Ser Madre, Saberse Madre, Sentirse Madre
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Ser Madre, Saberse Madre, Sentirse Madre
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ISBN: 978-84-330-3576-9
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A mi hijo José, lo más bonito que me ha pasado en la vida.
Y a quienes formáis parte de nuestra “familia de dos y muchos más”.
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Prólogo
por Rosa Regás
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sociedad y la familia en la que vive, cómo adecuar las propias apetencias a las
nuevas obligaciones, cómo descubrir los secretos y los goces de un embarazo, sea o
no biológico, esa espera que sirve para ir tomando conciencia de la nueva vida que
nos espera, hasta los contactos con el hijo, las preguntas a las que la madre habrá de
hacer frente, las angustias de las enfermedades, y el goce infinito de saber que
gracias a la propia voluntad y la propia libertad vamos transformando y
profundizando en nuestra propia personalidad sin haber renunciado por obligación a
ninguno de nuestros objetivos.
Son formas de sentir la maternidad que no nos han sido transmitidas por nuestra
madre ni por nuestra familia, nuevas formas que se han abierto camino en una
sociedad que no las conocía y en cierta medida tampoco aceptaba. De ahí que la
nueva madre soltera, la de un hijo adoptado, en definitiva la que no sigue el modelo
establecido, tiene que echar mano de la imaginación y la fantasía para crear un
modelo que le convenga según sea su propia vida y sus propias circunstancias. No
tiene experiencia en este tipo de familia y por tanto no le queda más remedio que
inventarse una según sus convicciones y sentimientos.
El libro de Pepa, además de hacernos recorrer con ella este camino de la
sensibilidad y de los cambios que en ella se producen, nos muestra cómo la elección
de la maternidad sin sometimiento ninguno a la moral de nuestros abuelos, es el
verdadero compromiso al que puede y debe acceder el ciudadano y la ciudadana,
porque no solo habrá que descubrir por sí misma los infinitos secretos que esconde
la maternidad y la relación con el hijo, sino que ella misma se dará cuenta de que
precisamente por ella, por esa maternidad, seremos mejores personas, la forma
mágica que puede convertir este mundo en un lugar un poco más vivible de lo que
es.
Ser madre, así entendida, ha dejado de ser un sistema de reproducción que nos
ataba, lo quisiéramos o no, a un inacabable rosario de obligaciones, y una forma de
superar nuestras limitaciones, de descubrir los secretos de nuestra forma y
capacidades de ver, de imaginar, de amar, de conocer cuanto de intercambio hay en
la entrega, y de entrar definitivamente en el camino de la libertad. La verdadera
libertad, la de luchar por ser quienes queremos ser, compartir la vida con quien
queremos compartirla y crear un vínculo de profundo amor con un ser nacido de
nuestra propia elección, creado y amado por el efecto de nuestra conciencia y de
nuestra voluntad. Sólo por esto ya somos mejores nosotros y, en buena parte, el
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mundo que nos toca vivir. Transmitir esos descubrimientos y esas vivencias es
colaborar de la mejor manera posible al desarrollo de las facultades que tenemos a
nuestro alcance para mejorar el bien de todos, es pasar de lo particular a lo general,
del egoísmo a la generosidad.
Así es este libro que tengo el honor de prologar: la lucha por un mundo mejor a
partir del conocimiento de lo que nos ocurre. Un ejemplo definitivo de compromiso
social y familiar, utilizando para ello valores tan positivos como la conciencia, el
pensamiento, el sentimiento, el amor, todos al servicio de la libertad.
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Introducción
Siempre he sentido que son los vínculos afectivos verticales los que nos anclan a
la vida: padres e hijos. Y no hablo de biología, sino de amor. De aquellas personas
que eligen ser nuestros padres y aquellos a quienes elegimos como hijos o hijas. Son
los que configuran nuestra alma y nuestra identidad. Los demás son compañeros de
camino, esenciales, pero compañeros de viaje.
Siempre tuve clara la influencia de mi madre y mi padre en la configuración de
mi alma, pero la crianza de mi hijo estos tres años ha hecho de mí una nueva
persona, que a ratos aún me cuesta reconocer al mirarme en el espejo.
Y en este camino, en esta revolución interior de la mano de mi hijo, ahora que
llevamos ya un tiempo abrazados, quiero parar y escribir mi historia como madre.
Sé que tres años no son casi nada, sé que este libro reflejará apenas los primeros
aprendizajes que la maternidad me ha ofrecido hasta ahora sobre el mundo, la vida
y sobre mi propia alma, aprendizajes que no han hecho sino empezar. Seguro que
dentro de unos años podré añadir tantos folios o más a los ya escritos. Pero para mí
este tiempo ha sido un viaje tan asombroso que necesito compartirlo.
Porque hay muchas cosas que me hubiera gustado que alguien me contara,
primero, sobre lo que significa ser madre y luego, sobre ser madre adoptiva. Cosas
que no se dicen, que casi siempre se deja que aprendas por la radicalidad misma de
la vivencia. Estas cosas no cambiarían casi ninguna de mis decisiones de estos tres
años, algunas como cuento en el libro sí, pero creo que me hubieran hecho vivirlas
de otra forma. Y si las hubiera sabido, se hubieran reducido probablemente algunos
costes emocionales que viví de frustración, impotencia o culpa.
En mi caso, yo soy, además de madre, una profesional de este ámbito, una
psicóloga especialista en afectividad y protección infantil, acostumbrada a trabajar
con familias y apoyar el desarrollo afectivo de los niños. Por eso creo que mi
testimonio en este libro no es sólo como madre ni sólo como profesional. Estas
páginas pretenden ser mi voz, una única voz, porque ya no puedo separar la madre
y la profesional. Ni puedo ni quiero. La voz de la profesional que hay en mí, que ya
no puede olvidarse de lo que aprendió como madre y la de la madre cuya vivencia
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se ha nutrido de mis conocimientos como profesional. Esos mismos conocimientos
que he tenido que poner a prueba, matizar o afianzar a través de los ojos de mi hijo.
Por eso cuando me propusieron escribir mi historia –porque este libro quiere ser
mi historia como madre, no la de mi hijo– pensé que, si era capaz de narrarla, de
dar voz a esos “silencios de vivencia”, quizá haya alguien al otro lado de estas
páginas a quien le ayude.
Lo he dividido en tres capítulos que corresponden a los tres momentos de mi
vivencia de estos años. El primer capítulo, ser madre, que abarca el tiempo desde el
momento en que decidí ser madre y todo el proceso que tuvo lugar hasta que mi
hijo llegó a casa. El segundo, saberse madre, el relato de los primeros meses junto a
mi hijo, y el último, sentirse madre, en el que he intentado reflejar ese cambio de
identidad que ha producido en mí la maternidad. Un cambio muy fuerte que
transformó mi manera de verme como madre y como persona. En el fondo, quizá el
motivo final que me llevó a escribir este libro.
Al final de cada capítulo va un resumen de los aprendizajes que hice como
madre, algunas de esas cosas que me hubiera gustado saber antes de la llegada de
José. Esos aprendizajes enlazan también con la colección donde va publicado este
libro, “Aprender a ser”, y con el sentido final de escribirlo: poder compartir con los
demás lo que he podido aprender, por si a alguien le da luz. Cuenta además con el
privilegio de un prólogo firmado por Rosa Regás, a quien agradezco su generosidad
y su apoyo.
Este libro se nutre también de varios escritos que escribí a mi hijo mientras
esperaba su llegada así como a mis amigos y a mi familia durante el proceso. Fue
uno de estos textos en concreto el origen de este libro, del que recupero el título y la
estructura. Así que con ese texto justamente comienzo este libro:
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minutos, tardes de parque, lavadoras, purés y peluches llegar a saberse
madre. Ni que ese tiempo adquiría otra dimensión, en la que esa ilusión
que tenías antes de marcar el paso de tu vida y que es efímera, porque
tampoco es real pero funciona, se desvanece y entras en un tiempo que no
es el tuyo, porque el tuyo murió y el nuestro aún no ha llegado. Ni que
habría momentos en que deseabas parar el tiempo, y otros que pasara tan
deprisa que no pudieras ni vivirlo. Tantas cosas…
Pero, sobre todo, no sabía que llegaría un momento donde las fronteras de
mi ser no estarían en mi piel sino en la suya, en el que miraría mi vida a
través de sus ojos, y la vería cargada de otros colores, de otros brillos y
otras penumbras. No sabía que yo también nacería de nuevo”.
José, cuando crezcas y leas estas páginas espero que puedas encontrar en
ellas una mínima parte de la inmensa gratitud y amor que siento hacia ti.
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1.
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1. La historia de un porqué
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Recuerdo el momento exacto en que decidí tenerte. Estaba en medio de una
carretera de la Patagonia argentina, parado el coche, con Ana y con
Pablo, escuchando el viento, mirando una inmensidad donde el comienzo y
el final de cada cosa se confunden. Un lugar donde me sentí pequeña en
medio de una inmensa belleza. Entonces me dije: es el momento, voy a ser
madre, y no dentro de dos o cinco o diez años, voy a serlo ahora. Supe que
tenía todo lo que necesitaba para criarte, que se resume en dos palabras:
amor y estabilidad. Amor a raudales en forma de personas que han
formado nuestra “familia de dos y muchos más” y sin los que no hubiera
podido criarte, cariño. Y estabilidad. Estabilidad afectiva, personal,
económica y relacional. Tenía hasta nuestra casa, una casa preciosa que
acababa de comprar, con una luz inmensa y dando a un parque en un
barrio que parecía (y es) un lugar casi perfecto para educarte.
Hay algunas sensaciones, certezas las llamo yo, que no puedo explicar, pero que
todo mi ser sabe que son ciertas. Yo sentía que nunca podría tener una pareja con
alguien que no quisiera tener hijos, biológicos y/o adoptivos y del mismo modo
sentía que mi propia maternidad no venía condicionada a tener pareja o no.
Cuando pienso en la decisión que tomé, en por qué decidí ser madre sola y en
todo lo que he vivido después, me reafirmo más que nunca en que no es bueno criar
un hijo en soledad, ni para la madre o padre, ni para el hijo. Pero que esta soledad
no la marca tener o no tener pareja, sino tener o no una red de amor y apoyo.
Una de mis reflexiones más profundas fruto de mi maternidad, precisamente, ha
sido sobre mi concepto de las familias. La vivencia ha hecho que algunas creencias
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mantenidas profesionalmente adquieran matices, fuerza y a veces incluso
contundencia. Y una de esas creencias es que todos los seres humanos necesitamos
una familia, una familia que nos dé la seguridad para llegar a ser autónomos y
felices. Pero la familia no viene definida ni por la biología ni por una estructura
determinada. No importa cómo esté constituida esa familia, sino que sea capaz de
vincularse a ese niño, de protegerlo, enseñarle a amar y a ser amado, integrarlo en el
entorno en el que vive, ayudarle a comprender lo diferente como parte de sí mismo,
a vivir su espiritualidad y a gestar un sentido crítico y ético propios que le guíen por
la vida. Yo no creo, ahora menos que nunca, que se pueda criar bien a un niño en
soledad, pero también creo con la misma fuerza que los lazos del amor son mucho
más fuertes que los de la biología. Ahora no sólo lo sé de cabeza, sino de tripas y
corazón.
Por eso no importa a quién elijamos como familia, sino que elijamos y seamos
elegidos, saber que pertenecemos a algo que va más allá de nosotros mismos y da
sentido a nuestra vida. Si eso se logra en la pareja, como en la mayoría de los casos
se hace, fantástico, si es en la comunidad como se hace en muchas culturas,
estupendo, si se logra de otro modo, también. Pero creo que merece la pena antes
de tener un hijo pararse a pensar si realmente tenemos una familia que ofrecerle,
más allá de nosotros mismos. Estoy convencida de que el valor de las familias como
contenedoras y configuradoras del alma humana, como las anclas a la vida verticales
de las que hablaba en la introducción, debe ser valorado por la sociedad como el
legado precioso de nuestra especie que es, y no limitarlo o encorsetarlo a un modelo
determinado de vivir esa familia.
En lo que a mí me toca, en aquellos momentos, fui lo suficientemente ingenua
como para creer que con mi estabilidad individual valía. Ahora, tres años después,
sé claramente que sin las personas que me han acompañado, confortado, ayudado y
guiado, desde mi familia, los educadores del centro donde recogí a mi hijo o mis
amigos, hubiera sido imposible criar a mi hijo.
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cenas, las familias cuyos niños son ya tus amigos y compañeros de juego,
nuestros hogares zaragozanos a los que tanto te gusta ir… tantos y tantos.
La crianza de mi hijo me ha hecho comprender desde las tripas algo que sabía
desde la teoría: que la maternidad o la paternidad en solitario puede ser uno de los
factores de riesgo para maltrato, porque te deja sin recursos, a la intemperie, sin
guía para afrontar algunas de las vivencias que implica tener un hijo. Pero cuando
hablan en los modelos teóricos de “paternidad en solitario” no están hablando de la
pareja. Yo no la tenía ni la tengo ahora y no me he sentido sola en el proceso.
Pero en esos momentos, cuando lo decidí, no sabía nada salvo la teoría de purés
ni de noches de insomnio, ni de fiebres de cuarenta y uno a las doce de la noche,
por eso creía que tan sólo con mi estabilidad personal y afectiva podría criar a un
niño.
Ésta es una de las preguntas que durante el tiempo que esperaba a mi hijo más
gente me hizo: ¿Por qué adoptar, por qué no inseminarme? Sin embargo fue el
elemento de la decisión que más claro estuvo para mí desde antes incluso de
decidirlo. Si algún día tenía un hijo sola, lo adoptaría. Quería ser madre y no
necesitaba parir para serlo. Por mi experiencia personal, sabía que la familia la crea
el amor, que hay personas que no son tu familia biológica y que son tan familia tuya
como tu propia familia. Es el amor –las noches sin dormir, las caricias, las risas, el
miedo, los cuentos o los enfados…– los que nos hacen padres y nos hacen hijos.
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biológicos y una historia previa a que fuéramos familia tú y yo. No me
siento amenazada por esa historia, forma parte de ti. Sin esa seguridad no
hubiera podido adoptarte.
Yo adopté a mi hijo porque quería ser madre, y ser madre no tiene tanto que ver
con la biología, aunque ésta la favorezca. Esta vivencia venía reforzada por mi
experiencia profesional, que en esto me ayudó mucho. Trabajaba en el mundo de lo
social y tenía metidos en mi alma demasiados rostros de niños que necesitaban una
familia y no la tenían como para no tener clara esa parte de la opción. Había
demasiados niños necesitados de amor como para traer a un niño a este mundo sólo
por el hecho de vivir la maternidad biológica, el embarazo y demás. Era un criterio
mío, que no puedo generalizar, porque cada uno siente y decide algo tan importante
desde donde quiere, pero en mi caso no me pareció motivo suficiente el querer ser
madre para concebir una vida.
En cualquier caso, es una decisión a la que creo que hay que dedicar el tiempo
suficiente, no dar por hecho ninguna de las opciones y entender además que elegir la
maternidad adoptiva no significa renunciar, descartar o negar la biológica. Sigue
siendo parte de mi proyecto vital el deseo de encontrar una pareja que decida
compartir nuestras vidas, y con la que darle hermanos a José. Y para hacerlo, si
llega el momento, contemplo tanto la maternidad adoptiva como la biológica. Pero
en su momento, cuando tuve que decidir y lo hice sola, opté por una maternidad
adoptiva. En el futuro ya se verá.
Adoptar en solitario ya fue una decisión fuerte para mi entorno, pero más
impactante para ellos fue hacerlo por el Programa de Acogimientos y Adopciones
Especiales que existía en la Comunidad Autónoma en la que vivo.
