesto, un género específico de explotación sexual
y violenta, dedicado a mostrar supuestas atrocidades
nazis, que se agrupó como el subgénero de nazixploi-
tation. Debe quedar claro que estos filmes tenían poco
o nada que ver con las cintas dramáticas y realistas de-
dicadas a la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y
los horrores nazis. Este tipo de cine no tenía una inten-
ción documental ni histórica y era un mero pretexto
para mostrar torturas con carga sexual, aunque inva-
riablemente los filmes serie B de este género asegu-
raban estar inspirados en hechos y personajes reales.
Los filmes de explotación del nazismo tuvieron su
edad de oro y un nicho de seguidores, que ahora son
más visibles que nunca gracias a los foros especiali-
zados en internet. Por supuesto que la mayoría de los

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fanáticos de estas cintas de culto aprecian la hilaridad
involuntaria, los anacronismos, las pésimas actuacio-
nes, los efectos especiales de bajísimo presupuesto y
las inverosímiles tramas truculentas de filmes como
Love Camp 7 (Campo del amor 7, 1969) de Bob Cresse
(1965). La obra más representativa de este subgénero
es, sin duda, Ilsa, She Wolf of the SS (Ilsa, la loba de la
ss), producida por David Friedman y dirigida por Don
Edmunds (1975), la cual combina elementos del filme
de explotación así como del subgénero de las muje-
res en prisión. Ilsa, interpretada por Dyanne Thorne
era un personaje basado en Ilse Koch, mejor conocida
como la Bestia de Buchenwald, quien fue la supervi-
sora en jefe de las guardias de ese campo de concen-
tración. Ilse se hizo famosa por su presunto sadismo
y lujuria, además de que se decía que, entre otros há-
bitos crueles, coleccionaba los tatuajes de los presos.
Fue la primera nazi juzgada por las fuerzas de ocupa-
ción estadounidenses. Ilsa, She Wolf of the SS tuvo un
enorme éxito en gran medida gracias a la imaginería
que la acompañaba, en particular los carteles donde
aparecía Ilsa desafiante y con la camisa del uniforme
desabotonada revelando parcialmente sus senos.
La comandante en la cinta tiene el dogma de que
ningún hombre se acostará con otra mujer después
de acostarse con ella, así que la vida del pobre preso
que ella elige para tener sexo depende de su capaci-
dad de complacerla. Tras quedar insatisfecha en la pri-
mera escena del filme, Ilsa castra al preso con sus pro-
pias manos. La comandante se excita sometiéndolos
a castigos brutales y a muertes espectaculares. Ilsa tie-
ne un espíritu perversamente científico (de cuando en

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cuando viste una bata blanca) y desea probar la teoría
(de la que Berlín se burla) de que las mujeres pueden
soportar mejor el dolor que los hombres. Para hacerlo,
tiene a su disposición un establo lleno de presos que
está dispuesta a sacrificar como conejillos de indias.
En una escena, un hombre y una mujer son sometidos
con azotes por dos rubias nazis con el pecho desnu-
do (para alegría de Ilsa él muere primero), mientras
simultáneamente en otro lugar una presa es violada y
bañada en cerveza por un grupo de guardias con fon-
do de alegre música bávara. El contrapunto entre el
cadáver de la mujer violada y embarrada de sangre y
la imagen de Ilsa en su cama evaluando los genitales
de su nuevo semental resulta particularmente pertur-
bador. Finalmente, en su búsqueda de evidencias para
probar su teoría, Ilsa misma experimenta en un grupo
de prisioneras el funcionamiento de una especie de
enorme consolador eléctrico que parece rostizarlas
vaginalmente. Este filme ofrecía pornografía softcore,
aunque en realidad satisfacía la necesidad de un públi-
co que deseaba ver en el cine fetichismos sadomaso-
quistas y fantasías de esclavitud, bondage, violaciones,
humillación y otras formas de degradación. El gran
éxito de este filme propició que el año siguiente se fil-
mara Ilsa, Harem Keeper of the Oil Sheiks (Ilsa, la hiena
del harén, Don Edmonds, 1976).
Otros filmes trataron de explotar el fenómeno de
la nazixplotación mostrando a reas jóvenes bien pro-
porcionadas —con piel inmaculada y senos perfec-
tos— siendo torturadas y violadas por crueles nazis. El
género tuvo bastante éxito en Italia con filmes como:
Bordel ss (Burdel del ss, 1977), que es un filme hardcore

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con mucho más sexo que tortura o sangre artificial,
L’ultima orgia del III Reich (La última orgía de la Ges-
tapo, Cesare Canevaro, 1976), La bestia in calore (Ivan
Kathansky, 1977), Lager SSadis Kastrat Kommandan-
tur (Campo de experimentos amorosos de la ss, Ser-
gio Garrone, 1976) y SS Lager 5: L’inferno delle donne
(Campo ss 5: el infierno de las mujeres, S. Garrone,
1977) entre otros.
Un subgénero más de explotación que desfiló por
las pantallas de los cines de segunda corrida fue el de las
mujeres en prisión, que apareció como tal en la déca-
da de los sesenta. Las tramas ofrecían pocas variantes:
una mujer, a menudo una inocente que había cometi-
do un error, era encarcelada y tras las rejas descubría
un mundo de abuso y perversión por parte de presas y
guardias crueles, sádicas y muchas veces lesbianas.

La mondomanía

En 1962 se estrena Mondo cane (Perro mundo) de


Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi;
es un filme italiano singular que reunía, a manera de
documental, una serie de secuencias de situaciones
extrañas, prácticas repugnantes y exotismo grotesco
provenientes de diversas culturas y del mundo animal,
algunas reales otras falsas. Estas secuencias provo-
cadoras y descontextualizadas únicamente tenían en
común el potencial de estremecer al público. Las vi-
ñetas estaban a menudo acompañadas de temas mu-
sicales manipuladores, efectos de sonido estridentes y
una voz narrativa en off que intentaba dar coherencia

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y sentido a imágenes inconexas, así como añadir humor
o ligereza al recuento. Mondo cane no era un trabajo
particularmente original ni innovador, ya que nume-
rosos documentales tanto serios como de explotación
(muchos de ellos específicamente enfocados en África)
presentaban fragmentos aislados de curiosidades y
rarezas. En Mondo cane había mujeres «aborígenes»
con los pechos desnudos, rubias en bikini, una violenta
carnicería de puercos a palos, cementerios de masco-
tas, restaurantes donde se comen perros, serpientes o
insectos; se muestra cómo se prepara a los gansos para
producir foie gras y se presentan fiestas tradicionales
extrañas, como la de una aldea en los Abruzos donde
la gente desfila tras el santo patrón cargando serpien-
tes, y otra en Nocera Terinese, en Calabria, donde los
creyentes se flagelan hasta sangrar. En un tono muy
distinto, también muestran los peculiares ejercicios
de rescate que realizan mujeres salvavidas de dieci-
séis años en las playas australianas, incluyendo en sus
rutinas dar respiración sensualmente de boca a boca
a sus presuntos rescatados. Aparecen baños públicos
en Japón donde los clientes son lavados por atentas
y vigorosas jóvenes, seguidos por imágenes sobre la
preparación de los difuntos en China, donde cuerpos
inertes también son arreglados y maquillados para ser
puestos en exhibición en sus féretros. Estas imágenes
alternan con bailarinas hawaianas, forcadas y varios
temas frívolos más.
En la segunda cinta de Mondo cane continúan los
fenómenos, lo devastador, las aberraciones y el absur-
do. Del reino animal eligieron extraños anfibios que es-
capan de las aguas radiactivas para trepar a los árboles

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en el atolón de Bikini, el sufrimiento de las tortugas
al desovar junto con masacres de tiburones. Se insiste
en lo sórdido al mostrar catacumbas, momias y esque-
letos que compiten con asuntos ligeros como cemen-
terios de autos y un desfile de modas en el que las mode-
los recorren la pasarela arrastrando perros teñidos de
colores que hacen juego con sus indumentarias. La cin-
ta opera mediante contrastes, de lo serio a lo ridícu-
lo y de la tragedia ecológica a la insignificancia cul-
tural. Los cineastas del género mondo se adelantaban
a su época, erosionaban las jerarquías del valor y la
seriedad, y promovían la popularización del cinismo
que caracteriza a la cultura popular desde finales del
siglo xx.
Aunque podríamos pensar que dicho estilo se haya
relacionado con la corriente del cinema verité, la rea-
lidad es que se trata de géneros muy distintos, ya que
aquí, a pesar de prometer que «todo es real», sólo al-
gunas imágenes presentadas registran casos reales; in-
cluso cuando muestran secuencias auténticas que no
fueron puestas en escena, a menudo la descripción que
se da en la narración es apócrifa o equivocada. Mien-
tras que el cinema verité insiste en el poder de la ima-
gen para relatar por sí misma una historia, en el mondo
hay una insistente y manipuladora voz en off que guía
al espectador. Pero a pesar de sus deficiencias algunas
secuencias espantosas y repugnantes cumplieron el co-
metido de escandalizar-estimular al público.
Jacopetti fue actor, reportero gráfico y director de
documentales sobre la vida nocturna europea en 1959.
Se hizo famoso por tener una concubina de trece años,
con la que tuvo que casarse mientras, según cuentan,

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le apuntaba el padre de la niña con una escopeta. Más
tarde fue arrestado en una habitación de hotel en
Hong Kong, donde estaba con una niña de diez años y
otra de once, razón por la que permaneció tres meses
en prisión. Nunca se arrepintió e incluso afirmó que él
les había pagado a las niñas por sus servicios y que
no había cometido delito alguno. Sus aventuras con
menores de edad no terminaron ahí. Tras un tremendo
accidente automovilístico donde murió su segunda es-
posa y él casi pierde la vida, Jacopetti volvió al cine con
nuevo brío. Conoció a Prosperi y comenzó a trabajar
en Mondo cane, que concibió como un shockumentary
que dependería más de la sorpresa que del contenido
en sí, por lo que lo armó casi como si fuera un espec-
táculo de vaudeville globalizado, que incluía temas
cómicos y repulsivos, y un gozoso y desparpajado con-
traste entre imágenes violentas, aberraciones antro-
pológicas, horrores y cuerpos semidesnudos, así como
prejuicios raciales y mordaz crítica social. Su apuesta
tuvo éxito ya que revivió la fascinación planetaria por
el cine de explotación y desató un fenómeno mundial,
que hoy llamaríamos viral, dando lugar a cascadas de
imitadores que seguían el patrón de alternar temas su-
puestamente serios con humor. En la mayoría de las
películas mondo la justificación para mostrar material
«cuestionable» es que se trata de una cinta educativa o
por lo menos informativa; así, al inicio de Mondo cane
aparece la tradicional justificación del cine de explo-
tación: «Todas las escenas que verá en este filme son
verdaderas y son sacadas únicamente de la vida [sic].
Si a menudo son chocantes, esto se debe a que hay
muchas cosas chocantes en este mundo. Además, el

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deber del cronista no es endulzar la verdad sino repor-
tarla objetivamente».
El filme de Jacopetti y Prosperi pretende ser una
visión desangelada, sarcástica y pesimista del hombre,
pero en realidad su énfasis es colonialista y racista.
Es cine como espectáculo de feria itinerante o circo
trágico. Estos realizadores hicieron muchos otros do-
cumentales bajo esta fórmula, siendo los más contro-
vertidos Sadismo y Africa addio (Adios África), ambas
de 1967. La primera mostraba sacrificios animales,
imágenes de atrocidades nazis y una puesta en escena
de torturas medievales tan explícita que fue censurada
tras su estreno. La segunda tiene el curioso mérito de
haber documentado la caída de algunos de los últimos
regímenes coloniales en África y si bien carece de análi-
sis político ofrece en cambio ejecuciones, mutilaciones
de rehenes, persecuciones y asesinatos de rebeldes,
soldados, civiles y milicianos. Así, por un lado algunos
vieron este trabajo como una obra valiente y política-
mente atrevida y otros entendieron que era tan sólo
explotación vulgar que echaba mano del sufrimiento
de las víctimas de conflictos distantes. Jacopetti, quien
estuvo a punto de ser ejecutado en Tanzania, tuvo que
presentarse ante la justicia italiana para defenderse
de acusaciones de haber pagado a gente para llevar
a cabo ejecuciones frente a su cámara. En 1971, Ja-
copetti y Prosperi filmaron Addio zio Tom (Adiós tío
Tom), que es una especie de crítica a la esclavitud en
la que los cineastas hacen un falso documental para el
que regresan en el tiempo y filman una plantación con
el fin de evidenciar la nauseabunda ideología racista
de la época. El filme fue rodado en Haití y, a pesar de

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su intención de denuncia, resulta tan provocador que
es casi insoportable.
Los filmes mondo no cuentan con las muy emble-
máticas narrativas, características del cine de horror
slasher, en que la mirada masculina acosa y eventual-
mente se transforma en el arma que agrede a una víc-
tima femenina. En cambio presentan y enumeran prác-
ticas sexuales exóticas o sensacionalistas en rincones
distantes del mundo (reales o imaginarios). Aun con
todas sus deficiencias y falsificaciones el género mondo,
con sus catálogos de curiosidades y paradojas prove-
nientes de diversas regiones del mundo, presentadas
superficialmente y fuera de contexto, tenía el posible
efecto benéfico de despertar el interés y la curiosidad del
espectador en el mundo, pero más relevante aún era que
daba la oportunidad de reflexionar en torno al impacto
de la cámara en determinadas situaciones cruciales que
supuestamente no deberían ser filmadas por razones
morales, púdicas o legales. ¿Cuál es la relación de los in-
volucrados con la cámara (en ambos lados de la lente),
antes, durante y después de los hechos? ¿La cámara
inhibe o estimula ciertos comportamientos? ¿Podemos
probar que la cámara es un medio neutral? Asimismo,
nos obligó a confrontar la realidad de vivir rodeados de
imágenes que transgredían los límites de lo aceptable
y, con ello, a pensar de nuevo en torno a la validez y
significado de dichos límites. Estos filmes surgen en un
tiempo previo al auge de la hipervigilancia, a la proli-
feración de cámaras en espacios públicos y privados que
documentan en permanencia nuestras acciones.
A partir de la década de los ochenta, la multipli-
cación y el abaratamiento del equipo de video y las

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cámaras de seguridad aumentaron el pietaje disponi-
ble de fenómenos de todo tipo, desde actos de violencia
y accidentes, hasta desastres y catástrofes naturales.
La abundancia de estas imágenes dio lugar a nuevas
colecciones de escenas de shock con lo que surge un
nuevo mercado, sin precedentes, de registros de atro-
cidades que, por un lado, familiarizaba al público con
lo inesperado (aunque parezca paradójico) y, por otro,
creaba la expectativa de que todo debía ser visible,
que cualquier situación, por extraordinaria que fue-
ra, debía ser grabada en todo momento. Nada debía
escapar a la mirada penetrante y omnipresente de la
cámara. Asimismo, cambió la forma en que la gente
se comporta ante la posibilidad de ser videograbada
en todo momento, nos volvimos un poco actores de
nuestros papeles en busca de una lente atenta. Buena
parte de la fascinación de los filmes mondo consistía
en su extraño (aunque predecible) coctel de horror,
humor y erotismo. Como hemos visto, el pretexto de
que estos trabajos se concebían como documentales
educativos permitía evadir la censura, de tal manera
que docenas de productores de cine de explotación
contribuyeron a la aparición del subgénero de los
filmes mondo, en el que se apilan filmes sensaciona-
listas desechables como Mondo bizarro, Mondo Holly-
wood, Mondo Topless y muchos más, tanto serios
como paródicos del propio estilo. En su búsqueda por
llevar la provocación siempre más allá y con tal de
tener elementos novedosos, los filmes mondo pasaron
de su interés por lo extraño, lo absurdo y lo cómico,
a enfocarse cada vez más en la obsesión por el sexo y
la muerte.

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Las caras de la muerte

En 1978 se estrenó en Estados Unidos el filme Faces


of Death (Las caras de la muerte), escrito y dirigido por
John Alan Schwartz, quien aparecía acreditado como
Conan le Cilaire. Esta colección de momentos mortales
pertenece al género del mondo film, por lo que es un
trabajo sensacionalista en formato seudodocumental
que tiene como meta provocar al voyerista que todos
llevamos dentro, con la promesa de hacerlo segregar
adrenalina al mostrarle imágenes aterradoras, grotes-
cas y repugnantes de la muerte. No se trata de explorar
«el misterio de la muerte» ni cuestionar las razones
éticas, morales y legales que hacen que ciertos aspec-
tos de la muerte sean censurados por nuestra cultura,
sino que es una explotación soez del morbo que simple-
mente divaga sin rumbo sobre pilas de cadáveres reales
y falsos, poniendo a prueba la tolerancia del espectador.
La cinta de Schwartz hila una serie de viñetas en
las que se presentan diferentes maneras violentas de
morir, así como cuerpos sin vida (incluyendo a las
venerables momias de Guanajuato); se mezclan imá-
genes de accidentes atroces, suicidios y crueldad con
animales: decapitaciones de gallinas, matanza de be-
bés foca, peleas de perros y la muy famosa secuencia
de un grupo de comensales devorando el cerebro de
un mono vivo, misma que fue, obviamente, falsificada.
Otra secuencia célebremente falsa es la de una eje-
cución en la silla eléctrica ridículamente artificiosa.
Al momento de su estreno, Faces of Death fue un
fracaso rotundo, pero su lanzamiento en video corrió
con una suerte distinta al alcanzar un éxito sin prece-

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dentes y convertirse en una cinta de culto. En esto
seguramente tuvo que ver la promoción que le dio
anunciarla como «Prohibida en 46 países». Con la ma-
sificación del videocasete, el filme de Schwartz circuló
de manera descomunal, lo que dio lugar a secuelas
y variantes como Faces of Gore (Las caras del gore) y
Traces of Death (Los rastros de la muerte). Es claro que
la curiosidad que produce la muerte está presente en
diversos ámbitos de la cultura popular, desde las tradi-
ciones de Día de Muertos hasta los numerosos shows
televisivos de agentes del servicio forenses, como csi
(Crime Scene Investigation) y demás programas que
derivan su interés del hecho de llegar demasiado tarde
a la escena de un crimen y valerse de cadáveres para
resolver los casos. Esta fascinación también está pre-
sente en la serie Autopsy (1994-2008), del canal de te-
levisión por cable hbo, en la que el célebre patólogo
forense Michael Baden presenta casos de crímenes rea-
les investigados a partir de los restos humanos de las
víctimas. La intención de Schwartz en Faces of Death
era llevar a las últimas consecuencias los efectos de ver
imágenes prohibidas, desafiar al espectador con el ho-
rror de la carne y obligarlo a «atreverse» a confrontar lo
insoportable. Este ha sido el gancho clásico de los shows
de fenómenos o freaks circenses, así como de los fil-
mes de explotación.
Estos filmes acusan a los medios informativos tra-
dicionales —y a la cultura como un todo— de ocultar
la verdad, de maquillarla y esconder las verdaderas
consecuencias de la violencia. Sin embargo, Schwartz
junto con los demás pregoneros de la presunta hones-
tidad informativa de la sangre y las vísceras, no van

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más allá de mostrar lo que, a pesar de ser mil veces vis-
to, guarda un poder estremecedor. Se trata de incitar
al posible espectador; por un lado, apela a su valentía
(una extraña concepción del valor que consiste en atre-
verse a mantener los ojos abiertos ante lo espantoso) y
por otro, invoca a su decencia y a la necesidad de com-
prometerse a estar informado y, finalmente, a hacer
su parte (aunque esto quede en el terreno de lo abs-
tracto y nunca se sepa qué acciones recomienda el ci-
neasta para «hacer su parte») para remediar injusti-
cias o sanar algún mal social. Sus reflexiones, cuando
las hay, son meros balbuceos de lugares comunes acer-
ca de la fragilidad del cuerpo, la agonía humana y la
desesperanza ante la certeza de la muerte; lo anterior,
acompañado de brotes de humor sucio y tonto que no
logran ser cómicos, como el hecho de que el asesor crea-
tivo y narrador de las tres primeras cintas de la serie
(Michael Carr) utilice el nombre de Francis B. Gross
(B. Gross podría traducirse como «sé asqueroso»).
Basta comparar estas cintas con el apabullante
documental experimental de Stan Brakhage (1933-
2003), The Act of Seeing with One’s Own Eyes (El acto
de mirar con los ojos propios, 1971), que presenta me-
dia hora de autopsias (el título del filme es una inter-
pretación literal de esta palabra) llevadas a cabo en
la morgue de Pittsburgh. En silencio, sin narración
descriptiva, poética o histórica, sin mostrar rostros ni
valerse de elementos dramáticos, se muestra el proce-
so de disección de cuerpos humanos anónimos, que va
de la observación, medición y revisión de la piel y los
músculos, hasta el desollamiento de los cuerpos y su
reducción a envases vacíos y órganos desnudos; como

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si los datos, las explicaciones y las sentencias perdieran
todo significado ante la frialdad de la carne inerte. No
hay manipulación ni falsificación alguna; sin embar-
go, el cuerpo abierto tiene el poder de estremecer, de
confrontarnos con la crudeza de lo absolutamente ine-
vitable.
Filmes como Faces of Death son un esfuerzo por
crear un entretenimiento brutal deliberadamente vul-
gar y provocador que se regodea al torturar nociones
burguesas del «mal gusto». Así, su presunto realismo
se transforma en un relato mañoso y prejuiciado total-
mente antagónico de lo que debe mostrar un auténtico
documental. Las convenciones del cinema verité son aquí
secuestradas para hacer pasar a actores por víctimas y
criminales; para crear imágenes artificialmente realistas
que siembren horror y conmoción o por lo menos in-
certidumbre. Faces of Death es una película de pésima
manufactura que podría ser risible, especialmente por
sus infames actuaciones, pero que tuvo un impacto im-
portante al empaquetar imágenes de la muerte y crear
un mercado para filmes dedicados específicamente a
ese tema. De esa manera se canalizó un deseo cultural
suprimido o disimulado, al convertirlo en una obsesión
legítima o, por lo menos, en una afición decadente más
en una era de singular tolerancia hacia los excesos y los
«placeres culposos».
Faces of Death 2 (John Alan Schwartz, 1981) ofrece
más imágenes de muerte pero esta vez sin recurrir a
trucos ni falsificaciones. Se muestran costumbres de
entierros, incendios, avalanchas, box (Johnny Owens
muere en su pelea contra Lupe Pintor en 1980), espe-
ctáculos acrobáticos de autos o car stunts, accidentes

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de aviación, colisiones de trenes, la guerra en El Sal-
vador, Líbano, el sudeste asiático y, para culminar, con
una ejecución de oficiales del gobierno en Liberia. La
música de Gene Kauer es quizá lo más ofensivo de este
collage, y va de los ecos circenses a las tonadas patrió-
ticas pasando por una colección de pueriles sonidos
electrónicos que crean un aura sonora nauseabunda,
casi más desagradable que las propias imágenes.
Como es costumbre en este tipo de series, cada
episodio suele ser peor que el anterior, con lo que
Faces of Death 4 (John Alan Schwartz, 1990) parece
tocar fondo en materia de clichés y absurdo. Aquí por
primera vez el presentador no es Gross (quien supues-
tamente se ha quitado la vida en un acto de depresión
y desesperación ante la atrocidad de la muerte). Tras
una ridícula introducción en la que aparece una in-
congruente lámpara de lava, pasamos a una serie
de muertes en Nueva York, a la escenificación de un
asesinato en un manicomio, a avionazos y asesinatos.
Curiosamente, Schwartz vuelve a utilizar puestas en
escena y material de ficción como contrapunto de las
imágenes reales. Un ejemplo patético es la escena de
una ejecución por descuartizamiento con caballos, un
presunto castigo aplicado a un hombre por no pagar
impuestos. El corto es absurdo y falso a todas luces,
no obstante se presenta como si fuera un caso real
filmado clandestinamente en algún lugar de la Unión
Soviética (a pesar de que obviamente se emplean di-
versas tomas, edición y varias cámaras). Otro ejemplo
de racismo y prejuicio es una secuencia que muestra
a una presunta familia vietnamita en Estados Unidos
que compra un cachorro de perro alaskan malamut

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para comérselo. Se muestra la preparación del perro
pero cuando la mujer lo va a abrir para eviscerarlo es
claro que sustituyen al animal por un peluche relleno
de un material viscoso. Aún después de este filme se
produjeron dos episodios más de Faces of Death, am-
bos constituidos en su totalidad por imágenes de los
primeros cuatro.
Los autores de los filmes mondo, en particular
de las cintas como Faces of Death, a menudo debían
manipular su material, falsificar y engañar al espec-
tador, ya que las verdaderas imágenes de la muerte
eran escasas, estaban seriamente censuradas e incluso
implicaban posibles consecuencias legales tanto para
los productores y directores como para el público. En
contraposición, hoy en día existe un auténtico diluvio
de imágenes espantosas y sanguinarias en extremo,
disponibles para cualquiera que las quiera ver en la
red e incluso en programas televisivos. Las recientes
guerras han dejado una enorme colección de caras de
la muerte, la tortura y la desolación. Asimismo, ciertos
grupos insurgentes, terroristas y cárteles criminales se
han dado a la tarea de documentar sus ejecuciones,
torturas y escarmientos para demostrar su poder. Así
han surgido auténticos clásicos macabros en video
digital, como la decapitación del estadounidense Nick
Berg en Irak a manos de presuntos jihadistas (supues-
tamente por el propio Abu Musab al Zarqaui, el pre-
sunto líder de al-Qaeda en Mesopotamia quien más
tarde fuera eliminado por un misil; la foto de su ca-
dáver fue paseada por los medios como un trofeo); así
como el asesinato del periodista David Pearl, el inte-
rrogatorio y ejecución de un hombre llamado Manuel

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Méndez Leyva, quien trabajaba para un famoso nar-
cotraficante conocido como «la Barbie», a manos de
sicarios del Chapo Guzmán, el asesinato de un hom-
bre a martillazos por tres jóvenes ucranianos, «los ma-
niacos de Dnepropetrovsk» (también conocido como
3 Guys 1 Hammer / 3 tipos, 1 martillo), y el asesinato
con necrofilia y canibalismo del exmodelo canadien-
se Luka Magnotta conocido como 1 Lunatic 1 Ice Pick 
( 1 lunático, 1 picahielos). Las caras de la muerte nos
rodean amenazantes en el ciberespacio.
El impacto de Faces of Death y sus imitadoras sería
comparable al de los filmes porno que sólo reúnen
imágenes de filias específicas, una tras otra, o las muy
representativas colecciones de eyaculaciones externas
(denominadas en la industria money shots) que «certi-
fican» la realidad del acto y pueden entenderse como
la cúspide del reduccionismo de la sexualidad. Así, las
colecciones de imágenes de muerte sintetizan una na-
rrativa en un cuerpo destrozado, se ahorran el trabajo
de contar una historia al saltar directamente a las últi-
mas consecuencias y, de esa forma, el cadáver se vuelve
el money shot. La llegada de seudodocumentales como
Faces of Death parece marcar una ruptura de esa ten-
dencia al aislar el componente mortal del sexual. Con
esto, podemos aventurar que aparece una pornografía
necrófila asexuada; es decir que comienza a desarro-
llarse un material que sería consumido en condiciones
semejantes a la pornografía, con una intención que,
si bien no es forzosamente masturbatoria, sí propor-
ciona un estímulo emocional intenso.
Para nadie es una revelación que el cine de horror
es un territorio donde conviven incesantemente sexo

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y muerte en una tensa relación; miedo y deseo sexual
funcionan como emociones mutuamente parasitarias.
Carol Clover escribe: «La violación en sí prácticamen-
te no existe en los filmes slasher […] la violencia y el
sexo no son concomitantes sino alternativas, una es
un sustituto de, y un preludio para, el otro así como
el filme adolescente de horror es un sustituto de, y un
preludio para, el filme “para adultos”».17
La muerte y el sexo presentan innumerables vin-
culaciones mitológicas, religiosas y moralistas. Basta
recordar que llamamos la petite mort o pequeña muerte
al momento cercano a la pérdida de la conciencia y el
subsecuente desgaste temporal de energía (imaginada
como fuerza vital) que tiene lugar después del orgas-
mo y que a veces viene acompañado de una especie
de nostalgia o tristeza.18 No podemos olvidar tampoco
que Freud propuso que la vida era conducida tanto por
pulsiones (o «instintos») vitales o eros, como mortales
o tánatos. No es el interés de este texto tratar de ex-
plorar la inmensa riqueza de esas relaciones milenari-
as. Nos basta, por el momento, con evocar al Marqués
de Sade, quien en Las 120 jornadas de Sodoma, describe
numerosas escenas en que las penetraciones sexuales
conducen a desmembramientos y evisceraciones como
últimos pináculos del placer.

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4
Pornografía

El folclor erótico del stag

En la era de internet resulta difícil creer que hubo


un tiempo en que ver cualquier tipo de expresión por-
nográfica explícita era un crimen. Como sabemos, el
antecedente del filme porno moderno fueron cortos
silentes de un solo rollo que se denominan stag films
o blue movies, enfocados por completo en mostrar
actividades sexuales, y eran realizados, distribuidos y
exhibidos en condiciones clandestinas o, en el mejor
de los casos, toleradas. No se sabe con certeza cuál
fue el primer corto de este tipo, ni cuántos se filmaron
entre la invención del cinematógrafo y la legalización
del hardcore, que representa el fin de esta era. Aquellos
que trabajaron en esas películas, de estar vivos, prefieren
ocultarlo, y es difícil rastrear cuándo, con qué fondos
y en dónde se producía dicho cine. Naturalmente, no
había interés alguno en proteger los derechos de au-
tor ni los réditos producidos por cada cinta, mismas
que podían ser copiadas sin fin por los distribuidores;
sin embargo, el simple hecho de copiar una película
de este tipo era peligroso. Estas eran operaciones de
alto riesgo y pocas ganancias. Aunque, quizás, algunos

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exhibidores lograban ganar bastante dinero al presen-
tarlas en logias o clubes llenos, no podían tener de-
masiadas proyecciones, debían estar en constante mo-
vimiento y dependían de la tolerancia o incompetencia
de las autoridades. Di Lauro y Rabkin señalan que, en
los años veinte, los distribuidores proveían un proyec-
tor de 16 mm, y dos o tres horas de película por una
tarifa fija de entre cincuenta y cien dólares.1 Es de ima-
ginar que estos cortos se producían azarosamente y se
distribuían localmente con pocas aspiraciones de ex-
portación por los obvios riesgos que implicaba pasar
un material semejante por una aduana. Por tanto, es
ingenuo creer que el crimen organizado estaba involu-
crado en esta fase del negocio del cine para adultos.
Hasta 1968 en Estados Unidos era simplemente ile-
gal tener una película de esta naturaleza, con excepción
de en los estados de Illinois y Carolina del Norte.2 Los
filmes stag aparecen quizás en 1894 y para 1896 segu-
ramente ya había varios stags en circulación, muy pro-
bablemente de origen francés. Aunque no se trata de
un filme explícito, en 1897 Georges Méliès filmó el corto
Après le bal (Después del baile), en el que su mujer, Jeanne
d’Alcy se desviste con la ayuda de su dama de compañía
y toma un baño en paños menores. En poco tiempo,
comienzan a filmarse en Estados Unidos, México (en Ti-
juana), Alemania y España, entre otros. Su circuito de
exhibición en Europa, Argentina, Egipto y Turquía, entre
otros, eran básicamente los burdeles y hoteles de paso,
donde vinieron a sustituir a las extravagantes puestas
sexuales en escena con las que los más famosos y ele-
gantes de estos establecimientos entretenían, excitaban
y, en algunos casos, instruían a sus clientes.

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En Estados Unidos, los stags eran vistos principal-
mente en clubes y congregaciones masculinas, tanto de
clase alta como de bajos recursos. Numerosos hombres
de distintas edades se reunían para ver programas que
incluían varios stags a los que reaccionaban estruen-
dosamente, burlándose y haciendo chistes para diluir la
tensión sexual que de otra manera, en un lugar repleto
de hombres y de humo de cigarro (de ahí que también
se los llamara smokers), podría adquirir un ligero tono
homoerótico. Si bien para los jóvenes la experiencia
podía ser educativa y de preparación para el matrimo-
nio, para los mayores era una validación de que el sexo
no tenía que ser algo culposo y enfermo que sólo servía
para procrear hijos, según lo dictaba la moral puritana.
Así, entre el pesado humo y la gritería misógina tenía
lugar una revaloración del cuerpo y se creaba un espa-
cio fuera del tiempo donde se rechazaban las normas
censoras y castrantes que imponía la sociedad. Am-
bas formas de observar seguramente desempeñaron
un papel importante en las diferencias en el consumo
y apreciación de dichos materiales sexuales. Mientras
en Europa estos filmes se usaban principalmente como
preámbulo a las relaciones sexuales con profesionales
que podían, en muchos casos, participar en las fantasías
del cliente, en Estados Unidos se usaban como pretexto
para crear vínculos de afecto distante y complicidad
masculina al bromear sonora y vulgarmente, pasando
de la admiración al insulto del sexo opuesto, en un afán
por desconectar sus reacciones emocionales y fisiológi-
cas de las imágenes. Esta forma de ver sin duda se filtró
desde aquel espectáculo pornográfico primitivo hasta
los actuales reality shows.

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Los stags realizados hasta finales de la década de
los treinta tienen usualmente una calidad profesional y
ciertas preocupaciones estilísticas. Hay que considerar
que en esa época el equipo era caro y difícil de utilizar,
por lo que no había muchos amateurs produciendo
cine. Algunos de estos cortos fueron rodados en estu-
dios. Probablemente los pornógrafos (que seguramente
trabajaban ahí) aprovechaban el equipo y el espacio
mientras la mayoría de sus colegas y el personal se iba
a descansar. Los stags primitivos tienen un trabajo de
cámara y edición competente, los actores son usual-
mente mayores (en esta época son raras las escenas de
sexo con menores), las mujeres parecen prostitutas y
podemos intuir que los hombres probablemente son
proxenetas o trabajan en el comercio sexual; ocasional-
mente los hombres se cubren el rostro con máscaras,
por lo que puede tratarse de actores, extras o indivi-
duos entusiastas que participaban por dinero o por
placer pero que no querían correr el riesgo de destruir
su reputación. La mayoría de las prácticas sexuales que
conforman el repertorio pornográfico convencional es-
taban presentes en estos filmes: coitos explícitos con
close-ups en diferentes posiciones, sexo oral, anal, eya-
culaciones externas (aunque muy rara vez en el rostro)
y, de vez en cuando, actos de bestialismo (según Di
Lauro y Rabkin, esto era común en los filmes mexi-
canos),3 condones y juguetes sexuales. En el stag era
muy raro que aparecieran ataduras o parafernalia sa-
domasoquista, actos que pasan a conocerse como el
«vicio inglés» debido a la aparente fascinación y popu-
laridad que gozaban en el Reino Unido. En estos filmes
eran relativamente comunes las escenas homoeróticas

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entre mujeres, e incluso existen bastantes ejemplos
bien conocidos en los que dos hombres tienen relacio-
nes sexuales en el contexto de un filme heterosexual.
Es de suponer que estas secuencias daban al público
la oportunidad de aullar y celebrar su rechazo con
estridencia. Más tarde se volvería tabú dentro del gé-
nero tabú mezclar porno homoerótico masculino en
un filme heterosexual. Por el contrario, hay muy pocos
ejemplos conocidos de stags puramente gays. Es obvio
que en un tiempo en que la homosexualidad se crimi-
nalizaba, el riesgo era doble tanto para los producto-
res como para los espectadores. En general, la fórmula
dominante consistía en mostrar a los personajes exci-
tándose al ver a un hombre o una mujer, de ahí pasa-
ban a interactuar y velozmente a tener relaciones se-
xuales. En estos filmes, había imágenes de degradación
y humillación femenina (es común mostrar relaciones
de poder jerárquicas como jefe-secretaria, patrón-sir-
vienta, director-actriz) pero igualmente las había de ri-
diculización masculina, a la vez que se mostraba algo
que el cine convencional negaba: que la mujer pudie-
ra tener deseos sexuales, y más importante aún: que
la mujer podía sentir placer sexual. Muchos stags te-
nían intertítulos en los que usualmente había juegos
obscenos de palabras y, durante las primeras décadas
de su producción, casi siempre se alternaban las esce-
nas sexuales con dosis de humor.
Sin embargo, el elemento más relevante del stag
de esta época era su énfasis narrativo. Si bien la trama
es inconfundiblemente sexual, por lo general se cuen-
ta una historia, realista o fantástica, que sirve como
pretexto para las escenas sexuales. Esta puede ser tan

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simple como la de un voyeurista que espía a una mujer
por el ojo de la cerradura o tan compleja como aquella
en la que la mujer de una pintura sale del cuadro para
participar en un ménage à trois para terminar lleván-
dose a la mujer y dejando al hombre con los cuernos
de un toro. Si bien lo más común era que los stags
transcurrieran en una habitación con una cama, a ve-
ces llegaban a rodarse en exteriores, en palacios y en
autos, y echaban mano de vestuarios de época y deco-
raciones intrincadas. Por su naturaleza clandestina no
se tiene registro de muchos autores de la era del stag,
aunque en su libro, Di Lauro y Rabkin señalan a Domi-
nique y Bernard Natan, de quienes lamentablemente
se sabe muy poco.4
Después de la Segunda Guerra Mundial, el stag
cambia radicalmente. La aparición y popularización de
cámaras portátiles fáciles de usar así como el hecho
de que numerosos soldados aprendieron a filmar en los
frentes de combate dio lugar a un boom de produccio-
nes amateurs. Estos pornógrafos improvisados emplea-
ban un mínimo de recursos (usualmente cuatro pare-
des y una cama), pésima iluminación y una edición
casi nula; básicamente filmaban actos sexuales de prin-
cipio a fin, rara vez eliminaban sus errores, había cor-
tes abruptos, fueras de foco o malos encuadres. De esta
manera la calidad, la inventiva y el humor de los viejos
stags desaparecieron, pero lo que estos cortos perdi-
eron en materia de imaginación y producción, ganaron
en protagonistas más jóvenes y más atractivos, asimis-
mo las tomas explícitas se volvieron más explícitas que
nunca. La movilidad social y la revolución sexual hicie-
ron posible que gran número de estudiantes, artistas

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y otros no vinculados necesariamente con la industria
sexual se dejaran filmar teniendo relaciones sexuales.
Así, los veteranos de la guerra trajeron al cine por-
nográfico algo más que su habilidad técnica en el uso
de cámaras manuales y su destreza para filmar con cá-
maras en mano y en movimiento, también venían car-
gando el éthos de la guerra y de la cultura militar,
elementos que en más de una manera influyeron sus
producciones y su visión del sexo. Un fenómeno seme-
jante al que se repitió a finales del siglo xx, cuando por
diversión o por crueldad incontables jóvenes se exhiben
a sí mismos —y a otros— desnudos o en situaciones
sexuales en diversos sitios de internet. La influencia de
la denominada Guerra contra el Terror ha impactado
de manera dramática las visiones de la sexualidad que
se popularizan vertiginosamente por los medios elec-
trónicos.
La violencia seria aparece poco en estos filmes he-
chos principalmente para divertir y entretener a gru-
pos de hombres; una cosa era mostrar actitudes ma-
chistas para la aprobación general y otra muy distinta
mostrar lo que podría ser interpretado como crímenes
sexuales que pudieran apagar los ánimos del público.
Un ejemplo de una cinta que mostraba una violación
es precisamente Rape (Violación), de la década de los
cincuenta, en la que se muestra a un convicto que es-
capa de la cárcel y viola a una mujer que no puede
ni trata de evitar mostrar que está gozando.5 Muchos
filmes más seguían este modelo que comenzaba con un
acto sexual no consensual y culminaba con una mu-
jer satisfecha. Entre los tesoros redescubiertos por la
Filmoteca de la unam, que se resguardan con extremo

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celo y pudor, aparecieron dos cortos particularmente
inquietantes y singulares. Ambos tienen que ver con
el tristemente célebre asesino serial Gregorio «Goyo»
Cárdenas, quien asesinó a numerosas mujeres y se
convirtió en una especie de estrella pop de la época. El
primero, Un minuto de amor, de apenas treinta y siete
segundos, muestra un coito; al finalizar la mujer toma
un libro y finge leer, mientras el hombre saca una cuer-
da oculta debajo de la almohada y la estrangula. No hay
un verdadero intento de realismo en el asesinato, sin
embargo es notable la intención de vincularlo con el
sexo. El segundo, Bigamia legal, comienza con un tex-
to que anuncia la boda del 31 de febrero de 1951, del
famoso «Goyito», el estrangulador. Tras la imagen de
una fiesta y de un auto aparece una calavera en pri-
mer plano y vemos llegar al protagonista con sus dos
esposas, vestidas de novias, a la recámara nupcial.
Siguen varios actos sexuales absolutamente desange-
lados con ambas, incluyendo escenas lésbicas y una
culminación con los tres en la cama. Nadie es asesi-
nado en este video pero flota en el ambiente un tufo
necrófilo al mostrar con simpatía la intimidad de un
multihomicida.
Aunque no se trata de filmes muy antiguos, su ori-
gen se desconoce así como el de prácticamente todas
las cintas de este tipo. La historia del stag fue prácti-
camente borrada u olvidada; es un género que, debido
a la represión censora, la fragilidad de la película y
la vergüenza, casi desapareció. Entre la última década
del siglo xix y la década de los sesenta, el stag se trans-
formó, quizás involucionó; sin embargo, se conservó
en esencia breve, obsesivo e ilegal.

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El hardcore

En Pornografía. Obsesión sexual y tecnológica


(2004-2012) se cuenta la historia del género porno-
gráfico. La intención en este libro es analizar cómo
las características de la pornografía y los medios de
comunicación dieron lugar a un estado pornocultu-
ral como el que vivimos hoy, asimismo se explora lo
que se puede llamar la historia de la violencia de este
género; es decir, el espectro de las imágenes sexuales
explícitas que, por alguna razón, destacan por su car-
ga de agresividad, y las maneras (teatrales, realistas,
simbólicas o crudas) en que la violencia se sexualiza
con el fin de excitar a un espectador. Mientras por un
lado el hardcore registró, desde finales de los años se-
senta, una era de liberación sexual, de reconocimiento
de la mujer como un ser con deseos eróticos, y de la
exploración de los mecanismos y prácticas del placer
a través de la visualización; por otro lado, la libertad
conquistada también dio lugar a una serie de filmes
en los que abunda el abuso sexual, la humillación, la
violación y las perversiones crueles como estimulantes
para la excitación de ciertos espectadores. No pode-
mos olvidar que estos filmes eran en sí testimonio de
la libertad sexual conquistada, pero a la vez podían ser
interpretados como sórdidos recordatorios de la bru-
tal misoginia que nunca desaparecería.
El estreno a principios de 1971, en el cine Tivoli de
Nueva York, de la cinta Mona de Howard Ziehm —el
primer largometraje hardcore explícito, hecho con un
presupuesto de siete mil dólares—, pasó inadvertido
para la mayoría pero tuvo enormes repercusiones ya

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que mostró la inevitabilidad del colapso de la censura
en Estados Unidos y, por consecuencia, en buena parte
del mundo occidental. Aquí, una joven, a la que su pa-
dre obligaba a darle sexo oral desde niña, quiere mante-
nerse virgen hasta el matrimonio por lo que da placer a
sus novios con la técnica que su padre le enseñó. Mona
no solamente es una filme que desmoronó tabúes vi-
suales (simplemente por su actitud desafiante de mos-
trar tomas explícitas de coitos y felaciones en close-up),
sino que además aborda temas provocadores como el
incesto y el mito de la virginidad. Ziehm (quien en 1974
filmó la popular parodia porno de ciencia ficción Flesh
Gordon) dio un golpe que puso contra la pared a todos
aquellos que trabajaban en el cine de explotación, obli-
gándolos a reinventarse o desaparecer. Sin embargo,
el golpe mortal lo dio el estreno en cines en 1972 de
la película Deep Throat de Gerard Damiano, filme que
se convertiría en motivo de una enorme controversia.
Mientras que había largas filas para verlo, al mismo
tiempo en varios tribunales se trataba de prohibir y de
encarcelar a su protagonista y a sus productores. A dife-
rencia de Mona, Deep Throat fue un fenómeno cultural
y de taquilla, primero nacional y después internacional.
El gran mérito de este filme fue abrir las puertas a la le-
galización y a crear un estado de ambigüedad en el que
la pornografía era tolerada pero se encontraba siempre
al filo del escándalo. Por tanto, este cine quedaba en
cierta manera normalizado como una opción más en la
cultura de algunas sociedades abiertas, aunque llevaba
en sí una carga de provocación social.
En Europa, el cineasta, escritor, historiador y pornó-
grafo italiano de origen aristocrático Lasse Braun, tuvo

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un papel determinante en la liberación del cine porno-
gráfico. La obra de este autor talentoso y polifacético
va desde cientos de loops hardcore que distribuía en los
peep shows estadounidenses y europeos, hasta un par
de largometrajes de buena factura y propuesta. Braun
es un pornógrafo en la tradición libertina europea que
se remonta a Pietro Aretino y pasa por el Marqués de
Sade; un intelectual y un esnob con una intensa fasci-
nación por la cultura popular, en particular por los ba-
jos fondos y la cultura sexual. Sus muchos cortos van
de la extrema comicidad a la violencia inquietante pa-
sando por fetichismos diversos y sadomasoquismo.
Pero así como sorprende su prolífica filmografía es
también asombroso que su tesis doctoral en la carrera
de leyes sirviera de inspiración a la legislación anti-
censura de Dinamarca.
En 1974, Lasse Braun logró burlar a los entonces
estrictos censores franceses de la era del presidente
Georges Pompidou, al contrabandear desde Holanda
ocho copias de su filme Penetration (Penetración, re-
bautizada en los Estados Unidos como French Blue,
Azul francés), que mostraba escenas de sexo explíci-
to y que logró proyectar tres noches consecutivas en
Cannes durante el festival, sin más anuncio que la gen-
te que corría la voz en los cafés de la Croisette y en
otros sitios públicos. Braun no pudo estar ahí ya que
había una orden de arresto en su contra en Francia
por el delito de distribución de materiales obscenos.
Las funciones fueron un éxito a pesar de que la po-
licía se presentó la tercera noche con la intención de
prohibirla. Quienes estaban a cargo de la proyección
convencieron a los policías de que se trataba de una

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especie de performance, los invitaron a permanecer y
terminaron viendo la película con el resto del público.

