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Conciencia ética y libertad

CONCIENCIA ÉTICA Y LIBERTAD

Pompeyo Ramis*

Resumen

Nos proponemos considerar la conciencia ética bajo tres aspectos. 1. Teniendo en


cuenta que siempre está en crisis la estimación de los valores éticos y morales, presentar
algunas ideas clarificadoras acerca de la conciencia ética. 2. Mostrar que ésta es un hecho
operante en la interioridad del ser humano, aunque no siempre, infortunadamente, se le
preste la debida atención. 2. Observar cómo los valores ético-morales se amortiguan en
la conciencia debido a las actitudes subjetivistas. 3. Educar la conciencia ética según el
postulado kantiano de la razón práctica en orden al recto uso de la libertad.

Palabras clave: conciencia, valores, educación, libertad, moral

Doctor en Filosofía. Profesor Titular. Ha impartido sus enseñanzas de Lógica y Filosofía en la Maestría
y en el Doctorado de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los
Andes (Mérida-Venezuela). Es autor de numerosos libros, traducciones y artículos publicados en revistas
filosóficas nacionales e internacionales. Conferencista en eventos filosóficos nacionales e internacionales.
ramis4@hotmail.com

Fecha de recepción: 15/06/2013 Fecha de aceptación: 13/07/2013 69


Revista Filosofía Nº 24. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela, 2013 / ISSN: 1315-3463
Pompeyo Ramis
ETHICAL CONSCIOUSNESS AND LIBERTY
Abstract

We will consider the ethic consciousness under three points: 1.Since is always in crisis
the estimate of moral and ethical values, man must clarify some ideas about the ethical
consciousness. 2. So we will intent to manifest that the ethical consciousness is a real fact
operating in our human interiority, even we do not always –unfortunately- pay enough
attention to it. 3. The education of ethical consciousness is possible, having as a guide
the Kantian categorical imperative, with a special regard to the due use of human liberty.

Key words: consciousness, values, liberty, ethics, moral.

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Conciencia ética y libertad
1.- El problema
Hace más de setenta y siete años, desde que tengo memoria de pequeñas y grandes
cosas, oigo hablar de “la crisis por la que estamos atravesando”. Es de suponer, por
tanto, que en siglos pasados las lamentaciones sobre este tema de la crisis hayan sido
semejantes a las nuestras. Lo cual nos indica que el estado de crisis es una situación
constante de la humanidad.
Pero en el centro de los estados críticos se halla siempre una determinada conducta
humana, o tal vez un conjunto de ellas. Crisis económicas, sociales, políticas, religiosas,
psicológicas, etc., son producto de actos, decisiones u omisiones que el hombre comete,
a veces con la intención de obtener un éxito, otras con la de provocar un fracaso, y no
pocas con la de ser protagonista de algún acontecimiento en marcha. Como en todos los
acontecimientos, individuales o sociales, subyace una finalidad, un propósito humano
consciente o inconsciente, la crisis a la que me refiero conlleva siempre una crisis
moral, es decir, ética para expresarlo en un sentido que abarque tanto lo individual
como lo colectivo. O para decirlo en términos de Marciano Vidal, la crisis ética es una
“desmoralización del mundo actual y cambio de estimativa de los valores morales”1.
Este es precisamente el problema a resolver, aunque yo no lo reduciría al mundo actual
sino que lo extendería a todas las épocas de la historia, puesto que el estado de crisis es un
constitutivo esencial de la especie humana. Tampoco lo mediría con métodos estadísticos,
pues las crisis, siendo múltiples y universales, no son fácilmente computables, ni son
tantos los espíritus de rectitud intachable que valga la pena contarlos. Es mejor ir
directamente a la génesis de la amoralidad: allá donde se forjan los corruptores y los
corrompidos del mundo que es y del que fue. Hay en el mundo crisis de ética debido a
tres factores que son a su vez otros tantos campos de la crisis universal: la conciencia
ética, los sistemas educativos y los usos de la libertad.

2.- Conciencia ética


Sin reduccionismos ni posiciones exclusivistas, es posible hablar de conciencia ética
sin someternos a ninguna moral positiva. Nos basta saber que la ética está en el género
de la moral. Bien sabemos que hay espíritus rectos que asimilan en el foro interno de
su conciencia lo que se les impone en la moral positiva y en los códigos de derecho.
Pero para que alguien sea llamado ciudadano probo, no se exige tanto; basta con que
su proceder se adecue externamente a los preceptos legales. En la conciencia no entran
los jueces. Sin embargo el ideal de la conducta ética está en lo dicho antes: asimilación
concienzuda de los preceptos jurídicos y morales. Anoto, para evitar malentendidos, que
aquí no tomo la palabra conciencia en sentido fenomenológico, sino ateniéndome a su
derivación del verbo latino conscio, que significa conocer un conjunto de circunstancias

