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Manual de Moral Cristiana Con Arreglo A La Doctrina Del Concilio de Trento PEDRO de MADRAZO

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Pedro de Madrazo

MANUAL
DE
MORAL
CRISTIANA
con arreglo
a la doctrina del
Santo Concilio de Trento
y de los más notables
expositores y moralistas
católicos

PARÍS
1837
ENCICLOPEDIA HISPANO-AME RICANA.

MANUAL
DB

MORAL CRISTIANA
oon a m |lo

k LA DOCTRINA DEL SANTO CONCILIO DE


TRENTO Y DE LOS MAS NOTABLES EXPOSITORES T MORALISTAS
CATÓLICOS;

Pin OON P E DR O DE M A D R A Z O .

PARIS
LIBRERIA DE ROSA Y BOURET.
MANUAL
DR

MORAL CRISTIANA
INDICE.

INTRODUCCION......................................................................... .. 1

C a p í t u l o f b im e b o . Opoaicion entre la sabiduría humana


y la moral evangélica......................................................... 21
C a p í t u l o II. Del sacrificio, oomo gérmen de la moral
evangélica·........................................................................... 41
C a p ítu lo111. De la mortificación del apetito sensitivo
y del orgullo....................................................................... 49
C a p ítu lo IV. De la escuela de la humildad, sus grados
y frutos................................................................................ 60
C a p í t u l o V. Del amor de Dios................ ......................... 71
C a p í t u l o VI. Continuación del mismo asunto................. 77
C a p í t u l o VII. De la perfecció n á q u e d ebe a s p ir a r el
h o m b re ................................................................................. 89
la perfec­
C a p í t u l o VIII. De los medios para aspirar á
ción.'— Caracteres de la verdadera santidad.............. 99
Capítulo IX De la adoracion debida 4 Dios................ 111
MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
C a p ít u l o X . D e la p ro h ib ició n de la id o la tr ía ................... 123

Capítulo XI. De la idolatría espiritual............................ 137


Capítulo XII. De otras trasgresiones contra el primer
mandamiento, y en particular de la superstición........ 143
Capítulo XHI. De la honra debida a) santo nombre de
Dios, y de la blasfemia en particular.............................. 157
Capitulo XIV. De la santificación del dia del SeSor :
Exposición del precepto..................................................... 169
Capítulo XV. Continuación. — Cumplimiento del pre­
cepto é infracciones del mismo........................................ 181
Capítulo XVI. Del amor del prójimo............................... 193
Capítulo XVII. Del lionor debido & los padres............ 205
Capítulo XVUJk De otros, ademAs de loe padres natu­
rales, & quienes debemos honrar.................................... .. 319
Capítulo XIX. Del amor conyugal................................... 233
Capítulo XX. De la importancia soma del cuarto
mandamiento, y de U reciprocidad que supone........... 241
Capítulo XXI. Continuado©.-·Deberes de los superiores
para oon los inferiores.................... .................................. 251
Capítulo XXQ. Del quinto mandamiento.— Prohibición
de m atar.............................................................................. 257
Capítulo XXIII. Continuación. — Del homicidio espi­
ritual. — Del odio y de la caridad................................. 269
Capítulo XXIV. DeL sexto mandamiento. — Prohibi­
ción del adulterio y de toda sensualidad......................... 281
Capítulo XXV. Becapitul^cion. — L a impusoxa y Ja
castidad................................................................................ £93
Capítulo XXVI. D»1 mandamiento. — Ecthihi-
INDICE.
óon del hurto.............................................................. 303
XXV11. Continuación.—De 1a restitución y de
C a p ítu lo
la limosna................................................................... 317
XXV111. Del octavo mandamiento. — Prohi­
C a p ítu lo
bición del falso testimonio y de toda mentira............... 237
C a p ítu lo XXIX. De los mandamientos nono j décimo.
— Prohibición de codiciar los bienes sjeno*. — Con­
clusión ............................................................. .......... 337
INTRODUCCION.

i.

Llámase moral á la ciencia de lo licito é ilícito en


órden á las costumbres ó á las acciones hum anas.
Dotado el hombre de un alma racional é inm ortal,
nacido en el teatro del mundo para desarrollarse y as­
pirar á la perfección, rodeado de otros hombres y
constituido en familiu y en sociedad, tiene tres cla­
ses de deberes que cumplir para llenar el fin de su
creación : delires para con Dios, deberes para con­
sigo mismo, y deberes para con sus semejantes.
En el cumplimiento de estos deberes consiste el ór­
den sumo en la vida del hombre religioso y social, y
este órden es la condicion indispensable para la con­
secución del sumo bien en esta vida y en la futura.
Que el hombre desea ser feliz no hay necesidad de
2 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
probarlo. El anhelo de la felicidad explica porqué se
ha afanado tanto la humanidad en todos los tiempos
en busca de ese sumo bien, de que tanto hablaron y
escribieron los antiguos filósofos sin encontrarlo. De­
seando la felicidad, aspira el hombre á conocerla,
porque su deseo nace de la razón, no del apetito so­
lam ente, y la razón pugna por conocerlo y saberlo
todo. El mismo deseo formula la esperanza. El alma
razona de este modo : decidme qué camino hay que
seguir para lograr lo que es bueno y lo que es óptimo,
que yo al punto dirigiré por él mi tenor de vida.
Distínguense, y cumple á nuestro propósito descri­
bir, cuatro diferentes formas ó conceptos de la h u ­
mana felicidad, designándolos con sus diversos nom­
bres : la felicidad estoica, la platónica, la aristotélica
y la epicúrea. Nuestra idea se explica brevemente.

11.

Entre las tendencias ó inclinaciones del espíritu


humano abandonado á si mismo, hay cuatro princi­
pales :
El amor del placer en general con aborrecimiento
á todo lo que es dolor.
El deseo de multiplicar el goce de toda clase de bie­
nes, explícitamente ansiados.
INTRODUCCION. 3
El amor &una fortaleza de ánimo noble, virtuosa
y sábia, nunca perturbada, con tranquila indepen­
dencia de todas las cosas.
El deseo de contemplar y aproximarse á aquel Ser
Inefable cuya existencia la mera razón descubre y
declara verdadero, perfecto, único bien óptimo.
Á cada una de estas tendencias corresponde un con­
cepto diverso del bien supremo concedido al hombre,
revelado al filósofo sin la asistencia de los dogmas ó
de los impulsos sobrenaturales.
Hagamos, pues, que hablen por su orden un filósofo
estoico, un plaióntoo, un arittotélico y un epicúreo, y
veamos lo que alcanza en ciencia moral la razón h u ­
mana entregada á sus propias fuerzas.
Estóico. No existe bien alguno; mucho menos po­
drá ser bien supremo ninguna cosa cuya privación
sea estimable y estimada. No llamaré bienes por con­
siguiente á las riquezas, puesto que el que se despoja
de ellas voluntariamente para cederlas al indigente y
se condena benéfico á la pobreza, es de todos aplau­
dido y admirado.
Tampoco debemos llamar bienes al aplauso y á la
alabanza, porque el que practique la virtud recatán­
dose de las miradas agenas, ó sea vilipendiado por la
ignorancia ó la malicia, á esto cabalmente deberá
t í mostrarse todavía mejor asistido de la dignidad
4 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
esencial de la naturaleza hum ana, de la fortaleza
intrínseca de su espíritu.
Tampoco pueden ser bienes para mi el descanso,
la vida, la salud. ¿Quién no venera al hombre que
sufre las contrariedades de todo género con ánimo
resuelto y constante? ¿Quién no se acuerda de Codro
que se sacrificó por su patria, de Curcio que se preci­
pitó en el abismo del Foro de Roma?
Ni puede ser verdadero bien la p a tria : Licurgo su­
frió el destierro por confirmar con un juramento la
obediencia á las leyes de los Espartanos.
Y sobre todo, ¿no están la salud, y la p atria, y la
vida, y la tranquilidad, y las riquezas, á merced de
la fortuna? ¿Podréis vosotros creer, hombres aluci­
nados , que la suma felicidad esté abandonada al ar­
bitrio de las mundanales contingencias? La felicidad,
no lo dudéis, se halla en un bien en el cual teneis
dominio absoluto: se halla en la virtud, solamente
en la virtud.
Si os empeñáis en ser virtuosos, lo logreréis. La­
braos la virtud de la mente con la sabiduría: esto os
convencerá de que esa virtud es un verdadero bien.
Buscad también la virtud en el vigor y fortaleza del
ánimo.¿Cómo no habéis de encontrarla siendo sabios?
Yo siento en mí la fuerza necesaria para ser vir­
tuoso : yo sé que no estoy á merced de la fortuna;
INTRODUCCION. 5
que las penas y miserias, asi llamadas por el igno­
rante vulgo, no son males para mi. Me reconozco
venturoso y libre.
Mientras era presa de un dolor acerbo, asi excla­
maba un filósofo que buscaba la felicidad en su ánimo
inflexible é invicto: Veo que eres dolor, pero no eres un
mal. — ¿Quién quiere comprar un dueño? gritaba otro
de estos sabios entre cadenas en el mercado de los es­
clavos.
¿Sabes, amado estoico, dice el aris­
A r is t o t é l ic o .

totélico, á quién te asemejas? A un poderoso que


abriendo su gaveta y encontrando en ella una joya
de gran precio entre otras muchas menores y muchas
monedas de oro y plata, discurre de este m odo: todo
mi haber consiste en aquella preciosa joya; lo demás
nada vale. La felicidad es un estado que dimana de
muchísimos bienes juntos, cuya suma constituye el
bien supremo. No hay bien alguno que pueda
excluirse. A veces hay que sacrificar un bien para
proporcionarse otro; pero esto no quita que fuese ver­
dadero bien el que se ha perdido. El que compra un
campo pierde el dinero que desembolsa; por esto ca­
balmente el campo comprado es un bien, porque el
dinero tiene también su propio valor.
Aseméjaste asimismo, estóico amigo, á un pobre
fugitivo que arrebatado por un veloz caballo se ima­
6 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
gina que no ha de necesitar nunca mas que correr,
sin pensar que en cuanto se vea fuera de peligro an­
siará descansar, y comer, y gozar el consuelo del trato
humano. Del mismo modo vosotros os perdeis en locas
fantasías: sois juguete de vuestro severo entusiasmo.
Vivid como todas las humanas criaturas, ya que
buscáis una felicidad apropiada á la verdadera natu­
raleza del hombre. Os concedo que la virtud es un
grandísimo bien, pero no que sea el bien único. ¿No
es mejor estar sano y ser virtuoso, que ser virtuoso y
estar enfermo? ¿No es preferible la riqueza á la indi­
gencia? ¿No goza mas el que en un campo ameno res­
pira la fragante brisa de primavera, que el que se tuesta
bajo el sol canicular en las arenas de la Libia, ó ti­
rita medio helado entre las nieves del Cáucaso?
En una palabra, el bien sumo está en el conjunto
de todos los bienes, y es mas feliz quien de mayor
número de bienes goza.
P latónico. ¡Oh misteriosa índole de la humana
mente I ¡ Vemos los defectos ágenos y no nos acorda-
mas de loe propios 1 Este buen aristotélico conoce el
engaño del que por un estado de entusiasmo pasa­
jero y de atrevida voluntad, olvida la condicion per­
fecta del ánimo feliz, y no advierte que él mismo
pierde de vista el conocimiento esencial del ánimo y
de toda la vida.
INTRODUCCION. 7
El hombre piensa en el tiempo y vive en el tiempo.
Las horas nos em pujan, nuestros dias están conta­
dos : ¿no es justo que nos consagremos á elegir entre
todos los bienes el bien óptimo ? Ese perro que corre en
persecución del noble ciervo, no abandona segura­
mente su pista para perseguir á la liebre. Parecemos
en verdad menos juiciosos que los animales.Siel bien
sumo consistiese realmente en el conjunto de todos
los bienes, aun de los mas pequeños, semejante bieji
seria vedado al hom bre, porque nadie puede poseer­
los todos. Pero hay m a s: aunque pudiéramos gozar­
los todos, grandes y pequeños, haríamos ipuy mal
en buscarlos, porque el tiempo que gastásemos en go­
zar los bienes pequeños seria perdido para los bienes
mayores.
De consiguiente, la elección es necesaria ¿Qué elegi-
rémos pues? ¿Será por veiitura la austera y virtuosa
independencia del estóico? No: la virtud del estóico
es un mero fragmento, una lánguida sombra de otra
virtud mas sublime. Aquella es solamente un$ dote
humana; esta es un objeto divino que nuestra natu­
raleza racional descubre y nos hace amar.
Existe una idea perfectisima de virtud, de belleza,
de órden, que el verdadero sabio anhela y sabe con­
templar. Poner en su contemplación el alma toda: hé
aquí el supremo bien.
8 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
No consiste este en un esfuerzo como supone lá rí­
gida escuela de Zenon, de Epíteto ó de otro cualquier
estóico; no consiste en luchar contra la fortuna, es
decir, contra la imperiosa y vil materia. Es un éxta­
sis racional; es embriagarse en delicias; es el ejerci­
cio mas digno de la mas excelsa de nuestras potencias:
del entendimiento.
Mientras vivamos en carne m ortal, tendrémos
siempre necesidad de alimentarnos, de vestirnos, de
dormir y de aguantar la pesada carga del cuerpo.
P& o'caanto mas contemplemos la Mea modelo y
norma (I) de lo bello, de lo verdadero y de lo óptimo,
mentó pesada nos parecerá la carga terrestre que nos
impide ser divinos. No serémos dioses, pero sí serni-
dioses : serémos verdaderamente felices.
Epicúreo. Severísimo estóico, perspicaz arislotélico,
sublime platónico : mientras vosotros buscáis la esen­
cia de la felicidad sin encontrarla, me habéis hecho
probar en qué consiste. Me habéis hecho sonreír, y
el sonreír me deleita.
Juzgad de mi lo que os parezca: os declaro fran­
camente que el veros divagar, mientras yo estoy se-
guro de poseer la verdad, que en vano os proponéis
investigar por tan extraviados caminos, me deleita
y halaga el corazon. Motejadme de vano, si quereis;
(1) Idea nrchiiipa la llama Píate:).
INTRODUCCION. 9
yo me tengo por feliz. El goce, el deleite, en sí mismo
é independientemente de la causa que lo produce, es
todo el bien sumo que anhela el hombre y que voso­
tros mismos ansiais, que sean nobles ó innobles, mu­
chos ó pocos, espirituales ó corpóreos los objetos que
deleitan el ánimo, todo es ig u al; porque el deleite, y
no su causa, es lo que nos hace venturosos.
Apenas comprendo cómo no habéis reconocido esta
verdad en vosotros mismos. Díme tú , estóico: ¿es pro­
piamente la privación de las comodidades, el destierro
de la patria,vel sacrificio de la vida lo que tú deseas?
¿No es mas bien el placer dimanado del sentimiento
íntimo de tu virtud? Sin este sentimiento, ¿seria ca­
paz la virtud sola de hacerte feliz ?
Díme tú , aristotélico: ¿podrás negarme lo que de
tus mismas palabras se colige; á sab er: que esa m ul­
tiforme agregación de bienes que el universo entero
ofrece no es mas que el conjunto de las cosas que de­
leitan, ora los sentidos, ora el corazon, ora el enten­
dimiento, ora la fantasía?
Del mismo modo, esas semidivinas contemplaciones
tuyas, oh platónico, esas inefables aproximaciones
del alma á la belleza, á la pureza, á la perfección
ideal,¿no las lias calificado tú mismo de delicias? Su­
prime el deleite que te producen, y de seguro dejarás
de desearlas.
10 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Créeme : lo que constituye la felicidad es el goce,
es el deleite comprado ¿ poca costa, bien elegido, y
usado con moderación para que no cause hastío ó
cansancio. La felicidad es el placer.
¡Coronadme, filósofos amigos, de laurel y rosa!
Pero los amigos filósofos podrían responderle: no
disputaremos sobre si los bienes son realmente tales
solo por el deleite que producen, porque no logra­
ríamos entendernos. Nosotros tres tampoco podría­
mos convenir en todo. Pero dejapdp to á un lado,
decláranos al meno§ cuáles son esos placero? que po­
demos adquirir &poea costa. Diqos cuándo empieza el
exceso; cuándo deberémos temer el cansancio ó el
fastidio.
Mientras no nos fijes con toda precisión y claridad
estos puntos, lo único que habrás conseguido será dar­
nos una muestra de las condiciones que crees esenciales
en el placer para que merezca inclinarse á él el áni­
mo, pero no nos habrás ensenado el modo de reunirías.
Por lo tanto no habrás satisfecho el deseo teórico y
práctico del hombre que yerra en busca de su propio
bienestar.
A las objeciones que mutuamente se hacen res­
pecto del sumo bien y de la felicidad las principales
escuelas filosóficas puramente humanas, añadiremos
algunas otras observaciones.
INTRODUCCION. 11

Ul.

La fortaleza cstóica que aspira á la categoría de


virtud suma y á entronizarse como centro y principio
de todo acto virtuoso, mutila al alma negándole una
hermosa y útilísima disposición para un sinnúmero
de acciones moralmente meritorias. El que llegue á
persuadirse de que no son verdaderos males las en­
fermedades , la indigencia y la muerte, no será muy
compasivo con el prójimo doliente ó necesitado, ó
expuesto á ¡crecer. Faltando el estimulo de la com­
pasión, pierde la beneficencia uno de sus mas podero­
sos aguijones.
Razonando con exactitud matemática, el estóico
debe decir al enfermo que gime atormentado por sus
dolores y al mendigo que llora de hambre y frió : no
sois desgraciados, sino necios y despreciables; y cuanto
mas austera sea su dialéctica, debe decir con mayor
acrimonia : no sois infelices por tener hambre, ó frío,
ó dolores; lo sois únicamente porque ignorándola ver­
dad os dejais avasallar por la pena, engañados con la
falsa opinion que teneis de los males. Corregid vuestra
extraviada idea, que es lo que os hace mas falta : no
necesitáis medicinas, ni pan, ni vestido, ni casa ni
hogar.
12 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
La entereza estóica protesta que no busca el aplauso
y que se complace solo en la propia dignidad nativa.
Esta ventajosa idea de si mismo hace al hombre
orgulloso Dejando aparte la doctrina verdadera y pro­
funda que descubro el orgullo en todos los pensa­
mientos del hombre <[uc se atribuye á sí propio cual­
quier don y lo reputa exclusivamente suyo, la simple
razón humana nos dice que el corazon propende con
harta facilidad á envanecerse y henchirse de soberbia
en el mero hecho de contemplar cualquiera virtud
*propia, real ó supuesta, con complacencia fija y re ­
concentrada. Este fué cabalmente el principal defecto
de aquellos filósofos estóicos de cuyas sentencias he­
mos tomado la parte esencial.
Al propio tiempo esta doctrina pone al corazon en
gran peligro de caer en un pusilánime y penoso aba­
timiento. La virtud y la felicidad estóica forman un
circulo estrechísimo, y todo el que no sabe mante­
nerse inmoble en su centro, en cuanto vacila un poco
se encuentra fuerp de él. En cuanto echa de ver el
estóico que tiene un defecto cualquiera, sea que ceda
algún tanto al dolor, sea que ansíe un instante un
placer, al punto debe su conciencia reprenderle y
condenarle: no eres tú el sabio que cretas, le d irá : no
eres ya ni feliz ni libre. ¿Y quién duda que estos ú
otros pensamientos análogos habiau de asaltar dia­
INTRODUCCION. , 13
riamente á todos los cstóicos de la antigüedad, so pena
de engañarse á si mismos ?
Era doctrina de los estóicos la igualdad de todas las
culpas hum anas: con esta supuesta igualdad, que tanto
repugna á la razón y á la conciencia, querían sin duda
expresar un sentimiento conforme con la idea de la
beatitud austera y vanagloriosa; es decir, el concepto
de que un defecto cualquiera basta, no ya para dis­
minuir la felicidad, sino para destruirla de todo
punto. El verdadero sabio era imposible para los mis­
mos estóicos (1).
El ideal aristotélico se compadece m uy mal con una
disposición útilísima para conseguir la paz del cora-
zon, cual es el enfrenamiento de los deseos. El que
considere el hjBnaupremo como un compuesto de to­
dos los bienes xSnÓcidos, por fuerza ha de ansiar el
goce del mayor número de bienes posible; y este cú­
mulo destoseos le aleja del sendero de la serena feli­
cidad, que tanto contribuye el m irar con indife­
rencia semejantes placeres. Con razón se complacía
en su falta de deseos ^ u e l que en la antigüedad excla­
maba : quanlis non egeol ¡Decuántas necesidades me
veo exento!
(1) Reconociéndola verdadera perfección estóica como impo­
sible, honraban en grado próximo inferior al que sin merecer
el nombro de sabio fuese 6olo proficiente, esto ea, aprovechado.
A sí lo *lice Séneca.
14 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Al platónico opondrémos : que la contemplación es
hermana de la inacción, y la inacción es, ya m adre,
ya hija de la pereza. Tú en verdad, ledirém os, ten­
drás por fuerza que sacudir tu indolencia, y esta ne­
cesidad no la niegas. En ve& de entrar en acción pre­
ferirías permauecer en tus deliciosos éxtasis. Pues
bien : ten entendido que acostumbrándote á esa con­
templación malgastarás el tiempo, y las atenciones
sociales que reclaman tu actividad te serán insopor­
tables.
Por otra parte, ¿quién te responde de que esas tus
ideas modelos, ó architipos, no tengan mucho de vano
y quimérico? Que hay un Ente supremo, un Ente
perfectísirao, la sola razón lo reconoce. Pero la razón
humana abandonada á su escasísima luz ¿no podrá
quizás extraviarse engolfándose en la tarea de pa rti­
cularizar y dar forma, por decirlo así, á las ideas típicas
de lo bello y de lo honesto? Y no particularizándolas,
¿podrá encontrar en ellas materia suficiente en que
emplear las mas intensas meditaciones de toda la
vida? Desengáñate : es m uy de temer que esa idea
architipo de la Verdad esté ya desfigurada por tu ima­
ginación con una porcion de accesorios quiméricos
que nada tengan que ver con ella.
Por lo que hace & los epicúreos, es inexacto su
axioma que atribuye al placer toda la esencia del
INTRODUCCION. 16
bien. Supongamos dos placeres igualmente intensos
y de duración igual. Sea uno de ellos un sueño, ó el
delirio de un demente; sea el otro la posesion real de
una cosa que goza un hombre despierto y en su cabal
juicio. Digamos á cien personas que elijan el que les
parezca preferible, y lo que ellas escojan por via de
respuesta nos dará á conocer que el hombre no ape­
tece solamente el placar· ¿Uuiéq, m efetto, no preferirá
un placer merecido y honesto á otro igualmente in­
tenso dimanado de un delito ó de cualquiera otra
torpeza ?
¡Arcanos de la humana naturaleza! Cuándo el
hombre reflexiona sobre el placer en abstracto, le pa­
rece que no desea mas que lo placentero, y solo por
ser tal. Y cuando se pone 4 comparar los placeres ra­
cionales con los deleites impuros, y las delicias debi­
das al ejercicio de la virtud con los goces comprados á
costa de la justicia y del houor, entonces reconoce que
no es solo el placer lo que necesita y busca. ¡Abismos
del corazon!
Por último, quien mira el placer como objeto flnal
de la existencia y hace depender de él la suma felici­
dad, el que 6e habitúa á considerar como únicos bie­
nes las cosas placenteras, se priva á sí mismo de dos
virtudes, á saber, la fortaleza y la paciencia, tan ne­
cesarias para resistir las excitaciones de la concupis-
16 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cencía y para sentir menos los dolores que no se pue­
den evitar.
Se comprende, pues, m uy bien que las máximas
de los epicúreos, y las que á ellas se asemejan, hayan
sido siempre reprobadas por los filósofos de mas va­
ler como perniciosas y falaces.
Veamos ahora si encontramos alguna otra escuela
de moral humana que plenamente nos satisfaga.

IV.

Despues de las sectas en que se dividió la filosoíia del


mundo pagano, han surgido otras doctrinos, si es que
merecen el nombre de tales las que sustancialmente
se diferencian de aquellas cuatro primordiales que
mejor corresponden á las naturales tendencias del
ser racional. Siguiendo la luminosa huella de un cé­
lebre moralista moderno (1), llamarémos á la pri­
mera opinion antifilosófica; obesiana á la segunda, y
calificarémos la tercera de común á varios filósofos que
no forman escuela.
O p i n i ó n a n t i f i l o s ó f i c a . ¿ A qué discutir tanto so­

bre la felicidad? Quien mas la busca menos da con


ella. Vivamos mas despreocupadamente. Dejemos á la
naturaleza pensar por nosotros, que de seguro es mas
( 1) E rm é s V U conti.
INTRODUCCION. 17
solicita por nuestro bien que nosotros mismos. Así
discurren muchas personas poco acostumbradas ó
poco afectas á filosofar, y puede en verdad confir­
marlas en esta opinion el ver que ninguna de las
principales escuelas acierta á designar un tipo per­
fecto, una norma adecuada para lograr el supremo
bien. Pero ¿qué razón un tanto elevada podrá apro­
bar tan aventurada y frívola confianza en la for­
tuna?
O p i n i ó n o b e s i a n a . Distingamos, dirá otro, dos

tiempos ó dos épocas en el ánimo del filósofo que


busca uno cualquiera de los cuatro conceptos ideales
del sumo bien arriba descritos; el tiempo en que me­
dita y cree encontrar el ideal adecuado que ha de ser
fuente de su felicidad, y el tiempo en que la expe­
riencia ó la argumentación agena le descubre su im­
perfección. Durante el prim er tiempo ó periodo es
feliz; pero no en el segundo. Y la razón es clara : en
el primer período obtiene, esto es, cree que obtiene
alguna cosa. Generalmente hablando, el obtener ó
conseguir no solamente es preferible á perder, sino
que es mejor que poseer. El que estudie la vida hu­
mana hallará que esta es una gran verdad. Propón­
gase, pues, que la mayor felicidad humana consiste
en estar continuamente adquiriendo nuevos bienes,
mas bien qué en gozarlos.
18 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Cuán enemigo sea este sentimiento de la paz del
corazon parece inútil demostrarlo.
O p i n ió n c o m ú n . E s posible, finalmente, que muchos

crean acertado el siguiente modo de discurrir. Por


ninguno de los cuatro sistemas ideales propuestos se
obtiene la verdadera felicidad : juntárnoslos todos,
hagamos una fusión de todos ellos, quitemos á cada
cual lo que tenga de falso ó exagerado. Formemos
de todos estos elementos un sistema racional de de­
beres para con la patria, para con nuestros parientes
y amigos, para con todos nuestros semejantes, para
coa nosotros mismos, y finalmente para сод el Ente
Supremo que nos hace descubrir la misma razón na»
twral que nos impele á buscar la felicidad. Ajustando
nuestro vivir á esa excelente norma y observándola
con la diligencia propia de nuestras costumbres, lle-
garómos al sumo grado de virtud y de bienestar con­
cedido en la tierra 4 la criatura.
Esto intentaron, sin que les fuese preciso dogmati­
zar sobre los cuatro tipos ideales ni representárselos en
clara y determinada forma, los mas aventajados mo­
dernos que escribieron libros de filosofía moral humana.
Y sin embargo, creemos que el que observe con
atención sus escritos encontrará, no refundidos y en
concordancia, sino desfigurados y mutilados, los cua­
tro sistemas antiguos sobre el sumo bien y la suprema
INTRODUCCION, lj)
felicidad, y borradas muchas ideas 6obre cosas &que
esencialmente aspira el corazon del hombre. A pesar
de eso contienen la mejor doctrina que podría seguirse
en caso de tener que definir y buscar el hombre, con
la mera luz de su razón, el bienestar de que su natu­
raleza es susceptible.
Vemos á la razón humana impotente para producir
el conocimiento perfecto y el amor absoluto del su­
premo bien. La razón humana abandonada á sus pro­
pias fuerzas, tanto en el mundo antiguo como bu el
moderno, ha desconocido el mal hasta el punto de
colocarlo en el lugar del sumo bien, hasta el punto
de divinizarlo; y esta observación es aplicable no solo
á la idolatría exterior en que incurrieron las nacio­
nes mas sabias del mundo pagano, sino también á
aquella otra idolatría interior del y o humano, que
constituye la esencia de todas las filosofías.
Solo un pueblo, que poseía en la primera revelación
el secreto de la corrupción de la naturaleza del hom­
bre por el pecado de Adán, podia en la antigüedad
marchar con planta segura en la ciencia especulativa
del bien. Solo los herederos de tan envidiable privile­
gio, á quienes completaba Jesucristo aquel beneficio
con la segunda revelación del Evangelio, podían en el
mundo moderno acabar de comprender el mal que
hace la infelicidad del hombre en la tierra.
30 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Extirpar el mal moral que padece la degenerada
criatu ra: hó aquí el grande objeto que no pudo pro­
ponerse ninguna filosofía antigua por no tener cono­
cimiento de semejante dolencia original.
Pasemos á exponer la moral cristiana. El Evangelio,
fruto de vida, es semejante al maná que alimentaba
á los hebreos en el desierto; es preciso recibirlo in­
mediatamente del cielo y destilado por el árbol de la
cruz. En cuanto se intenta acomodarlo á la prudencia
hum ana y apropiarlo á las teorías de la tierra, se
corrompe y convierte en un fermento pestilente y
mortífero.
M ANUAL
DE

MORAL CRISTIANA.

CAPITULO PRIMERO.

OPOSICION ENTRE LA SABIDURÍA HUMANA Y LA MORAL


EVANGÉLICA.

La sabiduría humana entregada ¿ sí misma solo ha


podido producir una moral opuesta á la del Evangelio,
y de consiguiente la moral del Evangelio ha tenido que
ser el fruto de un principio opuesto á la sabiduría hu­
mana.
El fin del hombre es obedecer á la r a z ó n , conformarse
en el ejercicio de todas sus facultades á la ley de justicia
y ele verdad, aproximarse cada vez mas á la perfección
soberana é infinita, cuya conce[>cion es la ley universal
de los espíritus.
El hombre ha sido criado para Dios, que es esa r a z ó n ,
esa j u s t i c i a , esa v e r d a d , esa p e r f e c c ió n soberana : y en
esto están concordes los cristianos y los mejores filósofos
paganos, entre ellos Platón y Cicerón.
*2 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Una rebeldía, llámese una revolución original, rompió
las relaciones del hombre con la razón divina : la luz
intelectual y moral se oscureció; la imágen de Dios se
desfiguró entre nosotros; prevaleció el desórden, y el
hombre vino ¿ convertirse en una mera alma arruinada,
para servimos de la expresión de Cicéron.
En semejante estado érale necesario al hombre una
nueva manifestación del carácter de Dios, adoptada á su
debilidad, para volverse á levantar hasta el tipo del cual
había degenerado.
Privado por consecuencia de su calda del conocimiento
de la suprema v e r d a d y del supremo b ie n , es deoir, pri­
vado Ja razo* misma, cada cual se forjaba un tipo á
su manera, y el imperio de la verdad no era mas que
una anarquía de razones individuales que disputaban en­
tre sí sobre sus errores y extravíos.
Antes de manifestársele clavado en la cruz, Dios no se
habia revelado al hombre caído mas que por la concieo-
cia intima, el espectáculo exterior de la creación y la
revelación primitiva, escrita ó tradicional : manifesta­
ciones bien débiles por cierto para la elevación del fin
que debian proponerse! La conciencia, la creación, la
revelación primitiva podian en verdad detener y retardar
la calda de la humanidad, pero no hubieran podido al
fin impedirla, ni menos repararla.
De ahí el espectáculo que presentaba el mundo al
tiempo de la aparición del cristianismo : Dios descono­
cido al hombre, y por consiguiente el hombre descono­
cido i si mismo. El trastorno del órden religioso, moral
y social era inevitable.
CAPITULO PRIMERO. 93
L a IGNORANCIA DE LA NATWALEZA DIVINA e r a e l O rig e n
que un poeta pagano señalaba á todos los crímenes y
males que afligían á la miserable humanidad (i). Fluc­
tuaba el hombre á la ventura envuelto por todas partes
en las tinieblas de la ignorancia y de la corrupción, ya
atribuyéndose la superioridad sobre el mismo Dios, ya
colocándose sistemáticamente inferior á las bestias, con­
fundiendo el bien con el mal, sin saber cómo y hasta
qué punto diferenciarlas, por falta de ati principio inmu­
table que le sirviese pará tnedirlos, equivocándose hásta
el extremo de honorar los vicios cortlo si fuesen virtudes,
considerando como derecho natural y social los excesos
y abusos mas contrarios á la naturaleza y á la huma­
nidad (2).
Sentada la necesidad de una segunda y adecuada ma­
nifestación de Dios, á ñn de que la moral basada en
e! amor del mismo Dios fuese la ley aceptada por el
hotídnre, nó era posible un mecanismo fnoral (3) mas ad­
mirablemente adoptado á la inteligencia y al corftzon de
la criatura para hacerla conocer el carácter de Dios y
producir en ella la conformidad con ese carácter, que la
muerte de Jesucristo en el árbol de la Redención.
Es una sangrienta ironía la que ha hecho llamar locura

(1) H eu! primee soeleram oause mortalibus ©gris


NáTU RA M NB8CLHJS D e U X .
Silio Itálico, Bell, punicum, lib. IV.
(2) Véase nuestra Introducción.
(3) Frase felicísima do Aug. Nicolás, cuyos Estudios filosófico*
tobrs el cristianismo seguimos fielmente en la Exposición de la
moral evangélica que hacemos en este capitulo.
24 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
al dogma de la cruz : esta sublime antífrasis ha sido ne­
cesaria para confundir á la sabiduría humana y destruirla
atacándola de frente; porque tan oscurecido estaba el es­
píritu humano en aquella época, que no hubiera podido
comprender la sabiduría del Dios á quien acababa de cru­
cificar. Era preciso que Dios al establecer su religión se
presentase l>ajo un aspecto tal, que no se le pudiera con­
fundir con el sabio humano, y que su divinidad desco­
llase por la completa oposicíon con la antigua filosofía.
La humanidad, dice el autor citado poco ha, era un
enfermo: y era lo peor, que el enfermo creta estar bueno.
Deseaba manjares sólidos y frutas sabrosas; y lo que ne­
cesitaba era un remedio desagradable, violento. Por mas
que el enfermo grite, que se resista, que trate de insen­
sato al médico, este debe obrar asi, y baria mal en justi­
ficarse á los ojos del enfermo; debe sufrir la injuria, ser
el primero que se llame loco para entrar en las vias per­
vertidas que quiere enderezar; ¡»ero al mismo tiempo
debe hacer aceptar el remedio, cuyo primer efecto (de­
jando ya el símil) será dar al hombre el conocimiento de
su mal, y obligarle á bendecir y adorar la sabiduría sobre­
humana y el amor infinito que han sabido tan perfecta­
mente contrariarle para curarle. El misterio de la cruz
corresponde al misterio del pecado original; no es posi­
ble comprender aquel sin tener conocimiento de este.
La divinidad de la doctrina evangélica parece hoy
menos evidente porque el hábito del beneficio nos ha
hecho hasta cierto punto desconocer su inmenso valor.
Para apreciarla bien en lo que vale, seria necesario pres­
cindir mentalmente de todo lo que de ella sabemos. En
CAPITULO PRIMERO. 26
medio del orgullo que su posesion nos inspira, nuestra
desvanecida y pobre razón acaba por creer que es ella la
que la ha inventado.
Sin embargo, las gTandes é imperecederas nociones de
un Dios único y espiritual, de un alma inmortal, de una
providencia misericordiosa, de una justicia futura, de una
culpa original, de la remisión de las faltas y de la reha­
bilitación de las conciencias: nociones afirmadas, expli­
cadas , y practicadas en el dia hasta por los niños, eran
abismos de tinieblas y de desesperación para las inteligen­
cias mas elevadafe. La humildad, la misericordia, la man­
sedumbre, la caridad, la fraternidad y la igualdad, la es­
peranza, la fe, el amor de Dios, el sacrificio, la pobreza
voluntaria, el perdón de las injurias, el desinterés, la re­
signación, el arrepentimiento, la penitencia, etc., que en
nuestros dias ofrecen en la tierra tantas y tan hermosas
acciones, y constituyen la dicha y la gloria de la huma­
nidad, no tenían nombre siquiera en el lenguaje común.
Hubo un tiempo en que las dos terceras partes de la
especie humana vivían en la abyección como un vil re­
baño ; en que la sangre de los hombres corría á torrentes
para embriagar á sus semejantes con el espectáculo pú­
blico del anfiteatro; en que los niños eran caprichosamen­
te inmolados, los adultos monstruosamente violados é in­
famados ; en que no había honor para la mujer ni para la
unión conyugal; en que los desgraciados no encontraban
asilo en parte alguna, la guerra se hacia sin cuartel, las
naciones vivían sin derecho común, la opiniou era muda
esclava de la fuerza ; un mónstruo bajo el nombre de Cé­
sar era adorado como Dios, y la humanidad bollada é iD-
2
90 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
sultada por un cetro de hierro, ni siquiera se acordaba
de los derechos y de la elevación de su inteligencia, ni
buscaba remedio para su envilecimiento y degradación;
al contrario, corría contenta á precipitarse en aquel abis­
mo, empleando en su daño todas las fuerzas que hubieran
debido servirle parA evitar su caída.
Situémonos mentalmente en la época de Tiberio ó de
Nerón, que es el verdadero punto de vísta para contem­
plar la salida de la luz evangélica sobre el mundo.
lln hombre iba recorriendo humildemente los pueblos
de la Judea curando á los enfermos, consolando á los afli­
gidos, derramando beneficios inauditos y dando lecciones
de tina sabiduría basta entonces desconocida.
No había éste hombre estudiado en Roma ni en Grecia,
no pertenecía á ninguna secta ni á ninguna escuela, no
dogmatizaba ni disertaba. Pero se decía enviado de Dios,
á quien llamaba P a d r e , y anunciándose como el media­
dor prometido desde el principio y deseado por todas
las naciones que debia salvar, decía Con amable auto­
ridad :
« Vémd á mí todos los que estáis agoviadoe, y yo os
« aliviaré. Traed mi yugo sobre vosotros, y aprended de
« mí que soy manso y humilde de corazon, y hallaréis re-
ct poso para vuestras almas; porque mi yugo es suave y
« mi carga ligera. »
« Bienaventurados los pobres de espíritu, decía á la
a multitud asombrada, porque de ellos es el reino de los
« cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos po-
a eeerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque
ellos serán consolados. Bienaventurados los que han
CAPITULO PRIMERO. Jt
a hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos,
a Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos al-
a canzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de
a coraron, porque ellos verán á Dios. Bienaventurados los
a pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bien-
« aventurados los que padecen persecución por la justi-
« cia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaven-
« turados sois cuando os maldijeren y os persiguieren, y
« dijeren todo mal contra vosotros mintiendo, por mi
a causa. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es
a muy grande en los cielos. »
Así ennoblecía y elevaba lo mas humilde y hasta en­
tonces despreciado, hácia lo mas elevado y sublime, y con­
fundía todas las ideas que tenían formadas los hombres
acerca del supremo bien.
Trazaba luego alrededor de la conciencia humana el
nuevo círculo de los deberes, y se expresaba así:
a Oísteis que fué dicho á los antiguos: No adulterarás;
« pues yo os digo que todo aquel que pusiese los ojos en
« una mujer para codiciarla, ya cometió adulterio en su
« corazon.»
a Oísteis que fue dicho á los antiguos: No perjurarás,
<i mas cumplirás al Señor tus juramentos; pero yo os digo
« que de ningún modo juréis, sino que vuestro hablar sea,
a sí, sí; no, n o ; porque loque excede de esto, de mal
a procede.»
« Oísteis que fué dicho á los antiguos: No matarás, y
« quien matare, obligado quedará á juicio; mas yo 03 digo
a que todo aquel que se enoje con su hermano, obligado
« será á juicio, y quien dijereá su hermano una palabra
28 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
« insultante, obligado será á concilio. Por tanto, si fueres
« á ofrecer tu ofrenda al altar, y allí te acordares que tu
« hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ©fren-
ir da delante del altar, y ve primeramente á reconciliarte
a con tu hermano y despues vuelve á concluir tu obla-
« cion. »
a Habéis oido que fue dicho: Ojo por ojo y diente por
cr diente: pero yo os digo que no resistáis al mal; antes
a bien, si alguno os hiriere en la mejilla derecha, paradle
a también la otra; á quien quiera |>oneros pleito y toma-
a ros la túnica, dejadle también la capa, y al que os pre-
« cisare á ir cargado mil pasos, id con él otros dos mil
* mas. d
Ni limitaba á esto solo ios deberes: despues de haber
combatido y desarmado al egoísmo hasta en lo mas re­
cóndito delcorazon, quería, trasformarlo en caridad, y
decía:
a Habéis nido que fue dicho: Amarás á tu prójimo y
«t aborrecerás á tu enemigo; mas yo os digo: A m ad á
0 VUESTROS ENEMIGOS , HACED BIEN * LOS QUE OS ABORRECEN,
a Y ROGAD POR LOS QUE OS PERSIGUEN Y CALUMNIAN ; p a r a
a que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos,
a el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llueve
a sobre justos y pecadores. »
Preguntándole en cierta ocasion cuántas veces se lmbia
de perdonar al que hubiese pecado y si habia de ser hasta
siete veces, contestó : «No solo siete veces, sino setenta
« veces siete (es decir, indefinidamente). »
Preguntándole en otra ocasion cuál es nuestro prójimo,
contestó con aquella parábola tan tierna é instructiva del
CAPITULO PRIMERO. ¿9
Samaritano (i), enseñándonos que es nuestro prójimo no
solo el compatriota y el correligionario, sino también el
hereje y el extranjero.
Y recopilando todos estos preceptos de caridad en unas
palabras, que son la mas pura expresión del amor inmenso,
decía á sus discípulos pocos momentos antes de dar la vida
por sus enemigos: — «Os doy un nuevo mandamiento:
« amaos los unos á los otros del inismo modo que yo os
« be amado á todos. Amaos los unos á los otros, y en
« esto se conocerá que sois discípulos míos.»
Proponía también al corazon del hombre por modelo y
medida el mismo corazon de Dios. « Sed misericordiosos,
a decía, como lo es vuestro Padre celestial. Sed perfectos
« del mismo modo que es perfecto vuestro Padre que está
a en los cielos. »
Fijando las miradas y el corazon del hombre hácia los
bienes inmutables y eternos, inspirábale una confianza
filial en la providencia con respecto á los bienes eternos y
pasajeros, y lo fijaba en la sencillez de los gustos de una
existencia que tiene su destino mas allá de esta vida: —
« No andéis afanados buscando qué comeréis, decía : mi-
« rad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni
« allegan en trojes, y vuestro Padre celestial las alimenta.
« Pues ¿ no sois vosotros mucho mas que ellas ? ¿ Y por-
« qué andais acongojados por el vestido ? Considerad cómo
« qrecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan, y sin
« embargo yo os digo que ni Salomon con toda su gloria
« fue nunca cubierto como uno de estos. Pues si al heno
a del campo, que hoy es y mañana es echado en el horno,
(l) S. Lucas, cap. x.
30 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
« Dios yiste asi, ¿ con cuánta mas razón no os vestirá £
« vosotros, hombres de poca fé ? Vuestro Padre conoce
<r vuestras necesidades, y él las aliviará. Buscad, pues, pri-
v meramente su reino y su justicia, todo lo demás se os
a dará de añadidura. No queráis amontonar tesoros en la
« tierra donde orin y polilla los consume.· y en donde tar
« drones lo desentierran y roban; mas atesorad en el cié-
<c lo, en donde no los consume orín ni polilla, ni ladro-
« nes los desentierran ni roban. — No andéis cuidadosos
« por el dia de mañana; porque el día de mañana á si
a mismo se traerá su cuidado. A cada dia le basta su
a propio afán.»
Rehabilitaba á la mujer, y volvía á colocar el matri­
monio sobre sus primitivos fundamentos por medio d»
estas sencillas palabras: « El esposo y la esposa serán una
« sola carne; el hombre no puede nunca separar lo que
« Dios juntó. »
Sacaba á la infancia del olvido y cruel abandono en que
se la tenia, y la presentaba como tipo de dos virtudes
nuevas de las cuales no se había oído hablar hasta enton­
ces, y que conftmdian todas las ideas recibidas; la s e n ­
c i l l e z y la h u m ild a d . Llamando á un niño y colocán­
dolo en medio de sus discípulos, que le preguntaban quién
es mayor en el reino de los cielos, les hablaba así : « En
« verdad os digo, que si vos os volviéreís é hiciéreis como
<r niños, no entraréis en el reino de los cielos. Cualquiera
cr pues que se humillare como este niño, este es el mayor
« en el reino de los cielos. ; Ay del que escandalizare á
a uno de estos pequeñitos! Porque os digo que sus án-
« geles en los cielos siempre ven la cara de mi Padre, que
o está en los cielos. »
CAPITULO PRIMERO. 31
Pero no paraba aquí : descendiendo basta el mas
abyecto esclavo, le hacia ocupar el primer puesto en su
reino celestial, que era el término de todos sus discursos,
y curaba la inmensa y pestífera plaga de la esclavitud
pronunciando aquellas palabras que han obrado en el
mundo una revolución : — o Sabéis que los principes de
a las naciones las dominan, y que los poderosos tratan
a á sus súbditos can orgullo. No debe suceder lo mismo
a entre vosotros; porque el que quiero ser el mayor y
« el primero será vuestro esclavo; pues yo mismo no
« vine para ser servido; sino para servir y dar mi vida
« por el rescate del género humano. Os lo declaro so-
a lemnementc : los primeros serán los últimos. El que se
a exalte será abatido; el que se humille será ensal-
a zado. » ♦
Prescribía la sumisión á la autoridad de los césares,
al mismo tiempo que los circunscribía en la obediencia á
la autoridad mas elevada de Dios, y con un solo dicho
echaba los cimientos del derecho patrio y de la ver­
dadera libertad que mas adelante habia de producir tan­
tos mártires: « Dad al César lo que es del César, y á Dios
a lo que es de Dios... No temáis á los que matan al
« cuerpo, y que ya nada mas pueden hacer. Temed sí
a á aquel que después de haberos quitado la vida, tiene
« poder para arrojaros á los tormentos del infierno. Si,
« os lo repito, temed á este último. »
Fortalecía el sentimiento de aquella santa libertad por
medio del de la igualdad y fraternidad, y reunía de este
modo á todo el genero humano en espíritu de familia y
de unidad : — « No apetezcáis el ser llamados maes­
32 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a tros, porque no hay mas que un solo maestro, y todos
cr sois hermanos. A nadie en la tierra le llaméis padre,
cr porque no hay mas que un padre, que está en los cielos,
cr No permitáis que os llamen nunca doctores, porque no
« hay mas que un doctor y un maestro, que es el Cristo. x>
Por la primera vez se oia hablar de una virtud á la cual
daba el grande importancia, porque parecia que contenia
el gérmen de todas las demás : era la f e . — a Si tuvié-
a seis fe, exclamaba, podríais decir á una montana: tras­
oí ládate de aquí allá, y al momento la montaña obede-
cr c en a : nada os seria imposible, aunque vuestra fe fuese
cr tan pequeña como un grano de mostaza. — El reino de
e los délos es semejante á un grano de mostaza que
cr siembra el hombre en su campo. Este grano es la mas
cr pequeña de las semillas, y sin embargo cuando ha cre­
er cido es la mayor de todas las plantas, y llega á ser un
« árbol frondoso, y los pájaros del cielo se posan en sus
a ramas. »— Y ponía á esta virtud á prueba, sometiendo
el espirita humano á la creencia de muchos misterios, de
que él mismo era objeto, principalmente al de que él era
el Redentor del género humano, y que su sangre derra­
mada en el árbol de la cruz debia ser el precio de la re­
conciliación de la humanidad culpable con la justicia de
su Padre.
En su divina moral dábanse la mano todas las virtu­
des, y se apoyaban y sostenían mutuamente por medio
de una indisoluble correspondencia. Por esto, despues de
haber predicado la templanza, predicaba la limosna, que
es su consecuencia, y para hacer á esta mas eficaz é inago­
table le quitaba todo motivo humano, y quitándole hasta
CAPITULO PRIMERO. 33
el testimonio de la mano que la distribuye, no le dejaba,
por decirlo asi, mas móvil que el corazon, ni mas confi­
dente que Dios : — «No hagais vuestras buenas obras
« delante de los hombres para que os vean : de otra mar
« ñera no tendréis el galardón de vuestro Padre que está
« en los cielos. Por consiguiente, cuando deis limosma no
« hagais tocar la trompeta delante de vosotros, como
« hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles,
« para ser honrados de los hombres : en. verdad os
« digo que estos recibieron ya su galardón. Cuando deis
« pues limosna, no sepa vuestra mano izquierda lo que
« hace vuestra derecha, para que vuestra limosna sea
a en oculto, y vuestro Padre que ve en lo oculto os pre-
« miará. »
Fulminaba rayos de indignación contra la hipocresía
y el orgullo que se cubren con el manto de la religión, y
rodeando á esta última con todo el cortejo de los virtu­
des sólidas, distingia de ellas, sin excluirlas, todas las
prácticas de supererogación, que son como su corteza,
y tanto mas saludables y atendibles, cuanto mas tierna é
ilustrada es la piedad que las emplea para precaverse con­
tra sus propias debilidades y para reanimar su fervor, y
despreciables y funestas cuando la hipocresía ó el falso
celólas convierten en instrumento de intereses y pasiones.
— « ¡Ay de vosotros, clamaba, escribas y fariseos hipó-
« critas, que haciendo largas oraciones devoráis las casas
« de las viudas! Atáis cargas pesadas é insoportables, y
« las ponéis sobre las hombros de los demás, mas ni aun
« con vuestro dedo las quereis mover. ¡ Ay de vosotros,
« escribas y fariseos hipócritas, que diezmáis la yerba
84 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a buena, y el eneldo, y el comino, y dejáis las cosas mas
« importantes de la ley, á saber, la justicia, la misericordia
« y la fe! Era menester hacer esto, y no dejar lo otro.
a ¡Guias ciegos que noquereiscolar el mosquito, y os tr&-
c gais el camello 1 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos bi-
« pócritas, que limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, y
« por dentro estáis llenos de rapiña y de inmundicia!...
a Serpientes, raza de víboras, ¿cómo evitaréis el ser ar-
k rojados al fuego del infierno ? »
Generalizando este santo y celoso rigor, atacaba el
sensualismo, el amor propio, el vo humano, origen de
tantos males y que tan espantosamente había extendido
sus estragos por toda la tierra; lo atacaba interior y
exteriormente, por el espíritu de sacrificio y de mortifi­
cación basta en sus últimos atrincheramientos, y exigía
nada menos que el aborrecimiento y la muerte de todo,
aun de la propia persona, si aquello no bastaba. Pero,
médico igualmente compasivo que severo, no hería sino
para curar, y como si fuese él el mas enfermo, empe­
zaba por herirse á si mismo, á fin de enseñarnos con
tan. grande ejemplo cuán absolutos y necesarios son sus
mandatos : — « Cualquiera que desee venir en pos de
« mí, decía con frecuencia, es preciso qne se renuncie
« á sí mismo, que lleve 6u cruz y me siga. El que quiera
« salvarse, debe antes perderse, y el que se pierda por
« amor mío y de mi Evangelio, se salvará. ¿ De qué le
a serviría al hombre ganar el mundo entero si esto le
a había de perjudicar, y habiéndose perdido una vez
a quizá no podría rehabilitarse?... Si tu mono ó tu pié te
a escandalizan, córtale y échale de t i : si tu ojo te escan-
CAPITULO PRIMERO. 35
« daliza, sácale y échale de ti; porque mejor es entrar
a en la vida eterna con un ojo solo, que tener dos ojos
a y ser echado en el fuego eterno... Si alguno viene á
a mi, y no aborece (relativamente) á su padre, su madre,
« su mujer, sus hijos, sus hermanos, y hasta su propia
« vida, no puede ser mi discípulo. El que quiera salvar
« su vida la perderá, y el que pierda la vida por mí
« causa, la salvará... La puerta del cielo es angosta.
« ¡ Ay de los ricos ( es decir, de los que viven apegados
« á los bienes mundanales)! Es mas difícil á un rico
a entrar en el reino de los cielos, que á un camello pasar
« por el ojo de una aguja... Muchos serán los llamados,
a pero pocos los elegidos.»
E*ta es la faz horrible del Evangelio de que habla
Boosuet, y sin embargo el que nos la ofrece es el mismo
que nos dijo antes : Tomad sobre vosotros mi yugo, y
hallaréis el reposo de vuestras almas, porque mi yugo es
suave y ligera mi carga. ¿ Quién no descubre desde luego
el nudo de esta aparente contradicción? ¿Quién no vis­
lumbra por entre todos estos aparatos de sacrificio y de
muerte la libertad y la vida, y sobre todo el amor, el
amor divino, dirigido á su verdadero y legitimo foco á
pesar de todos los obstáculos que le habia suscitado su
propio extravio? — El Evangelio es todo amor, a Yo vine
« á traer el fuego (del amor) á la tierra, y ¿qué he de
« querer sino que este amor lo abrase todo? »
Pe* esto desde que penetró en el corazon este senti­
miento, la salud se hizo fácil y rápida, y la faz del Evan­
gelio, de dura y repugnante, se convirtió en amable y
tierna: — « Marta, Marta, tú andas demasiado afanosa,
36 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a y te tomas demasiado cuidado por muchas cosas,
« cuando fifia sola es necesaria; María ha escogido la
a mejor parte... »María estaba sentada á los piés de Jesús
oyendo las palabras que salían de su boca.
Aquella puerta del cielo, poco antes tan angosta, se
ensancha luego extraordinariamente para dejar libre
paso :¿á quien?... á los publícanos y á las prostitutas.—
« En verdad os digo, que los publícanos y las prostitutas
« os adelantarán en el reino de los cielos. » — Los peca­
dores forman como la escolta del Salvador, que los reúne
sacándolos de todos los caminos extraviados en que se
hallan perdidos, — a He venido, decía, á salvar todo lo
« perdido.» — Los admite también á última horacomoá
los operarios de la uinal, y les da la misma paga que á
los que sufrieron todo el peso del dia y del calor. Los
espera, y basta sale á su encuentro con los brazos abier­
tos, como el padre del hijo pródigo. Emprende largos
viajes para.buscarlos, como el buen pastor que deja sus
noventa y nueve ovejas para ir en busca de la fugitiva
y llevarla al rebano cargada sobre sus hombros. Una sola
lágrima de arrepentimiento y de amor basta para hacer
de una prostituta una santa y de un ladrón un predesti­
nado. Se les perdonó mucho porque amaron mucho. Nada
hay perdido para el cielo; todo nos puede facilitar su
entrada desde el momento que nos mostremos vivificados
por la caridad y la fe: —« En verdad os digo, que un solo
« vaso de agua fría dado en mi nombre á uno de los
a mas miserables, no quedará sin recompensa.»
En fin — a Amaréis al Señor, vuestro Dios, con
a todo el corazon, con toda el alma, con todas las fuer-
CAPITULO PRIMERO. 37
c zas; — este es el primero y mas grande mandamiento,
a El segundo es semejante al primero : — Amaréis á
€ vuestro prójimo como á vosotros mismos. — En estos
« dos solos mandamientos están recopilados la ley y los
« profetas.»
Despues de haber trazado asi el cuerpo de su doctrina,
queriendo Jesucristo dejar impresa en nosotros la per­
suasión de su divinidad, apela á la mas decisiva de todas
las pruebas, l a e x p e r ie n c ia , y echa, por decirlo asi, el
guante á la incredulidad: — «El que quiera hacer la vo-
« 1untad de mi Padre conocerá si mi doctrina procede de
« él, ó si hablo por mi propia autoridad. »
Y para mas facilitarnos esta experiencia, nos da un
insigne ejemplo de amor á Dios y á los hombres, inmo­
lándose por ellos á su justicia, á fin de que, reconci­
liados por su saludable mediación, y unidos con él, y
por él, á su Padre como una familia de hermanos, pu­
diésemos repetir juntos esta oracion, bajada del cielo
para servimos de alas con que remontamos á su altu ra:
« P a d r e n u e s t r o , que estás en los cielos;
« Santificado sea tu nombre,
« Venga á nosotros el tu reino,
« Hágase tu voluntad asi en la tierra como en el cielo.
« El pan nuestro de cada dia dánosle hoy,
« Y ^perdónanos nuestras deudas asi como nosotros
perdonamos á nuestros deudores.
« Y no nos dejes cacr en la tentación,
« Mas líbranos de mal. Amen. »
¡ Qué moral! ¡qué doctrina! ¡ qii<* luz tan divina! ¡ qué
salud y qué gloria para el linaje humano!... Pero ¡qiu;
39 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
revolución en todas las ideas! ¡ qué trastorno en todas las
concepciones del humano espíritu! ¡qué subversión de
toda la naturaleza terrestre!... ¿ Es posible ? ¿ todos igua­
le*? ¿todos hermanos? El esclavo igual al dueño, el nifio
en parangón con el filósofo, el publicano al lado del fari *
seo? ¿Serán bienaventurados los polares, los que lloran,
lo» perseguidos : todos ellos antes tan despreciados ?
¿Será posible perdonar las injurias, y perdonarlas siem­
pre, y amar al enemigo, y amalle tanto como ási mismo?
¿ Es posible humillarse, y renunciarse á si propio, y
llevar una cruz, y morir á todo para poder vivir, y
perderse para salvarse, y abandonarlo todo para poseerlo
lodo?
Cuando Dios hizo salir el mundo del caos y todos los
elementos confundidos se dividieron y se colocaron en el
lugar que les estaba asignado, la luz en el firmamento,
las aguas en el abismo de los mares, el aire en el espa­
cio, y apareció la árida balanceándose sobre su doble
polo radiando virginidad y lozanía; no se manifestó la
sabiduría eterna mas visiblemente que cuando, habitadora
entre los hombres, hizo salir el mundo moral del caos
del espíritu humano, trastornando y disipando nuestras
falsas concepciones, colocando en el cielo lo que nosotros
creíamos propio déla tierra, precipitando al abismo lo que
habíamos divinizado, dando el nombre de felicidad á los
males, y de desgracia á los bienes, y presentándose á los
mundanos como una insigne locura.
Hoy que el Evangelio lia producido ya tantos frutos4de
vida y conquistado el corazon de tantas naciones exten­
diendo sus divinas ramas sobre toda la tierra, conoce­
mos manifiestamente su divina sublimidad y descubrimos
CAPITULO PRIMERO. 3»
en él una perfección absoluta que confunde todos nues­
tros vanos paliativos de moral y nuestros fantasmas de
legislación.
La ley suprema del Evangelio es el a m o r : esta ley no
se encamina al hombre exterior, sino que tiende á re­
formarle-en lo intimo del corazon.
No tiene que transigir, como la moral humana, con la
dureza de corazon de los que quieran observarla, porque
su primer efecto es ablandar los corazones é infundirles
docilidad.
Restituye al matrimonio, base de la familia, su primi­
tiva institución y su primera unidad.
No autoriza la venganza; al contrario, la prohíbe
siempre.
No prescribe el uso del juramento; pero lo hace inútil,
haciendo sinceros á todos los hombres.
No solo condena el adulterio, sino que anatematiza
hasta su mero deseo.
Borra la diferencia entre el amigo y el enemigo, ha­
ciendo que entram as se amen, y anula la distancia que
mediaba entre el esclavo y el dueño, dándoles un señor
común á ambos.
Reprime los deseos de la concupiscencia, y extingue y
aniquila su fuente.
No habla nunca de recompensas temporales: al revés,
nos aconseja darlo todo para tener entrada franca en el
cielo.
En una palabra, esta doctrina convierte á los hombres
y renueva la faz de la tierra.
Pasemos á explicar el fundamento de la moral cris­
tiana.
CAPITULO II.

DEL SACRIFICIO COMO GERMEN DE LA MORAL EVANGÉLICA.

