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Lawrence de Arabia

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LAWRENCE DE ARABIA

LA CORONA DE ARENA

de

José María Álvarez


Índice

A bordo del “Rajputana”, en Bombay, 9 de Enero de 1929.


En el “Rajputana”, en Bombay, 10 de Enero.
En el mar de Arabia, 12 de Enero.
En el mar de Arabia, 13 de Enero.
En el mar de Arabia, 15 de Enero.
En el Mar Rojo, frente a Wejh, 19 de Enero.
En el estrecho de Sicilia, 24 de Enero.
Frente a Gibraltar, 26 de Enero.
Nota final de los editores.
Apéndice.
Bibliografía.
Índice onomásfico.

2
En recuerdo de mi madre, María del Carmen Alonso-Hinojal, que una tarde de
1954 me regaló REBELIÓN EN EL DESIERTO, y para María Luisa y Emilio García
Gómez, por tantos años de amistad y por su luminosa memoria de Arabia y Siria y los
testimonios que me proporcionaron del rey Abdullah y del exquisito Nayi al Asul que,
secretario del Jerife Hussein durante la Rebelión y embajador después, ciertas historias
“secretas” conocía, muchas de las cuales aún no deben ser publicadas.

3
Estas “memorias” de Thomas Edward Lawrence -más conocido por Lawrence de
Arabia- que aquí se publican fueron escritas en Enero de 1929, durante su traslado
vigilado en el Rajputana, donde hizo la travesía Bombay-Plymouth. Por las fechas del
manuscrito, se redactó durante los días en que el Rajputana permaneció fondeado en el
primero de dichos puertos, en navegación por el mar Arábigo, el Mar Rojo, a la altura
de Wejh, y el Mediterráneo, ya en Gibraltar: Son tres libretas del destacamento de la
RAF de Miranshah, un cuaderno de cuentas de cocina del Rajputana y algunas hojas
sueltas. El manuscrito fue regalado por T.E. Lawrence al famoso cronista militar
Liddell Hart, quien a su vez lo donó al Museo Británico.
Reflejan acontecimientos ya conocidos por la Historia, pero añaden aspectos
insuficientemente explicados de la vida íntima de Lawrence, alguno de ellos
voluntariamente silenciado tanto por él en LAS SIETE COLUMNAS DE LA SABIDURIA,
REBELIÓN EN EL DESIERTO y EL TROQUEL, como por la documentación de la época.
Ratifican (y nada lleva a pensar que hay falsedad en ello) su no intervención en la
crisis política que condicionó su expulsión de la India -días en que escribe este libro- y
también instruye sobre aspectos “obscuros” de la rebelión árabe y las consecuencias
del Tratado Sykes-Picot. Algunos aspectos contradictorios de la narración de Lawrence
con respecto a informes de los archivos nacionales de Gran Bretaña y el secreto Arab
Bulletin, así como otros advertidos en su propia correspondencia o sobre testimonios
de personas relacionadas con momentos importantes de su vida, aparecen recogidos en
el Apéndice.
En cuanto a su valoración de la Rebelión, es natural que Lawrence -entre otras
razones, porque ésa es la parte de la guerra que nos cuenta y en la que desempeñó
papel fundamental- exagere la importancia de la aportación árabe en la victoria final
contra los turcos. En realidad el peso decisivo de la campaña corresponde a las tropas
británicas, angloindias y australianas y a la extraordinaria capacidad militar del
general Allenby1. Aunque, sin duda alguna, esa victoria no hubiera alcanzado las
mismas dimensiones ni en el plazo en que se obtuvo sin ese “ala derecha” de que habla
el relato, y que con cuanto pueda adjudicarse al Jerife Hussein y al Emir Feyssal, es en
gran medida obra de Lawrence y del misterioso poder que llegó a ejercer sobre las
tribus del desierto.

1
Y hasta como epopeya: ¿quién olvidará la carga de la Infantería Montada australiana en Beersheva el 21 de octubre de 1917?

4
O THOU, ARABIAN BIRD!

William Shakespeare

Esos cortos instantes de voluntad única y acción plena, esos


momentos en que el destino parece rasgarse súbitamente y
ofrecer un flanco desnudo a la ávida y tensa voluntad, ese
relámpago de posibilidad para la acción que se persigue, sólo
se pone al alcance de los espíritus más altos en ingenio y
talento, aquellos tocados vertiginosamente por la luz del
Creador, que enceguece la Historia con el paso de héroes
semejantes.

EDUARDO CHAMORRO

Parecía lo que era: uno de los grandes príncipes de la


Naturaleza.

WISTON CHURCHILL

Una espada que guerreó en el desierto

JORGE LUIS BORGES

Venturosos quienes hacen cosas dignas de escribirse.

PLINIO

5
6
A bordo del Rajputana. Bombay, 9 de Enero de 1929

He besado al destino en la boca. He hecho gritar de placer a esa vieja puta, la


Vida. He visto cómo poco a poco iba secándose en mi alma la sangre. Y he tocado lo
que hay después: la absoluta invulnerabilidad de los que pueden hablar de tú a tú con la
aniquilación.
Podría volarme la cabeza en este instante. Tengo en una mano mi revólver, y en la
otra la polla. Puedo hacerme una paja o saltarme los sesos. O matar las pulgas a tiros.
Qué más da. El calor es insoportable. El camarote apesta. Es el maldito olor del
desinfectante y el maldito olor que espesa el aire, la peste de la India. Las gotas de sudor
resbalan por mi rostro, me ciegan, las noto cuello abajo, por el pecho, por el vientre. La
vida es una broma estúpida, pero la muerte también. No soy hijo de ningún Dios, y ya
soy sólo desesperación. Bombay es repugnante. He pasado estos últimos días
traduciendo a Homero. He dejado que me posea ese vértigo luminoso de hierros
sangrientos, de polvo y sol de fuego2, que arrasase cada segundo de mis días;
suicidarme en esa exaltación vicaria. Pero ya no puedo, estoy demasiado «más allá»,
palpo el otro lado.
Han dispuesto un piquete al pie de la pasarela para que los periodistas no suban al
barco. También hay vigilancia en la puerta del camarote. Qué imbecilidad. Sólo me
permiten salir a cubierta un rato por la noche, supongo que para que no me pudra. Pero
el puerto huele peor que el camarote. Qué tierra tan disparatada la India. Vine soñando
con perderme, que nadie se acordaría de mí, que podría matar mi memoria. Pero es
inútil. Me persigue la fama de alguien que ya ha muerto en mí. Sólo una cosa me une al
que fui, a los que he sido: todos amamos a Homero.
Si al menos hubiera podido seguir en Miranshah3 El clima del Waziristán era
fresco y agradable, nadie me molestaba, y en los atardeceres mi alma se aplacaba
contemplando en la lejanía las azuladas montañas de Afganistán. A veces algún viajero
de las caravanas de Samarkanda entretenía mis noches con relatos fantásticos. Era un ir
desprendiéndome suavemente de todo, desatando nudo tras nudo cuanto me uniera a
algo. Las heridas de mi alma aplacaban su escozor. No tenía que hablar con nadie. Por
fin fuera del mundo. Y la única dicha en la que ya creo, la lectura, embriagándome con
la inteligencia de otros, la morfina de la inteligencia, que me hacía olvidar, aunque fuese
por algunas horas, la conversión en mierda de lo que alguna vez fue vida en mí. He
releído mucho, todos mis historiadores griegos y romanos, Schopenhauer, Virgilio,
Melville, Jane Austen, Gibbon, Proust, las Memorias de Saint-Simon, Stendhal,
Baudelaire..., ese relato que me hizo llegar su autor, un austríaco, por mediación de
nuestra embajada, sobre la «educación sentimental» del cadete Törlees4; ah, cómo he
disfrutado allí con Kipling, en su salsa. Y qué placer dejar que el tedio fuera
destruyéndome, lentamente, como el que saborea un gozo animal. Todos los días, antes
de cenar, como un rito, contemplaba el crepúsculo tras las Suleyman, belleza inefable,
ajena y sobreviviente a la abyección de mi vida y tan inexplicable como ella, y por la
noche casi podía tocar las estrellas con la mano en un cielo limpio.

2
Parece aludir más a la ILIADA que a la ODISEA, cuando es esta la que estaba traduciendo.
3
Su último destino, antes del obligado regreso a Inglaterra (durante el que está escrito el presente memorial). Era un puesto
destacado de la RAF, en Waziristán, a quince kilómetros de la frontera afgana. Al destacamento inglés, de veintiséis hombres, se
añadían setecientos “irregulares” de la India. Lawrence se ocupó allí en la oficina y como pagador. Era un destino de dos meses,
pero él había conseguido prolongarlo.
4
Las tribulaciones del joven Törlees, de Robert Musil.

7
Me han robado hasta ese último paraíso. Debo volver a Inglaterra. Debo cumplir
el papel miserable que este momento de la Historia asigna a 1os encargados de
«entretener» el sueño de las masas. No me va. Si me dejaran ser sereno... Vivir sólo de
noche, cuando esas masas duermen. Sí. Sereno de un banco. Podría escribir durante
toda la noche, oír música. O emocionarme con mi inquebrantable salud, ese placer,
como decía Montaigne, sólido, carnoso, suave. Y leer, leer. Pero no creo que pueda.
Debo ser hasta la muerte ese Lawrence de Arabia que tanto les fascina. La fama me
seguirá como me ha seguido hasta la India. Ha bastado que el Emir Amanullah sea
derrocado por su hermano Inayatullah Khan y éste a su vez por el bandido Bacha-i-
Saquaao, para que inmediatamente todo el mundo imagine que yo estaba metido en la
conspiración y me devuelvan a Inglaterra5. Hasta Amany Afghan, el periódico oficial de
Kabul, ha asegurado tener pruebas de que yo era el «cerebro» de la operación.
Cuánta imbecilidad.
Qué me importa la India, y qué me importa ya nada. El mundo no tiene ninguna
solución, y si hay alguna, no solución, sino «remedio», que retrase la hecatombe, es tan
brutal que no quiero tomar parte en ello. Todo son presagios de la catástrofe, y lo peor,
de una catástrofe barata. La vieja sabiduría que había establecido los pilares del mundo,
está siendo arrasada por el poder abestiado de esas masas a las que me niego a servir. Lo
que sujetaba las posibilidades de 1a sociedad, su anhelo de absoluto, las espuelas de la
gloria, la autoridad del honor, la desigualdad y el predominio de los mejores... todo
aquello sin lo cual no hay vida posible: Arabia, en su estruendosa derrota, en el
salvajismo de sus comportamientos, al menos era ese anhelo, esa gloria y esa jerarquía
del saber y del coraje. Pero Europa, enferma, inane, rematada, ha perdido el rumbo y los
que pretenden devolverle el orden, hijos de esa misma masa, no organizarán sino el
poder más pervertido. No deseo vivir en esa sociedad ni darles la ocasión de usar mi
nombre. Es doloroso vivir en una soledad tan atroz como la mía. Este profundo rechazo,
esta absoluta falta de acuerdo con mi tiempo, que a veces me hace escuchar el eleteo de
la locura, me ha producido un estado de total desasimiento. ¿Qué me queda? Ningún
lugar es ya el mío ni amo a nadie, y cuanto pienso, en vez de convertirse en claridad de
la vida, es una herida en la conciencia. Como hay medicamentos que producen la
insensibilidad de la carne, este cortar todos los hilos ha convertido mi mente en un
cadáver. Puedo quedarme horas mirando un punto fijo, sin desear nada, yerto, como una
piedra.
Por encima de todo lo que me ha importado en mi vida, más que leer, más que
correr en motocicleta, más que el relámpago de plenitud de la rebelión árabe -qué era en
el fondo todo, sino el caldo de cultivo de un personaje, allí donde pudiera realizar una
gesta digna de ser recordada, digna de «contarse»-, estaba escribir. Me habría cortado
las piernas por una página inmortal. Lo hubiera dado todo por esa página. Y bien, ayer,
mientras desde la barandilla del barco contemplaba Bombay aplastado por la noche, de
pronto la vi. Sí, estaba ahí. Era mía. Y me di cuenta de que ya no me importaba, de que
podía «no escribirla».
Aquí, desnudo, sudando, envuelto por el aire estancado de este camarote, miro mi
cuerpo, y no lo entiendo, como ya no entiendo nada. Sudo. Ésa es la realidad. Ese sabor
en los labios y ese escozor en los ojos. Y el hedor de mis sobacos. Hace un rato,
dormitaba y una rata trepó hasta la mesa. Debí de parecerle muerto. Se quedó quieta,
mirándome. Le recité unos versos del canto V de la Odisea: «¡Haber tenido una tumba y
renombre en Acaya! »
Ah, sí. Es lo mismo que cantaba mi amado Mutanabbi: Haber perdido mi edad y
mi vida... ¡Ojalá ésta hubiera sucedido en otro pueblo diferente, de los ya extinguidos!
5
No hay documentación alguna que permita relacionarlo verosímilmente con esas –ni otras- actividades políticas.

8
En esos pueblos que latían con la juventud del tiempo.
¿Por qué se ha cansado tanto Europa? ¿Por qué está tan vieja? ¿Dónde está el
vigor que nos llevó a dominar y civilizar el mundo? La decisión de Cortés, esa espada
que si era muerte también era Aristóteles, y la catedral de Chartres, y la Ley. El huracán
de Shakespeare, la entereza del sueño de Marco Polo, de Napoleón, de Rembrandt, la
imperecedera alegría de Mozart... Todo ha desembocado en una sociedad estrecha, con
una sumisión a las reglamentaciones que terminará por asfixiarla, intimidados los
mejores y desaforados los mediocres, seguros no sólo de su victoria sino de que el
mundo miserable y rastrero al que tan bien se acomodan, es el único mundo posible.
No. Si vivir es eso, ya no deseo vivir.
«Es difícil reflejarte», me decía Eric Kennington6 cuando estaba posando para el
busto. No sé ya quién soy, ni para qué he hecho cuanto he hecho.
Qué no daría... No, no daría nada. Iba a decir por sentir, aunque fuera un instante,
el latir de la vida como me estremecía en mis años de Oxford, aquella capacidad de
emocionarme, de notar mis sentidos tensos como el olfato de un lobo. Creo que sólo he
vuelto a gozar esa «libertad inocente» cuando me alisté en la RAF y volé en aquellos
Bristol de Cranwell. Sí, los años de mi adolescencia, cuando recorría Francia en
bicicleta7; el placer de aquellas largas jornadas, el cansancio mismo que era como una
comunión de mi carne con los paisajes que iba descubriendo. Eran quemaduras en los
ojos: Ruán en la lejanía, el castillo de Gaillard destacándose sobre Les Andelys, las
torres orgullosas de la catedral de Beauvois. Mi cuerpo respondía nervudo, elástico,
feliz de obedecerme, lleno de energía que crecía con cada esfuerzo. Ah, aquel primer
viaje, con mi amigo Beeson, entre Saint-Maló y Fougeres, retándonos con las bicicletas,
y luego, por la noche, leyendo juntos en voz alta a Ruskin. Soñando con escribir así
algún día.
¿Habría sido igual mi vida sin el asombro que despertó en mi imaginación la
visión de aquellas fortalezas medievales, el espíritu en carne viva de las Cruzadas?
Todos aquellos viajes, también en bicicleta, con mi padre, y alguno en solitario... Gisors
y Anjou, la Bretaña hasta el monte Saint-Michel, esa modélica fortaleza de
Carcassonne, las esculturas de la catedral de Vézélay; sí, yo toqué esas piedras, allí
donde san Bernardo había predicado la Segunda Cruzada. Aquel Verano en ArIes,
mientras recorro deslumbrado el claustro románico de Saint Trophime. ¡Y aquel
momento, en Le Baux, aquella niebla que al disiparse puso ante mis ojos, por primera
vez, el Mediterráneo; ese Mediterráneo con el que tanto había soñado en Oxford, esa luz
alumbrando las cuevas de la muerte, por donde todo lo que yo amaba había venido!
Avancé hacia las aguas y entré en ellas. Fue mi verdadero bautismo. Estaba tocando,
hundiendo mi carne en su destino.
(---)
Respiraba libertad. La libertad para mí no es la posibilidad de hacer lo que quiera,
ni siquiera las libertades políticas, sino no tener que mostrar otra cosa que mi desprecio
por la mediocridad.
Cuando vi la catedral de Chartres sentí una emoción comparable a la que sentí
ante el mar. Era la misma fuerza que el mar, pero erigida, decidida por nosotros.
Recuerdo que la vi envuelta en lluvia. Había subido la cuesta y de pronto apareció. Esos
enormes pórticos cavernosos sobre los que se alzaba la perfección de una belleza viril,

6
Eric Kennington. Pintor y escultor y hombre muy relacionado con Lawrence durante la segunda mitad de su vida. Se le debe el
bronce del Memorial de la catedral de San Pablo dedicado a Lawrence, así como la efigie yacente que hay en la iglesia de San
Martín en Wareham, diversos bustos y la medalla memorial que la Sociedad Lawrence de Arabia concede regularmente (la última,
en 1987, a Sandy Gall por su labor en Afganistán). Hizo también retratos -óleos, acuarelas y lápiz- de Alí Ibn Hussein, Auda abu
Tayi, Ronald Storrs, un miembro de la guardia de «degolladores» de Lawrence, y del propio Lawrence.
7
Véase el Apéndice.

9
indeclinable. Lloré de alegría. Besé su pórtico. Como había besado en Cluny las ruinas
del crucero sur, y la torre de César en Provins. La dimensión de la grandeza del hombre
está en los símbolos con que somos capaces de expresar, de representar nuestra
adoración del Misterio. Chartres era la cima de esa adoración medieval, esa Edad Media
que nunca he podido dejar de venerar.
El placer y la fantasía que fecundaban esos viajes eran como el gozo musculoso
de mis lecturas. Nunca he vuelto a leer como entonces. Las palabras no eran sólo el
consuelo y la sugestión de hoy, sino trallazos de dicha, fuerza vital, asombro y locura.
Tumbado boca abajo en mi cama o bajo un árbol de nuestra casa de Polstead Road,
cómo me hechizaban los mundos fabulosos de Verne, de Salgari, de Rider Haggard,
Lord Jim, Stendhal, la vida de Schlieman -¡ésa era la vida que yo soñaba!-, la Arabia
desierta de Doughty, Stevenson, Wilde, Shakespeare, y todos aquellos libros sobre las
Cruzadas, y los Comentarios de César, y Tucídides, y Macaulay,y la obra -esto fue
acaso un poco después, del mariscal de Sajonia, Foch, Clausewitz -una sed misteriosa
me hacía empaparme de estrategia (aunque acaso sea LA TACTICA DE LA CABALLERÍA
EN EL SIGLO XIII de Delpech, lo que más me ha hecho reflexionar)-, Tennyson, Plutarco,
¡ah Plutarco!, el Heptamerón de la dulce Margarita de Angulema. Leí dos o tres veces
seguidas la traducción que había hecho Budge, del sirio, de la Historia de Alejandro
Magno del pseudo Calístenes, y las Historias de los antiguos reyes de Inglaterra de
Geoffrey de Monmounth, la Vida de Carlomagno de Eginardo, la Historia anónima de
la Primera Cruzada de Bernardo de Claraval... Yo era como una esponja hinchándome
de anhelos.8
Quizá cuando llegue la hora de mi psicostasia y Anubis me conduzca ante Osiris,
el apasionamiento de esos años, el fragor en el alma de aquellas lecturas y mi
exultación, pesen más que la diosa Maat, y Toth, el Escriba Divino, salvará esa alegría.
¿Pero queda algo en mí de esa alegría? ¿Soy capaz siquiera de reconocerla? Ahora
es como si pasara la yema de mi dedo por su cicatriz. Cuando estaba en El Cairo,
aunque habían pasado algunos años y muchos acontecimientos, aún podía revivir con
facilidad ese temblor de la dicha, aún estaba fresca y era como si quisiera tomarme de
nuevo. Ya no. Hace mucho que la alegría no puede vivir en mí. Es como si estuviera
anestesiado.
¿Qué me ha convertido en esto? Creo que he estado dotado de una sensibilidad
mágica, y que sólo mientras a mi alrededor bullía la lumbre de la vitalidad, el ruido y la
furia de la verdad, feroz como un orgasmo, de las conductas recias y limpias, incluso de
una violencia que no era sino expresión de la pura energía vital, podía desarrollar mi
talento. Quizá por eso me ha resultado siempre tan difícil acomodarme a vivir entre
«europeos», porque la sociedad que hemos logrado es excesivamente lisa, codificada,
ruin, anodina, fofa, carente de grandes gestos, imposibilitadora de esos grandes gestos.
Y a mí, sólo los grandes gestos, sólo las hazañas de los grandes me conmueven.
Porque, de hecho, qué es la Historia sino el movimiento informe y acaso sin un
sentido último, de enormes muchedumbres que como las manadas de búfalos que
cambian bruscamente la dirección de su espantada, sólo aciertan a tomar rumbos
propicios si alguien con el suficiente temple, la necesaria inteligencia y las condiciones
apropiadas de conciencia y lucidez, marca los caminos que pueden convertir en
memorable lo que de por sí no hubiera sido sino un bestial convivir de horda. Los
movimientos históricos son como esos terremotos que modifican salvajemente la
estructura de la tierra, y todo lo que podemos hacer es acomodarnos de nuevo a otro
paisaje. Pero acomodarmos a nuevas costumbres, a nuevas leyes, como a ropas

8
Véase el Apéndice

10
diferentes, no quiere decir que el que se acomoda no deba establecer la nueva vida
desde unos principios de orden, libertad y moral que son los únicos que desde el inicio
de los tiempos nos han permitido existir. Y esa dirección jamás puede nacer de la suma
informe del parecer de la multitud. Se encarna o no en alguien de cualidades superiores.
Desde siempre. Una época y el horizonte de sus sueños están en la cabeza de un
hombre. Un hombre al que los demás siguen atrapados por la fuerza de su destino. El
mundo es lo que soñaron Alejandro y César, Asoka o Moisés, Napoleón, Carlomagno,
Hernán Cortés, Justiniano... El mundo es el sueño de Grecia y de su fecundación del
cristianismo. Es lo que soñaron los sabios egipcios, y Aristóteles, y Dante, y Goethe, y
Shakespeare, y Rembrandt y Velázquez, Stendhal o Melville. Los que levantaron
ciudades, imperios, leyes, arte, mundos. Ellos sí representaban la vitalidad de una
sociedad que sólo así era verdaderamente libre -y más de un regicidio lo atestigua-,
soberana y gloriosa, no como es desde que se dejó arrastrar por los indignos espejismos
de la representación partidista rindiendo en las manos sucias de los Estados lo que sólo
a ella le pertenecía.
Qué inmensa mierda de mundo ha sobrevivido desde que la Revolución francesa
consagró el fin de la Libertad y la humillación de toda grandeza ante ese caldo agrio y
despreciable de la igualación democrática. Y nunca en la Historia, disidente alguno ha
tenido que pagar precios tan altos de extrañamiento y venganza, como quienes no
hemos aceptado los ucases de ese rebaño igualitario. Pensar en……..
(falta una página en el manuscrito)
Por eso amaba Arabia. No por la fiebre que ha sacudido a veces a alguno de
nosotros, la locura del Desierto, la obnubilación por lo exótico. Yo amaba aquella tierra
y a sus gentes por lo que tenían de reino no rozado por la mediocridad uniformadora de
Occidente. Si había una ley, se respetaba porque se respetaba a quien la dictaba o a
quien con ella juzgaba. Si había un jefe, lo era porque su inteligencia y su espada y su
honor eran superiores al tuyo, y lo había probado. No había otra escritura que la palabra
y se vivía y se moría por cosas que merecen la cabeza de un hombre -los suyos y su
pundonor y su libertad-. Yo he visto matar a un hombre por beber, con sed, de un pozo,
y al mismo haritz9 que lo había matado, tirar después el agua no bebida en la arena del
desierto. Porque ese pozo era la garantía de supervivencia de su tribu, y aceptar que
alguien pudiera violar la prohibición de su uso por otras tribus habría significado abrir
las puertas de un horror mil veces mayor que la muerte de aquel pobre beduino. Como
he visto la imperecedera grandeza de Talhal10 cargando contra la misma muerte, delante
de Tafas, para unir su suerte a la de los suyos que habían sido exterminados allí por los
turcos. En aquella tierra los hombres podían morir por una camella o por unas monedas
de oro, y nunca habrían entendido la idea de morir o matar por palabras, a menos que
éstas les hicieran ver un sueño de gloria.
Yo busqué allí mi parte de ese sueño. Y fue como una droga que se fue
apoderando, cada vez más, de mi alma. Allí me sentía vivir y sentía orgullo de ser un
hombre. Sabía qué era yo.
Pero lo he olvidado.

¿Quién es más yo? ¿El arqueólogo entusiasmado por los restos hititas? ¿El que
miraba extasiado ese rostro, suave como su amistad, de Janet Laurie?11 ¿El que tembló
9
Véase el Apéndice
10
Talhal fue el protagonista de un gesto de supremo valor, cuya narración detallada se encuentra en este manuscrito..
11
Janet Laurie. Eran de la misma edad. Se conocieron cuando Lawrence vivía en Langley Lodge -a los seis o siete años- y luego
continuaron una muy entrañable relación en Oxford. Era una hermosa joven, de belleza algo ambigua. No cabe duda que Lawrence

11
ante la belleza de Dahum?12 .¿El hombre que soñó que bastaba, aunque fuese imposible,
con la pasión arrasada de una Arabia donde los hombres no tenían otro código que el
honor y la gloria? ¿El que sintió un misterioso placer al disparar contra un pobre
marroquí en una hondonada perdida de Uadi Qitan?13 ¿El que entró en Damasco como
un rey antiguo? ¿El que en Tafas tocó el fondo del horror?14¿El que hoy se pudre
aborreciendo su memoria en un sucio camarote? ¿El niño cuyos ojos se abrasaban ante
las hazañas de los cruzados? ¿El hombre que suicidaba sus noches en las páginas de Las
siete columnas de la sabiduría? ¿El que habría dado toda su vida por haber escrito
aunque fuese parte de Macbeth? ¿El héroe de opereta de Lowell Thomas?15¿Ese que
irradió algo tan fuerte como para que los árabes se unieran y murieran por él? ¿El
imbécil que creyendo cumplir su destino lo único que hacía era la cama de la miserable
coyunda de Francia e Inglaterra? ¿El que se medía con reyes o el que se ha drogado con
la insensibilidad en las más sucias tareas, bajo otro nombre?
Hay uno al que siento cerca: aquel niño que leía boca abajo en su cama las
resplandecientes aventuras de Nemo y de Ahab y que hoy, ya por fin un zombi, pero
aún con una especie de grieta en el alma abierta a la Poesía, se conmueve con los versos
de Homero.
Pero hay otro. Otro por el que siento una vidriosa mixtura de amor y comprensión,
y de respeto: este que hoy tiene en una mano su revólver y en la otra este pedazo de
carne caliente, y que sabe que da igual volarse la cabeza o apretar ese pedazo de carne
con su mano y moverla hasta sentir un latigazo en las tripas de placer y de
desesperación.
Quizá sabía ya todo esto aquel día lejano en que sentí que en Arabia, entregando
mi suerte a esa tierra salvaje y a la batalla que allí se iba a librar, se hallaba mi destino,
la única posibilidad de crear un yo que no sintiera vergüenza de vivir.
Arabia fue eso. Cada cosa en su sitio. Y todas limpias. Vivir, amar y matar por
cosas tangibles: la lealtad, el oro, la amistad. El coraje era la medida de los hombres. El
orden social era tan exacto como las estrellas en el cielo. Yo llevé a la muerte a muchos
hombres porque creían en mí. Les había prometido un sueño. Mejor no haber salido
nunca de El Cairo, de aquel despacho lleno de planos. Porque yo fui consciente de la
imposibilidad de ese sueño: si al principio aún podía creer que la Rebelión triunfaría,
desde luego después de Aqaba ya tuve pruebas de la imposibilidad de ese sueño. Pero
llegó a hacerse tan carne mía. Sentía de tal forma que esa guerra era mi única
posibilidad de cumplir un gran destino, de revivir una gesta como las que me
deslumbraban en los libros. Aunque no tuviera otro final que la derrota. Da igual.
Habría pisado las brasas del Infierno. Era el único sitio del mundo donde tenía la
posibilidad de medirme con el único oponente digno de lo que pensaba que era yo: lo
Desconocido. Lo que habría o no en mí. Latir con la vida.
¿Qué fuerzas habría en mi alma? ¿Qué sentiría en la primera carga sobre el
enemigo? ¿Cómo era ese miedo? ¿Y cómo era esa embriaguez de redaños? ¿Cómo era
el filo de la violencia? Resbalar por esa hora de furia y sangre. Haberme probado.
¿Cómo me enfrentaría a la muerte, si me tocaba?
Pero también había algo más. Y eso era lo importante. Cómo me comportaría era

sintió por ella un sentimiento amoroso. Por confesión de la propia Janet Laurie sabemos que en 1910 Lawrence le pidió que se
casara con él. Pero Janet Laurie estaba enamorada del hermano de Lawrence, Will, y por aquel sólo sentía una gran amistad.
Muchos años más tarde -como recogen estas páginas-, Lawrence, en una situación económicamente delicada de Janet, le legó casi
toda su fortuna.
12
Dahum; su verdadero nombre era Ahmed. Lawrence lo conoció en Karkemish, como se verá, y mantuvieron una apasionada
relación amistosa, y acaso más compleja.
13
Terrible experiencia que se relata más adelante.
14
En la batalla de Tafas, poco antes de la toma de Damasco, Lawrence «se sació de sangre».
15
Periodista y conferenciante norteamericano responsable en gran medida de la «popularidad» de Lawrence.

12
algo que, hasta cierto punto, podía predecir. Estaba preparado. He pasado mi vida
preparando el gesto que debería adoptar ante cada circunstancia. No dejar sino el rostro
que quiero, el que he perfilado, el que «debe» quedar. Desde niño me he esforzado en
tener el suficiente dominio de mí mismo para que las emociones no perturbasen ese
gesto. Si sentía miedo, sabía que lo dominaría. Sabía que yo no fallaría, ni a mi nombre
ni al resto de los soldados. ¿Pero cómo sería la sequedad de la boca? ¿La fiebre en la
piel? Y sobre todo, ¿qué es lo que ahí vería? Porque en el momento en que los hombres
se miden con su propio valor, en el relámpago último de la vida o la muerte, en el
momento de segar la vida de otro hombre o sufrir la mutilación propia, de adentrarse
exaltado en las simas de la violencia más atroz, en carne viva, se toca un punto que
linda con la locura, que toca una lava más allá de la razón y hasta del instinto. El reino
de fuerzas misteriosas y salvajes, la belleza del salto de un leopardo al atrapar su presa.
Eso era lo que yo quería ver: esa Belleza. El regusto de Macbeth, cuando más allá del
horror, más allá de su propia destrucción, paladea con placer ese «Me he saciado».
Lo que se ve, lo que sólo puede verse como lo vio Ahab en la cima de su
demencia o de su grandeza.
La política me importaba un bledo. En nuestra época sólo es o desperdicios para
la gamella social o asesinatos en masa, y siempre mira corta de chamarilero. Yo sabía
que ni los árabes tendrían la fuerza y la voluntad de unirse -sólo en algún momento y a
la luz del botín o del beneficio de una vindicación concreta- ni las potencias iban a dejar
fuera de su control aquellas extensiones llenas de riqueza y de gran valor estratégico.
Vencer a todas esas fuerzas hubiera requerido un milagro. Y hubo algún instante en que
la pasión que nos arrastraba me hizo pensar que ese milagro podría producirse. Pero si
políticamente no había nada que hacer, sí había mucho, como hombre, que hacer. Sentir
el viento de la vida en la cara, luchar junto a guerreros cuya amistad era suficiente para
dignificar una existencia, vivir como habían vivido esos grandes que me emocionaban
al leer sus hazañas en los libros. El gran filo. La «estrella polar» que dice Shakespeare.
Verla.
Hay dos imágenes que siempre me han acompañado. Leí una vez que un viajero
fue a visitar una Reserva india de los Estados Unidos. Allí los encargados de la
concentración le informaron de las ventajas de la misma: comida segura para los
«protegidos», cuidados médicos, etc., frente al azar inhumano de la antigua vida de los
indios. El viajero empezó a recorrer la reserva y se encontró con un anciano muy triste,
y le preguntó por qué todas aquellas ventajas que acababan de comunicarle no le
agradaban. Y el anciano -después le dijeron que era un viejo guerrero- le respondió:
«Pero no hay gloria. »
Todo consiste en saber cuánto puede vivir una sociedad sin posibilidades de
gloria.
La otra imagen está en una página del inolvidable Stevenson, en La isla del
tesoro. Cuando el fantástico capitán muere en la posada «Almirant Benwod», Jim
Hawkins abre su cofre y de él sale una bocanada de olor a brea, tabaco... y unas
caracolas. Esas caracolas habían cruzado todos los mares en aquel cofre y ahora le
inoculaban al jovencito Hawkins todo el esplendor del sueño.
La gloria del viejo guerrero indio y el tacto de esas caracolas y el olor del cofre
resumen el anhelo de todo hombre libre, de quienes, como decía Montaigne, tienen los
ojos más grandes que el vientre y más curiosidad que poder.
Hacía poco que yo había regresado de Kut el Amarna, cuando, en el amanecer aún
frío (cuántos de esos amaneceres conocería después) del 5 de Junio de 1916, desde la
tumba de Hanza, en las afueras de Medina, Feyssal y Alí, hijos del Jerife de La Meca,
Hussein, convocaron a las tribus a rebelión contra los turcos. El siguiente amanecer

13
vería el ataque, descontrolado pero espléndido, a las fortificaciones turcas que defendían
la Ciudad Santa. Hussein en persona capitaneó a los suyos en La Meca. Muchos
cadáveres cubrirían sus calles. El fuego de la artillería turca arrasó hasta el palacio del
Jerife y el paño sagrado que cubre la Kaaba, y tampoco Feyssal y Alí tuvieron más éxito
en Medina. Pero fue la señal del alzamiento de las tribus. Y tres meses más tarde,
Hussein ya era señor de todo el territorio desde Jiddah y Taif hasta Yanbu.
El ansia -como respirar, como el legendario remembrar de los placenteros jardines
de Córdoba- de los árabes contra la Sublime Puerta, había empezado, lógicamente, en la
zona menos beduina, en Siria, a finales de los años veinte, cuando algunos ilustrados
educados en Occidente formaron en París el Comité Nacional Árabe. No creo que al
principio se plantearan la idea de «una nación», pero sí una unidad de pueblos que
dependería de una especie de califato que ellos ubicaban en Damasco. El movimiento
había tenido su alma en la publicación en 1905 del manifiesto de Negib Azury, El
despertar de la nación árabe; rápidamente aquellos ilustrados lo tomaron como bandera
y prepararon un programa que hicieron llegar a los gobiemos de Inglaterra y Francia.
Desde luego, tanto a Gran Bretaña como a Francia, y sin duda a Rusia, les interesaba
esa corriente nacionalista para oponerla a Turquía, liquidar su vasto y resquebrajado
imperio y ocupar ellos su lugar; el petróleo de Mossul era un faro que iluminaba a
nuestros financieros. La revuelta de 1908 de los «jóvenes turcos» contra Abdul
Hammid, intentando modenizar Turquía, aquel Hombre Enfermo de Europa, había
representado para todas las naciones sometidas una centralización aún mayor, y
resultaron más intransigentes que el sultán para las pretensiones árabes, hasta para las
más moderadas. Hubo algunas sublevaciones en Palestina, en Siria y en el Yemen, que
pronto fueron abatidas con dureza, y sobre todo a partir de que Turquía entrara en la
guerra, la represión de las minorías étnicas fue en aumento; más de dos millones de
armenios fueron asesinados, y la misma suerte corrieron kurdos, maronitas y hasta
algunos árabes.
Kitchener16 vio pronto con toda claridad que ese ansia de libertad era una fuerza
que se podía usar a favor de Inglaterra, ya que ofrecía la posibilidad de atacar a
Alemania por todos los flancos. Kitchener estaba informado sobre Arabia y
Mesopotamia y era consciente del inmenso poder y prestigio del Jerife Hussein sobre el
atomizado universo de las tribus. Hussein, por su parte, conocía muy bien a los turcos;
no en vano había pasado veinte años en Constantinopla sometido al Sultán, y sólo se le
había consentido regresar a La Meca cuando en 1911 creyeron que así podía contentarse
a los árabes, si bien tuvieron buen cuidado en mantener como rehenes a sus hijos,
Feyssal, Alí y Abdullah.
Debieron ser años muy amargos para estos príncipes. Alguna vez Feyssal me
contó cómo durante su estancia en Damasco, adonde lo habían mandado bajo la «tutela»
del sanguinario Yemal Bajá éste lo humillaba obligándole a presenciar las ejecuciones
de los sirios comprometidos con la ya palpable rebelión. No podían tocarlo, puesto que
hasta en la pirámide del poder turco, Feyssal era un miembro destacadísimo; pero sí
vejarlo con aquellos sacrificios, pensando que su presencia mermaría la autoridad que
pudiera tener entre los insurrectos.
Cuando Inglaterra consideró la conveniencia de apoyar la rebelión, Kitchener -que
sobre algunos puntos consultó a mi departamento, y a mí en concreto- meditó mucho

16
Horacio Herbert Kitchener (1850-1916). Después de una brillante carrera de armas --entre otros empleos, como Gobernador
General (Sirdar) de Sudán occidental- en 1892 tomó la jefatura del ejército de Egipto. Aplastó la sublevación del Mahdis por lo que
se le elevó a barón Kitchener de Kharthum; más tarde participó victoriosamente en la guerra contra los bóers y después fue
nombrado Comandante en Jefe de la India. En 1909 fue nombrado Mariscal, Comandante en Jefe y Alto Comisario del
Mediterráneo. En 1914 volvió a Inglaterra para ocuparse en tareas de Estado

14
acerca de a quién elegir como cabeza de ese alzamiento. Se consideró el talante de Ibn
Seud, Emir del Nedj, pero era un fanático wahabita. Yo sometí a su consideración las
ventajas de apostar por Hussein: Gran Jerife de La Meca, descendía del Profeta y
además era extraordinariamente astuto. No me cabe duda de que durante algun tiempo
Hussein estuvo jugando con dos barajas, ya que los turcos también le presionaban para
que entrase en la contienda a su lado. Pero creo que desde el principio vio más ganancia
en colaborar con Gran Bretaña, sobre todo después de que su hijo Abdullah, al que
había conseguido sacar de Constantinopla, se entrevistase en secreto con Kitchener y
con Ronald Storrs17 en El Cairo y planteara -y entendiese que Gran Bretaña era proclive
a sus demandas- las exigencias de Hussein de la jefatura de un Estado árabe que
abarcase toda la península, Siria, Palestina y Mesopotamia, y la entrega inmediata de
armamento. Aunque jamás me ha engañado la mendacidad del ejercicio de la política ni
su inmensa capacidad de traición, creo que en esa ocasión Abdullah imaginó más de lo
que verdaderamente se le ofreció; o acaso (Turquía aún no había entrado en la guerra,
pero era inminente) Kitchener prometiera lo imposible tratando de no perder la paciente
y secreta actividad de Feyssal sobre la oficialidad de Mesopotamia, pero no es probable.
Cuando en Abril de 1916 los turcos, inquietos y barruntando la rebelión,
decidieron organizar un ejército para someter a los árabes como fuese -tropas a las que
se unieron las de Von Stotzingen-, Hussein comprendió que podía perder la mano, y
adelantándose a los preparativos, antes de que los turcos fueran demasiado poderosos,
se decidió por la guerra. Kitchener apoyó el levantamiento de El Higaz18 pero advirtió
que la intervención -quizá conociese algunos aspectos del Tratado Sykes-Picot19 que se
estaba «cociendo»- fuese controladísima, sin armamento pesado. Churchill también
había defendido desde hacía tiempo la idea, y creo que a su defensa de la ayuda militar
al levantamiento no era ajeno un memorándum mío sobre las ventajas de cortar en dos
el Imperio turco, por Siria, para mermar sus defensas y su acceso a Suez, plan al que
añadí la conveniencia de un desembarco en Alejandreta.
Es curioso lo bien que siempre me he entendido con Churchill. Creo que es uno de
los hombres más notables que he conocido. Ambicioso y clarividente. Su único punto
flaco es no darse cuenta, o no medir las consecuencias, de que con ciertas medidas de
combate se pone en peligro la moral de la lucha. Pero es -y cuánto lo fue entonces-
enérgico y decidido. Muchas veces hemos discutido sobre la evolución histórica de la
guerra. Winston se alarma menos que yo ante órdenes -que van in crescendo- que yo
considero perniciosas y que desde luego en lugar de solucionar los conflictos, los
agravan y en ocasiones sitúan a los combatientes en posiciones sin salida. En esto es
algo en lo que él coincide con la mayoría de los políticos actuales. Es como si no
hubiesen meditado sobre De jure belli ac pacis, de Grotius, ni tuvieran noticia de
Emmerich de Vattel, o de Clausewitz.
-Al enemigo hay que hacerlo papilla. Se trata de vencer -me dijo un día en
Oxford-. Y todo vale.
Yo nunca he creído que todo valga. No ya por el horror que se pueda
desencadenar en un instante dado, sino por las consecuencias, porque la paz después no
se arma con garantías. Nunca he alimentado animadversión por la guerra. Incluso
aborrezco a los pacifistas. La guerra ha acompañado al hombre siempre y siempre nos
acompañará, y muchas veces causa más beneficios que dolor. Pero se trata de
comprender que es un instrumento más de la articulación social. Las formas modernas
de luchar, donde cada vez toman mayor fuerza las ideas de guerra sin cuartel, sin orden,
17
Sir Ronald Storrs (1881-1955). Fue Secretario para Oriente el El Cairo entre 1909 y 1917. Suya fue la idea de establecer
negociacione secretas con el Jerife Hussein.
18
Véase el Apéndice.
19
Véase el Apéndice.

15
sólo destrucción, hacen desaparecer violentamente la sabiduría que con tanto trabajo
habíamos edificado y nos devuelve a la horda. No he dudado cuando he tenido que
mandar hombres a la muerte, o a matar a otros, o cuando yo mismo he estado en
peligro. No he pestañeado cuando he volado un tren lleno de civiles, aunque se tratasen
de niños y mujeres. Pero eran acciones de guerra. Dudaría mucho sin embargo antes de
someter al enemigo a condiciones irracionales. Hay que medir la fuerza y hasta el horror
con sumo cuidado, como se mueven las piezas en el ajedrez. El enemigo jamás puede
sentirse como el zorro de nuestra caza. La guerra es un instrumento para la paz y, como
Clausewitz dice, debe ser «posible».
Pero creo que desgraciadamente el mundo está tomando otros rumbos. La guerra
se ha convertido en algo catastrófico desde la Revolución francesa. La decadencia de la
aristocracia y la ferocidad ignorante de las masas en ascenso, la democracia y los
inventos de la industria, todo coadyuva para que no pase mucho tiempo sin que se
hagan realidades mis más negras pesadillas. La guerra contra los bóers dio lugar a
decisiones que el gran Condé ni siquiera hubiera podido imaginar. ¿Hay mayor
desacierto que exaltar la marcha de Sherman arrasando Georgia, cuando se trata de una
bestialidad absoluta, innecesaria, cruel, propia de un temperamento criminal y no de un
general capacitado? Ese «vale todo» de Winston, que hiela la sangre, ¿no corrompió
junto a la intransigencia de Clemenceau, la peligrosa estupidez de Wilson, el apoyo de
tantos ciegos, la paz y el Tratado de Versalles? ¡Ese artículo 231! Y qué guerra tan atroz
en Europa, qué falta de talento militar. Millones de muertos para nada, o, peor, para algo
peor que la situación precedente. El Imperio Austro-Húngaro era la garantía del
equilibrio de todos sus territorios. Ya estamos viendo los primeros desórdenes graves,
que dónde terminarán. En Rusia han triunfado los comunistas, y las noticias que llegan
dan cuenta de un genocidio que haría santo a Salmanasur III, más hambrunas y
epidemias terribles. Y Alemania, cuyas instituciones y cuyo ejército eran avales contra
el caos, humillada, vejada más allá de lo soportable, condenada al rencor, ¿de qué será
pasto? Charlotte Shaw20 me dijo que la situación está pudriéndose a toda velocidad, y
que los ojos del pueblo, desesperado, están empezando a mirar con complacencia -y
ansias de desquite- a los nacionalistas de Hugenberg, y a Hitler, y basta ver el proceder
de sus fuerzas de choque para imaginar qué puede suceder.
Pero volviendo a los conflictos en Arabia y Siria: Churchill no podía -Inglaterra
no podía- permitir el cierre de los estrechos por parte de Turquía, que nos privaría de la
carne y el trigo de Ucrania y a los rusos de recibir pertrechos y municiones; y aún
menos tolerar el peligro que amenazaría al canal de Suez, vital para nósotros. Por eso,
cuando comprobó que se habían concentrado, al mando de Yemal Bajá, dos cuerpos de
ejército en Beersheva, a los que iban a unirse tropas del coronel Krees von Kressentein,
y cuando el 3 de Febrero de 1915 Yemal atacó en Ismailía a nuestros soldados hindúes,
ya no le cupo duda alguna de que había que hacer todo lo posible por liquidar a Turquía.