1
Moral de actitudes, PS Ed., Madrid, 1974, I, p. 14

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necesarias para estimar la conveniencia o inconveniencia de un acto, sea jurídico o
moral. Tampoco quiero confundir la conciencia ética con la psicológica, es decir como
conocimiento reflejo del propio Yo, sino que quiero partir de esta definición que propongo
de conciencia ética: facultad que nos hace estimar los preceptos justos como valores a
los que hay que ajustar nuestra conducta.
La conciencia ética puede manifestarse en dos momentos: en el de la creación de
la norma y en el de su cumplimiento. El primero pertenece sólo a los legisladores y el
segundo a los súbditos, incluyendo en éstos a los legisladores mismos en cuanto que
ciudadanos. El legislador hace valer externa y jurídicamente su imperativo categórico,
que en el terreno jurídico podría sonar así: si creas una norma positiva, elabórala de tal
manera que cualquier otro legislador prudente la habría dictado en forma semejante.
O dicho de otro modo: que la ley que has dictado sea estimada igualmente por todos
según su valor absoluto o relativo.
El valor de las normas jurídicas o morales se estima de dentro hacia fuera, no al
revés; es decir, que las leyes justas no entran en la conciencia y se instalan allí como
residentes, sino que su domicilio propio está en la misma conciencia. Son en cierta
manera prejurídicas. Cuando un legislador apela a los principios éticos del obrar, no sólo
refleja lo que él percibe como bueno o conveniente, sino lo que es esencialmente bueno
o conveniente según el alcance de nuestra experiencia, sin acudir a ulteriores razones
filosóficas acerca del bien y del mal. Sólo de esta manera nos libramos del subjetivismo
jurídico, y por ende del subjetivismo ético.
La ética, aunque sea parte de la filosofía, debe mantenerse en el terreno de la razón
práctica. El bien no es tan sólo un ente metafísico, sino una realidad en acto que se
manifiesta en acto en las conductas. La conciencia ética no estima sólo el bien como una
propiedad esencial del ser, sino sobre todo como una finalidad práctica de las acciones.
La conciencia ética no busca definiciones sino que acepta o rechaza, manda o prohíbe
según la rectitud que de ella mima dimana. Es como la conclusión de un silogismo
práctico en el que las premisas son la sindéresis o capacidad de sacar consecuencias de
los principios de evidencia inmediata.
De un silogismo práctico sacamos una verdad de orden práctico; pero ¿qué hacer
si en su lugar tropezamos con un error? Simplemente atender a las relaciones que debe
haber entre la materia y la forma de un razonamiento. En un silogismo teórico el error
consiste en la ausencia de causalidad lógica entre las premisas y la conclusión; entonces,
de forma análoga, la aberración de una conducta proviene de haber prescindido de la
sindéresis, de no haber tenido en cuenta algún principio de derecho natural al que se
debe adecuar una conducta.
Hay ocasiones en que la conclusión práctica se manifiesta con tanta claridad en la
conciencia ética, que sólo sería posible comportarse erróneamente por perturbación
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psicológica que implicara pérdida de sindéresis. En una sentencia penal, por ejemplo, una
vez evidenciada la realidad del delito y conocida su tipificación, ya no hay posibilidad
de sentencia errónea, si no es por fraude procesal.
Ya que hemos rozado materia jurídico-penal, no estará de más añadir una breve
especulación filosófica. Se trata de discutir el origen intelectivo o volitivo de la
justificación de los actos. Nadie piense que estoy planteando una quisquillosidad como
la del sexo de los ángeles. Ser intelectualista o voluntarista en cuestión de ética significa
nada menos que escoger entre la justicia y la arbitrariedad. Del entendimiento procede
el deber-ser de las acciones, y de la voluntad viene sólo el querer que sean. En el plano
político, la opción intelectualista facilita la democracia, mientras que la voluntarista
favorece el despotismo. Y es que el entendimiento y la voluntad tienen diversas maneras
de dirigirse al objeto: el primero acepta el objeto en cuanto que es determinado por él,
mientras que la segunda se dirige a él para apropiárselo o rechazarlo, no por otra razón
que por el querer o no querer. El primero elige el acto que debe, el segundo escoge el
que quiere. No estoy haciendo una escisión absurda entre el entendimiento y la voluntad,
pues ambas potencias actúan inseparablemente; pero en muchas ocasiones, como en
las conductas antiéticas, el sujeto humano toma una decisión que va en contra de lo
que su entendimiento percibe como justo y ético. Prueba de lo que digo es la justicia
sui generis que rige entre las pandillas de malvivientes.
Si atendemos a los sistemas políticos de gobierno, la cuestión se vuelve todavía
más interesante. Aunque entendimiento y voluntad obren conjuntamente, el primero
actúa como determinante y la segunda como determinada. Efectivamente, el sujeto
humano obra siempre por alguna razón, consciente o inconscientemente. Pero si
invertimos los agentes, colocando la voluntad como determinante y el entendimiento
como determinado, resultará que los motivos de conducta dependerán de la voluntad,
independientemente de la naturaleza del objeto que se busca. Como ya se sabe, el
intelectualismo y el voluntarismo fueron teorías filosóficas medievales, en cuya
discusión triunfaron, de momento, los voluntaristas. De ellos salió un aforismo según
el cual la voluntad del gobernante es la ley: Quod principi placet, legis habet vigorem.
Esta sentencia, como era de esperar, fue muy halagüeña para los reyes y príncipes que
gobernaron posteriormente incipientes naciones: en ella se fundaron las arbitrariedades de
las dinastías británicas y borbónicas. La mencionada sentencia sería válida si la voluntad
del gobernante fuese la rectitud de intención (recte velle) que postulaba Escoto, o la
voluntad buena (guter Wille) de Kant; pues en tal caso habría coincidencia entre lo que
el entendimiento percibe como bueno y la voluntad lo acepta como tal.
Pero ¿quién daría una moneda por la voluntad buena de cualquier gobernante? O si
alguien lo prefiere, le invito a recordar otro aforismo voluntarista que tomaron por lema
los monarcas ingleses y franceses del Renacimiento: “Así lo quiero, así lo mando; mi