El fin de la Edad de Oro

El año 1978 tiene el cuestionable mérito de haber


sido relevante en las sagas de algunos de los princi-
pales asesinos seriales que decoran el panteón del
culto necrófilo pop. Ese año fue atrapado Ted Bundy
(15 de febrero); los primos Kenneth Bianchi y Angelo
Buono (conocidos como el Estrangulador de Hillside
porque se creía que era un solo asesino) mataron a
su décima y última víctima (16 de febrero); el Hijo
de Sam, David Berkowitz, fue sentenciado a trescien-
tos sesenta y cinto años de cárcel (12 de junio); John
Wayne Gacy fue arrestado (diciembre 22) y tuvo lugar
la masacre de Jonestown donde murieron novecientos
dieciocho miembros del Peoples Temple Cult del reve-
rendo Jim Jones (18 de noviembre). Estos criminales
impactaron el Zeitgeist no sólo estadounidense sino
planetario de manera duradera y se convirtieron en
una especie de rock stars con millones de fans y obsesi-
vos «seguidores» que consumían ávidamente parafer-
nalia macabra. La cultura popular aparecía más que
nunca marcada por una intensa fascinación necrófila.
Ese año también tiene cierta relevancia en el mundo
de la pornografía por dos acontecimientos: Larry Flint,
creador y director de la revista y emporio Hustler, que-
dó paralizado en un intento de homicidio (6 de marzo)
y se estrenó Debbie does Dallas (Debbie se tira a Dallas)
de Jim Clark (el seudónimo de un director improvi-

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sado que actualmente es empresario), quizá la última
«gran cinta» de la denominada Edad de Oro del porno
estadounidense, estelarizada por Bambi Woods, una
modelo que tan sólo actuó en cuatro cintas y después
desapareció dejando algunos mitos urbanos sobre su
paradero. Se desconoce todo de ella, desde su nombre;
fue rebautizada por el director de Debbie, para evocar la
idea de inocencia, como «Bambi in the Woods» (vena-
dita en el bosque). Algunos decían que había muerto
de una sobredosis de drogas en 1986 o que había sido
víctima de un asesino serial o de la mafia. En 2005 se
estrenó el documental británico Debbie does Dallas Un-
covered (Debbie se tira a Dallas, al descubierto) diri-
gido por Francis Hanly y producido por Channel 4; un
trabajo sensacionalista que forma parte de una serie
de programas que trataban de mostrar el «lado oscuro de
la pornografía», las conexiones entre porno y mafia, la
degradación de que eran objeto sus protagonistas y
sus muertes prematuras. Los documentalistas inten-
taron contactar a los involucrados en los diversos es-
cándalos reales o imaginados que suscitó el filme: una
demanda por parte del equipo de futbol americano
Dallas Cowboys (porque el uniforme de las porristas
del filme se parecía al que usaban las vaqueritas), una
investigación criminal conducida por el fbi con la que
trataron de infiltrarse en la industria del porno y el mis-
terio de la desaparición de Bambi. La cinta concluye
con su fracaso en localizar cualquier clave del paradero
de la protagonista. Aparentemente la realidad es mucho
menos trágica, de acuerdo con una supuesta entrevista
que concedió Bambi a un presunto periodista que se
hace llamar Scaramouche, publicada en el sitio web

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www.yesbutnobutyes.com. Ahí la efímera estrella por-
no explica que dejó el negocio y le bastó con cortarse y
teñirse el pelo para pasar inadvertida por décadas; de-
claró que tan sólo ha sido reconocida una veintena
de veces en veinte años.
La edad de oro del porno se caracterizó inicialmente
por dos corrientes: aquella en que las películas conta-
ban historias superficiales que dependían de los propios
actos sexuales, y otra en la que los filmes intentaban
contar historias legítimas en las que introducían esce-
nas sexuales con pretendida naturalidad. Por supuesto
que también sobrevivían —y se seguían produciendo
por centenas— cintas meramente antropológicas que
mostraban coitos y actos sexuales genéricos sin preo-
cuparse por dilemas narrativos o estéticos. Para 1978
parecía claro que había fracasado el experimento de
convertir la pornografía hardcore en un género como los
otros. Después de algunos intentos y de un par de éxitos,
el porno hard seguía siendo un fenómeno marginal, un
género que se mantenía aparte de los demás, no sólo
porque los estudios y los cineastas no se sentían atraí-
dos a la libertad de mostrar genitales, erecciones, pe-
netraciones y secreciones (por motivos comerciales,
morales, estéticos o ideológicos) sino también porque
el público masivo, después de pasada la breve euforia
de ver películas porno en auditorios mixtos, perdió el
interés por ese tipo de entretenimiento. Así, el hardcore
volvió a ser patrimonio del público «engabardinado»
que ocultaba el rostro al entrar a los cines especializa-
dos en el género y que se consumía fundamentalmente
fragmentado, en loops o secuencias de tres minutos en
las cabinas de video privadas de las porn shops.

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Los cineastas porno con pretensiones artísticas es-
taban en una situación difícil, la competencia era abun-
dante y los incentivos para hacer filmes de calidad eran
muy pocos. Cuando incluían demasiados diálogos o
tramas inteligentes, buena parte del público natural
de sus filmes perdía interés. Por tanto, la gran mayoría
optó por el realismo y regresaron a contar historias
simples con numerosas secuencias sexuales programa-
das en un orden predeterminado, siguiendo lo que se
fue constituyendo en un estricto canon. El género de
la transgresión y de lo prohibido súbitamente adquirió
una corriente mainstream, comercial y popular; una
expresión a la vez predecible y sorprendente, mesurada
y extrema. Estas cintas en su mayoría aspiraban a ex-
citar a un público general y masivo por lo que ofrecían
sexo genérico explícito, pero mantenían cierto pudor
para no escandalizar al público, por lo que se intro-
ducían, con bastante timidez, pequeñas dosis de feti-
ches sexuales diversos.
Paralelamente a las visiones estandarizadas —que
podían ser juguetonas, serias o dramáticas— del sexo
masivo definido por encuestas y estadísticas, comen-
zaron a aparecer filmes que se denominaron roughies
(de rough o brusco), estas películas proliferaron más
o menos entre 1959 y 1983, y mostraban imágenes que
mezclaban sexo (inicialmente sugerido y más tarde ex-
plícito), violencia y humillación, casi siempre en tramas
que involucraban violaciones, aunque a veces también
en el contexto de rituales sadomasoquistas, lo que cons-
tituía en sí un subgénero altamente codificado. Dichos
filmes heredaban la tradición del cine de explotación
pero, aprovechando el clima de permisividad, mostra-

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ban imágenes cada vez más osadas. Los roughies es-
taban hechos, la mayoría de las veces, con pocos o nu-
los recursos y a veces con personal incompetente; eran
filmes que contraponían no sólo imágenes transgreso-
ras, chocantes y atrevidas al cine hollywoodense sino
que, a pesar de contar con sus propias fórmulas y limi-
taciones, mostraban una faceta vital y provocadora del
cine que los majors no podían permitirse.
Entre las productoras más versátiles de la época es-
tuvieron los estudios Avon, los cuales debían su nombre
a una serie de cines neoyorquinos operados por Chelly
Wilson, que se dedicaban a exhibir loops, a programar
películas subterráneas de explotación y hardcore, así
como shows en vivo. Chelly fue distribuidora y exhi-
bidora desde la década de los veinte y llegó a tener nu-
merosos cines en la zona de Times Square, en el Mid-
town neoyorquino, en los que proyectaba toda clase de
filmes de explotación así como películas griegas (pues
Chelly era de ascendencia griega), hasta la llegada
de los filmes hardcore. En sus teatros comenzaron a
verse los primeros filmes abiertamente sadomasoquis-
tas, aunque no explícitos, como la trilogía de filmes
de 1964 de la dominatrix Olga —Olga’s White Slaves
of Chinatown (Los esclavos blancos de Chinatown de
Olga), Olga’s Girls (Las chicas de Olga), Olga’s House of
Shame (La casa de la vergüenza de Olga)—, dirigidos
por Joseph Mawra (cuyo verdadero nombre era Joseph
Prieto) e interpretadas por Audrey Campbell, quien
fuera la primera madama fílmica que se estableció
como icono del género S&M, al aparecer como la sexy
jefa de un cártel de drogas y prostitución.6 El principal
atractivo de estas cintas no era que mostraran cuerpos

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semidesnudos, sino los actos de tortura, en los que la
violencia sexualizada, los latigazos, las quemaduras, las
ataduras y el sometimiento eran sustitutos de las pe-
netraciones explícitas.
En 1976, Jason Russell, quien solía aparecer en
algunos shows en los teatros de Chelly, decidió dar el
paso hacia la producción de filmes, por lo que financió
Dominatrix without Mercy (Dominatrix sin piedad),7 un
largometraje en 16 mm. A pesar de contar con un míni-
mo de presupuesto, Russell logró reclutar a un confia-
ble, inteligente y prolífico director de cortos, Shaun
Costello (bajo el nombre de John Strover), y con esa
cinta estableció los estudios Avon. Dominatrix without
Mercy era un filme de una simpleza extraordinaria, sin
embargo tenía la novedad de ser uno de los primeros
largometrajes sadomasoquistas hardcore hechos en Es-
tados Unidos con la intención de exhibirse en cines.
La cinta cuenta cómo Marlene Willoughby, una joven
modelo, encuentra un anuncio en el periódico especia-
lizado en sexo Screw (la publicación de Al Goldstein), en
el que se ofrece un salario de mil dólares a la semana.
Marlene se presenta y una dominatrix le explica cómo
funciona el negocio de abusar de los clientes para pro-
ducirles placer. A partir de ahí siguen una serie de viñe-
tas eróticas donde se muestran escenas sexuales de do-
minio y control relativamente convencionales para el
género, pero sorprendentes ya que son protagonizadas
por algunas de las estrellas más conocidas del porno
de la Edad de Oro como Jamie Gillis, Vanessa del Río,
C. J. Laing y Terri Hall. En las primeras escenas las
mujeres son dominadas y humilladas mientras que los
hombres hacen el papel dominante, con excepción de

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Jamie Gillis, a quien la dominatrix tiene encerrado y
amarrado en un clóset. Más tarde un cliente es golpea-
do y orinado por la dominatrix hasta que alcanza el or-
gasmo. La última escena corresponde a Gillis y las dos
dominatrices. Finalmente la joven Marlene termina do-
minando a la dominatrix y tomando su lugar.
A menudo las narraciones de los roughies incluían
violaciones actuadas, crímenes sexuales, imaginería
satánica, nazismo y actos de coerción. Este era un con-
trapunto al escapismo radiante del sexo siempre dis-
ponible, feliz y abundante de la pornografía surgida de
la era del flower power y la revolución cultural de la
década de los sesenta. Representaba, de alguna forma,
un regreso al sexo doloroso y pecador del cine de ex-
plotación, pero en este caso el espectáculo era explícito
y no insinuado, y aunque en ocasiones había moralejas
otras veces sólo se veía el abuso y el éxtasis. A menudo
aparecía el tema de la obsesión de «limpiar» la ciudad
y eliminar la perversión de las mujeres fáciles, a las que
los defensores de la pureza deseaban corregir, violán-
dolas y en ocasiones torturándolas o asesinándolas.
Las siguientes son algunas de las cintas hardcore más
importantes que surgieron de esta corriente.

Allanamiento

Uno de los roughies más relevantes y perturbado-


res es Forced Entry (Allanamiento), estrenado en 1973,
escrito, dirigido y editado por Shaun Costello (quien
aparece en los créditos como Helmuth Richler). Este
filme toca un tema socialmente delicado ya que cuenta

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la historia de un veterano de Vietnam (interpretado
por el actor legendario Harry Reems, con el seudónimo
Tim Long), quien a su regreso de la guerra trata de re-
integrarse a la vida civil trabajando en una gasolinería
en Manhattan; sin embargo, padece de síndrome pos-
traumático y es incapaz de controlar su apetito sexual
o su paranoia, lo que lo lleva a violar y asesinar mu-
jeres que conoce en su trabajo. Su sistema es muy sim-
ple, cada vez que una mujer atractiva carga gasolina
y trata de pagar con su tarjeta de crédito él le pide
su nombre y dirección con el pretexto de que necesita
esos datos para poder hacer el cargo. Este filme fue el
primero en mostrar a un excombatiente de la guerra
en el sudeste asiático que regresa perturbado, un tema
que más tarde sería explotado en una variedad de
filmes en el cine convencional.
El trabajo de Costello es sin duda controvertido
porque su verdadero interés es explotar las imágenes
sexuales; sin embargo, es una crítica legítima a la guerra
y sus consecuencias. Costello escribió este guion como
simple pretexto para hacer redimible un largometraje
pornográfico, algo que, en su momento, seguía siendo
muy arriesgado; la censura era ambigua y si bien se su-
ponía que se podía filmar prácticamente cualquier cosa,
bastaba con que los censores argumentaran que ca-
recía de valores sociales para poder determinar que se
trataba de una obra obscena irredimible que debía ser
censurada. La banda sonora tiene ecos sórdidos, soni-
do de viento, cortes abruptos, ruidos de voces, instru-
mentos electrónicos y orientales que crean una atmós-
fera exótica y opresiva al tiempo que el personaje se
mueve por las calles de Nueva York como si recorriera

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territorio hostil. El filme comienza con un recorte de
periódico que describe el síndrome posvietnam con
fondo de ruidos de batalla y música indochina. De ahí
pasa a mostrar una imagen en alto contraste de un
campesino vietnamita y un corte nos lleva al cadá-
ver del protagonista rodeado de policías. La narrativa
empieza por el final y las imágenes de sexo brutal y
violento alternan con tomas reales de la guerra que se
presentan como visiones o flashbacks que confunden
al protagonista y lo llevan a cometer sus crímenes. El
personaje sigue a una mujer hasta su casa, al llegar
se encuentra con su pareja y tiene relaciones sexuales
con él. El psicópata espía por una ventana y espera a
que el hombre se vaya para violarla; mientras lo hace,
en la pantalla desfilan explosiones de bombas e imá-
genes bélicas, mientras él explica a su víctima que si
hace un buen trabajo la matará sin mucho dolor, de lo
contrario le sacará los ojos y le clavará el cuchillo en
la cabeza. «Hazme gozar y no te lastimaré mucho», le
ordena.
El odio del protagonista, más allá del síndrome pos-
traumático, tiene un elemento social y de clase, pues
su rabia, aparte de misógina, se despierta ante el hecho
de que su víctima tenga un auto, una casa y relaciones
sexuales con su pareja. Al igual que otros psicópatas fíl-
micos, este se desgarra entre el enojo esquizofrénico de
que ella no disfrute su violación (cuando minutos antes
la vio disfrutar con su pareja) y el deber de castigarla
pues la considera una depravada. Los close-ups de la fe-
lación, que es extremadamente larga e incluso triste,
alternan con rostros de ancianas y niños vietnamitas
llorosos. Tras eyacular le dice: «¿No lo disfrutaste?». Y se

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responde: «Yo tampoco lo disfruté nada». Le corta en-
tonces el cuello. Vemos más rostros de cadáveres de
la guerra mientras él besa su boca con suavidad. Aquí
Costello no sigue las fórmulas del género en cuanto
al contenido, forma o estructura de las escenas sexua-
les; únicamente el primer coito entre la primera víc-
tima y su pareja se muestra de manera tradicional:
desde el punto de vista de un mirón que espía por una
ventana. En la segunda violación, el personaje obli-
ga a una mujer nuevamente a chuparle el miembro
mientras le apunta con una pistola, luego la penetra
analmente, mientras vemos soldados estadounidenses
cubriéndoles la cabeza a prisioneros vietnamitas con
bolsas de tela. Al eyacular la apuñala mientras se que-
ja de haberle manchado el miembro. La tercera se-
cuencia es paradójica ya que involucra a dos chicas
hippies que fuman marihuana y se ríen tontamente de
todo. Una de ellas recoge a la segunda mientras esta
pide aventón y la convence de trabajar en la industria
sexual. Los flashbacks aumentan en intensidad y vio-
lencia mientras el protagonista las atiende en la gaso-
linería. Las hippies, seguramente por su actitud irreve-
rente y desparpajada, lo enfurecen hasta el frenesí. Su
estado mental se deteriora aún más mientras en off
se escucha repetidamente: «Hippies asquerosos, pinches
hippies vienen a mi estación», una y otra vez, mien-
tras persigue a las dos muchachas por las calles. Final-
mente llega a su departamento y las encuentra jugue-
teando y acariciándose sexualmente mientras fuman y
toman lsd. Luego de espiarlas por un rato irrumpe en
la habitación y ellas reaccionan a sus amenazas con
risotadas y burlas. Ni el cuchillo ni la pistola las intim-

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idan. Ellas siguen repitiendo: «¿No es este el tipo de
la gasolinería?». Y aunque él pregunta furioso y con-
fundido: «Las voy a matar, ¿no se dan cuenta?», ellas
lo siguen ignorando. Las imágenes caóticas reflejan
su colapso mental. De pronto se invierten los papeles,
ahora es él quien les grita que se alejen y lo dejen en
paz. Las bombas y la música vietnamita suben de in-
tensidad mientras el protagonista ve desfilar a sus víc-
timas. Empuña su pistola, la apunta contra sí mismo
y se dispara en la cabeza.
Forced Entry, que puede traducirse como invasión,
allanamiento o entrada violenta, es una cinta cruda e
ingenua que emplea efectos especiales inverosímiles,
sin embargo es un filme inquietante que logra conver-
tir las escenas sexuales en secuencias angustiantes, en
las que las víctimas nunca parecen satisfechas e incluso
terminan asesinadas. Como los viejos filmes de explo-
tación, Forced Entry hace un espectáculo de lo que su-
puestamente denuncia; pero, a diferencia de aquellos,
difícilmente podríamos acusarlo de hipocresía, ya que
si bien es una cinta pornográfica, el efecto obtenido va
más allá del simple sensacionalismo y la complacencia
para hundirse en la angustia. Una de las característi-
cas notables en esta cinta es que no se trata de la típica
fantasía de la violación agradecida, de la mujer que tras
oponerse a ser tomada por la fuerza termina disfrutan-
do, que, como mencionamos antes, es un lugar común
desde los orígenes de la pornografía. Un perfecto ejem-
plo de la manera en que la pornografía de los años
setenta veía la violación como una forma de estímulo
más es el largometraje The Zodiac Rapist (El violador
del zodiaco) de 1972, estelarizada por John Holmes en

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el papel del violador, y producida por John Lamb (sin
director acreditado). La cinta concluye cuando el vio-
lador es apresado: «Capturado por una pinche mujer
policía», le dice burlón el detective Dobbs mientras que
Holmes yace en el suelo tras haber tenido relaciones
sexuales con la policía. Y él responde: «To be or not to
be, the very next rape is not gonna be by me» (en una
paráfrasis shakesperiana: Ser o no ser, la próxima vio-
lación no me va a corresponder). De manera que su
captura no detendrá la cadena de violaciones. En esta
cinta como en muchas otras semejantes, las violaciones
no son actos de violencia sino más bien ataques sor-
presivos, casi generosos y juguetones. Por otra parte,
los productores eligieron un título particularmente de-
safortunado, ya que evoca de manera sensacionalista
al Asesino del Zodiaco, quien cometiera una serie de
asesinatos en los años sesenta y setenta que siguen sin
resolverse.
Ahora bien, las violaciones mostradas en Forced En-
try con toda su crudeza no son ni remotamente tan es-
tremecedoras y repugnantes como las escenas de sexo
rudo que han proliferado en la era del internet gracias
a pornógrafos como Max Hardcore o a series como Gag
Factor, entre muchas otras. Resulta paradójico que el
psicópata sea «derrotado» por la risa de dos jóvenes no
sólo desarmadas sino desnudas, las cuales al no poder
mostrarle temor, debido a que están en un estado altera-
do, lo intimidan y empujan al suicidio. Así, la amenaza
social es aniquilada por un rival inconsciente; no por una
fuerza del orden sino por un poder azaroso que lo con-
fronta sin confrontarlo en un mundo caótico, en guerra y
sin ley, donde la policía sólo sirve para recoger cadáveres.

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El poder del agua

No menos inquietante y más compleja es Water


Power (El poder del agua) de 1977, también escrita y
dirigida por Costello, y estelarizada por Jamie Gillis en
el papel de Burt, una especie de Taxi Driver fetichista
obsesionado con aplicar enemas por la fuerza. En las
primeras secuencias del filme, Burt parece inquieto,
nervioso y apesadumbrado mientras recorre las calles,
los locales pornográficos y los clubes de la zona de
Times Square en Manhattan. En su divagar entra a El
Jardín del Edén, un burdel que paradójicamente pa-
rece estar dentro de una tienda porno, donde la ma-
dame atiende acostada en una hamaca. Ahí es posible
llevar a cabo toda clase de fantasías eróticas «especia-
les» y Burt es testigo de una puesta en escena erótica
para un cliente que se hace pasar por doctor y apli-
ca un enema a una supuesta paciente que pretende re-
sistirse. El presunto doctor explica el procedimiento:
«Para curar un amplio rango de síntomas incluyendo
la desobediencia […] el secreto para mantener una
salud apropiada y un temperamento obediente es lim-
piar apropiadamente el cuerpo de todos los humores
viles». El falso doctor explica la historia de los ene-
mas desde tiempos bíblicos y el antiguo Egipto hasta
nuestros días; luego describe el equipo, la solución
usada y procede a llevar a cabo el procedimiento. Al
presenciar este acto, Burt descubre su obsesión per-
sonal, su llamado, y, es el caso decirlo, su verdadera
fuente de placer al contemplar el espectáculo del líqui-
do que es introducido analmente y luego expulsado en
chorros vertiginosos. Burt sale de ahí transformado y

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de inmediato adquiere pornografía especializada en
el subgénero, así como instrucciones y material para
llevar a cabo sus propias lavativas; su primera víctima
es una sobrecargo que vive cerca de su casa y lo obse-
siona; lleva un tiempo espiándola con su telescopio y
con su cámara desde la ventana de su departamento.
Burt imagina tener una conexión especial con esa mu-
jer a la que nunca ha dirigido la palabra, por lo que al
verla con un hombre se enfurece y decide castigarla,
corregirla y purificarla. Burt escribe en su diario que
al fin su vida tiene un propósito: «La sobrecargo era
buena y pura pero puede volver a ser limpia. Ella me
lo va a agradecer». Burt irrumpe violentamente en el
departamento de la joven, armado con una pistola, una
bolsa y una manguera. Descubre a la mujer en la rega-
dera, la obliga a salir y la viola en el piso del minúsculo
baño. Le aplica un enema y cuando la deja expulsar el
agua, él eyacula. La sobrecargo nunca se muestra com-
placida ni excitada ni agradecida. Burt escapa.
Burt se convierte en un violador serial que acecha
a mujeres, abusa de ellas y las somete a enemas, por
lo que la policía lo llama «el Bandido de los Enemas».
Es un hombre que quiere limpiar la podredumbre so-
cial de recto en recto, por lo que dice en off: «Nunca
me sentí más limpio de lo que me siento ahora […].
Dar una enema es una responsabilidad importante».
Mientras tanto, al detective a cargo del caso le asignan
una compañera policía, lo que da lugar a toda clase de
clichés misóginos. En una secuencia que recuerda a
Forced Entry, Burt sigue a dos muchachas, se desliza
a su departamento y las sorprende haciendo el amor.
Las obliga a detenerse apuntándoles con una pistola.

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Simultáneamente, mientras Burt viola a las jóvenes,
el detective y su nueva compañera policía tienen sexo
consensual. Así, las imágenes de placer se contrapo-
nen con las del bandido atando a las jóvenes en la ba-
ñera, sometiéndolas a enemas y haciéndolas expulsar
el agua con materia fecal. Burt termina orinándolas
y eyaculando sobre ellas. Más tarde, la mujer policía
descubre la identidad del bandido e intenta seducir-
lo para capturarlo. Lo invita a su casa, pero al dejarlo
solo por unos minutos él descubre su identidad, y
aprovechando que está distraída la ata y amordaza. La
lleva al baño y prepara la bolsa de lavativa mientras su
compañero detective conduce a toda prisa para tratar
de rescatarla. Burt le aplica un enema y se mastur-
ba; después intenta aplicarle un enema mortal al de-
jarla inmovilizada con el recto conectado a la llave del
agua abierta al máximo para llenarla hasta reventar.
El detective llega a tiempo para rescatarla y desconec-
ta el tubo, pero Burt escapa nuevamente. La cinta cul-
mina con un texto que intenta inyectar cierta respon-
sabilidad social al señalar que de entre más de 13 mil
casos de violación en un año, apenas 2 600 se habían
resuelto. Costello parece regodearse con los elementos
más sórdidos de la historia al mostrar las bañeras cu-
biertas de suciedad y los rostros desencajados de las
víctimas. La narración en off tiene elementos hilaran-
tes, pero en su ridículo y locura también hay un tono
de amenaza ominoso que se enfatiza con el close-up
final de Burt iluminado por las luces de la sirena de
la policía. A diferencia de Forced Entry aquí hay un
tono sutilmente cómico que acompaña al bandido en
su tormentosa misión purificadora.

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Costello ha reconocido que trabajaba para el cri-
men organizado. Él fue el principal proveedor de loops
de Sid Levine, el hombre que estaba a cargo de la di-
visión de pornografía de la familia Gambino. Water
Power fue hecho a petición de Levine, quien le dijo:
«Soy abuelo y me avergüenza pedirte esto pero necesi-
tan una película sobre enemas».8 Aparentemente la
inspiración para el filme vino de un caso real: un es-
tudiante gay de la Universidad de Illinois en Urbana se
dedicó a aplicar enemas a algunos compañeros con-
tra su voluntad, hasta que fue capturado y enviado a
prisión. Costello escribió un guion inspirado en Taxi
Driver, que consideró la cosa más cómica que hizo en
su carrera. Su actitud era totalmente irreverente, in-
cluso plagió —sin el menor pudor ni miedo a ser objeto
de demandas— la música que Bernard Herrmann hizo
para la mencionada cinta de Scorsese. Costello reali-
zó este filme como hacía el resto de sus «one day
wonders» (o maravillas de un día), con un mínimo de
presupuesto y los recursos más elementales. En esta
ocasión, la idea era particularmente perversa y, si
bien fue un fracaso en taquilla en Estados Unidos,
se convirtió en un éxito en Europa, principalmente
en Alemania. A diferencia de la mayoría de los filmes
porno, este tiene continuidad, coherencia y un guion
que se sostiene lógicamente; aunque sin duda lo más
relevante es la actuación de Gillis, quien hace un tra-
bajo extraordinario al mostrarse enajenado, confun-
dido y después completamente obsesionado con su
afición. Dado que en ese momento Deep Throat se
había convertido en el primer fenómeno pornográfico
de inmenso éxito, los productores decidieron anunciar

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Water Power como si también hubiera sido un filme de
Gerard Damiano. La estrategia falló.

Hardgore

Maria (Diane Galke) es hospitalizada en el sanato-


rio Fox Hollows por su padre con la intención de cu-
rarla de una condición de «ninfomanía incontrolable
combinada con tendencias masoquistas». El director
de la institución, el doctor George (John Seeman), le
indica que las posibilidades de una recuperación com-
pleta son muy buenas. A los pocos minutos de haber
llegado a su habitación, Maria coquetea y tiene relacio-
nes sexuales con la enfermera que prepara su cama. Al
terminar, esta le dice que no debe quedarse ahí. Y así
inicia Hardgore (1976), una cinta que comienza siguien-
do las convenciones del género pero poco después da
un giro hacia la locura y el absurdo. Tras masturbarse
con un consolador que misteriosamente ha llegado a su
cuarto, escucha gritos y encuentra que la enferme-
ra con la que se ha acostado ha sido asesinada. En una
extraña secuencia onírica, Maria le chupa el pene a un
hombre enmascarado hasta que un cuchillo le cerce-
na el miembro salpicándole el rostro de sangre. Más
tarde, la joven es sometida a una terapia que consiste
en tener sexo con otra enfermera usando un vibrador,
pero cuando Maria se lo introduce a la enfermera, el
consolador eléctrico le quema las entrañas. Esa noche,
Maria descubre que una especie de rito sexual está te-
niendo lugar en el hospital, una orgía psicodélica con
luces y música presidida por un misterioso demonio

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enmascarado. Todo este placer culmina tras una abun-
dante eyaculación demoniaca junto con la violenta
ejecución de una mujer: «Only under the threat of im-
minent death are your senses heightened to the ulti-
mate peak» (Únicamente bajo la amenaza inminente
de muerte tus sentidos alcanzan su máximo estado de
alerta); mientras la mujer es penetrada a cuatro patas
por el verdugo, su cabeza está en la guillotina; cuando
el verdugo alcanza el orgasmo, activa la guillotina y
deja caer la cuchilla que decapita a la joven.
El doctor es la mente maléfica que dirige las atro-
cidades que tienen lugar en el hospital, un cliché
repetido en el cine de explotación, y finalmente decide
llevar a Maria a «la habitación», un cuarto salpicado
de sangre donde almacena los cadáveres de las vícti-
mas recientes. Maria se horroriza pero se deja llevar
por el doctor, quien le hace el amor entre los cuerpos,
mientras Ben, su asistente, se entrega a la necrofilia, al
tener sexo con una de las enfermeras muertas. Maria
parece imaginar que el sexo sucede en una cama re-
donda en una habitación completamente blanca. Ob-
viamente todo puede parecer producto de los delirios
ninfomaníacos de Maria. El doctor deja a Maria ama-
rrada en la habitación en castigo; ahí un esqueleto le
habla, las muertas vuelven a la vida y penes, que vuelan
como cohetes dejando una estela de chispas y dispa-
rando un líquido viscoso, la atacan y cubren de semen.
Sin explicación alguna, volvemos a la sala del hospital
donde otra enfermera le ofrece un cáliz con un afrodi-
siaco que le proporcionará «un clímax increíble». Otra
vez Maria tiene relaciones con la nueva enfermera y al
terminar entra al baño tirando en el excusado el resto

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del afrodisiaco. A su regreso, el demonio preside otra
tumultuosa orgía que culmina con Maria siendo con-
ducida a la guillotina, donde «conocerá el nirvana»,
pero antes de llegar recoge una hacha con la que mata
al demonio y a otro hombre, mientras los demás par-
ticipantes de la orgía tratan de detenerla. Ella intenta
defenderse de sus atacantes hasta que uno de los hom-
bres la somete y la mata golpeándole la cabeza con el
cráneo parlante. Entonces aparece en pantalla la pa-
labra fin.
Hardgore se desarrolla en un tono casi onírico, que
bien podría entenderse como la perspectiva alucinada
de Maria, y no intenta el menor realismo. Esta es una de
las cintas emblemáticas de lo que habría de llamarse:
grindhouse cinema, cine excesivo, absurdo, caótico y
técnicamente torpe, pero transgresor, indigesto y atre-
vido. Asimismo esta es una de las películas que vincula-
ban sexo y satanismo de manera curiosa, incoherente y
paradójica. Aparte de la clásica The Devil in Miss Jones
(El diablo en la señorita Jones, 1973), otros ejemplos
de esta corriente incluyen: All the Devil’s Angels (Todos
los ángeles del diablo, 1979), Angel above — The Devil
Below (Ángel arriba, diablo debajo, 1974), Blue Voo-
doo (Vudú azul, 1977), Legacy of Satan (El legado de
Satanás, 1974), The Devil and Mr. Jones (El diablo y el
señor Jones, 1975), The Devil inside Her (El diablo en
sus adentros, 1976), Devil’s Due (La cuota del diablo,
1973), Devil’s Ecstasy (El éxtasis del diablo, 1977), Dev-
il’s Playground (El patio del diablo, 1974), The Horny
Devils (Los diablos cachondos, 1973), The Lucifers (Los
luciferes, 1971), Madame Satan (a principios de los se-
tenta), The Rites of Uranus (Los ritos de Urano, 1975),

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Satan was a Lady (Satán fue una dama, 1975), Satan’s
Lust (La lujuria de Satán, 1971), Sexorcist Devil (Diablo
sexorcista, 1974), Sexual Satanic Awareness (Concien-
cia sexual satánica, 1972) y Suburban Satanist (Adora-
dor suburbano de Satan, 1974).

A través del espejo

Uno de los híbridos más extraños aparecidos en


este periodo es Through the Looking Glass (A través
del espejo, 1976) de Jonas Middleton, una cinta hard-
core ambiciosa, bien fotografiada, mejor musicaliza-
da y con numerosas virtudes técnicas, protagonizada
por Catherine (Catharine Burgess también conoci-
da como Catherine Erhardt, Catherine Earnshaw, Cary
Lacy y Catherine Randolph), una mujer de sociedad,
fría y distante tanto de su hija como de su esposo,
con quien no tiene relaciones sexuales. Catherine en-
cuentra refugio a su insatisfacción en un viejo espejo
guardado en el ático de su mansión frente al que se
masturba imaginando a su padre. Sin embargo, un
demonio (Jamie Gillis) sale del espejo para compla-
cerla y atraerla a un mundo extraño que existe detrás
del espejo, con ecos de la narrativa de Lewis Carroll
(incluyendo un sombrerero loco y una fiesta de té en
el jardín). El demonio se hace pasar por su padre y
poco a poco se materializa, apareciendo primero sólo
como dos brazos que salen del espejo para acariciar-
la, y cuyos dedos la penetran. Más tarde, el demonio
se aparece en forma de su padre y la obliga a ser testi-
go de una escena perturbadora en la que Catherine se

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ve a sí misma de niña masturbando a su padre, quien
termina eyaculando en su boca. Catherine adulta ob-
serva la escena con excitación y horror. Este filme
de gran presupuesto para el porno (250 mil dólares)
aspira a mostrar aspectos de la decadencia burguesa
y libertina dignos de Luchino Visconti o Pier Paolo
Pasolini; sin embargo se puede considerar un roughie
por las atmósferas de pesadilla, así como por las im-
plicaciones sórdidas, incestuosas y demoniacas de la
trama.
Durante una tormenta, Catherine regresa a mas-
turbarse frente al espejo con lo que el demonio la
toma por la fuerza y la viola. El marido y la hija des-
piertan al escuchar sus alaridos. Catherine se ve en
el infierno, un desierto sembrado de íncubos, peni-
tentes y seres macabros, frenéticos y enloquecidos
que se masturban, jalonean, chupan, manosean y se
revuelcan entre las dunas donde se cocina medio cuer-
po humano, mientras una mujer chapotea en una ba-
ñera llena de un líquido café en el que otra mujer
orina. Catherine encuentra ahí a su padre copulando
con la tierra y tras comprobar que no hay retorno, ríe
enloquecida mientras del otro lado del espejo su hija
se mira y habla consigo misma repitiendo el patrón de
comportamiento de su madre. La cinta de Middleton
podría verse como un ejercicio convencional de psi-
cología pop que echa mano de un imaginario estri-
dente y escatológico para explorar el complejo de Elec-
tra y de paso hacer un comentario punzante sobre la
aristocracia. Sin embargo, Through the Looking Glass
es un experimento avant-garde erótico que emplea ele-
mentos surrealistas y pop con atrevimiento, gracia e

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ingenio. En gran medida esta condena infernal se halla
en sintonía con la de la protagonista (Georgina Spel-
vin) en la cinta clásica The Devil in Miss Jones (1973)
de Gerard Damiano, considerada por muchos como la
obra maestra del cine pornográfico. En gran medida,
el cine de Middleton evoca al cine pornográfico euro-
peo de la misma época, en el que se encuentran cintas
complejas al estilo de la francesa Corps de chasse (Mi-
chel Ricaud, 1982).

Un clímax de poder azul

A Climax of Blue Power de 1975, dirigida por Lee


Frost, cuenta la historia de un guardia de seguridad
que se hace pasar por policía y se dedica a arrestar
prostitutas para obligarlas a tener sexo con él a cambio
de evitar su detención. En la primera escena lo vemos
arrestar a una prostituta y subirla a su falsa patrulla.
Ofrece dejarla libre a cambio de que se acueste con él.
Ella acepta de muy mala gana y tras una sesión sexual
deprimente y tensa en el auto, la obliga a bajar y revol-
carse en el lodo bajo la lluvia mientras se masturba, al
tiempo que él la observa desde el interior del auto con
los vidrios cerrados. Poco después, el protagonista es
testigo del asesinato de un hombre por parte de una
mujer en el interior de una casa. No se atreve a inter-
venir, queda paralizado pero se obsesiona con captu-
rarla y demostrarles a los verdaderos policías lo que
él ha podido hacer. En un sueño imagina que hace el
amor a la asesina, a quien controla, estrangula, golpea
y azota. Las escenas oníricas están filmadas en pelícu-

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la monocromática con tono verde. Finalmente, visita
a la homicida disfrazado de policía, la detiene y gol-
pea para obligarla a confesar; la ata a una cama y la
deja sola para regresar disfrazado de mujer, con ma-
quillaje, un vestido de noche y una peluca rubia. Así
vestido le da un baño a la cautiva y luego la viola sin
demasiada violencia, al fondo suena música de jazz.
Una vez que ha terminado se viste de policía nueva-
mente y regresa a obtener una confesión de la mujer
golpeándola con un cinturón. Logra hacer que la mu-
jer confiese pero en un momento descuida su pistola
y ella le dispara, hiriéndolo. El violador escapa en su
falsa patrulla. Tiene lugar entonces una persecución
de autos que culmina con la muerte del criminal. Frost
era un veterano del género softcore; aquí se aventuró
al incluir escenas explícitas pero no incluyó a sus ac-
tores para protagonizarlas, en cambio empleó dobles
de cuerpos, quienes lamentablemente se parecen muy
poco a los actores.

Punto de quiebra

En el filme sueco Breaking Point (cuyo título origi-


nal es Pornografisk Thriller, 1975) de Bo Arne Vibenius,
se presenta una visión delirante, surrealista y con ele-
mentos de ciencia ficción de la vida de un empleado
aparentemente tímido e introvertido, Bob Bellings (An-
dreas Bellis, acreditado como Anton Rothschild), quien
trabaja en un ominoso rascacielos, es aficionado a los
trenes a escala, parece vivir solo, tiene affaires pasajeros
con mujeres que conoce en la calle y sueña o imagina

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extrañas situaciones sexuales. La cinta comienza con un
ataque a una mujer pero nunca se puede ver el rostro de
su atacante, quien la golpea hasta dejarla inconsciente.
El hombre se desnuda y la viola; al concluir, le golpea la
cabeza con un cenicero hasta quitarle la vida. En las no-
ticias se habla de que el responsable es un «ciudadano
no autorizado». Un psiquiatra, el doctor Sigmund, apa-
rece en la televisión declarando que en estudios realiza-
dos se encontró que 89 por ciento de las mujeres han
tenido en algún momento fantasías de violación, ante lo
que el conductor del noticiario pregunta: «¿Entonces el
violador sólo les está dando lo que quieren?». El experto
recomienda a las mujeres no resistirse al violador sino
dejarlo hacer lo que quiera. La historia tiene la aparien-
cia de ocurrir en un país nórdico donde semejante afir-
mación misógina sería impensable; sin embargo, el
relato parece suceder en un futuro distópico. En otra
emisión informativa se anuncia que los «ciudadanos
autorizados» recibirán revólveres y las «ciudadanas au-
torizadas», pistolas. En este universo alternativo, una
guerra en Sudáfrica ocupa la atención del público.
En su siguiente ataque, la víctima de Bellings se deja
violar hasta que aprovecha un descuido de su atacante
enterrándole unas tijeras mientras la penetra. La joven
escapa en su auto pero Bellings la persigue y la hace
chocar contra una granja y su auto explota provocando
su muerte. En la siguiente escena, el protagonista eya-
cula en una taza de café que luego le ofrece a la secre-
taría, quien diariamente coquetea fría y desangelada-
mente con él. Bellings recibe del gobierno un poderoso
revólver y el encargado de la tienda de armas le ofrece:
«munición de fragmentación», la cual «explota dentro

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del cuerpo de la víctima […] lo que necesita este pueblo
es que todo mundo use estas municiones y comiencen
la limpieza». El empleado le habla también de municio-
nes nucleares, «pero esas son de uso exclusivo del ejér-
cito». Quizá las secuencias más inquietantes suceden
cuando el protagonista recoge a una niña pequeña en su
auto y la lleva al bosque donde le ofrece dulces. Justo
cuando uno espera lo peor, el hombre la regresa in-
tacta. La niña le pregunta si lo volverá a ver y él respon-
de con un categórico no. Bellings se involucra con una
mujer más; es secuestrado por tres asaltabancos a los
que mata; derriba un helicóptero de la policía, y final-
mente escapa en un auto robado, para al día siguiente
ir a buscar, a su esposa e hija al aeropuerto. Cuando su
mujer le pregunta qué tal le ha ido, él responde: «Ya
sabes que en este pueblo de mierda nunca pasa nada».
Este es un filme sexualmente explícito hecho con re-
cursos e ingenio, que cuenta con un humor cínico y
frío que lo convierte en uno de los clásicos del género.

Rebecca domada

Otra cinta emblemática de la era de los roughies es


The Taming of Rebecca (Rebecca domada, 1982) de Phil
Prince,9 otro de los cineastas más relevantes del géne-
ro, quien también hizo Dr. Bizarro (1983) y The Story of
Prunella (La historia de Prunella, 1982). La leyenda de-
trás de Prince es probablemente más inquietante que
sus filmes. Hay varias versiones, pero se dice que es-
tuvo en la cárcel por intento de asesinato y robo hasta
1983 y luego fue encarcelado por el asesinato de un

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hombre en 1990. Además, sus filmes fueron citados por
la Comisión Meese (encargada de estudiar y censurar la
pornografía), como ejemplos de la extrema perversión
que contaminaba a la sociedad. En la escena inicial de
The Taming of Rebecca, vemos a la protagonista, Re-
becca (Sharon Mitchell), escapar de su casa y buscar
protección en una institución para jóvenes que han
huido de sus hogares. Ahí Rebecca cuenta que su pa-
dre abusa de ella; en un flashback particularmente per-
turbador vemos que el padre de Rebecca se masturba
sentado desnudo sobre el excusado mientras llama a
su hija para que se ocupe sexualmente de él. Tras obli-
garla a darle placer oral y luego penetrarla, le pide que
lo orine.
La institución en la que la protagonista busca pro-
tección es dirigida (una vez más) por un hombre per-
verso (George Payne) quien, cuando no está teniendo
relaciones sexuales con su secretaria, lo hace con sus
estudiantes. Rebecca no es precisamente una ingenua
ni una víctima sino que rápidamente se integra al gru-
po de jóvenes rebeldes y en poco tiempo está parti-
cipando en las orgías de sus amigos. Durante una de
ellas, los muchachos son sorprendidos en el momen-
to en que un joven le introduce un puño en la vagina
a una de sus compañeras. Todos son llevados a la di-
rección donde Rebecca es obligada a tener relaciones
sexuales con Payne, bajo un bombardeo de insultos y
palabras humillantes. El castigo de la otra joven consiste
en perforarle un pezón con un seguro. Como reacción,
ella orina la alfombra de la oficina, lo que inicialmente
excita y luego enfurece al director. La escuela tiene unas
mazmorras subterráneas donde el director lleva a cabo

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algunos de sus actos más extremos; finalmente, Payne
es sorprendido por una de sus empleadas quien, aparen-
temente harta de sus perversiones, le da un balazo en la
cabeza. Rebecca es una cinta caótica y con pobre cohe-
rencia narrativa aunque cuenta con una calidad inquie-
tante, nihilista y perversa y que brilla con una frescura
que aún hoy logra estremecer.

Censura

Después de un periodo de tolerancia y laissez faire


los roughies lograron atraer la atención de los censo-
res, quienes buscaban maneras de detener el flujo por-
nográfico, pues no eran tomados muy en serio en un
momento en que aparentemente toda restricción de
imágenes sexuales era considerada mojigata y absur-
da. Sin embargo, la combinación de sexo y violencia en
estas cintas resultaba indigesta incluso para muchos
defensores de la libertad de expresión y enemigos de
la censura. Los liberales que estaban dispuestos a po-
ner su prestigio en riesgo para proteger el flujo de ma-
teriales sexuales difícilmente lo harían por obras que
aparentemente no eran más que perversos engendros
escatológicos, violentos y misóginos. La decisión de la
Suprema Corte de Justicia estadounidense de 1969 de
que cualquiera tenía el derecho de ver cualquier cosa
en la privacidad de su casa motivó al gobierno de Lyn-
don B. Johnson a encargar un estudio para evaluar el
impacto de la pornografía en la sociedad, la definición
de la obscenidad, el tráfico de materiales pornográficos
y los efectos que este género pudiera tener, especial-

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mente al incitar a los jóvenes a tener conductas anti-
sociales o a mantener relaciones sexuales perversas. El
resultado fue publicado en 1970 con el título Report on
the Presidential Commission on Obscenity and Porno-
graphy (Reporte sobre la comisión presidencial desti-
nada a la obscenidad y la pornografía). En él se de-
terminaba que la pornografía era un género inofensivo
y se recomendaba educación sexual, financiamiento a
los programas de estudio e investigación sobre el tema,
restringir el acceso a los menores de edad y no impo-
ner una legislación que causara más problemas de los
que pudiera resolver. El Congreso estadounidense re-
chazó de manera apabullante este documento progre-
sista, con sesenta votos contra cinco. Esto sólo incitó a
los conservadores que imaginaban conspiraciones libe-
rales, a organizar nuevas estrategias para prohibir la
pornografía.
Ante la amenaza de volver a la clandestinidad o de
ser perseguidos por sus filmes —en algunos casos con
la posibilidad de que un público hipotético que se sin-
tiera victimizado pudiera demandarlos por daño mo-
ral o psicológico— los pornógrafos optaron por hacer
lo que la industria fílmica hace casi siempre que teme
a la censura: decidieron imponerse a sí mismos un
severo código censor, con lo que el blanco inmediato
fue eliminar la violencia de toda cinta que contuviera
sexo explícito. Tal medida, aunque superficial, logró
calmar a los conservadores por un tiempo, además de
que fue usada por los grandes productores de porno-
grafía en su beneficio ya que al imponer restriccio-
nes pudieron censurar y eventualmente eliminar a
sus competidores más osados y transgresores. Queda

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claro que al prohibir ciertas imágenes no se puede
erradicar o exorcizar los deseos de ver o participar en
actos sexuales violentos o criminales. De esa manera
casi desaparecieron los roughies estadounidenses, es-
pecialmente los más ambiciosos y con mayores presu-
puestos. Aquellos que siguieron filmando ese tipo de
escenas fueron empujados hacia un sustrato aún más
subterráneo que el propio porno. La cruzada contra
este tipo de filmes fue lógicamente un fracaso ya que
podían seguirse consiguiendo videos de sexo violento
de importación en algunas sex shops y por catálogos,
principalmente alemanes y franceses, así como algu-
nos estadounidenses hechos en la semiclandestinidad.
Sin embargo, la estrategia funcionó en el sentido en
que la industria del cine porno pudo sobrevivir casi
intacta a las embestidas de la moral majority cris-
tiana que se había impuesto como objetivo destruir
a la industria del «cine para adultos». En 1985, bajo
el régimen de Ronald Reagan se creó una nueva ini-
ciativa para «hacer recomendaciones para contener la
propagación de la pornografía». La llamada Comisión
Meese, concluyó haciendo docenas de recomendacio-
nes de naturaleza censora que sintetizaban los viejos
prejuicios, mismas que, de ser implementadas en su
totalidad, amenazaban con restringir la libertad de
expresión de manera apabullante.
Aunque es imposible generalizar y los estudios de
campo en este terreno son ambiguos y contradicto-
rios, nadie puede concluir con absoluta certeza que
la pornografía genere actitudes violentas aunque tam-
poco se puede asegurar que no las provoque. Es po-
sible imaginar a un espectador que se excite viendo

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a un hombre maltratar a una mujer en pantalla para
luego violarla y que eso despierte en él un deseo de
imitación; también es posible que ese mismo especta-
dor desahogue sus deseos violentos frente a la pantalla
y nunca intente imponer sus deseos en nadie más. La
pornografía es sin duda una forma de canalizar de
manera segura algunos deseos peligrosos, y de man-
tener bajo control fantasías tóxicas al limitarlas a la
soledad y la más absoluta privacidad. Contrariamente
a lo que suele pensarse, la mayoría de los crímenes
sexuales no son resultado de desórdenes psicológicos
sino que se cometen ya sea por oportunismo o bien
por desprecio de los sentimientos de otras personas,
como escribe Rachel Aviv.10 La pornografía ha sido
imaginada como un artefacto del mal capaz de incitar
reacciones incontrolables. Ahora bien, hay de reaccio-
nes a reacciones, y la masturbación no puede com-
pararse con una agresión. La pornografía tiene como
contexto una sociedad represora de la sexualidad pe-
ro también una sociedad que intenta proteger a los
más vulnerables del acoso sexual y la violación. Fuera
de ese contexto la pornografía tiene como objetivo
fundamental mostrar lo que socialmente es consi-
derado «inmostrable». Más que una guía de uso o un
manual de cómo y qué hacer, el porno establece una
relación peculiar entre el observador y las imágenes
pornográficas, que se da a través del distanciamiento
del observador y los protagonistas.