Este Programa está destinado a niños a los que su historia o sus características
les llevaban a un proceso de adopción especialmente delicado. Niños con
discapacidad, con enfermedades, grupos de hermanos, niños mayores o con
historias de maltrato. Una gran diversidad de experiencias vitales de sufrimiento, que
muchos niños que son adoptados a través de programas de adopción nacional o
internacional también traen, pero a menudo se ignoran. En el caso de este programa
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eran niños que sabía de antemano que requerían una atención especial.
Yo conocía la organización que llevaba este programa, había trabajado con ellos,
conocía a las familias y quería hacerlo con ellos. Sabiendo que esos niños están ahí,
y que hay muy poca gente que los acepte, no podía hacerlo de otro modo. No logré
explicarle a mi gente de otra forma mi decisión, como no puedo explicarla ahora.
En el escrito que me pidieron como parte del proceso de adopción para explicar
por qué quería adoptar lo terminé con unas palabras que ahora, al releerlas, para mí
están cargadas de mucho más significado. Dije lo siguiente:
“Sólo quiero dar lo que tengo y darlo como madre. Sé que esta decisión
cambiará mi vida por completo y que esa persona, niño o niña, aportará
cosas a mi vida que ahora no puedo ni imaginar. Sólo espero estar a su
altura” (Abril 2007).
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2. Crear un espacio de vida
Cuando volví de aquel viaje con la decisión tomada, mi entorno me miró con
escepticismo. Me conocían y sabían que hablaba en serio, pero también es cierto
que en la vida que llevaba no cabía un niño, porque no tenía tiempo para él.
Además lo planteé como un proyecto, así que pensaron que iba para largo. La
verdad es que algunas de las caras fueron un poema. Era algo así como “las cosas
de Pepa”.
Volví a mi casa y a mi trabajo. En realidad unos meses antes me había
comprado una casa y cuando la compré ya pensé, entre otras cosas, en que fuera
una casa donde cupiera un niño. Era luminosa, tenía un parque delante al que daba
toda la casa, dos habitaciones… Cuando entré por primera vez pensé: “Éste es un
lugar donde un niño puede ser feliz”.
Cambié mi horario de trabajo, pasé a trabajar de ocho a tres, empecé a viajar
mucho menos, a pasar tiempo sola en casa, a comer en casa, a dormir siesta. Si
tuviera que elegir un acierto del modo en que llevé el proceso, elegiría ese tiempo.
Un tiempo para mí, un tiempo para descansar, para asentar interiormente lo que
estaba por venir, un tiempo para que mi entorno lo integrara y decidiera si quería o
no participar de mi proyecto vital.
Al cabo de unos meses de vivir la casa, tuve claro dónde debía ir la habitación
del niño e hice la obra. Sabía que en el programa era uno de los requisitos, tener una
habitación para el niño, y quería dejar la obra hecha antes de presentar los papeles.
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El diseño de la habitación, la compra de los muebles, cada detalle era un paso más
hacia la llegada de un hijo del que aún lo ignoraba todo. En la habitación había una
columna que forré de una pizarra para que el niño pudiera pintar, pero que para
empezar fue llenándose de mensajes que toda mi gente le iba escribiendo a ese hijo
o hija que estaba por llegar.
Esa columna y ese cuarto durante los meses que me tocó esperar fueron un
lugar de cobijo. A veces me metía en la habitación, me tumbaba en la cama e
imaginaba lo que él vería al despertarse. Fue muy importante para mí visualizar de
algún modo la implicación de mi entorno afectivo en la creación de nuestro hogar.
Hacer sentir partícipes a mi gente amada de la llegada de mi hijo fue parte del amor
que fui tejiendo para él aquellos meses.
En total pasó algo más de un año (de diciembre de 2005 a abril de 2007) desde
que tomé la decisión hasta que presenté los papeles para la adopción. En ese
tiempo, curiosamente, hasta que no empecé la obra de la habitación, mi entorno no
se convenció de que aquello iba en serio. Para mí también fue el primer elemento
palpable de aquel proceso.
Recuerdo el día que llegué a casa del trabajo y los obreros habían hecho ya
el tabique de tu habitación. Recuerdo que me quede parada en la entrada y
pensé “¡ya estás aquí!”. Y en los días siguientes observaba siempre los
rostros de tus tíos, de mis amigos, de nuestra gente cuando entraba en la
casa y veía tu habitación.
Pero no sólo fue hacer la habitación sino comprar unos muebles básicos (cama,
armario y mesa) o las sábanas de la cama, o comprar su colcha en mi último viaje
internacional antes de su llegada que fue a Guatemala, y pensar: va a dormir debajo
de estos colores, de esta luz. Eran infinidad de pequeños detalles: acondicionar la
casa, subir de altura un montón de cosas, hacer sitio, tirar mil cosas (¡menuda
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limpieza hice!), crear espacios para que se pudieran llenar de la nueva vida, tapar los
enchufes y cosas así.
Pero junto con el espacio físico, para mí fue esencial crear un espacio
emocional. Dicho de otro modo, que ese espacio físico estuviera lleno de amor,
como la columna de su habitación. Generar una red de amor que le esperara y le
recibiera, que participara del proceso. Darles la oportunidad de hacerlo a todas las
personas que amaba.
Para ello fui narrando mi propio proceso, parte públicamente compartido, parte
en privado en cartas a mi hijo, de las que he intercalado algunos extractos en este
libro. Pero cada paso que daba lo narraba y lo compartía, haciendo partícipe a mi
entorno de la llegada de mi hijo. De otro modo podía quedar como una entelequia
porque no había cambios físicos a los que agarrarse, como pasa en el embarazo,
que es visible.
Pero ese espacio de amor no sólo era para ti, cariño, sino para mí misma.
Era mi forma de cobijarme a mí también como madre, de no sentirme sola
mientras te esperaba. Necesitaba sentir, como así ocurrió después, que el
amor que has traído a mi vida iba a llegar a todos los que amaba, y el de
la gente que amaba te iba a entrar por los poros de tu piel.
Cierto es que cada persona de mi entorno de amor luego decidió. Decidió hasta
dónde participaba, y en eso, como en todo, hubo sorpresas, gente que se implicó
mucho más de lo imaginado y también ausencias dolorosas. Pero darles la opción de
formar parte de nuestra familia para mí era ya parte de mi maternidad.
Recuerdo algunas reacciones especialmente significativas. La incredulidad, por
ejemplo, incluso cuando ya había comenzado el proceso, había hecho la obra en
casa, personas que seguían proyectando planes en el futuro, o planteándome la
posibilidad de irme a vivir al extranjero sola, como si negar la existencia de ese
proyecto impidiera o retrasara un cambio inevitable. O el extremo contrario, gente
que se volcó en elegir los muebles de la habitación o la ropa conmigo, con la que iba
a un concierto y me miraban y me decían eso de “éste es el último que hacemos sin
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el niño”. Personas que cuando llegó José pusieron un gran énfasis en establecer una
relación con él diferente a la mía, que se incorporaron a sus rutinas, generando sus
propios guiños. Personas que se alejaron porque nuestra historia les resonaba
demasiado hondo: mujeres y hombres de mi entorno a las que mi maternidad les
recordaba que no eran madres o padres por opción. En definitiva, me di cuenta de
que mi entorno también elegía a José, elegía quererle e incorporarle a su vida, o
alejarse de nosotros, y esa elección no tenía que ver con mi hijo, como no tenía que
ver conmigo, sino con su propia historia personal.
Hubo una cuestión a la que dediqué mucho tiempo y que generó conversaciones
muy curiosas con mi entorno: elegir los padrinos de mi hijo y hacer testamento. Soy
hija de padres mayores, ya fallecidos, sabía lo que era que tus padres enfermaran y
murieran demasiado pronto. Una de mis mayores preocupaciones a la hora de ser
madre soltera, la única en realidad que me echaba para atrás en algunos momentos,
era plantearme que me pudiera pasar algo y mi hijo o hija se quedaran solos, o
tuvieran que pasar por un dolor así sin hermanos en los que apoyarse u otras figuras
relevantes.
Lo curioso del tema es que cuando lo planteé en mi entorno hubo mucha gente
que no lo entendió, padres que ni siquiera se habían planteado ese tema y que
consideraban mi postura exagerada. Y una vez más te das cuenta de cómo nuestras
experiencias vitales configuran nuestra percepción y nuestra actitud ante la vida. Lo
habitual, lo común es que tus padres fallezcan cuando tú ya tienes hijos, que te
acompañen en el proceso de crianza. Lo habitual es la crianza en pareja. Lo habitual
es tener varios hijos. Empleo la palabra “habitual” a propósito porque es una
cuestión estadística que además ahora empieza a cambiar de tal forma que ni
siquiera sé si en unos años lo habitual será la crianza en pareja o será ser hijo de
padres divorciados, por ejemplo. Pero de momento sigue siendo lo habitual. Mis
amigos, que eran padres en su mayoría, conservaban los abuelos de ambas partes y
muchos de ellos ni se habían parado a pensar con quién se quedarían sus hijos si a
ellos les pasaba algo. Es difícil que les pase a ambos, y si eso llegara a pasar, unos
padres u otros responderían del cuidado de sus hijos.
Me sorprendió descubrir que casi ninguno de los padres de mi entorno había
hecho testamento ni dejado por escrito su voluntad al respecto, ni siquiera hablado
de ello entre ellos ni con sus familias. Era como si hablar de la misma posibilidad de
su muerte los asustara, cuando a mí me asustaba que algo tan importante nunca
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hubiera formado parte de las conversaciones de las parejas que amaba antes de que
llegaran sus hijos. Vivimos dando por hecho la continuidad de nuestras vidas,
cuando una y otra vez la vida nos recuerda que eso es justamente lo que no está en
nuestras manos garantizar.
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irremediablemente. A menudo pensaba en las cosas que estaba viviendo y
que dejaría de vivir cuando tú llegaras, o al revés, cómo me las arreglaría
para seguir haciendo cosas que no quería olvidar, o los lugares del mundo
que quería mostrarte… Era como si poco a poco la vida se tiñera de otro
color, tu color, cariño. Sin embargo, nunca, ni en mis mejores
pensamientos, pude imaginar un cambio de vida tan potente, nunca
imaginé lo bonita que puede llegar a ser la vida cuando la miro a través
de tus ojos, hijo mío.
“Quiero escribir y contarte todos los detalles de mi espera, de este tiempo
en el que ya formas parte de mi vida y aún no te conozco, de este tiempo
que llevo preparándome para recibirte, un tiempo lleno de gozo y de
vértigo, de miedos a veces (¿te gustaré?, ¿lo sabré hacer como madre?,
¿serás feliz conmigo?, ¿sabré cuidar de ti?). Pero sobre todo de fe y
esperanza en ti” (12 de abril de 2007).
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3. Mi “embarazo”
Y es que para mí a partir del 24 de abril de 2007 que presenté los papeles
yo estaba embarazada de ti.
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egoísta. Una es madre o uno es padre porque quiere serlo, no por el niño. Recuerdo
que me preguntaron en las entrevistas de idoneidad por qué quería ser madre y lo
hablamos en el curso de formación: nosotros no estábamos allí por el bien de los
niños sino porque deseábamos ser padres o madres, necesitábamos serlo y entregar
el amor que sentíamos dentro, sentir que pertenecemos a una familia, a algo que va
más allá de nosotros mismos y de nuestras soledades, algo que da sentido a parte de
nuestras vidas. Por eso tenemos hijos, biológicamente o adoptándolos, no porque
sea bueno para ellos nacer o llegar a nuestras vidas.
Pero la trampa de la vida es que la decisión más egoísta que puedes tomar
requiere luego de nosotros la mayor de las generosidades de la que somos capaces
durante toda nuestra vida. No hay ninguna relación que exija más generosidad que
la parentofilial, donde entregamos todo nuestro ser. Ése es el trato, y es un trato del
que no fui consciente aún. En ese momento sólo sabía que quería ser madre. Y di el
paso.
El segundo trimestre del embarazo dicen que es el del “feto sentido”. Ese
momento en que el feto empieza a hacerse sentir, a moverse, a crecer la tripa, la
mujer no puede ya ocultar su embarazo y llega un momento que el embarazo se
convierte en el centro de su vida. Todo parece girar en torno a él.
Ése fue mi tiempo desde mayo hasta después del verano. Primero, la carta
de aceptación, luego el proceso de idoneidad y el curso de formación, más
tarde las vacaciones, las últimas vacaciones en soledad… Mis días, mis
pensamientos, mis conversaciones… Todo estaba impregnado de ti.
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Para mí hubo varias cosas esenciales en este proceso. Por ejemplo, saber que no
iba a elegir yo sino que la adjudicación entre cada familia y cada niño la realizaban
los profesionales, profesionales en los que yo confiaba. Después de haber trabajado
con estos niños, y tener muchos rostros en mi mente, me sentía incapaz de decir
éste sí o éste no. ¿Cómo decir que no a un niño? En ese sentido el planteamiento
del proceso me pareció muy bueno. La idea es que tú haces un ofrecimiento, un
ofrecimiento que vas concretando a través del proceso. Al comienzo de ese proceso,
yo no puse ningún tipo de límite a mi ofrecimiento, me daba igual que fuera niño o
niña, su raza o país de origen, su edad, su historia previa… Sólo puse dos
condiciones.
La primera venía derivada de mi condición de madre soltera. No podía hacerme
cargo de ningún niño o niña que requiriera atención 24 horas, con algún tipo de
enfermedad que requiriera ese tipo de cuidados porque yo trabajaba. El niño debía
tener un grado de autonomía mínimo. Y la segunda, desde el principio dije que
necesitaba poder hablar con mi hijo. Yo había trabajado con algunos trastornos,
como determinadas parálisis cerebrales o autismos, y no me sentía capaz de criar a
un hijo así a priori. Pero no puse más límites: ni de edad, ni de sexo, ni de raza por
supuesto, pero tampoco a otro tipo de discapacidades, enfermedades, o historias
previas del niño. Pero a través del proceso, me obligaban a afrontar y plantearme
posibilidades que yo ni siquiera había imaginado.
Recuerdo un par que me resultaron especialmente significativas. La primera fue
cuando me preguntaron si estaría dispuesta a adoptar un niño con enanismo. Me
quedé muy parada, era algo que yo ni había pensado, una posibilidad de tantas que
me plantearon esos meses donde oí hablar de síndromes que yo desconocía por
completo. Recuerdo que contesté que era una pregunta muy inteligente, porque si
tenía problemas en adoptar un niño con enanismo, mejor me retiraba del Programa
de Acogimientos y Adopciones Especiales, porque el enanismo no tiene que
conllevar problemas de desarrollo graves. Es un problema de ajuste social, y si me
importaba más lo que la sociedad pensaba de mi hijo, no debía estar en ese
programa. Pero fue una pregunta que me removió mucho, y me hizo preguntarme
sobre muchas situaciones que iba a afrontar.
La otra fue cuando me plantearon si estaría dispuesta a adoptar a un niño que
tuviera otros hermanos pero por circunstancias hubiera que separarlos, si estaría
dispuesta a mantener relación con la familia que se llevara a los otros hermanos
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como una especie de proyecto común de familia. Ahí dije que sí claramente, pero
pensé algo que hasta entonces no había hecho explícito: con mi hijo o mi hija
podían entrar otros adultos en mi vida también.
Para responder claramente a esa pregunta para mí fue esencial recordar algo que
tuve claro desde el principio y es que mi idea era compartir mi vida con mi hijo o
hija, y compartirla era no sólo integrarle a él o ella en la mía sino también integrar su
mundo y su vida en la mía, no borrarla ni empezar de nuevo. Pero como bien
descubrí una vez que mi hijo llegó a casa, esta creencia dista mucho de ser común,
no sólo en mi entorno, sino incluso entre los padres adoptantes.