¡Dios, qué peste! Y otra vez la maldita rata, que me mira.


Yo quise incorporarme al ejército al estallar la guerra contra Alemania, junto a
mis hermanos Frank y Will, pero me rechazaron por mi corta estatura. Hablé con
Hogarth21 y él consiguió que me aceptaran en el Servicio Geográfico, y muy pronto me
20
Esposa de Bernard Shaw. Durante los últimos años de la vida de Lawrence mantuvo con éste una estrecha relación, con tintes ma-
ternales, ayudándole de forma considerable tanto en sus publicaciones como en otros aspectos más íntimos.

21
David George Hogarth (1862-1927). Profesor del Magdalen College de Oxford, fue también director del Museo Ashmolean,
presidente de la Royal Geographical Society y director del Arab Bureau en El Cairo. Notable arqueólogo -en Chipre, Egipto, Éfeso,
Creta y Karkemish-, escritor brillante y hombre de acción, dirigió la vocación de Lawrence hacia la arqueología, primero, y luego
hacia los acontecimientos de Arabia, apoyándole en todo momento lo mismo en sus intereses universitarios, que militares o
literarios.

16
trasladaron a El Cairo, a Inteligencia del Estado Mayor. Aquel trabajo me gustaba y
sobre todo me interesaba estar en Egipto. En Oxford había devorado el Viaje por el Alto
y el Bajo Egipto de Denon, los veinticuatro volúmenes de la Descripción de Egipto de
François Jomard y los doce lujosísimos tomos de Monumentos de Egipto y Etiopía de
Lepsius. Era un mundo que me fascinaba desde niño.
Tengo un recuerdo muy agradable del tiempo que pasé allí. Una inmensa ciudad
donde el comercio prosperaba y reinaba una alegría callejera generalizada, consecuencia
de su recientísima incorporación al Imperio como protectorado. La vida restallaba y te
transmitía un latido de pasión. El clima era agradable porque el calor no es húmedo,
salvo en Mayo y Junio, cuando soplaba el terrible jamsín del desierto suroccidental, con
sus nubes de polvo y arena. Y mi trabajo en el Servicio de Inteligencia me dejaba
mucho tiempo libre para visitar la ciudad y leer y hacer escapadas a ciertas
excavaciones. Encontré algún conocido de Siria, pero no supieron darme noticias de
Dahum22.Paseaba mucho, me mezclaba con la gente, jamás me cansaba de contemplar
aquel mundo abigarrado, la luz de sus rostros, respirando el olor a humanidad,
estimulante, que emanaba de todos los lugares. Hacía poco que el cauce del Khalig
había sido cegado y sobre él se alzaba la nueva shari Port Said; allí exhibían en cientos
de tenderetes sus productos gentes que venían cada día de los campos, como los
artesanos se concentraban más hacia los alrededores de la Muski. Era feliz perdiéndome
por aquellos laberintos y acercándome de vez en cuando a la mezquita de EI-Azhar,
fascinante, el Zawiyat-at-Umýan, lleno de ciegos que oraban fanáticos; o recorriendo el
barrio copto y la mezquita de Hassan. En fin…

Bueno... sigo con Egipto.


Cuando no tenía trabajo, pasaba las tardes así, o leyendo: leí muchísimo; la
Enciclopedia Británica era como una Biblia para mí, la abría por cualquier página y
leía, leía, y todas las obras del capitán Burton, antologías de poesía inglesa, española,
alemana, francesa, rusa, textos de arqueología, los historiadores de la Augusta,
Shakespeare una vez más…Descubrí en una librería unos poemas de un griego que
vivía en Alejandría, llamado Kavafis, hombre de vida, decían, obscura, pero sus poemas
eran hermosos, de una intensísima lucidez. Quise conocerlo y fui tres o cuatro veces a
Alejandría -me gustaba mucho sentarme a meditar a la sombra de los muros del fuerte
de Kait Bey- y lo busqué en un café que según me dijo un librero solía frecuentar y en el
Ministerio de Riegos, donde trabajaba, pero no pude dar con él. Aprovechaba los días
que estaba libre de servicio para correr en una motocicleta -ah, aquellas carreras entre El
Cairo y Bulaq- y por la noche solía quedarme en mi habitación del Shepheard, sentado
en la terracita contemplaba el Nilo y el manto de negrura que cubría la ciudad y sus
minaretes que parecían de plata a la luz de la Luna.
¿Por qué he amado tanto correr en motocicleta ¿Qué sentía? Era una alegría que
no he experimentado con la misma intensidad ni cuando volaba. Creo que era la soledad
de la emoción. Algo que hendía 1a nada y que se acoplaba a mi cuerpo y yo al suyo
como un solo ser, un ser orgulloso y radiante que desafiaba a la muerte internándose en
un túnel de viento y luz, libre. Resbalando por el flujo de lo absoluto, amando ese
paisaje del mundo que desaparecía más rápido que la vista a mis espaldas porque cada
segundo podía ser el último de esa perfección. Y sólo un punto en el infinito, el gran ojo
de Dios, fijo en mí. La mano que gira apretando el mando de la velocidad, cada vez más
rápido, cada vez más, hasta que desaparece todo lo que no sea ese ser mágico que

22
Se habían separado después de la expedición al Sinaí que se relata más adelante. Jamás volvió a saber de él.

17
atraviesa el viento, que incluso deja atrás la muerte. Una exaltación de los sentidos
como debieron sentir los santos. El éxtasis.
Fui muchas veces hasta las pirámides y la Esfinge. Me quedaba absorto ante ese
espectáculo de inteligencia humana. No me asombraba su grandiosidad, sino su sentido.
Todo tenía sentido. Lo que en las salas de los museos eran piezas muertas, aquí eran
objetos vivos, y verlo me permitía estudiarlos luego en las vitrinas, como las armaduras
Cruzadas de mi niñez, como los sellos de Karkemish, sin desprecio. Porque todo había
servido para algo, y había servido con dignidad y con grandeza. La figurita de un
prendedor para el pecho que decía: «Vive y al que yo mire, reténlo para que me ame»,
ahí no era el objeto muerto de una vitrina, perdido entre muchos, sino el latido
apasionado de un corazón de mujer. Todo vencía a la muerte, que acaso es lo que yo
quería con mi propia vida.
Un día se me rompió la motocicleta y tuve que regresar en el destartalado tranvía,
el 14, que hacía el trayecto. Apretado entre la muchedumbre sentí como nunca la
impenetrabilidad, el «sagrario» de ese mundo. Ya había tenido esa sensación una
mañana, en la mezquita de alabastro de Mehemet Alí; una figura envuelta en andrajos
extendió hacia mí su mano pidiendo limosna; era una mano destrozada -¿lepra?-. Le di
unas monedas, y entonces me miró. En sus ojos había la indiferencia de un Dios o de un
muerto, una mirada «más allá de la aurora y del Gajes»: los ojos de Alejandro.
Yo había leído concienzudamente los cinco espléndidos volúmenes de la Historia
de Egipto de James Breasted y los estudios de las tumbas de Tebas de la Egypt
Exploration Society. Pero un segundo de contemplación de las pirámides, bajo aquel sol
de plomo derretido, ayudaba más a entrever qué somos, y qué somos cuando somos
grandes, que miles de páginas desde una lejanía que pretende ver eso como pasado.
Bastaría sólo con contemplar la Esfinge. Mirarla fijamente. Cuántas veces lo hice,
tratando de ahondar en el sentido de su gesto. Ahora sé que era una sonrisa indulgente
ante mi destino, ante la suerte de todos. Abu-el-Hol la llaman los árabes, «el Padre del
Miedo».
Egipto llevaba de la mano a sus hijos a través de ese miedo.
Recuerdo una noche fascinante. Al otro lado del barrio antiguo se extendían bajo
la Luna las colinas de Moqattam y la Ciudad de los Muertos. El olor de las flores
embalsamaba el aire y a la luz de la Luna resplandecían los flamboyants en flor y las
buganvillas. Allí, en la solemnidad de un silencio casi sólido, se extendía la Ciudad de
los Muertos. Una con la ciudad de los vivos.
En la luz de aquella Luna de los suicidas cuajaba el símbolo de la única vida
posible, la que se desarrolla desde una tradición, a la que pertenece y a la que modifica
no menos que su futuro, y hacia un mañana donde sus gestos tendrán sentido. Sólo
podemos no morir en ese hilo conductor, y las sociedades que lo rompen, no sólo tornan
en incomprensibles e inútiles sus acciones, sino que anulan todo el pasado. Si alguien
mañana no pudiera comprender por qué hago hoy esto o aquello, y no solamente
comprenderlo como comprendemos cualquier movimiento de las cosas, sino sentirlo
carne suya, estaríamos condenados a la más absoluta e intolerable soledad en el
universo. Ese vacío como la locura.
Pero de repente, esa contemplación fue ajena a mí, extraña. Todo eso existía, sí, y
sin duda seguía sosteniendo el vivir de muchos. Pero sentí que algo -acaso lo que en mí
había de «europeo»- me desvinculaba de ese orden, me «desterraba». Podía escuchar el
eco del espíritu que había concebido ese ámbito sagrado, pero como ese sexto sentido
que te alerta de los instantes de peligro, algo me avisaba, casi físicamente, de que yo
estaba ya apartado de la alianza, de ese río donde no morir. Sentí un vértigo triste.
Mi hermano Frank murió en combate, en Francia, un 9 de Mayo. Y Willle siguió,

18
poco después, achicharrado en su avión. Yo los quería. Pero su muerte no me afectó -
aunque fuera mucho el dolor- demasiado. Habían caído con valor en una lucha a la que
libremente habían decidido entregarse. Mejor eso que la decrepitud o la enfermedad.
Continué mis trabajos en el Servicio y poco a poco fui integrándome en el
pequeño grupo que con Ronald Storrs estaba concentrando la información sobre Arabia.
Storrs era secretario del Alto Comisario en Egipto y hombre muy inteligente; él y
Clayton23fueron los responsables de que el Alto Mando se preocupara por la Rebelión, y
a ellos les debo haber participado, y lo que luego fuí, como también alguna escapada de
aquel mundo «oficial», cuando me mandaron a Grecia24 -la misión era de cinco o seis
días, pero me «permitieron» dos semanas- y al desierto libio, donde los revolucionarios
de Senussis y los nómadas, pagados por Alemania, se preparaban para atacamos por el
Oeste.
Ah, Grecia. Fueron días espléndidos que no han perdido en mi memoria ni un
ápice de su encanto. Primero es, después de una noche tormentosa en un carguero
miserable, el cielo azulísimo, casi negro, de Santorini. Luego, Serifos, recortando la
blancura de sus casas sobre un planeta destrozado y volcánico y una mar luminosa,
resplandeciente como lomos de sardinas. Atracamos en El Pireo y me instalé en una
pensión en la colina del Lycabitos desde donde veía toda la ciudad y sobre ella la
Acrópolis y el Partenón.
Siempre había amado Grecia, su arte, su «libertad», la sensación de «salud» que
irradiaba. Pensé en el arco que iba desde aquellas tobas blanquecinas donde cincelaron
sus primeras estatuas al orden radiante que contemplaba allí, esas ruinas orgullosas. La
distancia no era tan grande; desde el principio habían fundido el sentido de lo
maravilloso con su propia existencia diaria. Creo que los griegos miraban el mundo
como nosotros hoy, ante un escenario, Macbeth, Hamlet, no nos preguntamos si son
posibles esas hermanas fatídicas o el fantasma del rey. Ese mármol era carne, lo será
para siempre. Ni aquellos para quienes un día ya sea incomprensible se atreverán a
olvidarlo.
Una noche, poco después de Aqaba, conversaba con Auda abu Tayi25-habíamos
estado escuchando a un recitador de mu'allaqat-26 y le dije:
-Es admirable. Palabras que nacieron hace mil cuatrocientos años están frescas
como aquel día. Es el privilegio sagrado de la poesía.
-¿Modificarías el amanecer?-me contestó- Alá lo hizo perfecto. Podemos
transformar con cuidado nuestras costumbres, y nuestras ropas y nuestros enemigos,
pero eso que has oído está inspirado por Alá y como el fresco de la noche o el agua de
los pozos, o lo que sientes gozando de una mujer, si Alá quiere que esté bien contado, se
añade al mundo como un oasis, sin edad, sin tiempo, para que todos los hombres lo
disfruten, tan perfecto que ninguno sentirá la necesidad de decirlo de otra manera.
Cuando, dos años antes de esa noche, yo contemplaba el Partenón, sentí esa
misma sensación. Una vez se añadió al mundo ese equilibrio perfecto, esa plenitud de la
alegría, de la inteligencia, del talento artístico, y aun tan destruido por el tiempo y los
acontecimientos como yo lo contemplaba, ahí estaba, cimero, dispensando orden y
compasión por nuestra suerte. ¿Qué camino habría sido el del Arte en Europa sin esa
constante veta griega? ¿Sin esa grandeza a la medida del hombre, de lo mejor de los
hombres? Esa grandeza me estremeció entonces y aún hoy, cuando ya soy despojos de

23
Gilbert Clayton (1875-1929). Era director del Military Intelligence en El Cairo. Participaría después con Lawrence en el
desarrollo de la guerra tanto en Arabia como en Oriente Medio.
24
Algunos biógrafos sitúan este viaje en Diciembre de 1910.
25
Jefe hoveitah. Legendario guerrero que tuvo un papel importantísimo tanto en la guerra contra los turcos como en la amistad de
Lawrence.
26
Poemas árabes preislámicos

19
la muerte, todavía me emociona en su recuerdo. Llevaba razón Auda: el arte conseguido
no precisa variaciones. Es eso que sobrevive a su creación, a las significaciones del
mundo al que ésta estuvo vinculada. He olvidado páginas de la laboriosidad del bueno
de Robinson, pero no el instante en que ve -no ese deslumbramiento- sobre la arena de
su playa, aquella huella de un pie.
Las formas de producir la emoción artística cambian según el acontecer de los
hombres, su sensibilidad, sus costumbres, las metas de su sociedad. Pero la permanencia
de su frescura avivando nuestra emoción se debe siempre a razones que sólo al arte
pertenecen. No es que el Arte no tenga que ver con la vida. Es un pedazo de vida, y
precisamente por ello tiene todo el derecho a su vida propia como cualquier otro ser
bajo el sol o la Luna. Lo que sucede es que el Arte elabora su discurso a partir de un
territorio que no es la vida, sino lo que ella es ya en un ámbito donde su memoria está
mixturada con una sabiduría, una luz que sólo al Arte corresponde, donde toda
referencia está bañada por un encantamiento que no es lo que suele llamarse «la
realidad», sino el Arte, que transfigura toda evocación revistiéndola de significaciones
estéticas. No es a la vida, sino a ese dominio del Arte al que habían invocado los seres
excelententes que habían construido el Partenón. Y a él también me acogía yo en mi
contemplación.
Estuve cuatro días en Atenas y los pasé casi por completo admirando la Acrópolis,
contemplando sus piedras sagradas. Por la noche disfrutaba en alguna taberna de esas
comidas frugales de los griegos, tan mías. Alquilé una motocicleta y fui a Nauplia, que
me impresionó con la serenidad intensísima de su paisaje, y después visité Delfos.
Delfos «permanecía» sobre el mundo. Sin duda era un lugar sagrado. Mirando una
piedra tirada en el camino, se me ocurrió un poema -e1 único poema que he escrito27,
pues empecé otro sobre Feyssal, pero no pude acabarlo-; éste:

La misma fuerza misteriosa


ha configurado la Historia
como la superficie de esa piedra
que está junto a tus pies.
Esa veta son las campañas de Alejandro,
esta tonalidad la belleza del tigre,
esa faja Roma o
Federico el Grande,
contempla los cadáveres del Ganges,
esa es la peste y eso es el desierto.
No fue piedra y no será piedra.
Tómala en tu mano. Quema
de sol. Lisa. Una piedra.
Caída de un templo, o arrancada
por un labriego, un animal, o por la lluvia. Lisa. Gastada. Una
piedra. Ésa. O aquélla.
Es diferente. Pudo también ser otra
la Historia.
Sobre tu cabeza el sol de Homero y de Vivaldi;
brilló en Austerlitz y verá un planeta muerto. Tu sombra
va moviéndose en torno

27
Hay un tercer poema, que no cita acaso por considerado sólo dedicatoria de Las siete columnas de la sabiduría. Es el que ofrece
al misterioso» A. S., sobre cuya identidad se han escrito muchísimas páginas. Parece que se trata del joven Dahum (su verdadero
nombre era Admed).

20
de tu cuerpo, fundiéndose
con raíces, polvo, escarabajos, hormigas.
Por esa sacra vía pasó Apolo coronado.
En esa roca la Sibila pronunciaba
su narración del mundo.
Vendrán los cristianos y olvidarán
esa gloria con su extraña
noción de la otra vida. Pero tú
que miras a la altura de tus ojos
a los Dioses, es aquí donde hallas
tu medida, donde comprendes tus
límites, mas también tu poder, y tu destino,que los dioses
no han de tocar.
Mira el paso del sol sobre los secos campos.
Siente el aire caliente. Mira
los pájaros que a lo lejos cruzan
ante el vértigo de luz de las Fedríadas azules.
El silencio de los barrancos abrasados.
Las quebradas de olivares hacia Anfisa.
Las sagradas aguas de Itea. .
Mira.
Ahí se alzó el templo.
Pudo no haberse alzado. Pudo
no existir
Grecia. No es menos extraña
que tú; no más que esa piedra
que toca tu mano.
Pero existió. Y tú ahora. Y tus ojos contemplan
lo que la más alta sabiduría imaginó
para que vivir fuera posible.
Un instante de gloria
en el discurso de la humanidad.
Y como todo hecho grandioso,
como todo gran hombre,
inexplicable, sin que jamás podamos comprender
por qué sucedió ni hacia dónde miraba.

Regresé a Atenas, y decidí viajar durante la semana larga que me quedaba, hacia
el Norte. Pero se presentó la oportunidad de hacer una escapada a Siracusa. Sicilia
siempre me había atraído y especialmente esa viejísima ciudad. Me instalé en un hotel
que me recomendaron en un bar del puerto, un lugar muy curioso llamado Villa Politi,
cerca de Ortigia y el mar, casi donde se había desarrollado la batalla que costó la vida
del gran Lámaco. Lucía un aire muy decadente y, decían, era de una dama nórdica que
se había enamorado de un siciliano. Estaba muy cerca del mar y podía bajar a bañarme
entre unos farallones. Allí sucedió algo que, y aún así lo siento a veces, no parece sino
una alucinación. Pero sucedió.
El segundo día de mi estancia, después de haber dado por la mañana un paseo por
la ciudad vieja, las murallas y la fuente de Aretusa, bajé a bañarme Luego me tumbé un
rato al sol. Estaba meditando bajo esa lumbre, cuando de pronto escuché un chapoteo en
la orilla. Abrí los ojos, y ante mí, emergiendo de aquellas aguas azulísimas, había una

21
criatura de extraordinaria belleza, desnuda, deslumbrante de sol y mar. Me sonreía.
Entre sus labios brillaban dientecillos. La mirada era honda, animal y al mismo tiempo
dulcísima. La contemplé durante largo rato y ella parecía complacerse en esa
contemplación. El cielo incandescente la nimbaba de un aura sobrenatural. Después, se
lanzó de nuevo al agua, y desapareció nadando.
Al día siguiente, fui a visitar la catedral, que la realidad es, intacto, el templo de
Minerva al que se ha sobrepuesto una fachada barroca. Y en cuanto regresé al hotel,
volví a la orilla del mar. Y otra vez sucedió el milagro. Me había quedado adormecido,
cuando unas risas me avivaron. Abrí los ojos y de nuevo allí estaba aquella fabulosa
muchacha. Pero ahora junto a ella había un adolescente bellísimo. Jugaban en el mar
como delfines. En un momento, vi cómo se abrazaban y permanecían unidos largo rato,
acariciándose con una luminosidad salvaje. Estoy seguro de que estaban jodiendo. Ella
me miraba, y lo hacía con ojos exaltados. Vi su boca abrirse en un jadeo fantástico y
escuché sus suspiros, de placer. Me di cuenta de que me estaban ofreciendo, como un
sacrificio a qué Dios, aquella alegría, aquella plenitud de los sentidos. Quise decirles
algo, pero ella hizo un gesto de contención con su mano, como apartándome. Después
se alejaron nadando.
Al día siguiente, después de una noche sin dormir, excitado por esa experiencia,
volví a la playa. El sol batía sobre las piedras. El mar era de un azul claro entreverado
de cintas verdosas. No quise cerrar los ojos, ni adormecerme. Permanecí vigilante,
exaltado, como un poseído. Contemplaba la superficie de las aguas. La esperaba. No la
vi venir. De pronto emergió junto a una roca. Bella como ningún otro día. Salió del mar
y vino despacio hasta donde yo estaba. Sentí su respiración. Su calor. El agua que
chorreaba por su cuerpo hizo un charco a sus pies.
Contemplé su cuerpo. Era un milagro. Sus pechos más de mujer que de los quince
años que podía tener aquella criatura, el vello de sus axilas, los muslos robustos entre
los que resplandecía su pubis cubierto de pelo abundante y negro y resplandeciente. Sus
ojos verdes me abrasaban. Su boca sonreía y una vez más esos dientecillos brillaban al
sol. Era una fuerza animal, salvaje, avasalladora y letal.
Iba más allá de la razón. Era algo metafísico, en sí mismo, que se regocijaba en su
existencia milagrosa y que ofrecía, que me ofrecía, bajo aquel sol de Dioses, el orgullo
de su existencia. Algo más allá del origen y que es el eje del Universo. Sí, algo salvaje
anidaba en esa carne. Como si palpitase en la fuerza ciega que hizo el mundo, aquella
primera luz hendiendo las tinieblas. Un trallazo de dicha que no venía ni de la
imaginación ni de la carne. Yo la miraba como narcotizado. Tendí mis manos hacia ella.
Sólo toqué aire encendido.
Pero como si la fuerza de mi gesto hubiera sido una mano que la rozase, sonrió.
Se relamió. El cielo parecía incandescente. Y fue como si el aire fuese tela, y en ella su
belleza dejara su exudación de oro.
Me di cuenta de que dos lágrimas resbalaban por mis mejillas. Me arrodillé ante
ella, hundí mi rostro en su vientre, estreché su cuerpo, y como a un Dios, la adoré. No
pronunciamos ni una palabra. Por un instante noté su mano que acariciaba mi cabeza.
Luego se apartó y desapareció en las aguas.
Ya no volvió.

El viaje de regreso a El Cairo lo pasé sin salir del camarote, anonadado. En los
ratos que podía concentrarme en algo que no fuera el recuerdo de aquella aparición, me
sumí en la lectura de un libro que me había regalado Hogarth unos años antes, en
Oxford, de Yamamoto Tsunetomo -un libro que he releído muchas veces-: Hagakure.
Qué mío era ese código del honor samurai. Ahora trato de infundírselo a los piojos.

22
Mi primera acción importante en la guerra se debió a la derrota del general
Townsend. Townsend había batido a los turcos en Kut el Amarna, pero confiado en esa
victoria se adentró demasiado, y en Ctesifón fue frenado por tropas de Anatolia y tuvo
que retirarse de nuevo a Kut, donde lo sitiaron Kallil Bajá y el viejo mariscal Van der
Goltz. Durante todo el Invierno de 1915-1916, diez mil soldados anglo-indios
resistieron el sitio, sin que el Cuerpo Expedicionario de Mesopotamia pudiera liberarlos.
El Alto Estado Mayor pensó en mí, que conocía muy bien la zona y hablaba la lengua.
Me enviaron junto al capitán Hebert para que negociase con los turcos que cercaban
Kut. Tuve conversaciones con Kallil, llegué a ofrecerle dos millones de libras, pero sólo
aceptó intercambiar nuestros heridos por prisioneros. No logramos nada y el 29 de Abril
Townsend tuvo que rendirse. Al regresar a El Cairo presenté un informe a sir Archibald
Murray, que acababa de hacerse cargo del mando del Ejército de Egipto; en él critiqué
la organización de nuestras tropas y propuse tácticas para luchar en aquella zona y,
sobre todo fórmulas que agilizasen el movimiento de nuestros soldados. Había que crear
una especie de unidad de combate -y me alegró mucho que Liddel Hart como he
comprobado después, hubiese llegado a las mismas conclusiones en Los diez
mandamientos...- donde a la movilidad de la infantería se uniera todo tipo de
armamento posible; me interesaba además una idea que había aprendido del mariscal de
Sajonia: desgastar, mejor que aniquilar, y otra del gran Alejandro: la batalla de Arbelas,
ese ataque hacia el ala izquierda del inmenso ejército de Darío, y la rapidez del cambio
de dirección cuando hubo desconcertado el centro. En Arbelas, Alejandro no contaba
con más de siete mil jinetes y cuarenta mil hombres a pie frente a los cerca de
setecientos mil de Darío -un millón, si hacemos caso de Arriano- más carros de guerra y
elefantes. Pero Alejandro venció por la movilidad de sus tropas.
Supongo que a sir Archibald mis ideas le entraban por un oído y le salían por el
otro. Ni él ni mucho menos el jefe de la Plana Mayor, el general Lynden Bell, eran
partidarios de innovaciones ni creían en las posibilidades de unas tropas tan irregulares
como los árabes. Pero era como si el azar -si existe- fuera procurándome ocasiones de
participar, que me acercaban al meollo de la guerra; como si una fuerza misteriosa
guiara mis pasos.
Aparte de mis experiencias personales en Siria, yo había leído mucho sobre todos
aquellos territorios. Desde los libros del abate Hamilton a Didier, los textos de
Werthomanus, viajero italiano de principios del siglo XVI, y a Joseph Pitts, que en 1678
ya estuvo por La Meca, Medina, El Cairo, etc.; lo mismo que el apasionante relato de
Alí Bey y el texto salvaje de Giovanni Finati y los Viajes de Buckhardt por Arabia.
Había realizado operaciones, digamos, de espionaje28, que aunque no constituyeran una
preparación notable al menos habían sido una forma de gimnasia profesional. Y Clayton
conocía muy bien esas actividades mías «de inteligencia», seguramente porque se lo
había comunicado el capitán Newcombe, a cuyas órdenes yo había explorado, cuando
estaba en Karkemish, el desierto del Sinaí para trazar mapas de sus posibles caminos y
reservas de agua. Quizá por eso, Clayton, cuando formó dentro de su servicio el
Departamento Especial Árabe, hizo que me destinaran allí, junto a Hogarth. Ésa fue la
causa y la palanca de mi salto hacia la Rebelión, una casualidad tejida por un destino
«acariciado». El Departamento lo formábamos Ronald Storrs, George Lloyd, el abogado
Mark Sykes, Hogarth, que conocía mejor que nadie el alma beduina y que por ello era el
que llevaba más directamente las riendas de las negociaciones con Hussein, Cornwallis,
Parker, Newcombe, Herber y Graves, y teníamos el apoyo de sir Henry McMahon, Alto
Comisario en Egipto.
Y en ese Departamento estaba yo cuando el Jerife Hussein proclamó la Rebelión.
28
Véase el Apéndice.

23
En el sitio preciso y en el momento justo.
La insurrección no empezó demasiado bien, aunque Hussein fuera obedecido por
las tribus; los turcos y su artillería eran muy poderosos adversarios. Feyssal tuvo que
retirarse y la ayuda inglesa se le facilitaba con cuentagotas. Pero algo me decía que la
rebelión árabe iba a ser imparable. Yanbu se convirtió en el cuartel general de Feyssal y
su ejército de unos siete mil guerreros, y en Yanbu decidió el coronel Wilson establecer
su «embajada». Los primeros comunicados decían que el relámpago de la rebelión se
apagaba después del desastre de Medina y que tampoco prosperaba mucho en el Nejef y
en Kerbela. Los árabes estaban desmoralizados. A nuestra oficina llegaban cada día
noticias desalentadoras, sobre todo desalentadoras para mí, que sí creía en las
posibilidades de ese alzamiento.

Ah... Tengo ganas de cagar. Ahora que estaba empezando a enhebrar las cuentas
de aquello, y el vientre me avisa de que sus intereses son autónomos y poco tienen que
ver con los míos. Ah, el cuerpo... Es «eso» que amas o aborreces según sea o depende
del momento, pero ahí, inmodificable en sus comportamientos, en su propia vida, que,
aunque sea también la mía, la de lo otro que no es cuerpo, impone siempre su voluntad.
Es lo único que no podemos elegir, su forma y su sino. Sólo podemos elegir algo en lo
que nuestra decisión lo incluye: el suicidio. Pero qué poco le importa en todo lo demás
nuestro deseo y nuestras ilusiones. Ahora mismo intento dominar la violencia con que
quiere sacar de sí mismo esa mierda que ha elaborado con mis jugos. Sé que podré
impedirlo durante unos minutos, pero al fin vencerá. Me obligará a sentarme en esa
letrina inmunda y apestosa que comparto con los marineros29y me obligará a un gozo
sensual cuando esa porquería salga de mí. Lo mismo me ha humillado con
enfermedades en momentos que precisaban de toda mi atención o ha viciado instantes
maravillosos -pienso en una noche en Karkemish con Dahum, en la entrada en
Damasco, en una cena con Feyssal- con un terrible dolor de muelas, rugir de tripas o la
disentería.
Vuelve. Insiste. Ahora la sensación de estrujamiento se hace más intensa. Es casi
como una descarga nerviosa, de adrenalina. Aprieto el culo e intento frenar el avance de
la mierda. Batalla perdida, como tantas de mi vida.
Ahora vuelvo.

Sigo.
El destino me llevó de su mano cuando Ronald Storrs, que era secretario para
Asuntos Orientales de la Residencia Británica, y además mi superior, fue enviado a
Jiddah para que «olfatease» lo que estaba sucediendo allí en realidad, y Storrs decidió
que yo lo acompañara. (Aparte de esto: qué bien tocaba el piano; adoraba a Debussy. La
elegancia de Storrs me fascinaba, era un verdadero dandy. Y había leído más que yo,
que ya es decir. Otro adorador de Montaigne.) Era Octubre de 1916. Mi bautismo en la
rebelión de El Higaz.
Qué entusiasmo sentí la mañana que salimos al encuentro de esa cita con «lo
nuevo». Como fiebre en la piel, como esa expectación de niño ante el fruto de mi
primera masturbación: ¿cómo será ese placer? El desierto de arenas movedizas, las
enormes dunas que resplandecían bajo un sol implacable. Todo parecía muerto. Ni

29
Quizá esto sea una premeditada exageración de Lawrence. El Rajputana era un barco de pasajeros de cierta categoría, y cabe
pensar que el camarote de Lawrence disfrutaba de cuarto de baño.

24
plantas ni animales. Solo, como una bestia quieta, aguardando agazapada, la línea del
Djebel Moqattam que se extendía en dirección a Suez. En esa luz me esperaba la
«sublime meta de la reputación» que pide Píndaro.
En Suez subimos a un vapor -el Lama- que nos condujo a Jiddah. Durante la
travesía, Storrs me puso algo al corriente de las intenciones de McMahon, el exquisito
tacto que debía presidir cualquier negociación; debíamos ver, escuchar, pero procurar
no prometer nada en concreto. La travesía fue desagradable, el viento hacía balancearse
aquella pequeña embarcación entre los escollos que parecían surgir por todas partes.
Contemplando aquel mar, sobre todo durante la noche, cuando el brillo de los
cielos se reflejaba en su superficie dándole una veladura de viejo marco de plata sucia,
soñaba imágenes de mi futuro. Me veía a la cabeza de ejércitos de leyenda. Soñaba con
las noches del desierto y con escuchar en ellas, de boca de aquellos beduinos que ya
tenía tan cerca, esos largos poemas que cantaban sus hazañas y que tanto me habían
impresionado en los libros. Ahora yo iba a formar parte de esas leyendas. Me veía sobre
una camella, vestido con un jaiqe de seda blanco, ceñir el aqal sobre mi quffiya
preparándome para una carga como las que habían devorado mis anhelos juveniles. Me
repetía a mí mismo: Alejandro, Gustavo Adolfo, Murat, Jeb Stuart, Lawrence.
Sí. Lawrence. ¿Por qué no? Me había preparado para eso durante años. La
musculatura de mi voluntad era perfecta. ¿Dónde estará ahora? Pero entonces podía
prevalecer sobre el miedo, sobre el dolor, sobre la muerte. Mis pensamientos y mi
corazón ardían en ese sueño magnífico. E iba hacia una tierra donde era posible, donde
esas llamas podían prender, donde podría ver un incendio que el mundo contemplaría
atónito. Y a la luz de ese fuego siempre se vería mi rostro.
A veces pienso que fue una lástima que una bala o una lanza no me clavaran
contra ese resplandor en el momento de Aqaba. Qué perfecto habría sido todo. Y me
habría ahorrado este miserable despojo en que me he convertido.
Arribamos a Jiddah el 16 de Octubre. Jiddah parecía fosforescer bajo un sol
cegador, un cielo que era como si el sol se hubiera desparramado abrasando una seda
azul obscuro. Ante aquella visión recordé un verso de una mu'allaqa de 'Amr b. Kul!üm
al-Taglibí que dice: “No perecerán nuestras gestas”. Jiddah parecía esa ensoñadora
construcción en el aire que Burton veía como característica de Oriente. Desembarcamos
y nos instalamos en una casa junto a ese extraño monumento que llaman la tumba de
Eva. La arena cubría las calles y hasta el interior de las viviendas. El calor era
sofocante. Me sorprendió que las casas fueran de hasta cinco pisos, y la belleza de sus
puertas, talladas en madera de teca. Era una ciudad blanca, muy blanca. Y silenciosa.
Sus calles se veían recorridas por gente más silenciosa que en el resto de los pueblos
árabes que yo conocía, hombres de blancas túnicas y cráneo afeitado. Sus pies iban
desnudos sobre el polvo. El calor era húmedo, el aire denso, fétido, como si el sudor
cubriese el mundo. El único lugar agradable era el bazar, cubierto por una celosía que
permitía una sombra.
Storrs había concertado, a través del coronel Wilson, un encuentro con el Emir
Abdullah. Fue una entrevista difícil. El Emir nos solicitó armamento moderno y nos
trató con un gran alarde de hospitalidad. Pero vi en él más cualidades de político que de
«Jefe». Me interesó más otro hombre que acompañaba a Abdullah: Aziz Alí al-Masri,
un egipcio que había mandado el ejército turco, después había participado en
movimientos revolucionarios contra el Sultán, y condenado a muerte por éste habíase
acogido al Emir de La Meca, donde, gracias a influencia de lord Kitchener, había sido
nombrado jefe del ejército jerifiano. Claro está que tal ejército no existía, pero era «jefe
de la esperanza» de un ejercito de El Higaz. Comparándolo con este soldado alegre y
brutal, corpulento, valeroso, lleno de vigor y deseos de luchar, la figura del Emir

25
Abdullah, con aire delicado, un poco gordo, siempre sonriendo, corta estatura, con
barbita color castaño que confería a su rostro un aspecto delicado, no parecía el jefe
necesario en aquellos momentos de derrota. Pero Abdullah, sin embargo, era sagaz.
Pensé que sería mejor político que guerrero, y lo que ahora precisaba eran guerreros.
Para ese intento consideré mucho la aportación de los árabes de Siria y de los beduinos.
Pronto entendí que el apoyo decisivo debería venir de estos últimos. Había un hombre
en Jiddah, en quien confiaban sin fisuras lo mismo el Jerife que Feyssal, y que había
sido oficial del Estado Mayor en Bagdad: Nuri Said; estuvo presente también en
nuestras conversaciones con Abdullah y aunque hablaba poco, “noté” que era una
cabeza de ideas muy claras. Fue Nuri Said el que me abrió los ojos sobre las
posibilidades de la Rebelión. Yo había llegado a Jiddah con la ilusión de unirme a una
lucha -¡la guerra, qué magnífica oportunidad!- donde pudiera sentirme vivir, y sabía lo
suficiente de los árabes como para tener la seguridad de que entre ellos esa exaltación se
vería cumplida. Pero fue Nuri Said quien hizo nacer en mi alma el sueño de que esa
batalla podía ser más que la sublevación de El Higaz.
-No es aquí -me dijo cuando pudimos hablar los dos solos- donde puede jugarse el
futuro. Piensa en el Norte, inglés. En las riquezas de Siria. Ése es el corazón de nuestro
cuerpo.
Bueno... Ya está bien por hoy. Ya es de noche y mi hora de salir a cubierta, a
refrescar la mierda. ¡Vamos, rata!

26
Bombay, 10 de Enero.

Esta tarde hace mucho más calor. Algunos periodistas han intentado subir al
barco, pero la guardia se lo ha impedido con violencia. Esta mañana vino a verme el
cónsul y por sus palabras me ha parecido entender que estaba convencido de mi
«culpabilidad», de que había actuado como espía en la frontera. ¡Cuánto imbécil!
Bien... Continúo.
Desde Jiddah zarpamos en una patrullera para ir a Rabigh, donde debíamos
entrevistarnos con Alí y el coronel Parker. Alí me pareció aún menos dotado que su
hermano Abdullah; era timorato y padecía tuberculosis. De escasa estatura, flaco,
excesivamente envejecido para su edad, su piel era muy pálida y sus ojos, inmensos,
profundos, de enfermo, con un rictus amarguísimo en su boca. Me fijé en sus manos,
delicadísimas. Le gustaba leer y era hombre cultivado. Amaba apasionadamente la
ópera -como yo (ah, aquel día, yo tenía trece años, cuando escuché el Adiós a la vida de
Tosca por Caruso)-, y escuchaba una y otra vez en su gramófono a Nellie Melba en unas
arias de La bohême, a la Tetrazzini en Addio del passato y Regnava nel silenzio, y el
Visi d'arte de Geraldine Farrar. Pasé con él horas agradables -él me hizo conocer el
Caro nome de Selma Kurz- pero sin relación con la guerra. Pensé que tampoco era la
figura del «jefe» que yo imaginaba para acaudillar aquella rebelión. Su otro hermano,
Zaid, un jovencito altanero, me convenció menos todavía.
Las conversaciones que sostuvimos en Rabigh no dieron fruto alguno. Incluso en
algunos momentos fueron muy tensas, pues los árabes se encastillaban en una excesiva -
excesiva, no para mí, sino para Inglaterra- petición de armamento moderno y de
artillería pesada, y amenazaban, muy poco diplomáticamente, con frenar el alzamiento y
hasta con acordar una paz por separado con Turquía. Fueron tres días de imposibles
negociaciones, bajo un calor terrible, que sólo durante las noches permitía el descanso.
Yo me consolaba con una antología de poesía isabelina que llevaba en mi mochila y,
una vez más, con La tempestad,30 ese brillante en la noche. Pero pude lograr que La
Meca me concediese un salvoconducto -Parker pensó que yo era la persona adecuada-
para ir a Jebel Subh a entrevistarme con Feyssal.
La posibilidad de estar con el Emir Feyssal en su campamento llenó mi corazón
de alegría; había oído hablar de él y todo lo que se decía lo señalaba como hombre
extraordinario. Había recibido una educación eminente -de los tres hermanos, con
Abdullah y Alí, pues Zeid era hijo de otra mujer, una esclava, y estaba descartado para
la sucesión, Feyssal era el preferido del Jerife-, que abarcaba las armas y las letras, el
dominio de lenguas, y notables conocimientos no sólo sobre su mundo sino sobre la
cultura Occidental. Los años pasados en Constantinopla habían refinado su espíritu -
siempre veneró la ilustración turca, lo que por cierto, según fui descubriendo, es algo
muy común a todos los árabes cultivados, sobre todo en Mesopotamia-, dotándolo al
mismo tiempo de una sutilísima sabiduría política. Pero eso se había desarrollado en un
alma absolutamente árabe. Y con la misma soltura, contaban, y pronto yo lo descubriría,
vigilaba sus campamentos del desierto e impartía ley entre los suyos, que podía luchar

30
De William Shakespeare

27
como el mejor guerrero, que discutía con los más inteligentes argumentos sobre
literatura persa, griega o francesa. Amaba apasionadamente la poesía y se hacía
acompañar siempre por recitadores de viejas leyendas y contadores de cuentos.
Poder conocer a un hombre así, hacia el que además misteriosamente algo me
atraía, me mantuvo exaltado los días que faltaban para mi expedición. Alí me
proporcionó por acompañante y guía a un tal Tafas, hombre de aspecto abominable,
pero de enorme coraje, y a otro beduino como escolta. Cabalgamos en camellas durante
tres días. Fue la primera vez que vestí jaiqe y zebun y cubrí mi cabeza con la quffiya.
Atravesamos un desierto ardiente y por las noches, bellísimo; debíamos dirigirnos
primero al pozo de Masturah, donde mensajeros ya habían concertado un encuentro con
el Jerife Alí ibn el Hussein, de Modhig, y su primo, el Jerife Mohsin, señores del Haritz.
Ah, qué tipos. Ésos sí eran verdaderas criaturas de la guerra. Jóvenes, hermosos, altivos,
decididos. Cómo encarnaban esas figuras legendarias que yo había visto en mis sueños
durante tanto tiempo. Sus palabras hacían la ley y sus armas estaban al servicio de esa
ley del desierto donde no había lugar para componenda alguna, sino para el orden de la
verdad.
Pasamos por algunos poblados semiabandonados y llegamos a Wasta, clavada a la
tierra entre torrenteras secas y un mar de guijarros blancos. Las moscas parecían
entenebrecer el aire. Wasta vivía como si nada sucediera en el mundo fuera de aquel
secanal insufrible. Vi esclavos negros que trabajaban junto a los pozos, en los cultivos
de melones y tabaco. Hasta que llegamos, poco después, a Kharma, no pude descansar;
las moscas parecían seguirnos como una plaga de langosta. En Kharma había un
magnífico bosque de palmeras y fresca hierba. Descansamos un día antes de ponernos
de nuevo en camino hacia Jebel Subh. En algunos momentos avanzamos por la misma
ruta de las caravanas de Medina. Dejamos a un lado Birk el Sheik –unas chozas como
perdidas en el tiempo- y atravesando el desfiladero de Uadi Mared alcanzamos el
caserío terroso de Bir ibn Hassani. Allí me dijeron que Feyssal acababa de ser derrotado
en Kheif, y que se había retirado con su ejército destrozado, más allá, a las colinas de
Hamra. Cuando llegamos a Hamra -un pueblo de unas cien casas, enterrado entre
huertos y baluartes de tierra como una muralla- un beduino estaba aguardándonos; nos
dijo que Feyssal nos esperaba en Uadi Safra y que debíamos ir inmediatamente.
Uadi Safra era una sucesión escalonada de casuchas que como un velo de blancura
descansara sobre una colina. Subimos hasta una casa algo más grande, que estaba en la
cima, y en la puerta vi a un esclavo etíope armado hasta los dientes, que nos miró con
expresión salvaje. Tafas se le acercó, le susurró algo, y el esclavo nos hizo señal de
acompañarle al interior. y allí estaba Feyssal.
Parecía una columna de alabastro. Aún estoy viéndolo. Vestido de blanca seda y
con un velo marrón sujeto con un aqal rojo y negro. No reparé en otras figuras que lo
acompañaban. Había algo en Feyssal que irradiaba poder y fascinación. De piel clara,
un circasiano puro, cabello obscuro, ojos negros, muy negros, y vivaces. Me recordó a
Ricardo I en el monumento de Fontevrault. Digno, distante, su delgadez y el brillo de su
mirada concentraban el mundo en él. Su mano acariciaba una gumía que llevaba
cruzada en el cinto. Sí, era «el jefe», él era el Jefe. Tuve como un relámpago la
sensación absoluta de su poder. Como el amor, con la misma violencia física. Hasta su
nombre indicaba su destino: «Resplandor de la espada en el instante en que corta el
aire.»
Creo que nos entendimos desde ese primer momento. Sus primeras palabras
fueron para preguntarme si me placía Uadi Safra. Yo le dije que estaba muy lejos de
Damasco.
-Ah... Damasco... -dijo, y me miró con un brillo de melancolía en sus ojos