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razón es mi voluntad” (Sic volo, sic iubeo: sit pro ratione voluntas). En estas expresiones
está el origen de todas las tiranías que en el mundo han sido.
Por eso el intelectualismo supone mejor garantía para la ética de legisladores y
gobernantes. Un legislador intelectualista se hace instrumento de la soberanía popular,
donde según los juristas y teólogos medievales y renacentistas, se funda el origen del
poder civil. De ahí resulta que el ciudadano no es súbdito de un Presidente o de una
Asamblea, sino de un Estado cuya legislación se funda en la recta ratio, la cual se
asienta, a su vez, en una realidad objetiva que impone un determinado deber-ser. El
imperativo categórico kantiano tiene aquí plena validez, a condición de que se entienda
como categoría de la mente humana, asentada en el logos de la especie a partir del homo
sapiens, o tal vez antes. En la razón de la eticidad no valen teorías que ultrapasen la
capacidad de nuestra experiencia. (Somos transportados en el vehículo de nuestro planeta
que está siempre en movimiento; y aunque la fórmula de Einstein sea matemáticamente
verdadera, nosotros, dentro de dicho vehículo, formulamos principios éticos absolutos,
al igual que medimos tiempos y distancias absolutas.
Según una tradición cuyo fundamento ignoro, si es que lo tiene, Montesquieu (el
enciclopedista de criterio más neutro) dijo en un acto público que el mejor acontecimiento
jurídico de la historia era la definición de ley dada por Tomás de Aquino2 1 . Según
ella la ley es expresión de un orden racional orientado hacia el bien de la comunidad.
Pero es un orden que está en la racionalidad de la especie humana como tal, no en el
entendimiento de una sola persona ni de un Parlamento. Cuando un cuerpo legislativo,
situado en esta conciencia ética, dicta una ley, ésta será mandatoria si es vista como
tal por la comunidad entera, es decir, si la comunidad la percibe como emanada de la
recta ratio.
El punto de discrepancia entre intelectualistas y voluntaristas está en que los
primeros fijan su atención en la materia sobre la cual hay que hacer el juicio práctico
de la conciencia ética, mientras que los segundos entienden esta conciencia sólo como
como hábito de la voluntad, a la que corresponde decidir, dejando en segundo plano
el contenido material de la decisión. Los intelectualistas interpretan la conciencia ética
de acuerdo a la etimología de la palabra, derivada de con-scire, equivalente a conocer
un conjunto de circunstancias que nos ayudan a decidir con con-ciencia. Esto es, que
la conciencia ética es fruto del conocimiento de un conjunto de situaciones que llevan
a una decisión que, si no es la más acertada, es al menos la más conveniente en un
momento dado.
Modernamente se tiende a relacionar la conciencia ética con los valores. En tal caso
hablaríamos de una ética axiológica, que en su fondo no discrepa de la conciencia ética.
Sólo que partiendo de los valores se da una nueva objetivación de los contenido de
2
I-II, q. 90, art.4.

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conciencia; porque al hablar en términos axiológicos conectamos con el ámbito jurídico.
Las leyes, aparte de ser un producto de la recta ratio —cuando lo son en verdad— no sólo
se contemplan como un imperativo categórico sino que se ligan con preceptos que tienen
una estimación muy particular como necesarios para la preservación del orden exterior
social. Por eso precisamente los llamamos valores, porque no nos permiten quedar
indiferentes ante ellos, puesto que de ellos depende la estabilidad de las comunidades.
Haciendo una analogía con la moneda, los valores valen porque de su estimación depende
que recibamos algo a cambio por el hecho de mantenerlos en vigencia.
Los valores que encarnan el derecho y la moral aumentan el peso que el deber-ser
ejerce sobre la conciencia. La conciencia ética como valor actúa de regulador de la
subjetividad en materia de criterios últimos de acción u omisión. El hombre ético, aun
en su actitud más crítica ante los preceptos, sentirá siempre la presión interior que le
inclinará hacia el acatamiento de un determinado dictamen al percibir cuánto vale el
cumplimiento del mismo. No en vano decimos cuando somos víctimas de una falsa
imputación: “yo tengo la conciencia tranquila”. Sabemos lo que perdemos si se descubre
lo contrario. En tal caso la situación subjetiva del sujeto humano concuerda con la
objetividad del valor que está en juego. Este supuesto nos lleva a distinguir, ante la
estimación de los valores éticos, dos tipos de conciencia ética: la objetiva y la subjetiva.
La objetiva es la que contempla los contenidos éticos como manifestación de la recta
ratio, y la subjetiva es lo que vulgarmente solemos llamar voz de la conciencia, que en
lo íntimo de nuestro ser nos atestigua la bondad o malicia de los actos cometidos. Es
lo que sucede, por ejemplo, cuando tildamos de prevaricador a un juez que ha emitido
una sentencia que no nos place, sin que tengamos conciencia cierta de las razones de
tal acusación. Teniendo esto en cuenta, habrá que afirmar que la única conciencia ético-
axiológica válida es la objetiva.

3.- La formación de la conciencia ética


Para prevenir que la conciencia ética entre en crisis, hay medios de la más diversa
índole, habida cuenta de los distintos ámbitos en que los individuos se mueven. La
conciencia ética está en crisis porque cada día son más las conciencias individuales
que entran en crisis consigo mismas; y como la tendencia humana siempre se inclina
hacia el abuso de la libertad, siempre habrá un motivo para sospechar de la eticidad de
cualesquiera actos, sobre todo los provenientes de las entidades públicas.
Uno de los principales medios para prevenirnos, está en contar con la velocidad de
las comunicaciones y sobre todo con su frecuente tendenciosidad. Las malas acciones
son las que primero se conocen. Si nos situamos en el plano social, veremos que, a
partir de la Revolución Industrial, las democracias modernas han acostumbrado a los
ciudadanos a sentir como causa común los reclamos por soluciones justas. Al redactar
un proyecto de ley, lo primero que se calcula son las reacciones adversas que puedan