Por supuesto la sensación de sentirme evaluada constantemente, como de pasar
un examen, no fue agradable. Cuando tuve que escribir la historia de mi vida, o ser
entrevistada durante horas, o responder preguntas íntimas, no es algo que me hiciera
sentir bien pero siempre lo encontré lógico. Recuerdo que me preguntaron mucho
sobre por qué había elegido ser madre adoptiva y no biológica, por ejemplo, o sobre
las personas que me acompañaban en mi proyecto de maternidad, o sobre mi propia
historia familiar. Tenía lógica.
Lo único que no entendí del proceso fue que fuera común para acogimientos y
adopciones, en realidad para acogimientos permanentes y acogimientos
preadoptivos. Porque lo que yo llamo Programa de Acogimientos y Adopciones
Especiales empezaba por un acogimiento preadoptivo. Y esta diferencia, si no se
tienen algunas cosas claras o no te lo explican bien, podía significar un mundo.
Brevemente explicado, existen tres tipos de acogimientos. El acogimiento simple
es la figura que permite que niños que durante un tiempo breve, que puede ser
desde seis meses hasta dos años, no pueden estar con su familia biológica (porque
los padres están en la cárcel, o en un tratamiento de desintoxicación, etc.) puedan
estar con una familia, en vez de en un centro, pero siempre sabiendo que el objetivo
es su retorno a su familia tan pronto sea posible.
Cuando este retorno se vuelve improbable, surge la figura del acogimiento
permanente, donde no se rompe el contacto ni la relación con la familia biológica.
Este contacto se mantiene a través de las visitas, pero el niño permanece viviendo
con la familia acogedora hasta su mayoría de edad. Entonces decide por sí mismo lo
que quiere hacer.
Y el tercer tipo, el acogimiento preadoptivo. Surge como opción cuando no se
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localiza a la familia biológica o ésta ha renunciado expresamente al niño y no tiene
contacto ninguno con él o ella. De este modo en el plazo que establece el
procedimiento judicial, el niño acaba siendo adoptado y desde el principio ése es el
objetivo. Este tipo de acogimiento fue al que yo me ofrecí. Suponía menos opciones
en principio y prolongaba el plazo pero era el que yo quería.
Las tres formas de acogimiento suponen planteamientos muy diferentes de
familia y de vida respecto al niño o niña que llegan. El simple implica una
provisionalidad clara y el enfoque de que es una medida que se toma para evitar que
ese niño esté en un centro y hacerle feliz mientras esté en casa. El acogimiento
permanente es la apuesta más difícil puesto que supone formar una familia con ese
niño pero manteniendo los vínculos con la familia biológica, asumiendo desde el
principio esa convivencia y la posibilidad, improbable pero real, del regreso. El
acogimiento preadoptivo es un planteamiento de carácter definitivo como proyecto,
teniendo claro que hasta que la adopción no sea definitiva, legalmente esa familia no
puede asumir la patria potestad del niño, ni su tutela.
Pero en las tres figuras hay algo importante a comprender: la tutela de ese niño o
niña, la responsabilidad última sobre las decisiones importantes la conserva el
Servicio de Protección de Menores, es decir, la institución encargada de velar por el
bienestar de los niños, no la familia, ni la biológica a quien se ha retirado la tutela ni
la acogedora a quien se cede sólo la guarda del niño, no su tutela. Sólo cuando la
adopción es finalizada y legalizada, la tutela pasa, junto con la patria potestad a la
familia adoptiva, y la familia biológica pierde completamente su derecho a reclamar
al niño.
En mi caso, mi hijo estuvo en acogimiento preadoptivo durante un año mientras
el proceso legal de la adopción se culminaba. Eso marcó parte de la cotidianidad de
nuestro primer año porque, por ejemplo, cada vez que viajábamos tenía que pedir
un permiso especial a Protección de Menores, o para el empadronamiento o
gestiones de otro tipo. Pero sobre todo implicaba aceptar de partida que, aunque la
posibilidad fuera remota, durante ese tiempo existía la posibilidad de que la familia
biológica lo reclamara.
Yo nunca tuve problemas con el proceso legal y con asumir el riesgo de la
temporalidad inicial, ni con las condiciones del niño o niña que llegara a mi vida,
pero desde el principio dije que yo quería adoptar un niño, que quería ser su madre,
por lo que mi opción desde el principio fue por un acogimiento preadoptivo. En
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realidad ése era mi mayor límite. Reducía las posibilidades y aumentaba los tiempos,
pero no me importaba esperar. Quería formar una familia con el niño o niña que
llegara.
Pero durante el curso de formación, por ejemplo, que es común para todos los
acogimientos, gran parte del tiempo se va en hablar de las visitas, cómo y por qué se
realizan, cuál es su objetivo, porque lógicamente es lo que más ansiedad genera a las
familias que entran en el Programa de Acogimientos Permanentes, pero no
respondía a mi realidad, y desde ahí a veces me sentí lejos de lo que se contaba.
Durante el tiempo que estuve en el proceso, en el curso de formación y en un
par de encuentros previos con las familias, conocí gente extraordinaria, gente cuyas
opciones de vida eran de una coherencia y amor abrumadores y gente como yo,
cuyas dudas y miedos estaban presentes, pero que seguíamos adelante con ellos.
Había familias homoparentales, heteroparentales, madres y padres solteros… Había
de todo y era un gusto encontrarse con ellos.
Y, sobre todo, recuerdo a la pareja que vino al curso a contarnos su historia.
Nunca sabrán el bien que me hizo escucharles. Eran una pareja, ella con
discapacidad visual, que tenían dos niños de siete y nueve años en acogimiento
permanente desde hacía dos años. Nos describieron cosas de la vida diaria donde se
manifestaba la historia de maltrato y abuso previa de los niños y cómo había
cambiado su vida. Me llegaron muy dentro y me hicieron mucho bien, porque me
hicieron plantearme dificultades del día a día en las que yo hasta entonces por
desconocimiento ni había pensado.
Desde que mi hijo llegó yo he hecho lo mismo, cada vez que me lo han pedido,
he dado mi testimonio para dar publicidad al Programa de Acogimientos y
Adopciones Especiales, para que la gente sepa que existe, que hay niños en España
esperando una familia, que tienen historias más o menos complicadas detrás, del
mismo modo que las tienen los niños que llegan a España por procesos de
adopciones internacionales. Porque desde mi experiencia no es que la gente no
quiera realizar una adopción o acogimiento de este tipo, es que mucha gente no sabe
siquiera que este programa existe.
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Y luego está el último trimestre, en el que dicen que es el “feto vivido”, cuando
la espera al parto lo define todo, cuando la impaciencia y el miedo parecen
apoderarse por momentos de una, cuando le pones rostro. Se sabe si es niño o niña,
y sientes su comportamiento en la tripa.
En mi caso cada nuevo dato que recibía del proceso aumentaba mis
expectativas, mi ansiedad y mi impaciencia. Cada paso en el proceso era
un paso hacia ti. Sabía que estabas por ahí, en algún centro, sabía que ya
existías, esa personita que era mi hijo, y ni tú ni yo lo sabíamos aún,
porque no nos conocíamos.
Son pequeños detalles, pero son detalles a los que una se aferra. Por eso es tan
importante en este momento del proceso la información que los profesionales nos
dan a las familias, porque nos agarramos a cualquier detalle. En una entrevista me
comentaron que había varios bebés en lista de espera y yo, que había pensado y me
había ofrecido para niños más mayores que suelen tener más problemas para ser
adoptados, empecé a pensar que quizá era un bebé, y lloré en brazos de un amigo
por la posibilidad de compartir la vida de mi hijo o hija desde tan pronto. O en la
visita a domicilio, cuando me preguntaron qué planes de verano tenía, y yo, que
había planificado mi verano pensando en un tiempo más largo, me pregunté si el
proceso iba a ser tan breve que pudiera tener que volver de vacaciones.
Pero todo es incertidumbre, intentaba comportarme racionalmente y dar margen
y tiempo a los procesos, pero mi vida parecía una cuenta atrás. Sólo que, como
decía antes, y ésta es la gran diferencia con un embarazo, aquí no tienes fecha de
parto. Y me vi forzada a afrontar un proceso sin tiempos, un proceso en el que ya
me sentía madre pero aun no sabía ni cuándo podría serlo de verdad.
Mi proceso fue muy corto, fueron nueve meses, pero pienso en las personas que
están años esperando, el proceso de adaptación a la incertidumbre, el duelo
constante, el hogar preparado para recibir a ese niño o niña y vacío durante tanto
tiempo, obligándoles a dar una continuidad a su vida como si no hubiera cambiado
cuando todo su ser ya se ha transformado. La agonía que eso puede suponer no
puedo ni imaginarla.
Para mí los meses desde verano a noviembre fueron los únicos duros de todo el
proceso. Vivía, pero con la permanente sensación de que una parte de mi vida y mi
ser estaban paradas, a la espera, como en una parada de autobús una noche de
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lluvia esperando un autobús que nunca llega, viendo pasar otros que nunca son el
mío, pero pasan, los veía, los vivía y los dejaba ir y algo de mi esperanza se iba con
ellos. Y cuando llegó el mío, mi autobús, me pilló de improviso, porque ya casi me
había acostumbrado a esperar.
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Y por fin llega el momento de “darte a luz”. Rompí aguas donde y cuando
menos lo esperaba. Fue en Lisboa justo después –¡menos mal que fue
después!– de dar una conferencia a parlamentarios europeos, mientras
comía. Recordaré toda mi vida ese momento. Y esa frase que fue mi
primera noticia de ti. ‘Te llamamos porque tenemos un niño…’ y sentí que
el mundo se abría bajo mis pies, mi cuerpo empezó a temblar y no pude
decir más que “sí, sí, sí”, porque fueras como fueras iba a decir que sí. Y
ese momento en el que empiezan a hablarte de un niño que supe de
antemano que eras tú, que eras mi hijo. Dijeron: “Es un niño, un bebé de
casi un año…”.
Ese día te parí, aunque te conocí diez días después. Era tu madre. Madre
ante el mundo, no sólo ya por dentro. Por dentro hacía mucho que ya era
tu madre.
Ser madre
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Elegirlos
Una de las cosas más importantes que podemos ofrecer a nuestros hijos es haberlos elegido.
Darles la certeza de que los quisimos, los buscamos y los elegimos, y si llegan imprevistos,
elegirlos desde el primer momento de su existencia.
Amor y biología
No es la biología sino el amor el que nos convierte en madres o padres. Son las noches sin
dormir, los pañales, los purés y las rabietas… las horas infinitas acompañando su vida.
Consciencia y coherencia
Una vez que los hemos elegido, la tarea de una vida es criarlos con consciencia y coherencia.
Vivir la maternidad con la consciencia puesta en cada pequeño detalle del día a día. Y lograr que
esos detalles sean coherentes con tu propia vida, con tus actos y tus sentimientos, porque son
esos detalles los que les educan y les hablan de nuestro corazón y nuestros valores.
Egoísmo y generosidad
Elegimos tener a nuestros hijos por egoísmo, porque queremos ser madres o padres, porque
queremos vivir esa experiencia, no por ellos. Pero la vida es así de misteriosa, y es justo ese acto
egoísta el que nos exige luego la mayor generosidad posible como personas. En la maternidad y
paternidad elegidas y conscientes se da un nivel de renuncia al que no se llega por ningún otro
camino en la vida, pero también un nivel de ganancia que nada ni nadie pueden igualar.
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paternidad, parte misma del vivir, pero decidir la crianza de nuestros hijos y nuestra propia vida
desde ese miedo es un error.
• La alegría como opción. Ver siempre el vaso medio lleno, hacer que el placer forme parte de
nuestro día a día, como la risa y el disfrute en las pequeñas cosas. Dejar fuera la resignación y
el cinismo y aprender a descubrir el mundo con la inocencia de sus ojos.
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miedo a nuestras propias tripas ni a las preguntas que lleguen de nuestros hijos. Y afrontarlas
desde la certeza de que lo que nos une como familia es el amor, y ése se da desde el primer día.
34
2.
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1. El vértigo de la realidad
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centro, el miércoles pasé la mañana en el centro y le saqué por la tarde de paseo
fuera del centro, el jueves me lo traje todo el día a casa y lo devolví a dormir y el
viernes, cosas maravillosas de la vida, el día de su primer cumpleaños, celebré con
él la fiesta por su primer cumpleaños y de despedida de sus amiguitos en el centro y
nos vinimos a casa.
Tengo muchísimas cosas grabadas en el alma de esa semana. Pero sobre todo
recuerdo los rostros de aquellos niños que se quedaron en el centro cuando mi hijo
y yo nos fuimos a casa. Conservo grabadas las caras sobre todo de los dos niños
que compartían educador de referencia (cada educador cuidaba de tres niños) con
José. Uno de ellos, que estaba en el centro porque su padre venía a verle cada dos o
tres meses, así que no podían darlo en adopción pero el resto del tiempo estaba en
el centro. Y el otro, al que habían abandonado porque tenía una lesión de médula.
Ellos, como otras decenas de niños, se quedaron allí.
Y estuvieron los educadores de José. Nunca se imaginarán lo que me ayudaron.
La de la mañana era una mujer mayor, una madre de las firmes y tiernas al mismo
tiempo, que me enseñó cómo hacer un puré, cómo organizarme con la comida (el
primer puré que le hice al pobre José quedó un pastiche auténtico), las pautas de su
rutina diaria, lo que le gustaba comer, cómo solía dormirse, las cosas con las que
jugaba… Yo no paraba de preguntarle cosas y cuando me disculpaba, ella me decía
“al contrario, ojalá todos los padres nos preguntaran estas cosas, porque no
preguntan y luego no saben cómo resolverlo”. Me convenció de que mantuviera las
rutinas en las que José había crecido hasta entonces y eso fue una gran ayuda para
mí, sobre todo en las pautas del sueño. Mantuve en lo que él había crecido, incluso
cuando él, al sentirse ya en casa, quiso romperlas.
Y tu educador de por las tardes, con quien tenías una conexión especial.
Un chico joven que cuando llegué la segunda tarde y estaba lloviendo
fuerte y le dije “No sé si sacar a José de paseo, aprovechando que hay
porches por alrededor o quedarnos dentro, no vaya a ser que se enfríe, pero
me da penita tenerle encerrado toda la tarde” y me contestó “tú verás, a
partir de ahora las decisiones son tuyas” y ante mi cara de vértigo me dijo
“pero, que yo sepa, ningún niño se constipa por un poco de lluvia”. Así
que tú y yo nos fuimos a pasear por los porches, a nombrar las flores y a
cantar.
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Aquellos dos educadores fueron mi ancla de seguridad en un momento de
vértigo. Y visto con perspectiva pienso, si eso lo sentí yo que se supone que soy una
persona preparada, con formación y demás, ¿qué no sentirán otras personas?
Recuerdo que un día tomando café mientras José dormía coincidí a la hora de la
comida con varias de las educadoras. Me hablaron de su trabajo y del coste
emocional que suponía separarse de los niños mezclado con la alegría por saber que
justo eso les daba una oportunidad de ser felices y de desarrollo pleno. Hablaban de
la generosidad de los padres biológicos que entregaban a sus hijos renunciando a su
tutela y dándoles la oportunidad de ser adoptados y de lo difícil que era trabajar con
los niños que estaban en el centro simplemente porque sus padres o abuelos venían
a verles una vez cada meses y no podían ser dados en adopción y tampoco había
familias que los acogieran.