Sola una sabiduría superior á la del hombre podía


arrancar á este, no solo de su apego á las criaturas, sino
del amor á sí mismo, de su y o , y reconducirle hácia su
último fin.
Sola aquella sabiduría podía enseñarle que para sal­
varse es preciso perderse y morir á las naturales inclina­
ciones.
Sola aquella sabiduría, finalmente, podía hacer con­
currir con ese anonadamiento la ciencia y el gusto del
verdadero bien, para atraer al hombre é inclinarle á
que abandonase los falsos bienes y renunciase á si
mismo.
Esta maravillosa trasformacion, que supone necesaria­
mente una acción exterior y sobrenatural, fué la que
vino á efectuar Jesucristo por medio de su mora!, predi­
cando la mortificación y el amor de Dios; por medio de
sus dogmas, dándonos á conocer lo que habíamos de
amar; por medio de su gracia, inspirándonos ese amor
42 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
en proporcion con nuestra docilidad para conocerle y
seguirle.
La moral, el dogma y la gracia son tres cosas insepa­
rables en la doctrina evangélica, y conviene considerarlas
siempre bajo un solo ponto, en vista.
Concretándonos por ahora á la moral, cúmplenos obser­
var, que sola una sabiduría superior al hombre podia en­
señarle que para salvarse fuese preciso empezar por
aborrecerse repitiendo con el divino Maestro : 6iena-
venturados los que lloran, etc.
¿Cómo habia de imaginarse la criatura que estos cami­
nos conducían á la bienaventuranza, cuando mas obs­
truidos y condenados se hallaban por el instinto de su
propia conservación? Todos sus esfuerzos, por el con­
trarío, iban encaminados á evitar la pobreza, la tristeza,
la mansedumbre, las persecuciones, etc.
La solemne renunciación de todo, hasta de si mismo,
en vista del amor de Dios, el sa cr ificio en suma: hé a q u í
el principio evangélico y como si dijéramos el divin ogér-
men de toda la moral de Cristo.
Familiaricémonos, pues, f ante todo, con aquellas me*
morables palabras: El q u e q u ie r a v e n ir e h po s d e m í,
RENUNCIESE A SÍ MISMO, LLEVE SU CRUZ T SÍGAME. Q u iE fl
QUIERA SALVAR SU VIDA, DEBE AMES PERDERLA; Y EL QUE
PIERDA SU VIDA POR MI AMOR, LA SALVARÁ.
Para comprender debidamente la admirable ley del sa­
crificio y de la renunciación de si mismo, hay que consi­
derar que el enemigo capital del amor de Dios y de todo
nuestro bien es el vicio del amor propio, el cual consiste
en una propensión desordenada á darnos gusto y lison­
CAPITULO II. 48
jearnos : triste consecuencia de la corrupción original
del hombre y madre fecunda de todos nuestros males.
Todos nuestros males y pasiones nacen de esta raíz
ponzoñosa; los siete vicios que la Iglesia llama capitales
son otras tantas ramas de esta desordenada inclinación y
afecto á nosotros mismos.
Sí pudiera desterrarse enteramente el amor propio,
veríamos al punto cerradas todas las puertas del mal,
establecido do quiera el reino del amor divino, y el mis­
mo destierro del mundo se convertiría para nosotros en
un deliciosísimo paraíso.
Por esto es considerada como tan gran virtud la abne­
gación ó renunciación de si mismo; y esta virtud es una
de las mas necesarias al cristiano, debiendo siempre pro­
ceder de pareja con la virtud de la conformidad con la
santa voluntad de Dios.
Esta virtud de la renunciación de si mismo se llama
usualmente mortificación ; y esta palabra en el sentido
evangélico es inseparable y como sinónima de la de a m o r.
l*or ella se entiende cierta especie de entrega que hace
uno dr si mismo ¿ la muerte, de tal modo, que en la lu­
cha sostenida y continua contra nosotros mismos y con­
tra nuestras inclinaciones y pasiones depravadas, conde­
namos i muerte, por decirlo asi, y crucificamos al hombre
viejo de ¡a corrupción (1) con todos sus vicios y pecados.
En este sentido se explica el Apóstol hablando con los Gá*
latas (2) ; loe que son de Jesucristo tienen crucificada su
propia carne con sus vicios y sus pasiones.
(1) Romanos, vi, 6.
P) V,
44 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
La mortificación, pues, que tanto se aborrecía en el
mundo pagano, que tanto se encomia y tan imperfecta­
mente suele practicarse hoy, es sin disputa la virtud mas
necesaria para el verdadero provecho del hombre.
Mucho y muy enérgicamente inculcan las sagradas
Escrituras la necesidad de la general mortificación de
nuestras pasiones ó inclinaciones desordenadas. Ellas nos
demuestran que nadie puede ser bueno sin sostener una
guerra perpetua contra sus inclinaciones, y sin cargar
diligentemente con la cruz de una diaria mortificación.
Ya hemos indicado que el objeto de la mortificación en
general es reformar al hambre viejo y desterrar todo lo
que en nosotros es malo y vicioso, ó puede inhabilitar­
nos para la unión con Dios, que es el fin supremo de
nuestra creación. Ahora resta añadir que esa mortifica­
ción general no se puede conseguir sin otra especie de
mortificación particular que doma, pule y reforma
nuestro interior, donde llevamos impresa la imágen de la
Divinidad, y donde se complace Dios en residir siempre
que le encuentra dispuesto á recibirle como corresponde:
esto es, siempre que se halla mortificado.
En vano anhelará el cristiano la mortificación prove­
chosa que pide la ley del Evangelio si no estudia atenta­
mente todas las irregularidades á que son propensas sus
interiores potencias y facultades, para poder corregirlas
y purificar su interior. Este ejercicio de la mortificaciou
interior es mas necesario y mas acepto á Dios que todas
las austeridades corporales.
Las irregularidades de nuestras potencias y facultades
que debemos corregir,residen en el entendimiento, en el
CAPITULO II. 45
juicio, en la memoria, en la imaginación y en los afec­
tos. Examinándonos escrupulosamente, hallaremos nues­
tro entendimiento sujeto al orgullo, á la necia suficiencia,
á la presunción, á una variedad infinita de curiosidades
vanas y de errores, muchos de peligrosas consecuencias
prácticas.
Hallaremos nuestro juicio sujeto á la precipitación y
ligereza, y enteramente obcecado por las sugestiones del
amor propio y de las pasiones.
Hallarémos nuestra memoria padeciendo extravíos y
divagaciones, llena siempre de vaciedades y olvidada
de Dios.
Hallarémos nuestra imaginación siempre disipada,
atenta solo á la inanidad de los caprichos mundanos y
de los objetos pecaminosos.
Hallarémos, por último, nuestros afectos, apetitos y
deseos, singularmente sojuzgados por el mal, en oposi-
cion directa con todo lo que es sufrimiento, mortifica­
ción y aspereza.
¡ Cuánto tenemos que trabajar, cuánto que mortificar­
nos interiormente para ser dignos de la unión con Dios!
El método que los moralistas católicos recomiendan
como mas eficaz para obtener la mortificación interior se
reduce á lo siguiente :
1° Negarse á si mismo cuanto puede ser contrario á la
voluntad de Dios.
2° Acostumbrarse en las cosas indiferentes á combatir
con frecuencia el propio deseo y á no hacer cosa alguna
solo para halagar las naturales inclinaciones.
3° Sacrificar, aun en las cosas que parecen buenas,
46 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
aquella ansia y aquel afau que le sugieren á uno la natu­
raleza, la pasión y el amor propio, poniendo siempre en
semejantes ocasiones la voluntad de Dios sobre la propia
y siguiéndola fielmente.
Pero la mortificación de las pasiones consiste principal­
mente en regular todos sus movimientos, porque estando
nuestra naturaleza corrompida, nuestro amor y nuestro
odio, nuestros deseos y temores, nuestras alegrías y
nuestros pesares, todo en suma participa de esta cor­
rupción, y todo tiende á desordenarse 6i no se enfrena
y corrige de una manera constante. Hay que dirigir ade­
más esos movimientos de una manera adecuad? á su
objeto» natural* restringiendo todo e*$eso, de manera
que puedan todos someterse á la razón y á la religión.
Regularemos, por consiguiente, nuestro amor, nues­
tros déseos, nuestro gozo, desviándolos de todo afecto
desordenado á las criaturas perecederas, para encaminar­
los á Dios; de la vanidad y de Tas locuras mundanas,
para dirigirlos á la virtud (i) y á la verdad; y mante­
niéndolos siempre eu sus justos límites para que no tur­
ben la paz del afana ni la distraígan de consagrarse á
Dios.
Mortificaremos asimismo nuestro temor, nuestra tris-
tezay todas las demás pasiones, vigilandosusmovimientos.
(l)Si cscrilíiérau.os para salvajes ignorantes tendríamos nc·
cesidnd do definir las palabras virtud, vicio, pecado y eto»f
pero dirigiéndonos á hombres civilizados, cualquiera que sea
el grado de su culturu intelectual, juzgamos completamente
ocioso perder el tiempo en explicarles la acepción que la edu­
cación elemental de todo el mundo lee atribuyo. Solo ciertos
filásofdt forman exotpeiop, que no tomamos en oucutt*
CAPITULO II. 4ST
fil vcgrdaderu cristiano no ama ni ierne mas que ¿ Dios, no
otofrece mas que las ofensas hechas á Dios, no desea sino
la voluntad de Dios, no se regocija sino en Dios, no se
entristece sino por lo que es contrario al honor de Dios y
al ta n de las almas: por el pecado.
£1 amor y el deseo, cuando no se mortifican, conducen
á toda clase de vicios..El Evangelio reduce todos los Yieios,
todos los males que padece la misera humanidad, ¿ tres
especies principales: la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de loe ojos, y la soberbia de la vida (1).
Ahora bien, entre las inclinaciones viciosas que sostienen
la guerra contra el alma, hay comunmente alguna mas
enérgica y violenta que las demás, ó mas fecunda en
grandes pecados; y esta se llama por los teólogos pasión
predominante.
La mortificación de la pasión predominante es uno de
los asuntos capitales de la vida espiritual; porque siendo
esta pasión, digámoslo asi, el caudillo ó cabeza de las
demás, una vez vencida ella, las otras fácilmente se so­
juzgan, asi como muerto Goliath fueron inmediatamente
desbaratados y ahuyentados los Filisteos.
Basta examinar ligeramente el corazon para descubrir
en él la pasión predominante. Esta, como un traidor que
va siempre en nuestra compañía, está incesantemente
socavando en él la raíz del amor de Dios y erigiéndose á
si misma un trono, apoderándose del lugar principal de
nuestra alma en perjucio del amor divino.
Para la extinción de este gran mal, prescribe la Igle-

(l) I San Jaan, u , 16.


48 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
sia de Jesucristo, fiel intérprete de su ley y mandamien­
tos y en la cual se perpetúa el espíritu del divino Maes­
tro, diarias y fervorosas oraciones; la frecuencia de los
sacramentos, fuentes de inagotable gracia; el exámen
particular y cotidiano de la conciencia, y los otros ejer­
cicios espirituales que cada cual acostumbre hacer.
Así como la fe es necesaria como motivo determinante
para el cumplimiento de la ley, la oracion y los sacra­
mentos son los medios por los cuales se impetra el auxi­
lio divino para consumar el propio sacrificio; asi que,
siempre la extirpación de un mal moral cualquiera su­
pone el propósito de adquirir la virtud contraria.
CAPITULO III.

DE LA MORTIFICACION DEL APETITO SENSITIVO V DEL


ORGULLO.

Hemos dicho que el Evangelio reduce á tres principa­


les especies, que son la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, todos
los grandes males que aquejan al hombre y que la Igle­
sia de Jesucristo enumera nombrándolos los siete pecados
capitales. Hagamos una aplicación mas detenida de las
reflexiones que nos ha sugerido la necesidad imprescin­
dible de la mortificación á estos terribles males.
Llámase apetito sensual ó sensitivo, á esa fuerte in­
clinación que nos arrastra á halagar nuestros sentidos y
á proporcionarles placeres; y este apetito sensitivo es uno
de los mas peligrosos enemigos que tiene el alma.
La carne con sus sentidos fue formada para servir al
aliña y contribuir sumisa á la consecución de su verda­
dero objeto y de su felicidad. Pero si el apetito sensitivo
no se sujeta y avasalla por medio de la mortificación,
pronto el esclavo se convierte en dueño, y el alma queda
cautiva suya y se ve arrastrada por sus irregulares incli­
naciones á todo género de excesos.
50 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Hé aquí cómo nace el deber de mortificar la sensua­
lidad.
Debemos, pues, privarnos absolutamente de todo placer
sensual y casual que nos esté prohibido (4).
Debemos huir de estos placeres mas que de la muerte.
Debemos evitar todo exceso y falta de moderación en
el uso de aquellos mismos placeres y diversiones que es­
tán declarados como lícitos, procurando no apasionarnos
á ellos.
Debemos acostumbramos á domar y sacrificar el ape­
tito sensitivo hasta en las cosas legítimas ó indiferentes (2),
y áno hacer cosa alguna que sea por mero placar. ·
Es tan grande la oposicion entre la verdadera vida cris­
tiana, esto es, entre la vida ajustada á las máximas y
ejemplos de Jesucristo y la vida de placeres, que el após­
tol san Pablo no podía menos de derramar lágrimas al
hablar de los cristiauos á medias que se entregan á sus
goces, de quienes decía: Se portan corno enemigos de la
cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios es
el vientre; hacen gala délo que es su desdoro aferrados
á lai o m s t m e m s (3).
No sflgnian por ciprto estas huellas los que han mere­
cido el nombre de santos, es decir, de hombres perfectos
en el camino de la moral cristiana. Todos ellos crucifica­
ron su propia carne (4), persuadidos de que el bien su-
(1) Mas adelante, al trntar de los mandamientos, verémos
todo lo que nos es lícito ó ilícito.
(2) Véase mas adelante el cap. v u sobre la perfección á 911« dtbe
aspirar el hombre.
(3) Philip., n i, 18 y 19.
(4) Galat., v, 24.
CAPITULO III. U
premo, la felicidad, el Cielo se alcanza á viva fuerza y
solo los que se violentan á sí mismos son los que le arre­
batan (i).
La verdadera sabiduría, decía Job, aquel varón justo,
prototipo de la fiel observancia de la ley natural en su
primitiva pureza, no se halla en la tierra de los que viven
en delicias (2).
Hemos dicho que la mortificación del apetito sensitivo
debe extenderse á las cosas licitas. En efecto, los mismo*
justos deben observar esta regla para preservarse de in­
currir en las cosas prohibidas, pues no seria otra la con­
secuencia do pasar la vida sin mortificación en familia­
ridad con el peligroso amigo de las comodidades y de la
molicie.
Sí es un deber para el que sigue la moral de Cristo la
mortificación del apetito sensitivo, no lo es menos vencer
la concupiscencia de los ojos, de la cual nace al vicio de
la curiosidad que un gran doctor de la Iglesia (2) supo­
ne ser su equivalente. Mal peligroso es por cierto la cu­
riosidad, y raii de otros muchos males, pues hace que los
hombres se ocupen en cosas, ya perniciosas, ya puco con­
ducentes al verdadero fin de la vida.
Son diferentes los objetos eu que debemos mortificar la
concupiscencia de los ojos si queremos conservar el corazón
enteramente puro para Dios. Debemos apartar nuestros
ojos de la vanidad; mucho mas aun de todos aquellos ob­
jetos que inducen al alma al amor impuro.
(1) S. Mat., x i, 12.
12] x x n i i , 1S.
(3) S. Agustín. Confesiones, L ., c. 35.
52 M ANU AL DE MORAL CRISTIANA.

Una mirada libre puede ocasionar la perdición de un


alma. ¡ Infelices los que con su porte liviano y sus mane­
ras poco decentes incitan á los demás á la licencia!
Debemos mortificar también otra curiosidad respecto de
las diversiones, reuniones públicas, espectáculos, etc.,
como llenos de peligros y alicientes; como también respec­
to de la lectura de aquellos libros, ya lascivos, ya irreligio­
sos ó profanos que tienden á depravar el alma y arras­
trarla al pecado.
Y no es menos necesario mortificar la cw'iosidad del
oidoy camino por el cual muchas veces la muerte se in­
troduce en el alma. Puede corregirse esta curiosidad:
haciéndose sordo á toda clase de narraciones á propósito
para infiltrar en el alma un veneno mortífero; abstenién­
dose de escuchar palabras de escándalo y de detracción,
que exponen á complacerse en ellas y á dar pábulo á tan
grande mal; teniendo por último los oídos bien guarda­
dos contra una infección mucho mas temible todavía, cual
es la de escuchar conversaciones irreligiosas é impías,
ofensivas ¿ la divinidad y á las verdades reveladas, ó que
tienden á desalentar la virtud y promover el vicio.
« ¡Ay de los que se afanan, dice un gran ascético (4),
en busca de cosas de mera curiosidad, y al mismo tiem­
po no se curan de aprender el modo de servir á Dios!»
La mortificación del orgullo es tan necesaria como la de
la concupiscencia; no pocos moralistas la creen la mas
precisa de todas las mortificaciones.
El orgullo se reprime con la htmildad. Siempre el
divino Maestro en sus palabras y en sus acciones nos des-
(1 ) Kempi».
C A PITU LO III. 53
cubre el remedio que hay que oponer al mal que preten­
de extirpar.
La humildad es la virtud predilecta del cielo; nada
son las demás sin ella, y aun degeneran en vicios si las
afecta el orgullo.
La humildad hace que nos convirtamos, por decirlo
asi, en niños: nos hace sencillos, pequeños, despreciables
á nuestros propios ojos y deseosos de serlo también á los
ojos de los demás.
La humildad nos penetra de nuestra nada, de nues­
tra miseria, de nuestras perversas inclinaciones; nos en­
seña á despojarnos de toda alta idea de nuestros talentos
y habilidades y atribuirlo todo á Dios solamente.
La humildad se complace en ocupar el puesto mas
intimo; nos hace preferir los demás á nosotros con toda
sinceridad y no aspirar á la estimación, á los honores y á la
alabanza como cosa á que tengamos derecho: nos conven­
ce plenamente, no solo de que nada bueno podemos ha­
cer por nosotros mismos y de que no merecemos mas
que castigos, sino también de que solo por la pura bon­
dad de Dios se nos permite vivir en la tierra y no nos ve­
mos privados de todo miramiento ó de todo auxilio de
parte de los demás, y no se levantan contra nosotros todas
las criaturas de Dios para castigarnos por nuestras ofen­
sas á su Criador.
Lo que hace la virtud de la humildad tan acepta á
Dios, es el ser Dios la v e r d a d misma, que no puede me­
nos de amar lo que es verdadero. El orgullo se sustenta
de enores y mentiras; nos persuade que somos algo y
aspira á atribuirnos lo que no se nos debe.
54 M ANUAL DE MORAL CRISTIANA.
El orgullo nos persuade que los dones de Dios son pro­
piedad nuestra, y nos hace vanagloriosos y altivos con esta
falsa persuasión.
Esta mentira sacrilega roba á Dios su gloria, nos hace
disputarle lo que solo á él pertenece y, semejantes á Luz­
bel, aspirar á sentarnos en su propio trono.
Pero la humildad procede siempre de pareja con la
verdad, y en ella está cimentada; da siempre á Dios lo
que es de Dios, y solo atribuye al hombre lo que le per­
tenece, reconociendo con toda simplicidad, convicción y
afecto, que Dios es todo y el hombre nada.
La humildad atribuye á Dios todo cuanto hay de bueno
en las cosas creadas, reservándose para si los propios
defectos solamente.
Esta es la verdadera humildad ; esta la verdad que
permanecerá siempre incontrastable.
Esta gran virtud, no solo es necesaria para conducir
al cristiano á la perfección, sino que sin ella no hay sal­
vación.
Sin la gracia de Dios no hay medio de alcanzar el cielo,
y Dios resiste A los soberbios y d a ta gracia á los humil­
des (I). Además nuestro Señor nos dice expresamente que
si no nos volvemos y hacemos semejantes á los niños por
medio de la humildad, no entrarémos en el reino de los
cielos (2).
{Verdad terrible! En el ciclo no hay lugar para el or­
gullo. La divina revelación nos dice que Satanás y sus
compañeros ftieron arrojados de alH por su soberbia, y
(lf Santiago, iv, 6 .
(2) S. Mat., x n n , 8«
C A M T U t O III. 65
que sus tronos solo serán ocupados por los humildes.
El Altísimo y Santísimo, que habita en la eternidad, solo
inorará con los corazones contritos y humillados (1), y no
elegirá para llevar á su reino celestial sino á aquellos que
en su vida mortal hayan sido por virtud de la humildad
pobres y contritos de corazon, que oyeron con respetuoso
temor sus palabras (2).
La escuela en que debemos aprender la humildad es la
séria consideración y el verdadero conocimiento de Dios
y de nosotros mismos.
El conocimiento de Dios y de si mismo son como dos
ramas de la ciencia cristiana, que van por lo común em­
parejadas y mutuamente se asisten y promueven.
Cuanto mas conocemos á Dios y lo infinito de sus per­
fecciones, mas patente vemos nuestra nada y nuestra ab­
soluta dependencia respecto de él, y cuanto mas nos co­
nocemos á nosotros mismos con todos nuestros males y
miserias, mas claramente percibimos que solo Dios es
bueno, y que lo es hasta un grado infinito soportándonos.
En esta meditación aprendérnosla verdadera humildad
porque ella nos enseña á aniquilamos ante esa majestad
infinita, á cuya presencia el universo entero se achica y
reduce á mera nada, y asi el cielo como la tierra se des­
vanecen de todo punto.
Con ella aprendemos á atribuirtodo bien al Bien Supre­
mo, y nade á nosotros mismos. Con ella aprendemos á reba­
jarnos hasta un grado, si puede decirse, inferior á la nada,
considerando nuestros pecadoB y el casügo merecido por
(1) Isaías, LVit, 13.
(2) I s a ! ., LXTX, &
56 M ANU AL DE MORAL CRISTIANA.
ellos. Con ella, finalmente, aprendemos á penetrarnos tan
profundamente de nuestras muchas imperfecciones, que
solo vemos nuestros defectos y tenemos los ojos cerrados
á los ajenos, y no despreciamos á nadie sino á nosotros
mismos postergándonos á todos los demás.
Para adquirir el conocimiento de sí mismo á fin de
mantenerse siempre pobre y humilde, es altamente pro­
vechoso escudrinar y reflexionar seriamente qué es el
hombre como mortal y como infractor de la ley divina.
Nuestra extracción es la nada; fuimos concebidos y
nacidos en el pecado; estamos perpetuamente sujetos <1
infinitas miserias espirituales y corporales; todas nues­
tras potencias y facultades se hallan lastimosamente de­
gradadas y desordenadas por la culpa; somos propensos
al mal y muy duros para comprender y practicar el bien;
nuestras pasiones son indómitas y rebeldes, nuestros
afectos siempre apegados al fango de la tierra, á vanas
fruslerías y mentidos placeres; nuestros pensamientos,
palabras y acciones rebosan la corrupción.
Entretanto el tiempo vuela sin intermisión hácia su
postrer periodo : la muerte nos persigue pisándonos los
calcañares, y muy en breve se apoderará de nosotros en­
viando nuestro cuerpo, del que parecemos tan prendados,
á que sea pasto de los gusanos, y nuestra pobre alma á
otro mundo para que sea allí juzgada ante un tribunal
infalible, padeciendo la espantosa incertidumbre de si se
verá 6 no condenada para siempre á tormentos cuya ex­
tensión no nos es dado calcular.
Como infractor de la ley divina, como pecador, no tiene
el hombre mas motivos para ensoberbecerse. El recuerdo
CA PITULO III. 57
de sus pasadas y presentes trasgresiones y de lo que
por ellas merece, debiera bastar para extirpar de raíz su
orgullo. No una sino millares de veces es durante su vida
reo de alta traición contra su Hacedor : de consiguiente,
no una sino millares de veces mereció castigo proporcio­
nado á la Majestad ofendida.
A los ojos de Dios y de sus ángeles un alma en pecado
es un monstruo execrable y horrendo. Y es una dolorosa
verdad que nadie puede saber á ciencia cierta cuándo
deja su alma de ser asquerosa y abominable ante la su­
prema Verdad.
Esta mera consideración manifiesta la insensatez del
que no sabiendo si es ó no un horrible monstruo, mas
aun, teniendo la probabilidad de serlo, reclama favores
de Dios y de los hombres. Y en verdad, ¿ qué razones
podrá alegar en defensa propia el hombre, tan deforme
á los ojos del único que ve las cosas como realmente son,
si al alzar orgulloso la frente contra el Todopoderoso, se
alzasen y juntasen contra él todas las criaturas de Dios,
y le arrastrasen y pisoteasen? Pues aun este mismo cas­
tigo seria nada para lo que merece el transgresor so­
berbio de la ley divina.
Véase si la humildad es razonable : véase cuán irracio­
nal es el orgullo.
CAPITULO IV.

DE LA ESCUELA DE LA HUMILDAD > BUS GBAD08 1 FSDT08·

Para enseñarnos la humildad, tan repugnante á nues­


tras pervertidas inclinaciones, nos envió Dios un maestro
del cielo, que fue su mismo eterno Hijo, igualmente Dios
que su Padre según nos lo manifiesta el dogma·
Tan singulares pretensiones abrigaba la orgulloea hu­
manidad, tan corrompida estaba por el amor propio,
que para que el hombre aprendiese á ser pequeño y kur
milde necesitaba nada menos que el ejemplo del Hijo de
Dios en persona.
Este divino Maestro descendió de su cielo, y se em­
pequeñeció entre nosotros hasta el punto de ser un gusano
y no un hombre : el oprobio de los hombres y el desecho
de la plebe (1).
Oigamos las dulces palabras que al empezar su divina
misión dirige al hombre invitándole á seguir su escuela :

(1) Salm. x u , 7.
60 M ANUAL DE MORAL CRIS TIAN A.
— « Venid á mí, dice, tomad mi yugo sobre vosotros y
aprended de mi que soy manso y humilde de corazon. »
¡ Que suaves y halagüeñas debieron resonar en los oidos
de las naciones oprimidas por el sangriento yugo de la
fuerza estas expresiones de amor y de mansedumbre!
A esta dulce excitación seguía la lisongera promesa
de que el hombre que correspondiese á ella encontraría
el reposo para su alma. ¡ Cuántos estímulos encierra esta
promesa para prendarse del Maestro y de su escuela, y
del estudio de la verdad que en ella se enseña! Veamos
de enumerarlos ligeramente.
Primero, un Maestro sobre todos excelente, que es el
mismo Hijo de Dios y la misma verdad suprema. Luego,
una ciencia sobre todas provechosa, que conduce al alma
por la puerta de su propia nada á la contemplación del
bien supremo. Ultimamente, frutos excelentes como la
paz del alma, el descanso de sus fatigas y cruces, la vic­
toria sobre las pasiones y la dichosa adquisición de todas
las demás virtudes. Todo esto se consigue en la celestial
escuela de Jesucristo.
Pero este divino Maestro no se limitó á las palabras y
á la promesa para enseñarnos, sino que quiso unir á ellas
el ejemplo. Teniendo la naturaleza de Dios y siendo por
esencia igual á Dios, se anonadó á si mismo tomando /a
forma y naturaleza de siervo, y se humilló haciéndose
obediente hasta la muei'te, y muerte de cruz (que era la
mas ignominiosa). Su vida fué una serie continua de
ejemplos de humildad : escogió nacer en un pesebre, ser
circuncidado como un pecador, huir á Egipto como si 110
tuviera poder bastante para triunfar de un mortal mise-
CAPITULO IV. 61
rabie, ser educado con pobreza y trabajos, emplearse en
obras mecánicas y humildes, ser obediente á sus propias
criaturas, ser bautizado entre los pecadores, sufrir que
el demonio le tentase, tener por compañeros y discípulos
hombres de la clase mas abyecta é ignorante, hacerse
siervo de ellos hasta el punto de lavarles los piés con sus
propias manos, huir los honores y el aplauso, ocultar su
gloria y encargar el secreto de sus obras maravillosas, y
últimamente abrazar en todas ocasiones, en vida y en
muerte, lo mas humillante y despreciable á los ojos de los
hombres.
La imitación de este admirable modelo no se consigue
sino por grados. Conviene describirlos á fin de que en
este pequeño curso de moral cristiana acompañe á la
exposición del precepto el modo de cumplirlo.
No consiste la verdadera humildad en hablar uno mal
de si mismo diciendo que es un gran pecador ó cosas
semejantes, ni en llevar traje pobre y sucio, ni en em­
plearse en cosas bajas, ni en tener los ojos siempre clavados
en el suelo, etc.; porque podemos hacer todo esto y sin
embargo estar muy lejos de la humildad; porque esto
puede hacerse por puro orgullo, por granjearse la estima­
ción ajena afectando un exterior humilde, ó para agra­
darnos y lisonjearnos á nosotros mismos con la ilusión
de poseer esta virtud.
La verdadera humildad no consiste en palabras, ni en
apariencias exteriores, sino en los sentimientos íntimos
del corazon. La humildad, dice san Bernardo, que no
por ser un gran santo dejó de ser un gran filósofo, es
una virtud por la cual el hombre que perfectamente se
4
02 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
conoce á si mismo, llega á ser pequeño y despreciable d
sus propios ojos.
De consiguiente, ser un hotnbre verdaderamente hu­
milde, es tener de si mismo una baja opinion, por el pro­
fundo conocimiento de su propia nada y de sus pecados,
y despreciarse por esto mismo deseando ser despreciado
por todo el mundo. El que no se encuentre con estas dis­
posiciones, no es verdaderamente humilde.
El primer grado de la humildad es el que se desprende
de la definición dada por san Bernardo : que tengamos
el conocimiento de nosotros mismos y de todas nuestras
miserias y defectos. En efecto, la convicción de no tener
nada en qué ftindar el menor orgullo, y si por el contra­
rio muchos motivos para considerarnos débiles y despre­
ciamos sinceramente, penetrados de que no hay en no­
sotros cosa buena que de nosotros proceda, y de que
nuestras decantadas facultades para nada sirven sino
para hacernos mas pequeños y abominables, deben in­
fluir necesariamente para que desterremos de nuestro
coraion el amor propio y la propia estimación.
El seguado griado de la verdadera humildad alcanza
aun mas : no solo nos haee despreciamos ¿ nosotros
mismos, sino también tolerar, y aun desear, el ser des­
preciados y que todos tengan de nosotros la misma mala
opinion que nosotros procuramos tener.
El tercero y mas sublime grado de humildad es el de
los santos, que en medio de los mas grandes favores y del
elevado encumbramiento de cuantos dones sobrenaturales
puede dispensar la divina gracia, se hallan tan firmes en
lo que enseña la verdad eterna, que nada se atribuyen
CAPITULO IV. «3
á sí mismos, sino todo á Dios, y cuanto mas exaltados
son, mas pequeños se consideran, y mas van profundi­
zando en el abismo de la propia nada.
Esta es la difícil escala de la humildad, que levanta al
hombre hasta el pináculo de la verdadera perfección
mientras mas bajo le considera el mundo alucinado. Para
subir por ella conviene proceder gradualmente, porque
no es posible poner en práctica las lecciones mas difi­
cultosas no empezando por las mas fáciles.
Si queremos ahora saber cuáles son los primeros pa­
sos que hay que dar en este escabroso sendero, los redu­
ciremos á las prescripciones siguientes, tomadas de un
precioso libro titulado: C o s s i d e r a c i o n e s s o b r e l a s v e r d a d e s
DE LA RELIGION Y LOS DEBERES DEL CRISTIANO, q u e UnO d e
nuestros mas esclarecidos y virtuosos teólogos ha califi­
cado de Curso práctico y completo de doctrina cris­
tiana (i).
I. No buscar en nada de lo que hagamos la alabanza,
la estimación ó el aplauso de los hombres, ni decir pala­
bra alguna que tienda directa ó indirectamente á nuestra
propia vanagloria, mortificando aquella inclinación que
tenemos á estar siempre hablando de nosotros mismos
y de nuestras obras.
U. No disculpar ni encubrir ó paliar nuestras propias
faltas ó defectos, ni rechazar la censura sobre los demás.
111. No complacernos oyeudo que se nos alaba ó que

(1) Esta preciosa obra, escrita originalmente cu inglés por el


V. y M. Kdo. Dr. Challoner, obispo do Debra, acaba de salir &
las, en Madrid, traducid* al castellano por el autor de esto
64 M ANUAL DE MORAL C R IST IA N A .
se nos honra y distingue, ni disgustarnos si los demás son
celebrados y preferidos á nosotros.
IV. Huir cuidadosamente todas las ocasiones de vana­
gloria y de alabanza, en cuanto sea posible, sin faltar á
los deberes de nuestra respectiva vocacion.
En cuanto á la opinion de los demás respecto de noso­
tros y su manera de considerarnos, debemos proceder
en el estudio y práctica de la humildad con arreglo á
estos tres grados :
I. Aprenderémos á sufrir con mansedumbre y pacien­
cia los desprecios, los reproches y las afrentas que se
nos hagan.
II. Aprenderémos á recibir el maltrato con ánimo se­
reno y afable, complaciéndonos en que Se nos desprecie y
mortifique.
III. Aprenderémos también á recibir con júbilo toda*
estas humillaciones, y á no detenernos en esta santa
escuela hasta que podamos decir con el Apóstol, no solo
que estamos muertos para el mundo, sino basta conten­
tos de ser crucificados por el mundo.
Insistimos en lá doctrina de la humildad, porque esta
virtud es la base en que deben cimentarse todas las de­
más virtudes cristianas. Todas dependen en cierto modo
de ella, y son mas ó menos perfectas según el mayor ó
menor grado de nuestra humildad.
« El que desee levantar en su alma la fortaleza de la
virtud, ponga en su fundamento como piedra angular la
humildad. Y cuanto mas alto quiera levantar esa her­
mosa fábrica, mas bajo debe poner el cimiento practi­
cando una humildad mas profunda. Sin este fundamento,
C A PITULO IV . 65
la virtud será como la casa construida sobre arena, que
la primer tormenta ó inundación convierte en ruinas
De tal manera es la humildad raiz y fundamento de
todas las virtudes, que no hay una sola de las que en­
seña el Evangelio que no estribe en ella.
La f e . La fe misma que comunmente se considera
como fundamento de todo nuestro bien, depende de la
humildad, de esa humildad que hace que el alma adore
lo que no puede comprender, se someta á las verdades que
mas la humillan y destruya toda altanería de espíritu que
se engría contraía ciencia ó el conocimiento de Dios, cau­
tivando el entendimiento á la obediencia de Cristo '(*2).
Porque como todas las herejías proceden de \slsoberbia, del
alto concepto de si mismo, y de la repugnancia natural en
someter el propio juicio á la autoridad divina, nada sino la
humildad puede preservar al alma de este peligro y
mantenerla (irme en su fe.
La e s p e r a n z a . Del mismo modo depende de la humildad
la esperanza en Dios, porque solo ella puede mantener el
alma en un saludable medio entre los dos extremos de' la
desconfianza y de la presunción, al paso que la enseña á
no vanagloriarse ni confiar en si misma, y á no construir
sobre su propia arena, sino solamente en la roca inmu­
table del poder, bondad y misericordia de Dios. Porque
cuanto menos confiamos en nosotros mismos, mas con­
fiamos en Dios; y asi siempre verémos que los mas hu­
mildes son también los de mas robusta fe y esperanza, y
(1) Cholloner, obra citada, tomo 3", día 28 de agosto.
(3) Corint., 11, cap. x, v. 4 y 6.
66 MANUAL P E MOJtAL C R IS T IA N A .
que P¿06 suele servirse de ellos como instrumentos para
sus grandes designios.
La eAaiBAB. La divina caridad reina de todas las vir­
tudes en sus dos ramos del amor de Dios y del amor del
prójimo, tiene también íntima coneiiop con la humildad,
y no puede jamás mantenerse en nuestras almas si ella
no se sostiene; porque la humildad suministra al alma
los mas imperiosos motivos para concurrir con ella á
amar á su Dios; la humildad cifra su bondad en la pro­
pia luz divina y hace que el alma admire cómo siendo
Dios quien es, tiene con ella tantos miramientos, y aun
la totora siendo ella tan indigna pecadora. La humil­
dad la enseña que ella no es nada y que Dios es ea todo
grande; Hifinifcaaentebueno en sí mismo é infinitamente
bueno para ella; y que solo los humildes comprenden
rectamente esta infinita bondad de Dios que es el verda­
dero objeto del divino amor.
Por lo tocante á la otra rama de la caridad que se
refiere á nuestro prójimo, es evidente qoe sola la humil­
dad puede mantenerla> porque todos los vicios que se
oponen á la caridad fraternal y la destruyen, como el
odio, la envidia, las eontiendas, los malos juicios, la de­
tracción* la cólera, etc., todos nacen del orgullo, y solo
la verdadera humildad, que nos enseña á postergarnos
á todos y á no tener odio sino á nuestras propias mise­
rias, pueden vencerlos y dominarlos.
Las virtudes cardinales lo mismo que las teologales
tienen todas una dependencia necesaria de la humildad.
La p r u d e n c ia . La prudencia de nada aprovecha al q u e
vano y jactancioso obra según los humanos consejos en
CAPITULO IV . *7
vez de dejarse iluminar por la gracia de Dios que la hu­
milde oración proporciona.
La ju s t i c i a . Esta virtud será defectuosa en muchos de
sus ramos si la corrompe el orgullo, el cual hace á los
hombres parciales consigo mismos y siempre dispuestos á
juzgar, censurar, despreciar y condenar al prójimo, sin
querer regular sub pensamientos, palabras y acciones
por aquella regla de oro de querer para los demás aqudle
que uno quiere para si.
La f o r t a l e z a . Esta virtud decaerá al ponerse á prueba
si por falta de humildad se cimenta en arena y no en la
sólida roca.
La t e m p l a n z a . ¿Cómo ha de ser esta virtud perfecta
limitándose solo á privarse de loe excesos del apetito
sensitivo sin refrenar las irregularidades y desórdenes de
las otras pasiones, el humo del orgullo que embriaga y
la propia estimación que entorpece ?
Y no solo las virtudes enumeradas como teologales y
cardinales, sino todas las demáB cuya existencia ha reve­
lado á los hombres el Evangelio, dependen igualmente
de la humildad y deben estar basadas en ella.
La m a n s e d u m b r e que refrena la cólera y soporta con
ánimo tranquilo las afrentas y provocaciones, va siempre
de pareja con la humildad, y con ella juntamente se nos
recomienda por aquel grande ejemplo de nuestro Señor
que nos dice : <r Aprended de mi, que soy manso y hu-
a milde de corazon. »
La pobreza de ESPÍRITU que desprende del alma el amor
mundano, ó bien es la humildad misma ó la fuente de la
humildad.
68 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
La p u r e z a y la c a s t i d a d solo pueden conservarse con
la humildad. Los mas vergonzosos pecados en la peor de
las impurezas suelen ser castigo del orgullo (1).
La m o d e s tia cuando solo regula el exterior y no la acom­
paña la humildad del corazon, es hipócrita y farisáica, y
no merece el nombre de virtud.
La o b e d i e n c i a es la hermana predilecta de la humildad,
y la desobediencia la primogénita del orgullo.
La p a c i e n c i a en las adversidades nace también de la
humildad, la cual nos enseña á prosternamos bqjo la
mano poderosa de Dios para todos sus santos designios,
á besar la vara que nos castiga y á convencernos de que
lo que padecemos es nada para lo que hemos merecido.
La perfecta c o n f o r m i d a d con la voluntad de Dios en todo
es siempre la compañera inseparable de la verdadera hu­
mildad, y proporciona al alma los dichosos frutos de la
tranquilidad y de la paz, que son el producto mixto de
ambas virtudes.
La p e n i t e n c i a y la p r o p i a a b n e g a c i ó n son asimismo hi­
jas de la humildad. Porque cuanto mas humildes somos,
mas nos conocemos á nosotros mismos y mas penetrados
estamos de nuestros pecados, y por consiguiente mas
horror y odio les tenemos, y mayor deseo de castigarlos
con penalidades y de expiarlos. Así también cuanto mas
humildes somos, mas conocemos nuestra propia flaqueza
y los peligros que por todas partes nos rodean, sugeridos
por el espíritu infernal y por el mundo, y mas aun por
nuestras propias pasiones y por el desgraciado amor pro-

(I) Rom., i, 24.


CA PITULO IV. 69
pío, origen y raíz de todos nuestros males. La abnegación
consiste en reprimir el amor propio y obligarle á some­
terse al amor de Dios.
Asi, todas las virtudes dependen de la h u m i l d a d , a ¡ Oh
a humildad adorable! exclama el fervoroso Challoner,
a ¡ oh qué dicha el ser uno tan pequeño á sus propios
a ojos! No hay otro camino para llegar á los grados de la
a verdadera grandeza!»
CAPITULO Y.

D E L A M O R DB D I O S .

Hemos dicho que existe tal relación entre la mortifica­


ción y el verdadero amor que no puede definirse el uno
sin la otra.
Siendo Dios fuente y océano de todas las perfecciones,
y soberanamente digno de ser amado, preferir á él cual­
quiera cosa, y sobre todo nosotros mismos, es no amarle.
Es por lo tanto necesario que nuestro amor á Dios sea
tal, que cualquier otro amor le ceda el lugar en nuestro co-
razon. Es necesario que nuestro corazon se desprenda de
todo, en una palabra, que muera á toda afición exclusiva
para unirse á él con preferencia.
Este es el principio de la mortificación cristiana, de
que acabamos de tratar. En esto consiste el amor de Dios
prdefteo, es decir, el primer principio de la religión na­
tural realizado.
Fuera del cristianismo y en los varios sistemas reli­
giosos ó filosóficos que han tenido dividida á la humanidad,
nunca fue conocido este principio, porque ó se ofrecían
á la divinidad sacrificios exteriores y actos de mortifica-
72 M ANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cion material, que en nada interesaban al corazon, lo cual
era una pura superstición, ó se entregaban los hombres á
un amor especulativo del bien soberano, que se evapora­
ba en teorías, y terminaba en gozar de placeres propios,
porque le faltaba el desapego á todo lo que es incompa­
tible con su naturaleza. Todo procedía de la ignorancia y
de la debilidad natural de la humanidad.
Solo el Evangelio podia hacer desaparecer esta discor­
dancia uniendo el principio déla mortificación al del amor.
El Evangelio fué, por decirlo así, el que amalgamó aque­
llos dos principios en uno solo, y por este medio echó un
puente sobre el abismo y nos volvió á poner en relación
con la primera de todas las verdades.
Conviene, pues, no equivocarnos acerca del principio de
la mortificación evangélica; conviene no considerar á la
humanidad como un gran delincuente, recibiendo sobre
el cadalso los golpes de una justicia inexorable que nada
es fcapaz de ablandar, y al cristiano como un esclavo que
se humilla á la vista del azote y se castiga á sí mismo de­
lante de su dueño. Esto seria caer en un ascetismo des­
medido que sublevaría justamente á toda la naturaleza;
error á que se han inclinado algunos distinguidos mora­
listas modernos (1).
Pero es preciso no hacerse tampoco ilusiones: el amor
de Dios, primer principio de la religión verdadera y de la
natural, está erizado de dificultades dentro y fuera de
nosotros mismos, porque degradados como nos hallamos,
nacemos en un estado contrario á este amor. A veces en-

(1) Entre eUoe, M. de Maistre.


CA PITULO Y. 73
fregándose á una especie de delectación imaginaria y su­
perficial, sin consecuencia y sin moralidad, creen alguno«
eludir la dificultad y se engañan á sí propios lisonjeán­
dose de haber descubierto el modo fácil de amar á Dios
sin gran sacrificio de los mundanos afectos. Si nuestros
amigos hicieran consistir en esto la amistad que nos pro­
fesan , de seguro la desecharíamos. Este falso amor de
Dios nos inclinaría al quietismo, error tan peligroso como
el primero.
Si el hombre hubiera permanecido en su estado nor­
mal, habría amado á Dios sin esfuerzo, naturalmente,
del mismo modo que ama ahora los honores, los place­
res, la sensualidad. En semejante estado no hubiera com­
prendido cómo era posible amar todas estas cosas tan
groseras y transitorias. Ahora, por el contrario, le repug­
na mucho que estas cosas pueden y aun deben abando­
narse por el amor de Dios.
En nuestro presente y deplorable estado, ¿qué será me­
nester para volver á entrar en órden y razón ? La res­
puesta es clara: dejarlo todo para encaminamos á Dios,
así como habíamos abandonado á Dios para damos á todo
lo que le es contrario.
Este sacrificio nos parece muy duro, porque en medio
de nuestra ignorancia y depravación no conocemos ni nos
ngradan mas que las cosas vanas y torpes que debemos
dejar. Dios senos figura una especie de abstracción qui­
mérica.
Hemos de ver sin embargo sí, así como pudimos per­
der el gusto de complacemos en Dios abandonándolo para
entregamos á esas indignidades, podemos ahora perder
74 MANUAL DE MORAL CRIS TIAN A.
el gusto de recreamos y lialagarnoscon esas indignidades
para entregarnos enteramente á Dios.
Verdad es que nuestra naturaleza corrompida resisto
la conversión 4 Dios con todas sus inclinaciones; pero
taipbien el mismo Dios, que bajó hasta nosotros en la
persona de Jesucristo, nos ayuda con su gracia y nos da
ep la tierra la fruición anticipada del Píen Supremo; y
esta fruición se desarrolla y aumenta á medida que es ma­
yor nuestro desasimiento de las criaturas.
El principio de la renuncia de si mismo y de la morti­
ficación , es por consiguiente el principio esencialmente
generador del amor de Dios y el móvil primero de otra
restauración.
Nada podemos hacer ni adelantar en el amor de Dm
si no empezamos por desamamos á nosotros mismos.
Observemos bien todo el rigor y toda la sabiduría de la
ley evangélica. No se limita ella á romper los lazos que
nos unen exteriormente 4 las criaturas dejándonos aban­
donados á nosotros mismos; exige que nos dejnos 4 Dios
enteros, que le entreguemos nuestro espíritu y nuestro
corazon, á fin de que seamos felices y le glorifiquemos.
Sacrificarlo todo sin sacrificamos á nosotros mismos,
seria no sacrificar nada. El Evangelio condena mas enér­
gicamente esta adhesión farisáica de nuestras personas á si
mismas, que todos los extravíos y expansiones exteriores.
Én suma, no exige el Evangelio el sacrificio material y
efectivo de nuestros bienes y afecciones legítimas, siiwd
desapego moral> el desinterés interior y espiritual.
Jesucristo no quiere cambiar mas que el corazon.
Si en las bienaventuranzas ensalza la suerte de los p»>-
CA PITULO V. 75
brea y desgraciados, no es porque la pobreta y el infortu­
nio puedan por si solos elevamos *1 cielo, sino porque en
semejante estado él desasimiento interior es mas fácil,
en cuanto que les basta la mer* aquiescencia. Si truena
contra los ricos, no es porque son ricos, sino porque sien­
do ricos les es mas difícil sentir y pensar como si no lo
fueran.
Distingamos bien lo qife se quiere significar cuando se
dice que la ley evangélica es rigorosa: la exigetyci4 del
sacrificio procede de Qios; el rigor, la dificultad, la amar­
gor» de este sacrificio, proceden úqiea y exclusivamente
de nosotros y de nuestra degradación.
Lo que procede de Dios es el conocimiento que lia que­
rido infundirnos de sps perfecciones después de nuestra
degradación. Lo que procede de Dios son las reconven-:
ciones interiores que sentimos, y el haber é} mismo sua­
vizado con la unción de su gracia el sacrificio de nuestros
falsos bienes. Asi se explican todos aquellos pasajes del
Evangelio en que su divino Autor no habla nunca de rigor
y de mortificación, sin hablar al mismo tiempo de suavi­
dad y de vida.
a Tomad sobre vosotros mi yugo, dice, y hallaréis el
descanso de vuestras almas; porqué mi yugo es suave y
mi peso ligero. i>
En efecto, esc yugo da el descanso, portjue nos libra de
todos los otros yugos, Ese yugo es suave, porque es el
yugo del amor. En el amor de Dios se halla la vida que
se creia haber perdido por la mortificación, y esa vida es
eterna, completa, libre, tranquila, y no obstante siempre
ardiente y fervorosa.
76 M ANU AL DE MORAL CR ISTIANA.
« Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazon, y con
« toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus
« fuerzas» dice la ley divina (1). « Este es el máximo y
« primer mandamiento (2). »
Además de ser este el mayor de todos los mandamien­
tos, es también el que mas interesa al honor de Dios, por
haber hecho nuestras almas á su imágen y semejanza para
el solo fin de que le amásemos y dedicásemos todo nues­
tro ser á su divino amor.
Así este mandamiento tiende directa é inmediatamente
á levantar nuestras almas de este miserable suelo, subli­
mándolas al mas alto cielo y sobre todo el universo creado.
Analicemos por partes este sublime precepto en que se
compendia toda la ley de Dios; y sea nuestro guia el pia­
doso obispo Challoner que ha sabido desenvolverle con
admirable copia de razones y de afectos.

(1) S. Marcos, zii, 30


|2 | S. Mat., xxii, 38.
CAPITULO VI.

CONTINUACION DEL 108110 ASUNTO.

Si consideramos la importancia de estas palabras: am a ­


bas a l S e ñ o r D ios t u v o , haUarémos en ellas innumerables
razones para consagrarnos al amor divino.
En efecto, ¿quién es ese á quien se nos manda amar?
El S e ñ o r ; esto es, el Ser de los seres, eterno, incompren­
sible, causa de nuestra misma existencia, único que con
toda propiedad es, y que es por su propia virtud y poder.
Todo esto se comprende en el nombre inefable de S e ñ o r
con que se le designa.
Yo soy el que soy, dice él mismo en el Éxodo (1), y el
que es me ha enviado á vosotros: e l S e ñ o r , esto es, el
creador y dueño absoluto de todo el universo, de todas
las cosas visibles é invisibles, infinitamente poderoso,
infinitamente sabio, infinitamente bueno, infinitamente
bello; el único y verdadero bien supremo, infinito en to­
das las perfecciones, el que es la bondad, la belleza, la

(l) n i, 14.
78 M ANU AL DE MORAL CRISTIANA.
perfección y la verdad misma, en cuya comparación nada
son absolutamente todas las demás cosas.
Ved si hay motivos para amar al gran S e ñ o r que con­
tiene en si mismo todo lo que es amable y delicioso, y que
es como el inmenso océano de todo bien.
Debemos considerar en segundo lugar los motivos para
el amor divino implícitos en esta expresión: Dios t u y o ,
en cuanto significa que ese Señor de infinita majestad se
digna también ser nuestro.
Sí, tu Dios es tu primer principio y tu fin último : es
tu hacedor, que te ha creado para sí mismo y que repeti­
das veces cada día se comunica contigo: es tu padre, tu
esposo; til p a sto , ttí guardador, tü bienhechor cons­
tante, tu siempre leal amigo, tu supremo bien y la fuente
de todos tus bienes temporales y eternos.
Cuando caíste de su gracia y perdiste su amor por el
pecado, él fué quien se dignó bajar hasta ti de una mar
ñera mucho mas generosa todavía, pues te mandó su pro­
pio Hijo para que fuese tu Salvador y Redentor. Su amor
hácia ti le hizo descender de su trono celestial para en­
carnar en las entrañas de la Virgen (I); sügfeheroso amor

(1) Se advertirá que en este Breve Coiripéndio de Moral crié·


tiana hacemos uso do motivos sacudus del dogma católico. Se­
guimos este método porque suponemos probada la divinidad del
dogma, parte de la doctrina cristiana, cuya exposición no entra
en titieitro pían. Nos dirigimos A los que, teniendo ya la F it
desean saber las reglas á qne han de atemperar su cohdocta, 6
de otra manera, sui deberes para con Dios y los hombres.
En el cap. vil sobre la Perfección á que está obligudo á aspirar el
hombret explayaremos mas los motivos ó títulos en virtud de loi
cuales reclama Dios nuestro amor para qne seamoi santos.
CAPITULO VI. Ü
le hizo inmolar sil cánie y su sangre en él ato de la chi¿
én sacrificio por tus pecados. Su amor le hizo que par­
tiese contigo su propia carne y sangre por medio del mas
admirable sacramento, para que te unieses con él por toda
la eierdidad.
El amor que debemos á Dios, como bien infinitó en si
mismo y como bondad infinita háfcia nosotros, es ün áihor
fie preferencia: es dectf, débeteos áínarlé sobre todáa las
demis txttad* cuáMfffiéfa tjtíé béHH:
lU flé dfifcl é btihof ntufidáno, el IfitéFfe, él frtaeéí*, él
ptáfrid deseo, la satisfacción de sus gustos y pasiones, ó
el agrado de las demás, sea en el grado que quiera, mas
que á su Dios, no merece á Dios y es reo de alta traición
para con él, y de idolatría hasta cierto pünto por prefe­
rir la criatura al Criador.
Y no soto él que prefiere á Dios cualquiera criatura,
sino tátübieti el que pone éñpárangdi con su Dios su pro-
pió ser, sü vida, sus mas curas afecfcióries ó cualquiera
otra cosa creada, ó aunque sea lá creación entera, amán­
dolos tanto romo á Dios, es igualmente indigno de él y
le hace el mayor ultraje; porque el universo entero es
nada para Dios, y din que se cometa una intolerable in­
juria lid puede ponerse con él en parangón.
Le amarás c o n t o d o t u c o r a z o n . El primer sacrificio que
pide el divino Amor con éste gran riáhdaraiento es tí de
nuestrti étiraión. « ffijd mió, dartie tu tarazón, i> dice la
divina Sabiduría (i).
Este sacrificio ha de ser del cdfáion iodo enteto, y tfe

(1) Proverb., ix m , 26.


80 M A N U A L DE MORAL CR ISTIAN A.
la naturaleza del holocausto, es decir, de un sacrificio en
que se ofrece á Dios la victima entera sin reserva alguna;
muerta primero, colocada despues sobre el ara de Dios,
y por último consumida por el fuego, por aquel fuego que
originalmente bajó del cielo (I), y que se encargaba se
mantuviese siempre encendido en el altar de Dios.
Por lo tanto, para que nuestro corazon se convierta en
holocausto en el místico sacrificio del amor, debe tam­
bién primeramente morir para si propio y para todos sus
afectos desordenados por medio de la mortificación y de
la abnegación; en esta disposición ha de entregarse al al­
tar de Dios, para dedicarse y consagrarse á él entera­
mente, y allí se ha de evaporar, digámoslo asi, entre las;
llamas del amor divino, que es el verdadero fuego que I
desciende del cielo para arrebatarnos y que debe siempre
estar en el templo místico de nuestras almas.
Es justo, razonable y necesario que amemos á Dios coa
todo nuestro corazon sin quitarle parte alguna para otro
objeto, porque á él solamente le pertenece por toda cía«
de títulos.
Dios le formó para si, para que fuese el eterno asiento
y el templo vivo de su amor, y le dió ciertas aspiraciones
y un deseo de amar tan inmenso, que solo Dios puede
llenarle y satisfacerle.
Derramó su propia sangre preciosísima para rescatarle,
limpiarle y habilitarle para si, y para llenarle con su amor, i
A Dios ha sido nuestro corazon solemnemente dedica- ‘
do, santificado y consagrado en el bautismo. |
í
(1) Levít., IX , 24.
CA PITULO VI. 81
Finalmente, Dios envió su divino Espíritu para que lo
ocupase, para que lo hiciese suyo, para que estableciese
en él su trono.
Es, pues, la mas repugnante injusticia el privar á Dios
de una parte cualquiera de nuestro corazon cuando tantos
motivos tiene para reclamarlo todo entero.
El amor de Dios, por otra parte, no admite corazones á
medias, no tolera rival en su reino, ni participante en su
trono, ni ídolo en su templo. El Dios de los cristianos es
un Dios celoso, y por lo tanto, si seguimos á cualquier
otro amante, perdemos su amor y le arrojamos lejos de
nosotros.
¡ Y á quién podrémos asociar con Dios en nuestro co­
razon! ¿Será por ventura á nuestro mundano orgullo, á
nuestros carnales afectos, á nuestras inclinaciones sen­
suales? ¡Ah! no quitemos parte alguna de un corazon tan
pequeño al inmenso Señor de cielo y tierra!
Muy poco ama á Dios quien ama al mismo tiempo cual­
quier otro objeto sin que sea. en él y por él y con subor­
dinación á su amor divino.
Le amarás con t o d a t u a l m a , añade el divino precepto.
Yverdaderamente, no solo debemos amar á Dios con todos
nuestros afectos, sino también con toda el alma, esto es,
aplicando y poniendo toda la energía de nuestro espíritu
en su divino amor y servicio. Porque nuestra alma fué
creada para y por él á su imágen y semejanza con el objeto
de que se consagrase totalmente á su amor y pudiese di­
rigir todas sus facultades y potencias hácia él, sirvién­
dole y glorificándole para siempre.
Al dirigir, pues, nuestra alma con todas sus facultades
5.
¿S M ANU AL tíE M OflAli CR ISTIANA.
hácia Dioé, débettíos prtfcurar qüé todás elltó áe fetttiétan
á la ditinft Щ del átoofr, abíáiátído fétvordsaraeritó esté
dichoso estado, único que puede ennoblecerlas y peHefc-
eiftnárlas.
E$fct ley еэ la espteriitottfed ltiz que debe gtiiar rtuéstí-o
rumbo hácia el ansiado puerto de la terdad. Los rayos del
amor divino disipan las densás nieblas que levantan nues­
tras pasiones y nuestro amor propio; si rio nos dirigimos
por ese divino norte, rios cercan las tinieblas y vamos de$r
¿arriados.
Esté nuestra memoria recogida en el amor difirió; va­
yan siempre nuestras palabras y acciones, y todos nues­
tros désfeos, dirigidos y rifOvidos pot esta saritá y celestial
caridad. « i Oh tfcfno telt¿ del airior ditiño, exclama d
fervoroso moralista de quien tomamos esta doctrina, cuán­
do tendrás á mi y tomarás posesioh de mi alma entera !·
Siendo la voluntad el poder regulador del alma, qtie es
el propio asiento del amor, ella es entre todas las detoás
facultades ó potencias la que debe de urid manfcra espe­
cial dedicarse y consagrarse al amor divino.
La voluntad solo se propone el bien como objeto de su
amor, de tal marieraque no puede amar ó adherirse ácosa
alguna que, en su forma ó apariencia, no sea buena.
Pero Dios es el único verdadero y supremo bien, y solo
él puede satisfacer la insaciable aspiración del alma á lo
bueno. Solo en su amor se reconoce ella feliz; todos los
demás áiriores no hacen triás que fascinarla y seducida
cotí vanas y fantásticas apariencias.
Asi pues, tanto por consideración á Dios, porque es te-
finitamente bueno en H m im o , como por su propia eon-
C A PIT U L O VI. tí
stdétaciori, por ser stí Único verdadero y supremo bien,
debe el alma entregarse toda entera á stí celestial áihór.
La voluntad que asi se dedica corapletámeíite al amor
de Dios, es muy dichosa: enteramente feliz mando se
constituye en sierva perpetua del amor divino y hace un
sacrificio constante de toda su libertad y propiedades á
lá omnisciente, omnipotente y eternamente aítiable tó~
lúntad del Eterno.
El grande y glorioso modfclo del aritoi* divina, JésucHs-
to , comenzó la obhi de nuestra redenfción consagrando
toda su volundad, sin reserva alguna y con todo el ardor
de su alma, á hacer y amar la santa voluntad de su Padre.
Oid cómo se expresa él mismo (1): « Yo entonces dije:
« Aqui estoy; Yo vengo (conforme está escrito de ni( ál
a flrferite del libro dé la ley) para cumplir tú VolUntád. Eso
« he deseado siempre, oh Dios mió, y tengo til ley ett me-
t dio de mi cotazotí. »
La voluntad de su eterno Padre fbé durante toda su
vida el objeto continuo de Su amor, el blanco de todos
süs pensamientos, el motivo de todás sus palabras y ac­
ciones ; tanto la amó, que fué su mismo aliihento, y por
amarla entregó su vida.
Pneá si esto hizo Jesucristo, ¿ qué no deberémos hacer
los hombres? ¿A qué vinimos al mundo sino á hacer y
amar la voluntad de Dios? No para otra cosa nos fué
dada la voluntad: ño es otro en verdad nuestro destino
preferente en la tierra. Escrito está en el libfo dé la vida
que hágatnós la voluntad de Dios, y ¡ áy! no podemos de-

!l)Sfilm., xxxix, 8, 9
84 MANUAL DE MORAL CRIS TIAN A.
cir con nuestro Salvador: « ¡ Oh Dios mío, esto he querido
a y deseado dentro de mi corazon! »
Cuenta no veamos borrado nuestro nombre del libro
de ¡a vida , que es el mismo libro del amor, por emanci­
par nuestra voluntad del santo yugo de la voluntad de
Dios y de su divina ley.
Le amarás c o n t o d a t u u e s t e . Según el espíritu del
primero y principal mandamiento, debemos también con­
sagrar á Dios toda nuestra mente.
El entendimiento es el seno del pensamiento y por con­
siguiente de la consideración, de la meditación y del re­
cogimiento en Dios. Por lo mismo, amar á Dios con toda
la mente es tener nuestro pensamiento siempre fijo en él;
contemplarle, meditar en el diariamente y en sus verda­
des, y sobre todo lo que con él tiene relación y ayuda á
levantar hácia él el espíritu.
Este amor de toda la mente, era requisito que basta la
antigua ley exigía de todos los siervos de Dios: mucho
' mas la nueva que con justicia se llama ley de amor.
((Amarás al Señor Dios tuyo, dice el Deuteronomio, y
tf estos mandamientos que yo te doy en este día, estarán
« estampados en tu corazon, y los enseñarás á tus hijos,
« y en ellos meditarás sentado en tu casa, y andando de
« viaje, y al acostarte y al levantarte; y los has de traer
« para memoria ligados en tu mano, y pendientes en la
« frente ante tus ojos, y escribirlos basen el dintel y puer-
a tas de tu casa, o
Con toda esta energía inculca Dios el recuerdo perpe­
tuo de su divina ley, y en particular el del mandamiento
supremo del amor en que se cifra la observancia de toda
ella.
CAPITULO VI. 85
Justo y razonable es que amemos á Dios con nuestra
mente : justo que pensemos en él de continuo. Él se
acuerda siempre de nosotros y piensa en nosotros; en
nosotros tiene siempre fíja su mirada. Desde la eternidad
hemos tenido siempre un lugar en su eterna mente, y en
ella nos ha amado con amor infinito.
¿ Cómo podremos rehusarle el lugar que solicita en
nuestra alma ó arrojarle de ella con nada menos que
toda nuestra mente?
Ya que no podamos vivir sin pensar en alguna cosa
durante el dia, ¿ en qué cosa mas amable, mas noble, mas
envidiable, mas deliciosa, mas provechosa, mas encan-
tandora podemos pensar que en Dios?
¡ Y sin embargo, dejamos trascurrir los dias, los me­
ses, los anos enteros, pensando en todo menos en él!
De suerte que puede decirse que nada absolutamente le
amamos, porque donde está nuestro tesoro allí están
también nuestro pensamiento y nuestro corazon.
De tener á Dios de continuo en nuestra mente reco­
giendo el pensamiento y recordando su presencia, po­
demos prometernos grandes ventajas. Es el mejor pre­
servativo para conservarnos libres de todo pecado; es
una espuela continua para estimularnos á adelantar en
la senda de lu virtud; es un consejo en todas nuestras
dudas, un consuelo en todas nuestras aflicciones, un
estimulo para superar todos nuestros trabajos, una de­
fensa contra todos nuestros enemigos, una protección
eficaz en todos los peligros. El pensamiento continuo en
Dios aviva nuestra fe, anima nuestra esperanza, aumenta
en nosotros la divina caridad, y en cierto modo nos remonta
m MANUAL DE MORAL CR ISTIAN A.
hastá d cielo mientras hacemos nuestra peregrinación
en la tierra, manteniéndonos siempre en unión con Dios,
cómo revestidos y fortalecidos con él en todas partes, y
tonSagfádos totalmente á él por medio de la contem­
plación y del amor.
Así como la disipación del pensamiento y el consi­
guiente olvido de Dios son la (tiente de todos nuestros
males, el recogimiento de la mente en Dios es el manan­
tial de todos nuestros bienes. El que se determina, pues,
á desterrar todo pensamiento impertinente, toda vana
diversión, toda idea y designio inútil, pronto se convence
de esta verdad, poique Dios, qué estaba desterrado de
su alma, vuelve á ocuparla lleno de ámor y hace de éUa
ud terdadefó paralsó.
Le amarás c o n t o d a s t í j s f u e r z a s , añade por último el
precepto capital del amor divino.
Asi como en virtud del mandamiento de amar ¿ Dios con
toda nuestra mente, estamos obligados á consagrarle todos
nuestros pensamientos, del mistfio modo por el manda­
miento de amarle con todas nuestras ftterzas, debemos
ofrecerte üutttrás pálabras y acciones. Amarle con todas
nuestras tuerzas equivale á amarle con todos nuestm
medios.
Somo* todos de Dio*, y esto por muchos títulos. Por
él solamente füimos creados, y solo para é l; por lo tanto,
como es suya lá propiedad, suyos deben ser los ren­
dimientos. Como es suyo el árbol, para él deben ser los
frutos. Seria una grande injusticia quitárselos para dár­
selos á otro.
Asi pties, el amor de Dios no solamente debe residir
CAPITULO VI. 87
en nuestro corazon, reinar en todas las potencias de
nuestra alma y llenar toda nuestra mente, sino también
manifestarse en todas nuestras conversaciones y regular
todas nuestras acciones y palabras basta imprimirles la
debida perfección.
Téngase entendido que el aspirar á la perfección es
obligación en el hombre. Pero el desarollo de esta idea
requiere un capitulo especial.
CAPITULO VIL

De LA PERFECCION Á QUE DEBE ASPIRAR EL SOMBRE.

« Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial, o


dice Jesucristo.
Cuanto el cristiano hace, nada es hasta que haya lie·
gado á este término de su carrera; y como este término
no se alcanza nunca, porque continuamente se va ale­
jando, cree él que nada ha hecho por mucho que haya tra­
bajado. Todo desaparece á su vista, ni siquiera repara en
si mismo : continuamente atraído hácia adelante, olvida
lodo lo que va dejando atrás, y corre con todas sus fuer­
zas fuera de si hácia la perfección soberana. En esta
admirable posicion presenta san Pablo á la virtud cris­
tiana (1).
Una de las cosas mas admirables en la moral cristiana
es, que los mismos obstáculos se convierten en medios
para el que aspira á la perfección. El deber es el campo
de la abnegación y del amor, primera ley del cristiano,

(1) Philipp., 3.13.


90 M ANUAL DE MORAL CR ISTIANA.
y de este modo, todo lo que según nuestra viciada natu­
raleza debiera ser un impedimento para llenar nuestros
deberes, desaparece ó mas bien se cambia en nuevo
motivo para practicarlos.
Además de la conformidad á la ley del deber, encuen­
tra el cristiano en los mismos sacrificios que elle exige un
motivo de conformidad á la ley de la mortificación, y de
este modo se halla arrastrado hácia el bien por la misma
razón de su resistencia. La mas perfecta virtud humana
es de consiguiente muy aventajada por la del cristiano,
porque siendo así que aquella comple á lo mas con sus
deberes, á pesar de su repugnancia, esta cumple con
ellos á causa de su misma repugnancia y se apoya en los
obstáculos para salvarlos.
En llegando á este estado todos los deberes se enno­
blecen y se convierten en actos religiosos, porque todos
contraen un vinculo directo de homenaje y de amor á la
Divinidad, todos se hacen como altares en que el hombre
inmola sü voluntad propia á la voluntad de tiiod, y en
donde recibe, en compensación de su sacrificio, una ex­
pansión de amor que hace ligero el yugo del deber y
le obliga á correr pót* la senda de sus mandatos.
fisto sucede en todas las clases de deberes Sin distin­
ción. Los mas arduos que puedan imaginarse, hasta los
que exigeh el sácriflcio de la hacienda y de la vida, no
llegan nunca á ser superiores á las fuerzas que puede
inspirar un principio que tiene por objeto el desa|>ego á
los bietiés terrenos y á lá vida. El cristiano es una víc­
tima siempre pronta á toda clase de sacrificios. Nunca
estos le encuentran desprevenido y se halla Siempre á su
C a p i t ü LO f!i.
nhctj porque lteta déttttó dé si tiíj& ténuñctá jjfáéttéá
ée todos los bienes cuyo saétfflcio se № éiigétí; Ccrttío dé
aatetaano colocá tod09 sus afeétttt jf testóte éfi el séfto
de Dios, que ama, todos los golpes del infortunio lé hácén
progresar etl la linea dé su artienr f dé ató éspéfáflzáá, y
el naufragio dé todas las tosas httíüatute juntóte kl eofl=-
duce también á jmerto de seguridad (I).
Pero si los tnas grandes deberéft no sori rtünca süífé-
riores á las fuerzas del cristiano, táttipótt) lé M indife­
rentes los pequeños é insigñifteántés. BÉá multittid dé
deberes cotidianos y casi inadvertidos qué apenas rtie№·
cen recompensa, ni la ateticion ni los elogios dé los hom­
bres, y respecto de los cualés siempre se halla la humana
debilidad inclinada á relajarse, son él verdadero patri­
monio de la virtud dél cristiano.
Para él no hay deberes pequeños, poftjue los mide to­
dos por una misma regla: la tolüntad de Dios. Ni los hay
tampoco insignificantes, porque no los considera tranca
m su objeto, sino en sü principio, que es la voluntád de
Dios, que á iodos los purifica y ennoblece. El amor santo
que se alimenta y vive de la abnegación, encuentra ven-

tl) Solo ft&l se explica un fenómeno moral qtté stielé admirdf


á los muudanos : al paso que la menor contrariedad en la prós­
pera carrera do las dignidades y del aplauso oausa la desespe­
ración do los favorecidos del mundo, hay seres, &quienes el
valgo llama infelices, que én la mas completa desnudez y su­
friendo toda clase de privaciones conservan lá pas del almá f
cumplen con ardor la ley divina, von con santa iudiferenoia
consumarse su divorcio con todos los bienes y satisfacciones
terrenal**, y lo que és aun tnaí f>ortent6 so, exceden con miicho
ta ¿léñela moftU álofc fllósctfbé é é U& á k áA é№ á¿
92 M A N U A L DE MORAL CR ISTIANA.
tajas hasta en esta fidelidad oscura de las cosas pequeñas,
porque ellas ponen al corazon en correspondencia casi
secreta con Dios, precisamente porque él solo es su testi­
go y juez.
Parece que aquel ojo de Dios que ve en lo escondido,
se abre con mayor complacencia sobre los sacrificios en
que ninguna parte pueden tener la vanidad ni el amor
propio, y en que la llama se eleva directamente hácia él.
Para estos sacrificios tiene Dios recompensas especia­
les, como la fidelidad que nos anima, y estas recompen­
sas consisten en dar fortaleza para el cumplimiento de
los grandes deberes con la confianza de que el cielo ha de
serla corona de todos, a Alégrate, dice el Evangelio, sier­
vo bueno y fiel: porque fuiste fiel sobre lo poco, te pondré
sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor.»
De este modo se aplica el principio evangélico del sa­
crificio á todos los deberes, y produce en el hombre una
disposición completa y absoluta á la virtud.
El que aspire á la perfección en la senda del amor de
Dios y del propio sacrificio, mal podrá olvidar esta doc­
trina respecto de los deberes.
Compárase el amor de Dios al fuego, que no puede
permanecer inactivo. El amor divino no puede contentar-
se con el mero afecto , sino que siempre demuestra sus
efectos. Con él se hacen grandes cosas cuando la ocasion
y la oportunidad se presentan; y aunque la ocasion falte,
produce maravillas por la perfección que imprime en nues­
tras acciones mas insignificantes y comunes.
La tendencia constante hácia la perfección basta en las
acciones cotidianas y habituales, es uno de los ejercicios
CAPITULO V IL 93
mas importantes de la vida espiritual: es la verdadera
práctica del precepto de amar á Dios con todos nuestros
medios.
Esta perfección de nuestros actos ordinarios depende
de la pureza y perfección de la intención que los produce.
La intención es pura cuando se encamina solamente á
Dios; es perfecta cuando se propone en todas las cosas
el amor y la mayor gloria de Dios.
a Ora comáis, ora bebáis ó hagais cualquiera otara cosa,
« hacedlo todo á gloria de Dios,» dice el Apóstol (1). Esta
intención ennoblece los actos mas indiferentes de la vida,
y los convierte en actos de amor divino haciendo de ellos
un nuevo lazo que une al alma con Dios. Quien tenga
bien presente que el amor supone mortificación y sacri­
ficio, y recuerde las reglas que dejamos establecidas acerca
de la mortificación del apetito sensitivo hasta en aquellas
cosas que se reputan licitas é innocuas, no habrá miedo
que incurra en la sacrilega torpeza de dirigir á gloria y
honra de Dios la satisfacción de su gula y de su intempe­
rancia, ni aun siquiera en la poco piadosa creencia de
que el comer y beber sin espíritu alguno de mortificación
sean actos de amor divino.
El que aspira á la perfección siempre y en todo, no ol­
vida un momento cuán conducente es á la victoria en los
grandes conflictos del apetito con el deber, la costumbre
de vencerse siempre en todas aquellas mismas cosas que
son permitidas.
Dios ha declarado muchas veces con su divina palabra

(1)1 Cor., x, 31.


44 M ANU AL DE M OR ^L CR ISTIANA.
qije todos Iqs que le sigan debpp ser santos, a Sed santas,
a porque yp, Seflor D jps vuestro, lo soy también : » tal
era la amonestación que continuamente les inculcaba 01
el Antiguo Testamento. En el Nuevo, el Hijo (fe Dios nos
ltynft4 tPdoealnúspiofin: a Sed perfectos, dice, así como
q vtypstrp Ppdfe celestial es perfecto (i), j* a Todos los
<< cristianos son santos por su vocación,» dice san Pa­
blo (2); « Dios los escogió para ser santos y sin mácula
a pp sii presero ja, por la caridad (3); linaje escogido,
« pl^se de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo dacon?
a quista (*). p
O WR proY^qe que el nombre de sontos sea apro-
pjgdf} PQT W P^b)o i todos los cristianos, como si fuera
lo niijuqo VSf pritfifflo que ser santo. Y de aquí se sigue
que seguft domina del grande Apóstol, lodos los con-
q§gEfl4Qs íJcspcpsto por el bautismo, solo por esto, etr
t^iqos qtyigados al menos á aspirar á la santidad.
fSsta obligación se funda eu la santidad de Dios ¿ quisa
servffDOS; en la santidad déla ley evangélica bajo la cual
vjviq^s j en 1#, sanidad del gran Maestro 4 quien seguí-
q^s* y |qs divinos sacramentas y sacrificios que fr*
cuentamos.
# Poique debe tenerse muy presente que ol ser nosotros
saqtys no es mecamente materia de consejo ó de perfec­
ción suma; es un mandamiento estricto, implícito en el
primero y principal de todos los mandamientos de Dios*

(1) S. Mftt., v, 48.


(2) Rom., i, vii.
(3) Epl».,i, 4.
(4) S. Ped., n, 9.
CAPITULO VII. %
Porque no se nos manda ¿ todos que hagamos milagros,
ni que nos empleemos en austeridades extraordinarias, ni
que nos retiremos al desierto ^ ni que invirtamos en orqr
dones todo nuestro tiempo, ni que vendados cuanto te­
nemos para cúrselo á los pobres, etc. Ha habido muelos
y muy grandes santos que no han hecho ninguna de estas
cosas. Pero si se nos man()a i todos apeará Dios con todo
nuestro corazon, con todp nuestra alma, con toda maes­
tra mente y con toda nuestra capacidad. Esto es lo qqe
hace santos y á lo que todos estamos obliga*}*» estricta­
mente.
Asi que, en la fiel observancia del primero y principal
mandamiento está la perfección suma, y sin ella, todos
los otros mandamientos juntos no alcanzarían á santifi­
camos.
Grande es en verdad la perfección y santidad que fie
nosotros requiere el supremo precepto del aflaor divino,
porque por él nos pide Dios nuestro corqzon y sus afec­
tos; nuestra alma y sus potencias; nuestra me^U y sus
pensamientos; nuestras facultades y sus actos.
U>s títulos en cuya virtud reclama Dios de nosotros c|
ainor que nos ha de ham* santos y deseosos de la per­
fección, quedan ligeramente apuntados en uno de los an­
teriores capítulos (1): acaso no sea inoportuno enumerar­
los mas detenidamente.
I. Somos sus hijos : por lo tanta debemos conservar
alguna semejapza coa ni*estfo Padre, imitantto su san­
tidad.

(1| En el vi.
96 M ANU AL DE MORAL C R IST IA N A .
II. Nuestra alma es su esposa, y aspira á unirse con él
eternamente: de consiguiente todo lo que repugna á la
verdadera santidad mancha el alma y la inhabilita para
esa dichosa unión.
DI. Somos templo suyo; y el templo de Dios debe ser
siempre santo.
IV. Somos miembros de Jesucristo, formamos parte de
él y debemos vivir según su espíritu, que es espíritu de
santidad.
V. Pertenecemos absolutamente á Dios por nuestra
creación, pues nos dió el ser, y solo para el objeto de que
fuésemos santos.
VI. El Hijo de Dios se entregó por nosotros á su dolo-
rosa pasión y muerte, para ¡(mar todos nuestros pecados
con su sangre, y hacemos reinos y sacerdotes (es decir,
santos) de Dios, Padre suyo (1).
VIL Finalmente, pertenecemos á Dios por los votos he­
chos en el bautismo, por nuestra dedicación verificada en
aquel mismo acto, por nuestra frecuente participación del
cuerpo y sangre de Cristo en el sacramento, de resultas
del cual debemos habitar en Cristo, Dios de toda santi­
dad, y vivir en él. Y por otros innumerables títulos.
Por todo esto nos hallamos estrechamente obligados á
consagrarle sin reserva todo nuestro ser, para servirle
con santidad y justicia toda nuestra vida.
Y ¿á quién no convencerá todo esto de la necesidad de
aspirar por todos nuestros medios á ser santos, y de que
tal es la voluntad y el mandato de Dios? Dios quiere que

(1) Apoca)., i, 5, 6 .
CAPITULO VII. 97
le amemos: en este amor, qüe es un obsequio tributado
á la fe, á la razón, al bien supremo, está la santidad, la
perfección suma. Luego Dios quiere y manda que seamos
santos y aspiremos á la perfección.
Queda demostrado que el camino mas breve y seguro
para alcanzar toda santidad y perfección es el de progre­
sar en la celestial virtud del amor divino.
CAPITULO VIII,

DE LOS MEDIOS PARA ASPIRAR Á LA PERFECCIÓN; ~ C A ftA tT fc A ttj


DE LA V ñ i B t a k SANTIDAD;

Si nuestro Señor nos llama á todos á ser santos y aun


nos manda que lo seamos, es evidente que él que no
puede mandar cosas imposibles nos ha de suministrar al
mismo tiempo los medios necesarios para santificáTnos.
Son testimonio de esta verdad las muchas gracias y
auxilios espirituales con que diariamente favorece la Di­
vinidad á los hombres.
Si debidamente nos aprovechamos de estos auxilios, es
imposible qiié dejemos dé lograr la santidad.
Atestiguado iaitíbien el temprafto conocimiento qué
nos ha dado de stís celestialés vérdades y las reiteradas
excitaciones ccfri qué dulcémetite nos fláttia á abándoriár
el mal sendero y á cotítettirrtos á él.
Los que sabeii cotresporlder á éstos priinérto Üáitia-
mientos divinos, advierten Muy protíto en stis aldiifs
eüéTgifcos déseos dé dedicase ébii fetiot toda Id tldá al
amor de Dios. Estos enérgicos deseos¿ contierie ñó olvi­
darlo, son el principio de la verdadera sabidtaría y el
100 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cimiento de toda santidad, porque puesto que Dios desea
que seamos santos, si nosotros además deseamos serlo
sinceramente, la obra está hecha.
Estos enérgicos deseos nos hacen voluntarios para la
oracion, diligentes y fervorosos en todos los ejercicios
espirituales : nos hacen trabajar con gusto en la obra de
nuestra salvación sin darnos tregua en la adquisición de
todas las virtudes.
Estos deseos son aquella hambre y sed de justicia que
recomienda nuestro Señor, las cuales no dejarán de ser
satisfechas (1). Teniendo estos enérgicos deseos, no es
posible que Dios nos deje sin medios para llegar á ser
santos.
Y en efecto, ¿cuántos auxilios no nos ofrece para pro­
gresar en el sendero de la perfección la Iglesia instituida
por Jesucristo? Estos auxilios han hecho ya santos á otros
muchos, en todos los estados y condiciones de la vida,
y no pueden dejar de producir en nosotros el mismo
efecto si no somos infieles á Dios y á nosotros mismos
haciendo de ellos abuso ó desprecio.
Son estos auxilios los sacramentos, canales de la di­
vina gracia para nuestras almas, instituidos por Jesu­
cristo para nuestra santificación: tal es en particular el
sacramento santísimo y sacrificio divino del cuerpo y
sangre de Jesucristo, en el cual se nos ofrece abierta y
copiosa la fuente misma de toda santidad para que siem­
pre que queramos bebamos de ella.
Una sola comunion bien hecha puede ser suficiente
para hacer un santo.. ,
CAPITULO V III. 101
Es también poderosísimo auxilio la palabra de Dios,
que tan á menudo se nos predica ó se nos lee.
Sonlo igualmente las verdades eternas, tan de conti­
nuo manifiestas á nuestros ojos; el Evangelio de Jesu­
cristo; las vidas de los santos; los ejemplos insignes de
los siervos de Dios que viven entre nosotros; los miste­
rios relativos á nuestra redención, que tan frecuente­
mente celebramos en el culto público de la Iglesia, de
tal manera que pueden tenerse por presentes á los ojos
de nuestra alma; con otras muchas mercedes espiritua­
les que continuamente se obtienen en la comunion de la
verdadera Iglesia de Cristo.
No se diga, pues, que carecemos de medios para lle­
gar á ser santos, cuando tenemos siempre á nuestra
disposición gracias y auxilios tan poderosos. Si no pro­
gresamos en el camino de la perfección, nosotros exclu­
sivamente tenemos la culpa.
Para llegar á ser santos no se requiere de nosotros
mas que lo que Dios por su parte nos hace ya dulce y
llevadero, porque es suave su yugo y su carga es ligera.
Podemos aplicar á este mandamiento de que seamos
santos lo que dice el Deuteronomío ( i ) : « Este manda-
« miento que yo te intimo hoy no está sobre ti, ni puesto
a lejos de ti, ni situado en el cielo, de suerte que puedas
« decir: ¿quién de nosotros podrá subir al cielo para
« que nos traiga ese mandamiento?... ni está situado á
t la otra parte del mar para que te excuses y digas:
« ¿quién de nosotros rasar los mares y traér-
102 M ANU AL DE MORAL CR ISTIAN A.
« noflte de allá?... sirio que el dicho mandamiento está
a muy cerca de ti; en tu boca está y en ta coraron fiara
« que le cumplas. »
Si, Dios está muy eerea de nosotros: está en lo intimo
de nuestras almas y con él todos los tesoros de gráeia y
santidad: con él la ley de amor, porque es todo amor.
Bs un fuego que consume y cuya propiédad es destruir
todos nuestros vicios, trasfoTmando y deificando nuestras
almas; es el manantial inagotable de todo duestro bien.
No necesitamos hacer grandes sacrificios ni peregrinar
paró conseguir el amor divino que hace sdittos, puesto
que tenemos dentro de nosoMB ínisinfié sd fuente* bás-
táno· recogemos en miestrd propio interior con la prác­
tica asidua de la oradon mental para hallar en él pron­
tamente á nuestro Dios, con su amor suavísimo que
dulcifica todas nuestras penas y trabajós y nos hace fá­
ciles los mas arduos deberes. Este es el camino mas
breve para lograr todo bien, el medio inas eficaz de ha­
cemos santos.
Algo nos resta aun que decir sobre la perfección de
t e humanas acciones.
La mayor parte de los cristianos se eqüivocan respecto
de los caracteres de la verdadera santidad, y suelen bus­
carla en oiertas cosas que nada tienen que ver con ella.
Por esto muchas veces la perfección y la santidad se les
representan como cosas distintas.
Suponen unos que para ser santo es preciso hacer mi­
lagros, cuando san Juan Bautista es uno de los santos
mas insignes y no obró milagro alguno (1).
(I) S. Joan, i , 41.
C A PIT Ü L 0 T i l l . HB
Un meto flfctd de Mfnilddd^ de abnegáHon 6 de amor
de Dios, significa mas en el terreno de kt santidad, qtie
el acto maravilloso de restituir á tm tnoerto la vida.
Otros se figuran que la santidad consiste en tener vi­
siones, revelaciones y éxtasis; en los dtaea de prdfeeia y
de lenguas, ó en el conocinriento de las mas sublimes y
divinas verdades^ solo porqué eit las vidas de los safttds
tropiezan con estas cosas á menudo. Pero nada de esto
hace santos, y aun es constante que estos hechos extraor­
dinarios se han vista en hombres que ño lo fueron,
mientras que por el contrario muchos santos eminentes
vivieron sin tales dones.
Así pues, no debé el humilde cristiano desear hacer
esás cosas extraordinarias, si bien está obligado á desear
y procurar por todos los medios ser santo.
Ni consiste la santidad en ayunar exageradamente, <*n
llevar cilicios, en darse disciplinas 6 en hacer copiosas
limosnas; ni én recitar largas oraciones* ni en otras
prácticas extraordinarias: Todo esto, Aunque bueno eii si,
puede también hallarse en los hipócritas, que mientras
se erittegan ¿ una vida en apariencia austera, perma­
necen esclavos del orgullo, del amor propio y de otros
grandes vicios.
\ji verdadera santidad consiste en una caridad inge­
nua en sus dos grandes ramas del amor á Dios y del amor
ál prójimo : consiste en la conformidad absoluta con la
santa conformidad de Dios en todo : consiste en ser hu­
milde de corazon y en despreciarse á fei mismo sincera­
mente : consiste en negarse á si propio y en tomar gus­
toso la cruz para seguir á Jesucristo. Los que esto hacen
104 M ANUAL DE MORAL CRISTIANA.
son santos; faltando en alguna de estas cosas, no hay
santidad posible.
La santidad no consiste precisamente en hacer cosas
extraordinarias, sino en hacer las cosas ordinarias ex­
traordinariamente bien.
Pasa nuestra vida en acciones ordinarias que absorben
todo nuestro tiempo desde la mañana á la noche. Nos
levantamos, hacemos nuestra oracion matinal, empren­
demos nuestras ocupaciones diarias ó las tareas propias de
nuestro destino y posicion, nuestras devociones regu­
lares, nuestra lectura espiritual. Consagramos algún
tiempo á alimentarnos, á conversar, á trabajar mental ó
corporalmente, examinamos nuestra conciencia, por la
noche decimos nuestras habituales oraciones, etc. Ahora
bien, si todos estos actos diarios los desempeñamos ex­
traordinariamente bien, es claro que gastamos extraordi­
nariamente bien el tiempo de nuestra vida, y esto es
cuanto se requiere para llegar á ser santos.
Ni cuesta mas hacer las cosas bien, que hacerlas mal.
Por el contrarío, cuanto mejor las hagamos y mas con­
ciencia y diligencia pongamos en ellas, mas fáciles y
agradables nos parecerán, y la gracia de Dios y su ben­
dición acompañarán siempre átodo cuanto pongamos por
obra.
¿ Qué disculpa le queda, pues, al hombre para no ser
santo, cuando puede alcanzar la santidad sin salir de las
ocupaciones diarias de su estado y sin mas que desem­
peñar estas con la debida perfección?
La perfección de nuestras acciones ordinarias depende
de la pureza de intención con que las efectuamos; de
CAPITULO V I II. 105
nuestra atención á los mandato» de Dios en todo cuanto
hacemos; de la buena costumbre de sazonar, digámoslo
asi, todos nuestros trabajos y tareas con aspiraciones (re­
cuentes de amor divino; de hacer oblaciones continuas á
Dios de nosotros mismos y de todas nuestras obras. En
virtud de tu ordenación continúa el curso de ¡os dias ,
dice el Rey Profeta (1), pues todas las cosas te sirven .
Sí, todas las cosas sirven á Dios de continuo, excepto los
ángeles rebeldes y la rebelde voluntad del hombre. Pero
podemos nosotros obligar á esta voluntad rebelde á ser­
virle comenzando el día con la oblacion de nuestro ser á
la Divinidad; dirigiendo todos nuestros pensamientos,
palabras y acciones, á su mayor gloria con intención
pura; haciendo que sea su santa voluntad la regla de to­
das nuestras acciones; empezando todas las obras con el
ofrecimiento á Dios de nuestro corazon y de lo que va­
mos á emprender; reiterando á menudo este ofreci­
miento en medio de nuestras tareas; llevando á cabo
nuestras acciones siempre que podamos en su divina pre­
sencia; por último, mezclando actos de amor divino en
todo lo que hacemos. De esta manera resultarán nuestros
días bien empleados, y asi continuará su curso en virtud
de la ordenación de Dios trascurriendo todos en su ser­
vicio.
El estado en que cada cual vive constituido no es obs­
táculo para aspirar á la santidad. Podemos aplicar á
esto lo que san Francisco de Sales dice de la devocion (2):
« Mandó Dios en la creación á las plantas que llevasen
(1) Salm. crvni, 91.
(2 ) Vida devota, oap. 3*.
106 MANUAL DE MOflAL CRISTIANA.
sus frutés* cada una segtffl ta género : así ífiálidá tam­
bién á loe cristianos, que son las plantas titas de la Igle­
sia, que produzcan frutos de detocion, cada uno según
su estado y tocacion. o
Entendiendo este insigne santo por tida detota la tida
de aspiración continua á la perfección* hace las siguientes
reflexiones que nos parecen íniíy á propósito para соль
pletar la doctrina que vamos tratando.
« Aurelio pintaba todas las caras de las imágenes que
hacia con el aire y semejanza de las mujeres que amaba,
y cada uno pinta la devocion según su pasión y fantasía.
El que ез dado al ayuno se tendrá por muy devoto solo
porqué ayuna, aunque su eorazon esté Heno de rencor;
y no osando tocar su lengua al vino ni al agua por tem­
planza, no se le dará nada de meterla y mojarla en la
sangre del prójimo por la murmuración y calumnia. Otro
se tendrá por muy devoto porque dice todos los dias una
grande multitud de oraciones, aunque despues de esto se
deshaga su lengua en palabras enojosas, arrogantes é
injuriosas* asi con sUs domésticos como con sus vecinos.
O tftsttitift dé btiena gana limosna de la bolsa para darla
á loa pobres* y no podrá sacar de su corazón dulzura y
piedad para perdonar á sus enemigos. Otro perdonará
á sus enemigos y jamás pagará á sus acreedores sino á
ftíerza de justicia. Todos estos sOn tenidos vulgarmente
por devotos^ y de ninguna manera lo son. Buscando la
gente de Saúl á David en su casa, puso Micól en su cama
tiri* estatua cubierta con los vestidos de Datid, con que
hizo creer á los de Saúl, era el que dormía David que
estaba enfermo. Así muchas personas se cubren de der-
CAPITULO V I H . ltf
tas acciones exteriores, aparentes de la santa devocion
con que el mundo las tiene por verdaderamente devotas
y espirituales, no siendo en la verdad mas que estatuas y
fantasmas de devocion. »
a La viva y verdadera devocion presupone aiqor de
Dios, ó no es otra cosa que up verdadero amor de Dios,
pero no amor como quiera; porque en cuanto este divino
amor hermosea maestra alma, se llama gracia, facién­
donos agradables á su divina Majestad : en cuarto nos
dafortaleza parabién obrar se Uajnacaridad; paro cuando
llega á tal grado de perfección, que no solamente nos
hace obrar bien, sino cuidadosa, frecuente y prontamente,
entonces se llama devoción. »
o Los avestruces jamás vuelan, las gallinas vuelan poco
y eso m^y bajo y rara vez; mas las águilas, palomas y
golondrinas vuelan muchas veces, veloz y altamente; así
los pecadores no vuelan en píos, antes haceu todos sus
cursos en la tierra y por la tierra. La gente buena, que
aun no ha llegado á la devocion (ó á la perfección), vuela
en Dios, por medio de sus buenas acciones, pero rara,
lenta y pesadamente : las personas devotas vuelan en
Dios frecuente, pronta y altamente : en fin, la devocion
no es otra cosa que una agilidad y viveza espiritual, por
cuyo medio la caridad ejercita sus acciones en nosotros,
ó nosotros por ella pronta y afectuosamente. Y como per­
tenece á la cari Jad hacernos guardar los mandamientos
de Dios general y umversalmente, asi también pertenece
á la devocion hacer que ios guardemos pronta y diligen­
temente. Por esto, el que no guarda todos los manda­
mientos de Dios, no puede ser tenido ni por bueno, ni por
108 M ANUAL DE MORAL CRISTIANA.

devoto, porque para ser bueno es necesario tenga la cari­


dad, y para ser devoto, demás de la caridad debe tener
una grande vivacidad y prontitud en las acciones carita­
tivas. D
« Y como la devocion consiste en cierto grado de ex­
celente caridad, no solamente nos hace prontos, activos
y diligentes en la observancia de todos los mandamien­
tos de Dios, sino, demás de esto, nos provoca á hacer
pronta y afectuosamente las mas buenas obras que po­
demos, aunque de ninguna manera sean de precepto,
sino solamente de consejo ó inspiración.»
« Porque de la misma manera que un hombre que
acaba de salir de una enfermedad, camina aquello que
le es necesario, mas lenta y pesadamente, asi el pecador,
habiendo salido de su maldad, camina aquello que Dios
le manda, pero pesada y lentamente, hasta que llega á
alcanzar la devocion; porque entonces, como un hombre
sano y bien dispuesto, no solo camina, pero corre y
salta en el camino de los mandamientos de Dios, y ade­
lantándose mas corre por las sendas de los consejos é
inspiraciones celestiales. En fin, la caridad y la devocion
no tienen entre si mas diferencia que hay entre la
llama y el fuego : porque la caridad, siendo un fuego
espiritual, cuando está muy inflamada se llama devocion;
de suerte que la devocion nada junta al fuego de la cari­
dad sino la llama, con la cual se hace pronta, activa y
diligente, no solo en la guarda de los mandamientos, sino
en el ejercicio de los consejos é inspiraciones celestes.
Hablando luego de la devocion (ó santidad) propia de
los diferentes estados y condiciones, añade :
CAPITULO VIII. 109
a Diferente han de ejercitar la devocion el hidalgo y
el oficial; el vasallo y el principe; la viada, la doncella
y la casada; no solo esto, pero es necesario acomodar
la práctica de la devocion á las fuerzas, á los negocios, á
las obligaciones de cada uno. Pregunto, ¿ seria á propó­
sito que el obispo quisiese seguir la soledad como el
cartujo ’ ¿ y que los casados no procurasen adquirir mas
que los capuchinos? ¿que el oficial se estuviese todo el
dia en la Iglesia como el religioso, que el religioso estu­
viese siempre expuesto á cualquier suerte de encuentro,
por el servicio del prójimo como el obispo? Esta devocion
¿ no seria ridicula, desmedida é insufrible ? Con todo eso
vemos caer muy de ordinario en esta falta, y el mundo
que no discierne, ni quiere discernir entre la devocion é
indiscreción de aquellos que piensan ser devotos, mur-
. mura y vitupera la devocion, la cual no es causa de
estos desórdenes. »
a No, la devocion, cuando es verdadera, nada estraga,
antes lo perfecciona todo : y luego que se muestra con­
traria á la legitima vocacion de cada uno, es sin duda
falsa.»
Es notable que no pudiendo algunos filósofos negar el
líenéfico influjo del verdadero espíritu cristiano (de amor
y sacrificio) en la vida privada del individuo, quiereu
impugnar la doctrina de Jesucristo, presentándola como
incompatible con el cumplimiento de los deberes sociales.
« El espíritu cristiano, hé aqui en resumen su argu­
mento, inspira indiferencia hacia los intereses que se
refieren á la sociedad y constituyen su conservación. »
Felizmente para el triunfo de la verdad, semejante
7
no MANUAL DK MORAL CRISTIANA.

ultraje te ba valido al cristianismo una bellísima repa­


ración. a Despues de haber insultado Bayle á todas las
religiones, dice Montesquieu (i), combate á la religiou
cristiana, y se atreve á decir que no podría subsistir un
Rsjadn formado de cristianos verdaderos. Pero ¿ porqué
no ? Estos ciudadanos conocerían muy bien sus deberes,
estarían animados de grandísimo celo para cumplir coa
ellos, y comprenderían perfectamente los derechos de la
defensa natural : cuanto mas creerían deber á la Reli­
gión, mas creerían también deber á la patria. Los prin­
cipios del cristianismo, bien grabados en el corazon,
serían infinitamente mas poderosos que ese falso honor
de las monarquías, virtudes humanas de las repú­
blicas y ese temor servil de los Estados despóticos...
Asombro causa verse obligado á echar en cara á este
grande hombre el haber desconocido el espíritu de su
propia religión. »

(1 }Eaplritu de las ljsye*, lib. X X l \ t cap. vi.


CAPITULO IX.

DE LA ADORACION DEBIDA A DIOS.

No hay para nosotros salvación si no cumplimos los


mandamientos. Son estos un breve extracto de aquella
ley natural y eterna impresa en el corazon. del hombre
desde su nacimiento, antes que la ley escrita fuese en­
tregada al pueblo de Dios.
Fueron estos mandamientos publicados por el Omni­
potente del modo mas solemne desde el monte Sinai,
como consta por el Antiguo Testamento; y confirmados
despues en el Nuevo por el Hijo de Dios, declarando su
observancia condicion necesaria para alcanzar la vida
eterna, a Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los
« mandamientos, » dice el Evangelio (1). Quiere Dios
que su cumplimiento sea la prueba de nuestro amor
hácia él. « Si me amais, dice, observad mis manda-
« niientos (2). d Y su amado discípulo nos asegura que
« quien dice que le conoce y no guarda sus mandamien-
« tos, es un mentiroso y la verdad no está en él (3); »
(1) S. Mat., XIX, 17.
(2) S. Juan, x it, 15.
(3) 1 S. Joan, ii, 4.
112 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
pero que « el que guarda sus maudamientos mora en
« Dios, y Dios en él (1).x>
En los capítulos anteriores hemos presentado la vida
santa, esto es, la que aspira constantemente á la per­
fección, como la práctica del amor de Dios bien entendido.
Hemos visto que la mas necesaria de todas las devocio­
nes es dedicarse al amor y observancia de los preceptos
divinos, y cómo sin esta observancia no hay devocion
que pueda acercarnos á nuestro supremo bien. Los man­
damientos de la ley de Dios, dice un escritor espiritual,
son aquel instrumento de diez cuerdas tantas veces re­
comendado por el Rey Salmista, que produce la mas
agradable armonía á los oídos de la divina Majestad.
Suponemos, pues, al lector persuadido ya de que en el
amor de Dios se compendia toda la moral cristiana, y de
que nada vale la observancia de todos los otros manda­
mientos de la ley divina si se falta al primero y principal
de ellos, que es el amor á Dios.
Suponemos probado: 1. Que la ley de Dios es hermosa
y pura, sin mancha ni defecto, y maravillosamente eücaz
para convertir el alma del pecado á Dios;
II. Que es fiel en lo que propone y promete; que co­
munica la mas verdadera de todas las ciencias á los pe-
queñuelos, esto es, á los humildes de corazon, que volun­
tariamente se sometan á su suave yugo ;
III. Que es recta por todos títulos, agradable á la razón
suprema, y lleva consigo el júbilo 4 los corazones que la
abrazan.

(1) Cap. ni, 24.


CAPITULO IX. 113
IV. Que está llena de luz espiritual para iluminar los
ojos iuteriores del alma con las verdades divinas.
V. Que es santísima en sí misma, procede de la fuente
de toda santidad, hace santos á los que la observan y se
perpetúa con ellos por siempre jamás.
VI. Que es verdadera y justa como dictada por la eterna
Verdad y la eterna Justicia y se justifica á si misma con
su propia evidencia.
VII. Que es mas de apetecer y desear que cuantos te­
soros encierra el universo, y mas dulce y deleitable que
cuanto puede ofrecer este mundo, por razón de las ri­
quezas espirituales de virtud, gracia y mérito, y por los
muchos consuelos y placeres interiores que su observan­
cia produce al alm a: además de la recompensa de la otra
vida, que es incomprensible y eterna.
Bajo estos supuestos debemos entrar en la explicación
de ios mandamientos por separado.
No TENDRÁS DIOSES AJENOS DELANTE DE MÍ. Estas SOD las
palabras del primer mandamiento, porque las cosas que
pertenecen á Dios tienen el primer lugar en el Decálogo,
y las que tocan al prójimo el segundo. Porque Dios es la
causa de lo que hacemos por el prójimo, y entonces ama­
mos al prójimo según el mandamiento de Dios cuando le
amamos por Dios.
Dícenos la Escritura que esta ley, lo mismo que los
otros mandamientos, fué escrita por Dios con su propio
dedo en la primera tabla ó losa de las dos que recibió
Moisés. Es de advertir que la primera tabla contenia solo
los tres preceptos que pertenecen al culto divino, á la
honra y gloria de Dios, y la segunda los otros siete que
114 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
miran al provecho del prójimo, y son « como siete ramos
que salen de los tres primeros, x>seguíi observan los ex­
positores sagrados (4).
Este mandamiento, aunque se propone en concepto ne­
gativo, prohibiendo al culto de los ídolos, encierra en sí
uno afirmativo; porque el decir: No tendrás dioses aje-
nos delante de m i, forma este sentido: A mi me adora­
rás, como á verdadero Dios; ó, como se expresa el ve­
nerable Granada: á mi me tendrás por verdadero Dios,
sirviéndome, amándome y honrándome como á tal.
P arala buena inteligencia de este precepto debe obser­
varse ante todo> que si alguno preguntare: ¿ qué tenemos
que ver los cristianos del tiempo de la ley de gracia con
la ley y preceptos dados al pueblo de la ley escrita? la con­
testación seria sencillísima. El Evangelio y la doctrina de
Jesucristo no son otra cosa que una perfecta declaración
d e los diez m a n d a m ie n to s , como claramente lo expresa
san Mateo en su capitulo Y. De donde se sigue que la per­
fecta observancia de los mandamientos pertenece mejor
al pueblo cristiano que no al pueblo antiguo judio. Ade­
más* cuando dicé el Apóstol (1) que Cristo nos libró de la
ley, no entiende esto de los diez mandamientos, sino de
las ceremonias, juicios, fueros y gobierno de aquel pue­
blo. El m ism o Cristo n o s previno en esto contra todo en*
gafio* diciéndonos: a Nadie piense que yo vine contra la
« ley y los profetas, antee mi venida toé para que per*

(1) frr. Litis de Granada· Compendio y expotieion ée la áocirin»


éHsHami. Segunda {*rt*, <**$. i.
(9) 8. Pablo Alos Gftlafc tt*
CAPITULO IX. 116
<r tatamente se ctfrrtpltese; y a n te faltará el ¿feto y la
« ttehn que yo permita que de la ley fclte por cumplir
c imapalabra, ni una silaba, ni utia tilde; y el que otrá
« cosa enseñare, de palabra ó de obra, no tendrá parte
«e en el reino del cielo. Mas el que enseñare como yo én-
ñ seño y ti viere según la ley, este será grande en el reino
« del cielo. (1)»
En cuantoá la significación del precepto, notemos dod
cosas; primera, que es el mayor de todos, según atrás
<|ueda manifestado; segunda, qt№ este primer manda­
miento de la ley eslrf prédica del primer articulo déla fe.
Ya dijimos, disctíitiendo sobre el amor de Dios (2),
que este amor que á Dios debemos como bien infinito en
si mismo y como bondad infinita para con nosotros, ha
de ser un amor de preferencia, sobre todas las cosas
creadas. El venerable Granada lo eipliea efl estos tér­
minos:
« Asi como hay en el triundo diversas manetas de per­
sonas & lás cuales estamos obligados, porque diferente es
la obligación que tenemos á los padres de la que tenemos
i los señores, y otra tenemos á los prelados, otra á los
maestros, otra á los amigos y otra á los bienhechores;
mas ninguna de estas obligaciones ni todas juntas, pueden
compararse con la qüe tenemos á Dios. NingoAo tan pa­
dre, ninguno tan natural y tan buen rey, ninguno tan
amigo y tan bienhecho?, ni tan maestro; y estos títulos
derramados por muchas personas, y en casi todas impar*

(1) S. Mal., ▼.
12! Véase cap. vi.
116 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
fectamente comunicados, en solo Dios se halla en perfec-
tisimo grado cada uno, por donde hacen este mandamien­
to de iniinita perfección y obligación, de tal manera que
cuanto Dios nos es mas padre, rey, señor, bienhechor,
amigo, que todos aquellos á los cuales por tales títulos
estamos obligados; tanto es mayor la obligación que te­
nemos á este mandamiento que á todos los otros.»
« De aqui es que todos los otros mandamientos se han
de reglar por este; porque tanto mas 6 menos nos obli­
gan, cuanto mas ó menos sirven á la guarda de este pri­
mer precepto. Declárome: La obligación de obedecer á los
señores y á los prelados, en tanto nos obliga, en cuanto
no fuere estorbo para el cumplimiento de este precepto de
honrar y servir y obedecer á Dios; como lo declaró el
Principe de los apóstoles cuando dijo á los principes y sa­
cerdotes , que les habían mandado que no predicasen la
gloriosa resurrección de Jesucristo. Preguntado san Pe­
dro por ellos, cómo no habían obedecido lo que le*
había sido mandado, respondió: Porque Dios nos man­
dó predicar, y es mas razón obedecer á Dios, que á lus
hom bres.»
«Otro ejemplo: Precepto es honrar los padres, mas
este no obliga cuando la voluntad del padre se encuentra
con la voluntad de Dios. Puede acontecer que Dios llame
á un mozo á la religión; el padre le quiere en el mundo;
en tal caso, dice san Gerónimo (1), si el padre con lágri­
mas se postrase atravesado en la puerta porque el hijo no

(1) Epist. ad Helliod. apnd D. Thom. II. II. quott. 101·


art. 4.
CAPITULO IX. 117
pase; pisar al padre y pasar, por cumplir la voluntad del
Padre eterno, es piedad y mayor religión que obedecer
al padre carnal.»
El mismo padre Granada explica la segunda cosa que
acerca de este mandamiento hay que notar, á saber: que
en él se contiene la práctica del primer articulo de la fe.
c Aquel primer articulo nos dice lo que Dios merecé; y
este precepto manda obrar lo que se le debe por quien
es. Dice el primer articulo: Dios es Padre Todopoderoso,
Criador del cielo y de la tierra. Dice el primer precepto:
Si tú crees y confiesas por tal á ese Señor, sírvele como á
tal, adórale como á ta l, hónralo como tal Señor y tal Pa­
dre merece.»
« Declaremos esto m as: Tú confiesas que este Señor es
tu Dios y también tu Padre, no solo por lacreácion, sino
(con mayor merced y gracia) por la adopcion, que por
los merecimientos de su Hijo natural, Jesucristo, te adop­
tó por hijo en el bautismo, y allí te dió espíritu y cora­
zón de hijo. De aqui se sigue la obligación de amarlo como
verdadero Padre, tanto mas cuanto mejor Padre que todos
los padres, con todo tu corazon y con todas tus fuerzas,
pues siempre esto será menos que tal Padre merece. Ora,
si como le confiesas Padre, también crees que es Todopo­
deroso, debes poner en él toda tu confianza con tal'fir­
meza, que en todas las tribulaciones y aprietos de esta
vida, y cuanto mas cerradas vieres todas las puertas de
las criaturas para remedio tuyo, entonces cree que él te
pone en ese cerco, no como cruel sino como misericordio­
so, que te obliga á que acudas á tu Padre y busques el
entero remedio que en él solo se halla y levantes tus ojos
118 MANUAL DE MORAL ORISTIANA.
á los montes de donde te ha devenir el socorro (!); acu­
de á él y escóndete debajo de las alas de su divina Provi­
dencia, fiado que ni le falta para contigo el querer y amor
dé buéti Padre para remediarte, ni el poder, porque es
Todopoderoso. Tal estaba David ¿uafldó decia: El Señor
es itii taz y mi salud; ¿á quién temeré? El Señor es de­
fensor de mi vida; ¿de quién habré miedo? Pues el Señor
me rige, no me faltará nada.»
«Si le confiesas tu Padre, acude áél. ¿Cuál es el hijo
que se ve afligido y conoce á su padre por bueno, afckH
roso y poderoso, y puede acudir, y no acude á pedir so­
corro á Bti padre? El cristiano que fio acude ni fla de Dios
en todos sus trabajos, lo que confiesa con las palabras
niega cori tas obras....... *>
« Mas si le crees y confiesas por P adre, corto de tal
recibe con humildad y paciencia los castigos que de su
paternal mano te vienen, besando el azote; porque, como
dice el Apóstol: ¿Qué hijo hay sin castigo de su pa­
dre?.......»
«Si le confiesas por padre, conviene (como buen hijo)
que riingütla cosa tanto desees y procures como su glo­
ria J fronrá, y ninguna cosa te dé tanta pena como ver k»
desacata* y ofensas contra é l; de tal manera que esta peni
y Celo consuma tus entrañas....... i>
« Si le confiesas por Padre... tan rico y tan poderoso,
quleii es hijo de tal Padre ¿de qué se debe tanto preriár
y gloriar cótoo de esta nobleza?....... o
(r Tanlbien se sigue de aquí (fue pues es Padre, y P*·

(1)Sáta. tñ .
CAPITULO IX. 110
dre Todopoderoso, como Señor de todo lo criado, á él
(por estos títulos Padre y Señor) se le debe con el amor
de Padre el temor de tan gran Señor. Y esto es lo que H
dice por un pirofeta : El hijo honra á su padre y el sierro
á so señor. Padre y señor me confesáis) pues si soy
mestro Padre, ¿ qué es del amor de padre qué me te -
neis? Y si soy Señor,¿cómo no me temeis? Como la con­
fesión de padre pide amor, asi la de tan grande ftéflor
pide temor, que en todo tiempo y lugar nos haga sudar
humildes delante de tan grande Majestad, délante la
cual tiemblan las columnas del délo, y toda la máquina
del mundo......»
« ........ Y este es el toqne y eiámen de nuestro
aprovechamiento cuando crecemos en este propósito de
antes padecer todos los tormentos de los mártires, que
hacer contra Dios una oferte* mortal ¿ quebrantando uno
de &tis ditlnos preceptos,. »
« ..... . Esto es todo lo que se encierra en la guarda
del primer mandamiento, el cual no comprende solo ana
virtud, sino muchas. Comprende el amor de Dios y el
temor, el agradecimiento á sus divinos beneficios, la
obediencia' á todos sus preceptos, humildad y paciencia
i todos sus azotes y castigos, la confianza en él, con
todo k> demás que debe el hijo al bueu padre, el siervo
al buen señor, y la criatura á su criador. »
« Las obras de este mandamiento son honrar y servir
al Señar, de todas las maneras que le creemos y confe­
samos ; y asi esperar y fiar de él y llamarle en toda#
nuestras necesidades, obedecerle alegremente, buscar en
todo su honra y gloria, recibir con paciencia los trabajo*,
120 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
alegrarse con el aumento de su honra y gloria, y doler­
se de corazon de los desacatos y pecados contra su divina
Majestad cometidos. Y para recoger en compendio todas
las obras que la guarda de este mandamiento pide, dijo
que « todas ellas se encierran en f e , e s p e r a n z a , amor y
a t e m o r de Dios; que son las obras que también dijimos
« que pedia el primer articulo de la fe. i>
El Catecismo del santo concilio de Trento, ordenado
l>or orden de san Pió V, resume brevemente en estas
l>alabras los motivos por los cuales se consideran conte­
nidas en el primer mandamiento del Decálogo las tres
virtudes de fe, esperanza y caridad.
a En el primero se encierran los preceptos de fé, espe­
ranza y caridad. Porque si le llamamos Dios, le confesa­
mos inmoble, inalterable, que eternalmente permanece
el mismo, fiel, y recto sin defecto alguno. De donde se
sigue necesariamente, que creyendo sus palabras, le
damos entera fe y autoridad. Y el que está confesando
su omnipotencia, clemencia, facilidad é inclinación para
hacer bien,¿podrá menos de colocar en él todas sus espe­
ranzas? Y si contempla las riquezas de su bondad y
amor derrámadas sobre nosotros, ¿ podrá dejarle de amar?
Por eso cuando su Majestad ordena y manda alguna cosa
en las Escrituras, ya sea al principio, ya sea al fin, usa
de estas palabras : Yo soy el Señor. j>
El divino Legislador, al decir á su pueblo: a No tendrás
a dioses ajenos delante de m i,» se valió del precepto nega­
tivo por la ceguedad de muchísimos que antiguamente
confesando que adoraban al verdadero Dios, veneraban al
mismo tiempo muchos dioses. De estos hubo muchos en­
CAPITULO IX. 191
tre los Hebreos, los cuales, como Elias les echaba en cara,
cojeaban de ambos piés ( l ) ,y también lo hicieron los
Samaritanos, que adoraban al Dios de Israel y juntamente
á los dioses de los gentiles.
Parécenos casi inútil insistir en ^1 precepto afirmativo
que del primer mandamiento se desprende, a Si crees que
Dios es tu criador y tu padre todopoderoso, viene á decir
este precepto, ámale como á tal padre, espera en él como
en tan poderoso, témele y reverénciale, y humíllate delante
de él, como delante de tan gran señor, sírvele por sus
beneficios conforme tu poder, que nunca llegarás á tu
obligación; porque de tal fe como confiesas en el primer
artículo, tales obras se te piden en el primer manda­
miento (f). i> El mandamiento es la regla de nuestras
acciones; la fe es el motivo que nos obliga á conformar­
nos con el precepto.
Cuando designándonos una persona como rey se nos
enseña lo que antes no conocíamos, al descubrimos su
dignidad se nos previene la cortesía con que hemos de
tratarla y respetarla; del mismo modo, dictándonos el
primer articulo de la fe que Dios es nuestro criador y
nuestro padre y señor omnipotente, nos advierte el tra­
tamiento, amor y reverencia que le debemos. Mas para
que nadie, por rudo que sea, alegue ignorancia, el pri­
mer mandamiento del Decálogo nos declara esto mismo.
Están pues en maravillosa concordancia los artículos
de la fe con los divinos preceptos de la ley, y la doctrina
(1) III R eg., 18.
(2) Fr. L. de Granada. Comp. y txplic. d§ ¡a doctr. crúf., Se­
gunda parte, cap. n.
ItS MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
de la fe eoti la doetriná de las obras; son las doé partes
de la divina Sabiduría, convenientemente figuradas por
aquellos dos querubines qué estaban á los lados del Arta
del Testamento, que se miraban tino á otrd, para dar á
entender cómo estas dos partes principales de la divina
Escritura (fe y obras) se miran y responden con admi­
rable consonancia.
CAPITULO X.

DE LA PROHIBICION DE LA IDOLATRÍA.

En las palabras que sirven de prefacio á los diez man­


damientos en el Éxodo : « Yo soy el Señor Dios tuyo que
« te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la
< esclavitud, 0 se nos inculcan los poderosos motivos que
nos obligan ¿ obedecer la lejr de píos* Porque si el pueblo
de Israel estaba constituido en el deber de guardar loa
preceptos del Decálogo, porque él le había libertado de
la esclavitud de Egipto, ¿cuánto mas obligados no esta­
remos los cristianos á una estricta observancia de todas
las divinas leyes habiendo sido redimidos de una esclavi­
tud infinitamente mas dura que la de Egipto, y de que
aquella otra solo era figura, á saber, de laa cadenas de
Satanás, del pecado y del infierno, por los méritos de la
preciosa sangre de Jesucristo ?
Las palabras primeras de dicho prefacio : « Yo soy el
« Señor Dios tuyo, n aunque no expresan un verdadero
mandamiento* insinúan sin embargo todo el deber del
hombre con respecto á su Dio6 : deber que obliga á ado­
rarle y tributarle culto : I. con la fe, la cual se prosterna
124 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
y adora la verdad de Dios, y a cautiva todo entendimiento
a á la obediencia de Cristo (1), »desterrando todo pensa­
miento ó fantasía de orgullo que pueda alzarse contra su
divina palabra.
II. Con la esperanza que adora la omnipotencia y la
infinita bondad y misericordia de Dios por los méritos de
Jesucristo y la veracidad de todas sus divinas promesas,
descansando en él con firmeza y constancia, edificando
enteramente en esta sólida roca y asegurando en ella el
áncora del alma.
№. Con la caridad divina, que ofrece á Dios el sacrifi­
cio del corazon que él reclama, amándole en todo y sobre
todas las cosas.
Este deber, reducido á la práctica, constituye la reli­
gión, que considerando á Dios como nuestro primer
principio y último fin, le tributa culto en espíritu y en
verdad: culto de adoracion; culto de alabanza; culto de
üccion de gracias; oblacion de la propia voluntad á su
voluntad santa y de todas las demás cosas á su gloria;
identificación con el gran sacrificio de la muerte y pasión
de su Hijo, ofrecido en el altar; y oraciones frecuentes y
fervosas.
Ahora bien, por este mandato: « No tendrás otros dioses
« delante de m í, » no solamente somos llamados á des­
viarnos de toda falsa divinidad convirtiéndonos al Dios
verdadero y vivo, y á renunciar á todas las impiedades
que pueden en alguna manera adulterar su culto con la
superstición ó el error; sino también á hacer que la prin-

(l) II Cor., x v 5.
CAPITULO X. 125
cipal ocupación de nuestra vida se reduzca á ser verda­
deramente piadosos, aplicando seriamente todas nuestras
facultades al amor y servicio de nuestro Hacedor.
De lo dicho se colige fácilmente con qué obras se que­
branta este primer mandamiento, pues, como observa
Fr. Luis de Granada, han de s e r « las contrarias de
« aquellas con las cuales se cumple.» Pecan de consi­
guiente contra él, y asi nos lo afirma «1 Catecismo del
santo concilio de Trento, los que no tienen fe, esperanza
y caridad; en lo cual están comprendidos:
Los que caen en herejía;
Los que no creen las cosas que la santa madre Iglesia
propone que deben creerse;
Los que dan crédito á sueños, agüeros, y demás cosas
vanas;
Los que desesperan de su salvación y no confian en la
divina bondad.
Los que ponen su esperanza solo en sus riquezas, salud
y fuerzas corporales; de todo lo cual tratan largamente
los que han escrito de vicios y pecados.
Pero los primeros trasgresores ó quebrantadores de este
gran mandamiento son los idólatras : esto es, los que
adoran los ídolos, los planetas ó cualesquier criaturas.
Este pecado de la idolatría, dice Salomon, es el mayor
de los pecados, y principio y causa de todos, y por consi­
guiente, según el Apóstol, no solo es principio y causa
de todos los males de culpa, sino también de todos los
de pena.
Por ídolo se entiende toda imágen ú objeto erigido
para ser honrado como Dios ó para participar en alguna
126 MANUAL DÉ MOftAL CRISTIANA.
manefá del culto ditino. Está es la idolatría de los gen­
tiles.
Respecto de esta idolatría que consiste en la erección
de piedras y leños, no se té á primer aspecto gran pe­
ligro de que los cristianos puedan incurrir en semejante
pecado, porque quedó abolida de muchos siglos atrás en
todas las nactoües donde fué predicado el cristianismo
por los apóstoles y sus sucesores los pastores y padres
de la Iglesia católica.
Sin embargo, come el eulto que los cristianos tributa­
mos á los santos y á los ángeles puede degenerar en
idolatría, contiene nos detengamos á exponer la doctrina
que profesa la Iglesia en cuanto á las imágenes.
No se opone, dice el Catecismo romano (al primer
mandamiento), la veneración é invocación de los santos
ángeles y de las almas bienaventuradas que están gozando
de Dios; ni el culto que á sus cuerpos y cenizas dió
siempre la Iglesia católica. Porque ¿ quién será tan loco,
que mandando el rey que ninguno se porte ramo tal, ni
permita ser tratado con aparato y honores regios, juzgue
al punto que el rey no quiere que se tenga respeto á sus
magistrados ? Es cierto que los cristianos imitando á los
santos del Testamento Viejo, dan culto á los ángeles,
mas no por eso les dan la adoracion que tributan á Dios.
Y si alguna vez leemos haber rehusado los ángeles que
los venerasen los hombrea, se ha de entender que lo hi­
cieron porque no querían se les diese aquel honor que á
solo Dios es debido.
Las sagradas Escrituras hos pruebas que es licito te -
mva# á tes ángeles. El mismo Espíritu Santo que dice :
CAPI Í U LO X. 1 tí
a A solo Dios sea el honor y la gloria, n nos manda hon­
rar A los padres y ancianos. Además de esto, aquellos
santos varones que solamente adoraban á un Dios, ado­
raban también á los reyes, esto es, los veneraban ccm
rendimiento. Pues si son tratados con tanto honor los
reyes, por quienes Dios gobierna el mundo, á aquellos
angélicos espíritus, los que quiso Dios qué fuesen stis
ministros, y de cuyo medio se vale, no solo para d g o ­
bierno de su Iglesia, sino también de todas los demás
cosas, y por cuyo favor somos cada día librados de peli­
gros muy grandes asi de cuerpo como de alma, aunque
no se dejen ver de nosotros, ¿porqué no les darémos
honra tanto mayor cuanto aquellas bienaventuradas in­
teligencias aventajan en dignidad á los reyes mismos?
Júntase á esto la caridad con que nos aman, y que, mo­
vidos de ella, ruegan á Dios por aquellas provincias que
están á su cargo : como fácilmente se entiende por la
Escritura; pues presentan á Dios nuestras oraciones y
ligrimas. — Asi enseñó el Salvador en el Evangelio, que
no se escandalizase á los pequefluelos, porque sus ánge­
les en los cielos están siempre viendo la cara del Padre
celestial.
Han de ser, piles, invocados los santos ángeles, 04f
porque están perpetuamente gozando de Dios, como por
lo uuiv gustosos que abrazan el patrocinio de nuestra
salvación, de que están encargados. Porque Jacob pidió
al ángel con quien habitt luchado, que le bendijera,- y
áun le precisó protestándole que no le dejarla mientras
no le echase su bendición. Y no solo quiso que se la
diese aquel con quien estaba, sino también otro á quien
128 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
de ningún modo veia, cuando dijo en otra ocasion : a El
« ángel que me libró de todos los males bendiga á estos
« niños (i). »
De aquí también se sigue que está tan lejos de menos-
cobarse la gloria de Dios por honrar ó invocar á los san -
tos que murieron con el Señor y por venerar sus reli­
quias y cenizas, que antes ¡юг eso mismo se aumenta
tanto mas cuanto mas despierta y confirma la esperanza
de los hombres y los exhorta á su imitación. Y asi com­
prueban esta práctica los concilios Niceno segundo,
Gangreuse y Tridentino, y la autoridad de los Santos
Padres.
El que quiera instruirse mas á fondo de esta verdad
lea señaladamente á los santos Gerónimo contra Vigi­
lando y al Damasceno. — A estas razones se junta otra
muy principal, que es la costumbre recibida de los
apóstoles y conservada en la Iglesia de Dios perpetua­
mente. Y ¿ que otra prueba se puede aducir mas firme y
mas clara que el testimouio de las sagradas Escrituras,
que celebran tan maravillosamente las alabanzas de los
santos? Porque hay elogios divinos de algunos santos,
cuyos loores siendo aplaudidos por las sagradas Letras,
bien deben вег tratados por los hombres con singular
honor. Los que están de continuo rogando á Dios por la
salud de los hombres, aquellos por cuyo valimiento nos
hace su divina Majestad tantos beneficios, ¿ cómo no se­
rán venerados é invocados ? Si hay gozo en el cielo
cuando un pecador hace penitencia (2), ¿ no ayudarán á
(1) Génee.y xLvxn.
(2) S. Luo, XV.
CAPITULO X· 139
los penitentes aquellos ciudadanos celestiales ? Y si los
invocamos nosotros,¿no nos alcanzarán el perdón de los
pecados y nos concillarán la gracia de Dios ?
Si se dijere, como algunos herejes dicen, que el
patrocinio de los santos es superfluo porque Dios sin intér­
prete alguno acude á nuestras súplicas, fácilmente con­
vence esta opinion de impía aquel dicho de san Agus­
tín : « No concede Dios muchas cosas sin el favor y oficio
«de algún medianero y rogador (1).» Confirman esto
los ejemplos ilustres de Abimelec y de los amigos de Job,
cuyos pecados no fueron perdonados sino por los ruegos
de Abraham y de Job. Y si se alega que es Calta y po­
quedad de fe interponer el patrocinio y valimiento de los
santos, ¿qué se responderá al hecho del Centurión?Este,
aun elogiado de fe singular por Jesucristo, todavía envió
á su Majestad los ancianos de los judíos á fin de que
alcanzasen la salud para su siervo enfermo.
Por esto, aunque debemos confesar que se nos ha pro­
puesto por medianero único á Jesucristo nuestro Señor,
como quien solo nos reconcilió por medio de su sangre con
el Padre celestial; y que habiendo hallado la eterna reden­
ción y una vez entrado en el santuario, nunca cesa de
interponerse por nosotros; sin embargo de eso,en manera
alguna se sigue de ahí que no podamos acogernos á la
gracia de los santos. Porque si la razón de no poder
valemos de los socorros de los santos es que tenemos por
único patrono á Jesucristo, nunca el Apóstol hubiera soli­
citado con tanto ahinco el ser ayodado para con Dios

(1) Qucst., 149. Supr. Exod.