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presentarse. La sensibilidad social hace que los legisladores afinen la suya para no caer
inconscientemente en este escollo. Por eso los legisladores son los actores sociales más
urgidos de conservar la rectitud de su conciencia ética. Una reacción concomitante
suele ocurrir en los ciudadanos comunes ante los imperativos éticos que provienen
de una ley. Saben que pueden ser sorprendidos en infracción. El hecho de convivir en
sociedad hace que el ciudadano se prevenga cuando siente la tentación de hace colar
un procedimiento éticamente sospecho.
Pero no basta la prevención del miedo para que la eticidad de los actos sea perfecta.
La buena conducta externa es suficiente ante la ley, pero no siempre ante la conciencia
ética. Hay procedimientos para justificar las conductas antiéticas frente a la sociedad,
pero ¿hasta cuándo esta justificación será sostenible en el tiempo? Esta es la pegunta que
nos hace pensar en la necesidad de educar la conciencia ética. En principio, se impone
una voluntad eficaz de estimar el valor del aforismo kantiano: obra de tal manera que
tus actos puedan convertirse en ley universal. Lo que dicho más llanamente suena así:
haz que tu conducta sea tan irreprochable que devenga en modelo para todas las demás.
Para que el sujeto humano se convenza de esta sentencia no son necesarias reflexiones
filosóficas; le basta darse cuenta de que el más alto nivel de la autoestima está en apreciar
el valor de la naturaleza racional y de su consecuencia natural, que es vivir en sociedad.
Sólo sobre esta base la conciencia ética es una facultad educable. En apariencia, lo que
acabo de decir es una recomendación infantil; tal como parecen infantiles los primeros
principios del ser y del obrar. Sin embargo no hay ningún error, sea teórico o práctico,
que no se deba al olvido de alguno de ellos. Nada es más fácil de olvidar que toda cosa
es igual a sí misma; que nada puede ser y dejar de ser a un mismo tiempo; que no hay
efecto sin causa. Califícalas, si quieres, de obviedades: pero ten en cuenta que siempre
que te equivocas es porque te has olvidado de alguna de ellas.
Sin embargo no faltan casos en que la determinación volitiva resulta éticamente
dudosa, en el sentido de que no hay claridad sobre la eticidad de una determinada
acción. ¿Le está permitido a un juez recibir una recompensa por haber dictado una
sentencia justa? En términos absolutos, no, ni siquiera contando con de la buena fe del
donante. Sin embargo el caso se vuelve dudoso si al donante le consta que el juez ha
tenido que superar graves inconvenientes y riesgos físicos y morales para lograr el éxito
del proceso. En coyunturas semejantes estamos ante una conciencia ética dudosa, pues
nadie está moralmente obligado a exponerse por ninguna causa a graves riesgos contra
su integridad. Hay, pues, aquí, una probabilidad de que el acto sea éticamente admisible.
Dado que la duda puede venir de varios aspectos de la legalidad o la moralidad, el
sujeto puede entrar en duda teórica o práctica. La duda teórica versa sobre la verdad o
falsedad de una proposición hipotética. Tal sería, por ejemplo, dudar de si es o no antiético
negarse a dar limosna a los pobres. La duda práctica, en cambio, ocurre en casos de
objeción de conciencia. Por ejemplo, ¿es éticamente lícito que un médico se niegue a

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practicar un aborto allí donde la ley lo permite? En semejantes situaciones hay siempre
unos contenidos de conciencia que se ponen en acción. En el caso referido, la negación
sería fruto de una educación ética no sólo frente a la ley positiva, sino también ante los
contenidos de conciencia de cada individuo. Pero para este tipo de sensibilidad ética hay
que haber pasado por un proceso educativo más largo y profundo. Se supone que los
sistemas educativos pueden orientar las conciencias en este sentido, pero a condición
de que la colectividad educanda sea inducida a convertir en contenido de conciencia la
instrucción ética que reciba.
La educación de la conciencia ética conlleva el buen uso de la libertad y libre albedrío.
Todo en conjunto forma parte de la educación de la voluntad. El entendimiento no es
susceptible de educación porque el acto de entender no es libre. Lo que percibimos
intelectualmente lo percibimos necesariamente, como ocurre en la evidencia de los
primeros principios. En cambio lo que sí debe ser educado es la capacidad de aceptar o
rechazar lo que nos es propuesto, ya sea desde fuera o del fondo de nuestra conciencia.
En esto estriba la diferencia entre educar y enseñar. Con el entendimiento aprendemos
lo que nos enseñan y con la voluntad decidimos las acciones. Según la manera en que
un acto se adecue a lo percibido intelectualmente, el resultado ético de la acción podrá
ser bueno, malo, indiferente o absurdo.
Como ya se ha insinuado, la educación de la conciencia ética se dirige principalmente
a la voluntad; pero antes hay que salvar el primer obstáculo que origina el desorden
de los actos volitivos: el temperamento. El temperamento de una persona es el primer
fenómeno visible que nos indica la calidad de su potencia volitiva. Por eso conviene que
nos refiramos a él antes de tocar el problema de la libertad y el libre albedrío. Educar
el temperamento es el primer paso para la educación de la conciencia ética en vistas
al uso de la libertad. Hay temperamentos que gozan de especial disponibilidad para
la aceptación de los preceptos, y al mismo tiempo de la capacidad para interpretarlos
ecuánimemente. Como dice Noble, “Hay personas que nacen naturalmente prudentes,
vale decir, dotadas de un buen sentido y de un juicio recto y una fácil atención hacia
todos los aspectos de una situación; son circunspectos, precavidos, previsores, etc.”3
De ser cierta de esta afirmación, tales individuos tendrían pocos obstáculos para llevar
una conducta ética. Pero lo general es que el temperamento tienda al desorden casi por
inclinación natural. Hay individuos que, al contrario de los anteriores, son por naturaleza
inquietos, perturbadores, irreflexivos, dotados de una imaginación viva que a menudo
anteponen a la reflexión.
Afectados de una emotividad desmedida, tienden a juzgar las cosas según les
agraden o desagraden. Si al mismo tiempo están dotados de un buen sentido analítico,
su recurrencia a los apriorismos les impide la debida estimación de los hechos y sus
circunstancias. Estos defectos inherentes al temperamento son corregibles con buenas
3
Les passions dans la vie morale, París,1932, p. 2. Véanse también las páginas 122, 124ss.

