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Antologia JC FONCA 2019

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Forro Antología 2019 SP.

pdf 1 18/10/19 11:27

SOLAPA 4ta DE FORROS LOMO 1ra DE FORROS SOLAPA

Andrés Camacho
Esteban Castorena
Atenea Cruz
Dahlia de la Cerda
Darío Islas
Jaime He

ANTOLOGÍA
Libertad Pantoja

de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas


Olivia Teroba
Mariana Brito Olvera
Roberto Culebro
Melissa Hernández Navarro

DE LETRAS, DRAMATURGIA, Tania Tagle


Alfredo Carrera

Jóvenes Creadores del Fonca, Generación 2018-2019


Pamela Flores
GUION CINEMATOGRÁFICO Marta Núñez Puerto
César Tejeda

Y LENGUAS INDÍGENAS Luis Backer


Saúl Valdez

Jóvenes Creadores
Jimena Zermeño
Alejandro Albarrán Polanco
Emiliano Álvarez

del FONCA Moriana Delgado


Elisa Díaz Castelo
Diana Garza Islas
Generación 2018 - 2019 José Luis Rico
Azul Ramos
Juventino Gutiérrez
Cruz Alejandra
Hubert Matiúwàa

ANTOLOGÍA
Arturo González Villaseñor
Alejandro Iglesias Mendizábal
Astrid Rondero
Rodrigo Ruiz Patterson
Arturo Tornero Aceves
Fernanda Tovar Masvidal
Juan Manuel Zúñiga
Juan Cabello
Dorte Jansen
Eleonora Luna

SEGUNDO PERIODO
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Antología de letras, dramaturgia,
guion cinematográfico y lenguas indígenas

JÓVENES CREADORES
2018-2019
SEGUNDO PERIODO

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Antología de letras, dramaturgia,
guion cinematográfico y lenguas indígenas

JÓVENES CREADORES
2018-2019
SEGUNDO PERIODO

Con comentarios de:


Brenda Lozano
Amelia Suárez Arriaga
José Israel Carranza
Francisco Prieto
Hernán Bravo Varela
Myriam Moscona
Manuel Espinosa Sainos
Martín Rodríguez Arellano
Lucía Carreras
Ernesto Contreras
Conchi León

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Secretaría de Cultura

Alejandra Frausto Guerrero


Secretaria

Natalia Toledo
Subsecretaria de Diversidad Cultural

Marina Núñez Bespalova


Subsecretaria de Desarrollo Cultural

Omar Monroy
Titular de la Unidad de Administración y Finanzas

Antonio Martínez
Enlace de Comunicación Social y Vocero

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Adriana Konzevik Cabib


Secretaria Ejecutiva

Erick Pérez Velasco


Subdirección de Operación de Estímulos a la Creación

Alejandra Chávez Arroyo


Subdirección de Promoción y Difusión

Saitiela Ruiz López


Coordinación del Programa Jóvenes Creadores

Ana García Vergara


Coordinación del Primer Periodo

Daniel Limón González


Coordinación del Segundo Periodo

Ángel Martínez Vázquez


Diseño Editorial

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Primera edición

© de cada obra (textos): propiedad del autor

D.R. ©2019, de la presente edición:

Secretaría de Cultura
Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
Complejo Cultural Los Pinos, edificio Bicentenario, Parque Lira s/n, Bosque de
Chapultepec 1ra. Secc., Alcaldía Miguel Hidalgo, C.P. 11850, Ciudad de México.

ISBN: 978-607-631-059-5

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción


parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia
o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Secretaría
de Cultura / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Impreso y hecho en México

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Índice

Presentación 9

Cuento
Prólogo de cuento. Brenda Lozano y
Amelia Suárez Arriaga 15
Andrés Camacho. Nadeshiko 18
Esteban Castorena. Palabras y memoria 29
Atenea Cruz. Corazones negros 34
Dahlia de la Cerda. Perejil y Coca cola 43
Darío Islas. Cuatro brazos 49
Jaime He. Rejas 56
Libertad Pantoja. De cadáveres 65
Olivia Teroba. Tres piezas 69

Ensayo creativo
Por cuenta propia. José Israel Carranza 79
Mariana Brito Olvera Nuestras
casas ajenas. (Fragmentos) 82
Roberto Culebro. Objetos sobre una
mesa blanca. (Fragmento) 87
Melissa Hernández Navarro. Notas que
escribo durante una larga conversación
telefónica con mi madre 92
Tania Tagle. Primera parte: Monstrat
futurum monet voluntatem deorum 98

Novela
Prólogo de novela. Francisco Prieto 105
Alfredo Carrera. El libro auténtico 109
Pamela Flores. Proyecto: Memorial.
(Fragmento) 119
Marta Núñez Puerto. El Olivino 126
César Tejeda. Escaramuza (Capítulos II y VI) 136
Luis Backer. La cabeza de Lenin 146
Saúl Valdez. Kid Maya 154
Jimena Zermeño. No soy Kafka 163

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Poesía
Prólogo de poesía. Myriam Moscona y
Hernán Bravo Varela 173
Alejandro Albarrán Polanco. Cumbias metafísicas 177
Emiliano Álvarez. Incendio 183
Moriana Delgado. Flores bajo la cama 190
Elisa Díaz Castelo. Proyecto Manhattan 197
Diana Garza Islas. No se trata de semáforos 203
José Luis Rico. Ave del paraíso, 1932 213
Azul Ramos. Inventario de lo vulnerable 220

Lenguas indígenas
Prólogo de letras en lenguas indígenas.
Manuel Espinosa Sainos y Martín
Rodríguez Arellano 227
Juventino Gutiérrez 230
Cruz Alejandra. Xtalakapastakni’
Akgsawat/Las memorias del cántaro 241
Hubert Matiúwàa. El último xtá ridá 254

Guion cinematográfico
Prólogo de guion cinematográfico.
Lucía Carreras y Ernesto Contreras 267
Arturo González Villaseñor. Escandinavia 270
Alejandro Iglesias Mendizábal. Estudio
para personaje hueco. (Fragmento) 281
Astrid Rondero. Sujo, bajo el nombre de un caballo 296
Rodrigo Ruiz Patterson. El impostor 310
Arturo Tornero Aceves. SPES 324
Fernanda Tovar Masvidal. La mancha 331
Juan Manuel Zúñiga. Mongo 339

Dramaturgia
Prólogo de dramaturgia. Conchi León 349
Juan Cabello. El equilibrio de las nubes 352
(Fragmento)
Dorte Jansen. Gerd Loco: backstage
de un maníaco permanente 363
Eleonora Luna. La escritura como
juego/Pájaros de enormes alas 377

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Presentación

Escribir es un proceso sumamente complejo que va más allá


de un instante de inspiración en el que afloran emociones e
ideas; involucra sensaciones y elementos estéticos, pero so-
bre todo implica disciplina, conocimiento, rigor, crítica, ofi-
cio. Dar vida a una obra implica contar con mucho más que
un proyecto y su buena ejecución. Lo sabe quien ha tenido la
oportunidad de experimentarlo, y ése es el caso de los jóvenes
reunidos en esta antología, que durante un año han escrito los
textos que el lector tiene en sus manos.
Novela, cuento, ensayo, guion cinematográfico, drama-
turgia, poesía y letras en lenguas indígenas son los géneros
elegidos por los 39 becarios de la generación 2018-2019 del
Programa Jóvenes Creadores para transmitir sus ideas, inte-
reses, esperanzas y miedos, así como para dar rienda suelta a
su creatividad e imaginación.
En este compendio ―que es apenas una muestra fragmen-
taria de su talento, sus inteligencias y sus distintas maneras
de afrontar la realidad y la fantasía― encontramos desde
hombres fugitivos, escritores frustrados y boxeadoras retira-
das hasta bulldogs, fantasmas y calaveras alienígenas.
En escenarios mexicanos o del mundo, en algunos ínti-
mos, como un hospital psiquiátrico, una sala de disección y
el propio hogar, los diferentes autores nos regalan propuestas
únicas, personales, que invitan a mirar desde otras perspec-
tivas los temas de siempre, como la búsqueda de la identidad
personal, la enfermedad, la depresión, el suicidio, el abando-
no, la deshumanización, la amistad, la maternidad y la cos-
movisión de los pueblos originarios.

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También se abordan otros temas de profunda y lacerante
actualidad y vigencia, como la normalización de la violencia,
el horror y la barbarie, la desigualdad social y de género, el
drama de la migración, la inconformidad o la tragedia que
viven las familias de los desaparecidos. La desolación y la
esperanza.
Hay también quienes trabajan temas novedosos, genera-
dos a partir de hechos coyunturales, como el alcance que ad-
quiere el incendio de la histórica catedral de Notre Dame o las
reacciones frente al terremoto del 19 de septiembre.
No faltan los acercamientos a temas científicos o históri-
cos, los que se insertan en el género del suspenso y el terror,
ni los atisbos de ironía y el sentido del humor.
Este libro es, en síntesis, una breve pero significativa
muestra de la calidad y potencialidad de quienes están ini-
ciando una trayectoria y que, seguramente y como podemos
palparlo en esta obra, en breve se convertirán en ejemplos de
la nueva creación literaria mexicana.
El Programa Jóvenes Creadores apoya con estímulos eco-
nómicos a personas de entre 18 a 34 años de edad para que
creen obras en el transcurso de un año; reciban asesoría, ta-
lleres y tutorías de artistas reconocidos, y participen en en-
cuentros con los jóvenes creadores de otras disciplinas de la
generación, fomentando la interdisciplina.
Así, se impulsa el proceso creativo y formativo de los ar-
tistas emergentes de nuestro país generando condiciones fa-
vorables para la realización de proyectos originales, significa-
tivos y propositivos. Jóvenes Creadores es una apuesta por el
futuro, no por lo ya consolidado, sino por aquellos que tienen
talento, disciplina y potencial para realizar aportaciones sig-
nificativas a la cultura de México.
A treinta años de su fundación, el Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes (Fonca) celebra a los jóvenes creadores,
reconoce y agradece su labor, tanto como la colaboración de
los jurados y tutores de este programa, muchos de los cuales
en el pasado también han sido beneficiarios del mismo, y
hoy son referentes a nivel nacional e internacional: Bren-
da Lozano, Amelia Suárez Arriaga, José Israel Carranza,
Francisco Prieto, Hernán Bravo Varela, Myriam Moscona,
Manuel Espinosa Sainos, Martín Rodríguez Arellano, Lucía
Carreras, Ernesto Contreras y Conchi León.

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Para festejar sus primeras tres décadas de existencia, el
Fonca apuesta por fortalecer las tareas que le dieron sen-
tido y congruencia, transparentar sus mecanismos de ope-
ración y revitalizar las oportunidades para la creación. De
ahí que, este 2019, por primera vez se lleve a cabo un En-
cuentro de Jóvenes Creadores en la Ciudad de México, en
el que los becarios podrán presentar al público el resultado
de su trabajo con una mayor proyección nacional. Además,
podrán leerse sus textos en publicaciones específicas para
cada uno de los géneros incluidos en la convocatoria, lo
que —esperamos— redundará en una mayor difusión de
su obra entre públicos específicos, fortaleciendo así el cir-
cuito completo de la creación.
Esta antología, conformada por textos seleccionados de
manera conjunta entre becarios y tutores, es, pues, una in-
vitación a conocer lo mejor de las letras de los jóvenes crea-
dores, sus abordajes, intereses y estilos, sus preocupaciones,
obsesiones y ocupaciones.
Esperamos que los lectores queden, como nosotros, sor-
prendidos por la riqueza de la diversidad de sus miradas y
atrapados por sus letras.

Adriana Konzevik

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CUENTO

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Prólogo de cuento

Ahora que la literatura es, por fortuna, una palabra más elás-
tica que antes, las historias que contamos tienen otras narra-
tivas que son lejanas al discurso predominante del cómo se
debe contar, esa estructura canónica, masculina, que no qui-
siéramos llamar eyaculatoria ―aunque, ay, ya lo dijimos―,
de inicio-clímax-desenlace. Hoy hay otras formas de narrar
muy lejanas al famoso knock out de Cortázar, por ejemplo,
desde la escritura contemplativa de Andrés Camacho, que
busca desentrañar el papel de la mujer en la tradición japone-
sa clásica o, en el otro extremo, desde el activismo feminis-
ta radical desde el que Dahlia de la Cerda escribe sobre las
diversas problemáticas de ser mujer en México. También se
escribe desde otras disciplinas, como la ciencia, como vemos
a los personajes de Libertad Pantoja en los laboratorios, lejos
de la literatura libresca, una que se mira el ombligo a sí misma,
en la que hay otras voces, como las de los personajes de bajos
recursos en el trabajo de Darío Islas. Hay formas de rebatir la
narrativa tradicional desde el sentido del humor de Jaime He,
desde la literatura fantástica y feminista de Atenea Cruz; ma-
neras de volverse a replantear la vieja pregunta de cómo contar
algo y responder desde el presente, como Esteban Castorena
hace con los suicidas o Olivia Teroba al preguntarse cómo es
un lugar seguro en un país que ha normalizado la violencia.
En estos cuentos se llega al límite, se vive y se narra desde
los bordes; los personajes habitan en la periferia en el traba-
jo de los becarios de cuento del segundo periodo de Jóvenes
Creadores 2018-2019. Desde una perspectiva aguda, dolorosa,
donde el sentido del humor sale a flote, los cuentos que aquí
se presentan nos conducen por caminos donde los personajes

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CUENTO

deambulan a tientas, enfrentándose a situaciones sorpresi-


vas que los obligan a tomar decisiones radicales, las meno-
res adaptándose a lo “irreal” y las mayores, a la muerte por
mano propia.
En las condiciones más adversas, en todos los persona-
jes germina una fuerza interior que los empuja a sobrevivir
―aunque sea en los últimos momentos―, a sobreponerse a
la espesa oscuridad que parece rodearlos en horas de tensa
calma. Este grupo de talentosos becarios nos muestran, por
medio de sus relatos, un mosaico de la otredad, hallando en el
“otro” una parte ―quizá la más inconfesable― de sí mismos:
la que está aterida, por instantes, en la periferia, para luego
sumergirse en aquello que los asombra, los refleja, los frag-
menta y nos empuja acaso para recordarnos que la literatura
puede ser más elástica de lo que imaginamos.

Brenda Lozano y
Amelia Suárez Arriaga

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Andrés Camacho

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Nadeshiko

Con la introducción del racionalismo occidental,


todos los fantasmas y los aparecidos de las historias antiguas
del Japón han muerto.

Sanyūtei Enchō I

—Desde que vivo aquí no he podido despertar de un sueño,


doctor. Es una historia en la que aparezco tendida sobre el cés-
ped de una colina que está a las afueras de Sakai, en el parque
de Hamadera. Ahí se pueden ver las luces del puerto y la ciu-
dad, pero también resplandece un oscuro espejo de agua en el
que no sólo las construcciones del puerto se deforman, sino
también el cielo y su estela. La noche abanica unas flores de
colores entre las nubes y, aunque breves, se deforman resplan-
decientes sobre el mar, alumbrando y coronando los bosques
de la montaña con fugaces ramilletes de fuego creados por
el estruendo de sus pétalos. Todo es una lenta rotoscopia que
despliega sombras temibles de los árboles, cada proyección
más fúnebre y profunda que la anterior. Pero entre la apertura
y clausura del obturador veo un templo, de esos de los que
el tiempo sobre la montaña se hace cargo, lleno de hermosos
arreglos florales donde brota poesía a través de la orientación
perfecta y detallada de sus hojas, las cuales habían sido ma-
nipuladas para verse así. Las innumerables tablillas ema del
templo que chocan entre sí rítmicamente aparecen junto al
sonido del tranvía golpeando las vías a la distancia en medio
de los restos de aquel mundo flotante, formando entre los dos
un metrónomo para las voces de la gente que desaparecen

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ANDRÉS CAMACHO

como ecos carentes de color, como crisantemos marchitos


cuyos rostros lucen más bien un arcoíris monocromático. El
olor del incienso se remolina como un dragón hasta repicar
entre las campanas y las palmadas. En el cielo, enrojecido
conforme amanece, las nubes parecen un ápice de cerezos
florecientes sobre una ciudad desperdigada y marchita. Las
imágenes entonces se vuelven impresiones, salvo una.
—¿Cuál?
—Yo, de pie, viéndome a mí misma verme a mí misma
mirándome las manos manchadas de color rojo, sentada en-
tre la yerba. En ese momento mi sueño se vuelve un mero
tratado sobre el Yo. Mi figura se desvanece yendo tras de
sí, como si persiguiera una sombra que desaparece a la me-
dianoche, y que sabiéndose perdida pregunta por sí misma.
Entonces, todas las sombras se ven justo como yo, como la
mía, y la misma voz parece repetir hasta el cansancio: “yo
soy yo, yo soy yo, yo soy…” ¿Es éste mi verdadero aspecto
o una mera impresión?
—¿Usted qué opina, señorita Mirai?
—No estoy segura de que tengamos control sobre ello, pero
sí creo que somos incapaces de ver nuestra forma verdadera,
doctor, es decir, yo no soy yo, así como usted no es usted.

El sofá estaba frente a los ventanales que formaban una pared


entera, desde ahí podían verse los rayos del atardecer abrién-
dose paso entre la espesura del follaje. Las cortinas estaban
desgastadas, pero su consumido color amarillo daba la cali-
dez de la que a veces prescinden las palabras. Frente al sillón
que él solía ocupar todos los martes por la tarde, había otro
exactamente igual, con las mismas costuras y los mismos
pliegues sobre la piel del color del castaño, idénticas man-
chas e idénticos desgastes impregnados con el aroma de la
anticuada madera olorosa. Libros se apilaban sobre las estan-
terías, distribuidos a lo largo de la pared en donde el polvo se
mezclaba con las hojas para darles un olor y aspecto capaz de
autentificar la existencia del pasado. Sobre una de las repisas
del librero, el inalterable compás del metrónomo componía
una línea recta en donde el tiempo y el espacio aparecían con
la misma cordura que el sonido y el silencio. Ambos espec-
tros estaban delineados por su ininterrumpido “tic-tic-tic”
que no tenía sobre su métrica partícula alguna de suciedad.
La puerta del despacho era un puente cristalino en el que la

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CUENTO

opacidad del vidrio desplegaba con letras amarillas el nombre:


“Dr. Kappaˮ.
Los cuadros colgados al fondo del cuarto mostraban foto-
grafías grises y ruidosas sobre gente desconocida, gente que
se volvía parte de una anécdota arbitraria y ajena en todas
aquellas calles del antiguo Edo, un mundo flotante popular
por sus urbes de ansiedad y fugacidad. Un viejo tapete en mi-
tad de ambos sofás era lo único que los separaba cada sesión,
pero, a veces, daba la impresión de ser un biombo decorado
con trazos de tinta china que componen un paisaje de pinos y
desdoblan un bello poema en su caligrafía; otras tantas, sólo
parecen ser manchas negras puestas sobre un viejo papel ja-
ponés a través del cual puede verse la silueta del lenguaje
conforme se desnuda.
—Lo que quiero decir es que no sé si lo que sueño está
pasando en realidad o si sólo es un recuerdo. A veces siento
que todo es la impresión de un jardín sin sombras, en el que
no corre ni siquiera un soplo de aire, ¿no es así, doctor?

Aunque parecía una sesión rutinaria, Mirai Murasaki no era


una chica cualquiera de catorce años, ella era un caso dife-
rente. Su postura era elegante, sus movimientos delicados y
su rostro tenía un brillo pálido que recordaba al tono puro y
límpido con el que Bashō hablaba sobre la luna. La línea de
sus cejas permanecía siempre impávida sobre sus ojos almen-
drados, en los cuales había un formidable destello tan cálido
como frío. En ellos se reflejaba una playa cerca de Hamade-
ra, en la que los rayos del sol resultan calcinantes sobre la
piel, como si estuviera recubierta de acero, pero a la vez, tam-
bién persiste una sensación contradictoria cuando el viento
atraviesa las olas turquesa que revientan sobre la oscuridad
refrescante de la arena. Ella jamás conoció a su padre, un
donante anónimo. No recordaba a su madre, quien en una
aparente depresión intentó un doble suicidio del que Mirai
sobrevivió al poco tiempo de haber nacido.
—Vamos a intentar algo, señorita Mirai, ¿reconoce esa
pintura?
—Mmm... Haboku Sansui.
—¿Qué piensa cuando la ve?
—Pienso que no hay futuro.

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ANDRÉS CAMACHO

El pergamino se desdoblaba hasta el borde de las azaleas ro-


jas que florecían sobre la mesita pegada a la pared más ex-
tensa del cuarto. La tinta china daba distintas profundidades
a la pintura, por encima del techo de algunas casas bien de-
lineadas; los arbustos salpicaban algunas ramas más oscuras
y tensas que otras. El mar se expandía con brochazos ligeros
hasta el borde del papel, de donde aparecía una pequeña bal-
sa de hombres arremolinados por la corriente de pinceladas
independientes. El acantilado estaba cercado por una cortina
de espacios que descubría un gran peñasco en las profundi-
dades, un fantasma de tinta salpicada que alineaba el vacío en
el que se encontraba. A un costado del jarrón que conservaba
las hortensias, un trozo seco de cedro se humeaba lentamente,
entremezclándose con el esplendor de los pétalos y produ-
ciéndose un aroma evocador como el del pasado.

Había llegado hace casi un año a vivir sola en los moder-


nos departamentos de la calle Friedrich, pequeños pisos rec-
tangulares y genéricos desde donde podía verse la corriente
del Meno. En el de ella, umbrío y descuidado, la persiana
permanecía cerrada siempre. Dormía sobre un viejo futón, y
además de una veintena de libros en japonés apilados sobre
el suelo, una pequeña mesa de madera con medicamentos y
cajas amontonadas de comida para llevar llenaba el resto de
la habitación. El mismo tiempo tenía tomando un tren hasta
el consultorio del doctor Kappa cada martes. Él había sido
compañero del famoso microbiólogo japonés Ishii Shiro en la
facultad de medicina de la Universidad de Kyoto. Ambos fue-
ron becados para continuar sus investigaciones en Occidente
tras graduarse, y aunque los dos trabajaban bajo el mando del
Rikugunshō, el doctor Shiro, al concluir su investigación, fue
instalado en Manchuria para continuar con sus estudios sobre
la guerra química al frente del Departamento Bacteriológico
de la Academia Médica del Ejército, y afinar el desarrollo de
ambiciosas armas biológicas. El doctor Kappa se especializó
en los estudios antropológicos, pero permaneció investigan-
do en la oscuridad de WILLE , el Departamento Experimental
de Guerra del Acuerdo Germano-Japonés que se enfrascó en
la voluntad de pretender naturalizar la ciencia hasta el grado
de construir leyes y estructuras sobre la naturaleza humana
que camina sobre las calles. Éste era un tiempo en el que
los florecientes templos del Japón parecían haber sido seduci-

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CUENTO

dos por el canto de las valquirias, que hilan el destino de los


hombres en las raíces del gran árbol sumergido en la fuen-
te de los bosques germanos. Un tiempo en el que incluso la
Constitución del Imperio del Japón permanecía como un eco
de la extinta monarquía prusiana, como un grifo que goteaba
las palabras de Rudolf von Gneist en el parlamento Berlinés,
unas palabras que Japón absorbía como esponja, pero que,
precisamente como una, preservaba su forma y no se quedaba
en realidad con nada de esa líquida moral Occidental. Por su
educación médica, el doctor Kappa conocía a la perfección el
idioma alemán; tal es así que continuó lo que el doctor Mori
había comenzado años antes cuando tradujo los clásicos de
Weimar. Sin embargo, el doctor Kappa decidió encaminarse
por los decadentes románticos y filósofos científicos de prin-
cipios del siglo, y aunque los discursos a la nación aludían un
espejismo común entre el Santuario de Yasukuni y el Valha-
lla, eso no fue lo que lo volcó a la filología. Él aseguraba que
todo estaba construido sobre el lenguaje: si este mundo es
como es simplemente es porque pensamos que es así, y para
reconstruirlo habría que destruirlo, comenzando por el len-
guaje, aunque eso significara destruir primero a las personas.
Después de todo, ¿qué son los recuerdos y las emociones sino
simples palabras? Llevaba mucho tiempo investigando las di-
mensiones de ese poder, por eso ella estaba ahí sentada frente
a él. Y es que Mirai había demostrado ser capaz de reconocer
en las palabras un vacío, ¿o sólo carecía de emociones? No
había en el rostro de ella un verdadero retrato de tristeza o
alegría, no parecía reconocer emoción alguna, nunca había
llorado y nunca había sonreído. Para ella, la música parecía
sostenerse como una imagen, como una corriente fija y está-
tica. Durante todo este tiempo él no había podido descifrar
por qué ella no podía escuchar la música, pero lo disfrutaba,
le emocionaba escarbar hasta el remoto lugar donde se produ-
cen los sentimientos humanos.
—¿A qué se refiere con que no hay futuro, señorita Mirai?
—Mire el pergamino, doctor, ¿no le da esa sensación de
que está mirando todo desde el vacío?
—¿Por qué lo dice?
—Es como ver el mar a la distancia, primero parece una
línea brillante en el horizonte, una barra bañada en plata por
el sol. Luego, al acercarte, la intensidad de su color se vuelve
más extensa y deja de ser una línea, se vuelve un gran cristal

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ANDRÉS CAMACHO

azul en el que podría ver mi reflejo y asumir que soy real.


Pero, si le hablara a esa imagen, mi voz se volvería sólo un
espasmo entre la sal, y el mar recuperaría su carácter de infi-
nito. Si siguiera adentrándome, el agua subiría por mis pier-
nas y el mar no se vería más claro, al contrario, se volvería
oscuro, profundo y temible. Comenzaría a sesgarse mi reflejo
para convertirse en lo que la corriente decida. Entonces, en
realidad nunca llegaría al mar, sólo a una parte de él, mínima,
cambiante, una sucesión interminable de impresiones que sí
podría ver, oler y sentir, pero que no podría comprender por-
que no hay futuro ni pasado en ello, doctor, sólo impresiones.
La montaña y los árboles son sólo una pequeña impresión
dentro de ese mar que Sesshu dejó en blanco, ésa fue su re-
presentación del vacío que limita y crea las formas, y es desde
donde lo estamos viendo todo, ¿no?
—Y volviendo a su sueño Mirai, mencionó el color rojo,
¿por qué?
—Ése es el color de la sangre.
—¿A qué se refiere con eso?
—Hace tiempo, en una noche de septiembre, vi a la luna
enrojecerse y ensancharse al final de su ciclo. No es común
y no ha vuelto a suceder desde entonces, pero verlo una vez
me bastó para pensar en ella siempre de la misma manera.
Aquella noche lucía radiante, como en el brote de su juven-
tud inmaculada, “una belleza pura ―pensé―, como la de los
claveles en pleno florecimientoˮ. Sin embargo, el color rojo
comenzó a separarse de su cuerpo, a disiparse entre la no-
che tras dejar una fragancia delirante que se desvaneció muy
pronto. Al final, cuando desapareció esa luna que me había
conmovido hasta lo más profundo, el mar resplandeció deste-
llante en su propia lobreguez. Su último reflejo bermejo sobre
el agua me recordó que no teníamos nada en común: soy una
mujer que no puede comprender su transformación, pero ¿por
qué sigo queriendo imitar aquella luna? ¿Qué significa eso?
Esas ideas vienen a mi mente cuando surge esa voz que me
repite que yo soy yo.
—¿Y qué piensa al respecto, señorita Mirai, qué significa?
—Un nombre, Doctor.
—¿Un nombre?
—Sí, soy un nombre. La imitación de un símbolo car-
gado de significantes, una creación humana, como todos,
como todo.
”Pero, creo que ésa es una sombra que puede desaparecer.”
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CUENTO

La luz del crepúsculo que atravesaba con suavidad las cor-


tinas de los ventanales había enrojecido, parecía una herida
abierta dejando correr la sangre por las paredes del despacho,
esparciéndose por el suelo hasta impregnar los hilos de la al-
fombra que los separaba. La tarde ensombreció la figura y el
rostro del doctor. No importaban cuántas sesiones hubieran
tenido o cómo el doctor Kappa las guiara, siempre termina-
ban igual, con las mismas palabras. Aunque en esta ocasión
había algo diferente en ellas, y pese haber llegado al mismo
precipicio, el metrónomo marcaba un ritmo distinto.
—Hasta aquí llegaremos hoy, señorita Mirai, no olvide se-
guir con el tratamiento, por favor. La veré la siguiente semana
—el doctor extendió su abanico y la miró brevemente, luego,
dándole la espalda se encaminó hacia el tocadiscos que tenía
junto al librero—. Cierre la puerta al salir, por favor.
Cuando el doctor se quitó de en medio, el sol tocó por un
instante el rostro pálido de Mirai, fue como ver el destello de
la nieve recién cristalizada al atardecer. Y como un gran mar
de árboles sombríos hace ver el bosque nevado más blanco,
su cabello acentuaba la brillantez en su cuello y hombros, así
como sus cejas y el profundo cristal oscuro de sus ojos lo
hacían con su semblante. Caminó hasta la puerta sin mirar al
doctor Kappa, que aún rebuscaba entre los acetatos, y sus pa-
sos parecían seguir el sonido del metrónomo de manera casi
automática. En la habitación, la rama del cedro estaba cerca
de consumirse en su totalidad, pero el viento de verano que
se colaba por una de las rendijas ya había dejado su aroma
en todas las paredes; era como si el cuarto fuera una criatura
con fragancia propia. Siempre que salía de ahí, el uniforme
escolar con el que asistía cada vez se impregnaba de ese olor
y quizás ésa fue la primera cosa que los otros niños del co-
legio notaron de ella: un aroma particular que recordaba al
bosque y al excitante perfume de las flores, un retal de pétalos
y frutos desconocidos que llama la atención por su misteriosa
belleza, pero que nadie se atreve a tocar por el temor a ser
intoxicado por algún veneno.
Al cerrar la puerta, una cortina de tubas se abrió al interior.
El doctor Kappa tenía una gran afición por Wagner y, sobre
todo, por la serie trágica del anillo nibelungo que comenzó a
repicar ascendentemente en el largo pasillo del séptimo piso.
Mirai se detuvo a la mitad, ¿es que había comprendido algo?
Quizá fue algo más lo que la hizo detenerse a mitad del corre-

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ANDRÉS CAMACHO

dor, era como ese sueño del que no podía distinguirse, en el


que se veía a sí misma viéndose a sí misma. Decidió volver.
Las líneas negras que delineaban el nombre del doctor Masaji
Kappa en letras amarillas resaltaban por la luz restante que
atravesaba el cristal desde el interior. Tocó la puerta, pero la
música le impidió escuchar cualquier respuesta, así que giró
la perilla y abrió. La oscuridad ya se alzaba en el interior, el
último destello del sol se había difuminado y era la luna quien
comenzaba su ascenso.
Mirai se paralizó en la puerta.
Él estaba ahí, de frente a los vitrales que formaban un gran
espejo en la penetrante asunción de la noche.
En el reflejo del cristal, su cabello oscuro y vigoroso se
veía estropeado, como un retazo de mechones delgados y sin
brillo, rodeándole la coronilla de su cabeza, entretejiendo el
color corrupto de su piel consumida por un tiempo distinto.
La figura de sus ojos, fina y alargada por detrás de sus ele-
gantes gafas, se había vuelto ovalada y perversa, un caudal
profundo sobre el que no podía revelarse nada más. En su
rostro monstruoso, las líneas se entrelazaban con la reflexión
cálida de la oscuridad y la risa que resoplaba por encima
del aire de su abanico, dejando entrever sus dientes roídos y
teñidos. El contorno de la sombra que se expandía sobre el
piso, aunque desprendida de su cuerpo, no parecía la de él.
Estaba encorvada y decaída, contrario a su postura recta
y vigorizante que se erigía frente a ella cada sesión, cada
tratamiento, cada que él la visitaba en su cuarto al anoche-
cer. Ella lo miró hundida en el reflejo que cobraba nitidez
conforme la oscuridad del patio boscoso sobresaltaba en la
penumbra. El alucinante estremecimiento de las cuerdas en
la música funcionaba perfectamente como señuelo de la con-
ciencia, atrayendo la refracción del crepúsculo a sus largos
ventanales y rompiéndola como un puente de colores que se
desfragmenta hacia la luz, pero en el rasguño agonizante de la
aguja, el destello era más bien de un solo color. En ese momen-
to, el doctor Kappa la vio parada en la puerta, con el dedo sobre
el péndulo del metrónomo, silenciándolo sin expresión alguna
en el rostro más que un puntilloso destello en sus ojos, pues
al parecer, la oscuridad también posee un brillo resplande-
ciente y radiante cuando por fin aparece, cuando la luz del sol
debe ceder ante la noche que le susurra lentamente mientras
asciende, como el ciruelo que pierde sus flores violeta susurra
al mejiro que se sostiene sobre sus ramas: “emigra o muere.”
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CUENTO

Glosario

Nadeshiko – 撫子 – Especie de clavel (Dianthus superbus),


pero también es el ideal ético y estético, según el Japón tradi-
cional, de la mujer japonesa.

Ema – 絵馬 – Tablillas de madera que se cuelgan en los tem-


plos sintoístas con el afán de pedir un deseo. Estas tablillas
que usualmente tienen la imagen de un caballo, por la creen-
cia de que los dioses sintoístas cabalgaban sobre ellos, a la
larga se queman para que la voluntad puede llegar verdadera-
mente hasta ellos.

Ukyo – 浮世 – “Mundo flotante” es la forma con la que se


conoció la cultura popular que floreció en el distrito rojo de
la capital del Japón feudal, Edo. Un mundo particularmente
contagiado por los burdeles de “hermosas mujeres”, las ca-
sas de té y el teatro kabuki. Aunque la estética de la época
parecía concedida a las costumbres y apariencias de la clase
gobernante: samurái, fueron los chonin o gente de la ciudad
(comerciantes y artesanos, no estaban incluidos los agricul-
tores) quienes crearon esta estética cultural para su propio
entretenimiento.

Bashō – 松尾芭蕉 – Poeta japonés más famoso del periodo


Edo. Uno de los más famosos compositores del haiku, poema
compuesto por 17 sílabas divididas en tres versos de cinco,
siete y cinco sílabas.

Haboku Sansui – Pintada en 1495, es una de las pinturas más


famosas de Sesshū Tōyō, quien fue un famoso pintor japonés
y monje del budismo zen durante el siglo xv.

Rikugunshō – Ministerio de Guerra en Japón de 1871 a 1945.

Rudolf von Gneist – Jurista y político alemán. Contribuyó a


elaborar la primera Constitución de Japón a través del prínci-
pe Hirobumi Ito, quien viajó a Europa para estudiar las legis-
laciones de varios países y adaptar las ideas extranjeras a las
de un Japón moderno.

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ANDRÉS CAMACHO

Yasukuni – 靖國神社 – Santuario sintoísta ubicado en Tokyo,


Japón, donde permanecen los kamis de soldados japoneses
muertos en batalla. En este lugar se encuentra una lista con el
nombre de más de dos millones de soldados japoneses (entre
ellos coreanos y taiwaneses ) que murieron en diferentes gue-
rras; sin embargo, entre los nombres listados también está el
de 14 criminales de guerra. Este santuario fue erigido en 1869
por órdenes del Emperador Meiji en memoria de los caídos en
la Guerra Boshin que presidió la “restauración” del gobier-
no Imperial en Japón. Originalmente fue llamado Santuario
Shōkonsha.

Valhalla – Según la mitología nórdica, lugar al que van los


muertos en batalla para prepararse, por órdenes de los dioses,
para combatir junto a ellos cuando llegue el tiempo de hacer-
lo. Este tiempo es a veces llamado popularmente Götterdäm-
merung o Ragnarök.

K appa – 河童 – Kappa es una criatura o yōkai que pertenece


al bestiario cultural de Japón. Su aspecto puede variar, pero
son comunes las representaciones que lo asemejan con una
tortuga con rasgos humanos que suele atentar contra la vida
de las personas en las orillas de los ríos. Esto tiene muchas
connotaciones en donde una podría ser que la clase social
más relegada en Japón solía vivir cerca de los ríos o, incluso,
al otro lado; entre estas representaciones, la más popular es
la de Sekien Toriyamma, hecha en 1776, y sin duda la adap-
tación que hace Akutagawa Ryunosuke, en 1927, sobre un
paciente psiquiátrico que visita un país donde los Kappa se
han vuelto estudiosos del pensamiento moderno europeo.

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Esteban Castorena

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Palabras y memoria

Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.

Antonio Porchia

Por: Keith Stillman

Hoy Martin Manley cumple 60 años y va a quitarse la vida.


Sale de casa y sube a su auto, un Ford Focus modelo 2011 que
incontables veces vi estacionado fuera de la redacción. Esta
mañana, Martin no lleva la prisa de llegar a su destino para
marcar su hora de entrada en un reloj; hoy enciende el motor
y se dispone a disfrutar del paseo; se dirige a la estación de
policía de Overland Park. Junto a él, sus copilotos: un sobre,
su teléfono celular y una pistola calibre 380.
Faltan 15 minutos para las cinco de la mañana. Su celular
vibra anunciando un mensaje, el primero del día, el último
que habría de recibir. Quizás es en una luz roja que revisa el
teléfono, quizá sostiene el volante con una mano mientras en la
otra revisa el aparato que le muestra mis felicitaciones: “Feliz
cumpleaños, Martin”. Casi toda la ciudad sigue dormida, los
negocios aún cerrados. Sólo algunos puestos de revistas y pe-
riódicos están abiertos y reciben frescas las publicaciones del
día. Entre los paquetes que reparten a los pregoneros, Martin
ve el Kansas City Star. Me pregunto si viene a su mente el
último análisis que hizo de un partido de básquetbol, si piensa
también en los juegos que ya no verá, en las crónicas que ya
no hará. ¿En su plan está quién cubrirá su vacante?
No tiene problemas de salud, no bebe, no fuma, jamás ha
sufrido una enfermedad grave, no padece depresión. Su se-

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CUENTO

guro de vida expira en un par de meses; por lo demás, no


tiene problemas financieros o legales, no ha perdido a ningún
ser querido recientemente. Hay dinero en su cuenta bancaria,
la casa donde vive está pagada. No es solitario, no tuvo hi-
jos, con sus exesposas lleva una buena relación, tiene amigos
en abundancia y con su hermana tiene una relación estrecha.
Oficialmente cumple 60 años, pero para él desde hace un
tiempo se mira en el espejo y las arrugas y las canas delatan
las seis décadas que hoy se consagran sobre sus hombros. Ac-
túa como alguien de 60 años, piensa como alguien de 60 años,
comienza a olvidar las cosas como alguien de 60 años. No
quiere pensar en sí mismo a los 70 o los 80, ¿un asilo de an-
cianos? Ni pensarlo. Mucho menos vivir con discapacidades
físicas o intelectuales. Martin lo sabe bien y lo tiene decidido:
no quiere vivir tanto como le sea posible, prefiere elegir el
momento y las circunstancias de su partida. Además, hoy es
15 de agosto, el día de su cumpleaños que será también el de
su muerte. El seis y el cero de su edad forman un hermoso
número cerrado. Hay simetría, las fechas y sus 60 años de
vida, todo encaja. Hay pocas cosas que Martin ame más que
la simetría.
Cada vez está más cerca de su destino. La ruta hasta la es-
tación de policía lo obliga a pasar frente a la oficina postal del
Estado. El día anterior mandó cartas a sus seres queridos, la
más importante a su hermana, cartas que deberían entregarse
unas horas después de acabar con su vida. Las circunstancias
de la muerte voluntaria pueden controlarse, pero no el efecto de
la muerte sobre aquellos que permanecen. Martin lo sabe, por
eso espera que las cartas, este escrito y su sitio web ayuden a
mitigar el dolor de quienes se quedan tras él.
Vuelta al volante hacia la derecha, la estación está sólo a
unos metros. Frente al estacionamiento se encuentra con el
CopCoffe, reduce la velocidad, mira la cafetería que abrirá
dos horas más tarde. Ve con algo de nostalgia la cortina de
acero que cierra el lugar, que le impide ver hacia adentro a
través de la gran vitrina que deja entrar luz al establecimiento.
Unos días antes, nos encontramos en ese sitio. Cuando lle-
gué, Martin esperaba sentado en la mesa más cercana a la
vitrina, estaba sumido en sus pensamientos, mirando hacia el
estacionamiento de la estación de policía. Mi llegada lo sacó
de su trance, se puso de pie para saludarme con un abrazo y
me invitó a tomar asiento. Charlamos sobre la mesa temas sin

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ESTEBAN CASTORENA

importancia, de pronto una pausa en nuestras voces, los cafés


susurran humo desde las tazas; una pausa, luego la confesión.
Martin me hizo mirar por la vitrina hacia el estacionamiento,
me señaló uno de los árboles que crecen entre el pavimento. “El
que parece triste”, dijo señalando un árbol de tronco torcido, in-
clinado hacia el suelo y cuyas hojas se desmayan como las de
un sauce. Fue cuando tuve el árbol a la vista que mi amigo
confesó su plan de suicidarse debajo de él. Enmudecí, pensé
que estaría jugándome una broma. Estaba a punto de sonreír-
me, pero la seriedad en su rostro me lo impidió. “¿Por qué?”,
fueron mis primeras palabras. “¿Por qué no?”, contestó con la
lógica frialdad de quien ya tiene una decisión hecha.
Pasamos las próximas horas hablando sobre la muerte.
Sobre su muerte. Martin explicó paso a paso el plan que te-
nía desde hace 15 meses, sus motivos, las posibilidades des-
cartadas. Me confesó que nuestro encuentro en el CopCoffee
estaba planeado. Dijo todo de su muerte para pedirme que es-
cribiera esto, para que no dejara que su suicidio se convirtiera
en un número ni su memoria en una breve línea de obituario.
Martin Manley eligió vivir en la memoria y me pidió ayuda.
Me eligió para escribir estas palabras, me eligió también para
mantenerlo vivo en las palabras de su blog personal que flota en
la inmensidad de la red. Palabras, me pidió mantenerlo vivo
en palabras; volverlo memoria.
Otra vuelta al volante, a la izquierda. Entra en el esta-
cionamiento, está ahí porque no quiere matarse en un sitio
donde un ser querido pueda encontrar su cuerpo. Es mejor
si lo hace un policía, si las manos preparadas de un agen-
te recogen sus restos. Estaciona a unos metros del árbol.
Baja del auto, lleva consigo a sus copilotos. Parado junto al
tronco, se inclina para dejar el sobre en el suelo. Dentro la
nota para los oficiales: primero una disculpa por el desastre,
la aclaración de que su muerte es voluntaria, que su hermana
se contactará con ellos (según las indicaciones que hay en la
carta que habrá de recibir en unas horas). Al final del escrito,
una lista de teléfonos, los de aquellos a quien ha decidido do-
nar sus órganos.
Son las cinco de la mañana. En la mano izquierda el te-
léfono, en la derecha el arma. En medio de la oscuridad, en
una esquina de un estacionamiento, luego de tanta planea-
ción, luego de imaginar ese momento una y otra vez durante
los últimos meses, ya no hay preocupación en su cabeza. En

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CUENTO

silencio pide perdón a quienes deja atrás. Se siente satisfecho


de terminar su vida como decidió hacerlo. Hace la llamada a
las oficinas; un oficial contesta y escucha la voz de Martin:
“Quiero reportar un suicidio en la parte sur del estaciona-
miento de la estación de policía de Overland Park”.
Bang.
El oficial al otro lado de la línea suelta el teléfono, no atina
a decir palabra a sus compañeros y sale del edificio. Los de-
más agentes notan la alarma, preguntan qué sucede sin obte-
ner respuesta, van detrás de él. Afuera, los ojos del oficial sólo
ven patrullas, miran hacia la parte sur del estacionamiento y
entonces lo encuentra: un auto civil en medio de los vehículos
uniformados, un Ford Focus.

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Atenea Cruz

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Corazones negros

No creo en el karma, sólo creo en la venganza.

Isaí Moreno

Sí.
Yo me llevé al niño.
Sí.
Fue por desquite. Aunque debo confesar que también fue
porque me sentía solo. La soledad siempre ha sido un proble-
ma, me atrae tanto como me mortifica. De eso hablaré luego.
No.
No me interrumpas, estúpida. De por sí me da flojera tener
que explicarte letra por letra. Tú eres la interesada, no yo.
Voy a contarte cosas que no deberías de saber para ver si así
entiendes. Aunque a mí me parece muy claro, no te hagas. Y
también para desahogarme, hace mucho que no me sincero
con alguien.
Me mudé a Zacatecas después de mi separación. Llegué
aquí buscando alejarme del recuerdo de una relación desgra-
ciada y también de mi familia, conflictiva e hiriente. Era una
época difícil para mí: me casé con una muchacha simplona
y agresiva, como tú. Ahora que lo recuerdo me parece ri-
dículo, pero en aquel entonces se me figuraba una tabla de
salvación para tapar lo obvio. Nuestro matrimonio fue bre-
ve, pero tormentoso porque estábamos negados a aceptar que
aquella unión nos hacía la vida miserable a ambos. Algunas
tardes yo me encerraba a llorar en nuestra habitación, cuando

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ATENEA CRUZ

ella me descubría se ponía furiosa, a veces llegó a pegarme por


ser un poco hombre.
No.
Nunca le devolví los golpes. Cerca de nuestro segundo
aniversario comenzó a engañarme con otro. Primero me sentí
traicionado, luego me di cuenta de que era lo mejor y nos se-
paramos, quisiera decir que como amigos, pero la verdad es
que peleamos bastante en el juzgado por aquello de los bienes
mancomunados. Mi familia se decepcionó al triple: por el fra-
caso matrimonial, por las posesiones que perdí y porque no
les quedó más remedio que aceptar mi condición.
No.
No me llevé al niño por eso. De hecho, nunca pensé en
tener hijos.
Bueno, pues aunque nunca estuve enamorado de mi exes-
posa, su traición me caló profundo, la desconfianza se quedó
atravesada en mi pensamiento. Yo ya traía problemas desde
antes: mi padre nos abandonó cuando yo era pequeño y mi
hermano mayor fue creciendo para convertirse en un hombre
violento del que preferí mantenerme alejado. No sabría decir
si fui una víctima, sólo sé que nunca tuve relaciones sanas
con los hombres cercanos a mí: los temía, los detestaba y
anhelaba su cariño por igual. Luego comencé a desearlos
y más tarde a acostarme con ellos para que me quisieran, a
veces funcionó y a veces no.
En Zacatecas me decidí a terminar la carrera que había
abandonado para casarme. Mi familia, a pesar de todo, decidió
apoyarme. Yo no sabía entonces que estaba enfermo, me pare-
cía normal que algunas tardes me fuera imposible levantarme
de la cama y quedarme contemplando las paredes, desani-
mado, con ganas de llorar sin motivo. “Es cansancioˮ, les expli-
caba a mis amigos cuando me preguntaban por qué había
faltado a clases. Eso creía. Ellos se acostumbraron a mis
periodos de encierro y desapariciones. Pero no era normal.
Sí.
Era un rarito. No puedo creer que me interrumpas para
preguntar eso. Qué corriente eres, mujer.
Hacia el final de la carrera me hice amigo de un compañe-
ro al que había detestado por años. Fue como en las películas
románticas baratas: primero nos odiábamos y luego nos ama-
mos. Una relación agresiva y tierna.
Sí.

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CUENTO

Ya vivía aquí.
2.
Para entonces llevaba dos años en este departamento. A
diferencia de la mayoría de los estudiantes foráneos que pe-
regrinan de casucha en casucha, yo encontré este departa-
mento que, si bien no era el más amplio y a menudo fallaba
el agua, me acomodaba perfecto. Me gustó tanto que decidí
que nunca, nunca me marcharía de aquí. De mi ciudad natal
y el fugaz matrimonio me traje un par de muebles, trastes y
otros objetos que lo convirtieron en un espacio confortable,
un hogar. La renta, además de barata, era congelada, a ti sí te
la han ido subiendo, ¿verdad? Pobrecita. Pero la ubicación lo
vale, ¿no? Cerca del parque y no tan lejos de la facultad. A mí
me encanta.
Con aquel novio de la carrera vino mi primera crisis. No
lo culpo de forma directa porque fue amoroso, a su modo
limitado y egoísta, pero amoroso al fin. Culpo a nuestras con-
versaciones existenciales. Él era algo así como un nihilista
light, no sé si conozcas el término, la verdad es que no te ves
muy estudiada, perdón. No puedo definirlo con precisión si
lo único que conoces de filosofía lo aprendiste en secundaria.
No me hables así o me largo.
Bien, así me gusta. Calladita te ves más bonita. Continúo.
A él le gustaba hablar de la inutilidad de las acciones hu-
manas, del vacío, de la nada; le parecía interesante e ilustra-
tivo, un pasatiempo, pero yo me tomaba todo en serio. Char-
lábamos un par de horas mientras comíamos pizza que yo
mismo preparaba. Luego él tomaba las llaves de su vieja Cari-
be blanca para regresar a casa de sus padres y yo me quedaba
solo, rumiando el sinsentido de la existencia, abandonado al
pesimismo.
No.
No, no estaba sufriendo ni fue una agonía desesperada lo
que me orilló a intentarlo la primera vez sino, vaya ironía, el
cansancio. Las faltas a la escuela a causa de la pesadumbre se
hicieron más frecuentes, me sentía como abotagado y, luego
de darle muchas vueltas, concluí que si la vida era una suce-
sión de dolor y aburrimiento, no me interesaba. Una noche
junté todos los medicamentos fuertes que pude conseguir y
me los tomé esperando por fin descansar. Desperté con un
dolor espantoso en los riñones y los intestinos. Tuve que ir
por mi propio pie al hospital, donde me internaron para la-

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ATENEA CRUZ

varme el estómago. Mi familia no se enteró porque me daba


vergüenza que tuvieran un hijo tan idiota que ni siquiera era
capaz de suicidarse bien. Le llamé a mi novio, quien vino a
verme al departamento sólo para cortar conmigo porque no
podía estar con alguien que hiciera “ese tipo de cosasˮ. Lo
acepté. Después le llamé a un amigo, que me cuidó sin hacer
preguntas.
27.
Tenía 27 años. La edad en la que dicen que mueren los
rockstar. O sea que yo no era uno. Tampoco en ese momento
pensé que estuviera enfermo. “Sólo estás tristeˮ, me repetía.
De todo aquello concluí que si no había logrado matarme, lo
menos que podía hacer era vivir con dignidad. Pero no cum-
plí. Terminé la carrera y, como la mayor parte de mis compañe-
ros, duré un buen tiempo sin conseguir trabajo. Mi mamá me
mantenía a la distancia porque le dejé claro que no quería
volver con la familia y sin duda ellos también preferían que
yo siguiera lejos. Empecé a conseguir trabajitos por aquí y
por allá, nada formal ni relacionado con mi profesión, nada
que me permitiera sostenerme por mí mismo, sólo ganaba lo
suficiente para darme algún gustillo de vez en cuando. Me
sentía un inútil.
En una de esas chambas conocí a Benji, era hermoso: sus
brillantes ojos color miel, su sonrisa pícara, su desparpajo.
Me fue imposible no amarlo. Lo invité con cualquier pretexto
al departamento y terminamos liados. Él tenía pareja, pero al
final se quedó conmigo. Aquel romance fue también como de
película, pero de melodrama, se desgastó demasiado rápido.
Era como una de esas telenovelas que te gusta ver. Peleábamos
constantemente y hacíamos el amor con furia, como querien-
do desollarnos a mordidas.
No.
No te voy a dar más detalles de eso, no te asustes.
Recuerdo que en un par de ocasiones lo corrí del departa-
mento y le aventé sus cosas por las escaleras del edificio. Cada
vez le decía que no quería volver a verlo. Pero siempre volvía y
siempre lo perdonaba. Fue entonces cuando me dio por llorar
en la ventana mientras vigilaba su regreso.
Durante una de nuestras pocas temporadas en paz, una no-
che que salimos con un grupo de amigos, a alguien le dio por
hablar de fantasmas. Yo reflexioné un poco y dije que cuando
muriera de seguro vendría a asustar a este departamento por-
que aquí había sufrido mucho. Después de todo, los fantasmas
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CUENTO

son huellas de dolor o de odio. Me imaginé a mí mismo como


un espectro apostado en la ventana, oscuro y sollozante, a
la espera de alguien que no llegaría nunca, espantando a los
vecinos que tuvieran la mala suerte de echar un vistazo en esa
dirección. Me gustaba la idea. Después les dije que era bueno
tener pensada esta clase de cosas antes de morirse para que el
espíritu no vagabundeara sin rumbo. Los demás se burlaron,
lo tomaron a juego. Yo estaba hablando en serio.
Unos meses después Benji y yo nos separamos, pelea-
dos casi a muerte. No podía ser de otra manera. En uno de
nuestros últimos pleitos lo golpeé, no tan duro como hubiera
querido y no tan fuerte como el puñetazo que él me dio. Es-
tábamos locos. Yo más, obvio. Luego vino un periodo muy
pesado en el que él me buscaba. Intenté resistir, pero aquello
no se terminó hasta que él se largó a un viaje espiritual a Ve-
racruz y se quedó allá, clavado en los hongos alucinógenos.
Me mandó una carta larguísima en la que me pedía perdón
por todo lo que me había hecho durante nuestra relación, al
mismo tiempo que me culpaba por haberlo provocado. Volví
a sentirme apesadumbrado. Hundido.
Con la tristeza llegó el insomnio. Dormía apenas dos o
tres horas diarias. Me daba miedo la hora de acostarme por-
que sabía que no conseguiría pegar el ojo. No recuerdo cuánto
duré así. En cambio, recuerdo con toda claridad que me ponía
tan ansioso que empezó a darme pánico salir a la calle. Me
sentaba en el sillón de la sala y clavaba los ojos en la puerta.
“No puedo salir ―me repetía―. No puedo, no puedo.ˮ No
sé a qué le temía. O bueno, sí sé: le temía a todo. Estaba enlo-
queciendo. Fue el mismo amigo de la otra vez quien me sacó
de eso. Vino al departamento y estuvo tocando hasta que sus
puños en el metal de la puerta me taladraron los oídos y tuve
que abrirle. Me llevó con un psiquiatra.
Sí.
Ya sé que quieres saber dónde está el niño. Voy a contár-
telo cuando considere que es el momento. O cuando me dé la
gana.
Como te iba diciendo, el psiquiatra me hizo ver que esta-
ba enfermo. Eso me liberó, en cierto modo. Ahora sabía que
aquel comportamiento extraño que hacía que la gente irre-
mediablemente acabara por abandonarme no era mi culpa,
sino de la mala química de mi cerebro. Bueno, al menos no
todo era mi culpa. Me dieron medicamentos y me obligaron a

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ATENEA CRUZ

ir a terapia. Funcionó. No por completo, pero sirvió de algo.


Empecé a dormir mejor y fui capaz de pedir ayuda una o
dos veces. Los antidepresivos tuvieron un efecto raro en mí:
cuando estaba muy alegre o a punto de llorar sentía como si
un globo con agua se rompiera dentro de mi cabeza y aquel
líquido que se derramaba por debajo de mi crisma me tran-
quilizaba a tal punto que una parte de mí se quedaba ida,
observando a la distancia. Los medicamentos me convertían
en un pacífico espectador de mi vida. Eso me asustó y pronto
dejé de tomarlos.
Sí.
Claro que me afectó.
La segunda vez que lo intenté decidí no dejar margen de
error. El tercer piso de un edificio no es mucha altura, pero
aventarse de espaldas para pegarse en la nuca con la ban-
queta y además hacerlo a la hora en que se sabe que no hay
gente a la redonda para ayudar, garantiza el éxito.
29.
Tenía 29 años. No entiendo la insistencia con mi edad.
No.
No puedo explicar cómo es acá. Bueno, se parece un poco
a estar detrás de un vidrio de una cámara de Gesell. Si no
sabes qué es, investígalo. De cualquier manera, no tiene la
menor importancia, tarde o temprano averiguarás por ti mis-
ma cómo es esto.
No.
La transición no fue tan dura como imaginé, simplemente
aparecí una noche de nuevo aquí. Poco a poco fui recordando
y mi vida me parecía tan triste que no podía evitar llorar. Es
irónico, ¿no? Buscar liberarse de la tristeza por medio de la
muerte y que ésta te condene a vivir en un bucle de recuerdos
y remordimiento.
Sí.
Yo soy de quien te hablaron las vecinas. El de la ventana.
No.
El departamento estuvo desocupado un buen tiempo.
No sé cuánto, eso no significa nada de este lado. Hasta que
llegaron ustedes. Tan invasivos, tan insolentes, tan ruidosos,
a alterar las cosas. Siempre he odiado el ruido. Y más cuando
son gritos. Peor si son peleas familiares. La música la to-
lero. Lo que no soporto es a las parejas que se insultan. Lo
bueno es que ustedes tuvieron el buen tino de separarse más

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CUENTO

o menos pronto, pero tú te convertiste en la típica amargada


que no puede superar el abandono del marido, a pesar de que
fuera un golpeador y te forzara a tantas cosas que no voy a
repetir porque las conoces de primera mano.
Sí.
Vi todo.
Primero me dabas lástima, incluso traté de protegerte es-
pantando al gusano de tu exesposo. No fue difícil porque era
un cobarde. Además, el espectro de un hombre impone, aunque
sea alguien delgadito como yo. Bastaba con hacerme ver en la
esquina de la sala cuando se quedaba hasta tarde frente a la tele
o acomodando su caja de herramientas. Lo hice por ti, a pesar
de las veladoras y las otras ridiculeces que te vendieron las san-
teras del mercado para alejarme de mi departamento.
Pero cuando comenzaste a desquitarte con el niño te odié.
Tu hijo era lindo, me provocaba ternura. No sé cómo se las
arregló para conservar ese espíritu tan dulce entre las almas po-
dridas tuya y de su padre. Era como una de esas florecitas que
nacen entre las grietas del pavimento. No sé a quién salió. ¿Y sí
estás segura de que era su hijo? Digo, porque ni siquiera se
les parece. No te enojes. Qué más te da. Igual no lo querías,
no nos hagamos. Le pegabas con saña porque pensabas que
nadie te veía y él, tan calladito, tan manso, ¿a quién le iba a
contar que fuiste tú quien le facturó el brazo con un empujón?
Mujer horrenda. No llores, no seas hipócrita.
Sí.
El niño pudo verme desde el principio. Supongo que no
me tuvo miedo porque era inocente, no alcanzó a aprenderte
la maldad.
Sí.
Jugábamos de noche, mientras dormías, o cuando lo de-
jabas solo con la tele prendida, encerrado. Me encariñé con
él de tal forma que dejé de llorar. Él también se encariñó
conmigo. Nos fuimos consolando el uno al otro. Por eso
cuando me dijo que se quería venir conmigo no dudé en
aconsejarlo.
Sí.
Yo le dije qué hacer y cómo. Fue muy fácil. Ya sabes que
la policía montada del parque es bastante inútil.
Sí.
Está en el viejo tanque de agua del parque, ése al que hay
que trepar por una escalera metálica.

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ATENEA CRUZ

Sí.
Él es quien tira las cazuelas en la cocina. Le gusta correr
y nunca había podido hacerlo sin miedo a que le pegaras. Yo
sí lo dejo. Le gusta hacer bromas, a veces le ayudo. Él lo hace
porque es un niño, quiere divertirse. Yo lo hago por molestarte.
Sí.
Él es a quien has visto caminar por la sala, rumbo a la ven-
tana. No son figuraciones tuyas por el remordimiento, aun-
que tengas el corazón tan negro. Lo que pasa es que le gusta
acompañarme.
No.
No quiere hablar contigo. Por eso te estoy contestando yo.
No insistas. Cállate de una vez.
Queremos que te vayas. Y ni se te ocurra venir con esas
estupideces del agua bendita o el sacerdote. Si los dueños del
departamento no pudieron conmigo, tú menos. Lárgate.
No.
Lo más sencillo es que dejes al niño como desaparecido,
sería muy sospechoso que a estas alturas se te ocurriera pe-
dirle a los policías que revisaran ahí, ¿no crees? Y qué ho-
rrible sería ver su cuerpecito descompuesto. Tenle un poco
de respeto a su memoria. Déjalo así. No vaya a ser que se
descubra el remedo de madre que eras.
No te preocupes. Esto quedará entre nosotros tres. Todas
las conversaciones sobre el tablero desaparecen, así como
queremos que desaparezcas de nuestro departamento. Eso es
lo último que voy a contestarte.
O bueno, si no te marchas, prepárate para conocerme.
Adiós.

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Dahlia de la Cerda

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Perejil y Coca cola

Me senté en la taza del baño, oriné sobre la prueba de emba-


razo y esperé el minuto más largo de mi vida. Positivo. Me
dio un ataque de pánico y luego una discreta felicidad; me
acaricié con ternura el vientre. Siempre que veía esas esce-
nas de una chica en un retrete aguardando por saber si estaba
embarazada me parecía patético. “Esto es patético”, pensé.
Aunque, siendo honesta, estoy acostumbrada a ser patética,
quizá por eso me identifico con personajes como Jessica Jo-
nes o como Penny Lane de Casi famosos. Me levanté, lavé mi
cara y salí del baño. Me dejé caer sobre la cama.
Tengo cierta resistencia a aceptar las malas noticias. Algu-
nos dirían que las evado, pero no, sólo es difícil creer que todo
lo malo me pasa justo a mí. Me han puesto el cuerno, me han
asaltado en la calle, mis mascotas han muerto envenenadas o
atropelladas, no conozco a mi padre y perdí a mi madre hace
algunos años. Y ahora, en el cajón derecho de mi buró, un test
de embarazo con dos líneas rosas. Así que me hice un exa-
men de sangre para confirmar. Positivo. Yo no sabía que las
pruebas caseras son inexactas en resultados negativos, jamás
en positivos. No estaba preparada para traer un hijo a este
mundo de mierda.
Recuerdo perfecto que en ese momento en la bocina de
Amazon sonaba Desorden, de María Rodes. Es la canción
que define mi vida. Estoy atrapada en un bucle infinito de
malas decisiones cuyas consecuencias son, sin excepción,
dramáticas y

Vuelvo a pasar por el camino acostumbrado


sin acordarme de si es el equivocado

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CUENTO

y aunque parezca que lo tengo controlado


algo me dice que otra vez se me ha escapado.