En aquel centro hicieron un trabajo increíble con mi hijo y le dieron una
oportunidad de vida. Por eso les guardaré siempre gratitud. De hecho, las fotos del
centro y de la fiesta de su primer cumpleaños forman parte de nuestros álbumes
familiares.
Ese primer día cuando salí del centro y me fui a casa, me quedé sentada en el
coche, pendiente de llamar a todo mi mundo que esperaba llamada, pero tan
asustada, sintiéndome tan a la intemperie, y al mismo tiempo tan abrumada por lo
fácil que había sido, lo tierno, divertido y amoroso que era José, por cómo había
aceptado mi presencia tan fácilmente.
Tenías una cosa muy propia de los niños que están en centros, y es que
habías aprendido a ganarte a la gente para que te hicieran caso. De hecho
todo el mundo hablaba maravillas de ti. Me besabas, me sonreías, eras
bueno, obediente. Pasaron casi siete meses antes de que te enfadaras por
primera vez conmigo, y el día que pasó yo lloré de felicidad. Me di cuenta
de que si habías tenido fuerzas para enfadarte conmigo era porque
empezabas a sentirte seguro de mí. Pero al principio con tu forma de ser lo
hiciste todo muy fácil.
Recuerdo aquel miércoles que te saqué por primera vez del centro, llovía a
cántaros, y tú, que raramente salías del centro salvo para la rehabilitación
por las mañanas, nunca por las tardes y menos lloviendo y oscuro como si
fuera de noche, me mirabas aterrorizado desde la sillita en el coche en el
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asiento de al lado, oyendo los truenos y la lluvia y sin saber dónde íbamos.
Fuimos a un centro comercial, porque era el único sitio suficientemente
cercano al centro para ir con esa lluvia y el poco tiempo que teníamos,
apenas una hora. Paseamos en la silla, te compré unos zapatos y volvimos
al centro.
Pero en el coche yo no podía pensar más que si me pasaba algo contigo en
el coche, me moría. Utilicé entonces un disco de canciones de niños, y me
inventé una coreografía de manos para cada canción que aún ahora la
hacemos y te iba haciendo los gestos con una mano mientras conducía, y
cantándote para que escucharas mi voz. No abriste la boca en todo el
tiempo, de miedo que tenías, pero tampoco dejaste de mirarme.
A veces creo que damos por sobreentendidas demasiadas cosas, entre otras el
significado de ser padre o madre, pero en la maternidad adoptiva es cierto que,
incluso siendo muy pequeños, tenemos que explicar nuestra presencia, darle un
significado, construir una historia propia con nuestros hijos, algo que en la
maternidad biológica viene dado, porque estuviste allí desde el principio. En ese
sentido, creo que la maternidad adoptiva se parece a la paternidad biológica. Somos
una presencia que aparece y hemos de crear una relación de una forma mucho más
sutil de lo que ha de hacer la madre biológica. Aunque una madre biológica, como
todas las madres tiene también que crear esa relación, creo que a nivel inconsciente,
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corporal y de sensaciones tiene ya un largo camino andado en esa relación antes de
que el niño nazca siquiera.
Para mí fue uno de los componentes más fuertes de aquellos primeros días,
cariño: sentime tu madre y al mismo tiempo una extraña para ti, sentirte
mi hijo y un extraño al mismo tiempo.
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2. Hacer visible nuestra familia
Desde el primer momento todo el barrio supo que había adoptado a José.
Primero, porque siempre concebí que ese dato era algo valioso y bonito de nuestra
historia que merecía ser compartido, no algo de lo que avergonzarse. Y después,
porque, igual que hice con la columna de la habitación de José, hacerlo daba la
oportunidad a la gente de mi barrio de decidir en qué medida querían implicarse en
la crianza de José.
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respetar nuestro propio ritmo, el de José y el mío, sino el de mi entorno, que
anhelaba conocerle y venir a vernos. Yo necesitaba también presentarle, y compartir
esas primeras horas, así que mis hermanos vinieron de Zaragoza con sus hijos a
pasar el primer fin de semana de José en casa. Fue demasiado, demasiada gente,
presión, caras nuevas y obligaciones. Pero no para José, sino para mí. No fui capaz
de atender a mi familia al mismo tiempo que a José. Lo recuerdo como uno de los
momentos de mi vida en que me he sentido más sobrepasada.
Durante mucho tiempo no pude quitarme de encima esa sensación de
disociación: la necesidad, por un lado, de compartir la llegada de José con mi gente,
y la necesidad, por otro, de soledad con mi hijo. Creo que saber conjugar ambas
cosas, sobre todo en los primeros tiempos, es un elemento esencial de la integración
y un elemento de salud mental para una como madre. Vinieron sus primos, sus tíos
y sus padrinos. El resto fue viniendo más adelante y poco a poco, pero José se pasó
los primeros meses de nuestra vida en familia conociendo gente nueva casi a diario,
y eso es algo que ahora lamento, aunque él pareció integrarlo bien. Probablemente
me afectó más a mí.
Recuerdo una conversación que tuve muy a menudo aquellas primeras semanas,
todo el primer año, incluso lo sigo diciendo ahora a veces. Sería algo así:
—Me gusta mucho mi hijo.
—Pues claro, ¿cómo no te va a gustar? –me contestan extrañados.
—No lo entiendes, es que podía no haberme gustado, lo hubiera querido igual,
pero podía haber sido un niño más retraído, difícil, con el que me hubiera resultado
más difícil conectar, ¡pero no! ¡Me es tan fácil, me gusta, le entiendo tan bien!
Creo que es algo que también pasa en la maternidad y paternidad biológicas.
Creo que hay hijos con los que tenemos más afinidad que otros, con los que nos
llevamos mejor que con otros, sin que eso signifique que les queramos más o
menos. Pero es que en mi caso, José ya era una personita con historia y
personalidad propias cuando le conocí. Y podíamos no habernos gustado. Podía
haber sucedido que su temperamento y el mío hubieran sido tan diferentes que nos
hubiera costado encajar, entendernos, acompasar nuestros ritmos. No sucedió, y no
dejo de dar gracias a mis ángeles y a mi hijo por ello. Porque hizo todo muy fácil,
como si fluyera sin esfuerzo, como si nos conociéramos de siglos atrás.
Ahora ya no lo noto tanto, porque después de todo este tiempo, José cada día se
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parece más a mí y yo a él, nos hemos acostumbrado el uno a la otra, a caminar de
la mano, a conocer cada pequeño detalle del otro, por lo que ya es lógico que nos
parezcamos y nos entendamos. Pero en esas primeras semanas, en esos primeros
momentos en los que José además ni siquiera hablaba, para mí fue fundamental
sentir que le entendía de piel, además de quererle con las entrañas.
Crear una vida común era una tarea que iba a construirse a base de segundos,
minutos, horas, días, meses… Yo entonces aún creía que los tiempos del alma son
los mismos que los del exterior, incluso que los de nuestra mente. Pero estaba
equivocada, y aquella forma mía de forzar la máquina obligándome a llegar a todo
aumentó mucho mi ansiedad en aquellos primeros momentos.
Tomé la baja de maternidad y mes y medio de vacaciones, así que pudimos
estar casi seis meses juntos, de los cuales el último mes, José ya empezó a ir a la
escuela infantil tres horas por la mañana. Sabía que la vuelta al cole podía ser dura
para él con su edad y su historia previa, quise hacerlo gradual y funcionó muy bien.
Al principio me sentía algo rara pensando que renunciaba a unas horas diarias de
estar con él en mi baja que no iban a volver, pero entendí que la necesidad de
incorporarse gradualmente a la escuela infantil de José era mayor y hacerlo
despacio, la mejor de las opciones.
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pero que ya nada ni nadie podía ser más importante que mi hijo, estar con él y
cuidarle. Comprender todo eso cambió mi perspectiva de vida y no fui consciente
de ello hasta que no volví al trabajo. De todas formas, nosotros aún podíamos
sentirnos afortunados, porque podía recogerle cada día y pasar las tardes juntos.
Aquellos primeros meses de baja fueron un privilegio y también una prueba.
Privilegio por vivir un tiempo que no vuelve, por construir un vínculo, por verle
crecer al detalle y reconquistar la vida. Una prueba por esa sensación brusca de
vértigo, de ver mi vida patas arriba, de sentir que la persona que era y la vida que
llevaba ya no iban a volver, y por dudar en lo más íntimo de mi ser de si sería capaz
de llevar esa vida el resto de mi vida.
44
3. A solas con la logística
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que ocurrían los primeros días es que me olvidaba constantemente cosas,
me pasaba el día haciendo listas de cosas para no olvidar nada, y siempre
olvidaba algo. Aquel día nos íbamos de viaje y bajaba contigo en la silla,
con la maleta de los dos, y cuando llegué a la puerta del ascensor del
garaje me di cuenta de que me había dejado las llaves del coche en casa.
Directamente me puse a llorar en aquellas escaleras, sin poder parar. Tú
me mirabas mudo, y yo no podía dejar de llorar. Me sentía inútil y
pequeña, e incapaz de poder con tanta responsabilidad. Al cabo de un rato
me di cuenta de que o me levantaba o nos quedábamos allí. Me levanté,
subí las escaleras empujando tu silla contigo dentro, salí del garaje, me
acerqué a la panadería y le pedí a la panadera si podía quedarse contigo
dos minutos mientras subía a por las llaves. Supongo que le debí dar tanta
pena al verme la cara que te cuidó hasta mi vuelta, dos minutos después,
corriendo.
La segunda fue un día en el parque. Dormías muy bien por la noche pero la
siesta te costaba más, sobre todo al principio que todo te daba miedo, y el
mejor remedio para que durmieras era sacarte a pasear. Así que al
principio todos los días a las dos o dos y media de la tarde salíamos al
parque frente a casa y allí pasábamos horas, entre el par de horas que
dormías en tu silla, luego otra hora jugando y merendando hasta volver a
casa. El parque frente a nuestra casa ha sido el mayor regalo que mi
barrio ha podido ofrecerme como madre, eso y la gente. A ti, cariño, te
apasiona el campo, el verde y el parque y para mí era un bálsamo poder
bajar directamente a él. Pero recuerdo ese día sola en el parque al sol
mientras dormías y pensé: “¿Y esto es todo? ¿A esto se va a reducir mi
vida en adelante? ¿A este parque?”. Y empecé a llorar silenciosamente.
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José, sí la tengo del proceso de acompañamiento y apoyo postadoptivo. José y yo
recibimos dos visitas en el año siguiente a llegar a casa José, en la que se rellenó un
cuestionario en apenas una hora con nosotros; la segunda visita, de hecho, no fue
siquiera en el periodo de acogimiento sino cuando ya se había oficializado la
adopción. El primer mes sí recibí dos o tres llamadas de seguimiento del equipo, y
es cierto que una vez al año te ofrecen la posibilidad de los encuentros de familias
acogedoras, pero no hay un seguimiento y un apoyo profesional suficiente a los
procesos de acogimiento y adopción.
Me doy cuenta de que yo, que supuestamente soy una persona con formación y
recursos y que además mi hijo José fue un niño fácil en todo desde el primer
momento, sin embargo vivimos momentos muy duros en el proceso. No puedo ni
imaginar lo que deben haber vivido otras familias. Creo que los programas de
acompañamiento postadoptivo deberían contemplarse como parte del mismo
proceso de adopción, como lo es el proceso de idoneidad de las familias. Y me temo
por lo que conozco en mi ámbito profesional que ésa es una cuenta pendiente, y no
sólo en la Comunidad Autónoma en la que vivo.
Pero es que lo mismo ocurre en la maternidad y paternidad biológicas. Existen
cursos de preparación al parto, pero no unos programas de apoyo sociosanitario en
los primeros años de vida, que podrían ser una herramienta de prevención primaria
realmente eficaz y de apoyo a las madres y padres que vivimos desde la inseguridad
la crianza de nuestros hijos.
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4. El valor de las rutinas
Hace ya años que me convertí en una defensora de las rutinas, pero ser madre
lo ha agudizado aún más. Las rutinas son como un molde sobre el que podemos
crecer, unas paredes que reconocemos como hogar, unos acontecimientos que
podemos predecir, unos rostros que podemos imaginar con los ojos cerrados
incluso… Todo eso constituye el entramado de nuestra alma. Luego como adulto las
rompemos, nos separamos de ellas para luego crear las nuestras propias, eligiendo
como propias algunas de las que nos ofrecieron y desechando otras. Y eso sólo
puedes hacerlo si no has convertido esas rutinas en obligación.
Uno de los equilibrios más difíciles de conseguir para mí fue crear antes rutinas
en una vida que era todo menos rutinaria, y al mismo tiempo, no sentirme presa de
esas rutinas, ni tampoco incapaz de romperlas. Lograr equilibrios. Saber que si mi
hijo comía a su hora, comía fenomenal; pero es como un reloj, si se pasa la hora,
esa misma comida puede eternizarse. Al mismo tiempo no estar mirando el reloj
constantemente, ni condicionar mis decisiones a si han pasado o no diez minutos de
la hora a la que suele comer. Poder elegir entre el reloj y el corazón de mi hijo y el
mío propio en cada ocasión.
Y siguiendo con los ruidos, me impresionó lo rápidamente que percibí a José, las
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primeras noches me daba miedo dormirme y no oírle si me llamaba, pero al cabo de
un par de semanas era capaz de escuchar el más mínimo ruido que hacía en la cuna,
no sólo su llanto. Es parte de la creación del vínculo, ese aprender a reconocer su
llanto, su voz, sus movimientos, sus juegos… ese poder verlo sin verlo, conocerlo
tanto que sabía qué está haciendo en ese momento aunque no estuviera delante, o
sabía qué hora era por cómo estaba mi hijo, no porque mirara el reloj.
Ser consciente de que José percibía el mundo a través de mí, me convenció más
si cabe sobre la necesidad de las rutinas. Daban forma al mundo para José, le
ayudaban a ordenarlo, le encauzaban, le hacían su entorno comprensible y fácil de
absorber. Le permitían encontrar su sitio en ese mundo: en nuestra casa, en nuestro
barrio, en los tiempos compartidos... Por eso generé una vida tejida de pequeñas
rutinas que dieran significado a su entorno, aunque luego las rompiéramos mil
veces, pero que él tuviera un ritmo y unos lugares en los que reconocerse. No es
sólo construir un espacio como había hecho, sino unos tiempos y unos ritmos.
De entre todas esas rutinas, las había que estructuraban nuestro día a día, pero
las había también que otorgaban significados especiales a nuestra relación. Son lo
que yo llamo rutinas de amor. Algunos ejemplos son:
Desde el primer día que José llegó a casa hemos seguido una rutina para dormir.
Al principio era una rutina muy física: decíamos buenas noches a los objetos de la
habitación, a los muñecos, a las fotos de nuestra familia y a las gentes que salen en
ellas, a las que les poníamos nombres y les dábamos besos, a un cuadro que le
había regalado su madrina, tocábamos un colgador que yo había comprado hacía
tiempo y tintineaba, y lo tumbaba en la cuna.
Pero a esa rutina física le añadí unas frases que llevo repitiéndole todas las
noches desde que somos familia, son nuestras “frases mágicas”. La primera tiene
que ver con mi madre, con su abuela, con establecer la unión con nuestros ángeles,
la segunda es la expresión de lo que nos queremos y la última es para recordarle
que, como digo en la dedicatoria, él es lo mejor que me ha pasado en la vida. Las
frases mágicas son el último punto de la rutina de la dosis de besos, consistente en
jugar con los peluches de la cama, contar historias y acariciarnos y besarnos
(¡cuántos tipos de besos existen, a cuál más bonito!) antes de dormir. Es un
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momento mágico.