28
hermosísimos-. Muy lejos, sí... muy lejos.
Después me presentó a algunos jeques que se habían unido a la rebelión, como el
beduino Fayz el Ghasseyn, Jabbar, Sami, Hassan Sharaf, un sirio que mantenía los
enlaces con Damasco, Nesib el Bekri, y a su secretario, el periodista Shefik el Eyr; junto
a ellos se encontraban otros jefes de tribus. Todos escuchaban las palabras de Feyssal
con inmenso respeto y me di cuenta de que, por encima de sus rencillas personales y
hasta de sus intereses, estaban dispuestos a seguirlo en esa lucha porque Feyssal había
prendido en ellos un fuego de victoria. Era un espectáculo fantástico contemplar aquella
reunión de jefes de hombres, aquellos rostros curtidos por las heridas de mil combates,
muchos de ellos bandidos, gentes con el mismo espíritu que habían tenido nuestros
piratas y corsarios, rindiendo sus armas y sus voluntades ante aquel ser bello y
excelentísimo que irradiaba poder con la misma fuerza que los mares o el viento.
De pronto sentí un vértigo embriagador, una plenitud que parecía reventar mis
venas. Sentí erizarse mi pelo. Se me heló el sudor. Todo lo que mi vida había sido hasta
ese momento se convirtió en algo irreconocible, tan «otra cosa» como si la caída de una
cuchilla de guillotina hubiera amputado sus significaciones. Y eso que ardía en mi
sangre, que aceleraba mi corazón hasta el delirio, era una furia majestuosa, la
determinación de un desafío orgulloso a las entrañas de la muerte. Sí, allí, sobre aquel
desierto y junto a Feyssal, yo levantaría mi nombre y mi suerte con tal fulgor que cegase
los ojos de esa vida exangüe en que sé hundía nuestro mundo. Si el azar me había
alumbrado en una sociedad sin posibilidades de grandeza, yo haría restallar ante su
mediocridad una gesta que no olvidaría. Esa emoción, hoy me resulta inconcebible.
Prefiero hacerme una paja, o que este camarote maldito no apestase, o que no hiciera
este calor insoportable, a que mi nombre luzca en qué sé yo qué libros o en la memoria
de quien sea, que además jamás entenderá qué hice, qué sucedió allí. Pero aquella tarde
en Uadi Safra sí sentí el paso exultante del cortejo de ese Dios de la plenitud, que al
contrario que para Marco Antonio, venía a mí y me ofrecía su música hechicera y
salvaje.
En la batalla junto a esos guerreros «homéricos» clavaría mi Yo contra la
atrocidad de la soledad del Universo; el desierto y su ley me librarían para siempre de
un mundo que había abominado de la libertad y la gloria. Durante el tiempo que fuese,
sobre aquellas arenas, un hombre tomaría en sus manos su vida para construir con todos
sus pedazos una leyenda que los tiempos repetirían con envidia. Yo convertiría la
muerte de mi Civilización, mi vida, que era hija suya, en Arte. Perfecto. Indiscutible.
Para siempre. Mi vida sería como la página de un libro -sí, «eso» que hay en Stevenson,
el huracán de Shakespeare-, como un cuadro, como una catedral. Me vi de pronto como
yo había contemplado aquel día lluvioso de mi adolescencia la catedral de Chartres, ahí,
más allá siquiera de la comprensión, sola y magnífica, asombrando, maravillando. Yo
escribiría una vida así, que pudiera permanecer así.
Supongo que no lo he conseguido. Había algo que no tuve en cuenta aquel día en
Uadi Safra. Por mucho que cuides esa página, siempre hay algunas frases que escriben
otros. Ahora ya no me importa y hasta acaso siento asco por aquella actitud que, aunque
pretendiera situarse del otro lado de la desolación, todavía se agarraba a emociones que
hoy me parecen indignas. Todavía amaba el mundo. Ahora ya he llegado a la placidez
de las bestias. Me importan el calor o la falta de agua para beber, me molestan los
piojos, me relamo de gusto cuando me tumbo en la cama y dejo que mis sentidos y mi
cerebro se aniquilen en la muerte del sueño. Dormir como un perro.
Durante varios días conversé mucho con Feyssal. Me fascinaba su poder de
encantamiento, su lucidez, su melancolía, su decisión. Estaba disgustado con el Alto
Mando de El Cairo por su retraso y mezquindad en los suministros. Me dijo que estaba

29
pensando retirarse hacia Yanbu para unir sus tropas a la tribu de los jujeina, y preparar
de nuevo el ataque a Medina. Mientras él hablaba, yo lo miraba y en mi interior una
mezcla de respeto, admiración y atracción iba apoderándose de mi alma. Lo imaginaba
como un antiguo califa, como aquel Abd al-Rahman fabuloso que levantó en la
península Ibérica un sueño de esplendor e inteligencia. Feyssal tenía ese mismo sueño
de gloria. Aunque después muchas veces me he preguntado si, siendo obviamente más
«realista» que yo, era consciente de que la Rebelión no podría ir más allá; si ya desde el
principio sabía que no seríamos sino «el ala árabe» de los aliados, que como premio a
sus servicios recibiría reinos más o menos hipotecados. Él conocía mejor que yo el alma
de las tribus, su atomización secular, sus formas de vida independientes. Lo que a mí
me atraía era precisamente lo mismo que hacía imposible el sueño que anidaba en el
fondo de esa atracción. Pero todo eso da igual. Feyssal era un gran jefe y al menos
durante dos años, ese sueño fue realidad.
Una tarde, sentados al fresco de un palmeral, conversábamos mientras sus
esclavos nos servían té y tortas dulces; se quedó mirando melancólicamente la lejanía, y
me dijo:
-Un reino de arena.
Y tomando en su mano un puñado, lanzó al viento la tierra.
-Se va con el viento.
-Pero no vuestro sueño -le dije.
Me miró con sus ojos que abrasaban.
-Tendréis ese reino. Inglaterra será vuestra aliada.
-Alá lo quiera -dijo. Y añadió con una sutilísima ironía-: Aunque es un aliado
desproporcionadamente importante.
Comprendí sus temores.
-Inglaterra no quiere Arabia -le dije.
-Tampoco quería el Sudán.
Trazamos muchos planes durante aquella estancia en Uadi Safra. Feyssal quería
tomar Medina. Era consciente de que mientras no la tuviera en sus manos y recibiera
refuerzos, estaba aún a merced de los turcos. Quería retirarse hasta Uadi Yanbu y desde
allí, con guerreros jujeinas, avanzar hacia el Este, en dirección al ferrocarril de El Higaz.
Esperaba poder caer, desde allí, sobre Medina, mientras Abdullah la atacaba desde el
desierto de lava y Zaid entretenía a los turcos en Bir Abbas. Este plan era en parte obra
de un formidable guerrero tekrit que aconsejaba a Feyssal y cuyo valor era legendario;
se llamaba Maulud el Muklus, y más de una vez lo vi cargar a la cabeza de sus fieles en
estampas que achican el recuerdo de Murat. Yo aconsejé a Feyssal que consolidara el
frente en las montañas al Oeste de Medina con el fin de salvaguardar lo mejor posible
Yanbu y Rabigh. y sobre todo había que unificar el esfuerzo de guerra, unir a todas las
tribus. Y atacar. Atacar.
Una noche, al terminar la reunión, me acompañó -deferencia insólita- hasta una
tienda que había hecho acondicionar especialmente.
-Es para ti. Que Alá o tu Dios vele tus sueños.
Incliné ante él mi cabeza y me cuadré.
-Acéptala -me dijo- como regalo de un rey a alguien que decide su propio destino.
Desde que te he visto, sé que Damasco ya no está lejos.
-Yo os daré Damasco -le contesté.
El ejército de Feyssal se componía en su mayoría de beduinos bastante incapaces
de someterse a orden alguno de combate, quizá con la excepción de algunos bishawi;
casi todos eran hijos de tribus de las montañas. Sentían pavor del fuego artillero y de los
bombardeos de la aviación. Y había muy pocos Cuerpos de camellos. Eran unos

30
espléndidos guerreros salvajes, pero una compañía turca bien dispuesta podía
derrotarlos sin demasiados problemas. Pero tenían una potencia extraordinaria de
movilidad, y ese hacer las cosas a su manera, que tan problemática hacía su
incorporación a un ejército regular, los dotaba especialmente para lo que yo pensaba que
iba a ser, y que debía ser, la guerra en aquellos territorios. Además, misteriosamente,
más allá de su división, de sus odios tribales, de la sangre vertida, de la venganza y del
afán de botín, «sentí» la posibilidad de unirlos en esa lucha, porque había dos elementos
comunes, y que para ellos eran mucho más de lo que significan en nuestro mundo: el
Corán, la Religión y la Poesía: la memoria popular del esplendor del califato era un
núcleo de aglutinación vivísimo.
Yo contemplaba ese ejército y lo veía ya cabalgando victorioso tras su señor y las
banderas de seda roja. Para eso había que sacarlo de allí, enfervorizarlo, darle armas. Lo
que yo estaba viendo, en la realidad era una fuerza en estado bruto, con un fusil
anticuado por familia; debían turnarse para usarlo, y aguardaban, agazapados como
fieras. Pero era un hermoso espectáculo. Iban y .venían por aquel campamento,
descansaban tendidos como escorpiones junto a las rocas bajo un sol aniquilador. Tan
jóvenes casi todos, muchos de ellos aún chiquillos, delgados, morenos, viriles. Hijos de
muchas tribus, unidos por un sueño de gloria y pillaje que aplazaba sus diferencias bajo
el nombre de Feyssal. Atacarían como serpientes. Me acuerdo que poco antes de la toma
de Wejh, el anciano Auda ibn Zuweid me dijo:
-Míralos, inglés. No es un ejército. Es un mundo que avanza.
Hablé mucho con Feyssal durante aquellos días. Lo acompañé a veces en sus
tareas. Mientras bebíamos té -a él le gustaba ir alternando el té amargo y el dulce-
conversábamos; y no solamente sobre los temas que podían requerir un análisis urgente,
sino sobre literatura, arte, poesía. Sobre todo después de cenar, Feyssal se complacía
escuchando el recitado de antiguas leyendas -algunas eran cuentos que yo había leído en
Las mil y una noches- y poemas beduinos, fascinantes. Amaba los versos de Imr el Kais
y de Ibn el Alí y se hacía repetir una y otra vez por su recitador a Ibn Isham y sobre todo
al divino Mutanabbi. Cómo brillaban sus ojos cuando escuchaba: «Oh, me conocen la
noche y el desierto y mi caballo y la lanza y la batalla...» Y ese brillo de sus ojos pasaba
sobre mí como la mano de un amante, erizándome el vello, como un escalofrío de
felicidad, exuberante, mágico. También conocía muy bien a nuestros clásicos, había
leído a escritores de Grecia y de Roma, y los había entendido con una muy penetrante
sabiduría. Un día que estábamos reflexionando sobre la Farsalia, me dijo:
-Pero lo más importante es lo que «adivina» César.
Feyssal me hacía pensar en aquellos asombrosos guerreros de Grecia y de Roma,
o en lo que debió de ser ese español fabuloso que conquistó México, Hernán Cortés.
Aquella reunión de jefes, la primera noche que pasé en Uadi Safra, ¿no era el resplandor
de bronce de la llíada, la sangre y la furia aquea ante las murallas de Troya? En el
ataque a Medina, como si una hormiga desafiara a un elefante -y aunque acaso
posteriores avenencias hubieran podido restablecer la paz-, ¿no había mucho del
barrenar las naves de Cortés? En las palabras como diamantes de Feyssal arengando a
las tribus yo había escuchado ejemplos que había leído en César, en las historias de
Alejandro, en el Corán y en Montaigne. Feyssal tenía el poder de arrastrar los sueños de
los árabes, de dar forma a ese sueño. Yo sería su bandera. Una bandera que él pudiera
enarbolar.
El destino de un noble jefe arrastra los sueños de sus hombres. Como Alejandro o
Cortés, Feyssal los encarnaba. Se fundía con sus guerreros y ellos con su decisión. Yo
veía en él esa cualidad que al comienzo del Libro de los Macabeos se le reconoce a
Alejandro: Y la tierra temblaba ante él. Feyssal era la cristalización de las energías

31
árabes. Su espada se templaría en ese huracán formidable que iba uniendo a las tribus y
que yo ya veía extenderse sobre el desierto como una plaga de langostas.
Acordé con Feyssal que se establecería una base en Yanbu para almacenar armas
y pertrechos y que yo comunicaría al Estado Mayor en El Cairo sus inquietudes y
necesidades. Con una guardia de catorce Jerifes de los jujeina, fui a Yanbu, donde me
embarqué para Jiddah. En Yanbu pasé unos días de obligado -no había barco
disponible- descanso, que aproveché para releer La muerte de Arturo de Mallory. Ah,
cuánto he amado siempre ese libro, y cómo sonaban sus palabras, que leía en voz alta, la
magia de esa gesta suspendida en una irrealidad misteriosa, allí, en Yanbu, donde todas
las formas se desdibujaban por el calor. Yanbu era una ciudad extraña, como sostenida
en brumas de vapor color madreperla que se perdían hacia Rudwa. No era una ciudad de
belleza memorable. Daba una sensación de pétrea, como un caparazón de tortuga,
blanca, sobre una llanura calcinada. Pero el aire aromado de aquel mar color de amatista
y como un cerco de cielo anaranjado por efecto del sol abrasador sobre ese caparazón de
blancura le daba un aspecto fantasmagórico que acordaba muy bien con Mallory y con
mis pensamientos. Cuando la noche caía -esa caída violentísima de las sombras- las
estrellas llenaban los cielos de un fulgor insondable. Ese minuto de muerte del día
formaba en un aire donde ya las formas del paisaje iban fijándose, como un arco iris de
inusitada belleza.
De Yanbu fui a Jiddah, donde embarqué en el Eutyalus, el buque insignia del
almirante sir Rosslyn Wemyss, jefe de la flota del Mar Rojo, partidario también de la
rebelión árabe. Después fui a Karthum para entrevistarme con sir Reginald Wingate,
quien pronto sería Alto Comisario en Egipto, y que se inclinaba por la rebelión y la
necesidad de prestarle ayuda. Wingate me dijo que tanto él como Wemyss sostendrían
mis peticiones en El Cairo, sobre todo la necesidad de enviar artillería a Feyssal.
Cuando por fin, a mediados de Noviembre, llegué a El Cairo, no tardé en ser
recibido por el general Murray. Murray se mostró reacio a la contribución británica y
planteó muchos problemas. Yo traté de convencerlo «militarmente», mediante
malabarismos mentales intenté que entendiera las ventajas de que los árabes, con
rápidas incursiones, esos «ghazus» mezcla de ideales y rapiña que tanto les gustaban,
atacaran de flanco a los turcos, lo que aliviaría a los soldados ingleses «clavados» en el
Sinaí. Me dijo Murray que existía un plan francés, encomendado al coronel Brémond,
para un desembarco aliado en Jiddah. Eso me alarmó. Significaría un aumento de la
influencia francesa. Hablé con el general Clayton y le expuse la situación. Clayton
pareció comprenderlo mucho mejor, y se mostró favorable a mis planes. Le comuniqué
que sería conveniente -pues lo único que yo quería era volver con Feyssal- mantener un
enlace permanente con las tropas árabes. Así logré que me destinara como consejero
militar cerca del Emir31.
A principios de Enero de 1917, acompañado por el Jerife Abd el Kerim el
Beidawi, un guerrero brutal con aspecto de abisinio, fui a buscar a Feyssal que estaba en
Najl Mubarak, cerca de Yanbu. Me dijo que los turcos habían conquistado Uadi Safra y
que había tenido que replegarse allí. Aziz al-Mashi estaba intentando conformar una
tropa regular con los beduinos. Pero me di cuenta de que se producían muchas
deserciones y de que en aquel momento, entre las tropas allí acampadas y lo que pudiera
quedar en Yanbu, no alcanzaban los tres mil hombres. Era absolutamente preciso
vigorizar aquellos esfuerzos, apoyar con armamento el ansia de los insurrectos. Pedí a
El Cairo que me enviaran ametralladoras y algunos expertos en artillería. Destinaron a
Vicker y a un experto en explosivos, Garand, que había inventado una mina especial

31
Veáse el apéndice.

32
para volar trenes: con ellos vinieron el teniente Álvarez, como ayudante médico, y el
capitán Newcomen, antiguo conocido mío de cuando la expedición de «espionaje» al
Sinaí.
Siguiendo instrucciones de Feyssal, reuní un pequeño grupo de guerreros para una
misión de exploración del paso de Dhifran. Debíamos averiguar si los turcos lo
custodiaban. Fue mi primera participación en un hecho de guerra. No fue demasiado
violento. Nos arrastramos en la obscuridad por entre las rocas, hasta descubrir los
puestos más avanzados de centinela. Eran unos muchachos. Fumaban junto a una
fogata. Por un instante vi sus rostros a la luz del fuego. Dos minutos después yacían
degollados, sin un ruido siquiera. Comprobamos que las fuerzas que defendían el paso
eran insignificantes, y regresamos al campamento.
Había visto la muerte. Ya la había visto antes, pero nunca había sentido el calor de
la sangre manando. Descubrí algo terrible: no sentía nada. En el furor de la guerra, algo
convertía en ajena esa violencia, casi irreal. Desnudada de cualquier excusa, no por
odio, ni por amor, ni por lucro, ni por locura, sino simplemente por casualidad, porque
ese cuello estaba allí, y no otro, la muerte era un hecho liso, neutro. Aquellos jóvenes
turcos que veía a mis pies, con sus cuellos sajados, manando sangre como animales en
un matadero, eran muertos tan lejanos y que me afectaban tan poco como las víctimas
que pudiera conocer por la prensa de un terremoto en el Pacífico o un incendio en
Boston. Eran una dificultad en nuestro camino, y los apartamos como se aparta una
piedra o una araña. Es una sensación que he tenido muchas veces. En ese filo sobre el
que se arrastran nuestros sentidos en la exaltación, en la enajenación de la batalla, toda
la costra de la civilización salta en pedazos. La cultura existe en las decisiones
estratégicas y tácticas, en las órdenes, pero el combatiente deja en suspenso por un
tiempo todo cuanto no sea esa voz bestial que llama desde sus entrañas, y adquiere un
estado más allá de lo racional -hasta recobra la agudeza sensorial de los animales, su
olfato, su oído, la viveza de sus presentimientos-, casi de gracia. Y a veces sucede
algo... iba a escribir: peor. Pero ¿por qué peor? Esa experiencia nos pone ante algo que
no podemos comprender, pero que nos revela «todo»; pude vivirlo en carne viva en
Tafas. Cuando la batalla se convirtió ya en una orgía de destrucción. No sé cuántos
turcos maté aquel día. A tiros, a cuchillo, a bayonetazos. Mis ropas, mis manos, mi cara
estaban empapados de sangre, mis pies pisaban un fango de tierra y sangre, cubría mis
labios, saboreaba ese gusto metálico; su olor me penetraba. Pero no me repugnaba. Me
vivificaba, me espoleaba, me gustaba. Mataba con pasión, con placer, sensualmente.
Siguieron días de mucha actividad. Continuaban acudiendo al campamento
beduinos de todos los territorios, aunque muchos no se quedaban; pero faltaban
camellos y armas para todos. También hubo problemas de tesorería y la soldada no
podía garantizarse, lo que hizo que desertaran casi todos los haarb. Pero a pesar de ello,
el ejército crecía. Por la noche empezaba a ser impresionante el relumbrar de cientos de
hogueras a cuya luz las enormes plantaciones de palmeras datileras se recortaban
majestuosas contra la bóveda nocturna.
¿Hubiera podido imaginar yo entonces, en aquellas noches espléndidas, llenas de
ilusiones y de alegría, que ese que yo era terminaría siendo este que hoy se pudre en este
inmundo camarote, este que no daría un penique por la existencia del mundo? ¿Dónde
está el ansia de mi corazón? ¿Dónde está el enardecimiento que me arrastraba y que
hizo que los hombres me siguieran hechizados? Esa pasión que me embriagaba...
Fueron días de gran intensidad. Mientras disponíamos los planes -para Feyssal y
para mí todos los planes estaban en función de lo que se había convertido en nuestra
meta: Damasco- y la muy problemática instrucción de los guerreros, Feyssal desplegaba
su arte más sutil en atraerse a todos los jefes de las tribus, no solamente los de las zonas

33
cercanas, sino los norteños, hoveitah, sherarat de Tebuck, y los jujeina, los emisarios de
Auda abu Tayi, los wuld Alí, los billi, los ateibash, los beniatilla, los ageylish, los
haritz. Recuerdo la noche fabulosa en que Feyssal reunió a todos los jefes y delegados y
les hizo jurar sobre el Corán que le obedecerían hasta la muerte, sin tener piedad de los
turcos, y que desde ese instante empezaba entre todos ellos, de la tribu que fuesen, la
paz, el aplazamiento de sus querellas, hasta conseguir la victoria y Damasco. Fue algo
emocionante, bajo la Luna que iluminaba el campamento, todos aquellos guerreros,
viejos y jóvenes, humillando su voluntad ante Feyssal, inclinando ante esa fuerza
misteriosa que parecía envolverle, lo que nadie ni nada hubiera logrado hasta entonces
doblegar. De los salvajes nómadas del este, los fejr, a Nuri Shalaan o Ibn Seud, que
junto a Feyssal eran las máximas autoridades de aquellas extensiones de arena. Todos
como un puño, detrás del que ya era Mi Señor.
Después de esa ceremonia inolvidable, Feyssal me llamó a su tienda y estuvimos
hasta la madrugada comiendo dátiles y bebiendo té, hasta que la humedad del alba nos
obligó a retirarnos. Contemplándolo mientras me hablaba de sus sueños, tuve la
sensación de que me hallaba ante alguien como aquel legendario Saif al-Dawla de
Alepo que yo tanto admiraba. Feyssal era tan bello y arrogante y sensual como la
memoria de aquel príncipe, y como él en el tapiz de Antioquía, no precisaba más
diadema que su turbante.
Al despuntar el alba, Feyssal se retiró para disponer la marcha que
emprenderíamos esa misma mañana. Wejh sería nuestra primera etapa. Escuché la voz
del imán llamando a la plegaria desde un altozano. El sol blanqueó el desierto.
Nunca he podido olvidar esa mañana. Bajo el sol abrasador, diez mil guerreros y
más de cinco mil camellos estaban situados en dos filas flanqueando un pasillo de arena
por el que Feyssal avanzaba majestuoso, con un jaiqe de seda blanco y un zebun con
franjas de oro. A su lado Mirzuk, un ateibash contador de cuentos, declamaba historias
de batallas. Inmediatamente detrás íbamos el Jerife Sharraf, primo de Feyssal y
Kaimmakan del Imaret y Taif, y yo. Detrás de nosotros, Alí el abanderado con la enseña
de seda roja que todos esperábamos llenar de gloria y proezas. Seguían las mujeres, en
sus shuqdufs de brillantes coloridos sobre los camellos. Los tambores resonaban. Se
escuchaban, atronadores, cantos de guerra. Cantos que tenían cientos de años, acaso
miles, y que ahora revivían como un huracán en aquellas gargantas fieras. Detrás, como
si el paso de Feyssal succionara las filas, iban agrupándose todos. «¡Que Alá nos
acompañe!», repetía Feyssal. El polvo espesaba el aire. Viendo aquel ejército que se
encaminaba a una lucha de hombres, recordé a mi querido Mutanabbi: «Beduinos de
pura sangre, que cuando relinchan los caballos casi saltan de la silla, impetuosos, llenos
de brío y placer.» El sol me cegaba. El Jerife Sharraf me dijo que me untase los
párpados con un brebaje de kohl. Yo me sentía deslumbrante. Feyssal me había
regalado un jaiqe de seda blanco, como el suyo, bordado en oro, y con él me había
vestido para la ocasión.
Es una imagen que puedo esgrimir contra la muerte, que me permite reírme de ella
y de la mierda de nuestro tiempo. Me suceda lo que me suceda, yo he vivido esa hora de
gloria. He sentido ese viento que pocos pueden sentir. Qué importa ya mi vida, ahora,
después de eso. He tocado la carne del Destino.
Qué dicha sentir de nuevo, aunque haya sido un instante, ese latigazo. Que la
carne muerta de mi alma, aunque haya sido sólo un segundo, se haya estremecido. Pero
un segundo después ya es nada. Esa imagen vigorosa, al tocarme, se hiela. No encuentra
ya nada en mí que la alimente. Sí, ahí toqué el vértigo del destino. ¿Y qué? Y ahora las
gotas de sudor que caen sobre este papel emborronan lo que estoy escribiendo. La
palabra viento se ha convertido en una mancha azul. «Carne» está esfumándose.

34
¡Bah! Sigo con lo que os estaba contando.
Wejh nos importaba mucho. Tomarlo era fundamental para la Rebelión. Sólo ese
ejército que éramos avanzando por aquel desierto, hacía que se nos unieran otras tribus.
Feyssal quería que la conquista de Wejh tuviera un carácter «nacional», y por ello había
convocado a todas las tribus. Qué espectáculo, bárbaro y espléndido. Además, Wejh
debería probarle al Estado Mayor de El Cairo que éramos una fuerza verdadera con la
que había que contar.
Tomamos Wejh sin demasiadas bajas, hicimos una carnicería con los turcos y
saqueamos la población. Feyssal instaló sus tiendas cerca del mar, junto al banco de
coral, y a su alrededor levantaron sus campamentos abigarrados todas las tribus. Se
celebró la victoria con un torneo de recitado de poemas beduinos y una comilona de
carnero con arroz. El éxito de Wejh fue tan notorio, que pronto se presentó incluso el
famosísimo Ibn Zaal, de los abu tayi, rindiendo pleitesía a Feyssal. El entusiasmo
desbordaba hasta nuestros sueños. Además, llegaron noticias de que los turcos se
retiraban de Medina, lo que, aunque militarmente a mí no me pareciera bueno para
nuestros planes, porque esas tropas, que en Medina eran inofensivas, en el Norte podían
hacernos daño al fortificar la línea de Beersheva, a los árabes sí los llenó de entusiasmo.
Le dije a Feyssal que yo debería ir a Uadi Ais, donde estaba el Emir Abdullah, para
tratar de que frenara en lo posible la retirada de los turcos. Me dijo que era un plan
conveniente y puso a mis órdenes un grupo de ageylish y de marroquíes.
Fue un viaje terrible. Ya empezó mal, porque la noche anterior a la partida me
sentí enfermo. Pensé en una infección -los piojos nos comían-; pero me salieron
manchas blancas en la piel y temí que podía haberme contagiado de lepra, muy
extendida en El Higaz. Las primeras jornadas fueron difíciles, pues el calor y el
movimiento de la cabalgada aumentaban mis dolores y mi angustia. Pero lo peor
sucedió a la tercera noche cuando estábamos acampados en Uadi Qitan. Me encontraba
yo adormecido por la fiebre, con intensas náuseas, y me sobresaltó un disparo. Al
momento entró corriendo en mi tienda uno de los ageylish, pidiéndome que me
levantase y lo acompañara, que había sucedido algo terrible. Lo seguí y me encontré a
todos mis guerreros, separados en dos grupos, y en el centro, el cadáver de un ageylish.
Indagué y me dijeron que un marroquí llamado Hammed lo había matado por una
discusión. El problema era muy grave, porque según la ley del desierto, el ojo por ojo,
los ageylish reclamaban la muerte del marroquí. No había posibilidad alguna de
evitarlo. Pero el problema venía de que si un ageylish ejecutaba al marroquí, los demás
pedirían venganza a su vez. Un enfrentamiento de las tribus, en aquel momento, podía
hacer peligrar nuestra misión. Les pregunté a los ageylish, si la muerte del marroquí
sería suficiente para aplacar su represalia. Dijeron que sí. Entonces dije a los marroquíes
que si su compañero era ajusticiado sin que ningún ageylish tomara parte en ello
quedaba cumplida su venganza. Me dijeron que estaban conformes. Entonces decidí que
sería yo quien ejecutase al desdichado.
Yo ardía de fiebre. El rifle temblaba en mi mano. Por mi cabeza pasaban imágenes
confusas. Me quemaban los ojos y la piel. Traté de pensar en otra cosa, olvidar lo que
iba a hacer, disparar sobre aquel infeliz sin mirarlo.
Lo levanté y le dije que anduviese delante de mí, hacia una hondonada que estaba
casi cubierta de matorrales. Lo hizo mientras temblaba y llorando me suplicaba que no
lo matase. Esos gritos eran peor que todo. Pero me enervaron hasta el punto de
infundirme más decisión. Había que acabar con ello. Me puse junto a él, acerqué el rifle
a su pecho, donde supuse que estaba su corazón. De pronto comprendí que no podía,
como había pensado, apartar la mirada. De pronto sentí una extraña embriaguez, un

35
mórbido sentimiento en el que había mezcla de satisfacción. Lo miré a los ojos. El
marroquí me miró como un animal que va a ser sacrificado, estupefacto, acobardado, sin
saber qué. Creo que me sonreía. Y disparé. El marroquí salió despedido hacia atrás y
cayó al suelo entre temblores espantosos. Un chorro de sangre me salpicó. Intentó
alzarse y avanzó su cabeza hacia mí, como pidiendo aún perdón. Volví a disparar. Dio
un grito horrible, un aullido lastimoso. Disparé de nuevo. Ahora lo miraba agitarse a
mis pies. Con los ojos abiertos. Pero no moría. Acerqué entonces el rifle a su cabeza y
disparé tres veces. Vi saltar el cráneo despedazado y un ojo. El cuerpo quedó en extraña
posición. Sentí un escalofrío de placer.
También ahora estoy a punto de desmayarme de calor y de peste. Lo dejo aquí.

36
12 de Enero. Mar de Arabia.

¿Sigo? Sí.

El camino en las siguientes jornadas estuvo sumido en el silencio. Avanzábamos


sobre un campo de lava que hacía aún más espantoso el camino. Nadie cantaba. Cuando
llegamos al campamento de Abdullah, apenas pude hablar con él. Le transmití la idea de
frenar la retirada de los hombres de Fakhri Bajá, y me desmayé.
Estuve varios días muy enfermo. La fiebre me consumía y unido al calor de la
tienda, me asfixiaba. Mis pensamientos eran un tumulto espeso como el sudor. Veía el
rostro del marroquí al que había asesinado, la imagen de Feyssal avanzando a la cabeza
de su ejército; notaba mis manos húmedas y las veía ensangrentadas. Otras veces yo era
el marroquí y alguien me disparaba. Y al mismo tiempo le daba vueltas y vueltas
obsesivamente a los planes de penetración hacia el Norte de nuestras tropas. Damasco,
sí, Damasco. Pero Damasco pasaba por la línea Beersheva-Ma'an, y ésta era
impenetrable sin Aqaba. Y Aqaba era invulnerable desde el mar y por tierra se
interponían las baterías turcas, y la garganta de cuarenta kilómetros del Uadi Itm era un
matadero32.
Me encontraba ya un poco recuperado, cuando una mañana, en el corte de sol y
sombra de la entrada de mi tienda, vi una serpiente. Le tiré una piedra y la serpiente,
veloz como un rayo, zigzagueó y se perdió en las arenas. De pronto lo vi con toda
claridad.
Esa serpiente éramos nosotros. Mi idea de que no debíamos formar un ejército de
las características de los europeos, con sus movimientos lentos y pesados, o fijos en las
trincheras, sino una fuerza ágil, rápida, como esa serpiente, atacando y desapareciendo,
usando lo que era la naturaleza de mis guerreros: su movilidad, su adaptación al terreno.
Invisibles como ella, desapareciendo en el desierto. Claro. Ésa era la solución. El
desierto. Un mundo desde el que nadie esperaría vernos aparecer. Como aquella
serpiente, arena como ella. Y desde esas arenas, atacar. Atacar Aqaba. Pero desde el
Este, desde el sol. Sí. Lo sentí, no como un razonamiento estratégico. Lo vi. Lo sentí
físicamente, como al viento ardiente. Éramos el viento y éramos la serpiente. Sí. Aqaba.
Desde el desierto. Y sentí como si una mano me apretara las entrañas, un vértigo de luz,
como si toda mi vida confluyese en ese instante.
Vehementes imágenes pasaron ante mis ojos. El rostro de mi madre un día de mi
niñez regalándome La isla del tesoro, un retrato -¿dónde lo había visto?- de Walter
Raleigh. Vi, borroso, el pueblecito donde nací33 nuestra casa entre árboles, una cala de la
isla de Man, casi podía tocar los empapelados de nuestra casa de Polstead Road,34 su
ventanal enorme en aquella fachada de ladrillo rojo, los baluartes de Dinard, un viejo
farol que había en Oxford delante de nuestra casa... Todo como en un caleidoscopio
vertiginoso. Aqaba. El desierto. El rostro de Dahum una noche de Luna en Karkemish,

32
Véase el Apéndice.
33
Dudosa afirmación, si tenemos en cuenta que Lawrence dejó la hermosa casa familiar de Tremadoc -en el Norte de Gales- con
trece meses de edad. Creemos que se refiere a la que sí fue su casa de la infancia, en Kirkcudbright, Escocia -aunque también
dejaron ésta cuando él estaba a punto de cumplir tres años-. Después se instalaron en la isla de Man, en Jersey, y en 1891, en
Dinard.
34
El número 2, una magnífica casa. Oxford.

37
sus ojos. Los gritos del marroquí en Uadi Qitan... Y otra vez Aqaba. Y la sonrisa de
Janet Laurie, su pelo recogido y su hermosa boca y su mirada cálida. Vi, sí, vi páginas
de Virgilio, los grabados de caballeros cruzados que cubrían las paredes de la casita del
jardín que me había regalado mi padre. Me di cuenta de que estaba repitiendo
mecánicamente versos de Antonio y Cleopatra. Sentí en mi carne cómo el mismo
espíritu divino que produjo esos versos -ese ímpetu es el que habita a ciertos hombres
elegidos; algo que volvería a sentir después muchas veces en la batalla: ese «sagrado
instante» revelador del gran secreto, aunque sea inefable.
Es como ahora mismo, en este camarote inmundo. La luz que entra por la portilla,
el juego de partículas en la luz no está sucediendo en este mar. Es el juego de la luz del
sol sobre los adoquines desde Turl Street hasta la puerta del Jesus College. Veo de
nuevo el rostro de mis hermanos como en la vieja fotografía: el rostro sonriente de
Frank; Will está triste y «alejado», como si ya estuviera en su muerte, esa que lo
aguardaba pronto.
El destino... Aquella serpiente en la arena junto a la puerta de mi tienda en Uadi
Ais. El destino. Por qué misteriosos caminos nos conduce. ¿Habría estado yo esa
mañana en Uadi Ais sin haber ganado aquella beca para el Jesus College? ¿Habría
conocido a Feyssal sin mi pasión -como si me preparara para ello- por las Cruzadas, sin
todos aquellos viajes en bicicleta por las fortificaciones de la vieja Gales y de Francia?
¿Habría sido mi vida igual sin las conversaciones con el bueno de Vyvan Richards , que 35

estaba tan deslumbrado como yo por la historia medieval, o sin los sueños de que pobló
mi niñez aquel anciano profesor particular, el doctor Jane? ¿Habría sido igual sin Moby
Dick, sin Virgilio, sin Homero, sin Kipling, sin aquel libro sobre las excavaciones de
Layard en Nínive? ¿No sería decisivo algo que parece sin importancia, la lectura de
libros sobre las campañas italianas de Napoleón? Porque fue mi gran interés por la
inteligencia militar del Emperador y la fascinación por la belleza, sí, la belleza, de sus
planteamientos, lo que me llevó a relacionarme con Bell, para que me ayudase en una 36

tesis, y Bell me propuso un día que hablara con Hogarth, a quien también apasionaba la
estrategia. Y fue Hogarth quien me desvió hacia sus trabajos sobre Oriente. Gracias a
Hogarth pude conocer a Doughty, quien al contarme sus experiencias no hizo sino
avivar el fuego de mis deseos de aventura.
Gracias a Hogarth, además, hice mi primer viaje a Siria.
Pienso en mi equipaje. Es como un símbolo de mi vida. Salí, bien lo recuerdo, con
dos camisas, dos mudas, una kodac, un par de botas de repuesto, cien libras, un
salvoconducto y un revólver por si fallaba el salvoconducto. Cuando cruzamos por el
estrecho de Messina aún eran visibles las huellas del terremoto. Yo pasé casi toda la
travesía en cubierta, mirando extasiado el mar que brillaba ante mí como una promesa
de «mi gesta». Llegué a Beirut el 7 de Julio de 1909. Qué luz. Tenía sed de ver, de verlo
todo. Eran las tierras con las que tanto había soñado, las que habían conocido el temblor
del galope de los caballeros cruzados. Beirut era una pequeña ciudad portuaria -aunque
el puerto estaba en parte inservible porque hacía algún tiempo que los italianos habían
hundido un carguero de armas turco-, con un inusitado tráfago comercial, habitada
mayormente por árabes, maronitas y griegos ortodoxos, pero los residentes europeos,
sobre todo franceses, le daban un aire cosmopolita a cafés y zonas ocupadas por sus
viviendas. No pude ver mucho, porque iba corto de tiempo, pero estudié las ruinas del

35
Vyvan Richards confesó en cierta ocasión que su relación con Lawrence -que duraria toda su vida- estuvo siempre teñida de
atracción sexual. Pero que «Lawrence no entendía eso. Carecía de libido».
36
Aunque el tutor de Lawrence en la Universidad de Oxford era Reginal Lane Poole, que pertenecía al Saint John College, mantuvo
una relación más estrecha con C. F. Bell, perteneciente al Museo Ashmolean, y está probado que fue éste quien orientó sus estudios
hacia las tres primeras Cruzadas y le presentó al doctor Hogarth (en 1909).

38
palacio de Ibelin, el fantástico acueducto de Herodes el Grande y los diques que Fakhr
el-Din había consolidado ¡con columnas de los antiguos templos!
Había algo que sí quise ver a toda costa. Había leído sobre ese lugar un día, en
Oxford, y desde entonces parecía llamarme: el desfiladero de Nahrr el-Kelb, el río del
Perro. Impresionante. En el paso sobre el arrecife -ese paso por el que habían cruzado
todos los ejércitos desde Ramsés-, en las rocas del precipicio están escritos, habían sido
inscritas por cada conquistador; los nombres de sus victorias. Sentí de pronto -qué
estupidez; hoy habría meado contra esa roca- la necesidad de añadir mi nombre a esa
lista. Con la punta de mi cuchillo, raspé: «Lawrence Sin Patria.» ¿Por qué grabé esas
palabras? Entonces todavía creía en muchas cosas y mi corazón rebosaba entusiasmo. Y
acaso aún era un «inglés» de pies a cabeza, uno de esos ingleses fascinados por el sol y
el desierto y las ruinas, con la cabeza llena de leyendas y de historia, deseoso de emular
los ejemplos de esos tiempos, pero «inglés», y ahora que lo pienso, «muy inglés». Pero
ese día tan lejano algo en mi sangre llevó mi mano a escribir ese «sin patria» en que
habría de convertirme mi destino. Mi victoria.
Sin descansar me puse en camino hacia Sidón -donde Jonás arribó tras su odisea
con la ballena-, fui a las montañas de Galilea, alIaga Huleh, hice la peregrinación de los
castillos que quemaban mi imaginación, Baniash, Hermon, Safed, donde me arrodillé
ante la obra de mi venerado Fulke de Anjou; pero ninguno me impresionó tanto como el
Krac des Chevaliers, en Kal'al el Husn, inmenso, desafiante, orgulloso, tres días estuve
contemplándolo y a la sombra de sus piedras cumplí veintiún años. Después estuve en
Haifa y desde allí me encaminé ya hacia el Norte de Siria, pasando por Trípoli, que
también había sido fortaleza cruzada, y tras convencer a los turcos para que me
autorizasen el paso, Alepo y Antioquía. En Antioquía enfermé, nunca he sabido de qué,
y se agotó mi dinero. Entonces, vía Acre, regresé a Inglaterra. El barco hizo una parada
en Nápoles, que aproveché para visitar la ciudad; allí compré esa cabeza de Hipnos que
siempre me ha aguardado inútilmente en Inglaterra.
En Nápoles me sentí muy a gusto. Una de esas ciudades «acordes» con mi
destino, donde la vida se palpa de forma turbadora. Nápoles, como tiempo después
descubriría en Siracusa, era sabia. Más allá de todo. Como si supiera e inoculara en sus
hijos que la Historia es un discurso sin sentido y que lo único que cabe hacer es poder
mirarse uno al espejo y no sentir asco de ese rostro. El pasado no existía, acaso porque
el pasado era algo que ya existía antes de Eneas y la Sibila cumana. Vi a una gente
entregada a la sensualidad, la incontinencia, la música, el arte, el aguzamiento de la
inteligencia vital en los más impensables modos de ganarse la vida, y con una absoluta
descreencia en gobiernos y leyes.
Aquel viaje, aquella peregrinación sobre ruinas fantasmales de ciudades que
fueron Roma y que fueron el sueño de los cruzados, me sirvió para sacar matrícula de
honor en Historia con mi tesis sobre La influencia de las Cruzadas en la arquitectura
medieval, que escribí en tres días y tres noches febriles. Ese reconocimiento me avaló
para conseguir una beca, y de nuevo, en Diciembre del año siguiente, me embarqué
hacia Oriente. Me sentía feliz, como dice ese verso de Mutanabbi, «arreando mis dos
monturas, la miseria y el arte».
De camino hacia Oriente, el barco fondeó en Istanbul. Desgraciadamente sólo
dispuse de dos días, y no pude conocer esa ciudad admirable, fantástica, pero la
impresión de su belleza no me ha abandonado jamás. Visité la mezquita Azul, radiante,
Santa Sofía y la impresionante Suleymaniye; entregué unas horas al gozo de un
hammam y -porque era algo que siempre había soñado- hice una rapidísima salida a la
fortaleza de Rumeli Hisari, orgullosa sobre el Bósforo. Cerca está el cementerio, como
bañado en plata, de los turcos caídos en la toma de Constantinopla.

39
Llegué a Alepo para Año Nuevo. Me instalé unas semanas en Djebail para
«soltarme» en el dialecto sirio del Norte, y allí me recogió Hogarth, que había sido
nombrado director de las excavaciones de Karkemish por el Museo Británico. Fuimos a
Deraa para tomar el ferrocarril hacia Damasco. Cuando pisé Deraa, sentí un malestar
profundo, pero no era enfermedad alguna, sino como un rechazo visceral de aquellas
calles. Siempre he pensado que hay fuerzas misteriosas -más, entre cielo y tierra, de las
que sueña la filosofía, como dice Hamlet-, que nos alertan, un sentido animal. Lo he
experimentado varias veces, en la guerra y en la paz. Cuando perdí en aquella maldita
estación el original de Las siete columnas de la sabiduría37 la noche antes no pude
dormir, sacudido por un lacereante insomnio que hasta me hizo temblar. Una tarde, en
El Cairo, estaba leyendo en mi habitación del Shepheard's cuando de repente me sentí
helado. Días más tarde supe que en esa fecha -y yo creo que en ese momento- mi
hermano Will moria en combate. Y aquel día en Deraa, con Hogarth, algo emanaba del
lugar que me desasosegaba profundamente. Creo que era un aviso de lo que allí habría
de sucederme38. De Damasco partimos hacia Alepo y en unas mulas, muy escoltados,
fuimos a Karkemish, que está a cien kilómetros al noroeste, sobre una acrópolis
dolminando el río. Allí, en 1878 George Smith había descubierto unas extrañas
esculturas que resultaron ser hititas. El paisaje era agradable y teníamos una casa muy
acogedora, que decoramos con alfombras; había una pequeña biblioteca dipuesta en
hornacinas a lo largo de los muros, donde coloqué mi Homero, mi Virgilio, mi
Montaigne, mi Shakespeare, unos libros del capitán Burton (aunque detestaba su estilo,
pero no su locura), Burckhardt y Nieburh, mi Tácito y mi Schopenhauer y algunos
libros sobre las Cruzadas. Creo que fui feliz. Tenía la sensación de acariciar mi suerte.
Pasábamos los días entregados al trabajo en las excavaciones, bajo la dirección de
Hogarth. El polvo era irrespirable y el sol, asesino; pero de vez en cuando descubríamos
una pieza de insondable belleza. Misteriosa. En Karkemish había, capa tras capa, desde
restos árabes a bizantinos, romanos, griegos, asirios. Acostumbré a mis pies a caminar
descalzo. Yo miraba aquellas extensiones y pensaba --no, más, «los veía»- que por allí
habían cruzado los Diez Mil vadeando el Éufrates camino de Cunaxa. El Invierno era
muy duro, crudo, con cierzo del Tauro o del Elbruz, pero las primaveras eran
espléndidas, todo parecía renacer con los más hermos colores en una brisa espesa y casi
fosforescente. En ocasiones nos visitaban otros locos, como Gerlde Bell, la gran
exploradora solitaria, y lady Anne Isabella Noel Blunt, que era nieta de lord Byron,
casada además con el poeta Wilfrid Scawen Blunt, quien murió luego en la guerra, y
que también era una exploradora de renombre. Había algo en su porte que me ponía
nervioso, aunque su conversación era agradable, sin duda interesante y ella era persona
muy educada y cordial; pero un extraño brillo en su mirada me turbaba. Fue mucho más
estimulante el encuentro, aunque duró pocos días, con Louis Massignon; todos los
arqueólogos estábamos en deuda con él por sus investigaciones sobre emplazamientos
islámicos. Massignon parecía perpetuamente sumido en una crisis espiritual profunda,
con períodos de una considerable depresión, pero al mismo tiempo irradiaba energía y
tenía una notable capacidad organizadora. Un día me dijo algo asombroso:
-Amigo mío, lo siento por usted. No ve a Dios en esas piedras.
De cualquier forma, tampoco sé si los hititas eran el mejor testimonio para ver a
Dios. No eran Egipto. Sólo son memorables, aparte de por la técnica de los relieves, en
el arte de las fortificaciones militares como si el único espíritu que sostuvo su extrño
paso por la tierra fuese la pasión conquistadora y vandálica de aquel terrible
37
Fue en la estación de ferrocarril de Reading, a finales de 1919. Perdió el original -ocho de las once partes- y material fotográfico y
documentación varía.
38
La violación que sufriría en 1917. Véase el Apéndice.