Probablemente sea un ciclo inacabado


de desaciertos o de amor desesperado.

Quizá creas que estoy exagerando porque un embarazo no


deseado no es una calamidad; sin embargo, para mí sí lo
era. Era la peor calamidad de mi existencia. Un maldito
tsunami que destruía con su agua salada cada uno de mis
sueños y metas, e incluso saboteaba los errores que aún me
faltaba cometer.
Le mandé un mensaje a Gerardo. “Estoy embarazada”,
le dije. “¡No mames! ¡No mames!”, me dijo. Y luego me en-
vió los emojis más ridículos del mundo. “Vamos a ser papás.
¡Diana, qué felicidad!” “¿Felicidad? No. No, ni vergas.” “¿No
me digas que lo quieres abortar? ¡No mames, Diana!”
Estoy mintiendo… No existe Gerardo. Me dieron ganas
de meterle romanticismo a la historia. El embarazo fue pro-
ducto de una noche de copas. No sabía el nombre del tipo
ni me interesaba saberlo. Su desempeño no lo recomendaba
para nada en la vida. Sí, estaba embarazada de un tipo que
cogía horrible.
Soy esa clase de chica que suele usarse como argumento
contra el aborto. La que sale y se acuesta con el primero que
le habla bonito. Ésa que mejor debería tomar anticonceptivos
o ligarse las trompas o cerrar las piernas. Me dejo abrazar con
fuerza por desconocidos. Me gusta la fiesta, ponerme muy
borracha y hacer osos ahogada en alcohol.
La idea de llevar a término el embarazo nunca pasó por
mi mente. Así que investigué cuáles eran mis opciones para
abortar. Busqué en internet “aborto” y encontré varias clíni-
cas, todas en la Ciudad de México. No estaban a mi alcance.
Leí gran variedad de métodos siniestros. Perejil en la vagi-
na, lavativas vaginales de Coca cola con aspirina y zapote
negro, té de ruda, té de orégano, té de anís estrella y picarse
el útero con un gancho para la ropa. De clic en clic llegué a
un video donde un feto luchaba por su vida gritando: “¡épa-
le, épale, mi patita!” Me dio risa y me dio tristeza.
Hallé anécdotas de mujeres que habían abortado y que
hablaban de hemorragias, coágulos del tamaño del mundo,
legrados dolorosos, choques hipovolémicos, entrañas podri-
das y comidas por gusanos. Historias de arrepentimiento, de

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DALHIA DE L A CERDA

dolor y de terror. Entre esas historias di con la de una


chica que hablaba de un fármaco, el misoprostol. Lo bus-
qué en Google.
El misoprostol ―según Wikipedia―, aunque se usa para
las úlceras gástricas, produce contracciones uterinas. Las mu-
jeres en las favelas en Brasil descubrieron que provoca abor-
tos. Después de ser estudiado por la Organización Mundial
de la Salud fue aprobado para abortar de forma segura. Como
no tenía mucho qué pensar, tomé los quinientos pesos que me
sobraban de la quincena y salí a la calle.
En la esquina de mi casa había una Farmacia Guadalajara,
me pidieron la receta. Avancé y llegué a una Farmacia del
Ahorro, costaba seiscientos cincuenta pesos; suspiré y conti-
núe la búsqueda, angustiada. Probé en otras cinco farmacias:
en las que no se requería prescripción médica, el misoprostol
excedía mi presupuesto, mientras que en el resto la receta era
obligatoria. Las lágrimas salieron solas y me dio una crisis de
ansiedad. “¿Qué voy a hacer?”, pensé.
Caminé por lo menos una hora, o eso creí. Lloré todo el
tiempo. De pronto, a lo lejos, vi una botarga regordeta bailan-
do una canción de Maluma Beibi. Apresuré mi paso, entré y
pregunté por el misoprostol. La dependienta, una señora de
unos 40 años, me miró con lástima y me dijo: “Los lunes lo
tenemos en 380 pesos”. “¿Me lo da, por favor?” “Claro que sí,
por 10 pesos más puedes llevarte una cajita con doce tabletas
de ibuprofeno de ochocientos miligramos.” “También lo quie-
ro.” Pagué, agarré mis cosas y salí corriendo.
En cuanto llegué a mi casa, volví a leer la información en
internet. La leí tres veces para que no me quedaran dudas.
Las manos me sudaban, estaba aterrada. Los manuales de
aborto recomendaban no hacerlo sola, pero yo no contaba con
nadie. Mi madre falleció hace cinco años luego de un largo
cáncer que la debilitó hasta los huesos. La mandé cremar con
lo que me dieron de su afore, puse las cenizas en su habitación
y las encerré para siempre. Las cosas están tal y como ella
las dejó. Después de que un abogado se cobrara con sexo y
arreglara el trámite de la pensión, básicamente me dedico
a la escuela y vivo de los diez mil pesos que me depositan al
mes. Estudio en una Universidad del Opus Dei, y, aunque ten-
go amigas, ninguna de ellas está a favor del aborto, a menos
que implique programarlo en Houston y que luego del alta del
hospital nos vayamos de compras a un mall.

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CUENTO

Mi única compañía es mi gato Ricardo. Lo adopté al día


siguiente de que mi madre murió. Era tan pequeño que de-
bía alimentarlo con leche especial y un biberón. Lo crié en
una caja con una lámpara para darle calor. Fui la cuidadora
de mi mamá durante su enfermedad, por ello que alguien
dependa de mí, que alguien necesite que yo regrese a casa,
me mantiene viva, lejos de los vicios y la perdición.
Leí una última vez el protocolo, prendí la televisión e ini-
cié sesión en Netflix. Busqué una película para abortar: Chi-
cas pesadas. Abrí la caja de misoprostol, saqué cuatro pasti-
llas, le puse una gota de agua a cada una y las coloqué debajo
de mi lengua. Las dejé ahí por media hora. Sabían amargas
y pasar saliva era casi una hazaña épica. Tuve que tragarme
mi vómito en dos ocasiones. Casi de inmediato comencé a
temblar. Me tomé los restos con un poco de té de manzanilla.
Terminé de ver la película y puse Legalmente rubia. El esca-
lofrío aumentó y me metí entre las cobijas con Ricardo sobre
mi regazo. Vomité y me dio diarrea. Nada de sangrado y ape-
nas un cólico que parecía premenstrual.
En cuanto acabó Legalmente rubia empecé Miss Simpa-
tía, acomodé otras cuatro tabletas en mi boca y esperé a que
se derritieran. Fue más fácil: la lengua se había acostumbrado
al sabor, no me dieron náuseas. Me pasé las sobras con un té
de hierba buena y preparé una quesadilla de queso panela y
jamón de pavo. El dolor llegó, era como de una menstruación
dolorosa, pero no exagerada. Tomé un ibuprofeno y me acosté
en la cama con un trapo caliente sobre el vientre.
Un jalón dentro del útero y unas ganas incontrolables de
pujar me hicieron correr al baño. Pujé y una corriente de san-
gre y de coágulos tiñó de rojo la cerámica del excusado. El
dolor encrudeció: ya nada tenía que ver con una menstrua-
ción, era peor. El sangrado intenso duró cerca de un minuto.
Me dio un ataque de pánico y vértigo. Lloré desconsolada. Es-
taba aterrada y no quería morir, no entre sangre y excremento.
Había imaginado mi muerte más rocanrolesca, por lo menos
relacionada con una sobredosis. Me dejé caer al piso y abracé
la taza del baño sollozando de miedo, rabia y tristeza. Quise
un Gerardo que me dijera: “esto va bien”.
El dolor disminuyó. Introduje la mano en el inodoro bus-
cando al bebé; no lo encontré. Había sólo coágulos muy si-
milares a los de la regla. Jalé la palanca. Me desvestí, abrí el
agua caliente, entré a la ducha, me senté en cuclillas y pujé

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DALHIA DE L A CERDA

como una perra en labor de parto. Pujé con todas mis fuerzas
y apenas expulsé un chorro de sangre y un coágulo del ta-
maño de una guayaba. Me acosté en el piso y permanecí ahí
media hora.
Acabé de bañarme y alimenté a Ricardo. Preparé una sopa
Maruchan de pollo con harto limón, unos ruffles en lugar de
tortillas, y una Coca cola muy helada. Hice exactamente lo
contrario a lo que decía el manual de aborto, que recomenda-
ba comida ligera, suero oral y nada de irritantes. Hice todo lo
contrario quizá porque quería que las cosas acabaran mal, por
ejemplo, conmigo en el hospital o en la cárcel o en ambos la-
dos. Vi Casi famosos y chillé como siempre. Los cólicos iban
y venían y la diarrea era molesta, pero tolerable. Le faltaba
desgracia a mi aborto. Había leído de hemorragias y dolores
terribles y esto era más una regla con disentería y gripa que
una tragedia, y además me enojaba que por primera vez en la
vida algo parecía terminar bien.
Puse las últimas cuatro pastillas debajo de mi lengua y es-
peré con discreta felicidad a que se disolvieran. No hubo náu-
seas ni escalofríos y los malestares estomacales habían cedi-
do. Si acaso una febrícula tolerable. Di clic en Ligeramente
embarazada, forjé un porro y destapé una Heineken. Bebí
y fumé mariguana. Me partí de risa cuando el dolor volvió
porque sentí las mismas ganas de pujar. Caminé al baño, me
acomodé en el retrete y pujé con fuerza. Un rojo vino y varios
coágulos del tamaño de un puño manaron de mi vagina.
Me senté en el piso y metí la mano en el excusado. En poco
tiempo encontré una bolsita del tamaño de mi dedo meñique
con un frijolito de color rosa pálido en su interior. Suspiré ali-
viada y sonreí. La arrojé a la taza y jalé la palanca.

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Darío Islas

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Cuatro brazos

Era la noche de día de muertos. Fue hace tiempo; todavía no


le llamábamos Halloween. Si le hubiera dicho así, seguramente
los niños de mi calle se hubieran reído. “Te crees gringoˮ, me
habrían dicho, mofándose de mí como lo hacían todo el tiem-
po. Sus burlas serían comprensibles, pues en ese entonces no
teníamos idea de que la celebración anglosajona desplazaría a
su contraparte nacional muy lentamente.
Tampoco me molesta mucho. De cualquier manera, no le
tenía mucho apego a esa fiesta; no tuve parientes que se mu-
rieran hasta que fui adulto. Los altares en mi casa presenta-
ban fotos en blanco y negro de personas que no conocía, con
las cuales tenía tanto apego como a las caras de los libros de
texto en la clase de historia. Eran personas que existieron en
una época distante; mis padres, abuelos y demás, todos esta-
ban vivos y no supe qué era perder a un ser querido sino mucho
después. Por lo cual, ver desaparecer esa tradición sustituida
por una fiesta no me molestó, más bien fue interesante atesti-
guar el cambio.
Ahora los niños se disfrazan para caminar en la noche
como en las películas de terror, portando sus trajecitos que
buscan dar miedo, aunque provocan ternura. Esto es muy
reciente, antes no había calabazas, brujas, ni focos de color
naranja como si fuera una fiesta de navidad noctámbula. En
el tiempo del que hablo se adornaba poco. Más allá de los
pétalos de flores en la entrada, no se veían decoraciones en
las paredes. En mi primaria ponían calaveras disfrazadas de
personajes de la revolución o maestros (profesores genéricos,
no los que me daban clases). Cada año pedían a los alumnos
que lleváramos una y cuando pasaba la fecha se guardaban

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CUENTO

para el siguiente año, por lo que la colección del colegio era


enorme, aunque a final de cuentas todas eran parecidas.
Papá y yo nos pasamos la noche buscando mi calavera.
Me llevó por toda la avenida principal recorriendo papelerías
y farmacias. Antes las tiendas no estaban especializadas y en
cualquiera podías encontrar de todo; aún no se acostumbraba
montar un lugar para un solo producto (en este caso adornos
para una fiesta), así que daba lo mismo ir a un local que a otro.
El problema fue que en cada lugar encontraba las mismas.
Los más sofisticados tenían hombres lobo o vampiros anó-
nimos porque ni siquiera existían las películas famosas de
Hollywood. Pese a que ya se habían producido los grandes
clásicos del cine de los cincuenta, en mi ciudad no había ma-
nera de que se conocieran. Yo tomaba aquellas figuras, movía
apático sus articulaciones de goma y se la devolvía al tendero
que, desesperado, lo colocaba de vuelta en su sitio. Papá se
mostró paciente, pero comenzaron a cerrar y ya iba a ser hora
de que me durmiera.
―¿Qué estás buscando, hijo? ¿Cuál les pidió la maestra?
Ella no dijo nada en particular. Que lleváramos un ador-
no que nos gustara y yo supe en el instante qué quería; no
podía encontrarlo. No sabía con precisión qué buscaba, pero
una consigna tenía en mente: quería algo que fuera único.
Especial. Una calaverita diferente a todas. Lo malo fue que
en las tiendas se repetían los mismos. Podíamos caminar 10
calles y cuando me mostraban el Frankenstein, era el mismo
que habíamos visto en el primer sitio. Seguro alguno de mis
compañeros ya lo habría comprado.
―¿Este tampoco? ¿Ninguno te sirve? ―me decía con una
mezcla de hartazgo y desilusión.
Siempre me miraba con ese rostro. Sabía que estaba al lí-
mite de su paciencia. Me llevó de nuevo al primer lugar, la tienda
de la esquina en camino a la casa y me dijo que era la última
opción. Mientras revisaba por segunda vez aquellas figuritas,
me preguntó si era para una calificación. La profesora nos
dijo que subiría un punto a todos los que llevaran cualquier
figura. Yo no lo necesitaba, casi siempre tenía buenas cali-
ficaciones, pero tampoco estaba de más. La colocaría en la
boleta dentro de la materia de artística donde yo tenía una
calificación baja porque nunca llevaba la tarea. No es que no
quisiera hacerla, simplemente se me olvidaba. En otras ma-
terias pedía leer algún capítulo y escribir el resumen o hacer

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DARÍO ISL AS

algunas operaciones aritméticas y eso era sencillo, mientras


en esa maldita clase siempre salía barriéndome. Cuando hacía
cosas que se necesitaban pegar o colorear siempre me queda-
ban horribles: el pegamento se escurría y quedaba embarrado
por todos lados. Terminaba haciéndolo al aventón. Le mentí
a mi padre. Le dije que no, que sólo era opcional llevarla.
Supongo que más que mentira era una media verdad. Suspiró
sacando su cansancio.
―Entonces no importa. Toma. Mañana pasas antes de en-
trar y compras lo primero que veas. ¿Me entendiste?
Dije que sí con la cabeza y él notó la tristeza.
―¿Qué estabas buscando? ―me preguntó.
―Nada, sólo quería uno especial. Algo que no fuera a lle-
var otro niño.
Con un tono comprensible que, ahora lo sé, es bastante
difícil tener cuando luego de un día largo tu hijo te pide algo
absurdo, respondió:
―No vas a encontrar nada así. Cuando al de la tienda se
los llevan no le llegan dos o tres. Fabrican cientos de mons-
truos, miles de calacas y las venden a todos en el centro o
donde sea. Todos compran los mismos, así que no vas a en-
contrar uno hecho nada más para ti.
Me pasó la mano por la cabeza. Era su manera de decir:
“te quieroˮ. Nunca lo hizo de otra forma, pero cuando era
niño me bastaba.
Mientras me quedaba dormido pensé en sus palabras y al
despertar seguían dándome vueltas en la cabeza. Me levanté
más temprano para que me diera tiempo de un último reco-
rrido y casi me encuentro a papá cuando se iba a trabajar. Es-
peré a que se marchara para ponerme de pie porque no quería
verlo. Caminé entre las tiendas que habíamos visto, pero ya
no tenía ganas de comprar nada y me quedé con el dinero que
me dio. La maestra no insistió cuando vio mis manos vacías.
Sí me hizo falta ese punto: reprobé el bimestre. Por fortuna,
mis calificaciones del año alcanzaron el seis para permitirme
pasar el curso, a penas y de panzaso.
No había pensado en este episodio hasta ayer que recogí
a mi hijo de la escuela. Mientras íbamos camino a casa me
dijo que la miss le había pedido algún muñeco para decorar el
salón de clases. El recuerdo me llegó de inmediato. Decidí que
fuéramos a comer al centro comercial y ahí habría muchos luga-
res dónde comprar. Pensé en esa plaza porque estaba una tien-

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CUENTO

da de autoservicio frente a una papelería enorme que vendía


desde lápices de colores hasta caballetes. Mientras recorría-
mos los pasillos pensaba en papá. Él me llegaba a la cabeza
todos los días porque no había uno solo en el que no utilizara
algo de lo mucho que me enseñó: lo bueno y lo malo; en am-
bos apartados él tenía una buena carga que compartirme. En
más de una ocasión podía escucharlo con claridad y no es
una forma de expresión: me costaba trabajo no voltear cuando
sonaba su voz en mi mente de tan nítida que la escuchaba. De
alguna manera mi padre era yo porque guiaba mi comporta-
miento con sus lecciones.
Apenas entramos en el supermercado cuando mi pequeño
corrió para tomar literalmente el primero que vio. Lo detuve
porque sabía que era una trampa: los ponían ahí a propósito
para que los niños se encapricharan con ellos y no los pudie-
ran dejar. Él está bien educado, así que no lloró cuando le hice
que lo dejara en su sitio. Ninguno tenía chiste: eran simples
pedazos de plástico que, aunque me parece cursi incluso para
mí decirlo, estaban vacíos: carecían de alma.
Me sorprendí de la cantidad de cosas que venden ahora,
quizá porque no me había interesado en esa fecha hasta que
el niño me hizo ponerle atención. Parecían arreglos para un
cumpleaños con motivos que arremedaban lo macabro: cade-
nas de papel con pequeñas arañas colgadas, recipientes para
dulces con la forma de calderos o manos peludas. Lo peor era
el colmo de la mercadotecnia: globos, bolsas y disfraces de
los superhéroes cuyas películas acababan de salir o se estre-
narían en los próximos meses. Más me molestaban porque ya
ni siquiera buscaban causar miedo.
En el supermercado no vi algo que le quisiera comprar. Él
era algunos años más pequeño que yo en la anécdota que con-
té antes, por lo que le daba casi lo mismo comprar uno que
otro. Imaginé que en el fondo era como yo, así que seguimos
buscando. En el piso de hasta arriba había una tienda dedica-
da únicamente a la celebración del mes en curso que nunca
habíamos visitado. Su decoración era extraordinaria siempre.
La de navidad era casi tan vistosa como la que ponían en la
explanada, aunque a escala más pequeña. En día de las madres
mostraban regalos para las mamás futuras y las presentes. De
todas las fechas hacían una exhibición magnífica, incluso en
la del día de San Patricio (que sólo tienen dos años de hacer).
Todas las anunciaban con grandes pancartas, menos la del

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DARÍO ISL AS

día del padre: ese mes sólo ponían corbatas y pipas (dos cosas
que nunca he usado) en una esquina y el resto del espacio lo
dedicaban a liquidar la mercancía de temporadas pasadas.
Ahí sí que había todo lo que se pudiera imaginar. De las
calaveras que él necesitaba las tenían en las más variadas
formas; tantas opciones como dulces en una tienda. Los dis-
fraces tenían calidad profesional: diseños licenciados que se
veían iguales a su contraparte cinematográfica. El problema
era que los precios eran absurdos, eso fue lo que me hizo
recapacitar. Nosotros no tenemos los problemas económicos
que había cuando yo era niño, pero papá me enseñó a nunca
tirar el dinero. No importaba que fuera fin de semana y mamá
quisiera ir a comer fuera, si había comida en la estufa eso se
desayunaba siempre. De niño me parecía que era un codo,
pero con los años lo entendí: él me quería enseñar cómo se
administraba el dinero y, a decir verdad, funcionó bastante
bien. En ese aspecto terminamos siendo muy parecidos y sa-
bía que él no me perdonaría que gastara tanto dinero por com-
prar un simple muñeco a su nieto. Peor aún si costaba el triple
que en otros lugares sólo porque tuviera la carita del vaquero
o del hombre del espacio. Salí de ahí sin tomar nada, aunque
detesto hacerlo. Los empleados me miran como si yo fuera un
infeliz, o así lo siento, porque era como me veían antes de que
mi tarjeta pasara por cualquier monto en las tiendas.
Terminamos en la papelería grande y fue la opción perfec-
ta: de simples calaveras hasta los mismos superhéroes que la
tienda de arriba, pero con precios un poco más económicos.
Mi niño se veía cansado: el día en la escuela más el par
de horas que llevábamos ahí le habían hecho mella. Me
prometí que el que escogiera estaría bien, aunque eligie-
ra uno de los más caros, incluso si tuviera que soportar a
papá reñirme en mi hombro. Se acercó al aparador, miró
un largo minuto todos y tomó el que estaba más cerca de
su mano: un esqueleto. Una simple calaca que ni siquiera
estaba disfrazada. Le mostré otros más, bajé alguno que
estuviera fuera de su alcance, pero él, tallándose los ojos,
me dijo (me ordenó, mejor dicho): “Quiero ésteˮ y fuimos a
la caja. Lo que traía en mi bolsa bastó para pagar y todavía
tuvimos que esperar quince minutos a que el dependiente
nos entregara el cambio.
La mañana siguiente, mientras arreglaba su mochila, en-
contré el muñeco que habíamos comprado y me sorprendí de

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CUENTO

lo que hallé. No era el mismo de antes: tenía la cara pintada


de verde como un marciano. Yo a todos los extraterrestres les
digo así, aunque ya sé que no todos son de Marte; mi hijo me
ha enseñado la diferencia entre razas. Me sorprende la verosi-
militud con que los retratan en ocasiones. Una vez me enseñó
uno que venía de un mundo acuático, no recuerdo siquiera
de cuál planeta, uno inventado, es lo más seguro. Tenía ven-
tosas que necesitaría para moverse debajo del agua, sus ojos
eran grandes y emitían luz propia, probablemente para ver
en los mares más profundos y llevaba un casco de astronau-
ta. Era obvio que lo necesitaba para poder respirar en otras
atmósferas, como la nuestra, que le resultarían tóxicas como
para nosotros la suya. “No es un marciano, es un alienígenaˮ,
recuerdo que me explicó. Desde entonces la palabra se había
vuelto parte de nuestro vocabulario cotidiano.
El alienígena calavera que estaba en su mochila no se pa-
recía al que habíamos comprado el día anterior. Sobre su crá-
neo llevaba una máscara de color verde. Tenía dos ojos en
diagonal y más arriba otros dos idénticos, pero como de una
cuarta parte del tamaño de los otros. Su cuerpo de hueso es-
taba cubierto por una especie de armadura de color rojo. Los
brazos emergían de su amplio pecho, pero cuando salió de la
fábrica sólo tenía dos extremidades; ahora del tórax le salían
dos más idénticas a las otras. Los nuevos brazos engañarían
a cualquiera por lo bien hechas que estaban de no ser porque
estaban coloreadas con crayones. Igual la máscara de cuatro
ojos y la armadura, todos estaban iluminados con el color de
cera que deja pequeñas líneas blancas sin importar cuánto se
apoye uno en el papel. Nada más por eso se adivinaba que
todo lo agregado era obra del niño que los llevaba para colgar
en su escuela, si no, ni quién lo notara.
Me sentí tan estúpido, tan ridícula y placenteramente
humillado por mi hijo, que me dio risa. ¿Cómo no lo había
pensado hacía 20 años? La respuesta era tan obvia que no sé
cómo no me pasó por la cabeza: disfrazarlo yo a mi manera.
Supongo que eso habla mucho de la persona que nací y la que
terminé siendo. Gracias a pequeños detalles como éste veo
que a mi hijo le irá mucho mejor que a mí en la vida y tam-
poco puedo decir que me ha ido tan mal, mucho menos que
mi vida se haya acabado. Después de todo sigo aprendiendo
todos los días y puedo decir que tengo los mejores maestros
del mundo. Arriba un hombre me enseñó las cosas duras y
aquí abajo un pequeño me recuerda a diario que la vida aún
tiene mucho que enseñarme.

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Jaime He

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Rejas

Miró el nombre de Lina, su exmujer, en la pantalla del


teléfono, y por un momento pensó en no contestar. Le habría
gustado dejarlo vibrar hasta que ella desistiera, volver a la
revista que tenía en las manos, pero se acordó de Beto. Tomó
la llamada con la voz menos entusiasta que consiguió. Ella
ignoró el esfuerzo. Se oía alterada. Sin mayor preámbulo
le pidió, casi ordenándole, que recogiera a Alberto —Lina
odiaba los apodos—, ya que ella no podría llegar al colegio
a tiempo, es más, ni siquiera a la cita con el dentista a las
cuatro de la tarde. Estaba varada en la carretera por culpa de
un doble remolque que transportaba marranos, el cual, luego
de volcarse, había terminado bloqueando los tres carriles. A
Teo el pretexto le pareció demasiado elaborado para ser cierto
—imaginó a los cerdos chillando, convalecientes, sobre el
asfalto—, aunque enseguida se retractó de su escepticismo.
Lina no lo engañaría. Ella no sabía mentir, de otro modo
seguirían casados. Miró su reloj. Beto salía a la una, así que
le quedaban menos de 25 minutos para llegar a tiempo. “Está
bien, ahorita mismo salgoˮ, le dijo a Lina, y agregó que podía
recogerlo en su departamento a la hora que fuese. Ella asintió,
ecuánime, sin dar muestras de gratitud que Teo pudiese
canjear, más adelante, por un favor.
Bajó los dos pisos de su edificio hasta el estacionamiento.
El parabrisas de su camioneta daba cuenta de haber
sufrido una ráfaga de excrementos de paloma. Accionó los
limpiadores, pero el depósito de agua estaba vacío. Dudó
en subir por una jarra. Luego miró hacia el cielo: las nubes

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comenzaban a cerrarse, augurando una llovizna que lo


enjuagaría todo.
Condujo con más presteza de lo habitual. La circulación en las
calles era buena, y gracias a que ligó varios semáforos en verde,
cuando se estacionó frente a la primaria Juan Escutia todavía
faltaban 10 minutos para la hora de salida. Salió del auto y
prendió un cigarro. Si bien no solía ser un hombre puntual, al
tratarse de su hijo ponía especial empeño en ello. Le gustaba
ser uno de los primeros padres que zopiloteaban las puertas
del colegio. Le hacía sentirse un buen papá, uno responsable,
como si eso le diera algunos puntos en la intrínseca
competición con su exmujer. Beto era un niño inseguro, no
tenía muchos amigos y prefería evitarle la zozobra de hacerlo
esperar solo, aunque había llegado a pensar que tal vez lo
hacía no por Beto, sino por él mismo.
Todo parecía repetirse. Teo había estudiado en ese mismo
colegio casi treinta años atrás, y cuando era niño, la sensación
que más temía era la de sentirse abandonado. Con cierta
frecuencia, su madre lo recogía tarde del colegio. A veces
el retraso era de veinte o 30 minutos, otras un par de horas.
Ninguna de ésas, sin embargo, se compara con aquella tarde
junto a la señorita del Río.
Fue un viernes, de eso estaba seguro porque las clases
acababan a la una y no a las dos, como el resto de la semana.
Al finalizar el día, Teo se integró a una reta de futbol en la
que, a falta de balón, se pateaba un Frutsi relleno de hojas
de papel cuadrícula. El juego iba muy parejo hasta que los
mejores jugadores se retiraron, uno por uno, de la mano de
algún familiar. El partido acabó siendo de dos contra dos, y al
último sólo chutaban penales entre Teo y Klaus, el extranjero
y miope al que le colaban todos los disparos. Fue el padre de
éste, precisamente, el que se detuvo frente a la reja del patio, y
se bajó del auto con un tremendo manojo de globos henchidos
de helio. Eran negros, rojos y amarillos, y en medio de ellos,
como coronando el ramillete, había un inmenso globo de
Pique, el chile jalapeño ensombrerado, mascota y anfitrión del
Mundial. Teo y unas niñas que quedaban en el patio voltearon
hacia la calle, fascinados, envidiosos. Klaus apareció del
otro lado de la reja. Corrió hasta abrazar las rodillas de su
padre, que se inclinó para recibirlo y entregarle los globos.
Sin embargo, en un error tremendo, producto de la emoción
o de sus pequeñas manos, Klaus soltó el hilo que sujetaba a

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CUENTO

Pique. De entre todos los globos, justo el de Pique. Cuando


se dio cuenta y pegó el grito, el chile ya se elevaba varios
metros arriba de sus molleras rubias. Si maldijo lo hizo en
otro idioma, aunque su llanto lo entendieron todos. El padre
de Klaus, sin conmoverse ni un pelo por la torpeza de su hijo,
lo consoló a medias. Le dio dos golpecitos en la espalda y lo
obligó a meterse al auto.
Después de que se llevaran al peor guardameta del mundo,
Teo tomó su mochila, que segundos antes fungía como poste
de portería, y se encaminó hacia la banca empotrada que
había junto a la recepción. Desde ahí miró cómo la escuela se
terminó de vaciar por completo. Cada niño que se despedía
de Teo abonaba en su angustia de saberse olvidado. Esperó
durante mucho rato, el suficiente para que la sombra de las
cosas se alargara hasta difuminarse. Fue la maestra de inglés,
la señorita del Río, quien lo encontró llorando, inconsolable,
con la cabeza entre las rodillas. Era el último alumno en el
colegio. La señorita del Río fue a hablar con la conserje que
aguardaba en la caseta. Intentaron comunicarse con la madre
ausente. Finalmente, la maestra se acercó a Teo y le dijo:
“vámonos, te llevaré a tu casaˮ. Él se sorbió los mocos y negó
con la cabeza. Iluso, aún creía que su madre podía llegar en
cualquier momento, que era mejor esperarla ahí. La maestra
insistió con autoridad y ambos enfilaron al estacionamiento
de profesores.
Durante el trayecto no dijeron una sola palabra. La casa de
Teo quedaba relativamente cerca del colegio, bastaba caminar
dos cuadras hasta la avenida del camellón, continuarla por
todo lo largo y doblar a la derecha en la última calle, que
colindaba con las vías. La señorita del Río se detuvo frente
a la fachada que él le señaló: una casa de un piso, con la
pintura descascarada. Iba a bajarse, pero Teo se apuró a salir
del auto, dándole a entender que no era necesario. Su madre
solía guardar una copia de la llave clavada en una jardinera
sin plantas, debajo de un ladrillo. Teo la desenterró, le dio
un soplido. Abrió la puerta principal y, una vez adentro, se
despidió con la mano terregosa antes de cerrar el portón
tras de sí. Entró a la casa sin anunciarse. Su madre podría
estar dormida, o bien tumbada en la alfombra de la sala, o
abrazando la taza del baño como otras veces. Avanzó por el
pasillo, sigilosamente, hasta que sintió crujir vidrios debajo de
sus tenis. Junto a la pata de la cómoda estaban los restos de un

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florero, y más allá una silla volcada. Empujó la puerta abatible


de la cocina. Los vellos se le erizaron. Lo primero que vio
fueron las piernas de su madre, que estaba tendida en el suelo
de azulejos, a un lado del refrigerador. Teo se hincó junto a
ella. Sus ropas estaban empapadas de un líquido ambarino.
Tenía los brazos, el cuello y la mitad del rostro desfigurados
por una quemadura reciente, profunda. Trató de levantarla
y pidió ayuda. Los paramédicos llegaron primero que los
policías, que sólo acudieron a levantar el informe y a robarse
los ceniceros de plata.
Nunca atraparon al culpable. Pudo haber sido Raúl o Kuri
o Esteban o cualquiera de esos sujetos que se paseaban por
su casa y lo saludaban, enmarañándole el cabello. Nunca
atraparon al que molió a golpes a su madre, al que le fracturó
cuatro costillas y le sumió el pómulo izquierdo. Al que, luego
de noquearla y tirarla al piso, le derramó la cazuela con aceite
hirviendo en donde su madre freía unos chiles capeados. A
partir de entonces y para siempre su madre usó bufandas
y pashminas, cualquier trapo que le tapara esa cicatriz con
forma de relámpago, esa que, 15 años más tarde, le costara
tanto trabajo ocultar al maquillista de la funeraria.
Teo le dio la última calada al cigarro, lo tiró al suelo y
lo despanzurró sobre la banqueta. Ese recuerdo ya no lo
lastimaba tanto, aunque lo hacía sentirse incómodo si por
casualidad, culpa del tráfico o cualquier cosa, llegaba tarde y
encontraba a Beto llorando.
Volvió a mirar su reloj, faltaban tres minutos para que
sonara la chicharra. Muy pronto comenzaría el desfile de
padres. Un triste hatajo de corbatas holgadas y copetes tiesos
de fijador en aerosol. Arriba, el cielo se oscurecía cada vez
más, aunque a nadie parecía importarle. Cruzó la calle y se
detuvo frente a una señora que vendía dulces desde la cajuela
de un Volkswagen. Deliberaba entre unos cacahuates y un
dulce de tamarindo cuando, desde la esquina, vio acercarse
a Paula, la madre de uno de los amigos de Beto. Eligió unas
pastillas de menta. Paula y Teo se habían conocido un par
de años atrás, en una fiesta infantil con temática de Batman.
Paula, madre soltera, se vistió de Batichica, y aquel traje en
imitación de cuero más los segundos que Teo dedicó en verlo
fueron el tema de discusión entre él y su exmujer.
¿Se atrevería ahora a invitarla a salir? A casi tres años
de su divorcio no había tenido una sola cita, y antes de

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CUENTO

casarse tampoco. Novios desde la preparatoria, lo cierto es


que Lina había sido su única mujer. ¿Lo haría? Teo miró su
mano izquierda, la marca blanquecina que le dejó su argolla
se había desvanecido hace mucho tiempo. Se animó, por fin,
a abordarla, pero justo cuando iba a hacerlo, Paula lo detuvo
con un gesto, sacó el teléfono de su bolsa e hizo la señal de que
la disculpara un minuto. Luego alejó unos pasos a contestar
una llamada.
Los primeros padres de familia se arremolinaron frente
al portón de la entrada. Reconoció algunos rostros de las
asambleas. Algunos venían de traje y corbata, se mostraban
nerviosos, apurados por regresar al cubículo de su oficina o
por mover el carro que dejaron bloqueando un zaguán. Unos,
los menos, platicaban en pareja, pero la mayoría aguardaban a
solas, sin entablar conversación con nadie, como alcohólicos
esperando a que abran la licorería. En cualquier instante el
portón se abriría de par en par, vomitando a un ciento de
niños despeinados, sudorosos y enloquecidos en búsqueda
del adulto que lo llevase a casa. El nubarrón cada vez estaba
más oscuro. Teo se distrajo pensando en la ropa que había
tendido, y para cuando se acordó, Paula ya estaba a varios
metros, platicando, sonriente, con otro sujeto.
Fue a recargarse a un poste de luz que alguien ladeó de
un borrachazo. Ya era la una con doce. “Algo extraño debió
haber sucedido ―pensó― para que la escuela siguiese cerrada
a esa hora. ¿Y la chicharra?ˮ El timbre era eléctrico y estaba
programado para sonar su carapacho. Una vez a las dos en punto,
la otra a las dos con diez. Se entretuvo imaginando las más
estúpidas explicaciones que esclarecieran el retraso: un letargo
grupal, producto de alguna broma con somníferos; un secuestro
masivo de los maestros para exigir aumento en los salarios.
El ruido metálico lo devolvió a la realidad. Uno de los
padres trajeados, probablemente el que más prisa tenía,
golpeteó el portón con el canto de una moneda. El alboroto
hizo que todos voltearan a verlo: el brazo en alto, aporreando
la lámina, evidentemente molesto. Luego retrocedió unos
pasos, como esperando a que el conserje acudiera enseguida
con la llave y una explicación, pero segundos más tarde la
puerta seguía tan cerrada como antes. Tampoco parecía que
alguien hubiera atendido el llamado. Lo único que se oía era la
orquesta de la calle, los berrinches de motores, el reclamo con
claxon, las voces, los silbidos. Sin embargo, del otro lado del

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muro no provenía un solo ruido. Teo aguzó el oído y no logró


escuchar los gritos ni las risas de aquel barullo que producen
los niños durante el recreo. Lo que sí oyó fue a una despistada
que preguntó si aquel día no era el de la visita a la fábrica de
refrescos, excursión que —se lo aclararon de inmediato— se
había llevado a cabo el mes anterior.
El retraso, que estaba por rebasar los 20 minutos, si bien tenía
inquietos a los padres que ya esperaban, mortificó en mayor
medida a los que fueron llegando. “¿Cómo que no abren?ˮ,
preguntaban. “¿Por qué los mantienen ahí encerrados?ˮ
—Acabo de llamar a los dos números de la dirección,
no contestan —dijo una señora con mandil, mostrando la
pantalla de su celular como evidencia.
Fue entonces que se le ocurrió. Teo calculó distancias,
primero. La barda del colegio era tan alta que ni con el mejor
de sus brincos lograría sujetarse del borde. Además traía
los mocasines nuevos, y no había necesidad de rayarlos. Se
acercó a dos tipos, dos padres. Solicitó su ayuda explicando la
intención. Entre ambos lo alzaron hasta que Teo tocó lo plano
de los ladrillos. Luego se impulsó con los brazos, descansó
su peso en la barriga y montó el muro pasando una pierna al
otro lado.
—¿Qué ves? —preguntó uno de los tipos.
Teo no respondió. Pasó la segunda pierna al otro costado
y se descolgó del muro en un movimiento rápido. Al caer, se
le falseó el tobillo resentido, trastabilló y se fue de bruces,
golpeándose la cabeza contra el tubo de unos columpios.
Se levantó casi de inmediato. Palmeó sus pantalones para
quitarse el polvo y avanzó cojeando, sin poder apartar la vista
de lo que tenía enfrente. El colegio, su colegio, estaba vacío,
tanto como se le podía encontrar los domingos o durante
vacaciones. Caminó hasta el patio central, completamente
desolado, y desde ese punto comprobó que a través de las
ventanas no se veía otra cosa que butacas abandonadas y
pizarrones recién borrados.
Incrédulo, recorrió los pasillos en silencio, a paso lento.
Sin alumnos, sin maestros y sin ningún otro ser humano
a la vista, el hecho de no hallar rastros de ellos le produjo
un sentimiento todavía más extraño, más complejo. El
piso estaba libre de bolas de papel, de palos de paleta. No
había bolsas de frituras, servilletas ni restos de comida.
Abandonada, pero impecable, daba la impresión de que por

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CUENTO

la escuela acabara de pasar una cuadrilla de limpieza. Teo


alzó la vista. Capricho climático, el cielo se había despejado
de pronto, y el sol lo obligó a hacer visera con la mano para
enfocar su mirada hasta los lindes del colegio, allá donde
se encontraban la cooperativa y el auditorio. Ahí debían
de estar. Era el único lugar en donde entraría el montón de
niños. Los imaginó secuestrados: 300 alumnos de primaria
aguardando su rescate, mientras los encañonaban con
armas largas. Aquello era un disparate, lo sabía, pero entre
más barbaridades pensara, menos real y más soportable le
resultaba lo que veía.
Se dirigió hacia allá corriendo, pero dudó sobre cuál sería
el lado más conveniente para sorprender. Eligió la entrada
próxima a la barda perimetral, por el cobijo de la sombras de
los fresnos. Fue hasta ahí sólo para comprobar que el cancel
de acceso tenía una cadena con candado. Se apuró hasta llegar
a la otra entrada. Los vidrios estaban ahumados, de modo que
los reflejos del sol le impedían ver hacia el interior. Sin temor a
ser descubierto se arrimó al vidrio e hizo sombra con sus manos
hasta que alcanzó a ver, con toda claridad, que las gradas estaban
desiertas. En ese instante perdió la compostura. No supo qué
hacer más que tomar su teléfono y marcarle a Lina. Le contestó
una grabación explicando que el número no existía. Marcó de
nuevo, cerciorándose esta vez de que presionaba correctamente
el contacto de Lina, el número que había tenido toda la vida,
pero le respondió el mismo mensaje de la grabadora.
Echó a correr lo más veloz que pudo hacia la entrada del
colegio para hacer lo que desde un principio era debido: abrir
el portón y avisarle a los otros padres que los niños habían
desaparecido, que llamaran a la policía. El pecho le batía con
fuerza. Atravesó el patio en segundos, ignorando el dolor en
el tobillo.
—¡No están! —gritó Teo, a escasos metros de alcanzar la
puerta de salida—. ¡No hay nadie, los niños no están!
Al llegar al portón no alcanzó a frenar, y la inercia lo hizo
estrellarse contra el metal. Enseguida tiró del pestillo de la
cerradura, y justo cuando cedió el portón, cuando abrió la puerta
y estaba por dar un paso fuera del colegio, en aquel momento se
activó la chicharra.

En primera instancia, lo que lo descolocó fueron las


proporciones de los objetos. De pronto lucían más grandes

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de lo normal, como si se hubiesen escalado o él se hubiese


encogido. Los autos que pasaban de largo eran enormes,
al igual que el tambo de basura y la cabina de teléfono. Se
mareó ligeramente, y antes de perder el equilibrio alcanzó a
hincarse. Desde ahí vio a varios padres de familia, tan altos
como gigantes, caminar de la mano de sus hijos. Aturdido, sin
saber cómo reaccionar, sintió un empellón en la espalda, antes
de que a su lado pasara corriendo un niño de pelo rubio y
pantalones caqui. Teo lo siguió con la mirada. El niño anduvo
a toda prisa para encontrarse con un hombre que lo esperaba
al final de la calle, de pie, junto a su automóvil, sosteniendo
un atado de globos de colores. Teo señaló hacia ellos y fue ahí
cuando reparó en su mano, una mano pequeñita y lampiña.
Enseguida sintió el peso en sus hombros, las azas de la
mochila que le bajaban por el pecho hasta los costados. Se
miró los zapatos, raspados en las puntas. Se miró el pantalón
caqui y luego miró de nuevo en dirección al niño rubio que ya
extendía los brazos para encontrarse con su padre.
De súbito se dio cuenta de que estaba a tiempo, de que si
se apuraba podría evitarlo. Soltó su mochila y salió disparado
en dirección al parque, hacia la avenida del camellón, rumbo
a su casa, la casa de su madre, y conforme corría con todas
sus fuerzas fue alejándose del llanto de Klaus, de aquel globo
con forma de jalapeño que seguía flotando, cada vez más y
más alto.

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Libertad Pantoja

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De cadáveres

Yo quería estudiar medicina, doctor. De veras. Ni cuando


me hicieron la novatada tuve mis dudas. No, no fue la de los
dedos, creo que tiene años que ya no se hace ésa.
Me mostraron un ojo, redondo y reluciente. “Te lo vas
a comerˮ, me dijeron. Yo estaba amarrado a una silla, con
las manos atadas a la espalda. No me quejé porque Jaziel, a
riesgo de que se enteraran sus compañeros, me prometió que
no sería más que un susto. Me vendaron los ojos ahí mismo
en el salón, luego me taparon la nariz hasta que abrí la boca.
Entonces, al sentir el objeto dulce y húmedo sobre mi lengua,
mi seguridad de estudiar medicina sí flaqueó un poquito. Pero
no como ahorita, doctor. Sí, yo creo que a todos nos pasa.
Logré calmarme el tiempo suficiente para sentir alivio: un
ojo no puede ser dulce, ni tan pequeño. Usted que hizo su
servicio social trabajando con pacientes con oncocercosis en
San Juan Yaeé no me dejará mentir. Otros de mis compañeros
no reaccionaron tan bien y vomitaron la uva. Pensé que era
innecesaria tanta rudeza, aunque medicina de por sí no sea
una carrera amable.
No, los cadáveres no me dan asco. Mi amigo Jaziel, el
que me habló de dónde hizo usted su servicio social y de la
novatada, ya me había contado que desde primer semestre me
iba a tocar hacer una disección. Él mismo me comentó que en
su grupo, incluso, les ponían nombre a los cadáveres, que uno
acaba por acostumbrarse, justo como usted me dijo hace rato
cuando entré a su oficina.
Todavía ayer, Jaziel insistió en que no tuviera miedo, que la
vista desde las aulas de disección es muy bella y que, si tenía
suerte y me tocaba la clase a las siete de la mañana, podría

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CUENTO

hacer la disección viendo el amanecer. Todo lo que él me contó


sobre las salas recién remodeladas, la piel de pergamino de los
cadáveres y la oración al cadáver desconocido, extrañamente
me tranquilizó. Me hizo sentir como que nada podía salir mal.
Aunque después me salió con que después de que uno pasa
un buen rato en la sala de disección, el olor de los cuerpos
conservados despierta el hambre. ¿Es cierto? No pude estar el
suficiente tiempo para comprobarlo.
Hoy en la mañana que llegué y vi a mis compañeros y a
la maestra Lucinda me tranquilicé aún más, no tendría que
hacerlo solo. Por la ventana abierta vi la sala de disección
bien iluminada, con sus mesas de aluminio, techo blanco
y páneles azules en las paredes. Tal como Jaziel me había
dicho, tenía ventanales enormes por donde apenas comenzaba
a distinguirse la ligera franja anaranjada previa al amanecer.
La maestra me repitió antes de entrar lo que Jaziel ya me
había contado: que hay que tenerle respeto al cadáver, pero
que es inevitable que se empiecen a hacer bromas para relajar
el ambiente, que es importante ir conociendo los límites poco
a poco. Entonces, comprendí el significado de la Oración al
cadáver desconocido que escribió Rokitansky.

Al cortar con la rígida hoja de tu bisturí sobre el cadáver


desconocido, debes recordar que este cuerpo nacido del amor de
dos almas, creció embalado por la fe y por la esperanza incluida
en el seno de su familia.
Sonrió y soñó los mismos sueños de niños y jóvenes, pero
seguro amó y fue amado; descansó y vio mañanas felices, y sintió
nostalgia por los que se fueron.
Ahora, está en la fría plancha negra, sin que por él se hubiera
derramado al menos una lágrima, sin que tuviera un solo rezo.
Su nombre solamente Dios lo sabe, pero el destino inexorable
le dio el poder y la grandeza de servir a la humanidad, humanidad
que por él pasó indiferente.

En ese momento, sentí que formaba parte de alguna clase de rito


solemne, que al convertirnos en médicos mis compañeros no
seríamos autómatas que le cambiarían las piezas a otras máquinas
colocadas sobre una plancha fría. Era como si la medicina, al
tener acceso a los templos del espíritu, estuviera más cerca de ser
una religión que una ciencia. Sé que suena tonto, pero me gustó
sentirme parte de una tradición milenaria y casi religiosa en la
medicina, y pasé a la sala. Pensé que sólo los médicos podíamos
tener la suficiente fuerza para estar con los muertos y la suficiente

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LIBERTAD PANTOJA

humanidad para curar a los vivos. “Creció embalado por la fe


y por la esperanza incluida en el seno de su familia.ˮ Entiendo
que le dé risa, pero así me sentía y por ese sentimiento me
parece más triste el tener que dejar la carrera.
Me sorprendió lo nuevo de las salas, pero casi de inmediato
comencé a toser con el olor agrio del formaldehído, del que
nadie me previno. Todos los cadáveres habían sido fijados en
formol y, tal como me lo previno Jaziel, la piel se veía como
pergamino. Sobre las mesas había torsos, brazos, en algunas
charolas incluso cadáveres casi completos, todos estaban
secos como el hojaldre.
Cuando llegué a mi lugar, vi que me tocó una cabeza. Fue
ahí cuando decidí que iba a dejar la carrera. Sé que no soy el
único que se ha impresionado por estar ante un cadáver. Pero
no es por eso. De verdad. No es la muerte, ni los cambios que
causó el formol. Al contrario, creo que esos cambios, cuando
entré a la sala, hicieron que me diera menos miedo, como
si los cadáveres fueran más bien muñecos. Es que usted no
entiende, doctor. De haber sido cualquier otro cuerpo, aunque
me hubiera dado miedo, lo habría intentado. Sé que se supone
que no pasa, que suena a una estupidez. Pero es que en cuanto
la vi, la reconocí.

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Olivia Teroba

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Tres piezas

Aquel día Aurora había ido a visitar a Luis, como era


costumbre. Aunque tenía que cruzar la ciudad para llegar, le
encantaba ir a la escuela de arte. Podía pasarse la tarde entera
caminando por el taller de pintura, platicando con otros
estudiantes, fumando o tomando cerveza con ellos. Después
de un rato se quedaba sentada, sólo viendo pintar a Luis. Ella
nunca había tenido habilidad para el arte, pero le llamaba la
atención desde siempre.
Tenía poco que habían empezado a andar. Se conocieron
en la fiesta de una amiga en común. Una locura. La chica tenía
un par de consolas y había mezclado toda la noche. Los éxitos
de los noventas se combinaban con música electrónica y voces
en off que explicaban la vida extraterrestre. La bebida tenía
algo mágico. Todos estaban volados. Ellos dos se encontraron
en la pista, y sin decirse nada comenzaron a bailar.
Al otro día, ella despertó en casa de Luis. El olor a dulce del
óleo inundaba el lugar, repleto de bastidores y grandes pliegos
de papel sobre el escritorio. Las paredes estaban cubiertas de
cuadros, de él o de otros artistas. La casa daba una sensación
habitable. Estaba decorada con objetos que él compraba en el
tianguis de antigüedades: un florero multicolor, un cenicero
de metal, portavasos de madera con grabados japoneses,
carritos hot wheels. Le gustaba Luis porque, sentía, era todo
lo contrario a ella. Después de tantas mudanzas, Aurora se
había acostumbrado a no acumular cosas.

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CUENTO

Aquel día, en la escuela, él estaba tan estresado como


todos. De hecho, para variar, no había nadie tomando cerveza,
si acaso rolaba por ahí un insignificante porro de marihuana
para aliviar tensiones. Luis, en vez de recibir a Aurora con la
dulzura de siempre, estaba concentrado mirando su cuadro:
la pintura formaba un mar azul eléctrico, con olas de un azul
más tenue, como del color del ópalo. El horizonte amarillo
insinuaba la salida del sol: su espectro dejaba aparecer un tono
rosa, que, casi en el borde del cuadro, se tornaba celeste. Por
encima del paisaje, había un dibujo plano: deidades japonesas
trazadas en verde fosforescente. Era, francamente, confuso.
Aurora le tocó el brazo para saludarlo. Él le sonrió, breve.
Tomó su cabello largo y rizado para amarrarlo en una coleta
improvisada. Sacó un cigarrillo de la cajetilla, lo encendió y
le preguntó: “¿Qué te parece?”
Aurora no sabía qué responder. Ya habían tenido varias
discusiones por ese tema. Ella siempre se excusaba, diciendo
que no había estudiado eso, que no sabía nada sobre arte, que
era tan sólo una aficionada. En realidad, nunca le había llamado
demasiado la atención lo que su novio hacía. No es que fuera
malo, todo lo contrario. Tenía buena técnica y buenas ideas.
Pero algo ocurría entre el momento en que él se las contaba
y el lienzo. Y se notaba: él tampoco estaba feliz con el
resultado. Encima, era hipersensible con el tema de sus obras.
Por eso ella se libró diciendo que los colores eran lindos y
las líneas muy precisas. Y luego se quedó callada. Él siguió
fumando, recorriendo el cuadro con la mirada. Le contó que
quería representar varias dimensiones en la pintura, pasar de
las dos dimensiones a una tercera. Le señaló la perspectiva
del fondo. Y después los dibujos de línea. Le dijo que eran
viajeros interdimensionales.
Aurora le dio un beso en la mejilla para zanjar el asunto.
El taller era amplio, de techos lejanos y paredes anchas.
El aire frío de la tarde se filtraba: empezó a llover. Aurora
sacó un paquete de café de una repisa y encendió la cafetera.
Conocía de memoria el lugar. La seguridad en la escuela
era laxa y cualquiera podía entrar y hacer lo que quisiera.
De hecho, al fondo había una pareja de estudiantes que
acababa de comerse unas tachas. Aurora saludó a la chica,
la conocía de algunas fiestas. Ella le sonrió, mostrando los
dientes. Los ojos le brillaban.

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OLIVIA TEROBA

Luis sacó otro cigarro. Siguió pintando, no parecía tener


la intención de hablar con ella en un rato. Aurora paseaba
por el taller, con la taza de café en la mano, mirando a los
chicos pintar. Se acercó a Diego. Era el mejor amigo de Luis.
A ella le caía bien, aunque a veces le respondía de mal humor,
como si siempre lo interrumpiera. Es que era un genio. Había
dos o tres por generación. Personas con un dominio de la
técnica y el color increíbles, novedosos. Algunos la armaban
y se volvían famosos. Otros optaban por una vida tranquila,
así que se iban a provincia, donde de inmediato llamaban la
atención y conseguían algún buen trabajo. Unos cuantos, muy
pocos en realidad, terminaban mal.
Diego estaba pasando por una mala etapa. Pintaba sobre
un lienzo apaisado. El escenario lo cubría casi todo una pared
gris. A la derecha se dejaba ver una luz, saliendo de una
habitación con la puerta roja entreabierta. La luz provenía de
una lejana arcade, de ésas que abundaban en las tiendas
de abarrotes en los noventas.
“¿Sigues con eso?”, le preguntó Aurora. Las charlas entre
ellos eran siempre un tanto agresivas. Diego asintió con la
cabeza, irritado. Aurora se arrepintió de haber ido: estaban
todos enloqueciendo esos días. Ella ya había terminado la
carrera, y hacía el servicio social en ese entonces. La verdad,
siempre estaba más tranquila que ellos. Había estudiado
administración. Sabía que le esperaba algún trabajo sencillo
y una vida estable y tranquila. Los artistas, por el contrario,
parecían tener una habilidad especial para complicarse la vida.
Un buen ejemplo era el cuadro de Diego: a esas alturas
resultaba una broma. Todo empezó con una chica, que de
hecho era la amiga de Aurora que mezclaba música. Ella y
Diego se besaron en esa misma fiesta. Los dos tenían pareja,
pero él se ilusionó. Lo dejó todo por ella, y la chica más tarde
lo rechazó. Una historia tan común, y sin embargo en ese
ambiente el drama cobraba dimensiones estratosféricas: la
depresión de Diego había llegado a sobrepasar varios límites
(estuvo tomando ansiolíticos un rato), y ahora se dedicaba a
pintar el mismo cuadro, una y otra vez. Es decir: terminó
una serie de figuras abstractas, y las cubrió hasta hacer un
paisaje lleno de árboles; las capas más opacas de ese cuadro
se convirtieron en el fondo de una barranca vista desde abajo,
con una pendiente encima; el lado claro de la pendiente,
cubierto de blancos, se transformó después en una pared. Todo

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CUENTO

dentro del mismo lienzo, que contenía distintas pinturas, que


se iban remplazando unas a otras.
Aurora lo dejó, y fue a saludar a otro de los pintores.
No sabía su nombre, pero le caía bien. Era el mayor de la
generación, y el más alivianado. Tenía experiencia en el
mundo del arte: no se tomaba nada demasiado en serio. En
aquel momento, pintaba grandes rostros de artistas pop:
Bowie, Freddy Mercury, Bob Marley, Presley, Madonna. Se
veían poco elaborados, no tenían sombras ni matices, el fondo
era un color sólido. Parecían imágenes en alto contraste.
Aurora le preguntó de qué iba la serie, y él le respondió que se
llamaba Abandonado el edificio. Ella sonrió, condescendiente.
Por fin se fueron a casa de Luis. Platicaron, como siempre:
sobre arte, sobre los artistas, sobre cómo se podría vivir del
arte, sobre el futuro. Aurora no se preocupaba demasiado,
porque no tenía pretensiones. Mientras encontrara un buen
trabajo todo estaría bien. Pero Luis era un caso. Quizás era lo
que atraía a uno del otro: su forma tan distinta de ver la vida.
Algo tenía su amor de voraz: venía anticipado por la admiración
mutua y el deseo velado de obtener algo del otro. Aurora quería
adentrarse a ese mundo de riesgos, de incertidumbre. Había
crecido demasiado solapada y sobreprotegida. A Luis le
pasaba lo contrario. Buscaba de dónde sostenerse. Así seguía
su relación, un poco a la deriva, entre el sexo, los porros, las
cervezas, la cruda, las drogas. Las pastillas y los ácidos eran
una buena costumbre: llegar a casa de alguna fiesta, coger
sin parar, platicar hasta que el sol los sorprendía, desnudos
bajo las sábanas. La piel de él era oscura y cálida. Eso a ella
la reconfortaba.
Por fin, días después, fueron las muestras finales. El chico
que había pintado los cuadros con los rostros de estrellas pop,
los destrozó con una guitarra.

II

El tiempo seguía y Aurora también, pegada a ese grupo de


personajes extraños que dedicaban su tiempo a pintar, dibujar
y esculpir. Ella salía a prisa del servicio social para verlos, y
regresaba a su casa tarde, con el pretexto de unos cursos de
idiomas.
Pasó entonces lo de los muffins. Fue un día que había
peleado con Luis, por cualquier cosa, y pensó en la manera

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OLIVIA TEROBA

de reconciliarse. Preparó en casa, con cuidado para que sus


padres no se dieran cuenta, una buena cantidad de panqués
con marihuana. Pidió permiso para quedarse en casa de una
amiga, como hacía siempre que iba a una fiesta que duraría
toda la noche.
Convocó a los compañeros del taller. A esas alturas, ya la
veían como parte del grupo. Algunos, distraídos, a veces le
preguntaban por su obra. A ella eso le gustaba.
Diego puso el sitio para la reunión. Su departamento estaba
en la parte alta de un salón de fiestas, de los que se usan para
quince años, bodas y bautizos. El salón lo conformaba un
patio enorme, pavimentado, con una división entre el área de
comida y la de juegos. Llegó mucha gente de la generación,
incluso había invitados de otros talleres. Todos se reunieron
alrededor de los columpios. Algún videoartista llevó un
cañón, y puso videos musicales proyectados en la pared.
Aurora nunca había cocinado con marihuana, pero leyó
varias recetas en internet. Aunque aconsejó a todos que los
consumieran con precución, como había leído en la mayoría
de los sitios que visitó, pasó lo de siempre: la gente comió sin
reparos, creyendo al principio que el bocadillo no les había
hecho efecto.
En algún momento, en uno de los videos apareció una
fogata. Y a Diego se le ocurrió decir “estamos invocando
al diablo”. Ahí empezó un malviaje generalizado. Primero
gradual, como ir adentrándose en un torbellino de ideas.
Después, el torrente. Emociones, figuras, pensamientos,
mareo, sensaciones. Aurora no pudo más y vomitó en el piso.
El resto deambulaba por ahí. Unas chicas a su lado se besaban.
Otro corría alrededor del salón de fiestas, gritando que se iba a
morir. Algunos sólo miraban hacia el frente, como si tuvieran
la misma alucinación. Los caballos del viejo carrusel en el
centro del salón los observaban, como juzgándolos, o riéndose
de ellos, hasta que alguien se dio cuenta y los impulsó con la
mano, con la intención de marearlos a ellos también.
Aurora entró al baño. Sentada en el retrete, percibía cómo
el lugar se hacía más estrecho. Las paredes se volcaban sobre
ella. Sintió que se le iba el aire.
Y el viaje no se iba. Luis peleó con uno de sus compañeros,
el que creía que se estaba muriendo. Al parecer, el muchacho
tenía la sensación de que iba a desaparecer, de que su existencia
se iba a anular como si alguien pudiera sólo apretar la tecla

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CUENTO

suprimir y borrarlo. Entonces, interactuar con alguien, así


fuera a fuerza de golpes, reafirmaría y protegería su lugar
en este mundo. Ése era su viaje. Los dos se golpearon poco y
mal. Estaban puestísimos.
Por fin alguien tuvo una buena idea. Fue Diego, quizá
para resarcir el efecto de aquella frase malviajante. Quitó los
videos, y puso música en una bocina lo suficientemente grande
para cubrir el lugar. Todos se quedaron quietos, escuchando
un tono suave, lento, instrumental, que al final se desahogaba
y también le daba aire a los que se encontraban perdidos en
el viaje. Varios se acostaron en el piso, otros se recargaron
unos en los otros. Las chicas parecían más felices que el resto,
ausentes de todo lo que pasaba a su alrededor. No dejaban de
besarse. Aurora se acercó a Luis y lo abrazó. Él, con el labio
sangrando, miraba hacia delante, fascinado. Se volvió a verla,
y le susurró en el oído sobre otras dimensiones, magia, seres
extraterrestres, colores. Ella lo escuchaba y se sentía segura.
Al día siguiente, Aurora despertó de golpe. Luis dormía
profundo. Estaban acostados sobre un sleeping en la sala.
Hacía frío. Ella se incorporó. El piso se movía. ¿Seguía
puesta? No, estaba temblando. La tierra estaba temblando.
Diego gritó y lo constató. Ella despertó a Luis y ambos
bajaron las escaleras corriendo. Los sobrevivientes de la noche
anterior, es decir, todos los del taller de pintura, estaban de
pie alrededor del pequeño carrusel, sintiendo el suelo oscilar
bajo sus pies, mientras los animales, de gestos macabros y
decorados en tonos pastel, se balanceaban.
Algunos seguían puestos y ya nadie podía dormir. Varios
se fueron a casa. Aurora propuso ir a comer algo. Luis, Diego
y otro par de chicos del taller de pintura la siguieron. Fueron
a un puesto de tortas y jugos cercano. Después, alguien
sugirió ir al museo. Y les dio por caminar. Se fueron por
una avenida larga que conectaba aquella vieja colonia con
Ciudad Universitaria. Llegaron al museo. Entraron primero,
por consenso, a la exposición de la tercera sala. Al parecer se
presentaba algo famoso ahí.
Era una sala pequeña, de paredes blancas y piso de
madera. Al fondo había una especie de estanque, del que
salían cientos de burbujas. Un niño jugaba a reventarlas
y reía; su madre lo seguía de lejos. Aurora se disponía a
imitarlo, cuando Luis le señaló con la vista la ficha técnica.
El jabón del que se alimentaban las máquinas, que no dejaban

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OLIVIA TEROBA

de expulsar graciosas esferas tornasol, había sido fabricado


con el agua residual de la limpieza de ciertas sábanas, usadas
para cubrir cadáveres en una morgue. En específico, cuerpos
no identificados, asesinados por el crimen organizado.