130 MANUAL DE tfOBAL CRISTIAN A.
por las oraciones de Lo* hermanos que ¿iun estaban vir-
vos (1).Porque no menos disminuirían la gloria y digni­
dad del medianero Cristo las oraciones de los vivos, que
la intercesión de aquellos santos que ya están en los
e¡dos,
Pero ¿ á quién no convencen asi sobre el honor que se
debe á los santos, como sobre el patrocinio con que nos
defienden, las grandes maravillas obradas en sus sepul­
cros, ya en ciegos, mancos, tullidos y baldados de todos
sus miembros que fueron restituidos á su antigua 6alud,
ya en muertos resucitados, ya en demonios lanzados de
los cuerpos humanos ? Pues unos testigos tan autorizados
fipmo lo* santos Ambrosio y Agustín nos dejaron escri­
tos estos prodigios, y no .porque los oyeron, como mu­
chas, ni porque los leyeron, como otros muchísimos y
gravísimos varones, sino porque los vieron por sus ojos
mismos. ¿ Qué mas ? Si los vestidos (2), si los pañue­
los (3), si hasta la sombra de los santos (4) antes que
muriesen ahuyentaba las enfermedades y restituía las
fuerzas, ¿ quién osará negar que haga el Señor los mismos
milagros por las sagradas cenizas, huesos, y detnás
r e lig u é de los sanios ? Esto declaró aquel cadáver que
«wrhadft por casualidad en el sepulcro de Elíseo*, súbita­
mente revivió al contacto de su cuerpo (5).
Explicado el culto de veneración debido á los santos

(i) Román., x v .
|3) IV. I*eg.,2..
(3) Actor., xix.
(4) Ibid., v.
(5} IV. Reg., xui.
c a p it u l o x, m
y á los ángeles, digamos lo que el Catecismo del concilio
de Trento previene sobre las imágenes.
Al mandamiento : « No tendrás otros dioses delatóte de
¥ mi, i) siguen en el Éxodo estas palabras : o No harás
a para ti imágen esculpida, ni figura alguna de las cosas
a que hay arriba en el cielo ni abajo en la tierra, ni de
a las que hay en las aguas debajo de la tierra. No ado-
« rarás esas cosas ni las rendirás culto. »
Mas no se ha de pensar que por este precepto se prohí­
be del todo el arte de pintar, retratar ó esculpir: por­
que leemos en las Escrituras de simulacros é imágenes
fabricadas por mandato del mismo Dios, como los queru­
bines y la serpiente de metal. Y así debe entenderse que
solo están vedadas las imágenes porque no se quitase cosa
alguna al culto del verdadero Dios, adorando los simula­
cros como si fueran dioses.
De dos modos señaladamente, en cuanto pertenece á
este mandamiento, es claro que se ofende á la divina Ma­
jestad. Uno, si se adoran los ídolos ó imágenes como á
Dios, ó se cree haber en ellas alguna divinidad ó virtud
por la cual sean dignas de ser veneradas, ó que se les
debe pedir alguna cosa ó poner en ellas la confianza, conjo
antiguamente lo hacían los gentiles poniendo su esperan­
za en los ídolos. cosa que á cada paso reprenden las sa­
gradas Letras.
Otro, si procura alguno copiar la forma de la Divini­
dad con algún artificio como si pudiera verse con ojos cor­
porales ó expresarse con colores ó figuras. Porgue como
dice el Damasceno: a ¿Quién puede retratar á Dios que
« es invisible, que es incorpóreo, que no puede ceñirse á
132 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a límites algunos, ni ser delineado por alguna figura? (1 )n
Esto se explica copiosamente en el segundo concilio Nice-
no; y asi dijo el Apóstol esclarecidamente: « Que troca-
« ron la gloria de Dios incorruptible en semejanza de
« hombre corruptible, de aves, de animales de cuatro
« piés y de serpientes (2). » Porque ellos veneraban como
dioses todas estas cosas elevando sus imágenes para dar­
les culto. Y por esto los Israelitas que clamaban delante
de la imágen del becerro: «Estos, Israel, son tus dioses,
« los que te sacaron de la tierra de Egipto, » fueron lla­
mados idólatras; « porque trocaron su gloria en la imá-
« gen de un becerrillo que comía heno (3). »
Habiendo, pues, prohibido el Señor el culto de los dioses
ajenos, ¿ fin de desterrar enteramente la idolatría, man­
dó que no se fundiese ni de metal ni de otra materia al­
guna, imágen de la Divinidad, que, declarándolo Isaías,
dice: ¿A quién hicisteis semejante á Dios, ó qué imágen
le pondréis? Este es el sentido de este mandamiento, como
además de los Santos Padres que lo interpretan asi, lo
declaran bastantemente aquellas palabras del Deuterono-
mio, cuando queriendo Moisés apartar al pueblo de la ido­
latría, le dijo: a No visteis imágen ninguna en el dia en
« que os habló el Señor en Horeb de en medio del fuego, »
Y dijo esto el sapientísimo legislador para que no fingie­
sen imágen de la Divinidad llevados de algún error, y
diesen á alguna cosa criada el honor debido á Dios.
Sin embargo de lo dicho, nadie piense que se comete
!l) Lib. IV, De Fid. Ortodox., cap. 16.
(2) Román., i.
i3i Salm. cv.
CAPITULO X. 133
algún pecado contra la religión y ley de Dios cuando se
pinta alguna de las Personas de la Trinidad Santísima con
algunas señales que aparecieron en el Testamento Viejo
ó Nuevo. Porque ninguno es tan necio que llegue á creer
que por esas señales se expresa la Divinidad. Pero se de­
claran por ellas algunas propiedades ó acciones que se
atribuyen á Dios. Así, por ejemplo, cuando por la visión
de Daniel se pinta un anciano sentado en un trono ante
cuya presencia se abrieron unos libros (i), se significa la
eternidad de Dios y su infinita sabiduría con la cual ve
todos los pensamientos y acciones de los hombres para
juzgarlas.
Los ángeles también se pintan con figura de jóvenes y
con alas, para que entiendan los fieles lo muy inclinados
que están bácia los hombres y lo muy prontos para cum­
plir los ministerios de Dios, « Porque todos son espíritus
« servidores para aquellos que consiguen la herencia de
« la salud (2).
La figura de paloma y lenguas como de fuego qué pro­
piedades signifiquen del Espíritu Santo, por el Evange­
lio (3) y H&hos de los Apóstoles (4) es cosa tan sabida que
no necesita explicación.
Por lo que mira á Jesucristo, á su Santísima Madre, y
átodos los demás santos, como fueron hombres verda­
deros y tuvieron forma humana, no solo no está prohi­
bido por este mandamiento pintar sus imágenes y vene-

(1) Daniel, n i.
(2j Hebr., i.
«I S. Mat., m; S. Mar., i; S. Luc, m.
•4| Hech. ii.
134 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
rarlaa, sino que siempre se tuvo por cosa santa y por
prueba certísima de ánimo agradecido; coipo lo confirman
las Memorias de los tiepipos de los apóstoles, los Conci­
lios generales, y los escritos de tantos santísimos y doc­
tísimos Padres, entre si unánimes y concordes.
Despues de esta explicación, manda el Catecismo Ro­
mano al párroco enseñar lo siguiente: Que no solo es lí­
cito tener imágenes en la iglesia, y darles honor y culto:
pues todo el honor que se hace á ellos se ordena á sus
originales; sino que asi tambieu se practicó siempre con
aprovechamiento muy grande de los fieles, como consta
del Damasceno en el libro que escribió sobre las Imágenes,
y del concilio sétimo, que es el segundo Niceno, Que sin
embargo, como no hay instituto, por muy santo que sea,
que po procure corromper con sus fraudes y astucias el
enemigo del linaje humano, si acaso padeciere el pueblo
algún error acerca de este punto, debe enmendarle cuan­
to fuere posible, según el decreto del concilio Tridentino;
y si l o pidiere el caso, explicará el mismo decreto (i) y
enseñará á los rudos y á los que ignoran la razón de ha­
berse instituido las imágenes, que fueron inventadas pan
conocer la historia de uno y otro Testamento, renovar
umefrftfl veces su memoria, y que excitados con el recuer­
do de las cosas divinas, nos inüamemos con mas vehe­
mencia en la adoracion y amor del mismo Dios. Final­
mente, enseñará que las imágenes de los santos están
expuestas en los templos para que sean ellos venerado*,}
para que nosotros avisados por su ejemplo c o n fo rm e m o s
nuestra vida y costumbres con las suyas.
(1) W , 25, in priac., cap. De ¡nvoc. tonel.
CAPITULO X. 185
Resumirémos, para terminar este capitulo, la doctrina
sobre las imágenes diciendo: que en el Antiguo Testa­
mento tenemos pruebas repetidas de haber autorizado Dios
las imágenes para recuerdo de los mandamientos de su
santa ley, como sucedió con los querubines del taberná­
culo y del templo de Salomon, y con la serpiente de me­
tal que el libro de la Sabiduría (i) declara hacia sano al
que la miraba, no por virtud del objeto que veia, sino por
virtud del Salvador de todos los hombres. Que en la ley
de Moisés se prohibía hacer imágenes, figuras ó estatuas,
y darles ninguna especie de veneración ó culto; pero que
esto fué por causa de la propensión de los judíos á la ido­
latría. Que no habiendo este peligro, no tenia lugar la
prohibición; asi que, Moisés puso dos querubines junto al
arca, y Salomon hizo pintar ó esculpir varios en las pare­
des del templo. Que la prohibición de las imágenes duró
algún tiempo en la Iglesia de Jesucristo por la misma ra­
zón; y sin embargo, ya desde el principio se usaban las
imágenes del Buen Pastor como leemos en Tertuliano (2)
y testifica Eusebio de las de Jesucristo y los apóstoles (3),
y como vemos en las mas antiguas catacumbas de Roma.

(l)S&b¡d., xvi, 7.
|2j De Pudicit., c. vm .
(3) Hisfc. Eccle*., lib. VII, c. xvm .
CAPITULO XI.

DE LA IDOLATRÍA ESPIRITUAL.

Además de la idolatría que consiste en atribuir á las


imágenes la virtud propia de Dios adorando los simula­
cros como si fueran el mismo Dios, hay otra idolatría que
los Escritores sagrados llaman espiritual, y en la cual in­
curre todo el que rinde culto en lo intimo de su corazon
á otros ídolos no menos peligrosos que los de piedraó leño,
cuales son: las ideas depravadas, los errores, las here­
jías, los afectos desordenados; fraguados, no {orlas ma­
nos, sino por los cerebros y corazones de los hombres or­
gullosos, vanagloriosos y sensuales.
Engáñanse los unos á sí mismos, y tratan de engañar á
cuantos pueden con las invenciones de su propia imagi­
nación ó con las sugestiones de Satanás, que ellos levan­
tan y adoran como divinas verdades, sobreponiéndolas á
la palabra de Dios á despecho de la Iglesia y de su auto­
ridad tan firmemente establecidá y recomendada por la
divina palabra.
Engáñanse también los otros, porque en el templo de
138 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
sus almas, consagrado á Dios por el bautismo, ponen en
contraposición con este Dios vivo los desordenados afec­
tos de su corazon. Esto hacen todos los hombres orgullo­
sos y ambiciosos que adoran el ídolo del honor mundano;
y lo mismo los adoradores del oro, que es el gran dios de
muchas criaturas depravadas; y lo mismo todos aquellos
que aman los placeres mas que á Dios.
Todos estos, según dice el Apóstol (i), son idólatrag,
porque dan culto y sirven á las criaturas en vez de ado­
rar al Criador, solamente el cual es digno de ser bendito
por todos los siglos.
Incurren, pues, en la idolatría espiritual todos los que
tienen erigido algún ídolo, sea el que fuere, en el inte­
rior de su alma, rivalizando con el Dios vivo, todos los
que reconocen dentro de si mismos alguna pasión predo­
minante, algún afecto que les arrastra á ofender al único
Ser á quien deben amar con todo su corazon, con toda su
alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas. Ya sean
las pequeñas y mundanas fruslerías que á muchos cauti­
van, ya sea el ídolo gigante del yo, objeto continuo del
culto del amor propio y de la propia voluntad, lo que
reciba nuestros diarios sacrificios, somos igualmente ido­
latras. (
Oigamos las elocuentes palabras del maestro Fr. Luis
de Granada sobre esta idolatría espiritual (2).
« Otra segunda materia de idolatría se halla entre los
cristianos, según la cual, aunque no confiesan con la boca j
(1) I Rom., xxv. I
p tn · signada, oap. n, |
§ único. |
CAPITÜLO XI. 18#
ni creen con el entendimiento otro Dios que el verdadero,
con las obras muestran tener de las criaturas el aprecio y
estima que se debe ásolo Dios; asi las aman, y sirven, y
esperan en ellas, y se gozan con ellas. Así lo hace el ava­
riento con las riquezas y dineros, el ambicioso con lftfl
honras, el carnal con los deleites, y á veces la mujer con
su marido, y el marido con su mujer. Todos éstos Son
idólatras espirituales, y todos hacen dioses de las criatti*»
rás. Si un hombre tratase á otro cotí las cortesías debi­
das al rey, sin que se lo llamase, diríamos qué realmente
cuanto en si es le hace re y ; asi el que atribuye á la cria­
tura lo que se debe á solo Dios, á esa de hecho hace su
Dios. Por esta razón llama el Apóstol al avariento idólatra j
porque así ama el dinero como á Dios, y mas recela per­
derlo, y en el dinero ña, y en el dinero tiene puesta su e§»
peranza, su alegría y contento; y por multiplicar sus di­
neros hace mucho mas que por Dios. 0
« V lo que digo del avariento, digo de la mtíjef qtíé cotí
esta demasía ama á su marido y á sus hijos, porque táttb
bien se padece naufragio en el puerto como en la mar,
en el lícito am or, si es demasiado, como en el ilícito, y
pienso que el peligro del demasiado amor lícito es tantó
mayor que el del amor ilícito, cuanto parece mas seguro
y menos escrupuloso. Por lo cual temo que no menos gen­
te se pierda en los amores lícitos demasiados, que por los
ilícitos; porque estos comunmente nos pungen y detienen
las riendas con sus escrúpulos, mas los buenos del todo
nos aseguran con la apariencia del bien.»
« ¡Oh cuánto nos debía entristecer y lastimar este gé­
nero de idolatría tan general én et ffiUftdó entre la géfite
140 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
fiel, que con la confesion de sus bocas dicen, y con sus
entendimientos sienten y conocen que solo es uno el ver­
dadero Dios, y que todo lo demás es engaño y mentira;
y por otra parte sus corazones son templos de falsos dio­
ses , adorando la vanidad de su linaje y sangre, la anti­
güedad de sus riquezas, los deseos de sus honras, la am­
bición de los oficios y dignidades, sus vanos amores ó
demasiados, sus sensuales deleites! Unos en todas, otros
en algunas de estas cosas están todos empleados, y ren­
didos, y aficionados con el amor y obediencia debida á
solo Dios, haciendo su Dios de su afección: sobre la cual
así andan desvelados, como si allí estuviese todo su bien
y descanso; siendo esto propio de Dios, ser la entera sa­
tisfacción del ánima. ¡Quién pudiese con los tales cristia­
nos, que se pusiesen á considerar las palabras con que
está escrito este primer precepto! (El de amar á Dios so­
bre todas las cosas). Luego verían cómo realmente eran
idólatras; lo cual hoy ven tan mal, que como gravísima
injuria oirían ser llamados idólatras, aun de aquellos que
con buen celo se lo quisieren m ostrar.»
«Conforme á la declaración de este mandamiento, en
él se nos manda amar á Dios sobre todas las cosas; en
las cuales palabras se prueba claramente la idolatría es­
piritual de que tratamos. Aquel ama á Dios sobre todo,
que todo lo deja en caso que haya de perder á Dios, ó i
cualquiera de estas cosas por si, ó á todas juntas; y al con­
trarío de esto hacen todos los que llamamos espirituales j
idólatras.»
a Mas con ser esto así verdad, si á cualquiera de elk*
preguntamos si aman á Dios sobre todas las cosas, re*-
CAPITULO XI. 141
ponden segura y confiadamente que sí por cierto, sin en­
tenderse; antes engañados de una imaginación por la cua
piensan que tenerle creído por grande, hermoso, justo y
poderoso, bueno y misericordioso, y solo verdadero Dios,
y que no dirán ni creen otra cosa, antes tienen lo contra­
río de esta confesion por grandísima blasfemia, paréceles
que esto es amarlo sobre todas las cosas; y no miran los
pobres que con este conocimiento y fe no dan nada de
su casa; y si algo dan es la imaginación, mas no el cora­
zón. Porque para amarlo y probar con obras lo que creen
con el entendimiento, y confiesan con sus palabras, re­
quiérese que haya en sus corazones una grande estima
de Dios, por la cual les parezca la cosa mas indigna y fea
del mundo dejarle á él por alguna criatura, ó por todas,
ó por mil mundos. Y que estas excelencias que en Dius
confiesan no las consideran como en pinturas, ó en cosa
muerta, sino en cosa viva, sumamente excelente y per­
fecta merecedora de todo nuestro corazon y amor; y que
todo lo que no es él puede embarazar y ocupar el cora­
zon, mas no darle satisfacción y cumplimiento de sus
deseos; y asi se vaya todo tras él, ojos y corazon. »
CAPITULO XII.

DE OTRAS TRASGRE9IONES CONTRA EL PRIMER MAMUMIOTCO,


Y ES PARTICULAR PE LA SUPERSTICION.

Son asimismo infractores del primer mapdamiento de


la ley de Dios los que ponen la principal confianza de su
salvación en sus obras y merecimientos propios, en su
industria y su justicia, y también a los que buenos suce­
sos temporales esperan de esta propia industria, ciencia,
prudencia, buenas partes naturales y gracias adquiridas,
y favores humanos, y amistades de grandes, nobles y
ricos (1). »
No quiere Dios que de otro mas principalmente que de
él fiemos en caso alguno, ni esperemos algún bien de
alma ó cuerpo, temporal ó eterno. Los que estas cosas
esperan mas de los hombres que de Dios, necesaria­
mente han de acomodarse al gusto de los hombres y han
de lisonjearlos, y no solo les lian de disimular sus mal­
dades ó extravíos, sino que también los alabarán por
ellos mostrándose solícitos en coadyuvar á sus injustas

(1) Kr. L. de Granada, ¡bid.


144 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
exigencias. Este pecado es muy frecuente entre los cor­
tesanos.
Pero una de las ofensas mas graves que contra Dios
pueden cometerse, es la de la superstición. Y como en el
mundo se hace grande abuso de esta palabra aplicándola
generalmente en concepto erróneo, conviene decir con
algún detenimiento en qué consiste este pecado.
Son reos consumados de este crimen, en primer lugar,
todos aquellos que impetran del espíritu maligno cual­
quier conocimiento, auxilio ó asistencia, valiéndose de
instrumentos ó medios que por su propia naturaleza no
pueden producir efecto, y sí por su mediación. En estos
casos hay que suponer comercio secreto ó correspon­
dencia con Satanás y sus agentes, y de consiguiente un
crimen de alta traición perpetrado contra la Majestad
divina.
Incurren también en el pecado de superstición los que
fundan cálculos en el aspecto que presentan las estrellas,
en los agüeros, sueños, etc., porque todas estas son reli­
quias del paganismo y solo sirven para engañar á las almas
y entregarlas indefensas al padre de todo m al; para sus­
traerlas á la dependencia de su Dios y á su divina provi­
dencia, y para trasferir su fe á invenciones satánicas j
á mentidas vanidades.
Entre los dados al arte mágica descuellan desgraciada-
mente los agoreros y adivinadores, los que procuran
revelaciones por las almas de los difuntos, y los que acu*
den á favorecerse de estos en sus necesidades ó quieren
por ellos saber las cosas ocultas. Todas estas cosas estin
prohibidas por el Señor á los de su pueblo en el Levi-
CAPITULO XII. 145

tico, donde dice : a No seréis agoreros, ni hagais caso


<í de sueños (1). » Y en el mismo lib ro : a El hombre que
a fuere á los encantadores y adivinos, é hiciere pacto con
a ellos, muera por ello (2). »
A muchos ocurrirá preguntar si ésta gente ruin qué se
dedica al arte mágica puede hacer algún daño por donde
podamos coii razón temer á los qué él vulgo Tlama hechi­
ceros y brujos. A esto responde por nosotros el docto
Fr. Luis de Granada : á lo ‘primero, (^ e ni esiós mi­
nistros de Satanás ni todo el ínfierño nos pueden (sin
permisión de Dios) habér menos un cabelló dé nuestra
cabeza. Lo segundo, que alguna vez les dá el Señor
licencia por sus ocultos juicios, mas entonces no pueden
exceder de esta licencia ün punto, y con ella se han visto
cosas espantosas, según léemos ert el libro déí feánto
Job (3). Lo tercero, qüe rio póf esto se sigue que los
habernos de temeí, sino á Dios, sincuya licencia per­
misión nada pueden. Pbr ló éüáí rtíáiiá'óJ^é¿tíbIéi^eíD08 de
ellos algunos daños/ récibárfto# él tefcájo'-cotiib &tétigo
«le Dios, y digamos como dijó elsaiíto Jo b : ¿ ÉtSeftor
que lo díó ( i>or lo qué él es sórvido) lo quitó; como él lo
quiso, así se hizo; él sea puf todo álabádo, y su nombre
bendito, y conozcamos él toqüé dé lá mano dél Señor. »
ktetcá del comercio cón los esplritiis del otro mundo
nos obliga á entrar én algunas réfléiiories, ün tanto de­
tenidas, la terrible modá qiíé íiá invadido eñ tiüéátros
días todas las naciones cultas de ISiutopáy qúé^ s e f f iá
(1) L é v i t . , . * i x . . > .
(2) Levit., xx.
(3) J«b, i y u .
9
146 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
propagando en la América del Norte con síntomas mu>
fünestos para el órdcn religioso, moral y social.
Que además del mundo sensible que vemos y tocamos,
hay otro espiritual é invisible que á veces entra en
comunicación con el primero, es opinion antiquísima y
nunca contradicha. Apenas encontrarémos, no ya pueblo
culto, pero ni siquiera tribu salvaje, que no tenga acerca
de esto formado un concepto mas ó menos distinto, aun­
que en sustancia el mismo en todas partes. El cristia­
nismo al regenerar el mundo, le purificó también en
esta materia de todo cuanto la impostura y la malicia
habían agregado á este concepto haciéndole falso y ma­
ligno. Redujo aquella opinion primitiva ¿ formas claras y
determinadas,incluyéndola en muchos de sus dogmas;
definió lo que se podía y debía esperar de bueno de la
protección de los ángeles, y lo que podia y debia temer-
se del comercio misterioso con los espíritus malignos;
fortaleció y defendió á los fieles contra estos últimos
dándoles oraciones y exorcismos y el uso oportuno de
objetos sagrados y sacramentales; reconoció y profesó
finalmente como verdad que algunas raras veces habían
ciertas almas privilegiadas obtenido celestiales comunica­
ciones con los espíritus de los bienaventurados. De ma­
nera que para los cristianos católicos es tan clara y sen­
cilla esta m ateria, que nada, por decirlo así, les parece
misterioso aun con respecto á ese mundo que se llama
el mundo de los misterios. Es esto cabalmente un punto
del dogma en que disciernen mejor la viejecilla devota
y el rústico labrador, que el cristiano contagiado por la
filosofía ó fanático por el progreso del humano entendí-
CAPITULO X II. 147
miento. Para el católico candoroso y humilde el Catecismo
y el agua bendita, la leyenda del anciano san Antonio
atribulado por los demonios en su cueva, la vida del otro
Antonio Paduano al cual comunica un ángel en medio de
su sermón la noticia de la muerte de su padre, forman
una verdadera teología para cuya inteligencia basta y
sobra con la sencillez de la fe.
Pero la malhadada tendencia á destruir todas las anti­
guas tradiciones combatió esta sana teoría del mondo
invisible, y el grosero materialismo que prevaleció en el
pasado siglo hizo que entre la gente culta é ilustrada
se fuese poco á poco desterrando toda creencia en los
espíritus. Es claro que cuando esta gente negaba que hu­
biese en el cuerpo humano un espíritu, atribuyendo á la
materia el pensamiento y todos los actos inmateriales,
mal podía creer que hubiese ángeles de la guarda y de­
monios tentadores. ¿Quién tlos ha r á to ? ¿ quién los ha
oido? ¿ quién los ha toeado ? dicen aun algunos discípulos
de la filosofía del siglo decimoctavo.
Al materialismo ha seguido la reacción espiritualista,
y cuando ya la filosofía había completamente olvidado las
enseñanzas antiguas de la Iglesia respecto de los espíri­
tus, ha creído descubrir que los espíritus existen; pero
como se ha separado del dogma, ha incurrido en los mas
extravagantes errores.
Hoy vuelve la culta Europa á creer en los espíritus
mirando como una ciencia nueva que realza la dignidad
de la razón humana los medios empleados para paten­
tizar su existencia y para arrancarles revelaciones. Esta
nueva ciencia nos viene del Norte de América, país esen-
148 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
ciaimente progresivo, independiente, que profesa una
ilimitada libertad de cultos y de conciencia.
¡Quién k> creyera! Lo que el mundo cristiano creyó)
profesó desde los primeros siglos; k>que fué objeto de tan
repetidas providencias y rigores de parte de la Iglesia;
lo que la edad moderna y filosófica repudió altanera como
sueño9 de viejas fanáticas* como imposturas de (railes y
cu ras; eso mismo nos viene ahora de América con apa­
rato de nuevo descubrimiento, disfrazado á medida de
nuestro exquisito gusto, y eso mismo recibimos con cu­
riosa avidez como cosa desconocida y peregrina!
No podía darse en verdad una derrota mas completa
páraiel fnaterudismo ¡incrédulo, ni un triunfo mas glo*
rios& paraiifcfliturgia y las prescripciones de la Iglesia,
qtie la' generalidad calificaba de cosas rancias y mandadas
tecogér.
Hace ya algunos años qué se dió en aquella parte de
América el nombre de esplritualismo al arte de propor­
cionarse comunicaciones con los espíritus y á la profesión
de este mismo a r te : eii sérvicio ajeno» Pero hará unos
siéte uochft notamente qué el esplritualismo comenzó á
. propagárte y á invadirlo todo, de tal manera que hoy ya
mienta con innumerables secuaces, tiene su9 órganos en
la pteosa periódica, tiene asociaciones,, establecimientos
donde se practica* y en suma todo lo que puede hasta
'cierto pntto constituir oomurüon semi-religiosa
í ;■·l . .■■·.· · j ' >·’·*
1
( ) £ a ^ l «ño 1853 (h ace tr e s a ñ o s), h a b ía en A m é r ic a siete
p erió d ico s d estin a d o « 4 tra ta r e s ta m a te r ia : the Shekiicah qae
s e p u b l ic a b a N n e v á Y o r k c a d a t t é s m e s e s ; the Spirituel TtU-
graph, le m a m fl, éa e l im tm o p a n t o ; ib Storof the Trvth, tnen-
CAPITULO X II. 149
No nos detendrémos á referir aquí la historia del espi-
ritualismó norte-americano, ni las causas que mas han
contribuido á su desarrollo; ni eritrarémos en la explica­
ción de los procedimientos mas practicados por los mé­
diums, nombre aplicado á las personas que tienen la
virtud de comunicarse con los espíritus y de poner á loe
demás en relación con ellos. Este misterioso comercio
está ya ordenado y metodizado;'y’hay señales convenidas
con los espíritus para obtener de eHos contestaciones
bastante amplias. Limitémonos á decir que hay médiums
que escriben conduciéndoles la mano los espíritus : á
estos se los llama médiums escritores; otros hablan,
guiando los espíritus sus lenguas, y estos son mediurris
oradores. Asi se verifican en Amóriea las famosas maro-
testaciones espirituales.
Cualquiera, por poco versádo ifoe eáté eh la Historia
sagrada, recordará involuntariamente las startesrdiabélicaa
de las antiguas pitonisas. 1
Al magnetismo y á leyes naturalmente conocidas han
querido atribuir muchos de los que sé llaman despreocu­
pados estos fenómenos sobrenaturales que la humana
ciencia no puede explica*. Las autoridades mas respeta­
bles, sin embargo, creen que lás referida^ manifestíb

•nal, en Boston; the Crisis, mensual, en (Jincinnatí; the Journal


of man, mensual, én el raislrid panto; iHeSpirit Éessenger, quin­
cenal, ea Nuera York; the Spirlt WorMt m manal, en Boston.
Era frecuente ver en estos diversos .periódicos, artículos firma-
tas Washington, Franklin y otros americanos celebres, ya di­
funtos, de cuyas simas suponían íos redactores haber recibido
paUbi* póc palabra las ideas emitidas.
150 MANUAL DE MORAL CRISTIA N A .
ciones proceden en realidad de I09 espíritus. De todas
maneras el esplritualismo americano es la admiración de
todos, menos de los verdaderos católicos.
Los católicos* en efecto* no sabemos ver en ¿1 otra
cosa mas que la obra del demonio. ¿Para qué disfrazar
nuestra creencia? Mientras por un lado poseemos el co­
nocimiento seguro de esa maravilla que asombra ó
aterra á los hombres estudiosos privados de la luz de
nuestra te* por otro se nos prohíbe severamente que so­
licitemos toda comunicación con los espíritus* y se nos
dan medios eficaces para no ser involuntariamente ju­
guete de su malignidad.
Pero ¿porqué tanta severidad en la Iglesia? pregunta­
rán acaso algunos; ¿qué mal puede seguirse al hombre*
á la familia ó á la sociedad* de semejantes manifestacio­
nes? ¿porqué prohibirlas y fulminar tantos rigores con­
tra los que profesan esas artes que los cristianos han
llamado siempre maléficas? ¿qué inconveniente puede
resultar de conversar un instante con el alma de una
persona querida* ó de interrogar á un espíritu invisible
acerca de una cosa cualquiera* ya sea útil* ya mera­
mente agradable al que interroga?
Bástanos en verdad lo que enseña el Catecismo para
contestar á estas preguntas. El primer precepto del De­
cálogo* al prohibir que tributemos culto á nadie mas que
á Dios* prohíbe también implícitamente todo obsequio ó
dependencia respecto de otros seres á quienes no se debe
semejante homenaje* y especialmente respecto del demo­
nio* enemigo de Dios y de los hombres y espíritu malig­
no llamado por antonomasia padre de la mentira. Es
CAPITULO X II. 151
hacer una grave ofensa á Dios el buscar la verdad por
otros caminos que los ordenados por su infinita sabidu­
ría ; y es necedad insigne el pedírsela al padre de toda
falsedad calificado por el Redentor como homicida desde
el principio del mundo; homicida ab mrno (1).
Pero aunque nada nos dijese la moral de Jesucristo y
de su Iglesia sobre los males que trae consigo todo co­
mercio con el espíritu del error y de la mentira, la sola
experiencia de lo que ha sucedido en los países donde
las manifestaciones han estado, ó están, mas en boga,
puede servirnos de regla para incluir el funesto arte de
que nos hemos ocupado entre los mas grandes errores
de nuestra época, y entre las mas. punibles trasgresío-
nes que contra el primer mandamiento de Dios puede
cometer el hombre. En efecto, desde los primeros años
de ejercicio de la nueva ciencia, advirtieron todos los
hombres bien instruidos en las verdades del cristianismo
que los respuestas de aquellos innumerables espíritus
evocados y consultados por arte de los médiums conte­
nían los mas grandes errores y contradicciones, hasta el
punto de inducir en un mar de confusiones á los que las
promovían. Observóse también que á vueltas de tantas
contradicciones y despropósitos, solo en una materia
existia gran conformidad, no solo en las ideas, sino tam­
bién hasta cierto punto en las mismas expresiones, y
que esta materia era la religión : sobre esta, sobre la
vida futura y sobre los destinos sociales y políticos de la
vida presente, casi todos los espíritus consultados esta-

(1) S. Joan, vni, 44.


№ MANUAL DE MORAL C RISTIA N A .
ban concordes. Los espíritus (tal es el sistema social y
religioso que se desprende de las manifestaciones en los
Estados-Unidos) admiten un Dios* del cual reconocen do- *
pender : ensalzan su grandeza y su bondad * quieren que
se tenga en él ilimitada confianza; pero apenas recono­
cen otro medio de honrarle que el de hacer bien al pró­
jimo mejorando la condicion de los pobres : punto en el
cual son pródigos de amonestaciones y consejos. Las re­
ligiones todas para los espíritus* inclusa la cristiana* son
superstición* fanatismo, preocupación y sectarianismo.
Niéganse todos los dogmas y écbanse por tierra todas las
instituciones religiosas* políticas y sociales* para erigir
en . sil lugag el culto de la verdad y de la razón * único
culto digno de la Qivinidad* que en resumen no es otra
cosa que el Deísmo ó el Panteísmo* sin embargo de con­
servar todavía el nombre de Cristianismo. Jesucristo
para los espíritus fue tan solo el mejor y mas sabio de los
hombres* pero no admiten su divinidad* ni el pecado
original* ni la existencia de los demonios* ni la eterni­
dad de las penas del infierno. En cuanto á la vida futura
no hacen distinción alguna entre buenos y malos* entre
justos y réprobos* por lo que al parecer niegan perento­
riamente toda diferencia entre el bien y el mal.
Baste esta muestra del credo religioso y social que en­
señan los espíritus á los Norte-americanos : barullo in­
trincado de blasfemias* contradicciones y absurdos* que
ni siquiera tiene el mérito de la novedad* por cuanto lo
que hoy dicta el espíritu maligno á los médiums, á cuyo
alrededor se apiña una sociedad incrédula sedienta de
emociones * eso mismo lo había dictado muchos años ha
CAPITULO X II. 153
por toca, de otros hombres henchidos sin saberlo del
mismo maligno espíritu y llenos de necio orgullo.
De terribles consecuencias puede ser este moderno pi-
tomsmo si no se le ataja el paso. a Lo menos que hay
que temer de él, exclama un sabio redactor de la Civiltá
Caitolica que nos Id ha descrito primero que las demás
Revistas europeas (i), es v e rá la sociedad americana
prosternarse bajo aquel yugo diabólico de que redimió
Jesucristo al antiguo Gentilismo, y honrado en ella el día
menos pensado el Politeismó cotí todos los, horrores y la
ignominia que formaron su acompañamiento. Por de
pronto es innegable que los suicidios y los casos de lo­
cura se multiplican espantosamente entre la gente in­
cauta que se entrega á las tales manifestaciones. »
Esta especulación funésta ha tenido á Sustituir en
nuestros* dias á los delirios dé les «starókgofe que tanto
cautivaron á los hombrés incuhos y^endllbs de lá edad
media. 1
Los astrólogos se Tegian y gobernaban en todo portas
estrellas y atribuían á las influencias de los cüerposce-
lestes todos los sucesos prósperos ó adversos de los hom*
bres. Infringían estos el primer mandamiento del Dec¿*
logo, lo mismo que los que mantíetien comercio con los
malos espíritus, y contra ellos dijo el Señor :·« Yo soy Dios
que formé la luz y crié las tinieblas : hago la paz, y crio
el mal (de pena) para castigo del inal de la culpa causada
por el hombre. Yo el Señor de todo (2). »
No se confunda con Iob astrólogos á los astrónomos y á

(1) La CMUá caitotíca, año ív , n· 78. ti mondo <UgUSpitU·.


(2) Ita i. xlv.
154 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
los hombres estudiosos ocupados en la predicción de los
fenómenos celestes que están sujetos á leyes invariables
ya conocidas. Nunca las predicciones de los buenos ca­
lendarios han sido consideradas como obra maléfica por
los sabios de la Iglesia de Cristo. San Basilio (1) reco­
mienda el estudio de los avisos que el Señor da por los
planetas, y otros Expositores sagrados, lejos de vedar
los buenos repertorios aconsejan como muy prudente el
prevenirse con tiempo y el avisar con ellos á los marine­
ros y labradores. Ningún hombre prudente condenó jamás
esta práctica; antes el mismo Señor dijo : « Háganse las
estrellas y permanezcan en el cielo, y sean señales de
los dias y de las noches, y de los tiempos y de los
años (2). d Lo prohibido, y con mucha razón, es usar
mal de los planetas para saber los sucesos futuros ó es­
condidos de la humana vida, como si nuestras acciones
dependieran de los cuerpos celestes y no de nuestro a l­
bedrío.
Otra infracción bastante común del primer manda­
miento es la que cometen los que usan de las cosas sa­
cramentales, como el pan bendito, el agua y la sal ben­
dita, la cera del cirio pascual ó las candelas de las tinieblas,
para supersticiones. Téngase entendido que la Iglesia no
bendice estas cosas sino para darnos á entender que nin­
guna cosa de la tierra es de provecho sino bendita del
Señor, y encaminando el uso de ella á su servicio, honra
y gloria. La bendición no les comunica virtud alguna para
supersticiosos efectos, sino para-divina invocación. Así,
(1) Hexom.
(2) Gen., i.
CAPITULO X II. 155
v.gr., cuando encendemos las candelas benditas contra los
rayos, ó nos valemos de los otros objetos benditos con­
tra algún mal, no debemos poner la esperanza de nues­
tro remedio en otra cosa que en las divinas palabras de
que usa la Iglesia en tales bendiciones, que fueron ver­
daderas invocaciones de la virtud del Señor.
El que hace lo contrario incurre en una grosera su­
perstición ; como la comete por regla general todo el que
corrompe la verdad del culto de Dios haciendo consistir
la religión en cosas vanas que no aprovechan á su divino
servicio ni para su mayor gloria : todo el que se lison­
jea, ó lisonjea á otros, con la seguridad de obtener
mercedes milagrosas, y aun la misma salvación, em­
pleando medios que en manera alguna están autoriza­
dos por la palabra de Dios ni por su Iglesia.
En los países de poca poblacion y trato, y consiguien­
temente atrasados, suele ser costumbre entre la gente del
campo el conjurar con ciertas palabras y caracteres mis­
teriosos las enfermedades, la langosta, el gusano, las
alimañas dañinas, el agua, el fuego y las tempestades.
Los que tales cosas hacen son justamente incluidos en el
número de los hechiceros. Por usar de algunos nombres
sagrados y figuras que ellos tienen por buenas, se les
ügura, no solamente que no agradan al diablo y que no
son idólatras, sino que obran como religiosos y fieles
católicos. Pero lejos de quedar inculpados, lo son tanto
mas cuanto mas respetables y sagrados son los nombres
que en sus conjuros mezclan con las otras expresiones
vacías y misteriosas.
CAPITULO XIII.

DE LA HONRA DEBIDA AL SANTO NOMBRE DE DIOS, Y DE LA


BLASFEMIA EN PARTICULAR.

Las palabras del segundo mandamiento son estas :


iVo tomarás su santo nombre en vano. Tiene gran co­
nexión este segundo precepto con el primero.
Pidió el Señor en aquel todo el corazon al hombre. Con
este quiere que manifieste éh sus palabras el estado de su
corazon.
El que de veras ama con el corazon tiene cuidado ¿e no
ofender al amado con la lengua; nunca, por el contrario,
se harta de hablar de él, nunca se satisface, ni le parece
que le basta la lengua para explicar lo que siente. Sin
embargo, se nos da este precepto para mayor abundancia
y mejor declaración, por condescender la divina clemen­
cia con nuestra gran rudeza.
También el modo es en este mandamiento negativo;
pero el precepto afirmativo que encierrá fácilmente se
colige : por él se nos manda la veneración del santo nom­
bre de Dios, alabándole, dándole gracias, engrande­
ciéndole, invocándole, valiéndonos de él, predicándole.
158 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
manifestándole á los que no le conocen bien, confesando
que en él consiste nuestra suprema dicha.
Tomar el santo nombre de Dios en vano es emplearlo
para malos ó vanos fines, en vez de emplearlo para nues­
tros bienes espirituales ó corporales encaminados á la
mayor honra y gloria de Dios.
No debe ser nombrada la divina Majestad mas que
para darle gracias, para pedirle socorro y consejo, para
que nos ampare y favorezca, para despertar en nuestro
prójimo su conocimiento, para confirmar alguna verdad
de importancia, para favorecer á los inocentes, finalmente,
cuando lo pidiere la caridad; y ha de hacerse de modo
que se conozca al nombrarla la estima con que en nues­
tros corazones la tenemos.
Claramente se colige de aquí cuáles son las obras pro­
pias de este mandamiento en su concepto afirmativo, y
cuáles las prohibidas en su sentido negativo. Veamos ante
todo lo que manda, y luego lo que prohíbe.
1. Lo primero que por este precepto se nos manda es
la invocación del santo nombre de Dios: para esto es ne­
cesario tener fe en su unigénito Hijo Jesucristo nuestro
Redentor. Porque están grande nuestra indignidad, y de
tal manera nos condena nuestra conciencia, que no osa­
ríamos esperar ningún bien si no fiásemos en los mereci­
mientos y dignidad de nuestro Medianero.
También debemos por este precepto dar gracias al Se­
ñor. Estas gracias son como una profesion del afecto
interior al cual nos obligó el primer mandamiento. Porque
como por aquel se nos excita á que le honremos como
universal Criador y Autor de todos los bienes, á quien se
CAPITULO X III. 159
debe suma obediencia y agradecimiento, asi en este se
nos manda que demos testimonio de esta fe delante de
los hombres, gloriándonos de tener tal Señor y desper­
tando en los otros el deseo de conocerle y servirle.
Es propio de este mandamiento asimismo alabar al
Señor por todas sus obras, ya sean para nosotros próspe­
ras ó adversas : confesando que las prósperas vienen de
su liberalidad y misericordia, y las adversas de su justi­
cia, merecida por nuestros pecados, a Bendeciré al Señor
a en todo tiempo, dice David (1), y sus alabanzas sona-
« rán siempre en mi boca· d
Son también obras de este precepto todas las oracio­
nes y divinos oficios, como también el evitar los jura­
mentos y el castigo de la blasfemia por la cual el nom­
bre del Señor es desacatado y maltratado entre las
gentes.
Glorificar el nombre de Dios con la lengua y con los
hechos, es la grande ocupacion del buen cristiano. Le glo­
rificamos con la lengua cuando le alabamos y exaltamos
sus mercedes; cuando nuestras palabras y conversa­
ciones van encaminadas ¿ promover su gloria y á edificar
al prójimo.
E Glorificamos su santo nombre con los hechos cuando
vivimos como corresponde á sus hijos y ¿ su pueblo;
cuando el ejemplo que damos con nuestras acciones es
tal, que toman los demás ocasion de él para glorificar al
Padre que está en los cielos. Porque asi como está escrito
de los malvados que por ellos se blasfema del nombre de

(1) Sftlm. xxxut·


160 MANUAL DE MORAL C RISTIA N A .
Dioá en las naciones, la vida del verdadero siervo de Dios
éfi en iodo lugar como la Suave fragancia de Jesucristo.
Y no solo da continua gloria á Dios con el ejercicio de
todas las virtudes, sino que además estimula á otros mu­
chos i glorificarle sirviéndoles de modelo.
Debemos, pues, vivir siempre precavidos para no hacer
uso del santo nombre de Dios sino con respeto y de­
voción.
II. Sé peca corttra el segundo mandamiento, que he­
mos explicado, siempre que Sé hace algo contrario á lo
que acaba de enumerarse : cuando uno no acude á Dios
en los trabajds, ni le da lafegfatia* débi<la9 por todas sus
obras, ya sean próspérá¿ ó ¿ t o r t a s ; ruando uno no pro-
cu rt ía gknriá y hoiirá de su sántd nombre; cuando lo
mezcla con conjuros ó ebsalmós, á vueltas de nombres
que se puede creer son malos y de espíritus inmundos.
También pecan los que invocan el santo nombre de
Dios para pedirle vénganza ú otras cosas ilícitas; y los qué
usurpákr las palabras de la divina Escritura para cosas dé
donaire y burla; mucho mas cuando las citan para plá-
ticaá deshonesta*, ó para fábulas, ¿ pava mostrar que no
las creen ó las tienen en poco.
« También obran contra este mandamiento los que
cuando se nombra á Jesucristo 6 á su bendita Madre, no
inclinan su cabeza ni hacen reverencia; la cual debe*
mos tódos en el cielo, y en la tierra, y en él purga­
torio (i). *
Aun Tttuého mas grave y derechamente pecan contra

(I) Es doctrina de Fr. Luis de Granada : oto. cit.


CAPITULO X III. 161

este precepto los que juran el nombre de Dios en vano;


porque siendo este acto directo contra Dios, es por su
condicion mas punible que los que se cometen contra el
prójimo, por graves que sean. Y no solo es así cuando en
el juramento se expresa el nombre de Dios, sino que
basta que se jure por la Cruz, por el Evangelio, por el dia
santo, por los Santos, por la propia vida. Cualquiera de
estos juramentos es pecado mortal (4) si se jura con men­
tira, y es grave injuria de la Majestad divina. Verdad es
que si fuese por inadvertencia, la culpa dejaría de ser
mortal, atendida la .falta de deliberación y juicio con que
se cometió. Mas esto no sirve de excusa á los que juran
por pura costumbre y no les pesa de ello, ni al parecer
desean corregirse, porque no hacen diligencia alguna para
dejar de pecar. Estos no se excusan de pecado mortal ju­
rando con mentira, porque supuesto que tienen esta
mala costumbre involuntaria, es visto (pié qtiieren lo que
necesariamente se sigue de la mala costumbre, que es
jurar muchas veces en falso. Así estos pecados se llaman
voluntarios, porque quien ama el peligro en él ha de
perecer (2). De aquí se sigue que el cristiano está obli­
gado á desarraigar de si esta mala costumbre.
Contra ella tenemos un gran consejo del Señor, y des-
pues otro del Apóstol (3). El Señor dijo : « e n n in g u n a
« m a n e r a q u e r á is j u r a r ; » como si dijera : nunca os
mueva á jurar vuestro deseo ó voluntad, sino la nécesi-

(1) VéiM m u adelante en el capitulo correspondiente la dis­


tinción entre los pecados mortales y vm ialts.
(2) Eccle., ra.
(3)S. Mat., v.
162 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
dad de la caridad, y cuando esta no os forzare, vuestro
uso de hablar, así como para afirmar como para negar,
sea este : sí, sí; no, no. Y con esto os debeis contentar en
vuestras ordinarias pláticas, sin que se os dé mas porque
os crean ú os dejen de creer.
El apóstol Santiago nos dice (i) : ct Hermanos míos,
« ante todas cosas no queráis jurar. » No queráis, dice,
conformándose con la doctrina que había aprendido; no
queráis jurar por vuestra voluntad, sino competidos de la
verdad y necesidad de la caridad. Y esto de no jurar el
nombre de Dios en vano, lo declara el mismo apóstol di­
ciendo : « No queráis jurar ni pof el cielo ni por la tie rra :
vuestro afirmar y vuestro negar sea : sí por si, y no
por no. Porque no os lleve la fuerza de la mala cos­
tumbre á jurar lo que no es verdad, porque no vengáis
á caer en el juicio y castigo de los trasgresores del pre­
cepto divino (2). »
llustrarémos este capítulo con algunas reflexiones to­
madas de los buenos teólogos acerca de la gravedad de
los pecados, que pueden considerarse como un excelente
preservativo para no incurrir en la violacíon del segundo
precepto del Decálogo.
Los teólogos distinguen tres órdenes de pecados : los
primeros son los que se cometen contra los preceptos que
directamente pertenecen á la gloria y honra de la Divi­
nidad, como son los pecados de idolatría, de desespera­
ción, de odio á Dios. Los segundos son contra la honra de
la sacratísima humanidad de Cristo, ó contra sus sacra-
(1) Sant., v.
(2) Ibid.
CAPITULO X III. 163
mentos, como los sacrilegios y la profanación de las cosas
sagradas. Los terceros son los que se cometen contra los
preceptos dados para bien del prójimo, para que vivamos
en paz y en am or; como son todos los siete mandamientos
de la segunda tabla.
Según esta división aparece claro lo que dicen los teó­
logos, que el juramento falso es de por sí esencialmente
mas grave que el mismo homicidio, porque el homicidio
procede directamente contra la criatura, mas el jura­
mento falso va directamente contra el Criador, contra la
divina Majestad, porque hace á Dios con grande injuria
testigo de una falsedad y mentira, que es lo mismo que
suponerle mentiroso y favorecedor de los que mienten.
« El hombre jurador, dice el Sabio (1), será lleno de
c maldad y no se apartará de su casa el azote de Dios, d
Sobre todos los pecados que contra este mandamiento
pueden cometerse está el de blasfemia. Hállase este, dice
el padre Granada, pared en medio con los tres mayores
pecados del mundo, que son idolatría, odio de Dios y
desesperación.
Si al que tiene odio contra su prójimo llama san Juan
homicida (2), al que tiene odio contra Dios habrá que lla­
marle deicida ó matador de Dios; y áeste es muy seme­
jante el blasfemo que furiosamente maldice á Dios, porque
este tal, si pudiese, en la hora de su furor despeda­
zaría á su Hacedor y Redentor. Por esto dice san Agus­
tín (3) : <i No pecan menos hoy en su tanto los que blas-
(1) Eoclee., xxni.
(2) S. Joan, ui.
(3) Angost., in tom. X, aerm. 59, in Joan.
164 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a feman dé Cristo, ahora que ya reina en el cielo, que
« aquellos que le crucificaron estando en la tierta. »
Castiga Dios este pecado de la blasfemia severísimfr-
mente. Porque el rey Sentiacherib blasfemó estando con
su ejercito sobre el pueblo de Dios, le castigó el Señor
enviando un ángel que exterminó de aquel mismo ejér­
cito en que confiaba, nada metlos que ciento ochenta mil
hombres. Y á los pocos dias el rey fué muerto por sus
propios hijos, castigando Dios con la rebeldía de los hijos
matadores al padré blasfemo.
No suele ser este pecádo de mujeres, observa el citado
Escritor éa&rado (i), petó les ^ fa m ilia r otro pecado
setíifejáíité á! dé l a b la áfán ia: y és; volverse centra Dios
eü* súétr&bajOs, quejándose' de él y dé sil providencia, y
poniendo máétílá en su justicia. Dicen que no le agrade-
cén lá vida qne les da tan llena de amarguras, maldi­
cen los largos años de sus padres, y el día de su naci­
miento, y piden con ira y rabia la muerte, y lanicntanse
porque tarda, y á veces se maldicen y llaman á los de­
monios. Todas estas son blasfemias y lenguaje del in-
fiértíó, y los dé £t tisán páréce ctfraoqaepronostícan
sa №t№ó dék¿raciadí9imo destino.
Cótno que en este crimen tiene parte la soberbia, por
cuatttoálceriáurar las obras de DioSySóbreponen los que le
cometen ku prbjAojuicio al juiciodel Todopoderoso, se colige
que contra él es la humildad éxcelénte remedio. El que
procure hamillátse á la Previdencia divina recibiendo
con paciencia los trabajos que Dios como Padre piadoso

(l) Granada : obr. c it, segunda parte, cap. m .


CAPITULO X III. 165
fe enrie, tío incurrirá en tal pecado; porque aunque no
entienda cómo puede convenirle el sufrir y padecer, sabe
que la infinita sabiduría y bondad no puede engañarse,
y cree que en Dios es tan imposible hacer cosa mala como
dejar de ser Dios.
<r Ten por cierto, dice el venerable Granada (1), que
no hay médico tan sabioni tan amoroso para con su único
y amado hijo, ó con su muy querida esposa, que con
tanta consideración mida las onzas y adarmes de la purga
con que los desea sanar, como el Padre eterno mide los
trabajos que te envía, como saludables purgas. i>
« Mas si con todo te parece que son sobre tus fuerzas,
acuérdate de lo que dice el Apóstol, que pertenece á la
fidelidad de Dios no dar trabajos sobre nuestras fuer­
zas (2). También debes considerar que con la impaciencia
no sacudes la carga de los trabajos, antes la haces mas
pesada, y no seto pierdes el merecimiento de la pacien­
cia,mas añades una grate culpa. »
« Mas si quiere* dé grandes trabajos hacer pequeños,
toma el consejo de san Bernardo, comparándolos con una
<le ruatro cosas, ó con todas juntas. La primera, con los
beneficios que tienes recibidos de la mano de Dios. La
Segunda* con los pecados muchos y graves cometidos
contra la divina Majestad. La tercera comparación sea
con las penas del infierno, por tus culpas nkerecidas. Y
la coaita, con la gloria del paraíso, que por trabajos se
alcanza. Hecha esta comparación con tos trabajos, los
perderás de vistay te parecerán nada. ¿Cuántoes loque
(1) Ibid.
(2) 1 ad Corint., x.
166 MANUAL DK MORAL CRISTIANA.
padeces si lo comparas con lo que has recibido de mer­
cedes? Esta comparación hizo el santo Job : razón es pa­
dezcamos males merecidos, pues habernos recibido tan­
tos bienes sin merecerlos. ¿Qué es lo que padeces si lo
comparas con lo que mereces por tus pecados? Pues
¿ qué tanto es lo que sufres aquí, si por ello te perdonan
las penas de allá? Y si miras á la gloria que está aguar­
dando allá á los que con paciencia padecen acá, dirás
con el Apóstol (1) : No son dignas todas las penas de acá
para por ellas perder la gloria de la otra vida. »
La doctrina expuesta sobre la honra debida al santo
nombre de Dios se halla admirablemente condensada en
las siguientes consideraciones del doctor Challoner que
extractaremos por via de resumen.
<i No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios, por­
te que no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano
a el nombre del Señor Dios suyo ^2). » Este mandamiento
nos obliga á tener el mayor respeto al santo nombre de
nuestro Dios y Señor, y á no profanarle con los odiosos
crímenes de la blasfemia, que insulta en su misma faz
á la infinita Majestad de Dios, y del perjurio, que insulta
su verdad y le toma por testigo de la mentira.
Sería verdaderamente prodigioso que una nación que
fomentase ó tolerase tan monstruosos delitos, alcanzase
prosperidad alguna en la tierra.
Este mandamiento prohíbe también todo juramento pro­
fano y todo auso irreverente del sagrado nombre de Dios.
¡Cuán común es sin embargo este pecado entre los cris·
(1) Rom., vm.
(2) Éxod., xx, 7.
CAPITULO XIII. 1«7
líanos! ¡ Cuán tristes sus consecuencias, manifiestas en los
infinitos juicios de Dios que de tantas maneras los cas­
tiga en este mundo y en el otro! Porque es cierto que
el Señor no puede dejar vivir impune al que tome su
santo nombre en vano. De aqui colige el Sabio (1) esta
terrible sentencia : « El hombre que jura mucho se lle-
« nará de pecados y no se apartará de su casa la des­
ee gracia »
Son muchas las maneras que tienen los hombres de pro­
fanar diariamente el santo nombre de Dios. Juran por
él, y á cada paso : unas veces con falsedad, otras con
injusticia; por lo general temerariamente, exponiéndose
por lo tanto al evidente riesgo de hacer á Dios testigo de
sus mentiras.
Muy á menudo presumen valerse de la Majestad divina
con la misma temeridad y profanidad en sus maldiciones
é imprecaciones, para que les sirva como de verdugo y
ejecute las condenas que cualquier capricho ó pasión les
hace pronunciar contra el prójimo.
Otras veces, y esta es mayor ceguera, pronuncian en
su locura semejantes sentencias y concitan la divina ven­
ganza contra sus propias almas.
Pronunciase el sagrado nombre de Dios sin causa ni
motivo para expresar cualquiera pasión ó emocion del
alma. ¡Qué libertades se toman los miserables gusanos
de la tierra con la tremenda Majestad del cielo!
¡ Gran mengua padece hoy por cierto la cristiandad,
cuando tantos miles de miles que se llaman á sí mismos

(l) Eccles., xx m , 12.


168 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cristianos, son infinitamente mas reos que los Turcos y
paganos de la profanación del santo nombre de Dios, y
aun se glorían de su delito!
Pero tú, cristiano timorato, si alguna vez oyeres pro­
fanar tan santo nombre, levanta tu corazon ai cielo, y
únete allí á las legiones de bienaventurados que adoran,
ensalzan y cantan su Majestad divina, porque de este
modo compenses, en cuanto te sea posible, con tu adora­
ción los ultrajes cometidos contra el Rey de los cielos.
CAPITULO XIV.

DE LA SANTIFICACION DEL DIA DEL SEÑOR. — EXPOSICION


DEL PRECEPTO.