40
Supphiluliuma I. Pero los recintos amurallados sí eran dignos de estudio. Y el murallón
de ladrillo y piedra de Karkemish era un tesoro.
Karkemish, además, y sobre todo, es la memoria imborrable de Dahum. Imagen
de una amistad ardiente como dicen que es el amor y que jamás abandona mi
pensamiento, ni aún hoy, cuando ya nada amo: la imagen de Dahum, el brillo de sus
ojos inteligentes y sensuales, el calor de su amistad. Cuando lo conocí era un chiquillo
de apenas quince años, dulce y bello. Parecía un Antinoo. La primera vez que lo vi
estaba sirviendo agua a un grupo de trabajadores. El sudor que cubría su rostro y
mojaba sus cabellos le proporcionaba un aire suntuoso, mórbido. Su belleza sedujo mis
sentidos y mi inteligencia. No podía dejar de mirarlo. Se dio cuenta de esa emoción y
vino corriendo para ofrecerme agua. Sus ojos obscuros de voluptuosa mirada, sus labios
casi de mujer. Sonreía constantemente. Su piel era muy blanca y tenía unas manos
preciosas39. Hizo que volvieran a mi memoria esos versos de plata de Verlaine: «El más
bello de todos los ángeles depravados. Sus dieciséis años, ah. Bajo su corona de flores.
Con los brazos cruzados sobre ricos collares, soñaba, y su mirada tenía vivos
resplandores...»
Durante todo el tiempo de mi estancia allí, no nos separamos; incluso llegamos a
dormir juntos, tanta era la simpatía mutua que nos sugestionaba. Dahum era ese amigo
que jamás había tenido, la absoluta complicidad en todo, y además había cierta
atracción morbosa que hacía excitante cada segundo. En algún momento incluso me
llegué a preguntar si no sentía por él una atracción sexual, que bien hubiera podido
despertar su inmensa y ambigua belleza, pero no fue así, o si lo fue no llegó a florecer
en relación carnal alguna. Era mi amigo, alguien que me hechizaba con su presencia,
con su juventud, con su gracia, cuyas radiaciones avivaban la sensualidad, me
excitaban, pero el fulgor de nuestra amistad estaba en la alegría común y continuada de
hacer cosas juntos, hablar, reírnos, competir físicamente en largas caminatas y duras
faenas. Era algo viril, supongo que como lo que debiera ser normal entre aquellos
antiguos que yo tanto veneraba, Alejandro, Epaminondas... Además le enseñé a leer y a
escribir. Y él me relataba mágicas y fascinantes leyendas del desierto y las tribus; tenía
una voz muy dulce y a veces, en las largas horas antes de dormimos, me recitaba
poemas de la Arabia preislámica conservados por tradición oral en las tribus. Yo le
recitaba poemas de la Corona de Meleagro que parecían hechos para él.
A finales de Agosto de 1911 la malaria me golpeó de nuevo, y regresé enfermo a
Inglaterra. Pero en cuanto me recuperé, volví a Oriente. Como las excavaciones en
Karkemish se habían interrumpido, entre otras razones por las obras del ferrocarril
Berlín Bagdad, y los alemanes, aliados de los turcos, estaban construyendo un puente
cerca, me las apañé para que me mandasen con una beca a Karf-Ammar, en Egipto,
donde estaba excavando sir William Flinders Petrie. Allí aguardé hasta que se
reiniciaron las excavaciones en Karkemish, donde Hogarth había sido reemplazado por
Leonard Wooley, y donde me esperaba mi amado Dahum.
Aparte de algún viaje a Inglaterra, aunque muy rápido, y unas cuantas visitas a
ciertas zonas de Mesopotamia, continué trabajando en Karkemish hasta el Verano de
191440.Dahum y yo hicimos muchos hallazgos y un viaje inolvidable a Misyaf, donde
había vivido el Viejo de la Montaña. Pero el conflicto de las potencias ya resonaba en el
horizonte, y la cercanía de los alemanes y la alianza turca hacia difícil nuestra

39
Era de piel muy blanca. El sobrenombre Dahum -de la voz Tethum que en la Biblia significa la obscuridad del caos
anterior a la creación-, «el Obscuro de pie o más exactamente: «como la noche obscura cuando no hay Luna»-, era una broma
precisamente por su blancura. Su verdadero nombre era Ahmed, y seguramente es el S. A. -Sheik Ahmed- de la dedicatoria de Las
siete columnas de la sabiduría.
40
Véase el Apéndice.

41
continuidad. En uno de los viajes a Oxford llevé conmigo a Dahum y a otro amigo sirio,
pero no fue una estancia agradable, pues el racismo de mis compatriotas dio lugar a
algunas situaciones desafortunadas. Pocos entendían o aceptaban su presencia como uno
más de nosotros. Dahum se sentía triste, y decidí regresar a Karkemish. Aprovechamos
el escaso trabajo en las excavaciones para visitar Urfa, la Edesa de los cruzados, que yo
ya conocía, pero que nunca me cansaba de admirar, especialmente su castillo y las
cúpulas de cerámica de su mezquita. Fuimos a Antioquía. A mi juicio Antioquía es uno
de esos puntos cruciales en la cultura del mundo; allí había luchado Bohemundo a
finales del siglo XI y la toma de la ciudad fue la gran esperanza del Occidente cristiano.
Cuando tocaba aquella tierra tocaba la tierra donde se asentó el campamento del obispo
de Puy, cerca del Silpio; en las puertas de San Pablo escuchaba el clamor de las
trompetas de Bohemundo. Una tarde, sentados en las ruinas de la muralla de Justiniano
que emergiendo del río parecían clavarse en las montañas, le dije a Dahum:
-Herraban con oro sus corceles, como dice el verso.
-No -me dijo él-. Con fama.
Todos esos viajes iban acondicionándome física y mentalmente para la vida en el
desierto. Ya podía andar descalzo sin lastimarme y sin sentir dolor. Me sentía bien bajo
aquel sol. Hasta parecía estimularme. Amaba hasta la costra de sudor y polvo sobre mi
piel y hasta los piojos. Adoraba la sensación de ese primer café con azúcar en la frialdad
del amanecer.Ya era un árabe. O así me lo imaginaba. Europa era «lo extraño». Fuimos
también a Harñan y a Rum Kalaat, pero allí recaí en mi malaria y además se me
presentó una molestísima y peligrosa infección en los dientes. Me encontraba tan mal
que tras unos días de reposo inútiles en Alepo, tuve que regresar a Inglaterra. Dahum no
se separó de mi cabecera en todos aquellos días. Ah, la frescura de su mano en mi
frente...
A principios de 1914, cuando ya la guerra pasó de «probable» a «inevitable», el
Servicio de Inteligencia inglés consideró imprescindible un conocimiento exacto del
Sinaí. Kitchener envió al capitán Newcombe y -seguramente porque Hogarth les habría
hablado de mis aptitudes- me llamaron invitándome a acompañarle en el levantamiento
de mapas. Fue mi primer contacto con el Ejército. Me contrataron para la Sección
Cartográfica a las órdenes de Dawson y permitieron que Dahum me acompañase en la
expedición. Durante mes y medio recorrimos el Sinai
Corto. El capitán quiere verme: Supongo que algún otro telegrama de Londres.
Más instrucciones sobre mi «comportamiento». «Usted, un soldado...»; «Es conveniente
no alimentar esos rumores...»; «Ha sido lamentable que en estos momentos...» ¿Qué
quieren? Que hagan conmigo lo que les plazca, pero que me dejen en paz.

No era nada. Decirme que viene mal tiempo.


Sigo.
Durante mes y medio recorrimos el Sinaí, levantando mapas y localizando pozos.
Fue un viaje aburrido, porque había poco que conversar con los militares y tampoco
Dahum y yo podíamos permitimos ciertas «licencias» en nuestro trato, ante sus ojos.
Pasamos muchas horas dedicados a las tareas cartográficas, y también tratando de
localizar algunas ruinas bizantinas que yo sabía que existían en aquella desolación.
Durante las horas de más calor -casi inmóviles a la sombra de nuestras tiendas- leía: me
había llevado algunos libros y aproveché para saborear lentamente las Memorias de
ultratumba de Chateaubriand y a mi viejo Montaigne. Recuerdo cómo me impresionó el
relato de aquel soldado francés, solo en la inmensidad helada, sobreviviendo en el

42
interior de un caballo al que había destripado para esconderse y tener calor.
Aquella colaboración con el Ejército, aun como civil, fue el comienzo de mis
actividades en la Inteligencia militar. Cuánto sucedería desde ese día, sobre esas tierras
desoladas, cuánta sangre. La guerra se llevaría mi pasado, como me apartó de Dahum, y
como el viento del desierto borra las huellas, el viento de esos años se ha llevado todo,
hasta la más recóndita gana de vivir.
Todo ese vertiginoso pasar de imágenes de mi vida confluía aquella tarde en Uadi
Ais, bajo la inmensa soledad del desierto. La vida, siguiendo qué obscuro plan, me
había conducido hasta ese instante en que cabalgaría a la cabeza de una rebelión
inconcebible en estos tiempos, pero que era la culminación de todos mis sueños.
Misteriosamente, algo me había señalado para avivar junto a Feyssal esas tribus
indomables y conducirlas a la victoria. ¿Pero qué victoria? ¿Es preciso que el destino
nos ciegue para que podamos cumplirlo en gestas de esa naturaleza? ¿O todo es mucho
más sencillo? Alguien que no tenía sitio en ningún lugar, que despreciaba la
mediocridad de su tiempo, las formas de vida que la democracia había desarrollado en
su sociedad, y que además amaba desesperadamente aquellas tierras y el sentido de la
vida de sus gentes, se encontró por casualidad en medio de la tormenta de la Rebelión
árabe, con posibilidades de participar en ella, y con la amistad de alguien tan grande
como Feyssal, a quien servían las cualidades de ese hombre. Acaso eso fue todo. Hasta
Aqaba yo todavía confiaba en que esa lucha crearía un nuevo mundo Árabe sobre el que
Feyssal reinaría desde Siria. Y yo junto a él. Después de Aqaba comprendí que no lo
lograría. Pero seguí luchando, y aún más encarnizadamente. Lo que sucedió es que
todos mis actos eran saltos sin red sobre la nada. Su sentido había desaparecido. Sólo
quedaba «el ruido y la furia» que tonificaban mi alma, saber que allí, en aquel mundo y
durante aquella guerra, se me concedía un destino, una posibilidad de grandeza, de tocar
la carne de la leyenda, que mi tiempo ya había clausurado. En vez de suicidarme, luché;
aquellos momentos de valor, de miedo, de exaltación, de gloria, de sangre y amistad,
eran como el Arte, que cuando sucede nos hace olvidar el absurdo y la pobreza de la
vida.
Desgraciadamente -o afortunadamente, si la lucidez sirve para algo- ya ni esos
«relámpagos» tan artísticos me sirven. Ya no me los «creo». Y a veces no puedo dejar
de recordar con cierta conmiseración a ese disfrazado de árabe que se estremecía de
placer cada vez que aquel ejército de suicidas clamaba a su paso «¡Aurens!» «¡Aurens!»
«¡Aurens!»
Qué redonda habría quedado mi historia si una bala perdida de un turco, hubiera
encontrado entonces mi cabeza.
Aqaba. Aqaba fue mi hora, hoy lo veo, más acaso que Damasco.
Hablé con el Emir Abdullah de mi plan para tomar Aqaba por el este. Abdullah
parecía poco interesado. En realidad sus mayores preocupaciones eran el ajedrez y -
¡Dios sabe para qué!- analizar sobre complicados planos el desarrollo de la batalla del
Somme. Me dijo:
-No debemos meter las tropas en el Yunque del Sol. Podemos perder muchos
hombres. Está escrito que tomaremos Aqaba. La conquistaremos como es militarmente
correcto. Además, son tus ingleses quienes deben tomarla. Nosotros debemos esperar a
que nos la entreguen. Fruta madura.
-No tendréis sino lo que cojáis -le dije.
Pero no atendía a razones. Vi que en su campamento tenía poco que hacer. Así
que en cuanto mi salud mejoró, le pedí permiso para organizar un pequeño grupo de
guerreros y volar algunos puntos del tendido del ferrocarril turco. Me dijo que hiciera lo
que quisiera y me ofreció al Jerife Shakir como segundo, comandando una tropa de

43
trescientos beduinos. En la madrugada del 2 de Marzo de 1917 puse mi primera mina en
la línea de El Higaz, cerca de Aba el Naam. No conseguimos mucho, porque no
contábamos sino con gelatina explosiva, y no era suficiente para volar una locomotora,
pero al menos destrozamos el tendido e hicimos algunos prisioneros. Tuve la mala
suerte de que me picara un escorpión; el dolor era muy fuerte y me produjo un malestar
que me impedía continuar la misión. Volé otro tren -mal que bien- y volvimos al
campamento. Abdullah seguía sin entender mis planes. Así que regresé de inmediato a
Wejh, junto a Feyssal.
Feyssal sí comprendió perfectamente mis ideas. Se entusiasmó con ellas. Dijo que
mientras yo emprendía la campaña de Aqaba, él cortaría la línea de El Higaz y atacaría
Medina. Con los turcos incomunicados, Aqaba sería el punto de partida de la marcha
hacia el Norte.
-Desde la primera vez que te vi -me dijo- supe que tú me darías Damasco.
Una vez aprobado el plan de Aqaba, me dijo que en esa expedición me
acompañaría un guerrero excepcional. Yo había oído hablar de él, pero nunca lo había
visto. Durante mi ausencia había llegado al campamento de Feyssal. Era Auda abu Tayi,
jefe de los hoveitah. Feyssal lo mandó llamar y poco después entraba en la tienda. Fue
la única vez que vi a Feyssal levantarse para recibir a alguien. Era su homenaje al valor
de un guerrero. Auda abu Tayi era un hombre de cincuenta años, aunque igual hubiera
podido adjudicarle cuarenta que sesenta, de estatura normal, muy delgado, nervudo, con
ojos penetrantes y hermosos y una barba cortada al estilo hoveitah. Vestía el traje
blanco de algodón de las tribus norteñas y se cubría con una quffiya color rojo, del
Mosul. A su lado, algo detrás, estaba su hijo de once años, que ya acompañaba a su
padre en las correrías. Auda era una figura legendaria del desierto. Casado veintiocho
veces tenía muchísimos hijos. Había sido herido trece en combate y había matado por su
mano a setenta y cinco hombres... «sin contar turcos», solía decir riendo. Robaba a los
sedentarios del desierto de Siria y su vida era la guerra y el botín. Desprendía energía,
decisión. Brillaba como el sudor de su caballo. Parecía encarnar como nadie la furia de
aquellos versos de Mutanabbi: «Guerreros de pelo crespo que afrontan la muerte
sonriendo como si el perecer fuese su único fin. Árabe como linaje era su bandera.»
Me di cuenta de que Auda era lo que nos faltaba Porque nadie como él encarnaba
esa décima parte de irracionalidad, pero de instinto, que es el misterio de las victorias.
Él era esa figura salvaje y triunfal que yo había soñado leyendo sobre los cruzados
despedazándose sobre aquella tierra de violencia por un afán de victoria y oro. Auda se
sabía de memoria una gran cantidad de viejos poemas guerreros que cantaban esas
gestas del desierto, y los recitaba junto al fuego de las hogueras muy consciente de que
él sería cantado algún día, de que él formaba parte de esa épica. Cuando le expuse mis
planes para tomar Aqaba, me dijo:
-Seremos como el rayo.
Y puso a todos sus hombres a disposición de su señor Feyssal.
Auda abu Tayi es el hombre más extraordinario que he conocido. Sé que si
estuviera ahora junto mí, en esta ratonera, me llamaría cobarde. Auda no entendía que la
cabeza de un hombre pueda apagar todos sus fuegos y entregarse atado de pies y manos
a la destrucción. No sabía de sueños devastados, al menos de ninguno que no sanara con
su espada. Tenía mucho más claro que nadie que yo haya conocido, para qué estamos
aquí: para vivir. Y vivir era para él la libertad de no estar sujeto a más ley que la que
aceptase por respetarla -pero no leyes escritas, sino la palabra de otro hombre al que
acatase-. Sé que me diría: «Levántate de esa silla, maldito cobarde. Si no soportas la
idea de volver a Inglaterra, sal de este barco. Si te lo impiden, mata. Si son muchos,
mata hasta que te maten a ti. Pero cae como un hombre. Que puedan recordarte.» O me

44
diría: «Vamos juntos. Lucharé a tu lado. Vuelve conmigo a Uadi Rumm. Cabalgaremos
y saquearemos pueblos, venceremos a reyes, veremos ríos de oro. Tendrás todas las
mujeres que quieras. Por la noche, con el estómago lleno, escucharemos al recitador que
nos embelese con sus viejas leyendas. ¡Pero levántate de ahí!»
No entendería que no puedo. Que sí conozco una forma de salir de aquí, pero que
no es volver con él ni morir matando, sino usar el revólver que me espera en el cajón de
esta mesa.
El 9 de Mayo de 1917 nos pusimos en marcha. Yo iba delante, junto al Jerife
Nasir, a quien Feyssal había nombrado jefe de la expedición. Detrás de nosotros
ondeaban las enseñas rojas de Feyssal que llenaríamos de gloria, y a mi lado cabalgaba
Auda, firme, radiante, y dos sirios que eran los representantes políticos de Feyssal y una
escolta de ageylish. Feyssal me había regalado una magnífica camella, obsequio a su
vez del Rey Ibn Seud al Jerife Hussein, y que era la admiración de todos. La fortaleza
de aquel animal me daba mucha seguridad. También me dio su gumía. No podíamos
llevar mucha comida -sólo cuarenta y cinco libras de harina por hombre- ni demasiados
pertrechos: gelatina explosiva para minar las vías y veinte mil libras de oro que nos
había entregado Feyssal para comprar a las tribus. Yo eché en mi mochila La chanson
de Roland, La muerte de Arturo, el Oxford book of English verse, las Comedias de
Aristófanes y las obras de Shakespeare. El plan consistía en ir hacia el Norte
atravesando el Yunque del Sol, llegar a Uadi Shirham, reclutar a las tribus hoveitah y a
quienes pudiéramos, y girando después hacia el sudoeste, reagruparnos y atacar Aqaba.
En un viaje de más de mil kilómetros y por desiertos terribles, pero nadie nos esperaría
y podríamos vencer.
Recuerdo aquellas cabalgadas bajo un sol abrasador. Auda iba delante, mirando
fijo al horizonte en silencio. El Jerife Nasir, hombre de probada valentía, acompañaba
nuestro camino con sus melancólicos relatos y poemas beduinos; ah, cómo vivían en sus
palabras el brillo de unos ojos ante un cofre lleno de monedas de oro, las lamentaciones
de los héroes ante las cenizas del campamento de su amada... Aquel ejército de hombres
atezados, magros, sucios, casi sin armas, con sus ropas tintadas con alheña, como una
llamarada sobre el desierto, llenaban mi corazón de algo más allá de la alegría. Hombres
de leyenda que avanzaban como por un espejismo. El aire era un horno. La tierra
quemaba y empezaron a salirnos ampollas en los pies y en los brazos. También los
piojos nos molestaban. Pero todo, como el inmenso viaje que teníamos por delante y los
espantosos desiertos que deberíamos atravesar, eran nada ante nuestra ilusión.
Cómo resumían esa esperanza y esa decisión, las palabras que me dijo un jujeina
una vez que me acerqué a él, que iba afilando pacientemente, mientras cabalgaba, su
gumía:
-Para turcos. Cuellos. Cuellos. Luego, oro.
Decidimos descansar un par de días en el oasis de El Kurr, que era como una
esmeralda en aquella extensión desolada. Sólo tenía un habitante, el viejo Dhaif Allah,
que cuidaba el oasis como si fuera un jardín. Desde allí nos encaminamos a las
gargantas del Uadi Jizil. Estábamos descansando en Uadi Jizil cuando se me acercaron
dos muchachos ageylish. Eran casi adolescentes y muy hermosos, con esos ojos
luminosos de los hijos del desierto. Me dijeron que querían servirme. Se llamaban
Othman y Alí41.!. Alí parecía una muchacha. Los acepté, sobre todo porque pensé que
conmigo llevarían mejor vida que sin mi protección. Además Othman era un verdadero
artista en untar con manteca a los camellos para aliviarlos de la sarna de la cara.
A partir de Uadi Jizil, Auda fue el guía de la expedición. Cabalgaba a la cabeza,

41
En Las siete columnas de la sabiduría y Rebelión en el desierto los llama Daud y Farraj.

45
siempre mirando fijo hacia el horizonte, enhiesto sobre su camello, con los codos hacia
fuera y las manos oscilando en el aire a la altura de los hombros. Pasamos la llanura de
arena del Shegg y alcanzamos el tendido del ferrocarril. La cruzamos y nos internamos
en el desierto.
Esa zona del Este donde pronto nos adentramos es el peor territorio que he
conocido jamás. Aunque resultaba fascinante. Los beduinos lo llamaban el Houl, el
Yunque del Sol.42 Un espacio inmenso sin vida alguna. No se veía ni un pájaro. Era
como si hasta el polvo estuviera detenido en el aire, como un velo ante un fondo azul
tenue. Se nos agrietaban los labios y la piel por el aire ardiente y los párpados se
encogían. De vez en cuando pasábamos sobre zonas de barro pulido, el terrible ghiaan,
blanco y liso como un espejo, que reflejaba la luz del sol tan intensamente que cegaba al
mirarlo fijamente. Había que caminar sin mirarlo. Yo ya había aprendido las artimañas
beduinas de untarme los párpados con khol, y eso me ayudaba a soportarlo. Pero las
jornadas eran muy fatigosas. No se escuchaba ni una canción ni una palabra.
Cabalgábamos en silencio absoluto, muchas horas con los ojos cerrados, enteramente
envueltos por la quffiya. El sudor me empapaba y notaba cómo los piojos se deslizaban
por la carne húmeda. La garganta se secaba tanto que no podía ni tragar saliva El
silencio era atroz; sólo se escuchaba el resonar de las pisadas de los camellos. Si abría
los ojos, era como si metiera la cara en un flexo encendido. El Yunque del Sol era el
centro de la desolación. Una roca de fuego. Sólo las noches eran bellísimas, serenas,
frescas y cuajadas de estrellas.
Alcanzamos afortunadamente el único pozo que había, ya casi al final de aquel
Infierno. Aunque el agua tenía mal sabor, nos pareció gloria pura, pero no pudimos
llenar nuestros odres, porque se corrompía a poco de sacarla. Los camellos se
recobraron y nosotros bebimos cuanto pudimos, dispuesto a encarar el último tramo.
-¿Sabías que esto estaba en el mundo, inglés? -me dijo Auda, sonriendo con sorna.
-Cuando lleguemos a Uadi Shirham irás mirando mi espalda -le contesté.
Auda se echó a reír:
-Estás loco, inglés. Pero Alá ama a los locos
Cuando estábamos ya cerca de salir del Yunque del Sol, nos dimos cuenta de que
faltaba un guerrero, un tal Gassim. Se había quedado atrás y perdido Nadie quería
volver a buscado, con ese fatalismo árabe que tomaba por sino aquella condena a muer-
te. Pero yo no. Recobrar a Gassim, sacarlo de las garras infernales del Yunque, volver
con él, era algo que se me impuso; arrebatárselo a la muerte, como si esa victoria fuera
una garantía del triunfo de nuestra voluntad, de mi voluntad, en aquella guerra. Me
adentré, contra los ruegos de todos, que me daban ya también por perdido, en aquel
Yunque de fuego. Fue espantoso. Pero lo encontré, lo salvé, y volví con él a nuestro
campamento. Cuando ya estaba cerca tuve la alegría de ver una figura que se me
acercaba sobre las arenas. Era Auda, que, imagino que no por Gassim, sino por mí,
también había desafiado a la muerte y venía a buscarme.
Después del Yunque nos adentramos en el extremo Oeste del Nefud. Primero fue
una raya roja en el horizonte, como un espejismo. Luego eran olas rojizas, ese desierto
rojo de la Arabia central que se extendía hasta allí. Matorrales de yerta, parecidos a las
viñas, bordeaban agujeros como pisadas de caballos en el barro, pero enormes: los fuljs,
que pueden llegar a medir trescientos metros y hondonadas de casi ochenta. De pronto
vi cruzar unos avestruces y pensé que era un espejismo. El sol reflejado en la arena
rojiza destellaba inmensamente bello. Me acordé de Gertrudis Bell, que lo había
desafiado casi en solitario.

42
Se adentraron en el Yunque del Sol el 20 de mayo. El 2 de junio ya estaban en Uadi Shirham

46
A lo largo de interminables jornadas, cabalgando lentamente, mientras amasaba
con mis dedos mendrugos y manteca -luego los espolvoreaba con un poco de azúcar, y
así podía alimentarme sin detenernos- medité mucho sobre táctica y estrategia.
Analizaba las ideas de Gustavo Adolfo de Suecia y su obsesión, como la mía, por la
movilidad. Esa movilidad precisa una disciplina absoluta. Yo había estudiado bien su
forma de conducir las retiradas, y envidiaba su facultad, como la de Wellington, para
adivinar las intenciones del enemigo y «eso» que puede haber detrás de la colina. Era lo
que ya había dicho Filipo de Macedonia: la movilidad, que hasta para la falange era
difícil; atacar, evadir el ataque del enemigo, destruirlo y acabarlo en su huida. También
admiraba -y admiro- mucho a Jeb Stuart, aquel gran caballero del Sur, y lo imaginaba al
frente de esas cargas de caballería que lo han hecho inmortal. Moltke también pensaba
que el movimiento es el alma de la guerra. No estaba de acuerdo en cambio con Foch,
para quien la ofensiva era el caballo de batalla, y sigo creyendo que su fe era excesiva
en ese movimiento, sobre todo teniendo en cuenta la potencia de fuego de las armas de
hoy. El modelo de mis movimientos con mis beduinos era la acción de guerrillas de los
españoles cuando la guerra contra Napoleón y la de los bóers después de Paardeberg.
Era básico que las unidades fueran lo más autónomas y móviles y autosuficientes, y
había que reforzarlas en lo posible con carros de combate. Me dio mucha alegría cuando
años después leí el trabajo de Liddell Hart y sus tres máximas: fijar, maniobrar,
explotar.
El paso del Nefud fue terrible. El desierto estropeaba nuestros fusiles Lewis; no
así los dos o tres Hotchkiss que llevábamos, uno de ellos el de Auda, que resistían mejor
la arena. La sarna empezó a extenderse y los piojos no nos dejaban dormir. Tuvimos
también una terrible tormenta de arena. De improviso el cielo se obscureció y el viento
se levantó violentamente; la arena centelleaba en el aire. El paisaje fue obscureciéndose
y el sol lucía, como muy lejos, a través de esa bruma de polvo, como un farol en la
niebla de Londres. Los camellos lo presintieron antes que nosotros. Se apretujaban entre
ellos con la cabeza agachada. Todo quedó envuelto en una bruma amarilla donde
empezaron a volar algunas ropas. Era impresionante. Nunca había visto una tormenta
así, ni siquiera en otros lugares de Arabia o de Siria. De pronto se destacó entre la
bruma de polvo una gacela perseguida por una hiena. Me cubrí el rostro, como todos,
pero daba igual, el polvo y la arena penetraban nuestras ropas clavándonos con millones
de alfileres. Estuve a punto de caer en un hadoda, esos hoyos de arena asesinos. Ya casi
no nos quedaba agua, y la poca que había en los odres, pastosa, salobre, estaba medio
corrompida.
Por fin tocamos esa tierra «más allá del desierto», Shirham y sus pozos. Uadi
Shirham, en medio de una llanura rocosa, era de una blancura deslumbrante, y en un
extremo, emergiendo de un bloque como sal, irreales, se alzaban las ruinas del castillo
de Marid. El príncipe Nuri Shalaam, de los Rualia un anciano vigoroso, era el dueño de
aquel territorio. Acampamos en Jobba, el único palmeral de aquel inmenso secadal,
junto al pozo. Jobba es un fantasmagórico espacio desnudo a 150 metros bajo el nivel
del Nefud, de unos cinco kilómetros de largo. Daba la impresión de un lago que se
hubiera secado. La aldea estaba en el borde, con muros almenados. Todo envuelto en un
aire gris púrpura como rayado de amarillo, con un paramento negro en lo alto. Era un
buen lugar; todos necesitábamos unas jornadas de descanso, y allí los camellos tenían
todo el nassi que precisaran.

¡Joder, hay más piojos en este camarote que había allí!

Nuri Shalaam nos dijo que los hoveitah estaban acampados muy cerca.

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Establecimos un campamento para algunos días con el fin de que fuese centro de
reagrupamiento de las tropas para que pudiéramos someterlas a una mínima instrucción.
Le pagamos Nuri Shalaam seis mil libras de oro por permitirnos estar en sus tierras y
para que cuidara de las familias de los guerreros que tomarían parte en la toma de
Aqaba. Y desde luego, durante los días que estuvimos allí, la hospitalidad de los rualia
fue señorial. Todos los miembros significados de la tribu se esforzaban por atendernos a
cual mejor, nos invitaban a comer dos veces al día, y acabamos hartos de aquellos
inmensos calderos de estaño llenos a rebosar de arroz y carnero y aquellos condenados
huevos de avestruz. Nos festejaron con carreras de camelIas y cacerías, y por la noche
los contadores de cuentos nos distraían. Lo peor de Jobba fue la plaga de serpientes que
nos afligió. Ya habíamos sufrido en otros momentos la presencia de estos reptiles
malditos, pero en Jobba fue terrible, estaban por todas partes, se metían en las tiendas y
atacaban a los hombres; no podíamos ir sin un palo para remover los matorrales a
nuestro paso, pues las víboras y sobre todo las serpientes negras parecían poseídas de
furor venenoso, y hasta por la noche, cuando dormíamos, se metían entre las tiendas.
Matábamos más de treinta diarias, pero era inútil.
La última noche en Jobba sucedió algo que todavía no sé si adjudicar al terreno de
la sensualidad o al de lo sagrado, o acaso sean lo mismo. No he sido nunca un hombre
atraído por los placeres de la carne, al menos en lo que casi todo el mundo considera
normales expansiones de su sexualidad. A veces he pensado si sería por timidez, aunque
no lo creo, pero durante toda mi vida -y sobre todo en Oxford había incontables
tentaciones- me mantuve apartado de cualquier relación física con nadie. Ni siquiera
cuando alguien me ha atraído de forma intensísima, y sólo me ha sucedido en dos
ocasiones: con la hermosa Janet Laurie, que era hija de unos vecinos nuestros en
Langley Lodge, cuando yo tenía siete años, y que era de mi edad, y a la que continué
viendo en Oxford, chiquilla muy atractiva, de boca jugosa y ojos asombrosos, y con la
que en alguna ocasión estuve a punto de una mayor intimidad; y con mi amado Dahum,
aunque llegamos a dormir juntos y desnudos. Ni siquiera en esos dos casos se me pasó
por la cabeza -o tuve acaso voluntad- de forzar ciertos límites. No me repugnaba -hoy
sí- la carne; pero creía que esa definitiva verdad de los cuerpos desnudos y entregados a
su satisfacción, modificaba inexorablemente, pervertía el equilibrio perfecto de una
relación donde «sucedían» cosas para mí más valiosas, más perdurables, más ricas que
la fugaz complacencia sensual. He sido siempre alguien que ha reducido la sexualidad a
sus sueños, y éstos tampoco muy obsesivos. Ni siquiera me he masturbado con
frecuencia, y cuando lo hago mis fantasías suceden con mujeres, no con hombres. La
masturbación me ha bastado, y me ha evitado eso que quizá es lo que me ha resultado
insoportable siempre: entregar a alguien mi soledad, lo que soy.
Pero aquella noche en Jobba sucedió algo que abrasó mis sentidos y mi mente.
Habíamos cenado y después de tomar ese café tres veces hervido de los beduinos y que
yo había llegado a apreciar, sobre todo cuando se perfumaba con granos de cardamomo,
todos se retiraron a descansar. La noche era hermosísima, se sentía esa «influencia» de
la Luna de que habla Shakespeare en Antonio y Cleopatra, como si de las espesas vigas
que sostuvieran el orbe descendiera sobre aquel lugar el derretirse de esa «influencia».
Me tumbé boca arriba en una piedra grande, después de haber inspeccionado bien
que no hubiera serpientes, y me puse a contemplar el firmamento. Era hechizante. De
pronto, del lado del pozo, escuché unas risas juveniles. Escuché durante un rato, y a las
risas oí añadirse suspiros. Me acerqué con cuidado, y a la luz de la Luna vi a mis dos
jovencísimos criados, Alí y Othman, que, recostados y medio desnudos, parecían jugar
con sus cuerpos con una inefable alegría.
Eran tan jóvenes y tan hermosos. Muchas veces, a lo largo del tiempo que me

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servían, los había contemplado con arrobo. Los cuerpos esbeltos y morenos, las piernas
largas, sus miradas mórbidas. Pero como antes decía, era una forma vaga y extraña de
deseo, no exactamente sexual. Pero aquella noche en Jobba, viéndolos desnudos y
acariciándose sus cuerpos, noté que una fuerte sensación ansiosa iba apoderándose de
mí. La notaba en el vientre, en mi piel, una intensidad caliente y avasalladora. Ellos se
besaban, ajenos a mí, y se masturbaban uno al otro. Sentí una ereción tan potente que
casi me dolía. Me di cuenta de que mientras los miraba estaba yo acariciándome a mí
mismo. Debieron darse cuenta de que alguien los espiaba, y miraron hacia donde yo
estaba. Al verme, se echaron a reír y, nada cohibidos, extendieron sus manos hacia mí,
como llamándome a compartir con ellos el gozo de aquella hora Lunar y de plenitud.
Como atraído por una fuerza irresistible, avancé hacia ellos, que seguían riendo y
llamándome, y me tumbé entre los dos. Othman y Alí empezaron a desnudarme
mientras seguían con sus juegos. Sentí el calor de sus cuerpos contra el mío, la humedad
de sus bocas, la dureza de su virilidad contra mi carne. Olían intensamente, una mezcla
de sudor y esperma y suciedad. Uno me besaba en la boca mientras el otro me lamía
todo el cuerpo, mis muslos, mi vientre, mi sexo, mi pecho.
-¿Te gusta así, mi señor? -decía Alí entre suspiros-. ¿Qué quieres que te hagamos?
Yo no podía hablar. El corazón me latía con furia, como si fuera a reventarme el
pecho. Un ansia lujuriosa que al mismo tiempo era luz y plenitud y pérdida de toda
razón, un éxtasis que anulaba el mundo, que abolía cuanto no fuese la fiebre de mi
carne, esa embriaguez para mí desconocida hasta aquella noche, y que era como una
mano de fuego que me arrancase el vientre, que me despellejase y lanzara esos despojos
más allá de la vida. Ah, ¿era eso? ¿Era eso lo que pasaba? Si en aquel instante me
hubieran dicho: mata, comete la mayor infamia, o esto cesará. Todo cuanto eres, o cinco
segundos de este placer; no, más que placer, es otra cosa, salvaje, sublime, animal,
despiadada... Todo era menos que aquel delirio que atravesaba la desolación de la
muerte y hacía comulgar a lo que yo fuese con la carne y la sangre del Universo.
Cerré los ojos y los dejé que me acariciaran a su gusto. Notaba los labios húmedos
de aquellos dos muchachos restregarse por mi cuello, por mis brazos; sentí que me
besaban la polla mientras unos dedos ávidos pasaban entre mis muslos y se hundían
entre mis nalgas, acariciando mi ano. El calor de la boca y la suavidad de la lengua de
Othman tensaron mi erección hasta casi lo insoportable. No podía resistir más. Abrí los
ojos y contemplé su belleza rendida entre mis piernas, chupando cada vez más
glotonamente. Me corrí en su boca. Alí se dio cuenta y me abrazó con ternura. Othman
succionó hasta la última gota de mis jugos, y permaneció unos momentos reclinado
sobre mis muslos, sin sacarme de su boca. Mi esperma se le salía por las comisuras de
los labios. Fue un placer tan intenso, que aún hoy, después de tantos años, me enerva y
sólo con recordar aquel momento vuelvo a sentir una erección brutal. Estoy escribiendo
y con la otra mano me estoy masturbando.
(------)
Pero aquel orgasmo no me aplacó. Era como si la furia desatada en mis entrañas
fuera fósforo. Continuaba excitado, aún más que antes. Quería más, más, más. Alí y
Othman se recostaron contra mí. Despedían un calor pringoso. Siguieron acariciándome
-«¿Te ha gustado, mi señor?», susurraban-. Yo los acariciaba. Tomé en mi mano el
miembro de Alí y lo masturbé, notaba aquella virilidad extraordinaria y caliente dura en
la palma de mi mano, y luego el chorro caliente de su orgasmo sobre mis piernas. No
hablábamos. Sólo nos acariciábamos entre suspiros apasionados, nos mordíamos. Sin
que yo se lo pidiera, noté que Alí, suavemente, iba girándose hasta poner sus nalgas
contra mi sexo. Mientras tanto, Othman besaba las axilas de Alí, su pubis, su vientre...
Poco a poco Alí fue apretándose contra mí, y sus nalgas parecían abrirse suaves y

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húmedas a la dureza de mi polla. Sentí un deseo inexorable, avasallador, fabuloso, de
derramarme en esa carne.
Abracé a Alí y besé su nuca. Alí se apretó más aún y con sus manos separó sus
nalgas. Se colocó mi miembro en su ano, y apretó. Apretó, mientras gemía. Othman
mientras tanto nos acariciaba a los dos. Los gemidos de Alí me excitaron más aún.
Ahora era yo quien apretaba. Noté cómo mi polla iba hundiéndose en su culo.
Mirándolo, sus cabellos largos, su espalda arqueada y ambigua de muchacho, la cintura
y las caderas flexibles, sus nalgas levantadas hacia mí, que las hacía parecer más
grandes y redondas... ¿era un muchacho, era una mujer? No era nada de eso, sino una
criatura de la sexualidad, un ángel de la dicha.
Lo abracé fuertemente y besé su espalda, hundí mi cara en los rizos de su nuca,
aspiré su olor penetrante, acre. Sentí la plenitud de un orgasmo que parecía arrancarme
la columna vertebral y que se expandía como lava dentro de Alí. Su culo se apretó como
si quisiera partirme la polla. Seguí golpeando furiosa, salvajemente, como un poseído,
hasta que, exhausto, como si de pronto hubiera descendido sobre mí la más absoluta
insensibilidad -por unos instantes no supe quién era ni dónde me encontraba-, me
derrumbé abrazado a aquel cuerpo y mi mente se hundió en una especie de nada blanda,
mucilaginosa. Debí de permanecer mucho rato así. Sólo percibía -pero era una
sensación extraña, y en algún momento repulsiva- el contacto de aquellos dos
animalillos que se habían quedado dormidos abrazándome.
Cuando la luz empezó a levantarse, regresé apresuradamente al campamento. Me
sentí muy mal. Una mezcla viciosa de vergüenza, irrealidad, miedo. Me daba miedo
«eso» que había descubierto en mí, esa excitación que, una vez permitida,
desencadenada, iba más allá de mi control. No podía soportar la idea de que ahora
alguien -aquellos dos muchachos- pudiera poseer parte de mí, de mi voluntad, de mi yo.
Jamás volvió a repetirse una situación ni parecida. Y seguramente Alí y Othman
debieron percatarse (aunque para sus costumbres aquella noche no fuera un gozo
reprobable) de mi voluntad de considerarla como no sucedida y no volvieron a insinuar
invitación alguna ni noté en su comportamiento licencia que supusiera el menor trato
íntimo conmigo. Fue como si esa noche nunca hubiera pasado. A veces sorprendía un
destello de ternura en sus miradas, pero no volvieron a dar un paso en ese sentido.
Qué misteriosa, bestial, fantástica, insondable es nuestra sexualidad. Qué
aberración. No es nada natural. Es el cofre de oro rodeado y defendido por serpientes.
¿Por qué, habitándonos, es la desconocida, la gran «succión» hacia el abismo de nuestro
verdadero rostro? Pienso ahora, sobre todo después de mis atroces contactos -atroces, sí,
pero jubilosos- con aquellas bestias del puerto43, que la experiencia profunda,
devastadora, de la sexualidad, no es menos intensa ni quizá de otro orden que la de la
santidad. Es el mismo éxtasis de disolución en ese latigazo de dicha que nada explica,
pero que nos confirma. ¿A quién, qué adora la polla cuando se pone tan dura que parece
que va a reventar? ¿Y que nos anonada, fundiéndonos a esa luz inexplicable del origen,
en el momento de corremos? ¿Qué tocamos ahí? Cuando nos corremos de verdad.
Porque hay muchos grados de sexualidad, algunos de ellos inodoros, incoloros e
insípidos. Pero cuando correrse es la apoteosis de una fuerza brutal que ha aplastado
todo cuanto no es ella misma... Cuando, como aquella noche con Alí, el chorro caliente
de esperma estallando en sus entrañas, no era sólo un orgasmo, sino la mano de Quién,
que nos estrujaba hasta hacernos un solo ser más allá de muerte.
Esa plenitud letal...

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Se refiere a hechos sucedido s en 1923, de los que en su momento dan cuenta estas memorias

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Tuve que cortar. El calor es espeso esta noche, insoportable. Pedí permiso para
salir a cubierta. Pero ha sido igual. Un aire pegajoso, pestilente. Ni en alta mar es
mejor.
Estaba tumbado mirando el cielo cuando un marinero de los que me vigilan se me
ha acercado y como quien le habla a Dios, balbuciente, me ha dicho:
-Usted es Lawrence de Arabia. Quiero que sepa señor, que usted ha sido decisivo
en mi vida. Cuando yo tenía diez años usted se convirtió en mi ídolo.No he hecho en mi
vida sino tratar de imitarlo. Todas sus aventuras... Y poder estar ahora, aquí, esta noche,
estar viéndolo, y poder hablar con usted... ¿Puedo estrechar su mano?
Le he dado la mano y he notado cómo se estremecía.
Otro contaminado con la gran mentira. No puedo soportarlo.
Bien... Me había quedado en la noche de Jobba, fantástica noche... Etc., etc. La
cambio por un poco de aire fresco.
Sigo con los memorables, imperecederas, gloriosos acontecimientos que nos han
hecho a todos tan conocidos y tan históricamente respetables.
La vida en el campamento seguía su ritmo monótono. Era un centro de
agrupamiento y -en teoría- instrucción, y aquellos que ni precisaban ni estiraban lo
segundo y cuya vida, en cuanto se tornaba sedentaria, empezaba a molestarles, daban
síntomas de nerviosismo. Auda se quejaba de aquella detención.
-No necesitamos tantos preparativos -me decía-. Esto no sirve más que para
engordar y para que los hombres se ablanden. Cuántas veces he atacado yo caravanas
con mi hijo pequeño y diez guerreros. El día que ataqué la del propio Feyssal, que venía
cargado de oro, cada uno de nosotros tocaba a veinte de ellos. Y me hice con las bolsas.
Alá está con los valientes.
Y acaso llevaba razón. Porque si bien, conforme pasaban los días, se nos unían
muchos soldados, no eran menos los que desertaban. Algunos venían con sus familiares;
el campamento empezó a llenarse de mujeres de rostro tatuado. Se las veía en las
puertas de las tiendas, estrujando con las manos el requesón de las cabras que luego,
secado sobre los techos, daba ese queso durísimo que tanto les gustaba. Vovimos a tener
otra invasión de serpientes (sobre todo, por las noches, huyendo del frío, venían a
calentarse metiéndose bajo nuestras mantas) y los piojos eran una plaga.
-No. Es un error retrasar el ataque -repetía una y otra vez Auda-. Se llevarán el
oro. Los turcos se llevarán el oro de Aqaba.
Y le daba vueltas en su cuello a un collar que llevaba del que colgaba una
miniatura del Corán en una especie de cofrecillo de oro. Lo más curioso de esa
miniatura es que un día que me la dejó ver, comprobé que estaba editada ¡en Glasgow!
¿Dónde se haría con ella? Nunca quiso decírmelo.
En Jobba se unió de nuevo a nosotros un gran guerrero, Alí ibn Hussein, de los
haritz; tenía diecinueve años y su fama ya se extendía por Arabia. Siempre cargaba en
primera línea, gritando el nombre de su tribu, y desnudo, cubierto sólo con un diminuto
taparrabo.
Estoy demasiado cansado para continuar. Este calor insoportable me está
produciendo dolor de cabeza, náuseas. Ya no lo resisto como entonces. Además, no es
igual; éste es un calor insano, pestilente.
Hace un rato, al volverme, he visto de nuevo a la rata. Está muerta debajo de mi
coy. Habrá comido veneno. Me hacía compañía.

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13 de Enero. Mar de Arabia.