III

Aquellos meses fueron una excepción en la vida de Aurora.


Un acercamiento intenso a otro lugar, otras personas, otras
formas de entender el mundo, distintos a los que ella estaba
habituada. Luis la obsesionó varios años después de que
terminaron. Sin embargo, no había nada qué hacer. Cada uno
vivía en un universo diferente.
Casi al final, hablaban poco, irritados. Había recrimina-
ciones constantes. A ella le exasperaba escucharlo explicar
teorías de conspiración todo el tiempo. A él le molestaba que
ella no supiera nada de arte, que no le gustara salir de viaje,
que fuera tan fresa. Y cada gesto de ella que intentaba hacerlo
creer otra cosa, sólo lo reafirmaba.
Una de las últimas ocasiones que salieron juntos, fueron
a la exposición de una chica que no conocían. Iban sólo ellos
dos: la generación de Luis había terminado las clases en la
universidad, y muchos habían vuelto a sus ciudades de origen.
Él buscaba un sitio para su muestra individual, con la que se
graduaría, y aprovechó la exposición para conocer el espacio.
Eran pocas piezas, y Aurora las comentaba con lo poco que
había aprendido sobre arte en aquellos años, mientras Luis
miraba en silencio.
La factura, decía Aurora en voz baja, era mala: textos
demasiado largos, videos borrosos y dibujos frenéticos, en
tinta china. Aunque hablaba para llenar un vacío que se creaba
entre ambos, en realidad a esas alturas a ella la cansaba todo:
las inauguraciones, los museos, ese aire que tienen los artistas
de que son tan especiales. Le frustraba, además, que como
ella “no hacía nada”, todos la trataran con condescendencia.
Como si fuera demasiado normal.
Luis saludó a un excompañero de la escuela. Aurora se
fue, harta de quedar como siempre fuera de la conversación.
Cuando volvió, su novio estaba solo y se notaba desconcertado.
Le pidió que lo acompañara a fumar.
A esas alturas él ya forjaba sus propios cigarros: liaba uno
sentado en una jardinera de la pequeña plaza fuera del museo.

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CUENTO

Ella le preguntó si estaba bien. Él respondió que acababan de


explicarle la pieza principal de la exposición. Los dibujos, tan
rápidos y extraños, eran todos retratos de una sola persona:
la mamá de la artista. Aurora se quedó callada. No se esforzó
en mostrar interés.
Luis terminó de hacer el cigarrillo y lo encendió. Jaló
y exhaló humo. Ese tabaco olía mucho mejor que los que
acostumbraba antes. Aurora le había enseñado a liar y a
fumar tabaco de bolsa. Odiaba el olor de la nicotina. “Al
menos me recordará por eso”, pensaba, resignada. El fin se
acercaba vertiginosamente: lo sabía por los gestos, por la
lejanía implícita en cada palabra.
Él continuó explicando. Los dibujos eran representaciones
de la madre de la artista. En realidad, del cuerpo de la madre de
la artista. Su hija la había encontrado descuartizada en la sala.
Y no había podido sino dibujarla. Cientos de veces.
Aurora se mantuvo impasible. Luis le dijo que quizá
conocían a la muchacha de alguna fiesta: era apenas un par de
años mayor que él. La madre, al parecer, fue activista política.
Su padre estaba ahora en un sanatorio mental. Ella, la artista,
se había salvado por poco. Al final, incluso había terminado
la carrera.
Aurora comprendió muchas cosas de repente y se le
humedecieron los ojos. Él se volvió, para mirar a la gente que
paseaba por el parque. Ella sintió el impulso de abrazarlo,
pero no lo hizo. Estuvieron callados un buen rato, hasta que
Luis sugirió ir a tomar el metro. De regreso, ella sola, sintió
que volvía a casa después de mucho tiempo.

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ENSAYO
CREATIVO

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Por cuenta propia

La más visible característica del ensayo, en lo que atañe a su


naturaleza formal, consiste en la obstinación con que rehúye
quedar constreñido por ninguna preceptiva. Al margen de que
esta peculiaridad a menudo desemboque en la dificultad de
definirlo —motivo por el cual se suele endilgarle adjetivos
ociosos, como “creativoˮ—, la libertad temática y formal del
género, en sus mejores piezas, está siempre bien avenida con
la índole personalísima de su práctica. Quien escribe ensayos
lo hace porque, misteriosamente, ha aceptado que debe
ofrecer su explicación de algo que no le parece lo bastante
claro. Pero esta presunción, muy probablemente ilusoria, lo
más seguro es que sólo la tenga el ensayista, a solas con su
perplejidad. ¿Por qué habría de compartirla alguien más?
De algún modo se conseguirá, supone uno, que aquello
que ha suscitado la propia curiosidad haga otro tanto con la
curiosidad de quien ni siquiera habría tenido por qué pensar en
el asunto. Únicamente ateniéndose a esta posibilidad es que el
ensayo podrá prosperar. Y prosperará en la medida en que se
supedite a la voluntad de estilo: el ensayo es, antes que ninguna
otra cosa, una forma de decir. Pero también es una actitud: una
disposición del entendimiento, en guardia ante lo aparente y
lo consabido. En la medida en que esa voluntad y esa actitud
colaboren, las piezas resultantes contendrán, en sus hallazgos,
su necesidad de existir.
Esa necesidad se verifica indudablemente en las cuatro
muestras de escritura ensayística que aquí se presentan.
Mariana Brito Olvera indaga a profundidad en casas
propias y ajenas las resonancias que han dejado las vidas
de quienes las habitaron, principalmente en pos de dar con

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ENSAYO CREATIVO

las razones del modo en que un espacio propicia una poética


determinada. Roberto Culebro, por su parte, se interroga por
lo que hay debajo del afán de acumular, y su propia escritura
va siendo un fascinante acopio incesante de informaciones y
disquisiciones en cuya base están su memoria y la memoria
que fue perdiendo su abuela. Para Melissa Hernández
Navarro, la materia prima de que se sirve, con admirable
lucidez, está suministrada, en principio, por las llamadas
maternas y las noticias que éstas traen y las cavilaciones
que promueven, acerca de sí misma respecto a la madre y
a la hermana —y acerca del papel de las mujeres entre la
literatura y la familia. Y, a partir del examen de su vivencia,
y también desde sus descubrimientos librescos, Tania Tagle
explora, con rigor y con emoción, los distintos estadios de
la maternidad en relación con las nociones de monstruo,
milagro y asombro.
Se trata de cuatro ensayistas que dejan perfectamente
claro por qué es indispensable leer lo que escriben: porque,
personalísimas como son, las suyas son cuatro espléndidas
inteligencias del mundo. Y son memorables.

José Israel Carranza

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Mariana Brito Olvera

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Nuestras casas ajenas
(Fragmentos)

Estar de paso, siempre de paso.

Miguel Ángel Asturias

He vivido en numerosas casas.


De la casa donde nací no recuerdo nada. Recuerdo otras
casas, eso sí, de toda la primera época de mi infancia. A veces
acuden a mí imágenes de paredes de un verde acuoso, un
poco pastel; otras, el verde se transforma en un color salmón,
en un color rosa, en amarillo, en azul. Siempre colores
pastel, paredes de los años noventa, paredes policromáticas,
cambiantes con el flujo de la luz sobre la memoria.
Recuerdo casas de simples ladrillos acomodados para
resguardarnos de la lluvia y el sol. Al salir de una habitación,
un patio con un árbol grande lleno de chayotes. Cada día
los chayotes inclinan más las ramas del árbol, hasta que un
día son arrancados por las manos agrietadas de mi abuela.
“Están listos ―dice―. Cuando crezcas, tú también podrás
cortarlos, pero debes tener cuidado con las espinasˮ, me
advierte. Después los pone a hervir en una olla y en otra pone
agua con canela. Antes de comenzar a restregar la ropa en
el lavadero que está en el patio, me sienta en un ladrillito a
la orilla del árbol y me da de comer chayote hervido y té de
canela. “Tómate tu canelitaˮ, dice, y susurra una leve canción
que se pierde entre la espuma de la ropa mojada.
Casas distintas siempre en lugares distintos.

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MARIANA BRITO OLVER A

En esta otra hay una higuera enorme en el patio. Luego


un pasillo largo que atraviesa la sala, el baño, y llega a la
habitación de mis padres. Una escalera conduce a mi cuarto y
al de mis hermanos. Recuerdo a mi madre haciendo mermelada
de higos los domingos por la mañana. Mi madre mantenía
esa casa en equilibro. Todo tenía una apariencia impecable,
como si el mundo, de pronto, se hubiera vuelto ordenado.
Juntaba cajas vacías de leche con las que, simulando que eran
ladrillos, nos construiría una casita miniatura en el patio.
La casa nunca llegó a construirse.
Después de un tiempo, mis padres se separaron y mi
madre, mis hermanos y yo llevamos nuestros ladrillos de
cartón a distintos puntos de la Ciudad de México.
Ésa fue la casa más grande en la que viví. Era rentada
y tiempo después se la pidieron a mi padre y él también se
mudó.
Ahora no recuerdo ni siquiera dónde queda esa casa.
Sólo sé que estaba en la colonia Xalpa, una colonia perdida
en medio de una ciudad en ruinas.
Sólo recuerdo el olor de los higos, la alegría de subir al
árbol para tomarlos y apachurrarlos en la boca mientras la
pulpa nos manchaba la cara.
Sólo recuerdo el sabor de las mermeladas de mi madre,
sus galletas de canela y sus panes de elote.
Me pregunto en qué casa de la memoria y los sueños puedo
almacenar hoy estas imágenes y olores, en qué recoveco mi
recuerdo puede agazaparse.
Acuden a mi mente unos versos de Brecht:

Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo,
para mostrar al mundo cómo era su casa…

Escribo desde un departamento cerca del metro Balderas, en


la Ciudad de México.
Es domingo por la tarde y no he salido de la cama más
que para preparar café y conseguir en el fondo de la alacena
algún panecillo.
A mi habitación le entra un enorme rayo de luz. Me gusta
despertar con el sol de lleno en la cara y hacerme bolita
mientras huelo las sábanas sobre las que reposo; estirarme
lentamente y sentir el colchón duro debajo de mi espalda.
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ENSAYO CREATIVO

En la cocina, el olor del café anuncia este día de cama y de


trabajo. Me siento con las piernas cruzadas, atraigo hacia mí
la computadora y comienzo a escribir.
Escribo sobre ésta, sobre muchas casas.
Sobre la misma.
Llegué a vivir aquí hace menos de un año.
Mi casa me gusta porque está toda pintada de blanco.
Todas las paredes están muy blancas y me siento bien en
medio de esa iluminación perpetua. De todas formas, con el
paso de los meses han comenzado a poblarse: aquí, una foto
de Emma Goldman; acá, un cartel con ese poema de Pessoa
que me gusta tanto y hace que me den ganas de escribir
(“no todos son días de sol, y la lluvia, cuando falta mucho,
se pierdeˮ). Me gusta que mi escritorio siempre tenga libros
encima, un poco desordenados, porque me da la sensación
de trabajo en movimiento. Me gusta estar sola, pero con esas
cosas a mi alrededor.
Aun así, hay otras cosas que no tengo en mi casa. No
tengo, por ejemplo, refrigerador, ni lavadora, ni estufa. Me
arreglo como puedo para cubrir las necesidades que estos
artefactos satisfacen.
Mi trabajo no es perpetuo, es temporal.
Debido a esto, no compré refrigerador ni lavadora ni
estufa, porque no sé si seguiré aquí en unos meses, en un
año. Sólo compré aquello que fuera significativo para mí y
que pudiera transportar con relativa facilidad: libros y mi
computadora.
La gente me dice que mi pensar es pesimista; que, de
cualquier forma, si me voy a otro sitio, necesitaré todo eso.
No digo nada, pero para mis adentros queda una angustia,
la angustia que sé que también comparten mis amigas y
amigos: la de no encontrar otra casa ni otro trabajo temporal.
Entonces prefiero no gastar en ello y seguir adelante con esta
vida provisoria.

Escribo desde un departamento vacío en el barrio de Once,


en Buenos Aires.
Además de esta computadora y las dos maletas que traigo
conmigo, aquí no hay nada. Hablo y mis palabras resuenan

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MARIANA BRITO OLVER A

en el cuarto, el baño, la cocina y en esta sala vacía en la que


ahora escribo sobre esta casa, sobre otras, sobre la misma.
Pasan los días y mi casa, esta casa ajena que, sin embargo,
es mía, se va construyendo a partir de deshechos, de maderas
encontradas en las calles, de muebles hallados afuera como
si nos esperaran, de utensilios donados por amigas y amigos.
La estética de mi casa es, en ese sentido, bastante irregular.
Tengo una silla de madera pintada de blanco al lado de
una negra, de un tamaño mucho menor; la primera es clásica
y jovial, la segunda es moderna, minimalista y obstinada.
Hay, también, una mesa roja de madera que era de una amiga
chilena que, cuando se fue, se la dejó a una amiga salvadoreña
que, cuando se fue, me la donó a mí. La madera es delgadita y
está sostenida por dos caballetes, lo que me recuerda a algunos
tablones como los que usan los arquitectos para trabajar. Esa
idea me hace pensar en la mesa como el espacio para realizar
mis propios planos, bocetos, maquetas, ensayos. Tengo un
librero que encontré en la entrada del edificio y, con los palés
y maderas que recogí por las calles, construí una mesita de
noche y una cama.
Me gusta pensar que yo soy un poco como mi casa: algo
construido con cosas de aquí y de allá, del norte y del sur.
Martin Heidegger decía que habitar era una forma de ser
en el mundo, de estar presente en la historia, y que este acto
estaba intrínsecamente ligado al hecho de construir.
Construimos lo que habitamos.

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Roberto Culebro

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Objetos sobre una mesa blanca
(Fragmento)

[…]
En el Formas de ver, Berger repite una y otra vez la pa-
labra “posesión”, la palabra “mercancía”, como si sostuviera
un trapo sucio con la punta de los dedos, mientras, frente a
nuestros ojos, hace desfilar todo lo que alguna vez llenó los
márgenes de un bodegón o de una naturaleza muerta. Pero
eso que para Berger es casi un escándalo, a mí, en cambio,
me ha producido siempre un placer extraño y difícil de ubi-
car. Los espacios atestados, aturdidos por la cantidad de ob-
jetos que contienen, me generan un nerviosismo denso que
poco a poco, y de manera casi imperceptible, se diluye en un
efecto sedante, el cual termina por contagiarlos. Los espacios
acaban por ser una extensión de la materia que conservan,
completamente indistinguibles de ella y permeables según el
peso que momentáneamente los constituye. Hablando de Gia-
cometti, alguien escribió que el escultor llegó a pensar que su
taller crecía y se achicaba al ritmo de su trabajo, como si él
fuera un pianista y el taller la orquesta. Una experiencia pare-
cida se tiene al ingresar en este tipo de espacios, cuyos límites
sólo están ahí para satisfacer los movimientos de esta conti-
nua demanda interna. Es curioso, además, que esta experien-
cia no se limite solamente a los lugares cerrados, sino que
también sea posible percibirla al aire libre. Hace muchísimo
tiempo, por ejemplo, me enviaron a una ciudad horrible del
sur de Veracruz con la esperanza de que el viaje y la estancia
en casa de unos familiares lograra sacudirme la pesadez con
la que no hacía, durante días, sino pasar de la cama al sillón
y del sillón a la cama, absorto en la pantalla de la tele. Para
mis papás era necesario un cambio radical si deseaban curar

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ENSAYO CREATIVO

lo que a ellos seguramente les parecía una indiferencia atroz,


la cual, de no tratarse, podía quedar unida irremediablemen-
te a mi carácter. Así, junto con un primo mucho mayor que
yo, me encontré viajando todos los días por caminos que se
extendían entre pantanos y dehesas, terrenos donde una vege-
tación cerrada había cedido ante el fuego que, como una apla-
nadora, dejaba todo convertido en pastizales para las vacas,
las cuales se mezclaban y movían en una masa irregular con
miles de cabezas sobre el paisaje aplastado por el sol. Nuestro
trabajo consistía en visitar, en una pick up blanca, secciones
de la carretera en la que un grupo de trabajadores recolec-
taban muestras de los materiales con los que se construía y,
como las máquinas que se usaban eran rentadas, debíamos
simplemente recoger el equipo, devolverlo e ir a las oficinas
de los dueños para saldar las cuentas pendientes. El lugar en
el que éstas se encontraban era un terreno enorme tapizado
con gravilla blanca y ocupado casi en su totalidad por equipo
pesado. En las semanas que estuve ahí, muchas veces caminé
por espacios semejantes, llenos, sucios e inhabitados como
bodegas al aire libre en la que todo surgía y desaparecía sobre
enormes manchas de aceite. Un día, sin embargo, después de
dejar el dinero, nos encontramos a tres personas que, debajo
de una sombrilla, jugaban cubilete sobre una mesa de lámina.
Mi primo saludó a todos, se incorporó al juego y yo me quedé
a un lado, en silencio, saltando ligeramente cada vez que el
vaso y los dados golpeaban la placa de metal, alrededor de la
que, salvo yo, todos estaban sentados. Por ronda, cada juga-
dor ponía dos billetes de quinientos en el centro de la mesa,
los cuales surgían y desaparecían a una velocidad frenética,
como si en lugar de jugar, aquellas personas se encontraran
en una línea de producción, moviéndose con una precisión y
una rapidez tan grandes que no les quedaba tiempo para reac-
cionar al perder o ganar dinero. Cuando mi primo se sentó, un
hombre con una barba espesa y un anillo gigante le contaba
al flaco de al lado que uno de sus trabajadores había muerto
por un golpe de calor. Había pasado toda la mañana espar-
ciendo asfalto caliente sobre la carretera y al llegar a su casa
cayó muerto. Ya en otras ocasiones había escuchado historias
similares, pues era común que cuando dos o tres personas
se juntaban comenzaran a hablar casi inmediatamente de los
accidentes. Hablaron, después, como pasando lista, de un tipo
que se había rebanado el brazo con una cortadora; del bloque

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ROBERTO CULEBRO

de concreto que, después de soltarse de una cadena, se hundió


sobre la pierna de un joven, haciéndosela pedazos; de la mano
quemada de uno de los jefes, e incluso se mencionó algo sobre
un perro aplastado bajo las llantas de una camioneta. Afuera
de la sombra que nos cubría, la grava era de un blanco inten-
so. Un poco aburrido, me alejé de la mesa en dirección a un
buldócer que estaba por ahí y que tenía pinta de no haberse
movido durante décadas. Al parecer, el lugar no sólo se usaba
como pensión para maquinaria pesada, sino también como
una especie de deshuesadero, y a un lado de la zona donde se
encontraba el equipo de alquiler pude ver cómo se abría un
campo de metal ennegrecido y deforme bajo el cielo claro.
Ya un poco lejos, escuché la voz aguda del flaco. Contaba la
historia de un ingeniero agrónomo que renunció al rancho en
el que trabajaba para dedicarse al rescate de animales. Curaba
y recogía todo lo que encontraba, casi compulsivamente. Espe-
cies domésticas, sobre todo, pero también armadillos, tejones y
conejos. Como no estaba casado ni tenía más familia, no le fue
difícil llenar su casa con los bichos que adoptaba, y ésta, dijo el
flaco, parecía más un zoológico que un lugar donde viviera gen-
te. Al final, la peste del lugar fue tanta que los vecinos acabaron
por hablarle a la policía. Cuando tiraron su puerta encontraron
que no había un centímetro que no estuviera cubierto por los
animales. La sala, la cocina, el baño y las habitaciones estaban
ocupadas por una montaña móvil que parecía respirar, y bajo la
cual muchos estaban muertos y presentaban un estado avanzado
de descomposición. Lo peor, siguió el flaco, era que él vivía con-
vencido de que los salvaba, pero eran tantos que ya era imposible
distinguir a simple vista a los vivos de los muertos, a los sanos de
los enfermos. En la confusión, dijo, algunos incluso se habían
comido a sus propias crías o se mordían a sí mismos pensan-
do que se trataba de otro animal. Dijo algo más que ya no
alcancé a oír. Después de un fracasado intento por subirme al
buldócer, había dado una pequeña vuelta y avanzaba ya por el
camino donde se encontraban las máquinas. En esa parte del
terreno, unos 30 o 40 vehículos, organizados de forma aza-
rosa, formaban pequeños callejones, calles creadas por el es-
pacio que quedaba vacío entre aplanadoras, volteos, excava-
doras, revolvedoras, grúas y por esos bloques amarillos que,
encima de una plataforma, había visto vomitar asfalto calien-
te sobre la carretera. Todo olía a aceite y a caucho, y yo avan-
zaba sin saber bien cómo moverme. Las calles se abrían a dos

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ENSAYO CREATIVO

pasos de distancia para, poco después, quedar clausuradas


por las llantas gigantes sobre las que descansaban las cabinas
y los armazones. Si uno levantaba la cabeza, sentía que el cie-
lo retrocedía ante los muros metálicos que subían por todos
lados. Poco a poco, un puño frío comenzó a abrirse dentro de
mi pecho. No era miedo. Todavía podía oír, a lo lejos, cómo
sonaba la mesa al recibir el golpe de los dados. El peso físico
de las máquinas y, sobre todo, su número, crearon frente a mí
un efecto de realidad, como si su multiplicación representara
la constatación de algún tipo de presencia, la certificación de
una historia; algo parecido a lo que sucede cuando se camina
por las salas de un museo, donde la acumulación de objetos
existe para afirmar un tiempo o un sentido específico, sinteti-
zado. Así como en ciertas exposiciones uno puede percibir un
tipo de carga, producto de la repetición y el confinamiento; el
número excesivo de vehículos que me rodeaba hizo que se me
hiciera obvia la fuerza activa que representaban, el sentido
del que, aún sin funcionar, formaban parte […]

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Melissa Hernández Navarro

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Notas que escribo durante una larga
conversación telefónica con mi madre

Récit familial et récit social, c’est un tout

Annie Ernaux

Mi madre y yo estamos sentadas en la cocina. Tengo seis, tal


vez siete años. La casa se siente como una cápsula transpa-
rente cerrada al vacío. La mesa del desayunador está limpia.
No hacemos nada. De pronto, ella dice: “Ojalá que tu papá
llegara y todos estuviéramos muertosˮ. Veo por la ventana a
un colibrí que vuela desesperado y me imagino a mí misma
tendida en la alfombra de la sala, junto a mis dos hermanos y
a mi madre. Tenemos los ojos cerrados. Esperamos.

Todas las familias

Me he propuesto escribir un libro sobre mi familia. Pero antes


—tal vez por la fuerza gravitacional que gira en torno a los
lugares comunes o por mi gusto desmedido por la literatura
rusa—, me veo obligada a recordar una frase multicitada de
Tolstoi: “Todas las familias felices se parecen; las desdicha-
das lo son cada una a su modo”. O mejor, esa misma frase
multicitada de Tolstoi, transfigurada por Nabokov al inicio
de Ada o el ardor: “Todas las familias felices son más o me-
nos diferentes; todas las familias infelices son más o menos
parecidas”.

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MELISSA HERNÁNDEZ NAVARRO

Un día de 2018

Ayer hablé por teléfono con mi madre. Me dijo que mi herma-


na había pasado la noche en el hospital porque su hijo Levka
estuvo muy enfermo. Le contó que la cama que estaba a lado
de la de ellos la ocupaba un bebé de cinco meses, al que no se
le habían desarrollado los pulmones completamente. El niño
lloraba todo el tiempo porque le dolía respirar. No los dejó dor-
mir ni un momento. Cuando dieron de alta a Levka, los dos
se quedaron en una sala vacía a esperar a Ilya, que salió tarde
del trabajo. Llegó cuatro horas después. Nevaba y el hospital
ya estaba cerrado. Para salir a la avenida donde pasaban los
taxis, mi hermana y su esposo tuvieron que saltar una barda,
cargando a su hijo, que por fin dormía.

URSS, 1934-1938

Desde hace tiempo, me he dedicado a buscar la obra de escri-


tores de la Unión Soviética que de una u otra forma se man-
tuvieron al margen de las líneas literarias impulsadas por el
Estado. En especial, aquellos que sobrevivieron al Gran Terror
o que nacieron durante esos años y fueron testigos de la caí-
da de Stalin —incluso, del deshielo y la Perestroika—. Isaiah
Berlin decía que, después de las purgas y los juicios de 1937 y
1938, la literatura y el pensamiento rusos emergieron como un
área aniquilada por la guerra, con algunos edificios espléndi-
dos, aún relativamente intactos, pero solitarios entre tramos de
nación devastada.

Píter

Mi hermana se fue de la casa a finales de 2011. Llegó a San


Petersburgo cuando sus calles estaban atestadas de personas
que gritaban en contra de Vladimir Putin. Una prima la había
puesto en contacto con Sergei, un amigo suyo que vivía en
esa ciudad. De alguna forma, él la ayudó a buscar un cuarto
para vivir y la llevó por primera vez a la escuela donde se iba
a inscribir. Él no hablaba inglés y ella no conocía ninguna
palabra de ruso.

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ENSAYO CREATIVO

Recuerdos de Kolimá

Varlam Shalamov pasó diecisiete años en los campos de tra-


bajo del gulag ubicados en Kolimá, una región ártica del no-
reste de Siberia, de la cual suelen decir que es el lugar más
frío de Rusia. De 1954 hasta 1973 escribió sus famosos Re-
latos de Kolimá, estampas repletas de descripciones de las
cosas impensables que les sucedían a los hombres y a las mu-
jeres en ese lugar inaccesible. Yury Dombrovsky vivió casi
los mismos años detenido en campos siberianos de trabajo
—incluido Kolimá— y escribió una novela de proporciones
decimonónicas titulada La facultad de las cosas inútiles, don-
de explica el disparatado funcionamiento de la maquinaria
estalinista y las medidas que tomaba en contra de sus enemi-
gos, los reales y los ficticios. Evgenia Ginzburg, profesora de
historia y literatura de la Universidad de Kazan, y militante
ortodoxa del Partido Comunista, tampoco se salvó de un con-
finamiento de dieciocho años en el gulag. En El vértigo, narra
cómo la expulsaron del Partido después de haber sido acu-
sada de conocer a un profesor que supuestamente propagaba
ideas trotskistas dentro del Comité Regional al que ella esta-
ba adscrita. Poco después, fue detenida y condenada a pasar
años de trabajos forzados bajo los cielos de Siberia. También
pasó por Kolimá.

La más afortunada de las viudas

Joseph Brodsky, en un prólogo a Contra toda esperanza, las


memorias de Nadiezhda Mandelstam, bromea a propósito de
la insigne posición que adquirían las viudas de los escritores
asesinados durante el estalinismo: “En los círculos cultos, y
en especial entre la clase ilustrada, ser la viuda de un gran
hombre bastaba para conferir una identidad. Esto sucedía es-
pecialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el
régimen creaba viudas de escritores con una eficiencia tal que
a mediados de los años sesenta había un número suficiente
como para haber organizado un sindicato”.

Todos los vínculos de la naturaleza

Desde hace varias semanas, no puedo dormir sin tapones


en los oídos. Cualquier ruido, por bajo que sea, me obliga

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MELISSA HERNÁNDEZ NAVARRO

a levantarme rápidamente, asustada, pensando lo peor: un


sismo, alguien intentando abrir la puerta o cualquier desastre
de proporciones incalculables a punto de suceder. Después de
pasar en vela varias noches seguidas, escuchando al perro de la
vecina que vive arriba de nuestro departamento caminar arras-
trando sus garras sobre la loseta, decidí ignorar mi ansiedad
y teclear en el buscador de Amazon: tapones para los oídos.
Todos los departamentos: Salud, Belleza y Cuidado Personal.
Después de leer varias reseñas que decían cosas como: “Ex-
celentes. Los utilizo para dormir. Evitan que me despierte por
ladridos o por gente sin educación que pasa con su música a
todo volumen en la madrugada”, elegí un frasco con cincuen-
ta pares de tapones de espuma suave de la marca Mack’s Ear
Care. Comprar en un clic.
Tengo un oído sensible. A veces siento que es un exceso.
Como aquellas partes del cuerpo que, en la adolescencia, de
un día para otro aparecen hipertrofiadas, discordantes; partes
que nunca encuentran un lugar adecuado y que se terminan
arrastrando como una cojera por el resto de la vida. Antes,
me molestaba que mi hermano tamborileara con los dedos
sobre cualquier superficie: “Deja de golpear la silla con tus
dedos, porque no puedo leer”. Con Roberto ahora suelo bro-
mear afirmando que tengo un oído absoluto y que mi vida de
ahora es la equivocada, y en lugar de rentar en un departa-
mento minúsculo en la Colonia del Valle debería estar can-
tando “Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen”, tal como
lo hace Diana Damrau en alguna casa de ópera del mundo.
Este superoído también es una metáfora. La mayor par-
te del tiempo sirve de receptáculo de los monólogos de las
personas con las que convivo de cerca. Roberto me habla de
W.G. Sebald y de su viaje por la costa norte de Inglaterra. Me
cuenta que durante su peregrinaje visitó un pueblo del siglo
XII que se hundió —literalmente— a causa del desgaste cau-
sado por los minerales del mar. “Los cadáveres del campo-
santo se comenzaron a salir del terreno de la iglesia, deslizán-
dose por un acantilado”, me explica. Intento concentrarme en
los libros que estoy leyendo, en esto que escribo, pero sólo
puedo imaginar un templo desgajado y una campana sumer-
gida entre la arena.
El domingo hablé otra vez con mi madre y me dijo que
mis problemas para dormir se deben a que tengo que revisar
ciertas cosas en mi vida, culpas que expiar o un karma, como
suele referirse a la carga de conciencia cristiana desde que
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ENSAYO CREATIVO

volvió a hablar con su hermana mayor. (Para mi madre, el


non, je ne regrette rien no aplica en ninguna situación, bajo
ninguna circunstancia.) Luego me preguntó si había felicita-
do a mi sobrina el día de su cumpleaños. Le expliqué que se
me hizo tarde y que, cuando le marqué a mi hermana por
WhatsApp, en su casa ya todos dormían. Me volvió a sugerir
que ciertos aspectos de mi carácter tenían arreglo. “Nutrir
los vínculos familiares es muy importante. Dar buenos ejem-
plosˮ, apuntó. No le dije que ahora puedo dormir siete u ocho
horas seguidas y que los ruidos que escucho mientras duermo
son sordos, lejanos.

Byt

En ruso hay dos palabras que definen la existencia: byt (быт)


y bytie (бытие). Byt significa ser o estar. Al mismo tiempo,
lleva consigo la idea más básica de vida cotidiana. También
se puede pensar como una respuesta defensiva ante esa mo-
notonía de la vida material, que se repite de generación en
generación. Bytie —derivada de byt, aunque sea su contra-
rio— tiene una dimensión casi teológica: es una realidad in-
dependiente de la conciencia humana, como el cosmos, la na-
turaleza, la materia. Roman Jakobson decía que una palabra
como byt es intraducible a las lenguas occidentales, porque
sólo en Rusia se podía ejercer una resistencia tan fuerte a las
normas establecidas de todos los días. Byt no es pasar 20 años
de trabajos forzados. Es algo cercano, que se vive dentro de
los pisos compartidos, donde espacios como el baño y la coci-
na son utilizados por tres o más familias; es hacer una cola de
casi un día para recibir una ración mensual de pan negro. En
la sociedad soviética —y postsoviética—, la pobreza, el al-
coholismo, las leyes absurdas, la ideología caduca, se ajustan
perfectamente al campo semántico de una vida estancada en
un presente continuo; sostenida únicamente por el equilibrio
precario de las relaciones humanas. Casi 100 años atrás, en el
siglo xix, Pyotr Chaadayev, un filósofo ruso, escribió: “Todo
se escapa. Todo pasa. En nuestros hogares vivimos como si
estuviéramos encerrados en cuarteles temporales. En nuestra
familia parecemos extranjeros. En nuestras ciudades nos ve-
mos como nómadas”.

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Tania Tagle

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Primera parte:
Monstrat futurum monet voluntatem deorum

Las causas de los monstruos son varias.


La primera es la gloria de Dios. La segunda, su cólera.

Ambroise Paré, Monstruos y prodigios

En el año 387 a.C., escribe Tito Livio, los galos invadieron


Roma. Tomaron la ciudad por sorpresa durante una noche y
cometieron el saqueo más grande del que se tiene registro
desde entonces. Durante el asalto, los invasores prendieron
fuego a cientos de pergaminos y documentos oficiales, así
que la historia de Roma, antes de esa fecha, es mitad recons-
trucción y mitad leyenda.
Mientras la ciudad era tomada, los próceres romanos co-
rrieron hacia las colinas y algunos de los más importantes se
refugiaron en el Monte Capitolio, una de las siete colinas de
Roma, que albergaba un templo dedicado a Júpiter, Minerva
y Saturno.
Atrincherados en la colina, sin víveres ni agua, los ro-
manos invocaban a los dioses en espera de su intervención,
pero ninguno aparecía. Los galos, mientras tanto, irrumpie-
ron en casas y negocios, asesinando a quienes no habían
logrado escapar. 
Una madrugada, debilitados por alguna enfermedad in-
fecciosa, consecuencia de los cientos de muertos que ya-
cían sin enterrar en las calles, y quizás anticipándose a la
posibilidad de un contraataque, los galos decidieron asaltar

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TANIA TAGLE

el Capitolio durante la madrugada, esperando encontrar a


todos dormidos.
Fueron tan sigilosos al aproximarse que ni siquiera los perros
se despertaron. La derrota absoluta de Roma era inminente. 
En esa misma colina se encontraba un templo menor, con-
sagrado a Juno en su versión doméstica, la diosa Moneta, pro-
tectora de la economía del hogar, de cuyo nombre derivaría,
entre muchas otras, la palabra moneda.
Juno se percató de que los galos se aproximaban y des-
pertó a los gansos consagrados a ella que vivían en el tem-
plo. Los gansos comenzaron a graznar desesperadamente,
tanto, que todos en el Capitolio despertaron sobresaltados
creyendo que el sonido era emitido por criaturas sobrenatu-
rales y se pusieron inmediatamente en guardia.
Los galos, débiles y enfermos como se hallaban, fueron
emboscados y vencidos. Roma fue recuperada y Juno-Mone-
ta nombrada su guardiana. 
Desde entonces, los enviados de la diosa se convirtieron
en mensajeros de todo tipo de desgracias y catástrofes: cuan-
do aparecían, los hombres sabían que debían prestar atención
a su alrededor y prevenirse, porque algo inesperado estaba a
punto de ocurrir. A estos enviados se les llamó “monstruosˮ.
El monstruo no atrae la catástrofe, ni es por sí mismo la
catástrofe. Nos advierte sobre ella. Pero no sabemos escuchar.
¿Casandra y Tiresias también fueron monstruos?
En De significatione verborum, Sextus Pompeius Festus,
gramático romano del siglo II a.C., anota: “monstrum quod
monstrat futurum et monet voluntated deorumˮ / “monstruo
porque aparece para anunciar el futuro e informar sobre la
voluntad de los diosesˮ. 
Aparece, es decir, irrumpe, entra en escena.
Un monstruo es, en principio, una interrupción. Una trans-
gresión a la estructura. Quizá por eso asociamos lo mons-
truoso con la deformidad, cuando en realidad corresponde
a la deformación repentina de una realidad ordenada, o que
creíamos ordenada, hasta ese momento.

Así fue como se sintió el resultado de la prueba casera de


embarazo: como la irrupción de algo extraño que te provoca

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ENSAYO CREATIVO

la necesidad de tallarte los ojos y mirar de nuevo, sólo para


corroborar que viste lo que viste. 
Y ese desconcierto inicial, poco a poco se transforma en
miedo. Miedo hacia algo que no debería estar ahí y, sin em-
bargo, está. Quiero decir está porque no me atrevo a decir es,
pero su presencia se anuncia. 
El monstruo siempre se anuncia. Si se presta atención,
puede advertirse el momento en que la materia elástica de la
realidad comienza a estirar sus contornos para hacerle espa-
cio. En mi caso, fueron las náuseas.
La primera interrupción de mi rutina habitual ocurrió una
mañana. Solía despertarme hambrienta y asaltar la cocina.
De pronto, un día, el olor a pan tostado que percibí apenas
me levanté de la cama me provocó arcadas. Ése fue el primer
indicio de que algo estaba por revelarse. Y a ese anuncio le
siguieron otros, quizá mucho más sutiles, pero igualmente in-
quietantes: la somnolencia constante, las ganas de llorar por
cualquier cosa, la falta de apetito, un inexplicable zumbido en
el oído izquierdo…
Ahora sé que sí existe la sensación de “estar embarazada”;
que una puede, de hecho, sentirse embarazada como cuando
se siente agripada o indigesta. Pero la primera vez no eres ca-
paz de detectarlo. Sabes que “algo” pasa. Notas que tu cuerpo
no es el mismo, que incluso tu rostro luce ligeramente distin-
to, pero no logras entender qué es exactamente. Y, como estás
acostumbrada a desestimar tu instinto, lo dejas pasar.
El día que decidí comprar la prueba de embarazo, abor-
dé temprano un microbús rumbo a mis clases y el mo-
vimiento del vehículo sin amortiguación me provocó un
malestar tan insoportable que estuve a punto de desvane-
cerme. Me bajé varias cuadras antes de mi parada en una
calle desconocida y comencé a caminar. A los pocos pasos
tuve la certeza de que alguien caminaba detrás de mí. Miré
por encima de mi hombro sólo para encontrarme con una
calle completamente vacía. 
Sin embargo, la sensación era persistente. Había alguien
conmigo en la calle aunque no pudiera verlo. Podía percibirlo
a cada paso que daba como si fuera a saltar desde algún portal
o a materializarse de pronto en mis narices. Recuerdo inclu-
so haber escudriñado los árboles en busca de algún voyeur
entre sus ramas: nada. No lo veía, pero lo sabía, lo sentía y
la sensación es la misma que cuando de niña apagaba la luz

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TANIA TAGLE

y era la última en subir la escalera segura de que algo iba a


jalarme hacia abajo. La misma que cuando alzaba la colcha
para asomarme bajo la cama y cerraba los ojos para no ver
al monstruo.
El monstruo transgrede las formas, físicas, sí, pero tam-
bién las del pensamiento. Nos excede y nos confronta con una
existencia para la que no tenemos conceptos ni herramientas.
El monstruo es todo lo que nos sacude, nos obliga a prestar
atención a las convenciones, nos saca de nuestro centro para
arrojarnos a lo desconocido.
Estoy por parir un monstruo.

Cada día que pasa, mi cuerpo se siente menos mío. Como si


estuviera siendo colonizado lentamente y en cualquier mo-
mento fuera a dejar de obedecerme. No importa cuánto trate
de permanecer despierta, me quedo profundamente dormida.
No importa cuánto coma, sigo teniendo hambre. Pero luego
vomito. Me enojo por cualquier cosa, pero inmediatamente
después me invade una enorme tristeza y lloro. A veces por
haberme enojado por una tontería, a veces de impotencia.
Desconozco mi cuerpo, mis pensamientos y mis reacciones.
Es como si alguien más me estuviera viviendo, como si poco
a poco me fuera convirtiendo en otra.
¿Se nace monstruo o se deviene monstruo? 

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NOVELA

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Prólogo de novela

Seis jóvenes creadores con seis proyectos radicalmente


diferentes que tienen en común la conciliación del mundo
interior de cada quien con la realidad en la que viven
inmersos. Seis novelas en proceso, pero vivas, que mantienen
vigente la relevancia del personaje como elemento referencial
nuclear en el arte novelístico con la primacía de la acción, de
modo que un episodio conduce a otro manteniendo viva la
curiosidad del lector. 
Alfredo Carrera López, en El libro auténtico, nos hace
presentes, en el transcurso de la relación del poeta Salvador
Díaz Mirón con su hijo, aquellos años en que en México la
única certeza era que pasaban cosas que alterarían para
siempre la cotidianidad de la nación, el presentimiento de
un sacudimiento violento en tanto que el hijo del gran poeta
vive su batalla interior, la necesidad de ventilar con el padre
la conciencia cierta de su homosexualidad, frente a un padre
a quien, sin embargo, ya sólo parece preocuparle el posible sin
sentido de su propia existencia.
En El Olivino, Marta Núñez Puerto reconstruye las etapas
de la vida, de todos y cada uno de los miembros de una familia
que pasaba los veranos y los días feriados en un chalet a orillas
del mar en la costa andaluza y de cómo se van trenzando
sin conciencia de causa-efecto, sin una lógica secuencial,
las diversas etapas de la vida personal y social, sin saber a
ciencia cierta si el cambio de la sociedad española estaba ya
en ellos o si, por lo contrario, fueron aquellos cambios los
que propiciaron la deriva que habría de tomar la existencia de
cada quien. De la infinita vitalidad de mirar al presente o, en
los mayores, de acariciar los recuerdos, hasta la contundencia

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NOVEL A

del peso del tiempo pasado que anuncia el fin de la noche o,


acaso, el advenimiento de la luz de la reconciliación, consigo,
con los otros...
Pamela Elizabeth Flores López, en Memoria, nos hace
vivir, con intensidad y delicadeza, el universo de Cristina,
una mujer migrante que en la vejez va perdiendo la memoria
y padece el olvido intermitente de su lengua natal, lo que
la va condenando a la orfandad en la gran ciudad, a pesar
del cariño de quienes la rodean, de la ternura de esa nieta
que es ya una mujer de otro mundo, de otro tiempo que en la
sociedad anómica moderna persigue en la abuela un pasado
que sustente su propia existencia, un motor para llenar su
vida de movimiento y sentido.
Escaramuza rescata aquel México del medio siglo a través
del enfrentamiento en torneos juveniles de los retoños de la
refugiados españoles del Vives con los jóvenes ingenuamente
nacionalistas y católicos del colegio Cristóbal Colón, de los
hermanos lasallistas. César Augusto Tejeda Argüelles nos
lleva, a través de los periódicos del tiempo y de los mismos
hechos que narra, a una sociedad a un mismo tiempo ingenua
y vital donde, en germen, van apareciendo los motivos del
porvenir.
Luis Francisco  Vaca Vázquez, en La cabeza de Lenin,
describe esta Babelia contemporánea que en la ciudad de
Berlín ofrece un escenario inmejorable para comunicarnos la
angustia de un mundo de depredación, un espacio social donde
todo es confuso, donde los jóvenes se inventan razones para
subsistir ―que no, simplemente, para vivir― y se aferran
a la amistad que va iluminando un sentimiento naciente de
eso que llamamos, pudorosamente, “solidaridadˮ porque
hemos olvidado la palabra “amorˮ. Un retrato despiadado
de la sociedad contemporánea en que se despliegan vidas de
hombres y mujeres de mundos diversos.
Carlos Saúl Valdez Flores, narrador nato, con una
capacidad de hacer vivir en pocos trazos a un personaje,
con una notable economía y precisión de lenguaje, narra
la historia de una mujer del pueblo llano de Sinaloa que,
gracias a su talento boxístico natural, va adquiriendo poder,
notoriedad, dinero al tiempo que se le va revelando el mundo
con una complejidad que no hubiera conocido nunca en su
estrecho y brutal círculo de familia. Descubre sus propios
demonios, ensancha su horizonte vital; la va penetrando una

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cierta desazón, la muerde el escepticismo y el preludio de un
fracaso. De alguna forma, su trayecto vital y evolutivo es,
también, el de su propio pueblo.
Por su parte, Jimena Zermeño Mendoza, en No soy Kafka,
nos instala en una evasión, como si la narradora necesitase
estar lejos para hallar el sentido de su vida en México. Con
el desasosiego de Pessoa, busca en él y en Lisboa el ser real
de una mujer obsesionada con esos mundos que ella, ahora,
busca hacer suyos. Una narración intimista que nos hace
vivir, a través de la narradora, la búsqueda del sentido de
la vida y que parece corroborar aquel grito del poeta Juan
Ramón Jiménez cuando en uno de sus poemas exclama:
“todo es dentro”. Pero todo “dentro” tiene que sustentarse en
un “afuera”, y aquí reside la angustia del personaje-narrador
que se identifica con tantos jóvenes que buscan, desde la raíz,
razones para vivir.
Con esta antología, el lector conocerá seis mundos dife-
renciados y complementarios que lo harán romper con su
cotidianidad y encontrarse a sí mismo desde el universo de
los otros.

Francisco Prieto

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Alfredo Carrera

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El libro auténtico

Agosto de 1914

Xavier:

Si estuvieras aquí verías que he tomado un espacio en el es-


critorio ocupado por las cosas de mi padre, de don Salvador.
Apenas invadí unos centímetros, hago malabares para escri-
bir sobre la hoja y lo hago en el mayor silencio porque no
quiero que despierte, no quiero que me pregunte, de nuevo,
quién es el destinatario de mis cartas. Desde hace tiempo, tú
sabes hace cuántos meses, me acosa con preguntas para des-
pejar el misterio. Te conté del día cuando me encontró escri-
biendo hundido sobre varias hojas y libros de poesía a media
noche con unas cuantas velas, después lo celebró sin saber
lo que hacía, creyendo que me había descubierto escribiendo
versos; ese mismo día, con el vaso de brandy, le dije la ver-
dad: las letras eran cartas para alguien que me interesa más
allá de una amistad. Es difícil adivinar si le molesta, le causa
curiosidad real o le dé lo mismo saber la historia completa.
Él duerme ahora la siesta de las cuatro de la tarde en el
sillón, lo que se convierte en mi oportunidad de tranquilidad,
pues ahora tenemos poco espacio para ambos, la casa se nos
redujo a una minúscula habitación compartida.
Escribo sobre las hojas que alcancé a tomar antes de salir
de la Ciudad de México, del célebre Hotel París. Escribo con
la incertidumbre de si podré colocarlas en un sobre para en-
viarlas o si terminaré destruyéndolas; me deshice de otras en
el viaje. Te había escrito tres hojas con bastantes dificultades

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NOVEL A

en el tren, pero las hice pedazos antes de llegar a Veracruz.


Mi padre dijo que era probable que existiera una orden de
aprehensión con algunos cargos sin sentido y el miedo me
obligó a deshacerme de ellas, eran mi testamento de vida
que por ahora no es necesario que deje en papel porque el
recorrido continúa.
Estamos retenidos en un hotel del centro. Estamos en el
mismo cuarto con dos camas. Aquí nos trajeron los estadou-
nidenses, esos mismos que meses atrás invadieron el puerto
de Veracruz y que, de acuerdo con mi padre, nos darían paso
libre, el problema eran los mexicanos. Tienen el control, son
la única autoridad aquí, si se les puede llamar de ese modo.
Nos tomaron presos, estamos cautivos o secuestrados; si lo-
gro enviarte estas páginas, a lo mejor después lo descubres en
las noticias, pero desconozco los motivos para que nos tengan
aquí. ¿Qué se puede decir de semejante hecho: detenidos en
México por el ejército de Estados Unidos de América por ra-
zones desconocidas, sin tener un modo de defendernos, como
si viviéramos en una época de salvajes? Atrás de la puerta hay
un soldado, quizás espera la orden para entrar y acabar con
nuestras vidas, quizá sólo es cuestión de días para que reciba
la autorización de liberarnos o quizás, eso espero, un día sal-
gamos con prisa de aquí para abandonar también esta ciudad
y buscar un sitio en el que exista la libertad.
Mi padre mantuvo silencio respecto a lo que sucede, sólo ha
fumado y bebido desde que salimos de la Ciudad de México,
ha mantenido el mismo semblante de tranquilidad (como si no
sintiera nada, como si no fuera evidente para él mi nostalgia
de la capital), no se ha molestado y creo que en su vida entera
no ha llorado. A mí me duele la mandíbula al comer cualquier
alimento. Cuando me he puesto atención, descubro que mis
dientes rechinan como tú me hiciste notar. Por ahora estamos
secuestrados en esta habitación de hotel, que además pagamos,
pero nos mantienen sin noticias ni para bien ni para mal.
Este país para mí es una leyenda, te lo había dicho. ¿Un
país libre? ¡Qué mentira! Es una historia de la que cuentan
muchas versiones que no termino de creer. Un país que no
existe, invadido sin que nadie haga nada para que continúe
gobernando la razón. El país que yo conozco es un lugar
enorme que siempre está en llamas, es una zona de guerra en
la que las personas se niegan a tener lo mejor para sus fami-
lias y luchan contra el bien. Desde hace años cualquier cosa

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ALFREDO CARRER A

se puede hacer en nombre de la patria. Lo único que agra-


dezco de los acontecimientos recientes de mi vida es que te
conocí. Ahora sólo deseo vivir en el país que nos permita
encontrarnos en un futuro cercano.
Ese último recorrido que hicimos desde la capital ha sido
el primero en mi vida en el que iba con una sensación de
miedo en el cuerpo: se siente en las piernas, en los brazos,
y ahora permanece aún conmigo. Es un sentimiento de ex-
travío; podría decir que soy un náufrago si estuviéramos a
mitad del océano. Es difícil imaginar lo que será de nosotros
el día de mañana. Cada parte de mi vida se ha resuelto sola.
Espero que suceda lo mismo, que una fuerza externa me lleve
como si fuera el viento quien decide, aunque desde ese día
tengo el temor de que no habrá más viento que me lleve, que
tendré que remar fuerte para no alejarme de la orilla. Estoy
asustado. Cada tanto corren personas en el pasillo, alcanzo
a escuchar palabras en inglés. Creo que desde ese día hago
las cosas sólo por instinto, veo el mundo como si fuera un
conjunto de fotografías que vuelan frente a mí y yo tengo
por misión descubrir qué hay en ellas porque juntas son
el mapa para arreglar mi vida. Las persigo en un esfuerzo
inútil. Las he soñado. Vuelan, se elevan hasta que es impo-
sible señalar en dónde están en el cielo. Nunca las alcanzo,
por eso sigo perdido.
¿Para qué nos mantienen en este hotel? ¿Qué puedo
hacer que no sea esperar alguna noticia? Mi padre ase-
guró desde que cerró la puerta tras nosotros que no hay
forma de huir y salir vivos, que muy pronto sentiría una
fuerza adentro que podía crecer, ser una roca en el es-
tómago si yo lo permito, me podría paralizar. Me podría
llevar a conocer lo peor de mí si no lucho sin pausa. Eso lo
aprendió en la cárcel, aseguró. Habrá sido de alguno de los
escritores que lo visitó. Como haya sido, está seguro, que sólo
permitió que esa piedra pesara hasta el día que por fin salió,
cada una de las veces que estuvo encerrado. Una piedra de
equilibrio para soportarlo. En la vida ese balance se lo da la
escritura. Eso me dijo: que escriba tanto como pueda para sa-
ber quién soy yo. Hoy esa fuerza que no termina de salir hace
que su mano izquierda tiemble; los dedos del brazo inmóvil
le juegan chueco, mientras su cuerpo entero le dice que no
puede moverlo. Para mí su técnica no funciona del todo.

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NOVEL A

El día que nos encontramos en la estación del tren cada


quien llegó por su lado para disimular nuestra partida sin fecha
de regreso, la salida de la ciudad sin avisarle a nadie más que al
mozo. Ambos en carruajes cubiertos. Mi padre llegó con su
paso lento de siempre hasta mí, no había una expresión que
mostrara preocupación. Se lo dije: “¿qué ha pasado para
que me pidas venir con esta prisa?”; pero su respuesta fue
parca, sólo me dijo que teníamos que salir de la ciudad
antes de que lo ahorcaran en el Zócalo o a los dos o nos
entregaran a la turba para que acabaran con nosotros. Me
dijo que por lo menos en Veracruz todavía tenía amigos y
otras opciones.
He vivido a la suerte desde que tengo recuerdo: tiro los
dados sin observar qué números han salido; alguien más toma
las decisiones de mi vida. A mi padre lo he dejado decidir y
me dejo llevar. A veces es otra persona, no pongo resistencia
a lo que me piden. También me parece más sencillo que ofre-
cer otra opción. Me convertí en su secretario desde hace unos
años, atiendo indicaciones de él y no me había preocupado
hasta ese día en la capital en el que me prohibió despedirme
o empacar como debiera para un viaje del que no conocemos
el destino final. En la estación me dijo que alguien más se
encargaría, que la dueña de la casa haría algo.
Abandonamos la capital para encontrar una salida. El úni-
co lugar que ambos conocemos es aquí, Veracruz. Cuando
me anunció que vendríamos, me aseguró que tenía ofertas
para dirigir un periódico y, quizá, podría volver a ser diputa-
do. Me sorprendieron sus ojos ciegos, como si desconociera
las historias de los hombres y mujeres que han sido arrastra-
dos por caballos en las calles y avenidas al querer tomar un
puesto como diputados locales o por cualquier otro motivo
que se pueda confundir con insurrección, como si no supiera
qué enfrenta, y él enfrenta a todos los enemigos de Victoriano
Huerta y Porfirio Díaz. Las personas no saben ni quisiera qué
es votar. Después volvió a cambiar la versión, a cada mención
de amigos y trabajos era peor, también había opciones para
mí. A cada nueva historia tuve más miedo, jamás lo había es-
cuchado cambiarla tantas veces. Después no le puse atención,
él prefirió olvidarse de mí durante el trayecto.
Sé que podría haber conseguido un empleo si hubie-
ra abandonado a mi padre a mitad del recorrido. Lo pensé
cuando el alcohol empezaba a tener efecto sobre él: sería fácil

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ALFREDO CARRER A

con la valija conteniendo tres camisas, un corbatín, un par


de trajes negros y unos zapatos, por eso no me detengo o me
preocupo, si esto termina por salir mal me podría refugiar
en un pueblo. Cada una de las veces que realicé el recorrido
entre el puerto y la capital del país imaginé que bajaba en
alguna de las estaciones intermedias cargando mi petaca para
perderme, conseguía un empleo y una casa para que llegaras.
Quizás hasta podríamos vivir ahí los dos. Aún no lo he hecho,
a lo mejor no lo hago nunca, pero viajo pensando en eso. Yo no
quiero ser diputado ni gobernador de Veracruz, que al día de hoy
parece imposible. A Huerta lo obligaron a irse, es lo que decían
en el tren, o hizo eso para no tener la misma suerte que Madero
tuvo frente a él. Mi padre dejó la redacción del periódico El
imparcial avisando que volvía en una hora, en esa única hora
no alcancé a buscarte para explicarte lo que pasaría. Los mo-
tivos que teníamos para salir sin avisarle a nadie por miedo a
que el nuevo presidente también se encargara de nosotros. De
eso me enteré al llegar a la estación, después de que el mozo
de mi padre en el rotativo fuera a repetir las instrucciones que
me enviaba mi padre.
Abordamos el tren tiempo después de haber llegado a la
estación. Estábamos sentados para iniciar otra vez. El tren
avanzó a pesar de nosotros, iba como si realmente existiera
una calma, y los cortes de rutas fueran sólo una coincidencia.
Sentados en un tren que hubiera querido que llegara a cual-
quier otro lugar del mundo, durante el recorrido observé por
la ventana sin ver en absoluto: estaba pasando todo sin mí, mi
mirada estaba hacia adentro; en cada túnel y en cada puen-
te, en los que el tren es un animal que anda distinto, deseé
lo peor para todos, pero una salida fácil y efectiva para mí.
Imaginé muchas explosiones, cualquier persona podría poner
dinamita por órdenes de un general que se autoproclamara
presidente. Imaginé una inundación universal que anunciara
su presencia en el camino con una enorme ola antes de la
lluvia. Imaginé lo que pude, lo que no podría pasar; intenté
sostenerme de lo imposible porque esta realidad es ridícula.
El vagón en el que íbamos estaba ocupado por personas
que huían, esa sensación me dieron al verlos tan callados, es-
taban como ateridos a sus asientos, así nomás, como si fue-
ran parte del tren, pero mi padre me dijo alguna cosa y me
regresó al mundo, me aterrizó con unas cuantas palabras. En
un parpadeo mi cuerpo volvió a esa sensación de perdido,

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NOVEL A

al vacío en el estómago, a lo que me hizo pensar eso, que


los llantos de los niños y lo que sucedía alrededor no eran
motivos suficientes para creer que no querían volver. Sólo era
yo viéndome en los otros. Quería encontrarme en los demás,
pero lo cierto es que en el tren todos los días parecen un día
de fiesta, el viaje en sí mismo es una celebración, una opor-
tunidad para un mundo nuevo. Cada vez que he salido de la
Ciudad de México desde la estación de trenes presiento que
hay algo urgente que me lleva, algo que no puede esperar; mi
padre se ha dado cuenta de eso en alguno de los viajes por la
manera en que muevo las piernas. Basta que crucemos una
mirada para escucharlo en mi cabeza decir: “¡gobiérnate!”
Cuando sucede eso tomo un tiempo para caminar en los va-
gones, para ver si aparece un poder o la máquina que me haga
cambiar. El tren no cambia, algunas veces se detiene después
de atropellar una vaca o un caballo, que ocurre en casi todos
los viajes, pero siempre llega a la otra ciudad, los pasajeros
saben que están en tránsito. Me preocupaba más que algunos
rebeldes detuvieran el tren para asaltarlo o robarse a las mu-
jeres, pero en ese recorrido no pasó nada, ya lo he visto pasar.
En mi caminata encontré un lugar entre vagones para es-
cribirte una carta, era una despedida si acaso no llegábamos
a nuestro destino, pero hemos llegado y las circunstancias son
muy diferentes a las que habíamos esperado. Como haya sido,
aquí estamos, y la punta de mi pluma puede otra vez escribir
las palabras que espero ahora sí leas.
Durante el recorrido ensayé en silencio la posibilidad de
decirte algo en voz alta. Imaginé que estábamos en la canti-
na de siempre, que podíamos hablar como esos primeros en-
cuentros cuando salías de trabajar del hotel. ¿Cuál es el modo
correcto de decirte algo a la distancia: una postal desde quién
sabe dónde me llevará el viaje, el telegrama que te envié o
esta misma carta que es probable que nunca vayas a leer?
Me prometí que haría cualquier otra cosa para hablar contigo
si salía vivo de ese tren, seguiría otro plan que surgiera al
llegar, y en el saco estaba el sobre de mi despedida con tus
datos escritos afuera. Pero ahora sabes que fue distinto a lo
prometido. Hoy mi padre ya ha mencionado las opciones que
está considerando, cada una de ellas es fuera del país, en cada
una de ellas abordamos un barco y me alejaré aún más de ti;
pero creerle sería actuar como niño.