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5
Sadomasoquismo y los dilemas
del consenso

La flagelación y el subgénero de los imperativos

Mucho antes de que el profesor de neurología,


psiquiatra y severo moralista Richard von Krafft-Ebing
introdujera los términos «sadismo» y «masoquismo»
en su obra seminal de 1886 Psychopathia sexualis y de
que Sigmund Freud combinara los dos términos en la
dualidad del sadomasoquismo o S&M, la flagelación
era uno de los subgéneros pornográficos más popu-
lares y difundidos. Durante el siglo xviii, Inglaterra y
Francia tuvieron una abundante producción de por-
nografía tanto en la forma de libros encuadernados
para las clases pudientes como de chapbooks (o edi-
ciones pequeñas y baratas que circulaban entre las
clases trabajadoras), panfletos, páginas escandalosas,
postales francesas y canciones obscenas. En medio de
aquel diluvio de textos e imágenes sexuales aparecen
incontables obras dedicadas al placer provocado por
los castigos corporales, un género bien definido, con
numerosos códigos intrínsecos de inmediato recono-
cibles por sus aficionados. Se puede decir que el placer
de la flagelación tiene un poderoso elemento homo-
erótico; surge en instituciones represivas como una

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forma autorizada de contacto carnal entre hombres,
así como un espacio donde las diferentes clases so-
ciales interactuaban táctilmente y en el que las mu-
jeres adquirían el poder de someter a los hombres. La
flagelación fue acumulando significados y referentes
a lo largo de los siglos por lo que hoy es un fenómeno
complejo y multidimensional.
La flagelación con ramas de abedul era un recurso
usado como método disciplinario en el hogar y en la
escuela, como auxiliar en la devoción en iglesias y
monasterios; asimismo se consideraba un remedio
contra la impotencia por lo que, desde el siglo xvii, se
empleaba en el consultorio médico y, por supuesto,
también era empleado por las autoridades para cas-
tigar varios crímenes, tanto en privado como en espa-
cios públicos. Los médicos de la época recomendaban
los latigazos para educar a los jóvenes así como para
prevenir las malas costumbres, para promover la bue-
na circulación de la sangre en niños poco brillantes y
para descubrir en los jóvenes talentos ocultos que de
otra manera permanecerían escondidos.1 Independien-
temente de estas funciones, todo mundo sabía que el
fuete, el látigo y la vara tenían un impacto que se tra-
ducía en excitación erótica.
Memoirs of a Women of Pleasure (Memorias de una
mujer dedicada al placer) de John Cleland, publicado
en 1748, fue quizás el primer relato en emplear téc-
nicas narrativas novelísticas para contar una histo-
ria fundamentalmente erótica. Esta obra literaria no
fue la primera en presentar la flagelación como una
de las fantasías sexuales más recurrentes del género
pornográfico ya que, para entonces, había numerosos

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relatos enfocados en el placer del castigo y el dolor.
La aparición de escenas de castigos corporales en la
pornografía no sólo tenía lugar en las historias con-
vencionales —donde los latigazos ocurrían en medio
de otras prácticas sexuales—, sino que surgió un sub-
género literario específico —muy popular en Inglaterra
y Francia—, que florece a finales del siglo xviii y per-
manece entre los más populares hasta finales del siglo
xix, dedicado a la flagelación como estimulación eróti-
ca. En algunas obras no hay coitos ni actos sexuales e
incluso los genitales permanecen ausentes; el interés
erótico se proyecta en otros lugares. La ausencia de
sexo propiamente dicho enfatiza la calidad autosufi-
ciente del castigo no sólo como afrodisiaco sino como
estimulación completa.
En ese periodo aparecen cientos de títulos, entre los
que se confunden las obras estrictamente pornográficas
como Exhibition of Female Flagellants (Exhibición de
mujeres flagelantes, 1777), las cartas y memorias —apócri-
fas y auténticas— como Sublime of Flagellation: In Let-
ters from Lady Termagant Flaybum (Lo sublime del fla-
gelo: en cartas de Lady Tarmagant Flaybum, 1786), los
textos seudocientíficos como la obra del doctor alemán
Johann Heinrich Meibom, Treatise of the Use of Flogging
in Venereal Affairs (Tratado sobre el uso de la flagelación
en los asuntos venéreos, 1629) y los manuales de com-
portamiento para jóvenes como The Adventures of a
Whipping Top (Las aventuras de un flagelador; ca. 1780).
Algunos de estos libros servían como anuncios de bur-
deles londinenses que ofrecían servicios de flagelación.
Como señala Julie Peakman, las historias de flage-
lación tenían lugar en los conventos, templos católicos,

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colegios e internados, pero también en el espacio do-
méstico, lo que añadía una carga incestuosa a los rela-
tos.2 El flagelador era usualmente un personaje femeni-
no, madre, tía, madrastra, educadora y el flagelado un
joven que debía someterse a un poder moral. El enfoque
obsesivo de los relatos estaba en las nalgas, las piernas,
los brazos y demás sitios donde se efectuaba el castigo,
más que en los genitales. Los moretones y el flujo de
sangre de las heridas era muy apreciado y, a su mane-
ra, era la certificación de la autenticidad del castigo,
equivalente al que semen valida el orgasmo en la ima-
ginería pornográfica moderna. Se hacía un continuo
énfasis en el contraste entre la piel «blanquísima» y la
sangre intensamente roja. Las herramientas de castigo
usadas iban de la tradicional rama de abedul y el láti-
go, hasta dispositivos muy elaborados como látigos de
nueve colas con numerosos filamentos, que a veces po-
dían llevar puntas de metal, nudos u otros objetos con
la intención de incrementar el dolor infligido y el daño
en la piel. En esta literatura se dedicaban largos pá-
rrafos a la descripción de dichos implementos así como
a las ataduras y a las reacciones corporales y expre-
siones faciales tanto del flagelador como del flagelado.
También eran importantes las actitudes del público en
caso de haberlo, ya que su presencia incrementaba el
efecto de la humillación.
Entre finales del siglo xviii y mediados del xix la
práctica de la esclavitud en América se había con-
vertido en una preocupación moral en Europa y en par-
ticular en Inglaterra. En ese tiempo comienzan a flo-
recer movimientos abolicionistas transatlánticos, como
apunta Colette Colligan.3 Esta militancia finalmente

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logra que el tráfico de esclavos quede prohibido en
1807 y la esclavitud en las colonias británicas sea abo-
lida en 1833. En ese periodo la imagen de la mujer
flagelada, tanto en grabados como en narrativas más
o menos explícitas, comienza a ser usada compulsi-
vamente como argumento político antiesclavitud, para
conmover a la opinión pública y hacer un llamado a la
acción. Sin embargo, dada la historia erótica de la ima-
ginería de los latigazos y el hecho de que «la obsceni-
dad de la flagelación fue uno de los primeros géneros
en dominar la obscenidad inglesa cuando se convir-
tió en un comercio activo a principios del siglo xix»,
como escribe Colligan,4 la imagen despertaba también
deseos lujuriosos, convirtiéndose en un multifacético
icono sexual. La literatura abolicionista se volvió una
prolífica fuente de obras pornográficas que añadía al
«vicio inglés» un inquietante elemento de sexismo ra-
cial. Los piadosos y lacrimógenos relatos que descu-
brían el sufrimiento de las mujeres africanas a manos
de blancos crueles fueron inscritos en la tradición de
las historias obscenas y, eventualmente (cuando la cau-
sa política que los justificaba fue perdiendo interés)
pasaron a ser pornografía con distribución clandestina,
editada por impresores especializados en textos obsce-
nos y sádicos.
Gilles Deleuze escribió: «Se llama literatura porno-
gráfica a una literatura reducida a unas cuantas con-
signas (haz esto, haz aquello…), seguidas de descrip-
ciones obscenas».5 Quizás en ningún otro dominio de
la pornografía sea más evidente que en el sadomaso-
quismo, el subgénero de los imperativos por excelencia.
La pornografía de la flagelación y el sadomasoquismo

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establecen una relación específica entre el erotismo
y la violencia. Las acciones a las que el dominante, el
sádico, somete al dominado pertenecen a dos tipos:
crueles y repugnantes; y para que estas se transformen
en placer, la parte dominante debe usar una variedad
de mecanismos para posponer el desenlace orgásmico
y así extender el proceso mediante el control de las sen-
saciones de la parte dominada. Estos actos implican
transacciones, renuncias y exigencias, demandas y obe-
diencia, en donde no puede haber armonía, por el con-
trario debe haber momentos de desequilibrio en los que
el dominante aplica su castigo. Se trata de una especie
de sistema económico en el que la violencia, la humi-
llación y el sometimiento se transforman en «ganancia
secundaria».

Insex

Una mujer desnuda y amordazada es crucificada en


un bosque al atardecer y abandonada en la oscuridad
mientras solloza. En un paisaje nevado una mujer des-
nuda, con un dispositivo en la boca que le impide hablar
yace inmovilizada de la cintura para arriba y permane-
ce atada a un poste, el eco de sus lamentos ahogados
alcanza a escucharse por todo el valle. En un granero
oscuro una mujer cuelga desnuda de los pies con las
manos atadas a su espalda y una pelota en la boca para
silenciarla, se escuchan grillos a lo lejos y sus gimoteos
se convierten en llanto. Mujeres desnudas se contorsio-
nan en diminutas jaulas y otras son convertidas en fan-
tasmas inmóviles de látex. Estas son sólo algunas de las

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imágenes impactantes creadas entre 1997 y 2005 por
la compañía Intersec Interactive Inc., mejor conocida
como Insex, que el exprofesor universitario Brent Scott
(alias pd Scott) mantuvo y dirigió, y en la que protago-
nizó, en el papel de sádico dominante, vestido siempre
con pantalones y camiseta negra, cientos de videos en
los que ponía en escena espectaculares juegos de poder
y dominio sexual que han pasado a convertirse en el
estándar de las prácticas extremas del género S&M.
Pd Scott trabajó por un tiempo enseñando en la
Universidad de Carnegie-Mellon, pero entendió que,
debido a la naturaleza de su obra, la cual versaba sobre
imágenes sadomasoquistas, nunca le darían una plaza
definitiva, así que renunció y fundó el sitio web Insex
con 25 mil dólares. Lo que concibió inicialmente como
una alternativa para continuar con su trabajo artístico
de imágenes de bondage se convirtió en una empresa
extremadamente exitosa. Pd Scott lanzó Insex con mu-
cha inseguridad, pero luego de dos semanas, el sitio
despegó de manera notable capturando la atención de
miles de fanáticos en todo el mundo dispuestos a pagar
por una membresía y volverse parte de una comunidad
(en algún momento tuvo 35 mil miembros que paga-
ban sesenta dólares al mes). Evidentemente había un de-
seo inmenso, entre cierto público, de contar con un sitio
como este que mostrara de manera extremadamen-
te gráfica a muchachas guapas siendo torturadas de
manera realista y original. Insex se consolidó en poco
tiempo como uno de los sitios sadomasoquistas más
transgresores e innovadores de la red.
El trabajo de Scott destacaba tanto por los invero-
símiles dispositivos de tortura y sometimiento que

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empleaba —los cuales fueron manufacturados para
torturas específicas inspiradas en la historia, la ciencia
ficción y el cómic— como por el hecho de que llevaba
a cabo shows en vivo con el enorme riesgo que impli-
caba. Estos actos teatrales en streaming —en los que
el público podía participar en tiempo real mediante
un foro de chat— tuvieron una inmensa popularidad
gracias a que, a los elementos de excitación básicos
(la flagelación, las ataduras, las mordazas, las lágri-
mas, la sangre y los moretones), se añadía el factor de
lo inesperado, las reacciones crudas que no podían ser
editadas. Además, el protocolo de Insex imponía a las
modelos pedir permiso antes de tener un orgasmo, lo
que cumplía con una de las condiciones elementales
de la pornografía: lograr visualizar o tener constan-
cia y certeza del éxtasis femenino, el «frenesí de lo vi-
sible», como lo define Jean-Louis Comolli, citado por
Linda Williams en su indispensable Hard Core.6 En
poco tiempo, Scott se convirtió en algo semejante a una
figura de culto debido a la severidad y al cruel ingenio
de sus suplicios. Las situaciones que filmaba tenían
una cualidad de tableaux vivants eróticos siniestros o
performances artísticos, siempre al filo de lo irreal, de
lo criminal y de la búsqueda estética en los límites de lo
corporalmente posible.
Los videos y las transmisiones en vivo eran brutales
e inquietantes y hacían ver monótonos y aburridos a los
sitios convencionales de bondage y sadomasoquismo
que recurrían siempre a los mismos clichés de flage-
lación, sometimiento glamuroso y parafernalia conven-
cional. Scott no tuvo muchos problemas para conse-
guir numerosas voluntarias, deseosas de participar en

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sus escenas. La mayoría eran amateurs, aunque tam-
bién había modelos y profesionales del porno intere-
sadas en hacer videos o transmisiones con él. Estas
últimas eran la minoría, ya que a veces el periodo de
recuperación de una sesión de Insex podía ser largo
(debido a los moretones y el agotamiento físico y men-
tal), lo que representaba ingresos perdidos. Una mo-
tivación importante era que las modelos recibían un
mínimo de trescientos dólares la hora (una mode-
lo podía ganar tres o cuatro mil dólares por una se-
sión) por ser atadas, metidas en intimidantes jaulas
metálicas, sujetadas con arneses de hierro dignos de
la Inquisición, colgadas de poleas y acondicionadas
con algunos de los pertrechos más inverosímiles que
se hayan visto en este género, la mayoría fabricados
sobre pedido por el extraordinario herrero de la casa:
kgb. Entre el equipo usado había una serie de imple-
mentos pesadillescos, ya sea de cuero, látex o metal,
que daban la impresión de que a la modelo le habían
amputado los brazos o las piernas siendo objeto de
una reflexión sobre el cuerpo desincorporado, como
en el video Stumped de Scott (2003). También había
elaborados potros de tormento, cepos para inmovilizar
pies y manos, y una pileta dentro de la que se hacían
diversas torturas acuáticas como sumergir a la modelo
dentro de una diminuta jaula. Se empleaban también
métodos de suplicio más rudimentarios como una es-
pecie de garrote vil, largas sesiones de flagelación con
varillas, así como colgar del cuello a una mujer que
apenas alcanza a pisar una barra de hielo que se funde
lentamente bajo sus pies provocando el ahorcamiento
(una tortura que se emplea también en la cinta Ilsa).

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Gran parte de las modelos son entrevistadas después
de sus sesiones y aseguran sentirse muy bien y haber
gozado intensamente con los latigazos, las descargas
eléctricas, los enormes consoladores que les insertaron
por el recto y la vagina, o bien las agujas debajo de las
uñas; que las hayan asfixiado con bolsas de plástico
o con complejos dispositivos que impedían respirar, o
que se les hayan amarrado los senos con suficiente
fuerza para que se pusieran aparatosamente morados.
La explicación fisiológica de estos placeres es que el do-
lor provoca la secreción de adrenalina y de endorfinas
generando un estado de euforia y éxtasis comparable
al que causan ciertas drogas.
Ahora bien, el deseo que lleva a una persona a bus-
car estos estímulos se debe a situaciones personales
en el desarrollo, en las que el dolor o la impotencia se
asociaron con el placer, creando así una impronta en
la mente que se mantendrá para siempre como una
fantasía erótica personal. Scott dice: «El incremento
gradual del tormento de un castigo corporal crea una
especie de tolerancia y excitación, y todas las hormo-
nas segregadas expresan un estado de euforia que al
combinarse con el orgasmo provoca una experiencia
extática, comparable a una revelación religiosa».7 Scott
añade que el estado posorgásmico de la modelo, cuan-
do sale de la sesión con los ojos llorosos, la mirada
perdida e incapaz de expresar con palabras lo que aca-
ba de sentir, es el money shot de este tipo de porno-
grafía. En estos videos todo el énfasis está depositado
en las sensaciones de la muchacha, no hay penes y los
orgasmos se producen con vibradores y consoladores.
Scott y sus colaboradores no se desvisten y si acarician

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a las modelos se trata de momentos breves. Scott ha
seguido produciendo videos, publicados en el sitio fe-
tichista de paga kink.com, en los que sí tiene relaciones
genitales con las modelos.
Como sucede en toda práctica sadomasoquista, las
participantes de los videos y streamings de Insex tenían
una palabra de seguridad: «ah ah» (la cual era extre-
madamente simple, por si acaso estaban amordazadas
o no podían hablar); antes de cualquier sesión se dis-
cutían los límites, el interés, los temores y los llama-
dos hard limits, o bien lo que una modelo no haría ni
soportaría bajo ninguna circunstancia. Sin embargo,
en el documental sobre Insex, Graphic Sexual Horror
(Horror sexual gráfico), realizado por Barbara Bell y
Anna Lorentzon, se explora la ambigüedad de lo que
significa «dar consentimiento» al mostrar que para
muchas de las participantes usar la palabra de seguri-
dad es una vergüenza, una señal de fracaso e impotencia;
es reconocer que han sido derrotadas por su cuerpo o
su mente. Algunas de las modelos que comenzaban en
este negocio o que tenían sus propios fans sentían que
no podían acobardarse y mostrar debilidad, ya que en
este medio eso podría representar el fin de sus carre-
ras. Además, la motivación económica era enorme y
quedaba claro que una modelo que usara la palabra de
seguridad no volvería a ser invitada. Para muchas, el
único factor por el cual estaban dispuestas a acceder
a participar en ciertos actos era la paga. Varias mo-
delos aseguraron ante la cámara de estas documenta-
listas que jamás podrían ganar una cantidad semejante
haciendo cualquier otro tipo de trabajo y, por lo menos,
una modelo era adicta a las drogas y participaba en

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estos actos estrictamente por necesidad. De tal forma
que a veces se tiene un paradójico consentimiento
forzado o impuesto. Sin embargo, es necesario seña-
lar que esto sucede en cualquier dominio del mundo
laboral.
En el documental, pd reconoció que le preocu-
paba influir con sus torturas en las fantasías de algún
psicópata que vea sus videos como un tutorial e intente
repetirlas con víctimas reales. Sin embargo, él mismo
añade que entre sus propias influencias están los actos
criminales de algunos asesinos famosos como: «De Sal-
vo, el Estrangulador de Boston, el Hillside Strangler».
Asimismo, Scott confiesa que, en cierto momento, se
dio cuenta de que tener tanto dinero a su disposición lo
había llevado a perder de vista los criterios elementales
de seguridad. Las documentalistas (quienes trabajaron
para Insex como guionista y fotógrafa), filmaron una
escena en la que Scott y kgb discuten acerca de los erro-
res cometidos en el diseño de un tanque en el que pudo
haber un accidente serio; en ese momento queda claro
que Scott, el artista, pornógrafo, entusiasta del bondage
y cineasta iconoclasta, se ha convertido en un empresa-
rio sin escrúpulos ya que exhibe su enorme ego y la faci-
lidad para culpar a los demás al responsabilizarse fal-
samente por «no haber supervisado mejor».
A medida que la fama y el éxito aumentaban, Scott
creó un programa de residencia en Insex para mode-
los, en el que se contrataba a una modelo para trabajar
con él en el diseño de torturas y videos a cambio de un
sueldo. Aparentemente, este puesto se volvió sinónimo
de ser amante de Scott. Sin embargo, pronto comenzó
a chantajear a las modelos diciendo que si no querían

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ser residentes o por lo menos «jugar con él fuera de cá-
mara» entonces ya no podría darles trabajo. El docu-
mental pone en evidencia mediante testimonios exce-
sos de acoso sexual, intimidación y casi extorsión por
parte de Insex, pero a la vez trata de separar el «pro-
blema del abuso» del tipo de trabajo que se realizaba
en este sitio. Es decir, en cualquier supermercado po-
drían darse situaciones semejantes, la diferencia está
en que nadie condenaría a todos los supermercados
ni llamaría a su clausura sino sólo castigarían al in-
fractor. En cambio, en la industria del sexo, cuando
eso sucede, se refuerzan prejuicios que sirven como
argumento para imponer más restricciones y mayor
censura.
Finalmente, la pornografía que producía Insex no
era para todo el público y el hecho de que estuviera
disponible y accesible a cualquiera la ponía en peligro
al provocar reacciones indeseables que eventualmente
motivaran su censura. Tras la aprobación del Patriot
Act (o propuesta de Ley Patriota), el Departamento de
Seguridad Nacional (Department of Homeland Securi-
ty) calificó a Insex como una productora de pornografía
violenta, algo que de alguna manera se podía vincular
con una potencial amenaza terrorista. La ironía es que,
al mismo tiempo que se censuraban sitios pornográfi-
cos, tenían lugar actos de verdadera tortura y asesinato
en Guantánamo y en las prisiones secretas o «negras»
que Estados Unidos tenía en el resto del mundo; allí
se producía pornografía no consensual al filmar la tor-
tura de los detenidos, una de las técnicas legítimas de
«interrogación mejorada» aprobadas por la adminis-
tración Bush.

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El fbi deseaba aplicar un nuevo reglamento censor
y leyes federales contra la obscenidad que castigaran
específicamente prácticas como el sadismo, la escato-
logía y la urolagnia. Por su parte, el Departamento de
Justicia tenía a Insex en la mira pero, debido a la Se-
gunda Enmienda de la Constitución, que protege la li-
bertad de expresión, no podía levantar cargos a menos
que probaran que lo que hacían era obsceno. En Es-
tados Unidos resulta muy difícil demostrar en dónde
termina la libertad de expresión y comienzan las ex-
presiones obscenas. Sin embargo, sí podían presionar
e intimidar a las empresas bancarias y financieras con
las que Insex trabajaba para procesar y cobrar las men-
sualidades de los socios, realizadas con tarjetas de cré-
dito. El gobierno estadounidense realizó el mismo tipo
de presión contra la organización Wikileaks de Julian
Assange.

Sexo brutal de la recesión

Los abusos de pd Scott estigmatizaron su trabajo


ante cierta parte de los aficionados, quienes sintieron
traicionados los códigos éticos de su comunidad. Sin
embargo, el trabajo de Insex comenzó a difundirse en
sitios porno gratuitos de streaming, tanto especializa-
dos en sadomasoquismo como generales, con lo que
Scott ganó nuevos adeptos y seguidores, la mayoría de
los cuales veían estas escenas con otros ojos, sin en-
tender la tradición del S&M ni sus reglas, sino como
tortura sexual que se confundía con las otras formas
de abuso que comenzaban a proliferar en la red en el

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siglo xxi. Sin embargo, la violencia de las escenas de
Insex palidece ante el horror denigrante y grotesco que
caracteriza a pornógrafos como Max Hardcore, quien,
por obvias razones, prefiere trabajar en el negocio del
sexo con ese apodo que con su verdadero nombre: Paul
Little. Max Hardcore casi se ha convertido en un deca-
no de la pornografía violenta en la era de internet, pues
es imitado por numerosos «autores» de porno gonzo
y por otros fanáticos del sexo rudo. Al igual que Scott,
Hardcore también es un pornógrafo ambicioso, intere-
sado en innovar y llevar a sus modelos a situaciones
límite de sometimiento y humillación. Ambos tienen
claro que las modelos no pueden usar la palabra «no»
en sus videos y están dispuestos a cualquier tipo de
manipulación con tal de obtener lo que desean.
Hardcore y John Stagliano se disputan el méri-
to de inventar el género «gonzo», que surgió en la dé-
cada de los noventa y se convirtió en una de las formas
pornográficas dominantes de la era. El gonzo intenta
poner al espectador en medio de la escena sexual (de
ahí el nombre, ya que el periodismo gonzo es aquel
en que el reportero se involucra personalmente en la
noticia). Aquí no hay separación entre actores y equi-
po de filmación, no hay guion, abundan las tomas de
pov (punto de vista de los participantes) y los extreme
close-ups; hay muy poca edición así como más sexo
por minuto que en un hardcore convencional. Es en es-
tos videos donde la aparente improvisación, aunada a
la complicidad masculina, sin el control de directores
ni guiones, libera la imaginación y la crueldad de los
participantes, quienes someten a las modelos a verda-
deros actos de barbarie (con un repertorio que incluye

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sexo brutal, golpes, empujones, ahorcamientos, escu-
pitajos y pintarrajeo de obscenidades en rostros y
cuerpos). Hoy existen incontables variantes de gonzo,
desde aquellos hechos con cámaras de teléfono celular
y nulo presupuesto, hasta grandes producciones con
estrellas famosas, iluminación profesional y lencería.
Little Max Hardcore hace alarde de tener capacida-
des que pocos o ningún hombre pueden imitar (como
el hecho de que puede penetrar a una mujer, dete-
nerse, orinar en y sobre ella, y seguir penetrándola),8
asimismo es uno de los pioneros en hacer vomitar a las
modelos al introducirles el pene profundamente en la
garganta. Casi todas las modelos que emplea son muy
jóvenes y parecen aún más jóvenes, preferentemente
elige a aquellas con senos pequeños, caderas delgadas
y muy esbeltas, con lo que dan la apariencia de ser
menores de edad. Un look que enfatiza imponiendo un
estricto código de vestuario con ropa extremadamente
entallada de muchos colores brillantes, así como peina-
dos con trenzas o colitas. Para él, una mujer con senos
voluminosos, reales o artificiales, carece de interés y
la infantilización de las modelos domina la atmósfera
de sus videos seudopedófilos. Hardcore, como apunta
David Foster Wallace, es el primero en el porno «main-
stream (es decir no fetichista) en perpetrar niveles de
violación y degradación en mujeres que hubieran re-
sultado impensables hace tan sólo unos años».9 Pero
eso no es todo, una de las prácticas más escandalo-
sas del repertorio de Hardcore es que usa un espéculo
para dilatar el ano de sus modelos, dentro del cual
orina y después le inserta una manguera para hacer a
la propia chica beber los orines que ha depositado en

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su anatomía. Al igual que Rocco Sifredi y una nueva
generación de actores y directores, está obsesionado
con el sexo anal; todos ellos gustan de escupir en el
rostro de sus modelos y de usar todas las formas de
abuso verbal y físico legalmente disponibles, que in-
cluyen ahorcar, taladrar la boca con el pene e introducir
brutalmente puños y dedos (aunque nunca el dedo pul-
gar, ya que eso podría hacer a la toma ilegal) por la va-
gina y el ano. De esta manera, la violencia ritualizada
de la pornografía sadomasoquista se adaptó al porno
convencional en la forma de abusos caóticos con tintes
de pedofilia y misoginia furiosa.
Podríamos pensar que la pornografía extrema es
patrimonio exclusivo de pornógrafos misóginos, sin
embargo una de las directoras más provocadoras es
Janet Romano, alias Lizzy Borden; al lado de su mari-
do Rob Black, dirigía la ahora desaparecida Extreme
Associates, una compañía que se caracterizó por sus
videos agresivos porno slasher y provocaciones como
Fossil Fuckers, en la que mujeres de más de cincuenta
años tienen relaciones sexuales con hombres jóvenes,
Cocktails, que consiste en hacer que varias mujeres be-
ban mezclas de vómitos y toda clase de fluidos corpo-
rales tras tener relaciones intensas; así como una serie
donde se hace alusión al canibalismo. Borden adoptó
su nom de porn de la famosa asesina para poner en evi-
dencia que ella no era como las otras directoras porno
que «gustan de dirigir cintas suaves». En febrero de
2002, Borden dirigió Forced Entry (nada que ver con
la cinta homónima de Costello), en la que se incluían
numerosas violaciones, sexo violento y por lo menos
un asesinato (obviamente actuado). Aunque el filme

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incluía bloopers con errores y actores riéndose, la cinta
fue motivo de un escándalo cuando unos documenta-
listas de la cadena pbs (Public Broadcast Television)
que estaban filmando el rodaje abandonaron el estu-
dio con asco y rabia.10 A partir de ahí, el Departamento
de Justicia lanzó una serie de ataques contra Black y
Borden, convencidos, gracias al documental de la tele-
visión pública, de que «estos no eran productores que
quisieran cumplir con la ley». Tras un largo proceso
legal y dos juicios, en los que Black y Borden corrieron
el peligro de recibir una condena de hasta cincuenta
años de cárcel, se declararon culpables, recibieron una
sentencia de un año con un día de cárcel y, en 2009,
Extreme Associates cerró sus puertas definitivamente.
Esta es una era en que la vagina ha perdido gran
parte de su atractivo en la pornografía y el interés del
consumidor se enfoca en el ano, ya que como escribe
Martin Amis: «Con el sexo anal la actriz está obligada
a producir un tipo diferente de respuestas: más gutu-
ral, más animal»,11 a lo que el pornógrafo John Sta-
gliano añade, el sexo anal hace que «realmente aparez-
ca la personalidad [de la modelo]».12 El sexo vaginal
se considera demasiado común, demasiado agradable,
demasiado fácil, demasiado casero como para seguir
siendo llevado a la pantalla en estos videos. En cam-
bio, el sexo anal, especialmente cuando aparece en
contextos extremos como escenas de dobles y triples
penetraciones anales, es según algunos pornógrafos,
una respuesta a la urgencia de innovar y demostrar
reacciones impredecibles e infalsificables en las mode-
los. La saturación del mercado, el abaratamiento de los
productos, la piratería y el síndrome de agotamiento

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de una parte del público empuja hacia los extremos de
la aberración sexual. Cada vez hay menos empleos y
las / los modelos más atrevidos y capaces de participar
en escenas límite son aquellos que pueden seguir tra-
bajando; aunque, paradójicamente, una modelo que
trabaja en cintas extremas se devalúa, se le considera
demasiado usada y va perdiendo la posibilidad de ser
considerada estrella tipo A.
Powers (a quien debemos la serie Gag Factor, en
la que se trata obsesivamente de asfixiar y provocar el
vómito a las modelos y American Bukkake, que adopta
la obsesión japonesa por mostrar docenas de hombres
eyaculando en rostros femeninos) tiene una serie de
videos en los que literalmente ha optado por ahorrar en
«talento» humano al emplear «máquinas de coger»: dil-
dos electromecánicos o sistemas robotizados (aunque
la mayoría de las veces no haya nada muy robotizado
en ellos, sino que sólo se trata de un consolador en una
biela, un eje excéntrico y un motor eléctrico). En una
entrevista realizada por Susannah Breslin, el pornó-
grafo Jim Powers explica sus motivos para usar dichas
máquinas: «este no es un producto de una mente en-
ferma; es una consecuencia de la recesión».13 La porno-
grafía tiende al reduccionismo, a simplificar sus iconos
y situaciones, así como a optimizar emociones. Nada
parece más representativo del porno en línea que la ima-
gen de una mujer conectada a una máquina orgásmica,
repitiendo hasta el infinito movimientos mecanizados
en un triste loop confiable y eficiente que podría ser el
punto cero de género.

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Galería de monstruos sexuales

Fantasías de monstruosidad

El monstruo es, en términos elementales, el ser


que incorpora algo diferente a la norma, inquietante
e inesperado en su fisonomía o actitud; es también la
metáfora de una amenaza o peligro de transformación
indeseable o temida, la cual muy a menudo radica en
nosotros mismos. Como escribe Zakiya Hanafi: «El ser
humano y el monstruo compiten por el espacio entre
dos umbrales de transformación: los límites superio-
res son la divinidad, los inferiores corresponden a la
bestialidad».1 El Renacimiento y la Ilustración pro-
vocaron, en el siglo xvii, una «Descontextualización del
mundo», como la denomina Hanafi, de manera que el
monstruo perdió en gran medida sus atributos divi-
nos y se convirtió en un fenómeno científico. Si bien
el monstruo ha estado presente en la épica, las leyen-
das y la narrativa de todos los pueblos, desde los orí-
genes del cinematógrafo se volvió protagonista de na-
rrativas fílmicas, en las que se consolidó su presencia
como emblema de nuestros temores y como reflejo
de nuestras transgresiones. A finales del siglo xx tuvo
lugar otra gran descontextualización global en la que,

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gracias a internet y a ciertos shows televisivos, el mons-
truo escapó de los confines del gabinete de curiosi-
dades, el tratado médico, la película de horror y el espec-
táculo circense, para acceder a las pantallas de nuestras
computadoras personales. Así, comienza la convivencia
e interacción con toda clase de monstruos en la intimi-
dad digital, monstruos que se convirtieron en parte de
la mediósfera, en miembros del ciberentorno y en ac-
tores ya no sólo de nuestras pesadillas sino también de
nuestras fantasías.
El monstruo es la entidad imbatible que siempre
regresa tras ser temporalmente derrotada y empuja-
da a los confines de la cultura, ya sea en forma del
monstruo de Frankenstein, de Terminator, la Cosa, el
vampiro o Alien; el monstruo es ahuyentado o aparen-
temente eliminado pero sabemos que nunca será erra-
dicado del todo, porque su mera existencia certifica
las nociones de normalidad. El monstruo, cuyo nom-
bre viene de monstrum, monstrorum, nos «muestra»
los destinos posibles de la carne y la mente, además de
prevenirnos en contra de los excesos y la negligencia.
Este es el ser que tiende a borrar la distinciones entre
especies y géneros, entre lo orgánico y lo inorgánico,
entre lo vivo y lo muerto, así como entre el individuo
y el grupo; el monstruo es una entidad híbrida que re-
presenta una crisis en las categorías que dan sentido al
mundo natural. Como escribe Jeffrey Jerome Cohen,2
más que aparecer de la nada, ex nihilo, el monstruo
nace de la fragmentación y recombinación de partes
y elementos, y consiste en reensamblar lo familiar de
maneras novedosas y perturbadoras. Es una entidad
usualmente consciente o por lo menos programada

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(biológica, mecánica o electrónicamente) para simular
una voluntad, que surge de los escombros del tiradero
cultural de la historia, donde las piezas de nuestros
desechos se reorganizan y adquieren nuevos atribu-
tos para regresar a reclamar un lugar en el mundo.
La transformación de las diferencias culturales,
políticas o religiosas en aberraciones monstruosas es un
recurso propagandístico que ha sido utilizado desde
tiempo inmemorial para deshumanizar a cualquier
enemigo. Los hebreos describían a los cananeos como
gigantes crueles, los cruzados contaban que los musul-
manes eran demonios, y los conquistadores del conti-
nente americano pintaban a los nativos como bestias
irredimibles de múltiples rostros. En todas las épocas y
regiones, diversos grupos humanos han sido reducidos a
meros estereotipos para su marginación, sometimiento
o exterminio, ya sean judíos, africanos, chinos o árabes.
En el terreno erótico, lo monstruoso es aquello que
difiere de las convenciones sociales, es la transgresión
de las normas y la violación de los tabúes. Asimismo, la
monstruosidad sexual es también el espectáculo que se
manifiesta en expresiones exageradas y actos inusuales
así como genitales enormes, desproporcionados, equí-
vocos o deformes. La fascinación que provoca lo anor-
mal y lo extremo en el contexto sexual ha estado pre-
sente en la pornografía desde sus inicios en el periodo
de la Revolución Francesa. El género nace como un me-
dio politizado con el que se ridiculizaba y humillaba a
la corona, la corte, la aristocracia y la Iglesia, al dibujar
a los poderosos en situaciones sexuales vergonzosas,
grotescas o realizando actos considerados repugnantes
o inmorales por las normas de la época; así se los con-

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vertía en monstruos insaciables, con testículos o senos
gigantescos, con urgencias patológicas y aberraciones
genitales de todos tipos.
Si bien abundan los viejos y nuevos monstruos en
la mediósfera, los siguientes engendros fílmicos lla-
man particularmente la atención por la forma en que
se han insertado en la cultura popular, y nos ayudan
a entender la naturaleza de nuestras pesadillas com-
partidas así como la manera en que sexo y paranoia se
funden en amenazas sui generis de las primeras déca-
da del siglo xxi.

El ciempiés y el terror de la integración corporal

En su filme The Human Centipede (First Sequence)


o El ciempiés humano. Primera secuencia, el cineasta
holandés Tom Six propone una modificación corporal
particularmente transgresora de cualquier considera-
ción bioética: la incorporación de tres individuos en
un solo ser al conectarlos quirúrgicamente de la boca
de uno al ano de otro, para así crear un largo sistema
digestivo que integre el de los tres. Moral y legalmen-
te el experimento resulta inaceptable, un atropello en
contra de la dignidad humana, una aberración qui-
rúrgica y una forma de tortura (Six cuenta que la idea
se le ocurrió cuando imaginaba castigos ejemplares
para pedófilos), pero por otra parte puede entenderse
como un ejercicio extremo de transhumanismo, inde-
pendientemente de la viabilidad o de lo que signifique
semejante ser múltiple. El ciempiés humano en buena
medida evoca la novela La isla del doctor Moreau de

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H. G. Wells y, como esta, permite reflexionar en torno
al concepto de las modificaciones humanas, a la vez
que cuestiona la noción de que hemos alcanzado el pi-
náculo de la evolución, el punto en que podemos deter-
minar, de acuerdo con nuestros intereses, los cambios
más favorables para mejorar la condición humana.
En la película de Six, dos jóvenes neoyorquinas de
unos veinte años, Lindsay (Ashley C. Williams) y Jenny
(Ashlynn Yennie), recorren Alemania como turistas a
bordo de un auto. Se pierden una noche buscando un
club nocturno llamado Bunker, y se les poncha una
llanta en una zona rural. Cuando comienza a llover,
corren a una casa para pedir ayuda, su suerte es tan
mala que resulta ser el hogar y laboratorio del doc-
tor Joseph Heiter (Dieter Laser), un eminente cirujano
retirado, misántropo y especialista en separar geme-
los siameses. Heiter ha abandonado su carrera para
dar un giro de 180 grados a su trabajo: en vez de ope-
rar pacientes para mejorar sus condiciones de vida,
para «restaurar» o establecer su individualidad, su
nuevo interés radica en eliminar esta individualidad
al unir sujetos. Heiter droga a las jóvenes que, cuando
despiertan, se encuentran atadas en camas de hospi-
tal del laboratorio-quirófano ubicado en el sótano de
la casa del doctor; descubren a otra víctima a la que
elimina sin mayor protocolo porque no es «compati-
ble». Más tarde el doctor obtiene una víctima más, el
japonés Katsuro (Akihiro Kitamura), y, siguiendo las
convenciones del género, se toma la molestia de hacer
una presentación (audiovisual) de sus planes —tanto
para el público como para sus víctimas— en donde
explica que unirá sus cuerpos en un siamés triple, algo

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que ya había experimentado con éxito en tres perros
rottweiler. La proposición inicial es un cliché del cine
de horror: refleja la vieja premisa de que la sexualidad
femenina, representada por ambas jóvenes en busca
de un club nocturno, es tan perturbadora que debe
ser castigada. Así llegamos a la situación de las don-
cellas en peligro; sin embargo, aquí la amenaza de la
fragmentación del cuerpo es sustituida por el terror
de la incorporación de sujetos, a la vez que el pánico
a la penetración es reemplazado por el espectro de la
coprofagia.
Heiter es una versión actualizada del arquetipo fíl-
mico del científico loco; en particular es un eco con-
temporáneo del doctor Moreau antes mencionado. El
doctor de la novela de 1896 se instala en la remota isla
El Paraíso, donde se ha exiliado para escapar de las
críticas y acusaciones de sus colegas y de la sociedad,
quienes ven su trabajo con escepticismo y horror. En
esta fantasía, el doctor crea homunculi o humanoides
a partir de bestias salvajes a las que opera en crue-
les y dolorosos experimentos de vivisección.3 Moreau y
Frankenstein tienen en común la pasión de recrear vida
humana, el primero a partir de animales y el segundo,
de cadáveres. En su momento, la novela de Wells fue
muy controvertida ya que se trataba de una aportación
radical al debate sobre la teoría darwiniana de la evolu-
ción de las especies publicada en 1859. Wells no estaba
en contra de la ciencia, por el contrario, escribió varios
ensayos científicos a favor de la experimentación bio-
lógica; sin embargo, en La isla del doctor Moreau refle-
xiona sobre el espíritu victoriano de la época, que desea
establecer un orden absoluto y un control total incluso

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de la naturaleza. Moreau quiere imponer a sus creacio-
nes severas leyes para humanizarlas y despojarlas de
todo rastro animal: caminar erectos, no cazar, no co-
mer carne, no derramar sangre. Pero los engendros de
Moreau tienden a tener regresiones a su estado animal
y cuando esto ocurre, emplea métodos crueles para
reprimir y corregir a sus hombres-perro, hombres-pu-
ma, puercos-hiena. El relato de Wells, constituye una
provocación a la percepción religiosa y conservado-
ra de la naturaleza humana; a la vez que se trata de
una incisiva demostración de que la evolución no tenía
como cúspide al hombre, sino que el homo sapiens
era tan sólo el resultado azaroso de un proceso incon-
cluso. Wells intentaba aquí poner en evidencia que al
«pináculo de la creación» le bastaba sólo un empujón
para volver a su estado animal.
La cirugía ficticia del doctor Heiter, como las de
Moreau, es relevante precisamente por su aparente inuti-
lidad; se realiza simplemente porque existe la tecnología,
la voluntad y la curiosidad para hacerse. Además, es una
expresión de cómo el ego tecnocientífico puede adquirir
tintes casi religiosos. Si Heiter fusionara los cerebros de
varios seres humanos con el fin de crear un ser con una
inteligencia superior, una especie de ciempiés cefálico, la
cinta podría ser igualmente macabra y escandalosa pero
sería finalmente una historia convencional, ya que en ese
caso la cirugía tendría un elemento redentor, como en
las historias de superhéroes, en las que los personajes a
menudo pasan por un proceso trágico del que derivan
sus poderes. En cambio, aquí la conexión gástrica es de-
masiado corporal; demasiado vinculada a la digestión
y la excreción, nuestros procesos más animales, priva-

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dos y bochornosos desde el punto de vista de la cultura,
por tanto, se imagina irredimible. Ahora bien, el recicla-
miento de los desechos que hace esta aberración clínica
no está muy distante del proceso redigestivo imaginado
por Manfred Clynes y Nathan Kline en el texto que dio
origen al concepto «cyborg». Ambos proponen que el as-
tronauta que podría colonizar el espacio debería ser
modificado para limitar sus procesos metabólicos ha-
ciendo su cuerpo más eficiente; así, señalan que es
necesaria la «esterilización del pasaje gastrointestinal,
además de alimentación intravenosa o directamente in-
tragástrica que podría reducir la eliminación fecal a un
mínimo e incluso esta podría reutilizarse».4
Este es un filme en donde el monstruo es la víctima,
y la escena donde Heiter ofrece un espejo a sus «paci-
entes» para que contemplen su obra y vean en lo que
los ha convertido es uno de los momentos más atro-
ces y brillantes del cine de horror. En cierto sentido,
la película de Six —quien asegura que lo mostrado es
«médicamente preciso en un 100 por ciento»— recuer-
da aquella otra obra fílmica delirante y desastrosa,
Boxing Helena (Mi obsesión por Helena, 1993) de Jen-
nifer Chambers Lynch. Aquí, un cirujano, interpretado
por Julian Sands, amputa las cuatro extremidades de
la mujer que ama, la actriz Sherilyn Fenn, para conser-
varla por siempre a su lado. Sin embargo, en esta his-
toria, la obsesión amorosa y sexual crea un contexto
para la modificación radical de la mujer amada, lo que
evoca fetichismos apotemnofílicos. En cambio, en The
Human Centipede estamos más cerca de la comedia
negra por la extrema humillación de la que son vícti-
mas las tres personas que son unidas.

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En este primer filme, Six se abstiene de presen-
tar imágenes particularmente grotescas, excesos gore,
imágenes escatológicas o de emplear los tradicionales
finales recurrentes del género con sustos sucesivos pro-
gramados. En cambio, la cinta es en esencia la presen-
tación de una tesis, de una idea poderosa que lanza al
público y que opera permanentemente en el espacio
negativo del filme. No obliga a ver los pormenores de
la cirugía ni ofrece evidencias visuales del funciona-
miento del sistema digestivo extendido de esta entidad.
Basta con inocular la idea al espectador y después de-
jarlo a la merced de sus propias pesadillas. La película
—promocionada con el escandaloso eslogan: «El filme
más horrendo jamás filmado»— muestra en realidad
muy poco. Esa es su principal virtud en un tiempo
de sobreexposición, de compulsivas y desesperadas
provocaciones visuales y de una efervescencia de lo
que se ha dado en llamar torture porn o pornotortura,
un subgénero del horror explícito que ha pasado de
la marginalidad y el cine de culto al mainstream en
forma con filmes populares como Saw (James Wan,
2004, Darren Lynn Bousman, 2005, 2006 y 2007, Da-
vid Hackl, 2008, y Kevin Greutert, 2009 y 2010), Hostel
(Hostal; Eli Roth, 2005 y 2007, y Scott Spiegel, 2011),
la australiana Wolf Creek (Greg Mclean, 2005) y, a su
manera, The Passion of the Christ (La pasión de Cristo,
Mel Gibson, 2004). En gran medida estas cintas se
han vuelto reflejos del Zeitgeist en un tiempo en que el
discurso público está saturado de imágenes y debates
en torno a las prácticas de tortura y humillación, así
como a las matanzas en las guerras e invasiones de Me-
dio Oriente y Afganistán, aunado a la guerra contra

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el narco. Estos filmes fueron extremadamente exito-
sos en taquilla durante la primera década del siglo
xxi; sin embargo, han tenido una notoria y rápida
caída en sus ingresos, lo que puede deberse a la rei-
teración de sus temas y recursos, pero que también
revela una pérdida de interés popular por estas narra-
tivas: quizás el público se ha acostumbrado a una rea-
lidad en la que la tortura es aceptable y normal.
La tortura como venganza justificada y como téc-
nica de deshumanización ha sido un elemento funda-
mental de la llamada Guerra contra el Terror y, des-
pués de doce años, ha penetrado de manera inocul-
table en la cultura popular. Basta considerar el éxito
crítico y en taquilla del filme Zero Dark Thirty (La hora
más oscura, 2013) de la cineasta Kathryn Bigelow, en
la que se presenta la tesis de que la información que
condujo al asesinato de Osama Bin Laden se obtuvo
mediante tortura. La reacción de la gran mayoría de
los críticos fue extremadamente positiva hacia lo que
se percibía como una confrontación honesta con una
realidad difícil de aceptar pero incontestable. Pocos
tomaron en cuenta que la visión de Bigelow y su guio-
nista Mark Boal estaba basada en las versiones que
sólo apoyaban incondicionalmente la efectividad de
la tortura, de manera que hicieron de los interrogato-
rios «mejorados» el elemento central y fundamental
de la investigación, algo que ni siquiera los más ra-
biosos defensores de la tortura habían argumentado
en sus testimonios y que han criticado varios agentes
que participaron en el proceso, como Ali Soufan.5 Una
sociedad indoctrinada por series televisivas como 24,
Homeland (Patria) y Sleeper Cell entre otras parecería

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desarrollar una tolerancia por la tortura; según de-
muestran encuestas llevadas a cabo en 2009 (una por
The Washington Post, la otra por la división de noticias
de la cadena televisiva abc), donde se mostró que 49
por ciento del público consideraba que Estados Uni-
dos no debía torturar. Mientras que 48 por ciento creía
que la tortura era a veces aceptable.6 El Pew Research
Center realizó una encuesta entre 2007 y 2009 sobre si
la tortura debía usarse seguido, algunas veces, rara vez
o nunca, y concluyó que aquellos que opinaban que la
tortura debía usarse seguido habían disminuido de 18
por ciento en noviembre de 2007 a 15 por ciento en
abril de 2009. Y aquellos que pensaban que nunca de-
bía de torturase a nadie también disminuyó, entre esas
mismas fechas, de 27 por ciento a 25 por ciento. En
cambio, los que consideraban que la tortura a veces
era útil aumentaron de 30 por ciento a 34 por ciento.7
En octubre de 2012 se publicó un estudio de la inves-
tigadora Amy Zegart, de la Universidad de Stanford,
quien observó que el número de estadounidenses que
apoyan la tortura de prisioneros había aumentado 14
puntos desde 2007, de 27 por ciento a 41 por ciento.8
Mediante las modificaciones corporales, aspira-
mos a corregir defectos, enmendar daños o mejorar al
ser humano; así, la transformación planteada por Six
es deliberadamente provocadora porque implica que
los sujetos forzados a esta condición degradante se
convierten en una especie de mascota grotesca, torpe
y vulnerable. La noción de que dos de las víctimas, en
completo uso de sus facultades mentales, son obliga-
das a tener la boca pegada al ano de alguien más y
forzadas a ingerir y redigerir los desechos fecales de

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otro, parece sacado de una fantasía sadomasoquista
particularmente perturbadora. De hecho, una cinta
porno japonesa, Connection Combine Club (Club co-
nexión combinación), se inspira en este concepto para
presentar un ciempiés en el que cada mujer en la ca-
dena humana lleva un consolador sujeto al rostro que
es insertado en el recto de la siguiente chica y así con-
secutivamente.
El ciempiés no es el resultado de un experimento
de manipulación genética ni pretende ser una entidad
superior sino que es un castigo repugnante y cruel
aplicado a gente que ha sido capturada y utilizada en
contra de su voluntad, como sucedió a los prisioneros
de guerra que fueron víctimas de experimentos huma-
nos alemanes y japoneses durante la Segunda Guerra
Mundial o a las víctimas de la tortura estadounidense
en Abu Ghraib (las tres nacionalidades que protago-
nizan la cinta de Six). La relevancia del filme radica
en alejarnos de los clichés, de la estetización y fetichi-
zación de las modificaciones corporales, para hacer
una especie de tabula rasa desde donde es posible re-
evaluar la condición cyborg.
En las sociedades primitivas, las modificaciones
corporales tenían una función socializadora. Los ta-
tuajes, piercings y cicatrices eran marcas rituales o de
identidad, a menudo permanentes y fácilmente reco-
nocibles por el grupo, que situaban al individuo en un
lugar dentro del colectivo. La moda contemporánea del
tatuaje, las perforaciones y otras modificaciones estéti-
cas es una forma de revivir, reciclar y adaptar viejas tra-
diciones, en buena medida despojándolas de su carga
social, de significados étnicos, místicos y religiosos,

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para convertirlos en elementos decorativos, en sellos
de identidad, estilos de vida y, en muchos casos, de
individualidad. El ciempiés es el resultado de un ex-
perimento con pretensiones científicas que muestra en
realidad la exploración de una obsesión, la transfor-
mación de tres seres humanos en una entidad múlti-
ple, para la que no existe una razón útil o necesaria
y que viola el juramento hipocrático de primum non
nocere o lo primero es no hacer daño.
Históricamente, el motivo para someter a indivi-
duos a castigos o transformaciones son los rituales y
ciertas prácticas religiosas o mágicas, con un signifi-
cado social e invocaciones a poderes superiores de los
que se espera algún favor. Podemos pensar en diver-
sos sacrificios que se realizan por sumisión al poder
—como las amputaciones de dedos de los miembros
de la yakuza japonesa— o por devoción religiosa, desde
inmolarse hasta renunciar a la sexualidad, a la libertad
o al habla como hacen algunos monjes, sacerdotes,
penitentes y ciertos iluminados. Sin embargo, la inten-
ción de los doctores Heiter, Moreau y Frankenstein no
es un sacrificio para complacer a un dios sino un in-
tento de apropiarse del poder creador divino. Se ha de-
batido mucho en torno a la idea de que la motivación
frankensteiniana parte de la incapacidad masculina de
dar a luz; el doctor Heiter, por su parte, ha trabajado
en el campo de la obstetricia y tiene las paredes de su
casa decoradas con enormes fetos de siameses. Heiter
no tiene una justificación comunitaria ni religiosa ni
social para crear un ciempiés humano, su acto de arro-
gancia científica sirve únicamente para satisfacer su
propia obsesión y demostrar su destreza técnica.