El tercer mandamiento del Decálogo, último de la pri­


mera tabla, dice así : s a n t if ic a r á s l a s f i e s t a s .
£1 Éxodo dice: a Acuérdate de santificar el día del sá-
« bado; » y en seguida explica la práctica de este precepto
y sus motivos: <r Los seis dias trabajarás, dice, y
« harás todas tus labores; mas el día sétimo es sábado,
ó fiesta, del Señor Dios tuyo. Ningún trabajó harás en
« él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu criado, ni tu
criada, ni tus bestias de carga, ni el extranjero que
a habite dentro de tus puertas, ó poblaciones. Por
« cuanto el Señor en seis diás hizo el cielo, y la tierra,
a y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó
« en el dia sétimo: por esto bertdíjo el Señor el día del
« sábado y le santificó, d

Con este mandamiento acaba él Señor de enseñar é


instruir al hombre de sus deberes en el servicio dé bios.
Por el primero, le eftseñó cómo habiai dé ser en cuánto al
corazon; por el segundo, cómo debía ser en sus pala-
170 MANUAL DE MORAL CR ISTIANA.
bras; por este tercero, cómo en todas sus obras, aunque
al parecer no se haga aquí mención mas que de la san­
tificación de las fiestas.
Santificar las fiestas es decir que los fieles han de te­
ner ciertos dias determinados para el divino culto, en
los cuales se han de congregar para los divinos oficios,
y con las sagradas ceremonias exteriores han de profe­
sar la obediencia á Dios, animándose unos á otros y dán­
dose ejemplo en este público concurso y festividad.
Con órden y conexion maravillosa se prescribe en
este mandamiento el culto externo. Viene á ser este como
un fruto del primer mandamiento. Y en efecto, no po­
demos menos de venerar con culto exterior y de dar gra­
cias á quien piadosamente adoramos con interiores afeo
tos, movidos de la fe y esperanza que en el tenemos
depositadas. Mas como estas cosas no se pueden cumplir
fácilmente por los que están envueltos en las ocupacio­
nes de los negocios humanos, por esto se determinó
cierto tiempo en que cómodamente pudieran ejecutarse.
Por la calidad de los frutos y utilidades maravillosas
que el cumplimiento de este precepto debe producir, se
recomienda muy particularmente en el Catecismo del con­
cilio de Trento que los párrocos empleen todo esmero y
diligencia en su explicación. A cu érd ate de santificar el
dia del sábado, dice Dios: esta primera palabra, acuér­
date, tiene aquí gran fuerza. No se encuentra en ningún
otro mandamiento, y parece como que con ella ha que­
rido el Señor penetrarnos mas de la obligación en que
estamos de observarlo estrictamente; del deber de con­
sagrar de un modo especial una parte competente dd
CAPITULO XIV. 171

día á la oracion y al culto de aquel que con justicia


puede reclamarlo todo entero; y del convencimiento de
que este precepto es invariable, indispensable y eterno.
Lo mucho que importa á los fieles guardar este pre­
cepto se deja conocer considerando lo mucho que su ob­
servancia cuidadosa facilita el cumplimiento de los demás
mandamientos. Porque efectivamente, como entre las
cosas á que están obligados en los dias festivos, es una
de las principales la asistencia á la iglesia para oir la pa­
labra de Dios, es claro que cuanto mejor instruidos se
hallen en las leyes divinas que inculca esta palabra, me
jor conseguirán guardarlas todas en su corazon. Por
esto se manda tan repetidas veces la celebración y culto
del sábado en las Escrituras : en el Éxodo, en el Levitico,
en el Deuteronomio y en los profetas Isaías, Jeremías y
Ezequiel.
Hay una diferencia entre este precepto y los demás del
Decálogo: aquellos son naturales y perpetuos, y en ma­
nera alguna pueden variarse; este,por el contrario, no es
fijo y constante, sino que se puede mudar. La razón es
sencilla : aunque fué derogada la ley de Moisés, no lo
fueron los mandamientos escritos en las dos tablas que
recibió del Señor, y que todo el pueblo cristiano guarda
wino conformes á la naturaleza que impele á su obser­
vancia; mas el mandamiento del culto, si miramos al
tiempo señalado, no pertenece á las costumbres sino á
las ceremonias; y además no puede llamarse natural en
cuanto al señalamiento del tiempo, porque no nos enseña
la naturaleza que tributemos culto á Dios mas bien en
ese dia del sábado que en otro cualquiera, sino que el pue­
172 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

blo de Israel empezó á guardar el sábado desde aquel


tiempo en que fué libertado de la servidumbre de Faraón.
Pero conviene este mandamiento con los otros, no en
el rito y ceremonias, sino en que tiene alguna cosa per­
teneciente á las costumbres y derecho natural. Porque de
este derecho natural nace el culto de Dios y la religión
que se expresa por este mandamiento, pues nos dicta la
naturaleza que empleemos algunas horas en las cosas que
pertenecen al culto del Ser Supremo^ La prueba de esto
es, que en todas las naciones vemos señalados algunos
dias festivos y solemnes consagrados á las funciones sa­
gradas y divinas. Porque es natural en el hombre dedi­
car algún tiempo fijo para las cosas precisas, como son el
descanso, el sueño y otras tales; y de esta propia razón
natural dimana que lo mismo que se concede al cuerpo,
se conceda también al alma algún tiempo en el cual des­
canse y cobre nuevas fuerzas en la contemplación de
Dios. Debe, pues, destinarse alguna parte de tiempo á la
celebración de las cosas divinas, y para tributar á Dios
el necesario culto : y esto sin duda alguna pertenece á
los preceptos morales.
Antiguamente, dejamos dicho, era el sábado el dia de­
dicado al Señor. Pero las antiguas ceremonias eran
<v como unas imágenes sombreadas de la luz y la verdad,»
y era preciso que estas imágenes se ahuyentasen con la
venida de la luz y de la verdad misma que es Jesucristo.
El tiempo, pues, en que había de desaparecer el culto
del sá|)ado era aquel mismo en que habían de quedar
abolidos y anticuados los demás cultos y ceremonias he-
bráicas : esto es, en la muerte de Cristo.
CAPITULO XIV. 173
El Apóstol escribe asi á.los Gálatas reprendiendo á los
que observaban los ritos mosáicos : <rObservaréis los dias
a y los meses, los tiempos y los años. Témoos, que acaso
« en vano trabajé entre vosotros (1). » Lo mismo escribe
á los Colosenses (2).
Determinaron los apóstoles consagrar al culto divino el
primero de los siete dias de la semana, y le llamaron
Domingo. Del dia de domingo hace mención san Juan en
el Apocalipsi (3); y el Apóstol manda que se hagan las
colectas el primer dia de ía semana (4) que es el domin­
go; según lo explica san Juan Crisóstomo (5) para que
entendamos que ya entonces era tenido en la Iglesia el
dia de domingo por santo.
Para la mas conveniente explicación de este manda­
miento, el Catecismo romano la divide en varias partes.
El buen órden requiere que principiemos explanando
esta primera parte: Acuérdate de santificar el dia del
Sábado.
Hemos dicho que muy al caso se puso al principio del
mandamiento aquella palabra, a c u é r d a t e : por cuanto e 1
culto de este dia pertenece á las ceremonias. Y de esto
debía ser amonestado el pueblo, porque la ley natural
por sí sola no determina en qué dia señaladamente debe
ser adorado Dios con culto de religión.
Por estas palabras se da á entender además el modo y

(1) Gál&t·, iv.


(2) Coios., n.
(3) Apocal., i.
(4) I Corint., xvi.
(5) Homil. 3, in I ad Corinth.
174 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
la reserva con que los fíeles han de trabajar en toda la
semana, es á saber, de manera que siempre estén aten­
diendo al dia de fiesta. Porque como en él hemos de ve­
nir á dar alguna cuenta á Dios de nuestras acciones y
obras, es necesario que las hagamos tales, que ni sean
desechadas por su divino juicio, ni sean para nosotros,
según está escrito, materia de llanto y de remordimiento
de conciencia (1).
Ultimamente, se nos recuerda con ellas que no falta­
rán ocasiones para hacemos olvidar de este manda­
miento, ya movidos del ejemplo de otros, que no hacen
caso de él, ya por la afición á los espectáculos y juegos
que muchísimas veces nos distraen del santo y religioso
culto de este dia.
La voz sábado es nombre hebreo que en nuestra len­
gua quiere decir cesación; y asi sabatizar es lo mismo
que cesar y descansar. Por esta significación vino el dia
sétimo á llamarse sábado, porque acabada y cumplida
toda la obra del universo, descansó el Señor de todas las
que habia hecho. Ese nombre le da el mismo Señor en
el Éxodo.
Pero despues no solo se llamó con este nombre el dia
sétimo, sino aun toda la semana por la dignidad de ese
dia (2); y en este sentido dijo aquel Fariseo que men­
ciona san Lucas: Ayuno dos veces en el sábado, esto es,
cada semana (3).
Por la santificación del sábado se entiende en las sa­

lí) i » «▼ ·
(2) Deuter., v.
(3) S. Luc., xvm .
CAPITULO XIV. 175
gradas Letras levantar mano de los trabajos corporales y
de los negocios, como lo muestran con claridad las pala­
bras que siguen en el mandamiento : no trabajarás.
Pero no solo significan eso, pues en tal caso habría bas­
tado decir en el Deuteronomio(i) : Guarda el dia del sá­
bado; sino que añadiéndose en el mismo lugar para que
le santifiques, se manifesta por estas palabras que el dia
del Señor es religioso y que está consagrado á acciones
divinas y santos ejercicios. Por lo tanto, entonces cele­
bramos cumplida y perfectamente el dia del sábado,
cuando pagamos á Dios en su santo dia los tributos de
nuestra piedad y religion. Y este puntualmente viene á
ser el sábado que llama Isaías delicioso (2), porque los
días festivos son como las delicias del Señor y de los
hombres virtuosos. Asi que, si añadimos á este santo y re­
ligioso culto del sábado otras obras de misericordia, son
ciertamente muchos y muy grandes los premios que se
nos prometen en el mismo capitulo.
El verdadero y propio sentido de este mandamiento es,
pues, este : que desembarazado el hombre de negocios y
trabajos corporales por algún tiempo determinado y fijo,
se emplee únicamente con cuerpo y alma en el cuidado de
adorar y venerar piadosamente á Dios.
a Seis días, continúa el Sagrado Texto, trabajarás y
« harás todas tus obras; mas el sétimo día es el sábado
« de tu Dios y Señor (3). d

(1) Deuter., y.
(2) Itai, Lvm.
170 MANUAL DE MOHAL CRISTIANA.
En estas palabras se nos inculca que tengamos el dia
del sábado por consagrado al Señor, que le tributemos
en él los oficios de la religión, y que entendamos que ese
dia es señal del descanso de Dios.
Convino señalar á los judíos el dia sétimo para el culto
divino; no era prudente dejar al arbitrio de aquel pueblo
rudo la elección del tiempo para que no imitase las fies­
tas de los Egipcios. Y asi de los siete dias escogió Dios
el último para que le diesen culto : lo cual está tan lleno
de misterios, que el mismo Señor en el Éxodo y en Eze-
quiel lo llama señal diciendo : « Mirad que guardéis mi
« sábado; porque es señal entre mi y entre vosotros en
a vuestras generaciones; para que sepáis que yo soy el
a Señor que os santifico ({). »
Era el sábado señal que indicaba que deben los hom­
bres dedicarse á Dios y mostrarse santos en su presencia,
viendo que el mismo dia está también dedicado á su di­
vina Majestad; pues el dia es santo por deber los hom­
bres en él ejercitarse señaladamente en obras de santidad
y religión. Fué señal también y como memoria de la
creación de esta maravillosa obra del universo. Además
de esto fué señal encomendada á los Israelitas para re­
cuerdo de que por el auxilio de Dios habían sido redi-

tegro que copiamos 4 la caben, de este capítulo, no debe e*ti


diferencia sorprenderle^ ni menos parecería sospechosa. Nac«
únicamente de que nnas veces empleamos la versión del P. Amst,
y otras la que tovo 4 la vista el traductor del Catecismo romano.
Sustancialmente, todas las que podemos emplear en este Ma­
nual ooncuerdan y dicen lo mismo, puesto que son las «utQiúsr
das por la Iglesia.
(I) ftxod., x x x i; — Ezeq., xx.
CAPITULO XIV. 177

midos y rescatados del durísimo yugo de la esclavitud de


Egipto, como lo muestra el Señor por aquellas palabras:
« Acuérdate de que tú también fuiste siervo en Egipto, y
a que te sacó de allí tu Dios y Señor en mano fuerte y en
<r brazo extendido. Por eso te mandó que observaras el
a día del sábado (i). » Y sobre todo esto.es señal del
sábado espiritual como del sábado celestial.
El sábado espiritual consiste en cierto santo y místico
reposo : esto es, cuando sepultado el hombre viejo junta­
mente con Cristo, se renueva para la vida y se ejercita
cuidadosamente en aquellas acciones que convienen á la
piedad cristiana. Porque los que en otro tiempo eran ti­
nieblas, pero ya son luz en el Señor (2), deben andar
como hijos de la luz en toda bondad, justicia y verdad, y
no tener ninguna comunicación con las obras infructuo­
sas de las tinieblas (3).
Sábado celestial,. según dice san Cirilo (4) exponiendo
este lugar del Apóstol quédase el sabatismo para el pue­
blo de Dios (o), es aquella vida en la cual viviendo con
Cristo gozaremos de todos los bienes, arrancado él pe­
cado de raíz, según aquello de a no habrá allí león, ni
( subirá por allí bestia fiera, sitio que estará allí la senda
« y el camino, y se llamará camino santo (6). » Porque
el alma de los santos logra todos los bienes en la vista de
Dios.
(1) Deuter., v.
(2) Ephes., v.
(3) Ib id .
(4) Lib. IV in Joann., cap. li.
(5) Hebreeor., rv.
(6) Iiai, xxxv.
178 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Además del dia sétimo tenia el pueblo judáico otros
dias festivos y sagrados establecidos por divina ley, en
los cuales se renovaba la memoria de los mas señalados
beneficios.
Pero la Iglesia de Dios, como dejamos dicho atrás, tuvo
por acertado trasladar el culto y celebración del sábado al
domingo; porque asi como ese dia fué el primero en que
alumbró la luz al mundo, asi salió en él nuestra vida de
las tinieblas á la luz resucitando nuestro Redentor, que
nos abrió la puerta para la vida eterna. Por esto los
apóstoles quisieron se llamase dia del Señor.
Además de esto, vemos en las sagradas Letras ser so­
lemne este dia por haber empezado en él la obra de la
creación del mundo y haber sido enviado sobre los após­
toles el Espíritu Santo.
Otros dias festivos establecieron también los apóstoles
fuera del domingo desde el principio de la Iglesia, y des­
pués en los tiempos sucesivos nuestros santos Padres,
para que celebrásemos piadosa y santamente la memoria
de los beneficios de Dios.
Entre estos son tenidos por muy solemnes los dias con­
sagrados por la religión á los misterios de nuestra Re­
dención. Despues los que están dedicados á la santísima
Virgen Madre, y luego á los santos apóstoles, á los már­
tires y á todos los demás santos que reinan con Cristo;
en cuya victoria se celebra la bondad y poder de Dios,
se dan á ellos las debidas honras, y el pueblo fiel se
excita á su imitación.
Para inculcar bien en el ánimo de los fieles este pre­
cepto, manda el Catecismo del concilio Tridentinoi lo?
CAPITULO XIV. 179
párrocos que les recuerden el consejo del Apóstol: a Haga
« su negocio cada uno, y trabaje por sus manos según lo
a tenia mandado ( i ) ; » á fin de que comprendan que no
deben hacer vida ociosa y haragana. Quiere, por el con­
trario, el Señor que hagamos todas nuestras obras du­
rante los seis dias de la semana, de manera que ninguna
de aquellas cosas que se deben hacer ó despachar en
ellos, se reserve para el dia de fiesta, porque no quite al
alma el cuidado y amor de las cosas divinas.

(l)Thesal., iv.
CAPITULO XV.

CONTINUACION.— CUMPLIMIENTO DEL PRECEPTO É O V t A 0 a 0 m


del mano.

La tercera parte del precepto : a No harás en este día


< obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni
« tu sierva, ni tu asno, ni el forastero que está dentro de
« tus puertas,» señala en cierto modo de qué manera
debemos celebrar el dia del sábado, pues señaladamente
declara qué es lo que se nos prohíbe en semejante dia.
Enséñasenos con estas palabras, lo primero, que evite­
mos del todo cuanto pueda impedir el culto divino. Por­
que fácilmente se echa de vor que se prohíbe todo género
de obras serviles, no porque sean de suyo viciosas ó ma­
las , sino porque distraen al alma del culto de Dios, que es
el fin del precepto.
Mucho mas deben los fieles evitar los pecados, porque
no solo nos apartan de la aplicación á las cosas divinas,
sino que nos privan totalmente del amor de Dios.
Pero no se vedan aquellas acciones ni aquellas obras,
aunque sean serviles, que pertenecen al culto de Dios,
como componer los altares, adornar los templos por causa
XI
№ MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
de alguna fiesta y otras semejantes. Por tanto dijo el
Señor : que los sacerdotes violaban el sábado en el tem­
plo, y no por eso pecaban (\).
Tampoco se ha de juzgar que se vedan por esta ley las
obras de aquellas cosas que se perderían si se dejaran en
el día de fiesta, como está permitido por los sagrados cá­
nones. Otras muchas cosas declaró el Señor en el Evan­
gelio que podían hacerse en los dias festivos, como se de­
duce del ejemplo que nos dió el mismo Jesucristo curando
milagrosamente en sábado al hombre que tenia seca una
mano (2) y al paralitico de la piscina (3).
Y para no omitir nada que pudiese estorbar este culto
del sábado, se hizo mención del jumento; porque muchas
veces los animales vienen á ser estorbo para que el hom­
bre celebre el dia de fiesta. Si en tal día, v. g r ., se quiere
que el jumento haga algún trabajo, es necesario el cui­
dado del hombre para que le guie, pues el animal no
puede por sí solo hacer 1a obra, sino solo ayudar al hom­
bre que la intenta. Y como á ninguno es licito trabajar
en ese dia, por eso no se puede valer del jumento. Tiene,
pues, por objeto esta ley, que, ya que Dios no quiere que
hagan los hombres trabajar á la3 bestias, no sean inhu­
manos con aquellos de cuyo trabajo é industria se sirven.
Debe enseñarse á los cristianos con todo cuidado en qw
obras y acciones han de ejercitarse durante los días fes­
tivos.
Estas obras vienen á ser en resumen las siguientes: Acá*

(X) S. Mat., xu. i


(2) Ibid.
(S) 9. Joan, y .
CAPITULO XV.
diral templo, asistir allí con seucilla y piadosa atención
al santo sacrificio de la Misa; recibir con frecuencia los
divinos sacramentos de la Iglesia, instituidos para nues­
tra salud, para curar las llagas de nuestra aliña; oír con
atención ) diligencia la palabra de Dios; ejercitarse en
la oración y en las abalanzas divinas; poner particular
cuidado en aprender con esmero las cosas que pertenecen
al concierto de la vida cristiana; finalmente, emplearse
en obras de misericordia, dando limosna á los pobres y
menesterosos, visitando enfermos, consolando afectuosa­
mente á los tristes y afligidos, « La religión limpia y sin
a mancilla delante de Dios padre, » dice el apóstol San­
tiago, a es visitar huérfanos y viudas en su tribula­
ción (1). »
La principal ocupacion para el dia santo debe ser la
consideración de cómo se ha de servir á Dios y ganar los
bienes eternos. Esto quiere el Señor que hagamos juntán­
donos en el templo, protestando con esto nuestra común
fe y obediencia católica, y recibiendo allí la doctrina y
mantenimiento espiritual. El cesar en estos dias en las
obras serviles, le traerá al cristiano á la memoria que los
sudores y trabajos de esta vida son castigos de la justicia
de Dios merecida por el primer pecado. Esta consideración
le conducirá á pensar cuánto debe al Señor, que no solo
le sustenta y le bendice en los trabaos de este mundo,
sino que al fin de ellos le promete eterno descanso. Pues
ciertamente <t aquella se llamará y será verdadera fiesta
eterna, en la cual se harán las tales consideraciones, y

(1) Stnt.,1, 27.


184 MANUAL DC MORAL CRISTIANA.
dulces contemplaciones y perfectas alabanzas, adonde la
caridad está en su perfección; porque acá no es hermosa
la alabanza en la boca del pecador (1). »
Los que en tales dias se emplean en aquello pan
que son instituidos, además del eterno premio que les
está reservado, reciben aqui otro; porque salen del dia de
fiesta confortados y recreados para los trabajos de los
otros dias necesarios á la vida humana. De manera que el
que fielmente santifica el domingo y la3 demás fiestas,
hace en ellos provision de doctrina, aprende perfecta­
mente las obras del cristiano, y cobra alivio para los otros
dias de afan y de fatiga.
« Quiere el Señor, dice el citado Granada recapitu­
lando esta materia, que estos dias sean santificados y
dedicados á él y á su servicio, como los demás son dedi­
cados para nuestros negocios de esta vida. Quiere que eo
estos dias, con dolor de nuestros corazones, considere
mos nuestros pecados, y hagamos exámen de los que
cometimos en aquella semana, y que de ellos pidamos al
Señor perdón, y nos ocupemos en mas ardientes oracio­
nes, y procuremos llegarnos á los santos sacramentos, j
levantemos los corazones al cielo, glorificando al Señor
con himnos y cánticos espirituales, y seamos mas libe­
rales y largos eú las limosnas, y vivamos con mayor
guarda y recato, y nos ejercitemos en las obras de mi­
sericordia, enseñemos á los que no saben, visitemos al
enfermo y encarcelado, consolemos al desconsolado,
asistamos á los oficios divinos. Esto es verdaderameofc

(1) Fr. L. da Granada, obra d i.


CAPITULO XV. 185
santificar las fiestas: que procuremos nosotros santifi­
carnos en las fiestas. i>
Las utilidades que produce la cabal observancia de este
precepto á nadie se le ocultan. De los que bien le guardan
puede con razón decirse a que están en presencia de
« Dios y que conversan con su divina Majestad. x>Porque
contemplamos esta Majestad y tenemos coloquios con
Dios cuando hacemos oracion; cuando oímos á los pre­
dicadores que proponen piadosa y santamente las cosas
divinas, recibimos la voz de Dios que por ministerio de
aquellos llega á nuestros oidos; y asistiendo al sacrificio
del altar, adoramos á Cristo nuestro Señor que está allí
presente.
Pero los que del todo se descuidan en guardar esta
ley, como no obedecen á Dios ni á la Iglesia, ni cumplen
su mandamiento, son enemigos de Dios y de sus santos
decretos. Porque es este precepto de santificar las fiestas
de tal calidad, que sin dificultad alguna puede cumplir­
se. El Señor, en efecto, no nos impone trabajos para
estos dias, sino que manda que durante las fiestas nos
estemos quietos y desembarazados de cuidados terrenos;
por consiguiente, es indicio de gran temeridad el rehuir
este fácil mandato. De escarmiento grande debieran ser­
virnos los castigos qne Dios ejecutó en los que le que­
brantaron, como puede verse en el libro de los Núme­
ros (1); asi que, para no caer en esta grave ofensa de la
Majestad divina, será muy conveniente renovar muchas
▼eces la memoria de aquella palabra a c u é r d a t e , y traer

<l)Númer., xv.
186 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

á la vista los grandes provechos y frutos que sacamos


del culto de los dias festivos.
Contra este precepto, en'cuanto por él se nos manda
cesar en las obras serviles y corporales, pecan todos los
que en los dias festivos trabajan sin legitima causa y
necesidad solo por codicia. Cede este precepto á la cari­
dad, cuando trabajamos por favorecer al prójimo necesi­
tado, como lo enseñó el Señor, según arriba dijimos,
respondiendo al escándalo de los Fariseos porque curaba
y sanaba los enfermos en los dias santos.
Mas el que por codicia y con poco temor de Dios tra­
baja ó manda trabajar á los suyos, peca mortalmente
quebrantando un divino precepto y escandalizando á sus
prójimos con su mal ejemplo. Para que á estos infracto­
res de la divina ley de la santificación de las fiestas
pueda servir de freno, reproducirémos aquí un ejemplo
notable.
Leemos en la divina Escritura, en el libro llamado de
las Números (1), que estando un hombre un dia santo
haciendo una carga de leña, fué por ello acusado, preso
y traído delante del santo Moisés, el cual le mandó poner
á recaudo hasta consultar el caso con Dios y saber qué
castigo le mandaría dar. Fué la respuesta del Señor á
Moisés que mandase sacar aquel hombre al campo y que
por todo el pueblo fuese apedreado, y asi se cumplió.
Esta pena de allí adelante quedó establecida para los
trasgresores del precepto, y asi eran castigados en la
ley vieja.

(1) Númer., xv.


CAPITULO XV. 107
Debemos suponer que no seria menor la pena de esta
infracción en la ley nueva, si no fuera esta de gracia y de
amor; pero de todos modos su castigo en la vida futura
será tremendo. Los trasgresores de aquellos tiempos
antiguos pagaban sus culpas, y si de ellas se dolían, se
salvaban; mas los quebrantadores de nuestros tiempos,
si no se enmiendan, pagarán con penas eternas.
Uay otros infractores de esta ley : son aquellos que ce­
sando en las obras serviles no hacen obras de cristianos;
antes bien, con poco cuidado de sus almas, gastan todo
el dia en juegos y pasatiempos. De estos mal se puede
decir que guardan las fiestas, atendiendo al fin para que
Dios las mandó guardar, a Para solo holgar, dice el ve-
a aerable Granada, nunca Dios mandara cesar los oficios
a y trabajos. »
También infringen este precepto los que van á la igle^
sia, y en ella andan paseando ó se entretienen hablando
mientras los divinos oficios y misa« estorbando la devo­
ción á otros. Estos tales, mas parecen burladores y es­
carnecedores de las cosas santas, que cristianos.
Mas sobre todos estos, son los peores aquellos que des­
tinan las fiestas para cosas profanas, juegos, bailes, re­
presentaciones, y, lo que es aun mas grave, para desho­
nestidades. Esta manera de guardar las fiestas era propia
de los Judíos, y la lloraba el santo profeta Jeremías en
sus lamentaciones (1) diciendo : <t Consideraron sus ene-
« migos el celebrar de las fiestas de mi pueblo, y burlá-
« ronse é hicieron escarnio de sus días santos, »

ll Thren., i.
188 MANUAL DE MORAL CRISTIAN A.
Cosa es en verdad digna de lágrimas en el pueblo
cristiano, d ver cómo santificamos las fiestas; porque
no solo no hacemos en tales dias aquellas obras para
que Dios los instituyó, ni procuramos en ellos enmen­
darnos de las faltas de la semana, sino que de propósito
reservamos para los domingos y demás festividades de la
Iglesia las a disoluciones y solturas (1) » que no pode­
mos proporcionarnos en los otros dias. De esta manera
el descanso de los trabajos y fatigas corporales, que fué
ordenado para dar lugar á las obras espirituales, se em­
plea en los malos propósitos, y el dia destinado para pe­
dir perdón á Dios de los pecados cometidos durante la
semana, se reserva para cometer mas pecados, exce­
diendo en gravedad á los de los dias comunes, haciendo
de la triaca ponzoña y enfermando con la misma medi­
cina. « ¿Qué esperanza se puede tener del enfermo que
con los remedios empeora (2)? »
Si es gran maldad no dar al Señor, que nos dió todos
los dias, el único que en cada semana se reservó para si,
¿qué será, no solo no emplearle en su servicio, sino con­
sagrarle á sus ofensas?
Pondremos fin á este capítulo copiando un bello trozo
de las Observaciones sobre la Moral Católica en que su
autor, el profundo y elocuente Manzoni, discute si es ó no
pecado mortal el faltar á la misa el dia festivo : asunto
que por mas indiferente que parezca á los que la echan
dn despreocupados, es de capital importancia para ellos
mismos.
(1) E*presión del P. Granada.
(2) Del mismo.
CAPITULO XV. 189
a ¿Es pecado mortal el faltar á la misa en día festivo ?»
«Todos saben que el mero anuncio de este precepto hace
sonreír á muchos. ¡ Ay de nosotros, sin embargo, si des­
preciáramos todo aquello que alguna vez ha podido ser
objeto de burla! no habría idea séria ni sentimiento no­
ble que pudiese interesarnos. En concepto de no pocos,
solo hay culpa donde hay acto que tienda directamente
al mal temporal de los demás hombres; pero la Iglesia
no ha creído deber establecer sus leyes con arreglo á se­
mejante doctrina, asaz frivola é insubsistente : la Iglesia
enseña otra clase de deberes, y al regular sus prescrip­
ciones en consonancia con toda su doctrina, hay que re­
conocerla consecuente. Si esas prescripciones no parecen
razonables, hay que probar que toda su doctrina es falsa,
en vez de juzgar á la Iglesia con un espíritu que le es de
todo punto ajeno y contrario.
a Nadie ignora qtie la Iglesia no hace consistir el cum­
plimiento del precepto en la asistencia material de los
fieles al sacrificio, sino que la cifra en la voluntad de
asistir á él. Declara exentos de la asistencia personal y
corporal á los enfermos y á los que tienen que atender á
cualquier ocupacion necesaria; y califica de trasgreso-
res á los que, solo presentes corporalmcnte, se hallan
ausentes con el corazon : á tal punto se verifica, que aun
en las cosas mas esenciales quiere principalmente el co­
razon de los fieles. Esto establecido, veamos qué senti­
mientos supone la trasgresion de este precepto.
« La santificación del día del Señor es uno de aquellos
mandamientos que el mismo Dios ha dado al hombre.
Ningún mandamiento divino necesita apología : sin em-
11.
190 MANUAL DE MORAL CR ISTIA N A.

bargo, nadie puede dejar de convenir en la belleza y en


la conveniencia de este, que consagra particularmente nn
dia al deber mas noble y mas estricto que une al hom­
bre con su Criador.
« El pobre labriego inclinado hácia la tierra, agobiado
de fatigas y atormentado por la incertidumbre de si le
producirá esta lo necesario para su sustento; el poderoso,
por lo común solo atento al modo de pasar la vida sin
sentirlo, rodeado de todos los objetos que según la*
máximas del mundo constituyen la felicidad, y sorpren­
dido á cada momento de no reconocerse feliz, desencan­
tado respecto de todo lo que creía había de contentarle,
y ansioso de lograr otras cosas que también le produci­
rán nuevas desilusiones despues que las haya gozado; el
hombre á quien persigue el infortunio, y el que se aban­
dona á la embriaguez del júbilo por un acontecimiento
feliz; el que vive sumergido en los deleites, y el que se
extasía en las abstracciones de la ciencia; el magnate, el
plebeyo, todos en suma encontramos en los objetos del
mundo en que vivimos, obstáculos para remontarnos
hasta la Divinidad, una fuerza que tiénde á ligamos i
los objetos para los que no hemos sido creados, á hacer­
nos olvidar nuestro noble origen y la importancia de
nuestro fin último. Resulta, pues, manifiesta la sabidu*
ría divina en el precepto que nos sustrae á los cuidados
mundanales para dirigirnos al culto y á la contempla­
ción de las cosas del cielo; que invierte tantos dias de la
vida del hombre ignorante en una escuela de la mas su­
blime filosofía; que santifica el descanso del cuerpo, y lo
hace figura de aquel repow de eterno júbilo á que aspi*
CAPITULO XV. 191
ramos todos y del cual se siente nuestra alma capaz;
en ese precepto que nos reúne á todos en un templo,
donde las plegarias comunes que nos traen á la memoria
comunes miserias y necesidades comunes, nos recuerdan
también que somos todos hermanos. La Iglesia, deposi­
taría perpetua de este precepto, prescribe á sus hijos la
manera de cumplirlo mas igual y constantemente : y en­
tre los medios que ha elegido, mal podia olvidar el rito
mas necesario, el mas esencialmente cristiano, el sacrifi­
cio de Jesucristo : ese sacrificio en que se cifran y com­
pendian toda la fe, toda la ciencia, todos los ejemplos y
todas las esperanzas. El cristiano que en semejante dia se
abstenga voluntariamente de un sacrificio como este,
¿podrá ser jamás mirado como un justo que vive por la
fe (1)? ¿Puede, por ventura, manifestar de una manera
mas inequívoca su desprecio hácia el precepto divino de la
santificación ? ¿ no se podrá decir que profesa secreta y
cordial aversión al cristianismo, puesto que ha renun­
ciado á lo mas grande, á lo mas sagrado, á lo mas con­
solador que tiene en sí la fe, puesto que ha renunciado
al mismo Jesucristo ? Ahora bien, pretender que la Igle­
sia no declare prevaricador al que en tal disposición de
ánimo se encuentra, es querer que la Iglesia abdique del
objeto para que fue instituida y consienta aletargarse en
la atmósfera mortífera del gentilismo (2). »

II) S. Pablo 4 los Rom., i, 17.


(2) Manzoni, obr. oit., cap. vi.
CAPITULO XVI.

DEL AMO R DEL P R Ó J IM O .

Los divinos mandamientos del Decálogo, según queda


dicho, fueron grabados en dos Tablas. En una de ellas,
nos dicen los santos Padres, estaban escritos los tres
primeros mandamientos referentes al amor y honor de
Dios, que dejamos explicados; los siete restantes estaban
esculpidos en la otra.
Esta distribución fué en sumo grado conveniente, para
que el órden mismo de los mandamientos nos descu­
briese la diferencia que entre ellos hay. Porque todo lo
que manda ó veda la divina Sabiduría en las sagradas
Letras nace de uno de estos capítulos, pues en toda acción
se mira ó al amor de Dios ó al amor del prójimo.
¿Porqué no ha de ser también el amor propio, el
amor de sí mismo, otro de los centros designados por Dios
álas humanas acciones? preguntará tal vez alguno de los
llamados filósofos. ¿Qué hay de vicioso en el amor que á
si mismo se tiene el hombre, para que este amor sea
proscrito en el Decálogo ?
Conviene aquí recordar los fundamentos de la moral
194 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
del cristianismo. Esta moral reconoce la perversión del
sentido moral dado originalmente por Dios á la criatura,
y establece por principio la propia mortificación, la
abnegación, el sacrificio, como medio único de desarrai­
gar de nuestros corazones el malhadado amor á nosotros
mismos, fuente y raíz de todo mal en la tierra. El cris­
tianismo, al hacerse cargo de la situación recíproca
en que nos hallamos colocados en*este mundo unos
hombres respecto de otros, y de nuestsa posicion res­
pecto de los bienes que nos ofrece la vida, inculca que la
felicidad verdadera está en la renuncia de estos bienes, i
y que el mejor medio para desprenderse de ellos es der­
ramarlos sobre los seres que nos rodean y dar á nuestro
prójimo el amor que á nosotros mismos nos rehusamos.
No se goza mas que á medias de una cosa cuando no
puede participar de ella ninguna otra persona, y asi
como el egoísmo y el orgullo tienden á concentrar en el ¡
individuo los despojos de la generalidad, del mismo modo I
la abnegación y la humildad tienden constantemente i
distribuir entre la generalidad los despojos del individuo. |
El hombre, observa filosóficamente Augusto Nicolás,
es por naturaleza amigo del hombre. Un motivo de pre­
ferencia lo convierte en enemigo. Cuando busca su feli­
cidad en sí mismo y en los bienes de este mundo, este
motivo de hostil preferencia se aumenta en proporcioo
de la insuficiencia de estos bienes para satisfacer su insa­
ciable anhelo. Cuanto mas se aficiona á si mismo, mas
exigente es, mas exclusivo, hasta el punto de sacrificar
la humanidad entera á cualquiera de sus desordenado»
apetitos.
CAPITULO XVI. 195
Pero por una razón inversa, si el hombre, por la ley
de la abnegación, abdica los bienes de este mundo, y
sobre todo si se abdica á sí mismo, este motivo de pre­
ferencia cesa y se cambia en un motivo contrario. En la
sensibilidad que á si mismo se niega, y en todo lo que
le servia de pábulo, encuentra una copiosa provision de
beneficencia que puede derramar á su alrededor, a se­
mejante á aquellas fuentes públicas que no reciben las
aguas sino para distribuirlas en seguida (1); o lo cual
debe entenderse de toda clase de bienes, así de los espi­
rituales y morales, como de los corporales y sensibles.
Humillarse, menospreciarse, renunciarse, es entouces dar
lugar al verdadero amor propio y á la estimación de los
otros; privarse de un bien, de una satisfacción, de un
privilegio, es cederlo á otro. No bailándose ya com­
primidos por el amor de si mismo, el amor natural
del hombre para el hombre, el instinto de benevolen­
cia y de sociabilidad, la bondad, que fué el primer sen­
timiento que infundió Dios en el corazon del hombre
al formarle, como dice Bossuet, se extienden y dilatan
con toda la fuerza del amor propio á quien sustituyen.
Entonces a amamos al prójimo como á nosotros mismos, d
y nos complacemos en volver á encontrar en la especie
los goces que rehusamos al individuo.
Hé aquí cómo el gran principio de la sociabilidad hu­
mana 6e realiza por el principio de la renuncia de si
mismo. Hé aqui porqué de las tres clases de deberes que
tiene que cumplir el hombre constituido en la escena del
c(l) FelioUim* expresión del rotor profundo é ingenioso que
uabtmoe de dUr.
19« MANUAL DE MORAL CR ISTIANA.
mundo, que son, según establecimos al principio, debe­
res para con Dios, deberes para con el prójimo y debe­
res para consigo mismo, solo las de esta última clase
se cumplen con el desamor, al paso que el amor es el
requisito esencial de aquellos otros deberes.
Pero para comprender mejor todas las maravillas que
obra el principio del desamor de sí mismo y de la propia
abnegación, conviene que levantemos un poco mas nues­
tra consideración.
Este principio de la abnegación y renunciación de sí
mismo seria falso é irrealizable si no estuviese en insepa­
rable concordancia con el 'gran principio del amor de
Dios, porque puede definirse : desamor de todas las
cosas criadas, en obsequio de Dios. Es un vinculo de
nuestro afecto á las criaturas con el Criador. Por consi·
guíente, el gran principio evangélico es el amor de Dios.
La principal propiedad! del amor es hacemos amar, con
aquel que es su objeto, todo lo que de él nos viene, todo
lo que con él tiene relación, todo lo que él también ama;
en una palabra, identificamos con su propio corazon. De
aquí se sigue que el amor de Dios debe hacemos amar ¿
las criaturas, y sobre todo á los hombres, criaturas de
Dios por excelencia, y hacérnoslas amar en fuerza de
otro principio y con otros resultados; pues en vez de
amar á las criaturas en si mimas y para nosotros mis­
mos, lo cual es viciamos y viciarlas, porque no so­
mos en la tierra principio y fin unos de otros, el prin­
cipio evangélico nos las hace amar en Dios y por Dios,
y por consiguiente da á este amor un origen y una efu­
sión infinitos, porque es el mismo amor de Dios perfecta-
CAPITULO XVI. 197
mente dirigido por conducto de sus criaturas y como un
reflejo de su suprema bondad. Por esto, despues de
haber dicho Jesucristo en el Evangelio que hay dos man­
damientos , de los cuales el primero es « amar á Dios
a con toda el alma y con todo el corazon,» añade,«y el
a segundo, q u e l e e s se m e j a n t e , es amar al prójimo como
a á si mismo. »
De la combinación de la renuncia de nuestro amor pro­
pio con el amor de Dios resulta, pues, la caridad con to­
das sus maravillas: a la c a r id a d , que no tiene roas que
un nombre, porque no es, como acabamos de ver, mas
que una sola y única afección, ya se dirija á Dios direc­
tamente, ya se le proponga indirectamente aplicándose
á los hombres. La caridad que nos presta el mismo co­
razon de Dios para amar á los hombres, y que nos le
descubre y hace ver en ellos. La caridad, codiciosa de la
felicidad de nuestros semejantes, como la ambición lo es
de su servidumbre, y que como ella encuentra estrecho
el mundo para saciar su sed y explayar su celo. La cari­
dad, tan distinta de la filantropía, puesto que no es esta
mas que un instinto ciego y limitado, que sin cesar tran­
sige con el amor propio, que no presta amor sino para
exigirle, y que mas bien procura librarse de ios desgra­
ciados que socorrerlos, cuando la caridad es una virtud
de reflexión y de voluntad fundada esencialmente en la
exclusión de si mismo, inspirada por el sentimiento infi­
nito del amor divino, alimentada por el desapego á un
mundo al cual no se tiene afición mas que por .ella, siem­
pre viva en el corazon de su3 apóstoles, no solamente
para aliviar los males que se presentan, sino también
196 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
para buscarlos por todas partes, considerar una obliga­
ción el encontrarlos, y enriquecer sus dominios con la con­
quista de las criaturas consoladas! La caridad, que obra
siempre y sin interrupción con una fuerza que salva to­
dos los obstáculos y una delicadeza que satisface todas
las susceptibilidades; que se exhala continuamente del
corazon del cristiano y se cambia de mil maneras á su
alrededor para doblegarse á todas las exigencias y ocul­
tarse al mismo tiempo á todas las miradas; que no solo
derrama á manos llenas el oro y la plata, sino también
palabras amigas y lágrimas muchas veces, y va dejando
en pos de sí resignación, valor y esperanza; que perdona
los agravios, defiende á los ausentes, tolera á los culpa­
bles, se sonríe delante de los rencorosos, se aparta y con­
tiene en presencia de los coléricos y vengativos, retira
con cuidado del foco del amor propio todo lo que podía
abrasarle, halla siempre pretextos para perdonar, para
olvidar, para complacer, para consolar, sin ni siquiera
dejar sospechar sus sacrificios, y que, por la fascinación
de su celestial sonrisa adormece todos los malos instintos
que germinan cerca de si y excita todas las virtudes. La
caridad, en fin, que se retrató á sí misma por medio
de su grande apóstol en estas palabras : « La caridad es
paciente y benigna; no es envidiosa, no obra precipitada­
mente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su
provecho, no se mueve á ira, no piensa mal, no se goza
en la iniquidad, mas se goza en la verdad; la caridad
todo lo sohrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta (1). »
•1) Tomamos esta bellísima descripción de las formas de Is
c a p itu lo xvi. ida
A folia de todas las demás pruebas de la divinidad de
la Moral cristiana, solo la aparición de la caridad, salida
de su seno, bastaría para convencer al mas incrédulo con
solo que en ella meditase.
Hay una preocupación bastante vulgar y deplorable
que supone que la piedad cristiana adultera los afectos de
la naturaleza y se nutre á sus expensas. Su amor apaga
iodos ios amores, dice falsamente un célebre poeta (I). *
Creemos inútil probar cuáu fecunda sea la verdadera
piedad en buenas obras, en desinterés y en sacrificios
para el alivio de la humanidad afligida, porque nos basta­
ría poner de manifiesto la caridad con todas sus mara­
villas. Pero solo la especie, dicen, es objeto de la cari­
dad : las afecciones individuales desaparecen en ese
amor de Dios y del prójimo, que según las mismas pala­
bras del Evangelio no debe conocer padre, ni madre, ni
hermanos, ni het'manas.
Deplorable preocupación es esta, porque la verdad ae
halla cabalmente en todo lo contrario. Sí, el espíritu del
Evangelio estrecha los vínculos de la naturaleza, y nos
enseña mejor que ella á amar todo lo que estamos obli­
gados á amar.
Un profundo moralista, poco aplaudido porque lia pre­
sentado á sus lectores el espejo de la verdad, Laroche-
foucauld, dijo que todas las afecciones humanas, aun las
primeras afecciones de la naturaleza, no eran mas que

caridad de la preciosa obra do Aug. Nicolás, Estudios filosóficos


tobrt el cristianismo, que es uno de nuestros guias según tenemos
repetidamente declarado.
(1) Beranger.
500 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
diferentes trasformaciones del egoísmo. Quitando de
esta opinion lo que pueda tener de demasiado absoluto,
es fuerza reconocer que es justa en la mayor parte dé­
los casos. La pasión que mas se pondera, el amor (tal
como el mundo lo comprende), se halla enteramente im­
pregnado de egoísmo y vanidad. BufTon lo demostró muy
bien en su precioso estudio del hombre, y el mismo
mundo ha acabado por decir que el amor usual es un do­
ble egoísmo. Por eso vemos con tanta frecuencia esos ar­
ranques de ira, de vigor y de venganza que se produ­
cen en el mismo seno de aquellas dulces y halagüeñas
afecciones, ó mas bien pasiones, que por algún tiempo
nos sedujeron con las falsas apariencias del desinterés, y
que solo dejan en pos de sí estragos horrorosos.
Pues bien: el Evangelio, al extirpar el egoísmo, sofoca
todas esas pasiones desarregladas; y en este sentido so­
lamente puede ser verdad aquello de que el amor reli­
gioso apaga todos los otros amores, y lo es también,
como por consecuencia, que quita á las afecciones legiti­
mas aquella acritud que nacía del egoísmo y que tarde
6 temprano había de producir amargos frutos.
Asi es como deben entenderse aquellas palabras del
Evangelio : « El que ama á su padre ó á su madre mas
« que á mi, no es digno de mi, y el que ama á su hijo ó
« á su hija mas que á mí, no es digno de mi. i>
Amar una cosa cualquiera mas que á Dios es un des-
órden, y lo desordenado no puede durar mucho tiempo,
porque se funda en la falsedad y se encamina á la cor­
rupción. En semejante estado, el corazon tarde ó tem­
prano se desengaña, y regularmente no espera i la
CAPITULO XVI. 201
muerte para romper sus cadenas, sino que da rienda suelta
á sus desvíos é infidelidades. Fijando, pues, el Evangelio
nuestro afecto en el amor supremo, lejos de debilitarlo
lo vivifica y eterniza, porque lo encamina á su foco y le
impide el ir á perderse en los abismos. Le da todo lo que
las desarregladas afecciones le defraudaban, y le ofrece
un corazon purificado, dilatado, desprendido de toda mira
interesada, dispuesto á todos los sacrificios y formado en
la escuela del verdadero amor.
No podemos amar á los objetos de nuestro cariño sino
con relación á nosotros mismos ó á Dios. No hay término
medio: de consiguiente, subordinándolos á su amor, el
Evangelio los descarta de esc egoísmo exclusivo y sofo­
cante que tarde ó temprano seria su sepulcro. En este
caso el amor de Dios que parecía deber absorber todas
nuestras afecciones, se convierte para ellas en principio
de una nueva vida. Así como antes eran trasformaciones
del egoísmo, se convierten en trasformaciones del di­
vino amor, esto es, del amor verdadero. Viven de su vida,
palpitan con su corazon, arden con su fuego, entran en la
participación de sus atributos, y llegan á ser como él in­
corruptibles, puras, inalterables, superiores á todas
nuestras flaquezas, á todos nuestros reveses y hasta á la
misma muerte, pues desde la tierra empiezan á ser lo que
continuarán siendo en el cielo.
a Dios nos libre de aborrecer á nadie, dice el conde
Federico Leopoldo de Stolberg, cuyo corazon fué el mo­
delo de todas las afecciones de la naturaleza vivificadas
por el amor divino. ¿Cómo sería posible que aborreciéra­
mos á nuestros padres, en quienes vemos la imágen del
Wi MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Padre que está en ios cielos, de la providencia divina y
maternal, la imágen de un Dios que se llama Padre
nuestro? ¿ Cómo podríamos aborrecer á nuestros hijos, pe­
dazos de nuestro corazon, reproducción multiplicada de
nosotros mismos? ¿Cómo podríamos aborrecer á la com­
pañera que Dios nos dió y á la cual nos adherimos, por
la cual dejamos al padre y á la madre, por la inclinación
y por la voluntad de Dios? ¿Cómo podríamos aborrecer
á nuestros hermanos y hermanas y á nuestros consan­
guíneos que han estado en el mismo seno que nosotros,
y cuyas facultades intelectuales se lian desarrollado al
mismo tiempo que las nuestras, y que por largo espacio
de tiempo nos lian querido, y nosotros á ellos, con la
mas dulce ternura?
a Pero al mismo tiempo ; Dios nos libre también de
amar al padre, á la madre, á la mujer, á los hermanos y
hermanas, del mismo modo que debemos amar á Jesu­
cristo, si queremos participar de su santa gracia! En tal
caso ya no amaríamos á este con amor verdadero, por­
que para amar á aquellos y amarlos de veras, no según
nuestro gusto, mas ó menos grosero, sino con un amor
que sea mas fuerte que la muerte, debemos enlazarlos
con brazos que abracen la eternidad y estrecharlos con­
tra un corazon que ni la muerte pueda romper; y esto
no nos es posible sino amándolos en Dios. El que ama á
su prójimo en Dios, ama á Dios sobre todas las cosas, y
esto es precisamente lo que de nosotros exige Jesucristo.
a Todo lo que es noble é inmortal aspira á la inmor­
talidad. Nada es mas noble y mas divina que el amor. Si,
lodo cuanto en nosotros es noble y divino, lo es por la
CAPITULO XVI. ¿03
participación con el amor, y no es amor loque pertenece
por su esencia á las relaciones temporales de la tierra.
El amor encendió la antorcha de su vida en la eternidad,
y no conoce eternidad mas que en el Eterno, que es á la
yez su fuente primitiva y el Océano ó el seno al cual
vuelve otra vez (i). »

(1) Hist. de N. S. Jesucristo.


CAPITULO XVII.

DEL HONOR DEBIDO k LOS PADRES.

Los tres primeros mandamientos nos enseñan á amar


á Dios: lo que respecta á la unión y buena correspon­
dencia con el prójimo se contiene en los siete restantes.
Aquellos fueron escritos en la primera tabla dada por
Muiáés al pueblo; estos en la segunda. No sin causa se
hizo esta división, dice el Catecismo romano, para que el
mismo órden de los preceptos nos manifestase la dife­
rencia que hay entre unos y otros.
En los mandamientos de la primera tabla, la materia
ó sugeto de que se trata es el mismo Dios, esto es, el
Sumo Bien. En los de la tabla segunda es el bien del
prójimo. En aquellos se propone el amor último; en estos
el inmediato. Aquellos miran al fin, estos á los medios
que se ordenan á él.
Además de esto, la caridad de Dios depende del mismo
Dios, porque Dios debe ser amado sobre todo por si
mismo, no por otro respecto. Pero la caridad del pró­
jimo nace de Dios y debe enderezarse á ello como á
regla cierta. Porque si amamos á los padres, si obedece-
*0C MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
mos á los señores, si respetamos á los superiores en
dignidad, todo esto se debe hacer por Dios, que es su
Criador, que quiso que presidiesen á los otros y que por
su ministerio gobierna y defiende á los demás hombres.
Siendo pues Dios quien nos manda que reverenciemos á
tales personas, asi lo debemos ejecutar por cuanto el
mismo Dios las hizo dignas de semejante honor.
Síguese de aqui, que la honra que damos á los padra,
mas bien la damos á Dios que á los hombres, pues tra­
tando del respeto debido á los superiores se expresa asi
san Mateo : a El que os recibe, me recibe (1), » y el
Apóstol en la epístola á los de Efeso dice, aleccionando á
los siervos: a Siervos, obedeced á vuestros señores tem-
« porales con temor y temblor y con sencillez de vuestro
a corazon, como á Cristo; y esto no solo en presencia ó
a como agradando á los hombres, sino como siervos de
« Cristo haciendo de veras la voluntad de Dios (2).
Agrégase á esto que á Dios no se le da nunca honor,
piedad ni culto que sea digno de su grandeza, y para
con él puede la caridad aumentarse indefinidamente. Por
esto es necesario que nuestra caridad para con Dios se
haga de dia en dia mas ardiente, pues por mandamiento
suyo le debemos amar de todo corazon, con toda el alma
y todas nuestras fuerzas. Pero la caridad con que ama­
mos al prójimo tiene sus limites, porque manda el Seitor
que le amemos como á nosotros mismos. Y si alguno llega
á traspasar estos términos de maner&que iguale en el amor

(1)S. Mat, *.
f f S f« .t vi.
CAPITULO XVII. *07
á Dios y al prójimo, comete una gravísima infidelidad,
a Si alguno viene á mí, dice el Señor, y no aborrece
c á su padre, madre, mujer,hijos,hermanos y hermanas,
« y hasta su misma vida, no puede ser mi discípulo. (!).»
A cuyo propósito dijo también : « Deja que los muertos
0 entíerren sus muertos (2), » á uno que quería enterrar
primero á su padre, y despues seguir á Jesucristo. Ya
hemos explicado en el capitulo anterior cómo debe en­
tenderse esto, y el Catecismo dice que la explicación mas
clara es la que da san Mateo, y que allí mismo queda ci­
tada : a El que ama á su padre ó á su madre mas que
« á mi, no es digno de m í.»
¿Quién duda, sin embargo,que debemos amar y respe­
tar en gran manera á nuestros padres? Mas para que esto
sea virtuosamente es necesario que el principal honor y
culto se dé á Dios, que es el Padre y Criador de todos,
y que de tal modo amemos á los padres naturales, que
toda la fuerza del amor se encamine al Eterno Padre ce­
lestial.
Pero si en alguna ocasion se opusieren los preceptos
de los padres á los mandamientos de Dios, no hay duda
que deben los hijos anteponer la voluntad de Dios á la
voluntariedad de sus padres, acordándose de aquella
divina sentencia : a Mas razón es obedecer á Dios que
« á los hombres (3).»
Siguiendo el método adoptado para la explicación de
los otros preceptos, dirémos algo sobre las palabras con

(1) Deuter., v i; — S. Mat., xxii.


(2) S. Lac, xiv.
(3) Heob., v.
206 M A N U A L DE M O R A L C R I S T I A N A ,

que viene formulado este cuarto mandamiento: a Honrad


a á vuestros padres. »
La principal cosa que conserva entre los hombres la
paz tan necesaria, es la obediencia, sin la cual no podría
haber bien alguno en las familias. Ahora bien, la obe­
diencia, el respeto, el amor, la veneración, todas estas
cosas se comprenden en la palabra honrar del manda­
miento, que no significa otra cosa que juzgar bien de
uno, apreciar en mucho todos sus mandatos.
Muy sabiamente se puso en la ley la palabra honra
en vez de la de amor ó miedo, dice el Catecismo romano,
aunque los padres deben ser muy amados y temidos;
porque el que ama no siempre honra y respeta, y
el que teme no siempre ama. Pero el que de veras
honra á uno, le ama y le reverencia, a En este nombre
de honrar, dice Fr. Luis de Granada explayando esta
misma idea, no solo se nos manda una llana obediencia,
sino también un grande respeto y acatamiento, como
á instrumentos que Dios escogió para darnos este ser
natural, y asi los habernos de respetar, sean de la suerte
que fueren, altos ó bajos, nobles ó plebeyos, ricos ó po­
bres. También en el nombre de honrar se entiende que los
habernos de servir y socorrer como mejor pudiéremos,
cuando nos hubieren menester. También nos obliga á
que les suframos sus pesadumbres y faltas de condiciones
ó entendimiento. Porque en este término de honrar (que
aquí se nos manda) se encierra un singular agradeci­
miento.. deseando servir á Dios en ellos por la singular
merced que Dios nos hizo por ellos. Ellos despues de
Dios nos dieron el ser, y nos criaron y sustentaron con
CAPITULO XVII. 809
muchos trabajos y cuidados, con mucha paciencia de las
pesadumbres ó injurias del tiempo de nuestra niñez.
Razón es que ya que no podemos responderles ni pagar­
les con servicios iguales á los beneficios que de ellos
recibimos, en ninguna manera faltemos con todos aque­
llos á los cuales nuestra posibilidad pudiere llegar; pues
es cierto que nunca llegarémos á lo que debemos. Ame­
mos á los que primero nos amaron, sirvamos á los que
nos criaron, suframos á los que nos sufrieron. Ningún
trabajo, ninguna pesadumbre nos pueden dar con su po­
breza, con sus enfermedades y con sus condiciones, y
con su vejez y cansados años, que puedan igualar con los
que les dimos, y cou las ignorancias, porfías y desvarios
que suelen acompañar la primera edad que nos sufrie­
ron. Mas como eUos nos tuvieron mayor amor que les
tenemos, sintieron menos nuestras pesadumbres que
nosotros las suyas.»
Por mas que sea una mengua para d linaje humano
degenerado de su primitiva nobleza, es fuerza confesar
que este mandamiento que analizamos supone, como to­
dos los otros, un admirable conocimiento del corazon
humano. En efecto, si no fuera por desgracia tan cierto
que nuestros padres nos han tenido mucho mas amor
que nosotros á ellos les tenemos, ¿ ¿ qué nos había de man­
dar Dios : Hourad á vuestros padres? ¿Nosha dicho por
ventura en algún mandamiento especial: Amad á vues*
tros hijos ? Y sin embargo, los motivos infinitos que nos
obligan á la honra y amor de nuestros padres son todos
en sumo grado aceptos á la razón; pero no es la razón
madura, y reflexiva la que nos sude guiar en nuestras
12.
t ío MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.

acciones, sino por el contrario, las inclinaciones y pa­


siones corrompidas; y por esto se observa que, á pesar
de su admirable armonía con la sana razón filosófica,
todos los mandamientos de la ley de Dios chocan á pri­
mera vista con nuestra viciosa naturaleza, y todos nos
prescriben algo que nos repugna : en unos se nos manda
hacer lo que de grado no haríamos, en otros se nos
manda abstenernos de lo que con gusto pondríamos por
obra. Ningún hijo sin virtudes respeta á su padre; pero
hay padres viciosos y depravados que aman á sus hijos:
¡ tan inclinados somos al amor, y tan cuesta arriba se nos
hace la sumisión y el respeto! Esta falta de correspon­
dencia del hijo para con su padre, en general, no se
ocultó á los sabios de la antigüedad, de quienes la ley
romana, tan conocedora del hombre, tomó el axioma de
que « un padre es para veinte hijos, y veinte hijos no son
a para un padre.»
Prosigamos la explicación del venerable Granada.
a Debemos sobre todo respetar en nuestros padres
aquella superioridad que quiso Dios tuviesen sobre noso­
tros. De lo cual se entiende la lealtad y fidelidad que
Dios quiere que tengan los hijos á sus padres, la cual los
mismos animales nos enseñan. De las cigüeñas se escribe
que cuando son tan viejas que ya no pueden volar ni
buscar el sustento, se recogen á sus nidos, en los cuales
*los hijos las sustentan, partiendo con ellos de sus traba­
jos, compadeciéndose con maravilloso natural instinto,
y apiadando á la cansada vejez de los que los sustentaron
en su niñez. Si las aves que carecen de entendimiento
y con tan poco tiempo y trabajo se crian, hacen esto con
CAPITULO XVII. 211
sus padres,¿ qué será razón que haga la criatura racional,
que conoce ser criada con tanto mas largo tiempo, mayor
trabajo y costo, especialmente mandándole Dios esto con
la espada en la mano, que es con la amenaza de un di­
vino precepto? »
a Esto nos acuerda el Sabio diciendo : a Honra á tu pa-
« dre y jamás olvides los gemidos de tu madre (I); acuér-
« date que por ellos naciste en este mundo; sirve con tu
« trabajo algo de lo mucho que por ti trabajaron. i> Y el
santo Tobías dijo á su hijo (2 ):« No menosprecies á tu
a madre, hónrala todos los días de tu vida; procura dayle
a contento y huye de entristecerla. Acuérdate con cuánto
« recato te guardó en su vientre, huyendo los peligros
« del malparirte. » Y en otra parte el Sabio (3): ct Con
« palabras y con obras, con todo sufrimiento honra á tus
« padres. Recrea, hijo mío, la vejez de tu padre, y guár-
a date de enojarle; y si alguna vez te pareciere que ca-
a duca ó que sabe poco, no por eso lo desprecies, ni te
c ufanes de verte mas poderoso y sabio que él. »
No podemos abandonar este tema tan fecundo del
amor filial sin reproducir las breves y elocuentes páginas
que sobre él escribió un distinguido literato italiano de
nuestros tiempos, tan célebre por sus infortunios como
por la exquisita nobleza de su corazon. Hé aquí, pues, el
brillante capitulo que en su breve Discurso sobre ios de­
beres de los hombres, consagra el sensible y profundo
Silvio Pellico al amor filial.

(I) Eocles., vn.


12) Tob., ir .
<8} Eod«., m.
91ft MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a La carrera de tus acciones comienza en la familia;
la casa paterna es la primera palestra de la virtud. ¿Qué
dirémos de aquellos que se jactan de amar á su patria y
de saber conducirse como héroes, faltando al mismo
tiempo al sublime deber de la piedad filial?
<r No puede haber amor patrio, no puede existir gér-
men alguno de heroísmo, donde impera la negra ingra­
titud.
« No bien se abre el entendimiento del niño á la idea
de los deberes, oye el grito de la naturaleza que le dice:
a Ama ¿ tus padres. » £1 instinto del amor filial es tan
poderoso, que parecería al pronto no ser necesaria la
educación para mantenerlo vivo toda la vida. Y sin em­
bargo, todos los buenos instintos necesitan la confirma-
don de nuestra voluntad; de lo contrario se desfiguran
y se arruinan. Es menester que con firme propósito nos
ejercitemos de continuo en actos de piedad para con
nuestros padres.
« ¿Será posible que el que se precie de amar á Dios,
de amar á la humanidad y de amar á la patria, no sea
afectuoso y reverente con aquellos á quienes debe el ser
hechura de Dios, el ser hombre y el ser ciudadano ?
a El padre y la madre son naturalmente nuestros pri­
meros amigos: son los mortales á quienes mas debemos.
Hay un vinculo sagrado que nos fuerza á serles agrade­
cidos, á respetarlos, á amarlos, á ser con ellos indul­
gentes , á demostrarles cariñosamente todos esos sentir
mientos de benevolencia.
a Es por desgracia muy posible que la grande intimi­
dad en que vivimos con las personas mas allegadas á
CAPITULO XVII. 213'
nosotros nos de pié para tratarlas con altivo menospre­
cio, con poco cuidado de agradarlas y de embellecer su
existencia.
o ¡ Guardémonos de semejante conducta! El que aspire
á ennoblecerse debe reflejar en todas sus afecciones cierto
deseo de distinción que les dé toda la perfección de que
son susceptibles.
a Ser cortés y delicado fuera de casa, con los extraños,
y mostrarse irreverente y desabrido con los padres, es
faltar á la razón y al deber. La finura y las buenas ma­
neras solo se aprenden cumplidamente empezando en el
seno de la familia.
a ¿Qué tiene de malo, dicen algunos, el tratar á los
padres con toda libertad? Bien saben ellos que los hijos
los aman, sin necesidad de halagüeñas exterioridades de
parte de estos, y sin que tengan que disimular en su pre­
sencia su mal humor y sus arranques. » El que desee
huir de la vulgaridad, no puede razonar asi. La libertad
que ocasiona molestia, siempre es villanía, y no hay vín­
culos, por estrechos que sean, que la autoricen.
« El hombre que no tenga ánimo suficiente para repri­
mirse y merecer en casa, como fuera de ella, la repu tar­
dón de atento, de virtuoso, de respetuoso con 3us seme­
jantes y de amante de Dios en ellos, es un pusilánime.
La noble tarea de adquirir bondad, cortesía y delicadeza,
no consiente otro descanso que el sueño.
« El amor filial es un deber no solo de gratitud, sino
de irremisible conveniencia. Aun en el caso de tener uno
padres poco benévolos, poco autorizados á reclamar
nuestra estimación, la sola circunstancia de habernos
214 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
dado el ser los reviste de tan respetable carácter, que no
es licito din incurrir en infamia, no digamos vilipendiar­
los, pero ni siquiera tratarlos con indiferencia. En seme­
jante caso, será mayor mérito el contemplarlos y consi­
derarlos, pero no dejará de ser esto un deber pagado á la
naturaleza, á la edificación de nuestros semejantes y á la
propia dignidad.
« ITriste de aquel que se constituye en censor severo
de cualquier defecto de sus padres! Porque ¿con quién
empezarémos á ejercitar la caridad si se la negamos á
nuestro padre y á nuestra madre ?
a Exigir como condicion para respetarlos que no ten­
gan defectos, que sean la perfección misma, es una prueba
de soberbia y de injusticia. Todos deseamos ser respeta­
dos y amados, y sin embargo no siempre somos irrepren­
sibles. Aunque nuestro padre ó nuestra madre estén
distantes de aquel ideal de buen juicio y de virtud que no­
sotros quisiéramos ver en ellos, procuremos disculparlos,
ocultar sus defectos á los ojos de los demás y hacer el
justo aprecio de todas sus buenas dotes. Haciéndolo así,
progresarémos y mejorarémos, haciéndonos de índole
afable, compasiva, generosa y sagaz para reconocer los
méritos ajenos.
a Da cabida á menudo en tu corazon, amado mío, á
este pensamiento triste pero fecundo en verdadera lon­
ganimidad y compasion: a ¿Quién sabe si estas dos ca­
bezas blancas que tengo delante no dormirán en breve
en el sepulcro? » — ¡ Ah I mientras te dure la suerte de
estar con ellos, hónralos y procura consolarlos en los ma­
les déla vejez, que son tantos!
CAPITULO XVII. *15
« La misma edad avanzada es causa suficiente para
agriar su condicion : no contribuyas tú á aumentar sus
tristezas. Sean siempre tan afectuosas con ellos toda9 tus
palabras y tu conducta, que tu aspecto los reanime y los
alegre. Cada sonrisa que tú despiertes sobre sus ateridos
labios, cada rayo de júbilo que envíes á su melancólico
corazon será para ellos el placer mas salutífero y redun­
dará en beneficio tuyo propio. Porque siempre sanciona
Dios las bendiciones que el padre ó la madre dan al h^jo
agradecido.»
Aunque deben entenderse por padres, además de los
naturales, los mayores en edad, saber y gobierno, como
explicaremos en el próximo capitulo, de los que nos die­
ron el ser habla mas señaladamente la divina ley, porque
los padres naturales son en cierto modo como imágenes
para nosotros de Dios inmortal.
En ellos contemplamos la semejanza de nuestro naci­
miento : ellos nos dieron la vida, y de ellos se valió su
Majestad divina para comunicarnos el alma y el entendi­
miento. Ellos nos llevaron á los sacramentos, nos in&-
truyeron en la religión y en el trato humano y civil, y nos
enseñaron la integridad y cantidad de las costumbres.
Han de ser, pues, reverenciados los padres de manera
que el honor que les damos sea como nacido de amor
y de lo intimo del corazon. Hallándose José en Egipto
tan entronizado, que solo le precedía el rey en el golio
del reino (1), recibió honoríficamente á su padre cuando
fué allá (2); y Salomon se levantó del trono por agasajar

(1) Génes., xu.