José ha ido incorporando estas frases, y ahora me las dice él, cuando nos
acostamos o cuando nos separamos en el cole. Para mí es importante que el día de
José empiece y acabe con la certeza del amor que nos une. Creo que eso configura
su mundo, igual que el mío, y le brinda una seguridad que necesita para crecer y ser
feliz.
Tenemos el amor y la alegría que nos unen, pero quise incorporar a nuestra
gente amada a nuestra rutina. Y para eso está nuestro corcho de fotos, que vamos
construyendo cada año con las fotos de los viajes que hacemos, los dibujos de José,
la carta de los reyes magos o lo que toque cada vez. Comemos y cenamos delante
de él y vamos hablando de las gentes que están, y contando las historias que hemos
vivido con ellos. A veces José se sube a una silla y mira largo rato las fotos y les da
besos, o les sonríe, o cuenta algo de lo que vivimos, y cuando conoce a alguien que
le gusta, enseguida quiere incorporar una foto de esa persona al corcho.
Esta costumbre yo la creé a raíz de mis años en la residencia de estudiantes.
Recuerdo el primer día que llegué de mi casa y entré en la habitación de la
residencia y vi un somier, un armario, una mesa y un corcho y la sentí muy ajena.
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Hasta que unas horas después, la cama tenía mi edredón, el armario mi ropa, la
mesa mis cosas y el corcho las fotos de mi familia y mis amigos. Aquel espacio
había pasado a ser mi espacio. Lo mismo hice en mi casa después, las fotos de la
gente que amo forman parte de mi espacio vital, lo llenan con su presencia, sobre
todo cuando parte de esa gente ha muerto o viven en otra ciudad o en otro país. Y
aunque las fotos estén en el ordenador, hago una selección, las imprimo y las pongo
para verlas cada día y sonreírles y recordar por qué soy tan afortunada. Y ésa es la
misma sensación que quise transmitir y dar a mi hijo: la certeza de ser amado.
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5. El lenguaje de los sentimientos
Pero había un matiz más. El padrino de José me recordó lo importante que era
nombrar las emociones, y aprender el lenguaje de los sentimientos. No es lo mismo
estar triste que estar enfadado, sentir rabia a sentir dolor o sentir miedo. No es lo
mismo desear algo que anhelarlo, o desafiar a alguien que desearle. Son matices que
se esconden tras las vivencias, que les dan significados diferentes y configuran
universos que a menudo apenas se rozan.
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cosas que le dan posibilidad de comprender el mundo de los afectos, y herramientas
para desenvolverse en él.
Y no sólo son nuestras conversaciones, son las que el mundo te hace llegar.
Pero no fue la única vez que tuve reacciones encontradas con este tema. Yo a
José cuando le veo conquistar a la gente, ganársela, a veces le digo. “No sé si te van
a gustar las mujeres o los hombres, pero sea quien sea, creo que vas a tener mucho
éxito”. Un día un vecino me escuchó decirlo en el ascensor, y me increpó diciendo
que cómo podía decirle algo así. “¿Acaso no es verdad?” le contesté simplemente.
Pero no sólo es la homosexualidad, ni siquiera la sexualidad la que provoca esas
reacciones, hay otros temas. Está la muerte. Cuando planteo la posibilidad de que
José con tres años pueda ir a un entierro, o hablamos de los abuelos, nuestros
ángeles y de su muerte y de cómo los echo de menos, o hablamos de los monstruos
y el miedo, y lo importante que es sentirlo, reconocerlo y afrontarlo. O las
religiones. Siempre entramos en las iglesias y estamos largo rato porque a José le
gustan, aunque yo no sea religiosa, y mucha gente no lo entiende. Le conté la
historia de Jesús, María y José y ahora cuando pasa por una iglesia siempre me dice:
“Vamos a entrar a ver a María” y entramos, incluso un día prefirió ir a misa con su
abuela a quedarse jugando en el jardín y a mí me pareció estupendo. Del mismo
modo que le enseñé una mezquita y le expliqué lo que era, y también le gustó. Son
conversaciones y acciones que siento que cuestionan a muchas personas. Con las
emociones, como con la sexualidad, la religión o la muerte es como si hubiera
territorios innombrables, cosas que no podemos decir ni nombrar.
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Tengo la sensación de que no cultivamos el lenguaje emocional, no tejemos los
hilos del alma de nuestros hijos con emociones sino con hechos o razonamientos y
de este modo cuando a los niños y a los adultos nos llega una emoción fuerte no
sabemos manejarla sin sentirnos abrumados. Ni podemos a veces compartirla,
porque no sabemos cómo nombrarla.
5.3. Celebrar
Uno de los elementos clave para mí del lenguaje de los sentimientos es que
“ponerlos en palabras o en gestos” hace esos sentimientos reales, palpables,
sentidos. No son ideas o creencias, sino vivencias, vivencias que entran por la piel,
le entran a José, a mí y a todos los que nos rodean. Por eso, por ejemplo, el primer
día que escuché a José decirme “mamá” algo se conmovió en mis entrañas, porque
plasmaba en palabras algo que era ya una realidad, pero nombrarla la hacía
palpable. Y en ese sentido los rituales, que tienen que ver con las rutinas de las que
he hablado, y con el valor de la celebración como norma que he establecido en
nuestra vida.
Hubo dos celebraciones o rituales importantes con la llegada de José: la que
llamamos “la ceremonia del no bautizo” y la celebración del segundo cumpleaños de
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José. La primera la hicimos en Navidad, apenas un par de meses después de que
llegara José, nos reunimos con sus tíos, sus primos, sus abuelos y sus padrinos.
Hablo de ese núcleo familiar más primario, constituido desde la elección de amor,
no desde la biología.
Las personas que estaban allí no tienen contacto entre sí en algunos casos salvo
a través de mí y ahora de José, pero de una forma extraña pero real formamos su
familia. Y además se trataba de dar la dimensión espiritual a la llegada de José, de
plasmar de alguna manera la trascendencia de su llegada a nuestras vidas, la
bendición que supone, el regalo, la fe en la vida que nos regala y le regalamos.
Dimensiones para mí que van más allá de cualquier religión y en las que yo deseo
criar a José.
Y luego estuvo la segunda celebración de su llegada, una vez que José ya se
sentía seguro y parte de nuestro entorno. Poder celebrarlo con todos los que
formaban nuestra red de amor y no habían podido estar en esa primera celebración.
Lo hicimos en el segundo cumpleaños de José. Y fue justo la ceremonia de
bienvenida que realmente hubiera querido hacer desde el principio para José. Nos
fuimos más de cincuenta personas al zoo a pasar el día. Estábamos casi todos allí,
esa red de amor que componía entonces nuestra familia junto a José y a mí.
Recuerdo la mirada de José cuando llegó a la puerta del zoo y los vio a todos juntos.
Estaba acostumbrado a verles pero por separado, y se sintió abrumado. Al cabo de
un rato reaccionó y disfrutó muchísimo, pero en aquella primera mirada yo me sentí
muy identificada.
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6. Algunas normas que elegí
Hubo algunas reglas que han sido muy útiles para mí a la hora de crear nuestra
familia. Algunas pueden parecer tontas, en algunos casos muy concretas, pero para
mí han sido importantes. Y ahora me resulta curioso cuando las pienso y las
enumero. No sé si son las correctas, son tan sólo las mías y a José y a mí nos han
ayudado a crecer como familia. Muchas han ido cambiando con el tiempo (algunas
no), conforme él ha ido creciendo y tiene nuevas necesidades, pero quiero incluir
aquí las que más recuerdo. Lo importante para mí son los valores que quise
trasmitir a José y que definieron estas normas cuando las elegí y el ser capaz de
modularlas, cambiarlas o afianzarlas no sólo en función de mí sino también de cómo
las ha ido percibiendo él.
Para mí desde el principio fue casi una obsesión que no te cupiera duda
alguna de mi amor por ti. Y eso a veces cuando me ha tocado ponerte
límites me ha resultado complicado. Siento no haber sabido criarte sin
castigarte (esos días sin chuche, sin peli, sin cuento…). Sé que hay gente
que ha conseguido educar sin castigar, yo no. Lo que sí sé es que cuando
lo he hecho, nunca he puesto en duda el cariño que nos une ni a ti como
persona. Intento siempre darte varias opciones y cuento hasta tres. Casi
nunca llegamos al tres.
También soy una pesada y te digo muchas veces al día que te quiero, que
estoy orgullosa de ti, que me gusta vivir contigo y que me haces muy feliz.
Además, claro, de besarte, acariciarte o hacerte cosquillas varias veces al
día,, mínimo al menos al salir del baño, al acostarte, en el cuento, en la
dosis de besos y al levantarte, cuando te acaricio para despertarte.
Algunas de las reglas en las que plasmé este contenido que me vienen ahora a la
mente son las siguientes:
• No nos separamos nunca enfadados, ni por la noche ni en el cole.
• Están prohibidas frases suyas o mías como “pues ya no te quiero” o “eres malo”
que cambiamos por otras como, por ejemplo, “pues ahora ya no quiero jugar
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contigo” o yo por “lo que has hecho me ha dolido”.
• No puede mentir con la pupa, el pis, el pegar y el cariño, es decir, no puede decir
que algo le duele si no le duele, que tiene ganas de hacer pis cuando no las tiene
sino que quiere levantarse de la cama, que le han pegado cuando no ha ocurrido y
que no quiere a quien sí quiere o que quiere a quien en realidad no quiere, pero
pretende obtener algo de esa persona.
• El “por favor”, el “gracias”, el “hola” o “buenos días” son norma obligada, y
palabras mágicas. Los besos a los demás, sin embargo, son voluntarios (aunque
sugeridos, lo confieso).
Nuestra casa es de los dos, no es ya mía, pero tampoco es sólo suya. Desde el
principio quise que entendiera que dentro de un espacio común había cosas,
espacios y tiempos de cada uno. Me parecía especialmente importante en una
familia de dos, en donde corríamos el riesgo fácilmente de ir siempre juntos a todas
partes y compartir tanto las cosas en casa que luego ya no supiéramos establecer
límites que favorecieran el desarrollo individual de cada uno, el de mi hijo y el mío
propio.
Las relaciones, por ejemplo, son de cada uno. Cuando alguien que queremos
viene a casa a vernos, José siempre tiene espacios propios con esa persona, en los
que yo estoy al margen. Leo, trabajo en mi cuarto, pero es su tiempo, en el que él
es protagonista. Y luego hay otros tiempos que son míos con esa persona, para
hablar y ponernos al día.
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se recogen siempre, y los recoge él, no mamá, cada noche antes del baño, cueste el
tiempo que cueste (que al principio fue muuuucho).
Cuando fui madre, la gente me decía, “ya verás, dejarás de hacer un montón de
cosas”. No ha sido así. José entra y sale conmigo cada día y tiene una capacidad de
adaptación increíble. Cada tarde hacemos cosas, o vienen amigos o vamos a casas
de amigos, viajamos muy a menudo y nuestra vida es todo menos aburrida.
Pero también en esas salidas hay algunas pautas, sobre todo para los viajes. A la
calle en general o de viaje con nosotros van siempre sólo dos juguetes, uno por cada
mano de José y él es el responsable de traerlos de vuelta. Él elige cuáles, no hay
límite en eso, salvo los que tiene en su cama para dormir con ellos, que, para que no
se ensucien, sólo van de cama en cama. Elegí que fueran dos juguetes porque son
los que puede llevar él en la mano y aprender a responsabilizarse de sus cosas, de
cuidarlas, de que no se pierdan, no aprender a que se las llevo yo. Pero, sobre todo,
son dos porque quiero que cuando vayamos al parque juegue con las cosas
maravillosas que el parque le ofrece y no tiene en casa: los árboles, las hormigas, los
columpios o las flores, cosas cuyo valor de gozo y disfrute quiero enseñarle.
Además están las reglas sobre la seguridad:
• En la calle y en el parque camina solo, sin cogerle de la mano, con la condición de
que nunca cruce la calle sin la mano del adulto con el que vaya.
• No se puede alejar a un sitio donde yo no le veo.
• Todo lo que quiera intentar en el parque, subirse a los columpios y demás, lo
intenta, y siempre que se pueda, él solo. No le prohíbo nada en principio.
• En el coche conduzco, no miro hacia atrás, ni puedo jugar ni atender cosas que se
caen. Además, y algo que ha sido muy importante para mí, José sabe de
antemano si va a ser un viaje corto, medio largo y largo, sabe la diferencia (le doy
ejemplos de distancias que ya ha hecho: “Este viaje es como a la casa de la tía
Maribel”, o “Este viaje es como cuando vamos a Zaragoza”) y puede hacerse una
idea de lo que le espera. Y los viajes largos siempre los hago en sus horarios de
dormir.
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6.4. Los refuerzos varios
Reconozco que a veces es difícil mantener este tema cuando algunos niños
tienen de todo, se les compra de todo, o cuando no logras que la familia apoye la
norma que has establecido. En el parque algunas veces he pasado por la situación
violenta de decir que no a chucherías que le habían comprado a diario como parte
de un grupo. Saber dónde está el límite entre mantener tu norma y no destacar
como rara en el grupo de amiguitos de tu hijo es complicado. Y sé con seguridad
que ese balance va a ser una constante en nuestras vidas, el balance entre la propia
coherencia con mis valores, aquellos en los que quiero educar a mi hijo (ni mejores
ni peores, tan sólo los míos) y su integración social.
De hecho, cuando elegí la escuela infantil para José, uno de mis criterios
fundamentales fue que estuviera cerca de casa, que José pudiera mantener la
relación con sus amigos del cole fuera del cole, que estuviera en un lugar que
correspondiera a la realidad de nuestra vida: realidad económica, social y afectiva,
donde sus espacios de pertenencia tengan algo que ver entre sí. Es un criterio que
para mí prevalece sobre otros muchos a la hora de elegir.
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6.5. Horarios y comidas
Los horarios fueron un tema desde el principio, porque José es como un reloj,
llega un momento que se le acaban las fuerzas y es importante no llegar a ese punto
salvo a la hora de dormir. Así que no hay problema en trasnochar, o en cambiar
horarios, salvo con las comidas, porque a mí no me merece la pena la diferencia
enorme que existe entre José comiendo a su hora y José comiendo cansado.
Tampoco jugamos mientras comemos. Y ambos comemos lo que hay en la mesa,
nos guste o no nos guste.
En lo demás, si un día no hay baño, no hay, si un día se queda dormido vestido,
pues estupendo, si un día no comemos o no cenamos, no pasa nada, prefiero no
intentar darle la comida fuera de hora. Al principio para mí el tema de la comida fue
un problema, porque José estaba muy bajito de desarrollo y estaba preocupada con
eso, él lo pilló enseguida y las mayores discusiones que hemos tenido han sido con
la comida. Cuando fui capaz de ver que estaba jugando no sólo con ese miedo mío
sino además con mi propia historia personal que me hacía afrontar la comida como
un momento especialmente difícil, logré reconducirlo, pero ése fue uno de mis
talones de Aquiles como madre.
Pensando en esas situaciones de la comida, por ejemplo, me doy cuenta de que
he obligado a José a comer rápido, a comer todo, a comer lo que no quería sin ser
siempre necesario, a no poner las manos en el cristal junto al que comemos, no
porque haya nada de malo sino para no limpiarlo mil veces después, a no derramar
líquidos… mil pequeñas cosas que tenían más que ver conmigo que con él.