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ayudas psicológicas, y si fuere el caso, también psiquiátricas. La consulta a los sabios
se hace necesaria, más que nunca en estos tiempos de bombardeo emocional.
Nunca como hoy fue tan necesaria la educación ética; hoy, cuando más que nunca
se habla de democracia y libertad. Aun con lo mucho que se ha adelantado en estos
campos, el problema de la libertad permanece irresoluto. La libertad está tan unida
a la sociabilidad, que se puede afirmar que la educación de una implica la de otra.
Somos educados, bien o mal desde el momento en que socializamos. Si nos educamos
socialmente mal, nos educamos para el libertinaje. Para no empezar con una mala
educación ética que dé paso al libertinaje, es preciso tener idea clara de lo que el
hombre es en su integridad. Dejemos las definiciones filosóficas y antropológicas del
ser humano, pues aquí necesitaríamos una que fuera directamente al individuo concreto
que está aquí y ahora. Pero esa es imposible de formular, no por falta de materia sino
por sobra. Necesitamos una idea de lo humano que no abarque sólo la sustancia sino
que vaya principalmente a los accidentes. En pocas palabras, una noción del hombre
en cuanto que individuo. Siendo imposible definir al individuo con toda su carga de
atributos intransferibles, la pedagogía de todos los tiempos ha naufragado, a pesar de
la sobreabundancia de programas y ensayos metodológicos; sólo ha logrado inducir
en la mente del educando una cantidad invertebrada de conocimientos. Según algunos
programas educativos contemporáneos, hay adolescentes obligados a perder horas
de sueño dibujando complicados planes arquitectónicos mientras ignoran la tabla de
multiplicar y la conjugación de los verbos. Las reformas educativas oscilan de polo a
polo: o una libertad sin límites metodológicos o un rigor desmesurado que llega hasta la
perturbación de la vida hogareña. A pesar de que los Ministerios cuentan con educadores
multigraduados, no existen ideas claras ni en la noción de lo que es educar, ni en su
objeto ni en sus fines.
Es evidente, pues, que son muy complejos los aspectos en que hay que educar
al futuro hombre para que asimile el imperativo de la eticidad. Las posibilidades del
hombre rebosan, pero no por la riqueza que de su ser sino también por las carencias. El
hombre no es un ser social sólo per se, en virtud de su definición, sino porque necesita
compartir para que le compartan. Somos sociales porque somos carentes. Al compartir
socialmente la vida, el hombre recibe mucho más de lo que da, aunque esta afirmación
no sea siempre comprensible a simple vista. Porque cuando un hombre se vale de otros
para remediar una necesidad, hace ver a sus semejantes lo que ellos también son en el
orden de las carencias. Si esta consideración no se hace con respecto a los otros sino
consigo mismo, ocurre algo parecido, es decir, que descubrimos mejor nuestra verdadera
condición humana a través de las carencias que de las abundancias. Muñoz Alonso, decía
en uno de sus arrebatos poéticos: “El hombre es una realidad póstuma e inédita de sí
mismo. Un sepulturero de posibilidades que han muerto y una especie de prestidigitador
de realidades imprevistas. De la caja del hombre nunca se sabe lo que puede salir. Pero

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tampoco ningún hombre sabe el cúmulo de muertos que ha enterrado y que podrían ser
vivos.”4 El aforismo socrático “conócete a ti mismo” tenía precisamente este sentido:
hazte un autoexamen para que sepas cuánto te falta para completar tu ser humano.
Una vez que el hombre conoce sus carencias, ya sabe la trayectoria de su
perfectibilidad y cuáles son sus proclividades de las que se debe educar. Se encuentra
ante todo poseedor de dos principales potencias que lo constituyen en ser racional: la
libertad y el libre albedrío. Pero entonces, paradójicamente se da cuenta de que son
precisamente estas dos facultades las que le hacen transgresor, es decir irracional. Es
cuando advierte que la educación de su conciencia ética fue deficiente en el arte del
buen uso de la libertad y libre albedrío. No importa que externamente pueda exhibir un
currículum pedagógico de alta calidad, porque la más prestigiosa institución educativa
puede haber pasado de largo ante el problema el problema de la libertad. Sin embargo
algo de él deben haber barruntado los pedagogos que en su tiempo hablaron de la
“educación liberadora”. Aunque ellos ya forman parte de la historia de las modas
metodológicas, nos han enseñado, cuando menos, que el problema de educar para la
libertad sigue siendo principal.
Libertad y libre albedrío son las dos facultades que mejor expresan la esencia del
hombre en todos los ámbitos de su conducta. Pero “ser libre” no es una expresión unívoca,
por lo que dichas facultades deben ser educadas hacia finalidades positivas. Doy por
descontado que no podemos contentarnos con halagar al sujeto educando enumerándole
las cosas que tiene derecho a exigir de la sociedad y de los gobiernos. Por encima de
cualquier exigencia legítima está la necesidad de que la idea de libertad penetre de tal
modo en las mentes juveniles, que cuando lleguen a la adultez sean capaces de elegir en
pleno uso de su libre albedrío. Con frecuencia la sociedad crea rémoras contra la libertad,
pero son mucho más recias las barreras internas que le oponemos nosotros mismos, las
cuales pueden llegar a enturbiarnos la visión de la realidad. A veces las perspectivas
ilusorias nos falsean las decisiones haciendo que las veamos como una libre elección de
nuestra voluntad, cuando lo cierto es que hemos sido impelidos por intereses de los que
hemos dependido por largo tiempo. Confundimos las acciones ajenas con las nuestras:
creemos haber ido cuando en realidad nos han llevado.
Zubiri llama al hombre “animal de realidades”; afirmación que ennoblecería la
especie humana si tales realidades fueran consecuencia de un conjunto de libres
elecciones. Como el ámbito de la libertad humana es muy restringido, tampoco es
demasiado extenso el campo de acción que los educadores deben recorrer para convertir
esa poca libertad en objetivo primario de su quehacer. Se trata de modelar al hombre en
función de esa pequeña libertad, porque, precisamente debido a que es pequeña, es más
grande el peligro de usarla malamente, debido a la desproporción entre el campo de lo
elegible y la capacidad de elegir. Tal es el reto ante el cual los educadores de todos los
4
Crisis. Revista española de Filosofía, 37-40 (1963), p. 6.