(2) Ibid., x l v i .
916 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

á su madre que entró á hablarle, y habiéndola hecho un


grande acatamiento, la sentó á su diestra en el solio
real.
Hay á mas de estos otros muchos oficios de honra que
se deben á los padres. Porque los honramos también
cuando pedimos rendidamente á Dios que todas las cosas
les sucedan próspera y felizmente; que estén bien quistos
y estimados entre los hombres, y que sean muy agrada­
bles á Dios y á los bienaventurados del cielo.
Honramos demás de esto á los padres cuando concer­
tamos nuestros negocios y dependencias según su arbi­
trio y voluntad, como lo aconseja Salomon diciendo :
« Oye, hijo mío, la doctrina de tu padre, y no deseches
a la ley de tu madre, para que sea aumento de gracia para
« tu cabeza y collar para tu cuello (1). n A este modo
también son aquellas exhortaciones del Apóstol: « Hijos,
a obedeced á vuestros padres en el Señor, porque esto
0 es justo (2). » Y en otra parte : « Hijos, obedeced en
cr todo á vuestros padres, porque esto es muy del agrado
« de Dios (3). n Y se confirma con el ejemplo de varones
santísimos : porque habiendo sido Isaac maniatado por
su padre para ser sacrificado, le obedeció con modestia
y sin réplica; y los Recabitas se abstuvieron perpetua­
mente del vino por no discrepar jamás del consejo de su
padre (4).
Finalmente, honramos álos padres cuando imitamos

(1) Prov., i.
(2) Efe·., t i .
(3) Colots., m .
(4) Jerexn., xxxv.
CAPITULO XVII. 217
sus buenas acciones y costumbres, pues es prueba grande
de que los estimamos el procurar ser muy parecidos á
ellos; los honramos también, cuando no solo les pedimos
su consejo, sino que le seguimos; cuando los socorre­
mos con lo necesario para su sustento y vestido; cuando
los visitamos, acompañamos y auxiliamos estando enfer­
mos; cuando hallándose en peligro de muerte contribui­
mos á que reciban los santos sacramentos como buenos
cristianos; cuando cuidamos de que al aproximarse su
hora final sean con frecuencia visitados por personas pia­
dosas y religiosas que los esfuercen en su debilidad, los
ayuden con sus exhortaciones, los animen y los alienten
con la esperanza de una eternidad feliz, para que apar­
tando el pensamiento de las cosas humanas le pongan todo
en Dios; y honramos á los padres, aun despues de difun­
tos, cuando les hacemos los funerales con verdadero es­
píritu de filial piedad, esto es, solo por el bien de sus
almas, cuando les damos decente sepultura, cuidamos de
hacer por ellos sufragios, y cumplimos puntualmente
cuanto dejaron ordenado en su testamento.
CAPITULO X V III.

DE OTROS y ADEMÁS DE LOS PADRES NATURALES, Á QUIERES


DEBEMOS HONRAR.

Aunque el mandamiento : « Honra á tu padre y á tu


a madre (1), »habla principalmente de los padres que nos
engendraron, también pertenece este nombre á otros,
según se colige de varios lugares de la Escritura.
Primeramente se llaman padres los prelados y pasto­
res de la Iglesia y los sacerdotes, como consta del Após­
tol, que escribiendo á ios Corintios dice : a No os escribo
a esto por avergonzaros, mas amenéstoos como á mis
c muy amados hijos. Porque aunque tengáis diez mil
a ayos en Cristo, no tenéis muchos padres : pues yo os
a engendré e n Je s u c r is t o por medio del Evangelio (2). d

Y en el Eclesiástico está escrito: a Alabemos á los varones


a gloriosos y á nuestros padres en su generación (3). to
También se llaman padres aquellos á quienes está
encomendado el imperio y la potestad de gobernar la

(1) Exod., xx, 12.


(2) I Corint., iv.
(3) Ecdes., xltv.
220 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

república. Asi, el general siró Naarnan era llamado padre


por los de su comitiva (1).
A mas de estos decimos padres á aquellos á cuya pro­
tección, fidelidad, bondad y sabiduría están otros enco­
mendados, como son los tutores, curadores, ayos y
maestros; por cuya razón los hijos de los profetas llama­
ban padres á Elias y á Elíseo (2).
Ultimamente, llamamos padres á los ancianos y de
edad avanzada, y á los predecesores, á quienes también
debemos honrar.
Hablarémos por partes del honor debido á todos estos.
J. Honor á ¡os obispos y sacerdotes, a No pienso ha­
brá gente de tan poco entendimiento y tan mal enseñada,
dice el venerable Granada (3), que no se sienta obligada
á honrar á semejantes personas de todas maneras; por­
que si no hay quien no sepa la honra que se debe á los
padres corporales porque fueron el medio del ser natu­
ral que tenemos, y porque nos criaron y sustentaron,
¿quien habrá (á lo menos entre los fieles) que conociendo
cuánto mas noble es el ser sobrenatural y de gracia en el
cual vivimos y nos sustentamos mediante los divino6
sacramentos, que no conozca el respeto y honra que se
debe á los prelados y curas de ánimas, confesores y sa­
cerdotes, que son los que nos administran estos divinos
sacramentos? o
Este respeto, esta honra nos inculca el Apóstol escri­
biendo á su discípulo Timoteo, con estas palabras : « A

(1) IV Reg.y ▼.
(2) IV Reg.9n·
(3) Obr. dt,, parta tegonda, e. v.
CAPITULO XVIII. MI
los sacerdotes que trabajan como deben, se debe doblada
honra, mayormente á los que trabajan en la predicación
y doctrina. (1)»
La honra que les manda dar es que los amemos de
corazon, juzgándolos dignos de todo acatamiento y res­
peto. Lo segundo, que como hijos humildes recibamos
su corrección, como de padres de nuestras almas, que
nos desean y procuran la vida de gracia y la de gloria.
Lo tercero, que los honremos proveyéndolos del sustento
necesario. Esto manda el Apóstol, no en un lugar de sus
cartas, sino en muchos. Escribiendo á los Tesaloni-
censes(2) dice : « Rogámoos, hermanos, que miréis por
« aquellos que trabajan con vosotros, y os gobiernan y
a rigen por virtud del Señor y os enseñan su santa vo­
lt luntad, porque estos por el oficio que tienen merecen
• que los améis con encendida caridad; y tened con ellos
< paz. d
Tener paz con los sacerdotes, confesores y predica·
dores, es obedecer y guardar lo que nos enseñan. Escri­
biendo el mismo Apóstol á los Hebreos, les dice (3):
« Obedeced á vuestros prelados siéndoles humildes y su-
a misos, porque ellos velan sobre vosotros con la solicitud
« de la cuenta que se les ha de pedir de vuestras almas.
« Procurad ser tales con ellos que ejerciten con vosotros
« su, ministerio con alegría, y no seáis causa de que vayan
< gimiendo debajo de la carga y peso de su oficio.»
Ellos reciprocamente, como pastores del ganado de

(1) 1 Tiraot., y.
(2) I Thes., v.
(3) Hebr., xm.
m MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Cristo, han de ser solícitos de apacentarlo con el pasto
de la sana doctrina, acompañada con los ejemplos de su
buena vida. Este objeto se proponía en su amonestación
el Apóstol diciéndoles (1) : « Mirad atentamente por vo-
a sotros, esto es, por vuestra obligación y por el ganado
a del cual sois pastores puestos por el Espíritu Santo
a para que goberneis esta Iglesia que Cristo redimió con
a su sangre. » Lo mismo dice el Príncipe de los apósto­
les (2): # Ruego á todos los sacerdotes que hay entrevó­
te sotros, yo sacerdote como ellos, y testigo de la pasión
a de Jesucristo, y participante de aquella gloria suya
tf que se descubrirá en el tiempo venidero, que apacien-
o ten el ganado que les está encomendado, procurándo-
« les alegremente la provision, no mirando al particular
«t interés y propio provecho temporal, sino al bien del
a ganado; siéndoles un retrato de santa vida y acordán-
« dose que no son señores sino cultivadores de esta be­
et redad, »
No sin designio hemos citado aquellas palabras de la
amonestación del Apóstol:« No seáis causa de que vayan
« (los sacerdotes) gimiendo debajo de la carga y peso
a de su oficio. x> En efecto, es una obligación muy sa­
grada el proveer á los sacerdotes de k> que necesitan para
su decencia y mantemiento; porque a ¿ quién peleó jamás
a á sus expensas (3)? » En el Eclesiástico está escrito :
a Honra á los sacerdotes, y purifícate con el trabajó de
a tus brazos. Dales la parte que se te manda de las pri-

(1) Hech., x x .
(2) I S. Pedr., v.
(3)1 Corint., in.
CAPITULO X V III. 233

a micias y de la ofrenda por el pecado (\); 0 y que asi­


mismo se les debe obedecer.
Sobre la obediencia debida á los ministros del Señor
está bien explícito el Apóstol: ct Obedeced á vuestros pre-
<r lados, dice, y sujetaos á ellos, porque ellos se des­
ee velan como que han de dar cuenta de vuestras almas.»
Cristo nos manda que obedezcamos aun á los malos pas­
tores cuando dice : a Sobre la cátedra de Moisés se sen-
a taron los Escribas y Fariseos. Guardad, pues, y haced
a cuanto os dijeren; mas no queráis obrar como obran
a ellos; porque dicen, y no hacen (2). »
II. Honor á los reyes, principes, magistrados y auto­
ridades. Entre las autoridades comprendemos á todos
aquellos á cuya potestad ó jurisdicción vivimos sujetos.
Qué género de honra ó veneración se debe tributar á
estos lo explica el Apóstol largamente en la Epístola á los
Romanos (3), advirtiendo también que debehacerse oracíon
porellosenla primera que dirige áTimoteo. « Toda persona
a está sujeta á las potestades superiores, 0 dice á aque­
llos; « porque no hay potestad que no provenga de Dios.
<r Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo,
a Quien desobedece á las potestades, á la ordenación de
a Dios desobedece. De consiguiente, los que tal hacen,
a ellos mismos se acarrean la condenación... El príncipe
a es un ministro de Dios puesto para tu bien. Si obras
a mal, tiembla,porque no en vano ciñe la espada: siendo
a como es ministro de Dios para ejercer su justicia casti-

(1)Eccles., vn.
(2) S. Mat.f x x m .
(3) Rom., xm .
224 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a gando al que obra mal. Por tanto es necesario que le
c esteis sujetos, no solo por temor del castigo, sino tam-
« bien por obligación de conciencia... Paga, pues, á todos
« lo que se les debe: al que se debe tributo, el tributo;
« al que impuesto, el impuesto: al que temor, temor; al
a que honra, honra. »
Esta doctrina confirma san Pedro diciendo: «Obedeced
« á toda humana criatura por amor de Dios, ya sea al
a rey, como á soberano, ya á los gobernadores, como
« á enviados por él (1), o pues todo el acatamiento que
les hacemos, se endereza á Dios, por cuanto la excelencia
de la dignidad debe ser venerada de los hombres, por ser
imágen de la potestad divina.
No hay potestad que no provenga de D ios , así las que
usan legítimamente de su autoridad, como las que abusan
de ella para oprimir á sus gobernados; porque el Após­
tol no hace distinción entre buenas y malas autoridades.
Por donde se vé cuán odioso es á los ojos de Dios que ¡as
ha establecido á todas el delito de la insurrección. Las
potestades que cumplen fielmente con sus deberes son fiel
imágen de Dios; las que no los cumplen son de todas ma­
neras instrumentos de su divina Providencia, puesto que
las consiente pudiendo destruirlas, y mientras ocupan
el poder tienen derecho á ser respetadas.
Conviene tener muy presente que cuando las autori­
dades ó magistrados son malos, no reverenciamos en
ellos la perversidad ó la malicia, sino la autoridad divina
que en ellos hay. El Catecismo romano, que ha previsto

(1) I S. Pedr., n.
CAPITULO X V III. 225
la estrañeza que debe causar á la generalidad irre­
flexiva esta doctrina, ha querido inculcarla con palabras
explícitas, y ha añadido : Aunque nos miren ( los ma­
gistrados malos) con ánimo enemigo y lleno de ira,
aunque sean implacables, todavía no es esto causa sufi­
ciente para no mirarlos con el mayor respeto. Asi miró
David á Saúl y le hizo grandes servicios al mismo tiempo
que él le perseguía de muerte: a Con los que aborrecían
« la paz, era yo pacífico, x> exclama el Rey Profeta.
Hablando del honor y obediencia debidos á los padres,
dijimos en el anterior capitulo que si los preceptos de
estos se opusiesen alguna vez á los mandamientos de
Dios, los hijos no deberían ejecutarlos, porque a mas
a razón es obedecer á Dios que á los hombres. » Del
mismo modo, si el príncipe ó el magistrado, ó la autori­
dad civil, cualquiera que sea, mandara alguna cosa in­
justa y malvadamente, no debería ser obedecido, porque
en semejante caso no podría considerarse que obraba
según la autoridad divina, sino según su propia justicia
y perversidad. Sirvan de insigne ejemplo para esta he-
róica desobediencia á las potestades civiles, cuando en
ella se interesa el cumplimiento de los eternos mandatos
de Dios, las vidas de cuantos mártires ilustran la Iglesia
de Jesucristo. Por no ofender al Rey de los reyes rin­
dieron sus inocentes cuellos al hacha de los verdugos, y
muchos supieron morir sin insurreccionarse, como lo ve­
rificaron los esforzados y santos soldados de la legión
Tebea bajo el imperio de Diocleciano.
111. Honor á los maestros y preceptores. De todos
aquellos á cuya protección, fidelidad ó magisterio estamos
13..
926 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
encomendados durante nuestra juventud,dice el venera­
ble Granada que les cabe parte en la obligación misma de
los padres. Porque como los padres naturales engendran
los cuerpos para esta vida natural, y los curas de áni­
mas y sacerdotes, mediante la gracia, por los sacramentos
los reengendraron en la vida cristiana y de gracia; asi
á los maestros, preceptores y ayos incumbe instruir á
los que les son encomendados, no solamente en las le­
tras, mas también en las buenas costumbres y honestos
ejercicios, y principalmente en los principios de la doc­
trina de Jesucristo.
Por este cuidado les deben los discípulos particular ve­
neración, cortesía y acatamiento, obediencia, temor,
amor y agradecimiento; y los padres les deben pagar
Uberalmente sus salarios ó estipendios.
IV. Honor á los ancianos y predecesores. Con el nom­
bre de padres se designan también en el cuarto manda­
miento los ancianos, a Estos, dice el P. Granada, deben
ser honrados de los mozos. Esta honra consiste primera­
mente en aquella acostumbrada cortesía de levantarse y
descubrir la cabeza, y darles el mejor lugar, y callar,
mostrando atención y reverencia cuando ellos hablan.
Esto mandó Dios diciendo (1): a Delante del anciano y
a cano levántate, y honra la persona del viejo. » Lo se­
gundo, honramos á los ancianos cuando con humildad
oímos y tomamos sus consejos y se los pedimos; y con­
forme á esto dice el Sabio (2): « Humíllate al viejo y no
a desprecies sus palabras; antes oye con atención sus
(1) Levit., x a .
(2) Eoole«., vw ,
CAPITULO X V III. 227
« sentencias; porque de ellos aprenderás sabiduría y doo
a trina, n
Es también muy digna de estudio la bella y consola­
dora doctrina del respeto á los. ancianos y predecesores
nuestros, según la expone el citado Silvio Pellico.
« Honra, dice, la imágen de tus padres y abuelos en
todos los ancianos. La senectud debe ser respetada por
todo corazon bien nacido.
a Era ley de la antigua Esparta que los jóvenes se pu­
siesen en pié siempre que se les acercara un viejo; que
guardasen silencio cuando él hablaba; que al encontrarle
en la calle le cediesen el paso. Lo que entre nosotros no
hace la ley, hágalo la decencia, y será aun mejor.
« Hay en este obsequio tanta belleza moral, que hasta
aquellos mismos que se olvidan de practicarlo lo aplauden
en los que lo tributan.
a Un anciano ateniense iba buscando puesto en los
juegos olímpicos, y las graderías del anfiteatro estaban
todas llenas. Unos calaveras, paisanos suyos, le hicieron
señas de que se acercase, y cuando el pobre viejo, enga­
ñado, logró con gran trabajo llegar hasta dios, en vez
de darle acogida le despidieroñ con indignas risotadas.
Rechazado el anciano de un lado para otro, llegó por fin
hácia la parte que ocupaban los Espartanos, y fieles estos
á la costumbre consagrada como ley en su patria le re­
cibieron en pié y le hicieron puesto. Aquellos mismos
Atenienses que con tanta desvergüenza le habían escar­
necido, simpatizaron entonces con sus generosos émulos,
y prorumpieron de todas partes en estrepitosos aplausos,
llenáronse de lágrimas los ojos dd viejo, y exclamó lleno
828 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
de emocion : <r ¡Los Atenienses saben lo que es honesto,
pero los Espartanos lo practican! »
a Alejandro Macedón — á quien con gusto damos en
este caso el título de Grande — sabia humillarse en pre­
sencia de los ancianos cuando sus victorias conspiraban
mas á ensoberbecerle. Habiendo tenido en una ocasion
que detener su triunfal carrera por causa de una gran
nevada, mandó encender lumbre, y sentado en su regio
escaño se estaba calentando junto á la hoguera. Vió en­
tre sus soldados á un hombre agobiado por los años que
tiritaba de frió: abalanzóse á él, y con aquellos mismos
brazos invictos que habían derrocado el imperio de
Darío, asió el aterido anciano y le instaló en su propio
asiento.
a Solo son malvados los hombres irreverentes con los
ancianos, con las mujeres y con los afligidos, » decía Pa-
rini. Lisonjeábase este de ejercer una grande autoridad
sobre sus discípulos, y prometíase de ellos mucho respeto
y benevolencia para cuando llegase á viejo. Estaba una
vez muy enfadado con un jóven de quien le habían refe­
rido una picardía, y casualmente se le encontró en la calle
en el acto de defender con grande energía y decoro á un
capuchino anciano contra unos villanos que le habían
atropellado. Parini en cuanto lo vió se puso de su parte,
y echando los brazos al cuello del jóven le d ijo: — a Hace
un instante te creía un malvado; ahora que soy testigo
de tu piedad con los ancianos, vuelvo á creerte capaz de
muchas virtudes. x>
Asi habla Pellico del respeto debido á todos los ancia­
nos en general, y concluye con estas elocuentes frases
CAPITULO XVIII. m
sobre la veneración y amor que debemos á nuestros pre­
decesores.
a Tributemos filial obsequio á la memoria de todos
aquellos que merecieron bien de la patria ó de la huma­
nidad. Sean sagrados para nosotros sus escritos, sus
imágenes, sus tumbas.
a Cuando consideremos los siglos pasados y las reli­
quias que nos dejaron de sus obras imperfectas; cuando
lastimados de los muchos males presentes los miremos
como consecuencia de las pasiones y de los errores de las
edades que fueron, no cedamos á la tentación de vitupe­
rar á nuestros abuelos. Tengamos como deber de con-:
ciencia el ser piadosos é indulgentes en nuestros juicios
respecto de ellos. Cierto que emprendían guerras que
ahora deploramos; pero ¿ no justificaba estas guerras la
necesidad, ó sus inculpadas preocupaciones de que nos es
imposible juzgar á la considerable distancia que de ellos
nos separa ? Cierto que atrajeron sobre su patria inter­
venciones extranjeras que produjeron resultados funestos;
pero ¿no hubo también necesidad apremiante 6 ilusiones
inculpadas que las justificasen? Fundaron instituciones
que no son de nuestro agrado; pero ¿quién será capaz de
demostrar que fueron intempestivas entonces? ¿quién nos
probará que pudo la ciencia humana haber excogitado
otras mejores con los elementos de que á la sazón disponía?
a Sea en buenhora ilustrada la crítica, pero no cruel
con los tiempos pasados, no calumniadora, no desdeñosa
é irreverente con los que no pueden levantarse de sus
sepulcros y decirnos : — « Aquí teneis, descendientes
nuestros, la razón de nuestra conducta. »
880 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a Es justamente célebre el dicho de Catón el Viejo:
a Es muy difícil hacer comprender á las generaciones fu-
a turas aquello que justifica nuestra vida presente.»
V. — Digamos algo para concluir de la obligación que
tienen los criados de venerar á sus amos ó señores.
Deben los criados á sus amos amor y deseo de toda
prosperidad y bien. Débenles también alegre obediencia
en todo lo que les mandaren, no siendo contra la ley de
Dios. Finalmente, deben serles leales y fieles en las cosas
que les fueren encomendadas, procurando el justo au­
mento de los bienes de sus amos, amando, con su per­
sona, su honra y su provecho.
Con los criados bahía el Apóstol escribiendo á los de
freso, diciendo ( i ) : a Obedeced á vuestros señores tem-
a porales con temor y temblor, con simplicidad dé cora-
« zon, como á Cristo (2), y esto no ha de ser solamente
a cuando ellos os están mirando, que esto es servir por
<í agradar al hombre, sino también en todo lugar, como
« siervos de Dios, pretendiendo principalmente en vues-
« tros servicios servir á Jesucristo. » Lo mismo dice es­
cribiendo á Tito su discípulo (3), amonestando á los cria­
dos que sean sumisos, humildes y obedientes á sus
señores, no siendo respondones, ni replicadores, ni en­
gañadores, antes conduciéndose como leales y deseosos
de darles gusto.
También san Pedro dice (4 ): a Siervos, sed sumisos con

(1) Ephes., YL·


(2)Coloss., m.
(3) Tit., ii,
(4) I S. Ped.t Q.
CAPITULO XVIII. 231
a todo temor y acatamiento á vuestros señores, no solo
<r á los benignos y mansos, mas también á los ásperos
a de condicion y coléricos. »
Y es de notar que en aquellos tiempos en que tales
consejos daban los apóstoles, consecuentes siempre á la
santa máxima del propio sacrificio, que, como dejamos
dicho repetidamente, es el germen y raiz de la doctrina
evangélica: en aquellos tiempos, repetimos, eran muchos
los fíeles que servían como criados y esclavos á los paga­
nos. A ellos, sin embargo, amonestaban los apóstoles que
fuesen obedientes á sus amos y señores, sumisos en todo
cuanto les mandasen no mediando ofensa á la ley de Dios.
Lo que se dice respecto de los criados se entiende
también de los jornaleros y trabajadores asalariados. A
estos se manda que hagan las obras lo mejor que pu­
dieren.
CAPITULO XIX.

D E L A MOR C O NY U G A L .

En los Compendios de doctrina cristiana suele incluirse


entre las obligaciones dimanadas del cuarto mandamiento
del Decálogo el amor y respeto mutuo que se deben los
casados. Dicese á los maridos que se conduzcan con sus
mujeres amorosa y cuerdamente como Cristo con su Igle­
sia; y á las mujeres que traten á sus maridos con amor
y reverencia como la Iglesia á Jesucristo.
El amarse y respetarse mutuamente los cónyuges como
Cristo amó á su Iglesia, y como la Iglesia ama á Cristo,
depende en parte de la gracia que en el sacramento del
matrimonio reciben los que le contraen con santa inten­
ción y temor de Dios. La consideración de que en este
sacramento el hombre representa á Cristo y la mujer á
la Iglesia, hace á los casados vivir con devocion, respe­
tarse y reverenciarse uno á otro, y amarse con santidad.
La misma ley natural, además, nos excita al amor
conyugal, o Nadie aborrece su propia carne, antes la sus-
« tenta como mejor puede, y la regala, como Cristo hizo
234 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
a con la Iglesia, » dice el Apóstol (i). Y sin embargo,
fué preciso que la Iglesia explicara lo que son el matri­
monio y los deberes que de él se originan, para que
supiésemos comprender y practicar el santo amor conyu­
gal absteniéndonos de los graves pecados en que incurren
los que equivocadamente creen que el matrimonio santifica
todos los apetitos desordenados de la carne, y que me­
diante este vinculo no puede haber en el apego conyugal
pecado.
El amor de los casados ha de ser tal, que comprenda
los motivos de todas las amistades y amores buenos,
pues esta fué una de las causas de la institución del ma­
trimonio. Y esto d^iúfican aqueBás palabras que dijo el
Señor despues de haber formado á nuestro padre
Adán (2 ) : a No es bien que el hombre esté solo : hagá-
cr mosle compañía que le ayude, semejante á él. d
Tan contrarios son al amor conyugal, que Dios desea, el
desamor, el desagrado y el deshonor, como aquél amor
excesivo que incurre, ya en el adulterio por la sensuali­
dad, ya en la idolatría espiritual p of la postergación
que sufre el amor de Dios en el corazon donde ella im­
pera. Conviene recordar á este propósito aquella sabia
mihrima de Fr>. Luis de Granada (3) : también se padece
naufragio en el puerto como en la mar, en el licito amor,
si es demasiado, como en el ilícito; y el peligro del de­
masiado amor licito es tanto mayor que el del amor ilí­
cito, cuanto parece mas seguro y menos escrupuloso.

(1) Ephes., v.
(2) Gén., n.
(3) Véase el cap. zx de la IdoUUriaitpiritoal.
CAPITULO XIX. 335
El amor sensual y liviano, lejos de ser el que Dios
pide á cada uno de los cónyuges respecto del otro, es su
contrario. Porque no se debe usar del matrimonio por
deleite, y conviene acordarse de la exhortación del Apóstol:
c Los que tengan mujeres, ténganlas como si no las tu-
a vieran (1). » El varón sabio, dice san Gerónimo, debe
amar á la mujer con juicio, no con apego: contendrá los
ímpetus del deleite, y no se dejará ir precipitado al acto
carnal, pues no hay cosa mas fea que amar á la mujer
como á una adúltera (2). »
Debe el marido tratar á la mujer con agrado y honor,
para lo cual conviene tenga presente que Eva fué llamada
compañera por Adán cuando dijo (5): a La mujer que me
<x diste por compañera, etc. » Por esta razón enseñaron
algunos de los Padres que fué formada, no de los piés,
sino del costado dél marido; asi como no fué hecha de la
cabeza, para que entendiese que no era señora, sino
súbdita de aquel.
Entre los cargos que asigna á la mujer el Principe de
los apóstoles por lo tocante á este deber, leemos lo si­
guiente (4): a Las mujeres estén sujetas á sus maridos,
a para que si algunos no creen por el medio de la predi·
a cackm de la palabra, sean ganados sin ella por solo el
a trato con sus mujeres... El adorno de las cuales no ha
<i de ser por defuera con los rizos del cabello, ni con di-
« jes de oro, ni gala de vestidos; la persona interior es-

(1) I Corint., vn .
{2} Lib. I contr. Jovin.
(3) Gténes., m .
(4) IS. Pedr., m .
236 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
c condida en el corazon es la que se debe adornar con el
c atavío incorruptible de un espíritu de dulzura y de paz,
« lo cual es un precioso adorno á los ojos de Dios. Por-
<¡t que asi también se ataviaban antiguamente aquellas
a santas mujeres que esperaban en Dios viviendo sujetas
a á sus maridos, al modo que Sara era obediente á
« Abraham á quien llamaba su señor. » Y á esto añade
el Catecismo del santo concilio de Trento : a tengan siem­
pre presente que despues de Dios á nadie deben amar
ni estimar mas que á su marido, pues en esto señalada­
mente se halla afianzada la unión matrimonial; y asi­
mismo condescender con él y obedecerle con muchísimo
gusto en todas las co&s que no son contrarias á la pie­
dad cristiana.»
Grande debe ser la corrupción de las ideas y de las
costumbres cuando tanto distan la generalidad délos ma­
trimonios de esa santa norma trazada por los apóstoles y
la Iglesia de Jesucristo. Por desgracia el amor conyugal
santo y racional es tan poco común como el amor filial y
el verdadero amor de Dios.
¡Miserable prueba déla inconstancia humana, exclama
el virtuoso y delicado Silvio Pellico (1): la mayor parte
de los matrimonios se conciertan por amor, van acompa­
ñados de pensamientos solemnes, se sancionan con el
mas ardiente deseo de verlos bendecidos hasta la muerte,
y á los dos años, á veces á los pocos meses, la pareja
tan estrechamente unida se desama, los cónyuges pue­
den apenas tolerarse uno á otro, se ofenden con recípro-

(1) Doveri degli nommi, cap. zxm, matrimonio.


CAPITULO XIX. 3*7
cas reconvenciones, y olvidan de todo punto los mira­
mientos y la delicadeza! Y esto ¿de qué proviene?
Primeramente de no haberse conocido á fundo los cón­
yuges antes de unirse; en segundo lugar, de la liviana
facilidad con que se cede á las tentaciones de la incons­
tancia; porque son pocos los que repiten diariamente en
su corazon: lo que me propuse cumplir es un deber;
quiero mantenerlo con firmeza.
Tanto el marido como la mujer deben trazarse como
principal deber esta resolución inalterable : a Quiero
amar y honrar siempre al corazon que hice dueño del
mió. d Así, si la elección fué buena, si uno de los dos
corazones no estaba ya viciado, es imposible que pueda
pervertirse y ser ingrato cuando el otro corazon le colma
de halagüeñas atenciones y de generoso amor.
No hay ejemplo de que un marido que trate con deli­
cadeza á su mujer, que no la ofenda con indigno menos­
precio ó con otras torpezas, deje de ser amado por ella
si alguna vez obtuvo su cariño.
La mujer es naturalmente de Índole afable, cariñosa,
reconocida, dispuesta á amar en grado eminente al hom­
bre que con constancia la ame y merezca su afecto. Pero
por lo mismo que su sensibilidad es tanta, se resiente fá­
cilmente de la aspereza del marido y de todos los defectos
susceptibles de degradarle. Y este resentimiento puede
producir en ella una invencible antipatía y todos los er­
rores que suelen acompañarla. Entonces la pobre mujer
será altamente criminal; pero la causa de todas sos fal­
tas será el marido.
No es apenas posible que ana mujer, buena el dia de
886 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
la boda, pierda su bondad en compañía de un esposo
que no desmerezca ó no pierda el derecho á su amor.
Para que el derecho al amor de una esposa sea dura­
dero, es menester no perder méritos á sus ojos; es pre­
ciso que la intimida 1conyugal no amengüe en el marido
aquella reverencia y cortesía que la demostró antes de
conducirla al altar; es menester que el marido ni se de­
grade haciéndose esclavo imbécil incapaz de corregirla,
ni se erija altanero en déspota que la castigue con aspe­
reza. Es menester que la mujer tenga en qué fundar
cierto ventajoso concepto del juicio y de la rectitud de su
marido; es menester que pueda ella gloriarse de perte-
necerle y depender de él; es menester que la dependen­
cia en que se halla constituida respecto de su esposo no
dimane de su predominio, sino que provenga de su amor
y del sentimiento de la verdadera dignidad de ambos.
Porque hayamos elegido bien la compañera de nuestra
vida, y tengamos gran fe en las eminentes virtudes que
puedan adornarla, no es menos necesaria nuestra ince­
sante atención y cortesía con ella. No incurramos nunca
en el desacierto de discurrir de este m odo: <c Es mi mu­
jer tan buena, que me perdona todos los agravios que
pueda yo hacerle; ¿á qué molestarme acerca del modo de
agradarla, si ella me ama siempre lo mismo? »
Cabalmente porque es tanta la natural bondad de la
mujer, y porque su índole es tan exquisita, deben herirla
y disgustarla mas la incuria, la ordinariez, la torpeza;
cnanto mayor sea la gentileza de sus maneras y de sos
ideas, tanto mayor será también en ella la necesidad de
ver en ti la misma distinción y delicadeza. Si no la en­
CAPITULO XIX. 239

cuentra en ti, si te ye pasar de la seductora cortesía del


enamorado al insultante desprecio de un mal marido,
podrá por algún tiempo hacerse violencia y seguir amán­
dote á pesar de tu indignidad, pero al cabo el esfuerzo
será vano. Te perdonará, pero no te amará mas y será
desgraciada. ¡Ay entonces si no tiene ella una virtud á
toda prueba, y si por casualidad algún otro hombre llega
á impresionar su corazon !
Muchos maridos hay en este caso, y sus mujeres, de
quienes ellos maldicen, eran virtuosas. ¡Las infelices se
extraviaron porque les faltó el amor!
CAPITULO XX.

DE LA IMPORTANCIA SUMA DEL CUARTO MANDAMIENTO T DE


LA RECIPROCIDAD QUE SUPONE.

Es tan grande la importancia que da Dios al cumpli­


miento de este cuarto precepto, que ha querido remune­
rarlo hasta en la misma vida terrestre. Las sagradas
Escrituras prometen larga vida á los buenos hijos, y expli­
cando la Iglesia esta promesa dice : que como los que
honran á sus padres corresponden agradecidos á los que
les hicieron el beneficio de la luz y de la vida, es muy
justo que se alargue la suya hasta la mayor anciani­
dad (1).
No solo, pues, promete Dios al que fielmente guarda
el cuarto mandamiento la vida eterna y bienaventurada,
sino también el goce de esta temporal, como lo declara
el Apóstol cuando dice: a La piedad para todas las cosas
« aprovecha: porque tiene promesas de la vida presente
« y venidera (2). »
No es pequeño ciertamente ni para desechado este ga-

(1) Catecismo del santo concilio de Trento, parte tercera,


cap. y.
(2) I Timot., iv.
242 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
lardón de larga vida, aunque varones santísimos como
Job (1), David (2) y san Pablo (3) desearon la muerte, y
aunque también sea molesta la dilación de la vida á los
que se ven en trabajos y miserias grandes. Porque la
larga vida que Dios promete en la tierra á los buenos
hijos, es vida feliz, a Honra á tu padre y á tu madre,
dice el Deuteronomio, como el Señor Dios tuyo te tiene
mandado, para que vivas largo tiempo y seas feliz en la
tierra que te ha de dar el Señor Dios tuyo. o Se les pro­
meten de consiguiente con la larga vida, el reposo, la
quietud, la seguridad para bien vivir; y lo mismo repite
el Apóstol hablando con los Efesios (4).
Con razón se dice que logran estos bienes todos aque­
llos cuya piedad quiere premiar el Señor, aun cuando
muchas veces sea mas breve la vida de loe que fueroo
mas piadosos para con sus padres; pues esto sin duda
acaece porque se les hace gran beneficio en sacarlos de
esta vida antes de que se extravien del camino de la san­
tidad y de la justicia, ó porque si amenaza algún estrago
y perturbación en todas las cosas, son sacados del mun­
do para que se liberten de la común calamidad de los
tiempos, a Son arrebatados, dice la eterna Sabiduría (o),
a para que la malicia no mude su entendimiento ó la
a ficción engañe su alma; » y el Profeta añade (6): a de
a delante de la malicia es recogido el justo. x>
(1) Job., ш .
(2) Saim. cxrx.
(3) Phüipp., ь
(4) Ephet.v vi·
(5) Sabid·, xv.
( 6 ) I a a i . , l vx x .
CAPITULO XX. 348
a Esto lo dispone Dios así, ó porque no peligre su vir­
tud y salvación cuando castiga su.Majestad las maldades
de los hombres, ó porque no sientan en tiempos tan tris­
tes amarguísimos llantos viendo las calamidades de sus
parientes y amigos. Y por esto hay muchísimo que te­
mer cuando á varones justos sobreviene una muerte tem­
prana (1). »
El Y. Dr. Challoner resume de este modo en sus Con-
sideraciones sobre las verdades de la religión y ios *de­
beres del cristiano (2) la importancia del cuarto precepto
á los ojos del Ser Supremo, a No admite Dios donativo
alguno para si ni para su tfemplo en perjuicio y menos­
cabo de la honra y asistencia que debemos ¿ nuestros su­
periores. Escucha, oh cristiano, las amonestaciones que
por boca del Sabio te dirige el Espíritu Santo (3), y
aprende cuál es tu deber para con tus padres y cuál el
premio ofrecido á su cumplimiento, a Honra á tu padre
« con obras y con palabras y con toda paciencia, para
« que venga sobre ti su bendición, la cual te acompaña
< hasta el fin. La bendición del padre afirma las casas de
f los hijos; pero la maldición de la madre las arruina
< hasta los cimientos. Hijo, alivia la vejez de tu padre, y
« no le des pesadumbres en su vida; y si llegare á vol-
c verse como un niño, compadécele, y jamás le despre-
o des por tener tú mas vigor que él. Así la justicia será
« d fundamento de tu edificio, y en el día de la tribula-
« cion habrá quien se acuerde de t í; y como en un dia

(1) Catecismo del santo Conoil. de Trento, loo. ciu


(2) Dia 26 de setiembre, tomo tercero de nuestra traduodon.
(3) Eodes., m , 8 y siguientes.
244 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
« sereno se deshace el hielo, asi se disolverán tus peca-
o dos. d También añade : a Quien honra á su padre ten-
« drá consuelo en sus hijos, y al tiempo de su oracion
a será oido. El que honra á su padre, vivirá larga vida,
a Quien teme al Señor, honra á los padres, y sirve como
e á sus señores á los que le dieron el ser. »
A31 como tiene reservado el Señor para los hijos que
son agradecidos y obedientes á sus padres el premio y
galardón de su piedad, asi tiene también aparejadas pe­
nas gravísimas para los ingratos y rebeldes. Esta escrito:
a El que maldijere á su padre ó á su madre, muera de
« muerte (1); » y cr El que aflije á su padre y huye á su
a madre, será ignominioso y malaventurado (2); d y a El
« que maldice á su padre ó á su madre se apagará su
a antorcha en medio de las tinieblas (3); » y en otra
parte : « El que escarnece de su padre y habla mal del
« parto de su madre, sáquenle los ojos los cuervos de
a los arroyos, y cómanselo los hijos del águila (4). >
De aquellos que injuriaron á sus padres leemos hubo mu­
chos en cuya venganza se enardeció la ira de Dios. Por­
que no dejó sin castigo los agravios que padeció David de
su hijo Absalon, sino que pagó las debidas penas mu­
riendo atravesado con tres lanzas (5). De los que no obe­
decen á los sacerdotes está escrito : a El que se ensober-
a beciere y no quisiere obedecer el mandamiento dd

(1) Éxod., xxi.


(2) Levit., xx.
(3) Prov., xix.
(4) Ibid., xxx.
(5) II Reg., xvm .
CAPITULO XX. 245
« sacerdote que en ese tiempo sirve á tu Dios y Señor, por
a decreto del juez morirá ese hombre (1).
Pero asi como está establecido por la divina ley que
los hijos honren, obedezcan y sirvan á sus padres, así
es obligación y cargo propio de los padres enseñar á los
hijos doctrinas y costumbres santas, y darles las reglas
mas ajustadas de bien vivir, para que instruidos y for­
mados según la religión, veneren á Dios santa é inviola­
blemente. Y así como además de los padres naturales
debemos honrar y respetar á los superiores en edad, sa­
ber y gobierno; así también los superiores tienen res­
pecto de los inferiores que les están sometidos, obliga­
ciones reciprocas semejantes á las del padre para con sus
hijos.
A la exposición de las obligaciones del padre respecto
de sus hijos, consagrarémos lo que resta del presente
capitulo. Hablaremos primero de los deberes de los pa­
dres y madres de familia; despues procederemos en la
exposición de los deberes de los superiores para con los
inferiores por el mismo órden que seguimos en el capí­
tulo XVHI.
Los padres, dice el V. M. Granada, deben ser solícitos
en criar sus hijos, amándolos de corazon y enseñándoles
el amor y temor de Dios; y débenlos tratar con manse­
dumbre. Asi lo aconseja el Sabio, que dice (2): a ¿Tienes
a hijos? Pues desde la niñez los debes domar y enseñar.
« ¿Tienes hijas? Guarda su honestidad, y no les mués-
* tres el rostro risueño. Si regalas á tu hijo, presto le
(1) Levit., XX .
(2) Ecde·., xxx.
14.
246 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
« sentirás soberbio contra t i : si con él jugares y holga-
c res, darte ha mil disgustos. Ni con él rías, ni llores;
c porque te arrepentirás. No le dejes mandar en casa en
« su mocedad : anda sobre aviso para conocer sus inten-
c tos y propósitos : dobljt su cerviz cuando es mozo,
« azótale cuando niño, porque despues de duro no te
« desprecie y haga poco caso de ti; porque entonces te
a dolerá el corazon. d Y en otro lugar (1 ): « Enseña á to
« hijo y trabaja con él porque sus pecados no te sean
a demandados. x> El Apóstol enseña á los padres dicien­
do (2 ): « Padres, tened cuenta de no provocar á ira á
< vuestros hijos, mas criadlos con doctrina y temor del
c Señor, d i
Del fruto que recogen los padres de doctrinar y criar
bien á sus hijos, dice el Sabio (3): « El padre que ama
* á su hijo castígalo muchas veces, para que despues se
a alegre con él, y no le vea andar por puertas agenas. El
c padre que bien doctrina á su hijo, en sus virtudes será
« loado, y en el medio de sus prójimos será honrado.^
Los padres, dice el Catecismo romano, deben ser para
sus hijos como maestros de toda virtud, equidad, con­
tinencia, modestia y santidad; para esto les conviene
huir principalmente de tres cosas en que de ordinario
suelen tropezar.
Defectos principales de que deben los padres huir en
la educación de sus hijos : 4° Que no los hablen ni los
traten con demasiada aspereza. Asi lo manda el Apóstol

(1) Ibid.
(2) Ephes., vi.
(3) E c d e ·., XXX·
CAPITULO XX. 247
diciendo en la epístola á los Colosenses (4) : « Padres,
c no provoquéis á indignación á vuestros hijos, para que

a no se hagan de ánimo apocado. x> Porque si en todo


temen, corre peligro de que salgan acobardados y pusi­
lánimes. Los padres no deben vengarse de sus hijos, sino
corregirlos. 2° Que si cometen alguna culpa, siendo ne­
cesario el castigo y la reprensión, no los perdonen por
demasiada condescendencia; pues muchas veces se pier­
den los hijos por la nimia blandura y facilidad de los pa­
dres. 3° Que en la enseñanza y crianza de los hijos no se
propongan fines torcidos, que es cosa feísima. Porque
muchos no entienden ni atienden á otra cosa que á de­
jarles dinero, riquezas y un patrimonio grande y envidia­
do. Así los inclinan, no á la religión, no á la virtud, ni á
los estudios de las buenas letras, sino á la avaricia y al
arte de amontonar dinero. № cuidan de la honra y de la
salvación de sus hijos: solo les importa quesean acauda­
lados. ¿Qué se puede pensar mas vil ni mas indigno? De
aquí es que heredan los hijos, no tanto sus bienes, cuanto
sus maldades y abominaciones, y les sirven de guia, no
para el cielo sino para el infierno.
Discurriendo con su profunda originalidad el P. Gra­
nada sobre los defectos de la excesiva aspereza y de la
demasiada blandura, tan comunes en los padres, escribe
los siguientes párrafos, que nos parecen muy dignos de
ser cien veces releídos por todos los padres y madres de
familia que sinceramente deseen el acierto en esta delica­
dísima materia.

(l)Colo·»., nx.
248 MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.
a ¡ Cuán reprensibles y crueles son los padres que con
indiscreta piedad y ternura demasiada, por no castigar
á sus hijos, los dejan estragar con solturas y vicios! Estos
se pueden mas llamar crueles que piadosos, y mas ne­
gligentes que amorosos; antes homicidas de sus hijos.
¿Qué mayor crueldad podíamos decir de un padre, del
cual dijésemos que oyendo que un hijo estaba ahogándose
en un rio, que fué tan neciamente piadoso, que no pu-
diendo asirle sino de los cabellos, por no lastimarle un
poco al sacarle, le dejó ahogar? A este son semejantes
los que por no entristecer con el castigo á sus hijos, los
dejan zabullir y anegar en los vicios.
a No sé con qué palabras pueda argüir tan maldita
piedad. Veo que aun aquel rico gloton, entre los tor­
mentos infernales, deseó que fuese enviado Lázaro á este
mundo, con cuya predicación, doctrina y castigo retra­
jese á sus hermanos de sus vicios para que no fuesen al
lugar de los tormentos que él padecía (1). Si tal cuidado
y providencia tuvo de sus hermanos un condenado, aun­
que no hacia aquello por caridad y bien de sus herma­
nos (que no hay allí caridad), sino por amor propio, sa­
biendo que con la bajada de ellos allá había de crecer su
pena por haberles él dado con su viciosa vida mal ejem­
plo para imitar sus vicios; acuérdese el cristiano padre
de lo que se acordó un malaventurado hermano, y qiie
de los vicios de sus hijos le ha de ser demandada estre­
cha cuenta.
a Y si este ejemplo no los mueve, muévalos el ejemplo

(1) S. Luc., xvi.


CAPITULO X X . 949
del sacerdote Heli, que por ser negligente en el castigo
de sus hijos, á padre y á hijos mató Dios en un dia (i).
Si de esta manera castigó Dios á los negligentes en el cas­
tigo de sus hijos, sea el consejo de piadosos padres ga­
nar á Dios por la mano, castigando agora á sus hijos
moderadamente, porque no venga sobre padres é hijos
el riguroso castigo de Dios.
a Mas este castigo ha de ser con discreción y manse­
dumbre, aguardando oportunidad y tiempo, cuando lo
aconseja la razón, y no cuando lo pide la ira. Y ante to­
das las cosas procuren los padres apartar á sus hijos de
las malas compañías, de juegos y ociosidad, y comen­
zarlos á imponer desde los pechos á no salir con sus an­
tojos, quebrándoles muchas veces al dia la voluntad, y
castigándoles las mentirillas, los juramentos y las golo­
sinas, y que no anden siempre comiendo ni sean trago­
nes; no disimularles las maldiciones, y el mentar al de­
monio, ni decir palabras descorteses y descompuestas.
a El mas poderoso y eficaz medio que puede haber
para que los hijos salgan bien criados, modestos y corte­
ses, es que no vean en sus padres ninguna cosa que no
sea ejemplar y virtuosa, porque las costumbres de los
padres son leyes á los hijos. Los que pueden, provean á
sus hijos de buenos maestros, ocupándolos desde la
tierna edad en honestos estudios. Enséñenlos á rezar y
encomendarse á Dios, y á perseverar en la iglesia á la
misa, sermón y divinos oficios con sosiego, y á confesar­
se algunas veces entre año. No los traten (en el semblante

il) IV Reg , ii y iy .
850 MANUAL DE M OBAL CRISTIANA.

y palabra) coa mucho regalo, mostrándoles amor y ter­


nura, ni los dejen muchas veces salir con lo que quieren;
porque no se hagan apetitosos, indómitos y voluntarios.
« No pierdan los padres esta tan conveniente oportuni­
dad que la naturaleza les da para los poder enseñar y
castigar en los tiernos anos, porque si en esta se des­
cuidan, no alcanzarán otra. Todas las cosas tienen sus
tiempos, en los cuales se hacen con facilidad; mas si
estos se pasan, el trabajo que despues ponemos es mu­
cho, y el fruto poco ó ninguno. Procura el piloto no per­
der la oportunidad del tiempo, y el labrador la que pi­
den las labores de sus heredades; mucho mas deben los
padres aprovecharse del tiempo de la tierna edad de sus
hijos, para rendirlos, doblarlos y enderezarlos; porque
si esta dejan pasar, cuando despues los quieren doblar,
no podrán, ó los quebrarán y no los enderezarán, d
CAPITULO XXI.

сохтш илсю я : deberes d e los superiores para con los


INFERIORES.

No son las obligaciones que se derivan del cuarto


mandamiento reciprocas solamente para padres é hijos :
sonlo también entre superiores y subordinados.
1. Obispos y sacerdotes. Estos, como pastores del ga­
nado de Jesucristo han de ser solícitos de apacentarlo con
el pasto de la sana doctrina, acompañada con los ejem­
plos de una buena vida. Conforme á esto los amonestó el
Apóstol diciendo (1 ): a Mirad atentamente por vosotros,
a esto es, por vuestra obligación y por el ganado del
<i cual sois pastores, puestos por el Espíritu Santo, para
a que goberneis esta Iglesia que Cristo redimió con su
a sangre. »
Lo mismo dice el Principe de los apóstoles ( 2 ) :« Ruego
a á todos los sacerdotes que hay entre vosotros, yo, sa-
« cerdote como ellos, y testigo de la pasión de Jesucristo,
« y participante de aquella gloria suya que se descu-
c brirá en el tiempo venidero, que apacienten el ga-
(1) Hech., z z .
(2) IS. Ptdr., ▼.
m MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

a nado que les es encomendado, procurándoles alegre-


« mente la provisión, no mirando al particular interés y
a propio provecho temporal, sino al bien del ganado,
« siéndoles un retrato de santa vida, y acordándose que
« no son señores sino cultivadores de este heredad.»
II. Reyes y autoridades temporales. Es aplicable á es­
tas autoridades lo que dicen á los señores el Sabio (1) y
el Apóstol (2) : a A tu súbdito fiel ámale como á tu
a ánima, y tratále como á hermano; vosotros, señores,
« haced la razón con los vuestros; no los castiguéis si
« podéis excusarlo, considerando que unos y otros teneis
c un mismo Señor allá en los cielos, y que no hay para
c él acepción de personas.»
En la epístola á los Cdosenses avisa el mismo Após­
tol á los señores diciéndoles (3 ): « Sed justos con los
c vuestros, acordándoos que es justísimo el común Señor
« de todos. »
Las leyes de Partida que mandó hacer el rey Don
Alonso X de Castilla, con justísima razón llamado el
Sabio, nos explican cumplidamente de qué manera debe
el rey amar, honrar y guardar á sus subordinados. La
doctrina de estas venerandas leyes, calcada sobre las
eternas máximas de la divina Sabiduría, exige de los
reyes lo siguiente :
Debe amar mucho el rey á su pueblo, y este amor ha
de manifestarse de tres maneras : 4* haciendo beneficios
á sus súbditos siempre que entendiese que lo han me­

tí) Ecclei.,
(2) Ephes., vi.
(3) Celou., rv.
CAPITULO X X I. 253
uester; porque 9¡endo el rey guarda y vida del pueblo,
como dijeron los sabios antiguos, parece muy en el ór-
den que le hagan mercedes como á todo el que espera
vivir por él, manteniéndole con justicia; 2a mostrándose
piadoso y doliéndose de ellos cuando se viese precisado á
castigarlos con alguna pena; porque siendo cabeza de
todos, debe dolerse del mal que padece cualquiera de sus
miembros; asi que, siempre que haya de proceder con
rigor contra alguno, lo ha de hacer como padre que cas­
tiga á su hijo con amor y piedad; 3a usando de miseri­
cordia para perdonarles, siempre que sea posible, la pena
que hubiesen merecido por sus yerros; porque aunque
la justicia es buena en si y constituye el primer deber
de toda potestad civil, con todo degenera en crueldad
cuando no se ejerce con templanza y misericordia; por
eso la ensalzaron mucho los sabios antiguos y los santos,
y dijo el rey David á este propósito que aquel reino
puede decirse bien gobernado donde la misericordia y la
verdad proceden de parejas, y la paz y la justicia se
besan.
También debe el rey honrar á su pueblo de tres ma­
neras : Ia poniendo á cada uno en el lugar que le corres­
ponde por su linajé, ó por su bondad, ó por sus servi­
cios; manteniéndole en él siempre que no desmereciere;
2a honrando y elogiando al que lo merezca por cualquier
hecho notable, dándole buena fama y acrecentando su
valor; 3a procurando que los otros estimen y consideren
a) que se distingue, como él le considera y estima.
De tres maneras igualmente debe el rey guardar i su
pueblo: Ia debe guardarlo de sí mismo, no haciéndole
254 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

agravio alguno que no quisiera que otro le hiciese y abs­


teniéndose de exigirle tributos inmoderados que pudieran
dejar al pais sin recursos para cualquiera época de ver-
daderaf y apremiante necesidad; 2a debe guardarlo del
daño que pudiera el pueblo hacerse á si mismo, agra­
viándose los súbditos unos á otros; para lo cual es me­
nester que los gobierne con toda justicia y derecho, y no
consienta que los grandes se ensoberbezcan, ni tomen,
ni roben, ni violenten, ni ofendan en manera alguna
á los inferiores; 3a debe guardarlo de todo daño que pu­
diere recibir de cualquier enemigo extraño, pues contra
las invasiones y males que vengan de afuera está obli­
gado á emplear todos sus medios, siendo muro y amparo
de sus gobernados.
Parece excusado advertir que los deberes que imponen
á los reyes las leyes de Partida son de indeclinable cum­
plimiento en todos tiempos y lugares, ya sea la monar­
quía pura y absoluta, ya sea la monarquía representa­
tiva, ya la república, ya la oligarquía, ya la dictadura, el
sistema de gobierno adoptado en el país. Ora estén reu­
nidos en uno solo, ora repartidos entre muchos los di­
versos poderes del Estado, en toda nación tiene que ha­
ber un gobierno; y este gobierno, llámese poder ejecutivo,
llámese poder administrativo, ó legislativo, ó judicial,
ejérzase pot* un solo individuo ó por una corporacion,
proceda de quien quiera, habrá de atemperarse á los
principios de eterna justicia y conveniencia que dejamos
establecidos si quiere cumplir rigorosamente sus deberes.
Así, por lo que dicen de los reyes las leyes citadas, en­
tiéndase de todas aquéllas personas que están consti-
CAPITULO XXI. 266

taidas en el ejercicio de cualquiera de los poderes del


Estado : de los representantes de la nación que hacen y
▼otan las leyes, de la corona que las sanciona, de los
ministros que en nombre del rey ó de la reina gobier­
nan, de las autoridades todas, administrativas, judicia­
les, militares. Conforme se reparten ellas las atribuciones
del antiguo rey, así también deben repartirse sus obli­
gaciones, desempeñando cada cual las que sean propias
de la potestad que ejerce.
Además de marcar aquel admirable Código los deberes
del antiguo monarca derivados de la reciprocidad de
obligaciones que supone el cuarto mandamiento, señala
todas las cualidades que han de reunir los oficiales del
rey, que es lo mismo que decir las autoridades en sus
diversos ramos, para conducirse con sus administra­
dos según manda la ley de Dios. Creemos excusado enu­
merarlas : amar, honrar y guardar á los subordinados
es el deber capital de todo el que representa á la suprema
autoridad de una nación; y el que ejerza fondones de
juez, tenga siempre muy presente que la justicia, según
la moral cristiana, es hermana inseparable de la piedad y
de la clemencia, y que la mansedumbre de las palabras
no está en manera alguna reñida con la rectitud.
01. Maestros y preceptores. a Los preceptores, maestros
yayos, dice el venerable Granada, miren con cuidado
por su obligación, castigando á los atrevidos y descorte­
ses, no disimulándoles los desacatos á los hombres, ni
los agravios hechos á sus iguales. Guárdense sobre todo
de enseñarles nuevas doctrinas y extraordinarias opinio­
nes en ninguna materia; solamente las cosas llanas y
236 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
recibidas de toda la Iglesia, porque son perjudiciales las
doctrinas nuevas en corazones tiernos, d
IV. Ancianos y predecesores. Los ancianos, por lo que
respecta al cuarto mandamiento, tienen obligación de vivir
y conversar de tal manera, que merezcan la honra que
les tributan los menores en edad mas por su vida que por
sus años. El Apóstol escribe á su discípulo Tito que amo­
neste á los viejos que resplandezca en ellos la templanza,
la castidad, la prudencia, la fe, la caridad y la paciencia.
El amor y honor á los predecesores es el único que no
admite reciprocidad.
V. Amos y señores. Los señores y amos deben á sus
criados y siervos amor, benignidad, mansedumbre, pro*
veerlos de las cosas necesarias, pagarles bien sus salarios y
vigilar que sean temerosos de Dios y de buenas costumbres.
Con los señores y amos habla propiamente el Sabio di­
ciendo : <c A tu siervo fiel ámale como á tu ánima, y trá-
« tale como á hermano. » En la epístola á los Colosenses,
que hemos citado también hablando de los reyes y auto­
ridades temporales, amonesta el Apóstol á los amos dicién-
doles ( i ) : a Sed justos con vuestros criados acordándoos
« que es justísimo el común Señor de ellos y vuestro. »
Lo mismo que del amo para con su criado, se dice del
dueño de una obra para con el que trabaja en ella á jor­
nal. A este se le manda que pague bien y puntualmente
lo estipulado para no dar lugar á justas quejas. El após­
tol Santiago (2) amenaza de graves castigos á los que ma­
liciosamente detienen ó niegan su jornal al trabajador.
(1) CoIom., zv.
(2) SaoU, v.
CAPITULO X X II.

DEL QUINTO MANDAMIENTO DEL DECÁLOGO. — PROHIBICION


DE MATAR.

Como naturalmente es la vida lo que mas aman los


hombres de todas las cosas del mundo, fácilmente se
comprende que fuese este bien el primer objeto de la
paternal solicitud del Eterno despuesdel castigo impuesto
á la humanidad prevaricadora en la universal inundación
de la tierra. El homicidio fué entonces lo primero que
Dios vedó: « Pediré cuenta, dijo (1), de vuestras vidas á
c las bestias y á los hombres. »
También en el Evangelio fué esta la primera ley anti­
gua que el Señor explicó, « Dicho fué á los antiguos : no
« matarás: y que quien matare será condenado á muerte
t en juicio. Yo os digo mas : quien quiera que tome ojo»
« riza con su hermano, merecerá que el juez le condene,
c Y el que le llamare roca merecerá que le condene el
« concilio. Mas quien le llamare fatuo será reo del fuego
« del infierno (2). »

(1) Génea., ix.