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ALFREDO CARRER A

El recorrido te lo he repetido tanto esperando que un día te


decidas a realizar el viaje. Es increíble cómo han hecho atre-
vidos puentes y profundos túneles, el paisaje además inicia
desde Villa de Guadalupe, pasa cerca de las majestuosas pirá-
mides de San Juan Teotihuacan; después se llega a Veracruz,
se adivina observando cómo cambian las casas por árboles.
Salí del vagón con ganas de sentir el sol en el cara, traer a
la memoria el calor cercano al mar. Imaginé que mis pies ten-
drían la sensación de la arena mojada, que podría sentir que
estaba cerca de la playa. Creí posible aún que mi padre hubie-
ra enviado un telegrama o a alguien para avisar con tiempo
que llegaríamos, que quizás al bajar podría reconocer algún
rostro que nos esperara, un rostro con angustia al enterarse de
que estábamos ahí, que nos preguntara por esa premura, pero
no hubo aviso y creo que nadie sabe en dónde estamos. En El
imparcial dudo que esperen a mi padre todavía, será evidente
para ellos que existía un plan para escapar de la ciudad, conver-
tido en el plan para huir más lejos de las fronteras. Sin importar
quién eres, cualquier día te conviertes en un pobre diablo.
Mis pies reconocieron la estación, a pesar de no haber olas,
y caminé por el lugar como un autómata. Dejé a mi padre sen-
tado indicándole que iba al baño, fue rápido y no fue como lo
había imaginado, en la oficina de telégrafos no existen los for-
malismos de la capital. Entré al local para enviarte el mensaje
que no te iba a enviar, me preguntaron cuál era el mensaje y
lo dicté, después sucedió lo mismo con tu dirección y la del
hotel al que llegaríamos. Un instante. Dije el mensaje pensan-
do que lo recibirías en ese mismo momento, como si fuera
posible. Lo dije como te lo diría a ti sin detenerme a pensar
en cómo podría reaccionar cualquier persona al escucharlo,
ya sé que no me vas a juzgar. Sólo fueron unos segundos de
esa calma, pues mi padre acaba con la paz del lugar en el que
se encuentra. Yo no conozco a ese hombre sensible del que me
han hablado, por eso me aparto de él cada vez que puedo y el
mayor tiempo posible, que ya sabes que no es mucho.
Puse los billetes en el mostrador y salí a esperar lo peor,
a prepararme para un fusilamiento por traición a la patria,
por lo menos lo podrían fusilar a él. Así ha sido desde que
el general Porfirio Díaz dejó la presidencia, ya sabes, con él
por lo menos había orden. Cada paso era un riesgo, o eso me
hicieron creer. Con lo que había ocurrido alguien podría se-
ñalarnos para que acabaran con nosotros, pero nadie detuvo

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NOVEL A

su mirada a nuestro paso en ese momento. La calma de cual-


quier visita a Veracruz también la tenía este viaje, con la dife-
rencia de que podrían ponernos una bala en la cabeza, eso me
lo dijo ya muy cerca del puerto. De regreso al tren para con-
seguir un modo de mover nuestras cosas, el andén se quedó
como un pueblo fantasma: en tan poco tiempo las personas de
varios vagones se habían esfumado. Además me arrepentí en
ese momento no sólo del telegrama, sino del mensaje mismo;
podría haberte dicho más o mucho menos, no sé qué mensaje
me hubiera gustado recibir a mí si tú hubieras desaparecido
un día sin explicarlo. Repetí en mi cabeza lo que habíamos di-
cho, sabes que guardo las palabras porque no puedo guardar
nada más de nosotros. Dijimos que si uno de los dos tenía que
desaparecer de la ciudad, el otro seguiría con su vida, pero,
atendiendo a la verdad, sirvo a un amo que no conoce límites.
Soy un escudero que nunca entra en acción, ocupo mi tiem-
po como mejor me parece y nadie me pide que explique qué
hago, sólo por eso puedo ser libre.
Yo tengo la culpa, imaginé lo peor porque es lo que he
aprendido, basta imaginar lo que no quieres que pase y Dios
se encarga de hacer cualquier otra cosa que no hayas imagi-
nado. Pensé que iba a morir, coloqué mentalmente mi cuerpo
sin vida dos pasos adelante de mí como un escudo protector;
tú estabas lejos de mi pensamiento con la falsa esperanza de
que salieras de otro de los vagones como si me siguieras. Ese
miedo era auténtico, nunca lo había tenido antes, ni cuando
estuve en peligro de retar a un par de hombres a duelo para
proteger mi honor. Así me enseñaron que era, aunque sigas
creyendo que es de bárbaros. Un duelo siempre es una opor-
tunidad de morir o de hacerse de fama.
Caminamos despacio a la calle seguidos de un mozo que
traía el equipaje, estábamos a punto de salir de la estación y un
hombre se paró frente a nosotros para amenazarnos, nos confun-
dió con alguien más, pero aun así hizo mella en mí. Dijo que nos
quemaría vivos para vengar a su hija muerta, que nos quemaría
para vengarse del general; se pondría frente a nosotros si tocá-
bamos el muelle. Su voz era rápida y segura. Mi padre lo hizo
a un lado con facilidad y su rostro permaneció sin reacción. Me
pareció un sueño, esperé un poco por si a alguno de los dos se le
ocurría sacar su arma. El hombre se sentó en el suelo sin decir
una palabra, aunque su mirada continuó sobre nosotros. Re-
tomamos el paso, la estación era muy diferente a como yo la

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ALFREDO CARRER A

recordaba, algo había cambiado y yo no me pude dar cuenta


de qué era porque tenía, aún tengo, la sospecha de que alguien
nos sigue, o lo siguen a él, porque yo no creo ser de interés
para nadie.
Estoy en Veracruz. Ven.

Mario

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Pamela Flores

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Proyecto: Memorial
(Fragmento)

“¿Quiere crema?ˮ, te pregunta la mesera con una sonrisa en el


rostro. Le respondes que no con la cabeza y le agradeces el gesto
con la mano. No tomas crema, te hace daño.
“¿Tardará mucho en llegar Aurora?ˮ, te preguntas. Casi no
la ves, siempre está en el trabajo o en algún viaje. Aurora
llega cada vez más tarde. Cada vez viene menos. De todas
formas, la esperas, como la señora de la esquina espera que
alguien se detenga a comprarle algo.

Lleve pan, lleve pan,


lleve café.
Lleve pan, lleve pan,
lleve café.

Esa señora debe ser de tu edad, la misma que tenía tu abuela


la última vez que la viste.
Xino’o gulha se levantaba temprano. Cantaba mientras
preparaba el café:

Vencia Chuga, Yta xtila.


Yta xtila, len café tzgui,
yugu tzila.

De haber estado aquí tu abuela, ya le habrían comprado algo


a la señora.

Vencia Chuga, Yta xtila.


Yta xtila, len café tzgui,
yugu dzila.

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NOVEL A

Quisieras recordar el resto de la canción, pero es ahí donde se


te desvanece, como se te desvanecen otros muchos recuerdos.
Miras tus manos y juegas con tus dedos, como haces cada
vez que te impacientas, como también hiciste la vez en que te
quedaste varada en un autobús.
Llevaban detenidos más de una hora y media porque el
carro se había descompuesto. Era un trayecto que necesitaba
la mitad de ese tiempo. Mirabas al resto de los pasajeros: se
secaban el sudor con un trapo o con el primer pedazo de papel
que encontraban en sus bolsillos.
Te asomaste por las ventanas. Del lado izquierdo estaba
el cerro del Tepeyac y, encima de él, la Basílica de Guadalu-
pe. ¿Era ésa la inmensidad de la vida por la que se cambiaba
todo? También se lo preguntaste a tu madre muchas veces.
Xino’o te escuchaba callada mientras le preguntabas si al-
gún día regresarían al pueblo: ¿bisha ora wjrhu luydzi? No te
prestaba atención, seguía trabajando en el pequeño huerto que
se había construido entre viejas cubetas de aluminio y guaca-
les del mercado. La ayudabas con la limpieza, con el agua, a
remover la tierra. Ella te escuchaba sin responder. Después de
un rato, extendía la mano y te enseñaba una semilla malograda.
“Vitixi leguca, xi’i naˮ, te decía, y la tiraba a un costado.
“Vitixi legucaˮ, murmuras a solas.
Repetías esa frase cada vez que algo se arruinaba, como
se les arruinó la mañana a todos los del camión. La verdad, a
ti no tanto, sólo ibas a recoger una fotografía, la que Yolanda
y tú se habían tomado unos días antes.
“¿Eso fue en el 70 o el 72?ˮ, te preguntas ahora.
Querían subir al enorme rascacielos del centro, sentir
que los domingos eran como el resto de la gente. Fueron
por las escaleras en lugar del elevador, era como montar los
cerros del pueblo: “ora rhêpu Torre Latino hasta rjnhanhu
ora rhêpu guí’aˮ, se decían entre ustedes.
Juntaron el dinero que llevaban con ustedes y se tomaron
una fotografía. Si no fuera por el viejo cartón que todavía la
enmarca, no sabrías que era la Latino. Ahora ya no reconoces
las calles que se miran desde los cristales grisáceos que la
tinta conservó en el papel y apenas distingues los pequeños
cubos de las casas en un color más claro que el resto de la
foto. Yolanda y tú están en el centro de la imagen. Ninguna
sonríe. Tu cabeza está vuelta hacia la izquierda y Yolanda
mira, quizás, hacia el fotógrafo.

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PAMEL A FLORES

Nunca miras hacia la cámara, Xino’o gulha te decía que los


aparatos enfermaban. De todas formas te tomas fotos, pero
sin mirar al frente, es para salvarte, aunque sea un poquito.
“¿Cuándo llegué aquí?ˮ, te preguntas mientras miras a la
mesera rellenar la taza de los comensales de enfrente.
Una vez tuviste un sueño. Xino’o gulha fue a visitarte al
cuarto en el que vivías con tu madre. Tenías diez años. Lle-
vabas puesto un vestido y unos zapatos que recién te habían
comprado. “Para que no te vean feoˮ, te dijo la señora del
puesto cuando Xino’o le dio unas monedas a cambio. Guar-
daste en una bolsa tus huaraches. “Guij Yalálagˮ, te dijo tu
abuela cuando te los regaló. Escuchaste una voz conocida
afuera del cuarto.
“Tina, Tina.ˮ
Saliste al pasillo. No había nadie. Ibas a entrar de nuevo
a tu casa.
“Tina, Tina.ˮ
Volviste el rostro. Tu abuela estaba parada con una sonri-
sa en la cara. “¿Gaxa rhido’ó, Tina?ˮ, te preguntó, y corriste
a abrazarla. “Na’a gulhaˮ, llévame contigo, le pediste, y tu
abuela: “¿Birno’ó? Biti rhejníada. Beê didzaxidzaˮ. Te miró
desconcertada. “Biti kwdxu, Tinaˮ, secó las lágrimas con su
rebozo. “¿Bisha khê gúluju xihuarachu, Tina?ˮ, y señaló tus
pies envueltos por su nueva coraza de plástico. “Los tuve que
guardar, pero sí los tengo, na’a gulha, voy por ellos.ˮ “¿Bisha
khê rhibudchu, Tina?ˮ “Ahorita regreso, xina’a gulha, no te
muevas de aquí. “Chi dza ya’a dzjyu chía bi’i xilhu, Tina.ˮ
Te asomaste otra vez. “No te vayas, ¿eh?, ya me pongo los
huaraches y me regreso contigo al pueblo.ˮ Saliste del cuarto
y ya no había nadie. “¡Na’a gulha!ˮ, la llamaste, para saber si
se había escondido. Nadie respondió.
“Bi’i xilhuˮ, te dijo tu abuela en el sueño.
Nunca quisiste olvidar a Tita, sólo la última parte de su
vida, ésa en la que se fue perdiendo. Tita desaparecía con el
peso de su cuerpo, paulatinamente, se iba de sus ojos, de sus
riñones, de su todo.
Recuerdas que cuando eran niñas, si sentían tristeza, se
abrazaban. “Rhuwíinituˮ, le decías a tu hermanita, y ella corría
a abrazarte. Si te pasaba algo, también le pasaba a ella, a veces
por casualidad, otras a propósito, como cuando unas manchas
rojas te invadieron el cuerpo y Xino’o gulha dividió la casa
con una cortina de plástico para que nadie se te acercara.

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NOVEL A

Despertaste y Tita estaba a tu lado. Tu abuela les dijo que


alguna vez tendrían que separarse, le dijiste que eso no era
cierto y no le hablaste el resto del día. A pesar de los regaños
de la abuela, Tita y tú se arrumacaron y no salieron del cuarto
hasta que la enfermedad desapareció.
“¡Bululu!ˮ, le gritaban desde adentro a su perro para que
se acercara. Bululu movía la cola, saltaba cerca de la ventana
y rasgaba las paredes. De la nada aparecía su abuela: “¡Tati
bhkhu con sarampión!ˮ “¿Los perros se mueren de lo mismo
que las personas?ˮ, le preguntaste a tu abuela.
Bululu no murió de sarampión, pero sí de otra cosa. Un
día lo encontraron atrás de la casa. “¿Bisha guka kíêba?ˮ,
le preguntaste a Tita mientras señalabas las heridas que
un animal más grande le había provocado. “Vitixi legucaˮ,
pudo articular apenas.

“Vitixi legucaˮ, volviste a repetir el día en que te avisaron


que tu hermana había muerto. “Ni bulo’o biti rhídaba dati-
shjú’uba, tsalidzi rhu waca lhadchinhuˮ, pensabas antes de
saber la noticia, y te asomabas a la ventana para buscar un co-
librí. Tu bisabuelo había mandado uno para decirte que ya se
iba. Tú lo habías soñado: “Guchi bi’i xilhu gul cuidadu kuim-
bi. Desde ni’i guyua lu bi’ili, ni’i kiu kwtsa lu bi’i ili, bulha
líaˮ. “Tsejaraˮ, te dijo. Pero Tita ni ave ni sueño ni nada. La
última vez que la viste, te pidió que no volvieras al hospital.
“Tchopa dzona dzaa zúa níiˮ, te dijo. “Gulhwza nêda juer-
la, chikuina guilhên xuwe’é bi’i we’enha.ˮ Sólo unos días, y
tú le respondiste que bueno, que de todas formas te avisara
si tenías que ir, que no se preocupara, que no le iba a pasar
nada al niño. Volviste a tu casa y pensaste que en cualquier
momento Tita aparecería y diría: “¡Way! Nu’u bi’i, hue’e-nu.
¿Tzna léu?ˮ, pondría la mano en tu panza y verían crecer al
niño juntas porque ¿cómo iba a ser distinto si ningún pajarito
se había aparecido en la ventana? Después de que te avisaron,
te seguías repitiendo: “Ni bulo’o biti rhídaba datishjú’uba,
tsalidzi rhu waca lhadchinhuˮ. Pero ya sabías que Tita no iba
a volver.

“¿Por qué no viniste conmigo y con Yolanda a la Latino, bi’i


do’o xilha?ˮ, te preguntas, y nadie a tu alrededor se da cuenta
de que hablas con Tita, ni siquiera la mesera que pasa a tu

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PAMEL A FLORES

lado sin mirarte, aunque tú sí la ves porque, de cierta forma,


ella te recuerda a tu hermanita.

Si eras la muchacha de una casa, tenías libres los domin-


gos. Si trabajabas en una tienda, también, pero si traba-
jabas en un restaurante, entonces no descansabas nunca,
como Tita. Ella todos los días iba a “Gallito”. El gallito
en su gorra, el gallito en su blusa, el gallito en su mandil.
“Chi bidaxwamba lui guijhéa, bi’i do’o xilhaˮ, le decías
para bromear. “Ya’a tsejrhu Latinu tudinahá, bitra gaka
kêrhu tsejrhu. ¿Vamos?ˮ, la invitaste. “Dza dumingu dumí
sian rhigudi kía.ˮ “¿Entonces no?ˮ “Waka chana yatudza
tsejrhu Latinu.ˮ
Tita siempre te decía que no, que mejor otro día porque
tenía que trabajar y porque, además, le daban mucha propina
los domingos. Tú la remplazaste un fin de semana y te alcan-
zó para comprarte unos lentes nuevos. Tita cambiaba los su-
yos a menudo, “para ver másˮ, te decía. Y nunca supiste qué
fue eso más que vio con ellos. “¿Ba’a bila’anhu ylhaguti antes
ke gatiu?ˮ, te preguntabas porque, a lo mejor, Tita había visto
la muerte antes de irse, a lo mejor, también había visto algo
más y por eso no quiso ir contigo y con Yolanda a la Latino.
Por eso no estaba en la foto, en la foto por la que el señor te
había pedido la mitad de adelanto y luego te dio un descuento,
nomás porque eran paisanos. La paisanidad daba descuentos
y hasta un café cuando ibas a recoger tu foto, pero eso todavía
no lo sabías cuando el camión se descompuso.
Después de un rato, el camión arrancó. Paró en los Indios
Verdes. “Los indios no son verdesˮ, pensabas cada vez que
cruzabas por ahí y mirabas los cuerpos de esos dos hombres
de fierro.
“Catorce años intentando y todavía no me saco nadaˮ, es-
cuchaste decir a un bolero en la parada del autobús. “Catorce
años con un billete en la mano y nada, ¿puede creerlo?ˮ El
bolero sonreía sin levantar la cara y seguía lustrando el zapato
del hombre que tenía enfrente. “Catorce años intentando.ˮ La
frase se te quedó en la cabeza. La repetiste una vez tras otra
mientras caminabas, mientras cambiabas de autobús, mien-
tras subías las escaleras y buscabas las monedas. “Catorce
años.ˮ Volviste la vista y al final de la calle estaba un viejo
limosnero con la mano extendida. “Catorce, ¿cuánto llevas tú
aquí?ˮ, te preguntaste mentalmente. Alguien tarareaba una

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NOVEL A

canción: “Solamente una vez, amé en la vida. Solamente una


vez y nada más…”

“¿Cuánto tiempo desde entonces y cuánto en este lugar?ˮ, te


preguntas otra vez. Aquel señor sólo tarareaba, no como éste
que se ha puesto cerca de la señora del pan y ya no te deja
escucharla. “¿Una vez nada más, señor?ˮ, te preguntas. “Yo
no sé mucho del amor, pero sí sé de prodigiosˮ, piensas, y
miras el reloj que está clavado en la pared: sólo han pasado
unos minutos.

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Marta Núñez Puerto

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El Olivino

Transparente Olivino–Prólogo

“El mundo de las luciérnagas,


ha invadido mis recuerdos”.

Preludio, Trasmundo, Canciones

Federico García Lorca

En el tiempo que todo lo precede, hubo un llanto. Como si el


cielo se hubiera encogido y abrazara más a la tierra. El Olivi-
no, transparente cuando se meteoriza, aún no tenía recuerdos,
como un recién nacido sin memoria. La tierra estaba mojada,
callada, levantando el olor de la dama de noche como si hu-
biera llovido. Se oyó un susurro junto al hueco sin lumbre
de la chimenea. El aire se movió, espeso, como si alguien lo
hubiera atravesado. Las paredes de la casa crujían como si el
silencio de las habitaciones vacías se achicara y el Olivino
despertara de su letargo.
Entonces empezaron las voces. Ya no recuerdo si fue el
olor a azahar el que las atrajo o si fueron las voces las que
despertaron los olores. Era primavera. El jardín del Olivino
olía a pino. El eco de un nombre retumbó entre las grietas de
la casa llenando el cemento de musgo verde. Alguien llamaba
a alguien. Un soplo, desde atrás, levantó el polvo de los mue-
bles y el murmullo quedo de las puertas de madera. El horno
estaba encendido. Olía a pan tostado y a queso roquefort de-
rretido en la cocina.
–Márgara, se está quemando.

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MARTA NÚÑEZ PUERTO

Era su voz. Su voz antes de perderse en el yermo bosque de


las palabras muertas. Se acercaba un ruido mesurado. Unos
pasos, calmados, bajaban baldosa por baldosa las escaleras.
–Ya llegaron, Carlos.
Dos cuerpos, arrugados y sedientos, se buscaron a tientas
atravesando la niebla. Se encontraron, se reconocieron. Calla-
ron. Y el silencio habló y acabó con la ausencia. Él seguía con
la piel suave, tersa, anhelando que la mano de ella reconociera
su pelo blanco. Ella iba recuperando la anchura de sus huesos
y creciendo como tallo de margarita.
A lo lejos, sobre el camino de piedra recalentada por el
sol, se acercaban las risas. En el salón, las máscaras africanas
seguían expectantes con la sonrisa congelada y la tortuga di-
secada retrocedía a través de la chimenea. Chirriaron los goz-
nes de las paredes testificando desafiantes contra la bruma.
Despierta, Olivino.
Bostezo de letargo.
Reflejo de la nebulosa.
Amanece, domingo.

Verde Olivino

(…)
La abuela nos da su “hasta mañana, si Dios quiereˮ. Las
paredes de la casa vibran por los ronquidos de mi padre.
El frío sube por la planta de los pies. Descalza y a oscuras
habito un cuerpo ajeno en un espacio sin tiempo donde se
borra la frontera de la carne y el alma vaga a tientas huyendo
de los espasmos de la noche. Los ciervos del salón observan
con sus ojos de cristal. Los objetos parecen difuminados, dis-
tantes. Me acerco a un taburete y lo cojo entre unas manos
que desconozco a través del halo blanquecino y difuso que
invade todo. Las manecillas del reloj atraviesan con su eco el
silencio. Subo las escaleras a pasos cortos y lentos. Escucho a
lo lejos una voz. Una voz. Una voz. Trepo a mi cama que tiene
una montaña de colchones apilados porque hay un pequeño
guisante en la base. Ya tengo la escalera para bajar cuando
despierte de la cama tan alta que tengo.
Me despierta el sonido del afilador. Salgo de la cama y me
tropiezo con el taburete que está al lado.
–Paula, ¿quién carajo ha puesto aquí este taburete?
–Tú.

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NOVEL A

Aparte de trastorno de equilibrio, tengo trastorno del sueño.


Por eso nunca duermo en la cama de arriba de la litera. La
prima Ana también es sonámbula. Y zurda. Una noche clavó
sonámbula un cuchillo en una losa de El Olivino. Espero no
clavarle a nadie un cuchillo dormida sin darme cuenta. Ali
suele tener conversaciones conmigo por la noche para sacar-
me información cuando me siento sonámbula encima de la
cama. Así se enteró de quién me gusta y ahora me chantajea.
También lee mi diario a escondidas y me acusa de ser una
copiona de sentimientos. No me gustan las matemáticas, pero
con los cuadernillos Rubio espero aprender a ser rápida con
el cálculo. Paula me tienta para que no haga la tarea optativa
y para que vayamos al campito de enfrente a buscar piedras
preciosas o a tirar con mi padre flechas con un arco contra
los árboles.
–Toma ya. Qué barbaridad. ¿Sabes dónde ha caído la
flecha, Paco?
–¡Sí!
–Secretitos en reunión es falta de educación.
–Me ha dicho que Pacote no es ni medio hombre.
–No te pongas colorada, Marta.
–Oy, por favor. Pacote, tú dile: “deja que crezca que te vas
a enterar de lo que vale un peine”. Marta, cuando crezca a ti
te va a hacer “pla”, como a una pulga se le hace.
Tenso la cuerda elástica del arco, suelto los dedos y la flecha
se clava en el corazón de uno de los árboles. Con la corteza
agrietada, salgo del campito de enfrente y me siento en la ace-
ra pensando en lo que me hará mi hermano pequeño cuando
crezca. Manolito, El Cubile o El Gafota, me hace “pla” en la
cabeza con el guardabarros de su bicicleta. Como a una pulga.
Caigo con la cabeza llena de sangre sobre el asfalto caliente y
humeante. La herida duele y los ojos ceden intermitentes ante
un mareo explosivo en el que me voy desvaneciendo. Sólo
siento calor espeso saliendo a borbotones de la cabeza y cómo
el negro penetra la vista. Despierto en un centro de salud con
un trozo de cabeza rapada, una brecha de cinco puntos y los
ojos de mis padres muy abiertos mirándome de cerca.
Sentado con el dedo de garfio apoyado en su nariz, el
abuelo carraspea y cambia de canal con el mando a distancia
cuando una pareja se besa. Quizá por eso, y porque mis pa-
dres siempre me mandan a la cama cuando Eduardo Manos
Tijeras besa a una mujer, me siento incómoda cada vez que

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MARTA NÚÑEZ PUERTO

alguien se toca en la televisión. Me sudan las manos, no sé en


qué lugar de la pantalla poner los ojos y si debo contener la
respiración o hacer como la que respira sin sobresaltos. ¿En
qué momento empezó el “por mi culpa, por mi culpa, por mi
gran culpa”? Pero si yo trato de honrar a mis padres, santifi-
car las fiestas y amar a Dios sobre todas las cosas; aunque a
veces robe pelotas blancas a través de la reja oxidada del cam-
po de golf de Vistahermosa, codicie los cartas ajenas cuando
juego al continental o al póquer apostando garbanzos o allane
moradas vacías para abrir piñas y comer piñones crudos des-
pués de aplastar con una piedra sus semillas negras.
El sábado pasado Paula y yo tuvimos la necesidad imperio-
sa de salvar el alma de sus padres: les escondimos sus paquetes
de Marlboro Azul, les rompimos algunos cigarros y los tiramos
por el váter. En el colegio nos han enseñado que al demonio
hay que ahogarlo en aguas sucias y más si la alcantarilla está
sucia y llena de pelos. Como hicimos con la garrapata que me
chupó la sangre de la nuca y que la abuela arrancó con una
servilleta y aceite caliente: tirarla a la cloaca.
–Marta, ¿las garrapatas son muy grandes?
–Son casi igual de grandes que tú.
–¿Son chiquititas, no?
–Sí. ¿Por qué? ¿Te pica? ¿Llevas una ahí?
Un niño de la placita me ha enseñado a arrancarle la cola
a las lagartijas. Ellas solas se retuercen y escupen la cola de
su cuerpo para huir del cazador. Sobreviven y se regeneran.
Como yo. También me han enseñado a quemar hormigas con
una lupa debajo del sol y a quitarles algunas patas sin matar-
las. La abuela dice que tengamos cuidado con el veneno de
insectos; el hermano del tío César se quedó tonto porque be-
bió veneno para hormigas cuando era pequeño. Ahora habla
raro y anda con los pies hacia adentro. Como los vampiros
con los que sueño: unos colmillos van perforando mi cuello y
chupando la calma de los días sin cazadores.
Paula y yo encontramos un pájaro muerto en la placita.
Escondimos el cadáver, rígido y seco, en el patinillo para pre-
parar un entierro con dos palos de madera en forma de cruz
sobre la tierra oscura. La muerte ataca de cerca, como si el
agujero negro que habita debajo de mi cama estuviera al ace-
cho de día. A mi amiga María del Mar se la llevó una fiebre.
Sólo recuerdo sus ojos azules, su pelo rubio y que dejó de ser
ella misma cuando la vi comer caca de conejo.

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NOVEL A

Me ato un jersey ligero a la cintura, un nudo apretado que


espachurra la carne. Paula y yo cogemos las bicicletas y le
decimos a la abuela que vamos a dar un paseo alrededor de la
placita antes de dormirnos. El aire golpea la cara: “no men-
tirás”. Con la mentira picándonos la boca y la culpabilidad
persiguiéndonos como sombra, saltamos unos arbustos y nos
colamos a través de una reja rota al Club Med. La bajada a la
playa del club se llama El cangrejo rojo porque así se le pone
la piel a los guiris cuando toman el sol y a las mujeres al hacer
topless. Cuando pasamos de día por ahí los mayores nos di-
cen que agachemos la cabeza y miremos nuestros pies. Yo los
dejo clavados en la arena, no me vaya a quemar Dios los ojos
por mirar donde no debo. Y eso que yo ya he visto muchos pe-
chos: los de mi madre cuando corre por la casa en bragas con
el gorro de la ducha puesto, los de Paula cuando nos ducha-
mos juntas en verano, los de Ali cuando nos ponemos en in-
vierno la camisa blanca del uniforme del colegio que atravie-
sa como estacas de hielo la piel caliente recién despierta y los
de las niñas de gimnasia rítmica y ballet cuando nos ponemos
el maillot en el probador. Los pechos son blancos y blandos
y cuando son muy grandes, arrugados y pesados suelen caer
por encima de la barriga. A la abuela casi le llegan a la cintura
cuando no se pone sujetador. Los pechos crecen cuando las
mujeres se ponen malas con la regla. Yo soy la penúltima de
mi clase en desarrollar y aunque también sea la penúltima
más pequeña, me atormentaba la idea de no manchar nunca
las bragas de moco marrón. El calor bochornoso de la ver-
güenza hace que le pida a mi madre su silencio a cambio de
mi confianza, pero los mayores no saben guardar secretos. Mi
padre ahora es más serio, lleva el pelo rígido por la gomina,
tiene barriga y ha dejado de marcarnos la altura con lápiz en
la pared del salón. Ali me pone mi primer tampón. Mientras
miro en un espejo con curiosidad y desapego unos labios mo-
rados y chuchurríos que no parecen parte de mi cuerpo, Ali
me señala el agujero por el que sangramos, me mete un tubo
de cartón y luego un algodón muy blanco y pulcro y deja un
hilo colgando, como si los labios amoratados se tragaran una
rata y la cola se quedara por fuera de los dientes. Un flujo de
desprendimiento incesante, el inicio de la edad adulta y de un
goteo sigiloso que va extenuando la fecundidad y que acabará
marchitando y madurando como fruta que se cae del árbol y
se pudre. Hay lluvia de estrellas: las lágrimas de San Lorenzo

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MARTA NÚÑEZ PUERTO

se queman en el cielo. Paula y yo salimos del Club Med y nos


tumbamos en la playa a pedir deseos a las estrellas fugaces.
La arena parece húmeda, demasiada luna enfría la tierra. Una
luz atraviesa muy rápido la oscuridad de la noche.

Rojo Olivino

(…)
ˮTu abuelo me decía ‘lo que Dios nos mande’. Y porque el
Altísimo nos tuvo en su misericordia y se apiadó de mí. Fue
llegar y topar. Y a los nueve meses nació Fátima. El abuelo es-
taba lleno de fertilidad y yo de recibimiento. Antes se bajaban
en marcha, ése era el anticonceptivo. La sirvienta dijo que mi
madre murió esbarataita… Acabó con el chocho esbarataito.
17 hijos. Qué barbaridad... “Qué joía barbaridad, chiquilla.ˮ
No hay derecho a parir tantas veces. Es que mi padre era muy
zarunguero.
ˮMi pueblo es mucho pueblo, pero qué de cuestas tiene.
Mi hermana María Luisa cuando se cansaba de subir tanta
cuesta, siempre me decía: ‘Márgara, ¿por qué no nacimos en
la Mancha que está todo liso?’ Ya no me acuerdo cuántos her-
manos tenía yo… Es que es una vida muy larga, yo qué sé.
En mi casa teníamos un palomar. Qué me gustan las palomas.
Las palomas no van a ningún lugar, sólo regresan. Yo nací a
la vera del mar, pero ya soy feliz con la bañera. Se me acabó
ya a mí eso de bajar a la playa, que el sol tiene muy malas
ideas. Y las playas como hormiguero y el mar como caldo de
puchero. A mi hermana le gusta dejar las persianas arriba.
Puede entrar la infantería y el regimiento de las 100 Cabezas
que ella no baja las persianas para quedarse a oscuras. Yo iba
a misa de 9, ¿no?
ˮTú estás guapa hasta en pijama y seguro que sin ropa.
Y qué dientes más bonitos tienes. Yo le voy a dar un susto
al miedo con estos pies, que, por los juanetes, tengo un dedo
que parece un dátil. ¿A ti no te pasa que a veces te pica el pe-
zón? Mira que no tengo quién me lo chupe como a las buenas
cochinas. No sé ni dónde he dejado las tetas. Con las cacho
tetas que yo tenía. Yo por no tener ya... No tengo ni coño, hija.
Qué verduzcona que estoy. Ay, me voy a volver majareta. Hay
que ser buena y temerosa de Dios. Bendito sea Dios, bendito
sea el Señor. A tu padre le ha entrado la pitopausia, ¿verdad?
Aquí te cojo, aquí te mato y adiós que me busco otro conejo a

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NOVEL A

ver si es más guapo. Si esto lo hubiera visto tu abuelo le da un


soponcio. Lagrimones como habichuelas le tendrían que salir.
Qué poca vergüenza tu padre… malos mengues le trajelen.
Pero yo no le deseo mal ninguno, yo ya no quiero jaleo a estas
alturas. Pero aunque el mono se vista de seda, mono se queda,
¿no? En fin, nunca fueron blancos los mojones. Que aproveche
y después lo eche. ¿Y qué te parece tu segundo padre? Tú sabes
lo que te digo…
ˮAyer me tropecé y di un ‘margarazo’. En el brazo se me ha
hecho una herida que está dándome la tabarra. Los achaques
de la vejez. Por eso pongo los pies por alto. La cara se me ha
quedado igual de fea… yo creí que con la caída se me iba a
arreglar. Es que los viejos somos unos pesados. Estaré vieja,
arrugá y fea, pero estoy la mar de contenta. Mi prima Leo-
nor era fea pa’ esconderla. Pero ahí sigue, vivita y coleando.
¿Cuántos años tienes tú ya? Fítetu… con los que yo tengo. ¿Y
eso de aumentar la familia pa’ cuándo? Que se te va a pasar
el arroz. ¿Tú sabes que yo he vivido los remiendos? Una vez
la dependienta de París Jerez le dijo a Fátima lo bonita que
estaba con su vestido nuevo y le dijo: ‘pues mi madre lo ha
sacado de la chaqueta vieja de mi padre’. ¿Tú te puedes creer?
Muy ocurrente ella. Qué arte tiene, ¿no? Qué loca está, está
como una cabra. Cuando nació Fátima nevó. Fue la última
vez que nevó en Jerez. Este invierno está siendo muy frío,
ni aunque ponga la estufa de la mesa camilla entro en calor.
Es que el frío de aquí se te mete en los huesos por más ropa
que te pongas. Es un frío húmedo, que te cala el cuerpo. Y
eso que yo siempre me pongo camiseta interior. 
ˮEl otro día vino mi madre a verme. Ahí en el marco de la
puerta del salón la vi de pie mirándome. Y yo le decía sentada
desde la butaca: ‘pero pasa, pasa’. No me levanté porque la
vejez es muy mala. Esbarataita murió la pobre... 17 hijos. Qué
barbaridad. Y fue gritarme Pepi desde la cocina ‘ceñora’ y se
esfumó. Eso será que ya quieren que me vaya al otro barrio.
¿Yo qué edad tenía? Chocho, chocho... eso, ochenta y ocho.
Yo ya le digo a mis hijas: ‘dejadme que haga lo que me dé la
real gana’. Fitetú, tu madre, no decirme que tengo una hija
que se llama igual que yo.
ˮYo quise mucho a tu abuelo. Lo echo mucho de menos.
Fueron muchos años... Vosotros pensaréis que yo soy muy
dura, muy fuerte, pero cuando me vengo abajo, me vengo
abajo. Por eso vendí tan rápido El Olivino. Yo abría esa puer-

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MARTA NÚÑEZ PUERTO

ta y, ay, qué tristeza que me entraba... La vejez es muy mala,


hija. Yo todavía sigo durmiendo en mi lado de la cama. Pepi
me dice, ‘Ceñora, yo no cé cómo no aprovesha la cama ente-
ra’. Pero yo siempre de mi lado. A mí me costaron mucho los
primeros años con tu abuelo. Nos tuvimos que acostumbrar,
dos maneras de ser muy diferentes, como la luna y el sol. Tu
abuelo me decía: ‘Márgara, tú ya eres mujer casada, tienes
que cambiar’. Y todo esto porque yo me metía con su amigo,
Pepe Oronoz. ‘No puedes hablar con todo el mundo.’ Y yo le
decía: ‘Mira, Carlos, tú te tendrías que haber casado con una
mujer de tu edad. No quieras cambiarme que yo no pretendo
cambiarte a ti...’ y mira que era serio tu abuelo. Vamos, iba yo
a ser infeliz por haberme casado. Ni loca. Y tu abuelo siempre
terminaba dándome la razón. Ya al final siempre me decía: ‘lo
que tú quieras, Márgara, lo que tú quieras’. Tu abuelo a veces
se enfadaba conmigo. Me decía: ‘no te vayas a beber todo el
vino’. Vosotros diréis que el abuelo era un agarrao. Y, bueno,
después del verano se ponía a hacer cuentas y me decía: ‘ay,
Margara, cuánto hemos gastado’. ‘¿Lo tienes? Pues ya está.’ Él
era de los previsores del porvenir. Isabelita siempre me dice
que se quiere ir ya con Manolo. Pues yo no me quiero ir con
Carlos. Si él quiere que vuelva. Aunque me dé un susto. Pero
yo no me quiero ir, hija. Yo quería mucho a tu abuelo. Nos
entendíamos en la guasa.
ˮMañana viene un tal Manolo… yo no sé quién es. Ah, sí,
de la Junta de Andalucía. Vendrá para ver si me he muerto ya.ˮ

Negro Olivino – Epílogo

Cuando todo —por fin— lo que anda o repta


y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.

Muerte sin fin

José Gorostiza

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NOVEL A

Antes de que todo se volviera negro, un destello luminoso


me cerró los ojos. O quizá fue después. Caía nieve sobre un
terreno baldío en el que alguna vez el verde no dejó ver las
grietas. Crujía la tierra. Como si el silencio fuera a contener
la sequedad o el abandono. Adentro, las raíces se encogían
esperando a que nada ocurriera. El palpitar eterno del páramo
donde las criaturas de la noche encuentran su refugio. Pre-
sagios de un acecho. El acecho de la oscuridad que todo lo
envuelve. Ha llegado el tiempo de las hojas secas. Las piñas
siguen acumulándose a la sombra de los pinos. Ahí donde la
humedad habita. O la ausencia.
Un suspiro seco, roto, que deshace todo recuerdo. Vaho de
niebla que borra lo que la mano ya no toca. Desvaneciéndose.
Regresa, Olivino oxidado, antes de que todo desaparezca. A
lo lejos se pierde el ruido del mar que agita la espuma. Se
pierde en el tiempo sin estaciones donde los ciclos se encuen-
tran y acaban.
Después todo fue calma.
Y silencio.

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César Tejeda

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Escaramuza
(Capítulos II y VI)

Capítulo II

Si era justo con los hechos, si quería rendir honor a las


circunstancias, a las improbabilidades y a las contingencias,
debía aceptar que aquella historia comenzó el día que le
pidieron escribir un artículo sobre periodistas en los años
cuarenta. Tres, cuatro cuartillas, a los sumo, habían sido las
indicaciones del editor, que también le había dicho que podía
escribir un artículo más largo, pero que sólo iba a pagarle los
caracteres que cupieran en tres cuartillas. En ese portal, las
comas extra eran cortesía de los escritores.
No necesitaba el trabajo, no necesitaba escribir textos que
le quitaran tiempo de valiosa escritura personal, pero lo hacía
sentir honrado que hubieran pensado en él; habían pasado
algunos años, dos, tres —ya había perdido la cuenta— desde
la última vez que le pidieran un texto por encargo y, bueno,
si era un escritor, eso era lo que se esperaba que el mercado
laboral le demandara: textos. Ahora, bien, ¿le interesaban
los periodistas? No tenía nada en contra de ellos, uno de
sus mejores amigos era periodista, y sin duda podía resultar
interesante conocer a fondo, o al fondo que permitieran tres
cuartillas de extensión, cómo se relacionaba la prensa con
el poder a inicios del PRI, cuáles eran las tendencias políticas
de los diarios y qué conclusiones podían sacarse entre líneas de
los encabezados. Lo que le interesaba en realidad eran los años
cuarenta, y de manera especial 1947. Sobre ese año había escrito
un artículo, éste sí vasto, en un suplemento dominical, y tal
vez por ese artículo, publicado hacía dos años exactamente
—ahora lo recordaba—, habían pensado en él para que
escribiera el de los periodistas.
Lo de 1947 había comenzado como un capricho luego
del fracaso, rotundo, de su primera novela. Nadie la había
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CÉSAR TEJEDA

leído, a nadie le había interesado, y él no tenía la información


necesaria para desvelar el misterio de si era una buena novela
que había pasado desapercibida injustamente —por aquello
de que los libros tienen sus propios hados— o si era una mala
novela a secas, o si la novela había contado con una torpe
propaganda, o si el primer capítulo era débil, o cualquiera de los
motivos por los que una novela puede fracasar rotundamente,
porque al fracaso había que agregar aquel sonoro adverbio
de manera. Le había costado algunos meses reponerse del
golpe, desde luego, y una vez que obtuvo nuevas fuerzas para
escribir decidió que si no iba a conquistar al gran público
lector tal vez debía conquistar a un grupo verdaderamente
especializado. Hizo una consideración de tipo práctica,
su gusto por la historia, y otra de carácter emocional, el
año que su padre había llegado a México —1947— y las
conjuntó para orientar las coordenadas de su futuro literario.
Iba a especializarse en un año específico de la historia: estaba
seguro de que por lo menos un par de investigadores ociosos
caerían en la trampa. Lo del padre, claro está, era una especie
de superstición: de alguna forma su viejo debía ayudarlo en
su carrera como escritor a la deriva.
Luego de una investigación superficial, descubrió que
1947, de hecho, había sido un año extraordinario: los derechos
universales no existían y la humanidad había dejado de confiar
en las religiones como salvaguardas de los mismos; Europa
era un continente poblado por niños huérfanos cuyos padres
habían muerto de maneras terribles; la brecha entre este y
oeste comenzaba a profundizarse debido al Plan Marshall;
Simone de Beauvoir trabajaba en El segundo sexo y Orwell
en 1984, y de todo aquello había escrito su vasto artículo para
el suplemento dominical. Un vasto artículo que nunca llegó
a convertirse, de acuerdo con el plan original, en libro. Un
vasto artículo por el que —presumiblemente— lo buscaban
dos años después para que escribiera el texto de tres cuartillas
sobre los periodistas en los años cuarenta. De manera que si
quería ser justo con los hechos, si quería rendir honor a las
circunstancias, a las improbabilidades y a las contingencias,
debía aceptar que aquella historia comenzó en realidad el
día que, luego de un fracaso literario, decidió orientar las
coordenadas de su futuro como escritor hacia 1947.
Creía que un buen historiador, o por lo menos uno que
aspirara a ello, debía concentrarse en el material con el que se

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NOVEL A

hace el presente, es decir, las eventualidades, los síncopes o


las omisiones: movimientos imperceptibles que a la postre
modifican el porvenir de manera irremediable. En esas
intersecciones habitaba, según él, la historia, por lo que solía
reflexionar en sus propias acciones —de manera un tanto
obsesiva, debía aceptar— preguntándose qué tan conclusivas
podían resultar en su futuro, y si quería rendir honor a las
circunstancias, etcétera, debía aceptar que todo comenzó
el día que fracasó su primera novela, o el día que decidió
escribirla, o el día que su padre viajó a México en 1947 y no
en 1946 o 1948. De todas las cosas que habían ocurrido en su
vida y en las vidas de quienes lo precedieron, ¿cuáles habían
sido definitivas para que ese día, y no otro, se encontrara en
la Hemeroteca Nacional, mientras preparaba su artículo sobre
los periodistas y los años cuarenta y estaba a punto de hacer
un descubrimiento —en apariencia intrascendente— que iba
a cambiarlo todo?
Un buen ejemplo de “movimiento imperceptible que
modifica el porvenirˮ podía ser el que hizo frente a la
computadora de la hemeroteca. Ya había decidido, tanto por
motivos biográficos como espaciales, que su texto no iba a
tratar sobre periodistas y los años cuarenta: su texto iba a tratar
sobre periodistas y 1947 o, mejor aún —y dado que tenía sólo
tres cuartillas para escribir—, sobre periodistas y septiembre
de 1947 —el mes y el año en el que su padre había llegado a
México— o, todavía de manera más específica y mejor, sobre
los diferentes tratamientos que distintos periódicos hubieran
hecho sobre una misma noticia en septiembre de 1947. No era
exactamente lo que le habían pedido, pero era una licencia
que podía permitirse por aquello de las tres cuartillas —en
ese portal las comas extra eran cortesía de los escritores— y
porque estaba en todo su derecho de utilizar su imaginación,
su conveniente y manipulada imaginación, para delimitar
un tema. Frente a la computadora, pues, buscó periódicos
publicados en el Distrito Federal en septiembre de 1947 e
hizo, ahora sí, el “movimiento imperceptible modificadorˮ,
porque, presa de un impulso romántico, descartó aquellos
periódicos que sólo pudieran consultarse en microfilms y
eligió, para comenzar sus pesquisas, el único periódico que
podía consultar en papel: Últimas noticias.
Era un diario vespertino y difícilmente iba a encontrar
en sus páginas a los grandes próceres del periodismo, pero

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CÉSAR TEJEDA

quería sentarse en los restiradores con sus guantes de látex y


su tapaboca para sentirse un investigador profesional, quería
pasar las páginas, una a una, con cuidado para que no se
rompieran, hacer de su visita a la hemeroteca una experiencia
sensorial, cruzar el umbral entre los tiempos de esa forma
según él adecuada, y eso hizo, porque Últimas noticias, a
pesar de que era un periódico sensacionalista, constituía una
mirilla hacia el pasado en toda forma, y sintió un escalofrío
cuando vio, por ejemplo, que Pedro Infante y el Mariachi
Vargas iban a presentarse la noche del 15 de septiembre en
El Patio, donde se ofrecería un “exquisito menú con vinos de
origen y champagne Cliquot”, y sintió otro escalofrío cuando
vio que uno de los titulares era: “La Máquina Rusa de Guerra
Otra vez en Marcha”, no porque le diera gusto, claro está,
sino porque el mundo estaba entonces en las postrimerías de
la Guerra Fría, lo que tampoco le daba gusto, como sí le daba
el hecho de sentirse parte de ese mundo ya perdido.
Cuando superó el aturdimiento y pudo enfocarse en las
noticias, encontró aquella que iba a cambiarlo todo, y no
porque fuera más relevante que otras, ni siquiera porque
se relacionara con él de alguna forma tácita —ni siquiera
inconsciente—, sólo porque era, en principio, una nota
extraña. Un pleito entre niños estudiantes que había adquirido
una relevancia dispar con los hechos. Correspondía al 12 de
septiembre.

Un Grupo de Niños Refugiados Ultrajó las Banderas de


México y España
Azuzaron a niños refugiados para vejar las banderas de los
dos países.
Azuzados por gente que se desconoce, los pequeños refugiados
y alumnos del instituto “Luis E. Vives”, de las calles de Sadi
Carnot y Gómez Farías, durante dos días estuvieron arrancando
las banderas rojo y gualda, de España, que lucían algunos autos,
y aun se atrevieron a meter, tratándolo como trapo sucio, una
bandera mexicana, dentro de un cofre de autocamión.
Por causa de ese escándalo, ayer a mediodía tuvo que intervenir la
policía de la séptima delegación, la cual hubo de apaciguar los ánimos
de los niños utilizados como fuerza de choque por los refugiados
grandes, que en esa forma satisfacían su rencor político; pero por la
noche una española, tremolando una bandera republicana en plena vía
pública, exacerbó otra vez la situación, y unos refugiaditos lapidaron
uno de los edificios del colegio “Cristóbal Colón”, sito en las calles
de Sadi Carnot y muy cerca del aludido instituto.

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NOVEL A

Últimas Noticias recibió el siguiente informe de la


comandancia de la séptima compañía:
PROVOCARON UN ESCÁNDALO CALLEJERO
Se tuvo aviso de que unos muchachos estaban apedreando
unos autos y quitándoles las banderitas españolas, por lo cual
fueron enviados varios policías al mando de un sargento, con
cuya presencia terminó el escándalo que se había provocado en la
esquina de las calles de Gómez Farías con la de Sadi Carnot.
Pero personas bien informadas y que viven a inmediaciones de
ese lugar dijeron a un repórter de Últimas noticias que con motivo
de las festividades patrias, varios vecinos colocaron haces de
banderas mexicanas y españolas y a poco los alumnos del instituto
Luis E. Vives, al darse cuenta de la aparición de esas banderitas,
procedieron a arrebatarlas, destrozarlas y aun quemarlas en la vía
pública.
Unos pequeñuelos llegaron al extremo de arrancar una bandera
mexicana de un autotransporte escolar y tratándola como un trapo
sucio la metieron dentro del cofre del mismo vehículo.
Ayer jueves se reanudó el escándalo por la misma causa, por
lo cual la policía de la séptima delegación acudió a calmar los
ánimos.

Podía dejar de lado incluso que la misma información se repitiera,


como si fuera necesario autentificar la veracidad de los hechos
ante los nacionalistas, conservadores e incrédulos lectores de
Últimas noticias. Lo que resultaba inverosímil, casi fantástico,
era que las travesuras de unos niños estuvieran allí, compartiendo
protagonismo en la jerarquía tipográfica del periódico con la crisis
de la fiebre aftosa, las ambiciones soviéticas por el petróleo de Irán,
el retiro de las tropas de Italia y una junta convocada por Truman
para “resolver temas urgentes”. Por otro lado, y si la despojaba de
xenofobia, la imagen de una española “tremolando una bandera
republicana” para “azuzar” a los “refugiaditos” en la colonia
San Rafael resultaba una imagen sugerente, incluso cautivadora.
¿Cuántos años habría tenido la española?, ¿quince, treinta,
cincuenta y dos? Le gustaba que, aunque aquella nota maniquea
había escondido la edad de un personaje, no había podido esconder
su dignidad.

Capítulo VI

Antes de dormir, cuando el insomnio lo molestaba —es decir,


casi todas las noches—, solía torturarse con dos pensamientos
y sus ramificaciones respectivas: primero, llegado el caso, en

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CÉSAR TEJEDA

qué momento debía tirar la toalla, aceptar que la escritura y


él no iban a llegar a ningún lado —por lo menos— juntos;
segundo, a qué demonios podría dedicarse si decidía tirar
la toalla. La primera pregunta era más compleja, o más
inasible, por decirlo de algún modo, ya que la juventud había
encontrado la manera de prolongarse tenaz y tramposamente
en su generación, y también estaban todas esas historias de
escritores que alcanzaban el reconocimiento en la senectud
o incluso en la posteridad. No le gustaban los toros, pero sí
le gustaba aquello de “Hay más tiempo que vida”, y a eso se
abrazaba —a eso y a su almohada— para conciliar el sueño
antes de que el insomnio terminara por salirse con las suyas.
Hasta la derrota, si es que aquella indeseable se presentaba,
era digna, o algo así había leído por ahí, y entonces se quedaba
más o menos dormido, porque casi nunca dormía lo que se
dice dormir.
Había un obstáculo entre él y la espera de la posteridad: él
mismo. Era más proclive a la desesperación que a la paciencia,
y si la juventud se le terminaba —ya encontraría la manera de
ponerle un límite— y no estaba más o menos satisfecho con
su escritura y lo que hubiera logrado a través de ella, tiraría la
toalla. Y todo fuera tan fácil como tirar la toalla e irse a donde
sea que uno va en esos casos; se conocía bien, o lo suficiente,
como para saber que su hiperactividad lo llevaría hacia otra
meta y, paradójicamente, esa orientación no le permitiría
descansar en su toalla recién tirada, de preferencia sobre la
arena y frente al mar de la conformidad con uno mismo.
Estaba seguro de que elegiría la historia como destino de
segunda mano —¿qué otra cosa si no?—, pero también estaba
seguro de que la historia lo llevaría de vuelta a la escritura
en un círculo de aptitudes inútiles. La historiografía podía
depararle uno que otro aprendizaje, una que otra aventura,
una que otra persona interesante en su vida, pero ningún
lector, y de eso estaba seguro. O tal vez no estaba seguro
y podía cosechar por ese medio algún lector, incluso dos,
quizá tres lectores cuya estorbosa presencia sólo serviría para
recordarle que hubiera sido mejor no haber tirado la toalla en
su momento, o dejar la toalla donde estaba una vez tirada, o
hacer cualquier cosa con la maldita toalla excepto tirarla para
acto seguido conseguirse otra nueva.
Por ahí de las tres de la mañana, cuando la falta de sueño
comenzaba a exasperarlo, desarrollaba neurosis nuevas

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NOVEL A

para entretenerse. Por ejemplo: pensaba en sus colegas y se


enojaba al recordarlos afirmar que la escritura era “un destino
manifiesto” o una “compulsión irrefrenable”, como si las
compulsiones debieran presumirse por ahí. No estaba seguro
de si le molestaba aquella parafernalia en sí misma, o si le
molestaba que no pudiera relacionar su propia vocación con
ella. Luego de varios años en el oficio, y luego de rigurosos
exámenes de conciencia, estaba en posición de aceptar que
él podía dejar de escribir cuando le diera la regalada gana y
que si tenía algún “destino” ése no tenía nada que ver con la
escritura ni mucho menos.
¿Por qué se mantenía en el empeño entonces? ¿Qué
pretendía demostrar a través de su obstinación? ¿En dónde
había empezado todo? Precisamente una noche de insomnio.
Cuando descubrió que podía adormecerse inventándose
historias que distrajeran los pensamientos incómodos, y
cuando luego, una mañana, escribió la historia que lo había
ayudado a dormir la noche anterior, y cuando, con el paso del
tiempo, terminó agarrándole el gusto a eso de escribir en las
mañanas. Así de fácil. Así de contingente. La escritura era un
beneficio colateral de la terapia que se había inventado para
dormir en la adolescencia. Quién sabe cómo había llegado
a la conclusión de que ese beneficio colateral podía ser un
modus vivendi.
Esa noche decidió que tiraría la toalla y que se alejaría, ya
no digamos de su sueño, sino de su terapia contra la falta de
sueño, pero que escribiría una novela más por si las dudas. Se
levantó de la cama para redactar un correo dirigido al editor
que le había pedido un artículo sobre periodistas en los años
cuarenta. Le aseguró que no pensaba escribir artículos de
tres cuartillas ni regalar comas extra a las revistas que no
las valoraran. Él quería escribir novelas, sin importar que la
novela estuviera muerta o en proceso de evolución o influida
por el ensayo y por la crónica y por las ciencias sociales y por
esa nueva —y celebrada— crisis de identidad de los géneros
literarios. Renunciaba a la encomienda, aunque agradecía la
confianza, y luego envió el correo porque no se lo enviaba
tanto al editor como a sí mismo: era una declaración de
principios —redactada de manera impecable.
Regresó a la cama e intentó que sus pensamientos se
ordenaran alrededor de un relato. Debía concentrarse de manera
rápida, antes de que las divagaciones insistieran con su futuro
vocacional. Pensó en su visita más reciente a la hemeroteca.
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CÉSAR TEJEDA

Recordó que se había sentido cautivado por la imagen de una


española —de edad indefinida— que “tremolaba una bandera
republicana” para “azuzar” a otros muchachos. Recordó que
le había parecido muy misterioso que un pleito entre dos
escuelas ocupara la primera página de un periódico —aunque
fuera un tabloide vespertino amarillista—, y luego pensó que
el pasado era vasto y que tenía que haber algo de mágico —o
absolutamente circunstancial— en el hecho de que alguien
como él comenzara a obsesionarse con esa noticia, es decir,
alguien que buscaba inspiración para primero dormir y
escribir después. Volteó la almohada. Hizo su primer intento
de inicio de novela: “Una española tremolaba la bandera
republicana azuzando a unos jóvenes españoles”, y aquello le
pareció tan malo que en vez de sentir sueño, sintió ansiedad.
Enojado consigo mismo se preguntó qué iba a saber del
exilio español republicano —de cualquier exilio en realidad—
si en treinta años no se había cambiado ni una sola vez de
casa. Sabía algunos datos: quiénes habían sido Francisco
Franco, Manuel Azaña y, por su puesto, Lázaro Cárdenas y
su famosa intervención en el conflicto. Que a los exiliados
les gustaba vivir juntos, en lugares como la calle López o el
Edificio Ermita. Que se reunían en cafés y hacían planes para
matar a Franco entre gritos y expresiones airadas. Que habían
fundado escuelas para educar a sus hijos, como el Instituto
Luis Vives o el Colegio Madrid.
No sabía, en cambio, qué podía significar que tu entorno
social se desmoronara, ni cómo era la sensación de tristeza
que podía embargarte cuando perdías a un grupo de seres
queridos, ni lo que significaba defender tus ideales políticos
hasta la derrota y el destierro. Qué conclusiones novelísticas
podía obtener de la penuria si nunca había estado desempleado,
si desde que terminó la carrera trabajaba como corrector para
las revistas académicas de esa universidad donde su madre
fungía como rectora. Y pudo seguir así, autoconmiserándose
en sus privilegios hasta el amanecer, pero tuvo entonces algo
que podemos llamar “revelación”: se le ocurrió que su novela
podía empezar de la misma forma —con el mismo ritmo—
en que transcurrían sus sentimientos de minusvalía.

Qué podía saber una joven de quince años sobre la guerra y sobre
la pérdida. Qué podía saber acerca el dolor si no conocía ni siquiera
el significado de “ignominiaˮ. Qué estaba pensando aquella tarde
de septiembre, cuando decidió tomar una bandera en peligro de

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NOVEL A

extinción —la bandera de la Segunda República Española— y la


ondeó convocando a sus compañeros a una batalla por la dignidad.

Satisfecho con su inicio de novela, tomó una agenda e hizo


anotaciones que le permitieran reconstruirlo a la mañana
siguiente. Sus pensamientos se asentaron. Hasta entonces
pudo dormir de un milagroso tirón.

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Luis Backer

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La cabeza de Lenin

¡Viva el Eid al-Fitr!

Bajé en la estación de Gesundbrunnen. Al salir se puede ver


un famoso mural dedicado a los hermanos Boateng, alemanes
de origen ghanés. Dos de ellos son exitosos futbolistas y el
otro es músico de hip-hop. Son los Kardashian de El Weeding,
solía decir en los bares, y a los parroquianos parecía hacer-
les gracia. En este barrio las salchichas Currywurst conviven
armoniosamente con los Kebabs y la cerveza con el té tur-
co. Nadie molestaba a nadie, o por lo menos así era en aquel
tiempo.
Me puse camino del bar que comencé a frecuentar a los po-
cos días de haberme mudado a Berlín: la “ꟻ”, un sitio que ofrece
excelente cerveza alemana de barril a precios accesibles. Repro-
ducían música de los noventa y la bartender, una pelirroja irlan-
desa de mirada seria, pero con gran sentido del humor, animaba
a la clientela. Luego de cuatro cervezas de medio litro me mar-
ché en busca de acción. Caminé por la Pankstrasse, una avenida
repleta de tiendas de autoservicio llamadas Späti, las cuales son
regenteadas en su mayoría por turcos. Entré en uno de esos lo-
cales y compré otra cerveza, luego me dirigí a un lugar llamado
Panke, en donde tocaría una banda de funk. Unas cuadras antes
de llegar me crucé con una prostituta de Europa del Este que
me invitó a una casa llena de chicas muy calientes, aseguró. Le
respondí, sereno, que no me interesaba, que conocía la casa de la
que hablaba y que estaba por la zona buscando un concierto que
prometía buena fiesta. “¿Qué tan buena?ˮ, preguntó. “La mejor
de Berlínˮ, mentí entre la borrachera. “¿Me das un trago de

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LUIS BACKER

tu cerveza?ˮ Claro, termínalaˮ, le dije. Ella dio un trago y me


devolvió la botella, no sin antes pasar su delicada mano sobre
la boquilla, como tratando de limpiarla. Le dije que ya había
bebido suficiente, que podía terminarla, pero insistió en que
yo tomara; en realidad su comentario fue un poco más pre-
ciso que eso: “todavía no se la he chupado a nadie, si eso te
preocupa. Por eso salí a la avenida, para buscar clientesˮ. Sol-
té una risotada y respondí un tanto nervioso: “Na, jaˮ, sujeté
la cerveza y la terminé de un trago, esperando que la chica no
hubiera mentido. Entonces me dijo: “¿nos vamos a la fiesta?ˮ
“Claro, nos vamos”, le respondí. Me tomó del brazo y nos
fuimos al “centro cultural”. A pesar de que su vestimenta era
provocativa, no parecía puta, por lo menos no en las calles de
Berlín. Y aunque así lo fuera ni a mí ni a nadie le importaba.
El responsable del lugar era un chileno muy amable. Tiem-
po atrás sostuvimos un par de conversaciones profundas du-
rante mis visitas al Panke. Me reconoció, nos ayudó a evitar
la fila y nos dejó entrar sin pagar. Tan pronto como accedi-
mos, la chica del Este, de nombre Milena, se esfumó. No le
di importancia. Minutos más tarde reapareció con dos cerve-
zas. Brindamos. Después pedimos unos shots en la barra y
finalmente terminamos besándonos en el traspatio del lugar.
No me resistí a meter mi mano debajo de su falda y ella me
permitió hacerlo mientras nuestros labios estuvieran unidos.
En un impulso, la recliné sobre el cofre de un carro aparcado
y me subí sobre ella, que me correspondió abriendo las pier-
nas con naturalidad. El siguiente paso era tener sexo, pero los
dos nos detuvimos como si la negativa fuera un acuerdo pre-
viamente pactado. Nos separamos, arreglamos nuestra ropa y
cabello. Nos despedimos.
Me agradeció por la fiesta, acomodó sus pechos dentro del
entallado vestido y me dijo que ya sabía dónde encontrarla, si
me interesaba. A esas horas de la madrugada, y bajo la tenue
luz del callejón, su silueta me recordó a Jessica Rabbit. Algo
en mí me hacía reprocharme el haberme besado con una pros-
tituta, pero bien podría no habérmelo dicho y yo pensaría que
me había ligado a una hermosa chica del Este. En fin, regresé
a la fiesta y seguí tomando cerveza con unas chilenas que
estaban de visita y que el chileno no podía atender. Insistían
en ir a Berghain, pero no sabía cómo explicarles que con sus
atuendos multicolor y usando sus bufandas tejidas en otoño

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NOVEL A

no sólo no lograríamos entrar, sino que seríamos la burla de


los rechazados. Salimos a fumar marihuana con otros asis-
tentes. Un colombiano se acercó y nos invitó a una fiesta la-
tina que se realizaba mensualmente. A las chicas les pareció
una buena idea. Yo decidí deambular por el barrio. Regresé
cruzando entre callejones, un atajo que solía tomar para lle-
gar hasta una sección del Muro que aún sigue en pie. A unas
calles de ahí hay un bar cuya clientela son en su mayoría ale-
manes que crecieron durante la RDA. Siempre termino mis
fiestas solo en ese lugar, entablo platica con algún borracho
y luego me marcho a casa haciendo zigzag por las aceras, tal
como sucedió aquella noche.
El sábado a las 10:00 am vibró mi teléfono, que había
anidado en lo más profundo del bolsillo de mi pantalón. Me
desperté atontado y un punzante dolor de cabeza apareció de
inmediato. Trataba de leer la incandescente pantalla. Era Mi-
sato. Tomé la llamada. Me repetía que no podía verme, enton-
ces retiré el teléfono para ver qué pasaba y me di cuenta de
que había respondido a una video llamada. Apareció su rostro
con aquella agradable sonrisa y haciendo ademanes de niña
de anime. Me avergoncé de que me viera en ese estado tan
deplorable. Inmediatamente me asestó: “hangover!ˮ y soltó
un risita. Yo confirmé el evidente hecho y pasé abruptamente
a preguntarle el motivo de su llamada. Misato me recordó
que esa noche sería su ayudante. Me advirtió algo como estar
preparado para cualquier cosa, pues se trataba de una fiesta
fetichista, “con muchos gaysˮ, susurró. “Claro —le dije—,
he ido a las fiestas del Christopher Street Dayˮ, agregué con
aire de naturalidad para dejar en claro que no me intimidaría
ante la presencia de homosexuales musculosos de dos metros
de altura con el glande perforado y ropas sadomasoquistas.
Misato me recomendó comer algo y se despidió. Justo ésa era
una de las peores cosas que tenía Alemania: era imposible ali-
viar una resaca con salchichas, hamburguesas y papas fritas.
Al levantarme me percaté de que Romy también estaba
allí. Su cabeza estaba hundida en el sofá. Sobresalía una falsa
y exótica melena rubia. De no ser por sus sonoros ronquidos,
habría corrido para asegurarme de que no se estaba asfixian-
do. Unas botas satinadas, de tacón alto y caña hasta las ro-
dilla, reposaban sobre la mesa de centro, a la cual me tiene
prohibido subir los pies. La primera vez que vi aquella escena

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LUIS BACKER

imaginé que Romy se había llevado a casa a una conquista


poco usual, pero luego descubrí que mi compañero de casa
era una Drag queen, que el contenido de aquellos paquetes
que recibía eran exóticos atuendos y que su verdadero nom-
bre no era Romy, sino Thomas, y que su nombre artístico era,
en realidad, un homenaje a Romy Haag, una transexual que
dominaba las noches berlinesas décadas atrás y quien, curio-
samente, fue amiga de David Bowie. Llegué a la conclusión
de que viéndolo desde ese ángulo se podría decir que tenía-
mos algo en común y me alegré.
Me lavé la cara y me fui a un pequeño restaurante turco
que vende un caldo parecido al consomé de barbacoa. Pasó
mucho tiempo antes de que descubriera semejante milagro.
De haberlo sabido antes, me hubiera evitado muchos sufri-
mientos innecesarios con los embutidos.
Azad estaba de buen humor. Me senté en la terraza y me
llevó un té turco. Me advirtió que estaba cargado, pues co-
nocía mi afición a la bebida. Finalmente son esos detalles los
que hacen que la vida de barrio sea tan encantadora: puedes
confiar en la persona que atiende, conoce tus necesidades
y la amabilidad es sincera. Me gustaban ese tipo de cosas.
Cada que lo visito, Azad insiste en que yo soy turco, o que mi
familia debería de serlo, pero siempre lo decepciono con la
misma respuesta: “no hay antecedentes turcos en mi familia,
Azadˮ. Pero también lo reconforto: “el imperio Otomano fue
muy grande, Azad. Tal vez ésa sea la explicaciónˮ. Él sonríe
y dice cosas en turco mezclado con alemán. En una esquina
del local tiene algunas revistas turcas y periódicos. La únicas
publicaciones alemanas que hay son el Das Bild, el diario más
leído en Berlín, y con muy mala reputación, y Die Welt. Le he
recomendado que se suscriba al Frankfurter Allgemeine, pero
se burla y dice que soy el único que quiere leer eso. Ese día
hojeé sin muchas ganas el Welt, mientras daba un trago a mi
amarga bebida oriental que comenzaba a despertarme. En las
páginas centrales encontré una breve entrevista con Alexan-
der Kluge titulada: “Trump tiene el carisma de un elefante
borracho” y un fragmento decía lo siguiente:

En Max Weber, existe la expresión del “carisma del elefante bo-


rracho”. Estoy escribiendo una historia sobre eso ahora mismo. La
gente está lista para admirar a alguien que es saludable, fuerte, que

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NOVEL A

hace todo lo que no está permitido, que está pisoteando la porcela-


na, obviamente borracho. Al mismo tiempo, tiene algo de libertad.
Es como encontrar el consuelo con una novela. En una realidad
que no acepto, busco todas las formas posibles que conducen fuera
de la realidad. Die Welt.