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Mientras que podemos soñar con piernas de titanio,
corazones biónicos e implantes para visión nocturna,
resulta casi inimaginable un futuro en el que sería de-
seable formar parte de un ciempiés humano, que, en
términos funcionales, parece ofrecer muy pocas ven-
tajas evolutivas o de supervivencia (aparte de que una
alimentación excremental difícilmente podría sostener
a los eslabones secundarios y subsiguientes de una en-
tidad semejante); en términos simbólicos representa la
eliminación del individuo al ser transformado literal-
mente en un segmento, en una parte de un organismo
múltiple. Otro elemento provocador de la premisa del
filme es que dos de tres de los segmentos del ciempiés
son mujeres y el tercero es hombre, de manera que el
género y la sexualidad (en caso de tenerla) de la en-
tidad resultante, con triples genitales, sería andrógina
o incierta. El ciempiés humano es una monstruosidad
cyborg que, a diferencia del monstruo de Frankenstein
del relato gótico, no es rechazado por su padre-creador,
sino que es «convertido» en un freak para su entrete-
nimiento y para estremecer a un público adicto a las
imágenes extremas.
Por definición, el doctor-profesor loco se deja llevar
por su egoísmo científico e ignora los valores humanos
más elementales, en particular la noción de individua-
lidad que da sentido a buena parte de la concepción
contemporánea del hombre. Así, la narrativa de The
Human Centipede se inserta en uno de los tradiciona-
les subgéneros reaccionarios de la ciencia ficción y el
horror en donde la ciencia se presenta como una amen-
aza latente para la especie. Al mismo tiempo, es muy
obvia la referencia al doctor Josef Mengele, el emblema

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mismo de la perversión médica, quien estaba obse-
sionado con experimentar con gemelos, algo que hizo
ampliamente entre 1943 y 1944 con alrededor de 1 500
pares de gemelos cautivos en Auschwitz. Mengele pen-
saba que los gemelos podrían revelar el funcionamiento
de la genética y la herencia. En uno de sus más famo-
sos experimentos se dice que unió a dos bebés gemelos
gitanos, espalda con espalda conectando vasos sanguí-
neos y órganos. Los gemelos aparentemente murieron
tres días después de la cirugía. Los brutales experi-
mentos en seres humanos del doctor Mengele estaban
influidos por el espíritu de mejoramiento de la especie
(o bien de la raza) por lo que podríamos imaginarlos
como antecedentes de algunas de las fantasías de modi-
ficaciones transhumanistas con que se erradicarían
nuestras flaquezas y se eliminarían los seres deficientes
e inferiores.
El ciempiés humano evoca de manera aborrecible
una cultura colectivizada en el peor sentido del tér-
mino. Este ser múltiple es un representante ideal de
un tiempo en que la cultura parece girar en torno a
internet y a la fantasía de que la red o la nube es una
especie de «mente de colmena». Y si bien internet es
un invento prodigioso y un recurso indispensable de
comunicación, difusión y creación, también es una
plataforma donde se genera una inacabable y gigan-
tesca colección de mash-ups, remixes, blogs de blogs y
toda clase de «sitios agregadores» que dependen de la
técnica de cut and paste (cortar y pegar) y casi exclu-
sivamente de regurgitar ideas compartidas, plagiadas
y redigeridas. El ciempiés humano es una especie de
mash-up, una entidad agregada, un remix biológico

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y un símbolo de una cultura derivativa, rica en tec-
nología y en potencial innovador, pero trágicamente
ombliguista y complaciente.
La noción de individuos convertidos en un ciempiés
tiene una relevancia particular en un tiempo de guerras
constantes, ya que es una metáfora acertada de la orga-
nización jerárquica de las fuerzas armadas. El ciempiés
es un quilópodo carnívoro que atrapa a sus presas con
apéndices bucales que sujetan y segregan veneno. El
ciempiés es un organismo agresivo, depredador y extre-
madamente adaptable que refleja el espíritu expansio-
nista del ser humano, ya que también es un ser invasor
que ha colonizado toda clase de ecosistemas, desde el
círculo polar ártico hasta los más cálidos desiertos.
El egoísmo científico del doctor Heiter lo vuelve una
caricatura grotesca de los ideales transhumanistas, ya
que está dispuesto a extender la noción de la soberanía
individual hasta el punto en que cree legítimo y justo
utilizar a otros seres humanos que considera desecha-
bles para perseguir un fin superior, como los científicos
nazis o los políticos que envían tropas como carne de
cañón al frente de combate, en las guerras de agresión.
Heiter es el símbolo de una ideología muy real, un
fanatismo que sólo puede ver una cara del progreso.
Heiter es en fin, el verdadero ciempiés humano, voraz,
agresivo y despojado de cualquier remordimiento.

La secuencia completa del ciempiés

En 2011 Tom Six realizó The Human Centipede 2


(Full Sequence), una secuela que consiste en un retor-

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no a su filme original mediante una ingeniosa estra-
tegia metacinematográfica, inspirada en la respuesta
que provocó su película, tanto en su rechazo como en
la fascinación que lo convirtió en un filme de culto.
Las cintas de Six no son sexualmente explícitas, sin
embargo giran en torno a un fetichismo que parece
tan extremo que podría ser visto como una parodia; se
trata de una perversión que involucra sadomasoquis-
mo, bondage, control, manipulación corporal y esca-
tología.
Aquí nuevamente tenemos a un individuo obsesivo,
fetichista y perverso que sueña con manipular cuerpos
ajenos para cumplir una fantasía que lo consume. A dife-
rencia de la cinta anterior, el maniático no es un doctor
competente pero desquiciado; se trata de Martin (Lau-
rence R. Harvey), un hombre con severos problemas
mentales que sobrevive como empleado de un estacio-
namiento y pasa su tiempo contemplando su película fa-
vorita, The Human Centipede, una obra que ha entrado
en resonancia con sus ilusiones eróticas y se ha conver-
tido en la obsesión que da sentido a su vida. El filme que
tiene lugar en Londres, comienza con las imágenes del
sufrimiento de las dos jóvenes del filme anterior y con
la toma final en la que aparecen los créditos. Se revela
entonces que el filme está siendo visto por Martin en su
pequeña oficina. A los pocos minutos ve en los moni-
tores de vigilancia discutir a una pareja. Martin se les
aproxima sin decir una palabra. El hombre comienza a
insultarlo por su apariencia de manera cruel y gratuita.
Martin sólo responde disparándoles en las piernas y gol-
peándolos a ambos con una barra de metal para luego
meterlos inconscientes en la cajuela de un auto.

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Martin es una versión amateur, improvisada e
incompetente del doctor Heiter. Se trata de un hom-
brecito diminuto, obeso, torvo, calvo, miope, siempre
sudoroso, que sufre de asma aguda e incontinencia;
prácticamente no habla, vive con una madre domi-
nante que lo acosa, y se masturba compulsiva y cons-
tantemente con las imágenes creadas por Six y con las
fotos promocionales de las actrices del primer filme.
Martin es un fan obsesivo que colecciona lo relaciona-
do con el filme, incluso tiene un ciempiés como mas-
cota y acumula toda clase de imágenes de la cinta. La
vida de Martin es brutal, ha sido objeto de abuso por
parte de su padre, quien sabemos está en prisión, su
madre, los clientes del estacionamiento, el doctor de
la familia (quien prefiere sodomizar al «niño retrasado
mental» que tener sexo con una mujer) y un vecino
particularmente violento que lo golpea sin compasión.
La fantasía erótica de someter a una docena de suje-
tos y obligarlos a alimentarse directamente del recto
de otra persona es una pesadilla sadomasoquista gro-
tesca y el sueño infantil perverso de un muchacho vic-
timizado. Martin no busca venganza, sino satisfacer la
obsesión de crear su propio ciempiés.
Golpeando en la cabeza y balaceando a la gente que
encuentra, Martin va acumulando a sus víctimas en
una bodega, donde los mantiene desnudos en el piso,
atados, heridos y amordazados con cinta, gimiendo y
llorando desesperados, mientras termina de conseguir
a sus elementos y a la pieza principal de su obra, la ac-
triz, Ashlynn Yennie, una de las protagonistas de la
cinta anterior, a la que engaña con la invitación a par-
ticipar en una audición para una película de Tarantino.

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El proceso es reiterativo y caricaturesco, pero cumple
con su función de ir elaborando un crescendo de ansie-
dad e incomodidad. Uno de los cautivos escucha que la
agente de la actriz lo llama y entiende lo que el hombre-
cito pretende hacer con ellos porque conoce el primer
filme.
Cuando ha conseguido a los doce elementos, entre
hombres y mujeres (una de ellas embarazada), que re-
quiere para su experimento, los une de manera bru-
tal con una pistola de grapas, cinta adhesiva, viejos
cuchillos de cocina (con los que los mutila de acuerdo
con los diagramas copiados del filme), cúteres, tijeras
oxidadas, taladro y martillo (con el que les quita los
dientes a sus víctimas para que no sean un obstáculo
en la creación de un largo sistema digestivo). A dife-
rencia del filme anterior Six muestra los espantosos
detalles del proceso, las incisiones y cortes en la piel,
las uniones de cuerpos de boca a ano, hechas con los
recursos más precarios; una vez que ha creado un
sistema gástrico de doce elementos, los obliga a ingerir
laxantes para revisar el proceso en acción y explotar de
alegría cuando la cadena coprofágica entra en acción.
Ambos filmes de Six son, a su vez, partes de un ciem-
piés, en el que el segundo se nutre de los desechos del
anterior. El cineasta se convierte a sí mismo en objeto
de devoción de un fanático demente, en un demiurgo
cruel, en un instigador de una serie de crímenes grotes-
cos y en la influencia repugnante de un psicópata, con
lo que, dentro de su ficción se apropia de las peores
predicciones y conjeturas de los medios y los comenta-
ristas conservadores, quienes auguran que este tipo de
entretenimiento extremo produce imitadores.

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Las cintas de Six se han convertido en el objeto
de la ira y el desprecio de millones de cinéfilos quienes
las ven como el símbolo más flagrante de un nihi-
lismo cultural genocida, de un desprecio total por lo
humano y un deseo patológico de escandalizar que va
mucho más allá de otras películas con una alta carga
de violencia sexual —como Irreversible de Gaspar Noé
(2002), en la que se presenta una de las violaciones
más angustiantes de la historia del cine, o el brutal
road movie criminal, revanchista y sexualmente explí-
cito Baise-moi (Viólame, 2002) de Virginie Despentes y
Coralie, en la que dos jóvenes depredadoras sexuales
cometen una serie de asesinatos sangrientos. La pro-
puesta de Six tiene la singularidad de ofrecer una espe-
cie de giro de 180 grados con el que la cámara no sólo
presenta monstruosidades sino que se mira a sí misma
con ironía, cinismo y un espíritu crítico mordaz que
también propone al cineasta como monstruo.

Monstruo de la fertilidad trágica

El debut en largometraje de Srd̄an Spasojević, Srpski


Film (Una película serbia)9 es una obra extrema que
aplasta sin el menor pudor la mayoría de los tabúes de
nuestra era. Se trata de una cinta de horror seudopor-
nográfica (resulta muy poco apropiado llamarla soft-
core), ya que los actos sexuales son simulados; pero, si
bien no se muestran penetraciones explícitas se enseña
un catálogo de perversiones extremas: snuff, pedofi-
lia, incesto, necrofilia, violación y un gigantesco pene
prostético erecto. Basta considerar como ejemplo la

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imagen de un recién nacido que a los pocos segundos
de salir del vientre materno es violado; una imagen que
a pesar de no ser «real» fue el motivo de que, en 2011,
se levantaran cargos criminales por mostrar porno-
grafía infantil contra Ángel Sala, el director del festival
de cine de Sitges en Cataluña, una de la regiones más
progresistas de Europa.
El filme cuenta la historia de Milos (interpretado
por Srd̄an Todorović), un famoso actor porno retira-
do quien, debido a presiones económicas, se ve obligado
a aceptar la oferta de volver a trabajar en un filme
supuestamente artístico, una obra pornográfica que
cambiará al mundo, que sería producida y dirigida
por Vukmir, un expsicólogo infantil que aparentemente
había trabajado para el gobierno, quizás en los ser-
vicios de represión e inteligencia, con extrañas pre-
tensiones artísticas. La esposa de Milos, Marija (una
traductora del sueco), dice: «Su nombre suena como
el de alguno de nuestros muchachos en el tribunal
de La Haya. ¿Estás seguro de que no es un traficante de
armas?». El filme de Spasojevićć es explosivo desde la
primera secuencia, en la que vemos imágenes de uno
de los filmes de Milos, un acto sexual simulado que
pasaría inadvertido dentro de cualquier filme erótico;
sin embargo, un corte revela que Petar, el hijo de ocho
años de Milos, es quien observa a su padre en un acto
sexual con una actriz en la cinta Milos, the Filthy Stud.
Ese gesto, así como aquella escena en la que Milos ex-
plica a su hijo con metáforas qué hacer cuando se sien-
ta sexualmente excitado, ponen en evidencia el poder
del contexto cuando se trata de mostrar imágenes
sexuales; la simple presencia de un menor de edad,

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aunque no participe en el acto sexual, transforma la
imagen, la vuelve incómoda y peculiarmente perversa.
Milos es un personaje alcohólico e inmerso en la me-
lancolía que ha dejado el porno porque está harto de las
cámaras y porque desea pasar más tiempo con su esposa
y su hijo; sin embargo, parece frustrado pues es incapaz
de ganarse la vida sin trabajar en lo único que sabe ha-
cer. A cambio de una inmensa cantidad de dinero, Milos,
a quien Vukmir llama «un dios del sexo balcánico» y «el
Nikola Tesla del mundo pornográfico», acepta participar
en un filme del que no conoce el guion ni siquiera una
descripción; sólo recibe instrucciones por un minúscu-
lo auricular que lleva disimulado en el oído, así que sin
saber lo que le espera, debe entrar en las extrañas y de-
lirantes escenas sexuales que Vukmir le ha preparado.
Milos tampoco sabe que será drogado con enormes
dosis de poderosos alucinógenos, afrodisiacos y drogas
vasodilatadoras.
Vukmir presenta su obra casi como si se tratara de
un confesionario nacional, de una «película auténtica
y honesta con mínima edición»; por lo que este filme
dentro del filme realiza un juego de espejos en el que
Srpski film se refleja en otra película serbia y esta a su
vez en otra más. Vukmir predica que la pornografía
es arte, pero que en su país no puede haber arte real.
«Donde no hay vida no hay arte», anuncia pomposa-
mente en la primera reunión que tiene con Milos y más
tarde dice: «Este país de mierda es un kindergarten».
Vukmir asegura que él y su equipo son la última espe-
ranza de su país, «los únicos capaces de demostrar que
esta nación está viva»; es necesario que lo esté para
poder asesinar su espíritu.

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Si bien el director-filósofo presume que su obra
consiste en mostrar la verdad, sus puestas en escena
son deliberadamente artificiosas y antinaturales. Mi-
los es seguido por improvisados camarógrafos que pa-
recen mercenarios y que le apuntan en todo momento
con pequeñas cámaras digitales como si fueran absur-
dos sustitutos de sus armas. El cineasta va más allá del
sadismo y su esfuerzo consiste en destruir todo lo que
toca, en borrar los límites entre la ficción pornográfica
y la realidad; explotar las contradicciones y la frágil es-
tabilidad de una sociedad que trata de curarse las he-
ridas de la violenta fragmentación de Yugoslavia. Muy
significativamente, el hermano de Milos es un policía
corrupto y obsesionado con Marija. La autoridad es
entonces convertida en depredador y violador fratri-
cida. De esta manera, el filme intenta ser una metáfora
de lo que el gobierno serbio hizo a su propio pueblo y
a sus vecinos antes, durante y después de la Guerra de
los Balcanes. El caos sexual y criminal del filme está
dividido en escenas orgásmicas / antiorgásmicas al es-
tilo de un filme porno convencional, con la diferencia
de que en este caso se muestra una caída al infierno, de
la que no hay retorno.
Los horrores comienzan en un orfanatorio, donde
le presentan a una niña y a su madre, quien llega a
tratar de rescatarla pero es desalojada por la fuerza.
Inmediatamente después, una mujer le chupa el miem-
bro a Milos en una habitación donde de pronto se ilu-
minan monitores en los que él puede ver a la misma
niña chupando una paleta; otra escena de contrastes y
resonancias visuales transgresoras. En la siguiente es-
cena, otra mujer, que ha sido golpeada por uno de los

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milicianos, le chupa el miembro hasta que misterio-
samente reaparece la misma niña, esta vez en persona,
mirando la escena desde una silla, con un vestido azul
y blanco que evoca a Alicia en el país de las maravillas.
Milos trata de detener la escena pero un miliciano lo
sujeta del cuello y lo obliga a seguir mientras la mujer,
que llora histérica, lo masturba frenéticamente hasta
hacerlo eyacular en su rostro. Esto lo lleva a renun-
ciar al proyecto, pero antes de permitírselo Vukmir le
muestra el infame filme donde una mujer da a luz y
el «médico» (que es uno de los matones de Vukmir,
y viste sólo calzones, camiseta y lentes oscuros), saca
al bebé y, ante la mirada cómplice de la madre, pro-
cede a violarlo. «Este es un nuevo género: Newborn
porn!», grita Vukmir mientras Milos sale corriendo de
la proyección. Esta es la absoluta victimización de que
habla el seudocineasta.
Las referencias a Lewis Carroll son numerosas, en
parte porque el mundo porno de Milos es una especie
de realidad invertida, un universo fantástico situado de-
trás del espejo; también porque es bien conocida la ob-
sesión de Carroll por las menores de edad y, finalmente,
la caída de Milos evoca al agujero del conejo, donde el
protagonista pierde el sentido de la realidad.
Milos no llega demasiado lejos en su intento de es-
capar. Vukmir lo ha drogado, por lo que despierta en
su cama tres días después, solo y cubierto de sangre.
Poco a poco el actor comienza a recordar lo sucedido,
empezando con una escena en la que es llevado a deca-
pitar a una mujer mientras la penetra por atrás. Milos
regresa a la casa estudio de Vukmir, donde encuentra
las cintas que han hecho y al verlas reconstruye los

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hechos en y fuera de cámara. Descubre que él mismo
ha sido violado por los guardias, que le han inyecta-
do numerosas drogas para mantenerlo en servicio y
transformado en una feroz «máquina de coger», inca-
paz de controlar su deseo al menor atisbo de un cuer-
po femenino. El golpe maestro de la atrocidad tiene
lugar en una escena que Vukmir llama «un cálido ho-
gar familiar», donde Milos, completamente drogado,
encuentra dos cuerpos tendidos bocabajo cubiertos
parcialmente con sábanas. Como si se tratara de un
semental, el actor procede de manera irracional a so-
domizar a uno de los cuerpos sin descubrirlo. Un en-
mascarado se le une violando al otro cuerpo. Vukmir se
acerca entonces y le quita la máscara al recién llegado
para revelar a su hermano, Marko. Milos lo mira con
sorpresa comenzando a recuperar la consciencia. En-
tonces Vukmir retira la sábana y Milos descubre que
su hermano está violando a su esposa Marija. Los ojos
del actor recuperan el brillo y entonces Vukmir retira
la sábana que cubre el pequeño cuerpo que él está so-
domizando y mira con horror a su propio hijo. Milos
enloquece, ataca al director, a su hermano y a sus ca-
marógrafos. En una de las secuencias más delirantes,
Milos mata a uno de los milicianos al asfixiarlo con su
grotesco pene. La escena concluye con una carnicería
de la que solamente sobreviven Milos, su esposa y su
hijo, mientras Vukmir se desangra en el piso diciendo:
«¡Eso es el cine!».
Milos es el monstruo fálico incontrolable, la bestia
violadora de las pesadillas conservadoras, es el poder
sexual masculino que fascina e intimida, pero que es
usado y desechado por un aparato represor frígido

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y pretencioso. A su regreso a casa, Milos y su mujer
deciden, sin decir una palabra, acostarse en la cama
con Petar en medio. Milos dispara una sola bala que
los atraviesa a los tres quitándoles la vida. En la últi-
ma secuencia, vemos a un hombre al pie de la cama,
quizás uno de los clientes de Vukmir, acompañado de
dos milicianos y una cámara, en silencio contemplan
a los cadáveres hasta que el cliente le ordena a uno de
sus hombres: «Comienza con el más pequeño», y éste
procede a quitarse los pantalones.
Una sociedad narcotizada por las fantasías nacio-
nalistas, el odio, la ambición y el caos se entrega a la
búsqueda de placeres intensos y experiencias límite
para romper con el entumecimiento emocional, con la
insensibilidad asumida a golpe de pérdidas dolorosas.
Vukmir explica que la pornografía para él es mostrar
«la carne y el alma de una víctima transmitida en vivo
a un mundo que ha perdido todo y ahora paga para ver
desde la comodidad de un sofá». Aquí, el arte no se en-
tiende como una fuerza vital sino como una corriente
de desconsuelo aterradora que arrastra todo a su paso,
transformándolo, reduciéndolo a su mínima expresión.
Es como si una nación victimizada, devastada por la
guerra, el fratricidio, la purificación étnica y el descon-
suelo de sentirse acosada por incontables enemigos y
abandonada por sus supuestos aliados necesitara de
una purga cultural sangrienta. Srpski film no es un es-
pectáculo realista como tantos ejercicios en horror cor-
poral sexual recientes, sino una cinta cuidadosamente
artificial, una serie de desafíos calculados y estriden-
tes que ponen en evidencia que Vukmir tiene razón al
repetir «¡Eso es el cine!», mientras muere extático.

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Monstruos sexuales en el Imperio del Sol Naciente

Si bien la pornografía consiste en mostrar imá-


genes de cuerpos atractivos y deseables, siempre ha
existido un coqueteo con lo extremo, lo inesperado y
lo monstruoso como una manera de inyectar novedad,
tensión, peligro o simplemente contraste, ya sea con
personajes mórbidamente obesos, enanos o deformes.
A partir de la denominada Edad de Oro de la por-
nografía estadounidense, la mayoría de las imágenes
de los actos sexuales que podríamos llamar extremos
fue quedando marginada y, en ocasiones, prohibida;
de tal manera que fetichismos como el bestialismo, la
coprofagia y la violación, entre otros, casi desaparecie-
ron de la pornografía comercial mainstream estadouni-
dense. Mientras tanto, otras industrias nacionales, es-
pecialmente en Europa, aprovechando legislaciones
tolerantes, siguieron filmando fantasías prohibidas. El
ejemplo más notable de una pornografía que emplea
elementos extraños, particularmente perturbadores y en
ocasiones monstruosos es la japonesa, la cual proviene
de una larga tradición que tiene sus orígenes en el arte
gráfico de la era Edo (1603-1867) y que ha conservado
un carácter singular, transgresor e incomparable que
define tanto al video como a las publicaciones impresas
con contenido sexual explícito. La pornografía japonesa
tiene la característica de que las tramas rara vez se limi-
tan a escenas sexuales como en el porno occidental; los
personajes, historias y situaciones son a menudo com-
plejos y pueden pertenecer a géneros diversos como la
ciencia ficción, el horror, la comedia y el romance. En
el terreno de las historietas o manga, así como en los

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dibujos animados o anime, se ha dado una asombrosa y
vital diversidad en la exploración de tabúes y fantasías.
Así, surge el término hentai o H (etchi) que en Japón
se usa para referirse casi exclusivamente a obras real-
mente «perversas o anormales», aunque fuera de esa
nación se ha vuelto un nombre genérico para definir a
la animación y manga erótica.

Engendros tentaculares

«Más que cualquier otro género (con la posible


excepción del horror con el cual a menudo está vin-
culado) la pornografía pone al cuerpo en el primer
plano, no sólo en términos de sexualidad sino también
en relación con la estética, identidad social y de géne-
ro», escribe Susan Napier.10 Es en el porno y el horror
donde las aberraciones de la carne y las transgresiones
de orden biológico sirven como elementos para refle-
xionar sobre el impacto que tienen las tradiciones, las
religiones y la cultura en la construcción social e inter-
acción entre los sexos. Desde la llegada de internet y la
globalización de las imágenes pornográficas, algunas
cintas producidas en Japón se han ganado la repu-
tación de ser las más extrañas y provocadoras del mun-
do así como las más violentas, grotescas y degradantes
hacia la mujer. Esta percepción se debe en gran medida
a que, al ser sacadas de contexto, las imágenes pierden
sus referentes y pueden parecer hostiles. En cualquier
caso pocas industrias pornográficas se atreven a mos-
trar escenas de dominio, control, humillación, tortura
e incluso mutilación y hasta muerte (simuladas, por su-
puesto) en contextos dementes y provocadores como lo

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hace la japonesa. Numerosas narrativas con imágenes
sexualmente explícitas convierten el cuerpo femenino
en un instrumento para expresar el dominio mascu-
lino o lo reducen a un territorio de experimentación.
Un ejemplo curioso son las series de videos pornográ-
ficos en las que una comentarista de noticias recibe
sin inmutarse chorros de semen mientras lee la infor-
mación a la cámara. Otro subgénero particularmente
repelente es aquel en que se muestra una obsesión por
utilizar a mujeres como si fueran excusados o urinales.
Estas fantasías delirantes reflejan un imaginario salva-
jemente misógino, lúdico y decadente, pero también
proyectan de manera ingeniosa ansiedades, angustia
social e inseguridad erótica.
Un ejemplo emblemático de estas fantasías, que
mezcla elementos sobrenaturales y surrealistas con sexo
es la pornografía tentacular o de tentáculos violadores,
un subgénero porno que fusiona ciencia ficción, horror
y fantasía. Las protagonistas se ven amenazadas, agre-
didas y penetradas por largas extremidades con aparien-
cia de inmensos penes. Esta curiosa obsesión aparece
por primera vez en la historieta Urotsukidōji (La leyen-
da del señor del mal, 1987), creada por Toshio Maeda
para la revista Wani, desde 1986 hasta 1990. Dado el
enorme éxito que tuvo este manga, Hideki Takayama
fue comisionado para hacer una adaptación en video.
Takayama alteró completamente la historia al introducir
numerosas imágenes de violaciones, horror sexual y la
famosa escena del monstruo con tentáculos violadores.
Inicialmente, Maeda declaró a la edición japonesa de
Playboy que ese anime era repugnante, cruel y sádico,
pero al mismo tiempo brillante, y que admiraba la visión

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de Takayama.11 Los siguientes trabajos de Maeda, como
la serie Yōjū Kyōshitsu (Invasión de la bestia demo-
niaca) en la que incluye numerosas imágenes de sexo
agresivo y violaciones tentaculares, se vieron a su vez
influenciados por Takayama y por el éxito popular y co-
mercial de Urotsukidōji.
La idea de los tentáculos violadores fue un recurso
con el que Maeda burló la severa, y hasta cierto punto
incongruente, censura que prohíbe mostrar penes en
manga, anime o cine (salvo pixelados o de alguna forma
difusos) pero no censuraba otros objetos fálicos. Esto
puede explicar, por lo menos en parte, el recurso obse-
sivo de vibradores y una amplia gama de consoladores
que aparecen regularmente en la pornografía japone-
sa. El origen de la pornografía tentacular es a menudo
remitido a la obra gráfica erótica o shunga, El sueño
de la mujer del pescador (1814) de Katsushika Hokusai,
una xilografía incluida en el libro Kinoe no Komatsu o
Los jóvenes pinos, en la que una mujer desnuda yace
sobre su espalda mientras parece recibir placer oral de
un pulpo grande que la sujeta por las piernas y brazos,
mientras otro pulpo más pequeño la besa y acaricia un
pezón. Esta obra tuvo una gran influencia en varias ge-
neraciones de artistas tanto japoneses como occiden-
tales, incluyendo a Picasso, Auguste Rodin y Félicien
Rops. Sin embargo, la relación bestial que muestra Ho-
kusai no refleja los elementos de violación y agresividad
de los tentáculos del porno moderno.
En este subgénero la amenaza de la violación me-
tafórica que representan las armas punzocortantes del
género slasher se convierte en la amenaza literal de
los apéndices, tentáculos y extremidades de los demo-

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nios, extraterrestres, robots y toda clase de seres mons-
truosos. Llama la atención que estas narrativas tienen
a menudo un tono gótico y un carácter apocalíptico:
la amenaza sexual está vinculada con la extinción de la
especie, el fin del dominio humano sobre la tierra o
el rompimiento de pactos milenarios entre la humani-
dad y las fuerzas del mal. Los actos sexuales aparecen
como violaciones brutales, con múltiples penetracio-
nes que aparentan producir la pérdida de la conscien-
cia, la eliminación de la voluntad, la rendición al con-
trol ajeno y una especie de placer tan agónico como
interminable. Los tentáculos pueden tener en la pun-
ta lo que parecen cabezas de penes con ojos, fauces,
lenguas, uñas o dedos. En ocasiones atacan como si
fueran misiles, puños o serpientes venenosas, pero la
mayoría de las veces tan sólo desean deslizarse dentro
del cuerpo de la víctima. En poco tiempo las narrati-
vas con amenazas tentaculares pasaron de las cintas
de animación al cine común y en ocasiones, especial-
mente en las cintas con actrices, los tentáculos se con-
vertían en entidades autónomas e independientes que
no se veían conectadas con un ser sino que se trata-
ba únicamente de apéndices voluntariosos que obsesi-
vamente buscaban insertarse en vulvas, anos o bocas.
La invasión corporal tentacular tiene varios posibles
desenlaces que van desde la satisfacción total hasta
la destrucción del cuerpo. Si bien a veces los tentácu-
los tienen la capacidad de disparar líquidos como si
eyacularan, la mayoría de las veces no alcanzan «el clí-
max» convirtiendo el acto en un largo e intenso supli-
cio con ecos de martirio. En los videos de este género
de imagen real (live action) los tentáculos suelen ser

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largos tubos plásticos y babosos que mediante dife-
rentes trucos sujetan y penetran a las actrices con la
intención de ofrecer un espectáculo deliberadamente
repulsivo y abyecto. Lo que parece sorprendente es
que la idea desquiciada de los tentáculos erotizados
ha tenido un éxito inmenso entre ciertos fanáticos, al
punto de que ha pasado a incorporarse como un gé-
nero popular del manga, el anime, el video y los juegos
de video. Incluso algunas de las superestrellas del
mundo del porno japonés o Japanese adult video han
hecho filmes de esta naturaleza, como es el caso de
Maria Ozawa y de Asami Ogawa.
La pregunta natural es: ¿quién puede excitarse
ante el espectáculo de una mujer atractiva y desvalida
a la que violan grotescos y repugnantes tentáculos?
La respuesta no es sencilla, a diferencia de un filme
de horror convencional, en el porno el objetivo del es-
pectador suele ser pragmático: la obtención de placer
instantáneo y eficiente, lo cual se logra con imágenes
que puedan entrar en resonancia con las fantasías
personales, mismas que son collages de señales eróti-
cas. Es probable que los tentáculos lleven al extremo
el sometimiento, la total indefensión y el espectáculo
del placer impuesto y no deseado, así como la certifi-
cación del orgasmo ya que en esta narrativa la modelo
no tiene razón alguna para fingir. En el porno tentacu-
lar el espectador también disfruta con una puesta en
escena y un juego de roles en el que no hacen falta fi-
guras masculinas. En este género, la mujer aparece la
mayoría de las veces en situaciones de vulnerabilidad,
pero además del papel de víctima, otras protagonistas
interpretan una diversidad de personajes dominantes

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y agresivos, algunos de ellos aterradores, como las mu-
jeres que tienen habilidades para transformarse en
monstruos. «Las mujeres pueden ser poderosas pero las
más peligrosas son claramente malignas y su maldad
está concentrada en su sexualidad»,12 escribe Napier,
quien también señala que los personajes masculinos
suelen tener un rango menor de variantes hasta lle-
gar a la representación minimalista del sexo masculi-
no en forma de encarnaciones fálicas demoniacas o de
voyeristas cómicos.13
Quizás la obra seminal del género sea Yōjū Toshi
(Ciudad perversa, 1987) de Yoshiaki Kawajiri, basada en
la novela del mismo nombre de Hideyuki Kikuchi. En
ella, un grupo de demonios «radicales» (que ha roto con
el resto de los demonios moderados) trata de impedir
que vuelva a firmarse un tratado de paz milenario entre
la humanidad y los demonios del «Mundo oscuro» que
está a punto de vencer con el fin del siglo. Aquí una mu-
jer demonio se transforma en una especie de arácnido
mientras tiene relaciones sexuales con el protagonista
y lo amenaza con su vagina dentada antes de escabu-
llirse escalando por la pared del edificio. Más tarde otra
mujer demonio radical intenta incorporar o devorar a
un hombre al absorberlo con su vientre, y una más se
convierte en una enorme vagina que desafía al héroe
al cuestionar si es suficientemente hombre para satis-
facerla. Una de las armas predilectas de los radicales son
largos falos viperinos con filosos colmillos capaces de
atravesar a un humano. El propio Maeda realizó una pa-
rodia del género tentacular en la también exitosa serie
La Blue Girl, con numerosas secuelas y adaptaciones,
que se ha convertido en una auténtica obra de culto.

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Monstruos de incoherencia fálica

Otra especialidad pornográfica que también tiene


la característica de contar con falos situados en luga-
res inesperados es aquella de los seres hermafroditas,
los cuales pueden ser divididos en: auténticos (los más
escasos), artificiales (equipados con penes plásticos,
a veces prótesis gigantes y conocidos como futanari o
simplemente futa) o transformados por la cirugía para
contar a la vez con características femeninas, como se-
nos, y sexo masculino (conocidos como newhalfs en la
cultura porno japonesa). Esta mujer fálica se ha con-
vertido en un icono monstruoso muy común y seduc-
tor, un ser andrógino y fantástico que en las narrativas
pornográficas es casi siempre intensamente ardiente e
hipersexualizado. Los transexuales, shemales y tra-
vestis son personajes muy populares de la pornografía
contemporánea entre cierto sector del público masivo
heterosexual (en los sitios porno hetero convencionales
usualmente no se incluye porno gay pero sí porno trans,
que se considera un fetichismo heterosexual más). Lo
anterior lo demuestra el hecho de que la categoría tran-
sexual (que incluye todas las variantes intersexuales)
ocupa el 17.o lugar de la clasificación de todas las espe-
cialidades porno, con 1.29 por ciento de las búsquedas
sexuales en internet; además, estas páginas (desde sitios
tube gratuitos especializados, como ashemaletube.com,
hasta sitios de paga, como tsseduction.com) son la cuar-
ta categoría en popularidad de los sitios para adultos.14
En Occidente, por lo menos desde el siglo xvii,
numerosos hermafroditas eran exhibidos en morbo-
sos espectáculos. La fascinación que ejercían era el

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resultado de la combinación de elementos corporales
inusuales o deformidades, con el estímulo sexual de
lo extraño. Así, el hermafrodita es a la vez una figu-
ra de amenaza, y una de completitud y sabiduría di-
vina. En Japón, la ambigüedad sexual ha estado pre-
sente en la cultura en variedad de formas, desde los
amoríos entre monjes budistas y sus acólitos en la
era feudal, hasta el teatro kabuki pasando por las re-
laciones eróticas entre samuráis. Sin embargo, estas
historias no son estrictamente homosexuales, más
bien las relaciones entre hombres heterosexuales y
la fascinación con la androginia es una característica
común en la cultura japonesa, por lo menos desde el
siglo xi; así lo demuestran varias escenas de roman-
ces entre hombres en la que se considera la primera
novela moderna de la historia: El romance de Genji.
Aun cuando, a partir del siglo xix, la influencia occi-
dental comienza a eliminar el desparpajo con que se
mostraban las relaciones homosexuales, la tradición
ha sobrevivido.
Es evidente que el androginismo no es una obsesión
exclusiva del Japón pero ahí se manifiesta de formas
muy peculiares; un ejemplo son los manga denomi-
nados Boys’ Love protagonizados por muchachos, im-
posiblemente bellos y con sexualidades ambiguas que
mantienen romances homosexuales. Aunque podría
pensarse que estos manga estarían dirigidos a lectores
gay, en realidad son leídos principal pero no exclusiva-
mente por un público adolescente femenino. El primer
manga especializado en este género, Comic Jun, apa-
reció en 1978 y alcanzó tirajes de 150 mil ejemplares
mensuales. Para 2003 la publicación BeXBoy tenía una

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circulación de 250 mil ejemplares mensuales. A esto
podemos sumar la copiosa producción de obras en el
estilo yaoi (acrónimo que viene de yama-nashi, ochi-
nashi, imi-nashi: sin clímax, sin objetivo y sin significa-
do) creadas por fans, las cuales consisten en escenas
inspiradas en las series de manga y anime o parodias de
las mismas. Gracias al alcance de internet, este género
se ha globalizado y actualmente tiene seguidores en
prácticamente todos los rincones del planeta.
El futanari lleva el androginismo hasta sus últimas
consecuencias presentando a menudo un descomunal
pene que reemplaza el clítoris y que a veces es capaz de
retraerse hasta desaparecer en los pliegues vaginales.
En los videos con actores reales a menudo la ilusión es
obvia. Estos personajes no tienen la función de pasar
de un género a otro sino de establecer una categoría
intermedia con señales de estímulo particulares, las
cuales radican en el antagonismo y en el contraste en-
tre las características sexuales secundarias femeninas
y masculinas. La importancia de este ser monstruoso
es su capacidad de poner en tela de juicio el orden de
los géneros, de romper con el dominio masculino y
transgredir la «segregación de los baños públicos», la
infranqueable frontera que separa a hombres y mu-
jeres cuando se trata del espacio para las funciones de
excreción fisiológica.

La monstruosa sexualidad precoz de Lolita

La contraparte de la atracción que provocan las mu-


jeres altamente letales del porno tentacular quizá radi-
ca en la fascinación que causa otro personaje femenino

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aparentemente vulnerable, frágil e inofensivo, aunque
considerado monstruoso por la cultura Occidental:
la niña sexualizada, la menor con cuerpo casi infan-
til pero desarrollada y sensual, tan inocente como de-
seosa. No olvidemos que existe una vieja tradición del
pensamiento judeocristiano y árabe que responsabiliza
de todos los males sociales a las jovencitas y al deseo
que provocan. Desde la década de los años setenta, en
Japón se ha masificado la fetichización de la menor de
edad en situaciones sexuales e incluso violentas. Imá-
genes de niñas cargadas de sexualidad han sido uti-
lizadas en los medios para promocionar todo tipo de
productos y servicios; esto obviamente es la herencia
de siglos de explotación y comercio sexual con menores.
La obsesión provocada por una niña en un adulto fue
bautizada como complejo de Lolita por el autor Russell
Trainer en su libro El complejo de Lolita de 1966, título
que obviamente hace referencia a la novela de Vladimir
Nabokov, en la que un profesor de treinta y siete años se
apasiona por una niña de doce. Lolita en Japón derivó
en la palabra lolicon o rorikon, que, como señala Chris-
tian Hernández, «integra en sí misma el concepto de
complejo».15 De acuerdo con Gigi Durham, en su crítica
de lo que ella denomina el efecto Lolita, las causas ele-
mentales de la sexualización de las niñas se deben a
«un grupo de mitos distorsionados e ilusorios»;16 así,
se puede pensar que este es simplemente un producto
del capitalismo, así como de la comercialización feroz
que imponen los medios y las corporaciones al conver-
tir a los espectadores más jóvenes en consumidores. A
pesar de lo anterior, la obsesión con jóvenes prepúberes
tiene orígenes evolutivos y culturales y no únicamente

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razones comerciales. La niña puede ser imaginada en
las narrativas pornográficas de dos formas antagóni-
cas: como una pequeña femme fatale precoz o como
una bomba de tiempo de ingenuidad y vulnerabilidad.
La sexualidad idealizada de Lolita es una característi-
ca perturbadora desde el punto de vista en que incita
fantasías socialmente inaceptables, biológicamente re-
probables y legalmente prohibidas, su naturaleza es
nínfica y por tanto monstruosa, ya que como las si-
renas, arrastra al hombre a la catástrofe social y a su
posible destrucción. En la mayoría de los videos porno
japoneses las actrices que interpretan a las jóvenes Lo-
litas son mayores de edad, con apariencia muy juvenil,
aunque sin duda hay ocasiones en que resulta muy
difícil creerlo. De hecho, a partir de 2012 comienzan
a volverse populares los videos porno protagonizados
por mujeres de muy baja estatura vestidas como niñas;
los videos en vez de títulos se identifican por cifras que
representan la estatura de la modelo como: 134 cm y
32 kg, o bien 146 cm y 176 cm, protagonizado por dos
modelos, una de ellas con apariencia infantil.
La prolífica pornografía japonesa es un remolino
incesante de propuestas en continuo cambio y de per-
versiones en permanente renovación donde no parece
existir posibilidad alguna de estabilidad ni equilibro.
Hay quienes aseguran que en ese país se hacen 30 mil
videos porno al año entre legales, subterráneos, profe-
sionales y amateurs. Aquí los subgéneros se combinan,
contaminan e intersecan de manera violenta y capri-
chosa; por lo mismo, no es inusual que aparezcan en
un solo manga, anime o video, bestias tentaculares que
abusan de niñas prepúberes fálicas. Toda combinación

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es válida y eventualmente las permutaciones engen-
dran nuevos fetiches, nuevos subgéneros, nuevos cul-
tos y obsesiones. Lo monstruoso está presente en una
buena parte de estos híbridos acechando los deseos y
amenazando con su extraña y, a veces, inconfesable
promesa de un orgasmo mejor.

La turba como monstruo violador

Una gran veta de la pornografía japonesa, el chikan,


se consagra a mostrar únicamente escenas de abuso, aco-
so y humillación sexual, y es un ejemplo perturbador
del deseo por el realismo en las expresiones de bruta-
lidad y sexo. Las mujeres son manoseadas y violadas
en diferentes situaciones sociales y casi siempre en pú-
blico por numerosos agresores en secuencias que pare-
cen extraordinariamente crueles. La paradoja es que al
tiempo en que se muestra el abuso (o la simulación del
mismo) de manera extremadamente gráfica, y en oca-
siones con pasmosa violencia, los genitales casi siem-
pre aparecen pudorosamente pixelados, de acuerdo con
las convenciones del arte erótico japonés establecidas
desde la etapa de Restauración del periodo Meiji y en-
fatizadas durante el periodo de la ocupación estadou-
nidense tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque es ile-
gal exhibir penes o vaginas en cualquier tipo de obra
comercial en Japón, circula por la red y otros medios,
gran variedad de material pornográfico clandestino sin
censura hecho en ese país, denominado urabon. Parece
paradójico que la agresión física, representada con ex-
tremo realismo, pueda ser aprobada por los censores
pero la exposición del vello púbico y los genitales no.

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Es obvio que lo presentado en las secuencias de viola-
ciones masivas en calles, trenes, autobuses, elevadores
y taxis no son auténticos registros de actos brutales y
criminales, sino simplemente actos puestos en escena
y previamente planeados siguiendo un guion, e incluso
ensayados; sin embargo, en el caos de la red se pierden
los referentes y resulta difícil descifrar qué clase de
material se está viendo. El espectador intrigado por la
naturaleza de estos videos debe tratar de reconocer
las claves que pongan en evidencia la naturaleza ar-
tificiosa de las imágenes, las tomas inverosímiles o el
uso de varias cámaras entre otros elementos. En estos vi-
deos, a menudo las placas de los autos y los rostros
de la gente que aparece accidentalmente a cuadro son
ocultados con «mosaicos» o «nubes borrosas». Algunos
están filmados como si usaran cámaras escondidas,
desde la lejanía, empleando zooms. Y aunque esto da
un tono realista a la escena sexual, no es una prueba
indiscutible de autenticidad. Un ejemplo es un video
de un hombre que acosa a mujeres solas que hablan
por teléfono o a parejas de chicas que conversan senta-
das en bancos o escalones en la vía pública. La cámara
situada a la distancia las filma por unos momentos
hasta que un hombre llega corriendo masturbándo-
se frenéticamente. Al acercarse a unos centímetros de
ellas las sorprende eyaculando sobre ellas y manchan-
do sus ropas, piel, cabello o rostros. Al terminar, huye
corriendo aprovechándose de la confusión. La cámara
sigue filmándolas mientras salen del asombro y se lim-
pian. El placer del espectáculo no parece residir tanto
en el orgasmo masculino sino en la humillación, en la
resignación que a veces se traduce en lágrimas y otras

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en un intento de las jóvenes por limpiarse rápidamente
sin llamar la atención para ocultar su vergüenza. En
las secuencias vistas no aparece una sola en la que la
mujer muestre algún tipo de excitación o placer, o bien
en las que persiga o acuse al agresor. Estos actos su-
puestamente suceden en la calle a plena luz del día en
medio de gente que camina y autos que circulan. Este
tipo de videos resulta una incógnita. Se podría pensar
que se trata de un chiste o de una especie de show de
cámara escondida depravada, sin embargo es claro que
la sorpresa de la emboscada seminal resulta estimulan-
te para cierto público.
Un subgénero muy popular en la pornografía ja-
ponesa se enfoca exclusivamente en el sexo en luga-
res públicos, ya sea en un auto que recorre la ciudad
dentro del cual se disimula deliberadamente mal que
una mujer se expone desnuda, o bien una pareja o más
personas realizan actos sexuales. La fascinación con el
erotismo en vehículos y transportes públicos está pre-
sente en la serie de videos en los que un taxi recorre las
calles y cuando es abordado por una mujer inmediata-
mente uno o dos sujetos suben al taxi y la violan. Una
vez que terminan, el taxi se detiene brevemente bajan
a la mujer a empujones, avientan sus cosas y el auto
se aleja rápidamente. Otra obsesión muy recurren-
te en el porno nipón es la de las violaciones masivas
a bordo de trenes y autobuses, en las que la mayoría
de los pasajeros ignoran, miran para otro lado, per-
manecen como espectadores o participan en las viola-
ciones. Algunos videos contienen varias escenas en las
que jóvenes, heterosexuales o travestis, casi siempre
vestidos como escolares, son violados mientras lloran

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y forcejean tratando de liberarse; en otras colecciones
muestran a mujeres en las mismas situaciones, aunque
ellas se entregan gozosas o incitan a los hombres.
Las representaciones en el porno japonés de violen-
cia simulada o real van desde las escenas de sadoma-
soquismo clásico que evocan la imaginería tradicional
japonesa o la iconografía victoriana, así como el uso de
parafernalia y rituales de roles de agresión y sumisión
convencionales del porno occidental, hasta sesiones de
una violencia aparentemente desmesurada y caótica en
la que se obliga a la joven y algunas veces a travestis a
bañarse en agua fría, a lamer excusados y mingitorios,
recibir enemas de líquidos extraños y viscosos, beber
alcohol y a ser violados multitudinariamente para luego
ser abandonados, cubiertos de semen, sudor y secrecio-
nes en basureros, atados y estigmatizados con letreros
humillantes.