José se parece cada vez más a mí. Es igual de asertivo y obstinado que yo, por
lo que podemos discutir cuando queremos fácilmente. Y en estos enfados, las reglas
también fueron claras desde el principio:
1. No pegamos, ni gritamos, ni empujamos, ni quitamos las cosas al otro ni nos
reímos de otras persona. Cualquiera de esas conductas conllevan conversación y a
veces sanción posterior. Enseñar el respeto a otras personas a José ha sido para
mí un componente imprescindible de su educación. No me importa que se enfade,
pero sí que falte al respeto o agreda a otras personas, eso es algo que corrijo
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inmediato. Entre otras cosas, porque quiero que aprenda a exigir para sí mismo
ese mismo respeto que da a los demás.
2. Si José se enfada, le ignoro (siempre que logre mantener la tranquilidad, claro). Si
José se para en medio de la calle, le digo “así no, José” y sigo caminando. Si aún
así no viene, me paro a una distancia y espero. No grito, no digo nada, y espero y
casi nunca tengo que esperar mucho. Tengo comprobado que el ser capaz de
ignorar las conductas retadoras de José tiene que ver directamente con mi
cansancio de ese día. Si estoy bien, aguanto y no me doy por aludida, si estoy
cansada, me tomo como algo personal el comportamiento de José. Y una de mis
penas es que al revés no funciona, cuando me enfado, José no me ignora y
siempre lo vive como algo personal que tiene que ver con él y eso lo hace sufrir.
3. Después de enfadarse, gritar u otras cosas varias, ambos nos pedimos perdón. La
mejor forma de enseñar a pedir perdón a José es pidiéndoselo yo, la mejor forma
de enseñarle a perdonar es perdonándole yo. Nuestros enfados nunca se acaban
hasta que no pedimos perdón, cada uno por lo que le toca. El perdón cura, y
hacer las paces es fantástico también con José. Mucha gente cree que pedir
perdón a sus hijos es una manera de perder autoridad sobre ellos, yo sé que cada
vez que lo hago gano autoridad sobre José, porque me reconozco débil, falible,
limitada y capaz de reconocer mis errores, por lo que mis aciertos y mi palabra
quedan mucho más legitimadas.
4. Tanto José como yo lloramos delante del otro cuando lo necesitamos. La expresión
del dolor forma parte de la resolución de nuestros problemas y enfados, por
pequeños que sean. Mi hijo me ha visto llorar y sabe lo que eso significa, y cada
vez que llora, que es muy pocas veces, siempre le abrazo, estemos donde estemos
y vayamos donde vayamos. Él sabe que el llanto tiene consuelo, el dolor tiene
consuelo, y yo recibo también el suyo que ha aprendido a dar recibiéndolo. Eso
sí, si el llanto es falso, de mentira, una estrategia para conseguir algo, lo que hago
es imitarle, hacer que lloro como llora él, él me dice “mamá, tú no llores” y yo le
digo “si tú lloras, yo también puedo hacerlo”. Le da tanta rabia que deja de
hacerlo. Es mi manera de enseñarle que los sentimientos que se muestran han de
ser auténticos para ser respetados.
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Los primeros días en casa no hacíamos otra cosa que pasear por el parque, José
gateaba ya sin parar. Íbamos al parque, cogíamos hojas y montábamos en los
columpios.
Yo era tan consciente de la necesidad de José de estimulación que eliminé
enseguida la silla de paseo, le dejaba subir a todos los columpios y me mordía la
lengua para no decir “¡cuidado!” ante mil pequeñas cosas que hacía. Esa era
también mi norma: morderme la lengua y arriesgarme.
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7. Los lunes de canguro
Una de las primeras costumbres que establecí y que a mucha gente le sorprendió
fueron los “lunes de canguro”. Los lunes, la canguro recoge a José y está con él
mientras hace las cosas de casa. De ese modo yo tengo una tarde libre para mí
misma, desde que acabo el trabajo hasta la noche. Durante la baja de maternidad
cubrí mis salidas con amigos, pero en cuanto me reincorporé a trabajar, lo establecí
como rutina de nuestra vida, porque me di cuenta de que era una inversión en
cuidado y protección no sólo para mí, sino también para José. Llegó un momento
en que entre él y mi trabajo no tenía ni un momento para mí misma, para sentirme
persona. Poder conjugar el “yo” en vez del “nosotros” al menos unas horas de
nuevo, caminar por la calle sin ir pendiente de José, poder hacer lo que me apetece,
que a menudo consiste en darme el placer de sentarme en una terraza con una
amiga o sola con un libro y tomarme un café. No se trata de hacer grandes cosas,
sino de sentir que tengo un tiempo para mí, que sigue existiendo “Pepa” además de
la “Pepa mamá”. Es mi espacio de autocuidado. Cuando me toca viajar por trabajo,
lo anulo, para no estar dos tardes fuera en una misma semana, pero si no viajo, esa
tarde noche es mi espacio de crecimiento personal individual, de alimento del alma.
Cuando lo establecí, mucha gente me miró sorprendida. Muchos decían que era
un acierto pero la gente no lo hace, y creo que es esencial mantener un espacio
propio diferenciado del de tus hijos o tu pareja, para sentirte persona individual
antes que pareja o madre. Yo comprendí que así, cuidándome, sería mejor madre,
tendría más que ofrecerle y más descanso para hacerlo. Y José sabe que los lunes
está con la canguro, a la que adora, es parte de su vida.
Recuerdo además el primer día que dejé a José un día entero por placer, no a
causa del trabajo. Fue para ir a una boda de unos amigos, en la que coincidimos con
varias parejas de amigos que dejaban también por primera vez a sus hijos un día. Y
una de ellas llamaba constantemente y no se sentía bien y me preguntó si yo me
sentía mal por haber dejado a José. Y yo le dije algo así como: “¿Sentirme mal
porque José se lo está pasando genial con otra persona que no sea yo? Está con su
madrina, a la que adora y está gozándolo, ¿por qué he de sufrir entonces? Yo sufro
cuando José está enfermo o le pasa algo, no porque esté feliz”. Creo que hoy en día
hay un problema en muchas familias donde se confunde la simbiosis y la
sobreprotección con el cuidado y el amor. En mi caso mantener mi espacio como
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persona me hace mejor madre.
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8. La primera fiebre de cuarenta y uno
Soy una madre afortunada, José ha tenido tos, mocos y fiebre casi todo el
tiempo del primer año juntos sobre todo y parte del segundo, pero sólo un par de
veces ha estado malo de verdad, y nada serio.
Así que hice lo que ella me había dicho: te bañé en agua fría mientras
chillabas sin parar, te envolví en toallas mojadas, te puse el supositorio y
la medicina y esperé mientras delirabas y me mirabas con los ojos vacíos.
Cuando la fiebre empezó a bajarte y comenzaste a llorar, a pedir agua y a
quejarte, sentí que me volvía la respiración. Pero mientras tanto… el peso
de decidir, y de decidir sola, a las doce de la noche en casa, la impotencia
de no poder aliviar tu sufrimiento y la seguridad de los dolores que están
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por venir y que habré de afrontar sola me dejó helada. De hecho no dormí,
pasé toda la noche viéndote dormir, abrazada a ti.
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9. “Mamá, ¿y mi papá?”: explicarle nuestra historia
Es una de esas preguntas que como profesional me hacen a menudo: “¿y cuándo
contarle a tu hijo que es adoptado?”. Creo que la respuesta es tan fácil que la gente
no se la acaba de creer. Mi respuesta es “cuando pregunte”. En mi caso, José tenía
dos años y medio, llegué un día a casa de trabajar y José estaba viendo su peli de
después de cenar con una de sus tías y la canguro.
Desde entonces somos “una familia de dos y muchos más”. Más adelante me
tocará explicarle lo de los padres de tripa y los padres de corazón, contarle que por
supuesto que tiene padre, y cuál es su historia, explicarle mi profundo
agradecimiento a sus padres biológicos por haberle tenido y acompañarle en la
búsqueda de sus orígenes cuando llegue el momento. Y espero saber hacer todo
eso. Pero en ese momento, con dos años y medio era lo que necesitaba saber, y la
explicación le valió. Cuando necesite saber más, sé que volverá a preguntarme y
daremos el siguiente paso.
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En el colegio, cuando llegó el día del padre este año, fue José quien se acercó a
su profe cuando les propuso hacer un regalo para los papás y le dijo “M, yo no
tengo papá, ¿entonces qué hago?”. Y cuando su profe le propuso que me hiciera el
regalo a mí, le encantó la idea y así lo hizo. Que José tenga el tema tan integrado
como para hablar de ello directamente y sin dolor para mí es parte de su crecimiento
emocional. Sólo espero ser capaz en el futuro de afrontar y saber responderle a cada
nueva pregunta, a cada nuevo cuestionamiento que seguro le va a traer su propia
historia, y ser capaz de darle un referente de amor y seguridad desde el que buscar
sus propias respuestas. Ahora lo tiene, espero seguir sabiendo dárselo en el futuro.
Pero en ese momento, el de la primera conversación, una vez más lo que contó
fue la actitud de tranquilidad, de normalidad con la que logras transmitir la idea. Se
trata de contestar cuando preguntan porque ellos preguntan cuando están
preparados para escuchar la respuesta y hacerlo con la tranquilidad que te da tener
paz y consciencia sobre las decisiones tomadas.
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me dijo: “¿Te puedo decir algo? No sabes lo bien que sienta encontrarse algún caso
como el tuyo de vez en cuando”. “¿Y por qué?” –le pregunté–. “Porque no sabes
las cosas que los padres adoptivos nos llegan a pedir con tal de ocultar el origen de
sus hijos”. Y yo me pregunto: ¿Qué hay que esconder? Mi hijo tuvo a sus padres
biológicos a los que nunca les agradeceré suficiente que lo tuvieran y que por eso
llegara a ser mi hijo y cuando sea mayor y quiera saber de ellos será mejor cuanto
más fácil tenga el acceso a sus datos.
Recuerdo también una conversación con la sobrina de la madrina de mi hijo.
Cuando supo que en el cole sabían que había adoptado a José, me dijo:
—¿Y por qué se lo has dicho? ¡Pobre José!
—¿Pobre José? ¿Qué te han contado sobre lo que es una adopción? –le
contesté–. Ser adoptado no es más que una persona a la que han querido dos veces,
una para traerla al mundo y otra para adoptarla. No es nada vergonzoso ni que haya
que ocultar sino al revés, algo por lo que sentirse afortunado.
—Nunca lo había visto así –contestó.
Y la última anécdota me sucedió cuando José llevaba unos meses en casa. Me
pidieron desde la organización con la que gestioné la adopción de José una
entrevista para dar publicidad al programa de acogimientos, y dije que sí, porque
por experiencia sé que la gente no conoce suficiente la existencia de esta posibilidad.
Así que vino una periodista a casa, y en un momento me preguntó:
—¿Cómo se llama tu hijo?
—José.
—¿Y por qué le pusiste José?
—Porque se llama José.
—Sí –insistió– pero ¿Por qué José?
—Porque se llama José –le volví a decir–. Mi hijo tenía un año cuando le conocí
y tenía su nombre y su historia y no se me hubiera ocurrido nunca cambiarle el
nombre, es parte de sí mismo.
Ella me reconoció que nunca lo había visto así.
Estas tres vivencias son ejemplos de cómo la sociedad sigue percibiendo la
adopción, de la forma en la que muchos padres se plantean la adopción y cómo
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trasmitimos esa idea a los propios niños. La adopción supuestamente es algo
integrado y aceptado en nuestra sociedad pero yo sospecho que queda aún un largo
trecho para dejar de considerar a un niño adoptado como diferente de un hijo
biológico, y esas diferencias se marcan en cosas muy sutiles, a veces poco obvias,
como querer borrar su historia, ocultarla o cambiar su nombre.
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10. Ser perfecta, hacer de madre
Y cuando miro hacia atrás y pienso en aquellos primeros meses, y releo las
cosas que escribí, pienso a menudo en lo obsesionada que estaba con
hacerlo bien. Tenía que ser una buena madre para ti, la mejor de las
madres posibles. No sólo porque ser tu madre había sido una opción
buscada y elegida, sino por lo que la gente esperaba de mí, por mi trabajo
con otros niños, y por mi propia autoexigencia. Y ahora he comprendido
que cuanto más perfecta intentaba ser, menos madre tuya era. “Hacía de”
tu madre, pero no “era” tu madre.
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Mientras tanto el vínculo con José era cada vez más fuerte, y él crecía imparable
y se sentía feliz y seguro, porque todos estos sentimientos casi nunca los mostraba
delante de él. Así que José era feliz, y aparentemente mi esfuerzo funcionaba, salvo
por mi cansancio y mi agotamiento, por las lágrimas en la cama o por la soledad a la
que yo misma me había forzado no compartiendo con mi gente amada mis miedos,
mi angustia y mi dolor y todo eso iba calando en mi fortaleza. Y un buen día me di
cuenta de que estaba agotada, de que acontecimientos que en otros momentos podía
vivir con relativa tranquilidad, ahora me superaban y ahí me pregunté qué había
pasado.
El paso de los días, ese verte feliz y contento, era la mejor prueba de que
las cosas funcionaban más allá de mis propios miedos, y de mi cansancio.
Eras mi ancla de seguridad. Eres y sigues siendo cada día más un niño
que se ríe por todo, seguro, tranquilo, sociable y asertivo. Capaz de decir
“no” claramente cuando quiere, de enfadarse cuando lo necesita y capaz
de una ternura que conquista. Me pides ayuda si te hace falta y buscas mi
consuelo cuando lo necesitas.
Saberse madre
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nuestros límites o nuestras caricias. Generando rutinas de amor, en las que expresemos cada día
ese amor lograremos que vivan desde el principio esa certeza. Además, el amor que sentimos por
ellos y su dignidad como persona son dos cosas que nunca debemos cuestionar, ni siquiera
cuando nos enfadamos o nos sentimos heridos por ellos.
Fortaleza y debilidad
Por muy conscientes que sean nuestras opciones, hay cosas de la maternidad y paternidad
para las que no estamos preparados, por mucha teoría y cursos que hayamos hecho. Pasan cosas
que simplemente nos desarman y nos dejan débiles y vulnerables. Pero es justo en la debilidad
donde está la fuerza y en la fuerza la debilidad. Si no existe una, la otra no es real.
Amor y logística
La maternidad y la paternidad son fundamentalmente amor y logística. Y es importante que la
logística no nos pueda. Por eso, entre otras cosas, es fundamental la red de amor y apoyo,
porque solos no llegamos. Al menos no llegamos bien. Con la maternidad y paternidad perdemos
mucha capacidad de improvisación, de espontaneidad, pero es importante no caer presos de los
horarios, los tiempos y los miedos. Siendo padres, planificar es imprescindible, pero el amor y el
alma tienen tiempos propios que no coinciden con el reloj. Y esos tiempos han de tener cabida en
nuestro día a día, aunque cambien los horarios planificados, porque son los que configuran el
alma de nuestros hijos.
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Ser segundo en tu propia vida es parte de la maternidad, pero no desaparecer en la vida de
tus hijos. Si no conservamos una identidad individual, más allá de la pareja, más allá de ser
madres o padres, acabaremos destruyendo parte de nuestro ser y haciéndoles pagar el precio de
ese dolor a nuestros hijos.
Las normas que imponemos a nuestros hijos son uno de nuestros primeros mensajes de
coherencia personal hacia ellos. Han de ser normas en las que creamos y que nosotros
cumplamos y vivamos en nuestra vida, normas elegidas con nuestros hijos y mantenidas en el
tiempo, independientemente de lo que el entorno piense sobre ellas.