WS.Mat, ▼.
258 MANUAL DE M ORAL CR ISTIAN A.
Bien considerada en su espíritu, es esta ley una de­
fensa poderosísima de la vida y de la honra de cada uno;
infinitamente mas eficaz que todas las leyes penales dic­
tadas por los hombres para garantir la seguridad perso­
nal de los ciudadanos, por los terribles y eternos castigos
con que la sancionó Dios.
Por estas palabras : no matarás, totalmente se veda el
homicidio; pero dos cosas mostró el Señor al explicar la
fuerza de esta ley. Una, que no matemos : y esto es lo
que se veda. Otra, que abracemos á los enemigos con
amor y caridad entrañables, que vivamos con todos en
paz, y que llevemos con paciencia todos los trabajos : y
esto es lo que se manda.
Hay, pues, que observar en este mandamiento obras
afirmativas y obras negativas; porque de esta negación
no matarás, que explicada por Jesucristo prohíbe los
malos afectos del corazon que son en perjuicio y dauo
del prójimo, se deduce naturalmente que quiere Dios que
nuestros afectos sean buenos y en provecho y bien de
nuestros hermanos. Al mismo tiempo, prohibiendo las
malas obras y palabras, es visto que pide las obras y pa­
labras buenas. Pues siendo los hombres animales socia­
bles que se tratan y comercian mediante los afectos, las
palabras y las obras, claro está que vedándoles lo malo
se les recomienda lo bueno que le es contrario.
Antes de entrar en la explicación de las obras afirma­
tivas y negativas que supone este precepto, conviene de­
cir qué clase de muertes no prohíbe.
Primeramente, no está vedado matar las bestias. Por­
que si concedió Dios á los hombres comer de sus carnes»
CAPITULO X X II. 259
do puede menos de ser licito matarlas. Acerca de esto

dice san Agustín : « Cuando oímos no matarás, no en-


a tendemos que se haya dicho esto por los frutales, por-
« que son insensibles; ni por los animales irracionales,
c porque en manera alguna se acompañan con noso-

«r tros (I). »
Tampoco está prohibido á los magistrados quitar la
vida á los criminales. Esta potestad dentro de los limites
legales es necesaria para la defensa de los inocentes, y
los que ejercen con justicia el oficio de jueces, lejos de
ser reos de homicidio, guardan exactamente la ley divina
que manda no matar cuando aplican la pena de muerte á
los malhechores dignos de ella. El fin de este manda­
miento es mirar por la vida y salud de los hombres, y á
esto se enderezan los castigos de los magistrados, que
son los defensores legítimos de la sociedad amenazada,
pues reprimiendo la osadía y la injuria con las penas,
aseguran la vida de los hombres. Por esto decía David :
« En la mañana quitaba yo la vida á todos los pecadores
t de la tierra, por acabar en la ciudad de Dios con todos
• los obradores de maldad ( 2 ) . b
Tampoco está vedado matar en la guerra á los enemi­
gos, moviéndose no de codicia ó de crueldad, sino de solo
amor del bien público. Ya dijimos en el capitulo anterior
que una de las principales obligaciones de la potestad civil
es la guarda y defensa del pueblo : muchas veces para
cumplir este deber hay que hacer la guerra, y si en esta
fuera prohibido dar la muerte á los enemigos, habría

(1) Ciudad dé Dios, 11b. I, cap. n.


tySalm, c.
260 MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.

contradicción entre dos preceptos divinos, lo cual es im­


posible.
De esta condicion vienen á ser las muertes qae se
ejecutan por órden expresa de Dios: asi no pecaron los
hijos de Leví, matando en un dia tantos millares de
hombres, pues hecha aquella gran matanza les dijo
Moisés (1) : <* Consagrásteis hoy vuestras manos al Se-
a ñor. d
Tampoco quebranta el precepto el que involuntaria­
mente y sin intención mata á un hombre. Sobre esto
leemos en el Deuteronomio (2): a El que hiriere á su pró-
a jimo sin advertirlo, y de quien no consta que tuviese
a el dia antes ó el otro mas allá ningún rencor contra él;
« sino que de buena fe salió por ejemplo con él al bosque
« á cortar leña, y al tiempo de cortarla se le fué el hacha
c de la mano, y saltando el hierro del mango hirió y
« mató á su amigo : este tal se refugiará... y salvará la
c vida. » Estas muertes son tales que como no se hacen
de voluntad ni de propósito no se cuentan entre los peca­
dos. Esto se confirma con la sentencia de san Agustín (3):
a No permita Dios se nos imputen á culpa aquellas cosas
a que hacemos por fin bueno ó licito, si por ventura
a acaece algo malo sin quererlo nosotros. »
En estos hechos involuntarios puede haber pecado por
dos causas. La primera, si haciendo uno alguna cosa
injusta, fuese causa de la muerte de otro, de la cual pone
el Catecismo romano este ejemplo : si uno diese una pu-

(1) f o o d ., *1X11.
(2) Denter., xix.
(3) EpUt. c u t .
CAPITULO X X II. 261
ñada ó puntapié á una mujer embarazada, de donde se
le siguiere abortar. Esto, aunque sucediese sin voluntad
del agresor, no seria sin culpa, porque de ningún modo
le era licito herir á una mujer embarazada. La segunda
causa es, cuando sin mirar bien todas las circunstancias,
se mata á otro incauta ó descuidadamente.
Por la misma razón es manifiesto que no quebranta la
ley el que, puesta toda la cautela posible, mataá otro por
defender su vida.
Los homicidios que acabamos de mencionar no son
trasgresiones del quinto mandamiento. Pero á excepción
de estos todos los demás están prohibidos, sea por lo que
toca al homicida, ó al muerto, ó á los modos como se hace
la muerte.
En cuanto á los que hacen la muerte, ninguno está
exceptuado, ni ricos, ni poderosos, ni señores, ni padres.
A todos está vedado matar sin diferencia ni distinción
alguna.
Si miramos á los que pueden ser muertos, á todos am­
para esta divina ley. No hay hombre, por despreciado
y abatido que sea, á quien no ampare y defienda este
mandamiento.
A ninguno es licito tampoco matarse á si mismo : por­
que nadie es dueño de su vida para que se la pueda qui­
tar á su antojo. Por esta razón no se puso la ley en estos
términos: no mates á otro, sino en estos otros absolutos:
no matarás.
Atendiendo á los muchos modos que hay de matar,
ninguno se exceptúa. Porque á nadie es licito quitar la
▼ida á otro, no solo por sus propias manos, 6 con espada,
15.
3«9 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

piedra, palo, cordel 6 veneno; mas ni por consejo, favor,


auxilio ni otro cualquier medio. Todos enteramente están
vedados. Acerca de esto fuá suma la rudeza y estupidez
de los Judíos, que creían guardar este mandamiento con
solo apartar sus manos de la sangre y encomendar á ma­
nos agenas sus venganzas y muertes. Pero el cristiano
que sabe por declaración del mismo Jesucristo que esta
ley es espiritual, es decir, que no solo manda tener las
manos limpias, sino también el corazon puro y sencillo,
en manera alguna debe satisfacerse con aquello, porque
no solo no nos es licito matar ni hacer que otro mate,
pero tampoco airarnos como nos enseña el Evangelio di­
ciendo en nombre del Señor : « Mas yo os digo : todo
« aquel que se airare contra su hermano, será reo de jui-
a ció. El que le dijere alguna palabra de desprecio (esto
a significa la voz raca de que usa el sagrado Texto) será
a reo de concilio, y el que le llamare fatuo será reo del
a fuego del infierno. »
Pasemos ya á explicar las obras que manda y que ve­
da este quinto precepto del Decálogo; y por estar escrito
en sentido negativo con las palabras no matarte, comen-
zarémos por las obras que veda.
No solo se nos prohíbe la mala obra, sino también el
mal afecto y mal propósito del corazon, porque quien
prohíbe el efecto, que es el homicidio, prohíbe también la
causa, que es la pasión maligna ó dañada. Las pasiones
de donde procede el homicidio son: soberbia, ira, envidia,
avaricia. Todos estos malos afectos son prohibidos por el
quinto mandamiento como causas de tan mala obra como
es Ui muerte del prójimo.
CAPITULO X X II.
Prohíbenos, pues, este precepto que seamos perjudiciales
y dañosos á nuestro prójimo de obra, de palabra y de pen­
samiento. La raíz y principio dc¡todos los male9 que nos
hacemos unos á otros está en el corazon, y de allí sale á
la lengua y á las manos.
Por esta razón debemos penetrarnos bien de que prin­
cipalmente se nos prohíben las pasiones que despiertan en
nuestro corazon el maligno deseo de perjudicar y dañar
á nuestro prójimo. Tanto ama Dios la paz, la amistad y
el amor de unos hombres con otros. Porque como todo
el mundo fué creado para servicio del hombre, y la fá­
brica mundanal es un traslado y muestra del amor de
Dios, en ninguna cosa se puede manifestar tanto el amor,
la liberalidad y largueza de Dios, como en la paz y
concordia de los hombres que él crió para darse á cono­
cer en ellos.
Los que rompen y tienen en poco la paz, los que por
conservarla no quieren aventurar nada ni sufrir molestia
alguna, son enemigos de Dios y de su obra, porque en
euanto de ellos depende borran y deshacen aquel traslado
por el cual Dios es en este mundo mejor representado y
conocido.
Las obras todas por las cuales se quebranta y menos­
precia el quinto mandamiento pueden clasificarse del
modo siguiente:
I. El homicidio por propia autoridad y venganza, ya
cometido por nuestra propia mano, ya por mano ajena con
nuestro favor y consejo.
II. La ira, la soberbia, el aborrecimiento contra al­
guno; el echarle maldiciones y el desearle algún mal.
364 M ANUAL DE M ORAL CRISTIANA.

III. El burlarnos del prójimo pesadamente de manera


que le causemos pesadumbre y se corra.
IV. El escarnio.
V. El ser temosos y amigos de armar contiendas.
VI. El sembrar discordias entre nuestros semejantes.
VII. El enemistar á las gentes valiéndose de mentiras
y engaños.
VIII. El ser duros é implacables cuando nos enojamos,
y crueles sin misericordia.
IX. El difamar al prójimo quitándole su buena reputa­
ción.
Conviene ante todo, por lo tocante al homicidio que los
moralistas llaman exterior, entender bien cuán horrible
sea este pecado de privar á otro hombre violentamente
de la vida. Verdaderamente que este crimen e no es hu­
mano, sino bestial y propio de las fieras ( i ) ; » porque
Dios crió á los hombres pacíficos, en prueba de lo cual
no les dió género alguno de arma ofensiva ó defensiva.
Las bestias y aves, unas tienen cuernos, otras largos
dientes, otras largas uñas, otras calzados los piés de du­
ros cascos para cocear; mas el hombre nace enteramente
desnudo y menesteroso de piedad y blando tratamiento
para que trate á los otros como desea él y ha menester
ser tratado.
Tanto abomina el Señor el homicidio, que hasta en las
bestias dice que ha de vengar la muerte de los hombres (2),
y manda sea muerta la fiera que dañare á alguno (3).

(1) Fr. L. da Granad*, obr. cit.


(3) Géne·., ix .
(3) Éxod., x x i.
CAPITULO X X II.
No por otra causa quiso que se mirase con horror la
sangre, sino para que de todos modos se retrajese el co-
razon y la mano de la cruel acción del homicidio.
Castigóle antiguamente con gravísimas penas, y lo
mismo quiere sea castigado hoy. Asi consta de muchas
partes de la divina Escritura, y el primero y principal
lugar es aquel del cuarto capitulo del Génesis donde dijo
Dios á Caín, primer homicida entre los hombres : « La
« voz de la sangre de tu hermano clama á mi desde la
a tierra; por lo cual tú serás maldito sobre la tierra, que
« abrió su boca, y bebió la sangre de tu hermano, derra-
« mada por tus manos; ella será vengadora contra tu
a maldad; porque por mas que la labres y cultives, no
a te ha de responder con el fruto. Andarás sobre la
« tierra vagabundo y como fugitivo, escondiéndote de las
9 gentes (i). x>
Son ciertamente los homicidas enemigos capitales del
linaje humano y por lo mismo de toda la naturaleza, y
los tremendos castigos que contra ellos se fulminan, no
deben parecemos desproporcionados si consideramos
cuánto aborrece Dios su crimen.
No son solo homicidas los que matan por sus manos ó
con sus falsos testimonios, sino los que tuvieron la inten­
ción de matar y se determinaron á ello, aunque no se
siguiese despues la obra ó por no poder, ó por mudar de
parecer y haberse arrepentido.
Son también matadores los que pudieron socorrer y
librar al prójimo de la muerte sin manifiesto peligro de

(l)G4nM.,iv.
see MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.
la vida y no quisieron. De este número son los avarientos
que dejan perecer á los pobres*.
También son homicidas aquellos que saben que está
un inocente condenado á muerte y no procuran con todas
sus fuerzas librarlo. Está mandado por el Señor (1):
« No seas negligente en socorrer y librar á los que son
« llevados á la muerte. *> Y añade luego : « No digas (por
a excusar tu negligencia): No bastan mis fuerzas; que
« Dios sabe el porqué lo dejas. »
De los odios y venganzas y de la detracción, que se
cuentan también entre los modos de matar (2), hablare­
mos en capitulo especial.
Pasemos á las obras afirmativas, ó á lo que manda ha­
cer el quinto precepto.
Todas estas cosas que Jesucristo manda observar tien­
den á proporcionamos la pazcón nuestros semejantes.En
efecto, inmediatamente despues de explicar el siguificado
de la prohibición formulada en estas palabras: no matarás,
continúa a si: <t Por tanto, si al tiempo de presentar tu
« ofrenda en el altar, allí te acuerdas de que tu hermano
« tiene alguna queja contra ti; deja allí mismo tu
a ofrenda delante del altar, y vé primero á reconciliarte
с con tu hermano : y despues volverás á presentar tu
« ofrenda (3). d Quiere Dios enseñamos de consiguiente

que lo que principalmente se nos manda en la parte afir­


mativa del precepto es tener caridad con el prójimo:

(1) Prov., zxiv.


(2) Es homicida ti qut ahorna á tu hermano, dice S. Jnes, I,
cap. m.
(3) S. Mal, v.
CAPITULO XXII. 267
porque como por él se veda expresamente el odio, pues
es homicida el que aborrece á su hermano (1), es claro que
se manda por él la caridad y el amor.
En esta palabra caridad se comprende :
I. Todo buen afecto hácia el prójimo.
II. El deseo de su bien.
DI. El perdón de todos los agravios é injurias.
IV. La compasion de sus males y trabajos.
V. La paciencia para tolerar sus faltas.
VI. La voluntad de socorrerle en sus necesidades.
MI. El rogar á Dios por él.
Pero principalmente se recomienda la paciencia, sin la
cual no se puede conservar la paz y amor en la república
y en la familia.

(1) I S. Juan, arriba citado.


CAPITULO X X III.

CONTINUACION : DEL HOMICIDIO ESPIRITUAL. — DEL ODIO : DE


LA CARIDAD.

Hay otra especie de homicidio además del que destruye


el cuerpo, á saber, el homicidio del alma, produciendo
en ella la muerte de la gracia. Crimen altamente odioso
á los ojos de Dios, pernicioso en sumo grado álas almas
de los hombres, y sin embargo muy común entre los
cristianos.
De esta especie de asesinato fué primer autor el de­
monio por la envidia del éuál entró la muerte en el
mundo (4): homicida desde el principio (2), por cuanto
precipitó al hombre en el pecado matando la gracia en
su alma. Todos los que le siguen y están de su parte y
aun le reconocen como á su padre, y tratan de llenar sus
deseos envolviendo al prójimo en las redes del pecado,
el cual una vez consumado engendra la muerte (3), todos
estos son homicidas del espíritu.
(1) Subid., n , 24.
(2) S. Joan, T i n , 44.
(3) Santiago, i, 15.
270 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Unas veces incitan y seducen á los demás con sus pa­
labras ó con sus obras, con su lujo y sus árreos,
induciéndolos á que vivan como ellos, y enseñándoles
pecados que no conocían.
Otras veces los cautivan y seducen conduciéndolos á
diversiones y compañías peligrosas.
Otras finalmente, y son las mas comunes, autorizán­
dolos y estimulándolos para que pequen siguiendo el
ejemplo que ellos les dan.
Esto en verdad no es otra cosa que asesinar á tantas
almas cuantas personas caen en estas redes, dándoles
ocasion voluntaria de cometer el pecado mortal.
Grandemente abominable es este homicidio espiritual
á los ojos de Dios, porque destruye en cuanto depende
del hombre aquel grande objeto para que envió el Eterno
su propio Hijo á la tierra, cual fué la rehabilitación de
las almas por medio de la gracia, y en que tanto se inte­
resa desde el principio de la creación la Majestad divina.
Este homicidio promueve atrevidamente el interés de
Satanás, el primero entre los rebeldes, y enarbola su es­
tandarte contra el estandarte de Jesucristo. Estimula á
los semejantes alucinados á alistarse en el bando de este
enemigo de Dios y de los hombres, desertando del de su
Criador y Redentor; quítale á Dios de su santa compañía
y servicio cuantas almas arrastra al pecado; huella y pi­
sotea la preciosa sangre de Jesucristo, y hace estéril su
sagrada pasión y muerte causando la ruina eterna de
las almas que Cristo había redimido. ¡ Qué serie de trai­
ciones contra la Majestad divina supone esta clase de ho­
micidio!
CAPITULO X X III. 271
También de otra füente deriva gran parte de su ma­
lignidad el asesinato espiritual: esto es, del daño que
causa al hombre y de las tristísimas consecuencias que
produce en el tiempo y la eternidad.
El asesinato del cuerpo es ciertamente un pecado abor­
recible y de los mayores que pueden cometerse de hom­
bre á hombre : la sangre derramada clama venganza al
cielo. Pero este asesinato solo afecta al cuerpo, parte in­
ferior del ser humano, y que forzosamente por su propia
condicion y naturaleza ha de acabar de alguna manera;
no alcanza al alma inmortal y no se extiende á la eter­
nidad.
El asesinato espiritual por el contrarío mata al alma
robándole la gracia de Dios que es su verdadera vida;
sepárala de su Bien Supremo, y esta separación á que la
condena, es eterna. Además le causa una segunda y
eterna muerte por cuanto precipita alma y cuerpo en
los abismos del infierno.
« ¡Cuán fuertemente no clamará venganza al cielo con­
tra sus asesinos, escribe el piadoso ChaUoner (1), la san­
gre de tantas almA* infelices diariamente precipitadas en
el abismo por los matadores del espíritu! »
Muchos incurren en este terrible homicidio por un
amor mal entendido : creen hacer un agasajo al desgra­
ciado cuya alma asesinan, arrastrándole á los errores de
que se hallaba exento, á las maldades que no conocía.
Nunca proceden de esta causa las otras especies de
homicidios de que hemos hablado en el anterior capítulo.

(1) Obr. cit·, día 28 de setiembre·


273 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Toman su raíz y su impulso del odio y del deseo de ven­
ganza, de injustas antipatías, de la funesta costumbre
de la detracción; en suma, de la Calta de caridad.
No será, pues, ocioso extendernos aqui en algunas
consideraciones sobre el odio y su virtud contraria, la
caridad, extractando la mas selecta doctrina del concilio
de Trento y de los buenos moralistas.
Manifiéstase muchas veces el odio por la ira; mas no
siempre la ira procede de odio. Ni siempre la aversión se
manifiesta con ira, porque á veces el que se indigna
contra su prójimo ó le aborrece, retiene la ira encerrada
en su pecho. Hay empero una ira que no es criminal, y
esta la tolera Dios, cuando castigamos á los que están
sujetos á nuestra jurisdicción y potestad, si hubiere culpa
en ellos. De todos modos, la ira del cristiano no debe
proceder de los ímpetus de la carne, sino del Espíritu
Santo, pues debemos ser templos de este divino Espíritu,
donde habite Jesucristo (i).
Por lo mismo que no es vituperable toda ira, y que no
siempre aparece con ella el odio, á lo que debemos apli­
carnos principalmente es á extirpar de nuestros corazo­
nes todo odio y deseo de venganza. Esta pasión es para
algunos muy difícil de vencer, y para remedio de tan
grande mal se prescriben las siguientes reglas:
1. El que conozca tener ojeriza contra su prójimo que
le ofendió, piense que ese prójimo suyo, tal cual es, por
vil que sea, es criatura de Dios, y no como el bruto,
sino hijo suyo que le costó su preciosísima sangre; y que

(1) Corint., ▼!.


CAPITULO XXIII. 273
por amor de este común Señor y Padre está obligado á
hacer todo lo posible por vencerse, pues si en el hombre
que le ofendió no hay razones para perdonarle, en Dios
las hay sobradas para perdonar por él. Poco en verdad
podrá padecer y sufrir el hombre por su Redentor aun­
que el mundo entero le maltrate, comparado con lo que
por él padeció Dios.
11. Debemos acordarnos también del sinnúmero de
ofensas que hemos cometido desde el día en que supimos
pecar contra Dios, que ahora nos manda perdonar. ¿ Será
mucho que nosotros perdonemos por el amor de un Dios
que nos ha perdonado tanto? ¿Cuán sin razón no pedirá
misericordia el que no supo ser misericordioso? Dicho
está que no alcanzará de Dios perdón para si el que no
perdonare las ofensas que recibió de su hermano. Como
causa disparatada y temeraria condena el Sabio que es­
pere uno perdón de Dios no queriendo perdonar ásu her­
mano (1). a El hombre, dice, guarda en su pecho la ira
a y el odio; ¿y pide á Dios remedio ? o No lo alcanzará se­
guramente. a Con otro hombre como él no usó de m i-
« sericordia; ¿y hace oracion á Dios por sus pecados?
« ¿ Quién osará rogar por este tal? »
DI. Tengamos presente el remedio que nos da el Sa­
bio (2): a Acuérdate de tus postrimerías y olvidarás las
c enemistades. » Como si mas claramente nos dijera :
acuérdate que de aquí á pocos días te has de ver en el
paso de la muerte, donde ninguna cosa mas desearás qíe
hallar misericordia en los ojos de Dios, porque todos los
(1) Ecclea., xxvm .
(2) Eoeles., t u .
274 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
otros deseos en aquella hora cesarán y se trocarán en
este solo. Siendo esto así, tengamos por cierto que una
de las cosas que mas pueden favorecernos para que allí
alcancemos misericordia, es perdonar aquí los agravios
recibidos. En nuestra mano está, pues, el tener propicio á
Dios para entonces. Si queremos allí ser perdonados, per­
donemos nosotros aquí. La caridad, dice el Principe de
los apóstoles, cubre la multitud de los pecados (1). f
IV. Estimulémonos al perdón considerando el gran mé­
rito que eu sí encierra; porque no solo es medio eficaz
para alcanzar perdón de los pecados, sino para enrique­
cer el alma con nuevos merecimientos. Una de las cosas
que los teólogos toman en cuenta para el merecimiento
en una obra, es la dificultad de hacerla; de manera que
cuanto mayor aparezca su dificultad, tanto mayor es su
merecimiento. Por esta razón es tan meritorio el marti­
rio. De aqui se infiere que en perdonar una misma inju­
ria puede merecer uno mas que otro, por razón de la
mayor dificultad y repugnancia, a De manera, dice el
V. M. Granada, que aunque no seas mártir por la fe, po­
drás ser mártir por la caridad. » Porque sin el hierro y
el fuego podemos ser mártires, si de verdad conservamos
la paciencia en nuestros corazones (2).
V. Es asimismo muy provechosa para excitar á la ca­
ridad con el que nos ofende la consideración de la digni­
dad y precio de la misericordia, la cual nos hace imita­
doras de la grandeza del corazon de Dios. Manda Dios á
su sol que visite á los malos como á los buenos, y á las
(1) IS. Pedr., iv.
(2) D. Greg., t. n, hom. 25, sap. Loo.
CAPITULO XXIII. 275
nubes que lluevan sobre las heredades de los injustos
como sobre las de los justos. Pero si somos duros, y nos
mueve menos el amor del bien que el temor del mal,
consideremos la malicia del odio, lá cual es tan grande,
que la comparó el evangelista san Juan con el homicidio,
a En el juicio de Dios, dice, matador es todo el que de-
a sea matar (1). o
VI. Con ser el odio tan enorme pecado, si fuera de los
que pasan acabados de cometer, fuera menos mal; mas
no sucede así, porque el deseo de venganza suele durar
mucho tiempo y en algunos casos toda la vida. No es esta
culpa de odio como herida de espada, que corta y pasa,
sino como de saeta que dejó dentro el hierro, que no
atrayéndole está siempre pudriendo y afístolando la
llaga.
VII. Con el mal del odio se junta otro gran mal, que
es secuela de otros muchos pecados que acarrea, a El
« que ama al prójimo, dice san Juan, anda en luz y no
a ofende, ni tiene escándalo en su alma; mas el que tiene
« odio, anda en tinieblas, y por consiguiente este trope-
« zará y caerá á menudo (2). »Segurísimo es que en te­
niendo odio á una persona, luego nos parecen mal todas
sus cosas, las juzgamos y condenamos; están contra
ella alerta la ira, la envidia, la detracción y murmura­
ción, y otros males que de aquel mal afecto se siguen. Y
lo peor es, que el que tiene odio no se contenta con andar
solo en estas pasiones, sino que mete en la danza á to­
dos sus amigos y procura desaficionar á cuantos puede;

(1) IS . Joan, m .
(3) I S. Joan, u y m .
276 MANUAL Dfi MORAL CRISTIANA.
y así á semejanza del dragón procura derribar las estre­
llas en su abismo (1).
VIII. Si no bastase todo lo dicho para domar nuestra
mala pasión y obligamos á perdonar deponiendo todo
odio y deseo de venganza, muévanos al menos el incom­
parable ejemplo de Jesucristo, que tendido en el madero
de la cruz, atravesado de clavos, coronado de espinas,
abiertas sus espaldas con azotes, hecho un piélago de
dolores, la primera palabra que habló, la primera voz
que de aquel tan angustiado y cansado pecho arrancó,
fué pedir al Padre Eterno perdón para sus crucificado-
res. ¿ Qué mayor desconocimiento, qué mayor ingratitud,
que dejar pasar en vano y no hacer caso de tan insigne
ejemplo de perdón y amor, y dejar sin fruto entre los
cristianos aquello que Jesucristo con tanto encarecimiento
nos enseñó y encomendó? Esto debemos principalmente
mirar en las injurias que recibimos, y se nos harán tan
dulces que saquemos la miel de la boca del león; esto es,
de la ferocidad, ira y sinrazón del que nos ofendió.
De este modo, las injurias que, según la ley del mundo,
nos habían de dar tormento, consideradas á la luz de la
divina ley de Jesucristo nos proporcionarán merecimiento
y refrigerio.
De inestimable prefcio son los documentos que nos dejó
el Señor sobre la perfección de la ley de caridad, a No
« resistas al malo: si alguno te hiriere en la mejilla de-
« recha, vuélvele también la otra; al que quisiere ponerte
« pleito por quitarte la túnica, déjale también el manto

(1) Apocal., xii.


CAPITULO X XIÍI. *77
a ó capa; si alguno te precisare á andar una milla, vé
acón él otras dos ( 1 ) . d Porque no tratamos aquí de
aquella caridad que consiste en asistir al prójimo amigo
ó indiferente con tanta mayor liberalidad cuanto mas ne­
cesitado le veamos de nuestro socorro; sino de aquella
otra virtud sublime, que solo Dios pudo traernos del
cielo, que se ejercita con el prójimo enemigo, « Amad á
a vuestros enemigos y haced bien á aquellos que os abor-
« recen (2), » dice el Salvador; y el Apóstol lo amonesta
asi con estas palabras: a Si padeciere hambre tu encmi-
« go, dale de comer; si sed, dale de beber: que haciendo
a esto amontonas carbones de fuego sobre su cabeza. No
« quieras ser vencido por el mal : mas véncele haciendo
« bien (3). »
Tres cosas señaladamente ha de explicar el párroco,
dice el Catecismo del concilio de Trento (4), para per­
suadir á los fieles que olviden y perdonen las injurias,
que es el grado mas eminente de la caridad. La primera,
que al que se juzga agraviado le convenza de que el
causador principal del perjuicio ó injuria que ha recibido
no es aquel de quien intenta vengarse. Asi lo hizo Job,
que al saber las graves ofensas que le hacían los Sabeos,
sin acordarse de ellos, como varón justo y santo, excla­
mó : a El Señor lo dió, el Señor lo quitó (5), » signifi­
cando que todas cuantas cosas padecemos en esta vida

(1) S. Mat., v
(2) Ibid.
(3) Román., x n .
(4) Part. III, oap. tl
(«) Job, i.
16
278 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
proceden del Señor, que es el padre y autor de toda jus­
ticia y misericordia. No por esto hemos de imaginamos
que el Señor, cuya benignidad es inmensa, nos trata
como á enemigos, sino que nos castiga y corrige como ¿
hijos. Porque si lo examinamos con cuidado, no vienen á
ser los hombres en todas estas cosas sino ministros y
ejecutores de Dios. Y aunque puede el hombre aborrecer
á uno y desearle todo mal, nunca debe sin permiso de
Dios hacerle el menor daño. Esta consideración movió á
José para sufrir los consejos malignos de sus herma­
nos (1), y por ella también llevó David con gran resig­
nación las injurias que le hizo Semei (2). Para confirma­
ción de esta doctrina es muy á propósito aquel modo de
argüir de que con gravedad y erudición igual usó san
Crisóstomo á fin de convencer que ninguno es dañado
sino por si mismo (3); porque los que se creen injuria­
dos, si llevan las cosas por camino derecho, encontrarán
sin duda que ni injuria ni daño alguno han recibido;
porque los agravios que los otros les hacen, les caen por
defuera, mas ellos se dañan gravísimamente á si mismos
manchando su alma con odios, ojerizas y envidias.
Lo segundo que debe explicarse es, que consiguen dos
provechos muy grandes los que, movidos de piadoso
afecto para con Dios, perdonan con franqueza las inju­
rias. El primero es que á los que perdonan las deudas
ajenas tiene Dios prometido perdonarles las propias (4);

(1) Géne·., XLT.


(2) n Reg., xvx.
(3) HomiL.: Quod fwmo M ft, «to.
(4) S. Mat, xvxn.
CAPITULO XXIII. 279
en cuya promesa se ve claramente lo muy agradable que
le es esta obra de piedad. El segundo, que conseguimos
una nobleza y perfecciou grande. Porque en esta obra de
perdonar injurias, venimos á hacernos en cierto modo
semejantes á Dios que hace salir su sol, como queda ar­
riba dicho, sobre buenos y malos, y llueve sobre justos i
injustos (i).
Ultimamente, deben explicarse los males en que incur­
rimos cuando no queremos perdonar las injurias que nos
han hecho. El odio no solo es pecado grave, sino que se
arraiga mas profundamente por el hábito de pecar. Por­
que como aquel de quien se apoderó este afecto está se­
diento de la sangre de su enemigo, arrebatado de la
esperanza de venganza de él pasa dias y noches en per­
petua y congojosa agitación de ánimo, de modo que
nunca cesa en su interior de maquinarle la muerte ó al­
guna otra malvada ofensa. De donde proviene que nunca
ó con grandísima dificultad puede reducirse á perdonar
del todo ó en parte las injurias.

(1) Ibid.
CAPITULO X X IV .

DEL SEXTO MANDAMIENTO. — PROHIBICION DEL ADULTERIO


V DE TODA SENSUALIDAD.

La cosa que el hombre mas estima despues de su vida,


es la honra de su mujer : para eso Dios, al mandato con
que defiende la seguridad personal del individuo, acom­
paña acto continuo el precepto que garantiza su honra.
La unión del marido y de la mujer es la mas estrecha
é íntima de todas, es el mas poderoso de todos los víncu­
los. Cada cónyuge se complace en creer que recíproca­
mente le mira el otro con especial amor. Y por el con­
trario, no hay cosa mas cruel que llegar á sentir que el
debido y legítimo amor se extravía y dirige á o( ra
parte.
Quiso Dios este amor entre los casados, y para él puso
grandes prendas y natural inclinación. De aquí es que la
mayor injuria que el hombre puede padecer, salvo la
vida, es arrebatarle el amor de su mujer, quebrantar
aquella liga y deshacer aquella amistad mandada por
Dios. Y lo que se dice del hombre se entiende igual­
mente de la mujer, si es ella la que sufre la traición.
282 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
Así como la infracción del precepto no matarás, en­
traña grande menosprecio de la obra de Dios; la infrac­
ción del mandamiento sexto que dice : No cometerás
adulterio, significa menosprecio de la fe que el Señor
quiso que hubiese entre los casados, y de la certeza que
quiso también tuviese cada cual de su prole. Significa
además menosprecio del gran sacramento del matrimo­
nio que representa la unión espiritual de Jesucristo con
la Iglesia redimida por su sangre (1). De todo esto hace
escarnio y burla el adúltero.
Esto sexto mandamiento no cometerás adulterio, in­
cluye en su concepto negativo otro afirmativo : su sen­
tido y su fuerza se formulan de dos maneras. Una, en
que con palabras expresas se veda el adulterio; otra, en
que se nos manda guardar castidad de cuerpo y de alma.
En lo primero se pone de manifiesto el mal que aqueja
á la viciada naturaleza del hombre, y se nos manda abs­
tenernos de incurrir en él; en lo segundo se nos prescribe
la medicina, se nos dice cómo hemos de combatirlo. En
todos los mandamientos del Señor se nos descubre al­
guna de las dolencias morales que nos trabajan y privan
de la gracia, ya la concupiscencia de los ojos, ya la con­
cupiscencia de la carne, ya el orgullo de la vida: en este
sexto se nos pone enteramente de manifiesto la terrible
plaga de la concupiscencia de la carne, y se nos suminis­
tra el medio para curarla;: a Oísteis que se dijo á los anti­
er gu os,» así se expresa Jesucristo explicándola (2 ): a No
a adulterarás; mas yo os digo : Todo aquel que pusiese
(1) Ephe·., v
(2) S. Mal, v.
CAPITULO XXIV. 288
o los ojos en mujer, por codiciarla, ya adulteró con ella
« en su corazon. x> Se prohíbe, pues, en este manda­
miento el deshonesto ánimo consentido; se nos veda todo
consentimiento de idea torpe, así como la misma obra;
y de consiguiente, como precepto afirmativo, se nos
manda observar toda pureza de cuerpo y de espíritu,
toda castidad de acto y de intención.
Y es justo que asi sea; porque siendo Dios la pureza
misma, no puede menos de querer que todo sea puro y
limpio : alma limpia, cuerpo limpio, ojos castos y lim­
pios, modestas y honestas palabras, conversaciones, tra­
tos y ejemplos buenos; y esto con tan gran diligencia y
cuidado, que por nuestro descuido no juzguen de noso­
tros mal y como no conviene á cristianos siervos de
Dios. En esto vienen á resumirse las obras que el sexto
mandamiento nos pide en su concepto implícito afirma­
tivo. Vamos á explicar su concepto negativo, esto es, á
exponer por partes lo que por él se veda.
El adulterio se define por el santo concilio de Trente:
injuria del lecho legitimo, sea propio ó ajeno. Porque si
un casado peca con soltera, mancha su propio lecho. Y
si un soltero ofende á Dios con mujer casada, mancha
con adulterio el lecho ajeno.
Por esta prohibición del adulterio se vedan, hemos
dicho, todas las cosas deshonestas é impuras, como lo
afirman san Ambrosio y san Agustín (1), y en este sen­
tido se deben entender aquellas palabras, según se deja
ver por las Escrituras asi del Viejo como del Nuevo Tes-

(1) Lib. I. de Offio·, cap. i» — QuMt. 71 «ajr. Ssod.


984 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
tamento. Porque además del adulterio castiga Moisés
otros géneros de lujuria.
Son muchas las especies de liviandad que vedan las
Escrituras. En el Génesis está la sentencia de Judá contra
su nuera Thamar (i); en el Deuteronomio hay aquella
clarísima ley de Moisés sobre que ninguna de las hijas de
Israel fuese ramera (2); hay también aquella exhortación
de Tobías á su hijo : a Guárdate, hijo mió, de toda for-
c nicacion (3); asimismo dice el Eclesiástico : a Aver-
<r gonzaos de la vista de la mujer deshonesta (4). x>En el
Evangelio dice Jesucristo que dd corazon salen los adul­
terios y fornicaciones que manchan al hombre (5), y d
Apóstol afea repetidas veces este vido con muchas gra­
vísimas palabras, a Esta es, dice, la voluntad de Dios:
«r que seáis santos y que os apartéis de la fornicación (6).»
En otra parte se expresa así:« Huid de la fornicación (7); o
y en otra : a No comuniquéis con los fornicarios (8); >
y en otro lugar : « Así la fornicación como toda inmun-
« dicia ó avaricia, ni se nombre siquiera entre voso­
tros (,9). » Y en otro por último : a Ni los fornicarios,
c ni los adúlteros, ni los impúdicos, ni los sodomitas po-
« seerán d reino de Dios (10). »
(1) Génes., xxxvm .
(2) Dentar., xxm .
|3) Tob., IT .
(4) Ecdes., x u .
(5) S. Mat., x t .
(6) I Tesa!., ir .
(7)ICorint., t u
(8) I Corint., ▼.
(9) Epb«s , t .
(10) Corint, ti·
CAPITULO XXIV. 285
La razón principal de haberse expresamente redado el
adulterio es, porque además de la torpeza que tiene
común con las demás especies de incontinencia, trae con­
sigo el pecado de injusticia, no solo contra el prójimo, sino
también contra la sociedad civil.
Es además cierto que el que no se abstiene de la in­
temperancia y de las liviandades, fácilmente cae en la
incontinencia y en el adulterio. Asi, por esta prohibición
del adulterio entendemos sin dificultad que está prohi­
bida toda suerte de impureza é inmundicia que mancha
el cuerpo.
Que por el sexto mandamiento se veda principalmente
toda liviandad interior del alma, lo manifiestan asi el
espíritu de la misma ley, que nos consta ser espiritual,
como aquella doctrina de Jesucristo ya citada: « Oísteis
« que se dijo á los antiguos: No adulterarás; mas yo os
c dijo : Todo aquel que pusiere los ojos en mujer por
€ codiciarla, ya adulteró en su corazon.»
Se vedan, pues, como contrarios á este precepto, los
pensamentos torpes, las palabras deshonestas, las con­
versaciones livianas y encaminadas á la impureza, todo
trato que tenga la misma tendencia, todo lo que con­
tribuya á favorecer y no estorbar el mal de la incon­
tinencia.
Pecan los que por el regalado tratamiento de sus cuer­
pos dejan tomar fuerzas y crecer sus apetitos sensuales.
Pecan gravemente los que tienen alguna compañía ó
trato escandaloso, dando á todos que sospechar y en qué
tropezar; porque en tal caso no basta tener limpio el co­
razon, sino que es necesario mirar por la propia fama, y
286 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
por la ajena y por las enfermas conciencias de los próji­
mos, á quienes no debemos hacer sospechar mal por
nuestro poco recato y miramiento.
También peca contra el precepto de la pureza, no solo
el adúltero que se apropia la mujer ajena, sino aquel
que tiene ayuntamiento con una mujer cualquiera, aun­
que sea soltera, y aunque sea de la clase de mujeres
públicas que muchas veces consienten las leyes humanas
como para evitar males mayores.
También pecan los casados con el demasiado desen­
frenamiento, particularmente donde no hay intento, ni
esperanza de hijos; aunque según los moralistas católi­
cos no es su pecado mas que venial (1).
Finalmente, para entender bien la fuerza de este pre­
cepto conviene advertir que no solo prohíbe la torpeza
de la obra consumada y el consentimiento del corazon,
sino también todo lo que sopla y levanta la llama del de­
seo y propósito deshonesto, como es la ociosidad, la per­
dida de tiempo, la superfluidad de galas y atavíos, los
juegos vanos, los bailes, cantares, gestos y ademanes
descompuestos.
El huir de estas cosas es hacer obras afirmativas de
las que el sexto precepto incluye. Estas obras que se nos
m a n d a n ó prescriben, se reducen á guardar con todo

recato la castidad y la pureza, á conservarse limpio de


toda mancha de carne y de espíritu, perfeccionando su
santificación en el temor de Dios.
Pero debe advertirse, que aunque la virtud de la cas-

1) Fr. L. de Granada, obr. cit., part II, cap. vu.


CAPITULO XXIV. ¿87
üdad donde mas resplandece es en aquellas personas que
profesan santa y religiosamente el hermoso y divino insti­
tuto de la virginidad, sin embargo conviene también á
los que viven en matrimonio puros y limpios de toda
liviandad prohibida.
Los Santos Padres dejaron escritas muchas cosas por
las que nos enseñan á tener domadas las pasiones de la
carne y á refrenar sus deleites. Estos remedios consisten,
parte en el pensamiento, parte en la acción. El remedio
del pensamiento está en meditar cuán feo y pernicioso es
el pecado, pues una vez conocido es mucho mas fácil su
abominación. Expliquemos primeramente este remedio;
luego hablarémos del que consiste en la acción.
Que la concupiscencia carnal es perniciosa fácilmente
se comprende, cuando por este pecado son los hombres
excluidos y arrojados del reino de Dios; que es el último
de todos los males. Cierto que esta calamidad es el cas­
tigo común de todas las maldades; pero tiene esta de
peculiar el que de los fornicarios se dice que pecan con­
tra sus mismos cuerpos, según aquella sentencia del
Apóstol: a Huid de la fornicación, porque cualquier otro
« pecado que el hombre hiciere, es fuera del cuerpo,
« mas el fornicario peca contra su cuerpo (1). » Esto se
dice porque el hombre inclinado al deleite carnal trata
injuriosamente su mismo cuerpo profanando su santidad.
« Esta es la voluntad de Dios, x> escribe el mismo Após­
tol á los de Tesalónica (2), « vuestra santificación : que
« os abstengáis de la fornicación, y que sepa cada uno
(1} ICorint., vi.
(2) I Tesalon., iv.
288 MANUAL DE M OEAL CRISTIANA.

a de vosotros poseer su vaso en santificación y honor,


a no en pasión de deseos, como los geutiles que no cono-
a cen á Dios, d
Lo que hace aun mas enorme la maldad del pecado
carnal en el cristiano es que al entregar torpemente á una
ramera su cuerpo, hace de esa vil mujer los miembros
que son de Jesucristo. Asi dice el Apóstol (1): ¿ « No sabéis
a que vuestros cuerpos son miembros de Cristo ? ¿ He
a de abusar yo de los miembros de Cristo, para hacerlos
« miembros de una prostituta? No lo permita Dios. ¿O no
a sabéis que quien se junta con una prostituta se hace
a cuerpo con ella ? d Es el cristiano también templo del

Espíritu Santo (2), como el mismo Apóstol afirma, y man­


charle no es menos que arrojar de si este divino Espíritu.
Al remedio que está en el pensamiento pertenece la
consideración de lo enorme que es el pecado del adulte­
rio, y la de los castigos y penas que suelen seguir á ios
deshonestos. El adúltero, al romper el vinculo conyugal,
es sobremanera injusto y traidor, porque no teniendo ju­
risdicción ni dominio sobre su cuerpo, sustrae al dominio
ajeno lo que e3 legítimamente suyo: priva de su cuerpo
á aquel en quien estaba vinculado. Asi el adulterio
marca á los hombres con una infame nota de torpeza.
« El que es adúltero, dicen las sagradas Escrituras, por
« la miseria de su corazon perderá su alma : torpeza é
a ignominia allega para sí, y nunca jamás se borrará su
« oprobio (3). » Mas la gran maldad de este pecado es

(1) 1 Corint., vi.


(2) Ibid.
p) Proy . , vi.
CAPITULO XXIV. 2

manifiesta en la severidad de las penas con que se ca


tiga. Los adúlteros por la ley antigua morían apedrea­
dos (1). Por la liviandad de uno solo ha sido alguna vez
destruida una ciudad entera, como lo leemos de los Si-
quemitas (2) pasados todos á cuchillo en venganza del
estupro de Dina. Estos terribles ejemplos abundan en los
Libros sagrados, y nada mas eficaz que su recuerdo para
retraer á los hombres de toda liviandad. \Qué elocuen­
tes escarmientos la de3olacion de Sodoma y demás ciu­
dades comarcanas, el castigo de los Israelitas que en el
desierto tuvieron comercio con las hijas de Moab, y la
destrucción de los de Benjamín! Otras veces, si los libi­
dinosos y fornicarios escapan de la muerte, no así se
libran de intolerables dolores y tormentos, ó de cierta
torpeza y estupidez que les asemeja al bruto : porque se
hacen tan mentecatos que no tienen cuenta con Dios, ni
cuidan de su honra, ni de su dignidad, ni de los hijos, ni
aun de su misma vida. Suelen de este modo quedar tan
despreciados é inútiles, que no puede fiárseles cosa de
importancia, y apenas son hábiles para ningún oficio. De
esto son ejemplos David y Salomon, de los cuales el uno,
luego que adulteró, se hizo de repente tan diverso de lo
que había sido, que de muy manso y apacible se volvió
cruel, sacrificando á Urias que con tanta lealdad le había
servido. El otro, por haberse abandonado á la liviandad
de tal modo se apartó del culto del verdadero Dios, que
adoró los dioses ajenos, a Roba este pecado, dice Oseas(3),

(1> Levit., xjc. — S. Juiui, vui.


(2) Génei., xxxiv.
|3) Oteas, iv .
17
«00 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
« el corazon del hombre, y muchas veces le ciega. ·
Vamos á los remedios que consisten en la acción.
El primero es huir de la ociosidad. Tan mala cosa es la
ociosidad, que á ella atribuye Ezequiel la maldad asquero­
sísima y la liviandad nefanda en que cayeron los habi­
tantes de Sodoma.
Conviene asimismo huir de la gula y glotonería. Por
la demasía en comer y beber fué el pueblo del Señor en­
tregado al yugo extranjero : u Los harté, dice Jeremías,
« y adulteraron (1). » Sabido es que de la repleción y
hartura del vientre procede la lascivia : asi lo dió á en­
tender el Salvador con aquellas palabras: « Guardaos de
« que se carguen vuestros corazones de glotonería y
« embriaguez; » y el Apóstol diciendo: a No queráis em-
« briagaros con el vino, donde está la lujuria (2).
Pero señaladamente los ojos suelen ser grande incen­
tivo de liviandad para el corazon, y á esto se refiere
aquella sentencia de Jesucristo : « Si alguno de tus ojo*
a te escandaliza, sácatele y arrójale de ti (3). » Muchas
acerca de esto son las amonestaciones de los profetas,
como aquella del santo Job: « Hice concierto con mis ojos
u de no mirar ni siquiera pensar con mal fin en uní
a doncella (4). » Son muchos los ejemplos de p e c a ^ d e
sensualidad que se originaron de la vista. Por ella pecar
ron David, y el rey Sichem, y los viejos calumniadores de
Susana.

(1) Jerem., y .
(2) S. Luc, x x i.— Ephes·, v.
(3)S. Mat., v y x v n i.
(4) Job, xxxi.
CAPITULO XXIV.
También es con frecuencia ocasion de lascivia el adorno
excesivo que arrastra tras de si el sentido de los ojos.
Por eso amonesta el Eclesiástico: « Aparta tu rostro de
« la mujer peinada (1). x> a Ya que las mujeres ponen
tanto cuidado en este atavio, dice el Catecismo del Con-
cilio, no será de extrañar que aplique el párroco alguna
diligencia para amonestarlas y reprenderlas con aquellas
gravísimas palabras que sobre este punto pronunció el
apóstol san Pedro : a La compostura de las mujeres no
« sea exterior en rizos del cabello ni aderezos de oro y
« preciosos vestidos (2). o Y el apóstol san Pablo: a No en
a cabellos encrespados, oro, perlas ni vestidos costo-
« sos (3). » Porque muchas adornadas de oro y pedrería
perdieron el adorno del cuerpo y del alma.
Son asimismo incentivo de la liviandad las conversa­
ciones torpes y obscenas. La obscenidad de las palabras
es como un fuego con el cual se encienden los corazones
de la juventud; pues como dice el Apóstol: a Las pláti-
« cas malas corrompen las costumbres buenas (4). » En
esta clase entran los libros obscenos y amatorios, que se
deben desechar, lo mismo que las imágenes que repre­
sentan alguna especie de deshonestidad, porque tienen
gran fuerza para inflamar los ánimos juveniles con el
halago de la sensualidad, a El párroco, dice el Catecismo
romano , ponga particular cuidado en que se guarden con
toda puntualidad las cosas que acerca de esto están pía-

(1) E cd e., ix .
(2) IS. Pedr., ni.
(3) I T im ., u .
(4) 1 CorinU, xr.
29S MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
dosa y religiosamente decretadas por el santo concilio de
Trento(l). j>
Si se evitan con el cuidado y diligencia debidos todas
las causas de liviandad que dejamos mencionadas, será
difícil caer en las torpezas que veda el sexto precepto.
Mas para reprimir los ímpetus de la concupiscencia
carnal, es mas que nada provechoso el uso frecuente de
la confesion y comunion, como también la continua y
devota oracion acompañada de limosnas y ayunos. Por­
que la castidad es don de Dios, que no lo niega á los que
bien le piden, ni permite que seamos tentados mas de lo
que podemos resistir (2). También se debe mortificar el
cuerpo con vigilias, peregrinaciones devotas y otros gé­
neros de aflicciones, y refrenar los apetitos y antojos
de los sentidos. En estos y otros semejantes ejercicios es
donde mas se descubre la virtud de la templanza, con­
forme á lo que escribe el Apóstol á los de Corinto:
a Todo el que lucha en la palestra guarda en todo una
a exacta continencia, y no es sino para alcanzar una
a corona perecedera, al paso que nosotros la esperamos
« eterna (3). »

(1) Sess·, x x v t Deoret. de SS. Imág.


(2) Corint., X .
(3) IbicL, ix .
CAPITULO X X V .

RECAPITULACION. — LA IMPUREZA T LA CASTIDAD.

Para mas cabal idea del vicio de la impureza que Dios


condena con todas sus ramificaciones, de los divinos re­
medios con que la moral cristiana lo combate, y de la
hermosa virtud de la castidad que le es esencialmente
contraria; nos ha parecido oportuno extractar en capí­
tulo separado las enérgicas y elocuentes reflexiones que
al piadoso Dr. Challímer sugieren la contemplación de
aquel vicio y de esta virtud. Este capitulo será como una
útil recapitulación de la doctrina que dejamos expuesta,
robustecida con nuevas tintas, cual se requiere para
mover mas fácilmente el ánimo con el cuadro horroroso
y lamentable de los estragos del mal, y la perspectiva
risueña y lisonjera del bien. Estos poderosos motivos de
horror y de amor en ninguna moral abundan como en la
divina moral de Jesucristo, y es bien aprovecharse de
ellos como complemento de la obra de la razón.
Comencemos por el triste cuadro de la Im pu re za . El
placer carnal ó el amor desordenado á los goces impuros
de la carne es una plaga devoradora que ha cundido por
294 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
toda la tierra hasta cubrirla enteramente. Esta plaga, 10
mismo que en otro tiempo hizo romper las cataratas del
cielo é inundar con el diluvio el mundo, y en otra dis­
tinta precipitó sobre ciudades enteras y sus pobladores
torrentes de fuego y betún que los consumieron; está
provocando todos los dias la venganza celeste, manifes­
tada en tremendos castigos visibles é invisibles que des­
cargan sobre muchos miles de vivientes muertos prema­
turamente en medio de la carrera de sus pecados y
precipitados en el abismo sin fondo de la miseria eterna.
Cuánto detesta Dios este vicio lo ha declarado hasta la
saciedad la Escritura, asegurándonos de una manera
positiva en repetidisimas ocasiones que los que lo come­
ten, de cualquier modo que sea, no entrarán nunca en
el reino de los cielos, y en especial en la reseña que hace
de las causas del diluvio, advirtiéndonos que la genera)
depravación de los hombres en este vicio fué tan odiosa
á los ojos de su Hacedor, que le repugnó y le hizo arre­
pentirse de haberlos criado.
Por medio de este enérgico lenguaje nos da á enten­
der el Espíritu Santo cuán enorme y detestable es el vi­
cio de la impureza á los ojos del Señor, puesto que él
mismo, que por su naturaleza es incapaz de pena y de
arrepentimiento como de cualquiera otra pasión, de­
terminó por el odio que le tiene destruir á todas las criar
turas á quienes antes tanto había amado y favorecido, i
Lo que principalmente contribuye á hacer odioso al
Señor el pecado carnal, es su particular oposicion á su
pureza y santidad : su propiedad de ensuciar del modo
mas vergonzoso y brutal el templo que el Señor santi­
CAPITULO XXV. 205
ficó para sí; lo que se verifica mas especialmente res­
pecto de los cristianos cuyos cuerpos y almas le han
sido dedicados y c o n s a g r a d o s en el bautismo, siendo
ambos violados y profanados c u a n d o cometen alguna im­
pureza, y por ella se rebajan ha9ta asemejarse á los bru­
tos irracionales y se entregan como presa de los demo­
nios inmundos. « ¿ No sabéis que nuestros cuerpos son
u miembros de Cristo? dice san Pablo: ¿quevuestros
« cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en
<v vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que ya no
« sois de vosotros, puesto que fuisteis comprados á gran
« precio? Glorificad á Dios y llevadle siempre en vuestro
« cuerpo. »
Atendamos á esta celestial doctrina, y no nos hagamos
reos del espantoso sacrilegio de profanar y manchar el
templo de Dios vivo, y de arrojarte de él poniendo en su
lugar Ídolos impuros. Procuremos no introducir en el
templo de Dios al demonio, ni sacrificarle nuestra alma
en cambio de un goce bajo, sucio y carnal, que solo
dura un breve instante.
Las consecuencias de ceder al vicio de la impureza son
terribles, y no lo es menos la esclavitud á que por él
queda reducida el alma. De un primer acto se engendra
un hábito y una inclinación violenta que arrastra á la
pobre y seducida alma á cometer nuevos crímenes. Sien­
do indulgente con ellos se forma una costumbre que de­
genera en naturaleza y que es infinitamente difícil ven­
cer, la cual sin cesar ejerce sobre el alma la mas ominosa
tiranía.
Síguense de aquí todos aquellos males espantosos que
290 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

Dama san Gregorio hijos de la lujuria, por ser los efec­


tos usuales del hábito de la impureza. Son estos la obce­
cación, la dureza de corazon, la temeridad con que el
hombre arrostra los mayores peligros, la insensatez, la
insensibilidad respecto de los juicios de Dios y de las
verdades eternas, la inconstancia en todo lo bueno, la
aversión al culto y á todo lo divino, y un perpetuo amor
propio, una enérgica adhesión á este mundo, el horror y
la desesperación respecto del mundo venidero. Tales son
los infelices engendros del placer carnal: secuela de ma­
les tan terribles como el mismo infierno.
Huyamos de toda impureza mas que de la misma
muerte, exclama el fervoroso moralista á quien copia­
mos (i); huyamos de todas las compañías peligrosas y
demás ocasiones que nos expongan á tentaciones de esta
especie, mas que de una casa infecta con una epidemia.
Una parte solo puede privar de su vida temporal al
cuerpo; pero la impureza asesina al alma por toda la
eternidad.
R e m e d io s . El mas necesario de todos los remedios y

precauciones contra la impureza es evitar el peligro de


caer en ella, y en especial el trato y conversación de la
gente pecaminosa; la lectura de mero pasatiempo, como
los libros de novelas, memorias secretas, etc.; la fre­
cuente asistencia á los teatros y fiestas profanas; el ha­
lagar demasiado el apetito sensual en la comida y bebida;
el conceder excesiva libertad á los ojos, ventanas por las
cuales el veneno del placer carnal suele penetrar hasta el

(1) Dr. Chilloner. Contidtracionti, etc., día 16 de octubre.


CAPITULO XXV. 597
alma, á fantasías desenfrenadas y diversiones peligrosas;
por último, el hacer una vida regalona y disipada.
El ser uno condescendiente consigo mismo en estas co­
sas abre las puertas del alma al apetito carnal, y el que
ama el peligro perecerá en él. El apetito carnal es un for­
midable enemigo que nos espía de continuo y está siem­
pre alerta para disparar sus fieros dardos contra nuestro
corazon; asi que debemos estar siempre en guardia y
precavemos todo lo posible de su alcance. Debemos estar
apercibidos contra el mas leve de sus movimientos y te­
mer la aproximación del peligro. No debemos chancear­
nos con él ni admitir la mas pequeña libertad de su
parte, aunque sea en levísimo grado, porque el que se
aventura á jugar con una fiera debe esperarse á lo me­
jor un zarpazo mortal. Si nuestro Señor nos asegura que
una mirada lúbrica es capaz de asesinar el alma, ¿cuánto
mas no deberémos temer cualquier contacto lascivo?
Nuestra naturaleza corrompida es tan propensa al mal
de la impureza, son tan comuifes los alicientes que esta
nos ofrece, son tan violentas las tentaciones, especial­
mente en la juventud,, que el huir solamente las ocasio­
nes no basta muchas veces para obtener la victoria sobre
este vicio sin muy frecuentes conflictos. ¿Adónde irémos
que no nos sigan la carne y el demonio?
Por lo tanto es necesario, además de huir las ocasio­
nes, pelear contra las tentaciones, proporcionándonos las
arma3 adecuadas para esta lucha; y como nuestras fuer­
zas no son suficientes para vencer por nosotros mismos
i tan formidables enemigos, es indispensable impetrar
el auxilio del cielo para asegurarnos la victoria·
998 MANUAL DE MORAL CR ISTIA N A.
De aquí la necesidad de entregarnos diligentes á ejer­
cicios espirituales si queremos triunfar completamente
<Je la carne; de orar con fervor y á menudo; de frecuen­
tar los sacramentos; de leer todos los dias algún libro
piadoso meditando las verdades eternas; de recurrir con
frecuencia á la preciosa sangre de Jesucristo, fuente de
toda gracia, con constante devocion á su sagrada pasión
y muerte; y de pedir fervorosameute á la santísima Vir­
gen y á los ángeles y santos del cielo, que interpongan
en nuestro favor su poderoso ruego é intercesión.
Pero mas especialmente debemos resistir con energía
los primeros movimientos del enemigo cuando nos asal­
tan semejantes tentaciones, dirigiéndonos sin perder
tiempo á Jesús crucificado, clamando con todas nuestras
fuerzas por su asistencia y diciendo como san Pedro :
a Sálvame, Señor, si no quieres que perezca; » pene­
trando con la mente en sus sagradas llagas, y no cesando
de implorar su gracia y misericordia hasta que la tenta­
ción se desvanezca.
Hagamos ahora una ligera reseña de las armas que
para este combate necesita el cristiano. Son estas : una
fe viva; una confianza robusta en Jesucristo; una hu­
milde desconfianza de sus propias tuerzas (porque si pre­
sume tener consistencia suficiente en sus propias reso­
luciones sin la asistencia divina, de seguro claudicará) ;
un conocimiento intimo de la [presencia de Dios; sobre
todo, su santo amor y temor·
El temor de los juicios divinos suspensos]sobre las ca­
bezas de los miserables pecadores; el recuerdo de la
muerte, que nos sorprende cuando menos la esperába­
CAPITULO XXV. 2W
mos; la meditación sobre el gusano roedor que nunca
muere y sobre el fuego que nunca se extingue, prepara­
dos para castigar la concupiscencia, son de seguro pode­
rosos correctivos para que el alma rechace el delito, y
motivos suficientes para que no se exponga á arrostrar
en mal estado el momento supremo de la muerte, el jui­
cio y el infierno.
Pero el amor de Dios es un freno todavía mas pode­
roso. Porque con él se descubren tales encantos en su
belleza y bondad infinitas, que á su lado desaparecen y se
olvidan como despreciables, odiosos y abominables, todos
los alicientes del apetito camal.
Estos son los remedios mas eficaces contra el pode­
roso enemigo que llamamos la concupiscencia de la carne.
Huir primeramente, siempre que podamos; porque este
es un combate tan peligroso, que no se nos permite pro­
vocar á nuestro enemigo saliéndole al encuentro. Guando
no podamos huir, peleemos con ánimo fuerte, pero con
la mira fija en Cristo crucificado. Procuremos además
hacer para esta guerra acopio de meditaciones diarias
sobre el temor y aihor de Dios, y el cielo de seguró nos
dará la victoria.
C a s t id a d . Las consideraciones sobre la hermosa virtud

de la castidad son también muy provechosas para deter­


minamos á aborrecer el inmundo vicio que le es con­
trario.
Esta virtud nos hace, aun en nuestra carne mortal,
semejantes á los ángeles del cielo, y nos da merecimien­
tos para ser predilectos de Jesucristo, divino prototipo
de la pureza y esposo de las almas castas, el cual, cuando
300 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

tído á habitar entre nosotros, solo quiso nacer de la mas


pura de las vírgenes y siempre demostró luego el mas
preferente amor á su virginal discípulo san Juan, á quien
por causa de su pureza reoomendó también á su madre
la santísima Virgen mientras moría en la cruz. Asi el
Apocalipsi nos le representa en el ciclo seguido de vírge­
nes do quiera que vaya, que cantan ante su trono como
un cantar nuevo que los demás bienaventurados no pue­
den cantar.
Es la castidad el lirio en el jardín de las virtudes; el
esplendoroso ornamento del alma, cuya práctica y pro­
fesión por tantos miles de almas constituye una de las
mayores evidencias de la verdad de la religión cristiana
y de su excelencia, de la gracia maravillosa que comu­
nica á los que la siguen, y de la pureza y santidad de su
divino Autor. Esta virtud angelical hace á los que la
aman favoritos del cielo.
El Apóstol la recomienda encarecidamente á todos los
cristianos. « Esta es la voluntad de Dios, dice, y vuestra
c santificación : que os abstengáis de la fornicación (y
c de toda impureza), que sepa cada uno de vosotros usar
c del propio cuerpo santa y honestamente, no con pa-
« sion libidinosa como hacen los gentiles que no conocen
c á Dios... porque no nos ha llamado Dios á inmundicia,
« sino á santidad (es decir, á pureza y á castidad). »
Esta gran virtud por mandato y ley de Dios y por la
santidad de la vocacion cristiana, obliga á todos, asi á
los casados como á los que no lo están. Los casados de­
ben ser castos, no solo guardando el lecho conyugal sin
mancha de adulterio y de todo exceso contrarío á la na­
CAPITULO XXV. 801
turaleza, sino también absteniéndose de pensamientos,
palabras y acciones que traspasen los limites marcados
por la divina ley del matrimonio, ó que no conduzcan á
los santos fines para los cuales le instituyó Dios. ¡ Y cuán
necesaria es esta castidad conyugal! ¡ Cuántos miles de
almas se pierden en este estado, propasándose á liberta­
des criminales y figurándose falsamente serles permitido
todo cuanto su desenfrenada concupiscencia les sugiere!
También los solteros y viudos deben conservarse puros y
castos, cuidando siempre de resistir y renunciar absolu­
tamente á todo placer camal y á todo movimiento irre­
gular del cuerpo ó del pensamiento.
Para adquirir y, despues de adquirida, conservar la
preciosa virtud de la castidad se necesitan, además de
fervientes oraciones (porque nadie puede ser continente
si Dios no se lo otorga), otras dos virtudes, la mortifica­
ción y la humildad, sin las cuales no puede la castidad
mantenerse firme en el alma mucho tiempo.
La mortificación hace que la carne esté subordinada al
espíritu, y con la humildad el espíritu está subordinado
áDios. De este modo, todo en el hombre es regular y
ordenado, y él fácilmente resístelas tentaciones impuras.
Pero cuando la carne vive regaladamente, se ensoberbece
y sale de toda regla; y cuando el espíritu es altanero, se
ve justamente entregado por Dios á la esclavitud de
aquellas pasiones vergonzosas de las cuales solamente la
humildad puede librarle.
CAPITULO XXVI.