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7
La gran estafa del snuff

Tres premisas indispensables definen al subgéne-


ro mítico por excelencia, el snuff: 1) se trata de filmes
en los que una de las personas que aparece viva en la
cinta termina muerta antes del final de la misma, 2) es
un producto hecho con interés comercial, y 3) es un
filme que tiene un enfoque obsesivo en el sexo y la
violencia. Solamente una película que cumpla con es-
tas tres reglas puede considerarse un auténtico filme
snuff. Por tanto, no es el registro que haga un asesino
de sus crímenes, ni siquiera si tienen un carácter se-
xual, a menos que se hagan con una finalidad comer-
cial y alguien realmente pague dinero por ellos. No es
snuff una representación-falsificación, completamente
realista, de un acto sexual que culmina en la muerte de
alguien. Tampoco es snuff cualquier asesinato filmado
si no fue realizado para venderse y para incitar a la
masturbación. Por supuesto que podemos decir que
muchas cosas muy diversas pueden excitar sexualmen-
te a ciertas personas y es muy probable que alguien
vea matanzas, carnicerías y derramamiento de sangre
para estimularse. Llamemos por tanto seudosnuff a
algunos productos que dentro de cierto contexto pre-
sentan esa función. Sin embargo, el verdadero snuff
es, hasta donde se sabe, material de leyenda, un tipo

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de representación que sirve para imaginar conspira-
ciones de asesinos sin escrúpulos y millonarios crue-
les que sostienen sus fantasías encargando homicidios
sexuales con guiones específicos. Numerosas investi-
gaciones sobre el tema han sido lanzadas en diferentes
partes del mundo y todas han terminado de la misma
manera: sin prueba alguna; aunque siempre queda
la vaga sugerencia de que alguna pista crucial pudo
haber sido ignorada o de que individuos poderosos se
encargarán siempre de deshacerse de las evidencias
para protegerse. Nada hará que aquellos que creen que
existe una red de coleccionistas de snuff cambien de
parecer y siempre habrá narradores que se encarguen
de perpetuar el mito con películas (como Emanuelle in
America de Joe D’Amato, 1977), numerosas novelas y
recuentos de segunda y tercera mano.
La noción del snuff es poderosa ya que contradice
la esencia misma del cine, que tiene la magia de in-
mortalizar o conservar por siempre lo filmado; el snuff
hace lo opuesto al mostrar cómo se extingue el último
aliento vital de un ser humano. Se ha hablado hasta el
cansancio del origen de esta leyenda urbana, de su
relación con los crímenes de Charles Manson y «la
Familia», y de cómo se convirtió en la obsesión de las
militantes feministas antipornografía.1 Sin embargo,
el propio recuento que dio lugar a la leyenda no parece
convincente. Ed Sanders en su libro The Family (La
familia) sobre el clan de Manson, entrevista a una per-
sona, de la que no da el nombre, que «se había estado
juntando, más o menos, con la Familia durante unos
dos años y medio».2 Este individuo «dio información
considerable» acerca de una presunta película snuff,

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que Sanders nunca pudo ver ni tampoco fue vista por
su informante («Yo no la vi. Yo sólo, tú sabes…»), he-
cha cuando algunos miembros de la Familia filmaron
a una mujer de unos veintisiete años, de cabello corto,
muerta en la playa. El entrevistado dijo que aparecían
personas con largas túnicas negras y los rostros cubier-
tos, como si se tratara de un ritual, pero no cuenta que
la película mostrara a la mujer siendo violada, o tenien-
do relaciones sexuales de ningún tipo que culminaran
en su muerte sino que estaba muerta con las piernas
abiertas. «Estaba desnuda pero nadie se la estaba co-
giendo. Dicen que su cabeza acababa de ser cortada y
sólo estaba ahí tirada».3 Tampoco se mostraba el sacri-
ficio. Cabe añadir que dicho filme nunca apareció; en
una nota al pie de la edición de 2002, Sanders escribe:

En los treintaiún años desde esta entrevista, no ha


aparecido ningún filme que muestre asesinatos reales
o víctimas de asesinato. Eso es bueno. Por supuesto
que ahora en la era del streaming digital hay mucha
violencia real y derramamiento de sangre de muchas
formas inmediatamente disponibles y la población
en su mayoría parece desensibilizada al horror que
esto produce. Pero aún así no han aparecido snuff
films. Y yo sigo diciendo: qué bueno.4

La historia del snuff quizá nunca hubiera pasado


de ser una nota grotesca al pie de página de un recuen-
to criminal, de no ser porque un productor y distri-
buidor oportunista logró desatar un escándalo con el
fin de promocionar una cinta mediocre como si se tra-
tara de un aterrador documento de un asesinato con

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vagas connotaciones sexuales. El matrimonio de ci-
neastas Roberta y Michael Findlay eran considerados
algo así como la familia real de los filmes de sexplota-
ción desde 1964 hasta 1977, año en que Michael mu-
rió en un espantoso accidente de helicóptero. Cuan-
do Michael se disponía a abordar su transporte en el
helipuerto que estaba en la azotea del entonces edi-
ficio pan am (hoy MetLife) de Nueva York, en rumbo
al aeropuerto John F. Kennedy, el tren de aterrizaje
frontal del helicóptero se colapsó, con lo que la aero-
nave se inclinó violentamente de lado y el rotor que
aún estaba girando se impactó con el piso. Una de las
cinco aspas de seis metros se desprendió y voló contra
el grupo de personas que esperaban para abordar. Mi-
chael y otras dos personas murieron instantáneamen-
te mientras que una más quedó gravemente herida y
falleció más tarde en el hospital. Asimismo, una mu-
jer que caminaba, cincuenta y nueve pisos más abajo,
en el cruce de la Calle 43 y Madison, murió aplastada
por los pedazos del helicóptero que cayeron del rasca-
cielos. Esta tragedia estrepitosa estaba a tono con el
tipo de filmes que hacían los Findlay.
Los Findlay junto con los hermanos John Ells-
worth y Lemule «Lem» Amero son considerados como
los inventores del roughie.5 En 1965 produjeron, diri-
gieron, financiaron y actuaron en su debut, Body of
a Female (El cuerpo de una mujer), la historia de un
sádico millonario, interpretado por Lem, quien usa a
Michael, en el papel de un vago y vividor, para con-
seguirle mujeres que lleva a su calabozo donde las
flagela y atormenta. Finalmente Michael lleva a Ro-
berta al calabozo pero se enamora de ella, así que la

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defiende de Lem, pelean hasta que Michael lo mata en
la playa de Coney Island. Su siguiente filme, hecho con
un poco más de fondos, mejor equipo y más idea de
cómo hacer una película fue Take me Naked (Tómame
desnuda), de 1966, en la que se incluye una escena
necrófila. Michael a menudo empleaba seudónimos
para dirigir y firmar sus guiones, además actuaba y
producía; por su parte, Roberta coescribía, era la di-
rectora de fotografía y también actuaba en papeles
secundarios, mientras los hermanos Amero participa-
ban en una variedad de papeles y actividades detrás
de cámara. Su obra maestra fue la trilogía de la carne
que comienza con The Touch of her Flesh (El toque
de su carne, 1967). Esta serie de softcores, filmados
en blanco y negro, cuenta la historia de Richard Jen-
nings (interpretado por el propio Michael Findlay),
un ingenioso y cruel psicópata que desea vengarse
de todas la mujeres después de haber sido engañado
por su esposa. Jennings emplea en sus crímenes una
variedad de dispositivos crueles e ingeniosos como las
espinas de una rosa envenenada, dardos, sierras circu-
lares, consoladores equipados con navajas retráctiles,
cimitarras, lanzallamas, la pinza de una langosta y su
propio pene cubierto de veneno. El éxito de esta cinta
llevó a los Findlay a hacer dos secuelas The Curse of
her Flesh (La maldición de su carne) y The Kiss of her
Flesh (El beso de su carne; ambas de 1968) en las que
abundan escenas de tortura y sometimiento en medio
de una narrativa de horror sangriento.
En 1971 los Findlay decidieron tomar unas vacacio-
nes en Sudamérica y de paso hacer una película en unas
cuatro semanas con un presupuesto mínimo (30 mil

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dólares). Según ellos contrataron en Argentina un
equipo de filmación (con un equipo de rodaje y acto-
res que no hablaba inglés) por sesenta dólares diarios
para hacer una película inspirada en los asesinatos de
Sharon Tate (quien tenía ocho meses de embarazo) y
de Leno y Rosemary LaBianca a manos de la pandi-
lla-secta criminal la Familia de Charles Manson. Esta
no era una idea original de los Findlay. De hecho por
esas fechas aparecieron por lo menos otras tres cintas
inspiradas en los mismos hechos. La naturaleza de la
sexplotación consistía precisamente en exprimir hasta
agotar los miedos colectivos, los escándalos de moda y
los prejuicios de las masas; este es el subgénero depre-
dador que se entrega al saqueo, al plagio y que además
trata de situar lo representado en la frontera del mal
gusto, justo en los límites de lo tolerado por la censura.
La histeria desatada por los crímenes de Manson y
su familia tuvo un impacto planetario. Los nazis fue-
ron entonces sustituidos en el imaginario de la sexplo-
tación por la amenaza de los hippies promiscuos, ado-
radores de Satán y asesinos. Si bien era claro que la
mayoría de los hippies pregonaban un credo ambiguo
e informe, sólidamente fundado en dos nociones bási-
cas: paz y amor; los medios comenzaron a crear una
imagen del hippie como un asesino sexualmente per-
verso, impulsivo y sanguinario. No fueron pocos los
cineastas que adoptaron este cliché con entusiasmo.
Al terminar la filmación, los Findlay hicieron el
doblaje de sonido en Estados Unidos, la bautizaron
«Slaughter» (Carnicería) y, tras ser rechazados por
el distribuidor Joe Salomon, se la ofrecieron a Allan
Shackelton, un exingeniero que se dedicaba a la pro

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ducción y distribución de cine a través de su empre-
sa Monarch Releasing Corporation, que se especia-
lizaba en cine de explotación. A pesar de sus bajos
estándares Shackelton no quedó muy impresionado
por la pobrísima calidad del argumento, la fotografía
y las actuaciones, aunque la razón principal es que
tenía muy poca sangre. Con todo, Shackelton sentía
cierta atracción por Roberta y optó por aceptar una
copia y almacenarla mientras se le ocurría darle algún
uso. Slaughter contaba los crímenes de una banda de
hippies liderados por un hombre que se hacía llamar
Satán y que a la manera de Manson controlaba a sus
seguidores para llevarlos a cometer asesinatos. Entre
sus víctimas estaba una actriz estadounidense em-
barazada, llamada Terri, quien obviamente era un eco
de Sharon Tate. No había desarrollo alguno de los per-
sonajes y todo culminaba cuando una de las seguido-
ras de Satán acuchillaba a Terri en el vientre. El filme
fue exhibido comercialmente en un par de cines antes
de octubre de 1975.
Shackelton sabía que el tema de Manson comenza-
ba a perder su capacidad de estremecer debido a su
sobreexplotación, así que no le interesaba apresurarse
lanzando otra cinta más. Roberta Findlay comentó en
una entrevista con David Nolte (para CCVL núm. 2)6
que cuando Shackelton vio un reportaje periodístico
en 1975, en el que un portavoz del fbi afirmaba que
estaban entrando a Estados Unidos películas snuff
de contrabando desde Sudamérica, se le ocurrió re-
bautizar al filme Snuff y, con unos pequeños cambios,
darle un nuevo giro a su agotada trama. Shackelton
tuvo la visión de explotar una nueva histeria masiva y

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enriquecerse con la credulidad de un público deseoso
de convertir sus peores pesadillas en entretenimiento.
El propio Shackelton lanzó el primero de diciembre de
1975 una descarada y a todas luces absurda campaña
alarmista en la que él mismo, haciéndose pasar por
un informante anónimo, diseminó el rumor de que
la película que el fbi había interceptado proveniente
de Sudamérica era nada menos que Snuff. Asimismo,
firmó desplegados de asociaciones de defensa de la
decencia que atacaban a la película y, prácticamente
sin gastar un centavo, creó un episodio masivo de
pánico moral. Inventó a un personaje ficticio, Vincent
Sheehan, quien luchaba al lado de una organización
denominada Citizens for Decency para impedir que
la obscenidad corrompiera a la nación. Poco después
descubrió que existía una organización con ese nom-
bre aunque curiosamente no se opuso a la campaña de
Shackelton y más bien asumió la lucha contra Snuff
como una causa propia.
Shackelton volvió a editar el filme pero esta vez le
quitó los créditos y añadió un nuevo final en el que se
mostraba lo que supuestamente sucedía detrás de las
cámaras al término del rodaje. La filmación del pietaje
extra costó 10 mil dólares, estuvo a cargo de Simon
Nocturn de August Films y se hizo en el departamento
en Nueva York7 del prolífico actor y director porno
Carter Stevens, considerado uno de los fundadores de
la industria porno de la Costa Este. Muchos han afir-
mado que el propio Stevens dirigió el final pero él mis-
mo asegura en su sitio web que no fue así.8 Uno de los
eslóganes empleado por Shackelton para promocionar
la película: «La cosa más sangrienta que ha sucedido

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jamás frente a una cámara», se refería a que una de las
asistentes de dirección era literalmente destripada por
miembros del equipo por pura diversión. En la nueva
versión, después de que acuchillan a Terri London, su
grito de dolor se interrumpe por el grito de «Cut!». El
supuesto director le dice entonces a su asistente que
ese final sangriento fue excelente y lo dejó excitado.
Ella confiesa que le sucedió lo mismo. El director la
invita a ir a la cama del set donde poco antes Terri
fuera «asesinada» y comienza a besarla y acariciarla.
Ella le pregunta sobre el resto del personal que aún
se encuentra ahí. Él dice que pronto se irán y que no
hay problema. Se acuestan y siguen besándose hasta
que ella se da cuenta de que no sólo siguen ahí y están
observándolos, sino que han comenzado a filmarlos.
La joven trata de zafarse pero el director la somete.
«No te preocupes», le dice. Pero ella sigue gritando y
luchando por liberarse. Entonces el director pregunta
a la cámara: «¿Quieren una buena escena?». El direc-
tor alcanza entonces un cuchillo que accidentalmente
está por ahí, como si hubiera sido el mismo usado con
Terri en el filme (lo que no tiene sentido ya que aquel
debía ser de utilería). El director comienza a cortarle la
ropa mientras ella grita y él le pide que grite aún más.
El director saca de su bolsillo unas pinzas y le corta un
dedo. Mientras tanto, la única cámara muestra mági-
camente diferentes ángulos y perspectivas simultáneas.
Luego pide una sierra eléctrica a su personal y con ella
le corta la mano. Regresa al cuchillo y le abre las en-
trañas. Luego hunde sus manos en su vientre abierto
y saca los órganos mientras se muestra extático, hasta
que la imagen se oscurece completamente y se ven los

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sprockets. Se escucha a alguien decir: «Mierda, mierda
se acabó la película». El director pregunta: «¿Lo to-
maste todo, lo tomaste todo?» El otro responde: «Sí,
lo tenemos todo» y luego: «Vámonos de aquí». A nadie
llamó la atención que tanto el asesino, como su víc-
tima y sus cómplices no eran sudamericanos (como
decía el otro eslogan: «Una película que sólo pudo ser
filmada en Sudamérica, donde la vida es barata») sino
estadounidenses.
Este final justificaba que la cinta en sí fuera un tra-
bajo infame, incompleto y de pésima manufactura, ya
que era sólo un pretexto para mostrar en unos cuantos
minutos la supuesta mutilación y evisceración de una
joven. El asesinato en sí no tenía más carácter sexual
que el hecho de que la joven decía haberse excitado
viendo una escena donde se fingía un crimen sangrien-
to y que se acostaba en una cama besando y acari-
ciando al director con la probable intención de tener
relaciones sexuales.
Cuando Michael Findlay descubrió lo que Shack-
elton estaba preparando a partir de su película, fue a
exigirle cuentas y a renegociar su contrato. El distri-
buidor se negó hasta que Findlay amenazó con hacer
un escándalo y revelar sus planes a la prensa. Enton-
ces aceptó negociar; sin embargo los Findlay siem-
pre afirmaron que nunca les pagó lo prometido y que
sólo Shackelton ganó dinero con esta cinta. La cam-
paña tuvo éxito, numerosos comentaristas, críticos y
líderes de opinión lanzaron una cruzada contra la cin-
ta y muchos comenzaron a debatir lo que implica-
ba un espectáculo semejante, la mayoría de ellos sin
cuestionar su autenticidad; dando por hecho que lo

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mostrado tenía que ser real. Snuff se estrenó el 16
de enero de 1976 en teatros sitiados por feministas
y conservadores que amenazaron con poner bombas
e incluso atacaron con huevos a algunos de los asis-
tentes. Esto tan sólo intensificó el interés en la cinta,
la cual llegó a recaudar 66 mil dólares en su semana
de estreno, una cifra muy respetable para un filme que
resulta difícil de soportar y carece incluso del humor
involuntario que puede hacer por lo menos entreteni-
da una pésima película. Después de algunas semanas,
el Departamento de Justicia ordenó que se pusiera un
aviso en el filme que indicara que nadie había sido
asesinado en su filmación. En cualquier caso, el daño
estaba hecho y aun cuando la histeria se disipó, la idea
de que había gente que asesinaba mujeres para filmar-
las o que existía un mercado negro de filmes snuff que
generaba millones de dólares anuales, pasó de ser una
leyenda urbana a convertirse en un dogma de fe irra-
cional para muchos en todo el mundo; una certeza pa-
ra la que no hacía falta tener evidencias y que está
profundamente enquistada en la cultura que celebra
la morbosidad y la sordidez. Snuff vino a confirmar
una sospecha popular de que el cine tenía una esencia
criminal y maligna, que el ojo deshumanizado de la cá-
mara no era un filtro artístico o generoso de la reali-
dad sino un artefacto perverso que podía llevarnos a
cometer los actos más atroces y crueles. El medio era
el mensaje y el mensaje era la muerte como espec-
táculo. El cine es ilusión, es un entretenimiento que re-
quiere de la suspensión de la incredulidad, de suponer
que la historia que se nos cuenta es —si no real— por
lo menos posible.

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Shackelton tuvo fama de haber sido uno de los pro-
ductores más infames y ruines en el negocio del sexo
y uno de los hombres más despreciados en el medio del
cine de explotación, el cual no se caracterizaba precisa-
mente por estar repleto de personas amables o gene-
rosas sino, como escribe Landis, «lleno de personajes
cuestionables, hombres de reputación dudosa o inexis-
tente, hombres que usan la cinematografía para experi-
mentar con sus manías sexuales, hombres para los que
el proceso de hacer un filme es un producto secundario
o una cortina de humo para sus actividades ilícitas».9
A partir de entonces no han sido pocos los intentos
de engañar al público al prometerle la oportunidad de
ver en la pantalla imágenes espantosas y sin preceden-
te, de confrontar sus peores temores con espanto pero
sin peligro. Estas estrategias han venido acompañadas
de toda clase de mentiras, efectos especiales, insinua-
ciones, verdades a medias y prejuicios. Después de
Snuff hubo muchos otros intentos por vender boletos
con la sugerencia de mostrar lo que la muerte es real-
mente. Uno de los intentos más exitosos y mejor reali-
zados para engañar al público es la cinta de horror
gore japonesa Chiniku no hana (Flor de carne y sangre,
1985), segundo filme de la serie Guinea Pig (Ginı̄ pig-
gu), escrita, dirigida, producida y protagonizada por
el artista de manga Hideshi Hino; este filme descri-
be el lento desmembramiento, evisceración y asesina-
to de una joven a manos de un hombre ataviado como
samurái quien la mantiene viva durante gran parte de
su suplicio. El filme carece de personajes, créditos u
otra narrativa más allá del procedimiento, que supues-
tamente tiene precisión anatómica y es de un realismo

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extraordinario. Tan orgullosos estaban los realizadores
de sus efectos especiales que hicieron un documental
donde muestran cómo crearon cada uno de los efec-
tos: Mēkingu obu Ginı̄īPiggu (Making of Guinea Pig,
Jyunko Okamoto, 1986). La primera cinta de la serie,
Akuma no jikken (El experimento del diablo, 1985), es
menos sangrienta pero no menos perturbadora. En
ella un grupo de hombres secuestran a una joven a la
que someten a una serie de torturas, divididas en for-
ma de capítulos: golpear (en el que entre todos abofe-
tean cien veces a una mujer atada a una silla), patear
(cuyo título explica todo), garra (en el que usan unas
pinzas para lastimar su piel), inconsciente (en que la
marean al hacerla dar vueltas en una silla giratoria
y luego la obligan a beber alcohol), sonido (la some-
ten a escuchar ruido intenso, por más de cinco horas en
audífonos que amarran a su cabeza), piel (le arrancan
las uñas con pinzas), quemadura (agua hirviente), gu-
sanos (le ponen gusanos en las heridas y en el rostro),
entrañas (la cubren de vísceras de animales) y aguja
(en la escena más grotesca del filme le introducen una
aguja en el ojo). Al inicio del filme un texto señala:

Hace muchos años obtuve un video privado con el


título Guinea Pig. Su comentario decía: «Este es
el reporte de un experimento sobre el punto de
ruptura del dolor soportable y la corrosión de los
sentidos de la gente…», pero de hecho se trataba de
una exhibición de crueldad diabólica en la que tres
criminales abusan severamente de una mujer. Nota:
Guinea pig se refiere a cualquier material experi-
mental.

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Al inicio, la mujer cuelga de un árbol dentro de una
especie de red. Se escucha una sutil música de fondo,
aparece el título «Verano 198X» y comienza la tortura
con un ritmo parsimonioso que termina con la mujer
nuevamente colgada de un árbol dentro de una red, in-
móvil, como una crisálida inerte. La cinta finaliza con
otro texto: «Los detalles de este experimento estaban
ausentes cuando recibí el video, pero el nombre, la
edad y demás información de la mujer y los tres hom-
bres en este video se están investigando».
Los siguientes filmes de esta serie Senritsu! Shinanai
otoko (El hombre que nunca muere, 1986), Manhōru no
naka no ningyo (Sirena en una coladera, 1986), Nōto-
rudamu no andoroido (Androide de Notre Dame, 1988) y
Pı̄tā no akuma no joi-san (Doctora del demonio, 1986)
tienen narrativas un poco más convencionales y per-
sonajes desarrollados, por tanto no tratan de engañar al
espectador sugiriendo que se trata de pietaje encontra-
do, ni de un trabajo amateur hecho para documentar
siniestros experimentos con sujetos humanos. Tras el
descubrimiento de uno de los filmes de la serie, Man-
hōru no naka no ningyo, en la extensa videoteca de pe-
lículas de horror slasher y gore (que contaba con 5 763
cintas) del asesino serial Tsutomu Miyazaki (quien
asesinó, mutiló, violó y filmó a cuatro niñas de entre
cuatro y once años), los productores fueron objeto de
toda clase de acusaciones. Supuestamente el criminal
imitó el método mostrado en Chiniku no hana. Y aunque
nunca se estableció una conexión directa entre los actos
y las preferencias fílmicas del asesino, los productores
de Guinea Pig dieron por terminada la serie en 1991.

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Es concebible que la capacidad del cine para cap-
turar, documentar, reproducir y catalogar todos los
aspectos de la vida sería utilizada tarde o temprano
para el registro de actos criminales y perversiones ex-
tremas para ser vistas una y otra vez como trofeos o
como fuentes de estímulo. Es difícil imaginar un acto
más transgresor que la filmación de un asesinato, y si
dicho crimen se comete como parte de una perversión
erótica entonces estamos ante un acto repulsivo en
extremo. En una era de bombardeo audiovisual ince-
sante, en que somos observados en permanencia por
cámaras (de vigilancia, de circuito cerrado, de la web
y de teléfonos celulares) y en que prácticamente en
todo momento consumimos imágenes en movimiento,
la tensión clásica entre el registro de la realidad y la fal-
sificación de la misma, que da sentido al cine, se ha ex-
tendido a toda la mediósfera. El cine como máquina
de sueños y como instrumento validador del entorno
ha entrado en colisión con la cultura de la reality tv,
con la manipulación del espectador para hacerle creer
que no solamente todo es posible sino que todo puede
ser videograbado y convertido en espectáculo.
El poder del cine es tal que puede crear la ilusión de
ser realmente lo que representa. Forma y fondo pue-
den parecer intercambiables. Desde la escena del tren
que llegaba a la estación de La Ciotat (1895), en el filme
de los hermanos Lumière, en que el público imaginó
que un auténtico tren irrumpía en la sala repleta de
gente (o por lo menos eso cuenta la leyenda) hasta The
Blair Witch Project (El proyecto de la bruja de Blair) de
Daniel Myrick y Eduardo Sánchez (1999), la ilusión
fílmica ha jugado con nuestra percepción y certezas.

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Así, tenemos que hay un cine cuyo fondo puede ser la
idea de asesinar a una persona en el transcurso de un
acto sexual, mientras que otro tipo de cine puede te-
ner la forma de un asesinato como fetiche sexual. Los
mecanismos del cine pueden tener el poder de hacer
que la imagen sustituya a lo real y si estos mecanis-
mos invaden e impregnan todas las representaciones,
entonces nuestra capacidad de determinar qué es real
y qué no lo es se va deteriorando. Como escribe Jon
Beasley-Murray: «El cine nos hace creyentes a todos,
pero al mismo tiempo nos hace cínicos».10 La certe-
za popular de que absolutamente todo puede existir
junto con las numerosas señales de que la escopofilia
no tiene límites hace que mucha gente asuma —que
tenga la completa seguridad— que el snuff existe,
aunque nunca haya visto una cinta de ese tipo o, de
haberla visto, no pueda afirmar con absoluta certeza
que cumple con las tres reglas indispensables para ser
un verdadero filme snuff.

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8
Sexo como amenaza
y porno como política

En abril de 2004 estalló el escándalo de la tortura


en la prisión de Abu Ghraib. El programa 60 Minu-
tes II (extensión de la prestigiosa emisión televisiva
dominical) de la cadena televisiva cbs hizo pública una
serie de imágenes fotográficas en las que se mostra-
ban presos desnudos sometidos a extrañas torturas y a
una diversidad de actividades humillantes: pirámides
humanas, simulación de actos sexuales, esposados con
pantaletas que les cubren el rostro, siendo atacados
por perros y balanceándose precariamente sobre una
caja de cartón con cables eléctricos conectados al
cuerpo, entre otras. Las imágenes fueron capturadas
por los propios guardias nocturnos de una sección de
dicha prisión, que, en tiempos de Saddam Hussein,
era famosa por sus cuartos de tortura y sus presuntas
celdas de violaciones. Las fotografías fueron difundi-
das inmediatamente por todo el planeta poniendo en
evidencia lo que ya era bien sabido, que las fuerzas
invasoras estadounidenses utilizaban rutinariamente
la tortura en sus cautivos y, al mismo tiempo, enfa-
tizaban el viejo rumor de que esta tortura era altamen-
te sexualizada. Mientras todo el mundo, especialmente

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los países árabes, estaba escandalizado y horrorizado,
no faltaron en Estados Unidos los comentaristas que
descontaban las imágenes diciendo que se estaba
dando demasiada importancia a bromas pesadas por
parte de los guardias, quienes simplemente se encon-
traban bajo demasiada presión y necesitaban relajarse.
Las imágenes eran evidencia flagrante de que las tro-
pas de ocupación estaban violando la Convención de
Ginebra respecto al trato de detenidos en una guerra y
en territorios ocupados; pero eso dejó de ser novedad
desde que Estados Unidos declaró que esa Convención
era anticuada y no podía aplicarse a este «nuevo tipo
de guerra».
Este, por supuesto, no era el primer escándalo me-
diático con claras connotaciones pornográficas; basta
remontarse a 1998 cuando explotó otro escándalo se-
xual que evocaba la imaginería hardcore: las infi-
delidades del presidente Bill Clinton con Monica Le-
winsky. El tema dominante en los noticieros en aquel
momento era la revelación de que Lewinsky había teni-
do sexo oral con Clinton en la Casa Blanca. Poco a poco
los detalles fueron filtrándose a los medios, llenando el
relato de elementos que parecían sacados de una na-
rrativa pornográfica: él le había insertado puros en el
sexo, ella había guardado un vestido azul manchado
de semen presidencial, ella le había chupado el pene
mientras hablaba por teléfono con el primer ministro
británico. La felación pasó en ese momento a dominar
el discurso público, particularmente cuando el presi-
dente declaró que no era una relación sexual, en cual-
quier caso «hacer un Lewinsky» entró al argot como
sinónimo de un acto de sexo oral.

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Y mientras el asunto de Clinton y su intern o pa-
sante era uno de sexo clandestino pero voluntario en-
tre dos adultos, el caso de Abu Ghraib involucraba a
un grupo de soldados de la 372.ª compañía de policía
militar, agentes de inteligencia y contratistas privados
que montaban auténticas cámaras de tortura para
una variedad de presos, hombres, mujeres y menores
de edad, con la presunta finalidad de «ablandarlos»
para hacerlos confesar. Los contratistas y los agentes
de la cia dieron a los soldados instrucciones genera-
les de cómo torturar y, aparentemente, a partir de
eso dieron vuelo a sus propias fantasías. Las torturas
que ahí tenían lugar casi eran juegos crueles, bullying
patológico y azaroso conducido por autoproclama-
dos expertos, quienes obtuvieron un contrato con el
gobierno estadounidense a pesar de no tener ninguna
experiencia para interrogar, ni conocimiento del jiha-
dismo islámico ni de la política de Medio Oriente,
como explica Ali Soufan en su libro The Black Banners:
The Inside Story of 9 / 11 and the War against al-Qaeda.1
No fueron pocas las víctimas de estos abusos, es difícil
saber cuántos murieron siendo conejillos de indias de
estos ejercicios de poder; en cambio, cientos quedaron
traumatizados o estigmatizados, mientras lo obtenido
en términos de información fue nulo. Es cierto que es-
tos suplicios palidecían si se les compara con el tipo
de tortura empleada en las mazmorras de los dictado-
res de la región; sin embargo, su efecto se vio amplifica-
do al convertirse en pornografía. Estas imágenes ade-
más de documentar los hechos servían a su vez como
instrumentos de tortura con las que podían extorsio-
nar a los presos con la amenaza de hacerlas públicas y

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destruir su reputación. Lo curioso es que muchos de
los individuos aparecen con los rostros cubiertos, por
lo que ese argumento es relativamente cuestionable;
en cambio parece demostrar que por lo menos una
buena parte de esas imágenes fueron creadas esencial-
mente como pornografía amateur, para ser disfrutada
por los propios soldados y por sus conocidos.
Los reclusos que fueron utilizados en estos maca-
bros juegos sexuales no eran todos presos políticos
sino que muchos estaban en la cárcel por crímenes
comunes, incluso uno de ellos había sido acusado de
violar a una menor (en las fotos aparece pintarrajeado
con la palabra violador (rapeist —así, mal escrita—,
lo que evoca la manía de pintarrajear mujeres en el
gonzo). La conducta de los guardias, contratistas y
agentes está en la misma línea de otros abusos mili-
tares contra la población civil, entre las que se hallan
las atrocidades cometidas por un grupo de soldados es-
tadounidenses que en las afueras de Kandahar se dedi-
caban a cazar humanos, a cortar dedos y extraer dien-
tes de los cadáveres como trofeos, o bien, el video de
soldados estadounidenses orinando sobre cadáveres
afganos (filmado en julio de 2011 y hecho público en
enero de 2012). Los altos mandos militares estadou-
nidenses inicialmente atribuyeron los actos de cruel-
dad a acciones de unos cuantos individuos fuera de
control o psicópatas que actuaban por su cuenta, a
unas cuantas «manzanas podridas». Pronto se descu-
brió que estas acciones eran parte de un programa
secreto de inteligencia militar llamado Copper Green
que surgía de la noción de que, en la cultura árabe, el
honor de la masculinidad era la más alta prioridad,

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por lo tanto los iraquíes (y musulmanes en general)
eran particularmente vulnerables a la humillación
sexual. Este programa trató de «Convertir el sexo en
la amenaza y el porno en política».2
En poco tiempo la discusión en torno al abuso que
se estaba llevando a cabo en Abu Ghraib dio un giro
hacia la pornografía. La mayoría de los comentaristas
veían en estos actos la influencia de los productos por-
nográficos que circulaban sin impedimento ni censu-
ra por internet así como de la violencia de los juegos
de video. No faltaron quienes recurrieron al viejo pre-
texto de que las imágenes «sucias» habían provocado a
un grupo de buenos muchachos patriotas para come-
ter actos que podían ser comparados como novatadas
universitarias. El problema para estos críticos no era
la cultura de la guerra, ni el racismo, ni la deshumani-
zación de los ocupadores sino la pornografía y su má-
gico poder de corrupción. Semejante argumento es
absurdo, el sexo se ha usado por milenios como he-
rramienta de sometimiento, humillación y tortura; sin
embargo, lo que sí es evidente, como apuntan Car-
mine Sarracino y Kevin M. Scott, es que los actos de
Abu Ghraib tenían el sello inconfundible del lenguaje
del porno violento gonzo y, en cierta forma, del sado-
masoquista, la parafernalia del sometimiento y la de-
gradación: presos que eran obligados a estar desnudos
por varios días, detenidos que eran paseados a cuatro
patas con collares y correas de perro por guardias
femeninas, presos sometidos a toda clase de atadu-
ras con reminiscencias fetichistas, hombres forzados a
usar ropa interior femenina, presos obligados a mas-
turbarse y a veces a eyacular en otros presos mien-

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tras eran filmados o fotografiados, presos obligados a
presenciar actos sexuales de otros presos o incluso de
los guardias, guardias mujeres manoseando a presos
para ver si se excitaban o embarrándoles lo que decían
que era sangre menstrual —con la idea de que esta es
considerada particularmente impura en el islam—,
detenidos que eran embarrados de mierda y fotogra-
fiados, presos violados por guardias y sodomizados
con plátanos, tubos fluorescentes de luz y otros obje-
tos, presos obligados a simular o a realizar actos ho-
mosexuales con otros presos. Y todo esto videograba-
do y fotografiado en un ambiente hostil y perverso en
el que los torturadores se esmeraban en manipular
las posturas de las víctimas y ellos mismos posaban
triunfalistas, con sonrisas socarronas y con los pul-
gares en alto (en particular los soldados Charles Gra-
ner y Sabrina Harman, quienes aparecen orgullosos
en varias de las fotos) poniendo en evidencia que esta-
ban interpretando roles y escenarios de dominio.
El hecho de que los liberadores de la nación come-
tieran atrocidades semejantes a las que practicaba
el dictador fue muy sintomático de la conducta gene-
ral de una guerra altamente mediatizada, que era di-
rigida de manera irresponsable y cínica. La muerte y la
destrucción provocadas por la guerra no eran noticia;
el porno bélico, sí. De esa forma, la ocupación de Irak
se caracteriza porque el ocupador se diferencia del ocu-
pado en términos religiosos y culturales pero además
el primero viene cargando un enorme bagaje pornográ-
fico que es prácticamente desconocido para los nativos.
Las imágenes de Abu Ghraib comenzaron a infes-
tar toda clase de sitios en internet, desde los puramente

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informativos y noticiosos hasta los pornográficos, pa-
sando por una diversidad de blogs jihadistas y sitios
políticos que se usaban para denunciar la ocupación
o bien para celebrar el maltrato de los ocupados. Es
importante recordar que la pornografía es en esencia
la materialización de fantasías sexuales. Ahora bien,
también puede consumirse como pornografía cual-
quier representación que entre en resonancia con las
fantasías personales del observador, aunque esta no
haya sido creada con un fin masturbatorio. Las imá-
genes tomadas en Abu Ghraib no tardaron en inser-
tarse dentro de la cultura pornográfica en línea que en
cierta forma las inspiró, se filtraron dentro del corpus
de representaciones de sexo violento. No sólo se tra-
taba de registros oficiales, ¿profesionales? o anecdóti-
cos de los actos de abuso sino del producto final de un
proceso de creación de pornografía. Durante la inves-
tigación realizada tras el escándalo de Abu Ghraib se
recolectaron de entre los guardias de esa prisión 2 800
fotografías consideradas pornográficas, las imágenes
de la tortura nocturna en la prisión estaban mezcla-
das con 660 fotos pornográficas comerciales. Estas fo-
tos profesionales y amateurs circulaban en discos com-
pactos entre los soldados y, de hecho, fue por eso que
finalmente esta conducta criminal fue descubierta y de-
nunciada. A su vez estas imágenes influyeron o impul-
saron a más de un pornógrafo para producir videos y
series fotográficas de presuntas iraquíes o simplemente
de mujeres árabes siendo maltratadas y violadas por
supuestos soldados estadounidenses. Estas imágenes
eran distribuidas por varios sitios, como iraqbabes.com,
registrado en abril de 2003 por Linda McNew, de

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McNew Enterprises (quien se negó a divulgar el nom-
bre del webmaster que le rentaba dicha página), y que
ha sido borrado de los anales de la red. Iraqbabes.com
comenzó a ofrecer imágenes, al parecer falsificadas,
de violaciones de iraquíes a principios de 2004. El sitio
Sex in War, registrado en Hungría a nombre de Andrea
Marchand, también intentó capitalizar el escándalo y
explotar la fascinación morbosa con las imágenes de
abuso sexual de rehenes. Las fotos engañaron a varios
medios informativos en Oriente Cercano, quienes de
inmediato denunciaron lo que pensaban eran más
atrocidades. Igualmente, The Boston Globe publicó el
11 de mayo de 2004 un artículo en el que, si bien se
mantenían relativamente escépticos, denunciaban las
violaciones. Cuando se reveló que las imágenes eran
falsas, el diario quedó en ridículo. Un fraude de esta
naturaleza usualmente tiene un impacto particular-
mente grave ya que no solamente destruye reputacio-
nes sino que, además, siembra la semilla de la duda en
los numerosos crímenes de guerra reales que estaban
y están teniendo lugar.
Dichas imágenes condensaban tres subgéneros por-
nográficos populares en sí mismos, aparte del sadoma-
soquismo: el porno de prisión, el de la guerra y el de
violación. Uno de los argumentos para desaparecer es-
tos sitios fue que habían dado a los medios de comuni-
cación elementos para desprestigiar la ocupación y que
tal vez habían desatado una oleada de represalias en
el terreno de combate. Iraqbabes.com y Sexinwar.com
desaparecieron pero en su lugar quedaron vínculos
a sitios que anuncian violaciones como pornografía,
como Truebrutalmovies.com, violentpleasures.com, fan-

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tasyteenageassault.com, trueforcedgirls.com, rape-sto-
ries3d.com.
Al momento en que esto se escribe, la lista incluye
treinta y cuatro sitios y aunque muchos desaparecen
de modo regular, inmediatamente otros nuevos toman
su lugar. En esta página se anuncia que se puede ob-
tener un pase único para todos los sitios de violacio-
nes. Parecería que las imágenes y los videos cobran
vida propia una vez que son liberados en línea; así, las
tristes imágenes de Abu Ghraib se recomponen en una
diversidad de contextos, reinterpretándose y reciclán-
dose a manera de comodines para cualquier narrativa.
En sitios como aztlan.net3 y universalfriends.org,4 en-
tre otros, se muestran imágenes porno falsificadas al
lado de imágenes de Abu Ghraib, en un extraño con-
trapunto que borra distinciones a la vez que establece
un discurso ideológico caótico e irresponsable.
En los juegos de roles y el sexo sadomasoquista, es
fundamental que ambas partes tengan poder; una rep-
resenta el control y el dominio y la otra, la sumisión,
aunque esta última debe contar con palabras, gestos o
señales de seguridad para poner fin al sufrimiento en el
momento que quiera, cuando el dolor rebase el umbral
del placer. En estos rituales queda siempre claro que
cada persona tiene límites que deben ser respetados y,
aun en las prácticas que pueden parecer más extremas,
los participantes están protegidos. En los calabozos
de tortura estadounidenses en Irak no había palabras de
seguridad. En gran medida la tortura llevada a cabo
en Abu Ghraib tenía reminiscencias inocultables de cin-
tas como Ilsa, She Wolf of the SS, comentada anterior-
mente. En aquella hay una obsesión con el tormento

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sexual, con la esterilización y muy especialmente con
el poder sexual masculino: los únicos que logran sal-
varse son aquellos que logran satisfacer a la temible,
insaciable y literalmente castrante Ilsa. En Abu Ghraib
la emasculación tiene un carácter menos radical, como
vestir a los presos de mujer, sodomizarlos o someter-
los a tratamiento degradante por mujeres, aunque no
es menos efectivo si consideramos que la mayoría de
los presos provenían de un medio donde la mujer es
marginada y discriminada de la mayoría de las activi-
dades masculinas. En sus fantasías de abuso, los solda-
dos estadounidenses se transformaron en los nazis de
utilería de aquellas ficciones.

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9
Los sitios shock

Pánico moral

Es bien sabido que la pornografía fue uno de los


principales incentivos que llevaron a las masas a in-
ternet. Nunca antes tanta pornografía fue vista por
tantos, nunca antes un producto tan controvertido fue
distribuido de manera gratuita en todos los rincones
del planeta. Pornografía sin novedad no es pornogra-
fía. Pornografía sin transgresión moral no es porno-
grafía. Una sociedad moderna no puede imaginarse
sin pornografía legal o ilegal. Un fenómeno inevitable
en ella es que abundancia y repetición se traducen en
desensibilización; las imágenes porno se devalúan
cuando se sobreexponen y pierden su poder de estimu-
lar cuando demasiados ojos las han visto. Esto ha lle-
vado a muchos a temer las consecuencias de un bom-
bardeo semejante de material erótico explícito, al cual
se responsabiliza de ciertos efectos entre los consumi-
dores frecuentes e incluso ocasionales de este tipo de
material, dichos efectos son: una búsqueda incesante e
irrefrenable de materiales sexuales cada vez más atre-
vidos, intensos y extremos, problemas de concentra-
ción y un estado de distracción constante, cambios de

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intereses y gustos en materia de erotismo, problemas
de disfunción sexual, ansiedad social y un cuadro bas-
tante complicado de actitudes obsesivo compulsivas en
lo que respecta a ver estos materiales, acumularlos y
masturbarse sin cesar.
En buena medida, estamos nuevamente en el te-
rritorio de la culpa, cualquier obsesión que pueda dis-
traernos de nuestras labores productivas, relaciones
familiares e interacción social será considerada una
pérdida de tiempo, esto abarca desde los deportes hasta
coleccionar monedas; pero, cuando lo que nos distrae
son imágenes sexuales, el problema toma otra propor-
ción: no se le considera un entretenimiento ni una
afición sino una adicción sucia, patológica y peligrosa.
Los conservadores y los religiosos han compartido des-
de siempre esta visión, sin embargo cada día se incre-
menta la cantidad de gente que considera que lo que
perciben como una creciente amenaza pornográfica es
un inminente cataclismo social. Este fenómeno, como
se señala al inicio del libro, se ha dado en llamar la por-
nificación de la cultura y es una expresión del pánico
moral provocado por la abundancia de expresiones
pornográficas, o inspiradas en la pornografía, que han
impactado la cultura popular y que, algunos imaginan,
representan el fin de las relaciones sexuales entre seres
humanos de carne y hueso, la muerte del afecto, el co-
lapso de una imaginaria inocencia social o la pérdida
de ciertos valores éticos del pasado.
La pornografía digital aparece desde la infancia de
arpanet, se difunde masivamente por internet a través
de bulletin boards especializados y la red Usenet hasta
convertirse en uno de los más poderosos motores del

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progreso de la World Wide Web. En cada uno de es-
tos medios electrónicos era posible acceder a las face-
tas más diversas de la pornografía, desde la de consu-
mo masivo, la «pornovainilla», hasta aquella centrada
en los fetiches más inverosímiles, irritantes y peculia-
res. Los pequeños ámbitos privados de los diferentes
grupos de aficionados a filias específicas parecían
abrirse a cualquiera y revelar sus secretos, sus obse-
siones y sus códigos. El ejemplo más obvio es el del
mencionado sadomasoquismo, donde al desconocer
la mecánica altamente ritualizada de los juegos sexua-
les de dominio y sometimiento, el público neófito veía
sólo actos de agresión, dominio y tortura.
Cuando esto se escribe, la web ha rebasado las dos
décadas de existencia, de manera que por lo menos
una generación ha aprendido todo lo que sabe del
sexo en la pornografía que ha visto en la red. Si a esto
se suma la vivencia de una década de guerra con una
proliferación de imágenes atroces de muerte, someti-
miento y tortura, difundidas por canales alternati-
vos, tenemos que el resultado inevitable es una gran
confusión cultural, una gran ambigüedad en lo que
se refiere al horror corporal, una curiosa displicencia
en torno a la exposición grotesca de cuerpos destro-
zados y, a juzgar por la manera en que el cine y los
videojuegos muestran escenas de violencia, un apetito
insaciable por estímulos cada vez más intensos y más
sorprendentes.
Este ambiente fue el caldo de cultivo para el re-
greso revitalizado de una cultura del sexo violento
en todas sus acepciones, lo que no sólo desató un re-
ciclaje de viejas imágenes sino una proliferación de

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nueva pornografía que daba la apariencia de ser cada
día más abundante y provocadora. Nuevas empresas
comenzaron a aparecer en diversas partes del plane-
ta con la finalidad explícita de ofrecer videos de feti-
chismos específicos. En ocasiones este crecimiento
llevó a algunos pornógrafos —especialmente en socie-
dades donde ciertos crímenes de naturaleza sexual son
rara vez castigados— a volver a los métodos del pasado
para reclutar a sus «actrices» y «modelos» de maneras
poco ortodoxas o éticas y muy probablemente ilegales.
Basta considerar ciertas series populares entre los
consumidores de porno violento como los videos rusos
que circulan por internet en sitios como Rape Section,
Abused Teenagers y Real Brutal Sex, en los que se pre-
sentan exclusivamente escenas de violaciones, así como
los ya mencionados videos chikan japoneses. Es claro
que dichos videos pretenden ser simulados, pero su
realismo puede ser inquietante. El sitio rapelover.com
ofrece pornografía convencional, pero su enfoque
principal son fantasías de violaciones y de necrofilia;
uno de los videos que presenta se llama Girl Killed
during Rape (Chica asesinada durante violación) y
muestra cómo un hombre entra a una casa, viola y es-
trangula a una mujer; otro más, Tied Girl Raped (Chi-
ca atada y violada) muestra a una mujer esposada a
una cama y silenciada con unas medias en la boca
hasta que se ahoga mientras un hombre la acaricia.
Ninguna de estas escenas pretende ser demasiado re-
alista ni es sexualmente explícita.
También proliferan videos de violaciones de mu-
jeres en manos de soldados, a menudo rusos, en los
que siempre aparecen armas, cuchillos, pistolas, rifles

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de asalto con los que supuestamente se intimida a la
víctima y que parecen siempre estar a punto de ser
usados en ella. Por supuesto que estos tampoco son
literalmente documentales de violaciones reales sino
productos comerciales de ficción con estilos narrati-
vos, fotográficos y de edición particulares. No obstan-
te, tales puestas en escena juegan con la suspensión de
la incredulidad del espectador para lo que recurren a
trucos como no presentar créditos ni títulos o filmarse
con un falso realismo que lleve al público a creer que
lo que está viendo es real; a pesar de que, de ser real, el
simple hecho de ver o tener escenas de este tipo cons-
tituiría un acto de complicidad. En cualquier caso,
podemos creer o no en estas puestas en escena, pero
eso no resta poder a la violencia y a la sensación de
angustia y desesperación que proyectan las actrices-
modelos-víctimas.