Uno de los aprendizajes que más cuestan es comprender nuestras limitaciones, aceptar
nuestros errores y perdonarnos por ellos. Comprender que sí o sí, en algún momento vamos a
dañar a nuestros hijos y poder vivir con ello. Es imposible hacerlo bien todos los días, lo
importante es intentarlo y reconocer esos errores cuando llegan. No culparse por ellos, sino
hacerse responsable de ellos, intentar mejorar cada día, aprender aquello que nuestros hijos nos
brindan la oportunidad de aprender. Y valorar que, aunque consiguiéramos ser perfectos, también
haríamos daño a nuestros hijos porque les daríamos un referente de perfección imposible de
alcanzar para ellos.
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3.
Cuando escribo este libro han pasado casi tres años desde que mi hijo me
convirtió en madre. Y sin embargo, he descubierto que sólo hace unos meses me
“siento” su madre y comprendo lo que eso significa en mi vida.
Comienzo este tercer y último capítulo de este libro con un texto que escribí en
octubre de 2009 y que describe la esencia de mi paso de “saberme” madre a
“sentirme” madre:
“El primer año con José estaba tan ocupada en cuidarle, en hacerlo bien,
en ser una buena madre, o mejor dicho, lo que yo había decidido que era
ser una buena madre, que me olvidé de vivir simplemente, de ser su madre.
No le dejé entrar dentro de mí, a mi alma, hasta me enfadé con él por
obligarme a cambiar mi vida, a cuestionarme como persona, a ver mi
imperfección, mi limitación, mi fragilidad y mi impotencia. Después,
cuando las cosas se tranquilizaron, la logística ya no se me apoderaba y,
sobre todo, cuando José pasó a ser José, y le conocí hasta el detalle, sus
guiños, su risa, sus gustos… todo, me relajé y el segundo año ha sido
mucho más plácido, pero sólo ahora me sé y me siento su madre… el
cambio de alma que supone ser madre…”.
75
Contrariamente a lo que mucha gente cree que el amor más incondicional es el
nuestro como madres hacia ellos, yo siento que el primer amor incondicional es el
que mi hijo me tiene. Él me acepta como soy, me quiere con todo su ser, me
perdona los errores y al día siguiente, al minuto siguiente, los ha olvidado.
Sentirme madre no es una cosa más que he hecho en la vida, es cambiar de
vida, es cerrar el capítulo que fue mi vida mientras fui yo sola, para empezar el
capítulo del resto de mi vida, donde soy ya un plural, esté o no conmigo José, esté o
no presente. Te conjugas inexorablemente en plural.
Sentirme madre me da la fuerza para ser mejor persona, para sanar, para
seguir cuando siento que ya no puedo más. Y esa fuerza no la obtengo de
mí sino de ti, de tu amor, y ése es un alimento que me acompaña cada
segundo de mi vida.
Porque los niños son el mejor y el peor de los espejos, sacan lo mejor y lo peor
de nosotros y hay que estar dispuesto a mirar ese espejo y aceptar lo que vemos.
Estamos muy acostumbrados a pensar que nuestros hijos se miran en nosotros,
76
aunque no estoy muy segura de que sepamos lo importante que es nuestro papel en
ese sentido. Ellos construyen un relato de vida basado en lo que nosotros les
contamos sobre ellos mismos. Somos como un espejo en el que se miran, y lo que
saben de ellos es lo que ven en ese espejo. De este modo, vamos configurando su
forma de mirar el mundo y dejando huella en su relato interior sobre quiénes son y
lo que pueden esperar del mundo.
Pero no nos paramos a pensar que en nuestro caso pasa lo mismo. Nuestro
relato de vida desde que somos padres se construye con lo que ellos nos muestran
de nosotros mismos, con ese espejo en el que nos obligan a mirarnos. Creer que
somos nosotros los que encauzamos su crecimiento, en vez de entender que ser
madre o padre no es sino cambiar tu vida para caminar de la mano de esa personita
pequeña e indefensa. Esas personas, nuestros hijos, que guardan dentro de sí todos
los tesoros de nuestro interior, tesoros que a menudo ni siquiera conocíamos. Y
también nuestras vergüenzas, esas que hemos pasado una vida negando o
despreciando y que, junto a nuestros hijos, vuelven como fantasmas potentes y ya
innegables.
77
acompasarse a su ritmo. Existe un tiempo de las caricias, ahora lo sé, y
quiero vivir contigo en él.
78
1. Querer ser mejor persona
Mi hijo ha hecho que quiera ser mejor persona, que quiera sanar heridas que
llevaba muy dentro y con las que me había acostumbrado a vivir. La resignación es
una palabra que no cabe en mi vocabulario de madre. No puedo resignarme ante su
dolor, ni ante mis errores.
Creo que el primer aprendizaje que necesité para dar ese paso fue aprender a
perdonarme a mí misma. Al principio, estaba tan obsesionada con hacerlo bien que
no me perdonaba los fallos. Era como si mi hijo me hubiera obligado a mirar un
espejo donde se veía la mejor y la peor de mis caras, de mis rostros, como si
hubiera sacado lo mejor y lo peor de mí. Y al principio cada vez que me
equivocaba, porque me enfadaba de más, porque gritaba, porque no había sabido
interpretar las necesidades de José, porque había sido impaciente… cada vez que
ocurría todo eso, y sobre todo, cada vez que sentía que podía haber hecho daño a
José, me sentía mala persona, la peor de las personas. Sin embargo es imposible no
equivocarse, los fallos llegan siempre, seguro, y por muy mal que me acostara, por
mucho que me atormentara, al día siguiente tenía que levantarme y volver a ser
madre.
79
mostrarle mi debilidad, también me mostraba humana, vulnerable y capaz de vivir a
la intemperie, de perdonarme y volverme a levantar. De ahí también mi norma de
llorar delante de José cuando lo necesito.
Mucha gente cree que el perdón es un elemento importante de las relaciones
entre padres e hijos para resolver los problemas que van surgiendo. Desde luego lo
es, pero creo que hay un perdón previo: el que los padres debemos darnos a
nosotros mismos. Esa mirada compasiva, tierna y profunda desde la que también
podamos mirar a nuestros hijos.
Al fin comprendí que si no era capaz de sentir algo de compasión por mí,
no podría sortear la culpa para llegar al amor que siento por ti y para
mirarme a ese espejo que son tus ojos.
80
de perdonarme una vez que he hecho determinadas cosas ya no es mía, es de José.
Hay veces que cuando le pido perdón a José, me perdona enseguida y hay otras
veces que tarda algo más, aunque yo siempre pienso que ojala tuviera yo su
generosidad, porque nunca tarda más de cinco minutos. Asumir que la gente tiene
derecho a perdonar y a no perdonar empieza asumiendo que mi hijo pueda no
perdonarme algún día. Del mismo modo perdonar no significa olvidar, José puede
recordar las cosas buenas y las cosas no tan buenas que le he hecho.
No espero que olvides mis errores, sino que los perdones, porque así
aprenderás tanto de ellos como de mis aciertos.
Algunas cosas que José me ha enseñado sobre perdonar y ser perdonada son:
• Perdonar y pedir perdón son formas de manifestar mi amor.
• Perdonar es también una forma de reconocer mi necesidad del otro.
• Pedir perdón es una forma de mostrarme humana y vulnerable y como tal, real. Y
hacerlo sin agresividad ninguna.
• Pedirle perdón y perdonarle es una forma de ganar autoridad sobre José. Ser capaz
de reconocer mis errores, disculparme e intentar cambiar me convierte en el tipo
de referente de vida que yo quiero para José, y él así lo recibe.
• Pedirle perdón y perdonarle es la única forma coherente que conozco de enseñarle a
pedir perdón.
Cuando dejé que entraras en mi alma, José, que me conocieras con todas
mis debilidades y con todas mis fortalezas, fue cuando pude perdonarme,
cuando empecé a darme cuenta de que no se trataba de “ser perfecta” sino
de caminar juntos, de que no tuvieras nunca la mínima duda de mi amor
por ti. El resto lo hemos ido construyendo juntos.
81
2. Honrar lo que fui
Una parte esencial de ese mirarse en el espejo fue mi pasado, mi propia vida. Mi
hijo me hizo ver no sólo lo que soy sino lo que quería haber sido, lo que pude haber
sido, y lo que soy capaz de ser. Me dio una fuerza añadida, un empuje para ser la
persona que quiero ser, pero también me permitió mirar a mi pasado, a mi familia,
mi universo. Es esta frase típica de: “No entenderás a tus padres hasta que seas
padre”.
Por eso es importante honrar nuestra propia vida y la de nuestros padres.
Reconocerse en esos vínculos verticales de los que hablaba al comienzo del libro,
los padres y los hijos, esos que nos configuran, nos crean como personas, nos hacen
ser quienes somos. Esas personas que, cuando las perdemos, da igual lo mayores
que seamos, sentimos un vacío que es irremplazable. Los demás vínculos son
compañeros de camino, más o menos cercanos, pero los padres y los hijos nos
anclan a la vida.
Y por eso en mi hijo reencuentro a mis padres, me vuelvo a ver junto a ellos.
Honrarles fue parte de “sentirme” madre, comprender su amor, su dolor, su
esfuerzo, pero no desde el deber o la razón o la moral, sino desde mis tripas.
Comprender su agotamiento desde el mío, su rabia desde la mía, su amor desde el
que yo siento. Honrar quien fui y honrar quien soy pasa por honrar a mis padres y a
mi hijo.
Honrar no significa idealizar ni reverenciar ni adoptar esa actitud de “Los
tiempos pasados fueron mejores”. Significa saber mirar, saber reconocer, dedicarles
tiempo, y agradecer lo recibido.
Nunca miré a mis padres con tanta compasión como ahora. Y no hablo de la
compasión en el mal sentido de la palabra, sino en el bueno. La compasión de quien
siente lo que siente el otro, de quien lo comprende con todas sus aristas, sutilezas, y
matices que tiene. Como decían los personajes de la película Canción de cuna:
“saber mirar es saber amar” y como madre, mi mirada hacia mis padres es
diferente.
Este tiempo he pensando a menudo en juicios que hice cuando era joven sobre
lo que deberían haber o no haber hecho mis padres. En ese tiempo en que veía la
vida diáfana, sin aristas, sin dudas. Luego la vida pone las cosas en su sitio, y
82
algunas de esas certezas, unas poquitas, se vuelven si cabe más diáfanas, pero el
resto de la vida se vuelve compleja, sutil, difícil, cruel y hermosa al mismo tiempo.
Y se me hace muy difícil enjuiciar nada ni a nadie, y muy fácil comprender cómo
las personas pueden llegar a hacer algunas cosas.
Recuerdo a tu abuela, que siempre se quedaba despierta hasta muy tarde, y
luego le costaba mucho levantarse, y yo siempre le decía “Pero mamá, ¿por qué te
quedas despierta hasta tan tarde?”. Y ella me decía que era el único momento del
día en que la casa era para ella, en que podía descansar de verdad. Ahora cuando
te acuesto y me quedo despierta, aunque esté muy cansada, siempre apuro esas
dos o tres horas para disfrutar mi tiempo, nuestra casa y esa tranquilidad que da
el escucharte dormir, igual que hacía ella.
Son pequeñas cosas, o grandes cosas, pero son cosas que comprendí al vivirlas,
que comprendí sin palabras, que me digo a mí misma “Ahora lo entiendo”. Y mis
padres no cambian, son los mismos que fueron, es mi forma de mirarlos la que
cambia, y ese nuevo mirar me lo ha dado mi hijo.
83
3. Sentir de otra forma
Trabajo desde hace doce años como psicóloga especializada en temas del
desarrollo afectivo de los niños y de prevención de la violencia contra ellos. Durante
estos años, especialmente cuando he estado trabajando para la sensibilización contra
el castigo físico y psicológico a los niños, siempre había una pregunta que se repetía
una y otra vez: “¿Pero tú eres madre?”. Cuando contestaba “No”, podía ver las
caras y los gestos de la gente, ese mensaje de “entonces no sabes lo que dices, no
sabes de lo que hablas, es fácil hablar desde fuera”. Lo podía sentir, además de
escucharlo reiteradamente.
Ahora soy madre. Y ahora la pregunta ha cambiado, y además tiene un cierto
tono de reto. Es algo así como “Y ahora que eres madre, ¿qué? ¿Sigues pensando lo
mismo?”. Y la mejor respuesta que he logrado encontrar es que no me he tenido
que desdecir de nada de lo que dije. De hecho, algunas de las posturas las podría
defender ahora incluso con mayor convencimiento fruto de la vivencia. Pero lo que
ha cambiado es mi forma de decir las cosas. Porque es otra forma de sentir. Es
como cuando pierdes alguien que amas, hay un dolor que cuando lo has vivido no te
lo tienen que explicar, lo conoces, es algo tan íntimo que resulta casi imposible
explicarlo.
Hace poco escribí un texto sobre esto a mis amigos, lo llamé precisamente “Otra
forma de sentir”:
84
que hasta ahora no había sentido tan claro. Dije: ‘Que aprendan a
perdonarse a sí mismos’. Porque siendo padre o madre te vas a equivocar
sí o sí, y es importante poder levantarse de nuevo, y poder mirarse al
espejo y perdonarse para seguir siendo madre o padre, sólo que algo más
humilde y algo más sabio. En mi trabajo veo padres abrumados,
sobrepasados, que a veces se sienten solos, que no saben cómo manejar las
situaciones. Lo que veo en mi trabajo no es tan diferente de lo que he visto
en mi espejo varias noches.
Y la segunda cosa que quiero compartir fue cómo estructuré la
conferencia, que era sobre el tema de castigo físico. La llamé ‘Los
aprendizajes que valen una vida’ y eran tres: aprender a amar y a ser
amado, aprender a educar a alguien a quien amamos, y aprender a vivir
desde la piel. Es otro modo de decir: amor, autoridad y coherencia. Aún no
sé muy bien cuánto del mensaje cambia, ni de mi trabajo, pero sé que es
diferente. Y es mi forma de decirlo como madre”.
85
4. Resituarme en mi entorno
Y miré de nuevo también mi entorno. Mucha gente dice que uno pierde contacto
con sus amigos y con su gente cuando es madre o padre. Una vez más, creo que es
una cuestión de elección. De elección y a veces mucho agotamiento. Es cierto que
el tiempo ya no lleva mi ritmo, sino el suyo, y eso imprime unos ritmos distintos,
unas limitaciones que antes no tenía, pero creo que el cambio hacia nuestra gente
querida es más sutil pero más profundo también.
Nosotros salimos, viajamos, pasamos tardes con los amigos. En mis tardes de
canguro salgo sola y recupero, como contaba en el capítulo anterior, mi espacio de
privacidad, salgo a bailar o a cenar o ese tipo de cosas que José todavía es pequeño
para hacer o que sencillamente quiero hacer sin él. ¡Qué importante fue para mí
darme permiso para esta formulación! Para reconocer que no quiero hacer todo con
mi hijo, que no quiero estar todo el día con mi hijo ni pegada a él, que los espacios
propios me son tan necesarios como los espacios con mi pareja o los espacios con
él.
Pero eso supone una criba clara en mi vida, porque no a todo el mundo le
gustan los niños, ni todo el mundo quiere a mi hijo. Y ese cambio sí que es
profundo. Me fui dando cuenta de que cada vez me apetece estar más con la gente
a la que mi hijo quiere, porque se siente querido por ellos. No se trata de que tengan
niños o no, no es que empezara a salir con familias que tienen niños. La criba es
pasar nuestro tiempo con la gente que nos quiere, no que me quiere a mí. Y ésa es
una gran criba. Cuando la hice consciente, me di cuenta de que ahora hay un filtro
en mi corazón del que no puedo ni quiero ya deshacerme.
Y este proceso puede ser muy duro porque, aunque no ha sido mi caso, puede
afectar directamente a nuestra familia, o a nuestros amigos más cercanos. Personas
que al verles comportarse mal o indiferentes con nuestros hijos nos muestran una
86
cara de ellos que de ningún otro modo hubiéramos conocido y que nos hace
imposible la intimidad, al menos en mi caso.