BBL SÉTIMO MANDAMIENTO. — PH0BIKC10N DEL HURTO.

En nada como en los mandamientos resulta el infinito


amor de Dios á sus criaturas. No solo ha querido defender
la vida, la fama y la estimación del hombre con aquellos
dos mandamientos no matarás y no adulterarás, puestos
como dos fuertes castillos, digámoslo así, á su entrada
en el mundo de las pasiones, sino que con este otro pre­
cepto no hurtarás, se ha propuesto además fortalecer y
guardar como con un indestructible muro nuestras ha­
ciendas y bienes de fortuna.
Por este mandamiento no hurtarás nos prohíbe Dios
hacer cualquier género de daño á nuestro prójimo en sus
bienes, en sus derechos, en sus posesiones temporales,
ya con violencia, ya con fraude, ya por medio del hurto,
va con el engaño, ya falseando el justo precio de las
cosas en las compras y ventas, ya despojándole de lo que
es suyo ó negándole el debido tributo, ota rehusando
pagar las deudas justas, ora cometiendo cualquier otra
clase de extorsiones, ora ejerciendo la usura en préstamos
de dinero ó de otras cosas, ora imponiéndole cargas inju*-
304 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

tas ó despojándole de lo que le pertenece ó causando en


ello deterioros. En todos estos casos se comete una in­
justicia que no solo condenan los divinos preceptos, sino
también la ley natural y eterna escrita en el corazon del
hombre desde la creación, y aquel gran principio de
moralidad que nos prohíbe hacer á otro lo que no qui­
siéramos se hiciese con nosotros. Pero de estos diferentes
casos en que se infringe el sétimo precepto hablarémos
luego detenidamente. Vamos ahora á explicarle en globo.
Divídese en dos partes, como los mandamientos que
le preceden : la primera que veda el hurto es clara y ma­
nifiesta: la segunda, que tiene su sentido y fuerza encu­
biertos en aquella, nos manda que seamos benignos y
liberales con nuestros prójimos. Tratarémos de una y de
otra separadamente.
No h u r t a r á s dice la ley en su concepto negativo, y
debe desde luego advertirse aquí que se comete hurto no
solo cuando se quita una cosa á escondidas contra la vo­
luntad de su dueño, sino también cuando se toma y re­
tiene cosa ajena contra la voluntad del dueño que lo
sabe. Es claro que el que prohíbe el hurto no puede con­
sentir la rapiña cometida con violencia ó injuria : asi
clama el Apóstol que « los raptores no poseerán el reino
« de Dios ( i ) , » y añade que debe huirse de todo trato y
comunicación con ellos (2).
Tal vez se le ocurrirá á alguno preguntar cómo es que
siendo la rapiña mayor pecado que el hurto, se sirve
Dios de otra palabra que de la de rapiña al escribir su
(1) I Corint., vi.
(¿) I Corint., ▼.
CAPITULO XXVI. 806
precepto. Esto se hizo con suma razón: porque el hurto
es mal común y se extiende á mayor número que la ra­
piña, la que solo pueden ejecutar aquellos que aventajan
á otros en poder y fuerzas. A ninguno se le oculta que
prohibidos los pecados mas leves de un mismo género,
han de quedar prohibidos los mas graves.
La usurpación y uso de las cosas ajenas es de varias
maneras, y tiene diversos nombres por la diversidad de
las mismas cosas que se quitan contra la voluntad de sus
dueños. Si á un particular se le quita algo á escondi­
das, este acto se llama harto. Si se quita al común del
Estado, de una provincia, de un concejo, comunidad ó
corporacion, se llama peculado. Si se roha á un hombre
libre ó siervo ajeno para servirse de él, se llama plagio.
Hurtar cosa sagrada se llama sacrilegio, a Maldad, dice
con razón el Catecismo romano, aunque abominable y
enorme, tan esparcida, que los bienes que piadosa y
sabiamente estaban destinados como necesarios para el
culto divino, ministros de la Iglesia y socorro de los
pobres, se ven convertidos en conveniencias privadas y
perniciosas liviandades. *
Además del hurto, que es la acción externa, se pro­
híbe también el ánimo y voluntad de hurtar. Esta ley es
espiritual y se endereza al alma como á fuente de todos
los pensamientos y determinaciones, pues como dice el
Señor por boca de san Mateo : a Del corazon salen los
c pensamientos malos, homicidios, adulterios, fornica-

« dones, hurtos y los testimonios falsos (1 ).»

(1) S. Mftt., zv.


906 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
La gravedad del pecado del hurto se manifiesta por la
misma razón natural, porque según dejamos apunta­
do, es el hurto contrario á la justicia, que da á cada uno
lo que es suyo; pues las distribuciones y señalamientos
de bienes, establecidos desde el principio por el derecho
de gentes y confirmados por las leyes divinas y huma­
nas, deben mantenerse con toda firmeza, de manera que
tenga cada uno las cosas que de derecho le tocan, so pena
de trastornar la sociedad humana. « Ni los ladrones, dice
« el Apóstol (i), ni los avarientos,ni los dados al vino, ni
a I03 maldicientes, ni los raptores, poseerán el reino de
a Dios. » También se declara lo grave y cruel de esta
maldad en las muchísimas consecuencias funestas que
produce. De día nacert juicios temerarios, el decir sin
reparo cosas peligrosas del prójimo; nacen también
odios, se traban enemistades y á veces se pronuncian
sentencias injustísimas contra hombres inocentes.
No solo es ladrón el que hurta á escondidas, ó toma y
retiene co3a ajena contra la voluntad de su dueño, ó roba
con violencia; ni son ladrones solamente, además del que
comete hurto ó rapiña, el reo de peculado, y el de plagio,
y el de sacrilegio; que también lo son los que compran
las cosas hurtadas ó retienen aquellas que han sido halla­
das, tomadas ó quitadas de alguna manera. Porque dice
san Agustín : a Si hallaste una cosa y no la volviste, la
a hurtaste (2). » Y si en manera alguna se puede hallar
el dueño, se debe dar á los pobres.
Igualmente incurren en pecado contra el sétimo man-

(1) 1 Corint., vx.


(2) Senn. 19 de Ver. Ap., cap. vid .
CAPITULO XXVI. 907
damiento los que comprando 6 vendiendo ee valen de
fraudes y palabras engañosas. Pero los mas inicuos y
malvados en este linaje de hurto son los que venden por
sanas y buenas mercaderías falsas y corrompidas, ó los
que engañan á los compradores en el ‘número, peso ó
medida. «No tendrás en un saco diversos pesos, » dice
el Deuteronomio (1); y el Levitico : « No queráis hacer
a cosa injusta en el juicio, en la regla, en el peso, en la
a medida. El peso fiel, y las balanzas iguales, la medida
a justa, y el sextario cabal (9 ).» En otra parte se dice :
a Pesos diversos es cosa abominable ante el Señor. La
« balanza engañosa no es buena (3). »
También es hurto manifiesto el de los artesanos y jor­
naleros que piden entero el jornal sin haber puesto de
su parte el trabajo debido y justo. Ni ee distinguen tam­
poco de los ladrones los criados desleales á sus señores,
y las guardas infieles de las cosas. Son estos tasto mas
criminales que los ladrones que están ftiera, á quienes
se les cierran las puertas con cerrojo y llave; porque
para el ladrón doméstico no hay cosa cerrada ú oculta.
Asimismo cometen hurto los que sacan dinero con pala­
bras fingidas y astutas 6 con mendiguez engañosa; y este
pecado es mas grave por añadir al hurto la mentira. «
También se han de contar entre los ladrones los que
estando asalariados para algún oficio particular ó pú­
blico, ponen poco ó ningún cuidado en cumplir con é l,
y solo procuran cobrar el estipendio.

(l)Denter., xxv.
|t (2) Levit, x u .
[ (3) Prov., xx .
SOS MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.

Partiailar&zar la muchedumbre restante de hurtos in­


ventada por la avaricia, que á fuer de astuta sabe todos
los modos de sacar dinero, seria obra larga y muy difi­
cultosa.
La'otra cabeza de este género de maldades es la ra­
piña.
Son rapiñadores los qiys no pagan el salario debido á
sus jornaleros. A estos llama á penitencia el apóstol San­
tiago en estas palabras : « Ea ya, ahora ricos, llorad
a ahullando por vuestras miserias, las que vendrán sobre
« vosotros... Hé aquí el jornal de vuestros peones, que
« segaron vuestras mieses, y se le habéis defraudado,
a clama, y el clamor de ellos llegó á los oídos del Señor
cr de los ejércitos (1). »Este linaje de rapiña está muy
reprobado en el Levitico (2), en el Deuteronomio (3), en
Malaquias (4) y Tobías (o).
En este pecado de rapiña están comprendidos los que
no pagan á los prelados de la Iglesia y á los magistrados
las alcabalas, tributos, diezmos y otras cosas de esta ca­
lidad que se les deben, ó los usurpan y se los aplican
á si mismos. Sin prejuzgar la justicia ó injusticia de la
abolicion del diezmo decretada por aJguuos gobiernos,
cumple advertir que las prestaciones y tributos designa­
dos antiguamente con diferentes nombres pueden modi­
ficarse según los tiempos y circunstancias. Pueden va­
riarse las formas y modo, pueden sustituirse unos con
(1) S&nt., ▼.
(2 ) Levit., x i x .
(3) Deuter., x x r r .
(4) Malach., m .
(5) Tob.f ▼.
CAPITULO XXVI. 309
otros; lo que principalmente interesa respecto de los
bienes de la Iglesia es que esta perciba, sea de los
particulares, sea del Estado ,1o que legítimamente le per­
tenece , y que los gobiernos al introducir las modifica­
ciones administrativas á que aludimos, observe rigorosa­
mente aquellos eternos principios que obligan al ente
moral Estado como al mero particular, porque la sana
doctrina católica pone al frente de sus explicaciones sobre
la rapiña ( i ) : a Los que quieren enriquecerse caen en ten-
c tacion y en el lazo del diablo; cuantas cosas quereis que
a bagan con vosotros los hombres, hacedlas vosotros con
« ellos; lo que tú aborreces que haga otro contigo, guár-
a date de jamás hacerlo tú con él. » Contra estos prin­
cipios no debe prevalecer consideración alguna, siquiera
se decore con la falsa legitimidad de razón de Estado,
porque no hay política legitima sin ellos. La política y la
moral son una misma cosa en diferentes circuios, ó por
mejor decir, la política es la moral del cuerpo social.
¿Es también rapiña la usura? Los usureros en general,
según la doctrina del concilio de Trento, son tiranos
cruelísimos que roban y despedazan á la miserable plebe.
« Es usura, dice el Catecismo romano, todo aquello que
a se percibe á mas de la suerte y capital que se dió, »
sea dinero ó cualquier otra cosa estimable, a No recibí-
a rás usura, ni mas de lo que diste, d dice Ezequiel (2);
t dad prestado, no esperando de ahí cosa ninguna, »
añade el Señor por san Lucas (3). Y sin embargo, no es

(1) Catecismo romano, part. toroera, cap. Txxxf n· 10.


(2)Eseq., xvux.
(3) S. Luo·, vi.
310 MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.
esta materia de aquellas que pueden sujetarse á reglas
absolutas. Es indispensable penetrarse del espíritu de las
antiguas prohibiciones fulminadas contra la usura, y
comprender bien el principio que las dictó.
Los antiguos condenaban absolutamente el préstamo á
interés, porque tenían al dinero por cosa improductiva é
infructífera, y porque según ellos en el contrato de mu­
tuo se transfería al mutuatario el dominio de la suma
prestada, de modo que pagando este dominio con la res­
titución de la suma misma, no era justo exigir otro pre­
cio por el uso. Hoy, por el contrario, todo el mundo
conoce la naturaleza productiva del dinero, y sabe per­
fectamente que no se traslada en el contrato de mutuo el
dominio de la cosa mutuada, y que por lo mismo puede
exigirse un precio ó interés por su uso.
La ciencia económica ha demostrado que á la produc­
ción de la riqueza contribuyen el trabajo del hombre y
los capitales, y que sin la reunión y concurso de ambos
agentes es imposible conseguir el fin. Asi como al tra­
bajador se le remunera su trabajo, asi también al dueño
del capital, al que le presta, debe abonársele un interés
por el riesgo que corre al prestarle, y de aquí resulta
la justicia del interés que á este prestamista se da por su
dinero.
Eshoy de consiguiente doctrina universalmente recibida,
y admitida por la misma Iglesia, según varias respuestas
de la sagrada, Penitenciaría (1), que puede licitamente

(1) Véase el bien rasonado articulo sobre la Usura publicado ea


la Enciclopedia modtma do Mellado, tom. XXXIII, p&g. 677 y
siguientes.
CAPITULO XXVL 311

exigirse interés del dinero prestado, siempre que este


interés esté en proporcion justificada con los beneficios
que del mismo dinero prestado obtenga la persona que
lo tomó á préstamo.
Excediendo de esta proporcion, podrá haber en el que
presta infracción del sétimo precepto, porque entonces
percibe con el nombre de interés lo que en rigor no le
pertenece. Asi el lenguaje común distingue justamente el
interés legitimo del ilegitimo al cual llama usitra, y cali­
fica de usurero al que cobra mayor interés que el regu­
lar, permaneciendo en pié la doctrina moral que condena
la usura, entendida como exacción de una cantidad que
no pertenece al que prestó.
Réstanos advertir que la inmoralidad ó moralidad del
interés exigido sobre el dinero que se presta no depende
esencialmente de su conformidad ó desconformidad con
un tipo fijo marcado de antemano por el legislador. Es
peligroso establecer una cuota fija de interés, ó eso que
se llama interés legal para todos los que toman prestado,
porque este naturalmente debe decrecer ó aumentar se­
gún las mayores garantías de devolución ó reintegro que
se ofrezcan, según la mayor ó menor cantidad de dinero
que exista en la plaza, según las circunstancias particu­
lares de tiempo, lugar, ocasion, negocio ó industria.
La moralidad del interés pende de la relación que
guarda con las circunstancias del mutuante y del mutua­
tario. Si un negociante tiene fundada esperanza de ganar
en una especulación un 50 por 400, nada tendrá de in­
moral que se le exija el 20 por 400 de los fondos que se
le presten para realizarla· Por el contrario, si un hombre
312 MANUAL DE M ORAL CRISTIAN A.

acaudalado cuya riqueza encerrada en sus arcas perma­


nece improductiva, exige el módico interés de 1 por 100
al pobre que le pide prestado para socorrer el hambre
de su familia, faltará á la humanidad y cometerá un acto
inmoral.
Cometen también rapiña los jueces interesados que
venden su fallo y se dejan sobornar con dinero y regalos,
trastornando las causas justas de los desvalidos y menes­
terosos; los que defraudan á sus acreedores; los que
niegan sus deudas; los que tomando plazo para pagar
compran géneros á crédito, suyo ó de otro, y no cumplen
luego al vencimiento del plazo estipulado. Y se agrava su
pecado, dice el Catecismo romano, porque los mercade­
res con ocasion de este defalco y defraudación lo venden
todo mas caro con gran perjuicio de la república. Contra
estos parece pronunciada aquella sentencia de David :
c Tomará prestado el pecador y no pagará (1). »
¿Y qué dirémos de aquellos poderosos que ejecutan con
gran rigor á los que no pueden pagar lo que les presta­
ron, y contra la prohibición de Dios les sacan en pren­
das aquellas cosas que necesitan para proporcionarse el
sustento y cubrir su cuerpo? Porque dice el Señor: « Si
« tomaste en prenda el vestido de tu prójimo, se lo vol-
« verás antes que se ponga el sol. Porque solo eso tiene
a para para cubrir sus carnes, ni tiene otra cosa en que
« dormir. Y si clamare á mi, le oiré, porque soy misen-
« cordioso (2). 9 A tan inhumana ejecución justamente
Uamarémos robo, y por lo mismo rapiña*
(1) Sftlm. z x x v i.
(3 ) £ x o d », x x il
CAPITULO XXVI. 313
Del número de aquellos á quienes los santos Padres
llaman rapiñadores son los que en tiempos de carestía
esconden el trigo y hacen que por su culpa sea mas cara
y mas dificultosa la provisión. Lo mismo se entiende de
todas las demás cosas necesarias para el sustento y la
vida. A estos se dirige aquella maldición de Salomon :
« El que esconde los granos, será maldito en los pue-
« blos (1). »
Estas son las cosas que se vedan por el sétimo manda­
miento : á todo esto se extiende la prohibición del hurto.
Ahora, como motivo determinante para que nos abs­
tengamos de tan feo pecado, hallamos en la moral de la
Iglesia graves razones que conviene apuntar. Los Profe­
tas y demás libros sagrados nos inducen poderosamente
á la detestación de los hurtos y rapiñas, y por su medio
intima Dios terribles amenazas contra los perpetradores
de semejantes delitos : « Oid esto, dama el profeta
« Amós (2), los que atropellais al pobre y hacéis desfa-
« llecer á los necesitados de la tierra diciendo: ¿Cuándo
« pasará el mes y venderémo3 las mercandas, y pasará
« el sábado, y sacarémos fuera los granos, achicarémos
« la medida y aumentaremos el peso del sido, susti-
« tuyendo balanzas falsas, para hacernos con el dinero
« dueños de los miserables... y vender á buen predo
c hasta las aechaduras del trigo? Este juramento ha he-
« cho d Señor contra la soberbia de los hijos de Jacob :
* Yo juro que no me olvidaré jamás de todo lo que han
« hecho, d A este mismo propósito hay muchas senten-
(1) Prov., XI.
(2) Amó·., vm.
314 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cías en Jeremías (4), en los Proverbios (2) y en el Ecle­
siástico (3).
No falta en verdad quien se excusa en sus hurtos con
vanos pretextos; mas está escrito que no admitirá Dios
excusa alguna de tan gran pecado, y que en vez de ali­
gerarle le harán con ellas mucho mas desmedido.
a Véanse las delicias insufribles de los nobles, escribe el
sabio ordenador de la doctrina del santo concilio de
Trento; estos piensan desvanecer su culpa alegando que
no se aprovechan de los bienes ajenos por codicia ó ava­
ricia, sino por mantener la grandeza de su familia y de
sus antepasados, cuya estimación y dignidad se arruina­
ría á no fortalecerse con el arrimo de las cosas ajenas.
Debe sacara á estos de error tan pernicioso, y al mismo
tiempo demostrarles que el medio único de conservar y
acrecentar la abundancia, riquezas y gloria de sus mayo­
res, es obedecer á la voluntad de Dios y guardar sus
mandamientos; y que despreciados estos, se deshacen
en humo las riquezas por muy fundadas y arraigadas
que estén. Los reyes son derrocados precipitadamente
del solio real y del supremo grado del honor, y á veces
ocupan su lugar por disposición divina hombres de baja
esfera que eran sos mayores enemigos. »
Otros hay que no hurtan por mantener el lustre y
gloria de su casa, sino por sustentarse con mas comodi­
dad y decencia· Estos deben ser reprendidos y enseñados
porque anteponen su comodidad á la voluntad de Dios.

(1) Jerem., v.
(2) ProvMx x i.
(3) Ecoie., x.
CAPITULO XXVI. 815
¿Qué conveniencia además puede haber en el hurto, al
cual se siguen tantos y tan grandes males? « Sobre el
a ladrón, dice el Eclesiástico (1), está la confusion, el
« dolor y la pena, y Pero demos que el ladrón se pro­
porcione comodidad : siempre ultraja el nombre de Dios,
resiste á su santísima voluntad, y desprecia sus divinas
leyes; de cuya fuente nace todo error, toda maldad, toda
impiedad.
Algunos hurtan, y porfían que no pecan porque lo que
quitan es de hombres ricos y acaudalados á quienes no
infieren daño, además de que ni siquiera lo advierten :
miserable excusa por cierto.
Otros piensan que se les debe pasar por disculpa la
costumbre que tienen de hurtar y el serles ya muy difí­
cil vencer este resabio. Oigan estos al Apóstol que dice :
« El que hurtaba, no hurte ya (2). »
Otros se disculpan con que robaron, porque se les
vino á la mano la ocasion : la ocasion hace al ladren,
dice el proverbio. Debe sacarse á estos de su pernicioso
error advirtiéndoles que todos estamos obligados á resis­
tir los apetitos depravados. El que dice que no peca por
no tener ocasion, viene á decir que siempre que la tenga
pecará.
También hay quien dice que hurta por vengarse, pues
otros hicieron con él otro tanto. A estos se responde, lo
primero, que á ninguno es licita la venganza; y en se­
gundo lugar, que ninguno puede ser juez en causa pro­
pia, y que mucho menos se le permite castigar los delitos
(1) Eocle., ▼.
(2) Ephes., nr.
816 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
que cometieron otros. La misma razón sirve contra aquel
perverso adagio : Quien roba al ladrón tiene cien años
de perdón.
Ultimamente, piensan algunos que queda su hurto bas­
tantemente defendido y cubierto por la razón de que es­
tando cargados de deudas no pueden desempeñarse ni
pagar si no hurtan. A estos debe advertirse que no hay
deuda mas pesada ni que mas abrume al linaje humano,
que aquella de que hacemos memoria cada dia en la ora-
cion dominical cuando decimos : perdónanos nuestras
deudas. Asi que, es propio de hombre desatinado querer
mas deber á Dios, esto es, pecar mas, que deberá los'
hombres, y que es mucho menor inconveniente ser en*
carcelado, que ser condenado eternamente á las mazmor­
ras del infierno; y finalmente que es mucho mas grave
ser condenado en el juicio de Dios que en los tribunales
humanos. Por tanto, los que deben á los hombres acójanse
humildes al socorro y piedad de Dios, quien puede dis­
pensarles todo lo que necesitan.
CAPITULO X X V II.

C O im m jAC IO N . — DE LA RESTITUClOn T DE LA LQCOSfA.

Acerca de la importante doctrina sobre el pecado del


hurto debe tenerse muy presente, que a no se perdona el
« pecado si no se restituye lo quitado (1). o Es en efecto
obligación puesta por Dios esta de la satisfacción á la
persona hurtada.
Cuán dificultosa ella sea para el que tiene ya contraí­
da la costumbre de enriquecerse de lo ¿geno, nos lo
patentizan no solo lo que observamos en los demás y en
nosotros mismos, sino también estas palabras del profeta
Habacúc : « ¡ Ay de aquel que multiplica las cosas no
a suyas! ¿ Hasta cuándo carga sobre si lodo espeso (2)? »
Llama lodo espeso la posesion de las cosas ajenas por
la gran dificultad con que de él se libra y desembaraza
el hombre.
La reparación ó restitución, llamada también satisfac­
ción, ha de extenderse, para que sea válida, á todo el
daño inferido, sin lo cual nunca se perdonará la culpa.
« ¿ Cuántos piensan en esto ? exclama el piadoso Cha­
li) S. Aguftt·, Epiit. 64.
(2) Habió., il
318 MANUAL DE MORAL CRISTIANA·
lloner. ¡A y, cuántas de estas restituciones se dejan para
cuando ya no habrá tiempo de hacerlas, y cuando lo que
se descuidó en la tierra habrá de complirse en el in­
fierno ! ¿ Qué peso no os echáis encima, oh pecadores,
cometiendo tales injusticias?No os persuadáis con dema­
siada facilidad de que no os es posible hacer la restitución
debida : no podéis engañar á aquel que todo lo ve y que
discierne claramente cuanto podéis hacer con solo pri­
varos de los gastos inútiles y superfluos, poniendo ver­
dadero empeño en el deber indispensable de satisfacer á
la justicia, y empleando á este fin todos vuestros medios
y fatigas (\). »
La satisfacción ó restitución ocupa el primer lugar en­
tre las cosas que implícitamente se mandan por el sétimo
precepto del Decálogo. Mas como no solamente debe res­
tituir el que hizo el hurto á aquel á quien robó, sino que
también están obligados por esta ley de la restitución to­
dos los que fueron partícipes en el hurto, debemos mani­
festar quiénes son estos que no pueden librarse de la ne­
cesidad de satisfacer ó restituir. De muchos géneros son.
Son los primeros los que mandan hurtar, los cuales no
solo son compañeros y autores de los hurtos, sino los mas
peiftrersos en la raza de los ladrones.
Los segundos son aquellos que ju> pudiendo mandar,
persuaden y atizan para que se haga el hurto. Estos son
¡guales en voluntad á los primeros, aunque desiguales en
el poder; sin embargo, por su intenciun deben ponerse
en la misuia categoría de los ladrones.

(1; Challouer. Meditaciow*. Día primero de octubre.


CAPITULO XXVII. 310
Son los terceros ios que consienten con los ladrones.
Los cuartos son los participantes de los hurtos, en los
cuales hacen también su logro, si tal puede llamarse lo
que, si no se arrepienten, los condena á tormentos eter­
nos. De estos dijo David : a Si veias al ladrón, corrías
« con él (i).»
El quinto género de ladrones es el de aquellos que pu-
diendo estorbar el hurto, tan lejos están de oponerse y
hacer resistencia, que antes lo favorecen con su licencia
y permiso.
El sexto es el de los que sabiendo de cierto que se hizo
el hurto, y dónde se hizo, no solo no lo descubren, sino
que disimulan que lo saben.
El último género es el que comprende á todos los fau­
tores, guardas, patrocinadores, y á todos los que reciben
y dan posada á los ladrones; todos los cuales deben sa­
tisfacer á aquellos á quienes se quitó alguna cosa. Y de­
ben ser exhortados con toda eficacia á cumplir esta pre­
cisa obligación.
Tampoco, finalmente, están del todo libres de esta mal-
dadlos que aprueban y alaban los hurtos; como ni están
ajenos de la misma culpa los hijos de familias que qui­
ta# dinero á sus padres, y las mujeres que lo quitan á
sus maridos, á los cuales comprende también la obliga­
ción de restituir.
El precepto afirmativo que en este mandamiento ao
hurtarás va implícito, nos impone el deber de tener mi­

sericordia con los |K>bres y menesterosos y de aliviar

(1) S*lm. x lix .


320 MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.
con nuestros bienes y piadosos oficios sus aflicciones y
angustias.
El Catecismo romano recomienda mucho á los párro­
cos que traten este asunto con la mayor frecuencia y
extensión, empapándose bien en la doctrina consignada
en los libros de los santos Cipriano, Crisóstomo, Grego­
rio Nacianceno, y otros que escribieron esclarecidamente
de la limosna. Fúndalo en que los fieles deben ser in­
flamados en el amor del prójimo necesitado que se Te en
la triste precisión de vivir de la misericordia ajena, y
movidos de aquel argumento ciertisimo de que el dia del
juicio ha de reprobar Dios y condenar al fuego eterno á
los que omitieron las obras de misericordia, introduciendo
con muchas alabanzas en la patria celestial á los que se
portaron benignamente con los menesterosos. Una y otra
son sentencias pronunciadas por boca de Jesucristo :
« Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesion del
a reino que os está preparado. Apartaos de mi, maldi-
« tos, é id al fuego eterno ( i ) . »
Aconseja el mismo Catecismo á los sacerdotes que se
valgan de aquellos lugares mas acomodados para per­
suadir : a Dad y dárseos ha (2); » que propongan aquella
promesa divina, que ciertamente contiene el privilegio
mas amplio y mas grandioso que puede imaginarse :
« Ninguno hay que deje cosa de que no reciba cien veces
a tanto ahora en este tiempo, y en el siglo venidero la
a vida eterna ( 3 ) ;» que añadan aquello que dijo Jesu-

(I) S. Mat., xxv.


(3) S. Luc., vi.
(3) S, Maro., x.
CAPITULO XXVII. 321
cristo nuestro Señor : « Grange&d amigos con el dinero
« de la maldad, para que cuando desfalleciéreis os reci-
« ban en las moradas eternas (i), o
Dejó ordenado además Jesucristo, que los que no pue­
den dar á los necesitados con qué sustentar su vida, les
den prestado siquiera, a Prestad, no* dice, no esperando
a por eso cosa alguna (2), d pues es obra también, que
dijo de ella el santo rey David : a Dichoso el hombre que
« se apiada y presta (3). »
Es asimismo muy propio de la piedad cristiana, si no
hay por otra parte medios para hacer bien á los que ne­
cesitan sustentarse á costa de la misericordia ajena, y
también para huir del ocio, procurar con el trabajo, in­
dustria y obras manuales, las cosas con que pueda ali-
Yiarse la necesidad de los pobres. Para esto exhorta á
todos con su ejemplo el Apóstol en la epístola á los Tesa-
loniceiues diciendo : a Vosotros mismos sabéis en qué
« manera es menester imitarnos (4); » y á los mismos :
« Procurad estar quietos y hacer vuestros negocios, y
a trabajar con vuestras manos, según os lo mandé (5); *
y á los Efesios: « El que hurtaba, no hurte ya; antes bien
« trabaje con sus manos : lo cual es bueno, para que
« tenga con qué socorrer al que padece necesidad (6).
Pero deben también los pobres, añade el Catecismo
romano, estrecharse lo posible, y abstenerse de los bienes
(1) S. Luc., x v i.
(2) Ibid., vi.
(3) Salm. c u .
(4) II Thes&l., m .
(5) I Thesal., ir .
(6) Ephe·., ir.
32i MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

ajenos, para no hacerse pesados y molestos á otros. Esta


templanza sobresale muchísimo en todos los apóstoles;
pero señaladamente se descubre en san Pablo, quien
escribe asi á los Tesalonicenses : « Muy bien os acordais,
«r hermanos mios, de nuestro trabajo y fatiga; pues
« trabajando dia y noche por no molestar á ninguno de
<( vosotros, predicamos entre vosotros el Evangelio de
« Dios (1). » Lo mismo repite en otra parte : a En tra-
« bajo y en fatiga, obrando de dia y de noche, á fin de
« no agravar á ninguno de vosotros (2). »
Terminaremos este capitulo con las siguientes conside­
raciones que recomienda el sabio Granada para excitarse
al ejercicio de la caridad y reconciliarse con la pobreza.
« Considera cómo tu Dios, Señor de todo, apareció
en este mundo hecho hombre, tan pobre, que no quiso
poseer acá un palmo de tierra. Quiso nacer de madre
pobre, y en lugar pobre y humilde cuna, sobre pobre
cama de pajas y heno. Y todo el tiempo que en esta vida
vivió, fué grande amador de la pobreza, y menospreció
las riquezas, y para compañía suya no escogió los ricos,
sino los pobres. Mira pues, ¿ qué cosa puede ser de mayor
abuso, que querer el hombre ser rico, viendo á su Dios,
Señor y Criador de todo, nacer y vivir pobre para ense­
ñarle á menospreciar las riquezas de acá ? Ponga, pues, el
hombre los ojos en su Dios, y con esta consideración no
solo llevará con paciencia su pobreza voluntaria ó nece­
saria, sino con alegría y contento. »

(1) I Thesal., u .
(2) II Thesal., m.
CAPITULO XXYI1. 8ÍS
<r No son el oro y la plata las verdaderas riquezas,
sino las virtudes de la buena conciencia, con las cuales
se compra el reino eterno...» a ¿ Porqué, siendo tú cris­
tiano, has de tener en tanta estima aquellas riquezas que
muchos filósofos del mundo sabiamente despreciaron?
El discípulo de Cristo, llamado para las riquezas eter­
nas, ¿ ha de tener por tan grandes las que despreciaron
los filósofos, que se ha de hacer siervo de ellas? Aquel,
dice san Gerónimo, es siervo de las riquezas, que no las
distribuye como señor, sino que los guarda como depo­
sitario ó tesorero. Esta es la diferencia que hay entre tener
riquezas y ser de ellas señor, y estar detenido ó preso en
ellas como esclavo: que este no hace mas que guardar sin
ánimo de gastar, como siervo; y aquel usa de ellas y las
gasta en lo que le conviene, como señor.»
a Mira también que donde hay muchas riquezas,
hay muchos que las coman, muchos que las gasten y
muchos que las hurten. ¿ Qué tiene el mas rico de sus
riquezas mas que solo el propio sustento? De este sus­
tento con mediano cuidado te podías descuidar, fiado en
la divina Providencia, si pusieses tu corazon en Dios que
nunca tólló á los que en él esperan. Quien hizo al hombre
necesitado de comer, no consentirá que perezca con un
mediano cuidado. ¿ Cómo puede ser que no faltando Dios
á la menor criatura en el sustento y vestido, y todo lo
necesario para conservarse, falte al hombre, que hizo rey
y señor de todas las criaturas ? d
« ¿ Quién no ve cuán poco es menester para socorro
de hr necesidad? Es la vida del hombre breve, y corre á
la muerte muy aprisa : ¿ para qué es tanta provision
894 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
para tan corto camino? Cuanto menos te cargares, tanto
mas libre y desembarazado caminarás esta jornada, al
cabo de la cual, aquel se hallará mas contento, que me­
nos hubiere allegado; porque tendrá menos de que dar
cuenta. Aquel sale mas alegre de este mundo, que menos
procuró para esta vida; mas aquel sale con mas angus­
tia y dolor, que acá deja mas oro y plata; porque nadie
pierde sin dolor lo que poseyó con amor. »
a Considera que Dios, como buen padre de familias,
distribuyó en este mundo todas las cosas, y quiso que
unos tuviesen y fuesen como mayordomos suyos, y otros
tuesen necesitados de recibir de aquellos; unos que go­
bernasen, y otros que fuesen gobernados; tinos pobres,
y otros ricos : todo fuá sabia y misericordiosamente or­
denado, porque los unos bien gobernando se salvasen, y
los otros bien obedeciendo : los ricos siendo agradecidos
á Dios y misericordiosos con los necesitados, y los po­
bres llevando con paciencia su pobreza. Pues si tú eres
uno de los ricos y despenseros de Dios, ¿parécete que
será razón guardes para ti solo lo que recibiste no para tí
solo sino para repartir con los otros? De los pobres es el
pan sobrado que tú encierras para vender mas caro, dice
san Ambrosio; de los desnudos los vestidos que se están
gastando de la polilla, y remedio de los miserables el
dinero sobrado en tu arca. Ten por cierto que á tantos
haces agravio y hurtas sus bienes, á cuantos con los
tuyos sobrados pudieras aprovechar, d
a Considera cuán agradable sacrificio es á Dios el de la
misericordia; dando á Dios lo que él te dió^ á su cuenta
recibe él lo que tú por él das al pobre. Lo que con uno
de estos pequeñuelos hicisteis, dice el Señor, conmigo lo
CAPITULO XXVIL 325
hicisteis; yo lo tomo á mi cuenta. Y por lo contrario, dice
que se quejará que lo desamparásteis y dejásteis pere­
cer, si no acudisteis al pobre necesitado de lo que á vo­
sotros os sobra. »
a Acuérdate que no es virtud la pobreza, sino el amor
de ella. El pobre voluntario es semejante á Jesucristo,
que siendo rico, por nosotros se hizo pobre. Los que vi­
ven en pobreza y necesidad con paciencia, sin deseos de
riquezas, hacen de la necesidad virtud, y serán premiados
con los pobres voluntarios, que por parecerse á Cristo,
dieron de mano á las riquezas. Y como los pobres hu­
mildes y pacientes se conforman con Cristo, asi los ri­
cos por la limosna se reforman en Cristo; porque no
solamente los pobres pastores hallaron á Cristo pobre en
el pesebre, sino también los ricos poderosos le buscaron,
y hallaron, y ofrecieron sus dones j(l).»
« Tú que tienes que poder dar, da al pobre, que en el
pobre lo recibe Jesucristo; y ten por cierto que en el cielo,
adonde será tu perpetua morada, te está guardado lo que
agora das por Cristo. Mas si en esta tierra escondes tus
tesoros, no esperes hallar nada en el cielo, adonde nada
enviastes por las manos de los pobres. ¿ Cómo se llama­
rán tuyos los bienes que contigo no puedes llevar ? Y no
hay camino por donde enviarlos, sino por las manos de
los pobres. Envia, pues, adelante para tu bien los bienes
que mal que te pese habrás de dejar por tu mal. Los bienes
espirituales son verdaderos y nuestros, que nos acompa­
ñan y nos aparejan morada en el cielo, y nunca los per­
demos contra nuestra voluntad... x>
(i) s. Mat., n.
CAPITULO X X V III.

DEL QCTATO, mUDAXJERTO» — ,WyO»JB!CION DEL VALSO WfM~


TlllOraO I DE.TODA MjDCTIBA·

K « Si hay alguno que no ofenda de palabra, ese es va-


a ron perfecto; » dice el apóstol Santiago (1). a La len­
te gua, añade el mismo, es ciertamente un pequeño
a miembro, pero ley^nta quíteos grandes. Hé aquí un
a poco de fuego, ¡ cuángrande bosque enciende! »
Dos cosás principalmente se nos avisan con estas pala­
bras : la primera, que el vicio de la mala lengua anda
muy esparcido, lo que también se confirma por aquella
sentencia del Profeta: a Todo hombre es mentiroso ( ? ) ;»
como dando á entender que este es un pecado en que
caen casi todos los hombres; la segunda, que de este
pecado proceden innumerables males, pues muchas ve­
ces por culpa de una mala lengua se pierde la focjfflfla,
la honra, la vida, el aloja, ya,del ofendido,^qu^gagu-
diendo llevar conp^iepcja,Jfrs injurias, las j ^ i g i ^ con
ánimo furioso, yaijdipisajo que ofende, Ai^^Kpren-
(1) Stnt, m»
(2) Salín. cxr.
328 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
dido de una mala vergüenza y una falsa opinion del
honor, no puede reducirse á satisfacer el agravio.
Por el mandamiento de que tratamos no solo se nos
prohíbe hacer injuria á otros, sino que además nos ve­
mos defendidos de las injurias ajenas.
Veamos su sentido. Lo mismo que los otros manda­
mientos, comprende dos leyes : una positiva, y otra ne­
gativa : una que prohíbe levantar falso testimonio; otra,
que manda sea desterrada toda doblez y engaño, y que
midamos nuestros dichos y hechos por una verdad sen­
cilla, como lo enseña el Apóstol á los de Éfeso con estas
palabras : « Tratando verdad en caridad, crezcamos en
a Cristo en todo y por todo (1). »
La inteligencia de la primera parte de este precepto es,
que aunque por d nombre de falso testimonio se signi­
fique todo lo que se afirma constantemente de uno en
buena ó en mala parte, ya en juicio y fuera de él, con
todo, lo que se prohíbe señaladamente es aquel testimo­
nio que se dice sin verdad en juicio por testigo jurado.
Porque este testigo jura pdr Dios, y como lo asegura de
ese modo, é interpone el nombre divino, hace su dicho
muchísima fe y es de gran peso. Así, por ser tan peli­
groso este testimonio, se prohíbe tan especialmente: por­
que ni el mismo juez puede rechazar á testigos jurados
si no están excluidos por excepciones legítimas, ó si no es
manifiesta su perversidad y malicia; mayormente estando
de por medio aquel mandamiento de la ley divina : a En
a boca de dos ó tres testigos tenga firmezatoda palabra (2).»
(1) Efe·., ir .
(2) Dentaron·, xix. — S. Mat., xvxu.
CAPITULO XXVIII. 320
Para que se entienda claramente el precepto ú manda-
miente octavo, debe enseñarse qué significa el nombre
de prójimo, contra quien en manera alguna puede de­
cirse testimonio falso.
Es prójimo, según se infiere de la doctrina de Jesu­
cristo (I), todo aquel que necesita de nuestro favor, sea
propio ó extraño, paisano ó forastero, amigo ó enemigo.
Es maldad horrenda pensar que sea licito decir por tes­
timonio cosa falsa contra los enemigos, á quienes de­
bemos amar por mandamiento de nuestro Dios y Señor.
Además de esto, como cada uno es en cierto modo pró­
jimo de sí mismo, ninguno puede pronunciar contra sí
testimonio falso. Los que tal hacen, sobre marcarse á
si mismos con la nota de ignominia é infamia, se ha­
cen agravio á sí mismos y á la Iglesia cuyos miembros
son, al modo que ofenden á la república los que se dan
á sí mismos la muerte. Sobre lo cual se expresa así san
Agustín (2 ): « A ninguno que bien entienda puede pa-
« recer que por haberse dicho en el mandamiento contra
a tu prójimo, no está prohibido ser uno contra sí testigo
« falso. Y por tanto, aquel que pronunciare falso testimo-
« nio contra sí mismo, no se tenga por libre de este pe-
a cado: porque el buen amador ha de tomar de sí mismo
a la regla de amar al prójimo. »
De prohibírsenos dañar al prójimo con testimonio falso,
no se deduzca que es licito hacer lo contrario, esto es,
que sea permitido perjurar con el fin de grangear alguna
utilidad ó provecho para aquel que es nuestro allegado
(1) S. Luo., x.
(2) Lib. I, dt Cirtt. Dei} cap. x x .
330 MANUAL DE M ORAL CRISTIANA.
por sangre ó religiori. Porque ninguno se debe valer de
la falsedad y mentira, y mucho menos dé! perjurio. Por
esto, escribiendo san Agustín á Crescendo sobre la men­
tira, enseña por sentencia del Apóstol que se debe contar
la mentira entre los falsos testimonios aunque se diga en
alabanza falsa de otro.
No nos es permitido extendernos á enumerar todas las
malas consecuencias que produce el testimonio falso; para
cuyo objetó remitimos al lector á las obras de que prin­
cipalmente sacamos nuestra doctrina, tantas veces ci­
tadas.
Veda el Señor todo testimonio que pueda acarrear
daño ó perjuicio á otro, no so)o en juicio sino también
fuera de él. En d Levitico, donde se repiten los manda-
mientes, se dice : a No hurtaréis, ne mentiréis, ni enga­
te ñará ninguno á su prójimo (1), » de suerte que no
puede dudarse que Dios condena por este mandamiento
toda mentira, como lo afirma David con toda claridad
diciendo : a Perderás á todos los que hablan mentira (2). »
Prohíbese asimismo por este mandamiento, no solo el
falso testimonio, sino también el abominable vicio y cos­
tumbre de infamtfr á otro : de cuya peste es increíble el
número de graves daños y males que se originan. A cada
paso reprueban las sagradas Escrituras e3te funesto vicio
de hablar á escondidas mal é injuriosamente del prójimo.
Y no solo nos dan preceptos, sino ejemplos también que
declaran lo grande de esta maldad.
Prohíbese la murmuración asimismo, porque esta abre
(1) Lovlt., xxix.
(2) Salín, y.
CAPITULO XXVIII. Щ
fcpuert* á la detracción* qne es el ladrón de 1* fama.
Acerca de los males que la murmuración origina, con­
viene recordar la doctrina expuesta en los capítulos ХХП
y ХХШ sobre el quinto mandamiento; recopilarémos sin
embargo los principales siguiendo al venerable Granada,
Es el primero estar pared en medio con el pecado
mortal, porque hay tan poco de la murmuración á la
detracción, que el paso del uno á otro es insensible. En
comenzándose á calentar la lengua en la plática, encién­
dese el deseo de encarecer las cosas, y enfrénase tan mal
el apetito de nuestro corazon de traer á los demás á nues­
tro parecer, que soltamos la rienda á las ponderaciones,
con las cuales pasamos el limite de la murmuración i la
detracción.
El segundo mal de la murmuración es ser siempre da­
ñosa. Daña al que murmura, á, los que se calientan al
fuego que la lengua murmuradora está soplando, y al
ausente de quien se murmura. Tienen las paredes oidos,
y alas las palabras, y los hombres son amigos de hablar
У grangearse voluntades y congraciarse con otros tra­
yendo y llevando malas nuevas. Llega así muy presto la
infamia á los oido% del infamado, que se embravece con­
tra el que le infamó, y de aquí se siguen sangre, heri­
das, muertes, enemistades para toda la vida. Todo esto
nace á veces de una sola palabra ofensiva: porque'una
centella es principio de abrasarse toda una casa.
El tercer mal de la murmuración consiste en цех vicio
aborrecible é infame entre, los hombres. Todos aborre­
cen á las personas de mala» Мздиа, с о д » i lap vitara*.
« Haz cuenta, hermano, dice el P. Granada, que U
38* MANUAL DE MORAL CRISTIANA.

▼ida del prójimo es para ti el árbol vedado, y por consi­


guiente que de todas cuantas cosas hay en el mundo
puedes hablar menos de esta... Haz un freno á tu boca,
y ten atención siempre á engullir y tragar así las pala­
bras que oyes como las que querrías decir, cuando vie­
res que llevan sangre... No te contentes con solo refrenar
tu lengua de la murmuración, sino también de oir á los
maldicientes guardando el consejo del Sabio que dice :
a Tapa tus oídos con espinas, porque no oigas á los
a maldicientes. » No dice que tapemos los oídos con al­
godones, que parece mas cómodo, ó con otra cosa blanda,
sino con espinas; que es como decir : no halle en tí
blandura la lengua del maldiciente... Si el que murmura
es menos que tú, á quien sin descortesía puedes hacer
callar, ltiegó le debes ir á la mano; y si es tu igual, pro­
cura cómo se mude la plática y se corte el hilo de la
murmuración; ó por lo menos cortésmente muestra pe­
sadumbre, porque se vuelva del camino y lo deje; por­
que si te viere con buen rostro, darle has ocasion á que
pase muy adelante y serás con él igual en culpa. Mal
parece estarse calentando con gusto al fuego que quema
la casa, teniendo obligación de tomar el cántaro y so­
correr con agua. »
Entre los murmuradores y detractores debemos contar
á los que con artes y mafias dividen á los hombres y los
enredan entre si deleitándose en sembrar discordias;
porque estos, deshaciendo con sus embustes las compa­
ñías y amistades mas estrechas, obligan aun á los que
eran cordiales amigos á perpetuas enemistades y aun á
recurrir á las mismas armas.
CAPITULO XXVIII. 883
Pecan asimismo contra el precepto de no levantar falso
testimonio ni mentir, los lisonjeros y aduladores, que
con halagos y fingidas alabanzas endulzan los oidos y
ánimos de aquellos cuya gracia, dinero ú honores solici­
tan alcanzar, llamando, como dice el Profeta, lo malo,
bueno, y lo bueno, malo (1). De estos amonesta David
que los apartemos y arrojemos de nuestra compañía, di­
ciendo : « El justo me corregirá y reprenderá con mise-
a ricordia; mas el aceite del pecador no me unte la ca-
o beza (2). » Estos, aunque no hablen mal del prójimo,
le hacen sin embargo mucho daño, porque aplaudiendo
sus pecados son causa de que persevere en sus vicios.
Y en esta linea la peor adulación es aquella que tira á la
perdición y ruina del prójimo.
Mucho mas pernicioso es todavía el lenguaje de aque­
llos amigos, cercanos ó parientes, que lisonjea á los que,
hallándose en peligro de muerte, se persuaden por él
falsamente de no tener riesgo alguno que temer. Estos
falsos amigos los apartan de la confesion de sus pecados
como de un pensamiento melancólico, y extravian, su
ánimo alejándolo de la necesaria meditación en las pos­
trimerías del hombre.
Por último, se veda por este mandamiento toda ficción.
No solo son malas y pecaminosas las cosas que se dicen
fingidamente, sino también las que se hacen de ese
modo ; porque así los hechos como los dichos son ciertos
indicios y señales de lo que hay en el interior de cada

(1) I*ai, v.
(2) Salm. xiv.
334 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
uno. Por esta razón, arguyendo el Señor muchas reces
á los Fariseos, los llama hipócritas.
Hablar, decir y manifestar la verdad en todo, es el
precepto afirmativo que en este octavo mandamiento se
incluye.
El Catecismo de Trento recomienda encarecidamente
á los párrocos que procuren inspirar odio y aborreci­
miento al vicio de la mentira, proponiendo á sus feli­
greses la suma miseria y fealdad de este pecado. Reco­
miéndales asimismo que señalen las fuentes y raíces de
los estragos que la mentira causa en el mundo.
¿Qué causa, en efecto, mas indigna ni mas fea, según
dice Santiago, que mentir y maldecir los hombres hechos
á imágen y semejanza de Dios, con la misma lengua con
que á Dios y al Padre bendecimos, de manera que seamos
como la fuente que por un mismo caño arroja agua dulce
y amarga (1) ? De aquí es que los mentirosos son exclui­
dos de la posesion del reino de los cielos; porque ha­
ciendo David á Dios esta pregunta : « Señor, ¿quién ha-
« bitará en tus moradas? » el Espíritu Santo le respondió:
« El que habla verdad en su corazon, y no engañó con
« su lengua (2). d
Conviene mucho no callar el grave error de los que
creen disculparse alegando que mienten en cosas de poca
monta. Defienden estos su detestable costumbre con el
ejemplo de los prudentes, de quienes dicen es propio
mentir á tiempo. A esta perniciosa máxima se responde,
lo que es muy cierto, que la prudencia de la carne es
(1) Santiago, ni.
(2) Salm. xxv.
CAPITULO X XV III. 836
muerte (i). Los verdaderos cristianos no deben nunca
acogerse al artificio de la mentira, sino recurrir á Dios
en sus aflicciones y angustias; porque los que se valen
de esa miserable escapatoria fácilmente declaran que mas
quieren fiarse en su prudencia que poner su esperanza
en la providencia de Dios. A los que se excusan, dice el
Catecismo (2), con que muchas veces les ha venido mal
por decir la verdad, rechazarán los sacerdotes diciendo:
que eso mas es acusarse que defenderse, porque es obli­
gación del cristiano perderlo todo antes que mentir.
Hay hombres que solo mienten por causa de recreo y
diversión. Tampoco esto es permitido; porque con el uso
de mentir crece la costumbre, y formada esta, no es fácil
mentir solo deliberadamente y por recreo: además de
que, de toda palabra ociosa hemos de dar cuenta á
Dios (3).

(1) Román., vnx.


(2) CaUcit. rom ., P art. I I I , c a p . IX·
(3) S. Mat., xii.
CAPITULO XXIX.

DE LOS MANDAMIENTOS NONO T DÉCIMO.— PROHIBICION DE


CODICIAR LOS BIENES AJENOS.

Generalmente los expositores de la moral cristiana y su


santa doctrina suelen juntar los dos mandamientos que
prohíben codiciar la rmyer del prójimo y codiciar la ha-
tienda ajena, porque su declaración va por un mismo
camino : tanto que en sentir de algunos las dos senten­
cias hacen un solo mandamiento. Sin embargo, el uso
y costumbre de la Iglesia los divide en los catecismos,
poniendo los preceptos de la ley de Dios en número de
diez.
Parece además, á primera vista, que sean estos dos
mandamientos superfluos, porque el nono que prohíbe
codiciar la mujer agena está declarado en el sexto, donde
se prohíbe todo adulterio, y el décimo queda ya declarado
en el sétimo, donde se nos manda no hurtar. El órden
que hemos seguido en la explicación de todos los manda­
mientos ha hecho que en cada precepto negativo declaráse­
mos el afirmativo en él incluso; y que en los afirmativos
nos hiciésemos cargo de los negativos que suponen. De
consiguiente, queda ya dicho cómo por los mandamientos
338 MANUAL D £ M ORAL CRISTIANA.
afirmativos, inclusos en los negativos sexto y sétimo, se
pide no solo limpieza de manos y obras, sino también de
corazon.
Con todo esto, no puede decirse que los mandamientos
de que ahora tratamos sean superfluos. Porque aunque
sea verdad, y la razón así lo enseñe, que en sus santos
mandatos pida Dios no solo limpieza de manos y obras,
sino también de corazon; esto lo exigió como secreta y
encubiertamente bajo la forma afirmativa implícita en la
negativa; mas la rudeza vulgar es grande, y la perver­
sidad de la malicia humana poderosa para contradecir, y
así fué necesaria una expresa y manifiesta declaración
para convencer del todo nuestra malicia y no dejarle nin­
guna pretensión de excusa con que eludir esta limpieza
interior de los deseos.
Esta fué la razón de haber puesto estos dos postreros
mandamientos que prohíben loe deseos y piden limpieza
de corazon, y son como una breve declaración de los pre­
ceptos pasados.
Como las obras son las que mas dañan y ofenden al
prójimo y estas están sujetas al juicio humano, las escri­
bió Dios en los mandamientos de la segunda tabla clara
y distintamente, porque esta es la justicia exterior sujeta
á la vista humana, y esta reclamamos los hombres unos
de otros. Mas otra justicia, interior y escondida á los
hombres, es la que nos pide Dios que ve los corazones y
loe quiere limpios, no contento con que no sea ofendido
el prójimo, sino exigiendo que semejarte cosa ai por
а ю р О де cabida en poestro corazon. No ee contenta
Шов coa que hagamos buenas obras á nuestro prójimo ai
CAPITULO XXIX. 939
acaso nos queda contra él el mal deseo, ni con que bata­
mos las manos que deseamos ver cortadas; sino que* así
como los beneficios y mercedes que él nos hace salen de
una larga y benigna voluntad, llena de misericordia y de
amor, así quiere que nuestras obras sean para nuestros
hermanos; que entre ellas y el corazon no haya diversi­
dad ó fingimiento. Pero, como dejamos dicho, la rudeza
de los hombres y la malicia podía apelar al subterfugio
de serle extrañas estas sutilezas de los doctores, que
Dios no había formulado clara y textualmente; y por
esto lo consignó el Señor con toda claridad en los dos
últimos preceptos diciendo : « No codiciarás la cosa de
a tu prójimo, ni desearás su mujer, ni su siervo, ni su
a esclavo, ni su buey, ni su asno, ni otra cosa alguna
0 de las 6uyas. »
Cuán necesaria fuese esta explícita declaración, bien
nos lo manifiesta la doctrina de los Fariseos, según la cual
bastaba para cumplimiento délos madamientos la justicia
exterior de las obras : esto es, bastaba según ellos no
hacer mal, aunque deseasen el mal. De aquí nacía su
grande arrogancia porque en las obras exteriores no eran
reprensibles, aunque tenían los corazones dañados, ha­
ciendo solo precio y estima de la justicia exterior que se
manifiesta á los ojos de los hombres, y no de la limpieza
del corazon que hace al hombre justo á los ojos de Dios.
Es, pues, la ley de Dios que vamos explicando como un
espejo en que vemos los vicios de la naturaleza. Asi decía
el Apóstol: a No sabia yo lo que e n concupiscencia si no
« dijera la ley, no c o d icia rás ( 1 ). » Porque como la con-
(1) Román., vn.
840 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
cupiscencia que es el fómite del pecado, está perpetua­
mente arraigada en nosotros, ella nos hace reconocernos
nacidos en pecado y recurrir al único que puede lavar las
manchas de la culpa.
Prohíbese por estos mandamientos, no esa facultad de
apetecer de la cual se puede usar asi para la bueno como
para lo malo, sino el uso de esa codicia desordenada que
se llama concupiscencia de la carne y fómite del pecado :
están vedados el apetito de codiciar y aquellos movimien­
tos antojadizos que ni tienen modo alguno de razón, ni
se atienen á los límites señalados por Dios.
Condénase esta concupiscencia ya porque apetece lo
malo, como adulterios, embriagueces, homicidios y otras
semejantes maldades; ó porque apetece cosas que, annque
no sean malas por su propia naturaleza, son ocasionadas
al mal. De este género son todas las cosas que Dios ó la
Iglesia nos vedan poseer. No nos es licito desear lo que
nos está prohibido poseer.
También se prohíbe esta concupiscencia viciosa por ser
ajenas las cosas que se apetecen, como la casa, el siervo,
la esclava, la tierra, la mujer, el buey, el asno, y otras
mochas que, siendo ajenas, veda codiciarlas la divina
ley. Y el apetito de tales cosas es malvado, y se cuenta
entre los pecados gravísimos cuando se consiente en se­
mejantes concupiscencias.
La concupiscencia natural no siempre es pecado : lo
es cuando despues del primer impulso de los apetitos
desmandados, se deleita el corazon en las cosas malas, y
consiente en ellas, ó no las resiste. Asi lo enseña el após­
tol Santiago demostrando el origen y progreso del pe­
CAPITULO XXIX. 341
cado por estas palabras : a Cada uno es tentado de su
a concupiscencia, atraído y halagado. Luego, habiendo
<c la concupiscencia concebido pare al pecado, y el pecado
a en siendo consumado engendra muerte (1). »
El sentido verdadero de estas palabras no codiciarás,
es que reprimamos nuestros apetitos de cosas ajenas.
Porque este apetito es una sed inmensa é infinita que,
según está escrito, nunca se harta (2). a No se llenará el
a avariento de dinero, » dicen las Escrituras (3).
Por el nombre de casa, de que usa el divino precepto,
se significa no solo el lugar donde habitamos, sino tam­
bién toda la hacienda. Según esto, lo que por él se nos
veda es apetecer con ansia riquezas y envidiar los bie­
nes, el poder ó la nobleza ajena, contentándonos con
nuestra suerte, sea cual fuere. Asimismo debemos en­
tender que se nos prohíbe el apetito del esplendor ajeno,
porque también esto pertenece á la casa.
Lo que despues se sigue, ni el buey, ni el asm, nos
manifiesta que no solo nos es vedado apetecer las cosas
grandes como la casa, la hacienda, la nobleza y la tienda
ajenas, sino también las cosas pequeñas ó de menor
importancia, sean ó no vivientes.
Sigue luego ni el siervo. Esto debe entenderse así de
los cautivos como de cualesquier otros hombres puestos
debajo de nuestra potestad. Según el espíritu de este
mandato está igualmente prohibido sobornar ó solicitar
de palabra, ó con esperanzas, promesas, premios, etc.,

(1) Sant., i.
(2) Santo Tomás, xn, qnaeit. 30.
(3) Eccles., v.
342 MANUAL DE MORAL CRISTIANA.
á los hombres libres que sirven por su voluntad ó me­
diante un estipendio, soldada ú otra retribución cual­
quiera, ó bien impelidos de amor ó respeto, para que
dejen á aquellos con quienes libremente se obligaron.
Al hacerse en este mandamiento mención del prójimo
se quiere significar un vicio muy común entre los hom­
bres. Es frecuente entre ellos codiciar las tierras conti­
guas , las casas vecinas y cosas semejantes que confi­
nan con ellos : la vecindad, que se tiene por una de las
causas de la amistad, se trueca mediante esa codicia en
aborrecimiento.
A la ley de no codiciar las cosas ajenas, acompaña la
otra de no desear la mujer ajena. Por esta ley no solo
se entiende prohibida toda liviandad con que apetece el
adúltero la mujer ajena, sino también aquello con que,
aficionado uno á la mujer de otro, desea contraer matri­
monio con ella. Esta prohibición es de muy capital im­
portancia, y conviene explicar su fundamento y origen.
Cuando se escribió esta ley era permitido el libelo de re­
pudio, y podia fácilmente acaecer que la repudiada por uno
se casase con otro. El Señor prohibió aquella liviandad para
que ni los maridos fuesen solicitados para despedir sus
mujeres, ni ellas se hiciesen molestas y enfadosas á sus
maridos hasta el punto de verse estos como precisados
á repudiarlas. Pero hoy es todavía pecado mas grave;
pues no puede la mujer, aunque el marido la repudie,
casarse con otro hasta que él haya muerto. El que codi­
cia la mujer ajena, presto cae de un apetito en otro,
porque querrá ó que se muera su marido, ó adulterar
con ella.
CAPITULO XXIX. 843
Esto mismo se dice d¿ las mujeres que están ya des­
posadas con otro : tampoco á esta3 es licito codiciar.
Porque los que procuran desbaratar las capitulaciones
matrimoniales, quebrantan el santo lazo de la fidelidad.
Del mismo modo que es del todo prohibido codiciar la
mujer casada ya con otro, así también es maldad
enorme apetecer aquella que está ya consagrada al culto
de Dios y á la religión.
"Con estos dos últimos mandamientos concluye la
suma de los preceptos que la eterna Sabiduría enseña á
los hombres para que puedan en todo hacer la santa
voluntad de su Criador. Estos ha de amar y guardar en
su corazon todo el que aspira á llamarse fiel cristiano,
como medio único necesario para su salvación, pues solo
por este, y no por otro, plugo á su Dios salvarle.
Cuando por una parte nos pongamos á considerar la
santidad y hermosura de las obras que Dios nos pide con
sus mandamientos, y por otra la fealdad de nuestras
naturales inclinaciones y la fuerza de la mala costumbre,
no por esto desmayemos viendo que carecemos de fuer­
zas. Acordémonos de que Dios que nos dejó estos pre­
ceptos, sabia muy bien nuestra natural insuficiencia para
cumplirlos, y que habíamos menester de otras fuerzas:
estas cabalmente son las que Jesucristo nos ha merecido
por su sangre. El nos alcanzó este favor y socorro para
nuestra flaqueza, y gracia para bien obrar, mas pode­
rosa que nuestra mala inclinación.

FIN.

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