Hay algo podrido en la web

Uno de los primeros sitios dedicados a explotar


el morbo de las atrocidades de la carne (mostrando
heridas, enfermedades, deformaciones, cadáveres hu-
manos y animales) y que a la fecha sigue operando
es Rotten.com, un sitio gratuito que apareció en 1996
pero que entre sus opciones ofrece la categoría «por-
no»; el acceso tiene un costo de 6.95 dólares mensua-
les (a febrero de 2013), un ingreso con el que supues-
tamente se sostiene el sitio web. Si se lo compara con
los innumerables sitios que surgieron posteriormente,
Rotten.com hoy parece, hasta cierto punto, moderado.

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En mayo de 1997 el staff de este sitio web escribió una
respuesta a quienes deseaban censurarlos:1

Rotten dot com sirve como un ejemplo para demostrar


que la censura en internet es impráctica, inmoral y equi-
vocada. Para censurar este sitio sería necesario censurar
textos médicos, textos históricos, depósitos de eviden-
cias criminales, tribunales, museos de arte, bibliotecas y
otras fuentes de información vital para el funcionamien-
to de una sociedad libre.
Prácticamente ninguna de las imágenes que tene-
mos es de naturaleza lujuriosa y por tanto no cae en
ninguna de las definiciones de obscenidad. Cualquier
imagen que tengamos de naturaleza sexual está en un
contexto que la sitúa lejos de lo obsceno, en cualquier
jurisdicción de Estados Unidos. Algunas de las imáge-
nes podrán ser ofensivas, pero eso nunca ha sido un cri-
men. La vida es a veces ofensiva. Uno debe estar pre-
parado para eso.
Las imágenes que nos parecen más obscenas son las
de quemas de libros.

Este sitio pionero abrió las puertas para un gran


número de imitadores, oportunistas y seguidores que
también optaron por aprovechar la libertad que ofrecía
la red digital bajo eslóganes del tipo: «La verdad sin
maquillaje». Estas páginas web pasaron a darse a co-
nocer como sitios shock o chocantes, los cuales tenían
por objetivo escandalizar, ofender y provocar exhibien-
do imágenes desagradables, casi siempre escatológi-
cas, grotescas, pornográficas o violentas. Muchos de
estos sitios nacen ofreciendo galerías de fotos y más

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tarde de videos. Básicamente, parecería que el crite-
rio de selección de su material en video consistía en
que se aceptaba todo lo que YouTube.com rechazaba
o censuraba. Algunos de estos sitios se hicieron famo-
sos con una sola imagen (o video) particularmente de-
sagradable como el repugnante meme escatológico 2
Girls 1 Cup (2 chicas, 1 copa),2 el tráiler de un video
escatológico en que se muestra a dos jóvenes lesbianas
coprofílicas. Había una actitud de desparpajo lúdico e
irreverente detrás de estos sitios que no tenían un cla-
ro interés monetario. Más tarde, algunos comenzaron
a vender suscripciones a servicios «prémium», donde
se ofrecían imágenes que eran supuestamente aún
más perturbadoras que las que se mostraban de forma
gratuita, o bien camisetas, tarros y otros objetos. Tam-
bién integraron anuncios y comerciales de productos
y servicios que deseaban verse relacionados con ese
tipo de imágenes (como algunos sitos porno), vincu-
lando así lo atroz con imágenes sexuales de paga.

Ogresco

Uno de los primeros sitios en alcanzar un cierto


éxito con la difusión de imágenes terribles y sin cen-
sura de guerras, accidentes, ejecuciones y violencia
en general, fue Ogrish.com. La intención de este sitio
shock fue desafiar al público al confrontarlo con fo-
tos y videos extremadamente gráficos, de ahí su eslo-
gan original: «Can you handle life?» (¿Puedes con la
vida?), que parece extremadamente irónico ya que ahí
lo insoportable es confrontar imágenes de la muerte.

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Inicialmente subían cualquier material obtenido sin
preocuparse por su veracidad, ni su procedencia, ni
por la opinión de las autoridades, los familiares o seres
queridos de las personas que aparecían en las imá-
genes. Esto provocó quejas, denuncias y ataques de
hackers furiosos en varias ocasiones por considerarlo
una falta de respeto, como el caso de los videos de las
personas que caen o se lanzan al vacío desde las tor-
res ardientes del World Trade Center tras los ataques
del 11 de septiembre de 2001, o la ejecución del intér-
prete y misionero surcoreano Kim Sun-il, a manos de
jihadistas (supuestamente el grupo de Abu Musab al
Zarqaui) en junio de 2004.
Posteriormente, los administradores del sitio co-
menzaron a tener aspiraciones de convertirlo en una
fuente de noticias alternativas sin censura ni prejuicios,
legítima y reconocida (por tanto con mayor potencial
capitalizable), así que cambiaron su eslogan a: «Uncov-
er Reality» (Descubre la realidad). Inicialmente los vi-
deos ofrecidos por este sitio correspondían a acciden-
tes de autos y víctimas de crímenes sangrientos. Pero
a medida que la «guerra contra el terror» avanzaba, se
convirtió en la principal fuente de imágenes. Debido
a la censura de los canales televisivos y las divisiones
de noticias de los medios electrónicos (que rechazaban
mostrar imágenes sangrientas de la guerra), Ogrish en-
contró un nicho para darse un nuevo sentido en la era
de las invasiones estadounidenses en Medio Oriente.
Así, mientras las cadenas televisivas y los canales in-
formativos de cable presentaban la cara propagan-
dística de una guerra aséptica, sin sangre ni cuerpos
mutilados, Ogrish mostraba facetas de la verdadera

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destrucción que provocaba la «liberación» de Afganis-
tán e Irak, aparte de otros conflictos menores; sin em-
bargo, no lo hacían con un espíritu crítico ni antibélico
sino con descaro, ironía, humor negrísimo y un deseo
de ser incendiarios.
Aparte de docenas de «colaboradores habituales» de
quienes obtenían videos provenientes de diferentes par-
tes del mundo, Ogrish se volvió durante algún tiempo
uno de los sitios al que acudían organizaciones guerri-
lleras, criminales, militantes y terroristas para postear
los videos de su atentados, secuestros o ejecuciones y
volverlos públicos. Los administradores de Ogrish han
mantenido un perfil bajo, evitando al máximo los re-
flectores. Sin embargo, en 2006 James Harkin del Fi-
nancial Times logró obtener una entrevista con el pre-
sunto director de Ogrish, un holandés misterioso que
pocas veces concede entrevistas y que se hace llamar
Dan Klinker.3 En ese momento Klinker declaró que
sólo cinco personas distribuidas en el mundo trabaja-
ban de tiempo completo para Ogrish. El material era
enviado por correo electrónico o por uploads directos
al sitio; algunos contribuyentes (policías, socorristas,
periodistas y gente con acceso a víctimas de emergen-
cias) recibían honorarios a cambio de los derechos de
sus videos. Otros videos eran obtenidos por «cazadores
de terroristas» que se dedican a navegar por las pági-
nas de las organizaciones islámicas fundamentalistas
violentas con el fin de exponerlas. Por otra parte, Klinker
aseguró que contaban con un software que monitoreaba
continuamente sitios de jihadistas y grupos extremistas
en la web para identificar ciertas palabras clave en com-
binación con attachments de video o imágenes. El sitio

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recibía entonces entre 125 mil y 200 mil visitas, pero
cuando tenían lugar eventos violentos estas podían lle-
gar hasta las 750 mil. Ciertos videos fueron descargados
millones de veces, como el de la mencionada ejecución
de Nick Berg, así como la decapitación del correspon-
sal de The Wall Street Journal, Daniel Pearl, y la ejecu-
ción del rehén británico Kenneth Bigley, al lado de los
estadounidenses Eugene Armstrong y Jack Hensley.
Ogrish fue bloqueada en Alemania en 2005 porque
violaba las leyes de ese país, que exigen a los sitios
de internet verificar la edad de sus visitantes antes de
darles acceso al material restringido a adultos; debido
a la conexión que tenía a través de la compañía Level 3
quedó automáticamente bloqueada en Holanda, Fran-
cia, Polonia, Italia y Suiza. Klinker dijo a Harkin que
él, en lo personal, no disfrutaba de este tipo de mate-
rial y que la mayoría de sus visitantes no eran enfer-
mos mentales ni psicópatas que se excitaran con las
imágenes gore sino «tan sólo simples seres humanos
civilizados y ordinarios». Pero también afirmó: «Sabe-
mos de cierto que hay más gente interesada en este
tipo de material de lo que la mayoría piensa. Sorpren-
dentemente el 30 por ciento de nuestra audiencia son
mujeres», aunque lamentablemente no explica cómo
obtuvo ese dato.
Repitiendo la falaz noción de que las imágenes
pueden educar por sí mismas, Klinker justificaba su
trabajo como un ejercicio de la libertad de expresión,
como una forma de concientizar a la humanidad al
mostrar, a un público que está acostumbrado a una
versión endulzada, lo que «en realidad está sucedien-
do en el mundo», «para que puedan llegar a sus propias

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conclusiones en vez de conformarse con las versiones
tendenciosas de los eventos en el mundo como las pre-
sentan los medios masivos». Algunos han acusado al
sitio de servir a los intereses propagandísticos de los ex-
tremistas. A esto Klinker responde que, de hecho, ellos
no son neutrales, que ejercen cierta censura al eliminar
todo discurso ideológico de los islamistas; asimismo,
en sus títulos y descripciones ponen en evidencia sus
sentimientos hacia las víctimas y los victimarios y
siempre se expresan a favor de las «tropas aliadas». Así,
la dirección de Ogrish, que está aparentemente consti-
tuida por europeos, tiene la política de mostrar imá-
genes de soldados estadounidenses y aliados muertos
con respeto, mientras que las de los jihadistas y civiles
árabes son presentadas con sorna e ironía. Las inten-
ciones de Klinker y de sus asociados son obviamente
ingenuas o falsas. La idea de mostrar la cara auténtica
de la guerra y de crear conciencia respecto de lo que
sucede en el mundo se contradice con la ausencia de
contexto de la mayoría de los videos o bien con los
irritantes comentarios que se añaden a ciertos videos.
El 65 por ciento de los visitantes de este sitio provienen
de Estados Unidos. De cualquier manera existe una
relación de inquietante convivencia entre jihadistas,
que quieren mostrar la contundencia de sus acciones y
ponerse en el mapa del terror, y Ogrish, que depende de
una producción sostenida de imágenes de atrocidades
para subsistir. Ambos son engendros de la era de la red,
ambos están definiendo al medio y nuestras expectati-
vas del mismo.
La palabra ogrish proviene de ogro y, según Klinker,
de la idea de un monstruo horrendo que asesina y

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come humanos. Como se mencionó antes, este y otros
sitios similares tienen en común que la mayoría de
sus patrocinadores son sitios pornográficos por lo que
ofrecen imágenes sexis mezcladas entre el gore para
atraer visitantes. Aunque esta no es, ni remotamente,
la única relación entre dos tipos de imágenes supues-
tamente antagónicas, sin duda vuelve muy visible y
evidente la conexión y se mantiene como un subtexto
permanente para todo aquel que visita estos sitios, in-
dependientemente de sus intenciones. En 2006, Ogrish
se dividió en dos proyectos Ogrishforum.com y un sitio
ligeramente más convencional Liveleaks.com que, a la
manera de algunos programas televisivos, como Pri-
mer impacto, muestra videos de accidentes, colisiones de
autos, curiosidades del mundo y situaciones cómicas
o paradójicas de todo tipo, como se hacía en los filmes
mondo. También apareció Blogrish.net, que emplea
los eslóganes: «The New Face of Reality» (El nuevo
rostro de la realidad) y «Uncensored Media» (Medios
sin censura), que ofrece una especie de calendario del
horror, donde muestra la imagen de una atrocidad por
cada día del mes. Más recientemente apareció Ogrish.
tv, que ofrece la habitual selección de accidentes, vícti-
mas mutiladas y un vínculo con un sitio pornográfico.

El sistema monetario pornográfico

En una línea similar a la de Ogrish, ya que también


fue un sitio generador de comunidades que se reunían
en torno al objeto de su interés y que participaban con
sus propias imágenes o comentarios, estaba el sitio

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NowThatsFuckedUp.com (ntfu), el cual fue creado en
agosto de 2004 por Chris Wilson como un sitio por-
nográfico en forma de una especie de bulletin board o
foro para intercambiar y compartir imágenes pornográ-
ficas amateur. ntfu se volvió muy popular entre las fuer-
zas armadas estadounidenses en Afganistán e Irak (Wil-
son aseguraba que por lo menos 30 por ciento de los
usuarios eran militares en servicio). El primer roce de
este sitio con las autoridades tuvo lugar cuando varias
mujeres soldados fueron descubiertas posteando fotos
en el foro «Our Female Members — Couples and Self
Pictures» (Nuestras miembros femeninos: parejas y
autorretratos), donde posaban desnudas. El Pentágo-
no decidió entonces bloquear el acceso al sitio desde
las computadoras militares en los países ocupados.
Esto en realidad resultó ser una excelente campaña
promocional y el tráfico del sitio aumentó notable-
mente ya que de todas formas muy pocos visitaban
sitios porno desde las computadoras del ejército, más
bien lo hacían desde sus laptops.
De acuerdo con Wilson (quien en 2005 tenía 27
años), dado que los soldados en Irak y Afganistán
tenían problemas para utilizar sus tarjetas de crédito
para acceder a sitios pornográficos de paga, decidió
ofrecer acceso gratuito a todo aquel que demostrara
ser militar en servicio, por lo que comenzaron a enviar
fotos de los países donde estaban desplegados; inicial-
mente ofrecían imágenes de bases militares, calles,
nativos sonrientes y tanques pero eventualmente co-
menzaron a enviar fotos de vehículos destruidos por
artefactos explosivos improvisados y de civiles muer-
tos, tanto por bombas como por balas. Estas imágenes

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se enviaban a un foro denominado: «Pictures from
Iraq and Afghanistan — Gory» (Imágenes de Irak y Af-
ganistán: sangriento), que contenía imágenes de cuer-
pos destrozados, extremidades mutiladas, intestinos y
vísceras desparramadas. Fotos atroces mucho más ex-
plícitas que el material que se posteaba en el vecino fo-
ro: «Pictures from Iraq and Afghanistan — General».
En estos foros los participantes celebraban y comen-
taban las imágenes, pero sobre todo se burlaban y
maldecían al enemigo. «Burn baby burn» (Arde, nene
arde) era un ejemplo mesurado del pie de foto de un
cadáver calcinado, «Nice puss, bad foot» (Buena va-
gina, pie malo) acompañaba a la imagen de una mujer
que había perdido un pie en una explosión y llevaba la
falda levantada por lo que podía vérsele el sexo; la foto
de dos hombres muertos, con la cabeza destrozada
probablemente por balas de alto calibre, que aparente-
mente corrieron para huir de un retén estadounidense
decía: «The bad thing about shooting them is that we
have to clean it up» (Lo malo de dispararles es que lue-
go hay que limpiar).4 Con comentarios como estos,
quedaba claro, por si alguien tenía alguna duda, que la
motivación principal de quienes posteaban esto era en-
tretenerse al exhibir su sadismo y competir con otros
participantes para ver quién podía aportar los comen-
tarios más crueles y presuntamente humorísticos.
Wilson, como Klinker, considera que las imágenes
que recibía de los soldados eran valiosas aportacio-
nes para entender la situación en los frentes de bata-
lla, aunque por supuesto no contaba con los medios ni
el interés de validar el origen de las imágenes ni para
situarlas en un contexto. Lo que sucede aquí es una

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especie de culto de la imagen por sí misma, una in-
terpretación ingenua y literal de ese manoseado lugar
común: «Una imagen dice más que mil palabras». No
hay duda de que las fotos de seres humanos carboni-
zados o desmembrados pueden aportar información
relevante respecto de la conducción de esta guerra, del
tipo de armas empleadas, del cuidado o la negligencia
que tienen las tropas y los insurgentes de la población
civil, así como de los crímenes cometidos por las par-
tes en conflicto y del daño que causan las municiones
y explosivos en uso corriente en la actualidad. En un
artículo publicado en la Online Journalism Review,
Mark Glaser entrevista a algunos de los participantes
en el foro, con la intención de conocer sus motivos
para compartir esas imágenes brutales. Por su crude-
za, vale la pena reproducir una de las respuestas:

Yo he sido muy claro en la mayoría si no es que en


todos mis posts sobre lo que siento por el pueblo ira-
quí en general y ese sentimiento no ha cambiado en lo
más mínimo en el tiempo que he pasado aquí. Puse a
un buen amigo en una bolsa para cadáveres hace tan
sólo una semana y eso realmente fue la conclusión pa-
ra mí y mis compañeros. Siempre dispararemos antes y
no preguntaremos, punto. Los altos mandos militares
siempre tratarán de esterilizar los efectos de la guerra,
sin importar dónde o cuándo, y sí, si fuera posible, censu-
rarían todos los medios que salen de este país, fotos e
historias.5

Al recorrer el foro gore o sanguinario es difícil dis-


tinguir qué es más estremecedor: las imágenes o los

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comentarios de los presuntos combatientes y la des-
humanización de que son objeto las víctimas. Ninguna
de las fotos de Abu Ghraib se compara con la crude-
za de las imágenes de los cuerpos despedazados que se
muestran aquí entre chistes y obscenidades.
Parece extraño que un sitio pornográfico sea utiliza-
do como espacio para discutir los efectos de la guerra,
pero el incremento en la militarización de la sociedad
ha sido enorme a partir de los ataques del 11 de sep-
tiembre de 2001, con lo que casi todos los aspectos de la
vida han quedado impregnados de un tufo militar. ntfu
llegó a tener 271 533 usuarios registrados que paga-
ban diez dólares al trimestre para ver fotos y videos de
mujeres posando desnudas o en situaciones sexuales,
tomadas por sus esposos y novios en el foro: «Amateur
Pictures of Wives and Girlfriends» (Fotos amateurs de
esposas y novias). Por supuesto que este no ha sido el
único sitio que ha dedicado foros y espacio a mostrar
este tipo de imágenes, lo que lo hizo singular y lo que
marca un auténtico cambio en la mentalidad fue la
vinculación entre cuerpos mutilados y pornografía
que se da al convertir imágenes de la muerte y de po-
sibles crímenes de guerra en moneda de cambio para
obtener imágenes masturbatorias de cuerpos femeni-
nos desnudos. Esto resulta especialmente provocador
porque aplica literalmente la idea de recompensar con
sexo a quienes cometen o coleccionan actos de sangre
particularmente grotescos durante la ocupación de
un país ajeno, en contra de la población vulnerable.
Asimismo, se crea una conexión psicológica entre el
horror y el estímulo sexual en el trueque de imágenes
sexuales por trofeos de guerra, imágenes del principal

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botín que podía obtenerse en una guerra de agresión
como esta: el espectáculo del triunfo en la forma de
los cuerpos desmembrados del enemigo. En gran me-
dida lo que perturba a los altos mandos de las fuerzas
armadas es que se trata de una transacción que refleja
perfectamente la verdadera naturaleza de la guerra.
Exhibir públicamente a las víctimas de un con-
flicto es un crimen de acuerdo con la Convención de
Ginebra, que en el Protocolo 1 (añadido en 1977) men-
ciona que las partes en conflicto deberán respetar los
restos de las víctimas. En una guerra donde abundan
las violaciones a esa convención (de hecho, Estados
Unidos ignora la validez de ese acuerdo), este era sólo
un oprobio más con lo que finalmente los apologistas
del ejército estadounidense podían argumentar que la
Convención no señala específicamente que fotografiar
cadáveres sea una falta de respeto, ya que de ser así,
todos los fotógrafos de guerra, desde la invención de
la cámara, hubieran sido criminales. La frontera entre
lo que es informativo, lo que corresponde a un docu-
mento válido y lo que atenta contra la moral y el buen
gusto es muy endeble. Para Wilson era importante no
censurar lo que posteaban los soldados ya que según él
era de interés periodístico. Wilson declaró que lo que
quería era dar a los soldados un espacio donde pudie-
ran expresarse sin censura. «Si esto es lo que ellos que-
rían, que así sea.»6
La respuesta oficial del ejército fue que publicar fo-
tos de enemigos caídos no era una acción tolerada por
las fuerzas armadas ya que no ayudaba en la misión y
tenía un efecto estratégico negativo, por lo que se in-
vestigaría y, en el caso de encontrar que las imágenes

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violaban el reglamento militar, se castigaría a los res-
ponsables. Estas imágenes encajaban perfectamente
con tantas otras de trofeos bélicos, como las fotos y
videos de Abu Ghraib o las imágenes que se hicieron
públicas de los cadáveres de Uday y Qusay Hussein, hi-
jos de Saddam. Curiosamente, Wilson declaró en una
entrevista para cnn que él nunca hubiera publicado las
fotos de tortura y humillación de Abu Ghraib, ya que
mostraban a los soldados participando en actividades
ilegales y esa era una de las líneas que no cruzaría: la
otra era publicar fotos obviamente falsas o robadas.7
Wilson, quien había sido policía, empleaba para su
sitio servidores localizados en Ámsterdam, de manera
que pensaba que no podía ser acusado de crimen algu-
no en Estados Unidos, pero el Departamento de Justi-
cia del estado de Florida declaró que vivía y trabajaba
en el conservador condado de Polk del mismo estado,
por lo que sí podía ser acusado de tráfico con material
obsceno. Para la legislación local, las imágenes de cuer-
pos destrozados no eran un problema, pero sí lo eran las
fotos pornográficas. El sitio fue confiscado por el sheriff
de Polk y a Wilson se le levantaron trescientos un car-
gos criminales, uno de ellos grave; los demás eran de-
litos menores, aunque al acumularse amenazaban con
valerle una larga sentencia de prisión. Finalmente,
Wilson se libró de una condena a cambio de una mul-
ta, libertad condicional y la promesa de cerrar el sitio
definitivamente8 y nunca más trabajar con materiales
pornográficos. A pesar de eso, Wilson dejó un archivo
en línea con la mayoría de las imágenes de guerra
para quien quisiera bajarlo a su disco duro.9 Wilson ya
había tenido fricciones con la ley debido a otros sitios

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pornográficos que había creado: core39.com y messed-
up.com; con lo que al crear ntfu se lo investigó de in-
mediato. Hay quienes trataron de ver un fondo político
en la censura y la persecución de Wilson, sin embargo
las imágenes de la guerra nunca tuvieron importancia
alguna en su caso.10 No hay duda de que el ejército no
quería que su imagen y prestigio resultaran perjudica-
dos por culpa de ntfu, pero tras una investigación su-
perficial decidieron que, como el material había sido
posteado de manera anónima, no era posible confir-
mar que provenía de miembros activos de las fuerzas
armadas y por lo tanto no procedieron con ningún tipo
de acción legal ni siquiera con una investigación en
forma. La preocupación del ejército radicaba en que es-
tos posts no dieran al enemigo información acerca de
estrategias ni actividades que pudieran usar en su con-
tra. En un artículo para la revista The Nation, George
Zornick escribe que los oficiales en el Departamento
de Defensa y el Comando Central de Estados Unidos
en Tampa Bay, Florida, al ser cuestionados respecto
del hecho de que militares estuvieran posteando fotos
de combate en un sitio porno, argumentaron que no
podían opinar ya que las computadoras de sus oficinas
estaban protegidas por firewalls que bloqueaban sitios
como ese.11 Aparentemente ni siquiera les preocupaba
mucho irritar e incendiar aún más al mundo árabe
con ese tipo de imágenes que obviamente se interpre-
taba como faltas de respeto que encajaban a la per-
fección con la narrativa jihadista de la depravación
y la crueldad de Estados Unidos. A final de cuentas
lo que mejor documente la experiencia de ntfu no
serán las heridas y la destrucción de las armas sino las

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patologías y perversiones de aquellos que han vivido
los horrores de la guerra moderna en la era de la in-
formación.

El shock en los sitios tube

Once upon a time pornographers were


kings. Now content was King.
Susannah Breslin*

Lo sitios tube (cuyo nombre hace eco de YouTube)


son un recurso muy popular entre los consumido-
res de pornografía debido a su oferta masiva de opciones
en videos que pueden ser vistos en streaming. Desde
hace algún tiempo se han multiplicado los tube ex-
tremos (como http://www.heavy-r.com) en los que las
posibilidades de entretenimiento incluyen violaciones
indiscutiblemente reales, así como humillaciones car-
celarias, algunas en prisiones de la antigua Unión
Soviética, Venezuela y Brasil. En un video que lleva
por nombre Pedófilo es violado y humillado en prisión
(filmado en el Internado Judicial de Vista Hermosa,
Ciudad Bolívar, Venezuela), se obliga a un hombre a
introducirse un tubo aplicador de desodorante por el
recto, luego lo hacen modelar vistiendo sólo brasier y
pantis, y luego es obligado a chuparle el pene a varios
presos para finalmente ser sodomizado por varios de
ellos. Estos videos están filmados de manera improvi-

*  «Hubo una época en que los pornógrafos eran los reyes. Ahora
reinaba el contenido.»

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sada con teléfonos celulares, a diferencia de los videos
mencionados antes, que ofrecen una variedad de to-
mas, close-ups, pubis cuidadosamente rasurados, bue-
na iluminación y la simple presencia de una cámara
que pone en evidencia que se trata de una ilusión.
La colección de videos en streaming del sitio heavy-
r.com incluye ejecuciones de violadores chechenos,
imágenes de un feto abortado, videos escatológicos y nu-
merosos videos amateurs de parejas y grupos teniendo
sexo, así como falsos videos snuff; en uno de ellos una
joven semidesnuda es colgada con una cuerda y luego
es dispuesta como si estuviera muerta para ser filmada
en diferentes poses. Asimismo se puede ver Two Mexi-
cans Executed (Dos mexicanos ejecutados), en el que
inicialmente aparecen dos hombres sin camisa, atados y
sentados en el suelo, mientras aparentemente son inte-
rrogados. Más tarde, con fondo de narcocorrido, se ve
a uno de ellos desangrándose. Tras un corte de edición
vemos cómo el hombre es descuartizado en un baño.
Las imágenes terminan al mismo tiempo que la música.
Lo real, la ficción y lo espantoso conviven en este
espectáculo digital, paradójico y sin distinciones en el
que igual se incluyen auténticas violaciones de mu-
jeres ebrias. Una escena particularmente inquietante
ha sido filmada con un teléfono celular y muestra a
una muchacha bajo el efecto del alcohol o las drogas
a la que manosea y viola un grupo de jóvenes al tiem-
po que trata inútilmente de oponer resistencia. Los
agresores ni siquiera parecen preocupados por ocultar
sus rostros. El audio revela que son mexicanos.
Es lógico que este tipo de videos van desensibi-
lizando al espectador, lo que no quiere decir que se

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vuelva adicto a sus estímulos ni que cambien sus pre-
ferencias eróticas; sin embargo, de cuando en cuando
aparecen videos atroces que, independientemente del
contexto, resultan insoportables, como es el caso de
uno llamado Mentally Disturbed Girl Abused in Pub-
lic (Mujer mentalmente perturbada abusada en pú-
blico).12 Aquí una mujer se revuelca desnuda en una
calle, sobre un plástico azul entre basura, gimoteando,
pataleando, aullando y llorando mientras un grupo de
espectadores la mira, ríe, la filma y le avienta basura.
Un hombre negro la manosea, la patea, la arrastra su-
jetándola por el cabello y le introduce un pescado por
la vagina mientras grita «¿Qué quieren que le haga a
esto?», «hay que mantener ese olor donde pertenece»,
«¿no es esto asqueroso?». Los gritos aumentan. Nadie
interviene, se escuchan risas. Podría tratarse de un per-
formance extremo del tipo del trabajo de Ron Athey o
Franko B, pero a juzgar por la apariencia del público
y la ausencia de cualquier tipo de propuesta estética
reconocible esto es poco probable. Videos como este
sólo pueden dejar al espectador con una sensación de
repugnancia y desconsuelo.
Sitios como los mencionados aquí no están hechos
para durar, no buscan ingresos y su enfoque es poco
claro, pretenden ofrecer una visión desparpajada y
caótica de lo prohibido y extremo, pero es difícil in-
tuir si existe una «curaduría» del material ofrecido o si
todo video shock es incluido. Al recorrer su selección
es imposible dejar de preguntarse: ¿cómo puede coha-
bitar en el imaginario el video del cadáver de una mujer
tirado cerca de un canal de desagüe con videos ama-
teurs de eyaculaciones en rostros femeninos? El hecho

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de que existan numerosos sitios semejantes demuestra
que hay un público deseoso de este tipo de contrastes.
Algunos sitios tienen algún énfasis en particular en la
mezcla de videos shock, algunos se inclinan más por el
horror como (Uncover Reality y www.9akb.com), otros
por el porno (daftporn.com), mientras que hay los que
acentúan lo extraño (como Efukt.com) o lo cómico
(una categoría muy amplia que incluye: errores en fil-
maciones porno profesionales, chistes escatológicos y
una amplia colección de jóvenes que lloran mientras
son penetradas analmente como en Humoron.com).
La red se ha convertido, entre muchas otras cosas,
en un megamondo film superexplícito, un catálogo de
aberraciones interminable, incontinente, sin censura
ni limitaciones. Como mencionamos antes, el ciber-
espacio es el territorio del remix, del mash-up, de las fu-
siones y amalgamas donde no existen las fronteras y
toda combinación de estímulos sexuales es posible,
donde cualquier provocación erótica puede ser loca-
lizada y utilizada, la mayoría de las veces, sin siquie-
ra tener que pagar por ella. El voraz consumidor de
imágenes sexuales se enfrenta a un panorama de una
extraordinaria diversidad donde las imágenes se su-
ceden en contrapuntos frenéticos, y en pocos minutos
es posible recorrer la vorágine de ese paisaje digital,
en donde quedan pocos tabúes en pie y podemos
asociar con la palabra «pornografía» términos como
vivisección, mutilación y cirugía. Entre las imágenes
clandestinas (o por lo menos impregnadas de un aura
prohibida) más populares, atractivas y valiosas hay
dos grupos interesantes: aquellas de celebridades
atrapadas en situaciones vergonzosas (este auténtico

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culto ha dado lugar al subgénero caught in the act),
dirigidas principalmente a un público femenino, y
la de actos horrendos (the real thing) que nunca po-
drían ser transmitidos sin censura por televisión pero
que despiertan un intenso deseo voyerista y tienen
un público principalmente masculino. Desde siem-
pre la cultura de la fama y la celebridad ha tenido
un aspecto netamente sexual, nutrido por la especu-
lación, los rumores, los chismes y las anécdotas. Hoy
sin embargo las insinuaciones sobre la sexualidad de
los famosos se convierten en documentos —a los que
cualquiera tiene acceso—, en fotos y videos que circu-
lan libremente por internet; aparecen Paris Hilton,
Kim Kardashian o Pamela Anderson en situaciones
sexuales explícitas. Asimismo, la mediósfera está sa-
turada con miles de fotos, algunas reales otras falsas,
que muestran a las estrellas del entretenimiento, de
los deportes y hasta de la política, sin ropa o en situa-
ciones sexuales.

Best Gore

El reality news website fundado por Mark Marek


en Edmonton, en 2008, llamado Best Gore también
asegura que contribuye al mejoramiento de las socie-
dades por el simple hecho de «reportar» o mostrar
la realidad y, de esa forma, hacer que «la gente tome
consciencia de la fragilidad del cuerpo humano y de
las atrocidades que suceden en el mundo». Esa es su
justificación para mostrar imágenes espantosas, que
clasifica en categorías como: autopsias, encuentros

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animales, decapitación, heridas sangrientas, víctimas
de quemaduras, guerras latinoamericanas y lapida-
ciones, entre otras. Marek parte de la idea de que no
mostrar no impide que se cometan o tengan lugar
atrocidades y que enseñar la «verdad cruda», tiene
por lo menos el mérito de poner en evidencia lo que
los noticieros censuran y omiten, y «que no vivimos
en un mundo de fantasía».13 Marek piensa que hasta
que la gente ve las consecuencias de acciones irres-
ponsables como consumir drogas, manejar peligrosa-
mente o ignorar los procedimientos de seguridad en
el trabajo, no tomará las debidas precauciones. Sin
embargo, es claro que su interés en prevenir acciden-
tes no es su motivación principal ya que el verdadero
atractivo de su sitio es explotar el morbo de las imá-
genes del horror real.
Best Gore alcanzó la celebridad cuando el 25 de
mayo de 2012 posteó el video de 10 minutos 28 segun-
dos, 1 Lunatic 1 Ice Pick (1 lunático, 1 picahielo), que
aparentemente documenta el asesinato y desmembra-
miento del estudiante chino de intercambio en Canadá
Lin Jun por Luka Magnotta, cuyo verdadero nombre es
Eric Clinton Newman, un modelo y actor porno. Mag-
notta grabó en su departamento en Montreal en mayo
de 2012 un video que muestra a Jun, quien inicial-
mente parece letárgico y está atado a la cama, con un
trapo cubriéndole parcialmente el rostro. Más tarde
aparece Luka completamente vestido, con un suéter
con capucha y se sienta sobre el pecho de Jun, la cá-
mara está fija a sus espaldas. Siguen tomas de Jun con
cámara en mano y, tras un corte de edición, Jun reapa-
rece muerto con numerosas pequeñas perforaciones

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en el vientre. Frente a la cámara, el asesino vuelve a apu-
ñalarlo en el torso, alrededor de cien veces, con lo que
parece ser un picahielo. Luego, con un cuchillo le cor-
ta la cabeza, una pierna y los brazos. Usa una de las
manos amputadas de Jun para acariciarse el pene.
Luka se monta vestido sobre lo que queda del cuerpo
de Jun como si estuviera teniendo sexo con el cadáver.
Buena parte del video tiene como música de fondo
True Faith, del grupo New Order. Con un cuchillo de
mesa y un tenedor intenta cortarle un pedazo de nal-
ga, lo que hace con torpeza, forcejea con la piel hasta
que logra arrancar el pedazo que inserta en el tenedor
como si fuera a ingerirlo. Luka introduce una botella
por el recto del cadáver y, para finalizar, incorpora en
su video fotos fijas del cuerpo desmembrado de su víc-
tima. El asesino envió partes del cuerpo de Jun por
correo (un pie al partido conservador y una mano al
partido liberal), antes de escapar a Berlín, donde fue
apresado en un café internet mientras leía reportajes
en línea acerca de su crimen. Marek, asegura que no
recibió el video del propio Magnotta sino de alguien
más,14 pero considera que su sitio tuvo un papel re-
levante en la identificación y captura de Magnotta y
que de haber hecho caso de los primeros reportes que
hicieron miembros de la comunidad Best Gore la po-
licía lo hubiera atrapado antes de darse a la fuga. El
video de Magnotta trató de ser bloqueado y prohibido
en internet; sin embargo, tras retirarlo por algunos me-
ses, Best Gore volvió a subirlo e inmediatamente otros
sitios lo copiaron y lo pusieron en línea.

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Dos caras de la propaganda shock

En el conflicto entre Estados Unidos y sus aliados


contra el islam radical, ambas partes producen imá-
genes que tienen como meta fines propagandísticos. En
lo que corresponde a las potencias occidentales, por un
lado tenemos las imágenes clandestinas de abuso y tor-
tura, producidas por los guardias de la prisión de Abu
Ghraib y por otro lado tenemos las imágenes del aplas-
tante poderío militar estadounidense: misiles, bombar-
deos desde aviones, helicópteros, tanques, acorazados,
portaaviones y la más reciente adición al arsenal: robots
y aviones a control remoto o drones. Estos últimos son
usados para llevar a cabo ejecuciones extrajudiciales
con misiles de «blancos de alto valor»; mientras tanto,
los jihadistas producen videos en los que exhiben a
cautivos y en los que los ejecutan frente a la cámara,
así como otros videos que documentan atentados con
explosivos ocultos en las carreteras y hombres bomba.
Estos productos sobreviven en la red y se convierten
en objetos polimorfos, en entretenimiento grotesco
que se consume para asustar y estimular.
Es aún materia de intenso debate cómo nos trans-
forman estos objetos mediáticos. ¿Cómo cambian
nuestras percepciones del valor de la vida humana?
Debemos preguntarnos ¿qué diferencia hay entre ver
una ejecución en video y haber sido testigo de las eje-
cuciones públicas que hasta el siglo xx eran comunes
en gran parte del mundo y continúan siéndolo en unos
cuantos países? De la misma manera debemos pre-
guntarnos ¿cuál es el impacto de la cámara y de inter-
net como medio de divulgación en la mente de quienes

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cometen tales crímenes? Lo que parece inquietante
es la forma en que estos videos se pueden usar en la
privacidad como inyecciones de adrenalina o como
ejercicio de desensibilización, diversión, inspiración
o recurso para la excitación. Las representaciones me-
diatizadas de la violencia tienden a crear un estado de
ansiedad, malestar o angustia que se contrapone a la
certeza de que lo visto es una simulación.
Ahora bien, resulta curioso el hecho de que uno de
los primeros espectáculos mediáticos determinantes
del fin del siglo xx fuera la transmisión televisiva de
la Primera Guerra del Golfo, un espectáculo sinies-
tramente equiparable a un evento deportivo, que tuvo
por emblema mediático aquella cámara bomba que
se destruía a sí misma al filmar cómo alcanzaba su
blanco. Ese show pirotécnico mortal que lanzó al
estrellato al canal informativo de cable cnn tenía un
claro programa ideológico que consistía en suprimir
las imágenes de cuerpos despedazados y enfatizar la
«inteligencia» de la tecnología. Las smart bombs fue-
ron las protagonistas de un conflicto deshumanizado
que logró ofrecer al público doméstico un rostro su-
puestamente emocionante, aceptable, heroico y des-
pojado del estrés de la guerra. Así, la tecnología de
comunicación comenzó a promover una desensibi-
lización que eliminaba la crítica al convertir un con-
flicto sangriento en una especie de juego de video. La
multiplicación de cámaras digitales en los conflictos
posteriores sirvió para retratar la imagen grotesca
y atroz de la guerra. La cámara bomba con su muy
proclamada precisión fue sustituida por la cámara
portátil, así como por la cámara del celular en manos

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de militares y civiles, lo que desató un diluvio descon-
trolado de visiones infernales. La imagen juguetona,
reiterativa, insistente y, sobre todo, autorizada por la
censura, de las bombas impactando impecablemente
blancos fue remplazada, en la Guerra contra el Terror,
por una proliferación de videos imposibles de censurar
que registraban trampas explosivas en las carreteras,
decapitaciones, tortura y mutilación de civiles. De
esta forma pasamos de un tipo de desensibilización a
otro, de un minimalismo a un exceso visual. Entre el
periodo que separa a la Primera Guerra del Golfo y las
guerras de la era George W. Bush podemos argumen-
tar que hubo un rebote en la sensibilidad planetaria,
una reacción a la tendencia de controlar el discurso,
de moderar, censurar y reprimir lo visual.
En 2011, Osama Bin Laden fue asesinado en su
casa; un monstruoso bunker de tabicón en la localidad
de Abbottabad, una ciudad donde el ejército paquista-
ní tiene un colegio militar y bases, y que es uno de los
sitios predilectos de retiro de los oficiales de dicho país.
Un operativo supersecreto de los Navy SEALs penetró a
territorio paquistaní de manera clandestina, irrumpió
en la casa de Bin Laden y —a pesar de haber espiado
el edificio durante semanas y conocer todos los movi-
mientos domésticos, además de tener superioridad nu-
mérica, de armamento y de contar con el factor sorpre-
sa—, los soldados asesinaron a Bin Laden y a cuatro
personas, incluyendo a una de las esposas del líder de al-
Qaeda que se lanzó desarmada contra ellos. De acuerdo
con el recuento de Matt Bissonnette, quien participó
en el ataque y firma como Mark Owen en su libro No
Easy Day (Un día díficil), los soldados recibieron

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instrucciones de atrapar a Bin Laden con vida, o por lo
menos no dispararle en la cara para poder mostrar-
lo ante los medios. Sin embargo, los SEALs nunca in-
tentaron arrestar al hombre que probablemente hubiera
podido ser la fuente más valiosa de información sobre
el principal enemigo de Estados Unidos; además lo des-
figuraron a balazos, supuestamente por temor a que
llevara un chaleco explosivo. Se supone que el cuerpo
de Bin Laden fue tirado al mar en una bolsa con pie-
dras. Las fotografías del cadáver no fueron mostradas
a los medios, tan sólo algunos senadores estadouniden-
ses tuvieron acceso a ellas y determinaron, con la Casa
Blanca, que no debían hacerse públicas ya que podrían
incitar a la violencia o tener un impacto social nega-
tivo. La censura de las imágenes fue un retorno a las
eras de los bloqueos informativos, por lo que fue reci-
bida con ambigüedad. Algunos aceptaron la narrativa
oficial mientras que otros se inclinaron por imaginar
que el gobierno mentía, que Bin Laden no había sido
asesinado o que probablemente había muerto mucho
antes. La ausencia de las imágenes, que eran supues-
tamente grotescas y muy explícitas, parecía especial-
mente sospechosa ya que tanto en el caso de Saddam
Hussein, como en el de sus hijos, los cadáveres fueron
presentados. Al tratar de no hacer un espectáculo de
las imágenes de la muerte, la ausencia de testimonios
visuales dio lugar a la suspicacia planetaria.
En octubre del 2011, después de una larga insu-
rrección apoyada por los misiles de la otan, el régimen
de Muamar el Gadafi se desplomó en Libia. El líder es-
capó a Sirte, su ciudad natal, donde se ocultó durante
semanas ofreciendo una última resistencia junto con

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un pequeño grupo de seguidores. La misión occidental
que supuestamente debía proteger a la población civil,
pasó a la ofensiva, degradando las defensas militares
libias y bombardeando blancos de infraestructura has-
ta que el 21 de octubre de 2011 los misiles de la otan
destruyeron un convoy en el que viajaba el Gadafi; el
exlíder salió vivo del ataque y trató de ocultarse en una
tubería de donde fue sacado por un grupo de rebeldes
que lo grabaron mientras lo golpeaban y sodomizaban
con un palo, según muestra uno de los muchos vi-
deos que circulan en la web. Lo pasearon sangrante y
aturdido como trofeo y finalmente lo ejecutaron —en
circunstancias poco claras— para luego exhibir su ca-
dáver como entretenimiento morboso y revanchista.
La filósofa e investigadora del cnrs (Centre na-
tional de la recherche scientifique) Michela Marzano15
asegura en su libro La muerte como espectáculo, que en
2004 las compuertas de la barbarie se abren de par
en par, cuando empiezan a aparecer los videos de de-
capitaciones de rehenes a manos de grupos islámicos.
Los videos de ejecuciones comienzan a hacerse paten-
tes durante la guerra de Chechenia en 1999 cuando
los jihadistas sacrifican soldados rusos ante la cámara
con el fin de incitar a la rebelión, a la defensa del islam
y al nacionalismo. En ese entonces los videos, obvia-
mente clandestinos, se vendían en mercados o se dis-
tribuían entre militantes. A partir de la invasión esta-
dounidense de Irak y gracias a la popularización de
internet y de las conexiones de banda ancha, el flujo
de las imágenes atroces de la guerra se hace más co-
pioso y constante. Las imágenes de los videos jihadis-
tas inicialmente tenían una finalidad clara: impresio-

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nar a quienes eran percibidos como los invasores y
ocupantes de dos naciones musulmanas. No había
una intención de extorsión, sino que se trataba de un
desafío, una muestra de resistencia a la presencia de
tropas extranjeras en suelo iraquí. Deliberadamen-
te, en videos como el del asesinato de Nick Berg, los
rehenes aparecen vestidos con un overol anaran-
jado semejante a los que usan los presos en Guantá-
namo. Ahora bien, difícilmente podría decirse que
esta práctica se ganó la simpatía del mundo fuera de
ciertos círculos extremistas. Muy pocos opositores
de las guerras podrían ver alguna razón válida o legí-
tima para sacrificar a un prisionero de esa forma.
Por el contrario, tales videos restaron credibilidad a
los insurgentes y revivieron viejos clichés, prejuicios
y estereotipos antiárabes y antimusulmanes. Era tal la
crudeza de las imágenes que no fueron pocos los que
imaginaron que los videos eran parte de una estrategia
propagandística para desprestigiar a los subversivos
y mostrarlos como seres crueles, como salvajes irre-
dimibles que debían ser eliminados.
Marzano intenta explicar la extraña fascinación
popular por ver muerte y violencia extrema evocando
brevemente la atracción que generaba el circo roma-
no; lamentablemente su acercamiento es superficial
en extremo: de manera insólita afirma que la llegada
del cristianismo implicó el fin de esas atracciones san-
grientas,16 resulta paradójico que olvide dos milenios
de ejecuciones públicas, de inquisición, de quemas de
brujas, autos de fe y martirios públicos, así como colo-
nialismo y destrucción de poblaciones nativas. La au-
tora no parece darse cuenta de que el principal símbolo

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del cristianismo es un cadáver que ha perecido en una
tortura atroz, el suplicio de la crucifixión. ¿Cómo pue-
de imaginar alguien que una religión que depende del
espectáculo sangriento y el martirio hubiera podido
«erradicar totalmente esa inclinación [por ver muerte
y tortura]»?17 En contraste, la filósofa señala con tino
que el islamismo radical parece haber fracasado en su
intento por horrorizar a Occidente y que, en cambio,
ha ayudado a expandir el fenómeno de la «realidad ho-
rror», como denomina a los videos de muerte real que
se difunden por internet con poca o nula censura.18
Lamentablemente el libro de Marzano tiene nu-
merosos errores factuales, como el hecho de llamar
talibanes a los jihadistas (a quienes justo antes llamó
«terroristas iraquíes») que ejecutaron en Irak a Kim
Sun-il.19 O bien asegurar que: «en 2004 el ejército de
los Estados Unidos descubrió unas fotos de soldados
estadounidenses que maltrataban y humillaban a dete-
nidos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib y las di-
fundieron por la cadena de televisión cbs».20 Esto es
completamente erróneo, «el ejército» no descubrió
esas fotos y de haberlo hecho «el ejército» mismo las
hubiera sepultado. Lo que sucedió fue que el sargento
Joe Darby, al enterarse de los abusos, denunció a sus
compañeros con el Comando de Investigación Crimi-
nal del ejército, ahí un informante que se mantiene en
el anonimato contactó al periodista Seymour Hersh,
quien, a pesar de las advertencias y recomendaciones
del ejército, escribió un artículo para la revista The
New Yorker; más tarde el asunto fue retomado por
el programa de cbs. Otras nociones erróneas incluy-
en señalar internet como si fuera una entidad: «Una

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vez más internet va mucho más lejos y hace circular
imágenes piratas filmadas con un teléfono móvil»,21
o bien, cometer el error fundamental de llamar «ver-
daderas películas snuff» a los videos de ejecuciones
jihadistas simplemente porque «los terroristas se han
convertido, pues, en productores de películas, en guio-
nistas»,22 como si de alguna manera ese fuera un re-
quisito o una condición necesaria para que un video
sanguinario fuera snuff.