Lo que cada vez me resultaba más insoportable era la sensación de mentira en


que veía disolverse mi vida. Llevar a buen fin aquella expedición, me obligaba a
silenciar lo que yo ya sabía de las intenciones inglesas y francesas, los planes de reparto
del acuerdo Sykes-Picot, y sobre todo lo que bien suponía que pretenderían -y
conseguirían- :un dominio mucho más totalitario que el de Turquía. Mentirle a un
hombre como Auda, al que tanto respetaba, me hizo a veces considerar la idea de
abandonar mi mando. Cuando todo se hubiera consumado, ni Auda ni ningún guerrero
culparían a esas lejanísimas Inglaterra y Francia, sino al que les había prometido su
libertad y su independencia, a ese Aurens que yo era y al que ellos seguían seguros de
su verdad. Ese pensamiento me atormentaba. Pero no podía hacer nada. Nada, salvo
todo lo posible para que ese acuerdo resultara difícil de cumplir, todo lo posible para, al
menos, no entregarnos atados de pies y manos. Mi conciencia me llevaba a traicionar a
Inglaterra. Pero no tenía otro camino. Mi cabeza era el Infierno; tanto, que no pude
resistir más aquella inactividad que me daba mucho más tiempo para reconcomerme la
conciencia, y decidí hacer una salida «de inspección», como le dije a Auda. Estaba en
ascuas, necesitaba sentir ese frío de la muerte que hace vivir. Durante dos semanas
recorrí el territorio, en ocasiones «exhibiéndome» ante las mismas narices de los turcos.
Era un coqueteo con la muerte. Ya lo había hecho otras veces, como cuando en
Mesopotamia, en 1916, nuestras tropas eran batidas sin cesar. Pero entonces era sólo
una manera de tonificarme. Ahora existía un desafío. Supongo que esperaba, que
deseaba que una bala o un lancero turco me librara de mi tormento.
Fui hasta Nebk y Tadmor; llegué a contemplar en la lejanía los alminares de
Damasco; me entrevisté con Alí Riza, un alto funcionario sirio de la administración
turca que trabajaba en secreto para Feyssal. Llegué hasta muy cerca de Aqaba. Ya había
estado allí antes, con Dahum, ah, mi querido Dahum -¿dónde estaría entonces?, ¿viviría
o habría muerto en aquella guerra?-, de paso hacia los desfiladeros del Norte. El
conocimiento de esa región venía ahora bien para nuestros planes, como también podía
aprovechar mis recuerdos de los desiertos del Zin, que ocupaban desde Aqaba al mar
Muerto -la tierra que Israel había recorrido en su éxodo, el Darb el Shur- y que yo había
estudiado junto a Newcombe y Woolley.
Cuando regresé a Jobba, el reclutamiento, afortunadamente, casi había acabado.
El Jerife Hussein nos proporcionó a su vez algunas secciones del Cuerpo de Camelleros,
El Cairo incrementó -muy poco, pues su ayuda siempre fue con cuentagotas- el
abastecimiento, pero al menos destinó a nuestra campaña algunos expertos en minas,
como el teniente Hornby, que serían de mucha utilidad, y también se nos unió un
español extravagante, un anarquista huido de las represiones de Barcelona, llamado
Javier Roca, que Dios sabe cómo habría llegado por aquellas tierras; pero era muy hábil
con los explosivos y en seguida se hizo cargo de un grupo de demolición. Nuestro
ejército había crecido tanto que Jobba resultaba pequeño, por lo que nos trasladamos a
Bair, pero tampoco reunía condiciones, y Nasir decidió que nos estableciésemos en
Jefer.
Los turcos eran conscientes ya a esas alturas de que se preparaba un ataque a
Aqaba. Pero lo único que verdaderamente hubiera sido una defensa infranqueable -los
grandes cañones de sus fortificaciones- no podía variarse de emplazamiento, y así sólo
podían establecer unas líneas de resistencia con infantería y algunas ametralladoras. Se

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atrincheraron en Abu el Lissan y aguardaron como reses del matadero.
Dividí mi ejército en dos columnas, con Auda al mando de la otra, y avanzamos
durante la noche. Al amanecer nos encontramos, en Ghadir El Haj, con un destacamento
avanzado; eran muy pocos, acabamos con ellos y aprovechamos para volar unos puentes
y cortar las comunicaciones. Cuando llegamos ante Abu el Lissan, nuestros espías nos
dijeron que la defensa se había incrementado con tropas de Ma'an (luego comprobamos
que eran inservibles, porque acababan de llegar del alto Cáucaso y no estaban
aclimatadas). Establecimos nuestra línea en las colinas entre Abu el Lissan y Petra, ante
las que se extendían, como un milagro, las verdes y doradas llanuras de Quweira. Allí se
nos unió Gaasin Abu Dumeik, con sus dhummanaiyeh, gente muy brava una de cuyas
distinciones era no lavar jamás sus ropas para que la sangre seca de los enemigos
probara su valor. Gaasin nos informó de que los turcos habían descuartizado entre
cuatro mulas al jeque Belgawiya, de Kerak, y que también habían asesinado a muchas
mujeres árabes.
-Eso dará más filo a nuestros cuchillos -dijo Auda.
La mañana que atacamos Abu el Lissan, el sol -cómo lo recuerdo- fue
especialmente mortífero acaso como no lo había sentido ni en el Yunque; tanto que
muchos guerreros y hasta el mismo Auda me aconsejaron retrasar el ataque. Los rifles
nos quemaban en las manos y era casi imposible disparar; el suelo ardía como si
pasáramos sobre brasas. No deshidratábamos. Incluso llegué a perder el conocimiento
durante un rato. Pero todo eso debía ser aún peor para los turcos. De cualquier forma,
era preciso acabar cuanto antes con aquella situación, salir de aquel horno.
Vi que Auda se levantó de pronto y, llamando a los suyos, montó en su camella,
ordenó enarbolar la enseña negra y oro de los Abu Tayi y profiriendo un grito
espeluznante, se lanzó de cabeza en una carga a todo galope contra las posiciones
enemigas. Fue algo magnífico. Bellísimo. En una nube de polvo y arena que destellaba
al sol, Auda y los suyos, como un solo cuerpo de un animal inconcebible, se movían
como un alud colinas abajo, entre disparos, cuerpos que caían, las banderas que parecían
flotar solas en el aire.
-¡Auda abu Tayi! ¡Auda abu Tayi! ¡Auda ab Tayi! -se oía retumbar sobre aquel
espectáculo asombroso.
Los demás, arrastrados por su ejemplo, nos 1anzamos también a la carrera. No se
veía nada; el polvo impedía saber dónde estábamos, a qué distancia de los turcos. El
silbido de las balas nos rozaba. Tropezábamos con los heridos o los muertos. Daba igual
lo que fuese. Algo me arrastraba como poseído, hacia adelante. Oí entrechocar de
aceros. Debía de estar en la primera línea. El polvo se levantó y me vi de cara a un turco
que me atacaba con la bayoneta calada. Le descerrajé un tiro entre los ojos. Una mano
cortada vino como volando y me dio en el pecho. Vi a Auda, cerca de mí; había
descabalgado -luego me enteré de que un disparo había matado a su camella- y con un
revólver en una mano y la espada en la otra era una máquina de matar. Abu el Lissan
fue una carnicería. Pero aquella guerra era en carne viva, una guerra de hombres, con el
fragor de la Ilíada. Fue mi primera batalla «grande», y olí la sangre. Al terminar, una
gran extensión de terreno estaba llena de cadáveres mutilados y sin botas. Los pequeños
edificios ardían y el olor a quemado se mezclaba con el de la sangre y la putrefacción.
Ordené que se dispusiera a los muertos en fila, como un ejército en parada. Recuerdo
esa imagen, el brillo de los muertos bajo la Luna. Lo hice pensando en aquella página de
Chateaubriand que tanto me había emocionado, cuando describe en sus Memorias de
ultratumba la formación de muertos sobre la estepa helada.
Después de Abu el Lissan, liquidamos también una pequeña resistencia en las
fuentes de Kethira y las defensas de las cañadas de Ithm. Y por fin, a primeros de Julio,

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nos dispusimos frente a Aqaba.

¿Por qué estoy escribiendo todo esto? ¿Para quién? ¿Qué es lo que quiero contar,
o justificar quizá? No, justificar no. Detesto a la gente que intenta defender sus actos.
He hecho lo que he querido, y sin duda fui grande. Sé que muchos ojos en el futuro me
mirarán con envidia. Acabe como acabe. Es igual.
El relato de la matanza de Abu el Lissan había atemorizado a los defensores de
Aqaba, casi todos, además, soldados muy jóvenes y recién llegados. El comandante
turco, pensando que quizá, si evitaba una resistencia, por otra parte inútil, conseguiría
despertar nuestra piedad y salvar a su tropa de ser pasadas a cuchillo, nos envió un
parlamentario. Acordamos que tras un simulacro de escaramuza, para «salvar el honor»,
se rendiría. Así entramos en Aqaba, sin combate -era el 6 de Julio, una tarde de una
belleza extraordinaria-, y tocamos el mar. Me bañé en esas aguas y ordené que se
levantara el campamento junto a sus orillas. Mientras tanto, los árabes se habían
entregado a su acostumbrada rapiña. Pero en Aqaba -y yo fui el primer sorprendido- no
había nada. Lo único que teníamos, además de la gloria de su conquista y del inmenso
valor estratégico de la misma, eran setecientos prisioneros y entre ellos un barbilampiño
y angelical oficial alemán de Ingenieros, que no entendía nada de lo que estaba
sucediendo. Pero el valor estratégico y la gloria -si la gloria no era acompañada de
riquezas- era algo que Auda no terminaba de comprender.
Me sacó de mi plácido baño y me increpó:
-¿Para qué nos has traído hasta aquí, inglés? No hay oro.
La mirada de Auda no era nada tranquilizadora.
-Hay algo más importante que el oro -repliqué-. Es vuestro destino.
-Mi destino está en manos de Alá -me contestó-. En las mías debe haber oro. Oro
para mi pueblo.
-No luchamos sólo por oro. Luchamos para ser libres.
-Yo ya soy libre -me dijo.
Yo me encontraba como aquellos americanos, después del fracaso de la
expedición contra Quebec. No se me ocurrió otra cosa que sustituir ese oro por pagarés.
-Te firmaré un pagaré por orden del Rey de Inglaterra y te traeré oro de Egipto.
-Un papel no vale nada, inglés. El viento se lo lleva. El oro pesa. Y es comida, y
camellos, y regalos para nuestras mujeres, y armas.
-No creas en ese papel. Cree en mí.
-Feyssal tiene oro. Nuri Shalaam ha cobrado en oro. Auda abu Tayi no volverá a
Uadi Rumm con las manos vacias.
-Te doy mi palabra -le dije- de que tendrás el doble que Nuri Shalaam.
Eso pareció calmarlo.
-Bien -dijo-. Pero si tu palabra es como las huellas en la arena, te cortaré la lengua
con mi gumía.
Volvimos al campamento. Los soldados habían sacrificado unos camellos y se
disponían a celebrar la victoria con una gran comida. Después de cenar los recitadores
celebraron con hermosos versos el combate de aquel día. Se recordó la carga de Aud en
Abu el Lissan y eso pareció complacerle mucho y devolverle el buen humor. Después
nos fuimos dormir.
No había forma de avisar a El Cairo. No teníamos radio ni existía un tendido
telefónico. Decidí ir yo -pues sabía que nadie en el Alto Mando creería aquella noticia a
menos que «un inglés» diera cuenta de ella personalmente-. Me dirigí a Shatt. El viaje
fue espantoso. El sol calcinaba las piedras del Sinaí y era como avanzar en una inasible
telaraña espesa de calor. Además, aquel samm siempre abrasando, ese viento

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emponzoñado. La luz era cegadora. Como las dunas del Sinaí se mueven muy
visiblemente, era como si un animal reptara bajo esa piel. Una desolación fantástica.
Cuando por fin, muy agotado, llegué a Shatt, desde allí pude hablar por teléfono
con Suez, y el comandante Lyttleton me envió una lancha a recogerme. Desde Suez
tomé el tren a El Cairo.
La noticia de la toma de Aqaba reavivó el «entusiasmo» de nuestros mandos. Se
mostraron favorables a incrementar, aunque siempre dentro de unos límites «no
peligrosos», la ayuda para «mis» árabes. Mucho le debo al almirante Wemyss, que
apoyó mis peticiones. Conseguí suministros para Aqaba y dinero. En El Cairo me enteré
del cambio habido en jefatura. Ahora era el general Allenby44, al que yo admiraba no
sólo como militar sino por sus notables conocimientos sobre Grecia y las Cruzadas,
quien ostentaba el mando supremo.
Allenby era un hombre de fascinante aspecto. Irradiaba fortaleza y fe en sus
decisiones. Había luchado en Bechuanalandia en la expedición de 1881 y en Zululandia
en 1888, y también tomó parte destacada en las operaciones de caballería de la guerra en
Sudáfrica, en la batalla de Paardeberg y en el avance hacia Pretoria. Había estado al
mando del 5º de Lanceros. Era hombre que conocía el viento en la cara. Cuando me lo
encontré en El Cairo, acababa de ser nombrado en sustitución de sir Archibald Murray,
y venía de la jefatura del III Ejército, en Francia, donde había tomado parte en los
hechos de Mons, la defensa de la línea sur de Ypres y sobre todo en Arras había sido un
héroe. Era hombre, además, que, como yo, aborrecía las maquinaciones de los políticos,
y jamás se mezcló en ellas ni para bien ni para mal. Me reuní con Allenby y le expliqué
la situación de El Higaz y las aspiraciones árabes, y lo puse al corriente de mis planes.
Le dije que él debería hacerse cargo de todo el frente al Oeste del Jordán y el mar
Muerto, y dejar que los árabes, con mi mando, se ocuparan de Arabia, Siria y el este de
Palestina. Me presenté a él vestido con ropas árabes, lo que, por su gesto, aunque no
hizo comentario alguno (ya lo haría al despedirnos), no me pareció que le agradase
mucho.
-¿No querrá usted -me dijo sonriendo- hacer como Abu Ubaidah ibn al-Jarrah, que
se convirtió en una tormenta del desierto y derrotó a los bizantinos en Yarmuk? Usted
no es uno de los Diez Compañeros del Profeta, como era él.
¿Por qué no? -le respondí-. Puedo levantar tal tormenta que la arena ahogue al
ejército turco.
Me miró.
-Señor -le dije-. La meta es Damasco.
Creo que lo entendió. O pensó que bien podía aprovecharse de mi valor y del de
mis guerreros. Ordenó que se me entregaran suministros y oro en monedas y que el
Euryalus permaneciera fondeado cerca de Aqaba para apoyar, si era preciso, mis
acciones.
-Ah, Lawrence... -me dijo al despedimos-. He decidido recomendarle para la Cruz
Victoria. Supongo... -dijo después de una pausa, mientras, apartando la vista de mí,
volvía a los expedientes que tenía sobre su mesa-. Supongo que se cambiará usted de
ropa si ese honor prospera.
Clayton también se entusiasmó con la victoria en Aqaba. Y noté cómo aquello,
tan ajeno a sus conductas habituales, galvanizaba a la oficialidad británica. Magnífico.
Mi crédito ganaba puntos. Me comunicaron que Allenby había dado órdenes para que se
facilitasen dinero y municiones, aunque la precaución sobre el envío de artillería seguía
manteniéndose. Clayton me dijo también que las informaciones recibidas de Medina,

44
Mariscal Edmund Henry Hynman Allenby (1861-1936).

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donde estaba destacado Galand, así como las de Newcombe, no eran tan optimistas
como las mías, y que no sabía hasta qué punto era bueno un excesivo triunfo de Feyssal
por encima de lo conseguido por su padre el Jerife.
Volví a Aqaba, donde fui recibido con entusiasmo. Auda tuvo su oro y me regaló
a cambio su gumía.
-Ya no eres «el inglés» -me dijo-. Se te cantará por tu nombre. ¡”Aurens”! Sí,
desde hoy eres «el Aurens». Uno como yo.
Mandé correos para avisar a Feyssal, aunque suponía que ya estaba al corriente de
todo, pero le pedí que viniera y que entrase victorioso en Aqaba. A los pocos días llegó.
Se puso al frente del ejército y desfiló majestuosamente por la ciudad. Aquella noche,
después de cenar, al despedirnos -la Luna bañaba con su luz el palmeral junto al mar-
me dijo:
-Tú no pretendes darme una victoria. Quieres darme un Mundo. Lo que el destino
nos traiga está en las manos de Alá. Pero tu nombre ya nunca será olvidado.
Y llamó a su esclavo, que trajo un paquete, y me lo ofreció.
-Éste de quien aquí se habla, también lo arrastraba un viento de gloria.
Abrí el paquete. Era una edición de Virgilio, con la traducción de 1512 de Gawain
Douglas. No me impresionó que Feyssal hubiera podido conseguir aquel inapreciable
tesoro, sino que precisamente eligiera esa traducción y no la famosa de Dryden; que
hubiera adivinado que yo prefería ésta, de Douglas, mucho mejor, con su aliento
medieval y fantástico.
Una vez conquistada Aqaba, pensé que nuestro ejército debía abandonar ya Wejh
y concentrarse allí. Cada vez se nos hacía más necesario -a Feyssal, a mí- el avance
sobre Siria, y Aqaba era el punto de partida perfecto, donde podía abastecerse al
ejército. Desde Aqaba atacaríamos formando columnas de penetración donde lucharan
juntos los beduinos y los sedentarios de Siria. Pese a las advertencias de Clayton, estaba
claro que era Feysasal quien debía encabezar nuestras tropas. Pedí a El Cairo un
aumento de las provisiones y doscientos mil soberanos de oro.
Aqaba significó el fin de la guerra en El Higaz. Ya podíamos dirigimos hacia
Siria. Quweira y Rumm se convirtieron en nuestras bases siguientes. Run era un lugar
muy hermoso, un valle encerrado en montañas que parecían arcos escarzanos, macizos,
pétreos. Se alzaban sobre una tierra solitaria y seca en la que apenas brotaba algún árbol
perdido. Pero había algo hermoso en la inmovilidad planetaria de aquel lugar. El calor
era insoportable. Afortunadamente había un diminuto estanque de agua fresca donde
podía refrescarme. En ese estanque me sucedió algo mágico. Estaba yo bañándome. El
agua, qué bendición, me devolvía la vida con su frescor. Era muy agradable sentir el
cuerpo en aquel líquido mientras el viento tórrido me azotaba la cara. De pronto, vi que
se acercaba un anciano. Lucía una barba larga y blanca. Se sentó en la tierra y me miró.
-No serás Rey. Ni tronco de reyes. Pero oirás crecer la hierba de la Historia.
Pronunció estas palabras como si recitase unos versos. El sol era plomo derretido.
El rostro del anciano se desdibujó como en un espejismo. Cerré los ojos cegados, y al
abrirlos, ya no estaba. Salí del estanque y desde aquella altura contemplé la extensión
desértica. Un silencio mineral se pegaba al mundo. Era fantástico. Aquel viejo había
repetido las palabras que también soñó Shakespeare. Sellaban mi derrota. Sí, pero ese
«oirás crecer la hierba de la Historia» no podía ser en vano. Todo lo que allí estaba
pasando, y lo que iba a suceder. Todo eso no podía morir. El rostro de Auda, Feyssal en
Wejh, a la cabeza de su ejército, aquel día... el sueño que nos había arrastrado a todos
como un huracán, el Yunque del Sol... Entonces supe que yo estaba destinado a
contarlo. Escribiría esa leyenda. El destino me había hecho escuchar el bramido de la
Rebelión, beber su agua, respirarla, hacerla mía, para que pudiera levantar con esa

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experiencia un libro que cantase a los tiempos por venir la grandeza de aquella gesta.
Siempre había querido un libro así, que pudiera brillar junto a esos otros que tanto
admiro, junto a Moby Dick, junto a La isla del tesoro, junto a Homero, Virgilio, Dante,
Tácito, junto a mi amado Shakespeare, y sacudido por la misma vitalidad a borbotones,
el mismo nervio, y era lo mismo que lo que misteriosamente me arrastraba en aquellas
horas de violencia para apostarlo todo a la rebelión árabe: poder tocar la gloria, sentir la
vida convertida en arte.
Qué iluso era yo entonces. Acaso sea preciso esa ceguera para ser capaz de hechos
extraordinarios, ese ardor, ese ímpetu. Y la lucidez lo mate. Pero no se elige. Yo no
elegí entonces la capacidad que tuve para hacer mío el vendaval de los acontecimientos,
el latido de la Historia. Pasó ante mí, y lo agarré. Después no he elegido ir dejando de
«creérmelo». Simplemente, ha ido no siendo suficiente. Pero esto no es mejor. La
lucidez no conduce a la dicha, sino a la desesperación. Daría lo que fuera por sentir
como entonces. Porque aquello era la vida, y esto son las paredes de amianto de la
locura.
Me cago en esta época me cago en todos los reyes todos los presidentes en todas
las naciones me cago en los árabes me cago en la RAF me cago en Dios y en su puta
madre me cago en Shakespeare y en este barco y me cago en Inglaterra y en el Imperio
y me cago en cada uno de los días de mi vida y en cada una de las cosas que he hecho y
en cada ilusión que he tenido ME CAGO EN TODO, en el pasado y en el futuro

Estoy cansado. No de escribir, sino de pensar, de recordar. Si me gustase beber,


me emborracharía para perder la conciencia. Cuanto más escribo, menos entiendo para
qué. Supongo que es para no aburrirme aquí encerrado. Por las mañanas, traduzco a
Homero, pero no puedo estar todo el día ocupado en ese trabajo, terminaría por
ofuscarme.

En fin...
Las jornadas de Rumm permanecen en mi memoria como una quemadura. Por las
noches, alrededor de una hoguera, los beduinos entonaban cánticos que eran lo mismo
que esas mu'allaqát con que yo tanto gozaba. Algunos cantos eran recreaciones mil
veces repetidas de los viejos aires tribales; como si permaneciesen casi inalterables de
padre a hijo a través de los siglos, y cada vez que se repetían volvieran a vivir como el
primer día, 1a misma melancolía, y hasta me pareció reconocer estrofas de 'Antara,
inmenso poeta y legendario caballero, y alguna del que yo más estimaba, aquel Imru' al
Qais que tanto gustaba a Dahum y que él me había dado a conocer; cuántas noches en
Karkemish, mientras nos refrescábamos de la fatiga del día a la luz de la noche, me
recitaba esos largos poemas que a él le había transmitido su padre, y a éste el suyo. Ah,
esos versos: «Mis entrañas no olvidan tu pasión», «Mi montura late como mi corazón».
Los días de Rumm me hicieron entender el sentido de esa vieja frase: el reposo del
guerrero. Reponíamos fuerzas y endurecíamos nuestra carne y nuestro espíritu, como
quería Montaigne, al mismo tiempo. Me acostumbré a fumar la shishad, que es la pipa
de agua concebida para poder fumarla mientras se cabalga. En las horas de sol
abrasador que teníamos que pasar al amparo de las tiendas, releía una vez más a
Homero. A veces subía a las rocas más altas, y desde allí gritaba sus versos sobre la
inmensidad del desierto:

¿Y era ésta la esposa de Héctor, campeón

57
sumo de los troyanos domadores de potros,
que desaparecieron luchando con nosotros
allá cuando el asedio de la murada Ilión?

Que la hora es venida


de sojuzgar a Troya, la espaciosa ciudad.

El hopo de crines como fuego al viento


sobre el casco de Héctor.

Me exaltaba imaginarme como uno de aquellos héroes. La rebelión árabe, por sus
especiales características, reproducía formas de vida, un mundo que era
extraordinariamente próximo a aquél. Veía a Auda y lo comparaba con Aquiles, su
furia, su resolución, su valor. ¿No era también Feyssal, como Agamemnón, un Rey de
Hombres? Hombres libres, que podían abandonar la guerra si querían, como los aqueos,
guiados como ellos por un sueño de oro. Las reglas eran las mismas, y el código de
honor -los desafíos de cada hombre- como el que regía las conductas ante Troya. Fue en
Rumm, iluminado por aquella lectura de la Ilíada, donde empecé a escribir la leyenda -
más que la historia- de esa Rebelión. Yo era carne de ella. Quería escribir con la
intensidad de la prosa de De Quincey. Una prosa poseída del encantamiento de
Stevenson, ese poder de sumergirnos en lo maravilloso. Pero estaba demasiado “en” los
acontecimientos, no había capacidad de evocación. Además, lo que yo quería no podía
ser un relato frío de la campaña. Necesitaba contar ese viento en la cara, eso que se
siente al cargar contra las trincheras del enemigo, al matar o saber que en cualquier
instante puedes morir y acaso entre atroces sufrimientos. ¿Podría una página reflejar la
grandeza de Feyssal o el coraje de Auda? ¿El calor que salía de la tierra? No hace
mucho he leído un libro de un alemán, un tal Jünger, Tempestades de acero, que refleja
esa fiebre.
No contar si estuvimos aquí o allá -o no sólo eso-, si volamos este tren, si
saqueamos aquella aldea. Lo que yo quería era que el posible lector respirase aquel aire
ardiente, oliese la sangre, sintiera en su carne el mismo escalofrío. Lo que debe quedar -
como el polvo que levanta el cuerpo arrastrado de Héctor- es eso. Un libro que fuera mi
tumba, la que pedía Tucídides: no la del lugar donde se yace, sino la que queda a
perpetuidad como memoria de gloria en el corazón de los hombres en el momento de la
acción.
Desde Rumm hicimos algunas salidas para cortar el tendido ferroviario. Feyssal
estaba muy interesado en que nuestra presencia se hiciera notar, en que
protagonizásemos el mayor número posible de acciones de guerra. Supe que había
ciertos problemas que así lo aconsejaban. Ibn Seud, aunque aliado nuestro en la lucha
contra Turquía, colaboraba muy poco y, por el contrario, estaba dedicado a pactar con
tribus de su entorno y a consolidar su poder, que pretendía -astutamente, sin demostrarlo
mucho- rivalizar con Hussein. El Jerife estaba muy molesto, porque tenía constancia de
cierto apoyo británico, a través de nuestras fuerzas en la India, a Ibn Seud. La Meca no
quería presentar quejas que pudieran enturbiar sus relaciones con El Cairo, pero ordenó
que nuestras tropas atacasen sin cesar, que alcanzaran notoriedad, «supremacía militar».
Por eso Feyssal me aconsejó que incrementase el número y el efecto de mis incursiones,
con el fin de llamar la atención sobre los verdaderos protagonistas de la campaña: él -
yo-Hussein y las tribus que habían jurado lealtad a su bandera.
Volamos con gelatina muchos kilómetros de vía férrea y atacamos muchos trenes.

58
Hubo un ataque especialmente trágico. Estábamos cerca de Muddouwarah, y mis espías
me informaron de que un tren con aprovisionamiento para Ma'an pasaría en las
próximas horas. En realidad se trataba de un tren lleno de civiles, hombres, mujeres y
niños turcos que volvían al Norte precisamente huyendo de la guerra de El Higaz. Me
pareció buena presa. Inmediatamente hicimos los preparativos para su voladura, se
colocaron las cargas y dispusimos el cerco, desde unas dunas cercanas, a doscientos
metros, donde emplazamos dos ametralladoras y se apostaron mis guerreros.
Aguardamos durante más de cinco horas; afortunadamente el sol era soportable.
Muchos dormían arrebujados en sus jaiqes, otros hablaban en pequeños corros, junto a
sus rifles, y yo aproveché para leer un rato; recuerdo que llevaba en la mochila los
Ensayos de Montaigne y que en aquella hora, como en tantas otras de mi vida, mucho
me encantaron. Era como conversar con un amigo íntimo, con el que estás siempre de
acuerdo, que es la única posibilidad de poder discutir.
Fue Alí ibn Hussein quien nos puso en guardia -hacía como he leído de los indios
de Norteamérica: pegaba su oreja al raíl- de la inmediata llegada del tren. Nos
preparamos, cargamos las armas y esperamos excitados. A poco escuchamos en la
lejanía el fragor de la locomotora y divisamos el humo. Después apareció entre las
dunas. Los techos de los vagones iban llenos de soldados turcos parapetados tras sacos
de arena. Cuando la locomotora avanzó hacia el punto donde habíamos colocado las
cargas, di orden de hacerlas estallar. Un ruido ensordecedor llenó el desierto y una nube
de polvo y hierros se levantó hacia el cielo. Después hubo un silencio absoluto.
Cuando el polvo empezó a disiparse, vimos que dos vagones estaban
completamente destrozados y la locomotora, descarrilada, sin las ruedas delanteras,
parecía un monstruo bufando en la arena. De pronto empezó el fuego. Los soldados
turcos disparaban como locos y mis hombres hacían lo mismo. En medio de aquel
Infierno de disparos cruzados, vi que muchas personas, que no vestían uniforme, y
mujeres, y niños, salían del tren hasta por las ventanillas y corrían gritando
horrorizados. Ordené un alto el fuego, pero nadie me obedeció. Los cristales saltaban
sobre aquella pobre gente. Fue terrible. El fuego de las armas, los gritos, el polvo.
Muchos de los viajeros pedían perdón de rodillas instantes antes de caer acribillados.
Yo no podía hacer nada. Poco a poco, todos murieron, los soldados que los custodiaban
y ellos. Di entonces orden de avanzar. Mis árabes se lanzaron como enloquecidos en
busca de botín; asaltaron los vagones y salían cargados con los más peregrinos objetos,
desde alfombras a utensilios de cocina, ropas, cualquier cosa. Me acerqué a uno de los
últimos vagones, del que partían gemidos, y me encontré con que era un vagón de
heridos; me miraban espantados, algunos de ellos sin poder moverse, mutilados; el aire
era irrespirable. Salí del vagón y entonces vi que mis guerreros entraban en él, los oí
reír, gritar, escuché algún disparo, y después salieron enarbolando ufanos, como el
mejor trofeo, botas, guerreras, pantalones. No pude impedir que prendieran fuego al
vagón. Me tapé los oídos para no escuchar los alaridos que salían de aquel incendio.
Pero peor era el olor a carne quemada.
Me alejé del tren y dejé que mis guerreros diesen fin a aquel ritual de sangre y
rapiña que era el nervio de sus costumbres. Me senté de nuevo tras una duna y volví a
Montaigne. «Vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad...», leí.
Cuando supuse que ya se habían calmado, volví al tren. El sol se ponía hacia
Aqaba. El desierto estaba lleno de cadáveres y objetos y el vagón de los heridos era un
montón de tablas quemadas. Tropecé con algo, y era una niña, de cinco a seis años, con
un balazo en el pecho y a la que le faltaba parte de un hombro.
Le ordené a Alí ibn Hussein que agrupase a los hombres y mandara el regreso a
Rumm. Yo los seguí a cierta distancia.

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Vinieron a verme Hogarth y Clayton para informarme de la gran ofensiva que se
planeaba para el Otoño. Allenby pensaba atacar con todas sus fuerzas obligando a los
turcos a replegarse y liberando Mesopotamia. Para esa ofensiva era importante que mi
ejército se hiciera con Deraa, que era un nudo ferroviario fundamental. Pensé que
nuestro avance –en todo cuanto pudiéramos «ganarle» a Allenby- acaso lograría para
Feyssal unos territorios que, después, costaría más arrebatarle por parte de Francia. La
verdad es que yo no tenía mucha fe en ello, pero también es cierto que es más fácil
impedir el paso de alguien a una casa que echarlo de la misma si ya está dentro y
armado, o al menos la posesión efectiva de Siria podría ser para Feyssal una fuerza que
le permitiría mayores contrapartidas en cualquier negociación.
Entonces empezó a plantearse un problema que, aunque venía de lejos, nunca
había ocasionado demasiadas dificultades; pero entonces comenzó a afilar sus uñas: las
colonias judías. Feyssal estaba dispuesto a no molestar a los asentados -llevaban árabes
y judíos mucho tiempo conviviendo en paz-, pero por una parte el temor judío a que un
aumento del poder árabe mudase esa coexistencia a las limitaciones que suelen afectar a
todas las minorías, y por otra las pretensiones sionistas a un establecimiento mayor, que
abarcase toda Palestina, desde Gaza a Haifa, fue llevando a una radicalización de las
demandas de todas las partes. Yo tenía pocas dudas del triunfo de las exigencias judías,
sobre todo teniendo en cuenta su enorme influencia en los medios financieros
internacionales. Y también estaba seguro de que los árabes no aceptarían asentamientos
que podían prefigurar una nación, que era lo que estaba en la mente -y quizá más que en
la mente- de los colonos. Conocí a varios miembros importantes de la comunidad judía,
y verdaderamente había una diferencia profundísima entre los judíos palestinos, que
incluso hablaban árabe, y los que habían ido constituyendo colonias de asentamiento,
los cuales, como signo diferenciador, incluso mantenían el yidish; llegué también a
mediar con Feyssal para evitar algún ataque ¡combinado! de árabes y judíos palestinos
contra los judíos de las colonias. Era una situación muy confusa y donde estaba
madurando un problema de gran envergadura.
Porque una cosa era absolutamente clara: los árabes no cederían jamás, y desde
luego no sin una muy cruenta lucha, sus territorios, para el establecimiento en ellos de
una «nación» judía; y las pretensiones sionistas -sobre todo después del Primer
Congreso de 1897- dejaban no menos claro que su meta no era la coexistencia con los
árabes en un mundo árabe, sino precisamente la instauración de una nación separada y
como mínimo -así me lo dijo Aronson en El Cairo- ocupando todo el territorio de
Palestina. Me comentaría el viaje de Balfour a Washington para lograr que EE.UU
entrase en la guerra, y que del Tribunal Supremo, Brendeis, que era judio y tenía mucho
ascendiende sobre Wilson, le aseguró su apoyo siempre que Inglaterra asintiera a la
creación del Hogar Nacional Judio en Palestina. Hablé de ello con Feyssal y se mostró
apesadumbrado.
-Hemos vivido juntos mucho tiempo. ¿Será posible que no haya nacido vínculo
alguno que nos permita resolver esta situación con cordura?
Auda fue mucho más tajante:
-Más sangre. El desierto puede empapar mucha.
En la Conferencia de París -esa caja de Pandora- confirmaría desgraciadamente
mis impresiones. El poder sionista fue tan pujante, más allá del sueño de Chaim
Weizmann, que toda duda que aún pudiera alimentar sobre esa «resolución con
cordura» que decía Feyssal, desapareció ante la certidumbre de que, en unos años, las
colonias adquirirían el suficiente poder como para plantear militarmente sus intereses. Y
eso sólo tenía una salida: la guerra civil, el «más sangre» de Auda.
Empezamos la campaña hacia el Norte. Las escaramuzas fueron constantes, pero

60
no demasiado importantes. Al sur de Ma'an sí hubo una verdadera batalla, muy
sangrienta. Ma'an estaba defendido por más de seis mil soldados de infantería al mando
del Superintendente del Sinaí, Behjjet, y a esa guarnición se había unido un regimiento
de Caballería e Infantería Montada. Acabar con ellos se convirtió en nuestra necesidad,
porque si los turcos habían concentrado allí esas fuerzas -y nuestros espías nos avisaron
de que se preparaban envíos de artillería y más regimientos- era porque preparaban una
operación mayor, y ésa no podía ser otra que intentar la reconquista de Aqaba. Y no
tardamos en comprobar que ésas eran realmente sus intenciones, porque una brigada -
que no pudimos detener- reconquistó Abu el Lissan. La situación era crítica, y Allenby,
que vio muy claramente el peligro, ordenó que se nos apoyara de inmediato con
artillería -aquellos viejos Lewis-, más ametralladoras y, lo más importante, aviación. El
general Salmond vino con su escuadrilla y bombardeó varias veces Ma'an, lo que fue
demoledor para los turcos. Yo, por mi parte, volé el tendido ferroviario, para aislar la
ciudad. Pero de todas formas, no conseguimos más que inmovilizar al ejército de
Behjjet, frenar su posible avance -lo que ya era muchísimo- y causarle bajas que no
podrían sustituir. Pero no pudimos tomar Ma' an.
Entonces, Allenby me pidió que trazase un plan para volar algunos puentes del
Yarmuk, sobre todo uno que sobre un espantoso precipicio unía el lago de Galilea con
Deraa, para que el ejército turco quedase partido y las tropas de Siria no encontraran el
apoyo de las de Palestina, porque Allenby iba a atacar Beersheva y le venía bien.
Convoqué a Alí ibn Hussein, que ya era un experto en voladuras, y fuimos juntos a
Jefer, donde acampaba Auda, pues precisaba su ayuda. Con Auda mantuve una
entrevista difícil; como en su idea de las cosas «no veía oro», estaba tratando de vender
su no-participación a los turcos, a través de un primo suyo, Mohamed El Dheilan. Le
dije que me parecía indigno de un hombre como él aquella actitud. Al principio trató de
disimular, aseguró que no era cierto. Le dije que tenía motivos para pensarlo.
-Tomas tus pulgas por gacelas -me dijo.
Traté de explicarle lo que íbamos a hacer, cómo Damasco ya estaba cerca.
-Escucha, Aurens -me dijo-. Hemos luchado muchas veces juntos. Combatíamos
para ganar riqueza para los nuestros.
-Y por nuestro señor Feyssal -le dije.
-Sí. Y por nuestro señor Feyssal, que Alá bendiga. Pero ahora están aquí tus
ingleses. Y ellos sí tienen cañones. Si los turcos se van, se quedarán ellos. Se queda el
que tiene más cañones. Yo moriría defendiendo Uadi Rumm. Moriría defendiendo uno
de mis pozos. Pero no lucharé para que los ingleses tomen el lugar de los turcos. El oro
no tiene tribu. Lo mismo me da que sea oro turco que oro inglés.
-Llevas razón -le dije-. El oro no tiene tribu. Te traeré más oro. Pero ahora no te
pido que vengas conmigo por oro. Te pido que vengas conmigo, por mí. Por amistad.
Auda me miró con extremada seriedad.
-Iré -dijo-. Por ti. Auda irá al combate porque se lo pide su amigo Aurens.
Y entonces se echó a reír. Una carcajada larga, estruendosa.
-Y porque estás loco. Y Alá ama a los locos. He conocido de niño algún otro loco
como tú, rubio. Sus huesos están bajo las arenas.
Solucionado todo, cenamos. El atardecer era de tono rojizo suave. Después de
cenar nos tumbamos al raso a beber café. Cayó la noche y el firmamento resplandecía
de estrellas. Auda las contemplaba ensimismado.
-¡Qué belleza! -exclamó de pronto.
-Sí. Es un espectáculo hermosísimo –convine yo.
-Es más que un espectáculo -dijo-. Se ve a Dios.
A la mañana siguiente nos pusimos en camino. Desde Jefer nos encaminamos al

61
Oasis Azul de Azraq, un lugar perdido que jamás he podido olvidar. El antiguo castillo
aún alzaba sus murallas de piedra volcánica y sus torres sobre un amasijo de bloques
sobre los que hería el sol. Ruinas sombrías y melancólicas, pero admirables. La
desolación del desierto de lava se fundía con el verde de algunos cultivos, y las
palmerales parecían extraños pájaros en el viento del sol; había arroyos de agua
cristalina, y sobre todo ello se alzaban, impresionantes, las ruinas de lo que fue fortaleza
de los antiguos Reyes Pastores. A la sombra de lo que quedaba de sus murallas releí una
tarde imborrable las Rubayyatas que había compuesto Edward Fitzgerald sobre las de
Khayyam. Las leí -qué nítido es el recuerdo- apoyado en una losa que cubría la tumba
de un legionario romano, aún con las letras perfectamente conservadas en la superficie
de piedra. En Azraq había acampado el emperador Heraclio cuando consagró su ejército
a Dios -él fue en realidad el primer cruzado- para derrotar a los persas en Nínive y
trasladar de nuevo la Santa Cruz a Jerusalem, esa cruz que había guardado la reina
Meryem.
Vino a verme Abd el Kader,45con órdenes de Feyssal de que lo incorporase, lo que
me pareció una decisión equivocada, pues tenía las peores referencias, pero me vi
obligado a obedecer. Auda sentía aún menos aprecio por él que yo. Y no nos
equivocamos: no tardó en abandonarnos y delatar nuestros planes a los turcos.

Siento hambre. No hambre exactamente; náuseas, sensación de estómago vacío. Y


no tengo ganas de seguir escribiendo. Pero aún me exaspera más dejar de hacerlo,
doblegarme ante las coacciones de mi cuerpo. He perdido poder sobre él. Antes era más
fuerte mi voluntad, o mi capacidad de sufrir para obligarlo a obedecerme. Ahora, como
con el resto del mundo, también es como si hubiese ido cortando hilos que nos unían.
Ahora es algo que está ahí, que me jode, pero que no me interesa. Acabaremos juntos,
pero no me interesa. Me aburre. Anoche no me dejó dormir con un dolor muy
desagradable en la rodilla. Ahora me fastidia con estas náuseas. Siento debilidad en mi
carne, laxitud. Bostezo sin parar y eso me llena los ojos de lágrimas. Quizá me haya
bajado la tensión. ¿Sabéis qué es de verdad una tentación? La imbecilidad.
Miro el mundo y es como si contemplara un espasmo del vacío.

45
Abd el Kader era un argelino que tenía mucho poder sobre algunas tribus de Palestina y el Jordán, y que llevó durante toda su
actividad una doble conducta, siendo muchas veces espía y agente doble. Como se verá, en la toma de Damasco realizó importantes
actividades contra la causa de Feyssal. Su hermano, Mohammed Said, también agente de los turcos, fue el gobernador nombrado por
Jemal Bajá antes de abandonar Damasco.

62
15 de Enero. Mar de Arabia.

Pienso en lo que estoy escribiendo. Qué bien funciona la memoria, como un


narrador de talento. Elimina lo superfluo; los huesos de la Historia brillan mondos. La
campaña de Palestina fue mucho más importante militarmente, y mucho más larga y
compleja que las operaciones iniciales en El Higaz y la expedición a Aqaba. Pero en mi
memoria ocupa mucho más espacio el paso del Yunque del Sol, y creo que también
perdurará en la memoria de los hombres durante mucho más tiempo. Porque en
Palestina los «árabes» no fuimos más que el ala derecha de Allenby. Y cuando hicimos
restallar en el aire del desierto el látigo de luz de la Rebelión, éramos Dioses. Y a los
pueblos sólo los arrastran los sueños.
La campaña de Palestina -y no sólo porque para mí ya fuera la consagración de mi
impostura- será olvidada. La bandera de seda roja de Feyssal avanzando en la
desesperación bajo el sol del desierto, el valor y la dignidad de Auda, la última carga de
Talhal, el camino hacia Aqaba, todo eso no morirá. Yo no moriré ahí.
En fin... Volviendo a las operaciones militares. Estuvimos también cerca de
Sephoria, y vi en la distancia los Cuernos de Hattin, que ya había visitado cuando era un
joven arqueólogo. Allí había vencido Saladino a los cristianos de Raimundo. Pensé en
los vencidos, que locos por la sed se lanzaron hacia las aguas del Tiberiades que
brillaban a lo lejos. Acampamos allí. El lago resplandecía a la luz de la Luna. Me hizo
recordar los versos que le inspiró a Mutanabbi: «En pleno día parece una Luna ceñida
por la verde obscuridad de los huertos.» Nada había cambiado. Volvimos sobre nuestros
pasos para recoger a un grupo de guerreros de Auda que nos aguardaba con municiones
en las ruinas de Jerash, y después nos dirigimos al Yarmuk. No fue una expedición
afortunada; en una escaramuza perdimos por el camino los sacos de gelatina, y no
pudimos volar el puente. Decidí entonces, para no volver con las manos vacías, atacar
un tren. Pero no funcionó el detonador de la carga. Era como si una maldición pesara
sobre nosotros. Estuvimos escondidos un día, mientras aguardábamos otro tren. Esta
vez funcionó la mina, pero no causó muchos daños.
Tras la expedición al Yarmuk llegó la temporada de lluvias, que duraba más de un
mes. Regresé a Azraq y dediqué ese tiempo a descansar y a leer. Releí día y noche a
Stendhal. Lo he leído toda mi vida. Nunca ha dejado de darme, cada vez más. Aquella
lectura fue fiebre pura. Aproveché también para recibir a muchos jefes beduinos y a
sirios que trabajaban para nosotros en las zonas ocupadas por Turquía. Escuchaba sus
inquietudes y consejos y trataba de fortalecer su ánimo dibujándoles un futuro de
libertad e independencia bajo el gobierno de Feyssal. Esto es: mintiéndoles.
Como me había sucedido en Jobba, entre la inacción y esa sensación de vivir en la
mentira se me hacía insoportable continuar; y además, aquella lluvia insistente, que
convertía en un fangal apestoso el campamento. Necesitaba salir de allí. Y decidí
realizar un viaje de inspección a Deraa. Ojalá nunca lo hubiera hecho.
Disfrazado de beduino y en compañía de algunos guerreros, me puse en camino.
Deraa es una ciudad grande y fea; poco había cambiado desde que había estado allí, con
Hogarth. Ahora estaba llena de soldados turcos y numerosas patrullas vigilaban sus
calles. Tomé nota de las defensas y de los regimientos que la mantenían, y ya nos
disponíamos a regresar cuando una patrulla me detuvo. Fui conducido de inmediato a
presencia del gobernador, Hajim Bey46 y tuve la suerte de que no me reconociese -lo que
siempre me ha extrañado, porque entonces los turcos ofrecían veinte mil libras por mi
46
Sobre este complejísimo tema, véase el Apéndice.