La metáfora del elefante borracho me alegró la mañana. Es-


taba riendo mientras leía, cuando Azad regresó con mi caldo
—al que yo llamaba gute Suppe—. Lo colocó en la mesa y me
preguntó: “¿Bueno el Welt?ˮ Le respondí que sí, que hoy sí.
Él me dijo que el consomé también estaba especialmente bue-
no. Insistió en que sólo en Estambul, o más precisamente, en
Galatá, podría encontrar uno mejor. Le devolví una sonrisa
y cerré el diario. Puse toda mi atención en aquel sustancioso
líquido, al cual miré con la esperanza de que redimiera los
estragos que la noche de alcohol había dejado a su paso.
Azad es musulmán. El día que termina el Ramadán pre-
para una gran cantidad de comida para regalar. El año pasa-
do mandó a su esposa con varios deliciosos platillos que la
mujer ofreció en cada uno de los departamentos. En el edi-
ficio vivían polacos, africanos, orientales, sudamericanos y
un alemán jubilado. Afortunadamente, y a pesar de vivir en
el último piso, un sexto sin elevador, la mujer de Azad llamó
a la puerta con abundante comida para mí. Agradecí profun-
damente aquel gesto, pues por aquellos días mi dieta era más
bien escueta debido a que la beca para 30 días se agotaba
siempre el día 22 y el fin del Ramadán de aquel año llegó el
28. ¡Viva el Eid al-Fitr! 
Después de tomar el almuerzo con Azad, me monté en mi
bicicleta y me puse en dirección de una boutique vintage que
está en los límites de mi barrio y un distrito llamado Pren-
zlauer Berg, un sector que aloja principalmente a gente blan-
ca, joven, con dinero y sin hijos. La tienda de segunda mano
lleva el nombre de uno de mis álbumes musicales favoritos:
Paul’s boutique. Iría a echar un vistazo, con suerte encon-
traría algo cool para esa noche. La moda berlinesa es como
un ornitorrinco: la vestimenta en las calles tiene influencia
industrial y toma elementos convencionales que combinan de
formas exóticas, dando lugar a un estilo muy particular. En
Berlín no existe un Garment District, como en Nueva York, o
una zona de talleres de alta costura, como en París o Milán.

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LUIS BACKER

Lo que predomina es la moda con influencia punk y norm-


core: playeras básicas en un solo color, ropa vintage, botas
industriales y zapatillas deportivas fuera de catálogo.

La cantidad de subculturas que coexisten en las calles de Ber-


lín son innumerables y distintas entre sí, aun cuando muchos
turistas opinen que todos parecen lo mismo: drogadictos. Y
así es, algunos aman las drogas, mientras que otros las detes-
tan. Un día, en un club, confundí a un Vaporwaver con un Ga-
bber. Con un tono molesto me dejó en claro que él pertenecía
a otro movimiento, al Vaporwave: Chillwave para marxistas,
detalló. Insistía mucho, con la mirada perdida: “¡marxistas!,
¡somos marxistas!ˮ Luego de ver los gráficos presentados por
un excéntrico y andrógino DJ, pregunté si su cultura tenía algo
que ver con el LSD; me respondió que sí, y que con todas las
drogas, en general. “Pero lo que nos hace distintos es que
somos marxistasˮ, repitió una vez más y siguió bailando con
unos pasos que me recordaron a Van Damme en Kickboxer.
Me interesó la postura de aquel equilibrista bailarín y bus-
qué información al respecto. Un diccionario musical definía
al Vaporwave como punk, porque sigue un objetivo política-
mente subversivo: exponer el vacío inacabable que se esconde
detrás de la fachada perfecta, pero efímera, del capitalismo.
Efectivamente eran, de algún modo, marxistas. Al parecer,
en esta ciudad cualquiera debería ser capaz de reconocer
desde el Rotterdam techno hasta el Synth, pasando por una
extensa paleta sonora que podría ofrecer similitudes en sus
construcciones musicales, pero divergencias en sus objetivos
políticos. Mientras tanto, yo los juzgaba simplemente por su
vestimenta colorida inspirada en los primeros años de la dé-
cada de los noventa, con una cierta fascinación por aquellas
horribles chamarras rompevientos, coloridas y holgadas, y
las deformes zapatillas deportivas con cámara de aire que me
recuerdan al calzado ortopédico.
Aparqué mi bicicleta afuera de la boutique de Paul. Ese día
estaba de turno Pia, una agradable joven alemana con mucho
estilo: tiene los brazos delgados y completamente tatuados; las
coloridas tintas resaltan sobre su piel blanca, como si fuera un
lienzo. Usaba un llamativo crop top que dejaba ver los tatua-
jes que tiene en las costillas, detalle que encontré sumamente
sexy. Le conté lo que necesitaba y para qué tipo de fiesta era.

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NOVEL A

Pia creció en Berlín y sabía exactamente lo que yo estaba bus-


cando. Me mandó con una amiga suya que tenía una tienda
de segunda mano montada en la sala de su casa, en Neuköln.
Me advirtió: “toma lo que ella recomiende, ella sabe de esoˮ.
Le agradecí y quedamos en tomar una cerveza algún día. Ese
día nunca llegó.

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Saúl Valdez

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Kid Maya

El gancho de la nostalgia se te clava punzante en el estómago.


Las glorias pasadas rutilan fugaces en tus ojos. Escuchas co-
rear tu nombre en los prehistóricos días de la arena del Teatro
Rubio: “Kid Maya, Kid Maya, Kid Maya...ˮ, y despuesito de
que las voces se desvanecen, una sonrisa chimuela columpia
en la cortina de tu rostro rugoso y consumido por los años.
Noventa y tres calendarios has deshojado, noventa y tres
vueltas al sol y, sin embargo, sigues respirando con esa nariz
chata que te partieron como una astilla de madera. Cada que
la tocas cruje el cartílago y se te mueve el tabique nasal de un
lado a otro.
Por ahí te dijeron que vivirías poco, que los boxeadores no
duran nada, van muriendo en cada combate. Max Schmeling
colgó los guantes casi al siglo de vida, por ejemplo; Jimmy
McLarnin, Baby Face, tuvo la suerte de un maldito irlandés;
y Cassius Clay, con todo y mal de Parkinson, prendió el fue-
go olímpico en Atlanta 96, no hace mucho.
A lo lejos distingues el sonar de las campanas de la Ca-
tedral, o acaso lo imaginas. ¿Cuántas veces escuchaste esa
metálica voz de ataque rebotar en tus oídos? ¿Cuántas veces
te salvó de caer en la lona? Ni tú lo recuerdas.
Margarita Montes Plata, ya nadie te llama por ese nom-
bre y apellidos, simplemente Maya, la Maya, la Mayita, la
Campeona del Pacífico. Algunos así te reconocen en la calle,
o cuando iban a que les parcharas las llantas ponchadas de
sus baikas, y de carreta o sólo para encender los ánimos, te
decían: “Un tirito, Maya, ¿o qué?ˮ, y empuñabas tus manos
respondiendo que primero aprendieran a limpiarse el culo

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SAÚL VALDEZ

porque todavía tenías punch en ese par de muñecas, y de se-


guro, de segurito les partías la madre.
Dentro de tu casa, repantigada en el sofá de la sala, con-
templas la geometría del tiempo deambular en un reloj de
pared. “¿A qué hora llegará la muerte por esta anciana?ˮ, te
preguntas muy seguido en un silencio redondo, casi perfecto,
y recuerdas al instante que cuando peleaste en la época dora-
da, hace más de media centuria, nunca te estuvo esperando
con su risa sin dientes en ningún rincón del cuadrilátero, ¿por
qué tendría que llegar ahora?
Pero eso es natural, eso que piensas no es una casualidad.
Pues como si recién te hubieras bajado del ring, sientes el
peso de tu cuerpo de barro, pesado, sumamente demolido y
maltrecho, similar al de un aguamala secándose tendida sobre
la arena de la playa.
Estás cansada. Solamente esperas el golpe final, el último
conteo para dejar de ponerte de pie. Crees no aguantar otro
chingadazo. Pero, ¿cuándo te has dado por vencida? No lo
recuerdas. Lograste castigar las quijadas de tus combatientes:
El Negro Encajoso, Batting Jonson, Kid Resbaloso, Santos
Núñez. Con esas garras del diablo, con esos guantes de 14
onzas que tienes colgados en la pared de tu alcoba. Te chin-
gaste a todos, Maya. O ¿contra quién perdiste? Ah, sí, fue
el amor tu única derrota, fue con un mal hombre, fue contra
José Valdez, tu exmarido, porque no hay peor chingadazo que
los que da la vida. Ni tú sabes por qué aún conservas su foto,
ahí en la repisa de madera craquelada sobre un montón de
retratos apilados, bañados de polvo, en la que sobresale la que
te tomaron con la Josefina, ¿fue tu rival o tu cómplice?
Nunca estuviste sometida a esa ridícula idea que tenía tu
familia de llenarte de hijos y soportar las desavenencias de un
hombre; de servir en el hogar y atenderlo como manda el sa-
grado rigor conyugal, para luego morir con los huesos hechos
cenizas en la soledad, en tu cama, bajo un Cristo crucificado
clavado en la pared. No. Tú naciste para otra cosa, naciste
para pelear, naciste fuera de época, época a la que intentas
regresar, volver a nacer.
En tu memoria se ahogan los pensamientos del pugilato.
Esa caricia ensangrentada que surten los golpes con la agonía
y misma magnitud que un parto.
Parecía un chiste, querer ser boxeadora parecía un chiste,
pero ¿qué podías hacer? Si siempre quisiste ganarte el respe-

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NOVEL A

to de los demás: el de tu padre, el de los hombres, el de las


mujeres, el de tus rivales, y ¿lo hiciste, Maya? ¿Lo lograste?
Una tormenta de emociones te arrastra al ayer, cuando
proyectabas una mirada altanera y desafiante. Un peso mos-
ca que se batía a trompadas en el barrio, con la palomilla.
En el gimnasio los días de entrenamiento. En el teatro y los
cines, las noches de sanguinolentas funciones de box, rodea-
da de espectadores. Todo por unas monedas. Y de vuelta al
presente, al último round que sostienes contra la enfermedad
del tiempo, la que te ha tenido tambaleando, arrinconada, de
espaldas sobre las cuerdas.
De modo que, por fin logras obtener la pose de combate
cuando cierras tus ojos y enjaulas tus vivencias para no de-
jarlas volar más. En ese revoloteo, las plumas caen en un eco
sordo que dice: “Kid Maya, Kid Maya, Kid Maya…”

***

Si había un sitio donde podían moldear a la Maya en algo pare-


cido a una boxeadora más o menos decente en cuestión de unas
pocas semanas, ése era el Lírico, gimnasio y cancha de basquet-
bol que refugiaba a los peleadores locales.
Los primeros pasos la llevaron por la calle Juárez, por el
suelo mojado, lleno de basura y olor a orines del Mercado.
Adelante, las viejas edificaciones trazaban las cuadras: la Ca-
tedral de la Inmaculada Concepción, la Plazuela República
y, enfrente, en la misma manzana del Teatro Royal, el Lírico.
Pensó el porqué del nombre, y lo asoció con un cántico,
se le vino a la mente una señora gorda de ópera, algo que le
habían contado por ahí. Pero más que bellos gritos, escuchó
sonidos metálicos, igual a los de un herrero que golpea un
martillo en un yunque. También oyó pisadas que chillaban
sobre el piso y quejidos de dolor, como si hubiera estado a
punto de entrar a la sala de urgencias de un hospital lleno de
enfermos.
El Lírico era un amplio almacén similar a un galeón de
velas hinchadas. Por los ventanales, en lo alto de sus muros,
daba la apariencia de una parroquia. Al entrar, la Maya alzó la
cabeza y contempló las enormes vigas que sostenían el techo.
En el centro, un cono de luz en diagonal alumbraba el único
ring que no cumplía las medidas reglamentarias, hecho de ma-
dera vieja y cuatro tubos oxidados conexos a 12 cuerdas flojas

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SAÚL VALDEZ

y rasposas. Era, en el mejor de los casos, una tarima alzada


a medio cuerpo sobre el suelo, una ratonera. Olía a calor y
sudor reseco, a sebo, a un basurero, como el Mercado.
Las partículas de polvo del atardecer eran visibles por el
derrame de luz que entraba por los ventanales. Un pequeño
sol cuadrado y blanco que cobraba vida en las paredes des-
cendía hasta desvanecerse con el arribo del ocaso.
Llegó tarde, pues se quedó tiempo de más en el molino.
Al introducirse, sintió el rostro taladrado por las miradas. La
expresión de quienes estaban adentro permaneció en la atmósfe-
ra tumultuosa por varios segundos, como el recuerdo incesante
de un relámpago. Su presencia había provocado un efecto domi-
nó. Eduardo Castellanos, Kid Milo, irrumpió su ejercicio con la
soga, por ejemplo. Otra mirada en lo profundo surgió recelosa y
amenazante, Mike Rubí había dejado la rutina de sombra para
inspeccionar con sus propios ojos a la muchacha que paso a paso
invadía el gimnasio. Arriba del cuadrilátero, Benjamín Pérez y
El Pelón Ontiveros suspendieron el duelo de gruñidos y ruidos
de hojalata para contemplar a la Maya. Y Mike Herrera detuvo
sus golpes en el punching ball, sus ojos eran un par de lupas que
se agrandaban a medida que observaba entrar a la intrusa. El Lí-
rico se envolvió en un silencio monolítico. El promotor Luciano
Gómez Llanos, que leía el periódico, empujó su vista, se elevó de
su asiento, enrolló el Demócrata hasta dejarlo como una porra, y
en dirección a la entrada, exhalando aire en su camino, le recri-
minó a la Maya con un tono resignado:
―Llegas tarde.
La Maya se disculpó, excusándose.
―Bueno, bueno, qué más da. Quizá te han hablado bas-
tante de mí. No hagas tanto caso de lo que dicen, muchacha…
digo, me refiero a las cosas malas.
La realidad era que nunca había escuchado hablar sobre él,
hasta la noche anterior que Zetina lo había mentado a fuera
de la casa de los Montes. Luciano Gómez Llanos Jr., El Cha-
no, desempeñaba el cargo de Oficial Primero de la Presiden-
cia Municipal, y además, pertenecía a la Junta Patriótica, un
puesto honorífico cuya tarea trataba de organizar los festejos
históricos de la República, a la que ya se había integrado al
calendario nacional el Día de la Revolución; la multitud se
entretenía acudiendo a las corridas de toros, juegos de beisbol,
funciones de teatro, desfiles y, claro, las funciones boxísticas.
Por si fuera menos, el Chano se mantenía suministrando carne

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NOVEL A

de vaca, de cochi y de piochudos al Mercado y otras carni-


cerías del puerto, junto a su hermano José Felipe. En el bajo
mundo, desde que Kid Corbalá se había lanzado a las entra-
ñas del fracaso, lo apodaban de un modo que no le gustaba
que le dijeran: El Todas Pierde.
Gómez Llanos miró de reojo su reloj de mano y, apresu-
rado, dijo:
―Estamos perdiendo tiempo, y tú sabes que el tiempo es
dinero; vamos a invertir en tu preparación para que dentro
de un mes te enfrentes en un combate a cuatro rounds, cara a
cara a la Josefina Coronado, en el Teatro Rubio. ¿Cómo ves?
―Me parece…
El promotor la interrumpió:
―¿Te gustaría ser campeona y ganar mucho dinero?
Los hombros de la Maya se encogieron y asintió muda
ante la pregunta que Gómez Llanos había soltado, mientras
bajaba el timbre de su voz para que los demás no oyeran. Sus
ojos brillaron igual que los últimos instantes en que un sol de
cristal se hace añicos en el horizonte y deja esparcidos sus
fulgores en el mar. Trataba de contener la emoción, la cual era
similar a cuando jugaba beisbol, pero ahora sabía que en el
fondo todo sería distinto, no sería lo mismo tomar un manilla
y lanzar una pelota, a calzarse los guantes y encaramarse en
el ring para zurrarse a fregadazos.
―¿Te dijeron cuánto vas a ganar por la pelea?
Se hizo la disimulada, pues ocultó esa emoción para que
Luciano Gómez Llanos no creyera que sólo lo estaba hacien-
do por dinero, sino porque sí se decidió a meterse en el boxeo.
Era para darse a respetar y demostrar de qué estaba hecha
una mujer.
―No me dijeron mucho sobre la paga.
La Maya mantuvo un rostro desabrido, esperando a que de
la boca de Gómez Llanos brotara una cifra de tres dígitos, y
que éste no sospechara que en el fondo tenía necesidad y un
poco de avaricia. El promotor dejó escapar una tremenda riso-
tada y volteó a ver a los demás peleadores.
―Si te digo se me van a echar encima estos cabrones.
¿Quieres que eso pase?
Ella encogió de nueva cuenta los hombros, que le daba a
entender a Gómez Llanos que ése no era su problema.
―Mira, jovencita, esta pelea la arreglamos sin que tú su-
pieras, sería injusto decir que no tienes voz ni voto, pero eso

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es la verdad. La pelea estelar será un combate de exhibición,


entre Joe Conde y Roberto, El Negro, Molinet, el apoderado
de tu próxima rival, Josefina Coronado. Conde también es mi
muchacho, pero él entrena en otro lugar, con su tío José Soto,
es un peleador especial. Conde desembarcó en Mazatlán desde
San Francisco, allá sostuvo muchos combates, y ha decidido
ser boxeador en la tierra que lo vio nacer y yo lo convencí de
que peleara y se convirtiera en un campeón de clase. Ya venció
a aquel plebe que está en la pera, al Mike, ¿te lo imaginas? El
Joe necesita ponerse en ritmo y salir de la tristeza que lo acon-
goja desde hace semanas por la enfermedad de su madre, doña
Manuela Conde, viuda de Petrie, una dama de fina familia y
respetada en la comunidad. Así que, arreglamos esa pelea. El
Negro Molinet, entrenador de Josefina, acordó para su pelea-
dora y para ti la modesta cifra de 150 pesos, ganes o pierdas,
pero te advierto, no me vayas a dejar en vergüenza. Entre to-
das las mujeres benditas en el puerto, que podían retar a Jose-
fina, tu nombre sobresalió entre todas las voces que llegaron a
mis oídos, y si el río suena... ¿Entonces qué?, ¿le entras?
No lo dudó tantito, apretó fuerte la mano del promotor
para cerrar el trato y amplió su sonrisa, una sonrisa descom-
puesta que no dejaba ver a simple vista ante los demás sola-
mente así porque sí.
―¡Qué fuertes manos tienes mi’ja! ¡Aprietas fuerte el sa-
ludo! Éstas son las manos de una boxeadora, y no chingade-
ras, éstas son las manos de la próxima Campeona del Pacífico.
Enseguida alzó su brazo enfrente de los armígeros que
habían reanudado sus ejercicios, y que ya denotaban lastimo-
sos gestos de envidia porque habían echado oído de elefante
en la conversación entre la Maya y Gómez Llanos.
De modo que, el promotor sacó de su chaleco de lino os-
curo un papel y un bolígrafo Parker Doufold, le extendió el
contrato sobre una mesa de madera deslacada, y le ordenó
rubricar. Ella firmó con sus iniciales (una doble eme) gara-
bateadas. No leyó el contrato porque no sabía y se ahorró la
pena de decirle a Gómez Llanos que éste lo hiciera. Volvieron
a estrecharse las manos con un saludo, pero esta vez el Chano
endureció la suya para que no le doliera el apretón. De su saco
cogió un fino cigarrillo cubano que le había regalado el Negro
Molinet, con un encendedor de plata prendió la punta y ab-
sorbió cuanto pudo el tabaco hasta hacerlo llegar a sus gordos
pulmones, y al arremolinarlo allí, dejó salir el humo por la

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boca y nariz estrellándose en la cara de la Maya, quien hizo


un ademán de espantar los residuos del tabaco como se hace
con un enjambre de abejas. Se acordó que Zetina acostumbra-
ba hacer lo mismo. Luego, como si un meteorito cayera en la
cabeza de Gómez Llanos, una idea le aterrizó de inmediato.
―Ya sé cómo te llamaremos.
―Yo ya tengo nombre, señor; Margarita Montes Pla-
ta, La Maya.
―Sí, sí, sí, pero ése es tu nombre de pila. Maya suena
bien, pero le hace falta otra cosa... ¡Ah, ya sé! ¿Qué te tal la
Kid…? La Kid Maya.
Su ahora boxeadora, reveló un gesto incómodo y no muy
convencida; sin embargo, pensó que por 150 pesos le podían
llamar como se les diera su chingada gana. Un pago así valía
la pena.
―Pos… Sí, ¿verdá?, se escucha bien, pero ya hay muchos
Kids, ¿no?
―¡Claro, claro! Kid esto y Kid lo otro, pero es porque son
de una dinastía encaradora, en sus venas fluye la sangre de
boxeadores: vienen desde abajo, de lo más humilde, del barrio.
Me recuerdas mucho a Kid Corbalá, un boxeador guaymense
que yo promocioné hace pocos años, un ídolo aquí y allá, como
quiero que lo seas tú.
En el Lírico se recordaba a Emilio Q. Corbalá por haber
vencido a José R. Morales en una función que organizó la Junta
Patriótica en la Plaza de Toros Rea, y en la cual se disputó el
cinturón de peso pluma de la Costa del Pacífico que ostentaba
en su tiempo Morales, pero Kid Corbalá se lo arrebató esa tarde
de domingo con un rápido nocaut en el primer round.
El ídolo de Guaymas también venció al poderoso púgil
Julio López, un boxeador bocón que por alardear se llevó la
lona de regreso a la capital, porque Kid Corbalá no se achicó
y lo noqueó en cuatro asaltos en un ring improvisado en la
Exposición Comercial, Industrial, Agrícola y Ganadera en el
Paseo Oriente.
Luego, su pequeña figura se fue desvaneciendo por la que-
rella de las mujeres en las que gastaba todo su dinero: se la
pasaba más tiempo metido en las cantinas y en los prostíbulos
que en el gimnasio, en el Barrio Nuevo o en la Duranguita,
donde estaban las Tres Luces, el Salón Rojo y el As de Oros.
Ahora, sólo quedaba su recuerdo plasmado en un cartel pro-
mocional de sus peleas, hace más de un quinquenio.

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SAÚL VALDEZ

Gómez Llanos acercó su muñeca izquierda para observar


la hora que marcaba su reloj, para finalmente salir apresurado
del Lírico.
―Te dejo en buenas manos, tengo que atender unos ne-
gocios.
La jorobada figura del Güero Eliso apareció del fondo del
gimnasio, secándose las manos con una toalla, aliviado des-
pués de un momento de plenitud en la letrina.
―¡Y’hora, usté! ¿Qué anda haciendo aquí?
―Pues, ¿qué parece, Mayita? Me ha contratado el Chano
para que te haga campeona.

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Jimena Zermeño

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No soy Kafka

I
Calçada Santo Amaro sin número

Estoy sentada frente a él, no me ve. Los turistas capturan


su imagen. Algo de su postura me recuerda a la tía Magda,
sentada en la mesa siempre con una taza de té y la mirada
perdida. Por los pies de Pessoa no corren conejos hambrientos
y a la tía nadie le toma fotografías. Ella, en el segundo piso
de una casa duplex a las afueras de la Ciudad de México;
él, en Lisboa con su cuerpo de metal a la intemperie al final
de la Rua Garrett, de pronto me parecen la misma figura,
me sugieren el mismo destino. Uno de los turistas toma un
autorretrato a lado de la estatua, con el índice de la mano
derecha oprime el obturador de la cámara, mientras el pulgar
de la izquierda se levanta para la fotografía. Le pregunta en
inglés a su compañero por qué hay un monumento a Charlie
Chaplin en Lisboa, ¿era portugués? Se encogen de hombros y
descienden por la calle, los veo entrar a una boutique.
Quisiera brindar junto a él, el Chaplin portugués, con
una copa de vino verde; ignoro si Pessoa tomaba vino verde,
pero suena a un buen plan turístico. Cada vez que Regina me
presenta con algún amigo, afirma que vine desde México para
darle un beso a Fernandinho: sí, nos tomamos la libertad de
hablarle por su nombre de pila y en diminutivo. Hasta ahora
me he resistido a admitir el verdadero motivo que me trajo
aquí, así que asiento frente a los extraños: claro, volé miles
de kilómetros para besar a una estatua. Tiene más sentido

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NOVEL A

que hacerlo después de encontrar una postal entre papeles de


la Tía Magda.
No he hecho nada, ni besarlo ni brindar. Lo observo
sentada en un peldaño, al pie de la pared que bordea la entrada
a la estación del metro. Pero él no me ve.
Con la tía suelo brindar con té verde. Siempre té verde.
Ella tampoco me mira. Cuando sus ojos no están clavados en
una vieja fotografía en su ventana, están en otro lugar mucho
más lejano al que parece imposible llegar por más que me
esfuerce, pero hace tiempo que dejé de intentarlo. Me limito
a sentarme junto a ella. De vez en cuando tomo un conejo del
piso, lo acaricio en mi regazo y pasamos horas en silencio.
Así como ahora Fernandinho y yo.
Levanto la botella de agua que cargo conmigo y, en son
festivo, le doy un trago. Sé que es lo más cerca que estaré
de brindar con él, dudo que me atreva a entrar y pedir una
copa de vino verde. El beso tal vez se lo dé una madrugada
de éstas, camino a casa después de un par de cervezas en la
Bica. Pero lo más probable es que la culminación de nuestro
amor signifique sólo una escena en mi cabeza, condenada a
permanecer ahí. Brindo desde mi lugar, a discreción y con
un largo sorbo de agua, porque esta relación con una estatua
será probablemente el amor mejor correspondido que tendré
en la vida.
Ayer mi madre preguntó si ya fui al templo de Fátima,
mi respuesta, “¿quién es ésa?ˮ, no le impidió darme una lista
de milagros, encargo del resto de mis tías, aprovechando el
viaje. A veces entiendo la determinación de la tía Magda de
apartarse de todo. “Eres igual de rara que ellaˮ, juran cuando
les digo que el olor a heces de conejo no me molesta. Cuando
nos despedimos, me ofreció un conejo como compañía y lo
tomé para no desairarla, le di un beso y antes de salir del
departamento lo eché al piso. Con pequeños saltos se perdió
entre el ciento de orejas y rabos. La tía no se dio cuenta,
desde luego: observaba como siempre aquella vieja fotografía
arrancada de una revista: una gaviota posa sobre una roca con
un aire de aristócrata, alrededor de ella se levanta el mar que
golpea con fuerza un peñasco, pero el ave parece tranquila,
inmutable. De ser posible, habría arrancado la fotografía para
traerla conmigo. Pero la mirada siempre fija en la gaviota lo
impidió. Por suerte, se ha olvidado de la lata de galletas llena
de papeles amarillos que han perdido cualquier vestigio de

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JIMENA ZERMEÑO

tinta, salvo una vieja postal. No notó entonces cuando guardé


el pedazo de cartón en el bolsillo de mi abrigo. Me pregunto
si a estas alturas se habrá dado cuenta de su ausencia.
He pasado muchas horas de mi vida a lado de Magda,
perdida en esa fotografía. Siempre me pregunto si el
profundo y al mismo tiempo oscuro azul del mar es una
reproducción fiel o un defecto de imprenta. Alguna vez le
pregunté si sabía de qué lugar se trataba, ella negó con la
cabeza. A fuerza de verla en cada visita, la imagen se grabó
en mi memoria. A veces me resulta más clara que el mismo
rostro de la tía. Unas semanas antes de que yo partiera
de la ciudad, Magda tomó un conejo del piso mientras
observábamos a la gaviota, lo acercó a su oreja, “poniendo
un conejo contra el oído, se oye el ruido del marˮ, dijo.
Hace días que lo observo, a él y a los turistas que lo retratan.
“No, no he ido a ninguna iglesiaˮ, le dije a mi madre. También
evité mencionar que he estado sentada aquí los últimos días.
Los dependientes del café ya me lanzan miradas inquisitivas,
qué hago aquí y por qué no le he tomado ninguna fotografía
al poeta. Yo quisiera darles una respuesta o que Regina
estuviera junto a mí para decirles que vine desde México
para besarlo, pero no me atrevo. Por desgracia, Regina,
como todos los portugueses, está atravesando un momento
de angustia existencial. Pasa los días encerrada en su cuarto
preguntándose cuál es el sentido de la vida. Por las noches, si
tengo suerte, la convenzo de salir por una cerveza, entonces
vamos a la Bica, donde se encontrará a un viejo amigo, a un
viejo amor y le dirá que vine de México sólo para besar a
Fernandinho. “Así pasan mis días aquí ―pude haberle dicho
a mi madre―, pero escuché y tomé nota de los milagros
requeridos no porque piense pedírselos a alguna virgen, sino
porque me gusta escribir.ˮ
“Se va a Europa a escribir una novelaˮ, anunció mi madre
en una comida familiar. Ésa fue la excusa que usé ante la
parentela. Escribir es una tarea inútil si no se hace en una
buhardilla parisina. Todos me dieron palmadas en la espalda
y me desearon que encontrara un marido europeo pronto.
No dijeron rico, porque eso sería un pleonasmo. Hasta ahora
he escrito una lista de milagros. El marido, a menos que la
estatua me dé el sí, es una posibilidad aún más remota. Igual
le hablé a mi madre de los portugueses, de sus barbas densas

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NOVEL A

y su piel dorada, quizá para darle un poco de esperanza, quizá


para pasar el rato.
Es probable que la tía Magda jamás leyera a Pessoa, pero
me gusta pensar que sí. De sus lecturas sólo existe la carcaza
de un librero de roble que recubre tres de las paredes de la
sala-comedor. Los conejos acabaron con todo antes de que
yo pudiera acercarme a ella. Nuestra relación, así como mi
relación con el resto del mundo, siempre se ha caracterizado
por el destiempo. Yo era una niña cuando ella aún dictaba
clases de matemáticas, fumaba puros y tomaba whisky.
Cuando me acerqué era tarde, eso dice mi madre, aunque yo
aún disfruto de su compañía, de su distancia. Tal vez por eso
me siento tan bien aquí, sentada a unos metros de una estatua
que no me dirá nada, que no puede rechazarme.
A veces creo que allá afuera no hay nada para mí, pero
me aventuro a buscar. La mía es una búsqueda inútil, como
cuando volvemos a revisar nuestros bolsillos después de estar
seguros de que perdimos un billete. La verificación de la nada.
Ésa soy yo tomando una maleta, despidiéndome de mi familia
en un aeropuerto. La tía Magda lo entendió un día: allá afuera
no hay nada. Lo tomó con el mayor estoicismo del mundo.
Mientras todos la compadecen, yo la admiro y la envidio.
La envidio porque, a diferencia de ella, en mí aún queda esa
irracional esperanza que nos lleva a meter la mano al bolsillo
una última vez, esa ingenua esperanza que me invita a seguir
cuando en el fondo estoy cansada. Quisiera sentarme junto a
ella, pasar las horas acariciando conejos, sin esperar nada, tan
lejos como se pueda estar de lo jodido del mundo.
Vivir ha sido siempre estar fuera de lugar, no caber. Y
como quien hace de sus fobias un pasatiempo, decidí asumir
mi condición de paria con dignidad y huí. No sin un propósito.
Pero reservo para mí los detalles de la tarde en la que encontré
la postal quebradiza con una imagen de la Rua Augusta en
casa de Magda, y cómo me convencí a mí misma de que
aquélla era la única clave para entender su actual mutismo.
Los dos turistas salen sonrientes de la boutique. Calculo
que, en total, estuvieron frente a Fernandinho menos de tres
minutos: el tiempo que les llevó hacerse autorretratos sin
siquiera verlo, verificar en sus pantallas que ellos salieron bien
y preguntarse por el misterioso origen de Charlie Chaplin.
Habrán estado una media hora en la boutique de la que se
alejan ahora cuesta abajo, cargados de bolsas. Yo permanezco

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JIMENA ZERMEÑO

aquí. Veo a Pessoa a los ojos, como queriendo disculparme


por aquellos dos. “Pobre Fernandinhoˮ, pienso. Una vez
instalado en Lisboa, no volvió a salir de aquí. Hizo un intento
de estudiar en Inglaterra, le negaron una beca y se quedó
inmóvil. “Qué suerte ―dice algún historiador portugués―,
de haber salido de Portugal tal vez se habría convertido en el
mejor poeta de habla inglesa y no portuguesa.ˮ Leo por última
vez uno de los gastados folletines que recogí en una oficina de
turismo hace ya unas semanas, lo doblo sin cuidado e intento
atinar al bote de basura más cercano: no acierto. Me levanto,
recojo el papel y veo a Fernandinho.
Pasó toda la vida esperando y una vez muerto le abrieron
la puerta al mundo, se ganó entonces un espacio metafísico
dentro de la historia de la literatura universal. Y, por otro
lado, se ganó un pedazo de mundo; aquí, frente a mí, al final
de Rua Garrett, donde yace convertido en una estatua que ve
la vida del Chiado pasar. Nadie hará una estatua de Magda,
pero si la hicieran sería muy parecida a ésta. Magda sentada
con una taza en la mano.
Los imagino, ambos me invitan a sentarme junto a ellos,
un libro abierto, una tetera humeante en la mesa. Pessoa y
Magda tomados de la mano. Él me invita a escribir con la
resignación de quien tiene la mejor idea de su vida un segundo
antes de morir. Ella a dejar de amar porque ése es un invento
para los que nacieron con buena estrella. “Acepta que la vida
es ésta, que hay gente para la que no hay destinado nada, por
más que sueñe. Esos somos nosotros, esclavos cardiacos de
las estrellas. Ven, siéntate a tomar un té. Siéntate a escribir.
Después guarda todo lo que escribas y todo lo que sientas en
un baúl porque allá afuera nadie lo va a querer. Aquí tienes
el consuelo de ser uno más de los que se cansaron, aquí es el
único lugar al que alguna vez vas a pertenecer.ˮ
La tentación es grande. Parar de huir, sentarme a ver
pasar a los que pudieron, hacer bromas de ellos con la tía y
Fernandinho. Estar lejos del dolor. La mayor parte del tiempo
pienso que eso es lo que quiero, pero de un momento a otro
un chispazo en lo más profundo de mis abismos, una imagen
fugaz en mi cabeza, el sabor del chocolate, algún verso, el
sonido de la risa, mis pies pedaleando una bicicleta al revés,
fados flotando en el aire, algo me hace pensar que tal vez ellos
se equivocan y que allá afuera algo me espera. Quizá quepo
en una parte además del espacio que ellos me han reservado

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NOVEL A

en su mesa, esa mesa dividida en dos espacios tan distantes:


Lisboa y la Ciudad de México.
Fernandinho es una estatua ahora, su cara está en todas las
tiendas de souvenirs. No sé si era el destino con el que soñaba,
pero no hay mucho que hacer. La tía aún respira, calienta agua
para té y se sienta a la mesa todas las tardes. Pueden pasar días
sin que me dirija la palabra, meses. Cuando me ve entrar por
la puerta se levanta y de inmediato pone agua en la tetera. La
invito a salir, ella siempre se niega. No saldrá, pero sabe que
yo me quedaré y sonríe con cierta malicia cada vez que doy
el primer sorbo a la taza: una pequeña victoria. En el fondo
se reconoce tanto en mí como yo en ella. Nuestra silenciosa
relación ejerce una especie de hipnotismo, magnetismo del
que no tengo control. Cada vez que estoy ahí sus ojos me
piden que me quede a acompañarla a ella y a los cientos de
conejos que se amontonan a mi alrededor. Una parte de mí
quiere quedarse, es más seguro.
Siempre leo en voz alta el libro que tenga conmigo en ese
momento, a veces le cuento sobre los artículos que hago para
la revista, las más de las veces me burlo de todas esas mujeres
a las que entrevisto. No sé por qué me río. Ella siempre guarda
silencio. Es como ir al psicoanalista, pero más barato. Se lo
dije una vez y logré hacer que sonriera. Sé que me quiere
y por eso, sin decirlo, preferiría que yo dejara de intentarlo.
Todos juran que Magda no me escucha, pero sé que sí. A
su manera ha aprendido a ser feliz en la madriguera que ha
construido lejos del rechazo del mundo. Ese mundo en el que
las mujeres que toman whisky, fuman puros y les gustan las
matemáticas no caben, esas mujeres a las que las revistas
sociales no les interesa entrevistar. Ese mundo en el que se
repartieron ya todos los papeles, y a quien no le haya tocado
uno tiene que conformarse con ser un extra, un árbol, el que
corta los boletos o abre el telón. Yo querría escribir la obra,
pero me dijeron que eso no me corresponde.
La angustia es como una cuerda atada a mi cuello.
Aquí, lejos de la ciudad, se antoja un poco más holgada,
me deja respirar y eso me da energía para seguir con la,
probablemente, inútil búsqueda de un lugar para pertenecer,
la soñada paz que me permitirá dar fin a al menos uno de
los manuscritos apelmazados en mi vieja maleta. Miro a
Fernandinho, él encontró ese lugar, a destiempo, pero lo

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JIMENA ZERMEÑO

encontró; me pregunto si estará tranquilo, si la ausencia de


dolor lo hará feliz.
Sostengo una libreta, hace unos días compré una pluma
porque recordé aquella analogía que solían hacer las
profesoras en la primaria: un escritor sin pluma debe ser como
un soldado sin fusil, aunque sólo la use para hacer garabatos.
Con torpeza, retrato a Fernandinho sentado, la pierna cruzada,
el sombrero cubriéndolo del sol del mediodía. Tiene el brazo
derecho levantado, como si quisiera hacer un movimiento,
ponerse de pie, acaso. No alcanzo a entender el porqué de la
posición poco cómoda en la que lo inmortalizaron, así que
decido dibujarlo con el brazo descansando sobre la pierna.
A su lado, la tía Magda toma té. Dibujo como puedo algunos
conejos, que parecen más gatos, a sus pies.
“Una vez vi a un policía escarbándose la nariz con su
pistola ―pienso― podría ser un buen título para una novela.ˮ
Lo anoto bajo el dibujo. “Perfecto, ahora tengo una lista de
milagros, un montón de manuscritos inconclusos, un dibujo y
el título para una novela.ˮ Clavo los ojos en Fernandinho, por
una fracción de segundo tengo la impresión de que él me ve.
Debe ser mi imaginación, pero igual bajo la mirada.

Debe ser la hora de la comida. Los comensales se concentran


en la entrada de la Brasileira y los meseros corren de una mesa
a otra. Me despido de Fernandinho con un movimiento de
cabeza y bajo por la calle. Hago una pausa frente al aparador
de la boutique, entre los abrigos en descuento y mi cuerpo,
aparece mi reflejo desaliñado.
En la esquina me detengo otra vez, recargo mi cuerpo
contra el muro para no ser arrastrada por las hordas de
turistas que aumentan cada segundo. Saco el cuaderno; de él,
la vieja postal de Magda. La observo como si fuera la primera
vez: el arco de la Rua Augusta, desde la plaza de comercio,
sobre la explanada, cientos de autos estacionados; la plaza de
comercio era un estacionamiento. Los colores tienden todos
al amarillo, los autos alguna vez fueron blancos y el cielo, que
ahora es verde, debió ser azul. Detrás de la puerta se levanta
el cerro de São Jorge. Releo la cara posterior: la dirección, o
lo que queda de ella. Santo Amaro. Del remitente no queda
rastro. Algún conejo debió roer la esquina faltante.
Doblo hacia el oeste. Desciendo por las calles que me
acercan al río y sigo el camino en paralelo. Los detalles del

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NOVEL A

puente se delinean con más claridad al tiempo que mis pasos


cortan la distancia, hasta que la enorme estructura de metal
me cubre como un techo rojizo. El 25 de abril queda detrás de
mí. Callejeo por Alcántara y, por fin, lo hago.
Calçada Santo Amaro sin número. Recorro la calle que
culmina en una capilla. Me detengo en seco, como por
instinto. Deben haber pasado casi dos horas desde que dejé
el Chiado. Entonces lo veo. En la pequeña rotonda frente a
la iglesia, hay un diminuto puesto de periódicos. Lo atiende
un hombre joven. En unos cuantos pasos, me encuentro
frente a él, saco la postal de la bolsa, voy a dársela cuando
me invade el terror. Mis manos tiemblan. La postal termina
en el piso. Él me ve. “¿Necesita ayuda?ˮ No atino a decir
nada. ¿Qué le diría?
“Crucé el océano para saber de dónde salió este pedazo de
cartón.ˮ ¿Y luego qué? Emprendo la marcha y dejo sobre el
piso el único vestigio de lo que me trajo aquí.

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POESÍA

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Prólogo de poesía

Un rasgo en común caracteriza a los poetas que integran el


segundo periodo de la generación 2018-2019 del Programa
Jóvenes Creadores del Fonca: una virtuosa inconformidad.
Cada autor ha sabido poner en tela de juicio sus dones y,
enseguida, privilegiar los claroscuros expresivos y rehuir
de las comodidades formales y retóricas. A su modo, estos
jóvenes poetas proponen, organizadamente, un malestar de la
cultura poética contemporánea.
  Moriana Delgado asume la nomadía conceptual del
peregrino y exhibe una nostálgica extrañeza ante la realidad
cotidiana de los otros. Su cuaderno transita del verso a la
prosa con la curiosidad (la duda metódica, la feliz ignorancia)
del viajero ontológico. Los poemas de Delgado ponderan
la evanescencia como virtud central del periplo literario y,
específicamente, lírico.
Si, como aseguraba Borges, “mejor que viajar es haber
viajado”, la poeta disecciona ese aforismo con un bisturí
tan fino como inquietante. Quizás haber escrito sobre un
determinado viaje no sea mejor que haberlo hecho, pero la
escritura —y lo sabe Delgado— es la reseña, la conciencia
crítica y la mitología de ese desplazamiento. Sin ello no
tendríamos más que simples traslados.
La  esencia política y social de Azul Ramos parte de la
violencia y la desaparición forzada en el México de hoy.
Una de las fortalezas que la anima es, claro está, su visión
del horror y la barbarie, que testimonia y problematiza tal
experiencia límite.  
Telúricos sin chantaje; sabedores de que la literatura
siempre es noticia, de acuerdo con la idea de Pound —así

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POESÍA

sea la nota roja—, los poemas de Ramos están libres de


consignas públicas e indignaciones intercambiables, donde el
verso, el versículo y la prosa hacen la crónica de lo que no
tiene nombre pero, paradójicamente, permite nombrar.
  Frente a una realidad multifacética e inestable, Diana
Garza Islas concibe el poema como un espacio sembrado
de espejismos, puertas condenadas, falsos focos. De estirpe
deniziana, la autora propone un atentado a cierta razón
poética que provee epifanías.
Si el mundo, según Schopenhauer, es voluntad y
representación, para Garza Islas el mundo es ilegible. De
ahí que la ceguera constituya el tema central de su proyecto.
¿Cómo hablar sobre aquello que tiene un peso específico,
pero también una forma cada vez menos visible? La respuesta
es la poética, cegada y cegadora, de sus versos.
 Subgénero creado por Robert Browning, el monólogo
dramático guía el proyecto de Elisa Díaz Castelo. De
Oppenheimer (el mal llamado “padre de la bomba atómica”)
a Kitty (su esposa) y Jean Tatlock (amante de Oppenheimer
y miembro del Partido Comunista), Díaz Castelo trae a
estos y otros personajes del Proyecto Manhattan a escena.
 Llama la atención cómo ciertos elementos, aunados a
la delicadeza lírica de Elisa, toman un lugar preponderante
en su escritura actual: la Historia moderna, el cruce de
hablas, la hibridez genérica y el enrarecimiento discursivo.
Partiendo de una fisión verbal, el poema se atomiza y, como
virtud contradictoria, arrasa con sus seguridades físicas y
materiales.
Con afilado humor, José Luis Rico es dueño de un lenguaje
corrosivo. Tal como Daniel Sada construye un barroco norteño
y Juan Rulfo transfigura el habla alteña, Rico diseña un
universo lingüístico para hacer contemporáneos lo mismo a la
poeta Laura Méndez de Cuenca, al escritor José Vasconcelos, al
comediante Cantinflas y al político Arturo, El Negro, Durazo
que a la actriz Dolores del Río.
Sin ser específicamente dramaturgia, la obra de Rico
demuestra la vigencia del verso en la voz alta del teatro; al
mismo tiempo, cómo la ingeniería teatral ofrece al poema lo
que Bertolt Brecht llama “distanciamiento”: una toma radical
de conciencia para entender el espectáculo ―es decir, la
refracción— de nuestra historia nacional.

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La materia de trabajo de Emiliano Álvarez, la abeja, se
desdobla en un mundo amenazado por su propia extinción. La
poesía no puede quedarse atrás: acusa recibo de tal amenaza y
la voz se vuelve coral —una colmena polifónica, si se quiere.
De ahí que este “Cántico de la criatura” pase por la entrevista
ficcional, el soneto aliterado, la  terza rima testimonial, la
literatura comparada en verso y prosa, o el poema-objeto. El
bestiario, en tanto “varia invención”, cataliza los esfuerzos de
Álvarez. Su lucidez e infrecuente ternura lírica son el antídoto
ideal para el apocalipsis.
Como Jaime García Terrés, Alejandro Albarrán Polanco
entiende la poesía —y su traducción a otras lenguas y expre-
siones— como un “baile de máscaras”. A medio camino en-
tre la música popular, el arte contemporáneo y la poesía, sus
cumbias metafísicas revelan la potente imaginación sonora
y la destreza interdisciplinaria del autor.
A través de pistas y archivos sonoros, de letras de
canciones y poemas que juegan a confundirse en el carnaval
de la escritura, Albarrán Polanco disuelve las fronteras entre
lo que se canta y cuenta, lo que se permuta y se percute.
El malestar que aludimos al comienzo no es sino una
desconfianza crónica en el yo, su minucioso desmontaje.
Los siete autores de esta muestra aspiran a una comunidad
ubicua y dislocada. Acaso sin saberlo, han dado carpetazo a
la imaginería del romanticismo. Lo que se lee a continuación
es una profecía cumplida del poema futuro.
 
Myriam Moscona y
Hernán Bravo Varela

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Alejandro Albarrán Polanco

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Cumbias metafísicas

Frente el altar del tamborero celeste Francisco

Prende la vela
Francisco
y entra
a la rueda,
prende
la vela
y vela
toda la noche,
el sonido del tambor
tu tambor, tu tumba,
Francisco,
la noche.
La gaita: el canto del toche,
el tambor, tu tambor, tu tumba, Francisco,
la noche.

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POESÍA

Oración de me tumbé

Sobre tu tumba tumbé


mi cuerpo,
sobre tu tumba tumbé

un puño de tierra
tumbé
un puño de carne
tumbé
mi carne
tumbé
sobre tu tumba.

Me tumbé. Me tumbé
y la piedra de tu tumba
cantó tu nombre.
Me tumbé. Me tumbé
y la piedra cantó tu nombre.
Me tumbé y tu tumba cantó.
Me tumbé y cantó.
Tu tumba cantó

y me tumbé.

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ALEJANDRO ALBARRÁN POL ANCO

Cover a “Cuerpo sin alma”

Un cuerpo
ajeno a.
Un cuerpo sin
cuerpo. Un cuerpo
elegante. Un cuerpo
precioso.
Un cuerpo
preciso
un cuerpo.
Pero que lleve en sí un espíritu.
Pero que lleve en sí.
Pero que lleve.

Por eso es que tú no. Un cuerpo.


Por eso es que. Un cuerpo.
Por eso es. Un cuerpo. Por eso.

Un cuerpo
ajeno a un cuerpo
ajeno a un cuerpo
ajeno.

Cerca
tu cuerpo sin cuerpo.

Cerca, tu cuerpo cerca

mi cuerpo.

Por eso es que tú no vas.


Un cuerpo. Por eso.

Por eso es que tú no vas a ser. Un cuerpo. Para mí.


Un cuerpo.

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POESÍA

Cumbia a un Cristo del Corcovado

Frente a mí
yace
fracturado
[lacónico (y de un azul
muy tenue)]
un Cristo
del Corcovado.
Un Cristo con cristal y de cristal
cortado.
Un cristo como queriendo ser un rey en otro lado,
en la vitrina de enfrente, por ejemplo. En lo indulgente.
Un rey helado
al lado
de repente.

Un Cristo
encima de una jiba
y encima
otra jiba
y otro Cristo
corcovado,
y encima de su jiba
más azul
y menos tenue,
azul rey
(por llamarlo de algún modo)
ya no un Cristo
un crisol.

Coro:
¡Azúlanos Cristo rey!
¡Azúlanos!
¡Báñanos con tu jiba azul rey!
¡Jíbanos con tu Azul-Cristo!
¡Jíbanos Cristo!
¡Azúlanos Cristo!
¡Jíbanos!

Cristo solitario
solo

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ALEJANDRO ALBARRÁN POL ANCO

cristalizado
izado como bandera
izado
sobre una sima sin sima:
sobre un vado.

Un Cristo del Corcovado


como queriendo siempre estar en otro lado,
un Cristo militar, Cristo soldado.
Un santo Cristo crisol
del llano. Un Cristo muñón, un Cristo mano.

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Emiliano Álvarez

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Incendio

6:00 am, luz blanca, dos tazas de café ácido y tibio; la me-
sera bosteza en su uniforme de colores chillones.
Nuestra mesa es la única ocupada y lo anodino del lugar se yergue,
entre esa luz nefasta, como un reflejo o un dedo que señala o
un anuncio.
Hay tres teles prendidas. En las tres el incendio me hace voltear
a veces.
Cómo crece el volumen de la cosa cuando es humo; mira esa
catedral hollinosa e informe que sobrevuela la catedral maci-
za: el humo aún es la cosa desprendiéndose, dejándonos.
Habías volado de emergencia y yo pasé por ti media hora antes,
y ahí nos tienes tratando de hacer tiempo ―no qurías
despertarla tan temprano― en un Sanborn’s café a las
6:00 am, rodeados de un incendio y de luz blanca.1
Te hacía bien distraerte, me decías. Nada hablamos entonces
de ese anuncio entre la luz anodina e irritante: esa otra oxidación,
sin calor y sin humo, y que nos contenía.
Resultó que no estaba durmiendo. No había cómo ganar y protestabas.

1 Debajo de este Sanborn’s hubo un Denny’s, y veníamos de niños, tu madre allá y la mía.
(¿Ésta es la arqueología que podemos?)
Debajo de la iglesia hay catacumbas y restos de otro templo.
(¿Ésa es la arqueología que en serio importa?)

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POESÍA

You can say, correctly, that the mediaeval cathedrals were


a crucial part of the ideological apparatuses of European
feudalism. But they were also the works of collective
art, the result of the anonymous labours of many skilled
artisans, very different from the Romantic ideal of art as the
expression of the individual subjectivity of a solitary genius.
I’ve long thought that in this respect they anticipate what art
would be like in a communist society. But, less pretentiously,
one could just say that Notre Dame is old and beautiful and
part of what makes Paris Paris.
Alex Callinicos

¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?

Bertolt Brecht, “Preguntas de un obrero que lee”

Todo artefacto es cosa, pero algo más que sólo cosa en sí: mira
este bloque de piedra: es imposible ser más cosa que este bloque
de piedra. Pero si lo tomamos y a punta de cinceles y martillos
―artefactos también para que el músculo haga lo que no puede―
le damos otra forma, no es nada más su forma lo que cambia.
Si el artefacto es más que sólo cosa, se debe a que ha absorbido,
a golpe o a cuchillo, a rasgadura o tacto, la energía de nuestra
voluntad. Eso es lo que está ardiendo, no la piedra: lo que huele
a quemado son edades de músculo y sinapsis; de química y pigmento
en los vitrales; de lija y de cepillo en costillar y en órgano; de visión y
niveles en cada botarel, cada arbotante.
(Ahí dice nuestra voluntad, pero eso no termina de ser cierto.
¿Quién construyó esas torres?
¿Y quién taló lajó clavó esa puerta? Aparece en los libros
el nombre del obispo, papa y rey.
¿Arrastraron acaso ellos las piedras y los árboles? Y las campanas
tantas veces percutidas, ¿quién calentó su bronce y le dio curvas?
¿En qué casas de aquel París vivían los vidrieros y pintores?
¿Adónde fueron escultores y albañiles las noches del xiv, el xix?)

[Suena una voz en off

(es la mamá de Brecht, suena molesta): –¿Y quién los parió a todos?, a
ver, dime.]

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EMILIANO ÁLVAREZ

La gente se impacienta –no tú– conmigo, porque no creo en ninguna


vida más allá de la muerte. Con vida me refiero a cualquier forma
de conciencia similar a ésta en que avanzamos, mientras decimos
avanzar sin que eso sea lo que pasa en lo absoluto. Se impacientan
―no tú― porque no creo en existencia alguna que no sea corporal
ni anclada en este cuerpo, en éste, así, que es materia y que produce
lo que es más que materia de nosotros. Se impacientan ―no tú―
(¿o ahora sí te impaciento, cuando es tu madre muerta de
quien hablo?) porque ven otra muerte en esa muerte.
¿Pero y qué de esa materia que tocamos y nos toca; y qué de la
inmateria moldeando la inmateria?
Me acuerdo de esa vez en que comimos en tu casa (¿teníamos cuántos
años?; ¿ocho?, ¿nueve?).
Yo me llenaba rápido y buscaba, hastiado y melindroso, cómo evitar
comerlo todo.
Ese día, tu madre me sirvió dos chuletas. Me comí una; tiré
a escondidas la otra a la basura.
Tu madre se dio cuenta, por supuesto. ¿Qué hay de cómo esas cosas
(la vergüenza, el encogimiento) son las manos que nos presionan en el
torno? ¿Qué de estos papeles que guardan en su pulpa el sello de otros
dedos empujándonos? No creo que haya más vida. ¿Esto no basta?

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POESÍA

Las abejas de Notre Dame sobreviven al incendio


La sacristía, a un costado del templo, alberga tres colmenas
con casi 200.000 insectos

Algo de catedral en los panales. ¿Será la reciprocidad de soportales


que evitan el colapso?; ¿será porque hay allí tal jerarquía?; ¿será por
la labor anónima de obreras?; ¿será porque detrás de sus sextaves
hay una voluntad (¿quién me lo niega?) que lo arroja a existir donde
antes aire?; ¿será por tantas libaciones ofrecidas?
En 2017, la artista Paz Lira (Santiago, Chile, 1955) armó una
instalación monumental en el Museo de Bellas Artes de Santiago:
450 marcos de madera con panales (labor no de la artista;
sí de varios apicultores y colmenas), entre todos formando
una pared de 46 m2, reflectores detrás y bocinas (parlantes
dicen ellos) que atestan todo de zumbidos.
Más allá de lo previsible ―las abejas se extinguen y la artista sufre
por su extinción, pero también se nutre de ella (cosa rara extinguirnos
y seguir construyendo aquí estas cosas)―, lo que había era un vitral
lleno de rezos, que imponía devoción y daba calma, como cristales
góticos, maternos, medio a oscuras. (¿Es recuerdo del vientre su
arquitectura en fuga? ¿Se cuela algo de luz por entre piel y músculo?)

Junto a la catedral sobrevivió otra más precaria.

Aveja nuestra: vives. Salvada eres del humo. Benditas entre todas tu
miel y gracia y crías.

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EMILIANO ÁLVAREZ

El tumor: un panal a su manera. Detrás hay una ciega voluntad


que lo arroja sin pausa a la existencia. Bien prendido a la rama de
su cuello, el panal, saludable, le crecía –mira que hay que tener
obreras bien tenaces―, y al poco ya tragar era imposible e imposible
quitarlo ya a esa altura. (¿Por qué no lo vio antes?
¿Por qué a veces nos dejaremos consumir?)
La terapia: el incendio. Radiar de oxidación bien dirigida; rodear
de humo pesado la colmena.
Primero hubo esperanza: el panal se achicaba y las abejas, tímidas,
no salían a fundar otros panales. Pero el fuego no quiere contenerse
y su expansión es siempre un ramalazo: todo era fuego ya, todo
dolor, y todo iba perdiendo su materia –al final, ya pesaba 30 kilos.
El día quince de abril, a las 10:39, Donald Trump
publicaba en su cuenta de Twitter:

So horrible to watch the massive fire at Notre Dame


Cathedral in Paris.
Perhaps flying water tankers could be used to put it out.
Must act quickly!

La cosa es que tu madre se consumía en su incendio, y no había


tratamiento que sirviera, y no teníamos forma de ayudar, aunque
queríamos. Nos quedaba mirar cómo mirabas su combustión a
toda prisa. Y yo que no sabía qué decirte, que no sonara estúpido.

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POESÍA

Hiperdulía, duelo; la catedral quemándose y al centro de la nave


la banquisa cuarteada del vitral echa un fantasma azul que te ro-
dea. Es tu madre. En el humo toma cuerpo y alcanza a sonreírte,
y tú extiendes la mano ―sudando del esfuerzo, tosiendo entre el
hollín y la catástrofe― y ella extiende la suya de fosfeno, pero sigue
lejana, así que tú, en un último derroche de cartílago, alcanzas a
tocarla, pero al hacerlo se dispersa.
Para luego reunirse nuevamente; la tocas la dispersas se reúne; la
tocas la dispersas se reúne y queda claro que no podrás tocarla como
antes; que no va a tener piel para que apoye, igual que cuando te hizo
con qué manos, sus manos en tu cara para seguirte dando forma.
Ante un incendio las abejas se repliegan y, adormecidas por el humo,
vomitan mucha miel y cubren a la reina y a sus crías. Así tratábamos
nosotros de rodearlos, a ti, a tu madre y a tu hermano, en la sala
del velorio: de ofrecer algo dulce siquiera para amainar el humo.
Había ramos de flores previsibles y zumbidos devotos rodeando
el ataúd. (¿Cómo cabía allí la madre ―el concepto de madre―?
¿Cómo cabía allí el incendio ―el concepto de incendio―?)
La miel no te hacía falta: era ese manto azul que no
te toca y que a la vez no deja de cubrirte.

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Moriana Delgado

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Flores bajo la cama

¿Lo bello puede ser triste? ¿La belleza está ligada a lo


perecedero y, por ende, al duelo? ¿O acaso el objeto
bello es el que regresa incansablemente después de las
destrucciones y las guerras para dar fe de que existe una
supervivencia a la muerte, que la inmortalidad es posible?

Julia Kristeva

Bruno,
la inmortalidad es un tema complicado.
He guardado siete años
bajo mi cama
un ramo de flores amarillas.
He guardado
siete años.

Aquí, el verano inicia.


Estos son los sonidos de un día
que comienza a romperse:

I: Naturaleza muerta
He intentado tirar las flores,
pero siempre
ese lento descenso nicomáqueo
a la tristeza;
un archipiélago de pétalos,
y en algún lugar de la inmortalidad,
las complicaciones de pasar tanto tiempo
en la penumbra
amedrentada.

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MORIANA DELGADO

Terminaron las maneras del llanto:


esas formas de insistir en lo breve,
de prolongar los pigmentos
en las muertes estacionales.
Son flores que dicen sin decirlas
y es, ya lo sé, el calor,
el hedor de los cuartos,
las estaciones violetas.
Es la precipitación del ocaso
con tus manos de ira y farsa y hiedra
que han cubierto mi cuello
y me ahorcan gustosa, dorada,
saqueando los alientos ámbar
que me quedan, que derramo
en esta muerte junto a las flores
bajo mi cama.