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tiempos han fracasado; por eso cada generación repite el mismo estribillo “la juventud
de hoy está descarriada.” Naturalmente: tiene problemas de orientación en cuanto a la
libertad de y la libertad para. El uso irracional de la libertad está siempre bajo amenaza,
no sólo ante la evidencia de que tenemos poca libertad, sino ante la previsión de que
cada vez tendremos menos. Y como el mercado nos ofrece a diario nuevos ingenios para
mejorar nuestra calidad de vida, resulta de aquí otra paradoja: que ante la abundancia
de objetos seductores, no sólo se nos complica la libertad de elegir sino también la de
prescindir. Porque ante una situación seductora, es más libre el que se resiste que el que
cede. Sócrates y Diógenes decían sentirse más libres cada vez que salía al mercado un
producto nuevo, que hacía que los mirones ante las vitrinas dijeran: “eso es precisamente
lo que yo necesitaba.” Aquellos filósofos, en cambio, pensaban al revés: “He aquí una
cosa menos que necesito”. El supuesto razonamiento que hacían es evidente: si a las
necesidades que vienen de la de indigencia o de la coacción añadimos las creadas por
la ambición, somos doblemente esclavos.
El problema del uso racional de la libertad ha sido una de las mayores perplejidades
que han debido sufrir los teóricos de la “Educación liberadora.” La libertad y el libre
albedrío está en la frontera que divide el reino animal de la especie humana. Sólo el
hombre, dotado de razón y libertad, sabe que sus actos libres tienen consecuencias. Este
es el punto de donde tiene que arrancar la educación de la libertad en vistas a la conducta
ética: hacerle ver al muchacho que el déficit de libertad no está en la escasez de lo que se
puede elegir sino en su abundancia; y es en ella donde el sujeto racional libre puede hacer
su mejor o peor elección. El éxito de la educación liberadora debiera haber consistido
en que el eligiente se decidiera sólo por lo que está en el orden de la racionalidad. Quien
elige un acto irracional muestra que es un ser libre, pero precisamente por eso se hace
sujeto de imputación jurídica o moral. Una libertad ilimitada es un imposible metafísico,
porque en tal caso no existiría la libertad ni siquiera como idea, pues ninguna cosa es
pensable sino es a través de los términos que la limitan.
Visto así el panorama de la libertad y el libre albedrío, no se parece mucho a lo
que nos ofrecen desde las tribunas políticas. Como los tribunos también han recibido
una mala educación de la libertad, nos la limitan a través de ideologías exclusivistas.
No saben que la verdadera libertad está subsumida en la razón, y que la razón no es
privativa de la especie humana, sino del universo, que está constituido de razón. Por
consiguiente la razón humana, aunque sufra limitaciones en el correlato de la libertad,
es la porción consciente de la razón que está en todo el universo. Por eso no es ético
restringir la mente humana a un solo sistema de pensamiento. Aquí la radica el error de los
pedagogos que infunden a sus pupilos una exagerada veneración por los nacionalismos
o regionalismos. Estamos concordes en que las connotaciones de lugares patrios reciban
pedagógicamente la atención que les corresponde, pero a condición de que el amor
patrio no equivalga a una reclusión en los “ídolos de la caverna”. La educación que

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no infunde en el muchacho una visión universal del hombre y de las cosas, desconoce
incluso la etimología de la palabra educar, que significa “sacar al hombre hacia fuera”,
es decir —sigo la alegoría de Platón— hacia donde luce el sol que lo ilumina todo. Si
nos dejáramos orientar por esta idea, no mantendríamos la educación en dimensiones
prefabricadas, educando sólo para un pensamiento o para una patria, sino para una
visión del hombre universal. Esta educación no excluye ninguna connotación patria,
pero requiere que todas las patrias fomenten la libertad del hombre universal. Que no
haya miedo al contagio de las ideologías ni de las doctrinas. De estas dos, cuantas más
conozcamos, mejor. Todas las naciones del mundo han recibido influencias y hasta
invasiones, pero todas ellas serían bienvenidas si dejaran bienes materiales y espirituales.
Hay naciones que por un mal destino viven en una intemperie material y espiritual tan
dramática, que necesitarían una intervención benigna que les devolviera la dignidad. Por
descontado que no estoy hablando de intervenciones e invasiones en el sentido usual.
Pero hoy día hay intervenciones que se llaman -y son- “intercambios”.
Bajo esta perspectiva cualquier institución pedagógica puede conducir a sus
educandos a la libertad que está implícita en el imperativo categórico kantiano. En
efecto, si todos los humanos se educaran de modo que su conducta pudiese devenir en
ley universal, entonces el hombre se convertiría en custodio de la libertad universal.
Porque la ética es a la libertad lo que el entendimiento a la voluntad. Por consiguiente
no hay ética sin libertad ni libertad sin ética.
Una orientación pedagógica en este sentido no contamina ningún sentimiento de
patria, pero puede ensanchar los ámbitos de una patria sin que sus miembros se desplacen
de ella. Emmanuel Kant realizó su “segunda revolución copernicana” sin haberse movido
jamás de su aldea. En la Historia hay al menos un ejemplo: una pequeña parte de Grecia
-parte que ya murió- es la madre de la casi totalidad de nuestra educación en casi todas
las ciencias especulativas y prácticas que seguimos cultivando; y eso aun teniendo en
cuenta que su producción científica y literaria es una de las menos voluminosas. Francisco
de Vitoria concibió la idea de un derecho internacional -universal-, sin abandonar su
cátedra de la Universidad de Salamanca. Su doctrina jurídica sigue viva después de
quinientos años.

4.- Sentido ético de la libertad


Si las ideas de libertad y libre albedrío se entienden bien desde su formulación, como
potencias derivadas de la racionalidad, quedará entendido que de su uso depende la
conciencia ética de los ciudadanos. Desde ahora tratamos de ahondar en el humanismo
de la educación de la libertad, y entrando en el humanismo inmediatamente conectamos
con la educación de la conciencia ética. Libertad y libre albedrío, uso racional de los
mismos al tempo que los humanizamos. Realizados estos pasos, ya estamos de lleno en
la conciencia ética, pues la humanización conlleva la rectitud del comportamiento ético-