63
cabeza- y me tomara por un desertor circasiano.
Hajim Bey era un maricón asqueroso. Igual que hay cuerpos de un hedor
insoportable, hay almas como pústulas. Y aquel Hajim Bey era una de esas almas. Cada
atardecer se hacía llevar por sus soldados algún mozo que detuvieran por las calles, para
que eligiese entre varios con quien compartir su lecho aquella noche. La patrulla debió
pensar que uno de piel tan blanca como la mía sería de su agrado. Me llevaron a su
despacho. Era un tipo repugnante, en pijama, sudoroso, con una boca de rictus bovino.
Le dijo a sus soldados que me desnudaran. Aún estoy viendo sus ojos miserables
recorriendo mi desnudez. Dijo que me llevaran a sus habitaciones. Entonces le escupí.
La repugnancia fue tanta que no pensé en las consecuencias. Le escupí en aquella faz
grasienta y salivosa. Uno de los soldados me derribó de un culatazo en el bajo vientre.
Miré hacia arriba, tratando de no demostrar dolor, y vi a Hajim Bey que se limpiaba mi
escupitajo con un pañuelo; sus ojos eran dos pedazos de hielo.
-Para vosotros -dijo.
Los soldados de la guardia me arrastraron desde el despacho hasta su cuarto de
servicio. Me sujetaron y atándome a un banco me azotaron. Después fueron violándome
uno tras otro. El dolor era insoportable. Sentía hilillos de sangre y mierda entre mis
muslos. Pero creo que no despegué los labios. Cuando aquellas bestias se hubieron
saciado, me arrastraron fuera del cuerpo de guardia y me llevaron de nuevo ante Hajim
Bey, supongo que pensando que, domado, ya no me negaría a satisfacer sus deseos.
Pero cuando el gobernador me vio en aquel miserable estado, abofeteó al cabo y le
ordenó que se deshiciera de mí. Entonces me llevaron a rastras hasta un cuartucho fuera
del edificio, y me arrojaron allí lanzándome luego mis ropas. Sentía como si me
quemasen en 1a espalda, de los varazos, y el dolor en el ano me llegaba hasta las tripas.
Pero de pronto sentí miedo de mí: como lo había sentido aquella noche terrible en Uadi
Qitan cuando maté a aquel desgraciado. Porque lo que se abría paso en mi alma, desde
dónde, de qué abismo de mí mismo, amasado con ese dolor y con el odio que me
tensaba, era una profunda, avasalladora sensación de gusto, de saciedad. Me refocilaba
en ese dolor y esa humillación. Podía interrogarlo como los antiguos a las vísceras de
los animales.
El hecho real, lo que había sucedido, la vejación, el sufrimiento, ese cuerpo
grotesco de piernas ridículas47. atado a un banco y al que siete turcos miserables le
habían dado por el culo uno tras otro, se convertía, en la lucidez alumbrada por esa
tortura, en raíz de la vida, algo que se clavaba en la tierra, indestructible, seguro. La
custodia del mundo. Inviolable. En el fondo de la angustia había algo donde asirme. La
embriaguez de lo monstruoso me hacía libre, como nunca. Esa abyección no necesitaba
a Dios. Era suficiente por sí misma para darle sentido a todo. Una alegría inhumana me
poseyó. Y me amé, y amé el horror. Porque vi que más allá ya no había nada. Había
tocado los límites. No había «saber” más allá.
Logré salir de Deraa, me reuní con mis hombres y me llevaron al campamento.
Tardé varios días en poder estar en condiciones aceptables; el calor y las moscas
hicieron que algunas heridas se infectasen. Procuré que nadie supiera la verdadera
naturaleza de lo sucedido en Deraa, les dije que se había tratado de un interrogatorio,
pero silencié la violación. Quizá sólo Auda se dio cuenta de mi desesperación abierta en
canal. No podía soportar su mirada. En cuanto pude montar, lo dejé todo en sus manos y
fui a Aqaba.
Allí me enteré de que Allenby estaba a punto de tomar Jerusalem, y que deseaba

47
Lawrence medía menos de 1,65 m. Sus piernas eran muy corta~ como consecuencia de un accidente que sufrió a los dieciséis
años. El desprecio con que aquí se refiere a su propio cuerpo acaso merezca un reflexión más extensa, y aclarase aspectos obscuros
de su carácter, entre otros su odio a la desnudez y al contacto sexual con otras personas.

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que yo entrase junto a él en el desfile de la victoria. Me indicó por medio de Clayton
que «lo hiciera como oficial británico», lo que significaba una orden de abandonar mis
ropas árabes. Algunos oficiales me prestaron las suyas y así -no dejaba de ser otro
«disfraz»- no desentiné en aquella apoteosis imperial en la puerta de Jaffa, «supremo
monumento de la guerra» como se ha escrito. Mientras sonaban las marchas yo pensaba
en Tito, cuando fue enviado por su padre para aplastar a los judíos. Ante esas murallas
estuvieron la Quinta Legión, y la Décima y la Decimoquinta, toda la vieja soldadesca de
su padre, como dice Tácito. Con ellas y con la Tercera de Alejandría y la Duodécima de
Siria, arrasó al enemigo. En el banquete de celebración, Allenby se enfrentó
violentamente al Alto Comisario de Francia, Georges Picot, quien cometió el error de
decir que, puesto que Jerusalem caía bajo influencia francesa, iba a establecer allí su
gobieno civil. Allenby no parecía estar al día del «reparto» entre Inglaterra y Francia, o
lo disimulaba con su aire de hallarse por encima de todo lo que no fuese militar.
-¿Y a usted qué le parece? -me preguntó Picot.
-Me he limitado a ser el ala derecha del avance hacia el Norte -le dije-. Jamás he
tenido preocupaciones políticas.
-Creo que en algunos momentos ha hecho usted algo más que aplastar a los turcos
-dijo Picot con una sonrisa gélida.
-Sí -le respondí-. He aplastado a los árabes.
Allenby se apresuró a llevar la conversación hacia otros campos. Al finalizar el
banquete, me dijo que le acompañase a su despacho. Allí me informó de las medidas
adoptadas para el avance hacia Damasco. Creía que «mi ejército» árabe debía ir
ocupando el valle del Jordán, lo que a mí me pareció una idea conveniente para los
intereses de Feyssal.
-Ah... -me dijo Allenby al despedirme-. Le comunico, para su personal
envanecimiento, que los turcos acaban de subir su cabeza a treinta mil libras.
Volví lo antes posible a Aqaba para entrevistarme con Feyssal. Le puse al
corriente de los planes de Allenby y le sugerí que llevase la penetración árabe más allá
incluso de las líneas establecidas.
-Es vuestra bandera la que debe tomar Damasco. Y defenderlo a cualquier precio.
-Se acerca una hora que no es hermosa -me dijo-. La hora de los políticos.
-Sois como aquel que cantaba Mutanabbi, señor de los caballeros, de la noche y
del desierto. Y en ninguno de los tres espacios hay lugar para la política.
-Amigo mío -me dijo Feyssal-, mucho te debo, y nunca podré recompensarte con
lo único verdaderamente grande: la paz del alma.
-Yo he luchado -le dije- por esa bandera de seda roja, por verla dominar sobre las
arenas.
Feyssal me miró. Creo que había piedad en sus ojos.
-Enfrentarse rígidamente al viento derriba el árbol. Pero el junco sobrevive al
huracán.
Sí, esa bandera de seda roja sobre las arenas... Qué hermosa causa perdida. ¿Y qué
iba a hacer yo ahora? Había apostado todos mis sueños a esa rebelión. Lo único que me
interesaba en el mundo eran gestos, acciones, instantes como los que allí habían
devorado mi alma, como los que allí se me había dado contemplar: la gloria y la
majestad de Feyssal, el sueño de oro de Auda, el coraje y la lealtad de Alí ibn Hussein,
la amistad de tantos guerreros, y Dahum. Y sentir en las manos el latido, la crepitación
de la Historia aunque fuese un instante, que sólo durante un instante fuese posible
sentirse Dios. En aquel mundo de sol y de arenas, lo que verdaderamente somos, «eso»
donde tocamos la plenitud de estar vivos: el valor, la resistencia física, la admiración
por las grandes obras artísticas, la limpieza de la conducta, la jerarquía de cualidades,

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eran la única medida. Y sobre ella, flotando como aquella bandera de seda roja, el
anhelo de fama que incendia el alma, como dice Virgilio, esa fama donde no morir.
Y ahora perdería esa mi única tierra habitable.
¿Qué haría después? ¿Volver a Oxford? ¿Enrolarme como mercenario... dónde?
Yo había pisado un temblor terrenal vasto como la Creación. Lo único equivalente era
la nada. ¿Por qué no Brasil? Alli, decían, un hombre decidido podía levantar su propio
imperio. También sería un mundo limpio. Inmenso. Libre.
De todas formas, ¿qué más da?
Feyssal decía que había llegado la hora de la política. Y acaso llevara razón. Pero
yo no servía para eso; ese «cubileteo» me repugnaba. Sobre todo porque no era el
limpio discutir de intereses enfrentados y la busca de un acuerdo equilibrado entre
hombres honorables, sino la rapiña sobre montones de cadáveres de una riqueza ajena.
Imaginar a mi señor Feyssal sentado a la mesa con un montón de fulleros que jamás
habían pisado un campo de batalla, me revolvía las tripas. Porque yo era cómplice de
esa vileza.
Mi alma era una úlcera. El odio crecía en mi carne, podía sentido como sentía el
calor del sol. Me hice de una guardia de corps que garantizara mi protección, y algo más
que mi protección: que me revistiera de ferocidad, que alejara de mí incluso a mis
amigos. Conseguí noventa ageylish de la peor catadura, la mayoría de ellos conocidos
en las tribus por su carácter sanguinario. Puse al frente al peor de ellos, Abdullah el
Rahabi, asesino y salteador; su rostro picado de viruela y la frialdad de sus ojos eran mi
mejor bandera. Abdullah me trajo a otro desalmado, un tal Zaagy. El conjunto resultó
tan vistoso y la ralea tan evidente, que pronto fueron conocidos como «los
degolladores». Eran obedientes -me obedecían a mí- mientras les pagara bien, y no
había problemas de dinero. Me servirían hasta la muerte.
El abastecimiento de nuestro ejército había mejorado. Aqaba se convirtió en un
centro de suministros e instrucción. Allenby nos envió varios Rolls blindados y unos
Talbot con cañones de montaña, y ordenó que la base de Quweira nos apoyara con sus
aviones. Las tropas jerifianas se pusieron bajo el mando de Nuri Said y se armaron
suficientemente, incluso con ametralladoras. Militarmente todo parecía funcionar y sin
duda todos sentíamos que la victoria estaba cerca.
Pensé volver a Azraq, pero el tiempo empeoraba y allí nevaba y había borrascas
continuas. Decidí entonces ir a Jefer, con Auda. A punto de ponerme en camino, me
comunicaron que Alí, mi joven criado, había muerto en Azraq; aquel muchacho
maravilloso había muerto de frío.
Volvió a mi memoria como aquella noche en Jobba, desnudo, magnífico, y sus
suspiros de placer, sus ojos amorosos cuando volvió la cabeza, esa cabeza preciosa,
hacia mí, en el instante que yo me corría dentro de él. Pobre muchacho...
Ese mismo día llegaron a Aqaba, Lowell Thomas y el fotógrafo Harry Chase.
Basta por hoy. Es mi hora de subir a cubierta.

(---------)

Esta noche es un poco más fresca. Se puede respirar. Las estrellas parecen como
luciérnagas. No tengo sueño. Voy a seguir escribiendo.
Me había quedado en que llegaron a Aqaba Lowell Thomas y su fotógrafo.
Lowell habría de tener una considerable influencia, negativa, en mi vida. Pero aquel día
abrasador en el puerto, cuando se acercó y me hizo la primera fotografía, yo no lo sabía.
Era corresponsal de prensa y había venido para «contar» la rebelión árabe. Lo que por

66
cierto hizo, con tonos lo suficientemente comerciales. Thomas me siguió en algunas
expediciones y se inventó otras. Pero tuve que sufrir su presencia durante algún tiempo.
El problema de Lowell Thomas era el mismo de nuestra sociedad actual, la
mediocridad de sus gustos, la mezquindad de sus metas y la ramplonería de su forma de
entender el mundo y la vida; incapacidad para un pensamiento profundo y una facilidad
de deslumbramiento por los aspectos más triviales de los acontecimientos, que además
de impedir una comprensión más honda, aplebeya el sentido de cuanto toca.
No entendió nada de la Rebelión y escribió páginas y páginas de una consistente
vulgaridad; no entendió jamás qué estaba sucediendo allí. Los árabes eran para él un
mundo impenetrable, del que le sorprendía su suciedad y a veces su crueldad, y al que
medía con criterios democráticos norteamericanos. Tampoco sus lectores hubieran
admitido otra versión de los hechos que la romántica descripción de paisajes y tribus
exóticas, y en mí vió un filón para crear un personaje más romántico, si cabe, que
satisfaciera los sueños baratos del lector medio de periódicos. En Hussein y Feyssal veía
unos libertadores que, según él, se sacudían siglos de la dominación tiránica de los
turcos. No comprendía el profundo respeto que latía por Constantinopla en el alma de
los árabes.
-Luchan por la libertad -me dijo en una ocasión-. Por salir de una vida primitiva
bajo el yugo turco y alcanzar sus derechos, como todo hombre
-Luchan por una libertad que usted no entendería -repliqué-. Por un mundo propio
que nada tiene que ver con lo que usted considera «derechos políticos». Creen en el
derecho de la inteligencia, de la astucia, del valor personal; la religión es la columna
vertebral de su existencia, tanto individual como tribal; creen en leyes sancionadas por
siglos de uso.
-No hay hombre que no quiera ser libre- me dijo, malhumorado.
-Sin duda -le contesté-. Pero le aseguro que el sentido de esa libertad varía mucho
según los pueblos.
Lowell Thomas no es que fuese tonto, es que era un convencido demócrata de la
más firme raíz norteamericana. Y le resultaba muy difícil comprender que pudieran
existir en el mundo formas de vida diferentes de esa ramplona igualdad que su nación
había consagrado como modelo de vida para todos. Ha sido el único occidental invitado
por Feyssal a una cena de jefes de tribus al que he visto ¡pedir una cuchara, ya que le
resultaba repulsivo utiliza sus dedos!
Lowell Thomas, aunque obviamente no se 1o propusiera, me ha hecho mucho
daño. Sus artículos de prensa y, sobre todo, las conferencias con que acompañaba la
proyección de películas sobre la guera de Palestina, me llevaron a ocupar un papel en la
iconografía popular que me resultaba muy incómodo. No solamente porque mi
momento de mayor exaltación en ese delirio -«el romántico caudillo de la rebelión»-
coincidió con el de mayor depresión personal por mi conciencia de haber sido cómplice
de la canallesca estafa del tratado Sykes-Picot, sino porque me convirtió. de ese «ser
legendario» que yo amaba en un «superhombre» populachero y me robó la intimidad, el
anonimato, que era ya el último paraíso en este mundo donde ocultarme y rumiar, al
menos en paz, mi ruina y mi soledad. Y lo peor de todo es que sirvió para tergiversar el
sentido de mi obra, lo que yo quería contar en Las siete columnas.
Lowell Thomas me elevó a una fama que yo nunca he deseado, que siempre
aborrecí. Me convirtió en la criatura de un culto que me ha impedido vivir; un culto
insano, barato, fácil de consumir.
Recuerdo un día que estábamos descansando en Petra, donde yo había luchado
meses antes. Estábamos recostados en las gradas del anfiteatro, Lowell Thomas, Nuri,
Auda y yo. Thomas, henchido de democráticas fraternidades, me dijo:

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-Dígale a Auda que todos los esfuerzos y el sufrimiento de esta guerra se verán
recompensados. Que vamos a darles un gobierno legítimo y su libertad.
Se lo transmití a Auda. Auda ni lo miró, y me dijo:
-Que Alá le conserve su bondad. Dile que en lo que a mí respecta, con que no lo
vea haciéndome una fotografía me conformo.
-Lo que acaba de decirme Auda resume mejor que yo pueda hacerlo, lo que aquí
significan esas buenas intenciones políticas que usted proclama, Lowell -le dije-. Y si
intentase comprenderlo, a lo mejor lo consigue. El recetario político que usted le
propone, ni lo roza. La fotografía que no quiere, y que si usted le hace sin su
consentimiento, sin duda le costará el cuello, choca de frente con sus creencias. Con lo
que él es.
-Una forma tan primitiva de vida no puede sobrevivir a los avances de nuestra
época.
-¿ Y qué razones le dan a usted derecho -le dije- a considerar primitiva la idea de
que una fotografía roba el alma, y no lo contrario, que lo tosco es considerar que las
consecuencias de esa fotografía no modifiquen nuestra suerte?
Diez años después de esa conversación, puedo asegurar que si yo me hubiera
negado, como Auda, a ser fotografiado y a dejar que Lowell Thomas propagase su
pintoresca visión de mi actuación en Arabia, muy otro hubiera sido mi futuro. Fui yo
quien debió cortarle el cuello.
De todas formas, Thomas no era sino uno más -y no personalmente perverso- de
los servidores de esa nefasta concepción de la sociedad que ha ido extendiéndose como
una enfermedad desde hace poco más de cien años. El final, no es preciso ser muy listo
para suponerlo.
-¿Sabe usted lo más hermoso de esta guerra? -intenté explicarle un día-. Que no
tiene metas materiales. La bandera jerifiana sobre Damasco no será la consagración de
ningún derecho ni ninguna constitución occidentales. Será, simplemente, eso: la bandera
roja al viento de Damasco. Un sueño.
La primera batalla después de la toma de Jerusalem donde tuve que intervenir fue
en Tafileh, una aldea al sur del mar Muerto cuya posesión interesaba mucho a Allenby.
Instalé un campamento de agrupamiento al amparo de las sagradas cimas de Edom,
cerca del Uadi Mussa, donde Moisés había hecho brotar el agua de una roca.
Empezamos el ataque por la estación de Jurff, y le asigné el mando a Nasir. Nasir
consiguió una victoria rápida y avanzamos hacia Tafileh. Pero empezó a nevar y el
viento del Cáucaso que azotaba aquella meseta fue especialmente frío; no había
intendencia ni el Estado Mayor de Allenby nos había provisto de ropa adecuada, ni
botas para la nieve. Las abayaas de oveja con que nos envolvíamos no eran suficientes.
O tomábamos Tafileh o corríamos el riesgo de perecer. Cercamos el pueblo -lo que
pudimos lograr porque de pronto apareció Auda con sus guerreros- y después de
pedirles la rendición, que no aceptaron, atacamos. La lucha fue dura, porque el frío
congelaba a los heridos antes de que pudiéramos hacer nada por ellos, pero
conquistamos Tafileh y la fortificamos. Pronto hubo un contraataque turco con fuerzas
superiores -era la 48ª División de Hammid Bajá- y faltó muy poco para que nos
desbordasen. Se salvó la situación gracias al avance de las fuerzas del Emir Zaid y la
llegada de refuerzos con el Emir Abdullah, que incluía dos viejos Hotchkiss. Fue un
combate muy sangriento y desesperado. Pero conseguimos cercar a los turcos y
Mohamad el Ghasib, un ageylish muy valeroso, acabó rompiendo su línea con una carga
casi suicida. Tafileh era el cierre de la tenaza de las divisiones de Allenby y el ejército
árabe. Ya podíamos tocar las puertas de Damasco.
Lowell Thomas escribió desmesurados reportajes y Chase tomó las fotografías

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que quiso. Procuré ofrecerles todo el exotismo que buscaban para felicidad de sus
lectores.
Después de Tafileh le pedí a Allenby que me trasladara destinándome a algún
puesto lejos de todo aquello, donde no tuviera responsabilidades con nadie, donde no
tuviera que unir mi nombre a ninguna mentira. Allenby me dijo que mi tarea había sido
muy importante, que pronto accedería a mis deseos, y me regaló -creo que lo hizo de su
propio peculio- un volumen con los poemas de Ropert Brooke, quien por cierto había
muerto a poco de empezar la guerra, en Sciros. Allenby me dijo que estaba a punto de
comenzar una gran ofensiva, acaso la última, que con el general Smuts había planeado
para primeros de Mayo -ya era 1918- y que yo debía seguir de enlace con Feyssal hasta
su terminación.
Fui a Aqaba y me puse de nuevo a las órdenes de Feyssal. Vi que se había dotado
-aunque con moderación- de más artillería, blindados y aviación, al ejército árabe. Los
blindados llevaban ametralladoras Vickers, muy prácticas en el desierto, y los aviones
eran unos Bristol, un DH 9 y un Handley-Page. Mi puesto de mando se transfirió a
Shobek, unas ruinas de una antigua fortaleza de los cruzados. Y mi misión, por el
momento, debía consistir en volar trenes en el área de Minifar.
Estábamos cerca de Faraifra cuando tuvimos un encontronazo con una patrulla
turca. Nos sorprendieron y obligaron a dispersarnos. Cuando por fin logramos acabar
con ellos, tratamos de reagruparnos, pero algunos de los nuestros no vinieron, y entre
ellos, mi fiel y querido Othman. Salí a buscado y pronto lo encontré. Estaba tendido
junto a un turco muerto, y lo vi muy malherido. No podíamos trasladarlo y me pareció
evidente que no viviría mucho, y si caía aún vivo en poder de los turcos, su final sería
espeluznante. Othman lo sabía. No dijo nada. Tomé su cabeza entre mis manos y lo
besé en la frente. Él sonrió y sus bellos ojos me miraron con dulzura.
-Voy a ver a Alí -me dijo.
-Salúdalo de mi parte -le dije. Y le disparé un tiro en la cabeza.
Quizá yo tampoco debería dejar que me rematasen los tiempos. Es un segundo.
Un movimiento del dedo sobre el gatillo. Tengo cuarenta y un años. Cuanto puede venir
no es sino masticar mierda.

No sé por qué estoy escribiendo todo esto. Más carne para el perro. Recordar
aquel tiro -¿pero lo he dejado de oír retumbando en mi cabeza un solo día de mi vida
desde entonces?- me ha producido una extraña convulsión. He visto cara a cara el horror
de mí mismo. Me encuentro demasiado mal para seguir. En mi interior estalla tanta
violencia que siento como si fuera a reventar mi cuerpo. No es violencia: es odio. Sí,
odio. Os odio. Os desprecio. Os maldigo.
Pero a nadie desprecio tanto como a mí mismo. En el fondo he aceptado la
domesticación. Si no, no estaría aquí, hozando en mis propias babas. Tomaría este
revólver y me abriría paso hasta el puerto. Pero no. Voy a dejar -mientras aúllo,
mientras me lamo las úlceras- que hagan conmigo lo que quieran. Que me lleven a
Inglaterra, que me exhiban. Puedo inventarme cualquier excusa -es como pasar la mano
por el lomo de la abyección-; oh, Lawrence, querido, Aurens, sí, Aurens, querido, oh
admirado Aurens, oh rey sin corona del desierto, ya convertido en una piedra, por fin
sin sentir nada, casi transparente, pueden hacer contigo lo que quieran, estás más allá, lo
que imaginas que es la superioridad máxima, sí, más allá, donde ya nada te toca. Pero es
mentira. Sí que te tocan esas manos. No estás más allá, estás aquí, en esta pocilga
caliente, pudriéndote con tus recuerdos. Y lo único que eres es un cobarde que no se
atreve a abrirse paso a tiros. ¿Una mentira más? Engañaste a Auda, a Feyssal, a todos;
ahora intentas engañarte a ti mismo.

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He intentado dormir. Pero no puedo. Sigo. Aquel Invierno de 1918 fue el más
terrible que recuerdo. El frío era insoportable. Los árabes, sin ropas de abrigo, se
congelaban. Yo los veía aprovechar el más pequeño hueco, ni siquiera una cueva, en las
rocas, y allí se agazapaban junto a una pequeña hoguera de ajenjo. Pero muchos dedos
se helaron y las amputaciones se multiplicaban. Los turcos parecían, además,
reanimarse, no sólo aumentaban sus efectivos sino que luchaban con más fiereza.
Trasladamos nuestro campamento –si es que aquel desperdigado hormiguero de
guerreros ateridos era un campamento- a Uadi Jinz, y después a Uheddia, donde se
encontraba Feyssal. Feyssal estaba muy preocupado, me dijo que detectaba un gran
desánimo entre los suyos y que necesitábamos una victoria. Pero la resistencia turca la
convertía en algo muy difícil. Levantó un poco nuestras ilusiones que unos mensajeros
nos comunicaran la toma de Amman, por Allenby. Pero teníamos la sensación de
encontrarnos atrapados por aquel Invierno ante unas líneas de defensa infranqueables.
Fui a El Cairo y le pedí a Allenby refuerzos, dinero y «estímulos militares. Me
dijo que la situación era delicada, pero en Otoño se lanzaría una ofensiva definitiva. Que
era conveniente engañar a los turcos y a los alemanes haciéndoles creer que nos
concentraríamos en el valle del Jordán, mientras él llevaba sus tropas hacia los olivares
y naranjales de Ramleh. Quería concentrar allí todos los efectivos para mediados de
Septiembre, y me encomendó el apoyo a la ofensiva, dividido en dos líneas de
penetración: Joyce y los blindados deberían atacar Muddouwarah, y yo con mis árabes,
Ma'an. Prometió una coordinación con la RAF y el suficiente soporte artillero.
Entonces sucedió algo que por unos días puso en peligro toda la estrategia
decidida para aquella campaña. Los bolcheviques se habían hecho con Rusia e hicieron
públicos los acuerdos Sykes-Picot. El Jerife Hussein se enfureció y amenazó con retirar
su apoyo a la guerra, aprovechando de paso para amenazar a su hijo Feyssal por el
nombramiento de Jaafar Bajá como comandante de sus tropas. Jaafar presentó su
dimisión a Feyssal para evitar enfrentamientos, pero Feyssal no la aceptó. Allenby dijo
que apoyaría a Feyssal si desobedecía a su padre en el caso de una defección de éste.
Por fin, La Meca rectificó y la situación pudo recomponerse. Allenby envió al teniente
coronel Alan Dawnay como enlace entre los ejércitos árabe y británico, lo que sí fue
considerable ayuda, porque Dawnay entendía muy bien las características de la
Rebelión. Yo regresé a El Cairo; Allenby me dio las últimas instrucciones sobre las
operaciones de Otoño, pero me aseguró que los acuerdos Sykes-Picot iban a ser
indiscutibles.
-Es un error, señor -le dije-. Los árabes no se conformarán.
-Los árabes no tienen artillería -me respondió.
-Los acuerdos son una infamia.
-Yo no sé de infamias -exclamó, malhumorado-. Sólo sé hacer mi trabajo Como
usted debería saber hacer el suyo. La política no es asunto nuestro. Somos militares.
Nuestra misión es combatir y ganar, no discutir lo que los gobiernos acuerdan.
-Pero les hemos prometido a los árabes... -intenté argumentar.
-Yo no. Usted lo ha prometido.
No pude responderle. Me dijo que fuese a Jefer a explicarles de la mejor manera a
los árabes lo que iba a pasar, y que disfrazase en lo posible el alcance de los tratados.
Volé desde allí a Quweira y luego a Jefer, donde me esperaban Nuri Shalaam y Feyssal.
Deseé que el avión se estrellase.
Feyssal y Nuri eran conscientes de esos tratados, pero mantenían una última
esperanza de que no se pudieran llevar a la práctica en su totalidad si ellos ocupaban el
territorio con la fuerza suficiente. Yo apoyé esa teoría.
-Debéis entrar el primero en Damasco -le dije a Feissal-. Y crear de inmediato un

70
gobierno árabe independiente sobre toda Siria.
-Siempre has puesto mi honor por encima del tuyo -me contestó-. Te lo
agradezco. Pero hay un problema que no debes olvidar. Siria no ama a los beduinos.
Podrán acaso respetarme a mí, pero, salvo los que ya me pertenecen, la mayoría de los
hombres relevantes de Damasco preferirían antes a los turcos que a nuestros hombres.
-Pues gobernaréis con sirios.
-Todo está en las manos de Alá -me dijo-. Y de lo que el juego de fuerzas reales
me permita -añadió con una sonrisa.
-Sin contar a Abd el-Kader -dijo Nuri Shalaam, y muy acertadamente, como los
acontecimientos posteriores evidenciarían.
Pasé aquellas semanas volando trenes, intentando aislar al máximo Ma'an, frente a
cuya resistencia se estrellaban una y otra vez todas nuestras tentativas. Jaafar luchó con
un heroísmo inigualable y Auda multiplicó su legendaria bravura. Pero no pudimos
tomarla. No se podía hacer otra cosa que ir cercándola, impedir sus abastecimientos,
aislarla del resto del ejército turco. Chase pudo hacer montones de fotografías y Lowell
Thomas siguió escribiendo sus inflamados artículos sobre mí. Conseguí que Allenby
nos cediera un resto de camellos de la Brigada Imperial, tres Rolls blindados y algunos
desechos de su artillería. Aun siendo tan importante la artillería, fueron esos dos mil
camellos los que constituyeron la columna vertebral de nuestra victoria. También nos
reforzó con un destacamento francés. Y con ese ejército multicolor continuamos el
cerco de Ma'an y nos dispusimos a integrarnos en la gran ofensiva prometida por
Allenby.
Como preparación de la ofensiva de Otoño, nuestras tropas árabes debían
presionar hacia el Norte. A nuestro ejército jerifiano, mandado por Nuri Said se unieron
los gukhas y los regulares británicos con los zapadores del capitán Peakey. También
vinieron Auda y Nasir, y algunos blindados. En Azra nos concentramos para atacar
Deraa. En Deraa había ahora, junto a los turcos, tropas alemanas, y éstas eran más
duras. Decidimos cercar la ciuda cortando el ferrocarril y situando nuestras tropas
árabes al Norte, en Shiekh Saad, la infantería al Sur la 4a Brigada de Caballería que
mandaba Barrow al Oeste. Pedimos apoyo de aviación, pero no podían auxiliarnos.
Entonces empezamos el ataque por estación de Nezerib. Los combates eran
encarnizados, sin cuartel. Como si un rosario de sangre y degolladuras señalara el
camino de Damasco. El 4° Ejército turco empezó a ceder en la línea Ma'an-Dera; pero
Ma'an continuaba imbatible, aunque ya no podían ni evacuar los heridos. Logramos
romper su frente por encima de Deraa, y se replegaron atrincherándose en Tafas.
Lo que sucedió en Tafas es la historia más trágica que recuerdo de aquella guerra.
Allí toqué el fondo de la abyección humana, del horror, pero también en Tafas
contemplé la más hermosa estampa de gloria de que tengo memoria.
Los turcos iban arrasándolo todo en su retirada matando y violando y sometiendo
las aldeas al pillaje más atroz. Tafas, a cuatro kilómetros, era la puerta de Deraa. El
Regimiento de Lanceros de Yem Bajá nos esperaba allí. Ordené que los rualia, al mando
de Khalid, y Auda y sus hoveitah, se desplegasen por los flancos; yo avancé por el
centro con el resto de las tropas. Los turcos decidieron no presentar batalla -supongo
que atemorizados por los relatos de nuestra ferocidad-, y empezaron a retirarse. A mi
lado cabalgaba Talhal, uno de mis capitanes más valerosos; era hijo de esa aldea y
estaba ansioso por liberarla.
A partir de ese momento, todo transcurre en mi memoria a un ritmo muy lento,
como si fuesen pasando fotografías. Cuando los lanceros rebasaron las últimas casas de
Tafas, en un espesa nube de polvo (y también esa retirada está envuelta en un silencio
sobrecogedor) no apreciamos ningún movimiento en la aldea. Ni siquiera vimos

71
moverse una cabra o un perro. Algunas casas ardían. Aguardamos durante un rato. Yo
miraba las manos de Talhal que se aferraban a las riendas de su yegua, crispadas; tenía
los ojos muy abiertos, sin parpadear, fijos en Tafas. De pronto vi acercarse al galope, a
Auda. Su rostro estaba desencajado. Llegó hasta donde yo estaba.
-¡Cerdos! -dijo-. ¡Los han matado a todos!
Talhal se estremeció en su montura. Sentí cómo se apretaban las filas de mis
guerreros, impacientes, tensos.
Ordené avanzar lentamente. Conforme íbamos acercándonos a la aldea, un hedor
terrible fue envolviéndonos. Nos acercamos a las murallas de arcilla y empezamos a ver
cadáveres y cadáveres, medio desnudos, cubiertos de sangre. Vi un perro clavado contra
una puerta. La matanza que habían perpetrado allí los turcos era escalofriante. Nunca he
visto nada igual. Habían asesinado a bayonetazos, a lanzadas, a cuchillo, a toda la
población, después de violar -las posturas y las desnudeces lo manifestaban- a mujeres,
niñas, niños, hombres... Por todas partes había cadáveres. Un anciano tenía su vientre
abierto como un baúl y todos los intestinos sobre los muslos. Vi a una mujer, de
espaldas, desnuda, con una bayoneta clavada en su ano. Todas las criaturas -niñas de
siete, de ocho años- tenían señales de violencia sexual. Hay una imagen que no he
podido apartar jamás de mis pensamientos, y que aún, a veces, me despierta en la noche
helándome de horror. De aquel silencio que hedía a sangre corrompida, a cenizas y a
cadaverina, avanzó hacia nosotros una niña, desnuda, bañada en sangre, con los brazos
extendidos. Nos pedía perdón.
Todos estábamos paralizados. Vi los ojos de Auda -¡de Auda!- brillantes de
lágrimas. Ni un movimiento. Como si todo el ejército se hubiera petrificado. De pronto,
Talhal avanzó unos metros, sin miramos. Me di cuenta de que estaba asistiendo a un
hecho mítico, como haber contemplado a Aquiles, a Milcíades en Maratón, a Alejandro.
Durante unos segundos -como horas- todo se detuvo. También los turcos detuvieron su
retirada. El paisaje estaba muerto. Hasta pareció cesar el viento. Talhal clavó sus ojos en
los turcos. Se cubrió despacio su rostro con la quffiyah, se afianzó en su silla, sacó su
espada, y con un alarido que aún resuena en mis oídos, clavó espuelas y se lanzó de
cabeza contra los turcos.
El galope desesperado de Talhal sucede en el silencio del mundo. Talhal cargaba
como un rayo, con su espada por delante y gritando su nombre: «¡Talhal! ¡Talhal!
¡Talhal! ¡Talhal! ¡Talhal!» Esos gritos, como rugidos, estallan en mi cabeza. Cuando ya
se hallaba a poca distancia de las filas turcas, una descarga lo abatió y su cuerpo cayó
sobre las lanzas de la primera formación.
Entonces todos nos lanzamos a una carga salvaje.
-¡Sin prisioneros! ¡Sin prisioneros! -me di cuenta que gritaba yo, arrastrado por
aquella locura.
-iSin prisioneros! -gritaba Auda, que cabalgaba a mi lado-. ¡Oro al que mate más
turcos! ¡Matad! ¡Matad!
Luchamos durante horas, como nunca he visto luchar ni veré jamás. Matábamos y
matábamos, como poseídos de una furia incontenible, más allá de la demencia misma,
destrozando los cuerpos, descuartizándolos, asesinando hasta a los heridos. El sudor nos
cubría mezclado a la sangre. Nuestras ropas pesaban por la sangre que las empapaba.
No sé cuántos hombres maté en Tafas. Heridos que me imploraban perdón. Vi a Auda
segar con su espada las manos de un soldado moribundo que las alzaba suplicándole.
Maté y maté. Con mi pistola, con mi rifle, con mi gumía. Matamos hasta a los animales.
Me sacié de horror. Cuando cayó el sol, la llanura estaba cubierta de cuerpos
ensangrentados y destazados y el olor a muerte lo impregnaba todo.
Era la materialización de aquel pensamiento de Schopenhauer: El hombre, esa

72
bestia carnicera.
¿Pero por qué en el alarido de esa bestia hay grandeza? Acaso porque en la
repetición de ese ceremonial de sangre y violencia se toca el cometa de la fuerza vital,
ésa que sólo avanza ciega y sin otra meta que sobrevivir. La hemos sofocado con la
Civilización, pero también a ésta la sustenta, aunque más o menos sometida. Es brutal,
pero es hermosa, como lo es la explosión de un volcán. Y en ciertos momentos en que
se le abren las puertas, contemplamos ese lado nuestro, y nos satisface. Por eso en el
fondo del horror de la matanza, de la carga como un alarido de la sensación de existir en
estado puro, junto al miedo que nos ha hecho concebir la Civilización, y más allá de la
piedad con que las religiones nos han templado, galopa por un instante, libre,
centelleante, la bestia de la libertad, el animal del instinto. Y locos en esa furia
contemplamos el hermosísimo amanecer del mundo, somos felices como lo es rayo, o el
terremoto o la marea. En ese segundo el que sólo somos la furia de la especie. Quizá por
eso decía Cleómenes que el daño que en la guerra se inflige al enemigo está más allá de
la justicia.
(Somos seres extraños, muy extraños. De pronto, el recuerdo de Tafas se ha
desvanecido en mi memoria, y la ha ocupado por entero una imagen: el Cherubino de
Amelita Galli-Curci aquella noche en Londres. «Non so piu...», ah... Qué... Qué... Ese
hilo de cristal que jamás se rompe, entre la dicha y la melancolía.)
Después de Tafas, atacamos Deraa. La resistencia alemana, como su retirada, fue
un ejemplo dignidad y honor militar. Nasir ocupó la ciudad y yo entré en ella -esa
ciudad de mi herida- bajo la luz del amanecer.
E14º. Ejército turco -cuya última resistencia había sido arrasada por la Caballería
de Allenby en llanura de Esdrelón- estaba destruido. Teníamos más de diez mil
prisioneros e incontables muerto Ya nada impedía el avance sobre Damasco.
Feyssal vino hasta nuestras posiciones. Había cambiado su camella por un lujoso
Vauxhall. Le dije que preparara su entrada triunfal en la ciudad. Al día siguiente,
acompañado por mi guardia, fui a Kiswe, donde me aguardaban Auda, Nasir, Nuri
Shalaam y el general Chauvel48.. Nuri me dijo que acababan de derrotar a una columna
turca de más de seis mil hombres, pero que aún quedaban fuerzas interpuestas entre
nosotros y Damasco. Les aconsejé -cuando pude zafarme de Chauvel- que no perdieran
tiempo, que los regimientos de Barrow nos pisaban los talones y que debíamos
adelantarnos. Para entretener un poco más a Barrow envié mensajeros a su vanguardia
diciéndole que acabasen ellos con la resistencia turca.
Habíamos llegado al final de nuestro camino. El sueño de aquel día ya lejano, se
había hecho realidad. No sabía lo que podía suceder, aunque lo presentía. Era mi
leyenda y mi fracaso. Pero allí estaba Damasco. La Damasco de oro de Ibn Jubair,
brillando como el halo que envuelve la Luna. Íbamos a conquistarla y a intentar que
resultara muy difícil arrebatárnosla. Eso al menos se lo debía a Feyssal, a Auda, a tantos
valientes que habían empezado conmigo esa guerra y que ahora eran arena del desierto.
Ah, aquel último amanecer antes de Damasco. Como si en la blancura de la
mañana las vetas rojizas fueran un homenaje a toda la sangre vertida en el combate, al
valor de mis guerreros. Mis guerreros. Sí, eran míos, yo los había encauzado hacia
aquella ciudad como un huracán. En esa luz que se levantaba, al ponerse restallaría la
seda roja de Feyssal. Subí a la cima de una colina desde donde se veía, entre el polvo
que el viento levantaba en la llanura, polvo como cristal triturado por su brillo, la ciudad
deseada. El campo era un espacio de piedras negras volcánicas que resplandecían.
-¡Vamos! -les dije.

48
General Henry Chauvel.. Comandante en jefe del Cuerpo Montado del Desierto, tropas australianas.

73
Y subí al Rolls y nos pusimos en marcha. A mitad de camino, un jinete se nos
acercó volando en su montura. De su mano colgaba un racimo de uvas como el oro.
-Para ti, Aurens -me las ofreció riendo-. Recién cortadas en las puertas de
Damasco.
Me invadió la tristeza. Sabía qué poco era lo que íbamos a conseguir en realidad.
Me sentí como el que está a punto de ser desenmascarado. La gran mentira, «mi» gran
mentira, estaba a punto de saltar por los aires. Ni siquiera iba a poder darles a mis
árabes la virginidad de Damasco. Yo ya había imaginado que Allenby intentaría lo
imposible para conseguir que no fuésemos los primeros en entrar en la ciudad; y lo
había logrado. Estábamos a menos de tres kilómetros cuando Auda, desfigurado por la
furia, vino cabalgando hasta el coche y me dijo que el Décimo de Caballería Ligera
Australiana, a las órdenes del comandante Olden, había ocupado el ayuntamiento y
había recibido la rendición de Mohammed Said, que era un lacayo de los turcos a quien
Jemal Bajá había nombrado gobernador la tarde antes; y junto a Said, el inescrutable y
traicionero Abd el-Kader. Nos habían ganado la mano por unas horas.
-No importa -le dije a Auda, aunque también a mí me devoraba la rabia y la
impotencia-. Ocupad otros edificios. Y la central eléctrica. Los depósitos de agua.
Ocupad cuando podáis. Y constituíos en gobierno.
En ese instante estuvo a punto de tener lugar una formidable broma de la Historia
-casi justicia poética-: una patrulla de lanceros de Bengala nos detuvo y, a causa de mis
ropas árabes, estuvo a punto de ejecutarme al tomarme por un espía. No hubiera sido
mal final tampoco, caer allí fusilado por los nuestros, por error, casi tocando ya las
puertas de Damasco.
Por fin -era el 1 de Octubre- crucé esas puertas. Amanecía. Por el Este el sol
surgía rasgando los jirones de bruma de la madrugada. Todo parecía fundirse en un
espejo de púrpura y oro. Los palmerales y los huertos verde esmeralda se llenaban de
luz. Miré a los cielos, y vi un buitre, un cuervo y un cernícalo, peleando entre sí; era
como una premonición. También los árabes se pelearían. Vi un urogallo sobre un
tejado. Me volví hacia Nasir y Nuri Shalaam, los abracé y los besé.
-Es lo que veíamos ya en Medina, Aurens –me dijo Nasir.
-Sí, Aurens -añadió Nuri-. Desde Medina. Desde siempre.
Y entramos en Damasco. Las calles reventaban de gente. Las mujeres arrojaban
flores sobre nosotros. Me vi a mí mismo como Ibn Suhayd decía de Mutanabbi:
«Enhiesto como una palmera sobre la duna. Cubría su cabeza un turbante rojo del que
pendía flotando un cabo amarillo. Llevaba la lanza apoyada en el hombro. Iba montado
sobre una yegua blanca.» ¡Qué farsante! Pero me gustaba. Algo en mí necesitaba
aquello. No sé si de verdad aquella multitud entusiasmada nos anhelaba, o nos temía; o
si era sencillamente la expresión de su alegría por el fin de la guerra. Pero nos
abrazaban, sus ojos brillaban. Casi llevados por ellos llegamos al ayuntamiento. Allí me
encontré, ya «sentado», al venal Said, defendido por la guardia marroquí de Abd el-
Kader. Yo odiaba a Abd el-Kader. Me había traicionado cuando los ataques en el
Yarmuk. Y allí estaba ahora, frente a mí, retador, en medio de aquella confusión
inenarrable. Intenté poner orden. Pero la sala de sesiones bullía como un hormiguero
furioso: quienes pretendían agarrar la última tajada de los provechos de la guerra, los
advenedizos, los traidores, los corros de drusos, muchos de ellos gente que había sido
fiel a Turquía. Y los héroes. Auda alzaba su noble figura frente a los grupos que
chillaban. Auda odiaba a los drusos, y de pronto en medio del griterío, lo vi sacar su
espada y empuñar con la otra su pistola. Me costó apartar a Auda y llevarlo a otra sala.
Recuerdo su rostro, descompuesto, cubierto de sudor, sus gritos: «¿Lo ves? ¿Lo ves?
Era para esto. Todo ha sido para esto. No hay oro. No hay gloria. Nos has mentido,

74
Aurens.»
Era imposible poner de acuerdo a todos aquellos partidos enfrentados. Hice uso de
la autoridad que me confería mi nombre, y el de Feyssal, para intentar organizar el
gobierno de la ciudad. Nombré gobernador militar a Shukri el Ayubi, que nos era muy
favorable, y salí a recorrer las calles. La multitud seguía enloquecida, ondeando
banderas rojas y gritando con delirio el nombre de Feyssal. Y a ese nombre amado,
unían el mío: «¡Aurens! ¡Aurens! ¡Aurens! ¡Aurens!..»
Las horas que siguieron, qué extraño, permanecen casi borradas en mi memoria.
Sé que estaba muy cansado, y ni aquella excitación del momento me prestaba aliento.
Tuve que ir a un hospital, donde cientos de turcos heridos se pudrían sin agua, sin
auxilio médico, comidos por las moscas, los piojos y las ratas. Algo sucedió, pues un
oficial inglés me abofeteó, supongo que tomándome por un árabe y culpando a éstos de
la miseria de aquel hospital. No pude sino reírme. Me propinó otra bofetada mientras
gritaba «¡Maldito seas!», pero yo seguí riendo. Luego casi me desvanecí. Tuve que
retirarme a descansar, encontré un camastro viejo y me dormí.
Me sacó de ese sueño la mano de Nasir.
-Ven -me dijo-. Hay problemas.
Le acompañé y me encontré con un grupo de rualias que me comunicaron que los
soldados de Abd el-Kader no aceptaban los nombramientos que yo había ordenado. Fui
a hablar con él. Vino conmigo Auda, dispuesto a degollar al cabecilla argelino. Y de
nuevo la reunión en el ayuntamiento se convirtió en una vorágine de resentimientos.
Para completar el cuadro, el general Chauvel me hizo llegar un mensaje con sus
intenciones de ocupar la ciudad con tropas inglesas, en nombre de Allenby. Le dije que
el propio Allenby me había prometido que los árabes mantendrían el derecho de
permitir o no esa ocupación, innecesaria en todo caso si ellos conseguían un gobierno
sólido. Chauvel se mostró terco y tuve que amenazarlo con la respuesta violenta de los
árabes en el caso de que sus tropas atravesaran las puertas de la ciudad y que, en todo
caso, de entrar, deberían rendir honores a la bandera del Jerife. Esto pareció convencer a
Chauvel de la conveniencia de mantener sus posiciones por el momento fuera de
Damasco.
El nombramiento de un gobierno árabe fue lo peor de todo. El mejor
razonamiento se perdía en aquel pandemónium de insultos, gritos, amenazas, alianzas y
traiciones... Como si el puño que había unido a las tribus y a los clanes, como si el
juramento sobre el Corán de aquella lejana noche, como si el sueño de conquista que
había borrado toda aversión entre ellos, de pronto se hubiera abierto derramando la
ferocidad y el egoísmo de cada bandera; los viejos odios renacían, los enfrentamientos
se aceraban. Habían dejado de ser «árabes»; ahora volvían a ser Ateibash y Rualia y
Haritz y Hoveitah y Jujeina y burgueses de Siria que casi se lamentaban por el turco
vencido, y ninguno pensaba sino en su propio botín de guerra. Hubo incluso disparos y
vi brillar alguna gumía. Yo mismo tuve que disparar en pie sobre una mesa para
hacerme oír. Pero mis promesas de soluciones justas y equilibradas en una unidad bajo
el nombre de Feyssal, les hacía reír. Los beduinos, además, no entendían la gravedad de
los problemas con que nos enfrentábamos -no entendían ni siquiera el problema mismo-
.El suministro de agua había dejado de funcionar, y los cadáveres de hombres y
animales se pudrían en las conducciones y desatarían las más espantosas epidemias. La
luz era otro problema. No disponíamos de nadie en el servicio de bomberos, en una
ciudad amenazada con arder entera. Y había que restablecer telégrafos, teléfonos,
radios, policía. Y el alucinante e irresoluble caos de los hospitales, donde montones de
heridos agonizaban -turcos casi todos- en las peores condiciones. Y todo era como un
haz que convergiera en mí.