Bruno, nuestra inmortalidad comenzó


con mis manos dromedarias
de paja y espiga
que lavaron mi cabello
una y otra vez , eternamente,
porque el mundo de afuera
dejó de ser interesante.

Me quedo aquí,
bajo la cama
con las diligencias de una palabra sobre otra,
como naturaleza muerta
en los lindes del cuarto.

Bruno, regresa a verme en la espesura.


Me has dicho que las naturalezas muertas
no albergan pretéritos ni guardan estíos apilados
que el capricho sigue vigente
en las ranuras del parquet.

Las flores bajo mi cama no tienen memoria.


Siete veces se han secado.
Siete veces he perdido.

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POESÍA

II: A donde van las cosas


Bajo mi cama: ropa sucia / rubor/ calcetines solitarios/ labial/
la polvareda/ algunas tardes de junio.

¿Cabes tú ahí?
Mira debajo
y dime qué ves.

Tu rostro
cuando éramos vereda.
Restos de flores.

III: Lo bello también es triste


El verano está por terminar
dices, mas no le sostienes la mirada a la tarde.

IV: Refugios
Yo sé que se ha hecho tarde
para salir a vaciar la plaza
de luz. Miro las flores
domésticas bajo la cama
y soy torpe como centinela.
Dime qué tanto necesito entender
de desapegos y distancias
cuando la muerte previa de los pétalos
me dé el descenso, como la luz esa tarde,
para saber si así, lejana en la penumbra,
existe para mí la eternidad,
porque este mundo, Bruno,
dejó de interesarme.

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MORIANA DELGADO

Si en esa fiesta

Un hálito/ en medio del ruido/ tibio en el lenguaje de los


gestos/ cosa de perderse/ de perderme entre/ luces sobre
un aliento/ al caer en cuenta que estamos/ aquí en esta casa
oscura/ figurando suposiciones de la media/ luna bosquejada
en mi vestido/habla de las cosas del otro/ lado habla/para que
me quede unas horas más/ sin aire que se vuelve aire/ frío
y no sé si llego a casa/ ya es tarde pero seguimos bailando/
porque septiembre para mí es verano/ y que no me vaya/ sin
duda un verano/ como regresar y hallarlo/ aunque no pueda
mirar/ te has perdido entre la gente /mira: ésta es una mano
que encuentra/ otra parvada de luz artificial/ en los sonidos
del pasmo/ la noche interpretada/y si en esta noche alguien/
mira hagamos lo que hacen las personas que/ no terminan
de intimidarme/ las luces/ alguien/ dice la guerra/ sigue/ no
se ha ido todavía/ la fiesta en el lodo de nuestros zapatos/ ha
manchado la casa/ con su boca entendimos/ la luz sobre mi/
aliento en alguien/ que intenta no perder a un alguien/ si en
esa noche aún/ si en esa casa oscura un aliento/si en esa fiesta
tú.

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POESÍA

La fascinación del ahogado

Ya estoy en la marea.
Estoy confusa, poco resuelta,
lamentando el ahogo que llega tarde,
que incita a jugar entre la resistencia y la impericia,
en la extranjería del oleaje
con su intimidad y su distancia.

Ya he derramado mareas bisiestas


sobre mis brazos de urticaria intermitente,
latente que mengua y decae,
en el agua de lunas bermejo,
cuando se invierten las razones del tedio
para no aceptar más lluvia,
como la que nunca perdura
entre lo que acaba
y lo que es ya presente;
parecido al palpitar de una lubina encallada
con sus brazos índigo de agua,
que alberga el anhelo de caer y caer
en la corriente, en su contrapunto de ámbar;
la suerte imbécil de estar a medias,
como la fascinación del ahogado
por la afronta de sus brazos
aferrándose al malentendido de las olas.

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MORIANA DELGADO

Cà Phê Công
.

Después de que degollaron al cerdo


no quedó más que jugo escarlata
en el concreto.
Estábamos arriba, en la terraza.
Nuestro café helado contra el verano de Hànội.
Era cuestión de tiempo
dar el último sorbo, cinco đồngs sobre la mesa
y mirar la temática de las paredes
─fotografías del Việt Cộng─ reconocer
en el blanco y negro, la misma taza de peltre
en la que tomamos café con leche
condensada, sentir
que teníamos algo en común con la guerra
preguntar how much this mug
y salir a la calle y pensar
que también fuimos parte de esa ofensiva
cuidando no mancharnos los zapatos de sangre.

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Elisa Díaz Castelo

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Proyecto Manhattan

(Entra KITTY OPPENHEIMER, esposa de JULIUS. Ca-


mina zigzagueante y con la boca seca. Se desliza de su
mano un vaso de vidrio y queda suspendido a la mitad
de su caída unos instantes. Cuando intenta tomarlo de
nuevo, el vaso termina de caer y se hace añicos. KITTY
se inclina sobre el piso y levanta los fragmentos uno por
uno. Se endereza. Los sostiene en sus palmas abiertas
con los brazos extendidos hacia el público. Cierra los
puños con fuerza hasta que la sangre escurre. Apenas
le duele. Mira directamente hacia el futuro. Habla sola.
Como todos.) 

Soy uno en la jauría de ángeles 


que imaginaron un cambio y terminaron aquí,
cultivando nubes en el desierto.
Sabemos pasar invertebrados: 
cruzamos a caballo las montañas 
con el pasado sin sombra y llegamos
a nuestra nueva casa: pino, lodo y chicoria. 
Conjugamos todos los verbos en futuro. 

Yo cabalgaba hasta adelante


enumerando los nombres de las plantas: 
reino, clase, orden y familia. 
Especie. No sólo el curri y la pimienta.
El eneldo también. El azafrán, la albahaca.  
Y sigo aquí, rocío los guisos 
con vino blanco, cada vez 
que enciendo el horno intento

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POESÍA

no incendiar la casa. 
Sigo, aunque sea
de un distinto a otro, 
enhebrando una a una 
las cuentas de los días 
y miro la quietud estúpida de las montañas
que tanto le gustan a mi esposo. 

A veces es difícil creerlo


pero este lugar existe. 
Y nosotros también 
aunque no tanto
y no por tanto tiempo.

Es absurdo: 
crío a mis hijos aquí
mientras mi esposo crea 
una forma brillante de la orfandad. 

Pensar que fui una sola niña


con tantos pares de zapatos. Aprendí
a montar a caballo sin montura. 
Mis padres hablaban alemán y mi abuela
comía duraznos prensados cada domingo 
antes de morirse. Siempre hacía frío 
en la voz de mi madre. Y ahora hace tanto, 
tanto calor. Por eso tomo. Pero la sed
es más larga que la vida y es híbrido
el dolor, es lúbrico, 
y se adapta a todo ecosistema. 

Afuera de la casa prehecha en la que vivo, 


mi esposo le recita ecuaciones a las montañas. 
Sabe de memoria todo lo que he olvidado 
y al llegar a casa toma el cigarrillo 
que dejé encendido entre mis dedos 
y me lleva a la cama y me besa la frente. 

Cuando hayamos muerto todos, 


no sé 
si habremos sido 
alguna vez. 

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ELISA DÍAZ CASTELO

Es debatible. 
Crío a mis hijos 
en el centro del mundo, 
porque todo empieza 
en el lugar del crimen 
y es absurdo que aquí también 
crezcan las grosellas 
y nazcan tantos niños 
y se remienden medias.

Cuando un futuro es ineludible,


¿lo es realmente? Futuro, quiero decir. 
Tal vez sea absurdo conjugarlo, 
tal vez sea sólo un presente que se oculta
y estos campos ya están envenenados, 
arreciados por la lluvia negra de los isótopos 
y, para esto, todos los niños allá afuera,
sus voces escondidas detrás de los arbustos,
sus pasos apenas escuchados, 
ya son recuerdos, 
menos que eso,
y estamos todos muertos de algún modo. 

El futuro es fácil de leer.


Ya lo sabía. 

En el cuarto o quinto martini de la tarde,


cuando está cerrado el color de las rosas, 
el arcángel baja en muletas del cielo 
y contamos las señales del apocalipsis: 

El mejor vodka se congeló el primer invierno, 


se rompieron mis copas de cristal cortado 
sin ninguna razón a la mitad de la noche, 
al viejo árbol que parecía muerto 
le nacieron grandes flores blancas
como puños de niños. 

No sé cuál es la taxonomía del final de los tiempos. 


Ni siquiera puedo decir que las cosas 
se pertenezcan a sí mismas. 
Pero la voz transparente de la ginebra 

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POESÍA

lo asegura: todo esto manifiesta 


aquello que vendrá pronto: 
se pudren sin comerse las naranjas del árbol, 
sus circunferencias se marchitan abolladas.
Mi hijo Peter pierde su pelota favorita.
La bebé de Marcia deja de crecer 
de un día para otro. Yo dejo de creer. Y me duele
la corva de las rodillas y mis manos 
se secan en verano y se me entierran 
las uñas de los pies. 
Señales del fin del mundo:
cambiaron de color mis tres orquídeas, 
el vencejo trocó su canto luminoso 
por un quejido atrofiado, 
como si ya conociera
el dolor efervescente de los heridos. 
Mi perra se comió a sus siete hijos. 

Y en el centro de estos malos agüeros, 


mi hijo Peter comienza a escribir su nombre, 
se acaba la leche
y en la noche su respiración 
es lo único que mantiene en pie la casa. 

Cosas que están a punto de suceder:


luz en todas partes, 
toda muerta. 
El llanto nuevo de mi hija incendiará la madrugada. 
Las mutaciones nos cambiarán el rostro.
Vi una estrella que cayó del cielo a la tierra
y me dieron las llaves del abismo
y de la cava más grande de Los Álamos. 

Agobiará el aire un olor a piel


que dialoga cuerpo a cuerpo 
con el fuego. 
Se acabarán una tercera parte de los reinos: 
monera, protista, fungi, platae, animalia. 
Al niño de la vecina nunca le saldrán los dientes.
El número de muertos será de 140 mil. 
Yo oí su número. Pero no importa.
Mi abuela me enseñó cómo 

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ELISA DÍAZ CASTELO

olvidar a Dios: se acostó 


bajo tierra 
y no se levantó nunca. 
De marzo a negro, 
del dicho al hecho. 
El olvido empieza y no termina nunca. 

Lo siento. He tomado tanta ginebra 


que ya hasta empezó a manifestárseme
el final de los tiempos. Mi hijo
moja la cama todas las noches. 
Mi hija se ahoga en su llanto. 
Mi esposo llega tarde
y me pasa una toalla por la frente.
Me entrega algo. 
Tal vez el paraíso sea esto: 
un vaso de leche fría 
en la entrada de la noche. 

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Diana Garza Islas

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No se trata de semáforos

Cantera, era el nombre de mi calle


donde esquinas superiores

conversaron

con lo que haríase llamar


el arco de mi pie.

Pie ido a dar con el balón


su ecovía de cristal convaleciente; toda
toda esta muerte pospuesta.

Ahí, delimitar, el día por la parte.


El poema por la pérdida.

Lo que no escribí un día por andar ahí


viviendo la vida.

(Come, niña,
mantecado de chocomenta,

mira que no hay más realidad que


su frío rubor de amados hipervínculos.)

—Fin del entremés—


El resto de los días se trataba de esperar
cierta verberación,
amotinaje, cierto corte

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POESÍA

o rastro

que avalara el blanco hidra esponjoso


sobre el árbol de limón.

Que avalara, de tajo,


mi vestido toldo ondeando

bajo

cierta luz
en alguna sucursal.

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DIANA GARZA ISL AS

¿Se trata de un buque dormido?

[Si Chéjov dice que un revólver abre la heladera y entonces debes


usarlo cada cinco minutos, el kraken no tardará en aparecer.]

La punta del kraken.


(Me refiero a la —
CARNICERÍA.)

La punta de ¿y él?
(Lo que está junto, o simulado.)

Lo que es. Te mueres.


(Va sin cursivas.)

¡Hay una realidad ahí!


¡Dicha y todo!

Lo que a mí me toca: esa inflamación; pero

mi superpoder definitivo: sí tocarla


para siempre

donde nunca va a quedarse.

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POESÍA

La chipre roja. Bolsera negra,


cola azul.

La cernícalo ojorrojo. El chachalaca.


La Bienteveo.

Al toldo no hallamos.
Al toldo blanco, no.

No lo hayamos matado— dijo, que tenía


capucha, dinastía, manivela,

horda colgante.

Creo que escuchó su nombre, incluso:

A Esto Se Le Llama Cerner.

Cuando aparece y precipita


sobre un cupón de agua,

a eso se le llama cerner: lo que ciñe,


la anuencia, de azuzar.

(Pues las aves de esta especie son mudas,


se sabe.)

Alguien debería saber también


quedarse junto al queso y los gajitos
en la casa roja móvil.

Alguien debería saber


distribuir el olor con que

yo, lo carecía.

Al oír una huella, y saber que eso

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DIANA GARZA ISL AS

que ha quedado ahí


es lo mismo que pensarlo.

El remanente de once casas:

lo marrón-itinerante en la forma de imprimir


el pasto negro y los olores en cada uno de los ámbitos.

No.

El proyecto era escribir lo que está


más atrasito

del pico que me esperaba para irse


de sus ojos no azules, que no me iban a ver.

Del dodó, del nené, del cucú.

De su: Vamos a morirnos en el intento de escalar


moritas de a 3 kilómetros.

(Y sí llegabas.)

(Y allá vivía el señor dueño también


del único helicóptero

llamado en otro tiempo con el mote—


no me acuerdo.)

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POESÍA

(Y en lugar del tapetito Welcome to


se veía en la placa verde:

Todo esto que ves aquí es Minos. Y es mío.


Y de estas Rapaces No Amenazadas,

ésta es diurna, y fácil de ver.)

(Y abrías la puerta entonces y veías


las franjas-remolino enumeradas

y una vaca pinta, como toda una reina


con su paquetito de hoces.)

En fin,

hasta un pajarito relojero lo sabe:


hay que matarlo en breve para poderlo venerar.

Pero al toldo no hallamos.


Al toldo blanco, no.

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DIANA GARZA ISL AS

De lo que no; entre una madre y su sombra


Rojo dijo antes noctumbra.
Pero lo dicho es, y es casi un pulpo.

No le entiendes.

Más allá en el cuerpo


la entrada de una dama en su vestuario
mira, me mira. Luego morará.

No sabe dónde. Beberooibos.

¡Tantas opciones!

No es de madrugada.
No llueve.
Nadie murió aquí.

Pero hay quien se atreve, aún, a relinchar.


Hay quien se atreve, aún, a dibujar en verde
la susodicha sangre del susodicho sol.

Brachichita, árbol botella


—tordo, ya sé que así le dices
a la cabeza roja a la que ahora llamas

tuya.

Pero escucha: yo sembré


yo sembré
yo tendí primero heces ahí.

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POESÍA

¡Desearán tandas!

(Heces, sí, que significa:


para siempre.)

Para siempre-siempre
aunque nunca meescribió:

Querida, las cosas están


tan y tan así; estoypodada.

Y tuve que saberlo por mí misma:

que aquello
inclinándose a lasombra

no era un flamboyán.

Que no fue el mayordomo.


Que no eras un jardín.
Que no fuimos el monstruo
del Lago Ness.

¿Tordo Quién?

Me fui a dormir
por tiempo indefinido.

Me dejé una breve nota


por si acaso:
Diana, Hoy vi a tu país
entero entrar por miventana.

Diana, Hoy con camafeos, a palos,


dejé mi carne ahí afriatirizar.

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DIANA GARZA ISL AS

Diana, Hoy no vienen más caballos,


de cuatro brazos, a verme.

Diana, Hoy al fondo en la alberquitanos


espera ya el vestido
del que aquí no sé hablar yo.

—Llegas tarde—

Nada se destruye, pero todo


por servir se acaba.

Y el poema se titula: Vuelva pronto.


Y el poema se titula: Sigoaquí.

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José Luis Rico

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JOSÉ LUIS RICO

Ave del paraíso, 1932

No mezclen arroz con alquitrán,


no mezclen semen con carbón,
no mezclen magnesia con bromuro,
Dolores del Río, durangueña, mexicana,
y Joel McCrea, gringo del sur de Pasadena,
princesa caníbal en sentido polinesio,
y marinero cancunero en un sentido,
no mezclen nada, no se toquen,
el productor de Hollywood va a hablar.

Peces voladores en el día.


Ondas radiofónicas y hélices.
David Selznick quiere hablar:
Quiero a Dolores Del Río
y a Joel McCrea en un romance
en las islas del sur… Quiero
a Dolores Del Río y a Joel McCrea en un romance
en las islas del sur… No me importa
qué historia con tal de que se llame
Ave del paraíso y que al final
Dolores salte al cráter de un volcán
en erupción.

GRUÑIDO

Micrófonos y cámaras
viajan a Hawai. Maquillistas aterrizan en hoteles.

GRUÑIDO

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POESÍA

Caen pipas y espejos a las olas.


Hay cantos en torno a los mástiles.
El viento tuerce palmeras.
Faldas de palmeras. Collares de palmeras.
Tocados de paja. Pelucas de mimbre.
Desde el barco, los indígenas son niños,
animales, falos y vaginas que caminan.
Historia de amor y de ansiedad.

Johnny cae entre barcazas,


su pie atado por la soga al tiburón.
Luana corta la soga que une al tiburón
con el cuerpo del güero bien potable.
El güero bien potable que se ahoga.
Luana lo libera del buche de un escualo.
Luana y Johnny nadan en tendones de agua.

Oh, los peces vuelan en el día.


Oh, sí, morena,
los peces vuelan en la noche.

Corales. Proas. Arrecifes.


Branquias. Cuencos de palmera. Antorchas
que describen círculos de sal.

AQUÍ, DEJAR QUE HABLEN.


ESCENA DE JOHNNY RECOSTADO EN EL BARCO
Y LUANA QUE LLEGA CON CUCHILLO

Collares de flores y el dios que fuma


en flor de loto, la cabeza
metida entre las aguas. No mezclen arroz con alquitrán,
semen con carbón, magnesia con bromuro.
Cada quien en su mazmorra de los mares.

Ave del paraíso, Luana, Dolores del Río,


paraíso de caníbales, de aves, de olores.
Las grandes sombras vinculan esta isla
con metáforas. Lo exótico despunta en las colinas
de Hollywood y despunta el sol
en el platino. Visiones de Vishnú,
visiones del Safán, visiones de Tutankamón.
Visiones de perdida Polinesia.
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JOSÉ LUIS RICO

La aldea bracea en la marea.


La aldea devanea y aletea.
La tea del volcán inmersa en brea.
Oh, los peces vuelan en la noche.

Desnuda y tatuada del Pacífico,


una salvaje salva a un güero de un escualo.
En la isla se enamoran.
En la aldea se eslabonan.
Corren entre círculos de fuego.
Corren entre flechas y aves. El volcán
escupe lo que siempre, en todas las películas
de aborígenes escupen los volcanes,
su interdicto, su ansiedad.

HABLAN OTRA VEZ,


FINAL DEL BAILE EN LA ALDEA

Johnny y Luana se zambullen en la noche.


Los chicos nadan entre huesos de agua.
Oh, si supieras la belleza del hidrógeno,
si supieras qué criaturas nadan con nosotros,
qué sostiene los bancos de peces,
por qué la luz se comba.

¿Para qué alimentas los motores, Johnny?


¿Qué es eso que haces con tu cuerpo, Johnny?

Oh, la belleza del hidrógeno.


Criaturas que nadan con nosotros.

PAUSA DESPUÉS DEL BESO


BAJO LAS FRONDAS Y SER DESCUBIERTOS

Los escualos nadan por las frondas.


Las palmeras baten sus aletas.
Luana baila ante los ojos
de un sapo color de llanta.
Luana va a ser desposada
a un sapo color de llanta.
Fuego. Danzas. Canoas y flechas.
Y sí, este güero escurridizo.

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POESÍA

Luana, la isla hermética.


Johnny, la isla hermética del Sur.
Luana, la isla hermética.
Johnny, la isla hermética del Sur.

¿Y qué son los pigmentos, Luana?


¿Y qué es un tocadiscos, Johnny?
¿Y a qué sabe la carne humana?
¿Y por qué no comes carne humana, Johnny?
¿Para qué bailas descalza?
Ésta es nuestra casa. Éste el habitáculo
del que brotan nuevos animales.

Nombrar plantas.
Hallar frutos. Escalar el aire
de hojas dinosaurias.
Te voy a sacar de la prehistoria, Luana.
Pero el volcán embruja, Johnny.
Allá en el futuro no hay
ideas locas de volcanes, Luana.
El volcán tiene agruras de hambre, Johnny.
Allá es donde pasan cosas, Luana.
El volcán es un gurú de fuego, Johnny.
Allá la gente tiene espejos
que se encienden con electricidad.
Música surge del aire. Marquesinas.
Los carteles de Ave del paraíso
vuelan por las calles de Los Ángeles
y Kansas
y Nueva York.
Un desfile llameante de amor prohibido.
Teatros, estadios, tráfico, agua caliente
de aeroplanos.

Pero Luana se duerme y la civilización


se encaja un dedo en el chicloso.

Las piedras se derriten.

Luana duerme y la civilización


tiene un dedo metido en el placer.

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JOSÉ LUIS RICO

Una cosa es violar a una aborigen


y otra muy distinta es poner casa.
Una es que el semen
se incinere en una bestia del Pacífico
y otra es darle un nombre inglés.
Así es como nacen los dragones,
el SIDA y cuerpos moribundos
baten en los márgenes de Europa.

ESPERAR A QUE JOHNNY DESCUBRA


LA CHOZA VACÍA

La choza está vacía.


La palapa está sin Luana. Los salvajes
se la llevaron. Huele a ella.

Las islas se desgarran. El volcán es


un a greña de humo.
un remolino.
Otro remolino. Otro remolino.
Johnny nada entre relámpagos.
Se hunde.
Muere y resucita en ríos de lianas.

El príncipe es un sapo ladrador.


El volcán es un falo solo y triste.
Está bien morir así.

Está bien morir así, Luana. Ya te amé.


Pero está el volcán, Johnny.
Luana, el volcán es un hoyo en el suelo.
Luana, los peces vuelan en la noche.
Oh, los peces sueltan hueva por los aires.
Luana y Johnny. Johnny y Luana.
Cocineros preparan la fogata.
Hoy la tribu cena fino. Esta noche
güerito en epazote.

Trozos de metal surcan el aire.


Benditas Remington, bendita pólvora.
Piel quemada.

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POESÍA

Olor de la derrota.

Luana, estamos a salvo. Estás en coma, Johnny.


Ahora sí la buena vida.
Johnny, el agua de garrafón no me interesa.
Los fantasmas de piel viva de mi tribu
no me dejan ir, Johnny. Te paso agua con mi boca,
Johnny, pero me voy.
El hoyo en el suelo que echa magma
quiere mis huesitos. Tu mentón de gringo
es adorable, Johnny.
Estás en coma.
Tu mentón de gringo es adorable, Johnny.
Estás en coma.
Tu mentón de gringo es adorable, Johnny.
Estás en coma.

Oh, los peces vuelan en la noche.


Los ukuleles tañen en las brasas.
Es hora de volver a California.
Es hora de volver a Liverpool.
Un penacho de fuego en la cabeza
de la diva de rancho polinesio.
Oh, los peces vuelan en la noche.
Bodas de un volcán y una caníbal.
Bodas de una prieta y su volcán.
Bodas de un volcán y una caníbal.
Bodas de una prieta y su volcán.
Bodas de un volcán y una caníbal.
Bodas de una prieta y su volcán.

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Azul Ramos

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Inventario de lo vulnerable

De tres millones quinientos treinta y tres mil doscientos


cincuenta
y un habitantes,
soy sombra,
una persona que (sobre)vive.

Con el conteo, de enero a noviembre del 2018, desaparecidos


dos mil ochenta y ocho personas

dos m i l ochenta y ocho p e r s o n a s.

seis punto tres personas que no sabemos dónde están, ni


cuándo van a aparecer.

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AZUL R AMOS

Mario me contó que buscaba a su hermano,


que por eso iba a todas partes con padres de otros desaparecidos:
para encontrar huesos y salvar vidas,
porque encontrar huesos ayuda a calmar el dolor de quienes
los buscamos,
porque hasta ese momento sabes si tu familiar desaparecido
está muerto,
y eso puede calmar el dolor.

Dijo también:
Éste es un lugar mágico donde desaparecen personas.

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POESÍA

Desaparecer quiere decir:


rostros impresos en hojas con señales particulares: cuánto mide,
cuántos años tiene, cómo son sus ojos: el color, las cejas que los
coronan, la piel, la forma del cabello, la última prenda que vestía,

cuántos días ha estado ausente.

Anoté también otras descripciones:


Desaparecer es estar ausente. Sentir una orquesta de hormigas
caminando por la espalda. Los ojos hacia adentro. Un sismo
en las manos.

Es, también, buscar a otros.

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AZUL R AMOS

Con la búsqueda, el lenguaje:


aprender a enunciar:
encontramos a Carlitos.
Llamar a la familia
y decir que Carlitos no estaba.
O que estaba pero no vivo.
Un cuerpo que debía vestirse de blanco para guardarse.

A mamá Lili los ojos se le nublaron y no pudo reconocer a su


hijo asesinado:
el rostro ennegrecido deformado a golpes,
las muñecas marcadas por una gruesa cinta de aislar gris,
la nariz desplazada de su lugar,
los brazos vueltos hacia atrás,
los párpados pegados por lágrimas secas,
la boca tatuada de asfalto,
unas piernas flacas con sangre hecha costra,
dos costales de papas y
una narcomanta dedicada a El Balta.

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LENGUAS
INDÍGENAS

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Prólogo de letras en lenguas indígenas

Alejandra Lucas Juárez, joven promesa de la literatura


indígena contemporánea, oriunda de Tuxtla, Zapotitlán de
Méndez, Puebla; quizás es la primera mujer que incursiona
en la poesía escrita en lengua totonaca. Tal como lo han hecho
siempre nuestros ancestros, en sus textos nos habla desde
las raíces profundas del pueblo de los Tres Corazones, los
tutunakú. De esta manera, nos ilustra a través de su poesía:
a diferencia de otras culturas, para los tutunakú la luna es
varón. Pa´pa, luno hace menstruar a las mujeres, las seduce,
las erotiza y las embaraza; él es el encargado de cuidar el
desarrollo del nuevo ser que se gesta en el vientre materno.
En cada verso, cada imagen, cada palabra nos remite a las
voces más antiguas del pensamiento tutunakú.
Por eso nos habla de kiwikgoló, el viejo árbol que se encarga
de mantener el equilibrio entre los seres humanos y su entorno.
Nos dice que el cuidado del medio ambiente no es una moda,
sino una forma de vida. Luego nos presenta a Chichiní’, el sol,
y esa visión ancestral de que la muerte no es para siempre, sino
una forma de volver. ¿De qué otra manera podría escribir si no
es desde la raíz profunda? Desde siempre nuestros abuelos se
han comunicado con los más pequeños, con las plantas, con los
animales, con la Madre Tierra, con el agua y con los muertos.
Sus textos garantizan la permanencia de nuestra cosmovisión
y nos demuestran que es posible crear desde la sabiduría
contenida en nuestro idioma materno.
El poeta Hubert Martínez Calleja, mè’phàà del Estado
de Guerrero, es uno de los jóvenes creadores en lenguas
originarias más brillantes de la cultura tlapaneca. En sus
poemas nos comparte que desde hace tiempo existieron los

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LENGUAS INDÍGENAS

mbo xtá ridá (gente piel), gentilicio de los que, se dice, fueron
los ancestros del actual pueblo mè’phàà (tlapanecos). Mbo
xtá ridá significa “gente de piel entrecruzada”, donde mbo
es “gente”, xtá es “piel” y ridá es “colgado” y deriva de la
palabra ridáá que se traduce como “enfrente”. Estos ancestros
hablaban una variante antigua del mè’phàà. Eran gente
que tenía el don de estirar la piel. Se crearon innumerables
historias sobre ellos. Se cuenta que, al anochecer, pedían
hospedaje en las casas, al dormir estiraban una oreja y con
ella hacían su cama, estiraban la otra y con esa hacían su
cobija, pasada la noche, se levantaban para robar a los niños.
Cuando llegaron los eclesiásticos fueron cazando a los mbo
xtá ridá hasta exterminarlos.
Por su parte, Juventino Gutiérrez Gómez, de origen mixe
de la comunidad de Tlahuitoltepec, estado de Oaxaca, en sus
poemas nos ofrece un mundo fantástico en el que podemos
observar cómo tiene relación con sus antepasados, en el tiempo
de su permanencia en esta Tierra, a través de la recreación
de la memoria histórica que conservan las personas mayores
de su comunidad, en forma de cuentos y leyendas. En esta
ocasión nos ha la del personaje denominado Komantuk, quien
puede ser hombre o mujer, puede desdoblarse y realizar
actos benéficos o maléficos de acuerdo con el día o la noche,
dependiendo de las circunstancias, siempre en función de
la dualidad. Su poesía nos muestra la riqueza cultural del
universo mixe, en el que le da vida a seres mitológicos que hoy
en día aún conviven entre nosotros por medio de la palabra
hablada. Utilizando grafías latinas, el poeta, nos comparte
las bellas enseñanzas de los abuelos, quienes on su sabiduría
mantienen la llama viva para la existencia de nuestros pueblos
y comunidades indígenas.
Lo admirable de los tres jóvenes poetas se refleja en sus
escritos en forma bilingüe, quienes con ello nos muestran que
se han desarrollado en dos culturas diferentes. Comprender
la cosmovisión de los pueblos indígenas y comunidades a
temprana edad es un mérito que pocos logran obtener en un
mundo globalizado.

Manuel Espinosa Sainos y


Martín Rodríguez Arellano

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Juventino Gutiérrez

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LENGUAS INDÍGENAS

Esquipulë it

Winën ja amënyiy ejtp jits kiaxtip


ja tsempext jits wyinäntëkitip,
jits nyamyujkitip tutäjky
ixääm wintäjkjëtspy miti yiktejp Esquipulë it.
Ixä tsyontäjky, kuti tsyuumni
─jatën nyëmti ja majääy matsiääjky─,
ja miku kutsepxanti jay jukyäätinti
miti yik exkääptip Kumantuk.
Kayi tsempejxt yit exkääpti
nuko yiy jëën kutääy yi tsyijk atëjtstë
jits t’askunokpäät’ti ja Kumantuk ja wyumpojkti
pën yixon koojts nijpy tëjtsitip.

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JUVENTINO GUTIÉRREZ

Esquipulas

Cuánto silencio para que nazcan


los tintineos de las luciérnagas,
y se arremolinen nerviosos
en este paraje llamado Esquipulas.
Aquí comienza, a media noche
─dicen los del lenguaje antiguo─,
la vida de los acróbatas siniestros
llamados Kumantuk.
Las luciérnagas nada saben de ellos
pero sus fogatas inquietas
iluminan las máscaras de los Kumantuk
sedientos por la sangre nocturna.

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LENGUAS INDÍGENAS

Ka poxtip ja Kumantuk

Ku ja xëëw kiaxëktsëny, yuujtsy ja Kumantuk y’et’të


jatën yëti säm ja kumäy miti yikjätsikëjpy jap wunmänyjëtspy.
Tsiääktip ja jääy jaa tsiunktë
ëy ja ujk y’ja wojnax
ëy ja tsakää y’ja ujts oknajx
ëy ja nëëj y’ja putnajx.
Jam kääjp kukëjxp,
mää kaja ja ujts jits ja kijpy
tniwejtsti ja nääjx, jam ja majääy
tsijk atëjtspëjkti ja kyëj jay animajää
mët ja tapot’tin, ja tatäjin, mët ja puxpoot.
Kapën tunk’ajts, uk kiti’tin ixäätpijääytsi
jap tujk ja Kumantuk
pën y’awixpy jits y’jäätnip ja koojts.

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JUVENTINO GUTIÉRREZ

La ansiedad de los Kumantuk

Durante el día, permanecían olvidados los Kumantuk


son como los sueños arrumbados a la memoria.
La gente entreteje su vida cotidiana
al compás del ladrido de los perros
al compás del masticar del ganado
al compás del correr de los arroyos.
Más a lo alto de la aldea,
donde un cúmulo de árboles y arbustos
decora la tierra, campesinos con cabellos de algodón
restauran el movimiento de sus manos,
de sus músculos,
con la hoz, el zapapico y el machete.
Con su máscara amable entre esta labor
quizá hay un Kumantuk ansioso
esperando que llegue la noche.

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LENGUAS INDÍGENAS

Tujk ja kumäy y’asyik jäämyetsy

Atëjtstëjkip yi tsenkijpy
mët ja tsokin yoojts.
Jam jakam, tujk ja tëxëjk kutujk kiaxejktsëny,
jits tujk ja poj tninajx ja ujtsjoot
jits ëjts x’anipitijtsy,
jits ëjts ja tsëkin nmitany.
Ka pën ixääm
ni tujk ja ujk jits ëjts nmikääjpx
ni tujk ja tsapni’äw jits mëjk y’etëjkip
jits ijts jatikok yin animajäw wyumpejtp
jats n’atsejkip yi miku.

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JUVENTINO GUTIÉRREZ

El recordar de un sueño

El ramaje de los ocotales se ladea


con las siniestras nubes.
A lo lejos, observo a una mujer sin cabeza,
un viento serpentino atraviesa la espesura
y enrosca mi cuerpo,
quedo estático ante el terror.
Nadie hay a la redonda,
ni un perro de quien asirme
ni un gallo que encienda su timbre rocoso
que permita recobrar mi valentía
y así para ahuyentar al personaje tenebroso.

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LENGUAS INDÍGENAS

Ja nijpy jam wumpojkxijxpy

Y’exnaaxpy yi po’ amënyi


tukiyi miti yi tsyamamy wyumpojk y’ixpy,
ëy yit nikääpxp ti ixä Esquipulë it näxp,
xäm kääpjotp miti tsäpts kaxëkp
jits jamyi xtsimpiäjtsy
ja Kumantuk matsiääjky.

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JUVENTINO GUTIÉRREZ

Mancha de sangre en el rostro

La luna observa en silencio


de lo que ve su pulcrísimo rostro,
puede testificar lo que ocurre en Esquipulas,
lugar teñido con algo de rojo
en ese momento afortunado
te baña de historia de los Kumantuk.

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LENGUAS INDÍGENAS

Yiktikääjtstijp ja kyupäjk

Jap katsiäjkjetspy ja tëxëjk Kumantuk


yutspy jap jook jixkijpy
miti ja jääx yik pitsëmtip
ja wyumpojk.
Ku jap yookt’nyikixpy, tujk ja wenk kupääjk:
jemtsy t’jäwë, ka nyapiätsyiyi mët ja nyejkx.
Natsionmääjtsiyip ja wyumpojk mëët ja yunk këëj,
jits jayi tonpäjtsy ja tsaanjk jap kyëjëtspy,
të pyitsëmxiyi ja awääy, tëy atsankënyë,
jatën ja wyumpojk säm jexi ja kääm ujts,
jits yjotmay’ojktëkë.
Amitojiyip ja nyiyääy, sää ximi koojts,
jitst naskonip ja kaajtx mëët ja yääkts jits y’ajopitijp.
Amënyë ja tëxëjk y’atsëy,
nyijääwijp ku ja kiääpx jatën ja wyinäämp
sääm ja keetsy anatuuj
miti pyujpy ja amajtsk tujstë
pats nekë jayi tkëmëy ja nyiyääy tujk ja yuunk amënyi.

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JUVENTINO GUTIÉRREZ

Intercambio de cabezas

En la esquina de la cocina
la mujer Kumantuk
utiliza la máscara de humo
salvaje que despiden los leños
para ocultar su rostro.
Sobre su cuello, una cabeza distinta a la suya:
le pesa, le incomoda, no coordina.
Se hurga su rostro con su mano aterciopelada,
y espesuras se deslizan entre sus dedos,
le han crecido barbas y bigotes,
su rostro es un monte enyerbado,
y la nostalgia la invade.
Su marido le pide, como todas las noches,
extienda el canasto de memelas para la cena.
La mujer le contesta con el silencio
sabe que su voz será un aguacero de pulque
que rompa el cántaro de su matrimonio
y decide entregar un generoso mutis a su hombre.

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Cruz Alejandra

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Xtalakapastakni’ Akgsawat/
Las memorias del cántaro

Kintse’ xtalapaxkin papa’

Klakgmakgalh mintapaxkit
xlakata mintalapaxkin kintse’,
makgatunu skgatana’, makgatunu katlana’,
takatsiy pi chitana kxkgapinin
chu makgsakgsaya xaxanatwa xtalhtsi’.
Cha lakgachán kintlat
xlimakgwa nixtsuwana’
kgantati kiwi’ chu kgantati xanat
antani tlawanita aktsu mimasakg.

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LENGUAS INDÍGENAS

Mi madre es amante de luno

Rechacé tu llegada
porque eres amante de mi madre,
cada que naces y mueres
anuncias tu arribo a sus cañadas
y seduces sus semillas flor.
Mi padre, durante tus ausencias,
sembró cuatro flores y cuatro árboles
en el nido que construiste.

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CRUZ ALEJANDR A

Lapaxkit kxtantin xwati’

Namintalapaxkin xwanit kinana.


Lakgpuwanti lala xtatsuwi laa kskitiy.
Lakgpuwanti milakan kxpalhka’,
lakgpuwanti xpalhka’ laa kumu aktsu katsisní,
nima stiputawaka laa kumu laktsu kstaku.
Kxtantin xwati lapaxkitit,
xlakaminkgonit kganchich,
lanka lhkuyat makgsanitit laa lapaxkipatit
xlimakgwa lhkutajulh waa nchú minchixkú.

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LENGUAS INDÍGENAS

Amor al pie del metate

Fuiste amante de la abuela.


Te enamoraste de sus movimientos frente al metate.
Te enamoraste de tu rostro grabado en el comal,
deseaste en tus adentros, esa noche diminuta
que le brotan estrellas en su espalda.
Se amaron entre las piernas del metate,
las chispas asomaban el rostro,
su pasión le atizó al fuego
que quemó las tortillas para el esposo.

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CRUZ ALEJANDR A

Nialh kiakstu

Nalakachin
aktsu chichiní’ kkimpulakni’,
akxni laa nina chachin
nawan Santujni’,
chu lhmutulun yakgolh
nawani laxux.
Akxni namakgaxkgakganan
kimakni’
lakgatum katuxawat.
Natachixkuwi
xasasti chichini’.

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LENGUAS INDÍGENAS

Embarazada

Un sol pequeño
brotará de mi vientre
antes de que llegue Santujni’1
y los naranjos
se arrastren por tanto fruto.
Entonces mi cuerpo
inundará de luz
la piel del mundo.
Se hará hombre
el nuevo sol.

1
Día de muertos.
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CRUZ ALEJANDR A

¿Ti maa papa’?

Akgtum jaxanat,
xkilhpin akgapun,
skitit xla lhtukit,
xtatsan katsisni’,
skgatanat
xmakasiyan kuyu’.
Kapsnat tani nalhkawiliyaw
xkilhtsukut kilatamatkan.

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LENGUAS INDÍGENAS

¿Quién es luno?

Un suspiro
labio del cielo,
masa para el atole,
diente de la noche,
menguante garra de armadillo,
página blanca
para escribir el comienzo
de nuestra historia.

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CRUZ ALEJANDR A

Silankgna kinap

Silankgna wá kinap
laa lakgsputlh.
Makatsininan pi winti naniy
laa min tantliy
kchastutati kinchik.

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LENGUAS INDÍGENAS

Tía grillo

Al morir la tía
retornó en grillo.
Ahora ella anuncia la muerte
al ejecutar su danza
en las cuatro esquinas de la casa.

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CRUZ ALEJANDR A

Pin

Xkgalhni chichiní.
Xtatakgatsinkan chixkuwin.
Xkilhtsukut takgwitit.
Nima chokg chokg tamacha’
chilianchu wa.
Nima spit spit tamacha’
stilampin wa.
Nima ntsiklh tsiklh tamacha’
laktsupin wa.

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LENGUAS INDÍGENAS

Chile

Sangre del sol.


Perfección de los hombres.
Origen del placer.
Del coágulo más grande
brotó el de la capa ancha.
De las tiras de sangre
germinaron los serranos.
De las diminutas gotas
nació el chiltepín.

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Hubert Matiúwàa

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El último xtá ridá

XTÁ RIDÁ

Nìmbíya’ xtá ridá


ansdo ne’nè rína iya àphàà
ne’nè iya iduu,
niru’wa mijnàa ga’kho ná xóxtóo,
ni’gi mijne
rí maxtàá xóó inuu numbaa.

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HUBERT MATIÚWÀA

EL ÚLTIMO XTÁ RIDÁ 1

El último xtá ridá


lloró
hasta salar los mares,
su corazón hizo nudos,
juegos
para sortear la muerte.

1 “Gente piel”, gentilicio de los que, se dice, fueron los ancestros del actual pueblo
mè’phàà (tlapanecos). Mbo xtá ridá significa “gente de piel entrecruzada”, donde
mbo es “gente”, xtá es “piel” y ridá es “colgado” y deriva de la palabra ridáá que se
traduce como “enfrente”. Estos ancestros hablaban una variante antigua del mè’phàà.

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LENGUAS INDÍGENAS

II

Nìkhá xtá ridá ná iduu iya,


niyaxuu ñà’ùn
ná gida’ ajngóo giñá,
nìgugèè xtá tsúdùu
ná kajma ga’kwì numbaa,
ne’ne xndú mijne
xó gàá tsí grígòo
rágayúu inuu xùwán
ìdo narakhàa ndùù ná núxka xàbò.

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HUBERT MATIÚWÀA

II

Fue al ojo de agua,


miró sus orejas grandes
que anidan la voz del viento,
se tocó la piel
para presentir el dolor de la tierra,
escondido entre las hojas
se hizo bola,
como el armadillo
que rueda ante los perros
al empezar la caza.

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LENGUAS INDÍGENAS

III

Grígòo jayè rutíìn iya


ná gadxún wajìn àkùùn gìñá,
tsí najanú na’sià
na’tsi gajma ìxe na nàkáá,
tsí jàyá ngùwá
náxpi’tá itsá ló’
ná navijì nambiyè.
Na’thúùn xtá ridá xàbò:
—Awuatíìn lá’ magìwáán giñá ná ña’wuan lá’,
ikajngóo ajngó’
magiwàà ná xóxta’ lá’.

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HUBERT MATIÚWÀA

III

Carga en su bule
los distintos vientos,
el que llega bailando
juega con los árboles y se va,
el que trae frío,
quiebra los huesos
y se queda llorando.
Dice a las personas:
—Dejo el aire en sus oídos,
para que mi palabra sea su carne.

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LENGUAS INDÍGENAS

IV

Ne’ne mi’ñuu
nimíí xtá ridá,
xo ri’yuu iya àphàà,
nènè wuámbá rigàá,
xó nawuámbáa àgù jùmà
e’ne iya dawà dríguu xàbò
tsí ndàà gamakúún.

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HUBERT MATIÚWÀA

IV

Se vistió de azul
como pétalo de mar,
le dieron muerte
como quien
con un escupitajo
apaga el fuego de la memoria.

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LENGUAS INDÍGENAS

Xó nìma tsí namángúù


niwaxkaa
ná awún júbà,
niwa trúgàá,
nègò ìdú tsúduu
numuu rí tséne gamakuí
tàtá mikwíí tsí juyáa xàbò tsí júdá kruce.

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HUBERT MATIÚWÀA

Como al fiero espíritu


lo arrearon
entre el monte
y le pusieron
sal en el cuerpo
en nombre de un dios ajeno.

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GUION
CINEMATOGRÁFICO

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Prólogo de guion cinematográfico

El guion es el punto de partida para una película; su solidez,


desde la escritura, es fundamental para que el filme llegue a
buen puerto. De ahí que el apoyo del Fonca a través del Pro-
grama Jóvenes Creadores se vuelve una gran posibilidad para
los escritores de guion de tener un año con tutorías y talleres
que les permiten fortalecer sus textos.
La experiencia que hemos tenido con esta generación ha
sido maravillosa: el grupo refleja la diversidad de miradas e
intereses; los guiones que se están desarrollando serán, como
películas, parte fundamental de nuestra memoria cinemato-
gráfica como mexicanos y de nuestra construcción de identi-
dad a través del cine.
El lector encontrará en las siguientes páginas un extracto
de cada uno de los textos que se trabajaron durante el ciclo,
páginas hermosas que despertarán, en quien las lea, el de-
seo por ver esa película en pantalla. Podrán reír y reflexionar
sobre la actitud que tuvimos ante el temblor con las peripe-
cias de un particular personaje algo mentiroso en México de
pie, de Rodrigo Ruiz Patterson; podrán ver las consecuencias
colaterales del narco en la atmosférica narración de Astrid
Rondero en Sujo; se encontrarán con dos maravillosos perso-
najes, Clara y Greta, que nos muestran un lado distinto de la
migración en Escandinavia, de Arturo González Villaseñor;
serán testigos de la amistad ante la violencia contra las muje-
res en la historia contada por Fernanda Tovar en La mancha;
transitarán por un mundo de fantasía y terror en el viaje de
Ander en la particular narrativa cinematográfica que aborda
Alejandro Iglesias Mendizábal en Estudio para un personaje
hueco; reconocerán las problemáticas que enfrentamos en el

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GUION CINEMATOGRÁFICO

mundo hoy en día en la compilación de cortos llamada Spes,


del tapatío Arturo Tornero Aceves; y podrán reír y conmover-
se con la encantadora relación que se suscita entre Tito y un
bulldog en las aventuras de Mongo, escritas por Juan Zúñiga.
Todos estos textos, películas en ciernes, demuestran las
visiones e intereses de sus creadores y, sin lugar a duda, refle-
jan las preocupaciones contemporáneas de nuestros jóvenes
creadores.

Lucía Carreras y
Ernesto Contreras

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Arturo González Villaseñor

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Escandinavia

1. INT. COCHE-TARDE

CLARA conduce su auto hacia el colegio de GRETA.

2. EXT. AFUERA DEL COLEGIO-TARDE

Clara llega, se baja del auto y se recarga en el cofre del lado


del copiloto a unos cuantos metros de la puerta del colegio.

Greta sale con sus amigos y mira de frente a su mamá. Se


despide de ellos y se acerca a Clara.

GRETA
¿Y esto?

CLARA
¿Quieres aprender a conducir o no?

GRETA
¡Lo arreglaste!

CLARA
Anda, súbete.

GRETA
¿Y mi bici?

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ARTURO GONZÁLEZ VILL ASEÑOR

CLARA
Ve por ella, la subimos atrás.

Greta intenta meter la bicicleta por una de las puertas traseras,


pero no puede.

CLARA
Métela por la cajuela y reclino el
asiento.

GRETA
¿Se reclinan los asientos? Creía que
era más viejo.

Greta se sube del lado del conductor y se frota nerviosa las


manos.

CLARA
Pisa el pedal de tu lado izquierdo.

GRETA
¡Listo!

CLARA
Ahora enciéndelo.
Acomoda tu retrovisor y checa que
la bici no te estorbe.

3. INT. COCHE-TARDE

Greta avanza a menos de veinte kilómetros por hora por un


camino poco transitado.

GRETA
El volante es demasiado duro.

CLARA
¿Cómo lo sabes?, si ni siquiera has
dado una vuelta.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

GRETA
Pero se siente.

CLARA
Pisa el clutch y la palanca arrástrala
a segunda, hacia abajo.

En un lugar más transitado Greta se pone nerviosa y se le apa-


ga el coche, mientras algunos coches la rebasan y la observan
desesperados.

CLARA
No te pongas nerviosa.

Greta se seca el sudor de las manos en su pantalón.

GRETA
¿Qué hago?

CLARA
Vuélvelo a prender. ¡Tranquila!

Greta lo prende, y gira la cabeza hacia su lado derecho para


ver si no vienen más coches y cambiar de carril.

CLARA
Greta, no gires la cabeza, para eso
tienes tus espejos laterales, intenta
ver por ahí, y pon tus intermitentes
para girar.

GRETA
¡Aaaaah! ¿Tantas indicaciones para
dar una vuelta?

4. INT. COCHE-TARDE

Greta y Clara van de regreso. A lo lejos, casi antes de llegar,


observan una patrulla afuera de su casa.

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ARTURO GONZÁLEZ VILL ASEÑOR

Cuando se acercan, Greta detiene de un jalón el coche, queda


a la par de la patrulla y Clara baja el cristal.

CLARA
¿Se les ofrece algo, oficial?

La mujer POLICÍA (45), quien sostiene un café con la mano,


baja su cristal.

POLICÍA 1
¿Podría bajar del auto?

Clara voltea a ver a Greta.

CLARA
Deja el coche más adelante.

Greta mete la primera velocidad y avanza torpemente hacia


adelante. Extrañada, voltea la cabeza hacia atrás en busca de
los policías.

GRETA
¿Qué es lo que pasa, mamá?

Clara no responde.

GRETA
¿Qué hacen los policías aquí?
¿Sabes algo?

CLARA
(Contiene el grito)
¿Te puedes calmar? Ninguna de las
dos trae licencia ni permiso para
conducir.

5. EXT. AFUERA DEL AUTO-TARDE

Clara y Greta se bajan del auto y se encuentran a mitad de


camino con los policías.
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GUION CINEMATOGRÁFICO

GRETA
¿Pasa algo, oficial?

A uno de los policías le parece extraño que aparentemente la


menor no sepa nada.

CLARA
(Contiene el enojo)
¡Greta! ¿Puedo preguntar yo?
¡Cálmate! ¡Por favor!

La policía, después de observar extrañada y detenidamente a


Greta, dirige su vista a Clara.

POLICÍA 1
La razón por la que estamos aquí es
porque el departamento de Asuntos
Migratorios nos ha enviado.
Quieren saber si ha tomado alguna
decisión de contribuir con el go-
bierno.

CLARA
(Un poco extrañada)
No. ¿A qué se refiere con contribuir
con el gobierno?

POLICÍA 2
¡Clara! Es posible que esto se pueda
complicar más, a un proceso de de-
portación como el tuyo se le aplica
una ley conocida como la “Ley de
joyas”.

POLICÍA 1
Confiscación de bienes a los refu-
giados o migrantes que permane-
cen en el país en estas condiciones.

Se hace un silencio.

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ARTURO GONZÁLEZ VILL ASEÑOR

POLICÍA 1
Si permaneces el tiempo que te
queda, tienes la obligación de en-
tregar tus joyas, oro y artículos de
valor para solventar tu estancia y el
proceso hasta que el Estado te de-
vuelva.

POLICÍA 2
Entendemos tu situación, pero si
empiezas a hacer las cosas legal-
mente, el Estado no te quita nada y
puede solventar el traslado.

Greta, desconcertada, voltea a ver a su mamá y a los policías


tratando de encontrar en ellos alguna explicación.

GRETA
¿De qué están hablando?, mi madre
no es musulmana. Mamá, diles,
¿qué está pasando? ¿Por qué te con-
funden?

CLARA
Greta, no es momento, vete a la
casa y déjame platicar con los po-
licías.

Greta, enojada, corre hacia su casa.

6. INT. COCINA DE LA CASA-TARDE

Greta busca en los cajones de la cocina algunos sobres de la


correspondencia local, mientras CAPITÁN le salta, desespe-
rado por verla.

7. EXT. AFUERA DE LA CASA-TARDE

Clara saca de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos, mientras


que con sus manos toca los bolsillos en busca de algo.
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GUION CINEMATOGRÁFICO

CLARA
¿Tienen encendedor?

El policía saca de su chaleco un encendedor y se lo acerca a


Clara para prenderle fuego.

CLARA
¡Gracias!

Clara le da una fumada a su cigarrillo.

CLARA
No me voy a mover de Noruega, ni
tampoco voy a entregar mis perte-
nencias.

POLICÍA 2
Te vamos a dar un número en donde
puedes entregar tus pertenencias en
caso de que cambies de opinión y
quieras permanecer en el país hasta
que se expire tu permiso.

POLICÍA 1
¡Clara! Si no lo haces, es muy pro-
bable que el Estado, a través de un
juez, presente una orden de registro
para llevarse las cosas de valor.

La policía le da un sorbo a su café.

POLICÍA 2
¡Marc! Creo que es suficiente. Es
todo, Clara, búscanos si necesitas
algo.

Clara se da la media vuelta y camina hacia su casa, mientras


los policías se suben a la patrulla.

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Antología Segundo Periodo.indd 276 31/10/19 14:13


ARTURO GONZÁLEZ VILL ASEÑOR

8. INT. SALA DE LA CASA-TARDE

Clara entra y Greta se para enfrente de ella con algunos sobres


y papeles en la mano.

GRETA
¿En qué te metiste? ¿Te confun-
dieron?

CLARA
¡No, Greta! El día que fui a renovar
la licencia para conducir me avisaron
que tenía problemas con migración.

GRETA
¿De qué te acusan?

CLARA
¡No sé! ¡No sé! ¡No sé, Greta! No
estoy segura.

GRETA
¡Mamá! ¿¡Cómo que no estás segu-
ra!?

CLARA
Al parecer fue un trabajo, no avisé...

GRETA
¿La terapia con los animales?

CLARA
Puede que sí.

GRETA
¿Por qué no me dijiste nada, mamá?
¿Te van a deportar? ¿A dónde? ¿A
México?

Clara se ve nerviosa, no suelta la correspondencia de las ma-


nos y camina de un lado a otro de la sala.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

CLARA
No te preocupes, es absurdo, ellos
son absurdos...

GRETA
Tienes que cancelar las sesiones.

Greta se acerca a Clara y la toma de los antebrazos.

GRETA
¡Mamá! Escúchame... tienes que can-
celar las terapias con los animales.

CLARA
¡Cálmate, Greta! ¿Te acuerdas de
Ana? Hablé con ella. Ella está en
una organización de derechos hu-
manos, está investigando mi si-
tuación para saber cómo podemos
resolverlo.

GRETA
Los policías vinieron a buscarte. Te
amenazaron.

CLARA
Greta, ya, por favor, por eso no
quería que te enteraras, tenemos
que pensar las cosas, no es fácil
enfrentarte al gobierno. Menos en
este país.

GRETA
¡Mamá! Cancela las malditas se-
siones.

CLARA
Es mi vida Greta, mi tiempo y mi
amor invertido en los últimos cinco
años... el cuidado de la granja, de los
animales, el enorme progreso con

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Antología Segundo Periodo.indd 278 31/10/19 14:13


ARTURO GONZÁLEZ VILL ASEÑOR

mis pacientes, en especial con Luca.


¡No puedo cancelar las sesiones!
Debe de haber otra forma, no sé
cuál, regular mi estatus tal vez.
He vivido mucho tiempo aquí, pue-
do comprobarlo.

GRETA
Haz lo que quieres, sólo sí te digo
una cosa: si te deportan yo no te
pienso seguir.

Greta se dirige a la entrada de la casa, toma su chamarra de un


perchero y se pone un gorro. Clara interviene en su camino.

CLARA
¿A dónde vas? No puedes irte a
ningún lado.

Greta la ignora y camina hacia la cocina, abre la ventana que


está arriba del lavabo y se intenta salir, Clara la jala para evi-
tar que se vaya, mientras unos vasos se rompen al caer.

Greta logra salir, agarra su bicicleta y Clara abre la puerta de


la casa, Capitán encuentra un hueco por donde salir corriendo
para alcanzarla.

Greta se come una pizza de la marca Grandiosa afuera del su-


permercado. Sentada sobre una banca, mordida tras mordida
parece mirar a la nada. Su teléfono suena, lo observa y no
hace ningún esfuerzo por contestarlo; después de que suena
un par de veces más decide apagarlo, mientras Capitán sube
sus patas en sus piernas y le mueve la cola intentando conse-
guir una rebanada de pizza.

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Alejandro Iglesias Mendizábal

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Estudio para personaje hueco
(Fragmento)

Sobre pantalla negra aparece el siguiente texto:

“PARTE QUINTA: LA ALQUIMIA DE LO IMPOSIBLEˮ

Que explica cómo Ander tuvo que deshacerse del disfraz que
antes lo protegió, para poder comenzar su trayecto de vuelta.

86. INT. CUARTO ANDER 83-DÍA

ANDER 83 es un anciano de 83 años, encallado en una silla


de ruedas.

La mitad derecha de su cuerpo, paralizada, probablemente por


una embolia que sufrió tiempo atrás.

Sus ojos insistentes sobre MARTHA, de unos 45 años, alta,


gorda, fuerte e imponente.

Martha es la cuidadora que ha contratado la familia para que


atienda al disminuido patriarca las 24 horas del día. Se dedu-
ce, por su vestimenta y su desenvolvimiento en el espacio,
como empleada de confianza.

Martha tiene un plato de sopa en una mano, y en la otra una


cuchara, pero su atención está más en el televisor que sintoni-

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GUION CINEMATOGRÁFICO

za un programa matutino de variedad. Le está dando de comer


a Ander 83. Sin embargo, es evidente que trata de verlo lo
menos posible.

Martha estrella la cuchara en la boca del viejo a pesar de que


éste hace ruidos para avisar que ya no quiere comer más.

De ahí que tenga un babero puesto que recoge ―si no toda―


la mayoría de la sopa que escurre de su rostro.

MARTHA
Tiene que comer. No me importa. Si
no, luego a la que regañan es a mí.

Ander 83 emite sonidos con su garganta, pero no logra tejer


un discurso inteligible. Será porque la falta de movilidad en
una porción de su cara le imposibilita pronunciar con claridad.
Los intentos de Ander 83 desquician a Martha.

MARTHA
Ya cállese y coma, que no me deja oír.

A la cuidadora le divierte el programa en la televisión. Caso


contrario a su trabajo, se podría inferir.

Ander 83 tampoco puede moverse con facilidad. Aunque la


parálisis sólo afecta una parte de su cuerpo, la restante está
muy débil.

Tan sólo levantar el brazo representa un esfuerzo titánico.

Así lo hace cuando llama a Martha y señala con el dedo


hacia su agenda telefónica ―aquella cuidadosamente orde-
nada donde están escritos a mano y en perfecta caligrafía los
números de todas las personas que conoce.

MARTHA
¡¿Qué quiere?!
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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

Ander 83 se empeña en hablar lo más limpio que puede, e


insiste en apuntar con el índice hacia su agenda.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Mi agenda.

MARTHA
¿Quiere que le pase la agenda?

Ander 83 asiente complacido por haberse podido comuni-


car finalmente.

A regañadientes, Martha le alcanza la agenda.

Una vez sobre su regazo, Ander 83 abre el libro y frenética-


mente pasa páginas hasta llegar al contacto marcado como:

MIREYA CUÉTARA-Hija
(04455) 5438 8807

Ander 83 busca llamar la atención de Martha nuevamente, pero


ella no reacciona; está muy entretenida viendo cómo un grupo
de famosos busca adivinar el nombre de una película como par-
te del concurso “Dígalo con mímica” en el programa.

Ander 83 demanda que le hagan caso y sube el tono de voz.

MARTHA
¿Ahora qué?

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Teléfono.

MARTHA
¿Quiere hablar por teléfono?

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GUION CINEMATOGRÁFICO

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Sí.

MARTHA
Pero si ni le entienden.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Teléfono.

MARTHA
¿A quién le quiere hablar?

Ander 83 dirige a la cuidadora hacia el contacto en su agenda.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Mireya.

MARTHA
Su hija.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Sí.

MARTHA
Mire nada más el trabajo que me
cuesta a mí que lo tengo aquí en
frente y tenemos que andar jugan-
do mímica... ahora imagínese sin
verlo.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Mireya.

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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

MARTHA
Ya, ya. Okay.
Deme acá.

Martha toma la agenda y va por el teléfono inalámbrico de


botones grandes que está en el buró de Ander 83.

Marca el número que está escrito. Espera a que le contesten.

MARTHA
(Cambiando su tono de voz por
uno extremadamente amable)
¿Bueno? ¿Señora Mireya?

MIREYA (V.O.)
Sí. ¿Martha?

MARTHA
Sí. Mire, le hablo porque su papi in-
sistió mucho en que le llamara.

MIREYA (V.O.)
Ay, Martha, muchas gracias. No te
hubieras molestado. De todos mo-
dos yo iba a pasar en la semana por
la casa.

MARTHA
Sí. Ya sé. Mil disculpas. Pero, pues
quise darle un gusto. Nos la pasa-
mos él y yo nada más acá, ya sabe,
y siento que la extraña mucho.

MIREYA (V.O.)
Está bien, pásamelo.

MARTHA
Se lo paso.
Qué gusto saludarla, señora Mireya.

MIREYA (V.O.)
Igualmente, Martha.
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GUION CINEMATOGRÁFICO

Martha sostiene el auricular pegado a la oreja del viejo para


que pueda conversar con Mireya. A Ander se le desborda la
emoción por poder hablar con su hija.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Mireya.

MIREYA (V.O.)
Hola, papá.

Las palabras de Ander 83, aunque balbuceos difíciles de com-


prender, están dotadas de dulzura, y se siente que buscan ser
recibidas de igual manera.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Hola, mi amor. ¿Cómo estás?

MIREYA (V.O.)
No te entiendo bien, pa’. ¿Puedes
hablar más fuerte?

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Que ¿cómo estás?...

MIREYA (V.O.)
Ah... Bien, bien. Gracias. Acá en el
trabajo, ya sabes.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Qué bueno, hijita.

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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

MIREYA (V.O.)
¿Necesitas algo, papá? ¿Por qué le
pediste a Martha que me marcara?

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
No... Sólo quería escucharte y saber
cuándo vienes.

MIREYA (V.O.)
No te entiendo, pero si te urge algo
escríbeselo a Martha y que ella me
lo diga, ¿okay?