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Postales necrófilas de México

El culto del horror macabro en la cultura del narco

Cuando hablamos de la imagen de la muerte y la


fascinación que produce en México, existe siempre
la tentación de remontarnos a la iconografía prehis-
pánica, a los códigos, ornamentos y adornos persona-
les en los que se representaban cuerpos desollados y
mutilados. Las fantasías y las mitologías azteca, maya
y de otras civilizaciones prehispánicas estaban carga-
das de recordatorios de la condición mortal del hom-
bre y de la fragilidad de la carne. Sin embargo, las ci-
vilizaciones precolombinas de Centro y Norteamérica
no tuvieron monopolio alguno sobre la imaginería del
horror carnal: un paseo por casi cualquier templo bu-
dista en el sudeste asiático ofrece una diversidad de
imágenes infernales de una riqueza, colorido y horror
espectaculares. Lo mismo sucede con la imaginería
piadosa del cristianismo y su perversa obsesión con la
flagelación, la tortura y la representación explícita de
sacrificios sangrientos. De ninguna manera podemos
reclamar que nuestra carga cultural e histórica prede-
termina una relación especial con las imágenes de la
muerte y el dolor. El morbo por lo atroz es universal.

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Desde la antigüedad, pueblos de los más diver-
sos rincones han invertido talento, recursos e ingenio
para representar, con sumo detalle, visiones infernales
de dolor, desmembramiento y terror, ya sean reales o
imaginadas. El extraño rechazo-placer que producen
estas imágenes estimula, alarma y reconforta al situar
al espectador del otro lado del abismo del sufrimien-
to, al convertir al sufriente, al muerto, en un «otro»,
en una especie de reflejo distante de uno mismo; una
proyección sacrificial que convierte el dolor y la muerte
en algo ajeno, incomprensible e intraducible. El dolor
del otro provoca empatía pero es, al mismo tiempo,
una condición inasible que no puede ser compartida,
pues el lenguaje no cuenta con los elementos para
transmitirlo de manera completa y convincente. Elaine
Scarry escribe:

«tener dolor» es tan incontestable e innegociablemente


presente que puede pensarse como el ejemplo más vi-
brante de lo que significa «tener una certeza», mientras
que para otra persona [el dolor ajeno] es tan escurri-
dizo que «escuchar acerca del dolor» puede representar
el modelo primario de lo que significa «dudar».1

La así denominada guerra contra el narco, lan-


zada por el expresidente Felipe Calderón en México,
no sólo fue incapaz de poner un alto a la violencia, la
criminalidad y el tráfico de drogas y armas en el país,
sino que volvió aún más compleja la situación ya que
los cárteles, las bandas y organizaciones criminales
trataron de aprovechar la confusión para extender-
se, eliminar a sus enemigos y crear nuevas alianzas.

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Se especula que el costo humano de esta guerra sin
frentes de batalla alcanzaba hacia finales de 2012 los
100 mil muertos y dejó cientos de millones de dólares
en pérdidas. Esta guerra ha engendrado un nuevo vo-
cabulario y una serie de certezas que son a la vez ma-
teria de inquietud, vergüenza, lástima y miedo social.
Paradójicamente este clima de violencia e inseguridad
también es motivo de un extraño y malsano sentido de
orgullo, ya que México en el siglo xxi se ha converti-
do en uno de los países más peligrosos del mundo (otro
récord infame que se suma al de ser considerados uno
de los países más corruptos del planeta). Asimismo, el
estado de guerra en contra de una parte de la población
ha redefinido la cultura del país al confrontar a todos
los ciudadanos con una nueva realidad de un carácter
brutal extremo que se ha traducido en una flamante
cultura del horror visual y que ha llevado la imaginería
sangrienta y espeluznante (que solía ser el dominio de
publicaciones de la prensa alarmista) a los medios masi-
vos y a todos los rincones de la mediósfera.
El narcotráfico en México solía ser precisamente
eso, tráfico, la circulación de estupefacientes por cana-
les clandestinos, de sus puntos de origen en el país y
en el extranjero a los mercados estadounidenses y, en
menor grado, europeos. No es que no se consumieran
drogas en México; sin embargo el verdadero negocio
estaba siempre en el extranjero. La explicación popular
más conocida de lo sucedido es que los cárteles opera-
ban en las sombras y a plena luz del día con el consen-
timiento intrínseco de un Estado paternalista dirigido
por el Partido Revolucionario Institucional (pri), que
sexenalmente pactaba con los capos y se beneficiaba

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de esta actividad ilegal siempre y cuando estos «res-
petaran» a la autoridad y operaran bajo una especie
de cordón sanitario. Esta relación se desmoronó con
la llegada de Vicente Fox, del Partido Acción Nacio-
nal (pan), a la presidencia en el año 2000. Asimismo,
las mejoras en la vigilancia fronteriza estadounidense
dificultaban el flujo de estupefacientes hacia ese país,
lo que obligó a los narcos a crear más mercados do-
mésticos, lo que, a su vez, dio lugar a una nueva serie
de conflictos entre las organizaciones delictivas.
Una de las expresiones más claras del «nuevo» caos
que se apoderaría del país comenzó antes del cambio
de gobierno y tomó forma en la epidemia de asesinatos
que hoy conocemos como «Las muertas de Juárez», un
fenómeno que arrancó alrededor de 1993 y que, hasta
la fecha, no ha sido resuelto. El número de mujeres
asesinadas en Ciudad Juárez y sus alrededores supera
las setecientas y se trata, en su mayoría, de jóvenes en-
tre los quince y veinticinco años de edad, estudiantes,
trabajadoras de maquiladoras, madres y prostitutas.
Esta serie de feminicidios parece estar relacionada con
el narcotráfico, pero también con factores sociales y
económicos. Esta inmensa tragedia ha desgarrado el
tejido social de la nación y ha llegado a desensibilizar
al país, «normalizando» una cultura de la violencia más
parecida a un genocidio sistemático que a una simple
ola criminal. Entre las muchas líneas de investigación
seguidas en estos casos se contaba el de los filmes snuff.
La hipótesis era que las jóvenes eran secuestradas y
asesinadas con el fin de satisfacer pedidos de pelícu-
las sexuales violentas en las que una o varias mujeres
morían al final. No obstante, hasta la fecha no se ha

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hecho público el descubrimiento de una sola película
snuff en la que aparezca cualquiera de las víctimas de
estos crímenes, ni se ha probado relación alguna en-
tre asesinos, redes de distribución de video y posibles
compradores, por lo que esta permanece simplemen-
te como una hipótesis inspirada más en mitos fílmicos
que en pruebas o investigaciones policiales. Asimismo,
se ha especulado que esta masacre se vincula con ritos
satánicos o cultos criminales, aunque esta línea de in-
vestigación tampoco ha llegado a nada concreto.
Los crímenes relacionados con el narcotráfico han
creado una atmósfera malsana de misoginia que ha
engendrado e influido en una variedad de expresiones
visuales, tanto en las artes como en la cultura popular.
Así, por un lado tenemos a artistas como la muy cele-
brada Teresa Margolles, quien pasó de un trabajo téc-
nico del Servicio Médico Forense Nacional o Semefo a
su trabajo estético; primero como parte de un colectivo
también llamado Semefo y después como una estrella
de los circuitos artísticos internacionales: la controver-
tida cronista de la imaginería de la muerte y el crimen
en el norte del país. Margolles no es la única artista in-
teresada en el impacto del narco en la sociedad aunque
sin duda es la más reconocida y relevante. La obsesión
con el narco está muy presente en la obra de gran parte
de los jóvenes artistas plásticos, así como dramaturgos,
poetas, coreógrafos, videastas y fotógrafos que exploran
visiones de una sociedad amedrentada e insensible a la
catástrofe desatada por la violencia. Asimismo, este am-
biente de horror ha desatado una extraña fascinación
popular con la estética ostentosa, chatarra e híbrida de
la vestimenta del narco, las armas y los narcocorridos.

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A partir de finales de los años noventa del siglo
pasado, México se convirtió en uno de los países más
peligrosos del mundo para los periodistas, en donde
escribir sobre el narco era una actividad de alto riesgo;
en este contexto, el cine e incluso las telenovelas han
abordado el tema del narco para contar historias de la
nueva cotidianidad. No podría ser de otra forma cuan-
do las imágenes grotescas de cuerpos mutilados se han
vuelto presencia familiar en las portadas de los dia-
rios alarmistas, las revistas y las páginas del web. Para
tratar de controlar y limitar esta epidemia de imágenes
(pero no el problema de la violencia y el crimen), el
24 de marzo de 2011 un grupo de representantes de
los medios de comunicación más grandes del país fir-
maron el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la
Violencia, un documento con el que se comprometían
públicamente a no celebrar ni glorificar la violencia
ni dar espacios al crimen organizado para diseminar
su propaganda en la cobertura de la guerra contra el
narco.2 Basta con citar el primer punto para ver la in-
tención: «Los medios debemos condenar y rechazar
la violencia motivada por la delincuencia organizada,
enfatizar en el impacto negativo que tiene en la po-
blación y fomentar la conciencia social en contra de
la violencia. Bajo ninguna circunstancia, los medios
debemos justificar las acciones y los argumentos del
crimen organizado y el terrorismo».
Paradójicamente, como comenta Carlos Gutiérrez
en su artículo «Narco and Cinema: Notes on Media
Representation in Mexico» (El narco y el cine: apuntes
sobre la representación mediática en México),3 la apa-
rición de este acuerdo coincidió con que la comedia

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negra El infierno de Luis Estrada (que narra el regreso
a México de un trabajador indocumentado en Estados
Unidos y la manera en que se involucra con el narco),
que obtuvo catorce nominaciones para los premios
Ariel (incluyendo mejor película, mejor director y me-
jor actor). Simultáneamente la cinta más taquillera en
México en ese momento fue Salvando al soldado Pérez
de Beto Gómez —una paráfrasis irreverente e ingenio-
sa del filme Saving Private Ryan (Salvando al soldado
Ryan) de Steven Spielberg (1998)— en la que un co-
mando de narcos mexicanos viaja a Irak para rescatar
al hermano de uno de ellos que se ha perdido en la
guerra. Mientras tanto, en el circuito de los festivales
internacionales se estrenó la cinta El velador de Natalia
Almada, un documental acerca del vigilante de un os-
tentoso cementerio de narcos en Culiacán. Sin embar-
go, probablemente la mayor ironía radica en que por
esos días se estrenó en Telemundo, una de las cadenas
televisivas hispanas de Estados Unidos, la telenovela
La Reina del Sur, que narra la trayectoria de una joven
que llega a ser líder de un cártel tras sufrir una serie de
tragedias. De manera sorprendente esta telenovela en
español alcanzó el primer lugar de ratings en Estados
Unidos (en el muy apreciado segmento de televiden-
tes de entre dieciocho y cuarenta y nueve años), la no-
che del 8 de marzo de 2011 a las 10 pm, superando a
las cadenas televisivas cbs, nbc y abc.
La cultura del narco también tuvo un enorme im-
pacto en la música, con la aparición del narcocorrido,
un subgénero de la música norteña extremadamente
popular que, a pesar de estar prohibido en los me-
dios de comunicación, circula ampliamente en copias

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piratas y en internet. En esta música se celebran las
aventuras de los narcos que, en general, son presen-
tados como individuos valientes que se levantan de la
pobreza, conquistan enormes fortunas y van dejando
ríos de sangre a su paso, mientras adquieren autos
de lujo, ropa de diseñador, casonas y montañas de
mujeres hasta que a su vez son víctimas de la ley, las
traiciones o la competencia. El narcocorrido ha en-
gendrado el narcovideoclip, un subgénero de creativi-
dad muy limitada cuyos autores en general son fans
que se conforman con hilar ilustraciones literales de
las letras de las canciones con imágenes y videos en-
contrados en sitios noticiosos de la red. Estos videos
abundan en servicios como YouTube y promueven la
figura del narco como una especie de héroe popular.

El Blog del Narco

El 2 de marzo de 2010 un estudiante de sistemas


computacionales de «veintitantos años» radicado en
«alguna ciudad del norte de México» decidió crear el
Blog del Narco, un espacio que tenía como finalidad
«informar lo que realmente sucede en México». En su
presentación, el blog se describe como un «proyecto
conformado por un grupo de jóvenes que luchan por
dar a conocer objetivamente lo que acontece. Especia-
lizados en el área de Informática y Periodismo, respec-
tivamente [sic]». El blog está enfocado exclusivamente
en presentar documentación, principalmente en foto
y video, sobre actos de violencia relacionados con el
narcotráfico. Más que un auténtico sitio informativo o

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de análisis, el Blog del Narco opera de manera anóni-
ma con la intención de romper el régimen de censura
oficial y de autocensura que los medios se han im-
puesto por temor a represalias por parte del gobierno
o de los cárteles (especialmente a la luz de numerosas
ejecuciones de reporteros y del establecimiento de una
atmósfera de terror entre los periodistas).
Sin reporteros y sin una estructura semejante a la
de un medio informativo, el blog se dedica a publi-
car en la web material proporcionado en su mayoría
por testigos anónimos. Si bien esto ha servido para
informar a la gente acerca de la extrema brutalidad
de los sicarios y de las fuerzas del orden, este medio de
comunicación también ha sido usado ostentosamen-
te por los distintos cárteles y organizaciones delicti-
vas así como por la policía y el ejército para enviarse
mensajes. El Blog del Narco ha divulgado cientos de
imágenes de asesinatos, torturas, balaceras e inte-
rrogatorios. Asimismo, publica fotos de las sórdidas
«instalaciones» hechas con cadáveres, cabezas y ex-
tremidades humanas, las narcomantas (cartulinas o
telas con textos y mensajes) y demás evidencias de los
ritos mortales que usan estas organizaciones para in-
timidar a sus rivales. Este blog ha sido reconocido co-
mo una estrategia necesaria para divulgar la verdad de
lo que se ha llamado la Guerra contra el Narco, pero
también se le ha criticado por su sensacionalismo y
por haberse convertido en un foro que es utilizado
como entretenimiento morboso. Llama la atención
que al lado de las imágenes de muertos y cuerpos mu-
tilados hay un espacio donde los visitantes del sitio
chatean, a menudo intercambiando insultos, burlas y

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comentarios obscenos respecto de las víctimas y los
victimarios. También es curioso que los editores del blog
señalen: «No estamos en contra o a favor de alguna
organización delictiva, simplemente informamos las
cosas sin alteraciones y por supuesto, de una manera
transparente sin buscar ofender a alguien [sic]». Inde-
pendientemente de la extraña redacción, es compren-
sible que el Blog del Narco no busque ofender ni irri-
tar a los asesinos que han sido capaces de dar golpes
espectaculares contra políticos y figuras prominentes
de la sociedad con total impunidad. No se trata de ser
suicida. Para una organización criminal con los recur-
sos de los cárteles no parece demasiado complicado
rastrear al o los autores de un sitio como este y silen-
ciarlos si representan un peligro, un obstáculo o sim-
plemente una molestia.
Resulta alarmante que hasta un espacio disidente
y anónimo como el Blog del Narco tenga que afirmar
que sólo está interesado en dar a conocer lo que está
pasando y «no está en contra o a favor de ningún grupo
delictivo, tampoco tiene la intención de ofender o inco-
modar a la sociedad, sólo se publican notas de manera
periodística». Al no ofrecer una postura, ni siquiera
general en contra del crimen, pretenden evadir cual-
quier responsabilidad y de paso adquieren una pos-
tura neutral muy peculiar que, en cierto modo, refleja
los vagos ideales individualistas de la era digital. Pero
aun con esa actitud la autora del blog, quien se dio a sí
misma el apodo «Lucy», tuvo que huir del país cuando
su colega editor desapareció en mayo de 2013, como
reportó el diario británico The Guardian.4 El Blog del
Narco sigue publicándose a pesar de esta noticia y su

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ejemplo es imitado por muchos otros blogs y páginas
de internet, algunas efímeras y oportunistas, otras con
pretensiones más serias como guerradelnarco.com,
mundonarco.org, La-NoticiaX.com, historiasdelnar-
co.com y tierradelnarco.com.

Los otros narcovideos

Quizás influidos por los videos de grupos jihadistas


islámicos en los que se presenta a sus rehenes some-
tidos e impotentes en medio de hombres armados y
encapuchados, grupos criminales como el Cártel del
Golfo, Los Zetas, el grupo de «La Barbie» y el de los
Beltrán Leyva comenzaron a videograbar a sus cau-
tivos. A diferencia de otros videos de rehenes aquí
rara vez la intención es pedir una recompensa por el
cautivo. En algunas ocasiones el o los detenidos son
interrogados por una persona que se encuentra fuera
de cuadro. A veces está rodeado de hombres enca-
puchados, otras aparece solo; algunos secuestrados
aparecen atados, vendados, desnudos o pintarrajea-
dos, convertidos en grafiti humano con el fin de co-
municar algún mensaje. En casi todos los videos, el
cautivo responde obediente, con una frialdad y calma
extraordinarias, a las preguntas de sus captores in-
criminándose, confesando sus alianza, el nombre de
sus superiores y recitando que su labor era «calentar
la plaza», secuestrar, matar civiles o causar caos lan-
zando granadas. Algunos videos de este tipo son de
una simpleza extraordinaria como el de la confesión
del Z43 en el que únicamente se ilumina el rostro del

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individuo; otros son más complejos y extremadamente
gráficos como aquellos que incluyen la ejecución del
rehén, por ejemplo, el de Manuel Méndez Leyva, que
termina cuando el sicario le dice: «Ya de aquí te vas
tú». Méndez pregunta «¿Adónde?». Y el encapuchado
comienza a decapitarlo con un cuchillo. En un video
posteado en mundonarco.com a finales de marzo del
2013, cinco o seis sicarios del Cártel del Golfo rodean
a presuntos miembros de los Zetas, tres hombres y
dos mujeres (estas últimas desnudas), que llevan los
ojos cubiertos y están de rodillas. Los obligan a dar su
nombre completo y apodo, y a contar lo que fueron a
hacer en Ciudad Mante, Tamaulipas. Luego proceden
a matarlos y cortarlos en pedazos con hachas y ma-
chetes, para después echar las extremidades en un
barril humeante para disolverlos. El texto que acom-
paña al video informa que esto es lo que llaman una
«cocina». La presencia de las mujeres desnudas entre
hombres vestidos añade un elemento de sexualidad
enferma al documento; cuando les preguntan su nom-
bre sólo se escucha que una dice: «Alejandra» y luego
hay un corte, y el sicario pasa a interrogar al último
hombre, ignorando a la otra mujer. Una voz en off de
un miembro del Cártel del Golfo asegura que esto es
en represalia por los civiles inocentes asesinados por
los Zetas y lee una lista de cómplices en la policía, el
ejército y el gobierno, que han cometido crímenes apo-
yando a dicho cártel, a quienes amenaza con que les
va a pasar lo mismo. En algunos casos ni siquiera hay
interrogatorio, sino simplemente una ejecución o un
descuartizamiento, como uno bastante singular que
muestra a una mujer, «la Güera Loca», decapitando

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a un hombre al que después le desprende la piel de la
cara con una navaja.
Estos videos han desatado a su vez una competen-
cia de crueldad e imitación, una escalada de sadismo
en la que los asesinos tratan de mostrar que están dis-
puestos a llegar hasta las últimas consecuencias y a
cometer los actos más espantosos con tal de intimidar
a sus enemigos. La paradoja es que, como demostró el
propio Marqués de Sade, las posibilidades del horror
corporal no son infinitas y, si la intención es mostrar
lo inmostrable, después de varios asesinatos de mu-
jeres y niños, de documentar desmembramientos, cas-
traciones, evisceraciones y desollamientos, es relativa-
mente poco lo que puede trastornar los sentidos. Sin
embargo, esto no resta que dicha corriente suponga
una absurda y trágica competencia que seguirá co-
brando víctimas y convirtiendo el crimen real en es-
pectáculo. Un video que ha circulado enormemente y
que se ha convertido en un emblema de las atrocida-
des de los narcos es aquel donde decapitan a «dos si-
carios del Chapo Guzmán», a uno de ellos con una
sierra eléctrica. Los dos hombres están sentados sin
camisa y atados de las manos, contra una pared de
adobe. Dan sus nombres, dicen que son tío y sobrino,
y confiesan que se dedicaban al narcotráfico; el tío sue-
na arrepentido y melancólico al explicar sus relacio-
nes con los mandos del cártel del Chapo. «Me pagaron
muy poco, apenas unos trescientos pesos»; asegura
que le recomienda a la gente no meterse en este nego-
cio, «porque con esta gente no se juega». «Ya nosotros
ya valimos verga…», añade. Entonces se escucha el
ruido de una motosierra que arranca, y alguien dice:

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«Cuando guste». El hombre con la sierra decapita a
uno de los hombres mientras el otro permanece es-
toico, sin mirar lo que sucede a su lado. Apenas se
vuelve a ver a su tío cuando accidentalmente la sierra le
hace a él un corte en el brazo. Poco después decapitan
al otro individuo con un cuchillo, ese proceso es más
lento mientras se escucha el espantoso jadeo ahoga-
do del hombre al que le han cortado la tráquea. Este
video fue quizá la inspiración de la secuencia inicial
de la cinta Savages (Salvajes) de Oliver Stone (2012).
Algunos videos, como el de la Tortura de El Talibán,
tienen música de narcocorrido de fondo. Este tipo de
videoclips macabros han encontrado su canal natural
en internet, donde circulan, se conservan y reproducen
con un mínimo riesgo de ser rastreados. La intención
de estas obras es enviar mensajes que pueden ser pro-
vocaciones, venganzas, amenazas, demostraciones de
ausencia de piedad, pero que, a final de cuentas, una
vez pasado su momento, sobreviven y se convierten en
entretenimiento morboso.
Los videos parecen en cierta forma una extensión
de las puestas en escena que hacen algunos grupos
criminales con los cuerpos de sus víctimas o con par-
tes de los mismos, al añadir mantas, letreros y parafer-
nalia diversa. Estos asesinatos y la posterior manipu-
lación de los cadáveres, como señala la doctora Lilian
Paola Ovalle,5 «trascienden el objetivo de acabar con la
vida de alguien». Independientemente de los motivos
para eliminar a estos sujetos, lo importante al trans-
formarlos en protagonistas de sus filmes cuasi snuff es
reducirlos a mensajeros-mensajes de terror. Al estilo
de las confesiones forzadas de las purgas estalinistas,

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se busca mostrarlos humillados, arrepentidos, dóci-
les y cooperativos. En una especie de resignación fa-
talista, denuncian a sus compañeros, jefes, familiares,
protectores y redes. Nuevamente, la actitud, las poses
y las acciones recuerdan a los videos de los fundamen-
talistas islámicos, aunque obviamente despojados de
la carga religiosa y de los argumentos anticolonialistas
e independentistas con que estos salpican su retórica.
Estos videos registran, entonces, rituales con ele-
mentos comunes y reconocibles de la «violencia uni-
lateral» de la que habla Ovalle. Se trata de muestras de
poder y control, en las que la víctima, en su condición
vulnerable y sumisa, refleja a una sociedad cautiva, in-
capaz de defenderse. Además, un tema recurrente en
las confesiones de quienes van a morir, es que se acu-
sa a las fuerzas del orden de tener complicidad con las
bandas criminales. Resulta interesante que, entre los
muchos videos que circulan en internet de las diferen-
tes agrupaciones criminales, sólo haya algunos pocos
donde las víctimas supliquen o intenten defenderse.
Una excepción es un video de una joven a la que un si-
cario tiene en el piso mientras la patea y le pisa el rostro.
Ella asegura no saber nada de lo que se la acusa y llora
pidiendo clemencia. No parece ser ese el mensaje prin-
cipal que buscan los cárteles; por el contrario, se pone
énfasis en la aparente calma de quienes van a morir. Es
decir que, aunque el dolor mortal está presente, de al-
guna manera la víctima asume su destino con fatalidad,
sin gritar ni expresar su miedo, como si se le arrebatara
hasta ese último derecho. Probablemente algunos de
los narcovideos sean falsos, aunque lamentablemente
todo parece indicar que la mayoría son reales.

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La puesta en escena de ciertos narcovideos pre-
tende mostrar a los sicarios como un tipo de justicie-
ros, como verdugos solemnes (el uso de indumentaria
paramilitar parece crear una imagen en cierta forma
institucional, de orden y jerarquía) que están eliminan-
do a una amenaza social, pero para hacerlo deben rein-
ventar las leyes e imponer un nuevo código moral donde
decapitar y desmembrar a los infractores son castigos
legítimos y reconocidos por alguna autoridad contra
los infractores de sus reglas. Así, estos videos crean una
ficción en la que no se ejerce una violencia exagerada si-
no apropiada, donde no hay nada espontáneo sino que
existe un sistema, un protocolo de ejecución frío y so-
lemne. Los interrogatorios suelen estructurarse para
presentar pruebas. La mayoría de las veces se conducen
con un símil de profesionalismo, sin insultos ni golpes
y muy rara vez suben el tono de voz. Es de imaginar
que antes de que la cámara se encienda ha habido su-
ficientes golpes y amenazas para suavizar al cautivo, o
quizá se lo ha narcotizado para que no interrumpa la
filmación. En pocas ocasiones se rompe la ilusión de
respeto y solemnidad, como el video en que a un hom-
bre que aparentemente forma parte de los Zetas le mu-
tilan varios dedos y después lo decapitan sicarios del
Cártel del Golfo. Los asesinos comentan entre ellos, se
ríen, se dan indicaciones contradictorias y se burlan de
su víctima, quien parece estar bajo el efecto de las dro-
gas o el alcohol, mientras la descuartizan. La calidad de
este tipo de videos varía, desde unos cuantos filmados
cuidadosamente en alta definición, hasta una mayoría
realizada en pésimas condiciones, apenas visibles o en
una oscuridad casi total.

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Hoy queda claro que existen códigos cifrados en
forma de balazos, de cuerpos encajuelados, encobija-
dos, «enteipados» (cubiertos con cinta adhesiva, de ahí:
tape), «empozolados», zarandeados, mediante los cuales
los cárteles comunican sus intenciones y motivos. Ova-
lle señala que es interesante que los términos con que
se denominan estos crímenes tengan una connotación
que se pretende cómica e irreverente, deliberadamente
ofensiva para la víctima que ha sido «convertida en
pozole» (con las resonancias obvias al pozole azteca
original, que supuestamente estaba hecho con carne
humana) o bien «cocinada como un pescado zaran-
deado». Un individuo que es asesinado con un tiro de
gracia obviamente ha sido tratado mejor que uno que
es torturado al sumergirlo en agua hirviente. Un cuer-
po que ha conservado su integridad para ser reconoci-
do y enterrado ha recibido un trato preferencial cuando
se compara con otro que ha sido desmembrado o di-
suelto en ácido. Estos procedimientos para borrar iden-
tidades tienen una función pragmática para evitar que
las autoridades (en el caso poco común de llevar a
cabo una investigación competente) puedan capturar
a los asesinos, pero sin duda tienen otra finalidad,
la de convertir a sus víctimas en seres anónimos, en
borrar la historia personal y establecer un régimen de
terror y amenaza permanente e indiscriminada entre
los ciudadanos; una atmósfera de ambigüedad don-
de los desaparecidos desempeñan un papel de espec-
tros, a los que sus familiares, amigos y la sociedad en
general siguen esperando y buscando sin éxito, como
sucedía bajo los regímenes militares en Chile, Argenti-
na y Uruguay, entre otros. Al filmar un video de alguien

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que va a ser ejecutado se le da la oportunidad de ser
visto, se ofrece el pobre consuelo a los familiares de
saber qué sucedió.
Estas son imágenes sensacionalistas, estridentes
y cargadas de significados contradictorios que comu-
nican y a la vez impiden la comunicación. Pero sobre
todo son evidencias en casos criminales que paradó-
jicamente fueron creadas para una difusión masiva e
indiscriminada y por tanto imponen un serio dilema.
Por un lado, debido a las características propias de in-
ternet, son prácticamente imposibles de censurar; por
otro, son demasiado agresivas y brutales como para
mostrarse sin pudor ni reserva. Las imágenes de la
muerte son, como dijo Susan Sontag, «una suerte de
retórica. Reiteran. Simplifican. Agitan. Crean la ilusión
de consenso».6 Son imágenes importantes para en-
tender lo que sucede, para materializar la catástrofe en
que estamos hundidos; sin embargo, es un error perder
de vista la función que tienen para sus propios autores,
para aquellos que le han dado la vuelta a la tarea de
documentar el horror y las usan como una herramien-
ta más para aterrorizar y dominar.
La justificación de que la cultura de la violencia
que estamos viviendo ha sido influenciada por el cine
de horror gore, por los videojuegos y por la desensibi-
lización creciente del público, es absurda y no se halla
sustentada en ningún estudio creíble. No obstante, tal
idea se repite hasta el cansancio, por la simple creencia
de que somos seres que imitamos compulsivamente lo
que vemos en las pantallas. Es claro que en el siglo xxi
vivimos una inquietante normalización de la violen-
cia. Lo que es inminente —y ningún acuerdo censor

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mediático podrá ocultar— es que la descomposición
del tejido social en México es epidémica y masiva pues
la cultura del narco se ha vuelto omnipresente y, en
cierto modo, la fascinación que produce se ha conver-
tido en una de las formas de la cultura dominante.

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Hipersexualidad y pornocultura

Novedad sin fin

Para Baudrillard, la hipersexualidad era una espe-


cie de extensión al ámbito de lo genital del concepto
de hiperrealidad, el terreno de la simulación y la re-
presentación que adquiere una cualidad más real que
lo real; de tal manera que la simulación adquiere una
textura indiscernible de la realidad.1 Lo hipersexual es
aquello más sexual que el sexo. Las características que
definen a la hipersexualidad son entonces: la abun-
dancia abrumadora de imágenes, narrativas y repre-
sentaciones sexuales en la mediósfera y la tendencia
de estas a restar importancia y sustituir al sexo sin
mediatizar, según escribe Kenneth Kammeyer.2 Por su
parte el psicólogo y autor Phillip Zimbardo en su con-
ferencia en ted dice: «Los hombres prefieren el mundo
asincrónico de internet a la interacción espontánea de
las relaciones sociales […] es una de las consecuen-
cias inesperadas del uso excesivo de internet, de los
juegos de video y del porno».3 La noción de que vivi-
mos en una era de pornificación se ve enfatizada no
únicamente por la increíble abundancia de materiales
pornográficos o por la presencia de temas, elementos

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y de una sintaxis visual que evoca al hardcore y que se
hace notable en los demás géneros, sino por la pro-
liferación incesante y omnipresente de discursos por-
nográficos en todos los dominios de la cultura. Pero, si
bien hay quienes afirman que el porno está de moda,
que es cool y hip, no perdamos de vista lo que dice
Martin Amis: «¿La masturbación es hip, está de moda?
No se siente hip y no se ve hip tampoco: no ves a nadie
haciéndolo. El porno nunca será mainstream, en parte
por la naturaleza contraria de esta forma».4 Si bien en
la sociedad pornocultural el porno está al alcance de
todos, se mantiene paradójicamente invisible en los
medios dominantes. En su esfuerzos censores los por-
tavoces de la ideología conservadora también aportan
al discurso sexual, tanto al despertar la curiosidad, el
interés y el morbo por los materiales que desean abo-
lir, como al hacer referencia a ellos, evocarlos, citarlos
y comentarlos, creando de esa manera nuevos materia-
les sexuales. Un ejemplo notable es el famoso informe
Starr en el caso de Bill Clinton y Monica Lewinsky, del
que ya hablamos, que estaba repleto de frases lúbricas
y perversiones fetichistas. Para que una sociedad se
«pornifique» no basta una gran producción pornográ-
fica que abarque todos los ámbitos de la cultura; tam-
bién se requiere de individuos y grupos conservadores
que luchen contra estas imágenes en los foros públi-
cos difundiendo aún más estos mensajes, llevándolos
a un público que usualmente no tendría acceso a la
imaginería erótica, permitiendo, de esta manera, que
«contaminen» todo el espectro de la cultura. En 2009
el académico de la Universidad de Montreal, Simon-
Louis Lajeunesse quiso lanzar un estudio acerca de los

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efectos negativos de la pornografía, para lo que nece-
sitaba un grupo de control que nunca hubiera consu-
mido porno: no pudo encontrar un solo estudiante
que cumpliera con ese requisito. Sin embargo, reali-
zó un estudio muy revelador al concluir que sus suje-
tos de estudio, todos universitarios, creían en la igual-
dad de los géneros, aseguraban que la pornografía no
había cambiado su percepción de la mujer ni sus rela-
ciones y que quienes no podían vivir sus fantasías en
la vida real con sus parejas, simplemente las hacían a
un lado y no las imponían por la fuerza.

Los agresores no necesitan pornografía para ser violen-


tos y los adictos pueden serlo a las drogas, el alcohol,
el juego, y los casos antisociales son patológicos. Si la
pornografía tuviera el impacto que muchos afirman,
uno podría mostrar cintas heterosexuales a personas
homosexuales para cambiar su orientación sexual.5

Mi selfie myself

Entre el primer filme stag y el tsunami de imáge-


nes sexuales que circulan y acechan en internet hay
tan sólo un parpadeo. ¿Quién hubiera podido ima-
ginar a finales del siglo xix que dos de los inventos
más inquietantes del momento, el cinematógrafo y el
teléfono (en los que de una u otra manera tuvo que
ver el empresario e inventor Thomas Edison), evolu-
cionarían en menos de cien años y se enredarían en
un extraño amasiato que cambiaría profunda y deci-
sivamente el mundo? Casi de repente el teléfono móvil

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se transformó al mismo tiempo en proyector, cámara
y canal personal de distribución de imágenes fílmi-
cas. Y así como entre los pioneros del cine destaca-
ron aquellos pornógrafos incipientes con un espíritu
desparpajado, gozador, desafiante y casi suicida que
los llevaba a correr grandes riesgos filmando y proyec-
tando escenas sexuales explícitas (en un tiempo en que
mostrar una rodilla se consideraba muy osado), hoy la
actitud exhibicionista de muchos cibernautas los lle-
va a tomarse fotos sin ropa o en situaciones sexuales
para postearlas en internet o enviarlas como archivos
digitales. Estos autorretratos se conocen en la era de la
web como selfies porno y se han vuelto emblemáticos
de la pornocultura del siglo xxi.
El selfie es en esencia una foto en la que la perso-
na aparece retratándose a sí misma frente a un espejo
o extendiendo el brazo para apuntarse con la cámara
digital o con las omnipresentes cámaras de los teléfo-
nos celulares. Se trata de fotos íntimas generadas para
ser compartidas, quizás en busca de reconocimiento,
simpatía o seducción. Estos autorretratos que apare-
cen compulsivamente en perfiles, avatares y galerías
de redes sociales tienen un lenguaje que se caracteri-
za por extraños ángulos, posiciones forzadas hasta la
tortícolis, muecas que pretenden ser irónicas, sexis o
solemnes, señas con los dedos de la mano libre (mu-
chas v de la ¿victoria o de la paz?), espejos sucios, ob-
jetos incoherentes y pésima iluminación. Con estas, el
sujeto crea representaciones propias intercambiables
que reúnen una combinación de ingredientes que in-
cluyen: espontaneidad, bochorno, narcisismo, hastío,
osadía, cinismo burlón (ligeramente autoflagelatorio)

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y confesión involuntaria. Son autorretratos fáciles,
cuya creación resulta prácticamente gratuita, que se
transmiten y difunden a cientos o miles de amigos, des-
conocidos, seguidores, trolls y friends como tarjeta de
presentación para, a la vez, pertenecer y distanciarse,
para someterlas a comentarios, juicios y señales de
aprobación o complicidad. Estos retratos han proli-
ferado de manera viral en las redes sociales (desde an-
tes de la era de Myspace hasta Instagram y Tumblr),
sitios de todos tipos y blogs; además de circular en
mensajes sms y correos electrónicos. En un medio
donde nada es más fácil que ocultar la identidad, el
selfie es una extraña expresión de honestidad pero, a
la vez, es la instantánea de un performance, una pro-
yección autobiográfica idealizada en un atisbo de lo
que quisiéramos ser en ese preciso momento. El selfie
es una obsesión indulgente, una expresión ególatra y,
a la vez, un registro de un tiempo y un momento que,
por la razón que sea, parece digno de ser preservado.
El caos visual de estas fotos expresa por un lado
una intención de ocultar rasgos que el personaje con-
sidera negativos mientras enfatiza lo que, él imagina,
son sus virtudes físicas; de modo que son complejos
prismas a través de los que contemplamos el ello, el
yo y el superyó. Tales imágenes digitales son herede-
ras de las instantáneas de Polaroid, que, más que una
pretensión estética, tenían una función utilitaria. Una in-
terpretación simplista de esta avalancha de imáge-
nes sería que corresponde a un reflejo del malestar
de una era de soledad y aislamiento patológicos. No
obstante, son también evidencias de una búsqueda
de identidad y aceptación, así como del control de la

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propia imagen, a la que se estira, modifica y altera,
tanto para conformarla con estándares, como para
romper con estereotipos. Dicho tipo de imágenes tiene
un impacto tan relevante en la cultura que su influen-
cia puede verse incluso en el hecho de que los smart-
phones tengan cámara con lentes en ambas caras del
aparato, uno que apunta al exterior y otro al interior.
Por la misma razón, el mercado de las herramientas o
apps digitales para modificar, mejorar o recomponer
fotografías ha crecido de manera fabulosa; hoy cual-
quiera puede, sin la menor preparación técnica, crear
efectos en apariencia sofisticados que en la era analó-
gica de la fotografía hubieran requerido de elaboradí-
simos procesos y de un amplio conocimiento.

Pornoselfies y autoaceptación

El selfie sexual, como las instantáneas íntimas y


eróticas de hace algunas décadas, es una forma de ir
más allá en la provocación, de buscar liberarse de ta-
búes y estereotipos al exponerse en poses sugerentes,
con o sin ropa, o en un acto sexual, solitario o acom-
pañado. Hoy ya no sorprende a nadie que jóvenes, a
menudo menores de edad, posteen videos o fotos de
sus aventuras sexuales o de las de sus conocidos y
compañeros. Las imágenes de actos que pueden o no
ser consensuales circulan en redes sociales y, una vez
ahí, son fácilmente copiadas por sitios tube y por in-
numerables páginas porno. Cada vez hay más gente
que disfruta —o incluso requiere— de tomar o tomar-
se fotos sexuales o videos mientras hace el amor. Una

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de las características de una sociedad pornocultural
es precisamente que el sexo se vuelve una experiencia
principalmente visual, y estas imágenes en cierta for-
ma certifican la validez del acto en términos de ideales
corporales y de comportamiento. El registro de los ac-
tos sexuales se ha vuelto para muchos un estimulante,
las imágenes en una pantalla contienen un conglome-
rado de símbolos cifrados en el lenguaje pornográfico
que resultan más legibles y excitantes que el propio
cuerpo dispuesto de una pareja. En muchos sentidos,
hemos llegado al temido momento en que el sexo sin
una cámara que lo registre deja de ser apetecible o no
parece suficientemente real.
En septiembre de 2012 la cantante, compositora
y artista del performance Lady Gaga fue criticada por
ciertas fotos en las que aparentemente mostraba haber
ganado peso. Su reacción fue hacer un llamado a sus
seguidores, a través de su página de internet-club de
fans-red social LittleMonsters.com, para invitarlos
a «celebrar su triunfo sobre sus inseguridades» pos-
teando imágenes de sus cuerpos imperfectos. A mane-
ra de inspiración ella también posteó fotos de sí misma
en ropa interior con la leyenda: «bulímica y anoréxica
desde los quince años». Sus fans no tardaron en imi-
tarla subiendo a la red selfies en diferentes estados de
desnudez y, «valientes en su vulnerabilidad», mostra-
ban cuerpos que no se apegan a los ideales de belleza
dominantes. Con esto, Gaga lanzó una errática pero
bien intencionada tentativa de «revolución corporal»
en la que la estrella pop intentaba redefinir la belleza.
Lady Gaga se refiere a sus seguidores como «peque-
ños monstruos», no en un sentido peyorativo sino

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recuperando la diferencia, incluso extrema, como un
atractivo y apelando a la aceptación. Gaga y otras cele-
bridades, como la autora de la serie Girls de hbo Lena
Dunham, han tratado de sabotear la imposición de un
tipo único de imagen corporal femenina al mostrar
cuerpos reales en situaciones sexuales. Aún es muy
pronto para saber si esta apropiación de la icono-
grafía tendrá algún efecto sobre la forma en que la
masa interpreta y reconoce la belleza y la seducción
en las imágenes de cuerpos expuestos.

Pornovenganza

El selfie consta de dos elementos: uno es la foto


en sí y otro, la publicación o distribución de la mis-
ma en determinado contexto. Aunque el selfie es una
visión efímera, una vez posteada en la web, se vuelve
imperecedera, huidiza y prácticamente imposible de
eliminar. En ocasiones puede ser que todas las par-
tes involucradas en determinado video aprueben esta
forma globalizada de exhibicionismo, pero aun en el
mejor de los casos, es muy común que alguien tenga
remordimientos por haberse expuesto de manera com-
prometedora y que le preocupe que esas imágenes pue-
dan volver en cualquier momento de su vida a destruir
su posición social, a convertirlo en el hazmerreír de la
oficina o la escuela, o a dañar su vida de pareja.
Postear los propios selfies porno puede ser un acto de
atrevimiento, evidencia de una conquista o una prueba
de amor. Puede tratarse de un acto irreflexivo e irrespon-
sable, hecho en el calor del momento sin considerar las

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consecuencias. Pero de la misma manera en que repre-
senta un acto de valor, orgullo o simplemente control
de la propia imagen, puede convertirse, en manos ex-
trañas, en un instrumento de chantaje, extorsión, hu-
millación o destrucción moral. El caso más común es
el de un hombre que se siente abandonado, traicionado
u ofendido tras romper con su pareja (en general las
víctimas son mujeres), por lo que opta por vengarse ha-
ciendo públicas las imágenes comprometedoras o hu-
millantes que tenga de ella; esto es lo que se denomina
revenge porn, que equivale a «pornografía de venganza»
o «pornografía vengativa», y podríamos traducir libre-
mente como «pornovenganza» un arma de destrucción
masiva en la red que en pocos años ha costado varias
vidas y ha destruido reputaciones, carreras, relaciones
y familias. En su venganza, los examantes abusan de
imágenes que bien pudieron haber sido obtenidas con
el consentimiento de la otra parte para ser vistas y usa-
das en privado, pero de las que difícilmente tienen con-
sentimiento para su difusión masiva.
Aquellos que postean imágenes comprometedoras
de sus examantes son usualmente motivados por el re-
sentimiento y el odio. Los webmasters que se dedican
a publicar este tipo de material incendiario, como
Hunter Moore (considerado el rey del revenge porn), son
chantajistas, mercenarios y misóginos sin escrúpulos
que aprovechan el vacío legal para explotar la nove-
dad de la pornovenganza, que radica en su carácter
amateur, en el realismo, en mostrar rostros y cuerpos
«frescos» y nunca antes vistos de esta manera; pero
más aún en la posibilidad de participar en una au-
téntica campaña de persecución y acoso de mujeres

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culpables de haberse expuesto en un momento de éx-
tasis o debilidad ante una cámara. Hunter Moore creó
en 2009 el sitio IsAnyoneUp.com, en el que postea-
ba imágenes pornográficas de hombres y mujeres, que
aparentemente adquiría de examantes rencorosos, y
a las que conectaba con su información personal res-
pectiva y, de existir, las enlazaba con sus perfiles en
Facebook o Twitter para hacer la humillación total y
absoluta, como si se tratara de una cacería puritana
de pecadoras. Supuestamente el sitio recibía la dudosa
cantidad de 30 millones de visitas mensuales, mien-
tras que Moore obtenía un ingreso de 10 mil dólares
mensuales. Moore, que es un marine retirado, ha sido
objeto de múltiples demandas: una mujer que fue
humillada en su sitio lo intentó apuñalar y ha sido
investigado por el fbi. El sitio fue cerrado el 19 de abril
de 2013,6 lo que no erradicó esta nefasta moda pero la
hizo menos redituable y más riesgosa. La mayoría de
los pornógrafos que han seguido el ejemplo de Moore
obtienen un mínimo de beneficios económicos de es-
tas acciones ya que a menudo se trata de sitios gra-
tuitos que son saqueados a su vez por otros pornó-
grafos deseosos de exponer y divulgar las imágenes en
sus propios sitios.
Estos actos son muy comunes y si bien en teoría exis-
ten leyes que protegen a las víctimas, cuyas imágenes
han sido posteadas sin su permiso, la realidad es que
en esta materia rige la impunidad en el ciberespacio.
Por ejemplo, si alguien postea imágenes de una per-
sona desnuda, mientras esta sea mayor de edad, las fo-
tos son legales y no se consideran obscenas; además se
asume que son propiedad del posteador y por lo tanto

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puede hacer con ellas lo que quiera. No se reconoce el
contexto del consentimiento, es decir que, incluso cuan-
do la persona haya autorizado a otra a fotografiarla en
determinada situación comprometedora, eso no signi-
fica que le autorice postear esas imágenes para que el
mundo las vea. Los operadores de websites están pro-
tegidos legalmente si postean material que fue re-
mitido por una tercera parte y, si esta fuera anónima,
puede requerirse de una larga y tortuosa investigación
para identificar al responsable. Lo anterior es impor-
tante en casos de revelaciones de abusos o crímenes en
los que las fuentes deben ser protegidas, pero cuando
se trata de pornovenganza dicho recurso se convierte
en un brutal obstáculo para retirar las imágenes y
hacer justicia. De manera que para tratar de presionar
a un webmaster para que retire fotos o videos, la per-
sona debe pagar altísimos costos legales que, aun en
caso de ganar, difícilmente podrá recuperar mediante
demandas.
La realidad es que los ofensores rara vez pagan
las consecuencias de sus actos, quizá solamente en si-
tuaciones extraordinarias, como en aquellos casos
en que la víctima se ve empujada al suicidio debido
a imágenes como estas. Un ejemplo es el de la joven
canadiense, Rehtaeh Parsons, de diecisiete años (de
Halifax, Nueva Escocia), quien en 2011 fue violada
por cuatro tipos que filmaron y postearon la violación
en internet. Tras acosarla, hostigarla y humillarla por
varios meses, la joven se ahorcó.7 Lejos de ser un caso
aislado, ha habido muchos otros semejantes, como
el de Audrie Pott, de quince años (de San Francisco,
California) quien fue violada en una fiesta por tres

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muchachos que luego postearon las imágenes, mismas
que en poco tiempo se volvieron virales. Ocho días
después, el 12 de septiembre de 2012, Pott se quitó la
vida colgándose pues no podía vivir con la vergüenza.8
Sin embargo, las víctimas no son únicamente feme-
ninas, en septiembre de 2010, Tyler Clementi, un es-
tudiante de dieciocho años de la Universidad Rutgers
fue videograbado clandestinamente por su compañero
de habitación, Dharun Ravi, mientras tenía relaciones
sexuales con otro hombre. Cuando Clementi descu-
brió que Ravi había posteado las imágenes en internet
se tiró del George Washington Bridge, que conecta a
Nueva York con Nueva Jersey, y perdió la vida.9
Este tipo de imágenes son la peor pesadilla de
cualquier defensor de la pornografía, ya que, sin im-
portar el contenido, representan en sí mismas una bru-
tal agresión que cuenta con la complicidad de otros
que explotan la oportunidad para ridiculizar y atacar
a alguien que la mayoría de las veces desconocen. Si
bien a menudo se critica la objetivación que hace la
pornografía de los cuerpos humanos, en especial fe-
meninos, en la pornovenganza tenemos el fenómeno
opuesto, una compulsiva y cruel personalización de los
protagonistas; ponerle nombre, dirección y teléfono a
las mujeres que aparecen expuestas con la intención
de convertirlas en blanco de prejuicios. Aquí, el acto
sexual pasa a segundo plano al convertir a cualquiera
en involuntaria estrella porno. Este no es el territorio
de la excitación y de la sorpresa sexual que ofrece el
porno, sino el de un linchamiento moralizante perpe-
trado por una turba hipócrita y ansiosa por interac-
tuar con la humillación.