Y ése es el verdadero cambio con la gente que quiero. Hay gente sin hijos a la
que sigo viendo más si cabe que nunca porque nos adoran y la idea de pasar un
tiempo con José les parece fantástica. Independientemente de que también haya
tiempo para estar y hablar sin él, porque combinar ambos espacios es imprescindible
para mantener una relación siendo madre. No hay cosa más pesada que dos madres
juntas que no paramos de hablar de nuestros hijos, y somos incapaces de hablar de
otra cosa. Mantener un espacio para encontrarte con el otro como yo, como Pepa,
no como madre, es esencial.
Pero lo curioso del tema es que para llegar a ese espacio algo en mis tripas deja
muy claro que tiene que venir precedido del amor a José, del juego con él, de su
aceptación. Y da igual que sea una pareja, una amiga o mi familia. Mi hijo es parte
de mi alma y quien no lo integre como tal, marca una distancia de la que es muy
difícil volver.
Y luego él establece también sus propios afectos, que son diferentes a los míos,
y que he de integrar en mi vida. Y ése es el otro gran cambio con tu gente querida.
Incorporé a sus amigos, y a los padres de sus amigos, no sólo a los míos, y de entre
tu gente, él hace su propia selección y puede establecer una conexión muy fuerte
con alguien con quien yo no tenía tanta intimidad. Pero acabas teniéndola, porque
ver cómo trata a mi hijo esa persona me desarma. Y sé que si él lo o la quiere es
porque hay algo limpio y bueno en esa persona.
De entre mis amigos, los hay que han acabado siendo tus amigos también,
incluso parte de nuestra “familia de dos y muchos más”, y los hay que
siguen siendo mis amigos pero que no logran establecer un vínculo
especialmente fuerte contigo. Porque una cosa es amarte y otra cosa es
lograr crear una relación contigo. Eso ya es un tema de dos, y hay que
aceptar la criba que tú también estableces.
Cariño, mi universo ya no es mío, es nuestro. La gente que amo, las
amamos, el ocio ya no es sólo mío, sino también el tuyo, mi familia ya no
es sólo mía, sino que son tus tíos y tus primos tanto como mis hermanos y
mis sobrinos. Mi vida ya no es mía, es un mundo de dos, y esa otra
personita, tú, cariño, tienes derecho a incluir tus propias reglas en ese
87
mundo de afectos.
[1]. Es importante para mí recordar en este punto esta cita que me ha guiado en este tiempo:”Hay un tiempo
para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: Un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un
tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar, un tiempo para herir y un tiempo para curar, un tiempo
para llorar y un tiempo para reír...” Eclesiastés 3, 1-8.
88
Epílogo:
reverenciar la vida
Corazón, sé que nuestro camino no ha hecho más que empezar. Este libro
es apenas el primer renglón de nuestra historia. Sé que dentro de unos
años, releeré este libro contigo y habrá mil cosas que quiera añadir,
incluso cambiar, sé que me queda un mundo por descubrir sobre todo en lo
que toca a mi alma, y sé que sólo puedo hacerlo de tu mano. Por eso
quiero acabar este libro honrando el mayor de mis regalos: el tiempo que
he vivido contigo y el que me queda por vivir junto a ti, con el privilegio
de verte crecer.
89
controlar.
Pero ahora veo la vida como te veo cuando duermes, algo tan frágil y tan
bello que tiene valor por sí mismo, y que podré vivir sólo si soy capaz de
acompasar mi respiración a la tuya, tocar tu piel con mi piel, acurrucarme
para que mi cuerpo se acople a tu cuerpecito. Cuando estoy ahí, tumbada
a tu lado, respirando los dos al mismo tiempo, casi dormida, es cuando
soy consciente plenamente de la vida.
José, tú me has confrontado con mi cuerpo y mi memoria, con la forma en
que quiero vivir y que me está llevando a vivir desde mi piel. Los pequeños
dolores no honrados, dolores a los que nunca di el tiempo ni las caricias
suficientes para ser curados y que ahora, cuando tú los tocas como mi
hijo, me haces mirarme al espejo de mi debilidad, mi miedo, mi alegría y
mi amor, entre otros, reverenciando ahora sí, por fin, mi vida. También
esto lo he recibido de ti.
Quiero acabar estas páginas con dos textos. El primero lo escribí la navidad
pasada y dice así:
El amor vence
Déjame que te cuente lo que cabe en ese “nosotros” que va más allá de la
suma de un “tú” y un “yo”:
Cabe y persiste la confabulación divina.
Cabe el amor de los abuelos, nuestros ángeles, ese amor imperfecto pero
palpable y envolvente en el que aprendí a amar y te amo.
Caben mi necesidad de ser madre y la tuya de ser hijo,
los caminos que nos llevaron a abrazarnos, tejidos de ausencias, dolores,
generosidad y vértigo, y una última opción radical: elegirnos.
Cabe esa red de amor que sostiene nuestra familia de dos y muchos más,
sin la que yo no podría criarte, ni tú crecer.
Caben los miedos que se fueron y las preguntas que están por llegar.
Caben mis tripas, ésas desde las que te pido perdón,
porque al mirarme en el espejo de tus ojos, necesito ser mejor persona
90
cada día.
Caben las hojas de los árboles, la nieve en nuestro parque, los caramelos
del barrio y los globos con nombres de tus amigos de clase.
Caben tu risa, tus cosquillas y tu baile, que me bendicen a diario.
No sabía que este “nosotros” fuera a crear un nuevo yo, pero es que, si lo
eliges, el amor siempre vence, hijo mío.
Pepa, Navidad 2009
El segundo, es el relato a mis amigos de algo que sucedió hace unos días y que para
mí fue un momento que guardo en el alma y refleja lo que he tratado de contar en este
libro:
Aprendizajes a compartir
Sentirse madre
91
diferentes.
Impotencia y fragilidad
Proteger a nuestros hijos de cualquier daño es uno de los mayores deseos de cualquier madre
o padre. Pero hemos de convivir con la certeza de que eso es imposible y eso nos hace
conscientes de nuestra impotencia y nuestra fragilidad como nunca lo fuimos antes. Ser madre o
ser padre te obliga a vivir a la intemperie, por muchas corazas, precauciones y burbujas que
queramos construir a nuestro alrededor. Porque nosotros caminamos con ellos, pero no por ellos,
y ni podemos evitarles el daño a ellos ni el dolor que ese daño nos causa a nosotros.
92
Perdonarnos a nosotros mismos
Caer y levantarse. De nuevo, caer y otra vez levantarse. Eso es también amar a nuestros
hijos. Asumir nuestra debilidad, nuestra impotencia y poder mirarnos al espejo con ella.
Perdonarnos por el daño que hacemos a nuestros hijos, no en el sentido de excusarnos, sino de
aceptarnos como personas capaces de amar y de hacer daño, todo junto, todo en una misma
moneda. Si nos culpamos y nos despreciamos, nos alejamos de nuestros hijos, les abandonamos
dentro de nuestro propio dolor.
Afectos diferentes
Igual que nuestros hijos nos cambian como personas, también cambian nuestra forma de
relacionarnos con nuestros seres queridos. Aprendemos a aceptar a nuestras familias y nuestros
amigos como son, y a agradecerles el amor recibido, porque sin ese amor no podríamos criar a
nuestros hijos ni sabríamos amarles. Sólo ama quien ha sido amado y nuestros hijos nos hacen
más conscientes que nunca del amor recibido.
Reverenciar la vida
El misterio de la maternidad y paternidad, ese proceso que saca lo mejor y lo peor de
nosotros mismos, que nos transforma, que nos empuja y nos da paz al mismo tiempo nos lleva al
silencio, a la compasión y al escalofrío todo en uno. La belleza, la fragilidad y la crueldad
entrelazadas en la vida nunca se perciben tan bien como siendo madre o padre. Nunca eres más
consciente de lo efímero de la vida y lo rápido que pasa el tiempo, sobre todo si no has sabido
llenarlo de vida.
93
La víctima no es
culpable
Olga Castanyer
Pepa Horno
Antonio Escudero
Inés Monjas
ISBN: 978-84-330-2333-9
La decisión correcta
El aprendizaje de
valores morales en la
toma de decisiones
94
ISBN: 978-84-330-2440-4
Programa Taldeka
Para la convivencia
escolar
Luis de la Herrán
Gascón
ISBN: 978-84-330-2441-1
95
Este programa de convivencia escolar pretende ser un material de referencia flexible
y adaptable a la realidad de cada centro educativo. El Taldeka (agrupados) de Luis
de la Herrán Gascón, es un programa integrador e integral. Las familias, el
profesorado y el personal no docente son parte indispensable para propiciar una
convivencia escolar en armonía.
El diálogo, la comunicación efectiva, la participación democrática, el aprendizaje
experiencial y la inteligencia emocional son los valores que soportan las actividades
y experiencias que proponemos. Desde las herramientas que nos ofrece la gestión
alternativa de conflictos, como la mediación, el world café o los diálogos
apreciativos, se presentan actividades creativas de prevención e intervención en
conflictos, algunas tan arriesgadas como efectivas.
Los cuestionarios Taldeka de evaluación nos ayudarán a conocer, antes y después
de la puesta en marcha de las actividades, la opinión de los protagonistas sobre la
situación actual de cada centro. El profesorado encontrará en este libro ideas
sugerentes, el alumnado actividades que mejorarán sus lazos de unión, las familias
propuestas innovadoras; y el personal no docente y de servicios, su voz y su voto
en la convivencia escolar hasta ahora negada.
96
Aprender a ser
Directora de la colección: Pepa Castro
97
Educando en valores a través de “ciencia, tecnología y sociedad”, por
Roberto Méndez Stingl y Àlbar Álvarez Revilla
La escuela de la ciudadanía. Educación, ética y política, por Fernando
Bárcena, Fernando Gil y Gonzalo Jover
El diálogo. Procedimiento para la educación en valores, por Ginés Navarro
Inteligencia moral, por Vicent Gozálvez
Historia de la educación en valores. Volumen I, por Conrad Vilanou, Eulàlia
Collelldemont (Coords.)
La herencia de Aristóteles y Kant en la educación moral, por Ana María
Salmerón Castro
La educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil.
(Análisis comparado de las propuestas administrativas y formación del
profesorado), por Fernando Gil Cantero
Aprender a ser personas y a convivir: un programa para secundaria, por Mª
Victoria Trianes Torres y Carmen Fernández-Figarés Morales
Educación integral. Una educación holística para el siglo xxi. Tomo I, por
Rafael Yus Ramos
Racismo en tiempos de globalización: una propuesta desde la educación
moral, por Enric Prats
Historia de la educación en valores. Volumen II, por Conrad Vilanou,
Eulàlia Collelldemont (Coords.)
Educar en la sociedad de la información, por Manuel Area Moreira
(Coord.)
Educarción para la tolerancia. Programa de prevención de conductas
agresivas y violentas en el aula, por Ángel Latorre Latorre y
Encarnación Muñoz Grau
El niño y sus valores. Algunas orientaciones para padres, maestros y
educadores, por Carme Travé i Ferrer
El libro de las virtudes de siempre. Ética para profesores, por Ramiro
Marques
Construir los valores. Currículum con aprendizaje cooperativo, por Mª
Pilar Vinuesa
98
Formación ética básica para docentes de secundaria. Propuestas didácticas,
por Gustavo Schujman
La educación intercultural ante los retos del siglo xxi, por Marta Sabariego
Puig
La mediación: un reto para el futuro. Actualización y prospectiva, por Juan
José Sarrado Soldevila y Marta Ferrer Ventura
La convivencia en los centros de secundaria. Estrategias para abordar el
conflicto, por Miquel Martínez Martín y Amèlia Tey Teijón (Coords.)
Mi querida educación en valores. Cartas entre docentes e investigadores,
por Francisco Esteban Bara (Coord.)
Cómo orientar hacia la construcción del proyecto profesional. Autonomía
individual, sistema de valores e identidad laboral de los jóvenes, por
María Luisa Rodríguez Moreno
Jóvenes entre culturas. La construcción de la identidad en contextos
multiculturales, por Mª. Inés Massot Lafon
Estrategias para filosofar en el aula. Relatos breves para la reflexión, por
Isabel Agüera Espejo-Saavedra
La dimensión moral en la educación, por Larry P. Nucci
Excelentes profesionales y comprometidos ciudadanos. Un cambio de
mirada desde la universidad, por Francisco Esteban Bara
La familia, un valor cultural. Tradiciones y educación en valores
democráticos, por María del Pilar Zeledón Ruiz y María Rosa Buxarrais
Estrada (Coords.)
Cultura de paz. Fundamentos y claves educativas, por José Tuvilla Rayo
Pantallas, juegos y educación. La alfabetización digital en la escuela, por
Begoña Gros (Coord.)
Conflictos, tutoría y construcción democrática de las normas, por Mª Luz
Lorenzo
Mensajes a padres. Los hijos como valor, por Isabel Agüera
Educar con “co-razón”, por José María Toro
¡Quiero chuches! Los 9 hábitos que causan la obesidad infantil, por Isaac
Amigo y
99
José Errasti
Convivir en Paz: La metodología apreciativa. Aproximación a una
herramienta para la transformación creativa de la convivencia en
Centros Educativos, por Salvador Auberbi
La educación ética en la familia, por Rafaela García López, Cruz Pérez
Pérez y Juan Escámez Sánchez
El poder de las palabras. El uso de la PNL para mejorar la comunicación,
el aprendizaje y la conducta, por Terry Mahony
Camino hacia la madurez personal, por Mª Ángeles Almacellas
Enseñar competencias sobre la religión. Hacía un currículo de Religión por
competencias, por Rafael Artacho López
La educación de calle. Trabajo socioeducativo en medio abierto, por Jesús
D. Fernández Solís y Andrés G. Castillo Sanz
El valor pedagógico del humor en la educación social, por Jesús D.
Fernández Solís y Juan García Cerrada
Programa Taldeka para la convivencia escolar, por Luis de la Herrán
Gascón
La decisión correcta. El aprendizaje de valores morales en la toma de
decisiones, por Marta López-Jurado Puig
Enseñar a los hijos a convivir. Guía práctica para dinamizar escuelas de
padres y abuelos, por Manuel Segura y Juani Mesa
Ser madre, saberse madre, sentirse madre, por Pepa Horno Goicoechea
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Índice
Créditos 2
Dedicatoria 3
PRÓLOGO por Rosa Regás 4
INTRODUCCIÓN 7
1. SER MADRE O LA HISTORIA DE UN PORQUÉ 10
1. La historia de un porqué 11
2. Crear un espacio de vida 17
3. Mi “embarazo” 23
2. SABERSE MADRE O EL VÉRTIGO DE LA REALIDAD 35
1. El vértigo de la realidad 36
2. Hacer visible nuestra familia 41
3. A solas con la logística 45
4. El valor de las rutinas 48
5. El lenguaje de los sentimientos 52
6. Algunas normas que elegí 56
7. Los lunes de canguro 63
8. La primera fiebre de cuarenta y uno 65
9. “Mamá, ¿y mi papá?”: explicarle nuestra historia 67
10. Ser perfecta, hacer de madre 71
3. SENTIRSE MADRE O LOS TIEMPOS DEL ALMA 75
1. Querer ser mejor persona 79
2. Honrar lo que fui 82
3. Sentir de otra forma 84
4. Resituarme en mi entorno 86
EPÍLOGO: Reverenciar la vida 89
Otros libros 94
Aprender a ser. Directora de la colección: Pepa Castro 97
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