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Okay.

MIREYA (V.O.)
Bueno, papá, me voy porque entro a
una junta ahorita.
Cualquier cosa pídesela a Martha.
Yo te paso a ver en la semana.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Sí, hija, no te apures.

MIREYA (V.O.)
Adiós, pa’.

ANDER 83
(Sin que se le entienda clara-
mente)
Adiós, mi amor. Cuídate mucho.

El tono discontinuo de la línea ocupada. Mireya colgó.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

La espuma de la desilusión que se queda en Ander 83 cuando


la ola ya se ha encogido.

Martha le quita el teléfono.

MARTHA
¿Ve? Le dije que no tenía caso, pero
ahí va de necio.

Ander 83, en desánimo y como una respuesta semiautomáti-


ca, hurga en los vestigios de una vieja herida que decora su
mano derecha. Lo que haya pasado, derivó en una costra que
ahora le produce suspicacia y comezón.

Martha lo interrumpe bruscamente.

MARTHA
Y ya le dije que no se rasque, que se
va a arrancar la costra y luego ahí va
a estar llorando.

Martha se levanta llevando consigo el plato de sopa inacabada.

Sube el volumen de la televisión.

MARTHA
Ahí le dejo la tele para que le haga
compañía.

Ander 83 se queja amargamente, pero Martha no está para


recibir reclamaciones.

MARTHA
Cualquier cosa me toca la campani-
ta, ya sabe.

Una campanita metálica vieja es depositada en el regazo del


anciano.

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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

Martha estaciona la silla de ruedas justo frente al televisor,


acaso a metro y medio de distancia.

Ander 83 pide que no lo pongan ahí, aunque su voluntad evi-


dentemente no será respetada; Martha establece su dominio a
base de fuerza, poniendo fin a los gritos y ajetreos del incon-
forme que buscaban desestabilizar la situación.

Cuando la batalla se ha decidido, la ganadora sube el volumen


del aparato todavía más y sale del cuarto.

Ander 83 se resigna a su destino.

87. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA (MOMENTOS


DESPUÉS)

Ander 83 dormita intermitentemente mientras de fondo acom-


paña el sonsonete de lo que sintoniza la pantalla... Es un pro-
grama documental sobre naturaleza.

Sus ojos y pensamientos navegan en la frontera de la vigilia y


el sueño, cuando al poco rato, siente cómo regresa punzante
la comezón en la herida de su mano.

Ander 83 se rasca compulsivamente, sin ponerle demasiada


atención, mientras desfilan en la tele figuras de animales en
escenarios exóticos.

Entre más acciona sus uñas contra la piel, más crece la pica-
zón, exigiendo que se frote con ahínco.

Tras unos segundo de ansiedad, Ander 83 por fin se arranca la


costra en una pequeña explosión de dolor y éxtasis.

Pero esto está lejos de ser un desenlace: el viejo pronto descubre


que debajo de la cubierta seca de sangre que recién despegó, hay
otra capa, un especie de cuero con pelaje dorado.
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GUION CINEMATOGRÁFICO

Entre asombro y terror, Ander 83 toca la campana para que su


cuidadora venga.

88. INT. SALA DE TV-CASA ANDER 83-DÍA

Se escucha la campanita sonar a lo lejos, pero Martha parece


no enterarse o no querer atender el llamado, porque se limita
a seguir leyendo una revista de espectáculos, mientras una
segunda tele prendida le hace coro de indiferencia.

89. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

Martha no acude.

Ander 83 está asustado, pero al mismo tiempo curioso; de-


sea saber si todo su cuerpo está igualmente cubierto por esa
extraña textura recién descubierta. Levanta con cuidado el
borde de lo que era carne muerta, para tratar de investigar a
fondo. Hay asco, pero también necesidad de entender lo que
está pasando.

El anciano se detiene. Todo esto parece demasiado extraño; es


fundamental una segunda opinión.

Ander 83 vuelve a repicar la campanita.

90. INT. SALA DE TV-CASA ANDER 83-DÍA

Esta vez Martha no puede hacerse la sorda: ha escuchado cla-


ramente que Ander la necesita.

Pero la mujer tiene demasiada pereza de ir. Además, cuántas


veces antes no ha acudido con prisa pensando que era una
emergencia, cuando lo único que quería su dependiente era el
control remoto o el teléfono.

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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

MARTHA
(Vociferando)
¡Voy!

Martha no tiene intenciones de moverse de su asiento para


ayudar a Ander 83. Más bien quiere acabar tranquilamente su
revista y luego atender sus responsabilidades.

91. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

Cuando Ander 83 se percata de que Martha no va a venir,


toma acción en sus manos. Examina unos segundos su mano
como quien mira el origen del mundo sin entenderlo.

Delibera sobre qué hacer a continuación.

92. INT. PASILLO-CASA ANDER 83-DÍA

Con mucha dificultad y como un niño que está haciendo una


travesura, Ander 83 se desplaza por los pasillos de su casa,
sobre su silla de ruedas.

Su misión sólo él la conoce, pero está claramente motivada


por un descomunal interés en conocer los secretos que escon-
de su cuerpo.

Ander 83 avanza muy poco a poco hasta llegar al umbral de


la cocina.

93. INT. COCINA-CASA ANDER 83-DÍA

Una vez dentro, de alguna forma poco ortodoxa, Ander 83


logra abrir el cajón de los cubiertos y los utensilios de cocina.
Toma lo que puede, envolviéndolo en un trapo y sigilosamen-
te se apresura a regresar a la habitación.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

94. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

Habiendo cerrado la puerta delicadamente para no levantar


sospechas, Ander 83 dispone el trapo con utensilios sobre sus
piernas. Observa cuidadosamente el botín que obtuvo de su
aventura al exterior: un tenedor, una cuchara, un destapador
y un pela-papas.

Ander 83 toma una decisión: con cierto miedo, pero muchas


ganas, coloca el pela-papas contra el dorso de su mano, y lo
acciona lento, pero firme, de tal forma que se va quitando la
capa superficial que lo cubre... la piel humana.

No hay sangre, porque debajo hay una membrana distinta,


más resistente y brillante.

95. INT. SALA DE TV-CASA ANDER 83-DÍA

Martha se pone en primer grado de alerta cuando ya ha pasado


un tiempo sin que escuche la campanita de Ander. La cuida-
dora intuye que algo no va bien y decide interrumpir su ocio
para ir al cuarto de Ander 83 a revisar que todo esté en orden.

96. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

En la medida que se quita más piel, Ander 83 parece más fuer-


te y gana agilidad y destreza en su accionar.

La parálisis casi se ha desvanecido. Casi se podría asumir


que, en cualquier momento, el viejo podría dejar de ser esa
plasta postrada para renunciar de una vez por todas a la silla
de ruedas.

Ander 83 se quita la ropa y sigue liberándose de la epidermis


de anciano.

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ALEJANDRO IGLESIAS MENDIZÁBAL

No hay dolor. Éste es un proceso natural... Como el cambio de


piel de una serpiente.

97. INT. PASILLO-CASA ANDER 83-DÍA

La cuidadora llega hasta la puerta de la habitación de Ander


83. Cuando intenta abrir, se da cuenta de que el inofensivo
abuelito se ha encerrado.

Martha toca a la puerta y le exige al anciano que le abra in-


mediatamente.

98. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

Ander 83 continúa desollándose.

No contento con eso, también abandona otros aspectos de su


cuerpo, como sus dedos y su cabello.

Los pierde como dientes de leche, como prendas inservibles.

99. INT. PASILLO-CASA ANDER 83-DÍA

Martha, desesperada, busca derribar la puerta entre gritos


de exigencia. Se debate entre la preocupación de que algo le
haya pasado a Ander y el enojo por la posible humillación
ante la familia que la ha contratado.

Con todas sus fuerzas, que son muchas, embate contra la


puerta.

100. INT. HABITACIÓN ANDER 83-DÍA

Cuando Martha al fin logra abrir, no puede creer lo que le


participan sus ojos.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

Dentro, un enorme felino portando un deslumbrante pelaje


color oro y una majestuosa melena roja.

Martha se queda ahí un momento, estupefacta.

Luego grita horrorizada.

El león ruge con todo su poder.

CORTE A NEGROS

Sobre pantalla negra aparece el siguiente texto:

“PARTE SEXTA: LO QUE EL RELÁMPAGO TRAJOˮ

Que trata del maravilloso destello cósmico que iluminó el ca-


mino de Ander para que éste pudiera volver a casa.

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Astrid Rondero

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Sujo, bajo el nombre de un caballo

SOBRE NEGROS

A medias y a la distancia, la conversación


de dos voces masculinas.

PARTE I. EL OCHO

1. INT./EXT. BASE DEL MONTE/ TOPAZ-AMANECER

A través del parabrisas cubierto de vaho, dos figuras inciertas


se mueven bajo la luz mortecina del amanecer.

GENARO
Yo le dije clarito que no era así,
Ocho.

JOSUÉ
Tú ya sabes cómo es la cosa, Gena-
ro, si tú mismo me “enseñastes”...

Una de las figuras aberradas se mueve y se aproxima al auto.


La puerta se abre y aparece JOSUÉ (23 años, barba cerrada,
cabello revuelto, fuerte y moreno) que mira hacia el fondo.
Preocupado, intenta sonreírle a SUJO NIÑO (que tiene 5
años, es de un moreno intenso y es pequeño), quien respira
lento y profundo como un bebé que está al filo del sueño.

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ASTRID RONDERO

JOSUÉ
Te voy a poner la radio, chaparro,
para que te duermas. ¿Estás bien?

Sujo niño asiente, tranquilo.

El auto entero se enciende y con él, música norteña


que acalla las voces.

Por el parabrisas, la imagen se va haciendo lentamente


nítida al desaparecer el vaho. Josué escucha al otro hombre,
GENARO, ya sin más voz que la música. Genaro (36 años,
regordete, moreno) se ve angustiado y manotea alterado.
Josué le sujeta el rostro, como intentando tranquilizarlo. Algo
le dice. Genaro se ve derrotado, pero asiente, los ojos llenos
de lágrimas. Josué lo toma del hombro casi cariñosamente y
lo lleva hacia el monte. Se alejan hasta perderse en el paisaje
ahora completamente nítido, completamente quieto.

2. INT./EXT. BASE DEL MONTE/ TOPAZ-MAÑANA

No hay más música. Silencio.

El sol atraviesa la ventanilla. El sol cae rotundo sobre el perfil


de Sujo niño que pareciera reaccionar al calor que le perla la
frente. El paisaje pareciera más violento y ríspido bajo la luz
del día. Poco a poco abre los ojos. De un sobresalto se incorpo-
ra y por las ventanillas observa alrededor en busca de su padre.
Se mueve angustiado por el interior del Topaz de asientos de
piel, que está limpio, que tiene unas estampas religiosas en el
tablero, que es nuevo, “del año”. Del año 1994.

3. EXT. BASE DEL MONTE-MAÑANA

El Topaz reluciente. Desde el exterior observamos a Sujo niño


que intenta abrir la puerta y hace berrinche. Parece asustado;
no puede salir, pues no sabe quitar el seguro de la puerta.

Un silencio como del desierto.


Los gritos de Sujo ya no se escuchan.

A la distancia: el auto en medio del paisaje desolado. El sol


continúa cayendo sobre el auto. Rotundo.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

4. EXT. CAMINO EN EL MONTE-ATARDECE

CHIVERO
¡Ándele, chamaco, camine!

Sujo niño camina apartando ramas, inseguro, inflamado del


llanto y lleno de mocos secos.

Frente a él un CHIVERO anciano lo arría como a las demás


chivas que lleva. Las chivas se ven flacas, maltrechas. Los
ojos perdidos en los rostros extraños de las chivas.

Sujo niño las observa mientras continúa caminando.

5. INT. CASA EN LA SIERRA/HABITACIÓN DE NEME SIA


-NOCHE

De la puerta vieja se fugan unos haces de luz abstractos.

Una voz femenina afuera: es la voz de NEMESIA


que se va haciendo inteligible poco a poco.

Sujo niño se revuelve en las sábanas. El filo de la luz del


exterior le pega en el rostro.

NEMESIA (V.O.)
Horas bajo el sol... horas, cabrón.
Sin agua, Josué.

JOSUÉ (V.O.)
Ocho, tía, ya le dije.

NEMESIA (V.O.)
¿’ora hay que llamarte por tu
nombre artístico, cabrón?

Al fondo hay un viejo calentón hecho de resistencias que


ilumina incandescente la pieza. Sujo niño baja de la cama
y se acerca a la puerta entreabierta. A través de la puerta
observamos:

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ASTRID RONDERO

6 . INT. CASA EN LA SIERRA/TODO LO QUE NO ES


EL CUARTO-NOCHE

El foco pelón sobre la mesita de madera que no ayuda mucho


a resaltar el cuidado de Nemesia. La casa es absolutamente
pobre, pero hay algo en orden, hay cosas bellas, cosas que ha
juntado Nemesia, que le han costado trabajo. Josué o el Ocho,
como le gusta que le llamen, está sentado, cabizbajo. Nemesia
(45 años, tiene aire de gitana, grande, rara, bella) está sentada
a su lado y revuelve tirante el plato con comida frente a ella.
No llora, pero podría. Aparta el plato.

NEMESIA
Nunca te hicieron eso de niño,
Josué, y mira cómo saliste. ¿Qué le
espera?

Josué se esculca la barba, hastiado.

JOSUÉ
Estoy solo. Hago lo que puedo.

Nemesia se levanta, llevándose el plato a medio acabar. En


un impulso se pone por detrás de él y con la mano derecha le
aprisiona la frente contra su pecho, por un instante. Nemesia
cierra los ojos. Josué se la sacude de encima, violento.

JOSUÉ
¡Ya!

Nemesia se aparta con el rostro impenetrable y lo mira unos


instantes. La luz del foco sobre la mesa le ilumina la cara
haciéndola ver extraña, de otro mundo. Él sale de la luz hacia
la sombra, donde Nemesia no lo mira más.

Los restos de la comida del plato caen en una bolsita sobre el


lavadero.

NEMESIA (O.S.)
Eres un desperdicio...

Nemesia ya ni se vuelve y enjuaga con desdén el plato con


una jícara de agua turbia.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

NEMESIA
... lo que hiciste hoy te lo hiciste
a ti mismo. El niño puede seguir
viniendo. Tú no...

Josué la escucha herido. Se lo piensa unos instantes. Se


levanta en un impulso repentino y descubre a Sujo niño que lo
mira desde la habitación oscura. Josué le sonríe, avergonzado.

7. EXT. CASA EN LA SIERRA-NOCHE

Afuera el mundo es oscuro y salvaje. Sujo niño pende de los


brazos fuertes de Josué. Se ve tranquilo y amado. Recuesta su
rostro en el hombro de su padre.

8. EXT. PARAJE OSCURO/TOPAZ-NOCHE

Josué tiene una cerveza en la mano. Sentado en la oscuridad


espera a calmarse. Repasa cosas en su cabeza. Al fondo, Sujo
niño juega a batallas cuerpo a cuerpo: un muñeco de plástico
contra otro muñeco de plástico.

9. INT./EXT. PARAJE OSCURO/TOPAZ-NOCHE

El seguro de la puerta es como una bala plateada. Josué


levanta el seguro con facilidad, con sus manos callosas de
hombre adulto.

JOSUÉ (O.S.)
Así, ¿ves, hijo?

Sujo niño lo voltea a ver interesado, deja de lado la pelea.


Se sube en las piernas de Josué con el interés de obtener la
importante respuesta que lo tuvo encerrado toda la mañana.

Josué le pasa los dedos por el cabello oscuro.

JOSUÉ
¡Así!

Y vuelve a sacar el seguro y luego vuelve a meterlo.

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ASTRID RONDERO

10. EXT. PARAJE OSCURO-NOCHE

En medio de la oscuridad, Josué observa pensativo a Sujo


niño que esa noche aprende a abrir la portezuela.

11. INT. PUTERO-NOCHE

Las luces rojizas hacen que la pista de este chiquero se parezca


a todas las pistas de cualquier bar miserable en el mundo.
Josué baila cabizbajo con pantalones de mezclilla y una senda
hebilla vaquera de plata.

La pelvis la tiene bien pegada a una FICHERA que podría ser


cualquiera. Ella no se ve interesada. Así que se mueve, movida
por él, no por la música. La Fichera hace gestos a alguien
que no vemos, fuera de cuadro. A contra luz, no podemos ver
quién es la nueva MUJER que llega y toma su lugar, pero
es más gorda, es más candorosa. Casi bonita. En cualquier
caso, Josué ni lo nota. Demasiado borracho o derrotado, se
tambalea al compás de la música. La luz cambia a la luz de
trabajo del lugar. Los EMPLEADOS comienzan a levantar
las mesas y a barrer. Todo mundo se mueve alrededor sin
que Josué lo note. La Mujer voltea a ver a las otras CHICAS,
sonriendo, extrañada. Se deja mecer sin fin.

12. EXT. PUTERO-MAÑANA

La última Mujer (la gorda) ayuda a salir a Josué de una


cortina donde a ambos los sorprende la luz del sol. Dentro
la noche era mentira. Josué le agradece con una sonrisa. Se
pone la cachucha y después de hacerle la reverencia, se aleja
tambaleándose. Aún se balancea al ritmo de alguna canción
en su cabeza.

13. EXT. CALLE ATRÁS DEL PUTERO-MAÑANA

El Topaz estacionado en una calle polvosa. Hay algunos


otros carros que lo acompañan, todos anteriores a los
noventa. El Topaz parece fuera de lugar, un lujo raro. Hay un
JOVENCITO (13, moreno, chaparrito) recargado allí. Josué
se detiene y lo mira.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

JOSUÉ
¿Ya? ¿Tan pronto te mandaron?

El Jovencito asiente serio, poniendo su cara de más malo y


mostrándole una fusca. Josué se acerca a él. El Jovencito se
hace bolas, tratando de hacer algo con el seguro de la pistola.
Josué le abre la puerta del Topaz.

JOSUÉ
¿Cómo te llamas?

JOVENCITO
¿Pa’ qué chingados quiere saber mi
nombre?

Josué se ríe.

JOSUÉ
Ándale, vamos para otro lado.

El Jovencito parece no saber qué hacer.

JOSUÉ
¿Sí sabes que te mandaron acá para
que te agarren, verdad?

Josué le señala con un gesto de cabeza a la entrada de una


marisquería del otro lado de la calle. DOS TIPOS con facha
sospechosa los miran atentos.

El Jovencito se guarda la pistola contrariado, sin saber cómo


proceder.

JOSUÉ
Ándale, súbete.

Josué se mete después del Jovencito, que dentro del auto,


cuidadoso, lo apunta con la fusca. Josué sacude la cabeza con
sorna.

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ASTRID RONDERO

14. EXT. CAMINO SECUNDARIO/PAISAJE MONTAÑOSO


-MAÑANA

El camino hacia el monte. Maleza, arbustos y neblina.

El paisaje es una estampa triste que dura un rato. La neblina


en los montes pareciera retroceder y ser tragada hacia la
oscuridad que hay en la unión de todas las cosas.

15. INT./EXT. CASA EN LA SIERRA/TODO LO QUE NO


ES EL CUARTO-TARDE

Nemesia está sentada en una silla cerca de una ventana por


donde se cuela una luz mortecina. Se ve pensativa. Por un
minuto pareciera mirar hacia alguna parte concreta que
nosotros no vemos. Nos acercamos a ella poco a poco hasta
que... un jicarazo de agua cae al suelo. Casi podríamos oler la
tierra mojada.

Nemesia barre con fuerza el piso mientras tararea una tonada


ininteligible. Algo la sobresalta, se detiene y observa del otro
lado de la habitación a... Josué, que la mira directo desde la
ventana abierta, con una mirada penetrante y rara.

NEMESIA (O.S.)
¿Y ‘ora tú? ¿Qué haces ahí parado?

Josué la continúa mirando sin moverse. Hay algo inquietante


en su mirada.

Nemesia se aferra de la escoba y da un par de pasos hacia


atrás.

NEMESIA
¿No te dije claro que ya no eres
bienvenido acá, Josué...?

Josué la mira unos instantes más sin mayor expresión en


el rostro y, así de repente, se da la media vuelta y se aleja,
dirigiéndose hacia un sendero que lleva hacia los montes.

Nemesia lo mira irse, extrañada.

303

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GUION CINEMATOGRÁFICO

16. EXT. CASA EN LA SIERRA-ATARDECE

Nemesia sale corriendo en un impulso, angustiada. Se detiene


en el umbral de la casa.

NEMESIA
¿Dónde está el niño, Josué?

Josué no se detiene y sin escucharla continúa su camino hacia


el monte, perdiéndose entre la maleza tupida.

NEMESIA (V.O.)
¡¿Josué?! ¡Josué, espérate!

17. EXT. HACIA EL MONTE-ATARDECE

Nemesia aparece entre los matorrales con el rostro pálido.


Ahora podemos ver con claridad la rareza de su apariencia:
los collares le penden del cuello y se sacuden con sus
movimientos.

El crujir de las ramas a la distancia.

Al fondo se puede ver la estela de las ramas que se mueven.

Alguien ha pasado, pero no alcanzamos a ver a Josué.

Unas aves negras vuelan dando vueltas en el firmamento.

Nemesia las mira y, tras enredarse la mano con sus collares,


continúa caminando, ahora con tiento.

Acompañamos el andar de Nemesia, cruzando arbustos,


mezquites y barrancas. El camino se va haciendo sinuoso y
empinado.

NEMESIA
(Para sí misma)
¿A dónde me llevas, Josué?

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Antología Segundo Periodo.indd 304 31/10/19 14:13


ASTRID RONDERO

18. EXT. CERCA DE LA CIMA DEL MONTE-ATARDECE

Nemesia sube una cuesta, resbala con las piedrecillas sueltas y


se ayuda sujetándose de las ramas largas que están por doquier.
Casi llegando a la cima, Nemesia aparta unas últimas ramas
y algo llama su atención, pues se queda mirando fijamente.

En la cima no está Josué, sino un PERRO PARDO. Salvaje.


El Perro la mira fijamente. Nemesia lo observa y, sin miedo,
no deja de avanzar.

El Perro pardo la espera tranquilo mientras Nemesia alcanza


la cima. Nemesia y el Perro pardo recortados contra el cielo.

Una ráfaga de viento le sacude los mechones azabache a


Nemesia que mira al perro intentando entender. Vuelve
lentamente su mirada bordeando el horizonte.

El paisaje es seco, triste. Desde esa altura se puede ver su casa


y su patio. A la distancia, en la otra cara del monte, se ve una
construcción apenas en pie, de donde una columna de humo
negro se eleva hasta el cielo.

19. EXT. CONSTRUCCIÓN DERRUIDA-ATARDECE

La hierba ha sido casi exterminada y el predio que antecede a


la construcción pareciera cubierto por un negro profundo. El
calor que aún emana del suelo enturbia la imagen. A través
del humo es posible distinguir la entrada de la construcción
que viéramos a la distancia y al Perro pardo que muy quieto
espera por ella. Josué no está a la vista y no pareciera haber
nadie cerca.

Aún así, Nemesia camina con sigilo. Tiene en la mano una


rama larga y con ella azuza los restos que quedan en el
suelo. Quemar la hierba no ha sido el motivo del fuego, pues
hay diferentes restos de basura, de llantas quemadas y un
montoncito de ropa calcinada.

Nemesia inspecciona lo que queda de la ropa mientras la


revuelve con la rama. Se pone en cuclillas, la repasa, intentando
reconocer algo entre los escombros. Pareciera pura ropa de

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GUION CINEMATOGRÁFICO

hombre por los colores, los estampados. Nemesia se levanta


y continúa en dirección de la construcción atravesando una
cortina de humo.

Y la imagen se hace más nítida para ver las paredes


carcomidas por el tiempo de la construcción de adobe
antigua, abandonada.

El lugar no tiene techo más que el cielo, las paredes están


llenas de pintas ininteligibles, hay cal esparcida por el suelo y
más basura. Al fondo hay unos tambos de metal corroídos por
el solazo. El Perro pardo deambula en el interior, olfateándolo
todo con su largo hocico.

El rostro de Nemesia va cambiando a medida en que se acerca.


Se lleva la mano a la nariz y a la boca; hay un hedor terrible.
Sus pasos se hacen lentos. Nemesia mira hacia abajo y nota
que sus zapatos se hunden en el suelo viscoso.

Nemesia levanta su pie y con la vara remueve la sustancia de


su zapato y la observa. La sustancia es amarillenta y pareciera
tener una especie de efervescencia.

Nemesia continúa caminando hacia los botes y al estar más


cerca nota que uno de los botes metálicos está roto de la base
y de allí proviene la sustancia viscosa, amarilla.

Nos acercamos lentamente. La sustancia que se escapa del


bote metálico, y que pareciera haberlo traspasado, se parece a
la manteca con la que se elabora el jabón o como la manteca
de un cerdo.

Nemesia se acerca a observar lo que hay en el interior del


bote y, así de pronto, cae en pánico y dando unos pasos torpes
hacia atrás, sale corriendo despavorida.

20. EXT. CERCA DE LA CIMA DEL MONTE-ATARDECE

Nemesia baja a toda velocidad, ahora resbalándose con las


piedras sueltas en sentido contrario. Intenta agarrarse de
las ramas para amortiguar el rápido descenso.

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ASTRID RONDERO

Es toda pies y manos, piedrecillas que ruedan y ramas que


golpean su rostro.

21. EXT. CASA EN LA SIERRA-HORA MÁGICA

Todo es azul. Nemesia sale de la densa maleza y corre hacia


su casa. Está arañada de la cara, con el cabello revuelto,
agitada. Conforme se acerca, su rostro cambia al descubrir al
Jovencito que la mira tranquilo desde el umbral de la puerta
de su casa, que se quedó abierta.

JOVENCITO
¿Por qué vive hasta acá tan sola,
oiga?

Nemesia se aproxima con tiento.

NEMESIA
¿Qué le hicieron a Josué?

JOVENCITO
¿A ese traidor, culero...? Sepa.

Nemesia se detiene. Lo mira seria. Intenta recuperar la calma.

JOVENCITO
No’cierto. El Ocho me dijo que
viniera por su chamaquito. Anda en
el velorio del Genaro. Me pidió que
se lo llevara.

Nemesia vuelve a avanzar hacia la casa.

NEMESIA
Pues dile que’l niño no está aquí.

JOVENCITO
El Ocho me pidió que se lo llevara.

NEMESIA
Pues llévaselo.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

Nemesia sube las escaleritas del desvencijado pórtico. Para


entrar a la casa tiene que pasar casi rozando al Jovencito. Ate-
rrada, se anima, y al acercarse, es el Jovencito quien se aleja
de ella, asustado. Nemesia sonríe, poderosa por un instante.

NEMESIA
Más vale que te vayas... no quieres
que te caiga aquí la noche.

22. INT./EXT. CASA EN LA SIERRA/TODO LO QUE NO


ES EL CUARTO-HORA MÁGICA

Nemesia cierra la puerta con prisa, la atranca. La calma era


fachada y la abandona. Apenas se adivina el interior de la casa
en la oscuridad azulosa. Nemesia se queda recargada contra la
puerta, mientras escucha con mucha atención los movimien-
tos fuera.

Los pasos del jovencito vienen y van. La madera vieja cruje.

Por la ventana: el Jovencito mira hacia adentro sin saber qué


hacer, frustrado. Se acerca y pega el rostro al vidrio tratando
de observar dentro. Por un instante cruzan miradas.

JOVENCITO
(Gritando, fuera de sí)
¡Pinche bruja culera!

Nemesia se mete al fondo de la casa, temblorosa, desapare-


ciendo en las sombras.

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Rodrigo Ruiz Patterson

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El impostor

1. EXT. AVENIDA-TARDE

Un automóvil destartalado avanza a exceso de velocidad por


una vía de varios carriles. Rebasa por la derecha.

2. INT. COCHE DE MAURICIO-A CONTINUACIÓN

MAURICIO (38) maneja con la concentración que la velo-


cidad le requiere, con la vista puesta en la siguiente salida.
DIANA (36), su novia, descifra el mapa del Waze desplegado
en su celular, mientras se seca el pelo húmedo con las rendijas
de la calefacción.

MAURICIO
¿Por aquí?

DIANA
¿Qué?

Mauricio apaga la calefacción, se hace el silencio.

MAURICIO
¿Por aquí?

DIANA
Síguete.

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RODRIGO RUIZ PAT TERSON

Mauricio pone su direccional y cambia de carril de golpe.

MAURICIO
¿Ya llegó David?

DIANA
No me ha escrito.

Mauricio rebasa un coche por la derecha, señala al frente.

MAURICIO
¿Es en ésa?

Diana trata de descifrar su celular.

MAURICIO (CONT’D)
¿Didí?

DIANA
No sirve.

MAURICIO
¿Me salgo?

Diana no responde.

MAURICIO (CONT’D)
¡¿Qué hago?!

DIANA
¡Sé trabó!

Mauricio, con arrojo, se pega a la izquierda. Un claxon pro-


longado condena su movimiento.

DIANA (CONT’D)
¡Allá, salte!

Diana baja la ventana.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

MAURICIO
¿Allá?

Diana saca la mano por la ventana para pedir el paso. El coche


de junto se lo niega. Mauricio acelera y cuando lo dejaron
atrás, Diana saca la mitad de su cuerpo por la ventana hacien-
do señas para que los dejen pasar.

MAURICIO (CONT’D)
¡Cuidado!

Los coches reaccionan a la presencia de Diana y le dan el paso


a Mauricio que volantea por reflejo. Pasa del carril de alta al
de baja en un audaz pero peligroso movimiento que produce
una orquesta de cláxones. Mauricio se asusta de la maniobra,
pero los saca con vida a la lateral.

DIANA
Mauricio.

MAURICIO
¿Voy muy rápido?

DIANA
No, si no aceleras no llegamos.

MAURICIO
¿Prefieres un minuto tarde o un
minuto de silencio?

Se sonríen con la complicidad de dos bandidos que acaban de


robar un banco. La inyección de adrenalina los proyecta a un
beso apasionado.

3. INT. CAFEBRERÍA-TARDE

Diana arrastra a Mauricio al interior de una amplia librería de


varios pisos con restaurante y terraza, una de ésas que alber-
gan eventos culturales. Las mesas están desperdigadas entre
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RODRIGO RUIZ PAT TERSON

muros tapizados de libros. Mauricio viste saco y camisa para


la importante ocasión.

MAURICIO
¿Ves a David?

Diana escanea el lugar con la vista y niega con la cabeza.


Mauricio teclea en su celular, molesto.

DIANA
Pero ésos deben de ser tus libros,
¿no?

Diana señala a un par de HOMBRES que cargan cajas de car-


tón y las ponen sobre un escenario que se levanta al centro del
lugar, ostenta una silla y un micrófono en su proscenio.

MAURICIO
Yo creo.

Mauricio mira animado a las 50 PERSONAS que esperan con


ansias sentadas frente al escenario. Los nervios lo hacen su-
dar, pero aparenta tenerlo todo bajo control.

MAURICIO (CONT’D)
Son siete y diez.

DIANA
Ve subiendo, no debe de tardar.

MAURICIO
¿Le dices dónde estoy?

DIANA
Yo creo que te va a ver.

Mauricio toma un respiro, encara a Diana, quien saca un rodillo


de su bolsa y le quita los pelos de gato que trae en el saco.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

DIANA (CONT’D)
Te ves muy guapo.

Mauricio le sonríe, Diana le sonríe de vuelta. Se dan un ca-


riñoso beso.

Mauricio camina hacia el escenario. Antes de subir hace una


mímica que Diana responde con otra. Es una señal que sólo
ellos entienden y que a pesar de su cursilería está cargada de
significado. Mauricio toma asiento y ajusta el atril que sostie-
ne el micrófono a la altura de su boca.

MAURICIO
Buenas noches. Soy Mauricio Gon-
zález, autor de Penumbra. Estoy
muy contento de estar aquí con us-
tedes...

El público deja de cuchichear y teclear en sus celulares. Gira


hacia él, prestando atención.

MAURICIO (CONT’D)
La verdad no esperaba que hubiera
tanta gente para este día tan espe-
cial, donde se cumple un sueño de
hace mucho tiempo: la publicación
de mi primera novela. David Me-
drano, el director editorial, tuvo un
contratiempo, pero ya no debe de
tardar. Y bueno...

Mauricio va hasta una de las cajas que pusieron sobre el esce-


nario para sacar uno de sus libros.

MAURICIO (CONT’D)
... voy a tener el honor de leer unos
párrafos, si les gusta por favor re-
comiéndenla a sus amigos y, si no,
a sus enemigos. También...

314

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RODRIGO RUIZ PAT TERSON

Mauricio para en seco. Dentro de la caja no están sus libros,


sino unos CDs en cuya portada figura un trovador con su gui-
tarra y se lee: “Desde la peña 2”.

Mauricio no lo puede creer. Un STAFF de la librería con una


chuleta de madera sube al escenario y lo aborda en voz baja.

STAFF
Perdón, ¿tú eres...?

MAURICIO
Mauricio González, vengo a pre-
sentar mi libro.

STAFF
Y tu libro es...

MAURICIO
Penumbra.

El Staff revisa a conciencia en su chuleta.

STAFF
¿Me repites tu nombre?

MAURICIO
Mauricio González.

El cuchicheo del público se vuelve a hacer presente. Mauricio


los mira de soslayo, es evidente que algo dicen de él y ríen.

STAFF
No estás, déjame revisar en el...

MAURICIO
¿Y David Medrano?

El Staff vuelve a buscar, algo encuentra.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

STAFF
Ehh, sí, aquí está. Tu presentación
es en otro salón. Por aquí, por favor.

El Staff lo conduce abajo del escenario. Mauricio mira una


vez más al público que deja atrás, su magnetismo al foco hace
que le cueste trabajo bajarse. Diana se acerca:

DIANA
¿Qué pasó?

MAURICIO
Parece que es en otro salón.

DAVID MEDRANO (40) llega apresurado. Está despeinado


y con los ojos rojos. Quién sabe si está crudo o resfriado.

DAVID
Disculpen, el tráfico estaba...

David saluda a Diana y a Mauricio.

MAURICIO
¿Y los libros?

Una pausa.

DAVID
Hubo un problema con el impresor.

DIANA
¿No estaba revisado?

DAVID
Sí, pero...

MAURICIO
¿Pero qué?

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Antología Segundo Periodo.indd 316 31/10/19 14:13


RODRIGO RUIZ PAT TERSON

Mauricio lo encara, molesto. David baja la mirada. El Staff


mira la acción con cara de: “Ay, estos amateurs”.

DIANA
Bueno, ¿qué hacemos?

MAURICIO
Sí, ¿cómo presentamos un libro que
no está?

DAVID
¿Traes el texto en tu celular?

4. INT. AULA-NOCHE

Un cuartucho al lado del estacionamiento de la librería, donde


sillas plegadas y mesas de marca de cerveza gritan improvi-
sación.

Mauricio baja su celular, acaba de terminar de leer un frag-


mento de su novela. David está a su lado, al frente de unos
SEIS ESPECTADORES que aplauden con flojera llenando la
mayoría de las localidades.

Diana graba el evento con su celular desde la puerta.

DAVID
Bueno, esto fue un fragmento del
segundo capítulo de Penumbra. En
lo personal, uno de mis favoritos.
Nunca me han gustado los persona-
jes que son escritores ―¿hay algo
más aburrido?―, pero creo que
aquí está muy bien resuelto. Ahora
estamos aquí con Mauricio Gonzá-
lez, el autor, por si alguien tiene al-
guna duda, comentario, queja...

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GUION CINEMATOGRÁFICO

Cinco personas de la sala de ponen de pie y juntan sus co-


sas. Vienen en grupo y van a despedirse de Mauricio, son
sus amigos.

CHAVO
Mau, está muy padre. ¿Dónde se
puede comprar?

MAURICIO
(Mirando a David de reojo)
Por el momento estamos impri-
miendo.

DAVID
En un mes sale a la venta.

MAURICIO
¿Un mes?

DAVID
Y en todas las librerías. Por lo me-
nos todas las públicas.

CHAVO
Mantennos al tanto.

MAURICIO
Claro, serás el primero en saberlo.

CHAVO
Oye, nos tenemos que ir, vamos al
cine, ya compramos boletos.

MAURICIO
Vayan, vayan. Gracias por venir
igual.

CHAVO
Gracias por invitarnos.

CHAVO 2
Mucha suerte, ¿eh?

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RODRIGO RUIZ PAT TERSON

Se despiden. Mauricio mira al grupo salir, dejando la sala en


silencio. Queda sólo una MUJER en el público. La solemni-
dad del evento es un poco ridícula para haber cuatro personas
en la sala.

DAVID
¿Alguien tiene otra pregunta?

La Mujer que queda en el público levanta la mano. David le


otorga la palabra.

CRÍTICA
¿Ya la leyó tu mamá?

MAURICIO
¿Perdón?

CRÍTICA
¿Tu mamá ya leyó la novela misógi-
na del año?

MAURICIO
¿Te parece mi...

CRÍTICA
Diría que todos leímos el mismo li-
bro, pero aquí no hay nadie.

Mauricio y David cruzan una mirada.

CRÍTICA (CONT’D)
¿Cómo le dice a las meseras? ¿A su
novia?

MAURICIO
El hecho de que el personaje se ex-
prese así no quiere decir que yo...

CRÍTICA
¿No es tu libro?

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GUION CINEMATOGRÁFICO

MAURICIO
Sí, con personajes de ficción. Ima-
ginarios.

CRÍTICA
De las posibilidades infinitas de his-
torias tú decidiste contar la de este
cretino... Imaginario.

MAURICIO
Que escriba un libro Hitler no quie-
re decir que simpatice con él.

CRÍTICA
Claramente no estamos hablando
de Hitler aquí. ¿Cuánto dices que te
costó la impresión?

Mauricio mira de reojo a David.

MAURICIO
Cincuenta mil pesos.

CRÍTICA
¿Tú papá te dio tanto dinero?

MAURICIO
No, un fondo del gobierno.

CRÍTICA
Ah, la apología del macho pagada
con nuestros impuestos.

Touché. Mauricio se queda callado. David interviene.

PRESENTADOR
Te agradecemos mucho tu punto de
vista, es muy interesante, pero si el
autor ya respondió tu pregunta, te
voy a pedir de la manera más...

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RODRIGO RUIZ PAT TERSON

CRÍTICA
No ha respondido.
(A Mauricio)
¿Ya la leyó tu mamá?

Diana mira a Mauricio, que agacha la cabeza y con mucho


trabajo reconoce:

MAURICIO
No.

La Crítica sonríe victoriosa y regresa a su asiento.

CRÍTICA
Eso es todo, gracias.

5. INT. LIBRERÍA-NOCHE

Mauricio, David y Diana andan cabizbajos hacia la calle. Le


dan ánimos a Mauricio, que tiene la vista puesta en la punta
de sus zapatos. Pasan cerca del escenario principal del lugar,
donde se escucha música de trova y el coreo de un público
animado.

Mauricio se acerca y recarga su hombro en una columna a


la entrada del lugar al lado de UNA PAREJA que se canta al
oído la letra de la canción en curso, observa:

Un TROVADOR, de ésos que son calvos en la coronilla, pero


que eso no les impide usar cola de caballo, canta animado una
canción melosa, pero con pretensiones intelectuales. El públi-
co, que abarrota el lugar, reacciona animado, conoce la letra,
lleva el ritmo con las palmas, algunos graban con sus celulares.

Mauricio mira cómo la gente se emociona en el último coro de


la canción, que está a una metáfora fácil más de ser de Ricardo
Arjona. Se rasga el último acorde y la gente se deshace en

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GUION CINEMATOGRÁFICO

aplausos, mientras el Trovador se prepara para la siguiente


pieza afinando y declamando:

TROVADOR
Y, bueno, querido público inteli-
gente y conocedor, tenemos tiem-
po para una pieza más esta noche,
o si quieren que ya me vaya porque
mucho ayuda el que no es trova,
sólo tienen que...

Se escucha un “¡Nooooo!ˮ del público. Mauricio observa


cómo el Trovador sonríe, cambia el capo de traste.

TROVADOR (CONT’D)
Eso pensé. Entonces vamos con
esta canción que ya conocen. Esto
es Mariana y el mar...

Mauricio mira al público gritar y aplaudir.

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Arturo Tornero Aceves

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SPES

1. EXT. BOSQUE-NOCHE 1

Un bosque cubierto de nieve, lleno de árboles de abedul con


ramas secas, pasto seco y arbustos, una leve ventisca atravie-
sa el paisaje.

TIGRESA, es una tigresa blanca y peluda, camina entre los


árboles, junto a los vestigios calcinados y cubiertos de musgo,
líquenes y nieve de un helicóptero militar estrellado.

Entre los árboles corre un río de agua cristalina y silenciosa,


el río es como un espejo. Tigresa se detiene a beber, deja de
beber y voltea hacia arriba, el cielo lleno de estrellas. Un par
de puntos luminosos equidistantes cruzan el cielo.

Tigresa baja la mirada y cruza el río.

Tigresa camina entre los árboles, en medio del silencio de la


noche una rama seca cruje a lo lejos. Tigresa se detiene, voltea
hacia atrás y observa alerta, al fondo hay algunos troncos caí-
dos, matorrales secos y algunas construcciones de concreto
derruidas por el paso del tiempo, llenas de maleza y nieve; en
calma aparente, Tigresa regresa la mirada y sigue su camino.

El sonido de pisadas en el agua irrumpe el ambiente, Tigresa


se detiene y mira a su alrededor en búsqueda de algo.

En un contorno negro que en el centro tiene un círculo con


líneas graduadas e indicadores numéricos de posición se en-

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ARTURO TORNERO ACE VES

cuentra Tigresa, es el centro de la mira del arma de un fran-


cotirador. Una respiración profunda.

A la distancia, Tigresa localiza el origen del objetivo y lo mira


de frente.

Se escucha el clic del arma prepararse para disparar, se de-


tona.

Clavado en el suelo muy cerca de Tigresa hay un pequeño


proyectil que de inmediato libera un gas de color ligeramente
naranja.

Tigresa reacciona y huye, escapa entre los árboles.

Unas piernas con botas tácticas y pantalón oscuro corren


entre los árboles en dirección hacia Tigresa, es CAZADOR
(30), un hombre alto y delgado con ropa táctica, lleva un
arma larga, guantes, una mascarilla de respiración con len-
tes de protección y una pequeña cámara de video sujeta a
ellos, corre.

Tigresa corre y se aleja. Nieva. Cazador le sigue el rastro de


cerca.

Cazador desciende una colina arbolada cubierta de nieve, es-


quiva los troncos con agilidad. Tigresa avanza de prisa.

Cazador se detiene. Silencio. Está en un área abierta, cóncava


y despejada de árboles, es un cráter con restos de vehículos,
chatarra y piezas metálicas de gran tamaño cubiertas por la
nieve, voltea hacia los lados, ha perdido el rastro de Tigresa,
sólo ve sus propias pisadas, se mantiene atento.

Cazador levanta su arma y la prepara para disparar, voltea


alerta a ambos lados, sin apartar su ojo izquierdo de la mira
de su arma. A la distancia se escucha movimiento en la vege-
tación de alrededor, el palpitar de su corazón se acelera ante
la incertidumbre.

Los ojos de Tigresa se mueven ocultos entre las ramas, ace-


chándolo.

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Antología Segundo Periodo.indd 325 31/10/19 14:13


GUION CINEMATOGRÁFICO

Cazador prepara su arma y apunta hacia el frente con deter-


minación. Pone su dedo sobre el gatillo del arma y la dirige
hacia las ramas.

Un rugido invade el ambiente, Cazador voltea hacia la iz-


quierda. Tigresa salta de entre los arbustos y cae sobre Caza-
dor. Su arma cae en el suelo a unos metros.

Tigresa lo presiona con sus patas delanteras contra la nieve


del suelo, gruñe mientras mira directo a los ojos de Cazador,
inmóvil. Ambos se sostienen la mirada por unos instantes. La
respiración de Tigresa empaña un poco los lentes protectores
de Cazador.

Tigresa se tranquiliza poco a poco sin dejar de ver directo a


los ojos de Cazador, que le mantiene la mirada serena.

Cazador voltea de reojo a su izquierda en busca de su arma,


la encuentra, Tigresa gruñe y Cazador regresa su mirada al
frente.

Tigresa resopla, levanta la mirada y voltea indiferente hacia


los lados, retira sus patas de Cazador y se aleja con paso lento
en dirección al bosque.

Cazador respira aliviado, pensativo y con la mirada perdida


por un instante. Se levanta despacio, con sigilo voltea hacia
atrás, la ventisca arrecia, limpia los lentes protectores con su
mano, Tigresa se aleja, sube la pendiente del cráter.

Cazador voltea hacia su arma, con un giro intempestivo y


preciso alcanza el arma, apoya una rodilla en el suelo, ma-
nipula el arma y recarga munición, toma aire y apunta hacia
Tigresa. La ventisca es intensa. Tigresa en el centro de la mira
del arma, Cazador dispara.

Una esfera pequeña y luminosa se clava con una punta metáli-


ca en un tronco justo a unos centímetros de Tigresa, la esfera
libera un poco de electricidad, el árbol es envuelto un instante
por una intermitente descarga eléctrica que se extiende por el
tronco, Tigresa se aparta, mira la descarga extinguirse, gruñe y
se voltea hacia atrás, a lo lejos Cazador le apunta con el arma.

326

Antología Segundo Periodo.indd 326 31/10/19 14:13


ARTURO TORNERO ACE VES

Cazador frustrado por el fallo, aspira y exhala mientras pre-


para otro tiro con premura. Tigresa corre hacia Cazador llena
de ira.

Cazador se retira los lentes protectores y los tira a un lado,


observa a Tigresa por la mira de su arma, el embate es inmi-
nente, aspira y exhala. La ventisca interfiere con su objetivo.

Tigresa se acerca impetuosa. Cazador la tiene en la mira.

Tigresa salta hacia Cazador con las garras por delante, Ca-
zador, estoico, cierra los ojos, presiona el gatillo, una esfera
luminosa se clava en el pecho de Tigresa y ruge de dolor. Los
rayos de electricidad la envuelven, cae al suelo violentamente
mientras la electricidad recorre todo su cuerpo, se esfuerza
por levantarse, pero está paralizada y con los músculos ten-
sos.

Cazador, de espaldas al suelo a un par de metros, observa a


Tigresa con angustia y asombro, deja su arma a un lado.

Algunos rastros intermitentes de electricidad recorren el cuer-


po de Tigresa, un humo grisáceo se desprende de ella, tiene
los ojos entrecerrados, se esfuerza por arrastrarse, extiende
su garra derecha hacia Cazador en un intento por alcanzarlo,
pero ésta cae al suelo, queda inmóvil y cierra los ojos.

Cazador se quita la mascarilla de respiración, exhala, se acerca


despacio mientras extiende su mano izquierda hacia Tigresa.

Tigresa abre apenas los ojos, sus miradas se cruzan, la mano


de Cazador está sobre su garra, sus ojos se cierran de nuevo.

2. INT. REFUGIO-NOCHE 2

El suelo tiembla, el metal cruje y rechina en la oscuridad.


Tigresa, recostada en el suelo, abre los ojos despacio, se in-
corpora y voltea hacia los lados, aturdida.

Poco a poco se descubre a Tigresa detrás de unos barrotes


metálicos que forman parte de una gran jaula cubierta con

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GUION CINEMATOGRÁFICO

un cristal grueso. A un lado de Tigresa, en otra jaula, hay un


tigre sedado e inmóvil en el suelo.

Un muro muy amplio con varios niveles está lleno de jaulas


con diferentes especies de animales, algunos en parejas, otros
en grupos de tres o más. Hay lobos, osos, alces, pandas, simios,
gorilas, elefantes, leones, jaguares, cebras, caballos, serpientes,
águilas, todo tipo de mamíferos, reptiles y anfibios en terrarios,
plantas en vitrinas y cápsulas, aves diversas, enormes acuarios
con especies de ballenas, tiburones y tortugas. Algunas
personas con batas y dispositivos electrónicos supervisan,
toman apuntes y van de un lado a otro.

Una puerta automática se abre, es Cazador parado en el um-


bral de la puerta, lleva ropa diferente, observa el lugar, algu-
nos animales están inquietos, otros duermen.

Cazador mira a Tigresa y se acerca a la jaula, lleva un reci-


piente con unos trozos de carne. Abre una compuerta en la
jaula de Tigresa e introduce los trozos de carne que llegan al
interior. Cazador mira a Tigresa y sonríe con sutileza, Tigresa
lo observa a través del cristal.

De su bolsillo saca el proyectil esférico que disparó y se clavó


en Tigresa, ya no es luminoso, lo guarda en una pequeña caja
de madera en la que conserva otros proyectiles esféricos. Ca-
zador sale de la sala, las luces se atenúan al cerrarse la puerta
automática, los ojos de los animales brillan.

3. EXT. NAVE/ESPACIO-NOCHE 2

Cazador mira por una ventana en forma de escotilla de barco.

Debajo de la ventana, en un tamaño muy grande con una ti-


pografía industrial, con manchas y desgaste, se lee la palabra:
“SPESˮ.

La ventana está al frente y es parte de una estructura metá-


lica. Es una nave espacial larga con una forma que remite a
un barco, está llena de ventanillas y luces intermitentes. Los
motores y reactores que la impulsan rugen mientras avanza

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ARTURO TORNERO ACE VES

por el espacio exterior lleno de estrellas. Detrás de la nave


SPES está el planeta Tierra.

En la Tierra se observan explosiones y destellos de color rojo


luminoso en diversas regiones, la atmósfera está llena de
humo espeso y oscuro con tonos rojizos.

La nave SPES se aleja de la Tierra, lo mismo hacen múltiples


naves de similares y diversas formas.

La Tierra se hace pequeña hasta desaparecer en la pupila del


ojo de Tigresa, el ojo se cierra.

SOBRE NEGROS

En texto en pantalla aparece la frase: “SPESˮ, del latín SPES,


que significa: Esperanza.

FIN

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Fernanda Tovar Masvidal

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La mancha

1. INT. COCHE-DÍA

El March azul espera mal orillado en la calle. Varios coches


que pasan le tocan el claxon. Las mentadas de madre se
funden en el bullicio de la Ciudad de México.

Adentro, la MAESTRA espera nerviosa a que PAULA llegue


a la puerta. Está escuchando “Si tú me dices venˮ, de Los
Panchos. Paula camina entre la multitud y los vendedores
ambulantes. Pareciera que ese recorrido, tan sólo de un par de
metros, dura una eternidad.

Finalmente, Paula abre la puerta del coche. Se sube, se sienta


y se pone el cinturón de seguridad.

PAULA
Vámonos.

La Maestra enciende el coche y avanza lentamente, mirando


por los espejos. La multitud de gente y el bullicio se quedan
lentamente atrás.

La Maestra baja el volumen de la canción de Los Panchos y


voltea a ver a su amiga, quien tiene la mirada clavada en el
frente.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

LA MAESTRA
¿Qué pasó?

PAULA
Nada.

LA MAESTRA
¿Cómo nada?

PAULA
Güey, no, no pude.

La Maestra pone la direccional y gira el volante. Se encuentran


con mucho tráfico, es un día caluroso, las dos amigas sudan
asquerosamente.

PAULA
¿No puedes prender el aire
acondicionado?

LA MAESTRA
No, mi mamá no me deja.

Paula ríe un poco.

PAULA
¿Cómo que no te deja?

LA MAESTRA
Pues dice que la gasolina está
carísima y con el aire se gasta un
chingo...

PAULA
Ay, no mames...

LA MAESTRA
No me cambies el tema.

El semáforo se pone en verde y el coche avanza. Paula mira


por la ventana.
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FERNANDA TOVAR MASVIDAL

PAULA
Pues al final no lo hice... me di
cuenta de que era una pendejada.

LA MAESTRA
¿Por qué?

PAULA
Pues porque no hay manera de
comprobarlo.

Las dos se quedan calladas un momento.

PAULA
Aparte la cárcel se me hace dema-
siado.

LA MAESTRA
Pero eso no lo decides tú.

PAULA
No es venganza.

LA MAESTRA
No es venganza, güey.

Paula sigue mirando a través de la ventana. La música que


ha permanecido en un volumen muy bajo se mezcla con el
estridente ruido de la ciudad.

PAULA
Bueno, como sea, no tengo ganas
de hacer nada más.

LA MAESTRA
No te puedes quedar así. Es un de-
lito.

PAULA
Ya.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

El coche sigue avanzando con las dos amigas en silencio. La


canción acompaña el movimiento. La Maestra aprieta con
fuerza el volante, externando la furia que la consume. Paula
sube el volumen del radio un poco.

PAULA
¿Y ahora? ¿Por qué tan romántica?

LA MAESTRA
Es de mi mamá.

PAULA
¿Está enamorada o qué?

El ambiente empieza a relajarse con esta conversación.

LA MAESTRA
No creo que nunca se haya
enamorado.

PAULA
Pues es que está muy romántica su
selección musical.

LA MAESTRA
Se me hace que la escucha para
imaginarse cómo se siente.

PAULA
Seguro sí se enamoró, aunque sea
de tu papá, ¿no?

LA MAESTRA
Güey, mi papá se fue a vivir
a Monterrey como tres meses
después de que yo naciera y nunca
lo volvimos a ver y a mi mamá le
valió madres.

PAULA
Eso es lo que tú crees.

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FERNANDA TOVAR MASVIDAL

LA MAESTRA
No, güey, es la verdad. Siempre
que se pone peda dice que, siem-
pre que cuenta la historia, la gente
se imagina que ella se puso bien
triste cuando mi papá se fue. Pero
que la neta, la neta, le valió madres
porque ni lo quería tanto.

PAULA
Verga.

Paula mira a las personas que caminan por la banqueta y


esperan para cruzar la avenida en la que ellas van. El sol hace
que todos cierren un poco los ojos, parecen estar sufriendo.

2. EXT. CALLES DE LA CIUDAD DE MÉXICO-DÍA

El coche está a media avenida, rodeado de muchos otros


coches y gente por todos lados. Se escuchan las voces de
Paula y La Maestra.

PAULA
Había una niña con su mamá, la
niña estaba toda asustada y la mamá
tenía el ojo morado. Se veía que le
habían puesto una putiza... Me hizo
sentir mal, por ellas y, pues, porque
al final lo que a mí me pasó no es
tan grave... Y no sé, me sentí mal
de quitar espacio y tiempo en esto
mientras que hay demasiada gente
que está mucho peor...

LA MAESTRA
Pues que eso esté de la verguísima
no quiere decir que lo tuyo no esté
de la verga.

PAULA
Pues no, pero en el fondo sí.
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GUION CINEMATOGRÁFICO

LA MAESTRA
No, güey.

PAULA
Es que si yo me siento como me
siento, no me imagino lo que se
debe de sentir eso... Ay, no sé, se me
hace un hoyo en la panza nada más
de pensarlo.

3. INT./EXT. COCHE/CASA DE PAULA-DÍA

El coche se detiene en frente de casa de Paula. Ella se quita el


cinturón de seguridad.

LA MAESTRA
Güey, la neta las cosas no se pueden
quedar así...

PAULA
Pero, ¿qué hago?

LA MAESTRA
Pues es que no sé...

PAULA
No tiene sentido hacer algo.

LA MAESTRA
Tiene que haber una solución.

Paula está por bajarse del coche cuando La Maestra la


interrumpe.

LA MAESTRA
¿Y si le decimos a tu papá?

PAULA
No.

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FERNANDA TOVAR MASVIDAL

LA MAESTRA
Bueno, a mi mamá.

PAULA
No, güey.

LA MAESTRA
Verga, es que hay que hacer algo,
no podemos nada más dejar que se
quede todo como si nada.

PAULA
¡Güey, sí, verga, sí! ¡Ya te dije! Sólo
no sé qué hacer.

Paula está harta. Se baja del coche y ahora hablan a través de


la ventana.

LA MAESTRA
O sea, mínimo que le pongan una
turbo putiza...

PAULA
Es como medio de animales, ¿no?

LA MAESTRA
Pues se me hace lo mínimo...

PAULA
Bueno, luego hablamos, me estoy
haciendo pipí.

A través de la ventana del coche, La Maestra ve a Paula


alejarse y entrar a su casa corriendo. La Maestra arranca el
coche y se va.

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Juan Manuel Zúñiga

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Mongo

1. EXT. CASA PAPÁ-NOCHE

El auto se detiene frente a una casa de aspecto descuidado, el


Lic. saca unas llaves de su saco y se las da a Tito.

LIC.
Adelántate en lo que me estaciono.

Toma las llaves y baja del auto, camina hacia la casa, va


observando los detalles de la fachada. Toca el número de la
entrada tres veces “80”, una vieja manía que solía tener de
adolescente, juguetea con las llaves y voltea a su alrededor
esperando que el Lic. dé señales de acercarse, hasta que se
decide a abrir la puerta exterior y entrar.

Se dirige hacia la puerta principal, ve el estado del jardín:


apenas hay vida en las jardineras, la tierra seca y pequeños
montes de pasto que brotaron irregularmente por el lugar.

Por fin llega a la puerta principal, toma la llave y, como si


fuera la llave más pesada que jamás haya tenido en sus manos,
la levanta e introduce en la cerradura.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

2. INT. CASA PAPÁ-NOCHE

Entra a la casa, cuelga las llaves en un llavero en forma de


bulldog que está empotrado en la pared, no le da mucha
importancia, da un par de pasos en la oscuridad y enciende
la luz.

Empieza a observar el lugar, a Tito le extraña porque la


decoración está muy cambiada, ve que hay bastantes figuras
de bulldogs en las repisas y muebles.

TITO
(Tomando una figura de perro
de la repisa)
¿Y esto?

Sigue caminando por la casa, llega a la sala, se ve un poco


desordenada: los cojines en el suelo, el sillón tiene marcas de
mordidas, y una maceta tirada con la tierra salida, esparcida
por todo el lugar. Ve una camita de perro y juguetes mordidos.

Tito camina con cuidado de no pisar los juguetes o de no


ensuciarse con la tierra que está por todos lados.

Va hacia el fondo de la sala, llega a una foto de tamaño


considerable empotrada en la pared, donde aparece su padre
vestido con pants sport noventeros, tiene una gran sonrisa en
la cara, está abrazando a un bulldog, que tiene una gigantesca
cara de tonto llena de arrugas y mirada perdida.

En la placa del perro se lee: “MONGO”.

Tito se acerca sorprendido a la foto, sigue avanzando, ve más


fotos enmarcadas que están sobre el mueble de la sala, en
ellas se puede ver a su padre junto a MONGO en diferentes
situaciones y lugares.

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JUAN MANUEL ZÚÑIGA

En las fotos se pueden notar dos cosas, la primera: la relación


tan cercana que tenía su padre con el perro, y la segunda, la
afición que su padre tenía por vestirse con pants noventeros,
ya que en todas las fotos tiene puesto este tipo de ropa.

Tito voltea al escuchar un ruido. Sorprendido y sin saber qué


hacer, ve a Mongo sentado a unos metros de distancia.

Mongo es un perro de raza bulldog inglés, de aproxima-


damente seis años, gordo, moteado de diferentes colores,
donde predomina el café. Su obesidad lo hace tener un
respirar cansado y ruidoso todo el tiempo, tiene bastan-
tes arrugas en la cara, pero predomina la gran lonja que
tiene en la nuca, unos colmillos inferiores que sobresalen
en su chato hocico, unos pliegues enormes de piel en los
cachetes y unos ojos oscuros, grandes, en los que se puede
perder tu mirada.

El animal está observándolo, estudiando a este ser extraño


que nunca había visto en su casa. Se siente interesado por el
olor de Tito, como si sintiera los genes de su dueño que corren
por esta persona.

Intenta acercarse a Tito, pero él lo detiene.

TITO
(Con tono autoritario)
¡¡¡No, Mongol, atrás !!!

Mongo vacila en acercarse y vuelve a sentarse, de esta forma


tan peculiar que tienen algunos bulldogs, como si fuera un
humano recargando el trasero en el suelo y estirando las patas
traseras.

Empieza a chillarle a Tito, él no sabe qué hacer, intenta


tranquilizarlo sin éxito.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

TITO
(Con tono autoritario)
¡¡¡Cállate!!!... ¿qué quieres?,
¡¡¡ssshh!!!... cállate.

Busca cerca de él y ve un trapo viejo enrollado, lo toma.


Mongo deja de chillar y se pone alerta al trapo.

Al ver esto, lanza el trapo, Mongo va por él, Tito se relaja


como si tuviera la situación controlada.

Algunos instantes después, Mongo vuelve con el trapo.


Cuando Tito lo quiere tomar, Mongo se resiste, forcejean, el
perro se queda con el trapo y se aleja cuando se escucha que
el Lic. abre la puerta.

TITO
Pinche perro...

El Lic. entra, ve que Tito no ha reaccionado bien al descubrir a


una de las “cosas” de las que tendrá que hacerse cargo. Se nota
que esto al Lic. no le ha venido bien, como si hubiera estado
esperanzado en que este primer encuentro fuera positivo para
Mongo y, en especial, para Tito.

El perro recibe con felicidad al viejo, el Lic. le da un par de


caricias, esto hace que el perro se calme y se siente detrás del
Lic., protegiéndose del extraño que está en su casa. El Lic. le
sonríe a Mongo y deja unos papeles sobre la televisión de la
sala, se nota que el perro está bastante acostumbrado al Lic.

TITO
¿De cuándo acá le gustaban los
perros...? Los odiaba.

Tito ve con desprecio la gran foto de su padre y Mongo que


está colgada en la sala.

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JUAN MANUEL ZÚÑIGA

TITO
No tenía tiempo ni de una llamada
desde que murió mamá, y ahora
resulta que se dedicaba a ser el
nuevo encantador de perros.