75
No logré poner orden. Recuerdo mi segundo día en Damasco. Había caído rendido
y dormí un par de horas. Me despertaron unos disparos. Salí y Auda me dijo que los
drusos se habían sublevado comandados por Abd el-Kader. Ordené inmediatamente a
Nuri Said que acordonase a los drusos y que emplazara las ametralladoras en las
bocacalles. Por fin logramos acabar con ellos y apresar a Mohammed Said, pero se nos
escapó Abd el-Kader; me hubiera gustado pillarlo y ejecutarlo. Tuve que matar a otros.
Poco después, el ejército de Allenby -aquel río inmenso y abigarrado donde tantas
nacionalidades se mixturaban, desde Australia hasta la India, todos con sus enseñas y
sus uniformes- entró en la ciudad y la ocuparon. Fue una ocupación total, a cuyo lado, la
entrada de mis guerreros parecía disolverse como una huella en el desierto. Sí. Pero esa
huella había dado a luz ese caudal.
Pero ahora llegaba la hora del reparto. Las potencias adjudicándose su botín. Y en
ese botín, poco íbamos a contar nosotros. El mundo que por un instante yo había visto
restallar, se hundía ahora en la componenda política. Todo el coraje, la limpieza viril de
nuestra lucha iba a pudrirse como aquellos moribundos del hospital turco, en aquel
hedor. Sobre nuestras heridas de hombre, se extendían las vendas sucias de la política.
Todas las ilusiones se pudrirían, destilando qué líquidos atroces.
Mi última orden en Damasco fue la de cavar enormes zanjas para enterrar sin
nombre a todos los cadáveres. Después entregué el poder a Allenby. Le aconsejé que
nombrase gobernador militar a Alí Riza, que bien merecido se lo tenía por su larga ta-
rea, tantas veces al filo del patíbulo, como agente de Fyssal.
Se anunció la llegada de Feyssal, que venía en tren desde Deraa. Fue hermosa su
entrada en Damasco. Siempre tras él su viejo servidor abisinio, aquel negro gigantesco.
Feyssal entró en Damasco montado en un caballo y seguido de su guardia. Fue la
primera vez que Feyssal y Allenby se encontraron frente a frente. Feyssal agradeció a
Allenby la victoria. Allenby le respondió -qué terrible momento -que Siria quedaba
según el Tratado Sykes-Pic, como protectorado francés y que todos los territorios al
Oeste del Jordán y la costa quedarían fuera del poder árabe. Feyssal protestó y dijo que
sus tropas habían tomado el día anterior Beirut, pero se le conminó a que arriase su
bandera pues el Líbano pasaba a estar totalmente bajo el poder de Francia. Después de
una protesta inútil, Feyssal abandonó el ayuntamiento. Allenby me dijo entonces que yo
debería permanecer junto a Feyssal como representante de Gran Bretaña. Me negué a
aceptar ese cargo.
-Es usted un soldado. Debe obedecer -me dijo
-Ya no soy nadie, señor -le contesté-. Estoy agotado y no tengo condiciones para
el mando. Le ruego que me traslade.

76
En el Mar Rojo, frente a Wejh, 19 de Enero.

Me desperté con el alba. He pasado la mañana -salvo un rato, cuando me han


permitido subir a cubierta; ah, qué hermosura la de esta mar- repasando el canto VI. No
termina de convencerme cómo he traducido el encuentro con Nausica. Le falta
«temple», deslumbramiento. No es digno de Homero.
Tampoco nuestra vida lo es.
Sigo:
Allenby me concedió su permiso, y regresé a El Cairo. Mis últimas horas en
Damasco las pasé admirando los mosaicos hermosísimos de la Gran Mezquita. Pensé en
cuando esa ciudad fue modelo de arte y tolerancia, a finales del siglo VII, bajo los
Omeya. Después me fui y ni siquiera volví la cabeza para contemplarla. Había sido la
meta de mis sueños, de los sueños árabes, en los últimos años. Pero ya no era nada.
Asunto acabado. Sólo ansiaba alejarme. ¿Volver a Inglaterra? Qué más daba.
En El Cairo me ascendieron a coronel, lo que acepté porque aparejaba el uso de
coche-cama en Europa, y siempre es de agradecer el estar solo. Le regalé a lady Allenby
una alfombra preciosa que había sido la de oración de Ayesha, recogí mis pocas
pertenencias, unos cuantos libros amados y mi Lee Enfield con incrustaciones de oro
que me había regalado Feyssal; en su culata había muescas de los turcos que yo había
matado con aquella arma. También de allí me fui sin volver la cabeza. Durante el viaje –
casi huída- el capitán del barco me informó de que se habían producido levantamientos
árabes en Siria, porque no aceptaban el reparto Sykes-Picot y que se organizaban
guerrillas, tanto contra los turcos -el armisticio tardó en firmarse, hasta el 30 de
Octubre, en el Agamenón, en el puerto de Lemmos- como contra las tropas de
ocupación.
No me interesaba. Lo único que deseaba era tomar el sol en cubierta y leer a
Píndaro.
Mi vida, para la que todo había perdido su significado, era una continua e inútil
escenificación del parlamento de Hamlet en el acto tercero. Hasta me sorprendía
muchas veces declamándolo en voz alta. Era un cadáver que tanteaba en un vacío
inmenso. Yo podía, como escribió Mutanabbi, «aceptar el encuentro de la muerte
sombría, pero no el de la vileza».
Cuando fui llamado al Congreso de la Paz en París, a principios de 1919, acudí
con el ánimo de quien va a cavar la tumba de un camarada. Íbamos a enterrar la
independencia de los árabes. Feyssal había decidido mostrarse firme en sus exigencias,
pero Inglaterra tenía sentenciada la colonización de Mesopotamia, y si en algunos
aspectos se mostraba proclive a las aspiraciones de Feyssal en Siria, era sólo por trabar
la influencia de Francia. Pero París no estaba dispuesto a renunciar a Siria ni a la Cilicia.
Las sesiones de trabajo serían interminables y aburridísimas; menos mal que en
previsión de esa inútil tabarra, yo llevaba siempre encima la Antología griega que hacía
dos o tres años había publicado Loeb, y me entretenía con esos espléndidos epitafios.
Alguno de ellos bien me convenía. Trabajé mucho durante esos meses en Las siete
columnas de la sabiduría, sobre todo por las noches; pude redactar siete capítulos.
También me acompañaron mucho la Anatomía de la melancolía de Burton, los versos

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de Yeats, que siempre me han emocionado, Conrad, Flavio Josefo y, siempre, Melville.
Ya había presentado antes de ir a París un resumen de mis puntos de vista -y
supongo que «la fama» me daba autoridad ante aquellos caballeros en la reunión
especial de la Comisión Oriental del gabinete-. Les dije que lo mejor sería la existencia
de cuatro Estados, desde El Higaz, bajo el poder de Hussein, al reparto de Mesopotamia
en dos, el Norte para Zeid, el Sur para Abdullah, dejando Siria entera para Feyssal. Me
dijeron que podía considerarse la idea, pero acudiendo a un plebiscito, plebiscito que yo
sabía sería manipulado por nuestros gobiernos. El Jerife Hussein dijo que no aceptaba
en forma alguna que se cuestionara su poder, y que además la soberanía de Arabia había
sido prometida por Inglaterra a cambio del apoyo árabe en la guerra contra Turquía.
Como preparación para el congreso, Feyssal vino a Inglaterra, acompañado de
Nuri Said. Desembarcaron antes en Marsella, y allí los esperé. Como afirmación de mi
lealtad -lo que hice durante toda aquella época, incluso en las sesiones del congreso- me
presenté vestido de árabe, lo que complació mucho a Feyssal; creo que entendió que mi
afecto y mi respeto por él y su causa eran superiores a los que estaba obligado a
manifestar por Inglaterra. Quise que todos lo supieran. Feyssal me trajo como regalo la
magnífica Historia de la guerra de Delbriik. Traté de conducirlos directamente a
Londres, pero las autoridades francesas, imagino que para poder hacer ante él un
«despliegue de poder», establecieron un largo itinerario con todo tipo de
demostraciones, sociales y militares. Era como decirle: todo esto está detrás de nuestras
aspiraciones en Siria. Feyssal se dejaba cortejar, pero permaneció inescrutable. Por fín
conseguimos dejar atrás aquel interminable desfile de prepotencia y subimos en
Boulogne a un crucero británico que nos condujo hasta Inglaterra.
El rey recibió a Feyssal en el palacio de Buckingham y yo permanecí a su lado,
ataviado con mi jaiqe de seda blanco y mi quffiya con aqal de oro.
Acudí a París con muy pocas esperanzas. Pero me había propuesto dejar al menos
orgullosamente enarbolada la bandera de los derechos árabes. Los franceses no se
mostraron muy complacidos con mi presencia en las sesiones. Pero tanto Feyssal como
el gobierno inglés - por lo que yo pudiera servir para reducir la influencia francesa- me
impusieron. Me hospedé en el hotel Continental, cercano al Majestic y al Astoria, que
eran los alojamientos de la delegación británica. Pedí -y obtuve- permiso para que mi
intervención en el Congreso se estableciese como miembro de la delegación de El
Higaz. Como aquella imagen -mi ropa árabe, la gumía que siempre llevé al cinto, mi
asiento junto a Feyssal- era lo más llamativo para la prensa, no me daban descanso
solicitando incontables entrevistas, que yo aprovechaba para defender la causa de
Feyssal.
Propuse al gobierno de Su Majestad que se permitiera la total libertad de El
Higaz, que Mesopotamia -en caso de resultar imposible establecer lo que era mi
opinión: reinos libres bajo Abdullah y Zeid, los hijos del Jerife- quedase bajo mandato
inglés, y que para contentar a Francia se le dejase el mínimo aceptable de Siria,
entregando el resto a Feyssal, a quien también se le concedería una salida al mar por
Alejandreta. A cambio los árabes debían reconocer un Hogar Judío, aunque éste
quedase bajo “control” británico. Esto, que al principio parecía factible dada la
moderación de Feyssal, y también sin duda la de Chaim Weizmann, entró luego en un
callejón sin salida debido a la intransigencia creciente de unos y de otros en lo referente
a los territorios palestinos.
Ni que decir tiene que tanto Woodrow Wilson como Lloyd George y, sobre todo,
Clemenceau, que fue el mayor responsable de los despropósitos inconcebibles que se
apañaron lo mismo en nuestras sesiones que en los monstruosos Tratados de Versalles y
Saint-Germain, no estaban dispuestos a aceptar mi criterio. Es curioso que el único que

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sí entendió mis advertencias fue un miembro de la delegación británica en la
conferencia, un ex alumno del King's College de Cambridge muy interesado por la
economía, John Maynard Keynes. Hablamos varias veces durante aquellos meses.
También él consideraba un error -«Peor que un error: un crimen», me dijo invirtiendo la
célebre frase de Talleyrand- las cláusulas de reparaciones que se impondrían a Alema-
nia. Coincidía conmigo en considerar nefasto a Woodrow Wilson, del que nos
burlábamos dudando si sería más sordo que ciego, y veía el futuro con el mismo
pesimismo. Estaba casado con una dama encantadora, bailarina, Lydia Lopokova, y una
noche que estábamos cenando los tres juntos, me dijo:
-No le dé más vueltas, amigo Lawrence. De una paz cartaginesa no ha salido
jamás sino el horror. El huevo de la serpiente.
En aquella conferencia, aparte de la lectura de la Antología griega o de Burton, lo
único fascinante fueron las intervenciones de Feyssal. Era el Rey, el ser más noble de
aquel Consejo de los Diez. Cómo resplandecía. Hermoso, físicamente hermoso,
orgulloso, sabio, refinado, con la autoridad de la cultura y del valor probados.
Cuando tuve que intervenir yo -y en contra de las muy poderosas presiones que
estaba recibiendo de la delegación inglesa-, defendí sin ambages la independencia de los
territorios al Sur de la línea Alejandría-Diarbekir, y afirmé que aun tratándose de tribus
diferenciadas y Estados en ocasiones enemigos, constituían tanto geográfica como
económica, religiosa y culturalmente, una unidad. Esa unidad se había probado en la
Rebelión, y de ella era natural que emergiese un mundo independiente. El presidente
Wilson me preguntó qué tenían en común el Yemen y Siria. Le contesté que el haber
muerto sus hijos juntos por una bandera. Se echó a reír. Clemenceau afirmó que Francia
no renunciaría a sus derechos. Feyssal replicó preguntando qué derechos eran ésos, y
Clemenceau respondió: « ¡las Cruzadas!» Entonces nos echamos a reír nosotros y
Feyssal le cortó:
-Señor presidente, creo que olvida quién ganó cuando las Cruzadas.
Pero todo era inútil. Francia se negó a reconocer a Feyssal como rey de Siria.
Informes que nos llegaban secretamente nos confirmaron que todo estaba ya decidido.
Feyssal regresó a Damasco en Primavera. Yo continué durante algún tiempo en París,
pero, como gesto de repulsa ante aquella componenda política, me negué a aceptar la
Orden del Baño que Su Majestad me había concedido por la toma de Aqaba y que ahora
deseaba imponerme en un acto con notoriedad.
-No puede usted negarse -me dijo Lloyd George-. Es una cuestión de honor.
Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia.
-¿El honor, señor Primer Ministro? Mientras nuestros hombres y los alemanes
caían como moscas en Francia, los franceses les vendían carne a los alemanes y los
alemanes nos vendían a nosotros obuses que matarían a sus propios soldados. Nuestro
algodón y nuestro cacao terminaba en Berlín, de lo que se sacaba buen rendimiento
económico. Cuando a Inglaterra le faltaba aceite y cemento, se lo estaban vendiendo a
Alemania, para sus blocaos, y la gasolina. ¿De dónde sacó Alemania la glicerina para
los explosivos sino de las ventas inglesas? Le diré dónde he visto el honor, señor Primer
Ministro. He visto el honor en los hombres que caían en el campo de batalla. Y he visto
morir en ese campo a muchos árabes, árabes que creían en la palabra de Inglaterra. Si
Su Majestad desea imponer la Orden del Baño, que la imponga en las arenas del
Yunque del Sol.
Estaba tan asqueado de la Conferencia, que llegué a pensar por un instante -¡ah, si
aún pudiera sentir en mi alma ese latigazo!- en abandonarlo todo, regresar a Arabia y
ponerme a la cabeza de una nueva insurrección, esta vez contra Inglaterra y Francia.
Qué imbécil.

79
Pero esos casi cinco meses fueron extraordinariamente provechosos para ir
construyendo mi libro, esas Siete columnas que me obsesionaban. Mi vida estaba ya
liquidada por nuestro mundo. Lo más terrible de la democracia moderna es que se ha
impuesto como jamás poder alguno imaginó siquiera: como la última fase, la única, la
mejor, del discurso humano. Y no deja espacio a otras formas, que no son ya «otras»,
sino lo demente, el mal, lo que «no ha entendido». Pero mi libro podria salvar las
barreras de mi vida, pasar a ese ámbito sagrado, el río de la inteligencia humana, y allí
no perecería lo que habíamos hecho.
París, además, me gustaba. Era una ciudad donde me sentía bien. Aprovechaba
para pasear todos los ratos que me dejaba libre el maldito congreso.
Aquellas horas recorriendo sus calles, los innumerables bouquinista con libros
viejos y grabados que flanquean el Sena por la Tournelle, Montebello, SaintMichel,
Grands-Augustins... esos cafés del Barrio Latino y Montparnasse, demorándome bajo
sus espléndidos castaños de Indias. En una de las primeras escapadas hice una
peregrinación sentimental hasta la rue de Capucines, cerca de la place Vendôme, donde
Stendhal había caído fulminado por la apoplejía. Sentí que «tocaba» algo inviolable; allí
había sucedido y «allí» estaba yo ahora. También había cientos de personas, pero yo era
yo, y era como si un dardo disparado en la muerte de Stendhal cayera a mis pies aquella
mañana de Febrero. Al comienzo de los Campos, esos casi dos kilómetros de sólida
belleza burguesa, imaginaba el día en que allí cayeron las cabezas de Luis XVI, de la
dulce María Antonieta, del canalla de Robespierre... Me gustaba especialmente la vida
que palpitaba en ese espacio entre Saint-Michel, Saint-Germain, el río y la rue de Saints
Peres, un poco más, hasta d'Orsay, con sus tiendas siempre abiertas, su gente tan
singular, de todos los países, consumidos por sueños, hambrientos de gloria; pintores,
escultores, poetas, bailarinas, locos, anarquistas incendiarios, actores, exiliados de mil
patrias imposibles, timadores, ladrones, proxenetas, putas y novelistas, desesperados y
suicidas, todos con ojos como ascuas a imagen de aquel Pauwels que se lanzó con su
bomba contra la puerta de la Madeleine.
Con frecuencia me resultaba difícil alargar esas salidas, porque la gente me
reconocía -habían visto muchas fotografías en los periódicos- y me paraban. Pero en
general procuraban dejarme en paz, como si supieran lo intolerable que me era cualquier
contacto humano. En cambio los lugares empezaban a «anidar» en mi alma, me daba
cuenta de esa simplicidad: iban siendo «míos». Ya no eran plazas, calles, rincones, con
el deslumbramiento de la primera vez, sino parajes a los que volvía eligiéndolos,
sintiéndolos fundirse con mi vida, con mi memoria porque algunas de mis emociones
iban ya unidas a dos.
Me gustaba mucho pasear junto al río, y en los atardeceres, contemplar el
crepúsculo envolviendo los puentes, la ciudad. Cuánto amé -ahora, de pronto, me
gustaría volver a verla, sentirme allí (no sería mal lugar para volarme la tapa de los
sesos)- la placita de Furstenberg, verla cerrarse como una urna al anochecer en su
tonalidad ocre perfecta. Y aquella noche cuando anduve buscando el número 17 de la
rue des Marais, tan estrecha, tan sombría, entre Saint-Germain y el quai Malaquais,
donde Balzac montó -cómo están sus reflejos en Ilusiones perdidas, en La casa del
gato…,- aquella imprenta con Barbier. Ah. Una mañana, ante Notre Dame, rodeado de
azaleas, creí ver los equilibros de Quasimodo a los ojos del amor imposible de
Esmeralda. También me gustaba mucho acercarme hasta la rue de Mouffetard y dejar
que su alegría me colmase.
Si mi corazón cedía demasiado a la amargura de mis pensamientos, paseaba o me
sentaba en el Luxemburgo; en su orden de estatuas y jardines, ante la belleza de la
fuente de Medicis, mirando jugar a los niños, mi humor encontraba cierta calma.

80
Pero iba debilitándome. Los trabajos en las sesiones, los paseos, las noches en
vela escribiendo Las siete columnas, la crispación ante la miseria política, la falta de
apetito... Una tarde, en el puente de Austerlitz, mientras evocaba con orgullo a los
soldados que vivieron aquella jornada, sentí que me desvanecía. Durante algunos
minutos, perdida la noción de lugar, sentí un miedo frío como el mador. El pulso era
alarmante. En cuanto pude reaccionar; me acerqué a un café y bebí -nunca lo había
hecho- un cognac. Me repugnó. Volví al hotel y caí en la cama como un moribundo.
Mi padre murió a principios de esa Primavera. Era un buen hombre, con el que
jamás había tenido enfrentamientos. Inteligente, tolerante; cuando ya no pude
agradecérselo me enteré de cuánto había sacrificado por nosotros. Supe entonces que yo
era hijo ilegítimo y que por amor a mi madre había abandonado otra familia y una
notable posición49. Mi madre me dijo que, una vez enterrado, pensaba abandonar
Inglaterra y consagrarse, junto a mi hermano, el médico, a las misiones en Extremo
Oriente.
Volví a París. La conferencia ya no me interesaba en absoluto. Sentí la necesidad -
un estertor- de volver con Feyssal. Y regresé a Egipto. Mi avión -un viejo Handley-
Page- se estrelló al aterrizar en Centocelle; pero las heridas fueron de poca
consideración. Después de mil peripecias y un largo retraso, que aproveché para revisar
el comienzo de Las siete columnas, llegué a El Cairo. Allenby había recibido órdenes de
vigilarme e impedir que me dirigiese a Siria. Para tenerme más controlado quiso que me
instalase en la Residencia, pero yo preferí, como siempre, mi querido Shepheard's.
Supongo que intentaba-revivir algunas sensaciones del que allí había sido, cuando
Arabia era un incendio en mi alma, cuando aún miraba el mundo con ojos anhelantes.
Pero el mundo que me encontré -hasta en las calles- parecía distinto, otro. La vida
discurría por caminos que ya no eran los míos. Y regresé a Inglaterra. Yo ya era un
fantasma, sin rumbo, sin interés en nada, salvo, acaso, sí, eso sí, terminar mi libro.
Además, el accidente de aviación me había dejado algo extraño en mis pulmones, y me
fatigaba excesivamente. Me instalé primero en Londres y a las pocas semanas, volví a
Oxford donde el All Souls College me ofrecía una beca de doscientas libras y residencia
en su edificio.

En Oxford trabé amistad con Robert Graves, un buen escritor y hombre muy
interesado por la mitología; le fascinaba mucho lo que yo había hecho durante la guerra
y anduvo dándole vueltas a la idea de escribir un libro con mis «hazañas». Él me
presentó a un tipo muy curioso, que me facilitó mucho la adquisición de ciertos libros
raros, David Gamett, estudioso de la botánica y ser extraño, que había abierto una
librería en Garrard Street, en el Soho. En Oxford pude trabajar con cierta paz.
Desgraciadamente apareció el fantasioso Lowell Thomas; tenía buenos contactos con
los empresarios londinenses, y empezó una gira de conferencias y proyecciones
cinematográficas sobre la Rebelión árabe que me convirtieron de inmediato, no ya en el
personaje conocido que era, sino en un «héroe» popular. Sus conferencias, artículos en
la prensa y el maldito «circo» que montó -sólo en Londres contemplaron el espectáculo
más de un millón de personas- hicieron que el libro, no menos maldito, que escribió
sobre mí, vendiera en poco tiempo cerca de trescientas mil copias. Algo inaudito.
Además era grotesco: Thomas se sentaba para repetir su conferencia ante un decorado
de claro de Luna sobre el Nilo que le había prestado sir Thomas Beecham de la ópera
Jesús y sus Hermanos. Como es lógico, volcó a la prensa sobre mí y convirtió mi vida
en un desastre. Tuve que huir, me escondí en Oxford y durante el otoño escribí el

49
Véase el Apéndice.

81
capítulo octavo de Las siete columnas y -no salía a la calle- volví a mis antiguos
estudios sobre las Cruzadas. Eso me distraía y a veces llegaba a olvidarme durante
algunos ratos de la mierda de mi vida. Pero era consciente de que salvo algunas páginas
de mi libro, todo lo demás, Cruzadas incluidas, flotaba en un espacio que era el del
oficio, no el del talento.

Se me está ocurriendo una idea. Quizá fuera tema para un poema, pero no estoy
dotado para la poesía. Pero es una imagen hermosa. Veo a Ulises, atado al mástil,
pasando ante las espantosas sirenas. No navega por la densidad de sus graznidos. Las
sirenas están calladas, aferradas a las rocas, quietas. Ulises atraviesa el silencio de las
sirenas. Es mucho más horrible.
Si a alguien le sirve esta imagen, se la regalo.
Cerca ya de Navidades, para acabar de alegrarme la vida, perdí todo el manuscrito
de Las siete columnas durante un cambio de tren en Reading. Es curioso: eso, que debió
haber constituido para mí un golpe terrible, resbaló por mis nervios como el
contratiempo más ajeno. Quizá la pesadumbre que me causaba todo el absurdo montaje
de Lowell Thomas me obsesionaba tanto que no me dejaba considerar otra cosa. Herber
Baker, el arquitecto, me «ofreció asilo» en su estudio de Westminster; allí me encerré y
entre Enero y Febrero volví a escribirlo de nuevo.
Mientras tanto, como era lógico esperar, todo el edificio de la política en Oriente
Medio se vino abajo. Los árabes se sublevaron contra Inglaterra, y los sirios contra
Francia. Siria proclamó rey a Feyssal, y consideraron parte de ese reino hasta Palestina.
Tanto Londres como París rechazaron la proclamación. La situación no sólo era
confusa, sino muy peligrosa. Tuve que romper mi aislamiento para empezar una
campaña de prensa explicando qué era lo que realmente estaba sucediendo, pero no
sirvió para nada y al final Feyssal fue derrotado por las tropas francesas en Meyssalun -
donde murió el heroico Azmi Bey- y tuvo que huir a Palestina bajo protección inglesa.

¡Dios! ¿Cómo es posible? ¡Otra rata! Pero ésta no tiene aspecto de apreciar a
Homero.

Se ha organizado un jaleo enorme. He disparado contra la rata, que ha quedado


partida en dos. El camarote se ha llenado de marineros. El capitán me ha ordenado que
le entregue mi revólver. Me he negado. No estoy dispuesto a quedarme sin mi único
salvoconducto. Por fin se han ido, pero me ha dicho que lo comunicaría a Londres para
recibir instrucciones. Que haga lo que quiera. Y Londres, lo mismo. No entregaré el
revólver jamás.

82
24 de Enero. Por el estrecho de Sicilia..

Estaba diciendo que Feyssal tuvo que escapar de Siria, pero eso no resolvió las
incertidumbres en Oriente Medio. A finales de 1920 Churchill se encargó del Ministerio
de Colonias, y me pidió que me uniese a su grupo de colaboradores. Me dijo que mi
trabajo sería de la mayor importancia, porque había muy serios preparativos de guerra:
Abdullah había tomado Ma'an y estaba reclutando un ejército para entrar en Siria y
devolverle el trono a Feyssal. Churchill estaba convencido de que yo era quien mejor
podía tratar con el Emir y apaciguar los ánimos. A mí, realmente, me daba ya igual lo
que pudiera suceder. Estaba mucho más inquieto entonces por mi vieja y querida amiga
de la infancia, Janet Laurie, de quien supe que, casada en bastante mala condición,
estaba pasando por penurias indignas. Me acordé de cuánto la había amado mi hermano
Will, y cuánto había representado también para mí. Y le cedí las tres mil libras que me
correspondían por herencia de Will50. Así que, hasta con los bolsillos limpios, de nuevo
me encaminé hacia Siria. Pensaba……………..
(falta por lo menos una página)
………….Abdullah cruzó la frontera de El Higaz en Marzo y entró en Amman.
Fui a Transjordania y mantuve una entrevista con él. Luego, juntos fuimos a Jerusalem
a parlamentar con Churchill; éste le prometió ayuda para su desarrollo económico a
cambio de que paralizase sus movimientos militares contra Francia. Abdullah aceptó,
pero se decidió abrir una conferencia en El Cairo para tratar de ordenar una vez más el
complicado rompecabezas territorial. Cuando fui a Amman para ver a Abdullah,
sucedió algo extraordinario. Al verme, los árabes, muchos de ellos guerreros que habían
combatido junto a mí, me rodearon y, disparando sus rifles, empezaron a gritar:
-¡Aurens! ¡Aurens! ¡Aurens! ¡Llévanos otra vez a Damasco!
En esa conferencia repetí mi vieja tesis: devolución de Siria a Feyssal -que ahora
se llamaría Iraq- y reconocimiento de los derechos árabes.
Acabada la conferencia, Churchill me ofreció nuevos altos cargos, pero no pude
sino rehusar. De aceptar no hubiera sido ya tan sólo un embaucador, sino un verdadero
hijo de puta. El sueño árabe estaba liquidado, Inglaterra ni siquiera intentaría impedir el
desmoronamiento del poder de Hussein ante los repetidos ataques -ya armados- de Ibn
Seud, quien tres años después incluso conquistaría La Meca constituyendo la gran
Arabia Saudí, más ventajosa para los intereses occidentales, y con respecto a Feyssal
estaba claro que no podría hacer más de lo que se le permitiera. En cuanto al
movimiento sionista, pude descubrir planes ya muy avanzados para la ocupación de
Palestina y la futura creación allí de una comunidad judía que la gobernase. Decidí
alejarme para siempre de aquella tierra y como brindis de despedida -por sentir por
última vez el fragor del combate, a ver si estimulaba mis muy deprimidas sensaciones-
encabecé, bajo la bandera de Abdullah, una expedición de castigo en Mafraq.
Terminada ésta, regresé a Inglaterra.
Volví a encerrarme para corregir el nuevo manuscrito de Las siete columnas,
estudié mucho los tratados chinos de arte militar de Se-ma, Sun Tzu y U-Tzu, que había
traducido el padre Amiot al francés, me fastidió encontrar un hermoso libro de poemas,
Antología de Spoon River, de un norteamericano llamado Lee Masters, porque había
ideado una estructura que era igual a la que yo llevaba tiempo madurando: una serie de

50
Teniendo en cuenta que sus únicos ingresos en 1920-1921 fueron las doscientas libras anuales del All Souls y las ciento cincuenta
que le rentaban las cinco mil legadas por su padre al morir, esa donación a Janet Laurie representa prácticamente la totalidad de la
fortuna de Lawrence.

83
muertos que cuentan su historia -yo pensaba hacerlo con mis árabes, los caídos en la
campaña- y entremezclando esas memorias. Después de Spoon River no tenía ya
sentido. Trabajé mucho, malcomía, salía a pasear durante la noche, cuando ya nadie
pisaba las calles, de forma mecánica. El desierto -pero de hielo- del desasimiento iba
apoderándose, o ya había dominado, mi voluntad. Me costaba demasiado concentrarme.
Perdí el apetito por completo y adelgacé brutalmente. Ni siquiera correr con mi
motocicleta me producía placer. A veces dormía donde me pillaban mis caminatas, o en
cualquier hotelucho infame. Llegué a quedarme sin dinero, como por cierto también
estaban tantos miles de ex combatientes que como yo llenaban las aceras, algunos
mostrando sus muñones; se emborrachaban intentando olvidar que habían vuelto a un
mundo donde nadie los esperaba ya. Sentía asco de mí mismo por estar vivo.
Me instalé por unas semanas en Cambrigde, una ciudad que siempre he amado.
Fueron días apacibles, y además conocí a dos hombres apasionantes, uno de ellos, el
general Fuller, con quien pasé muchas horas discutiendo sobre estrategia –él preparaba
por entonces un libro sobre batallas-, y otro un ruso exilado, feroz anticomunista y de
una inteligencia tan luminosa como su trato, un tal Navonov51, del que he perdido el
rastro; quería ser escritor y me parece que se ha publicado algún libro en Alemania.
Hablamos muchas veces sobre lo que estaba sucediendo en Italia. Sentíamos cierta
simpatía por la actuación de Mussolini, por otra parte tan engarzada con el sentir de
aquél pueblo; había evitado la guerra civil, y estábamos convencidos de que lograría -lo
que nos parecía un avance en la civilización- liquidar los sindicatos y los partidos
políticos. Había algo en él, excesivo, ridículo, pero era listo y acaso ese “exceso” que a
nosotros nos repugnaba fuera la fachada conveniente para los italianos. A mí me
interesaba más Italo Balbo -y ni decir que D´Annunzio, éste por otros motivos-, pero
Mussolini era el más capacitado para las tareas de gobierno. Unos meses después,
cuando yo acababa de ingresar en la RAF, tuvo lugar la “famosa” -y muy teatral-
Marcha sobre Roma.
Durante aquella estancia en Cambridge reflexioné mucho sobre mi futuro. Había
algo muy claro para mí: no deseaba seguir viviendo así. El mundo me repugnaba en las
formas que había ido adquiriendo su vida social. Consagrarme -una momificación como
otra- a cualquier estudio de los que me han interesado siempre, y olvidar en esa urna
insonorizada los estragos de la época, no era algo que funcionara en un temperamento
come el mío. Siempre vería en los ojos de los oyentes clavados sobre mí al grotesco
personaje de Lowell Thomas, claro de Luna incluido. Las siete columnas de la
sabiduría estaba en imprenta, para una edición especial con ilustraciones, lujosa; sería
un éxito precisamente porque lo firmaba ese árabe de opereta que yo había sido. No.
Nada donde aún quedasen hilos, por muy remotos que fuesen, que me uniesen al sentir
de la inmensa mayoría de mis contemporáneos me producía sino angustia, sopor,
aborrecimiento, asco. No. Sólo vi un camino posible: salir de ese mundo. Y nada mejor
para escapar de esa tela de araña, que ser otro. Otro, sin pasado, en un ambiente donde
difícilmente pudiera ser reconocido, y sir responsabilidades, dependiendo en todo de
otros, y cuanto más tonto, mejor. Enrolarme como soldado raso, manteniendo mi
incógnito. La vida cuartelera me mantendría en un orden. No tener que tomar nunca más
una decisión. Como desde hacía mucho me interesaban los aviones, pensé que lo mejor
sería ingresar en la RAF.
Estaba a punto de alistarme -Trenchard52 y el Vicemariscal del Aire sir Oliver

51
Debe referirse a Vladimir Nabokov, quien por entonces estaba en Cambridge.
52
Hugh Montague, primer vizconde Trenchard. Mariscal del Aire Había organizado y mandado la aviación de bombardeo inglesa
en la gran guerra, en Francia. En febrero de 1919, Churchill lo nombró jefe del Estado Mayor del Aire. A su lucidez y tozudez se
debe la supervivencia y desarrollo de la RAF.

84
Swann comprendieron muy bien (o se compadecieron) las dificultades por las que yo
pasaba, y me facilitaron el alistamiento bajo nombre falso- cuando recibí las pruebas de
la edición por suscripción de mi libro. Había esperado ese momento con ansiedad;
cuando tuve una ejemplar en la mano, lo hojeé, no me gustó demasiado, y lo dejé sobre
una mesa sin especial emoción. Otra cosa más, muerta. Muerta.
En la oficina de reclutamiento de Henrietta Street me sucedió algo bastante
desagradable. El oficial encargado me envió a reconocimiento médico; el doctor, un
escocés gordo, grasiento y de enrojecidas mejillas, me ordenó que me desnudara.
Cuando vió las cicatrices de mi espalda, hizo un gesto de repulsa. Me ordenó algunos
ejercicios. Su dictamen fue inapelable: mi cuerpo era una ruina, incapacitado para
enrolarme en la RAF.
Tuve que rogarle a Trenchard que me facilitase las cosas. Lo hizo y me inscribí
bajo el nombre de John Hume Rosse. Me mandaron a Uxbridge para la instrucción.
Probablemente sí que estaba convertido en una ruina, porque los ejercicios me
resultaron muy duros, yo que había vivido infatigablemente la guerra del desierto.Mi
“desasimiento” de los últimos tiempos me había agotado. Pasaba los días ocupado en
miles de tareas estúpidas, y procuraba aislarme para leer. Volví a leer a Plutarco, que
siempre ha sido un lenitivo para mi alma, y decubrí, pues acababa de publicarse, un
poema fascinante, The Waste Land, de Thomas Stearns Eliot. No. Lei a Eliot después,
en Farnborough. The Waste Land fue para mí una revelación, algo que me conmocionó
vivamente, con la intensidad que en mi niñez me habían impresionado aquellos libros
sobre las Cruzadas. Esos versos alucinantes. Recordé que yo había conocido a su autor,
una noche, un par de años atrás, en casa de Virginia Woolf, en Richmond. Y aquel
hombre silencioso, con aspecto de funcionario, era quien había soñado esos versos que
ahora me quemaban en mi imaginación.
Pero no pasó mucho tiempo sin que la prensa -aquellos malditos reporteros del
Daly Mail- me descubriera. La situación se hizo muy confusa y sobre todo insoportable
para mis oficiales, que no se atrevían a mandarme. Menos mal que al poco tiempo me
destinaron a Farnboroug, a la Escuela de Fotografía.
Entonces conocí a Guy, Guy era muy joven, parecía el ángel de La Virgen de las
rocas de Leonardo. Fue una amistad intensa, en la que se mezclaba la atracción sexual.
Pero jamás tuve ninguna relación con Guy.
Ahora -qué fantástico, es como un pinchazo con una aguja en una carne muerta,
que por un segundo se estremece- su recuerdo me excita. Vuelvo a verle como la
primera vez que se desnudó delante de mí en las duchas del campo de instrucción. Su
aire lánguido, su cuerpo fino, esbelto, el sexo que le caía entre los muslos... Y su
mirada; mientras se enjabonaba me miraba. Pero me había jurado no volver a permitir
que nadie se adueñara de mí. Guy intentó en algunas ocasiones una aproximación
íntima, incluso una noche se deslizó en mi cama «para hablar», decía. Pero ni siquiera
me permití con él placeres que había tenido con Dahum, como leerle poemas eróticos.
Lo que sí sucedió es que la turbación que me producía... Ahora mismo vuelvo a
excitarme, la polla se me ha endurecido tanto que casi duele. Voy a masturbarme.

----------

Ha sido mágnífico. Me he hecho una paja pensando en Guy, imginando que hacía
con él lo que nunca me permití. Ha sido una paja larga, lenta, saboreándola, reteniendo
varias veces la eyaculación. Ha sido formidable. Estoy exhausto.
Guy era una imagen amorosa que me excitaba. Pero a la que jamás llegué a rozar.
Eso me producía un desasosiego continuo. Por otra parte, el viejo y cruel fantasma de

85
Deraa se apoderó de mi alma. Revivía continuamente aquel momento terrible, sí,
terrible, pero donde había tocado el fondo de algo monstruoso y bello, la bestialidad del
deseo, su beso a la muerte. Me enloquecía la idea de volver a sentir dentro de mí el
dolor y la voluptuosidad de una polla. Pero lo que se constituía en objeto de mi deseo no
era una relación tierna, dulce, artística, como hubiera podido tenerIa con Guy, sino algo
mucho más primitivo, tosco, brutal, salvaje. No era una relación con un hombre lo que
deseaba; me repugna siquiera pensar en ello: era eso sólo, como si la polla no tuviera un
cuerpo, sólo ese pedazo de carne tiesa y caliente hundiéndose en mi culo, haciéndome
daño, cuanto más dolor, mejor.
Eso me llevó -nunca antes hubiera podido ni imaginarlo, ni después he vuelto a
poder soportar el contacto de nadie- durante algunas semanas a buscar los abismos de la
perversión sexual. Aproveché algunos permisos y medio disfrazado, con una horrenda
peluca y bigote pegado, busqué por las tabernas del puerto de Londres gentuza que me
sirviera, marineros, cargadores, maleantes. Por menos que costaba una mala comida
lograba de ellos lo que quería; eran malas bestias dispuestas a lo que fuera. Aquellos
despojos de urinarios me envolvían con su peste a sudor rancio y en cuartuchos
inmundos reproducíamos una y otra vez la tortura de Deraa. Eran experiencias horribles
pero embriagadoras, fantásticas; el animal que emergía del fondo del yo como un
monstruo misterioso, la voluptuosidad del horror. Al menos en la degradación toqué una
certidumbre.
Pero esos descensos a los infiernos, más Guy, fueron complicando mucho mi vida
en la RAF. Y el teniente coronel Guilfoyle, que llegó a Famborough, no tardó en
reconocerme. Me vi obligado a abandonar el servicio, y tuve que pedir una vez más a
Trenchard que me ayudase y me proporcionara otro destino. En Marzo de 1923
consiguió que pudiera alistarme en el Cuerpo de Tanques; lo hice como T. S. Shaw y
me destinaron a Bovington, cerca de Wool-in-Dorset. Esa nueva vida cortó de raíz mis
sórdidas aventuras sexuales londinenses. Tampoco quería continuar con ellas, me había
dado cuenta de que era caminar por un espacio que no tenía más salida que la locura o la
muerte, y no era una muerte digna. En Bovington me dediqué a leer, a traducir, a seguir
corrigiendo Las siete columnas, que, incluso publicado, le encontraba cada día más
páginas que me desagradaban. Y, sobre todo, volví a correr con mi Broug: ahí sí podía
encontrar un final digno. Descubrí a otro poeta, amigo de Eliot, un americano
asombroso, Ezra Pound. Trabajé mucho sobre Las mil y una noches de Mardrus, porque
Jonathan Cape me encargó su traducción, pero descubrimos que estaba a punto de
publicarse otra versión, de un tal Powys Mathers, y cancelamos el contrato.
En esa época pensé mucho -y leí sobre él- en una figura a la que cada vez
encontraba más parecido con lo que había sido mi vida. Sería fantástico que después de
todo yo no haya sido más que un dandy. Brummell, sí, el extraordinario George Bryan
Brummell. ¿Acaso la vida, para él como para mí, no había sido sino representación? Los
dos somos hijos de Oxford; los dos hemos hecho un culto de la soledad, de la
indiferencia; y ni para él ni para mí hay mujeres en nuestra memoria. Si en la cima
helada del desprecio, él había presidido la Inglaterra elegante de los primeros quince
años del siglo pasado, yo he hecho soñar el orgullo novelesco de mi tiempo. Mi príncipe
de Gales ha sido la realidad no menos grotesca de este tiempo, y como Brummell, he
preferido el exilio a estrechar esa mano. Hasta su despedida: aquella noche en la Ópera
el 16 de Mayo de 1816 ¿no es como mi aparición vestido de árabe junto a Feyssal en la
Conferencia de París? Falta el último capítulo, Brummell se volvió loco. Algo sí sé: no
habrá un Bon Sauveur53 para mí. Me lo garantiza mi revolver.
La gente como Brummell o como yo “suceden”, como decía Whistler del Arte.
53
Manicomio donde fue asilado Brummell.

86
Algo nos arrastra más allá incluso de nuestra propia voluntad, algo más sabio que la
propia inteligencia, porque llega más lejos. Hasta tocar este inmenso silencio final. Yo
no he elegido lo que irradio y fascina a la gente. Y eso es Arte. Soy de esos que, como
dice un verso de la Luna, “salimos solos”. He exhibido mi excepcionalidad ante los ojos
de un mundo que ya no es capaz de concebir esa bandera orgullosa. Auda sí la veía,
como yo. Y la muerte de gestos como el mío -como el abandono final de Brummell-
prefigura, más aún, ratifica, la extinción del “artista” a la que estamos asistiendo.
¿Por qué ni en los momentos de mayor abatimiento he dudado de mi
superioridad? La he sentido como algo natural. Cuando marchábamos por el desierto, yo
sabía que era mi sola presencia la que atraía a las tribus. ¿Por qué? Morían por mí. Y yo
aceptaba esa entrega como algo natural, como si en mí continuara una herencia radiante
y que yo exhibía, fríamente, como un ave solitaria, más allá de los planes de los
gobernantes de este mundo y de lo dictadores de nuestra conducta moderna.