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social. Ya está el esquema completo. De esto nos damos cuenta no sólo por la educación
ética que hayamos recibido sino también y principalmente por la deshumanización que
caracteriza nuestros tiempos. Estamos aprendiendo gracias a lo que hemos desaprendido.
Llegamos a la humanización a la vista de la deshumanización. Y como es natural, de la
pérdida de ésta deviene la de la conciencia ética. Por eso las sociedades han tenido que
crear sus códigos para salvaguardar la libertad y el libre albedrío, pues del mal uso de
la libertad que hacen unos deviene siempre la mengua –si no la pérdida- de la libertad
de otros. No por otra razón se formularon teorías sobre la confraternidad de la especie
humana, ya desde el estoicismo, o del cristianismo u otras doctrinas y creencias. La
meta de una buena educación para la conciencia ética debería responder al clásico verso:
“nada de lo humano me es ajeno”.
Cuando los jóvenes llegan a la universidad se les suele hablar de la “búsqueda de
la verdad”, como si se entrara en una nueva educación que deja la anterior como fase
superada, cuando debería ser continuada con más intensidad. Vale decir, que la calidad
de conocimientos que hace que una educación se llame superior consista en una mayor
profundización de los valores humanos; de tal manera que ya no haya necesidad de
repetir que nada de humano nos es ajeno, debido a que ya poseemos la totalidad de lo
humano. La sentencia evangélica que dice que la verdad nos hace libres concentra en
un momento intuitivo todo cuanto puede decirse de la educación de la libertad a través
de las verdades aprendidas. Entonces la conciencia ética realizará su trabajo específico
en la convivencia social, cambiando la consigna hobbesiana de homo homini lupus por
la estoica de homo res sacra homini.
Si nos situamos en un plano ideal, los técnicos en educación, que suponemos habrán
adquirido noción de lo que significa buscar la verdad para ser libres por ella, deberían
investigar en técnicas pedagógicas orientadas a este fin. Pero nuestro primer obstáculo
está en no saber qué es la Verdad. La pregunta de Poncio Pilato: “Quid est veritas”;
(¿Qué es la verdad?), es una gran pregunta, pero no tiene respuesta concreta. Podemos
tener un concepto ideal de Verdad, pero esto no soluciona el problema de la verdad según
la capacidad de nuestra experiencia. Nuestro modo de entender las cosas no depende
directamente de una verdad absoluta, sino de la adecuación de pequeños o grandes
sucesos con nuestra capacidad de entenderlos. Hasta este punto llega lo que podríamos
llamar verdad funcional. Las verdades que hay en los principios de la conducta moral
-haz el bien y evita el mal, dale a cada uno lo que le corresponda, etc.- se aceptan como
verdades absolutas y objetivas si se contemplan sólo en sí mismas y como tales, pero
se vuelven relativas y subjetivas al confrontarlas con las realidades concretas, que son
las grandes trituradoras de los ideales. No hay ninguna sentencia judicial que se vea
justa por dondequiera que se mire, pero el juez no puede enfocarla más que desde un
solo cristal. En la mayoría de los casos, nuestra capacidad de ser verídicos y veraces no
alcanza hasta donde se debe sino hasta donde se puede.

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Lo dicho anteriormente no niega el ideal de una educación para la verdad, ni mucho
menos supone una recomendación hacia el relativismo absoluto al estilo de Protágoras.
No podemos ser relativistas a ultranza, pero ello no implica cerrar los ojos a lo que
necesariamente hay que relativizar. El dicho antiguo decía: “tantas opiniones cuantas
cabezas” (tot capita quot sententiae). Cierto que sí, y cierto también que no todas las
opiniones son aceptables; sin embargo es inevitable que convivamos con ellas. Es
necesario aceptar -que no es admitir- la diversidad de opiniones, al menos como actitud
provisional cuando hay esperanza de la que la “verdad verdadera” en un momento dado
pueda lucir. Por consiguiente, dentro de un mundo de opiniones, educar para la libertad
es también educar para la tolerancia, virtud social que consiste en soportar con dignidad
los efectos desagradables de hechos y dichos ajenos que nos resultan incómodos.
Y puesto que hemos aludido a la virtud social, no lo es solamente la tolerancia
sino todas las conductas que conllevan al reconocimiento de que la libertad de cada
individuo debe estar socialmente garantizada. Un sistema social de libertades significa
que cada uno tiene la suya no identificable con la de otro. La libertad de cada uno sigue
el principio metafísico de la incomunicabilidad de las personalidades. El dicho popular
según el cual la libertad de uno termina allí donde empieza la de otro, no significa una
limitación de la libertad, sino una extensión social de la misma. Cuando te convences
de esta verdad y piensas en el bien social que de ello deriva, significa que has entrado en
la conciencia ética. Esta comienza por un convencimiento íntimo, que ha ido creciendo
dentro de ti, hasta que ha llegado el momento en que te rebasa a ti mismo, pasando de
conciencia moral a conciencia ética. Has logrado la culminación de tu perfectibilidad
individual y tu conciencia moral individual se ha convertido en conciencia ético-social.
Pero como todo este proceso ha comenzado con la educación para la libertad, es
preciso que los educadores, que se suponen dueños de su propia conciencia ética, se
decidan por una enseñanza libre. Suponemos, al menos teóricamente, que en un Estado
libre debe haber libertad de enseñanza. Ello implica que los centros educativos sean
varios y que cada uno tenga la libertad de enfoque ideológico para la cual fue fundado.
Y aquí salta la controversia. ¿Puede el Estado, con sus propias instituciones educativas
ofrecer esta garantía? En principio diré lo que ya todos saben: que compete al Estado
permitir y autorizar todas las tendencias educativas que no contravengan la legalidad
ni induzcan a crear un pensamiento que interese sólo al Estado. Si el Estado, en su
correspondiente Ministerio, sólo dispone de técnicos pedagogos al servicio de su solo
interés ideológico, ese Estado posee una conciencia ética errada que puede incluso llegar
a perniciosa. No niego que el Estado pueda tener sus centros pedagógicos adonde los
educandos vayan libremente para ser instruidos según el pensamiento oficial. Lo que no
es admisible es el intervencionismo del Estado en la Educación como tal. No pretendo
ser yo el primero que haya hecho esta afirmación, pero deseo añadir algo más: que el
binomio Estado-Educación es incompatible, por no decir una contradicción en términos.