El Lic. no sabe qué decirle, Mongo se ve deprimido, pareciera


que está muy extrañado por la ausencia de su “padre”, y a la
vez por la presencia de este extraño.

Mongo le lanza un ladrido nervioso a Tito, el viejo lo calma


inmediatamente.
LIC.
Entiendo si no te lo quieres quedar,
pero por lo menos cuídalo en lo que
encontramos dónde llevarlo.

TITO
(Enfadado)
Pues lo puedo dejar aquí en lo que
vengo a sacar las cosas...

El viejo voltea a ver a Mongo, que se ha ido a acostar en un


rincón de la sala.

LIC.
Vamos, no seas así, es un perro de
casa, está acostumbrado a tener
compañía. Si está solo se pone
nervioso y puede enfermarse, tu
padre lo acostumbró a siempre
estar con él... mira, vamos por algo
de cenar y los llevo a tu casa.

Tito ve al perro, que también lo observa desde el rincón de la


sala.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

3. EXT. TACOS-NOCHE

Tito y Mongo están sentados en la banca de un parque al lado


de un puesto de tacos, se ve al Lic., al que le están entregando
un par de platos, Tito y Mongo se ignoran.

4. EXT. DEPARTAMENTO-NOCHE

El auto del Lic. se estaciona frente a la entrada del departa-


mento de Tito; Mongo y Tito bajan del auto, el Lic. se asoma
por la ventana.

LIC.
Tito, no olvides comprarle las cro-
quetas que te dije, son las únicas
que tu padre lograba que comiera...
ah, y déjale una luz prendida, re-
cuerdo que le tenía miedo a la os-
curidad.

TITO
Ok, Lic. No te preocupes por Su
Majestad.

El Lic. arranca, mientras este inusual par lo ve alejarse. Tito


intenta hacer que Mongo camine, pero parece estar pasmado en
la entrada del complejo de departamentos en los que vive Tito,
quien lo jalonea un poco hasta que logra hacer que avance.

5. INT. PASILLO DEPARTAMENTOS-NOCHE

Tito y Mongo caminan hacia el departamento. Justo cuando


está a punto de abrir la puerta de su hogar, de la puerta del
fondo del pasillo sale la CASERA de Tito.

CASERA
Ni creas que vas a meter eso aquí.

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JUAN MANUEL ZÚÑIGA

Él observa a Mongo, que se incomoda con la situación y da un


par de ladridos nerviosos. Tito intenta calmarlo, pero su falta
de control sobre Mongo es evidente, ya que el perro no le
hace caso.

TITO
Ya, Mongo... cállate... ¡¡¡tranquilo!!!

La Casera no tiene mucha empatía por ellos, se cruza de


brazos en una posición dominante y se recarga en el marco
de la puerta.

CASERA
Está en tu contrato, Tito.

TITO
Es sólo por unos días, por favor,
sólo por esta vez...

La Casera ve a Mongo y a Tito, para ella es el perfecto retra-


to de dos perdedores, entonces se relaja un poco, y cuando
parece que va a tener un ápice de piedad, Mongo orina en el
pasillo. La Casera cambia de semblante.

6. EXT. DEPARTAMENTO-NOCHE

Tito y Mongo están fuera del complejo de departamentos, Tito,


enojado, intenta parar un taxi sin éxito, camina hacia la esquina
y, aprovechando un alto, se acerca a un taxi que está esperando
la luz verde.

TITO
Buenas noches, disculpa, ¿podrías
llevarnos a Rinconada del Bosque?

TAXISTA
¡¡¡Uyyy, amigo!!!, es que con el
animalito no te puedo subir.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

7. EXT. CIUDAD-NOCHE

Tito y Mongo van caminando por la ciudad, se nota que él


nunca convivió con un perro porque son un fiasco caminando
juntos: Mongo se detiene todo el tiempo a olfatear y orinar
todo a su paso, momentos después jalonea a Tito para ir a otro
lugar donde su olfato lo lleva a curiosear.

Tito sigue intentando detener un taxi sin éxito, Mongo se ve


cansado, tiene unas grandes babas colgando de su hocico,
hasta que llega el punto en el que se niega a caminar.

TITO
¡¡¡Ándale!!! Camina, cabrón.

Tito no logra que Mongo se levante, respira con dificultad y se


queda echado cada vez que Tito lo jalonea para seguir.

8. EXT. CASA PAPÁ-MAÑANA

Tito camina por la calle de casa de su padre cargando a Mon-


go, se ve agotado y sudado, tuvo que recorrer todo el trayecto
a pie.

Una vez que el perro reconoce la entrada de la casa, se exalta,


se mueve como loco para que Tito lo baje; él lo suelta, Mongo
azota contra el piso y corre hacia la entrada.

Tito lo mira con odio, siente que el perro lo engañó, claro que
el perro podía caminar, pero cayó en su trampa y logró que lo
cargara todo el camino.

Tito, enfadado, avanza hacia la casa y abre la puerta, Mongo


entra rápidamente, Tito cierra la puerta detrás de él.

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DRAMATURGIA

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Prólogo de dramaturgia

Esta generación de Jóvenes Creadores no concibe su teatro a


partir de los cánones y las modas, ellos crean desde su lugar,
desde lo que les duele: desde su sitio geográfico y su huella
de dolor, desde un largo camino andado en el teatro, ese
que les deja experimentar y construir sus propios lengua-
jes. Como Eleonora, que escribe para el joven público y no
le basta con escribir una obra: escribe un tratado completo
para acercar a las niñas y los niños al teatro.
Lo que más me atrae de esta generación es el vínculo que
hay entre sus historias personales y sus historias teatrales; su
forma de plantarse y decir: “escribo esto porque me afecta,
porque ha estado en mi familia por mucho tiempo y quiero
entenderlo”. Ese mirar de frente la enfermedad, el dolor, la
muerte, el abandono, el olvido, las desapariciones forzadas,
hace de sus indagaciones teatrales un material honesto con su
tiempo. El vínculo concreto que hay con las luces del centro de
la Ciudad de México y sus habitantes es visible en un ilumina-
dor que insiste en mirar los lugares desolados de la ciudad con
una luz de esperanza. Es visible también el deseo de atajar una
depresión crónica que se extiende en diferentes generaciones y
avanza hacia quien quiere entenderla desde la creación.
Ésta es una generación de voces que parecen debilitarse
por los tiempos que les tocan, pero encuentran en el teatro
el lugar para fortalecerse y pronunciarse. Ellos viven una
búsqueda personal eterna; la que algunos viven por debajo
del agua, ellos la conciben cerca del teatro; la hija que quiere
entender la muerte de su padre y encuentra pistas en su viejo
diario, descubre en él que al padre se le rompió el corazón,
aunque los médicos insistan en decir: “infarto”. Como la ma-
dre que busca a su hijo desaparecido, así ellos se vuelven una
buscadora más para encontrar su historia o acompañar a la

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DRAMATURGIA

madre en su búsqueda y tratar con ello de escribir teatro. Es-


tos creadores son buscadores de historias, pero curiosamente,
antes de salir a buscar por las calles de su ciudad, han inda-
gado muy dentro de ellos mismos y, después de su viaje per-
sonal, han emprendido el viaje colectivo que es el que sueña
el teatro.
La noche está viva, tan viva como la letra de estos creado-
res que viajan en el Tsuru de Tespis. Algunos de ellos tienen
ya reconocimientos en el teatro, han recibido premios, están
publicados, tienen temporadas en las que van conformando
su público, y eso los hace un poco tercos, un poco necios,
pero también bastante concretos en su lenguaje y en sus espa-
cios de creación. El programa Jóvenes Creadores 2018-2019
nos entrega una generación un poco enferma de depresión y
ansiedad, pero también un poco curada por el teatro y su luz.

Conchi León

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Juan Cabello

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El equilibrio de las nubes
(Fragmento)

Sólo a través del tiempo el tiempo es conquistado.

T.S. Elliot

Personajes que aparecen en este fragmento:

Camila, descuidada, tiene 30 años.


La única hermana. Siempre ha vivido en la misma casa.

Julián, es el hermano con mejor aspecto. Tiene 35 años, viste bien.


Mantiene, económicamente, a su hermana y padre.

Sara, una mujer bella, pero rígida. Pareja de Julián.

Operadora puede ser una mujer de veinte a cincuenta años.

Su voz está entrenada en el oficio.

Sala de una casa. Hay una ventana al fondo, protegida con barro-
tes de hierro. Una sala, algunas sillas. Algunos libros desperdiga-
dos. A la derecha una puerta conduce a la cocina. Al fondo a la
izquierda, la puerta de entrada que tiene, a un costado, una cajita
de seguridad con botones y alarma. Tocan a la puerta.

Desde afuera:

Julián: ¡Camila! ¿Hola?

Sara: ¿Estás seguro de que es aquí?

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JUAN CABELLO

Julián: Sí, aquí debe ser.

Sara: ¿Debe ser?

Julián: No me molestes. ¡Camila!

Sara: ¿Estás seguro de que hoy era la reunión?

Julián: Sí, era hoy… Es, es hoy. ¡Camila!

Se activa la alarma. Camila entra a la sala y desde adentro desac-


tiva la alarma, abre la puerta.

Camila: ¡Hola!

Julián: Llevamos horas afuera. Dos horas.

Sara: Cinco horas. Mucho tiempo para venir.

Camila: Bueno… casi 10 años para que mi hermano


se atreviera a volver.

Julián: ¿Por qué sigues con ese sistema tan anticuado?

Sara: ¿Todavía sirve? ¿Hay gente que lo atiende?

Camila: Es el precio que debo pagar por no estar metida


en el nuevo mundo. Pero, no es tan grave.
Nos gusta lo viejo. Ustedes pónganse cómodos,
yo arreglo lo demás.

Sara: ¿Hay más luz?

Camila prende más luces.

Camila: Perdón, estoy acostumbrada a… ¿Qué le pasó a


tu cabello?

Julián: ¿Qué tiene?

Camila: Nada, la última vez que te vi, tenías más.

Julián: Pues ahora es lo que hay.

Sara: Tú, ¿siempre fuiste así?

Camila: ¿Cómo así?


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DRAMATURGIA

Julián: ¿Rarita?

Camila: Medio gorda, también. Y sí, desde niña.

La cajita de seguridad hace un sonido. Camila va y pulsa una con-


traseña. Silencio.

Julián: ¿Cuál es la contraseña? ¿La cambiaron?

Camila: Es la misma que usábamos.

Julián: ¿Cuál es?

Camila: Acuérdate.

Sara: ¿Alguna vez has tenido la visita de algún…


ladrón?
Camila: Creen que la peligrosa soy yo. Me tienen bajo la
lupa. Mantenerse al borde te vuelve sospechosa.

Julián: Y los demás, ¿no han llegado?

Camila: Ya vienen. Supongo.

Julián: Siento que este lugar se hizo más grande… Me


acordaba que era pequeño.

Camila: ¿Quieren algo de tomar? Puedo traerles agua,


sidra, cerveza…

Julián: Sidra suena perfecto.

Sara: ¿Agua tienes?

Camila: Sí, pero es agua de la llave.

Sara: Entonces, estoy bien. De veras, no tengo sed.

Julián: Voy a saludar a Papá. ¿Está en su cuarto?

Camila: Necesita un descanso, creo que mejor esperamos


a los demás. Mientras, puedes platicarle de lo
rarita que era tu hermana a…

Julián: Sara.

Camila: Bonito nombre.


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JUAN CABELLO

Sara: Gracias.

Camila: Pero yo no era ni la única, ni la más loca de la


familia, que no te engañe.

Camila sale.

Julián: Estar aquí me trae…

Sara: ¿Náuseas?

Julián: Recuerdos.

Sara: No vamos a estar mucho tiempo.

Julián: Sara…

Sara: Mientras más rápido olvide todo esto, mejor.


Estuvimos horas afuera, ni siquiera se disculpó.
¿Qué clase de… anfitriona hace eso?

Julián: Quizás estaba arreglando a mi papá, terminando


de bañarse, limpiando la cocina…

Sara: No se ha bañado esta semana, te lo juro. Y, ¿le


viste los dientes?

Julián: Déjala en paz. Aquí las cosas son distintas.

Sara: Me queda claro.

Julián: Tampoco yo… me acordé de la contraseña.

Sara: ¡Por favor! ¿En qué mundo vive? ¿Qué? No voy


a fingir que hice una nueva amiga. ¿A qué se
dedica?

Julián: A cuidar a papá.

Sara: Conque no trabaja. Deja de mirarme así. ¿Tus


hermanos confirmaron? No van a llegar, es
tardísimo.

Julián: Seguro llegan, Camila fue muy insistente.

Sara: ¿Hablaste con ellos?

355

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DRAMATURGIA

Julián: No tuve tiempo. ¿A qué hora?

Sara: Increíble… Necesito salir a fumar. Realmente lo


necesito.

Sara intenta abrir la puerta, está cerrada. Suena el teléfono.

Sara: ¡Mierda! Pensé que era otra alarma. ¿Tengo que


esperar una hora también para salir a fumar un
cigarro? Contesta.

Julián: ¿Y qué digo?

Sara: Tal vez uno de tus hermanos se perdió o llaman


para cancelar… No sé a qué vinimos.

Camila entra.

Sara: Quiero salir a fumar.

Camila: En la cocina. (Toma el teléfono.) Un momento.


(Apunta hacia la cocina.) Abre la ventana, con
fuerza porque se traba.

Sara le hace una seña a Julián. Salen.


Camila toma el teléfono de nuevo.

Entra la operadora con su diadema.

Camila: Diga.

Operadora: Muy buenas noches. ¿Sabía usted que tiene


preaprobado su ingreso al sistema?

Camila: El problema no es el qué sino el cómo.

Operadora: Porvenir, pertenencia, paz, comunión, transfor-


mación, transparencia…

Camila: Mis privilegios son muchos más de este lado.


Encuentro uno nuevo cada vez que llama.

Operadora: Desde la nueva administración los hospitales se


usan menos.

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Antología Segundo Periodo.indd 356 31/10/19 14:13


JUAN CABELLO

Camila: Ajá… ¿Será porque se mueren cuando más le


conviene a su mentado sistema?

Operadora: Bajó la delincuencia en un 70%, 85% y 90%.


Camila: Casi un 100%.

Operadora: ¿Se lo habían mencionado antes?

Camila: Todas las noches.

Operadora: Y sigue en aumento. Es increíble cómo hemos


logrado que se rehabiliten y se reinserten los cri-
minales a la sociedad. La nueva sociedad.

Camila: Yo puedo recordar y almacenar mis recuerdos a


la antigüita, gracias.

Operadora: Su memoria, su pasado, su rabia… llámele como


quiera, no la necesita.

Camila: La calma, la paz y el olvido… No son para mí.

Operadora: ¿Las ha sentido alguna vez?

Silencio.

Operadora: Escucho su respiración. Sé en lo que está


pensando.

Camila: No sabes nada, queridita.

Operadora: Percibo un poco de molestia en su voz. Discúl-


peme si la ofendí porque tiene razón, no sé lo
que está pensando. ¿Cómo podría saberlo? No
soy estúpida. Seré directa: ¿Hay alguna manera
en que pueda convencerla de tomar la mejor de-
cisión para su futuro?

Camila: No.

Operadora: ¿Hay alguien con usted en este momento?

Camila: Esa pregunta sale de lo que habitualmente me


preguntan. ¿Está en su formulario?

357

Antología Segundo Periodo.indd 357 31/10/19 14:13


DRAMATURGIA

Operadora: Sí, pregunta 114, sobre compañías. ¿Ve? Todo


está dictado y ordenado, no hay margen de
error. ¿Seguimos? ¿Hay alguien? Quizás algún
familiar… no sé… un hermano, alguien. Una
visita. Su cuñada.

Camila: ¿Usted qué piensa? ¿Estoy sola?

Operadora: No se oye como alguien a quien le gusta estar


sola, aunque se resista a ser parte de nuestra
gran familia.

Camila: No creo en su familia.

Operadora: La gente habla de milagros, pero es evolución.


La Iglesia, la ciencia y el Estado se toman de las
manos. Es la nueva era de la humanidad sobre
la tierra. Una auténtica fraternidad. Entregue
una parte de usted y nosotros haremos el resto.
Es más fácil para todos.

Camila: ¿Fácil? Soy afortunada. Puedo matar a alguien,


a cualquiera de ustedes… o matarme a mí
misma, mientras estoy contigo al teléfono. Eso
volvería esta charla un detonante para mi
muerte; como si tu voz fuera una razón para
morir… como si no me hubieras dejado otra al-
ternativa que meterme un tiro en la cabeza.

Operadora: ¿Cuenta con armas en casa?

Camila: Matar es un lujo. No olvidar es un lujo.

Operadora: ¿Está consciente de que esto puede ser utilizado


como una declaración?

Camila: Recuerdo un mundo donde todavía había sentido


del humor. Es una broma. ¿Sabes lo que
significa una broma?

Operadora: Si tanto le gustan los recuerdos, puede escoger


algunos con los que realmente quiera
quedarse. Dígame, ¿cuál escogería? ¿Cuál
escogería? ¿Cuál escogería?

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Antología Segundo Periodo.indd 358 31/10/19 14:13


JUAN CABELLO

*
Entra Julián. Camila cuelga.

Operadora: ¿Cuál escogería? ¿Cuál escogería? ¿Cuál


escogería? Tuuuuuuuuuuu…

Camila: Saben que están aquí.

Julián: ¿Y?

Camila y
Operadora: ¿Cómo que “y”?

Operadora: Te toca convertirla.

Camila: ¿No te da terror que sepan todo de ti?

Julián: Vivimos en mundos diferentes.

Operadora: Es tu deber como ciudadano del nuevo mun...


(Julián arranca el cable del teléfono.
La operadora sigue hablando pero no se
escucha lo que dice.)

Julián: Yo no voy a insistir, pero… puedes tener una


buena vida.

Camila: Julián…

Julián: Tal vez no ahora, pero cuando acabe lo de


papá… podemos encontrar algo mejor para ti.
La vida allá no es la mierda que te imaginas.

Camila: Es un mundo al revés. Qué horror. Hay un lugar


donde alguien está escuchando la voz de
esa mujer…
Julián: ¿Qué mujer?

Camila: La mujer que habla por teléfono.

Julián: Esa mujer no importa. Ya rompí el cable, no te


va a molestar hoy.

Sale la Operadora.

Camila: Uy, qué valiente de tu parte. ¿Sabes qué pasa


si no les tomas la llamada?
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Antología Segundo Periodo.indd 359 31/10/19 14:13


DRAMATURGIA

Julián: No puedes esconderte siempre.

Camila: No se trata sólo de mí. Hay un lugar donde


alguien está hablando con esa mujer. Y quizá,
sólo porque está feliz, o desesperado, o tal vez
porque ni siquiera tiene certeza de lo que
siente… eso: alguien de verdad, al otro lado de
la línea, va a aceptar formar parte de esa
mentira. Y renunciará a su más grande tesoro.

Julián: Tal vez tome la oportunidad de su vida.

Camila: ¿Por qué lo hiciste?

Julián: Quería un cambio.

Camila: ¿Valió la pena?

Julián: No me arrepiento.

Camila: ¿Eso qué significa?

Julián: Soy importante para construir el nuevo mundo.

Camila: ¿Eres feliz?

Julián: Todo el tiempo.

Camila: No es cierto, Julián. No me mientas.

Julián: Déjame mostrarte cómo funciona. ¿Qué ganas


viviendo aquí, Camila? No puedes quedarte
encerrada aquí toda la vida, revolviendo
el pasado con un dedo. ¿Cómo está mi papá?
Camila: Es un viejo.

Julián: No le queda mucho, ¿verdad? Está por abajo de


los 45 kilos y a duras penas respira, escribiste
eso.

Camila: Sí. Y sí, así está. No dije ninguna mentira.


Julián. ¿Qué pasó? Odiábamos cualquier tipo de
represión, de violencia…

Julián: ¿Sabes lo que siento al verte aquí, encerrada en


el pasado? Claro que no, no tienes idea. Estar
aquí es peligroso.

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Antología Segundo Periodo.indd 360 31/10/19 14:13


JUAN CABELLO

Camila: Prefiero la libertad con peligro que la paz con


esclavitud.
Julián: Camila…

Camila: A ver, ¿quién lo dijo? Tres, dos… ¿no?


Jean Jaques Rousseff.

Julián: ¿Qué haces?

Camila: Era nuestro juego.

Julián: ¿Es la forma en la que ves las cosas?

Camila: No, no. No me cambies el tema. Tengo toda una


nueva colección. Te toca. ¿O tampoco te
acuerdas de eso? ¿Hasta dónde te borraron el
cerebro, hermanito? Qué fácil te hicieron
su esclavo.

Julián: Es difícil liberar a los necios de las cadenas que


veneran.

Camila: Voltaire. De principiantes… Antes no podía se-


guirte el paso. ¿Quién eres?

Julián: Algo tienes metido en la cabeza que no te deja


ver con claridad lo que está pasando.

Camila: No estoy loca.

Julián: No, eres necia y estás fascinada con tus


cadenitas de miseria. Debe ser muy cómoda
tu vida. Estiras la mano cuando necesitas algo y
te encierras en tu mundito mientras todos traba-
jamos para lograr un verdadero cambio. Esto no
es un juego.

Camila: Vienes con todo, hermanito.

**

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Dorte Jansen

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Gerd Loco:
backstage de un maníaco permanente*
*Inspirado en el diario de Gerd Rudolf Jansen
(Emden, Alemania, 1951-Hannover-Ilten, 2003)

Era como si su enfermedad avanzara


según las estaciones del año: Invierno
depresivo, verano euforia.

Melancolía, Lola Arias

Gerd y Antje I: Margarita y Cardo1

Gerd: Soy un viejo experimentado del Hospital del


Alma; te aseguro, aquí adentro vas a estar en las
mejores manos. Sólo los adeptos lo sabemos:
Juliana I es en realidad un hotel cinco estrellas,
pues hay bufete all you can eat tres veces al día
y está todo riquísimo, salvo los coditos con ma-
yonesa, ¡eh!, te recomiendo esquivarlos. En cada
cuarto existe un botón para llamar al room-ser-
vice, ¡de 24 horas! También el programa de en-
tretenimiento es estupendo: deporte matutino
con pelotas inflables, pintura para expresar las
emociones y estimular los siete sentidos, baile,
canto y una mesa de ping-pong. Sólo les falló
el servicio de alberca. La mayoría de los anima-
dores se merece 13 de 15 puntos, porque uno
siempre puede y debe mejorar, ¿o no? (Pausa.)
Oye, si piensas que hablo mucho y si prefieres
que te deje sola…
1
Los nombres son alemanes. Gerd se pronuncia en todo momento “Guerd Yansen o Llansen” y
Antje, “Antye”.

363

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DRAMATURGIA

Antje: Sola me vuelven las malas ideas.

Fuman.

Gerd: No entiendo por qué una mujer tan hermosa


como tú está aquí.

Antje: Qué amable.

Gerd: ¡No, es en serio! Puedo ver tu corazón y es


hermoso.

Antje: Pues, allá afuera no lo han notado, lo han


pisoteado mil veces.

Gerd: ¡Han hecho mal! Lo lamento. (Pausa.) Siempre


he dicho: ¡No se deben aventar margaritas a los
cerdos!

Antje: No creo ser una margarita; más bien un cardo.


(Pausa.) En realidad, ya no sé lo que soy.

Gerd: Me parece que eres un ser sensible; por eso


estamos aquí.

Antje: No estoy tan segura. Me siento embrutecida.

Gerd: Aquí puedes redescubrir quién eres o quién


quisieras ser.

Antje: ¡¿Con pastillas?!

Gerd: Ayudan a dormir.

Antje: Eso quisiera.

Gerd: Recuerda: ¿De qué se pica el roble si el jabalí se


viene a frotar en él? En otras palabras: tú eres
valiosa.

Antje: Me cansé de ser la fuerte, de que se froten en mí.

364

Antología Segundo Periodo.indd 364 31/10/19 14:13


DORTE JANSEN

Gerd: Aquí adentro es permitido mostrarse débil y


diferente.

Fuman.

Antje: ¿Qué hora es?

Gerd: 11:30 Hora Jansen.

Antje: ¿Qué es “Hora Jansen”?

Gerd: Yo soy Jansen. Gerd.

Antje: Ahora me hiciste sonreír. Yo soy Antje.

Gerd: Encantado, Antje. ¿Cuál manicomio no se


iluminaría con tu sonrisa? El sol parece un se-
máforo mal alumbrado junto a ti. No cabe duda:
eres la mujer más bella que jamás ha pisado
Juliana I.

Antje: ¡Veo que te encantan las hipérboles!

Gerd: En donde otros ven una simple área de fumar,


yo veo una selva tropical. “I have a dream”, dijo
una vez un gran hermano mío, “I have a dream”
y tuvo que morir por él. Pero yo no soy tan
modesto como mi hermano mayor, él mencionó
en su discurso un solo sueño, uno solo… Yo soy
menos modesto. Tengo un millón de sueños.
Antje: Yo tengo cero sueños.

Gerd: En este momento estoy en una fase altamente


maníaca, pero no te preocupes, no voy a
explotar. Estoy entre amigos y entre amigos no
se enciende ninguna bomba ―ni siquiera una
bomba apestosa―, sí, ni siquiera el pedo más
pequeño.

Antje: Me recuerdas a mis hijos.

Gerd: Yo también tengo dos: Marvin y Dorte.

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Antología Segundo Periodo.indd 365 31/10/19 14:13


DRAMATURGIA

Antje: Siempre nos reíamos de esa palabra: “pedo”.


Bueno, ahora Lukas y Anna tienen 13 y 15,
ahora ya no se ríen con su mamá.

Gerd: Crecen rápido, los míos tienen 20 y 18.


La “pequeña” está viajando por el mundo; en
este momento está ni más ni menos que en
Inglaterra.

Antje: En la tierra de Shakespeare.

Gerd: Así es, pero por fortuna va a regresar el próximo


miércoles.

Antje: Ser madre es lo mejor y lo peor que me ha


pasado. Es muchísima responsabilidad.

Gerd: Es probablemente la tarea más difícil del


mundo. Yo he sido un pilar tambaleante para
mis hijos, una figura masculina desaprobada por
Marvin.

Antje: Seguro eres un padre increíble. Los hijos son lo


único por lo que vale la pena seguir. Por eso voy
a tomar las pastillas que sean necesarias.
Gerd: Si un día necesitas algo, cuenta conmigo,
aunque sólo sea un oído que te escuche. Aquí
adentro, entre palmeras y cantos de pájaros, me
puedes encontrar. Ya viste que fumo como una
chimenea.

Antje: Gracias, Gerd.

Gerd: Espero verte pronto, Antje. Por el momento toca


esperar a Godot.

Antje: ¿De Beckett?

Gerd: No, Godot se llama aquí a la visita del médico,


dos veces a la semana.

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DORTE JANSEN

Conversación de terapia I

Médico: Señor Jansen, ¿cómo se encuentra hoy?

Gerd: Gracias, querido G-punto, por tener el permiso


de despertarme de nuevo. Para mí eres el mejor
G-punto en el mundo. Alguna que otra mujer
diría que su G-punto yace en otra parte o que
aún no fue descubierto.

Médico: ¿Qué significa “G-punto” para usted?

Gerd: Sólo puedo decir a mí mismo que yo descubrí


mi punto G. Él está aquí y allá, él me persigue
como una sombra a cada paso. Él proyecta su
sombra incluso en el cuarto más oscuro. Mi
punto G nunca me abandona, nunca, nunca.
Siempre lo llevo conmigo. Mi punto G siempre
está al alcance.

Médico: (Anota.) Aumento del impulso sexual.

Gerd: Doctor Schwarz, ¿usted cree en Dios?

Médico: Mi padre era católico. Mi madre es protestante.

Gerd: Tengo una oración especial para él que nadie


más conoce. G-punto mío, que estás en el
cielo… Amo mi G-punto... Salto-Pensamiento-
Página. ¡S-P-P! Esto es casi como transmitir en
morse. Mi aparato de morse es mi laptop. ¡Oh,
cuánto amo mi aparato morse!

Médico: (Anota.) Cambios bruscos de ideas. ¿Cómo estuvo


su día?

Gerd: Me desperté temprano, a las 4 Hora Jansen y ya


no sentí necesidad de cama.

Médico: (Anota.) Poco deseo de dormir.

367

Antología Segundo Periodo.indd 367 31/10/19 14:13


DRAMATURGIA

Gerd: Entonces me vestí, tomé mi ropa y avisé al guar


da nocturno. ¿Le digo algo? El tipo es mucho
más amable de lo que se ve a primera vista,
debajo de una cáscara dura se esconde muchas
veces un corazón blando (¿humano?). Luego
tomé un capuchino, maravilloso, delicioso, best
capuchino I ever had at this moment. Sólo un
poco caro, proviene de la farmacia. ¿De cuál
farmacia? Eso no se va a revelar, dijo G.

Médico: (Anota.) Exceso de sentimientos de euforia y


felicidad.

Gerd: ¿No se dio cuenta? Yo también soy G.


G de God-father y G de genio. También soy
NM, el Nuevo Mesías. Eso se queda mejor
entre nosotros, doc. Después del capuchino aco-
modé mi espacio para trabajar.

Médico: ¿Ah, sí? ¿En dónde trabaja?

Gerd: Aquí en el área de fumar. La compu es mi


adicción.

Médico: (Anota.) Participación excesiva en actividades


placenteras. Es posible que se la tengamos
que quitar.

Gerd: Por favor, no me quiten mi compu-coche,


¡cero gas de escape, cero gasolina!

Médico: Lo voy a hablar con mis compañeros. Es usted


el primer caso con una laptop.

Gerd: ¿Qué le parece mi gorra? La llamo también


“pañuelo para la cabeza”. Hay que pensar en la
equidad de género, doctor Schwarz. Me alegra
que cada vez haya más mujeres-doctoras.
Absuelven su trabajo con excelencia, a veces
incluso mejor que los hombres.

Médico: Su gorra se ve bien. (A sí mismo.) Bien loca.

368

Antología Segundo Periodo.indd 368 31/10/19 14:13


DORTE JANSEN

Gerd: La estoy llevando a todos lados menos a la cama.

Médico: Muy interesante, señor Jansen. Bueno, ya pasó


su tiempo.

Gerd: Pero le quería contar algo más.

Médico: Lo lamento, la sesión se terminó. Sólo son


20 minutos.

Gerd: Es rápido. Quería decirle que se está


desaprovechando el espacio de la alberca, la que
se llama ahora “Sala de cachivachi”. ¿Qué se
podría hacer de esta sala? Seguramente con
mucho, mucho esfuerzo, otra vez una alberca.
Pero yo veo en seguida múltiples alternativas:
¡un café para visitas! ¡Una sala para descansar!
¡Una sala para entrenamiento autógeno! ¡Un
café internet! ¡Más ideas! ¡Más margaritas
y perlas! Esta sala podría convertirse en una
joya de Juliana I.

Médico: Le agradezco su ímpetu, pero no está en mis


manos realizar estos cambios. Le recuerdo que
cada paciente sólo tiene 20 minutos. Vamos a
aumentarle su dosis de Zyprexa para que logre
descansar un poquito más. Hasta luego.

Gerd: Espere, doctor Schwarz, quería decir algo más.


Es importante.

Médico: Sí, siempre es importante. ¡Siguiente!

Gerd: El paciente es el cliente y más cuando se trata de


un G-punto, un genio, un NM. Me tiene que
atender bien.

Médico: A lo mejor si tuviera seguro privado, señor


Jansen. Aquí estamos en Juliana I y usted es un
paciente cualquiera y yo un doctor ocupado.
Tengo que terminar un artículo para mañana.
(Lo conduce hacia la puerta.)

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DRAMATURGIA

Gerd: Eso tiene consecuencias, me voy a quejar


de usted.

Médico: Con su cuadro clínico dudo mucho que lo vayan


a tomar en serio.

Gerd: Voy a pedir un cambio de terapeuta. ¡Una mujer!


¡Una mujer sensible!

Médico: Si nos hace el favor. Gracias. (Gerd sale,


el doctor anota.) ¡Síndrome de Jesús! Uno más
sin salvación.

Diario de Gerd II: www.gerdjansensano.de

Gerd: (En su laptop.) ¿Quién va a escribir el guion de


la peli. o de las películas que están pasando en
mi cerebro? Las escenas, los pensamientos
saltan a cada rato de peli en peli. Se mueven
en una, dos, tres, cuatro dimensiones. Supero
todos los lugares, todos los tiempos. Salto, salto.
Pero el programa aquí en la clínica me trae de
regreso, ordena los carretes de película. Se
presenta una película tras otra. Me urge un
aparato para dictar. ¡Se pierden tantos
pensamientos! Tantas ideas quedan para siempre
enterradas en el cementerio maníaco. ¡Un
redactor de mi texto, un especialista de internet
y un cuidador de la página web! Gracias por
leerme en www.gerdjansensano.de

Gerd y Mari-esposa: como de locos

Mari-Esposa: ¡Y volviste a subir las persianas!

Gerd: Me gusta que entre luz, luz de otoño.

Mari-Esposa: Pero a mí no me gusta que nos vean los vecinos.

Gerd: De cualquier forma te van a oír, si sigues en ese


tono.

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DORTE JANSEN

Mari-Esposa: No, porque también cerré las ventanas.


Te pido que la próxima fumes afuera.

Gerd: Ya ni siquiera está permitido echarse un pedo.

Mari-Esposa: Sí, pero en el baño.

Gerd: De seguro estás de malas porque no has cenado.

Mari-Esposa: ¿Pues cómo? Si en la cocina no hay espacio ni


para poner un plato.

Gerd: Te dije que voy a lavar los trastes, pero después


de una pequeña siesta digestiva. (Chifla.)

Mari-Esposa: ¡Basta! No soporto tu felicidad exagerada, está


fuera de lugar. ¡Igual que tus zapatos! Tu caos y
tu manía me están robando los nervios.

Gerd: Veo una frente permanentemente arrugada, alí-


sala. ¡Sonríe!

Mari-Esposa: Me estás volviendo loca. ¡Loca!

Gerd: Sé que el desorden de la casa impide que


funciones bien acá.

Mari-Esposa: Eres la persona menos indicada para hablarme


de disfuncionamientos mentales.

Gerd: Sólo te miro y observo.

Mari-Esposa: Y tu mirada es molesta. Los dos sabemos hacia


donde está yendo tu vuelo. Por eso quisiera
pedirte un sencillo favor.

Gerd: ¿Más sencillo que lavar los trastes con la panza


llena?

Mari-Esposa: Sí, sólo tienes que firmar esta casa.

Gerd: ¿Casa?

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DRAMATURGIA

Mari-Esposa: Digo, carta.

Gerd: ¿Para qué? ¿Quieres quitarme otra vez el acceso


a nuestra cuenta bancaria? ¿O acaso quieres
quedarte tú sola con nuestra casa? Dime,
Mari-Esposa, ¿cuál es tu nueva intriga?

Mari-Esposa: Deja tus dramatismos.

Gerd: No puedo de otra forma: Sor Juana Inés de


la Cruz era mi hermana. ¿Entonces? ¡Confiesa!

Mari-Esposa: Es una carta para el seguro médico, un acuerdo


para tu autointernamiento.

Gerd: ¿Se puede saber cómo llegaste a la conclusión de


que sea necesario? ¡Si me siento irresistible y
además en la flor de mi vida!

Mari-Esposa: ¿No te das cuenta de tu verborrea? Me acabas de


confirmar que estás en un nuevo delirio de
grandeza.

Gerd: ¿Ves? Justo por eso ya no te hago cómplice de


mis pensamientos. A Jesús tampoco le creyeron
que era el hijo de Dios.

Mari-Esposa: Es cansado lidiar con una persona como tú,


neurótica.

Gerd: ¡Más neuróticos tus ataques de limpieza! ¿Te


has preguntado por qué tienes esa necesidad
enfermiza de limpiar? Quizá sea un borracho,
un alcohólico confeso y un enfermo mental.
Pero dime, Mari-Esposa, ¿en qué te fugas tú?
¿Sólo porque tu escape sea el deporte eres una
persona más sana?

Mari-Esposa: No voy a caer en tus provocaciones.

Gerd: Desde mi humilde punto de vista maníaco,


a quien le urge una terapia es a ti.

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DORTE JANSEN

Mari-Esposa: Pero estamos hablando de mí, digo, de ti.

Gerd: Es porque nunca has aprendido a expresar tus


emociones. ¿Qué sientes, Marie? ¿Qué sientes?
Exprésate.

Mari-Esposa: Estoy cansada. ¡No! ¡Estoy harta de esta


situación!

Gerd: Es bueno que deje salir su enojo. Dígame, ¿des-


de hace cuándo está infeliz e insatisfecha?
(Pausa.) Pero me alegra saber que al menos
Günther le devuelva un poco de felicidad,
ésa que su marido no le puede dar.

Mari-Esposa: Tú fuiste el que apareció primero con una


“mejor amiga”.

Gerd: Zarin al menos no se avergüenza de mí.

Mari-Esposa: Claro, porque la zarina está más loca que tú.

Gerd: Si te das cuenta, yo no te estoy reclamando


absolutamente nada. Aunque mi esposa tenga
novio, yo estoy callado, obediente como un perro
adiestrado.

Mari-Esposa: Esa mujer escandalosa no vuelve a pisar mi casa.

Gerd: ¡Sentado! ¡Sentado! ¡Wuff! ¡Wuff! ¡Date la


vuelta! ¡Patita!

Mari-Esposa: Ahora te has vuelto completamente loco.

Gerd: ¿Más? ¿Quién estuvo primero: el perro o la


locura? ¿La falta de amor o la depresión?

Mari-Esposa: No tiene sentido continuar con esta


conversación.

Gerd: Sólo quiero que estés feliz.

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GUION CINEMATOGRÁFICO

Mari-Esposa: Entonces firma la carta. En Juliana I saben tratar


a gente como tú.
Gerd: ¿Qué me vas a dar si firmo? ¿Un beso?

Mari-Esposa: Gerd, por favor, mírate.

Gerd: ¿Es mucho pedir? ¿Querer un beso de mi


esposa? ¿Soy tan horripilante? ¿En qué año
dejaste de amarme?

Mari-Esposa: Sólo te pido que firmes.

Gerd: Dame un beso.

Mari-Esposa: Ten la pluma.

Gerd: ¡Beso!

Mari-Esposa: ¡Firma!

Gerd: Beso de amor.

Mari-Esposa: Firma de liberación. Es lo mejor para los dos.

Gerd: ¿Dos o tres? ¿Qué dice Günther de tu


marido loco?

Mari-Esposa: Se llama Walter. ¡W-a-l-t-e-r!

Gerd: ¿Y entonces él te está dando apoyo mental


personalizado para que me puedas aguantar?
¿Sabes que ese señor podría ser tu padre?
“Complejo de Electra”, le dicen. Por cierto, ya
le conté a tu madre que tienes un amante.

Mari-Esposa: ¿Qué hiciste? No es tu asunto.

Gerd: Mi esposa me engaña y no es mi asunto. Perdón,


perdón. Aunque sea un experimentado de
la psiquiatría, dime, Marie, ¿he sido mala
persona contigo? Siempre he tratado de ser
un buen padre.

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DORTE JANSEN

Mari-Esposa: Para tu hija sí, pero para tu hijo lo dudo.

Gerd: Tienes razón. A veces uno reacciona sin pensar,


expresa con el cuerpo lo que es incapaz de decir
con las palabras. Uno trata de ser hombre, de
ejecutar su autoridad, agrégale un abuso de
alcohol. Marvin no se lo merece, lo sé. Es el
siguiente en necesitar una terapia. (Pausa.)
Pero amo a mi familia. Te amo, Marie.

Mari-Esposa: Estás loco y necesitas ayuda profesional.

Gerd: ¿Me oíste?

Mari-Esposa: Yo ya no sé qué hacer contigo. En el psiquiátrico


vas a estar más tranquilo.

Gerd: La que quiere estar tranquila eres tú y te


entiendo. Yo me pongo en el lugar de los demás.
Me pongo en tu lugar. ¿Y sabes qué? Te voy a
firmar. Firmo por ti, Marie. Quiero que estés
tranquila. Quiero que tengas tiempo para
curarte de mí. (Gerd firma.) Eres la mujer que
dio a luz a mis hijos y te amaré siempre.

Mari-Esposa: Gracias.

Gerd: No me escuchaste, ¿verdad?

Mari-Esposa: Te ayudo a hacer la maleta.

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Eleonora Luna

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La escritura como juego

Poética para la escritura dramática


destinada a la infancia

Eleonora Luna

El primer acercamiento que tuve con el teatro destinado a la


infancia me llegó de golpe. El impulso fue, en aquel momen-
to, sólo la necesidad económica. Comencé a dar un taller de
teatro para niños y niñas de primaria, una primaria pública
ubicada en la Magdalena Mixhuca. Unos meses antes esta-
ba por terminar la carrera de literatura dramática y teatro,
tras haber abandonado la química como profesión y la mú-
sica como oficio. A la deriva, al límite de un caos cada vez
más vertiginoso, no sabía lo que pasaría. Nadie aceptaba mis
proyectos, el panorama era, literalmente, una mierda. Existía,
como todo, como siempre, una incertidumbre que lo habita
todo.
Entonces acepté el trabajo como profesora. Y así, con un
trabajo a medio empezar como maestra sustituta, escribí una
obra para niños y niñas pensando en la compañía con la que
había trabajado durante muchos años en el Estado de México.
Nunca la montamos. Ni siquiera tuvimos un ensayo. Vamos,
ni una sola lectura. Y sin embargo, esa imposibilidad marcó
en mí un cuestionamiento constante, un autoconocimiento
basado en la contradicción, conocimiento que a veces no me

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DRAMATURGIA

deja salir de la cama por varias semanas, y que otras ilumina


los días y los vuelve cálidos. Imposibilidad que ha bienaven-
turado muchos de mis proyectos para la infancia y que me ha
permitido profundizar en los temas que siempre dan vueltas
en mi cabeza: el problema de la comunicación, el control y el
poder, la pérdida de lo colectivo, la soledad.
Fui la maestra que logró, en palabras del director, lo que
nadie. El taller de teatro presentó, no una obra, sino tres. Es-
critas y producidas por los mismos niños y niñas, ésos que
muchas veces estuvieron en la dirección por haber llevado
al límite de la renuncia a sus antiguos profesores. Era una
escuela complicada, con estructuras y reglas complicadas,
con dinámicas y formas de trabajo complicadas, con pagos y
prestaciones miserables. Tal vez, lo menos complicado de ese
lugar eran mis estudiantes, mis cómplices, mis, ahora algu-
nos de ellos, colegas. Niños y niñas que compartían conmigo
las quejas sobre la incomunicación, que no entendían el so-
metimiento, que practicaban el sentido de lo colectivo y que
luchaban por no estar solos en medio de tanta exigencia.
Entendí en ese momento de ruptura, entre lo que me daba
de comer y los discursos que defendía, que el universo de la
infancia aportaba ese nutrido lugar de discusión que habita
mi cabeza y mis venas. Y comencé a mirar el juego como un
tema serio, sus relaciones entre pares como un tema serio,
al teatro para niños como un tema serio. Y es a partir de ese
lugar que escribo, a modo de manifiesto, esta pequeña se-
cuencia de ideas sobre el juego de la escritura y mi poética,
visto desde la perspectiva que tiene Walter Benjamin sobre el
juguete, como “un objeto que se modifica, rompe reglas y re-
significa y compromete al juego mismo y a los participantes”.
Y que además es absolutamente respetuoso con su creador:
niños y niñas. Entonces el teatro es ese espacio en donde los
roles de poder quedan invertidos y es cada una de las partes
de esa audiencia infantil la que modifica y demanda la rigu-
rosidad de mi trabajo.
Esta breve poética es un ejercicio autorreferencial. Un
ejercicio que tensa las cuerdas de mi trabajo como creadora,
cuerdas que siempre intento estirar al momento de escribir

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ELEONOR A LUNA

y dirigir una obra, con el riesgo latente de que se rompan.


Para eso mantengo una constante interrogante y desconfianza
sobre los “conceptos” de infancia y los intentos de represen-
tación que se quieren lograr a través de diferentes disciplinas.
El concepto de infancia se ha puesto a discusión en los
últimos años. Tomando cada vez más terrenos, se encuentran
los estudios de la sociología de la infancia, la filosofía y la pe-
dagogía contemporánea. Estos estudios ponen sobre la mesa
todos los problemas que involucra crear categorías con res-
pecto al desarrollo de los niños y niñas, su impacto dentro de
la sociedad, y las posiciones de poder a las que están sujetos.
El manifiesto que escribo a continuación intenta tener una
mirada integradora de los infantes como seres humanos com-
pletos. También intenta ser una discusión sobre el poder y
el control que ejercemos sobre niños y niñas, poder ejercido
desde la dualidad:

Adulto-familia
Adulto-educador
Adulto-creador

El teatro destinado a la infancia, si hubiera una única manera


de definirlo [que no la hay], sería tal vez un teatro para un
público joven sólo por su forma, no por su contenido. Esta
forma debiera alejarse entonces de lo pedagógico, de lo alec-
cionador, o resultará en la misma soberbia en que caen mu-
chos de los creadores para público adulto que, con una idea
de dominación sobre el espectador, vierten leyes y respuestas
totalizadoras en su teatro y, por tanto, al tratar de educarlo, lo
piensa idiota, inferior.
Desde este lugar, pues, surgen todas las premisas que motivan
mis reflexiones. Si, como en el juego de niños, en la escritura y
creación escénica para la infancia reinventamos los juguetes y las
reglas, estaremos cuestionando entonces a los sistemas de control
y poder en donde no sólo la infancia se ve sometida a la mirada del
adulto, sino también a la violencia que éste ha perpetuado en los
espacios públicos y sociales, interiorizado en niñas y niños, y
replicado en el espacio privado. Dejemos, pues, de perpetuar

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DRAMATURGIA

la violencia que nos cierra el paso en cada uno de los caminos


que andamos y abramos poco a poco brechas de libertad.

Manifiesto sobre el juego


Reflexiones en torno a la escritura para niños y niñas

I
El teatro es un juguete. Practicar a toda hora la manipula-
ción. Desde la escritura, transformarlo, mutarlo, expandirlo,
romperlo, repararlo, cambiarlo.

II
La escritura como una noción de juego. Para los niños el
juego es algo serio, y es el mundo adulto lo que les parece
ajeno y trivial, pues es el adulto quien interrumpe y controla.
Alejarse de esta figura. No ser esa figura.

III
Dejar de lado la rigidez de las etiquetas. Un nombre puede
articular un espacio, un diálogo, un relato, una obra de mane-
ra arbitraria. Un actor puede propiciar una dramaturgia. Ahí
comienza la creación. Arbitrariedad. Descubrir el universo
que le pertenece a cada creación como descubre el niño, guia-
do por la curiosidad, el instinto y la sorpresa.

IV
La escritura/juego no contempla, crea. No a lo represen-
tacional.

V
Meditar, razonar y jugar. Mirar. Activación del ejercicio
de la mirada. Miradas transversales de lo que ya conocemos.
Descentralizar la mirada, perder el sentido de frontalidad y
verticalidad. No mirar hacia abajo, sino ubicar la mirada a la
altura del niño.

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ELEONOR A LUNA

VI
El juego rompe reglas y crea unas nuevas por sus partici-
pantes. Buscar lo ilegal en la escritura. Crear nuevos modelos
y leyes que remplacen a los anteriores y que entren en contra-
dicción como un movimiento que no se detiene. Nada es fijo,
ni lo nuevo ni lo viejo. El juego es infinito.

VII
Como el niño, saltar al vacío en la búsqueda de nuevos
valores y, desde las profundidades, encontrar los escalones
que nos eleven para nuevamente volver a caer.

VIII
Encontrar poesía en el juego, que lo dramático se vea atra-
vesado por lo poético. Simplificar la expresión y potenciar lo
no verbal, lo que no se dice.

IX
El juego nos expone como individuos, el juego nos mues-
tra nuestra propia naturaleza. Basta ver los acuerdos a los que
tienen que llegar los niños para iniciar o terminar un juego.
Habrá alguno que se quede fuera, por él mismo o por los
otros. Escribir entonces un teatro de lo inevitable, una escri-
tura que no atiende súplicas ni complacencias y que obligue
a mirarnos.

X
Una escritura/juego que arruine las expectativas del es-
pectador, las expectativas del adulto complaciente. Sin mora-
lejas. Sin guiños. Nada de resoluciones. Preguntas, a caso. El
aleccionamiento lo da quien se ubica en una posición moral
superior. El juego no tiene un rey, tiene participantes con ro-
les activos. El teatro es un juego.

XI
Cualquier gesto pedagógico, aleccionador, es un acto de do-
minación. El juego de los niños y las niñas siempre rompe con
esto.

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DRAMATURGIA

XII
Poner en duda la figura del adulto frente al juego y frente
al niño. Poner en duda los prejuicios, las formas y las concep-
ciones que se tienen sobre la infancia.

XIII
El juego se nutre de subjetividades. La escritura exige la
existencia de subjetividades. Para comprender al otro hay que
considerarlo como un otro libre de principios preestablecidos,
con una voz y un cuerpo, capaz de articular su realidad. Li-
brarse de los conceptos generales y aprendidos sobre infancia
y mirar y comprender a las infancias.

XIV
Los jugadores tienen roles activos. La escritura debe ale-
jarse de las reflexiones sobre lo que son o piensan niños y
niñas, pues sólo ellos como sujetos activos pueden percibirse
a sí mismos. Entonces, la escritura no tiene que hablar desde
lo que supone el autor que son o debieran ser los niños, sino
desde lo que el autor es o cuestiona, es decir, desde su con-
cepción como ser humano. Sin reflexiones cargadas de prejui-
cios e ideas fijas.

XV
En el juego se arriesga. Observar detenidamente las tensiones
cotidianas entre personas, objetos, palabra e imagen. Desequili-
brar. Dotar de imprecisiones a la escritura para desentrañar la
idea, para potenciar una realidad demasiado estable. Alejarse de
la comodidad.

XVI
La escritura pone en juego a los cuerpos. Encarnar expe-
riencias en los cuerpos, involucrar los pensamientos con el
cuerpo y el cuerpo con los pensamientos. Filosofar, de alguna
manera, durante el juego, con y a partir del cuerpo. Concebir
a la audiencia no como espectadores separados de la realidad
del juego, sino como un actor situado.

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ELEONOR A LUNA

XVII
El juego reflexiona sobre el juego mismo, no sobre sus
participantes. Acaso entonces, los que participan del juego lo
adaptan o modifican de acuerdo con lo que ellos son. El teatro
para niños y niñas no debe reflexionar sobre su público, sino
sobre sí mismo. Por tanto, la escritura no representa o refleja
a la infancia; por el contrario, la sitúa como un universo ra-
dicalmente distinto al autor [adulto], pero que se conecta en
lo humano.

XVIII
El juego sólo existe por sus participantes. Sólo recono-
ciendo que niños y niñas son participantes sensibles, con voz
propia, pensamientos propios, completamente independien-
tes y autónomos, el teatro destinado a la infancia podrá dialo-
gar con su público.

XIX
El juego es un espacio esperanzador. De algún modo, por
sus dinámicas, sus participantes y su naturaleza, el juego li-
bera, brinda un halo de esperanza como punto de fuga. El
arte, entonces, puede ser eso que se filtra en la vida de lo
colectivo desde lo poético y que nos levanta.

XX
Deconstruir la escritura mediante el juego. Sustituirla,
modificarla de acuerdo con las necesidades expresivas, afec-
tivas y de supervivencia. En esta dinámica, juego y escritura
se sustituyen y crean espacios simbólicos donde los cielos se
navegan, el azul se toma en el desayuno, y en donde el dolor
y el horror pueden transformarse.

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DRAMATURGIA

Epílogo

Todas las reflexiones aquí vertidas son el resultado de lecturas


sobre la infancia desde distintas aristas. Los autores en los que
he encontrado eco a mis cuestionamientos sobre el poder, el
control, lo colectivo, lo político, el teatro, la infancia y la educa-
ción; y cuyas obras formaron el cuerpo crítico de estos ensayos
son: Michael Foucault, Maurice Merleau-Ponty, Hannah Aren-
dt, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Marina Garcés, Paul Ri-
coeur, Walter Benjamin, Humberto Eco, Emilio García Wehbi,
José A. Sánchez, Ana Alvarado, Suzanne Lebeau, Amaranta
Leyva, Daniel Pennac, Roald Dahl, Wajdi Mouawad, Matthew
Lipman, Loris Malaguzzi, Giorgio Agamben, Simone Weil y
Graciela Perricone.

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ELEONOR A LUNA

Pájaros de enormes alas

Dramaturgia para cuerpos/objetos/ideas


que se transforman

Teatro para la infancia

Personajes:
Ave
Margot, 10 años
León, 11 años

Nada. Vacío. No hay nada, es en la oscuridad y en el silencio


cuando puede escucharse todo, cuando las palabras cobran
algún sentido.

Todos los días eres un centímetro más grande


o una cucharada más grande
o una lágrima más grande
o un abrazo más grande
Creces
Y te das cuenta que
todos los días eres un centímetro menos diferente
y hablas igual que todos
y vistes igual que todos
y piensas igual que todos
y crees que quieres y abrazas igual que todos

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DRAMATURGIA

hasta que no
Eres un poco más grande sí, pero no igual que todos
Y es normal pensarlo
Es un orden natural
Preguntarse también es el orden natural de las cosas
Nadie es igual a nadie
¿Entonces?
“Somos” porque otro “es”
¿Y entonces?
Entonces hay que hacer algo al respecto
mostrarse entero como se ES
SER
mostrarSE
valiente.

Un ave lastimada, con hambre y completamente desorienta-


da, cae en medio del lugar e intenta moverse. Está exhausta,
ha viajado miles de kilómetros huyendo. Sus alas oxidadas y
viejas apenas pueden moverse. Se limpia las alas, cura con
movimientos torpes sus heridas, después vuela.

Mientras las palabras lo inundan todo, un lindo desierto, con


linda y espinosa vegetación y lindos caminos, se forma. Se
dibujan caminos que juegan entre la arena hasta perderse en
el límite de lo que parece un encierro, una población, un or-
den de calles y señalamientos. Del otro lado, el mar se abre
infinito y un pequeño faro se levanta.

Ésta es la historia de dos aves.


Bueno, tres, tal vez cinco o diez.
Depende, si cuentan o no los personajes secundarios y uno
que otro incidental.

Ésta es la historia de una niña y un niño que aprendieron a


volar.
No es que no supieran volar. Todos podemos hacerlo, en serio.

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Sólo que a algunos se nos olvida cómo antes siquiera de caminar.


¿Por qué? No sé. La evolución, la escuela, nuestros padres.

Cuenta la leyenda que dentro de nosotros habita un ave, un


pájaro de enormes alas, que revolotea dentro, que es todos
los hombres, todas las mujeres, todos los seres que habitan la
Tierra. Todo lo hermoso, pero también todo lo terrible. Y que
hasta que logramos escucharlo y entenderlo podemos hacer
que extienda sus alas y volar con ella, con el ave.

La leyenda también dice que cada determinado tiempo al-


guien necesita transformarse en ave para recordarnos que po-
demos volar.

Margot recorre como una autómata los caminos que llevan


al único árbol, medio seco, en kilómetros a la redonda. León
desde el faro observa fijamente un punto, después camina
como un autómata.

Margot:
La gente se porta muy rara. Conmigo. Con todos. Por todo.

León:
Quiero gritar. Gritarles que se detengan.

Margot:
Yo soy muy rara.

León:
Todo parece estar mal…

Margot:
No puede ser que no vean que todo está…

Margot y León:
... De cabeza.

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DRAMATURGIA

León:
Nada tiene sentido ni forma ni nada.

Margot:
El cielo y el mar no parecen la misma cosa desde hace varios
días.

León:
Tal vez el mundo está triste.

Margot:
¡Hooo-laaa! Tres, cinco, diez pasos. Uno, dos, uno, dos, uno,
dos, uno, dos. Camino el mismo camino todos los días. A ve-
ces corro. A veces grito. ¡Hooo-laaa! ¡Hooo-laaa!

León:
Vámonos. ¿Y si nos vamos? Qué tal que nos… ¿vamos? Hay
que irse. Irse. Iiiiiiir-seeeee. Pfff. Decirlo suena tan fácil.

Margot:
Una vez me vino a buscar. No sé cómo supo.
“¡Oye, niña!”
Mamá habla como un robot. Su voz se confunde muchas ve-
ces con la de un maestro, una sargenta, un dictador. Casi nun-
ca habla como antes.
Gu-ru-gu-ru-gu-ru agu, cuchi, cuchi.
“¿Qué haces ahí? ¡Baja!”
¡Y no! ¡No me voy a bajar! ¡Nunca!

León:
Vi cómo hizo una maleta. Pensé que era el momento. Cuando
regresé de la escuela todo estaba en orden otra vez.

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ELEONOR A LUNA

Margot:
No se puede pensar en paz en ningún lado.
“Margot, haz esto, haz lo otro. ¿Tienes tarea? Margot esa
ropa, ponte un vestido, ya péinate, las piernas. Margot, Mar-
got, Margot, Margot”.

Los caminos y la inercia llevan a los niños hacia el árbol, ése,


el que parece ser el centro del mundo.

León:
¿Margot? ¿Quién se llama así en este lugar?

Margot:
Deja tú este lugar, en este país, en este mundo.

León:
León. Soy León.

En el centro del mundo no hay peso. Las leyes universales


de la física no existen, y esto hace que, por momentos, todos
los cuerpos floten y puedan lograrlo todo. O al menos da esa
sensación. Todos los caminos comunican al mismo punto y
sobre el centro del mundo se erige un fuerte desde donde pue-
de mirarse todo.

Margot:
León.
Las nubes se juntan y crean formas extrañas. Luego, cuando
ya han hecho un mazacote de nada, juntas se van desdibujan-
do hasta formar algo.
Raro, ¿no?
Se van disolviendo y dejando lo que son para hacerse algo
nuevo. Para hacerse de la forma que tú quieras.
Quiero ser una nube.
Mira, ¡ésa! Nada. Ahora un elefante... Así, ya con mucho es-
fuerzo… un conejito.

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DRAMATURGIA

León:
Me parece un poco idiota.

Margot:
¿La nube?

León:
La idea.
La idea no me parece idiota, bueno, sí. Pero creo que ya la regué
porque Margot no me parece idiota, para nada. Tampoco estoy
diciendo que me guste, ni nada de eso. Me refiero a “ser otra
cosa”. La nube sí puede. O sea, ésa. Es Margot flotando, con su
cabello lleno de flores. ¡¿Qué?! Espera, ¿qué estás diciendo?
La idea, sí.
Es muy bonita, ¿no?...

Margot y León:
¡Margot!

Margot:
... llamando a León.
¿Qué le pasa?

León:
¿Qué me pasa? ¡Idiota!
No hay que esperar que la gente cambie. Eso. Es tonto. Nadie
puede evaporarse, juntarse y cambiar.
No creo que mi papá deje de golpear la mesa, tirar las cosas
y arrastrar a mamá por el suelo. Hay cosas que no cambian.

Margot:
¿Crees que soy tonta? ¡Bájate! Además, éste es mi árbol.

León:
Ahora va a pensar que me gusta.
Yo no veo que tenga tu nombre. Técnicamente este árbol es

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del poblado de San Esteban. ¿Ajá? De donde yo soy. Mira,


desde aquí se ve la línea, está de mi lado.

Margot:
¿Te parece? Yo creo que es de Santa Rosa, nomás necesitas
mirar un mapa, ése, el que te dan en la escuela. ¿Sabes lo que
es eso? Es-cue-la.
Odio la escuela. Si él no va a la escuela, me gustaría ser él
para no tener que ir todos los días. Mira, ahí va Margot, nunca
se peina. Mira, trae otra vez esos pantalones. Mira, sólo quiere
estar trepada en el árbol. Mira, ji, ji, ji, ji. Sus risitas.
Cuando salgas de sexto, te voy a comprar el vestido más bo-
nito, Margui, con flores y blanco y de seda y serás como una
princesa… Y… Y… ¡Iaaaaag!

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Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico
y lenguas indígenas, Jóvenes Creadores del Fonca
Generación 2018-2019, segundo periodo.

Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2019, en


Comercializadora Druck S. de R.L. de C.V.
Isabel la Católica No. 326 local A, Colonia Obrera, C.P. 06800,
Alcaldía Cuauhémoc, Ciudad de México.

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Forro Antología 2019 SP.pdf 1 18/10/19 11:27

SOLAPA 4ta DE FORROS LOMO 1ra DE FORROS SOLAPA

Andrés Camacho
Esteban Castorena
Atenea Cruz
Dahlia de la Cerda
Darío Islas
Jaime He

ANTOLOGÍA
Libertad Pantoja

de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas


Olivia Teroba
Mariana Brito Olvera
Roberto Culebro
Melissa Hernández Navarro

DE LETRAS, DRAMATURGIA, Tania Tagle


Alfredo Carrera

Jóvenes Creadores del Fonca, Generación 2018-2019


Pamela Flores
GUION CINEMATOGRÁFICO Marta Núñez Puerto
César Tejeda

Y LENGUAS INDÍGENAS Luis Backer


Saúl Valdez

Jóvenes Creadores
Jimena Zermeño
Alejandro Albarrán Polanco
Emiliano Álvarez

del FONCA Moriana Delgado


Elisa Díaz Castelo
Diana Garza Islas
Generación 2018 - 2019 José Luis Rico
Azul Ramos
Juventino Gutiérrez
Cruz Alejandra
Hubert Matiúwàa

ANTOLOGÍA
Arturo González Villaseñor
Alejandro Iglesias Mendizábal
Astrid Rondero
Rodrigo Ruiz Patterson
Arturo Tornero Aceves
Fernanda Tovar Masvidal
Juan Manuel Zúñiga
Juan Cabello
Dorte Jansen
Eleonora Luna

SEGUNDO PERIODO

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