De pronto me acuerdo de Janet Laurie. Yo la amé. La deseé. Me acuerdo de


aquellos labios gruesos, de su nuca, que me excitaba; su mirada centelleante.
Joder. Me estoy empalmando otra vez. No hace ni media hora que me he hecho
una paja, y otra vez la tengo tiesa. Debe de ser el calor. Pero recordar a Janet me está
poniendo caliente. Nunca la toqué. Cómo me gustaría ahora. Dios, cómo la quería. O
cómo, quizá, la quiero todavía. La adoraba. Si la tuviera aquí ahora, la arrodillaría entre
mis piernas y le haría que me la chupase.
Una tarde le dije que la quería, que nos casáramos. Pese a su afecto, ¡qué
repulsión vi en sus ojos!
¡Fuera este tema para siempre!
Mis días transcurrían lentamente. El tedio. Sobre todo, la sensación de haber
perdido mi vida. La Rebelión había sido un error. Me había proporcionado momentos
de emoción, me había hecho sentirme vivo, pero nada más. La situación mundial iba de
mal en peor, y acaso yo les había hecho flaco favor los árabes. Mi obra me abrumaba,
Las siete columnas era algo que ya lamentaba haber escrito; no me gustaba, pero me
sentía incapaz de rehacerlo. El personaje creado por Lowell Thomas me perseguía.
Estaba solo. Una soledad atroz. Me veía a veces solo ante la inmensidad del tiempo, del
Universo. Sin sentido.
La Historia es siempre igual, y jamás aprende. La guerra había sido un inmenso y
carnicero error, pero el tratado de paz de Versalles era un nido serpientes. ¿Quién podía
imaginar que sometiendo a Alemania al ultraje de Versalles no iba a alimentar algo
terrible, que engordaría sus rencores, que la llevaría a la ruína y al enfrentamiento
social? ¿Y qué saldría de todo esto? Por lo que sé, han sucedido cosas que no permiten
presagiar nada bueno. Liddell Hart me escribió diciéndome que los Cuerpos Francos de
Noske habían acabado con los spartakistas, pero noticias que he recibido recientemente
hablan de brutalidad, de un nacionalismo exacerbado, de persecuciones desmesuradas,
de una exaltación absoluta de lo peor que hay en nosotros. ¿Pero acaso no ha parido ese
monstruo la “virtuosa” democracia? Cuando se ha permitido que América imponga a
culturas muy superiores su mediocre visión del mundo, todo puede suceder. Me acuerdo
de lo que me dijo Feyssal en París: “Una cultura que acaba de rezumar a Rilke,
sometida por los salchicheros de Chicago…” Yo había leído La decadencia de
Occidente de Spengler, con el que coincidía en muchos puntos de vista, pero no es ya
Spengler quien está detrás de las Secciones de Asalto nacionalsocialistas, sino mentes
mucho más torpes y ruines; la única cabeza considerable es la del jurista Carl Schmitt.
La vida en el campamento de Bovington, al menos en los primeros meses, fue

87
apacible. Nadie me reconoció, para todos era un soldado más. Participaba de sus
diversiones, disfrutaba anulándome en aquella atmósfera mediocre, y hasta dejé de leer.
Como tenía bastante tiempo libre, me dediqué a recorrer Dorset con mi Brough, lo que
me hizo muy popular entre la tropa; me pusieron el apodo de Broughie, que casi me
gustaba más que el de Aurens. Cerca de Bovington vivía Thomas Hardy. Le escribí y fui
a visitarle varias veces; su pesimismo iba muy bien con el mío. Le dije que lo visitaría
“en secreto”, pues no quería que nadie supiera que estaba allí, y lo comprendió
perfectamente. Es lo mismo que les había pedido a mis pocos amigos, a Hart54, a
Graves, a los altos mandos que conocían mi destino, a Bernard Shaw y su esposa. Había
alcanzado una total indiferencia y por fin era Nadie. Tampoco tenía ya lazos familiares.
La sociedad y todos sus espejismos podían desfilar ante mis ojos indolentes. La
obsesión del suicidio parecía abandonarme. Gozaba una misteriosa libertad. Mis llagas
cicatrizaban. Incluso me desprendí de la gumía de oro que me había acompañado
durante toda la guerra. En una de mis escapadas en motocicleta, había visto una casa en
el campo, en Clouds Hill; la alquilé y con el dinero obtenido por la venta de ese
fantasma del pasado, empecé a restaurada.
Continué trabajando con las pruebas de la edición «lujosa» de Las siete columnas
-que realizaba disimulando la tarea con otras rutinarias de oficina-. Me agotaba. Pensé
en destruir el libro. Cada vez me parecía peor. Correr con mi Brough volvió a
convertirse en lo que más me apasionaba -quemé en esos años cinco motocicletas, cada
una un modelo mejor que la anterior, y más veloz.
(Me he puesto a calcular por encima, y veo que entre 1922 y 1926 corrí más de
ciento sesenta mil kilómetros; una media de seiscientos kilómetros semanales. Qué
fantástica locura.)
Voy a mear y vuelvo.

Mientras meaba he meditado sobre la polla. Pendía de mi mano como una cosa
absurda. ¿Quién será?

Ah, para el interés de mis «posibles biógrafos”: en el Cuerpo de Tanques tuve


oscuras relaciones con otro soldado, un animal llamado John Bruce –apunten bien. John
B r u c e-. De ven en cuando me pegaba. Y fuerte. Auténticas palizas. Y me gustaba.
Disfrutaba. Ahí tienen ustedes materia para escarbar. Que aproveche lo que deduzcan.
Por mí, todos ustedes, del primero al último, pueden chuparme los cojones.
Me habría quedado allí para siempre. A nadie le importaba ni nadie me importaba
a mí. Sin tener que pensar, que elegir. La comida a sus horas, la paga en su fecha, y todo
sin exigirme la menor responsabilidad. La estupidez envolviendo el mundo como una
tela de araña, pero que permitía respirar a través de ella. Y quizás la idiotez es la meta
perfecta.
Pero, como siempre, la prensa -el dinero que se ganaba con mi nombre- terminó
por descrubrir mi escondite en la persona de un periodista del Daily Express. Apelé de
nuevo a Trenchard y éste lo trató con el Vicemariscal del Aire Geoffrey Salmond;
conseguí-consiguieron- que se me realistase en la RAF. Me trasladaron a Cranwell, y
allí repetí la experiencia del anonimato de Bovington. Y fue aún mejor. Los Bristol
sustituyeron a las Brough; me fascinaba volar, aunque no pilotase yo. Siempre me había
gustado la aviación: es el futuro. Es curioso que nadie en Inglaterra se dé cuenta de esto.
Nadie quiere darse cuenta de la importancia de la aviación. Desde el fin de la guerra, no
54
Liddell Hart.

88
ha pasado un día sin que se pretenda disolver la RAF, o desplazarla convirtiéndola en
“auxiliar” de la Armada del Ejército. Si no hubiera sido por Trenchard y por Churchill,
ya lo habrían conseguido. Y es el “escudo” del futuro.
Pero lo que a mí me fascina no eran las consideraciones militares: era lo que volar
tenía de aventura magnífica, y solitaria. Cuando uno cruzaba los cielos en aquellos
Bristol, el aire silbando sobre la madera del fuselaje, siendo parte del aire... Era como en
el desierto, solo, sentir tan intensamente la soledad, pero una soledad limpia, donde el
propio cuerpo se disuelve y sólo queda el estremecimiento de la intuición, más rápida
que el pensamiento, que guía nuestras acciones. Yo miraba a los pilotos y me daba
cuenta de que habían dejado de ser un cuerpo humano, para convertirse en una masa de
instinto con unas conexiones con los mandos del avión, casi fundidos a éstos. La misma
sensación que yo he tenido siempre al correr en motocicleta: un solo cuerpo
invulnerable lanzado por un agujero de velocidad, fuera del mundo y de lo que somos.
Pero en los aviones esa sensación era superior. Abríamos el cielo, nos dejábamos
devorar por esa luz.
Acabo de recordar algo magnífico que decía William Hazlitt: que la fama no es
sino lo mismo que el amor por lo excelente.
Pude trabajar sin problemas en la corrección de pruebas de Las siete columnas,
que conseguí terminar, y además preparé -fue una idea de Jonathan Cape- en unos días
una versión abreviada, que con el título Rebelión en el desierto, Cape pensaba
comercializar a gran escala en Inglaterra y Estados Unidos. Me aseguró que los
beneficios serían enormes, por lo que sin pensarlo más legué todos los derechos al
fondo benéfico de la RAF, para pagar estudios de hijos de oficiales caídos en la guerra.
Me trasladaron -ahora hace exactamente dos años- a Karachi. Me alegró
abandonar Europa; con suerte, para siempre. En la India sí iba a ser muy difícil que
nadie me reconociese. Me traje mis libros más queridos -mi Virgilio, mi Tácito, mi
Stevenson, mi Montaigne, mi Shakespeare, mi Stendhal, mi Plutarco, mi Melville-. Iba
destinado a talleres, pero ya conseguiría formar parte de las tripulaciones. ¡Y volar!
Estando en Karachi salió en Inglaterra Rebelión en el desierto. El éxito fue descomunal;
se vendieron más de cuarenta mil ejemplares en menos de tres semanas. Qué dicha estar
lejos. Mis únicos contactos con Londres eran la mujer de Shaw, Charlotte, Hart y
Hogarth. Durante dos años no he hecho sino volar de vez en cuando -menos de lo que
hubiera gustado-, algún trabajo que no me interesaba pero que tampoco me daba
problema alguno, y leer, leer. Todos mis viejos libros, una y otra vez, y los que me hice
enviar, y los que me han ido regalando los Shaw. Recibí -por mediación de Hart- una
carta de un italiano, Malaparte, con unos escritos suyos inéditos, que me interesaron
mucho: un escritor de raza. Volví a leer a Conrad -ah, El corazón de las tinieblas,
Victoria, La línea de sombra, Lord Jim, ah-, Virginia Woolf me mandó su espléndido
Orlando. Me había hecho con un gramófono y algunas placas. Creo que he escuchado
más de doscientas veces el O patria mia de Rosa Ponselle. Insuperable. Recibí también
una carta «muy educada» de Allenby, felicitándome por Rebelión en el desierto y sobre
todo por Las siete columnas de la sabiduría, que yo había sugerido que se le enviase.
Me alegró; yo respetaba a Allenby, aunque hubiésemos tenido diferencias, pero siempre
fue un verdadero militar alejado de los trapicheos de la política. Churchill me escribió -
también lo dijo públicamente en Inglaterra- contándome que le había emocionado y que
la altura literaria de mi texto convertía sus propias memorias en periodismo. Cape me
comunicó que se empezaban a hacer traducciones a diversas lenguas, y que el interés
del público aconsejaba lanzar al mercado una biografía mía, que le había ofrecido a
Graves -desde la época de Oxford Graves había tomado muchas notas en
conversaciones conmigo y estaba muy interesado en ello-. Le dije que decidiera lo que

89
quisiera, siempre que yo no tuviese que aparecer en parte alguna.
Ah... Qué bien se está ahora. El fresco de la noche entra por la portilla. Todo el
día ha hecho un calor angustioso.
En Noviembre recibí una noticia que me conmocionó: Hogarth había muerto. Me
di cuenta de que ese hilo era el único que aún no había cortado con el pasado. Hogarth
era mi juventud, el hombre que acaso hizo posible todo, y siempre estuvo cerca de mí
con sus consejos y su apoyo. Ahora sí estaba y a solo, absolutamente solo.
Y de repente, el vértigo de esa soledad fue como si cebase al animal del suicidio
que durante los últimos tiempos se había mantenido apartado de mi cabeza. Ahora salía
de su cubil, reptaba de nuevo por mis nervios. Porque hay muertes que son «lo que le
sucede a otro», pero hay muertes que se llevan pedazos de uno mismo, en que parte de
uno mismo muere con ella. Y Hogarth era un pedazo de mi vida que desaparecía tan
brutalmente como si me hubiesen amputado un brazo, una pierna. Algo que no me había
sucedido ni con mis hermanos ni con mi padre.
Pasé ese Invierno sumido en una depresión que me impedía concentrarme en
nada. Da igual, de todas formas, porque no hay nada que merezca la pena; pero la
sensación física era desagradable. Me sumergí en mis recuerdos de los campamentos
por donde había arrastrado mis varios yo falsarios. Contar esa sensación de
«indiferencia» que allí me había hecho rozar la felicidad, me pareció un tema
interesante. Empecé a escribir fragmentos sueltos que poco a poco fueron creciendo
hasta convertirse en una novela55. Después volví a leer Bartleby de Melville, y lo rompí
todo: el texto de Melville convertía en vulgar cuanto pretendiera internarse por ese
camino. Era como lo que había leído de ese austríaco del que me han dicho que ha
muerto hace tres o cuatro años, Kafka, Franz Kafka. Pocas veces una prosa me ha
impresionado tanto; a su lado parecían inanes obras magníficas. Sin embargo, la idea no
me abandonó, quizá como autodefensa inconsciente, como forma de agarrarme a algo
que me impidiera dar cada día un paso más hacia el suicidio. Redacté de nuevo el libro,
y se lo envié a Bernard Shaw. Al menos podía ser un documento sobre el caldo de
cultivo de esa «indiferencia» que tanto me apasionaba. A Shaw no le gustó. Entonces se
lo envié a Trenchard; me pareció obligado, ya que al tratar los aspectos -para ellos- más
sórdidos de la vida militar, la más exigua lealtad a quien tanto había hecho por mí
llevaba a someterle el original. Trenchard, como yo esperaba, me dijo que no lo
encontraba «conveniente».
Karachi empezó a hastiarme -no tengo recuerdos de mi estancia allí-. Es una
ciudad de medio millón de habitantes, creciendo a un ritmo frenético, comercial en el
peor sentido de la palabra, donde nadie tenía otro interés que no fueran las ganancias
derivadas del trigo del Punjad o el algodón de Sind. Quizá en otros momentos de mi
vida hubiese bendecido la posibilidad de tener a mano, de poder estudiar los restos de
las colonias griegas, lo que queda del reino indogriego de Demetrio. Pero no pisé un
museo ni prácticamente salía de mi oficina. El tráfago que se sentía en el aire -toda la
India es un disparate- me molestaba. Solicité el traslado; y me enviaron a Miranshad,
muy cerca de la frontera de Afganistán, a un destacamento donde no éramos más de
veintiséis hombres. Contento de dejar Karachi, empaqueté mis libros y me dispuse a
disolverme en la soledad. El único recuerdo agradable que me llevé fue la sonrisa, el
rostro dichoso de la hija56 de una de nuestras cocineras; Asha tenía once años
maravillosos.
Si Miranshad se hubiera detenido para siempre... Me he sentido tan bien allí, tan

55
EL TROQUEL.
56
Un año más tarde, cuando estuvo destinado en Cattewater, otro «rostro dichoso» merecería sus atenciones: la hijita de su
comandante de vuelo, Sidney Smith, a la que cariñosamente llamaba Squeak.

90
en armonía con no sé qué -como si hubiera firmado la paz con mis fantasmas- que
decidí prorrogar mi período de alistamiento -que termina el año que viene- y no volver
nunca a Inglaterra. No volver ya nunca a ningún sitio.
Pero en Septiembre pasado, y no llevaba allí más que cuatro meses, los hijos de
puta del Evening News impulsaron una campaña contra mí, acusándome de realizar
labores de espionaje. «El rey sin corona del desierto» me llamaban. No me disgustó el
apelativo. Al principio pensé que las informaciones desaparecerían progresivamente.
Pero como era una noticia que aumentaba la venta de periódicos, otros muchos, incluso
de Estados Unidos, continuaron inventando conspiraciones. Cretinos. Y lo han
conseguido. Londres me repatría. Hace dos semanas que recibí la orden de abandonar
Miranshad y no he tenido tiempo siquiera de empaquetar mis libros. Espero que le
sirvan a alguien. Este camarote de mierda es ahora mi paraíso y supongo que en
Inglaterra me esperan multitudes enardecidas a las que deberé distraer por un rato.
Creo que no.
¿Me espera un final semejante al de mi admirado Brummell? ¿Haré como él, en
Calais, cuando cada noche, ya pobre y solo y mirándose en el espejo de la locura, se
engalanaba para recibir en una cena imposible a la Inglaterra muerta, los días de su
esplendor?
No.
El mundo que viene estará cada vez más hecho a la medida de los mediocres, de
los cretinos, de los vividores baratos; ideas de saldo y metas ramplonas. Vivir obligará a
un pacto de no agresión con esa zafiedad -cuando no a dejarse poseer por ella- que estoy
muy lejos de poder aceptar.
No.
Que le den por el culo a todo.

91
Gibraltar, 26 de Enero.

No volveré.
El otro día, al navegar cerca de Wejh, contemplaba en la lejanía brumosa, como
amasada con sol, esa costa abrasada. Fue ahí.
¿Estuve yo ahí? ¿Soy yo el que partió desde ahí hacia el Yunque del Sol y hacia
Aqaba?
Toda mi vida es tan absurda como aquella música que escuchamos una vez en
Jiddah, cuando el Jerife Hussein llamó por teléfono y nos dijo que tenía una banda -eran
turcos capturados en Taif- y se empeñó en que la escuchásemos. Fuimos cogiendo por
turno el aparato y lo que ahí sonaba ¡eran Haydn, Mozart, Strauss! El director de la
banda debió ser un oficial alemán, y el repertorio era el frecuente en las bandas
imperiales. ¡Pero Mozart por una banda de turcos por teléfono y desde La Meca! Hace
poco me escribió Herbert Wells diciéndome que quiere escribir un relato que muestre
cómo nuestra civilización acaba en la imbecilidad y el caos57. Pienso en mi querido
Schopenhauer. Lo último que contempló antes de morir, tumbado en aquel sofá de su
despacho, el rostro de Goethe en un grabado que tenía siempre cerca. Yo no veré ese
«orden».
He pasado al otro lado. Qué más me da ya regresar a Inglaterra, salir de este
apestoso camarote, o volarme la cabeza aquí, dejar una carta diciendo que soy un espía,
confundir a todos, hacer pedazos al gran Aurens inventándome cualquier abyección que
me destruya en la memoria de los árabes. ¿O voy ser el Horacio que recuerde al mundo
la historia de ese Hamlet que fui en la Rebelión? No. Ya todo da igual, y no sólo para
mí. Creo que formo parte de nueva ogdóada que debe morir una vez organizado el
mundo. He sido muchos: el místico en busca de apoteosis como decía, Radet de
Alejandro Magno; un cínico; un farsante; un imbécil que no ha sabido qué hacer con su
vida; un ser fulgurante de esos que los dioses envían de vez en cuando. A la mierda
todo. He pasado al otro lado. Estoy viendo los ojos de ese ser desconocido que nos
habita, las fuerzas misteriosas que nos conforman.
Mi lucha en Arabia -y supongo que toda vida, y quizá la vida de todos- es como el
destino de las legiones de Aecio Galo, que después de no poder tomar Saba y sus
tesoros, retrocedieron y se perdieron en el desierto. El sol fue calcinándolos y sus
huellas eran un reguero de muertos. De pronto, sobre arenas -que alguna vez fueron el
mar- vieron brillar conchas y soñaron que «eso» era el tesoro que debían llevar a Roma.
Cargaron con ellas y siguieron avanzando hasta que el sol y la sed acabaron poco a poco
con todos ellos. Durante siglos, las caravanas que atravesaron aquellas tierras
contemplaron resplandor de cascos y corazas, armas y escudos, rodeados de un mar de
conchas.
O quizá hay una historia que me explica más, mejor. Desde que la leí por vez
primera me di cuenta de que ésa era la verdadera explicación de gente como yo. Un
artista del hambre. En unas pocas, muy pocas páginas, Kafka cuenta la historia de un
ayunador, célebre al principio por esa práctica -un espectáculo que, aun incomprensible,
57
Creemos que Lawrence se refiere a ThecTroquet player.

92
todos veneran- pero al que a poco los tiempos van relegando; pasan los años, y su gesto,
que ya no tiene sentido para nadie, cae en el olvido. Un buen día un inspector del circo
descubre la jaula abandonada donde aún está el ayunador. Preguntando por su
dedicación, el ayunador responde que no tiene mérito alguno, que, simplemente, nunca
encontró comida que la gustase. “Si la hubiera encontrado –dice- me habría hartado
como todos vosotros”.
Cuando la Conferencia de París, una noche, la esposa de Keynes me llevó a una
cena en casa de Eugenia Errazuriz, donde se homenajeaba al pianista Rubinstein. Un
hombre magnífico. Me lo presentó, conversamos un rato, y Rubinstein me dijo:
-A usted le sucede como a mí: sólo la inteligencia, lo excelente, nos tonifica. Y no
somos indiferentes a la mediocridad, sino que nos hunde.
Creo que fue un extraordinario diagnóstico de mi caso.
¿Pero cuánto tiempo puede “durar” ese caso? Ya no me salva el desprecio, porque
los despreciables no son conscientes de ese desprecio. No volveré a tener nunca entre
las manos una situación tan formidable, tan magnífica, una exaltación como la guerra
del desierto, donde fundirme con el viento de la vida, y, además, ya no soy capaz de
embriagarme con esas acciones, como entonces. Escribir… ya no me interesa. ¿Para
quién? No contemplo nada que no sea el horror insoportable, como la blancura de Moby
Dick. ¿Es esa blancura mi destino, ese lomo con el que hundirme atrapado por mis
propios arpones? He llegado a un punto terrible o admirable: la cualidad de las piedras.
Es lo mismo que la imbecilidad. Repetir mecánicamente lo que me ordenen mis
necesidades, confiar sólo en la salud. Sentimientos, reflexiones, Arte, la Historia, los
sueños, la memoria, todo resbala como la mierda por la loza sanitaria, y deja algo liso,
curado, sano. La materia de que se construye el olvido.
Me veo como ese ser aborrecible de Troilo y Cressida -que también Homero
despreció-: Thersites. El mundo que Shakespeare nos cuenta es el mismo «sálvese quien
pueda» que el nuestro. Y en ese reino de la destrucción, en ese sobrevivir a cualquier
precio, ley y norma pasto de las llamas, donde todo, hasta el amor, está contaminado, la
mirada helada, inapelable, desalmada, la abyección de Thersites es como la mía. Como
él en la obra de Shakespeare, yo era -y ahora soy aún más- el ser más abyecto en mi
obra, pues nada en mi corazón funde ya el hielo de mi convicción de que todo está
acabado, que el horror se enseñorea de la vida. Ya ni siquiera puedo sentir el más
pequeño latido de odio, o de repugnancia. Nada hay en mí de calor humano. Mi lucidez
ha traspasado los límites, y más allá de ellos sólo está la vileza. Sigo viviendo, y con
sarcástica complacencia en el fondo de mi desesperación, porque aún ese espanto me
permite contemplar mi superioridad. Soy cómplice de la abyección. Mi alma es estéril y
obscura como la noche en que se hunde la Civilización.

93
NOTA FINAL DE LOS EDITORES

El coronel Lawrence intentó suicidarse a bordo del Rajputana, en la noche del 27


de Enero de 1929. Se disparó un tiro en el corazón. Probablemente un bandazo del
barco desvió el arma y la bala causó destrozos en el hombro izquierdo, pero no puso en
peligro su vida. El intento de suicidio fue silenciado y se le mantuvo bajo vigilancia
durante el resto de la travesía. Para evitar el contacto con la prensa, el Rajputana hizo
una escala en Plymouth, el 2 de Febreeo -su destino era Gravesend-, y Lawrence fue
desembarcado en secreto. El teniente coronel de la RAF, Sydney Smith, se ocupó de la
custodia -la recuperación duró más de un mes- y lo trasladó bajo sus órdenes al
campamento de Cattewater.
Lawrence se integró de nuevo en la vida militar. Ya no intentó esconderse en el
anonimato, sino que incluso explicó en el Parlamento a Ernest Thurtle, del Partido
Laborista, las circunstancias de los acontecimientos de Afganistán donde la prensa lo
había implicado. A partir de ese momento, no hay acontecimientos relevantes en su
vida ni su comportamiento en la RAF planteó problema alguno. Adquirió Clouds Hill y
decidió retirarse allí, dedicado a escribir, cuando se licenciase de Aviación. Sus amigos
le regalaron una Brough SS-100, pero la pasión por las motocicletas parecía haberlo
abandonado, y se limitaba a cortos paseos. Su antiguo interés por los aviones hizo que
lo destinaran al servicio de hidroaviones y se le encargó la organización del Trofeo
Schneider, famosa competición entre Solent y Ryde, en la isla de Wight.
Además de sus tareas con los hidroaviones, Lawrence empezó a ocuparse de las
lanchas motoras de gran velocidad, ya que la RAF había decidido utilizarlas en
misiones de salvamento.
Su traducción de la Odisea fue publicada con notable éxito. El mismo que siguió
acompañando a Rebelión en el desierto y a Las siete columnas de la sabiduría. En 1933,
el historiador militar Liddell Hart escribió la biografía «de guerra» de Lawrence. En
Junio de ese año, volvió a encontrarse con el rey Feyssal, que había acudido a Londres
para consultas con renombrados cardiólogos, si bien moriría tres meses más tarde, en
Suiza, de un ataque al corazón.
A lo largo de ese mismo año hubo intentos por parte del Partido Fascista de
Inglaterra, y su presidente Oswald Mosley, con el fin de atraer a Lawrence a sus filas.
Pero -y merece citarse su respuesta- éste le manifestó su profundo desinterés por la
suerte del mundo, añadiendo que «sólo coincidimos en el deseo de bailar sobre la
sentina donde se pudran los cadáveres del Daily Express, el Daily Chronicle y el Daily
Herald».
La Universidad de Saint Andrews le ofreció un Doctorado honoris causa, pero lo
rechazó.
En 1934 Alexander Korda inició la producción de una película, con el título de la
obra: Rebelión en el desierto, sobre la vida de Lawrence durante la guerra. Pero en
cuanto tuvo noticias del proyecto, Lawrence habló con Korda y logró convencerlo para
que no lo realizase.
En Febrero de 1935, Lawrence fue licenciado de la RAF. Se dirigió a Clouds Hill,
pero la casa estaba rodeada de periodistas y fotógrafos, motivo por el cual renunció a

94
instalarse y, disfrazado, marchó a Londres, donde se alojó con nombre supuesto -T. E.
Smith- en un hotel de baja categoría. Cuando supuso que la expectación que
despertaba se había reducido, volvió a Clouds Hill a finales de Abril.
El 13 de Mayo, cuando regresaba con su Brough de la oficina de correos de
Bovington, al tratar de esquivar a dos ciclistas, derrapó y a consecuencia del choque
sufrió una gravísima lesión cerebral. Estuvo en coma durante seis días, hasta su
fallecimiento el 19 de mayo. El funeral de cuerpo presente tuvo lugar el 21, en la
iglesia de San Nicolás de Moreton, en cuyo cementerio descansa al pie de un cedro
blanco.

95
Pero sé que de todos los reyes, sólo Alejandro
se arrepintió de sus actos gracias a la nobleza
de su corazón.
ADRIANO

Más vale buena esperanza que ruin posesión.


MIGUEL DE CERVANTES

96
APÉNDICE

Página 9

Los viajes en bicicleta realizados por Lawrence constituyen en sí mismos


verdaderas proezas. En 1906 recorrió la zona francesa entre Fougeres y Saint-Maló. En
1907 se dedicó a los castillos de Gales y, junto a su padre, recorrió las regiones
continentales de Andelys, Beauvais, Evreux y Gisors; después, en solitario, continuó
por Anjou y la Bretaña, hasta el monte Saint-Michel. En el Verano de 1908 su viaje
alcanzó los 3850 kilómetros -con medias de casi doscientos kilómetros por jornada-,
con el siguiente itinerario: Le Havre - Rouen - Beauvais - Coucy - Compiege Provins -
Troys - Montbard - Vezélay - Nevers - Moulins - Le Puy - Valence - Avignon -
Tarascon - ArIes – Nimes Saint Gilles - Aigues Mortes - Béziers - Narbonne -
Carcassonne - Toulouse - Albi - Cordes – Villefranche, Cahors - Fumel - Perigrieux -
Saint Yrieix - Chalus - Angouleme - Cognac - Saintes - Niort - Poitiers - Parthenay -
Bressiure - Thours - Chinon - Loches – Tours, Montoire - Vendôme - Orléans -
Étampes – Chartres, Dinan.

Página 10

La capacidad de lectura de Lawrence resultaba asombrosa hasta para sus


profesores y compañeros. Si hacemos caso a Robert Graves, en los años de Oxford
habría «devorado» casi los cincuenta mil volúmenes de la Biblioteca Oxford Union;
parece exagerado, pero sí hay testimonios fidedignos que dan cuenta de su dedicación a
la lectura en términos admirables: era capaz de estar leyendo dieciocho horas seguidas,
y, a lo que parece, con provecho. Sin duda la Literatura obsesionó su vida, y viajaba -
también en campañas de guerra, con varios libros en su mochila. Algunos de ellos -
como Shakespeare, Montaigne, La muerte de Arturo, las Comedias de Aristófanes, el
Oxford book of English verse, Schopenhauer y Moby Dick- no le abandonaron jamás. Su
interés por los libros le llevó a intentar, a lo largo de su vida, varias veces -casi siempre
teniendo como compañero a Vyvan Richards-, la edición.

Página 11

De la tribu Haritz
El mundo árabe se componía de numerosas tribus -tanto sedentarias (sobre todo
en Siria) como nómadas, pacíficas y guerreras, hasta de diferentes credos, y
generalmente entregadas a razzias y luchas territoriales. (Para mejor comprensión véase
el mapa.), En ese mundo atomizado y enfrentado -los haritz, wahabitas, jujeinas,
bishawis, billis, ateibash, ageylish, abu tayis, hoveitah (occidentales y orientales), rualia
o harb- quedaba como un poso de nostalgia por el antiguo Califato, avivado por el odio
a la dominación de Turquía, que tanto chocaba con el orgullo árabe en la defensa de la
libertad de sus costumbres; y esa nostalgia concentraba sus vindicaciones en los pocos
«grandes» jefes que podían asumir, por su fuerza espiritual, la soberanía de esa
tendencia unitaria. De ellos, Hussein ibn Alí el Hachemita, Gran Jerife de La Meca,
descendiente del Profeta, era la figura -hasta para los turcos- señera. Él fue -como
explican estas memorias quien dio la señal de la sublevación contra la Sublime Puerta, y

97
su hijo el Emir Feyssal-junto a Lawrence, quien acaudillaría la Rebelión.

Página 15

Para mejor comprensión de los hechos, véase el mapa. La rebelión se produjo en


El Higaz, pero el corazón de ese “mundo árabe” que soñaban Lawrence y Feyssal, el
Califato, estaba en Siria, en Damasco. Si la rebelión se hubiera circunscrito a Arabia,
ese sueño hubiera sido segado de raíz. De ahí la preocupación de Lawrence por tomar
Aqaba y llevar el ejército de Feyssal hacia el Norte. Además, la riqueza agrícola e
industrial se encontraba en Siria, no en los desiertos del Sur.

Página 15

El Acuerdo Sykes-Picot -por sus redactores: sir Mark Sykes, miembro del
Parlamento de Gran Bretaña, y Françoise George Picot, delegado del gobierno francés-
tuvo su primer borrador en Enero de 1916, que sería la base del tratado. En éste se
determinaban las zonas que deberían quedar bajo la administración francesa en la costa
y el Norte de Siria y bajo la administración británica desde Basara hasta Bagdad. Junto
a estas zonas se precisaban las que quedarían bajo la «influencia» de uno y otro país
(prácticamente todo el Próximo Oriente), menos Jerusalem que tendría administración
internacional. El Higaz, en el sur, quedaba independiente. En realidad era un reparto del
Imperio turco entre las dos grandes potencias, que dejaba de lado las aspiraciones
árabes. Se mantuvo a éstos con obscuras promesas que nunca revelaron el alcance del
tratado, con el fin de mantener su apoyo en la guerra. Precisamente los graves
problemas de conciencia de Lawrence durante su intervención en la Rebelión provienen
del temprano conocimiento que tuvo -quizá por Hogarth- de las cláusulas de dicho
tratado, aunque durante algún tiempo consideró posible -y de ahí su empeño en llevar a
las tropas jerifeñas todo lo posible hacia el Norte, ocupando Siria- obligar a su propio
gobierno, a modificar ese tratado como resultado del dominio de hecho, por parte de
Feyssal, del territorio sirio.

Página 24

Es la segunda mención a funciones de espionaje. Se refiere al Sinaí. Pero


numerosos comentaristas han relacionado a Lawrence con actividades anteriores, en las
que se incluye también a Hogarth, durante la estancia en Karkemish, donde habrían
disfrazado la labor de espionaje con tareas de arqueología. No hay documentación
oficial que lo confirme. Casi todos los seguidores de esta teoría se basan en la cantidad
de viajes que hizo y no siempre arqueológicamente justificados; pero teniendo en cuenta
el carácter de Lawrence y sus intereses, no son tan extraños. Además, ¿por qué ocultar
esa actividad? Es cierto que su conocimiento directo del Próximo Oriente parece
excesivo, pero ¿qué no parece «excesivo» en Lawrence? Basta con el itinerario que
cumplió en el Verano de 1909, en su primer viaje a Siria:
Primera etapa: Sidón - Nabatiye - Beaufort - Banias - Hunin - Tibnin - Safed -
Chastellet - valle del Jordán -Mar de Galilea - Belvoir - Endor - Nazaret - Anthillt,
Haifa - Acre - Sidón - Tiro – Beirut.

98
Segunda etapa: Jebail- Batrun - Meselila – Enfeh, Trípoli - Krac des Chevaliers -
Safita - Latakia - Sahyun - Alepo - Urfa - Seruj - Meyra - Alepo.
No hay ningún lugar que no esté vinculado a sus intereses -ya que no eran sólo
arqueológicos- históricos, como las Cruzadas. Y de adjudicarse motivos que tengan que
ver con el espionaje, la casi totalidad de los mismos carecen de valor para ello.

Página 37

En realidad toda la documentación consultada indica que el regreso de Lawrence


como asesor del Emir Feyssal, no se debió tanto al mismo Lawrence como a la
insistencia -hasta extremos muy duros- del Emir, que presionó a El Cairo para
conseguido. Esto es importante porque indica hasta qué punto, ya desde el principio,
Feyssal era consciente del poder de Lawrence.

Página 40

En cuanto narra sobre Aqaba hay una evidente exageración por parte de
Lawrence. Era una plaza en realidad con muy poca guarnición y con fortificaciones
dirigidas hacia el mar no tan peligrosas como hace suponer con su relato. Hubiera sido
acaso fácil tomarla mediante un desembarco -existía un plan, de Brémond y sus
senegaleses-, y desde luego la armada británica la había bombardeado. Es más lógico
pensar que el plan de asartarla por el Este significaba en el fondo una forma de unificar
el esfuerzo de guerra árabe. Y también cabe pensar que el Emir Feyssal tuvo que ver en
la decisión de la campaña tal como se realizó, tanto o más que el propio Lawrence,
puesto que para sus planes convenía alejar toda posibilidad de una intervención
«extranjera» y producir la impresión de que era el ejército árabe el que llevaba el peso
de aquella misión. Lawrence, que tenía muchos y finos conocimientos de estrategia y
táctica, debió de considerar también que si otras fuerzas que no fueran las de Feyssal
tomaban Aqaba, representarían un tapón para la expansión de la rebelión fuera de El
Higaz.
En resumen: se habría podido conquistar Aqaba con un desembarco, pero eso
hubiera significado dejar aparte al ejército árabe y reducir su influencia a Arabia. La
necesidad de llevar la rebelión hacia el Norte es la verdadera causa de esa penosa
campaña, y no la imposibilidad militar de un desembarco. En esto Lawrence no cuenta
toda la verdad.

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Es extraño que con la precisión de la memoria de Lawrence, omita que fue


visitado en Karkemish por su hermano Will, cuando éste iba camino de su destino en la
India, en Octubre de 1913. Está documentado que Will pasó varios días en Karkemish.

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Más interesante que lo que realmente sucedió en Deraa -la violación y los azotes
que la precedieron, situaciones por desgracia no infrecuentes en condiciones de guerra;
acaso fuera más peligroso para la salud de Lawrence el no haber atendido debidamente
a las curas necesarias en los días siguientes, por no descubrir la naturaleza de la
vejación- es contemplar de qué forma modifica su carácter, además de la reacción que
experimentó en el momento del ultraje, que no fue de repulsa, sino,como él mismo
explica con todo detalle, de profunda satisfacción sexual.
Con respecto a lo primero, es obvio que acentuó la disposición de Lawrence al
aislamiento, su repugnancia por el contacto físico con otras personas, agrió su carácter y
potenció las aristas de crueldad y desasimiento. En cuanto a lo segundo, confirma sus
muy complejas complacencias sexuales, de las que Deraa no es el único capítulo en su
vida, donde los componentes de humillación y dolor ocupan un considerable espacio.
Sobre lo sucedido en Deraa existen numerosas versiones, la última de las cuales -
el libro de Lawrence James, The golden warrior (Weidenfeld and Nicolson, 1990)- lo
niega, alegando que el 21 de Noviembre de 1917, Lawrence no podía encontrarse en
Deraa porque, según el diario de servicios de la 10a Sección Motorizada de Artillería de
Campaña, realizaba una misión en Uadi Itm junto al coronel Joyce. Pero esa anotación
tiene menos valor (ya que muchas veces es mera obra de escribientes que registran a
posteriori datos sin una rigurosa verificación) que los informes del Archivo del
Ministerio de la Guerra -158/634- que sí lo ubican cerca de Deraa en esa fecha, aparte
de lo que el mismo Lawrence confirma en Las sieté columnas de la sabiduría, Rebelión
en el desierto y estas Memorias del Rajputana, así como lo corroborado por otros
muchos biógrafos.
Por el testimonio de Lawrence, no hay duda de que fue a Deraa en misión de
reconocimiento -no puede descartarse, dado su carácter, cierto y peligroso
«exhibicionismo»-, que fue detenido por una patrulla turca, entre cuyas actividades
estaba conseguir hombres jóvenes para satisfacer los deseos homosexuales de Hajim
Bey, y que una vez conducido a presencia de éste y requerido con algunas caricias, se
negó violentamente, por lo que Hajim Bey ordenó que se le azotase; que después de este
ultraje y dado su estado, Hajim Bey sintió repugnancia para un trato íntimo y que lo
cedió a la guardia; que fue violado repetidas veces por los soldados, aunque es difícil
saber cuántos eran -entre cinco y siete-; que después del ultraje fue abandonado en un
cuarto contiguo, del que logró escapar (según Jeremy Wilson con la ayuda de un
soldado turco compadecido, que le indicó una salida secreta).
En este relato están conformes Jeremy Wilson en su Lawrence of Arabia, que es
muy detallada biografía, y Robert Payne, quien da a entender que acaso pudo ser
reconocido por Hajim Bey, lo que el propio Lawrence había sugerido en una carta a un
amigo oficial del ejército británico.
Hay una carta de Lawrence a Charlotte Shaw donde se trasluce que la facilidad de
la huida pudiera deberse a haber accedido a las pretensiones sexuales de Hajim Bey,
pero ningún otro documento del propio Lawrence lo corrobora.
No parece haber dudas sobre que fue violado -Liddell Hart cuenta que Lawrence
le dijo que tras el ultraje «aún pude cabalgar», acción y adverbio que denotan
laceraciones en el ano-. Lo que sin embargo discuten tanto Jean Beraud Villars como
Richard Aldington, quienes dicen que fue torturado, y con moderación, pero no violado.
Robert Graves lleva al extremo este punto de vista, y en su Lawrence and the arabs
pasa olímpicamente de lo sucedido en Deraa con un «fue castigado por negarse a
obedecer una orden del gobernador».
Hajim Bey, que fue interrogado en ocasiones sobre aquel hecho a lo largo de su

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muy larga vida, ni siquiera recordaba ese día como especialmente memorable; había
sido un cuerpo más -en aquella ocasión, no gozado- y desde luego, en caso de haber
descubierto la identidad de Lawrence, lo habría detenido.
Se ha estudiado en ocasiones la presunta homosexualidad de Lawrence.
Personalmente, no creo que ninguno de los episodios de su vida en este sentido
permitan acreditarlo como tal.
Seguramente Lawrence fue un gran tímido -lo que sus defectos físicos (su estatura
y la cortedad de sus piernas) agravarían- y, sin duda, un empedernido onanista. Sus
relaciones con otros hombres en este sentido -no siempre cortados por un similar patrón:
adolescentes, de belleza ambigua, y con los que ni siquiera llega, salvo el episodio de
Jabba, a relación física- no dejan de ser la expresión de su atracción por lo bello y el
calor de la compañía, en un mundo donde no había mujeres. Las relaciones ya de otro
carácter con John Bruce o los obreros portuarios pertenecen al dominio no de la
homosexualidad sino a los abismos de la sexualidad.

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Hay testimonios que pretenden acreditar que, ya en su niñez, Lawrence era


consciente de la irregular situación de sus padres; lo que, considerando la presión social
en la Inglaterra de finales del siglo XIX, quizá colaborase a su temprana y contumaz
misantropía. Sucedió que su padre, Thomas Robert Tighe Chapman -descendiente de
los Chapman de Hinckley, con lejano parentesco con el gran Walter Raleigh, a quienes
tanto la reina Elizabeth como el dictador Cromwell habían concedido grandes
propiedades de tierra en Irlanda-, se casó en 1873 con la hija de un rico hacendado, con
la que tuvo cuatro hijas. En 1881, Thomas Chapman se enamoró de la institutriz de sus
hijas, Sarah Junner, mujer de gran belleza. Al principio de sus relaciones, la instaló en
Dublín y la visitaba con frecuencia, pero no tardó mucho en abandonar a su familia -a la
que dejó la posesión de toda su fortuna- y huir con su amante, cambiando su nombre por
el de Lawrence y dando comienzo a una vida inicialmente erradiza, hasta que se
instalaron en Oxford. Thomas y Sarah tuvieron cinco hijos, el segundo de los cuales fue
Thomas Edward Lawrence, que nació en Tremadoc, Carnavonshire, el 15 de Agosto de
1888.
Todos los testimonios refieren que el padre de Lawence fue hombre de notable
simpatía, culto y feliz con su nueva familia. Ayudó mucho a su hijo en sus inquietudes
literarias e históricas, y parece haberle transmitido su pasión por los viajes en bicicleta,
sobre las que también era capaz de recorrer distancias de doscientos kilómetros. Sarah, a
su belleza unía un carácter retraído, disciplinado, y era mujer piadosa, incluso
excesivamente puritana.
Las relaciones de Lawrence tanto con sus padres como con sus hermanos, siempre
fueron excelentes. Pero sin duda -pues testimonios de sus últimos años así lo acreditan
(como ha expuesto Liddell Hart)- durante toda su vida rumió el oprobio de su
ilegitimidad.

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BIBLIOGRAFÍA

Sobre la rebelión árabe, quizá lo más estimulante sea leer lo que el propio
Lawrence escribió en su Seven pillars of winsdom -de la que hay edición española,
aunque la traducción sea de juzgado de guardia- y en Rebelión en el desierto, con la que
todos los lectores han conocido, con palabras de Borges referidas a otro libro, "la
felicidad y el asombro" desde 1941, cuando lo publicó Editorial Juventud.
Sobre la experiencia de Lawrence en posteriores destinos, nada mejor que El
troquel, en Alianza Editorial.
Los interesados en sus cartas, pueden acudir a varias ediciones inglesas de las
mismas..
En cuanto a las biografías que pueden –y algunas de ellas, deben- leerse,
recomendaría:
La magnífica de Liddell Hart, T. E. Lawrence in Arabia and after, de 1934,
publicada por Cape,
lo que cuentan las Memorias del rey Abdullah, también en Cape, 1950,
Lawrence de Arabia, de Robert Payne, de la que existía edición española, en
Bruguera,
la insufrible –pluma resentida- de Richard Aldington, Lawrence de Arabia,
también de posible adquisición en España,
la apresurada Lawrence y los árabes de Robert Graves editada por Seix Barral,
la hermosa Lawrence d´Arabia ou le Rêve fracassé de Benoiss – Méchin,
el memorial de Winston Churchill en Great contemporaries, Butterworth, 1937,
The secret lives of Lawrence de Arabia (Nelson, 1969), de Phillip Knigthley y
Colin Simpson,
A prince of our disorder, de John E. Mak, en Weindenfeld & Nicolson,
Victoria Ocampo: Lawrence de Arabia (descatalogado) - yo tuve la fortuna de
encontrar en una vieja librería de Caracas el “Crisol” de Aguilar de 1951 -,
el Portrait of T.E. Lawrence de Arabia de su buen amigo Vyvan Richards, editado
por Cape en 1936,
el desmesurado Con Lawrence en Arabia del fantasioso Lowel Thomas, editado
hace tiempo en España, en Editorial Iberia, con el título de El coronel Lawrence de
Arabia, el rey sin corona,
la espléndida -además de bien documentada- biografía que le dedica Jeremy
Wilson y cuya versión, algo reducida, ha sido publicada por Circe,
la reciente de John E-Mack, Lawrence de Arabia de Richard Perceval Graves
(Salvat, 1984);
con determinados errores debido a su vocación de justificar el papel de Francia en
lo que concierne a la rebelión, pero rigurosa y fundamentada, El coronel Lawrence o la
búsqueda de lo absoluto, de Jean Beraud Villars, Sancla Ediciones, 1964, de la que sólo
puede encontrarse algún ejemplar en librerías de viejo,
y T.E Lawrence: an arab view, de Suleiman Mousa, publicada en 1966 por
Oxford University Press.
Hay otros textos muy interesantes: Orientations de Ronaldo Storrs, The young
Lawrence of Arabia de Paul J. Marrito, The palestine compaingns del coronel A.P.

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Wavell, Ornament of honour de E.H. R. Altouyan…etc., así como esos deleites de
maniaco -rebosantes de fotografías- que son A touch of genios: the life of T.E.
Lawrence de Malcolm Brown y Julia Cave (J.M. Dent & Sons, Londres, 1988),
Lawrence de Arabia -no confundir con su posterior biografia- de Jeremy Wilson, en las
publicaciones de la Nacional de Portrait Gallery, e -imprescindible- T.E. LAWRENCE
by his friends, A Biography Seen Through Many Eyes, editada por A.W.Lawrence
Doubleday/Doran, New York 1937.

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