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El efecto Coolidge

Si un mamífero macho tiene relaciones sexua-


les requiere de un periodo denominado refractario
para recuperarse después del orgasmo, el cual pue-
de durar entre varios segundos o un día dependiendo de
la especie y del sujeto. Este periodo irá en aumento si
el macho tiene coitos sucesivos con la misma hembra.
Pero si al sujeto se le presenta una hembra diferente
dispuesta a tener relaciones sexuales, ese periodo se re-
duce y en poco tiempo está listo para un nuevo coito;
si se le siguen presentando nuevas hembras el periodo
de recuperación del macho seguirá reduciéndose por
lo que el macho podrá seguir teniendo coitos hasta que
termine completamente exhausto. A este fenómeno se
le denomina efecto Coolidge y es común en práctica-
mente todos los mamíferos machos aunque también,
en menor grado, en las hembras. El nombre se debe
a una anécdota supuestamente falsa del presidente es-
tadounidense Calvin Coolidge, quien visitó una gran-
ja con su esposa. En algún momento se separaron y a
la primera dama le mostraron un gallo que se apareaba
docenas de veces al día. La señora Coolidge dijo a los
empleados: «Díganle eso al señor presidente cuando
venga por aquí». Eso hicieron y entonces el presidente
preguntó si se apareaba siempre con la misma gallina,
a lo que respondieron: «No, señor presidente, con una
gallina diferente cada vez». A lo que el presidente co-
mentó: «Díganle eso a la señora Coolidge cuando venga
por aquí».
Este fenómeno se demostró en ratas. En un experi-
mento se colocaron cuatro hembras en celo dentro de

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una caja y se introducía un macho que copulaba con
ellas hasta quedar agotado, pero en cuanto se intro-
ducía una nueva rata hembra el macho volvía a entrar
en acción y así sucesivamente hasta no poder más.
Este fenómeno también se ha demostrado con ani-
males de granja, sabemos que los toros y cabras bus-
carán nuevas hembras y evitarán repetir tener sexo
con la misma hembra. Es claro que la evolución ha
programado al macho de las especies para sentirse es-
timulado ante la novedad con la intención de mejorar
sus prospectos reproductivos. Si bien este efecto no es
tan intenso entre los primates, también sucede y se ha
usado para explicar la necesidad de diversas parejas
que tienen algunos hombres, así como la búsqueda in-
saciable de nuevas imágenes pornográficas. Dicho es-
tímulo sexual se relaciona con la percepción de cada
nueva hembra como una nueva oportunidad genética,
aparentemente una imagen sexualmente estimulante
en la pantalla puede engañar al cerebro y tener el mis-
mo efecto y, en ambos casos, se traduce en la secreción
del neurotransmisor dopamina, que ayuda a contro-
lar los centros de recompensa y placer (aunque tam-
bién del movimiento y la cognición) y, por tanto, de la
motivación.

Dopamina, mon amour

Desde su descubrimiento en 1958 por Arvid Carls-


son y Nils-Ake Hillarp, se ha creído que la secreción de
dopamina en ciertas áreas del cerebro produce una
muy deseable sensación de placer; sucede por ejemplo,

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con la comida y el sexo. Esto sería un factor clara-
mente vinculado con la evolución, ya que la supervi-
vencia del individuo y de la especie depende de comer
y reproducirse. Recientemente se ha demostrado que
la dopamina está más relacionada con la anticipación,
el deseo y la búsqueda del placer, que con el placer
mismo. En experimentos controlados se ha encontra-
do que si se tiene a un primate activando una palanca
para recibir un premio, la secreción de dopamina tie-
ne lugar en el momento en que activa la palanca, no
cuando recibe el premio; y si el número de premios se
reduce de 100 por ciento de los eventos a sólo la mi-
tad, entonces los niveles de dopamina aumentan nota-
blemente. La incertidumbre de la recompensa es más
estimulante para la segregación de dopamina que la
certeza, lo que explica la adicción a los juegos de azar.
Hoy la mayoría de los especialistas concluyen que sólo
existe un tipo de adicción, la adicción a la dopamina,
y que esta puede utilizar una variedad de activadores
como la cocaína, la nicotina o el alcohol, los cuales pro-
ducen sus efectos al cambiar el flujo de neurotransmi-
sores. Cualquier comportamiento que pueda segregar
dopamina puede generar adicciones, por lo que el sexo,
el juego y la comida pueden detonar el ciclo adictivo.
Asimismo, las emociones que pueden ser estimuladas
por memorias, pensamientos, fantasías, ideologías, re-
tórica, ilusiones y otros conceptos abstractos también
pueden ser adictivas.
Podemos imaginar que el cibernauta que busca
pornografía en línea está en la misma situación que el
primate que espera recompensas al activar una palan-
ca, con lo que al teclear palabras claves y seleccionar

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sitios de una lista sus niveles de dopamina se disparan.
Internet podría describirse como un inmenso sistema
de recompensa y gratificación instantáneas. Cualquier
búsqueda e interacción puede ser satisfecha en segun-
dos; sin embargo, buscar información en la web es un
proceso sin fin, en buena medida por su propia estruc-
tura y por los hipervínculos que conectan una idea con
otra, así como por los pasajes entre dimensiones o for-
midables pies de página que cuentan nuevas historias
y nos mantienen en un feliz vagabundeo entre diver-
sos intereses. Lo mismo sucede con las comunicacio-
nes personales, ya sean textos, correos electrónicos o
en las redes sociales, su inmediatez nos lleva a revisar
continuamente los buzones de llegada con la esperan-
za de encontrar nuevos mensajes, lo que nos mantiene
en un estado de expectación permanente. Todo esto
se traduce en secreción de dopamina y dado que lo
impredecible estimula poderosamente el sistema, en-
tonces este parece encontrarse siempre activo, lo que
finalmente se refleja en agotamiento, incapacidad de
concentrarse, síndrome de deficiencia de atención y
frustración constante ante la monotonía de una reali-
dad lenta y con pocas recompensas.

El método Ludovico

Ciertamente las imágenes pornográficas tienen un


poder casi místico para conquistar la atención y pro-
vocar reacciones físicas en la gente, un poder que hace
que el espectador busque ver más imágenes, así co-
mo desear revelaciones mayores. Además, es claro que

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establecemos una relación de uso con este tipo de repre-
sentaciones, ya que el poder de las imágenes tiende a
desgastarse cuando han sido demasiado vistas. La ima-
gen transgresora deja de serlo cuando nos acostum-
bramos a ella, cuando la incorporamos a un catálogo
mental donde la imagen explícita pierde su poder de
sorprender. La excitación que produce la pornografía
tiene que ver con la promesa latente de que la próxima
imagen será nueva y distinta. Así, podríamos atrever-
nos a decir que el poder de la pornografía depende en
igual medida de las imágenes sexuales explícitas que
de la novedad. Por tanto, más que una adicción a los
cuerpos desnudos, lo que produce el flujo incesante
de pornografía en línea es un síndrome de adicción a
la excitación. Simplemente por el volumen y variedad
que ofrece, la pornografía en línea ha cambiado todo, y
cualquier comparación con la pornografía del pasado
es ingenua.
Al consumir imágenes pornográficas con regulari-
dad se producen aumentos de dopamina constantes
en un sistema que pide más y más, que se ha condicio-
nado a través de ciertas señales. Esto, según algunos
psicólogos, provoca cambios en el cerebro semejantes
a los que tienen los adictos a sustancias químicas, en-
tre los que se incluyen: desensibilización, necesidad de
estímulos cada vez más intensos y un debilitamiento
de la voluntad. Varios estudios, ampliamente promo-
cionados en los sitios y libros que pregonan que la por-
nografía en internet es adictiva, concluyen que el es-
pectador de porno seguirá inevitablemente un proceso
de deterioro que comienza con la disminución de re-
acción a las imágenes, sigue con un decremento en la

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libido y finalmente culmina con la disfunción eréctil,
principalmente entre jóvenes que han contado con in-
ternet durante toda su vida sexual. En estos casos, el
problema de impotencia supuestamente no radica en
el pene y el flujo sanguíneo sino en la mente, por lo
que el uso de Viagra y otros vasodilatadores no ofrece
ninguna solución.
Los jóvenes de entre dieciséis y veinte años que con-
sumen altas dosis de pornografía en línea se encuen-
tran en el punto más alto de producción de dopamina y
de neuroplasticidad cerebral, por tanto, esta influencia
impone cambios dramáticos en su crecimiento y en el
«cableado» del cerebro. De esa manera, tiene lugar lo
que varios autores, como el doctor William Struthers,
llama el «secuestro del cerebro» por parte de la porno-
grafía: el sujeto pierde interés en las mujeres reales, que
son incapaces de brindarle un estímulo suficientemen-
te intenso o de satisfacer sus fantasías (altamente feti-
chizadas por sus experiencias frente a la pantalla).
Además de que el individuo desarrolla la certeza de
que la pornografía en línea puede ofrecerle toda la sa-
tisfacción que necesita y más. El Sexual Recovery In-
stitute señala que el cerebro acostumbrado al estímulo
visual, encuentra muy difícil alcanzar el orgasmo en
una relación sexual con una persona. «La desconexión
emocional se convierte en un problema físico y se vuel-
ve disfunción sexual o disfunción eréctil».10 La presun-
ta adicción va convirtiendo al sujeto en un empeder-
nido y crónico masturbador solitario que sólo puede
alcanzar el orgasmo frente a su computadora. A pesar
de lo anterior, todos estos terapistas y expertos ga-
rantizan que es posible recuperarse de tal azote; con

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abandonar la pornografía en línea y, con unas cuantas
semanas y sesiones de terapia, que ellos mismos ofre-
cen, el individuo estará recuperado, disfrutando de la
vida y en particular del sexo real.
No hay duda de que la pornografía orienta las acti-
tudes sexuales de sus consumidores e incluso cambia
los patrones de conducta de las sociedades al erra-
dicar tabúes, poner de moda prácticas, establecer es-
tándares de belleza y de comportamiento. En mayor
o menor grado, esto viene sucediendo desde que Pie-
tro de Aretino publicó sus Sonetos lujurioso en el siglo
xvi. Entonces muy pocos tenían acceso a tales ma-
teriales y probablemente tampoco era epidémica la
obsesión de eyacular en los rostros, rasurarse el pu-
bis o llevar a cabo cirugías de reducción de las labias.
No obstante, el imaginario erótico poco a poco se ha
ido modificando gracias a la influencia de las obras
pornográficas que logran impregnar a la cultura popu-
lar y, finalmente, encuentran un camino para transfor-
mar la intimidad, las relaciones personales en el ám-
bito privado y el amor carnal.
La pornografía en línea no podrá jamás regresar
a la Caja de Pandora; es una fuerza incontrolable que
parece tener vida propia, que acecha en cada búsque-
da en Google y que es capaz de disimular su poder en
las recomendaciones, al mostrar casi con inocencia
entre imágenes no solicitadas un coctel impredecible
de sugerencias e insinuaciones con diferentes énfasis
sexuales. La web, con su eficaz sistema para llevar-
nos de la mano a lo desconocido, muestra día a día
un mundo de posibilidades siempre al filo de la trans-
gresión. Si bien es claro que la inmensa abundancia de

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pornografía tiene un impacto psicológico en el usua-
rio —al crear un efecto de novedad inagotable que
puede llevarlo de orgasmo en orgasmo al agotamiento,
el desempleo y el ostracismo social—, los ataques de
los expertos en contra de la pornografía en línea son
alegatos frenéticos, histéricos y autopromocionales
que evocan poderosamente a los fanáticos y militan-
tes antimasturbación del pasado, quienes veían en ese
acto la contaminación del ser, un acto pecaminoso,
una práctica devastadora que culminaba en la locura
o un atentado en contra del espíritu.11 Lo que es claro
es que entre algunos usuarios y consumidores de es-
tímulos extremos hay una ansiedad por demostrar que
son capaces de sentir y emocionarse. Es particular-
mente ilustrativa la aparición de numerosos videos en
YouTube y en otros sitios en los que algunas personas
se videograban a sí mismas mientras ven videos extre-
mos, como evidencia casi bladerunneriana, para ser
compartida con otros, de que son humanos y no han
perdido la capacidad de estremecerse u horrorizarse
ante los estímulos en la pantalla.
Valdría la pena recordar aquí la técnica de Ludovico
que introduce Anthony Burgess en su novela La naran-
ja mecánica (1962 y que Stanley Kubrick llevó en 1971
a la pantalla en un filme que el novelista consideró des-
preciable) y que consiste en obligar a un sujeto con ten-
dencias criminales a ver, bajo el efecto de ciertos nar-
cóticos y forzando a sus ojos a permanecer abiertos
—sujetando los párpados con una especie de espéculo
parpebral—, imágenes extremadamente violentas, san-
guinarias y sexuales con la intención —en el espíritu
pavloviano— de condicionarlo para sentir aversión a

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tales comportamientos, a la vez que desarrolla reaccio-
nes de repulsión, inmovilidad y rechazo que se mani-
fiesten tanto física como psicológicamente. Podríamos
imaginar que, al explorar el inagotable suministro de
porno en línea, nos estamos en cierta forma autoapli-
cando una cura de Ludovico, sometiendo el cuerpo a
una purga bestial de excesos y horrores corporales que
eventualmente logrará volvernos inmunes o incluso
adversos a ese tipo de entretenimiento.

El fracaso de la igualdad

En los años noventa del siglo pasado, dentro del


marco de la corrección política se consolidó la idea de
la igualdad entre los sexos; esto era en cierta forma una
opción light a la liberación sexual de la década de los
sesenta y sus no tan gloriosas consecuencias. Se trata-
ba de una estrategia bien intencionada que proponía
reemplazar los juegos de poder entre los sexos por po-
siciones negociadas, por el diálogo como herramienta
para determinar límites. Se trataba de imponer el con-
dicionamiento como estrategia para el equilibrio entre
los géneros. Esto sin duda ha funcionado para quienes
han logrado establecer relaciones duraderas fundadas
en un respeto igualitario y en una serie de renuncias a
sus placeres egoístas; sin embargo, sería ridículo pen-
sar que esta idea ha impactado a la mayoría. Natasha
Vargas-Cooper escribe con gran tino:

Esto fue una estafa intelectual que ha llevado a las mu-


jeres a malentender la sexualidad masculina, algo que

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corre a cuenta de su propio riesgo emocional y físico. El
deseo masculino no es una entidad maleable que puede
construirse a través de la política, el lenguaje o los me-
dios. La sexualidad no es neutral. Siempre ha existido
una dinámica en pugna, basada en el poder y la subyu-
gación, entre hombres y mujeres, y la visión igualitaria
del sexo, con sus pretensiones utópicas, ofrece un en-
tendimiento pobre de la psique masculina típica.12

Internet, visto como ese gigantesco e inagotable


entretenimiento mondo, ofrece visiones inquietantes
pero honestas de la diversidad perversa y polimorfa
de lo que sucede en el imaginario sexual, principal-
mente masculino, aunque el número de consumidoras
de pornografía esté en aumento y ocupe actualmente
un porcentaje considerable del total. La pornografía
en línea es un reflejo caótico de las fantasías reprimi-
das, de los fetichismos inaceptables y de las tentacio-
nes que hemos querido sepultar tras una apariencia
civilizada de ecuanimidad, control y deseos sexuales
dóciles y complacientes.
Por tanto, hay que reiterar: el problema no es la
pornografía sino la naturaleza humana. Purgar el mun-
do de pornografía no es el camino a la utopía de la
igualdad entre los géneros, por el contrario, sería mo-
tivo de mayor ansiedad sexual y del fortalecimiento de
un comercio subterráneo de imágenes pornográficas.
Queda claro que no importa qué tipo de pornografía
o estímulos consuma una persona, finalmente algu-
nos desarrollarán una adicción o dependencia, como
quiera llamarse, a estas imágenes, de acuerdo con la
forma en que dichos estímulos afecten a su sistema

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de secreción de dopamina. Es importante recalcar lo
anterior ya que la pornografía ha sido estigmatizada
como el único género capaz de esclavizar al especta-
dor, cuando en realidad puede suceder lo mismo al
consumidor compulsivo de telenovelas, al fanático
religioso, al aficionado al futbol o a los videojuegos,
al coleccionista de monedas, al insaciable comprador
en línea e incluso al curioso que depende de Google
o de Wikipedia para tomar cualquier decisión. La
adicción, en este sentido, depende de la incapacidad
de controlar un deseo que puede tener características
físicas y psicológicas, la compulsión que produce ese
deseo y la continuidad de cumplir ese deseo a pesar de
las consecuencias. Ahora bien, a pesar de la redefini-
ción de la adicción, no puede perderse de vista que
las adicciones a las drogas fuertes, al alcohol, a la
nicotina e incluso a la comida, aunque dependan to-
das de la dopamina, tienen consecuencias muy dis-
tintas; incluso cuando algunos charlatanes aseguren
que: «Los efectos del porno en el cerebro son tóxicos
y comparables con los de la cocaína».13 En 2004 el Co-
mité para el Comercio, la Ciencia y el Transporte del
senado estadounidense, llevó a cabo audiencias so-
bre la ciencia detrás de la adicción a la pornografía y
los efectos de la adicción en familias y comunidades;
invitaron a cuatro expertos quienes emplearon ver-
dades a medias, distorsiones electrizantes y absurdas
conjeturas moralistas para revivir viejas acusaciones
al afirmar cosas como: «el proceso de conversión de
la pornografía en algo mainstream durante la década
de los cincuenta coincide directamente con una ex-
plosión sin precedentes de las enfermedades sexuales

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y un gigantesco aumento exponencial de nuevos tipos
de crímenes sexuales copiados de la pornografía, co-
metidos por y contra jóvenes y adultos»14 (doctora Ju-
dith Reisman); la pornografía promueve la perver-
sión (doctor James B. Weaver III);15 los usuarios de
pornografía tienden a ir con prostitutas, golpear a sus
familiares, violar y practicar el incesto (doctor Mary
Anne Layden);16 y «la ciencia moderna nos permite
entender que la naturaleza de la adicción a la por-
nografía es químicamente idéntica a la adicción a la
heroína» (Jeffrey Satinover).17 Estos cuatro expertos,
invitados al comité dirigido por el archiconservador
senador republicano de Kansas Sam Brownback, si-
guieron el guion reaccionario y al unísono trataron
de escandalizar al público y presionar al gobierno
para legislar en contra de la «amenaza mortal de la
adicción a la pornografía».
Si una persona reconoce que tiene un problema de
adicción al porno, es claro que se sentirá atribulado,
que perderá grandes cantidades de tiempo, quizá será
negligente con su pareja y seres queridos, y pondrá en
riesgo su posición social y su empleo. Esta no es una
situación muy cómoda pero sería difícil comparar tales
consecuencias con el daño que produce el abuso del
alcohol, las sustancias químicas o incluso los excesos
de grasas, sal y azúcar. Sin embargo, el énfasis desmesu-
rado de quienes desean eliminar lo que perciben como
una plaga devastadora pone en evidencia la presencia
de una carga moralista aun en aquellos que desean
ofrecer razones puramente científicas.

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Un final sin propuestas

En 2013 el ministro del interior de Islandia, Ög-


mundur Jónasson, lanzó una propuesta controver-
tida: prohibir la pornografía impresa y en línea con
el objetivo de proteger a los niños de la oleada de
pornografía violenta de la web. La pornografía está
prohibida por la ley islandesa desde hace mucho
tiempo pero esa legislación es extremadamente vaga y
prácticamente no se aplica, por lo que la pornografía
circula libremente en papel y en línea. La propuesta
del ministro consistió en definir la pornografía como
material con contenido violento o degradante y elegir
un método para impedir que ese material sea visto en
Islandia, ya sea prohibiendo que las suscripciones a ese
tipo de sitios se puedan pagar con tarjetas de crédito
islandesas o bien creando filtros nacionales de con-
tenido, al estilo de Arabia Saudita o Corea del Norte.
La diferencia es que Islandia es uno de los países con
políticas más liberales (aun cuando haya prohibido los
clubes de table dance en 2010) y es la nación mejor
conectada a internet del planeta. El caso de Islandia es
particularmente relevante, ya que pone en evidencia
la imposibilidad de eliminar la pornografía sin afec-
tar la libertad de expresión y limitar otros dominios
de la cultura. La propuesta es particularmente ingenua
(¿a quién se le ocurre que el problema de una nación
es la pornografía de paga?), y aunque la noción de cla-
sificar a la pornografía como una expresión de violen-
cia es bien intencionada, se trata de una falacia pues,
en una sociedad democrática, la tarea de determinar
dónde poner los límites de lo permisible y respetar la

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privacidad del individuo será un obstáculo infranquea-
ble que terminará por invalidar dicha acción.
La pornografía no es una cosa sino una política, es
una estrategia de un grupo con poder destinada a limitar
el acceso de una parte de la población a determinadas
formas de expresión. El porno es sólo otra denominación
de la censura, es un género de naturaleza contestataria
que únicamente tiene sentido por su antagonismo con lo
aceptable. De ahí que el contenido de la pornografía no
importe tanto como los mecanismos que la prohíben. El
ejemplo más claro es que hasta hace no mucho tiempo
se colocaban faldones en los pianos para evitar que los
jóvenes tuvieran malos pensamientos. A su vez, quienes
quieren ver el porno únicamente como una expresión del
amor corporal son tan ingenuos como aquellos que la sa-
tanizan como una expresión del odio masculino contra
la mujer. Lo que es claro ahora es que ya no hay que bus-
car imágenes porno en la pornografía pues su influencia
está en todas partes.
En un tiempo en que la pornografía ha dejado de
ser escasa y cara, en que la censura y la estigmatización
que históricamente han acompañado al género y que
en gran medida lo definen se diluyen, se ha creado un
vacío en el imaginario, esto es, una ausencia de un es-
pacio de transgresión, y una necesidad de encontrar
otros reductos donde se violen las normas de lo acep-
table. De ahí que las representaciones de la muerte ocu-
pen ahora el lugar que usualmente tenía el porno. Esto
no quiere decir que el consumidor de porno deje a un
lado los deseos por cuerpos desnudos para sustituirlos
con cuerpos inertes o mutilados; tampoco quiere decir
que la proverbial «intensificación erótica de la porno-

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grafía»18 conduzca inevitablemente de los estímulos sua-
ves (como el sexo simulado, las caricias, el sexo lésbico)
al coito, las orgías y el incesto hasta experiencias sexua-
les más violentas y dramáticas.
La muerte grotesca y el sexo han estado vincula-
dos desde el origen de la cultura. La prensa sensacio-
nalista ha hecho de esa relación su tema principal y
su modus vivendi; asimismo, el entretenimiento de
explotación ha estado con nosotros desde las primeras
representaciones teatrales. Lo que sucede ahora es que
dicha relación se ha extendido a todos los dominios de
la cultura. El lenguaje de la brutalidad corporal ha in-
fectado el discurso público y si bien por un lado ha
desensibilizado al espectador, por otro ha refetichizado
las imágenes más brutales y realistas para reinsertarlas
en el discurso como objetos de un macabro deseo. El
temor de numerosos observadores es que así como el
porno ha impregnado a la cultura en términos de ropa,
de actitudes y en otros aspectos, el porno violento no
tardará en apoderarse del espíritu de la civilización;
como si la violencia y la crueldad de otras épocas no
pornográficas no mostraran claramente que no son
necesarias las representaciones brutales para inspirar
a los hombres a cometer atrocidades. La descomunal
oleada de porno en internet ha llevado a muchos co-
mentaristas —que usualmente mantienen posturas
ecuánimes sobre la pornografía— a caer en posicio-
nes histéricas y repetir argumentos propios del muy
desprestigiado movimiento feminista antipornogra-
fía que, en su lucha contra las imágenes sexuales, op-
tó por aliarse con grupos y políticos conservadores
que atentaban contra los derechos de la mujer, tanto

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reproductivos como laborales. Ahora nuevamente po-
demos escuchar argumentos como: «el porno violen-
to de hoy es tan sólo el registro de crímenes misóginos
fetichizados para la excitación y diversión masculi-
na». Esto sin duda es simplemente un regreso a las
discusiones de los años setenta, lo cual habla de la in-
comprensión de las dimensiones del medio digital y
la satanización de la sexualidad como el emblema más
evidente de la decadencia de la era.
La excitación erótica que producen las imágenes es
una fuerza incontrolable, se la puede reprimir, ocultar
o disfrazar pero la realidad es que, fuera de «lobotomi-
zar» mentes, la fantasía sexual no puede someterse a
los estándares del buen gusto y de lo socialmente apro-
bado. Se puede pensar que las imágenes de violencia
sexual no son pornografía sino otra cosa; sin embargo,
mientras haya un público que se excite con ellas y las
consuma como material masturbatorio, serán porno
independientemente de cualquier deseo políticamente
correcto de eliminarlas del catálogo de lo aceptable.
En este libro se mencionan, citan y analizan nu-
merosas películas y videos que en otro tiempo hubie-
ran sido muy difíciles de conseguir; hoy prácticamente
todas las obras citadas pueden verse en línea o bajarse
de la red de manera gratuita. De un libro como el pre-
sente se esperaría una conclusión con recomendacio-
nes y propuestas para aprender a navegar la pornocul-
tura de nuestro tiempo y para evitar o incluso combatir
sus expresiones más nefastas. Nada de eso sigue a con-
tinuación, no hay consejos, palabras de consuelo o
aliento, ni estrategias para depurar nuestra mediós-
fera. No perderemos el tiempo con recomendaciones

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obvias: cuidar lo que los niños hacen en internet, con-
fiar en la educación, no pasar más de setenta y dos ho-
ras continuas en youporn.com o pornhub.com. Cual-
quiera entiende eso. La proliferación pandémica de la
pornografía y la violencia superexplícita en los medios
electrónicos es sólo un producto secundario de la gran
libertad de expresión que han permitido nuestros re-
cursos tecnológicos y una paradójica situación de vacío
político en el ciberespacio. Es decir, este fenómeno no
se puede erradicar sin pagar un alto costo en términos
de nuestras libertades. Es cierto que cuando se afirma
que tenemos la libertad de elegir lo que queremos ver,
se ignora que es prácticamente imposible evadir el
bombardeo constante de imágenes sexuales y violentas
en la mediósfera. Con todo, este fenómeno no es resul-
tado de un capricho fetichista ni una imposición por
parte de misteriosos cárteles mediáticos ni del amena-
zante mundo del big porn, como llaman ahora los mili-
tantes antiporno a la industria del entretenimiento para
adultos; tampoco es una aberración inexplicable como
quisieran creer los pregoneros de la censura, sino que
es un reflejo fiel del imaginario sexual y la proyección
de los deseos más sórdidos de ese animal mediatizado y
globalizado que es el ser humano.

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Notas

Apuntes sobre imágenes digitales extremas

1. Naief Yehya, Pornografía. Sexo mediatizado y pánico


moral, Plaza y Janés, México, 2004.
2. Naief Yehya, Pornografía. Obsesión sexual y tecnoló-
gica, Tusquets, México, 2012.

1. Sexo y paranoia

1. Georges Méliès (dir.), Le Voyage dans la Lune, Star Film,


1902: http://www.youtube.com/watch?v=7JDaOOw=M0EE.
(Consultado el 23 de marzo de 2013.)
2. Georges Méliès (dir.), La Sirène, Star Film, 1904:
http://www.youtube.com/watch?v=Zjan4dI23Gc. (Consul-
tado el 23 de marzo de 2013.)
3. Alfred Clark (dir.), The Execution of Mary Stuart,
Queen of Scots, Edison Laboratories, 1895: http://www.
youtube.com/watch?v=RpNQJV8KblQ. (Consultado el 23
de marzo de 2013.)
4. Joel Black, The Reality Effect. Film Culture and the
Graphic Imperative, Routledge, Nueva York, 2002, págs. 2-3.

309

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5. Citado por Joel Black, ibíd., pág. 3.
6. Karen Halttunen, «Humanitarism and the Pornog-
raphy of Pain in Anglo-American Culture», The American
Historical Review, vol. 100, núm. 2, abril de 1995: http://
www.jstor.org/discover/10.2307/2169001?uid=3739256&
uid=2129&uid=2&uid=70&uid=4&sid=21101898344927.
(Consultado el 25 de febrero de 2013.)
7. Jenny Bivona y Joseph Critelli, «The Nature of
Women’s Rape Fantasies: An Analysis of Prevalence, Fre-
quency, and Contents», The Journal of Sex Research, vol.
46, núm. 1, 2009, págs. 33-45.
8. Íd.
9. «Rough Porn Scenes», Adultvtalk.com: http://fo-
rum.adultdvdtalk.com/rough-porn-scenes. (Consultado el
4 de marzo de 2013.)
10. «Very Hard Clips! Extreme, Rough, Violation, Deep-
Throat, Piss», Planetsuzy.org: http://planetsuzy.org/show-
thread.php?t=79059. (Consultado el 4 de marzo de 2013.)
11. Ogi Ogas y Sai Gaddam, A Billion Wicked Thoughts.
What the World Largest Experiment Reveals about Human
Desire, Dutton, Nueva York, 2011.

2. Horror

1. Noël Carroll, «Why Horror?», en The Philosophy of


Horror, or, Paradoxes of the Heart, Routledge, Nueva York-
Londres, 1990: http://www.blue-sunshine.com/tl_files/ima-
ges/Week6-Carroll-WhyHorror.pdf. (Consultado el 2 de ju-
lio de 2013.)
2. Jason Zinoman, «The Critique of Pure Horror»,
The New York Times, 17 de julio de 2011: http://www.ny-

310

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times.com/2011/07/17/opinion/sunday/17gray.html?
pagewanted=all&_r=0. (Consultado el 21 de marzo de
2013.)
3. El subgénero slasher del cine de horror es aquel
caracterizado por asesinos psicópatas que matan a sus
víctimas usando armas punzocortantes. Sus orígenes se
remontan al filme M de Fritz Lang (1931), pero comienza
a definirse como un género propio con la extraordinaria
Peeping Tom de Michael Powell (1960) y con Psycho de
Alfred Hitchcock (1960).
4. Joseph LeDoux, «Overview. Emotion, Memory and
the Brain: What the Lab Does and Why we Do It», Le-
Doux Laboratory, Center for Neural Science, New York
University: http://www.cns.nyu.edu/ledoux/overview.htm.
(Consultado el 5 de marzo de 2013.)
5. Íd. (Consultado el 6 de marzo de 2013.)
6. Íd.
7. Entrevista de Joseph LeDoux para el sitio web Con-
structing Horror: http://constructinghorror.com/index.
php?id=22. (Consultado el 5 de marzo de 2013.)
8. David Pendery, «Scary as Hell: The Roots of Cine-
ma Horror», Scribd: http://www.scribd.com/doc/97904496/
Scary-as-Hell-The-Roots-of-Cinema-Horror. (Consultado
el 5 de marzo de 2013.)
9. Marvin Zuckerman, Behavioral Expressions and
Biosocial Bases of Sensation Seeking, Cambridge Universi-
ty Press, Cambridge, 1994, pág. 27.
10. Ibíd., pág. 20.
11. David Pendery, «Scary as Hell…», op. cit., pág. 19.
12. Marvin Zuckerman, Sensation Seeking and Risky
Behavior, American Psychological Association, Washing-
ton, D. C., 1979, pág. 145.

311

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13. Jay McRoy, «“Parts is Parts:” Pornography, Splatter
Films and the Politics of Corporeal Disintegration», en Ian
Conrich (coord.), Horror Zone. The Cultural Experience of
Contemporary Horror Cinema, I. B. Tauris & Co., Nueva
York, 2010, pág. 192.
14. Linda Williams, Hardcore, Power, Pleasure, and the
«Frenzy of the Visible», University of California Press,
Berkeley, 1989, pág. 83.
15. Citada en «“Parts is Parts”…», op, cit., pág. 195.

3. El asalto mediático

1. Jim Trombetta, The Horror! The Horror Comic Books


the Government didn’t Want you to Read!, Abrams Comic-
Arts, Nueva York, 2010, pág. 51.
2. Ibíd., pág. 23.
3. Carmine Sarracino y Kevin M. Scott, The Porning
of America. The Rise of Porn Culture, What it Means and
Where we Go from Here, Beacon Press, Boston, 2008,
pág. 69.
4. Ibíd., pág. 61.
5. Ibíd., pág. 60.
6. Jim Trombetta, The Horror!…, op. cit., pág. 76.
7. Ibíd., pág. 91.
8. Carmine Sarracino y Kevin M. Scott, The Porning
of…, op. cit., pág. 77.
9. Ibíd., pág. 72.
10. Jon Lewis, Hollywood v. Hard Core. How the Strug-
gle over Censorship Saved the Modern Film Industry,
New York University Press, Nueva York, 2000, págs. 302-
307.

312

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11. Eric Schaefer, Bold! Daring! Shocking! True! A His-
tory of Exploitation Film, 1919-1959, Duke University Press,
Durham-Londres, 1999, pág. 5.
12. Ibíd., págs. 30-31.
13. Ibíd., pág. 342.
14. Ibíd., pág. 254.
15. Ibíd., págs. 338-339.
16. Nicholas Goodrick-Clarke, The Occult Roots of Na-
zism. Secret Aryan Cults and their Influence on Nazi Ideolo-
gy, Tauris Parke Paperbacks, Nueva York, 2004, pág. 217:
http://knizky.mahdi.cz/75_Goodrick_Clarcke___The_Oc-
cult_Roots_of_Nazism.pdf. (Consultado el 6 de marzo de
2013.)
17. Carol J. Clover, Men, Women, and Chain Saws. Gen-
der in the Modern Horror Film, Princeton University Press,
Princeton, pág. 29.
18. Este es un estado alterado de sopor que, según se
cree, es ocasionado por la segregación de la hormona oxi-
tocina.

4. Pornografía

1. Al Di Lauro y Gerald Rabkin, Dirty Movies. An Illus-


trated History of the Stag Film, 1915-1970, Chelsea House,
Nueva York, 1976, pág. 55.
2. Dave Thompson, Black and White and Blue. From
the Victorian Age to the VCR, edición para Kindle, EWC
Press, Toronto, 2007, loc. 80 de 3378.
3. Al Di Lauro y Gerald Rabkin, Dirty Movies…, op.
cit., pág. 77.
4. Ibíd., pág. 79.

313

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5. Dave Thompson, Black and White and Blue…, op.
cit., loc. 207 de 3378.
6. Bill Landis y Michelle Clifford, Sleazoid Express, Fi-
reside, Nueva York, 2002, pág. 9.
7. Shaun Costello (dir.), Dominatrix without Mercy,
Avon Productions, 1976: http://pornmvz.com/?p=26829.
(Consultado el 20 de marzo de 2013.)
8. «Tomáš Švec presents…10 Roughies: Disturbing,
Extreme Vintage Porn of the 70s and 80s (a personal se-
lection)»: http://denniscooper-theweaklings.blogspot.com/
2010/03/tomas-svec-presents-10-roughies.html?zx=
8b37f48530cf0a52. (Consultado el 25 de febrero de 2013.)
9. Phil Prince (dir.), The Taming of Rebecca, Avon
Productions, 1982: http://xhamster.com/movies/565685/
the_taming_of_rebecca_1982.html y http://xhamster.com/
movies/565685/the_taming_of_rebecca_sharon_mitchell_
bsd.html. (Consultados el 3 de julio de 2013.)
10. Rachel Aviv, «The Science of Sex Abuse», The New
Yorker, 14 de enero de 2013, pág. 36.

5. Sadomasoquismo y los dilemas del consenso

1. Julie Peakman, Mighty Lewd Books. The Develop-


ment of Pornography in Eighteenth-Century England, Pal-
grave Macmillan, Hampshire, 2003, pág. 180.
2. Ibíd., pág. 176.
3. Colette Colligan, «Anti-Abolition Writes Obscenity. The
English Vice, Transatlantic Slavery, and England’s Obscene
Print Culture», en Lisa Z. Siegel (coord.), International Expo-
sure. Perspectives on Modern European Pornography 1800-2000,
Rutgers University Press, New Brunswick, 2005, pág. 67.

314

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4. Ibíd., pág. 69.
5. Gilles Deleuze, Presentación de Sacher-Masoch. Lo
frío y lo cruel, trad. Irene Agoff, Amorrortu, Buenos Aires,
2001, pág. 22.
6. Linda Williams, Hardcore, Power, Pleasure and the
«Frenzy of the Visible», University of California Press,
Berkeley, 1989, pág. 50.
7. Citado en el filme Anna Lorentzon y Barbara Bell
(dirs.), Graphic Sexual Horror, NC-17 Productions, 2009.
8. Citado del video, Max Hardcore & Leyla Rivera
Speak Out, octubre de 2011: http://www.youtube.com/
watch?v=He7sBq5ScIk. (Consultado el 21 de marzo de
2013.)
9. David Foster Wallace, «Big Red Son», en Consider the
Lobster, Little Brown and Co., Nueva York, 2005, pág. 27.
10. http://www.pbs.org/wgbh/pages/frontline/shows/porn/
business/. (Consultado el 1 de julio de 2013.)
11. Martin Amis, «Rough Trade», The Guardian, 16 de
marzo de 2001: http://www.guardian.co.uk/books/2001/
mar/17/society.martinamis1/print. (Consultado el 19 de
marzo de 2013.)
12. Íd.
13. Susannah Breslin, «They Shoot Porn Stars, don’t
They?», abril 2011: http://theyshootstars.com/page4.html.
(Consultado el 9 de mayo de 2013.)

6. Galería de monstruos sexuales

1. Zakiya Hanafi, Monster in the Machine. Magic, Medi-


cine, and the Marvelous in the Time of Scientific Revolutions,
Duke University Press, Durham-Londres, 2000, pág. xii.

315

Int-Pornocultura.indd 315 12/07/13 05:06 p.m.


2. Jeffrey Jerome Cohen (coord.), Monster Theory. Rea-
ding Culture, University of Minnesota Press, Minneapolis,
1996, pág. 11.
3. La palabra vivisección fue creada en el siglo xix
por activistas que se oponían a la práctica de experimen-
tos de disección humana y animal realizados en sujetos
vivos. En tiempos de Wells este era un tema muy contro-
vertido.
4. Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline, «Cyborgs in
Space», en Chris Hables Gray (coord.), The Cyborg Hand-
book, Routledge, Nueva York-Londres, 1995, pág. 32.
5. Ali Soufan, The Black Banners. The Inside Story of
9 / 11 and the War against al-Qaeda, edición para Kindle, W.
W. Norton, Nueva York, 2011, loc. 140 de 583.
6. Steve Benen, «Political Animal: Public Opinion on
Torture», The Washington Monthly, 27 de abril de 2009:
http://www.washingtonmonthly.com/archives/indivi-
dual/2009_04/017930.php. (Consultado el 25 de febrero de
2013.)
7. «Public Remains Divided over Use of Torture», Pew
Research Center for the People & Press, 23 de abril de 2009:
http://www.people-press.org/2009/04/23/public-remains-
divided-over-use-of-torture/. (Consultado el 25 de febrero
de 2013.)
8. Amy Zegart, «Torture Creep», Foreign Policy, 25 de
septiembre de 2012: http://www.foreignpolicy.com/arti-
cles/2012/09/25/torture_creep. (Consultado el 25 de febre-
ro de 2013.)
9. Srd̄an Spasojevićć (dir.), Srpski film, 2010: http://thefi-
le.me/s0h0huxkuq2l. (Consultado el 27 de febrero de 2013.)
10. Susan Napier, Anime from Akira to Princess Mono-
noke, Palgrave, Nueva York, 2000, pág. 64.

316

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11. «Film Review: Legend of the Overfiend (aka Uro-
tsukidōji)», horrornews.net, 21 de septiembre de 2010:
http://horrornews.net/13713/film-review-legend-of-the-
overfiend-aka-urotsukidoji-1989/. (Consultado el 25 de
febrero de 2013.)
12. Susan Napier, Anime from Akira…, op. cit., pág. 72.
13. Ibíd., pág. 65.
14. Ogi Ogas y Sai Gaddam, A Billion Wicked Thoughts.
What the World Largest Experiment Reveals about Human
Desire, Dutton, Nueva York, 2011, pág. 217.
15. Christian Emmanuel Hernández Esquivel, «Rori-
kon: imaginario sexual acerca de niñas y adolescentes en
el manga japonés», tesis de maestría, El Colegio de México,
pág. 14.
16. M. Gigi Durham, The Lolita Effect, Overlook Press,
Nueva York, 2008, pág. 12.

7. La gran estafa del snuff

1. Naief Yehya, Pornografía. Obsesión sexual y tecnoló-


gica, Tusquets, México, 2012, págs. 260-268.
2. Ed Sanders, The Family, Thunder Mouth Press, Nue-
va York, 2002, pág. 165.
3. Ibíd., pág. 168.
4. Ibíd., pág. 169.
5. Bill Landis y Michelle Clifford, Sleazoid Express,
Fireside, Nueva York, 2002, pág. 27.
6. Citado en David Kerekes y David Slater, Killing for
Culture. An Illustrated History of Death Film from Mondo
to Snuff, Creation Books, Londres, 1995, pág. 17.
7. Ibíd., pág. 19.

317

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8. «Partial Filmography for Carter Stevens», 31 de octu-
bre de 2002: http://www.smnews.com/scrapbk/films.htm.
(Consultado el 23 de enero de 2011.)
9. Bill Landis y Michelle Clifford, Sleazoid Express, op.
cit., pág. 157.
10. Jon Beasley-Murray, «The Idea of Cinema: Snuff»,
Universty of British Columbia, http://www.fhis.ubc.ca/
uploads/media/import_temp_U02HCc. (Consultado el 9 de
mayo de 2013.)

8. Sexo como amenaza y porno como política

1. Ali Soufan, The Black Banners. The Inside Story of


9 / 11 and the War against al-Qaeda, edición para Kindle,
Norton & Co., Nueva York, 2011, loc. 414 de 583.
2. Carmine Sarracino y Kevin M. Scott, The Porning of
America. The Rise of Porn Culture. What it Means and Where
we Go from Here, Beacon Press, Boston, 2008, pág. 140.
3. http://www.aztlan.net/iraqi_women_raped.htm. (Con-
sultado el 17 de noviembre de 2011.)
4. «Prisoner Abuses by US Military. Rape of Iraqi Wo-
men», Universal Community of Friends, mayo de 2004:
http://www.universalfriends.org/prisoners_abuses_Iraq2.
htm. (Consultado el 17 de noviembre de 2011.)

9. Los sitios shock

1. «censorship @ rotten dot com», mayo de 1997: http://


www.rotten.com/about/obscene.html. (Consultado el 28 de
marzo de 2013.)

318

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2. 2girls1cup.nl: http://www.2girls1cup.nl/. (Consulta-
do el 28 de marzo de 2013.)
3. James Harkin, «Shock and Gore», Financial Times,
13 de enero de 2006: http://www.ft.com/cms/s/2/1373c930-
8325-11da-ac1f-0000779e2340.html#axzz1EijGAQKJ.
(Consultado el 14 de marzo de 2013.)
4. Jeffrey C. Billman, «The Most Depraved Site on the
Internet», Orlando Weekly, 6 de octubre de 2005. http://
www2.orlandoweekly.com/features/story.asp?id=8363.
(Consultado el 24 de febrero de 2011.)
5. Mark Glaser, «Porn Site Offers Soldiers Free Access
in Exchange for Photos of Dead Iraqis», Online Journalism
Review, 20 de septiembre de 2005: http://www.ojr.org/ojr/
stories/050920glaser/. (Consultado el 24 de febrero de 2011.)
6. Jeffrey C. Billman, «The Most Depraved…», op. cit.
(Consultado el 24 de febrero de 2011.)
7. Íd.
8. Una instantánea del sitio en sus últimos días se
guarda aquí: http://web.archive.org/web/20060209042026/
www.nowthatsfuckedup.com/bbs/index.php. (Consultado
el 25 de febrero de 2011.)
9. NowThatsFuckedUp.com Archive: http://sites.google.
com/site/pornofwar/. (Consultado el 20 de abril de 2013.)
10. «Case Study — NowThatsFuckedUp. An Example
of a Legal Issue Affecting a Webmaster»: http://www.
webpageblueprint.com/case-legal-nowthatsfuckedup.php.
(Consultado el 27 de febrero de 2011.)
11. George Zornick, «The Porn of War», The Nation, 22
de septiembre de 2005, http://www.thenation.com/article/
porn-war. (Consultado el 27 de febrero de 2011.)
12. En: http://www.humoron.com/porn/Mentally_dis-
turbed_girl_abused_in_public__Raped_Videos_48443/; sin

319

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embargo se le encuentra también en muchos otros sitios
shock. (Consultado el 14 de marzo de 2013.)
13. Brent Bambury, «Interview with Mark Marek from
Best Gore Website», 1.o de junio de 2012: http://www.cbc.
ca/day6/blog/2012/06/01/exclusive-interview-with-mark-
marek-from-best-gore-website/. (Consultado el 2 de no-
viembre de 2012.)
14. cbc, «Owner Defends “Gore” Site Connected to
Luka Magnotta», 31 de mayo de 2012, http://www.huf-
fingtonpost.ca/2012/05/31/luka-rocco-magnotta-best-
gore_n_1561140.html?1338512900. (Consultado el 9 de
mayo de 2013.)
15. Michela Marzano, La muerte como espectáculo. La
difusión de la violencia en internet y sus implicaciones éti-
cas, Tusquets, Barcelona-México, 2010, pág. 10.
16. «Hubo que esperar al cristianismo para poner fin
a esos juegos, a esas muertes espectaculares, a las luchas
de gladiadores, en suma para invertir el orden de los valo-
res»; ibíd., pág. 73.
17. Ibíd., pág. 75.
18. Ibíd., pág. 59.
19. Ibíd., págs. 27-28.
20. Ibíd., pág. 42.
21. Ibíd., pág. 29.
22. Ibíd., pág. 35.

10. Postales necrófilas de México

1. Elaine Scarry, The Body in Pain. The Making and


Unmaking of the World, Oxford University Press, Nueva
York, 1987, pág. 4.

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2. Fabiola Martínez, «Pacto de medios para limitar
información sobre violencia», La Jornada, 25 de marzo
de 2011: http://www.jornada.unam.mx/2011/03/25/politica/
005n1pol. (Consultado el 9 de mayo de 2013.)
3. Carlos A. Gutiérrez, «Narco and Cinema: Notes on
Media Representation in Mexico», Tropical Front, el blog
de Cinema Tropical: http://cinematropical.blogspot.com/p/
narco-and-cinema-notes-on-media.html. (Consultado el 9
de mayo de 2013.)
4. Rory Carroll, «Blog del Narco: Author who Chro-
nicled Mexico’s Drugs War Forced to Flee», The Guardian,
16 de mayo de 2013: http://www.guardian.co.uk/world/
2013/may/16/blog-del-narco-mexico-drug-war?INT
CMP=SRCH&utm_source=Contextly&utm_medium
=RelatedLinks&utm_campaign=AroundWeb. (Consultado
el 3 de julio de 2013.)
5. Lilian Paola Ovalle, «Imágenes abyectas e invisibili-
dad de las víctimas. Narrativas visuales de la violencia en
México», El Cotidiano, núm. 164, noviembre-diciembre de
2010, págs. 103-115.
6. Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, trad. Aure-
lio Major, Alfaguara, Madrid, 2004, pág. 10.

11. Hipersexualidad y pornocultura

1. Jean Baudrillard, Selected Writings, ed. de Mark


Poster, Stanford University Press, Stanford, 2002, pág. 188:
http://www.humanities.uci.edu/mposter/books/Baudri-
llard,%20Jean%20-%20Selected%20Writings_ok.pdf.
(Consultado el 3 de julio de 2013.)
2. Kenneth C. W. Kammeyer, A Hypersexual Society.

321

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Sexual Discourse, Erotica, and Pornography Today, Pal-
grave MacMillan, Nueva York, 2008, pág. 12.
3. Phillip Zimbardo, «The Demise of Guys?», confe-
rencia en ted, marzo 2011: http://www.ted.com/talks/zim-
challenge.html. (Consultado el 19 de abril de 2013.)
4. Martin Amis, «Porno’s Last Summer», en Vintage
Amis, Vintage, Nueva York, 2004, pág. 190: http://books.
google.com/books?id=3Gedt91XZIUC&pg=PA190&lpg=
PA190&dq=%22is+masturbation+hip%22+I+don’t+see+
anyone&source=bl&ots=b8Ww2S8e9q&sig=jBF-MQmbJ
wIHscfCgmSIfYFCplc&hl=en&sa=X&ei=r4XUUcnuJKW
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