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Y esto, no sólo porque el Estado no es educador, sino porque no puede serlo. En primer
lugar porque una educación “estatal”, aunque sea libremente elegida, tiende a invadir
las conciencias, lo cual, pensando éticamente, el Estado no puede hacer ni siquiera a
través de su instrumento más moral, que es el derecho.
Sin embargo vemos que todos los Estados se consideran educadores, pues todos
cuentan con un Ministerio de Educación. ¿Significa esto que les compete algo en este
terreno? Si nos atenemos a una visión macropolítica, indudablemente que sí. Fomentar
el desarrollo intelectual y moral de los asociados es una de sus grandes misiones. En
este sentido, es del Estado de donde debería irradiar una conciencia ética. Si esto fuera
una realidad, quedarían sobradamente justificados los Ministerios de Educación. Pero
cuando el Estado, en su tendencia siempre expansionista, pretende constituirse en
pedagogo, surgen entones las complicaciones. Los actuales Ministerios de Educación
son difíciles de gestionar no por la dificultad que venga de ellos mismos, sino por
haberse introducido en campos que les rebasan. Difícilmente puede ser pedagogo un
Ministerio de Educación, aunque todos sus miembros se hayan especializado en los
lugares de mayor excelencia, porque los Ministerios -y el de Educación mucho más-
están politizados. Sólo en una región angélica sería posible un Ministerio de Educación
que fuese educativo, y sólo educativo. No trato de negar al Estado el derecho a poseer
instituciones educativas, pues siempre hay una clientela que elige libremente una
educación estatal. Lo que el Estado no debe es convertir en monopolio suyo el espíritu
de la enseñanza. Si el Estado la monopoliza, deja de ser libre. Necesariamente se
impondrá una epistemología pedagógica obligatoria para los docentes, que no se podrán
desviar de ella so pena de perder el oficio. Entonces vendrá para ellos el conflicto entre
la necesidad y la conciencia ética.
Pero es un hecho -algunos me objetarán- que es el Estado quien organiza el sistema
educativo de todo el país; incluso elabora los programas de cada asignatura. También eso
es cierto: es una realidad que debemos aceptar de buen o mal grado. Lo antes dicho es
lo mejor que podría ocurrir, pero de hecho sucede lo contrario. El Estado quiere hacerse
educador y tiene a su servicio maestros y profesores que actúan como funcionarios
públicos, en cierta manera politizados. Por otra parte, ellos aducen razones a su favor.
La enseñanza es un servicio público; por tanto sus funciones deben considerarse de
derecho público. La enseñanza está en el género de los asuntos de utilidad pública;
por tanto es el Estado a quien compete juzgar cuáles son los contenidos y métodos de
enseñanza públicamente útiles. El saber y la instrucción son bienes comunes, que el
Estado es el único administrador del bien común. De sobra está calificar de triviales estas
razones. Sin embargo, conviene prevenir a los incautos con algunas consideraciones que
suelen pasar inadvertidas debido a su palmaria evidencia. Las atribuciones del Estado
en materia de educación se limitan a tutelar el derecho de los educandos a recibir la
enseñanza según sus preferencias. Libertad de enseñanza y aprendizaje. El hecho de que

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la enseñanza sea una función pública no incluye dependencia de la autoridad pública,
pues también son públicas muchas otras actividades como la industria, el comercio y las
profesiones liberales, y ninguna de ellas es cuentadante del Estado. Para que el Estado
tuviera derecho de intromisión en la programación de los estudios, debería convertirse
en factor activo del progreso científico y defensor de la universalidad del saber, pero
no lo es. Y no porque el Estado sea enemigo de la ciencia, sino porque la finalidad de
sus actividades tiende más a la conservación de la clientela política que al progreso de
la ciencia. Aquí naufragan la libertad y la ética. El progreso científico y humanístico
crece mejor con la libre iniciativa de los particulares y el sentido de sana emulación entre
las Escuelas, tanto de ciencias como de artes. Dicho brevemente: el saber se desarrolla
mejor cuanto menos dependa del poder.
Por cierto que la tendencia a monopolizar la educación es propia de todos los Estados,
sin que en este sentido sea mucha la diferencia entre dictaduras y democracias. Los
regímenes democráticos, aunque más tolerantes que los dictatoriales, no siempre están
éticamente a salvo respecto al control de la enseñanza. Hay formas sibilinas de orientar
las ideologías so pretexto de reestructuraciones hábilmente justificables, de las cuales
sólo las mentes muy conspicuas logran percatarse. Un ejemplo muy elocuente: durante
el apogeo de Hegel, en las universidades prusianas era extremadamente difícil que un
profesor no hegeliano ganara una cátedra. Pero cuando el positivismo logró dominar la
escena, las hostilidades se volvieron contra los neo-hegelianos. En ambos casos libertad
y ética naufragaban. En recientes tiempos nuestros, el marxismo imponía su acepción
de personas no solamente en las cátedras y en los trabajos académicos, sino también en
otras tareas menos especializadas. No siempre estos casos ocurrían por implícita voluntad
del Estado, sino por iniciativa de grupos que ejercían alguna autoridad delegada, cuyos
excesos el Estado no tenía interés en refrenar. Otro naufragio de la libertad y la ética.
La cuenta final que podemos esperar de cuanto llevamos dicho, es que el Estado nos
permita la libre activación de nuestro principio de perfectibilidad personal. La mejor
sociedad posible es la de unos ciudadanos educados para la conciencia ética y el buen
uso de la libertad. De individuos bien constituidos se hacen sociedades bien constituidas.
No es la sociedad la que hace excelente al individuo, sino al revés. La primacía del
Estado es siempre es un concepto sofístico, sobre todo cuando se presenta revestido de
paternalismo o se empecina en un ideal revolucionario. Es entonces cuando se siente con
derecho de educar y adoctrinar en exclusiva reverencia suya. “Quien no está conmigo
está contra mí”. Al fin los individuos se cansan de esperar el paraíso terrenal y de ser
piezas de recambio para el buen rodamiento de la “nomenklatura.

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Bibliografía
Noldin, H., De Principiis, Feliciani Rauch, Insbruk, 1940
Ramis, P., Verdad y libertad en la educación, en “Revista de Filosofía Nº 12 (2001).
—De la libertad y sus apariencias, en “Dikaiosyne nº 15 (2005).
—Conciencia jurídica y axiología de lo legal, en “Cuadernos de Derecho Público”. 9 (1988).
Vidal, M., Moral de actitudes, P.S. Ed., Madrid, 1977.

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